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September 19, 2017 | Author: Verónica | Category: Subjectivity, Mind, Psychology & Cognitive Science, Homo Sapiens, René Descartes
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directores: Estanislao Antelo Silvia Serra

editora responsable: Silvia Serra

consejo de redacción: Roberto Montero Natalia Fattore Ana Abramowski

consejo consultor: Francisco Beltrán (España) Graciela Frigerio (Argentina) Tomaz Tadeu da Silva (Brasil) Peter MacLaren (U.S.A.) Pablo Gentili (Brasil) Francisco Jódar (España) Gustavo Fischman (U.S.A.) Jumara Sotomaior (Brasil) Lucía Gómez (España) Adriana Macedo (Argentina) Raúl Díaz (Argentina) Graciela Alonso (Argentina)

Diseño gráfico: Jorgelina Fay Impreso en Rosario, Argentina, 2001 Cuaderno de Pedagogía Rosario es una publicación semestral realizada por el Centro de Estudios en Pedagogía Crítica. Los trabajos, colaboraciones, correspondencia y todo pedido de información deben dirigirse a: Estanislao Antelo - Jujuy 1309- 4° piso 9 - 2000 Rosario - Tel. 0341 156430333 - 440 0465 - 4510570 O por vía electrónica a anteloe@bigfootcom Visite nuestra página web: http:// www.members.nbci.com/pedagogia Súmese a nuestra lista de discusión: http://groups.yahoo.com/group/pederitica/join

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índice: Editorial ........................................................................................................ 5 Dossier POSTESTRUCTURALISMO Y EDUCACION Un manifiesto posestructuralista para la educación Tomaz Tadeu da Silva ............................................................................... 7 Principio de alteridad e ilusión de autoproyección Tientos para la supervivencia de la pedagogía Francisco Jódar ........................................................................................ 13 El pliegue: psicología y subjetivación Miguel Domènech, Francisco Tirado y Luda Gómez ................................ 27 ¿Qué es el post-estructuralismo? Michael Peters ......................................................................................... 39

Lenguaje y educación Jorge Larrosa ........................................................................................... 67 La infancia en el discurso mediático Cristina Corea .......................................................................................... 85 Historia y memoria: ¿una relación? Historia y militancia o historia militante Pablo Hupert e Ignacio Lewkowicz ......................................................... 91 Investigaciones El proyecto HISTELEA (Historia Social de la Enseñanza de la lectura y escritura en la Argentina) Héctor Rubén Cucuzza y Pablo Pineau ................................................... 101 Reseñas bibliográficas ............................................................................ 123

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El pliegue: psicología y subjetivación Miguel Doménech* Francisco Tirado* Lucía Gómez** *Universidad Autónoma de Barcelona **Universitat de Valencia

El mito de la interioridad en psicología H ace ya más de dos décadas que las ciencias sociales asisten a la muerte del Sujeto. Bajo la expresión “crisis del self” se critica y rechaza la definición de un sujeto universal, estable, unificado, totalizado y totalizante, interiorizado e individualizado. Hace ya más de veinte años que el sub-jectum no es el sol sobre el que gira nuestro pensamiento social. En su lugar han aparecido nuevas imágenes. Se habla de subjetividad distribuida, socialmente construida, dialógica, descentrada, múltiple, nómada, inscripta en la superficie del cuerpo, creada en el habla, situada, etc. En ese cambio, lo psicológico abandona el espacio privado e intransferible de las psiques individuales para alojarse en las encrucijadas y vericuetos que marca el estar-en-el-mundo con otros seres humanos (Kvale, 1992). Esta crisis del "self" posee, ciertamente, largas raíces y una gestación complicada. Para seguir brevemente ese hilo genealógico, observemos durante un instante los dictados del sentido común. En él, pretender que lo psicológico no es una cuestión individual sino más bien un evento social atenta directamente contra evidencias incuestionables. Pensar es algo que atañe a nuestras cabezas, lo producimos nosotros, lo manejamos a voluntad y lo frenamos cuando nos apetece. Persiste la imagen de una experiencia privada, intransferible, incuestionable e irrenunciable dado que define nuestra propia condición humana. Así, se afirma que aquello que nos diferencia de los animales no es más que nuestra capacidad reflexiva, la posibilidad de representarnos como entidades propias, la habilidad de ser conscientes de nuestra mismidad. Semejantes imágenes entroncan con una larga tradición cultural. Como ha argumentado Taylor (1989), la tendencia a situar en un espacio interior todo lo que tiene que ver con el alma, la subjetividad, lo mental, la moral o la virtud se remonta a concepciones cristianas, San Agustín es el ejemplo más palpable de ese ejercicio, y adquiere su formulación más acabada en la obra de Descartes. En la obra de este padre de la modernidad, es posible hallar la justificación filosófica, more geométrica, para la distinción entre un mundo "interior" y otro "exterior". El primero poblado por conjuntos y series de entidades mentales, pensamientos e ideas que, en sí mismas, son independientes del segundo, espacio relegado para lo material, lo inerte y lo mecánico. Nuestro sentido común no ha hecho más que convertirse en caja de resonancia de tal diagrama. Este ha planteado dos problemas aparentemente irresolubles que han perseguido a la epistemología moderna durante dos siglos y que siguen ocupando a una psicología que no consigue romper con la herencia cartesiana. Por un lado, cuanta mayor certeza detentamos sobre nuestra existencia mental como mundo interior, más problemas tenemos para no dudar de la existencia de la realidad exterior y de la verosimilitud de otras mentes pensantes. El abismo entre el ámbito interior y el exterior parece ensancharse. Se vuelve insalvable. Por otro lado, seguir a Descartes hasta el final nos pone en el aprieto de explicar cómo esas entidades mentales han sido engendradas, producidas en ese reino secreto y privado que es nuestra interioridad.

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Esta concepción del ser humano adquiere inmediatamente en la psicología la forma del individualismo metodológico, denominador común de diversos enfoques teóricos. A partir de éste, la única materia relevante para el investigador son decisiones privadas tomadas por individuos que operan en un exterior más o menos hostil y del que intentan sacar los máximos beneficios. En esa misma línea, el recurso al cerebro como 'locus' específico de la actividad mental no hace sino reforzar ese dispositivo metodológico al esencializar los procesos cognitivos y soslayar el papel que desempeñan en la conformación del pensamiento las prácticas culturales y las producciones sociales. El análisis del individuo como, esencialmente, un procesador de información, implica, en primer lugar, que los procesos cognitivos se convierten en el centro de la reflexión científica y, en segundo lugar, que tales procesos están localizados en nuestro interior y son susceptibles, a través de diversos procedimientos, de examen y descripción (Bruner, 1990).

Del ser psicológico al ser social Sin abandonar este dualismo interior-exterior, reflejado en innumerables tensiones, por ejemplo individuo-sociedad o agencia-estructura, distintas perspectivas originadas en el seno de las ciencias sociales han insistido en la idea de que es preciso prestar más atención a lo que queda fuera del espacio interior para comprender lo mental, lo subjetivo, la identidad misma. No podía ser de otra manera. Para todas esas perspectivas, la definición de ser humano en términos de "ser social" antes que "ser psicológico" es tanto el punto de partida de su reflexión como su propia definición identitaria. De hecho, podría decirse que disponemos de una versión débil y de otra fuerte para pensar al ser humano como seres sociales (Bakhurst y Sypnowich, 1995). La versión débil implica aceptar que nuestra identidad toma forma a partir de poderosas influencias externas. Nociones como las de internalización, educación o socialización remiten a la idea de que nuestro espacio interior se configura a partir del efecto que sobre él ejerce el espacio de lo social o lo cultural, y sirven para plantear cómo la estructura de la sociedad se refleja en la estructura del self y genera individuos competentes en sus contextos sociales (Widdicombe, 1998). En tales versiones, la subjetividad pre-existe a las ulteriores influencias. Simplemente recibe su 'forma' del exterior. Es in-formada desde fuera. Por el contrario, en la versión fuerte se cuestiona la misma posibilidad de que preexista interior alguno al margen de ciertos procesos constitutivos que tendrían siempre su origen y localización en lo exterior, en lo social: "Así, el proceso de internalización no es la transferencia de una actividad externa a un ‘plano de conciencia' interno pre-existente: es el proceso en el cual este plano se forma" (Leontiev, 1981; citado en Bakhurst y Sypnowich: 6) Esta versión fuerte pretende una disolución definitiva de la dicotomía interior-exterior. La superación del abismo que hay entre un mundo privado e interior y uno externo y público constituye, desde hace bastantes años, el caballo de batalla esencial en los denominados construccionismos sociales. En todas sus versiones, se rechaza tanto la posibilidad de hablar de una psique aislada y ajena a los contextos socioculturales que la producen, como de una identidad que se moldea e in-forma bajo la acción de un mundo exterior. Lo que llamamos subjetividad no es sino parte del tejido relacional, del entramado social en el que todo individuo está siempre imbuido: "Se asume, en otras palabras, que lo que llamamos entidades mentales pertenecen a la discursividad en la que baña, y de la que está hecho en parte, todo ser social. Cuando se rechaza la dicotomía interior/exterior, la "realidad psicológica" se presenta bajo otras características y se abren nuevas perspectivas para su investigación" (Doménech e Ibáñez, 1998:19)

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Así, actividades tradicionalmente consideradas como propias del mundo interior aparecen ahora dotadas con un carácter eminentemente social y cultural: pensar ya no es un proceso psicológico sino un proceso de argumentación colectivo (Billig, 1987); la memoria ya no es una posesión individual sino un bien compartido basado en la interacción continua de los miembros de una comunidad determinada (Middleton y Edwards, 1990). En suma, lo que antes denominábamos mente se convierte en un dispositivo esencialmente retórico. De este modo, los construccionismos sociales enfatizan el papel determinante que posee lo lingüístico, lo discursivo y el significado en la constitución de nuestros mundos mentales: "En lugar de contemplar el estudio del discurso como un camino hacia la vida interior de los individuos, sea ésta procesos cognitivos, motivaciones o algún otro material mental, nosotros vemos las cuestiones psicológicas como construidas y desplegadas en el discurso mismo" (Edwards y Potier, 92: 127)

Límites del construccionismo social: el logocentrismo Todas estas propuestas comparten un mismo y único centro de gravedad: el "yo" es un relato que emerge esencialmente a partir de las propiedades del lenguaje, del discurso y/o del significado. Un buen ejemplo lo tenemos en una de las parejas fundadoras del construccionismo social: "No sólo narramos nuestras vidas como relatos, sino que en un sentido importante nuestras relaciones son vividas también en una forma narrativa" (Gergen y Gergen, 1988: 18). Desde esta perspectiva, la subjetividad se constituye en el uso y elaboración de un complejo de narrativas, discursos, conversaciones, actos de habla o significados que la cultura pone a nuestra disposición y manejamos en las realidades interaccionales que habitamos. Sin embargo, estos análisis aunque suponen un paso adelante en la denuncia del esencialismo naturalista dominante en las explicaciones psicológicas, flaquean en la concepción que manejan de lo lingüístico y lo discursivo y por ello, también en la concepción de lo "social" (Doménech, 1998). En ellos, el lenguaje no es más que una suerte de "habla", negociada exclusivamente entre individuos ubicados en una situación concreta y a través de significados producidos en la interacción, también exclusiva, de esos individuos. En tanto que "habla", esos estudios reproducen un modelo banal de la comunicación. Por un lado presentan unas partes implicadas, individuos humanos; por otro unos recursos lingüísticos, palabras, relatos, explicaciones, historias, atribuciones... con los que se elaboran mensajes que establecen intenciones, mueven a la acción, persuasión y actúan sobre otras personas. Por un lado, tenemos un canal, por otro, un problema: el éxito o fracaso de la interacción. Como puede observarse, nada nuevo: el viejo modelo comunicacional. Estas propuestas ponen en el corazón de las actividades productoras de sentido y significado, las relaciones entre agentes humanos. Así, el ser humano es definido de modo acrítico como un agente que se construye a sí mismo como "yo" proporcionando a su vida la coherencia de una narrativa. Desplegando y utilizando recursos lingüísticos. Como señala Rose (1996), el "yo", en tanto que virtud o capacidad de narrarse de diversas maneras, es re-invocado implícitamente como una exterioridad a ese evento lingüístico que ya está en sí mismo unificado y totalizado. De esta manera, estos enfoques acaban manteniendo viejos dualismos (sujeto/objeto, naturaleza/sociedad...), aunque su propósito sea deshacerlos. Y sólo rompen aparentemente con la imagen clásica de Sujeto porque no consiguen escapar del logocentrismo y de la circularidad que encierra su modo de entender la conformación de subjetividad.

Deleuze: subjetivación y pliegue

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"Basta comprender -y ante todo ver y tocar- las montañas a partir de sus pliegues para que pierdan su dureza, y para que lo milenario se convierta de nuevo en lo que es, no permanencia sino tiempo en estado puro, flexibilidad. Nada es más turbador que los movimientos incesantes de lo que parece inmóvil. Leibniz diría: una danza de partículas arrollándose en pliegues" (Deleuze, Conversaciones) Y es que la crítica más radical y la propuesta más alternativa a la imagen convencional de la subjetividad hay que buscarla en otra parte. En este sentido, el pensamiento de Deleuze se presenta como una vía, como una salida que nos permite pensar la subjetividad al margen de los presupuestos en los que la psicología -de muy diversas formas- continúa atrapada. La crítica para Deleuze no consiste en justificar sino en procurar otra sensibilidad, para ello, crea, "fabrica" conceptos que rompen con las modalidades dominantes de pensar y representar la subjetividad y que son inseparables de nuevos perceptos (nuevas maneras de ver y escuchar) y de nuevos afectos (nuevas maneras de sentir). Conceptos y no metáforas porque la metáfora implica una relación con algo que ya existe, remite a un significado previo mientras que los conceptos actúan como imágenes performativas (Braidotti,1995) que no reducen el lenguaje a logos porque más que significar buscan cartografiar futuros parajes, "construir una región en el plano, añadir una región a las existentes, explorar una nueva región, llenar un vacío"(Deleuze, 1996: 234). Conceptos como haecceidad, cuerpo sin órganos, nómada, agenciamiento, devenir, máquina abstracta, espacio liso, rostridad, territorio, rizoma, pliegue, líneas molares, líneas moleculares, líneas de fuga que sirven para combatir la primacía del verbo ser, y por ello, remiten siempre a circunstancias: ¿en qué caso? ¿dónde y cuándo? ¿cómo? y nunca a esencias, dibujando una subjetividad en movimiento y continuamente producida. Así, Deleuze, frente a una idea de Sujeto esencializado dotado de una identidad unitaria, autónoma, privada, estable, de contornos fijos, nos ayuda a perfilar formas de subjetividad múltiples, heterogéneas, de confines fluidos. Deleuze lleva a cabo una genealogía de la subjetividad donde analiza los procesos de subjetivación. De hecho, para Deleuze sólo hay procesos y pueden ser procesos de unificación, de subjetivación, de racionalización. Examina la génesis de la subjetividad en un momento y en un nivel previo a la individuación entendida como entidades del tipo "sustancias" o "sujetos". Intenta, como señala Foucault: “pensar intensidades más bien (y antes) que cualidades y cantidades, profundidades más bien que longitudes y anchuras; movimientos de individualización antes que especies y géneros y mil sujetos larvarios, mil pequeños yo disueltos, mil pasividades y hormigueos allí donde ayer reinaba el sujeto soberano" (Foucault,1994: 86) Nos muestra así un territorio poblado de singularidades pre-individuales: intensidades, profundidades, movimientos, sujetos larvarios... la generación de subjetividades no consiste en la demarcación de los límites de un yo, enclaustrado e interior sino que es el efecto de una función u operación que siempre se produce en la exterioridad de ese yo. El sujeto ya no es una unidad-identidad sino envoltura, piel, frontera: su interioridad se desborda en contacto con el exterior. Deleuze sustituye la lógica del ser por la lógica de la conjunción, sustituye el "es" que identifica por el "y" que relaciona: la identidad por la multiplicidad. Y el sujeto sería, por tanto, el espacio de conexión o de ensamblaje, continua pre-posición, un pliegue del exterior. El pliegue. Esta figura hace referencia a procesos, relaciones de movimiento y descanso, capacidades de afectar y ser afectado, define, pues, modos de individuación que no corresponden a un sujeto y que por ello, no precisan el recurso a metateorías psicológicas o lingüísticas. Como señala Rose desde el propio ámbito de la psicología: "El ser humano, aquí, no es una entidad con historia, sino el blanco de una multiplicidad de tipos de trabajo, más como una latitud o una longitud en la cual interseccionan diferentes vectores a diferentes velocidades. La 'interioridad' que tantos se sienten compelidos a Año IV Nº 8 – Abril 2001

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diagnosticar no es la de un sistema psicológico, sino una superficie discontinua, una especie de plegamiento de exterioridad" (Rose, 1996: 37) Así, a partir de las propuestas deleuzianas, Rose (1996, 1999) plantea que la imagen de un “self” dialógico defendida desde el construccionismo social es insatisfactoria. Ofrece sólo un análisis parcial de nuestra realidad social. Desde su punto de vista, es el momento de resistir la tiranía del dispositivo lenguaje-discurso-significado a la hora de pensar la subjetividad. Y en este sentido, el pliegue sirve para desplazarnos de las anatomías mentales imaginarias y lingüísticas que han fabricado nuestras ciencias sociales a un universo de flujos o líneas de fuerza generadas en las conexiones entre órganos y objetos o artefactos, entre seres humanos y espacios, entre sujetos y escuelas o talleres, entre instituciones. La subjetivación entendida como pliegue es un proceso de agrupación, de agregación o conglomerado, de composición, de disposición o agenciamiento, de concreción siempre relativa de lo heterogéneo: de cuerpos, vocabularios, inscripciones, prácticas, juicios, técnicas, objetos... que nos acompañan y determinan. En ella, se prima la parte molecular, fragmentada, incierta por encima de cualquier objeto total y acabado, evidente y manifiesto, rompiendo así con las viejas dicotomías articuladoras de las ciencias sociales: "(...) los pliegues incorporan sin totalizar, internalizan sin unificar, reúnen discontinuamente en la forma de pliegues que producen superficies, espacios, flujos y relaciones" (Rose, 1996:37).

Lenguaje, multiplicidad y agenciamiento Por ello, Rose propone que el pensamiento social gire, no hacia el signo o la comunicación, sino hacia la analítica de los dispositivos en los que éste emerge como tal, con cierto sentido y valor interaccional. En esta analítica, el lenguaje sería simplemente otro elemento entre los muchos que componen los distintos agenciamientos o disposiciones en que nos vemos implicados. La subjetivación no se refiere tanto al lenguaje y a sus propiedades internas como a un agenciamiento o disposición de enunciación. Las relaciones entre signos siempre están agenciadas, conectadas, ensambladas en otras relaciones. Y nuestras prácticas no habitan o se localizan en espacios de significado y negociación entre individuos homogéneos, amorfos y asépticamente funcionales. Están siempre localizadas en establecimientos y procedimientos particulares. Si aceptamos que el lenguaje está organizado en regímenes de significación, que a través de éstos es distribuido en espacios, tiempos, zonas, estratos y aceptamos que está ensamblado junto a otros regímenes prácticos de cosas, cuerpos y fuerzas, entonces la construcción de la subjetividad adquiere otra apariencia. Preguntas como: ¿quién habla?, ¿según qué criterio de verdad?, ¿desde qué lugares?, ¿en qué relaciones?, ¿actuando de qué manera?, ¿apoyándose en qué hábitos y rutinas?, ¿autorizado de qué manera?, ¿desde qué lugares y espacios?, ¿bajo qué formas de persuasión, sanción, mentira y crueldad? pasan a un primer plano y delimitan la actividad del pensamiento social. No se trataría de conocer el significado de una palabra, frase, relato o narración; ni se trataría de conocer qué connota o qué denota. Más bien, el problema es con "qué" se conecta, en "qué" multiplicidades se implica, con "qué" otras multiplicidades ensambla. Para el análisis de la producción de subjetividades, no necesitamos semánticas ocultas, sino el esclarecimiento de regímenes de producción de conexiones superficiales. Se trata de ver qué hace el lenguaje, con qué conecta y para qué. Sus efectos son sólo una parte de este entramado. El lenguaje no debe tomarse como materia prima y primaria en la constitución de la subjetividad, sino más bien como parte de un complejo mayor. Lo lingüístico y lo discursivo estabilizan relaciones y generan relaciones, por supuesto, pero no son en esencia asuntos interaccionales e interpersonales. Lo que hace posible cualquier relación o intercambio es un régimen de lenguaje, incorporado en prácticas que capturan a los seres humanos de diversas formas, inscriben, organizan, forman la producción de ese mismo lenguaje. Año IV Nº 8 – Abril 2001

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¿Dónde están los objetos? Es cierto que los análisis basados en el discurso y lo lingüístico suponen una propuesta que evita la referencia a un lugar interior, pero al exteriorizar la subjetividad nos presentan un exterior poblado exclusivamente por seres humanos y sus relaciones que son las entidades que tienen el privilegio y el estatus de explanans mientras que otras entidades, por ejemplo, los objetos tecnológicos siempre son excluidos y tratados como explanandum. De este modo, el esencialismo naturalista es sustituido por un esencialismo social que no se problematiza y que sigue justificando la dicotomía naturaleza/sociedad. Para romper con esta dinámica se hace necesario llevar a cabo una sociología simétrica (Domènech y Tirado, 1998) en la que se reconozca que humanos y no-humanos forman parte del mismo colectivo. Esta es, sin duda, la principal aportación de la Teoría del ActorRed (Callon, 1986; Latour, 1987; Law, 1994), nacida en el seno de los estudios de la ciencia a partir de los planteamientos de Michel Serres. A pesar de constituir una teorización enormemente compleja, si hay algo que pueda resumir de alguna manera la aportación de la Teoría del ActorRed es, precisamente, su apuesta por una redefinición de lo que significa la reflexión social. En lugar de seguir ampliando la fractura entre lo humano y lo no-humano, lo social y lo natural, la Teoría del Actor-Red recupera el papel de lo tecnológico, de los objetos, de lo natural, en las explicaciones sobre cuestiones que se han venido reivindicando como ajenas a esa clase de elementos: las relaciones de poder, las dinámicas institucionales o la constitución de subjetividades, por poner sólo algunos ejemplos, aparecen bajo una nueva luz al dejar de considerarlos como procesos que única y exclusivamente tienen que ver con humanos. En esta línea, Serres (1994) precisamente al hablar del pliegue señala la importancia de los objetos, de lo que no es meramente corporal y/o humano. El pliegue permite el mínimo espacio que la vida necesita para tener lugar: "sólo habito en pliegues, sólo soy pliegues" (Serres, 1994: 47). Para Serres, no hay vida humana sin diferencia, precisamos de un pliegue donde retiramos, aunque sólo sea durante un pequeño lapso de tiempo. Confundidos permanentemente en la colectividad, de ser verdaderamente animales políticos, perderíamos nuestra condición humana. Precisamos de algo que nos permita diferenciarnos, una membrana que nos procure un límite. Y lo que permite que aparezca la mínima diferencia es de carácter objetual, una pertenencia, una propiedad. Al defender este planteamiento -del que aquí no damos cuenta sino de manera muy sesgada, Serres saca a colación la vida de vagabundos consumados, pobres de solemnidad carentes de casi todo. Y en el "casi" radica la cuestión. Diógenes, San Francisco, Jesucristo, caracterizados por su renuncia de los bienes materiales no pueden evitar poseer alguna propiedad, algo que no tenga nada que ver con los demás. El tonel es la propiedad de Diógenes -tomando propiedad en su doble acepción: aquella cosa que es poseída y atributo o cualidad esencial de una persona como la porciúncula lo es de San Francisco o la túnica de Jesucristo. Así, siguiendo a Serres, podemos decir que no hay vida humana sin al menos un objeto. El pliegue mínimo aparece en la relación con un objeto. La subjetividad, en este sentido, es siempre un dispositivo que requiere al menos de la relación con un objeto. No se puede hablar de procesos de subjetivización sin referirse a pliegues, pero no puede hablarse de pliegues sin referirse a lo objetual. Tal planteamiento, por otra parte, guarda coherencia con la cosmovisión serresiana que implica en una misma red, al mundo, a los aparatos y a nosotros mismos: "¿Podemos decir que esta armonía es tan nueva bajo el Sol? Cuando indicaba la hora del equinoccio y la posición, en latitud, del lugar, el eje del cuadrante solar escribía, en otros tiempos, sobre la tierra, él solo, unos resultados que nos adjudicábamos nosotros: esa inteligencia sutil, ¿tenemos que llamarla propia, interior a nuestras neuronas y vinculante de una sociedad de cerebros, o remitirla a las herramientas, artificial, pues; o referirla al mundo, que

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traza, automáticamente, sobre sí, la longitud sombreada de su propia luz? ¿Cuál de las tres, cultura, técnica o naturaleza, goza de esta función? Elija si se atreve!" (Serres, 1994: 125)

El movimiento del pliegue: política y poética de lo que somos Pensar los procesos de subjetivación como pliegue implica, como hemos visto, despojar al Sujeto de toda identidad (esencialista) y de toda interioridad (absoluta) y al mismo tiempo, reconocer la posibilidad de transformación y de creación que dejan abierta. En otras palabras, el pliegue nos permite pensar los procesos por los que el ser humano se desborda y va más allá de su piel sin recurrir a la imagen de un Sujeto autónomo, independiente, cerrado, agente... sino precisamente en base a su carácter abierto, múltiple, inacabado, cambiante... Ahora, el problema ya no sería tanto inquirir sobre qué tipo de sujeto es producido como plantear qué puede hacer el ser humano, qué capacidad de afectar y de ser afectado tiene en un dispositivo concreto. Esa capacidad no es, ni mucho menos, una propiedad de la carne, el cuerpo, la psique, la mente o el alma. Es, simplemente, algo variable, producto o propiedad de una cadena de conexiones entre humanos, artefactos técnicos, dispositivos de acción y pensamiento. En esta dirección van las palabras de Serres: "¿Quiénes somos? La intersección, fluctuante en función de la duración, de esta variedad, numerosa y muy singular, de géneros diferentes. No dejamos de coser y tejer nuestra propia capa de Arlequín, tan matizada o abigarrada como nuestro mapa genérico. No procede pues defender con uñas y dientes una de nuestras pertenencias, sino multiplicarlas, por el contrario, para enriquecer la flexibilidad. Hagamos restallar al viento o danzar como una llama la oriflama del mapa-documento de identidad" (Serres,1994: 200) En este punto, es necesario resaltar que precisamente el concepto de pliegue es utilizado por Deleuze para explicar la posibilidad -que lanza Foucault en sus dos últimos libros- de un sí mismo constituido como núcleo de resistencia frente a poderes y saberes establecidos. Foucault, señala Deleuze (1987, 1996), tras haber analizado las formaciones de saber y los dispositivos de poder, es decir, los estados mixtos de poder-saber que nos constituyen, atraviesa un impasse donde se plantea la posibilidad de ir más allá del poder-saber, de franquear el límite que prescriben, de "pasar al otro lado". Así, los volúmenes II y III de Historia de la sexualidad marcan un punto de inflexión, de transición en la obra foucaultiana porque -sin renunciar a su concepción del sujeto como forma constituida históricamente y no como norma constituyente- concibe los procesos de subjetivación como ensayo, como proceso ético y estético que busca producir modos de existencia inéditos. Y es aquí donde Deleuze, lector de Foucault, re-crea el concepto de pliegue para explicar los procesos de subjetivación como modificación de los límites que nos sujetan para reconstruirnos con otras experiencias, con otra delimitación. Modificación de los límites que nos sujetan, que nos convierten en sujetos posible en la medida que el pliegue nos muestra un escenario diferente al que la oposición interior/exterior nos remitía. El movimiento del pliegue tiene lugar entre un adentro y un afuera que no equivalen a un interior y a un exterior, marcando un territorio y unas relaciones completamente distintas. Así, en la separación interior/exterior en su versión más cartesiana, se mantienen las coerciones identitarias: sujetos y objetos aparecen encuadrados en géneros y especies, el exterior sólido y extenso se distingue de un interior inexpugnable y aislado, pero en todos los casos y en todas las versiones -independientemente de quién o qué esté en uno u otro lado- esta separación nos remite siempre a lo ya existente, a lo ya conocido, en ella todo se reconoce a la forma de lo Mismo; por eso, no sólo es una dicotomía estática sino también estéril: "¿Qué pasa cuando el Otro falta en la estructura del mundo? Sólo reina la brutal oposición del sol y de la tierra, de una luz insostenible y de un abismo oscuro: -la ley sumaria del todo o nada-. Lo sabido y lo no sabido, lo percibido y lo no percibido se enfrentan de manera absoluta Año IV Nº 8 – Abril 2001

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en un combate sin matices (..) Mundo crudo y negro, sin potencialidades ni virtualidades: lo que se ha desmoronado es la categoría de lo posible" (Deleuze, 1994: 305) Sin embargo, el pliegue supone un movimiento que incorpora esa categoría de lo posible, precisamente porque el pliegue permite habitar el límite que traza los bordes de lo que somos, situarnos en una línea inestable y arriesgada, la línea del afuera, donde los contornos de lo familiar (imaginable y representable) se diluyen en contacto con lo desconocido (intraducible, irrepresentable), y, en palabras de Deleuze: "llegar a plegar la línea para constituir una zona en la que sea posible residir, respirar, apoyarse, luchar y en suma, pensar" (Deleuze, 1996: 178) Enfrentar la línea del afuera, membrana, borde, esa zona extrañamente intermedia... , límite y al mismo tiempo desvanecimiento de poderes y saberes (Deleuze, 1996) que definen lo que hacemos, pensamos y decimos, y ser capaces de plegarla para construir espacios, pliegues, que permitan ensanchar lo que somos, darnos un nuevo cuerpo con otro umbral de sensibilidad, de modo análogo a lo que sucede en el movimiento del aprender cuando se entiende como posibilidad de hacer habitable la frontera donde se encuentran y transforman lo representable y lo que aún no se conoce (Jódar, 2000). Por ello, entre el afuera y el adentro no hay separación sino confusión, inversión, intercambio... es el afuera el que abre un sí mismo, un adentro que no es más que el doblamiento, el plegado del afuera, plegado que se produce cuando una fuerza se afecta a sí misma en lugar de afectar a otras fuerzas, es decir, mediante la relación de uno consigo mismo: “Es como si se tratara de una glándula pineal que no cesa de reconstituirse al variar su dirección, al trazar un espacio del adentro, pero coextensivo a toda la línea del afuera. Lo más lejano deviene interior, al trasformarse en lo más próximo: la vida en los pliegues" (Deleuze, 1987: 158) De esta manera, lo Otro se instala y atraviesa la subjetividad, impidiendo una identidad cerrada, privada, auténtica y pura. Teniendo en cuenta que lo Otro no hace referencia a una identidad enfrentada a otra sino que es aquello irreductible a cualquier identificación, lo Otro, pues como diferencia, es decir, como aquello que hace diferir, que produce novedad. El pliegue, como el arte barroco, excita, desestabiliza el orden del sistema y lo somete a turbulencias y fluctuaciones (Calabrese, 1992). El pliegue, entendido ahora, como creación de posibilidades de existencia que rechazan el orden de identificación existente, adquiere inmediatamente una dimensión política. El concepto de pliegue constituye una figuración o imagen de la subjetividad necesaria, como señala Foucault (1982), para combatir el tipo de individualidad que se nos impone y para pensar(nos) de otra manera. En este sentido, si el pliegue sólo puede avanzar variando, bifurcándose y metamorfoseándose, el problema no es nunca cómo acabar el pliegue sino cómo continuarlo. Es necesario plegar, desplegar, replegar: el manierismo sustituye al esencialismo (Deleuze, 1989). Plegar, desplegar, replegar no sólo porque los procesos de subjetivación son continuamente penetrados por el saber y recuperados por el poder sino porque las propias subjetivaciones -si se asientan dentro de las estructuras fijas y de las seguridades agradables de la identidad- pueden convertirse en un obstáculo que impide cruzar la multiplicidad, que impide la prolongación de sus líneas, la producción de novedad (Deleuze 1996: 232). De esta manera, el pliegue nos permite entender la crisis que afecta a diversos movimientos -desde el feminismo hasta ciertos nacionalismos- enfrentados a los límites, a las contradicciones, a los peligros, más bien, de hacer política con la identidad, es decir, de reivindicar identidades modernas de carácter esencialista, identidades que deben ser recuperadas, reencontradas, desveladas... y que cuando lo son acaban convirtiéndose en ley, principio y código funcionando como mecanismos de constricción y exclusión (Gómez y Bueno, 2000). Y no sólo eso, entender la subjetivación como pliegue inaugura otra política, una política que renuncia al esquema opresión/liberación/identidad y que busca crear nuevas

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formas de experimentar y de sentir, afirmando la diferencia, la variación, la metamorfosis como formas de resistencia a dos formas actuales de sujeción, una que consiste en individuarnos según las exigencias del poder, otra que nos vincula, nos ata a una identidad sabida y conocida y de la que debemos responder: "si es cierto que el poder ha afectado cada vez más nuestra vida cotidiana, nuestra interioridad y nuestra individualidad, si se ha hecho individualizante, si es cierto que el propio saber está cada vez más individuado, formando hermenéuticas y codificaciones del sujeto deseante ¿qué le queda a nuestra subjetividad? Al sujeto nunca le queda nada, puesto que constantemente hay que crearlo, como núcleo de resistencia según la orientación de los pliegues que subjetivan el saber y doblan el poder" (Deleuze,1987: 138) (la cursiva es nuestra)

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Año IV Nº 8 – Abril 2001

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