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EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ
ELÍAS LÁMPARA QUE QUEMA Y ALUMBRA
Él era la lámpara que arde y alumbra Jn 5,35 El hebreo se siente más cercano al profeta Elías que a su vecino de casa. Elie Wiesel
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PRÓLOGO El monte Carmelo, como indica su nombre, es un jardín. Se halla a la altura del lago de Galilea. Una ladera se asoma al Mediterráneo y la otra mira a la actual ciudad de Haifa. Es el centro de la vida del profeta Elías. El centro quiere decir sólo eso: el punto de partida de sus continuos movimientos. Elías recorre Palestina en todas direcciones; sus sandalias dejan su huella en toda la geografía de Israel, un Estado pequeño, pero rico de contrastes. Es corta la distancia que separa las nieves perennes del Hermón de los abrasadores desiertos de Judea, o las alturas de Fenicia de las planicies más bajas de la tierra. La geografía de Israel es símbolo del espíritu de Elías. En el monte Carmelo me acoge Fray Eliseo. Amable, me muestra la celda, me sirve una frugal cena y me desea un buen descanso. A la mañana siguiente, cuando me levanto, él ya me espera. Sin divagar mucho, en seguida me dice: -Supongo que has leído cuanto dice la Biblia sobre el profeta Elías. -Sí, claro. -E imagino que has leído también unos cuantos comentarios bíblicos y patrísticos. -Sí, algunos. -Está bien. Pero si quieres conocer a Elías y penetrar con él en la intimidad de la nube luminosa, es decir, verte circundado de gloria y escuchar la voz del Padre (Mt 17,1-8), lo primero que necesitas es ir cada día, durante toda esta semana, a lavarte los ojos en la Fuente de Elías. -Sí, me lavaré la cara en sus aguas. -No he dicho que tengas que lavarte la cara. Yo hablo de los ojos. Tus ojos han llegado aquí sucios de tantas imágenes de Elías, de Dios, de los hombres, de ti mismo. Sin duda alguna te habrás mirado demasiado al espejo. Necesitas purificar tus ojos durante toda una semana. Luego, hablaremos de Elías e iremos tras sus huellas por esta montaña y por toda Palestina. Dime, ¿deseas escuchar “la voz imperceptible del silencio”, como él la oyó en el monte Horeb? -Para eso he venido. Con un saludo de su mano derecha se aleja de mí y me deja en la boca de la gruta que me ha sido asignada para pasar la primera semana. Es una gruta como la que ocupó Elías, conocida como el Khader (el Verde), situada en el extremo norte del promontorio del Carmelo, en la base de la montaña. La gruta de Elías ahora está debajo del coro de la Iglesia del convento. Quizás resulte más emotiva otra gruta, llamada la Escuela de los profetas, situada en la falda del Carmelo, a la que se llega por un sendero que desciende serpenteando por la pendiente del monte. En esa gruta, según la tradición, Elías y después Eliseo iniciaban a sus discípulos en el camino de la fe y en el ministerio profético. La gruta, amplia como pocas, está excavada totalmente dentro de la roca. Desde la terraza del Carmelo se abre a la vista un espléndido panorama. Al Noroeste se contempla la gran corona de los montes de Galilea, que se elevan hasta la cima nevada del Hermón. Y al Oeste se extiende el límpido azul del Mediterráneo... Pero de momento no tengo ojos para el paisaje. Sólo miro a Fray Eliseo, contemplando su calva, amplia como la del profeta Eliseo, al menos según me imagino yo al profeta Eliseo. Al perderle de vista se me agolpan ideas y preguntas sin respuesta. Pero, si no quiero quedarme con estos interrogantes para siempre, debo esperar que pase esa semana y obedecer a lo que Fray Eliseo me ha dicho. En lo alto del Carmelo me siento completamente expuesto al viento y al frío de la noche como si me hubieran quitado la piel del cuerpo. Pero con el alba este mismo viento da muerte a un día para que nazca otro nuevo. Un pájaro, y tras él tantos otros, alarga el cuello para elevar su canto. Los seres afinan sus instrumentos para acoger al unísono al nuevo día.
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Todos los seres y cosas saben qué hacer con el nacimiento de la luz. Comenzaré el día también yo yendo a lavarme los ojos en la Fuente de Elías. Pasada la semana, Fray Eliseo se presenta ante mí. Yo me he lavado cada días los ojos en la Fuente de Elías, pero él no me pregunta si lo he hecho ni cómo he pasado la semana de silencio. Tras un breve saludo comienza a hablarme de Elías. Habla de él como si me hablara del superior del convento, donde lleva viviendo tantos años. Al comienzo ni le nombra, como si le pareciera innecesario. “Las tradiciones de los profetas no escritores, me dice, se transmiten en tercera persona, en forma narrativa. Las palabras de estos profetas se nos transmiten sólo en el contexto de una acción o de un acontecimiento de su vida. Su historia es su palabra. Y, por ello, sus historias dan vida”. Elías, con su mismo nombre, nos indica el programa de vida: “Mi Dios es Yahveh”. Pero el itinerario de la fe nos lo marca con su ir y venir de un lugar a otro, dejándose trasladar por el espíritu de Dios. Así nos muestra su carácter inasible, escurridizo como el agua que se escapa entre los dedos cuando intentas detenerla. Abdías, el administrador de la corte real, teme anunciar al rey Ajab dónde se encuentra Elías, pues teme que ocurra lo que ha sucedido otras veces, es decir, que al llegar al lugar donde se le ha visto, Elías ya haya desaparecido: -Si aviso al rey que le esperas en este lugar y viene a buscarte y al llegar ya no estás aquí, entonces el rey se irritará y desahogará su frustración contra mi persona. Elías irrumpe siempre de repente en la vida de las personas. Y como llega, así se va. No se deja aferrar. Ahora está aquí e inmediatamente nos dicen que le han visto en otro sitio. El soplo de Yahveh le lleva nunca se sabe dónde. Sólo se queda unas pocas horas contigo, pero se convierte en una presencia permanente, que aún sigue a tu lado, llenando tus noches y, a veces, también tus días. Probablemente no seas capaz de recordar los rasgos de su cara cambiante, pero su voz seguramente seguirá resonando nítida, inconfundible en tus oídos. Le oyes gritar o susurrar, y su honda vibración te estremece siempre como la primera vez, como la única vez que quizás le escuchaste. La voz de Fray Eliseo se hace confidencial, como si estuviera narrando el secreto de sus paseos acompañado del profeta Elías. Como avergonzado de su confidencia, cambia de tono y me dice: -¿Ves esos olivos sin tiempo, que anudan en su tronco la historia de ayer y de hoy? Caminando entre ellos o recostado a su sombra puedes sentir el olor de la historia condensada en sus ramas. La geografía guarda en sus entrañas la memoria de la historia. Para conocer la historia de Elías es conveniente tener delante un mapa para seguir las huellas de sus pasos. En la noche me dibuja sobre un folio el mapa que va al final del libro. Al principio no tenía tantos nombres. Día a día le va completando. Y al mismo tiempo que añade nombres de lugares, le gusta abrir la Biblia y comentar algún texto referente, más o menos directamente, a Elías. Las noticias sobre Elías están concentradas en seis capítulos de los libros de Los Reyes: 1R 17,18,19 y 21; 2R 1 y 2. Las otras menciones de Elías en el AT se encuentran en Ml 3,2324; 2Cr 21,4-19; 2R 9,36; 10,10; 10,17; Si 48,1-11. A Fray Eliseo le brotan espontáneas las resonancias bíblicas: -Jesús Ben Sira, el maestro bíblico del siglo II antes de Cristo, les dice a sus discípulos: “Surgió el profeta Elías como fuego, su palabra abrasaba como horno encendido” (Si 48,1). Con la imagen del fuego Ben Sira traza el rasgo principal del retrato de Elías. Jesús Ben Sira compone la figura de Elías con datos del libro de los Reyes y del profeta Malaquías (Ml 4,5-6). Con palabra pausada, de sabio experimentado, traza un retrato enérgico y sugestivo del profeta. El fuego abrasa e ilumina. Como en la noche oscura las estrellas emiten su resplandor, así Elías brilla en medio de la sociedad idolátrica y corrompida del siglo IX antes de Cristo. Con su celo por la gloria de Dios, según el significado de su nombre, Elías combate la idolatría. Su palabra ardiente quema a los profetas de Baal y
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ilumina al pueblo de Dios. Es lo que afirma Jesucristo de Juan Bautista, que le precedió con el espíritu de Elías: “Él era la lámpara que arde y alumbra y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz” (Jn 5,35; Lc 1,17). El mismo Jesús, al expulsar a los mercaderes del templo, muestra un celo semejante al ver la Casa de su Padre convertida en un mercado. Viendo el gesto de Jesús “sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo de tu casa me devorará” (Jn 2,17; Sal 69,10). La fuerza de Elías domina la lluvia y la tormenta en el cielo; su poder se muestra con los reyes y profetas en la tierra y alcanza hasta el abismo: “Con la palabra del Señor, recita Ben Sira, cerró los cielos, e hizo también caer fuego por tres veces.¡Qué glorioso fuiste, Elías, en tus portentos! ¿Quién se te compara en gloria? Tú despertaste a un cadáver de la muerte, sacándolo del seol con la palabra del Altísimo; hiciste caer a reyes en la ruina, y a hombres insignes de su lecho. En el Sinaí escuchaste amenazas, y en el Horeb los decretos de castigo; ungiste reyes para tomar venganza, y profetas para ser tus sucesores. En un torbellino de fuego fuiste arrebatado en carro de caballos de fuego. Fuiste designado para aplacar en el futuro la ira antes que estalle, para hacer volver el corazón de los padres a los hijos, y restablecer las tribus de Jacob. Felices aquellos que te vieron y se durmieron en el amor, pues nosotros también viviremos sin duda” (Si 48,3-11). Elías está hoy vivo. Se hace presente en nuestra historia. Cualquier dios de la mitología es quizás un símbolo, pero está muerto sin haber vivido. Elías, como Isaías o cualquier profeta de la Escritura, es una voz, vive por siempre, sus palabras resuenan en nuestro interior hoy día. Elías es una persona viva y no un simple icono. Es “un hombre como nosotros” (St 5,17). Por ello tiene una palabra que transmitirnos, infundiéndola en lo íntimo de nuestro ser. Cuando Dios decidió llamar a sí a su profeta le arrebató en un torbellino de fuego. Eliseo y también los jóvenes discípulos de los profetas sabían que había llegado el día de la partida de Elías. Con cuchicheos lo comentaban entre ellos. Pero sucedió improvisamente. Mientras Elías y su siervo y discípulo caminaban, hablaban entre silencio y silencio, un carro de fuego, con caballos de fuego, se interpuso entre ellos y Elías desapareció. En un pestañear de ojos había ocurrido todo. Eliseo miraba y miraba y de repente se vio solo. Su maestro le había abandonado, subiendo al cielo entre llamas. De su garganta brotó, incontrolable, un grito doloroso: -¡Padre mío! ¡Padre mío! No es oyó ninguna respuesta. Elías lo había abandonado para siempre. -¿Para siempre?, se pregunta Elie Wiesel. Y el mismo Elie, que por algo lleva el nombre del profeta, responde: -Quizás Eliseo pensó que le había abandonado para siempre. Los cincuenta profetas, que contemplaban la escena desde la otra orilla del Jordán, pudieron pensar lo mismo. Pero se equivocaban. Porque con Elías ocurre lo impensable. Elías vuelve a visitar a sus semejantes en cada siglo. El profeta se hace presente entre los hombres para despertar la esperanza dormida una y otra vez entre los acontecimientos adversos. Elías vuelve hoy y esperamos que venga mañana. -¡Ojalá sientas su aliento esta noche! Con este mismo saludo me despide Fray Eliseo en la noche. Y este es mi deseo al escribir este libro: -¡Ojalá sientas el aliento del Elías en estas páginas!
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1. UN POCO DE HISTORIA Estamos en el siglo IX antes de Cristo. El imperio de Asiria despierta y se dirige hacia Siria y Fenicia para asegurarse las vías comerciales del Oeste. Por otra parte los arameos de Damasco se oponen al rey de Samaría, capital del reino de Israel, fundada por el rey Omrí. Para defenderse de los arameos, el rey de Israel se alía con sus vecinos, los fenicios de Tiro y Sidón. Israel y Fenicia sellan su alianza con el matrimonio de Ajab, hijo de Omrí, y Jezabel, hija del rey de Sidón, una de las figuras más detestadas de la Biblia. Su esposo, dominado por ella, recibe el peor juicio de todos los reyes de Israel: “Ajab, hijo de Omrí, hizo el mal a los ojos de Yahveh más que todos los que fueron antes que él” (1R 16,30). Influenciado por Jezabel, Ajab introduce en Israel el culto de Baal, construyendo en su honor un templo en Samaría. Fray Eliseo, antes de seguir con la historia, me ayuda a situar en el mapa los lugares que cita. Damasco, capital de Siria, es un oasis en el desierto, situada a la altura de las fuentes del Jordán hacia el Este. Fenicia corresponde al Líbano actual; está situada al norte del reino de Israel, en la costa del Mediterráneo. Tiro, Sidón y Sarepta son ciudades fenicias. El reino de Israel, en tiempos de David, supera todo lo que se podía esperar. Gracias a la protección de Dios, que está con su elegido, y gracias a la somnolencia de los imperios del Nilo y del Éufrates, en una sola generación Israel consolida su dominio desde Dan a Berseba (2S 24,5ss). Pero la extensión de las fronteras supone la asimilación de ciudades y reinos cananeos, que lleva consigo la tentación del sincretismo religioso. La fe en Yahveh sufre el influjo del culto a la fertilidad de los cananeos. Esta influencia politeísta se acentúa en el reinado de Salomón, que busca consolidar el poder con el lujo y la magnificencia de la corte real. El harén del rey se compone de numerosas princesas de todos los pueblos vecinos, desde Egipto al país de Hatti, y desde Moab a Sidón. Esto supone la presencia del culto de otros tantos dioses extranjeros en el territorio de Israel. Junto al templo de Yahveh, Salomón erige en Jerusalén templos para otros dioses, con personal consagrado a su servicio y ritos correspondientes (1R 11,1-8). Sin embargo el problema del pueblo de Dios comienza con la muerte de Salomón: “El tiempo que Salomón reinó en Jerusalén sobre todo Israel fue de cuarenta años. Se acostó Salomón con sus padres y fue sepultado en la ciudad de su padre David. Reinó en su lugar su hijo Roboam” (1R 11,42-43). Salomón ha mantenido unidas las doce tribus del pueblo de Dios. Durante su reinado, Jerusalén es el centro del culto y de la vida de todos los hijos de Israel. Un sabio hebreo del primer siglo después de Cristo decía que “el mundo es como un ojo. El blanco es el océano que circunda la tierra; el iris es la tierra, sobre la que habitamos; la pupila es Jerusalén y la imagen que guarda en su interior es el Templo del Señor”. La luz de Jerusalén es única en el mundo. Al amanecer y al atardecer, una luz incandescente penetra sus piedras rosadas, a las que arranca el fulgor del polvo de oro, seduciendo a cuantos la contemplan desde el monte de los Olivos, que se extiende paralelamente a la colina del Templo, de la que la separa el valle Cedrón. El monte de los Olivos, a menos de dos kilómetros de la ciudad, -“el espacio de un camino sabático” (Hch 1,12)-, es el mirador ideal de la ciudad. Desde lo alto del monte, se divisa también el desierto de Judá con el Jordán al fondo y el mar Muerto, y las montañas de Moab a lo lejos. Y, girando la vista en derredor, siempre se termina contemplando, a la derecha, la ciudad de Jerusalén. Jerusalén es el centro de cuantos viven en ella y la añoranza de cuantos viven en la diáspora. Rabí Eliezer, hijo de Jacob, enseñaba: Si uno ora fuera de la tierra de Israel, dirija su corazón hacia la tierra de Israel. Si uno ora en la tierra de Israel, dirija su corazón hacia Jerusalén. Si uno ora en Jerusalén, dirija su corazón hacia el Templo. Si uno ora en el Templo, dirija su corazón hacia el Santo de los Santos.
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La imagen de Jerusalén como centro del mundo se ha grabado en la imaginación de los judíos y no se borra con el paso del tiempo. Y en Jerusalén está el templo, con su podio real (2Cro 6,13). Ideado por David y construido por Salomón, el templo de Jerusalén, dominando el monte Sión, tiene un marcado carácter real. Lo sabía Jeroboam y también el profeta Ajías de Silo. Salomón, el más sabio rey de Israel, engendró el hijo más necio del pueblo, “totalmente falto de inteligencia” (Si 47,22). Debido a la necedad de este hijo, llamado Roboam, el reinado de Salomón se cierra con el anuncio de la división del reino. Ya el mismo Salomón, viendo cómo trabajaba Jeroboam, le promovió, colocándolo “al frente de toda la leva de la casa de José” (1R 11,28). Un día, como por casualidad, el profeta Ajías de Silo le encontró en el camino. Iba éste cubierto con un manto nuevo y estaban los dos solos en el campo. Ajías tomó el manto nuevo, lo rasgó en doce trozos y dijo a Jeroboam: -Toma para ti diez trozos, porque así dice Yahveh, Dios de Israel: Voy a hacer trozos el reino de manos de Salomón y te voy a dar diez tribus (1R 11,29-31). Las diez tribus del norte se separaron de las dos del sur. La rasgadura dio lugar a los dos reinos: el reino de Israel en el Norte y el reino de Judá en el Sur. Dios está molesto con Salomón porque sus muchas mujeres extranjeras le han desviado el corazón de Yahveh, habiéndole Dios colmado de dones (1R 11,9-13). En atención a David y a Jerusalén, la ciudad que Dios eligió entre todas las tribus de Israel, le deja el reino de Judá, “para que quede siempre a David mi siervo una lámpara en mi presencia” (1R 11,36). Roboam, “lo más loco del pueblo, falto de inteligencia, que apartó de su cordura al pueblo” (Si 47,23), rechaza el consejo de los ancianos y sigue el consejo de los jóvenes de su misma edad. Los ancianos intentan llevarlo a la clemencia, a aligerar el yugo de los impuestos, para ganarse a los descontentos ciudadanos del Norte. Los jóvenes, en su inconsciencia, le invitan a la dureza. Hasta ponen en sus labios las palabras que debe dirigirles, como si éstas bastaran para dominar al pueblo: -Mi dedo meñique es más grueso que los lomos de mi padre (1R 12,10). Ahí se consuma la división del pueblo. Jeroboam se coloca al frente del reino del Israel, con las diez tribus del Norte, y Roboam queda como rey de Judá, el reino del Sur. Y lo primero que hace Jeroboam es alejar al pueblo de Jerusalén. Es el pecado del reino del Norte, que denuncian todos los profetas. Israel, el reino septentrional, nace con este pecado original. Jeroboam se dijo en su corazón: Si este pueblo continúa subiendo a Jerusalén, para ofrecer sacrificios en la Casa de Yahveh, el corazón de este pueblo se volverá a su señor, a Roboam, rey de Judá, y me matarán. Tomó consejo el rey, hizo dos becerros de oro, y dijo al pueblo: -Basta ya de subir a Jerusalén. Este es tu dios, Israel, el que te hizo subir de Egipto. El orgullo y el temor de que Israel se vuelva a unir con Judá hace que Jeroboam cree dos santuarios en su territorio, para que los israelitas no vayan en peregrinación a Jerusalén ni vivan con la mirada puesta en su templo. Jeroboam, consciente del carácter real del Templo de Jerusalén, “coloca un becerro en Betel, y el pueblo va con el otro hasta Dan. Hace Casas en los altos y establece sacerdotes del común del pueblo que no son de los hijos de Leví” (1R 12,25-31). Siendo Israel un pueblo de campesinos, razona Jeroboam, el símbolo mejor de Dios es el toro como expresión de fuerza y fecundidad. El toro sagrado es el ídolo del culto cananeo y fenicio. Y no es que Jeroboam desee renegar de Yahveh, sino que desea mostrarlo en una forma visible y palpable en medio del pueblo. Es la repetición del pecado de Israel en el desierto, al tiempo de Moisés. El culto a Yahveh, en su figura de toro, sin significar una simple aceptación de Baal, el dios cananeo, asume un aspecto atrayente por su identificación con el ritmo de la naturaleza. El sincretismo entre la fe en el Dios único y Baal es una tentación constante. Elías lo llama “cojear de los dos pies”, no seguir realmente ni a Yahveh ni a Baal.
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Los santuarios de Betel y Dan ya tenían su historia en el pueblo, pero ahora cobran la categoría de santuarios del Estado. Jeroboam les dota de símbolos y objetos de culto e instituye sacerdotes elegidos por él, como habían hecho David y Salomón. Amasías, sacerdote de Betel, le cierra las puertas a Amós, diciéndole: “No vuelvas a profetizar en Betel, pues éste es un santuario real” (Am 7,13). Amasías se presenta como un “funcionario real”. Por ello no puede permitir que en el santuario del rey se hable contra él. Los profetas, que “profetizan” allí se ganan su pan hablando a favor del rey. Este estado de cosas se aprecia claramente en tiempos del rey Ajab. Ajab tiene a su disposición cuatrocientos cincuenta profetas, que son “sus profetas” (2R 3,13), a los que consulta, pues sabe que hablan siempre conforme a sus deseos. En cambio evita consultar a Miqueas, a quien aborrece, porque nunca se doblega a los caprichos del rey (1R 22,5ss). La historia del pueblo de Dios, dividido en dos reinos, marcha en paralelo. Los reyes se suceden en ambos reinos; en Judá, la sucesión es hereditaria, “por amor a mi siervo David”, repite el Señor, tratando de dar continuidad a su dinastía. En Israel, en cambio, los reyes surgen y desaparecen en medio de guerras, intrigas y complots. Guerras y alianzas se suceden igualmente con fenicios, asirios y demás reinos circundantes. Sin enumerar todos sus pasos, llegamos al tiempo de Elías. Mientras en Judá reina Asa, en Israel reina Ela, que sólo conserva el poder durante dos años. Conspira contra él Zimrí, que le mata al hallarlo ebrio en casa de su mayordomo en Tirsá. Pero a Zimrí le va aún peor, pues sólo reina durante una semana (2Cro 9,31). Zimrí se ha proclamado rey sin el apoyo del ejército, que estaba cercando la ciudad filistea de Gabatón, bajo las órdenes de Omrí. Apenas Omrí oyó que Zimrí había conspirado y matado al rey, abandonó Gabatón y, con todo el ejército israelita, marchó a sitiar a Tirsá, la capital de Israel. Zimrí, el usurpador, no encontrando una salida posible, prende fuego al palacio real, muriendo en medio de las llamas (1R 16,18). Entonces sube al poder Omrí, que edifica la ciudad de Samaría, haciéndola capital del reino: “El año 31 de Asá, rey de Judá, comenzó a reinar Omrí sobre Israel y reinó doce años. Reinó seis años en Tirsá. Compró la montaña de Samaría a Sémer por dos talentos de plata, fortificó el monte, y a la ciudad que él había construido puso por nombre Samaría, del nombre de Semer, dueño del monte” (1R 16,23-24). Samaría está situada al noroeste de Naplusa, en una colina estratégica y rodeada de tierras fértiles (Is 28,1). La colina, que se eleva en forma de terraza con vista al mar, es el cruce de las grandes vías de comunicación que unen el valle de Esdrelón y Jerusalén. Y si Omrí hace de Samaría la capital del reino (1R 16,23-24), Ajab, su hijo, construye en ella su “casa de marfil” (1R 22,39), que tanto impresionará unos pocos años más tarde a Amós, el pastor de Tecoa. Como fascinado describe el espectáculo que contempla al llegar del campo a la ciudad: “Acostados en camas de marfil, arrellanados en sus lechos, comen corderos del rebaño y becerros sacados del establo, canturrean al son del arpa, se inventan, como David, instrumentos de música, beben vino en anchas copas, se ungen con los mejores aceites, mas no se afligen por el desastre de José” (Am 6,4-6). Pero Amós, deslumbrado en un primer momento ante la magnificencia de los palacios de Samaría, reacciona con violencia ente las injusticias, que cimientan los muros de las casas. En nombre de Dios anuncia: “Sacudiré la casa de invierno con la casa de verano, se acabarán las casas de marfil, y muchas casas desaparecerán, oráculo de Yahveh” (Am 3,15). Asentados en el lujo de la capital (Am 6,1), los ricos hacían sus fiestas a expensas de los indigentes (Am 4,1; 6,6). Entre Omrí y su hijo Ajab reinan unos 34 años (1R 16,23-29), en los que Israel vive un momento de esplendor económico. Gracias a la alianza sellada con Tiro, Ajab aumentó considerablemente las riquezas del reino. Esto le permitió emprender grandes construcciones en Samaría, Meggido y Jericó. En Samaría, además de su palacio de marfil, reconstruyó y fortificó la ciudad (1R 16,34; 22,39). Ajab reorganizó completamente el ejército, dotándole de fuertes contingentes de carros de guerra.
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La Biblia y la arqueología testimonian el progreso económico de su tiempo, pero Elías, con su mirada de profeta, descubre bajo el esplendor de la superficie el costo de las injusticias cometidas... En medio de la sequía y del hambre (1R 17,12; 18,2), el rey no se preocupa en absoluto del pueblo. Su preocupación es cómo “mantener con vida los caballos y asnos” (1R 18,5). Los caballos son el símbolo del poder militar y los asnos, medio de carga para el transporte comercial, son el símbolo de la riqueza. Ajab logra, pues, que Israel viva un periodo de esplendor. Sus buenas relaciones con Fenicia benefician a Israel desde el punto de vista comercial y cultural. Durante su reinado Israel domina a los moabitas, mantiene buenas relaciones con el reino de Judá, y durante un largo periodo vive en paz con el reino arameo de Damasco. Y cuando los arameos, en los últimos años del reinado de Ajab, se alzan contra Samaría, Israel los derrota por dos veces. Pero todos estos triunfos no hacen cambiar el juicio de la Escritura sobre él: Ajab, “que superó a sus predecesores en el mal que hizo ante los ojos de Yahveh” (1R 16,30). Ajab, político en todos los sentidos, establece relaciones con los países vecinos, anima el comercio exterior y moderniza el reino. Amante del pluralismo, busca el compromiso de los israelitas con los cananeos e, incluso, con los fenicios. Le interesa mantener buenas relaciones con todos y, por supuesto, sacar ventajas económicas de ello. Adorador de Yahveh, no tiene inconveniente en condescender con su esposa Jezabel, ferviente seguidora de Baal y de la diosa Astarté o Asera. Elías, en este ambiente, aparece como la voz del disenso, pues rechaza todo compromiso, reivindicando la soberanía única de Yahveh, el Dios de Israel. El conflicto es radical. Ajab y Elías son conscientes de la profundidad del problema y se acusan el uno al otro de ser la ruina del pueblo (1R 18,16-18). El pueblo, inconsciente, vive el sincretismo religioso, cojeando de los dos pies. Cuando Elías le interpela en el monte Carmelo se queda en silencio, como si no comprendiera de qué va la cosa. ¿Por qué tener que elegir entre Yahveh y Baal? No entienden la alternativa que les propone Elías, habituados a compaginar pacíficamente los dos cultos. Es cierto que el sincretismo religioso entra en Israel al final de la vida de Salomón, antes de su división en dos reinos. La Escritura reprocha a Salomón el haber amado a muchas mujeres extranjeras, sin hacer caso de lo que Dios había advertido a los israelitas: “No os unáis con ellas, ni ellas con vosotros, porque os desviarán el corazón tras sus dioses” (1R 11,2; Dt 7,3-4). Al final de su vida, el corazón de Salomón se desvió arrastrado por las mujeres idólatras de su harén. Lo mismo le ocurre a Ajab, a quien seduce y domina Jezabel, la bella princesa de Tiro. Con Ajab el sincretismo llega a un punto verdaderamente alarmante en el reino del Norte. Ajab sigue la edificación de Samaría, comenzada por su padre Omrí. La nueva capital proporciona al rey la independencia de las intrigas interiores, porque es obra y propiedad suya. Además, por su situación geográfica, le facilita las relaciones con Fenicia, que tanto le interesa, para defenderse del dominio de Damasco. Las relaciones comerciales y artísticas de Israel con Fenicia datan del tiempo de David y de la construcción del Templo de Salomón. Pero la vinculación se hace más estrecha en los reinados de Omrí, al unir en matrimonio a su hijo Ajab con Jezabel, hija del rey de Sidón (1R 16,31). Las consecuencias de esta unión matrimonial son evidentes. Jezabel, que no está dispuesta a aceptar el credo de Israel ni tampoco el culto a Yahveh, no llega a Samaría sola. Entra en Samaría acompañada por un séquito de servidores fenicios con su fe y culto a Baal. Así alcanza en Samaría su culmen el sincretismo religioso. Como Salomón había erigido en Jerusalén altares dedicados a los dioses de sus mujeres extranjeras (2R 23,13), así Ajab construye en Samaría un santuario en honor de Melcart, Baal de Sidón (1R 16,32). Pero Jezabel no se conforma con ello. Ella se siente celosa de su dios. Los servidores de Baal viven a expensas de la reina (1R 18,19). De este modo el culto fenicio no sólo goza de libertad, sino que termina por privar de esa libertad a los pocos israelitas que se mantienen fieles a la fe en Yahveh. La reina comienza una campaña abierta de proselitismo a favor de su
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dios, con pretensiones exclusivas. El nombre de Jezabel quedará en la Escritura como símbolo de la mujer malvada (Ap 2,20). A través de Jezabel el culto a Baal se implanta no sólo en Israel, sino también en el reino de Judá. Mediante el enlace matrimonial de Atalía, hija de Jezabel, con Joram, rey de Judá, el sincretismo religioso de la corte de Samaría se implanta también en Jerusalén (2R 8,24ss). El libro de las Crónicas recoge una carta que Elías dirige a Joram, en la que amenaza al rey impío y fratricida con una triste muerte: “Le llegó al rey un escrito del profeta Elías, que decía: Así dice Yahveh, el Dios de tu padre David: Porque no has seguido los caminos de tu padre Josafat, ni los caminos de Asá, rey de Judá, sino que has andado por los caminos de los reyes de Israel, y has prostituido a Judá y a los habitantes de Jerusalén siguiendo las prostituciones de la casa de Ajab, y también porque has dado muerte a tus hermanos de la casa de tu padre que eran mejores que tú; he aquí que Yahveh castigará con terrible azote a tu pueblo, a tus hijos, a tus mujeres y a toda tu hacienda; tú mismo padecerás grandes enfermedades y una dolencia de entrañas tal que, día tras día, se te saldrán fuera a causa de la enfermedad” (2Cro 21,12-15). La idolatría hace de Yahveh un extranjero en su tierra, en la tierra que Él ha dado a su pueblo. El juicio que la Escritura da de los reyes de Israel es aterrador. La maldad va siempre en aumento. Si echamos una mirada retrospectiva vemos que Ajab es el más malvado de todos, pues pecó más que su padre Omrí, que a su vez pecó más que su padre Jeroboam, hijo de Nevat. Ajab, bajo la influencia de su esposa Jezabel, construyó templos paganos, abrió su palacio a los falsos profetas y permitió la reconstrucción de la ciudad de Jericó. Ajab se degrada de día en día, cayendo de infamia en infamia, arrastrando tras él a todo el pueblo. Entre los hechos que se le reprocha al rey Ajab está el que, en su tiempo se reedificó Jericó, sobre la que pesaba la maldición de Josué: “¡Maldito sea delante de Yahveh el hombre que se levante y reconstruya esta ciudad (de Jericó)! ¡Sobre su primogénito echará su cimiento y sobre su pequeño colocará las puertas! (Jos 6,26). Ningún israelita se había atrevido a reedificar la ciudad, pero Ajab y su comisionado Jiel lo hicieron, cumpliéndose la maldición de Josué. La ciudad se levantó según el rito cananeo, que exigía el sacrificio de un niño al poner la primera piedra y de otro al colocar, al final, las puertas. Es el llamado rito de fundación, con el que intentaban ahuyentar de la ciudad los malos espíritus o ponerla bajo la protección de la divinidad (1R 16,34). San Efrén dice que Jiel, seducido por la belleza y fertilidad de la región de Jericó, se decidió a reedificar la ciudad, sin dar crédito a las palabras de Josué. Jiel “sabía que Moisés, impulsado por la misma inspiración de Josué, había predicho a los transgresores de la ley divina que, por su causa y para su ruina, el cielo se convertiría en fuego y la tierra se volvería de metal, pero como él veía con sus mismos ojos que estas maldiciones no se habían verificado, sacaba la conclusión, erróneamente, que las amenazas y maldiciones de Josué también quedarían sin efecto... Jiel, después de haber sepultado al primero y al último hijo comprendió, demasiado tarde, que era verdadero el anatema de Josué”. Y entre los pecados de Ajab el cronista señala el que es causa y origen de todos los demás: “el que tomó por mujer a Jezabel” (1R 16,31). Jezabel es fenicia, hija de Etbaal, rey de Tiro, que se apoderó violentamente del poder en Tiro y Sidón al mismo tiempo que Omrí en Israel. Los dos usurpadores se apoyaron mutuamente, entraron en relaciones y cimentaron su unión con una alianza familiar, casando a sus dos hijos, Ajab y Jezabel. Sobre Jezabel, me dice Fray Eliseo después de tomarnos un pequeño refrigerio en el refectorio del monasterio, hay que tener presente que ha llegado al valle de Samaría, dejando la ciudad de Tiro, que se halla en el Líbano actual: -Imagina una ciudad levantada sobre una roca que emerge del mar, a unos cuantos kilómetros de la tierra firme. Circundada por el mar, Tiro es prácticamente inexpugnable. En realidad está suspendida en alto como un trono, donde se sienta orgulloso su rey. Desde la
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“Roca de los mares” parten en todas direcciones sus famosas naves. Sus marinos llegan hasta Occidente, propagando el alfabeto, que asimilan los griegos. De Tiro eran los arquitectos y constructores principales del templo de Salomón (1R 5; 9,25). Tiro fue uno de los promotores de la rebelión contra Nabucodonosor (Jr 27,2-11), por lo que éste la atacó, después de tomar Jerusalén. Pero el rey de Babilonia no pudo vencerla a causa de su posición estratégica. Sólo Alejandro Magno, después de unirla a tierra por un dique artificial, logró tomarla y destruirla en el año 332 antes de Cristo. Lo que caracteriza a Tiro y la hace importante es sobre todo el comercio. Sus naves surcan el Mediterráneo, transportando mercancías de todos los pueblos de Oriente. Ezequiel escribe la larga lista de naciones que comercian con Tiro (Ez 27,12-25). Su comercio significa riqueza y poder. Su seguridad, al estar defendida por el mar, y su gran riqueza la llevan a sentirse “perfecta en belleza” (Ez 27,3), “rica y gloriosa en medio de los mares” (Ez 27,25). Pero esto tiene una consecuencia inmediata, según la denuncia de Ezequiel: “Tu corazón se ha engreído y has dicho: Soy un dios, estoy sentado en un trono divino, en el corazón de los mares” (Ez 28,2). “Con tu sabiduría y tu inteligencia te has hecho una fortuna, has amontonado oro y plata en tus tesoros. Por tu gran sabiduría y tu comercio has multiplicado tu fortuna, y por su fortuna se ha engreído tu corazón” (28,4-6). Ezequiel ha escrito una elegía insuperable sobre la caída de Tiro. Son tres capítulos (26,27 y 28) que hay que leer completos. Pero la caída de Tiro llegará más tarde. Ahora, en tiempos de Jezabel, vive en todo su lujo y esplendor. Y ese lujo y esplendor, con el culto a su dios, es lo que Jezabel implanta en Israel. La princesa fenicia, según algunos exégetas, -como señala en nota la Biblia de Jerusalén-, es la reina para cuyas bodas se compuso este epitalamio, que figura en el salterio y que la tradición judía y cristiana interpreta como referido a las bodas del Rey Mesías con Israel, figura de la Iglesia: Escucha, hija, mira, inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre, prendado está el rey de tu belleza, póstrate ante él, que él es tu señor. La hija de Tiro viene con presentes, y los pueblos más ricos se recrean en tu semblante. Toda espléndida entra la hija del rey, con vestidos recamados en oro; la llevan ante el rey con séquito de vírgenes, la siguen sus compañeras: las traen entre alegría y regocijo, van entrando en el palacio real. En lugar de tus padres, tendrás hijos; príncipes los harás sobre toda la tierra. ¡Logre yo hacer tu nombre memorable por todas las generaciones, y los pueblos te alaben por los siglos de los siglos!” (Sal 45,11-18). Bellísima, la princesa llega a Israel con toda su juventud. Es casi una adolescente, morena y delgada, con dos grandes ojos negros, circundados por una tenue sombra de cansancio. Sus largos cabellos, recogidos bajo el velo de novia, dejan escapar unos cuantos rizos, con los que juega la brisa del atardecer. Pero, en el ambiente de fiesta y alegría, hay algo turbador. Etbaal, padre de Jezabel, lleva marcado en el propio nombre su fe en el dios Baal, y su hija Jezabel lleva sus creencias de Tiro a Samaría, capital de Israel. Para complacerla, Ajab “alzó un altar a Baal en el santuario de Baal que edificó en Samaría. Hizo Ajab el cipo y aumentó la indignación de Yahveh, Dios de Israel, más que todos los reyes de
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Israel que le precedieron” (1R 16,32-33). No es que Ajab haya abandonado a Yahveh para seguir a Baal. El rey, lo mismo que el pueblo, cojea de los dos pies, va de Yahveh a Baal y de Baal a Yahveh. Ni se plantea el problema de la incompatibilidad de las dos deidades en Israel. El rey considera compatibles ambos cultos. Y no sólo el culto del Baal fenicio, sino de los Baales cananeos protectores de cada lugar. Ocozías, hijo de Ajab, no va a consultar sobre su salud al Baal de Tiro, sino a Baal-Zebub, dios de Ecrón (2R 1,3). Más que de apostasía, se trata de un sincretismo herético. Israel, a quien Dios ha sacado de la esclavitud de Egipto, ha conocido a Yahveh en la peregrinación por el desierto y se ha unido en alianza con Él en la montaña salvaje y abrupta del Sinaí. Allí ha sentido la presencia potente de Dios en el estremecimiento de la montaña, en el temblor del viento huracanado, en el terremoto y la tormenta con sus rayos y truenos. Pero el tiempo del desierto y del Sinaí concluyó con la entrada en la tierra de Canaán. Y la tierra es don de Dios y tentación para el pueblo. Desde los primeros tiempos de la monarquía, terminada la época un tanto caótica de los Jueces, los israelitas, -que han conquistado la tierra-, se sienten conquistados por la tierra. En adelante no se imaginan una vida sin ella. La felicidad la sueñan como un “sentarse tranquilamente a la sombra de la higuera y de la parra”, después de “comer, beber y llenarse de gozo” (1R 4,20; 5,5; Mi 4,4). El pueblo, formado en el camino del desierto, se ha hecho sedentario. El israelita, que ha sufrido la sed y el hambre en el desierto, se siente extasiado contemplando cómo “destilan los pastos de la tierra, las colinas se ciñen de alegría, las praderas se visten de rebaños, los valles se cubren de trigo; las estepas, regadas y empapadas, se cubren de pastos” (Sal 65,13s). Samaría, la nueva capital del reino, se eleva orgullosa sobre una colina, circundada de plantaciones de higos y olivos. Por aquellos parajes, en los campos de Dotán, pastaban los rebaños de Jacob. Allí el patriarca mandó a su hijo José a buscar a sus hermanos, que le vendieron a unos mercaderes, que lo llevaron a Egipto (Gn 37). Es una maravilla ver cómo el olivo, la higuera y el granado se cargan de frutos... A los israelitas, que han pasado cuarenta años en el desierto, les entusiasma contemplar la fiesta de la naturaleza, que se renueva cada año, como una invitación a unirse a ella con todo el ser. La tierra les seduce, les llena el corazón de alegría. Al piadoso israelita le pone un himno de acción de gracias en los labios. Pero, insensible e inevitablemente, va penetrando la tentación de venerar al dios de la fertilidad, a Baal, el dios del lugar. Entre el Dios del desierto y el dios que fecunda la tierra con la lluvia, el israelita satisfecho siente la tentación de quedarse con el dios de la comodidad, el dios de la abundancia y del placer. Entre el Dios que se mostró en la zarza ardiente, y el dios que se muestra en los “enormes racimos de uvas” (Nm 13,24s)... Quizás no abandone a Yahveh, el Dios de sus padres, pero tampoco quiere privarse del dios de la tierra. Baal le atrae por la fertilidad que da a los campos y la fecundidad a los ganados. Y Astarté le seduce por la provocación de sus encantos sensuales y licenciosos... Este es el momento en que entra en escena Elías, originario de Tisbé de Galaad. Elías, nuevo Moisés, procede de Galaad, ciudad situada al oriente del Jordán. La vida de Elías comienza donde terminó la de Moisés. Desde allí parte y va a Samaría, a presentarse ante Ajab, rey de Israel. Con todo el fuego del espíritu de Dios, va a recordar la palabra de Moisés: “Si, cuando llegues a la tierra que Yahveh tu Dios te da, la tomes en posesión y habites en ella, dices: Querría poner un rey sobre mí como todas las naciones de alrededor, deberás poner sobre ti un rey elegido por Yahveh, y a uno de entre tus hermanos pondrás sobre ti como rey; no podrás darte por rey a un extranjero que no sea hermano tuyo. Pero no ha de tener muchos caballos, ni hará volver al pueblo a Egipto para
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aumentar su caballería, porque Yahveh os ha dicho: No volveréis a ir jamás por ese camino. No ha de tener muchas mujeres, cosa que podría descarriar su corazón. Tampoco deberá tener demasiada plata y oro. Cuando suba al trono real, deberá escribir esta Ley para su uso, copiándola del libro de los sacerdotes levitas. La llevará consigo; la leerá todos los días de su vida para aprender a temer a Yahveh su Dios, guardando todas las palabras de esta Ley y estos preceptos, para ponerlos en práctica. Así su corazón no se engreirá sobre sus hermanos y no se apartará de estos mandamientos ni a derecha ni a izquierda. Y así prolongará los días de su reino, él y sus hijos, en medio de Israel” (Dt 17,14-20). Fray Eliseo concluye su lección de historia con una reflexión final: -La instalación, con su poder de corrupción, amenaza con ahogar la fe en Yahveh. Elías, el profeta itinerante, se alza con su persona y con toda su vida contra la idolatría del poder y del poseer; se enfrenta contra Baal, que es venerado como señor de la tierra, de la lluvia y de la fecundidad. Elías, con su manto de fuego, pasa y abrasa todo rastrojo humano; pasa y arrastra tras él, obligando a abandonar bueyes y arados. Elías, el profeta adusto, contagia con su realismo, humor, ironía, reproches, desafíos, invitaciones y, sobre todo, con su celo ferviente. Elías no consiente a los creyentes cojear con los dos pies, seguir a Dios y a Baal. Si Elías entra en tu vida deshace toda instalación.
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2. ELÍAS DECRETA LA SEQUÍA La historia de Elías, como la mía o la tuya, está formada por los retazos de memoria atesorados en las narraciones de los discípulos, que nos la han transmitido. Lo que cuentan es mucho menos de lo que fue, por mucho que intenten exaltar a su maestro. La figura de Elías, el profeta tesbita, es fascinante. Personaje misterioso, aparece y desaparece, sin que sepamos quiénes son sus padres, ni qué edad tiene. Es inasible, aparece de forma abrupta en la historia de Israel y desaparece, igualmente, de forma súbita, arrebatado por un carro de fuego. Tampoco está ligado a un santuario o a una de las comunidades de profetas. Es un profeta itinerante; va y viene donde Dios le envía, acompañado de un criado, que abandona en Berseba (1R 19,3), y que luego sustituye por Eliseo (1R 19,21). Elías es, pues, un vagabundo. Aparece como uno de esos profetas de silueta febril y extraña, que el pueblo se encuentra en los caminos y encrucijadas de Canaán. No gozan de gran simpatía entre el pueblo. Con sarcasmo mordaz se preguntan los israelitas ante la aparición de estos vagabundos: “¿Y quién es su padre?” (1S 10,12). El desconocimiento del padre suscita siempre la sospecha de un origen dudoso. De los reyes, la Escritura nos da los datos personales, el nombre del padre y de la madre. Lo mismo cuando se trata de un sacerdote. Reyes y sacerdotes reciben su ministerio hereditariamente. El profeta, en cambio, entra en la historia desligado de todos. Elegido por Dios, no se pertenece ni a sí mismo; menos aún a sus familiares. En este sentido Elías es el prototipo del profeta. Como expresión de la profecía aparece en el Tabor, en la transfiguración de Jesús, lo mismo que Moisés, el representante de la Torá. Casi lo único que sabemos de Elías, cuando se presenta como mensajero de Yahveh, es que procede de Galaad, ciudad situada al oriente del Jordán. Tisbé es una pequeña localidad de esa región, a unos 25 Kilómetros al norte del río Yaboc, afluente del Jordán. Se trata de una región en la que la cultura cananea no ha penetrado ni ha sido contaminada por el culto a Baal. Tisbé es una de las pocas ciudades en la que la fe en Yahveh y su culto se ha conservado en su pureza original. Pero Elías, el tesbita, no hace su entrada en la historia en su región. Dios le manda presentarse ante el rey de Israel. Aparece, pues, en el reino del Norte, que está totalmente contaminado con el culto a Baal. Galaad es una región de amplios pastizales, de inmensos bosques de encinas y terebintos, el país de resinas y bálsamos preciosos. Menos poblada y más salvaje que la Cisjordania, la Transjordania es el paraíso de los nómadas, como la Cisjordania es el reino de los sedentarios. En Galaad no penetra tan fácilmente la civilización y cultura del bienestar y el lujo, que llevan a la idolatría y a la corrupción al otro lado del Jordán. Elías es hijo de esta región montañosa. La cabellera de la esposa del Cantar de los Catares se asemeja a un rebaño de cabras, que ondulan por el monte Galaad (Ct 4,1; 6,5). Los padres, comentando este versículo, recuerdan a Elías, que procede de Galaad e iba vestido de piel de cabra. Algunos, por ello, afirman que era cabrero antes de que Dios le eligiera como su profeta. Pero, ¿es posible hallar un profeta entre los adustos y esquivos cabreros? -Sí, responden. Es como una perla caída en la arena de la playa. Su dueño la busca y rebusca, pasa la arena por el tamiz hasta que la halla en medio de los guijarros que han quedado con ella en el cedazo. Entonces tira los chinarros y se queda con la perla. Elías, enviado al reino del Norte, desciende de la montaña de Galaad y llega al río Jordán. Busca un vado y lo cruza. A grandes zancadas se dirige a la ciudad de Samaría en busca del palacio del rey Ajab. En una encrucijada del camino, Elías se tropieza con un anciano y le pregunta por la residencia del rey. El viejo alza sus ojos líquidos y se queda estático sin emitir el mínimo sonido. Pareciera que ya no le quedaran ni lágrimas en los ojos ni palabras en la boca. Luego Elías encuentra un muchacho de miembros ágiles, con el rostro bronceado y cabellos largos que le descienden sobre el cuello. Sus ojos oscuros, profundos,
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se le abren hacia dentro, como si quisieran mostrar o ocultar su alma de adolescente. Elías le hace la misma pregunta y el muchacho con un gesto de la mano le indica la dirección. Después de mucho caminar Elías llega a la nueva ciudad de Samaría. Los mercados rebosan de fruta fresca y olorosa, que invita a detenerse y desgranar una granada o sorberse el jugo de una naranja cortada por la mitad. Con un equilibrio prodigioso, ciertas mujeres mantienen sobre su cabeza las ánforas llenas de agua sin derramar ni una gota. Con sus ojos azules encendidos de ansia o de inquietud, Elías se agita en medio del laberinto de gentes. Encaminado por los muchachos, que encuentra en la calle, antes de atravesar el arco del portón del palacio real, Elías se halla en el pórtico del templo que Jezabel ha erigido en honor de Baal. Sudoroso, Elías agradece la sombra de los abetos que forman una larga avenida que conduce al atrio del templo y al palacio. Ante el templo hay toda una serie de puestos donde se venden amuletos, y algunas jóvenes que venden sus cuerpos. Elías se detiene a contemplar aquel mundo al que Dios le ha enviado. Los vendedores le rodean y le ofrecen sus productos. Elías se siente aturdido y pregunta: -¿Es ésta la casa del rey? Todos se burlan de él. Las muchachas se le acercan y le rodean. Entre risas y burlas le explican que está ante el templo de Baal. Los mercaderes le ofrecen los amuletos, consagrados en el templo, para llevarlos en las orejas, en el ombligo, “y en otras partes”, le dicen maliciosamente las muchachas. -¿Y para qué sirven?, pregunta Elías más para defenderse que por interés. -Si llevas contigo los amuletos, Baal te protege y, si te unes con nosotras, él se une en matrimonio con tu alma. Baal hace fecundas las bodas de las esposas, dándoles hijos. Y del mismo modo fecunda la tierra con la lluvia. La lluvia es el gran don de Baal a sus fieles servidores. La credulidad de la increencia es siempre sorprendente. El hombre, que se cree adulto al dejar la fe en Dios, se hace infantil, lleno de temores. “Insensato” (Sal 14,1), le llama la Escritura, pues pierde el sentido de su vida y de las cosas... Elías se desvincula como puede del cerco de muchachas y vendedores y, de cuatro zancadas, entra en el palacio real. Está vestido con un manto de piel de cabra, “ceñido a la cintura con un cinturón de cuero” (2R 1,8). Este cinturón de cuero, que ciñe los lomos de Elías, según Rabbi Janina ben Dosa, está hecho de la piel del carnero ofrecido por Abraham en sustitución de Isaac, pues “de aquel carnero nada salió inservible”. Con este vestido inconfundible, Elías aparece de improviso ante el rey Ajab y, sin presentación alguna, le dice: -Vive Yahveh, Dios de Israel, a quien sirvo. No habrá estos años rocío ni lluvia más que cuando mi boca lo diga (1R 17,1). Elías, ante el rey, no es otra cosa que una palabra, pero es una palabra que abrasa como el fuego. Con su palabra cortante Elías busca sacudir la abulia de Ajab, que ha abandonado el culto a Yahveh para complacer a su esposa Jezabel. Los cabellos largos le caen a Elías sobre la espalda, dorados, sujetos en la frente con un turbante. Se presenta ante Ajab como mensajero de Dios, “en cuya presencia estoy”. Elías es un servidor de Dios y nada más. Acogerle es acoger a quien le envía. Rechazarle es igualmente rechazar a Dios. Por ello Ajab, servidor de Baal, se enfrenta con Elías o Elías con él. Elías encarna las exigencias de la palabra de Yahveh. A la arrogancia del rey de Israel, Elías opone, no su potencia, sino el poder de Dios. Jezabel ha transplantado de su tierra plantas y flores, animales y sirvientes, la cultura y la fe idolátrica. En los jardines del palacio real de Samaría se aspira el intenso perfume de los terebintos y enebros, mezclados con ciruelos y granados. Hileras de eucaliptos bordean el césped donde florecen rosales y estoraques. La sensación de calor húmedo que se desprende de la frondosidad de las plantas invade a los visitantes apenas pisan la hierba o recorren los senderos de grava. El suave viento, ardiente y húmedo, de la tarde enerva los sentidos.
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Ajab, al mismo tiempo que adora a Yahveh, da culto a Baal. Baal es considerado señor de la lluvia. Cuando él se retira, los campos no dan fruto, se secan. Yahveh es el Dios grande, que ha sacado a Israel de la esclavitud de Egipto y le ha conducido a la tierra. Yahveh es un Dios potente, que ha vencido al Faraón. Y es un Dios que sabe guiar a todo un pueblo por el desierto. Pero ahora, ya en la tierra, es necesario dar culto a Baal, el dios de la tierra, el dios de la fertilidad de ganados y campos. Elías lleva inscrita su fe y su misión en su nombre mismo: Eliyahu significa “Yahveh es Dios”. La Escritura le presenta como profeta, pero es más conocido como “el hombre de Dios” (1R 17,18-24; 2R 1,9-16). Es el hombre que, con sola su presencia, denuncia la idolatría. Su celo por Yahveh le hace odioso a cuantos viven en la tibieza de sus acomodos con Yahveh y Baal. Los paganos o indiferentes sienten hacia los creyentes lo mismo que la harina hacia le levadura que no la deja reposar en paz. Nombre, vida y palabra en Elías son una misma cosa. Realiza en su vida lo que su nombre significa. Con solo su presencia ya proclama: “Yahveh es mi Dios”. Y ese es el saludo con el que se presenta: “¡Vive Yahveh, en cuya presencia estoy!” (1R 17,1; 18,15). El fuego del celo por Dios le devora. “Abrasado en celo por Yahveh” (1R 19,10) “es arrebatado hasta el cielo” (1Mac 2,58). En expresión de Jesús ben Sira es “arrebatado al cielo en un torbellino de fuego, por un carro con caballos de fuego” (Si 48,9). Para Elías, según Martín Buber, Baal sólo habita en los sueños. Fuera de ellos, en la realidad, es vano e impotente. La lluvia no está en sus manos. La fecundidad no es obra suya ni la comunica a los hombres mediante las prostitutas sagradas. La fertilidad de ganados y campos no depende de él. El eco de la voz potente de Elías, cargada de ímpetu profético, seguirá resonando por mucho tiempo en los oídos del rey Ajab: -¡Vive Yahveh, Dios de Israel, a quien sirvo! En estos años no caerá rocío ni lluvia hasta que mi boca lo diga” (1R 17,1). La sequía es total. Durante tres años no hay “ni rocío ni lluvia” (17,1). Por muchos años se recordará esta gran sequía. No sólo queda registrada en la Biblia, sino también en los anales de Tiro. Lo testimonia Menandro de Éfeso, al escribir sobre Etbaal, rey de Tiro y gran sacerdote de Astarté. Nos lo cuenta Flavio Josefo en sus Antigüedades. Ajab vive en Samaría embriagado por las victorias militares, el esplendor de la nueva capital y la prosperidad de su reinado. Esta situación le sumerge en un clima de arrogante suficiencia y de exaltación nacional (1R 16,23-34). En el palacio real, en “su casa de marfil” (1R 22,39), Jezabel subyuga al rey su esposo con sus maquinaciones inicuas. Rodeada de sus cuatrocientos cincuenta profetas fenicios, a quienes mantiene, se siente fuerte para difundir en Israel la fe y el culto pagano de su patria. Y no sólo seduce a su esposo para que niegue a Yahveh, sino que le arrastra al crimen y a la usurpación de la heredad de los débiles. La fe en Yahveh y el amor a los pobres se hallan unidos; su negación también. Elías truena contra la idolatría y contra la injusticia. Y la voz de Elías acalla, por momentos, la voz seductora (1R 21,25) de Jezabel en los oídos del rey. Ajab, amedrentado por la palabra fulminante de Elías, se arrepiente (1R 21,27) y consigue aplazar el castigo divino. Atanasio de Alejandría presenta a Elías como modelo para quienes desean seguir a Dios cada día. El hombre de fe “no piensa al tiempo transcurrido, sino que considera cada día como si ese fuese el principio de su vida espiritual... Tiene presente el dicho de Pablo: Yo olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante” (Flp 3,13), y recuerda a Elías que dice: Vive el Señor, ante quien me encuentro (1R 17,1). Dice “hoy” y no mira ya al pasado, sino que “como si fuese siempre al comienzo, cada día se presenta ante Dios con pureza de corazón, dispuesto a hacer su voluntad y nada más. El hombre espiritual se mira en Elías como en un espejo”.
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Gregorio de Nisa, con una imagen feliz, habla del don singular que Dios hace a Elías al concederle “utilizar su palabra como una llave para abrir las provisiones del cielo (la lluvia) cuando quiere, y cerrarlo de nuevo con su poder cuando le parece bien”. San Efrén, el gran admirador de Elías, dice que cuando vino Elías, profeta y padre de profetas, la audacia de Ajab y de Jezabel había llegado a tal punto que, no sólo pisoteaban el culto de Dios difundiendo la idolatría, sino que hasta perseguían y mataban a los profetas y siervos de la fe verdadera. Por ello Elías fue enviado a frenar el furor de Ajab y de Jezabel, mostrando con la fuerza de su palabra y con la sublimidad de sus acciones que las amenazas lanzadas por los patriarcas contra los transgresores de la ley divina no eran amenazas vanas. Entre otras calamidades, el legislador había amenazado con una sequía atroz, con todos los males que siguen cuando el cielo niega la lluvia y los campos arden de calor. Ajab, según la narración de San Efrén, se reía de tales predicciones, porque había contemplado la prosperidad y riqueza de su padre Omrí. Era, pues, necesario castigar la impiedad y desvergüenza del rey. Sin embargo, San Efrén disculpa, en parte, al rey Ajab, cargando las tintas sobre la maldad de su esposa Jezabel: “El motivo primero de la misión que Dios encomendaba a Elías era confutar las mentiras y frenar la insolencia de Jezabel. La reina, convertida en sacerdotisa del culto de Baal, proclamaba que Baal era el dios más potente, señor de cielo y tierra. Afirmaba que era él quien mandaba la lluvia del cielo y daba fecundidad a los campos. Para probar sus afirmaciones ella aportaba el testimonio de sus compatriotas, los habitantes de Sidón y de Tiro, y de los demás pueblos fenicios, que en aquel tiempo eran los más ricos de todos los pueblos circundantes. ¡Y todos ellos eran adoradores de Baal! Este es el momento oportuno en que Elías entra en escena, presentándose ante Ajab y sus cortesanos. Elías les amenaza con un cielo de hierro y una tierra de bronce. Abiertamente les dice que, hasta que él no lo diga, no tendrán ni rocío ni lluvia. Y él no lo dirá mientras ellos sigan obstinados en su impiedad”. San Efrén se aventura a fijar, incluso, la fecha de la intervención de Elías: “Yo pienso, dice, que Elías debe haber pronunciado estas palabras al comienzo del otoño o del invierno, porque no se habría tratado de un prodigio extraordinario si hubiera detenido la lluvia en otra estación, cuando el cielo, durante diversos meses, está sereno. Pienso incluso que, para dar más realce al milagro, estas palabras y estos gestos se deban situar en un momento en que, bajo un cielo cubierto de nubes, nadie podía dudar que la lluvia estaba a punto de caer”. La época de las lluvias va de noviembre a finales de febrero. A los vientos frescos y secos del verano siguen los calientes y húmedos de otoño. Entre el día y la noche hay un gran cambio de temperatura. La noche siempre refresca. ¿Por qué Elías elige la lluvia, negada primero y luego concedida para oponer la fe en Yahveh a la fe en Baal? Porque Baal de Tiro era considerado señor de la lluvia, y por la lluvia señor de las cosechas, y por las cosechas señor de las vidas humanas, mientras que Yahveh era visto como el Dios que sacó a Israel de Egipto y lo condujo por el desierto. Yahveh es Dios del desierto, mientras Baal se muestra dios de la tierra fértil. Esta tergiversación de la fe es lo que ha arrancado a Elías de su tierra y le ha llevado a enfrentarse con el rey Ajab. Yahveh, que ha dado una vez la tierra de Canaán a su pueblo, se la da cada año en la nueva cosecha, que le asegura dándole la lluvia, que ha prometido enviar en sus tiempos oportunos, como una de las bendiciones fundamentales (Dt 28,12). Si el pueblo abandona a Yahveh por seguir a Baal, el Señor le hará sentir la nulidad de Baal, retirando la lluvia con su palabra. Elías vive fuera del tiempo, pero tiene ojos para ver la situación de su tiempo mejor que cualquier otra persona. Se retira a la cima de un monte, se esconde en una cueva al margen de un torrente, se adentra en el desierto, pero su ojo vigilante “encuentra a Ajab” (1R 21,20), cuando menos se lo espera. Elías está en el momento oportuno, suelta su palabra y se esconde del aplauso y de las amenazas. Donde se oculta un atropello, allí llega él para
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desenmascararlo. Mensajero de Dios ante los hombres, lo es también de los hombres ante Dios. Es todo de Dios y todo de los hombres. No le pertenecen ni sus sueños, con los que Dios le ronda y le habla. La soledad es su compañía, se le pega al cuerpo como su sombra. Y sin embargo está poblado por la voz de Dios y los gritos de angustia de los hombres. Se confunden en su mente pasado y futuro. No siempre sabe distinguir si está pasando lo que ve o es sólo recuerdo de lo acaecido o anticipo en visión de lo que Dios ya ha decidido para el futuro. Por eso la angustia es más angustiosa y la alegría más gozosa. Es cierto que la voz de todo hombre nunca suena como él la oye, pero la voz del profeta mucho menos. La voz es suya, pero la palabra la pone otro en su lengua, dándola matices insospechados e inéditos en cada circunstancia. Caja de resonancia de la palabra de Dios, se sorprende a sí mismo cuando habla, canta o grita. El Talmud refiere que Elías muchas veces habla con los sabios, les aclara sus dudas, pero él no sabe lo que dice. Fray Eliseo me conduce a Jericó desde Jerusalén. Subimos por el torrente Cedrón hasta el monte de los Olivos. Desea que contemple el panorama que se ofrece a la vista a lo lejos desde lo alto. El desierto de Judá se dibuja encuadrado en el valle del Jordán. Tras dar vueltas y más vueltas, tras descender al nivel del mar y seguir aún descendiendo, el camino desemboca en el oasis de Jericó con sus jardines y huertos exuberantes de plátanos, naranjas, toronjas y granadas. Fray Eliseo se enardece mientras describe las excelencias de Jericó y la vida inicua de Ajab y Jezabel. Su mirada de miope se queda fija en los oyentes hasta dar la sensación de mirada penetrante, escrutiñadora de sus intimidades. Al atardecer ya en casa, mientras me habla, a nuestra espalda, un palomo se posa sobre el tejado del monasterio y se pone a arrullar a la hembra, alborotando su plumaje. Al ver que me he distraído mirando a las palomas, Fray Eliseo comenta: -Está en plena parada nupcial, indiferente a todo lo que ocurra a su alrededor. Es el símbolo de Ajab, vanidoso y, al mismo tiempo, subyugado por Jezabel.
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3. LOS CUERVOS Y EL TORRENTE KERIT En el monasterio todos se mueven con sigilo, como en una casa donde hay un enfermo grave. Entran y salen como sombras, sin hacer ruido. Uno tiene la sensación de estar siempre solo. Mientras aguardo a Fray Eliseo, esta sensación de soledad me abruma. El silbido del viento en una línea de alta tensión se hace obsesivo, penetrante. Pero apenas aparece fray Eliseo desaparece esa sensación. Flaco y serio, de pelo corto, ojos grandes y oscuros, al cruzarse conmigo me atrae y subyuga. Esa mirada, quizás de miope, al quedarse fija en tus ojos, da la sensación de querer escrutarte, pero no te turba, más bien crea un aire de confianza. Tiene manos largas y finas, de pianista. Su saludo es una sonrisa, con la que me indica que le siga. Elías, como sabemos, entra en la historia con el anuncio sin rodeos al rey de Israel: -No habrá estos años rocío ni lluvia más que cuando mi boca lo diga (1R 17,1). El anuncio de la sequía no es el castigo de los pecados del rey, sino la ocasión para mostrar que es Yahveh y no Baal el verdadero dador de la lluvia. Yahveh, el Dios de Israel, es el Señor de la tierra. El Señor de la historia es también Señor de la creación. La sequía, que anuncia Elías, pone en peligro su vida. “No hay nación o reino donde el rey no le busque” (1R 18,10). Elías, primero, se refugia en una cueva a orillas del río Kerit, al este del Jordán. La sequía, que asola Palestina, es implacable. Dios recurre a los cuervos para alimentar a su profeta, aunque sean animales impuros. No se sabe porqué, pero Dios siente una predilección particular por los cuervos. Si Israel los declara impuros, Dios tiene un cuidado especial de ellos y “dispensa el sustento a sus crías cuando chillan” (Sal 147,9). Dios mismo, orgulloso de su acción, le pregunta a Job: “¿Quién prepara su provisión al cuervo, cuando sus crías gritan hacia Dios, cuando se estiran faltos de comida?” (Jb 38,41). Su esplendente plumaje negro le sirve de simil al esposo para describir los rizos de la esposa del Cantar de los Cantares: “Su cabeza es oro puro; sus rizos, racimos de palmera, negros como el cuervo” (Ct 5,11). Ahora Dios se sirve de los cuervos, como un día hizo Noé al final del diluvio: “Al cabo de cuarenta días, abrió Noé la ventana que había hecho en el arca, y soltó al cuervo, el cual estuvo saliendo y retornando hasta que se secaron las aguas sobre la tierra” (Gn 8,7). Dios dirige su palabra a Elías, ordenándole: -Sal de aquí, dirígete hacia oriente y escóndete en el torrente de Kerit que está al este del Jordán. Beberás del torrente y encargaré a los cuervos que te sustenten allí (1R 17,4). Elías obedece a Yahveh y, siguiendo su palabra, se va a vivir en el torrente de Kerit que está al este del Jordán, no muy lejos de su patria. Los cuervos le llevan pan por la mañana y carne por la tarde, y bebe del torrente. Al cabo de los días se secó el torrente, porque no había lluvia en el país (1R 17,5-7). San Jerónimo, comentando la frase “en el camino, beberá del torrente” del salmo 109,7, se acuerda de Elías que, en su huida bebe del torrente Kerit. Y San Cipriano, en medio de las graves persecuciones que sufren los cristianos, exclama: “¡Oh detestable crueldad de la malicia humana! Las fieras son respetuosas, las aves sirven la comida, mientras los hombres acechan y se comportan con violencia”. Se refiere a Daniel, arrojado por orden del rey a los leones (Dn 14,31ss) y a Elías servido por los cuervos en su huida. San Ambrosio, en su escrito De fuga saeculi (6,34), ve en la huida de Elías la huida del mundo hacia el desierto: “Elías huyó de la mujer Jezabel, esto es, del cúmulo de la vanidad, y se refugió en el monte Horeb, que significa desecamiento, para que el río de la vanidad carnal se secase en él y pudiera conocer a Dios con toda plenitud. Y así se encontraba junto al torrente Kerit, que es tanto como decir del conocimiento, donde podía alcanzar la abundancia de la sabiduría divina, huyendo del mundo hasta el punto de no buscar
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otro alimento que el que le llevaban los cuervos, aunque normalmente su alimento no era de esta tierra. Anduvo, en efecto, durante cuarenta días sostenido tan sólo con el alimento que le ofreció el ángel de Dios. No huía, ciertamente, de una mujer un profeta tan grande, sino del mundo; huía de la seducción del mundo, del contagio de su ponzoña, de los sacrilegios de una nación rebelde e impía”. Sin embargo, el gran comentario de este pasaje y de toda la historia de Elías lo hace San Efrén. A Fray Eliseo se le ilumina el rostro cada vez que evoca las palabras del gran poeta de la Iglesia de Siria. Con entusiasmo se detiene en sus comentarios. San Efrén piensa que la misión de Elías, durante toda su vida, se dirige sobre todo contra Jezabel y los sacerdotes de Baal. Ajab aparece más que otra cosa como víctima de los manejos de su esposa. Así, cuando Elías se enfrenta al rey y le anuncia que no volverá a llover hasta que él lo diga, Ajab, según San Efrén, no se atrevió a arrestar a Elías “porque Jezabel no se hallaba presente para incitarle a ello”. Pero Dios manda a Elías que no se quede mucho tiempo ante el rey. Apenas le ha anunciado la sequía, el profeta desaparece de su presencia. Dios le manda que vaya a esconderse al torrente Kerit. ¿Y por qué al torrente Kerit?, se pregunta san Efrén. ¿Por qué Dios le manda que sacie su sed en el insignificante hilo de agua del Kerit cuando era mucho más fácil hacerlo en las abundantes aguas del Jordán? ¿Y por qué manda al profeta, muerto de hambre, esperar que le lleven el alimento los cuervos? Con fantasía busca razones San Efrén y nos da tres. En primer lugar Dios desea que Elías “beba del cáliz que él ha preparado para los demás; es necesario que él sufra el hambre y la sed que, por su mandato, torturan durante años a todo el pueblo. De este modo se sentirá más inclinado a tener piedad con la muchedumbre hambrienta. Este sentimiento le disponía a alabar la clemencia divina, ya dispuesta a socorrer a los infelices. Participando de la miseria del pueblo no le costará obedecer a Dios, cuando le diga: “Presentate a Ajab, porque yo concederé la lluvia a la tierra (1R 18,1)”. La segunda razón es una motivación singular que resaltan con gusto otros muchos padres. Elías debía aprender que “es necesario distinguir el tiempo de la acción y el tiempo de la contemplación”. Por ello, después de la agitación de la misión cumplida, “él tenía necesidad de silencio y contemplación”. Las pausas de retiro, entre misión y misión, a la soledad del desierto o a la cima de un monte, han hecho de Elías el precursor del monacato y de ciertas familias religiosas, que han querido caminar tras sus huellas. La tercera razón del retiro a la gruta del Kerit está unida a la segunda. Elías, para ser modelo de monjes, “debía comprender que, cuando se trata de seguir la gloria de Dios y la salvación del hombre, no basta el trabajo de la acción, sino que son más necesarias las súplicas insistentes a aquel que cambia las rocas en estanques y el pedernal en manantiales (Sal 114,8) y que ha prometido responder a las plegarias de sus fieles dándoles un corazón para conocerlo”. También se detiene San Efrén en buscar el significado de los cuervos, de los que dice que, siendo aves rapaces, habían cambiado su naturaleza. Uno llevaba en su pico carne sin morderla y el otro pan sin tocarla. Aunque, al procurar alimento al profeta, ellos recibían de él con qué nutrirse: don por don. San Efrén se imagina a los cuervos saltando alrededor de Elías, como solicitando un bocado de carne y un mendrugo de pan. Dentro de esta ingenuidad aparente, en esta narración sobre Elías y los cuervos en el torrente Kerit, San Efrén ve “un significado escondido”. Para él los cuervos, que comen con Elías, son “imagen de los pecadores a quienes el Emmanuel lleva al torrente que mana en el Santuario y sana a los enfermos, bañándoles con sus aguas. Este torrente es el bautismo de Cristo. Es, pues, oportuno suponer que Elías quiso acoger a las aves de mal augurio (impuras, según la Escritura), porque el Hijo de Dios ha venido a llamar a los pecadores (Mt 9,13), ha comido con pecadores y publicanos”.
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4. LA VIUDA DE SAREPTA El torrente Kerit es el Wadi Yabis, al norte de Tisbe de Galaad. Se halla fuera del dominio de Ajab. Pero el río Kerit también se seca, “porque no llovía en la región” (17,7). Elías cae en la trampa que él mismo ha preparado. Dios tiene que proveer directamente para mantener en vida a su siervo (17,8). Al cabo de los días, proclama Fray Eliseo desde la Biblia, se secó el torrente, porque no había lluvia en el país. Le fue dirigida la palabra de Yahveh a Elías diciendo: -Levántate y vete a Sarepta de Sidón y quédate allí, pues he ordenado a una mujer viuda de allí que te dé de comer. Se levantó y se fue a Sarepta. Cuando entraba por la puerta de la ciudad había allí una mujer viuda que recogía leña. La llamó Elías y dijo: -Tráeme, por favor, un poco de agua para mí en tu jarro para que pueda beber. Cuando ella iba a traérsela, le gritó: -Tráeme, por favor, un bocado de pan en tu mano. Ella dijo: -Vive Yahveh tu Dios, no tengo nada de pan cocido: sólo tengo un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la orza. Estoy recogiendo dos palos, entraré y lo prepararé para mí y para mi hijo, lo comeremos y moriremos. Pero Elías le dijo: -No temas. Entra y haz como has dicho, pero primero haz una torta pequeña para mí y tráemela, y luego la harás para ti y para tu hijo. Porque así habla Yahveh, Dios de Israel: No se acabará la harina en la tinaja, no se agotará el aceite en la orza hasta el día en que Yahveh conceda la lluvia sobre la haz de la tierra. Ella se fue e hizo según la palabra de Elías, y comieron ella, él y su hijo. No se acabó la harina en la tinaja ni se agotó el aceite en la orza, según la palabra que Yahveh había dicho por boca de Elías (1R 17,7-16). Fray Eliseo levanta los ojos de la Biblia, los hunde en su memoria y me comenta el texto. Una vez seco el torrente Kerit, Elías, “caminando de monte en monte y de cueva en cueva llega a Sarepta, la actual Sarafand, a 15 kilómetros al sur de Sidón, en la costa fenicia. Allí le recibe con gran honor una mujer viuda”, que vive con su hijo; “de su pan y de su aceite comieron él, ella y el hijo de ella”, según la versión de Rabbi Simón. Así, pues, Yahveh nutre a Elías mediante los cuervos (1R 17,4-6), que el libro del Levítico califica de animales impuros (Lv 11,15; Dt 14,14), y mediante la viuda de Sarepta, que no es israelita; más aún, es de Sarepta de Sidón, que está en Fenicia, entre Tiro y Sidón, es decir, en la patria de Jezabel. Dios es siempre sorprendente (Lc 4,25-26). En el país de Baal y durante la sequía mortal, Yahveh preserva la vida de Elías y de la viuda, quien al final proclama la victoria de Yahveh sobre Baal: -Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra de Yahveh que tú proclamas se cumple (1R 17,24). Elías, comenta Fray Eliseo, quitándose su gruesas gafas, deja el torrente Kerit y se encamina hacia el norte. Con la más absoluta falta de lógica se dirige a la tierra de Jezabel, se introduce en el terreno de Baal. Sus pasos le llevan a cruzar la pequeña aldea de Nazaret, situada detrás de las montañas de Galilea, rodeada y casi escondida enteramente por las colinas que la circundan. Por la parte occidental la abraza un pequeño torrente y al este se extiende a sus pies un reducido valle. El torrente y el valle realzan la corona de oteros que adornan la aldea. Las casas, en su mayoría, son grutas naturales, que se adentran en las rocas, dando frescor y protección a sus habitantes. El silencio envuelve al pueblo como un manto de
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paz. Solo la cadencia del agua de una cascada acuna el sueño del paisaje. Es algo que agrada a Elías, pero no se detiene, sigue su marcha hacia el norte. En Galilea las madrugadas son luminosas incluso en invierno. Dejando atrás el pequeño poblado de Nazaret, Elías cruza el valle en el que, a pesar de la sequía, se adivina la exuberancia de la vega con sus olivos y almendros, y donde los cedros se yerguen desafiando a los cipreses. Fray Eliseo salta de la geografía al significado interior de la historia. Su lectura asidua de los Padres le da una luz para leer debajo de los lugares que visitamos y de los hechos que evoca. Por ello, sin inflexión alguna, salta de la geografía a la evocación de San Efrén. Si Dios rodea a Elías de cuervos lo hace para abrir su corazón a la piedad de los hombres. Por ello, desde el torrente Kerit Dios le manda a Sarepta de Sidón. “Elías, comenta San Efrén, es llevado a una ciudad de paganos para inducirlo a tener piedad con quienes perecen”. Dios hace todo un itinerario con su profeta. Desde la fe firme como una roca, pero desligada del amor, Dios conduce de la mano a Elías hacia la misericordia. Ciertamente la fe de Elías es esa fe que mueve montañas o, mejor, es la fe que cierra el cielo y hace cesar la lluvia. Pero ese poder lleva a la gente a la miseria y a morir de hambre. Dios quiere que Elías lo vea con sus propios ojos. Hace que se seque el torrente Kerit y le manda a Sarepta, “una ciudad muy poblada, cuyos habitantes están sufriendo las consecuencias de la sequía sin ser responsables de su desgracia”. Para San Efrén, los habitantes de Sarepta ni tienen nada que ver con los crímenes de Ajab. Pues, “aunque no observan la ley de Moisés, Elías no se lo puede reprochar, pues no es culpa suya pues ni siquiera la conocen. Ajab, en cambio, había llegado a tal grado de locura que consideraba la ley una fábula, sabiendo que había sido inspirada por Dios. Es más, el rey perseguía y mataba a quienes la enseñaban”. Elías, pues, siguiendo el mandato de Dios, parte hacia Sarepta. Y a las puertas de la ciudad encuentra a una mujer. Inmediatamente comprendió que Dios ponía ante él a la persona a quien “había encomendado darle hospitalidad” (1R 17,9). Pero, observa finamente San Efrén, “cuando el profeta vio a la mujer cubierta de harapos, con los pies desnudos, ocupada en recoger unos palos secos, reducida por las largas privaciones a un aspecto miserable, flaca y fea, creyó ver una cepa seca y, en un primer momento, le dio vergüenza pedirle pan, limitándose a pedir sólo un poco de agua”. Elías, primero, escucha su razón y se deja llevar de sus sentimientos humanos. Luego, cuando la viuda le habla de la tinaja de harina, Elías se acuerda de los cuervos y cómo mientras él tuvo comida tampoco les faltó a ellos... Entonces Elías salta de la razón a la fe y pide a la viuda que le lleve también una torta de pan. Ya sabía que la tinaja no quedaría vacía mientras durara la sequía. Dios, que nutre a los cuervos, no dejaría sin pan ni aceite a la viuda y a su hijo (Lc 12,24). La palabra de Elías vacía de trigo los campos y llena de harina la tinaja de la viuda. El milagro de la harina y del aceite es un primer signo de la supremacía de Yahveh sobre Baal, el dios fenicio de las cosechas y la fertilidad. Dios muestra su poder protector en la tierra de Jezabel, enemiga de Elías, es más, Dios actúa salvando a Elías en la tierra de Baal, a quien se enfrenta Elías. Así Yahveh anticipa en Fenicia la victoria que tendrá sobre el monte Carmelo, al final de la sequía. La harina (trigo) y aceite, dones atribuidos a Baal, se agotan en su misma tierra, mientras que la palabra de Dios hace que no falten en todo el tiempo de la carestía a Elías y a la viuda. La viuda de Sarepta es la antítesis de Jezabel, ambas fenicias. La viuda es el símbolo del amor, mientras Jezabel es la encarnación de la perfidia. Al ver la tinaja repleta de harina y la alcuza llena de aceite, el hijo de la viuda mira con admiración a Elías y le pregunta: -Tu Dios, ¿es grande o pequeño?
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Elías, que está tan sorprendido como el niño, responde: -Es tan grande que no cabe en mi cabeza. Y tan pequeño que puede habitar en tu corazón. El niño y Elías viven el estupor reverencial que produce siempre la intervención de Dios. Algo que no siente nunca el hombre científico, que construye un palacio de cristal con lo que ven sus ojos, excluyendo todas las cosas que no le son claras. El palacio se alza con toda su esbeltez hacia las alturas. El hombre científico, contento con la obra de sus manos, se encierra en su palacio. Al principio se siente impresionado con el esplendor de su casa. Pero pronto empieza a sentirse aburrido, porque se han quedado fuera del palacio la libertad y el amor, que nunca son cosas “científicamente claras”, como todas las realidades personales. Por ello, por supuesto, en el palacio tampoco hay personas vivas, de carne y hueso. -Quien excluye a Dios de su vida, cierra la puerta también a los hombres. Son reflexiones de Fray Eliseo, que ve la historia de Elías actualizada en los acontecimientos que le ha tocado vivir. La vida de Elías es el espejo donde se reflejan los hechos de la historia de cada día, donde Dios y el hombre caminan juntos o desaparecen ambos del horizonte. Dios es la única protección del hombre. Sin Dios el hombre queda desamparado, a la intemperie. Dicho con palabras de Fray Eliseo, el hombre debe aprender de la liebre. -¿? -La liebre nunca come la hierba que crece junto a su madriguera. Fray Eliseo vuelve a abrir la Biblia y, cambiando de voz, proclama la palabra, siguiendo en el punto en que la había interrumpido. Después de estas cosas, el hijo de la dueña de la casa cayó enfermo, y la enfermedad fue tan recia que se quedó sin aliento. Con la primera luz, aún incierta, del alba, Elías desciende de la terraza donde ha pasado la noche y se asoma a la pobre estancia en que la madre vela a su hijo gravemente enfermo. La fiebre le hace delirar. Entonces la viuda, al ver a Elías, le dice: -¿Qué hay entre tú y yo, hombre de Dios? ¿Es que has venido a mí para recordar mis faltas y hacer morir a mi hijo? Elías respondió: -Dame tu hijo. El lo tomó de su regazo y subió a la habitación de arriba donde él vivía, y lo acostó en su lecho; después clamó a Yahveh diciendo: -Yahveh, Dios mío, ¿es que también vas a hacer mal a la viuda en cuya casa me hospedo, haciendo morir a su hijo? Elías toma en sus brazos al niño y lo sube a la terraza y lo acomoda sobre su jergón. Tres veces se tiende el profeta sobre el niño, como hace más tarde Eliseo (2R 4,34) y más tarde también San Pablo (Hch 20,10). Parece un rito esencial por el que se establece una corriente de vida entre ambos cuerpos. Pero es Dios quien obra el milagro, escuchando los ruegos de Elías. -Yahveh, Dios mío, que vuelva, por favor, el alma de este niño dentro de él. Yahveh escuchó la voz de Elías, y el alma del niño volvió a él y revivió. Tomó Elías al niño, lo bajó de la habitación de arriba de la casa y se lo dio a su madre. Dijo Elías: -Mira, tu hijo vive. La mujer dijo a Elías: -Ahora sí que he conocido bien que eres un hombre de Dios, y que es verdad en tu boca la palabra de Yahveh (1R 17,7-24). La mujer, en un primer momento, echa en cara a Elías que se haya entrometido en su vida, atrayendo sobre ella la atención de Dios, que le castiga por los pecados pasados. Elías, con su presencia en casa de la viuda, hace que Dios dirija su mirada sobre ella, sacando dee
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este modo a la luz los pecados ocultos o ya olvidados, con lo que provoca el castigo divino. Quien no conoce el perdón reprocha siempre a quien le denuncia su pecado. El profeta siempre lleva al otro a tomar conciencia de su pecado, pero no para condenarle, sino para invitarlo a conversión y a gustar la recreación del perdón. La plegaria de Elías muestra la dimensión intercesora del profeta, que no se recrea nunca en la denuncia y el castigo, sino que busca la salvación y la vida. La viuda, pues, convencida de pecado, experimenta la vida nueva y hace su confesión de fe: “Ahora se que eres un hombre de Dios y que en tu boca está la palabra de Yahveh” (1R 17,24). La palabra de Dios, en labios de su profeta, restituye la vida a los muertos. Fray Eliseo desempolva su memoria y vuelve al comentario de San Efrén. Dios sigue el combate con el profeta. Dios no se sirve de sus siervos como si fueran instrumentos inertes. Antes que todo les hace recorrer a ellos el itinerario de la fe. Elías se siente profundamente turbado al ver que el hijo de la viuda, que le ha hospedado, enferma y muere. Le tocan en lo más íntimo las recriminaciones que le hace la madre que ha perdido a su hijo. Dios está tratando de ablandar el corazón duro y, aparentemente, insensible de Elías. “Dios está sembrando en el corazón dolorido de su profeta sentimientos de piedad para con los afligidos”. San Efrén se fija también en otro aspecto. Elías, como más tarde hace Jeremías, se toma la libertad de discutir con Dios: ¿Cómo es que has afligido a la viuda que me ha hospedo en su casa? “El profeta, comenta San Efrén, le recrimina a Dios: ¿No estás aún satisfecho? Yo combato enfrentándome a todos por tu gloria y tu me alejas de mi ambiente hasta el torrente Kerit, donde me obligas a recibir el alimento de los cuervos y a beber el agua fangosa del torrente; después me quitas hasta estos medios de subsistencia, obligándome a venir a casa de esta viuda. Y ahora te alzas contra mí y, oprimiendo a mi huésped con la muerte improvisa de su hijo, la induces a atormentarme sin tregua con sus lágrimas y lamentaciones. En mi vida pasada he conocido muchas desventuras, pero ésta es sin lugar a duda la desgracia más pesada de todas. Y, además, si la noticia se difunde entre el pueblo, dónde crees tú que pueda esconderme del furor de la gente? Por tanto, te ruego, que el alma de este muchacho vuelva dentro de él. Así librarás a una madre de su dolor y a mí de mi aflicción”. San Efrén no se contenta con dramatizar la narración para suscitar la atención de los oyentes. Le interesa mostrar la riqueza del sentido místico del hecho. Después de recordar que Elías se tendió tres veces sobre el niño, invocando a Yahveh, comenta: “Este relato muestra, ante todo, que el hombre recobra la vida invocando tres veces el nombre divino, con tal de que haya muerto, mediante el bautismo, al viejo Adán y se encuentre con Cristo, según la palabra de San Pablo: Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él (Rm 6,8; Flp 3,21)”. “Este paso remite también al triple descendimiento del Hijo de Dios hasta el hombre muerto: para tomar un cuerpo, Él ha encerrado la grandeza infinita de su naturaleza divina en el seno de la Virgen santa; luego ha extendido los miembros de su cuerpo sobre el madero de la Cruz; y después de la muerte, fue puesto en el sepulcro y descendió a los infiernos. Dios, para devolver a la vida al hombre muerto, ha reducido su grandeza a la medida de nuestra pequeñez. .. El Señor del hombre ha descendido hasta el hombre y, tomando la forma de esclavo, ha dado a su divinidad la medida de la naturaleza del siervo”. “El hijo de la viuda, sigue San Efrén, al recibir la posibilidad de vivir con la madre, después de que Dios aumentó la cantidad de harina de la tinaja y el aceite de la alcuza, es imagen de los hijos de la santa Iglesia, que se nutren en la mesa del Emmanuel. La harina es el alimento vivificante, que se nos ofrece en el cuerpo del Señor, y el aceite el don de la unción santa”. La viuda de Sarepta para los Padres de la Iglesia es tipo de los gentiles llamados a la fe con la palabra, ungidos con el aceite del Espíritu y alimentados con el pan de la Eucaristía. Cuando Elías dice a la madre: “Mira, tu hijo vive”, ella le reconoce como
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profeta de Dios: “Ciertamente, la tinaja y la alcuza me lo han dado a conocer... Pero es ahora, que te veo resucitar a los muertos, cuando no tengo la mínima duda de que, en nombre de Dios, puedes realizar todo lo que desees”. El milagro de Elías, comenta ahora Fray Eliseo, tiene una particularidad. La mayor parte de los milagros se realizan en público, pues tienen como misión acreditar a los enviados de Dios con el testimonio de su potencia. En este caso el milagro se realiza en el secreto de la habitación de arriba, donde están solos Elías y el muchacho. Al máximo son testigos tres personas: Elías, la madre y el hijo. En la tradición de Israel, Elías sigue confortando, consolando y salvando víctimas desesperadas, siempre en secreto, apareciéndose únicamente a los interesados. La confesión de fe de la viuda recuerda a Dios y a su profeta que ya ha pasado “mucho tiempo” (1R 18,1) desde que se cerraron las nubes, sumiendo a las gentes en la angustia del hambre y la sed. El Señor desea hacer cesar la sequía y se lo hace saber a su profeta: “Anda, preséntate a Ajab, para que yo haga llover sobre la tierra” (1R 18,1). La compasión que ha sentido por la viuda, que le ha hospedado en su casa, le ha preparado para comprender el amor del Dios de la misericordia para con los hombres afligidos por la prolongada carestía. En la viuda de Sarepta, y en la resurrección de su hijo se inspira el Midrash para las narraciones en que aparece Elías como consolador de cuantos sufren, maestro de maestros, salvador de Israel, garante de la esperanza mesiánica. Con su palabra “él hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres” (Ml 3,24). Elías, en la presentación de Elie Wiesel, es el profeta de los débiles, “de los niños y de los viejos”. Es el profeta que aparece, en los tiempos bíblicos y en nuestra historia actual, en los momentos de soledad. Aparece para prestar alas a la esperanza, cuando encuentra a un fiel decaído. Aparece también en los momentos de alegría, para compartirla con nosotros. Elías se mezcla en toda discusión, para aportar su luz cuando los sabios se encuentran atorados con un enigma. Le gusta ayudar a resolver los problemas. Con un toque de fantasía colma de poesía la realidad monótona de la existencia. Hace suyas nuestras derrotas y nuestras sus victorias. Elías se pone de nuestra parte hasta cuando se trata de reprochar algo a Dios: “¿Cómo es que has afligido a la viuda que me ha hospedo en su casa?”. “Y Dios, afirma Wiesel, dio gracias al profeta por su osadía. El pueblo, en cambio, después de haberle defendido tantas veces, se mofa de él”. M. Buber pone en labios de Elías el lamento, que tantos fieles han sentido en lo hondo de su ser: “Señor, te he amado desde siempre, pero ¿por qué Tú nos haces tan difícil amarte?”. Estas palabras marcan el momento de ruptura del primer Elías para dar paso al segundo Elías. El Elías lleno de celo, que se enfrenta a todos con sarcasmo y violencia, ha muerto y ha nacido el nuevo Elías, que se conmueve ante el dolor del hombre y se convierte en el consolador de todo el que siente el mordisco de la angustia. Fray Eliseo conoce la Escritura, pero ha leído también a los escritores de la Iglesia y a los literatos judíos. Por lo que me va revelando de su vida, la infancia y juventud no fue muy agradable. Cuando se cruzan por su mente ciertos recuerdos se le nubla la expresión de su rostro y desaparece, como si se fuera lejos, distante de ti. Luego, al volver, te suelta una sentencia que no siempre sabes a qué se refiere: -Los sanos se alejan de los enfermos, pero también los enfermos se alejan de los sanos. La enfermedad frecuentemente toma forma de vergüenza para unos y otros. Si le pido explicaciones no logro enterarme mucho con ellas. No me da las cosas masticadas. No desea enturbiar mi vida con sus problemas. Sólo quiere que su experiencia sirva de luz para los demás. Creo que ha vencido la tentación de la fuga hacia el pasado o hacia el futuro para vivir en el presente. Él lo dice a su modo:
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-Los hombres casi nunca viven en el presente, se pierden entre los recuerdos del pasado y los deseos o miedos del futuro. Pasado y porvenir llenan su existencia, con un paréntesis en medio, un pequeño espacio de tiempo vacío. La vida se les llena con pasados ilusorios o lejanos y futuros soñados, quiméricos. El presente, la vida real, se reduce al ámbito de la fantasía o de la espera; es el espacio entre lo recordado y lo anhelado. Tiempo en blanco de antesala del dentista o de la peluquería. La sala de espera le trae a la mente las visitas a su hermano muerto en la cámara de gas e, instintivamente, se tapa la nariz: -¿Has sentido alguna vez el fuerte olor a enfermedad crónica y a medicinas que llena la habitación de un moribundo. Al abrir la puerta ese olor te golpea el rostro y te tira para atrás. Algo así no te lo borras nunca de la memoria. Puedes borrar todas las palabras que él te ha dicho, olvidándolas, pero la sombra que ha dejado en tu corazón ya no es posible borrarla. Fray Eliseo me invita a entrar en la pequeña torre de la viuda de Sarepta a rezar por amigos y familiares atribulados. San Jerónimo, al narrar el viaje de Paula, la presenta precisamente entrando en este lugar tan venerado desde los primeros tiempos del cristianismo. Fray Eliseo también me sorprende a veces con sus toques de humor. Para él Dios de vez en cuando se burla de Elías, que se toma todo tan en serio. El recurso a los cuervos es una de esas ocasiones en que Dios se ríe de Elías y su moralismo. La verdad es que alguna vez el mismo Elías sabe gastar bromas a los seguidores de Baal. A Fray Eliseo, en la tarde, cuando volvemos al monasterio y me ofrece un vaso de vino, se le suelta la lengua y se burla un poco de todos. Con una sonrisa de niño inocente, me pregunta: -¿Conoces la historia del vendedor de sombras? -No, le respondo. -Se llamaba Sincha Rabinowicz, si no recuerdo mal. Recorría las calles ofreciendo a voces su mercancía: ¡Vendo sombras! -Y, ¿a quién vendo las sombras? -A quienes las han perdido. La sombra, -explicaba a quienes se detenían a preguntarle-, se pierde por demasiada luz o por demasiada oscuridad, por demasiado vicio o por demasiada virtud.... Naturalmente, -concluía con una sonrisa maliciosa-, tengo más clientes entre los viciosos que entre los virtuosos... Fray Eliseo enarca sus largas y canas cejas y me examina de pies a cabeza. Es algo que ha hecho ya varias veces desde el día en que llegué al monasterio. Ya no me molesta. Las arrugas de su rostro se vuelven más pronunciadas a medida que me observa. Los recuerdos que afloran en su mente, al contemplarte, creo que le hacen sufrir. Parece que estuviera buceando en su memoria, extrayendo el pasado adormecido bajo las cenizas de su rostro: -Nunca he sido una persona muy afortunada. Lo que deseaba no se realizaba jamás, mientras que lo que temía se cumplía siempre... Me refiero a los años de mi juventud, no hablo de ahora que el Señor me ha colmado de bendiciones. Mientras habla arrastra la última sílaba de cada palabra como si tuviera sueño. Es hora de despedirnos hasta el día siguiente. Fray Eliseo paladea el sabroso vino y se limpia con educada pulcritud las comisuras de la boca. El aire tibio del atardecer nos da en el rostro. La estación se muestra cálida y luminosa. Con los codos clavados en la mesa, Fray Eliseo busca una palabra que le ronda por la cabeza, como un mosquito, y se le escapa, sin lograr atraparla. Se alza y se despide con la mano, sin decir nada. Luego, cada uno en su celda, experimentamos la paz que sabe transmitir el profeta Elías. Sigiloso, como una tenue ondulación en la superficie de un lago, el sueño se cuela entre los párpados.
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5. EL DUELO DEL CARMELO La palabra de Dios pone de nuevo a Elías en movimiento. Como Dios le envió primero a buscar a Ajab para anunciarle la sequía (1R 17,1), ahora le vuelve a enviar al rey para anunciarle el fin de la sequía (1R 18,1). El desenlace tendrá lugar en la cumbre del Carmelo. Es el lugar del monasterio en el que vive Fray Eliseo. Por ello no me sorprende el canto que me hace de este monte de santidad. El monte Carmelo no se me borrará fácilmente de la memoria. El monte Carmelo entra a formar parte de Israel con la conquista de David. Se le incluye dentro del reino de Israel al describir sus fronteras (2S 24,5-7). Desde antiguo era célebre el lugar sagrado levantado en la montaña. Los israelitas se relacionan con él desde el momento en que empieza su vida sedentaria (Dt 33,19). Seguramente a raíz de la conquista de David se erige allí un altar a Yahveh, como se hace en tantos otros lugares sagrados cananeos. Este altar de Yahveh lo derriban en los días de Ajab (1R 18,30). Quizás ya antes el Carmelo ha pasado al dominio fenicio, lo mismo que otras ciudades de Galilea, que Salomón cedió en pago por la cooperación fenicia a sus construcciones (1R 9,10ss). En la lista de las provincias de Salomón ya no se menciona el Carmelo (1R 4,7ss). En ese momento se mezclan los israelitas, que dan culto a Yahveh, y los fenicios, que veneran a Baal. Esta situación es la que mueve a Elías a elegir el Carmelo como lugar del desafío a los servidores de Baal. Él está sólo como profeta de Yahveh mientras que Baal tiene una muchedumbre de servidores. Es más, con el proselitismo que ha hecho Jezabel en favor de Baal, Yahveh no cuenta con muchos seguidores y éstos no son muy entusiastas de su fe, por lo que han dejado derruir el altar de Yahveh. A este pueblo indeciso, Elías le provoca, enfrentándole con el dilema: -Si Yahveh es Dios, seguidle; si Baal es dios, seguidle a él (1R 18,21). Aunque en realidad la cuestión no la van a dilucidar ni Elías ni los profetas de Baal, ni tampoco el pueblo. El enfrentamiento es entre Yahveh y Baal: -El que responda por el fuego, ése es Dios (1R 18,24). Entre Yahveh y Baal hay una diferencia fundamental. Yahveh es el Dios del pueblo, mientras Baal es el dios de la naturaleza, un dios ahistórico. Al final, es clara la solución del dilema planteado por Elías. Concluido el rito de los servidores de Baal, se sentencia: -No hubo ni voz, ni quien respondiera, ni quien prestase atención (1R 18,29). En cambio, a la oración sencilla y directa de Elías, Yahveh responde con el fuego: “Bajó entonces el fuego de Yahveh y consumió el holocausto y la leña y lamió el agua de la zanja” (1R 18,38). El pueblo, testigo de lo ocurrido, lo proclama: -Yahveh es Dios, Yahveh es Dios (1R 18,39). Fray Eliseo me ha dicho todo atropelladamente, pero es ahora cuando comienza el canto del Carmelo y la narración detallada del enfrentamiento de Elías y los profetas de Baal. El monte Carmelo, como una esmeralda verde, se asoma al Mediterráneo desde su altura esplendorosa. La montaña, acariciada por las nubes, se viste de oro al llegar el otoño. Las hojas de los árboles bailan alegres al ritmo que les marca la brisa. El aire se adelgaza y el sol comienza a quemar a medida que pasan las horas. Y, a medida que va subiendo el sol, crece la intensidad del silencio, que silba en los oídos. Muchas noches me parece rozar una realidad sagrada, imaginando a Elías que, distante de todos, sube a pasos largos; su frente tiene un aire lejano, pero con un fuerte poder de atracción por la esperanza, el dolor, la melancolía, el abandono que traslucen sus ojos. Húmeda, ardiente y opaca, la noche cae sobre el Carmelo. La luna se enreda en los jacintos y cipreses, lánguidos de polvo. E inmediatamente, con la noche, te sobrecoge el asombro ante el silencio que envuelve el monte. Siempre cuesta comprender la razón de tanta
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vida oculta en este mundo de quietud nocturna. Antes de que aparezcan las estrellas, la noche se va llenando de rumores, vaivenes, clamores quejumbrosos esparcidos por las sombras, transparencias movedizas, imágenes, sensaciones, deseos, miedos y alegrías: todo se funde en la conciencia, acuciando la curiosidad. Todo es un misterio indefinido y confuso, pero lleno de vida. El respirar de la noche despierta, - es una confesión de Fray Eliseo-, una esperanza, un deseo de peregrinar hacia el futuro, de descubrir las novedades de la vida, sorteando amenazas, afrontando riesgos, aventurándome a lo desconocido, dejándome llevar por la llamada de la vida, como los salmones dejan el mar siguiendo la llamada del río. La cumbre del Carmelo esconde el recuerdo del enfrentamiento de Elías con los profetas de Baal, protegidos por Jezabel, la esposa del rey Ajab. En realidad Elías se enfrenta con el rey, la reina, los profetas “que comen a su mesa”, y todo el pueblo de Israel, pues todos se han contagiado de la idolatría de su reina fenicia. Baal, representado en la forma de toro, les ofrece fecundidad humana y fertilidad agropecuaria. Baal les asegura, en concreto, la lluvia que fecunda la tierra. Frente a él se alza Elías en nombre de Yahveh, el Dios de Israel. Elías prepara la escena. Acepta luchar en el campo de Baal. Propone, para mostrar la superioridad de Yahveh sobre Baal, una confrontación directa en el ambiente propio de Baal. Manda a sus sacerdotes que realicen un acto de culto cananeo, un rito orgiástico de fertilidad, en el que entran en trance a través de gestos y danzas, en las que se sajan con incisiones hasta chorrear sangre. Con todo su frenesí buscan que Baal responda a sus súplicas con un signo. Elías asiste a una cierta distancia a toda esta comedia. Divertido, ironiza sobre Baal, invitando a sus sacerdotes a insistir en sus ritos, pues quizás Baal está dormido o distraído o de viaje... Luego, cuando le toca a él, para que el signo sea inconfundible, acumula dificultades. El signo elegido es el fuego, que ha de quemar la ofrenda. Elías, en un momento de sequía total, se las agencia para derramar agua sobre la víctima, sobre la leña y sobre sus alrededores, no como rito mágico que atraiga la lluvia, sino para hacer más deslumbrante el milagro del fuego. La chispa que queme la ofrenda no puede brotar del suelo, sino descender del cielo, de Yahveh. Elías no cumple ningún rito extraño, como hacen los sacerdotes de Baal. Sólo dirige su plegaria a Yahveh, que responde sin tardanza: “A la hora en que se presenta la ofrenda, se acercó el profeta Elías y dijo: Yahveh, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he ejecutado todas estas cosas. Respóndeme, Yahveh, respóndeme, y que todo este pueblo sepa que tú, Yahveh, eres Dios que conviertes sus corazones. Cayó el fuego de Yahveh que devoró el holocausto y la leña, y lamió el agua de las zanjas. Todo el pueblo lo vio y cayeron sobre su rostro, diciendo: ¡Yahveh es Dios, Yahveh es Dios!” (1R 18,36-39). Elías busca, y es lo que pide a Dios en su oración, que los profetas de Baal y todo el séquito extranjero de Jezabel “sepan” que nada tienen que hacer en Israel, donde Yahveh es el único Dios. Y, en segundo lugar, que los israelitas recuerden que Yahveh es el único Dios que convierte a Él los corazones. Fray Eliseo me ha descrito, seguido, todo el acontecimiento. Pero yo sé que no se va a conformar con ello. Me ha dejado solo en la terraza del monasterio. Quiere que aspire el aire del Carmelo y asimile su paisaje. Pero al atardecer vuelve, no sé de dónde, y comienza de nuevo la historia. Abre la Biblia y proclama con su voz singular la narración bíblica. Pasa el tiempo y la sequía no cesa. Son tres años sin lluvia ni rocío. El hambre se siente en toda Samaría. La palabra de Dios le llega a Elías irresistible: -Preséntate a Ajab, pues voy a hacer llover sobre la superficie de la tierra (1R 18,1). Elías se pone en camino. Cruza campos secos. Hasta las zarzas y espinos que cubren las cercas se han secado. Elías busca un tallo verde para chuparlo y refrescar el paladar, pero no lo halla. Quisiera encontrar también algunas zarzamoras, pero es inútil buscarlas. Después
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de varios días de camino, se encuentra con Abdías que cabalga sobre un lustroso caballo. Abdías, jefe de los guardias de la casa real, es un hombre temeroso de Dios. Cuando Jezabel exterminó a los profetas de Yahveh, él ocultó a cien de ellos, de cincuenta en cincuenta, en una cueva, dándoles pan y agua. Ahora, apremiado por la sequía, Ajab le ha llamado: -Ven, vamos a recorrer el país por todas sus fuentes y torrentes; acaso encontremos hierba para mantener los caballos y asnos y no tengamos que suprimir el ganado (1R 18,2-5). Si caminas por las calles de Roma o de otra ciudad moderna te encuentras con perros que no ladran a los gatos, con gatos que no persiguen a los ratones, con señoras que hablan con su perro, sintiéndose de la misma raza. Hay una igualdad, que aterra y deprime. Todos los seres nivelados, cortados según el rasero del más bajo. Se va perdiendo la diversidad, sin lograr la armonía. Las aceras son compartidas, pero el centro de la calle pertenece a las máquinas. La civilización valora la técnica y sus productos. Todo queda por encima del hombre. Le pregunto a Fray Eliseo si es acaso enemigo de los animales. -¡No!, me responde. ¡Soy enemigo de que se haga de un animal una mascota! Si enciendes la radio o prendes la televisión escuchas que la tierra está superpoblada. Las imágenes te muestran las calles de una ciudad del tercer mundo llena de niños deformes, que corretean por sus calles o están echados por tierra con la mirada perdida. No hay aire que respirar para tantas personas, no hay alimentos para nutrir a tantos niños, que quieren nacer. Sólo queda espacio, aire y pastos o piensos compuestos para las mascotas. Y Elías, que recorre nuestras ciudades, siente que le hierve la sangre en las venas. Recuerda a Ajab y a su esposa Jezabel, sus dos enemigos, para quienes los caballos y los asnos contaban más que las personas. Mantener los caballos lustrosos y los asnos robustos era su preocupación durante la sequía, cuando “El hambre se había apoderado de Samaría” (1R 18,2). Los descubrimientos arqueológicos han hecho célebres las caballerizas reales de Ajab. No es extraño ver al mismo rey que va en persona a buscar pasto para sus caballos. La sequía es tan grande que es casi imposible hallar un poco de heno a no ser en las hondonadas donde se ha conservado un poco de humedad. Ajab y Abdías se reparten el país para recorrerlo. Ajab se va solo por un camino y Abdías, solo, por otro. Así, pues, estando Abdías en camino, Elías se encuentra con él. Abdías reconoce al profeta, cae sobre su rostro y dice: -¿Eres tú Elías, mi señor? Elías responde: -Yo soy. Vete a decir a tu señor: Ahí está Elías. Responde Abdías: -¿En qué he pecado, pues entregas a tu siervo en manos de Ajab para hacerme morir? ¡Vive Yahveh tu Dios! No hay nación o reino donde no haya mandado a buscarte mi señor, y cuando decían: ¡No está aquí!, hacía jurar a la nación o al reino que no te había encontrado. Y ahora tú dices: “Vete a decir a tu señor: Ahí está Elías”. Y sucederá que, cuando me aleje de ti, el espíritu de Yahveh te llevará no sé dónde, llegaré a avisar a Ajab, pero no te hallará y me matará. Sin embargo, tu siervo teme a Yahveh desde su juventud. Elías aparece y desaparece. El espíritu de Dios le lleva de un sitio a otro. Es inútil ir a buscarle donde otro le ha visto, pues cuando se llega ya no está allí. Abdías ha visto la cólera de Ajab y, sobre todo, de Jezabel, cuando han visto frustrados sus planes de apresar a Elías. Abdías, reverente ante el profeta de Dios, se halla atenazado entre el deseo de obedecer sus órdenes y el miedo a la muerte, si defrauda al rey su señor. Para justificarse, de no correr a llevar al rey el mensaje de Elías, Abdías le cuenta sus acciones en favor de los profetas de Yahveh: -¿Nadie ha hecho saber a mi señor lo que hice cuando Jezabel mató a los profetas de Yahveh, que oculté a cien de los profetas de Yahveh, de cincuenta en cincuenta, en una
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cueva, y les alimenté con pan y agua? Y ahora tú me dices: “Vete a decir a tu señor: Ahí está Elías”. ¡Me matará! (1R 18,13-14). Abdías, con sus temores, nos informa del estado en que se encuentra Israel en este momento. Él, fiel a Yahveh, vive en la corte idolátrica como mayordomo y conoce bien la lucha entre Jezabel y los profetas del Señor (1R 18,4). Le responde Elías: -¡Vive Yahveh Sebaot a quien sirvo! Hoy me presentaré a él. Abdías monta de nuevo sobre el caballo y parte al encuentro de Ajab y le avisa. Ajab, a su vez, parte al encuentro de Elías y, apenas le divisa, le dice: -¿Eres tú, ruina de Israel? Elías espera a que llegue a su lado, acaricia el cuello del caballo y le responde: -No soy yo la ruina de Israel, sino tú y la casa de tu padre, por haber abandonado a Yahveh y haber seguido a Baal (1R 18,16-18). Al sentir la mano de Elías, el caballo se encabrita y relincha complacido. Elías levanta la vista y se encara con Ajab: -Cuando tu padre Omrí fue coronado como rey, tú estabas presente en el palacio. Eras un muchacho de doce años y seguías con admiración la ceremonia. Recordarás al venerable anciano erguirse con el cuerno de óleo sobre la cabeza de tu padre. El profeta le dijo al rey: “Permite que yo te unja según la tradición de Israel, para que Yahveh, Dios del cielo y de la tierra, te confiera el dominio sobre su pueblo”. Tu padre inclinó la cabeza y, mientras el profeta derramaba el óleo, le decía: “Yo te unjo lugarteniente del Señor sobre Israel, para que en su Nombre tú restablezcas la justicia sobre el país”. Tú lo oíste con tus oídos y sabes muy bien lo que tú y tu padre habéis hecho, estableciendo, en lugar de la justicia, la idolatría y la violencia. ¿Cómo te atreves a decir que yo soy el azote de Israel? No son mis buenas palabras las que azotan a Israel, sino tus malas acciones y las del pueblo al que tú y tu esposa habéis corrompido. Por culpa vuestra el cielo niega la lluvia, provocando la sequía que aflige a hombres y bestias. El encuentro de Elías con el rey Ajab pone al descubierto la trama de la sequía, que agobia a Israel. Ajab acusa a Elías de ser la ruina de Israel. Elías le devuelve la acusación, motivándola (1R 18,18). Luego Elías guarda silencio, dejando pasar el tiempo, para que Ajab replique, pero el rey no abre la boca. Entonces Elías, cortante, ordena al rey que convoque una asamblea plenaria con todos los sacerdotes de Baal para un duelo con él: -Ahora, envía a reunir junto a mí a todo Israel en el monte Carmelo, y a los 450 profetas de Baal que comen a la mesa de Jezabel (1R 18,19). Sobre el monte Dios juzgará antes de mandar de nuevo la lluvia sobre la tierra sedienta. El cielo sin una nube que enturbie su luminosidad arde sobre sus cabezas. En vano se afana Ajab por hacer torres en el aire. La voz de Elías, que ya ha desaparecido de su presencia, no puede borrarla de su mente por más manotazos que dé al aire. El rey teme a Elías y a su esposa Jezabel. Su mente tiembla pensando en uno y en otra. Jezabel le domina desde el día de la boda. Ahora teme llegar a casa y hablarle del duelo entre Yahveh y Baal, entre Elías y los profetas de Baal. Las personas con quienes vivimos, piensa Ajab, nos miran y, en silencio, nos obligan a ser lo que esperan que seamos, nos fuerzan a actuar según las esperanzas que nosotros, inconscientemente, hemos despertado en ellos. Así la convivencia proyecta el pasado delante de nosotros como un futuro necesario. Ayer y mañana cubren el presente, ahogándolo bajo el puente con que se unen. Según el comentario de San Efrén “se verificó entonces una cosa que suscita maravilla y más que maravilla: el rey obedeció la orden que le dio Elías”. Sin comunicar nada a Jezabel, Ajab convoca a todos los israelitas y con ellos a los profetas de Baal en el monte Carmelo. Los primeros resplandores del sol naciente, rojos como lenguas de fuego, llamean en la cresta del monte. Elías deja que el sol le bañe la frente y, con mirada abrasadora, se acerca al pueblo y grita:
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-¿Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies? Si Yahveh es Dios, seguidle; si Baal, seguid a éste (1R 18,20-21). Sobre el Carmelo, Elías invita al pueblo a renovar la alianza, como Josué hizo al llegar a la tierra prometida en la asamblea de Siquén. Josué invitó al pueblo a elegir entre “los dioses a quienes servían sus padres más allá del Río, o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitan ahora” o a Yahveh (Jos 24,15). En la asamblea de Siquén la respuesta fue unánime y clara: -Lejos de nosotros abandonar a Yahveh para servir a otros dioses (Jos 24,16) Aquí Elías dice al pueblo: “¿Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies? Si Yahveh es Dios, seguidle; si Baal, seguid a éste” (1R 18,21). En estas palabras de Elías palpita la convicción de que fuera de Yahveh, el Dios de Israel, no hay otro que merezca tal nombre. La fe en Yahveh es incompatible con la fe en Baal. No es posible seguir encendiendo una vela a Yahveh y otra a Baal. Es, pues, ineludible decidirse por uno u otro. “Pues nadie puede servir a dos señores” (Mt 6,24). Pero ahora el pueblo no responde nada (1R 18,21). Su mutismo hiere a Elías en las fibras más íntimas de su ser de profeta. El pueblo parece que no entiende porqué debe abandonar a Baal para seguir a Yahveh. Elías entonces clava sus ojos cargados de ira en la masa de profetas de Baal. Parece que quisiera taladrarlos y arrancarles los sesos, pero se le ahoga la voz en la garganta. Luego, con mirada ausente, se dirige a todo el pueblo: -He quedado yo solo como profeta de Yahveh, mientras que los profetas de Baal son 450. Que se nos den dos novillos; que elijan un novillo para ellos, que lo despedacen y lo pongan sobre la leña, pero que no pongan fuego. Yo prepararé el otro novillo y lo pondré sobre la leña, pero no pondré fuego (1R 18,22-23). El tono canela de su piel se ilumina bajo el pelo castaño que le cae, como una sombrilla, sobre la frente amplia, luminosa. Volviéndose directamente a los profetas, Elías sigue hablando, cada vez más rápido, como si escupiera una sarta de perlas falsas: -Invocaréis el nombre de vuestro dios; yo invocaré el nombre de Yahveh. Y el dios que responda por el fuego, ése es Dios (1R 18,24). No se trata de mostrar quien es más potente, Baal o Yahveh, sino de decidir quién es Dios. Los profetas no responden, pero todo el pueblo grita a una voz: -¡Está bien!¡Está bien! (1R 18,24) Elías actúa como maestro de ceremonias y dispone la asamblea o monta el espectáculo. Manda que los profetas de Baal se sitúen a un lado en círculo en torno a un altar. En el lado opuesto no coloca a nadie; deja todo el espacio para él. En la parte central, en una especie de anfiteatro escalonado se sitúa el pueblo. Y, en medio del pueblo, sobre una tarima a modo de trono, se coloca el rey Ajab, rodeado de los dignatarios de corte. Una vez dispuestos todos en sus sitios, Elías se dirige a los profetas de Baal, que protestan al ser llamados profetas: -Nosotros somos servidores de Baal, cuyo gran templo está en Tiro. Sólo vosotros, los israelitas, nos habéis llamado profetas al llegar aquí con nuestra reina Jezabel. Baal, el gran dios de la lluvia, no nos dirige su palabra, como decís vosotros de vuestro Dios. Baal se nos comunica con signos palpables, manda la lluvia, hace fértil la tierra y los animales, nos hace gozar de la cosecha y de la vendimia. Él colma la tierra de frutos y nos hace gozar de las fuentes de la tierra y de la vida. La sexualidad es su gran bendición sobre nuestras familias. Sólo vosotros, profetas de Israel, decís que Dios dialoga con vosotros como un hombre habla con otro hombre... Elías corta la perorata del profeta de Baal y, dirigiéndose a todos ellos, les dice: -Elegid un novillo y comenzad vosotros primero, pues sois más numerosos. Invocad el nombre de vuestro dios, pero no pongáis fuego (1R 18,25).
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Los servidores de Baal toman el novillo que les dan, lo preparan e invocan el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, repitiendo sin cesar: -¡Baal, respóndenos! (1R 18,26) Pero no hay voz ni respuesta. Ellos, según su costumbre, danzan cojeando junto al altar que han levantado. Al mediodía, Elías comienza a burlarse de ellos, diciéndoles: -¡Gritad más alto, porque es un dios; tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, estará en camino; tal vez esté dormido y se despertará! (1R 18,27) Elías se burla de los profetas diciéndoles que su dios Baal, o Herakles, llamado el filósofo, quizás se halle enfrascado en resolver alguna cuestión filosófica; o que, atribuyéndosele la invención de la púrpura y de las naves, quizás se halle ocupado en algún negocio o esté de viaje. Al dios fenicio se le atribuían expediciones a Libia, y sus adoradores se lo imaginaban al frente de las famosas naves fenicias, que surcaban los mares enarbolando la bandera de Tiro y de Sidón. O puede ser que esté dormido. En las inscripciones fenicias se habla de los funcionarios llamados “despertadores del dios Herakles”. Ellos realizaban una ceremonia cultual para despertar al dios, que pasaba temporadas largas dormido. Las burlas de Elías no son, pues, gratuitas, sino que se inspiran en la leyenda y en el mismo culto del Baal de Tiro, que tiene fama de viajero y mercader, como sus fieles. La danza se hace cada vez más frenética, adquiriendo un ritmo de vértigo, y los gritos se hacen más agudos cada momento. La agitación llega al paroxismo. Ante el silencio de Baal, que no responde con el fuego, sus servidores empuñan lanzas y espadas y comienzan a sajarse, según su costumbre, hasta chorrear la sangre sobre ellos. Pasado el mediodía, entran en trance hasta la hora de hacer la ofrenda, pero sin que haya voz, ni quien escuche ni quien les responda (1R 18,28-30). No hay ni fuego y ni respuesta alguna. No hay nada, dice el Midrás. Todo es silencio: las aves no cantan, los toros no mugen, los ángeles no vuelan, el mar está calmo, sin una ola, ninguna criatura respira. Dios hace que toda la creación enmudezca, como vacía, como si no existiera ningún ser viviente, porque si alguien hubiera hablado, los sacerdotes habrían dicho: -¡Baal nos ha respondido! Pero Baal sigue mudo, ausente. Sólo se escucha la voz de Elías que se burla de sus profetas, que siguen delirando, como poseídos. No hablan, no oran, no hay ningún diálogo ni comunicación con Dios. Se trata únicamente de una emoción exasperada, un delirio semejante al producido por la droga. Es la experiencia orgiástica de los seguidores de Baal de la que Elías se aleja, pues no tiene nada que ver con el culto a Yahveh, el Dios que dialoga y se comunica personalmente con sus fieles seguidores: “Yo soy tu Dios y tú eres mi pueblo”. El profeta del Dios de Israel no tiene nada que ver con los profeta de Baal. El profetismo en Fenicia, de donde proceden los servidores de Baal, “que comen de la mesa de Jezabel”, se caracteriza por su exaltación, que les pone en un estado de éxtasis. El frenesí se transforma en una verdadera orgía, que saca a los profetas del tiempo y del espacio. Su expresión externa es una especie de delirio, con alaridos o quejidos, sin palabras... El profeta de Yahveh, en cambio, es el hombre de la palabra, que oye una voz y la transmite. Y cuando Dios no le habla él guarda silencio. El profeta de Yahveh no puede provocar con ritos la comunicación de Dios. Los profetas de Baal recurren a la música, al baile, a las laceraciones corporales o los excesos sexuales para entrar en trance y sentirse invadidos o poseídos por la divinidad. Apuleyo describe el cortejo que acompaña a la diosa Astarté, compañera femenina de Baal. Sus fieles, congregados en su honor “estallan en alaridos discordantes como fanáticos; durante mucho tiempo, llevando la cabeza inclinada, el cuello torcido en audaces movimientos, sueltos los cabellos, giran y giran vertiginosamente y, a veces, se atacan a dentelladas en su propia carne. Luego con la espada de doble filo, que porta cada uno, se cortan en los brazos. Sin embargo, uno de ellos, más exaltado que los demás, exhalando
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desde lo más hondo de su pecho profundos y frecuentes suspiros, como si se hallase poseído de un espíritu divino, simula una demencia morbosa. Y en un oráculo brillante comienza a encararse consigo mismo y a acusarse de crímenes imaginarios”.1 La danza violenta y frenética, que termina por provocar el delirio, es una danza originaria de Fenicia, que Heliodoro de Emesa describe así: “Enardecidos al son de los instrumentos de música, danzan vertiginosamente, ya levantándose en alto con ligeros saltos, ya cayendo repetidamente con las rodillas en el suelo y dando vueltas sobre sí mismos, como si estuvieran poseídos”. La Escritura nos describe frecuentemente estos ritos. Se nos cuenta que saltan en el aire, doblan las rodillas hasta el suelo y giran sobre sí frenéticamente como poseídos. Acompañan la danza con castañuelas, flautas, arpas, palmadas, haciendo un ruido estruendoso, que se va contagiando entre todos los que se hallan en torno al altar (Cf. 1S 10,5ss). A este baile fenicio se alude al hablar de “los siete mil que no han doblado sus rodillas ante Baal” (1R 19,18). El profeta Isaías, con realismo repugnante, describe la ebriedad de estos profetas (Is 28,7ss). Con el licor se sienten más permeables a la inspiración. Oseas se siente escandalizado ante las prácticas de los profetas de Baal, que creen que sus súplicas son más eficaces si se hacen incisiones sangrientas en su carne. El trigo y el mosto, la cosecha y la vendimia, serán más abundantes si los profetas las abonan con su sangre (Os 7,14). Jeremías ha contemplado estos ritos en las ceremonias de luto (Jr 16,6; 41,5; 47,5). El Deuteronomio (Dt 14,1) las prohíbe por su carácter idolátrico. Es lo que contemplamos ahora en el desafío de Elías a los profetas de Baal. Estos, al final, exhaustos caen por tierra, comenzando por los más ancianos. Sigue una larga pausa angustiosa. Un viento ardiente bate los rostros del pueblo. Un perro, echado a la sombra escuálida de un chaparro seco, jadea con la lengua fuera. Ajab se inclina hacia sus dignatarios sofocado por las oleadas de calor bochornoso y cegador. Es tan agobiante el calor que no se oye ni el canto de las cigarras. Entonces Elías, en cuya mirada se cruza un destello de desafío, se dirige a todo el pueblo, interpelándoles: -Acercaos a mí (1R 18,30). Todo el pueblo se acerca a él. Con voz, que no admite réplica, les manda reconstruir el altar de Yahveh que había sido demolido: -Tomad doce piedras según el número de las tribus de los hijos de Jacob, a quien Yahveh cambió el nombre, llamándole Israel (1R 18,31). En el Carmelo el culto a Baal había suplantado al culto de Yahveh. El santuario de Yahveh, poco frecuentado y desatendido, estaba en ruinas, con su altar por tierra. La tradición ha localizado este desafío de Elías en la cima sur de la cadena del Carmelo. Los árabes han llamado el lugar El-Muhraka, “lugar del holocausto”. En ese sitio existía anteriormente un altar dedicado a Yahveh, que la impía Jezabel había demolido. Elías, ayudado por el pueblo, erige con doce piedras un altar al nombre de Yahveh. A pesar de la división del pueblo en dos reinos, Elías considera al pueblo como una unidad de las doce tribus. Levantado el altar, hace cavar alrededor de él una gran zanja. Él mismo dispone la leña sobre el altar, descuartiza el novillo y lo pone encima. Con voz divertida Elías ordena a los más cercanos: -Llenad de agua cuatro tinajas y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña. Sin saber qué es lo que pretende, hacen lo que el profeta les dice. Así derraman el agua por tres veces, de modo que el agua corre alrededor del altar y llena hasta la zanja. En medio de la sequía el derroche del agua, sacada no se sabe de donde, -probablemente de la fuente inagotable de Bir-el-Mansura-, deja a todos con la boca abierta. Pero se alegran al sentir como una brisa fresca, que sopla suavemente, refrescante y agradable como el fruto de una granada. El altar y la zanja que le circunda están inundados con las doce tinajas de agua. Al 1APULÉE, Les Métamorphoses, 8,27. Citado por L. Monloubou, Profetismo y profetas, Madrid 1971, p. 31. 33
llegar la hora de la ofrenda de la tarde, que tenía lugar entre dos luces (Ex 29,39-41; Nm 28,4.8), Elías empieza su oración a Yahveh. Nada de gritos ni danzas rituales, ni incisiones de ninguna clase, para dar a entender que sólo “el Dios de Abraham, de Isaac y de Israel” puede mandar el fuego. Elías se acerca al altar, alza las manos y ora a Dios con todo su ser: -Yahveh, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor, que por orden tuya he ejecutado todas estas cosas. Respóndeme, Yahveh, respóndeme, y que el pueblo sepa que tú, Yahveh, eres Dios que conviertes sus corazones (1R 18,36-37). Elías no busca solamente mostrar portentosamente que Yahveh es el único Dios, sino que espera lograr la conversión sincera de los presentes. Por ello presenta a Yahveh como el “Dios que convierte los corazones”. Desea que el pueblo haga experiencia de la acción de Dios. Por un momento parece que el tiempo se ha detenido. Hasta el viento deja de plegar las hierbas del campo. El silencio se hace denso y, de repente, estalla la tormenta. Elías cae a tierra como una encina fulminada por un rayo. Así, postrado por tierra, permanece por unos largos, interminables momentos, mientras la gente contiene la respiración. Luego, Elías se levanta, pero su mirada perdida hace creer a todos que está ausente. Comienza a trazar con el bastón signos sobre la arena, círculos irregulares, estrellas descentradas, líneas que se quiebran y se cruzan. Son signos misteriosos o casuales..., en los que se esconde la preocupación que agita su espíritu. De repente cae el fuego de Yahveh que devora el holocausto y la leña, y lame el agua de las zanjas. La luz del fuego ilumina la prominente nariz de Elías y sus pómulos salientes. Su voz se vuelve grave y fuerte. Pero no se entiende lo que dice. Su palabra es adsorbida por la exclamación del pueblo que, al ver la llamarada de fuego, cae en tierra, proclamando: -¡Yahveh es Dios, Yahveh es Dios! (1R 18,39). El pueblo aclama simultáneamente a Dios y a Elías, su enviado. El nombre de Elías significa “Sólo Yahveh es Dios”. Los servidores de Baal no creen lo que ven. Un pánico sagrado estremece sus entrañas. Pero el instinto les dice que su vida está en peligro y huyen en desbandada. Elías grita al pueblo: -Echad mano a los profetas de Baal, que no escape ninguno de ellos. En el torrente Quisón, que está al pie del Carmelo (Jc 4,7.13; 5,21), quedan sus cadáveres. El pueblo se da cuenta de que los profetas de Baal les han engañado y, en un momento de exaltación, desahogan su rabia contra ellos. Elías es el profeta de la cólera. Inflexible, responde a toda provocación y él mismo provoca a los demás. Se siente llamado a disipar toda ambigüedad. O Yahveh o Baal. No caben componendas. El Targum del Éxodo (Ex 6,25) compara a Elías con Pinjás, el hijo de Eleazar, nieto de Aarón, a quien se le promete el sacerdocio eterno por su celo por Yahveh. Pinjás, como Elías, mató a espada a todos los culpables de idolatría (Nm 25,5-13).
6. EL RUMOR DE LA LLUVIA
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Elías seguramente ha invitado a todos, incluido el rey, a ayunar como parte de las rogativas para implorar a Dios el final de la sequía. Ahora, que el pueblo ha confesado a Yahveh como único Dios, Elías invita a todos a comer y beber. Ajab y Elías suben desde el torrente Quisón a la cumbre del Carmelo (Jc 6,26). El rey se dirige al lugar donde se guardan las provisiones, mientras Elías sube a otra altura superior, desde donde puede contemplar el mar y ver a las nubes que se alzan cargadas de agua. Al separarse del rey, Elías le invita: -Sube, come y bebe, porque ya se oye el rumor de la lluvia. Sólo Elías oye el rumor de la lluvia. En realidad aún no hay en el cielo la más mínima nube, que la anuncie. Elías compromete su vida y el nombre de Yahveh al prometer la lluvia antes de que aparezca una señal. Su fe en que Yahveh no le defraudará mantiene viva su esperanza. Arrodillado y, con la cabeza entre las rodillas, sin atreverse a mirar lo que está por suceder, ora con todo su ser para que cese la sequía. Santiago en su carta a los cristianos les dice que “Elías era un hombre de igual condición que nosotros; oró insistentemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses. Después oró de nuevo y el cielo dio lluvia y la tierra produjo su fruto” (St 5,17-18). A Fray Eliseo le gusta dramatizar la escena para que no resbale sobre ella sin enterarme. Con voz calma me describe los hechos alargando un poco las palabras para darlas tiempo a atravesar desde el oído a la mente y desde la mente al corazón. Sube, pues, Ajab a comer y beber. Elías le deja y sube con su criado a otra cima del Carmelo. Allí se encorva hacia la tierra poniendo su rostro entre las rodillas. Sin levantar la cara le dice a su criado: -Sube a aquella roca y mira hacia el mar. El criado, siempre dócil, sube, mira y vuelve con su respuesta: -No hay nada. Elías le dice de nuevo: -Vuelve. Y esto se repite siete veces. A la séptima vez el criado dice: -Sube del mar una nubecilla como la palma de la mano de un hombre. A Elías le basta esa señal. Esa nube insignificante es para él el anuncio de una chaparrón inminente. Antes ha sugerido a Ajab que se fuera a comer y beber mientras llegaba la lluvia. Ahora, apenas aparece esa nube casi invisible, al instante, sin esperar más, manda a su siervo que corra a decir a Ajab: -Unce el carro y baja, que está viniendo la lluvia (1R 18,44). En un instante se oscurece el cielo con las nubes empujadas por el viento y empieza a llover torrencialmente. Ajab monta en su carro y se dirige a su casa de campo en Yizreel, al pie de los montes de Gelboé. La mano de Yahveh cae sobre Elías que, ciñéndose la cintura, corre delante de Ajab hasta la entrada de Yizreel. Elías, con las alas del viento, el espíritu de Yahveh, recorre a pie los veinte kilómetros que hay entre el Carmelo y Yizreel en menos tiempo que el rey a caballo. En Palestina la lluvia llega empujada por el viento del oeste y del sudoeste. Hoy se puede uno sentar con Elías, como ha hecho Paul Marie de la Croix, y esperar el milagro: “En una tarde calurosa he observado largo tiempo el punto del horizonte que oteaba el criado de Elías, y en donde vio que subía del mar una nuvecilla, símbolo de la gracia fecunda que la Virgen inmaculada debía enviar sobre la tierra, y me alegré de que estos lugares, tan cercanos al corazón, estén todavía, hoy como ayer, rodeados del silencio y de la más impresionante soledad”.2 En la noche Fray Eliseo me señala en el mapa los lugares donde, según la tradición, ha tenido logar el episodio. Dentro de la hermosa cordillera del Carmelo, que se extiende al 2PAUL MARIE DE LA CROIX, Hauts Lieux Elianiques, en Elie le prophéte selon les Ecritures et les traditions chrétiennes, Paris 1956, pp. 22-23. 35
sudoeste se la llanura de Esdrelón, cubierta de abundante vegetación, el punto que indica la tradición como lugar del sacrificio de Elías es El Muhraqa, en la extremidad sudoriental del monte, a 514 metros del nivel del Mediterráneo. Desde ese lugar se divisa el mar y muy cerca brota el manantial Bir-el-Mansura, de donde se pudo sacar el agua para bañar el altar y alrededores antes de que descendiera el fuego del cielo. También me señala la grande llanura de Yizreel (Jc 6,33; Jos 17,16), llamada también valle de Esdrelón (Jdt 6,33). Este valle está circundado al norte por las colinas de Nazaret y por el monte Tabor, que no es muy alto pero, al estar situado sobre una meseta, produce la sensación de ser una montaña majestuosa. Así le parecía al rey David, que la veía semejante a la excelsa montaña del Hermón, cuando invitaba a ambos montes a exultar por el nombre del Señor (Sal 88,13). Por su forma característica, por su vegetación y por el esplendor de su panorama el Tabor, con sus costados cubiertos de encinas, algarrobos, lentiscos, terebintos y pinos, es un monte único en Palestina (Jr 46,18), célebre además por la victoria que Baraq, sostenido por Débora, logró contra Sísara, (Jc 4,6). En la cima del Tabor, los griegos ortodoxos tienen una capilla dedicada al profeta Elías. Célebres son también, por otro motivo, los montes de Gelboé, que arropan a Yizreel por el este. En ellos fue derrotado y murió el rey Saúl y su hijo Jonatán, el amigo íntimo de David (2S 1). Y, al sur de Yizreel, se extiende la cadena montañosa del Carmelo. El Carmelo, vuelve a decirme Fray Eliseo, más que un monte, es una cordillera que se extiende en dirección norte-oeste, desde Megiddo hasta el Mediterráneo. Sobre el gran mar se adentra, como un balcón, el promontorio del lado sur, formando la bahía de Haifa. La línea montañosa bordea la costa durante unos 34 kilómetros hasta un punto donde la estrecha línea costera se abre hacia la llanura de Sarón. Sus escarpes nor-orientales, asomándose a la llanura de Esdrelón, siguen el curso del río Quisón durante 22 kilómetros; después la cordillera vuelve atrás y corre aproximadamente por el mismo espacio hacia el mar. En el Cabo, el Carmelo se levanta escarpado desde el mar hasta una altura de unos 170 metros. La altura máxima en toda la cordillera es de unos 550 metros. La subida al Monte Carmelo, que San Juan de la Cruz convierte en el símbolo del laborioso ascenso del hombre hacia Dios, es difícil por todas sus vertientes. Y sus altiplanicies, cortadas por torrentes y barrancos, no favorecen el paso de un lado a otro. Esto hace del Carmelo un lugar ideal para el retiro y la contemplación. Sus ásperas pendientes pobladas de una frondosa vegetación, sus profundos valles y las amplias vistas sobre el azul del Mediterráneo o el verde de las colinas de Galilea invitan a la oración. Los ermitaños han buscado esta soledad en todos los siglos, estableciéndose junto a la “Fuente de Elías” en el wadi’ain es-Siah, un valle abierto al Mediterráneo en el flanco oeste del Carmelo. La Fuente de Elías, manantial perenne, ofrecía a los eremitas un lugar con agua todo el año. Y los higos, granadas y olivos añadían cierta variedad a la dieta de sus moradores, que disfrutaban además de la tranquilidad inmensa del mar bajo sus pies. La geografía enciende el espíritu de Fray Eliseo y, de nuevo, me repite la historia de Elías hecha meditación y anuncio actual. Un solo profeta de Yahveh triunfa sobre cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. El relato nos describe el itinerario de la fe, que lleva desde la idolatría hasta el reconocimiento de Yahveh como el único Dios, capaz no sólo de mandar el fuego y la lluvia del cielo, sino capaz de convertir los corazones. Ante la apelación del profeta (1R 17,21) el pueblo al principio ni siquiera contesta. Está sordo, con el oído cerrado a la voz de Dios. Sin embargo, luego, acoge con agrado el espectáculo de la prueba del fuego (1R 17,24). El desafío de Elías a los profetas de Baal no abre aún el oído, pero sí abre los ojos para contemplar el testimonio. El enviado de Dios sólo es escuchado si él es testigo de lo que anuncia. Elías, arriesgando su vida, da testimonio de la verdad que anuncia. Con su testimonio hace realidad lo que proclama ya con su mismo nombre: Yahveh es mi Dios.
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En el rápido correr de los acontecimientos, que atrapan a los hombres, es necesario contemplar el testimonio de vida de los enviados de Dios para poder abrirse a su palabra. Los hombres, turbados por el fluctuar de las ideas y opiniones, tienen necesidad de ver al Absoluto encarnado, y en cierto modo probado por un testimonio de vida. En medio de las realidades fluctuantes y transitorias del mundo, apoyarse sobre la estabilidad de Dios y de su amor, testimoniada en una persona de carne y hueso, es el primer paso en el itinerario de la fe. De este modo Elías marca el camino de la verdad y la vida al hombre de todos los tiempos que “cree más a los testigos que a los maestros, más a la experiencia que a la doctrina, más a la vida y a los hechos que a las teorías”.3 Así, pues, el pueblo sordo y mudo, que no responde a la interpelación de Elías, abre los ojos a la confrontación entre Elías y los profetas de Baal. Y, al ver el fracaso de éstos, “se acerca a Elías” y, finalmente, al ver la respuesta divina a la plegaria de Elías, aclama con entusiasmo a Yahveh, renunciando a la idolatría, dando muerte a los profetas de Baal. Elías se muestra irascible e indomable en su lucha contra la idolatría y contra los adoradores de los ídolos. Elías, solo frente a todos, domina la situación. Es audaz y provocador. No habla, manda con autoridad. En su fidelidad y celo, no soporta la doblez ni los compromisos. Fray Eliseo parece que esta noche no desear ir a descansar. No se cansa de comentar la historia que me ha mostrado durante el día. Elías es un profeta singular. Su palabra no sabe de discursos ni recomendaciones morales. Sus intervenciones son frases breves y ásperas, como latigazos. “Azote de Israel” (1R 18,17), le llama Ajab. Y como un latigazo le va a llegar un poco más tarde la requisitoria: “¿Has matado a un hombre y ahora te apropias de su heredad?” (1R 21,19). Y lo mismo le sonará a Ocozías, sucesor de Ajab, el exabrupto: “No dejarás vivo el lecho” (2R 1,16). Elías suscita admiración y temor, pues lo que predice, se cumple. El es tan vulnerable como Ajab y como Ocozías, a quienes se enfrenta, pero sostenido por el envío de Dios no teme a nadie. Abandonado a sí mismo, es débil hasta dejarse morir echado al pie de una retama. Pero, llevado y sostenido por el espíritu de Dios, es un fuego que arde y quema toda falsedad e hipocresía. Gregorio ve en Elías el modelo de la vida ascética solitaria y la figura singular del combate contra la idolatría. Gregorio enumera seis figuras de santidad, que Dios ha suscitado a lo largo de la historia de la salvación. A esos personajes ha seguido Basilio: Abraham, Moisés, Samuel, Elías, Juan Bautista y Pablo. Después de presentar a los tres primeros, introduce a Elías, hablando del rey Ajab y de su esposa Jezabel: “Muchas generaciones después de esto, aquel esclavo de una mujer dada a la molicie, abandonó las leyes patrias a causa de ella, y se dejó arrastrar al error de la idolatría, haciendo caer en ella al pueblo israelita. Entonces Dios mostró a Elías dotado de una fuerza curativa capaz de contrarrestar la magnitud de la enfermedad de los hombres. Varón que descuidaba el cuidado del cuerpo, de rostro enjuto, que se hacía sombra con la abundancia de sus cabellos, solitario en su forma de vida, venerable en su rostro serio, adusto en su mirada, con una piel de cabra cubría sólo aquello de su cuerpo que es más decoroso ocultar, mientras que exponía el resto a la intemperie, sin preocuparse ni del frío ni del calor. Elías, elevado ante el pueblo, primero devolvió la salud a Israel con el azote del hambre, pues corrigió el desorden del pueblo con este castigo como si fuera un bastón; después, con el fuego divino enviado sobre el sacrificio, extirpó la enfermedad de la idolatría”. Fray Eliseo se calma y, antes de despedirnos para ir a dormir, sonríe y me narra uno de los muchos Midrás que conoce de memoria. Es un Midrás que pone una nota cómica en la trágica escena del Carmelo. No se preocupa mucho del final de los sacerdotes de Baal, degollados en el torrente Quisón, pero sí se fija en la suerte de los dos toros ofrecidos sobre los dos altares. Para ser absolutamente neutral Elías propone a los profetas de Baal que elijan dos toros gemelos y que se sortee cuál ha de sacrificarse en honor de Baal y cuál ofrecerse a 3Juan Pablo II, Tertio Millenio Adveniente, 42 37
Yahveh, Dios de Israel. El que toca en suerte a Elías no opone ninguna resistencia, sino que le sigue dócilmente. En cambio el otro se niega con todas sus fuerzas a seguir a los adoradores de Baal. Elías se acerca a él y el toro le explica las razones de su rechazo: -Mira, nosotros somos gemelos, nacidos de la misma madre, alimentados juntos, hemos pastado en los mismos campos y reposado a la sombra de los mismos árboles, ¿por qué ahora yo debo ser discriminado? Dime, ¿por qué mi hermano es ofrecido al Dios eterno y yo a un ídolo inerte? ¿Por qué mi hermano debe santificar al Dios vivo y verdadero mientras yo provocaré su cólera? Dime, ¿te parece justo esta discriminación? Elías comprende al toro. Tiene razón, pero ya no se puede interrumpir la escena que ha montado. Por ello trata de convencer al pobre toro: -No te preocupes, también tú santificarás el nombre de Dios. Ambos habéis vivido y moriréis en su servicio. El toro no se siente muy convencido, pero acepta cuanto le propone Elías, aunque con una condición: -Comprendo que no te puedes volver atrás después de haber desafiado a los sacerdotes de Baal, pero debe quedar claro que yo no voy al altar de Baal voluntariamente. Si tengo que ir, serás tú quien me pongas en sus manos. A Elías no le queda más remedio que condescender y entregar a los sacerdotes el toro que les ha correspondido. Un día, siglos después, San Pablo nos aclarará las razones del toro, al decirnos que “la creación espera ansiosamente la revelación de los hijos de Dios, pues ha sido sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió. Y ahora vive en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (Rm 8,19-23). Y ya, mientras se aleja, Fray Eliseo me cita un apotegma de Abba Isidoro de Pelusia, quien decía: “Vivir sin hablar es mejor que hablar sin vivir. Porque una persona que vive rectamente nos ayuda con el silencio, mientras que una que habla demasiado, simplemente nos aburre. Sin embargo, la perfección está en que las palabras y la vida vayan de la mano”
7. LA HUIDA A BERSEBA El triunfo del Carmelo tiene un final amargo. Jezabel no ha asistido al duelo de Elías con los profetas de Baal. Pero, apenas le llega la noticia del desenlace, envía un mensajero a anunciar a Elías que al día siguiente le matará (1R 19,2). Es el mismo rey Ajab quien cuenta a
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Jezabel cómo se han desenvuelto las cosas. Entonces ella monta en cólera y descarga su furia, en primer lugar, contra su esposo. No puede creer que le haya tenido al margen del desafío a sus profetas, no puede imaginar que haya permitido una pantomima semejante, no la cabe en la cabeza que se haya dejado embaucar por las artes pirotécnicas de Elías. Es increíble que su esposo crea que la lluvia es un don de Yahveh y no la respuesta de Baal a las súplicas de sus profetas. Jezabel se agita recorriendo el palacio, de una sala a otra, rompiendo cuantos objetos halla a su paso. Manda a todos sus siervos que vayan en busca de Elías y se lo lleven a su presencia encadenado. Quiere degollarlo con sus propias manos, como él ha hecho con los sacerdotes de Baal, su dios. Elías se ve obligado a huir, sintiendo sobre sí el odio de la reina y del pueblo, que ella sabe manejar contra el profeta de Yahveh. Desde el Carmelo Elías se dirige hacia el sur, caminando de noche y durmiendo de día en alguna gruta que encuentra al paso o recostado al pie de un árbol. Así cruza el reino de Israel, pero tiene que tomar las mismas precauciones en el reino de Judá donde reina Josafat, emparentado con el rey de Israel. Tras un largo camino, finalmente llegará a Berseba, en el límite meridional de Palestina (Gn 21,31; 26,23; 41,1-4; 2S 17,11). Allí deja a su siervo y se adentra, solo, en las inmensidades del desierto. Fray Eliseo, como un buen periodista, me da en las primeras líneas la versión completa del hecho y luego le comenta detalladamente. El sol declina a las espaldas de la montaña rocosa, encendida con el fuego de toda la tarde. En la llanura ilimitada, sólo rota por algunos matorrales abrasados y alguna silueta de árboles desnudos, se alarga la sombra tenue de una persona solitaria, que avanza con pasos cada vez más cortos. Las huellas de sus sandalias se dibujan y borran en el desierto que une Jerusalén y el Mar Muerto. Elías se detiene un momento, indeciso entre dirigirse al norte, hacia el Jordán, o al sur, hacia el oasis de Engadí. Sin saber de donde sale aparece ante él un beduino que, con un hilo de voz, le ofrece el odre de piel de cabra: -¿Tienes sed? Elías se limita a beber unos pocos sorbos. Con un gesto de la mano da las gracias y sigue su camino. Sus labios están ocupados en un diálogo con alguien invisible para el beduino. Jezabel ha llevado a Israel el culto de Baal y también de Astarté. Elías proclama el Shemá con una variante: -Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, Él es solo. Yahveh no tiene una consorte femenina, como ocurre entre las divinidades paganas. Yahveh sólo tiene como esposa a la comunidad de Israel. Con Israel se ha unido en alianza nupcial en el Sinaí. Ahí busca Elías a Yahveh, para sellar el pacto indisoluble con él. Merece la pena recorrer los caminos donde Elías ha dejado las huellas de sus sandalias, buscar una fruta donde él ha comido, sufrir la sed y el hambre donde él la ha sufrido, dormir en las grutas donde él se ha refugiado, asomarse a los pozos donde él ha buscado un poco de agua tras saltar de duna en duna por el abrasado desierto. El itinerario de la fe es cruce de geografía e historia, de memoria y esperanza, es un caminar tras los testigos que nos han precedido en el camino hacia el encuentro con Dios. La victoria de Elías, que ha entusiasmado a la gente, no dura mucho. El pueblo es siempre versátil. En breves momentos pasa de un estado a otro. Ciertamente su fe cojea de los dos pies. Sometido a Jezabel abandona a Elías y vuelve a los ídolos. Elías, abandonado por el pueblo inconstante y tornadizo, tiembla de la cabeza a los pies. Ante el peligro que le acecha no ve otra salida para salvar la vida sino la huida. Frente al profeta confiado que se opone a Ajab, al pueblo y a los profetas de Baal sorprende la figura de un Elías vencido por el miedo y la depresión. Es conmovedora la imagen del profeta de fuego tocando sus límites hasta el fondo. Rabbi Eliezer, recogiendo la tradición hebrea, dice que el profeta Elías no acepta de buena gana la huida. Quiere enfrentarse a Jezabel con todo el poder de Dios que ha
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experimentado en el enfrentamiento con los profetas. Pero, al elevar a Dios esta súplica, Dios le replica: -¿Acaso quieres ser tú mejor que tus padres? Jacob salvó su vida huyendo a Aram (Os 12,13). Moisés salvó su vida huyendo del Faraón (Ex 2,15). David salvó su vida huyendo de Saúl (1S 19,18)... Y tú, ¿quieres enfrentarte al enemigo? En realidad, duro, inflexible destructor de los ídolos y de sus adoradores, Elías es frágil y, ante la amenaza de Jezabel, le tiemblan las entrañas, le flaquean las piernas y no sabe ni a donde esconderse. Apenas conoce la amenaza de Jezabel, inmediatamente se levanta y huye de la tierra de Israel, para salvar su vida. En su huida, Elías busca salir del reino de Ajab. Se encamina hacia el Sinaí, llamado también Horeb. Sintiéndose solo va, nuevo Moisés, hacia las fuentes de la fe, en busca de la palabra de Dios, allí donde Dios se ha comunicado con su pueblo. Desea oír resonar en sus oídos la Palabra que se grabó en otro momento en las tablas de piedra. Detrás de sí ha dejado al pueblo infiel, para encaminarse hacia el santuario de Yahveh. Camina todo el día bajo el sol implacable del desierto, llegando al anochecer a un sitio donde se yergue una retama, arbusto característico del Négueb, lo suficientemente desarrollado como para darle cobijo. En esos momentos, perseguido por Jezabel y abandonado por el pueblo, devorado por el hambre y la sed, se desea la muerte. No es mejor que sus padres, que han muerto ¿por qué Yahveh alarga su vida? Desde la flaqueza de su ser suspira, deseándose la muerte, en la que anhela encontrar la paz que los hombres le niegan. Como profeta fracasado desea poner fin a su vida y, con ello, a su misión, lo mismo que deseará otro profeta, Jonás, echado también a la sombra de otro árbol (Jon 4,3) En el desierto, el calor del día se hace violento. Pero basta una pequeña sombra para aguantarlo. Lo difícil del desierto es aguantar el frío de la noche. En realidad un día en el desierto es como un año con sus cuatro estaciones. Del calor intenso se pasa al frío insoportable; y del frío, que te hiela, pasas al calor que te derrite. Pero lo primero que sientes es la sed. Despiertas y piensas en el agua, vas a dormir y piensas en el agua, sueñas con el agua. Caminas, hablas o comes pensando en el agua. Hay un interrogante que te punza los labios y la mente: ¿me basta el agua del odre? ¿Hallaré agua cuando la agote? ¿Estoy bebiendo demasiada agua? ¿Bebo suficiente?... El agua, una gota de agua, es un tesoro, vale más que el oro. El agua es la vida. “Fuente de vida”, es una metáfora repetida en el libro de los Proverbios. Y los Salmos añaden, “en ti está la fuente de la vida”, refiriéndose a Dios. Dios mismo invita a los sedientos a ir a él a beber el “agua de la vida” (Is 55). Tras la sed llega el hambre. En el desierto se te seca la boca y abres los labios al viento, en busca de un poco de humedad, pero el viento del desierto, en vez de agua, seca el paladar con polvo y arena. Luego cierras la boca y es el estómago el que grita, pidiendo pan. En el desierto no hay alimento. Las reservas se agotan enseguida. Comienzas comiendo lo normal. Luego pasas a reducir las raciones y a comer cada vez con más avidez... hasta que el desierto se traga todas tus provisiones... El pan, como el agua, cobra la relevancia del símbolo de la vida: pan de vida, maná del cielo, don de Dios. Con sed y hambre te arrastras cansado. El calor te agota y el frío te oprime. La arena comienza a sepultarte. Implacablemente te envuelve, te penetra en las sandalias, se cuela entre los dedos de los pies, se filtra a través de la túnica, sube a los labios, penetra en la nariz, te tapa las orejas. La arena te amortaja lentamente, incansablemente. A la escasez del agua y el alimento se suma la inmensidad de las arenas, que te despojan de ti mismo. Sed, hambre y arenas abren el alma a la palabra de Dios, a la comunicación pura con Dios, a la aceptación de la vida, como don gratuito. Quien se hunde en el desierto, se hace desierto, extraño al mundo, y entonces puede acoger la Torá como Israel. Al final del largo camino, Moisés dice: “Acuérdate de todo el camino que Yahveh tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para... conocer lo que había en tu corazón” (Dt 8,2). El desierto sigue
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punzando hoy con el mismo interrogante: ¿Qué hay en tu corazón? Dicho de otro modo: ¿En quién crees tú? En su caminar por el desierto, el rostro y el alma de Elías se oscurecen como cuando se adensan las nubes y cubren el esplendor del sol. Arrastra los pies con fatiga. El camino es largo y la noche se agolpa en su alma. Los interrogantes se alzan agudos, como un punzón, en su mente. Desesperado se agazapa bajo una retama y pide a Dios que tome su vida. El sol, el calor, el hambre y la sed se juntan para abatir al impetuoso profeta. La plegaria se hace susurro, casi suspiro agonizante: -¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres! (1R 19,4). Como ya me tiene acostumbrado, Fray Eliseo me lleva hasta un punto de la narración y me deja sólo para que la asimile. Luego vuelve y comienza de nuevo desde otro ángulo y añadiendo detalles y reflexiones. La escena, comienza de nuevo, tiene lugar a la sombra de un árbol, en las cercanías de Berseba, ciudad situada al sur de Judá, en el desierto del Négueb. Elías ha derrotado a los profetas de Baal sobre el monte Carmelo. Ha conducido de nuevo a Yahveh al rey Ajab y a los hijos de Israel. Pero Jezabel se alza contra el profeta, que se ve obligado a huir para salvar la vida. Los hijos de Israel se vuelven de nuevo al culto de Baal, matan a los profetas, a excepción del mismo Elías (1R 19,2-3.10). En este momento Elías se dirige a Berseba y luego al Horeb. Para huir de la reina podía haber hallado cuevas donde esconderse en Samaría o en el Líbano. Quizás Elías, en un primer momento, piensa en refugiarse en el reino de Judá, en el que gobierna el rey Josafat, “haciendo lo que es justo a los ojos del Señor” (1R 22,34). Pero, una vez que traspasa los límites del reino de Judá, ¿por qué desciende hasta Berseba, que se encuentra en el extremo sur del territorio de Judá? Elías, a pesar del juicio positivo que da la Escritura sobre el rey de Judá, puede temer su doblez. Josafat actúa “lo que es justo a los ojos de Dios”, pero el texto añade que en su reino “no desaparecieron los altos; el pueblo seguía sacrificando y quemando incienso en los altos” (1R 22,44) y algo más sospechoso: “Josafat estuvo en paz con el rey de Israel” (1R 22,45). Esto significa que Josafat, lo mismo que Ajab, mantiene un cierto sincretismo: está en buenas relaciones con los adoradores de Baal y con los fieles a Yahveh. El libro de las Crónicas nos informa que hasta se emparienta con Ajab (2Cro 18,1). Por esto, en su huida de Jezabel, Elías quizás no se fíe de Josafat y se adentra en el desierto. Pero quizás su paso por Berseba tiene un significado más profundo. Al llegar a Berseba, Elías despide a su siervo y sigue el camino solo: “Llegó a Berseba de Judá y dejó allí a su criado. El caminó por el desierto una jornada de camino” (1R 19,3-4). Fray Eliseo, con sus ojos de misterio, sugiere que es posible que la clave para entender este momento decisivo en la vida del profeta esta en la retama: Elías “fue a sentarse bajo una retama. Se deseó la muerte y dijo: ¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!” (1R 19,4). Elías, el profeta lleno de celo por el Señor de los ejércitos”, se siente derrotado. Yahveh, que en el Carmelo le ha dado el triunfo sobre los profetas de Baal, no es el Dios a su disposición. Ahora le ha abandonado, no responde a sus súplicas, no sale en su defensa. Elías tiene que huir de Jezabel. El pueblo, que se ha exaltado degollando a los profetas de Baal, ha dado la espalda a Yahveh y se ha vuelto a Baal. ¿A qué ha servido su triunfo apoteósico en el Carmelo? Sus burlas por el silencio de Baal ante las súplicas de sus profetas se vuelven contra él. Tampoco Yahveh le responde a él. En su cabeza, trastornada por el hambre y el bochorno del sol del desierto, bailan las escenas del Carmelo: Los profetas “invocaron el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, diciendo: -¡Baal, respóndenos! Pero no hubo voz ni respuesta. Danzaban cojeando junto al altar que habían hecho. Llegado el mediodía, Elías se burlaba de ellos y decía:
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-¡Gritad más alto, porque es un dios; tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, estará en camino; tal vez esté dormido y se despertará! Gritaron más alto, sajándose, según su costumbre, con cuchillos y lancetas hasta chorrear la sangre sobre ellos. Cuando pasó el mediodía, se pusieron en trance hasta la hora de hacer la ofrenda, pero no hubo voz, ni quien escuchara ni quien respondiera” (1R 18,2630). Elías se dice a sí mismo cuanto ha gritado a los profetas de Baal, pues tampoco para él hay respuesta de parte de Yahveh. Elías se siente hundido en lo más profundo de la desesperación. No hay salvación. Todo ha sido una farsa. Bajo la retama, Elías se abandona a la muerte lo mismo que, años antes, un niño fue ofrecido a la muerte por su madre. Agar, echada de casa por Abraham, “se fue y anduvo por el desierto de Berseba. Como llegase a faltar el agua del odre, echó al niño bajo una mata, y ella misma fue a sentarse enfrente, a distancia como de un tiro de arco, pues decía: No quiero ver morir al niño” (Gn 21,14-16). Una tradición rabínica afirma que Agar dejó a Ismael bajo una retama como la de Elías. Agar e Ismael huyen de Sara, Elías huye de Jezabel. Con Ismael, como ahora con Elías, Dios en un primer momento calla. Luego, en ambos casos, interviene mediante un ángel, que se acerca a cada uno de ellos y les dice: -Levántate (Gn 21,17-18; 1R 19,7). Elías, que se encuentra en el lugar y en la situación similar a la de Ismael, espera que se repita en su vida lo mismo que ocurrió con Ismael: “Dios escuchó la voz del chico, y el Ángel de Dios llamó a Agar desde los cielos y le dijo: -¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del chico en donde está. ¡Arriba!, levanta al chico y tenle de la mano, porque he de convertirle en una gran nación. Entonces Dios abrió los ojos de ella, y vio un pozo de agua. Fue, llenó el odre de agua y dio de beber al chico” (Gn 21,17-19). Elías desea que Dios lo escuche. Todo su ser se identifica con la súplica muda de Ismael sentado en las afueras de Berseba a la sombra del arbusto. Y Dios le escucha y le da la misma respuesta. A la sombra de la retama se dirige a Yahveh, suplicante: -¡Yahveh, toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres! Se acuesta y se duerme bajo la retama, pero un ángel le toca y le dice: -Levántate y come. Elías mira y ve a su cabecera una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Come y bebe y se vuelve a acostar. Vuelve por segunda vez el ángel de Yahveh, le toca y le dice: -Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti (1R 19,4-7). Los Padres de la Iglesia han visto en este pan el símbolo de la Eucaristía que da vigor al cristiano durante su peregrinación por este mundo.
8. EL CAMINO ES DEMASIADO LARGO PARA TI Berseba está en el límite sur de Judá. Es la frontera de la tierra prometida. “De Dan a Berseba”, se repite constantemente en la Escritura para indicar los dos extremos. Elías es un hombre que pasa de un extremo a otro, está siempre en la frontera, a un paso de las naciones
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paganas. Allí, al límite de Judá, huye Elías para poner a salvo su vida. Y allí se siente desfallecer. En realidad es el agotamiento interior el que le lleva al borde de la muerte. Jezabel ha conseguido anular el triunfo de Elías, poniendo fin a su campaña para que Israel volviera a Yahveh. Ante el fracaso, Elías se siente sin fuerzas para continuar su misión. Desesperado, le pide a Dios que le saque de este mundo. Dios, sin embargo, no se deja vencer ni por Jezabel ni por la falta de fe de su profeta. Envía su ángel a confortar y fortalecer a su profeta. La huida de Elías es una especie de peregrinación. Primero es la fuerza de Jezabel la que lo empuja a huir, luego es la fuerza de Dios que lo atrae hacia Él. La reina lo saca de la ciudad, encaminándolo hasta el desierto, hasta el límite de la existencia, donde ésta linda con la muerte. El desierto, con el pan del cielo, lo encamina hacia el monte, donde la palabra se hace presencia de Dios. En el monte Horeb, final de su peregrinación, Elías recobrará la vida, una vida nueva. Antes del desierto, la huida tiene como desembocadura la muerte; a partir del desierto, con el alimento milagroso, se le ensancha el horizonte, se le dilata la esperanza, le toca la voz del silencio en lo íntimo del espíritu. En Berseba muere el Elías seguro de sí mismo y de su fe. Su yo es anulado para dar cabida en su persona a la presencia de Dios. El rostro de Dios no coincide con la imagen que Elías se ha formado de Él. Abatir a los sacerdotes de Baal es más fácil que derribar la idolatría del propio corazón. El Dios a nuestra disposición es un ídolo. Dios interviene portentosamente cuando Elías le invoca, pero Elías no se puede acostumbrar a los milagros, pues en ese momento pierde a Dios. Dios se le manifestará no en la espectacularidad de la tempestad, del terremoto o del fuego, sino en el silencio, que vibra detrás de cada uno de estos fenómenos. Se trata de un silencio que habla más fuerte que el trueno y penetra más profundamente que el rayo. Pero donde Dios se envuelve es en lo sutil, en lo imperceptible, en lo inefable, en la brisa suave, en el silencio. Dios no acepta el sacrificio de una persona querida, de un hijo, como en el culto a Baal, pero tampoco quiere el sacrificio de un objeto amado, como toros o corderos, sino la ofrenda del propio yo, de la propia persona, de la voluntad, mente y fuerzas. Se trata de abandonar la propia vida en las manos de Dios, dejarse guiar por Él. El culto en espíritu y verdad, que Dios desea, se da en la historia de cada día, cargando con la propia cruz, orando a Dios, no para que haga nuestra voluntad, sino para que nos dé la gracia de hacer nosotros la suya. Elías está en el proceso de pasar de la religiosidad a la fe. Vivir en actitud permanente de oblatividad a Dios y al prójimo es la ofrenda agradable a Dios. Berseba es el lugar donde Abraham había invocado el nombre de Yahveh (Gn 21,33) y donde Yahveh se había aparecido a Isaac, diciéndole: -Yo soy el Dios de tu padre Abraham. No temas, porque yo estoy contigo (Gn 26,24). Es además el lugar en el que Dios habló a Jacob “en una visión nocturna”: Partió Israel con todas sus pertenencias y llegó a Berseba, donde hizo sacrificios al Dios de su padre Isaac. Y dijo Dios a Israel en visión nocturna: -¡Jacob, Jacob! -Heme aquí , respondió. -Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas bajar a Egipto, porque allí te haré una gran nación. Y bajaré contigo a Egipto y yo mismo te subiré también (Gn 46,1-4). Berseba es, pues, el lugar donde los padres, Abraham, Isaac y Jacob, han entablado un diálogo personal con Dios. Elías, ahora que se siente solo y abandonado, busca las raíces de su fe. Busca oír la voz del “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, que se ha comunicado con Moisés (Ex 3,6) y cuya fuerza le ha acompañado en el combate contra Baal, pero que ahora se ha retirado de su vida. Dios, ante Elías solo y abandonado en el desierto, ofrecido a la muerte, responde
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enviándole un ángel, que le toca y le ofrece comida y bebida. Elías come y bebe, pero aún no entiende la respuesta de Dios. Vuelve a echarse a dormir. Sólo la segunda vez reconoce que se trata “del ángel de Yahveh”, es decir, que Dios está con él. Elías vuelve a la vida, se alza para reemprender el camino. La fe devuelve la vida a su persona. Su fe se ha purificado, acrisolada en la prueba. El ángel de Yahveh, con el pan cocido sobre las brasas y el agua y, sobre todo, con su palabra levanta a Elías de su postración y le pone en camino: -¡Levántate y come! Es lo que le dice la primera vez. La segunda añade: -... porque el camino es demasiado largo para ti (1R 19,7). El ángel le prospecta un futuro. Dios, con la vida, le devuelve la esperanza, la confianza en el futuro. Dios cuenta con él, seguirá siendo su profeta, su mensajero. El alimento, que le ha ofrecido el ángel, le prepara para el encuentro con Dios en el Horeb. Los Padres, siguiendo el texto de la Vulgata, comentan y dan un significado espiritual al “pan cocido bajo las cenizas”. Así lo expone San Efrén: “El pan cocido bajo las cenizas, que el ángel deja junto a Elías, significa dos cosas: en primer lugar expresa las fatigas de la penitencia, muy bien significadas por las cenizas, símbolo de las lágrimas y de un corazón contrito por el arrepentimiento. En segundo lugar, las cenizas que ensucian el pan representan la vida de los hombres débiles e infelices. Con estas imágenes se describe el curso de la vida de los justos. Dios les ejercita primero con una vida humilde, llena de fatigas, y luego les conduce, una vez purificados de toda contaminación, a la montaña de la vida perfecta”. Con este pan Elías emprende el camino desde Berseba al Horeb, desde el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob va en busca del Dios de Moisés. Dios desea purificar su fe. Tiene que borrar todas las falsas imágenes que Elías tiene de Dios. Dios es Dios y no alguien de quien se puede disponer según los propios deseos. Dios no está en el viento impetuoso, no está en el terremoto, no está en el fuego. Se manifestó a Moisés en medio de estos signos, pero la repetición de un rito no obliga a Dios a manifestarse. Nada condiciona su presencia ni su actuación. Alimentado antes por los cuervos, ahora Dios le manda su ángel para alimentarle y darle ánimos. El mismo ángel le despierta, le nutre y conforta, invitándole a seguir el camino emprendido hacia el Horeb. Es largo el camino que le queda por recorrer para llegar al Horeb, que se halla a unos 480 kilómetros de distancia. En cortas etapas, en cuarenta días, llega “a la montaña de Dios” (Ex 3,1; 4,27; 18,5). Movido desde el interior, Elías se adentra en el árido desierto del Sinaí, descansa quizás en Al-Arish, la “cabaña” donde se dice que descansó Jacob cuando se dirigía a Egipto. Siguiendo el camino, recorrido por el pueblo de Israel guiado por Moisés, atraviesa el exuberante oasis llamado Ayun Musa o Manantiales de Moisés. Sigue cruzando colinas y valles, surcados por algunos regatos, casi siempre secos, hasta llegar al oasis más grande del sur del Sinaí. Lo llaman Firán, la “perla del Sinaí” o el “paraíso de los beduinos”. A partir de este punto el camino se hace más arenoso y tortuoso, serpenteando por las faldas del monte hasta llegar a una meseta llamada Ar-Raha (el descanso), situada a los pies de Giabal Musa, el monte de Moisés, o Giabal at-Tur, el Monte por excelencia, es decir, el Sinaí o el Horeb, como se le llama en el ciclo de Elías. En esta meseta estuvo acampado el pueblo de Israel todo un año (Ex 19-40; Nm 1-11) y Dios le entregó el Decálogo. Un poco más adelante, siempre en las faldas del Sinaí, se halla el Monasterio de Santa Catalina, lugar donde Moisés vio la zarza ardiente y Dios le reveló su nombre (Ex 2,15ss; 3.1ss). Fray Eliseo me concede un tiempo de descanso en el monasterio dedicado a la Madre de Dios antes de seguir a Elías en su subida a la cima del Horeb. Pero Fray Eliseo aprovecha el descanso para darme una de sus meditaciones. El desierto marca el camino de la fe. Es el lugar de la prueba con todas sus tentaciones. Elías es el profeta “que arde de celo por Yahveh”, pero está en crisis con su vida y con su fe. Israel dio vueltas por el desierto durante cuarenta años para nacer como pueblo
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de Dios. En el desierto la comunidad de Israel experimentó los primeros amores de Yahveh, que le hablaba al corazón. La revelación del Sinaí con la celebración de la alianza se hizo realidad en los prodigios que Yahveh, esposo enamorado, cumplió con su esposa. Elías ha oído, en la renovación de la alianza, pascua tras pascua, la narración de todos esos acontecimientos. El memorial del actuar de Dios le ha mantenido en pie frente al rey y frente a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Pero, ahora, frente a la amenaza de Jezabel se le tambalean todas las certezas. ¿Está Yahveh en el viento, en el terremoto, en el fuego que cae del cielo? La ordalía del Carmelo, ¿ha sido una manifestación de Yahveh o una escenificación suya? ¿Dios es su Dios? Todo creyente se puede ver en Elías. Elías se atreve a decir en voz alta lo que todo hombre siente en la hora de la prueba. El choque del sufrimiento hace vacilar las evidencias, las certezas fáciles y tranquilizantes de la religión. El sufrimiento coloca al hombre ante Dios, para negarle o para entregarse a él en la fe. Este combate de la fe, que Elías vive y nos ayuda a vivir, es el combate de todo creyente, que necesariamente pasa por el momento de la prueba, por el momento del silencio de Dios. La ausencia de Dios es el borrador de todas las falsas imágenes de Dios, que el hombre ha dibujado en su mente. Elías, con su testimonio, arrastra al creyente hasta los márgenes oscuros de la fe, en donde se juegan las relaciones del hombre con Dios. El camino de la fe abierto por Elías pasa por la noche de la muerte, de la renuncia de sí mismo ante Dios, que sólo responde al alba, como en la mañana de Pascua. Juan Bautista, encarnación del espíritu de Elías, atraviesa la misma noche de la fe. Juan Bautista es la palabra del Adviento, de la espera de lo visto y todavía por llegar. ¡Ha visto y confesado al Mesías y se encuentra en la cárcel! Y en la prueba del absurdo, Juan no es una caña que quiebra el viento. Cree y espera contra toda esperanza. Es el mensajero, que prepara a Dios el camino, ante todo, en su propia vida y en el propio corazón; prepara el camino a un Dios que tarda en manifestarse, que no tiene prisa, aunque él está a punto de perecer. Su corazón está en apuros y su cielo encapotado. La pregunta de su corazón suena a angustia de parto: “¿Eres tú el que ha de venir?” (Lc 7,20). Pero es una pregunta dirigida a Dios, al Cordero de Dios que ha conocido y confesado. En un corazón orante queda siempre fe, aunque se encuentre en prisión. Parece tener razón el mundo. “El mundo reirá y vosotros lloraréis”, dijo el Señor. En la prisión de la muerte, de las preguntas sin respuesta, de la propia flaqueza, de la propia miseria, el cristiano, peregrino de la Pascua a la Parusía, espera contra toda esperanza, enviando mensajeros de su fe y oración a Aquel que ha de venir. Estos mensajeros volverán con la respuesta: “He aquí que vengo presto”; “bienaventurado el que no se escandalice de mí” (Lc 7,23). Juan Bautista confiesa: “Yo no soy”. La Iglesia, como él, es sólo voz que clama en el desierto, voz que anuncia que el Reino glorioso de Dios está aún por venir. No puede desoírse esta voz por que suena con todos los ecos humanos. No puede dejarse de lado al mensajero de la Iglesia porque “no es digno de desatar las sandalias del Señor” a quien precede. La Iglesia, no puede menos de decir: “No soy yo”, pero tampoco puede dejar de decir: “Preparad el camino al Señor que viene”. Y entonces, escuchado esta pobre palabra, Dios viene ya. Los fariseos, que no escuchan al precursor del Mesías porque él no es el Mesías, tampoco reconocen al Mesías. La fragilidad de los mensajeros de Dios es siempre evidente. Aunque se muestren firmes en la hora del combate, son vasos de barro, a punto de quebrarse siempre. Antes que Elías y Juan Bautista, Moisés experimenta la hora de la prueba. En sus labios resuena la misma plegaria angustiosa de Elías: “Señor, si vas a tratarme así, mátame, por favor, si he hallado gracia a tus ojos, para que no vea más mi desventura” (Nm 11,15). Elías como Moisés se lamenta con el Señor (Nm 11,11-12). Y Elías es alimentado por el Señor lo mismo que los israelitas en su travesía por el desierto (Ex 16,8.12); el alimento milagroso tiene la forma de torta cocida al óleo (Nm 11,7-9).
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El profeta Elías es conocido como “hombre de Dios” (1R 17,18.24; 2R 1,9.11.13). Él es para el pueblo la revelación del Dios vivo y verdadero (1R 18,39). El celo por Yahveh mueve toda su vida (1R 19,10.14). Cuanto realiza lo hace en nombre de Dios (1R 18,36). Entra en la historia como “el hombre de fuego, cuya palabra abrasaba como una antorcha” (Si 48,1). Pero Elías es un hombre con sus límites, con sus momentos de miedo y de desánimo. En su abatimiento desea desaparecer, morir. Apenas oye que Jezabel ha jurado matarle tiembla y huye... Fray Eliseo corta su narración con una frase hiriente, no contra Elías, sino contra Jezabel: -Elías se siente totalmente vacío, con el corazón seco y roto. Ante el abismo de perfidia de Jezabel el corazón se hiela de espanto. Aunque la verdad es que Elías, concluye con satisfacción Fray Eliseo, se safa siempre de Jezabel con la vivacidad de un pez recién arrojado en la orilla de un río.
9. POR EL DESIERTO AL HOREB En la noche, con calma, Fray Eliseo me señala en el mapa el posible itinerario de Elías en su descenso o peregrinación hacia el Horeb. Recorriendo la geografía con Elías,
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evoca toda la historia de Israel y su propia historia. Desde el Carmelo a Berseba, por desiertos y valles fértiles, Elías llega en primer lugar al puerto de Jope, la ciudad circundada del verde de sus magníficos huertos, que se alza en torno a una colina redonda, mirando hacia el mar. En Jope Jonás, huyendo de Dios, zarpa hacia Tarsis. Elías, que huye de Jezabel y va en busca de Yahveh, no se embarca, sino que sigue caminando hacia el extremo sur de la tierra de Israel. Atraviesa el valle de Sarón, celebrado por su fertilidad (Is 35,2; Ct 2,1). Es la llanura bien protegida por el río Zerca al norte y el Yarkón al sur, con el mar al oeste y las colinas de Samaría al este. Elías atraviesa la angosta garganta formada por la cuenca del Mediterráneo y el Jordán, entrando en una región fertilísima por la abundancia de agua. Ahí, me informa Fray Eliseo, se alza Nablús, la actual capital de Samaría, con sus calles estrechas y tortuosas en la parte vieja, donde se siguen fabricando los famosos odres de cuero, y otra ciudad de edificios totalmente modernos. Dejando Nablús la vía sigue por varios kilómetros a través de los campos fértiles en los espolones de los montes Garizim. Elías no se detiene siquiera en el pozo de Jacob ni extiende la tienda en Siquem donde estaba acampado Abraham cuando Dios le dijo: “Esta tierra se la daré a tu descendencia” (Gn 12,7). En Siquem reposan los restos de José, que Moisés trasladó desde Egipto y Josué depositó en el sepulcro (Jos 24,32). Siquem evoca muchos momentos de la historia de los patriarcas, algunos trágicos (Gn 34) y otros entrañables (Jn 4). Elías recuerda seguramente la gran asamblea del pueblo de Israel en la que Josué invitó a elegir entre Yahveh y los otros dioses (Jos 34,14-17), casi con las mismas palabras que él ha repetido en el Carmelo. Desviándose del camino, para evitar Samaría, la capital del reino, Elías se dirige hacia el desierto de Judá. Pero antes de entrar en él cruza el valle de Hebrón, que es una cuenca circundada de verdes colinas. Hebrón es una de las ciudades más antiguas del mundo. En los campos de sus alrededores fijó Abraham sus tiendas, descendiendo de Betel. Allí, al morir Sara, Abraham compra la cueva de Macpela, donde son sepultados, en primer lugar, Sara, luego el mismo Abraham y, después, Isaac, Lía, Rebeca y Jacob. En Hebrón David fue proclamado rey (2S 2,11), siendo la capital del reino hasta que le reconocieron como rey las doce tribus de Israel y trasladó la capital a Jerusalén. Elías, que lleva en sus ojos el fulgor del fuego que ha abrasado la víctima ofrecida a Dios sobre el Carmelo, se detiene sobre la cima de Bani Na’im, a unos cinco kilómetros de Hebrón, y evoca el fuego que consumó las ciudades de Sodoma y Gomorra. Desde ese punto lo vio Abraham (Gn 18,16-33). Pero Elías, para que Jezabel no le convierta en estatua de sal, no se detiene y sigue descendiendo hacia Berseba, al límite sur de la tierra prometida, que abarca “desde Dan hasta Berseba” (1S 3,20; 1R 4,25) con su célebre santuario desde el tiempo de los patriarcas (Gn 21,33; 26,23; 46,1-4) y más aún en tiempos de Samuel (1S 8,2). Sin entrar en la ciudad de Jerusalén, Elías se dirige hacia Hebrón. Pasa la tumba de Raquel, deja a la izquierda el camino de Belén y sigue hacia Beit Giala, una pequeña ciudad recostada en la pendiente de una colina, en medio de una magnífica plantación de olivos y viñedos. Muy cerca, -me señala Fray Eliseo- se halla hoy la colonia agrícola de Cremisán, de los Salesianos. Elías no se detiene en estos lugares, sino que atraviesa un pequeño valle fertilísimo circundado de colinas completamente áridas, que evoca el huerto sellado del Cantar de los cantares, con el que el esposo compara a la esposa: “Huerto eres cerrado, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada. Tus brotes, un paraíso de granados, con frutos exquisitos: nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso, mirra y áloe, con los mejores bálsamos” (Ct 4,12-14). Quien sabe si Elías y su criado se sientan a beber el agua de la fuente de Ain Saleh, llamada “fuente sellada”, cuyas albercas se atribuyen al mismo Salomón, que en el Eclesiastés proclama: “Emprendí mis grandes obras; me construí palacios, me planté viñas; me hice huertos y jardines, y los planté de toda clase de árboles frutales. Me construí albercas
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con aguas para regar la frondosa plantación” (Qo 2,4-6). Quizás siguen hasta la fuente de Ain Etan, donde, según el historiador José Flavio, Salomón iba cada mañana al alba a pasear en medio de los espléndidos jardines, regados por sus abundantes aguas. Una vez cruzados los pequeños valles y oteros verdes, que riegan estas fuentes y sus albercas, muy pronto se entra en los áridos campos de Judea, con sus colinas desnudas y desoladas, donde a mediodía no sólo te abrasan los rayos del sol, sino que todo el cielo parece una cúpula de acero incandescente, que te cuece por todas partes. Si se encuentra un arbusto o una roca que dé una mínima sombra, el caminante se echa a descansar. El camino desciende por el Wadi Arrub y tras kilómetros y kilómetros se llega a Mambré, donde Abraham, el amigo de Dios, se reparaba del calor a la sombra de la encina, que se erguía delante de su tienda (Gn 14,13-24). Elías termina por dormir de día y viajar sólo durante la noche. Dejando a la izquierda Sodoma, el camino hacia el sur, por un terreno de bajas colinas y dunas de arena, lleva al pintoresco desierto de Sin, donde los israelitas acamparon durante cuarenta años, lamentándose contra Moisés y Aarón por la falta de agua (Nm 20,1-5). El terreno sube por una zona desolada hasta alcanzar la cima del monte Ramón en las estribaciones del Négueb. Luego desciende hasta el interminable valle de Parán, donde también acamparon los hebreos en su marcha hacia la tierra prometida (Nm 13,1; Dt 32,2). Elías pudo guarecerse del frío de la noche en las galerías de las célebres minas de Timna, escavadas por el rey Salomón. A la luz de la luna se desliza hacia Berseba, descendiendo de la colina de Masada por “el sendero de la serpiente”, dejando a su espalda los montes de Moab. El camino se hace al andar, cruzando el lecho seco de algunos ríos, hundiendo las sandalias en las arenas de las dunas, olfateando el aire húmido de los oasis, con sus palmas medio secas por el polvo, pero firmes con sus raíces desnudas o cubiertas de arena amontonada contra ellas. Las fuentes de agua están escondidas a su sombra. Hay que escarbar un poco para encontrarla, ahondar un poco más para que corra en regato y se pueda beber el agua limpia y fresca. La citada fuente de Ain Saleh, por ejemplo, fluye bajo tierra hasta manar, fresca y límpida, a través de cuatro aperturas de una roca. El desierto, como el exilio, se puede ver desde dos ángulos diversos. Casi siempre se ve el exilio como algo negativo. El exiliado se ve obligado a dejar su propio país, abandonando afectos, hogar, propiedades y hasta las miradas que han enriquecido sus ojos. Pero el exilio tiene también su lado positivo. El exiliado no puede reposar sobre la rutina de una vida conocida y monótona, siempre igual a sí misma, sin contornos en el paisaje ni sorpresas en el tiempo. El exiliado se ve obligado a empezar de nuevo la vida, a dejarse sorprender con la nueva lengua, la nueva tierra, los nuevos vecinos. Se despierta en él la atención y la vigilancia que parecían muertas. Algo similar ocurre en el desierto. El desierto es el lugar de la tentación y el lugar de la solicitud de Dios por sus elegidos. El desierto es selva y paraíso. Es selva porque en el desierto nos aguardan y atacan las bestias salvajes, los demonios de la tristeza, la ira y el orgullo. Es también paraíso, porque en el desierto podemos encontrar a Dios y experimentar el fruto de la paz y la alegría. Una anacoreta, llamada Synclética, decía de su vida en el desierto: “Al comienzo se debe fatigar mucho, pero después se experimenta una alegría indecible. Es como preparar el fuego. Al principio hay mucho humo y te lloran los ojos, pero luego se obtiene el resultado esperado. Lo mismo acontece al encender el fuego divino en nosotros: a las lágrimas sigue el calor de su amor”. El simbolismo del desierto es doble según se le piense como lugar geográfico o como una época privilegiada de la historia de salvación. Como lugar geográfico, el desierto es una tierra que Dios no ha bendecido. Es rara el agua, como en el jardín del paraíso antes de la lluvia (Gn 2,5), la vegetación nula o raquítica, la vida imposible (Is 6,11); hacer de un país un
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desierto es devolverle al caos de los orígenes (Jr 2,6; 4,20-26), lo que merecen los pecados de Israel (Ez 6,14; Lm 5,18; Mt 23,38). En esta tierra infértil habitan los demonios (Lv 16,10; Lc 8,29; 11,24) y otras bestias maléficas (Is 13,21; 14,23; 34,11-16; So 2,13s). En esta perspectiva, el desierto se opone a la tierra habitada como la maldición a la bendición (Gn 27,27-29 y 27,39-40). Ahora bien, Dios quiso hacer pasar a su pueblo por esta “tierra espantosa” (Dt 1,19) antes de hacerle entrar en la tierra en la que fluyen leche y miel. Y este acontecimiento va a transformar el simbolismo precedente. Si el desierto sigue conservando el carácter de lugar desolado, evoca, sin embargo, sobre todo una época privilegiada de la historia de salvación: el tiempo de los esponsales de Yahveh con su pueblo. El desierto es el lugar del encuentro con Dios. Es el camino de la fe en Dios como guía único de Israel. En el desierto, donde no hay vida, Dios interviene con amor en favor de su pueblo (Dt 32,10; Jr 31,12; Os 9,10) para unirlo a Él; le guía para que pase la prueba (Dt 8,15; 29,4; Am 2,10; Sal 136,16); le lleva sobre sus hombros como un padre lleva a su hijo. Es Él quien le da un alimento y un agua maravillosos. Constantemente Dios hace resplandecer su santidad y su gloria (Nm 20,13). El desierto, aparentemente inhóspito, es el tiempo de la solicitud paternal de Dios (Dt 8,2-18); el pueblo no pereció, aunque fue puesto a prueba a fin de descubrir que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios; la sobriedad del culto en el desierto era una realidad auténtica, perennemente evocada frente a una piedad formalista (Am 5,25; Hch 7,42). Los cuarenta años de lento caminar en la fe fue una sublime pedagogía divina para que el pueblo se adaptara al ritmo de Dios (Sal 106,13s) y contemplara el triunfo de la misericordia sobre la infidelidad (Ne 9; Sal 78). Recordar el tiempo del desierto fue siempre para Israel actualizar las maravillas que marcaron el tiempo de los desposorios de Dios con su pueblo: el maná era un alimento celeste (Sal 78,24), un pan de sabores variados (Sb 16,21); celebrar la memoria del desierto será por siempre prenda de una presencia actual, pues Dios es fiel, es un padre amoroso (Os 11), un pastor (Is 40,11; 63,11-14; Sal 78,52). El camino del desierto es el itinerario de la fe, que conduce a la alianza con Dios. Pero en este camino de vida se alzan las tentaciones como espejismos de felicidad, que engañan al hombre y le arrastran a la muerte. Elías, que ha vivido la tentación, se ha convertido en el profeta de cuantos sufren la angustia de la tentación. En el callejón sin salida, que se interpone en el camino del justo, Elías se le hace presente para abrirle un boquete por donde pueda salir de su apuro. Es Satanás quien cierra las salidas al hombre y quien se ve burlado por la presencia de Elías, que aparece y desaparece hoy lo mismo que en otros tiempos. Entre los millares de narraciones que ha recogido el archivo hebraico de la Universidad de Haifa hay una ocurrida en Grecia, en la ciudad de Salónica, donde vivía un hombre, pobre de solemnidad. Un día, en la semana anterior a la Pascua, este pobre salió a dar una vuelta por el paseo marítimo. Caminaba con la cabeza baja, todo triste y preocupado, pues no sabía qué hacer para celebrar la fiesta de Pascua. En su casa no tenía nada. De repente le salió al encuentro el ángel de la muerte, que le preguntó: -¿Cómo así tan triste? -Porque no sé cómo festejar la fiesta que está ya a las puertas, respondió el pobre hombre. Entonces el ángel de la muerte, como quien ya tenía todo pensado, le dijo: -¿Qué te parece si hacemos un pacto? Yo te doy cien dracmas y con ellas tú preparas un magnífico Seder. Pero, en el momento en que pronuncies la bendición sobre la primera copa de vino, yo me presentaré en tu mesa y te haré tres preguntas. Si sabes responder, no pasa nada, tú sigues con vida. Y si no me respondes, morirás, es decir, te llevaré conmigo.
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No teniendo otra alternativa, el buen hombre aceptó la propuesta. Tomó el dinero y se fue a casa. En casa contó lo sucedido a su esposa, preguntándole si era conveniente utilizar ese dinero para las compras pascuales. La esposa le contestó: -Celebrar la Pascua es una gran obra buena. Ve y compra todo lo necesario y Dios nos protegerá. El hombre hizo como le sugirió su esposa y se fue a hacer las compras, mientras ella preparaba la mesa según todo lo establecido. En la noche, cuando ambos esposos estaban sentados en torno a la mesa celebrando el Seder, nuestro buen hombre no se atrevía a dar inicio a la bendición de la primera copa de vino. Mientras estaban sumidos en sus inquietudes, de repente se oyó llamar suavemente a la puerta. Era el profeta Elías, bajo el semblante de un anciano. Éste preguntó: -¿Me permitís celebrar la Pascua con vosotros? -Ciertamente, ¡bienvenido! Con el rostro radiante y con suma deferencia los esposos le invitaron a entrar, le ofrecieron para lavarse manos y pies y le ofrecieron un puesto en la mesa. Al reemprender el rito del Seder, el huésped se dio cuenta de los titubeos de ambos. Al ver cómo le temblaban las manos al sostener la copa, el anciano preguntó: -¿Por qué no dices la bendición sobre la copa del vino? El pobre hombre apoyó la copa sobre la mesa y le contó todo. El profeta Elías les tranquilizó: -No temáis, yo estoy aquí con vosotros y os protegeré. El mismo profeta comenzó la bendición. Y en ese momento se oyeron unos golpes en la puerta. Elías les dijo: -No respondáis. Lo haré yo por vosotros. Se acercó a la puerta y preguntó: -¿Quién llama? Desde detrás de la puerta se oyó una voz ronca: -¿Eres tú, Elías? ¿Sabes cómo he hecho para reconocerte? Elías respondió: -Has mirado por el agujero de la cerradura. El ángel de la muerte siguió: -Tu mujer ha dado a luz. -¡Felicitaciones!, respondió Elías. -Ha dado a luz gemelos. -Es la voluntad del Señor. -Uno de los dos ha muerto. -El Señor ha dado, el Señor ha quitado. -El otro está enfermo, ¿sabes decirme por qué? -De tristeza por la muerte de su hermano. Entonces el ángel de la muerte comprendió que no lograría entrar, ni conseguiría vencer a Elías y desapareció como viento de tempestad. De este modo el pobre se salvó por haber observado el precepto de la Haggadah: “Quien tenga hambre venga a hacer Pascua con nosotros”.
10. EN LA CUEVA DEL HOREB Bordeamos la orilla del río, cuyas aguas se arremolinan con violencia, produciendo un enorme estruendo. Un poco más adelante se extiende una profunda ensenada. Cuando el agua
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entra en ella se calma, sin una ola, volviéndose de un verde oscuro. La calma de la ensenada da a sus aguas profundas un cariz sombrío. Más adelante, en la margen escarpada del río, entre hierbas y arbustos, se abre un sendero invisible, que asciende hasta la cima de una roca cortada a pico. Con fatiga escalamos hasta la cima y nos sentamos a respirar la pureza del aire. Un olivo pequeño, con un tronco delgado y retorcido, se agarra a la tierra para no caer al precipicio. Es una invitación a seguir caminando. Y mientras caminamos Fray Eliseo habla y habla como si necesitara mondar el pozo de su vida. ¿Me habla de Elías o de sí mismo? El camino es largo como un día de bochorno sin agua. Pero, de acampada en acampada, Elías llega a Eilat, sobre el golfo de Aqaba. Hasta ahí todo ha sido un descenso interminable; ahí comienza el ascenso al monte Horeb. Elías, tendido sobre la dura tierra, mira al cielo, cuenta las estrellas y piensa en su futuro. Como una ventana abierta de par en par, el futuro le ofrece tantos caminos que no sabe hacia donde dirigir la mirada y menos sus pasos. Aplaza la decisión hasta el día siguiente. La noche quizás le aporte un buen consejo. Se da media vuelta y se duerme. Al amanecer se pone en pie y empieza a caminar. Alguien le pregunta: -¿Dónde vas? -No lo sé, donde me lleven mis pasos, caminando quizás se me aclaren las ideas. Ahora la confusión de la mente y la angustia del corazón me traban las piernas. No puedo con mi ser, que se hace pesado y me aplasta. El camino se empina y el lodo se pega a mis sandalias. La respiración se hace difícil, me oprime el pecho. La lengua se me pega al paladar. Espero, en medio de la arena del desierto, el bálsamo del rocío, manso y fresco, refrescante y confortador. En realidad, desfallecido y desilusionado, Elías siente que le falla la tierra bajo sus pies. Con el vacío en el alma, solo, pues se ha separado hasta de su siervo, ha emprendido la larga peregrinación hacia el Sinaí. Es un camino de vuelta hacia el pasado. Las creencias de los padres no le bastan. Necesita hacer suya la fe. El “Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob” y, de un modo particular, “el Dios de Moisés”, sobre el que ha fundado su vida, tiene que llegar a ser “el Dios de Elías”. La punzante inquietud le lleva a adentrarse en el desierto para llegar al Horeb, donde Dios se manifestó a Moisés, donde se estableció la alianza entre Dios y el pueblo. Sin embargo hay una diferencia entre Elías y Moisés. Moisés sube al Sinaí solo, pero el desierto lo atraviesa con el pueblo. El desierto en soledad es terriblemente peligroso. El desierto, donde Elías busca el silencio y la soledad, es el lugar menos silencioso de la tierra. La luz le envuelve y le ciega. El espacio crea un vacío en torno como caja de resonancia de todos los rumores. El viento vate suave o fuerte sobre los pómulos. Las arenas se mueven como serpientes que silban o como escorpiones que, al ser pisados, se cascan. Los arbustos resecos se cimbrean a derecha e izquierda. La vida se hace sinuosa, amenazante. El desierto es “grande y terrible”, “tierra de fuego y escorpiones” (Dt 8,15). Apenas se pisan las arenas del Sinaí se experimenta una sensación extraña de excitación. La vastedad del escenario, lo inhóspito del lugar sobrecoge el alma y dispone el espíritu a esperar lo inesperado. La altura del monte arrastra los pies, paso tras paso, como si los despegara de la tierra y quisiera elevarlos al cielo. Pero ese desierto, por el que Elías se siente circundado, agotado hasta desearse la muerte, es necesario para despojarse de sí mismo. No se sube al Sinaí sin haber muerto a sí mismo. El desierto es el encargado de aniquilar toda afectación falsa, de despojar al hombre de sus falsos apoyos. Al Sinaí se sube vacío o no se llega a su cima. Y, quien sube al Sinaí, desciende lleno, con su yo recreado por la voz de Dios, que se hace “Tú” del hombre. La subida de Elías al Sinaí tiene el aire de un Éxodo al revés y concentrado. Los cuarenta años del caminar de Israel por el desierto (Nm 14,33) y los cuarenta días que pasa
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Moisés en lo alto del monte (Ex 24,18) se juntan en la experiencia de Elías. Como con Israel, el viaje de Elías está también salpicado de milagros. El pan y el agua, con que Dios nutre a Elías (1R 17,6; 19,6) es un memorial del maná y del agua de la roca (Ex 15,22-17,7). Y la peregrinación a las fuentes de la revelación y de la alianza culmina con el momento conmovedor de la manifestación de Dios en la intimidad del “silencio sutil”, que resuena como “voz de Dios” en el espíritu de Elías. Moisés se escondió en la hendidura de la roca mientras Yahveh pasaba delante de él (Ex 33,22). También Elías pasa toda una noche en el interior de una cueva; probablemente en la misma gruta de Moisés, pues el texto habla de “la cueva”. Allí pasa ente él toda su vida y sus relaciones con Dios. Esa evocación de la historia hace que Dios pase ante él y le llame: -¿Elías, qué haces aquí? En las noches de mi existencia, me testimonia Fray Eliseo, he sentido a mi lado a Elías que penetra en mi cueva y mi susurra sus meditaciones de aquella noche larga y entrañable: Todo tiene en ti la fuente, Oh Dios, que eres manantial inagotable. En ti halla origen mi vida y en Ti, también está su ocaso. Hacia Ti vuelve el río de mis días. Con precipitación y con la lentitud de los remansos, me acerco a Ti, de vuelta ya de mis afanes. Mi peregrinación ha regado campos, ha sembrado sobre pedregales, caminos, entre espinos y, también, algunas veces en tierra húmeda, remecida, pronta a dar calor a la semilla. Mis gozos y mis aflicciones han crecido, como yedra, enroscados al árbol de la cuz de tu Hijo. Quizás aún me quede tiempo para deshacer algunos nudos de la trama de mi vida. Tú, el Dios paciente, a veces la cortas de improviso y la madeja sigue enredada para siempre. Otras veces, pienso, no hago más que enredarla yo mismo más de lo que está. Mis impaciencias aprietan los nudos en lugar de desatarlos, como cuando pica el pez y se enrosca entre las rocas. ¡Oh, Dios!¡Dios incomprensible! Dios cercano y lejano, Dios transcendente e íntimo. Tú, desde lo más hondo de mi ser, me empujas a recorrer tus sendas, que conducen hacia Ti, pero nunca te alcanzan. El fuego, tu fuego, me arde en las entrañas, no puedo apagarlo, pero mis manos, mi rostro y mis pies tiritan de frío en la noche en que te envuelves. Las arenas del desierto queman de día y congelan de noche. Es oscura la luz de la fe. Aunque también puedo decir que es luminosa la noche de la fe. En la inquietud de mi espíritu susurra el eco de tu voz como una brisa lejana que apenas roza las hojas del árbol, que apenas refresca la frente. A veces siento dentro de mí algo perverso. Deseo que arregles mi vida de modo que no tenga necesidad de Ti. Si Tú me concedes vivir en paz y sin hacer nada malo, contra Ti y contra los hombres, ¿qué necesidad tengo de Ti? No te extrañes si me olvido de que existes, de que eres Tú quien pone un poco de equilibrio en mi existencia. Sí, necesito que una pequeña piedra remueva las aguas del lago para darme cuenta que no estoy muerto, que Tú estás detrás de la mano que me lanza la piedra. Las hondas de las aguas heridas se expanden desde dentro hacia fuera, desde afuera hacia adentro. Has encendido en mis entrañas el fuego de la fe y ésta me abrasa a todas horas. Y me has llamado, además, a ser profeta tuyo, a estar entre Ti y los hombres, como una antorcha que ilumina mientras arde y se quema. Me mandas a hurgar en el corazón de los hombres, a perderme en ese abismo caótico que es el corazón humano. ¿Quién conoce el corazón del hombre? ¿Quién es capaz de conocer el propio corazón? ¿Cómo penetrar en el corazón de los demás? Sólo Tú conoces a fondo mi corazón y el corazón de aquellos a quienes me envías. Yo me siento perdido en las arterias del alma, en el misterio insondable del hombre. Cada día y, sobre todo, cada noche siento el impulso a retirarme, a huir, a refugiarme en las cosas ordinarias, las cosas tangibles que llenan las manos, aunque dejen vacío el corazón. Y, sin
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embargo, la llama, que me arde y quema por dentro, no me permite adormecerme, no me deja drogarme con lo que me ofrecen los ojos, el oído, el paladar. Mis sentidos se han debilitado y no logran acallar el grito interior del espíritu. Tú me empujas más allá de los pequeños límites de mi ser, más allá de donde mis ojos ven un punto de apoyo para mis pies. Tú me empujas a la sima del precipicio y, al mismo tiempo, tus manos me acogen para que no me rompa la cabeza. Apareces en el último momento, en el momento oportuno y me salvas. Quiero llegar al monte donde Moisés te veía cara a cara, donde Tú le hablabas como se habla a un amigo (Ex 33,11), donde tu voz se ve, se graba en la roca, resuena más que el trueno. Llegar al monte para verte y morir de estremecimiento... Verte y comprender que no cabes en mis ojos, que no hay espacio suficiente para Ti en mi mente... Verte, al menos, de espaldas (Ex 33,23), en el rescoldo de los rastrojos quemados a tu paso... Verte en el temblor que queda en las hojas de los árboles, que cruza el soplo de tu espíritu... Verte en el frío de mi corazón abrasado por la llama de tu amor... Quiero hacerte el centro de mi vida, que deseo que gire en torno a Ti. Deseo hallar en Ti la libertad, el gozo, encontrarme a mí mismo, encontrar mi ser verdadero, el que salió de tus manos, el que concebiste desde la eternidad, el que amaste siempre. Pero Tú, Señor, no escuchas mis plegarias. Y, la verdad, no me extraña. Con frecuencia ni yo mismo las escucho. Estoy más atento a la oración que a Ti, más pendiente de terminar la oración que de tu presencia. Tú estás distante e inasible y yo ausente, lejos de ti y de mí. Y, sin embargo, deseo seguir orando, no quiero abandonar la plegaria, aunque parezca un diálogo de sordos... No sé si mi plegaria rompe la nube en que te envuelves o rebota y vuelve a mí sin haber tocado tu oído y menos tu corazón. Espero tu palabra, te busco a Ti, sácame de mí mismo, vacíame de mi yo. Hazte espacio en mí. Acalla mi voz para que tus palabras se graben en mi silencio. Tú has repetido tantas veces a tu pueblo: “¡Escucha, Israel!”. Es una forma elegante de pedirle que se calle, que guarde silencio. Pero, ¿cómo hacer silencio si no se oye tu voz, si tus palabras se envuelven de silencios interminables? El silencio es el primer don tuyo, que necesito, para luego recibir y acoger tus palabras. ¡Qué pocas veces la plegaria es exultación! ¡Qué pocas veces me sangra el alma en la oración! Las más de las veces es una monótona superficialidad, donde no te hallo ni me encuentro yo mismo. Es un dejar pasar el tiempo, ¿en oración? Si al menos entrase en el santuario de mi interior... Si al menos sintiera el rumor de alas de tus ángeles... Si al menos escuchase el gemido inefable de tu Espíritu... Quizás todo sea mucho más simple. Quizás la plegaria que Tú deseas es que yo me quede esperándote, en silencio. Que, en silencio, espere a que tú me abras la puerta y me invites a entrar en lo hondo de mi ser, en el íntimo sagrario de mi interior, donde siempre habitas, donde resuena tu voz como el silbido de la brisa. Esperar a que, cuando quieras, me invites a entrar y postrarme ante Ti, para ofrecerte el alma, el corazón, la mente, las fuerzas, la sangre y el cuerpo de mi ser. Tú, que eres amor, sólo quieres mi amor. Sólo el amor, como fluido de una melodía, penetra en el corazón, une los corazones. ¡Oh Dios!, todo te vela y te revela, te esconde y te manifiesta. Detrás de cada ser está tu amor, estás Tú, amándome. Toda disipación se recoge en el amor, toda exterioridad se centra en la interioridad de tu amor. Todo me conduce a Ti como dedos que rasguean las cuerdas de mi espíritu para elevar el canto de acción de gracias a tu amor derramado en toda la creación. En la alegría o en el dolor, entre las cosas de cada día, con las personas que me circundan, si Tú te haces presente todo es gracia, tiempo propicio. Dios mío, que te envuelves en el silencio, ¿es posible vivir ligado a Ti si no me llega una palabra tuya? Respóndeme, si es que estás en mi vida, si es verdad que caminas a mi lado, delante o detrás de mí. No me llega ninguna palabra de tu boca, ni la dulzura de tu amor llena mi corazón seco como las arenas del desierto.
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-El silencio es el espacio ilimitado donde puede manifestarse tu amor, donde la fe se convierte en fidelidad, en amor fiel y desinteresado, donde tú llegas a ser imagen mía, amor gratuito. El silencio de mi presencia es el que da impulso a tus pies para buscarme. Si mi amor se hiciera palabra audible, tangible abrazo, ¿cómo conseguirías desasirte de este mundo y anhelar verme cara a cara, en el abrazo de amor eterno? Para que tu amor se acrisole y pierda las escorias del interés y del egoísmo, mi amor se cubre de silencio. Si Tú me sintieras dentro de ti nunca saldrías de ti a buscarme. Te engañarías, al pensar que me amas cuando en realidad te amas a ti mismo. La fe, la fe real, camina por cañadas oscuras, atraviesa la noche oscura en busca del alba de la resurrección. O Dios, yo te imploro hoy que mires mis manos, mis labios, toda mi persona. Tú me has elegido y enviado como profeta tuyo. ¿Tú crees que alguien te puede reconocer en mí, escucharte en mis palabras, reconocerte en mis gestos, acogerte acogiéndome a mí? Lo sé que tu verdad no se vuelve falsa porque la anuncio yo, que pertenezco a los hombres que tu Escritura llama “falsos”, mentirosos. Lo sé que tu gracia permanece pura en mis labios impuros como los del profeta Isaías. Tu evangelio es siempre buena noticia aunque salga de un corazón tantas veces angustiado. Tu luz es luz espléndida aunque la lámpara sea de barro ennegrecido de humo. No puedo presentarme ante los hombres como “amigo” tuyo, como “santo” o “sabio” o no sé qué. Sólo puedo presentarme como enviado tuyo, como mensajero que transmite tu palabra y comunica a los otros tu gracia. Soy embajador tuyo ante los hombres. Pero los embajadores cumplen su encargo, transmiten el mensaje que se les ha confiado y luego descansan, volviendo a su vida privada. A mí me has arrebatado mi vida propia. La misión que me has confiado es toda mi vida, absorbe todo mi tiempo y energías. Ya no tengo vida personal, independiente de ti, del mensaje, de los hombres a quienes me envías. Tu luz arde en la medida que consuma el aceite de mis venas. Para ti, que vives en la eternidad, no hay orarios de servicio, fuera de los cuales tus siervos tomen vacaciones, vuelvan a su vida privada. Lo sé, y te lo he dicho, que mi vida no hace verdad o mentira tu palabra. Pero, ¿como se transmite tu palabra sin que me queme las entrañas, sin asimilarla interiormente? ¿Cómo encender el corazón de los hombres con tu amor sin que ese amor arda en el mío? Me doy dándote, te das a los hombres envuelto en mis palabras y en mis gestos. Señor, que el barro frágil y quebradizo de mi persona no derrame el tesoro de tu gracia. Que mi torpeza no impida a los demás verte y acogerte. Quizás, gracias a mi fragilidad, no se fijen en mí, y te reciban a ti solo. Quizás mi pequeñez sea la forma mejor de que Tú alcances a los hombres. Si el heraldo no llama la atención, quizás transmita mejor el mensaje, tu salvación. La voz de Dios se siente de nuevo, insistente, apremiante: -¿Elías, qué haces aquí? Sal y ponte en el monte ante Yahveh (1R 19,9.11).
11. TEOFANÍA DEL HOREB En el Horeb, nombre que en el reino del Norte dan al Sinaí, hay una cueva. Mejor, hay muchas cuevas entre las rocas. En una de ellas entró Moisés y Dios pasó delante de ella
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cubriendo con su mano la vista de Moisés, para que no le mirara de frente y cayera muerto, abrasado por su fuego. Moisés pudo ver las espaldas de Dios (Ex 19,16-21; 33,21ss). Nadie puede estar frente a Dios. Los serafines se cubren el rostro con sus propias alas ante su presencia. Pero Dios, cuando pasa ante una persona, se deja ver por los frutos que deja en ella. Por los frutos se conoce el árbol. Por su acción se conoce a Dios. En el Horeb hay una cueva donde entra Elías. “Entró en la cueva”, dice la Escritura. No se trata de una cueva cualquiera, sino de una cueva determinada. Es la cueva donde, según la tradición, estuvo el mismo Moisés (1R 19,9; Ex 33,21-23). Y Dios va allí a buscarle. Dios pasa y le llama, como llamó un día a Adán, escondido detrás de los árboles del paraíso. Es el interrogante que llega a lo hondo del hombre: “¿Dónde estás? ¿Qué haces ahí?” (Gn 3,9). El Horeb es el monte de Dios. Es el lugar de la esplendorosa teofanía, que cambia la vida de Elías, el gran luchador contra la idolatría. Dios tiene que derribar las falsas imágenes que también él tiene en su mente. Es la fase primera en todo itinerario de fe. Elías, como todo creyente, es un fabricante de ídolos. En el Sinaí Yahveh, al negar que haya otro Dios fuera de Él, añade: “No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra” (Ex 20,4). Elías, sin embargo, sube al monte con una imagen de Dios, hecha a su imagen y semejanza. El Horeb indica el camino de la fe a toda persona que busca a Dios, repitiéndole una, dos, tres veces: “Dios no está allí”. Romper imágenes de Dios es imprescindible en el camino hacia Él. La creación está llena de vestigios de Dios, pero el creyente no puede detenerse en ellos. Rastreando las huellas de Dios en el mundo y en la historia es necesario en cada momento trascenderlas. Las ventanas están en los muros de la casa, no para que las miremos, sino para alargar el espacio de la mirada más allá de la casa. La belleza de los seres es un trasunto de Dios. El riesgo está en quedarse con algo que es menos que Dios, cegado por el esplendor de su brillo. El sol, la luna, la fuente y el río, el árbol o el bosque son manifestaciones de la divinidad según las creencias cananeas y babilónicas. Por el peligro de contagio de idolatría, Israel evita nombrar estas formas de presencia de Dios en su historia. El riesgo de dejarse seducir por los cultos cananeos de la fertilidad hace al escritor sagrado muy cauto en el uso de expresiones de la naturaleza. Pero sí se sirve de otros símbolos como el resplandor del rayo, la nube oscura, la tempestad o el estruendo del trueno. Sin embargo, Elías nos dice que Dios no está ni en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la amable voz del silencio. Es algo significativo para el profeta de fuego. Dios lleva adelante sus designios sin necesidad de recurrir a acciones espectaculares. Como en un estribillo se repite que Dios no está donde el profeta lo esperaba, pues Dios no es lo que Elías imagina: viento, terremoto, fuego. La experiencia de Elías está encuadrada en el marco de la experiencia de Moisés. Sin embargo, hay unos cuantos rasgos característicos que la distinguen. El decorado es el mismo: el mismo monte, el viento, los truenos y relámpagos de la manifestación de Dios a Moisés ahora pasan ante Elías, pero Dios no está en ellos. El decorado deslumbrante y aterrador, que Elías ha conocido en el Carmelo, no es el modo único en que Dios se muestra. Yahveh puede competir con Baal y mostrarse superior a él en la naturaleza. Pero Yahveh no es un dios cósmico, una fuerza o energía cósmica. Por bella e impresionante que sea la creación no se la puede divinizar. La creación es buena pero no divina. No posee poderes divinos, mágicos. El fuego devorador, un sismo que raja las piedras, un huracán deslumbrador con sus olas en el mar y su fuerza incontrolable, pueden ser signos de la presencia de Dios, pero no se puede hacer de ellos un Baal, un ídolo. Yahveh es algo completamente distinto de una fuerza cósmica. La ecología puede ser una idolatría. Dios se comunica en la “voz de un sutil silencio” que vibra en el corazón del hombre. Dios es un “tú” que busca el “yo” del hombre.
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Dios y el hombre, hecho a su imagen, son personas que se comunican en el amor. Este es “el Dios de Elías”. Este es el momento culminante del itinerario de Elías. Aquí, en el monte Horeb, Dios se le manifiesta en el qol demama daqqa, la voz sutil del silencio. Estas tres palabras (1R 19,12) ocupan el centro exacto del ciclo de Elías. Dios se manifiesta en “la voz sutil del silencio”. La voz de Dios es un silencio que apaga toda voz, que transciende cualquier definición. Dios se deja sentir, pero no asir; se percibe su presencia, pero no se deja enjaular. Es el misterio que San Juan de la Cruz, al expresar poéticamente su experiencia mística, llama “música callada” o “soledad sonora”. Dios es el silencio interior donde su palabra resuena eternamente. Elías no escucha el susurro de la brisa. Oye la voz de Dios que le habla en el silencio. El silencio no es ausencia de sonidos. El silencio es una voz interior. Es el lenguaje de Dios que no roza ni el aire cuando penetra en el espíritu del hombre. Moisés dice al pueblo, hablando de la comunicación de Dios en el Sinaí: “Vosotros no visteis figura alguna, sino sólo una voz” (Dt 4,12). En los “Cantos para la ofrenda del sábado” de la comunidad de Qumran se alude a la experiencia de Elías al describir la liturgia angélica. En ella se dice: “Los querubines se postran ante Él y lo bendicen. Cuando se alzan, se oye la voz del silencio divino. Hay entonces un tumulto de júbilo mientras elevan sus alas: la voz del silencio divino... Hay una voz de silencio de bendición en su movimiento... La voz de alegre júbilo se hace silenciosa y hay un silencio de bendición divina en todos los ámbitos de los seres celestes”. El profeta Elías, me repite una vez más Fray Eliseo, es conocido como “hombre de Dios” (1R 17,18.24; 2R 1,9.11.13). Él es para el pueblo la revelación del Dios vivo y verdadero (1R 18,39). El celo por Yahveh mueve toda su vida (1R 19,10.14). Cuanto realiza lo hace en nombre de Dios (1R 18,36). Elías entra en la historia como “el hombre de fuego, cuya palabra abrasaba como una antorcha” (Si 48,1). Pero Elías es un hombre con sus límites, con sus miedos y desánimos. Cuando se mira a sí mismo se cree único: “Quedo yo solo” (1R 19,10). Se ve como el único fiel a Dios. Pero, si se deja penetrar por la palabra de Dios, ve que no es mejor que los demás. También él es un idólatra. En su búsqueda de Dios, espera su manifestación según los esquemas de su mente: “en la tempestad, en el terremoto y en el fuego”, pues en esos fenómenos se había manifestado a Moisés (Ex 19,16-18). Pero Dios es Dios y no está sometido a ningún rito ni corresponde a ninguna imagen que el hombre se haga de Él. A Elías se le muestra en “la voz de un ligero silencio”. Dios, entrando en las entrañas de Elías, le libera del peso, que se ha echado sobre sus espaldas: creerse el único defensor de Dios. No es el único, hay “setenta mil hombres que no han doblado las rodillas ante Baal” (1R 19,18). No es el hombre, ni siquiera el profeta Elías, quien sostiene la causa de Dios, sino Dios quien sostiene la vida y la fe de Elías. Y cuando Dios se manifiesta en “la voz sutil del silencio”, el profeta queda mudo, pues su misión es repetir, transmitir la palabra de Dios. Si la voz de Dios es el silencio, la profecía queda en suspenso y el profeta cae en lo más hondo de su kénosis. Elías, ante la misteriosa revelación de Dios, se mete en la cueva de sí mismo, en la hendidura de la roca del Sinaí, donde permanece callado hasta que le llega la palabra de Dios: -¿Qué haces aquí, Elías? (1R 19,13) Esta voz potente, que le interpela, le saca de sí mismo y le hace descender del monte. En el Tabor, Jesús tiene que arrancar a sus tres discípulos del sueño y hacerles bajar del monte, donde ellos querían instalarse. En el momento de la ascensión un ángel tiene que descender a sacar a los apóstoles del embeleso para que bajen del monte y vayan a anunciar la Palabra de Dios a los hombres. El silencio de Dios es necesario a sus enviados, pero es tentador. El hombre de Dios, al descubrir la vaciedad de todas sus palabras, puede desear cerrar la boca en vez de prestar sus labios a Dios, que se comunica a través de la “tontería” de
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la predicación. Ante los milagros de Cristo el hombre siente admiración, pero ante su debilidad siente siempre la tentación de escandalizarse de él. Se lo dice Él mismo a los enviados de Juan Bautista: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no se escandalice de mí!” (Mt 11,4-6). Dios, con su manifestación en la voz sutil del silencio, desea calmar el fuego de su profeta, que “arde en celo por Él” (1R 19,10). Dios le pregunta por dos veces: -¿Elías, qué haces aquí? Y, por dos veces, Elías repite la misma respuesta: -Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela (1R 19,9-10.13-14). San Efrén amplía la respuesta del profeta Elías. Se imagina a Elías agitado como liebre sacada de la madriguera y que desea justificar ante Dios su actuación. En la respuesta hay una mezcla confusa de sentimientos. Elías reconoce la protección de Dios, que le ha salvado la vida en diversas circunstancias, pero hay también un cierto reproche parecido al de Jonás por la debilidad de Dios con los malvados. A la pregunta de Dios, Elías, según San Efrén, responde: -Ardo en celo por Yahveh, el Dios de los ejércitos. Por ello he impedido que cayera la lluvia sobre la tierra, dejando sin alimentos a hombres y animales. Pero creo que este castigo ha sido demasiado ligero para lo que merecían esos malvados. ¿Qué? ¿Se podía soportar que tu pueblo traicionara la alianza estipulada contigo en este mismo monte? ¿Se puede soportar que ese pueblo renuncie a la religión de sus antepasados y en vez de seguirte a ti, Dios verdadero, sirva al ídolo de Baal de Sidón y a las demás imágenes hechas por los paganos? ¿Se puede permitir a Jezabel que masacre a tus profetas? Si aún estoy vivo es gracias a ti. Tú me has salvado en el valle del torrente Kerit y, luego, en la ciudad de Sarepta y ahora me custodias sano y salvo al reparo de esta montaña. Pero la reina no renuncia a sus maquinaciones para darme muerte y me tiende insidias en todas partes para cazarme y cortarme la cabeza...”. Dios escucha la voz agitada y afanosa de su profeta y quiere calmar su celo, “digno de alabanza”, dice el mismo San Efrén, pero que Dios desea “moderar, manteniéndolo dentro de los límites de su misión, pues un profeta del Dios misericordioso, debe aprender que la severidad se debe atenuar con la misericordia”. Por ello Dios esconde su poder. No se muestra en el viento huracanado que rompe las peñas, no se deja sentir en el terremoto ni en el fuego. Se muestra en la debilidad de su silencio. Se deja sentir en el rastro que deja su ausencia. Elías, desconcertado, le grita a Dios o a sí mismo: -Un profeta sin celo, que le encienda las entrañas, es brasero sin ascuas, apariencia sin existencia, cuerpo sin alma. El celo es hijo del amor. Dios no está en el viento impetuoso del que Elías se ha sentido invadido. Ese espíritu “tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas” (1R 19,11) no es el espíritu de Dios. El espíritu de Dios no está tampoco en ese temblor que suscitan sus mensajeros o sus prodigios. La emotividad es un preámbulo o una consecuencia, pero no es el signo de la comunicación plena de Dios. Hay igualmente una llamarada (Ct 8,6) en el encuentro de amor de Dios y la amada. Su misma palabra es “fuego que arde en el corazón” (Jr 20,9; Lc 24,32). Quizás sea necesario pasar por la impetuosidad del huracán, el sentimiento que estremece las entrañas o el amor sensible que abrasa el corazón. Pero son siempre experiencias cargadas de ambigüedad. Sintonizar con la honda de comunicación de Dios, sin interferencias humanas, pasa por el silencio, por el “orar en lo secreto del alma, donde Dios escucha” y habla en silencio.
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Dios, por segunda vez, interroga a su profeta: -Elías, ¿qué haces aquí? Y Elías, comenta San Efrén, “perseveró en su convicción, aunque tenía ante sus ojos un signo de la clemencia de Dios”, que se le muestra en la voz suave del silencio. Aunque hace la experiencia personal de la bondad de Dios, él es incapaz de contenerse “y sigue acusando a los pecadores de su pueblo”: -Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela (1R 19,13-14). La vida de Elías está enmarcada en el fracaso de todos los profetas. Su misión es como un fuego que le devora las entrañas. Desea mantener viva la alianza de Israel con Yahveh, esa alianza sellada en el monte Sinaí. Pero todos sus intentos apenas hayan resonancia en el pueblo. Después de la ordalía del Carmelo, el pueblo degüella a los profetas de Baal, pero muy pronto vuelve a sus infidelidades. La queja de Elías está justificada: “Los hijos de Israel te han abandonado”. Elías vive el drama de todo profeta e, incluso, del mismo Jesús. La kénosis, el hundimiento, el fracaso, la cruz, entra en el designio salvador de Dios. Dios saca la vida de la muerte. Del fracaso total de Elías Dios rescata a siete mil. Y con ese resto, pobre y humilde, lleva adelante su obra. San Pablo sufre el escándalo del fracaso y, recordando la historia de Elías, da una respuesta al interrogante que ese fracaso suscita: “Y pregunto yo: ¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! Dios no ha rechazado a su pueblo, en quien de antemano puso sus ojos. ¿O es que ignoráis lo que dice la Escritura acerca de Elías, cómo se queja ante Dios contra Israel? ¡Señor!, han dado muerte a tus profetas; han derribado tus altares; y he quedado yo solo y acechan contra mi vida. Y ¿qué le responde el oráculo divino? Me he reservado 7.000 hombres que no han doblado la rodilla ante Baal. Pues bien, del mismo modo, también en el tiempo presente subsiste un resto elegido por gracia” (Rm 11,1-5). A Dios siempre le duele que hablen mal de sus hijos. En el Midrás del Cantar de los cantares se refieren varios ejemplos de esa defensa que Dios hace de sus hijos. Comentando el versículo: “No os fijéis en que soy morena” (Ct 1,6), Rabbi Simón lo aclaraba con el verso “no calumnies a un servidor ante su señor” (Pr 30,10). Nadie amó más a la asamblea de Israel que Moisés, pero por decir “¡escuchad, rebeldes!” (Nm 20,10) se quedó sin entrar en la tierra prometida. Lo mismo se dice de Isaías. Nadie amó a Israel más que Isaías, pero por decir que “estaba en medio de un pueblo impuro de labios impuros” (Is 6,5), Dios le replicó: -Está bien que digas de ti mismo: “Soy un hombre de labios impuros”, pero ¿cómo te atreves a llamar impuro a mi pueblo? Entonces voló uno de los serafines que tenía en la mano una brasa encendida (Is 6,6), pues Dios le dijo, según Rabbi Najmán, “rompe la boca del que ha calumniado a mis hijos”. Y sigue el Midrás citando a Elías, a quien Dios reprocha el atrevimiento de hablar contra sus siervos, al decir: “Ardo en celo por Yahveh, Dios de los ejércitos, pues los hijos de Israel han abandonado tu alianza” (1R 19,14). Dios le replica: -Es la alianza hecha conmigo y no contigo. Elías sigue en su requisitoria: -Han derruido tus altares. Dios le contesta: -Se trata de mis altares, no de los tuyos. Insiste Elías en su acusación: -Han asesinado a espada a tus profetas. Y Dios responde: -Se trata de mis profetas, ¿a ti que te importa?
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Elías se mantiene firme ante Yahveh. No se calla y contesta que sí le importa: -Es que quedo yo solo y buscan mi vida para arrebatármela. El Señor corta por lo sano, diciéndole: -Elías, antes de acusar a los israelitas, ve y acusa a los otros, “anda, vuelve por donde has venido, vuelve por el desierto hacia Damasco” (1R 19,15). Elías no ha terminado su misión. Le queda la tarea de investir a su sucesor y poner en marcha la renovación de la fe en Yahveh, tal como se le ha mostrado en el Horeb. Se trata de abatir la dinastía inicua, que ha desviado a Israel de la verdadera fe. Dios desea congregar un pequeño resto, “los siete mil que no han doblado sus rodillas ante Baal”, para comenzar con ellos una etapa nueva. Ellos son el nuevo pueblo de Yahveh. En el Horeb Elías recibe tres mensajes de parte de Yahveh: ungir a Jazael como rey de Siria, a Jehú como rey de Israel y a Eliseo como profeta, sucesor suyo. Estos tres continuarán su obra contra la idolatría. Jazael ocupó el trono de Siria sostenido por Eliseo (2R 8,7). Jehú es ungido rey por un discípulo de Eliseo (2R 9,1). Jehú mató al rey Jorán y así reinó en su lugar con el apoyo de un grupo de profetas relacionados con Elías y Eliseo. Aunque eliminó a toda la familia real y a los seguidores de Baal, no le movía realmente el espíritu de Dios (2R 9-10). Cien años más tarde, el profeta Oseas da un juicio muy negativo de su golpe de estado (Os 1,4). En relación a Eliseo, Elías le llama primero a su servicio (1R 19,19-21) y, al final de su vida, le entrega como herencia su espíritu (2R 2,9). San Ireneo comenta el texto del paso de Dios ante Elías: “El profeta, que se sentía indignado por la transgresión del pueblo y por la muerte de los profetas, aprendía a actuar con moderación. También se indicaba la venida del Señor como hombre que, después de la ley dada por Moisés, sería manso y dulce, sin romper la caña cascada ni apagar la mecha aún humeante. Se señalaba igualmente el descanso dulce y pacífico de su reino. En efecto, después del viento que raja los montes, después del terremoto y del fuego, llegan los tiempos mansos y pacíficos de su reino, en los que el Espíritu de Dios reanima y hace crecer al hombre con dulzura” El fuego, que tiene una relación tan estrecha con la manifestación de Dios, subraya sobre todo la inaccesibilidad de Dios en la experiencia humana. El fuego ilumina y quema, irrumpe cercano y aleja con su calor. La “luz cegadora” de la llama de Dios es uno de los símbolos más expresivos de la revelación de Dios. El fuego que ilumina y abrasa vincula al hombre con Dios mediante una experiencia íntima, que transciende la visión y la audición. Es la experiencia de Elías en el Horeb. El paso de Dios va precedido del huracán, del terremoto y del fuego. Todos los símbolos de su revelación callan para dejar una vibración de silencio que toca el alma de Elías. Esa suave voz del silencio es el símbolo supremo de su presencia. Es la voz que ni suena en el aire, sino sólo dentro, en el espíritu del profeta. Si el fuego era símbolo de inaccesibilidad, el silencio muestra a Dios como inaprensible, absolutamente invisible, sólo cercano al oído interior del alma. Las fuerzas de la naturaleza no son más que fenómenos que acompañan, preceden o siguen, a la actuación de Dios, son el ropaje, la gloria que difunde su ser. La Palabra y el Espíritu de Dios son la única presencia real de Dios. “Toque delicado”, llama San Juan de la Cruz a este “silbo de aire delgado”. Y lo comenta: “Por la delicadeza del ser divino, la Palabra, el Hijo de Dios, penetra sutilmente la sustancia del alma. Y, tocándola delicadamente, la absorbe en él, haciéndola gustar deleites divinos y suavidades como nunca se oyeron ni vieron en la tierra. Si la sola sombra del poder de Dios desgajó montes y quebró piedras, ¿cómo es que al hombre frágil le toca tan delicadamente? ¡Dichosa el alma que siente este toque delicado de Dios! Dichosa, pues siendo tan delicado y suave tiene, sin embargo, la fuerza de arrancarla de todos los demás toques y lazos humanos. Este toque inefable, que a vida eterna sabe, matando cambia la
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muerte en vida”. El celo impetuoso, el sobresalto emocional o la pasión ardiente son rasgos del paso de Dios, pero Dios es Dios. Elías nos dice dónde no está. Luego, sin decir dónde está, se cubre el rostro y cae por tierra postrado en adoración ante el misterio de Dios. El silencio camina apagando el rumor de la llama, el silbido del viento, el eco de las rocas. Como un manto recoge todas las voces y las acuna hasta dormirlas. Como óleo de paz penetra en lo íntimo de Elías calmando todas sus ansias. El tiempo se hace eterno y las estrellas se quedan extasiadas en la noche sin fin. Elías, por un instante, logra la iluminación total de Dios. Al despertar, los ojos de Elías son nuevos. A lo lejos, donde sólo su vista alcanza a ver, los fuegos de los pastores brillan en la oscuridad de la noche como estrellas caídas sobre la tierra. Los pastores vigilan los rebaños o duermen echados en el suelo sobre pieles de cabra. Dios se había manifestado a Moisés, balbuciente y tímido, en medio del fuego de la zarza, en el viento de la tormenta y en el estruendo del terremoto en el Sinaí. Pero a Elías, impetuoso como el fuego que arrasa, Dios se le muestra sin el fulgor del rayo, para invitarle, -comenta San Efrén- “a imitar la dulzura de Dios, convirtiéndose de acusador en protector de los hombres de su pueblo”. También Juan de Ávila teme el “amor propio, que ciega a los hijos de Adán para excusar sus culpas en lugar de acusarlas”. Y quien excusa sus pecados no hace más que acusar a los demás. Sin embargo, no se puede confundir la clemencia con la tibieza. San Juan de Ávila ha sentido en sus entrañas el fuego que abrasaba a Elías y desea prenderlo en el corazón de sus discípulos, a quienes previene de los peligros de la tibieza, diciéndoles: -La tibieza es una enfermedad peligrosa. Si es tu huésped que no se te convierta en moradora de tu casa. Pues, como es mujer que gasta y no gana, en poco tiempo se come la hacienda ganada en mucho tiempo y deja pobre a su dueño. Repite lo mismo de muchas maneras: -Cuando el fuego es grande no se apaga con el viento, antes crece con él. Así, cuando uno ama a Dios de burla, con un soplillo se apaga su fuego como candelilla de cera. Pero el amor verdadero crece entre los trabajos. Ni el agua es capaz de apagar ese fuego bajado del cielo.
12. EN OTOÑO EL VIENTO SOPLA SUAVE En la teofanía del Horeb Elías se encuentra solo, pues ha dejado en Berseba el siervo que le acompañaba (1R 19,3). En la cima del monte Elías alcanza el conocimiento de Dios y
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de sí mismo. Allí se da el quiebre en la vida del profeta. Si Elías se mira a sí mismo, se cree único: “Quedo yo solo” (1R 19,10). Se ve como el único fiel a Dios. Pero, si se deja penetrar por la palabra de Dios, ve que no es mejor que los demás. También él es un idólatra. En su búsqueda de Dios, ha esperado su manifestación según los esquemas de su mente: “en la tempestad, en el terremoto y en el fuego”. En medio de estos fenómenos se había manifestado a Moisés (Ex 19,16-18). Pero Dios es Dios y no está sometido a ningún rito ni corresponde a ninguna imagen que el hombre se haga de Él. A Elías se le muestra en “la voz ligera del silencio”. Así, entrando como una espada en las entrañas de Elías, Dios le libera del peso que se había echado sobre sus hombros: creerse el único defensor de Dios. No es el único, le dice Dios, que se ha reservado “siete mil hombres que no han doblado las rodillas ante Baal”. No es el hombre, ni siquiera el profeta Elías, quien sostiene la causa de Dios, sino Dios quien sostiene la vida y la fe de Elías. Elías, después del encuentro con Dios en la voz imperceptible del silencio, deja a Eliseo la acción y él se retira a la cima de un monte, donde se entrega por completo a la contemplación (2R 1,9). Desde ahora Elías aparece frecuentemente en actitud de reposo: “sentado”, “acostado”. Ciertamente, aún se mueve, pero mucho menos que antes y siempre mandado por Dios y no por su iniciativa. Por otra parte, Elías deja de impartir órdenes. Y, si lo hace con Eliseo, ordenándole que le deje solo, Eliseo, por tres veces, no le presta atención y Elías sigue su camino, sin inmutarse. El espíritu de Elías está ya en Dios y no le afecta la presencia de Eliseo, aunque desee quedarse a solas para el salto de este mundo a Dios. En el Horeb Dios ordena a Elías que vuelva sobre sus pasos, que descienda del monte y elija a Eliseo como su discípulo. Elías “partió de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando. Había delante de él doce yuntas y él estaba con la duodécima. Pasó Elías y le echó su manto encima. El abandonó los bueyes, corrió tras de Elías y le dijo: -Déjame ir a besar a mi padre y a mi madre y te seguiré. Le respondió: -Anda, vuélvete, pues ¿qué te he hecho? Volvió atrás Eliseo, tomó el par de bueyes y los sacrificó, asó su carne con el yugo de los bueyes y lo dio a sus gentes, que comieron. Después se levantó, se fue tras de Elías y entró a su servicio” (1R 19,19-21). Elías encuentra a Eliseo en el campo. Eliseo comprende perfectamente el gesto de Elías, al echarle su manto sobre los hombros. Es el gesto de su llamada a entrar al servicio del profeta. En adelante a Eliseo se le conoce como “el que vierte agua en las manos de Elías” (2R 3,11). Al cubrirle con su manto de profeta, Elías le adquiere para una nueva misión. A Eliseo no le queda sino abandonar su pasado, sin volver la vista atrás, y seguir a Elías. Con un adiós a los suyos y, habiendo ofrecido los bueyes en sacrificio de comunión, abandona su vida sedentaria y comienza una nueva vida itinerante. El gesto de Elías es su investidura como profeta. La respuesta de Eliseo es ejemplar. Corta con todo y se pone al servicio de Elías hasta que éste sea arrebatado. Entonces recibe “una doble parte de su espíritu”, recoge el manto que Elías le deja y ocupa el lugar del maestro, como reconocen los “hijos de los profetas”. Desde el momento de su llamada, Eliseo, que era un rico propietario de tierras, abandona sus bienes y se hace partícipe de toda la vida de Elías. Al final, recibiendo en herencia el manto del maestro, recibe con él dos partes de su espíritu, que es la herencia del primogénito. El manto es símbolo de la persona. Elías, echándolo sobre Eliseo, le inviste de su autoridad, le hace partícipe de su misión. Se trata, pues, de un gesto de vocación. El relato de la llamada de Eliseo está en la mente de Jesús cuando, en su peregrinación de Galilea a Jerusalén, se encuentra con un tal que le dice: -Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa. Le dijo Jesús:
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-Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios (Lc 9,61-62). Jesús, con la imagen del arado, alude a la vocación de Eliseo, a quien Elías encontró arando en el campo. Jesús sustituye el arado material con el de la evangelización en el campo del Reino. Este hecho hace que la radicalidad de la llamada sea absoluta. No hay tiempo ni para despedirse de los familiares. La respuesta a la vocación cristiana significa la ruptura de todo lazo. Dios encomienda a Elías, además de la unción de Eliseo como su sucesor en el ministerio profético, la unción de Jehú, jefe del ejército, como rey de Israel. Esta misión la llevará a cabo uno de los jóvenes profetas, discípulo de Eliseo, a quien éste transmite el mensaje de Elías, o mejor de Yahveh, según leemos más adelante. El joven, enviado por Eliseo, derramó el aceite sobre la cabeza de Jehú y le dijo: -Así habla Yahveh, Dios de Israel: Te he ungido rey de Israel. Herirás a la casa de Ajab, tu señor, y vengaré la sangre de mis siervos los profetas y la sangre de todos mis siervos derramada por Jezabel (2R 9). La muerte de la impía Jezabel es de lo más trágico. La idólatra, en el momento en que le llega la muerte, se arregla con todas sus mejores galas para recibirla: “Entró Jehú en Yizreel; habiéndolo oído Jezabel, se puso afeites en los ojos, adornó su cabeza y se asomó a la ventana, y cuando Jehú entraba por la puerta, dijo ella: -¿Todo va bien, Zimrí, asesino de su señor? Alzó su rostro hacia la ventana y dijo: -¿Quién está conmigo, quién? Se asomaron hacia él dos o tres eunucos, y él les dijo: -Echadla abajo. La echaron abajo y su sangre salpicó los muros y a los caballos, que la pisotearon. Jehú entró, comió, bebió y dijo: -Ocupaos de esa maldita y enterradla, pues es hija de rey. Fueron a enterrarla y no hallaron de ella más que el cráneo, los pies y las palmas de las manos. Volvieron a comunicárselo y él dijo: -Es la palabra que Yahveh había dicho por boca de su siervo Elías tesbita: “En el campo de Yizreel comerán los perros la carne de Jezabel” (2R 9,30-35) El hecho de que los perros no se coman la boca, los pies y las manos da pie a la narración de Rabbi Yosé sobre las obras de misericordia con los novios y con los difuntos. Cuenta que Jezabel, cuyo palacio estaba junto a la plaza del mercado, siempre que pasaba un novio, salía de palacio y le acompañaba diez pasos batiendo palmas en su honor y echándole piropos con su boca. Y lo mismo cuando pasaba un difunto, salía del palacio y le seguía restregándose las manos y lanzando lamentos por su boca. Elías había profetizado sobre ella: “En la heredad de Yizreel los perros devorarán la carne de Jezabel”. Pero los perros no pudieron con los miembros que habían practicado las obras de misericordia, como pies, manos y boca. Por asociación de ideas, Fray Eliseo salta a otra curiosa narración. El profeta Elías se divierte sorprendiéndonos con sus actuaciones. El profeta adusto y colérico siempre tuvo un gran sentido del humor. Con los profetas de Baal le vimos bromear y burlarse de ellos. En la tradición hebrea el humorismo ha jugado un papel fundamental para enfrentar persecuciones y situaciones absurdas. Elías es también su modelo en este campo. Baste un ejemplo de las muchas narraciones que le muestran como protagonista alegre y chistoso. La anécdota está ambientada en una ciudad del Yemen, donde vivían un eminente estudioso con su virtuosa esposa. Sabio él y santa ella, pero Dios no les había concedido hijos.
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En la noche de Pascua, para no sentirse solos en la celebración de la gran fiesta, solían invitar siempre a algunos huéspedes. Pero un año no lograron tener ni un solo huésped. Esto les causó una gran tristeza, pero se resignaron y prepararon la celebración según todas las normas. Con todo preparado, esperaron el anochecer para comenzar el rito del Seder. El esposo había ido a la sinagoga a orar y al regreso a casa comenzaron la celebración. De pronto llamó a la puerta un anciano, suplicando que le permitiesen hacer Pascua con ellos. -¡Bienvenido!, le respondieron ambos esposos, llenos de alegría. Le invitaron a sentarse a la mesa y comieron con gozo la cena ritual. Al despedirse, el huésped les hizo un extraño augurio: -¡Que jamás volváis a tener una noche de Pascua ordenada! Los dos esposos, al ver al anciano transponer la puerta de casa, se miraron asombrados. Con dificultad contuvieron las ganas de insultar al huésped por su mala educación, pues en vez de agradecer la cena con una bendición, el ingrato les había deseado una maldición. Un par de meses después la mujer se halló encinta y a los nueve meses dio a luz un niño. Se alegraron enormemente y, para la circuncisión, dieron una gran fiesta. Cuando el niño cumplió los tres meses, llegó de nuevo la Pascua y se pusieron a prepararla llenos de alegría, pues les había llegado el hijo tanto tiempo deseado. En la noche, cuando estaban para comenzar el Seder, se presentó el mismo anciano del año anterior. Con el gozo del hijo, habían perdonado y olvidado la rabia que habían sentido contra él hacía un año. Acogieron en la mesa al huésped y comenzaron a celebrar el Seder. En seguida el niño comenzó a causar un inmenso desorden: tiraba del mantel y se caían las copas, cogía los panes ácimos, arrojaba los cubiertos por tierra. Viendo la sonrisa, que iluminaba toda la cara del huésped, comprendieron el significado del augurio que les había hecho el anciano el año anterior. Le dieron las gracias y le pidieron perdón por haber pensado mal de él, mientras él les había bendecido. Así actúa el profeta Elías. Elías, sentenciado a muerte, ve la muerte que le pisa los talones y le sigue en su huida como su sombra. La muerte va cambiando de rostro pero está siempre detrás de él. Tiene primero los rasgos de la persecución, se muestra luego en el tedio interior, en el hambre y la sed, para tomar finalmente el semblante del temor reverencial ante el misterio de la presencia de Dios. Su peregrinación por las lindes de la muerte culmina en la cima del Horeb. El viaje interminable de cuarenta días dura como los cuarenta años que costó al pueblo cruzar el desierto o la estancia de Moisés en la montaña para recibir las tablas de la alianza. El itinerario hacia el encuentro con Dios en la voz del silencio abarca desde el alejamiento de la ciudad, cruzando el desierto, hasta la subida a la soledad de la montaña. Luego incluye el descubrimiento de la ausencia de Dios en los fenómenos tumultuosos del huracán, el viento y el fuego... Sólo entonces, vacío de todo, escucha la voz callada y sobrecogedora de Dios. No todos los silencios son iguales, me dice Fray Eliseo. Hay un silencio que te envuelve como una densa cortina y te ahoga en su oscuridad. Y hay un silencio que se cuela en el espíritu apagando rumores, serenando voces e inquietudes, alumbrando la paz interior. Es el silencio que busca Elías, cuando se retira a lo alto de un monte, donde un regato le da agua para saciar su sed. Fray Eliseo me lleva a respirar el aire limpio de sus picos. Las piedras del río, pulidas por las aguas, se vuelven resbaladizas. En un recodo se ha formado un amplio remanso de aguas claras y profundas, donde se esconden las truchas. ¿Quién sabe si Elías pasaba sus ratos pescando? De repente anochece y por doquier resuena el croar de las ranas. Todo el que ha oído la voz sutil del silencio busca el refugio de una gruta en la austeridad de las montañas, donde templar el espíritu en la soledad contemplativa. Fray Eliseo se hunde en el silencio y, luego, con un tono de voz diverso, deja escapar
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la confidencia de sus inquietudes interiores: -¡La muerte...! La muerte no es lo grave. Lo grave es la espera. ¿No has notado como la angustia de la espera atrapa y paraliza al enfermo que visita al médico antes de que se confirme el diagnóstico de su enfermedad mortal? La incertidumbre deprime más que la misma realidad. Y, después de un nuevo silencio, continúa: -Uno nunca se acostumbra a la fragilidad de las cosas, a la vida siempre en suspenso, pendiente de un hilo que puede romperse en cualquier momento. La rama se quiebra entre las manos en el momento en que la acaricias. Horas más tarde, sentados a la sombra de una palmera, como si todo el tiempo hubiera estado dando vueltas al mismo pensamiento y hubiera logrado desenredar el hilo de la madeja, vuelve a decir: -Como si nos faltara tiempo, tantas veces queremos quemar etapas de nuestra vida. Y de ese modo corremos el riesgo de perderla, como el ave que sale del nido antes de tiempo y no puede proseguir el vuelo ni volver al nido, quedando colgada en el aire, hasta que agotada se precipita contra el suelo. Le escucho esperando que me cuente algún acontecimiento de su infancia o juventud, pero no descorre el velo, para que sus palabras sigan en mi mente como una evocación. Concluye manteniéndose en el misterio: -Los recuerdos vienen a mí y se encadenan los unos a los otros, como las cuentas del rosario o las cerezas. Un detalle mínimo, sin relieve, como una ampolla de aire de hace miles de años apresada en el interior de una gota de ámbar, hace que una figura olvidada hace años vuelva a surgir desde el fondo de la memoria con tal estremecimiento que la pone en movimiento, como si despertara de una anestesia prolongada. La memoria se deja llevar por una corriente subterránea y oblicua hacia hechos y lugares, con personas y cosas tan concretas como si no hubiera pasado el tiempo por ellas. De pronto cambia de tono, como si despertara del sueño. Con una sacudida de cabeza, deja el aire de embeleso. Para disimular sigue hablando... del tiempo: -Los atardeceres de julio se prolongan con una dorada lentitud hasta la hora de la cena. Si te sientas a la sombra de un árbol es fácil perderse entre los recuerdos. En las tardes dilatadas del verano, el aire se llena en un momento del largo silbido de los vencejos. Luego, en otoño, el viento sopla suave, pero despiadado, entre la hojas amarillas de los árboles. Y al llegar el invierno el mismo viento silbará entre las ramas desnudas de los mismos árboles. Con un gesto de despedida se alza y me abandona, mientras susurra para sí mismo: -Yahveh actúa en la historia. Está detrás de los acontecimientos. Pero actúa de un modo suave, casi imperceptible. Su voz es tan sutil como el silencio. Se muestra en la brisa suave o “en las aguas mansas de Siloé” (Is 8,6).
13. DEL HOREB AL DESIERTO San Juan Crisóstomo, en vísperas de los ayunos cuaresmales, invita a los fieles a perder el miedo al ayuno y a amarle. En sus sermones sobre La verdadera conversión
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enumera los caminos de conversión; el ayuno, que ocupa el sexto lugar, es el camino de conversión elegido por los monjes, por Moisés y Elías para hablar con Dios: “Moisés y Elías, torres de los profetas en la antigüedad, contándose entre los más ilustres y grandes, y gozando de plena libertad, cuando querían acercarse a Dios para dialogar, como le es posible al hombre, se refugiaban en el ayuno, dejándose guiar por su mano”. Mientras Fray Eliseo me habla de los Padres de la Iglesia, sin que nos diéramos cuenta, sobre el desierto cae la noche, subiendo desde el valle a las montañas. En lo alto, el cielo se ilumina, al encenderse la luna y las estrellas, una a una. Echado boca arriba sobre la tierra, el cielo parece tan cercano, tan bajo que crea la ilusión de que se puede elegir una estrella e ir a cogerla. Un cielo sin nubes te deja mudo de admiración. Fray Eliseo, que en la noche me hizo subir en silencio al Horeb, ahora, al descender en la madrugada, rompe el silencio: -El desierto agudiza los sentidos. Si no te quieres perder en él tienes que estar siempre alerta, observando cada cosa. Los beduinos son quienes mejor te enseñan a leer e interpretar el desierto. Las liebres y las zorras te conducen al agua. Los chacales y las hienas te llevan a las mesetas altas. Todos los seres tienen algo que enseñar. Elías, como Moisés, como Israel, para su encuentro con Dios necesitó cruzar el desierto, perder la confianza en sí mismo, dejarse llevar. Sobre el Horeb, Elías no se ha mostrado como el hombre activo, que combate la idolatría. Allí aparece inmóvil, receptivo, abierto al paso de Dios por su vida. La experiencia anterior del desierto le había cambiado. El desierto, que habían recorrido sus pies, se le había convertido en símbolo del desierto interior, atravesado por su alma. En el desierto muere el Elías que decretó la sequía que duró tres años y medio en todo el país; ha muerto el Elías que ha hecho caer de nuevo la lluvia; ha muerto el Elías que se enfrenta al rey, que desafía a todos los profetas de Baal, que en el entusiasmo de la victoria corre delante del carro de Acab hasta Yizreel, que multiplica el aceite y la harina en casa de la viuda de Sarepta y resucita a su hijo muerto. El profeta intrépido y decidido, “lleno de celo”, en el Horeb es el hombre que se cubre el rostro y cae de rodillas en adoración al paso de Dios envuelto en la sutil voz del silencio. Elías, después del encuentro con Dios en el Horeb, va a dejar a Eliseo la acción y él se retira a la cima del monte, para entregarse por completo a la contemplación (2R 1,9). Fray Eliseo, que proyecta sobre Elías experiencias suyas, con su mirada y voz de misterio habla ahora como quien proclama una lectura: -Cuando abrió los ojos se encontró con la luna baja en el cielo, casi sobre su frente. Los había cerrado en la noche oscura, sin luna. Sobre la colina el aire fresco atravesaba el rostro como una espada afilada. Según se le desentumecían las articulaciones se le despertaba también la memoria. Con un manotazo quiso espantar los recuerdos como si fueran moscas molestas. Quería levantar una barrera entre él y el pasado. La arena era fina y fría, le penetraba a través de la túnica hasta estremecerle los huesos. Le entró un temblor y se levantó para vencer el frío caminando. El aire estaba inmóvil, sin una pizca de viento. Cuando apareció la primera luz del alba estaba ya completamente despierto. El paisaje del desierto comenzaba a recobrar sus contornos. La luz del amanecer y la del ocaso son las que mejor dibujan las cosas en el desierto. En el desierto se pierde el sentido de la distancia. Una altura cercana puede ser el comienzo de una lejana cadena de montes. La ondulada línea de las pequeñas dunas engaña a la vista arrastrándola por un mar de olas de arenas interminables. Luego llega el sol y todo queda aplastado, reducido a su aspecto de siempre. La arena, los chaparros grises y el cielo se detienen como si temieran que el fuego de la luz les abrasase. A lo lejos aparece una caravana de camellos cansinos que no se sabe si camina o es una estampa dibujada en el horizonte. Pasa el tiempo y la caravana se pierde en las hondonadas y reaparece una, dos, no se sabe
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cuántas veces, hasta que te la encuentras ante ti. En una cueva de las faldas del Négueb Elías se refugia para pasar la noche. Al amanecer deja la cueva, se llena los pulmones del aire de la mañana, que le parece más fresca y pura que nunca. Comienza un nuevo día y, con él, una esperanza nueva. La vida está cargada de sorpresas. El valle amanece envuelto en una densa cortina de niebla. El Négueb, a ciento veinte metros sobre el nivel del mar, cuenta con doscientos días de rocío al año. Por ello, sus plantas, plantas de desierto, son increíblemente verdes. Aunque no llueve, el rocío nutre los arbustos y hace brotar hierba e incluso flores amarillas. Elías, dejado el valle, vira hacia el norte a través de una amplia región sin plantas, diseminada de piedras. Las dunas amarillas se dilatan como si no tuvieran límites. Se siente el calor ardiente del sol subir por los pies hasta alcanzar la frente protegida por el áspero turbante. El paisaje invariado se hace monótono, cargando el ánimo de melancolía, como si la línea de las dunas no llevara a ninguna parte. La sensación de pasar una y otra vez por el mismo sitio adormece y angustia. Elías de improviso se siente agitado por una pregunta: ¿vivo o el desierto me ha sofocado? ¿El agua y la torta de Berseba ha sido algo real o un espejismo? ¿La sutil voz del silencio ha sido símbolo de la presencia de Dios o la expresión de su ausencia? No, no es cierto que todo sea un espejismo. El cielo sobre mi cabeza, el sol que me quema, la arena que se me cuela en las sandalias, la sed que me arde en los labios... mis pies, manos, ojos y oídos todo es real y doloroso. Estoy vivo y camino. En un recodo del sendero, en el terreno árido y arenoso, aparece una palmera alta y solitaria. Sólo a la vista de su sombra le invade una sensación de frescor. Con la mirada perdida y el rostro abrasado por el sol, Elías arrastra sus pies hacia ella. Pero no se detiene por mucho tiempo. De carácter inasible, escurridizo como el agua que se escapa entre los dedos cuando intentas detenerla, Elías desciende del monte y cruza la tierra en sus cuatro direcciones. Es cierto que ahora ya no corre como cuando hizo treinta kilómetros delante del carro de Ajab (1R 18,46). Ahora le cuesta viajar: -He pasado parte de mi vida queriendo irme de los lugares donde estaba y ahora, cuando el tiempo corre tan deprisa, lo que más deseo es permanecer donde llego, disfrutar de la sensación pacífica de la costumbre, de la repetición de lo cotidiano. Deseo estar más que irme, vivir más que viajar, contemplar más que ver, ser más que hacer. Los últimos resplandores del día desaparecen en las cumbres de la montaña. El viento de la noche comienza a silbar su canción lúgubre, penetrante. Mudo de estupor se extasía contemplando las estrellas fugaces que cruzan el cielo. El cielo tachonado de nubes y estrellas le deja siempre mudo de admiración. En el desierto un día es igual a otro día. Hoy repite el día de ayer. Sol y arena durante el día, frío y arena durante la noche. Al atardecer, mientras se encienden las estrellas la temperatura desciende sensiblemente. La noche refresca a todos los seres que pululan por las arenas. Y, al amanecer, la luz madruga para anticiparse al calor del sol. Luego, mientras el sol sube, los pies se hacen pesados, y todos los demás miembros se sienten pegajosos. Elías, a media mañana, se sienta junto a una cisterna de agua, cuyo frescor le fue borrando la sombra de cansancio, dibujada en torno a sus ojos. En el silencio, estando a solas, la voz de Elías resuena por los siglos con un eco increíble, aunque en su entorno no haya ni muros ni montañas. A veces se tiene la sensación de que le tienes tras los talones, como si fuera tu misma sombra. Si te vuelves, le hallas bajo el semblante de un peregrino; joven o anciano. Si le miras, baja los ojos instintivamente, pero no logra evitar que se le dibuje una sonrisa en los labios. Le sube desde lo hondo del corazón y le delata. Sabes que es él y te sientes seguro con su compañía. Recuerdo la primera vez que me acompañó cuando en el Brons, atenazado por el miedo, volvía a casa en medio de la noche. No nos dijimos ni una palabra, pero nos hicimos compañía durante media hora interminable.
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Fray Eliseo, como si despertara, vuelve al presente y cambia el tono de voz. La Fuente de Elías, me dice, ha dejado una huella muy singular en la historia de la Orden del Carmen. La fuente, que no se seca en todo el año, ejercía una atracción singular sobre los ermitaños de los primeros tiempos. Un peregrino, que atraviesa el macizo terroso en el camino de Acre a Jerusalén, no puede pasar sin hacer un alto en el lugar donde residió el profeta Elías, a quien los primeros eremitas designan como modelo y fundador de la vida solitaria. San Atanasio, en su famosa Vita Antonii, declara que “la vida ascética tiene por modelo en el que puede reflejarse, como si fuera un espejo, al gran Elías”. Y San Jerónimo -en la Epistula 58 ad Paulinum- escribe: “Cada modo de vida tiene su guía. Los obispos y sacerdotes tienen a los apóstoles y a los hombres apostólicos como modelos, a los que han de imitar, para poder compartir con ellos la dignidad. Nosotros nos esforzamos en imitar a nuestros Pablos, Antonios, Julianos, Macarios y -si hemos de recurrir a la autoridad de la S. Escritura- nuestro jefe es Elías, nuestro es Eliseo, nuestros son los hijos de los Profetas, que vivieron en los campos y lugares solitarios y plantaron sus tiendas a orillas del Jordán”. Gregorio de Nisa, en el Elogio de su hermano Basilio, le presenta reflejado en el espejo de Elías. Así aparece superpuesta la figura de uno en el otro: “¿Qué cosas hay en común entre nuestro Maestro Basilio y el Profeta Elías? El celo por la fe, el rechazo de los que la desprecian, el amor de Dios, un deseo tan ardiente de Aquel que verdaderamente existe, que no se desvía hacia cosa material, una vida observante en todo, un tenor de vida sobrio, un porte externo acorde con el alma, una gravedad sin afectación, un silencio más eficaz que la palabra, el pensamiento puesto en aquello que esperamos, el desprecio de las cosas visibles, el recibir con igual honor a todo el que se le presentaba, bien hubiese alcanzado la dignidad de los más elevados, bien tuviese el porte de los más pobres y desgraciados. En estas cosas se asemeja la vida del maestro a los prodigios de Elías... Y si alguien aduce el ayuno de Elías durante cuarenta días, nosotros presentaremos el poco comer del maestro durante toda la vida. El comer poco se acerca mucho al no comer, sobre todo, cuando lo segundo tiene lugar durante un breve espacio de tiempo y lo primero se extiende a toda la vida. Además, aquel pan de trigo, que se le ofreció a Elías, no estaba hecho en forma ordinaria, sino que estaba preparado por ángeles. Por esta razón, las fuerzas corporales, que brotaban de aquel alimento, permanecieron plenas e íntegras en él...”. Y en la boca de San Juan Crisóstomo escuchamos: “Elías nada poseía y, sin embargo, nada le impidió alcanzar el culmen de la virtud; Elías es un océano sin límites”. Fray Eliseo se acerca a la estantería de su biblioteca personal, toma casi a ciegas un libro y me lee un párrafo que tiene subrayado, como algo que ha meditado muchas veces para sí mismo. Es un texto de San Antonio, el patriarca de los anacoretas, que deseaba vivir en continua conversión: “Con frecuencia se repetía a sí mismo el dicho del Apóstol: Dando al olvido lo que ya queda atrás, me lanzo en persecución de lo que tengo delante (Flp 3,13). Recordaba también el lema del profeta Elías: El Señor vive y es necesario que comparezca hoy en su presencia (ante cuya presencia estoy hoy (1R 17,1; 18,15) y subrayaba el empleo de la palabra hoy, pues tenía en nada el tiempo pasado, y pensando que apenas había comenzado a servir a Dios, se esforzaba cada día por alcanzar la perfección necesaria para presentarse ante Él, esto es, una conciencia pura y un corazón bien preparado para obedecer a su voluntad y servirle sólo a Él. Se decía a sí mismo que conviene al asceta ir conformando cada día su propia vida, como quien se mira en un espejo, en el modelo de vida del gran Elías”. Nilo de Ancira, en su Tratado ascético, admira a Elías que “sin tomar nada, dejó sus campos de barbecho, renunciando a la distracción que de su cultivo se seguía. Así abandonó Judea y se fue a vivir al Carmelo, un monte solitario, henchido de fieras y sin otro alivio de alimento que el de los árboles. Le bastaban sus frutos para calmar su indigencia”.
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Moisés y Elías se hallan presentes en el Tabor como representantes de la ley y los profetas, puesto que Aquel a quien anunciaron la ley y los profetas es Jesús, el que da la vida. Esto lo repiten los Padres en sus comentarios sobre la Transfiguración. Pero San Juan Damasceno, después de esto, añade algo original: “Moisés además de la Ley representa la asamblea de los santos que han muerto en el pasado, y Elías representa la asamblea de los vivientes, pues quien es transfigurado es el Señor de vivos y muertos”. Y, en relación a Moisés, aún añade una cosa más. A Moisés, que no pudo entrar, durante su vida, en la tierra prometida, Jesús le concedió hallarse en ella, asistiendo al misterio de la transfiguración del Señor, participando así en los hechos ocurridos en la plenitud de los tiempos: “Moisés entró en la tierra prometida, porque Jesús se la dio en herencia y aquellas cosas que antiguamente contempló en imagen, las ve hoy con toda claridad. Esto es lo que se insinúa con el resplandor de la nube”. En 1281 el Capítulo general de la Orden del Carmen señalaba que “como algunos hermanos, jóvenes en la Orden, no saben dar un respuesta adecuada a los que preguntan de quién y cómo nuestra Orden tuvo su principio..., en testimonio de la verdad les decimos que desde los tiempos de los profetas Elías y Eliseo, que vivieron piadosamente en el Monte Carmelo, algunos santos padres del Antiguo y Nuevo Testamento, atraídos a la soledad de la misma montaña para la contemplación de las cosas celestiales, allí junto a la fuente de Elías perseveraron laudablemente en santa penitencia... Nosotros, sus seguidores, servimos al Señor, hasta el día de hoy en diversas partes del mundo”. Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, al referirse al profeta Elías, le nombran reverentemente como Nuestro Padre. Santa Teresa escribe en el libro de Las Fundaciones: “Tengamos delante de nuestros ojos a nuestros fundadores verdaderos, que son aquellos santos padres de donde descendemos. Pongan siempre los ojos en la casta de donde venimos, de aquellos santos profetas. ¡Qué de santos tenemos en el cielo que llevaron este hábito!”. Y San Juan de la Cruz cita a Elías como ejemplo de hombre que ha experimentado el toque de Dios. La “llama de amor viva, que a vida eterna sabe” ha ardido en su interior. De Elías recibe la Orden la espiritualidad que ve la presencia de Dios en todos los momentos de la vida, la invitación a la fidelidad a la palabra divina y el celo desbordante por el Señor. A quien se retira a la soledad, siguiendo las huellas del profeta Elías, Dios le hace gozar con abundancia de su divina comunicación. Elías es el profeta que, habiendo soslayado los peligros del mundo, goza la dulzura de la contemplación de Dios. A través de la noche Dios conduce a Elías a la luz en la cumbre de la contemplación divina. Su caminar continuo le ha desapegado de sí mismo y de las cosas. Y sus períodos de vida solitaria en las orillas del Kerit, en Sarepta, en el desierto, en la gruta del Horeb y en la cima del Négueb... todo le lleva a la intimidad con Yahveh, “ante quien está” (1R 17,1) desde el principio hasta el final de su vida y “por quien arde en celo”. Santa Teresa habla de “aquella hambre que tuvo nuestro padre Elías de la honra de Dios” (7M 4,13). El monte Carmelo ofrece al monje solitario una callada soledad, invitándole al silencio y al recogimiento. Para ello es necesario la renuncia, en primer lugar, a los bienes afectivos y a todas las riquezas, pues el apego a ellas impide el vuelo de la contemplación de Dios. El segundo paso consiste en la renuncia a la propia voluntad, para no ser arrastrado por la pasiones lejos de Dios. “Negarse a sí mismo y cargar con la propia cruz” es imprescindible “para seguir a Cristo”. Ahí, clavado en la cruz, sin poder moverse según sus propios deseos, nace el amor de Dios y el amor al prójimo. El ceñirse a la cintura la correa de cuero recuerda de modo especial que el monje debe extinguir radicalmente de sus miembros el manantial de toda inclinación lujuriosa y todo movimiento de sensualidad, haciendo brillar la luz de la castidad. Ir cubierto con la capa blanca enseña en general al monje el deber de alejar de su cuerpo y de su alma toda culpable
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mancha de sensualidad para que resplandezca su cuerpo y su alma con una pureza heroica. Como el lector habrá comprendido, el descenso del Horeb ha sido rápido y Fray Eliseo me ha conducido de nuevo al monasterio del Carmelo. Allí me lleva a la Biblioteca y me informa sobre la presencia del profeta Elías en su Orden del Carmen. Con una veneración particular me habla del padre Tito, a quien yo no conocía. El carmelita holandés padre Tito es detenido a sus sesenta años. Es el día 19 de enero de 1942 hacia las cinco de la tarde. La noche se iba cerrando por una espesa niebla que envolvía Nimega, silenciosa en su dolor como ciudad invadida. Aquella misma noche comienza un largo itinerario de desventuras. La noche de su espíritu se cierra más y más en cada momento. El 28 de abril pasa por Scheveningen camino del campo de concentración de Dachau. Presiente que va a morir y se estremece. Hasta Dios se le borra de la memoria. De pronto se sumerge en una extraña crisis que le oprime y sofoca. Lleva días sin comer, pero no es sólo el estómago el que siente hambre, sino también el espíritu, el corazón, el alma. Quien reaviva la esperanza precaria y vacilante de los demás, ¿cómo es que vacila él mismo? De pronto se ha convertido en un muerto diferido. Ha llegado al tremendo desierto descrito por San Juan de la Cruz, a esa desolación donde no se ven ni árboles ni flores, ni agua ni estrellas, sino la sombra de una noche habitada por el misterio, el silencio, el miedo y algo como la ausencia definitiva de Dios. Es la tormenta interior de Elías hecha actual en cada persona, que hace la kénosis del Hijo de Dios en la cruz, cuando le grita al Padre: “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!”. El 12 de Junio el capellán le lleva la comunión. El hijo de Elías, Tito, gracias a la fuerza de aquella última comunión, inicia el largo camino de su martirio. Le quedan cuarenta y tres días de camino para alcanzar aquella montaña de Dios, el Cielo. Ha escuchado en su interior las mismas palabras que escuchó Elías: “Levántate, come y camina”. El 16 de julio atraviesa la puerta del Hospital, por la que va a salir de este mundo. El 26 de agosto su corazón deja de latir, después que la enfermera le inyecta el ácido mortal. Había entrado en agonía recitando el verso de un poema suyo: “A nadie necesito ya en la tierra en tanto Tú estés conmigo”. Al evocarme la historia del hermano Tito, Fray Eliseo recoge su espíritu como Eliseo recogió el manto y el espíritu de Elías y me revela el combate con Dios que vivió junto al hermano Tito: -Por mucho tiempo me pregunté: ¿Cómo es posible que Dios mire con indiferencia los sufrimientos de millones de personas, que él mismo ha creado? ¿Por qué permite las innumerables violencias que los unos hacen a los otros?... Tras estas preguntas, dice Sofronio, el archimandrita, le dirigí a Dios mi insensata pregunta: “¿Dónde estás?”. Y como respuesta sentí en mi corazón estas palabras: “¿Acaso has sido tú crucificado por ellos?”. Dios se ha mostrado en Cristo. Entonces descubrí que si Dios es como ha aparecido en Cristo no es Él el culpable del mal, sino nosotros. No sé si la respuesta de Dios la oyó el archimandrita Sofronio o Fray Eliseo. Quizás la escuchó Fray Eliseo leyendo a Sofronio. Con un tono de nostalgia, Fray Eliseo concluye: -Lo más firme se esfuma cuando muere el último testigo que lo pueda recordar y evocar para los demás. Con su último suspiro se borran las últimas huellas visibles del hecho, como si nunca hubiera existido. La distancia en el tiempo va falsificando inconscientemente los recuerdos, los borra o los riega para que crezcan, como la lluvia o la niebla desfiguran los lugares. Nos quedamos los dos un largo rato en silencio, sumergidos en la música de la lluvia, que cae suavemente. Sus grandes ojos azules despedían destellos de un mundo superior, pero en su rostro la vida había dejado huellas desoladoras. Para arrancarle del silencio angustioso le pregunto por Edith Stein, que me ha venido a la memoria escuchando la historia final del
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hermano Tito. Fray Eliseo se levanta y va derecho a la estantería donde encuentra uno de los libros de Edith Stein. Lo abre y pasa sus páginas, aunque no necesita leer para hablarme de la santa doctora del Carmelo. Edith Stein, al ingresar en la Orden del Carmen, reflexiona sobre el carisma, historia y espiritualidad de la Orden. ¿Qué sabe el católico medio acerca del Carmelo?, se pregunta... “La mayoría cree que la Madre Teresa de Ávila es la fundadora. Sin embargo, quien conoce un poco mejor la historia de la Iglesia y de la Orden sabe bien que nosotras veneramos al profeta Elías como a nuestro padre y guía, aunque muchos consideren que esto no es más que una leyenda de poca importancia... Nosotras, que vivimos en el Carmelo y que cada día rezamos a nuestro Santo Padre Elías, sabemos que él no es una figura de la prehistoria gris. Una tradición viviente nos ha legado su espíritu, que actualmente determina nuestra vida”. El sol ha desaparecido en el horizonte y la bruma de la tarde se estira en el cielo hasta cubrir toda la montaña. El cielo y la tierra se juntan, se funden completamente. El cielo está tachonado de estrellas que iluminan la noche de verano, mientras resuena el continuo croar de las ranas y el monótono canto de los grillos. Un viento fresco me da en la frente. El rostro de Fray Eliseo se ilumina con una amplia sonrisa, mientras dice: -La mejor manera de mantener viva una pista es recorrerla, pues cada vez que la recorres la haces renacer.
14. LA VIÑA DE NABOT Ben Hadad, rey del principado arameo de Damasco, con otros treinta señores vasallos suyos, al llegar la primavera, decide atacar a Samaría. Con sus carros y caballos se pone en
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marcha, llegando hasta la frontera de Israel. Desde allí envía unos emisarios a pedir la rendición de Ajab. El rey de Israel, más inclinado a la vida de placer que a la guerra, en un principio acepta entregarle oro y plata para no tener que interrumpir su vida cómoda en la casa de campo de Yizreel, al pie de los montes de Gelboé, a unos 30 kilómetros al sureste del Carmelo. Pero, cuando Ben Hadad le exige además hombres y mujeres como esclavos, Ajab decide afrontarlo en el campo de batalla y obligarlo a retirarse a su tierra. Ajab, con un ejército de jóvenes inexpertos pero valientes, vence al rey de Aram, que se ve obligado a devolver a Israel las ciudades que su padre había arrebatado a Omrí, padre de Ajab. Ajab, contento con la victoria sobre Ben Hadad, se retira a Yizreel, llevándose el gran botín de carros y caballos de Aram. Los caballos, ya lo hemos visto, son su pasión. Jezabel, aunque no ha conseguido matar a Elías, goza con su esposo de su triunfo sobre el profeta. Se siente feliz de su desaparición de la faz de la tierra. Baal, según ella, ha vuelto a fecundar la tierra con la lluvia, y el pueblo confía de nuevo en él. El vano espectáculo pirotécnico de Elías se desvaneció como los fuegos artificiales se esfuman al rato en la noche. El hechizo se rompe tan pronto como los encantos de una mujer al envejecer. Jezabel, aún joven, traspasa a cualquiera con sus ojos lúcidos y ardientes. Imposible resistir su mirada durante medio minuto. Al calor de la lumbre, Ajab recuerda el fuego de los ojos de Elías y lo confunde con el rojo de las brasas que iluminan el rostro de Jezabel. Los dos, Elías y Jezabel, le subyugan y estremecen. Tan distintos y tan semejantes, ardientes, impulsivos, tan llenos de vida y de muerte. Le atraen y le hacen temblar. Ella le hace una pregunta, pero él no responde, sino que sigue el hilo de su pensamiento. Sólo una vez se han encontrado Jezabel y Elías y no se dijeron nada. Los ojos de Elías, claros como el agua, se clavaron fijamente en los ojos oscuros y profundos de Jezabel. Los dos se aguantaron la mirada hasta que Elías se dio media vuelta y desapareció. Ahora Elías vuelve al combate después de su retiro. La experiencia de soledad y silencio le ha preparado para volver a enfrentarse con el rey Ajab. La nostalgia, ave paciente y nocturna, termina por abrir un portillo en el más duro cinismo. Nos hallamos en una de esas largas tardes de principio de julio, cuando el sol empieza a ponerse después de las nueve y el mar adquiere un azul de cobalto, retirándose despacio de la arena dorada de la playa. Ajab y Jezabel siguen conversando, pero los silencios son cada vez más frecuentes y más largos. Aunque los dos intentan cubrir el tiempo con palabras, no logran despejar la sombra de extrañeza o recelo que se ha filtrado entre ellos. Jezabel le mira a los ojos y no está o, al menos, ella siente que no puede entrar donde él se ha encerrado. Lo busca y, aunque lo tiene ante ella, no le encuentra. Ajab se siente molesto al verse observado y se levanta, camina por la sala y se acerca al gran ventanal que se asoma al campo. Se le escapa un suspiro: -El refugio que te protege de la intemperie es al mismo tiempo la prisión que te encierra, y limita el horizonte al espacio de una ventana. -¿Cómo dices?, pregunta ella que no ha entendido. Más para sí mismo que para responder a su esposa, vuelve a susurrar: -Las cosas se repiten a diario y parece que están sucediendo desde siempre. La niebla húmeda de la noche las difumina, pero en la mañana ya están allí frías, inmóviles como siempre. Los últimos resplandores del sol poniente, rojos como lenguas de fuego, llamean en la cresta de las montañas. Aparecen algunas estrellas en el cielo, mientras las ranas empiezan a croar por doquier. Jezabel siente que un resplandor asciende en su interior, como el brillo de una vela en la oscuridad. Es una luz tenue, que ilumina y no da calor. La luz es cada vez más clara, casi luciferina. Ajab, en cambio, tiene una mirada ausente, por más que le mire a ella fijamente a la cara. Mientras él habla, ella ríe y ríe, pero de pronto una sombra cruza por su rostro. La risa se congela y con ella la expresión de la cara. Es extraño como cambia el rostro
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de las personas cuando se les observa con un poco de atención. Es lo mismo que cuando se fija la mirada en las nubes del cielo. Al principio se asemejan a un rebaño de ovejas, luego a una montaña y, por último, a un camello que galopa. Jezabel se asoma por la ventana y contempla los jardines de un verde plateado. Más lejos están los campos de trigos dorados y más allá aún se retarda la fosforescencia del sol en la cima nevada del Tabor: -Todo lo que abarca tu vista es nuestro, ahora que Ben Hadad ha devuelto las tierras que se dejó arrebatar tu padre. ¿No sientes la dulce embriaguez del poder? Ajab sacude la cabeza, frunce el ceño, hace un mohín extraño, como le ha visto hacer a ella tantas veces, se muerde los labios, oculta su rostro entre las manos, terminando por romper a reír, pero su risa suena hueca, como una moneda falsa que rueda por tierra: -¿Ves ese brazo de tierra en el margen izquierdo de nuestro jardín? -Sí, lo veo. ¿Y por qué está cercado? Parece un viñedo, es distinto del resto. -No nos pertenece. -¿Y de quién es? -Pertenece a Nabot y no me la quiere vender. Nabot es un campesino, que no quiere vender la viña recibida en herencia de sus padres. Es lo que le ordena la ley. Sólo en caso de verse obligado a vender una propiedad para subsistir se puede ceder el producto de la tierra hasta el año jubilar, en que la tierra vuelve a su propietario primitivo. Es una ley que protege a los pobres, aunque muy pocas veces se haya cumplido. Hace días que el rey Ajab desea extender el huerto contiguo a su residencia en Yizreel. Para ello, dando un paseo por su jardín, ha visitado a Nabot. Por encima de la cerca le ha saludado: -La paz del Señor, Nabot -La paz con mi señor, el rey. -Oye, quisiera hablarte. Nabot se limpia el sudor de la frente con el dorso de la mano y, titubeando, dice: -¿Y de qué desea hablar el rey con su humilde siervo? -Como ves, tu viña es como una cuña en medio de mis posesiones. Quisiera comprarla o hacer un cambio contigo. Yo te daré por ella otro terreno más amplio y más fértil que éste en otro lugar. -Como muy bien sabe el rey, no está en mi poder enajenar la herencia de mis padres. Cuando el Señor, nuestro Dios, concedió la tierra de Canaán a las tribus de Israel, esta tierra tocó en suerte a la tribu de Manasés, el hijo primogénito de José (Gn 41,51). Desde entonces esta tierra se ha transmitido de padres a hijos hasta llegar a mí. Es pequeña la porción que me ha correspondido en la heredad de Israel. Pero es una porción inalienable. El Señor me libre de ceder la heredad de mis padres. Nabot no enajena la viña por fidelidad a sus padres y a Dios, el único dueño de la tierra (Ex 9,29).Dios no ha hecho al hombre dueño de la porción de tierra que le ha tocado en herencia, para que él pueda venderla (Jos 13-21), sino que se la ha simplemente arrendado: “La tierra no puede venderse para siempre, porque la tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes” (Lv 25,23). Nabot no acepta, por ello, ninguna de las propuestas del rey: -Nosotros, ciudadanos de tu reino, te hemos jurado fidelidad y estamos dispuestos a servirte, pero no podemos cederte la propiedad recibida en herencia. Ajab, caprichoso, se siente irritado y triste ante la palabra temblorosa, pero decidida, de Nabot. Ante la negativa tajante de Nabot, la reacción del rey es realmente infantil: “Se acostó en su lecho, volvió su rostro hacia la pared y no quiso comer” (1R 21,4).
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Jezabel se presenta ante él y le pregunta: -¿Por qué está triste tu espíritu y por qué no quieres comer? El le responde: -Porque he hablado con Nabot de Yizreel y le he dicho: “Dame tu viña por dinero o, si lo prefieres, te daré una viña a cambio”, y me ha dicho: “No te daré mi viña”. En la familia real, quien gobierna es la reina. Jezabel reina sobre el marido y, por tanto, sobre la nación. Es ella quien toma las decisiones más importantes y crueles. Ella ordena la muerte de los profetas de Israel, quien construye altares a Baal, difunde su culto por todo el país, poblándolo de sacerdotes traídos de su tierra y colocados en la corte como funcionarios reales. Ajab, demasiado enamorado de ella, nunca se opone a sus deseos. Las decisiones de la reina son irrevocables, nadie se atreve contradecirla. El Talmud la describe como una mujer sensual y frustrada, amante del lujo y del poder. Lo único bueno que se recuerda de ella es el gusto por participar en los matrimonios y funerales de los demás. Jezabel escucha a su esposo sin entender nada del diálogo con Nabot. La verdad es que tampoco le ha prestado mucha atención. ¿Qué tiene que discutir el rey con un súbdito? Para Jezabel, que no es israelita, no tiene ningún valor el sentido hereditario de la tierra como algo inalienable. No comprende por qué una propiedad debe permanecer vinculada al clan familiar. Para ella la venta e intercambio de propiedades es algo normal. Más aún, para ella al rey le está permitido todo, sin límite alguno. De otro modo, ¿que significa reinar? (1R 21,7). Como Ajab no sabe ser rey, ella lo suplanta y actúa por su cuenta. Por real decreto proclama un ayuno sin motivo alguno, inventa un delito inexistente, organiza un proceso inicuo y fraudulento y emite la sentencia de muerte contra un inocente. Y todo se realiza según el guión de la reina. La representación del drama termina “felizmente” con la muerte y expolio, en beneficio de la corona, del inocente. Ajab recibe la noticia, aparentemente inocua, y sin comentario alguno pasa a tomar posesión de la tierra codiciada. Jezabel, con una agilidad mental increíble, lo planea todo y ya ve realizados sus planes. Con frialdad absoluta le dice a Ajab: -¿Y eres tú el que ejerces la realeza en Israel? Levántate, come y que se alegre tu corazón. Yo te daré la viña de Nabot de Yizreel (1R 21,5-7). Al día siguiente la reina Jezabel, en su iniquidad, recurre a la prevaricación, saltándose todo límite moral. Perversa e intrigante, para lograr su objetivo, obliga a un jurado de ancianos a condenar a muerte a Nabot, sobornando a dos testigos que le acusan falsamente de que ha maldecido a Dios y al rey. Se trata de un delito condenado con la pena de muerte por lapidación y la confiscación de propiedades. Todo se realiza según los deseos de la reina. Los ancianos de Yizreel, que la conocen, no se atreven a oponerse a sus planes inicuos. Montan hipócritamente la comedia del juicio, escuchan los testimonios falsos contra Nabot y lo sentencian a muerte. Todos, comenzando por los testigos, arrojan sus piedras contra el inocente hasta dejarlo sepultado en su misma viña. Los perros, que merodean por el lugar, lamen su sangre. Y una vez muerto Nabot, Jezabel se presenta ante el rey, que aún está en cama afligido, y le invita a tomar posesión de la viña deseada para ampliar el huerto de casa: -Tienes vía libre. -¿Cómo dices? -Levántate, toma posesión de la viña de Nabot, el de Yizreel, el que se negó a dártela por dinero, pues Nabot ya no vive, ha muerto (1R 21,15). Apenas oye Ajab que Nabot ha muerto, se levanta y baja a la viña de Nabot, el de Yizreel, para tomar posesión de ella. La acción malvada de la inicua Jezabel queda arropada por el silencio cómplice de la gente. Todos callan menos el profeta que alza su voz en nombre de Dios. Elías siente de
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nuevo el fuego que le bulle en las entrañas. El disgusto irrumpe en su sangre y le hace vomitar con vehemencia su protesta ante el rey. “Entonces fue dirigida la palabra de Yahveh a Elías tesbita diciendo: -Levántate, baja al encuentro de Ajab, rey de Israel, que está en Samaría. Está en la viña de Nabot, a donde ha bajado para apropiársela. Le hablarás diciendo: Así dice Yahveh: Has asesinado ¿y además usurpas? Luego le hablarás diciendo: Por esto, así habla Yahveh: En el mismo lugar en que los perros han lamido la sangre de Nabot, los perros lamerán también tu propia sangre. Apenas Ajab ve aparecer a Elías le dice: -Has vuelto a encontrarme, enemigo mío. Responde Elías: -Te he vuelto a encontrar porque te has vendido para hacer el mal a los ojos de Yahveh. Yo mismo voy a traer el mal sobre ti y voy a barrer tu posteridad y a exterminar todo varón de los de Ajab, libre o esclavo, en Israel. Y haré tu casa como la casa de Jeroboam, hijo de Nebat, y como la casa de Basá, hijo de Ajías, por la irritación con que me has irritado y por haber hecho pecar a Israel. También contra Jezabel ha hablado Yahveh diciendo: Los perros comerán a Jezabel en la parcela de Yizreel. A los hijos de Ajab que mueran en la ciudad los comerán los perros y a los que mueran en el campo los comerán las aves del cielo” (21,19-24). Elías condena a Ajab como Natán condenó a David por haber matado a Urías, el hitita (2S 12) para quedarse con su esposa Betsabé y como harán más tarde otros profetas, defensores siempre de los humildes contra la ambición de los potentes. El profeta de Tisbe se enfrenta ante la ambición de Ajab y ante la crueldad de la inicua Jezabel. En Yizreel se canta a media voz: He aquí el fuero del rey que va a reinar sobre vosotros. Tomará vuestros hijos y los destinará a sus carros y a sus caballos y tendrán que correr delante de su carro. les hará labrar sus campos, segar su cosecha, fabricar sus armas de guerra y los arreos de sus carros. Tomara vuestras hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares y se los dará a sus servidores... y vosotros mismos seréis sus esclavos” (1S 8,11-17). La sangre le pulsa a Ajab en las sienes como si quisiera abrirse paso a través de la frente y salpicarle desde la cabeza a los pies, que tiemblan como si le fallaran todos los tendones. Se siente totalmente vacío, con el corazón seco y roto. Ante el abismo de perfidia de su esposa, el corazón se le hiela de espanto. Puede borrar todas las palabras que le ha dicho, olvidándolas, pero la sombra que ha dejado en su corazón ya no es posible borrarla. No hace más que hablarse a sí mismo para distraer su soledad irremediable. Nadie puede consolarle, pues su corazón se ha cerrado a los demás desde hace mucho tiempo. La palabra de Elías, quien ha desaparecido al instante como siempre, queda suspendida como una espada sobre la dinastía de Ajab. En su día esta espada, empuñada por
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el general Jehú, acabará con la casa de Ajab, que desaparece en un baño de sangre (2R 9-10). El Dios de Elías es el Dios de fuego, que sale en defensa del pobre y le hace justicia, pero es también el Dios que se revela en el silencio, que escruta lo más íntimo del corazón y se deja estremecer ante el menor signo de arrepentimiento. Dios es rico, ante todo, en misericordia. “Cuando Ajab oyó las palabras de Elías desgarró sus vestidos y se puso un sayal sobre su carne, ayunó y se acostó con el sayal puesto; y caminaba a paso lento. Fue dirigida la palabra de Yahveh a Elías tesbita diciendo: -¿Has visto cómo Ajab se ha humillado en mi presencia? Por haberse humillado en mi presencia, no traeré el mal en su vida; sino que traeré el mal sobre su casa en vida de su hijo” (1R 21,27-29). Fray Eliseo desea subrayar esta debilidad de Dios hacia el pecador arrepentido y me cita un texto de una homilía de Orígenes sobre el profeta Isaías: -Si sois pecadores, ¡orad! Y si teméis la palabra del Evangelio que dice “sabemos que Dios no escucha a los pecadores” (Jn 9,31), ¡no la creáis: era ciego el que la dijo! Fray Eliseo desea concluir este día con la reflexión de San Juan Crisóstomo sobre el encuentro de Elías y el rey Ajab precisamente en la viña de Nabot. Primero la comenta y luego lee un trozo de la homilía. Juan Crisóstomo, en vísperas de los ayunos cuaresmales, presenta en sus homilías diversos caminos de conversión. El segundo camino de conversión consiste en lamentarse por el propio pecado. Aquí, entre los ejemplos que explica, está el del rey Ajab, quien después de reconocer ante Elías el daño causado a Nabot, se ensombrece, lamentándose por el pecado cometido y Dios revoca su sentencia de castigo. Lo que Dios valora en Ajab son sus lágrimas y tristeza. “Si eres pecador, clama Juan Crisóstomo, entra en la Iglesia a confesar tus pecados. ¿Eres pecador? No te desesperes; entra a dar muestras de conversión. ¿Pecaste? Dí a Dios: ¡He pecado! ...Si no te reconoces a ti mismo como pecador, te acusará el diablo. Adelántate y quítale esa pretensión, pues a él le agrada acusar. La Escritura te invita a adelantarte a él, al invitarte: Di primero tus culpas, para justificarte (Is 43,26)”. Juan Crisóstomo muestra cómo David, que había cometido adulterio y homicidio, fue perdonado sólo por su confesión: “He pecado contra el Señor” (2S 12). Y, después de presentar a David como pecador arrepentido y perdonado, Juan Crisóstomo sigue: “También cuentas con otro camino de conversión. ¿Cuál? Lamentarse por el pecado. ¿Pecaste? Laméntate y absuelve el pecado. ¿Te resulta fatigoso? No te pido más que lamentarte por el pecado. No te pido que atravieses mares, ni desembarcar en un puerto, ni hacer viajes.. ¿Qué es lo que te pido? Que te lamentes por tu pecado... Es lo que demuestra la Escritura. Había un rey que se llamaba Ajab, que reinó desastrosamente a causa de su mujer Jezabel, mujerzuela desvergonzada, desaconsejable, sucia y maldita”. Juan Crisóstomo cuenta la historia de la viña de Nabot, que concluye con la muerte y usurpación de la heredad del justo Nabot. Esto provoca la ira de Dios que envía al profeta Elías al encuentro de Ajab en el momento en que está tomando posesión de la viña. “¿Te das cuenta dónde le manda? A la viña, para que donde se produjo la iniquidad, allí mismo se diese el castigo. Pero, ¿qué dijo Ajab? Al ver al profeta, Ajab le dice: ‘¡Me has pillado, enemigo mío!’ O sea: ‘me consideras responsable de haber pecado; ahora tienes la ocasión de insultarme’. Elías había reprendido siempre a Ajab. Éste, al reconocer que había pecado, le dice: ‘Siempre me reprendes, pero ahora es el momento justo para insultarme’. Sabía bien que había pecado... Elías, en nombre de Dios, le transmite la sentencia condenatoria. Al oírla Ajab se ensombreció, lamentándose por el pecado. Reconoció la culpa y Dios revocó la sentencia dictada contra él..., diciéndole a Elías: ‘¿Viste cómo Ajab ha venido ante mí envuelto en lágrimas y tristeza? No actuaré según merece su maldad’... ¿Te das cuenta, concluye Juan Crisóstomo, cómo el llanto cancela el pecado?”.
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15. SEÑOR DE LAS MOSCAS Jehú es ungido rey, según el encargo de Elías (2R 9,1-13). Y Jehú, en el golpe de estado que lleva a cabo, ejecuta a Jezabel. Ella se adorna el rostro y viste sus galas regias, no
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para seducir a Jehú, sino para morir como una reina. Cuando Jehú llega al palacio, ella sale a la ventana y se encara con él antes de que descienda de su carro. Con sarcasmo le llama Zimrí, el que sólo reinó en Israel ocho días, después de haber asesinado a Elá, su antecesor (1R 16,9-10). Jezabel, mujer ávida y cruel, tanto como bella, idólatra y sin escrúpulos, muere según la predicción de Elías (1R 21,23). Los macabros detalles de su muerte (2R 9,36s) son el cumplimiento literal de esa profecía. Su cuerpo es devorado por los perros. También muere su esposo Ajab y sube al trono de Israel su hijo Ocozías, cuyo reinado no dura más que dos años. Ocozías sigue los pasos de su padre y de su madre, rindiendo culto a Baal y provocando a Yahveh con su idolatría (1R 22,52-54). Lo más llamativo de su vida, con lo que comienza el segundo libro de los Reyes, es que se cae por una ventana del piso superior de su casa de Samaría. Como todas las casas señoriales (1R 17,19; 2R 4,10), también el palacio real de Samaría tenía una estancia superior con una terraza rodeada de un parapeto de madera. Al caer desde esa terraza, Ocozías se hiere, teniendo que guardar cama y ya no se levanta de ella. Con motivo de esa enfermedad interviene Elías en su vida. En todo trance difícil, de enfermedad o de guerra, los israelitas consultan a Yahveh. Pero Ocozías, en vez de mandar a consultar a Yahveh, manda a consultar a Baal-Zebub, dios de Ecrón, ciudad filistea, a unos 30 kilómetros al oeste de Jerusalén. Que los enviados de Ocozías vayan a consultar a Baal-Zebub muestra lo ridículo de la decadencia de la fe de Israel. Hay una pretendida distorsión irónica en el nombre hebreo del dios filisteo. BaalZebul, que significa “Baal, el príncipe”, se convierte en Baal-Zebub, que significa “Señor de las moscas”. Más tarde, en el Nuevo Testamento, se cambia en Belzebul, designando al príncipe de los demonios (Mt 10,25; 12,24). En el diálogo de estos mensajeros con Elías aparece la apostasía del rey de Israel. Frente a la fe de Elías, “establecido en la cumbre del monte”, aparece la situación embarazosa e impotente de los enviados de Ocozías, abrasados por el fuego del cielo, que no les da tiempo ni a lamentarse. La narración está cargada del humorismo que imprime Elías a sus encuentros con los seguidores de Baal: “Después de la muerte de Ajab, Moab se rebeló contra Israel. Ocozías, su sucesor, se cayó por la celosía de su habitación de arriba de Samaría; quedó maltrecho, y envió mensajeros a los que dijo: -Id a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón, si sobreviviré a esta desgracia. El ángel del Señor manda a Elías que condene a Ocozías por poner su vida en manos de Baal y no en las de Yahveh: -Levántate y sube al encuentro de los mensajeros del rey de Samaría y diles: ¿Acaso porque no hay Dios en Israel vais vosotros a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón? Por eso, así habla Yahveh: Del lecho al que has subido no bajarás, porque de cierto morirás. Y Elías se fue. Los mensajeros se volvieron a Ocozías y éste les dijo: -¿Cómo así os habéis vuelto? Le respondieron: -Nos salió al paso un hombre que nos dijo: “Andad, volveos al rey que os ha enviado y decidle: Así habla Yahveh: ¿Acaso porque no hay Dios en Israel envías tú a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón? Por eso, del lecho al que has subido no bajarás, porque de cierto morirás”. Los mensajeros han regresado llevando la respuesta de Elías y no la de Baal. El rey les pregunta: -¿Qué aspecto tenía el hombre que os salió al paso y os dijo estas palabras? Le respondieron: -Era un hombre con manto de pelo y con una faja de piel ceñida a su cintura. El dijo:
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-Es Elías tesbita. Con la esperanza de que Elías se retracte y cambie su profecía, Ocozías trata de apoderarse con la fuerza del profeta. Le envió un jefe de cincuenta con sus cincuenta hombres, que subió a donde él; estaba él sentado en la cumbre de la montaña, y le dijo: -Hombre de Dios, el rey manda que bajes. Respondió Elías y dijo al jefe de cincuenta: -Si soy hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore a ti y a tus cincuenta. Bajó fuego del cielo que le devoró a él y a sus cincuenta. Volvió a enviarle otro jefe de cincuenta, que subió y le dijo: -Hombre de Dios. Así dice el rey: Apresúrate a bajar. Respondió Elías y le dijo: -Si soy hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore a ti y a tus cincuenta. Bajó fuego del cielo que le devoró a él y a sus cincuenta. Volvió a enviar un tercer jefe de cincuenta con sus cincuenta; llegó el tercer jefe de cincuenta, cayó de rodillas ante Elías y le suplicó diciendo: -Hombre de Dios, te ruego que mi vida y la vida de estos cincuenta tuyos sea preciosa a tus ojos. Ya ha bajado fuego del cielo y ha devorado a los dos jefes de cincuenta anteriores y a sus cincuenta; pues que ahora mi vida sea preciosa a tus ojos. El Ángel de Yahveh dijo a Elías: -Baja con él y no temas ante él. Dios defiende a su profeta de las manos del rey. Pero, cuando los enviados del rey se presentan con humildad y reconociéndolo realmente como hombre de Dios, Elías se levantó y bajó con él donde el rey. Confirmando su predicción de una muerte inminente, le dice al rey en su cara: -Así dice Yahveh: Porque has enviado mensajeros para consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón, por eso, del lecho al que has subido no bajarás, pues de cierto morirás. Murió según la palabra de Yahveh que Elías había dicho” (2R 1,2-17). La triple expedición de tropas con la misión de capturar al profeta (2R 1,9-16), de las que las dos primeras son devoradas por el fuego del cielo, es una presentación midrásica. A la orden del rey que le ordena: ¡Desciende!, Elías responde: ¡Descienda el fuego! El fuego devora a los enemigos de Dios y a sus enviados (Nm 16,35; 26,10; Ap 20,9). Este relato de claro sabor popular expresa el respeto debido a la palabra de Dios y a los profetas encargados de transmitirla. En el Evangelio se recoge el eco de este episodio cuando los discípulos de Jesús desean hacer suya la súplica fulminante de Elías contra los samaritanos que no le acogen a su paso hacia Jerusalén. Pero Jesús les reprocha por esa interpretación literal del relato o para decirles que con Él comienza una era nueva (Lc 9,5156). Elías es reconocido por su forma de vestir. El manto de Elías, al no estar atado por la cintura, flotaba en el aire. Debajo del manto llevaba un vestido de piel, éste sí sujeto alrededor de la cintura para que no entorpeciera su marcha (1R 18,46). Este vestido le adoptarán después otros profetas (Za 13,4) y Juan Bautista que Jesús presenta como nuevo Elías (Mt 3,4; Mc 1,6). No sabemos sobre qué montaña se encuentra Elías. Lo más probable es que se trate de uno de los montes cercanos a Samaría, como el Ebel o el Garizim. Puede tratarse también del monte Carmelo, donde la tradición habla de la cueva de Elías. La expresión “hombre de Dios”, en boca de los soldados, gente descreída, encierra seguramente un matiz despectivo. Elías les muestra que en verdad es un hombre de Dios, pues Dios a través suyo obra prodigios terribles. Estamos en noviembre. Las tardes son mucho más cortas, y el horario de invierno, tan
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reciente todavía, nos trae un anochecer anticipado, casi repentino. El frío encoge la vida y la niebla húmeda la envuelve. Alrededor, a los lejos, se alzan unas montañas blancas cubiertas de nieve y de hielo. Mientras me caliento al amor del fuego, fuera de la casa flotan unos copos de nieve sostenidos por el viento. La luz limpia y fría de una mañana de sol invernal gatea por la ladera de la colina, deslizándose hacia la cadena montañosa de Carmelo. Despojado del lastre de una noche sin dormir, Frey Eliseo se mezcla en el bullicio de la vida ordinaria, corre y vocifera como los demás. Luego, en la tarde, cansado del día y de los años, me dice en un murmullo casi imperceptible: -Tú no conoces la fragilidad de las piernas cuando se llega a una cierta edad ni tampoco la lentitud con la que llegan a la memoria ciertos recuerdos y sobre todo los nombres de las personas, de los lugares o cosas conocidas, pero relegadas en el fondo del baúl del pasado. Se me humedecen los ojos al escuchar su voz, al contemplar los rasgos de su rostro o la mano con la que estrecha la mía para transmitirme en secreto la brusca alegría de una noticia o la nostalgia de un recuerdo. Como si hablara consigo mismo, me dice: -Cuando finalmente me marche nadie notará mi ausencia. En realidad llevo ya mucho tiempo marchándome, desligándome de las personas, lugares y cosas que han llenado mi vida. Terminaré por ser una sombra que se borra al atardecer, cuando el sol se oculta tras los montes. No siempre comprendo lo que murmura. No sé a qué se refiere cuando, despierto o soñando, me repite algo que le ha brotado varias veces de sus labios como un murmullo que siente en sus adentros: -Poco a poco te sientes un extraño para ti mismo, y tu propia sombra es el espía que te sigue los pasos, te observa de soslayo, como si bajara la cabaza al cruzarse contigo. Y al mirarte en el espejo del agua, en tus ojos ves la mirada de quienes te desprecian, te acusan o simplemente han dejado de saludarte, relegándote al olvido. Al despertar, después de haberle escuchado soñar en voz alta, le he preguntado sobre lo que le he oído y él no lo recuerda. Varias veces me ha dicho: -El pasado se disuelve sin dejar huellas, sin dejar apenas recuerdos, como se disuelven los colores en la memoria de los ciegos. En estos últimos días me habla como quien recita sentencias en las que concentra la sabiduría acumulada en años rumiando las mismas cosas: -Tu vida anterior es como un país lejano, del que te cuentan tantas cosas, pero que nunca visitarás ni conocerás de verdad. La niebla de la distancia, la luz gris de la nostalgia, la alegría real o soñada, los sinsabores guardados, toda tu vida se queda ahí al lado, muy cerca de la conciencia, pero fuera. Tratas de imaginarla, de aferrarla con las dos manos, pero se te escapa como el agua del río se cuela entre los dedos... No sé si éstas son sus palabras exactas, pues no siempre logro recordarlas, pero él sigue desgranando sus dichos, como si sintiera la urgencia de pasarme su herencia: -El rostro, que contemplas cada mañana en el espejo del agua, aunque parece siempre el mismo, está cambiando constantemente; se modifica a cada instante por los golpes del tiempo, como cambia una concha por el roce de la arena y los golpes de las corrientes del mar. Y, sin embargo, hay algo que siempre permanece, que está en ti desde que tienes memoria, desde antes de alcanzar el uso de la razón. Es el núcleo de lo que eres, de lo que muestra tu rostro en el espejo, la chispa que nunca ni nada ha apagado en tus ojos, esa brasa oculta bajo las cenizas del fuego que cada noche te envuelve, al cerrarse tus párpados con el sueño. Es ese monótono son que late en todos tus actos, el color que tiñe todas tus cosas de ti mismo. Fray Eliseo evoca el momento en que perdió a su hermano Tito, a quien aún siente en
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sus costillas: -Sus brazos endebles como brotes de sauce se anudaban en torno a tu pecho, entonces duro como el roble. Quería que le salvese de su soledad. Y de repente se le quebraron los brazos, se desprendió de mí y desapareció. Entonces sentí un gran vacío en el corazón, una sensación de carencia, pero también de impotencia, de inutilidad. Aún llevo dentro esas sensaciones. Tras un largo silencio susurra en un suspiro: -Me negaba a saber, a ver lo que pasaba delante de mis ojos. Uno puede cerrar los ojos y no querer abrirlos, pero una vez que los abre, lo que sus ojos han visto ya no puede borrarlo, no puede dar marcha atrás en el tiempo y hacer que no exista lo que ha visto y escuchado. De repente se le quiebra la voz y se le llenan los ojos de lágrimas, como si se le hubiera atragantado el recuerdo. Como si sacudiera una mosca mueve la cabeza, me mira y vuelve a la historia de Elías, o más bien de Eliseo, a quien el maestro cede su manto y su ministerio.
16. DESCENDIMIENTO AL JORDÁN Elías ha vivido casi siempre en lo alto de los montes. En el Carmelo vence a los
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servidores de Baal; en el Horeb escucha el silencio de Dios. Y luego se esconde en un monte del norte, cuyo nombre no conocemos, para contemplar a solas el misterio de su existencia. Pero ahora, para encontrar realmente a Dios, desciende de lo alto al valle más bajo de la tierra. Para subir al cielo baja a lo profundo. El itinerario espiritual de Elías ha sido todo un despojarse de sí mismo, una kénosis continua, un descendimiento hasta el fondo de sí mismo. Desde lo hondo del anonadamiento Dios le eleva hasta Él. La geografía se hace hagiografía interior. Con Eliseo a su lado, Elías desciende desde Guilgal a Betel, desde Betel a Jericó, desde Jericó al Jordán. Y si la vida de Elías está enmarcada por los montes, también está limitada por dos ríos, uno al comienzo y otro al final, el Kerit y el Jordán. Toda la creación está implicada en su vida con todos sus elementos: viento impetuoso, terremoto, fuego y silencio, sobre todo el silencio envuelve la vida y misión del profeta, reflejo de la presencia de Dios en la voz del silencio. El descenso hacia el Jordán comienza en Guilgal. “Esto pasó cuando Yahveh arrebató a Elías en el torbellino al cielo. Elías y Eliseo partieron de Guilgal” (2R 2,1). Es un descenso lento. Es la última vez que Elías y Eliseo, maestro y discípulo, caminan juntos. Los dos lo saben. La íntima comunión, creada día a día desde aquel lejano momento en que Elías echó su manto sobre Eliseo, llega a su fin. La inminente separación lacera lo más íntimo de sus sentimientos. “¿Qué será de ellos, del uno y del otro, del uno sin el otro?”, es un interrogante de Elie Wiesel, que se nos clava en el alma. Tras un largo silencio, de repente, Elías le dice a Eliseo: -Quédate aquí, porque Yahveh me envía a Betel. Eliseo, por primera vez desde que se puso al servicio de Elías, se niega a obedecer: -Vive Yahveh y vive tu alma, que no te dejaré. En silencio siguen caminando, codo con codo, bajando de Guilgal a Betel (2R 2,2). “Guilgal se halla al oriente de Jericó” (Jos 4,19), sobre una colina escarpada a unos doce kilómetros al norte de Betel. Allí acampó el pueblo cuando atravesó el Jordán. Josué divide las aguas del Jordán con el bastón (Jo 3,13), como Moisés hizo con las aguas del Mar Rojo (Ex 14,21); Elías lo hace, golpeando las aguas con el manto. Allí levantó Josué un monumento con “las doce piedras que habían sacado del Jordán”, como memorial de que “Yahveh, vuestro Dios, secó delante de vosotros las aguas del Jordán hasta que pasarais, como había hecho Yahveh vuestro Dios con el mar de Suf, que secó delante de nosotros hasta que pasamos, para que todos los pueblos de la tierra reconozcan lo fuerte que es la mano de Yahveh, y para que teman siempre a Yahveh vuestro Dios” (Jos 4,20-24). De ahí el nombre del Guilgal, “círculo de piedras”. Se trata de un lugar cargado de historia. En Guilgal el pueblo fue circuncidado de nuevo (Jos 5,2-5). Es también el lugar donde Israel celebró la primera Pascua en la tierra prometida (Jos 5,10-11), donde dejó de alimentarse del maná, comenzando a comer los frutos de la tierra; desde allí partió la conquista de la tierra; en Guilgal es reconocido Saúl como rey (1S 11,15). En su santuario se celebró la fiesta de inauguración de la monarquía de Israel (1S 11,14ss). Y no hay que olvidar que la monarquía es, en cierto modo, la entronización de la idolatría en el pueblo de Dios. Israel, al elegir un rey, pierde su originalidad, deseando “ser como las otras naciones” (1S 8,5). Elías, en su descenso hacia el Jordán, pasa de santuario en santuario, visitando las comunidades de profetas, que encuentra a su paso. En Betel viven muchos profetas custodiando la “Casa de Dios”. Sobre ellos, un poco más tarde, ejercerá una gran influencia el profeta Eliseo. Dejando atrás Betel, maestro y discípulo, cruzan el desierto de Judá en dirección a Jericó, que se halla a unos veintisiete kilómetros de distancia. El camino, a veces rápido y otras veces lento, se carga de solemnidad. Los entrecortados diálogos y los largos silencios
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cargan el ambiente de misterio. Los círculos proféticos que encuentran a su paso barruntan que algo importante está por suceder. Elías forcejea con Eliseo para que le deje solo; quiere deshacerse de su compañía. Elías nunca le revela el término del viaje; le va señalando las etapas, una a una. El aire se carga de rumores. Los “hijos de los profetas” le transmiten esos rumores a Eliseo, que los siente más aún que los demás, pero que trata de acallarlos. Elías y Eliseo bordean Jerusalén, cruzando por el monte de los Olivos. Dejan atrás Betania y de repente se chocan con una pared de tierra, las montañas de Judea, que ya antes de llegar a ellas dan la sensación de que van echarse encima de quien va hacia ellas. La tierra seca y rojiza se cubre apenas de unos matojos y cardos. El suelo duro se abre en grietas profundas y oscuras. Pronto la noche borra todos estos signos que emergen de la tierra. El frío de la noche arranca hasta el miedo del alma. En cada una de las etapas del descenso hasta el Jordán se repite la misma escena. Elías invita a Eliseo a que le deje seguir solo, pues Dios le llama. Eliseo se niega decididamente a abandonar a su maestro. Y también, en cada etapa, se acercan a Eliseo “los hijos de los profetas”, la comunidad de profetas o profetas jóvenes, y le susurran al oído: -¿No sabes que Yahveh arrebatará hoy a tu señor por encima de tu cabeza? Eliseo repite a todos la misma respuesta: -También yo lo sé. ¡Callad! (2R 2,3.5). Eliseo y los hijos de los profetas saben que es inminente la partida de Elías y hablan de ella con medias palabras. La repetición de las mismas palabras produce una impresión creciente de misterio ante la intervención divina que se presiente como inevitable. Así el rumor de la partida de Elías se difunde, no se sabe cómo, por esas comunidades de profetas, a quienes san Jerónimo llama “monjes del Antiguo Testamento”. Los rumores corren más veloces que los caballos. Los jóvenes profetas de Jericó siguen, a una cierta distancia, a Elías y Eliseo. Quieren asistir al acontecimiento de la asunción de Elías, para narrarlo después como testigos oculares. Los “hijos de los profetas” forman una comunidad en la que se transmiten la fe al son de la música y la danza. La profecía les pone en trance, abiertos al hálito del espíritu de Dios. En otras ocasiones, Elías se detenía en Jericó a descansar con la comunidad de profetas. No hay otro lugar más propicio para el descanso. Jericó es un verdadero oasis, con sus esbeltas palmeras, las mejores naranjas de oriente, sicómoros, tamarindos y árboles balsámicos. Para que Moisés se hiciera una idea de las delicias de la tierra prometida Dios le hizo subir al monte Nebo y le mostró el oasis de Jericó (Dt 32,49). En una página cargada de emoción, Moisés trata de arrancar a Dios el permiso de entrar en la tierra, sin conseguirlo: “Yahveh, Señor mío..., déjame, por favor, pasar y ver la tierra buena de allende el Jordán, esa buena montaña y el Líbano. Pero, por culpa vuestra, Yahveh se irritó contra mí y no me escuchó; antes bien me dijo: ¡Basta ya! No sigas hablándome de esto. Sube a la cumbre del Pisgá, alza tus ojos al occidente, al norte, al mediodía y al oriente; y contempla con tus ojos, porque no pasarás ese Jordán” (Dt 3,25-27). -Aún hoy, me dice fray Eliseo, hay un pozo que se llama el “Pozo de Eliseo”, porque él y Elías se sentaban frecuentemente alrededor de su brocal cuando visitaban a los profetas. Jericó, por otra parte, es el signo del descendimiento que vive Elías. Jericó no sólo es quizás la ciudad más antigua de la tierra, sino que se asienta en una gran depresión, como si estuviera hundida bajo tierra. Ahí, al lado, está el mar Muerto, el punto más bajo de la tierra. Pero, aunque las aguas salobres del mar Muerto impidan la vida a toda clase de peces, Jericó no es nunca una sepultura hedionda. El bálsamo, esa esencia exquisita que embelesa olfato y fantasía, sólo florece en Jericó. Rodeada de una tierra desierta, abrasada por el sol, Jericó es una ciudad verde, regada por las aguas frescas de la Fuente de Eliseo. Con sus palmas y rosas es la ciudad símbolo de la vida en medio de un mundo muerto. En el segundo libro de los Reyes se dice que ya los
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habitantes de la ciudad le dijeron al profeta Eliseo “el emplazamiento de la ciudad es bueno, como mi señor puede ver” (2,R 2,19). Sólo “las aguas eran malas, y hacían la tierra estéril”. El profeta saneó las aguas e hizo de Jericó un delicioso oasis. Fray Eliseo saca a relucir su sonrisa maliciosa, mientras me narra las delicias de Jericó, pero enseguida se vuelve serio y me dice: -Hay aún otro descendimiento. Es el descendimiento que supone la salida de la tierra santa a la tierra profana. Elías atraviesa el Jordán en la dirección opuesta a la entrada del pueblo en Canaán. Después de haber vivido en la tierra, sale de ella y se aleja hasta el monte Nebo, donde murió Moisés. Elías vuelve a su infancia, pues había nacido en Galaad, en Transjordania. Desde el atardecer de su vida se vuelve al lugar de su nacimiento. Elías se convierte, gira en la dirección opuesta al sol, desde el oeste al este. Es la conversión desde la seguridad en sí mismo hasta el abandono en las manos de Dios, dejándose llevar en su carro de fuego. Es la lección que el maestro deja a su siervo Eliseo: -La serpiente, para quitarse de encima la piel vieja e inútil, pasa a través de rendijas estrechas. Del mismo modo, el hombre, para salvarse, debe pasar por la “puerta estrecha”, para despojarse de los “vestidos de piel” (Gn 3,21), con que se cubre después del pecado. Elías, para despojarse de su vestido de piel, ha buscado quedarse a solas. Ya antes, al adentrarse en el desierto para morir a la sombra de la retama, había dejado a su siervo en el santuario de Berseba (1R 19,3). Ahora, que presiente que ha llegado su hora, intenta una, dos, tres veces quedarse a solas. No quiere testigos de su expoliación. Quiere enfrentarse con la muerte cara a cara, él sólo. Cada hombre vive en soledad ese momento. Él desea hacer esa experiencia para comprender, en el futuro, a cuantos invoquen su compañía en la hora de la agonía. ¿O desea acaso ahorrar a su joven discípulo la angustia de ver morir al viejo maestro? Por eso intenta disuadirle insistentemente de su empeño: -Tú, quédate aquí. Soy yo quien debe ir allí. Es a mí a quien ahora Dios llama. La fidelidad de Eliseo se hace terquedad. No cede en su propósito. Y Elías, que en otro tiempo no hubiera consentido a su siervo algo semejante, ahora calla, sin mostrar ningún signo de agrado o desagrado. Pareciera que él ya se ha ido. Su camino es sólo un dejarse llevar, un salir de la tierra prometida, es decir, un salir de esta tierra, de este mundo. La tensión crece en la medida en que nos acercamos al desenlace. Las aguas del Jordán tienen siempre la magia del misterio. En ellas hay un calor de útero. Son aguas de muerte y vida; Quien entra en ellas pasa de muerte a vida. Son aguas bautismales. Las aguas del Jordán les cierran el paso. Pero Elías, con naturalidad, se despoja de su manto, el manto con el que se tapó el rostro cuando el Señor se presentó ante él en el Horeb (1R 19,13), lo enrolla y golpea con él las aguas, que se abren para dejarles paso libre. Las aguas se dividen como en tiempos de Moisés se abrió el mar Rojo (Ex 14,21) o en tiempos de Josué el mismo Jordán (Jos 3,13). El manto enrollado toma la forma de cayado con la misma fuerza prodigiosa del de Moisés. Ahora asistimos, aunque en sentido inverso, a la entrada de Israel en la tierra prometida. Elías atraviesa el Jordán para entrar en una tierra prometida definitiva, la de la comunión eterna con Dios. Elías así es figura de Cristo, quien “para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta. Así pues, salgamos donde él fuera del campamento, cargando con su oprobio; que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro” (Hb 13,12-14). Elías, como los padres, de los que habla la carta a los Hebreos, es la encarnación de la fe, que ve la tierra prometida sólo como un anticipo de la patria eterna: “En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celestial. Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser
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llamado Dios suyo, pues les tiene preparada una ciudad” (Hb 11,13-16). Según la lectura espiritual de Orígenes, “quien atraviesa, como Elías, el Jordán bautismal entra en la tierra prometida del cielo y, tras la muerte, es ascendido en Dios”. Cuando han pasado a la otra orilla del Jordán, Elías le dice a Eliseo: -Pídeme lo que quieras que haga por ti antes de ser arrebatado de tu lado. Le dice Eliseo: -Déjame dos partes de tu espíritu. Le dice Elías: -Pides una cosa difícil, pero si alcanzas a verme cuando sea llevado de tu lado, lo tendrás; si no, no lo tendrás (2R 2,9-10). Y de improviso, mientras hablan, sucede. Un carro de fuego, tirado por caballos de fuego, desciende del cielo y arrebata a Elías. Los prodigios que jalonan la vida y actividad de Elías están ligados a la manifestación de Dios a través del fuego. El Señor es un fuego devorador cuando consume la ofrenda depositada en el altar del monte Carmelo (1R 18,38). Antes de presentarse a Elías en la voz suave del silencio, el Señor muestra su poder con el fuego (1R 19,12). El fuego de Dios golpea a las dos tropas de cincuenta hombres enviados por el rey Ocozías (2R 1,9-12). Y ahora la ascensión se realiza en un carro de fuego tirado por caballos de fuego ( 2R 2,11). Todo acontece en un instante. Eliseo, de repente, se ve solo. Su maestro lo ha abandonado, arrebatado en un torbellino de llamas. Dios cabalga sobre las alas de los vientos..., desprendiendo un fulgor de ascuas de fuego (Cf. Sal 18,11-13); le precede un fuego devorador (Sal 50,3); las nubes son su carro, los vientos sus heraldos y las llamas de fuego sus ministros (Sal 104,3-4). Algo así contempla Zacarías (Za 6,1ss)... Eliseo ha visto todo y no ha visto nada. Sí ha visto y entendido. Está solo y es otro. La fuerza de Elías estremece los nervios, músculos, huesos y médula de su ser. De ese ser dolorido, recién nacido, brota como un vagido inmenso: -¡Padre mío, padre mío! ¡Carro y caballos de Israel! ¡Auriga suyo! (2R 2,12). Eliseo agarra sus vestidos y los desgarra en dos. Toma el manto que se le ha caído a Elías y se vuelve hacia el Jordán. Con el manto de Elías golpea las aguas, diciendo: -¿Dónde está Yahveh, el Dios de Elías? Al golpear las aguas éstas se dividen de un lado y de otro, y Eliseo pasa a la otra orilla. Al verle la comunidad de los profetas que están enfrente, dicen: -El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo (2R 2,13-15). Eliseo, discípulo y continuador de Elías, recibe una doble parte en la herencia del maestro. Es lo que corresponde al primogénito en la herencia paterna (Dt 12,17). Con un deje de melancolía, Fray Eliseo concluye hoy su comentario, diciéndome: -La sabiduría del maestro y la fidelidad del discípulo nos mantienen en vilo. Mientras ambos caminan sentimos que nuestros pies les siguen, quizás detrás, medio a escondidas, como los profetas de la comunidad de Jericó. Tampoco nosotros logramos alejarnos de Elías en el momento final de su vida, ese momento culminante, que da sentido a su incansable itinerario. Proclamar “Yahveh es mi Dios” es montar en un carro de fuego, que abrasa y acrisola. Es entrar en la nube del Tabor y contemplar la gloria de Dios. Es desear ser arrebatado, porque tiene razón Pedro, aunque no sepa lo que dice: “¡Qué bien se está aquí!” (Lc 9,33). Y, tras un corto silencio, añade: -Con Elías crucemos el Jordán hacia fuera y con su discípulo Eliseo hacia dentro de la Tierra prometida, símbolo de la Patria a la que aspiramos.
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17. ELISEO HEREDERO DE ELÍAS Un poco rezagado Eliseo sigue los pasos de Elías, como si éste le arrastrara a dónde no desea llegar. Ahora que las distancias se han acortado parece que se hallan más lejos, más
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distante el uno del otro. Eliseo, es lo que piensa Fray Eliseo, vive en el pasado, alimentándose de sueños, de recuerdos vagos, ilusorios o sublimados más que de las cosas reales. El tamiz del recuerdo embellece los hechos, limpiándoles de sus aristas cortantes y dolorosas. Eliseo recuerda cómo Elías irrumpió en su vida con brusquedad. Según pasaba a su lado, le echó encima el manto y siguió caminando. Recuerda cómo tuvo que despojarse de todo para poder seguirle. Luego, unas pocas lunas después de estar con él, se le convirtió en una presencia viva, que seguirá a su lado, llenando sus noches y también sus días. Podrá olvidar los rasgos de su rostro, pero su voz le resonará siempre nítida, inconfundible. Aunque no le vea, le oirá gritar o susurrar; su honda vibración le seguirá estremeciendo como la primera vez que le escuchó. Fray Eliseo vuelve sobre los mismos hechos. De nuevo sigue a Elías y Eliseo, que caminan juntos, el discípulo detrás del maestro. En su último viaje van juntos y hablan poco, pues cada uno va inmerso en sus propios pensamientos. Maestro y discípulo, como padre e hijo, han vivido en estrecha comunión. Sólo imaginar la inminente separación les lacera el alma, como si fueran dos siameses que van a separarse. Cuando Elías le dice con brusquedad que le deje ir solo a Betel, Eliseo no escucha. Una y otra vez repite: -¿Cómo quedar solo, sin ti, padre mío, maestro mío? La respuesta que le da Elías rezuma el jugo de toda su vida: -Sólo así puedes llegar a ser profeta. Quien no ha sufrido la soledad y ha aprendido a soportarla, no puede ser profeta de Yahveh. Yo deseo quedarme solo. Y tú, para ser mi sucesor, tienes que gustar el sabor agridulce de la soledad. Sin embargo, ante la determinación de Eliseo, Elías se envuelve en el silencio y camina sin prestar atención a su discípulo, que le sigue a unos pasos de distancia. Pero, pasado el Jordán, Elías se vuelve hacia Eliseo y le invita a pedirle algo antes de separarse de él: -Que tenga dos partes de tu espíritu. Una parte doble es la herencia paterna del primogénito (Dt 21,17). Eliseo quiere ser el heredero de Elías. Es una petición difícil de conceder, pues el espíritu profético no se transmite hereditariamente. Es don de Dios, que elige a quien quiere. Será Dios quien dé a conocer si ha aceptado la petición de Eliseo, concediéndole ver lo que está oculto a los ojos de los demás. Si Eliseo ve la asunción de Elías será el signo de que Yahveh le acepta como sucesor suyo. Los hermanos profetas, que están al otro lado del Jordán, verán el marco que envuelve la asunción de Elías, pero no verán el acontecimiento Eliseo, recogiendo el manto de Elías, queda constituido en su heredero espiritual. Inmediatamente comienza su ministerio profético. Visita la comunidad de profetas de Jericó, luego la de Betel, la de Guilgal. En todos los santuarios es reconocido y aceptado como el continuador de la misión de Elías. Los hijos de los profetas no dejan de proclamar: -El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo (2R 2,15). “Eliseo, revestido del manto de Elías, según el comentario de San Efrén, representa anticipadamente a los Apóstoles, a quienes el Señor dice en los evangelios: Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de lo alto (Lc 24,49). El manto que Elías da a su discípulo es, pues, símbolo de los dones del Espíritu Santo que Cristo comunica a sus Apóstoles”. Los profetas de Guilgal, que viven en comunidad, le dicen a Eliseo: -Mira, el lugar en que habitamos a tu lado, es estrecho para nosotros. Vayamos al Jordán y tomemos allí cada uno una viga, y nos haremos allí un lugar para habitar en él (2R 6,1-2). Eliseo acepta la propuesta. Y, cuando le proponen que vaya a habitar con ellos, no tiene inconveniente en hacerlo. También Samuel había vivido al frente de una comunidad de profetas en las celdas de Ramá (1S 19,18-20). Así, pues, Eliseo es el jefe de la comunidad de
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Guilgal (2R 4,38). Sabemos el menú de sus comidas ordinarias. Un día Eliseo se encuentra, en Guilgal, con la comunidad de los profetas reunida en torno a él. Entonces dice a su criado: -Toma la olla grande y pon a cocer potaje para los profetas. El potaje de hierbas silvestres es el alimento ordinario, pero a veces reciben de los vecinos el obsequio de sus cosechas. Un día, se nos dice, “vino un hombre de Baal Salisa y llevó al hombre de Dios primicias de pan, veinte panes de cebada y grano fresco en espiga; y dijo Eliseo: -Dáselo a la gente para que coman. Su servidor le dice: -¿Cómo voy a dar esto a cien hombres? El replica: -Dáselo a la gente para que coman, porque así dice Yahveh: Comerán y sobrará. Se lo dio, comieron y dejaron de sobra, según la palabra de Yahveh (2R 38-44). Muy distinta es la situación de los profetas de corte, que comen de la mesa real. Los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, que comían a la mesa de Jezabel, seguramente no se conformaban con hierbas del campo. Pero esa dependencia de la corte les hace serviles. No les importa la verdad ni transmitir la palabra de Dios. Su preocupación es alagar los oídos del rey. Es lo que acontece en la consulta de Ajab a sus profetas de corte acerca de si debe atacar a Ramot de Galaad. “Todos los profetas le profetizan del mismo modo, diciendo: Sube contra Ramot de Galaad, pues tendrás éxito. Yahveh la entregará en manos del rey” (1R 22,1ss). A Josafat, rey de Judá, que acompaña al rey de Israel, le resulta sospechosa la respuesta unánime de los profetas y pregunta si no “hay otro profeta de Yahveh a quien poder consultar” (1R 22,7). Ajab también sabe que hay otro profeta que no se ha vendido a sus deseos ni a las amenazas de su esposa Jezabel. Es Miqueas, a quien el rey aborrece, porque le dice la verdad: -Queda todavía un hombre por quien podríamos consultar a Yahveh, pero yo le aborrezco, porque no me profetiza el bien, sino el mal. Es Miqueas, hijo de Yimlá (1R 22,8). El rey manda a un mensajero a buscarlo. El mensajero recomienda a Miqueas que se pliegue a los deseos del rey. Mientras le acompaña, le dice: -Mira que los profetas a una voz predicen el bien al rey. Procura hablar como uno de ellos y anuncia el bien. Miqueas no se deja corromper. Por ello responde: -¡Vive Yahveh!, lo que Yahveh me diga, eso anunciaré. Al llegar donde el rey, éste le hace la misma consulta que ha hecho a los demás profetas: -Miqueas, ¿debemos subir a Ramot de Galaad para atacarla o debo desistir? Miqueas, con una cantinela que remeda a los profetas de corte, repite en tono irónico las mismas palabras de los falsos profetas: -Sube, tendrás éxito, Yahveh la entregará en manos del rey. El rey, que descubre la ironía de Miqueas, le replica: -¿Cuántas veces he de conjurarte a que no me digas más que la verdad en nombre de Yahveh? Miqueas sabe que el rey le odia, pero no está dispuesto a alagarle los oídos con palabras humanas complacientes. Si quiere escuchar la palabra de Yahveh, que escuche el mensaje divino: -He visto a todo Israel disperso por los montes como ovejas sin pastor. Yahveh ha dicho: No tienen señor; que vuelvan en paz cada cual a su casa. Miqueas predice explícitamente la derrota de Israel y, veladamente, la muerte del rey, que dice a Josafat: -¿No te dije que nunca me anuncia el bien sino el mal?
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Miqueas refiere al rey una visión profética: -Escucha la palabra de Yahveh: He visto a Yahveh sentado en un trono y todo el ejército de los cielos estaba a su lado, a derecha e izquierda. Preguntó Yahveh: ¿Quién engañará a Ajab para que suba y caiga en Ramot de Galaad? Y el uno decía una cosa y el otro otra. Se adelantó el Espíritu, se puso ante Yahveh y dijo: Yo le engañaré. Yahveh le preguntó: ¿De qué modo? Respondió: Iré y me haré espíritu de mentira en la boca de todos sus profetas. Yahveh dijo: Tú conseguirás engañarle. Vete y hazlo así. Ahora, pues, Yahveh ha puesto espíritu de mentira en la boca de todos estos profetas tuyos, pues Yahveh ha predicho el mal contra ti. Entonces se le acerca Sedecías, hijo de Kenaaná, y le da una bofetada en la mejilla, diciéndole: -¿Por qué camino se ha ido de mí el espíritu de Yahveh para hablarte a ti? Miqueas le replica: -Tú mismo lo verás el día en que vayas escondiéndote de aposento en aposento. El rey de Israel ordena a uno de sus servidores: -Prende a Miqueas y llévaselo a Amón, gobernador de la ciudad, y a Joás, hijo del rey. Y les dirás: Así habla el rey: Meted a éste en la cárcel y racionadle el pan y el agua hasta que yo vuelva victorioso. Miqueas le contesta: -Si es que vuelves victorioso, no ha hablado Yahveh por mí (1R 22,13-28). A pesar de la profecía de Miqueas, los dos soberanos marchan a la guerra contra Ramot Galaad. Ajab se disfraza para pasar inadvertido. Pero, en el momento en que arrecia el combate, una flecha lanzada al azar penetra entre las junturas del escudo del rey y le hiere mortalmente. Ajab calla, a pesar de que la sangre chorrea dentro de su carro. Al atardecer muere y un grito corre por el campo de batalla: -Cada uno a su ciudad, cada uno a su tierra. El rey ha muerto. Es la palabra de Miqueas cumplida a la letra. A la noticia de la muerte del rey, el ejército se dispersa. Ajab es llevado a Samaría y allí le entierran. Al lavar el carro, los perros lamen la sangre del rey, conforme a la palabra de Elías (1R 21,19-29). Las comunidades de profetas, en cierto periodo de la historia de Israel, se difunden por todo el territorio de Palestina. Las hay en Guibeá de Dios (1S 10,10), en Ramá (1S 19,23), en Betel (2R 2,3), en Jericó ( 2R 2,5), en Guilgal (2R 4,38), en Samaría (2R 22,10). Desde la comunidad salen algunos, acompañados de un criado, a realizar su misión itinerante. Eliseo, acompañado de su siervo Guejazi, suele ir frecuentemente a Sunem, donde le acoge una mujer en la terraza de su casa: “Un día pasó Eliseo por Sunem; había allí una mujer principal y le hizo fuerza para que se quedara a comer, y después, siempre que pasaba, iba allí a comer. Dijo ella a su marido: Mira, sé que es un santo hombre de Dios que siempre viene por casa. Vamos a hacerle una pequeña alcoba de fábrica en la terraza y le pondremos en ella una cama, una mesa, una silla y una lámpara, y cuando venga por casa, que se retire allí” (2R 4,8-10). Eliseo, discípulo de Elías, vive de limosna. Acoge la hospitalidad, pero no se aprovecha de su carisma. Desde el comienzo de su vocación ha seguido las huellas de su maestro Elías. Pero no todos son como él. Miqueas, contemporáneo suyo, se lamenta de “los profetas que vaticinan por dinero” (Mi 3,11). Ezequiel desahoga su cólera contra las profetisas venales, que aprueban toda clase de injusticias y caprichos de quienes más les pagan (Ez 13,19). Amós habla del mendrugo de pan que normalmente recibe el verdadero profeta, fiel a la palabra de Dios (Am 7,12). Jeroboam, con ocasión de una consulta al profeta Ajías, manda que le lleven “diez panes, tortas y un tarro de miel” (1R 14,3). Naamán, el leproso, va en busca de Eliseo cargado con diez talentos de plata, seis mil siclos de oro y diez
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vestidos nuevos (2R 5,5-15). Con estos obsequios desea alcanzar la curación. Eliseo no acepta los regalos, aunque su siervo Guejazi corre tras él para recibirlos. A la vuelta Eliseo se lo reprocha duramente. “Cuando llegó y se presentó a su señor, Eliseo le dijo: -¿De dónde vienes Guejazi? Respondió él: -Tu siervo no ha ido ni aquí ni allá. Le replicó Eliseo: -¿No iba contigo mi corazón cuando un hombre saltó de su carro a tu encuentro? Ahora has recibido plata y puedes adquirir jardines, olivares y viñas, rebaños de ovejas y bueyes, siervos y siervas. Pero la lepra de Naamán se pegará a ti y a tu descendencia para siempre. Y salió de su presencia con lepra blanca como la nieve” (2R 5,25-27). Ha llegado la hora de la despedida y Fray Eliseo no sabe cómo terminar. Le cuesta desprenderse de Elías, como a mí me cuesta despedirme de él. Por ello me sigue hablando. De Elías se dice como de Henoc, que “anduvo con Dios, y desapareció porque Dios se lo llevó” (Gn 5,24). El Señor lo tomó, llevándolo consigo. Algo similar escuchamos en el Nuevo Testamento, al narrarnos la ascensión de Jesús a los cielos. Se trata en todos estos casos de una imagen simbólica vertical, que indica el paso del justo de la comunión terrena con Dios, vivida a lo largo de su existencia, a una comunión trascendente, más allá de la muerte. Elías, arrebatado por Dios a su gloria, es el tipo del justo, a quien Dios introduce en el misterio eterno de su misma vida. El itinerario de Elías, en su descendimiento hasta el Jordán y en su ascensión al cielo, calca el itinerario recorrido por Israel en el momento de tomar posesión de la tierra prometida: llegados a la Transjordania, en las cercanías del monte Nebo, se dirigen a Jericó para atravesar el Jordán (Jos 3-7), luego suben hacia las ciudades de Ai y Betel (Jos 8,9-18). El itinerario de Elías es idéntico, aunque invertida la dirección. Elías deja la tierra prometida, pasando al otro lado del Jordán, para concluir su vida en las inmediaciones del monte Nebo, donde murió Moisés. La tierra prometida es el signo, y nada más, del reino de los cielos, donde es arrebatado Elías. Ante Israel Dios abre un cauce en el Jordán y el pueblo entra en la tierra prometida a los patriarcas. Se trata de una tierra pasajera, que se puede perder. De hecho Israel la pierde y va al exilio. Para Elías Dios abre también el Jordán. Pero esta vez lo hace para sacarlo de la tierra pasajera y llevarlo a la tierra prometida definitiva, a la patria eterna. Después de la ascensión de Elías, Eliseo sirviéndose de su túnica vuelve a la tierra de Israel. La historia continúa y Eliseo, con la herencia de Elías, comienza su misión. El itinerario interior de Elías tiene cuatro partes, situadas en cuatro regiones diversas de la tierra prometida, en sus cuatro extremos. Se trata de una arquitectura literaria significativa: La primera parte culmina en el monte Carmelo, que es la punta extrema del lado Oeste de la tierra santa. La parte segunda culmina en el monte Horeb, que se halla en el extremo sur de la tierra. Cuando el sol alcanza el zenit Elías alcanza la iluminación total de Dios. La parte tercera, en la que Dios ordena a Elías que vuelva sobre sus pasos y se dirija al desierto de Damasco, lleva a Elías a establecerse en la cima de uno de los montes de Samaría, al norte de la tierra prometida. Como el sol se oculta así Elías permanece oculto en el monte. La cuarta parte, una vez que Elías desciende del monte, atraviesa Jericó y llega al Jordán, dirigiéndose hacia el este de la tierra santa. Aquí en el este tiene lugar la apoteosis del profeta. Como el sol se eleva por el este así Elías es arrebatado al cielo desde este punto cardinal.
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En las tres primeras partes el escenario es un monte (Carmelo, Horeb y una montaña del norte, de la que no conocemos el nombre). El cuarto episodio, el de la exaltación de Elías, no tiene lugar en la montaña, sino en un valle. Y no se trata de un valle cualquiera, sino del valle del Jordán, el valle más profundo de la tierra. El profeta sube a lo alto del cielo cuando, desde la cima de la montaña, desciende al lugar más bajo de la tierra. El autor nos ha descrito a cámara lenta cada una de las etapas del descendimiento: De Guilgal a Betel, de Betel a Jericó, de Jericó al Jordán. El itinerario espiritual consiste en un descendimiento hasta el fondo, desde donde Dios eleva a sus fieles hasta Él. El escenario geográfico se hace símbolo del itinerario interior. Elías es el profeta dócil, que se deja llevar por Dios de un sitio a otro. Dios le arranca de su tierra de origen, sacándole del pequeño mundo de Tisbe. Su vida es su misión, sin raíces en lugar alguno. Más aún, Dios le desarraiga de sí mismo. En un largo proceso el profeta impetuoso llega a la humildad, que le muestra su insuficiencia, la nada de su ser. Al final, cuando desaparezca, no le costará salir de este mundo, pues se ha hecho totalmente innecesario. Poco a poco Dios va rompiendo los lazos que le atan a las personas y a las actividades, haciéndole libre. Cuando llegue el torbellino de fuego, que queme el último lazo, el que le liga a su discípulo Eliseo, no supondrá una pérdida para nadie. El itinerario que nos muestra Elías es el del retorno. Desde la tierra atraviesa el Jordán y va a las faldas del monte Nebo, recorriendo el camino inverso de los israelitas. También hace el camino contrario del sol: Elías va desde el oeste al este. Es el retorno del adulto a la infancia, desde el ocaso al amanecer. Elías vuelve al lugar de sus orígenes, pues había nacido en Transjordania, en Galaad (1R 17,1). Es la vuelta desde el hombre lleno de fuerza al fiel que se deja arrebatar por Dios en su carro de fuego. Elías, que fue capaz de recorrer treinta kilómetros delante del carro de Ajab, al final se deja llevar sobre el carro de Dios donde Él quiera. Elías, que comenzó su misión con el fuego del Carmelo, la concluye con el carro de fuego, que le arrebata al cielo. Su emblema es la llama, la palabra ardiente que ilumina y quema. Moisés, el elegido de Dios para llevar al pueblo a la alianza del Sinaí, muere a las puertas de la tierra prometida, sin entrar en ella. Elías entra y sale de la tierra. Moisés es el profeta de Dios para su pueblo elegido. Elías es testigo de Dios para los israelitas y para los paganos. La salvación de Dios rebasa los límites de la tierra de Israel. Dios envía a Elías a salvar del hambre a una pagana (1R 17,10-16; Lc 4,25-26) y el hijo de esta viuda es arrebatado a la muerte (1R 17,17-24). El mismo Elías cruza el Jordán, saliendo de la tierra, antes de ser arrebatado al cielo. Elías, con relación a Israel, ejerce su ministerio profético, sobre todo en el reino del Norte, pero busca la unidad espiritual del pueblo de Israel por encima de la división política en dos reinos. En la cima del monte Carmelo, cuando invita a los israelitas a escoger entre Yahveh y Baal, construye un altar con doce piedras (1R 18,31). Con ese gesto afirma que el triunfo de Yahveh sobre Baal supone la aceptación de la unidad de todos los que confiesan su fe en el Dios de la alianza. Por otra parte, Elías recorre, en sus incesantes viajes, todo el país, tanto el territorio de Israel como el de Judá. Finalmente, envía un mensaje profético al rey de Judá (2Cro 21,12). Profeta del Norte, se preocupa de todo Israel. Al firmarse la paz entre Ajab y Josafat, Elías hace de la fraternidad entre los dos reinos una exigencia espiritual. Para Elías es falsa la alianza entre ambos reyes, porque no es simultáneamente una alianza con Dios. Los hermanos se unen entre sí en la medida que reconocen a un único Padre. Los Padres de la Iglesia no se cansan de contemplar a Elías que asciende al cielo en el carro de fuego. Gregorio de Nisa contempla a Elías, al ser arrebatado a lo más elevado del cielo, “llevando él mismo las riendas de los caballos de fuego”. Aunque reconoce que es don de Dios el “mantenerse ileso en medio del fuego”, cuando “lo que había en él de pesado y terreno fue transformado por poder divino en ligero y leve”. Es ciertamente un prodigio
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admirable el ser llevado a lo alto por medio del fuego. Pero lo es también “esta otra forma de ser elevado al cielo: que alguien, mediante un modo sublime de vivir, por el espíritu, se traslade de la tierra al cielo, utilizando las virtudes como si fuesen un carro de fuego”. San Bernardo contempla a Elías “arrebatado en el carro del amor y el deseo”. Y, en la elevación de Elías con Eliseo, que le mira para recibir dos partes de su espíritu, ve a Cristo en su ascensión a los cielos con los apóstoles, que le miran fijamente (Hch 1,10), para recibir también su espíritu. “Si a Eliseo le era imposible separarse de Elías, tampoco los apóstoles querían privarse de la presencia de Cristo”. Fue necesario que dos hombres vestidos de blanco les persuadieran para que dejaran de mirar al cielo y bajaran del monte. En sus sentencias, San Bernardo halla tres carros en la escritura: el del Faraón, el de Felipe, el eunuco. Y el carro de fuego que arrebata a Elías al cielo. Se trata de “la sublimidad de la contemplación y la gracia; su cochero es el amor de la patria celestial; lo arrastra el caballo del deseo y de la vida; sus ruedas son el rechazo de la gloria mundana y el respeto de la majestad divina”. Citándome las sentencias de los santos Padres, Fray Eliseo casi se siente uno de ellos. Pero, de repente, un pensamiento cruza por su mente como una mariposa de alas oscuras. Recostado en el verde prado del monasterio respira el olor fuerte del heno, mientras la sangre le pulsa en las sienes. No muy lejos de nosotros una amapola oscila al vaivén de la brisa. Le veo cómo se queda mirando los pétalos rojos, encendidos como una llama en torno al corazón negro y se le nubla la mirada. Su corazón, a pesar de las apariencias, se oscurece, sin que yo logre saber qué es lo que le anubla. Como en un suspiro, murmura: -Siento llegar la vejez y mi corazón está vacío. Sólo cuando me visita nuestro padre Elías se me alegran los huesos. Su presencia es como un sorbo de agua fresca en el desierto. La sangre ya corre por mis venas con fatiga. Mi corazón está inquieto; es inestable como las dunas de arena del desierto. Elías, que vivió anticipadamente la angustia de la agonía, tiene la gracia de hacer que hasta los desesperados se aferren a la pequeña esperanza de salvación que les queda. En el campo reina una calma que adormece. Sólo, a lo lejos, se siente el rumor continuo y vago de un torrente. Contemplo las montañas que se extienden hasta donde se pierde la vista. Oscurece. Se alza un ligero viento fresco, que acaricia la frente como un perfume. Es la hora de decirnos adiós. Un gallo lanza un largo y sonoro quiquiriquí y la alegría embarga el corazón de Fray Eliseo. Sus ojos claros y límpidos como las aguas azules del río Yaboc se abren con la luz de la mañana. Las pupilas de un negro brillante tienen un aire de ensueño. -El canto del gallo, como la voz de Elías o la de Juan Bautista, es siempre el anuncio de la mirada de Jesús, que te llama a conversión, a volver a Él. Es la voz que te invita a escuchar su palabra: “¿Me amas?” (Jn 21,15ss). Fray Eliseo cuando hace confidencias personales es otro. Deja el tono narrativo, fluido de su habla. Los silencios son largos, como si hundiera el cubo en el hondo pozo de la memoria: -El canto del gallo, como la voz de Elías o de Juan Bautista, repite, trae resonancias de la Palabra de Cristo, te abre la puerta de la memoria, invitándote a recorrer con él la historia de tu vida desde la infancia... Cristo te invita a hacer, no sé cómo, tuyos sus recuerdos; desea darte su alma, todo su ser, que veas por sus ojos y toques con sus manos, sueñes con su imaginación y ames con su corazón. Quiere hacerte su esposa, una sola carne con Él... Elías o Juan Bautista sólo son los amigos del novio que se alegran al oír su voz, retirándose para que Él tome a la novia, pues sólo a Él pertenece (Jn 3,28-30).
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EPÍLOGO EL CUERPO DE ELÍAS NO SE ENCUENTRA
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La comunidad de los profetas, que se hallan en el otro lado del Jordán, donde ahora pasa Eliseo, solo, sin su maestro, salen a su encuentro, se postran ante él en tierra, y le dicen: -Hay entre tus siervos cincuenta hombres valerosos; que vayan a buscar a tu señor, no sea que el espíritu de Yahveh se lo haya llevado y le haya arrojado en alguna montaña o algún valle. El les dice: -No mandéis a nadie. Pero, como le insisten hasta la saciedad, acepta: -Mandadles. Mandan cincuenta hombres que le buscan durante tres días, pero no le encuentran. Se vuelven donde Eliseo, que se ha quedado en Jericó. Eliseo les dice: -¿No os dije que no fuerais? (2R 2,15-18). Eliseo ha visto cómo su maestro ha sido arrebatado y sabe que nadie encontrará su tumba en la tierra. El carro de fuego, que ha arrebatado a Elías al cielo, aparece en el momento en que acababan de atravesar el Jordán, viniendo desde Jericó (2R 2), es decir, al llegar a las faldas del monte Nebo, el lugar donde concluyó el itinerario de Moisés, de quien el autor del Deuteronomio también confiesa, con admiración y nostalgia, que “hasta sus días nadie ha conocido la tumba” del gran maestro (Dt 34,6). En la carta de Judas se recoge una noticia curiosa, que circulaba en los ambientes judíos. Se comentaba que el arcángel Miguel disputó con el diablo por el cuerpo de Moisés. El diablo desea encerrarlo en la tumba y el arcángel Miguel tiene que pelear con él para trasladarlo al cielo (Judas 9). Elías, obedeciendo órdenes de Dios, que lo envía a Betel, a Jericó, al Jordán, lo separa progresivamente de su pueblo y de su tierra. Los profetas de Jericó contemplan en silencio cómo maestro y discípulo se adentran en otro mundo al cruzar el río. Y en la otra orilla del Jordán Elías, el hombre de Dios, desaparece de la vista de cuantos le miran, incluido Eliseo. Este rapto misterioso suscita la esperanza de su retorno mesiánico o escatológico. En la tradición hebrea se considera a Elías como el predecesor del Mesías. Malaquías, el último de los profetas de nuestra Biblia, cerrando el Antiguo Testamento, termina su mensaje con el anuncio de Elías, que señala con el dedo la llegada del Mesías. La figura de Elías, que vuelve a aparecer en la historia para anunciar la era mesiánica, es como el sello conclusivo de todo el Antiguo Testamento. Malaquías señala la misión del profeta: “He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que venga yo a herir la tierra de anatema” (Ml 3,23-24). La tradición cristiana, en continuidad con la tradición hebrea, habla del retorno de Elías como precursor del Mesías (Ml 3,23-24: Si 48,10; Mc 6,15; 8,28). Y Jesús proclama que el retorno de Elías se ha producido en Juan Bautista (Mc 9,13; Mt 17,12). Juan Bautista, “es Elías que debía venir”. Juan Bautista asume las funciones de Elías (Mt 17,10-13; Lc 1,16-17). En tres ocasiones, Mateo pone a Jesús en relación con Elías: cuando pregunta a sus discípulos qué piensa la gente del Hijo del Hombre (Mt 16,14), en la transfiguración (Mt 17,3) y cuando Jesús grita desde la cruz y su grito es interpretado como una apelación a Elías (Mt 27,47). Lucas tiene otra apelación directa a Elías, cuando Jesús comenta en la sinagoga de Nazaret el texto de Isaías (Lc 4,25-26). Juan se presenta, efectivamente, revestido con el poder de Elías (Lc 1,17). Pero es una realización en forma misteriosa, pues Juan no es Elías (Jn 1,21.25). Los levitas le preguntan si él es el profeta Elías. Y si Juan, con su predicación ardiente como la de Elías, convierte el corazón de los hijos hacia sus padres y el de los padres hacia sus hijos, sin embargo no es quien “apaga la ira de Dios” (Si 48,10). Israel, en el rito de la circuncisión, deja una silla vacía, preparada para Elías, el profeta que llega como mensajero de la alianza con Dios. La circuncisión no es otra cosa que
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el sello de ese pacto. Por ello, generación tras generación, en cada casa de Israel, se conserva el “sillón de Elías”. En la tradición judía se cuenta que los israelitas se circuncidaban todos hasta que se dividieron los dos reinos. Entonces el reino del Norte abandonó el rito de la circuncisión, lo que suponía romper la alianza sellada con Yahveh. Entonces es cuando surgió Elías y, lleno de celo, cerró los cielos para que no enviaran ni rocío ni lluvia a la tierra. Por su celo en defensa de la alianza Dios le prometió bajo juramento: -¡Por tu vida! Israel no practicará la alianza de la circuncisión sin que tú la veas con tus propios ojos. Por esto los sabios de Israel han establecido que se tiene que colocar una sede de honor “para el mensajero de la alianza”, como se llama a Elías. También en la noche de Pascua hay una copa de vino llamada “la copa de Elías”, pues en esa noche se espera al profeta, precursor del Mesías. Esta espera se mantiene viva en toda la celebración dejando la puerta entreabierta para que pueda entrar apenas llegue. Y Elías vuelve y se aparece en la vida de cuantos esperan al Mesías. Como dice E. Wiesell, “el Elías predicador y castigador se ha convertido en el profeta de la consolación”. Así le presenta el Midrash y la devoción popular hebrea. Algo de ello ya se refleja en el Nuevo Testamento, donde se nos dice que algunos ven a Elías en Jesús (Mt 16,14). La tradición hebrea ve en Elías el amigo de los humildes y sencillos y también de los sabios y estudiosos de la Torá, por la que él mostró tanto celo (1M 2,58). Se cuenta en el Zohar Hadash Rut (1,1) que cuando el ángel de la muerte apareció para llevarse a Elías, éste se encontraba conversando con Eliseo acerca de la Torá. Como no le estaba permitido interrumpir esos comentarios, Satanás tuvo que esperar. Entonces, al improviso, un carro de fuego, tirado por caballos de fuego, se interpuso entre Elías y su discípulo. Elías subió a él y fue arrebatado al cielo en un torbellino. Satanás entonces se fue a protestar ante Dios por la fallida muerte de Elías. Pero, antes de que abriera la boca, Dios le dijo: “Antes de hablar quiero que sepas que yo he creado los cielos precisamente para que Elías pudiera subir a ellos”. El ángel de la muerte insistió en que Elías era un hombre como todos los mortales y no era justo que se le hubiera arrebatado. Dios, al fin, permitió un combate entre Satanás y Elías. El profeta venció y pidió a Dios permiso para aniquilar a su adversario. Pero Dios no le otorgó ese permiso, porque la derrota definitiva de Satanás está decretada para el final de los tiempos. Entre las narraciones frecuentes referidas a la fiesta de Pascua están las de los pobres que escriben a Dios para hacerle saber la aflicción que les causa no poder celebrar la fiesta como conviene. Entre estas narraciones, en los archivos de Israel conservados en la Universidad de Haifa, se encuentra la que nos habla de la carta de una niña dirigida al profeta Elías. En una aldea de la costa de Konkhan vivía una familia pobre: padre, madre e hija. No obstante su pobreza no se lamentaban. Cuando se acercaba la fiesta de la Pascua, la familia no contaba con dinero suficiente para comprarse vestidos nuevos, según es costumbre entre los hebreos. La víspera de Pasah, la pequeña pregunta al padre: -Papá, ¿por qué no compramos los vestidos nuevos? Esta noche es Pascua. El padre, disimulando su tristeza, responde: -No te preocupes, hija mía, que el profeta Elías nos enviará vestidos. No necesitamos comprarlos. Entonces la niña decidió escribir al profeta Elías, para explicarle los deseos de su familia. Tomó papel y pluma y escribió: -Por favor, profeta Elías, mándanos para la Pascua: un abrigo para papá; un vestido para mamá y para mí un par de zapatos blancos. Al terminar la carta, preguntó al padre: -Papá, ¿cómo mando la carta, si no conozco la dirección del profeta Elías? Y el padre le respondió:
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-Lánzala por la ventana. El profeta Elías irá a recogerla allí donde caiga. Así lo hizo la pequeña. Lanzó la carta por la ventana justo en el momento en que pasaba por delante un hombre rico. Éste vio el sobre, lo recogió y leyó la carta. Y no lo dudó ni un momento. Se dijo para sus adentros: -Está para comenzar la fiesta. No puedo decepcionar a esta familia y, menos aún, romper la fe de la pequeña. Se fue inmediatamente, compró las tres cosas que pedía la niña y volvió con una gran caja, que dejó en el umbral de la casa de la familia, con un billete: -Feliz fiesta de parte del profeta Elías. Según la tradición judía Elías pasa, en la noche de Pascua, por todas las casas en que se celebra el Seder pascual. En su honor, entre la tercera y cuarta copa, se llena de vino un precioso cáliz destinado al profeta. En ese momento se le abre la puerta para que pueda entrar a beber, si es que la puerta no está ya abierta, como debería ser, ya que todo hebreo piadoso debe esa noche estar dispuesto a acoger a todo el que desee participar de la fiesta. Incluso en tiempos de persecuciones, por lo que se empezó a cerrar la puerta, se abría durante un instante para que pudiera entrar en profeta Elías. Elías pasa el Jordán y sale de la tierra de Israel. Pero Elías no muere, entra vivo en el tiempo de Dios. Y Dios le encomienda que siga ejerciendo en la tierra entera su ministerio como mensajero suyo. M. Buber, termina el drama sobre Elías, con esta investidura de parte de Dios: -Elías, mensajero mío, corre por toda la tierra. Socorre a la humanidad en sus angustias. Toma sobre tus rodillas a todo hijo de Israel en el momento de ser admitido en mi alianza y, cuanto yo te diga para él, repíteselo al oído. A quien toca fondo en su dolor, a todo el que sufre sal a su encuentro. Y, en el alba de mi día, reconcilia a los hijos con sus padres. -Ah, Señor, se ha consumado mi fuerza. -Yo asumo tu debilidad y te doy en cambio mi fuerza. Corre, auriga mío, corre en mi lugar. De Elías se dice que no cometió en toda su vida el menor pecado. Por ello no murió; fue arrebatado directamente al cielo. Según las últimas palabras de Matatías, padre del los Macabeos, “Elías fue arrebatado al cielo por su ardiente celo por la Ley,” (2M 2,58). Así, encumbrado a la gloria, es el gran intercesor ante Dios, que le envía a la tierra a ayudar a los hombres que se hayan en necesidad. Él salva de las situaciones más difíciles a los débiles. Se atribuye también a Elías el oficio de amanuense celestial, que registra las acciones de los hombres y, sobre todo, los esponsales de los israelitas. En relatos talmúdicos se cuenta cómo Elías se aparece a determinadas personas, sobre todo a los rabinos, bajo la forma de hombre o de ángel, estudia con ellos, les aclara cuestiones difíciles, iluminándoles los pasajes oscuros de la Escritura.. Elías está también en la cabecera de la cama de cada moribundo. Está en silencio como simple compañía. Él deseó entrar solo en la muerte, pero Dios no le dejó solo. En el desierto de Berseba, Elías dejó a su criado y él se encaminó solo hasta donde le aguantaron sus fuerzas y allí cayó exánime a la sombra de la retama. Allí esperó la muerte, pero Dios le envió un ángel, que le sostuvo en la agonía y, con el agua y pan que le proporcionó el ángel, venció a la muerte (1R 19,3ss). Al final, por más que ruega a Eliseo que le deje solo, pues desea entrar solo en la muerte, Eliseo se mantiene a su lado y así Elías es arrebatado a la muerte y sube al cielo. Desde entonces él sigue al lado de cada moribundo. La fuerza salvadora de Elías es tan potente que Santiago tiene que recordar a sus oyentes que “Elías era un hombre de igual condición que nosotros” (St 5,17). Era un hombre como nosotros. La fuerza le viene de arriba. Él “oró insistentemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses. Después oró de nuevo y el cielo dio
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lluvia y la tierra produjo su fruto” (St 5,17-18). Si Elías ora se cierra el cielo o se abre, desciende lluvia y rocío o fuego que abrasa. Y, sin embargo, la verdadera fuerza de Elías no está en el poder para cerrar y abrir el cielo o en desafiar y vencer a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Su verdadera fuerza se muestra en la debilidad. Elías que huye, atemorizado por la amenaza de Jezabel, es el profeta cercano a todo hombre amenazado. Elías, cercado de límites, que grita a Dios: “¡Ya basta!”, es el profeta que sostiene a cuantos sienten el vértigo de la desesperación. Elías, que ha llegado al borde de la muerte, perdido y solo en el desierto, es el profeta que tiende la mano a cuantos no saben donde está la derecha o la izquierda, porque se les ha apagado toda luz y se han quedado sin camino. Elías, vulnerable y abatido, que en su humildad confiesa que “no es mejor que sus padres” es el profeta de todos los simples, pecadores y publicanos, prostitutas y desheredados de la tierra. Elías, que ha condenado a sus padres idólatras, al descubrir cómo él “respiraba amenazas y muertes”, “rebosando furor”, como descubrirá un día Pablo (Hch 9,1; 26,11), es el profeta de todos los fariseos alcanzados por la gracia de Dios. Elías, autor de prodigios y milagros, aparece siempre como instrumento, radicalmente limitado e impotente, de Dios, que actúa por él y se sirve de su palabra y hasta de sus pies. Elías, es como Juan Bautista, la voz de otro. La palabra no es él. El es caja de resonancia del silencio de Dios. Por ello, Elías busca no atraer la atención hacia él. Consciente de sus limitaciones, huye, se esconde, se confiesa “no mejor que sus padres”. Abrumado por el anuncio de la sequía o por la promesa de la lluvia, espera angustiado su cumplimiento. Siete veces manda a su siervo que vaya a ver si ve surgir del mar un mínimo indicio de que llega la lluvia (1R 18,43). Elías, el profeta que se enfrenta al rey y a la reina, que desafía a los profetas de Baal, se eclipsa, desaparece, para que se muestre solamente quien cuenta: Yahveh, ante quien está siempre y por cuyo nombre siente un celo que arde en sus entrañas. Es el profeta cuya palabra abrasa como fuego e ilumina como antorcha. El se quema alumbrando al Señor. Juan Bautista, que “vino con el espíritu y poder de Elías” (Lc 1,17), realiza un aspecto de Elías. Pero en realidad Elías es figura de Jesucristo. Algunos del pueblo de Israel pensaban que Jesús era Elías, que había vuelto (Mt 16,4; Mc 6,15; 8,28; Lc 9,8.19). Desde el comienzo de su misión, Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret anunciando que con él llega la salvación de Dios para todos los hombres y no sólo para la casa de Israel. Y cita al profeta Elías enviado a salvar a la viuda de Sarepta: “En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón” (Lc 4,24-26). En el episodio de la transfiguración, Elías se encuentra con Moisés al lado de Jesús, conversando con él (Mt 17,3ss; Mc 9,4s; Lc 9,30s). La resurrección del hijo de la viuda de Sarepta aparece casi como guión del milagro que realiza Cristo con la viuda de Naín (Lc 7,11-16). Elías, con su oración, hace bajar fuego del cielo; Jesús no implora un fuego vengador (Lc 9,54), pero sí un fuego nuevo, el del Espíritu Santo (Lc 12,49). En el monte de los Olivos, Jesús es confortado por el ángel de Dios (Lc 22,43), como lo había sido Elías en el desierto. Elías que, al ser arrebatado al cielo, entrega a Eliseo dos partes de su espíritu, es figura de Cristo, que después de su ascensión al cielo, derrama el Espíritu Santo sobre sus discípulos (Lc 24,51). Elías, “un hombre semejante a nosotros” (St 5,16ss), es el gran intercesor, que prefigura a Cristo “en pie ante el Padre como nuestro intercesor” (Rm 8,34). Y como prueba de que Dios ha conservado siempre un resto en Israel, Pablo cita el diálogo entre Dios y Elías: “Dios no ha rechazado a su pueblo, en quien de antemano puso sus ojos. ¿O es que ignoráis lo que dice la Escritura acerca de Elías,
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cómo se queja ante Dios contra Israel? ¡Señor!, han dado muerte a tus profetas; han derribado tus altares; y he quedado yo solo y acechan contra mi vida. Y ¿qué le responde el oráculo divino? Me he reservado 7.000 hombres que no han doblado la rodilla ante Baal. Pues bien, del mismo modo, también en el tiempo presente subsiste un resto elegido por gracia” (Rm 11,2-5). “Si queréis admitirlo, él es Elías, el que iba a venir. El que tenga oídos para oír que oiga” (Mt 11,15). Es la frase de Jesús, que comenta San Jerónimo: “Juan es llamado Elías, porque vino con el espíritu y el poder de Elías y tuvo la misma gracia y plenitud del Espíritu Santo (Lc 1,17). Además, Elías y Juan son iguales en cuanto a la austeridad de vida y al rigor de la doctrina. Aquél en el desierto, éste en el desierto; aquél se ceñía con un manto de piel y éste tenía un cinturón de la misma especie. Aquél por haber censurado al rey Ajab y a Jezabel su impiedad, se vio obligado a huir; éste por haber denunciado la unión ilícita de Herodes y Herodías es decapitado (Mt 14,3-11). Algunos piensan que Juan es llamado Elías porque, según el profeta Malaquías, Elías precederá la segunda venida del Salvador y anunciará al Juez que viene, y eso mismo es lo que hizo Juan en la primera venida. Ambos son mensajeros, uno de la primera venida del Señor y el otro de la segunda”. Así, pues, Elías, más allá del tiempo, permanece vivo para anunciar la llegada del Mesías y, según la tradición cristiana, para preparar la venida gloriosa de Cristo en la plenitud de la historia (Cf Ap 11,3ss). Y ahora, entre las dos venidas, Elías, arrebatado al cielo, se ha transformado en el amigo y compañero de quienes sienten la carencia de amistad, de quienes necesitan consuelo y esperanza. Al que encuentra sumido en dudas, tentado por la incredulidad, le ofrece la luz de unas certezas firmes; al vagabundo, desarraigado de todos y de todo, le ofrece un poco de luz y calor en un albergue de viajeros. Al sabio, que investiga y no halla la solución de un enigma le hace encontrar un maestro; al poeta que no encuentra inspiración le visita con un sueño maravilloso, que refresca su fantasía. Sus visitas inesperadas son una sorpresa reconfortante como la visita que le hizo a él el ángel en Berseba. Es por los siglos el profeta consolador, que ayuda y, cuando menos, sufre y llora con los desconsolados. Es difícil reconocerle por sus apariencias. Se camufla de la forma más impensable. Como ejemplo, es significativo el caso de los soldados romanos que un día perseguían a Rabbi Meir. Cuando estaban a punto de atraparlo, le vieron girar en una esquina y desapareció de su vista. En toda la calle, por donde el Rabbi había entrado, sólo había una prostituta que arrastraba a un pobre infeliz. No, no podía ser el Rabbi ese que estaba en los brazos de una prostituta. Y así dejaron de perseguirlo. No les pasó por la mente que era el profeta Elías travestido de prostituta para salvar a Rabbi Meir. ¿Cómo es posible que el profeta de la ira se haya transformado en el profeta de la consolación? ¿Pero es cierto que se ha dado ese cambio radical en Elías? Se volvemos nuestra mirada a la Escritura y la releemos con atención podemos darnos cuenta de que Elías era duro e inflexible son los reyes y potentes, pero no con los pobres. Elías se mostró siempre amable con los sencillos, con las viudas y los huérfanos. Fue siempre defensor de los pobres. Fue implacable con Jezabel y sus profetas, pero se mostró tierno y compasivo con el niño enfermo o muerto. Su última y definitiva tarea es, según la Escritura, “reconciliar el corazón de los padres con sus hijos y el corazón de los hijos con su padres; no sea que venga yo a herir la tierra de anatema” (Ml 3,23-24). Elías, profeta de la reconciliación de los hijos con los padres y que evita que la tierra sea castigada, es figura de Cristo, que viene a reconciliar a los hijos con el Padre (Rm 5,10-11) y a dar la vida para la salvación de todos los hombres (Mt 20,28). Elías, que en Juan Bautista es precursor de Cristo, es también figura de Cristo. El final de la historia de Elías corresponde plenamente a la vida de Cristo, elevado al cielo (Lc 24,51), desde donde volverá (Hch 1,9-11). Mientras esperamos su vuelta, su espíritu reposa
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sobre sus discípulos (2R 2,1-5; Hch 1,8). Es Jesús el profeta de los últimos tiempos. Él sube a los cielos y está a la derecha del Padre, siempre dispuesto a ayudarnos (Rm 8,34; Hb 7,25). Jesús es el que ha venido, viene y volverá. El frío precoz de la noche de otoño me envuelve, despertando recuerdos, ilusiones, deseos lejanos nacidos a la lumbre del hogar. El retumbar de los truenos hace vibrar la ventana, donde estoy apoyado contemplando el cielo nublado y, tras los truenos, me ciega el relámpago con su claridad quebrada y súbita. La lluvia cae a mares durante toda la noche y al amanecer sigue cayendo una fina llovizna, que empapa los huesos. Unos ojos dulces e inocentes, como los de un cervatillo, me miran desde hace un buen rato, sin desviarse ni un momento a otra parte. El tañido de las campanas marca las horas y el ritmo de la vida del monasterio. Las campanadas pausadas de mediodía o del atardecer para recordar el rezo del Ángelus son distintas de las campanadas que doblan a muerto o las que vuelan en la víspera de las fiestas. Su repique alegra o entristece el aire que me envuelve, según el anuncio que hace. Hace tan sólo unos sábados que he llegado y he aprendido a distinguir los toques de campana lo mismo que yo soy ya conocido en toda la región. Si miro atrás el corazón se me ablanda con las emociones, personas y acontecimientos que han quedado a mis espaldas. Me cubro el rostro con un velo para que nadie note la sombra que nubla mi mirada. Me duele tener que dejar a Fray Eliseo, o ¿a Elías?
NOTA BIBLIOGRÁFICA J. ACKERMAN, Elijah. Prophet of Carmel, Washington 2003 (Con una completa y actualizada bibliografía)
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L. ARNALDICH, Libros históricos del Antiguo Testamento, en Biblia Comentada, Madrid 1961 C. BALZARETTI, I libri dei re, Roma 2002 M. BUBER.- E. WIESEL, Elia, Milano 1998. J. M. CARRASCO, Libros de los Reyes, en Comentario al Antiguo Testamento I, Madrid 1997 S. EFRÉM, Elia, en A.G. HAMMAN, Temi e figure bibliche, Napoli 1986 C. ESTIN, Feste e Racconti ebraici, Roma 1991 S. GAROFALO, Il libro dei re, Torino 1956 A. GONZÁLEZ NÚÑEZ, Profetas, sacerdotes y reyes en el antiguo Israel, Madrid 1969 M. MASSON, Elia, L’appello del silencio, Bologna 1993 A. MELLO, La passione dei profeti, Magnano 2000 L. MONLOUBOU, Profetismo y profetas, Madrid 1971 A. NEHER, La esencia del profetismo, Salamanca 1975 M. PÉREZ FERNÁNDEZ, Los capítulos de Rabbi Eliezer, Valencia 1984 G.F. RAVASI, I libri dei re, Bologna 1994. A. ROLLA, Libri dei re, Roma 1989 VARIOS, Elie le prophéte selon les Ecritures et les traditions chrétiennes, París. Bruges 1956. VARIOS, Los santos del Carmelo, Madrid 1982
ÍNDICE PRÓLOGO 3 1. UN POCO DE HISTORIA 7
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2. ELÍAS DECRETA LA SEQUÍA 15 3. LOS CUERVOS Y EL TORRENTE KERIT 21 4. LA VIUDA DE SAREPTA 23 5. EL DUELO DEL CARMELO 29 6. EL RUMOR DE LA LLUVIA 37 7. LA HUIDA A BERSEBA 41 8. EL CAMINO ES DEMASIADO LARGO PARA TI 45 9. POR EL DESIERTO AL HOREB 49 10. EN LA CUEVA DEL HOREB 53 11. TEOFANÍA DEL HOREB 57 12. EN OTOÑO EL VIENTO SOPLA SUAVE 63 13. DEL HOREB AL DESIERTO 67 14. LA VIÑA DE NABOT 73 15. SEÑOR DE LAS MOSCAS 79 16. DESCENDIMIENTO AL JORDÁN 83 17. ELISEO HEREDERO DE ELÍAS 87 EPÍLOGO: EL CUERPO DE ELÍAS NO SE ENCUENTRA NOTA BIBLIOGRÁFICA 101
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