Elementos de Ciencia Política Vol.1 - Marcelo Mella

November 12, 2020 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Marcelo Mella

ELEMENTOS DE CIENCIA

POLÍTICA Volumen 1

Conceptos, actores y procesos

RIL editores bibliodiversidad

Elementos de Ciencia Política

Marcelo Mella

Elementos de Ciencia Política Volumen 1

Conceptos, actores y procesos

320.5 M

Mella, Marcelo Elementos de Ciencia Política / Marcelo Mella. – – Santiago : RIL editores, 2012. 278 p. ; 21 cm. ISBN: 978-956-284-911-1 1

ciencias política. 2 filosofía política.

Elementos de Ciencia Política Primera edición: septiembre de 2012 © Marcelo Mella, 2012 Registro de Propiedad Intelectual Nº 220.164 © RIL® editores, 2012 Los Leones 2258 7511055 Providencia Santiago de Chile Tel. Fax. (56-2) 2238100 ÀˆJÀˆi`ˆÌœÀiðVœ“ÊUÊÜÜÜ°Àˆi`ˆÌœÀiðVœ“ Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

“«ÀiÜÊi˜Ê …ˆiÊUÊPrinted in Chile ISBN 978-956-284-911-1 Derechos reservados.

Dedico este libro a Juan Mastrantonio y María Teresa Cobos (Q.E.P.D.), por la dedicación puesta en su trabajo académico y por haberme ayudado, en aquellos años, a creer que era posible…

Índice

Introducción............................................................................. 11 I. Transformaciones Culturales y Políticas Dos significados de la crisis ..................................................... 30 Heteronomía de la política ...................................................... 35 Pérdida de centralidad............................................................. 37 Reestructuración de la visión del tiempo histórico................... 39 Desplazamiento de los límites.................................................. 40 Extensión de los mercados a ámbitos no económicos .............. 41 Auge de la cultura audiovisual ................................................ 42 Valores y desempeño democrático........................................... 45 II. Conceptos fundamentales Los significados de la política .................................................. 53 El poder: enfoques duales y triádicos....................................... 55 El poder como concepto performativo .................................... 59 Dispersión semántica del concepto de democracia................ 60 Evolución de la idea de Estado............................................. 77 Globalización como proceso (des)controlado....................... 88 III. Actores políticos Partidos políticos..................................................................... 95 Concepto y características.................................................... 95 Evolución histórica .............................................................. 97 Sistemas de partido ............................................................ 114 Grupos de interés, presión y acción colectiva ........................ 124 Elites políticas ....................................................................... 139 La integración horizontal ................................................... 146 La integración vertical........................................................ 147 Movimientos sociales ............................................................ 154 Paradigma de la movilización de recursos (Resource Mobilization Theory, RMT) .............................. 155

Paradigma identitario o de los nuevos movimientos sociales.......................................................... 159 Nuevas convergencias ........................................................ 162 Medios de comunicación....................................................... 168 Teoría de los efectos profundos y duraderos ...................... 169 Teoría de los efectos selectivos ........................................... 172 Sociedad civil y ciudadanía.................................................... 177 Ciudadanía desde las instituciones ..................................... 177 Ciudadanía desde las prácticas extra institucionales........... 182 IV. Procesos políticos Modernización ...................................................................... 192 Autoritarismo........................................................................ 200 Transición desde el autoritarismo.......................................... 211 Gobernabilidad ..................................................................... 217 Consolidación democrática y democratización...................... 226 Dilemas emergentes de la democratización: inestabilidad, desviación e informalidad................................ 236 Inestabilidad ...................................................................... 236 Informalidad ...................................................................... 240 Desviación ......................................................................... 243 Palabras finales....................................................................... 251 Bibliografía ............................................................................ 257

Introducción

Más allá de cualquier pesimismo contingente, debemos reconocer que algunas cosas han ocurrido distinto a como se habían pensado. Si se hubiera preguntado a un ciudadano cualquiera, en la década de 1980, sobre las razones para luchar por el restablecimiento de la democracia en América Latina, es probable que entre estas se encontrara la construcción de una ciudadanía más justa y democrática. Acá debiéramos entender que «justa» y «democrática» suponen interés y compromiso con los asuntos públicos, o aquello que los autores republicanos llaman «virtudes cívicas» (Pocock, 2008). A decir verdad, poco de esto ha ocurrido, en nuestro país y en la región, durante los últimos años. Considerando datos de estudios de opinión pública, hoy sabemos que el entusiasmo despertado por la democracia como idea-mito en la década de 1980 ya no se mantiene, aunque tampoco se observa un patrón de mayor inestabilidad de los regímenes democráticos. El castigo más bien parece ser la indiferencia o desafección frente a los asuntos públicos y la política formal. Por ejemplo, de acuerdo a los datos de Latinobarómetro para el año 2009, frente a la pregunta «qué no se puede dejar de hacer para ser ciudadano» la gran mayoría de los encuestados sostuvo «votar» (75,2 %) y un porcentaje significativamente menor sostuvo que era «participar en organizaciones políticas» (13,2 %). Cabe hacer mención que el porcentaje correspondiente a «participar en organizaciones políticas» expresa, en ciertos casos, niveles extremos de desvalorización de las estructuras políticas formales (Bolivia 8,9 %, Chile 6,8 %, El Salvador 5,9 %, México 9,2 %, Nicaragua 8,1 %, Perú 9,4 % y Uruguay 9,6 %). En consideración a lo extendido de este diagnóstico existen, a lo menos, tres explicaciones en uso. La primera –bastante fatalista– consistiría en la creencia que la apatía ciudadana que 11

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se observa crecientemente constituye un rasgo «esperable» y «normal» de los regímenes democráticos. Esto sería así debido a que la democracia coexiste con ciertos niveles de elitismo y especialización de la función pública que haría improductiva, ineficaz e incluso disfuncional la participación amplia. Por tanto, habría que considerar la falta de participación y compromiso «cívico» como un rasgo normal derivado del funcionamiento adecuado de las instituciones democráticas. Joseph Schumpeter, en un pasaje bastante conocido de Capitalismo, Socialismo y Democracia, declara: «Los votantes fuera del parlamento deben respetar la división del trabajo entre ellos y los políticos elegidos. No deben retirar su confianza tan fácilmente entre una y otra elección y deben comprender que, una vez que han elegido a un individuo, la acción política ya no es asunto suyo» (Schumpeter, 1952: 295). Desde una perspectiva muy distinta, pero coincidente en el valor del desinterés ciudadano por la política formal, Phillippe Braud en El jardín de las delicias democráticas, identifica tres principios que limitan la compatibilidad de la voluntad popular con la democracia moderna: La indiferencia política afecta directamente la legitimidad del régimen democrático solo en la medida en que aquella produce una participación electoral excesivamente escasa. (…) Cuanto más numerosos son los auténticos indiferentes que toman el camino de las urnas, más estabilizada estará la vida política, es decir, regulada en un sentido poco innovador. (…) Cuanto más se politizan los indiferentes de manera intensa y duradera, más tensionada se hace la vida política (Braud, 1994: 29).

Una segunda explicación sostiene que no hay motivación para la participación o la acción colectiva orientada al cambio, cuando existe un régimen democrático legitimado por intereses creados, no solo entre la elite, sino también entre sectores de la clase media y de bajos ingresos. Norbert Lechner (1986) señala que un sistema de dominación es efectivo si logra responder a las demandas sociales de seguridad y orden. Si esto ocurre, el proceso social sería «calculable y predecible» y los sujetos comprometerían su voluntad mediante «pequeñas acciones cotidianas» en la consolidación del orden establecido (Lechner, 1986: 51). De este modo, la construcción de un sentido colectivo (y también individual) aparece como un desafío que los ciudada-

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nos deben enfrentar, sin relatos preexistentes, en un contexto de alta competitividad y exigencia individual. Bajo este enfoque, los mecanismos para la generación de intereses creados y las nuevas formas de trabajo capitalistas serían factores que explicarían el debilitamiento de la acción colectiva. Richard Sennett llamó a esta incapacidad de los sujetos para proyectarse colectivamente en visiones de largo plazo, en el contexto de sociedades capitalistas, «corrosión del carácter». ¿Cómo decidimos lo que es de valor duradero en nosotros en una sociedad impaciente y centrada en lo inmediato? ¿Cómo perseguir metas a largo plazo en una economía entregada al corto plazo? ¿Cómo sostener la lealtad y el compromiso recíproco en instituciones que están en continua desintegración o reorganización? Estas son las cuestiones relativas al carácter que plantea el nuevo capitalismo flexible (…). En la actualidad, el término flexibilidad se usa para suavizar la opresión que ejerce el capitalismo. Al atacar la burocracia rígida y hacer hincapié en el riesgo se afirma que la flexibilidad da a la gente más libertad para moldear su vida. De hecho, más que abolir las reglas del pasado, el nuevo orden implanta nuevos controles, pero estos tampoco son fáciles de comprender. El nuevo capitalismo es, con frecuencia, un régimen de poder ilegible (Sennett, 2000: 9-10).

La tercera explicación en uso sobre la pasividad y falta de compromiso cívico de la ciudadanía en democracia subraya la contribución de los «intelectuales orgánicos» en la generación de una cultura unidimensional. En este punto se acentúa el papel de las ciencias sociales y otros saberes institucionalizados en la legitimación de la democracia, como un sistema provisto de mecanismos de control o atenuación frente al riesgo de «inflación ideológica». Siguiendo a Javier Santiso se puede sostener que, durante las dos últimas décadas del siglo XX, se producen en América Latina dos procesos simultáneos e interrelacionados: las transiciones a la democracia y las reformas hacia el mercado. Desde un punto de vista epistémico e ideológico estos procesos poseen –según Santiso– un marco general, el paso de la utopía al posibilismo; el surgimiento de la «economía política de lo posible». Proyectando a nivel sociológico esta interpretación se podría sostener que las elites económicas han conseguido, durante este tiempo, «moderar» a las elites políticas, consiguiendo que estas últimas se «aten al mástil» de las instituciones 13

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fiscales que han construido para vencer la tentación del populismo y las «políticas de lo imposible» (Santiso, 2006: 4). En gran medida, ese vuelco político y económico ha estado acompañado de un cambio epistémico. Las políticas económicas puestas en práctica son reflejo de un enfoque más pragmático, una economía política de lo posible. La historia de las Américas parece haberse bifurcado en algún momento hacia finales del siglo pasado. Es cierto que perdura la búsqueda de la utopía. En algunos países, los gobernantes siguen soñando con fórmulas mágicas y exaltaciones líricas. Estas se transforman en otros tantos realismos trágicos y en dolorosas caídas, como lo atestiguan las recientes experiencias de varios países de la región, arrasados por recesiones inéditas. Y cuando se empeñan en tomar atajos para evitar el largo y sinuoso camino de las reformas graduales, estos desembocan en otros tantos callejones sin salida (Santiso, 2006: 3).

El autor sostiene que estos desplazamientos han producido un gigantesco cambio en la gramática del pensamiento económico y político de la región en la dirección del «consenso democrático», la «consolidación institucional», la «desregulación económica» y la «apertura comercial» (Santiso, 2006: 11-12). Sin embargo, se podría objetar, el paso del utopismo al posibilismo también ha significado el desplazamiento de la democracia como un fin en sí misma, vale decir, como un objetivo último e idea límite para la acción política. Este desplazamiento ha contribuido, según algunos autores, al empobrecimiento de la experiencia democrática, al divorcio entre procesos y resultados y, finalmente, a la pérdida de atención sobre su dimensión deontológica (Whitehead, 2011: 28-31). Las ciencias sociales no económicas, por su parte, en variados casos han logrado penetrar lo institucional, ya sea definiendo el horizonte de lo posible en los procesos de transición a la democracia, dando forma al nuevo Estado post-autoritario en América Latina o mediante la colocación de profesionales y expertos en ámbitos relevantes de decisión. El lado oculto de este proceso ha sido la adaptación de las ciencias sociales como saberes funcionales frente a las estructuras de poder vigentes. Ives Dezalay y Bryant Garth argumentan que el enfrentamiento Este-Oeste, con ocasión de la Guerra Fría, contribuyó a modificar los saberes in14

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crustados institucionalmente y, de manera consiguiente, a los Estados latinoamericanos democráticos post-autoritarios (Dezalay y Garth, 2002: 153-174). En especial, estos autores se refieren al rol desempeñado por la Ford Foundation durante los años setenta y ochenta, financiando activamente el desarrollo de las ciencias sociales en centros académicos tales como CEBRAP en Brasil, CEDES en Argentina y FLACSO en Chile. Dichas actividades de financiamiento tenían como finalidad última la construcción de saberes en el ámbito de las ciencias sociales que tuvieran alta capacidad de adaptación frente a la economía de mercado y con un compromiso esencial con la democracia liberal, el pluralismo y el reformismo político. Según lo afirmado por un politólogo destacado del Brasil, las inversiones de la Fundación Ford durante las décadas de los 70 y 80 en el campo de la ciencia política, contribuyeron a la gestación de un cambio extraordinario. Una nueva generación de politólogos formados al modo estadounidense hizo que la ciencia política se volviera más rigurosa, metodológicamente más avanzada y más orientada hacia los derroteros marcados en los Estados Unidos. El marxismo fue puesto en segundo plano, mientras que los nuevos politólogos dejaban a un lado –en palabras de uno de ellos– el desgastado y obsoleto enfoque de Bélgica y Francia. El conocimiento y las herramientas basadas en las pautas estadounidenses fueron cada vez más importantes en los debates brasileños al igual que en las transiciones hacia la democracia y el Estado liberal (Dezalay y Garth, 2002: 166).

En Chile, las ciencias sociales no económicas y, en especial, la ciencia política, no han aumentado significativamente desde 1990 su aporte disciplinar y conceptual en la toma de decisiones, ni tampoco han sido factores detonantes de la discusión sobre las reformas estructurales pendientes. Sabemos que el rol que las ciencias sociales jugaron antes de 1973 en nuestro país estuvo marcado por una alta capacidad de influencia en el proceso político pero, al mismo tiempo, por su alta dependencia de la política partidaria. Después de 1990, las ciencias sociales chilenas se han caracterizado por una mayor autonomía respecto de los partidos, por una considerable sofisticación metodológica pero, al mismo tiempo, por un disminuido vigor teórico y una muy discutible contribución al diseño e implementación de políticas. Paradojalmente se podría argumentar, 15

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sin temor a ser calificado de excéntrico, que durante el régimen autoritario de Pinochet, en particular en el transcurso de la década de 1980 y en el marco de severas restricciones a las libertades públicas, las ciencias sociales no económicas alcanzaron su mayor capacidad para influir en el proceso político. Los centros académicos de la oposición reformista a Pinochet lograron el doble objetivo de redefinir lo posible en términos programáticos y estratégicos y, del mismo modo, modificar las estructuras del sistema político (Mella, 2008). Esta producción de conocimiento social y político desde los centros académicos vinculados a la oposición reformista chilena introdujo elementos ideológicos centrales del giro reformista del socialismo internacional y divulgó experiencias europeas de convergencia y concertación política. Aunque desde el punto de vista conceptual, los autores de esta tradición se conectaban nítidamente (aunque no exclusivamente) con ciertas corrientes del reformismo cosmopolita de raíz socialdemócrata y con autores representantes en la actualidad del mainstream politológico anglosajón; como Samuel Huntington, Seymour Martin Lipset, Õ>˜Êˆ˜â]ʘ̅œ˜ÞÊ œÜ˜Ã]Ê`>“Ê*ÀâiܜÀΈ]Êœ˜Ê ÃÌiÀÊÞÊ*…ˆllipe Schmitter, entre otros; desde el punto de vista de sus trayectorias profesionales se trataban mayoritariamente de outsiders. Intelectuales que actualmente son reconocidos como parte del clero disciplinar en la ciencia política fueron formados en la ingeniería, el derecho o la sociología. Pero, al mismo tiempo, estos intelectuales fueron, desde la década de 1980 y en algunos casos desde antes, actores relevantes de la lucha contra la dictadura de Pinochet, por tanto, insiders desde la perspectiva del proceso político. El carácter ambivalente de este clero, generada bajo la dictadura militar y los primeros años de transición, ha sido analizado largamente en un libro anterior titulado metafóricamente Extraños en la noche (Mella, 2011b). Restablecida la democracia en Chile, la ciencia política ha conquistado un aceptable nivel de desarrollo y autonomía, manifestado principalmente en el desarrollo de investigación académica y una explosiva expansión de la oferta de pregrado. Sin embargo, a la fecha esta disciplina no ha consolidado un campo profesional distinto a la academia (docencia e investigación) y carece aún de incidencia en la discusión, el diseño y la implementación de políticas1. 1

Esta incapacidad disciplinar para influir sobre las instituciones y el proceso político en las últimas décadas se produce para Chile en paralelo a la

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Cabría preguntarse si esta estructura de producción de conocimiento logrará responder a los desafíos que enfrenta el país y la región. Sabemos que, desde la recuperación de la democracia en gran parte de América Latina el clero de la disciplina, o se desempeña en labores gubernamentales, o ingresa a los claustros universitarios. En este último caso, la ciencia política ha experimentado una fuerte expansión de la oferta en formación de pregrado en el mundo de las universidades privadas, con una débil discusión respecto de caminos para la profesionalización disciplinar. Tanto aquellas disciplinas comprometidas y subordinadas a las lógicas político-partidarias, como aquellas disciplinas que resistieron desde las «catacumbas» la represión de la dictadura, son actualmente parte de nuestro pasado. Todo esto nos lleva a la discusión acerca del valor efectivo y el impacto científico, social y político de estos saberes frente a los desafíos presentes de América Latina. Las complejidades del desarrollo de las ciencias sociales en Chile permiten advertir la magnitud de los desafíos futuros en estas áreas del conocimiento. Nuestro trabajo no persigue dar solución a estos problemas. No podría ser esta, por cierto, una ambición sensata para un texto académico. Tampoco pretende recorrer, en toda su complejidad y sofisticación, el estado del arte de la ciencia política en ninguno de sus temas. Simplemente nos interesa compartir la indagatoria parcial, realizada desde mi experiencia como profesor universitario, acerca de caminos posibles (y, a mi entender, necesarios) para el desarrollo de la disciplina; esto es, problematizar expansión de la oferta universitaria en el área. Según datos del Servicio de Información de Educación Superior (SIES) durante el año 2008 se titularon en Chile 143 estudiantes de la carrera de Ciencia Política, lo que, si se suma a los egresados de áreas profesionales colindantes como Administración Pública, eleva el número de egresados a 443. Si se proyecta esta información en un lapso de 10 a 15 años, la situación de empleabilidad de los egresados de Ciencia Política en Chile podría llegar a ser preocupante. Más aún si esta expansión en la oferta de la disciplina se acompaña con la ausencia de una meta-reflexión respecto de cuáles debieran ser los problemas o líneas de investigación priorizadas, así como también sus alternativas de institucionalización y profesionalización. En el mejor de los casos, la ciencia política chilena ha constituido «narratividad» para alimentar el debate público, con cierta inclinación panegírica respecto del «modelo chileno». Pareciera ser que, en este caso, la penetración en lo institucional ha implicado más penetración personal (mayormente por credenciales sociales o partidarias) y menos penetración disciplinaria, más expansión de la formación universitaria con exiguo desarrollo del campo profesional.

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desde la ciencia política respecto a temas socialmente relevantes sobre la base de que la dirección en que se desarrolla nuestro campo podría significar su alejamiento de las preocupaciones concretas. Mediante esta contribución modesta esperamos colaborar a redefinir el lazo de la ciencia política con las prácticas en Chile y América Latina; agotados los desafíos derivados del proceso de transición a la democracia. En especial, nos importa contribuir a generar contenidos, estrategias y aproximaciones para una mejor comprensión de la política y los asuntos públicos en nuestra región, para, de esta manera, acortar la distancia entre la experiencia social y el saber disciplinar «canónico». Emprendemos esta tarea animados por algunas creencias que operan como aprioris. Inicialmente, la idea de que el pensamiento y los conceptos contribuyen a definir la realidad social, vale decir, las ideas pueden influir sobre las prácticas (performatividad) o, como dicen los filósofos pragmáticos, sería posible «hacer cosas con palabras». En seguida, suponemos que no existe otro modo de aproximarnos al mundo de la acción y los procesos políticos si no es considerando los conceptos elaborados por los actores como categorías situadas histórica, social y políticamente. Como dirían nuevamente los mismos autores señalados, existe una intención nacida de la posición enunciativa del actor que permite interpretar los significados y comprender la acción. Sin un estudio de esta intención o «fuerza ilocutiva» de los actores, cualquier aproximación al lenguaje disciplinar puede alejar aún más a las audiencias del trabajo académico. Asimismo, buscamos aprovechar la experiencia académica como el punto de partida para un trabajo tendiente a sentar las bases de una ciencia política sin autorreferencia y en diálogo con los asuntos públicos. Especialmente nos importa fortalecer el diálogo interdisciplinario orientado a la historización de la ciencia política y la politización de la historiografía. La historia de la ciencia política no es ni ha sido sencilla. Nada siquiera parecido a un desarrollo lineal y acumulativo. Desde la creación de su matriz teórica moderna ha sufrido progresivos desmembramientos que han redefinido su objeto y, por ende, su función social. Una primera fisura o desmembramiento fue desatado por la economía política desde la segunda mitad del siglo XVIII, en adelante. Si bien para autores tan relevantes como Adam Smith, la economía política aparece dependiente de la política, ello no se mantendrá en el futuro inmediato, pues

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corrientes entonces emergentes, como los fisiócratas ingleses, defienden la autonomía, espontaneidad y automatismo de la economía respecto a otros campos de la vida social (Prelot, 1994: 30-31). Un segundo espolonazo a la ciencia política lo infiere la fundación disciplinar de la sociología, durante la primera mitad del siglo XIX. Anterior a Augusto Comte, autores como el alemán Robert von Mohl y el historiador francés Henri Hauser habían diferenciado el campo social del campo político, siendo compuesto el primero «por las instituciones, las costumbres o los comportamientos no organizados directamente por el poder (…)» (Prelot, 1994: 34). Finalmente, la última gran invectiva se fragua desde el estudio del derecho que concibe a la ciencia del derecho público como el conocimiento propio del Estado, relegando a la ciencia política a la condición de un saber inferior «indigna de las cátedras universitarias» y semejante a «literatura de periódico» (Prelot, 1994: 43). A lo largo del siglo XX la ciencia política ha transitado desde un primer momento caracterizado por la existencia de una «teoría residual», como resultado de los intentos de absorción o desmembramiento de su objeto por nuevos saberes disciplinares (Prelot, 1994: 44-50), hasta una situación de expansión carente de unidad disciplinar (Almond, 1995). Gabriel Almond, en un contexto de crecimiento y creciente institucionalización, sostiene que la ciencia política se ha convertido en una disciplina fragmentada, dado que, existiendo un relativo acuerdo acerca del objeto disciplinar, adolece de falta de consenso sobre métodos y lenguaje comunes. En este sentido, dicho autor habla de una disciplina segmentada en «múltiples escritorios». Más recientemente, Giovanni Sartori en Where is Political Science Going? y César Cancino en La muerte de la ciencia política, han levantado la idea de una desorientación de la disciplina. Esta pérdida de sentido misional, a juicio de estos autores, se explicaría por el academicismo y la alta especialización cuantitativa que ha conducido a la disciplina a estudios sofisticados en lo metodológico, pero triviales e insignificantes frente a las problemáticas políticas y sociales de nuestro tiempo (Cancino, 2008: 7). Cancino sostiene: La ciencia política, por su parte, debería liberarse de su obsesión metodológica, de las presunciones de su ideología cientificista, de su imposible aspiración a la neutralidad valorativa, de su débil sensibilidad por la historia y

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el cambio social. Con todo, la ciencia política no debería renunciar a su lección de rigor y claridad conceptuales, ni disminuir su vocación por la indagación empírica sobre la política, si esto significa, una vez abandonados los prejuicios positivistas, actividad de información, documentación y estudio comparativo de los sistemas políticos contemporáneos, sin la cual no se construye alguna teoría política digna de tal nombre (Cancino, 2008: 267).

A diferencia de Cancino, sostengo la creencia de que la solución frente al extravío de la disciplina no se encuentra en la recomposición de la investigación con alguna forma de metateoría, sino más bien en el encuentro con el planteamiento de problemas políticamente relevantes que permitan abrir nuevas rutas para la investigación. Estos problemas conciernen, en lo principal, a los modos en que se construyen y deconstruyen las relaciones de poder, ya sea en el ámbito institucional o extrainstitucional, a nivel subnacional, nacional o internacional. Para abordar esta tarea resulta ingenuo y estéril reclamar autonomías disciplinares y, al mismo tiempo, pretender superar la condición de futilidad en la que se encuentra atrapada buena parte de la investigación politológica. Como se podrá apreciar en los deferentes apartados de este trabajo, nuestro enfoque se aproxima a la tradición conocida como institucionalismo histórico, puesto que nos importa comprender el funcionamiento de las estructuras políticas a partir de sus condiciones históricas de posibilidad. En este punto nos remitimos a lo señalado por Paul Pierson y Theda Skocpol para explicar el contenido de esta tradición: Tres rasgos importantes caracterizan a la comunidad institucionalista histórica en la ciencia política contemporánea. Los institucionalistas históricos abordan cuestiones amplias, sustantivas, que son inherentemente de interés para públicos diversos, así como para otros intelectuales. Para desarrollar argumentos explicativos sobre resultados importantes o enigmas, los institucionalistas históricos toman en serio al tiempo, especificando secuencias y rastreando transformaciones y procesos de escala y temporalidad variables. Los institucionalistas históricos, asimismo, analizan contextos macro y formulan hipótesis sobre los efectos combinados de instituciones y procesos, en vez de examinar una sola institución o proceso por vez. Si se considera a estos tres rasgos en su conjunto (agendas

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sustantivas, argumentos temporales y atención a contextos y configuraciones), se podrá observar que dan cuenta de un enfoque institucionalista histórico reconocible que realiza contribuciones poderosas a la comprensión del gobierno, la política y las políticas públicas por parte de nuestra disciplina (Pierson y Skocpol, 2008: 9).

Asumimos que la historia interviene de modo relevante en la trayectoria de los procesos y la racionalidad de los actores (Path Dependence); ya sea manteniendo el status quo como modificando los modus operandi de las instituciones en ciertas coyunturas críticas. Nos interesa también, a través de este trabajo, superar los límites estrictos de la institución como objeto, rasgo que identifica los estudios en nuestro campo disciplinar, abordando como objetos posibles «cuestiones de fondo» y comportamientos extrainstitucionales en contextos de complejidad. Buscamos contribuir al análisis macro y meso de conceptos, actores y procesos políticos, en el entendido que estos niveles de exploración facilitan trabajar en perspectiva histórica sin abandonar los aspectos sustantivos, los contextos y la dimensión cultural de la vida política menospreciada por constituir, aparentemente, parte de la realidad «blanda». Sin embargo, sostenemos que solo es posible reencontrarnos con una mirada comprensiva y rigurosa en lo metodológico, orientada al estudio de cuestiones sustantivas, si la investigación se sitúa en referencia a problemas con valor social. Leonardo Morlino señalaba, en un reciente Congreso de ALACIP, que una razón para justificar la expansión de la ciencia política en América Latina era que esta disciplina permitía «salvar vidas contribuyendo a diseñar e implementar buenas políticas». Creemos que una disciplina que se desarrolla de manera autorreferida en la academia y evoluciona desprovista de «cables a tierra», difícilmente estará a la altura de esa misión. A lo largo de este trabajo queremos explotar las contradicciones internas de la ciencia política; mostrando al lector las alternativas de enfoque más que los acuerdos metodológicos alcanzados; los viejos temas con respuestas pendientes, más que los temas de moda. Particularmente, queremos centrarnos en dos grandes oposiciones que se puede observar en los estudios políticos; por una parte la díada institucional / informal y, en segundo término, la díada estructura / agencia. La primera oposición (institucional vs. informal) permite incluir de modo variable las contribuciones de las diferentes ramas del institucionalismo y los 21

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temas o problemas –tales como la corrupción y el clientelismo– analizados por autores generalmente localizados en la sociología o en comunidades de la ciencia política de orientación emic que se ocupan de fenómenos que expresan desviación frente a lo institucional. En cambio, la segunda oposición se centra en el viejo dilema estructura vs. agencia y está representada por dos escuelas, los holistas y los individualistas metodológicos. Siguiendo a Peter Burke, los holistas o estructuralistas se caracterizan por creer que «las acciones específicas se encuentran insertas en un sistema de prácticas sociales», mientras que los individualistas metodológicos se definen por su inclinación a reducir lo social a lo individual (Burke, 1993: 184). Cuadro Nº 1 Enfoques alternativos en ciencia política /ŶƐƟƚƵĐŝŽŶĂů Estructura

Agente

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Fuente: Elaboración propia.

Otro asunto que buscamos relevar en este libro (y que, en este caso, nos pone en tensión con el institucionalismo histórico) corresponde a las diferentes maneras de representar el cambio, en las ciencias sociales en general pero, en especial, en la ciencia política. Usualmente se acostumbra a distinguir entre dos «paradigmas»: el modelo que analiza el cambio como un proceso gradual, acumulativo y endógeno (modelo spenceriano) y el modelo que representa el cambio como conflicto y ruptura revolucionaria (modelo marxista). Esta última perspectiva introduce correcciones fundamentales respecto del primer modelo, debido a que acepta los procesos regresivos y los factores exógenos como elementos de la explicación (Burke, 1993: 203-244). Se entiende, en general, que el enfoque spenceriano explica el cambio como proceso automático (determinado) y el enfoque marxista, en tanto modelo correctivo, introduce mecanismos para la explicación del cambio como proceso intencional. Al menos así lo han creído los marxistas analíticos. La conocida frase de Marx: «Los hombres hacen la historia, pero no en circunstancias de su propia elección», muestra la 22

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complejidad y ambigüedad que adquieren los debates estructura vs. agente y cambio social como proceso automático o como proceso intencional. Jon Elster ha analizado dos perspectivas antagónicas en relación a estos problemas, el modelo biológicoevolutivo (selección determinista) y el modelo intencional (elección racional). El autor sostiene que la especificidad del sujeto social consiste en su creencia en el entorno como totalidad cambiante y en la capacidad del sujeto para diseñar estrategias indirectas. La elaboración de estas últimas supone que el sujeto puede establecer sus preferencias y definir sus elecciones, considerando cambios probables en el contexto futuro. A esta capacidad Elster le llama de maximización global, que distingue de la maximización local propia de la adaptación evolutiva. Podemos decir que al crear al hombre, la selección natural se ha trascendido a sí misma. Este salto implica una transición de la adaptación no intencional, sea local o accidentalmente global, a la adaptación intencional y deliberada (Elster, 1989: 35).

En consecuencia, la capacidad del actor para transcender los mecanismos de adaptación no intencional sería una posibilidad de explicar la contradictoria frase de Marx que hemos citado; y la maximización global de tipo intencional, el salto cualitativo que explica el surgimiento de la racionalidad estratégica del tipo «un paso atrás, para dar dos pasos adelante» o, como lo llama Elster en su libro Ulises y las sirenas, la lógica de «atarse al mástil». Ulises no era por completo racional, pues un ser racional no habría tenido que apelar a ese recurso; tampoco era, sencillamente el pasivo e irracional vehículo de sus cambiantes caprichos y deseos, pues era capaz de alcanzar por medios indirectos el mismo fin que una persona racional habría podido alcanzar de manera directa. (…) atarse a sí mismo es un modo privilegiado de resolver el problema de la flaqueza de voluntad; la principal técnica para lograr la racionalidad por medios indirectos (Elster, 1989: 66-67).

Nos hemos visto en la necesidad de elaborar este libro en tres entregas, sin pretensión de incluir exhaustivamente la totalidad de las ramas de la ciencia política. Más bien nos interesa reorientar la disciplina hacia ciertos énfasis que, creemos, 23

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vitalizarán la convergencia de la investigación con los asuntos públicos. En el primer volumen nos ocuparemos del estudio de conceptos, actores y procesos, con una preocupación más bien teórica. El segundo volumen tratará del conflicto como objeto, con el propósito de reparar el, a nuestro juicio, injustificado alejamiento de este tema de las agendas de investigación disciplinar. Y en el tercer volumen queremos abordar el estudio comparativo de las instituciones y las políticas públicas. Mediante estos tomos esperamos ayudar a revertir tendencias que, en nuestra opinión, limitan la institucionalización de la ciencia política, a saber: la distinción entre teoría política y ciencia política; el énfasis con implicancias normativas a favor de la estabilidad y el control sobre la sociedad; y la fuerte tendencia estadocéntrica que aún persiste. A lo largo de este primer volumen, dedicado al estudio de conceptos, actores y procesos, analizaremos cuatro temas. En primer lugar se estudiarán –a grandes rasgos– algunas de las transformaciones culturales que han redefinido el carácter de la política contemporánea. Con especial detención abordaremos seis giros que modifican la posición y la relación de la política con otros campos normativos. Probablemente, el proceso más importante aquí corresponde a la pérdida de centralidad de la política frente al conjunto de campos que configuran la experiencia subjetiva en la modernidad tardía. Por otra parte, en esta sección se discutirá la vigencia, para el análisis político, de los esquemas materiales y postmateriales. En segundo término se explorarán conceptos fundamentales para la disciplina, pensando en un diálogo con la historiografía y otros saberes próximos de las humanidades y las ciencias sociales. Durante este apartado se discutirá acerca de los conceptos de poder, política y lo político, centrándonos en lo que llamamos enfoques diádicos y tríadicos para el estudio de las relaciones de poder. Luego se reconstruirá, a grandes rasgos, el debate acerca de los conceptos de democracia y Estado. Para el primer caso nos interesa mostrar cómo un concepto que se ha instalado en el sentido común contemporáneo posee una alta complejidad y polisemia, proveniente de su carácter histórico. En cuanto a la noción de Estado, nos importa mostrar su evolución histórica y los cambios de significado que contradicen cualquier pretensión de universalidad. También en relación al Estado, y su evolución proyectada a futuro, se presentarán

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claves del debate que enfrenta las estructuras de poder estatales y las estructuras de poder «cosmopolita». En tercer lugar se estudiarán los conceptos básicos y las lógicas específicas de los actores políticos situados desde lo institucional a lo social. Para esta sección abordaremos el análisis de los partidos políticos, las asociaciones de interés, los movimientos sociales, los medios de comunicación y la ciudadanía. Un propósito central consiste en establecer criterios para comparar las lógicas o «racionalidades» de los diferentes actores, bajo la creencia general que la racionalidad instrumental se puede aplicar como categoría heurística común a cualquiera de estos. En este espacio se presentarán cada uno de los contenidos ordenados desde lo institucional a la dimensión informal, como estrategia para abordar nuevas dimensiones de la actividad política que se encuentran, habitualmente, al margen de los estudios más tradicionales de ciencia política. Además, existe un cierto sesgo en relación a aplicar conceptos en casos latinoamericanos, debido a que nuestra posición enunciativa podría contribuir a generar una mayor contrastación de teoría. Finalmente, en cuarto lugar se analizarán procesos políticos relevantes que han marcado las estructuras político-institucionales en las últimas décadas en las sociedades occidentales y, muy especialmente, en sociedades latinoamericanas. Este capítulo pasa revista a procesos tales como la modernización, las transiciones a la democracia, la consolidación democrática y la nueva inestabilidad política observada en años recientes. En relación a estos procesos suponemos que, aunque en las últimas décadas se observa un predominio de la ética de la responsabilidad o, como diría Jon Elster, de la política de «atarse al mástil», ese desplazamiento ha determinado una crisis que implica «tocar techo» en los procesos de institucionalización. De acuerdo a los argumentos presentados, seguir avanzando en la institucionalización en Chile o América Latina, por ejemplo, supone profundizar el sentido de la innovación y la reforma de las instituciones políticas. En este último apartado nuestro interés consiste en mostrar aquellos procesos tendientes a producir mayor institucionalización y estabilidad pero que, paradojalmente, mantiene a una importante cantidad de ciudadanos en situaciones de informalidad, ya sea por desafección o persistencia de racionalidad contra-adaptativa.

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I Transformaciones culturales y políticas

Es posible que el diagnóstico más aceptado frente a la política contemporánea sea que esta se encuentra en crisis (Berger y Luckmann, 1996; Lechner, 2002). Tal afirmación tiene su respaldo en el distanciamiento y malestar de los ciudadanos frente a las instituciones y la democracia, en la desvalorización de la política como campo normativo, en las crecientes dificultades para construir sentido a nivel colectivo y en el desfase de las instituciones y estructuras políticas tradicionales, entre otras manifestaciones. Por otra parte, la permanencia de una «zona gris» (Auyero, 2007) conformada por múltiples modalidades de relaciones informales que complejizan el funcionamiento de las estructuras formales, ha erosionado la justicia como valor público ­,>܏Ã]ÊÓääÈ®ÊÞʏ>ÊVœ˜w>˜â>Ê`iʏ>ÊVˆÕ`>`>˜‰>Êi˜Ê>ÃÊV>«>Vˆ`>`iÃÊ institucionales (Rosanvallon, 2007). Alain Touraine sostiene que la «crisis de la política» es la cara de un proceso más amplio, a saber, la «crisis de la modernidad». Para este autor: «La fuerza liberadora de la modernidad se agota a medida que esta triunfa» (Touraine, 1994: 93). En el principio de esta crisis se encuentra la desconexión entre un saber social, que se define como prisionero de la racionalidad instrumental, y de una acción modernizadora generadora de desconfianza (Touraine, 1994: 96-97). ¿Es todavía liberadora esa invocación en la gran ciudad iluminada día y noche, en la que las luces que parpadean atraen al comprador o le imponen la propaganda del Estado? La racionalización es una palabra noble cuando introduce el espíritu científico y crítico en esferas hasta entonces dominadas por las autoridades tradicionales y la arbitrariedad de los poderosos; pero se convierte en un término temible cuando designa el taylorismo y los otros métodos de organización del trabajo que quebrantan la autonomía profesional de los obreros y lo someten a ritmos y a mandatos supuestamente científicos pero que no son más que instrumentos puestos al servicio de las utilidades, indiferentes a las realidades fisiológicas,

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psicológicas y sociales del hombre que trabaja» (Touraine, 1994: 93).

Particularmente, Touraine señala que la crisis de la modernidad se caracteriza por la fragmentación de la sociedad en cuatro ámbitos de acción: sexualidad, consumo, empresa y nación. Son estas cuatro fuerzas las que generarían, en las sociedades modernas, una experiencia social crecientemente fragmentada. La forma de controlar estas tendencias centrífugas estaría dada por un equilibrio contingente entre estas fuerzas (antimodernas) y la racionalidad instrumental (generadora de acción modernizadora), tal como se aprecia en el siguiente cuadro. La hegemonía de una de las fuerzas o de la racionalidad instrumental causaría malestar, erosión de la sociedad y pérdida de un modelo cultural coherente. Touraine sostiene al respecto: «El agotamiento de la modernidad se transforma pronto en un sentimiento angustioso por la falta de sentido de una acción que ya no acepta como criterios sino los de la racionalidad instrumental» (Touraine, 1994: 94). Cuadro Nº 2 Cuatro dimensiones de riesgo en la modernidad ;ĂƉŝƚĂůŝƐŵŽͿ

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Fuente: Giddens (1994: 106).

Dos significados de la crisis A modo de simplificación didáctica diremos que la noción de crisis puede entenderse principalmente de dos formas; en un sentido estricto, como decadencia o fin y; en un sentido amplio, como proceso de pérdida de sentido. En su primera acepción, la crisis consiste en romper el funcionamiento de un sistema. Esta perspectiva destaca la idea de decadencia o fin, por la cual la crisis sería expresión de una situación terminal o epifenómeno. Se entiende que en una situación terminal lo típico es que una estructura o un sistema no puedan ser mantenidos en su funcionamiento rutinario y deban cambiar 30

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o ser sustituidos. A esta mirada corresponde, obviamente, la explicación marxista sobre el quiebre y la superación del sistema capitalista, así como las interpretaciones de la teoría crítica y la

ÃVÕi>Ê `iÊ À>˜ŽvÕÀÌ°Ê iÃ`iÊ œÌÀ>Ê «iÀëiV̈Û>]Ê -ii}iÀ]Ê -i˜œÜÊ y Ulmer (1998) establecen también que las crisis poseen cuatro rasgos en tanto epifenómeno: i) son inesperadas, ii) crean incertidumbre, iii) son percibidas como amenazas para los objetivos de la organización o el sistema, y iv) producen cambios. En la segunda acepción, la crisis corresponde a la pérdida de significados y sentidos por ausencia de metarrelatos, cuyo principal efecto es la generación de incertidumbre. Bajo esta última significación, Antonio Gramsci sostiene que existe crisis «cuando lo que tiene que morir no muere y lo que tiene que nacer aún no nace». Aunque en Gramsci subyace la idea de que la crisis corresponde a la erosión de la capacidad de un bloque dominante para mantener su posición hegemónica (por tanto se alude a una situación terminal), resulta más relevante su idea de que la crisis es una situación contingente donde todavía no se ha consolidado un nuevo proyecto hegemónico (por tanto, lo que predomina es una situación de indeterminación respecto del futuro). Igualmente, Ortega y Gasset (1940) entiende que la crisis se produce cuando existe un declive de un sistema de creencias básicas aún no reemplazadas. En palabras suyas: Hay crisis histórica cuando el cambio de mundo que se produce consiste en que al mundo o sistema de convicciones de la generación anterior sucede un estado vital en que el hombre se queda sin aquellas convicciones, por tanto sin mundo. El hombre vuelve a no saber qué hacer, porque vuelve a de verdad no saber qué pensar sobre el mundo (Ortega y Gasset, 1956).

Corresponde, entonces, a la propia modernidad desplegar o no las condiciones particulares que hacen posible la tarea de la construcción social de sentido. La creciente expresión de la crisis como ausencia de sentido colectivo no sería un problema intencional, de voluntad o un efecto indeseado, muy por el contrario, sería el propio ethos del proyecto liberal lo que explicaría la erosión de marcos referenciales y el surgimiento de la anomia social (Dahrendorf, 1990). En esta perspectiva, Peter Berger y Thomas Luckmann (1996) han sostenido que la modernidad y la democracia liberal, en la medida que consolidan su proyecto 31

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cultural, generan una erosión del sentido colectivo que tensiona al sujeto individual en su búsqueda de un lugar en la historia. Berger y Luckmann señalan: Para juzgar de qué manera pueden ser contrarrestadas las crisis de sentido de las sociedades modernas, es fundamental advertir que dos características estructurales muy distintas de la sociedad moderna tienen consecuencias muy distintas. La diferenciación estructural de la función (y su organización instrumentalmente racional en la economía, la administración y el sistema jurídico) y el pluralismo moderno son algunas de las precondiciones para disfrutar de la larga lista de ventajas que las sociedades modernas pueden ofrecer a sus miembros: la prosperidad económica y la seguridad, no solo material sino también psíquica, que proporcionan un Estado benefactor sometido al imperio del derecho y una democracia parlamentaria. Las mismas características estructurales son, sin embargo, responsables además de que las sociedades modernas ya no tengan que desempeñar la función antropológica básica que todas las sociedades han cumplido (a saber, la generación, transmisión y conservación de sentido) o, al menos, de que las sociedades modernas ya no realicen esta tarea con el mismo grado de éxito relativo con que lo hicieron otras conformaciones sociales anteriores. Las sociedades modernas pueden contar con instituciones especializadas para la producción y transmisión de sentido, o pueden haber permitido el desarrollo de las mismas, pero ya no son capaces de transmitir o de mantener a nivel global sistemas de sentido y de valores destinados a toda la sociedad. La estructura de las sociedades modernas, junto con la riqueza y otros beneficios, también crea las condiciones para la aparición de crisis de sentido subjetivas e intersubjetivas (Berger y Luckmann, 1996: 47).

Sostener la centralidad política de la crisis supone creer, como Ulrich Beck, que las sociedades modernas producen, por su propia dinámica, los problemas que tienen que solucionar. Este autor distingue dos tipos de problemas generados por la modernidad como proceso; el riesgo y la incertidumbre. El riesgo sería aquel conjunto de amenazas, generalmente producidas por la naturaleza, que el hombre no puede controlar y que afectan el fiel cumplimiento de las metas de la acción intencional. La incertidumbre, en cambio, sería aquellas amenazas o externali32

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dades que, aunque indeterminadas, han sido producidas por el hombre y su acción racional. Anthony Giddens llama a esta última externalidad (incertidumbre) producida por el avance de la modernidad, «incertidumbre fabricada». En uno de sus trabajos más célebres titulado, Ensayo sobre la ceguera, José Saramago aborda el problema de la ausencia de coordenadas de sentido en las sociedades modernas, fenómeno profundizado con la caída de los socialismos reales a fines de la década de 1980: El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una desgracia, Dígame donde vive, por favor, al mismo tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como si la falta de visión hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió, Nada, Hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como esta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no sabrá cuando el semáforo se pone en rojo (Saramago, 2000: 11-12).

La expansión de las externalidades y amenazas es un proceso inverso a la capacidad de generar control sobre el medio a partir del uso de la razón. Así, la racionalización ha quedado en un sitial de sospecha en su capacidad de producir efectos intencionales y de controlar las condiciones que rodean la decisión. Por ejemplo, Jon Elster, en Tuercas y tornillos (1989: 95-103) esquematizó la estructura de la acción racional, sus condiciones de posibilidad y sus consecuencias típicas. Describe la acción racional como un tipo de acción originada en un conjunto de deseos (preferencias) y en el marco de ciertas condiciones u oportunidades que la hacen posible. Bajo este esquema, la acción racional produciría tres tipos de efectos. En primer lugar, los resultados intencionales, esto es, cuando la acción genera los efectos definidos a priori. En segundo lugar, los efectos no intencionales (ENI) 33

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que producen cambio de deseos, como ocurre en el mecanismo de adaptación de preferencias conocido como «uvas amargas». Finalmente, efectos no intencionales (ENI), que producen cambio de oportunidades. Cuadro Nº 3 Estructura de la acción racional

Fuente: Elster (1989).

Desde el punto de vista de la extensión o limitación de la acción racional no solo se juega la capacidad de control sobre las externalidades en la acción, sino también la radicalidad de los valores de la cultura moderna. De acuerdo a la radicalidad de la racionalización entendida como capacidad crítica, Ulrich Beck distingue dos momentos en la evolución del proyecto de la modernidad. En primer lugar la llamada modernidad simple, que corresponde a una fase caracterizada por la racionalización de la tradición. Se trata de orientar la razón crítica frente a instituciones, estructuras y valores considerados tradicionales o, en un sentido más laxo, irracionales. Como efecto de esta dimensión de la modernidad se desarrolla, en lo político, la lucha contra el Antiguo Régimen en sus diversas formas (institucional o cultural), cuya expresión más nítida son las llamadas revoluciones liberales en Europa y Estados Unidos. También dentro de esta dimensión se encuentran las revoluciones de emancipación en América Latina durante el siglo XIX. No obstante, la lucha contra el Antiguo Régimen o la tradición también se expresa, en la cultura contemporánea, en el debate público sobre temas de alta significación ética (aborto, muerte asistida, despenalización del consumo de drogas, etc.). En segundo lugar, la modernidad reflexiva corresponde a la racionalización de la racionalización y, por tanto, posee una dimensión epistémica. Para este caso, la razón crítica se orienta a cuestionar los fundamentos conceptuales y episté34

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micos que hacen posible conocer y tocar las bases del propio proyecto ilustrado. Se trata de un aspecto de la modernidad donde predomina la crítica frente a la capacidad constructiva y, en consecuencia, el optimismo ilustrado es reemplazado por el escepticismo radical. Una consecuencia de este momento es la percepción pesimista frente a los proyectos colectivos o la percepción social extendida de que «las cosas no pueden cambiar» («corrosión del carácter» en Richard Sennett y «naturalización de lo social» en Norbert Lechner). Para analizar la crisis del proyecto moderno, Norbert Lechner (2002) identifica, por lo menos, seis grandes giros en los significados de la actividad política, a saber: i) reaparición de principios externos que guían la actividad política, ii) pérdida de centralidad de la política, iii) reestructuración del tiempo histórico, iv) desplazamiento de los límites de la política, v) extensión de los mercados a ámbitos no económicos, y vi) auge de la cultura audiovisual. Para este propósito Lechner, retomando los conceptos de Beck como elementos transversales en su análisis, distingue un momento de modernidad simple, en el que se manifiestan los rasgos clásicos del proyecto ilustrado y, un segundo momento que llama de modernidad reflexiva, en el que se expresa radicalmente el sentido de la crisis contemporánea.

Heteronomía de la política Durante los inicios de la modernidad la sociedad abandonó todo principio externo de legitimación. Si la política pre-moderna estuvo fundada en Dios o la naturaleza, durante la modernidad se transformó en un campo o sistema autorreferido. El pensamiento político moderno, con autores como Juan Bodino y Nicolás Maquiavelo, enfatizó la autonomía y el carácter privilegiado de la normatividad política frente a otros campos normativos. El «paradigma del Príncipe» mostraba no solo su autonomía de la política, sino su preponderancia frente al conjunto de la sociedad. En el famoso capítulo XV de El Príncipe, Maquiavelo detalla los alcances de esta noción de autonomía aplicada a la política: Resta ver ahora cómo debe portarse el príncipe con los súbditos y con los amigos. Como sé que muchos han escrito sobre esto, dudo que no se achaque a presunción si me alejo, sobre todo al tratar de esta materia, de las re-

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glas dadas por otros. Pero intentando escribir cosas útiles para quienes las entienden, me ha parecido preferible ir en derechura a la verdad efectiva del asunto que cuidarme de lo que puede imaginarse sobre él. Muchos concibieron repúblicas y principados jamás vistos y que nunca existieron. Hay tanto trecho de como se vive a como debiera vivirse; que quien renuncia a lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende más bien lo que le arruinará que lo que le preservará. El hombre que quiera hacer en todo profesión de bueno, cuando le rodean tantos malos, correrá a su perdición. Por ello es necesario que el príncipe, si desea mantenerse en su estado, aprenda a no ser bueno, y a servirse o no de esa facultad a tenor de las circunstancias (Maquiavelo, 1971: XV).

Con la llegada de la modernidad reflexiva o postmodernidad, de algún modo la política pierde autonomía y vuelve a estar referida a otros campos sociales. El paso desde teorías de la gobernabilidad (orientadas a generar control político mediante vínculos verticales de mando-obediencia) a teorías de la gobernanza (orientadas a generar control político mediante vínculos horizontales y a la refundación del pacto social) y el énfasis en la democratización como extensión de los mecanismos para garantizar transparencia y rendición de cuentas, podrían constituir buenos ejemplos de esta lógica. Pierre Rosanvallon sostiene que la pérdida de autonomía de la política se expresa también en la masificación de la desconfianza como principal síntoma de las democracias contemporáneas. Los fenómenos de mayor referencialidad de la política respecto de otros sectores (pérdida de autonomía) y la creciente desconfianza frente a lo público, se aprecian claramente en América Latina durante las últimas décadas. Frente a la pregunta de si se gobierna para los grupos poderosos o para el bien de todo el pueblo, el Informe Latinobarómetro 2009 muestra que solo en los casos de Uruguay y Panamá esta última opción obtiene más del 50 % de las respuestas afirmativas (Cuadro Nº 4). Aunque para el total de la región el promedio de aquellos que responden «para el bien de todo el pueblo» ha subido desde un 24 % a un 33 %, entre los años 2004 a 2009, todavía una amplia mayoría (16 de 18 países) sostiene que la democracia no ha conseguido romper con la concentración elitista del poder.

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Cuadro Nº 4 Cuadro izquierda: Total América Latina 2004-2009 / Cuadro derecha: Totales por país 2009 Pregunta: «Diría Ud. que su país está gobernado por unos cuantos grupos económicos en su propio beneficio, o que está gobernado para el bien de todo el pueblo». * Aquí solo «Para el bien de todo el pueblo».

Fuente: Latinobarómetro 2004-2009.

Pérdida de centralidad La política durante la modernidad simple consistió en la acción voluntaria cuya expresión típica fue la «Razón de Estado» maquiavélica. Sin embargo, la condición de la política durante la modernidad reflexiva supone la acción en torno a redes políticas, acuerdos horizontales y construcción de mayorías, más que en la toma de decisiones por actos de autoridad o expresión de principios. Si durante la modernidad clásica el fin justificaba los medios, en la modernidad reflexiva los actores negocian para decidir lo posible, motivo por el cual se puede sostener que, en las democracias actuales, la elección de los medios modela los fines de la política. De fondo a estas transformaciones se encuentra el paso desde una política generada en base a la voluntad, los principios y la toma de posición, hacia una política centrada en los medios, las consideraciones estratégicas y las «ventanas de oportunidad» que hacen posible una decisión. Por otra parte, si los fines aparecen subordinados a los medios, en las sociedades contemporáneas la política pierde valor como campo normativo orientado a la «construcción» del orden social. La desvalorización o pérdida de centralidad de la política puede estar vinculada a la pérdida de propósitos colectivos y a 37

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la percepción generalizada de que «las cosas no van a cambiar». Ambos fenómenos se expresan cotidianamente en el descenso del valor que se otorga a la política y lo público, en la privatización de la política formal mediante la persistencia del clientelismo y en la incomprensión creciente de las funciones de la institucionalidad estatal. Esta desvalorización de la actividad política se confirma, para el caso de América Latina, en los datos de Latinobarómetro 2009. Si se considera que la democracia constituye la expresión más extendida de política institucional en la región, sorprende que a veinte años de consolidada la «tercera ola» los ciudadanos muestren, cada vez más, indiferencia o rechazo frente al sistema democrático. Cuadro Nº 5 Cuadro izquierda: Total América Latina 1995-2009 / Cuadro derecha: Totales por país 2009. Pregunta: Algunas personas dicen que la democracia permite que se solucionen los problemas que tenemos en (país). Otras personas dicen que la democracia no soluciona los problemas. ¿Cuál frase está más cerca de su manera de pensar? Aquí solo «Algunas personas dicen que la democracia permite que se solucionen los problemas que tenemos en (país)».

Fuente: Latinobarómetro 1995-2009.

Como se observa en el cuadro N° 5, casi un 50 % de los encuestados cree que la democracia permite la solución de los problemas de cada país (el 50 % restante tiene la opinión contraria), siendo este nivel de expectativas constante desde 1995 a 2009, como aparece en la figura de la izquierda. Más de la mitad de los 38

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países de la región, en cambio, sostienen que la democracia no permite alcanzar dichas soluciones. Paradojalmente, el país que expresa mayor confianza en la centralidad de la democracia (Venezuela) es visto, por una gran cantidad de especialistas, como una anomalía.

Reestructuración de la visión del tiempo histórico Durante la modernidad clásica la política estaba volcada hacia el futuro, inspirada en la creencia en un progreso sostenido. Su objetivo, durante esta fase del desarrollo ideológico occidental, era decidir metas y conducir de modo constructivista el proceso social. J.G. Fichte, en Los caracteres de la edad contemporánea (1805), expresa con claridad esta subjetividad optimista respecto del devenir histórico: La vida de la especie humana no depende del ciego azar, ni es, como superficialmente se deja oír harto a menudo, en todas partes igual a sí misma, de suerte que haya sido siempre como ahora es y siempre haya de permanecer así, sino que va marchando y corre hacia delante según un plan fijo, que tiene que cumplirse necesariamente y, por tanto, es seguro que será cumplido. Este plan es este: que la especie se desarrolle en esta vida con libertad hasta llegar a ser la pura imagen de la razón (Artola, 1979: 549).

La modernidad reflexiva, en cambio, diluyó la fe en el progreso conforme la ambivalente experiencia histórica acumulada en el siglo XX, que mostraba los «avances» pero, del mismo modo, los «estancamientos» y las «regresiones» producidas por la razón ilustrada, principalmente luego de las dos guerras mundiales. En consecuencia, el futuro no se asocia hoy con una idea optimista de progreso «necesario», más bien aparece como oportunidad y riesgo, o simple manejo de contingencias. F. Fukuyama manifiesta en El fin de la historia, a pesar del tono optimista general del libro, una aproximación ambivalente frente al futuro: La experiencia del siglo XX ha hecho muy problemáticas las afirmaciones de que el progreso se basa en la ciencia y la tecnología, pues la capacidad de la tecnología de mejorar la vida humana depende en alto grado de un

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progreso moral paralelo del hombre. Sin este progreso moral, el poder de la tecnología se utilizará para fines malos y la humanidad se encontrará peor que antes (Fukuyama, 1992: 33).

Desplazamiento de los límites Durante la modernidad simple la política estableció sus propios espacios o campos. Desde una perspectiva sociológica, fue entendida como un campo de sujetos especializados y competentes para desarrollar una práctica profesional específica. Sus trayectorias o carreras personales estaban claramente definidas por la práctica del militantismo desde la juventud, la adhesión a cuerpos doctrinarios específicos y la capacidad para sortear los costos de entrada impuestos por las organizaciones partidarias para limitar el acceso a ellas. Desde una perspectiva espacial, con la Paz de Westfalia, en 1648, la política moderna fue entendida como un conjunto de prácticas situadas en el marco del Estado-nación. La visión general señalaba que la principal estructura de poder eran los Estados y la soberanía constituía un valor y una capacidad absoluta frente a cualquier otra forma de poder institucionalizado. En cambio, durante la modernidad reflexiva la política se entiende como un campo donde los sujetos encargados de «hacer la política» se guían, preferentemente, por criterios de factibilidad «técnica» o «macroeconómica». Aparecen nuevos sujetos como los policy makers y los technopols, generalmente economistas o ingenieros con escasa experiencia en la vida partidaria y con altas credenciales académicas que sustituyen a los políticos profesionales, tradicionalmente de formación jurídica y con una trayectoria convencional en el militantismo. Corresponden también al nuevo tipo de políticos los outsiders, sujetos que entran a la política formal con un capital construido en otros campos sociales (empresa privada, mundo de la cultura, deportes, etc.). Desde una perspectiva espacial, la política en la modernidad reflexiva define sus límites en correspondencia con la expansión de la globalización como proceso. Por esta razón la soberanía no constituye, en la actualidad, ni un valor ni una capacidad absoluta de los Estados frente a poderes locales o estructuras de gobierno cosmopolita. Esta erosión en la capacidad monopólica del Estado de ejercer el poder dentro de un territorio se observa en una gran variedad de temas, que van desde decisiones de política macroeconómica a los derechos humanos. 40

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Para Anthony Giddens la globalización consiste en el trastrocamiento de las nociones de tiempo y espacio por la introducción de nuevas tecnologías. En consecuencia, la política se explica cada vez mejor en referencia a las interacciones, distribuciones de poder, alianzas y coaliciones, asimetrías y estructuras institucionales propias de la globalización. Como señala Josep Colomer en Grandes imperios, pequeñas naciones, este nuevo contexto hace posible un mayor grado de competitividad entre estructuras de poder situadas en distintos niveles, desde lo local a lo cosmopolita.

Extensión de los mercados a ámbitos no económicos Como ya se ha visto, durante la modernidad simple la política se organizó en el contexto más general de diferenciación de campos sociales. La religión, la economía y la política, entre otros ámbitos, establecieron sus propias lógicas normativas que les dieron especificidad e hicieron posible un cierto progreso en cada uno de estos sectores. Respecto de este proceso de diferenciación, la modernidad reflexiva implicó cierta regresión, debido a que distintas lógicas sectoriales extendieron su influencia sobre la política. Dentro del fenómeno de extensión del mercado sobre la política identificamos, conceptualmente, dos dimensiones. Por una parte, la mercantilización de la política contemporánea supone que el dinero, los poderes económicos devenidos en fácticos, el liderazgo y el clientelismo son cada vez más importantes para «hacer política». Por otra parte, desde una perspectiva epistémica, la ciencia política y los estudios políticos parecen condicionar, en buena medida, su status de cientificidad a la importación de categorías heurísticas provenientes de la economía, el neoinstitucionalismo y la teoría de la elección pública (public choice). La dependencia de la disciplina respecto `iÊ>Õ̜ÀiÃÊVœ“œÊœÃi«…Ê-V…Õ“«iÌiÀÊ­£™xÓ®]ʘ̅œ˜ÞÊ œÜ˜ÃÊ (1957), James Buchanan (Buchanan y Tullock, 1999), Kenneth ÀÀœÜÊ ­ÀÀœÜÊ ÞÊ ,>ޘ>Õ`]Ê £™n™®]Ê i˜ÌÀiÊ œÌÀœÃ]Ê `>˜Ê VÕi˜Ì>Ê `iÊ ese fenómeno. En América Latina, dicha imbricación entre la política y la economía se expresa también a nivel subjetivo. Los datos de Latinobarómetro muestran la incidencia de las condiciones estructurales de la economía (crecimiento PIB per cápita) para el desarrollo de opiniones favorables a la democracia en la región 41

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(satisfacción con la democracia), lo que, por defecto, revela la complejidad del proceso de consolidación e institucionalización a partir de factores políticos. La economía tiende a ser factor de la política institucional de diversos modos. Menos frecuente, en cambio, resulta el proceso inverso. Cuadro Nº 6 Satisfacción con la democracia y crecimiento PIB per cápita América Latina 1995-2009 Pregunta: En general, ¿diría Ud. que está muy satisfecho, más bien satisfecho, no muy satisfecho o nada satisfecho con el funcionamiento de la democracia? Aquí solo «Muy satisfecho» más «Más bien satisfecho» y «No muy satisfecho» más «Nada satisfecho».

Fuente: Latinobarómetro 1995-2009

Auge de la cultura audiovisiual Resulta suficientemente conocido el hecho de que la política moderna (modernidad simple) consideró a los medios de comunicación como parte fundamental en la destrucción del Antiguo Régimen y la construcción de la democracia liberal. Autores pertenecientes al liberalismo clásico como John Stuart Mill (1951; 2008), Alexander Hamilton, James Madison y Richard Jay en los Federalist Papers (1994), junto a diversos escritos redactados durante las revoluciones de emancipación en América Latina, permiten apreciar la importancia que tuvo la prensa para la edificación de las nuevas repúblicas.

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Francois-Xavier Guerra señala, en su Modernidad e Independencias, que: Hablar de la revolución como mutación cultural radical, lleva consigo inmediatamente el interrogarse sobre los lugares en que la mutación se produce, los hombres que la experimentan en primer lugar y los medios y ritmos con que la mutación se transmite a otros lugares y a otros grupos sociales. Dentro de esta problemática, es también inevitable que nos plateemos las condiciones previas que hacen o no hacen posible la difusión de las mutaciones. Entre estas condiciones figuran en un lugar predominante tanto la alfabetización como la imprenta. Estos dos últimos campos no pueden ser considerados solamente como cuestiones que remitirían a una pura historia de la cultura, sino que afectan, de hecho, a la historia política (Guerra, 1993: 275).

En cambio, la política en la modernidad reflexiva ha mirado con creciente sospecha el rol de los medios frente a la democracia. El punto de quiebre, sin duda, lo constituye la experiencia histórica de la prensa como mecanismo de propaganda al servicio de sistemas de dominación totalitarios. Al respecto, Theodor Adorno, en Ensayos sobre la propaganda fascista (2005) señala: «La actividad proselitista, antes que por la exposición de ideas y argumentos, pretende actuar sobre los mecanismos inconscientes de las personas. No solo la técnica oratoria de los demagogos fascistas es de naturaleza astutamente ilógica y seudo-emocional, lo peor es que los programas de políticos de acción concreta, ni sus postulados, ni ninguna idea definida desempeñan un papel relevante en comparación con los estímulos psicológicos dirigidos al auditorio» (Adorno, 2005: 7-8).

œ˜Ìi“«œÀ?˜i>“i˜Ìi]Ê >ۈ`Ê°Ê-Ü>˜Ãܘʅ>ÊÃiš>>`œÊµÕiÊ los medios de comunicación generan tres grandes efectos disfuncionales sobre la democracia: i) un marcado negativismo, dado que los medios exacerban el escándalo y las noticias vinculadas al mal funcionamiento de las instituciones; ii) la personalización, puesto que la política contemporánea equivale cada vez más a imágenes o elementos de liderazgo carismático y menos a definiciones programáticas; y iii) desincronía de los tiempos, debido a que la política democrática posee un tiempo, determinado por la labor parlamentaria, que aparece como más lento que el tiempo instantáneo, situado en el aquí y ahora, de los medios de comunicación masiva (Muñoz-Alonso y Rospir, 1995). 43

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Considerando los giros y desplazamientos de la política contemporánea, se advertirá que un rasgo común derivado de ellos es el crecimiento de la desconfianza frente a las instituciones y las personas. Si se observan con detención los datos disponibles para América Latina es posible sostener que existe un fenómeno importante de frustración por el desempeño de las democracias, expresado en incredulidad acerca de la capacidad institucional para dar respuesta a los problemas sociales más urgentes (Latinobarómetro, 2009). Esta frustración podría constituir un factor de la desconfianza frente a las instituciones públicas. Por otra parte se observa, en esta misma región, que existen bajos niveles de confianza interpersonal y una correlación significativa entre bienestar económico individual y satisfacción con la democracia. Ambas tendencias constituyen una manifestación de las dificultades que enfrenta la política para generar cohesión social en la región. Cuadro Nº 7 Confianza interpersonal Pregunta: Hablando en general, ¿diría Ud. que se puede confiar en la mayoría de las personas o que uno nunca es lo suficientemente cuidadoso en el trato con los demás? Aquí solo «se puede confiar en la mayoría de las personas». Total América Latina 1996-2009 / Totales por país 2009

Fuente: Latinobarómetro 1996-2009

La tendencia hacia la disminución de la confianza institucional ha sido denominada por Pierre Rosanvallon como «contrademocracia», en el sentido que busca perfeccionar la política y restaurar la confianza de los ciudadanos mediante diversos mecanismos definidos por el autor como «impolíticos». En este plano Rosanvallon señala: 44

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Si bien no hay despolitización en el sentido de un menor interés por los asuntos públicos y una declinación de la actividad ciudadana, sí se ha modificado mucho cierto tipo de relación con la cosa misma de lo político. Pero el cambio es de otro orden del que habitualmente se sugiere. El problema contemporáneo no es el de la pasividad, sino el de la impolítica, es decir, de la falta de aprehensión global de los problemas ligados a la organización de un mundo común. Lo propio de las distintas figuras de la contrademocracia (…) es en efecto, que llevan al aumento de la distancia entre la sociedad civil y las instituciones. Delinean así, una suerte de contrapolítica fundada sobre el control, la oposición, la disminución de poderes que ya no se busca prioritariamente conquistar (Rosanvallon, 2007: 38).

Valores y desempeño democrático En una perspectiva comparada, Ronald Inglehart ha analizado las principales transformaciones culturales de nuestra época y su relación con el surgimiento y la evolución de la democracia. Para este autor existen dos grandes enfoques respecto del papel de la cultura en el desarrollo democrático. El primero de ellos, con autores como Francis Fukuyama, Samuel Huntington y Robert Putnam, sostiene que son las tradiciones culturales las estructuras encargadas de modelar el desarrollo económico y político. La segunda perspectiva, con autores como Karl Marx y Daniel Bell, sostiene que es el desarrollo económico el factor que modifica la cultura. Para Inglehart, estas dos hipótesis –aparentemente competitivas– pueden ser formuladas, mediante una relación de complementariedad, en un esquema como el que sigue: ĞƐĂƌƌŽůůŽĞĐŽŶſŵŝĐŽƵůƚƵƌĂ/ŶƐƟƚƵĐŝŽŶĞƐƉŽůşƟĐĂƐ ĞƐƉůĂnjĂŵŝĞŶƚŽǀĂůſƌŝĐŽdĞŶĚĞŶĐŝĂĂůstatus quo

Concretamente, Inglehart sostiene que: El desarrollo está conectado con un síndrome de cambios predecibles que se alejan de las normas sociales absolutas y se acercan a valores cada vez más racionales, tolerantes, de confianza y post-modernos. Pero la cultura depende del camino. El hecho que una sociedad haya sido históricamente protestante u ortodoxa o islámica o confuciana da lugar a zonas culturales con sistemas de

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valores altamente diferenciados que persisten cuando se deja fija la variable de los efectos del desarrollo económico» (Huntington y Harrison, 2001: 131).

Desde fines de la década de 1990 Inglehart, mediante estudios empíricos de gran cobertura, ha investigado sobre los grandes cambios de orientación valórica en el mundo. El gráfico siguiente muestra los procesos de modernización y postmodernización en una evolución de tres momentos; se inicia con la preeminencia de la autoridad tradicional basada en valores religiosos y comunitarios, continúa con la supremacía de la autoridad legal racional basada en la motivación de logro y culmina con la erosión del principio de autoridad apoyado en un conjunto de valores definidos como post-materiales. En este esquema, dicho autor presenta una relación entre los niveles de desarrollo económico y desplazamientos valóricos en las sociedades. De este modo, las sociedades organizadas en contextos de economías en estado estacionario tienden a asociarse con valores religiosos y comunitarios, así como con un concepto de autoridad tradicional. Por su parte, aquellas sociedades generadas en contextos de crecimiento económico se asocian con valores de logro y un concepto de autoridad legal-racional. Asimismo, en sociedades que han alcanzado la maximización del bienestar se produce un desplazamiento hacia valores «post-materiales» y una atenuación del principio de autoridad por relaciones de tipo horizontal. Cuadro Nº 8 Evolución en la estructura de valores según Inglehart

Fuente: Inglehart, World Values Survey ÕiÃÃÕÀÛiÞ°œÀ}ɀ

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Mediante la Encuesta Mundial de Valores, Ronald Inglehart analiza los procesos de cambio cultural a escala mundial en base a dos dimensiones que permitirían representar la ubicación y los desplazamientos valóricos de las sociedades. La primera dimensión (eje vertical en el cuadro siguiente), corresponde al eje valores tradicionales vs. valores secularesracionales. De acuerdo a lo observado en estos estudios, «las sociedades ubicadas en el polo tradicional ponen énfasis en la religión, en patrones absolutos y en valores familiares tradicionales; favorecen las familias numerosas, rechazan el divorcio, y toman una posición pro vida respecto del aborto, la eutanasia y el suicidio. Prefieren el conformismo social al logro individual, están a favor del consenso más que del conflicto político visible, apoyan la deferencia a la autoridad, y exhiben altos niveles de orgullo nacional y una perspectiva nacionalista. Las sociedades con valores seculares-racionales exhiben las preferencias opuestas en todos esos puntos» (Inglehart, 2001: 135). La segunda dimensión (eje horizontal) corresponde al eje valores orientados a la supervivencia vs. valores orientados a la autoexpresión. Las investigaciones realizadas por Inglehart permiten sostener que: «las sociedades que ponen énfasis en los valores de supervivencia muestran niveles relativamente bajos de bienestar subjetivo, exhiben condiciones de salud relativamente deficientes, tienen bajos niveles de confianza interpersonal, son relativamente intolerantes con los que no pertenecen al grupo, demuestran un bajo nivel de apoyo a la igualdad de los sexos, enfatizan los valores materialistas, tienen niveles relativamente altos de fe en la ciencia y la tecnología, exhiben niveles relativamente bajos de activismo ambiental, y son relativamente favorables a los gobiernos autoritarios. Las sociedades que enfatizan los valores de autoexpresión tienden a exhibir preferencias opuestas en todos esos tópicos» (Inglehart, 2001: 136). Del ejercicio comparativo que permite el trabajo citado, se puede obtener una mejor comprensión de las dificultades y desafíos para la democracia y sus instituciones alrededor del mundo, superando el optimismo ingenuo que se observó en los inicios de la tercera ola democratizadora. El siguiente cuadro permite observar las afinidades culturales de las sociedades más allá de sus proximidades geográficas. Cada una de las

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cincuenta y tres sociedades contenidas en el cuadro se ubica en sistemas de valores relativamente coherentes y con cierta estabilidad histórica, como es posible apreciar. Cuadro Nº 9 Ubicación de cincuenta y tres sociedades en el mapa cultural global en el período 2005-2007

Fuente: Inglehart, World Values Survey ÕiÃÃÕÀÛiÞ°œÀ}ɀ

Considerando las siguientes dimensiones: desarrollo económico, desplazamiento cultural y desarrollo democrático, es posible observar una correlación significativa entre estas. En primer término, los estudios disponibles muestran una fuerte relación entre el crecimiento del Producto Interno Bruto Per Cápita y el crecimiento del Bienestar Subjetivo y, en segundo término, se aprecia una fuerte correlación entre la extensión de los valores de autoexpresión y el mejoramiento en la percepción de efectividad de la democracia.

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Cuadro Nº 10 Relación entre efectividad democrática y valores de auto-expresión

Fuente: Inglehart, World Values Survey ÕiÃÃÕÀÛiÞ°œÀ}ɀ

En relación al significado de la crisis de la política cabe preguntarse sobre las implicancias y proyecciones de este fenómeno. Por una parte, las múltiples dimensiones de la transformación de la política como objeto de análisis analizadas por Lechner (desvalorización, redefinición de sus límites, penetración de lo económico, mediatización, entre otros procesos) hace indispensable indagar sobre sus niveles de autonomía, su relevancia para la vida cotidiana en contextos democráticos y sus códigos de eficacia performativa. Desde otro punto, aparece como un problema pendiente indagar sobre los efectos recíprocos entre dos macro-procesos en curso; la consolidación de la democracia y la consolidación de las economías de mercado. Si en base a los estudios de Inglehart se podría argumentar que desde el punto de vista valórico existe una correlación entre el desarrollo de economías de mercado, la transformación cultural y la consolidación de los sistemas democráticos, no se puede negar que en América Latina, durante los últimos años, la profundización de sociedades capitalistas ha sido el principal motor de la conflictividad por continuidad del modelo y reproducción social. 49

II Conceptos fundamentales

Los significados de la política Durante la Antigüedad, el concepto de política contenía en sí dos significados básicos correspondientes a lo que Aristóteles llamó la dimensión «arquitectónica» y la dimensión «agonal». Por dimensión arquitectónica de la política entendió el conjunto de interacciones cooperativas tendientes a construir instituciones, en cambio, por dimensión agonal comprendió el conjunto de relaciones no cooperativas destinadas a manifestar los conflictos subyacentes a toda organización social. Con la llegada de la modernidad y, especialmente, del contractualismo, la política se asimiló a la dimensión arquitectónica del pensamiento antiguo. Thomas Hobbes, en su Leviatan, señala que el origen de la política equivale a la constitución de un poder común (Estado soberano) provisto de suficientes capacidades como para garantizar la seguridad en la vida social: El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder a un hombre o una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad (Hobbes, 1992: II: 140).

Así, la política denotará una práctica social caracterizada por la búsqueda de institucionalización, orden y cooperación. En su significado liberal moderno, la política surge en la formulación de pactos, en otras palabras, donde termina el conflicto. Para cierta parte de la tradición liberal, este último constituye una manifestación de emociones e irracionalidad a través de la figura del Estado de Naturaleza, mientras que la cooperación es entendida como una muestra de racionalidad y progreso civilizatorio.

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Fernando Mires señala, en relación al pensamiento de Max Weber, que la idea de política moderna se asocia fuertemente a la noción de Estado como estructura institucional. Para Mires, si bien el término política tiene un amplio uso cotidiano, su significado actual ha perdido toda conexión con su significado original, «el debate de la cosa pública en la polis». Por ello y sin llegar a entregar una definición formal, Weber abordará este concepto bajo dos premisas; i) se trata de un espacio de relaciones de poder y ii) se vincula directamente con lo estatal. Mires sostiene en este punto: «(…) es sintomático que Weber establezca una relación asociativa inmediata entre política y Estado, con lo que, siguiendo el hilo de su retórica, le está diciendo al público que la política que en ese momento le interesa analizar (y no definir) es una política en referencia al Estado» (Mires, 2004: 14). Esta manera de entender la política colisiona con la aproximación historicista, cuyo supuesto de partida es que la política antecede temporal y conceptualmente al Estado moderno. Para Julien Freund, por ejemplo, el pensamiento del mismo Weber refleja esta segunda perspectiva: «El esfuerzo de Weber se orienta menos hacia el análisis de la estructura histórica del Estado que hacia la comprensión del fenómeno político en general. El uso legítimo de la violencia ha pertenecido también a grupos distintos a la unidad política: la comunidad doméstica, las corporaciones y el feudalismo. Por lo tanto, la organización política no ha tenido siempre el rigor institucional del Estado Moderno; en otro tiempo, no fue más que una estructura amorfa, es decir, una simple socialización ocasional y efímera. Weber expresa esta idea bajo otra forma: en toda época la unidad política constituyó un grupo (Verband) y solo en nuestros días adopta el rostro de una institución (Anstalt) rígida. Por lo tanto, para captar el fenómeno político en sí mismo es necesario explicar la naturaleza específica del grupo político» (Freund, 1967: 197). Parece difícil restringir la idea de política a la existencia histórica del Estado moderno, más aún cuando, solo en base al sentido común, se puede concluir que existen dimensiones de la experiencia política que, aunque suponen cooperación y capacidad de los grupos para institucionalizar prácticas sociales, escapan casi por completo al ámbito estatal. Bajo esta mirada más amplia, Talcott Parsons (1969) sostiene que la política es toda actividad humana tendiente a asignar roles, recompensas, sanciones y a resolver conflictos. Por su parte, David Easton señala que la política consiste en la asig-

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nación imperativa (autoritaria) de valores para una sociedad (Easton, 1969: 221). De acuerdo a estas creencias la política sería equivalente al conjunto de acciones destinadas a construir formas diversas de orden social, sea, como lo plantea el enfoque más duro, equiparando la política al Estado, o sea, como lo plantean las teorías más amplias, entendiendo que corresponde a un subsistema del sistema social. Por tanto el conflicto, la competencia y lo agonal quedarían contenidos conceptualmente bajo el término de «lo político». Existe en la modernidad, sin embargo, una (o más de una) tradición «disidente» que entiende que la política posee una relación directa con el conflicto e, incluso, con la guerra. Carl Schmitt en El concepto de lo político sostiene la relación directa entre política y antagonismos, interrumpiendo la creencia contractualista de que la política comienza con la cooperación y el pacto. En palabras de Schmitt: Todo antagonismo u oposición religiosa, moral, económica, ética o de cualquier clase se transforma en oposición política en cuanto gana la fuerza suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos y enemigos. Lo político no estriba en la lucha misma; esta posee a su vez sus propias leyes técnicas, psicológicas y militares. Lo político está, como decíamos, en una conducta determinada por esta posibilidad real, en la clara comprensión de la propia situación y de su manera de estar determinada por ello, así como en el cometido de distinguir correctamente entre amigos y enemigos (Schmitt, 1991: 67).

Chantal Mouffe ha señalado, por su parte, que el principal desafío de la política moderna frente a la democratización de las sociedades contemporáneas reside en incorporar crecientes grados de conflicto en su dimensión institucional. La tarea de la democratización implicaría politizar el conflicto en tanto fenómeno, transformando la política institucional en un campo vinculado al pluralismo y a los conflicto de las sociedades complejas.

El poder: enfoques duales y triádicos La noción de poder tiene diversas acepciones, desde aquellas vinculadas al uso de la fuerza a aquellas que reconocen, en su práctica, la movilización de elementos simbólicos de la sociedad. Entre las primeras nociones se encuentran los conceptos de Max 55

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Weber y Gabriel Almond. Weber entiende que poder es la probabilidad de que un actor esté en posición de realizar su propia voluntad a pesar de las resistencias. Almond, por su parte, señala que el poder es la capacidad de un sujeto A para conseguir que un sujeto B haga algo que de otro modo no hubiera hecho. Entre las definiciones más complejas encontramos los conceptos de Amitai Etzioni y Steven Lukes. El primero plantea que existen tres tipos de poder; el coercitivo, el persuasivo y el retributivo. El poder coercitivo consiste en la capacidad de un actor para obtener obediencia mediante el uso o amenaza de uso de la fuerza. El poder persuasivo consiste en la capacidad de un actor para obtener obediencia mediante la unificación de las preferencias ajenas con las propias (cooptación). Finalmente, el poder retributivo consiste en la capacidad de un actor para obtener obediencia mediante el establecimiento de una relación de intercambio (clientelismo). Steven Lukes, en una perspectiva semejante, agrega que el poder tiene tres caras; el poder unidimensional, el poder bidimensional y el poder tridimensional o radical. Cada uno de estos significados de poder tiene dos supuestos como condiciones estructurales; la existencia de relaciones sociales asimétricas y la existencia de relaciones conflictivas. El poder unidimensional corresponde, bajo una situación conflictiva, a la capacidad de dominación de un actor mediante el uso de la coerción o coacción. El poder bidimensional también se expresa en una situación de conflicto en la que un actor ejerce la dominación sobre otro mediante su capacidad para eliminar temas de la agenda de su contraparte. Por último, el poder tridimensional consiste en la capacidad de un actor para incorporar temas en la agenda de su contraparte, igualmente en situación de conflicto. En todas estas teorías acerca del poder existe un supuesto común, como es, la noción de que las relaciones (de poder) poseen una estructura dual o bipolar. Este es el supuesto del que parte la mayor parte de los autores pertenecientes a la teoría social, sin embargo, bajo esta creencia no se logra explicar satisfactoriamente, ni el cambio en la distribución de poder en una relación, ni tampoco el cambio político. Un esquema más eficiente para explicar los cambios en la distribución de poder es, a nuestro juicio, el enfoque triádico i>LœÀ>`œÊ «œÀÊ /…iœ`œÀiÊ >«œÜÊ i˜Ê Dos contra uno: teoría de las coaliciones en las tríadas. Dicha obra sostiene que «la

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interacción social es fundamentalmente triangular (o triádica) en lugar de lineal (…) ya que siempre recibe la influencia de un determinado auditorio» (1974: 11). Siguiendo a este autor, identificamos en la estructura triádica de interacción una propiedad que consiste en la tendencia a descomponerse en una coalición de dos de sus miembros contra el tercero. Llamaremos a los tres miembros de la tríada A, B, y C, respectivamente. Una segunda propiedad de las tríadas es la relatividad del poder o la dominación, dependiendo del tipo de coalición }i˜iÀ>`>°Ê*œÀÊiÃÌ>ÊÀ>❘]Ê >«œÜÊÃiš>>ʵÕiʏ>ÊÃi}՘`>ÊV>racterística de las tríadas es la «transformación de la fuerza en debilidad y la debilidad en fuerza», tal como se verá en los siguientes casos (1974: 15). En el primer caso, la tríada se descompone en la coalición A+B que posee mayor poder que C, por tanto, se habla de una Vœ>ˆVˆ˜Ê Vœ˜ÃiÀÛ>`œÀ>\Ê ­³ ®Ê €Ê ]Ê «ÕiÃÌœÊ µÕiÊ «iÀ“ˆÌiÊ µÕiÊ iÊ actor A mantenga su situación predominante. Cuadro Nº 11 Coalición conservadora en una tríada (A+B) > C

Fuente: Caplow (1974)

En el segundo caso, la tríada se descompone en la coalición B+C, que posee mayor poder que A, por lo que se habla de una Vœ>ˆVˆ˜ÊÀiۜÕVˆœ˜>Àˆ>\Ê­ ³ ®Ê€Ê]Ê«ÕiÃ̜ʵÕiʏiÊ«iÀ“ˆÌiÊ>Ê Ê y C unidos subordinar al actor A, generando un cambio en la distribución de poder. 57

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Cuadro Nº 12 Coalición revolucionaria en una tríada (B+C) > A

Õi˜Ìi\Ê >«œÜÊ­£™Ç{®

En el tercer caso, la tríada se descompone en la coalición A+C que posee mayor poder que B, lo que permite que A mantenga su situación predominante pero se rompe la jerarquía en lo concerniente al estatus de B y C. Como se aprecia en el esquema, >ÊVœ>ˆVˆ˜Ê­³ ®Ê€Ê Ê«iÀ“ˆÌiʵÕiÊ Ê«Ài`œ“ˆ˜iÊÜLÀiÊ Êi˜Ê>Ê medida que se encuentre en coalición con A. Como esta coalición no es ni conservadora ni revolucionaria, recibe el nombre de coalición impropia. Cuadro Nº 13 Coalición impropia en una tríada (A+C) > B

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Cuadro Nº14 Tres tipos de coaliciones en tríadas ;нͿх

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El poder como concepto performativo Existen tres maneras de relacionar las ideas políticas con las prácticas: las ideas determinan las prácticas, las prácticas determinan las ideas o bien se cree que ideas y prácticas evolucionan por sendas independientes. El primer supuesto significa que, bajo ciertas condiciones, los conceptos políticos debieran influir las prácticas políticas, lo que algunos autores llaman «la capacidad performativa de las ideas». El segundo supuesto denota que las condiciones del proceso político determinan, bajo ciertos requisitos, el pensamiento político. Entonces los autores hablan de la condición o posición enunciativa, el horizonte hermenéutico, la economía de los intercambios lingüísticos y la fuerza ilocutiva. El tercer supuesto señala que teoría y práctica no se condicionan en ningún caso, lo que constituye la creencia básica del positivismo. Trabajaremos en esta sección sobre la base de las dos primeras posibilidades, en el entendido que los conceptos son un reflejo de la realidad y, simultáneamente, contribuyen a determinarla. Esta condición de las ideas hace que el pensamiento político constituya una especie de zona gris donde coexisten, por una parte, el mundo de las prácticas y la experiencia concreta y, por otra parte, la dimensión imaginaria, aspiracional y discursiva de la vida social. Bajo estas premisas se analizarán dos conceptos fundamentales para la comprensión de la política contemporánea; democracia y Estado. Ambas nociones han representado, parcialmente, una imagen de los procesos en curso, y también han tenido eficacia performativa para generar nuevas prácticas.

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Dispersión semántica del concepto de democracia David Held, en su libro Modelos de democracia, analiza el concepto de democracia en perspectiva histórica y considerando su incidencia en la elaboración de ideas y pensamiento. Bajo estas condiciones, los modelos de democracia serían categorías heurísticas destinadas a comprender ciertas dimensiones del poder y la política. «Utilizo el término («Modelo») aquí para referirme a la construcción teórica diseñada para revelar y explicar los elementos clave de una forma democrática y la estructura o las relaciones que le subyacen. Un aspecto de la vida o un conjunto de instituciones solo pueden ser adecuadamente entendidos en términos de su relación con otros fenómenos sociales. Los modelos son, por consiguiente, redes complejas de conceptos y generalizaciones acerca de los aspectos políticos, económicos y sociales» (Held, 1993: 21). Estas categorías heurísticas, como redes complejas de conceptos, forman las diferentes tradiciones de pensamiento democrático desde los modelos clásicos originales. El autor organiza cada uno de los modelos siguiendo la secuencia de principios justificativos, características fundamentales y condiciones generales. Se puede observar en el diagrama, establecido por Held, la influencia del proceso histórico sobre las ideas a través del detalle de las condiciones institucionales para cada uno de los modelos. Cuadro Nº 15 Modelos de democracia

Fuente: Held (1993)

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Democracia antigua En las clasificaciones que autores antiguos realizaron para el estudio de los tipos de gobierno, la democracia no aparece como una forma virtuosa de organizar el poder. Autores como Platón (427-347 a.C.), Aristóteles (384-322 a.C.) y Tucídides (460-399 a.C.) la consideraron una forma de gobierno fundada en la mayoría pero sin apego a la ley. La democracia entonces fue explicada como un tipo político que, aunque dotada de legitimidad por la fuente de autoridad o el principio justificativo (gobierno de la mayoría o de los muchos), carecía de los mecanismos para generar comportamientos virtuosos y comprometidos entre los ciudadanos. Fue entendida como un principio que promovía comportamientos sociales propios del ciudadano medio y se desarrollaba por las pasiones y deseos de la mayoría. En todo caso, estos autores lograron concebir un tipo de gobierno mixto fundado en la ley (politeia) que incorporaba parcialmente el principio de la mayoría, en combinación con el principio aristocrático y monárquico. Sobre la base de estos resguardos la democracia se expresó institucionalmente. Una característica central de la democracia antigua fue su condición de gobierno directo, vale decir, la fusión de la titularidad y el ejercicio del poder. La toma de decisiones tuvo un papel destacado en este diseño institucional, a través de la asamblea y la designación de cargos por sorteo. Como aspectos negativos del modelo se menciona su alto nivel de exclusión, dado el gran número de personas desprovistas de derechos políticos. Entre las exclusiones no transitorias aceptadas en la democracia griega se cuentan la de mujeres, inmigrantes y esclavos.

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Cuadro Nº 15 Democracia clásica (griega) WƌŝŶĐŝƉŝŽ;ƐͿũƵƐƟĮĐĂƟǀŽ;ƐͿ͗ >ŽƐĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐĚĞďĞŶĚŝƐĨƌƵƚĂƌĚĞŝŐƵĂůĚĂĚƉŽůşƟĐĂƋƵĞůĞƐƉĞƌŵŝƚĂƐĞƌůŝďƌĞƐƉĂƌĂ ŐŽďĞƌŶĂƌLJƐĞƌŐŽďĞƌŶĂĚŽƐ͘ ĂƌĂĐƚĞƌşƐƟĐĂƐĨƵŶĚĂŵĞŶƚĂůĞƐ͗ WĂƌƟĐŝƉĂĐŝſŶĚŝƌĞĐƚĂĚĞůŽƐĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐĞŶůĂƐĨƵŶĐŝŽŶĞƐůĞŐŝƐůĂƟǀĂƐLJũƵĚŝĐŝĂůĞƐ͘ >ĂĂƐĂŵďůĞĂĚĞĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐĞũĞƌĐĞĞůƉŽĚĞƌƐŽďĞƌĂŶŽ͘ ůĄŵďŝƚŽĚĞĂĐĐŝſŶĚĞůƉŽĚĞƌƐŽďĞƌĂŶŽŝŶĐůƵLJĞĂƚŽĚŽƐůŽƐĂƐƵŶƚŽƐĐŽŵƵŶĞƐĚĞůĂ ĐŝƵĚĂĚ͘ džŝƐƚĞŶŵƷůƟƉůĞƐŵĠƚŽĚŽƐĚĞƐĞůĞĐĐŝſŶĚĞůŽƐĐĂƌŐŽƐƉƷďůŝĐŽƐ;ĞůĞĐĐŝſŶĚŝƌĞĐƚĂ͕ ƐŽƌƚĞŽ͕ƌŽƚĂĐŝſŶͿ͘ EŽĞdžŝƐƚĞŶĚŝƐƟŶĐŝŽŶĞƐĚĞƉƌŝǀŝůĞŐŝŽĞŶƚƌĞůŽƐĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐŽƌĚŝŶĂƌŝŽƐLJůŽƐƋƵĞŽĐƵƉĂŶ ĐĂƌŐŽƐƉƷďůŝĐŽƐ͘ ŽŶĞdžĐĞƉĐŝſŶĚĞůŽƐƉƵĞƐƚŽƐƌĞůĂĐŝŽŶĂĚŽƐĐŽŶĞůĞũĠƌĐŝƚŽ͕ƵŶĐĂƌŐŽŶŽƉƵĞĚĞƐĞƌ ŽĐƵƉĂĚŽĚŽƐǀĞĐĞƐƉŽƌĞůŵŝƐŵŽŝŶĚŝǀŝĚƵŽ͘ DĂŶĚĂƚŽƐďƌĞǀĞƐƉĂƌĂƚŽĚŽƐůŽƐƉƵĞƐƚŽƐ͘ >ŽƐƐĞƌǀŝĐŝŽƐƉƷďůŝĐŽƐĞƐƚĄŶƌĞŵƵŶĞƌĂĚŽƐ͘ ŽŶĚŝĐŝŽŶĞƐŐĞŶĞƌĂůĞƐ͗ ŝƵĚĂĚͲƐƚĂĚŽƉĞƋƵĞŹĂ͘ ĐŽŶŽŵşĂĚĞĞƐĐůĂǀŝƚƵĚ͕ĚĞũĂƟĞŵƉŽͨůŝďƌĞͩƉĂƌĂůŽƐĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐ͘ ŽŵŽĞůƚƌĂďĂũŽĚŽŵĠƐƟĐŽĞƐƚĄĂĐĂƌŐŽĚĞůĂŵƵũĞƌ͕ƐĞůŝďĞƌĂĂůŽƐŚŽŵďƌĞƐƉĂƌĂĞů ĞũĞƌĐŝĐŝŽĚĞůŽƐĚĞďĞƌĞƐƉƷďůŝĐŽƐ͘ ZĞƐƚƌŝĐĐŝſŶĚĞůĂĐŝƵĚĂĚĂŶşĂĂƵŶŶƷŵĞƌŽƌĞůĂƟǀĂŵĞŶƚĞƉĞƋƵĞŹŽ͘

Fuente: Held (1993)

Democracia liberal El modelo de democracia liberal se caracteriza por tres elementos; gobierno fundado en la constitución, soberanía del Estado y representación política. La noción de gobierno fundado en la constitución supone separación de poderes conforme a las teorías clásicas del pensamiento liberal, con su consiguiente sistema de frenos y contrapesos, un sistema de derechos y garantías efectivas para las personas y el respeto a la propiedad privada. El concepto de soberanía plantea que la estructura del Estado, principal actor de la política mundial desde 1648 (Paz de Westfalia), posee el monopolio legítimo del poder y la violencia dentro de un territo-

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rio determinado. Por su parte, la representación política implica la separación de la titularidad y el ejercicio del poder en las democracias modernas, definidas, básicamente, como sistemas de participación indirecta. Para Hanna Fenichel Pitkin (1985), la representación política, desde su formulación inicial en la política moderna, se manifestó de modo polisémico a través de cinco significados básicos: 1. Un primer significado formalista que corresponde a la idea hobbesiana de representación como acuerdos formales que la preceden e inician, es decir, la noción de representación como autorización (Pitkin, 1985: 15-39). 2. Un segundo significado formalista que corresponde a ciertos acuerdos formales que la culminan, es decir, la noción de representación como responsabilidad y rendición de cuentas (accountability) (Ibid: 41-63). 3. Un tercer significado que corresponde a la noción descriptiva de hacer presente algo que está ausente mediante una semejanza o imagen (Ibid: 65-99). 4. Un cuarto significado corresponde a la noción de representación simbólica, esto es, hacer presente algo que no está presente mediante la «administración» de ciertos mecanismos psicológicos o emotivos (Ibid: 101-121). 5. Un quinto significado que corresponde a la noción substancial de actuar por, esto es, representación ya no como actos formales ni correspondencias estáticas de los representantes, sino como la actividad de «actuar en interés de los representados de una manera sensible ante ellos» (Ibid: 233). El debate respecto de la noción de interés representable es precisamente lo que genera la fragmentación de la tradición liberal en el modelo protector y el modelo desarrollista.

Democracia protectora El modelo de democracia protectora consiste en una variante de la democracia liberal que se funda en el pensamiento de autores como Thomas Hobbes (1588-1679), Adam Smith (1723-1790), John Locke (1632-1704) y Jeremías Bentham (1748-1832), entre otros, todos tributarios del pensamiento utilitarista. Constituye una matriz teórica basada en el pensamiento económico y constituirá el «ala derecha» de la teoría democrática liberal. 63

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La principal característica de este modelo es la garantía de protección de los ciudadanos frente al Estado, a través de derechos y esferas de autonomía establecidos constitucionalmente. Estas esferas de autonomía serán las que les permitan oponerse y defenderse del poder arbitrario del Estado para desarrollar su vida privada y pública. Otras características del modelo son la representación de un tipo de interés subjetivo (individual), la concepción individual del ciudadano y la noción de libertad negativa (libertad de…). Cuadro Nº 16 Democracia protectora WƌŝŶĐŝƉŝŽ;ƐͿũƵƐƟĮĐĂƟǀŽ;ƐͿ͗ >ŽƐ ĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐ ĞdžŝŐĞŶ ƉƌŽƚĞĐĐŝſŶ ĨƌĞŶƚĞ Ă ƐƵƐ ŐŽďĞƌŶĂŶƚĞƐ͕ ĂƐş ĐŽŵŽ ĨƌĞŶƚĞ Ă ƐƵƐ ƐĞŵĞũĂŶƚĞƐ͕ƉĂƌĂĂƐĞŐƵƌĂƌƐĞƋƵĞůŽƐƋƵĞŐŽďŝĞƌŶĂŶůůĞǀĞŶĂĐĂďŽƉŽůşƟĐĂƐƋƵĞĐŽƌƌĞƐƉŽŶĚĂŶ ĂůŽƐŝŶƚĞƌĞƐĞƐĚĞůŽƐĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐĞŶĐŽŶũƵŶƚŽ͘ ĂƌĂĐƚĞƌşƐƟĐĂƐĨƵŶĚĂŵĞŶƚĂůĞƐ͗ >ĂƐŽďĞƌĂŶşĂƌĞƐŝĚĞ͕ĞŶƷůƟŵŽƚĠƌŵŝŶŽ͕ĞŶĞůƉƵĞďůŽ͕ƉĞƌŽƐĞĐŽŶĮĞƌĞĂƌĞƉƌĞƐĞŶƚĂŶƚĞƐƋƵĞ ƉƵĞĚĞŶĞũĞƌĐĞƌůĞŐşƟŵĂŵĞŶƚĞůĂƐĨƵŶĐŝŽŶĞƐĚĞůƐƚĂĚŽ͘ >ĂƐ ĞůĞĐĐŝŽŶĞƐ ƌĞŐƵůĂƌĞƐ͕ Ğů ǀŽƚŽ ƐĞĐƌĞƚŽ͕ ůĂ ĐŽŵƉĞƚĞŶĐŝĂ ĞŶƚƌĞ ĨĂĐĐŝŽŶĞƐ͕ ůşĚĞƌĞƐ ƉŽƚĞŶĐŝĂůĞƐŽƉĂƌƟĚŽƐLJĞůŐŽďŝĞƌŶŽĚĞůĂŵĂLJŽƌşĂƐŽŶůĂƐďĂƐĞƐŝŶƐƟƚƵĐŝŽŶĂůĞƐƉĂƌĂ ĞƐƚĂďůĞĐĞƌůĂƌĞƐƉŽŶƐĂďŝůŝĚĂĚĚĞůŽƐƋƵĞŐŽďŝĞƌŶĂŶ͘ >ŽƐ ƉŽĚĞƌĞƐ ĚĞů ƐƚĂĚŽ ĚĞďĞŶ ƐĞƌ ŝŵƉĞƌƐŽŶĂůĞƐ͕ ĞƐ ĚĞĐŝƌ͕ ĚĞďĞŶ ĞƐƚĂƌ ůĞŐĂůŵĞŶƚĞ ĐŝƌĐƵŶƐĐƌŝƚŽƐLJĚŝǀŝĚŝĚŽƐĞŶĞũĞĐƵƟǀŽ͕ůĞŐŝƐůĂƟǀŽLJũƵĚŝĐŝĂů͘ ĂƌĄĐƚĞƌ ĐĞŶƚƌĂů ĚĞů ĐŽŶƐƟƚƵĐŝŽŶĂůŝƐŵŽ ƉĂƌĂ ŐĂƌĂŶƟnjĂƌ ůĂ ůŝďĞƌƚĂĚ ĨƌĞŶƚĞ Ăů ƚƌĂƚŽ ĂƌďŝƚƌĂƌŝŽLJůĂŝŐƵĂůĚĂĚĂŶƚĞůĂůĞLJ͕ĞŶůĂĨŽƌŵĂĚĞĚĞƌĞĐŚŽƐƉŽůşƟĐŽƐLJĐŝǀŝůĞƐŽůŝďĞƌƚĂĚĞƐ͕ ƐŽďƌĞƚŽĚŽĂƋƵĞůůŽƐƌĞůĂĐŝŽŶĂĚŽƐĐŽŶůĂůŝďĞƌƚĂĚĚĞƉĂůĂďƌĂ͕ĞdžƉƌĞƐŝſŶ͕ĂƐŽĐŝĂĐŝſŶ͕ǀŽƚŽ LJĐƌĞĞŶĐŝĂ͘ ^ĞƉĂƌĂĐŝſŶ ĚĞů ƐƚĂĚŽ LJ ůĂ ƐŽĐŝĞĚĂĚ Đŝǀŝů͘ Ŷ ŽƚƌĂƐ ƉĂůĂďƌĂƐ͕ Ğů ĄŵďŝƚŽ ĚĞ ĂĐĐŝſŶ ĚĞů ƐƚĂĚŽĚĞďĞĞƐƚĂƌĨƵĞƌƚĞŵĞŶƚĞƌĞƐƚƌŝŶŐŝĚŽĂůĂĐƌĞĂĐŝſŶĚĞƵŶĂĞƐƚƌƵĐƚƵƌĂƋƵĞƉĞƌŵŝƚĂ Ă ůŽƐ ĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐ ĚĞƐĂƌƌŽůůĂƌ ƐƵƐ ǀŝĚĂƐ ƉƌŝǀĂĚĂƐ͕ ůŝďƌĞƐ ĚĞů ƉĞůŝŐƌŽ ĚĞ ůĂ ǀŝŽůĞŶĐŝĂ͕ ůŽƐ ĐŽŵƉŽƌƚĂŵŝĞŶƚŽƐƐŽĐŝĂůĞƐŝŶĂĐĞƉƚĂďůĞƐLJůĂƐŝŶƚĞƌĨĞƌĞŶĐŝĂƐƉŽůşƟĐĂƐŝŶĚĞƐĞĂĚĂƐ͘ ĞŶƚƌŽƐĚĞƉŽĚĞƌLJŐƌƵƉŽƐĚĞŝŶƚĞƌĠƐĞŶĐŽŵƉĞƚĞŶĐŝĂ͘ ŽŶĚŝĐŝŽŶĞƐŐĞŶĞƌĂůĞƐ͗ ĞƐĂƌƌŽůůŽĚĞƵŶĂƐŽĐŝĞĚĂĚĐŝǀŝůƉŽůşƟĐĂŵĞŶƚĞĂƵƚſŶŽŵĂ͘ WƌŽƉŝĞĚĂĚƉƌŝǀĂĚĂĚĞůŽƐŵĞĚŝŽƐĚĞƉƌŽĚƵĐĐŝſŶ͘ ĐŽŶŽŵşĂĚĞŵĞƌĐĂĚŽĐŽŵƉĞƟƟǀĂ͘ &ĂŵŝůŝĂƉĂƚƌŝĂƌĐĂů͘ EĂĐŝſŶͲƐƚĂĚŽĐŽŶĞdžƚĞŶƐŽƚĞƌƌŝƚŽƌŝŽ͘

Fuente: Held (1993)

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Elementos de Ciencia Política

Democracia desarrollista Este modelo, segunda variante de la democracia liberal, se funda en el pensamiento de autores como Alexis de Tocqueville (1805-1859), John Stuart Mill (1806-1873), Jean Jacques Rousseau (1712-1778) y Hamilton, Madison y Jay en The Federalist Papers, entre otros autores tributarios del pensamiento de corte colectivo-comunitarista. La noción de democracia desarrollista supone una reflexión anclada en el pensamiento comunitarista y republicano, por tanto, posee base política y constituirá el «ala izquierda» de la teoría democrática liberal. Su principal característica es el desarrollo de capacidades y virtudes cívicas en los ciudadanos, que generarán un ciudadano con mayor disposición a la participación y al compromiso respecto a los asuntos públicos. Este modelo busca terminar con el monopolio de la representación política como mecanismo de integración y pone, en su lugar, a la participación y la acción colectiva como facetas indispensables de la experiencia democrática. Otras características de este modelo son la representación de un interés objetivo (colectivo), la concepción colectiva del ciudadano y la noción de libertad positiva (libertad para…). Cuadro Nº 17 ĞŵŽĐƌĂĐŝĂĚĞƐĂƌƌŽůůŝƐƚĂ WƌŝŶĐŝƉŝŽ;ƐͿũƵƐƟĮĐĂƟǀŽ;ƐͿ͗ >Ă ƉĂƌƟĐŝƉĂĐŝſŶ ĞŶ ůĂ ǀŝĚĂ ƉŽůşƟĐĂ ĞƐ ŶĞĐĞƐĂƌŝĂ ŶŽ ƐŽůŽ ƉĂƌĂ ůĂ ƉƌŽƚĞĐĐŝſŶ ĚĞ ůŽƐ ŝŶƚĞƌĞƐĞƐ ŝŶĚŝǀŝĚƵĂůĞƐ͕ ƐŝŶŽ ƚĂŵďŝĠŶ ƉĂƌĂ ůĂ ĐƌĞĂĐŝſŶ ĚĞ ƵŶĂ ĐŝƵĚĂĚĂŶşĂ ŝŶĨŽƌŵĂĚĂ͕ ĐŽŵƉƌŽŵĞƟĚĂLJĞŶĚĞƐĂƌƌŽůůŽ͘>ĂƉĂƌƟĐŝƉĂĐŝſŶƉŽůşƟĐĂĞƐĞƐĞŶĐŝĂůƉĂƌĂůĂĞdžƉĂŶƐŝſŶ ͨŵĄƐĂůƚĂLJĂƌŵŽŶŝŽƐĂͩĚĞůĂƐĐĂƉĂĐŝĚĂĚĞƐŝŶĚŝǀŝĚƵĂůĞƐ͘ ĂƌĂĐƚĞƌşƐƟĐĂƐĨƵŶĚĂŵĞŶƚĂůĞƐ͗ >Ă ƐŽďĞƌĂŶşĂ ƉŽƉƵůĂƌ ƐĞ ĞdžƉƌĞƐĂ ĞŶ Ğů ƐƵĨƌĂŐŝŽ ƵŶŝǀĞƌƐĂů ;ũƵŶƚŽ ĐŽŶ ƵŶ ƐŝƐƚĞŵĂ ƉƌŽƉŽƌĐŝŽŶĂůĞŶĞůƌĞƉĂƌƚŽĚĞǀŽƚŽƐͿ͘ džŝƐƚĞ ƵŶ ŐŽďŝĞƌŶŽ ƌĞƉƌĞƐĞŶƚĂƟǀŽ ;ůŝĚĞƌĂnjŐŽ ĞůĞĐƚŽ͕ ĞůĞĐĐŝŽŶĞƐ ƉĞƌŝſĚŝĐĂƐ͕ ǀŽƚŽ ƐĞĐƌĞƚŽ͕ĞƚĐ͘Ϳ͘ WƌĞƐĞŶĐŝĂ ĚĞ ĨƌĞŶŽƐ ĐŽŶƐƟƚƵĐŝŽŶĂůĞƐ ƉĂƌĂ ĂƐĞŐƵƌĂƌ ůĂƐ ůŝŵŝƚĂĐŝŽŶĞƐ LJ ůĂ ĚŝǀŝƐŝſŶ ĚĞů ƉŽĚĞƌĞƐƚĂƚĂů͕ĂƐşĐŽŵŽůĂƉƌŽŵŽĐŝſŶĚĞůŽƐĚĞƌĞĐŚŽƐŝŶĚŝǀŝĚƵĂůĞƐ͕ĞƐƉĞĐŝĂůŵĞŶƚĞůŽƐ ƌĞůĂĐŝŽŶĂĚŽƐĐŽŶůĂůŝďĞƌƚĂĚĚĞƉĞŶƐĂŵŝĞŶƚŽ͕ƐĞŶƟŵŝĞŶƚŽ͕ŐƵƐƚŽ͕ĚŝƐĐƵƐŝſŶ͕ƉƵďůŝĐĂĐŝſŶ͕ ĐŽŵďŝŶĂĐŝſŶLJůĂƉĞƌƐĞĐƵĐŝſŶĚĞůŽƐƉůĂŶĞƐĚĞǀŝĚĂĞůĞŐŝĚŽƐŝŶĚŝǀŝĚƵĂůŵĞŶƚĞ͘ ĞŵĂƌĐĂĐŝſŶĐůĂƌĂĚĞůĂĂƐĂŵďůĞĂƉĂƌůĂŵĞŶƚĂƌŝĂLJůĂďƵƌŽĐƌĂĐŝĂƉƷďůŝĐĂ͕ĞƐĚĞĐŝƌ͕ƐĞƉĂƌĂĐŝſŶ ĚĞůĂĨƵŶĐŝſŶĚĞůŽƐĞůĞŐŝĚŽƐLJůĂƐĚĞůŽƐĂĚŵŝŶŝƐƚƌĂĚŽƌĞƐĞƐƉĞĐŝĂůŝƐƚĂƐ;ĞdžƉĞƌƚŽƐͿ͘ WĂƌƟĐŝƉĂĐŝſŶĚĞůŽƐĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐĞŶůĂƐĚŝƐƟŶƚĂƐƌĂŵĂƐĚĞůŐŽďŝĞƌŶŽĂƚƌĂǀĠƐĚĞůǀŽƚŽ͕ũƵŶƚŽ ĂƵŶĂĞdžƚĞŶƐĂƉĂƌƟĐŝƉĂĐŝſŶĞŶĞůŐŽďŝĞƌŶŽůŽĐĂů͕ůŽƐĚĞďĂƚĞƐƉƷďůŝĐŽƐLJĞůƐĞƌǀŝĐŝŽũƵĚŝĐŝĂů͘

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Marcelo Mella

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Fuente: Held (1993)

Democracia marxista El modelo de democracia marxista se caracteriza, según Held, por la presencia de tres elementos: crítica a la libertad formal como fundamento de la vida social, concepción dialéctica del progreso y determinación del proceso político por los modos de producción. Respecto de la crítica a la libertad formal, Karl Marx (18181883) sostuvo que la libertad formal y política requería de la libertad económica. Esta crítica a la democracia formal idealista debe entenderse, en primer término, como una crítica a la noción liberal de «neutralidad del Estado» y, en segundo término, como una sospecha de que el sistema jurídico de derechos no basta para garantizar un ejercicio pleno de la ciudadanía. En relación a la visión dialéctica del progreso, es posible sostener que la idea de democracia marxista se encuentra apoyada en una concepción lineal, teleológica, dialéctica y profundamente optimista del devenir histórico. Esta visión, construida en base a elementos «científico-religiosos», sostiene que cada momento histórico debería ser superado mecánicamente producto de las condiciones estructurales intrínsecas, en una progresión sostenida hasta la supresión de las contradicciones y asimetrías sociales manifestadas, en una sociedad capitalista, a través de la noción de clase. Particularmente, el capitalismo generará las condiciones de su propia superación por las contradicciones representadas en la lucha de clases. Finalmente, respecto de la determinación del proceso político por la economía, Marx intentó demostrar que las condiciones estructurales del capitalismo, sus modos de producción,

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Elementos de Ciencia Política

eran causantes de un conjunto de anomalías políticas que serían necesariamente superadas, por ejemplo; la alienación del sujeto, la concentración del poder económico y político, las relaciones de dominación y explotación derivadas del proceso productivo y la pauperización de la clase trabajadora. Cuadro Nº 18 ĞŵŽĐƌĂĐŝĂĚŝƌĞĐƚĂ;ŵĂƌdžŝƐƚĂͿ ĞŵŽĐƌĂĐŝĂĚŝƌĞĐƚĂLJĞůĮŶĚĞůĂƉŽůşƟĐĂ __________________________________________________ ^ŽĐŝĂůŝƐŵŽ

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Fuente: Held (1993)

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Marcelo Mella

Democracia legal institucional Este modelo se caracteriza por tener una noción radicalmente formal e institucional de la política. En general, se reúnen en esta tradición autores reconocidos dentro de la nueva derecha, tales como Friederich Hayek y Robert Nozick. De modo más polémico, se ubicarían próximos a esta posición autores pertenecientes al neoinstitucionalismo como Guy Peters (2003), J. G. March y J. P. Olsen (1984). Por su enfoque formalista algunos también ubican acá –de manera aún más controversial– a pensa`œÀiÃÊ`iÊ>“>`œÊ“>À݈ӜÊ>˜>‰ÌˆVœÊVœ“œÊ`>“Ê*ÀâiܜÀÎް Para Hayek (1960, 1976, 1982), una sociedad justa, libre y que responde al ideal democrático es aquella guiada por el principio del orden espontáneo o catalaxia. El más estricto régimen de libertades permitirá que los individuos puedan usar la información disponible para llevar a cabo sus fines y por tanto el Estado, en la concepción legal institucional, deberá promover la catalaxia, entendida como el orden generado por la defensa descentralizada de los intereses individuales. En consecuencia y siguiendo a Hayek, el Estado mínimo posee tres funciones básicas: 1. Garantizar la seguridad exterior. 2. Garantizar el imperio de la ley y el orden público. 3. Garantizar la justicia procedimental entendida como juego limpio (fair play). Para Robert Nozick (1974), la sociedad democrática constituye también una forma de orden no construido. De acuerdo al autor, cualquier intervención social con propósitos redistributivos es injusta pues, por las limitaciones estructurales en el acceso a la información, el Estado u otra institución pública no puede saber cuáles son los intereses y necesidades de sus ciudadanos. Conforme a este criterio general, el Estado mínimo posee tres funciones: 1. Resguardar el cumplimiento de los contratos (justicia en lo civil). 2. Garantizar la protección contra apropiaciones ilegítimas. 3. Establecer sistemas no violentos de resolución de conflictos. `>“Ê*ÀâiܜÀÎÞÊ­£™™x®]Ê«œÀÊÃÕÊ«>ÀÌi]ÊÜÃ̈i˜iʵÕiʏ>Ê`imocracia es un mecanismo institucional para abordar el con68

Elementos de Ciencia Política

flicto en el que los resultados no están garantizados y dependen de lo que los actores hagan. Para que exista democracia deberá existir un margen de incertidumbre respecto del desenlace de œÃÊ Vœ˜yˆV̜ÃÊ µÕiÊ *ÀâiܜÀÎÞÊ >“>Ê ˆ˜ViÀ̈`ՓLÀiÊ iÃÌÀÕVÌÕral» o «incertidumbre institucionalizada». El autor entiende que, en democracia, los conflictos no se resuelven definitivamente sino que se «dan por zanjados» transitoriamente. Bajo esta incertidumbre se sabe lo que es posible (depende de las reglas del juego) y lo que es probable (depende de las reglas del juego más las decisiones que toman los actores), pero no se sabe qué ocurrirá efectivamente. Cuadro Nº 19 Democracia legal WƌŝŶĐŝƉŝŽ;ƐͿũƵƐƟĮĐĂƟǀŽ;ƐͿ͗ ůƉƌŝŶĐŝƉŝŽĚĞůĂŵĂLJŽƌşĂĞƐƵŶĂĨŽƌŵĂĞĨĞĐƟǀĂLJĚĞƐĞĂďůĞĚĞƉƌŽƚĞŐĞƌĂůŽƐ ŝŶĚŝǀŝĚƵŽƐĚĞůŐŽďŝĞƌŶŽĂƌďŝƚƌĂƌŝŽLJ͕ƉŽƌůŽƚĂŶƚŽ͕ĚĞŵĂŶƚĞŶĞƌůĂůŝďĞƌƚĂĚ͘ WĂƌĂƋƵĞůĂǀŝĚĂƉŽůşƟĐĂ͕ĂůŝŐƵĂůƋƵĞůĂǀŝĚĂĞĐŽŶſŵŝĐĂ͕ƐĞĂƵŶĂĐƵĞƐƟſŶĚĞůŝďĞƌƚĂĚĞ ŝŶŝĐŝĂƟǀĂŝŶĚŝǀŝĚƵĂů͕ĞůŐŽďŝĞƌŶŽĚĞůĂŵĂLJŽƌşĂ͕ĐŽŶĞůĮŶĚĞĨƵŶĐŝŽŶĂƌĚĞĨŽƌŵĂũƵƐƚĂLJ ƐĂďŝĂ͕ĚĞďĞĐŝƌĐƵŶƐĐƌŝďŝƌƐĞĂůŝŵƉĞƌŝŽĚĞůĂůĞLJ͘ ĂƌĂĐƚĞƌşƐƟĐĂƐĨƵŶĚĂŵĞŶƚĂůĞƐ͗ ƐƚĂĚŽĐŽŶƐƟƚƵĐŝŽŶĂů;ŵŽĚĞůĂĚŽƉŽƌůŽƐƌĂƐŐŽƐĚĞůĂƚƌĂĚŝĐŝſŶƉŽůşƟĐĂĂŶŐůŽƐĂũŽŶĂLJ ƋƵĞŝŶĐůƵLJĞƵŶĂĐůĂƌĂĚŝǀŝƐŝſŶĚĞƉŽĚĞƌĞƐͿ͘ /ŵƉĞƌŝŽĚĞůĂůĞLJ͘ /ŶƚĞƌǀĞŶĐŝſŶŵşŶŝŵĂĚĞůƐƚĂĚŽĞŶůĂƐŽĐŝĞĚĂĚĐŝǀŝůLJĞŶůĂǀŝĚĂƉƌŝǀĂĚĂ͘ ^ŽĐŝĞĚĂĚĚĞůŝďƌĞŵĞƌĐĂĚŽůŽŵĄƐĞdžƚĞŶƐĂƉŽƐŝďůĞ͘ ŽŶĚŝĐŝŽŶĞƐŐĞŶĞƌĂůĞƐ͗ >ŝĚĞƌĂnjŐŽƉŽůşƟĐŽĞĨĞĐƟǀŽ͕ŐƵŝĂĚŽƉŽƌůŽƐƉƌŝŶĐŝƉŝŽƐůŝďĞƌĂůĞƐ͘ ZĞĚƵĐĐŝſŶĂůŵşŶŝŵŽĚĞůĂĞdžĐĞƐŝǀĂƌĞŐƵůĂĐŝſŶďƵƌŽĐƌĄƟĐĂ͘ ZĞƐƚƌŝĐĐŝſŶĚĞůƉĂƉĞůĚĞůŽƐŐƌƵƉŽƐĚĞŝŶƚĞƌĠƐ;ƉŽƌĞũĞŵƉůŽ͕ůŽƐƐŝŶĚŝĐĂƚŽƐͿ͘ ZĞĚƵĐĐŝſŶĂůŵşŶŝŵŽ;ĞƌƌĂĚŝĐĂĐŝſŶ͕ƐŝĨƵĞƌĂƉŽƐŝďůĞͿĚĞůĂĂŵĞŶĂnjĂĚĞĐŽůĞĐƟǀŝƐŵŽĚĞ ƚŽĚŽƟƉŽ͘

Fuente: Held (1993)

Democracia competitiva El modelo de democracia competitiva posee tres rasgos distintivos: i) elitismo, ii) procedimentalismo, y iii) economicismo. Un aspecto relevante del enfoque en estudio es que busca entender la democracia «tal como es» (descriptivamente) y no como «debe69

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ría ser» (normativamente). Este realismo epistémico hace que el modelo sea fuerte en identificar instituciones y procedimientos y descuide la dimensión subjetiva y aspiracional de la política. Con relación al elitismo, el modelo competitivo supone que la idea de democracia no entra en contradicción abierta con las hipótesis centrales de la teoría de las elites elaborada por autores como Gaetano Mosca, Robert Michels, Wilfredo Pareto y Wright Mills. De acuerdo al pensamiento elitista, la matriz de distribución del poder posee cierta autonomía respecto de la forma del régimen político. Gaetano Mosca (2004), junto con acuñar el término «clase política», sostiene que en cualquier sociedad la minoría tiene ventaja sobre la mayoría por dos grandes razones. Primero, para la minoría resultaría más fácil organizarse debido a que son menores los costos de transacción y de construcción de acuerdos. Por otra parte, la minoría tendría ventajas sobre la mayoría porque los méritos no se distribuyen democrática y proporcionalmente, sino que es una minoría la que concentra las capacidades y aptitudes para hacer política. Reconociendo, en parte, los argumentos de Mosca, Robert Michels (2008) formula la conocida «ley de hierro de la oligarquía» que plantea que, al margen del régimen institucional o la forma de gobierno de que se trate, quien gobierna siempre es una minoría. Wilfredo Pareto (1980), a diferencia de sus predecesores, entiende que la elite no es un conglomerado totalmente cohesionado y habla de «elites» en competencia. Para el autor, las elites están integradas por aquellos sujetos que poseen las más altas calificaciones en cada rama de la actividad social. Pareto propone la existencia de dos tipos de elites; los zorros, que predominan por su inteligencia; y los leones, que predominan por su capacidad de uso de la fuerza. Finalmente, Wright Mills (1993) señala que las elites se definen por tres características: i) conciencia de persistencia, esto es, sentido de poder e historicidad; ii) cohesión, vale decir, son mayores los elementos comunes que aquellos que los dividen y iii) conspiratividad, que alude a que las elites limitan el acceso a ellas para seguir ejerciendo su prominencia. En segundo término, el modelo competitivo se distingue por su sesgo formalista y procedimentalista. La democracia se ha entendido, a través del tiempo, como una técnica o un método desprovista de elementos substantivos que liguen la política a lo socialmente deseable. Joseph Schumpeter en Capitalismo,

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Socialismo y Democracia (1953), sostuvo que la democracia es un mecanismo institucional para tomar decisiones en el que los individuos adquieren el derecho a decidir mediante la lucha competitiva por el voto del pueblo. Un concepto de esta índole subvalora u oblitera la dimensión subjetiva de la política, pero posibilita acuerdos mínimos respecto de cómo institucionalizar la idea de democracia. Samuel Huntington ha reflexionado acerca de sus dimensiones denotativa y connotativa, concluyendo que solo es posible pensar la democracia como un nuevo «universal» a partir de estos elementos mínimos. En tercer lugar, la idea de democracia en el modelo competitivo se encuentra marcada por una fuerte influencia conceptual del pensamiento económico. Entre los precursores de esta VœÀÀˆi˜ÌiÊÃiÊi˜VÕi˜ÌÀ>˜Ê˜Ì…œ˜ÞÊ œÜ˜ÃÊ­£™xÇ®ÊVœ˜ÊÃÕÊTeoría económica de la democracia. *>À>Ê œÜ˜Ã]ÊL>œÊiÊÃÕ«ÕiÃ̜Ê`iʵÕiʏ>Ê«œ‰ÌˆV>Ê«Õi`iÊÃiÀÊ>˜>lizada con categorías heurísticas provenientes de la economía, se identifican un conjunto de continuidades entre ambos campos: 1. Los actores políticos en los sistemas democráticos son sujetos esencialmente racionales y, por tanto, se trata de actores que maximizan su utilidad para tomar decisiones favorables a sus intereses. En este marco de interpretación, tanto la noción de racionalidad como la noción de interés constituyen herramientas fundamentales para el análisis del comportamiento. Particularmente en democracia, los partidos, como actores fundamentales del juego político, poseen un rol minimalista, a saber; formulan políticas como medio para obtener votos. 2. ,iëiV̜Ê`iÊVœ˜ÌiÝ̜Êi˜ÊµÕiÊv՘Vˆœ˜>ʏ>Ê`i“œVÀ>Vˆ>]Ê œÜ˜ÃÊ sostiene que, al igual de lo que se puede observar en el sistema económico, en el sistema político existe racionalidad limitada o conocimiento imperfecto. Esto debido a que solo es posible actuar racionalmente cuando existe información suficiente en cantidad y calidad. En los sistemas políticos democráticos existe escasez o falta de información para que los actores puedan defender sus pretensiones, y obtenerla es un proceso que implica costos variables dependiendo de la posición de quienes toman decisiones. 3. En relación a los vínculos o interacciones entre políticos y ciudadanos, el autor entiende que existen implicancias específicas para los representantes y para los electores, así como 71

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para la interacción entre ambos tipos de actores. Los representantes, en su calidad de políticos profesionales, son persuasores especializados que intercambian políticas por votos. En este papel no necesariamente contribuyen a la toma de decisiones racionales por parte de la ciudadanía, sino por el contrario, favorecen sus propias causas. A nivel de electores predomina el comportamiento de Free-Rider (polizón o pasajero clandestino), cuyas características principales son la apatía, el distanciamiento, la falta de compromiso y el oportunismo de los ciudadanos. La noción de Free-Rider remite a la idea de aquellos ciudadanos que desean «viajar gratis» en la vida pública, gozando de los beneficios de vivir en sociedad pero sin incurrir en los costos asociados a la participación. Respecto a la relación políticos-ciudadanos, el autor señala que existe una condición recíproca de «ignorancia racional» de acuerdo a la cual, ni los políticos saben cuáles son los intereses de los electores ni estos saben cuáles son los intereses de los políticos. Por cierto, superar esta condición implica asumir costos. Estará mejor preparado para superar esta condición de ignorancia aquel actor que disponga de mayores recursos para obtener información. 4. Se entiende que la ideología es, en consecuencia, «información de bajo costo» que tiende a satisfacer la demanda por información de aquellos actores desprovistos de recursos en Õ˜Ê Vœ˜ÌiÝÌœÊ `iÊ Vœ˜œVˆ“ˆi˜ÌœÊ ˆ“«iÀviV̜°Ê œÜ˜ÃÊ ÃœÃ̈i˜iÊ que es posible pensar tres pautas de distribución de la ideología, con sus consiguientes efectos, en el comportamiento de los actores que consumen información: a. Distribución unimodal. En la matriz de distribución unimodal existe un porcentaje mayoritario de electores concentrados en posiciones de «elector medio», producto de lo cual, los partidos políticos convergerán hacia el centro en búsqueda de sus votos. Este modelo privilegia la estabilidad y sacrifica el pluralismo, la diferenciación de proyectos políticos y la representatividad de los electores. b. Distribución bimodal. En la matriz de distribución bimodal existen dos grandes conglomerados de electores situados en posiciones antagónicas, lo que genera la polarización y radicalización de los partidos en búsqueda de la votación que le permita formar mayorías. Este modelo privilegia la

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representatividad y el pluralismo y subordina los niveles de estabilidad del sistema. c. Distribución multimodal. En la matriz de distribución multimodal existen tres o más conglomerados de electores, lo que impide formar directamente gobiernos de mayoría y fuerza a los partidos a constituir coaliciones políticas. Cuadro Nº 20 ĞŵŽĐƌĂĐŝĂĐŽŵƉĞƟƟǀĂ WƌŝŶĐŝƉŝŽ;ƐͿũƵƐƟĮĐĂƟǀŽ;ƐͿ͗ DĠƚŽĚŽĚĞƐĞůĞĐĐŝſŶĚĞƵŶĂĞůŝƚĞƉŽůşƟĐĂĐƵĂůŝĮĐĂĚĂĞŝŵĂŐŝŶĂƟǀĂ͕ĐĂƉĂnjĚĞĂĚŽƉƚĂƌ ůĂƐĚĞĐŝƐŝŽŶĞƐůĞŐŝƐůĂƟǀĂƐLJĂĚŵŝŶŝƐƚƌĂƟǀĂƐŶĞĐĞƐĂƌŝĂƐ͘ KďƐƚĄĐƵůŽĂůŽƐĞdžĐĞƐŽƐĚĞůůŝĚĞƌĂnjŐŽƉŽůşƟĐŽ͘ ĂƌĂĐƚĞƌşƐƟĐĂƐĨƵŶĚĂŵĞŶƚĂůĞƐ͗ 'ŽďŝĞƌŶŽƉĂƌůĂŵĞŶƚĂƌŝŽĐŽŶƉŽĚĞƌĞũĞĐƵƟǀŽĨƵĞƌƚĞ͘ ŽŵƉĞƚĞŶĐŝĂĞŶƚƌĞĞůŝƚĞƐLJƉĂƌƟĚŽƐƉŽůşƟĐŽƐƌŝǀĂůĞƐ͘ ŽŵŝŶŝŽĚĞůƉĂƌůĂŵĞŶƚŽƉŽƌůŽƐƉĂƌƟĚŽƐƉŽůşƟĐŽƐ͘ ĂƌĄĐƚĞƌĐĞŶƚƌĂůĚĞůůŝĚĞƌĂnjŐŽƉŽůşƟĐŽ͘ ƵƌŽĐƌĂĐŝĂ͗ƵŶĂĂĚŵŝŶŝƐƚƌĂĐŝſŶŝŶĚĞƉĞŶĚŝĞŶƚĞLJďŝĞŶĨŽƌŵĂĚĂ͘ >şŵŝƚĞƐĐŽŶƐƟƚƵĐŝŽŶĂůĞƐLJƉƌĄĐƟĐŽƐĂůͨŵĂƌŐĞŶĞĨĞĐƟǀŽĚĞĚĞĐŝƐŝſŶƉŽůşƟĐĂͩ͘ ŽŶĚŝĐŝŽŶĞƐŐĞŶĞƌĂůĞƐ͗ ^ŽĐŝĞĚĂĚŝŶĚƵƐƚƌŝĂů͘ DŽĚĞůŽĚĞĐŽŶŇŝĐƚŽƐŽĐŝĂůLJƉŽůşƟĐŽĨƌĂŐŵĞŶƚĂĚŽ͘ ůĞĐƚŽƌĂĚŽƉŽďƌĞŵĞŶƚĞŝŶĨŽƌŵĂĚŽLJͬŽĞŵŽƟǀŽ͘ ƵůƚƵƌĂƉŽůşƟĐĂƋƵĞƚŽůĞƌĂůĂƐĚŝĨĞƌĞŶĐŝĂƐĚĞŽƉŝŶŝſŶ͘ ^ƵƌŐŝŵŝĞŶƚŽĚĞĞƐƚƌĂƚŽƐĚĞĞdžƉĞƌƚŽƐLJŐĞƌĞŶƚĞƐƚĠĐŶŝĐĂŵĞŶƚĞĐƵĂůŝĮĐĂĚŽƐ͘ ŽŵƉĞƚĞŶĐŝĂĞŶƚƌĞůŽƐƐƚĂĚŽƐƉŽƌĞůƉŽĚĞƌLJůĂƐǀĞŶƚĂũĂƐĚĞůƐŝƐƚĞŵĂŝŶƚĞƌŶĂĐŝŽŶĂů͘

Fuente: Held (1993)

Democracia pluralista El modelo pluralista de democracia busca superar dos aspectos centrales del modelo competitivo: su individualismo extremo y la pasividad del ciudadano. Para Peter Bachrach, por ejemplo, el procedimentalismo schumpeteriano se encuentra errado porque la competencia genera inmunización de algunos intereses, condiciona ciertas ventajas que hacen imposible la igualdad de oportu73

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nidades (pérdida de la neutralidad del Estado) y promueve la pasividad y la falta de compromiso público en el ciudadano-elector. Robert Dahl, probablemente el autor más representativo de esta tradición, señala que la democracia solo existió en el marco de la ciudad-Estado griega, constituyendo una forma de gobierno directo. Los sistemas indirectos o representativos, propios de los Estados-nación, serían más bien «poliarquías». La poliarquía es un conjunto de mecanismos institucionales que permiten que la democracia (Latu sensu) funcione como tal en el contexto de sociedades complejas o fragmentadas. Para el autor citado existen un conjunto de características que permiten que esta adaptación de la democracia funcione, en sociedades marcadas por clivajes o conflictos observables en la mediana y larga duración. Dichos mecanismos son los siguientes: 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Autoridades públicas electas. Elecciones libres, amplias e inclusivas. Sufragio universal. Derecho a competir por cargos públicos. Libertad de expresión. Medios de información alternativos. Libertad de asociación.

Según Dahl, la poliarquía requiere que la sociedad civil tenga la capacidad de constituirse en organizaciones y actores colectivos, por tanto existirá mayor democracia en cuanto exista mayor riqueza organizacional en el tejido social. Asimismo, el modelo plantea la búsqueda de un equilibrio entre ciudadanía pasiva y activa que genere estabilidad política y, al mismo tiempo, capacidad de influencia de los actores colectivos.

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Cuadro Nº 21 Democracia pluralista ͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺͺ WůƵƌĂůŝƐŵŽĐůĄƐŝĐŽ EĞŽƉůƵƌĂůŝƐŵŽ WƌŝŶĐŝƉŝŽ;ƐͿũƵƐƟĮĐĂƟǀŽ;ƐͿ͗ 'ĂƌĂŶƟnjĂĞůŐŽďŝĞƌŶŽĚĞůĂƐŵŝŶŽƌşĂƐLJ͕ƉŽƌƚĂŶƚŽ͕ůĂůŝďĞƌƚĂĚƉŽůşƟĐĂ͘ ^ĞĐŽŶƐƟƚƵLJĞĐŽŵŽŽďƐƚĄĐƵůŽĨƵŶĚĂŵĞŶƚĂůĂůĚĞƐĂƌƌŽůůŽĚĞĨĂĐĐŝŽŶĞƐ ĞdžĐĞƐŝǀĂŵĞŶƚĞƉŽĚĞƌŽƐĂƐLJĚĞƵŶƐƚĂĚŽŝŶƐĞŶƐŝďůĞ͘ ĂƌĂĐƚĞƌşƐƟĐĂƐĨƵŶĚĂŵĞŶƚĂůĞƐ͗ 'ĂƌĂŶƟnjĂĚĞƌĞĐŚŽƐĂůĐŝƵĚĂĚĂŶŽĐŽŵŽůĂůŝďĞƌƚĂĚĚĞĞdžƉƌĞƐŝſŶ͕ůĂůŝďĞƌƚĂĚ ĚĞŽƌŐĂŶŝnjĂĐŝſŶLJƋƵĞĐĂĚĂƉĞƌƐŽŶĂǀĂůĞƵŶǀŽƚŽ͘ WƌĞƐĞŶƚĂƵŶƐŝƐƚĞŵĂĚĞĨƌĞŶŽƐĞŶƚƌĞůŽƐƉŽĚĞƌĞƐůĞŐŝƐůĂƟǀŽ͕ĞũĞĐƵƟǀŽLJ ũƵĚŝĐŝĂůLJůĂĂĚŵŝŶŝƐƚƌĂĐŝſŶďƵƌŽĐƌĄƟĐĂ͘ /ŵƉůŝĐĂůĂĞdžŝƐƚĞŶĐŝĂĚĞƵŶƐŝƐƚĞŵĂĞůĞĐƚŽƌĂůĐŽŵƉĞƚŝƚŝǀŽĐŽŶ;ĂůŵĞŶŽƐͿ ĚŽƐƉĂƌƚŝĚŽƐ͘ ďĂŶŝĐŽĚŝǀĞƌƐŽĚĞŐƌƵƉŽƐĚĞ ŝŶƚĞƌĠƐ;ƐŽůĂƉĂĚŽƐͿ͕ƋƵĞďƵƐĐĂŶ ƚĞŶĞƌŝŶŇƵĞŶĐŝĂƉŽůşƟĐĂ͘

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Fuente: Held (1993)

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Democracia participativa El modelo de democracia participativa se elabora desde el supuesto de que la representación política liberal es un mecanismo insuficiente para generar inclusión y hacer efectiva la democracia real. Por tanto, se busca evitar que las prácticas de delegación política, propias de la democracia representativa, se conviertan en enajenación y fetichismo político. Autores como Pierre Bourdieu y Fernando Mires han señalado que, si bien la representación política es un mecanismo de agregación de intereses, por sí sola no permite la democratización de una sociedad. Bourdieu ha explicado cómo las prácticas de delegación del poder, por parte de los ciudadanos, al convertirse en prácticas rutinarias hacen irreversible su transferencia y contribuyen a la usurpación de la condición de soberano. Fernando Mires argumentará que la democracia requiere, en grados variables, de mecanismos de representación, pero también de mecanismos para institucionalizar la deliberación y la participación. Entender equivocadamente que la democracia es coextensiva a la representación significa sobrecargar de demandas a las estructuras parlamentarias. Esta sobrecarga afecta, a la larga, los niveles de adhesión y respaldo del sistema democrático. Jurgen Harbermas, por su parte, plantea que la democracia es una forma política derivada del libre proceso comunicativo, dirigido a lograr acuerdos consensuales para la toma de decisiones colectivas. Esta creencia tiene implicancias relevantes respecto del decisionismo y las oportunidades efectivas para generar espacios dialógicos libres de coacciones externas. La principal consecuencia de la relación entre procesos comunicativos y democratización consiste en que el elitismo decisional es percibido como una manifestación de antidemocracia y, por ende, se refuerza el factor de legitimidad por sobre la eficacia o se hace depender esta última de la primera. Habermas supone que es posible constituir espacios institucionales donde individuos y grupos participen sin coacción y en igualdad de condiciones en la formación discursiva de la voluntad política.

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Cuadro Nº 22 ĞŵŽĐƌĂĐŝĂƉĂƌƟĐŝƉĂƟǀĂ WƌŝŶĐŝƉŝŽ;ƐͿũƵƐƟĮĐĂƟǀŽ;ƐͿ͗ ůĚĞƌĞĐŚŽ͕ŝŐƵĂůƉĂƌĂƚŽĚŽƐ͕ĂůĂƵƚŽĚĞƐĂƌƌŽůůŽ͕ƐŽůŽƉƵĞĚĞĂůĐĂŶnjĂƌƐĞĞŶƵŶĂ ͨƐŽĐŝĞĚĂĚƉĂƌƟĐŝƉĂƟǀĂͩƋƵĞĨŽŵĞŶƚĞĞůƐĞŶƟĚŽĚĞĞĮĐĂĐŝĂƉŽůşƟĐĂ͕ŶƵƚƌĂůĂ ƉƌĞŽĐƵƉĂĐŝſŶƉŽƌůŽƐƉƌŽďůĞŵĂƐĐŽůĞĐƟǀŽƐLJĐŽŶƚƌŝďƵLJĂĂůĂĨŽƌŵĂĐŝſŶĚĞƵŶĂ ĐŝƵĚĂĚĂŶşĂƐĂďŝĂLJĐĂƉĂnjĚĞŝŶƚĞƌĞƐĂƌƐĞĚĞĨŽƌŵĂĐŽŶƟŶƵĂĚĂƉŽƌĞůƉƌŽĐĞƐŽĚĞ ŐŽďŝĞƌŶŽ͘ ĂƌĂĐƚĞƌşƐƟĐĂƐĨƵŶĚĂŵĞŶƚĂůĞƐ͗ WĂƌƟĐŝƉĂĐŝſŶĚŝƌĞĐƚĂĚĞůŽƐĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐĞŶůĂƌĞŐƵůĂĐŝſŶĚĞůĂƐŝŶƐƟƚƵĐŝŽŶĞƐĐůĂǀĞƐĚĞ ůĂƐŽĐŝĞĚĂĚ͕ŝŶĐůƵLJĞŶĚŽĞůůƵŐĂƌĚĞƚƌĂďĂũŽLJůĂĐŽŵƵŶŝĚĂĚůŽĐĂů͘ ZĞŽƌŐĂŶŝnjĂĐŝſŶĚĞůƐŝƐƚĞŵĂĚĞƉĂƌƟĚŽƐ͕ŚĂĐŝĞŶĚŽĂůŽƐĐĂƌŐŽƐĚĞůƉĂƌƟĚŽ ĚŝƌĞĐƚĂŵĞŶƚĞƌĞƐƉŽŶƐĂďůĞĂŶƚĞƐƵƐĂĮůŝĂĚŽƐ͘ &ƵŶĐŝŽŶĂŵŝĞŶƚŽĚĞůŽƐͨƉĂƌƟĚŽƐƉĂƌƟĐŝƉĂƟǀŽƐͩĞŶůĂĞƐƚƌƵĐƚƵƌĂƉĂƌůĂŵĞŶƚĂƌŝĂŽĞŶ ĞůĐŽŶŐƌĞƐŽ͘ DĂŶƚĞŶŝŵŝĞŶƚŽĚĞƵŶƐŝƐƚĞŵĂŝŶƐƟƚƵĐŝŽŶĂůĂďŝĞƌƚŽƋƵĞŐĂƌĂŶƟĐĞůĂƉŽƐŝďŝůŝĚĂĚĚĞ ĞdžƉĞƌŝŵĞŶƚĂƌĐŽŶĨŽƌŵĂƐƉŽůşƟĐĂƐ͘ ŽŶĚŝĐŝŽŶĞƐŐĞŶĞƌĂůĞƐ͗ DĞũŽƌĂĚŝƌĞĐƚĂĚĞůĂĞƐĐĂƐĂďĂƐĞĚĞƌĞĐƵƌƐŽƐĚĞŵƵĐŚŽƐŐƌƵƉŽƐƐŽĐŝĂůĞƐŵĞĚŝĂŶƚĞůĂ ƌĞĚŝƐƚƌŝďƵĐŝſŶĚĞƌĞĐƵƌƐŽƐŵĂƚĞƌŝĂůĞƐ͘ ZĞĚƵĐĐŝſŶ;ĞƌƌĂĚŝĐĂĐŝſŶ͕ƐŝĨƵĞƌĂƉŽƐŝďůĞͿĞŶůĂǀŝĚĂƉƷďůŝĐĂLJƉƌŝǀĂĚĂĚĞůƉŽĚĞƌ ďƵƌŽĐƌĄƟĐŽŶŽƌĞƐƉŽŶƐĂďůĞĂŶƚĞůŽƐĐŝƵĚĂĚĂŶŽƐ͘ ^ŝƐƚĞŵĂĂďŝĞƌƚŽĚĞŝŶĨŽƌŵĂĐŝſŶƋƵĞŐĂƌĂŶƟnjĂĚĞĐŝƐŝŽŶĞƐŝŶĨŽƌŵĂĚĂƐ͘ ZĞĐŽŶƐŝĚĞƌĂĐŝſŶĚĞůĂĂƚĞŶĐŝſŶLJĐƵŝĚĂĚŽĚĞůŽƐŶŝŹŽƐƉĂƌĂƋƵĞůĂƐŵƵũĞƌĞƐ͕ĂůŝŐƵĂů ƋƵĞůŽƐŚŽŵďƌĞƐ͕ƉƵĞĚĂŶĂƉƌŽǀĞĐŚĂƌůĂŽƉŽƌƚƵŶŝĚĂĚĚĞƉĂƌƟĐŝƉĂƌ͘

Fuente: Held (1993)

Evolución de la idea de Estado El segundo concepto fundamental para el estudio de la evolución política moderna es el de Estado. Marcel Prelot lo llamó «la institución de las instituciones» (1994: 80-86), por constituir «una forma perfeccionada de vida colectiva en la que la voluntad y la razón humana abordan el problema de la organización política, asegurando su continuidad» (Prelot, 1994: 83). Max Weber (1976) sostiene, por su parte, que el Estado es aquella entidad que en un territorio determinado monopoliza la coacción física legítima por medio de la administración pública. En ambas definiciones aparece con claridad su carácter institucional, lo que denota su aspecto trascendente puesto que, por lo general, es aceptado que una institución es una obra de organización política en la que existe una voluntad que no se agota en el 77

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cumplimiento de los compromisos que la originan. Los principales fundamentos teóricos e ideológicos del Estado moderno son tres; razón de Estado, soberanía del Estado y soberanía popular. Mediante el principio de la razón de Estado, el aparato estatal actúa en referencia a reglas propias de la política y distintas a concepciones éticas de sentido común o a normas derivadas de alguna tradición religiosa o individual. Por su soberanía el aparato estatal posee la capacidad, ilimitada e indivisible, de hacer leyes e imponer sus decisiones en un territorio específico. Por último, considerando el principio de la soberanía popular el Estado moderno actúa sobre la base de que el depositario último o titular del poder es el pueblo. De acuerdo a esta idea, presente en autores contractualistas (Rousseau y Locke), la soberanía es imposible de transferir completamente y solo se delega parcial y transitoriamente con el fin de alcanzar ciertos objetivos legítimos para el colectivo social. Guillermo O'Donnell sostiene que el Estado debe ser analizado en cuatro dimensiones básicas; la dimensión institucional, normativa o jurídica, que asemeja el concepto a la idea de Estado de Derecho (sistema legal); luego, la dimensión sociológica, que se funda en los grupos o sectores específicos que ocupan los espacios estatales (burocracias, grupos políticos); una tercera faz del Estado como foco identitario o fuente de contenidos simbólicos; y una cuarta dimensión como filtro frente a poderes sub o supra estatales (Collier, 1985: 290-291) (PNUD, 2008: 27-30). La evolución histórica del Estado tiene cuatro momentos: Monarquía absoluta, Estado liberal, Estado de bienestar y Estado neoliberal.

Monarquía absoluta Ocurre con el origen del Estado moderno, durante los siglos XVI y XVII, y se caracteriza por la centralización del poder, la crea-

ción de la burocracia y la constitución del Estado por pactos o contratos. Es el tiempo en que los Estados europeos organizan ejércitos nacionales, adquieren el derecho a acuñar moneda, a imponer tributos y a aplicar estos derechos dentro de un territorio. Desde un punto de vista conceptual, los fundamentos clásicos del Estado absoluto, que se impone desde Westfalia (1648), han sido elaborados por Thomas Hobbes en su Leviatan. Para Hobbes, la principal razón que justifica semejante concentración del poder es la necesidad de asegurar la conservación de la vida y superar la situación de guerra permanente: 78

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La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás), al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados), es el cuidado de su propia conservación y por añadidura el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV (…). El único camino para erigir semejante poder común, capaz defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las ofensas ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad (…). Esto es más que consentimiento o concordia: es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho a gobernarme a mí mismo con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho y autorizaréis todos los actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina Estado, en latín Civitas. Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien de aquel dios mortal al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa (Artola, 1979: 327).

Estado liberal El Estado liberal surgió con las revoluciones liberales contra el Antiguo Régimen, acaecidas en Europa y América y se expandió como modelo institucional entre los siglos XVII y XIX. Se caracterizó por la vigencia del constitucionalismo, la concepción individualista de los sujetos, la defensa de la propiedad privada y la economía capitalista y, siguiendo a Carol Pateman, por el impulso dado a la familia patriarcal (Held, 1997: 73). Desde una perspectiva doctrinaria, el Estado liberal se opuso al Estado absoluto, tal como se aprecia en el siguiente párrafo de John Locke:

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Resulta pues, evidente que la monarquía absoluta, a las que ciertas personas consideran como el único gobierno del mundo, es en realidad incompatible con la sociedad civil, y por ello, no puede siquiera considerarse como una forma de poder civil. La finalidad de la sociedad civil es evitar y remediar los inconvenientes del estado de naturaleza, que se producen forzosamente cuando cada hombre es juez de su propio caso, estableciendo para ello una autoridad conocida a la que todo miembro de dicha sociedad pueda recurrir cuando sufre algún atropello, o siempre que se produzca alguna disputa, y a la que todos tengan obligación de obedecer. Allí donde existen personas que no disponen de esa autoridad a quien recurrir para que decida en el acto las diferencias que surgen entre ellas, esas personas siguen viviendo en un estado de naturaleza. Y en esa situación se encuentran, frente a frente, el rey absoluto y todos aquellos que están sometidos a su régimen. Al partirse del supuesto de que ese príncipe absoluto reúne en sí mismo el poder legislativo y el poder ejecutivo sin participación de nadie, no existe juez ni manera de apelar a nadie capaz de decidir con justicia e imparcialidad, y con autoridad para sentenciar, o que pueda remediar o compensar cualquier atropello o daño que ese príncipe haya causado, por sí mismo, o por orden suya. Ese hombre, lleve el título que lleve zar, gran señor o el que sea se encuentra tan en estado de naturaleza con sus súbditos como el resto del género humano. (…) La única diferencia, lamentable además, para el súbdito, o más bien, para el esclavo del príncipe absoluto, es que en el estado de naturaleza dispone de libertad para jugar el mismo de su derecho, y para defenderlo según la medida de sus posibilidades, pero cuando se ve atropellado en su propiedad por la voluntad y por orden del monarca, no solo no tiene a quien recurrir, como deben tener todos cuando viven en sociedad, sino que, lo mismo que si lo hubieran rebajado de su estado común de criatura racional, se le niega la libertad de juzgar de su caso, o de defender su derecho (Artola, 1979: 335-336).

Como proyecto histórico, el Estado liberal representó la ruptura y superación del Estado absolutista, así como la reconstrucción del orden político luego de la crisis del Antiguo Régimen en Europa y América. Esta segunda fase en la evolución del Estado se manifestó mediante formas institucionales diversas, a saber; una Monarquía Parlamentaria, en el caso del régimen surgido de la Revolución Inglesa del siglo XVII; una Monarquía Constitucional, 80

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en el caso de la Constitución de 1812 en España; una República, como ocurrió en Francia luego de la Revolución Francesa; y finalmente, las Repúblicas Presidenciales de América, surgidas luego de los procesos de emancipación nacional durante el siglo XIX. En todos estos casos la constante del Estado Liberal fue una conjunción de tres componentes que dieron especificidad a este tipo institucional; un diseño constitucional fundado en el liberalismo, la consolidación de la burguesía como clase social dominante y el capitalismo como modelo principal para la organización de las relaciones económicas de producción (Artola, 1979: 485-490) (Eccleshall, 1993: 43-52) (Held, 1997: 73). Desde una perspectiva ideológica, el liberalismo se originó en Inglaterra durante el siglo XVII y sus argumentos principales se desarrollaron a ambos lados del Atlántico luego de la Gloriosa Revolución de 1680. Los dos grandes precursores doctrinarios del liberalismo inglés fueron John Locke (Dos tratados sobre el Gobierno y Carta sobre la tolerancia) y Tom Paine (El sentido común, Los derechos del hombre y La edad de la razón), quienes impulsaron un nuevo orden social en Inglaterra, Estados Unidos y Francia basados en determinadas ideas-fuerza con respaldo jurídico, como por ejemplo: gobierno representativo y constitucional, neutralidad y autolimitación del Estado frente a las diferentes expresiones de pluralismo, el derecho a disentir en asuntos religiosos y la ampliación de una esfera social autónoma (Eccleshall, 1993: 43-46). Esta autonomía de la sociedad debía entenderse como una reivindicación de la interioridad del sujeto individual frente a los poderes públicos o cualquier otra forma de coacción externa. Parafraseando a Tom Paine en La edad de la razón; «Mi propia mente es mi propia Iglesia» (Eccleshall, 1993: 46).

Estado de bienestar El Estado de bienestar surge de la crisis económica de 1929 como una alternativa ubicada entre el Estado liberal y el modelo comunista. Su principal objetivo fue proteger a las sociedades de las crisis cíclicas de la economía internacional mediante intervenciones (anticíclicas) selectivas, con medidas como la extensión del sistema de seguridad social para los trabajadores, políticas redistributivas, emprendimientos públicos destinados a absorber la cesantía y diversas estrategias de industrialización nacional sustitutiva de importaciones, dirigidas a limitar la dependencia de la producción de los países desarrollados. 81

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Siguiendo a Heclo, es posible identificar tres fases del Estado de bienestar: 1. Fase de experimentación (desde 1870 a 1925): se inicia con el llamado «Liberal break» y está determinada por la puesta en marcha de los sistemas de seguridad social. Lo característico de esta etapa es la sustitución de la incertidumbre de la providencia privada, propia de las sociedades liberales decimonónicas, por la providencia pública propia de las sociedades «aseguradoras» (Rosanvallon). En la literatura se mencionan el modelo de seguridad social de Bismarck (1880) y la República de Weimar (1919), como dos casos ejemplares de esta primera etapa. 2. Fase de consolidación (crisis de los años treinta a la Segunda Guerra Mundial): se caracterizó por la legitimación de los derechos sociales como componentes esenciales de una ciudadanía plena y por la confianza extendida acerca de la capacidad distributiva del Estado a través de políticas de orientación keynesiana. Para esta etapa se mencionan el «New deal» y el «compromiso histórico» entre capital y trabajo en Suecia como experiencias paradigmáticas. 3. Fase de expansión (desde 1945 a mediados de la década de 1970): está basada en un acuerdo respecto de la forma cómo alcanzar, simultáneamente, el objetivo liberal del crecimiento económico y el objetivo socialista de asegurar la redistribución de la renta (Caminal, 1999: 247). Jordi Sánchez sostiene que esta fase de desarrollo se define, más que por la existencia de un régimen activo de derechos sociales o políticas distributivas específicas, por un consenso «doctrinario» respecto de la necesidad de generar crecimiento económico y bienestar público, así como también respecto de la forma cómo perseguir dichos objetivos (Caminal, 1999: 247-248). Durante la década de 1970 se produjo la erosión del acuerdo «doctrinario» sobre la ecuación keynesiana, gatillando la crisis del Estado de bienestar. En gran medida esta crisis fue generada por factores concretos, tales como el fin del ciclo de crecimiento iniciado en los años cincuenta y la crisis energética del año 1973. Conceptualmente, tanto los autores liberales como los marxistas han relevado a la ingobernabilidad y la sobrecarga del Estado como factores detonantes de la crisis de la sociedad aseguradora. Señala Pierre Rosanvallon:

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Para comprender con claridad este nuevo curso de las cosas, pueden distinguirse tres dimensiones que constituyen también tres etapas en la quiebra del Estado de providencia. Las dos primeras son de orden financiero e ideológico. (…) La crisis financiera se desencadenó en los años setenta. En efecto, a partir de ese período los gastos sociales, y en especial, los de salud, siguieron creciendo a los ritmos anteriores de 7 a 8 % por año, mientras que los ingresos solo aumentaban de 1 a 3 %, ajustados como lo estaban a un crecimiento que se hizo más lento desde 1974. (…) La crisis ideológica marca sobre todo los años ochenta. Traduce la sospecha bajo la que se encontraba entonces el Estado empresario en cuanto al manejo eficaz de los problemas sociales. Corresponde a la puesta en tela de juicio de una maquinaria cada vez más opaca y burocrática, que enturbia la percepción de las finalidades y entraña una crisis de legitimidad. (…) Aún no tenemos conciencia claramente de la entrada en esta crisis filosófica que acompaña el advenimiento de una nueva cuestión social. Se trata de explorar sus términos para comprender el nuevo pasaje social cuyo relieve dibuja. Aparecen dos problemas mayores, la desintegración de los principios organizadores de la solidaridad y el fracaso de la concepción tradicional de los derechos sociales para ofrecer un marco satisfactorio en el cual pensar la situación de los excluidos (Rosanvallon, 1995: 9-10).

Estado neoliberal El Estado neoliberal surge a comienzos de la década de 1980 con las «revoluciones conservadoras» de Margaret Tatcher y Ronald Reagan en Inglaterra y Estados Unidos, respectivamente. Algunos de sus rasgos principales son: disminución del gasto fiscal, reducción del «tamaño del Estado», privatización de empresas públicas, recorte de derechos y garantías sociales, control de la inflación, debilitamiento de organizaciones sociales con capacidad de veto (sindicatos, estudiantes, entre otras) y apertura internacional de los mercados. Todas estas transformaciones se correlacionaron con cambios significativos en la composición de los cuadros de profesionales y expertos que ocupaban posiciones estratégicas en el aparato público (Puryear, 1994; Dezalay, 2002). Por otra parte, esta redefinición del Estado estuvo vinculada a cambios relevantes en la distribución del poder en el sistema internacional y, especialmente, en la política exterior estadounidense (Foucault, 2007; Mella, 2011c). La implantación del Estado neoliberal en América Latina se asocia inicialmente y en distinto grado a los Regímenes Burocrá83

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tico Autoritarios que aparecen entre las décadas de 1960 y 1970 (Brasil, 1964; Uruguay y Chile, 1973; Argentina, 1976). Pero sin duda, después de las reformas introducidas por Tatcher y Reagan los ejemplos más destacados en la región de reformas hacia el neoliberalismo lo constituyen; además del régimen dictatorial de Augusto Pinochet en Chile; Carlos Salinas de Gortari en México (1988), Carlos Menem en Argentina (1989), Carlos Andrés Pérez en Venezuela (1989) y Alberto Fujimori en Perú (1990). Cristina Zurbriggen (2007) señala que este proceso de penetración del Estado neoliberal se realizó desde los años ochenta en dos momentos; en primer término, impulsado por el catálogo de medidas de política propuestas por el Banco Mundial en el llamado «Consenso de Washington» para; posteriormente, con ocasión del Informe El Estado en un mundo en transformación (1997), impulsar una segunda generación de reformas. En todo caso, estas propuestas de reforma han sido cuestionadas en su eficacia porque carecerían de mirada política y contextual, limitándose a medidas de tipo tecnocrático y gerencialista. Los dos cuadros siguientes muestran, primero, una síntesis de las reformas propuestas para la introducción del Estado neoliberal en América Latina separada en dos momentos, a saber: Consenso de Washington y reformas de «segunda generación» posteriores a la crisis económica de mediados de 1990 y del Informe del Banco Mundial de 1997. Cuadro Nº 23 Reformas Estado neoliberal: Consenso de Washington y Consenso de Washington ampliado ŽŶƐĞŶƐŽĚĞtĂƐŚŝŶŐƚŽŶ Ͳ ŝƐĐŝƉůŝŶĂĮƐĐĂů Ͳ ZĞŽƌŝĞŶƚĂĐŝſŶ ĚĞ ůŽƐ ŐĂƐƚŽƐ ĚĞů ƐƚĂĚŽ Ͳ ZĞĨŽƌŵĂƚƌŝďƵƚĂƌŝĂ Ͳ dŝƉŽĚĞĐĂŵďŝŽƵŶŝĮĐĂĚŽLJůŝďƌĞ Ͳ >ŝďĞƌĂůŝnjĂĐŝſŶĚĞůŵĞƌĐĂĚŽĮŶĂŶĐŝĞƌŽ Ͳ >ŝďĞƌĂůŝnjĂĐŝſŶĚĞůĐŽŵĞƌĐŝŽ Ͳ ƉĞƌƚƵƌĂ ĚĞ ůĂ ŝŶǀĞƌƐŝſŶ ĞdžƚƌĂŶũĞƌĂ ĚŝƌĞĐƚĂ;/Ϳ Ͳ WƌŝǀĂƟnjĂĐŝŽŶĞƐ Ͳ ĞƐƌĞŐƵůĂĐŝſŶ Ͳ &ŽƌƚĂůĞĐŝŵŝĞŶƚŽ ĚĞů ĚĞƌĞĐŚŽ ĚĞ ƉƌŽƉŝĞĚĂĚ

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Fuente: Zurbriggen (2007: 162)

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El resultado de las reformas mencionadas es más bien limitado pues, tal como se observa en el cuadro siguiente, los indicadores sociales seleccionados por Ricardo Ffrench-Davis permiten concluir que, salvo el caso del indicador PIB per cápita, que experimenta un mejoramiento marginal, el resto de los indicadores muestran para el período 1980 a 2004, un estancamiento o retroceso. Cuadro Nº 24 América Latina: Indicadores sociales 1980-2004

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Fuente: Zurbriggen (2007: 163)

La construcción del Estado neoliberal, y sus sucesivas reformas experimentadas desde mediados de 1990, han acarreado no solo un cuestionamiento académico y político sobre sus resultados y su nivel de eficiencia / efectividad; sino que también nuevas realidades en la región, tales como dinámicas de empobrecimiento de sectores de clase media, nuevas expresiones de marginalidad y una creciente inseguridad social frente al recorte de funciones del Estado y las condiciones actuales del mercado del trabajo. Löic Wacquant, en su libro Castigar a los pobres (2010), presenta variados ejemplos de la relación entre avance del Estado neoliberal y crecimiento de la función estatal carcelaria para Estados Unidos y Europa. La idea que subyace en Wacquant es que la consolidación del Estado neoliberal coexiste con nuevas expresiones de marginalidad social, devenidos en remanentes estructurales de tipo disfuncional que son controlados, localizados y neutralizados mediante el encarcelamiento. De esta forma, la disminución del Estado de bienestar coexistiría con el avance del Estado carcelario. El cuadro siguiente muestra la evolución del encarcelamiento en Estados Unidos (en número de presos por cada 100.000 habitantes) para el período 1950-2000. Los datos permiten observar dos momentos en esta evolución: desde 1950 hasta 1970, fase marcada por una clara estabilidad en el índice de encarcelamien85

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to; y un segundo momento entre 1975 y 2000, donde el índice aumenta exponencialmente (Wacquant, 2010: 184). Cuadro Nº 25 Estado neoliberal y encarcelamiento

Fuente: Wacquant (2010)

Queda claro que en este quiebre de tendencia en los niveles de encarcelamiento respecto de la población total del país el punto de inflexión lo constituye la llegada al poder de las administraciones neoconservadoras en los años ochenta. Conceptualmente, el discurso penal del gobierno de Reagan enfatiza los enfoques de elección y responsabilidad individual en los cuales las condiciones y circunstancias «sociológicas» son dejadas completamente de lado, al constituir «excusas» que impiden identificar las causas de la acción delictual. Ronald Reagan, en un discurso hacia 1983, afirmaba: Es sumamente claro que nuestro problema con el delito fue provocado, en gran medida, por una filosofía social que consideraba al hombre como una creación de su entorno material. La misma filosofía liberal que vio una era de prosperidad y virtud posibilitada por el cambio de ese entorno a través de programas de gastos federales, también vio a los delincuentes como los productos desafortunados de condiciones socioeconómicas pobres o de una educación desfavorecida. La sociedad, no el individuo, decían, era la responsable de la delincuencia. Se nos acusaba a todos. Pero hoy en día existe un nuevo

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consenso político que rechaza tajantemente este punto de vista (Wacquant, 2010: 39)2.

Siguiendo el análisis de Wacquant se puede concluir que, tanto en Estados Unidos como en Europa, existen al menos tres funciones que explicarían la expansión del Estado carcelario. Ellas son: 1. La neutralización y almacenamiento de fracciones excedentes de clase trabajadora y de miembros de grupos estigmatizados. 2. El disciplinamiento de la mano de obra de segmentos desocializados del proletariado y de la clase media descendente afectada por formas de trabajo precarizante. 3. La reafirmación de la autoridad del Estado y de la voluntad de las elites políticas de aplicar distinciones entre sujetos merecedores de inserción y aquellos que deben ser excluidos (Wacquant, 2010: 19-20). En forma paralela a la implantación del Estado neoliberal, cuyo rasgo más destacado fue el recorte de funciones institucionales y la apertura de los mercados, se observa –en la actualidad– una creciente tensión entre la intensificación de la interdependencia global y la subsistencia de la matriz estadocéntrica. Pareciera ser que el avance de la globalización de algún modo erosiona la centralidad del Estado como institución, como clase política hegemónica y como foco simbólico. Josep Colomer (2006) ha planteado estas tensiones como un conflicto entre poderes imperiales, comunidades y Estados, sobre la base de que estos últimos ya no constituyen la única estructura de poder capaz de imponer el orden y la paz social. En una perspectiva 2

Lejos de constituir una retórica exclusiva de los gobiernos neoconservadores estadounidenses, el pensamiento que sustenta al nuevo Estado neoliberal-carcelario aparece también con claridad en gobiernos de tipo socialdemócrata o laborista como los de Lionel Jospin y Tony Blair. Jospin, en entrevista del año 1999, declara: «Desde que estamos en el gobierno hemos insistido en los problemas de seguridad. Prevenir y castigar son los dos polos de la acción que estamos llevando adelante. Estos problemas están relacionados con cuestiones mal manejadas de urbanismo, desintegración familiar y miseria social, pero también con la falta de integración de los jóvenes que viven en los barrios de viviendas sociales. Lo cual no constituye de todos modos, una excusa para conductas individualmente delictivas. No se debe confundir la sociología con la ley. Cada cual es responsable de sus actos. En la medida en que permitamos excusas sociológicas y no hagamos valer la responsabilidad individual, no resolveremos estas cuestiones» (Wacquant, 2010: 38).

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distinta, David Held (1997) ha sostenido que a pesar de las tensiones y complejidades descritas el Estado sigue siendo la mejor alternativa institucional para generar orden, en la medida que continúa resolviendo tres cuestiones vitales para la política: i) establece mecanismos eficaces para financiar la guerra, ii) permite contribuir a la expansión del capital, y iii) genera mecanismos de legitimidad y accountability para la toma de decisiones.

Globalización como proceso (des)controlado Anthony Giddens (1993) entiende a la globalización como el trastrocamiento del tiempo y espacio por la introducción de las nuevas tecnologías. El resultado de este proceso es la relativización de estas dos nociones (tiempo y espacio) y la eliminación de los límites entre lo propio y lo ajeno (extranjero). Aunque esta definición tiene el mérito de rescatar la dimensión subjetiva, no queda suficientemente claro en ella cuál es el rol de las instituciones en el proceso y, especialmente, del Estado. Dicho autor la explica: (…) como la intensificación de las relaciones sociales en todo el mundo por las que se enlazan lugares lejanos, de tal manera que los acontecimientos locales están configurados por acontecimientos que ocurren a muchos kilómetros de distancia o viceversa. Este es un proceso dialéctico puesto que esos acontecimientos locales pueden moverse en dirección inversa a las distantes relaciones que le dieron forma. La transformación local es parte de la mundialización y de la extensión lateral de las conexiones a través del tiempo y espacio. Así, quien estudie las ciudades actuales en cualquier lugar del mundo, sabe que lo que sucede en un barrio local seguramente ha sido influenciado por otros factores –como puede ser la economía mundial o los mercados de productos– que operan a una distancia indefinida lejos del barrio en cuestión. El resultado no es necesariamente, ni siquiera corrientemente, un generalizado conjunto de cambios que actúan en dirección uniforme, al contrario, en muchas ocasiones consiste en tendencias mutuamente opuestas. La creciente prosperidad del área urbana de Singapur podría estar causalmente relacionada, a través de una complicada red de conexiones económicas mundiales, al empobrecimiento de un barrio de Pittsburgh, cuyos productos locales no son competitivos en los mercados mundiales (Giddens, 1993: 67-68).

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Haciéndose cargo de estos aspectos, David Held (1997) señala que la globalización es equivalente a la expansión y profundización de las relaciones sociales y de las instituciones a través del tiempo y el espacio. Este autor sostiene que, en su dimensión institucional, la globalización no determina necesariamente un desplazamiento de poder desde los Estados a alguna forma de gobierno cosmopolita, por tanto, la profundización de la interdependencia global no tendría por qué acarrear el fin de la matriz estadocéntrica. Sin embargo, sus ideas no logran aclaran el carácter regulado o desregulado del proceso de interdependencia global. Podemos establecer que la literatura sobre el tema se clasifica en dos grandes posiciones: la globalización como proceso controlado y la globalización como proceso no contralado.

Globalización como proceso controlado Este enfoque sostiene que la globalización es controlada por un Estado, un conjunto de Estados o algún tipo de poder oculto (informal). Johan Galtung ha sostenido, en su Teoría del Imperialismo Estructural, que el planeta se encuentra dividido en dos grandes regiones; la región del centro, que concentra a los Estados con mayor poder; y la región de la periferia, que concentra a los Estados con menor poder. Dicha teoría afirma que, dependiendo de la ubicación de los Estados (actores) en cada una de las dos regiones del planeta, es posible saber cómo actúan en el sistema internacional (con quién coopera y con quién entra en conflicto). Galtung define el imperialismo como «…una de las formas en las que la nación del Centro tiene poder sobre la nación de la Periferia, para que se provoque una situación de desarmonía de intereses entre ellas» (Galtung, 1995: 360). Cuadro Nº 26 Teoría del imperialismo estructural

Fuente: Galtung (1995)

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Galtung establece las siguientes características generales del modelo: 1. Existe congruencia de intereses entre el centro de la nación centro y el centro de la nación periferia. De lo anterior surge la hipótesis de la armonía entre los grupos dominantes de ambos tipos de naciones. Galtung describe esta característica del modo siguiente: «La idea básica es, como se ha dicho, que el centro de la nación del Centro establezca una cabeza de puente con la nación de la Periferia. Esto se realiza de manera que la nación de la Periferia esté ligada al centro del Centro con el mejor vínculo posible: el vínculo de la armonía de intereses. Están ligados de tal forma que suben y bajan, incluso descienden por debajo del nivel base, juntos» (Galtung, 1995: 362). 2. Existe mayor incongruencia de intereses dentro de la nación periferia que dentro de la nación centro. Esta característica implica la existencia de mayor desarmonía o conflictividad latente entre elites y sociedad civil en las naciones periferia. Para explicar esta característica de su modelo Galtung sostiene: «En el nivel estático de descripción más sencillo, significa que hay más desigualdad en la Periferia que en el Centro. En el nivel más complejo, podríamos expresarlo diciendo que, la brecha se abre más rápidamente en la Periferia que en el Centro, donde incluso podría permanecer constante» (Galtung, 1995: 362). 3. Existe incongruencia de intereses entre la periferia de la nación centro y la periferia de la nación periferia. Esto significa que existe desarmonía «estructural» entre la sociedad civil de las naciones dominantes y dominadas. Galtung explica la tercera característica de su teoría del siguiente modo: «Dentro del Centro las dos partes pueden oponerse entre sí. Pero, en el juego completo, la periferia se ve a sí misma más como socios del centro del Centro, que como socios de la periferia de la Periferia, y este es el truco esencial de ese juego. Se evita la formación de alianzas entre las dos periferias, mientras la nación del Centro se hace más cohesionada y la nación de la Periferia lo está menos (y, por tanto, con menor capacidad para desarrollar estrategias a largo plazo)» (Galtung, 1995: 363).

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Por su parte, el autor sostiene que existen cuatro mecanismos que hacen funcionar el modelo: 1. Explotación: dadas dos entidades localizadas en distintas regiones (centro / periferia), existirá una relación de intercambio que beneficia más a una (nación dominante) que a otra (nación dominada). 2. Fragmentación: el modelo plantea que existirá una tendencia estructural a la fragmentación entre las entidades dominadas. 3. Penetración: por este mecanismo se reproducen los mapas cognitivos de los dominadores en las naciones periferia. 4. Marginación: mediante esta disposición estructural las naciones dominantes forman sus propias organizaciones, que excluyen sistemáticamente a las naciones dominadas.

Globalización como proceso no controlado Este segundo enfoque sostiene que la globalización es un proceso no controlado producto de su alto grado de complejidad. Más allá de las intenciones de los actores dominantes, el proceso de interdependencia global tiene implicancias que sobrepasan el campo estrictamente institucional. Para Manuel Castells (1999) la globalización es un proceso objetivo y multidimensional, cuya expresión más determinante es la interdependencia global de los mercados financieros y la reacción que tienen las sociedades implicadas frente a él. El concepto elaborado anteriormente permite objetivar el fenómeno de la resistencia a la globalización «desde arriba» como una segunda globalización «desde abajo». Castells denomina «paraísos comunales» a las diversas modalidades de resistencia local frente a la globalización financiera. En relación a este punto el autor señala: En 1978, Nicos Poulantzas escribió: lo específico del Estado Capitalista es que absorbe el tiempo y el espacio sociales, establece sus matrices y monopoliza su organización, convirtiéndolos, por su acción, en redes de dominio y poder. Por eso, la nación moderna es producto del Estado. Ya no es así. El control estatal sobre el espacio y el tiempo se ve superado cada vez más por los flujos globales de capital, bienes, servicios, tecnología, comunicación y poder. La captura por parte del Estado, del tiempo histórico mediante su apropiación de la tradición y la (re) construcción de la identidad nacional es desafiada por las

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identidades plurales definidas por los sujetos autónomos. El intento del Estado de reafirmar su poder en el ámbito global desarrollando instituciones supranacionales socava aún más su soberanía. Y su esfuerzo por restaurar la legitimidad descentralizando el poder administrativo regional y local refuerza las tendencias centrífugas, al acercar a los ciudadanos al gobierno pero aumentar su desconfianza hacia el Estado-nación. Así pues, mientras que el capitalismo global prospera y las ideologías nacionalistas explotan por todo el mundo, el Estado-nación, tal y como se creó en la Edad Moderna de la historia, parece estar perdiendo su poder, aunque, y esto es esencial, no su influencia (Castells, 1999: 271-272).

El debate presentado en este apartado tuvo por propósito discutir algunos aspectos fundamentales de los conceptos de democracia y Estado, bajo el supuesto de que no existe una noción universal para estas categorías; las que, sin embargo, continúan siendo parte principal de los imaginarios políticos contemporáneos. El desafío de re significar categorías centrales para el estudio de la política acarrea la complejidad de incorporar nuevos marcos que definen la temporalidad y la espacialidad de los fenómenos vinculados al poder. Tener a la vista estas complejidades permite situar los conceptos políticos en las nuevas coordenadas de espacio y tiempo de nuestras sociedades latinoamericanas crecientemente integradas e interdependientes. Tal como han preguntado David Held y Josep Colomer, el principal problema parece ser cómo pensar la democracia y el Estado en la perspectiva de relaciones de poder multinivel, que van desde la «democracia cosmopolita» a la democracia de nivel subnacional y al mismo tiempo cómo interviene la dimensión aspiracional y normativa en nuestra reflexión teórica sobre los modelos de democracia y Estado, considerando la experiencia histórica latinoamericana en cada caso particular.

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III Actores políticos

Durante esta sección se analizarán conceptos y roles alusivos a actores políticos, comenzando desde una perspectiva institucional y llegando hasta una mirada más amplia y comprensiva. Esperamos poder discutir la función y la racionalidad de los actores, incluyendo a aquellos definidos habitualmente como «informales», en la búsqueda de una mirada más compleja sobre el juego político. Siguiendo una lógica que va desde lo formal a lo informal; se analizarán, en primer lugar, los conceptos y tipologías de partidos políticos; luego se revisarán los conceptos de grupos de interés y grupos de presión; en tercer lugar se estudiará el concepto de elite política; se continuará con el análisis de los diferentes enfoques existentes para el estudio de los movimientos sociales, posteriormente se discutirá la importancia política de los medios de comunicación y, para finalizar; se abordarán los principales debates sobre sociedad civil y ciudadanía. Para emprender el estudio de los actores políticos partiremos, preferentemente, desde una perspectiva sincrónica o estática, ya que nos interesa, desde los conceptos y enfoques presentados sobre cada tema, discutir cómo es posible construir una explicación acerca del comportamiento de cada uno de ellos. Sin embargo, se anotarán algunos rasgos de la trayectoria de ciertos actores que puedan resultar importantes para entender sus lógicas de ruptura o discontinuidad. Para desarrollar una explicación sobre el comportamiento de los actores suponemos que existen, al menos, dos grandes modos de aproximarnos a ellos; el primero representa una mirada de racionalidad instrumental en un sentido convencional y, el segundo, supone ampliar la noción de racionalidad hasta incluir elementos de tipo simbólico o cultural, en sentido amplio.

Partidos políticos Concepto y características Según David Easton (1974), los partidos políticos son canales de transmisión de las demandas de la población hacia los poderes públicos. Constituyen, por lo tanto, estructuras institucionales 95

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de intermediación entre Estado y sociedad que permiten generar integración social y política. Esta función de intermediación o interface los convierte en mecanismos muy relevantes en el procesamiento de las demandas y la reducción de la complejidad social. Siguiendo esta perspectiva, Joseph La Palombara y Myron Weiner (1966) plantean que los partidos políticos son instituciones de intermediación que poseen las siguientes características: 1. Son organizaciones duraderas. Esto es, son estructuras destinadas a trascender históricamente y, por tanto, no se extinguen con el complimiento de una plataforma programática específica. 2. Son organizaciones locales con relaciones estables con el ámbito nacional. Vale decir, «negocian» soluciones de compromiso entre la política local y la política nacional, consiguiendo la coordinación entre lógicas, a priori incompatibles. 3. Poseen voluntad para tomar el poder y ejercerlo. Esto significa que los partidos no solo se limitan a influir sobre el Estado, sino, en lo principal, buscan ocupar los espacios de poder institucionales para tomar decisiones y formar gobierno. 4. Buscan apoyo popular por medio de las elecciones. En otras palabras, los partidos generan legitimidad procedimental mediante las elecciones y buscan intercambiar políticas por votos. 5. Canalizan intereses sectoriales. Se entiende que los partidos cumplen una importante función de representación de intereses horizontales (de clase) o verticales (funcionales-territoriales), por tanto son estructuras que facilitan el proceso de integración social. 6. Son organizaciones dotadas de un programa de gobierno. Se trata, según estos autores, de que los partidos defienden un cuerpo de ideas que definen el cemento normativo mínimo de la colectividad y sus fronteras con otras organizaciones. No obstante, esta característica aparece fuertemente disminuida por el auge de la comunicación y el marketing político en el diseño de campañas y en la definición de plataformas programáticas. Una muestra de la importancia de estas caracterizaciones está dada porque a partir de ellas se definen los modos o perspectivas mediante las cuales los partidos pueden ser estudiados. Angelo Panebianco (1990), por ejemplo, cree que los partidos debieran ser analizados alternativamente en base a las siguientes perspectivas: i) su base social, ya sean sus estructuras de articulación

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de intereses sociales horizontales o verticales; ii) su orientación ideológica, entendiendo como tal aquellos elementos identitarios extraídos de la fracturas sociales relativas a uno o más temas (diferenciación clásica en relación a este criterios es derecha e izquierda); y iii) su estructura organizativa, determinada por sus fines propios como organización al margen de los objetivos originales (Malamud, 2003: 324). Conforme a la descripción hecha por los autores citados, el concepto de partido político se encuentra definido por la noción de estructuras «interface», destinadas a construir una interacción funcional entre la lógica estatal (institucional) y la lógica de la sociedad civil (extra-institucional). Esta función de articulación se grafica en el siguiente cuadro: Cuadro Nº 27 Función de los partidos políticos

Fuente: Katz y Mair (1997)

Evolución histórica El origen de los partidos políticos estaría vinculado al proceso de urbanización acaecido en Europa entre los siglos XVIII y XIX; siendo su primera manifestación aquellas afinidades fundadas en el desarrollo de lazos de solidaridad llamadas «facciones» (Oppo, 1982; Sartori 1980). Andrés Malamud (2003) sostiene que existen tres familias de teorías que explican el origen de los partidos políticos; las teorías institucionales (por ejemplo; Ostrogoski, 1902 y Duverger, 1987), las teorías histórico-comparativas (por ejemplo; Lipset y Rokkan, 1967) y las teorías del desarrollo (por ejemplo; Palombara y Weiner, 1966). Las teorías institucionales sostienen que los partidos surgen como organizaciones auxiliares o supletorias del parlamento. Esta perspectiva distingue entre partidos de 97

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creación interna (por ejemplo, el Partido Conservador Inglés) y partidos de creación externa (por ejemplo, el Partido Laborista Inglés). El método histórico y comparativo plantea que el origen de los partidos se produce a partir de una serie de rupturas sociales que generan agrupamientos sociales y posicionamiento de actores en torno a estos ejes conflictivos. Las teorías del desarrollo, por su parte, creen que los partidos surgen como consecuencia de procesos de modernización y adaptaciones funcionales del sistema político. Desde el punto de vista de su evolución histórica, y siguiendo los argumentos centrales de Katz y Mair (1997), los partidos políticos han sufrido transformaciones en su función derivadas de cambios en la coyuntura y el proceso político. Estos cambios históricos en la función de los partidos traen como resultado la imposibilidad de universalizar las características de los partidos de masas, poniendo en entredicho la creencia que, una vez ocurridos cambios en estos, sea esperable su necesaria decadencia o exterminio. En general se pueden distinguir cuatro tipos de partidos, asociados a cuatro diferentes momentos históricos: 1. Partidos de notables Existieron en las democracias occidentales entre los siglos XVIII y XIX. Sus integrantes o militantes fueron personas dotadas de gran prestigio y fortuna, razón por la que la política, durante este período, fue equivalente a la vida social de la elite económica y social, recibiendo el nombre de «política de salones». Funcionaron en sistemas políticos organizados por diversas formas de «voto censitario». El principal mecanismo para construir respaldos y lealtades electorales fue el clientelismo. Como los políticos no obtenían pago por su labor se establecía una barrera de entrada informal que favorecía a los sujetos dotados de gran patrimonio y fortuna, capaces de dedicarse ad-honorem a las labores públicas. Por otra parte, los partidos de este tipo poseen menor desarrollo de su estructura organizativa pues, debido a las afinidades en el origen social de sus militantes, a su reducido número y a las coincidencias proyectivas, no es necesario mayor esfuerzo organizativo en lo funcional y en lo territorial.

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Los partidos de notables cumplirían un rol de interface determinado por la construcción de un proyecto hegemónico que representa los intereses del Estado, la lógica institucional y los intereses de la clase propietaria (empresarios y terratenientes). El cuadro siguiente muestra esta función: Cuadro Nº 28 Función de los partidos de notables

Fuente: Katz y Mair (1997)

2. Partidos de masas Existieron, preferentemente, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta inicios de la década de 1980. Siguiendo a Katz (1997), el elemento central del partido de masas consiste en su condición de representante de ciertos segmentos sociales proveniente de diferentes clases, entendiendo que dicho estilo de representación se apoya en su penetración y pertenencia plena en la sociedad civil (Katz, 1997: cap. 5). Entre sus principales rasgos se cuentan; sufragio universal masculino (padrón electoral sin requisitos de ingreso o renta), mecanismos de reclutamiento masivo de militantes (los partidos de masas miden su poder por el tamaño del padrón de militantes), educación política de las masas y una estructuración orgánica más formal y rígida que los partidos antes mencionados. Respecto de este último punto, los partidos de masas se organizan con un mayor grado de especialización interna, por lo tanto, surgen aparatos burocráticos más sofisticados al interior de las organizaciones, aparece la disciplina del partido, el mandato imperativo y ciertos órganos internos como el tribunal supremo, que representan una especie de ortodoxia partidista asociada a la «correcta militancia».

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Cuadro Nº 29 Función de los partidos de masas

Fuente: Katz y Mair (1997)

3. Partidos «atrapa todo» (Catch all party) Surgidos durante la década de 1940, los Catch all party nacen, según Otto Kircheimmer (1966), como una fórmula adaptativa de los partidos parlamentarios que buscan mantener los niveles de control y anclaje, aunque con mayor autonomía respecto de la sociedad civil; todo ello bajo la hipótesis de que las bases sociales de los partidos tradicionales de masas han cambiado significativamente. En una buena cantidad de sistemas democráticos la expansión económica modificó y ocultó los conflictos de clase tradicionalmente presentes durante el siglo XX. El paso de sociedades conflictuales a sociedades más consensuales conllevó el desdibujamiento de los clivajes tradicionales, haciendo del debate entre derechas e izquierdas una discusión inconducente y carente de significado. Una vez caídos los socialismos reales, se profundizó en los fenómenos de despolitización y desideologización de las democracias occidentales. En términos de la acción partidaria se potenciaron partidos centrados en estrategias comunicacionales más que en elementos programáticos, y en el carisma de sus líderes más que en las estructuras institucionales. Los partidos «atrapa todo» son aparatos que han modificado profundamente las lógicas de reclutamiento, pues buscan disminuir la cantidad de militantes (vínculo más permanente y costoso) y aumentar la cantidad de electores (vínculo más precario y clientelar). La emergencia de lo que Kirchheimer (1966) llamó «partido atrapa-todo» desafió severamente esta noción

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Elementos de Ciencia Política

de partido como representante de sectores sociales predefinidos. En primer lugar, los comienzos de una erosión de las fronteras sociales tradicionales a fines de los ´50 y ´60 implicó un debilitamiento de anteriores identidades colectivas altamente diferenciadas, haciendo menos fácil identificar distintos sectores del electorado y asumir intereses compartidos en el largo plazo. Segundo, el crecimiento económico y la incrementada importancia del Estado de bienestar facilitaba la elaboración de programas que no necesariamente seguían siendo divisorios o partidarios, sino que podía ser presentado para servir los intereses de todos, o casi todos. Tercero, con el desarrollo de los medio masivos de comunicación, los partidos líderes comenzaron a disfrutar de una capacidad para atraer al electorado libre, un electorado conformado por votantes que estaban aprendiendo a comportarse más como consumidores que como participantes activos (Katz, 1997: cap. 5).

4. Partidos cartel (Brokers) Los partidos cartel, según Richard Katz (1997), son reconocidos como instituciones más próximas al Estado que a la sociedad civil, originados por la necesidad de representación de los grandes intereses corporativos. Un primer momento en la evolución de los partidos cartel lo constituye la transformación de los partidos de masas en brokers (intermediarios) entre la sociedad civil y el Estado. Esta nueva función se acomoda perfectamente al desarrollo de la democracia pluralista en Estados Unidos y Europa, posterior a la Segunda Guerra Mundial. En este contexto los partidos políticos deben participar en el «regateo», «acomodamiento» y «articulación» de los intereses sociales organizados. Los partidos brokers poseen varias características relevantes: i) sus intereses son distintos a los intereses de sus clientes; ii) pueden obtener comisiones por servicios prestados; y iii) su capacidad de intermediación depende de su capacidad simultánea para manipular al electorado e influir al Estado. En consecuencia, los partidos cartel son parte de una matriz de funcionamiento del sistema democrático donde, por una parte, se produce la «interpenetración partido-Estado» y, por otra parte, se produce una profundización de la «connivencia interpartidaria». De este modo, se puede denominar

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a un partido cartel si su desarrollo orgánico se apoya en el consenso y la cooperación entre actores partidarios que son formalmente competidores y resulta demostrable su eficacia en la penetración del Estado y la sociedad civil (Katz, 1997). Cuadro Nº 30 Función de los partidos cartel

Fuente: Katz y Mair (1997)

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Cuadro Nº 31 Modelos de partido y sus características ĂƌĂĐƚĞƌşƐƟĐĂƐ

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Elementos de Ciencia Política

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Fuente: Katz y Mair (1997)

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Elementos de Ciencia Política

Más focalizado en América Latina, Torcuato S. Di Tella (1993) ha enunciado una tipología que, en buena medida, hace posible incorporar la experiencia política de la región. Para este autor existen diez variantes de partidos considerando criterios tales como su capacidad de integración de sectores sociales y su posicionamiento ideológico en el conjunto del sistema político. Estas variantes son; i) partidos en formato bipolar clásico, ii) partidos en formato bipolar ampliado, iii) partidos en formato bipolar derecha-izquierda, iv) partidos de integración policlasista, v) partidos populistas de clase media, vi) partidos populistas obreros, vii) partidos socialistas obreros, viii) partidos social revolucionarios, ix) partidos de derecha, y x) partidos centristas de clase media (Di Tella, 1993: 337-357). 1.

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Partidos en formato bipolar clásico (conservador- liberal). Su característica principal es que se desarrollan en sistemas políticos donde los enfrentamientos político-sociales más relevantes se presentan entre sectores de clases altas y medias. En estos contextos los sectores populares constituyen, para las estructuras partidarias, apoyos usualmente de carácter clientelar. Incluso puede suceder que los sectores conservadores logren mayor grado de movilización de los sectores populares por la pre-existencia de vínculos tradicionales y orgánicos. Durante los inicios del siglo XX estos partidos se desarrollaron espacialmente Colombia, Ecuador, Chile, Cuba y América Central. En cierta medida, el caso de Uruguay, con los partidos Colorado y Blanco también podría asimilarse a esta categoría. Partidos en formato conservador-liberal ampliado (hacia radicalismo y/o socialismo). El rasgo más nítido de estos partidos es su desarrollo en sistemas bipolares en proceso de ampliación hacia la izquierda mediante un partido radical o un partido socialista-comunista. Desde un punto de vista de las condiciones de estratificación supone una expansión de la clase media y un crecimiento de las organizaciones sindicales, como ocurrió en Chile durante la primera mitad del siglo XX. Se trata, por tanto, de partidos que funcionan en sistemas en transición desde un formato bipolar a uno tripolar o multipolar. Partidos en formato bipolar derecha-izquierda. Dichos partidos se desarrollan en sistemas estructurados de modo bipolar a partir de distintos clivajes que pueden ser tradu-

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cidos en conflictos derecha-izquierda (clerical/ anticlerical; cuestión social; dictadura/ democracia; etc.). Esta estructuración bipolar puede surgir de estrategias de contención de intereses obreros y de terceros partidos, así como de la formación de coaliciones de partidos «burgueses» o la desaparición / subordinación de uno de ellos. Por ejemplo, en el caso de Uruguay, Colorados y Blancos tendieron a cooperar y unirse en la medida que creció el Frente Amplio. En Chile, la estabilidad de las coaliciones de la centro-derecha y la centro-izquierda minimizaron, durante la década de 1990, las posibilidades de crecimiento del Partido Comunista y la izquierda extraparlamentaria. Partidos de integración policlasista. Este tipo de partido integra a sectores organizados de los diferentes estratos sociales; sean estos empresariado, clases medias o sindicatos, lo que implica articular y superar, en cierta forma, los conflictos nacidos de intereses enfrentados o incompatibles originados en las posiciones de los conglomerados en la estructura social. Estos partidos surgen habitualmente después de una revolución o severa crisis social, como una fórmula para institucionalizar las luchas sociales. Los partidos o coaliciones policlasistas generan condiciones para que, cuando no se enmarcan en contextos hegemónicos o de partido único, puedan aparecer pequeños partidos que aglutinen a sectores más duros. Los ejemplos más notables en América Latina son el Partido Revolucionario Institucional (PRI), en México; la Alianza Varguista, en Brasil, con sus partidos PSB y PTB; y el Partido Colorado, en Paraguay. Partidos populistas de clase media («apristas»). Estos partidos surgen de la convergencia social de clases medias bajas, intelectuales y sectores de trabajadores obreros y campesinos. Entre las características principales de estas estructuras se cuenta que la clase media constituye su columna vertebral, careciendo casi por completo de participación de grupos pertenecientes a las clases altas. Ejemplos destacados en la región lo constituyen la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), en Perú; Acción Democrática (AD), en Venezuela; y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), en Bolivia. Partidos populistas obreros («peronistas»). Los partidos de este tipo se organizan en base a la incorporación de sectores

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del movimiento obrero, aunque también existen en su estructura grupos pertenecientes a niveles más altos. Se asemejan, en cierta medida a los «partidos policlasistas», pero cuentan con un menor apoyo de las clases altas. En todo caso, esto no impide que puedan existir pactos o convergencias interclasistas dentro del partido que determine un nivel considerable de moderación ideológica o estratégica. Para América Latina son exponentes de este tipo el Partido Justicialista (PJ), en Argentina; el Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), en Brasil antes de 1964; y el Partido Democrático Trabalhista (PDT) desde la transición a la democracia. 7. Partidos socialistas obreros (socialdemócratas). Dichos partidos nacen de la convergencia entre intelectuales y obreros organizados para potenciar el enfrentamiento político con el gobierno y las clases propietarias. Son ejemplos de esta clase de partidos el Partidos Socialista (PS) en Chile y Argentina, el Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil y el Frente Amplio (FA) en Uruguay. 8. Partidos social revolucionarios. Se originan de la convergencia entre intelectuales y sectores mesocráticos afectados por fuertes conflictos sociales o por la inseguridad proveniente de la amenaza del descenso social. Constituyen fuerzas antagónicas frente al orden establecido en sociedades carenciadas y sometidas al riesgo del extremismo político. Se trata, por tanto, de partidos con capacidad para la lucha armada y con una marcada organización verticalista. Han sido exponentes de este tipo el Movimiento 26 de Julio en Cuba, los Montoneros en Argentina, el M-19 en Colombia y el Movimiento al Socialismo (MAS) en Venezuela. 9. Partidos de derecha. Entendiendo que se trata de una categoría amplia y diversa, estos partidos cuentan con el apoyo mayoritario de las clases altas y poseen una ideología que se identifica con intereses básicos de clase y con la lógica de la acumulación del capital. Ejemplos importantes en América Latina son la Unión Demócrata Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN), en Chile; Acción Popular (Partido de centro desviado) y el Movimiento Libertad de Vargas Llosa, en Perú; y el Partido Acción Nacional (PAN), en México. 10. Partidos centristas de clase media. Se trata de partidos con una base social proveniente de la clase media y provista de una ideología centrista-moderada. En general, desempeñan

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una importante función de articulación o pivote en los sistemas multipartidistas en la región. Ejemplos de esta clase de partidos han sido el Partido Radical (PR) en Chile, la Unión Cívica Radical (UCR) en Argentina, los Colorados y Blancos en Uruguay, la Democracia Cristina (DC) en Chile y en ciertos momentos, el COPEI en Venezuela. Si se observa el estado del arte sobre el tema, se coincidirá en que entre las principales problemáticas que actualmente afectan a los partidos políticos en América Latina se cuentan: 1) las tendencias a la oligarquización y la falta de democracia interna, 2) el transfuguismo, 3) la ausencia de administración transparente, 4) la informalización de la organización partidaria, 5) bajos niveles de profesionalización, 6) baja capacidad de cooperación intra e interpartidaria, y 7) falta de capacidad de renovación y adaptación ideológica. De lo planteado, una problemática especialmente relevante es la tendencia a la informalidad que persiste, y en algunos casos se acrecienta, en las estructuras partidarias. Flavia Freidenberg y Steven Levitsky (2007) han señalado que el desarrollo de las organizaciones partidarias no transcurre siempre en paralelo a su nivel de institucionalización, de modo tal que, en la región, existen en países como Argentina, Brasil, México o Ecuador partidos con alto nivel de arraigo social pero con bajo grado de formalización. Entendemos por organizaciones partidarias formales a aquellas donde existe un diseño explícito de normas y estructuras. Freidenberg y Levitsky sostienen que un partido político es una organización formal cuando toma decisiones de acuerdo a sus estatutos y actúa a partir de sus órganos (2007: 542). Sin embargo, existen dos cuestiones que añaden complejidad e interés al estudio de la informalidad política. Por una parte, la brecha entre la «estructura formal» y la «organización real» del los partidos políticos en la región es un asunto relativamente inexplorado. Dicha situación podría entrañar una omisión inexcusable en aquellos casos donde los fenómenos de personalismo, patronazgo, clientelismo y conflictos de interés son notas prevalecientes. En otro sentido, la distinción entre partidos formales (con un diseño y normas explícitas) y partidos institucionalizados (con alto nivel de acatamiento o aceptación de las normas), insinúa la distinción entre partidos formalmente institucionali-

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zados, vale decir, cuando existe diseño explícito de normas y estas son acatadas; informalmente institucionalizados, vale decir, cuando existe acatamiento de normas no explícitas; o débilmente institucionalizados, vale decir, cuando existe bajo nivel de acatamiento de las normas (Freidenberg y Levitsky, 2007: 543). El predominio de la organización informal sobre otro tipo de organización también genera importantes interrogantes teóricos. Si los partidos informales funcionan de manera distinta de los partidos formales, entonces encontraremos diferencias importantes en áreas como el comportamiento legislativo, los procesos de selección de candidatos, la estrategia electoral y la adaptación a los cambios del entorno. Las organizaciones informales, además, también tienen consecuencias sobre la calidad de la democracia. Mientras que procesos formalmente institucionalizados como la selección de candidatos o las finanzas de campaña están abiertos al escrutinio público (y a la regulación de gobierno), que asegura cierto grado de responsabilidad de los miembros hacia los votantes, otros procesos más informales tienden a carecer de un mínimo de transparencia. Aunque los partidos organizados informalmente pueden colocar a sus liderazgos en cargos del partido a través de la convención o asamblea del partido e incluso por medio de elecciones internas, la autoridad real muchas veces no tiene un cargo formal, se encuentra por encima de cualquier proceso competitivo y no está expuesta a la evaluación pública ni rinde cuentas de sus actos (Freidenberg y Levitsky, 2007: 541).

Los autores plantean que el estudio de la dimensión informal de los partidos políticos posee fuertes implicancias conceptuales, teóricas y metodológicas para el estudio de las estructuras partidarias y sus modus operandi. Freidenberg y Levitsky (2007: 552) proponen nueve indicadores para medir los niveles de institucionalización de las estructuras partidarias, a saber: 1) burocracia central, 2) locus para toma de decisiones, 3) patrones de carrera partidaria, 4) reglas internas, 5) fronteras (límites de pertenencia), 6) organización local, 7) membresía, 8) vínculos sociales, y 9) financiamiento.

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Cuadro Nº 32 Indicadores para medir cuán formal o informal es una organización

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Elementos de Ciencia Política

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Fuente: Freidenberg y Levitsky (2007)

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Los autores mencionados anteriormente analizan, en especial, dos casos de estructuras partidarias donde predomina la dimensión informal; el Partido Roldosista Ecuatoriano (PRE), creado en 1982 por Abdalá Bucaram Ortiz; y el Partido Justicialista Argentino (PJ), creado por Juan Domingo Perón en 1947. En el primer caso, la característica más evidente es la fuerte tendencia al control patrimonial de sus estructuras y recursos por parte de Bucaram y su red familiar. Así queda reafirmado en el siguiente párrafo: Las carreras políticas en el PRE también se apartan de los lineamientos burocráticos. El ascenso dentro del partido depende de las relaciones personales, sobre todo con Bucaram y su familia (Freidenberg, 2003: 198-206). La mayoría de los dirigentes más importantes son miembros de la familia, viejos compinches o socios en las empresas personales de Bucaram. Por ejemplo, Eduardo Azar Mejía, viejo socio de Bucaram, fue durante mucho tiempo el responsable del manejo de los dineros y de la red de financiamiento del partido. Además, la esposa de Bucaram ha sido director supremo del PRE (la única persona aparte de Bucaram a ocupar este puesto); su hermano Adolfo ha sido Subdirector Nacional en diversas ocasiones; su hermano Jacobo ha sido candidato del PRE para la presidencia en 2002; su hermana Elsa es miembro del Mando Nacional y ha sido la alcaldesa del PRE en Guayaquil en 1984 y en 2007 la vocal del partido ante el Tribunal Supremo Electoral, y el hijo mayor de Abdalá, Jacobo, se ha desempeñado en diversas oportunidades como el líder de facto del bloque parlamentario y es el dirigente nacional de Juventudes. Varios sobrinos, primos y cuñados ocupan cargos en el partido y se desempeñaron como funcionarios durante el corto ejercicio de gobierno del partido en la Presidencia de la República (1996-1997). Frente a las acusaciones de nepotismo, Bucaram ha contestado: «¿Qué quieres que haga? Tengo casi 500 parientes y todos son ¡políticos!». Aunque dichos nombramientos han reforzado la imagen patrimonial del PRE, los parientes han ayudado a mantener los vínculos del liderazgo del partido con la base y a los jefes regionales en la ausencia de Bucaram. Durante las campañas electorales, los hermanos de Bucaram y otros líderes del partido reproducen con exactitud su estilo y sus prácticas: se visten, bailan y cantan como él. De hecho, en todas las mayores reuniones de la campaña, Abdalá habla en directo, por teléfono

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celular, con la muchedumbre desde Panamá (Freidenberg y Levitsky, 2007: 560).

Para el caso del Partido Justicialista, superado el modelo original presente entre los años 1945 y 1955 y, desde el momento en el que el peronismo pasa a la resistencia, se desarrolla hacia 1972 (fin de la proscripción del partido) una alta fragmentación ideológica y, hacia 1980, una fuerte tendencia al patronazgo. De esta manera, el PJ argentino se caracteriza por una histórica acentuación de su carácter informal, situación en la que los estatutos partidarios se encuentran «en un estado permanente de infracción». Al debilitamiento de las estructuras burocráticas a manos del poder carismático de Perón debe agregarse, en tiempos más recientes, el debilitamiento de su dimensión institucional por las presiones clientelares: Durante la década de 1980 y 1990, el PJ se convirtió en un partido que se sostenía en el patronazgo y eran los funcionarios nacionales los que tomaban las decisiones. Los órganos formales, tales como el Congreso del Partido y el Consejo Nacional, carecían de autoridad independiente frente a los funcionarios peronistas, sobre todo los presidentes y los gobernadores, y por consiguiente los militantes y dirigentes no los tomaban en serio. En los años de la presidencia de Carlos Menem (1988-1999), el Consejo Nacional fue constantemente pasado por alto (Levitsky, 2003: 161-169) y las decisiones más importantes se «tomaban en la casa del gobierno». Roberto García, que servía como el presidente interino del PJ en la primera mitad de la década de 1990, se quejó de tener que «leer sobre los comunicados del partido en los periódicos». Bajo el liderazgo del presidente Néstor Kirchner en 2004, cuando el mandato del Consejo Nacional expiró y el Congreso del Partido no eligió otro, el órgano quedó vacío, lo que quiere decir que el peronismo carecía totalmente de liderazgo formal. La burocracia central del PJ está notablemente subdesarrollada. El partido carece de personal profesional y posee pocos registros de sus miembros, fondos o actividades. Excepto el personal de custodia, su sede suele estar vacía. (…) la sede del PJ se situaba «en una pequeña oficina que ni siquiera tenía una placa en la puerta. Resulta casi increíble. Éramos el partido más grande del continente y ni siquiera teníamos una placa en la puerta». (…) La mayor parte de las actividades del partido peronista es dirigida a través de redes

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de patronazgo. Dichas redes no aparecen en los estatutos y las oficinas locales no suelen mantener una lista de las agrupaciones que las integran. Sin embargo, funcionan como la organización de facto del PJ: financian y coordinan las actividades locales, organizan las campañas electorales y seleccionan a los candidatos para el servicio público (Freidenberg y Levitsky, 2007: 553-554).

Sistemas de partido Los partidos políticos en interacción han sido estudiados por la ciencia política bajo el supuesto de que su número y grado de competitividad permiten entender la evolución de los sistemas políticos (Rae, 1977). El sistema de partidos es un subsistema del sistema político que representa la dimensión institucional más autorreferida de la política, y su análisis presume dimensiones como: tipo de régimen político, cantidad de partidos existentes, tamaño y poder de los partidos, relaciones, alianzas, coaliciones y ubicación ideológica de los actores. Giovanni Sartori ha explicado que el número de partidos es un criterio insuficiente para el estudio de los sistemas de partido, pues constituye un indicador que mide, en el mejor de los casos, solo la fragmentación del sistema. Es necesario complementar este criterio cuantitativo con uno de corte cualitativo orientado a determinar la fuerza o el poder efectivo de cada actor partidario. Con este propósito, dicho autor ha reconocido dos criterios para contar los partidos relevantes: capacidad de coalición, esto es, la capacidad de un partido para constituir una mayoría y la capacidad de chantaje, esto es, la capacidad de un partido para cambiar la orientación de la competencia y castigar a otros actores. Sartori define estos dos criterios, destinados a determinar la importancia de los partidos en un sistema, de la siguiente forma: Regla 1 (Capacidad de coalición). Se puede descontar a un partido menor por su irrelevancia cuando es superfluo en el transcurso del tiempo, en el sentido que nunca se le necesita o se le incluye en alguna coalición mayoritaria viable. Por el contrario, se debe contar a un partido menor, sin importar lo pequeño que sea, si se encuentra en posición de determinar en el transcurso del tiempo, o en algún momento, cuando menos una de las posibles mayorías gobernantes (…).

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Regla 2 (Capacidad de chantaje). Un partido es importante siempre que su existencia o creación afecte las tácticas de la contienda partidista, en particular cuando modifica la dirección de la contienda (…) sea hacia la izquierda, la derecha o en ambos sentidos, de los partidos orientados hacia el gobierno (Sartori, 1980: 122-123).

Observando estos criterios Sartori ha identificado seis tipos de sistemas de partidos, en función del nivel del número de actores relevantes y de su grado de competitividad: 1. Sistema de partido único Aquí existe un partido que monopoliza el poder y que no permite la existencia de otros partidos (Sartori, 1980: 263). El autor sostiene que tan solo en el período comprendido entre 1962 y 1968 existieron treinta y tres Estados que se correspondían con este tipo, entre ellos Albania, Alemania Oriental, Bulgaria, Checoslovaquia, China, España, Hungría, Liberia, Portugal, República Árabe Unida, Rumania, Túnez, Unión Soviética, Viet Nam del Norte y Yugoslavia (Idem). Este sistema se caracteriza por ser de tipo no competitivo y, de acuerdo al nivel de represión aplicada por el partido gobernante, se cuentan los siguientes subtipos: Unipartidismo totalitario El ejemplo clásico es la URSS en la década de 1970. En este modelo el partido gobernante utiliza un alto nivel de represión y carga ideológica, además, posee gran voluntad de politización y control de la estructura social, llegando –incluso– al control de la vida privada (Sartori, 1980: 264). Parafraseando a Huntington y Moore, Sartori señala que los partidos totalitarios expresan su condición ideológica mediante el «precio de pertenecer al partido», vale decir, «cuanto más poderoso es el partido, más tiende a limitar la pertenencia a él» (Sartori, 1980: 264-265). Tanto si persigue el objetivo de formar el hombre nuevo como si no, el régimen totalitario está consagrado a destruir no solo el subsistema, sino también todo tipo de autonomía de subgrupo. El totalitarismo representa pues, la invasión última de la intimidad» (Sartori, 1980: 269).

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Unipartidismo autoritario Se utiliza como ejemplo para este caso a España durante el régimen franquista. En ella, el partido de gobierno no tiene un alto componente ideológico ni posee un fuerte afán de penetración social, como ocurre en el tipo anterior. A diferencia del unipartidismo totalitario, en este subtipo solamente se controla y limita las actividades políticas que se desvían del oficialismo, por tanto, el partido de gobierno despliega una clase de represión que se podría definir como «selectiva». …el tipo no se caracteriza por el totalismo, sino por el exclusionismo, por la limitación de las actividades políticas de los que no están dentro de él. Cuando el partido único autoritario recurre a la movilización, el esfuerzo movilizador no se realiza en profundidad: gira en torno al carisma del líder y por lo general se contenta con efectos de fachada: manifestaciones de masas, mitines de masas y conducciones en masa a las urnas. (…) uno de los efectos de la política de exclusión es que hay una serie de subgrupos que se mantienen cuidadosamente apartados de la política. Y en la medida que así ocurre, por lo general se permite a esos grupos que sigan su propio rumbo (Sartori, 1980: 270).

Unipartidismo pragmático Sartori menciona como ejemplo el caso de la dictadura de Salazar en Portugal hasta 1974. El partido de gobierno es poco ideologizado, flexible y abierto, basando su actividad en criterios prácticos y de eficacia técnica. …el partido único pragmático carece de cohesividad ideológica. O sea, que también visto desde esta perspectiva, su relación con los grupos externos tiende más bien a ser agregadora que destructora. Además, su baja medida de cohesividad ideológica interna hace que la organización del partido único pragmático sea muy flexible y un tanto pluralista (Sartori, 1980: 270).

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Cuadro Nº 33 Sub-tipos sistema de partido único hŶŝƉĂƌƟĚŝƐŵŽ totalitario

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Fuente: Sartori (1980: 271)

2. Sistema de partido hegemónico Este sistema, cuyo ejemplo paradigmático es el régimen del PRI en México, permite la existencia de otros partidos, además del partido de gobierno, mas no permite la competencia real. Por tanto existe un partido que controla el poder y otros que, siendo legales, dan la imagen de pluralismo. A estos se les llama partidos «periféricos» o «satélites». Los partidos satélites, aunque aparentemente son expresión de pluralismo y competencia, constituyen instrumentos funcionales al partido hegemónico. Además existe aquí una alta barrera de entrada que generalmente es igual o superior al 10 % de los votos obtenidos. Conforme a esta «cláusula umbral», cualquier partido, para poder existir legalmente, debe alcanzar –a lo menos– este porcentaje de votos en las elecciones parlamentarias. También constituye un rasgo común a este modelo el distritaje electoral arbitrario, práctica conocida como guerrymandering, destinada a producir y perpetuar artificialmente mayorías electorales. 3. Sistema de partido predominante En este modelo, característico de India entre 1966 y 1984 bajo Indira Gandhi, existe un partido capaz de alcanzar mayoría electoral por tres o más períodos consecutivos. Lo propio del

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sistema predominante es que haya competencia pero sin alternancia efectiva. Sartori agrega a la explicación: …un sistema de partido predominante lo es en la medida en que, y mientras, su principal partido se vea constantemente apoyado por una mayoría ganadora (la mayoría absoluta de los escaños) de los votantes. De ello se sigue que un partido predominante puede, en cualquier momento, cesar de ser predominante. Cuando ocurre esto, o bien la pauta se restablece pronto o el sistema cambia de carácter, esto es, cesa de ser un sistema de partido predominante (Sartori, 1980: 249).

4. Sistema de partido bipartidista Según Sartori, el sistema bipartidista tiene como fuente el modelo inglés, donde existen dos partidos principales que generan alternancia y pueden gobernar sin una coalición de respaldo. Aquí se presenta un tipo de competencia orientada al centro (centrípeta) en la que predomina el elector medio, moderando las posturas ideológicas y reforzando el compromiso entre ambos partidos. Se trata, por lo tanto, de un diseño que promueve la estabilidad del sistema, aunque en sociedades con gran fragmentación social podría generar dificultades por déficit de representación y legitimidad. 5. Sistema de partido multipartidista moderado Este sistema, del que han sido ejemplos la República Federal Alemana, Bélgica, Irlanda, Suecia, Islandia, Luxemburgo, Dinamarca (en las décadas de 1950 y 1960), Suiza, Holanda y Noruega –y donde también podríamos considerar a Chile desde 1990 al 2000–, posee de tres a cinco partidos relevantes y dotados de capacidad de coalición o chantaje. El sistema multipartidista moderado genera gobiernos de coalición y produce alternancias efectivas entre estas. En él se crean formas de competencia centrípeta que reducen las distancias ideológicas entre los partidos. Existe, además, un poderoso partido de centro provisto de gran capacidad de intermediación. 6. Sistema de partido multipartidista polarizado Sartori pone como ejemplos de países que han presentado este sistema de partido a la República de Weimar en la déca118

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da de 1920, Chile hacia 1973 (específicamente entre 1961 y 1973) y la Cuarta República Francesa. El sistema posee más de cinco partidos relevantes y genera gobiernos de coalición y alternancia efectiva. Existen «oposiciones bilaterales» que atacan al gobierno por la derecha y la izquierda, limitando su capacidad de maniobra. Esta forma de oposición se caracteriza por ser «intransigente» e «irresponsable», esto es, una oposición esencialmente no cooperativa que mide su éxito a través del fracaso del gobierno. Por otra parte, existen partidos antisistema que juegan el doble juego de ocupar un espacio en la política formal-parlamentaria y, al mismo tiempo, reivindican el uso de la violencia en contra del sistema. Finalmente, existe una dinámica de polarización y maximalismo ideológico que genera competencia centrífuga entre los partidos. Producto de esta competencia se produce el debilitamiento y la posterior fragmentación del centro político, con una creciente polarización que se traduce en ingobernabilidad y deterioro institucional (Sartori, 1980: 555). Teniendo a la vista el modelo de Sartori ya expuesto, pareciera ser que el número de partidos prevalece como un aspecto central en la explicación del carácter de la competencia intrasistema, de sus niveles de polarización y de su deterioro político. Sin embargo, a partir de las investigaciones de Aníbal Pérez Liñán (2008; 2009) y Daniel Chasquetti (2001), se dispone de una buena cantidad de ejemplos bajo regímenes presidenciales latinoamericanos de bipartidismos o multipartidismos moderados que han sido afectados por crisis e inestabilidad política. Al mismo tiempo se ha observado en las últimas décadas, y en esta misma región, casos de multipartidismo extremo que logra niveles de estabilidad y desarrollo político. En este sentido cabe explorar otros factores que pueden contribuir a explicar los grados de estabilidad / inestabilidad, la calidad de la democracia y los niveles de desarrollo del sistema político. Desde una perspectiva institucional, Mark Payne plantea que existen tres dimensiones de los sistemas de partidos que determinan su impacto en la gobernabilidad democrática y, por tanto, en la calidad de la política: i) el nivel de institucionalización, ii) el grado de fragmentación, y iii) el grado de polarización (2006: 165). Por institucionalización de los sistemas de partidos se entiende la existencia de reglas «razonablemente estables» para el v՘Vˆœ˜>“ˆi˜ÌœÊ`iʏœÃÊ«>À̈`œÃÊ­>ˆ˜Ü>Àˆ˜}ÊÞÊ-VՏÞ]Ê£™™x®°Ê Ê

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grado de fragmentación mide el número de partidos políticos que en el tiempo obtienen porcentajes relevantes de votos y escaños (Payne, 2006: 165). Finalmente, el grado de polarización se determina mediante la identificación de la distancia ideológica entre las diferentes estructuras partidarias y de estas con los ciu`>`>˜œÃÊ­*>ޘi]ÊÓääÈÆÊ>ˆ˜Ü>Àˆ˜}ÊÞÊ-VՏÞ]ÊÓääx®°Ê La existencia de un sistema de partidos institucionalizado permite que la vinculación entre ciudadanos y los candidatos o representantes se establezca en base a las orientaciones ideológico-programáticas de estos, disminuyendo la incidencia de los factores idiosincráticos, mecanismos clientelares o los atributos personales de los políticos (Payne, 2006: 166). Por otra parte, el mismo autor agrega que la institucionalización contribuye a mejorar los niveles de estabilidad política así como los niveles de eficacia gubernamental; en la medida que trasforma a los mecanismos electorales y de representación parlamentaria en las principales vías de articulación de las demandas sociales; y al tiempo que facilita el acatamiento frente a las decisiones públicas. Además, los procesos de institucionalización facilitan la gobernabilidad en contextos de regímenes presidencialistas, ya que mejoran las posibilidades de cooperación del poder legislativo con el ejecutivo. Se sostiene que los sistemas con partidos fuertes, institucionalizados y con baja fragmentación logran coaliciones más sustentables en el tiempo y mejores relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso (Payne, 2006: 167). Considerando lo anterior, Mark Payne se cuida de extremar sus argumentos, evitando cualquier determinismo y sobreinterpretación en relación a la importancia de la institucionalización para la gobernabilidad y el desarrollo político: (…) en un contexto democrático, los sistemas con relativamente pocos partidos importantes y una polarización escasa o moderada son más proclives a una gobernabilidad estable y eficaz. Esto no significa que las condiciones opuestas –cuando la legislación electoral apunta a concentrar artificialmente el sistema de partidos o desalienta la movilización en torno a una ideología– favorezcan necesariamente la democracia. En el largo plazo, la salud de la democracia depende de la representatividad y la legitimidad de las instituciones democráticas, y no solo de la efectividad de estas. También es importante señalar que la existencia de un tipo particular de sistema de partidos no determina el éxito o el fracaso de la gobernabilidad demo-

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crática. Sin lugar a dudas, no todas las democracias emergentes están condenadas al fracaso, pese a que sus sistemas de partidos (casi por definición) están débilmente institucionalizados. En este sentido, pueden evolucionar a partir de conductas conscientes e inconscientes de la clase política y de la influencia del entorno social y económico. En América Latina, las últimas décadas han sido testigos de la disgregación de sistemas de partidos considerablemente institucionalizados y del desarrollo sostenido de unos cuantos sistemas que, por el contrario, estaban poco institucionalizados. En ciertos países, los mismos rasgos estructurales que parecieron contribuir al colapso democrático durante las décadas de 1960 y 1970, hoy son compatibles con una gobernabilidad democrática bastante eficaz y estable. En consecuencia, la gobernabilidad democrática se facilita en sistemas de partidos institucionalizados, con un nivel moderado de polarización ideológica y un número limitado de partidos relevantes. Pero estas características no son garantía de éxito o requisito indispensable para la gobernabilidad (Payne, 2006: 168).

iÃ`iʏœÃÊ«ˆœ˜iÀœÃÊÌÀ>L>œÃÊ`iÊ>ˆ˜Ü>Àˆ˜}ÊÞÊ-VՏÞÊ­£™™x®]Ê la opinión experta coincide en que existe una relación directa entre los grados de institucionalización de los sistemas de partidos y el nivel de desarrollo general de una sociedad. En esta perspectiva, se observa con frecuencia que los «sistemas partidistas de los países menos desarrollados están marcadamente menos institucionalizados que los de las democracias industriales menos >Û>˜â>`œÃ‚Ê­>ˆ˜Ü>Àˆ˜}ÊÞÊ/œÀV>]ÊÓääx\Ê£{Ó®° Por lo general, los autores entienden que las principales dimensiones de un sistema de partidos institucionalizado son las siguientes: i) estabilidad de los modelos de competencia interpartidista, ii) arraigo de los partidos en la sociedad, iii) percepción de la legitimidad de partidos y elecciones, y iv) fortaleza de las organizaciones partidistas. En el cuadro Nº 34 se presentan las tres primeras dimensiones como criterios numerados del 1 al 3, y se omite la dimensión número 4 (fortaleza de las organizaciones partidistas) por carecer de información suficiente para el análisis comparativo. Para el criterio 1 se ha utilizado como indicador la volatilidad electoral entendida como «el cambio neto en la porción de escaños (y votos) de todos los partidos entre una elección y la siguiente» (Payne, 2006: 170). Para el criterio 2 se han utilizado dos indicadores, a saber: estabilidad del sistema de partidos e identificación con los partidos. Para el 121

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criterio 3 se utilizan tres indicadores: confianza en los partidos, legitimidad del proceso electoral y partidos como factor indispensable para el progreso del país. El índice de institucionalización del sistema de partidos elaborado por Payne para América Latina contempla un indicador para el criterio (dimensión) 1, dos indicadores para el criterio 2 y tres indicadores para el criterio 3. Los valores originales obtenidos para cada indicador han sido adaptados a una escala de 1 a 3, mientras que los valores finales del índice resultan de un promedio de cada uno de los indicadores de cada criterio (Payne, 2006: 185). De acuerdo a los datos que se exponen en el siguiente cuadro y al período que comprende el estudio (1996-2003), se observan tres grupos de sistemas de partido en la región: i) escasamente institucionalizados: Ecuador, Perú, Guatemala, Brasil, Colombia y Bolivia; ii) altamente institucionalizados: Uruguay, Honduras, México, Chile y El Salvador; y iii) una amplia franja de países moderadamente institucionalizados.

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Cuadro Nº 34 Institucionalización del sistema de partidos en América Latina (valores originales adaptados a escala de 1 a 3) Criterio 2

Criterio 2

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Fuente: Payne (2006)

Elementos de Ciencia Política

Criterio 1

Marcelo Mella

Grupos de interés, presión y acción colectiva Los grupos o asociaciones de interés son actores colectivos que buscan representar o promover demandas colectivas referidas a la obtención de bienes públicos. Se entiende, en consecuencia, que los grupos de interés son organizaciones distintas de los partidos políticos. Por su parte, los grupos de presión son actores colectivos que, siendo originalmente una asociación de interés, poseen la capacidad real de generar efectos en los procesos de toma de decisión en el Estado. De esto se deduce que todo grupo de presión es, inicialmente, un grupo de interés; pero que no todo grupo de interés llega a convertirse en un grupo de presión. En cualquier caso, las asociaciones o grupos de interés se diferencian de los partidos porque no buscan conseguir para sí el poder político institucional, «sino que pugnan por la obtención o creación de bienes públicos, producidos por las organizaciones públicas» (Caminal, 1999: 302). La capacidad de movilización y de creación de recursos políticos para un grupo de interés responde a la conexión entre el grupo de referencia, o «colectivo potencial», y el grupo efectivo. El grupo de referencia corresponde a aquellos sujetos que forman un colectivo y cuyo elemento cohesionador principal es su interés por un bien público. El grupo efectivo es un subconjunto del primer grupo y consiste en todos aquellos sujetos que contribuyen concretamente a la provisión del bien público (Caminal, 1999: 296). Por cierto, los mecanismos que hacen posible la conexión entre el grupo de referencia y el grupo efectivo corresponden a elementos de racionalidad instrumental, según lo señalado por Marcur Olson (1992) en su clásico trabajo sobre acción colectiva (este punto se expondrá con mayor detalle en la sección referida a Movimientos Sociales). Existen múltiples enfoques para el estudio de grupos o asociaciones de interés en sistemas democráticos. Dichos enfoques sitúan a los grupos de interés en un contexto teórico que hace posible dirimir su función política y sus modus operandi en contextos democráticos. Probablemente, desde una perspectiva macro-teórica, los dos más difundidos son el pluralismo y el corporativismo. Para el caso del enfoque pluralista, su característica distintiva está dada por una mirada «optimista» de la contribución de los intereses colectivos en el proceso político. El pluralismo supone la conveniencia de la participación atomizada y diversa 124

Elementos de Ciencia Política

y, al mismo tiempo, que el poder de influencia de los distintos grupos o intereses se distribuya equitativamente. Aunque el neopluralismo reconoce que existen ventajas difíciles de contrarrestar de algunos intereses y grupos frente al Estado, mantiene la creencia de que las instituciones públicas deben y pueden ser neutrales frente a la pluralidad de demandas sociales. Robert Dahl señala en su libro Poliarquía: «…el gobierno democrático se caracteriza, fundamentalmente, por su continua aptitud para responder a las preferencias de sus ciudadanos, sin establecer diferencias políticas entre ellos» (1989: 13). Por otra parte, se cree que un sistema político organizado bajo el enfoque pluralista debería permitir sin limitaciones la «autonomía asociativa», de modo tal que las asociaciones de interés operen sin coacciones externas, posibilitando el compromiso de los ciudadanos con los asuntos públicos. Esta condición del pluralismo, sin embargo, permite que los intereses organizados en forma colectiva eventualmente proliferen de manera ilimitada, complejizando la calidad de la respuesta institucional frente a ellos. Autores como Maraffi (1981), Giner (1985) o Schmitter (1985) ratifican esta característica: El modelo pluralista concibe a la sociedad organizada en grupos voluntarios y autónomos de representación de intereses, de naturaleza jurídica privada, que compiten entre sí para la consecución de sus objetivos respectivos. Estos grupos pueden constituirse en número indefinido, solaparse y actuar utilizando un número también indefinido de recursos para influir en las decisiones que les afecten. El sistema político es el resultado de la interacción de estos grupos en la que el gobierno actúa de árbitro sobre la competencia de esos intereses organizados. El Estado queda relegado del análisis, sin que le atribuya una función específica en esa trama. En todo caso, el Estado se concibe como conjunto de instituciones que interactúan con los grupos de intereses (Giner, 1985: 21).

En el caso del enfoque corporativista, en tanto estrategia para estructurar las relaciones Estado–sociedad, se discute el carácter neutral del Estado en la selección y articulación de intereses colectivos representables. Los autores corporativistas coinciden en la conveniencia de sacrificar cierto grado de neutralidad y autonomía estatal a cambio de intervenir en el proceso de formación de los intereses sociales (Schmitter, 125

Marcelo Mella

1985). El desplazamiento desde el pluralismo al corporativismo se explica con tres argumentos básicos: en primer lugar, muchas de las asociaciones de interés más prominentes generan formas no competitivas de representación; en segundo lugar, en muchos casos la intervención en el proceso político de las asociaciones de interés no solo consiste en influir, sino en la participación directa en la toma de decisiones y; en tercer lugar, la hipótesis de que algunas de estas asociaciones prominentes establecen acuerdos institucionalizados con el Estado para la cooperación en los grandes temas de reforma estructural (Caminal, 1999: 307-308). Nada de lo anterior debe hacer concluir que el corporativismo está definido completamente por la capacidad del Estado para participar de la formación de los intereses sociales. En las nuevas versiones de estos enfoques, por ejemplo, se entiende que el Estado y su capacidad de control social top-down sería una causa necesaria, mas nunca una causa suficiente de la relación corporativa (Schmitter, 1985:50). Alessandro Pizzorno señala que el neocorporativismo se funda en un intercambio político mediante el cual intereses organizados establecen mecanismos de representación formal (Pizzorno, 1978). Siguiendo lo señalado por Phillipe Schmitter en relación al nuevo corporativismo de los años ochenta, dicho fenómeno consistiría en: «un sistema de intermediación de intereses en el cual las unidades constitutivas están organizadas en un número limitado de categorías singulares, obligatorias, no competitivas, jerárquicamente ordenadas y funcionalmente diferenciadas, reconocidas o autorizadas (si no creadas) por el Estado, y a las que se ha otorgado un monopolio deliberado de representación dentro de sus respectivas categorías, a cambio de observar ciertos controles en la selección de líderes y en la articulación de demandas y apoyos» (Schmitter, 1974: 93-94). Como se podrá apreciar, el neocorporativismo o «corporatismo» (para distinguirlo del corporativismo tradicional) se caracteriza por una «corrección» del pluralismo consistente en la limitación del número de los grupos, quienes no compiten entre sí. El Estado, por su parte, interviene en la constitución y funcionamiento de estas asociaciones, garantizándoles espacios privilegiados o monopólicos de representación. Como contrapartida, los grupos de interés deben garantizar cierto control o anclaje de sus colectivos de referencia (Giner, 1985: 22).

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Elementos de Ciencia Política

Con todo, habría que decir que el corporatismo intenta tomar distancia del corporativismo desarrollado por regímenes autoritarios o totalitarios durante el siglo XX. Tal como señala Giner, este sutil cambio de significante busca evitar las connotaciones negativas vinculadas al término corporativismo para un fenómeno que posee elementos de continuidad, aunque su sociogénesis resulta claramente disímil. Una de las diferencias básicas entre el antiguo y el nuevo corporativismo consiste en que mientras el primero debe ser analizado como un modelo vigente en contextos no democráticos (autoritarismo-totalitarismo), e incompatible con una sociedad liberal; el segundo se desarrolla como una corrección de la democracia representativa y una estrategia para la maximización del poder de veto de intereses plurales organizados. Por tanto, uno de los desafíos del neocorporativismo consistiría en analizar, bajo una perspectiva de neutralidad valorativa, las ventajas y limitaciones de un modelo asociativo de organización social e institucional, entendiendo que la representación vertical de intereses funcionales constituye un fenómeno observable tanto en regímenes democráticos como no democráticos. En el siguiente cuadro se observan las propiedades centrales del modelo asociativo de organización político-social, de acuerdo a Schmitter: Cuadro Nº 35 Propiedades de un modelo asociativo de orden social 1

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Marcelo Mella

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Fuente: Schmitter (1985: 47-78)

Sostiene Salvador Ginér que entre los diversos factores que distinguen la sociogénesis del nuevo corporativismo, y que fundamentan, en la actualidad, la institucionalización de un modelo asociativo, se distinguen las siguientes situaciones: 1. Crecimiento del número de organizaciones presentes en las democracias contemporáneas.

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Elementos de Ciencia Política

2. Multiplicidad de intereses que han modificado el esquema básico de la teoría marxista para el análisis de los conflictos sociales y los procesos políticos. 3. Representación de intereses en el contexto de fenómenos de concentración de poder y de reducción del pluralismo a nivel de estructuras institucionales. 4. Nuevos desafíos para la gobernabilidad en sistemas políticos que intentan evitar la integración de intereses y, simultáneamente, la sobrecarga de demandas. 5. Nuevos desafíos y problemas del capitalismo en su actual fase crítica. 6. Influencia de la socialdemocracia y el sindicalismo reformista buscando nuevos espacios de cooperación y entendimiento con el Estado para viabilizar los procesos de cambio estructural. 7. Defensa de los intereses nacionales, manifestada en la búsqueda de posicionamiento económico internacional por parte de los diferentes países. 8. Cambio en la función estatal en el sentido de mantener un modelo «colaborativo» con actores colectivos relevantes, ya sea por razones económicas (por ejemplo; de fomento y diseño de incentivos o regulatorias), o políticas (por ejemplo; nuevas formas de compromiso y obligación política) (Giner, 1985: 14-19). Otros autores han estudiado el papel de las asociaciones de interés y, especialmente, de los grupos de presión, desde el punto de vista de su capacidad para romper la estabilidad política entendida como tendencia al status quo en los ámbitos institucional y de políticas públicas. Esta perspectiva releva la posibilidad de introducir cambios institucionales a partir de las interacciones de los actores con capacidad de veto. La utilización de los modelos de análisis espaciales para el estudio de los «veto players» podría permitir también, si se utiliza en sentido amplio, comprender mejor el llamado «poder de veto social». Los actores con capacidad de veto, o veto player, pueden ser de tipo individual o colectivo; institucional o no institucional, cuyo acuerdo es decisivo para romper el status quo y producir un cambio de política. Por ejemplo, George Tsebelis identifica actores institucionales con veto (aquellos actores decisivos que son parte del Estado, por ejemplo; la burocracia, la Corte Suprema o un órgano especializado de control constitucional) y actores con veto

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partidarios (partidos miembros de coaliciones parlamentarias o gubernamentales), sin embargo, resulta deseable ampliar el concepto para incluir a asociaciones de interés, grupos de presión e incluso movimientos sociales que cada vez más poseen capacidad para fijar la agenda y romper las inercias institucionales. Procesos constituyentes como los desarrollados en Ecuador y Bolivia durante la última década, situaciones de intensa movilización social como las desarrolladas en Argentina el 2001 y en Chile el 2010, dan cuenta, entre otras coyunturas regionales, del sentido práctico que reviste una ampliación de este concepto. George Tsebelis explica del siguiente modo la extensión o amplitud de la noción de jugadores con capacidad de veto: Existen diversas categorías adicionales de actores de veto en los diferentes sistemas políticos. Por ejemplo, se puede pensar en los grupos de interés poderosos como actores de veto, al menos en las áreas de políticas que son de su incumbencia. El ejército también puede ser un grupo de particular importancia. Los sistemas políticos con pocos actores de veto pueden delegar la toma de decisiones en diversos actores de veto adicionales. Por ejemplo, en países corporativistas decisiones sobre cuestiones salariales (que tienen amplias consecuencias económicas) son tomadas por el gobierno concertadamente con dos actores de veto adicionales, los representantes de los trabajadores y los de las empresas. Por otro lado, los sistemas políticos que poseen muchos actores de veto pueden delegar la toma de decisiones en unos pocos de ellos. Por ejemplo, ciertos instrumentos de política monetaria pueden ser delegados en un Banco Central que será capaz de reaccionar de manera más rápida y decisiva que el sistema político. Inclusive, individuos que ocupan cargos particularmente sensibles pueden operar de facto como actores de veto. Por ejemplo, el presidente de la Comisión de Asuntos Militares del Senado de los Estados Unidos, ha demostrado su capacidad para obstaculizar nominaciones políticas tanto de Bush (la no“ˆ˜>Vˆ˜Ê`iÊ/œÜiÀ®ÊVœ“œÊ`iÊ«ÀiÈ`i˜ÌiÊ ˆ˜Ìœ˜Ê­gays en las fuerzas armadas). Sin embargo, la existencia de semejantes actores de veto es bastante idiosincrática. Varía según el área de política (como los granjeros en temas de agricultura), algunos balances de fuerzas específicos (el poder de las Fuerzas Armadas en algunas sociedades), o según la personalidad del ocupante de un cargo (Tsebelis, 1998: 309-310).

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Elementos de Ciencia Política

Utilizando herramientas de análisis espacial y la teoría de conjuntos, Tsebelis señala que la interacción de determinados actores permite identificar cierta cantidad de temas comunes o interdependientes que configuran el «conjunto ganador contra el status quo» (winset contra el status quo). Por conjunto ganador contra el status quo se entiende a aquel que resulta de la intersección de dos o más jugadores que pretenden introducir cambios en las instituciones y en las políticas. Suponiendo, tal como se ve en el siguiente gráfico (Cuadro Nº 36), dos issues definidos en los ejes vertical y horizontal y tres actores (A, B y C), se observan las curvas de indiferencia (circunferencia centrada en el punto ideal de un actor) y las zonas de intersección (achuradas); A ˆ B, B ˆC y C ˆ A. También se puede observar el punto SQ que define el punto del status quo. El conjunto ganador contra el status quo (W(SQ)) está condicionado en su eficacia por tres proposiciones: Proposición 1. A medida que aumenta el número de actores cuyo acuerdo es decisivo para cambiar el status quo, el tamaño del winset no aumenta. En consecuencia, existe la mayor estabilidad posible. Proposición 2. A medida que aumenta la distancia a lo largo de la línea que separa a los actores cuyo acuerdo es requerido para cambiar el status quo, el tamaño del winset (W(SQ)) no aumenta. En consecuencia, existe la mayor estabilidad posible. Proposición 3. Cuando el tamaño del conjunto ganador o winset es mayor, existe también un mayor número de posibilidades de romper el status quo. Cuadro Nº 36 Conjunto ganador contra el status quo

Fuente: Tsebelis (1998)

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Josep Colomer (2009) propone un ejemplo simplificado (Cuadro Nº 37) para el análisis de la toma de decisiones entre un parlamento bicameral y el presidente de la República (p), donde cada cámara es integrada por tres miembros. Siguiendo el esquema propuesto por Colomer, la primera cámara posee los miembros H1, H2 y H3 y la segunda cámara los miembros S1, S2, y S3. En cada cámara podrá ganar el conjunto compuesto por la intersección de dos actores sobre tres. El conjunto ganador, para este ejemplo de toma de decisiones, está determinado por la intersección de los conjuntos ganadores de ambas cámaras más la curva de indiferencia del presidente (p). Cuadro Nº 37 Toma de decisiones interinstitucional entre dos cámaras y un presidente

Fuente: Colomer (2009: 396)

Aunque Tsebelis y Colomer no conceden mucha relevancia a los jugadores con veto potencial o al veto social, la experiencia de crisis institucionales, movilización popular y pérdida de identificación partidaria en América Latina debieran hacer reconsiderar la amplitud de la noción de veto player. Si esto es así, también debiera producirse una «relectura» de la categoría «coalición» que, que habiendo sido entendida generalmente como estructura organizativa integrada por partidos políticos, podría dar lugar a convergencias y esfuerzos organizativos más complejos en la perspectiva de integrar actores con «veto social». Por ejemplo, si se observa el proceso histórico latinoamericano se puede sostener que el desarrollo político-institucional

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Elementos de Ciencia Política

de diferentes sociedades de la región surge desde un conjunto de acuerdos más o menos formales, que sostienen el funcionamiento del sistema con mayor o menor estabilidad. Thomas Skidmore y Peter Smith (1996) han sostenido que aquellos actores fundamentales para entender el desarrollo institucional de los Estados en la región trascienden largamente al sistema de partidos, a la vez que elaboran un esquema interpretativo que permite visualizar en perspectiva de historia comparada, la incidencia de diferentes grupos y coaliciones sociales en la configuración y mantenimiento de un sistema institucional. Skidmore y Smith (1996) distinguen seis grupos sociales divididos por sector urbano / rural y posición de clase, a saber: clase alta urbana (industriales, banqueros y grandes comerciantes); clase media urbana (comerciantes, profesionales e intelectuales, clase diversa que integra a la pequeña burguesía); clase baja urbana (obreros industriales, trabajadores, empleados y migrantes desempleados del campo); clase alta rural (terratenientes y latifundistas); clase media rural (pequeños agricultores y comerciantes rurales); y clase baja rural (campesinado o proletariado rural). Además distinguen dos sectores sociales relevantes para analizar los procesos de desarrollo institucional: el sector extranjero y las instituciones nacionales. En el primer campo se ubican grupos de inversionistas y comerciantes extranjeros y, en el segundo campo, la Iglesia y el Estado en sentido amplio (burocracia, partidos políticos, militares) (Skidmore y Smith, 1996: 422-423). Utilizando este esquema de análisis, Skidmore y Smith plantean que es posible representar un conjunto de fenómenos vinculados a la objetivación de intereses colectivos que permiten reconstruir los rasgos generales del sistema institucional, por ejemplo: 1. Identificar las principales clases sociales y grupos de interés presentes en un sistema político. 2. Determinar qué grupos o clases tienen más poder. 3. Determinar las alianzas y los modos de cooperación entre actores estratégicos. 4. Evaluar el nivel de autonomía o captura del Estado frente a los diferentes grupos de interés. 5. Precisar los actores y relaciones del contexto internacional que poseen mayor incidencia en el funcionamiento del sistema institucional (Skidmore y Smith, 1996: 423-424).

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Cuadro Nº 38 Grupos sociales y actores del sistema institucional

Fuente: Skidmore y Smith (1996)

En el esquema siguiente (Cuadro Nº 39) se observan las coaliciones políticas y sociales surgidas en Argentina en tres momentos históricos; antes del primer gobierno de Perón (antes de 1943), durante Perón (1943-1955 y 1973-1976) y, posteriormente, durante la Revolución Argentina y el Proceso de Reorganización Nacional (1966-1972 y 1976-1983). Este último período corresponde al Estado burocrático autoritario. Las líneas discontinuas representa alianzas frágiles o parciales; las líneas continuas, por su parte, muestran las alianzas duras entre conglomerados sociales; y los rectángulos con líneas discontinuas muestran a actores en posición débil o incipiente. Las coaliciones políticas y sociales que sustentan el orden institucional en la Argentina antes de Perón están compuestas por una alianza entre intereses extranjeros y de grandes propietarios rurales (latifundistas) que controlan el Estado. Esta coalición eventualmente obtiene ciertas lealtades y apoyos políticos de sectores de la clase media urbana. Bajo Perón, en cambio, la coalición que confiere gobernabilidad al sistema político está integrada por una alianza de corte populista entre industriales, trabajadores urbanos y sectores de clase media. Finalmente, con la llegada de los militares en los años 1966 y 1976, se impone una coalición propia de los Estados burocrático autoritarios, esto es, una alianza entre militares, tecnócratas, industriales y latifundistas con altos niveles de exclusión política y social (Skidmore y Smith, 1996: 425). 134

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Cuadro Nº 39 Coaliciones políticas y sociales: Argentina

Fuente: Skidmore y Smith (1996)

En el caso chileno, el gobierno de Salvador Allende fue impulsado por un movimiento político y social que controló el Estado en base a la alianza de trabajadores urbanos y sectores de clase media. Esta coalición, denominada Unidad Popular, se opuso con altos niveles de polarización ideológica a la coalición integrada por propietarios rurales, industriales, sectores de clase media urbana e intereses extranjeros. Con el derrocamiento del gobierno de Allende llegó al poder una coalición de militares, industriales, latifundistas e intereses extranjeros, principalmente estadounidenses (Skidmore y Smith, 1996: 426).

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CuadroNº 40 Coaliciones políticas y sociales: Chile

Fuente: Skidmore y Smith (1996)

Bajo el gobierno de Joao Goulart (1961-1964) en Brasil se construye una alianza entre intereses obrero-campesinos, con apoyo variable de sectores de clase media urbana. Esta coalición posibilitó que Goulart desactivara las restricciones legales que limitaban el poder presidencial debido a pactos celebrados en 1961 con sectores militares y la derecha. Así también logró impulsar reformas progresistas como la redistribución de propiedad rural mediante un proceso de reforma agraria; la obligación, para empresas extranjeras, de reinvertir en el país; el aumento del impuesto a la renta y la mayor intervención del Estado en el proceso económico. Tras el golpe que lo depone, en 1964, la coalición que sustancia el régimen burocrático autoritario se apoyó en la alianza entre intereses militares, tecnócratas, industriales, latifundistas y extranjeros, que mantiene y profundiza vínculos y lealtades con intereses de la clase media urbana (Skidmore y Smith, 1996: 427).

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Elementos de Ciencia Política

Cuadro Nº 41 Coaliciones políticas y sociales: Brasil

Fuente: Skidmore y Smith (1996)

Por su parte, antes del gobierno del general Juan Velasco Alvarado, en Perú, el poder lo mantenía una coalición de intereses extranjeros, industriales en proceso de activación y latifundistas. Precisamente fue la fuerte incidencia de los intereses de empresas privadas extranjeras en la economía y el Estado peruano un factor relevante para entender la caída del primer gobierno de Belaúnde Terry y el golpe militar de 1968. Con la llegada del general Velasco Alvarado el Estado, aunque logró debilitar a la oligarquía rural y, hasta cierto punto, consiguió movilizar a sectores populares y clases bajas, no logró consolidar una alianza firme con trabajadores urbanos y rurales mediante mecanismos de representación corporativa (Skidmore y Smith, 1996: 428).

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Cuadro N° 42 Coaliciones políticas y sociales: Perú

Fuente: Skidmore y Smith (1996)

Finalmente, durante el período anterior a la Revolución Mexicana conocido como Porfiriato (1876-1911), el sistema político aparece sustentado en una alianza sólida entre intereses extranjeros, militares y tecnócratas («los científicos»). Se aprecia una casi inexistente activación política de los sectores industriales y la clase media rural, a la vez que una incipiente activación de los grupos de trabajadores urbanos. Después de 1910 y especialmente a partir de 1930, México se sustenta políticamente en una coalición compleja, articulada en base a las alianzas entre intereses extranjeros, el sector industrial y financiero nacional y sectores obreros y campesinos. Se aprecia también, en el período posterior a la Revolución, el intento por consolidar una alianza frágil o parcial con la clase media urbana. Por su parte, latifundistas y clases medias rurales constituyen actores sociales debilitados, carentes de capacidad de entrar en coalición con otros sectores de la oposición social y política al proyecto revolucionario (Skidmore y Smith, 1996: 429).

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Cuadro N° 43 Coaliciones políticas y sociales: México

Fuente: Skidmore y Smith (1996)

Elites políticas Una corriente importante dentro de la teoría democrática del siglo XX ha incorporado ciertas ideas fuerza del elitismo clásico; situación que se traduce, hoy, en la aceptación casi universal de dos premisas básicas frente a la política institucional: 1. En primer término se asume que, al margen del tipo de sistema político del que se trate, quien ejerce el poder siempre es un grupo minoritario. 2. En segundo lugar se entiende que la consolidación y el perfeccionamiento de la democracia no impide la persistencia de la dominación como fenómeno político y social. Parece ser parte del sentido común, en las ciencias sociales contemporáneas, la creencia de que la democracia convive con ciertos niveles de elitismo, aunque las características de estas elites y su nivel de institucionalización difieran en cada caso. Incluso se podría sostener que cierto nivel de elitismo de la democra139

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cia actual se justifica a la luz de la alta complejidad y sofisticación que adquieren los procesos decisionales y la elaboración de políticas. El elitismo descansaría en un criterio de necesidad y se apoyaría en consideraciones de realismo político. En general, los autores que analizan la evolución del elitismo consideran dos momentos claves; el elitismo clásico y el elitismo democrático. Si el elitismo clásico se caracterizó por instalar en la teoría democrática la tesis de la inevitabilidad de la dominación y la ventaja político-organizacional de la minoría sobre la mayoría; el elitismo contemporáneo más bien opta por dilucidar empíricamente el carácter de dichas elites, para comprender sus mecanismos de influencia sobre la acción del Estado. Mark Evans, refiriéndose al legado del elitismo clásico, sostiene: Aunque el germen de esta perspectiva (elitismo clásico) esté presente en las ideas de Platón, Maquiavelo y otros autores, el elitismo como teoría del poder social se suela asociar con el trabajo de Wilfredo Pareto, Gaetano Mosca y Robert Michels. Estos autores coincidían en una tesis común, según la cual la concentración del poder social en un pequeño grupo de elites dominantes resultaba inevitables en todas las sociedades y no consideraban fiable la idea que propugnaba Karl Marx de un cambio evolutivo hacia una sociedad sin clases en la que el poder estaría distribuido equitativamente (Evans, 1997: 236).

La incorporación de las principales ideas del elitismo en la teoría democrática se produce con autores como Max Weber y Joseph Schumpeter. Para Weber, la inevitabilidad de las elites estaba fundada en la primacía de los intereses del Estado-nación sobre cualquier otro interés social. Esta supremacía de lo políticoestatal, por cierto, también debía leerse en relación a los intereses de los grupos económicos. Por su parte y tal como señala Evans, el pensamiento político de Schumpeter asimila democracia a un procedimiento competitivo destinado a producir legitimidad para la elite gobernante, sin considerar que la sola competencia partidaria no lograría evitar la «distorsión de la voluntad política del ciudadano» (Evans, 1997: 243-244). A partir de los trabajos de C. Wright Mills, Walter Burnham, Charles Lindblom y Phillipe Schmitter, el estudio de las elites se orientó desde una perspectiva política hacia dos focos. Por una parte, existe una serie de estudios que buscó comprender la 140

Elementos de Ciencia Política

estructura interna de las elites y sus vínculos formales e informales con la estructura social. Esta línea de trabajo, llamada usualmente «estudios de las redes de poder de la elite nacional» (RPEN), tiene como referente principal las investigaciones de Mills sobre las elites del poder y su importancia en el gobierno estadounidense. Él sostiene que el poder se distribuye en tres ámbitos o campos institucionales, siendo las elites aquellos grupos que dominan en cada una de estos ordenamientos institucionales: el Ejecutivo del gobierno nacional, las grandes corporaciones empresariales y las cúpulas del poder militar. Complementariamente este autor sostiene la hipótesis de una interacción convergente entre los altos funcionarios de los gobiernos nacionales y los integrantes de las principales corporaciones económicas, fenómeno que en sus versiones extremas puede dar lugar a procesos de «captura del Estado». El trabajo de Mills sugería la existencia de una estrecha relación entre el empresario rico y el dirigente político. Sostenía que la creciente centralización del poder en el brazo ejecutivo federal del gobierno había ido acompañada de una decadencia del papel del político profesional y una mayor importancia de agentes políticos del exterior procedentes de las corporaciones económicas. A pesar de esto, Mills afirmaba que sería un error creer que el aparato político es un mero apéndice de las corporaciones económicas o que ha sido tomado por los representantes del empresariado rico. En este sentido, Mills quería distinguir su postura de la que calificaba de simple visión marxista, que mantenía que las elites económicas eran las que detentaban realmente el poder. Por esta razón utilizaba la expresión elite del poder y no clase dominante, que para él contenía un excesivo determinismo económico. Lo crucial era que Mills señalara que tanto las elites políticas, como las militares y las económicas, tenían un considerable grado de autonomía, se enfrentaban a menudo y pocas veces cooperaban (Evans, 1997: 245).

La segunda línea de desarrollo del elitismo contemporáneo corresponde al análisis de la relación entre Estado y grandes corporaciones, o, dicho de otro modo, entre las elites empresariales y el gobierno. De acuerdo a los enfoques corporativos contemporáneos, los grupos o asociaciones de interés no necesariamente compiten en situación de igualdad para representar las demandas de sus grupos de referencia o conseguir algún bien público. Esto se explica, en gran medida, porque el posiciona141

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miento como actor estratégico en el proceso productivo o en el conjunto del sistema político le permite a un actor tomar ventajas e influir de mejor forma sobre la toma de decisiones públicas. Es frecuente, por tanto, que las asimetrías en la distribución del poder político, económico o cultural de ciertos grupos de referencia, también se exprese en la capacidad de influencia o veto de sus respectivos grupos efectivos. Siguiendo esta línea, habría que considerar que, en contextos democráticos caracterizados por la vigencia del sistema de mercado, la influencia de los grandes poderes económicos aparece como un factor determinante para entender la lógica de los procesos decisionales. Por ejemplo, autores como Charles Lindblom sostienen que el poder de las corporaciones económicas sobre el Estado resulta ser un hecho imposible de evitar a la luz de las condiciones estructurales de las democracias apoyadas en los sistemas de mercado: «…para que el Estado funcione en condiciones de estabilidad y, por tanto, de equilibrio político; hay que responder primero a las necesidades del empresariado» (Evans, 1997: 249). En el intento de precisar la relación de las elites económicas y las elites políticas, Charles Lindblom sostiene que inicialmente ambas elites se caracterizan por rechazar el control que buscan ejercer las masas (2002: 84). Tal como señalaban autores pertenecientes a la teoría clásica de las elites (por ejemplo, Mills), un rasgo básico de estos conglomerados es su tendencia a construir una demarcación clara y efectiva entre el interior y el exterior, que permita mantener para sí la condición de minoría virtuosa. Particularmente, siguiendo a Lindblom, es posible trazar un conjunto de diferencias entre elites económicas y políticas: 1. Si las elites del mercado son más orientadas a responder a los clientes, vale decir, a orientar sus acciones con el objetivo de satisfacer a sus stakeholders en cuestiones relativas a la calidad, el precio y el acceso a la información; las elites políticas en democracia han tendido más bien a debilitar o resistir el control político que ejercen los electores sobre las decisiones políticas de sus representantes (Lindblom, 2002: 86). 2. Se puede advertir que el acto de control de los stakeholders sobre la elite económica es respecto de un producto o resultado; mientras que el control de los stakeholders sobre la

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elite política tiende a ser efectiva respecto de procesos (Lindblom, 2002: 87-88). 3. Finalmente, Lindblom sostiene que el acto «eleccionario» y la «votación» en el mercado, esto es, el conjunto de elecciones de los consumidores frente a una oferta determinada, entrega al sistema información de gran precisión; mientras que la votación y el acto electoral, en política, no entrega información semejante. La política establece niveles de ambigüedad u opacidad relativamente altos para la toma de decisiones de los actores intervinientes (Lindblom, 2002: 89). Las diferencias entre los dos métodos de votación son también reveladoras. En un sistema de mercado, el voto de un consumidor da a la elite del mercado una dirección relativamente precisa: uno puede votar, por ejemplo, por una bicicleta de carrera con bastidor de 23 pulgadas, de tubos de fibra de carbono y con 21 velocidades. Tal nivel de especificidad o concreción le está vedado a los votantes en política, incluso aunque puedan votar por un candidato individual o un partido (Lindblom, 2002: 89).

Considerando lo señalado y siguiendo el análisis de Borchert y Zeiss (2003), se puede sostener que el estudio específico de las elites políticas requiere un esfuerzo para distinguir tipos o variantes, dependiendo de los niveles de dependencia o autonomía respecto de la estructura social y respecto de las lógicas específicas del campo político. En este punto, dichos autores sostienen que existen cuatro variantes o subtipos de elites en el campo político, a saber; 1. La elite política, vale decir, grupos determinados identitariamente por su posición en la estructura social y por el hecho de que viven para la política. 2. La elite del poder, vale decir, grupos determinados por la conciencia de su posición en la estructura y su papel histórico y por el hecho de que viven para la política. 3. Los políticos profesionales, vale decir, grupos determinados por su posición en la estructura y por el hecho de que viven de la política. 4. La clase política, vale decir, grupos determinados por su conciencia de la posición en la estructura y por el hecho de que viven de la política.

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Cuadro Nº 44 Enfoques para el estudio de la elite política sŝǀŝĞŶĚŽƉĂƌĂůĂƉŽůşƟĐĂ ;ƉŽĚĞƌǀƐ͘ŝŶƚĞƌĠƐ ƉƷďůŝĐŽͿ

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Fuente: Borchert y Zeiss (2003: 4)

Para Chile, los estudios del PNUD realizados recientemente muestran; en primer lugar, que la política formal no constituye el campo donde se sitúan los actores con mayor poder y; en segundo término, una correlación significativa entre el grado de centralidad de determinados actores en el proceso económico y político y su nivel de influencia frente al Estado. Esto permite sostener que, en Chile, existen ventajas relevantes entre los diferentes intereses en su relación con el Estado. Como se observa en el siguiente cuadro, las entidades pertenecientes al ámbito económico y financiero poseen una alta valoración respecto de su grado de poder e influencia entre los propios miembros de la elite chilena. En varios casos estas entidades, representantes de los grandes intereses empresariales, aparecen provistas de mayor poder que las instituciones públicas proveedoras de bienes públicos. Al mismo tiempo, las entidades con menor poder e influencia corresponden a intereses pertenecientes a asociaciones sindicales, ONG´s y colegios profesionales.

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Cuadro Nº 45 Poderómetro (PNUD) ŶƟĚĂĚĞƐ

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Fuente: Encuesta Elite PNUD (2004)

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Se verifica, en el ejemplo citado, una asociación entre el concepto de grupo de interés con capacidad efectiva de presión y las elites, para cada ámbito de la actividad social. Este hecho podría contribuir a naturalizar una actitud de pasividad entre la sociedad civil y una cierta dependencia del liderazgo de los grupos prominentes tradicionales para la conducción del proceso político. Cuadro Nº 46 Demanda por conducción y proyecto-país ͎ƵĄůĚĞůĂƐƐŝŐƵŝĞŶƚĞƐĨƌĂƐĞƐƌĞƉƌĞƐĞŶƚĂŵĞũŽƌƐƵŽƉŝŶŝſŶ͍ ŚŝůĞŶĞĐĞƐŝƚĂĚŝƌŝŐĞŶƚĞƐƋƵĞƚĞŶŐĂŶƵŶĂǀŝƐŝſŶĚĞŚĂĐŝĂĚſŶĚĞĚĞďĞŝƌĞůƉĂşƐ ĞŶĞůĨƵƚƵƌŽ͕LJƋƵĞƐĞĂŶĐĂƉĂĐĞƐĚĞĐŽŶĚƵĐŝƌůŽĂůůĄ

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Fuente: Encuesta Nacional PNUD (2004)

Existen diversos estudios que han desarrollado explicaciones acerca del papel de las elites sobre la base de tres problemas básicos. Estos son: los procesos de integración horizontal o vertical, la función de las elites como agentes de los procesos de desarrollo político y su composición social e ideológica.

La integración horizontal Entendida como la capacidad de las elites para profundizar su cohesión interna, historiadores como Cristián Gazmuri, Julio Pinto y Gabriel Salazar han desarrollado diversas hipótesis sobre la relación entre la interacción horizontal de las elites y las funciones políticas que han desempeñado en Chile. Una primera mirada al problema llevaría a pensar que la interacción social «cara a cara» condiciona la emergencia de elites significativamente cohesionadas, a propósito de la concurrencia común en determinados espacios sociales. Cristián Gazmuri, en su estudio Notas sobre las elites chilenas 1930-1999 (2001), identificó en la Universidad Católica un conjunto de focos de interacción que posibilitaron el origen y la evolución de movimientos político-intelectuales de jóvenes con alta incidencia en el desarrollo nacional; como la ANEC, la Liga Social y, principalmente, la Falange Nacional. Posteriormente, al llegar la década

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de los sesenta, el mismo espacio institucional verá nacer otros tres grupos fundamentales; el MAPU, los Chicago Boys y el Gremialismo. Sin embargo, podría alegarse en dirección contraria a estos argumentos que, suponer la determinación de las elites como fenómeno subjetivo a partir de las relaciones sociales de sus miembros, puede ser una interpretación equivocada de la relevancia de la interacción en el surgimiento de estos grupos. Una segunda perspectiva de la integración horizontal consiste en identificar el ethos cultural o ideológico como el factor de cohesión o fragmentación de las elites. En este enfoque se ha señalado, por ejemplo, que la cohesión básica que caracteriza a las elites políticas sería resultado de factores constitutivos tales como la estructura económica o cultural de una sociedad. Para ambas explicaciones la cohesión deviene como efecto de factores heterónomos de la política. Refiriéndose al carácter fundamental de la oligarquía chilena durante el siglo XIX, Alfredo Jocelyn-Holt destaca la importancia del factor cultural para definir su misión, liderazgo y sentido de historicidad, tanto frente a las instituciones como frente al conjunto de la sociedad: (...) A fin de que esto fuera así [el autor se refiere a la cooptación del Estado] resultó crucial que en todo momento predominara la cohesión de la elite. Diferencias ideológicas podían darse, pero no en niveles que pudieran poner en peligro a la elite misma. Cuando esto ocurrió – estoy pensando en todas las confrontaciones que tuvieron lugar (1829, 1851, 1859, 1891)– la elite fue capaz de cerrar filas, de unir fuerzas y oponerse a cualquier peligro, en la mayoría de los casos provenientes de un ejecutivo que amenazaba con usar el poder del Estado a su favor, y generar el gobierno a partir de sus propios cuadros administrativos, constituyendo una nueva clase administrativa. En momentos de normalidad, tanto la cooptación social como la creación de coaliciones de partidos políticos dentro de una estructura de alianzas parlamentarias habrían de mantener a raya cualquier posible estallido de poder autónomo proveniente del estado administrativo (1997: 27-29).

La integración vertical El fenómeno de la integración vertical, entendida como la capacidad de las elites para generar acatamiento y cohesión, es 147

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analizado, para el caso chileno, por historiadores pertenecientes al pensamiento conservador como Mario Góngora (1986), AlLiÀÌœÊ `Ü>À`ÃÊ­£™nÓ®]ÊÀ>˜VˆÃVœÊ˜Ìœ˜ˆœÊ ˜Vˆ˜>Ê­£™ÇÈ®ÊÞÊ>ˆ“iÊ Eyzaguirre (1934). Todos plantean, con diversos matices, que tanto el Estado como la clase política chilenos contribuyeron, a lo largo de los siglos XIX y XX, a la configuración de la nación y la sociedad civil.

`Ü>À`Ã]ʓ?ÃÊViÀV>˜œÊ>ʏ>Êthese royaliste (Cristi, 1992: 11), en su Fronda aristocrática ha desarrollado una argumentación paradojal sobre el papel de las elites. Estos grupos desempeñan, para él, dos funciones en términos de integración vertical; por una parte se enfatiza su predominio social como fuente para la socialización de normas y valores al conjunto de la sociedad y, por otra parte, se subordinan a la autoridad presidencial convirtiéndolas en una suerte de interface instrumental. Para el caso de aquellos autores ubicados en la these nobiliaire, como J. Eyzaguirre y J. Philippi, en las décadas de los treinta y cuarenta del siglo XX lo que se busca es «contrarrestar la acción del Estado», mediante la adhesión a una forma de corporativismo que impulse la creación y cooptación de gremios o asociaciones profesionales. En este sentido, la integración vertical de las elites tiene una doble faz; se desarrolla como contención del Estado y se perfecciona como contención de la sociedad civil mediante la cooptación corporativa de los actores colectivos. (...) Para corporativistas como Eyzaguirre, la autoridad y la jerarquía deben encontrarse al interior de la organización de la sociedad, justamente en un orden de profesiones, funciones y corporaciones. Este tipo de orden social, (...) es profundamente hostil al formalismo político característico de la democracia liberal (Cristi, 1992: 77).

Desde una perspectiva más formalista, Alfredo Jocelyn-Holt en El peso de la noche, analiza este doble proceso de cooptación simultánea del Estado y la sociedad civil por parte de las elites políticas como una práctica arraigada históricamente: (...) Por consiguiente, el perfil del país durante toda la centuria [se refiere al siglo XIX] fue la persistencia del orden social y con ello el predominio de la elite tradicional. Es más, en la medida en que los poseedores del poder estatal provenían enteramente de esta misma elite,

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es razonable hablar de un orden político oligárquico que se mantiene constante. Lo que suele aparecer como Estado, por tanto, no es más que un poder oligárquico que tiende a confundirse con una estructura supuestamente impersonal. El Estado como tal no era otra cosa que un instrumento al servicio de una elite social cuya base de poder residió en la estructura social más que en el aparato propiamente estatal, siendo este último solo un instrumento auxiliar de la oligarquía (1997: 28-29).

Función y composición de las elites Referente al papel atribuido a las elites en el desarrollo político chileno, autores como Arturo y Samuel Valenzuela o Timothy Scully coinciden en que existe un conjunto de aptitudes y subjetividades que distingue a estas unidades sociales en su posibilidad de conducir los procesos políticos. En este sentido, Arturo y Samuel Valenzuela, en su trabajo titulado Los orígenes de la democracia (1983: 7-9), argumentan que uno de los factores que permite comprender el excepcionalismo del caso chileno en la formación de su democracia consiste en la función histórica que cumplieron las elites económicas y sociales en la construcción de mecanismos de contienda pacífica que permitieron la creación de partidos políticos desde 1857 y, como subproducto, la generación de mayor participación social; todo ello como contrapeso al poder emergente del aparato estatal. Por su parte, al comentar el significado del concepto de fron`>Ê>ÀˆÃ̜VÀ?̈V>ʵÕiÊiÃÌ>LiVˆÊLiÀÌœÊ `Ü>À`ÃÊi˜Ê£™nÓ]ÊiÊ…ˆÃtoriador Mario Góngora destaca la función desarrollada por las elites a lo largo de nuestra historia, como contrapeso del poder presidencial y del liderazgo autocrático (these royaliste): Es una tendencia instintiva de la aristocracia chilena de oponerse a los gobiernos fuertes, a las individualidades sobresalientes, a preferir los gobiernos de consenso, de juntas, como instauró en 1810, o con los Congresos poderosos frente al Ejecutivo. (...) El término viene de la honda que se disparan piedras a un objetivo. No es una revolución que intente cambiar todo un sistema. Se manifiesta promoviendo rumores que desprestigian a personas. Es una resistencia a la fuerza, a la arbitrariedad, pero no en nombre de principios sino de atavismos libertarios y de intereses heridos. Es una limitación a la tiranía. En Chile, solo a mediados del siglo XIX empiezan a hacerse

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presente las grandes ideologías europeas y la fronda se va apoderando de ellas.3

Reforzando este argumento, Jocelyn Holt plantea que la relevancia de las elites en el desarrollo político nacional está en que estos grupos poseían, como composición ideológica básica, un fuerte pragmatismo y escepticismo frente al poder y el Estado. Dicha condición habría operado como un contrapeso efectivo frente al presidencialismo del régimen político chileno. Al mismo tiempo, esta condición de pragmatismo posibilitó que la clase política, principalmente sus sectores más conservadores, implementara durante la segunda mitad del siglo XIX las reformas políticas que ampliaron gradualmente la participación electoral de los sectores populares. [Que la elite chilena] esté fuertemente imbuida de un sano escepticismo. Escepticismo frente al poder, particularmente el poder centralizado, llámese Estado o fuerza coercitiva. En su largo actuar hegemónico –es decir, desde el siglo XVII hasta la primera mitad del siglo XX–, la elite, a la larga, siempre tendió a desconfiar de los gobiernos fuertes, populistas, caudillescos, democratizadores o militares. De ahí que haya auspiciado, las más de las veces, una política oligárquica, parlamentarista, y de ser participativa –preferentemente a nivel cupular-transaccional y poco dogmática en términos ideológico– doctrinarios (1997: 188-189).

Finalmente, en relación a la composición social e ideológica de las elites chilenas, Renato Cristi (1992), Felipe Portales (2004) y más recientemente, el Informe de Desarrollo Humano 2004 del PNUD (2004:172-211), han estudiado los cambios en la composición de estos grupos y su relación con los giros en su pensamiento. A modo de ejemplo hemos estudiado con cierto detalle la composición de la elite concertacionista y, en particular, el peso de la formación profesional en los nuevos tipos de militancia entre los partidos de la coalición. Así también, el estudio de trayectorias atípicas de militantes prominentes de la generación fundadora de la Concertación de Partidos por la Democracia ha permitido explicar el eclecticismo no resuelto desde 1990 del conglomerado. Este eclecticismo ha roto con la evolución tradicional del pensa3

Diario La Segunda, 16 de julio de 1982, p. 2.

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miento de los partidos de centro-izquierda chilena, fenómeno observable, en especial, entre sus militantes más prominentes. Más allá de las interpretaciones sistemáticas sobre el papel de las elites, existen otras perspectivas que analizan su composición y función en Chile como variables correlacionadas. Se trata de autores que suponen una relación de determinación entre la composición ideológica de las elites y la misión de estas en una estructura conflictual objetiva (latente) que las enmarca y trasciende históricamente. En general, en esto es posible distinguir dos posiciones: aquellos que sostienen el mérito y el liderazgo de los grupos dirigentes; y aquellos que, en cambio, abordan críticamente el papel de los grupos dominantes desde el origen de la República. En una posición de complacencia frente al rol desempeñado por los grupos dominantes, El Mercurio, en su editorial del 18 de septiembre de 1910, en el contexto de la celebración del centenario de la independencia, declaraba: …el primer siglo termina para nosotros en condiciones que hubieran satisfecho el patriotismo de los fundadores de la república (...) En el orden material hemos dado vigoroso impulso a nuestras industrias (...) En la construcción pública hemos levantado al nivel de los países más adelantados nuestros métodos y programas (...) El crédito en Chile es sólido (...) La administración pública se halla organizada y sufre incesantes reformas que la perfeccionan y completan. Nuestra justicia tiene prestigio y goza dentro y fuera del país de fama de honrada y prudente. Y, por fin, en la organización política hemos llegado a un régimen de libertad en el orden (...) El cuadro de nuestra situación presente es risueño (...) ¡Excelsior! Es el grito que se escapa de nuestra alma en este momento. La mirada hacia atrás solo debe servir para infundirnos una enérgica seguridad en el porvenir (Portales, 2004: 147).

Bajo el mismo contexto pero, en una posición opuesta a la de El Mercurio, Luis Emilio Recabarren, en una conferencia pronunciada el 3 de septiembre de 1910 titulada El balance del siglo, señalaba: (...) el aniversario de la Independencia nacional (...) solo tienen razón de conmemorarla los burgueses, porque ellos sublevados en 1810 contra la Corona de España conquistaron esta Patria para gozarla ellos (...) pero el

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pueblo, la clase trabajadora, que siempre ha vivido en la miseria, nada, pero absolutamente nada gana ni ha ganado con la Independencia (...) la fecha gloriosa de la emancipación del pueblo no ha sonado aún. Las clases populares viven todavía esclavas, encadenadas en el orden económico, con la cadena del salario, que es su miseria; en el orden político, con la cadena del cohecho, del fraude y la intervención, que anula toda acción, toda expresión popular y en el orden social, con la cadena de su ignorancia y de sus vicios, que le anulan para ser consideradas útiles a la sociedad en que vivimos (Portales, 2004: 148).

Comparte con Luis Emilio Recabarren esta mirada crítica sobre la estructura social del país a comienzos del siglo XX, Alejandro Venegas (Dr. Valdés Cange) en su Sinceridad Chile íntimo. En dicho texto, Venegas constata la creciente segregación de la sociedad en dos clases y, del mismo modo, la ausencia de la clase media como sujeto cultural. Para el autor, la existencia de una oligarquía plutocrática caracterizada por el lujo excesivo, el afán de codicia, la conspiratividad, el deseo de limitar el acceso a los espacios de poder y la malicie, tiene como contrapartida fatal la osificación social, la autorreferencia de la política y la pérdida de legitimidad de las instituciones democráticas. Antes teníamos, es cierto, una parodia de república democrática, porque el pueblo no elejía a sus representantes; pero siquiera estos eran impuestos por una autoridad ilustrada i responsable, que sabía, por lo común, elejirlos de entre los mejores; mientras que en la actualidad, subsistiendo la parodia, i más ridícula que antes, los miembros del congreso son designados por una multitud de elementos sin responsabilidad alguna, i triunfan casi siempre los más audaces, los más codiciosos, los más desvergonzados, los más pervertidos. I esta es la causa, señor, de que los partidos políticos, bastardeando todos por influjo de una misma causa i en un mismo sentido, no presenten hoy más diferencia entre sí que el nombre: ser liberal –doctrinario, demócrata, nacional, radical, liberal– democrático o conservador es lo mismo, todos tienen un mismo ideal: la propia conveniencia, i una misma norma de conducta: el fin justifica los medios. Vos, señor, habéis visto a miembros prominentes de estos partidos enlazados en estrecho abrazo cada vez que les ha convenido. Las ideas, los programas, han pasado a des-

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empeñar el papel de esos trabucos i arcabuces que suelen verse en las panoplias; mui grandes, formidables, pero inofensivos; no dan fuego; solo pueden infundir temor a los niños o a los rústicos (Venegas, 1998: 76-77).

Contemporáneamente, Felipe Portales ha rescatado gran parte del diagnóstico sobre las elites de autores críticos del primer centenario, al analizar la «matriz autoritaria de la república oligárquica» en base a elementos tales como: el fraude electoral, el inmovilismo político, la gran similitud de los partidos, los altos niveles de corrupción y la represión dosificada de la disidencia. Sin embargo, estudios como el de Portales tienden a articularse en torno a hipótesis ad-hoc que determinan un fuerte carácter polémico y dogmático en el modo de analizar el rol y la composición de las elites políticas en la democracia chilena. En la misma senda crítica de Portales se encuentra el famoso ensayo de Tomás Moulián Chile actual, anatomía de un mito. En dicho texto, Moulián define como transformista al ethos político de las elites que posibilitó un proceso pactado de transición a la democracia: «Llamo transformismo al largo proceso de preparación durante la dictadura, de una salida de la dictadura, destinada a permitir la continuidad de sus estructuras básicas bajo otros ropajes políticos, las vestimentas democráticas. El objetivo es el gatopardismo, cambiar para permanecer» (Moulian, 1997: 145). Más allá de estas interpretaciones, el capítulo chileno del Informe 2004 del PNUD ha mostrado, con respaldo empírico, tres actitudes de las elites políticas chilenas. Por una parte, la tendencia a la autorreferencia o cerrazón, considerando la prevalencia del origen social en las probabilidades de acceso a los círculos de poder. En segundo lugar, su heterogeneidad interna, destacando en ella cuatro posiciones ideológicas; progresistas perplejos, conservadores, liberales globalizados y liberales progresistas. Y en tercer lugar, su sensación de frustración o incapacidad frente a la tarea de conducir el proceso de desarrollo nacional actual.

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Cuadro Nº 47 Futuro rol de conducción (porcentaje)

Fuente: Encuesta Elite PNUD (2004)

Movimientos sociales La fase inicial de los estudios contemporáneos sobre movimientos sociales en las décadas de 1950 y 1960 estuvo determinada por análisis en los que estos actores se conciben como una manifestación de irracionalidad colectiva, esto es, como pura expresión o respuesta emocional derivada de tensiones o rupturas sistémicas que no han podido ser canalizadas institucionalmente (Ibarra, 2000: 272). Entendidos de esta manera, los movimientos sociales carecerían de toda racionalidad y por ello no serían abordables analíticamente desde una perspectiva intencional o estratégica. Se observa, en esta primera fase, las influencias de las tradiciones conservadoras para el estudio del comportamiento colectivo con autores como Gustave Le Bon, como también las influencias del conductismo con autores como Robert Gurr. En un segundo momento, situado en la década de 1970 y 1980, el análisis de los movimientos sociales se caracterizó por la sucesión de dos enfoques opuestos: el enfoque de la movilización de recursos, tributario de la teoría de la acción racional; y el enfoque identitario, también llamado «de los nuevos movimientos sociales». Según sea la perspectiva adoptada, los movimientos sociales aparecerán como actores con menor o mayor especificidad respecto de otros actores del sistema político, tales como partidos o grupos de interés. 154

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Paradigma de la movilización de recursos (Resource Mobilization Theory, RMT) En este enfoque encontramos autores como John McCarthy, Mayer Zald y, posteriormente y con análisis más complejos, Charles Tilly y Doug McAdam. Todos coinciden en que los movimientos sociales son actores dotados de racionalidad instrumental que buscan maximizar su utilidad. Tal como señala Pedro Ibarra, la RMT parte de la creencia de que los movimientos sociales son actores que «expresan conductas colectivas perfectamente racionales, con objetivos políticos y sociales muy precisos y con estrategias de movilización, de adquisición de recursos deliberadamente adecuados a esos objetivos» (Ibarra, 2000: 273). Por tanto, y siguiendo a Marcur Olson (1992), estos actores no tendrían ninguna especificidad respecto de la lógica con que actúan otros actores ya tratados en este volumen. Marcur Olson formuló la paradoja del crecimiento de los movimientos sociales. Esta paradoja se explica porque: i) los individuos solo participan en las organizaciones cuando los beneficios son mayores que los costos, y ii) al aumentar el tamaño de los grupos disminuye la percepción sobre la importancia de la contribución individual de sus integrantes. El autor argumenta que la manera de superar esta paradoja derivada del crecimiento organizacional es establecer incentivos selectivos para los miembros del movimiento, vale decir, beneficios asociados a la participación y el compromiso con la organización, generando implícitamente castigos orientados a obtener mayor compromiso de los free-rider. En lo principal, el enfoque se concentra en el problema de la organización del movimiento, específicamente en las estructuras de movilización entendidas como «organizaciones formales» o «redes sociales informales» (Delgado, 2007: 50-51). Posteriormente se desarrollan vinculadas a esta primera perspectiva (estructuras de movilización), las perspectivas del proceso político centrada en las oportunidades políticas y de los procesos enmarcadores centrada en los marcos de acción colectiva (mediaciones cognitivas entre las oportunidades y la acción) (McAdam, McCarthy y Zald, 1999: 22). El problema de la acción colectiva ha logrado estimular un nivel elevado de formalización lógica, en especial, las condiciones que hacen posible la cooperación. La teoría de juegos ha desarrollado diferentes herramientas lógicas para explicar di155

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chos problemas de acción colectiva ligados a los movimientos sociales. Uno de sus rasgos más interesantes es suponer que lo que obtiene cada actor como costo o beneficio depende de su decisión y de lo que él o los otros hagan. Se trata, en consecuencia, de una forma de pensamiento que explica la racionalidad de la acción en base a intereses interconectados e interdependientes. Entre los modelos más utilizados para explicar estos problemas se cuentan dos juegos clásicos: el dilema del prisionero y el dilema del gallina (chicken game). El primero de ellos (dilema del prisionero) trata de explicar, mediante la matriz de pagos siguiente, de qué manera la racionalidad individual puede llevar a la irracionalidad colectiva. En otras palabras, cómo aplicando una lógica individual egoísta se construye un resultado no deseado por nadie. En este juego, los actores (A y B) deben elegir entre dos estrategias; cooperar o no cooperar (defraudar), donde cooperar consiste en desarrollar acciones conjuntas orientadas a la obtención de un beneficio compartido y la no cooperación (defraudar) consiste en que un actor desarrolla acciones unilaterales para obtener un beneficio exclusivo. Al mismo tiempo, el juego explica cómo es posible obtener la cooperación (del otro), cooperando (Aguiar, 1991: 10). Si se considera el siguiente gráfico, A y B son actores que poseen, cada uno a su vez, dos alternativas de decisión, cooperar (C) y no cooperar (D). Lo que obtiene el actor A como costo o beneficio por cada decisión depende de cómo se ha visto y de su decisión en particular, pero también de lo que haga B. Por esta razón la matriz de pagos consigna dos valores en cada alternativa de decisión, de tal suerte que si el actor A decide cooperar (C) recibe 3, cuando B coopera; y 1, cuando B no coopera. Por su parte, si el actor B decide no cooperar (D) recibe 4, cuando A coopera; y 2, cuando A no coopera. Como se aprecia, cada alternativa de acción de la matriz establece en el primer valor lo que recibe A, y en el segundo valor lo que recibe B.

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rÎÊ€Ê rÓÊ€Ê r£°Ê-iʜLÃiÀÛ>ʵÕi]ÊVœœ«iÀ>̈Û>mente, la mejor decisión para ambos es CC, sin embargo, se trata de un resultado inestable por la posibilidad de que uno de los actores decida no cooperar y obtener una ganancia unilateral mayor. Por esta razón, la solución final del juego es DD, que muestra el fracaso de la cooperación.

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Para verificar por qué, para ambos actores, la estrategia no cooperativa es dominante, se debe sumar los dos valores obtenidos en cada alternativa de decisión (C y D). Se observa que, para A, lo que se obtiene por la cooperación (3+1=4) es menor a lo que se obtiene por la no cooperación (4+2=6). Lo mismo ocurre para el caso de B, donde lo que se obtiene por cooperar (3+1=4) resulta inferior a lo obtenido por la no cooperación (4+2=6). Cuadro Nº 48 Dilema del prisionero B

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Fuente: Elaboración propia

La lógica del dilema del prisionero, según Fernando Aguiar, fue descubierta hacia 1950 por Merril Flood y Melvin Dresher y se explica en base a una historia creada por Tucker: Dos prisioneros, sospechosos de haber cometido el mismo crimen, son conducidos a prisión sin que puedan comunicarse. Si ambos confiesan, se les condena a diez años de prisión a cada uno, en lugar de los veinte de la pena completa, por su colaboración con la justicia. Si no confiesa ninguno, tan solo se les puede condenar a cinco años de cárcel. Pero si uno confiesa y el otro no, el que lo hace queda libre (como premio a su arrepentimiento) y el otro va a prisión por veinte años. ¿Qué deberían hacer los prisioneros? Como a ambos les interesa confesar en cualquier caso para obtener la libertad, la pena final que se les impone asciende a diez años para cada uno (Aguiar, 1991: 10).

Por su parte, el dilema «del gallina» trata de explicar, mediante la matriz de pagos siguiente, cómo es posible obtener la cooperación no cooperando. Poundstone (1992) explica el origen y la lógica del juego: El reto entre adolescentes para jugar a la gallina llamó la atención del público a partir de la película Rebel Without a Cause (1955). El largometraje muestra a unos

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adolescentes mimados de Los Ángeles que se entretienen en llevar coches robados a un acantilado de la costa, para jugar a lo que llaman la carrera del gallina. El juego consiste en que dos muchachos conducen sendos coches hacia el borde del acantilado, y saltan en el último momento. Aquel que haya saltado el primero es el gallina, y pierde (Poundstone, 1992: 295).

En el siguiente esquema, que grafica la lógica del dilema del gallina, se observa que no existe una estrategia dominante para los actores A y B. Para el jugador de fila (A) la matriz de pagos muestra que, tanto la estrategia cooperativa (3+2=5) como la no cooperativa (4+1=5) generan las mismas ganancias. Lo mismo ocurre en el caso del jugador de la columna (B). Aunque no se pueda establecer las estrategias dominantes para cada jugador, es posible identificar las mejores y peores situaciones. Tanto para el Õ}>`œÀÊÊVœ“œÊ«>À>Ê ÊiÊœÀ`i˜Ê`iÊ«ÀiviÀi˜Vˆ>ÃÊiÃ\Ê r{ʀÊ

rÎÊ €Ê rÓÊ €Ê r£°Ê ˜Ê Vœ˜ÃiVÕi˜Vˆ>]Ê «>À>Ê VÕ>µÕˆiÀ>Ê `iÊ œÃÊ `œÃÊ la situación más conveniente es DC, y la menos conveniente es DD. En la historia que nos relata Poundstone, lo óptimo, para cualquiera de los dos, sería saltar en el último momento y obtener todos los beneficios en juego (DC). La segunda mejor alternativa sería saltar ambos prematuramente (CC), situación que, si bien no permite obtener los beneficios en juego, al menos evita, en gran medida, el etiquetamiento social. La tercera opción es saltar antes que el otro jugador (CD), perder el juego y, en consecuencia, hacerse acreedor del título de «gallina». Sin duda, la peor opción es la no cooperación de ambos (DD), donde por mantenerse consistentes en su estrategia terminan autodestruyéndose. Cuadro Nº49 Dilema del gallina B

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Fuente: Elaboración propia

A diferencia del dilema del prisionero, donde el peor resultado es la no cooperación cuando el otro coopera (DC), en el dilema del gallina esto constituye la mejor alternativa. Aquí el peor 158

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desenlace lo representa la no cooperación de ambos (DD), que representa, en la historia inspirada en la película de James Dean, la posibilidad de que ninguno de los dos jóvenes en competencia, por mantener firme su posición, alcance a saltar del auto y, por tanto, ambos acaben muertos (1,1).

Paradigma identitario o de los nuevos movimientos sociales De acuerdo a Ibarra (2000), el enfoque de los nuevos movimientos sociales (NMS) se centra en el estudio de ciertas formaciones identitarias colectivas que interpelan el conjunto de valores dominantes en una sociedad. Estos procesos de construcción de identidades colectivas se producen de acuerdo a lógicas diferentes a lo propuesto por el enfoque de movilización de recursos, sobre todo en lo concerniente al carácter instrumental de la racionalidad. Por ejemplo, para autores como Melucci (1989) y Pizzorno (1978), los movimientos sociales como procesos colectivos de construcción identitaria se caracterizan por el despliegue de una acción expresiva en remplazo de la acción instrumental, así como por la presencia de cierto tipo de demandas «no negociables» (Javaloy, 2001: 294). œ…˜Ê œœÜ>Þ]Ê >Ê Vœ“i˜Ì>ÀÊ >ÃÊ Vœ˜`ˆVˆœ˜iÃÊ «>À>Ê >Ê }i˜iración del cambio social, sostiene que existen dos concepciones generales; quienes plantean que la lucha por el control del Estado es la precondición de dicho cambio y quienes plantean que el desafío revolucionario actual consistiría en «cambiar el mundo sin tomar el poder». En la segunda senda, el papel de los movimientos sociales estaría dado por la generación de antagonismos con propósitos expresivistas y emancipatorios frente al poder ˆ˜Ã̈ÌÕVˆœ˜>ˆâ>`œÊi˜ÊiÊ ÃÌ>`œ]ʵÕiÊœœÜ>Þʏ>“>ʁ«œ`iÀÊÜbre», distinguiéndolo del «poder hacer»: Poder, entonces, es un término confuso que oculta un antagonismo (y lo hace de manera tal que refleja el poder del poderoso). Se lo utiliza en dos sentidos muy diferentes. Como poder-hacer y como poder-sobre. El poder-hacer existe como poder-sobre, pero el poder-hacer está sujeto a y en rebelión contra el poder-sobre, y el poder-sobre no es nada más que la metamorfosis del poder-hacer y, por lo tanto, absolutamente dependiente de él. La lucha del grito es la lucha para liberar el poderhacer del poder-sobre, la lucha para liberar el hacer del

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trabajo enajenado, para liberar la subjetividad de su objetivación. En esta lucha es crucial ver que no se trata de un asunto de poder contra poder, de semejante contra semejante. No es una lucha simétrica. La lucha para liberar el poder-hacer del poder- sobre es la reafirmación del flujo social del hacer, contra su fragmentación y negación ­œœÜ>Þ]ÊÓ䣣\Êx™®°

Encontramos en este enfoque identitario o de los NMS a autores como Alain Touraine, Anthony Giddens, Claus Offe, Ronald Inglehardt y Manuel Castells, entre otros, quienes entienden que la especificidad de los movimientos sociales, respecto de otros actores políticos, está dada por su orientación a cuestionar y/o subvertir la estructura de valores en una sociedad. Se trataría de actores políticos que actúan y definen sus objetivos y adversarios en clave simbólica o identitaria, lo que los distingue, necesariamente, de otras organizaciones. Posiblemente, una de las explicaciones más popularizadas para entender a los NMS desde la perspectiva identitaria es aquella que releva el ocaso del proyecto de la modernidad ilustrada y su consecuencia inmediata, la desestructuración de las relaciones sociales. Alain Touraine (2000) sostiene que la centralidad de la racionalidad instrumental en las sociedades modernas ha contribuido al vaciamiento de propósitos compartidos y a la profundización de la fragmentación de la experiencia social. En consecuencia, con este y otros autores se instala una visión trágica de la modernidad, en la que el predominio de la racionalidad instrumental conlleva la necesidad de mantener espacios de seguridad y fuentes de sentido colectivo para la experiencia. Touraine afirma: Este agotamiento de la idea de modernidad es inevitable, puesto que la modernidad se define, no como un nuevo orden, sino como un movimiento, como una destrucción creadora, para decirlo con las palabras de la definición del capitalismo que dio Schumpeter. El movimiento atrae a quienes han permanecido largo tiempo en la inmovilidad; pero fatiga y se convierte en vértigo cuando es incesante y solo conduce a su propia aceleración (Touraine, 2000: 94).

Para Anthony Giddens, la identidad es un proceso de construcción de sentido que atiende a un atributo cultural o un conjunto de atributos culturales a los que se da prioridad sobre otras 160

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fuentes de sentido. De acuerdo con él, las fuentes de sentido se definen u objetivan mediante procesos de individuación en el contexto de sociedades de masas caracterizadas por el uso (¿y abuso?) de la racionalidad instrumental. Para Ralph Turner, la experiencia de los sujetos sometidos por las instituciones y los valores modernos aparece marcada por la ausencia de sentido o alienación, arrojando a los individuos a la tarea de la construcción de espacios de autonomía. La generación de espacios de autonomía frente a la proliferación de mecanismos de control social se fundamenta, según diversos autores, en la interacción colectiva orientada a la producción de mapas cognitivos compartidos. Enrique Laraña, valiéndose de argumentos de Melucci, explica del siguiente modo el componente identitario de los movimientos sociales: …la extensión del sistema de control social se manifiesta en la creciente regulación y manipulación de una serie de aspectos de la vida que eran tradicionalmente considerados privados (el cuerpo, la sexualidad, las relaciones afectivas), subjetivos (procesos cognitivos y emocionales, motivos, deseos) e incluso biológicos (la estructura del cerebro, el código genético, la capacidad reproductora) (…) Estos espacios hacen posible la construcción de la identidad colectiva de un movimiento, de la cual depende su potencial de reflexividad para difundir nuevas ideas en la sociedad, incidir en la vida pública y producir conflictos sociales difíciles de resolver para las instituciones políticas. (…) En ello radica la dimensión antagonista y utópica de los movimientos sociales y su capacidad de producir cambios en una sociedad (Laraña, 1999: 158-159).

Manuel Castells (1999), por su parte, observa la existencia de tres procesos de construcción de sentido que permiten distinguir entre tres diferentes tipos de movimientos sociales, conforme a sus objetivos reivindicativos: 1. Identidad legitimadora Es producida por las instituciones dominantes para racionalizar la dominación. Busca generar sociedad civil mediante estructuras que prolongan, conflictivamente, la dinámica institucional del Estado y la lógica de la ciudadanía.

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2. Identidad de resistencia Es producida por actores que se encuentran en posiciones devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación. Producen comunidades defensivas frente a instituciones dominantes. 3. Identidad de proyecto Los actores sociales construyen nuevas identidades que redefinen su posición en la sociedad y buscan, al mismo tiempo, la transformación de las estructuras de poder.

Nuevas convergencias En base a las contribuciones de la teoría de la movilización de recursos y el enfoque identitario es posible reconocer algunas convergencias o puntos comunes en el análisis de los nuevos movimientos sociales. Lo primero corresponde a la importancia del proceso de cambio social como factor en la génesis de los movimientos sociales, sea como esfuerzo organizativo para lograr ciertos intereses específicos, sea como tendencia expresiva, o sea como respuesta a procesos colectivos de frustración o privación. Cuadro N° 50 Formación de un movimiento social

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Õ>˜Ê >ۈ`Ê i}>`œ]ÊÈ}Ոi˜`œÊ>ÊV`>“]Ê/>ÀÀœÜÊÞÊ/ˆÞÊ (2001) sostiene que, en relación a estas nuevas coincidencias en el estudio de los movimientos sociales, existen al menos cuatro tipos de problemas a dilucidar en las próximas investigaciones: 1. ¿Cómo y cuánto afecta el cambio social (sin importar cómo se defina) a) las oportunidades de los actores

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potenciales; b) las estructuras de movilización que favorecen la comunicación, la coordinación y el compromiso dentro de actores potenciales y entre estos; c) los procesos enmarcadores que producen definiciones compartidas de lo que está ocurriendo? 2. ¿En qué medida y de qué manera las estructuras de movilización dan forma a las oportunidades, a los procesos enmarcadores y a la interacción contenciosa? 3. ¿En qué medida y cómo las oportunidades, las estructuras de movilización y los procesos enmarcadores determinan los repertorios contenciosos? 4. ¿En qué medida y de qué modo los repertorios existentes median las relaciones entre las oportunidades y la interacción contenciosa, por un lado, y entre los procesos enmarcadores y la interacción contenciosa, por el otro? (2007: 51).

Aunque parecieran existir nuevas convergencias respecto al tratamiento heurístico de los movimientos sociales, lo cierto que el examen de la realidad siempre resulta más complejo y Ìi˜Ãˆœ˜>ʏœÃʏ‰“ˆÌiÃÊ`iʏ>ÊÌiœÀ‰>°Ê>ۈiÀÊÕÞiÀœÊÞÊ jLœÀ>Ê-܈Ãtun, en el libro Inflamable, estudio del sufrimiento ambiental, analizan un caso donde, desde el punto de vista de las condiciones materiales (cambio social y estructura de oportunidades), estarían dadas las circunstancias para la generación de acción colectiva y estructuras de movilización y, sin embargo, el resultado es una actitud de «pasividad y espera».

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Marcelo Mella

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El mismo Javier Auyero analiza, en Vidas beligerantes (2004), la interacción virtuosa entre experiencias individuales y ciclos de acción colectiva que produjeron un acoplamiento movilizador a fines de los años noventa, en plena dinámica de implementación del modelo neoliberal.

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Elementos de Ciencia Política

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Medios de comunicación El estudio de los medios de comunicación en democracia surgió bajo el supuesto liberal de que los medios son sus agentes fundamentales. Fue solo hasta la primera mitad del siglo XX cuando la Escuela de Frankfurt, en base a la experiencia de la Segunda Guerra Mundial y los totalitarismos europeos, re-significó el valor político de los medios de comunicación. Theodore Adorno acuñó el término «industria cultural» para designar a un conjunto de aparatos encargados de proveer 168

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de información a las sociedades de masas y donde el criterio predominante para la entrega de contenidos simbólicos era el consumo. En este esquema, la forma de producción de cultura es equivalente, en sus métodos, a la organización capitalista del trabajo (Horkheimer y Adorno, 1988). Herbert Marcusse sostiene, en la misma dirección, que la expansión del capitalismo genera sociedades «unidimensionales» donde se tiende a eliminar, simbólicamente, toda expresión de pluralismo y alternativa de cambio estructural. Bajo esta mirada, los medios de comunicación tienen por única función alienar la conciencia subjetiva y reproducir la estructura de dominación del capitalismo. Son parte constituyente de la superestructura que refuerza la continuidad estructural de la dominación. Entre los aspectos centrales que determinan el papel y la contribución de los medios de comunicación a la democracia está el indagar acerca del grado de autonomía o heteronomía de la opinión pública. Si, conforme a los datos disponibles, se logra sostener en pie la creencia de que la opinión pública es efectivamente una estructura autónoma, generada mediante la agregación de opiniones individuales y sin determinaciones externas de ninguna clase, entonces significaría que la sociedad civil y la ciudadanía pueden expresarse con libertad respecto de los poderes formales e informales. En este caso, la autonomía de la opinión pública confirmaría que la sociedad civil constituye un contrapeso efectivo frente al Estado y, por tanto, también se ratificaría el fundamento de realidad que tendría el ideal democrático liberal de la limitación y neutralidad del poder público. Pero si, en cambio, de acuerdo a los datos disponibles se confirma la hipótesis de la determinación de la opinión pública por factores externos, una gran parte de la teoría democrática liberal podría ser cuestionada o refutada empíricamente. Para el estudio de la relación entre los medios de comunicación y la opinión pública se distinguen dos grupos de teorías desarrolladas durante el siglo XX: las teorías de los efectos profundos y las teorías de los efectos selectivos. El primer conjunto argumenta a favor de la heteronomía de la opinión pública y, el segundo, defiende la hipótesis de la autonomía de las audiencias frente a la acción de los medios.

Teoría de los efectos profundos y duraderos En este enfoque se encuentran, entre otras, la llamada teoría `iʏ>Ê>}Ս>ʅˆ«œ`jÀ“ˆV>Ê`iÊ>Àœ`Ê>ÃÃÜiÊÞÊiÊ“œ`iœÊ`iÊV>Ã169

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cada de Karl Deustch. El elemento común a ellas es la creencia de que los medios determinan a la opinión pública. >ÊÌiœÀ‰>Ê`iʏ>Ê>}Ս>ʅˆ«œ`jÀ“ˆV>Ê`iÊ>ÃÃÜiÊ­£™ÓÇ®ÊÃiÊvœÀmuló en los años veinte y comienzos de los treinta, bajo la influencia del conductismo en las ciencias sociales. En este esquema, la relación medios / audiencias era equivalente a la relación de determinación mecánica estímulo y respuesta. Por tanto, se entendía que los receptores de la información eran sujetos totalmente pasivos y maleables frente a los medios. E1=R1 E2=R2 E3=R3 Etc. Orlando D`Àdamo sostiene, a este respecto, que el desarrollo de la Hypodermic-needle theory ocurre en el contexto de la psicología de masas de Le Bon y, particularmente, de concepciones psicobiológicas para la explicación del comportamiento social; enfoques donde primaba la creencia en la capacidad ilimitada de manipulación de los medios (D`Adamo, 2000: 104). Creencia reforzada por la experiencia de la Primera Guerra Mundial y la utilización de técnicas de publicidad y propaganda política presentes durante su transcurso. D`Adamo propone que, para este enfoque: ...cualquier mensaje adecuadamente presentado por los medios puede tener un efecto de persuasión instantáneo y masivo en receptores sumamente vulnerables a la influencia; y que la comunicación de masas produce efectos sobre las actitudes y sobre el comportamiento (…) Una explicación del porqué de ese poder directo, sugería que los medios le dicen al hombre masa quién es (le prestan una identidad), le dicen qué quiere ser (le dan aspiraciones), le dicen cómo lograrlo (le dan una técnica) y le dicen cómo puede sentir que es así, incluso cuando no lo es (le dan un escape). Los individuos que forman parte de una masa podrían ser desviados, influidos o inoculados por quienes estuvieran en posesión de los medios, sobre todo si lo hicieran sentir parte de un conjunto o colectivo, le ofrecieran metas u objetivos, lo dirigieran hacia ellos y contribuyeran a crear una ilusión que disminuyera los sentimientos de privación (D'Adamo, 2000: 105).

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El modelo de cascada de Karl Deustch supone que la opinión pública se forma en una secuencia mecánica desde las elites económicas y sociales hasta la masa social. La cadena y sus interfaces, de acuerdo a su esquema, son las siguientes: elites económicas y sociales, elites políticas y gubernamentales, medios de comunicación, líderes de opinión y masa social. Cada una de estas interfaces influye a la siguiente, por tanto, la secuencia de formación de opinión pública es en lo principal descendente, opuesta a los modelos bubble-up, considerando el grado de poder de cada actor derivado de su ubicación y prominencia en el sistema social. Sin embargo, hay que precisar que cada escalón del modelo de Deustch es representado como un «recipiente» que produce una nueva síntesis y genera feedback o retroalimentación que, a su vez, altera la noción de un proceso mecánicamente descendente. Al mismo tiempo, se observa que en cada «recipiente» se desarrollan procesos de interacción horizontal y relaciones con disenso y participación como intermediarios en todos los niveles de los líderes de opinión. Estas características hacen que la relación entre los diferentes escalones no se encuentre determinada en forma descendente, incluyendo mecanismos y procesos de mayor complejidad y en diferentes direcciones. Cuadro Nº 51 Karl Deustch. Modelo de cascada para la formación de la opinión pública ůŝƚĞƐ ĞĐŽŶſŵŝĐĂƐLJ ƐŽĐŝĂůĞƐ ůŝƚĞƐƉŽůşƟĐĂƐ ŐƵďĞƌŶĂͲ ŵĞŶƚĂůĞƐ DĞĚŝŽƐĚĞ ĐŽŵƵŶŝĐĂĐŝſŶ >şĚĞƌĞƐĚĞ ŽƉŝŶŝſŶ

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Un elemento clave para entender el funcionamiento del modelo de Deustch es el papel que desempeñan los «líderes de opinión». Ellos son los receptores de la información que se origina en los medios de comunicación y serán los encargados de hacerla llegar hacia los sectores menos activos de la sociedad. Esta idea, incluida en el modelo de Deustch, fue desarrollada especialmente en los estudios empíricos de Lazarsfeld, Berelson y Gaudet en The people’s choice (1948). En dicho trabajo, los autores logran demostrar el importante rol de las relaciones personales informales en el surgimiento de la opinión pública. Al proceso de intermediación que cumple el líder de opinión entre los medios de comunicación y los grupos de referencia le llamaron «doble flujo de la comunicación» o «flujo de la comunicación en dos escalones». Sin embargo, con Lazarsfeld ya estamos en el plano de las teorías bubble-up o modelos basados en el proceso ascendente de formación de opinión pública, todas ellas pertenecientes a una zona de transición entre los efectos profundos y los efectos selectivos. Flavia Freidenberg señala en relación a los opinión leaders y el doble flujo de la comunicación: «La evidencia sugiere, entonces, que la información pasa de los medios a los individuos más atentos e informados; y que luego ellos retransmiten esa información (junto con su propia interpretación y «traducción» del contenido de las comunicaciones) por canales interpersonales a otras personas que tienen menor contacto directo con los medios y a quienes no les genera inconvenientes depender de los demás para obtener la información» (Freidenberg, García y D'Adamo, 1999: 11).

Teoría de los efectos selectivos En este enfoque se encuentran, entre otros esquemas de análisis, la «teoría de la espiral del silencio» de Elizabeth Noelle iܓ>˜˜ÊÞʏ>ʁÌiœÀ‰>Ê`iʏ>ÃÊ>}i˜`>ÂÊ`iÊ>ÝÜiÊVÊ œ“LÃ°Ê Lo distintivo en ellas es la creencia de que los medios de comunicación generan efectos variables en las audiencias y, por tanto, solo condicionan a la opinión pública. >ÊÌiœÀ‰>Ê`iʏ>ÊiëˆÀ>Ê`iÊȏi˜VˆœÊ`iÊ iܓ>˜˜ÊÜÃ̈i˜iʵÕiÊ los individuos buscan aceptación social y adaptan sus opiniones a las pautas establecidas por cada grupo de referencia al que se desea ingresar. De este modo, los discursos y las opiniones son seleccionados por los sujetos como una suerte de monedas de cambio o tickets que les permiten lograr mayor aceptación y centralidad social. Desde otro punto de vista, supone que las 172

Elementos de Ciencia Política

ideas rechazadas socialmente tienden a no ser expresadas y, por tanto, desaparecen. Sin embargo, el modelo pone énfasis en el uso instrumental de la opinión y en la actividad de recepción de la información por parte de los sujetos. Siguiendo a Denis McQuail (2000), identificamos cuatro premisas fundamentales µÕiʏ>ÊÌiœÀ‰>Ê`iÊ œii‡ iܓ>˜˜ÊiÃÌ>LiVi\Ê 1. La sociedad amenaza con el aislamiento a los individuos que se desvían. 2. Los sujetos se caracterizan por temer al aislamiento. 3. Ese temor al aislamiento es el responsable de que los individuos evalúan en forma periódica los climas de opinión. 4. Los resultados de esas evaluaciones inciden sobre sus comportamientos en público, sobre todo en lo concerniente a la expresión u ocultamiento de sus opiniones (McQuail, 2000: 543). McQuail sostiene que esta teoría ha tenido una amplia aplicación en estudios con hallazgos relevantes, por ejemplo, en lo relativo a sesgos e inclinaciones ideológicas verificadas en el caso de la política alemana y en la propagación del «mito conservador» en Estados Unidos. Referente al primer caso: «Esta hipótesis se formalizó y comprobó para explicar conclusiones desconcertantes en el ámbito de la política alemana, al no coincidir los resultados de los sondeos con los datos de otras encuestas de opinión sobre los eventuales ganadores de unas elecciones, por lo que no se lograba predecir su resultado. La explicación fue que los medios presentaban una visión errónea del consenso de opinión. Se dijo que se inclinaban hacia la izquierda, en contra de la opinión subyacente de la mayoría (silenciosa)» (McQuail, 2000: 544). Y en relación al ejemplo de Estados Unidos: «Paletz y Entman (1981) han descrito un proceso parecido de configuración de la opinión por los media estadounidenses en la década de 1970, aunque con una orientación política diferente. Mencionan la propagación, por los medios de comunicación de masas de un mito conservador: la convicción periodística convencional de que Estados Unidos se ha alejado del radicalismo de los años sesenta. Como se señaló, las encuestas de opinión realizadas en el periodo en cuestión no respaldaban esta interpretación y, por tanto, tampoco la hipótesis de la espiral del silencio» (McQuail, 2000: 544).

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Definimos la teoría de la espiral del silencio como un modelo de transición entre los efectos profundos y los efectos selectivos porque, tal como lo señala Katz y Moscovici, la validez de sus enunciados se basa en la existencia de grupos de referencia alternativos. Por tanto, de existir mayor número de grupos alternativos, serían menores las posibilidades para que ocurra el efecto del espiral y, en consecuencia, la atención en este contexto se debiera orientar más bien al estudio de las «minorías ruidosas». Todo esto supone que el rol de los medios no determina completamente a la opinión pública, sino que los sujetos optan por sumarse a la espiral o desviarse, dependiendo de la existencia de grupos de referencia que hagan racional la manifestación del pluralismo (McQuail, 2000: 545). >ÊÌiœÀ‰>Ê`iÊVÊ œ“LÃÊÞÊ-…>ÜÊ­£™ÇÓ®ÊÃiš>>ʵÕiʏœÃʓi`ˆœÃÊ influyen sobre la opinión pública a través de tres mecanismos: el establecimiento de la agenda (agenda setting), el efecto primming y el efecto framming. La teoría del establecimiento de la agenda nace de estudios empíricos que buscan clarificar la incidencia de los medios de comunicación en las campañas electorales. Los estudios pioneros en el tema datan de 1968 y fueron realizados por Mc Combs y -…>ÜʵՈi˜iÃ]Ê>«œÞ>`œÃÊi˜Ê>Êiۈ`i˜Vˆ>Êi“«‰ÀˆV>]ÊVœ˜VÕÞiÀœ˜Ê que existía concordancia entre los asuntos más relevantes para los electores y los asuntos priorizados por los medios. De este modo: «…Puede ser que la prensa no tenga mucho éxito en indicar a la gente qué pensar, pero tiene un éxito sorprendente a la hora de decir a sus lectores sobre qué pensar (…) diferentes personas tendrán una diferente imagen del mundo en función de (….) el mapa que traen para ellas los escritores, redactores y editores de los periódicos que leen» (D`Adamo, 2000: 208). En lo metodológico, estas investigaciones arrojaron, entre la importancia de un issue en la agenda de los medios y la importancia percibida socialmente, correlaciones positivas y superiores a .9. La noción de agenda setting, por ende, se refiere a la potencialidad de los medios de orientar la atención de la opinión pública hacia ciertos temas específicos. …como consecuencia de la acción de los periódicos, de la televisión y de los demás medios de información, el público es consciente o ignora, presta atención o descuida, enfatiza o pasa por alto, elementos específicos de los escenarios públicos. La gente tiende a incluir o a excluir

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de sus propios conocimientos lo que los media incluyen o excluyen de su propio contenido. El público además tiende a asignar a lo que incluye una importancia que refleja el énfasis atribuido por los mass media a los acontecimientos, a los problemas, a las personas (D`Adamo, 2000: 209).

Durante la década de 1980, Ball y Rokeach (1985) describen una «dependencia estructural» entre la agenda política y la agenda de los medios, sobre la base de su demostrada importancia en la opinión pública. En consecuencia, los estudios de los procesos de establecimiento de la agenda suponen interacción e interdependencia entre la agenda de los medios (prioridades temáticas de los medios), la agenda pública (prioridades temáticas de la opinión pública) y la agenda política (prioridades temáticas de los políticos). En este mismo punto, autores como Rogers y Dearling (1994) señalan que la interacción entre las agendas se puede graficar como sigue: Cuadro Nº 52 Agenda setting

Fuente: Rogers y Dearling, (1994: 79)

El efecto primming, por su parte, consiste en la capacidad de los medios de entregar estándares o criterios para que las audiencias evalúen el desempeño de las autoridades públicas y los asuntos públicos en general (D`Adamo, 2000: 237). La categoría de primming surge de diversas investigaciones desarrolladas en el campo de la psicología, mediante las cuales se logra demostrar que los sujetos, al tomar decisiones, utilizan solo aquella «evidencia disponible o accesible» a partir de sus limitaciones cognitivas. De acuerdo al estado del arte existirían dos manifestaciones de las limitaciones cognitivas que determinan las capacidades de los sujetos (en este caso, las audiencias) para comprender la realidad. La primera de estas es la comprobación de que la atención es «altamente selectiva» y que, por ende, los sujetos no prestan atención a todo (Taylor, 1991: 176). La segunda evi175

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dencia se refiere a la tendencia de las personas a utilizar «atajos cognitivos» (D`Adamo, 2000: 239). D`Adamo lo explica así: La importancia relativa que adquiere una determinada cuestión o estándar por sobre otros, dependerá en parte de cuán accesible se encuentra en ese momento. Los juicios entonces, se formarán sobre la base de lo primariamente recuperable, de aquellas porciones de información o memoria que se encuentran más accesibles. Es evidente que la información que las personas encuentran más accesible para juzgar políticos y candidatos políticos proviene de diversas fuentes. Pero indudablemente, este efecto de primacía podría verse poderosamente reforzado por los medios de comunicación, en tanto ellos tienen la capacidad para determinar qué es lo que se mantiene presente y que se ignora u olvida. Por lo tanto, los efectos del primming generados por los medios pueden activar ciertas ideas y tendencias que luego fomenten un determinado comportamiento político: porque también en la esfera política, los constructos accesibles influencian significativamente la codificación de los estímulos relevantes, afectando el modo de percibirlos y juzgarlos (D`Adamo, 2000: 240).

El efecto framing o «encuadre» consiste en la capacidad de los medios para generar conclusiones en las audiencias mediante la atribución de responsabilidades individuales o colectivas y la descontextualización de la información. Estudios empíricos han demostrado que existe una correlación entre los razonamientos causales de las audiencias y los razonamientos causales desarrollados por los medios, siendo, estos últimos, factores de los primeros. De acuerdo a lo señalado por D`Adamo: (…) se ha encontrado que el efecto framing tiene lugar mediante la correspondencia que se establece entre el encuadre que los medios de comunicación realizan de las historias que presentan y el encuadre que las audiencias realizan de esas mismas noticias. El efecto framing enfatiza ciertos efectos de formulación: lo que las personas incorporan a un cuadro o narrativa depende del punto de vista del marco que se use. Se denomina framing a la capacidad de los medios de provocar diferentes conclusiones en la audiencia según la forma en que le presentan la información. Eso influye en la percepción y atribución

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Elementos de Ciencia Política

de causas, responsabilidades, consecuencias y soluciones (D`Àdamo, 2000: 250).

En relación a este mecanismo, D`Adamo, García-Beaudoux y Freidenberg sostienen que, en la Argentina contemporánea, hechos de gran relevancia pública como los casos del homicidio del periodista José Luis Cabezas, el atentado contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) y la muerte del hijo del ex presidente de la nación, Carlos Saúl Menem, mostrarían una fuerte incidencia en las explicaciones provenientes desde los medios en las que han construido las audiencias. Específicamente; la hipótesis de la vinculación del empresario Alfredo Yabrán en la muerte de Cabezas, la hipótesis del terrorismo internacional y, en especial, la hipótesis de la participación de Irán en el atentado de la AMIA y la hipótesis del atentado (en lugar de accidente) de Carlos Menem hijo, permitirían ejemplificar la incidencia de los medios en la formación de razonamientos causales (D'Adamo, 2000: 254-255).

Sociedad civil y ciudadanía Usualmente, el debate acerca de la ciudadanía permite identificar dos posiciones teóricas generales. La primera posición supone que la ciudadanía se construye desde las instituciones (públicas o privadas) y, la segunda, supone que las prácticas a nivel de sociedad civil modelan a las instituciones políticas.

Ciudadanía desde las instituciones En la primera perspectiva, vale decir, aquella que sostiene que las instituciones determinan las prácticas sociales, Thomas Marshall afirma que la ciudadanía es una construcción histórica producida por la concesión de cierto tipo de derechos por parte del Estado. Siguiendo el patrón histórico inglés, Marshall distingue tres momentos en el proceso de formación histórica de la ciudadanía: 1. Durante el siglo XVIII el Estado concedió una serie de derechos civiles, tales como el derecho a la libertad de expresión, acceso a la justicia y el derecho de propiedad. En esta fase, la ciudadanía estaba determinada por el acceso a la propiedad

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y los ciudadanos eran aquellos sujetos que cumplían con los requisitos de ingreso establecido por la ley. 2. Durante el siglo XIX el Estado concedió derechos políticos que permitían acceder a la participación a una mayor cantidad de sujetos. Preferentemente, este proceso se gatilla con el fin del voto censitario y la implantación del sufragio universal masculino. Solo se aceptarán, desde este momento, las exclusiones transitorias del sistema político tales como; cumplimiento de pena aflictiva y cumplimiento de mayoría de edad. Cualquier exclusión de tipo permanente será considerada ilegítima por regla general. 3. Durante el siglo XX el Estado otorgó los llamados derechos sociales, por los cuales, el ejercicio pleno de la ciudadanía quedará supeditado a la disponibilidad de ciertas condiciones socioeconómicas básicas. En las primeras décadas del siglo se estimará que las condiciones socioeconómicas y, especialmente, las condiciones laborales, afectarán decisivamente el ejercicio de la ciudadanía, por tanto, solo será posible una ciudadanía autónoma y democrática en tanto existan condiciones estructurales que lo permitan. Para este caso, la condición que permite el pleno ejercicio de la ciudadanía es la vigencia del Estado de bienestar. Ralph Dahrendorf, desde una perspectiva liberal, ha abordado esta compleja relación entre condiciones económicas y práctica de la ciudadanía en el llamado conflicto entre las titularidades (derechos de acceso a los bienes) y las provisiones (bienes disponibles). La principal crítica que ha recibido el enfoque de Marshall es que la ciudadanía generada por estos procesos se caracteriza y adolece de pasividad, lo que dificulta el desarrollo de su necesario compromiso con los asuntos públicos. La existencia de una sólida estructura de derechos civiles, políticos y sociales permitiría el perfeccionamiento de la democracia como régimen, en la medida que posibilita avanzar desde el «umbral mínimo de legitimidad» al «máximo realizable». Este umbral máximo realizable constituye el rango límite de la democracia exigible, más allá del cual se expone al régimen a una crisis de sostenibilidad. Dicho límite máximo de derechos es definido, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), como la «sociedad de bienestar» o «democracia de ciudadanía».

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Elementos de Ciencia Política

Cuadro Nº 53 La democracia sostenible

Fuente: OEA-PNUD (2010)

En el siguiente cuadro se presentan los principales aspectos o dimensiones de la ciudadanía entendida a partir de sus derechos civiles y sociales, respectivamente. Al mismo tiempo, se agregan los estándares que permiten verificar la existencia de estos derechos. Cuadro Nº 54 Aspectos de la ciudadanía civil y social ƐĨĞƌĂĚĞĐŝƵĚĂĚĂŶşĂ

Aspecto

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Fuente: OEA-PNUD (2010)

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Con el deseo de mostrar la situación de los derechos civiles en América Latina en el período comprendido entre 1981 y 2007, se han seleccionado cinco indicadores de derechos civiles básicos y se ha dividido la región en cuatro cohortes que representan conglomerados de países (sub-regiones Andina, Cono Sur y Brasil, América Central y México y América Latina). Además, a modo referencial, se muestran los valores de cada uno de los indicadores para el caso de Europa Occidental. Cuadro Nº 55 Indicadores de derechos civiles básicos en América Latina (1981-2007) Región

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Fuente: OEA-PNUD (2010)

Por su parte, para el caso de la ciudadanía desarrollada a partir de la extensión de derechos políticos se han identificado tres dimensiones básicas, así como sus respectivos estándares para su verificación empírica. En la columna de la derecha se indican el impacto de cada una de estas dimensiones en el mejoramiento de la calidad de la democracia. 180

Elementos de Ciencia Política

Cuadro Nº 56 Aspectos de la ciudadanía política Aspecto /͘ůĂĐĐĞƐŽĂĐĂƌŐŽƐ ƉƷďůŝĐŽƐ

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Fuente: OEA-PNUD (2010)

De acuerdo a la información extraída del índice de democracia electoral elaborado por el PNUD, es factible plantear que el avance de la democracia y del poder civil en la región ha sido constante desde fines de la década de 1970. Incluso podemos advertir que, tanto el poder militar como la experiencias de los golpes de Estado en sus modalidades tradicionales se encuentra en franco repliegue. Si esto ha sido así, al menos desde el punto de vista de la dimensión de «acceso a los cargos públicos» y democracia electoral, han existido avances significativos en la región. Menor nivel de progreso se ha registrado, en cambio, en lo concerniente a la toma de decisiones de gobierno y al diseño del marco constitucional.

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Cuadro N° 57 Índice de democracia electoral (IDE) en América Latina (1977-2007)

Fuente: OEA-PNUD (2010)

Siguiendo a Will Kymlicka (1997), esta concepción de ciudadanía sería profusamente discutida por el pensamiento de la nueva derecha, en especial, las implicancias político-culturales de los derechos sociales. A juicio de la nueva derecha, los derechos sociales de la ciudadanía producen tres clases de consecuencias no deseadas: «(a) son incompatibles con las exigencias de libertad negativa y con los reclamos de justicia basados en el mérito, (b) son económicamente ineficientes, y (c) nos hacen avanzar en el camino hacia la servidumbre». Como se podrá entender, estas críticas coinciden con el rechazo al Estado de bienestar, debido a que produciría ciudadanía pasiva en sentido amplio y, especialmente, dependencia de los pobres frente a las políticas redistributivas.

Ciudadanía desde las prácticas extra institucionales En la segunda perspectiva, es decir, aquella que afirma que las prácticas sociales determinan las instituciones, David Held define a la ciudadanía como la lucha por la pertenencia «a» y por la participación «en» la comunidad. Al mismo tiempo, su ejercicio estaría dado por la acción grupal para conquistar crecientes grados de autonomía sobre sus vidas frente a diferentes formas de dominación política. Vale decir, por un lado la ciudadanía implica integración en lógicas sociales pre-existentes y, por otro, supone diferenciación y autonomía de toda influencia 182

Elementos de Ciencia Política

institucional. Desde este prisma, la ciudadanía no estaría determinada completamente por las instituciones, aunque tampoco significaría evitar –de manera absoluta– la integración en las estructuras sociales e institucionales. Hay que agregar también que desde esta óptica se cuestiona la crítica neoliberal ya mencionada, en cuanto a la «pasividad» de la ciudadanía supuestamente originada en los derechos sociales y el Estado de bienestar. De la observación del siguiente cuadro se desprende que, en América Latina, un porcentaje mayoritario de ciudadanos cree que actores «informales» de la política (por ejemplo, militares y empresarios) han acrecentado su poder en los últimos años en detrimento de los actores formales o institucionales (por ejemplo, gobierno y partidos políticos). En relación a estas creencias podemos sostener que el crecimiento de la «zona marrón» de la política y la conciencia (¿crítica?) de la sociedad frente a este fenómeno, refuerzan la afirmación de que las prácticas sociales prevalecen por sobre las determinaciones institucionales. Cuadro Nº 58 ¿Quién cree usted que tiene más poder en este país? (2003-2006)

Fuente: OEA-PNUD (2010)

Recientes estudios realizados por el PNUD en América Latina parecen mostrar un desplazamiento desde una visión formal e institucional de la democracia y la ciudadanía a una concepción aspiracional y normativa. Este fenómeno podría guardar cierta relación con la necesidad de generar cambios institucionales, más allá de los intereses y la voluntad política de las elites en la región. 183

Marcelo Mella

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Fuente: OEA-PNUD (2010)

Desde un punto de vista normativo, existen otras teorías que discuten el carácter de los sujetos y, concretamente, el conflicto entre sujeto individual y sujeto colectivo. Este aspecto resulta importante pues permite comprender las condiciones para generar representación, integración y acatamiento en sociedades que aspiran a un cierto reconocimiento del pluralismo y la diversidad cultural como componentes de una ciudadanía más democrática. Para los casos que figuran en el siguiente cuadro, la insatisfacción social experimentada por las estructuras institucionales, generadas por los procesos de transición en el continente latinoamericano, han contribuido al desplazamiento desde los enfoques institucionales a los que definen la ciudadanía en base a su condición aspiracional y a la historicidad de sus actores. Vale decir, el paso desde la ciudadanía como resultado de marcos normativos a una ciudadanía como resultado de la «agentividad» o capacidad de acción política de los sujetos.

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Elementos de Ciencia Política

ͨEƵĞƐƚƌĂĚĞŵŽĐƌĂĐŝĂƐĞŝŶŝĐŝſĐŽŵŽƵŶĂĚĞŵŽĐƌĂĐŝĂƉƌŝŵĂǀĞƌĂů͖ƉĞŶƐĂŵŽƐƋƵĞŝďĂ ĂŇŽƌĞĐĞƌ;͙ͿƐŝŶĞŵďĂƌŐŽ͕ǀĞŵŽƐƋƵĞŚĞŵŽƐƚĞŶŝĚŽƉƌĄĐƟĐĂŵĞŶƚĞƵŶĂĚĞĐĂĚĞŶĐŝĂ͕ ƉŽƌƋƵĞ;͙ͿŶƵĞƐƚƌĂƐŝŶƐƟƚƵĐŝŽŶĞƐƐĞŚĂŶĚĞďŝůŝƚĂĚŽ͕ĞůƐƚĂĚŽƐĞŚĂĚĞďŝůŝƚĂĚŽĂƉĂƌƟƌ ĚĞůŽŶƐĞŶƐŽĚĞtĂƐŚŝŶŐƚŽŶ͕ŚƵďŽĂũƵƐƚĞƐLJƌĞĂũƵƐƚĞƐ͕LJƉŽƌŽƚƌŽůĂĚŽůĂƐĚĞƐŝŐƵĂůĚĂĚĞƐ ŚŝƐƚſƌŝĐĂƐƐŝŐƵĞŶǀŝŐĞŶƚĞƐͩ;ĚŝƉƵƚĂĚĂŝŶĚŝŐĞŶŝƐƚĂĚĞ'ƵĂƚĞŵĂůĂ͕ϵͬϭϭͬϬϵͿ͘ ͨ,ĂĐĞŵƵĐŚŽƐĂŹŽƐƐĞĚĞĐşĂƋƵĞŶŽŚĂďşĂƋƵĞĞdžŝŐŝƌůĞƚĂŶƚŽĂůĂĚĞŵŽĐƌĂĐŝĂƉŽƌƋƵĞ ƐĞůĂƐŽďƌĞĐĂƌŐĂďĂ͘ƐƚĂŝĚĞĂĚĞďĞƋƵĞĚĂƌĂƚƌĄƐƉŽƌƋƵĞůŽƐƉĂƌƟĚŽƐLJůŽƐŐŽďŝĞƌŶŽƐŶŽ ƉƵĞĚĞŶĞǀŝƚĂƌƋƵĞĐƵĂůƋƵŝĞƌĐŝƵĚĂĚĂŶŽƉŝĞŶƐĞƋƵĞƐŝůĂĚĞŵŽĐƌĂĐŝĂƐŝŐŶŝĮĐĂŝŐƵĂůĚĂĚ͕ ͎ƉŽƌƋƵĠƌĞƐƚƌŝŶŐŝƌůĂĂůĂƐƵƌŶĂƐ͍ͩ;ĂĐĂĚĠŵŝĐŽŵĞdžŝĐĂŶŽϮ͕ϮϮͬϬϯͬϭϬ͖ĐŝƚĂĂƉƌŽdžŝŵĂĚĂͿ͘

Fuente: OEA-PNUD (2010)

Los enfoques teóricos que definen a la ciudadanía desde la agentividad y la capacidad de acción de los sujetos van desde el ÀiۈȜ˜ˆÃ“œÊ ˆLiÀ>Ê `iÊ œ…˜Ê ,>܏Ã]Ê …>ÃÌ>Ê >ÃÊ ÌiœÀ‰>ÃÊ “Տ̈VՏturales de Will Kymlicka. Desde una perspectiva liberal revisio˜ˆÃÌ>]Ê œ…˜Ê ,>܏ÃÊ ­ÓääÈ®Ê `ˆÃiš>Ê Õ˜>Ê vÀ“Տ>Ê «>À>Ê Àiv՘`>ÀÊ iÊ contractualismo sin su componente utilitarista e individualista que ha dificultado la construcción de la democracia a nivel soVˆ>ÊÞÊVˆÕ`>`>˜œ°Ê>ÊÌ>Ài>Ê`iÊ,>܏ÃÊVœ˜ÃˆÃÌiÊi˜Ê«i˜Ã>ÀÊL>œÊµÕjÊ condiciones los sujetos pueden actuar de manera razonable. Su hipótesis es que los sujetos son más razonables que racionales cuando existe opacidad e incertidumbre respecto del lugar al que se puede llegar dentro de la estructura social. A esta condición ,>܏Ãʏ>ʏ>“>ÊiÊÛiœÊ`iʏ>ʈ}˜œÀ>˜Vˆ>‚]ÊiµÕˆÛ>i˜ÌiÊ>ʏ>Ê}ineración de condiciones y oportunidades para hacer efectiva la movilidad social ascendente por factores de mérito. 1˜>Ê `i“œVÀ>Vˆ>Ê `iLiÀ?]Ê «Àœ«œ˜iÊ ,>܏Ã]Ê v՘`>ÀÃiÊ i˜Ê ՘>Ê concepción pública de justicia como condición para conseguir acatamiento y alcanzar un orden social legítimo. Un concepto público de la justicia será posible si se combinan dos principios simultáneos en el diseño de las instituciones democráticas: 1. Las libertades deberán ser distribuidas igualitariamente. 2. Las desigualdades socio-económicas serán aceptables si: 2.1. Implican mayor beneficio de los más desventajados. 2.2. Implican cargos abiertos con igualdad de oportunidades. Por su parte, la teoría comunitarista establecida por autores como Michael Walzer (1987, 1993 y 1989) y Michael Sandel (2008: 203-328) critica al modelo de ciudadanía propuesto por ,>܏ÃÊ«œÀÊÌÀiÃÊÀ>✘iÃÆʈ®Ê˜œÊÀiÃÕiÛiÊiÊ«ÀœLi“>Ê`iʏ>Ê«>Èۈdad en la ciudadanía, ii) da prioridad al individuo sobre la so185

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ciedad, y iii) deduce pautas distributivas de criterios abstractos y universales. Sandel sostiene que el sujeto es posterior a los fines y valores definidos por su comunidad de referencia, por tanto, debiera estar sometido, normativamente, a las disposiciones de la comunidad. El aprendizaje de la ciudadanía, los valores y el compromiso público son el resultado de los procesos de socialización en estos ámbitos más que efectos de un conjunto de instituciones y de los derechos garantizados jurídicamente. En el mismo senti`œ]ʈV…>iÊ7>âiÀÊVÀˆÌˆV>ÊiÊVœ˜Vi«ÌœÊ`iʍÕÃ̈Vˆ>Ê`iÊ,>܏ÃÊ«œÀque: i) no logra percibir los criterios para la performatividad del concepto y ii) no percibe criterios ilocutorios de los que depende su enunciación según cada contexto cultural. El riesgo del comunitarismo en relación a la ciudadanía es que, por potenciar la revalorización de lo colectivo frente a lo individual, termine empobreciendo los niveles de pluralismo interno de los actores colectivos. Por tanto, el comunitarismo bien puede transformarse en una deficiente alternativa para las diferentes expresiones de minoría que buscan buenas razones para participar. Las teorías del pluralismo cultural de Iris Marion Young y del multiculturalismo de Will Kymlicka responden a las deficiencias referidas a la participación de las minorías. Iris M. Young (1989; 1990) sostiene que la cultura compartida produce exclusiones, por tanto, una condición para la democratización de la ciudadanía debe ser el reconocimiento de las diferencias. Esto requiere, desde lo normativo, el establecimiento de derechos selectivos de inclusión y reconocimiento individual y/o colectivo, denominados genéricamente «ciudadanía diferenciada». Dentro del mismo marco de análisis, Will Kymlicka (1997) sostiene que la ciudadanía multicultural, como forma avanzada de democracia ciudadana, requiere de la implementación de tres mecanismos selectivos: 1. Derechos especiales de representación orientados a los grupos más desfavorecidos. 2. Derechos de autogobierno orientados a las minorías nacionales. 3. Derechos multiculturales orientados a inmigrantes y comunidades religiosas. A modo de ilustración se puede señalar que, en América Latina, ciertos grupos sociales históricamente excluidos, como mujeres e indígenas, aun cuando han experimentado una mejora en

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Elementos de Ciencia Política

su condición y visibilidad social, todavía carecen de una adecuada representatividad en las instituciones públicas. En relación a la representación de mujeres en los gabinetes y parlamentos la mayor parte de los casos muestra su notoria ausencia, lo que supone la mantención y perfeccionamiento de los mecanismos de cuotas y «derechos especiales de representación». Incluso más, en ciertos casos como Argentina, Chile y El Salvador, es notoria la situación diferencial para la representación de las mujeres entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, lo que obliga a diseñar estrategias diferenciales para conseguir efectos similares en diferentes espacios institucionales. En el caso de la representación indígena en los parlamentos de América Latina, solo se aprecia un progreso significativo en el caso de la cámara baja boliviana. Cuadro Nº 59 Representación de mujeres en los parlamentos y gabinetes de América Latina. 2008-2009

País

йĚĞŵƵũĞƌĞƐĞŶ la cámara baja, 2009

йĚĞŵƵũĞƌĞƐĞŶ la cámara alta, 2009

йĚĞŵƵũĞƌĞƐ ŵŝŶŝƐƚƌĂƐĚĞ ƐƚĂĚŽ͕ϮϬϬϴ

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Ϯϯ͘ϭ Ϯϯ͘ϱ ϭϭ͘ϰ ϰϬ͘ϳ Ϯϯ͘ϭ Ϯϵ͘ϰ ϯϱ͘ϯ ϯϴ͘ϵ ϲ͘ϳ ϭϰ͘ϯ ϭϱ͘ϴ ϯϯ͘ϯ Ϯϯ͘ϭ ϭϴ͘ϵ Ϯϵ͘ϰ ϭϰ͘ϱ Ϯϴ͘ϲ Ϯϭ͘ϰ Ϯϰ͘Ϭ

Fuente: OEA-PNUD (2010)

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Cuadro Nº 60 Representación indígena en los parlamentos de América Latina (2005) País

ŹŽĚĞ elección

йĚĞŝŶĚşŐĞŶĂƐĞŶ cámara alta

йĚĞŝŶĚşŐĞŶĂƐĞŶ cámara baja

ŽůŝǀŝĂ ŽůŽŵďŝĂ ĐƵĂĚŽƌ 'ƵĂƚĞŵĂůĂ DĠdžŝĐŽ WĞƌƷ sĞŶĞnjƵĞůĂ

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ϭϰ͘ϴϭ Ϭ͘ϵϴ Ŷ͘ƌ͘ Ŷ͘ƌ͘ Ϭ͘ϳϴ Ŷ͘ƌ͘ Ŷ͘ƌ͘

Fuente: OEA-PNUD (2010)

Para el estudio de los actores políticos se ha seguido, en general, un enfoque que va desde los más a los menos institucionalizados; partidos, grupos de interés, movimientos sociales, medios de comunicación y ciudadanía, entendiendo que todos ellos cumplen funciones alternativas como estructuras de intermediación entre lo estatal y lo social. Al mismo tiempo, una intuición persistente durante esta sección ha sido que el deterioro de la función de intermediación de los partidos, manifestada a través de bajos niveles de confianza de la opinión pública o escaza identificación por parte de los electorados, conlleva su desplazamiento por otras estructuras como grupos de interés o movimientos sociales. Dichas nuevas formas de intermediación debieran generar mecanismos de movilización y anclaje más efectivos que los partidos tradicionales, en el contexto de sociedades latinoamericanas relativamente despolitizadas y, por lo general, desprovistas de clivajes «estructurantes». En estos contextos; ¿Qué mecanismos hacen posible intermediaciones efectivas entre la lógica institucional y la lógica social? ¿Qué diseños orgánicos debieran adoptar los pactos horizontales y verticales a nivel de actores para garantizar un funcionamiento adecuado del sistema político? ¿qué importancia tiene la dimensión institucional y la dimensión informal de la política? Y, finalmente, ¿cómo se articulan y agregan demandas sociales para generar procesos decisionales más legítimos en el contexto de sociedades caracterizadas por altos niveles de desigualdad y desconfianza?

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IV Procesos políticos

Estudiar la política como proceso supone incorporar su dimensión histórica o diacrónica, instalando la cuestión del sentido y de los fines como problemas ineludibles. Se trata, entonces, de indagar cuales han sido las características centrales del proceso político en América Latina; cuáles son sus continuidades y cambios, sus actores, sus formas de pensamiento, sus estructuras institucionales y; finalmente, cuáles son sus dilemas aún abiertos entre institucionalidad y prácticas sociales. Dicha tarea no resulta nada sencilla si se considera que esta región ha vivido un repertorio de estructuras y procesos con características diferenciales, tales como caudillismos, informalidad e inestabilidad política, partidos con bajo grado de institucionalización, intervención de los militares y complejas formas de articulación entre las dinámicas de desarrollo político institucional y desarrollo económico-social. Nos asiste la convicción de que la política se encuentra actualmente en crisis, fenómeno que, a nuestro entender, también es visible a nivel de procesos macro y meso. Esto se aprecia en dos situaciones. En primer lugar, la crisis de la política se observa a nivel longitudinal en la creciente dificultad para consensuar un horizonte social común o compartido del proceso político (perspectiva temporal). En segundo término, la crisis se manifiesta mediante una incapacidad para determinar límites legítimos y eficientes entre su dimensión formal y su dimensión informal (perspectiva espacial). Ciertamente, una parte importante de esta experiencia de crisis en América Latina proviene de la complejidad de construir una elaboración compartida del pasado y del lugar (función) de este espacio en el sistema internacional. Esta región ha representado desde hace siglos el proceso histórico político como un juego entre «ganadores» y «perdedores», lo que, a la sazón, dificulta la coexistencia entre estos imaginarios múltiples (Gargarella, 2005). Respecto del primer punto (perspectiva temporal) sostenemos que hoy resulta más difícil fundamentar una dirección y un sentido compartidos para los procesos políticos en curso entendidos como dinámicas orientadas hacia fines razonables. Si en la 191

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mayor parte del siglo XX los fines últimos de la modernización quedaban en evidencia y eran, hasta cierto punto, consentidos, acordar en la actualidad algo semejante resulta, o bien políticamente imposible, o de una ingenuidad intolerable. Al parecer, un punto de no retorno en la posibilidad de ubicar objetivos políticos ampliamente compartidos en la región estuvo dado por las transiciones desde regímenes autoritarios y su condición de incertidumbre estructural. Por su parte, en lo que concierne al segundo aspecto (perspectiva espacial), sostenemos que el camino para discernir tanto la lógica de lo adecuado en el campo institucional como las dimensiones de la marginalidad política, es bastante menos nítido que en tiempos anteriores. Parece ser cada vez más tenue el límite entre la política institucional y la política extra institucional: la subsistencia del fenómeno del clientelismo político, la irrupción de los outsiders y las trayectorias heterodoxas para la profesionalización política nos hablan de fronteras difusas y criterios pobres para demarcar lo formal y lo informal, lo funcional y lo disfuncional. Parece ser que una buena parte de las formas institucionales que caracterizaron a la política desde inicios de los Estados en América Latina carecen, en la actualidad, de validez conceptual y performativa (Zolo, 2000).

Modernización Uno de los conceptos más utilizados para dar cuenta de los procesos políticos acaecidos durante el siglo XX fue el de «modernización». Por lo general se entendía que este era un proceso acumulativo y teleológico orientado a generar mayores grados de control sobre el medio natural y social (Bill y Hardgrave, 1992: 130). Definida de esta forma, la modernización consistía en el avance sostenido en la capacidad racional para controlar los nuevos fenómenos sociales, en un contexto de cambio y crisis devenido del paso del orden tradicional al orden moderno. Dicho proceso de transformación supondría necesariamente un conjunto de cambios en diferentes dimensiones, a saber: cambios a nivel tecnológico (industrialización), cambios a nivel organizativo (diferenciación y especialización) y cambios a nivel de actitudes (racionalidad y secularización) (Bill y Hardgrave, 1992: 126). En todo caso, constituyó un asunto de capital interés para la investigación dilucidar si estos cambios se producen de mane-

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Elementos de Ciencia Política

ra inconexa o se encuentran «sistemáticamente relacionados», y de ser así, en qué medida. Se aprecia en la literatura sobre el tema algunos asuntos altamente controversiales respecto del paso de sociedades tradicionales hacia sociedades modernas, por ejemplo; la direccionalidad iʈÀÀiÛiÀÈLˆˆ`>`Ê`iÊ«ÀœViÜʭ,œÃ̜ܮÊÞ]Êi˜ÊÃi}՘`œÊÌjÀ“ˆ˜œ]ʏ>Ê sincronía entre la modernización «política» y la modernización «social» (Huntington). En relación a la primera controversia, los ÌÀ>L>œÃÊ`iÊ7°Ê7°Ê,œÃ̜ÜÊ­£™x™ÆÊ£™™ä®Ê«>ÀiVi˜Ê…>LiÀÊVœ˜viÀˆ`œÊ cierto sesgo en los estudios sobre la modernización a favor de la …ˆ«ÌiÈÃÊ `iÊ «ÀœViÃœÊ Õ˜ˆˆ˜i>Ê iÊ ˆÀÀiÛiÀÈLi°Ê ,œÃ̜ÜÊ ÃœÃ̈i˜i]Ê en Stages of Economic Growth, que el proceso de crecimiento económico se divide en cinco etapas progresivas: 1. Sociedad tradicional: existencia de ciencia y tecnología «pre˜iÜ̜˜ˆ>˜>ÂÊÞÊ՘Ê`iÃ>ÀÀœœÊVi˜ÌÀ>`œÊi˜Ê>Ê>}ÀˆVՏÌÕÀ>° 2. Precondiciones para el despegue: conversión de hallazgos científicos en aplicaciones tecnológicas e influencia de sociedades avanzadas en el mundo no occidental. 3. Despegue: crecimiento sostenido y aumento de inversión y expansión industrial, junto a resistencias sociales y políticas derrotadas frente a esos procesos. 4. Impulso hacia la madurez: la producción supera el aumento de la población. 5. Etapa del gran consumo de masas: sectores mayoritarios acceden a servicios y bienes de consumo duraderos. Si bien este esquema fue severamente criticado por acad铈VœÃÊ Vœ“œÊ œÕˆÃÊ œÀœÜˆÌâ]Ê «œÀÊ ÃÕÊ ÀiviÀi˜Vˆ>Ê iÝViÈÛ>Ê >Ê >Ê iÝ«iÀˆi˜Vˆ>ʅˆÃ̝ÀˆV>ÊiÃÌ>`œÕ˜ˆ`i˜Ãi]ÊiÊ“œ`iœÊ`iÊ,œÃ̜ÜÊvÕiÊ adoptado con rapidez en los estudios sobre modernización y desarrollo político en países de América Latina (por ejemplo, en A. F. K. Organski). En el mismo sentido, se establece que el modelo político institucional que constituye el objetivo último del proceso de modernización es la democracia liberal, aunque el punto de partida de dicho proceso sean sistemas sociales con notables especificidades histórico-culturales. Desde una perspectiva estrictamente política, el concepto de desarrollo político buscó identificar las condiciones endógenas de las estructuras para el estudio de la calidad de la democracia. Según Richard Hardgrave (Bill y Hardgrave, 1992: 140-150), el

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desarrollo político consiste en un equilibrio dialéctico y contingente entre los niveles de control y los niveles de participación en las estructuras institucionales. Tal como se aprecia en el esquema siguiente, si existe una combinación de altos niveles de control y bajos niveles de participación la situación resultante es una política autoritaria. Si, en cambio, se combinan altos niveles de participación y bajos niveles de control, la situación resultante es el deterioro político y la inestabilidad institucional. Por tanto, la hipótesis central de este modelo plantea que existiría un punto de equilibrio, siempre dinámico y definido históricamente, entre las capacidades de control desde las instituciones sobre la sociedad y la presión por participación desde la sociedad sobre las instituciones. Este punto de equilibro contingente es llamado por Hardgrave «desarrollo político», y tiene como propiedad la generación simultánea de legitimidad institucional y estabilidad política. Cuadro N° 61 Desarrollo político

Fuente: Bill y Hardgrave (1992)

Algunas de estas ideas están presentes en la teoría que explica el itinerario de la democratización elaborada por Robert Dahl. Para Dahl (1989), la primera democratización se desarrolla en base a la progresión en dos procesos simultáneos: la liberalización, entendida como el grado de tolerancia sobre la oposición y la aceptación del disenso y la inclusividad, entendida como la proporción de la sociedad que tiene el derecho a 194

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participar y oponerse a las decisiones gubernamentales. Estos dos procesos configuran una secuencia de etapas por las cuales se transita hacia el régimen democrático. La figura siguiente, llamada «la caja de Dahl», presenta las trayectorias posibles de la democratización. Cuadro Nº 62 Trayectorias posibles para la democratización

Fuente: Dahl (1989: 18)

Las ideas de Dahl –que se enmarcan en una perspectiva posibilista del cambio político– constituyen el testimonio de una clase de ciencia política que logra aislar el funcionamiento de las instituciones de condiciones sistémicas o, al menos, situarlas en la condición de variables independientes. Si, en cambio, se atiende al debate de los años sesenta y setenta sobre la modernización, se podrá apreciar que la explicación de los procesos políticos resulta mucho menos autorreferida, tal como se ha visto en >ÃÊÀiviÀi˜Vˆ>ÃÊ>ʏœÃÊiÃÌÕ`ˆœÃÊ`iÊ7°Ê7°Ê,œÃ̜ܰ Aunque el carácter etnocéntrico de los análisis sobre la modernización termina por imponerse, la creencia respecto de su progresión irreversible fue objeto de gran discrepancia. Un problema consistió en definir los factores que impulsaban o inhibían el proceso de cambio político institucional, mientras que otro problema buscó dilucidar si este cambio era compatible con la democracia o no. A propósito de las implicancias en195

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tre la dimensión política y social de la modernización, autores como Eisenstadt y Germani concluyeron que las consecuencias a nivel actitudinal de este proceso pueden, bajo ciertas condiciones, dificultar el avance, específicamente en lo concerniente a la institucionalización de la democracia. Germani sostuvo que la secularización comprende tres rasgos fundamentales: la acción electiva basada en la decisión individual, la institucionalización o la legitimación del cambio y la creciente diferenciación y especialización de roles, status e instituciones. Germani entiende que estos procesos, en su conjunto, pueden resultar profundamente erosivos para las estructuras sociales sujetas a modernización y, por tanto, desestructurantes para la política institucional (1979: 658). A grandes rasgos, la literatura politológica de los años cincuenta y sesenta aceptó, como una tesis compartida en América Latina, que el nivel de desarrollo económico constituía una variable independiente del proceso modernizador. Respecto de esta relación entre economía y política se desarrollaron tesis optimistas y pesimistas. La primera posición, representada por Seymur Martin Lipset (1959; 1960), sostuvo que altos niveles de desarrollo económico determinaban un alto nivel de desarrollo político (democrático). Por su parte, la segunda postura, encarnada en Samuel Huntington (1972), señalaba que los niveles de crecimiento y desarrollo no determinan necesariamente un mayor desarrollo de la democracia. Por el contrario, en algunos casos, el mejoramiento de las condiciones socioeconómicas generadas por la modernización de las estructuras económicas y sociales podría actuar como factor creador de inestabilidad política y deterioro institucional. Tal como señala Huntington, en los años siguientes al fin de la Segunda Guerra Mundial se evidenció con toda fuerza que el desarrollo económico y el desarrollo político seguían trayectorias diferentes. En las décadas de 1950 y 1960 el paquete de ayuda económica para el Tercer Mundo, especialmente aquella dirigida a América Latina, no condujo a una mayor estabilidad e institucionalización de la democracia. Los datos presentados por el profesor de Harvard en El orden político en las sociedades en cambio, muestran que los conflictos tienden a aumentar, aunque se mantengan estables o aumenten los niveles de cooperación en materia económica y de desarrollo.

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La Alianza para el Progreso, iniciativa estadounidense de ayuda para América Latina implementada desde 1961 con el objeto de contrarrestar los efectos políticos desestabilizadores de la Revolución Cubana, se fundaba en la creencia de que la ayuda financiera generaría desarrollo económico y que este, a su vez, gatillaría desarrollo y estabilidad político-institucional. Samuel Huntington analiza las paradojas en la relación entre desarrollo económico y estabilidad política: En 1961, con la Alianza para el Progreso la reforma social –es decir, la distribución más equitativa de recursos materiales y simbólicos– se unió al desarrollo económico como un objetivo consciente y explícito de la política norteamericana hacia los países en modernización. Este hecho era, en parte, una reacción ante la Revolución Cubana, y reflejaba la suposición imperante entre los planificadores políticos de que las reformas agrarias e impositivas, los proyectos de vivienda y los programas de bienestar reducirían las tensiones sociales y extinguirían el detonante del fidelismo. Una vez más, la estabilidad política sería el subproducto del logro de otro objetivo socialmente deseable. En realidad, la relación entre reforma social y estabilidad política se parece, por supuesto, a la que existe entre esta y el desarrollo económico. En ciertas circunstancias las reformas pueden aplacar las tensiones y estimular un cambio pacífico en lugar de uno violento. Pero en otras, es muy posible que las exacerben y precipiten la violencia; que sean un catalizador y no un sucedáneo de la revolución (1972: 18).

En paralelo se hizo evidente que, durante este mismo período, la violencia y los conflictos políticos no decrecieron. En el cuadro siguiente se aprecia, para el período 1958-1965, una clara tendencia al aumento en el número de los conflictos del tipo «insurrección prologada o irregular» y «rebeliones breves, golpes y sublevaciones». El cuadro muestra un aumento global de los conflictos en estas categorías, en especial, en cuanto a conflictos no convencionales y de tipo intra-estatal.

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Cuadro N° 63 Número de conflictos en el mundo (1958-1965) 1958

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Fuente: Huntington (1972)

La hipótesis central de Huntington es que la creciente violencia e inestabilidad es consecuencia del rápido cambio económicosocial y del lento desarrollo de las instituciones políticas. Entre los cambios económico-sociales generados por la modernización se cuentan el proceso de desarrollo económico y la movilización social, siendo esta última la circunstancia más decisiva para comprender la inestabilidad política. Inspirada en los trabajos de Davies y Feierabend, su hipótesis releva los efectos erosivos a nivel de vínculos tradicionales y creencias surgidas del desarrollo económico y la movilización social, destacando que la estabilidad política (o su condición opuesta, la inestabilidad) depende de dos variables dicotómicas: la participación y la institucionalización políticas (Huntington, 1972: 60 y 80). Una sociedad en la que los niveles de institucionalización superan a los niveles de participación recibe el nombre de «cívica», mientras donde la participación excede a la institucionalización se denomina «pretoriana» (Huntington, 1972: 80-81). 1 Ϯ ϯ

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El pretorianismo se define como un fenómeno de politización de las fuerzas sociales caracterizado por la debilidad y vulnerabilidad institucional frente a la acción política, ya sea de grupos sociales (latu sensu) o de los militares (strictu sensu) (Huntington, 1972: 177). Para América Latina, la activación y politización de diversos grupos sociales durante las décadas de 1960 y 1970 tiene directa relación con la polarización producida por la Guerra Fría. En este sentido, Huntington reconoce la importancia relativa del apoyo de Estados Unidos en la proclividad de los ejércitos latinoamericanos a «entrometerse en política» (1972: 175). No obstante, una paradoja conceptual de la teoría presentada por Huntington consiste en que, al mismo tiempo de estar sesgada a favor de la institucionalización, el autor reconoce (y le concede considerable espacio en su análisis) las múltiples funciones políticas de los militares en la experiencia histórica de sociedades en modernización: militares reformadores, militares como guardianes y militares como fundadores de instituciones. En especial, la función de los militares como «constructor de instituciones» constituye una fórmula para resolver el antagonismo entre pretorianismo (entendido como un medio) e institucionalización (entendido como un fin): Cuando las instituciones políticas tradicionales son débiles, o se derrumban, o son derribadas, es frecuente que la autoridad recaiga en tales dirigentes carismáticos, que tratan de franquear la brecha entre la tradición y la modernidad por medio de un fuerte atractivo personal. En la medida en que esos líderes logran concentrar el poder en sí mismos, se puede suponer que se encontrarán en condiciones de impulsar el desarrollo institucional y representar el papel de «Gran Legislador» o «Padre Fundador». La reforma de los Estados corrompidos o la creación de otros nuevos, afirmaba Maquiavelo, debe ser obra de un solo hombre. Pero hay un conflicto entre los intereses del individuo y los de la institucionalización. Esto último significa la limitación del poder que el dirigente carismático podría de otro modo manejar en forma personal y arbitraria. El constructor de instituciones en potencia necesita poder personal para crearlas, pero no puede hacerlo sin ceder su poder personal. La autoridad institucional es lo contrario de la carismática, y los dirigentes carismáticos se anulan a sí mismos si tratan de crear instituciones estables de orden público (Huntington, 1972: 215).

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Autoritarismo El estudio del autoritarismo en América Latina presenta un conjunto de dificultades conceptuales asociadas al uso de los métodos de análisis. Como señala Manuel Antonio Garretón, una primera cuestión compleja para el estudio de este asunto consiste en evitar los reduccionismos referidos a la explicación del autoritarismo, sea exclusivamente por factores evolutivos de tipo económico o factores de tipo político (1980: 2-4). Otro desafío metodológico consiste en construir un enfoque dotado de cierto equilibrio entre la tendencia al análisis de la «situación» o la estructura, vs. la tendencia a construir una explicación del autoritarismo en base al comportamiento de los actores. En situaciones de alta complejidad (y opacidad) social y política, resulta atractivo inclinarse con entusiasmo ya sea por la alternativa de la lógica de los actores, o bien por las tensiones generales de las estructuras. Para Garretón, el estudio de los nuevos regímenes autoritarios latinoamericanos, además de los elementos anteriores, debe considerar su doble dimensión «reactiva» y «fundacional». Por dimensión reactiva entiende la respuesta a la crisis política generada por la politización y movilización de nuevos actores sociales que interpelan, tanto al orden oligárquico, como al conjunto de compromisos y arreglos inestables producidos a mediados del siglo XX en gran parte de la región. La dimensión fundacional, por su parte, se asocia al intento de «materialización del proyecto histórico-social» orientado a consolidar la continuidad de la expansión del capitalismo en sociedades en procesos de modernización (Garretón, 1980: 2-7). Autores clásicos en el estudio de regímenes no democráticos, como Juan Linz, sostienen que el autoritarismo es un sistema «con un pluralismo político limitado, no responsable; sin una ideología elaborada y directora; carentes de una movilización política intensa o extensa, y en los que un líder ejerce el poder dentro de límites formalmente mal definidos, pero en realidad bastante predecibles» (Morlino, 2009: 130). Considerando el concepto general de Linz, Leonardo Morlino sistematizó, con propósito comparativo (Cuadro Nº 64), cuatro tipos de autoritarismos de mayor a menor uso de la coacción y, por tanto, de menor a mayor pluralismo, a saber: régimen personal, régimen militar, régimen cívico-militar y régimen de movilización.

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Fuente: Morlino (2009: 55)

En lo que respecta a la gestación del régimen autoritario, Morlino señaló que la transición desde la democracia a la no democracia tiene dos formas alternativas: i) la crisis-caída o transición discontinua (caída abrupta, golpe, ruptura institucional con el régimen democrático anterior, alto nivel de violencia y represión) y ii) la crisis-transformación o transición continua (no existe caída, hay adaptación de normas preexistentes, es gradual, existe uso limitado de recursos coercitivos). Conforme a este esquema, la crisis y posterior transición hacia el autoritarismo comenzaría cuando en un territorio existe «soberanía múltiple», vale decir, cuando se presentan dos o más coaliciones que reivindican las mismas pretensiones de soberanía o dominio sobre una comunidad política determinada, sin que ninguna de ellas pueda imponerse a la otra (ni siquiera usando los recursos de violencia disponibles) (2009: 66). Cabe mencionar que el propósito comparativo y el carácter altamente abstracto de los conceptos descritos por Linz y Morlino, aun cuando permiten una gran extensión y cobertura del análisis podrían no facilitar el estudio del autoritarismo en la complejidad de sus variantes históricas o regionales. Por ejemplo, la revisión de la experiencia autoritaria latinoamericana podría discutir parcial201

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mente la noción de autoritarismo de Linz, en lo concerniente a la ausencia de una ideología elaborada para el caso de los denominados Estados burocrático autoritarios (EBA) en las experiencias de Brasil (1964), Uruguay (1973), Argentina (1976) y Chile (1973). Asimismo, podría resultar discutible la afirmación de que estos regímenes poseen «límites formalmente mal definidos» y actuaciones «bastante predecibles», si se atiende a la búsqueda de respaldo jurídico formal en el caso del régimen autoritario brasileño, con el acta institucional Nº 5, y en el caso del régimen autoritario chileno, con la constitución de 1980. Tampoco parece ser ajustada a la realidad de los EBA su predictibilidad evolutiva, considerando las reiteradas referencias de O`Donnell y Schmitter a su alta incertidumbre en el mantenimiento, crisis y procesos de liberalización. Un avance en el análisis del autoritarismo en América Latina lo constituyó el concepto de «pretorianismo» de Samuel Huntington (1972). Si bien este designa los factores de origen y la función general del autoritarismo y los militares en América Latina (en tanto región inmersa en procesos modernizadores), no constituyó un instrumento heurístico adecuado para comprender el contexto internacional, las coaliciones que permiten el mantenimiento del nuevo autoritarismo, su legado y sus condiciones de mantenimiento, liberalización y caída. Con todo, el pretorianismo permitiría incorporar la dimensión reactiva y la dimensión fundacional al estudio del fenómeno autoritario (militares como «reformadores», «guardianes» o como «fundadores de instituciones»). Como una fórmula genérica de baja institucionalición y alto nivel de participación, que aparece a través de diferentes expresiones autoritarias, el pretorianismo se divide en pretorianismo oligárquico, pretorianismo radical y pretorianismo masivo. El pretorianismo oligárquico surge como respuesta a un sistema político que concede participación limitada a pequeños grupos de elite (camarillas y clanes). Por lo general, en este tipo de pretorianismo los militares intervienen en política por un periodo breve y como un medio para conquistar mejoras gremiales o en su status profesional. Este sistema socio-político existió en América Latina durante el siglo XIX y persistió entrando en el siglo XX; en países del Caribe y de América Central, países andinos y Paraguay (Huntington, 1972: 180-181). El pretorianismo radical se origina como una reacción militar frente a un contexto caracterizado por la extensión de la participación a las clases medias. En tal situación, los militares se

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politizan para asumir la función de guardián de ciertos sectores de la clase media frente a otros grupos de la misma clase, más comprometidos con la extensión de la participación a sectores populares. Como se podrá deducir, en este formato de pretorianismo los militares intervienen para devolver o conservar espacios de poder ganados por grupos mesocráticos. Enfrentados a esta tarea, los militares «guardianes» poseen cuatro cursos de acción posibles: 1. Devolver y limitar: la alternativa del general Aramburu en Argentina en 1955. 2. Devolver y ampliar: la alternativa del general Gursel en Turquía en 1960. 3. Conservar y limitar: la alternativa del general Castello Branco en Brasil en 1964. 4. Conservar y extender: la alternativa del general Perón en Argentina. En el pretorianismo masivo la intervención política de los militares ocurre en contextos donde la participación a sectores populares. Se caracteriza por la instauración de regímenes militares de larga duración y altamente represivos, donde se intenta impedir el acceso al gobierno de representantes de sectores populares o excluirlos de las posiciones de poder conquistadas por vía democrática o revolucionaria. Cuadro N°65 Tipos de pretorianismo Pretorianismo KůŝŐĄƌƋƵŝĐŽ ZĂĚŝĐĂů DĂƐŝǀŽ

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Fuente: Pasquino (2011: 309)

Sociedades pretorianas, en sus distintas variantes, constituyen sistemas expuestos a autoritarismos de distinta índole. Esta proclividad no solo responde a factores internos propios de su 203

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desarrollo, sino también al papel de los actores dominantes o hegemónicos del sistema internacional durante el siglo XX. Samuel Huntington señala, por ejemplo, para el caso de los militares asociados al pretorianismo radical (guardianes): Estados Unidos estimuló muchas veces el concepto del guardián. A menudo se sintió muy feliz de que los militares desalojasen a gobiernos que le desagradaban, y luego conciliaba ese hecho con su conciencia democrática, para lo cual insistía en que los gobernantes militares entregasen lo antes posible el poder a un nuevo gobierno civil –presuntamente más seguro–, basado en elecciones libres (1972: 205).

Pero, sin duda, en la explicación de la constelación de factores que propiciaron la aparición del nuevo autoritarismo en América Latina (RBA o EBA), principalmente en los casos de Argentina (1966 y 1976), Brasil (1964), Uruguay (1973) y Chile (1973), los autores concuerdan en que la coyuntura previa se encuentra marcada por una crisis política multinivel. Guillermo O`Donnell distingue condiciones generales de funcionamiento del capitalismo periférico y tendencias a la progresión o «escalada» de la crisis política. Entre los elementos que caracterizan la disfunción del capitalismo periférico se cuentan: 1) pronunciadas fluctuaciones en el crecimiento agregado del producto y de las principales ramas de la economía; 2) fuertes translaciones intersectoriales de ingreso; 3) alta inflación, con tendencia crecientemente marcada, además, por pronunciadas fluctuaciones; 4) déficit de balanza de pagos, con tendencia a precipitarse en crisis solo temporariamente aliviadas; 5) suspensión de inversiones directas y préstamos externos a largo plazo, acentuada por masivos egresos de capital; 6) tendencia declinante de la inversión privada; y 7) importantes déficit fiscales, que realimentan la inflación sin compensar, en la parte dedicada a inversiones públicas, la tendencia a la baja de las inversiones privadas (1982: 47).

El mismo autor sostiene que la crisis política se expresa en cinco niveles secuenciales en una escala progresiva, siendo cada nivel un estadio más profundo o estructural de inestabilidad. La creciente complejidad de las crisis en la escala del politólogo argentino supone que el primer estadio corresponde a la vulnerabi204

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lidad gubernamental y, el último nivel, a la crisis de dominación social caracterizada por el debilitamiento de la subordinación de los actores a normas e instituciones tradicionales. Los cinco niveles de la crisis política, para este autor, son los siguientes: 1. Inestabilidad política y crisis de gobierno (poder institucional expuesto y vulnerable frente a presiones de grupos) (1982: 49). 2. Crisis de régimen (interpelación y presión para modificar mecanismos de representación y desacuerdos «potencialmente explosivos» entre las elites) (1982: 49-50). 3. Crisis de expansión de la arena política (interpelaciones a clases dominantes por parte de actores sociales y políticos con identidades conflictivas frente al sistema de dominación) (1982: 50). 4. Crisis de acumulación (acciones de clases subordinadas que son percibidas por la clase dominante como obstáculos al funcionamiento de la economía y a la acumulación de capital) (1982: 50-51). 5. Crisis de dominación celular o social (comportamientos de actores subordinados que ya no se ajustan a la mantención del status quo y de las formas tradicionales de articulación social) (1982: 51-52). Para América Latina, especialmente en los casos anteriormente mencionados, tiene especial interés la instauración de los regímenes cívico-militares o, en palabras de David Collier y Guillermo O'Donnell, regímenes burocrático autoritarios (RBA). Collier sostiene, comentando a O'Donnell, que los «aspectos cruciales» para entender la especificidad de los RBA implican tres dimensiones de la modernización socioeconómica (Cuadro Nº 66); i) problemas de la industrialización en su fase avanzada, ii) creciente activación política del sector popular y, iii) incremento de la importancia de roles «tecnocráticos» (Collier, 1985: 30-36). Los problemas económicos de la fase inicial de industrialización corresponden a la promoción de la industrialización avanzada, a la capacidad de atracción de la inversión extranjera y a la implementación de una política económica ortodoxa (prosecución y profundización del capitalismo). La función del sector popular en el proceso político se asocia a los procesos de politización y activación previos y a la «brecha» entre deman-

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das y respuestas del sistema. El mayor control de los espacios decisionales, por parte de grupos tecnócratas, se relaciona con la capacidad de estos para configurar la «coalición golpista» y para determinar, en la opinión pública, la amenaza de crisis. Cuadro N° 66 Factores para el surgimiento de los Estados burocrático autoritarios (EBA)

Fuente: Collier (1985: 34)

David Collier identifica un conjunto de factores denominados «variables de antecedentes» que permitirían explicar por qué en ciertos países de América Latina se ha desarrollado el EBA y, en cambio, en otros casos se ha presentado en forma atenuada o derechamente no ha existido un tipo de régimen semejante (Collier, 1985: 388-391). Este autor menciona tres variables de antecedentes: 1. La disponibilidad de los recursos económicos especiales o diversificados y el vacío entre demandas y realizaciones. Se entiende que la disponibilidad de recursos (alta o baja) afecta decisivamente la brecha entre demandas sociales y capacidad de respuesta del sistema político. En América Latina los ingresos superiores por concepto de petróleo, en Venezuela, como así también los modelos de desarrollo más integradores de Colombia y México (populistas) posibilitaron articular verticalmente intereses y atenuaron la brecha entre expectativas y capacidad de respuesta 206

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del sistema. Sin embargo, esta brecha parece ser bastante mayor en el caso de los restantes países del Cono Sur como Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, en los que existió baja disponibilidad de recursos especiales o diversificados. 2. La fuerza política del sector popular y la crisis política y económica. Esta variable designa el nivel (alto, moderado o bajo) de activación política del sector popular a partir de la magnitud de la crisis política y económica del sistema. Para los casos de Venezuela, Colombia y Brasil, se puede sostener que estos países poseen sectores populares con fuerza moderada a baja. En cambio, los casos de Argentina, Chile y Uruguay presentan una combinación de activación del sector popular con actores poseedores de gran poder de movilización y recursos económicos más limitados, situación que agrava la crisis política y económica. 3. Percepción de amenaza por cambio de régimen, reorientación de las políticas públicas y supervivencia del sistema. Este último factor consiste en el grado (alto, moderado o bajo) en que la alta burguesía financiera, los tecnócratas y la clase media se sienten amenazados en su propósito de mantener el orden político y económico. Para determinar la percepción de amenaza de estos actores, Collier considera como un factor importante el impacto simbólico de la Revolución Cubana en los sistemas políticos latinoamericanos. Para Guillermo O`Donnell, la aparición de los nuevos autoritarismos en América Latina, especialmente en su forma de EBA, tienen como factor común no solo la falta de consistencia y sincronía de la modernización económica y política, sino también cierto nivel de oposición «estructural» entre ambas caras del proceso en sociedades dependientes. En esta perspectiva, dicho autor define al RBA (o Estado burocrático autoritario, EBA) como un fenómeno político multifactorial a partir de los siguientes rasgos: 1. Base social del régimen compuesta por una burguesía oligopólica y transnacional. 2. Función central de especialistas en coerción y militares.

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3. Exclusión de sectores populares. 4. Abolición de instituciones democráticas y derechos de ciudadanía. 5. Profundización de las desigualdades en los procesos distributivos bajo contextos de economías capitalistas. 6. Transnacionalización de la estructura productiva. 7. Patrón de despolitización en base a extensión de racionalidad técnica. 8. Mecanismos de representación que excluyen a sectores populares e incluyen a Fuerzas Armadas y grandes intereses corporativos oligopólicos (O'Donnell, 1979: 291-194, Pasquino, 2011: 311). No obstante, se evidencian al menos dos interrogantes que produjeron polémica entre los especialistas durante la década de 1980: por una parte, dilucidar si el concepto de Estado burocrático autoritario (EBA) es equivalente al de régimen burocrático autoritario (RBA) y, en segundo término, explicar el proceso político de los casos anómalos donde no se ha desarrollado el EBA. En la discusión experta, autores como Guillermo O'Donnell entienden que existe cierta equivalencia entre EBA y RBA, toda vez que el primer término abarca tanto las coaliciones que hacen posible una determinada fórmula de dominación como al sistema legal e institucional. Otros autores, como David Collier o Julio Cotler, rompen con esta equivalencia semántica, porque es posible identificar en América Latina coaliciones que dan forma a un EBA y sus correspondientes políticas pública sin que se manifieste institucionalmente como RBA (por ejemplo, México). Otros autores, como Cardoso y Kaufman, concuerdan en que el autoritarismo burocrático es más bien una forma de régimen y, por tanto, debe incluir casos donde, no necesariamente, exista la coalición de respaldo entre alta burguesía, tecnócratas y clase media, como es el caso de Perú post 1968. Por otra parte, si se utiliza el concepto de autoritarismo burocrático en sentido estricto, se debe explicar los factores que permiten entender el desarrollo de los casos anómalos donde no se ha desarrollado el EBA. Julio Cotler (1985) se ha dedicado a la tarea de explicar el desarrollo de las economías de enclave, especialmente centrado en los casos de México y Perú. Para este autor las diferencias producidas a nivel del avance en el proceso de desarrollo, impacto del populismo, carácter de la «clase do-

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minante nacional» y los tipos de demandas de los actores reivindicativos, explicarían por qué en estos sistemas no ha sido posible el desarrollo del autoritarismo burocrático simultáneamente como forma de Estado y régimen en los años sesenta y setenta. La explicación general señala que las economías de enclave se caracterizarían por un notorio retraso en las reformas estructurales que posibilitan la polarización del sistema político y el surgimiento de actores de orientación revolucionaria. Por otra parte, se observa una marcada diferencia entre los sistemas políticos más avanzados del Cono Sur, donde se desarrolla una clase dominante nacional autónoma; y los sistemas de enclave donde la clase dominante mantiene relaciones clientelares de subordinación con el capital extranjero.

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Transición desde el autoritarismo La ciencia política, durante las décadas de 1980 y 1990 ha estudiado el fenómeno de las transiciones desde el autoritarismo principalmente a partir de tres grandes ideas: i) en determinada coyuntura del EBA se produce una condición de alta flexibilidad institucional que permite sustituir reglas del juego y adecuarlas 210

Elementos de Ciencia Política

a los nuevos equilibrios de poder; ii) esta coyuntura se trata de un momento caracterizado por altos niveles de incertidumbre respecto del resultado del proceso y iii) analíticamente, este proceso es separable de la consolidación democrática. Como denominador común, los estudios de corriente principal sobre el tema privilegiaron una perspectiva «estratégica» o «interaccionista» que en lo general, revalorizaron el papel de los actores y sus elecciones situados en contextos específicos (enfoques de agencia / iÃÌÀÕVÌÕÀ>®Ê­*ÀâiܜÀΈ]Ê£™™x®°Ê Recogiendo estos elementos, Leonardo Morlino define los procesos de transición como: el periodo ambiguo o intermedio en el que el régimen ha abandonado algunas características determinantes del ordenamiento institucional anterior sin haber adquirido todas las características del nuevo régimen que se va a instaurar. Se configura así un periodo de fluidez institucional en el que todavía se enfrentan las distintas soluciones políticas apoyadas por los actores presentes en liza (2009: 94).

Al igual que en el caso anterior, cuando el tránsito es desde la democracia al autoritarismo los procesos de retorno a la democracia desde los regímenes autoritarios están marcados por la crisis y el «empate estratégico» entre dos o más fuerzas, donde ninguna de ellas se impone fácilmente a la otra pero, claramente, el sistema saliente ha perdido sus características más fuertes y típicas. Morlino sostiene que existen diversas «modalidades» de transición hacia la democracia que definen las especificidades del proceso en cuestión. Ellas son: a) continuidad / discontinuidad, b) participación, c) violencia, y d) duración (Morlino, 2009: 95).

Dimensiones de la transición democrática (Morlino, 2009: 95). 1. 2. 3. 4.

Continuidad / discontinuidad: actores, reglas e instituciones. Participación: baja / alta. Violencia: baja / alta. Duración: breve / larga.

Un primer escollo que enfrentan las investigaciones sobre dinámicas transicionales consiste en la explicación del origen del «ÀœViÜ°Ê`>“Ê*ÀâiܜÀŽˆÊÜÃ̈i˜iʵÕiÊ՘>ÊVœ˜ÃÌ>˜ÌiÊ`iʏœÃÊÀi211

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gímenes autoritarios es que no toleran actores u organizaciones que representen, de manera autónoma, intereses de la sociedad ­*ÀâiܜÀΈ]Ê£™™x\ʙ£‡™Ó®°Ê*œÀÊiÃÌ>ÊÀ>❘ÊÀiÃՏÌ>ÊVœ“«iœÊi˜tender por qué un gobierno autoritario tendría buenas razones para aumentar su tolerancia frente a la oposición e iniciar algún }À>`œÊ`iÊ>«iÀÌÕÀ>°Ê*ÀâiܜÀΈʈ`i˜ÌˆwV>Ê`œÃÊ>À}Փi˜ÌœÃÊ}i˜irales en relación a este punto: i) la liberalización podría surgir de una fragmentación del bloque de poder autoritario (por ejemplo, Hungría); y ii) la liberalización surge desde abajo, gatillada por una creciente oleada de movilización social (por ejemplo, RDA). Incluso un mismo caso puede ser objeto de interpretaciones antagónicas como ocurre con la liberalización brasileña, donde diferentes autores utilizan factores dicotómicos para explicar el inicio del proceso (por ejemplo, F. H. Cardoso sostiene que la «distención» política es resultado de una división dentro del estamento militar; mientras Bolivar Lamounier cree que esta coyuntura es precipitada por la movilización social). Este autor sostiene que en la práctica, tanto la fragmentación de los grupos de apoyo al régimen autoritario, como la movilización social, tienden a reforzarse mutuamente para gatillar el inicio de >ÊÌÀ>˜ÃˆVˆ˜Ê­*ÀâiܜÀΈ]Ê£™™x\ʙ{‡™x®° Frente a la pregunta de si existe una teoría de la transición a la democracia, tanto O`Donnell como Morlino piensan que la respuesta es negativa, debido a que la reflexión sobre estos procesos no alcanzó la sistematicidad y el nivel de hallazgos necesarios para constituirse como tal. Se ha sostenido que no existe una teoría general de la transición o la instauración democrática porque la producción intelectual sobre el tema adolece de generalidad, o porque sus conclusiones no superan la validez regional. Se argumenta, además, que para disponer de una teoría general de la transición y de las instauraciones democráticas esta debiera apoyarse en una teoría del cambio institucional. Los mayores desarrollos en este ámbito corresponden a los trabajos de Paul Pierson referidos a la path dependence, sin embargo, tal como lo menciona Morlino, dicha teoría estaría más enfocada a explicar la continuidad institucional y no sus rupturas. A juicio de este último autor, la path dependence se distingue por las siguientes ideas centrales: …es particularmente relevante tener en cuenta los tiempos y las secuencias de los acontecimientos; una amplia gama de efectos sociales suele ser posible partiendo de

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causas análogas; consecuencias importantes pueden ser el resultados de eventos menores y contingentes; determinadas direcciones de acción, una vez tomadas, son difíciles o imposibles de modificar, aunque las consecuencias sean evidentemente desastrosas; el desarrollo político se caracteriza por momentos y coyunturas críticas que definen aspectos fundamentales de la vida social; y, finalmente, la política se distingue por una alta densidad institucional, por el papel central de la acción colectiva, por la complejidad y la opacidad, pero también por un horizonte temporalmente limitado de los políticos y de la fuerza de inercia de las instituciones (Morlino, 2009: 111).

Sin embargo, parece complejo requerir de la «transitología» teorías de amplio espectro cuando la cantidad y complejidad de la evidencia, así como la multiplicación de los casos, dificultan el logro de este objetivo, no solo respecto de la transición, sino también en relación a otras agendas de investigación. Una muestra de esta creciente dificultad para validar enunciados con forma de leyes o teorías de amplio espectro ha sido presentada por Jon Elster en su libro Tuercas y tornillos, donde elabora una defensa de la explicación a través de «mecanismos». Al menos habría que estar de acuerdo con que los estudios sobre la transición a la democracia logran construir algunas convergencias y claridades sobre la genética del proceso, por ejemplo, en los casos de Samuel Huntington y Guillermo O`Donnell. Huntington consigue identificar cinco metaprocesos (observables a nivel internacional) que facilitan el paso de sistemas autoritarios a sistemas democráticos, los cuales, pensados de manera agregada, generan la llamada tercera ola democratizadora. Estos cinco metaprocesos son los siguientes: 1) la profundización de los problemas de legitimación para los regímenes autoritarios precedentes, como consecuencia de los resultados negativos de las políticas públicas; 2) el crecimiento económico global sin precedentes en los años sesenta; 3) los fuertes cambios en la doctrina y la actividad de la Iglesia Católica después del Concilio Vaticano II; 4) los cambios en las políticas exteriores de algunos actores, desde los Estados Unidos a la Unión Europea y la Unión Soviética de Gorbachov, con su posterior desmembramiento; 5) un elevado efecto demostrativo de los medios de comunicación (Morlino, 2009: 113).

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Por su parte, Guillermo O`Donnell construye su explicación de la genética de las transiciones pensando en factores internos vinculados a la racionalidad de los actores estratégicos que participan del proceso, ya sea en la coalición autoritaria como en la coalición opositora. O`Donnell define la transición como el intervalo de tiempo entre un régimen político y otro, siendo característico de este proceso el que las reglas del juego no estén completamente definidas. Entendida de esta manera, la transición es un momento en el que se extiende la incertidumbre e indeterminación entre los antagonistas que se posicionan como actores claves «tanto respecto de sus intenciones inmediatas como más aún, respecto de las consecuencias de mediano y largo plazo» (O`Donnell, 1988: 106). De acuerdo al autor: «No se trata solo de que los actores se sientan inseguros respecto de la identidad, recursos y propósitos de aquellos con los que está jugando la partida en el periodo de transición: también son (o deben ser) conscientes de que sus confrontaciones momentáneas, soluciones expeditivas y transacciones contingentes son, de hecho, reglas definitorias que pueden tener un efecto duradero (pero en gran medida impredecible) sobre el modo en que se jueguen en el futuro el juego político normal, y sobre quienes habrán de jugarlo» (O`Donnell, 1988: 106). En base a estos supuestos, la transición se iniciaría cuando se conjugan dos condiciones: 1. Debe existir una fragmentación, tanto en los grupos de apoyo del régimen burocrático autoritario (RBA), como en los grupos de apoyo a la oposición. Para producir la transición, los grupos de apoyo al RBA se dividirán en duros (partidarios del status quo) y blandos (partidarios de la liberalización y apertura del régimen). Por su parte, los grupos que conforman la oposición deben dividirse en moderados (reformistas partidarios de negociar con el RBA) y radicales (revolucionarios partidarios de la no cooperación con el RBA). 2. Los grupos blandos del RBA y moderados de la oposición deben transformarse en actores hegemónicos en cada uno de los sectores.

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Cuadro Nº 67 Lógica del proceso de transición pactada KƉŽƐŝĐŝſŶ

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La obra Transiciones desde un gobierno autoritario de O`Donnell, Schmitter y Whitehead (1988) ha sido, quizás, el trabajo más influyente en términos académicos, como también en términos político-prácticos, para América Latina. De este trabajo, centrado en el análisis de casos con pretensión comparativa, se puede señalar que existen un conjunto de ideas que nacen de la observación comparada de los procesos y que devienen en dogmas políticos durante un lapso de tiempo considerable. Estas creencias se transforman, durante las décadas de los ochenta y noventa, en los dogmas que definen lo posible en la política transicional de la región. Las principales ideas 215

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de estos autores son las siguientes: i) la relevancia del carácter del régimen autoritario saliente respecto de la dinámica transicional, ii) la función de los pactos entre las elites para definir reglas del juego, iii) el papel limitado de los partidos políticos en el proceso de cambio de régimen y, iv) la incertidumbre que caracteriza al proceso (Morlino, 2009: 112). Si bien es cierto que en el trabajo citado de O`Donnell, Schmitter y Whitehead se hace referencia a los pactos que fundan la transición como «acuerdos contingentes», otros autores sitúan su valor como condición principal del proceso considerando la experiencia «exitosa» de las llamadas transiciones pactadas. Por ejemplo, Jon Elster y Steven Holmes en Constitucionalismo y democracia (Elster y Slagstad, 1999: 31-48 y 4988) sostienen que los pactos son indispensables para la correcta implementación de un cambio de régimen. De acuerdo a ellos las transiciones pactadas tienen tres características: 1. Limitan la agenda en temas políticos que generan conflictividad, mecanismo conocido como «regla mordaza». 2. Los actores comprometidos con el proceso comparten proporcionalmente los beneficios, efectos garantizados por mecanismos como el diseño del sistema electoral y el establecimiento de una «cláusula umbral» temporalmente alta. 3. El proceso, por su propio diseño, restringe la participación de extraños que no están comprometidos con la lógica reformista. Aunque para Leonardo Morlino no existe una teoría general de la transición, nuestra creencia es que este autor no se ha desprendido de la imagen de aquellas explicaciones de largo alcance que cada vez son menos frecuentes en las ciencias sociales, o bien, no comprende cabalmente el valor de una explicación de corto o mediano alcance como la propuesta por O`Donnell, Schmitter y Whitehead. En este punto, no nos parece razonable esperar que una teoría de la transición provea claridades teleológicas como precondición para existir, especialmente considerando la gran cantidad de datos y evidencia histórica de la que se dispone. Por otra parte, nos parece perfectamente posible que la teoría del path dependence pueda ser utilizada para esclarecer los procesos transicionales, máxime cuando los procesos en cuestión poseen una fuerte tendencia a la continuidad institucional.

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Gobernabilidad Aunque el problema de la gobernabilidad atañe a cualquier tipo de régimen, en este apartado se discutirá exclusivamente acerca de la gobernabilidad democrática. El pensamiento sobre la gobernabilidad democrática en América Latina surge acompañado por la preocupación de instituciones internacionales por fortalecer los procesos transicionales en la región. La experiencia internacional ha mostrado que el camino de la transición está «Àiš>`œÊ`iÊ>“i˜>â>ÃÊÞÊÀi}ÀiȜ˜iðÊ*ÀâiܜÀΈʭ£™™x®Ê…>ÊÜÃtenido que el desmoronamiento de una dictadura no garantiza la llegada y consolidación de la democracia. En palabras de este autor, el deterioro y la caída de un régimen autoritario pueden generar procesos de recomposición, como en el caso de Brasil en 1964, Checoslovaquia en 1978 o Polonia en 1981; o puede propiciar la llegada de una nueva dictadura, como ha ocurri`œÊi˜ÊÀ?˜]Ê,Փ>˜ˆ>ʜÊÀ}i˜Ìˆ˜>Ê`iëÕjÃÊ`iÊ£™ÇÈÊ­*ÀâiܜÀΈ]Ê 1995: 86-87). Durante los años ochenta y noventa proliferaron los estudios acerca de las condiciones para generar el cambio de régimen de manera apropiada, en especial, considerando la necesidad de desactivación de las amenazas de regresión autoritaria y la necesidad de redefinir el horizonte de lo «políticamente posible». Desde una perspectiva aún más general, los estudios sobre la gobernabilidad democrática surgen en el contexto de la «agudización de situaciones de crisis en los sistemas políticos» durante las décadas de 1960 y 1970 (Alcántara, 1994: 8). La extensión de la experiencia política de crisis en los gobiernos y sistemas políticos se produce en este período, básicamente, por dos factores: i) el desempeño de gobiernos en contextos de alta complejidad estratégica (por ejemplo, procesos transicionales); y ii) el deterioro de las funciones estatales por sobrecarga de demandas. Por estos motivos, creemos que el primer momento en el desarrollo de la noción de gobernabilidad democrática tuvo un carácter marcadamente conservador. Se entendía que la gobernabilidad democrática estaba supeditada a la preservación de aquellas condiciones que permitían la estabilidad política y la efectividad de la acción gubernamental. El Banco Mundial, entre otras organizaciones internacionales, elaboró un enfoque para medir la gobernabilidad en perspectiva comparada durante este periodo. Los indicadores desarrollados han permitido medir la gobernabilidad democrática en perspectiva comparada y generar diagnósticos para la toma de 217

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decisiones y la elaboración de políticas en los diferentes casos nacionales. Para esta institución las dimensiones que permiten analizar la gobernabilidad son seis: 1. Voz y rendición de cuentas: incluye indicadores que miden libertades civiles y derechos políticos, así como la cantidad de ciudadanos que pueden participar en la selección de sus representantes. 2. Estabilidad política y ausencia de violencia: se combinan varios indicadores que miden las percepciones sobre la posibilidad de que el gobierno actual pueda ser desestabilizado o derrocado por un medio inconstitucional y/o violento, incluyendo violencia nacional o terrorismo. 3. Efectividad del gobierno: combina respuestas sobre la calidad de los servicios públicos que brinda el Estado, la calificación de la burocracia, la competencia de los funcionarios públicos, la independencia del trabajo público a presiones políticas y la credibilidad de los compromisos gubernamentales. 4. Calidad regulatoria: ofrece indicadores sobre la incidencia de políticas contrarias al mercado como el control de precios, la inadecuada supervisión de la banca y la imposición de cargas por una regulación excesiva en algunas áreas como el comercio exterior y el desarrollo comercial, entre otras. 5. Imperio de la ley: incluye indicadores sobre la confianza de los ciudadanos en sus representantes y qué tanto acatan las reglas de la sociedad en que viven. Este índice también mide la percepción sobre la incidencia del crimen, la efectividad y predictibilidad del poder judicial y la capacidad para hacer cumplir los contratos. 6. Control de la corrupción: mide la percepción de la corrupción, que convencionalmente se ha definido como el ejercicio del poder público para beneficio propio. Desde un punto de vista teórico, encontramos una amplia variedad conceptual para el estudio de la gobernabilidad, desde aquellos enfoques que la definen como una capacidad gubernamental (gobernabilidad desde arriba) a aquellos que la definen como una capacidad de la sociedad (gobernabilidad desde abajo) (Alcántara, 1994: 7-13). Los autores situados en el primer polo 218

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(gobernabilidad como función de gobierno) relevan el control del gobierno o el régimen político por sobre la participación y la legitimidad institucional, centrando su mirada en el diseño institucional que mejor contribuya a generar capacidades gubernamentales para la preservación de la estabilidad y la mantención del status quo. En cambio, los autores ubicados en el segundo polo (gobernabilidad como poder social) tienden a dar mayor importancia a la legitimidad, la participación y la construcción de confianza, lo que, hasta cierto punto, descuida el debate sobre el desempeño institucional, concentrándose en la capacidad de generar poder desde la base social. Como representante del primer enfoque, Ángel Flisfisch (1989) define la gobernabilidad como la calidad de la acción gubernamental medida a través del tiempo. De acuerdo a este autor, la calidad de la acción gubernamental se mide por tres criterios básicos: 1. Primer criterio: oportunidad de las medidas, esto es, que las decisiones políticas sean tomadas a tiempo por el gobierno. No basta con que las decisiones respondan a los problemas, también resulta relevante, para estos efectos, el tiempo de respuesta. 2. Segundo criterio: eficacia de las medidas, vale decir, que las decisiones políticas generen respaldo social y legitimidad traducida en apoyos electorales. Este criterio consiste en la capacidad del gobierno para transformar los procesos de implementación de políticas en adhesión social o, mejor aún, en intención de voto. 3. Tercer criterio: congruencia entre las políticas, esto es, que las decisiones políticas no sean contradictorias entre sí y se encaminen a objetivos comunes. Alude a la necesidad de articular adecuadamente los procesos decisionales a nivel de gobierno, estableciendo mecanismos efectivos de distribución de información dentro del poder ejecutivo y sincronizando las agendas de las diferentes reparticiones ministeriales. En una posición más intermedia que Ángel Flisfisch, Edgardo Boeninger (1997) señala que la gobernabilidad es la capacidad de un sistema para garantizar, mediante ciertos pactos consociativos, estabilidad política, progreso económico y paz social. En la lógica de Boeninger, el sistema político se desarrolla convenientemente cuando existe en la clase política la capacidad de construir acuerdos, convirtiendo a la política en un campo de racionalidad y cálculo estratégico por completo ajeno al mundo de las pasiones. Obviamente, la dimensión conflictual o agonal queda fuera de lo 219

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políticamente conveniente y representa un fenómeno de descomposición o retraso institucional. El fundamento de esta forma de entender la buena política se apoya en la necesidad de despolitizar los conflictos, sobre la base de que el desarrollo institucional solo sería posible en condiciones de estabilidad y orden. Concordante con la idea de gobernabilidad de Boeninger, focalizada en los pactos de la elite, Michael Coppedge, (1994a) define la gobernabilidad como la capacidad de los grupos políticamente estratégicos para comprometerse en algún tipo de arreglo institucional para dirimir sus diferencias. Conforme a este autor, la gobernabilidad se construye mediante compromisos de los actores estratégicos para construir mecanismos y procedimientos que permitan dar por zanjados los conflictos. El concepto de gobernabilidad de Coppedge guarda relación con los modelos neocorporativos de articulación de intereses, como es el caso de Phillipe Schmitter y su hipótesis sobre las coaliciones fundantes de los procesos transicionales. Para Schmitter estas coaliciones se originan en la agregación de intereses de los distintos actores políticos y sociales que poseen un papel activo durante la transición. Los «pactos» constituyen el resultado de negociaciones formales o informales y sus principales objetivos son: reducir la competitividad y el conflicto, controlar la agenda, modificar las relaciones de poder y explicitar un compromiso absoluto con el régimen democrático (Morlino, 2009: 99-100). Finalmente, en la posición que aborda el estudio de la gobernabilidad «desde abajo», Amparo Menéndez Carrión (1991) entiende la gobernabilidad como la capacidad para producir poder por parte de la sociedad civil en base a dos mecanismos: 1) sometimiento del gobierno al control social y 2) regulación cotidiana de la convivencia. Esta autora entiende que la gobernabilidad se construye «desde abajo» mediante la capacidad de los actores sociales para construir relaciones de confianza, convertirse en actor con capacidad de veto y obligar al gobierno a la rendición de cuentas. No cabe duda que la tipología anterior posee una ventaja didáctica innegable para entender los énfasis conceptuales de cada autor, sin embargo, dicotomizar las posiciones teóricas parece un grueso error. Resulta evidente que el concepto de gobernabilidad, más allá de la condición ideológica del enunciante o de las macro-estrategias de las que forma parte, es un concepto complejo que alude a una capacidad de gobierno, al mismo tiempo

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Elementos de Ciencia Política

que a las condiciones sociales y políticas que la hacen posible. Es decir, no se puede comprender suficientemente en qué consiste dicha «capacidad de gobierno» si no se analiza, primero, en relación a la función de los actores estratégicos o jugadores con capacidad de veto y, segundo, considerando el grado de acatamiento y respaldo frente a las decisiones gubernamentales. Xavier Arbós y Salvador Giner (1993), buscando un concepto más comprensivo de gobernabilidad, señalan: La gobernabilidad es la cualidad propia de una comunidad política según la cual sus instituciones de gobierno actúan eficazmente dentro de su espacio de un modo considerado legítimo por la ciudadanía, permitiendo así el libre ejercicio de la voluntad política del poder ejecutivo mediante la obediencia cívica del pueblo (1993: 13).

A juicio de Arbós y Giner, la gobernabilidad debe ser analizada considerando cuatro dimensiones que integran las perspectivas presentadas anteriormente por Flisfisch, Coppedge y Menéndez-Carrión: 1. El dilema legitimidad / eficacia. 2. Las presiones y demandas del gobierno. 3. La reestructuración corporativa de las sociedades contemporáneas. 4. Los efectos del cambio tecnológico. El cuadro que sigue (Cuadro Nº 68) muestra alternativas de incorporación de actores con veto social frente a procesos de política pública. Como se podrá apreciar, existe una escala de cuatro niveles de empoderamiento de actores colectivos de acuerdo a los cuatro tipos de gobernabilidad descritos, de menor a mayor: i) gobernabilidad mayoritaria, ii) gobernabilidad mayoritaria antagónica, iii) gobernabilidad neocorporativa mayoritaria y iv) gobernabilidad neocorporativa consensuada (Vargas, Leinius y Pietri, 2007: 205-207). 1. Gobernabilidad mayoritaria: los grupos de interés no tienen capacidad de veto social ni de definición de agenda, por tanto, el gobierno ignora a la oposición social extraparlamentaria y se producen sistemáticamente fenómenos de criminalización de la protesta social. En este esquema el supuesto es 221

Marcelo Mella

que los actores sociales son pasivos y no disponen de capacidad de reacción frente a la acción del gobierno. El resultado de esto es que la oposición extraparlamentaria queda totalmente excluida de la toma de decisiones. 2. Gobernabilidad mayoritaria antagónica: el poder de definición de agenda pertenece exclusivamente al gobierno y los grupos de interés poseen capacidad de veto social, sin embargo, quien toma las decisiones no concede espacios de participación efectivos generando un conflicto abierto. Debido a que este modelo no considera mecanismos efectivos para que los actores sociales ejerzan el veto social, posibilita la activación de estos a través de la reacción con uso de la fuerza y diversos niveles de conflictividad social. 3. Gobernabilidad neocorporativa mayoritaria: el poder de definición de agenda es exclusivo del gobierno, lo que supone que la participación de los actores sociales y grupos de interés solo se materializa cuando la exclusión del proceso es costosa o insostenible para quien toma las decisiones. En esta estrategia se trata de posibilitar la participación de los actores sociales a posteriori con el objeto de contener o administrar la conflictividad social. 4. Gobernabilidad neocorporativa consensuada: el poder es compartido entre el gobierno y los grupos de interés, lo que significa que estos actores participan desde el inicio del proceso, generando altos niveles de compromiso con la toma de decisiones. En relación a la oportunidad de ejercicio del veto social, se busca construir deliberación y negociación efectiva entre el gobierno y los actores sociales. A nivel de resultado del proceso, este modelo de gobernabilidad se orienta a construir compromisos y pactos con la oposición extraparlamentaria.

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Cuadro N° 68 Gobernabilidad y actores con veto social &ĂƐĞĚĞĚĞĮŶŝĐŝſŶ ĚĞůĂĂŐĞŶĚĂ

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Elementos de Ciencia Política

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Marcelo Mella

Como el presente trabajo busca relevar la dimensión social en el análisis de la ciencia política, resulta indispensable considerar la incidencia de nuevos actores sociales con capacidad de influencia sobre la toma de decisiones gubernamentales. El cambio de perspectiva conduce a revalorizar a los actores o jugadores con veto social no solo como factores de inestabilidad política e ingobernabilidad, sino más bien, como factores coadyuvantes del proceso de políticas y de la consolidación democrática. Este es el caso del análisis realizado por Ludolfo Paramio (2011) para esclarecer el papel de las clases medias en el mantenimiento o quiebre de la gobernabilidad en América Latina. Por cierto esta perspectiva, además del valor concerniente a la renovación de la práctica disciplinar, posee un interés especial en sociedades como las latinoamericanas, que participan con mayor o menor intensidad de los procesos de modernización. El estudio de las clases medias y su relación con el desempeño de las instituciones políticas constituye una ampliación de la perspectiva analítica, elaborada cuando los estudios centrados en la perspectiva institucional ya no logran explicar satisfactoriamente la nueva inestabilidad de los gobiernos desde la década de 1990. Al mismo tiempo, cabe señalar que la búsqueda de una explicación que incorpore componentes «sociales» se realiza en el contexto de importantes debates sobre la viabilidad y pertinencia del concepto de clase; de la constatación de la nueva polarización social producida por el modelo económico de mercado y por el crecimiento de los sectores medios, fenómeno que ocurre en paralelo al surgimiento de segmentos de nueva pobreza en todo el Cono Sur. En consecuencia, lo que para algunos practicantes del institucionalismo más estrecho pudiera parecer una regresión disciplinar hacia lo social y económico, también puede ser visto como la formulación de una mirada más compleja y comprensiva. Si la función política de la clase media fuera realmente la que describe la «perspectiva clásica» desde Aristóteles a Seymour Martin Lipset, donde estos grupos son siempre un factor de moderación del juego político, su impacto en la gobernabilidad sería claro e indiscutible: las clases medias serían un factor de estabilidad institucional. Pero la realidad supera en complejidad a la teoría y, durante la segunda mitad del siglo XX, las clases medias latinoamericanas desempeñaron papeles diferentes, hasta contradictorios. Ludolfo Paramio (2011) sostiene que la experiencia latinoamericana respecto de la participación de las clases medias en los procesos políticos de las décadas recientes dista de lo es-

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tablecido por la teoría clásica. Por una parte, es posible advertir claramente en estos grupos una función orientada a la defensa de los intereses de la oligarquía apoyando los regímenes burocrático autoritarios en aquellos casos donde existió una percepción de amenaza por los proyectos populares del período. Así ocurrió en los quiebres democráticos de Chile, Uruguay, Argentina y, más moderadamente, Brasil. En cada uno de estos casos, aunque con distinta intensidad, las clases medias se movilizaron a favor de la ruptura del orden institucional y la llegada de los militares al poder. Sin embargo en otros casos, como lo ocurrido en México desde inicios de la década de 1980, las clases medias desempeñan el papel de agentes proclives al status quo y al inmovilismo institucional. A pesar de las severas crisis de 1982 y 1994, las clases medias mexicanas generan una fuerte aversión al riesgo por el cambio de políticas de los gobiernos del PRI, razón por la cual Soledad Loaeza afirma que la gradual inclinación de estos grupos por la transición y la democratización debe ser entendida como una fórmula para reducir la incertidumbre y discrecionalidad frente al manejo económico (Paramio, 2011: 152-154). Una condición que favorece el apoyo de las clases medias a la estabilidad institucional, a juicio de Paramio, es la ampliación de este sector en base a la formación de una clase media baja producto de la movilidad ascendente de grupos de antiguos pobres. Si se examina la situación de Brasil y Venezuela en los últimos años se podrá coincidir en que, para gran parte de las clases medias venezolanas, el presidente Chávez es visto como una amenaza, tanto en lo concerniente a un eventual deterioro económico como en lo que concierne a los valores políticos tradicionales. En el caso de Brasil, en cambio, la clase media pasó del 38 % al 47 % en pocos años, generando una alta adhesión al Partido de los Trabalhadores y al presidente Lula (Paramio, 2011: 13-14). En sentido contrario, la actitud de distanciamiento político de la clase media se basa en la percepción de amenaza de este sector referida a la preservación de su estilo de vida tradicional, entendida como continuidad en la situación económica y en los valores dominantes. Dicha situación se aprecia en Bolivia entre la clase media blanca, que expresa oposición a Evo Morales por el intento de captura de las instituciones republicanas por parte del gobierno del MAS. Como contrapartida, la clase media chola preferentemente respalda la administración del presidente Morales (Paramio, 2011: 15). Similar situación a la que ocurre en

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Bolivia con los sectores medios blancos, sucede con el rechazo de la clase media al presidente Lucio Gutiérrez de Ecuador, cuyo liderazgo apareció sustentado en un conjunto de pactos informales con Abdalá Bucaram (Paramio, 2011: 16).

Consolidación democrática y democratizacion En el contexto de los procesos transicionales acaecidos en la década de 1980, el mainstream de la ciencia política desarrolló convergencias importantes como fue su orientación formalista e institucional. Cualquier preocupación por aspectos sustantivos o de resultados en la acción política se entendió sujeta a restricciones derivadas de las trayectorias de los sistemas políticos latinoamericanos. Los autores del período coinciden en que no existe certeza sobre las características de los sistemas post-autoritarios y tampoco respecto a los fines últimos del proceso político en años en los que, a nivel internacional, entraron en profunda crisis las alternativas frente al mercado y la democracia liberal (Sassoon, 2001: 490). Por tanto, el debate sobre los propósitos de la acción política en América Latina, más allá de la transición y sus complejidades estratégicas, no constituyó un foco relevante de atención del clero disciplinar. La reflexión sobre la democratización, por ende, se vio empobrecida por la incapacidad para discutir sobre los propósitos de la acción política y el proceso social, a partir del debilitamiento de los repertorios ideológicos de la izquierda europea. Parado>“i˜Ìi]Ê `>“Ê *ÀâiܜÀΈ]Ê >Ê >Ê Ã>â˜Ê Õ˜œÊ `iÊ œÃÊ ÀiۈȜ˜ˆÃÌ>ÃÊ contemporáneos más destacados de la tradición marxista, sostiene que no es posible la democracia en una sociedad que carece de alternativas. Como una especie de reminiscencia del pensamiento de Carl Schmitt, se pudo observar en estos años «monocolores» que la caída de los antagonismos ideológicos de la Guerra Fría condujo también a un «vaciamiento» del proyecto democrático. Una de las excepciones a esta tendencia formalista en la ciencia política de la década de 1980 es Samuel P. Huntington, quien entiende que el debate sobre los fines de la acción y el proceso político se desarrolla en el contexto de un proceso más amplio; la expansión mundial de la democracia y la civilización occidental. Según este autor, esta dinámica expansiva del proyecto democrático occidental se desplegó en el siglo XX en tres oleadas democratizadoras y dos oleadas de reflujo:

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1. Primera oleada (1828-1926), luego de la que existirán veinte y nueve Estados democráticos. 2. Segunda oleada (1943-1962), que extiende la democracia a treinta y seis Estados. 3. Tercera oleada (1974 en adelante), que elevó el número de Estados democráticos a cincuenta y ocho. (Pasquino, 2011: 328). Entre los factores que precipitaron, desde mediados de la década de 1970, la democratización de la «tercera ola», se cuentan: la pérdida de legitimación de los regímenes autoritarios, el crecimiento de las economías capitalistas, la influencia de la Iglesia Católica, la promoción de los derechos humanos a nivel internacional, las reformas emprendidas por Gorbachov y el efecto de contagio («bola de nieve») de los procesos de democratización en Europa del Este y América Latina (Pasquino, 2011: 328). `>“Ê*ÀâiܜÀΈÊi˜ÊDemocracia y mercado (1995), sostiene que la consolidación democrática se produce cuando se alcanzan dos condiciones complementarias: i) debe existir incertidumbre estructural sobre los resultados de los conflictos institucionalizados y ii) los actores deben entender que las soluciones a los conflictos constituyen resultados contingentes, por tanto, reversibles. De tal manera, la consolidación democrática sería una condición derivada del acatamiento de los resultados (contingentes) que producen los mecanismos institucionales destinados al procesamiento de los conflictos políticos. La legitimidad de estos procedimientos será mayor en tanto sus resultados dependan de las decisiones de los actores y las reglas del juego, impidiendo soluciones a priori y definitivas (irreversibles) frente a las controÛiÀÈ>ðÊ*ÀâiܜÀΈ]Êi˜ÊÀi>Vˆ˜Ê>ÊiÃÌiʫ՘̜]ÊÜÃ̈i˜i\ La democracia está consolidada cuando, bajo unas condiciones políticas y económicas dadas, un sistema concreto de instituciones se convierte en el único concebible y nadie se plantea la posibilidad de actuar al margen de las instituciones democráticas, cuando los perdedores solo quieren volver a probar suerte en el marco de las mismas instituciones en cuyo contexto acaban de perder. La democracia está consolidada cuando se impone por sí sola, esto es, cuando todas las fuerzas políticas significativas consideran preferible continuar supeditando sus intereses y valores a los resultados inciertos de la interacción de las instituciones. Acatar los resultados de cada momento,

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aunque supongan una derrota, y encauzar todas sus acciones a través del marco institucional, resulta preferible para las fuerzas democráticas a intentar subvertir la democracia. Expresado en términos más técnicos, la democracia está consolidada cuando el acatamiento –la actuación en el marco institucional– constituye un punto de equilibrio de las estrategias descentralizadas de todas las fuerzas po‰ÌˆV>Ãʈ˜ÛœÕVÀ>`>ÃÊ­*ÀâiܜÀΈ]Ê£™™x\Ê{Ӈ{ή°Ê

Con Leonardo Morlino (2009) se trasciende el énfasis procedimental para abocarse al estudio de la consolidación democrática en base a la noción de calidad. Para este autor, las dimensiones procedimentales que permiten una democracia de calidad son: el imperio de la ley y la rendición de cuentas. Morlino, además, retoma la antigua preocupación por los aspectos normativos y sustantivos de la democracia al incluir en su análisis el respeto pleno de los derechos y el desarrollo progresivo de mayor igualdad (política, social y económica). De esta forma, la calidad de la democracia puede ser entendida de modo complementario en términos de procedimientos (monitoreo del trabajo gubernamental y de la vigencia de las leyes), resultados (satisfacción de ciudadanos) y contenidos (ciudadanos disponen de amplio sistema de derechos). Cuadro Nº 69 Dimensiones procedimental y sustantiva para el análisis de la calidad de la democracia

Fuente: Morlino (2009)

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Elementos de Ciencia Política

Para Morlino, la consolidación democrática consiste en el doble proceso por el cual se definen y fijan los caracteres esenciales del régimen democrático, así como también se adaptan estructuras y normas que permiten la rutinización de las prácticas políticas: Definición y adaptación no significan necesariamente rigidez, sino únicamente fijación de instituciones, procedimientos, prácticas, costumbres, routines propias de un determinado régimen democrático. Además, si se considera la relación entre régimen y sociedad civil, la consolidación implica también la progresiva ampliación de la aceptación de las estructuras y las normas para la resolución pacífica de los conflictos; una conciencia cada vez mayor en la aceptación y en el apoyo hacia el compromiso institucional (Morlino, 2009: 116-117).

Es un objetivo de la consolidación democrática estabilizar estructuras, normas y modos de interacción entre actores e instituciones. La generación de patrones estables de relación entre instituciones, sociedad civil y estructuras de intermediación tiene por objeto evitar poner en riesgo la legitimidad del régimen democrático. Morlino, en este punto, sostiene: «Si la consolidación es precisamente el proceso mediante el cual se fijan las estructuras y las normas democráticas, y las relaciones entre las instituciones políticas y la sociedad civil, entonces dicho proceso implica el reforzamiento del régimen democrático, para evitar la posibilidad de crisis futuras» (Morlino, 2009: 117). El autor ha representado la generación de patrones estables de relación entre instituciones y sociedad como un proceso en dos direcciones; la primera, una dinámica descendente orientada a maximizar los niveles de control y penetración sobre la sociedad («anclaje»); y la segunda, el consentimiento que la sociedad confiere a la estructura institucional en base a la acción de las organizaciones partidarias («legitimación»). Estas relaciones estables se desarrollan en dos direcciones: desde abajo hacia arriba, es decir, de la sociedad a las instituciones, y desde arriba hacia abajo, de las instituciones recién creadas a las estructuras intermedias y a la sociedad. Por ejemplo, en relación a los partidos, en

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tanto que posibles actores protagonistas de la consolidación, la primera dirección va de la sociedad civil y los ciudadanos a las instituciones de gobierno: los partidos funcionan aquí como medios de legitimación o como actores que crean consenso y la legitimidad a favor de las instituciones de gobierno. La segunda dirección va desde las instituciones y los partidos a los grupos o, en sentido amplio, a la sociedad civil: los partidos pueden entenderse como instituciones públicas que canalizan la demanda política de la sociedad, dirigiéndola o, incluso, controlándola. Por consiguiente, las dos dimensiones principales del proceso son, por un lado, la legitimación, por otro, el anclaje (Morlino, 2009: 117).

Leonardo Morlino entiende que ambas dinámicas, legitimación y anclaje, se complementan para que se produzca la consolidación democrática, dejando a las estructuras partidarias como instancias de intermediación encargadas de cristalizar los procesos de creación de consentimiento y control social. Así, la legitimación es entendida como el conjunto de actitudes positivas de los actores frente a las instituciones democráticas, que se asumen como «las más apropiadas para gobernar el país» (Morlino, 2009: 118). En todo caso, lo que verdaderamente importa para la consolidación, más que la legitimidad entregada por parte de las elites y los actores estratégicos, es el simple «consenso orgánico» entendido como «aquellas actitudes de simple aquiescencia y aceptación, con frecuencia pasiva, de las instituciones por parte de la sociedad, que simplemente toma nota de la ausencia de cualquier otra alternativa posible» (Morlino, 2009: 119). El autor lo resume del siguiente modo: «desde el punto de vista de la consolidación, es más importante que haya consenso y ausencia de reacciones negativas en las masas, y legitimidad (o legitimación) en las elites» (Morlino, 2009: 120). Para que la legitimación se desarrolle es necesario que existan –a lo menos– tres condiciones: respeto a la legalidad, neutralización de los militares y neutralización de los grupos empresariales privados que acepten las instituciones democráticas (Morlino, 2009: 122). El anclaje, por su parte, se refiere a un proceso de creación de esquemas mentales por parte de las elites destinado a producir vinculación y control social en contextos de información limitada o alta incertidumbre. Serían cuatro los mecanismos 230

Elementos de Ciencia Política

políticos que hacen operativo el anclaje: organización partidista, clientelismo, neocorporativismo y función de gatekeeper de los partidos (Morlino, 2009: 125). El cuadro siguiente muestra las alternativas de consolidación considerando las dimensiones «anclaje» (eje vertical) y «legitimación» (eje horizontal). Para la dimensión anclaje, el continuum va desde el extremo del «dominio», entendido como penetración de las instituciones sobre la sociedad, al extremo de la «neutralidad», entendida como autonomía de la sociedad frente a los partidos y otras estructuras institucionales. La columna de la legitimación «inclusiva» se refiere a la generación de consenso y legitimación democrática extendida, sea a través de la acción del Estado o de las elites. La columna de la legitimación «exclusiva» da cuenta de altos niveles de resistencia de sectores de la elite o de ciertos actores estratégicos frente a las instituciones democráticas, lo que determina que sean los partidos oficialistas quienes desarrollen la penetración y el control sobre la sociedad civil. Cuadro Nº 70 Alternativas para la consolidación democrática >ĞŐŝƟŵĂĐŝſŶ džĐůƵƐŝǀĂ

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Fuente: Morlino (2009: 132)

Sin embargo, a diferencia de la mayor parte de los trabajos sobre la consolidación democrática, consideramos que no basta la ausencia de oposición o rechazo organizado a la democracia como régimen para señalar un proceso incompleto. El gran problema de las sociedades democráticas actuales tiene más que ver con una retracción e indiferencia frente a la política institucional, que deviene en un sistema social, que con sistemas de organización del poder paralelos a los sistemas formales y sin posibilidades expeditas de inclusión. Por tanto, el 231

Marcelo Mella

estudio del contexto institucional es de la mayor relevancia si se quiere encontrar los caminos posibles para la validación y el perfeccionamiento de la democracia (democratización). El problema de la política y de la democracia en la actualidad no es, exclusivamente, un problema institucional, antes bien, se trata de un desanclaje cognitivo con las complejidades de lo social bajo el marco del capitalismo avanzado. Como se ha visto en la presente sección, el proceso de consolidación democrática se ha analizado, preferentemente, desde el punto de vista de la capacidad del gobierno o de actores y estructuras institucionales. Sin ser completamente equivocada esta perspectiva resulta, para el estudio de la democratización, a lo menos incompleta, puesto que no pondera adecuadamente la importancia de la sociedad civil como actor político. En lo que sigue se analizarán algunas ideas para mejor entender el problema de la democratización, destacando el papel de la sociedad y la acción colectiva como elementos claves en la valorización de las instituciones y el régimen democrático. Charles Tilly (2010) ha sostenido que la democratización se conecta con dos procesos; la construcción de los Estados (que incluye el desarrollo capitalista) y el desarrollo histórico de repertorios de movilización popular. Este autor entiende que ambas dimensiones se encuentran interconectadas porque los grandes cambios estructurales, generados por el capitalismo y la construcción de los Estados, modifican los intereses, oportunidades y formas orgánicas de la sociedad, lo que a su vez redefine las modalidades de las luchas sociales (2010: 13). En consecuencia, Tilly hace depender el avance de la democratización del juego dialéctico entre la construcción de los Estados (formalizada en la variable «capacidad del Estado») y el nivel de democracia (formalizada mediante la variable «consultas mutuamente vinculantes, amplias, iguales y protegidas»). En concordancia con lo anterior, se define la capacidad del Estado como «la medida en que las intervenciones de los agentes estatales sobre los recursos, actividades y conexiones interpersonales no estatales alteran las distribuciones existentes de dichos recursos, actividades y conexiones interpersonales, así como las relaciones entre tales distribuciones» (Tilly, 2010: 48). De manera semejante, se define el régimen democrático a partir de la existencia de relaciones políticas entre el Estado y los ciudadanos basadas en «consultas mutuamente vinculantes, amplias, iguales y protegidas» (Tilly, 2010: 45). 232

Elementos de Ciencia Política

Se puede apreciar, en el cuadro que sigue, que la combinación de las dimensiones «capacidad estatal» y «democracia» permite identificar cuatro formas de regímenes políticos; no democrático de alta capacidad (por ejemplo, Kazajstán e Irán), no democrático de baja capacidad (por ejemplo, Somalía y Congo-Kinsasa), democrático de alta capacidad (por ejemplo, Noruega y Japón) y democrático de baja capacidad (por ejemplo, Jamaica y Bélgica) (Tilly, 2010: 50). Cuadro Nº 71 Tipos de régimen básico

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Fuente: Tilly (2010)

Los cuatro cuadrantes identificados por Tilly se explican, en sus rasgos principales, de la siguiente manera: No democrático de alta capacidad: escasa voz pública excepto aquella permitida por el Estado; amplia implicación de las fuerzas de seguridad del Estado en toda política pública; cambio de régimen, bien por medio de una lucha entre la elite, bien mediante una rebelión desde abajo. No democrático de baja capacidad: movilización religiosa de los señores de la guerra y en bloques étnicos; lucha violenta frecuente incluyendo guerras civiles; múltiples actores políticos, incluyendo criminales que despliegan fuerza letal. Democrático de alta capacidad: movimientos sociales frecuentes; actividad de grupos de interés y movilizaciones de partidos políticos; consultas formales (incluyendo elecciones competitivas) como momentos fuertes de la actividad política; amplio seguimiento estatal de la política pública combinado con niveles de violencia política relativamente bajos.

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Marcelo Mella

Democrático de baja capacidad: al igual que en los regímenes democráticos de alta capacidad, movimientos sociales frecuentes, actividades de grupos de interés y movilizaciones de partidos políticos; más consultas formales (incluyendo elecciones competitivas) como momentos fuertes de la actividad política; pero, un seguimiento estatal menos efectivo y una implicación mayor de los actores semi-legales e ilegales en la política pública, así como niveles de violencia letal en la política pública sustancialmente más elevados (Tilly, 2010: 52).

A nivel de trayectorias, la teoría de Charles Tilly plantea que existen tres caminos para alcanzar un régimen democrático de alta capacidad; el «Estado medio», graficado con la línea recta ascendente; el «Estado débil», caracterizado por el avance mayor de la democracia por sobre las capacidades estatales; y el «Estado fuerte», caracterizado por el avance mayor de las capacidades estatales por sobre la democracia. Más allá de cualquier idealización estimulada por la creencia en una progresión constante (Estado medio), se reconoce que la trayectoria del Estado fuerte converge con mayor seguridad hacia una democracia de alta capacidad que un Estado débil, incapaz de subordinar a los centros de poder autónomos y eliminar las desigualdades de categoría en política pública. Cuadro Nº 72 Tres vías idealizadas hacia la democracia

Fuente: Tilly (2010)

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Elementos de Ciencia Política

Un caso de trayectoria de democratización alternativa la constituye Venezuela desde 1900 hasta la actualidad. Sin duda, la historia de este país se encuentra marcada por cambios drásticos en la trayectoria de su capacidad estatal y de su democratización. Como características generales se puede sostener que Venezuela, en los comienzos del siglo XX, se ubica en el cuadrante de baja capacidad estatal, para posteriormente, en el transcurso de la segunda mitad del siglo, orientarse a un régimen no democrático de alta capacidad estatal. Desde la llegada al poder de Juan Vicente Gómez, en 1908, pasando por Marcos Pérez Jiménez, entre 1948 y 1958, y hasta la llegada de Hugo Chávez, en 1999, los golpes de Estado han sido para ese país una experiencia repetida. Venezuela ha desarrollado dos fases tenues de democratización entre 1935 y 1945-1948 y entre 1958 y 1990; y tres fases de des democratización entre 1900 y 1935, 1945-1948 y 1954 y 1990 hasta la actualidad. La primera fase de democratización (1935 a 1945) sobreviene tras el fin de la dictadura de Juan Vicente Gómez y se prolonga hasta el «trienio»; por su parte, la segunda etapa (1958 a 1990) transcurre desde el Pacto de Punto Fijo y su manifestación normativa en la Constitución de 1961 hasta la llegada de Chávez. Como se podrá desprender de lo anterior, las tres fases de des democratización corresponden a los gobiernos de Gómez (1908 a 1935), Pérez Jiménez (1948 a 1958) y Chávez (1990 al presente). En este contexto, el control estatal sobre los ingresos del petróleo podría haber constituido una trayectoria de Estado fuerte hacia la democracia de alta capacidad, sin embargo, la alta dependencia sobre el crudo de la matriz productiva venezolana, sumada a la incapacidad de la clase política de consolidar un modelo de desarrollo, ha desviado históricamente al país del objetivo de la democratización (Tilly, 2010: 208-216).

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Marcelo Mella

Cuadro Nº 73 Regímenes venezolanos 1900-2006

Fuente: Tilly (2010)

Dilemas emergentes de la democratizacion: inestabilidad, desviación e informalidad Observamos en América Latina al menos tres dilemas que ponen en cuestión las oportunidades de democratización y las conexiones de la política institucional con lo social. Constituyen desafíos prácticos para reorientar a la ciencia política y potenciar su compromiso con problemas política y socialmente relevantes en la región, a saber; i) las nuevas formas de inestabilidad, ii) las manifestaciones contemporáneas de desviación y iii) la persistencia de la informalidad política.

Inestabilidad Durante los últimos veinte años se han sucedido diversos eventos de inestabilidad presidencial en América Latina, aunque con una particularidad respecto de años anteriores; no comprometen la continuidad del régimen político. Algunos autores –incluso– han comenzado a hablar de un «neo presidencialismo», considerando que contemporáneamente en la región no se cumplen fielmente las tesis catastróficas pro-parlamentarias de Juan Linz. Según este autor, las crisis de los regímenes políticos, experimentadas durante gran parte

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Elementos de Ciencia Política

del siglo XX, obedecieron por sobre todo a factores históricos o contextuales más que a elementos endógenos del régimen presidencial. Sin embargo, las experiencias latinoamericanas post-autoritarias muestran que la recurrencia de las crisis y el conflicto político se mezclan con una continuidad general de la democracia regional. Se trata, entonces, de una nueva forma de inestabilidad bajo el presidencialismo latinoamericano, que tiene como signos diferenciadores la continuidad del régimen y la crisis de los gobiernos. Aníbal Pérez Liñán ha señalado en relación a este punto: Como en décadas anteriores, los gobiernos elegidos democráticamente siguen cayendo, pero a diferencia de décadas anteriores, no se derrumban los regímenes democráticos. Hay varias razones que explican la paradoja de la estabilidad del régimen democrático en medio de la inestabilidad del gobierno. Se cuentan entre ellas el fin de la Guerra Fría, cambios en la política exterior de Estados Unidos, el aprendizaje político que resultó de las dramáticas experiencias de las dictaduras militares de los años sesenta y setenta y el nuevo papel de las instituciones internacionales. En este contexto, las elites civiles no pueden convocar a los militares para que intervengan; se han visto obligadas, en consecuencia a encontrar mecanismos constitucionales para resolver sus disputas. El juicio político al presidente ha surgido como instrumento poderoso para desplazar presidentes indeseables sin destruir el orden constitucional (Pérez Liñán, 2009: 20).

A pesar del retroceso de los regímenes autoritarios y una significativa disminución del rol político de los militares –situaciones que han permitido la continuidad democrática en la región–, los gobiernos han seguido experimentando grandes dificultades para gobernar con estabilidad. Si se atiende a este rasgo, el fenómeno específico de las últimas décadas en América Latina sería la «inestabilidad presidencial». Según Pérez Liñán, dentro del concepto de inestabilidad presidencial se ubican tres procesos (mecanismos) posibles, a nivel regional y en las últimas décadas, todos orientados al objetivo de la caída del presidente. Estos mecanismos son: la renuncia anticipada, el golpe legislativo y el juicio político. En términos conceptuales: «La renuncia anticipada denota una presidencia interrumpida en el contexto de una crisis sin derrumbe, 237

Marcelo Mella

pero no necesariamente un conflicto entre el presidente y el Congreso. La idea de golpe legislativo denota una presidencia interrumpida con acuerdo del Poder Legislativo, pero en circunstancias que potencialmente violentan el normal proceso democrático (por ejemplo, la salida del presidente Mahuad en Ecuador). En el centro de esta constelación conceptual, el juicio político indica una situación en la que la presidencia ha sido interrumpida siguiendo un procedimiento constitucional como resultado de una acción del Poder Legislativo contra el presidente» (Pérez Liñán, 2008: 109). Como se ve en el cuadro siguiente, estos procesos diversifican los desenlaces típicos (tradicionales) en situaciones de crisis política (crisis de régimen), a saber: golpe de Estado, autogolpe y reequilibramiento.

Cuadro Nº 74 Categorías vinculadas a la nueva inestabilidad presidencial en América Latina

Fuente: Pérez Liñán (2008: 108)

Siguiendo a Pérez Liñán, la inestabilidad presidencial consiste en un conjunto de acciones que llevan al presidente a poner fin a su mandato antes del tiempo previsto institucionalmente. Las características centrales de esta nueva forma de inestabilidad son las siguientes: i) los motivos que lo llevan a esta situación son de carácter político y ajenos a su voluntad, ii) crisis presidencial combinada con preservación del orden constitucional, y iii) ten238

Elementos de Ciencia Política

sión institucional entre el presidente y el Congreso. En relación a este último aspecto, el autor referido define la crisis presidencial como «todo proceso por el cual el Congreso intenta remover al presidente de su cargo, el presidente intenta clausurar el Congreso, o uno de los dos poderes apoya un movimiento civil o militar en contra del otro» (Pérez Liñán, 2008: 109). Conforme a esta matriz se identifican trece presidentes removidos de su cargo entre 1985 y 2005, lo que justifica la reformulación conceptual realizada por el autor. Ellos son: Hernán Siles Zuazo (Bolivia, 1985), Raúl Alfonsín (Argentina, 1989), Fernando Collor de Mello (Brasil, 1992), Jorge Serrano (Guatemala, 1993), Carlos Andrés Pérez (Venezuela, 1993), Joaquín Balaguer (República Dominicana, 1996), Abdalá Bucaram Ortiz (Ecuador, 1997), Raúl Cubas Grau (Paraguay, 1999), Jamil Mahuad (Ecuador, 2000), Alberto Fujimori (Perú, 2000), Fernando de la Rúa (Argentina, 2001), Gonzalo Sánchez de Lozada (Bolivia, 2003) y Lucio Gutiérrez (Ecuador, 2005) (Pérez Liñán, 2008: 106). El cuadro siguiente muestra los desenlaces que tuvieron los poderes electos de las crisis presidenciales latinoamericanas durante el período comprendido entre 1950 y 2004. Se puede observar que el nuevo fenómeno de la inestabilidad presidencial sin quiebre de la democracia se concentra en las últimas dos décadas, siendo sus tres posibles consecuencias: la remoción del presidente, la disolución del Congreso o la estabilización institucional.

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Marcelo Mella

Cuadro Nº 75 Desenlace de las crisis presidenciales 1950-2004 Consecuencias para las ramas electas Consecuencias ƉĂƌĂĞůƌĠŐŝŵĞŶ

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Desenlace ĞƋƵŝůŝďƌĂĚŽ

Fuente: Pérez Liñán (2009: 109)

Informalidad A pesar de las rupturas institucionales acaecidas en las últimas décadas en América Latina, existen continuidades a nivel de prácticas como el clientelismo; fenómeno que fija desa-

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Elementos de Ciencia Política

fíos irrenunciables para la democratización en nuestra región. Barbara Schroter (2010) define el clientelismo como un «intercambio de bienes y servicios por apoyo político y votos». Andreas Schedler (2004), por su parte, define este fenómeno como «el intercambio de favores materiales por subordinación política». Ambos autores coinciden en que, dado que el clientelismo «intenta resolver problemas de distribución y mediar entre intereses diversos», es un mecanismo esencialmente político. Además, existe acuerdo en que este mecanismo de vinculación política «tradicional» posee cierta capacidad de adaptación y renovación, manteniendo su esencia. Schedler ha señalado, por ejemplo, respecto al caso mexicano, que este país ha conocido un clientelismo autoritario y luego un clientelismo democrático como elementos transversales al proceso de transición y reforma del régimen político. Se coincide en que el clientelismo posee ciertos mecanismos intrínsecos que otorgan el componente común a sus diversas formas históricas y locales. Estos mecanismos intrínsecos o atributos son: la asimetría, la reciprocidad y la dependencia mutua que caracteriza la relación entre las partes. Al mismo tiempo se trata de una relación personal, informal y voluntaria, que supone altos niveles de confianza y lealtad. Los autores destacan que la estructura base de la relación clientelar yace en su forma bilateral, entre un sujeto dominante llamado «patrón» y uno dominado llamado «cliente». De acuerdo a Schroter (2010), cuando los estudios enfatizan la perspectiva del patrón (desde arriba) el fenómeno se denomina patronazgo y, cuando se inclina a asumir la perspectiva del cliente (desde abajo), recibe el nombre de clientelismo. Esta última autora distingue tres subtipos de clientelismo: clientelismo forzado (relación cliente-patrón sostenida por múltiples mecanismos de coerción y monitoreo para el cumplimiento de la voluntad comprometida), clientelismo ilusionario (relación cliente-patrón fundada en una creencia ilusoria sobre las lealtades recíprocas) y clientelismo moderno (relación cliente-patrón se encuentra en permanente modificación) (Schroter, 2010: 148). Identificamos simultáneamente dos dimensiones fundamentales del fenómeno clientelar, a saber: la dimensión racional y la dimensión normativa. La dimensión racional concibe el clientelismo como un pacto para objetivos individuales en el que juega un importante papel la racionalidad costo / beneficio y el

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propósito de superar carencias y situaciones de deprivación. La dimensión normativa entiende el clientelismo como un mecanismo que genera valor simbólico a los sujetos intervinientes, a partir de la vigencia de ciertas normas morales y/o sociales que hacen posible la pertenencia e integración social. Cuadro Nº 76 El concepto de clientelismo

Fuente: Schroter (2010: 152)

En cuanto a las dimensiones del fenómeno, Javier Auyero (1997) constata que la relación clientelar se basa en intercambios de recursos y servicios instrumentales (dimensión racional), o expresivos (dimensión normativa). En tal sentido: Las relaciones clientelares son vistas como arreglos jerárquicos, como lazos de control y dependencia. Son lazos verticales basados en diferencias de poder y en desigualdad. Siendo altamente selectivas, particularistas y difusas, las relaciones clientelares se basan en el intercambio simultáneo de dos tipos diferentes de recursos y servicios: instrumentales (políticos o económicos) y «sociables» o expresivos (promesas de lealtad y solidaridad) (Auyero, 1997: 24).

Por otra parte, la estructura de la relación clientelar supone la construcción conjunta de un frame y, por tanto, subentendemos que trae consecuencias normativas de importancia para ambos sujetos partícipes de la relación, toda vez que el 242

Elementos de Ciencia Política

clientelismo contribuye al anclaje de las estructuras de poder utilizando, sincrónicamente, control y consentimiento. Cuánto de control y cuánto de consentimiento, cuánto de instrumental o normativa es la relación base del clientelismo o cuánto antagonismo y cuánta cooperación supone, son todas preguntas a responder empíricamente. La relación social clientelar es una relación de dominación, compleja y anclada. Con este último término me refiero a que este tipo de relaciones se distinguen del resto en que: a) implican un reconocimiento recíproco entre los actores, y b) presuponen la construcción de un marco (frame) de conocimiento mutuo que organiza la experiencia de los actores. Las relaciones entre el mediador y el cliente implican un lazo por medio del cual los agentes se reconocen de manera personalizada (Auyero, 1997: 26).

Desviación Otro aspecto relacionado con los déficits en la democratización está dado por las nuevas formas de la «desviación» y la «marginalidad» como fenómenos sociopolíticos. El supuesto respecto de la democratización es que, considerando los procesos de la legitimación institucional y anclaje propuestos por Morlino, debiera existir una sociedad caracterizada no solo por el acatamiento de las reglas del juego, sino dispuesta a jugar dentro de ellas. La experiencia ha sido más compleja y sobrepasa el balance de la participación electoral. A dos décadas de restituidos los regímenes democráticos en la región se evidencian lógicas de informalidad, apatía y desinterés, o racionalidades constituidas al margen y en oposición a la instituciones democráticas. Se trata de continuidades en prácticas que reaparecen metamorfoseadas, como el clientelismo o el fracaso en el reclutamiento de la juventud.

˜Ê ÌjÀ“ˆ˜œÃÊ Vœ˜Vi«ÌÕ>iÃ]Ê œÜ>À`Ê iVŽiÀÊ ­Óää™®Ê “i˜Vˆœna que existen –al menos– cuatro significados incompletos de la desviación. En primer lugar, desviación en su acepción estadística, vale decir, como comportamientos que se alejan del promedio. Esta perspectiva no permitiría distinguir lo específico de la desviación como realidad sociopolítica de características triviales de los sujetos; como ser zurdo, pelirrojo o de una estatura por sobre o bajo el promedio. Becker señala a este respecto: «Expresado así, el punto de vista estadístico parece limitado (…) reduce el problema descartando muchas preguntas valiosas que 243

Marcelo Mella

normalmente surgen cuando se discute la naturaleza de la desviación. A la hora de evaluar cualquier caso en particular, todo lo que uno debe hacer es calcular la distancia existente entre el comportamiento analizado y el comportamiento promedio, lo que constituye una solución demasiado simplista» (2009: 24). Luego, la desviación puede entenderse en términos patológicos, o bien como si fuera producto de un desorden o deterioro mental. Estas perspectivas son difíciles de operacionalizar en el análisis social y político, por la dificultad para construir un acuerdo respecto de cuáles serían aquellas conductas saludables o porque deriva la explicación hacia mecanismos mentales internos del individuo, a modo de una explicación etológica. Un tercer significado de la desviación la considera como equivalencia a la disfuncionalidad social. La problemática central aquí consiste en discernir entre aquellas conductas que fomentan la estabilidad y que son, por esto, «funcionales», y aquellas conductas que buscan alterar la estabilidad, y por tanto son «disfuncionales». En todo caso, tal como señala Becker, los criterios que harían posible discernir cuáles conductas son funcionales son políticos, por lo que no resulta fácil utilizar esta perspectiva para el análisis de la desviación social: La cuestión de cuál es el propósito u objetivo (función) de un grupo y, en consecuencia, qué cosas lo ayudan a lograrlo o se lo impiden suele ser de carácter político. No hay consenso al respecto dentro de las diferentes facciones del mismo grupo, y cada una de ellas opera para que prevalezca su propia idea de la función que tiene ese grupo. La función de un grupo u organización, por lo tanto, es el resultado de una confrontación política, y no algo intrínseco a la naturaleza de la organización. De ser esto cierto, entonces es muy probable que también deban ser consideradas como políticas las decisiones acerca de qué leyes hay que aplicar, qué comportamientos se consideran desviados y quiénes deben ser etiquetados como outsiders (Becker, 2009: 26-27).

Finalmente, se ha buscado definir la desviación en base a la conducta de no obediencia. Pero esta perspectiva pareciera no dar cabal cuenta de las ambigüedades y complejidades de la no obediencia, pues en el contexto de una sociedad plural no existe razón para suponer que los espacios de consenso sean tan amplios. Si esto es efectivamente así, entonces la pertenencia de un 244

Elementos de Ciencia Política

sujeto a un grupo podría significar la no obediencia respecto de las normas producidas en otro grupo. Pareciera ser, por tanto, que la perspectiva más razonable frente al fenómeno de la desviación es centrarse en el no cumplimiento de las normas, así como en el etiquetamiento que ciertos }ÀÕ«œÃʅ>Vi˜Ê`iÊ«>ÕÌ>ÃÊiëiV‰wV>ÃÊ`iÊVœ“«œÀÌ>“ˆi˜Ìœ°ÊœÜ>À`Ê Becker explica esta doble perspectiva del fenómeno: Los grupos sociales crean la desviación al establecer las normas cuya infracción constituye una desviación y al aplicar esas normas a personas en particular y etiquetarlas como marginales. Desde ese punto de vista la desviación no es una cualidad del acto que la persona comete, sino una consecuencia de la aplicación de reglas y sanciones sobre el infractor a manos de terceros. Es desviado quien ha sido exitosamente etiquetado como tal, y el comportamiento desviado es el comportamiento que la gente etiqueta como tal (2009: 28).

De acuerdo a esta explicación, la especificidad del fenómeno de la desviación estaría dada: i) por ser resultado de una interacción (implica intercambio) entre un grupo y un sujeto; así como también, ii) correspondería a una modalidad de acción colectiva, pues supone la cooperación de otros. La primera condición corresponde al arreglo o transacción «que se produce entre determinado grupo social y alguien que es percibido por ese grupo como un rompenormas» (Becker, 2009: 29). En el caso de la segunda característica, específica de la desviación como acción colectiva, se observa «que la gente actúa con la mirada puesta en la respuesta de los otros frente a la acción en cuestión. Toman en cuenta el modo en que quienes los rodean evaluarán su accionar, así como el modo en que esa evaluación afectará su prestigio y su rango» (Becker, 2009: 201). Incorporando estos elementos podemos plantear que existen cuatro tipos de conducta vinculadas al fenómeno de la desviación: aquella que cumple la norma y no es percibida como desviación (conforme); aquella que, siendo obediente, es percibida como desviación (falsa acusación); aquella que, transgrediendo la norma, es percibida como desviación (desviado puro); y aquella que rompe la regla y no es percibido socialmente en tal condición (desviado secreto).

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Cuadro Nº 77 Tipos de conducta desviada ŽŵƉŽƌƚĂŵŝĞŶƚŽ ŽďĞĚŝĞŶƚĞ

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Fuente: Becker (2009: 39)

Una última cuestión que parece relevante en el análisis deÃ>ÀÀœ>`œÊ«œÀÊœÜ>À`Ê iVŽiÀÊVœÀÀi뜘`iÊ>ʏ>Ê«Ài}՘Ì>ÊÜLÀiÊ cómo se escapa a los compromisos convencionales y, en consecuencia, cómo se inclina un sujeto hacia el comportamiento desviado. Acá el supuesto es que una gran mayoría de sujetos definidos como «normales» adaptan su comportamiento a las normas institucionales, en un proceso gradual de compromiso a través de su vida. A través de este proceso de compromiso, la deviación aparecería como una alternativa riesgosa o costosa frente a los beneficios que ofrece una trayectoria adaptada a las normas institucionales. Para Becker existen dos factores que parecieran alejar al sujeto del cumplimiento de los compromisos convencionales: i) que el sujeto «haya logrado evitar la conformación de alianzas con la sociedad convencional» (2009: 47) y ii) que exista «desarrollo de motivos o intereses desviados» por el grupo de referencia del sujeto (2009: 49). Si se considera lo señalado por autores como Wacquant y Goffman, se podrá apreciar que una expresión concreta de desviación corresponde a la estigmatización de la nueva pobreza generada en sociedades contemporáneas, fenómeno estructuralmente vinculado a la efectividad de nuevos mecanismos de desvalorización y control social. Para Wacquant, la aparición y persistencia de esta nueva pobreza se asocia a nuevos procesos socioeconómicos, entre ellos, el fin de la asociación entre crecimiento económico, trabajo y pobreza. La nueva pobreza que se puede apreciar a ambos lados del Atlántico y desde hace décadas también en América Latina, se caracteriza por ser una realidad persistente y al margen de los períodos de crecimiento económico y disminución del desempleo. Se trata de una condición social que puede coexistir con desempleo o con formas flexibles y precarizadas de empleo; situación que en cualquier caso tiene, como telón de fondo, graves problemas de desigualdad en la distribu246

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ción del ingreso. Al mismo tiempo, esta nueva manifestación de marginalidad y pobreza se mantiene en el tiempo en el contexto de una desarticulación de los Estados de bienestar y en sociedades fundadas en la concentración territorial y estigmatización social de los pobres. En síntesis, la nueva marginalidad social en las ciudades del capitalismo avanzado se caracteriza por la existencia de las siguientes condiciones: 1. 2. 3. 4.

Resurgimiento de la desigualdad social. Mutación del trabajo asalariado. Desarticulación de los Estados de bienestar. Concentración y estigmatización (Wacquant, 2010: 171-180).

Loïc Wacquant, en su libro Parias urbanos, representa a la nueva marginalidad de las ciudades como un fenómeno de desviación social persistente propiciado por factores estructurales o institucionales resultantes de la contracción del Estado de bienestar: Cualquiera sea la etiqueta utilizada para designarla –infraclase (underclass) en Estados Unidos e Inglaterra, nueva pobreza en Holanda, Alemania y el norte de Italia, exclusión en Francia, Bélgica y los países nórdicos–, los signos reveladores de la nueva marginalidad son inmediatamente reconocibles incluso para el observador casual de las metrópolis occidentales: hombres y familias sin hogar que bregan vanamente en busca de refugio; mendigos en los transportes públicos que narran extensos y desconsoladores relatos de desgracias y desamparo personales; comedores de beneficencia rebosantes no solo de vagabundos sino de desocupados y subocupados; la oleada de delitos y rapiñas, y el auge de las economías callejeras informales (y las más de las veces ilegales), cuya punta de lanza es el comercio de la droga; el abatimiento y la furia de los jóvenes impedidos de obtener empleos rentables, y la amargura de los antiguos trabajadores a los que la desindustrialización y el avance tecnológico condenan a su obsolescencia; la sensación de retroceso, desesperación e inseguridad que gana las barriadas podres, encerradas en una espiral descendente de ruina aparentemente irreparable, y el crecimiento de la violencia etnorracial, la xenofobia y la hostilidad hacia los pobres y entre ellos (Wacquant, 2010: 170).

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En la experiencia latinoamericana, la tipología de las «villas miseria» argentinas constituye una muestra de esta nueva marginalidad. En ellas se ha concentrado y reproducido la pobreza durante las últimas décadas del siglo XX, a la vez que se han transformado en enclaves resistentes a políticas públicas. Sus habitantes son objeto de la violencia generada tanto por la estigmatización social e institucional como por condiciones de extrema inseguridad social, producto de la penetración de economías informales y el narcotráfico: Difícilmente uno puede dar con una configuración urbana que haya sido (y aún sea) la depositaria de tantas esperanzas en el pasado y tantos miedos en el presente. Las villas fueron retratadas como el ejemplo acabado del fracaso del populismo peronista durante los años cincuenta, como suerte de laboratorios para los sueños modernizadores de los años sesenta, como cunas de la revolución en los setenta, como obstáculos para el progreso y como germinadores de subversión durante la última dictadura, como lugares de inmoralidad, crimen y ausencia de ley en la Argentina contemporánea. En la actualidad, la discusión pública sobre la inseguridad recurrentemente menciona a la villa y los villeros (un mote que se aplica a toda la gente que vive en zonas pobres, sean estas villas o no) como una amenaza. En la Argentina fragmentada y polarizada, las villas son zonas que hay que eludir, zonas de crimen a ser temidas y evitadas. Los informes de los medios de comunicación periódicamente se refieren al miedo que esos aguantaderos de criminales generan en la gente que no vive allí. En un clima en el cual la seguridad urbana se ha convertido en el tema principal de la prensa y una de las preocupaciones más importantes de la población dada la explosión en las tasas de criminalidad, la villa aparece como el origen desconocido e impenetrable de la actividad criminal (Wacquant, 2010: 20).

* Referido a los procesos políticos latinoamericanos más recientes, en las últimas páginas, se discutió entre perspectivas que enfatizan los aspectos estructurales (casi siempre económicos) centrados en las «restricciones» de la acción política y aquellas perspectivas centradas en la elección del actor. Estas últimos enfoques se desarrollaron y extendieron en América Latina desde las 248

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investigaciones sobre transiciones desde el autoritarismo; estudios que tuvieron un marcado acento interaccionista y estratégico. Sin embargo, el principal problema que enfrentó el estudio de los procesos políticos, desde una perspectiva centrada en el actor, consistió en descuidar el contexto histórico, los resultados de la acción y los elementos sustantivos que permitían entender la dinámica política específica de América Latina. En este sentido, el «formalismo» predominante en la ciencia política en la región no solo dificultó un mayor impacto disciplinar después de la década de 1990, sino que también obstaculizó la comprensión de las prácticas informales. A esta tendencia formalista de la ciencia política latinoamericana contribuyeron el surgimiento de redes de intelectuales reformistas sobreadaptados, las condiciones de gran complejidad e incertidumbre de los procesos transicionales y el inmovilismo de las clases políticas post-autoritarias, que se orientaron hacia un posibilismo acrítico. Albert Hirschman (1991) ha señalado que la democratización, como proceso orientado al cambio político, se opone a tres lógicas que defienden el status quo y que él llama «retóricas de la reacción». La primera de estas tendencias consiste en la «tesis del peligro», vale decir, aquel imaginario que se opone al cambio porque pondría en riesgo los avances conquistados. En segundo término, existiría un imaginario reaccionario fundado en el supuesto de la futilidad e irrelevancia del cambio político frente a las «leyes de hierro» de la vida social. La tercera retórica de la reacción consiste en la «tesis de la perversidad», entendida como la creencia en que todo cambio tiene, al final de cuentas, un carácter «regresivo». Estas tres «retóricas de la reacción» se utilizan como referencias a las contra-olas democratizadoras complementarias a los análisis de Marshall o Huntington, pero por sobre todo permiten entender qué recursos argumentativos utilizan actores en situaciones concretas (en diferentes contextos y momentos históricos) para resistir los impulsos políticos hacia la reforma y el cambio. Sostenemos que el camino del desarrollo disciplinar de la ciencia política en América Latina se entronca con la capacidad de construir abordajes conceptuales comprensivos de la diversidad política, así como una teorización orientada a cristalizar alternativas viables para la reforma y el cambio. Para este último punto cabe preguntarse entonces, siguiendo a Hirschman, ¿qué

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modificaciones requieren los enfoques centrados en el actor y en la racionalidad instrumental para comprender los procesos de cambio político?; ¿cuáles son, en la región y en cada caso específico, los principales factores que prolongan el status quo e impiden los procesos de reforma y cambio?; ¿es posible pensar el cambio sin una definición nítida de los fines sociales y políticos de la acción? Y, finalmente, ¿es posible pensar en un proceso de cambio político sin lograr definir un «proyecto»?

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Palabras finales

Después de la década de 1980, América Latina experimentó un doble proceso: la expansión de la democracia y las reformas estructurales destinadas a consolidar las economías de mercado. />ÊVœ“œÊ…>˜ÊÃiš>>`œÊ`>“Ê*ÀâiܜÀΈÊÞʘ‰L>Ê*jÀiâʈš?˜]Ê las tendencias estructurales surgidas en este período informan de muy diversos patrones de transición y democratización; no obstante, se observa la persistencia de nuevas manifestaciones de inestabilidad y el desdibujamiento o ausencia de alternativas programáticas frente al estado neoliberal. Si bien es cierto que la inestabilidad política no desaparece por completo del escenario regional, esta adquiere la forma de coyunturas críticas con posibilidad de caídas de gobiernos por la acción de coaliciones callejeras poderosas, coaliciones opositoras mayoritarias en el legislativo o sucesos con dimensiones de escándalo público que acarrean graves daños a la imagen del liderazgo presidencial. En todo caso, las crisis presidenciales poseen implicancias bien distintas a las rupturas del régimen democrático, tal como lo demuestra la historia política del Continente antes de la llegada de los Estados Burocrático Autoritarios. Al señalar que los sistemas políticos de la región desde los años 90 se caracterizaron por falta de alternativas, se alude a la ausencia de narrativas para la reforma y no se quiere señalar que estos sistemas dejen de experimentar coyunturas críticas o nuevos intentos constituyentes o fundacionales. Luego de restablecida la democracia en los Países Andinos y el Cono Sur, se observan diversos focos de conflicto y crisis institucionales que constituyen respuestas frente a la recepción, introducción o profundización del modelo de economía de mercado y estado neoliberal. Entre los casos más notables en la segunda mitad de los 90 y los primeros años de la década siguiente, se cuentan las crisis políticas en Bolivia, Ecuador, Venezuela y Argentina. No obstante la continuidad y profundización del estado neoliberal, ha constituido un factor relevante la evolución teó251

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rica «adaptativa» del pensamiento de un importante sector de la izquierda latinoamericana. Como formas predominantes de pensamiento en esta tradición se posicionó, durante los años 90, la narrativa del marxismo analítico y los enfoques neo-institucionales, apoyados en el prestigio ganado por la influencia de estas corrientes en el diseño de transición aplicado en Chile. Estas orientaciones se caracterizaron por eliminar la disonancia del pensamiento –de buena parte de las ciencias sociales– con los pilares constitutivos de la economía de mercado. En esta perspectiva se han logrado instalar ciertos dogmas que refuerzan la explicación del status quo y los fenómenos de continuidad institucional y, por el contrario, oscurecen la comprensión del conflicto, la ruptura y el cambio: 1. La teoría de las preferencias adaptativas, principalmente con autores como Jon Elster (1988), que entregan un conjunto de argumentos a favor de la racionalidad que reorganiza preferencias y creencias en el actor a partir de las restricciones contextuales, 2. La noción de cambio político como proceso contingente, por ii“«œÊi˜Ê>ÊÛiÀȝ˜Ê`iÊ`>“Ê*ÀâiܜÀΈʭ£™nn®]Êi˜Ê>ʵÕiÊ se destruyen las creencias acerca del peso de los factores estructurales para generar ruptura y quiebre del status quo a través de la acción colectiva, 3. La desestructuración de la teoría posicional del interés como dogma proveniente del marxismo clásico que sostiene la determinación en la generación de intereses y preferencias por la ubicación de los sujetos en la estructura productiva (Elster, 1988: 203-238). La ciencia política se desarrolló profesionalmente en este contexto en los claustros académicos y, en algunos casos, con vinculaciones orgánicas con los nuevos gobiernos democráticos. Dicho desarrollo giró en torno a un objeto disciplinar acotado a «lo institucional» y con obsecuencia frente al mainstream anglosajón. Sin embargo, la historia reciente ha demostrado que un caso de transición exitosa no equivale a una trayectoria exitosa de democratización. Esta discontinuidad entre los desafíos de la transición y de la democratización refuerza en la actualidad la creencia en la necesidad de una actualización en el lenguaje y catálogo de problemas propios de la ciencia política.

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Ha sido frecuente que algunas revistas de gran prestigio en América Latina se caractericen, bajo pretexto de contribuir a la sofisticación metodológica de la disciplina, por reproducir las elecciones de aquellas tradiciones cosmopolitas y mantener en el tiempo sus silencios ideológicos. Se ha expandido la falsa conciencia de que el rigor y la seriedad metodológica de la disciplina de alguna manera limitan su impacto y relevancia frente a los asuntos públicos. No resulta infrecuente que algunas de estas publicaciones de prestigio producidas por países caracterizados por elevados niveles de desigualdad, narcotráfico, clientelismo y violencia, no encuentren lugar para ocuparse de estos asuntos. En relación con el desplazamiento del foco de la ciencia política, se observa la necesidad de ampliar la perspectiva desde lo estrictamente institucional a lo social e histórico. La entrada a lo social permite indagar desde el punto de vista de las relaciones de poder, en aquellas interacciones generativas de nuevas ideas y modalidades organizativas, sobre la base de que no existe evidencia para sostener la creencia de la resurrección de los partidos políticos y las estructuras tradicionales de representación. Comprender mejor la función política de los grupos de interés y presión, los movimientos sociales y la acción colectiva puede contribuir a devolver el sentido común a la investigación politológica, mayoritariamente comprometida con procedimientos electorales y una democracia de partidos. La incorporación de la perspectiva histórica debiera, en cambio, hacer posible la explicación de la genética de las instituciones y visualizar condiciones de superación histórica de las actuales formas políticas. Vale decir, una manera de evitar análisis que sobredimensionen el patrón de dependencia histórico consiste, paradojalmente, en comprender mejor la historia. Hasta hoy, ha sido frecuente que la elección metodológica determine la formulación de problemas y, a su vez, esta determine lo que es, ha sido y puede llegar a ser la disciplina. Nuestro matiz consiste en poner primero los problemas y luego la elección de métodos, a no ser que se busque meter un clavo con un destornillador o un perno con un martillo. Otra tensión que la ciencia política enfrentará consiste en construir un nuevo equilibrio entre las perspectivas universalistas (centradas en la extensión de los problemas) y aquellas de orientación particularista (centrada en la complejidad de los problemas). En este punto, el desafío consistiría en identificar los espacios para el desarrollo de la investigación que permita, desde

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una perspectiva agnóstica, generar nuevos problemas y conceptos. ¿Cómo pensar y definir la democracia en América Latina? Y en forma todavía más puntual: ¿qué significado tienen la democracia, los partidos políticos y la acción colectiva en sociedades con desiguales grados y trayectorias de desarrollo económico, social y político institucional? Finalmente (y es probable que en esto no se equivoque Cesar Cansino) la disciplina también requiere mayor autoconciencia y metarreflexión sobre los efectos de las «luchas internacionales por el poder» en la resolución de estos dilemas. En el fondo, uno de los dilemas centrales para los próximos años en las ciencias sociales y políticas latinoamericanas consiste en re-equilibrar dos ámbitos potencialmente antagónicos para el desarrollo del conocimiento: aquel orientado a la convergencia con los circuitos cosmopolitas dominantes de producción de conocimiento y aquel orientado a la convergencia con las demandas y oportunidades nacidas desde las sociedades no completamente integradas a los circuitos globales. Aún más directamente, me parece que la ciencia política será puesta a prueba no solo por su capacidad para explicar y comprender las formas actuales de poder, sino también por su contribución en la reforma de los sistemas políticos postransicionales y los Estados originados con las reformas estructurales de corte neoliberal. La presencia de fenómenos tales como la informalidad política, el clientelismo, la expansión de subculturas de la violencia, el antipartidismo o la baja identificación social con la oferta ideológica de los actores institucionales hace pensar que la vida útil de los modos actuales de entender la política y la democracia puede ser bastante corta. Los análisis institucionales centrados en los partidos y el sistema electoral cada vez entregan información menos relevante respecto de los modos de comprender la política a nivel social. Si la actual generación de ciudadanos logra enterrar las formas contemporáneas de la política, si además la ciencia política no hace más compleja su mirada sobre los procesos, probablemente también esta generación será testigo del rápido envejecimiento o la muerte de esta forma de conocimiento. En la primera sección de este volumen se pasa revista al sentido de la crisis cultural de la política y, siguiendo en parte lo señalado por Norbert Lechner, se analizan los nuevos rasgos y perfiles de la política en tiempos de apogeo del mercado y el Es-

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tado mínimo. Especialmente, la pérdida de certezas que coexiste con el vacío de proyectos alternativos, la reestructuración del tiempo histórico, la penetración de la economía en la política, la retirada de las narrativas de lo público, la ruptura de los límites (sociológicos y espaciales) y la mediatización han constituido contornos propios de la política, así como variables de contexto para el desarrollo de la investigación académica. Por su parte, la descripción del debate sobre la democracia y el Estado tiene por objetivo identificar alternativas dentro de un mismo continuo ideológico, a saber, la tradición liberal democrática. Cada variante, giro o desplazamiento conceptual de estas ideas acarrea un conjunto de creencias destinadas a «construir realidad» (performativas). Nuestra disciplina en esta materia se ha desarrollado con cierta superficialidad, no por causa de pobreza en la teoría política sino más bien por autorreferencia de la corriente principal. Por ejemplo, el conflicto central para la tradición liberal entre el modelo de democracia protector y desarrollista evidencia profundas diferencias en la forma de aproximarse al problema de la representación política. ¿Qué interés puede y debe ser representado? ¿Los ciudadanos son sujetos individuales o requieren ser parte de un colectivo? ¿Los representantes son sujetos autónomos o determinados por alguna clase de mandato? ¿La representación política en tanto delegación debe ser entendida en el marco de los mecanismos electorales o más bien se funda en interacciones extra-institucionales? ¿Puede seguir conviviendo la representación política como idea central para la democracia en el marco de sociedades con elevados niveles de desconfianza? La sección referida a actores políticos va desde la descripción de los actores más próximos a lo institucional (partidos) hasta aquellos anclados en al campo social. Superado el nivel de la descripción básica de conceptos fundamentales, parece necesario incorporar el estudio de las relaciones de poder a un conjunto de actores provenientes del campo social, que cada vez con mayor frecuencia y efectividad influyen sobre el juego de los actores institucionales. No me refiero tanto al papel de jugadores informales y outsiders, como al creciente efecto de penetración e influencia sobre los gobiernos de los grupos de presión y jugadores con veto social. Finalmente, el estudio de los procesos políticos tiene por propósito identificar trayectorias y patrones de democratización

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en América Latina en perspectiva histórica larga. En este plano, el libro asume un punto de vista agnóstico en relación con las condiciones basales que posibilitan el desarrollo político en los diferentes sistemas. Al mismo tiempo, subyace una intuición que se explorará con mayor detalle en los volúmenes siguientes y que consiste en dos tendencias que generan nuevas estructuras, tanto en la dimensión del sistema de partidos como en el ámbito de los movimientos sociales. El análisis del siglo veinte parece confirmar en general que existe una especie de ley de hierro a nivel de sistema de partidos que genera, salvo pocas excepciones, una tendencia sistémica al «corrimiento a la izquierda». Del estudio de la genética partidaria y de la evolución histórica de los movimientos sociales, se podría sostener que las organizaciones sociales, con el paso del tiempo y salvo casos puntuales, parecen tender a la institucionalización. De estos dos argumentos se podría entender que existe una oportunidad para construir convergencias entre partidos y aquellos que quieren cambios «sin tomarse el poder». Suscribo la idea de que la democratización debe ser entendida como proceso situado, por tanto, posee desarrollos particulares que superan por su complejidad cualquier esfuerzo por la generalización o universalización. Del mismo modo, contradiciendo algunas respetables creencias, sostendremos a lo largo de los diferentes volúmenes de este trabajo que la democratización debe ser entendida en plural básicamente porque se trata de un proceso no lineal ni tampoco acumulativo. Las democratizaciones, tal como refiere Charles Tilly, son dinámicas con patrones y desarrollos específicos donde se resuelve siempre de modo contingente alguna forma de equilibrio entre las capacidades estatales y los repertorios contenciosos de protesta y acción colectiva.

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