Emmanuel Levinas La Filosofia Como Etica

March 13, 2017 | Author: Fausto BigOtik | Category: N/A
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Andrés Alonso Martos, ed

Emmanuel Levinas La filosofía como ética

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E M M A N U E L L ÉV IN A S: L A FILO SO FÍA COM O ÉTICA

EMMANUEL LÉVINAS: LA FILOSOFÍA COMO ÉTICA

Andrés Alonso Marios, ed.

U N IV ER SITA T D E V A LEN C IA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma f o t o c o p ia r l ib r o s ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia NOESLEGAL 0 ρ Ο Γ cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. =

© De los textos: los autores, 2008 © De esta edición: Universitat de Valencia, 2008 Coordinación editorial: Maite Simón Fotocomposición y maquetación: Textual IM Corrección: Communico CB Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera ISBN: 978-84-370-7199-2 Depósito legal: V-4167-2008 Impresión: Guada Impresores, SL

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ÍN D IC E

PRESENTACIÓN: LAS AVENTURA DE UN MUSEO DE LAS IDEAS, Roma de la C a lle ..............................................................................................................

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INTRODUCCIÓN: FUE(RA) ADENTRO, A ndrés A lonso M a r io s ....................

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LA ASIMETRÍA DEL ROSTRO. Entrevista a Emmanuel Lévinas, F. G u w y

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INTRANSITIVIDAD DE LA ÉTICA, G érard B e n s u s s a n ...................................

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LEVINAS Y L0GSTRUP EN EL MUNDO GLOBALIZADO DE CONSUMI­ DORES , Z ygm unt B a u m a n ..................................................................................

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LA CRÍTICA DE LEVINAS A LA FILOSOFÍA TRASCENDENTAL MO­ DERNA, A ntonio Pérez Q u in ta n a .......................................................................

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OBEDECER. DE ROSENZWEIG A LÉVINAS, A ntonio L a s tr a ........................

91

LAS HUELLAS DEL JUDAISMO EN LA FILOSOFÍA DE EMMANUEL LÉVINAS, Julia U ra b a y e n ....................................................................

105

DESCUBRIENDO EL TALMUD CON CHOUCHANI Y LÉVINAS, A lberto S u c a s a s .............................................

127

¿PUEDE NO SER MORAL LA FILOSOFÍA? SOBRE KANT Y LÉVINAS, G raciano G onzález R . A r n a iz ..............................................................................

151

RESPONSABILIDAD Y DIÁLOGO EN LEVINAS. REFLEXIONES PARA UNA ÉTICA DEL CUIDADO Y LA SOLICITUD, A g u s tín D o m in g o M o ra ta lla ...............................................................................................................

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ROSA Y ROSTRO. NOTAS SOBRE HEIDEGGER Y LÉVINAS, César Moreno

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ESTRUCTURAS METÓDICAS Y TEMAS METAFÍSICOS EN LA FENOME­ NOLOGÍA DE EMMANUEL LÉVINAS, Patricio Peñalver Gómez

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HOSPITALIDAD, HUMANIZACIÓN Y DESHUMANIZACIÓN. DOS LEC­ TURAS RECIENTES DE LEVINAS, Gabriel Bello Reguera......................

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EL PRECIO DE LA JUSTICIA. LA RETÓRICA HIPERBÓLICA DE E. LÉVINAS , Manuel E. Vázquez .....................................................................................

233

EL NOMBRE QUE SIEMPRE SE NOMBRA, Antonio Domínguez R e y

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MI PALABRA SUYA, Ángel Gabilondo.................................................................

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ANTEPUÉS, Francisco Amoraga Montesinos........................................................

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PRESENTACIÓN LAS AVENTURAS DE UN MUSEO DE LAS IDEAS

Desde hace un lustro, la conexión del Museo Valenciano de la Ilustración y de la Modernidad (MuVIM) con el mundo universitario se ha convertido en uno de los ejes funcionales de sus programas museográficos a partir de la llegada del nuevo equipo directivo. No es baladí que las distintas actividades expositivas del museo se vinculen directamente con la celebración intermitente de jom adas, encuentros y congre­ sos especializados, programados para potenciar la vertiente reflexiva -crítica y analítica- en tomo a figuras filosóficas o artísticas y a temas destacados de la historia y/o de nuestra contemporaneidad. En realidad, tal planteam iento es lo que ha potenciado que el museo oriente y funde su identidad en la prioridad concedida a tres sectores que le son constitutivos: la Biblioteca especializada y el Centro de Documentación, el Departamento de Estudios e Investigación y el Departamento de Educación y Talleres. Respaldándose en ellos, desarrolla sus iniciativas el Departamento de Exposiciones, que canaliza, ejecuta y da cuerpo y visibilidad a los proyectos que conjuntamente se planifican y ponen en marcha. Se entenderá, pues, que la identidad del centro, por su claro carácter dife­ rencial, frente a los museos de nuestro entorno, apunte esencialmente a mantener -com o «museo de las ideas»- sus líneas de intervención, distendidas y abiertas de cara a reforzar las conexiones entre el mundo de la Ilustración y las subsiguientes «modernidades», que han tejido el cuerpo y la fuerza de nuestra historia. Un museo centrado en el patrimonio inmaterial, como el MuVIM , no puede dejar de mirar hacia la historia y hacia el presente, hacia la memoria y hacia la cotidianidad, trazando un arco de inflexiones e intereses, en este caso, entre el siglo XVIII y el XXI. Pero, singularmente, este museo ha fijado su fulcro y su palanca en el cruce, que la historia de las ideas y la historia de los medios de comunicación han sabido efectuar, con sus diálogos, tensiones, refuerzos e interferencias. 9

ROM ÁDELACALLE

Sentadas estas observaciones, a nadie extrañará, pues, que las dos primeras iniciativas tomadas por el nuevo equipo directivo del MuVIM , en el otoño del 2004, fueran precisamente la constitución y puesta en marcha de la Biblioteca de investigadores y la convocatoria de un congreso nacional que, bajo el título de Filosofia y razón. Kant, 200 años, suponía un homenaje al pensamiento de Immanuel Kant en el doscientos aniversario de su muerte. La colaboración entre la Facultad de Filosofía y el MuVIM quedaba así sellada. El número de personas inscritas fue una sorpresa para todos, al sobrepasar el centenar y medio de asis­ tentes. Por supuesto, la edición posterior de las actas es, en estas convocatorias, un requisito obligado, que solucionamos mediante el correspondiente convenio con Publicacions de la Universitat de Valéncia-Estudi General.1 De esta manera, se estableció la costumbre de que la Facultad de Filosofía y el Museo Valenciano de la Ilustración y de la Modernidad organizaran cada mes de noviembre un congreso internacional centrado en el estudio de una fi­ gura filosófica de relieve, extraída de ese arco cronológico que define el perfil del museo: entre la Ilustración y la Modernidad. Y la fórmula ha funcionado perfectamente. El Congreso del otoño del año 2005 tuvo asimismo su desta­ cado protagonista, al celebrarse el bicentenario de la muerte de Schiller: Ilus­ tración y modernidad en Friedrich von Schiller fue el tema planteado.2 Y así han seguido sucediéndose las convocatorias y las colaboraciones bilaterales. En noviembre del 2006, celebrando precisamente el centenario de su na­ cimiento, tuvo lugar el congreso internacional Lévinas, la filosofia como ética, cuyas actas tiene el lector entre las manos.3 Y una vez más, la convocatoria tuvo un resultado desbordante por la asistencia y la participación de un público fidelizado y activo, a pesar del riesgo que suponía el hecho de que Lévinas no fuese una figura comúnmente conocida, más allá del restringido contexto filo­ sófico. Sin lugar a dudas, fue ésta la mejor prueba de que la «fórmula MuVIM» ha resultado, en todos los sentidos, plenamente acertada. Sin embargo, los esfuerzos ejercidos desde el museo para potenciar sus relaciones con la investigación histórico-filosófica no se han limitado, como era de suponer, a estas estrictas y periódicas citas anuales, ya que, por una parte, toda una serie de jom adas y encuentros han venido a arropar y hacer posible las 1. Manuel E. Vázquez y Roma de la Calle (eds.): Filosofia y razón. Kant, 200 años, Valencia, PUV, 2005, 207 pp.

2. Faustino Oncina y Manuel Ramos (eds.): Ilustración y modernidad en Friedrich Schiller en el bicentenario de su muerte, Valencia, PÜV, 2006, 256 pp. 3. En este caso los directores académicos fueron Andrés Alonso, José Miguel Martínez y Francisco Amoraga.

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PRESENTACIÓN

reflexiones periódicas que el museo potencia en tomo a su programa expositivo. Así, otras convocatorias e investigaciones han tenido lugar recientemente en el MuVIM: Museos y educación artística (2005);4 Ciencia y técnica en el XVIII español (2006); Viajes y viajeros: entre ficción y realidad (2007) y Guerra y viajes (2008). Para mantener este programa de actividades, el museo siempre ha contado con eficaces colaboradores dentro del entramado universitario. Sacar la filosofía fuera de sus espacios habituales y convertir el museo en un lugar singular de reflexión han sido algunos de nuestros objetivos, a los que seguimos, a ultranza, fuertemente vinculados. De manera muy especial, en esta hora de los reconocimientos, cuando ya disponemos de las actas, debemos referimos también a la generosa predisposi­ ción de los jóvenes directores académicos del congreso dedicado a la figura de Emmanuel Lévinas (1906-1995). Muy particularmente a Andrés Alonso Marios, auténtico aglutinador de las diferentes vertientes del proyecto, junto a su equipo, José Miguel Martínez y Francisco Moragas, debemos agradecerles públicamente su constante entrega y directa colaboración. Estas convocatorias, de cuño filosófico, afortunadamente cuentan con el respaldo directo del Decanato de la Facultat de Filosofía, desde que se pusieron en marcha, hace un lustro. Con nuestro agradecimiento, apostamos fervientemente por su continuidad. Por su parte, también la Fundació General de la Universitat de Valencia, a través del Patronat Martínez Guerricabeitia, ha facilitado su apoyo, concretamente con la concesión de créditos académicos de libre disposición a los asistentes, inscritos, que los han solicitado. Por parte de los departamentos del MuVIM, son precisamente los miembros del equipo de la Sección de Estudios e Investigación, directamente involucra­ dos en la planificación, desarrollo y realización del congreso, quienes merecen nuestro reconocimiento. Igualmente Publicacions de la Universitat de Valencia, que con tanta eficacia ha trabajado, merece ser traído a colación, en estas cir­ cunstancias. Valencia, mayo del 2008 RO M A DE LA CALLE

Director del M uVIM

4. Ricard Huerta y Roma de la Calle (eds.): Espacios estimulantes. Museos y educación artística, Valencia, PUV, 2007, 240 pp. También Ricard Huerta y Roma de la Calle (eds.): La mirada inquieta. Educación artística y museos, Valencia, PUV, 2005, 249 pp.

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INTRODUCCIÓN: FUE(RA) ADENTRO A n d rés A lo n so M arios Universitat de Valencia

1 El lector tiene en sus manos los textos presentados en el congreso interna­ cional de filosofía dedicado al pensador Emmanuel Lévinas (1906-1995) -lituano de origen, francés de adopción y ju d ío - con ocasión del primer centenario de su nacimiento. Bajo el título «Lévinas: la filosofía como ética», fue celebrado en el MuVIM (Valencia) durante los días 1 5 , 1 6 y l 7 d e noviembre del 2006 y orga­ nizado por el propio MuVIM y la Universitat de Valencia; tuvo en su dirección académica a José Miguel Martínez Castelló, Francisco Amoraga Montesinos y quien esto escribe. Hay algo arriesgadamente significativo en la celebración de este congreso; tiene por ello este libro rasgos de hito editorial en lengua castellana. El riesgo reside en que no es Lévinas un filósofo conocido fuera del mundo de la acade­ mia filosófica española, a la vez que no es demasiado estudiado dentro de ella; incluso a veces -según se argumenta en uno de los artículos aquí recogidos- no se le considera ni filósofo. Sin presencia fuera de este ámbito y con escasísima relevancia dentro de él, constituye un riesgo, por tanto, plantear cualquier pro­ yecto sobre dicho pensador en España; de hecho - y mientras se han sucedido en todo el mundo decenas de ellos-, el congreso de Valencia ha sido el único que se ha organizado aquí para conmemorar esta efeméride. El significado de este riesgo tiene, por su parte, doble faz: por un lado, es significativo que el MuVIM y la Universitat de Valencia decidieran incluir este nombre -Lévinas o Lévinas, como verá el lector a lo largo de estas páginas: doble nombre propio que señala su doble procedencia lituana y francesa, disyunción que expresa, quizá, un pro­ ceder lévinasiano- dentro de los congresos anuales sobre filosofía que realizan conjuntamente desde el 2004, pues sitúan a este pensador en una secuencia filosófica que va de Kant (2004) a Schiller (2005), pasando por Hegel (2007) 13

ANDRÉS ALONSO MARTOS

y Rousseau (2008) j1 el otro lado de esta significación arriesgada: dada la poca o nula existencia de Lévinas -aunque va en aum ento- en el ámbito filosófico español, pocos son los investigadores que dedican sus esfuerzos a este ¿filóso­ fo?, por lo que un congreso que los reúna a prácticamente todos consigue ser un acontecimiento en los estudios sobre Lévinas, al mismo tiempo que un libro que contenga las conferencias de dicho acto -está en tus manos, lector- deviene un hito ¿filosófico? en lengua castellana.

2 ¿Por qué Emmanuel Lévinas: la filosofia como ética? Parte de la respuesta a esta cuestión tal vez desemboque en que el amor a la sabiduría - la filo-sofía- es en verdad la sabiduría del amor;2 o en que «la ética no es en modo alguno una capa que envuelva a la ontología, sino que de alguna manera es más ontológica que la ontología».3Tal vez así ocurra, cierto, pero para ello se exige la lectura del volumen que el lector tiene entre sus manos, con ello se le obliga a seguir todos los pasos que el pensamiento de Lévinas recorre: su posición dentro y fuera de la filosofía (Antonio Pérez Quintana, Patricio Peñalver, Antonio Lastra, César Moreno, Manuel E. Vázquez), la torsión al concepto tradicional de ética (Agustín Domingo M oratalla, Graciano González) o de lenguaje (Antonio Domínguez Rey), la convergencia o divergencia de la ética y la política (Gérard Bensussan, Zygmunt Bauman, Ángel Gabilondo), o entre ética y derecho (Gabriel Bello), así como las raíces judías de su pensamiento (Julia Urabayen, Alberto Sucasas). Lo exige y lo obliga porque no hay en Lévinas un abandono del concepto; digámoslo también de doble manera: su pensamiento opera con lo que hace su entrada, su intervención y con lo que se introduce - y esto mismo hay que de­ cirlo en toda introducción: «la sexualidad, la paternidad y la muerte introducen 1. He aquí los volúmenes respectivos: Manuel E. Vázquez y Roma de la Calle (eds.): Fi­ losofia y Razón. Kant, 200 años, Valencia, PUV, 2005. Faustino Oncina y Manuel Ramos (eds.): Ilustración y Modernidad en Friedrich Schiller en el bicentenario de su muerte, Valencia, PUV, 2006. Y Manuel Jiménez Redondo y Andrés Alonso Martos (eds.): Figuraciones contemporáneas de lo Absoluto. 200 años de la Fenomenología del espíritu de Hegel, Valencia, PUV, 2008. El de Rousseau, en el 2009. 2. E. Lévinas: Autrement q u ’étre ou au-dela de l ’essence, París, Le Livre de Poche, 1991, p p .252-253. 3. E. Lévinas: De D ieu q u ivie n ta l’idée, París, Vrin, 1986,p. 143. Puede leerse en el mismo sentido su obra Totalité et Infini, París, Le Livre de Poche, 1990, p. 8.

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INTRODUCCIÓN

en la existencia una dualidad que concierne el existir mismo de cada sujeto»-4 en el concepto desde un más allá o más acá de él, desde la exterioridad, para (des)habitar en su centro; existe en Lévinas, además, la firme voluntad de salir por la misma puerta por la que entró, desorientando la ordenación.5Y es que allí donde se corre el riesgo con Lévinas porque, siendo su temática la alteridad, él es el otro, allí donde se le emplaza afuera y adentro, ni afuera ni adentro, pero en el adentro del afuera y el afuera del adentro,6 allí donde hay un rechazo a la exhibición, a la correlación o al encadenamiento, allí donde todo se asemeja a todo y cualquier cosa nos es familiar y forma género, allí donde poca cosa -tam poco Lévinas, ¿por qué Lévinas?- tiene transcendencia, «¿hay algo en el mundo que pueda hurtarse a este orden primordial de la contemporaneidad sin dejar por ello de significar?» .7El riesgo de este congreso, también el de Lévinas, era significativo porque no carecía de significado: Todo depende -continúa poco después- de la posibilidad de vibrar con una significancia [signifiance] que no se sincroniza con el discurso que lo capta ni se sitúa en su orden; todo depende de la posibilidad de una significación que significaría como una perturbación [dérangem ent ] irreductible.8

Salir por la misma puerta por la que se entró, poniendo a vibrar el concepto hasta su perturbación, desde adentro para crear un afuera, pensar el exterior para respirar,9 todo ello sería un modo de dejar esta puerta de la filosofía un poco entreabierta para una intromisión que al mismo tiempo es una huida, pues «la perturbación entra de una manera tan sutil que ya se ha retirado»:10 Lévinas no es un fenómeno, sino un enigma. Parejo modo de hacer esa entrada - la intervención, la introducción- es el que el lector pueda encontrar en este volumen, junto con los artículos presentados en el congreso, dos textos que añadimos ahora: una entrevista inédita a Lévinas como puerta de entrada, «La asimetría del rostro», y un poema de Francisco Amoraga Montesinos como salida del libro, a modo de despedida, «Antepués». El lector debe cruzar la duplicidad de esta puerta. 4. E. Lévinas: Le temps et l ’autre, París, PUF, 1983, p. 88. 5. E. Lévinas: «Hegel et les juifs», en Difficile liberté, París, Albin Michel, 1976, p. 357. 6. J. Derrida: «Violence et metaphysique. Essai sur la pensée d ’Emmanuel Lévinas», en L ’écriture et la différence, París, Seuil, 1967. 7. E. Lévinas: «Énigme et phénomén», En decouvrant l ’existence avec Husserl et Heidegger, París, Vrin, 1967, p. 286. 8. Ibíd. 9. E. Lévinas: De l'existence a l'existant, París, Vrin, 1963, p. 150. 10. E. Lévinas: «Énigme et phénomén», p. 290.

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ANDRÉS ALONSO MARTOS

3 Por último, los agradecimientos y reconocimientos. El agradecer y el dar las gracias no son ajenos al propio Lévinas, pero siempre en la forma del darlas sin recibirlas, de la exposition sans merci -sintagm a recurrente en De otro modo que ser o más allá de la esencia hasta casi alcanzar un estatuto trascendental-. Ante todo, exposition sans merci con nuestros huéspedes: agradecemos a los ponentes haber aceptado nuestra invitación. Queremos destacar la colaboración del Instituto Francés de Valencia -e n especial de su director, M. Pierre Berthier- en la configuración definitiva del programa del Congreso. También la de la Universidad Autónoma de M adrid -e n particular a Jorge Pérez de Tudela, su director de Servicio de Publicaciones- por editar este volumen junto con PUV. El apoyo económico y el aliento anímico del Decanato de la Facultat de Filoso­ fia i Ciéncies de l ’Educació de la Universitat de Valencia -tanto de su antiguo equipo, con Manuel E. Vázquez a la cabeza, como del actual, con Ramón López y Juan de Dios B ares- han sido absolutamente necesarios para llevar a cabo este proyecto. M uchas gracias. Absolutamente necesario tendría que querer decir al mismo tiempo más que imprescindible, más que ineludible, jam ás lo suficientemente necesario; tendría que tener un excedente o un exceso -tam bién una sobreabundancia, un resto o un suplem ento- y trabajar, algo exageradamente, con cuanto en Lévinas signifique «surplus», «jamais assez» o «plus ou mieux». Y es que más que necesario -« el excedente [surplus] de la fraternidad puede ir más allá de las satisfacciones que uno espera incluso en los dones recibidos, ¡aunque sean gratuitos!»11- ha sido el MuVIM. Su director, Roma de la Calle, acogió la idea de celebrar este arriesgado centenario con tanta ilusión como sus directores académicos. Su experiencia y su iniciativa son los pilares que sostienen todas y cada una de las actividades que se realizan en el museo. Además, puso a nuestra disposición un equipo institucional que en todo momento ha tenido la calidez y la solicitud de un rostro humano; dentro de ese equipo institucional y muy humano es obligado destacar a Vicent Flor, encargado de la coordinación técnica del congreso y director del Centre d ’Estudis del MuVIM. A veces -aunque sólo sea a veces-, la índole imper­ sonal y abstracta de una institución coincide con lo singular y concreto de una persona, por seguir a Hegel, que sucede a Lévinas en las actividades filosófi­ cas del MuVIM -¿cabría citar aquí al propio Lévinas, su nombre: «entre el orden

11. E. Lévinas: De Dieu qui vient a l ’idée, pp. 224-225.

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INTRODUCCIÓN

del ser y la proximidad, el vínculo es irrecusable»?-.12 Pues bien, dos de esas veces se llaman Roma de la Calle y Vicent Flor. Voy con mi última palabra de agradecimiento, con mi primer reconoci­ miento. Tiene también, cuando todo llega a su fin, la figura del nombre propio -«¿acaso los nombres de las personas no se resisten a la disolución del sentido y nos ayudan a hablar?»-;13 posee además la vez de las veces acabadas de men­ cionar: Quico, José.

12. E. Lévinas: Autrement q u ’étre ou au-delá de l ’essence, p. 249. 13. E. Lévinas: Nomspropes, París, Fata Morgana, 1976, p. 9.

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LA ASIMETRÍA DEL ROSTRO ENTREVISTA A EMMANUEL LÉVINAS* F. G uw y

El texto que sigue, transcripción de una entrevista para la televisión neerlandesa (1986), es destacable p or varias razones. De entrada, por su estilo. Lévinas, que es un autor diflcil, o al menos a sí es considerado, se expresa en un lenguaje muy sencillo. Es un texto sin el menor efecto retórico y de una pre­ cisión extrema, donde cada frase, casi cada palabra, reúne y despliega un extenso conjunto de investigaciones filosóficas. H ay que prestar atención al modo en el que, cada vez, Lévinas profundiza, matizando o rechazando, la sugerencia que contiene la pregunta planteada. En segundo lugar, Lévinas se muestra «en persona», vivo, vibrante, evocando sus sen­ timientos personales y los dramas históricos vividos, a los que no duda en poner en relación con el desarrollo de su pensamiento. Hay, al mismo tiempo, un rechazo del pesimismo, un rechazo a tomar distancia con respecto a la «civilización occidental», un mensaje de esperanza con «la afirmación de una bondad original de la naturaleza humana»; naturaleza humana que es, nos dice sin temer la paradoja, «la ruptura del orden de la naturaleza». Pero el rasgo más sobresaliente de este texto es su contenido filosófico: encuentro con Lévinas y nada más que con Lévinas. Husserl, H egel y Heidegger, esas emblemáticas figuras con las que no cesa de dialogar, han desaparecido de la escena. Ningún filósofo es pronunciado. ¿Acaso ninguno? ¡No, sólo uno, Spinoza! Como si al final de su trayectoria, Lévinas quisiera identificar al más irreductible de sus adversarios: con el rostro del otro, con la responsabilidad por el otro, se rompe el orden en el que el ser persevera en su ser -«acto supremo de Dios», según Spinoza-. Si no fuera incongruente juntar las palabras testamento y filosofía, diría que éste es el testamento filosófico de Lévinas. Incongruente, cierto, ¡pero qué testamento!** JOELLE HANSEL

(revue Cités)

«L’asymétrie du visage», Cités 25,2006, París, PUF, pp. 115-124; esta publicación cuenta con el permiso de Michaél Lévinas. El texto, hasta entonces inédito, no fue revisado por Lévinas. Conserva por ello el carácter espontáneo de una intervención oral, como se observa, por ejemplo, en la repetición de un párrafo. Traducción de Daniel Barreto González. Traducción de Andrés Alonso Martos.

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F.GUWY

EMMANUEL LÉVINAS. Soy responsable del otro, respondo del otro. El tema principal, mi definición fundamental, es que el otro hombre, que en principio forma parte de un conjunto que abarca todo y que me es dado como los otros objetos, como el conjunto del mundo, como el espectáculo del mundo, rompe de algún modo ese todo precisamente por su aparición como rostro. El rostro no es simplemente una forma plástica, sino de entrada un compromiso para mí, una llamada, la orden de ponerme a su servicio. No sólo del rostro, sino de la otra persona que en ese rostro se me aparece a la vez en su desnudez, sin medios, sin nada que la proteja, en su indigencia y, al mismo tiempo, como el lugar en el que recibo un mandato. Esa forma de mandato es lo que yo llamo la palabra de Dios en el rostro. [Los escritores rusos] fueron fundamentales: Pushkin, Gogol, más tarde los grandes prosistas, Turguéniev, Tolstoi, Dostoyevski... En ellos se da cons­ tantemente la puesta en cuestión de lo humano, del sentido de lo humano. Te aproximan a problemas que, me parece, siguen siendo esenciales para la filosofía y que, bajo otras formas, encuentras en la literatura específicamente filosófica; y en todo caso los encuentras también en esa obra literaria, libro de todos los libros, que es la Biblia. FRANCE GUWY. ¿Hay para usted contradicción entre la Biblia y la filo ­ sofia? E. L. No lo creo, nunca lo he vivido como una contradicción. En los dos casos se trata del sentido, de la aparición del sentido: que sea en la forma que los griegos llaman razón o en la forma de la relación con el prójimo en la Biblia, lo que para m í los une es, ante todo, la cuestión de la búsqueda del sentido. F .G . En esta misma Europa tuvo usted la experiencia de los años 30 y de la guerra de 1940-1945, una experiencia y una influencia que es probablemente muy importante para usted y para la elaboración de su pensamiento. E. L. Es la experiencia fundamental de mi vida y de mi pensamiento, el presentimiento de esos años terribles, el recuerdo imborrable de esos años. Pero no pienso que la salida pueda consistir en un cambio de los principios de esta civilización. Pienso que en su interior hay quizá, si ponemos en el centro elementos que fueron considerados laterales, una salida. No he olvidado que esta Europa se encuentra, sin decirlo, sin confesarlo, en la angustia de la guerra nuclear. Me parece que lo que a menudo se llama Modernidad se coloca entre los recuerdos imborrables y una espera angustiosa. No sé si, renunciando a ello,

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LA ASIMETRÍA DEL ROSTRO

aceptando formas que son ciertamente humanas, que pueden humanizarse toda­ vía más, se encontrará una respuesta a nuestras angustias. No espero mucho de mis investigaciones para cambiar eso, pero en todo caso están determinadas por lo que considero un desequilibrio, propio de esta civilización, entre los temas fundamentales del saber y los de la relación con el otro. F. G. ¿Podría decirse que esta experiencia ha influido en su manera de pensar la filosofía occidental, en su crítica a esta filosofía? E. L. Crítica a la filosofía occidental, eso es demasiado ambicioso. Uno se permite expresiones excesivas... Es un poco como si alguien tratara de impugnar la altura del Himalaya. Esa enseñanza filosófica es tan importante, tan esencial, que la filosofía exige que se la atraviese antes de comenzar de otro modo. F. G. Sin embargo, usted ha escrito que la historia de la filosofía occidental ha sido una destrucción de la transcendencia. E. L. La transcendencia es otra cosa, tiene un sentido muy preciso. El ideal hacia el que se dirigía la filosofía europea consistía en creer en la posibilidad que tendría el pensamiento humano de abarcar todo lo que se le opone y, en ese sen­ tido, de hacer interior lo que es exterior, lo transcendente. La filosofía occidental no quería pensar la transcendencia divina, algo que desborda el orden abarcable, captable; es como si el espíritu consistiera en capturar todas las cosas. F. G. Expresándolo de manera más simple, creo que usted quiere decir que es una filosofía en la que el Yo reina con plenos poderes y donde la conciencia se dedica más bien a prender que a comprender. E. L. Sí, el Yo, a través del saber, reconoce como lo M ismo, como reducible a lo Mismo, lo que en principio aparecía como Otro. Soy responsable del otro, respondo del otro. El tema principal, mi definición fundamental, es que el otro hombre, que en principio forma parte de un conjunto que abarca todo y que me es dado como los otros objetos, como el conjunto del mundo, como el espectáculo del mundo, rompe de algún modo ese todo precisamente por su aparición como rostro. El rostro no es simplemente una forma plástica, sino de entrada un compromiso para mí, una llamada, la orden de ponerme a su servicio. No sólo del rostro, sino de la otra persona que en ese rostro me aparece a la vez en su desnudez, sin medios, sin nada que la proteja, en su indigencia, y al mismo tiempo como el lugar en que recibo un mandato. Esa forma de mandato es lo que yo llamo la palabra de Dios en el rostro.

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F. GUWY

F .G . Y ese mandamiento es «No matarás». E. L. Es ante todo ése, en diferentes grados. En mis primeros escritos ha­ blaba de ello de modo directo: el rostro significa «No matarás», no debes matar­ me. Es su humildad, su desamparo, su indigencia, pero, al mismo tiempo, pre­ cisamente, el mandamiento «No matarás». Es aquello que se expone al asesinato y que se resiste al asesinato. He ahí la esencia de esa relación del «No matarás», que es todo un programa, que quiere decir «Tú me harás vivir». Hay mil maneras de matar al otro, no sólo con un revólver; se mata al otro siendo indiferente, no ocupándose de él, abandonándolo. En consecuencia, «No matarás» es lo prin­ cipal, es la orden principal en la que el otro hombre es reconocido como aquel que se me impone. F. G. Este rostro del otro llama a mi responsabilidad y usted va muy lejos en esa responsabilidad, llega a decir que es necesario expiar po r el otro. E. L. Lo que llamo ser-para-el-otro, la palabra «responsabilidad», no es sino otra manera de expresarlo: soy responsable del otro, respondo del otro y, en suma, respondo antes de haber hecho cualquier cosa. La paradoja de la responsa­ bilidad reside en que no es el resultado de algún acto que yo haya cometido. Es como si yo fuese responsable antes de haber cometido cualquier acción, como si fuese un a prior i y, en consecuencia, como si yo no fuese libre de deshacerme de esa responsabilidad, como si fuera responsable sin haberlo elegido, como si yo expiase, como si fuera un rehén. F. G. ¿Qué significan entonces la libertad y la autonomía del ser humano cuando, con anterioridad a todo conocimiento y po r tanto a toda libertad de elección, es el otro quien pone mi libertad en cuestión y exige mi responsabili­ dad? E. L. Planteo la cuestión: ¿cómo define usted la libertad? Evidentemente, cuando hay coacción, no hay libertad. Pero cuando no hay coacción, ¿hay necesa­ riamente libertad? ¿La libertad debe ser definida de manera puramente negativa, por la ausencia de obligación o, al contrario, la libertad significa la posibilidad referida al otro, la llamada dirigida a una persona que pide que haga algo que nin­ gún otro podría hacer en mi lugar? En esa bondad previa a toda elección que es mi responsabilidad, como si fuese elegido, no intercambiable, soy el único que puede hacer lo que hago con relación al otro.

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LA ASIMETRÍA DEL ROSTRO

F. G. De hecho, eso es una respuesta a Sartre, que dice que estamos con­ denados a ser libres. E. L. Cuando uno está referido a algo, algo de lo que no hay simplemente una necesidad ciega, sino de donde viene una llamada dirigida a mí en tanto soy el único que puede realizar lo que yo realizo, la ética, la responsabilidad ética, es siempre eso. La significación misma de mi obligación ética es el hecho de que nadie podría hacer lo que yo hago, como si yo fuese elegido. Sustituyo la libertad negativa por esta noción de libertad de elección. Lo que nos choca en la no-libertad es que no importa quiénes seamos. En mi responsabilidad por el otro se me interpela siempre como si yo fuese el único que pudiera hacerlo... Hacerse reemplazar por un acto moral es renunciar al acto moral. F. G. ¿Es eso lo que dice Sartre? E. L. No sé si Sartre dice eso. Yo digo incluso - y es ciertamente una fór­ mula terrible- que la bondad no es un acto voluntario. Con ello quiero decir que no hay, en el movimiento de la libertad, el acto particular de una voluntad que interviene. Uno no decide ser bueno, uno es bueno antes de toda decisión. Hay en mi concepción la afirmación de una bondad inicial de la naturaleza humana. F. G. Pero usted ha dicho que no se es bueno voluntariamente. ¿Se es bueno contra natura? E. L. No es la consecuencia de un acto voluntario, es la ruptura del orden de la naturaleza. Y cuando digo «ruptura del orden de la naturaleza», lo pienso con mucha fuerza, como si la aparición misma de lo humano en el orden regular de la naturaleza -e n la que cada cosa tiende a perseverar en su ser, lo que Spinoza llamaba «el acto supremo de Dios, que el ser persevere en su ser»-, con esa responsabilidad por el otro, este orden es roto, puede ser roto, aunque no sea así siempre. No digo que sea eso lo que triunfe siempre, pero con lo humano existe para el hombre la posibilidad de pensar, de comprometerse, de ocuparse del otro antes de perseguir la persistencia en su propio ser. F. G. ¿Es su vocación? E. L. Ciertamente, en el sentido más fuerte del término: hay alguien que llama, alguien que llama en el rostro del otro, que obliga sin fuerza. La auto­ ridad no es en absoluto la posesión de la fuerza. Es una obligación sin fuerza. Desgraciadamente, el siglo XX nos ha acostumbrado a la idea de que no hay

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derecho a predicar, pero uno puede decirse a sí mismo que Dios ha renunciado a la violencia, que él ordena sin violencia. Es una predicación también y no se tiene el derecho de predicar (uno puede decírselo a sí mismo) porque, cuando se predica, se tiene el aire de justificar Auschwitz. Después de Auschwitz, Dios no tiene justificación. Si todavía hay una fe, es una fe sin teodicea. F. G. ¿Usted quiere decir sin esperanza? E. L. No, sin teodicea, sin que se pueda justificar a Dios. Diciendo eso, yo no invento una posibilidad fundamental de lo humano. En realidad, cuando no nos dejamos ser pura y simplemente, cuando hemos comprendido la alteridad del otro, no terminamos jam ás de comprenderlo. Usted jam ás ha estado libre respecto del otro. Es una moralidad completamente burguesa la que dice: en ciertos momentos, puedo cerrar la puerta. F. G. En ese contexto, usted cita muchas veces a Dostoievski, que dice: «Todos nosotros somos culpables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros» /Los hermanos Karamazov/. E. L. Podemos volver, si usted quiere, al hecho de que eso probablemente no es así todos los días. Ahora bien, si usted estuviese en ese encuentro del otro que trato de describir, no sería jam ás aquel que comprende su relación con el otro como recíproca. Si usted dice: «Soy responsable de él, pero él también es responsable de mí», en ese caso, transforma su responsabilidad inicial en comercio, en intercambio, en igualdad, no ha comprendido esa afirmación de Dostoievski, que es una experiencia fundamental de lo humano. F. G. Y que ilustra lo que usted quiere decir con «asimetría» . E. L. La asimetría es ante todo el hecho de que mi relación conmigo mismo y mis obligaciones, tal y como las pienso, no están de entrada en una relación entre dos seres iguales en la que se supone que el otro sea yo mismo. Yo estoy ante todo obligado y él es ante todo a quien estoy obligado. No es en absoluto un extravío, es la modalidad esencial del encuentro con el otro. Como digo continuamente, yo no puedo predicar la religión a otro, aunque en mí puedo aceptar ciertas cosas que, propuestas a los otros, parecen tener la facilidad de las habladurías teológicas. Puedo aceptar una teología para mí, pero no tengo el derecho de proponérsela a los demás. Es la vocación de la asimetría.

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F. G. Podemos preguntarnos si es posible vivir con un sentimiento incan­ sable de culpabilidad. ¿Cómo vivir con esta cuestión contra natura? E. L. Todo lo que trato de presentar es una humanidad contra natura. Como una ruptura del orden regular del ser preocupado de sí mismo, al cuidado de su propia subsistencia, perseverante en el ser, que considera incluso que, cuando se trata de mi ser, todas las demás cuestiones desaparecen. Contra esto, trato de descubrir en la humanidad la verdadera ruptura de un ser sujeto a ser, preocupado por ser. F. G. ¿Pero no es una moral casi masoquista? E. L. El masoquismo es una enfermedad del ser sano. Yo no pienso que el ser humano consista en estar sano, en el sentido banal del término: es una ruptura de esta salud fácil, que es sobre todo mi salud, es una inquietud. Todas las enfermedades no pueden ser curadas. ¿Masoquismo? No tengo miedo de esa palabra. ¿Qué es lo humano? Es ahí donde el otro es lo indeseable por excelencia, donde el otro es el estorbo, lo que me limita. Nada puede limitarme más que otro hombre. Para esta humanidad-naturaleza, para esta humanidad vegetal, para esta humanidad-ser, el otro es lo indeseable por excelencia. Pero hacia él te toma, en el rostro del hombre, la llamada de Dios. Es dramático. Es un término que viene de mi artículo «Dios y la filosofía» -u n artículo que me importa m ucho-, donde la respuesta de Dios no consiste en responderte, sino en enviarte al otro. F. G. La relación con Dios, con el infinito, es la relación con lo humano, el otro. E. L. Lo que más admiro del Evangelio -n o soy cristiano, como usted sabe, pero encuentro en el Evangelio muchas cosas que me son próximas, cuyas bases me parecen por completo bíblicas- es el capítulo 25 de Mateo sobre el Juicio Final, en el que Cristo dice: «Os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis [dar de comer al hambriento, de beber al sediento, recoger al extranjero y visitar a los presos] con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo». Hay que tomarlo no en un sentido metafórico, sino eucarístico. Verdaderamente, en el pobre está la presencia de Dios, en sentido concreto. Siempre he leído así el capítulo 58 de Isaías, donde también hay gentes que dicen buscar a Dios, y Dios dice que, para encontrarlo, hay que liberar a los esclavos, vestir a los desnudos, dar de comer a quienes pasan hambre, hacer entrar a los vagabundos en casa. Es lo más difícil, porque los vagabundos ensucian las alfombras.

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F .G . En su obra Totalidad e Infinito usted dice: «El hombre es naturalmente ateo y es una gran gloria para el Creador haber puesto en pie un ser capaz de ateísmo. El ateísmo condiciona una verdadera relación con un Dios verdadero». ¿Quiere usted liberar al hombre de Dios? E. L. El hecho de que el hombre pueda llegar a Dios a partir de su bondad, en lugar de ir hacia la bondad a partir de Dios, es lo que me parece extremadamente importante. El hecho de que, sin pronunciar la palabra D ios, yo me encuentre en la bondad, es más importante que una bondad que viene simplemente a tener lugar entre las recomendaciones de una dogmática. Es extremadamente importante indicar un camino a partir de la bondad y no a partir de la creación del mundo. La creación del mundo debe adquirir su significación a partir de la bondad. Es una vieja creencia rabínica, pero que se cree extraída de la Biblia, a saber: que el mundo subsiste, que es creado por la ética, por la Tora; que, en la expresión «Al principio creó Dios», la palabra rechit [comienzo, principio] significa la ética o, si usted prefiere, la Tora. Quizá la espiritualidad a la que se llega por la ética no sea completa. Quizá hay que ayudar a los otros de otro modo. No digo que eso sea falso, pero no es ésa la vía que me parece que corresponde al espíritu, que define al espíritu. F. G. Usted ha ilustrado eso a través de la historia del romano que pregunta al rabino: «¿Por qué vuestro Dios, que es el Dios de los pobres, no da de comer a los pobres?». La respuesta del rabino es: «Para salvar a la humanidad de la condenación». E. L. No, eso es otra cosa. Eso quiere decir que es absolutamente escan­ daloso, un pecado mortal, que los hombres no ayuden a los hombres. Si fuese Dios quien se encargase, no le quedaría sino dejar a los hombres a su pecado. F .G . Se podría criticar eso a las iglesias... E. L. Yo no condeno a las iglesias, tienen mucho que hacer, tienen otros problemas, pero para m í ése no es el comienzo de la espiritualidad. Hay muchos libros que las iglesias comentan y difunden, pero, antes que esa organización, lo importante es lo que hay en los libros. El M esías, es decir, la obligación de ocuparse del otro, es mi tarea. En mi individualidad, en mi unicidad, hay esto: yo soy posiblemente Mesías.

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F. G. Eso no es el efecto de la gracia. E. L. En absoluto. Al contrario, es la condición del Yo tal y como la describo desde el comienzo: el sujeto no es en absoluto aquel que capta y comprende, sino aquel que es responsable. El universo pesa sobre mí, soy rehén, expiación, soy elegido para ello. Mi unidad, mi unicidad, es lo que yo llamo Mesías. Yo vengo para salvar el mundo, pero lo olvido. Sin embargo, en el Yo, es decir, en esta subjetividad -q u e no conozco en absoluto como sustancia, como un poder, pero que describo como esa bondad inicial, gratuita-, en esa responsabilidad, todo otro, en cualquier grado que sea, incluso al conducir, me importa, me mira. Me mira [regarde], no en el sentido sartreano, condenándome, sino en el sentido en que se dice en francés: «Vos affaires me regardent» [«Tus asuntos me conciernen»] o «Vos affaires ne me regardent pas» [«Tus asuntos no me conciernen»] .* Eso es lo que llamo el momento mesiánico en el Yo humano. No digo en ningún caso que triunfe -e l Mesías no viene-, pero este Yo sí ha oído esta vocación, por esa vocación es único y uno, es la individuación. Yo no tengo filosofía de la historia que pueda consolar de todos los abusos, incluso de la relación con un rostro. Lo que me ha importado es interrumpir la gravedad del ser que se ocupa de sí mismo, la posibilidad de tener en cuenta, desarrollar una bondad por otro ser, ocuparse de su muerte antes que ocuparse de la propia. Ese desánimo no tiene consolación, pero he pensado a menudo que hay que insistir en los análisis sobre el desinterés de la relación interhumana, de la palabra que se tiene con otro y que no es imposible -pero eso está más allá de la filosofía- que aquellos que no cuentan con ninguna recompensa sean dignos de ella.

Lévinas juega con el doble significado de regarder [N. d. T.].

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INTRANSITIVIDAD DE LA ÉTICA G érard B ensussan Université Marc Bloch, Strasbourg

Se me preguntará si soy príncipe o legisla­ dor para escribir sobre Política. Respondo que no, y por eso mismo escribo sobre Política. J.-J. ROUSSEAU (Contrato social, I)

Lévinas plantea la cuestión de la justicia a partir de la investigación ética de la estructura de la subjetividad. Para comprender la difícil «relación» entre estos dos campos o para al menos decir algo sobre su vínculo apenas visible, señala el peso, la importancia decisiva y la extrema urgencia con un singular «es necesario [ilfaut]». «Es necesaria la justicia, es decir, la comparación, la coexistencia, la contemporaneidad, la reunión, el orden, la tematización, la vi­ sibilidad de los rostros, la intencionalidad y el intelecto, la inteligibilidad del sistema; por consiguiente, también una co-presencia en pie de igualdad como ante una corte de justicia. La esencia como sincronía: conjunto-en-un-lugar».1 Lo común, la comunidad, la política, la Justicia -suponiendo que estos términos sean equivalentes, pues no lo son en sentido estricto- son entonces requeridos como «estar-juntos-en-un-lugar». Son «necesarios». Pero ello a partir del «nolugar de la subjetividad», de ese fuera-de-lugar que es la responsabilidad.2Todo

* «Intransitivité de l’éthique». Traducción de Daniel Barreto González y Andrés Alonso Martos. Añadimos corchetes a las notas del autor para consignar las referencias castellanas de las obras de Lévinas aquí citadas. 1. E. Lévinas: Autrement qu'étre ou au-delá de l'essence (AE), París, Le Livre de Poche, 1991, p. 245 [De otro modo que ser o más allá de la esencia (DS), trad. cast. de A. Pintor Ramos, Salamanca, Sígueme, 1987, p. 236. Traducción ligeramente modificada]. 2. AE,p. 24 [D S,p. 54].

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el problema está ahí. Sólo puede haber «problema», ciertamente, en tanto tiene lugar lo que Lévinas llama «la entrada del tercero», que trastorna la responsa­ bilidad; y el problema es ese «trastorno».3Añadamos que el tercero entra en un espacio que, de todos modos, jam ás había abandonado, puesto que su entrada en la intimidad del cara-a-cara es «permanente»,4 lo que apenas facilita -hay que adm itirlo- una clara comprensión del «problema». La proximidad no me ordena jam ás solamente al otro, en cuyo caso «no habría problema». Incluso hasta en su Decir de proximidad se insinúa una «contradicción» que impide el «sentido único» de la significación. Tal proximidad de doble sentido -d e uno al otro y del otro al uno, si esto fuese posible- se diría y se dirá entonces en un dicho de Justicia, es decir, en un todo-en-conjunto y un todos-juntos reunidos en el lugar dicho de la Justicia. Es ése, pues, el dispositivo -descrito quizá a grandes rasgos- del que querría partir; de ese tenor son las enormes dificultades que provienen del «problema»: ¿qué vínculo hay entre el «lugar» y el «no-lugar», entre el conjunto y el rostro? Para esta pregunta Lévinas dispone, sin responder con la organización de media­ ciones, de algunos elementos y referencias. Indica su «lugar de nacimiento» y su medida, eso que él llama el «límite de la responsabilidad». Esta indicación -m uy valiosa, como vamos a v e r- parece, sin embargo, y ya de entrada, complicar las cosas. Pues la introducción de una limitación en la responsabilidad infinita no es evidente si se tiene en cuenta el pensamiento levinasiano en sus nervaduras más profundas. Filosofía de la responsabilidad ética como infinición, Lévinas nos introduce de manera paradójica, con la Justicia y la aparición del tercero, en la vía de su «límite». ¿Pero por qué camino y con qué beneficio teórico? Constantemente nos encontramos, en consecuencia, ante innumerables interro­ gaciones cuyo comentario parece propiamente interminable: ¿cómo articular efectivamente la inmediatez, la rectitud del cara-a-cara ético, el requerimiento del sujeto que escucha la llamada hasta la substitución y lo que yo llamaría la espectralidad de los terceros? Dediquemos algunas palabras a explicar esta expresión, «la espectralidad de los terceros»; son necesarias, dado que no se encuentra tal cual en Lévinas. Un primer punto: prefiero, por mi parte, hablar de terceros, en plural, en la medida en que aquello que viene a «trastornar» la inmediatez de la responsabilidad por el otro es el enfrentamiento con otros otros, de «otros que el otro», es decir, de

3. AE, p. 245. Los comentarios que siguen se refieren, salvo mención expresa, a la p. 245 y a las dos siguientes [DS, pp. 236 y ss.].

4. Ibíd., p. 249 [p. 239].

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la multiplicidad, incluso de la multitud. Es justamente eso -s i seguimos bien las páginas de De otro modo que ser a las que me refiero- lo que conforma el problema, esta multiplicidad que rodea al dúo ético. En consecuencia, a esta multitud de otros distintos del otro la designo como espectral porque hay efec­ tivamente ahí algo así como una extrañeza inquietante, quizá una amenaza que proviene de que, en la ausencia misma de todo rostro, los terceros exigen una comparación. Reclaman la entrada en la comparabilidad. Hay que comprender bien lo que quiere decir esta «entrada». No se trata tanto de que los terceros hagan su aparición en un espacio ético en el que nunca antes habrían puesto los pies, como de que requieran de manera acuciante que el rostro que me encara y yo mismo entremos en un orden en el que toda relación anárquica se habrá fatalmente «traicionado» en una comparación general, cuando ocurre que la ética es siempre y necesariamente una ética de lo incomparable, es decir -avanzando ya el punto que vamos a desarrollar-, una ética intraducibie. Hay entonces en la relación ética del cara-a-cara una obsesión por los terceros y esta obsesión «clama justicia». Grito desatado e insostenible que me es difícil no escuchar, al igual que la llamada del otro. Volviéndose inesperados e indeseables, los terce­ ros tocan a la puerta de la ética y me conminan a salir. Cuestión de escucha, de oído. Cuestión de óptica y también de captación visual, como dice Lévinas -a sí lo ha tematizado con intensidad Kant, que en su Doctrina de la virtud distingue el respeto del amor recíproco por la complementariedad de su diferencia en su distanciamiento y la acomodación que llevan a cabo en el cara-a-cara con el otro-.5 Ética y Justicia trastornan, una a la otra, pero de otro modo, mi visión del otro. El rostro es invisible en razón de su hiperrealidad. No lo veo porque la proximidad que me ordena me lo impide: demasiado cerca y a la vez nunca lo bastante. A los terceros los veo, pero en un flujo espectral que conserva su múltiple desfiguración. Su multiplicidad viene entonces a perturbar la significación ética y, su «grito», la asimetría de mi relación/no-relación con el rostro. La inquietante imprecisión de los terceros que corona el cara-a-cara con el otro significa que

5. I.Kant: Doctrinede la vertu,tmd. A . Philonenko,París, Vrin, 1968, §24,p. 126 [«Princi­ pios metafísicos de la doctrina de la virtud», §24 en La Metafísica de las costumbres, trad. cast. de A. Cortina y J. Conill, Madrid,Tecnos, 1989, pp. 317-318]: «La conexión entre los seres racionales (...) se produce por atracción y repulsión. En virtud del principio del amor recíproco, necesitan acercarse continuamente entre sí; por el principio del respeto que mutuamente se deben, necesi­ tan mantenerse distantes entre sí; y si una de estas dos grandes fuerzas morales desapareciera, “la nada (de la inmoralidad), con las fauces abiertas, se tragaría el reino entero de los seres (morales), como una gota de agua”».

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insistentemente se trastorna y se impide a los dos mantenerse como dos, una reclamación a la que no se renuncia, una obsesión en la obsesión. Precisamente porque el dúo ético se encuentra inquietado y obsesionado por la espectralidad de los terceros, puede comprenderse por qué se produce posiblemente una es­ tabilización a través de la medida y la comparación, es decir, por mi entrada en el espacio de la Justicia en el que «soy abordado en el otro como los otros, es decir, “por mí”» -e n donde estoy de algún modo desintimado, fuera de la inti­ midad del cara-a-cara y de la inyunción que me es íntima y significativa según su debida forma. Se ha dicho que Lévinas está poco preocupado en proponer un pensamiento, articulado según una serie reglada de mediaciones, de la relación continua entre estos dos grandes registros, la proximidad y la justicia, la entrada y la salida -e n el modo, por ejemplo, de la búsqueda de una máxima universalizable de la sociabilidad ética o de una axiología del mejor régim en-. Se le ha podido criti­ car y señalar, en la figura de la «inversión del sujeto incomparable en miembro de la sociedad», una conceptualidad insuficientemente determinada, incluso parcialmente deficiente. Esta crítica puede entenderse perfectamente, sí, pero a condición de referirla al punto de vista a partir del cual tiene su consistencia y sus motivos.6Ese punto de vista es el de la filosofia política. Estructurada axialmente alrededor de la autonomía del campo político, de la racionalidad de los sujetos políticos y de sus decisiones, de la soberanía de los modos como ellos organizan sus relaciones, la filosofía política constituye un régimen de pensamiento par­ ticular de lo político que, ciertamente, es universalmente dominante en nuestra tradición filosófica. La autonomía de lo político es el cimiento de este punto de vista y conlleva un pensamiento de la política a partir de su supuesto origen (el contrato, por ejemplo) o de su fin eventual (según una teleología determinada, bajo un sentido de la historia, por ejemplo). Ese mismo postulado de autonomía permite producir una descripción normativa del mejor régimen o proponer una axiología que trataría de deducir, desde la puesta en común de lo no-idéntico, el poner en conjunto, en un lugar, singularidades fuera de lugar. Desde el punto de vista de la filosofía política -entendida en el sentido estricto que acabo de decir- se podrá considerar legítimamente que algunos de los elementos descriptivos que propone Lévinas a propósito de la «inversión» 6. Efectivamente, todo aquí tiene que ver con el punto de vista, como lo muestra Deleuze, comentando a Leibniz y a Nietzsche, cuando explica que «la curvatura de las cosas» requiere la toma de perspectiva (Curso del 16-12-86 sobre Leibniz). Adviértase que es exactamente esta «filosofía del punto de vista» la que Rosenzweig, refiriéndose también a Nietzsche, expone al comienzo de La Estrella de la redención [trad. cast. de M. García-Baró, Salamanca, Sígueme, 1997].

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estén insuficientemente fundados y que ciertamente no autoricen a que pueda hablarse de filosofía política levinasiana. Y, efectivamente, no hay filosofía política Levinasiana. Todo consiste en saber si hay a pesar de lo que no hay - a saber, una filosofía política- un pensamiento de lo político y de la política. Mi propósito se circunscribiría aquí a esbozar en qué sentido esta debilidad de un cierto punto de vista es una fuerza o al menos -s i es mucho decir- una ruptura heurística nada despreciable. Pues desde un punto de vista distinto al de la filo­ sofía política y no sólo desde el levinasiano, la política no tiene -tam poco las éticas del sujeto trascendental- una auténtica autonomía. Lo cual implica que la política, y no la moral en el sentido de los valores a los que «el hecho ético no debe nada»,7 no puede juzgar a partir de sí misma el grado de universalidad de su propia institución. Lo que simplemente nos propone Lévinas es algo más frágil que una filoso­ fía o una ontología política, más incierto también, y, al mismo tiempo, bastante más radical. A partir de esta extraordinaria radicalidad de lo frágil se deja tal vez determinar una apertura levinasiana a un pensamiento de la política. En efecto, las cuestiones, difíciles, inarticulables quizá, que se anudan alrededor de la relación proximidad/justicia, aparecen sobre el fondo de un «principio» general cuya fecundidad y originalidad habría, para empezar, que comprobar. Este «principio» es el de una intransitividad, una intraducibilidad, radical, de lo filosófico a la política -lo que es propiamente insostenible desde el punto de vista de la filosofía política-. En filosofía sólo hay práctica correcta y sólo se piensa verdaderamente si partimos de lo extraordinario. La idea platónica, el ego cogito cartesiano, la Sustancia como Sujeto para Hegel, la Jemeinigkeit del ser según Heidegger -para tomar unos pocos ejemplos entre muchos otros- representan percepciones extravagantes, posiciones inauditas, extremismos casi inaceptables, novedades disruptivas que acaban por aclimatarse a un cierto contexto histórico para dotarse progresivamente de esa familiaridad epistemológica que los co­ mentadores y especialistas han moderado hasta volverlas difusas, atenuándolas y traduciéndolas al idioma de la tribu de los filósofos. Bajo este aspecto, la ética levinasiana entra evidentemente en la serie de los extraordinarios filosóficos. Lugar utópico en el que la subjetividad del sujeto se descentra y se destituye; lu­ gar que se muestra por el énfasis expresivo, el vínculo superlativo de ideas y conceptos hasta su desaparición, hasta su disgregación; lugar que rompe con las

7. «El hecho ético no debe nada a los valores; son los valores los que se lo deben todo a él» (E. Lévinas: De Dieu qui vient a l'idée, París, Vrin, 1982, p. 225) [De Dios que viene a la idea, trad. cast. de G. González-Amaiz y J.-M.a Ayuso Diez, Madrid, Caparros, 1995, p. 237].

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filosofías morales tanto como con las filosofías de la subjetividad. Nada tiene de asombroso entonces que haya, por su capacidad de interrupción, un punto de vista exterior a lo ordinario de la filosofía política. Con Lévinas se nos ha presentado la imposibilidad absoluta de deducir una política a partir de la perspectiva de la ética. I. Es preciso medir bien la originalidad de este pensamiento en relación con la tradición tal y como la analiza en este punto el propio Lévinas -análisis que me parece justo e interesante, y del que hay que recordar sus motivos prin­ cipales-. En la tradición se habría dado una «alianza del racionalismo lógico con la política».8 Alianza nada coyuntural ni empírica, sino sustancial y cons­ tante, pues está profundamente determinada por el carácter ontopolítico de la filosofía. «El pensamiento racional es también una política», escribe Lévinas en «Paz y proximidad».9 En efecto, obedece a una misma necesidad fundamental que podríamos llamar, evocando a M arx, necesidad de un equivalente general, universal y abstracto. La lógica, la teleo-lógica de esta necesidad de formación de conceptos, subordina las determinaciones particulares a la plena realiza­ ción dirigida por el movimiento propio de la razón, de un absoluto de la razón, de una historia. Podríamos remitir aquí a los desarrollos de De otro modo que ser sobre el escepticismo, que sería, en la historia de la filosofía, el recuerdo del «carácter político (...) de todo racionalismo lógico, la alianza de la lógica con la política».10 Allí explica Lévinas que la política es el alfa y el omega de la razón y del saber, del logos y del sentido, y que en Occidente es la medida justa de toda desmedida. A este respecto, siempre habría una política de la filosofía11 en la filosofía, es decir, una economía de la producción del sentido que organiza y sobredetermina el trabajo del concepto. En esos pasajes, el análisis Levinasiano va a hacer frente con gran precisión a la cuestión de la represión política ejercida por el discurso del sentido tal y como se refleja en sí mismo y tal y como se liga ontológicamente al Estado, a sus instituciones, las cuales tendrían a su cargo la protección del

8. AE, p. 265 [DS, p. 252, traducción ligeramente modificada]. 9. E. Lévinas: «Paix et proximité», en J. Rolland (ed.): Les cahiers de La nuit surveillée, n.° 3, París, Verdier, 1984, p. 341 [«Paz y proximidad», trad. cast. de Andrés Alonso Martos y Francisco Amoraga Montesinos, Laguna, 18 (marzo 2006), Universidad de La Laguna, Tenerife, pp. 143-151], 10. AE,p. 265 [DS,p. 252], II. No simplemente, por supuesto, en el sentido althusseriano de la «lucha de clases en la teoría», sino, más originariamente, como la condición de posibilidad de esta afinidad, de esta «alianza» de la política y de la filosofía, que me parece muy bien iluminada por Lévinas.

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régimen metafísico del sentido. De tal modo que la represión política es también una represión médica: «quien no se somete a la lógica es amenazado de prisión y de asilo».12 (No puedo desarrollar más este aspecto. Foucault no está quizá demasiado lejos, tampoco la psiquiatrización de la disidencia en la Unión Sovié­ tica, pero estas aproximaciones -enteramente coyunturales- son ciertamente muy limitadas). Se ve bien en todo caso - y esto es lo que im porta- que el principio de intraducibilidad que acabo de enunciar contrarresta y es contrarrestado por la «alianza» ontopolítica de la razón y del Estado. 2. El principio inverso, de traducibilidad o de transitividad, requiere en cambio la invención de la filosofía política -s i podemos decirlo así- puesto que se trata de pensar axiológica o normativamente el paso de una a otra, de dialectizar las transiciones y, en todo caso, de poner en relación la razón y la política, el sujeto y la comunidad, de traducir y traicionar a uno y a otro, al uno con el otro.13 Moralizar la política o politizar la moral, he ahí, en toda su profundidad, las modulaciones retóricas y morales a las que da lugar este traspaso, particular­ mente en el humanismo. Una observación de pasada: se trata todavía ahí de la relación entre la filosofía y la política - y Lévinas también puede enseñamos algo al respecto-. Quizá convendría conocer la justa medida de lo que podríamos lla­ mar la finta de los filósofos en su relación con los principesca finta de la filosofía en su relación con la política. Pienso más en Pascal que en Leo Strauss: No nos imaginamos a Platón y a Aristóteles más que con grandes togas de pedantes. Eran personas honradas que, como las demás, reían con sus amigos. Y cuando se divirtieron en hacer sus L eyes y sus P olíticas lo hi­ cieron bromeando. Era éste el aspecto menos filosófico y menos serio de sus vidas; el más filosófico consistía en vivir simple y sencillamente. Si escribieron de política, fue con la intención de p o n er orden en un m anico­ m io [subrayado mío, G. B .]. Y si han dado la impresión de hablar de algo importante, es porque sabían que los locos a quienes se dirigían pensaban que eran reyes y emperadores. Admitían sus principios para modelar su locura de la mejor manera posible.14

12. AE, pp. 263-264 [DS, pp. 250-251]. 13. La pregunta por la justicia se efectúa, en el segundo libro de la República, en un marco en el que sólo una verdad se da a considerar directamente a los individuos; y, según una exagera­ ción mayor, en la exigencia racional de una sociedad ordenada. 14. Pascal: Pensées, París, Gallimard, p. 1163 [Pensamientos, trad. cast. de M. Parajón, Madrid, Cátedra, 1998, pp. 236-237; trad. ligeramente modificada].

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Platón, Aristóteles y los demás, hasta Heidegger, ¿han dado «la impresión» de hablar y escribir de política como para «poner en orden un manicomio, asu­ miendo los principios» de locura de los reyes y de los príncipes para «rebajarlos al menor mal posible»? M edir esta finta implica tener en cuenta una locura muy distinta, la locura de la que habla Lévinas, la locura de aquellos que «no se someten» a la lógica, a la «locura» lógica de los dominantes. M edir el posible disimulo de los filósofos exige entonces preguntarse minuciosamente sobre lo que significa «la entrada en el principio» según Pascal y Lévinas, según la astuta finta o la exigencia de justicia de los terceros, atendiendo a la «traición» de aque­ llo que, en la finta o en la llamada, se «traduce» en la política de los filósofos. Es «la entrada» la que constituye el problema, tanto en el sentido estricto de Levinas como en las palabras de Pascal, que también marca la imposibilidad de una mera y simple transitividad; imposibilidad que requiere, no obstante, una posi­ ble práctica de sí misma. No se trata entonces - y esto es lo que podemos rete­ ner de L évinas- de hacer entrar la ética en una relación de derivación, de de­ ducción, en una relación dialéctica con la Justicia. Se trata más bien de pensar hasta el final (¿pero cómo?) la intraducibilidad de lo extraordinario filosófico (la ética) al orden político. La política, según la proposición Levinasiana, es la instancia de una inte­ rrupción necesaria y beneficiosa de la ética, la instancia de una medida común bajo la «entrada» (del tercero) que, para Lévinas, es siempre «permanente». Querer o tratar de hacer una traducción de la ética a «valores» que conformarían una «acción» sería reabsorber la ética en un conjunto lógico, lógico-político, de relaciones. Sería reintegrarla en la «alianza» sacrosanta y olvidar, a fin de cuentas, que toda política, incluso la más universal y democrática, abandonada a sí mis­ ma, conlleva, según una importante formulación de Totalidad e Infinito,15 la tira­ nía. En otros términos: todo pensamiento de una relación de tipo transitivo entre la ética y la política, entre la filosofía, las ontologías del ser social o político y la historia, corre el riesgo del desastre o se expone, como mínimo, al peligro de una posible catástrofe. Basta evocar aquí, como caso extremo, el embrutecimiento heideggeriano de la analítica existencial puesta al servicio de una política, así como el compromiso político que le siguió. Esta intraducibilidad política de la ética creo que constituye un punto impor­ tante, el elemento clave de (o para) un pensamiento de lo político que podemos encontrar en Lévinas o extraer de su ética. Este principio que hemos llamado de 15. E. Lévinas: Totalité et Infini, La Haya, Martinus Nijhoff, 1961, p. 276 [Totalidad e Infinito, trad. cast. de Daniel Guillot, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 304].

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intransitividad no es ciertamente la ausencia de un pensamiento de la política. Un pensamiento de lo político y de la política es, al contrario, muy necesario dada la idea de la «entrada» de los terceros, es decir, de la entrada en la políti­ ca. Tan cierto es que en Lévinas no hay filosofía política como que su filosofía no es un apoliticismo. La radicalidad «antipolítica»16 del pensamiento lévinasiano de lo político procede de un desengaño de la política, de la constatación de un desencantamiento de sus poderes, que no se acompaña, sin embargo, de la resignación o de una despolitización del pensamiento y de la ética. La fórmula citada de Lévinas así lo indica. «No abandonar la política a sí misma» proviene de un rechazo de toda autonomización ontopolítica, pero implica, al mismo tiempo, un actuar, un actuar negativo o quizá vacío; en todo caso, el decidido rechazo de todo abandono de la política «a sí misma», pues entonces el Estado se volvería siempre y constantemente, según palabras de Brecht, causa del Estado, causa sui tiránica. Nuestra cuestión se concreta: ¿cómo no abandonar la política a sí misma sin hacerla pasar por la traducción o la transición dialectizada ni tener que moralizar su ejercicio o sus contenidos? Con Lévinas, estamos obligados a pensar esta relación (la ética, la política) como una no-relación o, más exactamente, como una serie desigual, disconti­ nua, desajustada, de relaciones inestables, de relaciones que «sobrepasan» las relaciones, como -co n Pascal y Lévinas- el hombre «sobrepasa» infinitamente al hombre o la justicia a la justicia. La ética, en el sentido extraordinario de Lévinas, designa una estructura pre-original de la subjetividad que comprome­ te a ésta más allá de sí misma, en una respuesta pre-original y an-árquica, en una inmemorial antecedencia a sí misma. Esta estructura asimétrica está regida por un entrelazamiento complejo entre pasividad absoluta, «más pasiva que toda pasividad», y la urgencia instantánea de tener que responder a la llamada que viene antes de mí. ¿Cómo comprender esta «pasividad» si se le conmina a una acción, podríamos decir, ético-práctica? Para empezar, subrayaría que la respuesta ética no es ni del orden de la voluntad ni del orden de la obediencia. No proviene de una actividad cuyo antónimo sería la pasividad, de un querer que manifestaría la centralidad viril de un sujeto dueño de sus acciones. Por otro lado, esta «pasividad» de la escucha no viene a obedecer pasivamente una orden. En efecto, se obedece una ley, una institución, a un superior jerárquico, una función y jamás a una persona, pues ésta no queda incluida en la acepción de 16. Por retomar una expresión de la que Vaclav Havel pudo colegir en su tiempo algunas consecuencias bastante prácticas, pero que podemos leer ya tal cual en Franz Rosenzweig.

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obediencia en la medida en que depende del consentimiento previo a un código de conducta sustancial. La responsabilidad ética describe, antes bien, un tipo de situación en la que los límites de la norma y el marco de la prescripción deben ser desbordados por el sujeto que responde, incluso aunque éste no lo quiera. Le es necesario inventar en el mismo instante de actuar la regla de sus actos o, más exactamente, le es necesario actuar, como dice Lévinas, «atrapado», adelantán­ dose a toda norma. Es lo que podríamos llamar el instante o la instantaneidad éticos. El instante ético, el instante de la respuesta, significa ser concernido por un tiempo diacrónico, por una inmediatez, por un tiempo que pasa y se pasa antes de toda toma de conciencia, antes de toda presencia del espíritu: el instante en el que, sin preparación previa, sin saber, sin poder, sin querer, un hombre se deja trastornar por la trascendencia de otro, por su irrupción inesperada, que exige imperativa e imperiosamente una respuesta de responsabilidad, una exposición del sujeto a un acontecimiento que lo atraviesa, obliga y arrastra - o que, al con­ trario, lo inhibe-. Esta figura, la del instante ético, es evocada por Rousseau en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, cuando describe la situación en que asesinan a un hombre bajo las ventanas de un filósofo que prefiere taparse las orejas y «argumentar un poco» mientras el «populacho», antes de dar cualquier razón, viene en su auxilio.17 El hecho ético-práctico instantáneo interrumpe la institución y el formalismo de las leyes y de los Estados a los que precede. Así, enfrentado al asesinato, el filósofo de Rousseau llamará a la policía, lo cual no es de ningún modo repro­ chable, pero suspende la responsabilidad ética y la convierte, arruinándola, en responsabilidad civil. Este actuar, a su vez, deberá ser diacrónicamente interrum­ pido por la justicia y el orden de la simetrización. Pues también tiene «derecho» a ser considerado desde el lugar común compartido de la política, para todos y por todo. Obsérvese que no se trata de hacer una relación o una serie de relaciones, sino una imbricación desigual y sin término de interrupciones. Con Lévinas, podemos llamar inspiración a ese movimiento de infinitización. La inspiración sugiere algo muy distinto de la deducción, de la traducción, de la dialectización. Se sigue de la distancia irreductible entre proximidad y justicia, se hace incesan­ temente cargo de la positividad de esta separación,18 significa una trascendencia

17. J.-J. Rousseau: (Euvres completes, París, Seuil, vol. II, p. 224 [Discurso sobre el origen y los fiindamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos, trad. cast. de A. Pintor Ramos, Madrid, Tecnos, 1998, pp. 151-152], 18. Basta evocar, en exacto contrapunto, la afirmación de Hitler: «El Estado total no tolera ninguna diferencia entre la moral y el derecho».

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insuprimible, una separación absoluta, pero en movimiento, inestable. En este sentido, podemos determinarla como el modo en que la política es investida por aquello que no es ella, por la ética, por aquello que, antes que ella, la deja advenir como cuestión y que, después de ella, todavía relanza su significación en la jus­ ticia que excede la justicia. A partir de la intransitividad, de la intraducibilidad, se produce entonces una reiteración infinita del cuestionamiento a propósito de aquello que está entre el «después» de la política y su «antes» ético, entre «el estar-juntos-en-un-lugar», la comunidad al uso, y «aquello que no podría tener ningún lugar», lo humano, como dice Lévinas.19 Este aspecto, como puede ver­ se sin dificultad, es eminentemente político, y sitúa al mismo tiempo el punto débil de «toda política». De lo que se trata es de pensar juntas la alteridad y la medida, de encarar un conjunto sin medida común, un conjunto disyunto en el que las discontinuidades formaran el espacio incierto de la inspiración. Juntos y no juntos: una comunidad, una «entrada» en una comunidad que no sería y no será jam ás otra cosa que la instancia de una palabra de la ausencia de comunidad - y sin que nada pueda hacer comunidad, ni siquiera la comunidad de aquellos que no tienen comunidad.20 Los movimientos infinitos de inspiración y de instantaneidad del acto se condicionan mutuamente, se hacen infinitos e instantáneos sin poder mantener­ se jamás en los distintos «momentos» que podrían igualarse dialécticamente. Mientras más justo me creo y más satisfecho me siento con esta creencia, menos lo soy. Este resurgimiento de la responsabilidad sin fin no deja de exponerme a la llamada de un sufrimiento y a la obligación intransferible de tener que pa­ sar la prueba. Hay quizá en esta ética de la respuesta infinita una lección o al menos los frágiles lincamientos de una posición de insumisión a las posibilidades sólo racionalmente predeterminadas. Lo que aquí o allá puede aparecer como una subordinación demasiado rápida a la hybris siempre amenazante de una cualificación nada aleatoria de estas posibilidades, de su ensanchamiento hacia una realización sin separación, sin diferencia, se encontrará entonces sometido a una fuerte y estimulante reinterrogación. La asimetría levinasiana se esfuerza en decir, en el plano mismo de la ética, la imposibilidad de la relación entre ética y política. Pero esta imposibilidad significa según una doble articulación. Es imposible en el sentido en que dicha relación no se deja pensar ni describir según el modo de una extensión universal.

19. AE, in fine. 20. Estamos aquí cerca de las cuestiones de Bataille, Blanchot, Nancy y, a la vez, muy lejos de sus consideraciones.

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Al mismo tiempo, y en la medida en que excede el pensamiento desbordándolo por la inmediatez de un actuar, esta imposibilidad requiere un ejercicio, una puesta a prueba de sí mismo. A fin de cuentas, la ética Levinasiana no sólo no implica la despolitización del pensamiento, sino que tiene como fondo una mesianización del actuar en el instante: el Mesías soy yo en el instante de la llamada. Mesianización desencantada quizá, pero jam ás plegada o resignada o simplemente asignada al orden existente. El orden es necesario, y es preciso que sea, de alguna manera, asintóticamente justo; pero esta necesidad no agota jam ás las exigencias de la alteridad, la alteridad del otro y, desde esta alteridad, la alteridad de otro tiempo, de otro mundo y de otra vida.

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ÑAS Y L0GSTRUP EN EL MUNDO GLOBALIZADO CONSUMIDORES Z ygm unt B a u m a rí University of Leeds, University of Warsaw

Emmanuel Lévinas fue discípulo de Edmund Husserl. Sus primeros estudios y publicaciones independientes, empezando por su premiado ensayo de 1930 sobre la función de la intuición en la obra de Husserl, estaban dedicados a la exégesis y la interpretación de las enseñanzas del fundador de la fenomenolo­ gía moderna y siguen siendo testimonios explícitos de esa deuda intelectual. Este punto de partida determinaría la trayectoria posterior de la obra de Lévinas, aunque más en lo que respecta a sus herramientas, modo de razonamiento y métodos que a sus propósitos, hallazgos y proposiciones sustanciales, opuestos en aspectos cruciales a los de Husserl. Lo que Lévinas debía a Husserl, en primer lugar, era el osado acto de la reducción fenomenológica, «un acto -en sus propias palabras-de violencia que el hombre se hace a sí mismo (...) para volver a encontrarse como pensamiento puro»,1y el estímulo, el coraje y el respaldo de la autoridad para una audacia aún mayor, necesarios para que la intuición de la filosofía preceda (y preforme) a la filosofía de la intuición.2 Gracias a la autoridad de la reducción fenomenológica -el procedimiento concebido, practicado y legitimado por H usserl-, Lévinas llegaría a anteponer la ética a la ontología, en el acto que funda su propio sis­ tema filosófico. Siguiendo el itinerario propuesto y contrastado por la reducción fenome­ nológica de Husserl, «poniendo entre paréntesis» y empleando la herramienta ’ «Lévinas and I.dgstrup in the globalized world of consumere». Traducción de Antonio Lastra. Añado entre corchetes las referencias bibliográficas en castellano. 1. E. Lévinas: The Theory o f Intuition in Husserl’s Phenomenology,trad. ing.de A. Orianne, Michigan. Northwestern UP, 1995, p. 36 [La teoría fenomenológica de la intuición, trad. cast. de T. Checchi, Salamanca, Sígueme, 2004]. 2. Ibíd., p. liv.

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de la epojé (separación, eliminación, suspensión), Lévinas procedió a desvelar el misterio de «la ley moral dentro de mí» de Kant: la exploración de la «ética pura», absoluta, prístina, extemporal y extraterritorial, no contaminada por los productos del reciclado social ni adulterada por inserciones ilegítimas, hetero­ géneas, accidentales e innecesarias; la ética del significado puro -intencional, como según Husserl han de ser todos los significados puros- que posibilita la concepción de los demás significados adscritos e imputados, al mismo tiempo que los pone en entredicho y los explica. Ese viaje de exploración no llevó a Lévinas, en clara oposición a Husserl, a la «subjetividad trascendental», sino a la «otredad» trascendental, indomable e impenetrable del Otro. La última fase de la reducción fenomenológica del estilo de Lévinas es la alteridad, esa irreductible otredad del Otro que despierta al Yo a sus responsabilidades únicas y colabora, aunque de manera indirecta, en el nacimiento de la subjetividad. Al cabo de la tarea de reducción de Lévinas se produce el encuentro con el Otro, la impresión de ese encuentro y la silenciosa llamada del Rostro del Otro, no la subjetividad que siempre había estado ahí, introvertida, solitaria y desdeñosa, imperturbada, que elabora los significados, como la araña, desde su propio abdomen. Según la magistral interpretación de los hallazgos de Lévinas que hace Harvie Ferguson, el otro no es un fragmento diferenciado, o una proyección, de lo que antes es interno a la conciencia, ni puede ser asimilado a la conciencia en modo alguno; está, y sigue estando, «fuera del sujeto» (...). Lo que emerge tras la reducción del mundo objetivo, activamente constituido, de la vida co­ tidiana no es el ego trascendental ni la pura transición de la temporalidad, sino el hecho bruto, misterioso, de la exterioridad.3

No se trata (como afirma Husserl) de que el ego transcendental guarde cotidianamente a buen recaudo el mundo objetivo y pueda así volver a él, a sus raíces y al estado original de pureza primordial, mediante el esfuerzo determi­ nado de la reducción fenomenológica, limpio de las poluciones mundanas y restaurado en su esencia. El ego, el Yo y su autoconciencia adquieren el ser en el enfrentamiento simultáneo de los límites y el desafío inasequible de la potencia creativa de sus intenciones e intuiciones: la «alteridad absoluta» del Otro como una entidad resguardada y protegida, permanentemente externa, que rechaza obstinadamente ser absorbida y asimilada y que, por tanto, incita y refuta el imparable esfuerzo del ego para trascender el abismo que los separa. En clara 3. H. Ferguson: Phenomenological Sociology: Experience and Insight in Modern Society, Londres, Sage, 2006, p. 73.

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oposición a su profesor de filosofía, Lévinas usa su metodología para reafirmar la autonomía del mundo contra el sujeto; enfáticamente no diseñador ni creador del mundo a la manera de Dios, el sujeto adquiere el ser al asumir la responsabilidad de la alteridad indomable e intransigente del mundo. Si para Heidegger Sein era «ursprünglich» Mitsein, para Lévinas es (también «ursprünglich») Fürsein. El Yo nace en el acto de reconocimiento de su ser para el Otro. Siguiendo a Husserl, Lévinas emprende un viaje de exploración en busca de la Sachen selbst, en su caso de la esencia de la ética, y la encuentra una vez ha «puesto entre paréntesis» y dejado a un lado todo lo accidental, contingente y superfluo, en el ser-en-el-mundo, que ex post facto interfiere en la compara­ ción del Yo pensante/sentiente con el Rostro del Otro al reducir la modalidad del «ser para», por naturaleza ilimitado y para siempre indefinido, a la serie fi­ nita de mandamientos y prohibiciones. Como Husserl, trae consigo de su viaje de descubrimiento ricos trofeos que no habría podido adquirir de un modo menos tortuoso: el inventario de las constantes de la existencia moral y de las relaciones éticamente saturadas, rasgos de la condición prístina de la que parte toda existencia moral y a la que vuelve en cada acto moral. * «El Otro» y «El Rostro» son nombres genéricos, pero en cada encuentro moral, en el corazón del misterio de «la ley moral dentro de mí», cada nombre responde a un ser, sólo a uno, nunca más que a uno: un Otro, un Rostro. Ningún nombre podrá aparecer en plural al término de la reducción fenomenológica. La otredad del Otro es equiparable a su unicidad; cada Rostro es uno y sólo uno, y su unicidad desafía la endémica impersonalidad de la regla. Es esta intransigente singularidad lo que vuelve redundante y en su mayor parte irrelevante todas las cosas que colman la vida cotidiana de cualquier ser humano de carne y hueso; el propósito de sobrevivir, la autoestima o el enalte­ cimiento, la yuxtaposición racional de medios y fines, el cálculo de pérdidas y ganancias, la procuración del placer, la paz o el poder... Entrar en el espacio moral de Lévinas requiere tomarse un respiro en los asuntos diarios y dejar a un lado sus normas y convenciones mundanas. Al «encuentro moral de los dos», tanto Yo como el Otro llegamos desvestidos de los atuendos sociales, despojados de estatus, de distinciones sociales e identidades impuestas o socialmente tramadas, de posicio­ nes o roles. No somos ricos ni pobres, ni superiores ni inferiores, ni poderosos o desposeídos. No se aplican estas calificaciones a los miembros de la pareja moral. Lo que lleguen a ser surgirá en y gracias a su condición de ser dos. 43

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A sus anchas en ese espacio y sólo allí, el Yo moral ha de sentirse incómodo -confundido, perdido- cuando el encuentro moral de los dos es interrumpido por un Tercero. No sólo el Yo moral se siente incómodo; también Lévinas, su explorador y portavoz. No se necesita una prueba mayor de su incomodidad que la urgencia obsesiva, casi impulsiva, con la que vuelve en sus últimos escritos y entrevistas al «problema del Tercero», es decir, a la posibilidad de salvar la relación ética nacida, crecida y cuidada en el invernadero de la compañía de dos, en las situaciones de la vida mundana, ordinaria, donde las intervenciones, intrusiones e «intromisiones» de incontables «terceros» son la pauta diaria. Como Georg Simmel señaló en su comparación fundamental entre las re­ laciones diádicas y triádicas, «la característica decisiva de la diada es que cada uno de los dos miembros debe encargarse de algo y que, en caso de fracasar, sólo queda el otro, no una fuerza supraindividual, como prevalece en un grupo incluso de tres». Esto, insiste Simmel, «le da a la relación diádica una coloración muy marcada y específica (...), pues el elemento diádico suele enfrentarse con más frecuencia al todo o nada que un miembro de un grupo mayor».4 Es fácil ver por qué la relación diádica tiende naturalmente al «encuentro moral de los dos» (incluso es idéntica), y por qué tiende a ser un hábitat natural (casi una nodriza) de la «incondicionalidad de la responsabilidad» o del «silencio de la demanda ética» que probablemente no surgiría ni arraigaría de otro modo; no brotaría espontáneamente ni sería sostenida por grupos más amplios en los que prevalecen las relaciones mixtas sobre las relaciones inmediatas, cara a cara, y proporcionan, por tanto, una matriz para muchas alianzas y divisiones alterna­ tivas. También es fácil ver por qué una entidad pensante/sentiente crecida en el confinamiento seguro de la diada es sorprendida y se siente fuera de su elemento cuando se encuentra en una situación en la que hay un tercero. Es fácil ver por qué las herramientas y los hábitos desarrollados en una relación diádica han de ser examinados y complementados para que una tríada sea viable. Hay un parecido notable entre el intenso, pero al final inconcluso y frus­ trante intento de Lévinas para devolver al Yo moral al mismo mundo de cuyas trazas ha tratado de purificarlo durante toda su vida, y el exorbitante, incluso hercúleo, aunque igualmente frustrado y frustrante intento del anciano Husserl para regresar a la intersubjetividad desde la «subjetividad trascendental», que había tratado de limpiar durante toda su vida de adulteraciones «interpuestas». La pregunta es si la capacidad y aptitud moral, hecha a la medida de la respon­ 4. Véase The Sociology o f Georg Simmel, trad. ing. y ed. de Kurt H.Wolff, Glencoe, The Free Press, 1964, pp. 134 y ss.

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sabilidad por el Otro como el Rostro, será lo bastante capaz y potente, y estará suficientemente dispuesta y será lo suficientemente vigorosa para acomodarse y llevar una carga completamente distinta de responsabilidad por el «Otro como tal», otro indefinido y anónimo, otro sin rostro (disuelto en la multitud de «otros otros»). ¿Podrá una ética nacida y cultivada en el seno del encuentro moral de los dos trasplantarse en la «comunidad imaginada» de la sociedad humana y, más allá, en la comunidad global imaginada de la humanidad? Para decirlo de una vez: ¿prepara la educación moral recibida en el seno del encuentro moral de los dos a sus miembros para vivir en el mundo? Antes de que el mundo, obstinada y vejatoriamente inhospitalario para la ética, se convirtiera en su principal y obsesiva preocupación, Lévinas lo visitó en relativamente pocas ocasiones, breve y cautelosamente, y casi nunca por propia iniciativa, sino urgido por acuciantes. En «La moralidad empieza en casa, o el empedrado camino hacia la justicia» doy cuenta de esas visitas desde «Le moi et la totalité» de 1954 hasta «De l’unicité», publicado en 1986.5 Conforme pasó el tiempo, el espacio y la atención dedicados a las oportu­ nidades del impulso moral que pone a prueba, en el amplio escenario social, «la amabilidad que lo engendró y lo mantiene con vida»,6 crecieron gradual, pero imparablemente. El mensaje más elaborado hacia el final de la vida de Levinás fue que el impulso moral, aunque sea soberano y autosuficiente en el seno del encuentro moral de los dos, es una pobre guía una vez se aventura friera de sus límites. La frustrante infinidad e incondicionalidad de la responsabilidad mo­ ral, o (como el gran filósofo danés de la ética Knud Lpgstrup diría) el nocivo silencio de la demanda ética que insiste en que hay que hacer algo, pero rechaza obstinadamente especificar el qué, no se sostiene cuando el «Otro» aparece en plural, como él o ella lo hacen en la sociedad humana. En el mundo densamente poblado de la cotidianidad humana, el impulso moral necesita códigos, leyes, jurisdicción e instituciones que los dispongan y supervisen: al ser proyectado en la gran pantalla de la sociedad, el sentido moral se reencarna en, o vuelve a procesarse como, justicia social. En presencia del Tercero -dice Lévinas en una conversación con Frangois Poirié- abandonamos lo que yo llamo el orden de la ética, o el orden de la santidad o el orden de la misericordia, o el orden del amor, o el orden de la caridad, donde el otro ser humano me concierne con indiferencia del lugar que ocupa en la multitud de seres humanos, e incluso con in­

5. Véase el cap. 4 de mi Postmodernity and Its Discontents, Polity Press, 1997. 6. E. Lévinas : «L’Autre, Utopie et Justice», Entre nous, Le Livre de Poche, 1991.

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diferencia de nuestra condición compartida de individuos de la especie humana; me concierne como alguien cercano a mí, como el primero en llegar: es único.7

Simmel añadiría que «el punto esencial es que, en una diada, no hay mayoría sobre el individuo. Esa mayoría, sin embargo, es posible con la mera adición de un tercero. Pero las relaciones que permiten que el individuo sea gobernado por una mayoría devalúan la individualidad». Devalúan, por tanto, la unicidad y la privilegiada cercanía, y las prioridades incontestadas, y las responsabilidades incondicionales de la primera piedra de la relación moral. * La repetida afirmación de que «Éste es un país libre» (queriendo decir que cada uno decide qué clase de vida desea llevar, cómo vivirla y escoge las opciones que hacen posible esa decisión, de modo que no sea culpa de otro si las cosas no salen como esperábamos) sugiere la alegría de la emancipación que se mezcla inseparablemente con el horror de la derrota. «Un hombre libre -d iría Joseph B rodsky- no culpa a nadie cuando fracasa»8 (salvo a sí mismo...). Por poblado que esté el mundo, no hay nadie a quien atribuir mi fracaso. Como Lévinas diría, repitiendo a Dostoievski: «Somos culpables de todo y por todos los hombres, y yo más que nadie», añadiendo: la responsabilidad es mi cometido. La reciprocidad es el suyo. «El Yo siempre tiene una responsabilidad más que los otros».9 Obtener la libertad se considera un acto de emancipación exultante, sea de obligaciones estrechas e irritantes prohibiciones, o de monótonas y empobrecedoras rutinas. Poco después, la libertad se convierte en el pan de cada día y una nueva clase de horror, no menos estremecedora que los terrores de los que nos hemos librado gracias a la libertad, hace que los recuerdos del pasado em ­ palidezcan: el horror de la responsabilidad. Las noches que siguen a los días de rutina obligatoria están llenas de sueños de libertad de las constricciones. Las noches que siguen a los días de opciones obligatorias están llenas de sueños de libertad de la responsabilidad.

7. F. Poirié: Emmanuel Lévinas: Qui étes-vous?, París, Éditions la Manufacture, 1987. 8. J. Brodsky: «The Condition we cali Exile», en On GriefandReason, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1998, p. 34 [Del dolor y la razón, trad. cast. de A. Martí, Barcelona, Destino, 2000]. 9. E. Lévinas: Ethics andInfinity, trad. ing. de R. A. Cohén, Duquesne UP, 1985, pp. 98-99 [Ética e infinito, trad. cast. de J.-M.a Ayuso, Madrid, Visor, 1991].

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Es algo, por tanto, que merece destacarse, pero apenas resultará sorprendente que los dos ejemplos más poderosos y persuasivos de la necesidad de la sociedad (es decir, de un sistema comprehensivo, sólidamente establecido y eficazmente protegido, de constricciones y reglas) aducidos por los filósofos desde el inicio de la transformación moderna provengan del reconocimiento de las amenazas físicas y de las cargas espirituales endémicas a la condición de la libertad. El primer caso, articulado por Hobbes y elaborado con detalle por Durkheim y Freud, y a mediados del siglo XX convertido en la doxa de los filósofos y científicos sociales, presenta la coerción social y las constricciones impuestas por la regulación normativa a la libertad individual como medios necesarios, inevitables y, en última instancia, saludables y beneficiosos de protección de la unidad humana contra «la guerra de todos contra todos» y de los individuos hu­ manos contra la «vida que es odiosa, sucia y breve». El cese de la coerción social, defienden los partidarios de este caso (si ese cese fuera posible o concebible), no liberaría a los individuos; por el contrario, sólo los haría incapaces de resistir a las enfermizas presiones de sus propios instintos, esencialmente antisociales. Los haría víctimas de una esclavitud aún más horrible que la de todas las presiones que la realidad social firme pudiera producir. Freud presentó la coerción social­ mente ejercida y la limitación resultante de las libertades individuales como la esencia misma de la civilización: puesto que «el principio del placer» (como el impulso a buscar gratificaciones sexuales o la innata inclinación humana a la pereza) guiaría, o más bien desorientaría la conducta individual hacia la tierra baldía de la asociabilidad o sociopatía, a menos que fuera constreñido, atado y contrarrestado por «el principio de realidad», ayudado por el poder y ejercido en nombre de la autoridad, la civilización sin coerción es impensable. El segundo ejemplo de la necesidad, de hecho de la inevitabilidad de la regulación normativa socialmente establecida, y por tanto de la coerción social que constriñe la libertad individual, se funda en una premisa opuesta: la del de­ safío ético al que los seres humanos se exponen por la presencia misma de los otros, por la «silenciosa apelación del Rostro», un desafío que precede a todos los establecimientos ontológicos socialmente creados y socialmente mantenidos y que, al menos, trata de neutralizar, contener y limitar ese desafío, de otro modo infinito, de hacerlo soportable y capaz de vivir con él. En esta versión, elaborada con detalle por Lévinas y Lpgstrup, la sociedad es primordialmente un artificio para reducir la responsabilidad-por-el-otro esencialmente incondicional e ilimi­ tada a una serie de prescripciones y proscripciones con las que las habilidades humanas puedan arreglárselas. La función principal de la regulación normativa, y la causa más importante de su inevitabilidad, es hacer del ejercicio de la res­ 47

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ponsabilidad (Lévinas) o de la obediencia de la demanda ética (Lpgstrup) una tarea realista para la «gente corriente», que no alcanza las pautas de la santidad y que debe quedar al margen de ellas si la sociedad ha de ser concebible. Como lo plantea el propio Lévinas: Es extremadamente importante saber si la sociedad, en el sentido habi­ tual del término, es el resultado de la limitación del principio de que los hombres son depredadores unos de otros, o si, por el contrario, resulta de la limitación del principio de que los hombres viven para los otros. ¿Es resultado lo social, con sus instituciones, formas universales y leyes, de limitar las consecuencias de la guerra entre ellos, o de limitar la infinidad que se abre en la relación ética del hombre con el hombre?10 En suma, ¿es la «sociedad» el producto de embridar las inclinaciones egoístas, agresivas, de sus miembros con el deber de la solidaridad, o, por el contrario, de atemperar su endémico e ilimitado altruismo con la «orden del egoísmo»? Usando el vocabulario de Lévinas, podríamos decir que la función principal de la sociedad, «con sus instituciones, formas universales y leyes», es hacer de la responsabilidad por el Otro, esencialmente incondicional e ilim itada, algo tanto condicional (en circunstancias escogidas, debidamente enum era­ das y claramente definidas) como limitado (a un grupo escogido de «otros», considerablemente menor que la totalidad de la humanidad y, lo que es más importante, más reducido y fácil de manejar que la indefinida suma total de «otros» que podrán despertar en los sujetos el sentimiento de una responsabili­ dad inalienable, ilimitada). Si usamos el vocabulario de Lpgstrup (un pensador notablemente cercano a las opiniones de Lévinas y que, como Lévinas, insiste en la prim acía de la ética sobre las realidades de la vida-en-sociedad, y como él, apela al mundo para que explique por qué ha fallado en elevar las pautas de la responsabilidad ética), diríamos que la sociedad es un acuerdo para hacer audible (es decir, específico y codificado) el mandamiento ético, de otro modo obstinada y vejatoriamente, desgarradoramente silencioso (por ser inespecífico), y reducir la infinita multitud de opciones que ese mandamiento podría implicar a una escala menor y más manejable. *

10. Ibíd., p. 80. 48

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Sin embargo, lo que ha ocurrido es que la sociedad líquida moderna de consumidores ha minado el crédito y el poder de persuasión de ambos ejemplos en aras de la inevitabilidad de la imposición social, cada uno de un modo distinto, pero por la misma razón: el evidente y expansivo proceso de desmantelamiento del antaño comprehensivo sistema de regulación normativa, que aparta cada vez más aspectos de la conducta humana de las pautas sociales y coercitivas, de la supervisión y los cursos de acción, y relega cada vez más funciones hasta ahora socializadas al reino de la «política de la vida» de los hombres y muje­ res individuales. En las situaciones desreguladas y privatizadas que se centran en las preocupaciones y los objetivos de los consumidores, la responsabilidad por las opciones, por la acción que sigue a la decisión y por las consecuencias de esa acción, pesa sobre los hombros del agente individual. Como Pierre Bourdieu señaló hace veinte años, la estimulación ha reemplazado a la coerción, la seducción a la imposición forzosa de pautas de comportamiento obligatorias, el surgimiento de nuevas necesidades y deseos a la conducta PR y al consejo. En apariencia, la llegada del consumismo ha privado al caso hobbesiano de buena parte de su crédito original, pues no se han materializado las catastró­ ficas consecuencias, en teoría inevitables, de la retirada o el menoscabo de la regulación normativa socialmente administrada. La nueva profusión y la intensidad sin precedentes de los antagonismos interindividuales y de los conflictos pendientes que ha seguido a la progresiva desregulación y privatización de funciones que en el pasado correspondían a la «sociedad», son ampliamente reconocidas y se encuentran en el centro del debate, pero la desregulada y privatizada sociedad de consumidores está lejos aún, y en apariencia ni siquiera tiende a acercarse, de la terrible visión de Hobbes del bellum omnium contra omnes. No le ha ido mejor al caso freudiano de la natu­ raleza necesariamente coercitiva de la civilización. Parece probable (aunque el jurado no se ha pronunciado aún) que -u n a vez expuestos a la lógica del mercado para que escojan por sí m ism os- los consumidores consideren que las relaciones de poder entre los principios de placer y realidad se han invertido. Ahora es el «principio de realidad» el que se encuentra a la defensiva; diariamente se le obliga a retirarse, limitarse y comprometerse ante los repetidos asaltos del «principio del placer». Lo que los poderes fácticos de la sociedad consumista parecen haber descubierto para beneficio propio es que hay poco que ganar sirviendo a los duros y firmes «hechos sociales» tenidos por indomables e irresistibles en la época de Durkheim, mientras que obedecer el infinitamente expansible principio del placer promete un provecho comercial infinitamente extensible. La evidente y 49

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creciente «suavidad» y flexibilidad de los «hechos sociales» líquidos modernos ayuda a emancipar la búsqueda del placer de sus limitaciones en el pasado y franquea el paso a la explotación completa del mercado. Respecto a la posición de Lévinas y Lpgstrup, la tarea de reducir la ilimitación sobrehumana de la responsabilidad ética a la capacidad de la sensibilidad humana ordinaria, al poder de juzgar y la habilidad de actuar, tiende también, en todas partes, salvo en algunas áreas selectas, al «subsidio» de hombres y mu­ jeres individuales. En ausencia de la traducción autorizada de la «demanda si­ lenciosa» a un inventario finito de obligaciones y proscripciones, ahora le toca a cada individuo fijar los límites de su responsabilidad por otros seres humanos y trazar la línea entre lo plausible y lo reprensible en las intervenciones morales, así como decidir hasta qué punto está dispuesto a sacrificar su bienestar por el cumplimiento de su responsabilidad moral con lo otros. Como Alain Ehrenberg11 argumenta de modo convincente, los sufrimientos humanos más comunes tienden a producirse en la actualidad por el exceso de posibilidades antes que por la profusión de prohibiciones, como en el pasado, y si la oposición entre lo posible y lo imposible se ha hecho cargo de la antinomia de lo permitido y lo prohibido como estructura cognitiva y criterio esencial de evaluación y elec­ ción de la estrategia vital, sólo hay que esperar que la depresión que surja del terror de la inadecuación reemplace a la neurosis causada por el horror de la culpa (es decir, de la carga de inconformidad que sigue al rompimiento de las normas) como la aflicción psíquica más característica y extendida de los ciudadanos de la sociedad de consumidores. Una vez encargada (o abandonada) a los individuos, esa tarea se vuelve abrumadora, pues la estratagema de esconder detrás de una autoridad reconocida y aparentemente indomable dedicada a declinar la responsabilidad (o al menos una parte significativa de ella) ya no es una opción viable o segura. Vérselas con una tarea tan intimidante deja a los agentes en un estado de incertidumbre permanente e incurable; con demasiada frecuencia, provoca una reprobación desoladora y degradante de uno mismo. Sin embargo, el resultado en general de la privatización/subsidiarización de la responsabilidad se demuestra menos incapacitador para el Yo moral y los agentes morales de lo que Lévinas, Lpgstrup y sus discípulos -entre los que me incluyo- esperaban. Se ha encontrado el modo de mitigar su impacto po­ tencialmente devastador y de limitar sus daños. Hay, al parecer, una profusión

11. A. Ehrenberg: La fatigue d ’étre soi, Odile Jacob, 1998.

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de agencias comerciales dispuestas a retomar la tarea abandonada por la «gran sociedad» y ofrecer sus servicios a los consumidores acongojados, ignorantes y confundidos... * En un régimen desregulado/privatizado, la fórmula de «librarse de la res­ ponsabilidad» sigue siendo la misma que en estadios anteriores de la historia moderna: se aplica una medida de claridad genuina o putativa en una situación desesperadamente opaca mediante la sustitución (mejor dicho, el solapamiento) de la intimidante complejidad de la tarea por una serie de reglas francas relativas a lo que se debe y no se debe hacer. Ahora, como entonces, a los agentes indivi­ duales se les presiona o se llama su atención o se les adula para que pongan su confianza en autoridades encargadas de decidir y explicar con claridad lo que la demanda silenciosa les pide exactamente que hagan en esta o aquella situación, y hasta qué punto (no más allá) su responsabilidad incondicional les obliga a ponerse en esas situaciones. Sin embargo, aunque la estratagema es la misma, en la actualidad se tiende a emplear distintas herramientas. Los conceptos de responsabilidad y elección responsable, que antes per­ tenecían al campo semántico del deber ético y de la concernencia moral por el Otro, han pasado al reino del cumplimiento del Yo y el cálculo de riesgos. En el proceso, «el Otro», como gatillo, diana y criterio de una responsabilidad aceptada, asumida y cumplida, ha desaparecido de la vista, eliminado o ensombrecido por el propio Yo del agente. «Responsabilidad» significa ahora, al principio y al final, responsabilidad con uno mismo («Te debes esto a ti m ism o», como los portavo­ ces comerciales del «librarse de la responsabilidad» repiten incansablemente), mientras que las «opciones responsables» sirven, al principio y al final, a los intereses y satisfacen los deseos del Yo e inhiben la necesidad de compromiso. El resultado no es muy distinto de los efectos «adiaforizantes»12 de la es­ tratagema practicada por la burocracia sólida moderna, que ha sustituido la «responsabilidad ante» (ante una persona superior, una autoridad, una causa y sus portavoces) con la «responsabilidad de» (del bienestar, la autonomía y la dignidad de otro ser humano). Sobre todo, estos efectos adiaforizantes (es decir, neutralizar éticamente las acciones y eximirlas de la evaluación y la censura éti­

12. Adiaphoric, término tomado del lenguaje de la Iglesia, significa originalmente una creencia «neutral» o «indiferente» en cuestiones de fe y de su doctrina. En nuestro uso metafórico, «adiafórico» significa amoral, no estar sujeto al juicio moral, carecer de significado moral.

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cas) se logran, en la actualidad, al reemplazar la «responsabilidad ante los demás» con la amalgama de la «responsabilidad por uno mismo» y la «responsabilidad con uno mismo». La víctima colateral del salto a la conversión consumista de la libertad es el Otro como objeto de responsabilidad ética y concernencia moral. Siguiendo fielmente el itinerario del «estado público de ánimo» en su am­ pliamente leído e influyente libro de hace dos décadas, Colette Dowling manifes­ taba el deseo de estar segura, cómoda y a salvo de «sentimientos peligrosos».13 Advertía a las Cenicientas del porvenir para que no cayeran en la trampa: en el impulso de preocuparse por los demás y el deseo de ser cuidada por otros acecha el terrible peligro de la dependencia, de la pérdida de la habilidad de escoger la marea más cómoda para deslizarse y pasar de una ola a otra cuando la corriente cambiase. Como cometa Archie Hochschild, «su miedo a depender de otra per­ sona evoca la imagen del vaquero americano, que vaga libre con su caballo (...). De las cenizas de Cenicienta surge una vaquera posmodem a».14 El más popular de los best-sellers enfatiza y aconseja «en un susurro al lector: ten cuidado con la inversión emocional. Dowling aconseja a las mujeres que inviertan en el ego como única empresa». El espíritu comercial de la vida íntima está hecho de imágenes que allanan el camino a un paradigma de desconfianza (...) al ofrecer como ideal un Yo defendido contra las heridas. Los actos heroicos que un Yo puede llevar a cabo consisten en sepa­ rarse, marcharse y depender cada vez menos de los demás y necesitarlos menos. En muchos rígidos libros modernos, el autor nos dispone a favor de gente que no precisa nuestro alimento y de gente que no puede alimen­ tamos.

La posibilidad de poblar el mundo con más gente solícita e inducir a las personas a preocuparse no figura en el panorama de la utopía consumista. Las utopías privatizadas de los vaqueros y vaqueras de la época consumista mues­ tran, por el contrario, un vasto «espacio libre» (libre para mí, por supuesto), una especie de espacio vacío que el consumista líquido, propenso a empresas solitarias y sólo a empresas solitarias, necesita cada vez más y del que nunca tiene bastante. El espacio que los modernos consumidores líquidos necesitan y por el que se les aconseja por todas partes que luchen sólo puede conquistarse 13. C. Dowling: Cinderella Complex, PocketBook, 1991. 14. Véase A. R. Hochschild: The Commercialization o f Intímate Press, 2003, pp. 21 y ss.

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University of California

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desalojando a otros seres humanos y, en particular, a los seres humanos solícitos y que más necesidad tienen de cuidados. El mercado de consumo retoma de la burocracia sólida moderna la tarea de adiaforización: la tarea de exprimir el veneno del «ser para» de la inyec­ ción de «ser con»; tal y como Lévinas vislumbró, al darse cuenta de que, en lugar de ser (como sugirió Hobbes) un artificio para lograr la unión pacífica y amis­ tosa de los seres humanos, la «sociedad» puede convertirse en una estratagema para conseguir una vida egoísta, centrada en el Yo y referida al Yo, para seres morales innatos despojados de las responsabilidades con los demás intrínsecas a la presencia del rostro del Otro; de hecho, a la unión humana. Como señala Frank M ort15 -según los informes quincenales del Henley’s Centre (una organización mercantil que proporciona a las industrias de consumo información sobre los cambios de pautas en el ocio de los futuros consumistas británicos)-, los placeres preferidos y más buscados durante las dos últimas décadas fueron logrados mediante formas de previsión basadas en los mercados: ir de compras, comer fuera de casa, ver películas en vídeo y DVD. Al final de la lista estaba la política; ir a un mitin político estaba a la par que ir al circo como una de las cosas que era improbable que hiciera el público británico.

* En su The Ethical Demand, Lpgstrup preconiza una perspectiva optimista de la inclinación natural de los seres humanos. «Es característico de la vida humana que confiemos naturalmente entre nosotros», escribió. Sólo por alguna circunstancia especial desconfiamos de un extraño por anticipado (...). En circunstancias normales, sin embargo, aceptamos la palabra del extraño y no desconfiamos de él hasta tener un motivo para hacerlo. No sospechamos de la falsedad de nadie hasta que lo cogemos en una mentira.16

15. Véase F. Mort: «Competing Domains: Democratic Subjects and Consuming Subjects in Britain and the United States since 1945», en The Making ofthe Consumer: Knowledge, Power and Identity in the Modern World, ed. de Frank Trentmann, Berg, 2006, pp. 225 y ss. Mort cita los informes del Henley Centre, Planning fo r Social Change (1986), Consumer and Leisure Futures (1997) y Planning fo r Consumer Change (1999). 16. Κ. E. Lpgstrup: Etiske Fordring, citado según la traducción inglesa de Hans Fink y Alisdair Maclntyre (University of Notre Dame Press, 1977).

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En las intenciones del autor, estos juicios no son afirmaciones fenómenológicas, sino generalizaciones empíricas. Aunque la mayoría de las tesis éticas de Lévinas disfruta del estatus fenomenológico, no es el caso de Lpgstrup, que obtiene sus generalizaciones de las interacciones diarias con sus feligreses. Lpgstrup concibió The Ethical Demand durante los ocho años siguientes a su matrimonio con Rosalie M aría Pauly, que pasó en la pequeña y apacible parroquia de la isla de Funen. Con el debido respeto a los amables y sociables residentes de Aarhus, donde Lpgstrup pasaría el resto de su vida enseñando teología en la universidad local, dudo que Lpgstrup pudiera gestar esas ideas una vez asentado allí, entre las realidades de un mundo en guerra y bajo la ocu­ pación, como miembro activo de la resistencia danesa. Las personas tienden a tejer sus imágenes del mundo con el hilo de su experiencia. La generación actual puede encontrar la soleada y boyante imagen de un mundo confiado y digno de confianza contrahecha, diversa con lo que aprende todos los días y con lo que las narraciones corrientes de la experiencia humana y las estrategias recomendadas de la vida insinúan. Más bien se reconoce en los hechos y las confesiones de la reciente oleada de programas de televisión, muy vistos y populares, como El Gran Hermano, Superviviente y El lazo más débil, que (a veces de manera explícita, pero siempre de manera implícita) aportan otro mensaje: no hay que fiarse de un extraño. El subtítulo de Superviviente lo dice todo: «No te fíes de nadie», algo a lo que cada emisión de E l Gran Hermano proporciona amplias y vividas ilustraciones. Los fa n s y adictos de los reality shows (y esto quiere decir una gran parte, tal vez una mayoría sustancial, de nuestros contemporáneos) darían la vuelta al veredicto de Lpgstrup y decidirían que «es característico de la vida humana que sospechemos unos de otros». Estos espectáculos televisivos que cogen a millones de espectadores por sorpresa y se apoderan de su imaginación son ensayos públicos de la disponibilidad de los seres humanos. Incluyen en la historia indulgencia y advertencia: siendo su mensaje que nadie es indispensable, nadie tiene derecho a tomar parte en un esfuerzo conjunto porque ha llegado tarde, aunque sea un miembro del equipo. La vida es un juego duro para gente dura. La vida empieza en la línea de salida; los méritos pasados no cuentan: cada uno es digno en función de los resultados del último duelo. Los otros son, ante todo, rivales; intrigan, cavan hoyos, tienden emboscadas, desean que tropecemos y caigamos. Cada jugador se debe a sí mismo y, para avanzar, por no hablar de llegar a la cima, primero hay que cooperar en la exclusión de todos aquellos dispuestos a sobrevivir y tener éxito que se interponen en el camino, pero sólo para apartar, uno tras otro, a todos aquellos con los que se ha colaborado y de­ jarlos -derrotados e inútiles- atrás. 54

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Las cualidades que ayudan a los vencedores a sobrevivir a la competición y salir victoriosos de la batalla mortal son de muchas clases, desde la autoafirmación vociferante hasta la mansa autoanulación. Cualquiera que sea la estratagema, y cualesquiera que sean las cualidades de los supervivientes y las capacidades de los derrotados, la historia de la supervivencia está condenada a desarrollarse de la misma y monótona manera: en un juego de supervivencia, la confianza, la compasión y la misericordia (los principales atributos de la «soberana expresión de la vida» de Lpgstrup) son suicidas. Si no eres más rudo y menos escrupuloso que los demás, acabarán contigo, con o sin remordimiento. Hemos vuelto a la sombría verdad del mundo darwiniano: el más apto sobrevive invariablemente. La supervivencia, más bien, es la última prueba de la adecuación. Si los jóvenes de nuestra época fueran también lectores de libros, particu­ larmente de viejos libros que no se encuentran en la lista de los más vendidos, probablemente estarían de acuerdo con la amarga, en modo alguno luminosa imagen del mundo que dio el exiliado ruso y filósofo de la Sorbona, Lev Shestov: «Homo homini lupus es una de las máximas más firmes de la moralidad eterna. En cada uno de nuestros vecinos tememos a un lobo. ¡Somos tan pobres, tan débiles, tan fáciles de arruinar y destruir! ¿Cómo no vamos a tener miedo? Vemos peligros, sólo vemos peligros».17 Insistirían, como Shestov sugería y El Gran Hermano ha elevado al rango de sentido común, en que éste es un mundo duro, para referirse a gente dura, un mundo de individuos a los que sólo les queda confiar en su propia astucia, tratando de burlar y superar a los demás. Para tratar con un extraño hace falta primero cautela, después cautela y más cautela. Estar juntos, arrimar el hombro y trabajar en equipo tiene sentido sólo si nos franquea el camino; no hay ningún motivo por el que debiera ser la pauta cuando ya no procura beneficios o procura menos beneficios de los que romper las promesas y cancelar las obligaciones razonable, o posiblemente, procuraría. De hecho, el mundo parece conspirar contra la confianza. La confianza podrá ser, como sugiere L0gstrup, una efusión natural de la «soberana expre­ sión de la vida», pero una vez conocida busca en vano un lugar donde arraigar. La confianza ha sido condenada a una vida llena de frustración. La gente (en solitario, en grupo o toda), las compañías, los partidos, las comunidades, las grandes causas o las pautas de la vida dotadas de autoridad para guiamos no logran compensar la devoción. No son ejemplos de coherencia y continuidad. No hay un solo punto de referencia en que fijar la atención con seguridad y que 17. L. Shestov: «All Things are Perishable», en A Shestov Anthology, ed. de Bemard Martin, Ohio UP, 1970, p. 70.

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permita descansar a los hechizados buscadores de pautas del molesto deber de estar constantemente alerta o desandar los pasos dados o previstos. Ninguna señal de orientación depara una expectativa más amplia que la propia vida de quienes buscan una orientación, por abominablemente cortas que sean sus vidas corporales. La experiencia individual señala al Yo como el apoyo más probable de la duración y la continuidad anheladas con avidez. Además, a los patronos no les gustan los empleados que tienen compro­ misos con los demás, particularmente los que se han comprometido en serio y a largo plazo. La demanda de supervivencia profesional enfrenta a hombres y mujeres a opciones moralmente devastadoras entre los requisitos de la carrera y el cuidado de los demás, incluidos los amigos más queridos. Los jefes pre­ fieren individuos libres, sin cargas, flotantes, dispuestos a romper los lazos en un instante sin pensar dos veces que la «demanda ética» ha de sacrificarse a las «demandas del trabajo». * Vivimos en una sociedad global de consumidores y las pautas de la conducta consumista afectan a los demás aspectos de nuestra vida, incluyendo el trabajo y la vida familiar. Estamos urgidos a consumir más y a convertimos, de paso, en mercancías en el mercado de consumo y trabajo. En palabras de J. Livingstone, «la forma mercancía penetra en, y reforma, dimensiones de la vida social hasta ahora exentas de su lógica hasta el punto de que la subjetividad se convierte en una mercancía llevada y vendida en el mercado como la belleza, la pulcritud, la sinceridad y la autonomía».18 Como Colin Campbell establece, la actividad de consumir se ha convertido en una pauta del modo en que los ciudadanos de las so­ ciedades occidentales contemporáneas consideran todas sus actividades. Puesto que cada vez más áreas de la sociedad contemporánea se han asi­ milado al «modelo consumista», no resulta sorprendente que la metafísica subyacente del consumismo se haya convertido en una especie de filosofía por defecto de la vida moderna.19

18. J. Livingstone: «Modem Subjectivity andConsumer Culture», en S . Strasser,C. McGovem y M. Judt (eds.): Consuming Desires: Consumption, Culture and the Pursuit ofHappiness, Cambridge UP, 1998, p. 416, citado en R. W. Belk: «The Human Consequences of Consumer Culture», en Karin M.Ekstróm y Helen Brembeck (eds.): Elusive Consumption, Berg, 2004, p. 71. 19. C. Campbell: «I shop therefore I Know that I am», en Elusive Consumption, pp. 41-42.

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Arlie Russell Hochschild encierra el «daño colateral» perpetrado en el curso de la invasión consumista en una sucinta y punzante frase: «materiali­ zación del amor».20 El consumismo trata de mantener el trastorno emocional del trabajo y la familia. Expuestos a un bombardeo continuo de publicidad durante un promedio diario de tres horas de televisión (la mitad de su tiempo libre), los trabajadores se convencen de que «necesitan» más cosas. Para comprar lo que necesitan, necesitan dinero. Para ganar dinero trabajan más horas. Lejos de casa durante tantas horas, compensan su ausencia del hogar con regalos que cuestan dinero. Materializan el amor. Así el ciclo se perpetúa.

Podríamos añadir que su nuevo desafecto espiritual y su ausencia física del hogar vuelven a los trabajadores o trabajadoras impacientes en los conflictos, grandes o pequeños o triviales, que implica vivir bajo un mismo techo. Conforme se pierden las habilidades necesarias para conversar y buscar el entendimiento mutuo, lo que solía ser un desafío pacientemente negociado se convierte cada vez más en un pretexto para romper la comunicación, escapar y quemar los puentes. Ocupados en ganar más para cosas que creen necesarias para la felicidad, hombres y mujeres tienen poco tiempo para la empatia mutua y para negociaciones intensas, a veces tortuosas y dolorosas, pero siempre lar­ gas y que consumen energía, sobre sus mutuas reservas y desacuerdos, no digamos para las soluciones. Esto traza otro círculo vicioso: cuanto más éxito tienen en «materializar» su relación amorosa (como el continuo flujo de mensajes publicitarios les urge a hacer), menos oportunidades tendrán para el entendi­ miento y la simpatía que suscita la ambigüedad del amor. Los miembros de la familia tratan de evitar el enfrentamiento y buscar un respiro (o mejor aún, un refugio permanente) para las contiendas domésticas, y entonces la presión para «materializar» el amor y el cuidado amoroso adquiere más ímpetu conforme las alternativas a consumir más tiempo y dinero se hacen menos asequibles cuando más necesarias resultan a causa del creciente número de agravios que hay que aplacar y de los desacuerdos que exigen una solución. Si los profesionales cualificados, la niña de los ojos de los directores de las compañías, encuentran con frecuencia en el lugar de trabajo un grato susti­ tuto de las cualidades hogareñas perdidas en casa (como Hochschild advierte, la tradicional división de funciones entre el lugar de trabajo y la familia tiende a revertirse), los empleados de rango inferior, menos preparados y fácilmente 20. A. R. Hochschild: The Commercialization o f Intímate Life, pp. 208 y ss.

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reemplazables, no encuentran nada similar. Si algunas compañías, en especial Amerco, investigada por Hochschild en profundidad, «ofrecen la vieja utopía socialista a una elite de trabajadores del conocimiento en la cima de un mercado de trabajo crecientemente dividido, otras compañías ofrecen cada vez más lo peor del capitalismo temprano a trabajadores semipreparados o no preparados», a los cuales ni el sistema ni los compañeros de trabajo proporcionan otra cosa que una banda, camaradas de copas en la esquina o grupos de este tipo. La búsqueda de placeres individuales articulada por las mercancías en curso, una búsqueda guiada y constantemente redirigida y reorientada por las sucesivas campañas de publicidad, proporciona el único sustituto aceptable (aunque inne­ cesario y mal recibido) de la evanescente solidaridad de compañeros de trabajo y de la calidez de cuidar y ser cuidado por los seres queridos y cercanos en el seno del hogar y en la vecindad inmediata. Quien trate de resucitar los seriamente afectados «valores familiares», y sea firme en lo que estos valores implican, tendrá que empezar por pensar en las raíces consumistas de la desaparición de la solidaridad social en los lugares de trabajo y del impulso a compartir y cuidar en los hogares. Habiendo pasado varios años observando las cambiantes pautas de em­ pleo (casi participando en ellas) de los sectores más avanzados de la economía americana, Hochschild descubrió y documentó tendencias sorprendentemente parecidas a las de Francia y toda Europa, descritas con detalle por Luc Boltanski y Eve Chapiello como el «nuevo espíritu del capitalismo».21 La preferencia de los patronos por empleados flotantes y libres, sin afecto, flexibles, disponibles y «generalistas» (del tipo chico-para-todo, antes que especializados y sometidos a un entrenamiento estricto) ha sido el más fecundo de los hallazgos. En palabras de Hochschild, desde 1997, un nuevo término -«sin obstáculos»- circula tranquilamente por Sillicon Valley, el corazón de la revolución informática en América. En su origen se refiere al movimiento sin fricción de un objeto físico como un patín o una bicicleta. Luego se aplicó a los empleados que, sin tener en cuenta incentivos económicos, dejan un trabajo por otro con facilidad. Recientemente ha pasado a significar «desafecto» o «sin obligaciones». Un patrón puede decir elogiosamente de un empleado: «Sin obstáculos», dando a entender que está disponible para un puesto complementario, para responder a una emergencia o ser trasladado. Según P. Bronson, un

21. A. R. Hochschild: The Time Bind: When Work Becomes Home and Home Becomes Work, Henry Holt & Co, 1997, pp. xviii-xix.

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investigador de la cultura de Sillicon Valley, «sin obstáculos» es algo óptimo. A los solicitantes se les acabará preguntando por su coeficiente de obstáculo.

Vivir lejos de Sillicon Valley, tener mujer o hijos, eleva dicho coeficiente y reduce las posibilidades de empleo del solicitante. Los patronos quieren que sus futuros empleados naden más que andar y que se deslicen más que nadar. El empleado ideal sería alguien sin lazos, compromisos o afectos emocionales previos, que esquive los nuevos, dispuesto a aceptar cualquier tarea y preparado a reciclarse y cambiar de inclinaciones, abrazar otras prioridades y dejar a un lado las que ya tenía. Alguien habituado a que «emplearse a fondo» -e n un trabajo, una habilidad o un modo de hacer las cosas- no sea bien visto; alguien que al final deje la compañía, cuando ya no se le necesite, sin quejarse ni emprender litigios. Alguien que considere más preocupantes los proyectos a largo plazo, las carreras solemnes y cualquier tipo de estabilidad que el carecer de ellos. *

En nuestra sociedad supuestamente reflexiva es poco probable que la confianza se refuerce empíricamente. Un escrutinio riguroso de los datos pro­ porcionados por la evidencia de la vida señala en dirección opuesta y revela repetidamente la debilidad de las reglas y la fragilidad de los vínculos. ¿Significa esto, sin embargo, que la decisión de Lpgstrup de albergar esperanzas de mora­ lidad en la tendencia espontánea, endémica, a confiar en los otros haya quedado invalidada por la incertidumbre endémica que satura nuestro mundo? Estaríamos tentados de decirlo si no fuera porque la perspectiva de Lpgstrup no era que los impulsos morales surgen de la reflexión. Por el contrario, en su opinión, la esperanza de la moralidad residía precisamente en su espontaneidad prerreflexiva. «La misericordia es espontánea porque la menor interrupción, el menor cálculo, la menor disolución de la misericordia la destruiría o la convertiría en su opuesto, la inmisericordia».22 Sabemos que Lévinas insistía en que la pregunta «¿por qué he de ser mo­ ral?» (es decir, plantear argumentos del tipo: ¿qué tengo yo que ver con eso?, ¿qué justifica mi preocupación?, ¿por qué habría de preocuparme si los demás no lo hacen?, ¿no podría hacerlo otro en mi lugar?) no es el punto de partida de

22. Κ. E. L0gstrup: After the Ethical Demand, trad. ing. de Susan Dew y van Kooten Niekerk, Aarhus University, 2002, p. 26.

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la conducta moral, sino una señal de su desaparición, igual que la amoralidad empieza con la pregunta de Caín: ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? Lpgstrup estaría de acuerdo, con su confianza en la espontaneidad y el impulso a confiar más que a calcular. Ambos filósofos parecen estar de acuerdo en que «la necesidad de la mo­ ralidad» (esta expresión es un oxímoron: lo que hace frente a una «necesidad» es algo más que la moralidad) o la «conveniencia de la moralidad» no se puede establecer discursivam ente, mucho menos probar. La m oralidad no es sino una manifestación innata de la humanidad; no «sirve» a ningún «propósito» y seguramente no está guiada por expectativas de provecho, comodidad, gloria o enaltecimiento. Es cierto que las acciones objetivamente buenas -solícitas y útiles- han sido una y otra vez fruto del cálculo de ganancias del agente, ya sea la obtención de la gracia divina, de la estima pública o de la absolución de la inmisericordia mostrada en otras ocasiones, pero esto no se puede clasificar entre los hechos genuinamente morales, precisamente por tener motivos. En las acciones morales, «el motivo ulterior está descartado», insiste L0gstrup. La expresión espontánea de la vida es radical gracias a «la ausencia de motivos ulteriores», morales o amorales. Esta es una razón de que la demanda ética, la presión «objetiva» para ser moral que emana del solo hecho de estar vivo y compartir el planeta con los demás sea y deba ser silenciosa. Puesto que la «obediencia a la demanda ética» puede convertirse fácilmente (deformarse, distorsionarse) en un motivo de conducta, la demanda ética es suprema cuando se olvida y no se piensa en ella: su radicalidad consiste en su pretensión de resultar superflua. La inmediatez del contacto humano se sostiene en las inme­ diatas expresiones de la vida y no necesita ni tolera otros apoyos. Lévinas estaría completamente de acuerdo: según Philippe Nemo, su atento entrevistador y leal intérprete, la «exigencia ética no es una necesidad ontológica. La prohibición de matar no hace que el asesinato sea imposible. Lo hace malo». El «ser» de la ética sólo consiste en «turbar la complacencia del ser».23 En términos prácticos, esto significa que por mucho que un ser humano se resienta de haberse quedado solo (en última instancia) a expensas de su propio consejo y responsabilidad, es precisamente esa soledad la que alberga una es­ peranza de una unión moralmente impregnada. Esperanza, no certeza, mucho menos una certeza garantizada. Las expresiones de espontaneidad y soberanía de la vida no testimonian que la conducta resultante sea la opción éticamente apropiada y laudable en­ 23. E. Lévinas: Ethics and Infinity, pp. 10-11.

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tre el bien y el mal. El asunto es que los errores y los aciertos provienen de la misma condición, como esos impulsos tan ansiosos por buscar el refugio que los mandamientos autoritarios proporcionan y la osadía de aceptar la responsa­ bilidad propia. Sin aceptar la posibilidad de equivocarse, poco podría hacerse para perseverar en busca de la opción adecuada. Lejos de ser una amenaza a la moralidad (y una abominación para los filósofos de la ética), la incertidumbre es el hogar de la persona moral y el único terreno en el que la moralidad puede brotar y florecer. Pero, como Lpgstrup señala con acierto, las «inmediatas expresiones de la vida sostienen la inmediatez del contacto humano». Supongo que esta relación y mutuo condicionamiento tiene dos vertientes. «Inmediatez» parece desempe­ ñar en el pensamiento de Lpgstrup un papel similar al de la «proximidad» en los escritos de Lévinas. La «inmediata expresión de la vida» es suscitada por la proximidad, o por la presencia inmediata de otro ser humano, débil y vulnerable, doliente y necesitado de ayuda. Lo que vemos es un desafío, un desafío para obrar, para ayudar, para defender, para procurar solaz, para curar o salvar. *

Parece que en su acepción corriente, la «expresión espontánea de la vida» suscita desconfianza y mixofobia, antes que confianza y desvelo. «Mixofobia» es una reacción bastante predecible y extendida a la confusión y al nerviosismo de los tipos humanos y los estilos de vida que se encuentran y arquean las ce­ jas o se encogen de hombros en las calles de las ciudades contemporáneas, no sólo en los oficialmente llamados (y por esa razón evitados) «distritos duros» o «barrios bajos», sino en las zonas «ordinarias» (léase no protegidas por «zonas prohibidas»). Conforme avanza la multivocalidad y variedad cultural del entorno urbano de la época de la globalización, para intensificarse probablemente con el tiempo en lugar de mitigarse, las tensiones que surgen de la extrañeza vejatoria, confusa e irritante, llevarán a tomar medidas segregacionistas. Los factores que precipitan la mixofobia son triviales, en modo alguno difíciles de localizar, sencillos de entender aunque no necesariamente fáciles de olvidar. Como Richard Sennett sugiere, «el sentimiento del nosotros, que expresa un deseo de ser parecidos, es un modo para que hombres [y mujeres] eviten la necesidad de escrutarse entre sí».24 Podríamos decir que promete 24. p p .39 y 42.

R. Sennett: The Uses ofDisorder: Personal Identity and City Life, Faber & Faber, 1996,

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un consuelo espiritual: la perspectiva de hacer la vida en común más fácil de soportar al cortar el esfuerzo por entender, negociar, comprometerse que requeriría la vida con la diferencia. «Innato al proceso de formar una imagen coherente de la comunidad es el deseo de evitar la participación real. Sentir vínculos comunes sin una experiencia común ocurre, en primer lugar, porque los hombres tienen miedo de la participación, temen los peligros, los desafíos que eso supone y su dolor». El impulso hacia una «comunidad de similitudes» es una señal de retirada no sólo del exterior de la otredad, sino también de la entrega a la interacción interna, vivaz, turbulenta, vigorizante y suprema. La atracción de la «comunidad de lo mismo» es la de una política de seguridad contra los riesgos de la vida diaria en un mundo poli vocal. La inmersión en «lo mismo» no decrece una vez superados los riesgos que la incitaron. Como todos los paliativos, sólo puede prometer una protección ante los efectos más inmediatos y temidos. Escoger la opción escapista como medicina para la mixofobia tiene una secuela insidiosa y perniciosa: una vez adoptado, el supuesto régimen terapéutico cobra vida propia, tiende a perpetuarse y a reforzarse conforme más ineficaz resulta. Sennett explica por qué ocurre esto, por qué ha de ocurrir.25 Las ciudades americanas han crecido durante las dos últimas décadas de modo que las áreas étnicas se han vuelto relativamente homogéneas; no parece accidental que el temor al exterior haya crecido también hasta el punto de que las comunidades étnicas hayan desaparecido.

Una vez ha tenido lugar la separación territorial, y conforme la gente vive en un entorno uniforme -e n compañía de otros «como ellos», con los que se puede socializar en seguida sin incurrir en el riesgo de la incomprensión y sin tener que luchar con la vejatoria necesidad de las (siempre arriesgadas) traducciones entre distintos universos de sentido-, es más probable que se desaprenda el arte de negociar significados compartidos y un modus vivendi común. Las guerras territoriales van de un lado a otro de la barricada que separa el bienestar del malestar, pero no pueden tener otro resultado que la profundización de la incomunicación. Conforme los soldados voluntarios e involuntarios de las permanentes guerras territoriales olviden o descuiden las habilidades necesarias para una vida satisfactoria en la diferencia, resultará menos extraño que los buscadores y practicantes de la terapia escapatoria vean con creciente horror el enfrentamiento con extraños. Los «extraños» (es decir, la gente que 25. Ibíd., p. 194.

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está al otro lado de la barricada) tienden a parecer cada vez más amenazadores conforme se van haciendo ajenos, poco familiares e incomprensibles. El diálogo y la interacción, que podrían asimilar circunstancialmente su «otredad» a nues­ tra vida, se desvanecen o no tienen lugar al principio. El impulso a un entorno homogéneo, territorialmente aislado, es el cinturón de seguridad, el proveedor de la mixofobia, y se convierte en su agente principal. *

Al final, el desafío ético de la «globalización», o más bien la globalización como desafío ético. Sea lo que sea lo que signifique «globalización», significa que somos dependientes. Las distancias ya no importan. Lo que sucede en cualquier parte tiene consecuencias globales. Con los recursos, las herramientas técnicas y los procedimientos, los seres humanos han dado a sus acciones un alcance enorme en el espacio y en el tiempo. Por localmente confinados que estén, los agentes harán mal en no tener en cuenta los factores globales, que decidirán el éxito o el fracaso de sus acciones. Lo que hacemos (o dejamos de hacer) influye en las condiciones de vida (o en la muerte) de gente en lugares que no conocemos y de generaciones que no conoceremos. Ésta es la condición bajo la que, lo sepamos o no, hacemos nuestra historia compartida. Aunque mucho, tal vez todo o casi todo en esa historia depende de las opciones humanas, la condición bajo la que esas opciones se toman no es una opción en sí misma. Al desmantelar la mayoría de límites espaciotemporales que solían confinar el potencial de nuestras acciones al territorio que podíamos examinar, conocer y controlar, ya no podemos encontrar refugio, al llegar al final de nuestras acciones, en la red global de la dependencia mutua. Nada se puede hacer para detener, mucho menos para invertir, la globalización. Podemos estar a favor o en contra de la nueva interdependencia planetaria con el mismo efecto que el de apoyar o condenar el siguiente eclipse solar o lunar. Sin embargo, mucho depende de nuestro consentimiento o resistencia la forma que ha tomado la globalización de las demandas humanas. Hace medio siglo, Karl Jaspers podía separar con nitidez la «culpa moral» (el remordimiento que sentimos por haber hecho daño a otros seres humanos, por nuestras acciones u omisiones) de la «culpa metafísica» (la culpa que sentimos cuando se daña a un ser humano, aunque el daño no tenga nada que ver con nuestras acciones). Esa distinción ha sido despojada de significado con el proceso de la globalización. Como nunca antes, las palabras de Donne («No preguntes 63

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por quién doblan las campanas, doblan por ti») representan la genuina solidari­ dad de nuestro destino; el asunto es, sin embargo, que la nueva solidaridad de destino no ha sido emulada por la solidaridad de nuestros sentimientos, mucho menos de nuestras acciones. En un mundo de dependencia global, interconectada, no podemos estar seguros de nuestra inocencia moral mientras haya seres humanos que sufran in­ dignidades, miseria o dolor. No podemos decir que no sabemos, ni estar seguros de que no hay nada que cambiar en nuestra conducta que impida o al menos alivie el destino de los que sufren. Podemos ser impotentes individualmente, pero podemos hacer algo juntos, y estar juntos es algo que tiene que ver con los individuos. El problema es que, como lamenta otro gran filósofo del siglo XX, Hans Joñas, aunque el espacio y el tiempo ya no ponen límite a los efectos de nuestras acciones, nuestra imaginación moral no ha progresado más allá del alcance que tenía con Adán y Eva. Las responsabilidades que estamos dispuestos a asumir no se aventuran tan lejos como la influencia que nuestra conducta diaria ejerce en las vidas de gente aún más distante. El «proceso de globalización» ha dado lugar a una red de interdependen­ cia que penetra en cada rincón del planeta, pero poco más. Sería groseramente prematuro hablar de una sociedad global o de una cultura global, mucho menos de un curso de acción global o de una ley global. ¿Hay un sistema social global emergente al final del proceso de globalización? Si lo hay, no se parece a los sistemas sociales que hemos aprendido a considerar la norma. Solíamos pensar en los sistemas sociales como totalidades que coordinan y ajustan y adaptan todos los aspectos de la existencia humana, sobre todo los mecanismos económicos, el poder político y las pautas culturales. Sin embargo, en la actualidad lo que solía estar coordinado al mismo nivel y en la misma totalidad ha sido separado y desplazado a niveles radicalmente distintos. El alcance planetario del capital, las finanzas y el comercio, las fuerzas decisivas para el rango de las opciones y la efectividad de la acción humana, para el modo en que viven los seres humanos y para sus sueños y esperanzas, no ha sido emulado por una escala similar de los recursos que la humanidad ha desarrollado para controlar esas fuerzas que controlan a los seres humanos. Más importante aún, esa dimensión planetaria no ha sido emulada por una escala global similar de control democrático. Podemos decir que el poder «ha huido» de las instituciones desarrolladas históricamente que solían ejercer un control democrático de los usos y abusos del poder en los Estados-nación mo­ dernos. La globalización, en su forma actual, significa una progresiva pérdida de poder de los Estados-nación en ausencia de un sustituto efectivo. 64

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Ya se había dado un acto de magia similar de los agentes económicos, aunque obviamente a una escala más modesta que en nuestra época globalizada. Max Weber, uno de los analistas más agudos de la lógica (o falta de lógica) de la historia moderna, advirtió que la partida de nacimiento del capitalismo mo­ derno fue la separación de los negocios de la casa familiar, de la que dependía la densa red de derechos y obligaciones mutuos de las comunidades urbanas, parroquias o gremios de artesanos en la que las familias y los vecinos estaban atrapados. Con esa separación (mejor dicho, de acuerdo con la antigua alegoría de Mennenio Agrippa, «secesión»), los negocios se aventuraron en una genuina tierra fronteriza, una tierra de nadie virtual, libre de concernencias morales y constricciones legales, subordinada sólo al propio código de conducta de los ne­ gocios. Como sabemos, esa extraterritorialidad moral sin precedentes de las ac­ tividades económicas llevó en su momento al espectacular avance del potencial industrial y al crecimiento de la riqueza. Sabemos también, sin embargo, que durante todo el siglo XIX esa extraterritorialidad redundó en la miseria humana, la pobreza y una polarización estremecedora de las pautas y oportunidades de la vida humana. Sabemos que, al cabo, los emergentes Estados modernos reclama­ ron la tierra de nadie que los negocios consideraban propiedad exclusiva suya. Las agencias normativas del Estado invadieron esa tierra y circunstancialmente, aunque no sin una resistencia feroz, se la apropiaron y colonizaron, colmando así el vacío ético y mitigando las consecuencias menos favorables para la vida de sus súbditos/ciudadanos. La globalización podría ser descrita como una segunda secesión. Una vez más, los negocios han escapado al confinamiento familiar, aunque esta vez la casa dejada atrás es la «casa imaginada» moderna, circunscrita y protegida por los poderes culturales, militares y económicos del Estado-nación, políticamente soberano. Una vez más, los negocios han adquirido un «territorio extraterrito­ rial», un espacio propio, que puede recorrer libremente apartando los débiles obstáculos locales y eliminando los más difíciles, persiguiendo sus propios fines y relegando otros económicamente irrelevantes y, por tanto, ilegítimos. Una vez más observamos efectos sociales parecidos a los que se suscitaron en la protesta moral con la primera secesión, aunque (como la segunda secesión misma) a una escala global inmensamente mayor. Hace casi dos siglos, en medio de la primera secesión, Karl Marx imputó el error de la «utopía» a los partidarios de una sociedad más decente, equitativa y justa que esperaban lograr su propósito deteniendo el capitalismo triunfante y volviendo al punto de partida, al mundo premodemo de casas extendidas y ta­ lleres familiares. Marx insistía en que no había vuelta atrás, y en este punto al 65

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menos la historia le ha dado la razón. Cualquiera que sea la justicia y equidad que arraigue en la realidad social, necesita partir del punto al que las transformaciones irreversibles han llevado a la condición humana. Hay que recordar esto cuando se piensa en las opciones endémicas de la segunda secesión. Un paso atrás de la globalización de la dependencia mutua entre seres hu­ manos, del alcance global de la tecnología humana y las actividades económicas, es, con toda probabilidad, imposible. Respuestas como formar un círculo con los carros o la vuelta a la tribu (nacional, comunal) no sirven. La cuestión no es cómo remontar el río de la historia, sino cómo combatir su contaminación de miseria humana y encauzar su corriente hacia una distribución más equitativa de los beneficios que depara. Hay que recordar otra cosa. Cualquiera que sea el control global que se postule sobre las fuerzas globales, no podrá ser una réplica magnificada de las instituciones democráticas desarrolladas en los dos primeros siglos de la historia moderna. Esas instituciones democráticas fueron cortadas a medida del Estadonación, la «totalidad social» mayor y más comprehensiva de la época, y son inadecuadas al volumen global. El Estado-nación tampoco fue una extensión de los mecanismos comunales. Fue, por el contrario, el producto final de modelos radicalmente nuevos de unión humana y nuevas formas de solidaridad social. Tampoco fue el resultado de la negociación y el consenso logrado mediante pactos de las comunidades locales. El Estado-nación que acabó proporcionan­ do la respuesta a los desafíos de la «primera separación» lo hizo a pesar de los firmes defensores de las tradiciones comunales y de la posterior erosión de las soberanías locales en decadencia. La respuesta efectiva a la globalización sólo puede ser global. El destino de esa respuesta depende de la emergencia y el atrincheramiento de una arena política global (distinta de la «internacional» o, mejor dicho, interestatal). Esa arena es la que ahora se echa en falta. Los agentes globales son reacios a establecerla. A sus adversarios más conocidos, adiestrados en el antiguo, aunque floreciente, arte de la diplomacia interestatal, parece faltarles la habilidad necesaria y los recursos indispensables. Se necesitan nuevas fuerzas para restablecer y revigorizar un foro verdaderamente global adecuado a la época de la globalización, y ellos mismos sólo pueden afirmarse interpretando ambos papeles. Parece la única certeza; lo demás es cuestión de inventiva y de la práctica política del acierto y el error. Pocos pensadores, si hay alguno, pudieron prever, en medio de la primera secesión, la forma que la operación de perjuicio y reparación adoptaría. De lo que estaban seguros es de que alguna operación de esa clase era el imperativo supremo de su época. Estamos en deuda con ellos por esa intuición.

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Careciendo de los recursos y las instituciones necesarios para el esfuerzo colectivo, y perplejos ante la cuestión de quién será capaz de hacer algo, aunque sepamos qué hay que hacer, sólo podemos obtener un consuelo del consejo de Franz Kafka, que es a la vez advertencia y aliento: Si no encuentras nada en los pasillos, abre las puertas; si no encuentras nada detrás de las puertas, hay más pisos, y si no encuentras nada en ellos, no te preocupes, sube otro tramo de escaleras. Mientras no dejes de subir, habrá escaleras bajo tus pies siempre hacia arriba.26

Nadie podría decir que ha recogido los dilemas a los que nos enfrentamos al subir esas escaleras mejor que el gran Italo Calvino en las palabras que pone en boca de Marco Polo, en su Citta invisibili: El infierno de los vivos no es algo que será: si existe, ya está aquí, el infierno donde vivimos cada día, el que formamos estando juntos. Hay dos modos de escapar a su sufrimiento. El primero es fácil para muchos: aceptar el infierno y convertirse en una parte de él, de modo que ya no lo veas. El segundo es arriesgado y exige una vigilancia y aprehensión constantes: buscar y aprender a reconocer quién y qué, en medio del infierno, no son el infierno, y hacer que perduren, darles espacio.

Creo que ni Lévinas ni Lpgstrup habrían rehusado añadir su firma a estas palabras.

26. F. Kafka: «Advocates», en Nahum N. Glatzer (ed.): The Collecíed Short Stories o f Franz Kafka, trad. ing. de Tania y James Stem, Penguin Books, 1988, p. 451.

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Auschwitz ha sido perpetrado por la civili­ zación del idealismo trascendental.* E. LEVINAS

Sostiene el trascendentalismo moderno que el sujeto de conocimiento de­ termina apriori al objeto y constituye la objetividad del mismo. Los conceptos del sujeto, según enseña Kant, son las condiciones de posibilidad del objeto: lo que conocemos de las cosas lo hemos puesto nosotros en ellas. ¿Por qué adquiere un relieve tan singular en la obra de Lévinas la crítica de este supuesto de las filosofías trascendentales? La respuesta a este interrogante puede ser adelantada de forma sucinta en lo siguiente: porque la teoría de un sujeto constituyente que convierte a la cosa en objeto, reduciéndola a fenómeno determinado por el sujeto, excluye la posibilidad de un acceso a lo absolutamente

F. Poirié: Emmanuel Lévinas ¿Qui étes-vous?, París, La Manufacture, 1987, p. 84. Las obras de Lévinas serán citadas, dentro del texto, con las siguientes siglas: DEE: De la existen­ cia al existente, trad. cast. de P. Peñalver, Madrid, Arena Libros, 2000. DEHH: Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger, trad. cast. de Μ. E. Vázquez, Madrid, Síntesis, 2005. DMT: Dios, la muerte y el tiempo, trad. cast. de M.a L. Rodríguez Tapia, Madrid, Cátedra, 1994. DOMS: De otro modo que ser o más allá de la esencia, trad. cast. de A. Pintor Ramos, Salamanca, Sígueme, 1987. DVI: De Dios que viene a la idea, trad. cast. de G. González-Amaiz y J.-M.a Ayuso, Madrid, Caparros, 1995. El: Ética e Infinito, trad. cast. de J.-M.a Ayuso, Madrid, La balsa de la Medusa, 1991. EN: Entre nosotros, trad. cast. de J.-L. Pardo, Valencia, Pre-textos, 1993. ΗΟΗ: Humanismo del otro hombre, trad. cast. de G. González-Amaiz, Madrid, Caparros, 1993. TI: Totalidad e Infinito, trad. cast. de D. Guillot, Salamanca, Sígueme, 1997. ΤΟ: El tiempo y el Otro, trad. cast. de J.-L. Pardo, Barcelona, Paidós, 1993. Tr. In.: Trascendencia e Inteligibilidad, J.-M.a Ayuso, Madrid, Encuentro, 2006.

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otro, al Otro como otro. De acuerdo con los principios del idealismo trascendental, el sujeto que conoce ejerce una actividad constituyente sobre lo conocido, de modo que la manifestación de la cosa no se produce en conformidad con las de­ terminaciones propias de la cosa, sino de acuerdo con las determinaciones que proyectan sobre ella las estructuras a priori del sujeto. El sujeto trascendental, por medio de sus formas a priori y de sus funciones de unidad, conforma a la cosa, la desfigura, adecuándola a su propia constitución. El sujeto trascenden­ tal objetiva al Otro, le da sentido, lo hace aparecer como esto o como aquello, no lo deja ser como otro. El pensamiento de Lévinas se sostiene sobre la radi­ cal afirmación de la absoluta alteridad del Otro, y esto lo enfrenta abiertamente al supuesto de un sujeto constituyente que da sentido al Otro. Centraré mi exposición en Kant, Hegel, Husserl y Heidegger como referen­ cias destacadas de la crítica levinasiana, sin pasar por alto, no obstante, que la confrontación de Lévinas con el trascendentalismo va a producirse en términos de la más extrema radicalidad, haciéndose extensiva a toda la filosofía occidental y a la índole misma del conocimiento en general.

1. DE KANT A HUSSERL: EL SUJETO DA FORMAS, DA UNIDAD, DA LUZ, DA SENTIDO Según el idealismo trascendental kantiano, el sujeto posee categorías que son formas mediante las cuales conforma a la cosa, reduciéndola a objeto y adecuán­ dola a su propia constitución. Las formas a priori, por otra parte, son funciones sintéticas que llevan a unidad la pluralidad de las impresiones empíricas. Para Kant la unidad del objeto es el producto del hacer del sujeto. No hay unidad del objeto ni objeto si no son puestos por la actividad sintética del entendimiento. Para conocer la cosa, el sujeto tiene que objetivarla y hacerla inteligible ajustándola a las condiciones de su constitución de sujeto. La objetualidad y la inteligibilidad del objeto comportan unidad, la cual remite al hacer sintético del sujeto. Este pone la objetualidad y hace la inteligibilidad por medio de las categorías. Objetivar es unificar y es el «Yo pienso», la unidad trascendental de la autoconciencia, dice Kant, el fundamento último de toda unidad y de toda síntesis unificadora.1 El objeto no es, en consecuencia, otra cosa que el resultado de la síntesis realizada por el «Yo pienso». Por eso puede ser presentado - la expresión es de L evinascomo un acontecimiento del Yo (TI, p. 283). 1. I. Kant: Crítica de la razón pura, trad. cast. de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1984, B 132.

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Para Lévinas, la tendencia a unificar y a totalizar constituye uno de los rasgos esenciales del saber trascendental. El conocimiento, dice, es visión y reúne lo diverso en la totalidad fenoménica, haciendo aparecer al ser como panorama. Siempre la mirada teorética totaliza y es totalitaria, reduce «todo lo que tiene sentido a una totalidad en donde la conciencia abarca al mundo (...) y así llega a ser pensamiento absoluto. La conciencia de sí es al mismo tiempo la conciencia del todo» (El, p. 69). Por medio de su actividad unificadora, el conocimiento trascendental reduce a la cosa y al Otro a unidad, a su unidad, a la unidad que el sujeto pone y es. El saber trascendental es representación, y representar consiste en hacer presente a la cosa, anulando su trascendencia y reduciéndola a la identidad del Yo pienso. Ser como presencia se vincula al traer a presencia mediante representación y depende de la síntesis lograda por la unidad de la apercepción trascendental, del Yo pienso (DM T, p. 249). Es claro que la alteridad y trascendencia del Otro quedan fuera del espacio que abarcan este saber y representar trascendentales. Por eso en el «Prefacio» a la edición alemana de Totalidad e Infinito dice Lévinas lo siguiente: «Este libro cuestiona que la síntesis del saber, la totalidad del ser abarcada por el Yo trascendental, la presencia aprehendida en la representación y en el concepto... sean las instancias últimas del sentido» (EN, p. 266). El Otro no puede ser reducido «a aquello que la actividad sintética del entendimiento establece entre los términos diversos -m utuam ente- que se ofrecen a su operación sinóptica» (TI, p. 63). El Otro es lo «inenglobable». No lo alcanza ninguna síntesis, no puede ser el objeto del pensamiento «totalizante y sinóptico». El saber, asimismo, piensa Lévinas, tiende a revestir al objeto con las deter­ minaciones universales que proyecta sobre él el sujeto por medio de sus esquemas y conceptos a priori, disolviendo con ello la unicidad irrepetible del Otro. El sujeto trascendental, en efecto, da unidad y también da universalidad: no pue­ de alcanzar a lo individual más que a través de lo universal y piensa siempre a priori al Otro como esto o como aquello. Tematizándolo mediante conceptos a priori, ve en el Otro un ejemplar de la especie, y esto equivale, según Le vi­ nas, a ignorar y violentar al Otro. En lo que tiene de diferencia irreductible, la singularidad del Otro queda fuera de la atención del conocimiento. El sujeto trascendental reduce al Otro y lo asimila mediante el concepto, el cual pertene­ ce a la identidad del sujeto, es universal y unlversaliza a lo conocido. Con ello el Otro conocido no es tomado en su individualidad, sino en su generalidad, y queda integrado en la identidad del Mismo. Un aspecto de lo trascendental que deja ver de modo muy claro lo que Lévinas denuncia en los trascendentalismos es el que concierne al papel que se 71

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atribuye a la luz en el conocimiento. El sujeto trascendental da luz, pero «la luz -elem ento del conocim iento- convierte en nuestro todo lo que encontramos» (TI, p. 283). A juicio de Lévinas, la «constitución trascendental» no es más que una forma de ver a plena luz (TO, p. 104). Para que sea posible conocer un objeto hay que iluminarlo, y la luz que ilumina es proyectada desde el sujeto sobre el objeto. La luz objetiva a la cosa y la hace aparecer como fenómeno, como algo que se manifiesta, pero, al mismo tiempo, como si esa manifestación procediese del sujeto. Nos topamos aquí con una ambivalencia -d e l ser del objeto- que es el efecto de la luz con que se acerca a las cosas el sujeto trascendental. De la luz asociada a la razón depende que el aparecer de la cosa sea un hacer aparecer, que la distancia que separa al objeto del sujeto sea inmediatamente absorbida por éste y que lo trascendente acabe siendo integrado en la inmanencia. Lévinas lo expresa en estos términos: La luz es aquello merced a lo cual hay algo que es distinto de mí, pero como si de antemano saliese de mí. El objeto iluminado es al mismo tiem­ po algo que encontramos y, por el mismo hecho de estar iluminado, que encontramos como si saliese de nosotros. No hay en él extrañeza radical. Su trascendencia está envuelta en la inmanencia (TO, p. 104).

Poner un objeto a la luz es explicarlo a partir de la conciencia. Por eso el conocimiento no encuentra nunca en el mundo algo verdaderamente diferente del sujeto. Lévinas dice que la luz de la conciencia es violencia que lo invade todo y que nos convierte en señores del mundo, pero que por eso mismo nos deja sin interlocutor: nos deja solos. Al convertir al Otro en fenómeno, la luz levanta una barrera entre el Yo y el Otro, desfigura y oculta al Otro. Por eso sostiene Lévinas que el conocimiento no supera nunca la soledad del Yo. «La razón -d ic e - no encuentra jamás otra razón con quien hablar» (TO, p. 105). Su estructura es el solipsismo, y su destino el idealismo, que convierte al objeto en algo del sujeto. Para Lévinas los trascendentalismos son filosofías de la luz y, en consecuencia, egologías que desconocen la alteridad del Otro. En la confrontación de Lévinas con los trascendentalismos ocupa un lugar destacado la discusión con Husserl, cuya obra identifica nuestro autor con la pro­ puesta de un programa trascendental a la filosofía (El, p. 36). De este programa forman parte tesis como las de la intencionalidad objetivante y la constitución trascendental del sentido, que cierran el paso a una auténtica comprensión de la alteridad del Otro. La fenomenología trascendental habla de un sujeto constituyente (EN, pp. 170-171) que contribuye mediante síntesis a la génesis del objeto y de su inte­ 72

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ligibilidad. En el conocimiento opera una «energía trascendental» que hace que las cosas se manifiesten. La intencionalidad de la conciencia es condición de posibilidad de la manifestación del ser: no hay fenómeno al margen del a priori de la intencionalidad. En el objetivismo trascendental de Husserl, «ser» es lo mismo que «objeto» o «fenómeno», y la constitución de lo objetivo y de lo fenoménico depende del dar sentido de la conciencia. Para que la cosa aparezca es necesario que la conciencia la haga inteligible dándole un sentido e identificándola como esto o como aquello. La Sinngebung (donación de sentido) es síntesis identificadora que convierte a la experiencia en «constitución del ser» al que recibe, «como si el sentido que él anuncia le fuese conferido por mí» (DEHH, p. 269). Con la Sinngebung, el objeto queda reducido a significación puesta por el sujeto, y el Otro, en tanto se manifiesta al sujeto, acaba siendo rebajado a correlato de la síntesis identificadora realizada por el sujeto. Y, dado que identificar equivale a idealizar (el objeto es identificado como esto o como aquello en tanto le es conferido un sentido ideal), el idealismo trascendental de Husserl se anuncia, advierte Lévinas, «en este carácter idealizante de la intencionalidad», merced al cual el ser queda constituido como una identidad ideal (DEHH, p. 212). Idealizar, por otra parte, es unlversalizar, ver a lo individual mediado por lo universal, y el Otro, por tanto, al ser objeto de identificación, recibe un sentido ideal que lo desfigura y que relega al olvido la singularidad de su ser individual recubriéndola con lo que hace del Otro un miembro de la especie. La fenomenología trascendental supone que para que el Otro aparezca ante mí tengo que adecuarlo a las estructuras de mi subjetividad. Lo que me aparece ha de tener un sentido y ese sentido se lo doy yo. El Otro que se me manifiesta es, por tanto, el Otro para mí, constituido por mí, no el Otro en sí. Cuando la conciencia convierte al Otro en fenómeno traiciona su alteridad, no accede al Otro como Otro. En la claridad proyectada por el sujeto sobre el objeto, éste se da al sujeto que lo encuentra «como si hubiese sido enteramente determinado por él» (TI, p. 142). La fenomenología es comprensión por iluminación (TI, pp. 53-54), y la luz convierte a la cosa en inteligible a costa de adecuarla al sujeto y de constituir la objetualidad del objeto en consonancia con el modo de ser del sujeto. A pesar de que, en principio, puede ser entendida como movimiento de la conciencia hacia la exterioridad, la intencionalidad determina al ser en función de sus expectativas. Que la conciencia tiende al ser comporta que el ser se manifiesta de acuerdo con la intención de la conciencia. A ésta, nada puede sorprenderla. La intención de la conciencia anticipa la manifestación. «En la ac­ tividad englobadora y sintética de la conciencia trascendental -dice Lévinas- la racionalidad equivale, para Husserl, a la confirmación de la intencionalidad por 73

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parte del dato» (DVI, p. 189). Para la fenomenología trascendental no existen lo desconocido, lo nuevo, la alteridad. El nóema se ajusta siempre a la nóesis y se corresponde con la intención de la conciencia. Nada puede aparecer que no sea a la medida de la intención del pensamiento (Tr. In., p. 26). La fenomenología trascendental es una filosofía de la representación y un idealismo. Este dato resulta particularmente relevante para evaluar la magnitud de las dificultades con las que, según Lévinas, se encuentra la filosofía de Hus­ serl cuando se propone dar cuenta de la alteridad del Otro. Para mostrar que la fenomenología deriva en un idealismo trascendental, puede resultar suficiente advertir que Husserl concibe la conciencia intencional como un movimiento que acaba apropiándose de aquello a lo que tiende. La intención de la conciencia, explica Lévinas, debe cumplirse mediante una visión que se apropia el objeto, reduciendo la trascendencia a inmanencia (DMT, p. 163). Merced a la luz que proyecta sobre la cosa, el sujeto acaba con la resistencia de ésta y reduce el ob­ jeto a nóema. El efecto de la reducción trascendental, según lo entiende Lévinas, comporta la neutralización de la independencia de las cosas y la conversión de las mismas en fenómenos, en nóemas que están en la conciencia. Una vez han sido reducidos a sentido dado por la conciencia, los objetos están noemáticamente presentes en la conciencia y la exterioridad de los mismos es desplazada al interior de la representación, apareciendo ante la reflexión «como el sentido que el sujeto que representa otorga a un objeto» (TI, pp. 142-144). Todo fenó­ meno, todo sentido, en tanto constituidos, se hallan dentro del dominio de la representación, la cual no transciende los límites del Yo y nunca entra en contacto con otra cosa que con modificaciones del Yo. Para la conciencia trascendental, objeto e inteligibilidad son lo traído a presencia en el seno de la representación. El sentido del Otro tiene que ser interpretado a partir de los supuestos idealistas a los que se vincula este concepto de representación. En la filosofía trascendental de Husserl, dice Lévinas, representación implica «la posibilidad para el Otro de ser determinado por el Mismo sin que el Otro determine nunca al Mismo» (TI, p. 143). Si la representación es entendida en estos términos, será necesario asumir que la intencionalidad, a pesar de que define a la conciencia como apertura a la exterioridad, va a quedar bloqueada en el espacio cerrado de la representación, teniendo que ser interpretada, en términos idealistas, como intencionalidad ob­ jetivante y como relación con una alteridad constituida. Ante Husserl, Lévinas se mantiene siempre entre la aprobación y el repro­ che. Lévinas reivindica elementos importantes del legado husserliano, como el papel que en éste tienen la sensibilidad y la pasividad de la impresión originaria (que favorecen la idea de una subjetividad diferente del sujeto constituyente) o 74

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la noción de horizontes de sentido que nunca pueden ser totalmente reducidos a fenómeno. La fenomenología husserliana, ajuicio de Lévinas, contiene con­ cepciones que apuntan en la dirección de un desbordamiento del conocimiento objetivante y que abren caminos a la metafísica del Otro. Destaca Lévinas en­ tre esas concepciones la de la intencionalidad, que puede ser entendida como una salida fuera de la conciencia en dirección al Otro. Pero lamenta, al mismo tiempo, que Husserl traicione la dimensión metafísica de la intencionalidad al vincular ésta a representación, a método trascendental y a conocimiento. En la filosofía husserliana, dice Lévinas, todo sentido (que se muestra en, por y para la conciencia) depende del saber. Como en toda la tradición de Occidente, en la fenomenología trascendental el saber (que da sentido y que reduce la trascenden­ cia a inmanencia) sigue siendo la gran aventura del espíritu (DOMS, p. 161). El predominio de lo teorético y del conocimiento objetivante supedita la intencio­ nalidad a la visión, la cual reduce a fenómeno la exterioridad de aquello a lo que tiende la conciencia. A pesar de sus aportaciones sobre la intencionalidad de los afectos, dice Lévinas, Husserl no deja nunca de bloquear las virtualidades de la intencionalidad haciéndola operar en un contexto definido a partir del supuesto de la primacía del saber, de la representación y de la presencia. Aquello hacia lo que hace señas una tal intencionalidad no es el Otro (también lamenta Lévinas que Husserl no deje nunca de pensar la relación con el Otro como conocimiento), sino lo visible y las ideas. A pesar de las connotaciones, en principio, realistas de la intencionalidad, la filosofía trascendental de Husserl se ve conducida a la afirmación de que el objeto de la conciencia «es casi un producto de la concien­ cia como “sentido” dado por ella, como resultado de la Sinngebung» (TI, pp. 142). La donación de sentido excluye el supuesto de un contenido que tenga un sentido por sí mismo (TI, p. 118), de un Otro fuente de sentido para el sujeto. Como el imponer formas kantiano, el dar sentido fenomenológico impide el acceso al Otro como Otro. En los muy celebrados análisis de la experiencia del Otro, en la quinta de las Meditaciones cartesianas de Husserl, ve Lévinas la prueba concluyente de que el conocimiento objetivante y constituyente no puede llevar al Otro como Otro (TI, pp. 90-91). Si el sentido le viene al Otro desde y por el Yo, el Otro ya no es el Otro, sino que es «otro Yo». Según expone Husserl en los §§ 50 y ss. de la citada obra, el Yo experimenta «apresentativamente» al otro como otro Yo a partir de la percepción de la semejanza del cuerpo físico de éste con el mío, la cual propicia que se produzca la transferencia analogizante del sentido de cuerpo orgánico desde mi cuerpo al cuerpo del otro así como del «sentido yo» desde mi Yo al otro. Una tal explicación deja ver que el Otro recibe su sentido de mi 75

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Yo por analogía, y el comentario levinasiano de la misma podrá afirmar que a la fenomenología trascendental le resulta imposible ir más allá de la idea del Otro como un análogo de mí mismo. A pesar de la «apresentación», el Otro no pasa de ser un objeto determinado desde y por el Yo, un otro Yo constituido por el Yo y, en definitiva, una «modificación intencional de mi Yo», en expresión del mismo Husserl (Ibíd., §52). En lo que concierne a este asunto, Lévinas mantiene una posición que no admite compromisos: no hay vía de acceso al Otro a través de la analogía y la semejanza (Tr. In., pp. 44-45). Al saber obtenido a partir de la analogía entre el comportamiento de un cuerpo extraño objetivamente dado y mi propio comportamiento se le escapa la «alteridad indiscernible» del Otro (DVI, p. 257). La denuncia por parte de Lévinas de las insuficiencias de la fenomenología en el tratamiento de la cuestión del Otro alcanza a concepciones fundamentales del pensamiento de Husserl, como las de la conciencia constituyente, de la dona­ ción de sentido, etc. Una conciencia constituyente, autosuficiente, dice Lévinas, no se relaciona con nada verdaderamente exterior; está abocada a aislarse en la clausura solipsista de la interioridad. Para el autor de Totalidad e Infinito, también la fenomenología es una egología. Y dado que detrás de la intencionalidad hay necesidad y carencia, una carencia que busca satisfacción mediante apropiación y asimilación de aquello a lo que tiende la conciencia, la fenomenología es la teorización de un egoísmo. Lévinas asocia lo trascendental a necesidad y a bús­ queda de la satisfacción que es proporcionada por la visión. La significación es significante, dice Lévinas, a partir de una aspiración que busca la presencia que debe llenarla: la «planificación intuitiva es el cumplimiento de una intención teleológica» (DOMS,pp. 160-161).

2. LA ALTERNATIVA AL TRASCENDENTALISMO: LA RELACIÓN ÉTICA CON EL OTRO Hemos visto que al concepto de un Otro conformado, iluminado u objeti­ vado por el sujeto trascendental opone Lévinas la idea del Otro como Otro. Su alternativa a la filosofía trascendental -ésta no puede ir más allá del supuesto de un Otro constituido y asimilado a la identidad del sujeto- es una metafísica del Otro absolutamente trascendente, irreductible a la esfera del M ismo, en la que quedan recluidos los objetos de la representación y de la conciencia trascen­ dental. En el «Prefacio» de HOH caracteriza Lévinas su propio pensamiento por la ruptura con el ideal de inteligibilidad de la filosofía trascendental, al que 76

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contrapone la idea de la relación con una alteridad que cae fuera de la totali­ dad constituida por las funciones sintéticas del Yo trascendental. La conciencia entendida como reflexión retrotrae las significaciones a sus fuentes subjetivas: «elabora su inventario trascendental» y convierte así al Otro en Mismo. De esta conciencia que retom a a sí, separa totalmente Lévinas una subjetividad a la que define la relación con el Otro, una relación a la que «ningún método trascendental podría corromper ni absorber» y que remite a un significado trascendente a todo fenómeno y a toda donación de sentido (HOH, p. 50). El antagonismo entre metafísica del Otro y filosofía trascendental se tra­ duce en Lévinas en una fuerte contraposición de la vía ética de acceso al Otro con la vía del conocimiento. Si el conocimiento no lleva al Otro, el encuentro con el Otro ha de ser buscado recorriendo un camino ajeno a la teoría; si existe una verdadera alteridad, sólo cabe mantener con ella una relación diferente de la re­ lación sujeto/objeto mediante el conocimiento. La alternativa Levinasiana a los trascendentalismos se concreta en la concepción de una relación ética anterior e irreductible al saber, de una relación que rompe la unidad de la apercepción trascendental y permite el encuentro con lo absolutamente otro. Lévinas critica la filosofía trascendental porque ésta consagra el conocimiento como vía regia de acceso al Otro. Piensa el autor de Totalidad e Infinito que es preciso llevar a cabo en la filosofía una revolución que traslade a la ética el protagonismo que tradicionalmente ha tenido la gnoseología, reservando a la relación ética el lugar de privilegio en el que tantas filosofías del pasado colocaron a la relación de conocimiento. La filosofía ha de apostar por la primacía de la ética y seguir el magisterio del Kant del primado de la razón práctica, el cual encuentra una salida ética a la metafísica, abriendo camino a la idea de una trascendencia no objetiva, no constituida trascendentalmente. Lévinas propone una inversión del idealismo trascendental, pero reivindica como gran aportación del autor de la Crítica de la razón práctica la afirmación de la realidad de un sentido ubicado más allá del fenómeno constituido por la actividad del entendimiento, de un sentido al que sólo es posible acceder por una vía que no es la del conocimiento trascendental, sino una vía que tiene que ver con la práctica. En la relación ética, el Otro permanece siempre irreductible en su alteridad. Esto es lo que la distingue del conocimiento. El encuentro ético con el Otro se caracteriza por el respeto al otro: deja ser al Otro, no lo objetiva, no lo reduce a ninguna otra cosa. Hemos de exponer aquí no sólo qué implica la idea de un Otro no constituido trascendentalmente, sino también cómo concibe Lévinas al sujeto (no constituyente) de la relación ética.

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2.1 E l sujeto com o p a siv id a d La tesis del primado de la ética comporta la inversión del sujeto trascen­ dental en una singular modalidad de sujeto que ya no es constituyente, sino subjetividad constituida. Lévinas opone a la constitución trascendental del Otro por el sujeto la constitución del sujeto ético por el mandato del Otro que lo asigna a responsabilidad. En la metafísica del Otro, el Yo es destituido de su posición dominante de sujeto trascendental para pasar a tener su centro de gra­ vedad en el Otro, el cual lo afecta al interpelarlo («¡No matarás!»), suscitando en él la responsabilidad por el prójimo y determinándolo como receptividad pura. El Otro que se revela como otro apela a un sujeto que es pasividad más pasiva que la receptividad de la conciencia trascendental, la cual va unida aún al gesto de asumir el dato (HOH, p. 90). Lévinas habla de una ordenación del Yo al Otro, pero advierte de que esta ordenación no puede ser concebida como intencionalidad ni como una tendencia natural al Otro (HOH, p. 77), sino como el efecto de la afección del Yo por el Otro. Si el sujeto está ordenado al Otro, esa ordenación procede de la inspiración que le viene del Otro y del Bien. La alter­ nativa al sujeto trascendental, al que la filosofía moderna une a una voluntad de poder que hace que el fin sea fin (DOMS, p. 160) y que el bien sea bien, es, en Lévinas, una subjetividad que es elegida por el Bien y en la que la ordenación al Bien es puesta por el mismo Bien antes de que la subjetividad haya podido tematizarlo. Por eso afirma nuestro autor que la ética implica «el estallido de la unidad originariamente sintética de la experiencia» (DMT, p. 238). El sujeto ético es un Yo vaciado de los conceptos a priori, de las capacidades y de los poderes del sujeto trascendental: se ve alcanzado por el Otro de forma inesperada, sin ningún a priori (DMT, p. 209). El sujeto de la responsabilidad es más antiguo que el «Yo pienso» y que el «Yo puedo». No lo definen ni la capa­ cidad de actuar y de imponerse al mundo ni la capacidad de objetivar y asimilar al Otro. Un tal sujeto surge como un desgarrón en la unidad de la apercepción trascendental (HOH, p. 15). En la relación ética, el sujeto activo, dominador, que asimila, deja paso a una subjetividad en la que la síntesis trascendental se invierte en paciencia, a una subjetividad que acoge y escucha, que no mira ni objetiva, sino que es ella la que es mirada por el Otro. A diferencia del sujeto trascendental, asociado en la filosofía moderna a reflexión y a coincidencia con­ sigo mismo, el sujeto de la responsabilidad se define por la salida de sí hacia el Otro: no es para-sí, sino que ha sido constituido como un uno-para-el-otro. No retom a a sí para coincidir consigo, a través del no-Yo, como el Yo del idealismo trascendental. El uno-para-el-otro está vacío de sí y de su identidad. No puede 78

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ser reducido a la unidad de la apercepción trascendental (DOM S, p. 216). Por eso acoge al Otro sin asimilarlo (DM T, p. 193). Lévinas habla asimismo de un sujeto «anárquico», situado más acá de la conciencia y de la libertad. El sujeto ético no es comienzo, pues es asignado a la responsabilidad antes de que haya podido tomar una decisión. Tal como los entiende Lévinas, el conocimiento y el papel constituyente del sujeto trascen­ dental van unidos a la libertad. Y el sujeto de la responsabilidad es un sujeto constituido, que debe ser claramente distinguido tanto del «Yo pienso» como del Yo libre. En la relación ética, la subjetividad es «sujeción a los demás» y «pasividad más pasiva que cualquier pasividad». Lévinas advierte una y otra vez de que la responsabilidad no es asumida: el sujeto es ordenado hacia el prójimo por el Bien, el cual convierte al Yo en sujeto responsable del Otro hasta llegar a la sustitución, la cual no puede hacerse efectiva sin la «desnucleación del sujeto trascendental» (DMT, p. 262). 2.2 E l O tro com o Otro Si el sujeto de la relación ética es más acá de la actividad y la libertad, del Otro debe decirse que se halla, en esa relación, más allá del fenómeno y de toda objetualidad. Lo absolutamente otro no es el correlato de las nóesis ni de la Sinn­ gebung, no se ajusta a la intencionalidad de la conciencia, no tiene en la conciencia condiciones de su manifestación: el Otro no es fenómeno. Si la entrada en el orden del aparecer supone para cualquier cosa la difuminación de su alteridad, deberá admitirse que el Otro se revela al sujeto desde más allá del fenómeno. El prójimo, dice Lévinas, me concierne antes de aparecer, antes de todo a priori y de toda actividad del sujeto (DOM S, p. 148). En el pensamiento Levinasiano se impone abiertamente una orientación que desborda a la fenomenología. De ahí que se haya caracterizado a este pensamiento como transfenomenología e incluso como antifenomenología.2Para referirse al Otro, Totalidad e Infinito sustituye las categorías «objeto» y «fenómeno», que han desempeñado un papel tan decisivo en la fenomenología y en la ontología tradicional, por categorías metafísicas, fuertemente determinadas por un acentuado significado antitrascendental, como rostro, expresión, enigma, huella, Infinito o sincronía.

2. C. Moreno: Fenomenología y filosofia existencial (2 vols.), Madrid, Síntesis, 2000, vol. pp. 143 y ss. S. Strasser: «Antiphénoménologie et phénoménologie dans la philosophie d’Emmanuel Lévinas», Revuephilosophique de Louvaine 75, 1977. II,

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2.2.1 El rostro traspasa la form a Rostro es la más importante de las categorías que Lévinas opone a la ca­ tegoría fenómeno. M erced al descubrimiento del Otro como rostro, queda sub­ vertido el abordaje trascendental del Otro como fenómeno por el Yo. El rostro, dice Lévinas, significa, se expresa, no aparece. En el rostro, el Otro se presenta como otro, más allá del fenómeno, sin manifestarse en las determinaciones que constituyen el correlato del Yo trascendental, sin ser conformado por el sujeto, sin ser asimilado por el Mismo. Lévinas caracteriza al rostro por la desnudez: el rostro está desnudo, pues la epifanía del mismo se produce más allá de las formas por medio de las cuales el sujeto conforma al fenómeno adecuándolo al Mismo y traicionando con ello la alteridad del Otro (TI, p. 89); el rostro es trascendencia invisible e inobjetivable y no se deja encerrar en las formas a través de las que se muestra la cosa y en las que se centra la visión objetivante. De acuerdo con los supuestos de la filosofía trascendental, la forma corresponde al fenómeno, a lo iluminado en la cosa por la luz del sujeto: es proyectada por el entendimiento en la cosa. Pero la alteridad absoluta no necesita de un entendimiento para revelarse, «no brilla en la forma de las cosas» a través de la cual éstas se nos abren, pero al mismo tiempo se nos ocultan (TI, p. 206). En el fenómeno, el ser que aparece está ausente de su aparición; en el rostro, en cambio, el Otro se presenta en y por sí mismo. El fenómeno remite a un noúmeno situado detrás de él y enmascara al ser que se manifiesta; en el rostro, por el contrario, el Otro asiste él mismo a su epifanía. Según expone Lévinas, el rostro es expresión de la misma cosa en sí: no es un signo que remite a algo que está detrás, sino que hace presente a lo expresado y a quien se expresa. El rostro instaura una relación sin mediación de las categorías y de los esquemas trascendentales. Su presencia no es constituida como la del fenómeno, pues el expresarse del Otro en el rostro es un movimiento que no parte del sujeto sino del Otro, el cual se presenta él mismo en persona en su epifanía (HOH, p. 46). El comienzo de la filosofía, afirma Lévinas, no es el «Yo pienso» ni la in­ tencionalidad de la conciencia, sino el encuentro de un hombre con otro hombre, encuentro en el que el Otro es primero, y el rostro del Otro, el lugar originario del sentido. En la relación metafísica con el Otro, éste tiene en sí mismo un signifi­ cado que no procede de la donación de sentido del sujeto: el rostro del Otro es la fuente del sentido y significa en y por sí mismo. Y no sólo la conciencia no da sentido al Otro, sino que la misma significación en que consiste la subjetividad, en tanto ha sido constituida como el uno-para-el-otro, procede de la inspiración que le viene del Otro antes de cualquier síntesis trascendental. La significa­ ción del uno-para-el-otro se produce al margen de la apercepción trascendental, 80

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dice Lévinas (DOMS, p. 135). Se trata de una significación que no proviene del dar sentido del Yo, sino del mandato del Otro, pues el rostro del Otro es expresión y discurso: habla y manda. El rostro no se devela: se expresa. Antes de aparecer, habla. El rostro no es objeto del ver que objetiva; es palabra que se deja oír. En la visión, la iniciativa corresponde al Yo, que convierte al Otro en panorama del que se apodera; en la audición, la iniciativa corresponde al Otro, que habla y se mantiene en la altura desde la que habla, fuera del espacio en el que opera el Yo trascendental, mientras el Yo procede como sujeto pasivo que escucha. Al hablar, por otra parte, el Otro se hace presente él mismo en su expresión, que no depende de la acción consti­ tuyente del sujeto. La verdad del Otro no se da en la imagen ni en la idea, sino en su discurso, en el que el Otro, al margen de las condiciones de la visibilidad de los objetos, no se expone a la luz del sujeto, sino que se hace presente él mismo sin mediación de ninguna suerte de objetivación o de fenómeno (TI, p. 89). A diferencia del «acto objetivante» que es el conocimiento, la relación metafísica tiene por término una alteridad que traspasa la forma y habla, que se expresa y que al expresarse «queda en sí» (TI, p. 128). El lenguaje es interpelación e instaura una relación irreductible a la relación sujeto/objeto. Si soy yo el que habla, el interpelado «no es alguien a quien comprendo: no está en categorías. Es aquel a quien hablo» (TI, p. 92). En el cara a cara, el interlocutor no se presenta como objeto, sino «como el ser sustraído a las categorías» (TI, p. 94). Con el fin de poner de relieve las implicaciones antitrascendentales de la noción «rostro», debe insistirse en que la palabra que procede del rostro del Otro es un mandato. A partir del rostro como voz que interpela y exige, la verdad se produce como enseñanza y no como mi obra (TI, p. 299). Lévinas propone una ética heterónoma. En el lugar del sujeto trascendental que da leyes a la naturaleza o del sujeto moral que se da leyes a sí mismo, encontramos en Totalidad e Infinito al Otro como maestro que enseña y manda. En el rostro habla una exterioridad irreductible que, con su discurso imperativo, desarma la intencionalidad que la señala (HOH, p. 47), quiebra la voluntad de dominio y la actividad objetivante del sujeto y pone límites a las aspiraciones del «imperialismo trascendental» (DOMS, p. 244). Las exigencias del Otro no son el correlato intencional de mis expecta­ tivas y cálculos: no hay en el sujeto condiciones de posibilidad del mandato que viene del Otro. Éste lo sorprende: pertenece a una dimensión inconmensurable con las capacidades del Yo y cuestiona los poderes del sujeto trascendental. Dado que el mandato del Otro tiene sentido ético -«N o matarás»-, la relación con el Otro será una relación que «se produce como bondad» (TI, p. 306). La epi­ fanía del rostro no apela al saber. Inspira respeto, reclama una respuesta ética. 81

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2.2.2 L a huella del Infinito Dios no se manifiesta. Dios pasa y deja huellas de su paso. El rostro del Otro está en la huella de Dios (HOH, p. 61). Como la categoría de rostro, la de huella es, en la metafísica del Otro, una categoría alternativa a la de fenómeno. Lévinas dice que la noción de huella no pertenece a la fenomenología, a la comprensión del aparecer (HOH, p. 57). La huella, en efecto, significa sin hacer aparecer. La huella significa una ausencia, una trascendencia invisible; la huella significa a lo absolutamente Otro, a Dios, a lo Infinito que no se deja encerrar en una imagen, a alguien que ha pasado, a un pasado inmemorial que no puede ser traído por el recuerdo al presente de la representación. Con las ideas de Dios, Bien e Infinito es llevada al límite la orientación antitrascendental de Totalidad e Infinito. Lévinas defiende que el Bien es más allá del ser y de todo fenómeno, que la absoluta trascendencia de Dios se sustrae a cualquier suerte de manifestación y no se deja objetivar desde el a priori de los conceptos del entendimiento y que lo Infinito no puede ser integrado en la totalidad abarcada por el «Yo pienso» de la apercepción trascendental (DVI, p. 14). La ética apunta a una significación más allá de la totalidad que procede de las virtudes sinópticas y objetivantes de la visión (TI, p. 50). Contraponiéndolo radicalmente a la totalidad, Lévinas presenta al Infinito como lo inenglobable por excelencia, como significación totalmente independiente del reunir de la síntesis trascendental. La idea de Infinito no es el correlato de la intencionalidad ni de la actividad constituyente de la conciencia; es refractaria a la unidad de la apercepción trascendental y hace saltar en pedazos el pensamiento que, como sinopsis y síntesis, trae a presencia a lo pensado encerrándolo en la representación (DMT, p. 254). La idea de Infinito, dice Lévinas, contiene más que lo que puede su capacidad: lo superlativo del Infinito es inconmensurable con las categorías del sujeto y con las capacidades del Yo. No es posible dar cuenta de la idea de Infinito a partir de nuestros poderes o de «nuestro fondo a priori» (TI, p. 170). Una idea tan singular viene de afuera, es recibida en el sujeto, al que determina como deseo del Infinito. Según explica Lévinas, lo Infinito no puede ser el tér­ mino de una necesidad, la cual determina a lo otro a partir de lo que le falta al Yo y busca satisfacción en la asimilación de lo otro, integrándolo en la identidad del Mismo. A diferencia de la necesidad, el deseo del Infinito resulta del ve­ nir de Dios a la idea y, antes que intencionalidad de la conciencia, es inspiración de la conciencia por el Infinito. El deseo no conoce ni objetiva al Infinito. Lévinas ve en el deseo del Bien (o del Infinito) la antítesis del sujeto trascendental.

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2.2.3 El tiem po y el Otro Según la concepción trascendental del tiempo, expone Lévinas, la sinopsis efectuada por el sujeto reduce el pasado y el futuro a cadencias del presente al traerlos a presencia mediante el recuerdo y la anticipación. También con el tiempo el sujeto hace síntesis: sincroniza los momentos del mismo reuniéndolos en la representación bajo la unidad de la apercepción trascendental (DOMS, p. 75). Dado que constituye a la presencia como simultaneidad de los momentos del tiempo, la síntesis trascendental anula la alteridad de pasado y futuro, anula el tiempo como diacronía. Pero ésta no es la verdad del tiempo, dice Lévinas. La apercepción tras­ cendental mantiene reunido en la sincronía de la presencia lo que está separado en la sucesión de los momentos del tiempo (Tr. In., p. 23). A la concepción fenomenológica del tiempo de Husserl opone Lévinas la concepción del tiem­ po como trascendencia: un tiempo cuya estructura no es intencionalidad y no está compuesta de retenciones y protensiones (DMT, p. 21), un tiempo que no pue­ de ser reducido a sincronía por el poder unificador de la conciencia. El tiempo de la responsabilidad por el Otro es trascendencia y diacronía, en primer lugar, porque el sujeto de la responsabilidad es constituido por el mandato que pro­ viene del rostro del Otro, el cual se halla en la huella de Dios, que ha pasado. La responsabilidad no procede de la libertad, sino de un pasado «más profundo que todo lo que yo soy capaz de reunir mediante la memoria» o «de dominar por el a priori» (DOMS, p. 150), de un pasado que no entra en la unidad de la apercepción trascendental (DOMS, p. 215). En segundo lugar, el tiempo es tras­ cendencia porque comprende un futuro que es alteridad imprevisible, que no puede ser traído a la unidad del presente. La fecundidad, por ejemplo, es rela­ ción con el hijo, al que Lévinas identifica con un porvenir no anticipable, no reducible a posibilidad o a proyecto. Los posibles son objeto del poder. Son lo que puedo, y el hijo viene de un futuro más allá de los posibles hacia los que se proyectan los poderes del Yo (TI, pp. 266 y ss.). Lévinas afirma rotundamente: el hijo no es un posible de sus padres. Por eso sostiene que la fecundidad «pone en cuestión la idea misma de poder tal y como se encama en la subjetividad trascendental» (TO, p. 75). La fecundidad, dice, representa una conmoción del sujeto trascendental (El, p. 65). La concepción del tiempo proporciona una de las perspectivas más bri­ llantes de la confrontación de Lévinas con el trascendentalismo. Para el autor de El tiempo y el Otro, el tiempo en su diacronía es la inquietud por el Otro, es la misma responsabilidad por el Otro, es una relación del Mismo con el Otro 83

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no fundada en la unidad de la apercepción trascendental (EN, pp. 203-204). Al tiempo de la conciencia opone Lévinas el tiempo como exterioridad y como alteridad que me viene del Otro, el tiempo constituido por la relación con el Otro (DEE, p. 127).

3. LA HIPÉRBOLE COMO MÉTODO. DE HEGEL A HEIDEGGER Lévinas piensa que lo trascendental es constitutivo del conocim iento en general y no sólo del conocim iento tal como lo concibe la filosofía moderna. Todo conocim iento, dice Lévinas, asim ila la alteridad de lo otro y la integra en la identidad del M ismo. El saber siempre es reductor: objetiva al ser, lo reduce a fenómeno (a algo determinado por y para el sujeto), ajusta lo conocido a la constitución del sujeto y lo despoja de cuanto tiene de extraño. Cuando el sujeto objetiva a lo otro, absorbe su trascendencia en la inm anencia, se lo apropia. Lévinas dice que el ojo hace lo mismo que la mano: coge la cosa y se apodera de ella. Según lo indica la etim ología de los térm inos que utiliza la teoría del conocimiento, la visión es «percepción», «prensión», «comprensión», «aprehensión», «captura» de la cosa; ver y concebir (begreifen) comportan un agarrar la cosa y hacerla propia. Ésta es la razón por la que sostiene Lévinas que en el conocim iento hay una im posibilidad de salir fuera, a la exterioridad del Otro. El Otro es «refractario a la categoría»: queda fuera del alcance de lo trascendental y del conocim iento. Conocer al Otro es desfigurarlo, ignorarlo como Otro. Si nos atenemos a los supuestos de la m etafísica del Otro, será necesario afirmar que todo conocim iento es soledad (El, pp. 57-58), que toda representación «se deja interpretar esencialm ente como constitución trascen­ dental» y traiciona irremediablemente la alteridad del Otro (TI, p. 62). Por eso Lévinas no se lim ita a criticar a las filosofías trascendentales de la m o­ dernidad, sino que cuestiona a toda la filosofía tradicional, que ha concedido una im portancia tan grande al conocimiento y que ha concebido el psiquismo como saber, situando en éste el origen del sentido y determinando incluso a la relación con el Otro como experiencia en la que el Yo desem peña el papel de sujeto y el Otro el de un mero objeto. Los términos en que se formula la crítica levinasiana del conocimiento adquieren un carácter más radical aun con la denuncia de la complicidad del saber con el poder y con la dominación. Asimilar, constituir, objetivar son ex­ presiones del poder que el Yo ejerce sobre el objeto. El sujeto trascendental es poder, y el conocimiento, una relación de poder por medio de la cual el sujeto se 84

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impone al objeto, lo domina y ejerce violencia sobre él: saber es una actividad de conquista (DEHH, p. 242). Lévinas habla de vocación imperialista del saber. Precisa, al respecto, que, aunque ya los griegos explican el conocimiento como asimilación y dominación del mundo conocido, es en la modernidad cuando la primacía de la teoría del conocimiento se impone con tal fuerza que la filosofía se ve abocada a proclamar el imperialismo del sujeto. Un tal imperialismo (que se traduce en la dominación ejercida por el sujeto sobre el objeto) está ligado a la implicación de la voluntad en el conocimiento. No es posible, en efecto, separar de la voluntad a la razón dominadora de los filósofos modernos. Detrás del poder constituyente del sujeto hay un querer (DVI, pp. 247-248). Éstos son los datos que explican que Lévinas interprete en términos éticopolíticos la teoría del conocimiento, así como que haga una crítica ética de la egología trascendental o que contraponga a la relación de conocimiento una vía ética de acceso al Otro. Lévinas sostiene que la objetivación del Otro por el conocimiento es una falta de respeto. No debe extrañar por ello que afirme que existe una correspondencia entre la universalidad del concepto, el idealismo y la dominación del Estado sobre la individualidad única del Otro. Lévinas contrapone al método trascendental, que justifica las ideas mos­ trando sus condiciones de posibilidad, el método del énfasis, que justifica una idea por sublimación pasando de ella a su superlativo (DVI, pp. 151-153). P. Ricoeur ha llamado la atención sobre el decisivo papel que desempeña en la obra levinasiana el recurso, en la argumentación, a la hipérbole y a la exageración como procedimiento.3 Tenemos un ejemplo de este uso del método del exceso por Lévinas, no sólo en la denuncia del idealismo trascendental como respon­ sable de Auschwitz o en la estrategia que lleva a pasar del cuestionamiento del conocimiento trascendental como vía de acceso al Otro a la tesis que determina lo trascendental como esencia del conocimiento y, por ello, al cuestionamiento del conocimiento en general, sino también en la afirmación de la necesidad del paso que llevaría del idealismo trascendental al idealismo absoluto. Lévinas habla de vocación idealista de la filosofía trascendental y del co­ nocimiento en general. Entiende el conocimiento como lo entiende el idealismo (como asimilación integradora de lo otro en el Mismo) y, por ello, sostiene no sólo que el idealismo trascendental lleva al idealismo absoluto, sino también que la voluntad imperialista de toda la tradición occidental se deja ver en su epistemología, abocada históricamente al idealismo de Hegel. El idealismo 3. 374-376.

P. Ricoeur: S í mismo como otro, trad. cast. de A. Neira, Madrid, Siglo XXI, 1996, pp.

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trascendental kantiano, en opinión de Lévinas, lleva al Yo de Fichte, concebido como «actividad que constituye soberanamente al No-Yo» (HOH, p. 13), y al saber absoluto hegeliano, en el que encontraría su cumplimiento acabado la tendencia al idealismo, consustancial a la filosofía desde los griegos. Hegel, piensa Lévinas, lleva a su extremo último tanto la definición del espíritu por el saber, como la identificación del ser con el saber, y representa, por ello, en la historia de la filosofía, el momento de la absolutización de la conciencia de sí y el desenlace lógico de la pasión asimiladora y de la alergia al Otro característi­ cas de la filosofía occidental. La Fenomenología del espíritu reduce la trascen­ dencia del mundo a mediación de un saber que retom a a sí y que se realiza como coincidencia consigo mismo. Aunque en alguna ocasión señala Lévinas la búsqueda por el Yo del reconocimiento por el Otro en la Fenomenología del espíritu como uno de esos raros momentos (junto al «más allá del ser» de Platón, «la idea de Infinito en mí» de Descartes, etc.) en los que la filosofía occidental vislumbra la relación con la trascendencia (DVI, p. 196), no por ello deja de pensar que lo decisivo en esta obra es que presenta a la conciencia de mundo como autoconciencia y al sujeto como identidad y como proceso de identificación mediado por la asimilación de toda alteridad. La fenomenología hegeliana, dice Lévinas, «expresa la universalidad del Mismo que se identifica en la alteridad de los objetos pensados» (TI, p. 60) y narra la historia en la que la conciencia hace la experiencia de su mediación con el objeto, del que no se distingue realmente y al que supera y acaba por absorber (TI, p. 300). En el proceso del que se ocu­ pa la Fenomenología del espíritu, el Otro no es más que la mediación a través de la cual el Mismo vuelve sobre sí. Lévinas señala que el entusiasmo de Hegel por el «Yo pienso» de la aper­ cepción trascendental kantiana se debe a que Hegel ve la unidad del concepto en la unidad originariamente sintética del Yo pienso o de la conciencia de sí, lo que permite determinar a la conciencia de sí como reunión del ser (HOH, p. 12). Al hacer esta indicación, cita Lévinas unas líneas de la introducción a la lógica del concepto en la Ciencia de la lógica de Hegel. En esa introducción encon­ tramos el siguiente texto, que me permito reproducir aquí porque pienso que confirma de modo sorprendente los puntos de vista de Lévinas sobre la historia del idealismo alemán: La unidad del concepto es la condición por cuyo medio una cosa (...) es un objeto, cuya unidad objetiva es la unidad del Yo consigo mismo. El concebir un objeto, en realidad, no consiste en otra cosa sino en que el Yo se lo apropia, lo penetra, y lo lleva a su propia forma. El objeto, por lo tanto, tiene esta objetividad en el concepto, y éste es la unidad de la 86

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autoconciencia, en la que el objeto ha sido acogido; su objetividad, o sea el concepto, no es, por ende, otra cosa que la naturaleza de la autonomía, y no tiene otros momentos o determinaciones que el Yo mismo.4

El texto, según puede apreciarse, permite constatar hasta qué punto Le vinas echa mano de ideas y de expresiones hegelianas cuando expone qué entiende él mismo por conocimiento o por concepto y en qué medida se inspira en el mismo Hegel cuando extrae conclusiones idealistas de la premisa trascendental kantiana. Del concepto como forma que unifica lo múltiple dado por la intuición según la lógica trascendental kantiana pasa Hegel, en su lógica del concepto, a la determinación del concepto como forma que tiene su propio contenido y a la identificación del objeto con el concepto y con el «Yo pienso», esto es, al idealismo absoluto. Pero no sólo a Hegel, también a Heidegger lo adscribe Le vinas a la tradición del trascendentalismo, al menos al Heidegger de Ser y tiempo. En el segundo Heidegger, del que Le vinas se ocupa sólo en raras ocasiones, pueden ser encontrados algunos de los elementos más significativos de la crítica que hace Le vinas de la filosofía trascendental. El Heidegger de los años 30 y siguientes incluye la filosofía trascendental de Kant en la moderna metafísica del sujeto que olvida al ser reduciéndolo a objeto.5 Le vinas se hace eco de esta crítica y la traslada a la cuestión del Otro, ya que lo olvidado por la filosofía occidental, según Le vinas, no es el ser, sino el Bien y el Otro. Heidegger, dice Levinas, cuestiona, contra Husserl, al sujeto trascendental como fuente de sentido y denuncia el efecto objetivante que propician la metafísica, la ciencia y la técnica modernas cuando proyectan su luz sobre el ser recubriéndolo con las proyecciones de sentido del sujeto. Al sujeto trascendental, afirma Levinas comentando a Heidegger, lo descalifica su propia obra, esto es, las contradiccio­ nes que desgarran al mundo salido de la legislación trascendental y los efectos destructores que la ciencia y la técnica tienen sobre el mundo (HOH, p. 83). Esta crítica del activismo violento del sujeto constituyente que encontramos en el idealismo trascendental se acompaña también en Heidegger de una con­ cepción alternativa del hombre como pasividad en su corresponder a la llamada del ser. Si Levinas funda la responsabilidad del Yo por el Otro en el Bien y en

4. G. W. F. Hegel: Ciencia de la lógica, trad. cast. de A. y R. Mondolfo, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1968, pp. 517-518. 5. M. Heidegger: La proposición del fiindamento, trad. cast. de F. Duque y J. Pérez de Tudela, Barcelona, Serbal, 1991, pp. 128 y ss.

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la interpelación del Otro, Heidegger hace provenir de la destinación del ser el impulso que dispone al hombre hacia el cuidado del ser. El hombre, se afirma en la Carta sobre el humanismo, es requerido por el ser para ser el pastor del ser y, además, es lanzado por el mismo ser a dar una respuesta a la interpelación que le viene del ser.6 Esa respuesta es la serenidad (Gelassenheit), que está desvin­ culada del representar trascendental y del querer, y que deja ser a «lo Otro de sí» más allá de todo objeto, más allá del horizonte. La serenidad comporta una apertura ante el misterio (si el rostro del Otro significa sin revelarse, el ser se sustrae al liberar al ente) y proviene de eso Otro a lo que el hombre está abierto: la serenidad es otorgada, es un don que el hombre recibe del ser.7 Ser y tiempo cuestiona el privilegio que se le ha otorgado al conocimiento y al esquema sujeto/objeto en la filosofía moderna, señalando a la vez que los estados afectivos y el ser-en-el-mundo constituyen una relación con el mundo más rica y originaria que la conciencia de mundo y que la relación sujeto/objeto. Levinas ve en el-ser-en-el-mundo heideggeriano la superación de la conciencia y de la intencionalidad husserlianas. Reconoce a Ser y tiempo el mérito de haber corregido el intelectualismo de Husserl al mostrar que el hombre no es origina­ riamente sujeto ni conciencia, sino comprensión del ser, la cual se materializa en la figura de una experiencia preobjetiva encubierta por la relación derivada y más superficial del sujeto con el objeto. Sin embargo, aun reconociendo que Ser y tiempo distingue al ser-ahí del sujeto trascendental kantiano, y al com­ prender de las objetivaciones sancionadas por éste (EN, pp. 233-234), Levinas denuncia restos de trascendentalismo en esta obra del primer Heidegger. Y es que Ser y tiempo sigue contando con lo trascendental, aunque es preciso admitir que nos hallamos ante una trascendentalidad corregida que, según precisa el mismo Heidegger, no se determina desde la conciencia subjetiva, sino desde la temporalidad extático-existencial del ser-ahí.8Lo trascendental ahora no son las categorías del sujeto kantiano, sino las estructuras del ser-ahí. Levinas acepta que Ser y tiempo, al desvincular a lo trascendental del papel objetivante del sujeto y de las implicaciones teoreticistas y subjetivistas que tiene lo trascendental en la filosofía moderna, representa un avance sobre el trascendentalismo gnoseológico de Kant y de Husserl, pero no por ello deja de sostener que los «existenciales» 6. M. Heidegger: Carta sobre el humanismo, trad. cast. de A. Leyte, Madrid, Alianza Edi­ torial, 2000, pp. 38-39 y 85-86. 7. M. Heidegger: Serenidad, trad. cast. de Y. Zimmerman, Barcelona, Serbal, 1989, pp. 39, 42 y ss., y 58. 8. M. Heidegger: Introducción a la metafísica, trad. cast. de E. Estiú, Buenos Aires, Nova, 1980,p . 56.

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(estructuras del ser-ahí) son, como las categorías kantianas y como la donación de sentido husserliana, modos de asimilar al ser. Ser y tiempo, dice Levinas, «no ha sostenido, tal vez, más que una sola tesis: el ser es inseparable de la compre­ hensión del ser (que se desarrolla como tiempo)» (TI, p. 69), y porque el ser está esencialmente referido a la comprensión y es entendido a partir del tiempo, la ontología fundamental, que se ocupa de la comprensión y de la temporalidad en tanto constituyen el ser del hombre, sigue siendo una filosofía trascendental. Ser y tiempo presenta como programa la explanación del tiempo como «horizonte trascendental» de la comprensión del ser partiendo de la temporalidad como ser del ser-ahí.9 Por eso la comprensión es una estructura trascendental. A pesar de la corrección del intelectualismo merced a la determinación de la comprensión por los afectos y las emociones, ésta, dice Levinas, sigue siendo pensada como foco que proyecta luz sobre el ser (TI, p. 284). Lo que hace del cuidado (Sorge) una comprensión del ser es la iluminación (DEE, p. 6 1 ), y el ser como verdad depende del estado de abierto del ser-ahí, del «poner a la luz» por parte del hombre. La verdad es a la vez la obra del ser y del comportamiento humano, que consiste en poner a la luz (TI, p. 298). En su discusión con Heidegger, va Levinas a prestar una especial atención a la repercusión que la presencia de lo trascendental en Ser y tiempo tiene sobre el tratamiento de la relación con los otros. La tesis central de nuestro autor so­ bre el particular sostiene que en Ser y tiempo el «ser-con» está condicionado por el ser-en-el-mundo y por la comprensión del ser (EN , p. 237), lo cual comporta que en la relación del Dasein con el Otro éste adquiere significado por su presen­ cia en el horizonte del mundo o del ser, y que, por tanto, no es posible acceder al Otro como Otro. Según se expone en Ser y tiempo, la comprensión del ente es mediada por la comprensión del ser. Todo ente, también el Otro, ha de ser pre­ viamente comprendido en su ser. Para Levinas, aceptar esto equivale a defender que el acceso al Otro se produce a través de la universalidad del ser: el ser-ahí no comprende al Otro en su singularidad, sino recubierto por el ser. Ser y tiempo, dice Levinas, subordina la relación con los otros a la relación impersonal con el ser, que es el horizonte luminoso en el que el Otro tiene una silueta, pero ha perdido su cara (TI, p. 69). La relación con los otros está mediada también por el mundo, por la mun­ danidad (significatividad) del mundo, de la que son fundamento las proyecciones de sentido del Dasein. Nos encontramos con el Otro en su ser-en-el-mundo, en 9. M. Heidegger: El ser y el tiempo, trad. cast. de J. Gaos, FCE, 1971. Ver §§ 5 y 83 y el título de la primera parte.

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el trabajo dentro del mundo. La preocupación por el Otro, según la entiende Ser y tiempo, se ejerce en un mundo en el que los otros, «alrededor de las cosas, son lo que hacen» (EN, p. 239). Resulta claro, establecido este supuesto, que el sercon no es la relación inmediata, «cara a cara», con el Otro de que habla Levinas. Si comprendo al Otro como un elemento del mundo, no me he encontrado con su rostro (EN, p. 21). El ser-con, en definitiva, alude a una asociación de iguales establecida en tomo a un tercer término (ser, mundo) que sirve de intermediario (TO, p. 138), y puede afirmarse que, del mismo modo que en las Meditaciones cartesianas de Husserl queda velado el Otro por la transferencia de sentido que le viene del Yo, en Ser y tiempo la alteridad del Otro es desfigurada por el sentido que recibe del ser y del mundo. El comprender, por otra parte, aparece unido en Ser y tiempo a poder-ser y a proyecto, que es el modo de ser del Dasein en el que éste es sus posibilidades como posibilidades.10 Por eso dice Levinas que el Otro, en tanto es entendido a partir de la comprensión del ser y a partir de la proyección de mundo, es deter­ minado a partir del poder del ser-ahí (EN, p. 21). En el ser-con, el Otro queda sometido a mi poder. En la medida, asimismo, en que el comprender se vincula al tener que ser y el mundo aparece determinado desde la preocupación del ser-ahí por su ser (TI, p. 153), debe asumirse que el ser-con queda supeditado al interés y al egoísmo. La subordinación de la relación con el Otro a la relación con el ser neutraliza al Otro sometiéndolo al interés y al poder del Mismo (TI, p. 69). Para Levinas, la concepción heideggeriana de la comprensión prolon­ ga la tradición, a la que pertenece muy especialmente la filosofía trascendental, de la supremacía del Mismo sobre el Otro.

10. Ibíd., §31.

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It is safer to try to understand the low in the light of the high than the high in the light of the low. In doing the latter one necessarily distorts the high, whereas in doing the former one does not deprive the low of the freedom to reveal itself fully as what it is. Leo STRAUSS

Reúno en este ensayo los textos de dos intervenciones estrechamente relacionadas entre sí: el primero, que aquí aparece en segundo lugar, fue mi contribución al congreso internacional Lévinas: la filosofía como ética, celebra­ do en el Museo Valenciano de la Ilustración y la M odernidad (MuVIM) en el otoño del 2006. Mi asistencia a este encuentro no estaba prevista inicialmente. Tuve que sustituir al profesor Miguel García-Baró. Hay algo de escandaloso, desde luego, como Stanley Cavell ha dicho precisamente en el contexto de la responsabilidad lévinasiana, en la idea misma de la sustitución, en hablar en lugar del «otro».1 En cualquier caso, el profesor García-Baró se habría ceñido de una manera mucho más rigurosa que yo al tema propuesto de la herencia de Heidegger en Lévinas. La herencia de Heidegger es la herencia de una philosophia sine ethica, aunque el profesor García-Baró entiende la filosofía como ética o la ética como filosofía primera. Las palabras escogidas como lema de este ensayo sugieren, por el contrario, que el problema teológico-político no se

1. Véase A. Sucasas: Lévinas: lectura de un palimpsesto, Buenos Aires, Lilmod, capítulo 3, «La sustitución», 2006.

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resuelve con la apelación a la responsabilidad infinita. Traductor de Lévinas y de Rosenzweig, el profesor García-Baró ha elevado con su obra las exigencias de los estudios sobre la religión en nuestra lengua. La inclusión del segundo de los textos, que aquí aparece en primer lugar, es, en cierto modo, mi respuesta a esa exigencia, un diálogo entre ausentes en el que espero haber mostrado tanto mi respeto como mi disentimiento hacia la tradición que el profesor García-Baró representa de una manera ejemplar. La opinión final de Rosenzweig de que Heidegger fuera el heredero del autor de Religión de la razón desde las fuentes del judaism o condiciona el propio legado de Heidegger. Las páginas sobre Ro­ senzweig, Hegel y el Estado fueron mi contribución al Seminario Hegel: Sujeto, Estado, Sociedad. Actualidad de la Fenomenología del espíritu, organizado por la Facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia. En ambas ocasiones me ha resultado muy grato encontrarme con Andrés Alonso M arios, alma de un grupo de jóvenes filósofos. «Todo lo que está escrito -escribió Rosenzweigestá escrito sólo para los jóvenes». Mi esperanza es que también lo estén estas páginas, que siguen las pautas de lectura de Leo Strauss, cuya obra aún suscita un rechazo inexplicable en un entorno, por lo demás, casi ecuménico. Estudios como el de Leora Batnitzky, Leo Strauss y Emmanuel Lévinas, del que este ensayo es deudor, favorecen el «cambio de tomas» al que Rosenzweig, al final de su vida, se refirió a propósito de Heidegger.2 1. La publicación, casi simultánea, de Hegel y el Estado {Hegel und der Staat, 1920) y La estrella de la redención {Der Stern der Erlósung, 1921)3 con­ 2. Véanse L. Batnizky: Leo Strauss and Emmanuel Lévinas. Philosophy and the Politics o f Revelation, Cambridge, Cambridge UP, 2006 {Leo Strauss y Emmanuel Lévinas: la filosofía y la política de la revelación, trad. cast. de J. Alcoriza y A. Lastra, Madrid, Trotta, en preparación), e Idolatry andRepresentation: The Philosophy ofFranz Rosenzweig, Princeton, Princeton UP, 2000. Daniel Barreto me ha enviado, cuando ya había terminado de redactar estas páginas, su edición de Au-dela de la guerre. Trois études sur Lévinas (2004) de Stéphane Mosés (Más allá de la guerra. Tres estudios sobre Lévinas, trad. cast. de D. Barreto y H. Santana, Barcelona, Riopiedras, 2005). El primer capítulo del libro se titula «De Rosenzweig a Lévinas: filosofía de la guerra». Aunque el camino de la interpretación (Exodus) que ambos hemos seguido es distinto, me alegra poder decir que los nombres (Shemoí) son los mismos. 3. Véase Nahum N. Glazer (ed.): Franz Rosenzweig: His Life and Thought, Nueva York, Schocken Books, 1953, y F. Rosenzweig: Der Mensch und sein Werk. Gesammelte Schriften, ed. de R. Rosenzweig et al., La Haya, Martinus Nijhoff, 1976-1984,4 vols. El libro sobre Hegel -en su inicio la tesis doctoral que Rosenzweig redactó bajo la dirección de Friedrich Meinecke- no ha sido incluido en la edición canónica de las obras de Rosenzweig, lo que constituye, cualquiera que sea la razón de su exclusión, un criterio de apreciación de la obra filosófica o judía de Ro­ senzweig. Véase Hegel und der Staat, Múnich y Berlín, Oldenbourg, 1920; ed. facsímil, Aalen, Scientia Verlag, 1962, así como las ediciones italiana y francesa: Hegel e lo Stato, trad. it. de R.

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vierte a Franz Rosenzweig (Cassel, 1886; Frankfurt del M ain, 1929), con una mirada retrospectiva, en el último representante del «judaismo alemán» antes del Holocausto, es decir, antes de que la «solución final» diseñada por el nazismo pusiera de relieve que la «cuestión judía» no tendría sólo una solución política; ni la emancipación prometida por el liberalismo ni el exterminio resolvieron un problema que era también, o sobre todo, teológico y se refería a las fuentes últimas de la obediencia humana, a la contraposición de la filosofía, por un lado, y la Ley por otro, antes que a una filosofía normativa del derecho. (La «solución final» habría supuesto, en este sentido, una versión aberrante de la «reconcilia­ ción» del «pueblo israelita» con - o de su «entrega» a - los «pueblos germánicos», con la que terminaban los Fundamentos de la filosofía del derecho de Hegel, si fuera cierto, como se ha repetido muchas veces, que Hegel había gobernado en Alemania hasta la llegada al poder de A dolf Hitler). Es significativo que los grandes críticos izquierdistas de la filosofía del derecho de Hegel y de sus efectos en la Constitución de Alemania desde las revoluciones de julio de 1830 hasta la revolución de 1919-1920 hayan sido siempre en su mayoría, por el contrario, judíos y a la vez -culturalm ente, sobre todo- alemanes, de Karl Marx a Georg Lukács (véase, por ejemplo, el capítulo sobre «El neohegelianismo» en El asalto a la razón). Tal vez la última palabra al respecto sea la de Jacob Taubes en 1987: «Una lección de Biblia vale más que una lección de Hegel».4 La teshuva - la palabra hebrea para el retom o, el arrepentimiento, la plegaria de recogimiento en la com unidad- acabaría sobreponiéndose así a la hegeliana «superación del extrañamiento». (Recordemos, sin embargo, la favorable recepción de Ferdinand Tonnies, en la derecha de la sociología de la época, a Hegel y el Estado)? Bodei, Bolonia, II Mulino, 1976, y Hegel e t l ’État, trad. fr. de G. Bensussan, París, PUF, 1991. Las traducciones españolas de Rosenzweig son las siguientes: El nuevo pensamiento, trad. cast. de F. Jarauta et al., Madrid, Visor, 1989; El Libro del Sentido Común Sano y Enfermo, trad. cast. de A. del Río, Madrid, Caparros, 1992, y La estrella de la redención, trad. cast. de M. García-Baró, Salamanca, Sígueme, 1997. 4. J. Taubes: La teología política de Pablo, trad. cast. de M. García-Baró, Madrid, Trotta, 2007,p . 19. 5. Véase Hegel und der Staat: «Pero de lejos amenazaba ya la imagen del futuro (...). La imagen hegeliana de la historia se había vuelto apocalíptica (...). Que la historia se encontraba ahora en el gran momento inmediatamente anterior al advenimiento de la época final, del tercer Reich [der letzten Zeit, des dritten Reich], que este Reich se elevaba ya en la conciencia del pensador y que ninguna voluntad humana podía frenar o evitar ese destino, puesto que también la conciencia debía estar preparada para ello, este pensamiento hegeliano original, al que Hegel había limado la punta apocalíptica, había sido desempolvado por la izquierda de la escuela, que no había comprendido, sin embargo, la relación histórica» (vol. II, pp. 202-203). Cf. la «Conclu­ sión»: «Was eine femere Zukunft bringt...» (ibíd., p. 246). El problema teológico-político de fondo

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Trataré de situar brevemente los dos grandes libros de Rosenzweig tanto con la perspectiva de la actualidad -A lem ania forma parte ahora de una Unión Europea que empieza a parecerse al «nosotros, los buenos europeos» de Nietzsche {Más allá del bien y del mal, §241), e Israel es un Estado desde 1948 (c/. I Samuel, 8: 5 )- como mediante los procedimientos de la ética de la literatura y la escritura constitucional, al margen de la influencia ejercida por Rosenzweig en pensadores como Leo Strauss, Gershom Scholem, Karl Lowith o Emmanuel Lévinas. Hegel y el Estado terminaba, precisamente, con una referencia a la ac­ tualidad: «Nur ein Schimmer von Hoffnung fállt heute...». Esa actualidad debía ser radicalmente distinta del pasado: «Cuando el edificio de un mundo se viene abajo, los pensamientos de los que nace y los sueños que lo recorren quedan también sepultados bajo los escombros». (Rosenzweig redactó la última página de Hegel y el Estado en 1920. La tesis doctoral estaba lista desde 1913, antes, por tanto, de que el edificio de la civilización occidental se hubiera derrumbado tras la Primera Guerra Mundial). La ética de la literatura y la escritura consti­ tucional serían, por otra parte, especialmente relevantes para entender tanto el patriotismo constitucional de Hegel -desde La Constitución de Alemania hasta los Fundamentos de la filosofía del derecho o el artículo sobre el Reform Bill, desde la «Constitution» hasta la «Verfassung»- como la filosofía narrativa de Rosenzweig, que no llegaría a escribir nunca, sin embargo, su proyectado libro sobre la Ley.6 (Recordemos al respecto la inscripción de los versos de Holderlin al frente de la primera redacción de Hegel y el Estado: «Folgt der Schrift...», un eco de la propia escritura hegeliana. El poema de Holderlin era una alocución «a los alemanes»). Señalaré algunos hitos significativos de mi comentario. Los primeros son la lectura hegeliana de Jerusalén (Jerusalem, 1783) de Moses Mendelssohn y la recepción de Spinoza en la filosofía alemana y entre los judíos alemanes, que originaría la polémica sobre el ateísmo y el nihilismo -que involucraría, junto a M endelsohn, a Lessing, a Jacobi, a K ant-, y también sobre el republicanismo: Spinoza habría planteado en toda su extensión los térmi-

era, naturalmente, el mesianismo. Véase S. Avineri: H egel’s Theory ofM odern State, Cambridge, Cambridge UP, 1974, y «Rosenzweig’s Hegel Interpretation; Its Relationship to the Development of His Jewish Reawakening», en Der Philosoph Franz Rosenzweig. Internationaler Kongrefl, ed. de W. Schmied-Kowarkik, Friburgo, Verlag Karl Alber, 1986,2 vols., vol. II, pp. 831-838. 6. Véase G. W. F. Hegel: Sobre el proyecto de reforma inglés. El debate de 1831 sobre el Derecho electoral británico, trad. cast. de E. Maraguat, Madrid y Barcelona, Marcial Pons, 2005, especialmente hacia el final. La última palabra del texto es «revolución».

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nos del problema «teológico-político». Mendelssohn se calificaría a sí mismo en Jerusalén de «amigo del derecho natural [den Freunden des Naturrechts]». La contraposición del derecho natural y la historia es una variante de la con­ traposición de la Ley y la filosofía o -e n los términos de Lev Shestov y Leo Strauss- de Jerusalén y Atenas. Por contraposición a Jerusalén, Alemania sería, en el Idealismo alemán, tanto una imagen de la nostalgia por la polis como la representación de una Atenas superior. En 1930, poco después de la muerte de Rosenzweig, Strauss le dedicaría postumamente su Spinozas Religionskritik (La crítica de la religión de Spinoza), donde advertía de que una vuelta a la ortodoxia sólo era posible si Spinoza estaba por completo equivocado, en lo teológico y en lo político, al mismo tiempo que preparaba la edición crítica -interrum pida por la llegada del nazism o- de las obras de Mendelssohn. En su introducción a Sache Gotees (La causa de Dios), Strauss estudiaría la relación entre la escritu­ ra y la publicación, así como la distinción entre filosofía y sabiduría mundana («Weltweipheit»). La contraposición entre Mendelssohn (como judío, como filósofo, como alemán) y Leibniz en Sache Gottes prefigura ya la relación entre Rosenzweig (como judío, como filósofo, como alemán) y Hegel.7 Jerusalén era, en cualquier caso, un libro «profundamente prekantiano». (Es significativo, al menos desde el punto de vista irónico que Rosenzweig adoptará sobre la muerte y, en especial, sobre el conflicto generacional, que Lessing, el gran amigo y corresponsal de M endelssohn, muriera el mismo año en que se publicó la primera edición de la Crítica de la razón pura). El nacimiento de los estudios sobre judaismo (la «Wissenschaft des Judentums») en la estela de la Haskala (Ilustración) berlinesa, no lograría contrarrestar este desplazamiento inicial del judaismo alemán. El contraste con los asideos (un contraste en cierto modo comparable a la condena de la «piedad» de los friesianos en el prólogo a la Filosofía del derecho y a la polémica con Schleiermacher, que la hermenéutica diltheyana no llegaría a atenuar del todo) supondría el despertar de un sueño. Rosenzweig trató durante toda su vida de reunir los estudios sobre judaismo y la Bildung alemana. Éste es el significado de su gran escrito sobre la educación infinita, «Bildung und kein Ende» (1920), de inequívocas resonancias lessinguianas en la historia (o en la prehistoria) del conocimiento. 7. Véase el epígrafe «Der Ausgang des Naturrecht» de Hegel y el Estado. Los escritos de Leo Strauss sobre Mendelssohn se encuentran en el segundo volumen de Gesammelte Schriften, hrsg. von. H. Meier y W. Meier, Stuttgart y Weimar, Metzer Verlag, 1997. Agradezco al profesor David Martin Yaffe que haya puesto a mi disposición la edición que está preparando en inglés de tales escritos para la SUN Y Series in the Jewish Writings of Leo Strauss. (Josep Monter ha traducido al español Jerusalén y Fedón de Mendelssohn).

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Pero el contraste más conocido, aunque también el más superficial, se daría con el surgimiento del antisemitismo político, dentro y fuera de las fronteras de Alemania.8 Si los asideos (que hoy conocemos gracias a los Cuentos jasídicos de Martin Buber y, sobre todo, a la literatura de Isaac Bashevis Singer)9 fueron el «rostro del otro» -p ara emplear la palabra lévinasiana- en los estudios sobre judaism o, el sionismo sería la respuesta al antisemitismo. Pero era una respuesta vana. El sionismo no podía resolver un problema que no era exclusivamente político por medios exclusivamente políticos; tampoco podía convertirse en un expediente cultural, porque el judaismo no era un producto exclusivamente humano, sino el resultado de la creación, la revelación y la elección divinas. Si el sionismo se volvía entonces hacia la religión, se convertía en lo que siempre había sido, es decir, judaismo. En este aspecto, el antisemitismo -pese a todo lo devastador que podría llegar a resultar- era impotente. Ha de tenerse esto en cuenta cuando se habla de la ausencia de la política en Rosenzweig, al menos en el autor de La estrella de la redención. Según Leo Strauss, la intención expresa de Rosenzweig era «política».10 La vuelta a la religión, la «vuelta a casa» (Heimkehr) de Hermann Cohén en su Die Religión der Vernunft aus den Quellen des Judentums {Religión de la razón desde las fuentes del judaism o, 1919) fue, en este sentido, ejemplar para Rosenzweig. Cohén representó, para el entonces estudioso de Hegel, no a un profesor más de filosofía, sino al «filósofo». Sin embargo, el retomo a las fuentes del judaismo supondría también la renovación de la condena a Spinoza. Spinoza, de acuerdo con Cohén, había traicionado a su pueblo. La aspiración cultural de la asimilación del judaismo a la filosofía alemana que había empe­ zado con Mendelssohn quedaba tmncada definitivamente. Con esta perspectiva, la traducción de la Biblia al alemán, que Rosenzweig emprendería con Martin Buber siguiendo el ejemplo de Lutero y de Mendelssohn, cuando empezaba a advertirse la amenaza de expulsión de la Biblia de la cultura alemana, fue tal vez la última expresión del «judaismo alemán». (Uno de los críticos más duros

8. Véase Ph. Burrin: Resentimiento y apocalipsis. Ensayo sobre el antisemitismo nazi, trad. cast. de A. Falcón, Buenos Aires, Katz, 2006, especialmente en lo que concierne al anti­ semitismo como «cultura», es decir, «como un conjunto de representaciones que sirven para definir una identidad colectiva y que debe ser relacionado con otros elementos de esa identidad» (pp. 14,102). 9. Véase J. Alcoriza: «Lecturas de Singer», en M. Cometa, A. Lastra y P. Villar Hernández (eds.): Estudios culturales. Una introducción, Verbum, Madrid, 2007. 10. Véase «Franz Rosenzweig and the Academy for the Science of Judaism» (1929), en The Early Writings (1921-1932), trad. ing. y ed. de M. Zank, Albany, SUNY Press, 2002, p. 212.

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de la traducción de Rosenzweig y Buber sería, sin embargo, otro judío, Sigfried Kracauer. La réplica de Rosenzweig y Buber fue casi nietzscheana; Kracauer había acusado a Buber y Rosenzweig de «wagnerizar» las Escrituras. Véase Más allá del bien y del m al, §247). En las postrimerías de su propia vida, Rosenzweig interpretaría el debate de Davos, en la primavera de 1929, entre Em st Cassirer y Martin Heidegger, como un conflicto generacional (un «cambio de tornas (...), un encuentro repre­ sentativo entre el viejo y el nuevo pensamiento (...), una ironía en la historia del espíritu») y él mismo se situaría al lado de Heidegger contra la «filosofía de la cultura» de Cassirer. En la «historia viva y progresiva del espíritu», el debate de Davos representaría el último ejemplo de la astucia hegeliana de la historia: «El profesor y sus alumnos mueren. El maestro vive». La «muerte» del profesor (Cassirer asumiría en Davos el papel del «profesor de filosofía» frente al «filó­ sofo», o «maestro», Heidegger, que asumía así el legado de Cohén) supondría también el rechazo de Rosenzweig a la «idea de una constitución republicana» - la propia Constitución de Weimar, que garantizaba por primera vez la libertad religiosa- que Cassirer había defendido con los argumentos de la tradición alemana. En cierto modo, Rosenzweig le daría así al pueblo judío el derecho absoluto que Hegel sería reacio siempre a concederle a la nación alemana. El debate de Davos se prolongaría hasta la publicación de El mito del Estado de Cassirer en el exilio americano.11 Entre las diversas reapropiaciones de Hegel en el siglo XX (las de John Dewey, Wilhelm Dilthey -cu y a filosofía de la vida ejercería una influencia con­ siderable en Rosenzweig-, Benedetto Croce, R. C. Collingwood, Cari Schmitt, Alexandre Kojéve, Jean Hippolyte, T. W. Adorno, Herbert Marcuse o Stanley Rosen, entre otras), la de Rosenzweig destaca como una lectura casi literal del

11. Véase el texto, casi testamentario, de Rosenzweig «Vertauschte Fronten», publicado postumamente en abril de 1930 (ahora en Der Mensch und sein Werk. Gesammelte Schriften, vol. III, pp. 235-237). En la estela de Michael Friedman, que interpreta el debate de Davos como una «separación de caminos» entre la filosofía analítica -representada por la Escuela de Marburgo y por la Escuela de Viena, en la medida en que Rudolf Camap habría escrito su célebre texto derogatorio sobre la metafísica en clave antiheideggeriana tras el debate- y la continental, representada por Heidegger (A Parting ofth e Ways. Carnap, Cassirer and Heidegger, Chicago y La Salle, Open Court, 2000), Peter Eli Gordon sitúa el debate en la relación del judaismo con la filosofía alemana. Véase Rosenzweig and Heidegger: Between Judaism and Germán Philosophy, Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 2003, y «Continental Divide: Emst Cassirer and Martin Heidegger at Davos 1929 -A n Allegory of Intellectual History», en Modern Intellectual History I, 2, 2004, pp. 219-248. (Agradezco a Antonio Casado da Rocha, Arantxa Etxebarria y Antonio Ferrer que actualizaran mis conocimientos sobre el debate).

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programa o sistema del Idealismo alemán: Leben -u n a palabra del joven Hegel que Rosenzweig trasladaría a La estrella de la redención-, Geist,12Bildung, Constitution/Verfassung, Gewalt,Machtstaat... Su interpretación, deudora al principio del historicismo de Friedrich Meinecke, que se oponía al cosmopolitismo ilus­ trado en nombre del «Estado nacional», se apoyaba en dos premisas no del todo compatibles entre sí: poner en claro su propia posición en comparación con la de Hegel y no tratar de entender a Hegel mejor de lo que Hegel se había entendido a sí mismo. Rosenzweig fue el descubridor y editor en 1917 del Programa de sistema más antiguo del Idealismo alemán. «No hay -decía el manuscrito que Rosenzweig atribuiría a Schelling y que el joven Hegel habría copiado- una idea del Estado... ¡Hemos de ir más allá del Estado!».13 Mientras que Hegel había corregido la letra del programa -A lem ania, como diría en los fragmentos de la Constitución, ya o aún no es un E stado- y otorgado una legitimación absoluta, en cierto modo tan histórica como futurista, a lo político en el Estado prusiano, Rosenzweig describirá la condición judía como «un fragmento de lo ahistórico arrojado en medio de la historia», más allá del Estado, por tanto; de cualquier Estado -d el Reich o del Estado de Israel-, en la diáspora (Galut) y en la tradición de fidelidad: el Sabbath -dirá Rosenzweig- es la revolución mundial. La diáspora será la respuesta permanente del judaismo a la cuestión judía: «La verdadera eternidad del pueblo eterno debe siempre ser ajena y molesta al Estado y a la historia universal». La redención -e l tercer momento del sistema filosófico de Rosenzweig, tras la creación y la revelación- estaría verdaderamente más allá del fin de la historia. (La diáspora, entendida como una comunidad de lectura y enseñanza, proyectará a su vez sobre cada una de las provincias del Estado -d el derecho, o la política, a la religión- una exigencia de superioridad, un término inalcanzable de la comparación; en este sentido, la apropiación de la Diáspora por los Estudios Culturales -véase Global Diasporas de Robin C ohén- corrobora

12. El 25 de mayo de 1927, Rosenzweig escribió una carta a August Mühlhaussen en agra­ decimiento por el envío de la edición en forma de libro de la voz Geist que su maestro, Rudolf Hildebrand, había redactado para el Diccionario de los hermanos Grimm. (El envío era, a su vez, una muestra de agradecimiento por el envío de La estrella de la redención). En su carta, Rosenzweig decía que «sólo hoy la lucha de los filólogos por el espíritu del lenguaje contra la abstracta dicción de los filósofos se ha ampliado, de una lucha entre dos disciplinas y sus métodos respectivos, a una batalla que afecta a todas las disciplinas intelectuales y modos de vida entre el viejo y el nuevo pensamiento» (Der Mensch und sein Werk. Gesammelte Schriften, vol. I, p. 335). 13. «Das alteste Systemprogramm des deutschen Idealismus», en Sitzungsberichte der Heidelberger Akademie der Wissenschaften, philosophisch-historische Klasse, 1917 («Proyecto. El programa de sistema más antiguo del Idealismo alemán», en Fragmentos para una teoría romántica del arte, trad. cast. de J. Amaldo, Madrid, Tecnos, 1994).

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la conclusión del gran historiador judío Yitzhak F. Baer: «El Galut ha vuelto a su punto de partida»14). Rosenzweig pondrá de relieve en su tarea final como traductor de la Biblia que «la escritura era escritura de Dios grabada en las losas» (Éxodo, 32: 16), recordando, en La estrella de la redención, que el Talmud interpretaba «grabada» (,harut) como «libertad» (herut).15 En hebreo no hay otra palabra para «lectura» que no signifique también «enseñanza»; en esta libertad de la lectura reside tal vez el secreto de la ética de la literatura. La República de Weimar, la última expresión de la filosofía hegeliana del derecho, no pudo garantizar, por el con­ trario, con su escritura constitucional, la libertad religiosa de los judíos alemanes. No deja de ser una ironía que -com o cuenta Taubes- la Teoría de la Constitu­ ción de Cari Schmitt ejerciera su influencia en la escritura constitucional del Estado de Israel. Rosenzweig subrayaría en los escritos de juventud de Hegel que «en el espíritu de los judíos (...) se encuentra siempre un tribunal ajeno [ein frem des Gericht]». Podríamos preguntamos si los «buenos europeos», en el momento de su propia escritura constitucional, están dispuestos a grabar en las losas una expresión de libertad garantizada y perdurable. 2. Harán falta «siglos de lecturas» -escribió Jacques Derrida en su Adiós a Emmanuel Lévinas- para que podamos empezar a entender la obra y la fecun­ didad del autor de Totalidad e Infinito. La despedida de Derrida, pronunciada a la muerte de Lévinas en 1997, forma parte ahora de un extraño libro de los muertos; un libro, en cierto modo, más difícil de leer y comprender que los de­ más libros de Derrida, difíciles de leer y comprender por sí mismos; un libro lle­ no de adioses y últimas palabras, de retractaciones, de sellos, tal vez un libro cerrado, un auténtico proceso del duelo y una historia imprevista, aunque no del todo impredecible ni indecible, de la filosofía o, al menos, de la filosofía francesa

14. Véanse R. Cohén: Global Diasporas. An Introduction, Londres, ICL Press, 1997, y Y. F. Baer: Galut, trad. ing. de Robert Warshow, Nueva York, Schocken Books, 1947. 15. Javier Alcoriza me ha señalado el pasaje en la edición talmúdica de R. Travers Herford publicada por la editorial Schocken en Nueva York en 1945: «R. Yeshoshua ben Levi dijo: Cada día un Bath Kol [un sonido que transmite una intimación desde el cielo] viene del Monte Horeb y proclama y dice: Ay de la humanidad por haber ultrajado la Torá, pues quien no se ocupa de la Torá será llamado réprobo, como está dicho (Prov. 11: 22): Como una joya de oro en el hocico de un cerdo, así es una mujer hermosa sin sensatez. Y la Escritura dice (Ex. 32: 16): Las tablas eran la obra de Dios, y la escritura, escritura de Dios grabada en las tablas. No leáis haruth (grabadas), sino heruth (libertad), pues nadie será un hombre libre sino el que estudia la Torá» (The Ethics o f the Talmud. Sayings o f the Fathers, Nueva York, Schocken Books, 19622. Sobre la importancia de la editorial Schocken para la ecología de la cultura, véase infra el capítulo 5).

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de la segunda mitad del siglo XX, de sus causas y de sus consecuencias en la cultura contemporánea. Cada vez única, el fin del mundo16 obliga a los lectores a preguntarse si la filosofía o teoría francesa, a la que el procedimiento de la deconstrucción, en esencia un análisis interminable, o la durísima condición posmodem a no han impedido que se la considere, y considerase a sí misma (desde Alexandré Kojéve o Sartre, el gran ausente en este libro), la última fi­ losofía, será, en efecto, la última -disem inada en los Estudios C ulturales-, o si seguirá habiendo filosofía en el futuro, si los siglos de lecturas que harán falta para entender a Lévinas o al propio Derrida estarán ocupados por filósofos o si la lectura será el verdadero método de la filosofía o su requisito. «Hace falta ya saber leer»: con la muerte de la filosofía y la diferencia del trabajo hermenéutico -habiendo aprendido a leer- empezaba el «Ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Lévinas» de Derrida, titulado Violencia y metafísica, que daría inicio en 1964 a esos siglos de lecturas y, en cierto modo, a la propia obra de Derrida. (Su primer trabajo filosófico había sido la edición del Origen de la geometría de Husserl. Derrida había descubierto a Husserl gracias «a ese libro prodigioso que fue para mí, como para tantos otros antes, la primera y la mejor guía», la Teoría de la intuición en la fenom enología de Husserl de Lévinas). En los primeros párrafos de su ensayo, Derrida adoptaba «el estilo del comentario» y se proponía ser fiel «a los temas y las audacias de un pensamiento». Treinta años después, en el prefacio que aún le daría tiempo a escribir para su último libro -m oriría en el otoño del 2004-, Derrida no ocultaría la huella dejada en su pensamiento por el pensamiento de Lévinas, tal vez la más profunda de las huellas dejadas por los dieciséis amigos de los que Derrida se había despedido (desde Roland Barthes hasta M aurice Blanchot, el gran amigo de Lévinas): La muerte del otro, no únicamente pero sí principalmente si se le ama, no anuncia una ausencia, una desaparición, el final de tal o cual vida, es decir, de la posibilidad que tiene un mundo (siempre único) de aparecer a tal vivo. La muerte proclama cada vez el final del mundo en su totalidad, el final de todo mundo posible, y cada vez elfinal del mundo como totalidad

única, por tanto irremplazable y por tanto infinita.

16. J. Derrida: Cada vez única, el fin del mundo, textos presentados por P.-A. Brault y M. Naas, trad. cast. y posfacio de M. Arranz, epílogo de J.-L. Nancy, Valencia, Pre-Textos, 2005. La edición original francesa es anterior a la muerte de Derrida: Chaqué fois unique, la fin du monde (París, Éditions Galilée, 2003); el libro se había publicado en inglés con el título de The Work o f Mourning (Chicago, Chicago UP, 2001). En cierto modo, el Adiós a Lévinas ocupa una posición central en el libro, como pondría de relieve una lectura atenta. Tal vez Derrida sintiera la influencia de los Noms Propres de Lévinas, uno de los cuales era el suyo.

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No sabemos quién habla aquí, a quién pertenecen las palabras, si la muerte del autor, en un sentido tan literal como éstructuralista, no ha convertido la voz de la filosofía en un fenómeno coral, anónimo, epónimo, en lugar de hacer de ella una singularidad o individualidad ética. (Véase «Lyotard y nosotros»). El joven Derrida observaba, sin embargo, que la escritura de Lévinas merecía un estudio aparte, y el propio Lévinas titularía «Firma» (Signature) el pasaje auto­ biográfico de Difícil libertad, su primer libro judío. (Véase «Como si hubiera un arte de la firma...», la despedida a Michel Serviére). (Un libro judío no es un libro de filosofía ni un libro sobre judaismo. La premisa de un libro judío es la existencia, en un plano superior respecto a la existencia de cualquier otro libro, del Libro, la aceptación y la obediencia de la Ley, la Torá, a la que luego le si­ guen la interpretación y el comentario, la exégesis, puesto que muchos términos bíblicos tienen un significado aparente y otro, u otros, escondido. La premisa de un libro de filosofía, por el contrario, es la zétesis, el intento de dar una explica­ ción de todas las cosas, y de las cosas más importantes, en la medida en que son accesibles al hombre en cuanto hombre, aunque no inmediatamente. Un libro de filosofía no empieza aceptando lo que se propone investigar. La investigación, incluso la interpretación y el comentario en un sentido filosófico, es previa a la aceptación y la obediencia, y tal vez no tenga otro fundamento que la duda, pero no hay un término bíblico para «duda». Totalidad e Infinito aún era un libro de filosofía, pero escrito por un judío para filósofos. La estrella de la redención de Rosenzweig es un libro tan distinto a Hegel y el Estado como a los Ensayos sobre la sociología de la religión de Max Weber, por ejemplo). Resulta difícil saber si los siglos de lecturas que harán falta, entonces, para leer y comprender el pensamiento de Lévinas darán una respuesta a la cuestión primordial de su pensamiento: la cuestión de la responsabilidad infinita. Derrida, que demuestra en Cada vez única, elfin del mundo que sabía responder casi infini­ tamente, no siempre quiso responder. No respondió nunca, por ejemplo, a Stanley Cavell, que le interpelaría precisamente a propósito de «Firma, acontecimiento, contexto», y que ofrece una pauta de lectura de los libros judíos de Lévinas, en el contexto de la responsabilidad, difícil de eludir: a la responsabilidad infinita por el otro que se revela con el infinito que encuentro en mí mismo -según in­ terpreta Lévinas la tercera de las Meditaciones de D escartes- Cavell ha opuesto la responsabilidad infinita por mí mismo, «junto a la responsabilidad finita por las exigencias de la existencia de los otros respecto a mí, exigencias tal vez de gratitud o simpatía o protección o deber o deuda o amor».17 17. Véanse S. Cavell: Un tono de filosofla, trad. cast. de A. Lastra, Madrid, Antonio Ma­ chado Libros, 2002, p. 171, cuyo contexto es el de la responsabilidad, y la discusión con Lévinas

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En qué medida un lector contemporáneo forma parte ya de esos siglos de lecturas es algo a lo que trata de responder Un libro de huellas, el volumen de Aproximaciones al pensamiento de Emmanuel Lévinas editado por Moisés Barroso Ramos y David Pérez Chico y que cuenta con las contribuciones de lec­ tores escogidos de Lévinas, algunos de los cuales también son lectores de Cavell.18 Que estos lectores escogidos de Lévinas responden implícitamente a Derrida -explícitam ente lo hace Robert Bemasconi en su artículo- lo indica que el subtítulo del libro retome la palabra «pensamiento» del subtítulo del ensayo de Derrida, en lugar de apelar en primera instancia a la «filosofía» de Lévinas o a su «escritura». El pensamiento de Lévinas, decía Derrida, «nos haría temblar» si no tuviéramos la confianza de la filosofía. Ninguna de las aproximaciones de este Libro de huellas incluye en su título la palabra «filosofía» o la palabra «escritura»; en su lugar, «ética» («cumplimiento de la ética», «individualismo ético», «ética contra la ética»), «psicoanálisis», «trascendencia» e «inmanencia», «deseo», «ontología» («la descuidada feminización lévinasiana de la ontología de Heidegger» que estudia Tina Chanter), «política» (o «lo político»), «rostro», «cuerpo» o «sombra», entre otros términos, sirven de vía de acceso a la com­ prensión del pensamiento de Lévinas, y en su «Presentación», Barroso y Pérez Chico señalan que «separación, responsabilidad y alteridad son las nociones clave de las lecturas plurales de Lévinas, suyas y nuestras». «Libro», sin embargo, y «huella» son palabras que orientan nuestra lectura -D errida llamaría a Totalidad e Infinito el «gran libro»- o nos recuerdan nuestra perplejidad - la huella, diría Lévinas, «deshace el orden del m undo»-, y proba­ blemente «hospitalidad» y «santidad» sean nociones recurrentes en cada una de las argumentaciones. El primer capítulo y el último, que sirven de introducción y de epílogo, respectivamente, son una especie de rúbrica a la firma autobiográ­ fica de Lévinas, a lo que Derrida llamó su «biografía filosófica». Alberto Sucasas habla en la introducción de la «escritura lévinasiana, en tanto que escritura filosófica», y convierte el ritmo de esa escritura en una pauta para la lectura. Al

en «What is the Scandal of Skepticism», en Philosophy the Day After Tomorrow, Cambridge, Harvard UP, 2005, pp. 143 y ss. (Cavell cita Difícil libertad y «Dios y la filosofía»). Una «lectura talmúdica» obligaría tal vez a escoger, como hizo Israel, entre Chammai y Hillel. 18. M. Barroso Ramos y D. Pérez Chico (eds.): Un libro de huellas. Aproximaciones al pensamiento de Emmanuel Lévinas, Madrid, Trotta, 2004. (Véase también S. Malka: Emmanuel Lévinas. La vida y la huella, trad. cast. y epílogo de A. Sucasas, Madrid, Trotta, 2006). Simón Critchley y Robert Bemasconi -dos de los lectores-escritores de Un libro de huellas- son editores de Emmanuel Lévinas: Basic Philosophical Writings (Bloomington, Indiana UP, 1996), una de las dos ediciones a las que remite Cavell; la otra es la traducción inglesa de Difícil libertad.

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reconocer que recurrirá a «datos extra-textuales», señala que esos datos -com o los que Simón Critchley da en su ensayo final- aportan «claves hermenéuticas capaces de iluminar el sentido de los textos». Los «datos extra-textuales» son, hasta cierto punto, ajenos a un libro de huellas, y no sabemos si perdurarán a lo largo de los siglos de lecturas, pero aún están ahí: el encuentro de Davos, la «filosofía del hitlerismo», la Shoah, las amistades filosóficas, el reconocimiento internacional de su obra. Sin embargo, los «datos extra-textuales» adquieren o pierden valor en comparación con lo que Lévinas se propuso en la primera se­ rie de sus Lecturas talmúdicas: «Traducir la significación sugerida por los datos del texto a lenguaje moderno». Esta traducción adopta necesariamente el es­ tilo del comentario, del comentario al comentario característico de la escritura talmúdica. El comentario de la escritura de Lévinas obliga a analizar y distinguir en esa escritura los rasgos filosóficos de los rasgos judíos. Violencia y metafísica, hebraísmo y helenismo, Atenas y Jerusalén, Galut y politeia, ética y santidad siguen siendo los términos, imprecisos y ambiguos, del dilema. Patricio Peñalver exagera, en mi opinión, al escribir que «la filosofía judía será lévinasiana o no será», pero es cierto que Lévinas, como Hermann Cohén o Rosenzweig o Gershom Scholem, se ha situado en la tradición que sostiene que el lugar del judaismo en el mundo no se puede medir con las medidas del mundo. (Mucho más acertada es la matización de Peñalver respecto a la posición de Derrida en Violencia y metafísica y a su corroboración de que la deconstrucción -e n ciernes en La escritura y la diferencia- resultaría más «acogedora» para el judaismo, más «hospitalaria», podríamos decir). ¿Hay, además de un pensamiento de Lévinas, una filosofía de Lévinas? ¿Hay una filosofía judía? ¿Es la filosofía una serie de datos extra-textuales, en la medida en que ninguna escritura filosófica puede aspirar a ser el texto filosó­ fico por antonomasia? ¿Es la escritura necesaria para la filosofía con la misma im­ portancia que la lectura? ¿Podría haber filosofía sin textos, sin los grandes libros, sin escritura ni lectura? Aun en el caso de que la filosofía se hubiera convertido en una tradición oral, en una práctica esotérica o no escrita, ¿sería comparable a la impronta de la oralidad para la escritura y la lectura talmúdicas? ¿Podríamos hablar filosóficamente de un libro de huellas? Todas estas preguntas son retóricas, pues no esperan una respuesta ni obligan a la responsabilidad, e incluso podrían parecer ridiculas, como las diferencias entre atenienses y jerosolimitanos que salpican el Talmud. Pero hay una diferencia y el resto es silencio. El judaismo - la aceptación y la obediencia de la L ey - podría ser la única alternativa plausible a la filosofía. «Alternativa plausible» es una proposición convencional y humana; sugiere que, hasta cierto punto, podríamos escoger esa 103

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alternativa o desestimarla. La filosofía no podría ser una alternativa plausible al judaismo; escogerla supondría no tener en cuenta lo que significa ser el pueblo escogido. (Derrida hablaba de «una desmotivación y desposesión inauditas» en el pensamiento de Lévinas). Podríamos decir que empezar por la filosofía - a descubrir la existencia con Husserl y H eidegger- y volverse después, casi en seguida (en el breve transcurso de tiempo que va del encuentro de Davos al «Discurso del Rectorado»), hacia la Torá es la pauta o la ley que rige la escritura y la lectura talmúdicas. Si fuera cierto que Totalidad e Infinito y De otro modo que ser o más allá de la esencia no son libros de filosofía en sentido estricto, sino libros escritos por un judío para filósofos, puesto que los inspira la escatología mesiánica y discurren por la vía contraria a la destrucción de la trascendencia que ha caracterizado, en opinión de Lévinas, a la filosofía occidental, entonces tendríamos que preguntarnos hasta qué punto Difícil libertad y la serie de lec­ turas talmúdicas de Lévinas son libros judíos, escritos por un judío para judíos. Tal vez la respuesta la tengan los lectores a los que Lévinas se dirigía con cada uno de ellos, las distintas comunidades de los libros de las que se compone el mundo de los lectores a lo largo de siglos de lectura. En Totalidad e Infinito y De otro modo que ser la filosofía (la fenomenología de Husserl y la ontología de Heidegger) es reticente; en Difícil libertad y la serie de lecturas talmúdicas la escritura tiene el límite que le marca la Ley, que prohíbe la explicación de los términos y las figuras bíblicas en público, sin discriminación, y fija la piedad de la transmisión. «No hay grandeza que haya sido compartida sólo por Israel y no por los gentiles», dice el Talmud. En los principios de la época talmúdica se reunieron los doctores para pensar en las precauciones que habrían de adoptarse ante el contacto con las naciones paganas y establecieron prescripciones de sumo rigor, que se observaron durante generaciones, pero no todos los doctores estuvieron de acuerdo, hasta el punto de que la palabra sagrada Bobaiom, «en aquel día», ha quedado como el signo de una controversia. En aquel día, dirían otros doctores, colmaron la medida. No hay miseria que haya sido padecida sólo por Israel y no por los gentiles. La servidumbre política y la dispersión, el anhelo de liberación y de reunión, el pecado, el arrepentimiento y el castigo, todo cuanto la palabra Galut significa atañe a todos los hombres y a cada uno de ellos; todos y cada uno de ellos tendrán que responder infinitamente. Podríamos imaginar la obra de Lévinas como una expresión -com o otra expresión- de la palabra Galut, y entonces el joven filósofo decepcionado por la filosofía no sería esencialmente distinto del pensador de la «rectitud que se llama Temmimouth, esencia de Jacob». De esta esencia no hay épekéina. 104

LAS HUELLAS DEL JUDAISMO EN LA FILOSOFIA DE EMMANUEL LÉVINAS Ju lia U rabayen Universidad de Navarra

Cumplidos cien años del nacimiento de Lévinas, se puede decir que su nombre ya está inscrito sin lugar a dudas entre los de los grandes filósofos del siglo XX: un nombre propio, una firma personal en el libro de los máximos representantes de esa forma de pensamiento nacida -o tra natividad- en las costas, entonces griegas, de Turquía e Italia. Un nombre hebreo, uno más, en la cubierta y las páginas de un texto escrito en el lenguaje griego por excelencia: la filosofía. Un siglo después, Europa, una Europa muy diferente, pero todavía y siempre Europa, celebra este acontecimiento repensando o pensando una vez más el sentido de la obra de este judío europeo o de este europeo judío. De hecho, Emmanuel Lévinas era judío y era europeo. Hasta aquí nada reseñable o absolutamente singular en este perfil o en esta presentación de la pura facticidad, de ese de facto sobre el que otra gran pensadora hebrea diría que no tiene ningún sentido negar la evidencia, sino aceptarla con gratitud. Nada singular, excepto que la compatibilidad de tales hechos ha sido cuestionada a lo largo de la historia. Basta simplemente recordar, a título de ejemplo, a Herder, quien al definir al pueblo judío como el pueblo elegido por Dios que se esfuerza por mantener su pasado en el presente, lo presenta como «un pueblo asiático extraño en el seno de Europa».1 La percepción de la diferencia, de la alteridad, parece, pues, ser un rasgo característico de los pueblos europeos ante el pueblo hebreo, un pueblo asentado en Europa, pero que recuerda tenazmente sus raíces, que se aferra a su diferencia y la ostenta. Hace un siglo, cuando nació Emmanuel Lévinas, la situación para un judío europeo era difícil y llegaría a ser aún peor: dramática. Es el propio

1. Citado en H. A rendt: La tradition cachée. Le Juifcommeparia, París, Christian Bourgois Éditeur, 1987, p. 53.

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Lévinas quien nos dice que su vida «ha estado dominada por el presentimiento y por el recuerdo del horror nazi»,2 ya que «hace un cuarto de siglo nuestra vida se interrumpió y, sin duda, la misma historia. Ninguna medida contuvo las cosas desmesuradas».3 La Shoah significó muchas cosas, o más bien, significó la carencia de sentido de muchas cosas, pero lo que es innegable es que hizo aún más urgente la definición de Europa, de una Europa centrada en sí misma excluyente de la alteridad, o de una Europa abierta y hospitalaria, capaz de acoger en su seno la diversidad. La comprensión de la relación entre mismidad y alteridad, entre Atenas y Jerusalén, es uno de los ejes centrales de la filosofía de Lévinas. Ese pensa­ dor lituano nacionalizado francés es, por una parte, un tipo humano altamente representativo de nuestro pasado reciente; y, a la vez, ha dado origen a una de las filosofías más originales o personales de los últimos años. La respuesta lévinasiana a este difícil dilema -¿e s posible ser judío y europeo?, ¿es posible elegir Atenas y Jerusalén?- requiere, por un lado, una crítica de una determinada noción de Europa, de esa que la identifica con Grecia y más concretamente con Ulises; y, por otro, una indagación sobre el judaismo. La opción intelectual y vital de este pensador judío es la conjunción, la «y» que no supone la absorción en una totalidad, la suma de elementos de igual tipo en un resultado homogéneo, sino la «y» que surge tras la atenta reflexión sobre el sentido de lo que significan Grecia e Israel, la conjunción que se puede lograr cuando la mismidad es obligada a salir de sí y a reconocer que la identidad es alteridad, apertura y hospitalidad. A esto se refiere Lévinas cuando afirma que hay que decir en griego lo no griego y que ello supone recibir la inspiración hebrea y dotarla de carácter universal y transmisible sin traicionarla. Es decir, la respuesta de Lévinas supone una unión de filosofía y religión, una comprensión de qué es la filosofía y qué es el judaismo, que se podrán unir si la filosofía primera es realmente la ética, y el sentido del judaismo es precisamente ético. Sólo así se logrará, no que se vea reconocido «el antiguo derecho del pueblo judío a ser una nación entre los pueblos occidentales»,4 tal como quería Arendt; sino que la filosofía se supere a sí misma sin dejar de ser lo que es y que el judaism o, sin perder su particularidad, pueda ser expresado de forma universal y comprensible para todos los seres humanos.

2. E. Lévinas: Dijficile liberté: essais sur le judai'sme, París, Alban Michel, 1976, p. 374. 3. E. Lévinas: Nomspropres, París, Fata Morgana, 1976, p. 178. 4. H. A rendt: La tradition cachée, p. 50.

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LA CUESTIÓN INICIAL: FILOSOFÍA Y JUDAISMO Con esa distancia histórica que nos separa, son muchas las preguntas que se plantean, pero voy a centrarme en una: ¿qué relación hay entre su filosofía y su religión? Es de sobra conocido que Lévinas dedicó gran parte de su vida a actividades relacionadas con su judaismo (entre otras cosas, se pueden mencionar su labor en la Alianza Israelita Universal y la Escuela Normal Israelita Oriental de París y su participación en los coloquios de intelectuales judíos que se cele­ bran anualmente y que son organizados por la sección francesa del Congreso Judío Mundial).5 Igualmente es conocido que separó sus obras filosóficas de sus obras talmúdicas, incluso las publicó en editoriales diferentes. Sin embargo, la pregunta se mantiene intacta: ¿qué relación hay entre su afirmación del primado de la ética y su comprensión del judaismo? En la forma en la que he planteado la cuestión es patente que ya estoy afirmando que existe tal relación. La separación, incluso si es «física», de unas y otras obras no supone ninguna objeción a tal tesis.6 Los motivos de semejante decisión son muy diversos, pero no pueden modificar las afirmaciones centrales del propio Lévinas: ... ¿acaso tenían que concillarse [se refiere a la filosofía y la Biblia]? El sentimiento religioso tal como yo lo había recibido, consistía mucho más en el respeto por los libros -dado que la Biblia y sus comentarios tradicionales remontan al pensamiento de los antiguos rabinos- que en unas creencias determinadas. No quiero decir con ello que fuera un sentimiento religioso atenuado. Ese sentimiento de que la Biblia es el Libro de los Libros donde se dicen las cosas primeras, las que debían ser dichas para que la vida humana tuviera un sentido, y que se dicen bajo una forma que abre a los comentaristas las dimensiones mismas de la profundidad, no era una simple sustitución de la conciencia de lo «sagrado» por un juicio literario. Es esa extraordinaria presencia de sus personajes, son esa plenitud ética y esas misteriosas posibilidades de la exégesis, las que originariamente signifi­ caban para mí la trascendencia. Y no menos. No es poco entrever y sentir la hermenéutica, con sus audacias, como vida religiosa y como liturgia.

5. En su labor de interpretación del Talmud, Lévinas, tal como él señala, propone leer los textos desde los problemas que preocupan a un hombre que vive en una confluencia de civiliza­ ciones. Cf. E. Lévinas: Quatre lee tures talmudiques, París, Minuit, 1968, p. 15. 6. «Que Lévinas lui-méme ait voulu publier ses livres philosophiques et ses livres juifs chez des éditeurs distinets ne doit pas inciter á penser que sa philosophie reste étrangére á la source juive et son interrogation de la lettre hébra'íque indemne de toute contamination par le grec», C . Chalier: La trace de l ’infini: Emmanuel Lévinas et la source hébrai'que, París, Cerf, 2002, p. 235.

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Los textos de los grandes filósofos, con el lugar que tiene la interpretación en su lectura, me parecieron más cercanos a la Biblia que opuestos a ella, incluso si la concreción de los temas bíblicos no se reflejaba inmediata­ mente en las páginas filosóficas. Pero, en mis comienzos, no tenía yo la impresión de que la filosofía fuera esencialmente atea y no lo pienso hoy tampoco. Y si, en filosofía, el versículo no puede servir de prueba, el Dios del versículo, a pesar de todas las metáforas antropomórficas del texto, puede seguir siendo la medida del Espíritu para el filósofo.7

Una lectura atenta de las llamadas «obras filosóficas» nos pone frente a frente ante la presencia del judaismo. Lévinas es el filósofo que parte de una contraposición de dos figuras, una griega y otra judía, para explicar qué es Europa, y cuál es la salida que él está buscando, ya que para él «se trata de salir del ser por una vía nueva con el riesgo de invertir ciertas nociones que al sentido común y a la sabiduría de las naciones les parecen las más evidentes».8 Lévinas indica en sus primeras obras que hay que salir del ser, de la ontología clásica, y de sí mismo, del peso de la existencia propia; y que hay que hacerlo de forma urgente, pues «toda civilización que acepta el ser, la desesperación trágica que comporta y los crímenes que justifica merece el nombre de bárba­ ra».9 La sabiduría de las naciones, es decir, la filosofía y la política griegas, ha conducido al hombre a las cámaras de gas y a los campos de exterminio. Una vez más, Ulises retom a vencedor a casa, el rico en astucias ha ganado, aunque su ganancia ha tenido lugar a costa de la vida de otros seres humanos. La filosofía occidental, según el lituano, ha dado lugar a una concepción del ser humano como agente, como ser libre y autónomo. Por ello ha otorgado una preeminencia a la victoria, doblemente premiada porque el vencedor es quien siempre escribe la historia, y ha dejado sin ningún lugar al perdedor. Ante el rico en astucias, ante el político y estratega, Lévinas reivindica la «locura» mesiánica, la escatología profética tal como se presenta en Abraham. El patriar­

7. E. Lévinas: Ética e infinito, trad. cast. de J.-M.a Ayuso, Madrid, Visor, 1991, pp. 25-26. Pero esta idea de proximidad entre ambas debe ser bien entendida: «le recours de la religión á la philosophie ne doit signifier aucune servilité de la philosophie ni aucune in-intelligence propre á la religión. Ne s’agit-il pas plutót de deux moments distincts, mais solidaires de ce processus spirituel unique qu’est Vapproche de la transcendance: approche, mais non point objectivation, qui déjá renierait la transcendance d ’une part; objectivation, d ’autre part, néccessaire á cette approche sans se substituer á elle», E. Lévinas: Á l ’heure de nations, París, Minuit, 1988, p. 209. 8. E. Lévinas: De l ’évasion, París, Fata Morgana, 1982, p. 99. 9. Ibíd., p. 98.

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ca judío instalado en una tierra que, ya de entrada, no era la originaria de su familia10 recibe una orden y una promesa: el Otro le pide que salga de su hogar y lo deje atrás para siempre para dirigirse a una nueva tierra que, de hecho, él no habitará, no poseerá. Abraham escucha la voz y se pone en marcha y en su largo decurso salva su vida gracias a la acogida, a la hospitalidad, de los otros. Además, como padre de Ismael y de Isaac se convierte en el patriarca de las diversas naciones. En suma, Abraham no tiene una casa a la que volver para encontrar su identidad, no sale de su tierra para conquistar ni para reparar una ofensa política, sino que es sacado, es hecho salir de sí mismo por una apelación del Otro que pide una respuesta. Su identidad es esa misma respuesta, esa responsabilidad que hace pasar al otro antes que al Yo. Para Lévinas, la aventura que se inició siglos atrás en un remoto lugar, cuando Abram, luego convertido en Abraham, acepta la llamada de Yahveh y deja Jarán para dirigirse a Canáan,11 ha conducido a través de un largo caminar por el desierto, de múltiples pruebas y de varias diásporas, al corazón de Europa y allí muchos de sus descendientes han contribuido a perfilar la identidad de Europa y se sienten en casa. Volviendo a la cuestión inicial, si ésta es la figura humana que simboliza el humanismo del otro, si éste es el sentido de esa salida o éxodo que rompe con la sabiduría de las naciones, ¿cómo poner en duda que el modelo es hebreo? ¿Cómo negar que el humus prefilosófico, en este caso, es religioso?12

10. «Selon la tradition, Abraham l’Hébreu, issu d ’une famille sumérienne remontant au troisiéme millénaire, est né á Ur, en Mésopotamie. Une grave crise économique conduit la fami­ lle á quitter Ur pour venir s’intaller á un millier de kilométres de la, dans la ville de Harran, sur l ’Euphrate. C ’est de la qu’Abraham, éclairé par la promesse faite par Dieu d ’une terre promise á sa postérité, part ves 1760 avant J.-C., en quéte d ’une terre appelée Canaan», B. Baudouin: Le judaísme a la source de la pensée juive, París, De Vecchi, 2002, pp. 16-17. 11. «Á l’origine Abraham s’appelait Abram. Nom déjá significatif et programmatique puisqu’il signifie: “le Pére est élévé (AB-Ram)” , autrement dit la fonction patemelle est reconnue (...) comme fonction créationnelle. Le nom de Abram sera ensuite transformé en AbraH am , par adjonction de la lettre hei qui ne se réduit pas á un ajout calligraphique. Par excellence, en hébreu, la lettre hei est celle de l’inter-subjectivation puisqu’elle désigne á la foi: a) l’article défini, b) le fémini, c) la mise en question, d) la perspective et la destination», R. D raf: La Torah. La Législaíion de Dieu, París, Éditions Michalon, 1999, pp. 37-38. 12. Cf. E. Lévinas: Ética e infinito, p. 19.

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¿CÓMO SE ESTABLECE LA RELACIÓN? Aceptada la existencia de una relación entre su filosofía y su judaismo, es el momento de ver con algo más de detenimiento qué tipo de relación es y qué problema puede plantear. Comenzaré por este último aspecto. Lévinas quiere, como él mismo ha señalado, decir en griego lo no heleno. No desea invalidar la sabiduría de las naciones, sino «ampliarla».13 Ese nuevo pensar, retomando el título de una de las obras de Rosenzweig, que aúna Grecia e Israel, Atenas y Jerusalén, ¿cómo ha de entenderse? Ésta es, sin duda, la cuestión más problemática, ya que supone resolver adecuadamente el modo en el que la filosofía, siendo y permaneciendo griega, ha de abrirse a lo no heleno; y cómo el judaismo sin dejar de ser lo que es, la religión del pueblo elegido, ha de ser comunicable y universalizable. La dificultad de tal empresa es patente, pero Lévinas no se amedrenta ante ella. El núcleo del problema es bien delimitado por Chalier, quien señala que hay dos tradiciones de pensamiento que han permanecido separadas, sin abrirse una a otra: la judía, que ha mostrado una resistencia a la filosofía, y la filosofía, que no ha reconocido que la tradición hebrea tenga nada, o poco, que aportarle.14 Me parece que ambas opciones se pueden, incluso se deben, matizar, pero lo cierto es que entre ambas tradiciones parece que ha habido una cierta distancia y una percepción de la diferencia existente. Respecto a la forma en la que el judaismo ha visto el saber griego, Ramón Guerrero, entre otros, ha afirmado que la filosofía no sería un rasgo característico de la tradición hebrea, sino algo que llega desde fuera: «los libros sagrados de los judíos no pudieron dar lugar a un pensamiento filosófico propio y el judaismo tuvo que recibir la filosofía desde fuera. Ésta es la razón por la que la filosofía judía sólo puede ser una elaboración, eso sí, original, de doctrinas griegas, consideradas desde un peculiar punto de vista».15 En esta línea de razonamiento concluye que 13. Cf. E. Lévinas: Á l ’heure, p. 155. 14. Cf. C. Chalier: «Singularité juive et philosophie», en J. Rolland (ed.): Cahiers de La nuit surveillée. Emmanuel Lévinas, Lagrasse, Verdier, 1984, p. 80. 15. R. Ramón Guerrero: Filosofías árabe y judía, Madrid, Síntesis, 2001, p. 252. Ésta es también la opinión de Guttmann: «the Jewish people did not begin to philosophize because of an irresistible urge to do so. They received philosophy from outside sources, and the history of Jewish philosophy is a history of the successive absorptions of foreign ideas which were then transformated and adaptated according to specific Jewish points of view», J. Guttmann: Philosophies o f Judaism. A History o f Jewish Philosophy from Biblical Times to Franz Rosenzweig, Nueva York, Schocken Books, 1973, p. 3.

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ésta es la razón por la que, pese a lo que se ha afirmado, filosofía judía no significa filosofía elaborada por un judío, ni tampoco alude a una filosofía cuyas fuentes sean judías. Más bien, con este término, habrá que entender aquella filosofía que, aparecida en un momento dado de la historia, se ha referido a la tradición judía y ha mostrado los rasgos comunes existentes entre ciertos textos de la herencia hebrea y el sistema de pensamiento griego; sería la explicación de creencias y prácticas judías por medio de conceptos filosóficos de origen griego.16

La filosofía judía sería una explicación filosófica, por lo tanto, según los modos griegos, de nociones o de temas que surgen gracias a la recepción y lectura de la Revelación, pero tales ideas han de ser pensadas y expuestas ateniéndose a los criterios de la razón. Su problematicidad sería la misma que la de las filosofías cristiana y musulmana: pensar y exponer racionalmente ideas que provienen de una fuente no filosófica. Lévinas, como ya hemos visto, afirma que no considera que eso sea un salto ilegítimo, pero matiza muy bien que esta relación ha de ser entendida correctamente. Por otra parte, no ha de olvidarse que Lévinas no hace teología, sino fi­ losofía. Como afirma Chalier, Lévinas no es un teólogo, sino un filósofo que escucha y toma en consideración la verdad, o las verdades de la Revelación, como inspiración.17 En ninguna de las obras del hebreo aparece una prueba de 16. R. Ramón Guerrero: Filosofías árabe y judía, p. 249. Guttmann explica que la diáspora del pueblo hebreo impidió que adquiriera un carácter similar al de la filosofía griega, romana, francesa o alemana, pero sí logró una profunda unidad intelectual, ya que desde la antigüedad la filosofía judía es esencialmente una filosofía del judaismo, que reconoce el poder autónomo de la filosofía (Guttmann: Philosophies ofJudaism, p. 4). En cambio, otros autores consideran que la diáspora es esencial al pueblo hebreo, por lo que no sería un obstáculo a la formación de su pensa­ miento: «es importante detenerse aquí algunos instantes en el término hebreo que nombra al hebreo, el hombre y su lengua: Ibrí e Ibrit. El hebreo, en su significación etimológica, es el ser del paso (Laabor), de la ruptura (Aberá), de la transgresión (Aberá), de la transmisión, de la producción y de la creación (Ubar, Meubéret, lbur ha-hódesh); es también el que toma en consideración lo que resulta exterior (Baabur she...). Todas ellas palabras de la raíz I, B, R», M.-A. Ouaknin: El libro quemado: filosofía del Talmud, Barcelona, Riopiedras, 1999, p. 114. 17. «Malgré sa défiance envers le vocable “théologien” , le philosophe ne propose done pas ici une puré et simple description phénoménologique du Désir métaphysique et du visage. Toutefois, les deux attitudes ne semblent pas contradictoires si on admet que l’inspiration par les textes juifs, inspiration qui bouscule le logos -la conceptualité et la langue de la philosophie- ne transforme pas d ’emblée un philosophe en un “théologien” . (...) sa certitude de la nécessité de recourir au logos, comme médium raisonné de compréhension et de transmission, ne lui semble aucunement impliquer la nécessité de cesser d’écouter “le pouvoir dire” des textes hébráíques. Mais cette écoute ne signifie pas, selon lui, une entrée en théologie car elle n’annonce aucun discours relatif á l’essence de Dieu ou á des preuves de Son existence. Elle ouvre, au contraire, une

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la existencia de Dios, ni una reflexión sobre Él. Lévinas plantea un pensar cen­ trado en los seres, especialmente en los seres humanos, que se muestra como la huella del paso de quien propiamente no ha estado allí: «para el otro hombre y por él a-Dios».18 Para Lévinas existe una diferencia entre pensar sobre el judaismo y desde la perspectiva del fiel, y pensar desde el judaismo y con la perspectiva de la ra­ cionalidad. Él no es un filósofo del judaismo, es más bien un judío que filosofa, o más correctamente, un filósofo judío.19Lévinas desarrolla un estudio del judaismo basado en la lectura de la Tora desde el Talmud y a ello consagra gran parte de su actividad y de su tiempo, pero esta dimensión de su obra no es la propiamente filosófica: aunque son inseparables, al dedicarse a la filosofía, lo que toma de su religión son las verdades universales y compartióles, y entonces las trata y estudia desde el punto de vista de la razón: «la filosofía no puede fundarse en la autoridad de la Biblia. Ambas deben ser independientes tanto en el habla como en la escritura. Lo bíblico sólo puede ser considerado una ilustración».20 Es decir, el rasgo característico del pensamiento lévinasiano es la unión de «la exigencia filosófica de “dar razón” y la prueba judía del Infinito».21 Por una parte, Lévinas afirma que desea «decir en griego los principios que Grecia ignoraba»22 y que todo puede ser traducido en griego, lengua de la filosofía y de Europa.23 Pero por otra, señala que a pesar de la legitimidad de la traduc­ ción de la Biblia al griego, hay algo que permanece intraducibie, como el libro de Esther, ya que «el dolor de la persecución antisemita no se cuenta más que

possibilité de penser autrement la rencontre d’autrui que ne le fait une “puré” phénoménologie», C. Chalier: La trace de l ’infini, p. 68. 18. E. Lévinas: De Dios que viene a la idea, trad. cast. de G. González-Amaiz y J.-M.a Ayuso, Madrid, Caparros, 2001, p. 15. 19. Cf. S. M alka: Lire Lévinas, París, Cerf, 1989, pp. 79-81. En cierto modo, Lévinas tam­ bién comparte la idea de Guttmann y Guerrero, ya que diferencia entre «judío filósofo» y «filósofo judío» y considera que la mayoría de los judíos han sido judíos filósofos, pero no filósofos judíos; es decir, no han desarrollado un pensamiento enraizado en su tradición. Cf. E. Lévinas, recensión de Kierkegarrd et la philosophie existentielle, en Revue des Etudes Juives 91,1937, p. 141. Pero no estaría completamente de acuerdo, puesto que afirma que el Talmud es el intento hebreo de pensar filosóficamente y él trata de ser un filósofo judío. 20. E. Lévinas: La huella del otro, trad. cast. de D. Guillot, México, Taurus, 2001, p. 98. 21. F.-D. Sebbah: Lévinas. Ambigu'ités de l'altérité, París, Société d ’édition les Belles Lettres, 2003, p. 12. 22. E. Lévinas: L ’au-dela du verset. Lectures et discours talmudiques, París, Minuit, 1982, p . 233. 23. Cf. E. Lévinas: Altérité et transcendance, París, Fata Morgana, 1995, p. 179.

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en la lengua de la víctima».24 Esta última matización vuelve a abrir la cuestión del carácter particular del pueblo hebreo, su condición de pueblo elegido, que no puede ser universalizable. En muchas de sus lecturas talmúdicas, Lévinas afirma que él entiende Israel no como una comunidad política, sino en un sentido ético, y una de las dimensiones de tal papel ético sería estar entre las naciones para recordar lo que rompe con la sabiduría de éstas y señala hacia la promesa escatológica, hacia el infinito y no hacia la totalidad y el Estado. Esto implica que la unión de Atenas y Jerusalén no se ha de hacer «a costa» de Israel, que esta unión no puede significar la pérdida del infinito o su conversión en totalidad. De hecho, si esto sucediera, supondría el fracaso de la filosofía de Lévinas, que afirma rotundamente que cuando la escatología de la paz mesiánica se sobreponga a la ontología de la guerra, entonces la moral se opondrá a la política, dejando atrás las funciones de la prudencia o los cánones de lo bello, para postularse incondicional y universal. Los filósofos no llegan a creerlo. Le sacan provecho para anun­ ciar también la paz; deducen una paz final de la razón que se desenvuelve en su elemento en el seno de las guerras antiguas y actuales: fundamentan la moral en la política. (...) Sin embargo, el extraordinario fenómeno de la escatología profética no se empeña en sacar carta de ciudadanía en el pensamiento, asimilándose a una evidencia filosófica. Es cierto que en las religiones y aun en las teologías, semejante a un oráculo, la escatología parece «completar» las evidencias filosóficas; sus creencias-conjeturas se pretenden más ciertas que las evidencias, como si la escatología les agregara aclaraciones sobre el porvenir al revelar la finalidad del ser. Pero reducida a las evidencias, la escatología aceptaría desde el principio la ontología de la totalidad emergida de la guerra. Su verdadero alcance es otro. (...) La escatología pone en relación con el ser, m ás allá de la totalidad o de la historia, y no con el ser más allá del pasado y del presente. (...) Es la relación con una excedencia siem pre exterior a la totalidad, como si la alteridad objetiva no completara la verdadera medida del ser.25

Ante la negativa lévinasiana a traicionar a Jerusalén se alza la objeción de Derrida y la sospecha de si, a pesar de todo, Grecia no sería la gran «vencedora» en este intento de traducir al griego lo no heleno: ¿no es acaso filosofía toda objeción hecha a la filosofía en lenguaje filosófico? Derrida se pregunta si es posible utilizar el lenguaje con todas sus estructuras e implícitos para hablar de lo 24. E. Lévinas: Λ l ’heure, p. 56. 25. E. Lévinas: Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, trad. cast. de D. Guillot, Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 48-49.

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que no cumple esas estructuras e implícitos, o si más bien no habría que callarse. Yendo más allá en su razonamiento, se cuestiona si es realmente el discurso o el pensamiento del ser un modo de violencia,26 y si es posible una ética sin un pensamiento sobre el s e r27 Para Derrida, «al hacer de la relación al Infinitamente Otro el origen del lenguaje, del sentido y de la diferencia, sin relación a lo mismo, Lévinas se decide por lo tanto a traicionar su intención en su discurso filosófi­ co».28 Lo que desea hacer Lévinas, para Derrida, estaría abocado al fracaso y lo no heleno sería vencido por lo heleno, al ser expresado en su lengua. En el fondo, Lévinas trata de hacer que la filosofía se «disloque», que sea capaz de romper con sus categorías y maneras habituales de razonar para pensar más allá del ser. En primer lugar, habría que ver si toda la filosofía occidental, de Jonia a Friburgo, ha sido realmente alérgica al otro, si es cierto que la filoso­ fía no ha estado abierta a lo otro. De entrada, me parece que un juicio genérico como ése no hace y no puede hacer justicia a todos los pensadores, que en su alteridad y singularidad propia han pensado el ser de muchas maneras. De he­ cho, el mismo Lévinas indica varios nombres de grandes filósofos que parecen haber vislumbrado la posibilidad de salir del ser: Platón, Plotino, Aristóteles, Descartes, Kant, Husserl... En segundo lugar, es imprescindible plantearse qué supone no pensar el ser de otra manera, sino pensar más allá del ser, de otra manera que ser: ... asistimos a una aventura del lenguaje, aventura con forma de ruptura con «la leyenda del ser», movimiento de salida fuera de su gesta que sin embar­ go se niega a dejar de lado la filosofía propiamente dicha para refugiarse en otro lugar donde una posición (¿cómoda?) de vuelo por encima sería posible. No se trata de oponer a la violencia metafísica que no reconoce una alteridad para apropiársela mejor una contraviolencia que habla a partir de un punto de vista exterior pacificado. El discurso lévinasiano debe a la vez ceñirse al discurso (de la) metafísica y separarse de sus trampas para dar a entender otro significado.29 26. Derrida considera que Platón, Aristóteles y especialmente Heidegger han puesto de relieve que ni el ser ni lo mismo ejercen violencia sobre el otro, pues el ser no es una categoría ni un género; ni tampoco tiene nada que ver con la totalidad. Además, el ser y lo mismo son nece­ sarios para poder hablar del otro. La metafísica del rostro presupone el pensamiento del ser: hace falta pensar el ser para dejar ser al ente; sólo eso puede evitar la violencia ética. Cf. J. Derrida: «Violence et métaphysique. Essai sur la pensée de Emmanuel Lévinas», Revue de Métaphysique et de Mor ale 3,1964, pp. 456-562. 27. Ibíd., p. 454. 28. Ibíd., p. 470. 29. F. Wybrands: «La voix de la pensée», en Cahiers de La nuit surveillée. Emmanuel Lévinas, pp. 73-74.

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Esta matización es muy importante, pues Lévinas no quiere pensar de otra manera el ser, sino pensar más allá del ser, situar, siguiendo a Platón, al bien más allá del ser y sacar las consecuencias de ello: la ética es la filosofía primera. Lo originario es el encuentro cara a cara con el otro, con un ser que tiene sentido por sí mismo y se presenta ante el Yo haciéndole salir de sí y a la vez, al exigirle una responsabilidad infinita, le dota de su propia identidad: «Yo es otro», ya que Yo es Yo al responder no de sí, sino del otro porque sólo él puede responder. Peñalver, adoptando el punto de vista de Derrida, manifiesta sus reticencias ante tal proyecto: ... ¿es posible expresar la experiencia de lo infinitamente otro en el discurso filosófico?, ¿es posible la síntesis del logos filosófico griego y la palabra profética judía? En cierto modo, el logos griego es insuperable, es la condición de todo discurso y de todo diálogo. Incluso aquello que parece escapar a su espacio propio está, por así decirlo, previsto en la economía de su funcionamiento. La no-filosofía (empirismo, alteridad, más-allá del ser) no viene a sorprender a una filosofía encerrada en sí misma, en la contemplación de la identidad. La no-filosofía queda reapropiada como diferencia de la filosofía. Pero el judaismo, en el uso que hace de él Lévinas como instancia de lo otro que el logos filosófico, quiere ser sin duda otra cosa que esta diferencia que la filosofía puede dominar. La obra de Lévinas pretende constituirse en una meditación de la tensión o de la distensión de lo griego y lo judío, que es, tal vez, el componente más profundo de nuestra civilización y nuestra historia. Pero si esto es así, si Lévinas no puede reducir el helenismo, ¿hasta qué punto es efectiva su pretensión de ruptura del logocentrismo y la ontología? Más que otros, el texto de Lévinas nos exige interrogamos «sobre el sentido de una necesidad: la de instalarse en la conceptualidad tradicional para destruirla». Pero ¿es posible, en general, esa ruptura desde el discurso filosófico?30

El propio Lévinas es muy consciente de estos problemas y responde, al menos, de dos formas. La primera es señalando los «precedentes filosóficos» de lo que él desea hacer: ... uno no puede decir, a mi manera de ver, que el primado de la ética no es o no fue filosófico. El primado de la razón práctica en Kant está funda­ do en un análisis tradicional de la razón. Pero está claro que el resultado es la Etica. Para aquel que mire a través de la historia de la filosofía, lo verdaderamente nuevo en Kant consiste en que él le concede el primado

30. P. Peñalver: «Ética y violencia. Lectura de Lévinas», Pensamiento 36,1980, pp. 183-184.

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a la razón práctica en lugar de a lo teorético. Se trata de una invitación no sólo a comportarse diferentemente, sino a filosofar de otra manera. No sólo se trata de una revolución de la conducta práctica, sino también de una invitación a contemplar de otra forma la relación entre lo teórico y lo ético.31

Con lo que nuevamente reaparece la cuestión de si ese más allá del ser es o no es «meramente» judío. La segunda respuesta es su obra De otro modo que ser o más allá de la esencia. En este libro difícil, Lévinas trata de romper el lenguaje griego para que el ser no encierre el de otro modo que ser, para que Grecia no traicione a la sabiduría mesiánica y profética. Por ello este libro, escrito mucho tiempo después de la Shoah, comienza con su recuerdo: ... a la memoria de los seres más próximos entre los seis millones de ase­ sinados por los nacional-socialistas, al lado de los millones y millones de humanos de todas las confesiones y todas las nacionalidades, víctimas del mismo odio del otro hombre, del mismo antisemitismo.32

Este texto es entre todas sus obras filosóficas el que muestra una mayor presencia del judaismo, de su judaismo. Es el libro del más allá, de la mayor rup­ tura del decir y pensar filosófico, pero es y sigue siendo filosofía, otro modo de filosofía, pero filosofía. La primacía de la ética sobre la ontología, de la razón práctica sobre la teó­ rica es para Lévinas la invitación a recorrer la aventura de Abraham, del hombre que parte en busca del Otro; es, al fin y al cabo, una manera de correr el bello riesgo del que habla el filósofo clásico, sabiendo que «en filosofía siempre hay que correr el bello riesgo» ,33 Pero si ese bello riesgo también ha sido vislum­ brado por los filósofos griegos, habría que decir, al menos, que Grecia no es tan egocéntrica ni tan alérgica al otro y, quizá también, que la elección de ese riesgo inclina la balanza del lado griego.

31. E. Lévinas: «Rostro y violencia», en La huella del otro, p. 98. De Greef pone de relieve la matriz kantiana de esta tesis lévinasiana que establece la primacía de la ética sobre la teoría, así como las patentes divergencias entre ambos. La valoración que realiza de tal proyecto es negativa: la ética no es anterior a la razón, sino una reflexión sobre el sentido del discurso. Cf. J. De Greef: «Éthique, reflexión et histoire chez Lévinas», Revue philosophique de Louvain LXVII, 1969, pp. 431-460. 32. E. Lévinas : Autrement q u ’étre ou au-dela de Vessence, La Haya, Martinus Nijhoff, 1978, p.v. 33. Ibíd., p. 24.

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Desde luego, Lévinas no lo cree, sino que considera que él ha tratado de vincular ambas tradiciones, ha intentado dotar al judaismo de su filosofía propia y ensanchar las posibilidades de la filosofía para que pueda decir lo otro del ser. Esto es posible para él porque es necesario romper la seguridad del discurso griego, porque los sabios judíos nunca han separado la palabra revelada del comentario humano y porque hay que traducir esa sabiduría antigua al lenguaje del logos. Pero puede dejarse como «sospecha» la duda de que realmente haya logrado lo que quería.

LA PRESENCIA DEL JUDAISMO EN SU FILOSOFÍA La otra cuestión que hay que plantearse, además de si es realmente posible llevar a cabo lo que Lévinas desea, es cómo se produce para él la relación de esos dos mundos aparentemente tan distantes. Me parece que ésta es, al menos, de dos tipos: temática y metódica. El estudio de la presencia de temas hebreos en las obras filosóficas de Lé­ vinas ha sido realizado magníficamente por Alberto Sucasas, por lo que remito a sus obras para una visión global. En este texto, simplemente me detendré en un concepto esencial: criatura. Esta noción bíblica está en la entraña de la obra filosófica de Lévinas, aunque él mismo no la estudia con detenimiento ni de forma sistemática. No lo hace posiblemente por un rasgo propio de ésta, a la que describe como «criatura pero huérfana de nacimiento o atea ignorante sin duda de su Creador, pues si lo conociera asumiría entonces su comienzo».34 La criatura está desligada del Creador o puede considerase tal y verse a sí misma como una pregunta: ... a la pregunta «¿qué es el hombre?», los Maestros del Talmud respon­ den que es un «¿qué?», un «¿qué es?». Respuesta enigmática que no hay que apresurarse a comprender, corriendo el riesgo de suprimir su efecto. Puede decirse que los Maestros del Talmud desarrollan una filosofía del sujeto en la que la personalidad de cada hombre constituye el centro de la reflexión. Cada hombre ha de intentar hacer emerger lo que de único hay en él, aquello por lo que es poseedor de una pregunta, la suya, que hace de él un «¿qué es?» muy particular, diferenciado.35

34. Ibíd., pp. 165-166. 35. M.-A. Ouaknin: El libro quemado, p. 17.

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Para Lévinas esta comprensión del ser humano como ser que se pregunta por sí mismo, cuyo ser es una pregunta, remite a la creación ex nihilo, a la absoluta novedad, que no puede ser pensada desde las categorías de la filosofía griega, que siempre apela a una materia preexistente y a la acción de un demiurgo, por lo que no posee la noción de Dios creador ni de nada. El ser humano es un ser creado de la nada, que recibe como don todo lo que es, y, por ello, es apertura o exposición al otro: Lévinas propone entender [al ser humano] como exposición o apertura efectiva al otro hombre, quien antes que camarada mío, es mi interlocutor o, mejor, mi interpelante, y, de este modo, fuente o significancia de todo sentido, capaz por ello de discutirle a la pregunta ontológica por el sentido del ente su primacía.36

Esta pasividad característica de la criatura, que es uno de los rasgos más destacados de la descripción del hombre como vulnerabilidad y rehén presentes en De otro modo que ser como lo propio del humanismo del otro, del humanismo que se opone al Yo autónomo y autosuficiente, tiene diversos sentidos: ... pasividad de quien, paralelamente al «sujeto-oreja» profético, escucha una voz que ordena y únicamente admite la obediencia, paralizando toda iniciativa verbal; pasividad del pasado inmemorial, horizonte pre-original y an-árquico de una temporalidad irrecuperable que constituye el trasfondo del rostro y permite recuperar, en la discursividad fonotextual, la noción de creación; pasividad, en tercer lugar, de la paciencia, aceptación resignada de la «síntesis pasiva» del tiempo, de un fluir irreversible que aproxima, sin esperanza proustiana de recuperar el tem ps p erd u , el envejecimiento y la muerte; pasividad, en fin, del sufrimiento, donde la difícil escritura de A utrem ent qu ’étre logra aunar el sentido patético del siervo sufriente bíblico y la experiencia trágica del exterminio antisemita, resolviéndose la subjetividad humana en vulnerabilidad.37

El otro se hace presente ante el Yo en la experiencia del rostro, del cara a cara, y ante esa presencia irrepresentable del otro, el Yo descubre su verdadera identidad como ser-para-otro, como apertura a la alteridad y responsabilidad sin límites. Ante el otro, el hombre pierde su poder y se constituye como tal al aceptar el imperativo, el mandato que pide no matar. El sujeto humano es pasi­ 36. J.-M. Ayuso: «El no-lugar del deseo», en G. González-Amaiz (ed.): Ética y subjetividad. Lecturas de Emmanuel Lévinas, Madrid, Editorial Complutense, 1994, p. 63. 37. A. Sucasas: «El texto múltiple: judaismo y filosofía», en ibíd., pp. 224-225.

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vidad que recibe la voz o palabra que le dirige el otro y, como tal, se presenta como ser heterónomo, lo que no anula la identidad y autonomía humanas, sino que las funda, dando origen a la respuesta y al diálogo. En el interior de la subjetividad se da algo cuyo origen no puede ser el Yo, sino que es recibido, y por ello la subjetividad deja de ser actividad para con­ vertirse en pasividad, en hospitalidad.38 La llegada de lo que viene de más allá perturba al Yo en su morada, en su estar en casa; le enfrenta a la exterioridad: lo absolutamente Otro, es el Otro... Ni la posesión, ni la unidad del núme­ ro, ni la unidad del concepto, me incorporan al Otro. Ausencia de patria común que hace del Otro el extranjero; el extranjero que perturba el «en nuestra casa». Pero extranjero quiere decir también hombre.39

Esta no es una relación de negatividad, ni se puede englobar en un siste­ ma; es una relación con una realidad infinitamente distante, que, sin embargo, constituye al Yo. Para Lévinas, la llegada de lo que viene de fuera, de lo otro, se hace patente en el rostro y se produce de una forma an-árquica, como puro don gratuito, que enseña al hombre quién es realmente, ya que lo eleva a la responsabilidad: ... el término Yo significa hem e aquí, respondiendo de todo y de todos. La responsabilidad para con los otros no ha sido un retomo sobre sí mismo, sino una crispación exasperada, que los límites de la identidad no pueden retener. La recurrencia se convierte en identidad al hacer estallar los límites de la identidad, el p rincipio del ser en mí, el intolerable reposo en sí de la definición. Sí mismo, más allá del reposo: imposibilidad de retornar de todas las cosas para no ocuparse más que de sí, sino mantenerse a sí mismo devorándose. La responsabilidad dentro de la obsesión es una responsabilidad del Yo respecto a lo que ese Yo jamás ha querido, es decir, respecto a los otros (...) No es, sin embargo, alienación puesto que el Otro en el Mismo es mi sustitución del otro conforme a la responsabilidad, por la cual, en tanto que irrem plazable, Yo estoy asignado. Por el otro y para el otro, pero sin alienación, sino que inspirado.40

El ser humano, por tanto, no es originariamente sujeto activo, autodeter­ minación y autónomo; sino un ser que responde a la llamada. Otro de los puntos de referencia de la filosofía de Lévinas, marcado por una profunda huella hebrea e íntimamente unido a esta comprensión de la criatura, es 38. Cf. E. Lévinas: Totalidad e Infinito, 1977, p. 53. 39. Ibíd., p. 63. 40. E. Lévinas: Autrement q u ’étre, p. 183.

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la noción de responsabilidad. El pensador hebreo destaca en sus obras filosóficas que, tras lo acontecido en el siglo X X , es necesario rehabilitar el humanismo en su verdadero significado, lo que supone definir adecuadamente el sentido del ser humano. Lo propio del hombre no es su poder, tal como habría sido señalado por la tradición occidental (especialmente con Nietzsche, pero también con la idea de autonomía), sino su pasividad, su vulnerabilidad que es apertura al Otro que se hace presente-ausente en el Mismo sin perder su exterioridad y le pide cara a cara responder, no de las acciones que ha realizado desde su autonomía, sino de su derecho a existir, de su culpabilidad originaria: ocupar un lugar bajo el sol que usurpa el lugar de otro. Esta noción de responsabilidad se entiende mejor desde la lengua materna de Lévinas, pues en hebreo hermano (Ah) tiene la misma raíz que responsabilidad (Ahrayut). Ser hermano, y para el pensador hebreo todo hombre es hermano, es ser responsable, tener que responder del otro, del hermano.41Así pues, lo que de­ fine propiamente al hombre no es la libertad, sino la responsabilidad, que no es un privilegio, sino una carga dolorosa, que cada uno ha de tomar sobre sí mismo: «el Yo es aquel que, antes de toda decisión, ha sido elegido para soportar toda la responsabilidad del Mundo» 42 Por ello Lévinas afirma que la libertad humana es difícil y no se cierra en el estrecho círculo del Yo, sino que se basa en una apertura originaria del Yo al otro, en la bondad, que «consiste en implantarse en el ser de tal modo que el Otro cuenta más que el Yo mismo. La bondad comporta así, para el Yo expuesto a la alienación de sus poderes por la muerte, la posibilidad de no ser para la muerte» 43 La otra gran presencia del judaismo en la obra filosófica de Lévinas tie­ ne que ver con el método. Para el lituano la filosofía ha de ser capaz de decir lo que no es griego sin desvirtuarlo, ha de decir con otro decir las posibilidades del decir. Esto supone abrir la filosofía a la hermenéutica hebrea, a la lectura siempre abierta de nuevas posibilidades, de acepciones y sentidos implícitos que han de ser encontrados e interpretados. Lévinas no aplica este método sólo en sus libros talmúdicos, en los que lleva a cabo una lectura que pone el Libro en relación con los problemas actuales, sino también en su obra filosófica, especialmente en De otro modo que ser. El pensador hebreo parte de la constatación de que el judío tiene una re­ lación siempre abierta e interpretativa con el Libro. Esta apertura se debe, en 41. Cf. C. Chalier: «Singularité juive et philosophie», p. 88. 42. E. Lévinas: Entre nosotros. Ensayo para pensar en otro, trad. cast. de J.-L. Pardo, Valencia, Pre-Textos, 1993, p. 78. 43. E. Lévinas: Totalidad e Infinito, p. 261.

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parte, a que el hebreo del texto bíblico carece de vocales en su escritura (lengua consonántica), así como de puntuación, por lo que el ritmo de paso de una frase a otra o de una parte de la frase a otra no está indicado. Lo único que interrumpe el flujo de las palabras son los espacios en blanco que aparecen entre ciertas palabras o en algunos lugares del texto. Además, las letras hebreas tienen un valor numérico, lo que plantea nuevas posibilidades de lectura e interpretación. Y por último las Nunim, signos arriba y abajo, indican que lo escrito ha de ser borrado o considerado no escrito.44 Es decir, el texto escrito pide una lectura interpretada, una actividad de comprensión y transmisión oral. Ahí reside la actividad filosófica propia del judaismo: ... la particular estructura del texto talmúdico, su modalidad original de acuerdo con la cual se expone el pensamiento talmúdico, es lo que hace posible la significación perenne del Libro. Así, habría que buscar el Libro, mejor que en la Biblia, en el Talmud. En efecto, el Talmud, en virtud de la problemática que le es propia y la preocupación por la apertura, es el lugar del menos que contiene el más; el error de numerosos talmudistas consiste en no ver dónde se sitúa el envite fundamental de este texto. Hay que comprender que la filosofía del Talmud no ha de buscarse en los diferentes temas que pueden encontrarse, sino en la problemática subyacente a la exposición de esos temas. En el Talmud, más allá de los temas propuestos, se agita la cuestión de la apertura, del sentido siempre presente45

La lectura siempre abierta del Talmud presenta una verdad viva, en continuo crecimiento, que no acepta la síntesis ni el sistema ni la unicidad: «el Talmud no concibe una palabra de Dios que fuese oída de una única forma. La palabra divina es palabra plural».46 El Talmud es el libro escrito y borrado, dicho y des­ dicho. Así pues, el Libro propiamente dicho está o es la relación entre el Libro y el lector 47 De ahí que Lévinas destaque que la verdad se alcanza en el diálogo 44. El Libro hay que interpretarlo: «el Libro está, sin duda, al principio; sólo al principio (...) tras el principio, hay un trabajo de deconstrucción del libro, tránsito de una ley escrita a una ley oral... La historia del libro es la historia de su borrado, y el hombre está “condenado” a interpretar. ¡Y el pueblo judío no es el pueblo del Libro!», M.-A. Ouaknin: El libro quemado, p. 18. 45. Ibíd., p. 211. 46. Ibíd., p. 212. 47. «Pour la premiére fois, la transcription de la révélation est qualifiée de Livre de ralliance. Ce Livre écrit appelle done de la part de Moi'se une lecture publique (keria) et de la part du peuple, indissociablement, un accomplissement (ássia) et une écoute (chemiá). L’Alliance ne résulte pas d’un diktat, lapidaire, immuable. Elle ne se résorbe pas dans un ordre proféré pour l’éternité et enjoignant une obéissance perinde ad cadáver. Au contraire, si l ’Alliance est transcrite, cette

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o discusión y no en el mirarse del alma a sí misma y que insista en que en esta forma de entender la verdad es más importante la pregunta que la respuesta.48 Desde esta perspectiva, la tradición no es un fardo ni un cúmulo de sa­ ber; es recreación, apertura, interpretación y apropiación: vida, y, por ello, como destaca Rosenzweig, liberación 49 La tradición ahonda en los múltiples sentidos del texto y se mueve en el juego de lo visible y lo invisible. Es decir, la lectura del Talmud es un diálogo necesario que rompe con el pensamiento conceptual y de la presencia en el que todo se puede concebir al mismo tiempo. La lectura interpretativa siempre va más allá de la letra, del texto, y se abre a la trascendencia, no a lo no dicho, sino al mismo Decir.50 Las múltiples interpretaciones salen de la lógica binaria verdadero-falso y abren a la lógica del sentido, de la presencia-ausencia, ya que en el texto las vocales no están, pero están en su ausencia, por lo que la lectura es un acto de creación del texto que está y no está. Esta característica esencial de la lengua hebrea hace comprensible que quien se ha formado en el estudio del Talmud entiende la relación del hombre con el Libro, con los libros, como una aventura de comprensión nunca terminada:

transcription, qui détermine, comme on le verra, les obligations des deux parties (d’oü la symbolique des deux Tables de l’Alliance) suscite une véritable dynamique de raccomplissement réel dans une histoire accidentée», R. Drai: La Torah, p. 21. 48. Cf. E. Lévinas: DeDieu qui vienta l ’idée, París, Vrin, 1982, p. 136. Como destaca muy bien Ouaknin, esto se plasma en el desdecir de Lévinas y en la diseminación de Derrida (p. 221). Es más, éste es un principio esencial de la lectura hebrea del Talmud: «una palabra sólo se llama­ rá “hablante” , en oposición a una “palabra hablada” , si trabaja en “des-significar” las fijaciones semánticas de la lengua. De algún modo, la aportación esencial de la Cábala y el Hasidismo es cierta práctica deconstructiva de la lengua, una práctica poética de “des-significación”», M.-A. Ouaknin: El libro quemado, p. 370. 49. En hebreo la recepción es Qabalá y la transmisión Masóret. La cábala pide que cada uno lea el libro y lo haga suyo: la Tora tiene un rostro especial para cada judío, que ha de encontrar el sentido propio, su rostro o vocación, y añadirlo a la tradición. Cf. G. Scholem: Le Messianisme juif, París, Calmann-Lévy, 1974, p. 417. Por ello, la cábala no es la recepción de un contenido, sino una actitud, una conciencia y percepción personal del tiempo: el hombre rio está en el tiempo, el tiempo está en el hombre. Cf. M.-A. Ouaknin: El libro quemado, p. 233. Es más, la cábala pone de relieve que el ser humano es una pregunta: hay una paridad numérica del término hebreo para designar la pregunta (Ma) y del que designa al hombre (Adam). Cf. E. Jabés: Du Désert au livre, París, Belfond, 1980, p. 112. 50. Ouaknin pone en relación esta presencia-ausencia y esta apertura a la transcendencia con la Paróket, el velo que separa el Arca de la Alianza y permite verlo sin verlo, y los Nombres divinos Shaday y Tsebaot: finito-infinito, visible-invisible. La invisibilidad de Dios se supera porque se hace visible en la justicia. Cf. M.-A. Ouaknin: El libro quemado, pp. 295, 315.

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... por el contrario, la interrogación talmúdica nunca busca, ni siquiera cuando lo parece, el «sentido-de-la-primera-vez». El H idush, la innovación de sentido, aspira siempre a ir más allá del sentido previamente dado. No se sale de lo habitual para recuperar el origen; el movimiento no es regresivo. Se da, por el contrario, una voluntad imperiosa de construir el sentido para construir el desarrollo de la Historia. La reactivación reanima la fuerza creadora de la interpretación. No es el sentido lo que es reactivado, sino siempre el poder de la palabra, el acontecimiento o la cosa de significar aún y más allá.51

La lectura judía de la Biblia requiere siempre la interpretación. Sin embargo, esto no implica subjetivismo, pues ello se puede evitar apelando a la continuidad histórica de la lectura, a la tradición.52 De ahí que, según Lévinas, la lectura o estudio de la Tora se deba hacer siempre con vistas a comunicar la verdad co­ nocida y no por el afán de apropiación individual. Esta tarea, que requiere una gran atención del oído, es el signo de que el hombre se define por el esfuerzo y su libertad es siempre una libertad difícil. Además, este esfuerzo y apertura a los otros evita, para el lituano, la idolatría de la Tora.53 La interpretación y la libertad de la interpretación de la Biblia son nociones esenciales para el judaismo y para Lévinas: ... la riqueza de la Escritura reside en la multivocidad o polisemia del versículo: el sentido se estratifica en múltiples capas, implícitamente copresentes en la unidad del enunciado. En esa medida, la letra bíblica recla­ ma el despliegue de su inteligibilidad en forma de comentario rabínico; esa intrincación entre eternidad (sentido absoluto -divino- presente en el texto original) e historicidad (sucesión de aproximaciones hermenéuticas que lo explicitan) constituye lo esencial de la literatura judía, donde la verdad divina se reconoce en la temporalidad de la palabra humana.54

Debido a esta influencia clave, la obra de Lévinas tiene un carácter hermenéutico, tanto en su interpretación del Talmud como en sus escritos filosóficos. En su interpretación del Talmud siempre parte de la consideración de que los

51. Ibíd., p. 138. 52. Cf. E. Lévinas: L ’au-delá du verset, p. 164. Esto pone de relieve la diferencia entre la deconstrucción de Derrida y la crítica a la ontología de Lévinas. 53. «II faut associer á les admirables rigueurs, á ce superbe esprit, un mouvement d’ouverture. Sans elle, la supere esprit de la Thora se fait superbe de l’esprit», E. Lévinas: Λ l ’heure, p. 88. 54. A. Sucasas: «Judaismo y filosofía en el pensamiento de E. Lévinas: lectura de un pa­ limpsesto», Cuadernos salmantinos de filosofia, 1994, p. 78.

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textos han de ser interpretados teniendo en cuenta la totalidad del libro; además señala que la lectura o interpretación plantea una nueva pregunta que exige de nuevo la interpretación, ya que el texto contiene más sentido, es lenguaje profético o inspirado, pensar originario, y reclama una relación que es siempre interpretativa.55 En filosofía, especialmente en De otro modo que ser, Lévinas rompe el lenguaje de la filosofía griega y lo hace tomando como referencia, no sólo las nociones hebreas, sino el método hermenéutico de leer y decir. En esa obra, pero no sólo en ella, el pensador lituano intenta mostrar el Decir en lo dicho y lo no dicho, procura encontrar las huellas que llevan, gracias a las lecturas y a los borrados, al Decir originario, al más allá del ser. El filósofo hebreo busca lo de otro modo que ser y no ser de otro modo, trata de superar la lógica propia de la filosofía occidental. La cuestión, ya seña­ lada, es la traición en el lenguaje de ese más allá del ser, que es el Decir, que, por otra parte, se muestra en todo dicho. La tarea de la filosofía es enunciar en proposiciones, dicho, lo indecible o an-árquico, el Decir.56 La filosofía es decir desdiciéndose, que señala hacia «todo lo que un lenguaje lógico -nuestra len­ g u a- puede expresar, al decirse y desdecirse».57 Esa imposibilidad de conceptualizar se debe a lo superlativo o a la bondad del más allá del ser, no a una deficiencia. Si el más allá del ser o el Decir no pudiera comparecer en lo dicho, la filosofía se reduciría a ontología o discurso sobre el ser, pero no es así.58 Para el filósofo hebreo no sólo es posible, sino que «es necesario. La res­ ponsabilidad para con el otro es precisamente un Decir antes de todo Dicho».59 La filosofía ha de decir o hacer inteligible ese Decir teniendo cuidado de no convertirlo en un ente, en un dicho. Y lo tiene que hacer porque al Decir sólo es posible remontarse desde lo Dicho, en donde aparece y se tematiza, pero sin ser absorbido: «el remonte hasta el Decir es la reducción fenomenológica en la que se describe lo indescriptible» ,60

55. Cf. J. Greisch: «Du vouloir-dire au pouvoir-dire», en Les Cahiers de La nuit surveillée. Emmanuel Lévinas, pp. 211-221. 56. Cf. E. Lévinas: Autrement qu ’étre, p. 50. 57. E. Lévinas: Trascendance et intelligibilité: suivi d ’un entretien, Ginebra, Labor et Fides, 1984,p . 71. 58. Cf. E. Lévinas: Autrement qu ’étre, pp. 69-70. 59. Ibíd., p. 95. 60. Ibíd., p. 108.

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El Decir, por tanto, se muestra traicionado en lo Dicho, pero su significación es previa, de orden ético: ... el Decir tendido hacia lo Dicho es la obsesión por el Otro; sensibi­ lidad en la cual el Otro llama con una voz casi sin posible excusa, sin posible excusa en la impunidad invocando con una apelación que hiere, llamándome a la responsabilidad irrevocable y, de este modo, a la propia identidad del sujeto.61

Así pues, Lévinas considera que ha logrado lo que quería porque nunca deseó decir lo no heleno en griego como un vaciado de lo no griego, sino como un vislumbrar la posibilidad de acogida de lo otro, de lo extranjero, en el seno de la mismidad.

A MODO DE CONCLUSIÓN Se puede decir que su forma de entender la filosofía coincide con su ma­ nera de comprender el judaismo,62 ya que en ambos casos pretende alcanzar una universalidad que no está basada en el acuerdo en una verdad, sino en otra dimensión: «quizá la conciencia de lo universal no comience en el judaismo por el acuerdo de todos acerca de una verdad, sino por la responsabilidad por todos».63 La ética ofrece una universalidad de otro tipo y por ello requiere un discurso diferente, reclama una transformación de la filosofía y de su lenguaje o discurso para dar cabida a lo que ha sido excluido siempre: ... me he preguntado ayer si la relación con la Transcendencia como tal es simplemente un saber que ha fracasado; si la religión en tanto que relación con lo que la razón no ha igualado no tiene una excelencia propia. Mi tesis

61. Ibíd., pp. 136-137. Ricoeur pone de relieve que el nervio de esta obra es la distinción entre el Decir (la ética) y lo dicho (la ontología), la relación entre la ética de la responsabilidad y la ontología: una ética sin ontología. Sin embargo, Ricoeur no considera viable tal proyecto: la ética sin ontología se queda sin lenguaje directo y se convierte en «terrorismo verbal». Cf. P. Ricoeur: De otro modo. Lectura de «De otro modo que ser o más allá de la esencia» de Emmanuel Lévinas, trad. cast. de A. Sucasas, Barcelona, Anthropos, 1999, pp. 1-32. 62. «En fait, Lévinas tente de montrer la spécificité de la pensée juive en entrant dans un débat avec la tradition métaphysique de l’Occident. (...) Ce qui les distingue n ’est peut-étre qu’une distribution d ’accents sur les voyelles oü les mots respirent (...) Mais ce sont tres souvent les légéres diférences de respiration et d’écriture qui déterminent la physionomie d ’un message spirituel», D. Banon: «Une herméneutique de la sollicitation», en Cahiers de La nuit surveillé. Emmanuel Lévinas, pp. 101-102. 63. E. Lévinas: Trascendance et intelligibilité, p. 52.

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consiste en afirmar que la sociabilidad es una relación totalmente diferente de la que se establece en el conocimiento y que la sociabilidad misma es ordenada por la Palabra de Dios que es el rostro de otro.64

La llegada de lo otro no debe ni alienar la razón ni ser absorbida. El reto, el bello riesgo que hay que correr, es precisamente ese nuevo pensar que acoge hospitalariamente la diferencia como diferencia, sabiendo que esa diferencia es ontológica, otro ser, y ética, otro ser dotado de sentido en sí mismo. De ahí el primado de la ética y la crítica a la filosofía occidental, entendida como ontología. Frente a la filosofía nacida de Parménides, Lévinas propone la metafísica como relación con la Trascendencia: «sustituye la ontología -e l estudio del ser que persevera en su ser- por la relación con la Transcendencia, con Otro, relación que no es una forma de la relación entre sujeto y objeto -pero que es primordial, an-árquica, sin modelo, sin comienzo. Esta metafísica es, por lo tanto, ética, socialidad».65 Esta apertura, como él mismo ha indicado, está presente en la propia filosofía y por ello para el lituano la filosofía no puede ser dejada de lado sin renunciar a algo verdaderamente importante.66 Ahora bien, este saber ha de ser superado desde sí mismo (apelando a pensadores como Platón que señala al Bien más allá del ser) y desde el exterior, desde esos ecos de la trascendencia y el infinito que se encarnan en la figura de Abraham. Esto es posible porque Lévinas afir­ ma que la tradición hebrea, en su dimensión talmúdica y en la reflexión sobre esa reflexión, es una comprensión de la realidad y, por lo tanto, es actividad filosófica, que incide en la visión ética del ser humano. Por lo que la superación de la filosofía desde sí misma y desde la escucha de lo hebreo conduce en una misma dirección: la ética como filosofía primera. Como ya he señalado, sólo si el sentido del judaismo es ético y la filosofía primera es la ética, se podrá llevar a cabo ese nuevo pensar que Lévinas ha tra­ tado de articular. Ambos pueden entrar en diálogo y, al preguntarse mutuamente por su sentido, estarían llevando a cabo una lectura, una más, de la realidad y de la verdad; es decir, estarían escribiendo una página más del libro, con formato griego, de las huellas, con esencia hebrea. 64. Ibíd., p. 53. 65. D. Banon: «L’hermenéutique de la sollicitation. Lévinas, lecteur du Talmud», en Cahiers de la nuit surveillée. Emmanuel Lévinas, p. 99. Por otra parte, el primado de la ética es, en el fondo, el mensaje central del judaismo tal como lo interpreta Lévinas. 66. Para este pensador existe un acuerdo fundamental entre la Biblia y Occidente que se plasma en la idea de civilización humana. Cf. E. Lévinas: «Entretien avec Lévinas», RMM 90, 1985,p . 298.

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Sinaí cotidiano de hombres sentados frente a un Libro portentoso, siempre en trance de escritura en razón de su propio carácter concluso.* E m m anuel LÉVINAS

No cabe abordar el corpus lévinasiano sin tomar en consideración la dualidad que lo atraviesa, consistente en la coexistencia, en el seno de una obra pese a todo única, de dos géneros textuales diferenciados, a los que caracterizan prácticas discursivas y modalidades expresivas hondamente heterogéneas: por un lado, la producción filosófica, plasmación de una andadura especulativa de más de seis décadas, en la que sobresalen dos piezas magistrales, Totalidad e Infinito (1961) y De otro modo que ser o más allá de la esencia (1974); por otro, los escritos sobre el judaismo, que se suceden entre la publicación en 1963 de Difícil libertad y la aparición postuma, en 1996, de las Nuevas lecturas talmúdicas. El propio autor se complace en subrayar esa duplicidad, cuyo trasunto editorial sería la decisión de publicar en editoriales diferentes los dos sectores de la obra (salvo el libro inaugural, Difícil libertad, todas las recopilaciones de ensayos sobre el judaismo aparecerán en M inuit).1

E. Lévinas: Á l ’heure des nations, París, Minuit, 1988, p. 124. 1. «Sí, separo muy netamente las dos clases de trabajos: incluso tengo dos editores, uno que publica mis textos considerados confesionales y otro que publica mis textos considerados puramente filosóficos. Separo los dos órdenes» (F. Poirié: Emmanuel Lévinas. Qui étes-vous?, Lyon, La Manufacture, 1987, p. 111).

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Pero constatada la dualidad inherente a la obra, ¿de qué modo entenderla? ¿Se trata, como a primera vista parece, de dos bloques de escritura que, aun compartiendo autoría, nada esencial tendrían en común, obligando por tanto a escindir al pensador en dos personalidades autorales (un Lévinas-filósofo y un Lévinas-judío), o, por el contrario, se impone rastrear la inspiración unitaria subyacente a ambas prácticas textuales? En un lúcido trabajo,2 David Banon propone el modelo del díptico, que permite conciliar diferencia (estaríamos, en efecto, ante hechos discursivos heterogéneos) e interrelación (ambas estrategias coincidirían en el proyecto de subvertir la tradición filosófica, por más que una lo hiciese desde su propio interior, mientras que la otra deja oír una voz no pro­ veniente de Atenas, sino de Jerusalén). A la bisagra del díptico correspondería la doble función de separar las dos tablas y permitir su intercambio, «sin que quepa determinar con exactitud en qué dirección se orientan las pasarelas».3 A favor de la intuición de Banon está el hecho, evidente para cualquier lector de Lévinas, de que en los escritos judíos, tanto en los comentarios talmúdicos como en las reflexiones sobre la tradición y el presente del judaismo, aparecen los grandes temas y conceptos que vertebran la obra filosófica, es decir, la primacía de una ética que desde la epifanía de la alteridad qua rostro del otro hombre reconstruye, en clave no-ontológica, el sentido de la subjetividad. Al menos ése es el itinerario habitual en la recepción crítica de Lévinas: a partir de la incuestionada supremacía de los libros filosóficos, el lector que se acerca a los ensayos judíos no puede evitar una sensación de familiaridad, de déja vu, por cuanto la arquitectura categorial de la heterología reaparece en la meditación sobre lo judío, aplicándose a esa tradición los filosofemas pacientemente elaborados en otra parte. Cuando Lévinas abandona el taller filosófico para sumergirse en el ambiente de la yeshibá, no llega a ésta de vacío; muy al contrario, su pluma sigue nutriéndose aquí de los resultados conceptuales obtenidos allí, con lo que las nociones clave de su filosofía (alteridad, rostro, responsabilidad, sustitución, etc.) se introducen subrepticiamente en las discusiones entre rabbíes. A fin de cuentas, ese proceder confirmaría, una vez más, la universalidad del logos, capaz de adaptarse a cualquier clima espiritual. Salvo que en ese enfoque de la obra lévinasiana se imponga dogmática­ mente, a manera de axioma, una sospechosa convicción: la de que el lituano es, 2. Cf. D. Banon: «Une herméneutique de la sollicitation. Lévinas lecteur du Talmud», en J. Rolland (ed.): Les Cahiers de La nuit surveillée. Emmanuel Lévinas, París, Verdier, 1984, pp. 99-115. 3. Ibíd., p. 100.

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ante todo, un filósofo (colega de Platón, Kant o Husserl) y no un pensador judío, cuyos referentes fundamentales serían la Biblia y el Talmud. Basta desechar ese presupuesto para que la obra íntegra de Lévinas, en la que los escritos judíos ya no desempeñarían un modesto papel ornamental, adquiera un significado distinto: si partimos de que su inspiración nuclear viene dada por la tradición religiosa del judaismo, tal como ésta se plasma en la Tora y el Talmud, la producción filosó­ fica ha de abordarse como expresión, en el léxico de la tradición oriunda de Grecia, de verdades cuyo origen ha de buscarse en el espíritu de Israel; es decir, se trata de una filosopa judía, simultáneamente deudora del logos heleno y de la revelación sinaítica, aunque de ambos elementos corresponda al segundo la dignidad fundacional. Desde esa perspectiva, los escritos sobre el judaismo, lejos de ir a la zaga de los logros filosóficos, representarían la plasmación más prístina, en razón de su mayor cercanía a la fuente de inspiración, de la meditación lévin­ asiana: contra lo que pudiera parecer en un primer momento, la presencia en los comentarios talmúdicos o los ensayos sobre el judaismo de nociones filosóficas no expresa tanto un injerto como el reconocimiento implícito de una deuda, dado que en los llamados «escritos confesionales» aquéllas serían devueltas al suelo en que arraigan, por más que la escritura de Totalidad e Infinito o De otro modo que ser, celosa defensora de su índole filosófica, opte por silenciarlo. Así, sin por ello verse anulada la duplicidad, el corpus lévinasiano evidencia su irreductible unidad como obra judía, pues la matriz de sentido operante en ambos planos textuales es la misma, por más que en uno de ellos, el filosófico, se mantenga latente, mientras que en el otro, el judío, emerja a la superficie de la escritura. Téngase presente que mediante la bisagra cabe hacer que giren las dos tablas hasta que definan un ángulo de 180°, es decir, un plano único. No es éste el momento oportuno para desarrollar esa hipótesis interpreta­ tiva, que propone considerar la obra filosófica lévinasiana como un palimpsesto en el que se dan cita dos niveles de escritura, siendo el primero, implícito pero veladamente fundante del otro, la tradición religiosa del judaismo; y el segundo, el único patente o manifiesto, su traducción filosófica.4 Conformémonos con mantenerla en el trasfondo y extraigamos de ella un motivo para reivindicar la centralidad de la reflexión sobre el judaismo -m ás concretamente, de las lecturas talm údicas- en el corpus del lituano.

4. Cf. A. Sucasas: Lévinas: lectura de un palimpsesto, Buenos Aires, Lilmod, 2006.

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UN MAESTRO ENIGMÁTICO «El maestro es discípulo de alguien»,5 «el verdadero saber no es autodi­ dacta»6 o «el Talmud exige discurso y sociedad. ¡Ay del autodidacta!».7 D e­ claraciones de ese orden, extraídas de sendas lecturas talmúdicas, nos ponen en la pista de un hecho esencial: la lectura del Talmud no puede disociarse de la inserción del lector en una vasta cadena de transmisión, cada uno de cuyos eslabones es, a la vez, discípulo y maestro.8 En ese sentido, la biografía de un talmudista, y Lévinas lo es de manera ejemplar, no puede empezar por él mismo, sino que requiere un paso atrás: esa historia sólo se vuelve inteligible desde la prehistoria del maestro y, a través de él, de toda la tradición talmúdica. En el caso de Lévinas, el maestro tiene un nombre propio, Chouchani, por más que no podamos estar del todo seguros de que ése fuese su verdadero nom­ bre y no uno de los muchos seudónimos que adoptó su escurridiza identidad.9 Personalidad proteica, que se diría encam a la figura del judío errante: aunque la entonación de su yiddish sugiere un origen lituano (de ser así, maestro y discípulo serían compatriotas), no sabemos con certeza su lugar de nacimiento (Galitzia, Polonia, Persia, Marruecos o Israel se cuentan entre los candidatos), 5. E. Lévinas: Du sacréau saint. Cinq nouvelles lectures talmudiques, París, Minuit, 1977, p. 114. Hay versión castellana: De lo Sagrado a lo Santo. Cinco nuevas lecturas talmúdicas, trad. cast. de S. López Campo, Barcelona, Riopiedras, 1997. 6. E. Lévinas: Difficile liberté. Essais sur le judaísme, París, Albín Michel, 19763, p. 112. Hay versión castellana: Difícil libertad, trad. cast. de J. Haidar, Madrid, Caparros, 2004. 7. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, París, Minuit, 1968, p. 54. Hay versión caste­ llana: Cuatro lecturas talmúdicas, trad. cast. de M. García-Baró, Barcelona, Riopiedras, 1996. 8. «La inteligencia es por esencia enseñante y se nutre de su propia comunicación. Las pre­ guntas de los discípulos son indispensables para la respuesta del maestro» (E. Lévinas: Nouvelles lectures talmudiques, París, Minuit, 1996, p. 66). 9. Dice Élie Wiesel: «Quería presentarse como un misterio; por ello contaba tantas historias contradictorias sobre sí mismo. En una ocasión había nacido aquí; en otra, allá. En una ocasión se llamaba de este modo; en otra, de aquel otro. Tenía todos los nombres, todos los rostros, todas las profesiones» (S. Malka: Monsieur Chouchani. L ’énigme d ’un maítre du XXe siécle, París, JeanClaude Lattés, 1994, p. 63). El libro de Malka, indagación biográfica sobre Chouchani a través de los testimonios de quienes le conocieron, es una magnífica investigación periodística y, a la par, una fascinante «novela de misterio». Tras acumular conversaciones, viajes y documentación, el autor concluye que el enigma es irreductible: «¡Pobre biografía y pobre biógrafo! ¡Heme aquí reducido a la ficción! A lo largo de toda esta investigación, he chocado con una capa de silencio: ¡Déjelo! ¡No llegará a ninguna parte! ¡Respete el misterio; él lo quiso!» (Ibíd., p. 171). Doble resistencia a revelar su propia identidad, dependiente la segunda de la primera: la del propio Chouchani, amigo del disfraz; la de quienes le conocieron, reacios a transmitir otra cosa que un enigma indescifrable. La mayor parte de la información sobre Chouchani la hemos extraído del brillante trabajo de Malka, expresión de un soberbio fracaso.

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pero sí nos consta su espíritu viajero,10que le lleva de un punto a otro del planeta (Europa Oriental, Francia, Israel, Estados Unidos... son algunas de las etapas de su itinerario vital), para morir en Montevideo. Todo en él es anómalo, por lo que Lévinas hace su semblanza como un «ser excepcional, extraordinario en todos los sentidos y también en el sentido literal del término»:11 su aspecto es el de un clochard parisino, aunque el desaliño habitual pueda dar paso, en ocasiones, a la elegancia del gentleman; normalmente carente de recursos (los honorarios que obtiene enseñando Talmud apenas le permiten cubrir las necesidades más perentorias), en los años veinte habría sido inmensamente rico, si hemos de dar crédito al testimonio de Wiesel. Pero no son su apariencia física o su situación financiera lo más destacable, sino su perfil espiritual: dotado de una memoria excepcional (más que probablemente patológica: estaríamos ante un caso de hipermnesia), con sólo tres años conoce el Talmud y a los cinco domina ya todo el vasto universo de sus comentarios, lo que permite a su padre amasar una con­ siderable fortuna exhibiendo al niño prodigio por pueblos y ciudades.12 De esa descomunal retentiva da testimonio su práctica docente: jamás se acompañaba de libro alguno, pero era capaz -com o Lévinas pudo com probar- de detectar el más mínimo error cometido por el discípulo durante la lectura en voz alta de una página talmúdica.13 Por otro lado, sus conocimientos eran extraordinarios en todos los campos: no sólo dominaba de memoria toda la literatura tradicio­ nal del judaismo (la Biblia, el Talmud y la masa inmensa de comentarios por ambos suscitados), sino que también era un experto en matemáticas y ciencias naturales, así como un fino conocedor de la filosofía, el arte y la literatura uni­ versales. «Enseñaba filosofía a los filósofos, matemáticas a los matemáticos y física a los físicos», cuenta W iesel.14 Esa erudición multidisciplinar incluso le permite sustraerse, a sí mismo y a un grupo de judíos también detenidos, a las garras del nazismo en la Francia de Vichy: interrogado por un oficial de la Ges­ tapo, declara ser profesor de matemáticas, dándose la coincidencia de que ésa es la profesión civil de su interrogador; al enterarse, Chouchani le propone un

10. «El viaje no era, en él, una afición. Era una necesidad irreprimible. Una forma de ser» (Ibíd., p. 79). 11. F. Poirié: Emmanuel Lévinas. Qui étes-vous?, p. 125. 12. Testimonio de un rabino que se presenta ante Wiesel como sobrino de Chouchani; cf. S. Malka: Monsieur Chouchani, pp. 65-66. 13. Cf. F. Poirié: Emmanuel Lévinas. Qui étes-vous ?,p. 126. «Yo nunca le vi abrir un libro. El mismo era un libro viviente. (...) Conocía a fondo cuanto se decía, cuanto se había dicho sobre todos los temas» (S. Malka: Monsieur Chouchani, p. 28; testimonio de Wiesel). 14. Ibíd., p. 18.

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problema matemático: si el alemán lo resuelve, puede disponer de su vida, pero, de no lograrlo, ha de devolver la libertad a todos los detenidos; eso ocurre.15Por otro lado, domina una treintena de lenguas y es capaz de aprender la francesa encerrándose durante dos semanas en un cuarto de hotel, tiempo que le permite memorizar en su integridad un diccionario.16En cuanto a su capacidad verbal, es legendaria: en el Estrasburgo de los años treinta, una asociación de estudiantes judíos le invita a impartir una serie de conferencias sobre el comienzo del Gé­ nesis; domingo tras domingo, habla durante tres horas, sin repetirse ni una sola vez, acerca de la primera palabra de ese libro bíblico, hasta que su auditorio le pide que cambie de tema; uno de los asistentes, tras preguntarle cuánto tiempo habría podido proseguir, recibe esta respuesta: seis meses m ás.17 Valgan los retazos biográficos precedentes como muestra de un ser único, al que resulta fácil convertir en una suerte de Sócrates redivivo; con el maestro ateniense comparte, en efecto, muchos rasgos espirituales: hostilidad irreductible a la ignorancia reacia a reconocerse tal; recurso pedagógico a la ironía, en su caso acompañada de una actitud implacable, que no excluía el desprecio ni el insulto, hacia los alumnos; apego a la oralidad; negativa a cobrar de los discípulos escasos de recursos; incluso su proverbial fealdad. (Shalom Rosenberg, filósofo israelí de origen uruguayo y uno de los discípulos predilectos de los últimos años, llega a decir: «Era Sócrates antes de Platón»18). Lo esencial es, para nosotros, que Chouchani encam aba en su persona el Talmud. No sólo por conocerlo de memoria,19 sino también, y ante todo, por prolongar su enseñanza en un comentario donde resplandecía «el arte perfecto de su dialéctica».20Ante él, según el testimonio coincidente de cuantos siguieron su enseñanza, uno se sentía partícipe de un acontecimiento espiritual en el que el Libro y su tradición exegética cobraban vida en el hic et nunc de la palabra de Chouchani; al igual que el Talmud, su voz transmitía un sentido a la par patente

15. Cf. ibíd., p. 39. No menos novelesco es este otro episodio: en una ocasión se habría hecho pasar por musulmán, haciendo gala de tal erudición coránica que una autoridad religiosa reconoce en él a un ulema (cf. ibíd., pp. 77-78). 16. Cf. ibíd., p. 147. 17. Cf. ibíd., p. 120. 18. Ibíd., p. 126. 19. Evocación del propio Lévinas: «La enormidad de ese hombre consistía, en primer tér­ mino, en su conocimiento de los textos judíos; por supuesto, las Sagradas Escrituras, pero quién se atrevería a hacer un mérito de eso. El Sr. Chouchani conocía de memoria toda la tradición oral a la que dan lugar las Escrituras; conocía de memoria el Talmud, y todos sus comentarios, y los comentarios de los comentarios» (F. Poirié: Emmanuel Lévinas. Qui étes-vous?, p. 126). 20. Ibíd., p. 127.

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e insondable, luminoso y enigmático, como si el maestro reservase para sí las claves últimas del corpus rabínico, concediendo a sus oyentes apenas un atisbo del sentido esotérico en él contenido.21 Como si ante ese hombre absolutamente fuera de lo común el oyente se viese obligado a proclamar: Ecce Talmud. Hombre-libro, Chouchani era, en realidad, el Sr. Talmud. Su fallecimiento en M ontevideo, el 26 de enero de 1968, tiene el aire inconfundible de un apólogo rabínico, de una aggadá; al menos tal como Wiesel lo relata: Un joven profesor me escribió para contarme su fin: sentado bajo un árbol, rodeado de estudiantes, impartía una conferencia sobre un tema talmúdico; de repente, en medio de una cita, se interrumpió; un instante después, ya no existía. Eso ocurría en la tarde de un viernes, poco antes de la llegada del shabbat. Una muerte así es considerada en la tradición judía M itat neshiká, una muerte dulce: el Angel llega, abraza al elegido como se abraza a un amigo y se lo lleva, ahorrándole de ese modo cualquier sufrimiento y cualquier señal de agonía. En su bolsillo se encontró una copia del relato que yo había escrito sobre su leyenda.22

Tal es el hombre que introdujo a Lévinas en el fascinante pero en extremo difícil mundo del Talmud. Apenas resultaría posible exagerar la impronta que sobre el espíritu del filósofo, convencido de que «la relación entre maestro y discípulo es una estructura social firme (...) tan fuerte como la relación conyu­ gal»,23 debió de tener el encuentro con quien había de convertirse en su maestro, máxime si se tiene presente que se produjo en la inmediata posguerra, o sea, en los años marcados por el acontecimiento maldito de la Shoah: Sin duda, la historia del holocausto ha desempeñado un papel mucho mayor que el encuentro con ese hombre en mi judaismo, pero el encuentro con

21. «Todos aquellos a quienes he interrogado no han dicho otra cosa que esto: el aconte­ cimiento de un encuentro, el deslumbramiento de un judaismo iluminado por una luz nueva, la sorpresa de ver las viejas letras animarse, y vivir una vida antigua y nueva» (S. Malka: Monsieur Chouchani, p. 171). «Era el fuego sobre el monte Sinaí», exclama la Sra. Hakoun-Narboni (ibíd., p. 102). 22. E. Wiesel: Paroles d ’étranger (ibíd., p. 50). Sobre la lápida sepulcral figuran, en ca­ racteres hebreos, estas palabras: «El rabino y sabio Chouchani, bendito sea su recuerdo, cuyos nacimiento y vida están envueltos en enigma, falleció el día del santo shabbat, el 26 de Tévet del año 5726». 23. E. Lévinas: L ’au-dela du verset. Lectures et discours talmudiques, París, Minuit, 1982, p. 61. Hay traducción castellana: Más allá del versículo. Lecturas y discursos talmúdicos, trad. cast. de M. Mauer, Buenos Aires, Lilmod, 2006.

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ese hombre me devolvió confianza en los libros. La fórmula que uso ahora, «lo más profundo que la conciencia o la interioridad son los libros», me viene de ese período con él.24

A un íntimo amigo de Lévinas, el doctor Henri Nerson, que desde años atrás seguía los cursos de Chouchani, correspondió poner en contacto a los dos hombres. Desde el primer momento, la excepcional envergadura espiritual de Chouchani, así como su halo de misterio, se habrían impuesto al filósofo, quien habría dicho a Nerson: «No sé qué sabe este hombre, pero cuanto puedo decirte es que todo lo que yo sé él lo sabe».25 Bajo esa impresión inicial se sucederán, durante varios años y con una periodicidad de una o dos sesiones semanales, los cursos de Chouchani a Lévinas. A cambio de su enseñanza, aquél recibe de éste el derecho a utilizar un cuarto en su propia residencia. Tenían lugar por la tarde y su duración de cinco o seis horas hacía que se prolongasen hasta la madrugada. Luego, de repente, el maestro desaparece, para reaparecer una vez más tiempo después y marcharse definitivamente. No obstante, el aprendizaje habrá dado sus frutos, con virtiendo al otrora humilde discípulo26 en brillante maestro talmúdico. Una coincidencia crono­ lógica podría sim bolizar el éxito de la transm isión, que preserva la tradición mediante la promoción del discípulo al rango de maestro: Lévinas habría tenido noticia del fallecimiento de Chouchani cuando tenía lugar la publicación de su prim era entrega del ciclo de lecturas talmúdicas 27 Éstas hom enajearán con frecuencia la figura del maestro admirado, aunque preservando siempre, con una discreción que se antoja excesiva, el aura de misterio que lo envuelve; de hecho, con una sola excepción (el párrafo en que se hace eco de su falle­ cim iento), las alusiones, siempre elogiosas, a Chouchani nunca pronuncian su nom bre, sino que lo evocan como maestro «prestigioso»,28 «auténtico»,29 24. F. Poirié: Emmanuel Lévinas. Qui étes-vous?, p. 130. 25. Sh. Wygoda: «Le maitre et son disciple: Chouchani et Lévinas», Cahiers d ’Études Lévinas siennes 1,2002, p. 162. 26. Confidencia a Poirié: «en sí uno no es gran cosa, pero al lado de ese hombre no se es nada» (F. Poirié: Emmanuel Lévinas. Qui étes-vous?, p. 129). De esa historia pedagógica no habría estado ausente, según indicación de una biógrafa, la angustia de las influencias: «Durante todo el tiempo que habían estudiado juntos, el filósofo se había prohibido publicar textos importantes; hasta ese punto temía el juicio de su maestro» (M.-A. Lescourret: Emmanuel Lévinas, París, Flammarion, 1994, p. 145). 27. Cf. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, p. 22. 28. Cf. E. Lévinas: Dijflcile liberté, p. 121. Quatre lectures talmudiques, p. 22. L ’au-dela du verset, op. cit., p. 100. 29. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, p. 12.

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«sin igual»,30 «eminente»31 o «excelente»;32 tam bién, en ausencia de epítetos, como «mi maestro» .33 Resulta arduo reconstruir la metodología, pedagógica y exegética, a que Chouchani sometía la página talmúdica. En parte, como todo en él, por la om ­ nipresente dificultad de adquirir cualquier certidumbre acerca de ese hombre amante del secreto y que, aun ante sus discípulos más cercanos, parecía resuelto a no transmitir los secretos que su sabiduría contenía; pero también en virtud de la extrema reserva con que los propios discípulos -Lévinas no representa una excepción- evocan la praxis docente del maestro. Contamos con la propuesta de Wygoda, según la cual habría tres principios fundamentales en la axiomática talmúdica de Chouchani: en primer lugar, estudiar el texto en su integridad, reinscribiéndolo en el contexto inmediato del capítulo y tratado de los que for­ ma parte, para desvelar mediante la intercontextualidad el vínculo secreto entre secuencias textuales en apariencia inconexas; en segundo lugar, reconstruir mi­ nuciosamente las referencias talmúdicas, tanto al versículo como a otros pasajes del propio Talmud, para devolver a la palabra citada el contexto que le otorgue su pleno significado; por último, remitir el texto analizado al corpus talmúdico en su conjunto, de lo que se obtienen interpretaciones suplementarias.34 Pero quizá ningún intento de reconstrucción erudita pueda igualar la viva impresión con que un pasaje de la lectura talmúdica titulada «El pacto» testi­ monia el legado del maestro: En los cuatro últimos libros del Pentateuco aparece constantemente un versículo: Y el Eterno dijo a Moisés: «Habla a los hijos de Israel leem or (en estos términos)». Un maestro prestigioso que tuve justo después de la Liberación pretendía ser capaz de dar ciento veinte interpretaciones dife­ rentes de esa locución cuyo sentido obvio carece, sin embargo, de misterio. Sólo me reveló una de ellas. Yo he intentado adivinar una segunda. La que me había revelado consistía en traducir leem or por «para no decir». Lo que venía a significar: «Habla a los hijos de Israel para no decir». Se requiere lo no-dicho para que el escuchar siga siendo un pensar; o es necesario que la palabra también sea un no-dicho para que la verdad (o la palabra de Dios) no consuma a quienes escuchan; o es preciso que la palabra de Dios pueda alojarse, sin peligro para los hombres, en la lengua y el lenguaje

30. 31. 32. 33. 34.

Ibíd., p. 154. E. Lévinas: Du sacré au saint, p. 18. Ibíd., pp. 26-27. E. Lévinas: L ’au-dela du verset, pp. 100 y 152. Cf. Sh. Wygoda, art. cit., pp. 159-161.

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de los hombres. En mi propia lectura de ese versículo, leem or significaría «para decir»: «Habla a los hijos de Israel para que hablen», enséñales con la suficiente profundidad para que se pongan a hablar, que escuchen hasta el punto de hablar. Las otras ciento dieciocho significaciones del versículo están por descubrir. Mi maestro se llevó su secreto a la tumba.35

Todo está en esa cita; no sólo cuanto llevamos dicho, sino también cuanto nos resta por decir: el ejercicio intelectual como interpretación de una palabra revelada; la proliferación exegética (¡ciento veinte interpretaciones de un único término!); la relación con el maestro como mezcla de humildad (lograr una lectura allí donde él propone ciento veinte) y autonomía (sólo una, pero descubierta por el propio discípulo); la dialéctica sutil entre lo no-dicho y la proliferación de la exégesis, consecuencia de la inserción del habla divina en la palabra humana; el carácter inspirado de la tradición... Con Chouchani, en largas noches de paciente aprendizaje, Lévinas, filó­ sofo con una nada desdeñable obra tras de sí, se adentraba como neófito en el laberíntico universo del Talmud. De esa experiencia iniciática habrían de surgir, apenas una década después, las lecturas talmúdicas.

TRADICIÓN Y HUMILDAD Del maestro Chouchani, justo en virtud del contraste entre su grandeza como intérprete y la limitada capacidad del discípulo, habrá aprendido Lévinas una actitud de humilde receptividad ante la tradición: «siempre me siento infe­ rior a mi texto. (...) esos textos contienen más de lo que yo sabría encontrar en ellos».36 De ahí la frecuencia con que se presenta, en las lecturas talmúdicas, la confesión de inferioridad del intérprete que se sabe excedido por las dimensiones inabarcables del texto comentado; Lévinas insiste una y otra vez en que no debe tomarse tal declaración como falsa modestia.37

35. E. Lévinas: L ’au-dela du verset, p. 100. 36. E. Lévinas: Du sacré au saint, p. 154. 37. Cf. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, pp. 22,32 y 153. Du sacré au saint, pp. 8, 88,126 y 154. L ’au-delá du verset, p. 31. Nouvelles lectures talmudiques, p. 9. Esa actitud explica también la elección de textos aggádicos (filosófico-narrativos) y no halákicos (prescriptivos) como objeto de comentario, por resultar los primeros más accesibles: cf. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, pp. 13 y 70. Navegante prudente, Lévinas evita alejarse en exceso de la línea de costa, practicando el cabotaje.

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En ese sentido, «La tentación de la tentación», comentario de Shabbat 88a-b,38 no sólo expone una crítica del pathos intelectualista del espíritu oc­ cidental, presa de «la tentación del saber»,39 sino que también contiene una declaración programática indirecta del Lévinas talmudista: a diferencia del enfoque filosófico de la verdad como objetivo de una libre iniciativa a cargo de quien la busca, la tradición judía postula que la receptividad en la acogida de la verdad es presupuesto insoslayable de la libre elección, de tal suerte que «sin ser menos pura que la libertad que nacería en la libertad (en el no-compromiso del que es tentado y prueba fortuna), la libertad enseñada por el texto judío empieza en la no-libertad, la cual -lejos de ser esclavitud o puerilidad- es un más allá de la libertad».40 Ese espíritu de acogida de la tradición aparece condensado en la dedicatoria de las Cuatro lecturas talmúdicas: «A Jules Braunschvig que supo, con amor, recibir, celebrar y transmitir». Primer momento en el proceso de lectura: desde el respeto a la literalidad del texto talmúdico, brindarle una hospitalidad fiel a su articulación interna y sus convenciones. Tal pasividad, que bloquea en un primer momento la iniciativa del intérprete, es piedad hermenéutica hacia el prestigio de un texto sagrado: «Signos perfectos, irreemplazables y, en ese sentido -p u ­ ramente herm enéutico-, signos sagrados, letras sagradas, santas escrituras. (...) Nunca despide el espíritu a la letra que lo revela» 41 De esa atención sostenida a la letra talmúdica nace «la posibilidad de una heteronomía que excluye la servidumbre, un oído razonable, una obediencia que no aliena al que escucha» 42 Deriva de ello una modalidad de comentario en la que el intérprete sigue, dejándose llevar por su flujo interno, la dinámica inherente al fragmento que comenta, en una situación sin duda análoga a la que representa la escucha del habla imperativa que emana de la epifanía del rostro: en ambos casos, una heteronomía inicial funda la autonomía del sujeto (responsabilidad o interpretación). De suerte tal que la actitud de receptividad -d e repetición y memorización de la letra talmúdica; de lectura fiel y pacientedeviene condición indispensable de la transmisión y recreación de su sentido, generándose de ese modo «la cadena de la tradición donde el pensamiento, a la vez, se transmite y se renueva».43 38. 39. 40. 41. 42. 43.

Ibíd., pp. 65-109. Ibíd., p. 74. Ibíd., p. 88. Ibíd., pp. 20-21. E. Lévinas: L ’au-delá du verset, p. 177. E. Lévinas: A l ’heure des nations, p. 62.

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En sus lecciones talmúdicas, Lévinas facilitaba al público el fragmento objeto de comentario en una doble versión, texto hebreo y traducción francesa, elaborada por el propio filósofo. En ésta no pretendía limar las asperezas o dificultades del original, sino reflejarlas tal cual, aunque ello supusiese atentar contra la elegancia y claridad de la lengua francesa. En la modestia del trabajo de traducción, obsesionado por la lealtad al original,44 se refleja también el im­ perativo de fidelidad. En una ocasión, manteniendo un diálogo con el gran editor y traductor del Talmud Adin Steinsaltz, Lévinas elogió su versión, añadiendo: «La dificultad con la traducción del Talmud está en conservar la opacidad en la apertura, en saber que la claridad no disipa nunca del todo la niebla».45 Contraste, pues, entre la finitud del lector y la infinitud del texto al que se enfrenta. En Lévinas se impone un imaginario oceánico: el Talmud y, en general, la tradición judía representan un inmenso mar que desafía la habilidad náutica del intérprete.46 Esa metafórica marina destaca el desfase entre lector y Libro, y convierte el ejercicio talmúdico en un equivalente hermenéutico de la idea ético-metafísica de «infinición del infinito» en tanto que presencia, de ins­ piración cartesiana, de la infinitud divina en un cogito finito: «... admitir que la Palabra de Dios puede caber en el habla de la que se valen, entre ellos, los seres creados. M aravillosa contracción del Infinito, el “más” habitando en el “menos” , lo Infinito en lo Finito, como en conformidad con la “idea de Dios” según Descartes».47 Pero asimismo, en paralelo a la réplica de la subjetividad que acoge la infinitud del Otro y en virtud de ello se convierte en infinitamente responsable, exasperación de la responsabilidad hermenéutica del lector ante el absoluto de la Ley revelada: «La Tora es permanencia porque es una deuda impagable. Cuanto más pague su deuda, más endeudado está, es decir, mejor ve la extensión de lo que queda por descubrir y hacer» 48 Será esa disposición humilde y hospitalaria la que oriente las lecturas talmúdicas, donde da frutos el magisterio de Chouchani. A partir de 1958, se 44. «El retomo al texto hebreo a partir de las traducciones, por venerables que sean, revela la extraña o misteriosa ambigüedad, o la polisemia que permite la sintaxis hebraica» (E. Lévinas: L ’au-dela du verset, p. 161). 45. S. Malka: Emmanuel Lévinas. La vida y la huella, trad. cast. y epílogo de A. Sucasas, Madrid, Trotta, 2006, p. 122. 46. Cf. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, pp. 21 y 22. A l ’heure des nations, p. 26. Hors sujet, Cognac, Fata Morgana, 1987, p. 196. F. Poirié: Emmanuel Lévinas. Qui étes-vous?, p. 127.

47. E. Lévinas: L’au-delá du verset, p. 7. 48. Ibíd., p. 46.

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celebran anualmente los Coloquios de Intelectuales Judíos de Lengua France­ sa. Lévinas pronto es llamado por los promotores y se incorpora a los comités preparatorios como su «miembro más fiel»,49 tomando parte en la elección del tema del siguiente coloquio, siempre orientado al enfoque judío de un problema de actualidad. En 1959, Lévinas participa por primera vez como ponente, con una presentación del pensamiento de Franz Rosenzweig. Pero, a partir del año siguiente, aportará de forma casi ininterrumpida (en veintitrés ocasiones, entre 1960 y 1991) su lectura talmúdica, que clausura un coloquio inaugurado por el comentario bíblico de André Neher. Cada lección será objeto de una preparación minuciosa, a lo largo de meses de trabajo constante: cuidadosa selección del fragmento que debe estar relacionado con el tema anual, lo que no dejaba de inquietar al filósofo, activando sus escrúpulos de talmudista exigente;50 lenta y laboriosísima preparación del comentario, sin descuidar la traducción francesa del fragmento; reescritura, por último, de la versión definitiva que, siendo fiel a la exposición oral (el propio Talmud no es sino transcripción escrita de una multisecular tradición oral), no será mero calco del registro magnetofónico.51

EL ESPÍRITU TALMÚDICO En sus lecturas talmúdicas, Lévinas pone en obra una forma de reflexión que se quiere fiel al espíritu del texto que comenta, no sólo por acogerlo, como ya hemos comprobado, desde una actitud de estricta fidelidad inicial a su literalidad, sino también por la voluntad de prolongar, en la interpretación, el modo de pen­ samiento propio de los rabinos. ¿Cuáles son los rasgos definitorios de éste? Dando respuesta a ese interrogante, la exégesis lévinasiana aporta, al tiem­ po que ejercicios concretos de talmudismo, un fino análisis del Talmud como práctica intelectual.

49. J. Halpérin: «La voix et le regard d ’Emmanuel Lévinas dans les Colloques des intellectuels juifs de langue franíjaise», Cahiers d ’Études Lévinassiennes 2, 2003, p. 252. 50. «Separar de un tratado talmúdico -d e una Guemará que allí comenta, desarrolla o discute una M isná- un pasaje que se adapte a un estudio relativo a los problemas evocados en los encuentros y coloquios es una operación arriesgada. La propia noción de extracto del Talmud es difícil. Los límites del extracto nunca dejan de ser inciertos» (E. Lévinas: A l ’heure des nations, p. 109). 51. «Ponía tanto rigor en la preparación de lo oral como en la presentación de lo escrito» (J. Halpérin, art. cit., p. 260).

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Destaca, en primer término, la vocación de universalidad consustancial a aquél, a pesar del particularismo aparente.52No estamos ante un documento de una historia particular, la del Israel posbíblico, sino ante un pensamiento que brinda al lector significaciones universales, no afectadas por la relatividad histórica: Nuestro enfoque supone que las diversas épocas de la historia pueden comunicarse en tomo a significaciones pensables, sean cuales sean las variaciones del material significante que las sugiere. ¿Ha sido todo pensado desde siempre? La respuesta reclama pmdencia. Al menos, todo ha sido pensado en tomo al Mediterráneo durante los pocos siglos que precedieron o siguieron a nuestra era.53

Sin embargo, la evidencia textual impone aceptar que el Talmud habla, ante todo, de la comunidad de Israel, cuya tradición religiosa pretende preservar, transmitir y renovar. ¿Cómo conciliar esa presencia indiscutible de lo particular con la universalidad de los significados que expresa? Reconociendo «la agudeza de la tensión entre el judaismo y la universalidad»,54 Lévinas reivindica para el Talmud una modalidad de significación equidistante de la abstracta universa­ lidad del discurso meramente conceptual, reivindicada por el logos filosófico, y el valor puramente anecdótico o etnológico de los documentos de culturas pretéritas. Ni lo uno ni lo otro tienen cabida en el universo rabínico; en él se impone, por el contrario, un modo de pensar que nuestro filósofo caracteriza como paradigm ático, por cuanto promueve una universalidad concreta.55 En lugar de disociar lo particular y lo general, el pensamiento talmúdico asocia la significación universal a ejemplos concretos, manteniendo de ese modo lo conceptual en íntima vinculación con las palpitaciones de la vida. Mediante esa idea, central en la reflexión lévinasiana, se quiere dar respuesta al problema que más atormenta a la conciencia judía, el de la conciliación entre la exigencia mo­ noteísta de un Dios universal y la elección de un pueblo concreto. Si la fidelidad a la tradición impide renunciar a la particularidad de Israel, disolviéndole en lo humano en general, el designio universalista impone abrir la historia y la sig­ nificación de Israel, en tanto que paradigma de la humanidad del hombre, a la conciencia de especie. Según eso, lo que Israel encam a en el plano de la historia, un pueblo concreto que sería promesa de lo humano universal, lo materializa el 52. Cf. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, pp. 12,15 y 18. 53. Ibíd.,pp. 15-16. 54. E. Lévinas: Du sacré au saint, p. 47. 55. Cf. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, pp. 16, 20, 21 y 48. L ’au-dela du verset, p. 127.

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Talmud en su proceder hermenéutico, que hace de lo particular expresión de la más genuina universalidad. De Chouchani procedería una lección fundamental, la de que cualquier lectura particularista o nacionalista de la identidad de Israel traiciona la perspectiva talmúdica: Se lo debo a un maestro eminente: cada vez que se trata de Israel en el Tal­ mud, uno es libre, sin duda, de entender por ello un grupo étnico particular que, probablemente, habrá realizado un destino incomparable: pero con ello se habrá estrechado la generalidad de la idea enunciada en el pasaje talmúdico, se habrá olvidado que Israel significa pueblo que ha recibido la Ley y, en consecuencia, una humanidad que ha llegado a la plenitud de sus responsabilidades y su conciencia de sí. Los descendientes de Abraham, Isaac y Jacob son la humanidad que ya no es infantil.56

Por cuanto se compromete en la defensa del alcance universal del mensaje talmúdico, Lévinas no puede ahorrarse la confrontación con la tradición europea, y más en concreto con la razón filosófica, dado que en ellas se da una apuesta resuelta a favor de lo universal. En ambas tradiciones, la judía y la occidental, se partiría de un factum particular (la conciencia religiosa de Israel; la cultura griega clásica) para desde él alzarse a verdades y valores que se identifican con lo humano en cuanto tal, en lugar de limitarse a expresar la identidad de un grupo o comunidad cultural. ¿Pretende el Talmud invalidar la apuesta del logos filosófico y proclamarse detentador único del proyecto universalista? No es ésa la vía elegida por Lévinas. Para él se trata, más bien, de poner de manifiesto la afinidad existente entre la metódica intelectual del corpus rabínico y las exi­ gencias de la ratio filosófica. A pesar de las apariencias, no hay contradicción alguna entre Talmud y filosofía, dado que aquél, aunque parta de problemas rituales y religiosos, los aborda desde un espíritu racional, con lo que, sin por ello convertirse en mera modalidad del discurso filosófico, sí accede al elemento conceptual donde éste respira.57 La sabiduría talmúdica puede estar, de hecho lo está, a la altura de las exigencias más rigurosas del pensamiento racional, pues ella misma es expresión de un espíritu de indagación de la verdad que no vacila en someter las demandas de la fe a los imperativos de la racionalidad. Nada debe temer el espíritu talmúdico del diálogo con «las otras fuentes de la sabiduría que reconoce el judío occidental».58 .56. E. Lévinas: Du sacré au saint, p. 18. Cf., en un sentido similar, ibíd. p. 19. Difficile liberté, p. 121. Á l ’heure des nations, pp. 94-95. 57. Cf. E. Lévinas: Difficile liberté, p. 101. Quatre lectures talmudiques, pp. 12,18 y 33. 58. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, p. 10.

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Incluso se impone reconocer la primacía de la lengua griega como lengua por antonomasia de la razón. Así formula Lévinas su apología: El griego es la prosa, la prosa del comentario, la exégesis y la herme­ néutica. Interpretación hermenéutica que a menudo, es verdad, utiliza metáforas, pero también lengua que «desmetaforiza» las metáforas, que las conceptualiza, aunque deba retomar siempre el esfuerzo. (...) es esa escuela del habla paciente lo que también constituye lo más valioso de nuestra herencia griega.59

Ese elogio de la lengua griega, asumida por el judío como parte irrenunciable de su propia herencia, no supone menoscabo alguno para la palabra talmúdica; ambas son conciliables, dado que cabe expresar la semántica rabínica mediante el significante heleno (proceder que, dicho sea entre paréntesis, ofrece la clave última del proyecto filosófico lévinasiano). Lo griego y lo judío pueden armo­ nizarse, dado que la sabiduría talmúdica puede traducirse a la lengua en que se expresa el saber de la filosofía: La reflexión rabínica sobre Dios nunca se separa de la reflexión sobre la práctica. Reflexionar sobre Dios reflexionando sobre sus mandamientos es, sin duda, un acto intelectual de un orden distinto a la tematización filosófica de Dios. Pero se cometería un error considerándolo una simple etapa hacia la filosofía o su infancia. Pero, dado eso por supuesto, el modo de pensar talmúdico soporta el contacto filosófico. La verdad propia de la reflexión talmúdica puede reflejarse, a costa de cierta esquematización, en el espejo del filósofo.60

¿Dónde tiene su origen esa traducibilidadl ¿Qué afinidad electiva asocia, trascendiendo las manifiestas diferencias, los dos universos, talmúdico y filo­ sófico? Sintonizarían, a pesar de la distancia que separa la exégesis de un texto revelado del discurso consagrado a enunciar el ser de lo real, en el gesto funda­ cional, pues en ambos casos se trata de contraponer un pensamiento abierto a la complejidad del mundo y la palabra dogmática que, arropada por el prestigio de lo sagrado y amparándose en la presión de las instituciones, pretende clausurar ideológicamente toda voluntad de intelección crítica: si el discurso inaugural de la filosofía supo poner en solfa la doxa dominante en la ciudad, contraponién­ dole su ilimitada voluntad de verdad, la cultura rabínica reivindica el diálogo

59. E. Lévinas: Á l ’heure des nations, p. 65. 60. E. Lévinas: L ’au-dela du verset, p. 146. Cf. Quatre lectures talmudiques, p. 34.

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y la discusión interminables como arma contra el auto-engaño de la idolatría o las pretensiones absolutistas de la pseudo-sabiduría. Nada es más propio de la conciencia rabínica que una actitud de extrema atención a lo real, garantizada por la renovación generacional de los maestros.61 En lugar de imponer al mundo el criterio de un discurso dogmáticamente erigido en expresión de la Verdad, renovar las palabras del Libro sometiéndolo constantemente a la prueba de lo real; en ese sentido, la veneración rabínica por la Escritura no es trasunto de una piedad autoritaria, sino expresión de una hermenéutica convencida de que, si se hace callar al exégeta, «el texto regresa a su inmovilidad en la que vuelve a ser enigmático, extraño y a veces incluso de un arcaísmo estrafalario».62 Más allá del sabor arcaizante del modo de pensar rabínico o del aire anacrónico que pueda presentar a ojos de un lector moderno, la pormenorizada discusión de los preceptos de la Ley trasluce una voluntad tenaz de fecundar su significación me­ diante el contraste con la concreción de lo real; la casuística contra la ideología, la razón rabínica contra el pensar totalitario: La gran fuerza de la casuística del Talmud estriba en ser la disciplina es­ pecial que busca en lo particular el momento preciso en que el principio general corre el peligro de convertirse en su propio contrario y que vigila lo general a partir de lo particular. Eso nos preserva de la ideología. La ideología es la generosidad y la claridad del principio que no han tenido en cuenta la inversión que acecha a ese principio generoso cuando es aplicado (...): el Talmud es la lucha con el Angel.63

¿Literalismo? ¿Pasión por la letra, sacralizada en la transmisión, memorizada, repetida y salmodiada? Tal visión del espíritu rabínico, que desde Pablo vehicula prejuicios anti-judíos, demuestra su ceguera ante una interpretación donde la apelación al versículo -nos recuerda Lévinas-64 no representa un recur­ so autoritario, sino que se empeña en extraer de las letras cuadradas la riqueza semántica en ellas latente, en arrancarle nuevas posibilidades de sentido, según un procedimiento donde el texto original ya no puede separarse de la palabra que lo interpreta, superponiéndose los comentarios. Reflexividad talmúdica:

61. Cf. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, pp. 13, 20 y 89. A l ’heure des nations, pp. 28-29. Con ello, los doctores talmúdicos no harían otra cosa que ser fieles al espíritu bíblico: «¡Ni un versículo, ni una palabra en el Antiguo Testamento que no esté abierta sobre el mundo que envuelve lo legible!» (E. Lévinas: Hors sujet, p. 195). 62. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, p. 31. 63. E. Lévinas: L'au-dela du verset, pp. 98-99. 64. Cf. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, pp. 47-48.

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la exégesis es siempre comentario del comentario. Precisamente porque en la letra, transmitida en su aparente fijeza, está presente lo no-dicho, el exceso de significación inagotable: «El universalismo prevalece sobre la letra particularista del texto; o, con mayor exactitud, hace estallar la letra, pues dormía, explosivo, en esa letra».65 Despertar ese sentido dormido exige el soplo vivificador del intérprete, quien, lejos de limitarse a repetir incansablemente una palabra mil veces dicha, se apresta a arrancarle nuevos sentidos, desconocidos para los hermeneutas que le precedieron. Hay que requerir al texto a que desvele los sentidos que atesora. Pero, ¿no se introduce con ello un elemento de violencia en el comentario, dis­ puesto a forzar la textualidad que aborda para obligarla a proclamar lo que no estaba en ella? Lévinas responde glosando un apólogo talmúdico en el que se cuenta cómo un maestro estaba tan abstraído en el estudio que, frotándose los pies, llegó a hacer que brotase sangre. El filósofo, interpelando a su auditorio, comenta: Muchos de ustedes pensarán con razón que en este mismo momento estoy frotando el texto para hacer que brote sangre de él. ¡Acepto el desafío! ¿Se ha visto nunca una lectura que sea otra cosa que el esfuerzo ejercido sobre un texto? En la medida en que descansa sobre la confianza con­ cedida al autor, sólo puede consistir en la violencia hecha a las palabras para arrancarles el secreto que el tiempo y las convenciones cubren con sus sedimentaciones en cuanto esas palabras se exponen al aire libre de la historia. Frotando, hay que quitar esa capa que las altera.66

De haber violencia en ello, se trata de una violencia legítima, pues es recla­ mada por quien la sufre: «Los versículos gritan: “Interprétame”».67 Es el propio versículo quien impone al intérprete la exigencia de ir más allá del versículo 68 No hay en la metafísica judía del Libro y la lectura ninguna intención de imponer una palabra absoluta sustraída al tiempo humano, pues la mueve la con­ vicción de que «lo propio de los grandes textos no es surgir fuera de la historia, sino significar más allá de la situación que los ha suscitado» 69 No se trata de la

65. Ibíd., p. 61. 66. Ibíd., p. 102. 67. E. Lévinas: Nouvelles lee tures talmudiques, p. 33. 68. Lévinas atribuye un valor ejemplar al versículo 12 del Salmo 62: «Una vez lo enunció Dios, dos veces lo entendí». Confirmación de que en la Palabra divina habita una multiplicidad de sentidos. Cf. E. Lévinas: L ’au-dela du verset, p. 162. Hors sujet, p. 195. 69. E. Lévinas: Du sacré au saint, p. 35.

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eternidad propia de un topos ouranós, es decir, de la negación del tiempo, sino del tiempo como fecundidad, en la que la diacronía del sucederse de las genera­ ciones es, a la par, garantía de continuidad y celebración del novum. Lévinas llega incluso a formular la idea de una historicidad que no se traduce en relativización historicista, sino que concibe el paso del tiempo como plenificación o apoteosis del valor. Según esa propuesta, si bien los genuinos valores no constituyen enti­ dades ideales sustraídas al devenir, su cambio no implica des valorización sino, muy al contrario, elevación, exaltación o sublimación del valor: Duración sin desgaste, duración que es plenitud. Cada vez más alto, irreversiblemente. ¿No se da ahí una interpretación de la temporalidad profunda o de la diacronía misma del tiempo? Tensión de lo santo hacia lo más santo, el «más» trabajando ya en el seno del «menos». (...) la vida del valor es una historia santa.70

Esa historicidad santa sólo es posible como comunidad histórico-hermenéutica asentada en un pluralismo innegociable y en las virtudes del diálogo entre subjetividades cuya singularidad es irreductible.71 (No en vano la literatura rabínica se empeña en que figure el nombre del maestro que lo pronunció al lado de cualquier dictum rabínico). Con ello no se abre paso, según Lévinas, un subjetivismo que disolviese el texto en interpretación nihilista, sino un ideal del «pluralismo de la verdad pese a todo única, de la verdad a partir de lo personal» ,72 Sólo de ese modo es posible un infinito compatible con la finitud humana, pues es en la proliferación de interpretaciones del texto único donde éste demuestra, por estimular una hermeneusis inagotable, su verdadera infinitud: ninguna voz, ni un solo exégeta, puede sustraerse a la interpretación del Libro sin que su contenido de verdad se vea afectado; el Yo es imprescindible para que el texto despliegue su potencial infinitud. Perspectiva que permite a Lévinas replicar a la crítica bíblica sin por ello recaer en posiciones pre-críticas: el milagro no residiría en la existencia de una fuente de autoría única, sino en la confluencia, coral o polifónica, de la multiplicidad de voces.73 Hemos destacado ya el significar paradigmático que Lévinas atribuye tanto a los libros de la tradición judía como al propio hecho de Israel. Desde esa premisa se abre paso una aventurada renovación de la metafísica que, renunciando a los 70. E. Lévinas: L ’au-delá du verset, pp. 36-37. 71. Cf. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, pp. 13-14 y 34. 72. E. Lévinas: L ’au-delá du verset, p. 67. 73. Cf. E. Lévinas: Du sacre au saint, p. 9. L ’au-delá du verset, p. 166. Λ l ’heure des nations, p. 77.

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«sueños de visionario», instituye el libro como instancia primordial. Sin haberle dado una configuración sistemática, Lévinas propone una metafísica del negro sobre blanco JA Su tesis primordial afirma la dignidad profética del lenguaje como determinación antropológica fundamental, pues en toda palabra humana la significación excede lo estrictamente dicho, y la centralidad del Libro como instancia primordial del decir inspirado. Esa «esencia inspirada, religiosa, del lenguaje»75 no es monopolio, sin embargo, del espíritu judío, sino que desde él irradia -según la ya conocida lógica de la ejemplaridad, que hace de Israel pa­ radigma o prototipo de la humana conditio- a lo humano en su universalidad, al igual que el Libro judío se convierte en modelo de todas las literaturas nacionales, también ellas beneficiarías del soplo de la inspiración. Cotejando la literatura del judío con las restantes tradiciones literarias, no se persigue desvirtuar la santidad de aquélla sino reconocerla también en éstas: El hecho para el sentido de venir mediante el libro atestigua su esencia bíblica. La comparación entre la inspiración conferida a la Biblia y la inspiración hacia la que tiende la interpretación de los textos literarios no quiere comprometer la dignidad de las Escrituras; afirma la de las «literaturas nacionales».76

NI TRADICIONALISMO NI FILOLOGÍA De ese entendimiento de la tradición rabínica, que reconstruimos a partir de las lecturas talmúdicas de Lévinas, son ellas mismas prueba en acto. Por asentar su exégesis en una tradición donde innovación y continuidad no son incom patibles, el discípulo de Chouchani se ejercita como talm udista que, proponiendo interpretaciones audaces de los textos, puede reclam arse su fiel heredero.77 Ese nudo entre heteronomía y autonom ía, entre sumisión a la cadena de transmisión y recreación del sentido, que Lévinas glosa en su interpretación del espíritu de los rabbíes, también es el núcleo de su ejercicio interpretativo. 74. Cf. E. Lévinas: L ’au-dela du verset, pp. 7-9, 136-138 y 141. Nouvelles lectures talmudiques, pp. 10 y 33. 75. E. Lévinas: L ’au-delá du verset, p. 8. 76. Ibíd., p. 137. 77. «¿Comentario o interpretación? ¿Lectura del sentido en el texto o del texto en el sentido? ¿Obediencia o audacia? ¿Seguridad en marcha o asunción de riesgos? En todo caso, ni paráfrasis ni paradoja; ni filología ni arbitrariedad» (E. Lévinas: Du sacré au saint, p. 15).

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El enfoque no puede identificarse con el de las lecturas tradicionalistas o piadosas, que subordinan el comentario a imperativos rituales o se adentran en los vericuetos de la teosofía. En ese sentido, la lección de Chouchani, que ex­ cluía «el acceso dogmático puramente fideísta, o incluso teológico, al Talmud»,78 seguirá siendo un imperativo hermenéutico. La desconfianza hacia cualquier forma de teosofía se sigue de dos órdenes de razones: en primer lugar, el recelo connatural al judaismo frente a toda iniciativa especulativa susceptible de poner en riesgo la trascendencia divina, incurriendo en la deriva idolátrica (actitud en la que se vuelve patente la sintonía de Lévinas con el espíritu rabínico y sus es­ casas simpatías por la Cábala); pero también la voluntad de intelección racional característica del Talmud, hostil a las seducciones del esoterismo. Lo que no implica un comentario ateo, ni siquiera irreligioso, pero sí obliga a priorizar la perspectiva moral (Dios se vuelve significativo a través de la praxis interhumana) en el acceso, único legítimo, a lo divino.79 Pero a la exclusión del acceso piadoso se añade la del enfoque históricofilológico. Sin poner en entredicho las conclusiones de la crítica bíblica, Lévinas considera del todo insuficiente una aproximación a los textos como mero testi­ monio de un pasado irreversiblemente preterido o como original a reconstruir en su forma primitiva, pues la minucia del trabajo filológico obtura la significación del texto, convertido en «documento». Allí donde el maestro tradicional sabe sintonizar con la vitalidad inspirada del texto sagrado, el científico moderno sólo es capaz de reconstruir, mediante una labor, eso sí, metodológicamente impecable, una «fuente». En suma, ni tradicionalismo piadoso ni Wissenschaft des Judentums ,m

VIGENCIA DE LA TRADICIÓN Chouchani es presentado por el rabino Abraham Deutsch como «un talmu­ dista excepcional que era capaz de concentrar todos los problemas que planteaba nuestro tiempo en torno a un pasaje del Talmud generalmente desconocido para la mayoría de los rabinos».81 En continuidad con esa estrategia exegética, 78. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, p. 22. Cf. ibíd., p. 10. 79. Cf. Ibíd., pp. 33-34 y 70-71. 80. «Pero ni la confianza de la piedad judía ni las “certidumbres” de la “ciencia del judais­ mo” -Wissenschaft des Judentums- guían las “lecturas talmúdicas” que aquí se proponen» (E. Lévinas: Du sacré au saint, p. 8). 81. S. Malka: Monsieur Chouchani, p. 169.

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Lévinas afirma: «intentamos traducir la significación sugerida por los datos del texto al lenguaje moderno, es decir, a los problemas que preocupan a un hombre instruido en fuentes espirituales distintas a las del judaismo y cuya confluencia constituye nuestra civilización».82 Quizá sea ése el rasgo que mejor caracterice los ejercicios talmúdicos de Lévinas, la apuesta por una actualización del mensaje talmúdico sustentada en la convicción de que, si el texto tradicional contiene significaciones susceptibles de ser aplicadas en cualquier época o contexto, del encuentro entre el texto antiguo y la situación del intérprete ha de brotar un sen­ tido del que ambos obtengan provecho, tanto el pasaje talmúdico, remozado en virtud del contacto con situaciones novedosas y por ende no previstas, como el propio presente, beneficiario de un sentido que, enriqueciéndose a través de las épocas, también es apto para iluminar los apremios de la actualidad. «Partimos -afirm a el discípulo de Chouchani- de la idea de que el pensamiento genial es un pensamiento donde todo ha sido pensado, incluso la sociedad industrial y la tecnocracia moderna».83 Que de la letra envejecida por el decurso de los siglos todavía puedan extraerse lecciones aptas para dar cuenta de los problemas contemporáneos no sólo es objetivo fundamental de los Coloquios, donde las lecturas lévinasianas resonaron en su primitiva forma oral; esa fe hermenéutica constituye también el presupuesto de tal exégesis y su modo de hacer la apología del judaismo en tanto que paradigma de lo humano. Como cualquier acto de fe, sea o no religiosa, no se trata de algo susceptible de ser demostrado mediante la pura argumentación. Pero sí cabe ponerlo a prueba en el desafío interpretativo. Eso hizo el filósofo a lo largo de treinta años en su cita anual de los Coloquios. Así ocurre cuando la actitud intransigente de Rab, espíritu cuya extrema lucidez no le impide ofender a otro maestro negándose a reemprender su discur­ so tras varias interrupciones, prefigura la imposibilidad de perdonar al filósofo cómplice de la barbarie: «Cabe perdonar a muchos alemanes, pero hay alemanes a los que resulta difícil perdonar. Es difícil perdonar a Heidegger».84 O cuan­ do del comentario talmúdico a un episodio bíblico (la falta de Saúl contra los gabaonitas, no explicitada por el versículo, habría consistido en arrebatarles su medio de subsistencia al dar muerte a los sacerdotes a los que servían) se extrae un anticipo de una de las lecciones del exterminio nazi: el genocidio comienza con la opresión y el desarraigo, estando ya latente en las leyes de Nuremberg la

82. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, p. 15. 83. E. Lévinas: Difficile liberté, p. 102. 84. E. Lévinas: Quatre lectures talmudiques, p. 56.

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EndlósungP Otro tanto sucede cuando la paradoja de las sociedades occidentales, cuya civilizada libertad puede coexistir con la injusticia social, es iluminada por la institución bíblica de las ciudades-refugio, donde el homicida involuntario encuentra asilo para evitar la violencia del vengador de sangre; ambas figuras reaparecen, respectivamente, en el privilegiado cuyo disfrute puede arrebatar la vida al indigente y en la cólera popular de los desheredados de la fortuna.86 Un último ejemplo: agonizante, Rabbí Yismael describe la metrópoli romana, en la que hay 365 calles, cada una con 365 torres con 365 plantas, en cada una de las cuales hay con qué alimentar al mundo entero; esa vertiginosa consideración urbanística pone ante nuestros ojos «una monstruosa ciudad de rascacielos in­ numerables, pesadilla de los doctores rabínicos que anticipan Occidente en su actualidad americana de nuestro siglo».87 Prefigura también el escenario, muy parisino, del estructuralismo: «¡He ahí Roma, en su riqueza y su poder, como una “crisis del humanismo” ! La muerte, el fin del hombre».88 *

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Sin temer el anacronismo, el comentario sitúa la palabra de los antiguos rabinos en el centro de nuestras preocupaciones como habitantes de la ciudad mo­ derna. Haciéndolo, confirma que no hay otro sentido intemporal que el que acierta a renovarse en íntimo contacto con el dinamismo inconcluso de la historia. Salvo que ese dinamismo no fuese incompatible con la consumación de la historia en la plenitud de una era mesiánica. Ese interrogante cierra, en un pasaje que habría que releer una y otra vez, el discurso de Totalidad e Infinito, justo antes de las «Conclusiones», que recapitulan el contenido de esa obra mayor.89 ¿Es definitivo el trabajo del tiempo o debe mantenerse la esperanza de

85. Cf. ibíd., pp. 59-60. 86. Cf. E. Lévinas: L ’au-dela du verset, pp. 56-57. 87. E. Lévinas: Á l ’heure des nations, p. 112. 88. Ibíd., p. 123. 89. «Pero el tiempo infinito también es la nueva puesta en entredicho de la verdad que promete. El sueño de una eternidad feliz, que subsiste en el hombre al lado de la dicha, no es una simple aberración. La verdad exige, a la vez, un tiempo infinito y un tiempo que ella podrá sellar: un tiempo concluso. La conclusión del tiempo no es la muerte, sino el tiempo mesiánico donde lo perpetuo se convierte en eterno. El triunfo mesiánico es el triunfo puro. Está prevenido contra la revancha del mal cuyo retomo no prohíbe el tiempo infinito. ¿Es esa eternidad una nueva estructura del tiempo o una vigilancia extrema de la conciencia mesiánica? El problema desborda el marco de este libro» (E. Lévinas: Totalité et Infini. Essai sur l ’extériorité, La Haya, Martinus Nijhoff, 1961, p. 265. Hay versión castellana: Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, trad. cast. de D. Guillot, Salamanca, Sígueme, 1977.

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una consumación ya no sujeta al régimen de la sucesión? Eso es lo preguntado en las páginas de una lección talmúdica sobre la idea mesiánica, aproximada­ mente contemporáneas del pasaje del gran libro de 1961, del que constituyen un pendant hermenéutico: ¿No desesperásteis nunca de comprender un texto antiguo? ¿No os espantó la multiplicidad de interpretaciones que se interponen entre ese texto y vosotros? ¿Nunca os desalentó la ambigüedad de cualquier palabra, aunque fuese directa y actual, que ya se aleja y adultera, e invita a la interpretación? ¿No consistiría el mundo futuro en la posibilidad de recuperar el sentido primero de las palabras, que también es su sentido último? La magnífica imagen del vino que se conserva inalterado en su racimo desde los seis días de la creación promete el sentido original de la Escritura más allá de todos los comentarios y toda la historia que lo alteró. Pero promete tam­ bién la comprensión de todo lenguaje humano y anuncia un nuevo Logos y, por ende, una humanidad distinta. La imagen desata el nudo trágico de la historia del mundo. (...) Sólo el sentido original, en su simplicidad inalterada, se entrega en un mundo futuro, cuando la historia haya sido recorrida. Son necesarios, pues, el tiempo y la historia. El primer sentido, más «viejo» que el primero, es futuro. Hay que pasar por la interpretación para superar la interpretación.90

¿.Hermeneusis indefinida o escatología hermenéutica? ¿Es la serie de in­ terpretaciones, de interpretaciones de interpretaciones, en la que también se inscribe el admirable ciclo de las «lecturas talmúdicas» el régimen definitivo de la temporalidad o cabe aguardar, con una débil esperanza, una lectura me­ siánica definitiva? Sin duda, el problema desborda el marco de este estudio.

90. E. Lévinas: Difficile liberté, pp. 99-100.

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¿PUEDE NO SER MORAL LA FILOSOFÍA? SOBRE KANT Y LÉVINAS G raciano G onzález R . A rn a iz Universidad de Complutense de Madrid

Terminado hace dos años el bicentenario de la muerte de Kant y en plena celebración del primer centenario del nacimiento de Lévinas, es buen momento para considerar la posible relación entre dos maneras de entender el ejercicio de la filosofía que tienen rasgos sorpresivamente comunes, por más que su proyecto filosófico sea muy distinto y distante. Resulta curioso señalar que ambos comparten el mismo nombre. Los dos se llaman Emmanuel. Y esto, que es una mera coincidencia (sic), se complementa con otro rasgo que comienza a resultar más que curioso. Los dos parten, para su reflexión, de un contexto marcadamente religioso, si bien, en el caso de Kant, dicho contexto es el pietista, mientras que Lévinas construye su filosofía desde el judaismo. A estos dos datos, que podríamos considerar como externos -q u e no exte­ riores- a su pensamiento, tendríamos que añadir otros dos, al menos, que tienen que ver con su manera propia de abordar la tarea filosófica. En este contexto de reflexión propiamente filosófica, ambos comparten la consideración de la mo­ ralidad como un factum -e n los términos de una situación de hecho, de un pun­ to de partida...- que colorea todo ejercicio de la racionalidad, aunque después cada uno lo entiende de manera diversa. Kant está más interesado en indagar la form a de las razones para intentar responder a la pregunta «¿qué debo hacer?» o «¿por qué debo hacer lo que debo?»; Lévinas, en cambio, subraya que la forma de enfrentar la moralidad tiene que ver con la indagación del otro lado de la moralidad que aparece presupuesto en el factum y que Kant da por sentado; a saber, que todo el mundo vive ya moralmente. Puestas así las cosas, la cuestión ya no es saber por qué alguien debe hacer algo, sino la pregunta mucho más acuciante de si tiene sentido ser moral. Dicho en otras palabras, la pregunta que acucia es saber si la moral no es una farsa. 151

GRACIANO GONZÁLEZ R. ARNAIZ

Sorprendente una aseveración así, pues aun supuesta la imbricación profunda entre racionalidad y moralidad, lo que a uno -K a n t- le conduce a la primacía de la razón práctica para solucionar los problemas generados en el mundo de la moralidad, al otro -L év in as- le lleva a la proclamación de la ética como filosofía primera. Este trabajo trata de recorrer ambos caminos; de ver posibles relaciones -d e ahí, nuestra pregunta inicial: ¿puede no ser moral una filosofía?-. Pero tam­ bién trata de destacar las distintas alternativas que se proponen para entender el ejercicio de la razón, en el entendido de que la posición lévinasiana destaca y postula una situación, que por ser originaria, es previa y anterior a todo ejercicio de razón que quiera denominarse humano. Como trayecto es un camino de idas y venidas, de acompañamiento y distancia; en una palabra, de caminar algunos trechos con Kant, sin menoscabar la búsqueda de nuevos derroteros para la filosofía, de la mano de Lévinas y, así, también contra Kant.

1. PRELUDIO. ... CON KANT. EL LUGAR DE UNA RACIONALIDAD PRÁCTICA Para la Filosofía M oral, Kant es una fuente inagotable de recursos. Pode­ mos dar rodeos y transitar caminos por desbrozar. Al final, nos topamos con su obra. Una obra que tiene una actualidad y una vigencia insospechadas. No resulta exagerado decir que con Aristóteles, tal vez sea Kant el otro gran protagonista ineludible e inexcusable de todo discurso moral que se precie de tener categoría y rango de saber filosófico. No en vano, a partir de Kant, entra en escena el modelo deontológico que junto al teleológico, heredero de la tradición aristotélica, visualizan los dos paradigmas entre los que se debate la construcción y el sentido de una filosofía moral, todavía a día de hoy. La fuerza discursiva de la filosofía kantiana aparece conectada, como es obvio, al proyecto moderno de la filosofía, que tiene a la razón como única al­ ternativa de la que echar mano para establecer el «orden nuevo», en el vacío que había dejado la caída del Antiguo Régimen -e l orden viejo-. Por eso, el ejercicio de razón en una situación así no puede no ser sino ejercicio práctico, pues asume la tarea de tener que dar sentido a todo lo que el hombre lleva a cabo. Una inmensa tarea que la filosofía asume, no sin riesgos. En esta tensión de la razón por dar cuenta del sentido -d e todo sentido y de todo el sentido-, la filosofía kantiana muestra, tal vez como ninguna otra, la virtualidad de los dos usos en los que la propia tarea de la razón se articula: el uso 152

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teorético y el uso práctico. Los dos conjuntamente. Ninguno de los dos por sepa­ rado. Pero reconociendo la primacía del uso práctico sobre el teorético; primacía que no debe ser traducida, sin más, como resultado de una lucha competitiva entre ellos y, menos aún, como dependencia o sometimiento del uno al otro. Pues bien, en este contexto es donde nos preguntamos por el imperativo moral de la filosofía, entendiendo por tal la estrecha relación que se establece entre la racionalidad y la moralidad como ejercicio de una razón interesada en las cuestiones del hombre. En dicho ejercicio, la propia razón descubre unos criterios o leyes -fines esenciales- que tienen valor universal, es decir, tienen valor de humanidad. Esta peculiar imbricación entre fines esenciales y valores que ya son morales; esta inevitable relación que se da entre racionalidad y moralidad es el telón de fondo en el que se descubre el significado de nuestra pregunta inicial cuando nos interrogábamos si puede no ser moral una filosofía. Para indagar en esta cuestión, voy a retomar aspectos concretos de la Crítica de la razón pura (KrV) para tratar de mostrar cómo ya en esa primera gran Crítica, de claro sesgo teorético, subyace esta preocupación práctica derivada del propio ejercicio de la razón. Cuando Kant se plantea la manera de hacer filosofía en la parte de la K rV que titulaba «Arquitectónica de la razón pura», introduce una distinción que nos puede venir bien a nuestro propósito para ver en qué medida un «saber de razón sobre la razón» puede desentenderse o no de la cuestión de su sentido; y, a ese respecto, convertirse en un puro saber formal o teorético como un saber más o si, por el contrario, no debería convertirse, más bien, en un saber de inexcusable índole práctica. Kant se refiere, en ese texto, a la distinción entre dos conceptos de filosofía: un concepto de escuela (Schulbegriff) y un concepto mundano (Weltbegriff) -n o sé si sería mejor traducir mundano por cósm ico- para señalar los dos modos de llevar a cabo un saber. Si preguntamos a Kant qué quiere decir cuando habla de arquitectura nos va a contestar que para él, arquitectónica es otra manera de decir arte de los sistemas. Detrás de esta concepción kantiana está la idea de que los conocimientos de la ciencia no pueden disponerse a la manera de una rapsodia, sino que significan en la medida en la que aparecen integrados en un sistema, pues sólo desde una perspectiva como ésta estarán en disposición de descubrir y de alcanzar los fines esenciales de la razón. Así pues, se trata de reconocer que la tarea de la K rV no puede quedar re­ ducida al análisis del entendimiento y sus categorías correspondientes. Es nece­ saria, también, la razón, que en tanto que facultad suprema de los principios, 153

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posee los trascendentales que, en su uso regulativo, permiten conducir los co­ nocimientos disgregados del entendimiento a su unidad sistemática. Por eso, en Kant, la idea de ciencia aparece profundamente unida a la de sistema; y por eso, la K rV busca llevar a término tal exigencia. De esta manera, la razón humana, en tanto en cuanto busca el sistema, es arquitectónica. Sin embargo, cuando Kant habla de esta concepción arquitectónica de la razón, nos advierte a renglón seguido que todo conocimiento es o bien por concep­ tos o bien por construcción de conceptos. Lo que permite distinguir a la filosofia, en el primero de los casos, de la matemática, que sería el referente del segundo. En A838/B866, Kant va a definir la filosofía como el sistema de todo co­ nocimiento filosófico para, a continuación, especificar la diferencia entre los dos conceptos de filosofía a los que hacíamos alusión más arriba: el de Schulbegriff y el de Weltbegrijf. Es importante transcribir lo que Kant dice para establecer la diferencia entre ambos. En dicho parágrafo se dice: «Concepto mundano [Weli­ be grijf\ significa aquí el que se refiere a lo que necesariamente interesa a todos. Consiguientemente, cuando sólo se considera una ciencia como una habilidad relativa a ciertos objetos arbitrarios, determino la finalidad de esa ciencia de acuerdo con conceptos de escuela [Schulbegriff]». Entendida así, como concepto de escuela, la filosofía se refiere al sistema de conocimientos que sólo se buscan como ciencia, sin otro objetivo que la unidad y la organización sistemática de dicho saber y, consiguientemente, sin otro objetivo que incorporar la perfección lógica del conocimiento. Cuando el matemático, el lógico o el biólogo, en tanto que meros artífices de razón, actúan por construcción de conceptos, desarrollan el primero de los conceptos de filosofía. En una consideración así, la filosofía es entendida a la manera de un arte, al buscar sólo la perfección lógica y, en este caso, el filósofo es un maestro en el arte del raciocinio; alguien que busca el conocimiento especulativo sin importarle que sirva o no a la finalidad verdadera de la razón. Es el philosophus del que hablaba Sócrates. Pero la filosofía no termina ahí. Para Kant, también es posible - y me atrevería a decir deseable- enten­ der la filosofía bajo la adscripción del concepto de Weltbegrijf, que se refiere a «la ciencia de la relación de todos los conocimientos con los fines esenciales de la razón humana [teleología radonis humanae]». Fines esenciales que no pue­ den no ser sino las respuestas a las preguntas últimas de la razón: «¿qué puedo saber?», «¿qué debo hacer?» y «¿qué me cabe esperar si hago lo que debo?». En este segundo aspecto, el filósofo busca lo útil y la filosofía es una forma de sabiduría; sin lugar a duda, una de sus formas supremas. Sólo que a condición 154

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de considerar que la labor del filósofo no es la de ser un mero artífice, sino la de aquel que se percibe adscrito a aquella tarea que le asigna como descubridor de una «legislación universal»; la tarea de ser un legislador de la razón humana. De esta manera, el auténtico filósofo es, así, un filósofo práctico, preocupado por el alcance práctico de sus doctrinas, debiendo intentar combinar los intereses especulativos y los intereses prácticos. Si la parte especulativa de la filosofía se ocupa de la naturaleza, de aquello que es, la práctica, la filosofía de la moralidad, se ocupará de lo que debe ser. Pero como la finalidad de nuestras ideas está hecha de consideraciones morales, la filosofía práctica es el logro supremo de la vida de la razón y de la vida moral. De ahí la supremacía de la razón práctica. La primacía de la filosofía moral en Kant queda subrayada cuando señala que «los fines esenciales no son todavía los supremos. Sólo uno de ellos (en una completa unidad sistemática de la razón) puede serlo» (A840/B868). Por eso, o bien constituyen el fin último, o bien son fines subalternos que, en cuanto medios, forman necesariamente parte del pri­ mero. Pues bien, este fin primero no es otro que el destino entero del hombre, y la filosofía relativa al mismo se llama moral. La superioridad de la filosofía moral frente a cualquier otra aspiración racional explica que también los antiguos entendieran siempre por «filósofo», de manera especial, al moralista, e incluso en la actualidad -arguye K ant- se sigue denominando filósofo, por cierta analogía, sin duda, a quien muestra exteriormente autodominio mediante la razón, a pesar de su limitado saber. Lo determinante de esta perspectiva adoptada por nosotros es que Kant, en el «Canon de la razón pura», deja ya traslucir su interés por lo práctico como alternativa de reflexión filosófica. Así, después de que en la «Dialéctica trascen­ dental» ha reconocido la posibilidad, aunque sólo sea lógica, de las tres ideas de la razón -A lm a, Mundo y D ios-, se empieza a plantear la posibilidad de que estas tres ideas cobren realidad efectiva, aunque de modo práctico en la Crítica de la razón práctica. Aunque es verdad que sólo en esta segunda Crítica, gracias al desarrollo de la ley moral, llevará a efecto dicha tarea. Pero ya la primera Crítica reconoce la existencia de lo práctico y toda la riqueza que ese mundo, el de la libertad, va a ejercer sobre la filosofía. De manera que, de lo dicho hasta aquí, parece desprenderse el reconoci­ miento del hecho de la primacía de la razón práctica sobre la razón teorética. En efecto, la definición del concepto de filosofía como la ciencia de la relación de todos los conocimientos con los fines esenciales de la razón humana, y la consideración de que dichos fines no son otra cosa que las respuestas a las pre­ 155

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guntas «¿qué puedo saber?», «¿qué debo hacer?» y «¿qué me cabe esperar?», nos llevan a aceptar que los fines últimos del hombre son los intereses prácticos. Con lo que estamos reconociendo que la «culminación» del uso teórico de la razón no puede sino referirse a fines que son valores de razón que la propia razón descubre en su ejercicio práctico. Por eso, a nadie puede extrañar que Kant haga la observación de que el verdadero filósofo es el que, además de filósofo teórico, es moralista. Es más, cuando Kant habla de los fines esenciales de la razón y de cómo éstos se muestran como fines últimos, los entiende como intereses prácticos. En el intermedio, tres grandes descubrimientos de la filosofía de Kant, que le con­ vierten en referente imprescindible de la filosofía occidental: la trascendentalidad de la razón -s u reconocimiento como espacio público-, los valores de razón que la propia razón adscribe como valores de humanidad y las condiciones que han de tener las razones para llevarlas a cabo, es decir, para que puedan tener la consideración de morales -autonom ía, universalidad e incondición. Parecería, pues, que una consideración como ésta debería conducir a la reflexión kantiana sobre la moralidad, considerada como factum , como situación de hecho o realidad, a considerar las virtualidades que la constituyen -q u e le dan razón de se r- para ver en qué medida las razones que la razón descubre para «tener que hacer» derivan de ese «ambiente previo» que la moralidad testimonia como situación de hecho. Éste es el inicio de nuestra revisión crítica de la postura kantiana sobre el sentido del uso práctico de la razón, que habiendo proclamado su primacía, acaba desembarcando en terrenos de razón teorética, que toma a su cargo el análisis de la forma de las razones, como manera de dar cuenta de la moralidad. Tiene razón Kant cuando sostiene que es la forma de las razones -s u universalidad e incondicionalidad- la que otorga el sentido moral de una acción. Pero no es menos cierto que esa forma de las razones es tal porque, antes, la razón, cuando se pone a pensar, piensa ya desde un «espacio que es ya moral». Éste sí puede llamarse, con propiedad, factum o situación de hecho con el que describe la moralidad. Resulta impreciso considerar form alista a una razón que es formal porque se descubre adscrita a unos valores con rango universal. Pero no es menos cierto que Kant queda anclado en un excesivo respeto a la estructura de la racionalidad teorética que resta como modelo del trazado de la razón práctica. Precisamente por eso, no es ocioso plantear la cuestión de la universalidad que nos va a conducir a considerar los fines esenciales como valores morales de humanización.

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2. INTERMEZZO. SABER DE FINES Y VALORES DE RAZÓN: EL SENTIDO DEL EJERCICIO DE UNA RAZÓN PRÁCTICA La peculiar vertebración entre los fines esenciales de la razón y los valores de humanidad que legitiman su ejercicio -configurados y configuradores de la libertad, la igualdad y la fraternidad- nos permiten replantear en qué medida dic­ hos valores configuran lo que podemos denominar condición humana o estructura antropológica de base para poder hablar de un ejercicio de razón práctica. Dicho de otra manera, lo que nos preguntamos es cómo tendría que ser una razón como ésta, especialista en fines esenciales, que en su ejercicio descubre tales valores, para que, una vez descubiertos, los convierta en «sus intereses», es decir, para que los asuma y reivindique como contexto general de significado y sentido de toda posible realización humana y humanizadora. A nuestro entender, la peculiar lectura kantiana de los fines esenciales, en tanto que fines de razón, y su conversión en valores de razón con carga humaniza­ dora y, por tanto, valores morales, inicia nuestra postura crítica sobre la propia consideración kantiana de la racionalidad. Pues entender los fines como valores -e n el sentido de que se les adscribe valor universalizador- exige y plantea la consideración de tres aspectos o condiciones que cambian en gran medida -p o r no decir, en toda m edida- el sentido de un ejercicio de la razón que pueda lla­ marse, con razón, práctica. Lo primero que salta a la vista es que una razón, que en su ejercicio des­ cubre tales «intereses», no los descubre porque sí, como algo de suyo. Más bien tendríamos que suponer un mundo previo en el que la razón aparece como «recostada» esperando que alguien la convoque, ya que su situación primera -por previa-, es la de vivir en un mundo de otros y con otros. La razón, aquí, no es razón pura sino, antes por el contrario, razón «cargada», en el sentido de que no puede no contar con dicha situación primera de la que arranca su ejercicio. En este sentido, las tres características que señalamos más abajo sirven para explicitar la situación-puente que une la tarea de una racionalidad urgida a tener que dar cuenta del sentido de su ejercicio, con el significado de los va­ lores descubiertos a la luz del mismo. En el conjunto de estas tres notas, vamos a ver reflejada su condición de ser valores morales; y a su través intentaremos descubrir, también, las exigencias que un ejercicio de razón «no puede» (sic) dejar de contemplar. A nuestro entender, de lo que se ponga de relieve en ambas consideracio­ nes va a depender nuestra comprensión de la dimensión práctica, en tanto que perspectiva originaria, de todo ejercicio de la razón. Pues se trata, ni más ni 157

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menos, de ver en qué medida los valores de razón, al propiciarse como valores de humanización -fines esenciales-, prueban la relación especial que se da entre racionalidad y moralidad, rompiendo cualquier tentación de formalismo. El paso fenomenológico, aquí, es de vital importancia, aunque sólo sea para mostrar la peculiar imbricación en la que puede ser comprendida esa hilazón de la racionalidad con la moralidad; y, a su vez, para tratar de mostrar esa genuina carga moral que tiene todo ejercicio de la racionalidad para que pueda ser con­ siderada «razón cargada» -razón con contenido. Por eso es por lo que entendemos que un ejercicio de razón así considerado tendría que asumir y mostrar las características siguientes: el carácter de ex-posición, la dimensión de apertura y la capacidad de reivindicación como rasgos específicos de su ejercicio práctico; características que venimos anunciando desde el principio de este apartado. 1. El carácter de ex-posición escenifica la venida de todo hombre a un mundo habitado por otros; otros que le anteceden, con los que convive sin re­ sistencias, es decir, gozosamente, hasta que se da cuenta de que entre esos otros, que son todas las cosas, hay objetos -o tro s - que se le resisten, que no se dejan captar ni reducir. El a priori del que tendríamos que partir es la consideración del hombre como «ser-capaz-de...» que tan bien han puesto de relieve ya tanto la psicología como la pedagogía. Y su expresión bien podía ser la consideración del hombre como el ser que reobra. En esta consideración fenomenológica de nuestra venida a este mundo, la resistencia a «ser capturados» pone de relieve varios aspectos que pueden ser vistos como el cañamazo de nuestra ínsita dimensión moral. Aquello que Zubiri denominaba estructura moral del ser humano y que, después, desarrolló Aranguren en su visión de la ética - la moral como estructura- merced a su visión del hombre como ser que «debe» hacer, adscribiéndole una «realidad debitoria» como estructura clave para hablar de su ínsita dimensión moral. Cuando el ser humano, en una situación así, hace, lo que no puede es no-exponerse en lo que lleva a cabo. La obra pone al hombre «fuera de sí»; le ex-pone como condición de posibilidad para ser sí mismo. Pero ya nunca, sólo, desde sí mismo. Precisamente esta consideración visualiza uno de los rasgos clave de nuestra condición moral. Algo es moral, no porque deba ser hecho o, inclusive, respetado; algo es moral porque está ex-puesto, es decir, porque sur­ ge de esa incondición de tener que hacerse con los otros. Por eso, la calidad mo­ ral de una situación así descrita es, precisamente, que nadie pueda ser reducido por el otro en ese obrar. Por eso tiene que ser «respetado». 158

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De ahí la nota de la vulnerabilidad como constitutivo esencial de nuestra peculiar manera de ser hombres y mujeres ex-puestos a ser reducidos en pro, inclusive, de una idea de humanidad, llegado el caso. Por eso, no vale cualquier propuesta de humanismo, como tampoco vale cualquier propuesta de subje­ tividad. También en nombre del «humanismo» se han cometido las mayores atrocidades. Lo curioso de esta situación de vulnerabilidad - a la que entendemos como situación moral por excelencia- es que tiene que ser considerada como el suelo del que emerge la inteligibilidad. Emerger quiere decir, aquí, otorgar sentido. Y la inteligibilidad adquiere sentido desde el momento en el que se apercibe de la necesidad de «tener que responder» a esa provocación que supone el hecho de que hay otros que se me resisten y que no se dejan integrar en mi obrar. Esta singular traducción de la condición de ser/estar expuesto por la exigencia ine­ ludible de «tener que responder de mí ante el otro», en una situación así, es la clave de la individuación y, a su vez, de la desproporción de la igualdad que es más que mera reciprocidad. En realidad, es lo que sostenemos cuando decimos que toda racionalidad nace investida de moralidad, en el sentido de que no hay razón neutra o neutral, como ejercicio. Por más que la reivindique el método científico o la «razón formal» de la variante teórica o teorética. Nada tiene de extraño, pues, que dicho carácter de ex-posición reclame, como rasgo final, la necesidad de la paz en tanto que exigencia moral -condición de posibilidad (sic)- de un mundo habitable con otros y, por tanto, como valor clave para el ejercicio de la racionalidad. La paz se descubre, así, integrada en la mutua relación entre ser, pensar y actuar, que describe el ejercicio de la racionalidad descubierto por los griegos, como requisito indeclinable de su valía. Reivindicar un mundo habitable es reivindicar un mundo mejor y más humano -u n mundo en paz- en el que mujeres y hombres, de toda clase y condición, puedan llevar a cabo sus vidas sin quedar expuestos a ser reducidos. Por eso podemos sostener que la razón «libera». Pero a condición de que reconozcamos este valor -m o ra l- de exposición que nos constituye. 2. La dimensión de apertura, como segundo rasgo característico de estos valores de razón, parte de aquí y se prolonga en dos direcciones. En la dirección «formal» de un ejercicio de la racionalidad abierta a los deseos y a las aspiraciones de los hombres y mujeres, sentidas como humanas y generadoras de espacios cada vez más humanizados. Y en la dirección «material» de creación de mundos habitables, es decir, cada vez con más carga humanizadora y, en este sentido, mejores. 159

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Por eso, aquí, el discurso de razón coincide con el discurso del hum anis­ mo; entendido éste como «espacio moral» requerido para que todos podamos llevar a cabo una vida digna de ser vivida - e l famoso tema de la calidad de vida como cuestión moral está aquí supuesto-. El humanismo asume, así, una concepción holista, frente al individualismo rampante de la sociedad pragm a­ tista; con toda la carga form al del término -com o visión general- sin caer en el formalismo y con toda su carga práctica -co n los tres valores de referencia, a saber: libertad, igualdad y solidaridad- sin derivar en puro practicismo. No conviene olvidar que, a veces, lo más práctico es una «buena» teoría; que es otra manera de reconocer la ineludible relación entre ambos m undos, junto a su posible «ordenación». 3. La capacidad para ser reivindicados, como última consideración de los valores de razón, expresa otra de las claves de lectura de la dimensión de la mo­ ralidad. Por tal ha de entenderse, en primer lugar, el no agotamiento del valor moral en ninguna forma concreta de realización. De ahí la reivindicación de formas constantes y nuevas para traducir el potencial moral del valor a la reali­ dad y en la realidad. La filosofía se viene esforzando, no siempre con éxito, en poner de relieve este aspecto, a través del concepto de utopía; empeñada en un discurso alternativo a la máxima «realista» de que todo lo que hay o se da es todo lo que es o existe. El valor moral vive de la tensión por tenerse que llevar a cabo -ám bito del deber ser-; y, precisamente, esta tensión es la que funda la legitimidad de una reivindicación política, respetuosa de la dignidad de los otros y de su compro­ miso con ellos. De esta manera, un ejercicio de la razón, adscrita a sus fines, alcanza el rango de «ideal moral» que perseguir -valor moral universal- en el bien entendido de que su ejercicio es un desmentido rotundo a toda consideración «emotivista» o «visceral» como referentes legitimadores últimos del sentido de la moralidad, de lo que hacemos o llevamos a cabo. Ni que decir tiene que esta «carga mo­ ral» con la que aparece investida una concepción así no se traduce, sin más, en proyectos de vida moralizados o en cursos de acción morales. Pero de lo que ya no se podrá librar el ejercicio de la racionalidad -individual, intersubjetiva o institucional- es de su permanente confrontación con estos valores de razón, en la medida en la que aparecen en el propio acto de su constitución; en la raíz de un ejercicio humano y humanizador de la racionalidad como saber de «fines esenciales» que decía Kant.

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Dicho lo cual, estaríamos en condiciones de sostener que estos valores de razón así considerados constituirían una suerte de fondo de humanidad con el que nace confrontada toda posible tarea de la inteligibilidad, de dar razón o cuenta de lo que hacemos o pensamos. En este sentido, la consideración de la libertad como suelo de la moralidad propicia la consideración práctica de toda racionalidad encargada, a partir de este momento, de «dar cuenta» de esa moda­ lidad humana de existencia. A partir de aquí, tarea de la filosofía es establecer las condiciones de posibilidad de todo discurso que se precie de tener un referente antropológico inexcusable e ineludible. Éste y no otro es el sentido al que remite la propuesta kantiana de la primacía del «uso práctico» de la razón. Se puede entender así que el problema de Kant -estoy por decir que es más un problema de muchos intérpretes de K ant- sea la sostenida tendencia a reducir esta potencia liberadora de la racionalidad al esquematismo de la pro­ pia razón que termina por asfixiar ese componente libertario del que la razón está encargada de «dar cuenta». Es más, dicho componente libertario se con­ vierte en el «lugar común público» de la racionalidad, es decir, en el lugar de un modo de ser comunitario, humano y humanizado, por relación con el cual un ejercicio de la razón encuentra sentido -é tic a - y legitimidad -p o lítica-. Así, puede entenderse, por ejemplo, la consideración de la paz como «valor moral» de una realización con sentido que legitima la reivindicación política de la misma, sin tener que pasar por las horcas caudinas de una federación de Es­ tados que la funden; que es como Kant, en 1795, en su opúsculo Hacia la paz perpetua la había entendido.

3. CODA. ... CONTRA KANT: LA ÉTICA COMO FILOSOFÍA PRIMERA Y EL SENTIDO DE TODO POSIBLE EJERCICIO DE LA RACIONALIDAD Para tratar de mostrar la razón de ser de este salto entre razones, fines esenciales y valores, acudimos a la filosofía de Lévinas. La posición lévinasiana es clara a este respecto. La peculiar relación entre razones, fines y valores es posible, e inevitable, porque su punto de referencia es una «situación primera» -m i relación con los otros- que no puede sino ser tenida en cuenta por todo ejercicio de racionalidad. El peculiar sesgo moral que ya tiene esa «situación primera» tiñe de mo­ ralidad y da sentido a unas razones que, en virtud de dicha relación, pueden ser consideradas, sin merma de formalidad, como valores de humanidad. 161

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Pero, entonces, la pregunta que cabe hacerse, en una situación así, es si toda racionalidad que se precie no puede no partir de esta consideración; y si la transición entre racionalidad y moralidad no nos autoriza a decir que la ética, en su significado de situación originaria en la que surge la inteligibilidad, no es ya, y no puede no ser, sino filosofía primera. La pregunta de la que parte Lévinas es si la sola razón -e n la realidad, cualquier razón- puede dar cuenta de los valores de razón. Y si no sería preciso suponer un espacio previo, entendido como espacio de la moralidad, repleto de gente -d e otros- para dar cuenta de su ejercicio, en el que encontraría sentido. Para alguien que viene de la experiencia y de la vivencia del exterminio y del holocausto, en absoluto resulta extraño el cuestionamiento de todo tipo de ideal de humanidad filosófica y políticamente amparado en y por un pen­ samiento de la identidad; un pensamiento ejercido en el nombre de la Razón de un Yo, con capacidad para darse el sentido -e n la realidad, todo el sentido-; y un pensamiento que, al final, se resuelve en un pensamiento de la violencia y de la reducción de Todo a lo Mismo y del Otro al Yo. La radical condena de la metafísica occidental como expresión suprema de este pensamiento violento que lleva a cabo Lévinas, tiene como referente un diagnóstico y una pregunta; si la base de todo pensamiento es la captación -siem pre reducción de lo otro-, la pregunta que hay que hacerse, parafraseando la introducción de su obra Totalidad e Infinito, es si, en una situación como la anterior, todo lo que tiene que ver con la moral no es una farsa. Todos esos «va­ lores de razón» que la razón descubre, ¿dónde están y cómo se justifican cuando en su nombre se han masacrado millones de seres humanos? Ante tales desafíos, Lévinas reconstruye el significado de ese espacio, no desde la razón y sus valores descubiertos por ella misma en su ejercicio, sino des­ de la relación con los demás, desde la alteridad como referente de sentido y sig­ nificado; y proclama la paz como exigencia moral de un espacio limpio para poder llevar a cabo un proyecto de vida digna. Por eso, en la indagación lévinasiana, la paz, en lugar de ser una virtud moral que hay que instaurar, aun cuando haga pié en una naturaleza que aparece «ordenada» a ella, pasa a ser considerada como un don, en el sentido de considerarla como algo dado previo a mí y exigible en términos de moralidad; en otras palabras, como exigencia moral y así convertible en reivindicación política. Esta peculiar tensión ética de toda labor de la racionalidad pone su ejercicio en el disparadero de «tener que dar cuenta» de esa orientación en la que ya late el sentido. Por eso, la ética, frente a todo modelo constructivista al uso -m odelo mayoritario en la filosofía moral actual- no es algo que haya que construir; la 162

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ética se descubre en esa orientación primera hacia lo-Otro-que-uno-mismo en la que ya late el sentido. Un sentido, por cierto, de humanidad dolida, y casi perdida -nadie puede olvidar la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, ni los sucesivos genocidios-; una humanidad hecha jirones por quienes se han arrogado la interpretación, en exclusiva, del humanismo y, por tanto, de su imposición. Sólo desde aquí se puede entender, en sus justos términos, la reconstrucción como tarea moral; reconstrucción de situaciones cada vez más adecuadas para traducir en cada ocasión y en cada tiempo el monto de calidad humana requerido, a sabiendas de no poder dar nunca con la totalidad del sentido. En un contexto así es donde valores como el diálogo o el consenso alcanzan una virtualidad ética ineludible para traducir la carga moral de una realización que se quiera humana o humanizadora. La lectura lévinasiana de la crisis del humanismo lo dice todo. El final del humanismo no es sino el final de una idea de hombre, en cuyo nombre se han cometido las mayores atrocidades; en una palabra, el fin del humanismo se explica por el hecho de no haber sido suficientemente humano, como dice en Humanismo del otro hombre. La cuestión, como se ve, no es decretar cómo y desde dónde poner fin al humanismo. Por el contrario, tarea de la filosofía es descubrir ese «perfil humano» que vuelva a hacer al discurso del humanismo digno de tal nombre. Ahora bien, a la vista de las experiencias del siglo XX y de principios del XXI, plantear una recuperación del humanismo en términos políticos o, inclusive, filosóficos, al estilo del discurso tradicional, le parece a Lévinas una alternativa sin salida. Ahí está la guerra como «encamación» de ese peculiar humanismo de imposición y la consideración del final del mismo por el propio Heidegger y con él, de lo más granado de la metafísica occidental, salvo excepciones honrosas. Ella, la metafísica, ha avalado un pensamiento de la potencia y de la identidad que es el trasfondo en el que se asienta toda violencia. Una violencia «estmctural» -s i así puede decirse- en el sentido de que la entraña de los discursos pregnantes de la filosofía han generado un pensamiento cuyo objetivo es reducir y someter todo a lo mismo, lo otro al Yo, la persona al sistema, la razón a la Razón de Estado y la trascendencia a radical inmanencia. ¿Cómo «dar cuenta» -ra z ó n - de esta situación primera a la que nos hemos referido antes, que es previa a su ejercicio y en la que, no obstante, encuentra sentido, a pesar de todo, su ejercicio? ¿Cómo «decir» algo sobre lo que la razón no tiene poder, por ser algo previo, an-árquico, en el sentido de que la razón no lo puede -d e b e - reducir? 163

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Ambas preguntas constituyen el punto de arranque de su construcción fenom enológica del significado y sentido de ese «mundo previo», de ese espacio moralizado, que precede al ejercicio de la racionalidad. El proyecto lévinasiano lo que va a hacer es «antropologizar» el significado y el sentido de ese mundo previo, proponiendo categorías y criterios que dan fe del sen­ tido de un mundo compartido con otros; del mundo de la relación y de la alteridad como referentes clave del mismo. De ahí su propuesta del encuentro, como proximidad, y del rostro, como cara-a-cara, para explicitar categorías antropológicas de base propuestas desde la otra orilla de la cultura occidental - la cultura ju d ía - que, por cierto, también es occidental. En estas dos categorías del encuentro y del rostro, la racionalidad aparece como recostada y lista para dar cuenta de unos espacios exteriores al propio Yo. Unos espacios que el Yo, en tanto que individuo, no puede controlar, pues el Yo viene a un mundo que le precede. Está habitado por otros. Un mundo al que el Yo siempre llega tarde, urgido, como está, a tener que responder de él ante los demás. Espacios, de verdad, an-árquicos, sin principio en el Yo y, por eso, origi­ narios y previos a cualquier disposición de los mismos por parte del propio Yo, de la Razón. Por eso pueden ser entendidos como espacios de paz, espacios de con-cordia, en tanto que espacios requeridos para llevar a cabo una vida en paz con otros. En un mundo así descrito, la estructura de la subjetividad no es la de la ac­ tividad, sino la de la pasividad; y el ideal ético de realización no es el de la auto­ nomía sino el de la heteronomía de una interrogación -carácter de ex-puestoque le viene de fuera y gracias a la que el individuo se individualiza, se tom a sujeto, merced a esa «obligación» que tiene de responder. Pero responder, ¿a qué o a quién? Responder, ¿de qué o por qué? La pre­ gunta está hecha desde la crítica a la condición existencial como modelo de individualidad propuesta por Heidegger. Para Heidegger, la pregunta por el sentido de ser sólo puede ser hecha y propuesta desde el ente -h o m b re-, que es quien tiene la capacidad para interrogarse por el sentido de su ser. Por eso, la respuesta no puede venir más que de fuera de él, del Ser; de la voz del Ser que, sorpresivamente, no dice nada; que «no manda» nada. Si éste es el caso, ¿a quién puede sorprender que la respuesta a esta interrogación abierta en sus entrañas esté abierta a todo, a cualquier interpretación y, por ende, a cualquier tipo de inmoralidad? Para Lévinas, en cambio, la respuesta no es la respuesta anónima de la Voz del Ser abierta a cualquier interpretación. La respuesta exigida en la propuesta 164

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lévinasiana es respuesta exigida por la voz del otro -d e todos los otros, más otros- que me mandan y que «dan a entender» una manera de comprenderse y de ser en conjunto, «en solidaridad originaria» como relación de unos con otros; solidaridad que puede ser leída como estructura antropológica originaria de todo hombre y mujer que viene a este mundo. Toda la tarea de la racionalidad no será más que dar cuenta de esa solida­ ridad originaria en la que encuentra sentido y legitimidad todo discurso que se precie; es decir, todo discurso que tenga entrañas de humanidad; todo discurso no-violento, o, por mejor decir, todo discurso de la paz. De sobra sabe Lévinas que esta veta originariamente ética del sentido no se traduce automáticamente en un comportamiento moral. Lo frecuente es lo contrario; a saber, la deriva inmoral -violenta- de las diversas traducciones de este espacio, en conflictos y en tensiones, sabiamente diseñadas para que apa­ rezcan como «ocasiones de no-violencia» para seguir reduciendo y violentando a los otros. Ahora bien, para que esta categoría del encuentro no se subvierta en un «encontronazo» con los demás, es preciso dar cuenta de dos dimensiones y de una lógica que le otorgan sentido y significación. Las dos dimensiones se refie­ ren a los conceptos de exterioridad y trascendencia, y la lógica a través de la cual interactúan la denominamos lógica del don, de lo dado como previo, sin reciprocidad, como exigencia de llevarse a cabo. En el pensamiento lévinasiano, la exterioridad y la trascendencia aparecen como condiciones requeridas para que ese mundo habitado por otros pueda ser pensado; y, más que pensado, sirva como antídoto ante cualquier tentación o intento de reducir Todo a lo M ismo, que es la base de todo pensamiento violento y de la violencia como tal. Por eso, ambos conceptos de exterioridad y trascendencia desempeñan en Lévinas, a la manera como Kant había pensado las categorías de espacio y tiempo, el papel de las condiciones requeridas, en un plano ético, para que la dimensión de la moralidad, es decir, el encuentro con el otro, se pueda dar sin reducciones, en un espacio an-árquico y en un tiempo in-finito que el Yo no puede controlar. ¿Qué nos puede impedir nombrar a este espacio como «espacio moral» de sentido y del sentido? A nuestro entender, nada. Es más, esta genuina estructura solidaria testimonia la calidad de ese espacio como «estado originario» en el que encuentra sentido toda realización que pueda ser denominada «humana». Esta es su virtualidad política para convertir dicho espacio en el objeto de una reivindicación legitimadora y, por ende, legítima, políticamente hablando. No hay por qué esperar al banderazo de salida de un Estado democrático o de una 165

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sociedad civil. Son estos individuos solidarios los que plantean y exigen ese espacio como «lugar apropiado» -quiero decir, m oral- para poder hacer su vida con otros. ¿No podría verse aquí la confirmación del sentido y significado de los Derechos Humanos como «traducción positivada» de este espacio, en lugar de hablar, una y otra vez, de las dificultades de su fundamentación, que jamás superan un permanente estado de crisis? Aunque lo hemos tratado en otros lugares, bueno será recordar, a modo de apunte, que mientras la exterioridad es la condición requerida para poder pensar un espacio de otros, que es anterior y previo a mi venida al mundo, la trascen­ dencia es la nota espiritual que requiere dicho espacio físico -m aterial- para poder albergar un sentido que le trasciende y le juzga invistiéndole, en virtud de ese requerimiento, de una dirección de sentido que no tendría si no se le hubiese ya otorgado, es decir, si no fuera ya algo dado. Esto explica la radical oposición de Lévinas al inmanentismo del sentido, que puede quedar reducido a cualquier cosa, y su tajante declaración de la no naturalidad del sentido de lo humano. Lo humano, si por algo se distingue, es por no ser natural. Precisamente, esta consideración no-natural del sentido es la que «le obliga» a permanecer atento y como disponible a la «altura» de una Voz -frente a la voz del Ser de Heidegger, que no manda nada, y por eso está abierto a cualquier inm oralidad- que es la voz a la que se refiere Lévinas; una voz que ordena y manda. Es una Voz en la que resuenan ecos de una idea del Bien (Platón) y en la que aparece el punto de fuga de un pensamiento que al «pensar más de lo que piensa» (idea de lo Infinito en Descartes) apunta al Otro más Otro. Ambas son huellas en las que aparece expuesto el enigma del Bien y de lo Infinito, como palabras-huella en las que Dios puede venir a la idea, tras el a-diós a todo discurso que pretenda la osadía de decirle. Sin embargo, nada de lo anterior tendría sentido si no hubiera una lógica propia que diera cobertura a esta situación originaria; si no hubiera un método. En este sentido, hablamos de una lógica del don, que tan determinante ha re­ sultado, por ejemplo, para el concepto derridiano de la diferencia, con el que explícita el surgimiento y la creación de las diferencias, y, posteriormente, para la construcción (sic) de su sistema de la des-construcción. Pues bien, lo que primero salta a la vista de la lógica del don es que se sitúa en el polo opuesto de una lógica del intercambio, que es la lógica normal del lenguaje, escenificada por el principio de la no contradicción. Uno puede decir lo que quiera con tal de que no se contradiga; de la misma manera que uno puede intercambiar lo que sea, con tal de que dicho intercambio se rija por el principio de la reciprocidad. 166

¿PUEDE NO SER MORAL LA FILOSOFÍA? SOBRE KANT Y LÉVINAS

La lógica del don pone en entredicho este aserto al reconocer una serie de acciones que no se rigen por la lógica del intercambio y que, sobre todo en el ámbito afectivo, recurren al ofrecimiento, a la acogida, a la hospitalidad; en una palabra, a la generosidad de una obra para nada, puro don. Curiosamente, una obra así entendida es aquella que renuncia a disfrutar de su triunfo de obra llevada a cabo, para abrirse al triunfo de la misma en un tiempo que ya no es el suyo. Desbordamiento de mi tiempo, que avista un porvenir más allá del ho­ rizonte de mi propio tiempo -tiem po de los otros- que desplaza el planteamiento heidegeriano del ser-para-la-muerte hacia una consideración del mismo en un sentido de ser-para-después-de-mi-muerte y, así, para más allá de la propia muerte. Obsérvese que lo que aquí se pone de manifiesto no es la pertinencia o no de la idea de una «vida después de la vida», sino la radical apertura de un tiempo in-finito para que los demás puedan existir, vivir y ser. Esta plenitud del tiempo es lo que Lévinas, al final de su obra Totalidad e Infinito, denomina paz mesiánica, que describe con el sueño profético de un mundo en el que «el lobo habitará con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea» (Is., 11,6-9). Este modelo de paz originaria como referente de sentido es un discurso sobre las cosas últimas, es decir, un discurso escatológico. Escatología que remite no a la instauración de un estado de paz, como quería Kant, sino a una relación del hombre con lo Infinito, por encima o más allá de toda totalidad y de todo juicio de la historia. Es más, la propuesta de este modelo de paz, como situación originaria, tiene como objetivo liberar al hombre del juicio de la his­ toria y de lo porvenir, incluso como ideal de perfección que quería Kant, para resultar ser una llamada a la responsabilidad de cada hombre en la tarea de hacer presente este espacio de las cuestiones últimas; allí donde el ser se cuartea ante el mandato de «tener que justificarse ante el otro». Esto explica que el discurso filosófico, en tanto que desarrollo de este sentido an-árquico, no puede no ser sino el discurso de la justicia. Por eso, este modelo escatológico de la paz, como visualización del «espacio originario» que estamos intentando delimitar, tampoco es el de la conclusión de la historia mundial que se va a llevar a cabo en una suerte de «juicio final». El modelo al que se refiere Lévinas, siguiendo en esto a Rosensweig, es el modelo de «escatología realizada» en cada instante que se convierte, por la fuerza de la convocatoria a tener que responder, en instante último que cuestiona todo intento de realización totalitaria, del signo que sea -filosófica, histórica, antropológica, política o material. 167

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Frente a la quietud de un estado de paz originario, el referente ético de la misma invita a la in-quietud de una paz bajo mi responsabilidad, como sugiere en su obra De otro modo que ser o más allá de la esencia', in-quietud despertada por la precariedad de lo otro. En una tesitura así, ser responsable es tener que responder al otro, hasta el punto de tener que responder de él, es decir, ser responsable de que pueda vi­ vir -hacer su vida- en ese espacio creado gracias a la calidad moral de esa res­ puesta que le «hace recordar» dicho estado originario de paz. Pues el hombre yace como recostado en él, esperando que alguien le llame y le con-voque. Dejar que «resuene» ese espacio an-árquico, y, sin embargo, lleno del sentido de una solidaridad originaria o de ese «fondo de humanidad», es el cometido de la filosofía, convocada a pensar, de por vida, lo Infinito de esta desmesura -sin los rastros de la mala infinitud hegeliana- en unos discursos que reclaman la apertura, como ocasión que da-qué-pensar, y el compromiso, como esfuerzo moral sostenido -p o r in-finito- por llevarla a cabo. Pensar, en estas circunstancias, no puede no ser sino apercibirse de la solicitud del otro que me despierta de ese estado de semi-inconsciencia para convertirme en responsable de ese estado de cosas que no son mías, de mi exclusiva incumbencia, pero de las que tengo que cuidar, para que lo poco de humanidad que adorna nuestra tierra sea señal o guiño para una tarea infinita de humanización. Tarea de la filosofía será ir señalando mojones en ese camino de huma­ nización ínsito en el corazón de una subjetividad expuesta y herida por los demás, sabiendo que el camino Qiodos) es ya un valor digno de perpetuarse. Esto, que la filosofía muestra, se puede, y se debe, decir. Por eso, el mo­ mento racional, aquí, resulta inevitable. Tarea de la filosofía será mostrar que esa «solidaridad originaria» es el marco de referencia de todo ejercicio de la razón. Un ejercicio de razón que, por su propia dinámica, da cuenta del cañamazo de sentido de todo proyecto personal e institucional que pueda ser denominado, de verdad, como humano. No es que la razón no importe, ni que sus criterios sean irrelevantes. Lo que decimos es que ningún ejercicio de la misma puede legitimarse en función de su mera construcción «formal», como quería Kant, o de sus valores de humanidad descubiertos a la luz de sus preguntas. La razón, en su ejercicio, arranca en este «ambiente» que es ya moral en el sentido de que surge de la preocupación de «tener que responder» a los otros. Ésta es la razón de por qué puede decirse, con propiedad, que la ética es la filosofía primera. 168

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Por eso, tampoco una razón en su ejercicio se legitima sólo por la confi­ guración de las razones que damos para hacer algo -universalidad e incondición-. Las razones remiten al tem a de la justicia que se convierte, por su propia dinámica, en la razón de ser de un discurso filosófico sobre el sentido que tiene esa orientación originaria que hemos descrito con el nombre de «solidaridad originaria»; una orientación que es preciso cuidar para que sea de todos y para todos.

4. FINE. CRITERIOS DE RAZÓN: SENTIDO Y LEGITIMIDAD DE UN EJERCICIO DE LA RACIONALIDAD Si el criterio es una razón para obrar, parece razonable pensar que un ejercicio de la razón que tiene como horizonte este estado originario de sentido tendría que dar cuenta de su propio valor, como razón, a la luz de la relación que se produce cuando alguien dice algo -h a b la - en dicho contexto. En dicha relación, entendida como espacio público de la razón, curiosa y sorprendentemente, nos reencontramos con Kant y sus fines esenciales, convertidos en valores de razón para todos. Pero el camino hasta aquí ha sido largo y complejo porque de lo que se ha tratado es de descubrir y plantear el significado de ese factum de la moralidad que Kant presuponía y que Lévinas ha problematizado en la cuestión de si tiene sentido ser moral y, caso de que lo tuviera, qué sentido es ése. Si la razón descubre que necesita la libertad para poder pensar -condición de posibilidad-, entonces la propia razón tiene que ser la encargada de «dar razones» para que haya, se mantengan y se doten de sentido esos «espacios de libertad». Espacios que, en su significado profundo, han de ser entendidos como espacios para el encuentro, para la con-vivencía y para la con-cordia; espacios que por su propia dinámica han de tender a una plasmación personal y también política. Por eso, aquí, «dar razones» es, ni más ni menos, crear ocasiones para afianzar un horizonte humano de realización para mí y para todos. En este sentido, a nadie puede extrañar que un pensamiento que arranca de aquí limite con la reivindicación moral de un espacio habitable y compartido, y con la puesta de largo política que requiere. Es más, lo que la razón «descubre» en un espacio como el antedicho es la necesidad sentida de propiciar espacios de humanización en los que los otros son el punto de control y verificación de todas sus propuestas y criterios. No vale cualquier relación, como tampoco vale cualquier razón que la sostenga.

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¿Por qué no ha de valer cualquier razón si está bien configurada formal­ mente; si cumple todos los requisitos para entrar en un discurso? Porque en su ejercicio depende ya de una orientación de sentido. En el espacio previo, al que hemos aludido reiteradamente para expresar el remitente de todo significado, la inteligibilidad, es decir, el ejercicio de la razón, tiene ya sentido moral. No porque todo lo que haga, o piense, sea ya, ipsofacto, moral; sino porque todo lo que piense, a partir de dicha situación, no puede sustraerse al juicio moral al que está convocada la inteligibilidad por su orientación primera. Ahora es cuando adquiere su sentido genuino decir que la filosofía es un trasunto de esta orientación de sentido que actúa como imperativo moral de toda posible filosofía; ahora sí que tiene sentido decir que la ética es la filosofía primera en tanto que exigencia del despliegue humano de la racionalidad como responsabilidad primera. La filosofía no puede sino ser moral. Pensamiento, éste, que la misma filosofía ha ido repensando con los tér­ minos de la relación, del encuentro, del diálogo o del consenso como diversas variables de entender la racionalidad en términos de potencia posibilitadora de humanización y de exigencia moral de la misma. En esta doble consideración del valor de la racionalidad como posibilitadora de humanización y como exi­ gencia de la misma, se escenifica y se concreta el objetivo de poder y de tener que seguir dando cuenta y haciendo posible una realidad que pueda ser digna de ser vivida por hombres y mujeres en instituciones adecuadas -ju sta s-, tal y como sugiere Ricoeur. Precisamente la universalidad, como reivindicación moral de un espacio originario de todos y para todos, permite y exige la inclusión de un determ i­ nado proyecto institucional o personal en un contexto más general que hemos denominado «cultura de la solidaridad». Cultura, porque en dicho espacio de solidaridad originaria confluyen una serie de valores que cultivar por parte de un determinado modelo de entendernos como hombres y mujeres que habitan dicho espacio; y cultura, porque no es posible cultivar dichos valores sin la referencia a una determ inada situación socio-histórica en la que se han de encarnar, verificar y trascender. No es posible una ética sin que ésta aparezca incardinada a una situación; lo que no la reduce a ser una m era determinación de la misma. Valdría decir que la ética siempre es una ética relativa a una cul­ tura, lo que no equivale a tildarla de relativista y sin posibilidad de plantear criterios de acción. Ahora se entenderá por qué una filosofía no puede no ser sino moral y por qué, aunque Dios haya muerto y todo esté permitido, no todo puede ser igual, 170

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ni tiene por qué serlo, en el convencimiento de que nuestros deseos, por más realistas que fueren, nunca verán colmada nuestra capacidad para desear otros mundos en los que poder llevar a cabo proyectos de vida mejores, es decir, con más carga humana y humanizadora. A plantear criterios para que no todo sea igual -d é lo m ism o- me convoco y les convoco a ustedes, como filósofo, a la luz del significado que tiene el ejercicio de la racionalidad, tal y como hemos pretendido exponerlo aquí.

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RESPONSABILIDAD Y DIÁLOGO EN LEVINAS REFLEXIONES PARA UNA ÉTICA DEL CUIDADO Y LA SOLICITUD A g u stín D om in g o M oratalla Universitat de Valencia

1. RESPONSABILIDAD Y FILOSOFÍA MORAL La responsabilidad se ha convertido en una categoría central de la filosofía moral de las últimas décadas. Desde el principio del siglo XX con Max Weber hasta las últimas décadas del siglo con Hans Joñas, asistimos a una progresiva consolidación de la responsabilidad como categoría filosófica central. Esta centralidad puede ser considerada desde dos dimensiones. Por un lado, para caracterizar un modo propio y específico de hacer filosofía donde la reflexión es definida como rendición de cuentas y apropiación vigilante de un tiempo histórico. Ante los desafíos de la revolución científico-tecnológica en todos los aspectos básicos de la vida humana, ante las nuevas movilizaciones sociales, ante el drama de las sucesivas guerras mundiales y ante el crepúsculo de la metafísica, la filosofía se siente obligada a revisar lo que hasta entonces había hecho desde sus orígenes y se reconoce como respuesta vigilante ante una civilización en crisis. Tanto el movimiento fenomenológico de Edmund Husserl como el personalismo comunitario de Emmanuel Mounier son respuestas a la crisis de civilización. Recordemos dos textos importantes: el de Husserl que lleva por título Crisis de las Ciencias Europeas y la filosofía trascendental, y el de Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo. Por otro lado, la centralidad de la responsabilidad puede ser considerada para revisar, reconstruir y reanimar el sentido de una vida moral empobrecida o despreciada por el quehacer social, histórico o científico. Con la emergencia de la responsabilidad aparece la pregunta por el sentido de la vida moral y la nece­ sidad de plantear la pregunta por sus fuentes. Esta pregunta será la que nos lleve a planteamos la Etica como Filosofia Primera. Con Lévinas, la Ética aparece como Filosofía primera para mantener despierto y vigilante el sentido de una vida 173

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moral pensada en términos de responsabilidad. Así pues, la responsabilidad no es una categoría más aplicable a las transformaciones que se han producido en la filosofía del siglo X X , sino la categoría central de la filosofía moral del siglo XX. Aunque sea una clarificación terminológica innecesaria, sí puede ser útil afirmar que la responsabilidad mantiene abierta la pregunta por las fuentes de la moral, haciendo que no se identifiquen o confundan los términos Ética y Moral. Este enfoque de la responsabilidad no exige un olvido o enfrentamiento entre dos tipos o modelos de teoría ética; la ética de la convicción (Gesinnungsethik) y la ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik). Recordemos que esta con­ traposición que plantea Max Weber en su famosa conferencia a los estudiantes alemanes no es utilizada para describir dos modelos, sino para plantear el carácter dramático de la vida moral, donde tan importante como las responsabilidades (fruto de una racionalidad calculadora, instmmental o consecuencialista) son las convicciones (fruto de una racionalidad deontológica, teleológica o axiológica). Por eso, la filosofía moral no abandona el término responsabilidad, sino que plantea su alcance, sus límites y sus fuentes cuando exige convicciones. Por eso, siguiendo al propio Weber, no faltan quienes presentan cierta síntesis y hablan de responsabilidad convencida o convicciones responsables. Como hemos señalado en otros textos, sería interesante recordar que Weber hace un uso muy particular del término Gesinnung, que traducimos por con­ vicciones. Weber tiene presentes los textos del idealismo alemán y sobre todo de Schelling, para quien el término designa la resolución interior del hombre religioso de acuerdo con la cual constituye su voluntad de conformidad con la gracia divina, estando disponible para el plan de Dios. Sería una creencia inte­ riorizada con capacidad para determinar la racionalidad del comportamiento. Según el modelo profético de las religiones de salvación, se trataría de un pro­ ceso de interiorización de las prescripciones religiosas que actúan sobre la ética racional de la acción intramundana. En la modernidad, estas creencias religiosas se transformarían en «convicciones» morales. Así, la religiosidad interior se expresa en prescripciones normativas que explican las conductas exteriores.1Esta interpretación no se queda ahí, y en We­ ber la convicción se plantea como racionalización de un impulso carismático. J. Habermas integra estos planteamientos en su Teoría de la Acción comunicativa y los sitúa en la acción axiológicamente orientada. La acción racional axiológica es el resultado de una ascética intramundana donde la matriz o fuente religiosa trascendente se ha secularizado en una fuente axiológica inmanente. Esta con­ 1. A. Domingo: «Comunicación global y convicción ética», en G. Pastor (ed.): Retos de la sociedad de la información, Salamanca, UPSA, 1997, pp. 211-223.

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sideración es importante porque el término convicción es el que traduce de una manera más exacta la palabra alemana Überzeugung, vinculada con Bezeugung, que traducimos por «dar testimonio» o «testificar». Obsérvese que P. Ricoeur no lo ha traducido al francés como conviction y sí como attestation para indicar que no estamos en el ámbito de intimidad moral de una convicción religiosa, sino en el ámbito de la presencia y realización histórica de una creencia, una convicción o un valor. Esta clarificación es necesaria para que no se confun­ dan las convicciones que remiten a la matriz de una religión de salvación con ocurrencias subjetivas o incluso con convicciones irreflexivas, irracionales o arbitrarias de un sujeto.

2. CONTRA LA DESMORALIZACIÓN DE LA RESPONSABILIDAD En este contexto, Levinas aparece como un filósofo de la responsabilidad en los dos sentidos a los que nos hemos referido. Primero, porque su filosofía es respuesta y reacción a un contexto filosófico moderno donde la inicial reivin­ dicación de la subjetividad se ha transformado en una reivindicación del indi­ vidualismo con el que se ha dado la espalda a categorías morales básicas como alteridad, sensibilidad, filiación o maternidad. Segundo, porque en su filosofía moral el concepto de responsabilidad sufre un desplazamiento interesante para plantearse en términos de descentramiento del sujeto; es decir, para plantearse en términos de pasividad y no sólo de actividad. El sujeto responsable no es quien se justifica por sí mismo o desde sí mis­ mo, sino quien responde, atiende, cuida o está al servicio del otro. El sujeto res­ ponsable no es aquel que se toma su vida como proyecto y se sitúa como sobe­ rano autónomo en el mundo; es aquel que se des-vive y entiende su autonomía como heterónoma. Aquí hay algo de contradictorio, radical y paradójico porque la responsabilidad no se determina desde los niveles de la conciencia del sujeto y sí desde su atención, sensibilidad y cuidado del otro. Cuando la filosofía se reduce al cuidado de sí corre el peligro de convertirse en egología, en puro en­ simismamiento; corre el peligro de reducirse a simple ontología o metafísica, haciendo del sujeto bien un objeto más, bien el ente supremo. Frente a las filosofías que entienden la responsabilidad como cuidado de sí, Levinas reivindica la responsabilidad como cuidado del otro, atención al otro y des-ensimismamiento. De no ser así, la responsabilidad no sería una responsabi­ lidad ética sino ontológica o psicológica, propia de una metafísica de la subjeti­ vidad que agiganta al yo. Aquí podríamos hablar de una primera desmoralización 175

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de la responsabilidad del pensamiento contemporáneo cuando no se parte de este des-centramiento o des-ensimismamiento. Cuando nuestras explicaciones por la acción responsable se centran únicamente en la primera persona e intentan dar cuenta y razón del yo que actúa, el sujeto rinde cuentas de sí y corre el peligro de reducir la responsabilidad a pura justificación del cuidado de sí, como si la responsabilidad se redujera a un mecanismo de defensa del yo. Esto explicaría un tipo de vida moral sin horizonte comunitario ni conciencia histórica, reducida a la inmediatez del presente y acostumbrada a juzgar sin perspectiva ni horizon­ te histórico. Esta desmoralización de la responsabilidad sería una consecuencia de una entronización del yo, de una radicalización individualista y monológica de la autonomía moral. Junto a esta desmoralización de la responsabilidad hay otra que se ha pro­ ducido cuando comprobamos la transformación jurídica del concepto. La apuntó hace unos años P. Ricoeur al indicar que el moderno derecho de responsabili­ dad tiende a dejar de lado la idea de falta porque se ampara en valores como la solidaridad, la seguridad y el riesgo. La desmoralización sería entendida como des-culpabilización. Por ejemplo, cuando un conductor provoca un accidente por un alcance con otro vehículo, dicho conductor no sólo es el responsable del siniestro provocado, sino que además puede ser el culpable. No sólo se le atribuye la responsabilidad por las consecuencias, sino que se le imputa la culpabilidad por la posible negligencia que ha cometido. El seguro permite al conductor despenalizar sus responsabilidades porque le facilita resarcir los daños causados. Ahora bien, podría darse el caso de que el conductor no se reconociera culpable y no considerase su falta. En este caso, tendría que seguir resarciendo los daños que se le atribuyen a la acción de su vehículo, con independencia de que reconociera su culpa, falta o negligencia. Nos encontramos aquí con dos modos de plantear la responsabilidad: por un lado, una responsabilidad que asume la falta, la negligencia o simplemente la culpabilidad; por otro, una responsabilidad donde se asumen los daños, los riesgos y las consecuencias dejando intocable el ámbito de la interioridad mo­ ral del sujeto. Estaríamos ante un cierto blindaje del sujeto civil ante cualquier imputación que afecta a su seguridad. El seguro permite que el conductor no sea castigado y que repare los daños como sujeto responsable; y en este sentido la despenalización del sujeto es un paso positivo. Estaríamos entonces ante una responsabilidad sin conciencia de falta. Es más habitual de lo que nos imaginamos describir esta negligencia o cul­ pabilidad más como «error» que como «falta» o debilidad. La despenalización de la responsabilidad no puede confundirse con su desmoralización o desculpabi-

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lización, y esto sucede habitualmente en la vida moral. La ética contemporánea tiende a plantear la responsabilidad en términos despenalizadores porque una cultura del seguro, del riesgo y de la solidaridad ampara las consecuencias de las acciones sobre las cosas. De esta forma, deja en manos de la psicología, la psiquiatría o la medicina la vulnerabilidad del sujeto y, por consiguiente, su grado de negligencia. Con ello, aparece en la ética un concepto de responsabilidad sin vulnerabilidad, sin fragilidad y, por consiguiente, sin culpabilidad. La primacía que Lévinas concede a la Etica como filosofía primera nos alerta de este doble sentido de la desmoralización. Al poner al otro como fuente de moralidad y al convertir al otro en fuente de la obligación, se produce un des­ plazamiento donde la moralización no es cuidado de sí, sino cuidado del otro. La prioridad ética del otro es el primer camino para evitar la desmoralización. A la luz de estos planteamientos, la moralización, a la que la ética contemporánea de la responsabilidad ha dado la espalda por haberse limitado a la despenalización, no puede plantearse como re-culpabilización o recuperación del sentido de la falta y la culpa. Si así fuera, entenderíamos la moralización como incremento de las garantías y como desarrollo de una prudencia preventiva que nos blindara mejor ante nuestras propias vulnerabilidades. En Lévinas, el desplazamiento hacia el cuidado del otro se convierte en inversión absoluta. No se trata sólo de evitar la desmoralización evitando el des­ cuido, la desatención y el abandono del prójimo. Se trata de invertir el camino para cargar con la vulnerabilidad del otro. La responsabilidad no se plantea en términos de simetría, sino en términos de asimetría, de prioridad ética del otro que tengo a mi cargo. El objeto de la responsabilidad no es únicamente el otro o la relación que mantengo con él; es la condición vulnerable misma de la hu­ manidad. Este planteamiento de la responsabilidad se extiende al conjunto de las relaciones humanas y, por generalización, a la condición vulnerable de la especie humana. No sólo trata de evitar el descuido, la desatención y el abandono del prójimo, sino de la vulnerabilidad de la especie humana y su entorno. La res­ ponsabilidad tiene un alcance que no sólo es retrospectivo (referido al pasado), o respectivo (referido al presente); es también prospectivo (referido al futuro). Con ello daríamos paso a una reformulación de los imperativos kantianos y lle­ garíamos a formular lo que H. Joñas ha llamado El principio de responsabilidad} El propio Ricoeur nos advierte de los riesgos que corremos cuando en lugar de 2. Herder, 1995.

H. Joñas: El principio de responsabilidad, trad. cast. de A. Sánchez Pascual, Barcelona,

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atender al desplazamiento donde apunta Levinas seguimos al pie de la letra su inversión. Nos recuerda que esa extensión histórica o epocal de la responsabili­ dad ante la que nos sitúan Levinas y Joñas plantea tres problemas importantes: primero, la dificultad para identificar a los autores de los actos; segundo, las dificultades que acarrea establecer límites temporales a la cadena de efectos de nuestras acciones, y, tercero, la desaparición de la reciprocidad. ¿Podemos ser responsables de todo y de todos? ¿Pagamos nosotros con responsabilidades de nuestros antepasados? ¿Somos responsables de las generaciones futuras? ¿No caeríamos en una teoría irresponsable de la responsabilidad?

3. DEL DIÁLOGO VERBAL AL DIÁLOGO PRESENCIAL Y CONSTITUYENTE Aunque la ética de Levinas no puede llamarse propiamente una ética dialógica de la responsabilidad, en ella hay comentarios interesantes a las éticas de Martin Buber y Gabriel Marcel. Ante todo, es importante señalar que con el protagonismo del lenguaje, la conversación y el diálogo se quiere evitar la violencia, como si la comunicación y la violencia fueran incompatibles. Este suelo común se traduce en una solidaridad común hacia un determinado tipo de diálogo que no es puramente verbal o apalabrado, sino presencial y constituyente. Por eso son importantes los comentarios que Levinas hace al modo de entender el diálogo que presentan Buber y Marcel. Por lo que respecta a Buber, Levinas considera que presta poca atención a lo que llama el fundamento gnoseológico del encuentro. Como si echara de menos en Buber ciertos análisis fenomenológicos donde el tú fuera pensado como «otro». Echa de menos en Buber que el camino del diálogo no es sólo el camino de la alianza, sino el camino de la presencia. La racionalidad dialógica es aquella donde la relación entre el yo y el tú no es una relación únicamente de «alianza», sino una relación de presencia. Además de hacer hincapié en la alianza, en la relación, en lo que Buber llama categoría del «entre» (zwischen), Levinas hubiera preferido que Buber hiciera hincapié en la presencia, en el he­ cho de que cuando tengo el «otro» ante «mi» su presencia puede forzar a entrar al diálogo. Es como si un diálogo presencial fuera previo a un diálogo verbal o comunicativo. Levinas recuerda que en Buber las categorías de «encuentro» y «relación» son anteriores a las categorías de «sujeto» y «objeto», como si todo el trabajo fenomenológico fuera derivado del diálogo originario, como si el diálogo entre 178

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sujetos y la intersubjetividad misma fueran categorías derivadas del encuentro interpersonal previo. Además, a Lévinas le interesa señalar que el acceso a lo sagrado se produce a través del camino del diálogo. No es la presencia de lo sa­ grado lo que fuerza a entrar en diálogo; es el diálogo la categoría que permite el acceso a lo sagrado. Y en este contexto es importante la importancia que para ambos tienen las categorías de filiación, fraternidad y humanidad. La humanidad no es anterior a la fraternidad, ésta es previa a aquélla. Por eso, la identidad de los sujetos y su autonomía siempre son derivadas y no originarias. En este sentido, es interesante recordar las raíces judías e incluso feuerbachianas de ambos, donde la autonomía moral puede describirse como una autonomía teónoma. Lévinas y Buber comparten un judaismo que no está presente en Marcel. Gabriel Marcel es un pensador católico que despierta un gran atractivo en Lévinas por numerosas razones. Primero, porque se sigue manteniendo en el horizonte dialógico donde la relación yo-tú es más originaria que cualquier otra. No se trata de una simple relación de percepción o generadora de conceptos, sino de una relación constitutiva y constituyente que Lévinas describe como «significación». La significación no es un problema sintáctico, lógico o gramatical; es un problema relacional, aunque no de la relación yo-ello, sino de la relación yo-tú. En segundo lugar, porque la primacía de la relación yo-tú frente a la relación yo-ello nos permite diferenciar claramente el universo personal del universo de lo anónimo e impersonal. Frente al mundo de lo neutro y contra las filosofías de lo neutro, se yerguen las filosofías de las personas y los significados. Marcel ha marcado una diferencia atractiva con los existencialistas que Lévinas quiere recordar; no es un pensador de la existencia, sino de la co-existencia. Además, en tercer lugar, Marcel se ha planteado que esta coexistencia no es sólo una posibilidad para construir una racionalidad dialógica, sino un límite que viene marcado por la corporalidad y por el valor de una ética del cuerpo que Marcel es capaz de iniciar. Los límites del lenguaje, los límites de la comuni­ cación y los límites del encuentro no son únicamente lingüísticos, también son co-existenciales, físicos y corporales. La ética debe afrontar el tema del cuerpo con mayor radicalidad de la que ha tenido hasta ahora. Incluso el pensamiento dialógico tiene que ser consciente de que el tema del cuerpo condiciona radical­ mente el tipo de reflexión filosófica. Ahora bien, la recuperación de la encamación como categoría central no significa la recuperación de la pura materialidad del cuerpo y la carne. Lévinas indica claramente que Marcel no cae en ningún materialismo y para ello distingue entre «cuerpo-objeto» y «cuerpo-propio». Esta distinción puede ser leída desde la contraposición que Marcel presenta entre «Ser» y «Te­ 179

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ner»; el cuerpo no es sólo algo que se tiene (cuerpo-objeto) sino algo que se es (cuerpo-propio). La ética debería ser consciente de esta diferencia y empezar a reconstruirse contando con ella porque supone una desproporción reflexiva con la que ya siempre hay que contar. Ricoeur fue consciente de esta despropor­ ción y, a partir de ella, inició su programa fenomenológico diferenciando entre lo voluntario y lo involuntario. El mayor problema que Lévinas encuentra en Marcel es su proximidad a la ontología, como si permaneciera prisionero de la metafísica tradicional con la que quiere romper. La contraposición que Marcel realiza entre «Ser» y «Tener» le resulta útil a Lévinas para destacar la crítica a la razón instrumental que se ha olvidado del ser y se ha centrado en el tener. Ahora bien, Lévinas cree que Marcel es poco radical y se mantiene prisionero de la ontología tradicional del ser. Lo destaca cuando comenta la importante distinción de Marcel entre «misterio» y «problema». Recordemos que para Marcel la metafísica se abre al misterio y no queda limitada a los problemas, como sí sucede con el conocimiento científicotécnico. Este camino del misterio del ser será también el que acompañe al ser humano hacia el corazón de su ser para descubrir el amor originario. Esta complicidad de M arcel con la ontología que Lévinas llama tradicional es importante para entender las relaciones entre el lenguaje y la comunicación, o incluso para pensar con cierta radicalidad la relación entre una ética dialógica y una ética de la comunicación. Marcel, y posteriormente K. Jaspers, indican que el diálogo verbal o comunicativo es derivado de un diálogo existencial donde el encuentro es ya comunicación por ser expresión de existencias. Apuntan así hacia un nivel existencial y fáctico anterior al nivel verbal, como si la comunicación lingüística fuera derivada de una comunicación existencial anterior y constitu­ yente. Éste es un punto importante para seguir pensando la relación entre una ética dialógica y las actuales éticas del discurso. El personalismo comunitario que aparece y se propone en la racionalidad dialógica de Buber y M arcel se sitúa en un nivel diferente al de una racionalidad discursiva: mientras el primero sienta las bases para una ética comunicativa basada en el encuentro o de existencias, la segunda se limita a la operatividad de los actos de habla; mientras que para el primero el diálogo es mucho más que un procedimiento o una técnica de conversación, para la segunda el diálogo es el procedimiento para conseguir los acuerdos necesarios en una sociedad plural. A diferencia de las éticas del dis­ curso que se limitan al análisis de comunicaciones verbales, las éticas dialógicas incorporan en sus análisis categorías que no son estrictamente verbales, lógicas o cognitivas, directamente relacionadas con lo que Buber, M arcel, o el propio Lévinas, llaman «encuentro». 180

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4. DE LA ALTERIDAD AL CUIDADO Y LA SOLICITUD Quisiera terminar estas reflexiones indicando el importante papel que Le­ vinas ha desempeñado en la ética de Ricoeur. Ya he señalado anteriormente que el desplazamiento hacia el otro que realiza Levinas es interpretado por Ricoeur como una inversión, es decir, que la prioridad que asigna a la responsabilidad por el otro lo convierte en prioridad absoluta para la ética, incluso a costa del propio yo; de manera que la ética de la responsabilidad de Levinas es una ética del olvido de sí, del descuido de sí e incluso de la disponibilidad absoluta para atender, cuidar y cargar con el otro. Dicho así, puede resultar incluso excesivo, pero no diríamos nada que Levinas no dice. Ricoeur es consciente de esta radicalidad de Levinas y llama la atención por el tono en el que lo dice. Nos recuerda que se trata de un discurso hiperbólico, con tendencia a la exageración para incidir en el olvido, el descuido y la descarga del otro que se han producido en el pensamiento contemporáneo. En este sentido, podríamos decir que la ética del cuidado y la solicitud que nos propone Ricoeur se presenta como una urbanización de la ética de la alteridad de Levinas. De la misma manera que Gadamer urbanizó las reflexiones de Heidegger porque las hizo comprensibles e integrables dentro de la propia historia de la filosofía, así podríamos decir que Ricoeur urbaniza las reflexiones de Ricoeur haciéndolas comprensibles e integrables en la historia de la ética. Esto no significa que Le­ vinas sea incomprensible sin ser urbanizado por Ricoeur. No nos referimos a eso; el propio Levinas es comprensible por sí mismo como lo era Heidegger sin necesitar traductores. Urbanizar a Levinas no consiste en hacer que su ética pierda dureza, exigen­ cia o radicalidad. La ética de Levinas sigue siendo ascética y óptica para evitar el autismo, sigue siendo un ejercicio de descentramiento y de cuestionamiento de la autonomía moral. Urbanizar a Levinas no es darle la espalda a la responsa­ bilidad, como si la inversión que exige su ética no fuera una importante llamada de atención. Para Ricoeur, esta llamada de atención no debe suponer un olvido de la primera persona, sino un replanteamiento moral de la identidad moral. En S í mismo como otro, Ricoeur muestra cómo es posible atender a esta inversión que reclama Levinas, y lo hace indicando que el problema de la identidad moral del sujeto ya no se puede seguir planteando de la misma forma. La ética de la identidad narrativa que propone Ricoeur es una ética de la so­ licitud donde desempeña un papel importante Levinas y donde es más importante todavía mantener cierta distancia con Levinas. En un ejercicio de proximidad y alejamiento, Ricoeur plantea un nuevo concepto de responsabilidad que integre 181

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la atención, el cuidado y la carga del otro. Para distanciarse de Levinas utiliza a Husserl. Pone a los dos en tensión y realiza una interesante reflexión sobre el sí mismo como otro. Con ello, la pregunta por la identidad personal sólo se puede responder desde la responsabilidad por el otro, y en este sentido Levinas está presente porque la individuación o la autonomía se plantean desde la responsa­ bilidad y no al revés. Pero esta identidad no es descuido de sí, desatención de sí o descargo de sí. El sí mismo no es pura interioridad o pura individualidad, el «sí» es planteado no sólo en términos reflexivos, sino en términos comunicativos, fácticos y existenciales. De esta manera, el «cuidado de sí» no se confunde con del «amor de sí». El amor propio no se constituye desde el yo, sino desde la responsabilidad por el tú, desde la presencia del otro y desde la responsabilidad por el otro. Ricoeur incide en la solicitud por el otro, y del otro, para subrayar no sólo el airojamiento o lanzamiento del yo hacia el tú y viceversa; lo hace para mostrar la estructura dialógica de las existencias. Una cosa es ser responsable del otro y otra bien distinta ser rehén del otro, como afirma hiperbólicamente Levinas. La ética de la disponibilidad hacia el otro no es una ética de la indisponibilidad respecto a sí mismo. No puede haber disponibilidad saludable hacia el otro si el sujeto tiene mermadas sus capacida­ des o facultades. En principio, Ricoeur quiere recuperar la noción de simetría y reciprocidad. La asimetría que exige Levinas apunta en una dirección donde la exigencia de reciprocidad puede ser leída como una recaída en el egoísmo, el individualismo o el subjetivismo. Tan importante como la preocupación con y por el otro es la «estima de sí», que no puede confundirse con el «amor de sí» o lo que la tradición entendía como amor propio. Por eso quizá sea mejor hablar de «amor de sí mismo como otro». Nada más lejos de Ricoeur. Por ello, su ética no hace de la reciprocidad una categoría central. Es importante y le resulta de gran utilidad para frenar el carácter hiperbólico de la ética de Levinas. Ricoeur no está recuperando la soberanía del sujeto y de la conciencia, como si fuera necesario consolidar la dimensión personal de la intersubjetividad. Con la categoría de «solicitud», Ricoeur está respondiendo a varios problemas que plantea Levinas. Primero, el desafío de la disponibilidad y la fuerza moral que tiene el «Heme aquí» en toda la tradición bíblica. Para ello Ricoeur cuenta con el concepto de attestation, que traduce como Übersetzung y que, como hemos visto, está emparentado con el término convicción. Se trata de una afirmación originaria, una disponibilidad inicial y básica con la que emerge el primer término de la ética, que Ricoeur llama estima de sí. 182

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Segundo, responde al desafío del amor al que invita la inversión de Levinas. Ricoeur no quiere caer en las sentimentalidades de quienes reivindican una ética del amor sin plantearse una ética de la justicia. La primacía de la sensibilidad, la maternidad y la filiación en el discurso sobre la responsabilidad no pueden llevar a un amor estrictamente sentimental o, mejor dicho, sentimentaloide, esto es, sin capacidad para la crítica, el discurso y la argumentación. Por eso el discurso filosófico del amor tiene que ser pensado siempre desde la forma verbal del imperativo. El imperativo de amar precede a toda ley y sitúa la vida moral en una dimensión supra-ética. El imperativo del amor no suprime el formalis­ mo de la justicia, sino que la reinterpreta en el sentido de la generosidad. Esta complementariedad del amor y la justicia le permite a Ricoeur utilizar a Levinas para plantear fenomenológicamente la filosofía no como «economía del ser», sino como una «economía del don». Tercero, la ética del cuidado y la solicitud que propone Ricoeur no es una ética de la simetría, la reciprocidad y la justicia completada por el imperativo amor. En una de sus últimas obras, Ricoeur nos ha dado la clave para interpretar esta urbanización de Levinas. La solicitud por el otro que reclama Ricoeur no supone un retorno al individualismo o una recuperación de la conciencia vol­ viendo al valor de la simetría y la reciprocidad. La clave interpretativa frente a la que no hemos dado un paso atrás en la urgencia de atender al otro y en estar solícitos a su llamada se encuentra en el concepto de reconocimiento. Así lo ha dejado claro Ricoeur en uno de sus últimos trabajos cuando diferencia entre el reconocimiento recíproco y el reconocimiento mutuo. La simetría y la recipro­ cidad son condiciones necesarias para construir una ética del reconocimiento; ahora bien, ¿son condiciones suficientes? La clave está en la idea y la práctica de la mutualidad, donde el intercambio no está sometido al cálculo y donde el concepto de reconocimiento recupera un significado originario, el de gratitud. Reconocer no sólo es identificar o re­ memorar, sino agradecer. Por eso, en la última y tercera parte de Caminos del reconocimiento, Ricoeur da pistas para pensar que su recuperación de la solici­ tud no es una aproximación a la filosofía de la subjetividad, sino una ética de la mutualidad donde se hace sitio a una ética de la gratuidad. Entonces hay espacio para el don y se genera una dinámica donde el optativo sustituye al imperativo. La solicitud nos lleva a la mutualidad y ésta nos abre a un orden nuevo. Se trata del orden inexacto de la gratuidad donde hay espacio para la inexactitud del amor, la gracia del perdón y el sentido de la fiesta. Sobre él habrá que volver en otro momento porque nos recuerda que sólo la gratitud aligera el peso de la obligación; con ella, el patrocinio gramatical de lo descriptivo y lo normativo dejan paso al optativo. 183

ROSA Y ROSTRO NOTAS SOBRE HEIDEGGER Y LÉVINAS C ésar M oreno Universidad de Sevilla

1. PRESENTACIÓN DE ROSA Y ROSTRO1 Helos ahí, debería decir: Rosa y Rostro... Pero no se enredan uno con el otro, ni se abrazan. (Pienso, en este momento -habría que advertirlo antes de proseguir-, en el poema de Angelus Silesius que M artin Heidegger sitúa en la entraña de su meditación sobre Der Satz von Grund: «La rosa es sin porqué, florece porque florece, / No cuida de sí misma, no pregunta si se la ve»2). Rosa y Rostro: como si un Rostro (el Rostro) hubiese venido a desestabilizar intempestivamente la serenidad de la Rosa, pues no es de suponer que haya sido invitado al florecer de la Rosa ni que quizá, siquiera, fuera bien recibido por ella, floreciendo como florece en el reducto de su florecer sin porqué (y no creamos, por lo demás -digám oslo a media v o z-, que hubiese sido invitado al menos el Poeta). Y sin embargo, los imagino juntos -aunque ni se enredan ni se abrazan-. Él, el Rostro, que se revela por sí (ka t’autó), aparece junto a la Rosa, que no cuida de sí misma ni pregunta si se la ve: como si estuviera sola en el mundo. Ya se sabrá -cóm o n o - que si aquella Rosa es la heideggeriana (y hay que advertirlo, pues hay otras rosas que no son ésta: Rosas, por ejemplo, de Gertrude Stein o André Bretón), este Rostro es el lévinasiano (y que conste, pues hay otros rostros que no son éste). Rosa heideggeriana y Rostro lévinasiano - y apenas

1. Este texto conecta con otros del autor sobre Lévinas, especialmente, casi como sucediéndole, con «Rostros sin Mundos. Inmanencia de la proximidad y pathos de lo in-terhumano en la metafísica de E. Lévinas», en M. Barroso y D. Pérez Chico (eds.): Un libro de huellas. Aproximaciones al pensamiento de Emmanuel Lévinas, Madrid, Trotta, 2004, pp. 149-176. 2. M. Heidegger: La proposición del fiindamento, trad. cast. de F. Duque y J. Pérez de Tudela, Barcelona, Serbal, 1991, p. 71.

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sería posible que alguna vez fuesen Rosa lévinasiana y Rostro heideggeriano-. Posibilidad no por accesible menos extraña, ésta de confrontar Rosa y Rostro, Heidegger y Lévinas, Lévinas y Heidegger. Ambos conducen, casi obligan, a la descripción de un presentarse, asistir, advenir, irrumpir o incluso, como en el caso del rostro, de un visitar desde la irreductibilidad de un Sin-contexto que exige, para quien quisiera experimentar su implacable intemperie, un ejerci­ cio desmesurado, diría que casi imposible, inhumano, de epojé (puesta entre paréntesis) y kenosis (vaciamiento, desposesión) que debe ser continuamente sostenido, críticamente preservado incluso cuando se abandonara su práctica explícita. Y sin embargo, todo ese ejercicio sería para encontrar una salida del logos filosófico a la «naturalidad» de pasiones esenciales, imprescindibles, muy bien conocidas: pasión de existir sin porqué, sin más, y pasión del rostro que, sin embargo, extrañamente olvidamos con demasiada frecuencia. Rosa y Rostro se mantienen en el claro de la lucidez del Ser (la Rosa) y de lo Interhumano (el Rostro), y hay mucho que desbrozar, mucho de lo que prescindir, demasiado que restar, en un enorme esfuerzo de concentración y disciplina para estar en lo que hay que estar? en el instante del tiempo de la Rosa en su florecer, en el instante del tiempo inmemorial del Rostro en su inquietud.

2. EN EL FIN DEL MUNDO Radicalmente abstractos (extraídos, rescatados) y absolutos (absueltos): rosa y rostro. Pero qué diferencia entre el puro, mero, nudo florecer sereno de la Rosa, y el rompiente inquietante del Rostro por sí: su arribada, su irrupción contra la fortaleza del M ismo, que pronto se revelará, como yo, «vulnerable de pies a cabeza».4 Sin complejos ni recato, sin ambages ni ambigüedad, auxiliado tan sólo por la convicción radical de la «causa» que creía que debía defender, Lévinas osó decir a la luz de palabras claras, en «La significación y el sentido» (recogido en Humanismo del otro hombre), a comienzos de la década de 1960, la enseñanza radicalmente post-hermenéutica del Sin-contexto. El enigma y la pasión del rostro

3. P. Handke: Poema a la duración, trad. cast. de E. Barjau, Barcelona, Lumen, 1991, p. 37: «Creo saber / que ella [la duración] sólo se convierte en algo posible / cuando se consigue / estar en lo que estoy haciendo, / estar allí con paciencia y cuidado, / atento, despacioso, / lleno de presencia de espíritu hasta las puntas de los dedos». 4. E. Lévinas: «Sin identidad», en Humanismo del otro hombre, trad. cast. de G. GonzálezAmaiz, Madrid, Caparros Editores, 1993, p. 89.

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no guardan ni aguardan respecto ni respeto hermenéuticos. Y en verdad, tampo­ co la rosa. Era, es necesario salir de la hermenéutica para alcanzar una lucidez que ya no pretendiera comprender, sino que se esmerase en atender tendiendo la mano, prestando oídos, dando la palabra. O -respecto a la R osa- salir de la hermenéutica apreciando, soportando y gozando la serenidad del Florecer en el abandono, la intemperie sin mundo ni suelo previo ni prejuicio, ni nada que, aunque ayudase a comprender, encubriera el choque con el nudo existir. a) Puro florecer o ex-sistir de la rosa. Se deja comprender así, con la Rosa, el desplazamiento (al menos «experimental») que se ha producido en el pen­ samiento heideggeriano desde ejemplos de Cosas que eran verdaderos nudos y tramas de mundos (una tiza,5 un muro derruido,6 unas botas de campesino o las ruinas de un templo,7 pasando -e n el culmen de la hermenéutica poética- por una jarra8 o un puente,9 donde el Geviert penetra, atraviesa y se demora en cosas sencillas), desde esas Cosas como tramas e intrigas de Mundo y de Cuaternidad, decía, hasta llegar a este espacio pletórico de esplendor y silencio donde está/ florece la rosa. Cabe sospechar que Heidegger rehuyó explicitar la exigencia de un pensar post-hermenéutico, que conduciría muy perturbadoramente a los márgenes del Mundo, del Seyn/Geviert y del Lenguaje/Poema... hasta que ya no pudo impedirlo. Una zona inquietante, extremadamente desposeída sin que, además, pudiera encontrarse en ella nada parecido -siq u iera- a una Angustia de la que aprender-y-retroceder. Hacia 1954-1955, la despedida de cualquier tono que dejase entrever algo de patetismo existencial dejó ante nosotros esta Rosa a la vez rigurosamente serena y terrible en su nudo existir. Una Rosa sin atributos en el fin del mundo.10Y si digo -casi al oído- que es terrible es porque

5. M. Heidegger: Introducción a la filosofla, trad. cast. de M. Jiménez Redondo, Madrid, Cátedra/Frónesis, 1999, p. 84. 6. M. Heidegger: Los problemas fundamentales de la fenomenología, trad. cast. de Juan J. García Norro, Madrid, Trotta, 2000, pp. 215-217. 7. M. Heidegger: «El origen de la obra de arte», en Caminos de bosque, trad. cast. de H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Alianza Editorial, 1995, pp. 11-74. 8. M. Heidegger: «La cosa» en Conferencias y artículos, trad. cast. de E. Barjau, Barcelona, Serbal, 1994, pp. 143-162. 9. M. Heidegger: «Construir, habitar, pensar», en ibíd., pp. 127-142. 10. Y si decimos aquí «sin atributos», lo que en alemán sonaría «ohne Eigenschaften», no es con la intención de suscitar un encuentro con Der Mann ohne Eigenschaften de Robert Musil, cuanto con el propósito de retroceder o profundizar más en la dirección de la raíz mística del «sin propiedades/atributos». Puede consultarse con aprovechamiento J. Schmidt: Ohne Eigenschaften. Eine Erlauterung zu Musils Grundbegriff, Tubinga, Max Niemeyer Verlag, 1975, especialmente pp. 46 y ss. De especial interés para este artículo son las consideraciones de Jochen Schmidt acerca

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-h ay que anunciarlo y a - esta Rosa heideggeriana no sólo carece de Ratio, sino también de Abrazo. Sólo tiene su existir, disfrazado aquí, circunstancialmente, por la alegría (o la primaveralidad) del «florecer». b) Y un rostro sin atributos también, sin duda, en el fin del mundo, despo­ seído de prestigio y de haberes, desahuciado. El Rostro comparte su absolutez post-hermenéutica con la Rosa, y eso les aproxima al Fundamento. No hay aquí circunstancia justificadora ni atenuante ni ilustrativa..., sino sentido único. Lé­ vinas lo dejó muy claro, como decía antes, en «La significación y el sentido».11 Presencia-absoluta-no-integrada-al-mundo, dirá Lévinas, que hace la entrada, traspasa su esencia plástica, se despoja de la forma que lo manifiesta, se des­ prende de todo ornamento cultural.12 Qué jiierza fenomenológica alcanzarían en su presentarse, así pues, Rosa y Rostro, Rostro y Rosa. Es algo parecido a lo que hacia 1923 había dicho M artin Buber, en Ich und Du, sobre la Kraft der Ausschliesslichkeit (fuerza, poder, potencia de exclusividad) del Tú.13 Todo un escándalo para la sabiduría circunspecta, meticulosa e ilustrada del comprender. Y Kraft der Ausschliesslickeit también del florecer de la Rosa. Cuánta la exigencia de sostenerse ahí meditativamente, en esa intemperie o paraje sin entretenidas anécdotas, ni historias que narrar ni trama de mundo que descubrir o curiosear... Sólo el florecer en cuanto tal de la rosa, que florece porque florece: sin más, sin cuidado, sin testigos y casi, incluso, sin misterio. ¿Acaso podría una fenomenología «soportar» la mística serenidad de la Rosa y el inquietante arrebato del Rostro? ¿No exigiría aquí un tenaz y ascético «introducirse» (sich hineinversetzen) y a la vez deponerse? ¿No aparecen aquí «figuras de la subjetividad» en las que ya se habría debido abandonar -e n esta zona- la fuerza constituyente, para adherirse a una actitud de serena contem­ plación e inquietante compromiso respecto a Rosa y Rostro? Figuras radicales, extremas, ciertamente, en que pre-dominaría finitud y compromiso. Fuerza de exclusividad de Rosa y Rostro -decía hace un m om ento- y fuerza (habría que añadir) de excepcionalidad. No hay concepto, sino excepción del flo­ recer de la Rosa y de la proximidad del Rostro: un fuera-áe-la-Norma-y-Hormade-Ente y de la Norma-y-Horma-de-O bjeto.Y la fenomenología lo sabe, debería

del vínculo entre Musil y Eckhardt (sus tesis acerca de la Eigenschaftlosigkeit de Dios), y Musil y Husserl. Especialmente interesante las consideraciones acerca de la paupertas y la propietas en la mística (p. 52). 11. Puede consultarse C. Moreno: «Rostros sin mundo». 12. E. Lévinas: «La significación y el sentido» en Humanismo del otro hombre, pp. 42 y ss. 13. M. Buber: Yo y Tú, trad. cast. de C. Díaz, Madrid, Caparros Editores, 1993, p. 13.

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saberlo. Rosa y Rostro comparten la condición de proscritos, exilados y metecos. La Metafísica (en terminología heideggeriana) y la Ontología (en terminología lévinasiana) siempre supieron que había que partir en su busca y captura, pues eran out-siders y forajidos.H Y ésa es un poco parte de nuestra historia. Excluidos y exclusivos, excepcionales y sin contexto, Rosa y Rostro están desnudos. La transgresión de la contextualidad no se refiere únicamente al En­ torno de Rosa y Rostro, sino a su propio «contenido» quiditativo. Propiamente, nada debemos saber de Rosa y Rostro en el orden de la esencia, nada debemos saber, sino sentir el pathos de su exigencia de pensar un más-que-pensar. Aquí, ahora, en este preciso instante, nada debemos saber, y aunque antes o luego hu­ biéramos podido o pudiésemos saberlo casi todo, deberíamos conservar, mantener a resguardo (como un tesoro) ese reducto de no-saber, o el deber-de-no-saber. O lo diré mejor: no el deber de no-saber, que aún jugaría el juego de la Ontología y del Mismo, estimulando a buscar deliberada y regresivamente la ignorancia, sino el deber del De-otro-modo-que-saber que ya no buscase saber-ni-ignorar. El Otro no pertenece a la esfera inteligible que explorar.15 No es que no haya nada que saber, sino más bien que debemos situamos ante todo y originalmente en la actitud del (ya como disposición y apertura a) de-otro-modo-que-saber en esta nueva, humilde, paupérrima fenomenología si la midiésemos por parabienes y prestigios «mundanos», que discurre en pos del advenir puro de la Rosa en su florecer sin más, y tras del pathos del Uno-para-el-Otro de El-Otro-en-el-Mismo que es simple, elemental conmoción de las entrañas, persecución, obsesión también sin-porqué. Si hubiese de valer más que como emblema, diríase respecto a aquella rosa que ni pétalos ni color ni perfume ni el regalo de mil bellísimas palabras de poe­ tas podrían envolver el florecer de esta rosa, que es, se concentra, se confía, se aísla en su florecer; ninguna piel ni estos o aquellos atributos podrían cubrir al Rostro: ahora lo sabemos demasiado bien: que más que saber-sobre-saber, y que obras-sobre-obras, el rostro exige epojé y kenosis, abstención y evacuación: que se vacíe la esencia, la identidad, las obras, los gestos y los dichos, la objetividad de nacionalidad, raza, género, edad, ideología... Y también que se vacíe de mun­ do, patria, familia y parentesco y riqueza... En realidad, Rosa y Rostro exigen un radical abandono. Y sin embargo, respecto al Rostro (pero también respecto a la Rosa), quién sabe a qué enseñanzas, de graves y decisivas repercusiones

14. Forajido. Según el DRAE, contracción de juera exido, «salido fuera». 15. E. Lévinas: De otro modo que ser o más allá de la esencia, trad. cast. de A. Pintor Ramos, Salamanca, Sígueme, 1987, p. 71.

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éticas (incluso políticas), podría conducimos este Rostro que en su abandono aparece-y-se-retira, nos visita y se nos evade, cuando nos dejásemos captar (de cazadores a cazados) por el Sin que nos trae su trascendencia. Sí: Rosa y Rostro en un paraje desolado, en el fin del mundo. Pero de inmediato aparecerán aquí, en nosotros, entre nosotros, exponiéndose tanto a la alienación como al reconocimiento, tanto al desprecio como a la admiración y al abrazo. Y sin embargo, no, no vendrán, pues ya están aquí, y esto les hace, les da una verdad-en-el-mundo a la Rosa y al Rostro.

3. AL MENOS I. SIN MÍ: INDIFERENCIA DE LA ROSA Sin contexto, sin predicados ni predicamentos... todo esto se ha dicho y reconocido. Pero, ¿me tienen -R osa y R ostro- al menos a mP. ¡Qué pregunta ésta! Si la Rosa desafía a la hermenéutica, pues carece de mundo, no es menos piadosa para con la fenomenología llamada «trascendental», en la medida en que ésta requiere metodológicamente de un Dativo de Manifestación o, dicho más simplemente, de un A quién del aparecer (en nuestro caso, un «A quién» del aparecer del florecer de la Rosa). El florecer de esta Rosa extraordinaria (o este florecer eminente, excepcional) es, sin embargo, para sí, inmanente (está pu­ ramente entregado a sí: la rosa florece porque florece), y es indiferente a que pudiera ser contemplado u «objetado». A ella no le importaría siquiera ser acogida o cuidada. Por eso, en la segunda parte de Der Satz von Grund, hay una crítica a la estructura de emplazamiento que Kant, con su filosofía trascendental, puso al descubierto.16 Sin embargo, a mi juicio, no se trata de desmarcarse sólo de la estructura de emplazamiento más firme y consistente de la filosofía trascendental kantiana, sino de todo Dativo o A quién o Para quién que enajenaran y restasen plenitud al po r sí-para-sí del florecer de suyo que se condensa prodigiosamente en el florece porque florece. Ella, la Rosa, me recuerda mi ausencia e, in extremis, mi ser mortal. Por eso, nada hay más serio que esta Rosa: de amable y primaveral se desliza, a veces, casi inadvertidamente, a memento morí (iba a decir que se tomaba «mortífera»). Con su inocencia indiferente no se podría decir que niegue o tache al Testigo, sino que «pasa (indiferente) de él». Si lo dijésemos con pala­ bras del Rilke de la Novena Elegía a Duino, se diría que la Rosa es indiferente a un «futuro humano», y que a pesar de los esfuerzos de Heidegger por pensar el Aún de la palabra y la sabiduría humanas, ella torna superfluo al Testigo. 16. M. Heidegger: La proposición del fiindamento, pp. 119 y ss. 190

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Segura de sí, solitaria y autárquica: así es la Rosa. De ella dice el poema que no pregunta si se la ve. Así, no sólo carece de mundo, sino que también carece de Otro. Su soledad abruma, empequeñece y ridiculiza incluso cualquier solipsismo reflexivo y narcisista que aún al menos buscase devorar exterioridad. El florecer de la Rosa es por sí y para sí. No sólo se-trae-sin-cuidado a sí misma, sino que le trae-sin-cuidado cualquier Otro. Ella, la Rosa, es la reserva y el emblema de lo que sería -si se me permite decirlo a sí- la Physica heideggeriana. Quizá aún se la ha pensado poco, porque si se la pensase a fondo, habría una contienda enorme, un debate implacable en el seno del pensar heideggeriano, obligado a pensar -diríam os que «definitivamente»-, sin refugio alguno posible, de cara a aquella devastación con que sólo Nietzsche, al comienzo de Verdad y mentira en sentido extramoral, osó amenazar a toda soberbia y orgullo humanos.17 Como sabemos, a la Physica heideggeriana Lévinas opuso, con virulencia e indigna­ ción, su Ética. Cuestión enorme ésta, desmesurada respecto a las posibilidades que se brindan a esta contribución en el presente congreso, y que sólo podemos esbozar tímidamente. No, la Rosa no me requiere, no apela a mí. Se parece en cierto modo al guijarro y a la nube, al volcán y al viento. El pensamiento sobre la existencia conecta con un florecer próximo a lo que llamamos Naturaleza, aunque no se confunda con ella. Pero sí: hay en el discurso y en el discurrir meditativo hei­ deggeriano una querencia, una empatia singular para con lugares y espacios de la Naturaleza. Lévinas lo destacó y criticó en un breve artículo, aparecido en 1961 en Information ju iv e , titulado «Heidegger, Gagarin y nosotros»,18 pero no podemos entretenemos en ello. En todo caso, el vínculo entre el Lugar y la Naturaleza no es necesario. El texto-islote de Heidegger que aquí nos ocupa no se refiere nada al Mundo ni al abrazo del Ahí o del Lugar. Texto-Contrapeso, sin duda, que estaría tentado de acercarse al Rostro si no fuera porque ella, la Rosa, no conoce Proximidad alguna (y cuando digo aquí «conoce» me refiero a su sentido hebreo, bíblico, como conocimiento personal e íntimo). La rosa carece incluso de Raíz y Lugar: eclosiona y se consuma en florecer. Aun cuando su crítica pudiera ser interesante al menos para ser comentada y discutida (en lo que no entraremos aquí), cuando Lévinas criticó el vínculo heideggeriano entre Naturaleza y Lugar no atendió a lo que en el fondo Heidegger quería decir en

17. F. Nietzsche: «Verdad y mentira en sentido extramoral», en Nietzsche, ed. y trad. cast. de Joan B. Llinares, Barcelona, Ediciones Península, 1988, pp. 41-42. 18. E. Lévinas : «Heidegger, Gagarine et nous», en Difficile liberté, París, Albin Michel, 1976, pp. 299-303.

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ese texto sobre la Rosa. Ésta, la Rosa, responde al gran temor de Heidegger al desarraigo (técnico), pero la Rosa es quizá ese desarraigo (aunque no sea técnico, sino de otro orden más abismático), más que su desmentido. La Rosa es el puro existir -u n a vez m ás- sin raíz ni lugar. Si el hombre, inmediatamente hablaremos de ello, debiera parecérsele, habría de renunciar al abrazo del Lugar (Heidegger) y a la Proximidad (Lévinas).

4. AL MENOS II. PROXIMIDAD Y RESPUESTA Desde donde venía y a donde iba, y tras las experiencias vividas y sufridas, Lévinas no pasó por alto la Physica heideggeriana, ni siquiera porque fuese digno de ser pensado algo así como una «Tierra Santa», que junto a una persona ofen­ dida, dice Lévinas, esa tierra, santa y prometida, no es sino desnudez y desierto, bosque y piedra.19 Incluso podría comprenderse el pensamiento lévinasiano como una crítica ética de la Indiferencia y la Serenidad heideggerianas. En su filosofía radical de la Proximidad, de la Respuesta y la Responsabilidad, Lévinas pensó al Otro como Rostro desde la pasión y, luego, el compromiso éticos. Todo es aquí obsesión e inquietud por el Otro. En ningún gesto filosófico - a la vista del esfuerzo de la Filosofía, tal como la conocíamos, en am urallar- se habría alcanzado una más sincera declaración de entrega y vulnerabilidad -incluso del filósofo, del lado, al fin, no del Olvido del Ser, sino del Olvido del Otro, no del Ser encubierto, sino del Otro oprim ido-. Así, para Lévinas no toda espiritualidad es necesariamente comprensión, verdad del ser y apertura al mundo. En tanto que sujeto que se acerca, no soy llamado en la aproximación al papel de percipiente que refleja o acoge, animado por la intencionalidad, la luz de lo abierto, la gracia y el misterio del mundo. La proximidad no es un estado, un reposo, sino que es precisamente in­ quietud, no-lugar, fuera del lugar del reposo que perturba la calma de la no-localización del ser que se toma reposo en un lugar; por tanto, siempre proximidad de un modo insuficiente, como un apretón (...). Ella [la proxi­ midad] llega a su punto superlativo como m i inquietud que no cesa, se convierte en única y desde ese momento uno olvida la reciprocidad como si se tratase de un amor del que no se espera correspondencia.20

19. E. Lévinas: «Préface», en M. Zarader: Heidegger et les paroles de l 'origine, París, PUF, 1986,p p .12-13. 20. E. Lévinas: De otro modo que ser, p. 142.

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La Rosa florece en un paraje desolado, en el fin del Mundo. Y el Rostro, pero el Rostro, aunque Por sí (no Por m í ni Para mí), me apela, cuenta conmigo. Extraña combinación. Al menos me tiene a mí, o sólo me tiene a mí. La subjeti­ vidad acusada y recusada por su voluntad de dominio ahora queda enaltecida: el Rostro es por-sí esta apelación que viene de su presencia-sin-más y sin-porqué, hacia mí, esperándome sólo a mí. La conciencia ética carece de asidero y refu­ gio. A aquella intemperie de la Rosa, esta otra de la Inquietud Universal por el Otro, en Lévinas. Desposeídos, excepcionales, Rosa y Rostro comparten la desolación, pero ella, la Rosa, me ignora. Aunque me dé a oler su perfume y a admirar su belleza, pasa-de-mí y me hiere al darme brutalmente la conciencia de mi mortalidad. Él, el rostro, me tiene, me afirma, no pasa de mí, y también me hiere, pero no enfrentándome a mi muerte, sino obligándome a poner todos mis recursos, mi poder, atravesados d e pathos e inquietud, en su ayuda, a su cuidado. En la proximidad lo absolutamente otro -dice Lévinas-, el Extranjero que «yo no he concebido ni alumbrado» lo tengo ya en los brazos, ya lo llevo, según una fórmula bíblica, «en mi seno como la nodriza lleva al niño al que da de mamar». No tiene ningún otro sitio, no es autóctono, sino desenraizado, apátrida, no-habitante, expuesto al frío y al calor de las estaciones. Encontrarse reducido a recurrir a mí, eso es lo que significa ser apátrida o ser extranjero por parte del prójimo. Eso me incumbe.21

5. FIGURA HUMANA Pero, ¿una rosa? Pregunta, quizá, a destiempo. ¿Cómo, con qué derecho una rosa importunaría al Rostro humano? ¿No es escandaloso, o descabellado, elegir una Rosa como modelo y emblema? Pero no, no es escándalo alguno, pues la Rosa somos nosotros, o mejor (así no se debería decir): la Rosa soy yo. Ni siquiera tú, sino yo -que no soy yo ni tampoco «humano», sino, en el extremismo de la apertura extática, existente-. M ejor aún: ni tú ni tampoco yo, porque quizá se trataría de encauzar la cuestión del Dasein desde otra inquie­ tud y en otra orientación. ¿Acaso se podría hablar de una rosimorfización del Dasein? Imprescindible preguntar por el hombre que aparece ahora junto a esta Rosa, aunque quizá jam ás se fue de su lado, sino que siempre estuvo allí: pero, ¿parecemos a la Rosa? Fue el propio Heidegger, en sus indagaciones en tomo 21. Ibíd., p. 154.

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al Sin Porqué de la Rosa en unas líneas de la lección quinta de La proposición del fundamento que con facilidad pudieran pasar desapercibidas, quien propuso semejante analogía o «devenir». Heidegger, en efecto, dice allí que nuestro pensar se quedaría desde luego bien corto, si opináramos que el sentido de la sentencia de Angelus Silesius se hace patente en el hecho de que se limita a nombrar la diferencia de los modos según los cuales rosa y hombre son lo que son. Lo no dicho en la sentencia -y de eso depende todo- dice más bien que el hombre, en el fondo más oculto de su esencia, no es de verdad más que si a su modo es, como la rosa, sin porqué. Aquí no podemos seguir yendo tras los pasos de este pensamiento.22

Un texto demasiado interesante en la medida en que deja por dos veces en suspenso lo que parece ser lo más importante. Señala una suspensión en el texto de Silesius cuando se refiere a «lo no dicho en la sentencia» y, por otra parte, señala una suspensión en el desarrollo de las lecciones o, en suma, de su propio texto, cuando afirma que «Aquí no podemos seguir yendo tras los pasos de este pensamiento». Es decir: que aquí no podemos ir tras los pasos de este pensamiento sobre lo no dicho en la sentencia. No sería tan grave ese no-poderir-tras-los-pasos si no fuese porque acerca de lo No-dicho tras cuyos pasos no puede ir el pensamiento, acerca de eso No-dicho en la estrofa de Silesius sos­ tiene Heidegger que «de eso depende todo». Así que de lo que todo depende se apoya en un No-Dicho sobre tras cuyos pasos no podríamos ir. Muchas páginas abarrotadas de comentarios y pensamientos en Der Satz von Grund para que, finalmente, no podamos ir tras los pasos de aquello de lo que depende todo (al menos «aquí», puntualiza Heidegger, es decir, en La proposición del fundamento). Eso de lo que depende todo se refiere - y habría que medir las palabras- a que «el hombre, en el fondo más oculto de su esencia, no es de verdad más que si a su modo es, como la rosa, sin porqué». ¿Quién daría más? ¿No quedan más que servidas, en estas insinuaciones, posibilidades para pensar sin descanso la cues­ tión del hombre, más allá de las etiquetas de humanismos, post-humanismos y anti-humanismos? ¿No invitan estas palabras, acopladas a un posible comentario del poema de Silesius, a una confrontación entre Heidegger y Lévinas? ¿Acaso podría Lévinas haber pensado que el fondo más oculto de la esencia del hombre podría separarse de «el Otro-en-el-Mismo» que nos an-arquiza obsesivamente, que rompe nuestra consistencia, nos desvela e inspira? ¿Acaso, entonces, para ser de verdad hay que parecerse a la Rosa, ignorar la alteridad, «pasar de» toda 22. M. Heidegger: La proposición del fiindamento, p. 75. 194

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proximidad, dejarse tan sólo florecer, emerger más allá del bien y del mal? De lo que depende todo es, en Lévinas, el sentido único que funda el ser responsable del Otro, no la encomienda de la cuestión del ser. Por lo demás, de inmediato se preguntará: ¿y parecemos al Rostro? Aquí no hay modelo ni seguimiento. No podría parecerme al Rostro-de-Otro. No hay que seguir su modelo, pues no puedo parecerme a él ni él a mí. No seguir su modelo, sino responder a su llamada, que es un Ruego. Podría haber rosi-morfización, pero no rostrimorfización, sino todo lo más (y por proseguir con estas palabras tan extrañas) rostro-tropismo: orientación al Rostro, aventura orientada a su exterioridad, imposible de imitar (sin regreso, pues). El rostro no pasa-de. Es por-sí pero no pasa-de..., más bien, aun siendo por-sí, me invoca y apela, desafía al sujeto aparentemente plenipotenciario de la lucidez de la autoconciencia reflexiva y del Yo-Puedo. No hay aquí negación de la subjetividad, sino la invitación a pensarla de otro modo, no (en Lévinas) en un horizonte de finitud y mortalidad, sino de inspiración por y respuesta al Otro. Y es ésta la extraordinaria situación de la Fenomenología radical de Heidegger y Lévinas. La Rosa apela al Testigo a que se sepa superfluo; el Rostro apela al testigo a que se sienta responsable-hasta-el-límite.

6. APENAS PARECIDO A LA TERNURA ¿Acaso no habíamos pensado -h ay que decirlo- en nuestras horas oscuras que al existir, o al florecer, sólo se lo salvaba aún, in extremis, ante la Muerte, hora (también) de lo Penúltimo y del Perdón? ¿Acaso no habíamos pensado que al Otro sólo podríamos salvarle aún, todavía como víctima? ¿No sería decisivo, entonces, ese pensamiento sobre Rosa y Rostro en el fin del mundo: pensar a fondo el despojamiento y no sólo de los bienes de este mundo, sino aquel que funda lo de-otro-modo-que-ser y más-allá-de-la-esencial Ni siquiera bello, ni educado, ni inteligible, sin nombre ni procedencia ni destino... Rostro casi a punto de ser devorado por su Sin, salvo que me tiene a mí. Y Rosa casi a punto de ser devorada por su Sin, salvo que florece, casi ya no Rosa, sino -s i se me perm ite- Mala Hierba. a) Lo que demuestra la Rosa apenas se parece a la ternura, sino más bien a la dura, recia confianza de Ser en el Ser: fuerza de transformar la Intemperie en Acogida a pesar del abandono, fuerza de transformar la Sinrazón en Firmeza, y la Soledad en Entereza. Todo eso enseña la Rosa en el Florecer porque sí, sin razón, que acerca la Rosa a la Roca, la Fragilidad al Fundamento.

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b) Lo que demuestra el Rostro apenas se parece a la ternura. Es cierto que se trata de la exigencia, entre nosotros, no ante todo de razón, sino de abrazo. Pero también de la exigencia de que sea irrebasable, insuperable la inquietudentre-nosotros como modalidad ética de la Proximidad. Es esa proximidad entre Uno y Otro, y la inquietud de la responsabilidad de uno por otro, lo que el Rostro nos enseña y enseña a la Rosa -q u e, sin embargo, mira siempre a otro lado-. Aunque pudiera ser feliz, acogedor, encantador, cálido y entrañable, aquel Abrazo que exige el Rostro frente a las Razón no tiene por qué ser feliz ni acogedor, ni encantador ni cálido, ni entrañable. El Abrazo al Otro es sin interés ni devolu­ ción, Abrazo gratuito e incondicionado y absoluto (por tanto), tan duro como universal y sin condiciones, con una exigencia ya no dicha al oído de la Razón, sino incrustada, antes de toda anámnesis posible, más allá de toda asunción re­ flexiva, en lo más hondo de nuestropathos más extremadamente universal, que no se asienta sino en la desnudez humana. Si antes decía, R oía terrible en elfin del mundo, pues no sólo carece de Ratio, sino también de Abrazo, ahora diría, por qué no, Rostro terrible en elfin del mundo, pues no permitirá excusa ni refugio. Aquella Rosa nos está pidiendo, a pesar de todo, piedad. Y este Rostro, descanso en el amor,23 la amistad y el eros. Decía Bataille a favor del Rostro, contra la máscara (y vuelvo a citar este texto, aun habiéndolo citado en otras ocasiones): Nada es humano en el universo ininteligible fuera de los rostros desnu­ dos que son las únicas ventanas abiertas en un caos de apariencias ex­ trañas y hostiles. El hombre no sale de la insoportable soledad sino en el momento en que el rostro de uno de sus semejantes emerge del vacío de todo el resto.24 A pesar de todo, Bataille sabía de eso -d e la humanidad del rostro, de su emerger del vacío, de su lucha con el cao s- porque (lo sabemos por la escritura de sus pasiones y sus zozobras) había realizado en muchas ocasiones la expe­ riencia de lo que solemos denominar «tocar fondo» a través de experiencias 23. A pesar de toda su inquietud y de sus zozobras, mil y una veces experimentadas y can­ tadas, el amor sería una suerte de descanso de la intemperie del rostro. El amor se lo agradecen los que se aman y complace, y queda tallado y se acrecienta en el reconocimiento, en el gratificante placer del encuentro, y a veces en el erotismo, etc. No podríamos ocupamos aquí, con el deteni­ miento que se merece, de la separación que detecta Lévinas entre ética, amor y erotismo. Cuestión no de escasa importancia, pues, en efecto, orienta hermenéuticas diversas respecto a Lévinas y suscita admiraciones diferentes respecto al pensador lituano-francés. 24. G. Bataille: «Le masque», en Oeuvres completes II (Écrits posthumes, 1922-1940), París, Gallimard, 1970, p. 403.

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que justamente dan noción del Fondo y de la Noche: aburrimiento, ebriedad, éxtasis, obscenidad, asco, desesperación, angustia, náusea, transgresión..., y creyó encontrar una luz en los Rostros-que-nos-acompañan (mejor que «de nues­ tros semejantes»). Una lección sin duda no menor, sino mayor, que la de la an­ gustia sería, entonces, la de Rosa-y-Rostro, Rostro-y-Rosa. La experiencia lévinasiana fue, si cabe, más dura, respecto al Rostro. Experiencia no en el horizonte de un (batailleano) amanecer de angustia, ebriedad y desesperación, sino experiencia a partir del agujero en la historia25 en el horizonte de la negra leche del alba que bebemos de noche (Celan, Todesfuge). En su florecer en soledad, sin proximidad, la Rosa nada habrá de temer, porque su horizonte de florecer está más allá del bien y del mal. No será piso­ teada ni sufrirá acoso, ni ultraje, ni oprobio, ni violación ni exterminio. Pero la historia del Rostro fue - y cómo lo sabem os- otra bien diferente. Por eso mientras que el Sin de Razón, Cuidado y Testigo de la Rosa nada interpondrían a la plenitud de su florecer, el Sin Mundo del Otro como Rostro, su carencia de herencia y linaje, de protección, de recursos y de patria (lo que Lévinas designó con los calificativos proféticos de huérfano, viuda, pobre y extranjero) señalan una desposesión más profunda que la de la ausencia de Razón - o de R aíz-. Esta ha sido, sin duda, en la disparidad extrema entre Rosa y Rostro, una de las profundas razones del humanismo lévinasiano. Ahora sabemos que lo que nos pasaba desapercibido de la Rosa - y que Heidegger no había meditado, desde luego, en La proposición del jundam ento- nos lo ha dicho el Rostro lévinasiano, y que lo que aún no sabíamos demasiado bien del Rostro lévinasiano nos lo ha enseñado la Rosa heideggeriana.

25. E. Lévinas: «La significación y el sentido», p. 41. 197

ESTRUCTURAS METODICAS Y TEMAS METAFISICOS EN LA FENOMENOLOGÍA DE EMMANUEL LÉVINAS P a tricio P eñ a lver G óm ez Universidad de Murcia

I La hipótesis básica que quisiera plantear en lo que sigue es que en el mismo núcleo de la Ética de la alteridad opera una dialéctica antitética no resuelta, y con frecuencia ni tan siquiera suficientemente aclarada como tal. Cabe determinar preliminarmente esa antítesis en los términos de una tensión entre,por un lado, el momento metódico de dicha Ética de la alteridad -q u e debe por cierto haber alterado decisivamente los presupuestos de toda ética, a partir de la irrupción que significó la publicación de Totalité et Inftni- y, por otro lado, su intención, su impulso y, en suma, su alcance metafísico. Si se asume que la Ética de la alteridad -q u e sin duda queremos asociar aquí fundamentalmente a la escritura y la obra madura de Emmanuel Lévinas, pero sin dejar de tener presente las premisas históricas lejanas y próximas de esa obra, como la idea de Bien en Platón o la recreación judía de la ley moral kantiana en la línea de Hermann C ohén- es una posibilidad de la Fenomenología, en el sentido enfático de un paso conocido de la introducción de Sein und Zeit, entonces aquella tensión irresuelta y que demanda aclaración fundamental debe entenderse como tensión interna de la Fenomenología en Lévinas y de toda aquella amplia aunque de límites imprecisos corriente fenomenológica marcada por el giro o el desplazamiento introducido por el filósofo lituano en la sucesión, en la diadojé, de la escuela fundada por Husserl. Cabe, claro está, otro enfoque. Si ocurren dudas formales de principio como pasa passim acerca del carácter «propiamente» fenomenológico del programa de la Ética de la alteridad, y si, por otra parte, se retiene el motivo textual explícito antimetafísico o a-metafísico del Husserl más típico, entonces la antítesis o la tensión invocada arriba tendrían que presentarse de otra manera. Estaríamos 199

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ahora ante el problema o acaso ante la pura y simple imposibilidad de reconciliar, de poner juntas en un cuerpo discursivo coherente, dos elementos tan heterogé­ neos como los siguientes: por un lado, los conceptos metódicos básicos de una Fenomenología fundamentalmente alérgica a toda construcción especulativa, «metafísica» - y aquí la exigencia de la «reducción», se la entienda como se la entienda, tendría que considerarse, valga el juego, rigurosamente «irreductible» en la economía de la filosofía fenom enológica-, y, por otro lado, la decisión filosófica del Lévinas maduro por la metafísica o por «lo» metafísico, o, en rigor, la audaz propuesta de hacer entrar enjuego en la aventura fenomenológica «al» m etafísico, a le metaphysicien de Totalidad e Infinito (esa especie de «narrador implicado» que «hace» metafísica al expresarse filosóficamente de una cierta manera, y romper el círculo económico del discurso sensato objetivo). Esta pro­ puesta metafísica, o en rigor, la decisión de acoger en la filosofía la expresión (en un sentido que, como se sabe, Lévinas, reinventa poderosamente) típica del hombre metafísico, converge,#si es que no coincide simplemente, con la acogida en la filosofía del motivo de la acogida del Otro en el sentido fuerte, es decir, el otro cualquiera, cualquier otro que no deja en paz al Yo, o en sintaxis menos violenta, ese otro cualquiera que no me deja en paz, y al que con perversa am­ bigüedad apela Derrida en su recurrente tout autre est tout autre. Ese Otro que impide el reposo de lo Mismo invita, en algún sentido insidiosamente, a hacerle hueco a la intuición intelectual: esa operación inevitablemente añorada por esa parte de «alma bella» que alberga todo filósofo de nuestro entorno civilizatorio, pero, con muy buenas razones, prohibida formalmente por Kant, y desde luego también por Husserl finalmente (a pesar de algún engañoso indicio en contra de las Investigaciones lógicas), y en fin, ya en ese ancestro de toda crítica de toda metafísica que es el análisis categorial aristotélico de la idea de bien (es­ pecialmente en Ética a Nicómaco, 1,6). En esta segunda orientación general in­ terpretativa de «nuestra» antítesis, estaríamos entonces ante el dilema entre una fidelidad de la Fenomenología a su matriz conceptual y metódica básica y una de­ cisión de Lévinas - y de otros en su estela- que, sin dejar de mantener vínculos esenciales con el movimiento fenomenológico y sus técnicas de análisis, se arriesgaría a hacer entrar en el cauce sereno del discurso filosófico las aguas turbulentas de una alteridad tan «salvaje» como intelectualista. Dejo en suspenso de momento tal dualidad de enfoques interpretativos, que apunta en última ins­ tancia a un dilema básico en la reconstrucción teórica e histórica del movimiento fenomenológico como tal, y que habrá que recuperar ulteriormente de manera más comprometida sin duda, para ensayar ahora una construcción del problema en su núcleo primordial. 200

ESTRUCTURAS METÓDICAS Y TEMAS METAFÍSICOS...

¿Cómo se articulan en la Ética de la alteridad el programa metódico fenomenológico y el alcance formalmente metafísico que se atribuye al discurso filosófico que expone aquella Ética al darle hiperbólico bulto de eminente trascendencia a tout autre, a «cualquier otro»? Tal sería entonces la pregunta. Y la precaria hipótesis sería aquí que ya un esclarecimiento de los supuestos de esa pregunta entregaría el beneficio de una fecundidad especulativa. Y que contestarla en condiciones posibilitaría algún paso, un cierto paso que algunos de todas formas con buenas razones querrían descifrar como insistencia en la aporía. (Se recordará quizá en el caso el muy serio juego con el doble valor del francés pas -adverbio negativo o nom bre- en algunos pasos de Derrida: un juego demasiado serio para la reinante frivolidad académica, asentada en la seguridad e inmovilidad de ciertas distinciones). Sugiero dos procedimientos para elaborar la pregunta acerca de la dicha tensión entre método fenomenológico y motivo metafísico. Uno se impone muy naturalmente como estrategia legítima, necesaria, en verdad, si se acepta, como ahora ya no es tan infrecuente, que el pensamiento de Lévinas es una filosofía de primer orden, y que lo es sobre todo por su paciente potencia para renovar radicalmente el espacio teórico de los fundamentos filosóficos de la moral y la ética. De un pensamiento de esa envergadura interesará conocer su genealogía, su itinerario, sus vacilaciones incluso, o sobre todo. Una exploración de los parajes en los que surgen tanto la inquietud metódica como el tema metafísico en el camino filosófico de Lévinas tendría entonces interés para nuestro proble­ ma general. Y por cierto, cabe anotarlo ya, estamos aquí ante una disimetría. Disponemos de un significativo corpus textual para ver nacer y poder seguir así el hilo de la inquietud metódica en la escritura de Lévinas: ésta se compromete precozmente, desde su inicio, en los últimos años veinte, con una discusión muy interna acerca de la naturaleza, la posibilidad y los dilemas de la Fenomenología como método filosófico. Por el contrario, el motivo metafísico, o la alteridad como motivo formalmente metafísico, no aparece en el texto de Lévinas hasta un momento relativamente tardío. No antes en rigor de esa primera consolidación quasi-sistemática de la Ética de la alteridad que es Totalidad e Infinito (1961). Ahí, como se sabe, el sentido de «metafísica» es indisociable de una contra­ posición formal con el significado de «ontología». Y, más allá de la semántica filosófica más o menos estipulativa de unos términos muy zarandeados por la historia, en aquella obra, «el» metafísico, le metaphysicien -d el que ahí se habla, y que en verdad y sobre todo ahí habla-, critica, delimita y enjuicia, la «violen­ cia» interna que se alberga en «la» ontología. Y sin embargo, todavía en 1959, 201

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encontramos algún uso del término metafísica como equivalente a ontología: ambos términos designarían genéricamente el «acceso al ser», o la relación con el ser, el rapport avec l ’étre llevado a cabo al margen de escrúpulos criticistas.1 Evoco ese paso justo para marcar el contraste con la mutación de sentido de la voz metafísica en Totalidad e Infinito: «esta» metafísica rompe con el ancestral primado de la ontología, pone la relación con el otro delante de la relación con el ser. Retrospectivamente, Lévinas podrá encontrar complicidades profundas con esa mutación de la metafísica en cierto Platón y cierto Descartes; pero sin duda el precedente más operativo en esa nueva orientación es el uso peculiar del Rosenzweig de La estrella de la redención del término meta-física, en paralelo con sus neologismos meta-lógica y meta-ética} Un segundo procedimiento para abordar la tensión o la antítesis de metodicidad fenomenológica y deseo metafísico en la Ética de la alteridad querría plantear el problema como tal: quedaría en segundo plano, como mero negocio histórico, la trayectoria empírica y las vacilaciones de Emmanuel Lévinas, para más bien orientar el análisis al «problema m ism o», a distinguir aquí con buenas razones del gesto de «ir a las cosas mismas». Es que el deseo metafísico no puede no inquietar en un cierto punto el clásico «primado de la percepción», que ha parecido con frecuencia indisociable de la fenomenología como tal, antes y después de Merleau-Ponty. Entonces, el problema sería ahora el de si, y hasta qué punto, podría mantenerse fiel a la metodicidad fenomenológica y al crédito que ésta asigna a la esfera de lo originario, una filosofía que acogiera la situa­ ción, tan ordinaria como en verdad «extra-ordinaria», de una subjetividad que acoge la alteridad metafísica del otro. Esa perspectiva, esa «óptica» -térm ino enfáticamente subrayado por Lévinas- supone por cierto una de las tesis más chocantes, y a mi juicio no muy advertida por los estudiosos de esta obra: que no habría en ella «oposición», ni solidaridad, ni jerarquía, entre teoría y práctica. Propongo una relectura cursiva del pasaje, en el que de hecho Lévinas anticipa el amplísimo alcance de la implícita «reforma del entendimiento» inscrita en su programa. Tras destacar la fidelidad al «intelectualismo de la razón» que se mantiene en la «aspiración a la exterioridad metafísica», el filósofo caracteriza en estos términos la ambición que anima «ce travail»:

1. E. Lévinas: Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger, trad. cast. de Μ. E. Vázquez, Madrid, Síntesis, 2004, p. 198. 2. Cf. F. Rosenzweig: La Estrella de la Redención, trad. cast. de M. García-Baró, Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 63 y ss.

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ESTRUCTURAS METÓDICAS Y TEMAS METAFÍSICOS.

La ética, ya p o r s í m ism a , es una «óptica». No se limita a preparar el ejercicio teórico del pensamiento que monopolizaría la trascendencia. La oposición tradicional entre teoría y práctica se borrará a partir de la trascendencia metafísica en la que se establece una relación con lo abso­ lutamente otro o la verdad, y cuya vía real es la ética. Hasta entonces, la relación entre teoría y práctica no se concebía sino como una solidaridad o una jerarquía: la actividad descansa en conocimientos que la iluminan; el conocimiento le pide a los actos el dominio de la materia, de las almas y de las sociedades -una técnica, una moral, una política- capaz de procurar la paz necesaria a su ejercicio puro. Damos un paso más, y a riesgo de pa­ recer que confundimos teoría y práctica, tratamos a la una y a la otra como modos de la trascendencia metafísica. La confusión aparente es deliberada, y constituye una de las tesis de este libro. La fenomenología husserliana ha hecho posible ese paso de la ética a la exterioridad metafísica.3

II Bosquejo el movimiento posible de un despliegue de esos dos procedi­ mientos, más bien complementarios que alternativos, para construir nuestro problema. Sin voluntad dogmática, y a título provisional, cabe diferenciar cinco fases en la elaboración de la relación problemática del momento metódico fenomenológico y el momento metafísico del deseo de exterioridad, a lo largo de la relati­ vamente prolongada trayectoria intelectual de Lévinas. Hay un prim er Lévinas, fenomenólogo heideggeriano, entusiasta lector de primera hora de Sein und Zeit en el clima exaltante del Friburgo de 1928: se diría que en él está completamente ausente la inquietud metafísica. Atestiguan e ilustran esta etapa juvenil de precoz recepción en Francia de la novedad filosófica alemana del momento, la Teoría de la intuición en la fenomenología de Husserl (1930),4 y los ensayos de carácter formalmente expositivo acerca de la fenomenología, escritos antes de la guerra, y retomados en parte en Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger (1949). Un segundo paso en el camino fenomenológico de Lévinas está caracteri­ zado por una relectura novedosa, digamos «heterodoxa», del tema heideggeriano de la distinción entre el ente y el ser, o entre el existente y la existencia. Esa distinción, que interviene en el nacimiento mismo de la Seinsfrage de Heidegger, 3. E. Lévinas: Totalité et Infini, La Haya, Martinus Nijhoff, 1961, p. xvii. 4. E. Lévinas: La teoría fenomenológica de la intuición, trad. cast. de T. Checchi, Salamanca, Sígueme, 2004.

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y a la que este Lévinas asigna claramente plena legitimidad filosófica, remite no tanto a una elaboración de la «ontología fundamental» en la línea de Sein und Zeit, cuanto más bien a una reconsideración del existente, como sujeto, como sustancialización o como «hipóstasis» -d e acuerdo con un gesto significativo de complicidad con el léxico ontológico técnico griego- que en cierto modo domina o detiene en el presente el acto puramente formal o impersonal del ser. Donde más sensible se hace la parte polémica antiheideggeriana de esta orientación fenomenológica hacia el existente erigido en hipóstasis, es sin duda en la despo­ tenciación filosófica del concepto de nada, y así, en la resistencia vigilante a la dialéctica del ser y la nada que dominaría la ontología heideggeriana. Esta línea de pensamiento, que en buena parte Lévinas debió abandonar en su camino a la síntesis de fenomenología y metafísica de Totalidad e Infinito, alcanzó su más notable expresión en el ensayo De la existencia al existente, escrito en su mayor parte en los años de la Segunda Guerra M undial en un campo de prisioneros, y publicado en 1947. Leemos un pasaje de la introducción, tras el reconocimiento de una «necesidad profunda de abandonar el clima de esa filosofía» (en referencia a la de M artin Heidegger), lo que sin duda evoca el contexto del lúcidamente precoz ensayo de 19345 sobre las complicidades de la nueva ontología y la bar­ barie política nazi que irrumpe en la Europa de entreguerras: La idea que parece presidir la interpretación heideggeriana de la existencia humana consiste en concebir la existencia como éxtasis, posible, a partir de ese momento, tan sólo como un éxtasis hacia el f i n ; y, en consecuencia, en situar lo trágico de la existencia en esa finitud y en esa nada a la que el hombre se arroja a medida que existe. La angustia, comprensión de la nada, no es comprensión del ser más que en la medida en que el ser mismo se determina por medio de la nada. El ser sin angustia sería el ser infinito, si es que esa noción no fuese contradictoria. La dialéctica del ser y la nada sigue dominando la ontología heideggeriana en la que el mal es siempre defecto, es decir, deficiencia, falta de ser, es decir, nada.6

Y tras esta delimitación interpretativa del supuesto tragicista que subyace a la Seinsfrage de Heidegger, este verdaderamente «nuevo» fenomenólogo que es el Lévinas que tan precozmente despierta del sueño dogmático de la ontología fundamental, articula todo un programa filosófico a través de toda una serie de 5. E. Lévinas: «Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo», en M. Beltrán, J.-M. Mardones y R. Mate (eds.): Judaismo y limites de la modernidad, Barcelona, Riopiedras, 1998. 6. E. Lévinas: De la existencia al existente, trad. cast. de P. Peñalver, Madrid, Arena Libros, 2000,p p .18-19.

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preguntas verdaderamente nuevas, y a través de una vigilancia también muy nueva al «fenómeno», al «hecho» del hay impersonal, en el que se condensa el horror del ser: Vamos a intentar poner en cuestión la idea de que el mal es defecto. ¿Acaso el único vicio que comporta el ser reside en su limitación y en la nada? ¿No tiene el ser en su positividad misma algún mal de fondo? ¿No es tan original la angustia ante el ser -el horror del ser- como la angustia ante la muerte? ¿No es tan original el miedo de ser como el miedo por el ser? Más original incluso, puesto que de éste podría darse cuenta mediante aquél. ¿No serán el ser y la nada, equivalentes o coordinados en la filosofía de Heidegger, más bien fases de un hecho de existencia más general, que la nada ya no constituye de ninguna manera, y a lo que llamaremos el hecho del hay y en el que se encuentran confundidas la existencia subjetiva de donde parte la filosofía existencial y la existencia objetiva del antiguo realismo? Ya que el hay nos tiene totalmente cogidos, no podemos tomar a la ligera la nada y la muerte y temblamos ante ellas. El miedo de la nada no mide más que nuestro empeño en el ser. La existencia por mor de sí misma, y no en virtud de su finitud, entraña un elemento trágico que la muerte no podrá resolver.7 El tercer paso del camino de Lévinas, en la perspectiva que aquí hemos asumido y que se interesa en la conexión problem ática entre el método fenomenológico y el alcance m etafísico, coincide con lo que cabe llamar la época de Totalidad e Infinito. Además del gran libro, que se había presentado como tesis en 1960 - y cuyo verdadero valor no supo reconocerse en general en aquel m om ento-, hay que ensayar aquí una lectura cuidadosa de los ensayos redactados en los años de preparación de la gran obra, durante los cincuenta -coincidiendo por otra parte con ese renacimiento de la filosofía fenom enoló­ gica en Europa que propició la publicación de parte del Nachlass de Husserl a partir de 1950-, así como de algunos estudios publicados después de 1961, pero ligados directamente a la empresa de Totalidad e Infinito. Unos y otros están en su mayor parte recogidos en las secciones tituladas «Nuevos comen­ tarios» y «Escorzos» incorporadas a la segunda edición (1967) del citado Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger. Debemos volver a lo que en la escritura de la época sin duda más creativa e innovadora de un Lévinas típicamente fenomenólogo y m etafísico sigue siendo una referencia ineludible para nuestro problema. 7. Ibíd., p. 19.

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La cuarta etapa de Lévinas se resume en una fórmula aparentemente inocua -la «evitación» del lenguaje ontológico-, de hecho indicativa de una radicalísima trasgresión de la «normalidad» filosófica. No es seguro, de hecho, que lo que resulta de la ruptura expresa con el lenguaje ontológico emprendida en Autrement q u ’étre ou au-dela de l ’essence (1974) pertenezca al género «filosofía», y no más bien al de la poesía profética. Situemos esa fórmula en un paso muy recordado de la «signature» incluida en la segunda edición de Difícil libertad, y que evoca los motivos básicos de la obra de 1974 -pasividad, responsabilidad, sustitución: El sentido último de una responsabilidad semejante consiste en pensar al Yo en la pasividad absoluta del S í m ism o, como el hecho mismo de sustituir al Otro, de ser rehén, y, en esta substitución, no sólo ser de otro m odo, sino de otro m odo que ser, como liberado del conatus essendi. El lenguaje ontológico, que todavía se usa en Totalidad e Infinito para excluir la significación puramente psicológica de los análisis propuestos, es en adelante evitado [subrayado mío].8

El contexto asocia expresamente el abandono del espinosista «impulso de ser» y la evitación del código ontológico con un nuevo desplazamiento: desde la experiencia, en la que el sujeto tematiza su objeto, a la trascendencia, presidida por una responsabilidad literalmente desmesurada. En efecto, aquellos análi­ sis «remiten no a la experiencia en la que siempre un sujeto tematiza aquello que equipara consigo, sino a la trascendencia en la que el sujeto responde de aquello que sus intenciones no midieron».9 Justamente, cabe caracterizar la quinta etapa de esta periodización del itinerario lévinasiano en términos de una dramática afirmación de la trascendencia metafísica, que acogería, a pesar de la imposibilidad de toda teo-logía, la significación de la palabra Dios. El prólogo del libro más claramente abierto a esta posibilidad de una filosofía sin miedo a tales, tan en un tiempo venerables como hoy usualmente denostadas, palabras -trascendencia, D io s- recurre significativamente al léxico fenomenológico, nos devuelve a «nuestro» problema inicial de la tensión entre fenomenología y deseo metafísico de alteridad. La «recherche» que ahí se presenta se emancipa audazmente del problema de la existencia o la no-existencia de Dios, se eman­ cipa incluso de la decisión sobre si esa alternativa tiene o no sentido: la investi­ gación aquí propuesta concierne a la posibilidad de entender, la posibilidad de

8. E. Lévinas: Difícil libertad, trad. cast. de J. Haidar, Madrid, Caparrós Editores, 2004, p. 367. 9. Ibíd.

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oír, en verdad, la palabra Dios como palabra con significado. Se diría que se nos anuncia un tratado de semántica. Cuyo programa se precisa así: Lo que aquí se busca es lo concreto fenomenológico dentro de lo cual esta significación podría significar o significa, incluso si corta con toda fenomenalidad [méme si elle tranche sur toute phénoménalité] . Pues ese cortar no podría exponerse de manera puramente negativa y como una negación apofática. Se trata de describir sus «circunstancias fenomenológicas » [subrayado mío], su coyuntura positiva y algo así como la «puesta en escena» de lo que se dice de forma abstracta.10

III Así pues, en todas y cada una de las etapas relativamente diferenciadas de la trayectoria pensativa de Lévinas podemos constatar el peso significativo del momento metodológico, del análisis fenomenológico. Y cuando el filósofo insistía en las últimas entrevistas en su básica fidelidad al programa fenomenológico de raíz husserliana - y muy concretamente al magno problema de la desformalización del concepto de tiem po- estaba muy claro que no se trataba de homenajes conmemorativos al maestro de los años juveniles, sino de la insistencia objetiva de motivos operatorios de una filosofía fiel a su ideal crítico. Pero sin duda el momento clave, y como he sugerido arriba, es la época de Totalidad e Infinito. Deseo recuperar de manera más directa nuestro tema de una oscilación entre el recurso metódico a la fenomenología como análisis que registra la alteridad en el campo descriptivo, por un lado, y, por otro lado, la interpretación recurrente de la fenomenología en su forma dominante -tanto a partir de Husserl como a partir de H eidegger- como ontología que reprime la relación metafísica con el otro. Se impone aquí el privilegio de una relectura metódicamente orientada por la viru­ lencia de esa cuestión del importante, en verdad decisivo, libro Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger. Nos remitimos a la segura traducción reciente de Manuel E. Vázquez. Nos interesamos sobre todo en los ensayos publicados originalmente en los últimos cincuenta y primeros sesenta, que acompañaban, unos antes otros después, al gran libro, Totalidad e Infinito (1961). 10. E. Lévinas: De Dieu qui vient a l ’idée, París, Vrin, 1982, p. 7. Cf. también, especial­ mente, el epígrafe «Fenomenología y trascendencia», pp. 115-123. Para el paso desde el lenguaje ontológico de la experiencia mesurada al lenguaje metafísico de la trascendencia, es importante Transcendance et intelligibilité, Ginebra, Labor et Fides, 1984. Me permito remitir a P. Peñalver: Argumento de alteridad, Madrid, Caparros, 2000.

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En esos ensayos advertimos dos líneas teóricas suficientemente diferenciables, si bien a veces coincidentes ambas en un mismo artículo. La primera línea explora y explota las posibilidades que depara el Husserl antiobjetivista y anti­ idealista. En escueta indicación, se trata de motivos y temas como la destrucción del objeto, la capa hilética de la conciencia, la ruina de la representación, el finitismo de la sensación (frente al idealismo de la razón), o, como título general de un amplio campo de análisis, la novedosa interpretación trascendental de la temporalidad, que obliga a su vez a reinterpretar la intencionalidad objetivis­ ta como una correlación abstracta que es preciso situar en la vida concreta de la conciencia. En esta orientación, Lévinas deja ver la relevancia que sigue asig­ nando a los análisis husserlianos, pero también desempeña un papel filosófico la discusión interna en la «escuela» fenomenológica. A la cercanía temática y metódica con el último discípulo importante de Husserl, Eugen Fink, se añade un diálogo crítico con la fenomenología francesa, con Sartre, Merleau-Ponty, Ricoeur, Dufrenne, incluso con el joven Derrida, que publica su renovador es­ tudio del Origen de la geometría en 1960. Por esos años se produce en Europa un revíval de la fenomenología de raíz husserliana -tras el largo paréntesis que representó primero la influencia masiva de la Ontología del Dasein y luego el progresivo eclipse de e§e primer paradigma del «pensamiento del ser»-, a lo que no poco contribuye la mencionada publicación del rico Nachlass de Husserl a partir del año 1950. Ahora bien, en los ensayos incluidos en la segunda edición de Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger irrumpe, aproximadamente paralelamente, el tema formalmente metafísico de una relación irreductible de lo Mismo y lo Otro, de la alteridad entre Yo y Usted. Habría que estar atentos al detalle de las fechas, al avance cauteloso de una escritura que busca pacientemente su lenguaje. Desde luego, el susodicho tema metafísico está expresamente planteado en los ensayos redactados con posterioridad a Totalidad e Infinito. Podría verse en especial, de una manera que no permite el ritmo de esta exposición, en la lectura de «La huella de lo otro» (1963), de «Intencionalidad y sensación» (1965) y de «Enigma y fenómeno» (1965). Pero hay acogida filosófica de la exigencia metafísica ya en algunos de los escritos anteriores al gran libro. Así, en «La filosofía y la idea de infinito» (1957) y en «La ruina de la representación» (1959), que termina justamente apelando a una Sinngebung ética, a la que el propio Husserl habría apuntado ya. La fenomenología, desde el inicio de su aventura, posibilita la superación del idealismo: el primado de la vida sobre el pensamiento y la conciencia, la 208

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imposibilidad última de recuperar en la conciencia, o en el saber, la materialidad de la vida, remiten a la novedad que irrumpe en la Ur-Impression de Husserl. Es, pues, el impulso metódico fenomenológico el que lleva al motivo metafísico básico, a lo Otro irreductible a lo M ismo, a lo Otro que visita a lo Mismo en la casa de éste, pero en la que sigue siendo un extraño, un extranjero, literalmente indomesticable, inasimilable.

IV Quedaría un segundo enfoque general de nuestra pregunta inicial acerca de cómo se relacionan las estructuras metódicas fenomenológicas y el deseo y el posible alcance metafísico, au-dela de la experiencia del conatos essendi, en el interior desconcertante de la Ética de la Alteridad. Más allá del enfoque historiográfico y problemático apuntado en lo anterior, cabe preguntarse, y por decirlo algo brutalmente, si es filosóficamente legítimo el paso desde una alteridad entendióle como diacronía, a su vez aprehensible fenomenológicamente en la vida de la conciencia, a aquella otra alteridad en que el Otro, ese totalmente otro que es cualquier otro, no sólo inquieta la vida eco­ nómica, sino que la invade con una exigencia de responsabilidad que desborda, en rigor, toda inter-subjetividad. Una fenomenología de la intersubjetividad no podría ser finalmente el marco descriptivo, ni trascendental, de esa otra manera de entender la alteridad del otro: no ya otro Yo, sino otro que Yo. La Sinngebung ética habría dejado atrás la constitución trascendental del otro. O, en otro código, la óptica ética del otro, que lo expone como amigo-enemigo, es más primitiva que lo que la ortodoxia fenomenológica llama la esfera primordial. Una posible respuesta al planteamiento propuesto sería: la conocida tesis lévinasiana de la ética como filosofía primera refleja de manera inevitablemente paradójica, si es que no contradictoria, que Lévinas incorpora a la filosofía un motivo extraño a la filosofía propiamente dicha. Un paso más en la línea de esta interpretación suspicaz según la cual el lituano mete de contrabando religión en la esfera de la filosofía sería: la Ética de la Alteridad es criptojudaísmo, judaismo encubierto. Y por cierto que esta interpretación, esta «acusación» -p o r lo demás vieja como la cultura europea misma, si es que «filósofo judío» es un ancestro del «m arrano»-, puede formularse bien, y como es usual, de la manera resolu­ toriamente maniquea que pasa tras la acusación de cripto-judaísmo a la condena de aquella ética por lesa inmanencia filosófica, o bien como impulso para una 209

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nueva consideración de esa irreductible heterogeneidad de lo griego y lo judío en el interior de la historia de Occidente. Es ése el impulso que anima sin duda el gran ensayo de Derrida sobre Totalidad e Infinito, incluido en La escritura y la diferencia, al que me he referido en otras ocasiones. Me parece que hay que tener en cuenta aquí el hecho de la decisión formal de Lévinas a la hora de organizar y, por así decirlo, distribuir sus publicaciones. Hay en esto una clara división entre, por una parte, los escritos judíos, y tanto los más militantes y «políticos» (como los reunidos sobre todo en Difícil libertad), como los más «reflexivos» y hermenéuticos, la magnífica serie de las lecciones talmúdicas, y por otra parte, los escritos que asumen expresamente, no sin alguna ironía alguna vez, la lengua o las lenguas filosóficas. Creo que la tentativa del Lévinas «propiamente» filósofo -digam os, el de la gran cadena que forman Totalidad e Infinito, De otro modo que ser, De Dios que viene a la idea y Trascendencia e inteligibilidad—asocia sistemáticamente la estrategia metódica del análisis fenomenológico y el impulso metafísico, el deseo como desmesura metafísicamente entendida. Pero la acogida de este deseo requiere poner en suspenso la tendencia dominante de la filosofía fenomenoló­ gica, dominada a su vez por la esfera primordial de la presencia. El doble gesto, el sí y el no a la fenomenología, el sí al método fenomenológico pero el no a la filosofía fenomenológica «típica» -u n a filosofía de la luz y de la consciencia o del saber- puede leerse en la densa reflexión del prefacio de Totalidad e Infinito, en especial en el contexto que rodea tal declaración: «La fenomenología es un método filosófico, pero la fenomenología -com prensión mediante la ilumina­ ción- no constituye el acontecimiento último del ser m ismo».11 Y un poco más abajo, tras proponer la ética como «vía regia» para la relación con la verdad o lo «absolutamente otro», insiste: «La fenomenología husserliana ha hecho posible ese paso de la ética a la exterioridad m etafísica». «Esta» fenomenología no conduce pues a una filosofía de la luz -n i tan si­ quiera si acreditada con el prestigio del sol platónico-, sino más bien a un pen­ samiento confrontado con el enigmático campo de la huella. Ciertamente, una fórmula como «fenomenología de la huella» sería un oxímoron, si es que no una pura contradicción. Pero cabe pensar que es posible una fenomenología de la temporalidad, de la sensibilidad, de la pasividad, y en suma de la alteridad,12

11. E. Lévinas: Totalité et Infini, p. xvi. 12. Remitimos al trabajo sistemático de A. Simón: La experiencia de alteridad en la feno­ menología trascendental, Madrid, Caparros Editores, 2001.

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que haga pensable a su vez como posible, en el psiquismo, la doble estructura de una salida, una evasión de lo Mismo a lo Otro, y de una invasión, una visita de lo Mismo por lo Otro. Es esa extraña posibilidad lo que más insistentemente habría descrito y justificado la aventura filosófica de Lévinas. El tema mencionado por éste como de paso en el prefacio de Totalidad e Infinito, y al que hacíamos refe­ rencia supra - la no-distinción entre razón teórica y razón práctica, la «confusión» de teoría y práctica como «modos de la trascendencia m etafísica»- confirmaría la tendencia general de nuestra interpretación: el paso a la ética como ética de la alteridad -e s decir, como m etafísica- no es un paso ético, sino un paso filosófico, que quiere acreditarse en la descripción rigurosa y en el discurso crítico.

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HOSPITALIDAD, HUMANIZACIÓN Y DESHUMANIZACIÓN. DOS LECTURAS RECIENTES DE LEVINAS G abriel B ello R eguera Universidad de La Laguna

INTRODUCCIÓN: PRAGMATISMO Y PRAGMÁTICA Mi lectura de Levinas ha estado interferida por el pragmatismo y neopragmatismo norteamericanos, por lo cual casi siempre ha tenido lugar en términos inusualmente más pragmáticos y menos fenom enológicos. Hoy no voy a hacer una excepción y quiero comenzar refiriéndome a la perspectiva pragmática en cuyos términos voy a presentar las dos lecturas que menciona el título de esta ponencia. Primero haré una presentación en térm inos históricos y después otra en clave teórica o conceptual. Comenzaré, entonces, por situar a Levinas en el «giro pragmático» que experimenta la filosofía durante todo el siglo X X , y que se suele hacer comenzar a finales del siglo XIX en Norteam érica con la fundación del pragmatismo por parte de Ch. S . Peirce. Este pragmatismo clásico acabará convergiendo con otras dos corrientes que, aunque no se autodefinan como pragm áticas, comparten una filosofía del lenguaje y la significación homologable a esa orientación. La primera es la herm enéutica histórica y fenom enológica que cristaliza en Gadamer, a la que Levinas está vinculado por su relación con Husserl y Hei­ degger, y que converge con el neopragmatismo en el Rorty de La filosofía y el espejo de la naturaleza. La segunda es la filosofía judía de comienzos del siglo X X , conocida a veces como «nuevo pensam iento», y vinculada a autores como F. Rosenzweig, M. Buber, G. M arcel y el propio Levinas. En esta co­ rriente desempeña un papel central una filosofía del lenguaje que se interesa más por su práctica que por su estructura, y que ha podido ser reconstruida en términos de la pragm ática del performativo, desarrollada por Austin en su teoría de los actos de habla de 1962. Esta reconstrucción la llevó a cabo 213

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R. Gibbs en 1992 para F. Rosenzweig y un año más tarde, en 1993, lo haría E. Dussel para Levinas.1 Al año siguiente, en 1994, se publicaba un libro colectivo, coordinado por G. González-Amaiz que incluye una contribución mía, en la que hacía apare­ cer a Levinas en el contexto de la reconstrucción pragmático-comunicativa de la razón práctica contemporánea, al lado de filósofos como Gadamer, Apel y Habermas, dentro de las inevitables diferencias.2 Esa misma línea continuaba en 1997, año de la publicación de mi libro La construcción ética del otro,3 en el que se incluían dos tipos de sugerencias adicionales. Se confronta, dentro de la perspectiva pragmática, el «discurso» en Levinas con el «discurso» en otros filósofos franceses como Ricoeur o Foucault, así como en la «ética del discurso alemana»; y se sugiere cierto paralelismo entre Levinas y Rorty en su interés respectivo por los otros y su dolor, si bien elaborado en registros filosóficos diferentes. Andando el tiempo, me habría de encontrar dos autores que, de un modo u otro, también habían apreciado cierto paralelismo entre Levinas y Rorty. El primero es S. Critchley, en su contribución a un libro sobre deconstrucción y pragmatismo, donde se pregunta si Levinas y Rorty, más allá de las diferencias entre el método fenomenológico y el enfoque pragmático, no trabajan ambos en la búsqueda de una fuente de obligación moral y política en la disposición sensible hacia el dolor de los demás.4 El segundo, el profesor de la Universi­ dad de Zaragoza J.-L. Rodríguez, que confiere a Levinas y a Rorty el destino común de ser representantes o emblemas de la «razón posmodema» a cuya crítica dedica un libro reciente.5 Finalmente, quisiera mencionar a J. Butler, a la que dedicaré la segunda parte de esta intervención, en cuyos últimos libros6 se vuelven a dar cita la teoría de la performatividad austiniana con la ética de la alteridad Levinasiana.

1. R. Gibbs: Correlations in Rozensweig and Levinas, Princeton, Princeton University Press, 1992, caps. 3 y 4. 2. G. Bello: «Levinas y la transformación contemporánea de la racionalidad práctica», en G. González-Amaiz (ed.): Ética y subjetividad. Lecturas de Levinas, Madrid, Ed. Complu­ tense, 1994. 3. G. Bello: La construcción ética del otro, Oviedo, Nobel, 1997, cap. 5. 4. S. Critchley: «Deconstrucción y pragmatismo. ¿Es Derrida un ironista privado o un liberal público?», en S. Critchley et alii: Deconstrucción y pragmatismo, trad. cast. de M. Meyer, Buenos Aires, Paidós, 1998, pp. 74-75. 5. J.-L. Rodríguez: Crítica de la razón postmoderna, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006. 6. J. Butler: Precarious Life. The Powers ofMourning and Violence, Londres, Verso, 2004; y Giving an Account o/O neself, Nueva York, Fordahm University, 2005.

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La clave de esta cita es la noción de interpelación, con la que entramos ya en presentación teórica o conceptual de la perspectiva pragmática. La pragmática es la visión del lenguaje que ponen enjuego el pragmatismo y el neopragmatismo. Su concepto va, un poco más allá de la lógica y de la semántica, a ocuparse direc­ tamente del intercambio de signos entre interlocutores: de la comunicación. Esta perspectiva desplaza la reflexión filosófica del espacio interior en el que la mente dialoga o se comunica consigo misma, hacia la comunicación exterior, social, que tiene lugar entre al menos dos interlocutores, un yo y un tú, o entre tres, si añadimos a estos dos pronombres de primera y segunda persona el de tercera, él, que Levinas asocia a veces al pronombre indefinido que él usa tan profusamente, otro. De este modo, la estructura básica de la comunicación y la significación es triádica, y no diádica (entre un yo y un tú) y mucho menos monádica (de un yo para sí o consigo mismo), como sostuvo el pragmatismo clásico.7 La comunicación ha llegado a ser el denominador común de posiciones filosóficas tan consolidadas como la ya referida teoría de los actos de habla de Austin, la teoría de las prácticas discursivas de Foucault, la teoría de la acción comunicativa de Habermas, la teoría de la conversación de Rorty o la teoría de la narratividad de M aclntyre y Ricoeur. Y la teoría de la interpelación, uno de los conceptos que vertebran toda la obra de Levinas. La interpelación está pre­ supuesta en todas las teorías de la comunicación anteriores, ya que constituye su acto o movimiento inicial: el que alguien se dirija a uno para llamar su atención y, de este modo, crear o constituir un vínculo social.8 Este acto es tan sencillo que parece desprovisto de peso teórico, pero, como tendremos ocasión de ver, ésa es una percepción inadecuada. Hay dos formas de enfocar la interpelación. Una consiste en tomarla como un concepto abstracto y analizarla en esos términos, tal como hace, por ejemplo, J. Butler en Excitable Speech9 a partir de la teoría de los actos de habla de Austin, mientras que la otra considera tipos, formas o casos concretos y diferenciados de interpelación. Levinas da la impresión de que se refiere todo el tiempo a la primera ya que la vincula al rostro del otro y habla de ambos «en general y en abstracto», en un plano aparentemente formal.10Pero oportunamente deja alguna pista de que el otro que le interesa es muy concreto y diferenciado: el que «nos 7. J. Wiley: The Semiotic Self, Londres, Polity Press, 1994, p. 28. 8. E. Levinas: Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, trad. cast. de D. Guillot, Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 95-99. 9. J. Butler: Excitable Speech. A Politics o f The Performative, Nueva York, Routledge, 1997. 10. R. Gibbs: Correlations in Rozensweig and Levinas, p. 183.

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solicita por su miseria en el rostro del extranjero, la viuda y el huérfano» .n No hay confusión ni desvío posibles, con esta interpelación nace la ética de la alteridad que se puede cifrar en dos proposiciones: «la presencia del Otro equivale a este cuestionamiento de mi dichosa posesión del mundo», y «a este cuestionamiento de mi espontaneidad se llama ética».12 En estas dos proposiciones se repite la palabra cuestionamiento aplicada al pronombre posesivo mi (e implícitamente al personal yo), en «mi esponta­ neidad» y en «mi dichosa posesión del mundo». El mismo pronombre cuya posesividad y autoposesividad - e l individualismo posesivo- constituye la es­ tructura significativa de la ética clásica, antigua o moderna, cuyo centro está en la conciencia y la autoconciencia (cognitiva y conativa).

LA HOSPITALIDAD Este cuestionamiento de «la espontaneidad del yo en su gozosa posesión del mundo» podemos comprobarlo hoy en el nerviosismo colectivo, el temor o el terror que produce en esta parte del mundo la presencia cada vez más acusada de «los otros». Pero también puede expresarse como hospitalidad, una de las respuestas posibles que el yo interpelado puede dar al otro que le interpela desde su miseria y su desnudez, tal como se revelan en el rostro del Extranjero, hoy emigrante desprotegido, ilegalizado, explotado, excluido, recluido, prostituido, expulsado... Esta mención de la hospitalidad nos ha introducido ya en la primera de las dos lecturas de Levinas que anuncia el título de esta intervención. Me refiero a la que lleva a cabo J. Derrida, un año después de la muerte de Levinas, en una conferencia titulada «Palabra de acogida»,13 y que habría de dar lugar a un texto extenso e intenso que gira en tomo a tres ejes: (i) una relectura de la ética de la alteridad de Levinas como ética de la hospitalidad para con el otro; (ii) la identificación de este otro con figuras o rostros de la miseria, la exclusión, la marginalidad y, en fin de cuentas, la inhumanidad cuando no de la deshumani­ zación; (iii) la hipótesis de que la ética de la hospitalidad produzca como efectos

11. E. Levinas: Totalidad e Infinito, pp. 101 y 228; R. Gibbs: Correlations in Rozensweig and Levinas, p. 183. 12. E. Levinas: Totalidad e Infinito, p. 99, y S. Critchley, art. cit., pp. 74 y 75. 13. Pronunciada en el Homenaje a Levinas celebrado en el Anfiteatro Richelieu de la Sorbona, el 7 de diciembre de 1996; y publicada en Adieu a Emmanuel Levinas, París, Galilée, 1997.

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suyos un derecho hospitalario y una política de la hospitalidad efectivas (por ejemplo, leyes de extranjería adecuadas). El segundo punto es la clave. La experiencia de ser interpelado una y otra vez por el rostro de los otros es el motor que le impulsa a releer la ética de la alteridad de Lévinas como una ética de la hospitalidad. En cierto momento, Derrida se refiere a la «persecución de todos estos rehenes que son el extranje­ ro, el inmigrado -con o sin papeles-, el exiliado, el refugiado, el sin-patria, el sin-Estado, la persona o la población desplazada (...) en todos los continentes, expuesta a una crueldad sin precedentes».14 En otro habla del derecho de asilo, lo cual le da ocasión para referirse a que en Israel, en Ruanda, en Europa, en América, en Asia y en todas las iglesias de San Bernardo del mundo, millones de «sin papeles» y «sin domicilio fijo» exijan a la vez otro derecho internacional, otra política de fronteras, otra política de lo humanitario que se mantenga efectivamente más allá del interés de los Estados-Nación.15

Para dar consistencia a su relectura, Derrida advierte que «Lévinas tuvo sin cesar los ojos puestos en esa violencia y en esa miseria, hablara o no directa­ mente de ello, de un modo u otro».16A lo cual conviene añadir que fue su propia experiencia, directa o indirecta, de esa violencia y esa miseria con su propia familia asesinada por los paramilitares nazis,' con su propio pueblo, y con su propia época, la del Holocausto, la que marca su diferencia con la fenomeno­ logía (de Husserl y Heidegger). Lo contrario de la violencia y de la guerra es, precisamente, la hospitalidad. Si aquéllas consisten en la exclusión del otro por cualquier medio, en nombre del espacio identitario propio y su comodidad, ésta estriba en la acogida del otro en ese mismo espacio a expensas de la acomodación o autoacomodación del yo en él.17 En este desplazamiento, la fenomenología se hace hospitalaria y se interrumpe a sí misma en su identidad inhóspita para con el otro. Y al hacerse hospitalaria, se hace ética: ética de la hospitalidad,18 y ya no epistemología como en Husserl u ontología como en Heidegger. Derrida sigue a Lévinas en la conversión del par «acogida-hospitalidad» en una clave filosófica que explica la subjetividad misma: la subjetividad como hospitalidad,

14. 15. 16. 17. 18.

Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd., p.

88. 130. 88. 70. 72.

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lo cual es menos extraño de lo que parece. Si la subjetividad epistémica es, en gran medida, receptividad de lo que viene de afuera, que interrumpe la corriente de la conciencia, cuando lo que viene de afuera es el otro, no es difícil imaginar que la receptividad se convierte en hospitalidad para con él, y la relación epis­ temológica en relación ética. Puede haber problemas de detalle, que esclarecer por el trabajo erudito, pero la línea argumentativa es bastante clara y consistente. Los verdaderos pro­ blemas comienzan cuando Derrida trata de reconstruir la relación de la ética de la hospitalidad con una hipotética política de la hospitalidad en los textos Levinasianos. Mi impresión es que aquí el texto derridiano se vuelve más inseguro, quizá porque lo son, de entrada, los textos Levinasianos. A pesar de ello, creo que se pueden trazar algunas líneas arguméntales. En primer lugar, aparece el problema del Estado-Nación: no sólo por su insuficiencia para abordar una política de la hospitalidad seria y comprometida con los emigrantes y desplazados en general, sino, sobre todo, porque su exis­ tencia misma es causa de los desplazamientos, las exclusiones, las expulsiones, etc. Basta pensar en que, por un lado, hay un amplio conjunto de Estados-Nación fracasados, que excluyen a buena parte de sus miembros por incapacidad para ofrecerles un futuro, y, por el otro, un conjunto menor de Estados-Nación, los de la UE y EE. U U ., sumamente eficientes en el blindaje de sus fronteras, y en excluir a los que ya lo habían sido, añadiendo una exclusión de llegada a la ex­ clusión de partida. El problema son las fronteras que compartimentan el mundo y diseminan por su espacio global la exclusión y la inhospitalidad. El asunto se complica porque, hoy por hoy, no es posible pensar ninguna política de la hospitalidad al margen del Estado, pero ya no puede tratarse del Estado-Nación y la multiplicación de las fronteras, sino de otra forma de Estado que la tradición kantiana denomina «Estado cosmopolita», constituido según un derecho internacional justo, en cuyo ámbito es posible una paz perpetua. En este Estado sería posible una hospitalidad cosmopolita: eliminadas las fronteras nadie sería excluido y todos quedaríamos incluidos. Pero el asunto no es tan sencillo porque, como el mismo Kant ya intuyó, un solo y único Estado mundial no po­ dría evitar el despotismo, por lo que es preciso hablar de una serie de repúblicas cosmopolitas, del mismo tipo que el Estado global, salvo en la unicidad. El problema, ahora, es que estas repúblicas volverían a introducir las fronteras, lo cual nos devuelve al estado actual o uno parecido: ¿cómo evitar algún tipo de exclusión? Derrida aproxima el texto de Lévinas a esta línea de argumentación todo lo que puede, pero llega a un punto en que aparece la diferencia Levinasiana al ideal cosmopolita kantiano. 218

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El cosmopolitismo es una solución política y Lévinas no la ve satisfactoria para el problema de la hospitalidad, lo cual le diferencia de Kant. ¿Cuál es su opción? Si no entiendo mal a Derrida, para Lévinas el cosmopolitismo kantiano, al ser jurídico-político, es formal, sin contenido, y es preciso volverse hacia la tradición judía para evocar una hospitalidad «mesiánica» o «escatológica»,19 en cuya evocación se mezclan tres elementos: a) Israel como tradición cultural con vocación de ejemplaridad universal (que, obviamente, no coincide con el sionismo del Estado israelí); b) el Sinaí como lugar e inspiración de la Ley, su­ pongo que de una nueva Ley, y c) Jerusalén como la ciudad ideal, de la Torah o de la justicia realizada. Con estos tres elementos, Lévinas habría compuesto algo análogo al cosmopolitismo kantiano pero con menos contenido jurídico-político y más carga ética. Como si el Estado cosmopolita kantiano no fuera la realización final de la ética universal, y los cabos que deja sueltos hubieran de ser recogidos por una ética mesiánica de alcance más largo que la cosmopolítica. Creo que la lectura de Lévinas que lleva a cabo Derrida puede ser valorada desde un doble punto de vista. En primer lugar, las relaciones entre la hospitalidad cosmopolita kantiana y la hospitalidad mesiánica Levinasiana deben ser explo­ radas con más atención.de la que he podido prestar aquí, pero también creo que en la práctica no hay mucha diferencia. Ninguna de las dos está en condiciones de ofrecer una solución para el problema de la emigración a corto o medio plazo, ni creo que ninguna de las dos merezca la atención de los emigrantes cuyo viaje no es ni a Cosmópolis ni a la Jerusalén imaginaria, sino de un Sur hambriento a un Norte sobresaturado. Con mi respeto para cosmopolitas y mesiánicos bien­ intencionados, su oferta es una variante más de la fórmula religiosa de siempre: poner ante los ojos el espejismo de un futuro mítico o imaginario que reduzca el amargor de los males presentes, pero sin ninguna incidencia real y efectiva sobre éstos. Para una autora respetable por tantos conceptos -q u e tiene en cuenta Lévinas y a Derrida, sin moverse de su posición kantiana- la denuncia de la inhospitalidad de las fronteras en nombre de la hospitalidad cosmopolita es perfectamente compatible con la justificación de esas mismas fronteras en nombre de los Estados-Nación que delimitan y de sus políticas de exclusión y expulsión. Y, por supuesto, de una valoración positiva de la ciudadanía multi­ cultural que resulta de la inclusión en ellos de un porcentaje de inmigrantes que no sobrepasa el 10% de la población autóctona.20

19. Ibíd., p. 135. 20. S. Benhabib: Los derechos de los otros. Ciudadanos, residentes y extranjeros, trad. cast. de G. Zudanaisky, Barcelona, Gedisa, 2005.

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Pese a esta «evasión» entre cosmopolita y mesiánica, creo que el trabajo de Derrida sobre Levinas tiene aspectos indudablemente positivos. En primer lugar, ofrece una lectura nueva de la ética de la alteridad de Levinas, que la sitúa en medio de la realidad global caracterizada por la exclusión social y política y los desplazamientos forzados en forma de migraciones. De este modo, libera a la ética del limbo moral en el que la encierra la erudición histórica sin más horizonte que el academicismo. Ahora bien, el intento de Derrida en esta dirección no es el primero ni el único. Los hay anteriores y es de justicia tenerlos en cuenta. Más de veinte años antes de la publicación del ensayo de Derrida, el filósofo argentino-mexicano E. Dussel criticaba la noción del «otro» Levinasiano como meramente abstracta y formal, y argumentaba que debía ser complementada con una política que la acercara a la realidad. De este intento de acercamiento salió su «filosofía de la liberación» del latinoamericano colonizado y pobre al que situaba en el centro de lo que para entonces debía ser la «filosofía latinoamericana». Y en el mismo año en que aparece la traducción castellana del libro de Derrida, 1998, aparece otro en el que E. Dussel hacía extensiva su lectura latinoamericana de Levinas a todos los pobres del Sur, víctimas de la exclusión global. Pero Dussel tampoco desarrolla la política que echa en falta a Levinas: ni cosmopolita o mesiánica ni realista. En lugar de ello, procede a una nueva fundamentación de su ética de la liberación pensando, quizá, como otros fundamentalistas de hoy, que una ética «bien fundada» legitima la violencia que trate de imponerla, de forma aná­ loga a la pretensión de imponer la democracia mediante una ocupación militar, o el «califato global» mediante una violencia moralmente análoga, aunque por aquí a una la llamemos «guerra» (a pesar de haberse producido al margen de la legalidad internacional) y a la otra «terrorismo». Pocos años después del ensayo de Derrida, aparecieron aquí, en España, algunos trabajos en los que se recurría a la ética de la alteridad en el discurso sobre la emigración. Entre ellos cabe citar uno de G. González-Amaiz y otros míos,21 pero no son éstos a los que me quiero referir en esta ocasión, sino a un estudio

21. G. González-Amaiz: «La interculturalidad como categoría moral», en G. GonzálezAmaiz (ed.): El discurso intercultural. Prolegómenos a una filosofía intercultural, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002; G. Bello Reguera: «Ética contra la ética. Los derechos humanos y los derechos de los otros», en M. Barroso y D. Pérez Chico (eds.): Un libro de huellas. Lecturas de Emmanuel Levinas, Madrid, Trotta, 2004, y El valor de los otros. Más allá de la violencia íntercultural, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006.

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de la historiadora catalana M. Nash sobre del discurso periodístico referido a los inmigrantes y a la emigración en España durante la década de 1990. Pese a no ser un trabajo filosófico en sus objetivos, o estar inspirado directamente en Levinas, este estudio es relevante por dos razones. Porque pone enjuego algunas hipótesis pragmáticas acerca de los efectos que el discurso mediático produce en las creencias, las actitudes y las prácticas de la audiencia autóctona. Y por­ que esos efectos se materializan en representaciones mediático-culturales de la alteridad u otredad de los inmigrantes, de su figura y su imagen, de su rostro,22 en la manera de nombrarlos, describirlos y valorarlos en el espacio público. Dicho en términos Levinasianos, su objeto de estudio es la respuesta, negativa, que damos, a través de nuestros medios de comunicación -E l País, El Mundo, La Vanguardia y El Periódico, los medios de comunicación investigados-, a la interpelación que nos hacen los emigrantes con su sola presencia, su rostro, y desde su alteridad vulnerable. Según las conclusiones del estudio en cuestión, esa respuesta es, justamente, la contraria a la ética de la hospitalidad: de rechazo y negación de la humani­ dad del otro mediante representaciones y discursos negativos. Según la autora, «el discurso periodístico y la manera de nombrar a las personas inmigrantes fortalecieron creencias compartidas en términos de subaltemidad», una forma suave de referirse a su infrahumanización, que es lo que ocurre en el discurso racista explícito o implícito. La autora también se refiere en sus conclusiones a «representaciones culturales negativas de las personas inmigrantes que llega­ ron a España», a «mecanismos de transmisión de valores culturales negativos respecto a los inmigrantes» y a un «prototipo negativo deshumanizador de los protagonistas de la inmigración en una lectura condenatoria de las comunidades inmigrantes».23 Me parece que estas breves indicaciones son suficientes para tener algo así como el negativo de la política de la hospitalidad que Derrida pretende rescatar de la ética de la obra de Levinas. Y que, pese a todo, no creo que justifique la evasión mesiánica o cosmopolita, por muy bienintencionada que sea, sino el trabajo sobre las creencias y las actitudes éticas y las prácticas políticas ante la realidad migratoria.

22. M. Nash: Inmigrantes en nuestro espejo. Emigración y discurso periodístico en la prensa española, Barcelona, Icaria, 2005, p. 145. 23. Ibíd., p. 146.

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INTERLUDIO: ALTERIDAD Y TELECOMUNICACIÓN El trabajo de M. Nash y su atención al discurso de los medios de comu­ nicación proporciona una buena plataforma para abordar la segunda lectura de Lévinas, a la que me aproximaré dando un pequeño rodeo. Me referiré ahora brevemente a un trabajo sobre los medios de comuni­ cación y la modernidad, a cargo del acreditado filósofo político británico John Thompson, lector y crítico de Habermas desde hace treinta años. Thompson sitúa a la ética del discurso en el espacio de la comunicación global, que inevi­ tablemente es una comunicación a distancia o telecomunicación. El problema está en que esta forma de comunicación distorsiona o desestructura la ética del discurso al convertir en «acción a distancia» -teleacción o teleinteracción- lo que originariamente es «acción cara-a-cara», en la presencia y la proximidad del otro. La distorsión consiste en que la estructura «a distancia» vuelve imposible la participación activa de todos los afectados por las consecuencias de una acción o una norma, en la decisión de adoptarla. Los afectados siempre serán muchos más y mucho más dispersos que los que pueden tomar parte presencial en una discusión sobre una norma a establecer o una acción que realizar.24 Uno de los casos ejemplares de esta nueva situación puede verse en la acción comunicativa realizada por un periódico danés, local, al publicar imágenes del rostro de Mahoma distorsionado para asociarlo a la violencia. Globalizada por los distintos medios que las telecomunicaron a todo el mundo, afectó a personas y produjo consecuencias que, a buen seguro, no estaban en la intención comunicativa de sus agentes originales. Aunque Thompson se limita a la ética del discurso de Habermas, nada impide hacer extensivas sus consideraciones a la ética de la alteridad de Levinas, ya que no sólo surge de y en la relación «cara-a-cara», en la cercanía y la proximidad, sino que la clave de ese «cara- a-cara» es el rostro del otro. En la relación telecomunicativa, este rostro vivo y sensible queda reducido a una imagen, y por tanto, virtualizado o espectralizado. Y podemos preguntamos si este rostro virtual o espectral conserva la misma fuerza moral que el rostro real y efectivo, vivo y vulnerable, que me solicita en la miseria del extranjero, la viuda y el huérfano o sus semejantes. Una primera respuesta es que la telecomunicación acaba con la ética del discurso (y con la de la alteridad) al modificar sus condiciones estructurales: la 24. J. B . Thompson: Los media y la modernidad. Una teoría de los medios de comunicación, trad. cast. de J. Colobrans, Barcelona, Paidós, 1998, p. 136.

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comunicación cara-a-cara. Pero esta respuesta acaso es apresurada. Otra manera de verlo es sugerir que lo que hace la telecomunicación es globalizar la ética del discurso (y la de la alteridad) inaugurando el paradigma ético de la acción moral a distancia, como sugiere el propio Thompson. Lo nuevo está en que esas éticas se verían desplazadas del espacio público propio de un Estado-nación o de una comunidad tradicional, al espacio público global y posnacional.25 Lo cual no implica que la ética del discurso o la ética de la alteridad al viejo es­ tilo, el de la cercanía y la proximidad, hayan de desaparecer, sino, más bien, que ambas versiones, la local y la global, son hoy por hoy inseparables; que no son excluyentes sino complementarias. Se puede sostener, por ejemplo, que la telecomunicación es imposible sin la comunicación cara-a-cara de los productores que la realizan. Y, a la inversa, que la comunicación cara a cara está interferida irremediablemente por la comunicación a distancia. En cualquier caso, este apunte sobre las relaciones entre la telecomunicación y la ética constituye una buena aproximación a la segunda lectura de Levinas.

LAS HUMANIDADES Y LA HUMANIDAD: ADIÓS A LA ANTROPOLOGÍA NORMATIVA Se trata de la que lleva a cabo J. Butler en un volumen que reúne diversos ensayos escritos con posterioridad al 11-S del 2001 y a la Guerra de Afganistán, a una de cuyas secuelas, Guantánamo, dedica un capítulo aparte. Pero no es éste el que voy a tener en cuenta aquí, sino el que da título al volumen, «Precarious Life». Nos situamos, entonces, en el contexto de las relaciones entre Oriente y Occidente vistas desde el periodismo gráfico norteamericano con un soporte publicitario tan sólido como el New York Times. El motivo de estas acertadas reflexiones de Butler son, al parecer, unas fotografías publicadas por ese diario norteamericano que ella somete a un análisis sin concesiones, en el que Levinas desempeña, no tan extrañamente, un papel primordial. El problema que se le plantea a Butler a la hora de acometer una lectura crítica de esas imágenes periodísticas es el criterio de esa crítica, y su primer impulso es recurrir a las «humanidades» puesto que, teóricamente, ellas deberían disponer de la «autoridad moral» para ese cometido, pero se encuentra con que las humanidades están desprestigiadas o, lo que es igual, desautorizadas. Carecen 25. Ibíd., pp. 331 y ss.

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de autoridad moral, y acaso no sea ocioso repetir aquí la historia que ella misma cuenta sobre cómo llegó a hacerse agudamente consciente del problema. En una reunión a la que ella asistía, un director de publicaciones univer­ sitarias contaba que en otra reunión anterior el presidente de una universidad había dicho que «ya nadie lee libros de humanidades [y que ellas] no tienen nada que ofrecer (...) para nuestro tiempo».26 Butler dice no estar del todo segura de si el director de publicaciones decía que el presidente había dicho que las humanidades han perdido su autoridad moral, pero que parecía que ése era el punto de vista de alguien y que ese punto de vista se estaba tomando en serio. En la discusión que siguió, añade, no siempre era fácil saber «quién hacía suyo qué punto de vista o si alguien hacía realmente suyo un punto de vista», pero el hecho es que el discurso giraba en tom o a la cuestión de si las humanidades se han destmido a sí mismas con todo su relativismo, su autocuestionamiento y su autocrítica, o si han sido destruidas por quienes se oponen a ese relativismo, ese autocuestionamiento y esa autocrítica. Parecía que alguien había acabado con las humanidades pero no estaba claro quién ni si eso era del todo verdad. En esta situación, Butler cuenta que empezó a preguntarse si alguien se «hace responsable» de o se «compromete» con las palabras que dice (si las «hace su­ yas»), y si se puede seguir la pista de las palabras hasta un hablante o un escritor y determinar qué está diciendo o si está diciendo algo en absoluto. Para dramatizar un poco más la situación, Butler juega con la ambigüedad del término presidente (que acaba de usar para referirse al presidente de una uni­ versidad), y añade que el «lenguaje presidencial» se ha vuelto extraño en nuestro tiempo, como ilustra el discurso «oficial» del presidente norteamericano sobre las «razones» para amenazar a Irak en nombre de la «seguridad» del «mundo civilizado».27Y ello, cuando había otros países tanto o más «amenazadores» para «esa» seguridad, y cuando él mismo estaba siendo presionado por la mayoría del mundo civilizado para retractarse de dichas amenazas. En estas circunstan­ cias, y dado el caos en el que se ha convertido la «interpelación presidencial» al mundo, quizá, afirma Butler, deberíamos «pensar más seriamente la relación entre las formas de interpelación y la autoridad moral», ya que ésta es la que debería interpelar de forma vinculante.28 Lo cual le lleva a interrogarse por la «estructura misma de la interpelación» P 26. J. Butler: Precarious Life, p. 128. 27. Butler juega aquí con la analogía entre «presidente de una universidad» y «presidente norteamericano». 28. Ibíd., p. 131. Podría añadir que se siente interpelada por el fracaso moral de Bush. 29. Ibíd.,p. 129. Subrayado mío.

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E l rostro: entre la hum anización y la deshum anización En este punto vuelve a intervenir Lévinas, convocado por Butler, al recurrir a la noción del rostro (del otro) y someterla a una reconstrucción que no puedo tener en cuenta aquí en su totalidad, habiéndome de limitar a señalar los rasgos que me parecen más pertinentes en este contexto. Lo primero y fundamental es la distinción entre dos acepciones o, quizá mejor, dos dimensiones del término rostro (o faz', visage): el fisiológico, representable en imágenes (de espejo, pictóricas, fotográficas, etc.) o máscaras; y el ético, accesible sólo a través de lo anterior pero irreductible a él, definido por su vulnerabilidad y sufrimiento. Lo segundo es que el rostro-imagen no representa al rostro-vulnerabilidad, o rostro-sufrimiento, porque éste siempre queda más allá de cualquier representación concreta, más allá de toda forma30 en la que se haya expresado una vez. En tercer lugar, lo humano - la hum anidad- no se identifica con ninguna de esas dos dimensiones del rostro por sí sola, el representado o representable, el rostro-imagen, y el irrepresentable, el rostro-vulnerabilidad; sino que, más bien, se insinúa entre ambos, de los que no puede desligarse sin desaparecer, como aquello que, al no identificarse con ninguno de los dos, los excede a ambos, obligándolos a una especie de persecución sin fin.31 Entonces ¿dónde y cómo aparece lo humano si es que se deja ver por alguna parte? En prim er lugar, es preciso aclarar que, en este contexto, la «irrepresentabilidad» de lo humano es la inconmensurabilidad entre los dos rostros Levinasianos: el rostro-imagen y el rostro-vulnerabilidad. A partir de aquí, Butler aclara que lo humano es afirmado indirectamente en la disyunción -entre un rostro y el o tro- que hace la representación imposible, pero que viene dada por esta representación. Y para que lo humano aflore en ella, no sólo debe fracasar, sino también mostrar ese fracaso, reiterándose una y otra vez. Como si lo humano apareciera sólo en el vacío de su representación fracasada, y, para hacer posible y evidente ese fracaso, debiera comenzar una y otra vez. De este modo, lo humano se hace presente como el límite o el obstáculo del final feliz de toda práctica de representación.32 Los ejemplos que utiliza Butler son el rostro de Osama Bin Laden, de Yasser Arafat y de Saddam Hussein, tal como aparecen en los medios de comunicación. 30. «El rostro es una presencia viva, es expresión. La vida de la expresión consiste en deshacer la forma en la que el ente, que se expone como tema, se disimula por ella misma (...). Deshace en todo momento la forma que le ofrece» (E. Lévinas: Totalidad e Infinito, p. 89). 31. J. Butler: Precarious Life, p. 144. 3 2 .Ibíd.

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Lo que hacen los medios con estas imágenes es teledirigirlas al servicio de la guerra, como si la foto de Bin Laden fuera el rostro del terror en sí (con la de los representantes de Hamas y Hezbolá), el rostro de Arafat el de la traición y el de Saddam Hussein el de la tiranía. (O como si -podem os añadir por nuestra parte- el rostro de M ahoma fuera el de la violencia en estado puro que sugerían las caricaturas de Mahoma y la no menos famosa «lección magistral» del papa Benedicto XVI en Ratisbona, pudiendo haber asociado la violencia con algunos de sus antecesores, bendiciendo tantas cruzadas contra infieles y ateos, o con el presidente norteamericano G. Bush, que ha asociado su violencia contra el «eje del mal» que traza personalmente en nombre del Dios bíblico. ¿Cómo olvidar que entre él y su padre llevan ya tres guerras en Oriente Próximo y varios cientos de miles de muertos, mutilados, directa o indirectamente, en nombre de una demo­ cracia al servicio de los negocios petrolíferos de sus familiares, de sus amigos y de sus socios?). En contraste, subraya Butler, aparece la imagen de Colín Powell33 sentado delante de una reproducción del Guernica, como siendo el rostro de la democracia, el humanismo occidental y la resistencia al mal oriental. De este modo, se «personifican» el mal y el bien al servicio de una causa. Lo revelador es que las imágenes anteriores están sesgadas por arreglos, retoques y enfoques que las descontextualizan y las convierten en artifactualidades. A las que, bajo el amparo de la libertad de expresión, se hace circular por el espacio mediático como si fueran reproducciones fieles, para comunicar inhumanidad o maldad, o bien bondad y humanidad, con el fin de provocar las correspondientes identificaciones y desidentificaciones emocionales. Para Butler, «el resultado es invariablemente tendencioso»34 (una forma de violencia simbólica). Se da la cir­ cunstancia, además, de que quienes tienen el poder de representar y, sobre todo, de autorrepresentarse, tienen más oportunidades de ser humanizados, mientras que quienes no tienen la oportunidad de representarse a sí mismos, corren el riesgo de ser representados como menos que humanos y hasta de no ser representados en absoluto, lo cual es una forma de negar su existencia (puesto que «lo que no está en los medios no está en el mundo»). Butler explora más minuciosamente esta realidad mediática en las imágenes de las mujeres afganas rescatadas de sus burkas35 reconstruyendo sus dos signi­ ficados, uno americano y otro afgano tradicional. Según el primero -asociado

33. Que mintió a sabiendas en la ONU sobre las armas de destrucción masiva, igual que su presidente. 34. Ibíd., p. 141. 35. Ibíd.

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a unas fotos publicadas por el New York Times-, estas mujeres desnudaban su rostro como un acto de liberación y de gratitud al ejército norteamericano y como una expresión de placer que les había sido concedido de pronto. El observador norteamericano veía en aquellos rostros «un símbolo del éxito de la exportación del progreso cultural americano», cuando, en realidad, se trataba de rostros des­ nudados para la cámara. Se desnudaban para nosotros, señala Butler, y nosotros entrábamos en posesión de esos rostros, ya que no sólo los captaban nuestras cámaras, sino que las cosas estaban dispuestas para que esos rostros significaran nuestro triunfo y ejemplificaran la racionalidad de nuestra violencia, de nuestra incursión en su soberanía y de «nuestro» asesinato de «sus» civiles. Hasta aquí la imagen americana, veamos ahora la afgana. Butler comienza preguntándose por el destino de lo que se ha disociado de esos rostros: el sufrimiento causado por la guerra. Desde luego, ese rostro fotografiado, el rostro-imagen, oculta o desplaza el rostro-sufrimiento o rostrovulnerabilidad, desde el momento en que a través de esas fotografías no vemos ni oímos el dolor y la agonía, excluidos de la representación y de la personificación de las chicas afganas. Dolor y agonía que Butler asocia con lo que cuenta que oyó a una conferenciante (¿afgana?) sobre los significados culturales del burka: pertenencia a una comunidad, a una religión, a una familia y a una larga historia de relaciones de parentesco; un ejercicio de modestia y de orgullo, protección contra la violación, y un espacio propio para la actividad femenina. La conferenciante, además, expresaba el temor de que la destrucción del burka, aun tratándose de un signo de represión, de reacción y de resistencia a la modernidad, destruyera también la resistencia de la cultura islámica y favoreciera la extensión de los supuestos culturales norteamericanos sobre la sexualidad, su organización y su representación, con los que ella no estaba de acuerdo. Butler corre el riesgo de ser acusada de reaccionaria y de ser una feminista que se autoengaña al defender una cultura en la que las mujeres han de vivir su vida en lo que para nosotros es la cárcel del burka. Quizá previéndolo, ella misma se refiere a la ambivalencia de sus propios análisis. Por un lado, sostiene, todos estos rostros -lo s de las mujeres afganas liberadas- humanizan los aconte­ cimientos de los últimos años: proporcionan un rostro «humano» a las mujeres afganas, quienes, de este modo, se desprenden del rostro del terror y del mal.36 Por otro lado, cabe preguntarse si el rostro liberado de las afganas es humanizador

36. Ibíd., p. 142. Se trata del tiempo que transcurre desde el comienzo de la guerra de Afganistán, unos meses después del 11-9-2001, a su final y la correspondiente explotación me­ diática.

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en todos estos casos y de qué forma lo es, y si ese rostro no es performativo de deshumanización. Si esos rostros desnudados del burka son representaciones del rostro Levinasiano, el rostro-vulnerabilidad y el rostro-sufrimiento, o bien se trata de imágenes que, mediante su «encuadre» (su artifactualidad), se convier­ ten en los instrumentos culturales por cuyo medio se performa y se difunde lo paradigmáticamente humano («the paradignatically human»): la representación normativa de la humanidad. ¿Sería esta representación de lo humano la que Butler echaba de menos en las humanidades? Pudiera ser. En las imágenes de Bin Laden y Saddam Hussein se da por supuesto que lo paradigmáticamente humano (la humanidad normativa) está fuera del encuadre, ya que son el rostro humano de la inhumanidad, la hu­ manidad en su deformidad extrema, aquello con lo que uno no debe identificarse, sino más bien de lo que uno debe desindentificarse. Una desidentificación que, por cierto, es inducida mediante la inyección hiperbólica del mal en ese rostro. En la dirección opuesta, los rostros de las mujeres afganas serían la celebración de esa humanidad normativa que falta en los anteriores. Podría pensarse, efec­ tivamente, que esas imágenes establecen por sí mismas la norma visual de la humanidad, la que debe ser imitada y encarnada por todos. Pero antes deberíamos preguntamos en qué «narrativa» se hace significar a esas imágenes, si, por ejemplo, la incursión en Afganistán se hizo en nombre del feminismo y de qué feminismo. O de la humanidad y de qué humanidad. E interrogamos por las escenas de dolor y sufrimiento que estas fotografías ocultan y desrealizan, ya que todas ellas parecen suspender la precariedad y vulnera­ bilidad de la vida afgana, al mismo tiempo que representan el triunfo militar americano o inducen a otros triunfos militares americanos en el futuro. Desde este punto de vista, las imágenes de esas mujeres se revelan como despojos de la guerra bajo los cuales ha sido borrado y eliminado el rostro-vulnerabilidad y el rostro-sufrimiento que también forma parte del rostro humano. A d ió s a la antropología norm ativa Si no interpreto mal a Butler, la «autoridad moral» que echa en falta en las humanidades podría ser una representación normativa de la humanidad (o, si se quiere, la representación de la humanidad normativa) que pudiera ser usada en situaciones críticas: por ejemplo, en casos de conflicto intercultural. El pro­ blema está, precisamente, en que no existe una sola representación normativa de la humanidad que esté fuera o por encima de sus diversas representaciones culturales, por mucho que nosotros -e l New York Times, el periódico danés, el 228

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papa, los seguidores de uno y otros, así como los adictos a la ilustración- crea­ mos que nuestra representación de la humanidad es la única normativa, y que las otras, entre ellas la mahometana, han de someterse a esta normatividad. Es la consabida relación de dominio y sometimiento que vertebró el colonialismo y está tratando de vertebrar el neocolonialismo vigente. Pero el problema de Butler va más allá. No es que aún no dispongamos de una representación normativa de la humanidad (que podemos conseguir si seguimos trabajando honestamente). Lo que ella sugiere es, más bien, que la humanidad y su contrario, la inhumanidad, no son representables en sí mismas, por lo que, en consecuencia, no cabe esperar ninguna representación normativa de una u otra, y cualquiera que se presente como tal es un embuste; que las pre­ tendidas representaciones normativas, lejos de ser descripciones de la humanidad ya existente o tal como es, son performaciones culturales cuyo significado es el efecto de humanización y deshumanización que producen. Humanizan aquello a lo que se asocian y deshumanizan aquello de lo que se disocian; que humanizar o deshumanizar son dos formas complementarias -relacionadas por oposición binaria- de personificar mediante la representación del rostro.

CONCLUSIONES Ahora podríamos volver la vista hacia atrás, sobre las dos lecturas de Levinas que anteceden y terminar con alguna perspectiva inclusiva de ambas. 1. Añadir a los rostros de las mujeres afganas, que representan a la humani­ dad, y a los de Bin Laden y Saddam Hussein, que representan a la inhumanidad, los rostros de los inmigrantes y a la imagen negativa que de ellos construye la prensa española; y preguntamos si su rostro es el de la humanidad, de la inhu­ manidad, o acaso de la infrahumanidad. Y generalizar, a continuación, sobre la atribución o distribución de humanidad, infrahumanidad e inhumanidad por parte de los medios de comunicación y otros medios de performación cultural y su difusión. 2. Prestar atención a la fuerza globalizadora -n o universalizadora- de la telecomunicación, y convertir el espacio global en el teatro de la reflexión filosó­ fica que, de este modo, queda desplazada o deslocalizada de y «desidentificada» con el «espacio occidental» (y sus repeticiones «nacionales»). En este contexto ampliado habría que llevar a cabo una redefinición sistemática de los significados considerados básicos en dicho espacio, entre los cuales sobresale el de univer­ salidad (aplicado a la humanidad, la inhumanidad y sus representaciones). 229

GABRIEL BELLO REGUERA

3. Destacar la fuerza filosófica y crítica de categorías Levinasianas como la interpelación, el otro, el rostro, etc. Pero esa fuerza desaparece cuando se las somete a operaciones histórico-eruditas de acondicionamiento o «encuadre» de su identidad cultural y filosófica, ya se trate de la identidad judía o de la identi­ dad fenomenológica. Son dos formas de violencia simbólico-cultural contra su alteridad singular, diferenciada, irreductible e inasimilable, dos modos de reducir un decir vivo y activo a lo dicho por otros. Son dos formas de representar lo irrepresentable, de leer a Lévinas encerrándolo en la relación presente-pasado olvidando que el tiempo del otro -Lévinas en este caso- también incluye la relación presente-futuro. Que es del que se ocupa Butler.

RESTOS De estos principios generales se siguen algunos efectos filosóficos de largo alcance que conviene subrayar aunque Butler ni siquiera los mencione. El primero es que la pretensión de lograr la representación paradigmática o normativa de la humanidad o de lo humano, ya sea religiosa, filosófica, científica o mediática, nunca tiene un final feliz, sino que acaba siempre en el fracaso; luego también fracasa la pretensión de que la representación científica de lo humano es superior a la representación filosófica, que lo sería a la religiosa y ésta a las otras dos. Y el segundo, que lo humano tampoco se identifica con la irrepresentabilidad de la trascendencia religiosa, ni del misticismo, ni de la sublimidad moral o estética.

RESTOS (APROVECHABLES) E l rostro y el m a l En ella se afirma cierta conmensurabilidad entre el mal y ese rostro: ese rostro es malo, y el mal que es este rostro es el mal que puede hacerse extensivo a los humanos en general: el «mal generalizado».37 Pero algo se pierde. Personi­ ficamos el mal o el bien del triunfo militar mediante un rostro (imagen) que, se supone, es, capta o contiene, la idea en cuyo lugar está (representándola). Pero, en este caso, no podemos «oír el rostro a través del rostro», pues éste enmas­ 37. Ibíd., p. 145.

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cara los sonidos del sufrimiento humano y la proximidad de la precariedad y la vulnerabilidad de la vida misma. El rostro que las cubre, el que es fotografiado como aprisionado por el mal, es precisamente el que no es humano al menos en el sentido Lévinasiano. El yo que ve ese rostro no se identifica con él, ese rostro representa aquello con lo cual no es posible ninguna identificación, un cumpli­ miento de la deshumanización y una condición para la violencia. A u to rid a d m oral, obligación e interpelación A partir de esta experiencia de interpelación, Butler recupera algunos principios de su reflexión anterior sobre la interpelación, a partir de Austin, que aquí no puedo justificar. (1) Llegamos a la existencia social en el momento en que somos interpelados, y cuando la interpelación fracasa, algo de nuestra existencia se revela precario y frágil. (2) El vínculo moral que nos compromete u obliga - la «autoridad m oral»- está vinculado a cómo somos interpelados por los otros de forma que no podemos impedir ni evitar. (3) El ser impactados por la interpelación de los otros nos constituye en personas morales, en moralmente obligados, y nos emplaza a dar una respuesta antes de la formación de nuestra voluntad y eventualmente contra ella.38 Butler insiste aquí en el vínculo entre ser interpelado por otro y la génesis de la obligación moral, contrastándola con la teoría tradicional, cristiano-moderna, que la vincula al individualismo (pose­ sivo: religioso, racionalista, empirista, idealista, etc.). Si pensamos, dice, que la autoridad moral deriva de la conexión de nuestra voluntad con ideas abstractas que nos damos a nosotros mismos (justicia, igualdad, etc.), en ese caso, sostiene, hemos perdido el sentido de la exigencia moral que no nace de esas ideas, ni de ninguna autoridad moral imaginaria (como la de los mitos teológicos). La razón es clara: si nos encerramos en nuestra propia identidad, «entonces perdemos la experiencia de la exigencia que viene de otro lado, a veces innominado, por cuyo medio se nos presentan y se articulan nuestras obligaciones». Lo moralmente obligatorio, insiste Butler, es algo que yo no me puedo dar a mí mismo, ya que no procede ni de mi autonomía ni de mi reflexividad, sino de «otra parte» -desautorizando la misma entraña del individualismo ético kantiano-, que «ni es convocado ni esperado ni planificado». De hecho, esa «otra parte» tiende a estropear mis planes y, si mis planes son obstaculizados, es signo de que algo me está atando moralmente. 38.

Ibíd., p. 130. Por ejemplo, el fracaso en la interpelación a propósito de las humani­

dades.

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EL PRECIO DE LA JUSTICIA LA RETÓRICA HIPERBÓLICA DE E. LÉVINAS

Manuel E. Vázquez Universitat de Valencia

R íen n ’est gratuit*

Debo comenzar señalando que no me atendré al lugar quizá más evidente a la hora de tratar el tema objeto de mi intervención. Me refiero a Entre nous y más en concreto al artículo titulado «Le Moi et la Totalité». En él leemos: «El dinero deja entrever una justicia de rescate que sustituye al círculo infernal o vicioso de la venganza o del perdón».1Antes que a la economía y al dinero -u n a cuestión por lo demás central en Lévinas- me referiré a otro precio que pagar por la justicia. Ello supone un cierto rodeo, una precisa manera de atender al detalle aunque sólo sea para seguir el dictum según el cual, en la construcción filosófica, «sólo el detalle evita el malentendido».2 Aunque por el momento resulte un tanto esquemático, el detalle que ex­ plorar remite aquí al papel que Lévinas concede al ver y al escuchar, apuntando un trayecto que desde su comprensión de la ética como óptica habrá de guiar­ nos hasta la piel y la respiración. Un trayecto, en suma, que conduce desde la ontología a la pneumología, para desembocar en el corazón -porque cuando se plantean las cosas radicalmente quizá siempre haya que llegar hasta él.

NOTA. El presente escrito es la transcripción de la intervención en el Congreso «Lévinas: la filosofía como ética». Como podrá apreciarse en lo que sigue, el interés por mantener la estructura oral responde a la lógica de la intervención antes que al deseo de permanecer fiel a su forma de exposición. E. Lévinas: Autrement qu ’étre ou au-dela de l ’essence, París, Le Livre de Poche, 1990, p. 47 [AE], 1 .E . Lévinas: «Le Moi et la Totalité», en Entre Nous, París, Le Livre de Poche, 1991, p. 48. 2. AE, p. 205.

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Por eso, porque se trata del ver y el escuchar, sitúo como exergo un breve fragmento de Nietzsche. Con la forma de la interrogación, dice así: «¿Habrá que romperles los oídos, para que aprendan a oír con los ojos?».3Aprender a oír con los ojos: tal cosa parece ser algo ya asumido por Lévinas. En De otro modo que ser o más allá de la esencia, al menos en tres oca­ siones aparece la expresión «el ojo que escucha».4 Una expresión cuanto menos difícil y sin embargo, como reconoce Lévinas, «no monstruosa», justificada por los fines a los que sirve: «acercamos a la temporalidad de lo verdadero, dado que en la temporalidad despliega su esencia el ser».5 Conviene retener, pues, ese continuo que no dejará de acompañamos entre el ver, el escuchar, el tiempo y el ser. Quedaría por dilucidar qué escucha ese ojo del que cabe admitir su naturaleza no monstruosa, pero del que también debemos descartar toda referencia empírica. El ojo que escucha y todas las expresiones que en tomo a ésta se articu­ lan, ¿son un simple exceso retórico? ¿Aluden a un estrato más profundo que el estrictamente conceptual? ¿Remiten a un más allá del espacio propiamente filosófico? ¿Son el índice de la forma en que una dificultad insuperable accede al lenguaje? ¿Son la manifestación de la retórica a la que más o menos resignadamente, más o menos conscientemente, conduce la filosofía que pugna por dilucidar «otro modo que ser»? Ésas son las preguntas que deberán ser elaboradas en lo que a continuación sigue.

I Todo debe comenzar, pues, por la relación entre visión y ética: «La ética es la óptica espiritual», señala Lévinas en Totalidad e Infinito.6 Ya en el Pre­ facio, con el carácter propio de la anticipación program ática, se nos había indicado que: L a ética es una óptica. Pero «visión» sin im agen, desprovista de las virtudes objetivantes sinópticas y totalizantes de la visión, relación o in tenciona­

3. F. Nietzsche: A sí habló Zaratustra, trad. cast. de A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1978, «Prólogo de Zaratustra», §5, p. 38. 4. AE, pp. 54, 66, 67. El tema ha sido abordado, aunque desde otra perspectiva y otros supuestos, por B. Schroeder: «The listening eye: Nietzsche and Lévinas», Research inphenomenology, 2001, vol. 31, pp. 188-202. 5. AE, p. 54.

6. E. Lévinas: Totalité et Infini, París, Le Livre de Poche, 1990, p. 76 [TI].

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lidad de un tipo com pletam ente diferente y que ju stam ente este trabajo intenta describir.7

El contexto de la afirmación, antes de adentramos en sus supuestos, remite a la escatología profética que quiebra la totalidad y apunta al reverso de la relación admitida entre ética y ontología. Pero al margen de ello resultan significativas las comillas que acompañan aquí a la visión. En ellas queda en suspenso la hegemonía que hasta aquí se le había concedido. Ahora se trata de un ver sin imágenes que sitúa a Lévinas en un espacio difícil que, en la estela del platonismo, asume la lejanía de la imagen respecto de la verdad: «La verdad del ser no es la imagen del ser, la idea de su naturaleza, sino el ser situado en un campo subjetivo que deforma la visión, pero que así permite a la exterioridad decirse».8 Como se indicará más adelante, «la imagen es, a la vez, el término y el inacabamiento de la verdad».9 Sin embargo, suscribir la distancia entre imagen y verdad no signi­ fica asumir lo que en ocasiones Lévinas califica como hegemonía del concepto o imperialismo de lo Mismo. A caballo entre la revocación de la imagen y la impotencia del concepto, se extiende el espacio donde es puesta en cuestión la hegemonía de la visión que justifica el entrecomillado que la acompaña. Una hegemonía debida a su capacidad de objetivación, al punto de informar toda experiencia. Algo ontológicamente constitutivo, pero de difícil justificación ontológica.10 Su prestigio filosófico lo debe a la peculiar manera en que a un tiempo es «“apertura” de la experiencia y esta experiencia de la apertura».11 En ella la opacidad de la oscuridad se tom a transparencia en la que los objetos devienen visibles al hacerlos comparecer ante el sujeto observador. Y todo ello por mor de la aprehensión, forma primera de la posesión que concluye en la dominación propia de la visión: «El acceso a los seres, en la medida en que se refiere a la visión, domina a estos seres, ejerce sobre ellos un poder. La cosa es dada, se ofrece a mí. Yo me atengo a lo Mismo al acceder a ello».12

7. Ibíd., p. 8. 8. Ibíd., p. 323. 9. AE, p. 52 n. «La imagen es, al mismo tiempo, término de la ostensión, esto es, figura que se muestra, lo inmediato, lo sensible y, además, término en el que la verdad no llega a su término puesto que el todo del ser no se muestra ahí en sí mismo, sino que ahí tan sólo se refleja». 10. «Es incontestable que la objetivación se juega de una manera privilegiada en la mirada. No es seguro que su tendencia a informar toda experiencia esté inscrita, sin equívoco, en el ser» (TI, p. 205). 11. Ibíd., p. 206. 12. Ibíd., p. 211.

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Sin embargo, hay en la visión algo que la limita. No sólo la aprehensión a la que invita y que el tacto prolonga. Tampoco el hecho de que inaugura una perspectiva, abre un horizonte y traza el espacio de una distancia franqueable. Ante todo se trata de la limitación asociada a la figura del horizonte. En su inte­ rior se dibuja un espacio homogéneo en el que las cosas devienen significativas al ser visibles. Un espacio homogéneo acotado por el límite que el horizonte les concede. Tan pronto se hacen visibles, se toman traducibles en el medio coherente de la significación que la visión les brinda. A esa traducción no le es ajena ni la apropiación ni la integración: la apropiación de lo visto lo integra en el mundo ya abierto de significaciones. Es verdad que más allá del horizonte que la luz traza puede encontrarse lo todavía en penumbra. Pero también es verdad que nada impide que ese horizonte sea lumínicamente traspasado, ampliando así el espacio de la visión. El límite móvil del horizonte se desplaza sobre el espacio homogéneo que se resuelve en la oposición entre la oscuridad de lo todavía no iluminado y por tanto no visible, frente a la claridad de lo ya visible: el afuera y el adentro que acota el límite del horizonte. Al franquearlo se sigue accediendo a lo que es, no a lo diferente del ser ajeno a la oposición entre ser y no-ser, transparencia y opacidad. Esa visión, así contemplada, remite a la objetividad y a la identidad, a la inmanencia y a la homogeneidad, concluyendo en la totalidad. Para decirlo con Lévinas: «La visión no es una trascendencia. Concede una significación por la relación que posibilita. No abre nada que, más allá de lo M ismo, sería absolu­ tamente diferente [absolument autre] , es decir, en sí».13 Sin embargo, cabe otra dimensión: la que abre la exterioridad o la trascen­ dencia que se da a ver en el rostro del prójimo y aboca al infinito.14Ahí despunta una exterioridad ni ontológicamente abordable ni conceptualmente reciclable. Una exterioridad no integrable en el circuito de la visión y, por ello, de la idea, el concepto o la representación. Cuando se da a ver la exterioridad del rostro, la visión es llevada más allá de sí, concluyendo en algo diferente. Y es que antes que objeto de visión, el rostro se adelanta y habla: Si lo trascendente contrasta con la sensibilidad, si es apertura por ex celen­ cia, si su visión es la visión de la apertura m ism a del ser - e lla contrasta con

13. Ibíd., p. 208. 14. «El concepto de la trascendencia rigurosamente desarrollada se expresa por el término de infinito» (Ibíd., p. 10).

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la visión de las form as y no puede decirse ni en térm inos de contem plación ni en térm inos de p rác tica -. E lla es rostro; su revelación es p alab ra.15

El rostro no se agota en ser algo visto. Excede el receptáculo formal que la visión le concede, desborda su traducción como contenido de la sensación visual en la que la identidad del yo abarca la alteridad del objeto y éste se toma contenido de la forma que la visión le concede. Si «la visión del rostro ya no es visión sino audición y palabra», lo ahí puesto en cuestión es la prioridad de la ontología.16 Que la visión sea desplazada en favor de la audición es una operación com­ pleja sobre la que habrá que volver. En lo fundamental porque deberá evaluarse si eso es algo en lo que se insiste o, por el contrario, deja paso a una complejidad ulterior resultante de unificar esa visión y audición por ahora únicamente des­ plazadas. En ese caso, se trataría de una operación entre sentidos inconmensu­ rables sólo comprensible desde la lógica de la sinestesia. En segundo lugar, el desplazamiento operado - la visión deviene audición-, lejos de agotarse en una simple relación entre sentidos heterogéneos, también supone una operación entre categorías ontológicas: la identidad de lo Mismo propia de la visión frente a la alteridad de lo Otro propia de la audición. Y sobre todo ello, no lo olvidemos, descansa la inversión de la relación entre ética y ontología. El problema es que si lo anterior es correcto, la expresión que hasta aquí nos ha conducido -« la ética es una óptica»- sería rigurosamente contradictoria con el desplazamiento sinestésico señalado y, consiguientemente, con el lugar concedido a esa misma ética. Tanto como para que deba ser puesta entre comi­ llas. Es lo que ocurre al final del Prefacio de Totalidad e Infinito: «La ética, ya por ella misma, es una “óptica”».17 «Por ella misma», es decir, sin ser puesta en función de ninguna otra cosa, sin tener que acudir a ninguna instancia extema que vendría a completarla. Se trata, pues, de una óptica peculiar. Tan peculiar como para tener que resaltar tipográficamente su especificidad. La especificidad de un ver internamente desbordado por su propia limitación y que, por ello, aboca a la audición, el oír o el escuchar.

15. Ibíd., pp. 210-211. «Contemplación» y «práctica» son dos maneras de nombrar «re­ presentación» y «trabajo», y por ello, la visión y el tacto: «El vínculo entre visión y tacto, entre representación y trabajo, permanece esencial» (p. 208). 16. «¿En qué sentido la visión del rostro ya no es visión sino audición y palabra (...)? -he aquí los temas que surgen de esta primera puesta en cuestión del primado de la ontología», «L’ontologie est-elle fondamentale?», en Entre nous, p. 22. 17. T I,p. 15.

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Si en la ética se da a ver la trascendencia donde encuentra su correlato la aspiración a la exterioridad propia de la metafísica, en ese caso dicha ética no sería una propedéutica de la teoría que convierte a la trascendencia en objeto de visión. Sólo así se entiende que para Lévinas el acceso a la exterioridad pase por la «vía real» que la ética traza y el rostro orienta. Pero si la ética no se subordina a la ontología ni la práctica constituye un apéndice de la teoría,18quedando así trastocados los lugares que tradicionalmente les son asignados, algo similar deberá ocurrir con el ver y el oír. Nos situamos, pues, en el tránsito que va desde Totalidad e Infinito a De otro modo que ser, trayecto que conduce de la visión a la luz.

II Dos serían los supuestos del trayecto por recorrer. El primero indica que la visión del ser y el ser remiten a un tiempo inmemorial, irrecuperable en forma alguna de recolección, inconciliable con toda sincronía y que, por tanto, excede al orden homogéneo articulado en la oposición entre lo sensible y lo inteligible, el ser y el no-ser.19 El segundo, por su parte, señala que la esencia del ser equivale a la temporalización del tiempo.20 Por ello «la temporalidad, mediante la separación de lo idéntico respecto de sí mismo, es esencia y luz original».21 La esencia queda así identificada con la «luz primera» y la filosofía con su «aurora o crepúsculo».

18. «La relación entre teoría y práctica no se concebía de otra manera que no fuese como solidaridad o jerarquía: la actividad descansa sobre conocimientos que la aclaran; el conocimiento exige a los actos el dominio de la materia, de las almas y de las sociedades -una técnica, una moral, una política- que procurarían la paz necesaria a su ejercicio puro. Nosotros vamos más lejos y a riesgo de parecer confundir teoría y práctica, tratamos a una y a otra como modos de la trascendencia metafísica. La confusión aparente es querida y constituye una de las tesis de este libro» (ibíd.,p. 15). 19. «La visión del ser y el ser remiten a un sujeto que se ha levantado más temprano que el ser y el conocimiento, más temprano o más acá, en un tiempo inmemorial que ninguna reminis­ cencia podrá recuperar como a priori» (AE, p. 47). 20. «La filosofía es descubrimiento del ser y la esencia del ser es verdad y filosofía. La esencia del ser es temporalización del tiempo, diástasis de lo idéntico y su recuperación o reminiscencia, unidad de apercepción (...). La esencia del ser no designa nada que sea contenido nombrable (cosa, acontecimiento o acción); nombra esta movilidad de lo inmóvil, esta multiplicación de lo idéntico, esta diástasis de lo puntual, este lapso» (ibíd., p. 53). 21. Ibíd., p. 54.

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Cabe deducir que el asunto ya no es el de la visión -com o había ocurrido hasta Totalidad e Infinito, donde es desbordada a favor de la audición- y aún menos el de la visión del ser -com o es propio de la ontología-. No se trata, pues, de reactualizar una experiencia que, como tal, permanece irrecuperable y a la que ninguna forma de re-presentación o conciencia haría justicia.22 El acento recae ahora sobre la luz y su identificación con la temporalidad. El desplazamiento operado conduce, pues, de la visión a la luz y de ésta al tiempo. Retrocediendo un poco, cabría reconocer que el problema de fondo ahí pre­ sente ya había ocupado a la ontología. Es el problema de ese espacio anhipotético al que aboca toda hipótesis, el lugar supuesto por toda posición. Poner y suponer, tesis e hipótesis, acotan así dos espacios sobre los que planea la posibilidad o imposibilidad de su traducción, acceso o mediación. Como se habrá advertido, la cuestión es de raigambre platónica -n o puede ser de otra m anera- y era ya anticipada, pero no abordada, en Totalidad e Infinito: L a visión, com o ha indicado P latón, supone, con independencia del ojo y de la cosa, la luz. E l ojo no ve la luz sino al objeto en la luz. L a visión es, po r tanto, una relación con «algo» q ue se establece en el seno de una relación con lo que no es «algo».23

El objeto visto y el ojo que ve no agotan la relación que es la visión. En ella está supuesta la presencia de lo que, sin ser visto, posibilita el ejercicio de la visión: la luz. Ella misma es la presencia en la que y por la que se dan a ver las cosas presentes, es decir, vistas. Nos vemos conducidos así a una doble aporía. Por una parte, cabe referir esa luz a su origen; origen que, como tal, ya no podría ser algo visible.24 Situada por encima de lo visible, sin embargo es nombrable mediante alguna forma de artificio o figura. Es lo que ocurre cuando es remitida al sol o al fuego. Una manera, en suma, de hacer visible lo invisible prolongando analógicamente el desdoblamiento de la visión como ver sensible y ver inteligible. Esa es también una forma de conjurar el peligro ahí acechante: la cancelación de la visión, la ceguera resultante de la contemplación directa de la luz. La heterogeneidad radical, la alteridad sin mediación o la amenazante

22. «Mediante la retención, la memoria o la reconstrucción histórica -mediante la remi­ niscencia- la conciencia es re-presentación, entendida casi en un sentido activo como el acto de hacer presente de nuevo y reunir la dispersión en una presencia y, en este sentido, como el acto de estar siempre al comienzo o de ser libre» (Ibíd., p. 257). 23. TI,p. 206. 24. «Morir por lo invisible -h e ahí la metafísica» (ibíd., p. 23).

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ceguera imponen el proceder lateral más propio del símbolo o la analogía que de la inmediatez. No haría falta insistir mucho para de nuevo reconocer en todo ello el contexto platónico. Vistas las cosas desde Lévinas, el problema de tal procedimiento radica en que hace de la relación con lo absoluto una figura, se la dota de forma y deviene accesible a costa de devaluar su naturaleza o falsear su radicalidad. En última instancia, lo heterogéneo se hace homogéneo y la luz deviene objeto.25 Se pasa por alto, pues, que si permite la visión de los objetos es porque justamente no es un objeto ni se confunde con un objeto entre otros objetos posibles, pues hace posible los objetos. Por otra parte -sería la segunda opción- la tematización objetiva de la luz supuesta por la visión abocaría a una circularidad de resultados inciertos. Para decirlo de otra manera, la visión de la luz ya supondría la presencia de esa misma luz que también permite la visión de ella misma y así indefinidamente, en un ejercicio tan circular como esencial en pos de una luz en cada ascenso cada vez más originaria: «es necesaria una luz para ver la luz», reconoce Lévinas.26 Si en el primer caso se la devaluaba convirtiéndola en lo que no es -objeto, tem a-, ahora se la somete a un proceso de depuración esencial que resulta ineficaz a costa de ser imparable por ilimitado. A la altura de Totalidad e Infinito se reclamaba otro sentido, con todos los sentidos de la palabra sentido y, por tanto, con toda la ambigüedad que se desliza en el texto que leo: L a luz sensible en tanto que dato visual no difiere de los otros datos y sigue siendo relativa ella m ism a a un fondo elem ental y oscuro: es necesaria un a relación con lo que en otro sentido viene absolutam ente de sí m ism o - p a r a posibilitar la conciencia de la exterioridad radical.27

Caben dos lecturas, dos sentidos, de «lo que en otro sentido, viene abso­ lutamente de sí mismo». Puede querer decirse que es posible entender de otra forma y con otro sen­ tido, por tanto, el venir absolutamente de sí mismo que a su manera es propio de la luz. Pero también puede querer decirse que es necesaria una relación con lo que en un sentido diferente al de la visión también procede de sí mismo. El 25. «¿Pero la luz no es, en otro sentido, origen de sí? ¿En tanto que fuente de luz donde coinciden son ser y su parecer, en tanto que fuego y sol? Ahí se encuentra ciertamente la figura de toda relación con lo absoluto. Pero es sólo una figura. La luz como sol es objeto» (ibíd., p. 209). 26. Ibíd. 2 7 .Ibíd.

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primer caso conduce a la intensificación y depuración de la referencia lumínica que se extiende de Platón a Gadamer, suponiendo así otro sentido, otra manera, del «venir absolutamente de sí» propio de la luz, pero permaneciendo en el interior de ésta. El segundo, por su parte, supone una apertura a «la conciencia de la exterioridad radical» para la que es ciega la filosofía. Si en el primer caso se insiste en lo mismo buscando su variación, el segundo se resiste a ello. En el primero se trata de continuidad, en el segundo de ruptura: la continuidad que se prolonga en la inmanencia, la ruptura que aboca a la trascendencia de la exterioridad. En nombre de esa exterioridad se traza el acceso al rostro cuya revelación es palabra y sonido, la palabra y el sonido que invitan a la audición. Es así como, a través de la luz, la visión es desplazada ratificando el gesto más propio de Totalidad e Infinito. Sin embargo, en De otro modo que ser, la dificultad platónica que hasta aquí nos ha conducido apunta en otra dirección. Es lo que leo: L a luz de la esencia que deja ver, ¿es ella m ism a vista? Sin duda puede convertirse en tem a, sin duda la esencia puede m ostrarse, decirse y d es­ cribirse. Pero entonces la luz se presenta dentro de la luz, la cual no es tem ática pero resuena para el «ojo que escucha» con una resonancia única en su género; con la resonancia del silencio.28

Me interesa destacar algunas cosas. Por lo pronto, esas comillas que acom­ pañan a la expresión «el ojo que escucha». Unas comillas que yo veo pero que ustedes no oyen, que yo leo pero que ustedes no escuchan. Unas comillas, digo. ¿Se trata de una cita, un préstamo, un injerto de un texto ajeno? ¿O es, por contra, una manera de avisar tipográficamente al lector de la dureza de una expresión cuyo autor se apresura a declarar su carácter no monstruoso -lo que ya es una forma de admitir la posibilidad negada? Si fuese el primer caso, el texto de Lévinas se vería desbordado. Su sentido dependería de su diferencia respecto de esa referencia ajena y exterior. Entonces nos veríamos obligados a recordar que «el ojo que escucha» es la afortunada expresión que da título a un libro de Paul Claudel publicado en 1946 en el que, confundidos el oír y el entender, el escuchar y el comprender, se atiende a lo sous entendu en la obra de arte.29 Y también deberíamos recordar que MerleauPonty se refiere a ese libro y se sirve de esa misma expresión en sus cursos del

28. AE, p. 54. 29. P. Claudel: L ’ceil écoute, París, Gallimard, 1946.

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Collége de France de 1958-59 y 1960-61, publicados algunos años después.30 En su caso, el uso de la expresión apunta a la intuición esencial y camal que rechaza sinestésicamente toda separación analítica entre los campos sensoriales y, más en concreto, entre la presunta actividad del ver y la supuesta pasividad del escuchar. Algo que quizá se hubiera consumado en la «nueva ontología» a la que M erleau-Ponty apelaba en esa etapa postrera de su actividad filosófica, bruscamente interrumpida en 1961. Es verdad que eso abriría otra perspectiva y nos comprometería en otra dirección, pero también lo es que debe quedar indecidido si se trata de un présta­ mo no reconocido que, aunque respondiendo a otra lógica, remitiría a un mismo horizonte de intereses; o si, por el contrario, como aquí suponemos, la expresión en cuestión surge del argumento lévinasiano. Un argumento de orientación plural que intenta ir más allá de la hegemonía de la imagen y la visión, romper con la jerarquía filosóficamente establecida entre lo visible y lo audible, afirmar la superioridad ética del Otro (.Autrui) y, por último, quebrar el oculocentrismo tan filosófico como griego -e n el caso de que se trate de cosas diferentes- en favor del audiocentrismo de la tradición judía.31 Pero habría algo más. Y es que lo decisivo de ese ojo lévinasiano que tan complejo resulta ser, es que escucha. Y ascendiendo un grado más por la es­ cala del asombro, resulta que -lo he leído- escucha la luz que resuena con la resonancia del silencio. Como si fuese poco, todo consiste en eso: escuchar el silencio de la luz. Nada de ello sería lévinasianamente posible sin convertir a la temporalidad en «luz original». El tiempo resulta ser luz original cuando esa luz es comprendida origi­ nalmente. Cuando se la convierte en tema, lo visto no es una luz más intensa o diferente, sino el acaecer del tiempo. La luz es efecto temporal en la medida en que esa luz vista es tiempo y ese tiempo - a su v e z - antes remite a la audición

30. M. Merleau-Ponty: Notes des Cours au Collége de France 1958-1959 et 1960-1961, París, Gallimard, 1966. 31. Se ha citado con insistencia la afirmación del Prefacio de Totalidad e Infinito según la cual la Stern der Erlosung de Franz Rosenzweig está «tan frecuentemente presente en este libro que no tiene que ser citada» (p. 14). Sin embargo, éste puede ser un buen momento para desoír esa indicación y remitirse al parágrafo titulado «El oír»: «Aquí está el Yo. El Yo singular humano. Es todo él recepción, apertura, vacío, sin contenido, sin esencia: pura disposición, pura escucha y obediencia, todo él oídos. En este oír obedencial cae como primer contenido el mandamiento. La exhortación a oír, la llamada por el nombre propio y el sello de la boca de Dios, hablando, todo ello es sólo la introducción, el preámbulo a cada mandamiento, que se dice con todos los detalles sólo antes del único mandamiento», La estrella de la redención, trad. cast. de M. García-Baró, Salamanca, Sígueme, 1997, p. 222.

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que a la visión. Leo a Lévinas: «La luz aparece en la temporalización del tiempo mediante el desfase del instante respecto de sí mismo que es el decurso temporal, esto es, la diferencia de lo idéntico. La diferencia de lo idéntico es también su manifestación» ,32 Desde esa perspectiva, la aparición de la luz remite al desfase del instan­ te, a su incesante desdoblarse en la sucesión. Si ese desajuste consigo tiene la forma de la apertura, en el tiempo se abre la claridad. La luz no precede al tiempo, penetra por la hendidura del instante donde se quiebra su identidad. Con razón, pues, eso no es algo que se ve. Eso se escucha. Aunque sea tan silencioso como pudiera serlo el desgranarse del ser. Y eso es lo que ahora escuchamos, es decir, leemos: El tiem po y la esencia que él despliega al m anifestar el ente identificado en el tem a del enunciado o de la narración resuenan com o un silencio sin con­ vertirse ellos m ism os en tem as. C iertam ente pueden nom brarse en el tem a, pero esta nom inación no reduce al silencio definitivo la resonancia sorda, el m urm ullo del silencio en el cual la esencia se identifica com o un ente. De nuevo, para «el ojo que escucha», un silencio resuena alrededor de lo que había sido ensordecido; es el silencio del desgranam iento del ser por el cual los entes se clarifican [éclairent] y se m uestran en sus identidades.33

Digámoslo de otra manera: tiempo y esencia pueden ser temáticamente abordados, pero sólo el «ojo que escucha» es capaz de oír la luz que se abre paso por la apertura que posibilita el desfase del instante en el que la tempora­ lización deviene tiempo y la esencia ente.34 Sólo él oye quebrarse el instante, su

32. AE, p. 22.

33. Ibíd., p. 67. 34. La temporalización deviene tiempo para la conciencia: «Mediante la claridad que abre la diástasis de identidad, mediante el tiempo, lo Mismo encuentra a lo Mismo modificado; eso es la conciencia» (ibíd., p. 64). A su vez, la esencia deviene ente en la identidad de lo ya dicho: «El ente que aparece como idéntico a la luz del tiempo es su esencia en lo ya dicho» (ibíd., p. 65). Sólo en él la diacronía deviene sincronía y, por ello, susceptible tanto de ser recolectado en el ejercicio de la memoria como devenir objeto temático. Tal es la permanente reapropiación del Decir en lo Dicho donde la luz y la resonancia del tiempo se toman tema e identificación: «El Decir, tendido hacia lo Dicho y que se absorbe en él como correlativo de lo Dicho, nombra un ente en la luz o la resonancia del tiempo vivenciado que deja aparecer el fenómeno, luz y resonancia que, a su vez, pueden identificarse en otro Dicho» (ibíd.). Limitarse a lo Dicho es tanto como permanecer en el espacio de la ontología, sorda al resonar de la luz que identifica e ilumina su objeto temático. Antes que atenerse a lo Dicho, todo pasa por atender a la proclamación de lo en él anunciado. Y eso no sólo consiste en ver. También supone escuchar: «lo idéntico sólo tiene sentido por el kerigma de lo Dicho donde la temporalidad que alumbra resuena para “el ojo que la escucha” en el verbo ser» (ibíd., p. 66). Por eso ahora todo se invierte y el Decir no se agota en lo Dicho:

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desdoblarse, la apertura que rompe su identidad. Ahí se abre la distensión del intervalo que articula la sucesión. Nada de ello remite a ningún arcano de difícil comprensión. Más bien nos conduce hasta lo más cercano e interior.

III En lo fundamental porque ese lapso en que el instante se desdobla devinien­ do diferente tiene la forma del «entretiempo». Ese instante sordo es escuchado como se escucha el intervalo entre dos notas musicales: el vacío de la ausencia que entre dos plenitudes impide su confusión. Aquí se trata del intervalo y el tiempo casi sin duración que separa los latidos y ordena el ritmo de su sucesión. Para decirlo con Lévinas, es «el entretiempo que separa la inspiración y la expi­ ración, sístole y diástole del corazón que late sordamente contra la pared de su piel».35 Tal cosa es lo que en el fondo oye el ojo que escucha. Tal cosa nombra la expresión «ser en su piel»: la repetición del latir, doble y distinto, en la unidad temporalmente dilatada de lo diferente. Tal cosa constituye la encarnación del vivir sintetizado en el inspirar y expirar del respirar. Él tiene algo de apertura primera, de condición inexcusable sin la cual nada podría llegar a ser, a partir de la cual todo es posible y por detrás de la cual no cabe retroceder. Ese papel ya no conviene a la existencia, instancia quizá toda­ vía demasiado neutra, abstracta o derivada. Esa existencia, ahora lo sabemos, supone algo: el respirar sin el cual no es tal. Forma primera de apertura, parece sugerírsenos así una fórmula que la analítica existenciaria no contempla: ser es respirar. El Dasein no respira y sin embargo designa el ente que «somos en cada caso nosotros mismos».36 El mismo que respira, los mismos que respiramos. La encamación del vivir sintetizado en el inspirar y expirar del respirar: tal cosa constituye, en suma, la alteración que soporta la continuidad de la repetición vital de la encarnación.37 Y todo ello, dando un paso más, se hace descansar en el corazón.

«solo la significación del Decir, que va más allá de la esencia reunida en lo Dicho, podrá justificar la exposición del ser o la ontología» (ibíd.). En el Decir la ontología encuentra su más profunda significación. Sin embargo, convendría añadir algo: en el Decir es nombrado el ente en la luz y resonancia que lo hace aparecer, luz y resonancia vista y oída por el ojo que escucha. 35. Ibíd., p. 172. 36. M. Heidegger: El ser y el tiempo, trad. cast. de J. Gaos, México, FCE, 1974, §9, p. 53. 37. «(...) esta alteridad en lo mismo sin alienación, a modo de encamación, como ser-ensu-piel, como tener-lo-otro-en-su-piel» (AE, p. 181).

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El mismo al que Jean-Luc Nancy se refiere como «el intruso», él -justa­ mente é l-, que tiene experiencia de lo que habla.38 El mismo para el que Husserl reclamaba una sensación específica, una «sensación del corazón [.Herzgefiihl]» y para el que en la esfera solipsista de la experiencia del cuerpo propio proponía como ejemplo la expresión «yo siento mi corazón [Z.B. “ich empfinde mein H e r z l» .39 Sin embargo, aquí todo debe ser más preliminar. Casi epitelial. Debe per­ manecer en la exterioridad propia de la superficie de la piel que se resiste a toda suerte de profundización. Por más que se intentase llegar hasta las entrañas, siempre se acabaría encontrando «una piel que va debajo de la otra piel».40 Quizá tenga razón Artaud y la metafísica retomará a través de la piel. Lo sorprendente es la manera en que la ontología, la luz y el tiempo son remitidos al corazón «que late sordamente contra la pared de su piel» y si­ multáneamente queda indecidido el estatuto de ese corazón que queda a caballo entre lo fisiológico y lo simbólico, lo ontológico y lo retórico, lo visceral y lo esencial. Es lo que, casi de pasada, se reconoce e induce a pensar cuando se nos advierte que en la encamación «el cuerpo mediante el cual el dar es posible se hace otro sin alienar, pues este otro es el corazón - y la bondad- del mismo» 41 El corazón y la bondad, el órgano y la cualidad, la entraña y la calificación, la naturaleza y la moral aparecen así comprendidas -con la discreción que les brinda el paréntesis- en un continuo que borra las fronteras entre uno y otro extremo. Y todo ello en nombre de una anterioridad irrecuperable, una altura inaccesible que escapa a la visión: lo Invisible.42 Ahí se inscribe una dinámica superlativa43 que con la fuerza del exceso desborda el orden de la ontología. Su límite queda traspasado en virtud de una operación retórica que con la forma de la sinestesia transita del ver al escuchar, de la visión a la audición. El exceso retórico deviene así el correlato de la trascendencia metafísica: el exceso

38. J.-L. Nancy: L ’intrus, París, Galilée, 2000. 39. E. Husserl: Ideas II, trad. cast. de A. Zirión, México, UNAM, 1977, pp. 206 y ss. Cf. J. Derrida: Le toucher, París, Galilée, 1999, pp. 202 y ss. 40. AE, p. 19 n.

41. Ibíd., p. 173. 42. «Para el Deseo, la alteridad, inadecuada a la idea, tiene un sentido. Ella es entendida como alteridad del Prójimo [Autrui] y como la de lo Muy-Alto. La dimensión misma de la altura es abierta por el Deseo metafísico. Que esta altura ya no sea el cielo sino lo Invisible, es la elevación misma de la altura y su nobleza» (TI, p. 23). 43. «Más que la negación de la categoría, es el superlativo quien interrumpe el sistema, como si el orden lógico y el ser que llega a abrazar guardasen el superlativo que les excede» (AE, p. 19 n.).

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sería a la retórica lo que la trascendencia es a la metafísica. En este caso, una retórica hiperbólica que procede en nombre de la operación, antes ética que ontológica, capaz de transmutar la culpabilidad en responsabilidad.44 Y todo ello en nombre de la justicia.

IV Sin salir de la piel -donde tampoco se puede entrar-, esa responsabilidad apunta a una anterioridad de la que ninguna forma de a priori sería capaz de dar cuenta: U na responsabilidad que fuese anterior a todo com prom iso libre, el sí m ism o al m argen de todas las figuras del ser, sería la responsabilidad para con la libertad de los otros. L a irrem isible culpabilidad respecto del prójim o [prochain] es com o la túnica de N eso de m i piel.45

Sólo la responsabilidad redime la culpabilidad. Una existencia culpable sin posibilidad de redención acabaría por consumir a esa misma existencia. Tal cosa era lo propio de la túnica de Neso: al ser despojado de ella no dejaba al descubierto la piel que protegía, arrastraba la carne que ocultaba. Al decir de Lévinas, tal sería también lo propio de la culpabilidad: arruina la existencia a la que se adhiere. Bien porque la oculta cuando la cubre, bien porque la destruye cuando la descubre. Hay otra posibilidad: la que la responsabilidad abre. En ella la culpabilidad respecto de quien está próximo (prochain) se tom a responsabilidad para con (pour) los otros. En el tránsito de una a otra se diseña el acceso lévinasiano a la justicia. Nada de ello es ajeno a la compleja elaboración retórica que hasta aquí nos ha ocupado. Justicia y retórica: déjenme señalar una última dificultad. «Superación de la retórica y justicia coinciden», afirma Lévinas.46 Cabría admitir que tal cosa es posible. Pero si lo que hasta aquí hemos venido diciendo es plausible, en

44. «La libertad se inhibe no como contrariada por una resistencia, sino como arbitraria, culpable y tímida; pero en su culpabilidad ella se eleva a la responsabilidad. La contingencia, es decir, lo irracional no se le aparece fuera de ella en lo otro, sino en ella. No es la limitación por lo otro lo que constituye la contingencia, sino el egoísmo en tanto que injustificado por él mismo» (T I,p .

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223). 45 . Α Ε ,ρ. 177. 46 . TI, p. 69.

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ese caso también es posible afirmar que en ocasiones el horizonte de la justicia no apunta -com o es el caso de L évinas- a una superación de la retórica, sino a su elaboración superlativa -lo que tampoco está ausente de Lévinas, como hemos m ostrado-. No debemos ver en ello una contradicción, una aporía o una inconsecuencia. De manera más precisa, y dando razón del título de la presente exposición, ahí se exhibe el precio de la justicia, su tasa retórica, el impuesto de su circula­ ción, el peaje de su expresión. O, para decirlo de otra forma, la deuda anterior a todo préstamo que el lenguaje entraña. Ninguna despensa cancela esa economía anacrónica, ningún recurso la equilibra. Y todo ello comparece de una manera singular en el escenario que le brinda el texto filosófico. En él se nos muestra, no de frente, sino oblicuamente -com o corresponde a la retórica-, algo propio del discurso filosófico. Con la forma de la propiedad que expropia aquello que convierte en su objeto. La filosofía resultaría ser así ese peculiar discurso que se sirve de los recursos de los que en virtud de una decisión estrictamente filosófica ya se había privado. Es así como acaba reintroduciendo lo que previamente había expulsado. Antes que una contingencia eso sería un rasgo estructural ocultado con una fuerza proporcional a la intensidad del trabajo con que la lectura posterior debe revelarlo. Entre esa afirmación y esa negación, entre ese velar y ese revelar, entre ese ocultar y ese manifestar, la ordenación es puramente cronológica o sucesiva, pero su ambigüedad resulta insuperable. No es una contingencia, ya lo he dicho, sino algo que pone de manifiesto una precisa manera de comprender y practicar la lectura del texto filosófico. En esta ocasión la lectura de esa expresión -« el ojo que escucha»- que hasta aquí me ha conducido. No me gustaría acabar sin poner de manifiesto una última dificultad -ahora sí de verdad últim a-. Un último círculo y por ello una última perplejidad. Y es que si la significación compleja y a ratos tortuosa de esa expresión resultaba de su lectura, ahora debemos reconocer que esa misma expresión -« el ojo que escucha»- ya nombra a la lectura, aunque sólo ahora estamos en disposición de reconocerlo. Yendo de la filosofía a la poesía, del tratado al soneto, de Lévinas a Quevedo, leo y escuchamos: R etirado en la paz de estos desiertos, con pocos, pero doctos libros ju n to s, vivo en conversación con los difuntos, y escucho con m is ojos a los m uertos.

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«Escucho con mis ojos»: quizá esos sean unos ojos diferentes al «ojo que escucha» de Lévinas, Nietzsche, Claudel o Merleau-Ponty. O quizá todos ellos sean entonaciones de una misma figura. No lo sé. «Escucho con mis ojos a los muertos», «vivo en conversación con los difuntos», «con pocos, pero doctos libros juntos», «retirado en la paz de estos desiertos»: ésa es la descripción acabada del lector y de la lectura. Si se me apu­ ra, es la referencia a lo que -n o sé si de modo pasajero- algunos dan en llamar «filosofía». Por eso no encuentro mejor forma de acabar, pues mi exposición ha tenido la forma de la lectura y leer -ahora ya lo sabem os- consiste en ser capaz de escuchar con los ojos: hacer lo que se dice que se hace.

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El lenguaje procede singularizando por más que sólo retengamos de él la acción común y la conveniencia que el uso nos reporta. Sin embargo, hasta siendo algo comunitario y reducido a género también común, cada expresión suya pasa por una mente y una boca singular. Ninguna palabra es, en tal sentido, genérica. Asocia en sí parte individualizada y parte comunitaria, ένέρ γεια y εργον, langue y parole según las famosas divisiones respectivas de W. von Humboldt y F. de Saussure, sin que coincidan correlativamente. En esto muestra el lenguaje la misma ambivalencia del concepto: se concibe en uno y en tanto es o sirve a todos, pues la palabra adquiere esencialidad, dice Humboldt, en el otro que oye, escucha y ya por ello responde. Al hablar o pensar, la mente establece una relación interna común/propio, singular/plural, al menos dos, un Yo/Tú o un Yo/Tú//El, considerados Yo/Tú en este caso como complementarios de la esfera humana de un «actuar común [durch Einwirkung gemeisamen Handelnsj» 1y subsumida en la más genérica de la contraposición Yo (no-yo)/Él, donde, no obstante, el Yo se descubre además inmerso en ella como otro y otro-Tú en cuanto (no-yo) de Yo y (no-yo) de Él, a su vez (no-tú) también de éste, todo un cúmulo de negaciones e identidades nunca mismas, pues contienen diferencia nada más afirmarse. El conjunto Yo-Tú forma en tal sentido la palabra que resalta luego M. Buber como esencial y donde Humboldt intuye un carácter específico del lenguaje, una im­ pronta traslapada que ya viene implícita en cada lengua como rumor ontológico de mundo.2 Y ese trazo inherente afecta en lo sucesivo al conocimiento, de tal modo que sólo la conciencia crítica puede precisarlo, pero tampoco se libra de

1. W. von Humboldt: «Ueber den Dualis», en Schriften zur Sprachphilosophie, Stuttgart, W. III. J. G. Cotta’sche Buchhandlung, 1988, p. 139. 2. W. von Humboldt: «Ueber die Yerschiedenheiten des menschlichen Sprachbaues», ibíd., p. 224.

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él al hacerlo. Hay textos que, como ciertos poemas, parten de este gramma del lenguaje, por ejemplo algunos de S. Mallarmé y P. Valéry. En el diálogo fundacional del lenguaje ya coinciden tres esferas o un con­ junto y dos subconjuntos formados, aquél, por la universalidad de los seres repre­ sentada en el pronombre Él, y estos otros por la esfera mancomunada -atiéndase al valor etimológico del vocablo- Yo/Tú y la particular, incluso individual, de Yo y no-Yo, primero como parte de lo común -objeto de la representación- y luego, pero al unísono, lo propio de cada uno, el Yo singularmente experimentado. El diálogo concita, pues, un juicio traslapado de relación género-especie y de éste con lo particular singularizado, lo cual amalgama otras relaciones psicológicas y lógicas inherentes además de complementarias. La palabra «Yo» es un juicio sintético múltiple, una síntesis procesualmente analítica. Y por derivación, cabe concluir, como advierte A. Amor Ruibal, que en toda palabra subyace este tipo de juicio. La esfera del subconjunto Yo/Tú polariza de inmediato otra relación pronominal Él (Ello) también prelatada siempre en toda comunicación. No ha­ bría entonces conceptos propiamente individualizados, aunque sí singulares, o lo individuo suyo sería también Otro, es decir, una correlación polarizada. El lingüista G. Guillaume sitúa una «persona objeto» o «persona lógica» en Yo y Tú, un ille inherente al lenguaje y reflejado en la estructura del verbo.3 El Yo del lenguaje se nos presenta entonces como aquello que no me siento o me sorprende, me extraña, no siendo el Yo que toco, identifico y protejo incluso, según algunas observaciones intrauterinas, con instinto retráctil en estado de feto, cuando éste se siente amenazado. El Yo del lenguaje sería enunciado de ese otro Yo ineludible, presente en uno mismo sin damos cuenta de él hasta que nos extraña, nos sitúa en circunstancia prepositiva. Un Ego/Ule, un Tú/Ille, un Él en realidad Illud, un Él/Ello. El Yo locutivo encierra una distancia al menos fónica, un trán­ sito inherente a toda emisión fonémica, un fundamento pneumático, respirativo, que ya nos conecta con el mundo al tiempo que nos damos cuenta de estar en él siendo parte suya, sístole y diástole, dice el filósofo M. Blondel, del pensamiento cósmico.4Respiramos mundo y producimos conceptos,palabras. El lenguaje lleva implícita por ello la dimensión objetiva ille que descubrimos ontológicamente en la relación espontánea, ontológica [Yo/no-yo: Tú (no-yo)/(no-yo: no-tú) Él] y filogenética Yo/Tú, ya presente en la interrelación materna del hijo. 3. G. Guillaume: Legons de Linguistique de Gustave Guillaume 1948-1949. Grammaire Particuliére du Frangais et Grammaire Générale (IV), Québec, publiées par Roch Valin, Les Presses de l’Université Laval, 1982, pp. 51-52. 4. M. Blondel: La Pensée. I. La Génése de la Pensée et les Paliers de son Ascensión Spontanée, París, PUF, 1948, pp. 44-45, nota, 237-240.

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La diferencia establecida entre concepto y palabra al mentar el pensamiento y el hecho del habla nos remite a esa otra dimensión interna que nos induce a considerar por separado uno y otro término, o bien se fusionan e identifican, hi­ pótesis poco probable tanto en Lingüística como en Filosofía del lenguaje. ¿Qué hay, pues, intermedio? ¿Más concepto? ¿Más palabra? Seguro que más mente o inteligencia, es decir, más actividad cognoscitiva, más δ ιά νο ια y νό η σ ις, más έ ν έρ γ ε ια , ό ύ ν α μ ις y ε ρ γ ο ν . La relación aludida e s, por una parte, el espacio nombre de la denominación y Sinngebung husserliana, y por otra, del nexo o vínculo entre sonido e intención significativa del concepto, que aportan esencia a la palabra según Humboldt y luego Merleau-Ponty, por ello también lazo ontológico del nombre con lo nom­ brado y respecto de sí mismo, en cuya relación se muestra mundo del mundo. Alcanzamos el límite del signo lingüístico, pero no de una voz supuesta, en cierto modo aún viva por su filiación a un pasado remoto, primero indefinido y luego infinito. El lenguaje habla más acá de un más allá inaprensible. No sólo, pues, el futuro aún no abierto, en expectativa, sino también el pasado son dimensión o entretiempo de un presente inmemorial, paradójico. La palabra y el signo quedan flotando como islas ni siquiera pegadas al subsuelo de un océano infinito. Sabemos, sin em bargo, que el nombre nom bra porque ha nombrado. Contiene una evocación, ni siquiera hilo, del proceso ya invisible e inaudible, una filiación imaginaria fundada en un presente suyo que se deslíe tan pronto lo pensamos. El nombre nombra el intersticio del tiempo que posibilita su exis­ tencia y le permite sustituir o transitar a otro según el ahijamiento o la afinidad expresiva que lo configura en un enunciado. Pero si pretende nombrarse a sí mismo, bien redunda, bien capta en cierto modo la moción que lo favorece: reddere y prendere fundidos como rendere en la Edad M edia y, de ahí, rendre, se rendre compte, por ejemplo, en francés. En el primer caso redunda, pero en el segundo entra aún más en la nominación o acto de dar nombre a algo confi­ gurándose como la conciencia al darse cuenta de sí misma. El nombre nombre es lo que es en segunda instancia de la moción que lo subtiende, pero gracias a ello nomina también a otros nombres concebidos como palabras. El lenguaje implica un acto nominal continuo y éste una dimensión interna discursiva que sólo comprendemos al analizarla, reflexionando sobre ella. La Lingüística circunscribe este problema con el nombre de metalingüística o referencia del lenguaje a sí mismo, pero prescindiendo del discurso en él incurso. Sólo él y la conciencia descubren esta sobredimensión o espacio tiempo del acto nominal. Husserl resolvió el problema con la noción de recubrimiento de actos que se objetivan y fundamentan traslapados hacia el universal trascendente 251

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o Yo último cuya moción tensional se retrae proyectándose, no obstante, sobre el nexo de las vivencias primero, de los nudos noéticos después, y de las estruc­ turas racionales, categóricas, finalmente. Se sobrentiende que las transiciones entre nexo, acto y las estructuras de cadenas objetivas, categorizantes, siguen siendo flujo noético, seelischen Fluidum, y que su entrecruzamiento, motivado por la realidad percibida y designada, fija los límites conceptuales o noemas. El hecho de referirse un término o signo a otro determinándose mutuamente (quien determina es determinado a su vez) presupone una moción interna de largo alcance hasta llegar a la energeia, la innere Sprachform y el innere Sprachsinn de Humboldt y sus comentarios en H. Steinthal. Tanto la Lingüística como la Filosofía presuponen esta fuerza interna y procesual en la facultad cognoscitiva. Puede decirse incluso que ésta es la vis, virtus, Potenz o energeia, la semilla que, constante, brota en un punto determinado del pensamiento como metáfora inevitable de su propia descripción, es decir, como recurso nominal ineludible cuando queremos ceñir mentalmente el pensamiento desde el lenguaje o deter­ minar en éste su razón constitutiva. El recubrimiento de Husserl solaparía el problema aludido si en el factor re del proceso no intuyera un fenómeno continuamente nuevo, que la Lingüística desatiende y la Poética procura rescatar del olvido. Sin embargo, tanto en las Meditaciones Cartesianas como en las Ideas directrices supone una misma forma temporal de captación en la síntesis de identificación intencional de lo otro u otro surgido en la conciencia al conocer, donde se muestra el Yo y, con él, ese Otro ya instancia segunda o alter ego, das zweite Ego, es decir, el Tú del Otro reducido al área o ámbito de mi Yo como estancia objetiva de algo Mismo. De tal conexión depende además la «comunidad efectiva» de lo que denominamos con el nombre M undo,5 idea constatada yá en Humboldt. El nombre adviene, viene dirigiéndose a esa comunidad efectiva como parte del Mundo que instaura, pues mientras no acontece tal efecto de concretud nominal no conocemos realmente lo ambientado o conocido. Al nombre le sucede lo mismo que al sujeto. Aparece en segunda instancia a través de algo que, entrando en escena, abre su dominio o ámbito y se reconoce como instancia primera del proceso, al cual atrae por contagio de lo otro que sigue adviniendo al Tú interlocutivo o alter ego, el cual queda así objetivado. Se produce evidentemente un efecto de contagio o sentimiento común porque la sensibilidad consciente se afecta en el ámbito propio. El Yo es alterado por otro Yo advenido como si (ais ob) fuera una cosa más, pero se muestra aún 5. E. Husserl: Cartesianische Meditationen, Hamburgo, Félix Meiner, pp. 96,132.

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objetivo en paridad de persona. Es decir, colocado como Paarung, apareado en el orden atributivo de su categoría, el Tú del Otro me afecta en modo persona, la modalidad de mi ver me o sentirme, con un ápice reflejo que lo envuelve en el decurso re que el nombre nombra. Tal me refleja el Yo en oblicuo como pre­ sencia suya de aquel «actuar común» con el Otro-Tú refrendado asimismo por Humboldt en la esfera circunscrita del hombre respecto del mundo. He aquí el proceso de Einfiihlung en grado de categorización objetiva, en el que, recordemos, las sensaciones se agrupan, forman nexos que se recubren y tal acto de superponer unos a otros reduciendo siempre atributos que quedan interpolados, en latencia, se entiende realizado en uniformidad de transcurso tem­ poral o tiempo también así recubierto, clausurado, categorizado (cata-agoreo), anunciado en el mismo punto de afecto o Einfiihlung. Y aquí irrumpe la crítica de Lévinas. Entre nexo de vivencias asociadas y acto que lo categoriza, o dicho de otro modo, entre re-pre-sentación y re-pre­ sentación así clausuradas, categorizadas, el tiempo sigue fluyendo, desnuclearizándose, desleyéndose, pues ninguna unidad suya une cuanto se fuga y se le escapa. Esa fluidez diacrónica de la re-pre-sentación oculta un desgarro o déchirure de representaciones. Lo que adviene en segunda instancia como re de una presentación ya presenta un punto más allá o más acá infinito de cuanto decimos categorizado, intemporal. Categoría que preside el mismo proceso siem­ pre que se repita igual fenómeno. Captamos, por tanto, la esencia en excedencia, la excendance de Lévinas. Tal crítica responde a un radicalismo absoluto y prevalencia inmemorial del contagio mundano del tiempo en la sensibilidad. Para Lévinas, el tiempo o temporalización adviene como en las raíces etimológicas. Sobreviene en morfemas por aglutinación -n ex o s-, derivación -expansiones colaterales-, metafonía interna de vocal o consonante -recubrimientos de voz- o por adjunción incorporativa de prefijos, infijos, sufijos, etc. El tiempo se dilata por golpe de voz o función amébica de la raíz en el medio que la rodea. Es un proceso de intususcepción, dice Amor Ruibal para distinguir el fenómeno inductivo y abstracto del verbal morfosintáctico. Y así acontece con el alfabeto al reducirse la imagen sonora y real del fonograma por principio acrofónico.6 Sólo queda el sonido inicial o la punta del tiempo desligada de la imagen que succiona. El contagio previo, la explosión radical del nexo primario, antepredicativo, previo por tanto al núcleo de identidad por recubrimiento hipostásico de sustancia, acontece sabiendo algo aún indefinido, algo X en conciencia refleja, donde se 6. M.-A. Ouaknin: Les Mystéres de l ’Alphabet, París, Éditions Assouline, 1997, p. 85.

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siente sin saber lo que uno piensa. Lévinas considera este hecho de pensar sin saber lo que se piensa.7 Hay un su o algo sabido8 antecedente cuya virtualidad abre en modo adverbio la sensación, a la que recude en proceso indefinido e infinito la conciencia alterando el dominio del Ego e intususcepcionando cuanto aparece en el horizonte de sus actos reflejos. Lévinas se opone al proceso de representación husserliano, y con él, indirec­ tamente, al de Bergson y Blondel, diciendo que el tiempo activo en la conciencia es para ellos en realidad conciencia del tiempo, un ente o noema cuyos atributos, cualidades, fluyen líquidos como partículas de un fluido cuyo movimiento es el mismo del tiempo. Habría un instante de claridad suprema en el que continente y contenido transparentan porque son la misma sustancia fundida.9 Imaginemos un fluido incandescente que, discurriendo, abre el propio cauce de su decurso y no sólo sobre el suelo en que acontece, sino molde y cristal también de sí mismo. Volviendo a una imagen anterior, pura ameba translúcida. Claridad refleja. Tal el discurso fenomenológico para Lévinas. A esto respondería incluso el se del pensar en modo adverbio sin saber que se piensa. Semejante se es procesual, el movimiento PRO del nombre como verbo. El se acusativo de construcción infinitiva que afecta al enunciado revertiéndolo al decir que lo traslapa. Es acusativo porque declina el proceso acusando un modo de realización que desgarra el tiempo como categoría. Llega incluso, como en castellano, a indeterminar e impersonalizar la acción discursiva sustituyendo al sujeto nominal y abriendo así un ámbito o campo lingüístico de pura procesualidad anónima, donde el sujeto se funde pasivamente con el objeto, la objetividad acusada, nominalizada.10 El pronombre se objetiva mejor que la dinámica del 7. E. Lévinas: «Le Moi et la Totalité», en Entre Nous, París, Bemard Grasset, 1991, p p .37-45. 8. E. Lévinas: «De la sensibilité», en Hors Sujet, Montpellier, Fata Morgana, 1987, p. 170. 9. E. Lévinas: «Diachronie et représentation», en Entre Nous, p. 181. 10. En tal sentido, el se incluso aproxima más la acción a lo personal que el infinitivo, con el que alterna en contextos prácticos. Al decir «Hay castañas» en un puesto de venta de frutos, entendemos además «a (para) vender». La sustitución por se («Se venden castañas») le confiere un valor tan neutro como plural por reflejo del número morfológico y del referente sustantivo. Esta amalgama obedece a la neutralización de la diferencia pronominal de persona (Yo/Tú) respecto de la objetiva Él, que, no obstante, ocupa se sintagmáticamente en posición preverbal. Se añade valor deponente y por ello declarativo al verbo y expresión en forma concertada: *«Son vendidos pisos», mejor que *«Pisos son vendidos». De ahí que resalte el valor pasivo de tales construccio­ nes. La neutralización se refuerza indefinida con el verbo en singular: «Se vende pisos», donde la sustitución de persona por acusativo resalta el proceso o acción implicada, tanto la declaración como lo declarado: el hecho de vender. Entonces, el pronombre se reactiva aún más, si cabe, en el fondo infinitivo latente y la pronominalización neutra de la acción con sentido de finalidad, a

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objeto, pues sólo es PROnombre y nunca llega a su extremo: la acción transcurre, acontece, vuelve a lo objetivo seyente, al il y a anónimo, rumoroso, elementos todos ellos de tercera dimensión no-personal, incluido el adverbio y, ahí, que absorbe también el aquí o ici de la nuclearización temática. El rumor sordo de il y a trasciende la hipóstasis o realmente la posibilita, pero transida ya de un forism o o efecto metazú que la significa sólo como asentamiento de un mundo posible, de un núcleo cuyo sentido consiste en desnuclearizarse. Por tanto, para Lévinas, como para Herder, Hegel, Amor Ruibal, Peirce y Heidegger, el sujeto temático de la acción, el núcleo de la conexión asociativa y, por supuesto, el lazo identitativo de ser en el juicio categorizante, son instantes reductivos de un proceso anterior en el que los predicados buscan sujeto como los actores de L. Pirandello salen en búsqueda del autor que los dirija drama­ tizándolos. Lenguaje y conciencia revierten el sujeto en objeto, y viceversa: el sujeto de juicio es su objeto. Los temas y predicados nuclearizados, las categorías, clausuran un período de cualificación adjetiva, adverbial, adjunta, epitética, dice Blondel, el fenó­ meno ad de cuanto se configura accediendo a un punto de re-cubrimiento que, curiosamente, desvela la sustancia. Los predicados y atributos nuclearizados, las categorías, son modos de presentarse la sustancia, instantes funcionales de su proceso. Por ello el ente resulta controvertido, pues traslapa un movimiento espiral que lo clausura en función predicativa de algo. Es la posición que le asig­ nan en la frase o enunciado situándolo - ic i- en un orden que revierte al mundo categorizando otros seres también entrevistos en el horizonte que lo engloba y donde se de-fine o con-creta. Cuando pierde de vista la traza o huella que lo sigue detrás del proceso que lo constituye confunde su hipóstasis con su esencia: se cree sustantivo olvidando el verbo y los adverbios que lo traslapan. Lévinas recupera así el momento originario de la raíz hebrea, el instante de explosión fónica y de implosión radical del primer aliento en el universo, como

veces incluso con valor demostrativo, como sucedía en latín al carecer esta lengua de pronombre propio de tercera persona, sustituido normalmente por id, ille, hoc, etc., por ejemplo cuando el cartel anunciado acompaña al objeto ofrecido: «Se vende: [digo, anunciamos que] esto es para vender». A tales matices de significación los acompaña además el carácter procesual de la lengua señalado por Humboldt. Le viene del «rumor» acusativo, aún latente, de la forma latina con infini­ tivo y otros usos sintácticos cuyo efecto se extiende al conjunto de la frase. Es anáfora en sentido catafórico. La finalidad implícita impide avanzar el proceso semántico de se hacia la reflexión de donde procede, pues en «Se vende piso» no pensamos que el «Piso se vende a sí mismo». Hay una moción agentiva latente que se ha fusionado con el acusativo de origen sin revertir fuera de la acción verbal. La acción se nombra.

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Blondel: la fonación articulada o entretiempo existencial cuyo entre son los roces, fricciones, oclusiones, lateralidades, punteo líquido, velar, dental, interdental, guturalizaciones parturientas, etc., del alfabeto también digital, señalativo de los elementos primordiales comenzando por el a lef o Potencia animal suprema, asimismo fuerza motriz originaria: «au commencement était le taureau»,11 y concluyendo, fin que nunca termina, por el signo de la marca o tau, que abre el campo de interpretación continua. La voz se grafía y la traza o huella deviene el fondo del lenguaje ya por siempre sonido icónico, simbolizado, y voz numerada. El lenguaje es hermenéutico e implica semiosis. Por eso el nombre se nombra. El acto nominal pre­ cede a la Sinngebung fenomenológica, cuyo sentido -h e aquí que el nombre se nom bra- revierte sobre el su o saber sabido que se piensa sin que uno lo piense. El sentido es donatriz, un don primario cuyo discurso consiste en descubrirlo retrotrayéndolo a su origen, ya irrecuperable, inmemorial. Por eso el discurso abre futuro en dimensión pretérita, de lo ya sido. Avanza retrocediendo, re-plicándose, donde el prefijo re y el enclítico se marcan como figuras suyas atisbos de un rostro nunca pleno. La gramática es iconoclasta: desfigura configurando, descompone posicionando, etc. Entramos en la inquietud permanente, en lo equívoco, en la asimetría de toda proporción homologada. Tal sentido originario se fundamenta siempre que advertimos el factor ad en el núcleo hipostasiado, pero el fundamento filosófico no es el origen, aunque resulte original. Lévinas recuerda la trasmutación de gramática en retórica. Las categorías son figuras de un rostro invisible. Subyace aquí evidentemente la alezeia de Heidegger, pero el principio alfa, aun siendo privativo en este caso, lo des-velado, remite a la Potencia animal de origen, la fuerza primitiva. He ahí el fundamento. Para comprender el lenguaje, la nominación lévinasiana, debemos entrar en la hermenéutica, adonde remite también la lingüística. Esa fuerza es racional para Husserl12 y se incrementa positivamente motivada por el peso de lo adquirido gradualmente, incluyendo en ello los contra-motivos,13 las lagunas, lo borrado o tachado, de donde emerge asimismo «una fuerza creciente» de percepción capaz incluso de atravesar «toda confusión y toda obscuridad sacando brío de su propia manquedad o carencia de plena consumación».14 En Husserl toda

11. M.-A. Ouaknin: L ’Alphabet, p. 101. 12. E. Husserl: Ideen zu einer reinen Phaenomenologie undphaenomenologischen Philo­ sophie, Halle, Max Niemeyer, 1928, p. 287. 13. Ibíd., p. 288. 14. Ibíd., p. 294.

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conexión o coligación posible activa una fuerza o potencia originaria aunque sea de parte a contraparte, de presencia y carencia. Por ello cualquier posición tética o X tematizable abre un horizonte que busca completud o evidencia por más que ésta aún sea sólo la intención de búsqueda, el arco de horizonte. La fuerza motriz originaria sobrepasa la misma sombra del infinito. Allí donde haya asomo de tesis, allí se configura un horizonte de evidencia aunque sea en vacío, pues será, en todo caso, la contrafigura o contraparte de un correlato, de una ley o principio de correlación constitutiva, donde el sujeto proyecta, como en Humboldt y G. Gerber, su propia energía sobre lo tematizado, es decir, cubre con su figura energética, potencial, el rostro invisible de la ausencia. El modo de proyección arropa lo ausente y el mismo gesto proyectivo sirve de confirmación suya. Al Yo siempre le cabe el recurso de ser el «sujeto de la espontaneidad» del acto,15 su agente. De esta manera, todo término o concepto halla un correlato intuible en la coherencia y cohesión de la frase o discurso. Por eso Husserl establece un algoritmo de correlación proporcionada entre la región objetiva o categoría de objetos, un tipo fundamental de sentido o de proposiciones y un tipo fundamental de conciencia donatriz originaria, al que se adjunta, desde el mismo fondo, y como criterio suyo, un tipo fundamental de evidencia originaria, motivado a su vez por una donación correspondiente de igual índole: objeto, sentido, concien­ cia, evidencia. Si el don es originario, el tipo consecuente viene prefigurado a priori por el género a que pertenece.16 Es decir, la evidencia se autojustifica en el origen de su actualidad o como derivada de ella, aunque sea en su contraparte. Hay siempre un motivo evidente por el hecho de que algo se propone. Husserl concibe tres momentos en el modo de actualidad noemática o manera de darse el dato de conciencia, que se presenta en tipos discretos, como sucede asimismo en la fase fónica del lenguaje, y así lo entendió además, unos años antes, Amor Ruibal. Tales tipos presuponen la abstracción de los cambios que testifican, dice Husserl, «una continuidad fluyente» en cuyas mutaciones subsiste «un núcleo esencialmente común».17 Los cambios operados en el nivel noemático se corresponden con los del noético y tal correspondencia es común,

15. Ibíd., p. 253. 16. Ibíd., p. 288. 17. Ibíd., p. 254. Cf. Á. Amor Ruibal: «Introducción», en R Regnaud: Principios Gene­ rales de Lingüística Indo-Europea. Versión española, precedida de un estudio sobre la Ciencia del Lenguaje, Santiago, Tipografía Galaica, 1900. Edic. facsímil del Consello da Cultura Galega, Santiago de Compostela, 2005, pp. 75-76, nota 1.

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discreta, a pesar del flujo prelatado. Y así, lo común resulta en el noema «un quid, un sentido idéntico» que tiene en lo noético, se sobrentiende, su propio correlato objetivo, aunque no coincidan. A tal correlación noético-noemática, el quid o sentido de los entes comunes, añade aún «la forma total de articulación por tesis y antítesis». Lo correlatado, el sentido y su fuente objetiva acontece dialécticamente articulado en oposiciones temáticas, es decir, en conexión de sintaxis semántica: ser/no-ser, positivo/negativo, sentido/sinsentido o contrasentido, etc. A esta dialéctica de correlatos en cadena procesiva pertenece también la contraposición de luz y sombra, el oscurecimiento precedido de claro-oscuro, aquellas partes no visibles, no controladas por la fuerza expansiva, pero de algún modo asimismo activas en el proceso general de síntesis y constitución objetiva. El cambio y mutación de tipos discretos o de noemas supone franjas oscuras, transiciones en penumbra, dominios no controlados de la proto-doxa o cualidad actuante en la sensibilidad como proto-tesis antepredicativa, el predicado que Amor Ruibal y Ortega y Gasset anteponen a la tematización espontánea del sujeto. El contacto o taxia sensible del mundo comporta una posibilidad configurativa y esto es algo positivo aunque se trate de la ausencia o invisibilidad del objeto intuido. A la semántica y sintaxis categorial la preceden franjas difusas, espectros y fronteras transicionales cuyo horizonte se deslíe con frecuencia. Husserl admite en el fondo una puridad neutra, posible, por más que se trate aún del flujo anónimo del tiempo en la conciencia. Una fluencia sin ruidos ni contrastes de la vivencia originaria, a la que Lévinas antepone incluso el il y a, también neutro. Pero como este fenómeno es más imaginario, deducido a posteriori, que real, tiene en sí la posibilidad que le confiere el hecho de ser interrumpido por el cogito que lo trabaja u obra con y desde él. Comporta la posibilidad ideal de modificación de aquel fluido pasible. Pues bien, la entrada del Yo consciente como cogito, el cual dormía suspendido como corcho, sin peso aparente, en las aguas plácidas de la conciencia, introduce, como sucede ya en G. J. Baumgarten, un corte o circuncisión radical. El «darse cuenta de» implica lo no contado, lo que precede y no entra en el acto de caer en cuenta de. Al cogito cisorio le corresponde un «cogito impropio»,18 al noema de aquél un contra-noema, al «acto real» del primero una sombra en el segundo, es decir, «un simple reflejo de la acción». A su vez, los correlatos de estos actos son, en el real, «la acción no modificada», asimismo real, es decir, la pura posición de la raíz en su origen intelectivo: presencia limpia del flujo ante la mente; y en la sombra le corresponde nada menos que el «pensamiento simple» de esa acción 18. E. Husserl: Ideen, p. 233. 258

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o presencia ahora ya modificada. El pensamiento irrumpe alterando el flujo consciente y toda esencia por él constituida lleva dentro ese modo alterado, ya por siempre contra-esencia o lo contrario de aquella limpieza neutra. Todo ente tiene por esencia la sombra de su pureza, viene a decimos Husserl. Lo modificado acontece en sombra. La gramática es su articulación en reflejos de claro-oscuro y penumbras. El concepto, el reflejo, el retrato, forman parte de la fenomenología del simulacro vano.19 Husserl clarea la oscuridad, no obstante, con la correspondencia de la sín­ tesis continua de concordancia o realidad verdadera - la que toca el origen de la acción aún no modificada, pero el toque mismo ya la predispone- y la síntesis homologa de conflicto o «simulacro vano». La correlación constituye y alumbra la sombra. Fluimos acordes al ritmo del flujo oscuro de la caverna, donde la sombra baila en los muros ciegos al son del fuego que, a nuestras espaldas, la proyecta cara a cara. De aquí parte Lévinas. La correspondencia es asimétrica, pues lo pensado desborda el contenido del noema y el «corte radical» saja el centro de la esencia y del ente. La sombra del acto lo ensombrece y, por más que alargue el horizonte de su realización objetiva, más crece la contraparte. Para Husserl toda materia tiene su, diríamos como en la física actual, antimateria, así como todo enunciado o cifra, observa B. Gracián, tiene su contracifra. La desproporción entre ellas impide, según Lévinas, cualquier apoyo o fundamento objetivo que se precie. La correspondencia noético-noemática de Husserl contiene un entretiempo cuyo intersticio resulta insalvable analógicamente. Cuanto Husserl fía al horizonte de completud y evidencia es abismo inmemorial en Lévinas, pues lo concreto y tematizable desplaza aún más tiempo retraído, abismado en su propio agujero negro. Lo único fiable, más -ble que fiducia, es el rastro de sombra, la huella -tra c e - que desnucleariza la entidad y deja al desnudo el nunc de toda presencia y la manquedad en que se apoya como pasado y recuerdo siempre en pos de sí mismo. Se abre así un futuro en el pasado y toda proyección ontológica hacia el arco de horizonte, en sentido lineal, serán puntos suspensivos del aún no que nunca llega y ahonda aquel otro futuro del pasado hendiendo también la creencia protética del presente: la realidad y su sombra, titula Lévinas uno de sus artículos más importantes en tal sentido.20

19. Ibíd., p. 318. 20. E. Lévinas: «La réalité et son ombre», Les Temps Modernes 38, noviembre de 1948, pp. 771-789. Incluido en Les Imprévus de l ’Histoire, Montpellier, Fata Morgana, 1994, pp. 123-148.

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Hemos analizado en otro estudio las consecuencias del corte radical y de la asimetría de correlación que desrealiza con su entretiempo la firmeza dóxica del presente. Lo que correlaciona en Husserl descentra aquí y Lévinas opone entonces a la intencionalidad fenomenológica el infinito e indefinición de la huella; a la saturación intuitiva, la alteración siempre inquieta de la intención y el exceso desbordante de su contenido, que es el inverso del ontológico: des­ contiene más que contiene; al sonido concreto del fonema, sílaba o palabra, la resonancia fónica, que trasciende la pausa inmanente y el mundo clausurado del lenguaje.21 A la conciencia proporcionada y luminosa le contrapone la urgencia extrema de la responsabilidad, una prontitud que nunca llega a tiempo y, sin embargo, siempre va delante de sí misma; responsabilidad que, por tanto, nunca se pliega del todo sobre sí porque el tiempo que no alcanza la desborda. Frente al sí mismo o soi de la conciencia temática, lo otro, el Otro que la altera: pura irrequietud del tiempo frente a la pureza intacta de la acción noética sin embargo disponible a una factual modificación en su esencia. De todo ello deriva, a su vez, la contraparte del signo correlativo como huella o trace. Entre significante y significado hay irrectitud y, según veíamos anteriormente, desgarro. La correspondencia interna del signo desdice con su asimetría la creencia tética y protodóxica. A todo Dit o Dicho del lenguaje lo traspasa el Decir (Dire) iliativo. Se trastoca entonces la semántica lingüística, pues el significado significa más por lo que oculta o no dice -lo infado de Ortega y G asset- que por lo dicho, si bien éste sirve de guía para rastrear aquél, que lo desmiente de continuo.22 El significado de lo dicho no miente porque diga lo contrario de lo que piensa, sino porque afirma y cree -d o x a - un engaño. Es inge­ nuo. De ahí la necesidad continua de interpretación hermenéutica, la exégesis de circunstancias, prejuicios, premisas, vigencias, del entorno que rodea y constituye al ente como siendo, lo que rebaja al ser en su promesa de más ser, más o plus que es un m enos, minus. El ser se retrae en todo aquello que lo dice como dicho suyo. Se busca e instaura simétrico, pero su medida o metro reclama la justicia de lo singular inabarcable, desmesurado. El significado intencional aún exige justicia de origen. El lenguaje se constituye ética y poéticamente.

21. Por debajo de la gramática, su coherencia y cohesión, la cualidad sonora del verbo poético horada «los muros de la inmanencia» y trastorna el orden establecido, advierte Lévinas en la escritura de M. Blanchot (E. Lévinas: Sur Maurice Blanchot, Montpellier, Fata Morgana, 1975, p. 39). 22. Cf. A. Domínguez Rey: La Llamada Exótica. El Pensamiento de Emmanuel Lévinas. Eros, Gnosis, Poíesis, Madrid, Trotta-UNED, 1997, pp. 191-194.

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En la semántica formal prevalece entonces el equívoco, la paradoja, y dentro de la entidad captada se abre un enigma. El decir es, como el ser, enigmático. Se pliega y encierra como soi en un sujeto que realmente sujeta cuanto se le escapa y hace de ello discurso, aquella síntesis dialéctica que contrapone, sin asumirlos, correspondencia y conflicto en Husserl, quien la refiere en un momento determi­ nado como explosión por carga de contrarios en su núcleo -explosión atómica dirá luego Ortega y Gasset de la m etáfora-, la cual fragmenta el sentido pero convierte la energeia desarrollada en nuevo arco de horizonte, según Husserl. El Yo del soi es referido por el Yo (moi) en atención a Otro. Se declina acusándose en responsabilidad ante Otro que lo inquieta. Moi y soi son más reales que Je, pues la referencia de éste ya es un soi de mí mismo o moi. Son más reales porque están en relación asimétrica con toi y lui, la dirección real e intersubjetiva del habla, que vive siempre de y en los pronombres. Hablamos en acusativo y no en caso nominativo. Así sucede en lenguas romances. El enigma comprende la dialéctica de Dit y Dire en una complicación primero indefinida y siempre infinita. El Dire deslíe la correlación significante/ significado y se retrae cuanto avanza al pensar la acción que lo constituye como «pensamiento simple», según nos dice Husserl. En tal sentido, el pensamiento que piensa la acción aún no modificada se piensa a sí mismo un poco más allá o más acá de lo pensado. No iguala el acto con lo en él contenido, si bien capta un instante ideal suyo necesitado de una correlación oscura, ciega, pues sabe que algo lo actúa y esta ciencia le basta como afirmación evidente. Es, en realidad, «palabra pensada», como dice San Agustín. La captación del primer atisbo de una ciencia basada en la acción fluyente del pensamiento es verbum. El pen­ samiento se pliega sobre sí mismo actuando, operando una palabra mental. No puede fijarse sin marca y, de hecho, ya Husserl define la expresión como forma de conceptualidad, lo cual viene a ser como la huella o el halo de la noesis en el sonido verbal o Wortlaut. El sonido se tom a significante porque la concepción no existe sino expresándose, desbordando por presión interna, lo cual la convierte en Logos.23 Y esta exuberancia permanece de algún modo para Lévinas como

23. E. Husserl: Ideen, p. 420. El tránsito de sonido a significante ya lo anotó Humboldt, cuyas reflexiones sobre el lenguaje, ampliadas por G. Gerber, son reconocibles en las de Husserl, quien desarrolla como filósofo las intuiciones e ideas del lingüista. La Filosofía y Lingüística modernas guardan deuda notable con Humboldt, alguna reconocible -N . Chomsky-, otras tras­ lapadas aquí y allá de modo vario, como en M. Merleau-Ponty. Amor Ruibal afrontó a comien­ zos del siglo XX, y antes de iniciar sus reflexiones propiamente filosóficas, el fundamento científi­ co de la Lingüística desde la tradición cultural literaria y filológica. Ya entrevia la importancia del fundamento lingüístico y la trascendencia de sus relaciones con el pensamiento. Véanse, además

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transcendencia fónica, significante, pues lo actuado en la concepción es más profundo que lo concepto. Esta profundidad sigue sonando y es significante o Decir insomne, siempre despierto.24 La deconstrucción que Lévinas hace del signo y del nombre partiendo de aquella ciencia sabia que deja un su, algo sabido antepredicativamente, anterior a toda lógica, sigue muy de cerca el análisis homólogo de San Agustín en De Dialéctica, De Magistro y De Trinitate fundamentalmente a propósito del enigma que todo este fenómeno supone, procedente además de un magisterio o docere que nos remite al aprendiz que aún somos respecto del M agister traslapado en el lenguaje. Son palabras y conceptos también comunes a Lévinas, el kérygma mediático del enigma, el mandato de un maestro que alza la mirada por encima de voces y letras hacia el entorno que las impulsa, etc. La palabra implica a alguien que la prolata, un magisterio, y que nunca se presenta en el tiempo que induce,

del libro ya citado, Los Problemas Fundamentales de la Filología Comparada. Su Historia, su Naturaleza y sus Diversas Relaciones Científicas, primera parte, Santiago, Tipología Galaica, 1904; ibíd., segunda parte, Santiago, Imprenta y Encuademación de la Universidad Pontificia, 1905. El Consello da Cultura Galega reeditó en facsímil los dos volúmenes (Santiago, 2005). 24. La cualidad sensible del sonido antecede de este modo a la configuración visual del mundo y manifiesta algo irreductible a sus esquemas, lo cual nos distancia de la performance actual de la lingüística con sus matrices y parámetros tabloides, cuyos principios constriñen el fundamento que los sustenta y a la par cuestionan, como Lévinas, caso curioso, la intencionalidad semántica en aras de una computación interna cuyo producto aduce la praxis como principio suyo operativo. Este recurso pragmático obedece, sin embargo, al agotamiento entrópico de la reducción intencional al limitar la potencia de su energía a otra muestra sofisticada y analíticamente más comprehensiva de su horizonte (cf. N. Chomsky: New Horizons in the Study ofLanguage and Mind, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, p. 132). Con ello no se recupera ni activa la exuberancia aún incontrolada e incontrovertible del lenguaje, sino que la reducen, pues sólo atienden al cómputo figurado. Admiten, con todo, el reclamo de la praxis en cuanto germen del circuito. Lo que parece recuperación por exceso cuántico resulta, no obstante, precipitado económico de la reducción aún mínimamente posible del esquema y sus reflejos más inmediatos, imperativos, sin advertir en ello que, efectivamente, el pragma reclama un origen cuya potencia aún lo subtiende más allá de su producto figurado, como un espectro alógeno que lo convierte en otra forma de categoría. Hay una imagen, al menos, que, producida, revierte los índices de reflexión más allá de su fuente y foco creando así un agujero insondable en la lente y azogue del espejo. El lenguaje ya prefigura su praxis, pues procede de ella y lo asiste en todo momento como Decir suyo implícito. Dice, por el contrario, Lévinas: «Le son, tout entier, est retentissement, éclat, scandale. Alors que, dans la visión, une forme épouse le contenu et l ’apaise, le son est comme le débordement de la qualité sensible par elle-méme, l’incapacité oú se trouve la forme de teñir son contenu -une véritable déchirure dans le monde- ce par quoi le monde qui est ici prolonge une dimensión inconvertible en visión. C ’est par la que le son est symbole par excellence -dépassement du donné-. Si cependant il peut apparaítre comme un phénoméne, comme ici - c ’est que sa fonction de transcendance ne s’impose que dans le son verbal (...) Le son pur est verbe» (E. Lévinas: Hors Sujet, p. 219).

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un enigma. Lleva dentro el eje de una relación tensiva e intensiva -tensión que la extiende y replica intensa-, un ámbito pronominal de resonancias que le re­ cuerda al nombre el factor PRO de donde continuamente procede. Como siglos después en Lévinas, la última función del lenguaje es para San Agustín la de pronombre. Y por ello se interpreta con asistencia continua de significante, pues no se separa, dice Lévinas, del signo que emite y fundamenta.25 San Agustín toma el concepto de enigma de San Pablo, quien diferencia entre el conocimiento especulativo por semejanza de nosotros mismos, lo que vemos de algo o alguien en un espejo y «como en enigm a», y el conocimiento directo de Dios, «cara a cara»,26 con el que coincide Lévinas, si bien el proceso y explicación cognoscitiva difieren en esto fundamentalmente. El espejo es la imagen clásica y el enigma, dice el santo, «una semejanza oscura, difícil de per­ cibir».27 Esta oscuridad de base en la imagen recuerda el claro-oscuro y sombra de Husserl y Lévinas. En realidad procede, en parte, de la cueva platónica, pero, en otra parte, y doblemente aún, aquí como allí, de la oscuridad sensitiva operada inconscientemente en el supuesto cognoscitivo a lo largo de la existencia y del trazo invisible que la voz creadora deja e imprime en el texto que inaugura. Hay una grafía originaria en el subsuelo del alma o de la conciencia: una impresión primera que induce mociones de copia en un caso, el de Platón, y de apertura enigmática de algo antes desconocido pero que estaba ahí como llamada o so­ licitación oculta de nuestra propia entidad. Platón completa el trazo impresivo del gramático mental con la acción expresiva de un pintor que forma la copia del objeto conociéndolo en ese mismo instante.28 San Agustín descubre, en cambio, una apertura originaria que revela, digamos, un ámbito inédito o lugar libre en el que asoma algo indeterminado pero determinable, dicibile. Es el ámbito de libertad innata del hombre, que, descubierto, se dice y no puede no decirse: se asiste de inmediato, como el significante lingüístico de Lévinas. Tal es «el gran enigma: no ver lo que no podemos menos de ver».29 La visión de ese espacio original es la del pensamiento que reconoce su libertad como algo propio e intransferible, singular. De ella depende la creación propia del entendimiento según el sentido que adquiera con sus actos.

25. E. Lévinas: Totalité et Infini. Essai sur l ’Extériorité, La Haya, M. Nijhoff, 1961, p. 98. 26. S. Agustín: De Trinitate, XIV, 17, 23; XV, 8, 14, en Escritos Apologéticos (2.°). La Trinidad, Madrid, Biblioteca de Autores Católicos, MCMLXXXV, pp. 688,719. 27. Ibíd., XV, 9,16, p. 723. 28. Platón: Philébe, 39 a b c, en Oeuvres Completes, París, Gallimard, 1950, pp. 591-592. 29. S. Agustín: De Trinitate, XV, 9,16, p. 723.

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Tal visión es para San Agustín palabra interna, verbum, denominación en la que hemos de entender, por una parte, el verberare {De Magistro, V, 13) o batir del aire articulado, y por otra la acción denominativa, significante, del verbo lingüístico, lo que une, distiende como acción mental el proceso de las denominaciones. Le denominación sonora procede por impulso de la moción vibrante e inquieta que la libertad induce en el conocimiento como dicibile. San Agustín comprende inicialmente en la dictio este aspecto potencial de lo decible y el verbum o vibración acústica ante la res o cosa {De Dialéctica), pero verbum denomina después el proceso desde el fondo cognoscitivo y equivale tanto a palabra como a nombre, en este caso desde la raíz no se de noscere, procedente, por tanto, del acto mismo de conocimiento. He aquí el fondo procesivo, metonímico, del lenguaje, lo que Husserl denomina primero expresión y luego «pensamiento simple» o acto de la acción mental, en cuyo pliegue surge, entendemos nosotros, la palabra como producto suyo. San Agustín es aún más preciso. La moción inducida mentalmente al sentir la realidad con los sentidos se abre como posibilidad cognoscible, un posible que, aún no pensado en acto, puede conocerse: una ciencia en ciernes que San Agustín relaciona con la eterna de Dios ínsita de algún modo en el alma y de la que podemos prescindir aquí limitándonos al fondo del conocimiento. Tal posibilidad del pensamiento es verbum: «ideo iam vocandum esse verbum quia potest esse verbum».30Lo delimita además preguntándose lo siguiente: «Quid est, inquam, hoc formabile nondumque formatum, nisi quiddam mentís nostrae (...)?». Lo posible es formable y, esto, algo ya de nuestra mente. El factor -ble resulta decisivo. Describe la moción y su función interna, metonímica, pues lanzado de una a otra parte, inquieto -irrequietud de la forma formándose: verbero-, «ad id quod scimus pervenit, atque inde formatur, eius omnimodam similitudinem capiens». Y entonces ya resulta significable, significabilis. Estamos ante un saber o scientia prelatada, anterior al pensamiento que la capta, su trasfondo cenestésico y kinésico, el plexo de las síntesis pasivas husserlianas, el elemento noético de Blondel, el su de la sensación lévinasiana y, al mismo tiempo, el transcurso nominal o nombre de la mente, el verbum mentís aún no prolatado, «profecto», sin la palabra pensada del signo lingüístico, pero dicente, pues se pronuncia en el corazón: «ut quomodo res quaeque scitur, sic etiam cogitemur, id est, sine voce, sine vocis cogitatione, quae profecto alicuis linguae est, sic in corde dicatur».31 30. Ibíd., XV, 15, 25, p. 745. 31. Ibíd.

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Tal es el núcleo del pensamiento y del nombre, que luego repetirá Nicolás de Cusa como formalidad del conocimiento. San Agustín realiza entonces una descripción detallada del proceso lingüístico a partir de este fondo. Las palabras del corazón, «locutiones cordis», son los pensamientos o cogitationes dotadas de aquella derivación adverbia que las vuelve significables. Los sensibles auditivo y visual, de la palabra y la cosa, cofluyen en la visión o locución mental: «utrumque unum est».32 El ojo escucha, dirá Lévinas. El oído ve. Luz acústica y mental. Existe, pues, un conocimiento de la palabra anterior a su emisión y a que las imágenes de sus sonidos se vuelvan conocimiento impulsadas de aquí para allá: «sonorum eius imagines cogitatione volvantur» ,33 El conocimiento así prelatado es palabra universal, un universal en potencia en tanto no pertenece a ningún idioma concreto. Protopalabra. Por más que los intérpretes insistan en diferenciar el acto locutivo y «pre­ fecto» del verbum mentís, de lo que éste comporta como acto intelectual, la cognición ya implica el factor -ble y el «quiddam mentís nostrae» que afecta al presente del conocimiento en la raíz nosc y en la base radical de (sc)ientia. Lo consecuente atañe incluso al hecho de pensar el sonido como imagen de verbum, que es, respecto del Verbo divino, speculum, pero algo ya PROnombre, quiddam, intermedio entre sustantivo y adjetivo. ¿Qué otra cosa puede ser el dicho sentimental o «quod in corde dicimus» una vez que el pensamiento ha sido informado «ab ea re quam scimus» sino la moción sentiente que el proceso induce en el tropo cor como boca del pensa­ miento? El tropo indica la adhesión del compuesto cognitivo: el s í del ánimo.34 Tal boca es el latido, el movimiento rítmico y consiente del corazón. El verbo prelatado significa el pulso de la sensación, el punto de todas las líneas y ritmos posibles. El conocimiento comienza en tropo, lo que viene o llega a fenómeno de un enigma a través de y hacia: «Et tune fit verum verbum, quando illud quod nos dixi volubili motione iactare, ad id quod scimus pervenit, atque inde formatur, eius omnimodam similitudinem capiens».35 Es aductivo y perlocutivo. 32. Ibíd., XV, 1 0 ,1 8 , p. 726. 33. Ibíd., XV, 10, 19, p. 727. El verbo volvo indica este movimiento alterno así como el

de quiddam o algo de nuestra mente, lo que atribuye a la imagen sonora, antes de Humboldt, un carácter mental, aspecto luego rebajado por Saussure al reducirlo a fenómeno psíquico intermedio entre la impresión sensible y el contenido semántico, cuyo valor no se desentiende, sin embargo, de este aporte de la mente al concebir el sonido como imagen, pues el pensamiento la forma para su propio transcurso. 34. Ibíd., XV, 11, 20, p. 731. 35. Ibíd., XV, 15,25, p . 745. Aquí ya prefigura San Agustín la fuerza proyectiva de la mente sobre las cualificaciones percibidas a modo de sujeto suyo y dotado éste, por ello, de moción activa,

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El hecho de que San Agustín use los verbos iactio y volvor para describir la reverberación de aquello algo mental o quiddam formable que nos lanza con impulso voluble («volubili motione») a su determinación y describir asimismo la moción conceptiva de las imágenes sonoras del verbum («cogitatione volvantur»), refleja la presión interna, expresiva, del acto cognoscente respecto del pensamiento informado por las cosas. Sucede algo semejante con la frónesis o nóesis traslativa de Sócrates en el Crátilo platónico: las cosas reciben sus nombres en la corriente del devenir.36 Y en esto consiste la sabiduría o sofía: «pegarse a la traslación».37 La traslación, arrojo, rodaje y desarrollo dejándose llevar -ta l es el campo conceptual de las expresiones léxicas agustinianas- acontecen en aquel espacio de libertad inducido tan pronto algo tacta el sentido. Lo conformado se retiene en los silos de la memoria y se forma como en nido propio: los cunabula verborum. El apego, la proximidad y el tacto significan en Lévinas el desapego de la taxia, su exotismo, pues reclama, solicita el impulso antecedente de la moción. En San Agustín es mental y a la vez emotivo y su unidad acontece desvelando una ciencia «que es norma de vida», donde el sí es sí y el no, no: Est, est y Non, non, todo ello en el movimiento espontáneo que transforma nuestro conocimiento hasta alcanzar el cara a cara de San Pablo.38 La homología con Lévinas resulta a todas luces evidente, si bien cuanto en San Agustín es punto positivo del primer radical etimológico resulta en Lévinas repliegue y retracción contraída. La fuente inductora está, como en Platón, más allá del ser. Es el Bien o el Amor que incita con el impulso cordial a moverse y a obrar, naturalmente anterior o prius natura al conatus entitativo de la metafísica. Existe un punto común de tacto o primera inscripción en el espíritu de algo que lo mueve y prolata, pero las direcciones y sentido de la moción divergen en uno y otro autor según las tradiciones culturales de que parten, cuyo desa­ rrollo se entrecruza, sin embargo, en épocas y ocasiones históricas. La palabra cordial y pensada de San Agustín remite al transfondo griego de la patrística, pero también, con San Pablo, al remanente de la exégesis hebraica del Antiguo Testamento, donde palabra y pensamiento forman unidad de vida cultural como el Logos de los griegos. Asimismo, el su o mundo previamente sabido de la

agente, que Humboldt cifra como instante energético del verbo ser y luego glosan Gerber y otros lingüistas y filósofos de la época. 36. Platón: Cratyle, 411c, 412a, 436c, en Oeuvres Completes, pp. 649,650,684. 37. Ibíd., A\2b, p. 650. 38. S. Agustín, De Trinitate, XV, 11, 20, p. 731; XV, 11, 21, p. 732.

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sensibilidad y el acercamiento próximo pero no confundido del aliento en Lé­ vinas refleja el trasfondo filológico, también exegético, literario y étnico de la tradición semítica, donde la palabra corazón designa al mismo tiempo, advierte Marcel Cohén a Blondel, sentimientos e ideas.39 La divergencia queda clara en el trasfondo filológico de esta cultura, cuyo resumen esboza Blondel partiendo de un libro de Louis Massignon, experto en islamología, sobre La Pasión d'A l Halláj.40 Blondel es consciente del giro que él mismo aplica para su filosofía a los principales fundamentos de esta tradición concebida como «génesis espiri­ tual», que son además los mismos que encontramos en Lévinas, de tal manera que ambos filósofos emprenden rutas diferentes a partir de un punto común de encuentro. Las tesis o fases básicas que aquí nos importan del libro de Massignon citado por Blondel son cuatro.41 En primer lugar, la receptividad pura e interna de la iluminación divina sin determinación positiva, que tiene por equivalente en Lévinas la recepción extremadamente pasiva de la sensibilidad y sus consecuen­ cias. En segundo, la vía negativa de acceso a una prenoción de algo que excede con sólo su atisbo y que salvaguarda, por ello, la inicial unidad ahí presentida y primera, lo cual implica rechazar «los movimientos individuales de pensamiento (opinión, duda, reflexión) como sugestiones diabólicas». Este punto resulta de gran importancia y merece un paréntesis por cuanto esboza el trasfondo cultural y ascético, incluso podría decirse místico -n o de­ sarrollamos aquí este tem a-, de la epojé fenomenológica; la tesis, por ejemplo, de neutralidad y de las modificaciones de la proto-doxa en Husserl, claramente especificadas, así como la fuerza activa del proceso según un movimiento de precisión abstractiva que, en realidad, desciende al tacto inicial de aquella im­ presión o huella habida en la mente, el quiddam mentís nostrae de San Agustín, inducida por el sensible espontáneo del mundo. Es un momento fundamental de la concepción filosófica, rastreable en Santo Tomás, el escotismo, Kant y, por lo que vemos, en la Filosofía contemporánea. Nos interesa resaltar, no obstante, la base común de encuentro filológico, literario y reflexivo de cultura, pues se

39. Consciente del problema filológico subyacente en el análisis del pensamiento, Blondel pidió informe a diversos expertos sobre las relaciones culturales, lingüísticas, literarias y con­ ceptuales del entorno del lenguaje y el pensamiento, entre otros a M. Cohén. Cf. M. Blondel: La Pensée, pp. 226-227. 40. Es la tesis del célebre islamista, presentada en París en 1922, y que consta de dos partes: La Passion de Husayn ben Manssur al-Halláj, Martyr Mystique de l ’Islam y Essai sur les Origines du Lexique Technique de la Mystique Musulmane. 41. M. Blondel: La Pensée, p. 228.

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trata del fondo real de la Lingüística y la Filosofía necesitadas de un fundamento epistemológico que las justifique frente a la Razón soberana de la Ciencia mo­ derna. Entenderemos mejor así el esfuerzo de Lévinas por dotar al Humanismo y a la esencia racional de otro concepto de Ser y Hombre. La tercera fase que Blondel recoge del libro de Massignon coincide con el centro intelectual de San Agustín. A medida que nos adentramos en el proceso así inducido buscando algo que determine aquella impresión primera, se descubre y germina la verdad por y a través de este desarrollo personal, que, según nues­ tra tabla de equivalencias, corresponde a la inspiración exótica, no la artística racional, y sabiduría interna, secreta, de Lévinas, y al concepto de excendance. Es la base también del Humanismo que propone este filósofo.42 Por último, la separación que, por vía negativa, se revela respecto de la unidad inicial y con el rechazo de cuanto nos desvíe de ella, resulta condición del bien al que accede el espíritu o que le insufla Dios directamente. Es la otredad absoluta del Ser y más allá de la esencia como Bien según Lévinas, que nunca se da en unión mística, a diferencia de la tesis respectiva del cristianismo. De este modo, tanto pensamiento como lenguaje desbordan lo que con­ ciben, contienen y concretan. El pensamiento ya no puede prescindir entonces del lenguaje para nacer, pues en éste convergen naturaleza, intelecto y espíritu, resume Blondel, cuyas observaciones avanzan sobre este fondo más de un as­ pecto común con Lévinas, por ejemplo el intersticio del tercero o Tiers, donde la simetría del Dicho pide en justicia la intransferible e incontrovertible realidad del individuo. El verbum agustino reclama también el Decir de Lévinas por cuanto la dinámica del signo constituido mira en su espejo adivinando el momento origi­ nal y perfectivo. Las palabras contienen aquella moción que las repliega hacia el origen a medida que nombran y, al hacerlo, se nombran singulares, pues el espacio interno de su volteo -vo lv o r- en los silos de la memoria acontece en los cunabula o nidos verbales como abertura irrepetible, siempre renovada, otra, más allá de los dichos y significados convencionales. Lévinas opone a la presencia agustiniana la sombra que oculta algo ya perdido, pero es indudable que el visage presentido en los rastros o traces que deja tras de sí como figuras tiende al facea-face ya preconizado por Lévinas. El nombre que se nombra tacta de continuo

42. Cabe incluso traer a colación «1 ’autre allogéne» y la «onde exotique et supréme» que irradian en la concepción de Blondel como dones aún naturales y autóctonos de la acción huma­ na hacia otro orden en ella misma excedente (M. Blondel: L ’Action. II. L ’Action Humaine et les Conditions de son Aboutissement, París, Librairie Félix Alean, 1937, pp. 382, 388).

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el trazo o gramma inscrito, igual que el platónico, en la mente como sabiduría o su de un fenómeno enigmático, inmemorial. Sin esa traslación envolvente los nombres serían pura repetición mecánica sin fundamento que los explique. La nominación renueva la entropía del resto que la instrumentalización económica del lenguaje comporta en el mercado del hombre con el hombre. La formación que el verbum mentís y el Dire fundan como donación de sentido en el acto de conocimiento o noscere y en la scientia del (sc)ire categoriza etimológicamente lo nombrado como nombre. Pero lo aquí declarado en alto -catagoreuo- es kérygma, presencia de algo precedente, sólo recuperable en los trazos de la imagen y del espejo hasta que se alcanza el cara-a-cara. Al nombrarse, el nombre se espacia, distiende, pero retraído siempre respecto de sus posibles nominados. Lévinas pudiera recriminar a San Agustín el valor trópico de las imágenes que revierten entre sí en el espacio interno del verberare, pero precisamente es la libertad así abierta el origen de la búsqueda y ésta ya presupone actitud positiva de conocimiento. Lo posicional dirige, efectivamente, pero su instante ilativo no pliega, dice Lévinas, el proceso clausurándolo en esencia. Sería una detención que lo atrasa. Ambos autores nominan el infinito y un esbozo puntual e inicial­ mente lo Mismo de algo, en neutro para Lévinas, de tal modo que la identidad posible así consignada es sólo instante de la diferencia que la desnucleariza. Y este argumento lo esgrime frente a Husserl, Heidegger, la teología cristiana y el arte que iconiza los valores espirituales, pues la ética no produce armonía idealizada de formas para que éstas reviertan sobre sí mismas creando ídolos de contemplación, sino la paradoja del infinito en lo finito o lo heterónimo de lo autónomo.43 Al nombrar la multiplicidad que la forma singular del nombre identifica como ley interna suya, según Platón,44 el valor signo del lenguaje que Lingüística y Filosofía repiten desde entonces a través de autores no tan fecun­ dos, es nombrado él mismo como nomen u nomos de un fondo que lo prelata. El metalenguaje ahí implícito resulta interioridad conceptiva de palabra. El nombre predica entonces de todo sujeto el mundo anónimo y la relación que lo retrae a un origen ya no explicable para Lévinas en sus denotados, connotados

43. E. Lévinas: Autrement qu ’étre ou au-dela de l ’Essence, Dordrecht, Martinus Nijhoff, 1986,p p .191,nota 21,189. 44. Platón: République, X, 596a, en Oeuvres Completes,p. 1205. Dice aún hoy J. A. Fodor: «adquirir un concepto es enlazarse nomológicamente con la propiedad que expresa el concepto», lo cual implica nombre en tanto nomos del lazo así constituido. Seguimos en los orígenes por más vueltas, giros y rodeos periféricos que hagamos en tomo y dentro del lenguaje (J. A. Fodor: Conceptos. Donde la Ciencia Cognitiva se equivocó, trad. cast. de L. Skidelsky, Barcelona, Gedisa, 1999, p. 177).

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y estructuras discursivas de lo Dicho o Dit. Es, dice Amor Ruibal, pseudóni­ mo, y según Blondel, epíteto. En cuanto dicho y posicionado remite a un trasfondo de formación previa que lo relaciona con el resto del mundo y cuanto, conocido, se abre al enigma de lo aún oculto, no revelado. El nombre -n o m o s- de­ viene nómada -n o m a s- en virtud de la diástasis de su propio impulso conceptivo. Recupera así el nomadismo originario y entonces la ley, el orden gramatical, su norma, adquiere otro sentido no necesariamente rechazable, sino como depósito o silo, tesis, tema o tópico, aposentamiento de época, momentáneo, donde el hombre adquiere conciencia del límite y frontera de toda teoría.45 El tercero entre el nombre sujeto y aquel mundo anónimo, donde Lévinas sitúa la tradición filosófica de la conciencia, significa también para él la sus­ pensión del ser en posibilidad y la entrada en lo íntimo del cara-a-cara;46 como sucede igualmente en San Agustín, incluyendo en ello hasta la ciudad, que es «Γesprit dans la société» 47 Pues bien, el D it significa en tal aspecto el signo de la donación de signo o resonancia de todo lenguaje «au nom de Dieu».48 Así pues, el nombre resulta D it de un Diré que, diciendo, lo configura y revela en ello la sobreabundancia o plusvalía del acto dicente, que lo desborda replegándose y, por eso mismo, excediéndolo. Se figura como signo y se contiene como nombre incontinente. El Dire resulta así lo excepto del ser en cuanto dicho,49 pues en realidad lo antecede anárquicamente, aproximándose sin saber qué es, como reclamado sin objetivo alguno. Las funciones fática y conativa del lenguaje se extreman por urgencia de un presente nunca del todo actual o por defección de la unidad de sí - s o i- , afirma Lévinas, al convertir lo idéntico suyo en algo M ismo.50 El D it es instancia en acusativo, lo siempre dicho por alguien, el Otro. El nombre nombra alterándose, responsabilizándose por otro desde aquel factor mental que inquieta con su oscuridad cualquier realización temática. Lévinas se opone a la libertad comprometida que supusiera aún el germen originario de un presente, como si replicara con esto a San Agustín, y un repliegue 45. La ley comporta entonces un ápice de errancia y no impide necesariamente la apertura del sentido, sino que incluso puede favorecerla como Decir inconcluso. Hay tendencia en ciertos ambientes críticos a resaltar más el aspecto de clausura que la fatiga mostrada en tales actos por reconocimiento implícito del límite y, con ello, de la excedencia de la forma (cf. D. Charles: «Éthique et esthétique dans la pensée d’Emmanuel Lévinas», Noesis. La Métaphysique d ’Emmanuel Lévinas, Revue de Philosophie 3, otoño de 1999, p. 194). 46. E. Lévinas, Autrement qu ’étre, p. 201. 47. Ibíd., p. 204. 48. Ibíd., p. 194. 49. Ibíd., p. 7. 50. Ibíd., p. 195.

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en identidad de sí mismo que tomara aliento continuo de él. La réplica se dirige a la teología unívoca de proporcionalidad,51 pero la voz única del verbo agustiniano es también «lumiére clignotante» como la descrita por Lévinas, ya que libera el deseo intransferible de cada individuo en aquel espacio interior sin lugar propio -«non-lieu»- de movimientos altemos en respuesta a algo aún desconocido no obstante ya exigente de nombre que revele la alteración provocada. Nada se opone por ello al «autrement qu’étre et le désintéressement de Vessence»52 a no ser un giro de enfoque deconstructivo que señale el proceso a rebours de la constitución filiativa de la criatura. No sabemos tampoco si Lévinas se refiere sólo al dés-inter-essement de la esencia común unívoca y análoga de los seres o si debemos leer además, guiados por el resalte de la tipografía iniciado en la letra r, una de-siembra de lo sembrado como esencia. El equívoco pervive. En todo caso resulta indudable que el nombre se nombra. Sea desinteresamiento, que lo es, desinteresenciamiento, asimismo claro, o desembramiento, el nombre cifra la cesación del interés sembrado como provecho de un conato entitativo. Y este supuesto tampoco está en el Magíster de San Agustín, cuya docencia es también, como en Lévinas, mandamiento anterior a la institución o encuentro desnudo, originario, del rostro, cara-a-cara, como pide el filósofo francés.53 El nombre posibilita este encuentro nombrando, pues accede a quien lo enseña. La autodenominación funda lenguaje alterando su esencia constitutiva. El ser es único en el fondo: Yo soy el que soy, de tal modo que todo otro implicado en la transición atributiva, ni siquiera el ser que así se autodefine, no tiene ya el ser en propio a no ser alterado. La figura expresiva que recurre al ser para definirlo, como si todo atributo fuera su propia expansión y nada se le escapara, perte­ nece aún para Lévinas a la Totalidad y, por tanto, asume al Otro fagocitándolo. El ser no se responde a no ser -volvem os a la figura de negación para captar algo escurridizo- que se visione otramente más allá de la esencia. Y éste es el principio ético, un origen no entitativo sólo accesible nombrando Tú, el Otro que da vida, y desde ella hablo, y hablando comienza el discurso que llamamos lenguaje, pero sólo para que recordemos la inmemoria de cuanto recuerda. Lo objetivo del ser y del lenguaje es, como en el poeta A. Machado, el heterónimo del nombre y aquello cuanto subyace en el objeto detrás de su esencia. El rostro se da aquí de espaldas y el cara-a-cara requiere girar la posición del dorso y hacer frente así a lo que, postergado, entonces se presenta. El espejo sólo de­

51. Ibíd., p. 196. 52. Ibíd. 53. E. Lévinas: Liberté et Commandement, Montpellier, Fata Morgana, 1994, p. 43.

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vuelve la imagen que oculta el dorso y, aun multiplicándolos, veo la espalda y el frente en secuencias superpuestas, un cara-a-cara que realmente no da la cara sino repitiendo aquella que oculta en segunda instancia el dorso. Los espejos sucesivos replican la imagen primera y una espalda cuyo frente sigue siendo segunda instancia y si desviamos ligeramente el eje directo de reflexión, como apartándonos. Las líneas reflectas aproximan la aducción frente a otras figuras abstractas, pero tampoco son la presencia del visage, pues el otro de frente y de espaldas es aún alter ego y no rompe el cerco mágico de Narciso. En cambio, la imagen acústica sí se adentra como palabra de otro en mí y mía en otro. Crea cuerpo interno, sentiente: Leib del Wortlaut, y desaparece, se ausenta dejando trazas, huellas, lo que nos remite al origen del proceso. Esta moción traslativa es el fundamento incluso de la transitividad y reflexión gramatical del lenguaje. Por eso el ojo escucha y el oído ve como resultado de aquella visión interna que funde los sensibles y nos remite a lo Otro que Ser, el Bien. La autonominación es alterativa del don, prójima y sustitutiva, pero un don que no sea Ersatz o puro complemento de verbo. La compensación de la carencia o impletud semántica aún resbala sobre sí misma remitiendo la imagen del donador y cubriéndola con atributos que en realidad incrementan el código de su persona, pero no la singularidad del Otro autrement q u ’étre. Sería aún totalitarismo ontológico.54 Lévinas nos sitúa en el ámbito equívoco de la paradoja y en un compromiso de libertad diflcil que rechaza un lenguaje ideal en el que la palabra sólo cuenta «par l ’ordre étem el qu’il [le mot] raméne á la conscience». Sería éste el lenguaje del que, al hablarlo, el hombre «se sent faire partie d ’un discours qui se parle». Oculta también en lo que habla, pero no aquella sombra encubridora, sino lo que ya se sabe, lo objetivo. Por eso miente. Es lenguaje totalizador: remite el síntoma, el efecto o la maña, el ardid -« ru se » -, a un contexto que aún los asume, como la mentira, en coherencia. Lévinas le contrapone el desgarro de «su contexto eterno», esencial, para remitirlo a los labios y al vuelo de hombre a hombre:55 el contacto, la proximidad, la sustitución, el cara-a-cara, el nombre que se nombra alterando su constitución entitativa. Un nombre que cubra la distancia entre Otro -A u tru i- y el Yo declinado -M o i-, dimensión de extremos «desproporcionados» o «acceso al ser exterior», hacia fuera, dehors, u Hors Sujet, salida exótica que constituye la «conciencia moral».56

54. E. Lévinas: Dijficile Liberté, París, Albin Michel, 1976, p. 267. 55. Ibíd., p. 268. 56. Ibíd.,p. 376.

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El nombre así considerado vive, por una parte, del contexto que lo rodea y del que se alimenta, pero este movimiento de incorporación resulta y requiere al mismo tiempo una separación desgarradora de él, pues, si lo asume identifi­ cándose y no viendo más que esa acción y el entorno -m om ento heideggeriano de la constitución-, al detenerse lo deforma encantándolo. El desgarro del uno respecto de un fondo que lo reclama va más allá del reflejo erótico o musical que finalmente lo identifica con la sustancia, anónima y oscura, sí, del cosmos o de la nada, pero totalizándolo, diluyéndolo en un Todo que anula la diferencia singularizada. Schopenhauer y Nietzsche caen también en el encantamiento del ser anulado o mitifican el dorso del reflejo. Por eso Lévinas busca aún, como San Agustín, la moción antepredicativa del nombre, «la parole qui tranche, la parole qui dénonce, la parole prophétique».57 En resumen, la palabra que se comenta nombrándose.

57. Ibíd., p. 234. 273

MI PALABRA SUYA Á n g e l Gabilondo* Universidad Autónoma de Madrid

Muchas gracias por invitarme, por decirme «Ven». Al oír «Ven», respondí «Sí». Y, probablemente, cuanto vaya a decir está sostenido en estas dos palabras, «Ven» y «Sí». También en esta hora, que es la hora del aperitivo, apetece más abrir el espacio con el relato de algunos encuentros. Recuerdo que cuando Ricoeur se marchaba de Madrid -tras impartir un curso de doctorado en la Universidad Autónoma de M adrid- llevaba dos libros, uno a cada lado y en cada bolsillo: De otro modo que ser o más allá de la esencia de E. Lévinas, y Moby Dick de H. Melville. No sé qué me extrañó más, pero siempre he tratado de ver cómo pasaban esos dos libros a través de su cuerpo y conversaban entre sí. Dos días antes, nos había comentado que invitó a Maurice Blanchot a un congreso y que éste -que, como saben, ya que hablamos de la visibilidad, tenía alguna tendencia a no dejarse ver; es más, muchos compañeros suyos dicen que estuvieron junto a él en el Mayo francés, que se hicieron fotos con él, pero que en la foto no sale, no aparece- le escribió una nota a lápiz que decía, maravillosamente: «Lamento no poder hacerme presente». Ricoeur contaba, conmovido, que había reencontrado el texto y que se estaba borrando poco a poco, como difuminándose. Desconozco hasta qué punto hay también formas de hablar que son conminatorias a esfumarse o desaparecer. Y he pensado que la mejor forma de hacerlo era venir. Por tanto, este «Sí» se parece bastante a lo que Derrida llama el «Sí telefónico», que es el «Sí» con el que respondemos por teléfono cuando alguien nos llama. Solemos decir «¿Sí, sí?» -recuerda Derrida-. «¿Sí?» -pues sería muy feo decir «No, no, ni hablar»-. Pero ¿cómo decimos «Sí» a alguien, si ni siquiera se ha puesto a hablar? ¿Qué «Sí» es este «Sí» a algo que él no ha dicho? Parece que no es el «Sí» que dice «Sí» a lo dicho, sino el «Sí» que es la condición de todo decir; es el «Sí» que hace posible exactamente que se diga: no es el «Sí» a lo dicho, es el «Sí» a la irrupción de un posible decir. Así que, cuando me dijeron «Ven», yo dije «Sí». * Transcripción de Andrés Alonso Martos.

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ÁNGEL GABILONDO

También quiero recordar que Aristóteles distingue -com o es conocido- entre la voz y la palabra. Dice que la voz es lo propio de los animales, que expresa el gusto y el disgusto, el placer y el displacer, pero sólo el hombre y la mujer tienen la palabra, porque la palabra sirve para manifestar lo conveniente y lo inconveniente, lo justo y lo injusto; es decir, en la palabra se juega lo justo y lo injusto, no sólo el gusto y el disgusto. Y esto me lleva a pensar que es im­ prescindible que la palabra sea una palabra ajustada, porque cuando la palabra no es ajustada, se introduce alguna suerte de injusticia en el mundo - a veces pequeña, pero a veces no tanto-. Ya sé que da miedo seguir hablando a partir de esta consideración, pero nosotros, que somos seres de palabra, somos seres por la justicia, por ella, como se está por alguien; no sólo seres para la muerte, sino -com o ha sido traducido- seres por ella. Mi vida suya, diría yo; mis palabras también. «No me escuchen ustedes a mí, escuchen al logos», decía Heráclito. Pero el logos no está en este lugar a partir de quien habla, sino que está también en el retomo que se produce a par­ tir de la escucha que yo hago del silencio que ustedes tienen, porque aquello que a ustedes les hace escuchar es lo mismo que a mí me hace hablar, toda vez que el logos es a su vez pathos y es también comunidad; es decir, yo no soy el propietario, aquí, de la palabra. Y así que espero que ustedes hayan preparado bien esta conferencia. Para hacerlo, les recomiendo que lean el texto de Plutarco sobre cómo se debe escuchar -e n sus Obras m orales- donde se dice expresa­ mente que es indispensable, antes de ir a una conferencia, prepararla bien; no digo la conferencia que uno va a dar, sino la conferencia que uno va a escuchar. Confiando en esto, espero que, aquí, ocurra la palabra, pero no porque la diga yo, sino porque ella, en cierto modo, nos diga; ya que nos ha convocado, algo tendrá que hacer con nosotros... Quería también decir gracias, muchas gracias, por haber sido invitado, a quienes han organizado y promovido esto. Las gracias que uno tiene suelen ser las gracias que uno da; es más, uno sólo tiene gracias si las da. Pero esto no sólo pasa con las gracias, ocurre siempre con la palabra, porque mi palabra sólo la tengo cuando la doy, como ocurre con las elecciones, como ocurre con las gracias, como ocurre con el eros. Nosotros -nous autres- somos en realidad otros, un conjunto de otros, un conjunto de seres aislados, unidos por lo que nos separa -suele llamarse un archipiélago; una comunidad inconfesable, aquellos que, bajo el nombre de Lévinas, nos hemos reunido aquí-. Pero el desafío es -com o esta mañana ha sido sugerido- unir la lengua y el corazón, el desafío fundamental de aquello que ya en el Crátilo se anunciaba: cómo dar con la esencia de las cosas a través de las letras, de las sñabas y de los sonidos; cómo hacer sonar la esencia 276

MI PALABRA SUYA

de las cosas. Nosotros solemos acallar la esencia de las cosas con nuestro propio ruido, para que ellas no suenen; estamos siempre como sonados, llenos de un sonido que acalla el sonido de las letras y de las sílabas. Se ha hablado hoy del respirar. Sí, efectivamente, Nietzsche dice, en El origen de la filosofía de la época trágica de los griegos, que eso es exactamente ser. Exactamente, el rithmós, el ritmo; es también el ritmo de la respiración, de la sangre y de la vida. Uno no es sino el otro diferido, el uno diferente del otro. Así que es probable que yo no acabe de llegar aquí, porque uno no coincide consigo mismo, uno no es contemporáneo ni siquiera de sí mismo, uno es intempestivo. No nos tendremos nunca, consistimos en no coincidir con nosotros mismos; y por eso, gracias a la distancia de nosotros respecto de nosotros mismos, hay lenguaje, hay historia, hay filosofía. Cuando uno coincide consigo mismo, está ya por fin acabado, pero nadie quiere estar acabado; es más, cuando a alguien le dicen que está acabado, suele gustar muy poco. Sí queremos ser enteros, íntegros, tener entereza, pero estar acabados... Por tanto, nunca habrá una palabra de una vez por todas, nunca una palabra será una palabra final, de punto final, nunca una palabra agotará aquello que le hace decir. Porque, ciertamente, las cosas no son lo que parecen, aparecen como lo que son en lo que parecen; y no confundamos el decir con lo dicho. A través de lo dicho, destella el decir, y a través del decir, también aquello que, como indecible, lo hace decir. Somos la diferencia insignificante que su nopresencia -q u e nunca se hace presente- marca un desvío decisivo. Si las cosas destellan en lo que las hace decir, yo, hoy, no voy a hablar de Lévinas, aunque no haré otra cosa; ni sobre él, aunque no haré otra cosa -sino con él. El Fedro empieza diciendo «Amigo mío, ¿de dónde vienes?». Pero cuando uno se empieza a interesar por el otro, acaban pasando unas cosas extrañas... porque ¿sabéis como acaba el Fedrol Diciendo, «Amigos, vámonos». ¿Y qué habrá pasado desde aquella pregunta primera en la que uno se interesa por el otro a esta cosa final de «Amigos, vámonos»? Han pasado algunas cosas; ha pasado, entre otras cosas, El sofista. Y déjenme un poquito de metafísica: el ser es, el no-ser no es; rebelémonos contra esta lectura de papá Parménides, se dice en el texto. ¿Y cómo se rebela? A través de una situación extraordinaria. En El sofista, hay un extranjero, habla el extranjero. Claro, cuando se le deja al extranjero entrar en el diálogo, luego pasa lo que pasa... ¿Y qué es lo que pasa? Pues que cuando parecía que el ser es y el no-ser no es, de repente, a través de lo que va diciendo el extranjero, parece que el no-ser es un modo de ser, pero un modo de ser que no es un modo de ser distinto del ser, sino un modo de ser en el seno del ser mismo. Y miren qué cosas van pasando en El Sofista, que ya no es el no-ser que no es, sino el no-ser que es dentro del ser, un modo del ser, 277

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que consiste en no-ser. Y luego la cosa se pone más interesante cuando ese modo de ser que consiste en no-ser, consiste exactamente en la alteridad del ser, toda vez que ese no-ser -q u e llamábamos no-ser- no era sino lo otro del ser en el seno del ser, es decir, la alteridad del ser, que la constituía como tal. Claro, se le deja entrar a un extranjero en la reunión y acaba modificándose la noción de ser, porque ya sólo se puede ser si se es en rigor otro; si no somos extraños o extranjeros para nosotros mismos, si no hemos hecho la experiencia de nuestra propia extranjeridad, nunca acogeremos al otro. Vivimos en un tiempo difícil, siempre lo fue; vivimos en un mundo de mucha miseria, de mucha ignorancia, de mucha pobreza, de mucho dolor - y es en este contexto en el que nos reunimos aquí con Lévinas-. Y nos reunimos con él, para abrir la posibilidad de la irrupción del otro, de su palabra, acallada, silenciada; silenciada en nosotros mismos en tanto en cuanto silenciamos en nosotros mismos lo que nos altera, lo que es un altercado, lo que es un trastorno, que es la otredad en nosotros mismos. Por eso, yo entiendo que la convocatoria de Lévinas, hoy, aquí, será con la idea de hacer bella nuestra propia vida, de ser artesanos de la belleza de nuestra propia vida, de dar belleza a nuestra propia vida a través de la llegada del extranjero. Cuando alguien es muy suyo, parece ser tan de sí, tan propio, que resulta difícil acceder a lo que no le pertenezca. Parece tenerse tanto -e s tan suyo- y de tenerse tan en sí mismo, que parece algo ya dado, es decir, un artefacto, sin ninguna posibilidad de ser un artífice; tan suyo, que no tiene curiosidad. Porque la curiosidad es el valor determinante del pensar; no se trata de la curiosidad para ver si las cosas pueden ser así o asá, no la curiosidad sólo para ver si po­ demos pensar de una u otra manera, sino la curiosidad, sobre todo, para ver si podemos ser otros que los que somos. Y yo no entiendo ningún encuentro sobre Lévinas si éste no es el objetivo fundamental: ver si podemos ser otros que los que somos. También puede ocurrir que alguno esté muy satisfecho de sí mismo, en cuyo caso yo le felicito y lo declaro como acabado y, por tanto, finiquitado y, por tanto, finado y, por tanto, muerto. Pero en tanto en cuanto yo espero que aquí estemos en la firme voluntad de devenir otros que los que somos, Lévinas nos convoca a una experiencia de la palabra. Y quien ha hecho la experiencia de pertenecerse sin tenerse nunca, ha he­ cho la experiencia de atisbarse en esta donación, que es también la experiencia de acariciar algo, y que es asimismo la experiencia de carecer de ello -palabras lévinasianas...-. Carecemos tanto de nosotros mismos, como del otro, y entonces es imprescindible espacializar la duración, es imprescindible que el tiempo se haga espacio y que se haga espacio de cercanía. Y esto es lo que hace exactamente 278

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la literatura cuando es un decir poético, cuando coincide efectivamente -E m st Meister es aquí citado por G adam er- el sonido con el sentido. Es ahí cuando cumplimos, efectivamente, el Crátilo, cuando coinciden el sonido y el sentido; y si esto no es así, no hay palabra justa. Todo está perdido de hablar, todo está perdido de palabras, de voces, pero la palabra justa es la palabra poética. Sólo así habrá proximidad; y sólo así podremos, en rigor, con Lévinas, acariciamos, acariciamos sin poseemos, porque la caricia preserva la distancia y nunca es posesión. Se ha hablado con mucho juicio y con mucho tino -n o esperaba otra cosadel ojo que escucha, de oír con los ojos, también de ver con los oídos, porque lo visible se pone exactamente en juego en lo legible, porque sólo vemos, en rigor, cuando producimos el trastorno de la mirada que consiste casi en arran­ carse los ojos; hablo de ver a través del leer, del legere, del eligere, del elegir, porque ver sólo se ve cuando se elige. Y, en cierto modo, la otra forma de la visibilidad está bien detectada en el Teeteto, cuando Sócrates dice: «Mirad, en tomo a vosotros, hay quienes son de tal manera que creen que no existe sino lo que pueden ver con los ojos o agarrar con las manos. Ellos no admiten que puedan tener realidad alguna las acciones, ni los procesos, ni cualquier otra cosa que sea invisible». A lo que Teeteto responde: «hablas de gente, Sócrates, que, desde luego, es obstinada y repelente». Supongo que eran cosas de aquella época, pero, en todo caso, no estoy seguro de que no persistan. La palabra también es la puesta en cuestión de la visibilidad, la experiencia de sus límites y la irrupción de la necesidad de otra mirada, que es exactamente la mirada de lo legible; un ver, quizá, sin imágenes. Las palabras significan, señalan por dónde buscar las cosas, pero no nos las entregan; son, más bien, esta señal que uno ve cuando las ramas se han movido: uno nota que ha pasado algo por allí, huele algo, tiene el aroma de algo, pero el objeto huye. La palabra señala, indica. Este trastorno de la mirada, esta nueva transparencia, nos permite decir que sólo por eso, y exactamente por eso, Lévi­ nas habla del Rostro no sólo como mirada, sino como palabra y mirada. Porque nuestra imagen no nos la da espejo alguno. Esto es un consuelo según uno va teniendo edad, pero no es el espejo quien nos devuelve la imagen de nuestro cuerpo, sino la mirada del deseo del otro. Y, exactamente, desiderare significa liberarse de los sidera, de los astros, de lo que nos dicen cómo lo ya dicho, cómo lo ya dado; y, por tanto, la lectura no es puro recuerdo ni reificación del un destino clausurado. Des-sidera: arranquémonos del discurso dicho y dado, liberémonos de lo que ya está escrito -deseem os-. Uno se emociona en los ca­ minos de la libertad, pero, por si acaso, traigo con Blanchot, con Bataille, que 279

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deseo, desiderare, es también lo mismo que desastre. No jugaremos con estas palabras, pero lo digo para no llevar la emoción demasiado lejos. La revelación del otro es palabra; en rigor, sólo vemos al otro si le hemos oído; si no le hemos oído, ¡ni le vemos! Quizá ustedes pensarán: bueno, este señor ni nos ve. Pues bien, no estén tan seguros de que no estoy intentando escucharles. Pero, en el Teeteto se le dice a Sócrates, al comienzo del texto: «Te vamos a presentar a una persona que es bellísima, te va a encantar». Y llega Teeteto -a sí comienza el texto, que invito a que releam os- y aparece allí sucio, polvoriento, destrozado. Y dice Sócrates: «¿Y éste es el que era bello? Pues yo, ahora que lo veo, no lo encuentro nada de esto; es más, es que se parece hasta a mí: si tiene la nariz espantosa, ancha. ¿Este es el que es bello?». Así empieza el Teeteto. Pero más adelante, en un momento determinado, Teeteto habla y lo hace con tal convicción, con tal capacidad de tomar distancia respecto a lo dado, con tal sen­ tido, que cuando acabó de hablar, dijo Sócrates: «Pues sí que era bello». Porque quien habla bien es una bella y excelente persona -c ita literal del Teeteto-. Yo de ahí deduje - o supuse- que hablar bien no era, simplemente, tener una gran capacidad de dicción, expresarse sintácticamente de modo adecuado, emplear bien los adjetivos; debía ser alguna otra cosa para que se dedujera, del hablar bien, el ser una bella y excelente persona. ¡Y en ésas estamos! No tengo palabras. Quizá alguno pueda extrañarse de que uno venga a hablar en público diciendo que no tiene palabras. Yo no tengo palabras. Ahora, ¿de dónde la palabra, entonces? No la encuentro en interioridad alguna -h a sido traído con todo el acierto del mundo San Agustín esta m añana-. Pero yo no encuentro las palabras en interioridad alguna. Nada brota de mí como pala­ bra, salvo el deseo, como voluntad, de decir. Es, más bien, que retom a a mí la palabra, me viene la palabra, me llega del otro; la palabra es la venida del otro, incorporo las palabras, me vienen, me llegan con otro, con el otro, del otro; la lengua es la venida del otro - y les puedo asegurar que, cuando no están ustedes, yo no hablo así; es más: a veces ni siquiera hablo. «No hay un manual de instmcciones para encontrar tesoros», dice Deleuze. Nadie sabe cómo uno puede llegar a ser bueno en latín, nadie sabe cómo uno puede llegar a ser bueno en amores, no está escrito en qué consiste ni cómo aprender; pero hay algo que sí sabemos, y lo sabemos con toda claridad, y lo decimos con Lévinas, que nos ha convocado: no se aprende a nadar sólo leyendo manuales de natación, no se engorda leyendo libros de gastronomía; estamos, por tanto, convocados a una experiencia del leer que debe ser algún modo de hacer, un leer en el que coinciden el decir con el ser. Eso es, exactamente, la experiencia del logos, porque eso quiere decir légein: un decir que hace ser, un 280

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decir que hace y dice lo que hace, un decir que, como dice y hace lo que dice, hace que uno tenga que vivir lo que dice para poderlo decir. Así que hemos pues­ to todo perdido de palabras, pero se dice tan poco... que hay pérdida de logos -subraya Steiner- y vivimos en la post-palabra, en el olvido de la palabra, ya no hay espacio de conversación, la palabra no está. Y, con ella, también nosotros parecemos y resultamos ausentes. Lo indecible no es lo dicho -y a lo sabem os- ni lo no-dicho. Su preeminencia no consiste en no ser decible, no es eso lo que lo constituye como indecible. ¿Qué es lo que constituye a algo como indecible, si no es el que sea dicho ni el que no sea dicho? En cuanto es indecible, es lo que da que decir; y aquello que da que decir es lo que no se puede decir. Es lo que le pasa al fundamento: que, dado que es fundamento, no tiene fundamento, porque si tuviera fundamento, no sería desde luego él. El fundamento consiste en que sólo es fundamento si carece de fundamento; y, del mismo modo, lo indecible consiste en que sólo es indecible en tanto que siempre queda por decir, porque es lo que da que decir. El decir, dice; el no-decir, no dice; bueno, sería una reescritura de Parménides. Pues no, el no-decir, en el decir, es la alteridad del decir respecto de sí mismo; rescribamos con el decir lo que hemos dicho con el ser. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué hacemos esto de hablar del decir cuando los textos hablan del ser? Porque nos lo dejó hacer Aristóteles, dado que cuanto cabe decir del ser es también del decir; no sólo el ser es de tantos modos como se dice, sino que el decir es también de diversos modos, porque hay tantos modos de ser como modalidades del decir; en consecuencia, lo que hace El Sofista con el ser, lo hago yo hoy, aquí, con el decir. Y, entonces, el problema no es sólo que hay significados diferentes, en una mala comprensión del perspectivismo o de la tolerancia, que se considera en ocasiones algo así como la indiferencia para con lo que se dice o para con el otro -« si es igual, cada uno piensa lo que piensa, cada uno dice lo que dice, yo soy muy tolerante»; pues si ésa es la tolerancia, yo no lo soy-. El problema, por tanto, no es que hay significados diferentes, sino que hay diferentes modos de significar. ¿No será el decir su culminación, un decir que, de otro modo que ser, hace algo que resulte inaudito? Claro, esto nos complica muchísimo porque estábamos viendo antes si había un ver que podía oír o un oír que podía ver y ahora resulta que lo único que de verdad puede decirse es algo inaudito. Pero lo inaudito quizá se diga a través de lo oído. El problema es confundir lo oído con lo que da que oír; el problema es confundir, en el oír, lo que se dice con lo que se oye. Y, por tanto, en lo que se oye, tendremos que oír lo que nos hace oír. Y -m iren ustedes- esto es lo que a mí me anima hablar, el pensar que aquello que a mí me hace decir es lo mismo que a ustedes les hace escuchar. ¿Y saben 281

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por qué me interesa? Por una razón: porque creo que, en Lévinas, se pone en cuestión la relación amorosa, que no es una relación del yo al tú ni del tú al yo; ésa no es la relación amorosa. No es la relación ni del Yo-Yo de Fichte -inventor del yo-yo- ni del tú-tú, ni del yo con el tú, ni del tú con el yo, por muy fenomenológico que esto quede y por mucha bibliografía extraordinaria e insuperable que haya al respecto. El problema es otro. Y está sugerido en el comienzo de El Banquete de Platón: yendo a la fiesta de Agatón, allí aparece Sócrates y se encuentra con Aristodemo; y le dice Sócrates a éste: «Vente conmigo, que vamos hoy a una fiesta, que Agatón ha ganado un concurso de poesía; y, además, hoy vamos a beber de modo moderado, no como estos días con tanto descuido. Vente». Dice Aristodemo: «¿Y qué digo yo ahí, si no me han invitado?». Y dice Sócrates una frase que puede ponerse como un arco iris sobre nosotros ahora: «Juntos los dos, mientras vamos de camino, deliberaremos qué vamos a decir». La cosa es interesante, porque entonces parece que el amor no es tanto el movimiento que lleva del uno al otro y del otro al uno, sino el movimiento que los pone a los dos en la dirección de algo otro; y en esa dirección de algo otro, la pregunta es ya no tanto del amor que nos tenemos cuanto de en qué consiste el amor. Y aquí se produce un trastorno del amor muy interesante, que, cuando se empieza por estas cosas, se acaba olvidando la sabiduría y se empieza la filosofía -a h í toma la cicuta Sócrates, entrando en un espacio de conversación, que es el espacio exactamente de El Banquete-. Pero -éste es el salto que damos ahora convocados por Lévinas- ahí no acaba la filosofía: uno pudiera pensar que en este paso de la sabiduría -e l sabio que entra al banquete y que toma su cicuta al hacerlo y que, por tanto, entra en un espacio de conversación- comienza la filosofía; y que ahí acaba también, porque hay diálogo, hay conversación, intervienen distintas voces, se van diciendo distintas cosas sobre el eros: el eros es algo intermedio, que entrelaza los divinos y los humanos, el eros es el verdadero filósofo, etc., y estábamos tan contentos... cuando de repente un tropel de juerguistas irrumpe con Alcibíades - e l bello Alcibíades-. Y una vez que entra él en el banquete, se sienta y dice: «Bueno, si estáis hablando de esto, pues yo también». Y se dirige a Agatón: «Me gusta mucho que estés aquí; me gustas tú, además». Y Agatón le dice: «Siéntate aquí entre nosotros dos, entre Sócrates y yo». Y acto seguido, dice Alcibíades: «Pues yo no voy a hablar del amor» - y aquí empieza el trastorno de la filosofía al que yo me refiero hoy, un modo de decir trastornado; «yo voy a hablar de ti y además te voy a decir una cosa: me gustas, y me gustas mucho, y me gustas por esto»-. Y cuando acaba de hablar, dice el texto: «Agatón le abrazó y le dio besos». ¿Qué ha pasado ahí? Pues una cosa extraordinaria: la 282

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filosofía no consiste fundamentalmente en hablar del amor, sino en hablar como un enamorado; y la filosofía no consiste en hablar de la muerte, sino en hablar como un mortal, lo cual no quiere decir que no pueda uno hablar de la muerte, pero como un mortal, o del amor, pero como un enamorado. Lo cual viene a damos el supuesto de que este trastrueque de la palabra - y ya veremos el tras­ trueque que esto trae- supone algo así como que uno no habla porque tiene algo que decir, sino porque es tenido por ello. Y no es que uno hable porque ya lo tiene, sino porque lo persigue, porque es llamado y convocado por eso. Miren, los que sacan de adentro su verdadero yo -esto que llama Foucault «el culto de sí califom iano»- son un poco deprimentes; son más interesantes aquellos que, juntos, de camino, pensamos, nos ponemos y caminamos en la dirección de aquello que nos hace decir. Y, por tanto, en esta línea, que es la línea que ahora yo quería sugerir, eso que nos hace decir aparece también como un murmullo incesante. Mi palabra es suya. Ya no sólo me viene del otro, sino que me acerca a él. Y por eso la palabra quiere al otro, quiere con él. Su querernos es el que nos hace hablar. La palabra viene a ser, así, declaración. Algo nos pasa, pero nos pasa en el otro, nos ocurre en él. Y sin él, nosotros, en rigor, ni siquiera acontecemos; sin él, nosotros, en rigor, ni siquiera nos tenemos; sin él, nosotros, en rigor, ni siquiera nos damos; sin él, nosotros, en rigor, ni siquiera somos. Y, por tanto, cuando a mí se me dice «Ven», yo entiendo que soy convocado a venir para ir con quienes están aquí en búsqueda de esa palabra amiga. Y no soy convocado a poner aquí mis palabras, perdido esto de mis palabras; supongo que soy convocado para hacer la experiencia, con quienes están aquí, de ponemos de camino en la dirección de acabar esta conversación no teniendo ni sabiendo qué decir; pero juntos, vámonos amigos -a s í acaba el Fedro. En este sentido - y ya más cerca de palabras de Lévinas, de unos apuntes, de su mano, para, quizá, despedirm e- la fecundidad de la relación con el otro no se agota en la relación, desborda la relación; es fecundidad y es escisión. Como vemos, lo que hay sobre todo no es la alteridad que se caracteriza como el reco­ nocimiento de uno por el otro, con el otro, estas cosas que dice el maravilloso Hegel de la Fenomenología del espíritu, que, curiosamente, y no suele citarse, acaba en verso - a algunos les desmoraliza mucho que la Fenomenología del es­ píritu acabe en verso, con unos versos de Schiller sobre la am istad-. Ahí se dice que el puro conocerse a sí mismo en el absoluto es el otro; ese éter, en cuanto tal, es el elemento de filosofía. Es decir, que si uno no se reconoce a sí mismo en el absoluto ser otro, ¡ni filosofía ni nada que se le parezca! Otra cosa es -éste es el debate- si ese otro en el que uno se reconoce es un otro para combustión 283

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del otro y para mi propio reconocimiento, esto es, otro para el consumo de mi reconocimiento en la combustión de ese otro. ¿Y qué otro es ese otro? ¿Es un otro como yo? Derrida abre una puerta, que agarra Lévinas, y no de su mano, dice: ¿otro como yo? ¡Ni hablar! ¡Otro que yo! \Autrui\ Y ya no es el otro como yo, es el otro que yo, en el que no cabe exactamente ese reconocimiento por más que Ricoeur ponga en un lado el libro de Lévinas y el otro de Melville. Y este ir exactamente sin ese reconocimiento, ¿qué filosofía es ésta? Por eso, quizá, en el sentido de la diferencia como resistencia y testimonio, la resistencia de la repetición, lo que se resta sin reducirse a una identificación, eso, resulta tan singular y tan paradójico, que parece que hace de las palabras algo inconsistente y que produce esta sensación después de decir... pero ¿de qué ha hablado este señor? Si no ha dicho nada, si no tengo nada que poseer, ni nada que llevarme a casa, si ni siquiera tengo una frase para poder repetir mañana... ¿Un decir que no dice? ¿Un decir que no dice algo? ¿Un decir que no dice algo de algo a alguien? ¿Qué decir es ése? Pues sólo podrá ser un decir no-categorial, dado que las categorías suelen decir algo de algo a alguien, kategoreo. ¿Pero hay un decir no-categorial? ¿Hay un decir a-categórico? ¡En ésas estamos! Y si en ésas estamos, lo paradójico de toda decisión, de toda elección, de toda responsabilidad, es que la indecibilidad habita la decisión. La indecibilidad no es sólo un momento de la decisión, como el asombro no es sólo un inicio de la filosofía; es constitutivo de ella. El hecho de que nuestra relación con asuntos como la elección, la decisión, la responsabilidad quede como suspendida por una presencia no constatada, es porque vivimos y actuamos en la infinitud. Y por eso la responsabilidad es la infinitud: cuando se dice al final en la Fenomenolo­ gía del espíritu «del cáliz de estos reinos de los espíritus espumea la infinitud» -com o ocurre con la buena cerveza, no aquella que se adorna con una espuma sobreañadida, sino la que se corona con la energía y la vida propia- esa infinitud se inscribe en la responsabilidad. Y porque vivimos y actuamos en la infinitud, la responsabilidad, en relación con el otro, es irreductible. Y la indecibilidad sigue habitando la decisión. Y la relación con el otro no se encierra en sí misma. Y esto es así porque hay historia, y porque tenemos que actuar, y porque tenemos que vivir, políticamente. La irreductibilidad de la indecibilidad es a la par la irreductibilidad de la promesa. Es importante no desvincular el tema de la emancipación -d e la eman­ cipación política- del tema de la promesa. Es ese gesto ético y político que reco­ noce, sin ningún pudor, un cierto mesianismo, una estructura mesiánica que per­ tenece a todo lenguaje que promete. Palabra, te doy mi palabra; palabra, de ver­ dad. Y, en verdad, de verdad, incluso cuando digo que no creo en la verdad, cuando 284

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doy mi palabra, ahí, con eso, no hay lenguaje sin esta dimensión performativa de la promesa. Y, por ello, esta decisión, desde la perspectiva de una alteridad radical, supone el reconocimiento de la necesidad de que nos hemos de identificar, pero también, un poco, des-identificar; decidir en nombre de otro no es decidir en su lugar; decidir por él, cara a cara, en su irrupción, considerar al otro como origen de mi responsabilidad, le da una dimensión política, hiperpolítica, a toda decisión. Ciertamente, la responsabilidad no elude la tragedia de toda decisión, es la experiencia viva de que ésta puede volverse sobre sí, cercarse y perder su valor hasta corromperlo. El Rostro del Otro -palabra y m irada- combate la corrupción del valor diferencial. Y quizá, en esta última indicación -aunque esto ya he tenido oportunidad de subrayarlo en otros m om entos- reside esta experiencia viva de la irrupción, no sólo la irrupción de la multiplicidad de lenguas, sino la irrupción de las lenguas, de todas las lenguas en la lengua propia. La lengua que siempre es mestiza, la lengua que es la irrupción de la lengua propia como lengua extranjera. La filosofía empieza el día en el que un pueblo se siente extraño y extranjero en su propia lengua, el día en el que uno empieza a oírse decir y se siente distante respecto de lo que dice; siendo él quien se dice y diciendo lo que dice, uno se siente, sin embargo, extraño y extranjero en su propia lengua. Y en esta distancia de uno respecto de su propio decir es como si uno hablara una única lengua y ésta no fuera suya. Es como si su lengua materna, la más materna de todas sus lenguas, no le perteneciera. Y esta extranjeridad de la propia lengua, el lenguaje y la dis­ tancia entre lo dicho y el decir, hace que, de la mano de Lévinas, llevemos más lejos la diferencia ontológica, porque ya no es sólo la diferencia entre el ser y el ente, sino que es la diferencia del ser respecto de sí mismo, dado que todo lo que es sólo puede ser si difiere de sí, si tarda en llegar, si no acaba de coincidir consigo mismo, si es pura caricia que preserva una distancia. Porque eso dice exactamente Lévinas, que la caricia preserva la distancia. Y no es sólo preludio, es ya juego; y en la medida en que es juego, nunca es posesión. No nos tendremos nunca, no nos poseeremos nunca. La experiencia viva de una inhabitabilidad de la propia lengua, de lo inhóspito de la propia lengua, de lo inhóspito que ello supone, es como si uno se sintiera desarraigado, expatriado, en un permanente exilio en su lengua. Y sin esto, no hay hábitat posible. Por eso, habitar lo inhóspito es reconocer que uno no sólo habita la lengua, sino que es habitado por ella de un modo tan íntimo, que viene a ser lo más íntimo de uno mismo, y que, sin embargo, siempre aparece como una lengua desierta, inhabitable. La lengua que uno no posee, que se pone enjuego, es la lengua que propicia la posibilidad de la irrupción del otro. 285

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El otro irrumpe. Y no siempre le estamos esperando con las velas, al atarde­ cer. Irrumpe inopinadamente, inesperadamente, irrumpe como un otro, irrumpe hostilmente; la vinculación entre hospes y hostis es la que muestra que más allá de los discursos ligeros sobre la llegada del otro, está la irrupción hostil del otro en su singularidad irrepetible, en su palabra que nadie dirá por él, en su palabra sin sustituto, del otro que es relación con su propia muerte; esa llegada es la que sólo se puede acoger en la forma de la hospitalidad, ésa es la que requiere hospitalidad, no la del reconocerse a sí mismo en el absoluto ser otro. Y, por eso mismo, la lengua vuelve siempre al otro, es asimétricamente del otro, es el otro el que la guarda, es de la venida del otro, permanece en el otro, vuelve a otro. Ser extranjero en la propia lengua, aunque sea en la lengua más predilecta de uno mismo, nos lleva a la experiencia de que hay una imposibilidad de la absoluta apropiación; y la imposibilidad de la plena presencia de la palabra. Y esto es exactamente lo que se llama «la materialidad de la palabra», que tiene apertura, que tiene objetividad, pero que no tiene nunca la posibilidad de la absoluta apropiación. Así que algo ya sabemos, sabemos que, cuando tenemos una palabra, eso que creíamos tener -p o r tenerlo- no era una palabra. Y, por tanto, esta imposibilidad de concebir, de captar, entendida como percibir algo, nos lleva, quizá, a entender que las palabras, porque prometen, señalan. Si el dedo señala la luna, no miremos el dedo; ellas señalan porque llaman a venir, y, además, llaman a venir porque no son nunca una propiedad, sino que, más bien, marcan una procedencia. Por eso, tal vez, marcan lo que nunca ha tenido lugar, que es el encuentro con el otro que viene en la lengua, el otro que irrumpe en la lengua; y es preciso preparar su venida. No estamos hablando de otra lengua, no estamos hablando del tema de la diversidad de las lenguas; estamos hablando de una lengua otra, que deja constancia, en la propia lengua, de la no presencia del otro y que lo completamente otro, lo que es completamente otro, siempre se hace esperar. Por eso también, quizá, tanto en la hospitalidad como en la hostilidad irrumpe esta noción tan extraordinaria de Lévinas, la responsabilidad, que en última instancia -é l mismo lo sugiere- es una crispación exagerada. Lévinas es un exagerado, un exagerado que no puede retenerse en los límites de la identi­ dad; es un exagerado que, en realidad, entiende al sujeto como un rehén, otage; porque viene a ser una responsabilidad para con todos, hasta el extremo de la subjetividad en tanto que lo otro dentro de lo mismo, responsabilidad que llega hasta la substitución -Lévinas, exagerado hasta la substitución-. Y aquí ya no es posible ni desprenderse ni distanciarse ni desentenderse. Es el gesto de «Me voici!» de Lévinas, que tanto preocupaba a Ricoeur, diciendo «quizá yo encuentro 286

MI PALABRA SUYA

en este texto, en esta afirmación, una arrogante posición, tal que dijera “bueno, yo estoy aquí, si me necesitáis para algo, no dejéis de llamarme”»; pero no es ésa la posición del «¡Heme aquí!», es la posición del «Podéis contar conmigo. Estoy por vosotros», como quien está por alguien. «Contad conmigo». Hasta la substitución. Pero nadie podrá vivir tu muerte, nadie podrá decir tu palabra. Y ésta es, exactamente, la experiencia de los límites de la responsabilidad que aparecerá en los términos de justicia. Es entonces la justicia la absoluta alteridad, la justicia es la exageración de la responsabilidad, hasta la absoluta alteridad; no digo la justicia como la expe­ riencia de lo indecible, sino la justicia como algo que nunca se puede deconstruir. La consideración del otro, ésa es la justicia, así dice Lévinas, así la define: «La consideración del otro -e s decir, la justicia- no se agota en el reconocimiento». Y, por tanto, no estamos contra Hegel, estamos más allá de él: «La consideración del otro -e s decir, la justicia- no se agota [subrayamos] en el reconocimiento». De manera que, si tomamos distancia respecto de Hegel o Heidegger de la mano de Lévinas en estos puntos es, más bien, para no confundir la diferencia con una indiferencia respecto del otro. Muchas veces en nombre de la tolerancia acepta­ mos la palabra del otro no por asunción de su diferencia, sino como indiferencia. Frente a ello, la inversión de Lévinas, en términos de libertad y de justicia, es, más bien, la convocatoria a crear condiciones de posibilidad para la palabra del otro, del otro que está próximo, prójimo, prójimo a venir, próximo al venir. No es la proximidad entendida como la vecindad con quienes ya están a nuestro lado, no es la proximidad entendida como la camaradería de los cómplices. Es la proximidad entendida como la convocatoria a una comunidad que está por venir, es la diferencia que dice «Ven» y dice «Sí», es la diferencia que no es indiferencia. Es la inspiración que viene a ser inspiración hasta la expiración, hasta dar la vida por el otro. Sólo en el gesto de dar la vida por el otro irrumpe en verdad la palabra; y sólo en este sentido podemos ser algo más que ser. Por eso, esta huella del otro, que es también la huella de mi propia finitud, que es la huella de mi propia condición mortal, la huella de que mi vida sólo tendrá sentido cuando la dé por los demás, esta llamada, es la que yo quería traer aquí. Me oigo decir estas cosas, me veo venir - y ya tenía algún interés, cuando he llegado, en qué acabaría diciendo-. Acabaré diciendo «Sí», a condición de nada -« S í» -. Sólo si me dejo acariciar por la palabra puedo decirme; y, por tanto, no lo tomen como un gesto de generosidad, sino de supervivencia. Sólo puedo decirme en esa relación, sólo si me toca la palabra del otro tengo yo palabra; pero, entonces, mi palabra es suya. Y cuando mi palabra es suya, quiero decirles que yo he venido aquí -lo confieso- a encontrar fuerzas y razones para prose­ 287

ÁNGEL GABILONDO

guir; esas fuerzas y razones para proseguir me vienen del otro, me vienen de la palabra, porque la palabra es la que nos da esa fuerza de la que carecemos y esa razón que tanto tiembla en nuestras vidas. Y, por eso, encontrar estos espacios privilegiados donde quizá es todavía posible esperar, desear y respirar, es un regalo. Así que muchas gracias.

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ANTEPUÉS* F rancisco A m o ra g a M ontesinos Universidad de La Laguna

que m uerto cualquiera es térm ino prim ero éste m uerto no más percute el m orir él m orir él m orir

* «Toda relación con el otro sería, antes y después de todo, un adiós», J. Derrida: Dar la muerte, trad. cast. de C. de Peretti y P. Vidarte, Barcelona, Paidós, 2000, p. 52.

NOTA FINAL

Le recordamos que este libro ha sido prestado gratuitamente para uso exclusivamente educacional bajo condición de ser destruido una vez leído. Si es así, destrúyalo en forma inmediata. Súmese como voluntario o donante y promueva este proyecto en su comunidad para que otras personas que no tienen acceso a bibliotecas se vean beneficiadas al igual que usted.

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Referencia libro: 4709

Ah sin egoísmo

Hay algo arriesgadamente significativo en la celebración de este congreso; tiene por ello este libro rasgos de hito editorial en lengua castellana. Dicho riesgo reside en que no es Lévinas un filósofo conocido fuera del mundo de la academia filosófica española a la vez que no es demasiado estudiado dentro de la misma; incluso a veces no se le considera ni filósofo. Sin presencia fuera de dicho ám­ bito y con escasísima relevancia dentro de él, constituye un riesgo cualquier proyecto sobre dicho pensador en España. El significado de este riesgo tiene, por su parte, doble faz: es significativo que el MuVIM y la Universitat de Valéncia de­ cidieran aceptar a Lévinas dentro del con­ greso anual sobre filosofía que realizan conjuntamente desde 2004, pues sitúan a este pensador en una secuencia filosófica que va de Kant (2004) a Schiller (2005) pa­ sando por Hegel (2007) y Rousseau (2008); la otra faz de esta significación arriesgada: dada la poca o nula presencia de Lévinas en el ámbito filosófico español, son escasos los investigadores que dedican sus esfuer­ zos a este filósofo, por lo que un congreso que los reúna a prácticamente todos con­ sigue ser un acontecimiento en los estu­ dios sobre Lévinas, al mismo tiempo que un libro que contenga las conferencias de dicho acto deviene un hito filosófico en lengua castellana.

¿Por qué Em m anuel Lévinas: la filosofía como ética ?Hay una parte de esta respuesta que tal vez desemboque en que el amor a la sabiduría -la filo-sofía- es en verdad la sabiduría del amor; o en que «la ética no es en modo alguno -según Lévinas- una capa que envuelva a la ontología, sino que de alguna manera es más ontológica que la ontología». Tal vez, pero ello exige la lectura del volumen que el lector tiene entre sus dedos, obliga a seguir todos los pasos que el pensamiento de Lévinas recorre: su posi­ ción dentro y fuera de la filosofía (Antonio Pérez Quintana, Patricio Peñalver, Antonio Lastra, César Moreno, Manuel E. Vázquez), la torsión al concepto tradicional de ética (Agustín Domingo Moratalla, Graciano González) o de lenguaje (Antonio Domín­ guez Rey), la convergencia o divergencia de la ética y la política (Gérard Bensussan, Zygmunt Bauman, Ángel Gabilondo), o entre ética y derecho (Gabriel Bello), así como las raíces judías de su pensamiento (Julia Urabayen, Alberto Sucasas).

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Museu Valencia de la ll-lustració i de la Modermtat

filosofía

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