El Zoo Visual

March 14, 2018 | Author: femoral4254 | Category: Reality, Symbols, Image, Television, Society
Share Embed Donate


Short Description

Download El Zoo Visual...

Description

ESTUDIOS DE TELEVISION

Gérard Imbert

El zoo visual De la televisión espectacular a la televisión especular

editorial

Gérard Imbert

El zoo visual

18

E S T U D I O S D E T E L E V I S I O´ N

E S T U D I O S D E T E L E V I S I O´ N Colección dirigida por Lorenzo Vilches GLORIA SALÓ ¿QUÉ ES ESO DEL FORMATO? Cómo nace y se desarrolla un programa de televisión MARIO GARCÍA DE CASTRO LA FICCIÓN TELEVISIVA POPULAR Una evolución de las series de televisión en España CARLOS ARNANZ NEGOCIOS DE TELEVISIÓN GUILLERMO OROZCO (coord.) HISTORIAS DE LA TELEVISIÓN EN AMÉRICA LATINA LORENZO VILCHES LA MIGRACIÓN DIGITAL MANUEL PALACIO HISTORIA DE LA TELEVISIÓN EN ESPAÑA GUSTAVO BUENO TELEVISIÓN: APARIENCIA Y VERDAD JAVIER PÉREZ DE SILVA LA TELEVISIÓN HA MUERTO La nueva producción audiovisual en la era de Internet: La tercera revolución industrial Mª DEL CARMEN GARCÍA GALERA TELEVISIÓN, VIOLENCIA E INFANCIA El impacto de los medios JOHN SINCLAIR TELEVISIÓN: COMUNICACIÓN GLOBAL Y REGIONALIZACIÓN PEDRO L. CANO DE ARISTÓTELES A WOODY ALLEN Poética y retórica para cine y televisión ROSA ÁLVAREZ BERCIANO LA COMEDIA ENLATADA De Lucille Ball a los Simpson ENRIQUE BUSTAMANTE LA TELEVISIÓN ECONÓMICA Financiación, estrategias y mercados JESÚS MARTÍN-BARBERO Y GERMÁN REY LOS EJERCICIOS DEL VER Hegemonía audiovisual y ficción televisiva MILLY BUONANNO EL DRAMA TELEVISIVO Identidad y contenidos sociales CHARO LACALLE EL ESPECTADOR TELEVISIVO Los programas de entretenimiento AMPARO HUERTAS BAILÉN LA AUDIENCIA INVESTIGADA

Gérard Imbert

El zoo visual De la televisión espectacular a la televisión especular

© Gérard Imbert © Editorial Gedisa, S.A. Paseo Bonanova, 9 1º-1ª 08022 Barcelona Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 correo electrónico: [email protected] http://www.gedisa.com Diseño de la colección Sebastián Puiggrós Preimpresión: Editor Service, S.L. Diagonal 299, entresòl 1 - 08013 Barcelona Primera edición, Barcelona, septiembre, 2003 ISBN: 978-84-7432-797-7 Depósito legal: B-13873-2010 Impreso por: Publidisa Derechos reservados para todas las ediciones en castellano y cualquier otro idioma. Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada de cualquier versión de esta obra. Impreso en España Printed in Spain

Índice

Presentación: El enfoque metodológico . . . . . . . . . . . .

13

Introducción: La televisión como deseo de presente (El como si televisivo) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

19

1. Entretenimiento y diversión . . . . . . . . . . . . . . . . . .

35

2. La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

57

3. Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

83

4. La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 5. El talk show o la verbalización del dolor (El retorno de la oralidad) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 6. Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 7. La fascinación por el accidente: la tentación del desorden . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161

8

El zoo visual

9. Gran Hermano: el Gran Relato (Lectura semiosimbólica de una estructura mítica) . . . . . . . 201 10. La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217 Conclusión: Después de comunicar, ¿qué? La hipervisibilidad como aporía de la comunicación posmoderna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233 Apostilla: La reflexividad televisiva: una televisión que se anuncia a sí misma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245

© Editorial Gedisa

8. De la espectacularización del debate a los rituales circenses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181

Los capítulos 2, 4, 7, 9 y 10 son versiones reelaboradas y ampliadas de ponencias presentadas en congresos internacionales, algunas publicadas en revistas: – «Nuevos imaginarios/nuevos mitos y rituales comunicativos: la hipervisibilidad televisiva». deSignis, revista de la Federación Latinoamericana de Semiótica (pendiente de publicación). – «La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura». Revista de Occidente, nº 201, febrero de 1998. –

«Azar, conflicto, accidente, catástrofe: figuras arcaicas en el discurso posmoderno (entre lo eufórico y lo disfórico)». Trama y Fondo, nº 12, 2002.

– «El hiperrealismo televisivo: Gran Hermano, el Gran Relato». Actas del Congreso Internacional de la Asociación Española de Semiótica, Valencia, 2001. – «La dilución de las fronteras: hacia una televisión “sin fronteras”». deSignis (pendiente de publicación).

La televisión moderna no sólo es un tema de conversación, como lo ha sido desde que se inventó, sino que ella misma se ha convertido en una forma conversacional, en espectáculo de la conversación. Lorenzo Vilches, La televisión. Los efectos del bien y del mal

El desencantamiento de la política transforma el espacio público en espacio publicitario, convirtiendo al partido en un aparato-medio especializado de comunicación, y al carisma en algo fabricable por la ingeniería mediática. […] emerge un des-orden cultural que cuestiona las invisibles formas del poder que se alojan en los modos del saber y del ver, al tiempo que alumbra unos saberes-mosaico, hechos de objetos móviles, nómadas, de fronteras difusas, de intertextualidad y bricolajes. Jesús Martín-Barbero y Germán Rey, Los ejercicios del ver

La imagen nos informa más sobre la sociedad que la ve que sobre sí misma. Benjamin Stora, Le Monde, 24-4-2001

12

El zoo visual

Howard Beale, «el profeta iracundo de las Antenas», en Network (Un mundo implacable) de Sidney Lumet, 1976

© Editorial Gedisa

La televisión es el Evangelio, la última revolución […]. La televisión no es la verdad. La televisión es un maldito parque de atracciones, la televisión es un circo, un carnaval, una troupe de acróbatas, narradores de cuentos, bailarinas, cantantes, malabaristas, fenómenos, domadores de animales y jugadores de fútbol. Es una fábrica para matar el aburrimiento. Si quieren saber la verdad, diríjanse a Dios, diríjanse a su gurú, a ustedes mismos, porque es la única manera de hallar la auténtica verdad. Ustedes no van a enterarse de la verdad por nosotros. Les diremos cuanto quieran oír […].

Presentación: El enfoque metodológico

Fiel a nuestra metodología, y con vistas a dar cuenta en su globalidad de un objeto tan complejo como es el discurso televisivo, hemos cruzado en este estudio varias miradas: una mirada semiótica que analiza la televisión como discurso, en sus diversos componentes; una mirada comunicativa centrada en la estructura formal del mensaje y el contrato comunicativo con el espectador; una mirada sociológica que considera la televisión como un reflejo del imaginario social; y, finalmente, una mirada antropológica que se interesa por las representaciones colectivas. Todo ello con el fin de delimitar mejor los modos de ver y de sentir propios del discurso televisivo actual y cómo nos encaminamos hacia una nueva cultura visual que modifica la relación con la realidad y revela mutaciones profundas en la sensibilidad social. Al derivarse del cruce de varias miradas, este análisis no pretende aprehender todas las manifestaciones del discurso televisivo, ni ser un estudio de los géneros de este medio o un trabajo estrictamente semiótico,* sino aportar una reflexión global sobre la * Para una profundización en términos sociosemióticos, remito a mi artículo: «Por una semiótica figurativa de los discursos sociales (imágenes/imaginarios de la postmodernidad)», Anthropos, «Semiología crítica», n° 186, sept.oct. de 1999; y a mi contribución al libro colectivo: Análisis de la realidad social. Métodos de investigación en ciencias sociales, García Ferrando, F., Alvira, F. e Ibañez, J. (comps.). Madrid, Alianza Editorial, 3ª edición revisada, 2000;

El zoo visual

14

Estructura del libro Lo hemos concebido como un libro abierto y no exclusivamente reservado para los especialistas en el tema, a imagen y semejanza capítulo: «Construcción de la realidad e imaginarios sociales en los mass medias: la hipervisibilidad moderna (Un acercamiento sociosemiótico)».

© Editorial Gedisa

televisión como fenómeno comunicativo: ¿cómo funciona en cuanto dispositivo discursivo, qué efectos produce en el destinatario –a partir de qué demanda más o menos consciente–, y cómo se articula simbólicamente? Consideramos aquí el discurso televisivo como un dispositivo de producción social del sentido que tiene su coherencia y se puede analizar como tal, pero cuyos efectos no son forzosamente dominados por sus productores, siendo la finalidad de un análisis de corte semiosimbólico reconstruir los efectos derivados y desentrañar el sentido oculto de los mensajes. Como discurso que condensa el imaginario colectivo, la televisión nos informa sobre el sentir social; de ahí, en este trabajo, una serie de temas recurrentes que encontraremos a lo largo del mismo, tratados desde diferentes perspectivas y objetos de estudio: en especial todo cuanto gira en torno a la construcción de realidad por el medio, la emergencia de lo privado en el discurso público, la fascinación por el desorden, la hibridación de los géneros y la creación por el medio de mundos posibles con la subsiguiente difuminación de la frontera entre realidad y ficción. Resultado de un hacer inductivo, esta reflexión parte siempre de la realidad comunicativa (de los mensajes producidos por el medio) para remontarse a las estructuras simbólicas, al sentido producido por estos discursos mediante una cierta representación de la realidad. Como tal, es una reflexión aplicada y no abstracta, aunque con un cierto grado de teorización.

© Editorial Gedisa

Presentación

15

del objeto mismo: una televisión cuyo cierre temático y simbólico es imposible. Aunque el orden responda a una organización lógica y discursiva, este libro permite lecturas por separado de acuerdo con el interés del lector; de ahí la recurrencia de algunos temas, aunque siempre planteados desde distintas perspectivas, inevitable a partir del momento en que se quería respetar la autonomía de cada capítulo. En cualquier caso, ¡no desautorizamos aquí el zapping!, y menos si permite re-flexionar, volver sobre lo enunciado. A pesar de tener una conclusión, termina con una apostilla porque no quiere ser un discurso cerrado: una apostilla en tono metadiscursivo, a partir de un tipo de programa que condensa la evolución reciente de la televisión y prefigura lo que será la de mañana: una televisión que ha alcanzado un grado tal de redundancia –de hipervisibilidad– que se torna discurso reflexivo, un discurso que remite constantemente a su enorme poder-ver. La reflexión gira en torno a tres grandes ejes que se corresponden con el orden secuencial del trabajo: – la crisis del modelo televisivo, en particular en su dimensión informativa, que se orienta hacia un modelo de diversión (capítulos 1, 2 y 3); – los cambios simbólicos en el nuevo modelo (la llamada «neotelevisión»): la emergencia de la intimidad y el discurso en torno al desorden, que introducen un nuevo régimen de visibilidad (capítulos 4 a 7); – los cambios formales producidos en este modelo: concretamente la dilución de los géneros, que acarrea cambios en la relación del sujeto con la realidad (capítulos 8 a 10).

16

El zoo visual

Concebido en forma de decálogo, este estudio analiza el discurso televisivo como discurso social dentro del discurso público, preguntándose sobre su función social desde un punto de vista semiosimbólico (la construcción del sentido a través de las grandes representaciones colectivas): – La televisión como gran ritual de la modernidad, articulado en discurso cotidiano que refleja un deseo de presente y constituye una «memoria del presente» (Introducción). – Su función social dentro del discurso público: entre información, educación y diversión, con una tendencia a imponer el entretenimiento como modelo comunicativo (capítulo 1). – Como dispositivo formal, el tipo de realidad que construye la televisión, de acuerdo con un modo de representación específico: la hipervisibilidad, que establece un nuevo contrato comunicativo con el espectador (capítulo 2). – Cómo esto se deriva de una crisis de lo informativo (de los grandes discursos de representación), compensada por una multiplicación de pequeños discursos y una vuelta del suceso (capítulo 3). – Un desplazamiento del interés hacia todo cuanto gira en torno a lo microsocial, lo privado, con una espectacularización de la intimidad (capítulo 4). – Cómo este fenómeno se plasma en determinados formatos y programas, en particular en los talk shows, con un discurso centrado en la mujer (capítulo 5). – Se trasluce en los programas de entretenimiento con un universo simbólico marcado por una tensión entre orden y desorden, azar y fatalidad, vida y muerte, que refleja un imaginario donde violencia y diversión coexisten (capítulos 6 y 7).

© Editorial Gedisa

Contenido temático

© Editorial Gedisa

Presentación

17

– Cómo opera la lógica del espectáculo, hasta contaminar los discursos serios y alcanzar un cierto barroquismo, llegando incluso a un nivel paródico en ciertos programas (capítulo 8). – Cómo, en los «programas de realidad», la televisión instituye su propio régimen de realidad y el relato se ocupa de crear verdaderos universos de referencia (capítulo 9). – En el último capítulo, a través de una reflexión simbólica sobre estos fenómenos, se analiza cómo la televisión diluye las fronteras narrativas y simbólicas, subsume las contradicciones y se abre a un mundo de lo posible, cercano a la ficción. – La conclusión, inscribiéndose en una perspectiva comunicativa y antropológica, considera la televisión como un «fenónemo social global» (Marcel Mauss): más allá de la lógica del espectáculo, la televisión se asienta en un simulacro que desemboca en una clausura comunicativa que la define como una televisión de lo pulsional, al margen de la racionalidad. – En la apostilla, se considera que la televisión ha llegado a un grado tal de hegemonía de saturación de signos que se convierte en metatelevisión: televisión que juega consigo misma, con la realidad que ha instituido, y que se contempla en su propio espejo.

Aplicaciones Estudio a la vez ambicioso en sus objetivos (analizar el fenómeno televisivo desde un punto de vista global, semiosimbólico) y modesto en sus propuestas (no se considera aquí toda la variedad de subdiscursos que lo componen), este trabajo pretende también ofrecer una herramienta de análisis para estudios puntuales sobre la producción televisiva, servir de orientación para aplicaciones metodológicas y de sugerencia para la reflexión teórica, en un panorama académico donde los estudios son a menudo fragmenta-

18

El zoo visual © Editorial Gedisa

rios, constreñidos por la división en áreas y disciplinas, y poco dados a la multidisciplinariedad. Por eso, de acuerdo con una reflexión sintética sobre el «modelo» televisivo, hemos preferido centrarnos en determinados formatos y programas representativos de esta evolución y orientar la reflexión teórica hacia una serie de puntos clave; éstos aparecen reflejados en los títulos de los respectivos capítulos, donde no hemos dudado en utilizar la metáfora para volver más gráfica la demostración. Hemos querido ofrecer aquí una lectura interpretativa del discurso televisivo que, sin renunciar al rigor analítico, no reniegue del calor de una mirada que no puede ser desapasionada.

Introducción: La televisión como deseo de presente (El como si televisivo)

[…] En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisfacieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas. Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia

I. De los «grandes relatos» (Lyotard) a los microdiscursos La evolución del modelo audiovisual y las mutaciones simbólicas y formales que se están produciendo en el discurso televisivo no son ajenas a una crisis general que es la crisis misma del discurso público, de lo que Lyotard (1984) llamaba los «grandes relatos».

20

El zoo visual

II. La crisis de los modos de representación. La «transparencia perdida» ¿Cómo explicar, desde el punto de vista discursivo, este desplazamiento hacia lo microdiscursivo, lo fragmentado? Tras todo ello –y nos centraremos en este aspecto para no dispersarnos– está lo que podríamos llamar un deseo de presente, traducido en un interés por lo cercano y una fascinación por lo íntimo que reflejan un deseo de acercarse al presente cotidiano, a ese

© Editorial Gedisa

La hipótesis que queremos desarrollar aquí es que el alejamiento que se ha producido entre el ciudadano y los asuntos públicos –la res pública que ocupa el centro del discurso político–, traduce un distanciamiento de lo público en general y de la realidad reflejada por los medios de comunicación. Dicho distanciamiento se plasma, por ejemplo, en una pérdida de credibilidad de la información referida a la realidad político-económica, lo cual obliga a una adaptación constante del discurso informativo. Llamaré pérdida de realidad a ese déficit de realidad que afecta no sólo al discurso político –traduciéndose en despolitización de la sociedad civil y desconfianza hacia la clase política–, sino también al discurso informativo (E. Bustamante, 1990). Si bien pierde credibilidad –y no despierta el mismo interés– toda la información relacionada con la actualidad seria, recrudece en cambio el interés por otro tipo de actualidad: actualidad rosa (cotilleo), actualidad negra (vinculada a los sucesos), actualidad amarilla (escándalos, noticias sensacionalistas) y, más generalmente, interés por todo aquello que refleje el cariz humano de la actualidad en su dimensión individual y emotiva, por todo cuanto remita a lo microinformativo y produzca microdiscursos, dentro de una cultura de la fragmentación tan representativa de la modernidad (V. Sánchez Biosca, 1995).

© Editorial Gedisa

Introducción

21

tiempo vivencial –sin mediación– donde parecen desvanecerse los obstáculos, los filtros, las mediaciones entre el sujeto y el objeto, entre el espectador y la realidad representada, entre la enunciación y el enunciado.

1. La crisis de las formas discursivas: el sueño de transparencia Esto traduce sin duda un sueño de transparencia que revela la nostalgia de un estadio prediscursivo – «estadio del espejo», como decía Lacan– en el que el ojo televisivo elimina las mediaciones, dando así una ilusión de eterno presente, ofreciendo un simulacro de realidad donde el mapa –por retomar la metáfora del cuento de Borges–, con su ilimitado poder de reproducción, se superpone al territorio y acaba ocultándolo, imponiendo su propia realidad. De ahí las innovaciones a las que asistimos últimamente en este medio, en un intento de ir cada vez más allá en la representación de la realidad, hasta hacer peligrar las fronteras entre lo público y lo privado (D. Mehl, 1996), obligando a plantearse los límites del decir (véase más adelante los capítulos 4, 7 y 10). Porque de la «pulsión escópica» (Lacan) al voyeurismo no hay más que un trecho; y cuando se dice, por ejemplo, que la televisión transforma la realidad en espectáculo, no se habla sino de la crisis formal y simbólica que afecta a este tipo de discurso. En efecto, la crisis mediática actual concierne tanto a los contenidos como a las formas del discurso y obliga a los productores de noticias y comunicadores en general a adaptar éstos a las nuevas demandas, adecuando los discursos al sentir colectivo, con las subsiguientes alteraciones de los géneros y formatos, en particular televisivos (J. Barroso, 1996; Ch. Lacalle, 2001; M. Palacio, 2001). Cuando hablamos de crisis formal, no aludimos aquí a un cambio puramente superficial consistente en dotar al discurso televisivo de nuevos ropajes –las innovaciones que se producen

22

El zoo visual

2. El deseo de presente ¿En qué medida estas mutaciones reflejan la querencia de un presente más cercano, más emotivo, más eufórico, de un presente «alternativo» que no sea el permanentemente escenificado por un discurso informativo que aparece cada día más mediado, debilitado a fuerza de repeticiones, impersonal, lejano, continuamente alimentado por el conflicto, la violencia, y encaminado hacia lo anómico, lo disfórico, a todo cuanto hace peligrar el equilibrio social (G. Imbert, 1999). Pero esta querencia, patente en la fascinación por el directo, sin dejar de alejarse del presente ofrecido por los medios informativos, tampoco es ajena a la actualidad, ni se desenvuelve a espaldas del mundo social. Traduce la querencia de otro presente: ya no el presente hipotecado por el discurso público, controlado por los expertos, mediado por los aparatos masivos de comunicación o generado por las grandes ficciones cinematográficas, sino un presente balbuceante, más asequible, más ordinario, más in-mediato. Más adelante (véase el capítulo 3), hablaremos de la «vuelta del suceso» para referirnos al interés creciente por la dimensión microsocial de la actualidad en detrimento de los grandes discursos interpretativos. Revancha de lo privado sobre lo público, del suceso sobre la Historia, de lo pragmático sobre lo programático, de lo vivencial sobre lo ideológico, esta evolución traduce un doble cuestionamiento: de la actualidad por una parte –del discurso de la actualidad como modo de informar–, y del relato por otra, de los

© Editorial Gedisa

continuamente en los formatos y la parrilla de programas–, sino que pensamos en una crisis de las formas discursivas que entraña una nueva representación de la realidad y augura otro modo de relacionarse con el presente, de ver y de percibir al otro, propios de una mutación profunda en la sensibilidad colectiva (J. Martín Barbero; G. Rey, 1999), que es de índole simbólica.

© Editorial Gedisa

Introducción

23

modos de narrar, de representar globalmente la realidad (este punto se desarrollará en el capítulo 9). Por eso mismo, como crisis formal, de orden simbólico, la consideramos ligada a los modos de representación. El discurso televisivo, dentro de su variedad de contenidos, por la hibridación de géneros que permiten sus formatos y la multiplicidad de lenguajes que integra, es estratégico como dispositivo formal por su capacidad de construir su propia realidad (G. Imbert, 2000). Es amplio el debate: ¿Cuál es la articulación de esta crisis genérica –de orden semiodiscursivo– con el discurso televisivo? ¿En qué medida el discurso televisivo la concentra, la exacerba, en su afán de crear una hiperrealidad? ¿Qué alternativa o compensación simbólica, semiótica, discursiva, ofrece a la pérdida de realidad sufrida por el sujeto social? ¿Cómo la construcción de realidad en y por el medio contribuye a introducir profundos cambios en el modo de representar/comunicar la realidad? ¿Hasta qué punto el medio construye su propio presente? ¿Cómo se revitalizan géneros como la información, el reportaje, la entrevista, insertándolos/mezclándolos/diluyéndolos en programas de entretenimiento? ¿Qué efectos pueden producir a la larga la hibridación de géneros, la creación de formatos contenedores y la aparición de nuevos géneros/formatos híbridos, a mitad de camino entre la realidad y la ficción? ¿Podemos hablar de dilución de las fronteras, no sólo entre géneros, sino también entre lo real y lo simulado? Éstas son algunas preguntas que estarán implícitas –aunque obviamente no respondamos a todas– a lo largo de esta reflexión.

24

El zoo visual

1. Crisis de lo real: ¿crisis del realismo? Esta crisis es doble. Por un lado, los géneros «realistas» –con vocación referencial–, cuyo prototipo es el telediario, se ven obligados a renovarse, con una tendencia clara a espectacularizar y/o amenizar/variar su discurso. Por otra parte, asistimos a una especie de retorno del realismo tanto en los programas de ficción como en los llamados «programas de realidad». Hoy es patente en los nuevos formatos televisivos, por ejemplo, la irrupción de una realidad sociológica: realidad cruda, en sus aspectos más dramáticos, en forma de crónica negra, en docudramas y reality shows; realidad más amena en las sitcoms o «series de situación», centradas en profesiones, grupos sociales o segmentos de población, que también saben entremezclar lo negro con lo rosa, lo eufórico con lo disfórico. Se produce entonces, y esto lo hemos visto en los llamados «programas de realidad», una con-fusión total entre la realidad objetiva –la realidad visible, exterior al medio (la del reportaje, por ejemplo, de la realidad sociológica)– y la realidad individual, la de las vivencias subjetivas, las emociones invisibles y el sentir íntimo. Confundir es aquí fundirse con, coincidir en espacio y tiempo con la realidad representada, anular la distancia entre el tiempo de la enunciación y el tiempo de la narración. Se crea así una ilusión de presente, esto es, una simulación espacio-temporal, como en el directo. Ocurre lo propio en los programas de realidad que crean su propia cotidianeidad, de la que es partícipe el espectador, y donde desaparece la primacía del narrador, porque el guión se va elaborando sobre la marcha. La televisión podría ser hoy el instrumento ideal de reconstrucción del tiempo presente –aunque sea de manera fragmentada–, un

© Editorial Gedisa

III. La saturación de presente: el espectáculo televisivo

© Editorial Gedisa

Introducción

25

presente que ignorado por los grandes discursos ha desaparecido de la vida social, donde todos somos presa del tiempo, devorados por el estrés. Podría traducir una reapropiación simbólica del presente, una reinvención de lo cotidiano como decía Michel de Certeau (1980) hablando de los «usos y reapropiaciones» que se dan en los pequeños discursos y rituales que dan forma a la vida cotidiana. Al déficit de presente en la vida social contestan –en forma de compensación simbólica y en clave de simulación– la redundancia, la duplicación y la simulación de presentes en el relato televisivo. Estos presentes reinyectan realidad en la representación, pero lo hacen al modo espectacular, como una manera, en su crudeza misma, de ir más allá del realismo.

2. La televisión como dispositivo de alternativa de realidad: el relato televisivo Esto se ve facilitado por la naturaleza misma del discurso televisivo como relato. Como tal, el discurso televisivo es un flujo continuo, es decir, un tiempo sin principio ni fin, un presente transitivo en su mismo inacabamiento. Objeto semiótico por excelencia en permanente construcción, la televisión ofrece un relato abierto, tanto en sus formas como en sus contenidos. Sin límites temáticos, propone por otra parte un dispositivo formal (de géneros y formatos) flexible, con un predominio de «programas-contenedores» –magacín, talk show– bajo el signo de la «variedad», un dispositivo capaz de integrar un abanico amplio de discursos y ofertas de realidad. Se caracteriza, finalmente, por ser un aparato enunciativo híbrido, con sujetos de enunciación propios (presentadores, animadores, conductores de programas), pero también integrador de hablas ajenas, que acoge una multiplicidad de voces. Esta polifonía –voz de voces– es garante de una cierta permeabilidad con la realidad social, de

26

El zoo visual

3. Los cruces entre realidad y ficción: el no man’s land televisivo El otro fenómeno que interviene en esta renovación de la realidad representada es la confusión, también, entre realidad y simulacro. Con la emergencia, en el relato televisivo, de la realidad vivida y, con ella, del sentir individual, son cada vez más numerosos los programas en los que resulta difícil desentrañar formalmente –en particular en el dispositivo enunciativo y narrativo– la realidad de la ficción: ejemplo de ello son las simulaciones al estilo del reality show o la realidad producida por los «programas de realidad» (P. Charaudeau y R. Ghiglione, 1997). Diremos que el discurso televisivo, en su evolución reciente, tiende a situarse en una especie de lugar fronterizo –no man’s land entre la realidad y la ficción– que produce una modalidad específica de presente propia del medio televisivo. Esto viene a cuestio-

© Editorial Gedisa

ahí la facilidad que tiene el medio para alcanzar grandes audiencias. La evolución de este dispositivo está produciendo una cierta dilución de la figura del presentador: ésta es llevada hasta su parodia en un programa como Crónicas marcianas o casi desaparece en los programas de realidad, relegado el presentador al papel de comentarista de la realidad producida por los propios participantes en el programa, como si de una realidad informativa se tratara (véase capítulo 8). Dicha dilución –o relegación/marginación– se hace en beneficio de un mayor protagonismo del espectador, más integrado en el juego televisivo. Con esto, el discurso televisivo pierde el control de la producción de realidad –aunque de manera simulada, cuando no manipulada–, facilitando una cierta espontaneidad y la creación de un presente más anclado en la realidad vivencial, más «humano» en una palabra, sin (aparente) mediación.

© Editorial Gedisa

Introducción

27

nar la noción misma de autenticidad y nos obliga a replantearnos la paradoja del comediante, antaño evocada por Diderot: la de una realidad re-vivida por los propios actores de los hechos en los reality shows, una realidad inventada por los actores en ciernes que son los que participan en estos programas de realidad. Dicha realidad, a pesar de ser una creación del medio, reúne, como en un experimento de laboratorio, todas las condiciones de una realidad objetiva, sólo que ésta es aquí una realidad del orden de lo posible que tiene parentesco con la realidad ficticia. La televisión aparece entonces como un dispositivo constructor de su propia realidad: no es exactamente la realidad imaginaria de la ficción (aunque permite identificaciones imaginarias), ni tampoco la realidad objetiva de los documentales o reportajes sociológicos, anclada en lo referencial; sino una realidad que tiende a autonomizarse, a independizarse con respecto a sus modelos (el ficticio y el referencial), pero que crea los mismos mecanismos de adhesión. De ahí lo erróneo de los planteamientos consistentes en querer saber si los programas de realidad son auténticos o manipulados, si sus participantes son actores o son ellos mismos, planteamientos que confunden sinceridad con veracidad y que no admiten que pueda existir una realidad de tercer orden: una realidad virtual. Están finalmente los programas que proponen alternativas a la realidad: ya sea mediante la evasión (juegos-concurso), ya sea a través de la superación de la realidad social (en los vídeos domésticos, por ejemplo, el dolor se convierte en espectáculo y la emoción ante el hecho real es anulada por la risa). Otra modalidad es la sublimación de la realidad mediante una cierta idealización (como ocurre en las series), o su parodia, utilizando la irreverencia, el exceso, el paroxismo (caso de Crónicas marcianas), que nos sitúan más allá de la realidad objetiva. ¿En qué consiste este «más allá»?

28

El zoo visual

1. La «hiperrealidad» televisiva: el como si fuera verdad La realidad producida por el medio, de acuerdo con estos nuevos modos de representación, al situarse imperceptiblemente más allá de la realidad, y al mismo tiempo ligeramente más acá de la ficción, obliga a reformular la naturaleza misma de la relación de adhesión que une al espectador con el discurso televisivo en términos de uso y de pacto comunicativo (D. Dayan, 1997; J. Hartley, 2000): ya no como una relación de tipo veritativo –basado en la verdad–, sino más bien conforme a una lógica del simulacro donde prima lo verosímil (J. Baudrillard, 1978; F. Jost, 2001); un hacer como si fuera verdad, en el que el espectador admite que esto no es la realidad, pero que se parece tanto a ella que resulta creíble y puede sustituir a su modelo; un hacer como si en el que tanto puede valer la copia como el original, y más cuando ya no pesa tanto oprobio sobre la imitación o el plagio. Este modo de representación establece una relación paradójica con la realidad, a la vez especular y espectacular: especular porque es una realidad enraizada en la cotidianeidad, en lo vivencial, en lo familiar, que actúa como espejo; espectacular porque está dotada de una cierta teatralidad, inherente al código televisivo, vinculada a un contrato comunicativo que propicia el espectáculo (capítulos 1, 2 y 4). Hiperrealidad es pues esta realidad híbrida (en sus contenidos) y ambivalente (en las formas comunicativas), dotada de vida, que existe en la medida en que es engendrada ante/y por nuestra mirada: realidad en live, de índole performativa, que nace de la propia enunciación televisiva, que crea, como decía Roland Barthes (1972), «efectos de realidad» que la vuelven creíble y la hacen existir en el imaginario colectivo.

© Editorial Gedisa

IV. Más allá de la realidad: los nuevos imaginarios televisivos

© Editorial Gedisa

Introducción

29

Hiperrealidad es también, finalmente, el código que, más allá del realismo, rehabilita, revivifica y simula la realidad, exacerbándola.

2. La actualidad como nostalgia del presente: la «otra actualidad» ¿Qué traduce esta demanda de veracidad, este deseo de crear un presente permanente, familiar, aunque sea por poderes, a través de la identificación con estas figuras mediadoras que son los personajes de series o los espectadores que vienen a contar sus vivencias? Sin duda una nostalgia de una forma de actualidad, como si el «fin de la historia» que algunos pregonan no pudiera acabar con las «historietas», los relatos menudos, las vivencias cotidianas. Pero no es sólo la actualidad consagrada por el modelo CNN –la impresión de estar «conectado» a la actualidad, donde el relato televisivo deja paso al relato «natural» de la actualidad, al fluir de los hechos–, sino que es también otra actualidad, menos ceñida a los hechos políticos, que emerge y va invadiendo la pantalla: es la actualidad trivial, en forma de microrrelatos que van alimentando, por ejemplo, los reality shows; una actualidad morbosa, se ha dicho, porque está en el límite de lo público. Es también la actualidad del día a día de la gente común que sirve de base a los talk shows (capítulo 5); y, finalmente, es la actualidad recreada por las series. Son actualidades inscritas cada una en su propia cotidianeidad: una actualidad secundaria, podríamos decir, una actualidad insignificante pero fuertemente anclada en el sentir, que expresa la unicidad del tiempo presente, y de la que se siente partícipe el espectador. Tras todo ello podemos ver una nostalgia del tiempo presente, del hic et nunc existencial. De ahí la demanda de intimidad e incluso de «morbo». ¿Cómo atiende el discurso televisivo esta de-

30

El zoo visual

3. El relato como factor de ficcionalización El relato no está reñido con la actualidad: si por una parte pone distancia introduciendo mediaciones enunciativas (a través de la figura del narrador-presentador), por otra hace presente la actualidad, la reincorpora –nunca mejor dicho: le da cuerpo– al discurso televisivo. El relato viene a paliar esta carencia, a colmar el vacío dejado por la Historia, por la decadencia de los «grandes relatos». La fascinación ejercida por los relatos en torno a accidentes y catástrofes –acontecimientos todos que vienen a perturbar la actualidad– expresa una exacerbación del presente, una saturación narrativa que muestra la actualidad bruta en su máxima accidentalidad (capítulo 7). Pero la redundancia televisiva, la repetitividad del mensaje informativo, la recurrencia de las mismas escenas, enfatiza los hechos, los sobre-significa de alguna manera, los vuelve hiperreales hasta el punto de dejarnos incrédulos –cuando no insensibles– ante el «espectáculo» de la realidad (capítulo 8). Es lo que ocurre con el tema de la violencia en los medios de comunicación, donde la saturación puede producir desinterés –cuando no insensibilización– ante la violencia real (G. Imbert, 1992); es lo que ha ocurrido en grado máximo en los atentados del 11 de septiembre: lo hemos visto tanto en el relato televisivo y las ficciones hollywoodianas que cuando ocurre «realmente» desprende una impresión de déjà-vu. El imaginario se ha hecho realidad (VV.AA., Revista electrónica, 2001; J. González Requena, 2002).

© Editorial Gedisa

manda? Lo hace mediante la puesta en relato de la actualidad, apoyándose en la verbalización de sus vivencias por los propios espectadores, utilizando el modo narrativo, dándole al sujeto una «identidad narrativa» (Ricoeur).

© Editorial Gedisa

Introducción

31

V. El como si televisivo. Otra forma de ver y de sentir ¿Cómo puede el relato –esto es, un modo de narrar basado en la convención– hacerse creíble y producir identificaciones con la ficción como si fuera la realidad? Lo hace mediante la exploración de espacios intermedios, en la frontera entre la realidad y la ficción. Ahí está seguramente –más que en los mecanismos de identificación morbosa con determinados temas– la clave de la fascinación que ejercen reality shows, reconstrucciones al modo de los docudramas, programas de realidad e incluso series. Lo que fascina es tanto la forma narrativa como los contenidos (bastante insignificantes, por otra parte, en los programas de realidad): es un como si –infantil en su confusión de los dos mundos, regresivo en su nostalgia– que permite tomar como realidad algo perfectamente manipulado (en términos objetivos) por el medio, es decir, algo totalmente controlado como forma narrativa, al margen de la evolución más o menos espontánea de la historia que se va construyendo ante nuestra mirada. Ese como si está en la base del contrato comunicativo sobre el que descansa la neotelevisión, y es más complejo que en el cine porque, a diferencia de éste, la televisión no se mueve exclusivamente en lo imaginario: mezcla/alterna/confunde a veces lo referencial con lo ficticio. Es este rasgo el que se va acentuando en las últimas décadas, revelando una mutación profunda en el pacto comunicativo que nos vincula al medio más que una evolución de los contenidos o la creación de nuevos formatos: una mutación en los modos de ver y de sentir. Esta «revolución» es fundamental porque, al asentarse en nuevos modos de ver, funda un nuevo contrato fiduciario que se apoya más en el ver que en el creer, que se sitúa más en la verosimilitud que en la verdad. Opera como una imagen de síntesis, creando sus propias condiciones de producción de la realidad, de

32

El zoo visual

Bibliografía Barroso, Jaime, Realización de los géneros televisivos, Síntesis, Madrid, 1996. Barthes, Roland, «El efecto de realidad», en VV.AA.: Lo verosímil, Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1972. Baudrillard, Jean, Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 1978. —, Simulacres et simulation, Galilée, París, 1981.

© Editorial Gedisa

creación de un presente autónomo, utilizando todos los recursos formales, técnicos y narrativos que ofrece el medio –y son muchos– para acentuar la ilusión. Es lo que ocurre en las filmaciones cámara al hombro, donde ésta se transforma en personaje, donde el instrumento técnico se vuelve narrador, cobra autonomía, dando una impresión de transparencia, la ilusión de «lo vivido». Como reza el eslogan publicitario de la CNN: «Está pasando, lo estás viendo», y se ve a un atacante barbudo cometiendo un supuesto asalto, seguido de cerca por una cámara que nos hace partícipes de la acción, filmando en directo; eslogan que podríamos reinterpretar así: «Está pasando porque lo estás viendo». Sin ser ficción (sin tener la arbitrariedad del relato literario), este relato explora todos los recursos ficcionales –en particular narrativos– para producir efectos de realidad. En ello reside la ambivalencia televisiva (capítulo 10), en su particular modo de narrar, donde el relato está íntimamente ligado al mostrar, donde la mediación desaparece ante la inmediatez de la imagen, donde la frontera entre realidad y ficción se diluye con tanta facilidad, permitiendo todas las identificaciones imaginarias. ¿En qué medida esto no diluye también la función didáctica del discurso televisivo, su capacidad de informarnos objetivamente del mundo, de transmitirnos objetos de saber? Lo veremos en el capítulo siguiente.

© Editorial Gedisa

Introducción

33

Bustamante, Enrique y Zallo, Ramón, en Miège, Bernard: Médias et communication en Europe, PUG, Grenoble, 1990. Charaudeau, Patrick y Ghiglione, Rodolphe, La parole confisquée, un genre télévisuel: le talk show, Dunod, París, 1997. De Certeau, Michel, L’invention du quotidien, Arts de faire, 10/18, París, 1980. Dayan, Daniel (comp.), En busca del público, Gedisa, Barcelona, 1997. González Requena, Jesús, «11 de septiembre: escenarios de la posmodernidad», Trama y Fondo, n° 12: La Representación y el Horror, Madrid, 2002. Hartley, John, Los usos de la televisión, Paidós, Barcelona, 2000. Imbert, Gérard, Los escenarios de la violencia. Conductas anómicas y orden social en la España actual, Icaria, Barcelona, 1992. —, «Suceso y tentación de desorden: la fascinación por lo anómico», Revista Catalana de Seguretat Pública, n° 4, Barcelona, junio de 1999. —, «Construcción de la realidad e imaginarios sociales en los mass medias: la hipervisibilidad moderna (Un acercamiento socio-semiótico)», en Análisis de la realidad social - Métodos de investigación en ciencias sociales, dirigido por los profesores García Ferrando, F., Alvira, F. e Ibañez, J., Alianza Editorial, Madrid, 3ª edición revisada, 2000. Jost, François, La télévision du quotidien. Entre réalité et fiction, Ina, De Boeck Université, Bruxelles, 2001. Lacalle, Charo, El espectador televisivo. Los programas de entretenimiento, Gedisa, Barcelona, 2001. Lyotard, Jean-François, La condición posmoderna. Informe sobre el Saber, Cátedra. Madrid, 1984 Martín Barbero, Jesús y Rey, Germán, Los ejercicios del ver. Hegemonía visual y ficción televisiva, Gedisa, Barcelona, 1999. Mehl, Dominique, La télévision de l’intimité, Seuil, París, 1996. Palacio Arranz, José Manuel, Una historia de la televisión en España, Gedisa, Barcelona, 2001. Sánchez-Biosca, Vicente, Una cultura de la fragmentación: pastiche, relato y cuerpo en el cine y la televisión, Filmoteca Generalitat Valenciana, Valencia, 1995. VV.AA., «La representación del conflicto y de la violencia en la televisión y en el cine», en (G. Imbert coord.) Revista electrónica, http:/www.uc3m.es /uc3m/inst/MU/dpmu.html. Instituto de Cultura y Tecnología, Universidad Carlos III de Madrid, 2001.

1 Entretenimiento y diversión

Se dice a menudo que la televisión es un medio de aprendizaje social: que conciencia, divulga conocimientos, aporta visiones complementarias y a veces contradictorias que enriquecen el debate, ofrece pautas de pensamiento… Es decir, que la televisión es un instrumento didáctico que facilita el acceso al saber. Si bien es cierto que la televisión ha democratizado considerablemente la divulgación del saber, no es menos cierto que también ha contribuido a trivializar muchos debates, creando estereotipos, estimulando la afición a determinados temas y cultivando una cierta sensibilidad que a menudo raya con lo morboso, cayendo –en una palabra– en la «demagogia de la audiencia», esa tendencia consistente en darle al público lo que, supuestamente, éste demanda. Más allá de temas de actualidad y modas, se han producido en las últimas décadas dos mutaciones que me parecen fundamentales porque afectan directamente a la función social de la televisión y, por ende, a la relación con el saber y con los discursos del saber, siendo la televisión uno de ellos (J. Ferrés, 1994 y J-M. Pérez Tornero, 2000); es lo que analizaremos en la primera parte de este capítulo, que versa sobre las mutaciones cognoscitivas: – Se trata primero de la mutación que afecta al marco cognoscitivo general: hoy día, ya no se aprende de la misma manera que hace veinte años, por ejemplo; y la televisión ha llegado a

36

El zoo visual

Después de analizar estas mutaciones, veremos cómo se está implantando un nuevo modelo, la «neotelevisión», fundado en el entretenimiento y la diversión. ¿En qué medida es compatible este modelo con una función didáctica, una misión educativa? Partiendo del tópico según el cual hay que «enseñar divirtiendo», in-

© Editorial Gedisa

ser un formidable instrumento de visibilización (para bien y para mal). Por una parte, ha desaparecido la distancia entre el sujeto y el mundo: los medios de comunicación ponen al alcance del ciudadano una serie de temas y conocimientos antes reservados a determinadas esferas (escuela, élites intelectuales, expertos). Pero, por otro lado, la televisión llega a entrometerse en lo más íntimo, especialmente a través de lo que podríamos llamar «la televisión de la proximidad», y el individuo es objeto de continuas escenificaciones por parte del medio, sin poder protegerse de esta mirada indiscreta que ha llegado a hacer de la intimidad un espectáculo; lo que ha cambiado aquí es, pues, el régimen de visibilidad en sus aplicaciones tanto a los sujetos como a los objetos sociales. – La segunda mutación opera dentro del discurso mismo: la televisión como medio aparece no sólo como instrumento para comunicar, sino también como vehículo de transmisión de modelos, pautas de comportamiento y de saber. Pero se trata de saberes dispersos, sin unidad, sin que exista un «sujeto de saber», una instancia que oriente el aprendizaje. Si la pluralidad que establece el discurso televisivo es positiva, y puede ser enriquecedora, lo es menos, en cambio, la falta de coherencia general, la carencia de un discurso unificador que opere relaciones y cree vínculos entre saberes. Como declaraba el sociólogo Edgar Morin criticando la «fragmentación de la enseñanza» en el mundo de hoy y proponiendo un modelo alternativo, «se trata de reemplazar un pensamiento que separa y reduce por otro que distingue y enlaza» (El País, 24-10-2000).

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

37

tentaremos mostrar los peligros de banalización que esto acarrea y el riesgo de que la diversión aparte de la reflexión. Tres fenómenos clave ilustran esta tendencia: – La conversión del mensaje televisivo en objeto de gran consumo que satisface el narcisismo del público y conduce a una trivialización de los contenidos: plantearemos el peligro que puede representar la seducción que ejercen estos productos en el público, en particular en el público infantil, y la relación entre entretenimiento y seducción. Será objeto de la tercera parte de este capítulo. – El segundo fenómeno es la crisis de contenidos y de credibilidad que se deriva de ello: cómo el medio se ve contaminado por el modelo del entretenimiento, el imperativo de la diversión, la tendencia a convertir la realidad en espectáculo y su capacidad para construir relatos. Lo veremos en la cuarta parte, que versará sobre los nuevos imaginarios televisivos. – El tercer fenómeno se traduce en la subsiguiente evolución de las formas y de los formatos televisivos, que instauran una realidad generada por el propio medio, de la que ya no se sabe si es verdadera o falsa; lo analizaremos en la quinta parte de este capítulo.

I. Televisión y aprendizaje social Trataremos en esta primera parte de analizar las mutaciones generales –de tipo antropológico-cultural– vinculadas a la cultura de la imagen, no sólo desde la perspectiva de la imagen como soporte físico, sino también desde la de la imagen como soporte simbólico, esto es, como modo de representación y manera de percibir lo real, de hacer-ver y hacer-sentir la realidad social. También se produce una mutación interna, propia del medio: la de un discurso «sin sujeto», como se ha dicho, un discurso de

38

El zoo visual

1. El marco cognoscitivo general Las estructuras antropológicas – o «matrices culturales» por retomar la expresión de Jesús Martín Barbero (2000)– han evolucionado considerablemente en las últimas décadas; y podemos decir que la extensión de los medios audiovisuales ha traído consigo el paso de una economía del saber a una economía del ver que consagra la primacía de lo visual (lo visual opuesto a lo intelectivo, a lo reflexivo): esto es, lo visual como modo de ver y de sentir, de representar y percibir/transmitir la realidad. Baudrillard (1990) ha hablado al respecto de «hipervisión» para referirse a esta proximidad

© Editorial Gedisa

contenidos inconexos, sin articulación. Aunque cabría aquí una interpretación positiva consistente en preguntarse, por retomar un tema trillado de las nuevas pedagogías, ¿hasta qué punto esta estructura «a la carta» no puede facilitar el «autoaprendizaje»? y ¿en qué medida no «libera» al sujeto de tutores y maestros?, el debate, en realidad, va mucho más allá del medio televisivo, pues tiene una dimensión antropológica: equivale a preguntarse en qué medida se puede prescindir de la figura humana en el aprendizaje. El problema es bastante complejo en lo referente a la televisión ya que la figura humana, en este medio, está omnipresente, encarnada en los presentadores o conductores de programas; pero es, al mismo tiempo, una instancia múltiple, heterogénea, como evanescente, porque no tiene personalidad propia. No constituye un sujeto en el sentido simbólico de la palabra: esto es, un agente unificador de saber. Internet, hoy, plantea este debate con más agudeza todavía: ¿Quién domina, controla y coordina los contenidos? ¿Hasta qué punto la sobreinformación –el exceso de información– no es nefasta, creando una impresión de dispersión, de pozo sin fondo? Terminaremos esta parte con una reflexión sobre las diferencias entre el discurso del entretenimiento y el discurso del saber.

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

39

total que establece la mirada con lo que se ve y que caracteriza las nuevas formas de comunicación. En este régimen del ver ya no hay lugar para el secreto, nos dice este autor, ni para lo simbólico (para la representación, para una aprehensión intelectiva del mundo). La llamada «neotelevisión», término acuñado por Umberto Eco (1985) y retomado por Casetti y Odin (1990), privilegia la relación in-mediata (sin la mediación intelectiva), el contacto, la impresión de interactividad (la relación sin instancia tercera, mediadora), y produce una inflación de las formas, de todo cuanto acentúa el contacto, haciendo hincapié en el hecho de comunicar. Esta inflación de las formas comunicativas puede producirse en detrimento del sentido (del fondo), y convertirse en conversación audiovisual (G. Bettetini, 1986); es decir, en un modelo comunicativo en el que importa más la forma (el modo de comunicar) que el fondo (la transmisión de contenidos). Un modelo en el que la gran protagonista acaba siendo la televisión misma, el medio («lo importante es comunicar», como se dice trivialmente). Véase a este respecto la importancia de todo lo no-verbal (gestualidad, movimientos, apariencia, look, etcétera) en el discurso audiovisual, en el que el sentido es, hasta cierto punto, secundario, pues se privilegia la relación. Hay aquí lo que podemos llamar un «narcisismo del medio», una manera que tiene el medio de escenificarse a sí mismo, de hacer alarde de su potencial mediático. La televisión, escribe U. Eco, «habla cada vez menos del mundo exterior. Habla de sí misma y del contacto que está estableciendo con el público». La televisión llega casi a existir como personaje, como instancia que está presente mediante una continua referencia a su capacidad de construir mundos, de establecer relaciones, de «crear realidad». Es una televisión «hecha carne» donde incluso el debate intelectual se ve a veces transformado en combate, en enfrentamiento de personas más que de ideas. Es el reino de lo in-mediático, esa

40

El zoo visual

2. El marco discursivo: la ausencia de definición del medio Aquí también se han producido mutaciones en el discurso público. La neotelevisión se caracteriza por una serie de rasgos que la distinguen de los tradicionales discursos públicos (discurso político, discurso periodístico): – Ausencia de un sujeto único de saber: esto es, un sujeto que orienta, ordena, clasifica y, en una palabra, unifica. Es un discurso polifónico, discurso que se traduce por una pluralidad de voces, discurso evanescente del que nadie se responsabiliza, que nadie asume como discurso propio. Proceso «sin sujeto ni fin», se ha dicho (J-C. Soulages, 1999) que es antes que nada un dispositivo que sirve de «cámara de eco», de reflejo más o menos amplificado del imaginario colectivo, el discurso televisivo puede, por ende, responder a una necesidad social. Nosotros no queremos negar su función social de identificación y proyección, aunque ésta sea fantasmática. – La ausencia de homogeneidad es otra característica del discurso televisivo, tanto en lo que se refiere al público como en lo que atañe a los contenidos. De ahí un discurso sincrético que ofrece un mensaje «para todos los públicos», nivelado, pero heterogéneo. – Última característica: la polivalencia de formas. G. Bettetini (1986) y M. Wolf (1994) han destacado la importancia del «contenedor» (el envoltorio, el continente), como ocurre en

© Editorial Gedisa

cercanía que impide lo re-flexivo: si lo reflexivo es un volver sobre lo enunciado, lo «inmediático» es un recrearse en lo impactante, en el efecto inmediato. En la televisión, como denunció P. Bourdieu (1997), no hay tiempo para desarrollar ideas, para articular un pensamiento; el tiempo es lo que manda, con el imperativo de «no cansar». La relación cognoscitiva (basada en el aprender) deja paso a una relación emotiva (basada en el sentir).

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

41

los programas-envase, caso de los talk shows por ejemplo: forma-programa capaz de encerrar todos los contenidos, forma englobante. Una vez más prevalece la forma sobre el fondo y no hay lugar (lugar específico) para lo educativo, que se ve diluido en el entretenimiento, englobado en la fórmula genérica del «educar entreteniendo».

II. La ley de la variedad Con la extensión, en los años noventa, de los programas contenedores como macrodiscurso estructurante, se impone un tipo de formato que caracteriza a la mayoría de los géneros de entretenimiento. Omar Calabrese (1989) define así estos programas (resumido en Lacalle, 2001): 1) los programas contenedores convierten en espectáculo televisivo todo tipo de material extratelevisivo; 2) imponen la conversación como el espectáculo televisivo por excelencia; 3) formalizan un verdadero prêt-à-parler televisivo, constituido por las continuas referencias al espectador que realizan; 4) transforman la función fática o el contacto con el espectador en la función dominante de la comunicación; 5) convierten la participación del público/espectador en el eje del programa; 6) el «efecto en directo» (la emisión en directo o el falso directo) pasa a ser la condición sine qua non de la representación.

Con estos programas se generalizan formatos híbridos donde impera la ley de la variedad: variedad en el sentido en que se habla de programas de variedades en el medio televisivo, variedad que consagra el eclecticismo –el «de todo un poco»– frente a la especialización-profundización; pero también variedad en el

42

El zoo visual © Editorial Gedisa

sentido de variar los productos, sin que sean muy diferentes, para responder a la competencia. Variedad, por último, en el sentido de discursos «variados», fácilmente digeribles, que alternan lo serio con lo entretenido o que lo muestran todo en clave ligera, de diversión. Esto provoca una dilución inevitable de los contenidos: ya no hay objeto específico, cuyo acceso exige un saber exclusivo, sino que todos los objetos son para todos los públicos. Sin duda, una pésima aplicación del principio de democratización de la cultura. De ahí la trivialización del debate y la banalización de la reflexión. La variedad responde a la imagen del caleidoscopio, cuya metáfora sería la simultaneidad de ofertas en la televisión privada como una manera de sustituir a la pluralidad de opiniones en el debate público (la confrontación dialéctica de ideas y puntos de vista, que hacen avanzar). La variedad también trae consigo una multiplicación de los productos de «acompañamiento» que se crean a partir de películas de éxito, series, cantantes o producciones del propio medio: véase la cantidad de informaciones colaterales que ha generado, entre otros, Gran Hermano, la inflación de productos falsamente didácticos, de informaciones triviales que rodean a los famosos, lo cual redunda en una ocupación del espacio comunicativo en detrimento de otros conocimientos. Genera también un metadiscurso del medio sobre sus propias producciones, como ha ocurrido con Gran Hermano y luego Operación Triunfo, con una inflación de «programas derivados»: resúmenes diarios, citas semanales, pero también permanentes alusiones en espacios del corazón o de zapeo, e incluso programas reflexivos donde el medio vuelve sobre el programa original (Triunfomanía), como en una especie de «mise en abyme» enunciativa. Tele 5 ha sido sin duda la cadena más propensa a esta forma de narcisismo televisivo con Crónicas marcianas y su constante glosa de Gran Hermano, creando así sus «personajes», pronto erigidos en referentes casi exclusivos –en todo caso ineludibles– de la ac-

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

43

tualidad rosa. Esta famosidad alcanza a su vez a los conductores de estos programas, fabricando nuevas estrellas como Carlos Lozano, rescatado de El precio justo (TVE-1), en el caso de Operación Triunfo; reciclando viejas glorias algo quemadas como Pepe Navarro en la tercera edición de Gran Hermano, o consagrando el eterno retorno de Mercedes Milá, dos veces salvada del olvido en Gran Hermano II y IV. Se produce así una polución informativa que va acompañada de una contaminación del temario público por temas estrictamente privados y en general intrascendentes desde el punto de vista público. Con esto se da la impresión de manejar información, de controlar «toda» la información sobre un tema: llamaremos «ilusión de panóptico» a esta sensación de poder abarcar todo el espacio del saber, aunque sea a través de objetos triviales. Esto, además, consagra la tendencia del medio a generar información sobre sus propias producciones, a ser autorreferencial (en una muestra de narcisismo) y a crear una especie de discurso interno al medio (recuérdese el juego de referencias al Gran Hermano dentro de Crónicas marcianas [Tele 5] o la «competición» entre ésta y Antena 3 en torno a talk shows y concursos de «supervivencia»): «autobombo», como se dice trivialmente; pero lo más importante aquí es involucrar al espectador en esta estructura cerrada, narcisista, puramente especular y redundante. Queda así puesta de manifiesto la diferencia entre mensaje televisivo y mensaje educativo. El primero tiende a homogeneizar: es «identitario» (conforta lo idéntico), se desenvuelve siempre en lo mismo, la cara risueña de lo real, lo familiar. El discurso educativo, en cambio, es agente de diversidad, abierto a la diferencia; enseña la alteridad de las cosas y de los seres; muestra la otra cara de la realidad, explora lo desconocido. En la televisión, en cambio, incluso las visiones más negras, que podrían ser expresión de la alteridad, de la «parte maldita» (G. Bataille, 1987) de la realidad, se ven a menudo convertidas en parodias de sí mismas a través del

44

El zoo visual

III. Neotelevisión: entretenimiento y seducción En la neotelevisión, nos dice U. Eco, el discurso televisivo deja de ser ventana al mundo para ser, en mayor medida, un espejo del sujeto social. De una televisión documental, referencial, pasamos, podríamos decir, a una televisión especular, con un fuerte componente narcisista, que se amolda a los supuestos gustos del público: gustos declarados, social y públicamente reconocidos, pero también pulsiones «inconfesables», fantasmas colectivos, imaginarios sociales. El medio se transforma entonces en una enorme máquina de entretener, en el doble sentido de la palabra: ocupar (en el sentido más pasivo del término, fenómeno que culmina en los programas nocturnos) y divertir que, aunque sea un acto más activo, tiende a apartar de la realidad, a fabricar sueños, ilusiones. La seducción es el operador de esta captación del público, aquí también en el doble sentido de atraer y fijar la atención. Se-ducere quiere decir precisamente eso: apartar, desplazar, llevar aparte, desviar al otro de su vía para traerlo a tu propio lugar. Al contrario de lo que ocurre en el acto pedagógico, que consiste en persuadir,

© Editorial Gedisa

humor (ni siquiera negro, lo que podría resultar subversivo) o la irrisión: como ejemplo de ello, véase la parodia del dolor en los vídeos domésticos o la trivialización del horror en los reality shows. El medio televisivo tiende «naturalmente» a banalizar, a borrar/diluir lo irreductible, hasta el punto de quitar a los objetos anómicos su carga extraña y así integrarlos en su propio sistema de representación, o sea, en una visión trivial, espectacular o humorística de la realidad. Pero, más que otra cosa, lo que desvirtúa es la espectacularización del hecho y su posterior consumo como objeto de entretenimiento. Éste es hoy una verdadera industria cultural (E. Bustamante y R. Zallo, 1988; A. y M. Mattelard, 1989).

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

45

aquí se trata de fascinar: la imagen es el agente de esta fascinación, y su función ha evolucionado con el tiempo. Mientras que, dice Régis Debray (1994), la imagen arcaica y clásica funcionaba con el principio de realidad (que era del orden de lo racional, de la mediación estética), la imagen moderna –»lo visual»– funciona con el principio de placer, es del orden de lo puntual, de la satisfacción intrínseca: es un bien efímero, de consumo inmediato, desechable, no es un saber acumulable. Lo visual es en sí mismo su propio fin: «El icono cristiano –escribe Debray– decía: tu Dios está presente. El icono poscristiano: que el presente sea tu Dios». Ya no hay referente externo: la imagen es su propia realidad. Apunta al respecto Joan Ferrés (1996): «La fascinación que los personajes y las situaciones ejercen sobre el espectador proviene del hecho de que le pone en contacto con lo más profundo y oculto de sus tensiones y pulsiones, de sus conflictos y anhelos, de sus deseos y temores. La televisión seduce porque es espejo, no tanto de la realidad externa representada cuanto de la realidad interna del que la contempla». Y aunque el discurso televisivo cumpla una función socializadora, no lo hace desde el discurso racional, desde el conocimiento, sino desde la seducción, desde lo emotivo, desde los relatos más que desde los discursos, desde su propia realidad y desde la realidad imaginaria que despierta en el espectador. Por ello tiene que ver con mecanismos de identificación primarios, de tipo asociativo, que recuerdan el pensamiento mágico. Estos resortes hacen hoy del modelo de entretenimiento el sistema de socialización más eficaz, pero también un complejo instrumento de manipulación colectiva. La fascinación es, en efecto, el camino abierto a la penetración de las mentes, a la interiorización de modelos, porque cultiva el narcisismo del sujeto, porque activa, como dice Ferrés, las dimensiones más profundas y contradictorias, para bien y para mal: tanto las pulsiones de vida como las de muerte, tanto Eros como Tánatos.

46

El zoo visual

IV. El nuevo imaginario televisivo (diversión y espectáculo) Hoy domina la producción televisiva un imaginario de la diversión: hay que pasarlo bien, aunque sea haciendo del discurso televisivo un mundo de ilusiones, de proyecciones fantasmáticas, una «cámara de eco» del imaginario colectivo. El entretenimiento consagra la diversión como mundo alternativo al mundo real, pero no tanto para ocultar lo real, como para sustituirlo y crear otra

© Editorial Gedisa

Esto se traduce, en el discurso televisivo, en una misma fascinación hacia objetos antitéticos, ya sea fascinación hacia objetos «supereufóricos» (la vida color de rosa en las tertulias de tarde), o, al contrario, hacia objetos problemáticos y manifestaciones anómicas (violencia, muerte, dolor). La seducción es profundamente ambivalente porque reúne en una misma relación de fascinación tanto la belleza como la monstruosidad, lo positivo como lo negativo. La televisión como agente socializador cumple así una función de refuerzo más que de aprendizaje social; contribuye a consolidar el imaginario colectivo más que a activar mecanismos de distanciación con lo emotivo. Sin llegar a ser un instrumento de alienación (hoy la seducción sustituye a la alienación), no deja de crear una dependencia (más o menos consentida) de la que uno difícilmente se puede deshacer. Pero, sobre todo, crea una cierta familiaridad con las representaciones mediáticas. En esta tarea sustituye a la propia estructura familiar creando sus propios ídolos, aquellos «íntimos extraños» que constituyen los personajes de las ficciones televisivas, los famosos que aparecen en ella y le dan valor emblemático. Es confortadora, en todo caso, de identidades establecidas: ratifica la vuelta, siempre, de lo idéntico y se desenvuelve en la repetición: cumple una función ritual.

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

47

realidad tan creíble como la realidad objetiva: un mundo de lo posible –escenificación de mundos posibles– que mucho tiene que ver con la ficción, aunque esté empapado en la realidad. Los programas que llamaremos de «creación de realidad» tipo Gran Hermano u Operación Triunfo lo ilustran perfectamente. Son mundos ilimitados por definición –que no admiten límites–, en particular entre la realidad y la ficción, entre el deseo y su realización, entre géneros incluso. De ahí la contaminación de otros discursos por la diversión, desde el discurso informativo hasta el discurso educativo. Esta evolución refleja una crisis más profunda que es la crisis misma de la representación: una crisis de representatividad que afecta, en el orden informativo, al discurso periodístico y produce un trasvase de interés desde los temas «duros» (política, economía, por ejemplo) hacia las noticias de deporte y, en general, hacia todo lo que cumple una función recreativa (los temas de entretenimiento: actualidad «rosa», concursos, programas de diversión, etcétera). Cuando ya cansa la realidad misma, lo último que queda es reinventarla, crearla desde y dentro del propio medio (como ocurre con los reality shows y los docudramas). En este sentido, son también reveladores los intentos de revitalizar un género tan gastado como los informativos o el parte del tiempo. Véase al respecto, en Estados Unidos, la mezcla de noticias de información con referencias a obras de ficción: el hacer preceder un reportaje sobre las Fuerzas Armadas por una película de Tom Cruise, o la interrupción de películas por flases informativos. En el Reino Unido, los intentos desesperados de captar la atención de los espectadores de la crónica del tiempo utilizando enanos que tienen que saltar para alcanzar el mapa o señoras con generosos escotes y visibles ligas, con los adecuados primeros planos para captar todos los detalles sabrosos y escabrosos. En Rusia, a los locutores del principal informativo, La verdad desnuda, realizando entrevistas casi en cueros mientras que la chica del tiempo

48

El zoo visual © Editorial Gedisa

hace un striptease. O finalmente, en un alarde más de imaginación, a los presentadores y presentadoras del tiempo de TV nova, en la República Checa, que empiezan el programa de madrugada desnudos y poco a poco van poniéndose prendas acordes al tiempo que anuncian. Estos fenómenos de mezcla de lo presuntamente entretenido con lo aparentemente aburrido se dan en contextos tan diferentes como pueden serlo Estados Unidos o Rusia. Ya se trate de la amenización-vulgarización del mensaje o, al contrario, de su dramatización, en ambos casos se diluyen las fronteras entre lo serio y lo trivial, a veces hasta entre lo público y lo privado. Se difuminan, en todo caso, las fronteras entre géneros, consagrando así como nuevo modelo el infotainment (mezcla de información y entretenimiento) en el orden informativo o el talk show (mezcla de entrevistas y espectáculo) en el ámbito de la variedad. Se diluyen así las funciones del discurso televisivo, con una extensión del modelo del entretenimiento al conjunto de las producciones televisivas. Ejemplo de ello es, en Estados Unidos, el que uno de cada dos ciudadanos entre 18 y 30 años siga las campañas electorales a través de los programas nocturnos de humor, programas que, lejos de ser informativos, distorsionan la realidad para convertirla en comedia vulgar, como ocurre en The Tonight Show en la NBC o Late Show en la CBS. Otro factor que contribuye a limitar la función educadora de la televisión, alejándola de la reflexión, del análisis, es el imperialismo de la actualidad y la presión del directo. Hoy todo «cabe» en la televisión con tal de que sea de actualidad, y a veces hasta lo más insignificante; y más si es en directo, en live como se dice ahora. Caricatura de la perfecta actualidad y del eterno directo serían las webcams en Internet (esa retransmisión durante las 24 horas de lo que pasa –o no pasa– en una habitación, una sala de estar, etcétera); aunque aquí la caricatura se ha hecho realidad con el modelo Big Brother.

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

49

Esta «televerdad» (Real TV, télé-réalité) que nos invade, que se multiplica en una recreación redundante del presente –de un presente in-definido, fuera del tiempo social–, es sin duda una respuesta a una crisis genérica: la crisis de lo histórico («el fin de la historia», han dicho algunos), «el ocaso de las ideologías», la decadencia de lo político. Obviamente la televisión ocupa el terreno dejado por otras instituciones sociales (familia, escuela, Estado…), y lo hace extendiendo y trivializando el campo del saber, sustituyendo un saber humanista por una especie de saber-hacer: saber práctico (adecuado a unos fines específicos y limitados), saber espontáneo (que no necesita aprendizaje, es decir, paso previo), saber salvaje (que se adquiere sin distinción de edad ni condiciones), saber informe (que no tiene ni principio ni fin), saber caótico en fin (que surge de manera desordenada, no jerarquizada). Un saber mosaico muy representativo de la cultura de masas y de su imaginario de la evasión que puede paliar, sin embargo, ciertas carencias sociales, contribuir a reforzar el vínculo social y, en todo caso, servir de interfaz entre el ciudadano y el entorno social. Se consolida así, escribe Charo Lacalle (2001), una televisión mediadora: «Al igual que había ocurrido en Italia y Francia con Chi l’ha visto? y Perdu de vue, la versión española de dichos programas, ¿Quién sabe dónde?, inaugurada en TVE-1 en 1992 (en 1991 se había emitido en La 2), la consolidación en España de una televisión mediadora, institucional y hablante que, además de encontrar desaparecidos, se fue convirtiendo gradualmente en un foro desde donde juzgar (La máquina de la verdad, Veredicto, Tele 5), solicitar una vivienda digna (Misterios sin resolver, Tele 5 o Cita con la vida, Antena 3), colaborar en la resolución de casos policiales (Se busca, Antena 3), reconciliarse con su pareja (Lo que necesitas es amor, Antena 3) o contar su vida (Ana, Tele 5 o Digan lo que digan, TVE-1)». Con esto se puede decir que la televisión sigue cumpliendo una función social, pero lo hace de manera dispersa y a través de

50

El zoo visual

V. La construcción de una realidad sui géneris La función educativa (el construir objetos de saber con fines sociales) se ve desplazada hoy por la función evasiva (el salir del marco social para recrearse en un mundo virtual, un mundo de lo posible). La inflación de juegos y concursos ilustra esta tendencia y, dentro de estos programas, la evolución misma de los contenidos: el paso de los concursos de conocimientos teóricos (de tipo intelectual, enciclopédico) a los concursos de habilidades físicas o de azar puro, sin que tenga que intervenir de manera activa el sujeto; el paso de valores positivos (por ejemplo la contemplación de la felicidad) a valores negativos (la visibilización del sufrimiento) que en ocasiones pueden ser repulsivos (véanse las versiones japoneses de los concursos con pruebas físicas); o el paso del concurso con reglas a la invención de éstas por los propios participantes en los concursos de «supervivencia». Son juegos estos que ya no implican un conocimiento previo, ni un aprendizaje (susceptible de informarnos sobre la realidad), sino aptitudes de resistencia, de adaptación al medio que nos informan sobre el propio medio, sobre la capacidad del concursante para jugar con él, con sus reglas incluso (recuérdese la «rebeldía» de los integrantes de la primera versión del Gran Hermano frente a la obligación de «nominarse» unos a otros). En cuanto a la relación que establecen con el espectador, el contacto directo –y en directo– con la realidad imposibilita toda distancia reflexiva, crítica, con la realidad misma e instituye una especie de realidad in-

© Editorial Gedisa

programas que dificultan la misión educativa, formativa e incluso informativa que podría tener el medio, trivializando en todo caso esta misión. Es especialmente visible en la evolución de los formatos televisivos, de los que veremos algunos ejemplos más adelante, sin pretender aquí ser exhaustivos.

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

51

terna, propia del medio, que elimina la relación mediada (cognoscitiva) con los objetos de saber. El medio autogenera su propia realidad hasta el punto de rivalizar con la realidad objetiva. ¿Hay algo más realista que esas recreaciones de realidad tipo «casa de muñecas», consistentes en instalar a unos personajes en un microcosmos (una casa, una isla) o un macro-entorno (un bus, un estudio de música, por ejemplo)? Pero es una realidad enlatada, como creada en laboratorio, condicionada por el marco formal, las reglas y el entorno definidos por el medio. Es una simulación de realidad en el sentido cibernético de la palabra, como se hacen simulaciones de vuelo o de ingravidez. ¿Cómo accedemos a esta realidad, cómo llegamos a «conocerla»? Si el conocimiento es del orden de la verdad, el espectáculo, en cambio, es del orden de lo verosímil, es decir, del orden de lo creíble. Ahí está la gran diferencia, ahí está el gran malentendido en torno a estos programas. ¿Qué es lo que enseñan? ¿Qué de nuevo aportan sobre la intimidad, sobre la vida en sociedad? ¿Son realidad o puro similacro? Y ¿no es precisamente esta ambigüedad –el que se sitúen en un espacio virtual, ni realmente verdadero, ni del todo falso– la que fascina, más que su supuesto interés sociológico o psicológico? El directo es otro recurso del lenguaje televisivo que, paradójicamente, contribuye a acentuar el simulacro, suprimiendo toda mediación narrativa, didáctica e intelectiva entre el espectador y la realidad. Conduce por otra parte a eliminar, o por lo menos limitar, el papel de una figura fundamental en el aprendizaje: el presentador-conductor, y con él toda instancia mediadora entre sujetos y objetos de saber, es decir, una instancia que tiene un conocimiento previo y global del contexto comunicativo y cognoscitivo. Con el directo se plasma un imaginario del presente total –una ilusión de ubicuidad– como si estuviéramos en todo, como si descubriéramos la realidad al mismo tiempo que ocurre; crea

52

El zoo visual

Conclusión: De la televerdad a la realidad virtual Con el auge, en los años noventa, de la real TV o televerdad, esta estética de lo común se consagra a través de personajes, referentes y situaciones elevados, gracias a los llamados «programas de realidad», a protagonistas de la programación televisiva. El entretenimiento se impone como modelo e invade hasta los programas aparentemente documentales, consistentes en reflejar la realidad social.

© Editorial Gedisa

una ilusión de presente, basada en un mito de la transparencia que invierte la relación entre actores y presentadores-narradores: el programa lo hacen aquí los propios actores; el relato lo construyen ellos mismos dando una impresión de libertad (la que se tiene en los juegos de rol), lo cual explica la fascinación que ejercen estos programas. Es ésta una televisión-juego de rol, que no es sino la parodia de ese ideal de televisión que podría ser una televisión a la carta, una televisión realmente interactiva: televisión populista, parodia de una televisión popular –de todos y para todos– que consagra al «hombre común» frente al famoso, que santifica la experiencia trivial, lo minúsculo, frente a la hazaña heroica y los hechos relevantes, mayúsculos; pero se trata aquí de un falso igualitarismo que nos hace creer que todos podemos saber (así, sin más) y ganar (sin más esfuerzo que el de resistir a la fuerza del medio), sin más mediación que la del espectáculo. La fama fácil es como el dinero fácil: es antiesfuerzo, antididáctica y, sobre todo, poco ejemplar. Estética del mal gusto, han dicho los más pesimistas, «estética del hombre común» han escrito otros (M. P. Pozzato, 1995), que no fomenta el descubrimiento de la diferencia, sino la aceptación de lo tópico, la consolidación de lo estándar.

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

53

The Real World, de la cadena musical americana MTV, en 1992, es sin duda el antepasado de los actuales Big Brother y demás sucedáneos: es la primera serie documental que sigue la vida cotidiana de unos desconocidos a los que se les ha pedido que convivan durante tres meses fuera de su entorno habitual y sean filmados durante las 24 horas. Conocidos por sus nombres de pila, se transforman inmediatamente en verdaderos héroes de serie. El experimento tiene antecedentes en Estados Unidos donde, en 1971, ya se había filmado a una familia de Santa Bárbara (California), dando lugar, en 1973, a la serie An American Family en la cadena pública PBS. Expedición Robinson, de la cadena sueca SVT1, será en 1997 la primera serie documental basada en el juego, con eliminación progresiva de los concursantes y un envite económico importante. Sin hablar del Big Brother del productor de origen neozelandés Endemol, que aparece en septiembre de 1999 y hará estragos en Europa y Estados Unidos, con su versión francesa tardía (Loft Story) y sus cuatro (hasta la fecha) versiones españolas de Gran Hermano. Es la primera emisión en tiempo real, en Europa, de las aventuras y desventuras cotidianas de protagonistas «reales» concebidos ex profeso como personajes para la televisión. En abril de 1999, el canal público TV2 de la televisión neozelandesa estrena la primera edición de Popstars, programa consistente en formar y promocionar un grupo de música pop; será adaptado en Francia por el canal privado M6, y dará lugar a Star Academy, del canal privatizado TF1 en 2001. Son de sobra conocidas las versiones españolas, con el éxito arrasante de Operación Triunfo. El rasgo común de todos estos programas es –aparte de la mezcla de varios formatos televisivos y la preponderancia del entretenimiento sobre la función didáctica a pesar de su envoltorio documental– la pérdida del contacto con la realidad objetiva y el

54

El zoo visual © Editorial Gedisa

entorno social. La realidad de orden colectivo, público, es sustituida por una realidad de otro tipo: genuina (creada para este cometido), «arbitraria» (regida por sus propias reglas), «microcósmica» (relativa, cortada del mundo real), simbólicamente a mitad de camino entre lo privado (como espacio de intimidad) y lo público (por la presencia de cámaras). Se produce así una desrrealización del espacio-tiempo televisivo que crea un universo acrónico, al margen del tiempo social, de sus ritmos y obligaciones, que tampoco es el espacio-tiempo de la ficción, liberado de estas reglas y percibido como espacio utópico (espacio otro, de una libertad imaginaria). Consagra un universo basado en lo que F. Jost (2001) llama –recogiendo la expresión de Käte Hamburger– la «feintise» (simulación, engañifa): un régimen narrativo intermedio entre el dispositivo de mostración (basado en relatos «factuales»: sobre hechos) y el dispositivo ficticio (basado en el imaginario). Ni que decir tiene que la imposición de tales universos narrativos es un factor de evasión total de la realidad, pero fuera de todo contrato ficticio, mezclando de manera ambivalente lo real y lo simulado, lo verdadero y lo imaginario. Esto puede representar un obstáculo para una labor didáctica –de conocimiento del mundo y de dominio de la realidad–, aunque también cumplir una labor de aprendizaje de modelos existenciales e iniciación a la vida comunitaria. Tras todo ello, nos podemos preguntar: ¿no habrá un imaginario regresivo, una nostalgia del «buen salvaje», del hombre sin atributos, hombre del saber práctico, de un estadio precultural que empieza a existir con y a través del medio, que logra reconocimiento y fama gracias al espectáculo televisivo? Sueño, en fin, de una televisión mágica que construye sus mundos, instituye a los sujetos, crea héroes y encuentra sus soluciones en el medio mismo. Sueño de un mundo autárquico, autosuficiente, cuasi autista, de un mundo virtualmente posible, donde la realidad

© Editorial Gedisa

Entretenimiento y diversión

55

social ya ni siquiera es necesaria porque la televisión crea su propia realidad, en la que, como en la publicidad, la copia es mejor que el original. ¿Tendremos que encerrarnos durante noventa días en una casa-estudio o meternos en las incomodidades de un bus para probar que existimos, que nos relacionamos, incluso que reñimos, que somos miembros de una comunidad, que existimos como seres sociales? ¿O habrá que concluir que la televisión no pretende otra cosa que convencernos de que es ella la que nos hace existir?

Bibliografía Bettetini, Gianfranco, La conversación audiovisual, Cátedra, Madrid, 1986. Bataille, Georges, La parte maldita. Precedido de «La noción de gasto», Icaria, Barcelona, 1987. Baudrillard, Jean, «Videosfera y Sujeto Fractal», en VV.AA.: Videoculturas de fin de siglo, Cátedra, Madrid, 1990. Bourdieu, Pierre, Sobre la televisión, Anagrama, Barcelona, 1997. Bustamante, Enrique y Zallo, Ramón (comp.), Las industrias culturales en España, Akal, Madrid, 1988. Calabrese, Omar, La era neobarroca, Cátedra, Madrid, 1989. Debray, Regis, Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Paidós, Barcelona, 1994. Eco, Umberto, «TV: la transparence perdue», en La Guerre du faux, Grasset, París, 1985. Ed. española: «La transparencia perdida», en La estrategia de la ilusión, Lumen, Barcelona, 1986. Casetti, F. y Odin, R., «De la paléo- à la néo-télévision. Approche sémio-pragmatique», Communications 51, Télévisions/Mutations, París, 1990. Ferrés, Joan, Televisión subliminal. Socialización mediante comunicaciones inadvertidas, Paidós, Barcelona, 1996. Jost, François, La télévision au quotidien. Entre réalité et fiction, Ina-De Boeck Université, Bruselas, 2001. Lacalle, Charo, El espectador televisivo. Los programas de entretenimiento, Gedisa, Barcelona, 2001. Lyotard, Jean-François, La condición postmoderna. Informe sobre el saber, Cátedra, Madrid, 1984.

56

El zoo visual © Editorial Gedisa

Martín Barbero, Jesús, «Entre lo local y lo global», en: Nuevos mitos y ritos televisivos (modos de ver / modos de seducir), G. Imbert y (coord.), Revista electrónica, http:/www.uc3m.es/uc3m/inst/MU/dpmu.html. Instituto de Cultura y Tecnología, Universidad Carlos III de Madrid, 2000. Mattelard, Armand y Michelle, El carnaval de las imágenes, Akal, Madrid, 1989. Pérez Tornero, José Manuel (comp.), Comunicación y educación. Nuevos lenguajes y conciencia crítica, Paidós, Barcelona, 2000. Pozzato, Maria Pia (comp.), Estética e vita quotidiana, Lupetti, Milano, 1995. Wolf, Mauro, Los efectos sociales de los medios, Paidós, Barcelona, 1994.

2 La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

La televisión es sin duda, dentro de los discursos de la modernidad, el que recoge con mayor densidad los diferentes discursos flotantes que reflejan la evolución del sentir colectivo. Medio esponja, caracterizado por su enorme capacidad acogedora de hablas ajenas, la televisión es prototípica de la polifonía mediática. Como tal condensa temas o contenidos representativos del debate actual y los incluye en su universo temático. Y lo hace en términos narrativos, integrándolos en lo que llamaremos el «Gran Relato de la vida» (véase capítulo 9), esa imago mundi en permanente mutación, ese espejo en constante adaptación que representa el presente mismo en su fluir continuo, su regularidad, su rutina incluso; pero también el presente en su discontinuidad, con sus rupturas, sus momentos de crisis, sus puntos álgidos.

I. La televisión como «casa de citas» La ficción puede, de esta manera, más allá de su función puramente imitativa, servir de «modelo de realidad». Como escriben al respecto F. Casetti y F. Villa (1992): El resultado es el de proponer un modelo de realidad y, por lo tanto, una representación que saca a la luz rasgos distintivos (o sea, que caracteriza una situación en cuanto tal) y un principio de organización (o sea, que estructura una situación en sus distintos componentes).

58

El zoo visual

Es un tópico hoy decir que la televisión acompaña los pasos del individuo, desde la infancia hasta la tercera edad, con su programación por segmentos de edad, audiencia y gustos; pero tras el tópico, está la facilidad del medio para convocar públicos heterogéneos y unirlos en el mismo acto: el ver, el contemplar permanentemente el espectáculo del mundo y de sí mismos a través de los programas informativos, pero también a través de lo que podríamos llamar los programas «representativos», los cuales cumplen una función especular, consistente en devolver o dar al espectador una imagen prototípica, más o menos tópica, de lo que es/debe ser/podría ser o haber sido. Volveremos más adelante sobre la función del ver y su hipertrofia en la cultura de hoy: la hipervisibilidad televisiva. Nos interesa ahora destacar esta fuerza congregadora del espectáculo televisivo propia de la cultura de masas, esa manera muy particular de recortar el tiempo y modular la actividad del hogar en torno a programas de prime time, flases informativos, series o juegos-concurso en los que nos reflejamos/vemos reflejados,

© Editorial Gedisa

La ficción televisiva nos ofrece una transcripción simbólica de nuestras vidas: retoma los elementos típicos y los reorganiza con la forma de la historia; enfoca los momentos esenciales y pone en evidencia los nexos que los mantienen juntos. Pero el resultado es también el de ofrecer claves de lectura de nuestras existencias: representar una realidad significa también proponer y difundir una interpretación […]. Por lo tanto, el cuento de ficción en la televisión propone modelos de realidad, reorganizando de manera simbólica nuestra cotidianidad. A su vez estos modelos se desempeñan como claves interpretativas de la realidad que nos rodea, señalando los rasgos esenciales y las modalidades fundamentales del desarrollo. Tal recorrido nos permite mirar la ficción televisiva como un archivo de imágenes del mundo y, al mismo tiempo, como un depósito de potenciales propuestas exegéticas; si queremos como una transcripción de nuestras vidas, ofrecida a la comunidad para que se haga consciente de sí misma.

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

59

con los que nos identificamos y que nos identifican, que funcionan como marcas, con sus ídolos, sus iconos, sus recurrencias, sus efectos de connivencia. La televisión se presenta así como uno más de los espacios públicos que moldean nuestra vida de sujetos del ver y hacen de nosotros sujetos arrancados de nuestro lugar propio, proyectados en un lugar tópico –de todos (de todos en general y a la vez de nadie en particular)–, un no man’s land moderno en el que nos transporta la ilusión (la ilusión de ver y de ser) que nos proyecta en otros mundos, mundos posibles, mundos de ficción, de lo virtual, del poder-ser. En ello estriba el poder de seducción del medio (en atraer al otro a su propio lugar, en encerrarlo en sus representaciones, sus ilusiones): seducir pues –seducere es apartar del camino habitual–, más que persuadir. Creando espacios comunes –lugares comunes, también: tópicos, clisés–, la televisión se impone como gran casa de citas en la que todo/todos cabe(mos) y converge(mos). En este sentido, une en un mismo espectáculo masivo, produce adhesión y proporciona una identidad, aunque sea momentánea o de prestado. Al igual que la publicidad, crea un hilo visual que, a semejanza de los hilos musicales de hoteles, trenes, aeropuertos y otros «no lugares» (M. Augé, 1995), nos acompaña a todas partes, en todos los continentes, nos envuelve sin imponerse como género musical, siendo lo suficientemente edulcorado como para no marcarnos y evitar así identificaciones excesivas. La televisión toda es hoy una Operación Triunfo en acción.

II. La televisión como gran ritual de la modernidad La televisión es el gran ritual moderno que toma el relevo de otros rituales sociales decadentes u obsoletos, o ineficaces y desimbolizados, como pudieron ser la religión, las celebraciones

60

El zoo visual

– Tiene un carácter repetitivo que se refleja, en el mensaje televisivo, en la ordenación y regularidad de la rejilla de programación con, todas las semanas, la vuelta de lo mismo. La recurrencia es un factor de familiaridad y facilita la imposición y reproducción de los mismos modelos. Tiene una función reproductora. Sirve por otra parte de vínculo entre lo cotidiano trivial y lo mítico atemporal. – El rito tiene sus soportes físicos (verbales y paraverbales: visuales, gestuales) que le dan una cierta plasticidad y visibilidad social: en ello estriba su función mostrativa (véase la utilización del estudio de televisión como marco de enunciación y del presentador como instancia enunciativa). – Es una forma fuertemente codificada, con su «lenguaje de la tribu» (rigidez de los protocolos de presentación y animación,

© Editorial Gedisa

festivas o los rituales rurales y gremiales; y lo hace con la misma fuerza, aunque de manera todavía más global, superando fronteras geográficas, culturales y de clase y raza. Ritual profano, la televisión recoge fobias y anhelos dispersos, variopintos, inconexos e incluso contradictorios (deseo de ilusión, sueño de felicidad, pero también fascinación por la violencia, por el riesgo, atracción de la muerte); y los va integrando en su discurso sincrético, les da forma, los convierte en narraciones accesibles a todos, los vuelve visuales, gráficos desde todos los puntos de vista (representativo e intelectivo), creando nuevos rituales comunicativos que articulan lo ordinario y lo extraordinario (G. Abril, 1997). ¿Qué se entiende por rito? Por rito entiendo un dispositivo formal de prácticas recurrentes que transmite una determinada representación de la realidad y cumple una función social: la de crear/reforzar el vínculo con el medio compartiendo el mismo espectáculo, creando así un consenso formal en torno al ver. Como dispositivo formal el rito se podría definir como sigue:

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

61

lenguaje acartonado de los telediarios); por eso sus mensajes son fácilmente reconocibles. Es su función comunicativa. – Encierra, por último, una fuerte carga simbólica de donde se deriva su función representativa: todo rito expresa, directa o indirectamente, el sentir social, la identidad colectiva. Los actuales rituales comunicativos contribuyen a instalar verdaderos escenarios (G. Imbert, 1992) mediante una representación teatral –a menudo dramatizada– de la realidad: una tendencia a acentuar los efectos, al modo espectacular, proyectando al espectador en el corazón mismo del dispositivo comunicativo. En la televisión actual esto se plasma en ritos participativos en los que el espectador es un «actante» más del juego televisivo. El rito se transforma en ceremonia colectiva, en un compartir el mismo código. Como gran ritual moderno que ha llegado a ser, la televisión es también un extraordinario vehículo de transmisión de mitos. Ya no son aquellos grandes relatos de las mitologías clásicas, sino pequeñas narraciones, relatos fragmentados, producciones dispersas, de acuerdo con la heterogeneidad formal del medio, que sirven de caja de resonancia al imaginario colectivo. Nuevas mitologías que, como analizó Roland Barthes a mediados de los años cincuenta (R. Barthes, 1956), nos informan de manera indirecta, latente, implícita o subliminal, sobre la sociedad. Sistema connotativo, el mito se desenvuelve más en el poder-ser –los sueños, las ilusiones, el grado virtual de realidad– que en la realidad objetiva, en lo que es realmente el mundo. Desde esta perspectiva, la televisión pierde cada vez más su función referencial –estrictamente informativa– para transformarse en una gran máquina de diversión masiva. Pero esta diversión, aunque sea evasión, no es sin embargo un apartarse del mundo; se alimenta de él y lo devuelve hecho relato cargado de valor mítico: atemporal, hiperreal, manifestando así la fuerza del

62

El zoo visual

III. La hipertrofia del ver. Los nuevos mitos televisivos Esta figuratividad del medio se apoya finalmente en una serie de mitos que son propios del medio, engendrados por su capacidad de crear realidad, de generar su propio universo referencial: el mito de la transparencia (el pensar que ver equivale a entender),

© Editorial Gedisa

código, sus específicos modos de representación de la realidad. Siguiendo la vía abierta por Roland Barthes, Gilbert Durand y la sociología de lo cotidiano de la mano de Michel Maffesoli, podemos decir que el mito es la formalización del imaginario colectivo. Las pequeñas mitologías televisivas se ocupan de recoger una serie de representaciones flotantes, dándoles una cierta figuratividad. En este sentido, si el rito es lo que da forma a lo informe, el mito sería lo que visibiliza lo invisible hasta fundar su propia realidad (o su ilusión de realidad), empezando por la ilusión referencial. El rebatido «Lo he visto en la tele» acentúa la identificación del sujeto con el medio dando a la representación cartas de realidad, acentuando de esta manera el contrato que le une al medio; pero, en este caso, el contrato ya no se funda en el creer o en el entender, sino en el ver (el modo de ver como autolegitimación de la realidad producida por el propio medio). Esta primacía del ver sobre el saber es fundamental porque otorga a la realidad representada un modo de existencia propio y establece con el espectador una relación de adhesión in-mediata (sin mediación). Es como en la publicidad española para la CNN +, medio que prefigura una información «on line»: «¿Han atacado, o están atacando? Una nueva forma de ver España y el mundo»; es como si uno estuviera en el mismo campo de batalla, pero con la comodidad del sillón familiar.

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

63

el mito de la cercanía (ver igual a poseer), el mito del directo (como abolición de la distancia enunciativa y narrativa) y el mito, en fin, de una «televisión de la intimidad», por recoger el título del libro de Dominique Mehl (1996) sobre el tema. Todo ello como si el ver más permitiera entender mejor, como si la cantidad de información pudiera ser la garantía de una mejor calidad de comunicación, como si el criterio cuantitativo se sobrepusiera al cualitativo. Es patente en los reality shows, donde se produce una verdadera hipertrofia del ver, no sólo por los temas tratados sino también por la insistencia del medio en querer captar in situ y en vivo el detalle morboso o la explosión emotiva, buscando permanentemente el efecto pasional, la dimensión compasional. No por nada el lejano antecedente de los talk shows está en los sob programming (programas de sollozos) que se emitían en Estados Unidos en la posguerra, desde Queen for a day, en el que se premiaba a la protagonista de la historia más conmovedora, hasta, en la década de los setenta, los programas de Phil Donahue, quien se retiraría en 1996 después de presentar durante 29 años su programa, siempre centrado en los aspectos más morbosos e insólitos de la actualidad sentimental. ¿Y qué es el «morbo», al fin y al cabo, sino una exacerbación del ver? Este desnudarse ante la cámara tiene su traducción literal en algunos programas donde el candidato a la fama, o por lo menos a la notoriedad televisiva, no vacila en desnudarse en el sentido más prosaico de la palabra. Como botón de muestra, el programa Fantasía de la televisión argentina, en el que los voluntarios se prestan a algún striptease ante las cámaras, sin que haya premio, sin otra finalidad que ofrecer esta intimidad intrínseca, sin ningún envoltorio erótico como ocurre en las webcams, ni aliciente económico: mostración pura, grado cero de la representación, el ojo de la cámara se satisface con esta representación que es pura forma, despojada de significación, para el ojo voyeurista del espectador,

64

El zoo visual

1) A nivel simbólico, es un dispositivo productor de realidad. No se trata aquí de una simple reproducción de la realidad objetiva (la de los «hechos»), sino de una realidad que el mismo medio contribuye a construir, dándole forma mediante unos mo-

© Editorial Gedisa

que se mira así como en un espejo, tal cual ha venido al mundo, o tal cual se comporta en la intimidad de su cuarto de baño, porque no tiene otra cosa que ofrecer. Como dice Vicente Verdú (2002), «el reality show no es otra cosa que pornografía de la vida corriente y sus protagonistas, continuadores de la prostitución por otras vías. […] El mundo que se autorreclama transparente ha desvelado a uno y otro sexo por completo y, en la absoluta contemplación recíproca, las miradas no encuentran nada de interés. Sucede como con el reality show que representa el programa Gran Hermano: a partir de un primer momento se ve que no hay nada que ver. Es la misma ley de la pornografía más dura: hacer todo explícito, no ocultar nada, deshacer los pliegues, explorar las concavidades para que la experiencia, como en el caso de las drogas, agote el deseo. ¿Volver al pudor? Probablemente. Porque si no poseemos nada no tenemos nada que ganar.» Pero en la realidad de todos los días ocurre todo lo contrario: el exceso de visibilidad puede provocar saturación y conducir a una cierta insensibilidad. La hipertrofia informativa puede diluir los referentes y hacer perder el sentido de la realidad. El directo puede acentuar la dramatización de los hechos en detrimento de su intelección. Son suficientemente patentes los efectos de la saturación sígnica en temas como el cuerpo, la violencia o la muerte, como para no tener que volver sobre ellos. El discurso televisivo, sin embargo, se construye a contrario de esta realidad sociológica, pero sin darle la espalda, ni mucho menos; la televisión, como agente socializador, es hoy por hoy el dispositivo más eficaz de reproducción de ritos y mitos, y lo hace desde distintos ángulos:

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

65

dos de representación que le son propios: ni totalmente realistas, ni del todo ficticios. El reality show sería la formalización extrema de esta oferta de realidad: más que a una reproducción mimética responde a una reconstrucción ficticia, a pesar de que su base es documental (se inspira en hechos reales) y los «decorados» son naturales, y procede mediante una representación dramatizada. 2) Lo hace también a nivel figurativo (formal). Dentro de esta construcción de una realidad sui géneris, son de destacar las mutaciones de los modos de ver: concretamente la instauración de un régimen de hipervisibilidad como nuevo modo de ver, patente en la tendencia a saturar el espacio de representación, exacerbada en los talk shows y reality shows, donde se cargan las tintas, se dramatizan y visibilizan hasta los aspectos más íntimos, pero también presente en el discurso informativo. Este derroche semiológico podría ser una respuesta –en forma de potlatch (de exceso, de despilfarro)– a la merma de sentido en la cultura de la imagen y también a la pérdida de credibilidad del discurso informativo: a la pérdida de valor de los contenidos políticos, contesta la redundancia de las formas comunicativas. 3) Finalmente, a nivel comunicativo, establece nuevos ritos y mitos: la hipertrofia del ver modifica la relación con el espectador, define un nuevo contrato comunicativo que acerca al espectador a una realidad representada de modo paradójico: si la realidad a través del medio aparece como más cercana, es al mismo tiempo más virtual. La hiperrealidad televisiva se sitúa más allá del realismo: es una «oferta de realidad» con un componente imaginario fuerte; como ejemplo, los efectos masivos que producen las sitcoms sobre el público (son series que se basan en situaciones cotidianas, familiares o profesionales). Una película como El show de Truman de Peter Weir ha sabido muy bien mostrar cómo la proyección imaginaria de situaciones, perso-

66

El zoo visual

IV. La neotelevisión: un dispositivo de producción de la realidad Partiendo de la noción de neotelevisión introducida por U. Eco (1985) y glosada luego por F. Casetti y R. Odin (1990), recogeré ampliándolos algunos rasgos característicos de las mutaciones que se están produciendo en estos distintos niveles. Al margen de la rigidez de la oposición entre neotelevisión y paleotelevisión (es obvio que hay actualmente una coexistencia de rasgos arcaicos y de otros posmodernos), las rupturas formales introducidas en la televisión de hoy son interesantes por extensibles al conjunto del discurso social. Veamos algunas de las más llamativas.

1. La dilución entre categoría y formatos Enmarcada dentro de lo que se ha dado en llamar la «cultura-mosaico» (Abraham Moles), se traduce por una dilución de las categorías y funciones consistente en no distinguir con claridad entre información y espectáculo (o hacer de la información un espectáculo): el discurso televisivo se convierte así en un gran talk show en el que todo cabe, sin jerarquización temática ni intelectual, lo que rompe también con la compartimentación rígida dentro de los formatos y con la distinción entre cultura popular y cultura de élite. Se multiplican así los programas contenedores, constituyéndose formatos híbridos. Su contenido, escribe Charo Lacalle

© Editorial Gedisa

najes y roles funda una «comunidad virtual» de espectadores, crea una estética común basada en el ver y el sentir juntos. Nadie se lo cree (en el fondo), pero todos lo ven..., y lo importante es que lo ven juntos. Esto posibilita una reconstrucción de socialidad desde –y en– el propio medio.

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

67

(2001), «generalmente heterogéneo, se va ensamblando mediante la figura de un conductor obligado a simular una continuidad (temática y formal) que los diferentes espacios televisivos raramente poseen. Los formatos híbridos, característicos de muchos magacines televisivos de los años sesenta y setenta, definen los programas de variedades de los setenta y se convierten en un verdadero macrogénero estructural con los contenedores de los años ochenta, que se fueron conformando por efecto de la evolución manierista de los multigéneros precedentes, principalmente de los programas de variedades».

2. La creación de una realidad sui géneris La neotelevisión introduce nuevos modos de ver basados en la omnivisibilidad del medio, su circulación en la calle pero también, en términos simbólicos, su intrusión en el espacio privado, sus incursiones cada día más frecuentes en la privacidad. Ojo omnímodo –a la manera del narrador omnisciente del relato realista–, la televisión crea su propio universo de representaciones abarcando varios niveles: – desde el punto de vista referencial, con la introducción de objetos y temas que, hasta entonces, no tenían cabida en el discurso público: todo lo referente a lo privado, lo tabú, lo secreto, esto es, a la parte invisible, la «parte maldita» del discurso social; – desde el punto de vista formal también con sus peculiares protocolos de representación de la realidad: el «hiperrealismo» televisivo (W. Castañares, 1995); y – finalmente, desde una perspectiva simbólica, moldeando nuevos modos de sentir y de seducir. Pero esta apertura del medio a lo social, esta porosidad tanto referencial como sensible, es sólo aparente. Tras todo ello, se produ-

68

El zoo visual

3. La integración del público en el dispositivo comunicativo Otro rasgo es la proyección del público en el dispositivo comunicativo. De instancia receptora, el medio lo convierte en partícipe activo del juego comunicativo; de ojo pasivo, en contemplador complaciente de sí mismo, e incluso de su propia alteridad, diluyéndose así las barreras entre identidad y alteridad. Es obvio en los talk shows y reality shows, e incluso en las series: el que veo proyectado en la pantalla –en forma de confesión o en clave de ficción– soy yo y al mismo tiempo es un sujeto virtual –una especie de espectador-modelo– que permite todas las otras identificaciones, un espectador común, un «hombre sin atributos». Estamos aquí claramente –para bien y para mal– a espaldas de la lógica de la distinción en la que se basa la sociedad burguesa, dentro de un planteamiento que no es ni elitista ni popular, de acuerdo con un modelo reflexivo, de narcisismo trivializado, que, mediante la identificación emotiva, diluye la racionalización y borra las diferencias.

4. El narcisismo del medio Más allá de la función espectacular –el convertir la realidad, hasta la más íntima, en un gran show–, se da aquí una función especular: el presentarle al público un espejo en el que contemplarse, en una relación que oscila entre el narcisismo y el voyeurismo (y que es, en todo caso, bastante regresiva). Llamaré imaginería a este conjunto de imágenes recurrentes, conformadoras de estereotipos, que produce (más que reproduce) el medio. Y lo hace teatralizándolas y al mismo tiempo remitiendo a sus propias marcas

© Editorial Gedisa

ce una especie de cierre simbólico que estriba en la enorme capacidad del medio para absorberlo todo, apropiarse del hacer ajeno, fagocitar los decires y anular toda alteridad. En el discurso televisivo ya nada es indecible; hasta lo más invisible se vuelve visible.

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

69

enunciativas, a su competencia como medio, a su poder simbólico (Bourdieu), poder de ver y de hacer-ver. Sin hablar de la tendencia del medio televisivo a darse a ver en su propia producción, a mostrar el espacio entre bastidores (cámaras filmando), pero también a mostrarse en su propio triunfo (Triunfomanía, el programa que siguió a Operación Triunfo para glosarlo, es ejemplo literal de ello). En efecto, este espejo que se reenvía continuamente al espectador común es también un espejo que reenvía al propio ojo del medio, dentro de lo que podríamos llamar un «narcisismo enunciativo»: remite a la infinita capacidad del medio de visibilizar lo invisible, a su poder-ver, que no es sólo potencia técnica, sino también simbólica, como una suerte de derecho de mirada que a menudo se manifiesta como un verdadero derecho de pernada simbólico (programas como Esta noche cruzamos el Mississippi, en los noventa en Antena 3 TV, o incluso hoy Crónicas marcianas en Tele 5, son ejemplo de ello).

5. La creación de un «habla profana» o discurso común Estas diferentes características contribuyen a producir una cierta «autonomización» del discurso televisivo con respecto a otros discursos públicos: la televisión crea su propio espacio comunicativo al margen de los discursos reconocidos. Establece una forma transversal de comunicación, ni enteramente informativa ni totalmente lúdica, una versión degradada del discurso público, más mimética que educativa: un «discurso común» o, como lo ha calificado Dominique Mehl (1996), un «habla profana», nacida de un nuevo pacto comunicativo entre el medio y el público, que los talk shows y reality shows han llevado hasta su extremo. Es un habla ordinaria, del hombre de la calle, que da la espalda a la voz única del saber, al habla especializada de los expertos, la cual deja paso a una polifonía o multivocalidad, al discurso plural y sensible (y al mismo tiempo fantasmático) de la calle, y trae

70

El zoo visual

V. La hipervisibilidad moderna La hipervisibilidad es para mí la extensión, exacerbación y degradación de la categoría de lo informativo. Hoy la información se ha trivializado: ya no hay objetos «indignos» ni cotos reservados; todo puede ser objeto de información, todo es «digno de atención», de ser mostrado con tal de que sea «de actualidad». Hay aquí un imperialismo de la actualidad que ha asentado por parte de los medios audiovisuales un querer-ver sin límites (ni espaciales, ni re-

© Editorial Gedisa

consigo una estética del lugar común (Mª Pia Pozzato, 1995). Lo hace siguiendo el modelo de la conversación (G. Bettetini, 1986): la televisión se convierte en una forma conversacional basada en un pacto comunicativo, con sus componentes rituales (su gestualidad, su proxemia) y bajo el signo de la «variedad» (programas «envase» capaces de encerrar todas las formas del espectáculo televisivo). Esta evolución marca al mismo tiempo una vuelta de la sociedad civil frente al poder político, la afirmación de una pluralidad de decires y sentires frente a un concepto unitario de la opinión pública, y también la revancha de lo privado sobre la hegemonía de una cierta representación pública. Pero, obviamente, esta evolución tiene asimismo un componente mitológico importante. Revela lo que he llamado los imaginarios del ver. La televisión revela así su eficacia ritual al transformar objetos y valores abstractos en formas sensibles, al proyectar los imaginarios colectivos en situaciones e imágenes dramáticas y traducir los símbolos en relatos, dándoles forma narrativa y estableciendo una participación directa en el espectáculo. Esta participación es escópica, se desarrolla dentro de una ceremonia del ver y del sentir juntos. Se basa en un modo de ver caracterizado por su hipervisibilidad.

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

71

ferenciales, ni simbólicos, ni tampoco éticos). Nada escapa al ojo de la mirada mediática, todo se vuelve de dominio público e inclina hacia una relación voyeurista con los objetos de la actualidad, dentro de una trivialización del discurso del saber. Esa mutación profunda afecta directamente a la manera de aprehender la realidad, a la competencia cognoscitiva del sujeto social. También marca el paso de un saber intelectivo mediado, es decir, que establece una distancia con respecto al objeto, distancia que permite una visión crítica, a un saber-ver que es sensitivo, perceptivo y obedece a menudo a «lo impactante», lo novedoso, a lo que produce un efecto puntual e impide cualquier distanciación. Esta relación entre sujetos y objetos de saber –fundada en un poder-ver cada día más ilimitado– asienta una nueva figuratividad basada en la proximidad. Todo es visible, palpable, mediante la mirada, al alcance del ciudadano de a pie, y esto no deja de crear una ilusión referencial: el creer que mediante el ver se puede dominar –casi se diría físicamente– el mundo. En el régimen moderno de visibilidad la relación con el otro se diluye, es secundaria: pasa, antes que nada, por una relación con los objetos que revela un verdadero fetichismo hacia éstos (J. Baudrillard, 1969, 1976). En cambio, la relación entre sujetos se reconstruye en segundo grado mediante un ver-juntos (M. Maffesoli, 1992): una comunión escópica fundadora de una nueva forma de socialidad y generadora de nuevos ritos comunicativos. Remito a este respecto a los programas participativos con su escenificación del espectador como actante, sujeto activo o pasivo y en ocasiones víctima, de la acción: véanse los juegos-concurso, los vídeos domésticos o incluso los programas de «humor amarillo», programas todos que pueden caer en una «estética de lo ridículo», próxima a la «estética del sufrimiento» que se da en los reality shows. ¿Cómo se traduce la hipervisibilidad moderna? En un primer acercamiento se puede definir como una hipertrofia visual: un

72

El zoo visual

1) Es referencial, afecta a los objetos: es una mostración impúdica que no deja espacio para el silencio, para lo no-dicho, para el secreto, un mostrar que cae a menudo en una cierta obscenidad (en el sentido que le da Baudrillard a la palabra: un mostrar excesivo que está «fuera de lugar»). Esto vale tanto en el terreno informativo como en la ficción, con la omnipresencia, por ejemplo, de una imaginería en torno a la violencia, a lo anómico (de todo cuanto está al margen de la ley), pero también con la intimidad, como ocurre en los múltiples programas de cotilleo. A corazón abierto, el último y efímero engendro de Tele 5, es revelador a este respecto por la utilización de la cámara oculta para acosar la intimidad de los famosos, en particular de los mercaderes de la intimidad propia y ajena. Reabre, si se puede decir, la vía inaugurada por Tómbola con un grado más de morbidez basado precisamente en su hipervisibilidad, en un grado exacerbado de voyeurismo. Ha sido antológico el programa del 30-1-2003, con la intervención de Alessandro Lecquio y la emisión de escenas filmadas con cámara oculta sobre presuntas conversaciones privadas que mantuvo con un fantasmático equipo de televisión contratado para entrevistarle y preparar un no menos supuesto programa sobre las «aristocracias europeas». La parte central del programa estuvo dedicada a ver al conde viendo (y negando) sus anteriores declaraciones, en un alarde de voyeurismo: en ello estriba la reflexividad de la televisión –una televisión que se muestra enunciándose a sí misma–, en el autovoyeurismo de sus protagonistas y el hipervoyeurismo del telespectador que ve a alguien que a su vez se está viendo. La violencia simbólica está aquí en este juego de miradas, en esta clara incitación a la contemplación morbosa de lo prohibido,

© Editorial Gedisa

mostrar todo, de manera recurrente y al modo espectacular, con una tendencia a la dramatización. En el medio televisivo, la hipervisibilidad se manifiesta de distintas maneras:

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

73

con un juego constante y morboso en el límite de lo visible y lo invisible, el decir y el no-decir, ya que en la mayoría de sus intervenciones el conde se limitaba a declarar que no tenía nada que declarar: «A mí me da exactamente igual lo que se vaya a ver en los vídeos», «Puede ser verdad o mentira», «Me niego, no tengo nada que decir», «Son conversaciones privadas», etcétera. 2) La hipervisibilidad es enunciativa mediante la visibilización, en los estudios de televisión, del potencial técnico del medio: la mostración de un espacio «entre bastidores», con la presencia de cámaras de televisión, nos remite a la competencia modal del medio, a su poder-ver. También reside en la omnivisibilidad enunciativa del medio, en su capacidad de multiplicar los puntos de vista (muy utilizada en las retransmisiones deportivas), y en la repetitividad: véase el efecto de comicidad producido por la repetición de una escena traumática en los vídeos domésticos o, al contrario, la dramatización de las faltas en los partidos de fútbol; la recurrencia del ver anula aquí su carga sensible, convierte el accidente en espectáculo cómico o, al contrario, agresivo. Hay en estos ejemplos, y en otros, un abuso formal de mirada. 3) La hipervisibilidad está también vinculada al código (la formalización de la realidad, la manera de representarla), dentro de una hipercodificación, una exageración de rasgos, que se traduce en una sobrepuja sígnica. De tanto querer mostrar personajes y universos «representativos», se cae en una representación hiperrealista y, muchas veces, en la caricatura. Es lo que ocurrió con una serie de Telemadrid, emitida en 1999, de vida corta y que pasó desapercibida a pesar de que fue precursora de los ahora tan de moda «programas de realidad». Se trata de Cercanías, cuyo título mismo, ya de por sí, es revelador de este ideal de televisión de la intimidad. En este programa, presuntamente documental, los personajes, paradigmáticamente representativos de una serie de

74

El zoo visual

4) Finalmente, la hipervisibilidad opera sobre la recepción del mensaje. Es una permanente solicitación de la mirada, que establece una relación sensible con el medio (que pasa por la imaginería), con una tendencia a la «triangulación», es decir, a la presencia de una instancia tercera que facilita el voyeurismo. Éste es un ver viendo y se apoya a menudo en una instancia mediadora que orienta la mirada del espectador hacia una «escena prohibida», esto es, en términos psicoanalíticos, hacia lo in-visible, lo irrepresentable, lo que es objeto de un interdicto (inter-dictum es lo que no se puede decir o mostrar). El poder-ver es, frecuentemente, una manera de ir más allá de lo no-dicho. Esta figura mediadora puede ser un reportero o el presentador del telediario o del talk show, gracias a la presencia de una pantalla de televisión en el plató (como ocurre en Crónicas marcianas, por ejemplo); puede ser asimismo un personaje dentro de una serie que permite identificaciones múltiples (como en las sitcoms); o la figura misma del espectador tal y como la escenifican los reality shows o los juegos-concurso, en una especie de «mise en abyme» de la mirada.

© Editorial Gedisa

«modelos juveniles», se escenificaban a sí mismos como estereotipos de lo joven, dentro de una ambientación también totalmente estereotipada: eran «jóvenes» (se supone que auténticos), pero al mismo tiempo el medio había escogido a actores profesionales… que se representaban a sí mismos como jóvenes. Todo esto en un universo repleto de «signos juveniles» (ropa, objetos utilitarios y «decorativos», con la subsiguiente hipervisibilización de las marcas comerciales). En fin, todo, aquí, era demasiado, demasiado «real» para ser verdad. No está tan alejado este modo de representar de otros, exacerbados, llevados a su extremo, como pueden ser el cómic (en particular el manga) o, en versión cruenta, los videojuegos o incluso el cine gore. Proceden todos mediante una saturación de signos.

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

75

Alcanza su paroxismo, por el voyeurismo que fomenta, en la visibilización de lo prohibido, lo extremo, lo tabú (en particular la muerte), como en la autopsia –entre arte y experimento «científico»– organizada por el médico-artista-performer alemán Günther von Hagens en noviembre de 2002 en una galería de arte para la cadena británica Channel 4, que la televisó en directo; o la retransmisión de escenas de antropofagia de un artista chino de arte extremo en la misma cadena un mes después; sin hablar del intento de colocar una webcam en un ataúd en Holanda a raíz de una serie de ficción que escenificaba un hecho similar (Death on line fue emitido con gran éxito en 2001 en la televisión pública). La hipervisibilidad procede, pues, mediante una hipertrofia representativa, y es fundadora de una hiperrealidad propia del medio televisivo, mezcla de realidad y artificio, hasta llegar a crear algo que no es ni una realidad objetiva ni una ficción pura: algo más que la primera –un «grado plus» de realismo– sin caer del todo en la segunda (la serie de Telemadrid ya citada, Cercanías, fue paradigmática a este respecto). Muchos géneros en boga ilustran este carácter híbrido: confusión entre protagonistas de los hechos y actores en los reality shows, entre documental y ficción en algunas sitcoms, entre información y diversión en los talk shows. Con esto vamos hacia nuevas convenciones narrativas que operan el paso de un modelo reproductivo a un modelo simulador de realidad, con una porosidad visible en muchas series entre la ficción y el contexto social, con la interferencia de las modas, las estéticas del día e incluso, en las producciones latinoamericanas y españolas, referencias directas a la actualidad sociopolítica o al calendario social (J. Martín-Barbero, 1999). Esto revela, por otra parte, una gran permeabilidad con respecto al imaginario colectivo, en particular en las series de situación, con la creación de verdaderos grupos de referencia: ayer los médicos, hoy los periodistas, y siempre los jóvenes y la familia con sus pequeños conflictos y grandes dramas.

76

El zoo visual

VI. Hacia un nuevo contrato comunicativo: la reconstrucción de la socialidad Hoy la televisión no sólo ha sustituido a los grandes mediadores culturales (familia, escuela, intelectuales), sino que, de alguna manera, ha sustituido una realidad por otra: a un déficit de intercambio en el ámbito social, a los fallos de representación en el espacio público, les sustituye una «comunicación representada», proyectada virtualmente en la pantalla mediática. El habla profana permite identificaciones sincréticas: de sujetos heterogéneos a objetos variados, dentro de un sistema patchwork. Crea a su vez «comunidades virtuales» de espectadores en torno a un programa, a un formato: comunidades puntuales, de quita y pon, que ya no corresponden a criterios socioeconómicos, ni siquiera a veces culturales o ideológicos. ¿Quiénes son estos nuevos públicos? Son grupos heterogéneos reunidos por un ver/sentir común. Son lo que llamaré «comuni-

© Editorial Gedisa

Este particular modo de representar funda una realidad que no es ni real ni no-real; es una imagen de la realidad, funciona al modo del simulacro. Como en una simulación de laboratorio o cibernética, se recrea un simulacro de realidad; se crea, reuniendo las «condiciones objetivas», una realidad virtual. Esta realidad ya no se basa en un contrato fiduciario de tipo verificativo (la fe en la «realidad» objetiva de los hechos), sino más bien en un contrato de tipo sensitivo fundado en la percepción subjetiva de los hechos. Lo que importa aquí es la representación –con todas las proyecciones que permite (positivas y negativas, identificatorias y repulsivas)– más que el referente en sí. Marca el paso de lo verdadero a lo verosímil, a una ilusión de realidad creada por el propio medio (la película El show de Truman de Peter Weir, ya citada, ilustra magníficamente esta ilusión de realidad).

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

77

dades visuales», públicos que aceptan la arbitrariedad de lo que ven, la artificialidad de los modos de representación e incluso la virtualidad de la relación que establece el medio con el espectador, con tal de que respondan a su demanda imaginaria: demanda de «realidad» primero –aunque sea al modo de la simulación, ya sea esta realidad objetiva o imaginaria–, pero demanda de representación de sí mismos, sobre todo. Esta demanda se basa en un verdadero pacto visual, con su eficacia simbólica, generadora de un consenso formal en torno al medio. ¿Cuáles son las características de estas comunidades visuales y del pacto comunicativo que establecen? – Son formas «agregativas» de espectadores que coinciden no por su cohesión (ya no son segmentos sociales fácilmente identificables), sino por su grado de identificación con el medio (que puede ser puramente ficticia o fantasmática), al margen de su identidad social. Los fenómenos masivos creados en torno a programas como Gran Hermano de Tele 5 u Operación Triunfo de TVE-1 ilustran el poder de convocatoria del medio y la identificación incondicional con sus ídolos. – Estas identificaciones no son forzosamente positivas, hacia un modelo a imitar, ni son factor de identidad, sino que pueden ser negativas e incluso de tipo repulsivo: es decir, generadoras de inseguridad, sufrimiento y pánico; es lo que ocurre en el cine de terror o las películas apocalípticas a través de la contemplación de lo que Baudrillard (1991) ha llamado «la transparencia del mal», esa tendencia a trivializar objetos negativos: figuras del mal, violencia, horror, catástrofes, accidentes, etcétera, que reintroducen lo real en estado bruto, sin pasar por ningún tipo de mediación simbólica. – El contrato comunicativo que establecen conlleva un componente lúdico importante que permite precisamente eludir la angustia, evitar caer en la anomia. Desde esta perspectiva, los

78

El zoo visual

Todo ello nos sitúa en una lógica más allá de la reproducción, en un espacio de lo posible, en un universo profundamente ambivalente: a la vez utopía (literalmente u-topos es «en ningún lugar», y, en el mejor de los casos, un espacio virtual: el del poder-ser); un mundo en el que todo es posible, donde no hay lugar asignado a la identidad, donde todo está ahí, donde la felicidad –o la desdi-

© Editorial Gedisa

vídeos domésticos serían la otra cara del discurso informativo, su reverso irrisorio, la conversión del accidente en figura cómica. Lo mismo pasa con los juegos-concurso: serían la cara risueña del Azar, la versión amena de la Fatalidad, con su versión cruel –tipo «humor amarillo»– que juega con los límites de lo tolerable. – Es fuertemente redundante; obedece a lo que he llamado las figuras de lo mismo: la tendencia, de acuerdo con una lógica mimética, a reenviar constantemente al espectador imágenes de sí mismo como clase o arquetipo (joven, mujer en todas sus variantes, en particular ama de casa, héroe, etcétera), fomentando así «modelos de identidad» (F. Casetti y A. Fumagalli, 2001). Tendencia hipervisible en muchas teleseries que no aportan nada nuevo en cuanto a contenidos (no informan sino sobre lo que ya sabemos que somos), pero que producen un «efecto representativo», dan un plus de existencia al sujeto representado. Aunque aquí, como ocurre en la representación hiperrealista en pintura, hay siempre un «décalage», pequeños desfases representativos que pueden producir grandes fisuras simbólicas: demasiada «perfección» o plenitud en estos modelos (como le ocurre a Truman), de donde procede seguramente la fascinación que ejercen sobre el espectador común. Es un universo donde todo es demasiado. – Responden finalmente, como hemos visto, a una lógica de la simulación. Lógica que programas de la calaña de Big Brother han llevado a su extremo (véase capítulo 9).

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

79

cha absoluta– están al alcance de la mano, aunque no sea verdad o no nos afecte personalmente. Y, al mismo tiempo, un mundo dominado por el destino cuyas figuras (en forma de amenaza de muerte, violencia, crímenes contranatura, fatalidad) acechan y siempre vuelven para recordar la «prueba de realidad», el retorno del principio de realidad, la ineluctabilidad de la sanción final: un mundo fundamentalmente esquizoide donde coexisten deseo y repulsión, atracción y rechazo. De ahí la obsolescencia de muchos planteamientos teóricos que analizan los nuevos discursos, los nuevos modos de representar, con parámetros de ayer: a la lógica de la alienación conviene anteponer una lógica de la seducción; a la de la reproducción, una lógica de la simulación. E incluso lo que ayer era ocultación (según las teorías materialistas de la Ideología), se ha convertido hoy en hipervisibilización. El «mal», en términos simbólicos, no procede aquí del engaño, de la sustracción, sino más bien del exceso de visibilización, del desbordamiento de representaciones, del potlatch comunicativo.

Conclusión: Los límites del ver Hay, tras el mito de la cercanía, de la transparencia total, del directo, una «ilusión de presente» que da pie a lo que Jesús Martín Barbero (1999) llama «retórica del directo», la impresión de estar compartiendo el acontecimiento gracias a su visibilización, ya sea en su dimensión social (informativa), ya sea en su dimensión individual (en el reality show por ejemplo). El directo, lo mismo que la fotografía de manera simulada, hace coincidir el presente histórico (el de los hechos) con el presente enunciativo (el de la narración de los hechos). «Acerca» la realidad al espectador. Sin duda, es una manera de compensar el telos, la lejanía en la que ha quedado el espacio político. Es también una manera de reintroducir una

80

El zoo visual © Editorial Gedisa

dimensión comunicativa en un espacio –el espacio social– cada vez más despersonalizado. Pero más allá de la visibilización del contacto, del intercambio –en la sociedad posmoderna todo/todos comunica(mos)–, se vislumbra un imaginario del miedo que se plasma en el resurgimiento de figuras arcaicas: un imaginario del accidente, de la catástrofe, del sufrimiento, del horror, que los programas basados en vídeos domésticos o los reportajes «en caliente» sobre sucesos, por ejemplo, intentan domesticar. Se establece así un verdadero ritual de violencia que reintroduce la figura arcaica del destino (como figura feliz en los juegos-concurso, como figura fatal en los programas antes mencionados). Figuras reversibles, en fin, a imagen de muchas producciones mediáticas que juegan con el azar, rozan la muerte, juguetean con los límites; imaginarios del fin, como los he llamado, que escenifican grandes obsesiones: el fin de la historia, el fin de lo social.., pero también, de manera simbólica, los límites del poder-ver y del poder-hacer; esto es, los límites de la ley en su vertiente tanto social como simbólica. Cuestionamiento, por último, de los límites mismos entre lo público y lo privado: ¿hasta dónde puede llegar el poder-ver del medio en la exploración de lo íntimo, hasta dónde, también, en la visibilización del horror? La hipervisibilidad televisiva y cinematográfica plantea los límites del ver en términos deontológicos. Diremos, perdón por el juego verbal, ¡que la televisión de la intimidad se ha erigido en modalidad catódica de la confesión católica! A la par que rehabilita lo subjetivo (lo sensible, el decir íntimo) frente a la objetivación excesiva de otros discursos públicos, no deja por otra parte de hacer peligrar gravemente la dignidad del sujeto y el equilibrio difícil, complejo, entre publicidad y secreto, entre el reino de lo visible y la parte invisible, entre la parte «divina» (eufórica) del mito comunicativo y su parte maldita.

© Editorial Gedisa

La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos

81

Bibliografía Abril, Gonzalo, Teoría general de la información. Datos, relatos y mitos, Cátedra, Madrid, 1997. Abril, Gonzalo, «Tertulias y cotilleo. La conversación reconstruida», en Nuevos mitos y ritos televisivos (modos de ver/modos de seducir) y G. Imbert (coord.), Revista electrónica, http:/www.uc3m.es/uc3m/inst/MU/dpmu.html. Instituto de Cultura y Tecnología. Universidad Carlos III de Madrid, 2000. Augé, Marc, Los no lugares. Una antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 1995. Barthes, Roland, Mitologías, Siglo XXI, México [1956], 1980. Baudrillard, Jean, El sistema de los objetos, Siglo XXI, Madrid, 1969. —, L’échange symbolique et la mort, Gallimard, París, 1976. Ed. esp.: El intercambio simbólico y la muerte, Monte Ávila, Caracas, 1980. —, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona, 1991. Sobre esta «mirada profanadora», véase también el trabajo de Jesús González Requena: El discurso televisivo: espectáculo de la postmodernidad, Cátedra, Madrid, 1988. Bettetini, Gianfranco, La conversación audiovisual, Cátedra, Madrid, 1986. Casetti, Francesco y Villa, Federica, La storia comune: funzioni, forma e generi della fictione televisiva, Nuova Eri-Rai, Turin, 1992. Casetti, Francesco y Fumagalli, Armando, Lo que queda de los medios, La Crujía, Buenos Aires, 2001. Casetti, Francesco y Odin, Roger, «De la paléo- a la néo-télévision», Communications 51, París, 1990. Eco, Umberto, «TV: la transparence perdue», en La guerre du faux, París, Grasset, 1985. Ed. esp.: «La transparencia perdida», en La estrategia de la ilusión, Lumen, Barcelona, 1986. Imbert, Gérard, Los escenarios de la violencia, Icaria, Barcelona, 1992. Lacalle, Charo, El espectador televisivo, Gedisa, Barcelona, 2001. Maffesoli, Michel, La transfiguration du politique, Le Livre de Poche, París, 1992. Martín-Barbero, Jesús, «Entre lo local y lo global», en VV.AA.: «Nuevos mitos y ritos televisivos (modos de ver/modos de seducir)». G. Imbert (comp.), Revista electrónica, http:/www.uc3m.es/uc3m/inst/MU/dpmu.html. Instituto de Cultura y Tecnología. Universidad Carlos III de Madrid, 1999. Mehl, Dominique, «La parole profane», en Bourdon, Jerôme y François Jost (comp.), Penser la télévision, Nathan-INA. París, 1998. Pozzato, Maria Pia, Estetica e vita quotidiana, Lupetti, Milano, 1995. Verdú, Vicente, Elogio del pudor, El País, 27-9-02.

3 Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

El tiempo que nos hacen vivir los medios de comunicación es un tiempo saturado de presente, todo ello facilitado no sólo por el avance de los medios técnicos de transmisión –entre otros el directo–, sino por la naturaleza misma del discurso informativo. Lo que manda hoy, más que nunca, es la actualidad, tanto en el orden informativo (la noticia de actualidad) como, más generalmente, en el ámbito de las conductas sociales (la moda, el estar «a la última»). La actualidad es un continuo presente, el de la cotidianeidad misma, condenado a renovarse constantemente sin llegar a desarrollarse plenamente, sin crear futuro ni apoyarse en el pasado. Presente efímero, de la puntualidad, de la instantánea de realidad, del «scoop», la actualidad ha despojado a la percepción de lo real de su profundidad, de su espesor histórico, para reducirla a un puro momento arbitrario (lo que es ahora actualidad no lo será mañana) y hasta cierto punto gratuito (dominado por el azar), siempre amenazado por la obsolescencia en su permanente construcción, en su infinita renovación. El tiempo del informar no es el del historiar: procede mediante superposición y no por acumulación. Es del orden del palimpsesto y no del patrimonio. Una noticia sucede a otra en un desalojar sin fin a la anterior, sin que se produzca necesariamente una relación contrastiva ni dialéctica con la anterior u otras colaterales. Con la masificación de la comunicación, este fenómeno se

84

El zoo visual © Editorial Gedisa

acentúa y el exceso de acontecimientos anula la posibilidad misma de la acción histórica. En la inflación de presente que ha llegado a ser la actualidad, no hay tiempo para la re-flexión –el volver sobre lo dicho a partir de una reflexión sobre lo realizado–, ni para la distancia crítica. Todo es in-mediato: aparentemente historiado –integrado en un relato de los hechos– sin que nada sea realmente histórico. Como escribe Baudrillard (1997), la dilución de la Historia como categoría facilita su retorno como revival («espectro de la historia») en forma de rememoraciones –conmemoraciones históricas, remakes cinematográficos– en las que el relato (la vuelta narrativa sobre lo acontecido) suple la carencia del acontecer, la ausencia de acontecimientos nuevos; donde la dimensión espectacular prevalece sobre la autenticidad histórica; donde el dramatismo hace de «efecto histórico» y el ver hace las veces de saber. Se asienta de esta manera una verdadera cultura televisiva, con su código particular de representación, sus peculiares modos de mostrar, que fomenta una suerte de «memoria del presente» basada en la simultaneidad con el acontecimiento y su constante rebrote en relato. Esto se plasma –como escribía Arnheim (1935)– en una «experiencia de la simultaneidad» que asienta una cultura del mostrar que sustituye el tiempo del directo (la narración simultánea) por un tiempo real (el tiempo del acontecer) y transforma el tiempo diferido de la narración histórica en tiempo inmediato –tiempo en vivo, en live–, consagrando así la hegemonía de lo visible, de lo descriptivo, sobre el entender, el analizar y el debatir. Tras todo ello, hay sin duda una crisis más profunda que es la de la representación en Occidente, una crisis que oculta la del realismo mismo y que cuestiona la credibilidad del discurso informativo. «La representación –escribe Wenceslao Castañares (1995)– ha entrado en crisis al haber perdido lo único que podía sustentarla: la credibilidad de las instituciones a las que se concedió el derecho a la información».

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

85

Esta crisis facilita la emergencia de otro tipo de realidad en el medio televisivo que no sólo cuestiona los géneros tradicionalmente «realistas» (telediario, documentales), sino que se sitúa en la frontera entre información y ficción, y se acerca, en términos figurativos, a la realidad misma (docudramas, reality shows). Son discursos asentados, se ha dicho (G. Abril, 1997), en la indicialidad (lo indicial de Pierce), en un modo de narrar que podríamos calificar de proxémico: basado en la proximidad, el contacto, la autenticidad, la presencia, la acción mimética. Es fundamental este giro que algunos (J-L. Sánchez Noriega, 2001) han visto como un cambio en el régimen semiótico de la representación porque asienta una cultura del simulacro fundada en el poder idolátrico de la imagen y la magia del ver, una cultura no alejada en algunos rasgos del pensamiento mágico.

I. El imperialismo de la actualidad El presente devora y absorbe continuamente el futuro y el pasado. Alexander Kluge

Se puede hablar hoy de una verdadera obsesión por lo instantáneo: primero con la introducción de la instantánea fotográfica y, últimamente, con la utilización de equipos ligeros en televisión y la información on line, lo cual explica el éxito del modelo de simultaneidad representado por la CNN. Esta tradición está muy anclada en el periodismo norteamericano, en el papel social del periodista como actor público, en un hacer basado en un «estar ahí» en el momento preciso del acontecer, en el «scoop» o primicia informativa, y vinculado a la utilización de la fotografía. Ésta es precisamente la que reinstala el presente del acontecer en el presente del narrar, haciendo coexistir dos tiempos: el de la

86

El zoo visual © Editorial Gedisa

historia (el acontecer) y el de la narración, estableciendo una «cotemporalidad» (P. Charaudeau, 1997) donde se yuxtaponen presente histórico y presente narrativo. Este re-presentar o re-actualizar lo actualizado (lo «ya ocurrido») se manifiesta de manera paradójica en el lenguaje fotográfico como bien ha mostrado Barthes en La cámara lúcida (1982): como un momento a la vez efímero (no se volverá a repetir) y eternizado (vuelto presente indefinido); de ahí la relación morbosa a la que puede inducir una contemplación voyeurista en la que interviene la pulsión escópica (Lacan), el deseo de ver. El fotoperiodismo, que arranca con el ideal periodístico del reportero-testigo contemporáneo de los hechos y se consagra en las coberturas de hechos bélicos, se prolonga últimamente en programas de televerdad en los que los reporteros acompañan a la policía al lugar de los «hechos» y filman en directo. Del «como si usted hubiera estado ahí» hemos pasado al «está usted presenciando los hechos en su acontecer mismo». El aquí y ahora es lo que impera hoy en la relación con el mundo, la actualidad es lo que ordena la visión de éste: el hoy, con todo lo que tiene de relativo, frágil, fugitivo y mutable, es lo que determina todas las categorías. Hay un imperialismo del presente que tiene su reflejo en el medio mismo, en su estructura narrativa, en la fragmentación del discurso televisivo, en el imagen-aimagen que es la información hoy día: el flash informativo (al igual que el spot publicitario), la estructura secuencial del telediario con su timing recortado, las entrevistas en la calle o en plan «aquí te pillo, aquí te mato». Nos encaminamos hacia una información-videoclip. Incluso el debate se transforma en secuencias cortas de enfrentamientos de posturas estáticas más que en una dialéctica del intercambio; lo que prima es la performance visual –puntual–, más que la profundización de los contenidos (véase capítulo 8). Como decía Bourdieu (1996) en su crítica de la televisión, este medio impide

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

87

toda distanciación reflexiva tanto temporal, con respecto al acontecimiento en caliente, como intelectual, relativa a su análisis profundizado. En esta instantaneidad reside la implosión de la historia de la que habla Baudrillard. Se impone así una «teledemocracia» que se alimenta con el mito de la democracia directa –como si no hubiera filtros en el acceso a la realidad–, confirmándose el poder de la «telepresencia» (P. Virilio, 1992), un hacer-creer mediante el ver, una ilusión de realismo apoyada en «efectos de presencia», más patentes que en la comunicación escrita. Contribuyen a ello, dentro del dispositivo televisivo, una serie de figuras mediadoras: mediación personal, a través de presentadores, animadores, comentaristas, y mediación técnico-formal mediante un código visual-comunicativo fuerte; pero también mediación narrativa, que se manifiesta en la existencia de verdaderos «modelos guionísticos», incluso en las actuaciones aparentemente más espontáneas. Todo ello delata la primacía de los modos de narrar sobre lo narrado y el parentesco del dispositivo televisivo con el modelo ficcional.

II. La primacía del relato La manera de narrar prima sobre la materia del relato. Louis Quéré, Des miroirs équivoques.

En el dispositivo narrativo son fundamentales las figuras mediadoras porque cumplen la función de narrador, dan cuerpo y figuratividad al mensaje, encarnándolo en figuras familiares que dialogan con nosotros, a veces entre sí, y nos acercan a la realidad, haciéndola más humana. Este dispositivo se plasma en protocolos de presentación y despedida, en modos descriptivos y recursos comunicativos conducentes a captar/mantener la atención del desti-

88

El zoo visual © Editorial Gedisa

natario: requieren una adhesión, buscan el efecto, apelan a la emotividad y eventualmente permiten identificaciones sensibles; todo ello encaminado a un hacer-creer basado en el ver, en la figuratividad del mensaje (mediante su puesta en imagen) y en la presencia física de la figura del presentador/mediador/narrador. Intervienen dos instancias en esta escenificación de la realidad: el aparato enunciativo, con su función mediadora, y la utilización del directo con su función autentificadora. Ambas refuerzan la credibilidad del mensaje inscribiéndolo en un doble modo de enunciación (directo e indirecto), y contribuyen a crear efectos de realidad que instituyen la realidad, mediante su enunciación, en un acto performativo que produce realidad ante nuestra mirada, creando así un espacio de interacción y reforzando el contrato comunicativo que une espectador y dispositivo televisivo. Esta inflación narrativa puede alcanzar una cierta redundancia, patente por ejemplo en algunos canales sensacionalistas argentinos que, a la hora del desayuno, sirven noticiarios que se limitan a retransmitir una y otra vez el secuestro del día, o recordatorios de los más recientes, con el rótulo: «En vivo, reiteramos (sic), urgente». Eliseo Verón (1983), en un artículo antiguo, ha destacado la importancia del «espacio enunciativo» en la comunicación visual y el «privilegio creciente de la enunciación sobre el enunciado». Espacio en el sentido físico –el estudio de televisión como marco enunciativo, dentro de una ritualización del habla, espacio donde se «cuece» la realidad– y espacio en el sentido estrictamente lingüístico, como performance oral, garante de la autenticidad del acto de habla. Verón definía este espacio como lugar de contacto y condición de la interacción entre actores de la comunicación, de acuerdo con un contrato comunicativo fundado en el directo, en la co-presencia, en el compartir el espacio visual, y encaminado a eliminar la distancia con la realidad. Un contrato enunciativo que produce

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

89

«efectos de transparencia», como si lo real se presentara sin filtro, como si la imagen fuera el referente, la realidad misma, en estado bruto; como si no hubiera mediación, ni enunciativa, ni técnica, ni siquiera humana, siendo el presentador un personaje de prestado, puro hacer-decir, valedor de la realidad objetiva. Este rasgo se acentúa en el telediario, donde el presentador tiene un doble estatus: es «cuerpo significante» (E. Verón), sujeto presente, ineludible, hipervisible, con fuerte presencia dentro del ritual comunicativo, y, al mismo tiempo, funciona como metaenunciador, como correa de transmisión de hablas ajenas y garante de una polifonía informativa, como una suerte de director de orquesta que recoge y armoniza una multitud de voces, y que, sin ejecutar, da su impronta (mediante su presencia física, su estilo, su ritmo). Es un actor que cumple una función indicial –de contacto y mediación– con valor representativo: por una parte encarna a la instancia televisiva, es garante de la autenticidad del mensaje, como una interfaz obligatoria con el acontecimiento; por otra, tiene el monopolio del contacto físico con el espectador, es el intermediario exclusivo entre el público y la realidad. ¿Cómo opera globalmente esta mediación? Jean-Claude Soulages (1999) distingue dos tipos de dispositivos enunciativos de mediación: un dispositivo de «mostración» y uno de «puesta en espectáculo». El primero es más neutro, más distanciado, menos implicativo; responde a una estrategia de «no puesta en escena»; se basa en una ausencia de mediación entre la escena representada y el sujeto espectador; y privilegia la transparencia, el contacto individual, proponiendo una co-presencia, una relación de contigüidad entre el espectador y la realidad. El locutor no se impone como instancia subjetiva, sino que se automargina en beneficio del referente objetivo. Ahí están el telediario, los programas de debate, los magacines o los reportajes. El segundo construye una escena dentro del dispositivo general que instituye su propia estructura comunicativa, en una espe-

90

El zoo visual © Editorial Gedisa

cie de juego de cajas chinas: crea una comunicación específica, intensa, espectacular; una comunicación privilegiada que establece una relación fluida con el público que asiste al acontecimiento, instituyendo al espectador como sujeto que participa más o menos directamente en el juego comunicativo (eventualmente a través de otro), constituyéndolo como co-espectador. Permite una adhesión al acontecimiento, una fusión, con un fuerte componente emotivo; facilita una identificación con un nosotros. Es implicativo, y se caracteriza por la existencia de un guión; de ahí un componente narrativo que le da un cierto ritmo, una dinámica que orienta el programa. Es lo que ocurre en los talk shows, programas de variedades, juegos, concursos o programas propagandísticos. En la neotelevisión, el segundo dispositivo es el que tiende a primar, hasta el punto de contaminar también los programas tradicionalmente informativos o documentales. En ello reside la credibilidad del mensaje, en su visibilidad y su grado de emotividad: la visibilidad del mensaje es garante de la realidad. También se dan fenómenos de hibridación en los que se mezclan los dos dispositivos, como en la serie americana Cops, donde se producía una constante dramatización de las actuaciones cotidianas de los agentes de policía empleando técnicas de reportaje en directo, imágenes sin montar (hard copy), sonido directo y visualización de los lugares y situaciones, con voz en off o mediante testimonios directos, dando así una ilusión de realidad a un programa por otra parte fuertemente narrativizado y con un cariz claramente espectacular. Es frecuente hoy en día, en los telediarios, la imbricación de noticias y espectáculo, con la subsiguiente narrativización de la información: anécdotas y sucesos que vienen a romper la linealidad de la actualidad, testimonios en 1ª persona, historias individuales que atenúan su frialdad y nos acercan al modelo del talk show; o la presencia del fútbol al final del telediario como pretexto narrativo para presentar un relato accidentado marcado por las

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

91

faltas, los escándalos, las lesiones de los héroes del «deporte rey». Sólo la Bolsa, en su invariabilidad a la vez formal y de contenido, nos reenvía a la actualidad dura e impersonal: sirve de coartada de realidad. Y todo esto sin hablar del redoble de la información en metarrelato, tanto en forma de parodia (El Informal) como en versión carnavalesca (los Guignols) o juego con sus protagonistas (Caiga quien caiga).

III. La vuelta del suceso: suceso y subjetividad La crisis que está atravesando el discurso de la información es una doble crisis y afecta tanto a sus contenidos como a sus formas, a la manera como refleja y al mismo tiempo construye la realidad. La primera se plasma en una crisis de credibilidad que no hace sino reproducir la crisis de realidad que padece la política en el mundo de hoy. En un sondeo publicado por El País (14-7-1998), aparecía que «las informaciones de deporte y sucesos son más creíbles que las de política», y nada menos que un 62% de los encuestados consideraba poco o nada creíble las informaciones políticas. El grado de credibilidad de los diferentes temas de actualidad, de menor a mayor credibilidad, era el siguiente: política nacional (30,8%), economía (37,8%), política internacional (41%), información general (55,5%), deportes (76,7%) y sucesos (78,6%) [Fuente Ecoconsulting (J. de la Serna, 1998)]. De todo ello se puede deducir que cuanto más decrece la credibilidad de la información política y el propio medio informativo, más se desarrollan nuevas formas que traducen el interés por otras informaciones (más triviales, más lúdicas o que mezclan información y ficción) que se alejan en todo caso de la información política para acercarse a un modelo narrativo.

92

El zoo visual © Editorial Gedisa

Con la multiplicación de las fuentes de información y el ensanchamiento de los centros de interés y de los campos de saber, las categorías informativas se van ampliando, diluyéndose al mismo tiempo la frontera entre información seria e información trivial, perdiendo la primera gran parte de su credibilidad, y adquiriendo la segunda un mayor grado de aceptabilidad. De ahí que esta crisis sea también una crisis formal de orden simbólico: relativa al modo de representación de la realidad. Los grandes hechos se desgastan por su desmultiplicación espacial y por la competencia de los medios audiovisuales, que ganan en tiempo y espectacularidad a los medios escritos. Lo mayúsculo se diluye, los grandes relatos ya no son tan creíbles y se afianza en cambio el interés por lo minúsculo, lo cotidiano. Si el suceso –tachado durante tantas décadas de forma trivial o degradada de información– desapareció como sección de la mayoría de los diarios de referencia, hoy reaparece, ya no como tal –unidad redaccional o sección–, sino como categoría difusa que invade el espacio comunicativo (escrito y audiovisual) y emerge en portada en forma de fotonoticia (véase, por ejemplo, en un periódico «serio» como El País la presencia en primera plana de noticias anecdóticas, de pura actualidad, sin trascendencia política, de tipo mundano, futbolístico, relacionadas con la vida cotidiana, que se alejan en todo caso de la información política). Frente a la recurrencia y desgaste de lo político –que es siempre lo mismo serializado ad infinitum, y en lo cual ya nadie cree mucho en el fondo–, el suceso polariza la atención y ocupa a veces un lugar central, aunque superficial o anecdótico. El suceso –el sucedió– sustituye a menudo al hecho periodístico. El acontecer interesa más a veces que el acontecimiento. La información de actualidad puede redundar en colección de aconteceres, sin vínculo entre sí, efímeros, sin relevancia (por ejemplo, en espacios como Sucedió en Madrid de Telemadrid).

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

93

La categoría de suceso puede servir incluso para unir referentes que, aparentemente, no tienen relación temática, como ocurre desde 1993 en el programa Gente (TVE-1). Caracterizado por su estructura dual, consta de dos partes totalmente distintas tanto en cuanto a su contenido como a la presentación y a su conductor: «Crónica de sucesos» y «Crónica social», y sus responsables se afanan en presentarlo como «un programa informativo que se ocupa de sucesos y noticias del corazón». El vínculo de unión entre ambas modalidades es aquí más de orden formal que temático: cualquier hecho que afecte emocionalmente al público por su carácter impactante, su rareza, inmediatez y grado de sensacionalismo es seleccionado tanto para una parte como para la otra. A este respecto, la directora del programa no duda en afirmar que la cantidad de sangre en una información determinará su preponderancia sobre las demás. Son éstas, pues, las características formales del suceso como categoría periodística: en términos simbólicos, todo cuanto introduce desorden es factor de ruptura, es de orden conflictivo, remite a la figura del accidente, a algo que hace peligrar un equilibrio, amenaza un orden, perturba una situación estable y refleja la amenaza del azar, el peso de lo indeterminado (retomaremos este tema, desde el punto de vista simbólico-antropológico, en el capítulo 7). De ahí, por ejemplo, la atención dada a las separaciones matrimoniales, a la salud, a los avatares económicos y sentimentales de la vida de los famosos, al ciclo vital (biológico y social). El suceso –la transitividad del suceder y del «a mí también me puede suceder»– es el denominador común de estos diferentes acontecimientos. Esto, obviamente, produce peligrosas derivas informativas hacia lo anecdótico, tanto desde el punto de vista referencial como formal: de lo objetivo hacia lo subjetivo, de lo racional hacia lo emotivo, de lo colectivo hacia lo individual, de lo macrosocial hacia lo microsocial, del informar, por último, al relatar.

94

El zoo visual

IV. Suceso y relato Desde el punto de vista narrativo, el suceso es por otra parte interesante. En contraposición con la novela, constituye un relato de estructura cerrada que Barthes (1964) comparaba con el cuento corto. Es un microrrelato, de forma elíptica, que encierra su propia lógica narrativa con un fuerte componente figurativo; esto le confiere unas

© Editorial Gedisa

Dentro de la tendencia al desorden mencionada antes, esta omnipresencia del suceso tiene que ver con una fascinación por el accidente, y si bien remite a menudo a un imaginario de la catástrofe, también refleja un interés por lo microsocial, por hechos humanos intrascendentes, pero reveladores del sentir colectivo. Más profundamente, el suceso, considerado como extracto de una realidad bruta, sin afinar, no pasada por el filtro de la categorización periodística, remite a una demanda de autenticidad frente al simulacro y la representación. Al amparo del reportaje en vivo, de la reconstrucción de hechos al modo del reality show, de la exclusiva informativa, de las imágenes «impactantes», del directo, se reinyecta realidad en un discurso informativo por otra parte cada día más estereotipado, menos creíble y cuyos contenidos se están agotando. Llamaremos «efecto de directo» a ese subterfugio temporal consistente en crear una ilusión de realidad. ¿Cómo explicar este retorno de una categoría durante tanto tiempo menospreciada en el discurso? Sin duda, como una vuelta de la subjetividad en el discurso social. Después de la era de las ideologías (se da la palabra al sujeto colectivo), después de la del psicoanálisis (habla el sujeto inconsciente), ¡por fin! estamos ante un sujeto que habla sin complejos, largo y tendido..., un sujeto algo ingenuo, que expresa así su fascinación por objetos que, eso sí, son complejos: la violencia, el incesto, el amor, la muerte.

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

95

cualidades propiamente literarias (expresivas) y una subjetividad de las que carece la información. Por eso es por lo que fascina tanto. El suceso es como un «arrêt-sur-image», una pausa narrativa en el discurso periodístico, una manera de dar cuerpo –casi podríamos decir cuerpo y alma– a la actualidad. En el suceso –ya sea textual o visual– los actores son identificados, remitidos a su historia/historial, objetivo y subjetivo, a un entorno (físico, familiar, social); los hechos están encarnados, la actualidad personalizada, ya no mediante la identificación con famosos, sino a través del anonimato, mediante micropersonalizaciones de unos sujetos que lo mismo podrían ser usted o yo. No por nada, los reality shows recurren constantemente al suceso como estructura narrativa por su fuerte componente figurativo, su poder de visibilización. En este sentido, el suceso tiene afinidades con algunos géneros populares y formas culturales como los relatos de crímenes en la literatura de cordel y los folletines o melodramas del siglo XIX, que hoy vuelven en forma de docuseries y telenovelas. Como escribe Francesc Barata (1998): «Muchas crónicas de sucesos pueden englobarse dentro del género melodramático en el que se da esa porosidad entre ficción y realidad que tan bien ha analizado Bajtin en la fiesta carnavalesca. Un melodrama que, como apunta Román Gubern en sus análisis sobre el cine, interpela muy directamente a las regiones más oscuras de nuestro psiquismo con el lenguaje de la emocionalidad». Para muchos (apocalípticos entre otros), esta subjetivización de la información resulta negativa, empobrece los contenidos, trivializa la comunicación. Si es cierto por una parte que hay abusos formales (con las subsiguientes manipulaciones emotivas), no es menos cierto por otra que se producen aquí fenómenos complejos de identificación/proyección. La fascinación ejercida por el suceso es, en efecto, doble. Es del orden de lo sintagmático en cuanto forma de relato, pero es también paradigmática: el suceso fascina porque es portador de senti-

96

El zoo visual

V. Las mutaciones en el sentir colectivo Hoy se están multiplicando los programas –informativos y parainformativos– que se inspiran en sucesos para construir auténti-

© Editorial Gedisa

do más allá del contexto de producción del acontecimiento. Tiene una dimensión trascendente que remite a una cierta alteridad contenida en el relato trivial de lo cotidiano. A partir de la anécdota, de la vivencia, de lo microsocial, reenvía a valores atemporales, a objetos fundamentales a partir de los cuales se construyen los grandes paradigmas del hombre contemporáneo: el amor, el sexo, la muerte, el azar, el tiempo, la finalidad... Podríamos incluso, como hace Baudrillard, considerar el suceso («le fait divers») como una nueva categoría, no sólo informativa sino también cognoscitiva: «Toda la información, histórica, política, cultural, es recibida bajo la misma forma, a la vez anodina y milagrosa, del suceso, toda la información es actualizada, es decir, dramatizada al modo espectacular. El suceso no es pues una categoría entre otras sino la categoría cardinal de nuestro pensamiento mágico, de nuestra mitología». El éxito de un diario como Libération en Francia, al margen de su oportunidad política en el contexto de Mayo del 68, se debe al hecho de haberle otorgado al suceso un reconocimiento periodístico desde dos ángulos: 1) por haberlo sabido tratar con dignidad y profundidad, tanto en el fondo (asumiéndolo como hecho sociológico) como en la forma (dedicándole a veces una página entera cuando se le considera «representativo»), y 2) por haber también –y de manera formalmente audaz– considerado el conjunto de la actualidad bajo el ángulo del suceso, subrayando sus aspectos anecdóticos (sin caer en el cotilleo) y dando a ver su lado invisible (procurando evitar el sensacionalismo), permitiendo así un acercamiento sensible a la realidad social.

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

97

cos relatos a mitad de camino entre la Información y la Ficción. Son sucesos generalmente basados en hechos cruentos y violentos que escenifican a menudo accidentes, catástrofes, crímenes o perversiones, y que contribuyen a constituir verdaderos escenarios de la violencia, omnipresentes en el cine, las series de televisión, el cómic, la canción, la publicidad últimamente y, por supuesto, los medios de comunicación. Todos ellos hacen de la violencia no sólo un tema ineludible en los contenidos, sino también una forma que determina un modelo narrativo, fomenta usos perversos, tanto lúdicos (en los videojuegos) como estéticos (en el manga japonés por ejemplo), y delata la presencia omnímoda de la violencia en el discurso social y su lugar central en la economía narrativa de la modernidad. Es patente, por ejemplo, en los relatos mediáticos, el recurso a la violencia como medio para conseguir unos fines, dentro de una caracterización dramática de hechos y personajes; medio violento si se tiene en cuenta que en estos relatos la mayoría de los hechos violentos está relacionada con armas de fuego. Según el estudio estadounidense Mediascope sobre televisión (1995), en el 73% de estas escenas, los actos violentos no son objeto de ninguna sanción, el 58% de las interacciones violentas no muestra sufrimiento, el 44% aparecen justificadas y el 39% están realizadas con humor. Al margen de la trivialización de la violencia, se pueden producir dos derivas peligrosas. Primero una banalización del tema, con la subsiguiente funcionalización de la violencia: el admitir la violencia como hecho normal –un medio legítimo para conseguir unos fines– dentro de una cierta fatalidad; y segundo, una confusión representación-realidad que puede tener como consecuencia una insensibilización ante la violencia real: la hipervisibilización de la violencia representada como espectáculo trae consigo la invisibilización de la violencia como hecho real, sensible. La televisión no es ajena a este fenómeno (S. Aran, F. Barata, J. Busquet y P. Medina, 2001). Lo recoge incluso de manera con-

98

El zoo visual © Editorial Gedisa

densada como ocurre en lo que podemos llamar «programas parainformativos», programas que utilizan la función informativa como pretexto para construir relatos dramatizados. Hemos citado los programas de información local (tipo Sucedió en Madrid de Telemadrid), podríamos añadir los reality shows y, en versión trivial, los programas de vídeos domésticos. Ambos formatos reflejan una deriva hacia lo anecdótico, e inclusive lo lúdico en el segundo caso, culminando en dramatismo y recreación de la realidad en los reality shows. Todas estas derivas –anecdóticas, lúdicas, dramatizadas– ponen de relieve la crisis de credibilidad de la información estándar, objetiva, dominada por la función referencial y un código que se está desgastando. Reinyectan realidad en un medio y un género, el informativo, cuyos contenidos se están agotando, delatando una vez más la crisis del realismo y la búsqueda de otros modos de representación: cuanto más decrece la credibilidad informativa hacia las noticias duras (políticas, económicas), más se despierta el interés por otro tipo de noticias (atípicas, escabrosas, sensacionalistas) y más se desarrolla una modalidad hiperrealista que carga las tintas, dramatiza o ironiza. Para no dispersar la reflexión, nos centraremos en dos fenómenos comunicativos que contribuyen a alimentar el imaginario de la violencia: primero la omnipresencia de noticias relacionadas con hechos de violencia, la fascinación que ejercen y su proyección en el centro mismo del discurso informativo, tanto escrito como audiovisual, lo cual marca una vuelta del suceso como modalidad difusa; el segundo fenómeno es la consagración y multiplicación de un nuevo formato de programas televisivos: los llamados reality shows y su espectacularización de la realidad, en sus distintas versiones (anecdóticas, criminales, sentimentales). Ambos fenómenos tienen un fuerte componente narrativo, con una clara tendencia a la dramatización, es decir, encierran una doble violencia: de contenidos y simbólica, esto es, formal,

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

99

ligada al modo de representación de la realidad, a su forma narrativa. En cierta medida, el segundo fenómeno incluye al primero: los reality shows parten de sucesos, la mayoría de las veces delitos de sangre, conductas aberrantes, violaciones de tabúes o desapariciones misteriosas, hechos todos de índole accidental que introducen ruptura, desorden, angustia… Ambos reflejan mutaciones en el sentir colectivo, a las que contribuyen los medios: una demanda, más o menos consciente, más o menos legítima, de emoción (¿vuelta de un sentir primitivo?) y una tendencia, frente a esta demanda (¿o inclinación?), a visibilizarlo todo, a saturar el espacio comunicativo hasta alcanzar una especie de obscenidad, de ver excesivo, de sobrecarga sígnica o sobrepuja narrativa (G. Imbert, 1999). Para evitar caer tanto en posturas «apocalípticas» (el condenar taxativamente estos desbordamientos en nombre del buen gusto o de la moral: esto es, de una posición elitista) como «integradas» (el defender indiscriminadamente esta visibilización en nombre de la liberalización o ¿democratización? del discurso), plantearé esta evolución como un fenómeno fundamentalmente ambivalente, reflejo de la ambivalencia misma de los modernos medios de comunicación: la hipervisibilidad de la violencia mediante la inflación de las formas (el predominio de la forma-espectáculo) conduce a lo que Baudrillard (1991) llama una «transparencia del mal», una visibilización excesiva del mal que anula el sentido y elimina toda alteridad. Frente a las ideologías de la seguridad y el control total, frente a la previsibilidad permanente, la simulación del futuro y la imposición de un orden, emerge un imaginario de la inseguridad, una cultura del desastre (el fin de la historia, de lo social), que cultiva el potencial atractivo del peligro, del riesgo (como en los deportes de aventura), de la violencia, de la muerte, y que expresa de manera más o menos consciente y perversa una tentación de desorden, una atracción banal hacia el mal.

100

El zoo visual

Conclusión: El reality show como espectacularización del mal La multiplicación de los reality shows en la década de los noventa es sin duda la culminación de una tendencia en ciernes en la evolución reciente de los medios de comunicación: la constante dramatización de la información dentro de un proceso general de espectacularización de la realidad. Queda patente, en contextos socioculturales muy diferentes (Estados Unidos y Rusia por ejemplo), pero marcados por la violencia y manifestaciones de anomia, la proliferación de programas donde los periodistas acompañan en directo a la policía, dando lugar a espeluznantes crónicas con un predominio de las «3 S» (sexo, sangre, sensacionalismo): agonías en directo, ajustes de cuentas, serial killers, violaciones, etcétera. Real TV en Estados Unidos, donde se mostraban filmaciones reales de catástrofes naturales, accidentes tecnológicos, violencias animales, tiroteos, ha sido un hito en la materia; o, hace unos años, en Rusia, Dorojny patroul [Patrulla de noche], un programa que reunía lo más sangriento de la actualidad con una crudeza muy propia de la cultura eslava. En estos programas se produce una simultaneidad total entre el hecho y su referenciación que elude toda distancia narrativa e impone un tiempo de la realización inmediata donde el presente no es sino el de la pantalla, donde todo descansa sobre una credibilidad

© Editorial Gedisa

De ahí la responsabilidad de los medios en la construcción de estos escenarios de la violencia; de ahí también la dificultad en encontrar un tono justo, a la hora de elaborar discursos sobre la violencia y la seguridad (véanse, por ejemplo, los bandazos en las campañas de prevención de accidentes automovilísticos), discursos que no sean ni desmesuradamente apocalípticos, ni excesivamente integrados.

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

101

inmediata. El medio aquí despierta reacciones emotivas, cultiva una fascinación morbosa por las diversas figuras sociales del mal y fomenta un imaginario de la inseguridad. La cámara se vuelve agente narrativo, acentuando formalmente la crudeza de las imágenes, incitando al voyeurismo, esto es, al consumo de la realidad como pura imagen, como fantasma (proyección en un escenario). El docudrama –cuya expresión exacerbada son los reality shows– es el que mejor traduce la dramatización de la realidad. Aquí prima el simulacro –la reconstrucción de la realidad–, aunque los actores sean «reales». Es más, el utilizar a los protagonistas de los hechos cruentos le da más credibilidad a la simulación filmada. De un modo casi policial, y a menudo formalmente excesivo, cargado de violencia simbólica, el reality show reconstituye los hechos, los hace vivir una segunda vez, al modo onanista, apelando al voyeurismo del espectador. Hace de la intimidad un espectáculo y del mal un show. No deja de haber una cierta obscenidad en ese mostrar excesivo, en esa visibilización de lo no-dicho (el secreto) y del se dice (el rumor, la suposición). La escenificación de lo no-dicho es así tan importante como la del decir, e incluso a veces más, estableciendo de esta manera una relación dudosa, morbosa, con la realidad; y lo hace en nombre de una presunta verdad o autenticidad periodística que los nombres de algunos programas indican claramente (véase Témoin nº 1 [Testigo nº 1], programa de Jacques Pradel en TF1 a principios de los noventa en Francia). Pero el simulacro no reside únicamente en los contenidos ventilados, está también en los modos de enunciación, en la manipulación del sentimiento y del dolor, en la apropiación de discursos ajenos. La «mirada televisual» opera un verdadero robo de realidad, se impone como discurso de lo auténtico, de la toma en directo, de lo pretendidamente no mediatizado. La televisión aparece con esto en todo el resplandor del ver todo/enseñar todo: ojo todopoderoso, omnisciente, al que nada

102

El zoo visual © Editorial Gedisa

escapa, cuyo poder-ver puede incluso rivalizar con el de los poderes públicos: la televisión deviene así policía del alma, juez de las conductas, mirada extra-ordinaria, extra-temporal, garante de la verdad, que sustituye a la figura del intelectual –constructor de ideas–, y se torna instancia desfacedora de entuertos que deja de lado las grandes causas para interesarse por las pequeñas polémicas de todos los días. Una instancia que cultiva, en fin, una cierta mala conciencia ligada a las grandes prohibiciones del orden de lo no dicho (violaciones, incestos, monstruosidades, amores contranatura, perversiones). El título de uno de los grandes reality shows franceses –Mea culpa (TF1)– traducía bien esta inclinación. En España, La máquina de la verdad de Julián Lagos (Tele 5, 1993), con su utilización polémica del detector de mentiras aplicado a hechos y personajes de actualidad, ilustra bien esta tendencia de la neotelevisión a erigirse no sólo en instancia atestiguadora de la realidad, sino también en juez, en tribunal paralelo, oscilando entre remedo de servicio público (¿Quién sabe dónde? de Paco Lobatón), instrumento de delación (La máquina de la verdad) o perseguidor (Se busca, de Antena 3 en 1995, programa parecido al francés Perdu de vue de TF1, emitido entre 1990 y 1997, producido por Pascale Breugnot y presentado por Pradel). Como ocurre a menudo, se pueden ver antecedentes en Estados Unidos, concretamente en la tradición de los programas (y producciones cinematográficas) centrados en la filmación de juicios y en la figura arquetípica (por lo menos en Estados Unidos) de la justicia popular: la creación y el éxito de Court TV (1991) son ejemplo de ello; sin hablar, recientemente, de los intentos de filmar ejecuciones capitales o, en su defecto, las circunstancias que rodean a tan espeluznantes hechos. Es ésta una televisión guiada por un hacer «pesquisidor» –en expresión de Dominique Mehl (1996)– que sabe jugar con el miedo a la ruptura, al accidente (y al mismo tiempo cultivar la

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

103

fascinación que ejercen), en un juego con los límites del hacer (el tabú) y del decir (el secreto). Diremos que este discurso informativo funciona como discurso instituyente a varios niveles: – Instituye una realidad atravesada por lo no dicho, una realidad muy sui géneris autoproducida por el propio medio. – Se instituye él mismo como institución dentro de la persecución de un «habla verdadera» (que pretenden también emular los políticos modernos). – Ese «habla auténtica» puede transformarse en habla policíaca, con su búsqueda de culpables, y convertirse en discurso inquisidor que, en ocasiones, ha podido erigirse en juez y censor de otros medios de comunicación. Este rasgo, poco presente en los reality shows españoles, donde predomina una visión eufórica e incluso humanitaria (véase ¿Quién sabe dónde?), es patente en la televisión francesa, donde un programa como Mea culpa dio lugar a violentos enfrentamientos verbales con los medios de comunicación a causa del despido de un joven homosexual después de su paso por el programa. En 1996, Témoin nº 1, de Jacques Pradel (TF1), a raíz de la profanación de un cementerio judío en Carpentras, lleva a cabo una alucinante intoxicación mediática, dando a entender que los culpables eran hijos de personalidades de la región, y aficionados a los juegos de rol. Estas personas fueron objeto de acusaciones difamatorias durante un año, cuando en realidad los autores eran neonazis implicados anteriormente en hechos similares; el asunto fue aprovechado por la extrema derecha de Le Pen para denunciar una vez más el «complot» del que presuntamente era víctima. Todavía más grave es el caso, en Estados Unidos, del asesinato de un homosexual por su vecino, a quien había declarado públicamente su amor en el programa The Jenny Jones Show en 1999. Sin hablar del talk show de Jerry Springer, donde se crean verdaderos

104

El zoo visual

Bibliografía Abril, Gonzalo, Teoría General de la Información. Datos, relatos y mitos, Cátedra, Madrid, 1997. Aran, Sue; Barata, Francesc; Busquet, Jordi; Medina, Pilar, La violència en la mirada. L’anàlisi de la violència a la televisió, Trípodos, Barcelona, 2001. Arnheim, Rudolph, «Prospectives pour la télévision», en Le Cinéma est un art, L’Arche, París [1935], 1989. Barata, Francesc, «El drama del delito en los mass media», Delito y Sociedad, nº 11-12, La Colmena, Buenos Aires, 1998. Barthes, Roland, «Structure du fait divers», en Essais critiques, Seuil, París, 1964. Ed. española: «La escritura del suceso», en: El susurro del lenguaje, Paidós, Barcelona, 1987. —, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Gustavo Gili, Barcelona, 1982. Baudrillard, Jean, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona, 1991. —, Le paroxyste indifférent. Entretiens avec Philippe Petit, Grasset, París, 1997. Bourdieu, Pierre, Sobre la televisión, Anagrama, Barcelona, 1997. Castañares, Wenceslao, «Nuevas formas de ver, nuevas formas de ser. El hiperrealismo televisivo», Revista de Occidente, nº 170-171, Madrid, 1995. Charaudeau, Patrick, Le discours d’information médiatique, Ina-Nathan, París, 1997. Ed. esp.: El discurso de la información mediática. La construcción del espejo social, Gedisa, Barcelona, 2003. De la Serna, Jesús, «La credibilidad de los medios de comunicación en España», Universidad de Verano de la Universidad Complutense de Madrid, El Escorial, julio de 1998.

© Editorial Gedisa

psicodramas a partir de situaciones escabrosas que provocan los más espectaculares enfrentamientos entre participantes, con patadas, arañazos y arranques de pelo incluidos. Bajo la aparente trivialidad del suceso, más allá de las posibilidades del directo, de la rehabilitación del sentimiento, es un habla evanescente lo que se instala: más que expresarlo, manipula el imaginario social y espectaculariza el mal.

© Editorial Gedisa

Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad

105

Imbert, Gérard, «Violencia y representación. Nuevos modos de ver y de sentir», Comunicación y Cultura, 5/1999, Universidad de Salamanca, Facultad de Ciencias Sociales. Lacalle, Charo, El espectador televisivo. Los programas de entretenimiento, Gedisa, Barcelona, 2001. Mehl, Dominique, La télévision de l’intimité, Seuil, París, 1996. Quéré, Louis, Des miroirs équivoques, Aubier-Montaigne, París, 1982 Sánchez Noriega, José Luís, Crítica de la seducción mediática, Tecnos, Madrid, 2001. Soulages, Jean-Claude, Les mises en scène visuelles de l’information. Etude comparée France, Espagne, Etats-Unis, Ina-Nathan, París, 1999. Verón, Eliseo, «Il est là, je le vois, il me parle», Communications 38, Seuil, París, 1983. Virilio, Paul, «Cuando ya no hay tiempo que compartir… ya no hay democracia posible». Entrevista en Le Monde, 28-1-1992.

4 La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura

Asistimos hoy, en la sociedad occidental, a una transformación irreversible: la superproducción –el exceso capitalista– ya no es sólo de bienes materiales, sino que también se extiende a los bienes simbólicos, al mundo de la reproducción. Las imágenes, los signos y los discursos invaden el espacio cotidiano hasta saturarlo, y a veces obturar el intercambio, formando un pantalla en la que se proyecta y al mismo tiempo se clausura el espacio de la representación. El potlatch semiótico, el derroche de imágenes, ha impuesto su ley basada ya no en el lujo, sino en el gasto más o menos gratuito, redundante y serializado de signos: imágenes de papel, imágenes de marca, imaginerías (conjunto de imágenes tópicas), imaginarios del placer y de la violencia, representaciones de la muerte y del horror han invadido los medios de comunicación, la publicidad, el cine, introduciendo cambios rotundos en el régimen de visibilidad moderno. La representación, mediante la espectacularización de la realidad, se ha vuelto un bien público en el que es difícil distinguir entre sujeto que mira («conscience regardante») y objeto que es visto. La representación ya no es soportada por un sujeto único, sino que flota, se diluye, es ubicua, es derecho de todos y territorio de nadie: la imagen deviene imaginería, colección de imágenes repetitivas, que cada uno asume. Todos somos espectadores anónimos (más o menos pasivos) de ese teatro masivo.

108

El zoo visual

I. El voyeurismo televisivo La televisión es sin duda el medio que más fomenta el voyeurismo, en un gozar de lo visible sin más mediación que el ojo vo-

© Editorial Gedisa

Hay una proximidad –casi se podría hablar de promiscuidad– de las imágenes que nos impide escapar del espectáculo. Es un espectáculo de sesión continua, donde impera lo inmediato, lo palpable, donde la reflexión (como proceso de distanciación crítica) deja paso a la refracción (la reproducción literal), la intelección es sustituida por la figuración y la mostración se vuelve exhibición. El ver como proceso activo deja paso a un ser visto o un dejarse ver que conducen al voyeurismo y alimentan el imaginario. Obedecen a una lógica escópica que funciona mediante saturación: ésta responde a la carencia (de ideología, de Historia, de sentido) con el exceso, el desbordamiento, y se plasma en un imperialismo del ver todo consistente en la extensión inconsiderada del ámbito de lo público: ya no hay secreto, sólo hay escenarios en los que la imagen tiene un papel preponderante. Por eso es por lo que se puede llegar a una cierta obscenidad: al saturar el espacio de la representación, al imponer una presencia demasiado visible, la imagen descoloca, desplaza de alguna manera al objeto. La representación, entonces, se vuelve omnipresente, excluye la memoria y diluye el presente, imponiendo una imagen fija de la realidad y consagrando así una estética de la fascinación. La imagen fascina, cual Medusa, porque representa una inmolación de la realidad, su colocación en un segundo plano, siendo la fascinación, como escribe Baudrillard, «la seducción por un objeto muerto», esto es, «la magia de la desaparición». Se instala así una relación voyeurista con el objeto asentada en una hipertrofia del ver que es una forma de violencia simbólica, una violencia ejercida mediante las formas mismas del discurso.

© Editorial Gedisa

La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura

109

yeurista de la cámara, que hace aquí las veces de ojo de la cerradura. Pero más allá de la saturación, tras lo visible, lo transparente, hay siempre una «parte maldita»: la parte invisible de la realidad, la porción de sombra que hay en toda vida, el secreto que encierra cualquier individuo, las barreras en forma de mecanismos de defensa que protegen la intimidad. Hoy la televisión ha roto por completo con esta reserva. Ya no hay cotos reservados: el inconsciente es objeto de ventilación pública; el sexo deviene discurso trivial; la intimidad se ha vuelto espectáculo; la muerte, un accesorio más de la imaginería mediática (la publicidad de Benetton sobre el enfermo terminal de sida levantó la prohibición que pesaba sobre ese momento inefable, incomunicable, que es el «trance de muerte»). En el imperio del ver todo, a partir del momento en que todo es publicable, ya no hay intimidad ni secreto que valgan: todo es público, susceptible de proyección en la pantalla mediática. Como nueva modalidad de representación de la realidad, los reality shows son sin duda, con su estética del exceso, el género donde mejor se plasma ese voyeurismo. Reflejan unas mutaciones en el discurso social: una demanda de reconocimiento de lo individual, de lo microsocial, de lo aparentemente in-significante, consagrando al mismo tiempo una prepotencia de lo espectacular sobre lo particular, rompiendo así con un cierto individualismo. El sujeto individualizado se subsume entonces en protosujeto, sujeto anónimo, amorfo (que no tiene forma particularizada), que permite identificaciones múltiples y permutaciones sin fin: uno es (mediante su visibilización) y puede ser otro (cualquiera, yo incluso, ¿por qué no?). Este ¿por qué no?, que opera también en las series televisivas (véase el éxito de Médico de familia de Tele 5 hasta 1999), permite todas las identificaciones posibles: siempre hay uno, en la serie, al que me puedo parecer, o uno es un tal concentrado de rasgos que siempre hay uno de ellos en el que me puedo

110

El zoo visual © Editorial Gedisa

reconocer. Huelga decir que, más que de identidad, estamos hablando de identificación, que es como un estadio virtual, una operación efímera y redundante donde el conocer deja paso al reconocer, el saber al ver. Pero en esta demanda –más o menos consciente, más o menos formulada– de reconocimiento del mundo interior, la paradoja es completa: el pathos (el sentir íntimo) no es tal si no se publicita. La carencia de intimidad se subsume en espectacularización del yo y de mis sentimientos. El yo del individuo se transforma en espectáculo bajo los ropajes de la autenticidad. En una especie de ecuación absurda, lo auténtico sólo puede ser tal si es visible. El «efecto de realidad» (R. Barthes, 1972), que se impone mediante una parafernalia de signos de autentificación, ha dejado paso al «efecto de presencia», consagrando lo que Alain Ehrenberg (1993) ha calificado como «televisión de la autenticidad», siendo el garante de realidad el grado de visibilidad del mensaje. No obstante, para llegar a esta visibilidad hay que pasar por una serie de etapas de desvelamiento –de destape literal y simbólico– recurriendo a varias figuras que van en contra de la integridad, por no decir de la dignidad, del sujeto y que entrañan una gran violencia simbólica. La confesión es una de ellas. Profundamente anclada en la cultura judeocristiana, permite, mediante el relato de las «faltas» (ajenas o propias), ganarse el perdón de la audiencia, expiar en público los errores y expulsar la mala conciencia. Recuérdese, en la década de los noventa, el programa Confesiones, con su ambiente azulado, donde un invitado venía a confesarse en la oscuridad ante una especie de tribunal popular que dictaminaba su caso. Sólo entonces podía salir del anonimato y «destaparse», aparecer a la luz pública. La figura del perdón es explícita en otros programas como Het spitj me, de la televisión holandesa, o su versión española Nunca es tarde, donde los invitados acuden a contar historias inconfesables

© Editorial Gedisa

La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura

111

con vistas a pedir la absolución, en una ceremonia en la que el ramo de flores que corona el momento de clímax funciona como objeto mágico que borra todas las dificultades y permite las reconciliaciones más inesperadas, todo ello ante el ojo de la cámara. Hablando de la «puesta al desnudo» en los reality shows y talk shows, escribe Virginia Mouseler (1997): «El ramo de flores hace las veces de objeto transaccional. Las historias que se cuentan son a menudo catastróficas, pero parece que en la tele el ramo de flores, como un objeto mágico, puede allanar los problemas más espinosos. La televisión resuelve artificialmente la violencia de los conflictos, reabsorbiendo esta violencia en una lógica del espectáculo, una magia del espectáculo representados por el objeto mágico, el ramo de flores. La televisión, encarnada por el presentador, permite mediatizar el conflicto. Estos programas tienen tanto éxito por su parte de voyeurismo, de un lado, y su parte de identificación, por otro».

II. Del déficit de realidad a la exacerbación del ver Si los reality shows están tan de moda, es también porque el discurso informativo ha entrado en crisis, ya no es tan creíble, se ha vuelto redundante de tanta reiteración. Al igual que algunos discursos narrativos, de tanta serialización pierden su sentido; de ahí la reactivación de géneros muertos y decadentes como el western o las películas de terror, en concreto las de vampiros. Con el reality show se trata de reinyectar realidad en un medio cuyos contenidos se están agotando y cuya seriedad se ve cuestionada por una demanda creciente de autenticidad. Se vivifica así el medio mediante una reactivación de las imágenes de la realidad –en una reconstrucción que tiene más de policial que de histórica–, reactivación también de la realidad misma mediante su representación espectacular.

112

El zoo visual © Editorial Gedisa

Por eso este formato televisivo tiene que ver tanto con los informativos como con los géneros de ficción, en una confusión de lo real con su representación que no deja de incrementar la fascinación. Veamos estas dos influencias. De los informativos toma prestado un aparente hacer referencial, pero con un cariz enfático: una búsqueda de los hechos en forma inquisitorial que pretende restablecer una verdad presuntamente objetiva, casi trascendente, encubierta por el pasar del tiempo, las premuras de las leyes humanas, la fuerza de los tabúes o el olvido de las rutinas comunitarias (Bas les masques [Que caigan las máscaras], se titulaba este programa de Mireille Dumas en France 2). El presentador de reality shows se vuelve protagonista de una misión justiciera, restablecedora de un cierto orden, aunque sacuda prejuicios e introduzca alteraciones en el confort de las relaciones familiares. Así, se ve dotado de un poder que no tiene el simple presentador del telediario: una capacidad hermenéutica de sacar a la luz el secreto, hacer estallar el conflicto latente y descubrir nudos insospechados. También la de actuar al mismo tiempo como animador que orquesta las actuaciones, reparte los turnos de palabra y distribuye los roles, como activador de un pequeño theatrum mundi, de un microcosmos mediático del gran teatro del mundo. Al hacer informativo contribuye también un recurso permanente en el reality show: el «efecto de directo», el ver la realidad representada «como si uno hubiera estado ahí». La utilización como actores de los propios protagonistas de los hechos, el rodaje in situ, la técnica de la cámara-testigo y de recursos propios del reportaje –cámara al hombro– refuerzan el cariz realista del mensaje. El efecto de directo es partícipe de una inflación del presente, un rasgo dominante del discurso informativo actual (el totalitarismo de la actualidad, el imperativo de la novedad...), y revela una mirada a la que nada escapa: un ojo omnipresente, omni-

© Editorial Gedisa

La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura

113

potente, dotado incluso de un poder-ver que no tienen las instituciones públicas: un ojo-panóptico con derecho a entrometerse en la vida privada del ciudadano de a pie, con un poder para manejar su inconsciente y orientar su conciencia que podría envidiar más de un político. La otra gran influencia procede de los géneros de ficción, de los que el reality show extrae un halo de misterio, una configuración en forma de juego de pista (con algo ineludiblemente lúdico, casi infantil), un acercarse al fuego de lo prohibido que lo asemeja a los géneros de suspense, un toque enigmático que recuerda el relato policíaco (reforzado por la figura del presentador-detective). En esto se aleja menos de lo que parece del otro gran género televisivo, el juego-concurso, donde impera la misma estructura, aunque aquí en tono melodramático: la búsqueda del enigma, la consecución de la meta y, con ello, la resolución del estado de carencia inicial, un superar la prueba para acceder a un cierto estado de felicidad. A mitad de camino entre el documental y la ficción, el reality show es a los informativos, en clave dramática, lo que algunos juegos-concurso son, paródicamente, al deporte: una formidable recreación, una alternativa hiperrealista a la crisis de lo real, un proyectar en un juego de rol –con sus reglas internas (relativas)– una figura del destino, con sus dosis de riesgo y su factor de azar. Son, al fin y al cabo, un pequeño laboratorio de recreación de la realidad humana, del orden de la simulación, con su lógica interna, regida por sus propias leyes, como en el juego. En un mundo dominado por la gestión, la previsión, la asistencia y el aparente control del desorden (un universo del self-control), reintroducen el desorden (pero controlado) y la maldad (redimida), manifestando así una fascinación por el accidente y lo caótico, por todo cuanto es factor de desorden, pero al mismo tiempo devolviendo las cosas a su sitio y los personajes a sus roles (en eso los reality shows son un género fundamentalmente conformista).

114

El zoo visual © Editorial Gedisa

Cabe sin duda una lectura más en profundidad que la que algunos analistas del fenómeno han dado: más allá de la rehabilitación de los sentimientos a través de una publicitación de lo privado, el reality show revela la atracción ejercida por lo monstruoso, lo aberrante, lo informe (y deforme), por todo cuanto viene a perturbar el orden imperante, haciendo de lo escandaloso la materia misma con la que se alimenta el discurso televisivo. Por eso su parentesco con algunas prácticas periodísticas recientes es grande. Sobre todo con una cierta prensa amarilla difusora de escándalos privados (revistas del corazón) y públicos (periódicos de contenidos polémicos). Lo monstruoso está aquí no sólo en los contenidos, sino en la forma misma del relato, en su enunciación y protocolos de presentación: en la producción de la «noticia» y la relación voyeurista que fomenta en el espectador, basado todo en la ilusión del «directo», en la impresión de estar en el corazón de los hechos, de ser partícipe de su acontecer. El colmo de ese prurito de directo estaría en la reutilización de vídeos domésticos o secuencias documentales que, sacadas de su contexto, cultivan lo intrínsecamente accidental, aberrante, inaudito o sorprendente, en una modalidad híbrida de relato que entremezcla lo humorístico con lo dramático (Real TV en Estados Unidos, o Impacto TV de Antena 3, su versión blanda en España, son harto representativas a este respecto). Se asienta así una televisión de lo hipervisible donde nada escapa al ojo omnisciente de la máquina de visión, pues rehabilita una forma decimonónica de relato en la que impera un narrador todopoderoso, si bien añadiéndole una dimensión morbosa que establece una relación turbia con la realidad y su reverso, lo invisible, el secreto. En un efecto de aumento (Eva Aladro, 1995), el reality show, al rehabilitar lo monstruoso, reactiva el contrato de comunicación con el sujeto (reaviva sentimientos olvidados, despierta sensaciones impensables, la mayoría de las veces de horror), reanimando la

© Editorial Gedisa

La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura

115

relación con los objetos. Al igual que lo que ocurre en el discurso informativo, donde dominan imágenes de muerte y actos anómicos, la presencia del horror sacude un referente de contenidos recurrentes, de formas serializadas que no provocan ya reacciones fuertes, que no despiertan ni siquiera emoción. Sin duda, hay aquí una vuelta de lo reprimido: el remanente de una mala conciencia colectiva ligada a lo no-dicho (violaciones, incestos, amores contranatura, perversiones). No por nada, uno de los primeros reality shows franceses se titulaba Mea culpa.

III. Alcàsser o la obscenidad del ver Pero el peor reality show no es seguramente el que aparece como tal (había una honestidad indudable, una intención humanitaria en el programa de Paco Lobatón ¿Quién sabe dónde?, el deseo de hacer de la televisión un «servicio público»), sino aquel que viene disfrazado de talk show con tintes de folletín o con la coartada de la verdad informativa. Esta noche cruzamos el Mississippi de Tele 5 fue ambas cosas a la vez, con un común denominador: un mostrar exacerbado que toma como pretexto la actualidad (hasta en sus dimensiones más serias y sus aspectos más secretos) para «montar un show», para hacer de la realidad más íntima un espectáculo para el público más trivial. Literalmente «reality show» es eso: espectáculo de realidad, show que mediante una visibilización a ultranza –que incurre muchas veces en la irrisión (amable si es humorística, acérrima si tiene visos aleccionadores)– pretende establecer una relación más directa, más «auténtica» con el espectador. A ello ayudan una cierta informalidad en el lenguaje y el estilo, incluso un pretendido humor que establece una intimidad de prestado. En este simulacro, la imagen actúa de agente doble: permite que los participantes se entreguen, nunca mejor dicho, prestando su cuerpo al medio tele-

116

El zoo visual © Editorial Gedisa

visivo, y, al mismo tiempo, hace que vendan su alma al conductor del programa, a ese gran sacerdote que, en una ceremonia de la manipulación, les roba su intimidad. Los antecedentes anglosajones son claros: ahí está el Jerry Springer show, en Estados Unidos, donde, ante un público enfervorizado y más de ocho millones de telespectadores, los concursantes se prestan a toda clase de confidencias escandalosas o increíbles revelaciones sobre su vida privada: «Querido, he hecho la calle», «Estoy embarazada de su marido», «Mi hermana pequeña se prostituye», o «Mamá, ¿quieres casarte conmigo?», todo ello en presencia de cónyuge y familiares, y terminando a menudo en insultos, riñas y agresiones. En 2001, el odio acumulado durante uno de los programas llevó a una pareja a asesinar a la ex mujer del marido. Llaman también la atención las producciones de la cadena privada por cable Court TV sobre confesiones de criminales, con historias de cadáveres descuartizados y posteriormente pasados a la olla, y otras lindezas. Sin llegar a tal tremendismo, existen en Europa varias versiones light de estos programas. En España, el caso Alcàsser (tres adolescentes sádicamente asesinadas cerca de Valencia cuyos cadáveres fueron encontrados en enero de 1993) ha dado pie para, en un alarde de visibilización pocas veces alcanzado en la historia de la televisión, ventilar los aspectos más íntimos del asunto, en una formidable revancha de lo privado sobre lo público (agotado sin duda por la degradación de lo político) que, al consagrar la intimidad como espectáculo, ejerce una verdadera violencia simbólica. Primero Nieves Herrero, enviada especial de Antena 3, presentó en las calles de Alcàsser su talk show De tú a tú, adelantando la salida del programa una hora para coincidir con el especial de Paco Lobatón ¿Quién sabe dónde? de TVE-1. En la mejor tradición del género, las preguntas hurgaban en la intimidad de los familiares, en una demostración de incontinencia emocional: «¿Qué es lo

© Editorial Gedisa

La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura

117

que hay en estos momentos en tu corazón?», le preguntaba al padre de una de las víctimas, «¿Cómo es el dolor de perder a un hijo», «¿Qué tiene que pasar en la mente de una persona para hacer una aberración tan grande?». Tele 5 también realizó aquel día un programa especial sobre el caso, cuya promoción, escribe Francisco R. Pastoriza (1997), «consistía en un cartel tenebrista pensado para crear el clima de suspense de una película de terror, acompañado de una música de cine negro y un intrigante texto en off: “¡Las últimas y conmovedoras noticias, con familiares y amigos de las víctimas! ¡No te lo pierdas!”». Sigue el mismo autor: «Aquella noche, la plaza del Ayuntamiento de Alcàsser se convirtió, pues, en un plató en el que los conmocionados vecinos, amigos y familiares de las víctimas se transformaron en protagonistas que iban desfilando de pantalla en pantalla, bajo un espectáculo de luces, cámaras, micrófonos y cables. Los padres de las víctimas, los apicultores que descubrieron los cadáveres, los novios y las amigas, cualquier persona que aportaba no importa qué testimonio, mejor escogido cuanto más estremecedor, se convirtieron en los centros de atención de un país que seguía impertérrito el desarrollo de los acontecimientos. Los vecinos se turnaban en peregrinación de uno a otro improvisado escenario, para participar, llorar, jalear o simplemente observar cómo se iban desarrollando los detalles del drama. Se oyeron incluso peticiones de venganza y de pena de muerte para los asesinos. Todo ello insertado con imágenes de los dormitorios vacíos de las víctimas, lectura de poemas de una de las niñas, etcétera. La movilización no fue en vano. Aquella noche se consiguió uno de los más altos índices de audiencia». Pero se iba a ir todavía más lejos en esta visibilización de lo invisible: el horror puro, de lo innombrable: el dolor de un padre. El programa Esta noche cruzamos el Mississippi ha sido tristemente ejemplar a este respecto por la manipulación del dolor y la fascinación morbosa que ha suscitado en torno a los detalles

118

El zoo visual © Editorial Gedisa

más sórdidos: años más tarde, el 3 del 6 de 1997, Fernando García, el padre de Miriam, declaraba que iba a asistir a la autopsia de su hija, y Pepe Navarro, el conductor del programa, añadía que se iba a «ver todo, o casi». Al día siguiente, se producía un «debate» en torno a si una de las víctimas había dejado pelos púbicos en la ropa de su asesino, todo ello ante la mirada –obviamente tomada en primer plano– del padre de una de las víctimas. En la televerdad «todo es intimidad» o, más bien, ya nada lo es; nada escapa al ojo todopoderoso de la cámara. Es una televisión maximalista, del ver todo o nada, que contesta a una trivialización total de lo político con una politización de lo trivial, una televisión que se erige no sólo en instancia policial (con la figura del periodista-detective o el «criminólogo» de turno), sino que además se atribuye el papel de justiciero, en un discurso arrogante que desafía los poderes públicos (justicia, policía, clase política) o los sustituye. Discurso excesivo en todo, tanto en lo «bueno» como en lo «malo». Primero en la visibilización de los afectos, con esa falsa intimidad creada mediante la ilusión de directo: esos desenlaces felices, reencuentros emotivos, reconciliaciones espectaculares e instantáneas de la mano del presentador, moderno y moralizante alcahuete, deus ex máchina que tira de los hilos invisibles del destino (aquí también ilusión de destino). Pero es igualmente un discurso excesivo en la visibilización de la desdicha (dramas, culpas expulsadas, llantos explosivos), del horror, del sadismo y de la violencia. Lo obsceno, aquí, está en ese ver abusivo que transforma la información en inquisición y que reduce la demostración a una pura visibilización donde el discurso televisivo cobra legitimidad de su propia enunciación; donde, en un acto performativo, el trivial «lo he visto en la tele» se erige en ley y consagra al medio como habla instituyente de realidad.

© Editorial Gedisa

La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura

119

Ya no hay mediación: la sola actoralización del debate (el encarnar ideas en personas) basta para dar credibilidad al discurso, transformando el diálogo en «expresión» (lo contrario del intercambio, dice Alain Torraine), el debate en polémica y el intercambio en enfrentamiento. El padre Apeles sería el prototipo de esta nueva forma de entender la comunicación: el Verbo hecho cuerpo (y su cuerpo hecho un demonio, para más realismo), como para dar más consistencia al discurso, vida a los actores. Y cuando interviene una figura mediadora es para reforzar el dispositivo inquisitorial o la estructura voyeurista. Como botón de muestra, a finales de 1997, en otro de sus programas, La sonrisa del pelícano (Antena 3), Pepe Navarro, interrogándose sobre el presunto embarazo de Lady Di, recurría a la figura del confidente (tópicamente visibilizado como tal: bigote, sombrero, gabardina oscura) y lo hacía «dialogar» con el periodista de turno para saber el cuándo (casi ¡el cómo!) del asunto de marras, puro pretexto para hablar (dándolas a ver) de las fotos «nunca vistas» del accidente. En el nuevo circo televisivo hasta lo invisible es escenificado, volviéndose palpable: como esas esposas que en otro programa de «debate» vienen a testimoniar los abusos sexuales sufridos por sus hijos en un simulacro de anonimato (gafas negras, pelucas aparatosas), todas iguales, intercambiables, figuras de una misma serie, como si estuviesen de prestado en el plató, presentes como testigos pero invisibles como personas y al mismo tiempo muy pimpantes. Lo excesivamente visible tiene su reverso paradójico en la pretendida visibilización de lo invisible.

Conclusión: Hacia una estética de lo hipervisible Con este lenguaje proxémico (a mayor visibilización, mayor sensación de proximidad), se consagra una estética de lo hipervisible donde la corporalidad se impone como código en compensación

120

El zoo visual © Editorial Gedisa

de una pérdida de sentido: el «coeur à coeur», la profusión sentimental, colma entonces la vacuidad del diálogo; el «corps à corps» (el enfrentamiento de personas) simula el de las ideas. Si el padre Apeles fue quien encarnó mejor ese cuerpo a cuerpo, ese remedo de diálogo con el otro, hubo programas íntegramente basados en la idea del enfrentamiento, aunque en clave lúdica: Moros y cristianos (Tele 5) fue uno de ellos. Esta categoría es difusa y cada vez más frecuente en el nuevo circo televisivo. Amor y dolor son sin duda lo que necesitan las audiencias. Mucho tiene que ver esta actoralización del debate con la dramatización de contenidos y discursos que se impone en los géneros informativos como una nueva modalidad del relato moderno, y la rehabilitación de la narratividad, en un universo en el que está en crisis, o ausente. Desde esta perspectiva, el reality show bien podría representar un compendio y una exacerbación de la comunicación en la posmodernidad, de acuerdo con un modelo según el cual la realidad está más en las formas de la representación (sus condiciones de visibilidad, su proyección en «escenarios») que en los contenidos (por otra parte redundantes), con una hipertrofia de signos que puede llegar hasta lo monstruoso. El realismo alcanza de esta manera un punto de no retorno transformando lo real en hiperreal. ¿Qué estamos viendo entonces? ¿Un documental o una ficción? ¿Qué es más realista, pues: los reportajes crudos de la televisión rusa donde se vive en tiempo casi real los sucesos más sangrientos, o las películas de Tarantino o John Woo? ¿Qué es más «auténtico»: el abrazo de reconciliación pública de la pareja de Lo que necesitas es amor (Antena 3) o la expresión de unos sentimientos que a lo mejor nunca se dará en la intimidad del gineceo? Todo ello conduce a una violencia simbólica: cualquier tema es válido con tal de que permita una visibilización del conflicto, la construcción de una forma violenta. Contesta a la representación de la violencia, omnipresente en los medios, con una violen-

© Editorial Gedisa

La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura

121

cia de la representación, dándole al pathos el mismo tratamiento formal que a lo violento, hasta caer en lo desmesurado, lo incontrolable (y, en ocasiones, lo inconfesable). Lo monstruoso sería, pues, como la otra cara (¿inevitable?) de lo aceptable (de lo periodística y éticamente publicable); revela la «parte maldita» del discurso de la modernidad, ese «sobrante» o exceso del que no se sabe qué hacer, y que se convierte en estética degradada, en una forma basada, por retomar los términos de Georges Bataille, en el derroche, la saturación.

Bibliografía Aladro, Eva, «Proyecciones emocionales en los espéctaculos de realidad», en Información y drama en televisión, CIC (Cuadernos de Información y Comunicación), nº1, 1995, Universidad Complutense de Madrid. Barthes, Roland, «El efecto de realidad», en VV.AA.: Lo verosímil, Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1972. Bataille, Georges, La parte maldita. Precedida de «La noción de gasto», Icaria, Barcelona, 1987. Ehrenberg, Alain, «La vie en direct ou les shows de l’authentiticité», Esprit, enero de 1993, París. Mouseler, Virginia, «La violence psychologique dans les divertissements sur les télévisions étrangères», en Image et violence, Bibliothèque Publique d’Information, Centre Georges Pompidou, París, 1997. Pastoriza, Francisco R., Perversiones televisivas. Una aproximación a los nuevos géneros audiovisuales, Instituto Oficial de Radio y Televisión Española, Madrid, 1997.

5 El talk show o la verbalización del dolor (El retorno de la oralidad)

El talk show, como su nombre indica, es antes que nada una espectacularización del habla. Sus características, según Jane Shattuc (1997, citada por Charo Lacalle), son las siguientes: a) suele tratar casi siempre de cuestiones sociales («Mujeres maltratadas», «Desaparecidos») o personales («Mi marido me abandonó», «He sido infiel»); b) se requiere la participación del público y/o del espectador (mediante su presencia en el estudio o por teléfono); c) se estructura en torno a la «autoridad moral» de un conductor («No. No te vas a suicidar», le dice tajantemente Ana Rosa Quintana en Sabor a ti a un travestí que ya no puede soportar más la prostitución); d) su audiencia es mayoritariamente femenina (hasta un 70% de mujeres en España); e) se emiten en franjas diurnas (mañana o tarde).

De los diferentes formatos televisivos, el talk show (TS) es sin duda el que más protagonismo da a la mujer, conjuntamente con su hermano dramatizado el reality show (RS). Ambos formatos colocan a la mujer en el centro del dispositivo televisivo, desde el punto de vista tanto temático como narrativo y enunciativo: – Temático porque en estos programas salen a relucir temas relacionados con la mujer en sus aspectos cotidianos, su quehacer doméstico, su vida familiar y sus vivencias íntimas: desde si-

124

El zoo visual

I. La ventilación de lo íntimo Esta visibilización de la intimidad desemboca frecuentemente, en el TS, en una espectacularización que raya con la exhibición. Debido al formato mismo (literalmente el hacer del habla un espectáculo) y a la capacidad de la neotelevisión de crear espacios híbridos, lo más privado se publicita, lo íntimo se ventila, el tabú se verbaliza y lo escabroso se visibiliza, todo ello dentro de una dilu-

© Editorial Gedisa

tuaciones que tienen que ver con la interioridad de la mujer –y que entroncan con el mundo del sentir, de las emociones, del pathos en general y de lo subjetivo en particular– hasta situaciones objetivas que la sitúan dentro de un contexto social (pareja, familia, entorno laboral), estos programas definen roles actanciales (ama de casa, pareja, madre) y temáticos (generalmente negativos: ignorada, traicionada, maltratada, etcétera). – La mujer entra a formar parte también del dispositivo narrativo como protagonista de una serie de acontecimientos recurrentes que alimentan la cadena de sucesos sobre los que se basan los RS: desapariciones, violaciones, incestos, rupturas matrimoniales, etcétera, sucesos en los que aparece generalmente como víctima, como sujeto que padece una acción negativa protagonizada por un antisujeto, masculino en la mayoría de los casos. – Es parte, finalmente, de un dispositivo enunciativo en la medida en que verbaliza o exterioriza mediante el habla –dentro del discurso público– estas vivencias personales a menudo íntimas y en muchas ocasiones secretas, objeto de tabú o del silencio social. Este rasgo es especialmente visible en el TS, un género que consiste precisamente en ventilar la experiencia dolorosa, convirtiendo el decir privado en decir público, la vivencia íntima en experiencia compartida.

© Editorial Gedisa

El talk show o la verbalización del dolor

125

ción generalizada de todas las categorías, en particular –en términos simbólicos– de aquellas que delimitan y ordenan nuestra relación con el mundo estructurándose en torno a la oposición canónica entre lo público y lo privado. Últimamente, la multiplicación de programas basados en la visibilización de la intimidad –los llamados «programas de realidad», y en general todo cuanto remite a la creación de realidad por el medio televisivo– prolonga esta tendencia a diluir las fronteras entre estos espacios estructurantes. Revelan una extensión cada vez más vasta del espacio público, hasta hacer peligrar el «derecho a la intimidad», aunque, en el caso de los TS, estemos ante una exhibición deliberada, totalmente asumida por el sujeto. Delatan también una propensión a sacar del espacio privado o reservado temas prácticos y conductas tradicionalmente confinadas en el espacio doméstico o amparadas en una mal entendida cláusula de conciencia. La liberalización del discurso en torno a objetos hasta hace poco tabú, como la violencia doméstica, el incesto o los abusos sexuales, se inscribe en esta corriente. Pero dentro de esta ampliación del ámbito de lo público, hay una práctica comunicativa que procede de un mundo que, sin ser de índole doméstica, también escapa al imperio del discurso público: es la práctica, en todas sus formas, de la confesión en reality shows, talk shows y programas de realidad. La extensión de esta práctica a contextos que ya no tienen nada de religioso –aunque religioso, como gusta de recordar Maffesoli, viene de religare: volver a crear el vínculo–, es sin duda reveladora de mutaciones profundas en los modelos comunicativos, mutaciones vinculadas a la evolución misma del saber que autores como Michel de Certeau, ya citado, o Michel Foucault han analizado desde un punto de vista epistemológico: el paso de un saber secreto –basado en una revelación, una transmisión lineal o simplemente una superioridad categorial o un poder social– a un sa-

126

El zoo visual © Editorial Gedisa

ber transparente, abierto, con múltiples canales de transmisión, no exclusivo de algunos ni privilegio de una casta; el paso de un saber mediado –en el tiempo, como herencia, o en el espacio, como algo inaccesible para los que no poseen las claves para asimilarlo e interpretarlo o no están capacitados, o no son dignos para recibirlo desde un punto de vista ético– a un saber in-mediato (sin mediación) que los medios de comunicación y las nuevas tecnologías ponen al alcance de todos sin prejuicio de su edad o madurez psicológica. Pero esta evolución de las formas comunicativas y de los regímenes del saber está ligada también a las mutaciones producidas en los regímenes del ver, a la modificación profunda del estatus del Ser, tanto en su relación con su propia privacidad como en su producción social. La mujer está en el centro de este dispositivo de visibilización de lo privado, pero no de modo aislado sino como objeto relacionado con «referentes fuertes», con otros objetos o temas recientemente introducidos en el discurso público que han alterado la relación entre lo público y lo privado y, en términos simbólicos, entre lo visible y lo invisible (lo publicitable y lo secreto) o, en términos morales, entre lo lícito y lo ilícito. Tema colateral a la mujer ha sido el sexo, en los años sesenta, y, extensible al hombre en el sentido genérico, la violencia y la muerte, en las últimas décadas, estos últimos objeto de una visibilidad cada vez más creciente que aleja los límites de lo decible y pone a raya el tabú que pesaba sobre lo invisible. Son objetos sensibles porque tienen que ver con el sentir, pero también son objetos sociales problemáticos, complejos como el sexo, irreductibles como la muerte, inasimilables a una lógica racional como es la violencia. Todos estos objetos coexisten, se interrelacionan en el TS, marcando indudablemente un retorno de las pasiones a la vida social y una nueva teatralización de las tensiones que producen, contribuyendo tal vez a una nueva forma de catarsis social.

© Editorial Gedisa

El talk show o la verbalización del dolor

127

El símil con el teatro –inclusive con el teatro clásico griego– no es gratuito aquí. Tampoco lo es con prácticas arcaicas como la celebración ritual del dolor, la exorcización pública de las faltas o la confesión de la culpa, todas ellas entroncadas con la verbalización y visibilización de las pasiones, con una cultura de la oralidad y una exteriorización del sentir propia del mundo mediterráneo. Tampoco es ajena la influencia del psicoanálisis y la utilización del discurso como terapia o técnica para hacer aflorar el inconsciente y liberar al sujeto de tensiones y traumas. No por nada, el precursor de los RS y TS en Francia, en 1983, se llamaba Psy show de TF2. Fue, sin duda, uno de los primeros reality shows avant la lettre. Producido por Pascale Breugnot, directora de documentales y magacines en TF1, este programa consistía en enfrentar a una pareja en crisis o al borde de la separación y, bajo la batuta de la animadora, alimentar las pasiones (positivas y negativas) hasta exacerbarlas, con vistas a fomentar el psicodrama, intentando desatar nudos, resolver conflictos, superar –o hacer estallar– tensiones. En su tiempo, el programa fue objeto de un debate público acerca de la legitimidad y artificialidad del ejercicio, sobre todo por la utilización de una técnica –la terapia verbal– tradicionalmente reservada al ámbito privado de la consulta del psicoanalista y en manos de especialistas del ramo. Es revelador, en todo caso, de una apropiación por el medio televisivo de lenguajes, técnicas y usos que hacen emerger la intimidad en el espacio privado mediante su hipervisibilización.

II. La teatralidad televisiva Sin ser ficciones ni obras propiamente teatrales –mostrándose, al contrario, bajo el signo del documental o al amparo del interés so-

128

El zoo visual

Que en todos vuestros discursos la pasión conmovida apunte al corazón, le dé calor y emoción. Y si de un bello ademán el agradable furor a menudo no nos depara un dulce temor o no despunta en nuestra alma una dulce conmoción en vano desarrollaréis una escena con razón… El secreto es antes que nada gustar y conmover. Inventad recursos que me puedan cautivar.

La emoción que produce la contemplación del dolor es sin lugar a dudas el recurso más trillado del espectáculo televisivo, pues éste consiste precisamente en eso: hacer de la realidad más cruda un espectáculo –reality show– y de su verbalización –talk show–, un resorte dramático. Todo ello en clave de simulación –re-creación de realidad– que se desarrolla en tiempo real (una es-

© Editorial Gedisa

ciológico y del bienestar social–, los RS y TS incluyen un componente dramatúrgico fuerte, consistente precisamente en visibilizar lo no-dicho (secretos, tabúes, prohibiciones), en mostrar públicamente las pasiones, en exhibir lo inconfesable (lo que está reservado al espacio privado, íntimo) y en hacer emerger lo inconsciente, lo vetado en el debate público (lo no asumido por la conciencia colectiva). La dramaturgia está, obviamente, en la secuencialización del programa: el componente narrativo, con su gradación y momentos de clímax, los efectos de dramatización mediante la reconstrucción simulada de los hechos o su relato por los que los han protagonizado. Pero reside también en la esencia del programa –el dar a ver las pasiones privadas– que, desde el teatro clásico griego hasta el happening moderno, está en el centro del dispositivo dramático. Incluso en el teatro clásico francés, en un período de auge de la razón y del cartesianismo, está presente. Decía Boileau al respecto en su Arte poética (1694), haciendo hincapié en el lugar de la pasión en el arte teatral:

© Editorial Gedisa

El talk show o la verbalización del dolor

129

pecie de remedo del directo), en el contexto histórico de los hechos, a menudo con sus propios protagonistas, pero de acuerdo con una reconstrucción al modo policial; crea así un «efecto de directo» que no deja de recordar la paradoja del comediante formulada por Diderot. Al exteriorizar las pasiones, no sólo les doy cabida en el discurso público –con la posibilidad de darles una respuesta o una solución social–, sino que propicio una exorcización de las mismas: el sujeto, al verlas publicitadas, las «objetiva», las ve como algo exterior, objetivable, es decir, como algo de lo que puede deshacerse, estableciendo una distancia con su propia subjetividad. Labor de catarsis, seguramente, que permite «reelaborar» la pasión, darle forma, hacer acceder al sujeto al lenguaje, a la formulación de su dolor. La verbalización es, pues, la prolongación natural de esta labor de exteriorización/exorcización donde es fundamental el trabajo de acercamiento a las pasiones, al dolor, mediante su visibilización. Es una característica, por otra parte, de la neotelevisión, esa televisión de la cercanía, de la intimidad, del vivo, de la con-moción –del sentir y sobresaltarse con–, que puede llegar a mezclar emoción y agresión y hacer del espectáculo del dolor algo a veces violento e incluso insostenible. ¿No era la tragedia clásica el arte de mostrar «la violencia de las pasiones»? Hay aquí una vinculación fuerte entre sentir positivo (el sentimiento, el amor, etcétera) y sentir negativo (repulsión, violencia, muerte), un rasgo característico de lo que llamaremos una «conjunción de los contrarios», reveladora de la ambivalencia fundamental de la neotelevisión, que oscila continuamente entre lo eufórico y lo disfórico, lo que une y lo que separa, lo que atrae y lo que repele (véase capítulo 10). Tanto el RS como el TS –más allá de las diferencias formales y de la articulación narrativa– cultivan esta ambivalencia y despiertan reacciones contrarias: condenatorias cuando sólo se ve la fasci-

130

El zoo visual © Editorial Gedisa

nación por lo negativo, lo anómico –el «morbo», como se dice trivialmente–, o positivas, al contrario, si se considera que estos programas liberan al sujeto de sus nudos mediante el uso de la palabra y su publicitación. En todo caso, se produce conmoción, esto es, una «emoción fuerte y repentina», «un movimiento o agitación violenta» (Diccionario Casares), para bien y para mal, y se plantea el conflicto entre pasión y razón. La pregunta es si esta promoción/propulsión de las pasiones tiene carácter de catarsis o no, si puede ser terapéutica (dominar/sobrepasar las pasiones: los impulsos, el sufrimiento), simplemente mayéutica (tomar conciencia de ellas: hacer que el sujeto las vea, las objetive), o meramente redundante, esto es, que mediante el simulacro de realidad no produzca nada más que una espectacularización de lo real, creando una hiperrealidad propia del medio, condición de lo que he llamado la hipervisibilidad televisiva: una saturación de signos de lo real que no aporta más en términos semánticos, que no nos ayuda a darle sentido. Respondería a lo que Charaudeau y Ghiglione (1997) llaman una lógica catódica «basada en la construcción de imágenes, resultado de una puesta en escena de lo visual» que da a ver, y que «apunta al afecto del telespectador más que a su razón». Efecto de la fuerza de lo que Virilio llama la «tele-presencia», la mostración apabullante de lo visible puede anular toda distancia racional, crítica, o simplemente toda conciencia constructora de sentido. La representación de lo visible se vuelve fin en sí, ya no medio de concienciación sino pura presentificación, un «estarahí» sin más; mostración redundante del momento, emoción pura, sensación intrínseca de la que somos copartícipes en su efimeridad. En este aquí-y-ahora del presente, hasta el aquí, nos dice Virilio, ha desaparecido. Aquí ya no importa, todo es ahora: imagen pura, icono.

© Editorial Gedisa

El talk show o la verbalización del dolor

131

III. Toma de palabra y cultura de la oralidad Los RS y TS marcan la irrupción directa –y en ocasiones violenta– de la intimidad en el discurso público. Lo hacen de manera rupturista, rehabilitando lo sensible, lo emotivo, y dándole un lugar exclusivo en la economía narrativa del medio televisivo. Consagran así un nuevo tipo de formato basado en lo que llamaremos la «función mostrativa o la mostración»: un «destape» de la vida íntima, del mundo interior del sujeto, ya sea en clave psicológica, ya sea de manera física. Continuación –y no alternativa como se ha dicho a veces– de estos programas, son los «programas de realidad» tipo Big Brother, donde desaparece (por lo menos aparentemente) todo guión para dejar paso a una visibilización objetiva del espacio privado. Esta visibilización es llevada hasta sus últimas consecuencias en la medida en que las reglas del juego consagran el espacio privado como espacio cerrado al exterior, como gueto (físico y afectivo) que, inevitablemente, tarde o temprano, conducirá a la explosión de las pasiones. Desde esta perspectiva, los programas de realidad son la prolongación «natural» –»como la vida misma» en su transcurrir, en su cotidianidad– de los TS, sólo que en clave trivial, edulcorada, con una dramaturgia más lenta, una cierta extensión narrativa y sin el cariz extra-ordinario, a veces monstruoso, de los RS. Pero funcionan igualmente como espacio de explosión de las pasiones –pequeñas pasiones, explosiones light– y de resolución de los conflictos, aquí de manera simbólicamente radical mediante la eliminación (del juego) de los participantes. En esto no dejan de tener un cariz lúdico, profundamente infantil, que recuerda los antiguos juegos de guiñol y de peleles, en los que los jugadores, con su puntería, eliminaban a las figuras del mal. El TS da un paso más en esta exploración de la intimidad con la asunción, por parte del sujeto, de su papel activo en el disposi-

132

El zoo visual © Editorial Gedisa

tivo comunicativo. Es ahora el sujeto el que alimenta motu proprio el discurso televisivo con el destape de sus intimidades, y lo hace de manera consciente y deliberada, instaurando así un «espacio de habla», una oralidad que ya no es sólo vehículo de un mensaje, sino que es un fin en sí. Llamaré «toma de palabra» a esta performance del sujeto mediante la cual libera sus tensiones privadas dentro de una actuación pública, en un marco de omnivisibilidad. ¿En qué medida esta toma de palabra es liberadora o alienante? La pregunta es compleja, en parte porque remite a esquemas ideológicos que a lo mejor ya no tienen hoy curso en el mundo de la representación mediática, donde el ver (la mostración) se impone a menudo al saber (la demostración), las formas (el cómo) a los contenidos (el qué), la actuación puntual a la articulación lógica y el tempo (el tiempo corto y entrecortado) al tiempo (histórico). Caben aquí, sin embargo, dos lecturas interpretativas de esta «toma de palabra». Una lectura positiva: esta iniciativa, por parte del público femenino, rompe con una prohibición, levanta el tabú que pesa sobre el secreto, ya sea éste familiar (el incesto), personal (la violencia doméstica) o social (la privación de derechos sociales de la que es víctima la mujer maltratada); en todos los casos, una privación de los derechos de la persona y la reinvindicación del derecho a la integridad tanto moral como física. Pero hay también una lectura negativa: ¿hasta qué punto el dispositivo comunicativo, enunciativo, no fagocita la toma de palabra, diluyendo sus contenidos, poniendo el acento en la performance oral, en su dimensión emotiva, en el sentir íntimo, más que en la resolución social, racional, del conflicto? La actuación pública convierte la intimidad, el dolor, en espectáculo intrínseco, y la toma de palabra en violación mediática; esto es, consentida e incluso reivindicada.

© Editorial Gedisa

El talk show o la verbalización del dolor

133

¿Cómo no pensar en los programas rosas, basados en el cotilleo, en un bucear sistemático en la intimidad de los famosos, donde se instaura un acoso simbólico a la intimidad con el consentimiento y la colaboración activa –y altamente remunerada, las más de las veces– de los propios protagonistas? El TS femenino traslada el modelo de los famosos –ofensivo, dirigido a la intimidad del hombre, donde la mujer es objeto pasivo de sus conquistas, violencias y abusos– al modelo anónimo de una mujer cualquiera que se erige en protagonista del discurso, un discurso presuntamente liberador, pero totalmente falseado por el código al que recurre y desvirtuado por su contextualización. Es cierto que asistimos aquí a una reversión de la mirada social, más centrada ahora en una mujer activa, dueña de su discurso, pero, en el fondo, ésta sigue siendo objeto de la mirada del otro, en una incitación directa, omnidireccional, al voyeurismo. Desplazamiento, también, de la mirada social: de la confesión a la compasión y de la compasión al consumo como objeto de disfrute perverso del dolor ajeno. Como modo confesional, el TS consagra un habla introspectiva que hace aflorar –y, en cierta medida, superar– lo reprimido, lo no-dicho. Pero este discurso entra a formar parte de un entramado más amplio de discursos de tipo conflictivo, y se instituye a su vez como discurso polémico que contribuye al espectáculo mediático y apela a reacciones ambivalentes por parte del espectador. Se produce entonces una conversión/derivación de la mirada: de una mirada compasional –un sentir-con– a una mirada voyeurista, un sentir ajeno, desde la distancia de la diferencia y el sufrimiento del otro, que reorienta la mirada y convierte la compasión (hacia el otro) en disfrute (de uno mismo) y hace del sufrir secreto, con su estatus íntimo, un sufrir dramatizado, con un estatus público y una dimensión espectacular.

134

El zoo visual

Si bien colma un déficit de oralidad vinculado al déficit de identidad de la mujer en la sociedad patriarcal, el TS marca también un cambio de rol en la mujer: de «ente narrativo» que era en el RS, donde daba pie para la construcción de relatos dramatizados, pasa a ser «ente discursivo» dotado de un poder-decir. Asimismo, también revela el paso de un habla introvertida a un habla extravertida, volcada en la mostración pública, consagrando así una nueva forma de cultura de la oralidad que toma el relevo del coro de vecinas y tiene más de un parecido con el chismorreo. Escriben al respecto Charaudeau y Ghiglione (1997): He aquí lo que determina una segunda diferencia entre RS y TS: los primeros nos presentan un universo de identidades narrativas sin referencia a la identidad social, los segundos nos presentan un universo de identidades enunciativas con referencias a una identidad social arquetípica. Los envites de identificación para el telespectador no son los mismos según se les presentan «seres de relato» o «seres de discurso».

Pero es un habla paradigmática, un pretexto para hablar del drama humano en general, y tal vez sea aquí el sujeto femenino el único capaz –social y psicológicamente– de asumir esta parte sensible, de expresar y transmitir emoción. El TS –según Charaudeau y Ghiglione– es, en cambio, una forma de intercambio organizado de tal manera que haga surgir algún conflicto y/o drama humano, en diferentes configuraciones, con ocasión de un tema pretexto, a través de un enfrentamiento de juicios u opiniones «cerrados». Todo ello mediante un dispositivo televisivo que se complace en la mostración de esos conflictos o en alimentar el drama. Se puede decir que el TS corresponde a una puesta en espectáculo del habla propicia a favorecer un tratamiento sensible, emocional,

© Editorial Gedisa

IV. De la espectacularización del conflicto al ritual sacrificial

© Editorial Gedisa

El talk show o la verbalización del dolor

135

de estas dos formas de desorden humano que son los conflictos entre individuos y los dramas íntimos de la persona, y que lo hace en pro de la «revelación de los individuos».

Estos conflictos, sin embargo, no son objeto, como en el discurso racional, de una ordenación dentro de un pensar lógico, dialéctico, sino que son expuestos al modo caleidoscópico, como un gran mosaico de vivencias, por otra parte bastante recurrentes. Dichas situaciones podrían perfectamente, aunque en clave esperpéntica, organizarse en torno a una tipología, como existen por ejemplo en el teatro burgués o en la comedia de vodevil, con la misma recurrencia de papeles y acciones, sólo que aquí menos frívolos al estar vinculados a referentes fuertes (abusos sexuales, maltratos, incestos, crímenes, actos de sadismo, etcétera). El TS, como habla «liberadora» de la prohibición del decir, podría cumplir así una función simbólica, de restablecimiento del vínculo familiar y desahogo de la mala conciencia individual, ligada al grupo de pertenencia (pareja, familia, grupo social) y a su sistema de valores. Actúa como un ritual de sacrificio, igual que, en otro ámbito, las imágenes de violencia: una manera de inmolar imágenes del dolor, en una ceremonia pública que, a la par que visibiliza el dolor, propicia una cierta gratificación a través de su puesta en escena, como si el dolor de uno, así objetivado, fuera de repente un dolor ajeno: un dolor otro, el dolor de otro. Así funcionaban los antiguos consultorios sentimentales en el medio radiofónico; así es como había analizado –en un período clave: el de la transición a la democracia– el consultorio de Elena Francis (G. Imbert, 1982): como un ritual sacrificial en clave de simulacro; doble simulacro, en el caso de Elena Francis, si se tiene en cuenta que ésta no existía, ni como mujer (el guionista era un hombre), ni como ser humano (un equipo de asesores se encargaba de orientar las respuestas delicadas: entiéndase problemáticas desde un punto de vista moral o existencial).

136

El zoo visual

Construido por lo que algunos llaman la neotelevisión, este blanco corresponde a la actitud del participante en un rito sacrificial. Un rito sacrificial está siempre construido en torno a una ofrenda hecha a las fuerzas del más allá que nos amenazan con un castigo. Para calmarles hay que celebrarles y ofrecerles una víctima expiatoria. Así, pues, la neotelevisión celebra una tercera instancia mítica ausente, el «desorden social», bajo diferentes figuras abstractas (la enfermedad, el desencanto, el paro, el abandono de niños, las separaciones matrimoniales, etcétera), y ofrece como víctimas expiatorias a los invitados –o los sucesos de la actualidad– que representan estas miserias del mundo.

Prácticas todas que, más allá de la aparente liberación que propicia el discurso, conforman a la mujer en un papel pasivo, hasta integrarla en una especie de mundo flotante de imágenes y estereotipos. Los participantes en el ritual –prosiguen los autores citados– deben por una parte ser pasivos, ya que este ritual está ordenado por una entidad ausente que tiene fuerza de evidencia (todos los participantes del ritual, incluyendo sus sacerdotes, no son sino ejecutantes). Se ven inmersos en un universo de sensaciones en el que todo se mezcla (voces, gestos, movimientos, imágenes figuradas), se dejan llevar

© Editorial Gedisa

Este análisis ha sido también aplicado a la espectacularización de la violencia en los medios de comunicación en otro trabajo, mediante lo que he llamado «los escenarios de la violencia» (G. Imbert, 1992): un ritual de inmolación de imágenes de violencia –al modo del potlach (G. Bataille), del exceso, de la saturación de signos– que permite objetivar el mal, mantenerlo a raya a través de la representación. Conductas que no dejan de recordar los rituales arcaicos de conjuración, inmolación o fetichismo. Esta prácticas tienen como blanco a la mujer, participante privilegiado del RS. Escriben al respecto Charaudeau y Ghiglione:

© Editorial Gedisa

El talk show o la verbalización del dolor

137

por un discurso abstracto que, al no pertenecer a nadie, es de todos, y se dirige a las emociones más que a la razón. Así, la neotelevisión multiplica los programas con puesta en espectáculo barroca o con toma de palabra confesional para, por conducto de lo sensible, envolver al espectador en un universo de emociones, dentro de lo que G. Miller llama la «televisión pulsional».

V. La consagración de un «espacio infeliz» Más allá de la presunta liberación del habla y de la aparente democratización del discurso –con el subsiguiente mito de la teledemocracia–, los RS y los TS consagran un espacio de visibilidad de tipo nuevo: un espacio polifónico, plural, espontáneo, que prescinde de los protocolos formales habituales en el medio televisivo, donde se produce una relativa marginación de la figura del presentador en beneficio de la del público, en especial femenino. Marca asimismo un retorno a formas comunicativas arcaicas –frecuentes por otra parte en el medio televisivo– que enraízan en una cultura de la oralidad. Con ello asistimos a una rehabilitación de lo sensible en el espacio televisivo, lo cual conlleva un reconocimiento implícito del discurso de la mujer como valor comunicativo. Pero, a la par que lo consagra, el medio televisivo enmarca este discurso en un espacio exclusivo, tanto desde el punto de vista formal como de los contenidos. Definiremos este espacio como «espacio infeliz» que contribuye a instaurar una segregación por los temas de los que trata y los roles que implica. Funciona a tres niveles: 1) Como espacio físico «reservado», muy a menudo vinculado con el espacio doméstico, fuente de la mayoría de los temas tratados; espacio del domus, del universo tópicamente femenino, que puede cobrar valor de gueto, pues en él está encerrada

138

El zoo visual

Consagra al mismo tiempo el poder simbólico del medio, su derecho de intromisión en la esfera privada, procediendo a un ejercicio de exorcismo simbólico que expulsa mágicamente la culpa asociada a este estatus, como si la imagen pública matara la realidad íntima o la sustituyera. Espacio, pues, donde se reconoce la índole carnal de este sufrimiento, donde la mujer viene a testimoniar en cuerpo presente, produciéndose aquí una verdadera encarnación del dolor, con toda su parafernalia expresiva, que el medio televisivo plasma en una iconografía visual (primeros planos sobre expresiones, gestos y gestas dolorosas, lágrimas y lamentaciones), con el riesgo de convertirse en una hiperrepresentación de la realidad que raya a veces con lo insoportable.

© Editorial Gedisa

la mujer, y que traduce una doble alienación: la pertenencia exclusiva a este espacio, sin otra alternativa, por una especie de fatalidad social, familiar o individual, y el ser infeliz en él. 2) Este espacio funciona también como espacio temático porque define unos «roles temáticos», en particular femeninos, que refuerzan una imagen negativa de la mujer, pues traduce su dependencia y su carencia de estatus (mujer de, madre de, víctima de…) e incurre en una victimización de la mujer: lo que une es el espectáculo del dolor, el compartir una misma desdicha. 3) Este espacio cumple, finalmente, una función simbólica que consagra a la mujer como «conciencia infeliz» (conscience malheureuse, decía Sartre). Ello le confiere un estatus por defecto –definido por la carencia– en el cual la mujer sólo puede existir mediante la verbalización de sus desdichas: lo que le da estatus público es la ventilación de sus intimidades ante la mirada impúdica de la televisión, legitimada aquí como instancia voyeurista, como poder-ver todopoderoso, que le da derecho de existencia social.

© Editorial Gedisa

El talk show o la verbalización del dolor

139

Mediante la hipervisibilización, el medio cae a menudo en una pornografía del sentir que reúne bajo un mismo tratamiento formal sentir positivo (emociones, sentimientos, amor) y sentir negativo (dolor, horror, muerte). Una vez más, esta mostración excesiva deriva en una visibilización de la intimidad: de la intimidad física (las expresiones del sentimiento tradicionalmente reservadas al espacio privado), de la intimidad psicológica (el sufrimiento interior) y de los traumas más secretos que atormentan a estas mujeres (violaciones, incestos, etcétera). Esta visibilización es especialmente problemática en lo que atañe a temas relacionados con la violencia doméstica, pues el tratamiento que le dan los medios puede entrar a formar parte de una violencia simbólica (una violencia ligada a la representación, vinculada con las formas narrativas y los efectos de visualización). Se da incluso en un tema tan crudo como la violación, lo que le hacía ver a Mercedes Bengoechea (2000) «la violación como un acto de violencia simbólica, de género, es decir, ejercicio de poder, y no un acto sexual».

Conclusión: De la violencia formal al acoso simbólico ¿Hasta qué punto no se produce aquí –en esta ventilación del horror– lo que llamaremos un acoso simbólico en forma de atentado a la integridad del sujeto; integridad ya no literal, como en el acoso físico, sino simbólica, como un ataque a su dignidad, a su imagen pública? Obviamente, existen otros modos de narrar la infelicidad y de expresar el horror, más distanciados, más informativos o documentales, que no sean forzosamente la verbalización directa por el propio sujeto que ha sufrido la infamia. Convertido en objeto de contemplación ajena, para consumo de otros, la ventilación del dolor se transforma en un espectáculo como otro cual-

140

El zoo visual © Editorial Gedisa

quiera, dentro de la cultura de la imagen, que nos satura con imágenes de violencia; éstas se pueden considerar, pues, como una forma extrema de la violencia formal, la violencia ligada a las formas (enunciativas, narrativas). Este mostrar obsceno (la obscenidad es un ver excesivo) tiene sus avatares en otros programas o manifestaciones de la cultura del ver. En el mundo televisivo, los más evidentes son indudablemente los programas que erigen el acoso simbólico en clave del espectáculo: Tómbola (Telemadrid, Canal 9) sería el buque insignia de estos programas que, basados en el acoso sistemático (obviamente negociado) a un famoso –generalmente masculino– hasta sacarle los detalles más escabrosos de su intimidad (desde un punto de vista por supuesto machista), elevan a categoría de modelo comunicativo el acoso a la intimidad. El otro avatar, donde también se va a exacerbar esta tendencia, son los llamados programas de realidad tipo Gran Hermano, pero lo hacen en clave más trivial, más ligera, más lúdica, aunque con el mismo destape de intimidad, con incluso un grado más en la mostración, ya que no se trata de una mostración pasada por el filtro de la palabra (TS) ni mediatizada por la reconstrucción (RS), sino en live, en retransmisión simultánea y continua gracias a la intervención de los canales satélites e Internet. Por último, saliendo del medio televisivo, pero siempre dentro de una visibilización a ultranza, las webcams –o transmisión en live por un particular de sus vivencias cotidianas a través de la Red– serían el encefalograma plano, aunque con sus momentos álgidos cuando la cámara está instalada en un dormitorio (y para más inri femenino), de esta reconstrucción de lo cotidiano al modo Big Brother. Sea como sea, todos estos modos de ver tienen en común el jugar con los límites de la representación, con la línea cada vez más tenue, hoy día, que separa lo público de lo privado. Ahí está lo que comúnmente se llama el morbo, en este poder-ver, esta inmi-

© Editorial Gedisa

El talk show o la verbalización del dolor

141

nencia permanente de la escena prohibida, cultivando un grado virtual de comunicación, que juega con lo secreto, lo prohibido, lo inconfesable, o simplemente la posibilidad de ver –o sorprender– lo nunca visto (en público), aunque se trate de lo más trivial, lo ya visto (en privado). Ahí está la paradoja del discurso moderno, que pretende haber liberalizado las costumbres pero juega continuamente con los límites de lo decible, de lo (socialmente) mostrable y (moralmente) tolerable. Esta hipertrofia del ver refleja la mutación que se está operando en el régimen de visibilidad moderno y es reveladora de la evolución de la televisión hacia la omnivisibilidad –una tele-visión que no deja escapar nada a su mirada omnipotente– y anuncia lo que será, en los noventa, no sólo la «televisión de la intimidad» sino, más ampliamente, una televisión que se anuncia a sí misma, se escenifica como poder-ver, y tiende a la reflexividad. Como escriben Guy Lochard y Henri Boyer (1995), analizando este «frenesí de visibilidad» y retomando la distinción que establece Eliseo Verón entre sociedades mediáticas y sociedades mediatizadas: Alimentando entre los profesionales los fantasmas de ubicuidad y entre los usuarios (entre otros los políticos) un frenesí de visibilidad, la televisión ha cumplido en efecto un papel clave en el proceso de mediatización que las sociedades contemporáneas protagonizan al mismo tiempo que los padecen. Sucediendo a un modelo de desarrollo (las «sociedades mediáticas») en las que se supone que los medios sólo intervienen para «representar» los diversos aspectos de la realidad, las «sociedades mediatizadas» nos han hecho entrar en una nueva forma de organización social en la que el conjunto de la vida pública se organiza antes que nada en función de su omnipresencia. Colocadas bajo su mirada constante, el conjunto de las instituciones se ven obligados a actuar sólo en función de la capacidad de los medios para construir (o destruir) su imagen pública, condenados pues a una puesta en escena consciente y constante de sus acciones y de sus representantes.

142

El zoo visual

Bengoechea, Mercedes, «En el umbral de un nuevo discurso periodístico sobre violencia y agencia femenina: de la crónica de sucesos a la reseña literaria», CIC, Cuadernos de Información y Comunicación, núm. 5, 2000, Universidad Complutense de Madrid. Charaudeau, Patrick y Ghiglione, Rodolphe, La parole confisquée. Un genre télévisuel: le talk show, Dunod, París,1997. Imbert, Gérard, Elena Francis, un consultorio para la Transición. Contribución al estudio de los simulacros de masas, Península, Barcelona, 1982. —, Los escenarios de la violencia, Icaria, Barcelona, 1992. Lochard, Guy y Boyer, Henri, Notre écran quotidien. Une radiographie du télévisuel, Dunod, París, 1995. Shattuc, J. M., The talking cure. TV talkshows and women, Routledge, LondresNueva York, 1997.

© Editorial Gedisa

Bibliografía

6 Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos

En una cultura en la que todo apunta a la seguridad –seguridad material: consumo, bienestar; social: servicios públicos; psicológica: seguridad ciudadana; y moral: pensamiento políticamente correcto–, está sin embargo omnipresente la figura del azar como factor de inseguridad: amenaza virtual, expresión de lo incontrolable, de todo cuanto rompe el equilibrio, hace peligrar el orden social y da a ver una forma de alteridad (G. Imbert, 1992). Cuanto más aspira la sociedad al orden y lo idealiza, tanto más fuerte es el retorno de lo prohibido en forma de desorden: sentimiento de inseguridad, miedo a lo otro, un rasgo más acentuado, seguramente, en las sociedades mediterráneas, propensas a la efervescencia y amenazadas por el desorden. Sin duda, esto contribuye a explicar la importancia de los juegos de azar en estas culturas, más lúdicas, menos basadas en la racionalidad y más tentadas por el riesgo porque han integrado lo arbitrario (el azar) en su cotidianidad. La televisión recoge esta dualidad, esta división entre una necesidad de orden y la tentación del desorden, de donde nace un mal-estar, una sensasión de que peligra la integridad del sujeto y de la sociedad. Pero no lo hace únicamente en forma de producciones ficticias que escenifican directamente, y en términos realistas, el miedo al accidente, el pánico ante la catástrofe, como ocurre –y lo veremos en el capítulo siguiente– en producciones violentas y películas de corte apocalíptico. Este miedo difuso aparece también en programas amenos encaminados al entreteni-

144

El zoo visual © Editorial Gedisa

miento y aparentemente tan distantes de un imaginario violento como pueden ser los juegos-concurso. Más genéricamente, está presente también en cuantos programas persiguen una finalidad lúdica y escenifican un componente azaroso mediante el cual la suerte circula, pasa de uno a otro, santifica a algunos, elimina a otros y, en todo caso, introduce un elemento aleatorio en el espacio de la representación; como tal, puede ser fuente de inquietud y producir reacciones de rechazo, identificaciones negativas e incluso angustia (como ocurre en algunos programas de pruebas negativas, tanto físicas como psicológicas: Flash back, en Telemadrid, ha sido uno de ellos). En estos programas, el alea –la suerte– es lo que guía (orienta, sanciona) el hacer de los participantes y otorga narratividad al juego: permite que las situaciones y los personajes se transformen, adquieran fama, notoriedad pública, y se alcance un momento de clímax y la glorificación de los «héroes». Pero esto es también reversible y puede hacer peligrar lo recién conquistado, darle la vuelta al destino y, al mismo tiempo, a la experiencia vivida; la tensión positiva, entonces, se puede convertir en negativa y el azar, figura positiva, en su contrario: fatalidad, figura reversible que trae «mala suerte». Cabe aquí, más allá de la lectura amena, eufórica, color de rosa, a la que nos tiene acostumbrados el discurso televisivo, una lectura simbólica de tipo homeopático: el admitir un factor de riesgo sirve para santificar el azar, para subsumirlo en «buena suerte». Si la celebración de la vida –en clave lúdica, eufórica– parece dominar estos juegos, no por ello está ausente el riesgo, ni excluida la muerte, aunque no aparezca explícitamente ni sea objeto de una representación realista. No por nada en uno de los mayores juegos-concurso de TVE-1, El juego de la oca, se jugaba sobre un gran tablero pintado en el que predominaban los colores chillones, el rosa en particular, pero donde también aparecían casillas negras, con sus peligros y sus trampas

© Editorial Gedisa

Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos

145

mortales que había que sortear. Aunque mantenida a raya, la muerte está implícitamente presente en todo juego y metafóricamente figurada por la «eliminación» del jugador, y no es casualidad que en los «programas de realidad» se haga tanto hincapié en este elemento para integrarlo en el gran relato de la vida que son estos programas (véase, más adelante, el capítulo 9). Pero obviamente, la muerte esta ahí como figura ausente, mantenida a distancia por el juego, aunque pueda volver virtualmente en forma de dolor o sensación de horror en algunas modalidades de concurso con pruebas que introducen una tensión y pueden romper el equilibrio entre lo eufórico y lo disfórico. Sin embargo, hasta en este último caso (como aparecía en los programas de «humor amarillo»), la risa provocada por la forma narrativa-burlesca, que busca el efecto paródico, el gag, mediante la repetición, la vuelta atrás o el acelerado, anula por completo el cariz dramático de estas situaciones.

I. Cara y cruz del azar Roger Caillois (1967), en su conocida tipología del juego, retomando las definiciones propuestas por Huizinga, daba una serie de características que lo diferencian de otras prácticas humanas. Estas características se podrían aplicar al conjunto de los géneros lúdicos presentes en televisión, no sólo a los juegos-concurso, sino también a algunos talk shows, programas de variedades e incluso didácticos. Son reveladoras, por otra parte, de una evolución general del medio hacia lo lúdico, tal y como lo hemos visto en el primer capítulo. Estas características son las siguientes: – Libertad: antes que nada, el juego es una actividad libre donde se ejerce el libre albedrío del jugador; si éste dejase de ejercerlo, el juego perdería su carácter de actividad placentera.

146

El zoo visual

El juego es un compleja combinación de incertidumbre y seguridad: incertidumbre vinculada al factor azar, pero también seguridad derivada de la existencia de un sistema formal de reglas propias, diferentes en cada juego, que acotan –dándole un margen de

© Editorial Gedisa

– Separación: circunscrito a límites de espacio y tiempo precisos y fijados de antemano, el juego tiene una estructura: un comienzo, un nudo y un desenlace, siendo una acción que se consume en sí misma. Podríamos añadir un rasgo más: clausura y narratividad son rasgos que pueden aplicarse al juego también, lo mismo que al relato; como éste, el juego es un sistema autorreferente. – Incertidumbre: su desarrollo no puede determinarse ni su resultado fijarse previamente, dejándose obligatoriamente (por lo menos aparentemente) a la iniciativa del jugador cierto margen en la necesidad de inventar. Esta incertidumbre provoca una sensación de tensión que mantiene vivo el juego y empuja a seguir para llegar hasta el final. – Improductividad: no crea bienes, ni riquezas, ni elemento nuevo alguno. – Reglamentación: sometido a unas reglas convencionales que suspenden las leyes ordinarias, el juego instaura momentáneamente una legislación nueva, única y efímera. Cada juego tiene sus leyes propias dentro de ese mundo provisional, y esas leyes son obligatorias; si no se cumplen, se acaba el juego. – Ficción: hay una conciencia de realidad segunda o de irrealidad en relación con la vida corriente u ordinaria. «Somos otra cosa», «hacemos otra cosa», como ocurre en la ficción. Rodeado todo de misterio, de secreto que sólo los que juegan compartirán, el juego se caracteriza por su intensidad, el aislamiento que supone de la realidad, su poder de evasión temporal y, sobre todo, la sensación de que es un fin en sí, elegido libremente por el jugador, que produce un placer intrínseco.

© Editorial Gedisa

Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos

147

seguridad– el hacer del sujeto. Sin duda, esta dualidad está, desde una perspectiva antropológica, cargada de sentido simbólico, pues remite paradigmáticamente a la tensión que hay en toda sociedad entre orden y desorden o, dicho en términos psicoanalíticos, entre pulsión de vida y pulsión de muerte. En un entorno de riesgo como es el de la sociedad occidental, la omnipresencia del juego –patente en televisión con la multiplicación de juegos-concurso y «programas de realidad»– cumple una función tranquilizadora, de domesticación del azar, aunque no deja de ser ambivalente, en la medida en que se basa en lo que Caillois llama «la incertidumbre». Pero dentro de esta tensión entre incertidumbre y seguridad, el juego televisivo opta deliberadamente por una visión eufórica, obvia en los juegos-concurso. Sin embargo, últimamente están apareciendo juegos y concursos que cultivan esta tensión, llevando a veces el juego hasta lo disfórico. Son juegos en los que ya no importan tanto los conocimientos o la habilidad física como la capacidad de aguante, la templanza para superar situaciones o pruebas desagradables e incluso espeluznantes. El azar, categoría dominante en todos estos programas, y presente también en los de realidad (por el grado de imprevisibilidad que contienen) y «artísticos» tipo Operación Triunfo (aunque aquí parcialmente matizado por la moral del esfuerzo), funciona así como una doble figura: – El azar como figura benéfica (factor de suerte) en los juegosconcurso de corte eufórico, donde el recorrido narrativo es acumulativo y a base de pruebas gratificantes: la superación de la primera permite el acceso a la segunda y así, ad infinítum, hasta ganar el premio y salir glorificado (ante la mirada social). Así funcionan los concursos de preguntas y respuestas. – Pero el azar puede funcionar también de manera negativa, estar asociado al peligro, ser factor de riesgo, dentro de un reco-

148

El zoo visual

II. El juego-concurso como metáfora de la vida Veamos ahora las dos modalidades de juegos-concurso. Primero la eufórica: en ella, el juego aparece como una metáfora hiperreal de la vida que descansa en una sublimación del azar: la vida sería un inmenso juego de la oca en versión eufórica, donde todos nos salvamos con algún premio de consuelo o nos vemos compensados por el simple hecho de haber conseguido los quince minutos de gloria de los que hablaba Andy Warhol. El azar es un azar domesticado, humanizado: controlado por las reglas, «encarnado» por el presentador –que figura como la marca del concurso– y el programa de televisión o los patrocinadores, que son como la supermarca. Es un juego con un fuerte componente mítico cuyo recorrido corresponde a lo que Greimas (1973) calificaba como «recorrido mítico» («quête mythique»). En él, un «elegido» sale de su mundo habitual y parte a la conquista de un objeto sagrado con vistas a conseguir el reconocimiento, la fama, en su vertiente económica (premio en forma de regalos, dinero). Pero es un juego regresivo, de carácter infantil, mágico, basado en una transformación total y casi instantánea del sujeto anónimo en héroe, en personaje conocido, reconocido por la comunidad. Todo ello se ve facilitado por los dos rasgos que destaca Caillois: la «liber-

© Editorial Gedisa

rrido repulsivo, que redunda más en una superación subjetiva de sus propios límites que en la superación de pruebas objetivas: menos que un recorrido mítico (de glorificación social), es aquí un recorrido personal, casi íntimo, de superación de las propias inhibiciones y repulsiones. El riesgo es, pues, aquí, lo que hace peligrar la integridad del sujeto, pudiendo hacerle perder la compostura o humillarlo ante la mirada pública, hundiéndolo psicológicamente hablando.

© Editorial Gedisa

Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos

149

tad» (la ilusión de ser dueño de tu destino) y la «separación»: la delimitación del hacer y del marco de actuación (el plató televisivo como espacio utópico, al margen del mundo real), lo cual propicia un sentimiento de autonomía y la impresión de ser todopoderoso o estar investido de poderes mágicos por el solo hecho de estar en el plató de televisión. Tal como la analiza Caillois, eso tiene mucho que ver con la ficción, tanto por la identificación que permite como por la creación de un mundo de lo posible, autorreferencial, con una autonomía de reglas, un mundo que permite acceder a otro mundo –que no se rije por las reglas del mundo social– y al que se llega plegándose a estas reglas, adecuándose a su código, permitiendo todo esto una transformación del sujeto (en ello estriba su narratividad y su carácter mágico). Al igual que en los ritos de paso, se realizan una serie de pruebas cualificantes (Greimas) mediante las cuales el sujeto pasa de su condición de infans (el que no tiene uso de la palabra) a la condición de sujeto «social» (consagrado por la mirada pública), reconocido por y en el medio televisivo: una suerte de elegido de Dios, con la única salvedad de que Dios aquí es la televisión y que lo trascendente es no sólo el valor económico plasmado en el premio, sino también el valor simbólico encarnado en la fama, la consagración ante el ojo omnímodo de la cámara y la posibilidad que tiene el concursante de acceder a otro mundo de índole mágica. En efecto, más allá de la habilidad o del saber del concursante, en muchos juegos un buen conocimiento del medio, una familiaridad con sus reglas, reducen el factor de incertidumbre y permiten dominar en parte el azar. Así ocurre, por ejemplo, en El precio justo, donde no se trata tanto de conocer el precio real de los productos exhibidos como de seguir regularmente el programa hasta captar su mecánica. Retomando los análisis de Bajtin sobre la función carnavalesca de algunos rituales sociales, escribe Charo

150

El zoo visual © Editorial Gedisa

Lacalle (2001) al respecto: «Más que un concurso propiamente dicho, El precio justo (TVE-1) es una fiesta, cuyo invitado de honor es el espectador». Y sigue esta autora: «En la interpretación “crítica” que hace Fiske de The new price is Right, el carácter carnavalesco, que distingue a todo espectáculo televisivo, se manifiesta de un modo aún más específico en este programa, mediante la inversión de las normales relaciones de poder entre consumidores y productores […]. El señuelo del programa consiste en liberar al concursante-consumidor de las constricciones cotidianas, introduciéndolo en un mundo al revés donde no se accede al consumo mediante el trabajo sino a través del juego. A diferencia de la Alicia de Caroll, maravillada ante un país al que accedía improvisadamente y que no acertaba a comprender, el espectador de El precio justo ha sido preparado durante casi cuarenta años de enseñanzas televisivas para integrar la representación en su realidad cotidiana, mediante su participación virtual en los programas de la neotelevisión». Se acabaron, pues, los concursos de los años sesenta para niños prodigio, los alardes de sabiduría, los conocimientos enciclopédicos. Hoy todo se remite al azar. En un inmenso juego de la oca donde, como en el cuento de Borges, el mapa acaba superponiéndose al territorio real, la representación termina sustituyendo a la realidad, expulsándola del espacio televisivo e imponiendo sus propias leyes. En un recorrido hiperreal, uno es una marioneta entregada a las artes habilidosas de los presentadores, a las manos solícitas de las azafatas de turno (cuando no a sus apetecibles carnes, que figuran aquí como puro reclamo, demasiado perfectas para ser reales): juguete del azar, uno se desenvuelve dentro de una metáfora de la vida, pero despojada de todo dramatismo, y aunque hay tensión –la del relato televisivo– aquí todo es color de rosa, hasta las casillas negras, en un juego infantil, doblemente regresivo, tanto para el que actúa como para el que lo ve.

© Editorial Gedisa

Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos

151

¿Se puede ver aquí un predominio de los juegos de simulación (Caillois) sobre los de competición? En el juego-concurso, como ocurre a menudo en los media, uno se ve elevado en apenas una hora de ciudadano de a pie a elegido de Dios. Pero importa más el recorrido que la meta final: el haberlo superado (el riesgo), el haberla atravesado (la vida), el haber pasado las pruebas con airosidad, con humor, con temple. ¿Y si la vida no fuera más que eso: un puro juego, un divertimento? Algo sin importancia al fin, una figura amena donde se ha difuminado el tiempo, donde el envejecer no deja huellas, donde la muerte no hace mella. El concurso ayuda a creerlo.

III. La puesta a prueba: de lo lúdico a lo sádico La otra modalidad de juegos-concurso, heredada de la tradición nipona, si bien también juega con el azar, lo hace de manera mucho más perversa: mediante rodeo, en forma más solapada y subliminal. Juega asimismo con un imaginario del riesgo que utiliza la amplia gama de lo repulsivo y la paleta de todos los sentidos, aunque con una predilección hacia lo táctil: a lo que es repulsivo por ser invisible, a lo que es inquietante por no poderse identificar el origen de la repulsión, haciendo intervenir lo que he llamado las figuras de lo «inminente» (el miedo difuso, inconcreto, no siempre declarado). El juego se torna entonces disfórico –agente de ruptura, de mal-estar– con un componente sádico incluso en algunos programas de influencia norteamericana y japonesa. Constituyen entonces verdaderos rituales de violencia que expulsan a ésta del orden diario –alcanzando su paroxismo en los juegos-concurso en su modalidad lúdico-sádica, tal como se multiplican en Alemania, Japón y, en menor medida, Francia y España, como ocurría en Humor amarillo.

152

El zoo visual © Editorial Gedisa

Son juegos que mediante pruebas –que no dejan de recordar los ritos iniciáticos, pero aquí con una dimensión pública y a menudo en clave cómica– llegan a escenificar situaciones verdaderamente violentas para el concursante, a veces incluso vejatorias, siempre basadas en el consentimiento del sujeto y a menudo en la autohumillación. Llama la atención, en pleno auge de los programas de realidad, la aparición a principios del nuevo milenio, seguramente bajo influencia norteamericana, de varios programas de corte lúdico-sádico. En abril del 2000, Antena 3 emitía ¿Quién dijo miedo?, un juego-concurso derivado de Fear factor [El factor miedo] de la norteamericana NBC, una de las grandes cadenas generalistas estadounidenses, donde seis personas competían para superar pruebas grotescas del siguiente calibre: ¡comer cucarachas, tomar sopa de rata o meterse en un ataúd infestado de serpientes! En la versión española se trataba, por ejemplo, de aguantar el tipo sobre una parrilla al fuego, sumergido en una bañera con bloques de hielo o envuelto en una nube de insectos. La silla, programa emitido por Telemadrid, Canal Sur y ETB2, tenía su antecedente en un programa de la norteamericana ABC adaptado en España por Globi Media, y en The Chamber [La Cámara], puesto en antena en Estados Unidos por la Fox, donde los osados aspirantes eran sometidos a retos para comprobar su resistencia a dar vueltas a toda velocidad o a recibir sobre la cara aire disparado a cien kilómetros por hora. En El rival más débil (TVE) –programa producido por el ex portavoz del Gobierno Miguel Ángel Rodríguez, importado de la cadena británica BBC, The Weakest Link en 2000 y luego exportado a Estados Unidos–, el concursante perdedor era vapuleado verbalmente por sus compañeros. En Decisión final, emitido por Tele 5, aunque de corta vida, se echaba mano de prácticas vejatorias y degradantes, y los elimina-

© Editorial Gedisa

Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos

153

dos desaparecían bruscamente del plató mediante una trampilla que se abría a sus pies. Estos programas marcan una ruptura en el estatus del concursante. Ya no es el héroe glorioso de los concursos de suerte, sino un antihéroe sufridor y desdichado que es objeto de una degradación constante: El rival más débil, por ejemplo, consiste en insultar a los concursantes para comprobar su resistencia a la humillación, con pruebas de corte sadomasoquista. Se invierte aquí la regla del juego, por lo menos virtualmente, así como el papel del animador, en un intento sistemático de desestabilizar al concursante. La animadora del programa no duda en dirigirse a los participantes con frases como ésta: «Quiero que quede claro que tú eres un cobarde». Como en Gran Hermano, los concursantes tienen que votar a qué compañero eliminan. Todo en el plató contribuye a dar el tono: desde el ubicuo color azul del decorado hasta los focos centrales que le dan al concursante un aspecto de preso a punto de ser fulminado por un rayo. «En la versión española –El País (165-2002)– el sadomasoquismo tiene algo de redundante, ya que, en sí mismos, los teleconcursos ya estaban derivando hacia una forma exhibicionista de degradación.» Finalmente, en La silla, se trataba de medir con una cierta dosis de sadismo la templanza de los participantes, mientras, con unos sensores, se les medían al segundo sus pulsaciones ante todo tipo de artimañas, maniobras de distracción y triquiñuelas para intentar disparar su ritmo cardíaco. Ocurre aquí como en los vídeos domésticos, donde se irrealiza el dolor, convirtiéndolo en espectáculo lúdico: nada más trivial, doméstico, familiar, como estas escenas de cumpleaños en las que al niño se le cae la biblioteca encima, a la novia se le engancha su vestido o el páter familias –principal protagonista– hace, bien a su pesar, el ridículo. Si tomamos al pie de la letra las situaciones, son en sí crueles, de una crueldad objetiva, fría, propia de lo no previsible.

154

El zoo visual

IV. Del castigo al premio: pérdida simbólica y ganancia económica Todos estos juegos comportan una puesta a prueba física y psicológica, un aguantar situaciones límite; representan lugares-frontera, que podrían transformarse en puntos de no retorno, y remiten simbólicamente a la muerte. Pero también aquí se da una resolución mágica que permite superar el obstáculo y evitar que se con-

© Editorial Gedisa

Lo que en otras secciones –las informativas por ejemplo– serían accidentes domésticos, técnicos o automovilísticos, son aquí gags, sainetes convertidos en cuentos cortos e irremediablemente divertidos gracias a la repetición, la aceleración o la inmovilización de las secuencias más accidentadas. Son sucesos despojados, de alguna manera, de su parte dramática, de su carga negativa, desaccidentados; hasta la muerte, que puede ser el final trágico de estas escenas, desaparece, así como cualquier signo de violencia fisiológica. Como en el universo de los cómics, los héroes no mueren y si parece que pudieran estar muertos, se levantan como si nada; o, si el final puede no ser feliz, la cámara aparta púdicamente la mirada. Sin duda hay aquí una forma light, edulcorada, simulada, de realidad, como una manera de preservar la Realidad, al margen de ésta, como si la Realidad fuera demasiado seria como para escenificarla realmente. Pero lo reprimido siempre vuelve, ya sea en forma de realidad bruta –hipervisible–, «lo real» como lo llama Jesús González Requena (1988), o en forma de realidad producida, inventada como simulacro por el propio medio; son los bien llamados «programas de realidad». Como en un experimento de laboratorio, la televisión produce su propia realidad, ni por conducto de la ficción, ni apoyándose en la realidad objetiva; pero esto es otro cuento.

© Editorial Gedisa

Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos

155

vierta en accidente, en desenlace fatal. Al contrario del juego feliz, donde uno es elegido de Dios, la figura se invierte: uno se transforma en elegido del diablo, presa del mal. Como en los deportes de riesgo, este jugar con el límite, aunque sea dentro de un riesgo perfectamente controlado que se sitúa siempre más acá del límite, le quita a la muerte toda realidad (toda posibilidad, por lo menos práctica, de ocurrir realmente). Pero aquí la resolución del conflicto, la evitación del mal, no es remitida al azar sino que es el resultado de una implicación total del concursante, especie de héroe desdichado, elegido del mal, que carga con la prueba, y evita así que recaiga en el espectador pasivo en su sillón. El concursante, como figuración de la víctima, permite delimitar mejor la violencia, encarnarla en otro, y al mismo tiempo remitirla a un código lúdico, virtualizando doblemente el peligro, alejando el mal, haciendo de la prueba un espectáculo en sí y no un medio para superar la carencia. En todo caso pasa por una violencia sobre sí mismo que, como en los reality shows, encierra una violencia simbólica de la que se hace partícipe el concursante. Pero en el fondo, se basa en los mismos presupuestos: una situación de fragilidad emocional en el sujeto y una visibilización del sentir que sustituye al saber de los tradicionales concursos. Como en los reality shows, implica la superación de una inhibición, traducida por ejemplo en fobia, alergia a ciertos animales o sensaciones (Now or never [Ahora o nunca], en la televisión holandesa, pionera en este tipo de programas); o bien la transgresión de un interdicto social más o menos imperativo, generalmente dictado por las convenciones, jugando aquí también con el límite de lo (socialmente) aceptable y (éticamente) representable. Over de Rooie, también holandés, era otro programa que, a mediados de los noventa, jugaba con la figura de la transgresión, superándose las inhibiciones mediante un premio en metálico. Rooie es precisamente, nos dice Valérie Mouseler (1997), un billete de

156

El zoo visual © Editorial Gedisa

1.000 florines, pero también quiere decir «al límite»: en este caso, el ir más allá del límite del pudor o de la decencia, hasta llevar a la humillación al concursante. La pérdida simbólica –pérdida de imagen, pérdida de la dignidad– se subsume en ganancia económica. El dinero tiene valor de cambio, no sólo material, sino simbólico: es el operador que permite transformar la pérdida de dignidad (la imagen íntima del sujeto) en ganancia simbólica (en imagen pública, notoriedad, fama). Describe así el programa Valérie Mouseler: «La presentadora de Over de Rooie busca en la calle a tres candidatos para la prueba siguiente: tendrán que desnudarse enteramente, colocar un billete de 1.000 florines, objetivo de la prueba, entre las nalgas (se trata de un billete falso, de tamaño mayor que el auténtico), y hacer una carrera de velocidad en un trayecto sembrado de obstáculos, sin perder el billete. El concursante que pasa el primero la línea de llegada, en pelotas, con su billete en el trasero, gana los 1.000 florines que la presentadora le regala inmediatamente ante la cámara. Otro ejemplo, dentro de las pruebas de este programa: se le pide a una señora que vaya a un parque y recoja en un tiempo limitado seis kilos de excrementos de perro. Una vez realizada la prueba, recibe su billete de 1.000 florines». El papel del dinero, y su visibilización, es fundamental en esta transubstanciación; de ahí que sea objeto de mostración, en forma de talón ampliado o anuncio estrepitoso, al modo circense, o simplemente como papel manipulado ante el espectador. Y no se hace sin violencia –violencia sobre el espíritu, sobre la integridad del sujeto– que la irrisión permite sobrepasar, aunque no deja de ser un sacrifico para el sujeto, una pérdida de su dignidad íntima para ganar otra de orden espectacular. En Francia existió un programa similar, animado por Nagui, La brosse à dents, aunque en versión edulcorada, en el que incluso tuvo que eliminarse una prueba donde se exhibía un billete a cambio de una acción degradante.

© Editorial Gedisa

Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos

157

Encontramos otro ejemplo de pruebas triviales en la televisión norteamericana, como ésta consistente en invitar a un dueño con su mascota para hacerles compartir comida ante los espectadores. El recipiente del humano es idéntico al del perro; los dos tienen los ojos vendados y están a gachas, uno al lado del otro, como dos animales; para más inri, el perro es un enorme mastín y el hombre es… mastodóntico; en el último momento, el presentador invierte los platos y el perro come golosamente el cornbeaf preparado para el dueño, mientras que éste se traga la comida enlatada de la querida mascota. O, en la televisión nipona, esos concursantes que tienen que comer salchichas de seis metros a bocado «limpio» sin utilizar las manos, hasta atragantarse y reventar, y otras lindezas. Colmo de la humillación, aunque en versión burlesca, pero con una fuerte violencia simbólica, fue a principios de 2003 el programa de Telemadrid X cuánto, consistente en retar a los concursantes, después de subastar una cierta cantidad de dinero, a asumir situaciones ridículas en público, degradantes o que van en contra de sus intereses: desde tomar el sol en bañador en invierno en una tumba en medio de un decorado veraniego situado delante de unos grandes almacenes, hasta embarcarse en el acto a Inglaterra para un viaje de ida y vuelta en barco con sólo unas horas de escala, o aceptar ver pintar de pintura naranja su piso, incluyendo la biblioteca, la colección de CD, el televisor de diseño, las fotos de familia, la moqueta, el sofá, las cortinas, etcétera, etcétera. Todo a ritmo de videoclip, con un presentador «marchoso» y la sonrisa inequívoca de los concursantes-víctimas consentidores del timo televisivo, aunque la risa puede degenerar en mueca y la euforia por la ganancia material –el dinero fácilmente ganado– en pesar por la pérdida de valores simbólicos y el sacrifico de la dignidad personal. En todos estos casos la lógica del espectáculo, al modo circense, se impone sobre la lógica social y borra las referencias, invisi-

158

El zoo visual

Conclusión: El juego con los límites En el imaginario de valores plenos de la televisión, no hay fisura posible, no hay bien que por mal no venga. La violencia no es de este mundo, aunque está ahí –visible en la pantalla–, es inocente precisamente porque es visible. Con esto, la televisión se mantiene más acá de la «prueba de realidad», como preservando la realidad, manteniéndola a raya, cultivando un simulacro de realidad, jugando con un estadio intermedio, un «entre-deux», espacio ambivalente donde se ponen a prueba los límites: límites de sí, en las pruebas físicas, pero también límites de la realidad en los programas que se sitúan al límite de la ficción. Se comprueban así los límites –tanto simbólicos como fácticos– entre realidad y simulacro: límites de la convivenvia en programas como Gran Hermano o Supervivientes de Tele 5 (que muestran la otra cara del comportamiento social); límites de sí mismo en sus diferentes modalidades: límites físicos en los mencionados concursos; psicológicos y afectivos, en programas como Tómbola (Telemadrid, Canal 9), que persiguen la desestabilización psicológica, emotiva, del invitado; y límites «artísticos» en Operación Triunfo (TVE-1), con su reverso lúdico en Crónicas marcianas (Tele 5). Ahí está sin duda la clave de estos juegos crueles, que podrían ser sádicos, y que sin embargo no lo son por la magia del espectáculo; lo mismo que la humillación no es tal, por el arte del presentador y la «gracia» de los participantes que se prestan de buena gana a este juego.

© Editorial Gedisa

bilizando los valores vinculados al código relacional habitual; estamos en otro mundo de valores, genuinamente televisivos, que no afectan para nada a la integridad del sujeto, por lo menos en apariencia.

© Editorial Gedisa

Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos

159

De esta manera renuncian a su superyó social, perdiendo todo sentido del pudor, del honor e incluso de la dignidad. La televisión lava de toda sospecha y la pequeña fama conseguida subsume la vergüenza en orgullo de «haberlo superado». Más que de humillación cabe hablar de sublimación, en una práctica que funciona aquí también como ritual sacrificial: los concursantes se inmolan ante el público, se despojan de su sentido del ridículo y de los límites del decoro ante la televisión; ésta es esa amiga íntima ante la cual uno se puede desnudar sin complejos: la televisión es intimidad. Esta exploración de los límites no deja de indicar un cambio profundo en la relación entre lo público y lo privado, como si la frontera entre ambos se diluyera. Delata una evolución dentro del régimen del ver: la «conscience regardante» –la mirada dominante, el ojo-panóptico– pasa de ser instancia de control a ser instancia voyeurista, mirada complaciente, fuente de placer perverso, dejando paso a una «conscience regardée», un nuevo modo de ofrecer el sujeto a la mirada pública que recuerda los primitivos rituales de inmolación y que pudo alcanzar su punto álgido en algunos programas como Confianza ciega (Antena 3) o Flash back (Telemadrid) en el 2002. En Confianza ciega se procede a una transgresión sistemática de la frontera entre lo íntimo y lo social. El programa –que consiste en reunir a jóvenes parejas para suscitar los celos de uno de los cónyuges mediante una serie de tentaciones simuladas, sin que sea consciente de ello el (o la) concursante– se sitúa en este «entre-deux» que delata una porosidad entre simulacro y realidad, un espacio intermedio en el que el juego se puede convertir en realidad y la separación se puede consumar, como ocurrió en uno de los últimos programas; o cuando alguna pareja, ante el peligro «real» de crisis, renunció al concurso. Flash back es otro programa que también ha jugado con la frontera difusa entre lo público y lo privado, entre el juego super-

160

El zoo visual

Bibliografía Caillois, Roger, Les Jeux et les Hommes, Gallimard, París, 1967. González Requena, Jesús, El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad, Cátedra, Madrid, 1988. Greimas, A. J., Semántica estructural, Gredos, Madrid, 1973. Lacalle, Charo, El espectador televisivo. Los programas de entretenimiento, Gedisa, Barcelona, 2001. Mouseler, Valérie, «La violence psychologique dans les divertissements sur les télévisions étrangères», en Image et violence, Bibliothèque Publique d’Information, Centre Georges Pompidou, París, 1997.

© Editorial Gedisa

ficial (televisivo) y la realidad profunda (el equilibrio mental). Consistente en hipnotizar a los participantes (generalmente mujeres), el programa pretendía excarvar en la historia íntima del sujeto, revelando episodios traumáticos de su vida interior. Estamos aquí, sin duda, ante el máximo ataque a la integridad del sujeto: la exploración de su inconsciente, esto es, de su parte oculta, secreta, más íntima, que él mismo ni siquiera domina, pero que es profundamente suya y determina su personalidad, su ser social. Lo más íntimo del individuo se convierte en objeto de contemplación pública, lo más soterrado en objeto de ventilación. Hasta con los secretos de la personalidad humana se puede jugar. En la transparencia moderna, ya no hay secreto posible, ni posibilidad de escapar a la mirada pública. El discurso televisivo se erige en mirada omnipresente a la que nada/nadie puede escapar. Pero esto no es vivido como imposición, ni siquiera como abuso de poder; esta omnivisibilidad es compartida por todos los sujetos. El ojo de Dios ha cedido ante un mirar difuso que nos envuelve en su red, un mirar que absorbe todas las miradas posibles.

7 La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

El discurso cotidiano está dominado –y en parte amenazado– por el azar, hasta en el quehacer de todos los días: los actos fallidos, como decía Freud, los lapsus que perturban nuestras conductas, delatan intenciones ocultas y constituyen elementos de ruptura que rompen el hábito basado en la repetición, son un factor de desorden. Esta inestabilidad de lo cotidiano también se manifiesta en la vida colectiva mediante una constante dialéctica entre azar y fatalidad, y más en la cultura de hoy. El juego con los límites al que hemos aludido antes no sólo se da con las figuras del azar, en clave lúdica, sino que se expresa también, en forma más dramática, en la actitud frente al desorden. La figura del desorden –en sus diferentes encarnaciones: azar, conflicto, accidente, catástrofe– se ha incorporado a las representaciones mediáticas; no sólo al orden informativo, pues es parte integrante de muchas ficciones cinematográficas y televisivas, reflejando así la emergencia de nuevos imaginarios colectivos.

I. Representación de la violencia/violencia de la representación Como han escrito algunos (Henri-Pierre Jeudy, 1990), se ha generado una «cultura del desastre», guiada por un «deseo de catástrofe», donde la violencia y la muerte tienen un lugar preferente

162

El zoo visual © Editorial Gedisa

y, además de generar angustia, ejercen una fascinación morbosa. Todo ello en una sociedad donde el miedo y la angustia se convierten en elementos fundadores de los relatos y las mitologías posmodernas. Es decir, que la relación que se establece con la violencia es fundamentalmente ambivalente –la ambivalencia es la coexistencia de pulsiones contradictorias–, tanto porque es a la vez de atracción y repulsión como porque intenta conciliar lo irreconciliable: lo previsible (el Orden informativo) con lo imprevisible (el Desorden en forma de accidente). Por una parte, se intenta hacer del accidente algo cada vez más previsible mediante políticas de permanente prevención del riesgo, contradiciendo así la noción misma de azar. Pero, al mismo tiempo, la catástrofe es inminente y objeto de continuas escenificaciones mediáticas… hasta que se produce realmente, convirtiéndose en destino posible de Occidente. El derrumbamiento de las Torres Gemelas marca la definitiva consagración de la catástrofe como destino fatal, como «normalización» de la catástrofe. ¿Cuál es la función de los medios de comunicación frente a esta amenaza del riesgo, a esta inminencia del peligro? La televisión y el cine instauran verdaderos rituales de violencia como una manera simbólica de conjurar estos miedos, de domesticar el Desorden, pero este ejercicio de aparente exorcismo se hace al modo espectacular: como hemos visto, en vez de eliminar el mal, lo dan a ver, visibilizando sus fuentes y transformándolas en ceremonia del horror, en ventilación del dolor, en espectacularización de la intimidad, todo ello con sus peculiares modos de narrar, que alimentan el imaginario colectivo. Se impone de esta manera, en la cultura mediática, una nueva forma de poder vinculada ya no tanto a la transmisión de ideas, de «contenidos ideológicos», como a la imposición de modos de representación –imágenes, formas narrativas– que transforman la reproducción del mundo real en espectáculo de sesión continua.

© Editorial Gedisa

La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

163

Estos modos de representación están ligados a dos grandes operaciones: al hacer ver, esto es, a la construcción de una cierta realidad en/por los medios de comunicación, y al hacer creer, a la relación que establecen estos discursos con el espectador, al «contrato comunicativo» que instituyen. Ambas operaciones se basan en el poder de la imagen: privilegian lo emotivo sobre lo intelectivo, lo in-mediático –lo primario, lo no-mediado– sobre lo distanciado, lo reflexivo, lo crítico. Apelan continuamente al imaginario social: a ese depósito de imágenes, representaciones obsesivas, fantasmáticas, mediante las cuales el inconsciente colectivo significa –visibiliza– sus miedos, fobias, pulsiones y deseos invisibles. Ambas se inscriben en un proceso general de producción de imágenes, de espectacularización de la violencia por un lado, y de domesticación del conflicto por otro, proceso complejo, paradójico a veces, que está imponiendo su lógica y su poder simbólico: 1. Obedece a una lógica del consumo: en este caso, consumo de imágenes de violencia, lo mismo que se consumen bienes materiales, de acuerdo con la lógica misma de la sociedad de masas; una lógica donde la imagen-representación se impone como realidad, una realidad sui géneris, con sus modos de representación específicos, su propia lógica (de compensación simbólica, de catarsis), e incluso su estética (véase toda la parafernalia en torno a la violencia). 2. Este proceso refleja, por otra parte, una violencia simbólica, es decir, una violencia vinculada a las formas, a los sistemas de representación y a los modos de imposición de estos discursos. Violencia simbólica es, dice Pierre Bourdieu (1977), la que ejerce un poder simbólico, poder sobre las conciencias más que sobre los cuerpos, la que tiene «poder de constituir el dato mediante la enunciación, de hacer ver y hacer creer, de confirmar o transformar la visión del mundo y, por ende, la actua-

164

El zoo visual

Esta violencia de las formas reside en los modos de ver: diremos que hay, en la representación de la violencia, una violencia de la representación (G. Imbert, 1992); y la vamos a analizar aquí en torno a las representaciones del azar, del conflicto, del accidente, de la catástrofe, en el discurso televisivo.

II. El discurso televisivo como discurso híbrido: entre lo eufórico y lo disfórico Como gran discurso de la modernidad, la televisión es sin duda uno de los más eficaces instrumentos de socialización actuales. Más allá de la función de entretenimiento, cumple una labor didáctica, no sólo por la difusión y reproducción de objetos de saber y de información, sino también como instrumento conformador de una visión del mundo. Pero a diferencia de otros discursos –el cinematográfico, por ejemplo, y, más ampliamente, los discursos de ficción–, esta visión es permeable a la realidad social, se halla en interacción constante con ella a través de los géneros informativos, por supuesto, pero también mediante la escenificación, más o menos dramatizada, de esta realidad en reportajes, docudramas e incluso series (las sitcoms, o comedias de situación, en forma de series, son un ejemplo de ello). Hemos visto que en cuanto discurso abierto –tanto en los contenidos como en la variedad de sus formas narrativas–, la televisión no puede ofrecer una visión unitaria, unificadora del mundo, porque es un discurso dividido: por una parte, está su vocación de divertimiento, acentuada por la lucha de audiencias y la demagogia a la que conduce (darle al público lo que otros ya le dan por-

© Editorial Gedisa

ción sobre el mundo, o sea, del mundo, poder casi mágico que permite obtener lo equivalente a lo que se obtiene mediante la fuerza (física o económica)».

© Editorial Gedisa

La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

165

que «funciona»); y, por otra parte, su misión informativa y referencial, de «ventana al mundo», aunque este aspecto se esté modificando sustancialmente mediante un desplazamiento del interés de lo objetivo (la realidad social) a lo subjetivo (la realidad humana), de lo visible (la actualidad pública) a lo invisible (la actualidad privada). Dividido entre estas dos tentaciones, la televisión ofrece un discurso híbrido, tanto en sus contenidos como en sus formas narrativas, que tiene su reflejo hasta en la hibridación de los géneros y la aparición de géneros nuevos donde estas dos funciones –la informativa y la de entretenimiento– se mezclan íntimamente. Diremos que su principal función, como espectáculo de masas, es recoger el caos del mundo –visibilizarlo, a veces hasta la saturación: es decir, hasta su hipervisibilización–, pero también domesticar el desorden, reducir su grado de irreductibilidad, integrándolo en un relato; esto es, mediante una cierta homogeneización, volverlo aceptable: consumible como espectáculo, e incluso a veces fuente de placer, como cualquier otro bien material. Desde esta perspectiva, podría cumplir una función arcaica de catarsis de la violencia mediante su espectacularización, su permanente proyección en escenarios. Hemos hecho hincapié en la función ceremonial que cumple el espectáculo televisivo, su fuerza aglutinante y el poder de fascinación que ejerce, esa capacidad que tiene de convocar y crear «comunidades virtuales» en torno a sus modos de representación. Esta función ceremonial está fuertemente vinculada a una cultura de la oralidad (como hemos analizado en el capítulo 5), con su permanente verbalización del conflicto y de la violencia en los nuevos formatos televisivos, talk show en particular. En este sentido, la televisión, nos dice John Hartley (2000), es «premoderna» (véase también en Latinoamérica y en España: Martín-Barbero, 1999; y Peña Marín, 2000). Pero la televisión es también «posmoderna» en la medida en que utiliza lenguajes específicos –una

166

El zoo visual © Editorial Gedisa

textualidad y no sólo medios técnicos–, reflejo de una visión fragmentada, simultánea, caleidoscópica, del mundo. Es, por último, «transmoderna» porque, según Hartley, «abarca, trasciende y unifica aspectos modernos, premodernos y posmodernos de la vida contemporánea». Una de las capacidades que destacaremos es la de superar contradicciones, haciendo coexistir en su seno discursos contrarios o integrándolos en discursos híbridos. Retomando una categoría semiótica, diremos que su máxima peculiaridad, en términos simbólicos, es una copresencia continua de lo eufórico y lo disfórico: la coexistencia de géneros, programas festivos, lúdicos, rosas, que celebran eufóricamente el estar-juntos con géneros y programas que muestran la violencia y el mal en sus aspectos más o menos espectaculares, y que son agentes de ruptura, pues introducen desorden e inquietud. Es revelador a este respecto la existencia de realizadores, en Japón en particular, que han podido cultivar las dos modalidades: Takeshi Kitano es ejemplo de ello al haber compaginado en sus inicios programas de variedades y concursos de gran audiencia en la televisión nipona con películas sobre el tema de la violencia (Hanna Bi y Sonatine, entre otras), películas que escenifican ésta de manera deliberadamente realista, a la par que desarrollan una reflexión distanciada sobre el tema. Estas dos tendencias reflejan en todo caso el mismo exceso, una misma exacerbación, tanto de la figura del Orden como de la del Desorden, e instauran una hiperrealidad donde estos dos principios pueden alcanzar su realización extrema. Dos ejemplos opuestos: por una parte el juego-concurso, lo hemos visto, donde todo se resuelve mágicamente, más allá de los contenidos y a menudo de las habilidades reales de los concursantes; por otra, los reportajes dramatizados, donde los periodistas acompañan a la policía a los lugares del crimen para levantar acta de la realidad en su máxima brutalidad (entiéndase en su

© Editorial Gedisa

La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

167

estado bruto: sin mediaciones ni filtros, sin distancia, ni enunciativa, ni analítica). En los primeros, todo está hiperrealizado de antemano, con un guión inamovible y estereotipado; en los segundos, todo resulta hiperdramatizado, mediante la ilusión del directo, y aparentemente imprevisible, sin que haya lugar siquiera para el relato. Pero lo más interesante son, tal vez, los géneros y programas en los que los dos aspectos coexisten y se entremezclan, caso de muchos talk shows y reality shows, con su final feliz, o de los vídeos domésticos (los de «cachondeo», podríamos decir), donde el accidente –máxima figura del desorden– se ve reintegrado en un orden eufórico, el de la risa, que, de alguna manera, lo unifica todo, borrando el dolor o eludiéndolo. La hipótesis que intentaremos presentar brevemente es que tanto los discursos eufóricos como los disfóricos se estructuran en torno a una serie de figuras comunes que enraízan en obsesiones, fobias y fantasmas arcaicos que entroncan con un imaginario posmoderno, y que esta coexistencia es generadora de fenómenos de hibridación que son, tal vez, la principal característica de la neotelevisión. Citaremos algunas figuras presentes, por ejemplo, tanto en los juegos-concurso como en los docudramas o vídeos domésticos, pero también en géneros informativos o reportajes, entre otros géneros. Estas figuras son el azar, el accidente, la catástrofe, la muerte, el fin, o lo irracional y lo indeterminado. Pero la novedad, aquí, es que estos grandes principios no son siempre figuras trágicas, sino que se ven a menudo domesticadas, integradas en un discurso basado en la espectacularización de la realidad, en su dimensión tanto dramática como lúdica, que se enmarca en una tendencia general de la cultura de masas consistente en trivializar la violencia, hasta producir a veces insensibilización ante su espectáculo.

168

El zoo visual

Si la fascinación por el accidente está muy presente en el cine, en donde culmina con las películas sobre catástrofes materiales, humanas, tecnológicas o interplanetarias, en la televisión, en cambio, esta presencia es difusa y tiene más que ver con los géneros referenciales, en particular informativos, que con la ficción, por la pregnancia de la realidad social en el discurso televisivo. Esta fascinación es patente, por supuesto, en los géneros informativos por excelencia como son los telediarios y reportajes, pero es visible también en programas híbridos, donde se produce una dilución/degradación de lo informativo, del discurso de la actualidad. Nos referimos a todos aquellos programas basados en sucesos, ya sean éstos sociales, mundanos, triviales o simplemente personales, que pueden pertenecer tanto a la actualidad rosa como a la negra: véanse las reconstrucciones al modo de los reality shows, sacadas de sucesos reales, o los docudramas que reconstruyen hechos cruentos, escenifican juicios sobre crímenes célebres o recrean las figuras de los grandes asesinos de la humanidad, en Estados Unidos (en la serie Confesiones de la televisión por cable Court TV por ejemplo). Pero también está presente en algunos deportes en versión exacerbada. Es revelador a este respecto la moda en Estados Unidos, en los años noventa, del extreme fighting, combate de lucha libre en el sentido literal de la palabra –liberado de cualquier tipo de regla– que se retransmite en directo por televisión y es grabado en vídeo para su posterior comercialización, y que la película de David Fincher Fight Club [El club de la lucha] refleja bien. ¿Reminiscencia de los videojuegos llevados a la pequeña pantalla? Llama la atención aquí la deshumanización del deporte y la degradación del juego en espectáculo en la mejor tradición del circo romano.

© Editorial Gedisa

III. La fascinación por el accidente

© Editorial Gedisa

La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

169

Está presente también en los programas parainformativos, que utilizan la actualidad como pretexto para cultivar un imaginario del accidente: programas como Impacto TV (Antena 3) son paradigmáticos a este respecto por su estrategia deliberadamente espectacular y la ideología de este canal. El programa, surgido a principios de 1997, tiene como antecedentes directos el británico Police, camera, action y el norteamericano Real TV, que alcanzaron cuotas de audiencia verdaderamente sorprendentes. Como decían sin complejos los directores del programa: «Durante media hora queremos ofrecer lo mejor y lo peor de la realidad. Las imágenes estarán marcadas por su dramatismo, dureza, tensión o espectacularidad». Se expresa de manera literal, en forma de ficción o docudrama, en las series sobre hospitales, donde está omnipresente el accidente en sus manifestaciones más triviales, como peligro inminente o amenaza de muerte (Hospital General en Tele 5); con un antecedente catalán: el docudrama Bellvitge Hospital, a mitad de camino entre el documental, el reality show y la serie de profesiones. Más generalmente, esta tendencia refleja una fascinación por lo anómico, por todo cuanto está fuera, al margen de la Ley: lo anormal –lo fuera de la Norma–, pero también lo monstruoso, lo atípico, lo inaudito. Expresa una fascinación por las figuras del Desorden, basada en una forma de adhesión a contrario, proyección fantasmática más que identificación literal. Al escenificar las figuras del mal, el discurso lo expulsa, objetiva y/o trivializa, volviéndolo inofensivo, anulando su carga subversiva. Se produce así una dilución del mal: del mal entendido no en el sentido moral, sino como encarnación del Desorden, de lo anómico, en todas sus formas. Las formas del mal pueden ser, en efecto, múltiples: actos de violencia, sadismo, muerte, conflictos sociales, bélicos; pero también accidentes en el sentido figurado, en forma de rupturas sentimentales, familiares, violencia doméstica, y, en el sentido simbólico, todo cuanto remite al enfrentamiento como fuente de conflicto interpersonal.

170

El zoo visual © Editorial Gedisa

Estas formas de Desorden –accidentes y violencias– estaban ya omnipresentes en el relato cinematográfico, por ejemplo en las películas bélicas y en las series de acción televisivas, pero hoy asistimos a una «naturalización» del mal (O. Mongin, 1999) con la presencia cada vez más difusa de figuras violentas: una violencia sin rostro, que no dice su nombre, invisible o difícil de identificar, que diluye las figuras del enemigo y remite a fenómenos irracionales (véase el éxito de X-Files, Al filo de lo imposible) o procedentes de otro mundo: el más allá (el mal es extraterrestre) o el más acá (el mal está entre nosotros). Las figuras del mal están sin duda vinculadas a figuras arcaicas profundamente enraizadas en el inconsciente colectivo, en el miedo a la invasión, al contagio, a figuras prometeicas o imaginarios de corte apocalíptico, pero también a figuras posmodernas. El accidente podría representar simbólicamente la ruptura del orden social y reflejar un miedo al «fin de lo social», como dice Baudrillard, o al fin de la Historia, como escribe Fukuyama. Entronca con un imaginario de la catástrofe (Virilio) o un «imaginario del fin», como lo llamo, un miedo a que «esto acabe», a que el modelo dominante, etnocéntrico, occidental, se tambalee. El derribo de las Torres Gemelas viene a revivificar este imaginario. El mal aparece entonces como proceso viral, sin principio ni fin, desidentificado (el enemigo ya no es exterior: es interior, está entre nosotros), más anónimo, menos visible que en las grandes cosmogonías y religiones, lo que no excluye el fenómeno del chivo expiatorio. Por ejemplo Bin Laden, al que la televisión norteamericana no quería mostrar porque, a pesar de las diferencias, se parece demasiado a nosotros en su frialdad, determinación y su poder económico: no corresponde al estereotipo del fanático; en cambio, sí se muestran las imágenes de grupos violentos inmolando efigies de Bush ante las cámaras de televisión, convirtiendo naturalmente aquello en representación de la violencia.

© Editorial Gedisa

La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

171

Hoy la violencia se convierte en conflicto generalizado, difuso, sin origen ni finalidad (es a menudo un fin en sí, e incluso una estética); es estado de violencia, como se habla de estado de guerra, y marca una mutación en la naturaleza del conflicto: de la guerra como conflicto regulado, con enemigos identificables, hemos pasado a la amenaza del accidente endémico, permanentemente escenificado, dramáticamente realizado el 11 de septiembre donde el imaginario de la catástrofe se ha hecho realidad. ¿Cómo a nadie se le había ocurrido antes? La mejor manera de herir a una cultura basada en una obsesiva espectacularización del accidente es cometiendo un accidente con un grado tal de espectacularidad que sea asimilable a otras tantas representaciones inscritas ya en la memoria colectiva. El atentado del 11 de septiembre se nutre directamente de la memoria mediática cultivada por multitud de producciones espectaculares; es su prolongación natural. En términos simbólicos, no sorprende pues se inscribe en una estrategia de invisibilización del mal: no es reivindicado, es multifacético, transnacional, no utiliza métodos «ortodoxos», es susceptible de extenderse de manera contagiosa. A ello le responde una idéntica estrategia de invisibilización por parte de las autoridades estadounidenses: no vemos víctimas, no nos muestran la respuesta bélica. Como en la guerra del Golfo, nos podemos preguntar si esto es una guerra, si –como escribía Baudrillard– ha tenido lugar.

IV. El juego con el azar: la otra cara de la fatalidad El accidente es un milagro al revés. Paul Virilio

En el accidente, en la catástrofe, el factor azar es fundamental. Tras el imaginario del fin está sin duda un miedo pánico al azar,

172

El zoo visual © Editorial Gedisa

un miedo a la ruptura de todo orden, una angustia a que lo indeterminado venga a romper la cadena de los hechos, la continuidad de la Historia. Accidente y azar están íntimamente unidos, como el anverso y el reverso de una misma moneda, en una figura reversible que podría ser la de la Fatalidad y, tras ella, la de la Felicidad (una historia fijada para siempre, en términos irreversiblemente positivos, que no a todos les toca). La vieja figura del destino ronda por ahí, pero como ya no se cree en el fatum romano ni en el destino judeocristiano, la figura se reencarna, se desarticula y trivializa en mil pequeñas plasmaciones: de manera más o menos feliz, en juegos de azar, lotería o concursos televisivos; de manera más azarosa, a menudo dramática, en rutas del bakalao, consumo de drogas o conductores-kamikazes, por citar sólo los ejemplos más llamativos donde se juega con el azar y la fatalidad. Los juegos-concurso podrían ser la cara risueña del accidente, «milagros» al pie de la letra, por retomar el símil de Virilio, quien decía que el accidente es un milagro al revés. «Enderezan» el accidente, rectifican, ponen en su sitio al destino, volviéndolo feliz, restableciendo mágicamente la fe en el milagro. Pero son milagros de este mundo porque no necesitan intervención de elementos trascendentales (ni siquiera inteligencia fuera de lo común, ni habilidades extraordinarias); son de dominio público, asequibles al hombre común, como una manera trivial de domesticar el azar, de jugar con el accidente. El juego-concurso es el reverso eufórico –aunque también accidentado– de la figura del accidente: cara y cruz de una misma lógica donde el azar amenaza –para bien y para mal– la integridad de lo real, los valores plenos. El concurso lo supera mediante el juego y la risa, como una huida hacia delante, siendo un remedio homeopático contra el pánico (Jesús Ibañez, (1994). Es una manera de prevenir el mal, y la televisión es el deus ex

© Editorial Gedisa

La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

173

máchina que reparte premios y felicidad, encarnación tecnológica posmoderna del destino clásico: esto es, un milagro perfectamente posible, sin necesidad de ningún dios, en un mundo de ficción –un mundo de los posibles– como es la televisión, forma moderna de inmanencia, religión laica, sin dioses pero con famosos. Si el juego-concurso reparte la felicidad al azar –como una manera de consagrar la gratuidad frente a la indeterminación, de dominar mágicamente lo indeterminado–, los vídeos domésticos recurren a la misma figura, aunque en clave de infelicidades, repartiéndolas de manera azarosa, de una manera que nos puede ocurrir a todos. Si en el juego-concurso el participante aparece como el elegido de Dios –un Dios inmanente, mediatizado, encarnado por el medio–, el falso héroe de los vídeos domésticos es aquí el elegido del diablo. Pero es una encarnación amena más asimilable a unas diabluras de niño que a la obra de un demonio, un diablo nada siniestro, como domesticado, que se convierte en cómplice del protagonista. El azar es el aliado, alimenta el relato; delata la presencia de espíritus malignos, es cierto, pero antes que nada graciosos y humanos, cercanos a nosotros. Domesticar el mal es, en fin, acercarse a él, volverlo familiar, asimilarlo al espacio doméstico (domus viene de casa en latín), quitarle su carga inquietante al accidente haciéndolo previsible (como en el arte del gag), es decir, volver familiar lo extraño, lo que viene de fuera a inquietar (extraneus es extranjero). Familiarizar la violencia, el riesgo, el dolor, la muerte, es anular –o reducir– la alteridad del mundo, convirtiendo al hombre en muñeco mecánico, y es también una manera de anular el sentir, de alejar el miedo, de prevenir el dolor.

174

El zoo visual

Los programas-concurso son parte de los ritos de la modernidad, como una manera de domesticar el riesgo, de coquetear con la muerte, aunque sea de manera imaginaria, de oscilar entre el azar y la necesidad sin caer en la fatalidad. Pero la muerte vuelve, como el eterno retorno de lo prohibido, en forma más literal en otros programas. Son programas también lúdicos, pero basados en sucesos reales que, en sí, son cruentos: caídas violentas, accidentes, choques de vehículos, catástrofes naturales, sucesos caracterizados por su cariz espectacular. Nos referimos a los vídeos de producción casera que recogen estos hechos que pueden estar circunscritos al ámbito familiar o social. Más allá de su contenido trivial y de su forma amateur, encierran otro componente simbólico del juego que comparten con el deporte (en particular con los deportes de riesgo): es la fascinación por lo accidentado, lo cual revela una tentación de desorden. Como siempre, el modelo norteamericano prima: a principios de los años noventa I witness video [El vídeo testigo], de la NBC, recogía imágenes, casi siempre de violencia, de videoaficionados (15 millones de videocámaras en Estados Unidos). Lo imitarían en España Vídeos de primera (TVE-1) y, más tarde, Impacto TV (Antena 3). Si los concursos escenifican la suerte, los vídeos domésticos, en cambio, escenifican la muerte, juegan con ella, en una figura a contrario pero que convoca la misma hiperrepresentación. Aquí también todo es demasiado excesivo, repetido hasta producir un gag, incluso (y sobre todo) en los casos más dramáticos. Estamos en la otra cara del azar: en la de la fatalidad y el riesgo, en el ámbito de todo cuanto se acerca metafóricamente a la muerte sin caer en ella porque muestra la realidad de la manera más cruda (sin el arte del profesional del medio, sin el atenuante del relato, sin la sublimación de la ficción), pero al mismo tiempo pone tierra por medio.

© Editorial Gedisa

V. Vídeos domésticos: de los rituales de riesgo a la domesticación de la muerte

© Editorial Gedisa

La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

175

La muerte está ahí, pero desdramatizada; el riesgo es mayor pero desrealizado; el sufrimiento es obvio pero desencarnado (los personajes se vuelven títeres, impresión incrementada por el efecto de repetición, forma elemental de la risa). La simulación, el juego y el humor mantienen a distancia el miedo, la inminencia de la muerte, la remiten a otro mundo, el de los juegos infantiles (los bolos), el de los gags cinematográficos, pero encierran una enorme violencia simbólica. Entonces queda la fascinación: por algo que podría tocarme pero que la representación transforma en espectáculo, en algo lejano, que no me afecta, que la repetición vuelve irrisorio y la risa permite expulsar. ¿Y si la muerte fuera de risa –un puro gag–, algo sin consistencia, y el riesgo un juego gratuito sin consecuencia? Estos programas redundan en ello, creando un consenso visual en torno al conflicto, al accidente, a la catástrofe. Todo es visible, todo es asimilable, hasta lo más espeluznante. La violencia de los vídeos domésticos no deja de recordar la de los reality shows, pero la lógica es inversa: si el reality show es un compartir el dolor de uno (uno que puede ser yo o cualquiera de nosotros), dentro de un ver narcisista (uno como sujeto pasivo del mal), en la contemplación de los vídeos domésticos la estructura del ver se invierte en una suerte de exorcización del mal: la visibilización ya no se aplica a un sentir único, sino al sentir de uno frente al sufrir del otro; el sujeto pasivo del mal es el otro, víctima involuntaria de un sufrimiento inesperado, repentino, que rompe el orden de las cosas e introduce desorden. Ocurre todo lo contrario, en cambio, en el reality show: se parte de una situación de desorden, ruptura o accidente para restablecer un orden: el reencuentro, la reconciliación. Aquí se parte de un orden perturbado por un desorden. La finalidad es el accidente, que se ve consagrado como máxima figura narrativa, como clímax convertido en estado, en situación defini-

176

El zoo visual © Editorial Gedisa

tiva consagrada por la repetición de la escena violenta. Hasta la muerte, que es el colmo del accidente, el fin último del relato, llega de pura casualidad; es la gran desconocida (no se la reconoce como tal): está ahí, ante nuestra mirada incrédula, sin ser realmente ella («No puede ser», «Es increíble»). La violencia como accidente consagra aquí la muerte por casualidad como figura ahistórica (sin causalidad), una muerte que no se inscribe en ninguna continuidad, que es totalmente inesperada. De acuerdo con una estrategia repulsiva, se procede mediante desplazamiento del mal: un sentirse bien uno «gracias» al sentirse mal del otro, es decir, un no sentir el mal ajeno como dolor, un objetivarlo hasta integrarlo en una mecánica espectacular, o incluso de risa (la repetición contribuye a ello, como fuente elemental de humor). Tras todo ello, hay una lógica perversa vinculada a la hipervisibilidad del hecho: «Si (tanto) ocurre a otros (a todos), es que no me va a ocurrir/no me ocurre a mí...». Estamos ante lo que Barthes llamaba una «figura homeopática»: con una buena inoculación de mal, uno se cura en salud y previene el mal futuro. La visibilización de lo inminente (el accidente, el desenlace fatal) es asociada al otro, a lo otro (a un telos que me deja indemne), funcionando el/lo otro (lo ajeno, lo lejano) como sustituto mágico del objeto, del mal. Mediante un ejercicio de exorcismo, la imagen objetiva devuelve la inocencia. Es el colmo de la visibilización: si es visible, es expulsado de la realidad: es otra realidad, la de la representación mediática, esto es, un puro espectáculo, algo que todos sabemos que no es la realidad, pero que tiene tanta realidad (como representación) como la realidad objetiva. Con esto, la violencia de los hechos representados se ve virtualizada y la muerte misma domesticada. Gracias a la magia del espectáculo, la representación invalida la realidad de los hechos: si tanto ocurre en la ficción mediática, es que ya no puede ocurrir realmente; la muerte «chupa cámara», la imagen absorbe su reali-

© Editorial Gedisa

La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

177

dad (y ya no la devuelve). La representación es un agujero negro donde se pierden los contenidos. Más genéricamente se produce también una domesticación del azar: éste pierde su carácter de fatalidad (el desenlace fatal) para adquirir tintes de gratuidad. En una reversión del sino (la idea de que todo está predestinado, de que tenemos un destino: la muerte es parte –y fin– de él), los vídeos domésticos son para mal (para el mal: la muerte) lo que la lotería es para bien: siempre les toca a otros, aunque a todos nos pueda tocar, pero sólo virtualmente, dentro del mayor de los azares.

Conclusión: Las derivas comunicativas o la «parte maldita» de la realidad Fascinación por el accidente, por lo anómico, en informativos, reportajes y docudramas; juego con el azar en su doble componente (felicidad/infelicidad); juego con lo visible en los talk shows, con su ventilación de lo privado, de los conflictos íntimos, hasta toparse con lo tabú, lo secreto, en los reality shows; juegos con la realidad misma en una confusión entre documento y representación en los llamados programas de realidad: todo gira en torno a un juego con los límites mismos, límites entre los miedos arcaicos y los imaginarios posmodernos, límites entre los grandes principios –lo eufórico y lo disfórico–, límites entre los géneros, límites por fin entre realidad y ficción. Todo se resuelve en un intento de superar estos límites –de confundirlos a veces, o simplemente de ignorarlos– hasta crear figuras reversibles o híbridas. Lo disfórico, incluso en los talk shows y reality shows, se convierte a menudo en eufórico, gracias al final feliz, a los reencuentros inesperados, al perdón impensable. Lo anómico deja paso a lo integrado con la asunción, mediante el ritual de la confesión, del secreto. El azar se vuelve destino feliz en los juegos-concurso, la

178

El zoo visual © Editorial Gedisa

desgracia ajena deviene gracia para el que la contempla y el dolor espectáculo humorístico en los vídeos domésticos, la infelicidad se torna razón de ser en las series, y la ficción –el juntar a diez personas que no tienen nada que ver entre sí– se convierte en realidad humana (tribu, «peña», pareja, o lo que sea) en los programas de realidad. A esta reversibilidad de los contrarios hay que añadir los cruces, la combinación de componentes en diferentes géneros y programas, especialmente en las series y sitcoms, cuya función social es sin duda la aceptación de la heterogeneidad de lo humano. Pero, dentro de estos procesos, hay derivas peligrosas y fenómenos de reversibilidad en segundo grado: la primera es la producida por los programas de realidad, donde la ficción se hace realidad, además de crear a su vez una identificación real con estos personajes construidos por la ficción televisiva. Producto del simulacro de realidad que genera el medio, los ex participantes de estos programas se erigen en referentes de otros discursos de entretenimiento, instaurando una especie de actualidad sui géneris, autárquica, reflexiva, autorreferencial, centrada en cultivar el conflicto a posteriori (véase, dentro del «efecto Gran Hermano», el papel de Crónicas marcianas en la consagración de un universo de referencias mítico en torno a los personajes del programa, incluso un año después de terminar). Más preocupante es otra deriva, concretamente la de algunos talk shows donde el acoso simbólico a la intimidad se convierte en centro del temario; o los programas de debate donde el conflicto se erige en estructura comunicativa (Tómbola, Moros y cristianos: véase siguiente capítulo). En estos programas, la polémica se vuelve fin en sí y el enfrentamiento de personas sustituye a la confrontación de ideas y enmascara el debate público; o, todavía más grave, las confesiones de «grandes» asesinos en algunas series televisivas en Estados Unidos (¿lo harán un día con Bin Laden?).

© Editorial Gedisa

La fascinación por el accidente: la tentación del desorden

179

Con esto se establece una nueva relación entre los espectadores y la violencia representada. Estamos lejos de los héroes positivos con los que se identificaba en términos positivos el espectador de antaño; estamos incluso más allá de una lógica de la identificación. La pantalla televisiva llega a ser el espejo en el que el espectador contempla su «parte maldita», su parte negra, opaca o invisible, al margen de toda aceptabilidad social o moral, y vive una experiencia del límite en la frontera entre el pánico y la atracción fatal. Sin duda se deriva de un sentimiento de vacío, causado tanto por el fallo de los sistemas ideológicos y simbólicos como por una sensación de inminencia, un miedo pánico a la catástrofe, acentuado después del 11 de septiembre, que se subsume en huida hacia delante y visibilización a ultranza del mal. Estamos, aquí también, ante una lógica sacrificial que enraíza en mecanismos bastante primitivos: una lógica de inmolación de los objetos negativos, como un intento de eliminarlos, de hacerlos desaparecer, de expulsarlos de la conciencia, de evacuar toda mala conciencia. Pero esta eliminación procede, como en una ceremonia primitiva, haciéndolos visibles, mostrándolos. En este recorrido de lo invisible a lo visible, del secreto a la obscenidad, el discurso televisivo es estratégico: más allá del espectáculo está lo hipervisible. El nuevo pacto comunicativo permite sellar un consenso formal que es acuerdo sobre la forma más que sobre los contenidos. Gracias a este código de representación, unifica en vez de separar, reúne bajo el signo de lo excesivo principios aparentemente alejados, permite reconciliar los contrarios, hacer coexistir lo eufórico con lo disfórico. Refuerza así la adhesión en torno a un modelo de realidad que es factor de acuerdo porque se genera ante nuestra mirada e incluso con nuestra participación como espectadores presuntamente activos, interactivos, que hemos llegado a ser gracias a las tecnologías de la comunicación.

180

El zoo visual

Baudrillard, Jean, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona, 1991. —, La guerra del Golfo no ha tenido lugar, Anagrama, Barcelona, 1992. Bourdieu, Pierre, «Sur le pouvoir symbolique», Annales, nº 3, París, 1977. Hartley, John, Los usos de la televisión, Paidós, Barcelona, 2000. Ibañez, Jesús, Sociología de la vida cotidiana, Introducción y edición de G. Imbert, Siglo XXI, Madrid, 1994. Imbert, Gérard, Los escenarios de la violencia. Conductas anómicas y orden social en la España actual, Icaria, Barcelona, 1992. —, «Violencia y representación. De la crisis del valor al valor de la crisis en el cine actual», Semiosfera, nº 6/7, Instituto de Humanidades y Comunicación «Miguel de Unamuno», Universidad Carlos III, Madrid, 1997. —, «Violencia y representación: nuevos modos de ver y de sentir», Comunicación y Cultura, nº 7-8/1999, Universidad de Salamanca, Fundación Infancia y Aprendizaje. Jeudy, Henri-Pierre, Le désir de catastrophe, Aubier, París, 1990. Martín-Barbero, Jesús, «Televisión: entre lo global y lo local», en VV.AA: Nuevos mitos y ritos televisivos (modos de ver / modos de seducir). G. Imbert (coord.), Revista electrónica, http:/www.uc3m.es/uc3m/inst/MU/dpmu.html. Instituto de Cultura y Tecnología «Miguel de Unamuno», Universidad Carlos III de Madrid, 2000. Mongin, Olivier, Violencia y cine contemporáneo, Paidós, Barcelona, 1999. Peña-Marín, Cristina, «Ficción televisiva y pensamiento narrativo», en VV.AA: Nuevos mitos y ritos televisivos (modos de ver / modos de seducir). G. Imbert (coord.), Revista electrónica, http:/www.uc3m.es/uc3m/inst/MU/dpmu.html. Instituto de Cultura y Tecnología «Miguel de Unamuno», Universidad Carlos III de Madrid, 2000.

© Editorial Gedisa

Bibliografía

8 De la espectacularización del debate a los rituales circenses

Como hemos visto en el capítulo 3, la lógica del espectáculo se extiende al conjunto televisivo, afectando también a los discursos referenciales, tanto en su modalidad estrictamente informativa (Telediario) como en su modalidad metadiscursiva: programas de debate, de reflexión sobre los grandes temas sociales o los pequeños aconteceres cotidianos. Nos centraremos ahora en este segundo aspecto. Esta espectacularización procede sin duda de una contaminación del talk show como programa-contenedor; éste se impone como formato canónico o modelo formal, produciéndose un traslado de las técnicas del talk show y de las variedades al debate televisivo, con una escenificación dramatizada del habla pública. Con esto se transforma el debate intelectual en espectáculo de personas y la confrontación de ideas –esto es, el diálogo– en explosión de voces inconexas: enfrentamiento de «puntos de vista» a menudo antagónicos, generalmente incompatibles, que se degrada en enfrentamiento de personas. Se diluye asimismo la calidad del discurso público, degradándose la opinión pública en opinión común, en discurso trivial. Éste se inscribe en una libido loquendi como escribe Claudio Magris (citado por Bettetini y Fumagalli, 2001): La sociedad de la opinión tiende a poner todo en el mismo plano, en una suerte de bazar indiferenciado en el que cada cosa y su contrario resultan ser simples optional bajo la consigna de un «hablemos» uni-

182

El zoo visual

¿Cuál es la clave de esta degradación del habla pública? Está en la lógica misma del espectáculo.

I. El debate como espectáculo Lo mismo que existe una puesta en imagen de la actualidad en los medios escritos, se produce aquí una puesta en escena del habla, en su performatividad misma. Es el acto de habla el que da cartas de realidad al discurso e instituye la realidad de la información, estableciendo al mismo tiempo «sujetos de discurso», sujetos hablantes cuya competencia –en un acto performativo– es fundada por la performance discursiva. El verse proyectados en el discurso público les confiere un cierto estatus, crea imágenes de marca, los consagra como sujetos de poder, como portavoces legitimados del actante colectivo: se establece así un discurso de autoridad dotado de un cierto poder-decir. Hoy este discurso se ha trivializado –se ha generalizado y degradado–, sin duda por el peso de una práctica procedente de Estados Unidos, el talk show, que es un formato que mezcla debates y variedades. Es más, de tanta espectacularización, el debate público es tratado como variedad o entretenimiento, cuando no como juego. Son reveladores, a este respecto, los protocolos de presentación de estos programas, a menudo inspirados en el mundo del espectáculo, en particular la escenografía y los recursos paraverbales que «introducen» el debate, es decir, la toma de palabra. Podríamos incluso establecer un símil entre el periodismo escrito y el audiovisual, entre el juego de titulares, citas y fotos en la

© Editorial Gedisa

versal. Esta permanente mesa redonda, en la que expertos sobre moda o sobre Dios dan su opinión sobre todo, se transforma en una parodia de la gran tolerancia democrática y liberal que había en sus lejanos orígenes.

© Editorial Gedisa

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

183

prensa sensacionalista y los procedimientos de escenificación del presentador. En muchos programas de debate, como pudieron ser, en los años ochenta, los de Jesús Hermida, que fue precursor de esta espectacularización del debate (y que, sin embargo, ya no es el compendio de tics y estereotipos que fue entonces), podríamos distinguir varios modos de presentación recurrentes que instituyen una verdadera ritualización del acto de habla: – El soliloquio del presentador que hace las veces de preámbulo. – La presencia –muda, puramente representativa– de los invitados, que sirven de valedores del programa mediante la simple visibilización de su competencia, explícitamente confirmada por su presencia física. – El suspense creado por el presentador, que juega con el efecto de sorpresa ligado a la identidad del invitado-estrella y acentúa el prestigio tanto del invitado como del presentador que ha sabido «captarle» para su programa. – El anuncio, al modo circense, con música rimbombante y aplausos de acompañamiento, del famoso de turno. – El «efecto de pasarela», gracias a las tomas panorámicas, los zooms, picados y contrapicados que escenifican la entrada del invitado, encarnación de un habla modélica. – Una vez empezado el debate, las tomas de palabra, que son como un cuerpo a cuerpo, las más de las veces limitado a una colección de puntos de vista (más que de análisis), producen un «efecto de revista» dentro de un «prêt-à-penser», un pensamiento-variedades. Una vez más estamos ante un doble proceso de autentificación (el efecto de realidad del que hablaba antes): un efecto de directo o, como lo llama Alain Ehrenberg (1995), un «efecto de presencia», redoblado por un efecto de discurso: una toma de palabra que es también un tomar cuerpo (el padre Apeles es la encarnación literal de

184

El zoo visual

II. El debate como ritual de combate En el debate espectacular la confrontación de ideas deja paso a un careo de personas. Como en el reality show, es un verbo hecho cuerpo, un «diálogo» encarnado en actores de sí mismos que «representan» –dramatizándolas– distintas «posturas» o tomas de

© Editorial Gedisa

esta toma del discurso como si de una toma de posesión física, ¡bélica incluso!, se tratase). Se da obviamente aquí un abuso de visibilidad: no por estar físicamente presente y dominar mediante la oralidad, uno es más contundente en las ideas. Por otra parte, lo mismo que hay una visibilidad excesiva, también existe una invisibilidad abusiva, tan estereotipada ésta como aquélla, como ocurre en los disfraces de los testigos que no quieren ser reconocidos. Llamaba la atención, en un reciente debate sobre el incesto, las intervenciones de unas esposas cuyos hijos habían sido víctimas de abusos sexuales por parte de sus padres. En una verdadera visibilización de lo invisible, se asistía ahí a una escenificación del anonimato: unas señoras que, para no ser vistas, llevaban todas las mismas enormes gafas negras, como las que son de recibo llevar en los entierros, pelucas desbordantes y llamativas (que no paraban de manosear como si de un cuerpo extraño se tratase), más propias de artistas de revista de cabaré en busca de contrato que de madres compungidas; y, finalmente, unos aires de anonimato, una manera de estar ahí sin darle mayor importancia continuamente corroborada por el decir y el actuar del conductor del programa. Podrían haber aparecido en la penumbra, de espaldas o con la cara oculta. Pero no, hasta en el anonimato se daban a conocer mientras procuraban no ser reconocidas. Y, para mayor efecto, todas iguales, conforme a un código del aparecer, una idéntica manera de ostentar como panoplia los signos de pertenencia al grupo.

© Editorial Gedisa

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

185

posición que, literalmente, se pueden convertir en agresividad verbal e incluso física. El ya citado padre Apeles, cuyas intervenciones terminaron a menudo en enfrentamientos físicos, es la lamentable encarnación literal de esta conversión del debate en verdadero pugilato. El diálogo se torna entonces una lucha cuerpo a cuerpo y la dialéctica del intercambio intelectual en un puro cara a cara de posturas exacerbadas, cuya incompatibilidad es agudizada por la necesidad de afirmar –imponiéndola– una postura que no admite matizaciones ni permite avanzar en el debate. La finalidad es la victoria de un sujeto o un bando sobre otro, lo cual trivializa toda noción de «sector de opinión», degradando así la idea misma de opinión pública. Da por otra parte una triste imagen del debate democrático, en particular para el público infantil, propiciando un consumo lúdico, bastante nefasto para la imagen del discurso público, donde lo que se aprecia es más la habilidad en saber manejar la imagen que las ideas. Una vez más prevalece la función de entretenimiento sobre la función didáctica y la comunicación se limita a la performance formal. La lógica que impera aquí es antitética (de oposiciones irreductibles), la moral es maniquea y la lección es de poder, encerrando una enorme violencia simbólica: para hacer valer las ideas hay que imponerse –verbal y físicamente– al otro; de ahí las voces, los gritos, los soliloquios, las interrupciones, los solapamientos de discursos que se producen continuamente en estos debates, llevando a cabo, hasta su caricatura, la asimilación entre palabra y acción, en ciernes en el reality show. Triste lección de diálogo para las jóvenes generaciones. El plató de televisión se convierte, pues, en ring, el espacio público en un ruedo, y el intercambio, liberado de toda regla, en caricatura de foro. Esta visión maniquea no deja de reflejarse en los nombres de dichos programas: Moros y cristianos (Tele 5), y hasta en la conformación del espacio, con una división entre «bandos».

186

El zoo visual

III. El circo televisivo En todos estos programas la función mostrativa es fundamental, con una tendencia clara al esperpento, seguramente muy anclada en la tradición española. Hay en ellos lo que podríamos llamar una gran corporalidad: de acuerdo con un código literal, una importancia del mostrar teatralmente, del plasmar físicamente la expresión de las ideas, que delata una preponderancia del sentir sobre el pensar, una hegemonía de lo pasional en detrimento de lo racional. Como botón de muestra, esta manera muy mediterránea de recurrir al gesto para apoyar, prolongar o incluso sustituir a la ex-

© Editorial Gedisa

El espacio comunicativo se transforma en espacio pasional, de corte patémico, donde el pathos –la expresión inmediata, salvaje, de las pasiones–, lejos de ser un lenguaje, como puede ocurrir en el talk show, o incluso una liberación personal que permita acercar posturas, posibilitar reencuentros o fomentar reconciliaciones, es aquí una exacerbación de lo irreconciliable que agudiza las oposiciones, y vuelve imposible, las más de las veces, el entendimiento (la conciliación de posturas). Se imponen así verdaderos rituales de combate a partir de una espectacularización del habla y de su puesta en escena. Quedó patente, en la década de los noventa, en programas como Moros y cristianos (primera y segunda época en 1993, con un revival al final de la década) y, en otro ámbito, en Los comunes (programa efímero de Jesús Hermida en 1999). También en determinados talk shows donde tiene su lugar el debate en forma de tertulia o entrevista dramatizada y cotilleo: programas de Pepe Navarro (Esta noche cruzamos el Mississippi en Tele 5 y La sonrisa del pelícano en Antena 3 a finales de 1997) o Tómbola y, en clave entre paródica y lúdica, Crónicas marcianas de Javier Sardá.

© Editorial Gedisa

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

187

presión que tenía un taxista, encarnación de la voz de la calle, quien, en un programa de Moros y cristianos, al haber agotado los argumentos, se abrió la camisa exclamando «¡Mi honradez es esto!»: hombre «de pelo en pecho» para una televisión «de tripas al aire» que airea y ostenta la expresión in-mediata, en directo, del sentir como si ello fuera garantía de autenticidad; una televisión que repite enfáticamente: «Estamos en directo», «Esto es la realidad», como si, en un acto performativo, el simple hecho de decirlo/mostrarlo diera carta de realidad a lo mostrado; y donde el presentador oscila entre el bufón, heredado de la commedia dell’Arte, y un deus ex máchina, sacado de un auto sacramental, figura evanescente que se borra, se retrae, para dejar hablar a la vox pópuli. El plató llega a ser así espacio literal de mostración, espacio teatral, mimético por excelencia, lugar de lo espectacular, lo vistoso, lo impactante. Este rasgo se traduce también, en el mismo programa, en efectos tanto sonoros como visuales: anuncio del presentador al modo del boxeo, gritos del público, utilización de rótulos para situar a los contertulios en «pros» y «contras», interrupción del debate para dar la palabra al «pueblo llano», a los ciudadanos de a pie, visualización del resultado de las votaciones de los espectadores, y todo un ritual participativo en el que se contabilizan votos y demás muestras de «opinión». Todo ello al amparo del entretenimiento: «Tenemos una larga noche de debate intensa, pero también entretenida», y bajo los ropajes de un presunto hacer democrático que da la palabra a «todos». Esta función de mostración tiene mucho que ver con el código circense, tanto por el papel de animador-amigo del presentador –con una fuerte función fática (Jakobson), de contacto– como por el papel activo del público en forma de rituales participativos (aplausos para animar a los concursantes o incluso intervenciones para ayudarles, presencia de familiares, etcétera). Este último rasgo acerca estos programas a los concursos televisivos, revelando una hegemonía del modelo representado por el talk show: la consagra-

188

El zoo visual

IV. De la trivialización del debate a la frivolización del presentador En la conversión del debate en circo televisivo, la figura del presentador es clave, con cambios sustanciales en su estatus y papel narrativo. Ha sido especialmente llamativo en los grandes talk

© Editorial Gedisa

ción de la prestación oral como acto físico, performativo, que le da realidad y precio a la producción del sujeto en el espacio público. Como en el juego-concurso se produce una espectacularización del intercambio que afecta a todos los componentes de la estructura comunicativa: el producirse en el escenario televisivo acaba siendo el objetivo principal del acto comunicativo –«Lo importante es participar»– como si la producción en sí ya fuera una prestación, al margen de la ganancia. Estamos aquí ante una inflación de las formas (de la estructura comunicativa) que nos sitúa más allá de los contenidos; al margen de la finalidad lucrativa, de la idea de ganancia, hay un capital simbólico consistente en el acto mismo de mostrar. Lo que «vende» la televisión es tanto la comunicación misma como lo que se comunica; de ahí, en los concursos de respuesta por lista cerrada, la importancia del factor suerte en la consecución de la buena respuesta. Importa menos, al fin y al cabo, la cultura del concursante –su bagaje de saber, su «preparación»– que la habilidad en elegir, las más de las veces al azar, la respuesta adecuada. Tal vez este parámetro –la gratuidad del acto– sea tan importante como la ganancia económica y la clave de la fascinación que ejerce sobre el telespectador. Hay aquí una ganancia simbólica: el seguir ahí, el seguir «chupando cámara», el ser visto por amigos y familiares. Esto se ve acentuado en los recientes programas donde se pone precisamente a prueba la capacidad de aguante del concursante, como ocurre, por ejemplo, en La silla.

© Editorial Gedisa

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

189

shows de prime time, que han ido desplazando a las tradicionales variedades de la paleotelevisión. Formato-ómnibus, este nuevo tipo de programa se caracteriza por la heterogeneidad de contenidos y tratamientos y por su larga duración. Aunque entra dentro de los programas de variedades (J. Barroso, 1996), los cuales combinan el humor y la música principalmente, adopta una perspectiva más amplia incluyendo entrevistas, parodias de ficción, bailes, malabarismos y espectáculos. Es un tipo de «programa-global» que corresponde perfectamente al modelo de la neotelevisión formulado por Cassetti y Odin (1990) como «flujo continuo, aunque microsegmentado y sometido a rápidas variaciones de intensidad, indeterminación y polivalencia». Estos formatos, a la par que mantienen una línea de diversión fiel a los programas-contenedores, con su heterogeneidad de contenidos de entretenimiento –música, habilidades, chistes y demás payasadas de la televisión comercial–, han sabido integrar temas de debate tratados al modo conversacional y ameno, en particular en temas «sensibles» y morbosos como pudieron ser todos los relacionados con la intimidad de los famosos, escándalos y actualidad negra. Sin duda, con esto recogían la demanda difusa de un público popular cansado de la política, amenazado por la crisis económica y deseoso de evadirse. Con el auge de la televisión privada, se acentuó esta línea híbrida y se asentó un modelo de talk show representado en sus inicios por los programas de Pepe Navarro (Esta noche cruzamos el Mississippi y La sonrisa del pelícano). El año 1997 fue la culminación de lo que se dió en llamar la «telebasura». La sonrisa del pelícano, con su peculiar corte de los milagros, creó una esperpéntica galería de personajes, cultivando una habilidosa mezcla de humor, sexo y truculencias. Tuvo sus momentos estelares y puntas de audiencia con las fanfarronas declaraciones de Mario Conde sobre la poca importancia que tenía para él ir a la cárcel, las confesiones del travestí Cris-

190

El zoo visual © Editorial Gedisa

tina La Veneno y, sobre todo, las presuntas revelaciones sobre el caso Alcàsser en forma de culebrón. Entre insultos y polémicas activadas –cuando no inventadas– por Pepe Navarro y sus carnavalescos detectives, se desgranaron con todo lujo de detalles escabrosos los pormenores de las violaciones de las cuatro chicas, todo ello entremezclado con largas secuencias sobre el coito de las tortugas y de las nutrias; no faltaba un reportaje «guarro» sobre un músico roquero que declaraba: «Me voy a cagar en todo lo cagable», detallando su afición a ensuciar las paredes cuando sufría descomposición intestinal, o las interminables disquisiciones sobre el tamaño del cipote del conde Lecquio, propenso siempre a promocionarse a sí mismo y a la discoteca que «representaba». Todos los «demonios familiares» de la España cañí (negra, rosa, amarilla) están presentes en este combinado de lo morboso y de lo kitsch: las fantasías sexuales masculinas, con demostración in situ, los caprichos del caniche Trotski que su dueña Sara ha adiestrado para que tome parte en los actos sexuales de sus clientes, el intento de exorcismo sobre una endemoniada burgalesa o, a instancia de Pepe Navarro, la llamada telefónica del anticristo que aparece acto seguido en pantalla, sin olvidar los numeritos de travestidos y demás mariconadas, todo ello bajo el sello de la modernidad y la liberalización. Los directivos de Antena 3 no paran de congratularse. Anunciada a bombo y platillo por el presidente del grupo como «una programación de calidad que fomenta los valores éticos y humanos», la nueva rejilla de Antena 3 va a consagrar a Pepe Navarro como la estrella del momento, presentada por el entonces director de la cadena como «un símbolo de modernidad y de espíritu revolucionario» (sic). El pelícano sonríe como nunca, el ranking aumenta y todo va bien en el país. Más allá de la degradación de los contenidos y de la trivialización del debate, se legitima aquí un modelo televisivo centrado

© Editorial Gedisa

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

191

en el carisma del presentador, ya no el presentador pasivo, cortés y distante –yerno ideal– de la paleotelevisión, sino un presentador hiperactivo, mordaz, partícipe en el juego televisivo y que es un elemento más de la estructura comunicativa: la figura del presentador se frivoliza. Esto, y la integración participativa del público, marca una modificación sustancial del contrato comunicativo, un desplazamiento de la dinámica –de los contenidos hacia las formas– y una polarización en torno al dispositivo comunicativo. Más que nunca, «lo importante es comunicar», y el presentador, cual un Monsieur Loyal del circo, es una pieza fundamental de esta mecánica lúdica. Se van a multiplicar desde entonces los presentadores amenos, morbosos, provocadores, hermanos, payasos, «cachondos», hasta crear, con la complicidad de animadores, colaboradores, invitados especiales y demás piezas del espectáculo televisivo, una auténtica tipología del nuevo hombre televisivo que va a integrar pronto una dimensión paródica. Se consagra así una verdadera cultura del cachondeo donde ya nada se toma en serio: ni los contenidos, ni las personas; donde nadie está ya en su sitio, donde la representación misma se desdobla, siendo a la par presentación de los hechos y su propia parodia.

V. Crónicas marcianas o la televisión que se parodia a sí misma Esta inclinación hacia la autoparodia alcanza su máxima expresión con el programa de Javier Sardá en Tele 5 Crónicas marcianas. Nacido como una alternativa crítica al «modelo» Navarro, este programa va a caer muy rápidamente en una parodia de sí mismo y de la televisión en sí, asentando esta cultura del cachondeo a la que nos referíamos antes y llegando a una total hegemonía de audiencia, sólo superada por el posterior fenómeno Gran Hermano y Operación Triunfo, de los que por otra parte va a aprovecharse.

192

El zoo visual © Editorial Gedisa

¿Cuál es la clave de tal éxito? Primero la estructura formal del programa que, fiel a la ley de la variedad, mantiene una diversidad de espacios y heterogeneidad de contenidos que evita aburrirse. De esta manera se crea una dinámica que elimina la necesidad de hacer zapping, manteniendo además la expectación con el anuncio de espacios estelares dentro del propio programa. En esto es un programa que ha integrado a su forma narrativa el fenómeno del zapping: es en sí un programa-zapping. El tono, también, es lo suficientemente ligero, insolente e irreverente como para alcanzar un cierto nivel paródico con respecto al propio discurso televisivo. En Crónicas marcianas todo es posible, llegando incluso a ser a veces impensable, como en la ficción; el programa juega continuamente con este efecto de sorpresa. Al situarse en el antimodelo, se puede permitir todos los excesos: gritos, peleas (siempre simuladas), palabrotas (deliberadamente empleadas pero controladas); hasta la violencia verbal e incluso física son espectaculares y se inscriben en el código circense: estamos en el esperpento, donde todo se amplía, sale de lo habitual, cobra dimensiones casi surrealistas, alcanza una cierta locura y juega con situaciones inverosímiles, siempre al límite de lo grotesco. De ahí la presencia de personajes esperpénticos, incluso físicamente, como el enano Galindo, o extravagantes, como Boris, capaces de subirse literalmente a una mesa y parodiarse a sí mismos. Son caricaturas –perfiles-límite–, lo saben y juegan con ello, con las identificaciones y las identidades. Crónicas marcianas es el fiel reflejo de una cultura del exceso como es la mediática, tanto en los contenidos como en las formas. Aquí no hay límites ni en los temas de los que se habla ni en la manera de tratarlos: se puede hablar frívolamente de temas graves o gravemente de temas frívolos; por eso hay una galería de contertulios tan heterogénea. En ello reside su función carnalavesca (Bajtin): en invertir/perturbar papeles y liberar las inhibiciones.

© Editorial Gedisa

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

193

El exceso se plasma hasta en las formas narrativas, alcanzando un barroquismo de las formas que es otra característica de la cultura mediática: ritmo trepidante con lo que Barroso (1996) llama una «hiperactividad del plano», efectos digitales (deformaciones, transformaciones) que acentúan su cariz ficticio, efectos sonoros y luminosos variados, cambiantes, que acompañan las revelaciones o las frases ingeniosas de los presentadores, puntuando en todo momento el relato, y una escenografía aparatosa que recuerda una nave espacial y sitúa inmediatamente el discurso en otro registro, remitiendo a otro mundo. Como en la tradición epistolar del siglo XVIII (Cartas marruecas de Cadalso, Lettres persanes de Montesquieu), es este décalage el que permite liberar el discurso, desinhibir el lenguaje y desatar la crítica. ¿Quién no se acuerda del señor Casamajor, prototipo del catalán listo y guasón, encarnación del seny, que había inventado Sardá durante la Transición en su crónica radiofónica para despotricar sobre lo político, hablando de lo humano y de lo divino con él? Pero esta hipertrofia de las formas es ambivalente y ahí está el permanente peligro de trivialización del discurso: lo importante, al fin y al cabo, no son tanto las ideas, los contenidos, como la forma de defenderlos, de acuerdo con una lógica espectacular que privilegia sistemáticamente lo extra-ordinario: lo fuera de serie, lo impactante, lo insólito y hasta lo monstruoso. Finalmente, es imposible entender el programa sin referirse a la figura del director y al estilo peculiar que ha impuesto al lenguaje televisivo.

VI. El presentador, por encima del bien y del mal Javier Sardá ha jugado aquí con una ambivalencia total: primero en el tono, con un estilo que rompe moldes, mezcla de una seriedad de fachada con un calculado cachondeo y de una pretendida

194

El zoo visual © Editorial Gedisa

timidez con un falso morbo. Ambivalencia, también, en su situación como enunciador, a la vez dentro y fuera de la estructura comunicativa, que puede estar muy presente y retirarse de repente del juego, delegar la palabra a otros coanimadores, que sabe ser discreto pero que interviene en el momento oportuno, volviendo cuando los otros se pasan, que sabe escuchar y cortar. Ese estar al mismo tiempo dentro y fuera del dispositivo espectacular crea a su vez un doble régimen de realidad y de recepción del mensaje que juega con la enunciación y los papeles establecidos, diluyendo la frontera entre presentador y animador, narrador y actor. Esta reversibilidad de los papeles condensa y prefigura una evolución de la neotelevisión hacia productos cada vez más híbridos que establecen una relación lúdica con la representación misma, llegando incluso a ubicarse en una situación metadiscursiva (véase, más adelante, el capítulo 10): una televisión que evoluciona hacia una cierta reflexividad, que se escenifica a sí misma y es capaz de hablar de otros programas o de autoparodiarse. Hay en Sardá todo un arte y un código de la gestualidad, de los guiños de ojo, de la sonrisa o del levantamiento de cejas, que, de súbito, da otra lectura –distanciada, autorreflexiva o metadiscursiva– a cualquier situación. Sardá puede hacer de presentador serio y animador pillo, de intelectual y de pasota, pero siempre dotado de un poder absoluto sobre su creación: como Kristof, el «Creador» de El show de Truman, está presente hasta en sus silencios y la cámara no deja de enfocarle. Es como una parodia del deus ex máchina, del narrador omnisciente de la novela realista del siglo XIX. Figura amena pero paternal, es la encarnación de la cordura dentro del (supuesto) caos, un representante de la razón dentro de la (aparente) sinrazón. Es padre y colega a la vez que recrimina suavemente, que llama al orden cuando ya se ha instalado el desorden, que invoca el buen decir después de dichas las palabras malsonantes.

© Editorial Gedisa

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

195

Esta actitud le confiere un estatus distante, como por encima del bien y del mal, pero también de la realidad y del simulacro. Como en una «mise en abyme» o un juego de cajas chinas, el director es espectador de su propio programa, testigo dentro del espectáculo de la locura del mundo, juez y parte al mismo tiempo. Instancia escópica que no deja de observar la realidad que él mismo ha generado, es la encarnación simbólica del ojo del espectador, aunque sea un espectador ideal, distante, crítico e inteligente. Este juego de cajas chinas se ve acentuado por otra tendencia a la reflexividad en la que el medio se pone en situación metadiscursiva, como ocurrió durante la primera versión de Gran Hermano con la retransmisión regular de imágenes y resúmenes de los mejores momentos (o los más polémicos), los cuales eran analizados, comentados y parodiados por los animadores de Crónicas marcianas, con la colaboración de familiares y «expertos». Se creaba así una especie de actualidad interna al medio, generada por él. Luego se ampliaría el tiempo dedicado a este comentario con la simulación de una supuesta labor periodística de análisis y contraste, mediante un despliegue informativo sobre los sucesos acaecidos en la casa de Soto del Real, como si de actualidad nacional o internacional se tratara. Con este discurso autorreferente se acentúa la impresión de hiperrealidad: una realidad generada por el medio dentro de la propia cadena. El medio habla de sí mismo, contituyéndose en reflejo, no del mundo real, sino del mundo creado por él a modo de simulacro, legitimando la importancia del programa Gran Hermano. Se diluye así la figura del presentador como instancia institucional, investida de un poder de representación, para dejar paso a una figura difusa, desmultiplicada en otros tantos animadores; un presentador que se automargina, que juega con la transgresión de los códigos de presentación y las reglas de la comunica-

196

El zoo visual

Conclusión: La televisión como espacio zoológico Tanto estos programas como los que se basan en la mostración hiperrealista de los sujetos y objetos sociales, consagran la televisión como dispositivo espectacular que da a ver la realidad dentro de un espacio de exhibición que alcanza hasta los aspectos más íntimos –menos visibles– de la vida social y de la personalidad humana, pretendiendo alcanzar una cierta verdad que se va revelando sobre la marcha, lo que entronca dichos programas con los programas de realidad, como veremos a continuación. Algunos analistas no han dudado en comparar el dispositivo televisivo con el zoológico. Olivier Razac (2002) escribe al respecto que «la relación entre la televerdad y el zoológico es mucho más profunda de lo que aparenta, las dos entidades son de la misma índole. Hombres y animales son objeto del mismo tratamiento […]. Se trata de moldear tanto a los hombres como a los animales de acuerdo con la imagen que se quiere dar de los mismos». Este proceso de visibilización ha evolucionado a lo largo del tiempo, pudiendo afectar igualmente –y con el mismo tratamiento formal– a hombres y animales. Así ocurrió a finales del siglo

© Editorial Gedisa

ción televisiva, y hace las veces de moderador de los otros copresentadores. Contrastando con el egocentrismo de Pepe Navarro, Javier Sardá es todo sobriedad (por lo menos aparente), intervencionismo comedido, al servicio de un equipo, como a la escucha del rumor del mundo y de las voces de sus habitantes, como dejando hablar a la realidad misma. Con esto refuerza la ilusión de transparencia y el hiperrealismo televisivo, aunque aquí se trate de una realidad autorreferente, reflexiva, que no está tan alejada de la realidad creada por los reality soaps (programas de realidad y concursos).

© Editorial Gedisa

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

197

XIX y hasta los años treinta, dentro de las grandes exposiciones coloniales, con la exhibición, en verdaderos zoos humanos, de «salvajes» pertenecientes a las colonias de los grandes imperios europeos. Son escalofriantes a este respecto las fotos de miembros del pueblo canaque en el zoológico del Jardin des Plantes, en pleno corazón de París, rodeados de vallas, en un decorado que recrea su entorno natural y expuestos a la mirada pública. La televerdad es heredera de esta lógica de la exhibición que se interesa por sujetos anónimos, donde podemos incluir tanto sujetos humanos como objetos sociales. Esta mirada etnocéntrica se aplicó mucho a especies en vías de extinción o a territorios vírgenes amenazados por el progreso. De ahí surge la tradición del reportaje etnográfico; traduce la nostalgia de un mundo virgen, un sueño de inocencia convertido en «mito del buen salvaje». También delata un afán de inventariar y clasificar las especies humanas, en particular las periféricas o exóticas, y de remitirlas a categorías centrales mediante la intervención de expertos que vienen a confirmar y comentar esta tipificación, a la que no escapa la televisión. Prueba de ello es, en la versión francesa de Gran Hermano Loft Story, del canal privado M6, la presencia en el plató de dos psiquiatras que glosaban e interpretaban en público las costumbres y comportamientos de los concursantes enjaulados en el loft. Escribe Razac al respecto, refiriéndose a esta «tipología de anónimos» que le da a la escenificación de la intimidad «su significación y su legitimidad»: «[como en el zoológico] la producción de caracteres o de un êthos, al mismo tiempo ficticios y auténticos, suscita pues un placer especial, cuyos componentes son la curiosidad hacia lo espontáneo, la excitación que produce lo íntimo y el alivio derivado de la clasificación». La exhibición ya no es, desde esta perspectiva, un atentado a la intimidad que vulnera la dignidad del sujeto, sino una garantía de reconocimiento, una prueba de realidad (el existir pú-

198

El zoo visual © Editorial Gedisa

blicamente). Como en el talk show, la televerdad proporciona estatus, produce modos de vida en las series, reafirma la dignidad personal frente a los abusos en el reality show, cumple una función de refuerzo integrando al yo en una tipología de caracteres. Hoy esta mirada ya no se aplica exclusivamente a los sujetos lejanos, exóticos, salvajes, sino que, dentro de la evolución de la mirada televisiva hacia la reflexividad, se aplica al sujeto social estándar, al hombre anónimo, al ciudadano de a pie. De exógena, esta mirada se ha tornado endógena, de exótica se ha hecho endótica. El sujeto exótico –ese «gran Otro» que era el salvaje–, nos dice Razac, ha dejado paso a los sujetos idénticos y anónimos que somos todos. Los objetos-otros que eran el sexo, la violencia, la muerte, el horror, lo monstruoso (el extraterrestre, el androide, el zombi), se han banalizado, han sido domesticados, digeridos por los medios de comunicación, desrealizados por la hipervisibilidad del discurso sobre la alteridad; del zoo humano a los programas de realidad, no hay más que un trecho. «En los zoológicos humanos –prosigue Razac– se consume lo salvaje digiriéndolo. No es el gran Otro, el salvaje que se ve en la selva y del que no se sabe si va a ser bueno o malo, pero es igual. El zoo humano colonial era un dispositivo que procuraba digerir la alteridad. Ahora se digiere una imagen de lo mismo. Se retoma la domesticación social de gente ya domesticada. Estos espectáculos siempre tienen vocación de digerir la alteridad, pero como la alteridad en el sentido que tenía cuando había salvajes y continentes casi inexplorados en el siglo XIX ya no existe, se desenvuelven en lo mismo.» Y cuando ya no hay alteridad, no queda más que lo idéntico; cuando ya no cabe nada inesperado, imprevisible, sólo queda la rutina, el ritual cotidiano, la repetición de lo trivial (Gran Hermano), la serialización de lo mismo (sitcoms), la consagración de un

© Editorial Gedisa

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

199

cierto orden cotidiano (con sus pequeños desórdenes, casi insignificantes), los cuales protegen contra cualquier ruptura histórica, cualquier amenaza de catástrofe. Se legitima así lo cotidiano como espacio cerrado vuelta de lo mismo, como tiempo plano, sin relieve, protegido del accidente. De ahí la multiplicación de programas que crean espacios utópicos en el sentido más trivial de la palabra: no lugares (Marc Augé), espacios acotados, apartados del mundo «real», donde todo es posible dentro de los límites definidos en el simulacro de realidad; mundos míticos, al fin y al cabo, producto de la televisión, pero que, a posteriori, pueden tener una incidencia en la realidad y producir famosos, artistas de televisión, productos del marketing visual. Pero este mundo es un mundo autista, tanto en la narración como en los temas que trata y en los universos simbólicos que crea. Gran Hermano y Operación Triunfo proceden directamente de esta lógica de domesticación social. Así se podría explicar la exhibición de la intimidad, no como proceso perverso, sino como una manera de asumir una nueva imago, de exhibir una nueva imagen de sí mismo que delata una superación del recato, el ocaso del tabú sobre el sentir, la asunción de la parte invisible del ser. «Propongo llamar “extimidad” –escribe el psiquiatra Serge Tisseron (2002)– al movimiento que nos lleva a ostentar una parte de nuestra vida íntima, tanto física como psicológica. Esta tendencia ha pasado durante largo tiempo desapercibida a pesar de que es fundamental para el ser humano. Consiste en el deseo de comunicar cosas del mundo interior. Pero este movimiento resultaría incomprensible si no tratara de “expresarse”. Si la gente quiere exteriorizar algunos elementos de su vida, es para adueñarse mejor de ellos, a posteriori, interiorizándolos de otro modo gracias a las reacciones que provocan en sus prójimos. El deseo de “extimidad” está en realidad al servicio de la creación de una intimidad más rica.»

200

El zoo visual

Augé, Marc, Los no lugares. Una antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 1995. Barroso García, Jaime, Realización de los géneros televisivos, Síntesis, Madrid, 1996. Bettetini, Gianfranco y Fumagalli, Armando, Lo que queda de los medios. Ideas para una ética de la comunicación, La Crujía, Buenos Aires, 2001. Ehrenberg, Alain, L’individu incertain, Calmann-Levy, París, 1995. Magris, Claudio, «Anche il dialogoha dei limiti», Corriere della Sera, 14-7-1997. Razac, Olivier, L’écran et le zoo. Spectacle et domestication, des expositions coloniales à Loft Story, Denoël, París, 2002. Tisseron, Serge, L’intimité surexposée, Hachette, París, 2002.

© Editorial Gedisa

Bibliografía

9 Gran Hermano: el Gran Relato (Lectura semiosimbólica de una estructura mítica)

Si hay un tipo de formato que condense el imaginario televisivo y los mitos de la neotelevisión, éste es, sin duda, el de los reality soaps (programas de realidad, concursos). En lo que respecta a los programas de realidad, funcionan como estructura mítica que recoge gran parte de las fantasías colectivas y combina dos dimensiones aparentemente incompatibles: intimidad y espectáculo. Y lo hacen instaurando un nuevo tipo de narratividad, no construida a priori, sino elaborada sobre la marcha, con una enorme carga mítica, donde se concentran varios puntos que hemos abordado a lo largo de este estudio.

I. Relato y espectáculo televisivo La intimidad es uno de los objetos que, desde hace poco, más proyección tiene en los medios audiovisuales, una intimidad vuelta espectáculo, como un objeto más de consumo. Bien simbólico –y bien escaso, privado, objeto durante siglos de cuidadosa protección–, la intimidad se ha convertido hoy en un objeto de intercambio al igual que los bienes materiales y otros bienes simbólicos del mismo modo que hace un par de décadas lo fue el sexo, más recientemente la violencia y últimamente la muerte. Más allá de la manipulación que puede haber en el tratamiento del tema, más allá de la obvia y a menudo vergonzante mercan-

202

El zoo visual © Editorial Gedisa

tilización del objeto, esta ventilación de la intimidad responde indudablemente a una demanda colectiva, más o menos claramente expresada por los actores y tergiversada por el medio. Se refleja en la aparición y desarrollo de nuevos programas que marcan una evolución de los formatos y lenguajes televisivos: sitcom (o comedia de situación en forma de serie), reality show, hoy en decadencia porque hay productos más exitosos, y talk show, ese superformato, síntesis de lo informativo y lo recreativo, consistente en hacer de la comunicación misma un espectáculo, bajo la gran ley de la Variedad, y que tantos estragos está causando en la programación nocturna de muchas cadenas. Estos programas traen consigo la introducción de nuevas formas narrativas basadas en el habla y la visibilización de lo privado. Remanente de la arcaica confesión, sucedáneo degradado del psicoanálisis, el talk show moderno consagra la ventilación de lo íntimo como una forma más del espectáculo televisual y con ello el imperio de lo visual sobre lo vivido. Instaura así el ojo de la cámara –instancia voyeurista donde las haya– como una instancia narrativa (como un actante dotado de una cierta competencia, aunque invisible): la cámara es ese ojo omnímodo, dotado de un poder-ver ilimitado, panóptico al que nada escapa, dentro de un régimen escópico que se va ampliando cada día más. Culminación de esta omnivisibilidad es Internet, la Red de redes, que marca la abolición de barreras (geográficas, políticas) y de límites (temáticos, simbólicos), con el subsiguiente problema ético que esto no deja de plantear: todo es representable (mostrable, decible) hasta diluir la frágil frontera simbólica entre lo visible (lo aceptable) y lo invisible (lo inconfesable: el secreto, el tabú), lo bello y lo monstruoso, la vida y la muerte, lo legítimo y lo (éticamente) ilegítimo. La caricatura de esta visibilización en live serían las webcams en Internet. Gran Hermano nace al amparo de este modelo.

© Editorial Gedisa

Gran Hermano: el Gran Relato

203

Se imponen así nuevos modos de ver y de sentir en los que la hipertrofia de signos, la saturación comunicativa, la visibilización a ultranza de lo privado, al margen de la presunta democratización de la comunicación, asientan un imperialismo de lo público (mal entendido), una intromisión hasta en los últimos resquicios de la privacidad (la muerte, el dolor, el horror). Frente a la potencia del medio, se plantea la cuestión de los límites (fácticos y simbólicos) de esta injerencia. ¿Conquista o regresión?: That is the question. Al margen del problema de fondo (¿puede haber, hoy día, objetos prohibidos, actos de censura?), queda la cuestión formal: ¿Cómo, de qué forma (de acuerdo con qué códigos, estéticas, formas narrativas), se da a ver esta realidad? ¿En qué medida esta espectacularización de lo íntimo no distorsiona la autenticidad de lo privado, lo irreductible de algunos objetos (la violencia), la complejidad de otros (el sexo), el misterio de unos cuantos (la muerte)? ¿Hasta qué punto el secreto, el silencio, no son constitutivos de toda vida (social, individual)?

II. Los mitos de la neotelevisión Desde esta perspectiva, Gran Hermano, el gran éxito de Tele 5, nacido en el 2000, es el compendio de todos los mitos instituidos por la neotelevisión: la transparencia, la cercanía y la participación/integración del espectador en la construcción de realidad. Es también, en cuanto tipo de relato, la síntesis de varios programas-formatos representativos de la evolución reciente del medio televisivo: el juego-concurso, las sitcoms, el reality show y el talk show (con el acompañamiento de la presentadora, familiares y amigos). Superprograma pues –programa de programas–, Gran hermano se asemeja a un metaformato, y lo es englobando y superando a todos ellos.

El zoo visual

204

POLO DE LO OBJETIVO

POLO DE LO SUBJETIVO

LO INFORMATIVO

LO FICTICIO

función referencial/(in)formativa

función lúdica/recreativa/evasiva

Eje paradigmático (nivel simbólico): géneros y funciones telediario reportaje documental

vídeos domésticos cámara oculta

reality show docudrama talk show confesiones

programas de realidad juegosconcurso

series películas

melodrama telenovela

Lo Documental

Lo Teatral

(Efecto de directo)

(Efecto de dramatización)

Verdad

Verosimilitud

N A R R A T I V I D A D eje sintagmático (nivel narrativo)

© Editorial Gedisa

CONSTRUCCIÓN DE LA REALIDAD EN LOS GÉNEROS TELEVISIVOS (Gran Hermano como programa englobante)

© Editorial Gedisa

Gran Hermano: el Gran Relato

205

El relato producido se articula en torno a los tres grandes mitos sobre los que se asienta la neotelevisión. Pasemos a analizar brevemente cómo determinan una estructura narrativa mítica.

Primer mito: el mito de la transparencia La hipervisibilidad tiene su reverso en una inevitable manipulación, y este sueño de transparencia no puede evitar una cierta opacidad: la de estos falsos espejos y pasillos invisibles con sus treinta cámaras ocultas, sus montadores, la de ese gabinete de expertos que, ocultos en la oscuridad, orientan el programa y contribuyen a construir un relato a partir de una realidad a primera vista insignificante, bastante redundante e incluso aburrida en el antecedente holandés o alemán. La hazaña comunicativa es precisamente hacer de este tinglado a priori insignificante (no construido como sistema de signos, no cargado de sentido) algo supersignificante desde el punto de vista social que despierte un cierto «morbo», sin caer tampoco en la pornografía. ¿Qué es, desde una perspectiva semiótica, el morbo? El morbo juega con la figura de la inminencia (la modalidad del poder-ser); remite a la posibilidad del acto (de lo que el psicoanálisis llama el «passage à l’acte»); juega con lo que pueda ocurrir, que a lo mejor nunca se produce… aunque, desde el punto de vista narrativo, se ha fundado más de una pareja (entre otras, una «pareja fundadora»: María José y Jorge). Pero ¿esto es real o es imaginario, profundamente anclado en una estructura mítica? No nos engañemos: nada más alejado de la realidad como este simulacro de cotidianidad: una realidad recreada en laboratorio donde la funcionalidad y tecnicidad de los equipamientos televisivos priman sobre la intimidad del hogar: la casa es estudio antes que vivienda y sus habitantes son usuarios antes que personas. No están ahí para vivir como lo harían en sus respectivos hogares, sino para ocupar el espacio, representar papeles,

206

El zoo visual

Segundo mito: la cercanía Consiste en recrear intimidad (simulacro de intimidad: esto es, promiscuidad) como en un experimento de laboratorio (es su coartada científica): austeridad del entorno, hacinamiento en los dormitorios, estrechez del cuarto de baño y temperatura ideal para vivir… con ropa ligera. Es por otra parte creación de una cierta familiaridad entre espectadores y actores, un crear un entorno «familiar» (en el doble sentido de la palabra), como si fueran unos vecinos virtuales, unas posibles e inevitables parejas, un sucedáneo de familia. Pero es ésta una cercanía totalmente manipulada, una familiaridad enteramente representada: los diez participantes son actores de sus propias vivencias (y lo hacen muy bien), se instituyen ellos mismos como personajes de ficción de una serie virtual cuyos protagonistas podrían ser ellos, como podrían serlo de una obra teatral o de una telenovela. Hay con-fusión completa entre la realidad y su representación. Y seguramente es esto lo que más fascina tanto al público de masas como a la intelectualidad (aunque no quiera reconocerlo): se borran los límites entre lo real y su doble, la realidad objetiva y la ficción virtual. Pero los participantes «viven esta realidad» observando una convención que es la base misma de toda ficción televisiva: nunca miran a la cámara, hacen como si «esto fuera verdad». Estamos en pleno simulacro, con múltiples grados.

Tercer mito: el mito participativo Haciendo partícipe al público de la eliminación de los concursantes (otro símil con el juego-concurso), el programa los asocia a la construcción de un relato. El medio se consagra así como espacio

© Editorial Gedisa

hacer creíble una virtual intimidad y acercarnos a ella: esta intimidad es al fin y al cabo la del propio espacio televisivo en el que nos invitan a penetrar.

© Editorial Gedisa

Gran Hermano: el Gran Relato

207

narrativo, «espacio de todos» que en el fondo no es de nadie, especie de no man’s land comunicativo, de espacio virtual donde todo es posible, como en los juegos de rol, donde el relato se va elaborando de acuerdo con las «decisiones» de los jugadores. Es la santificación de la audiencia –ese otro gran mito de la cultura mediática– como instancia de poder, como quien decide. El público ayuda así a construir lo que llamaré el Gran Relato (con toda su carga simbólica), un simulacro del relato de la vida: un relato ejemplar –aunque no realista– en el que todos nos podemos reflejar (pero ¡ojo!, aquí los espejos son espejos deformantes y la historia no tiene guión previo). No se trata entonces de identificarse, sino más bien de proyectarse (proyectar nuestros fantasmas, plasmar nuestro imaginario en una historia). Del imaginario al morbo, de la transparencia al voyeurismo, sólo hay un trecho cuya frontera es a veces difícil de delimitar. Finalmente la estructura mítica descansa en el mito de la Creación (aunque aquí en parte invertido con el juego de las eliminaciones): funciona como autogeneración de realidad por el propio medio previa definición de sus «condiciones objetivas» (el escenario: la casa-estudio); estamos en plena proyección fantasmática (el fantasma como pantalla del imaginario).

III. El Gran Relato como relato mítico El Gran Relato es una potente máquina de producción de ilusiones (ilusión de directo, ilusión de transparencia, ilusión de comunidad, ilusión participativa, ilusión existencial); por eso ejerce ese poder de fascinación. Tras todo ello está el mito democrático (el de la polis como mundo de los hombres comunes). Un mito que, asentado aquí en la presunta participación de los televidentes en la evolución del programa, en realidad, encubre una figura de poder: la ley del pú-

208

El zoo visual

1) el teatro de marionetas que, combinado con la casa de muñecas, traduce el eterno sueño infantil de dominar/manipular el mundo (expresando al mismo tiempo un miedo fantasmático a no poder hacerlo, a no llegar a ser adulto); y 2) lo que podríamos llamar «la ventana indiscreta», de corte claramente voyeurista, consistente en levantar el velo que cubre al otro, en conocer la vida del vecino (ese vecino que es una figura lejana, casi inalcanzable, aunque cuán humana, en las tertulias rosas: el famoso; y que es aquí cercano: el hombre corriente, «sin atributos»). Y lo hace convirtiendo la televisión en un gran patio de vecindad, erigiendo al mismo tiempo el espacio «familiar» (la casa) en estudio televisivo, en cámara experimental (nupcial, familiar, íntima). ¿Queda algo de la «intimidad del hogar» en esta visibilizacion a ultranza? ¿Se puede hablar todavía de «libertad individual»? Con

© Editorial Gedisa

blico disimula una elemental ley del juego (ley de la selva, dirán otros) consistente en eliminar con toda buena conciencia al otro (al amparo de la regla), eliminar a esos «vecinos» que van a ser durante tres meses los participantes. Es una ley basada en el control y en la delación más o menos disfrazados de ritos participativos. El título del programa no es inocente: «Big Brother», en la fábula de Orwell, lejos de ser una instancia protectora, es una figura omnímoda del poder, un ojo-panóptico al que nada escapa, ni tan siquiera el más mínimo detalle de la intimidad de los hogares de sus súbditos. Esta figura del poder se plasma en dos submodelos en los que –como a menudo sucede en el relato mediático– coexisten rasgos pertenecientes a lo arcaico con rasgos más específicamente modernos. Es esta mezcla, precisamente, la que configura un imaginario propiamente audiovisual. Estos dos submodelos expresan sueños de corte claramente regresivos:

© Editorial Gedisa

Gran Hermano: el Gran Relato

209

toda seguridad estos conceptos, junto con los valores (sociales, simbólicos) que arrastran, ya no son operativos o, por lo menos, han evolucionado. A no ser que la neotelevisión, de la mano del Gran Hermano, marque el fin objetivo de la intimidad; no que el medio le ponga fin (visión apocalíptica), sino que el medio ratifique lo que todo el mundo intuye pero que nadie se atreve a asumir: que la intimidad en la sociedad moderna ya no existe ni como valor ni como experiencia porque ya no es objetivamente posible para la mayoría, ni siquiera subjetivamente deseada por algunos, devorada como es por los medios de difusión y aniquilada por el espacio público. La paradoja es que esta inmolación de la intimidad consagra al mismo tiempo una intimidad de prestado, un sucedáneo del Hogar: es el plató de televisión (de omnivisión, cabría decir), un nuevo espacio familiar, neutro, flotante, que seduce a todos y lo fagocita todo, porque no implica obligaciones ni deberes sino el estar simplemente pendiente de su ojo, presa de su fascinación. Ocurre con la realidad en su dimensión privada lo que ocurrió con la historia (o la política) como discurso público: es cuando toca a su fin cuando se despierta la nostalgia de los orígenes. Nada más adecuado como esta figura del Génesis para refundar el discurso televisivo. Veamos ahora cuál es el estatus semiótico de la realidad creada en y por el medio.

IV. «Ni falso ni verdadero, sino todo lo contrario...» Esto no es la realidad –decía lúcida e ingenuamente uno de los participantes, una vez fuera del ingenio. Esto es información –se empeñaba en repetir la Hermana Mayor–, una historia que se crea en directo, que se está creando ahí dentro.

210

El zoo visual © Editorial Gedisa

Gran parte de la polémica sobre Gran Hermano ha girado en torno a una valoración del programa basada en criterios de tipo verídico, lo que no ha dejado de crear un permanente malentendido entre defensores y adversarios, y ha contribuido a falsear el debate en los siguientes términos: ¿Es real o es puro montaje? ¿Son candidatos espontáneos o verdaderos actores? ¿Son auténticos sus sentimientos? ¿Es cierta la intimidad que ahí se manifiesta?, etcétera. El envite semiosimbólico se sitúa en otro nivel: no se puede plantear en términos de sinceridad (del emisor) ni de alienación (del receptor), sino de contrato comunicativo, es decir, de algo común, de un pacto que establece un vínculo en torno al ver, en torno a lo que se va a compartir. Por lo tanto, no estamos aquí ante un pacto de tipo veritativo (basado en la verdad objetiva de los hechos y de las personas, como si fueran instancias externas), sino que estamos ante un pacto fiduciario, basado en la credibilidad de los objetos, fundado en la subjetividad de los sujetos y en su (buena) fe. La lógica de los medios, en particular la de la televisión, hace tiempo que ya no obedece a la verdad, pues se desenvuelve en lo verosímil, exigiendo por tanto otros planteamientos: ha pasado de una lógica reproductiva (que pretendía imitar la realidad) –una «lógica del espejo», como dice Baudrillard– a una lógica del simulacro (que pretende rivalizar con la realidad). Después de la publicidad que siempre «lava más blanco», de la fotocopiadora «que fotocopia mejor que el original», nos invaden los productos «más reales que la vida misma», productos que se inspiran en ella pero que alcanzan lo que he llamado un «grado plus» de realidad. Lo que hace creíble el mensaje es menos su verdad objetiva que el «efecto de realidad» que produce. Es en la televisión donde esta verosimilitud es más patente. Se manifiesta mediante una saturación sígnica que funda una hiperrealidad. Aquí todo es demasiado: demasiado en cuanto a valores (demasiado eficaz como ocurre en la publicidad, demasiado exito-

© Editorial Gedisa

Gran Hermano: el Gran Relato

211

so o feliz en los juegos-concurso), demasiado en cuanto a dramatismo (como vemos en los reality shows o los vídeos domésticos), y por supuesto en cuanto a efectismo (en las series de acción). Esta sobrepuja en la representación de la realidad también se refleja en la decoración de los platós y en los protocolos de introducción de los programas e invitados (sin hablar de lo que ocurre en algunos programas donde hasta los intercambios de ideas se han convertido en encuentros –a veces físicos– de personas). Decir que esto es un «montaje» no es una crítica pertinente; es como si se dijera que el teatro engaña porque no es la vida misma. La televisión es el gran theatrum mundi de hoy, pero es un teatro exacerbado donde se sobreactúa, que obedece al exceso, al desbordamiento de signos, a su inmolación ante la mirada colectiva (en eso no deja de recordar antiguas ceremonias ni es ajeno a los sacrificios rituales): se inmola lo que no se tiene –lo que no se puede tener–, en una consunción de signos de Felicidad (aunque sea ajena, la Felicidad está siempre ahí, al alcance del sueño), lo mismo que en otro ámbito se derrocha lo que sobra, lo que estorba (porque no se sabe qué hacer con ello): la violencia, la muerte… Porque el hiperrealismo es algo más (y otra cosa) que el realismo naturalista heredado del siglo XIX: si el realismo obedece a la verdad y busca la autenticidad, el hiperrealismo, en cambio, se asemeja al simulacro, se desenvuelve dentro de lo verosímil, busca el «parecido con la realidad» pero para sustituirla. Si aquél se basa en la autenticidad de las fuentes, éste se recrea en la credibilidad de los efectos. Si el primero es comedido, el segundo aprovecha todos los medios (narrativos, icónicos) para conseguir sus fines (comunicativos). Los talk shows y reality shows nos han acostumbrado a esta recreación de realidad en el plató, a la simulación de sentimientos íntimos (amor-odio-desesperanza-horror) ante el ojo voyeurista de la cámara. Hasta los géneros más aparentemente realistas (las sitcoms) se ven contaminados por esta tendencia a la saturación: nada más hi-

212

El zoo visual © Editorial Gedisa

perrealista como estos decorados de hogar «familiar», redacción ejemplar, comisaría-modelo u hospital moderno; nada más estereotipado como estos personajes de serie, quintaesencia de roles y tipos, con los que cada uno se puede identificar idealmente. La realidad es aquí –antes que nada– su propia representación: jóvenes que juegan a ser superjóvenes, mujeres a ser «más mujeres», inspectores a ser más que policías, etcétera. La representación se constituye de hecho en modelo de realidad. El malentendido en torno a Gran Hermano ha sido sin duda creer que aquello era real o, al contrario, pensar que todo no era más que manipulación, obra de no se sabe bien qué deus ex máchina (por cierto, no la sosa Mercedes Milá). Ni verdadero, ni falso: virtual. Como lo son los reality shows: reconstrucción simulada de hechos reales, o las series: la vida y algo más. La Casa no es en efecto la vida misma: es el relato de la vida, un objeto semiótico por excelencia (¡en permanente construcción!); es el Gran Relato como lo he llamado, un relato paradigmático, arquetípico, que encierra todos los relatos televisivos, es la síntesis de todos los géneros, un metamito, un mito de mitos. Es el mito de la creación hecho realidad de manera redundante porque es «Casa» y no lo es: es estudio y «el estudio es el mensaje» –podríamos decir ¡parodiando a Mac Luhan!–, y la televisión es su principio y su fin dentro de una reflexividad infinita. De ahí un décalage permanente ligado al poder del medio de generar su propia realidad: porque es una realidad sui géneris, de generación espontánea (en el sentido psicológico y generativo de la palabra). Es otra intimidad, un privacy show (un espectáculo de intimidad), una privacidad exhibicionista (no puede no serlo), «extimidad» la llama Serge Tisseron, intimidad producida, exhibida por/en el medio. Es la realidad (aparente) y su reverso (profundo): el imaginario colectivo con sus deseos más inconscientes. Todo descansa aquí en esta ambivalencia (en este doble régimen de realidad) y ahí está la clave de la fascinación que ejerce: es

© Editorial Gedisa

Gran Hermano: el Gran Relato

213

un espacio virtual producto del laboratorio que es la tele-visión –esa gran máquina de visión–, una realidad íntegramente producida por el medio; y el medio es aquí un Frankenstein amable, concebido por un creador anónimo (sin nombre), Dios intrascendente, instancia inmanente (el ojo televisivo) que, como las veintinueve cámaras de Soto del Real, nos observa constantemente. Pero la creación no lo es sólo del medio, pues remite también a una figura arquetípica, el mito del origen. Al margen de la «vuelta a los orígenes» (Mercedes Milá dixit el 23 del 4 del 2000), con su sueño autárquico (el cuidar las gallinas, cultivar lechugas y lavar la ropa a mano), la Casa es la creación en versión tanto mitológica como narrativa: crea un espacio mítico, extemporáneo, abierto, de proyecciones fantasmáticas, espacio interior donde todavía cabe el secreto, lo no-dicho, con más fisuras de lo que aparenta; pero es también un espacio teatral (actoral), donde los participantes se construyen como actores, espacio de la representación, de la catarsis, espacio narrativo, en fin, de los rituales cotidianos, pero aquí dentro de una realidad virtualizada –espacio de lo posible, de lo reversible–, espacio utópico al fin y al cabo (u-topos es en ningún lugar). Ahí se van a gestar historias, a crear encuentros y desencuentros, amoríos y entuertos, se van a hacer y deshacer parejas. Esto refleja un rito iniciático: todos salen «transformados» del experimento, la Casa funciona como microcosmos revelador de destinos. Y, como en un gran juego de rol, vamos a ser directamente partícipes de la evolución de sus habitantes, quitando y poniendo nuevos personajes, moviendo a nuestro antojo las figuritas de la gran casa de muñecas. Todo ello al amparo del mito del directo, un directo on line que rivaliza con Internet y permite la creación de un relato ex nihilo en el que, mediante una autogeneración de realidad por el propio medio, el guión se elabora sobre la marcha: «¡El guión es nuestro!», el relato es de todos, todos somos un solo ojo.

214

El zoo visual

Ésta es la segunda clave del éxito del programa: la creación de un Gran Relato que, a la par que remite al gran poder de la televisión de crear una realidad sui géneris, autorreferente (ni verdadera ni falsa sino… televisiva), nos consagra sacerdotes por delegación de este gran juego colectivo, con poder de vida y de muerte sobre los personajes. «Nominar» es entonces orientar el relato, crear destino, dominar el mundo, aunque sólo sea su versión narrativa: un theatrum mundi a mitad de camino entre el Monopoly (los 20 millones) y la casa de muñecas (el jugar al papá y a la mamá). Pero ese poder no es un poder que podamos identificar (como el Big Brother original), es un poder invisible (o hipervisible); es el poder simbólico del medio: poder de crear ilusión de realidad, de fomentar sentimiento de libertad, ilusión de poder, poder contra el que no podemos nada porque está en nosotros, delegado en el público, anónimo, legitimado por la votación. Por eso, moralmente, algunos han asociado a los que «condenaban» el programa con sectores conservadores, como si denunciar la afrenta a la intimidad fuera un atentado a la libertad: un efecto perverso del sistema democrático. Estamos aquí ratificando la delación como regla de juego, la exclusión del paraíso terrenal en nombre de Dios. ¿Qué será del último hermano (ahora que somos todos hermanos en potencia, igualados por el Gran Relato)? El héroe de mañana será el hombre común, sin intimidad (¿»sin atributos»?), el que mejor haya resistido la amenaza social, la presión de lo público. ¿Se acabó la televisión de los famosos, de lo heroico, de lo extra-ordinario? Frente a la crisis de los grandes relatos colectivos –mitos, religiones, ideologías–, se multiplicarán los pequeños relatos cotidianos. Después de la muerte de la Historia (con mayúscula), ¿la revancha de las historias (minúsculas)? ¿Revancha de lo

© Editorial Gedisa

Conclusión: El poder simbólico del medio

© Editorial Gedisa

Gran Hermano: el Gran Relato

215

microsocial sobre lo macrocolectivo, de lo privado sobre lo público, de lo local sobre lo global? Cuando la información ha perdido credibilidad, cuando ya no se cree en el acontecimiento, cuando el porvenir político se cierra, entonces se crea expectación, se juega con las figuras de lo inminente, se santifican pequeños por-venires, aunque a sabiendas de que, ahí, nada trascendente va a ocurrir. Y cuando ocurre realmente algo (cuando un simpatizante etarra –un exhibicionista más– irrumpe en el orden doméstico-narrativo del gran Hogar), el medio ni siquiera le dirige la cámara y ésta, púdica y ciega ante la vuelta de lo reprimido (el acontecimiento), se fija en la pecera, se diluye en la transparencia del acuario, intercambia una transparencia por otra. El acontecimiento ha muerto, ¡viva el suceso! A falta de trascendencia, ¡viva lo intrascendente! ¿Es ésta la televisión de mañana? Una televisión sin conductores (la superpresentadora no conduce nada, se deja conducir por la dinámica del medio que genera la realidad narrativa): prefiguración del mundo que nos espera, un mundo sin trascendencia, sin Dios ni ideología, donde todo es inmanente, autoprogramado, donde los espectadores serán sus propios actores y la realidad su propio simulacro: virtual, demasiado virtual…

10 La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»

En la televisión-espectáculo –donde predomina la función recreativa sobre la informativa y la formativa– se ofrecen productos cada día más estandarizados diseñados por productoras especializadas que trascienden las fronteras y se exportan como si fueran productos de marketing, ligeramente adaptados a la demanda, pero invariables en la fórmula. Si ésta funciona, el producto se sacraliza, se serializa, se exporta, se formaliza: se crean así formatos nuevos que son verdaderas bendiciones para sus promotores y para los grupos de televisión privados y públicos. Los llamados programas de realidad, que han invadido las pantallas mundiales sin distinción de nacionalidades, culturas, edades o gustos, son uno de ellos. Francia –país de la excepción cultural (de la defensa de una cultura propia, genuina, no sólo francesa sino europea)– tampoco ha resistido la presión de esta «demanda de realidad». Con un año de desfase –y un acalorado debate nacional sobre la identidad cultural, los límites de lo privado y la ventilación de la intimidad–, Francia ha tenido su versión, eso sí, adaptada, de Big Brother/Gran Hermano: se ha llamado Loft Story y estaba en el 2002 en su 2ª edición.

I. La televisión como espejo del sujeto Ocurre con estos programas –también con otros que cumplen una función de entretenimiento– lo mismo que ha ocurrido

218

El zoo visual © Editorial Gedisa

con los programas de contenido violento (las series de acción) o violento-lúdico (como los vídeos domésticos): se están imponiendo productos que trascienden las fronteras geográficas y culturales, productos transculturales, sin contenidos temáticos precisos ni orientaciones marcadas, y menos guiones preestablecidos; programas simplemente regidos por un principio general que facilita identificaciones universales (por lo menos dentro de la cultura occidental). Son programas sobre intimidad (Gran Hermano), supervivencia (Supervivientes) o superación (Operación Triunfo), con un componente lúdico, que manejan valores lo suficientemente fuertes e híbridos como para permitir todas las identificaciones posibles desde contextos políticos, sociales y culturales diferentes. Obviamente contribuyen a una nivelación cultural, a una nueva forma de aculturación mediática, pero sobre todo propician un tipo de producto cultural eminentemente redundante. Desde esta perspectiva, la televisión funciona cada vez menos como reflejo del mundo –de la diversidad geopolítica de los objetos sociales– y más como espejo del sujeto, pero no de un sujeto socialmente identificable ni culturalmente marcado, sino de un sujeto amorfo (sin forma ni marca que lo identifique previamente), anónimo (sin nombre), no identificado (sin otra identidad que no sea la que le da el medio). El prototipo de este nuevo Homo spectator sería el participante en concursos y programas de realidad, un hombre común, «de la calle» –que puede ser cualquiera de nosotros–, un hombre sin atributos que parte de cero y que el medio va a promocionar como animal televisivo, técnica y socialmente hablando, que lo consagrará a posteriori como famoso dotado de un estatus y prestigio social, transformándolo física y narrativamente en «personaje» (recuérdese la transformación de Rosa en Operación Triunfo). Pero esta dinámica va más allá de estos programas y afecta al conjunto del discurso televisivo. Participa en la producción de

© Editorial Gedisa

La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»

219

una realidad transcultural que lima las diferencias, integra la alteridad y diluye las identidades, basándose en la construcción de un sujeto cuya principal característica es adaptar su performance a las reglas del medio: un sujeto que se construye por/y en el medio y, también, una vez conseguida la fama, para el medio (como ocurre en los programas tipo Operación Triunfo, consistentes en fabricar artistas como si fueran productos de la televisión). Esta promoción del hombre común en situaciones de convivencia, supervivencia o competitividad, lejos de fomentar el aprendizaje de otros modelos culturales, remite, en particular en los programas de «superación», a una cultura homogeneizada que es la cultura televisiva misma, con su narratividad, su estética y su espectacularidad. Se asienta así una «televisión sin fronteras» que trasciende los contextos nacionales y las idiosincrasias locales. ¿En qué medida esto altera el contrato comunicativo y las formas y formatos televisivos? La hipótesis que queremos desarrollar aquí es que esta vocación transcultural se traduce en una dilución de las fronteras dentro del propio discurso televisivo: – fronteras entre géneros, lo cual diluye los límites entre información y entretenimiento, y fomenta una hidridación de géneros; – pero también fronteras simbólicas que difuminan los límites entre realidad y ficción y promocionan una realidad sui géneris que crea comunidades virtuales de espectadores basadas en identificaciones imaginarias. Ésta sería la clave de la fascinación que ejercen estos nuevos formatos televisivos, el asentarse en nuevos modos de ver que cuestionan los tradicionales modos de saber. Se impone, pues, una cultura homogeneizada que diluye las identidades locales en favor de una globalización de la cultura.

220

El zoo visual

II. La televisión como lugar fronterizo (entre lo real y lo imaginario) Como gran ritual moderno, la televisión es hoy el lugar por excelencia de lo imaginario: depósito de imágenes, fantasmas, ilusiones, fobias, pequeños temores, grandes pánicos, la televisión nos informa no sólo sobre lo que está pasando en el mundo –lo que se ve–, sino sobre lo que no se ve, la parte invisible, inconfesable, de la realidad, la otra cara de la realidad, normalmente admisible, del discurso público. Más allá de la función de entretenimiento que cumple –con un predominio cada vez mayor de lo recreativo sobre lo informativo–, la televisión condensa una serie de preocupaciones difusas, informuladas (que no recogen otros discursos), y contribuye a visibilizarlas y formularlas (dándoles forma narrativa), aunque a menudo de manera travestida, disfrazada bajo los ropajes del entretenimiento. En eso cumple una función ritual de instrumento narrativo que da forma a lo informe, formula lo informulado y visibiliza lo invisible. Lugar de tensiones, tal vez más simbólicas que sociales –entre orden y desorden, fatalidad y azar, vida y muerte–, la televisión funciona como lugar fronterizo en el que cristalizan los infortunios,

© Editorial Gedisa

Es decir, que esta evolución de los productos televisivos no sería exclusivamente el resultado de una política de marketing (vinculada a la existencia de grupos multimedia productores de programas), sino que se debería a la mutación misma del discurso televisivo –en su doble función: especular y espectacular– que fomenta nuevos imaginarios propiamente audiovisuales, transnacionales, que se imponen sobre lo político, creando nuevos saberes simbólicos, desterritorializados, al margen de la esfera pública institucional.

© Editorial Gedisa

La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»

221

las fantasías, paradojas y contradicciones de la sociedad moderna; tensiones que la televisión resuelve mágicamente: idealmente mediante la espectacularización de lo emotivo (obvia en la «televisión de la intimidad»), catárticamente mediante una ritualización de la violencia e incluso su estetización. La frontera, en un sentido narrativo y simbólico, es precisamente el lugar donde confluyen los discursos y las identidades: donde van a parar (a topar y a realizarse); esto es, a encontrar sus límites, pero también a regenerarse, a reformularse. La frontera es lo que permite ver al otro/a lo otro y re-flexionar sobre uno mismo, volver sobre lo dicho, abordar lo no-dicho (lo que no se dice/lo que dice el/lo otro). Como lugar fronterizo, la televisión es un discurso abierto, permeable, no acabado, tanto en términos enunciativos como simbólicos. Espacio polifónico –discurso de discursos–, representa el lugar privilegiado de la representación social, de la proyección de la identidad comunitaria y de sus carencias, sus fisuras. Pero lo hace al margen de los espacios de representación consagrados, esto es, los discursos político e informativo (aunque también cumple esta función, pero dentro de una crisis de lo informativo). Y es precisamente a espaldas de esta crisis de la representatividad moderna de lo político –de lo que concierne a la polis, de los asuntos de interés público– como se construye un espacio transversal, paradójico: para-doxal, decía Roland Barthes, que se sitúa en torno a la doxa, a la opinión común, pero que, al mismo tiempo, explora sus fronteras y, en ocasiones, las transgrede. Con la neotelevisión emerge un espacio híbrido donde se elabora un nuevo imaginario de la representación, un espacio fronterizo que es el espacio por excelencia de la ambivalencia: – a caballo entre lo público y lo privado, dentro de una cierta espectacularización de lo privado;

222

El zoo visual

III. La ambivalencia televisiva: la coexistencia de los contrarios Como discurso paradójico, la televisión se desenvuelve en la frontera de lo (socialmente) reconocido y de lo (moralmente) aceptable. Desde hace una década, con el desarrollo de la neotelevisión –la televisión de la cercanía, de la intimidad, como ha escrito Dominique Mehl–, estamos asistiendo a la multiplicación de programas que exploran estas fronteras y se desenvuelven en nuevos acercamientos a la realidad vivencial. Operan a dos niveles: – en la construcción de la realidad, mediante un tratamiento de ésta en términos de hiperrealidad (Baudrillard), y – en la relación que establecen con el espectador, determinando un contrato comunicativo basado en el sentir, un sentir exacerbado.

© Editorial Gedisa

– entre la dimensión colectiva e individual, con una vertiente social pero también una propensión a bucear en la intimidad; – que oscila permanentemente entre un sentir positivo (emoción, sentimiento, amor) y un sentir negativo (violencia, horror, muerte); – entre la distancia enunciativa y la cercanía, hasta eludir sus propias marcas enunciativas; – entre una narración objetiva (con una función referencial) y una narración subjetiva (un «enunciador con»); – entre un discurso sobre el mundo y un discurso sobre sí misma, con una reflexividad en la que la televisión se enuncia –y anuncia– a sí misma, haciendo constante hincapié en su poderver, en su capacidad de instituir su propia realidad.

© Editorial Gedisa

La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»

223

Esta exacerbación del sentir ha alterado profundamente el régimen de visibilidad televisivo, afectando a la oferta de realidad del medio, lo cual se ha traducido en lo que he llamado la hipervisibilidad televisiva, tal y como hemos visto en reality shows, talk shows, programas de realidad, e incluso series tipo sitcoms. Se apoya en un contrato comunicativo que establece una relación ambivalente con el espectador, y remite a lo que Greimas llamaba categorías «tímicas»: categorías que rigen la relación perceptiva primaria con la realidad, que es fundamental/fundadora en la construcción de universos de referencia para el sujeto. Por una parte una relación eufórica, basada en un sentir positivo: es obvio en juegos-concurso, en programas de variedades y en algunos talk shows, géneros todos ellos dominados por lo espectacular. Por otra parte una relación disfórica, asentada en un sentir negativo: aparece de manera objetiva en los telediarios, dramatizada en los reality shows y amenizada en los vídeos domésticos. En el primer caso se establece una relación amena, relajante e identificadora con la realidad; en el segundo, una relación tensiva, dramatizante y proyectiva (de identificaciones negativas). Pero hay también –y cada vez más– géneros-frontera que combinan dentro del mismo programa lo eufórico y lo disfórico y producen contaminaciones de una categoría sobre otra. Ejemplo de ello son las sitcoms donde alternan sin entrar en contradicción las dos categorías, como una especie de metáfora de la vida, de la coexistencia de principios contrarios y de tensiones o pulsiones opuestas, en particular dentro de universos temáticos y referenciales que agudizan estas tensiones (relaciones familiares o laborales, por ejemplo): orden versus desorden (véase las series sobre juventud, institutos, academias), vida versus muerte (series de hospitales), consenso versus conflicto (policías, periodistas). Un paso adelante, por ejemplo, la serie de Tele 5 ambientada en una academia de baile, no para de escenificar pequeños conflictos personales, de pareja, relacionales o laborales, dándole esa narrati-

224

El zoo visual © Editorial Gedisa

vidad accidentada tan característica de muchas series que culmina en las producciones sobre policías u hospitales donde, a la inversa, es el sentir positivo (emoción, sentimiento) lo que viene a puntuar –para suavizarlo– el relato. Lo mismo se podría decir, en clave esperpéntica, de la última producción de «televerdad» de Tele 5, Hotel Glamour, a principios de 2003, cuya dinámica narrativa ha derivado sistemáticamente hacia el conflicto, con su prolongación circense en Crónicas marcianas mediante una exacerbación de la violencia. El glamour –que tendría que ser una estética del control de las formas, de la distanciación– deja paso entonces al melodrama, dando rienda suelta a las reacciones más primarias, a las rivalidades feroces y a los instintos de dominación dentro de la tribu de los famosos. Pero aquí, también, las categorías se diluyen, e incluso dentro de los subgéneros tensivos es relevante la tendencia a la desdramatización por un lado y, por otro, la contaminación de lo informativo por lo lúdico/espectacular, como ocurre al final de los telediarios o en la crónica del tiempo, y que alcanza su grado máximo en los Guignols. Es sintomática, en Francia, la participación creciente de políticos y hombres públicos en programas de variedades y talk shows, sin alcanzar sin embargo el grado de espectacularización de la televisión norteamericana donde, en período electoral, los políticos participan más en los programas de entretenimiento que en los debates directamente políticos, reflejándose esto en un seguimiento de estos programas que supera con creces el de los espacios electorales. Esta contaminación de categorías también afecta a formatos que por su propia naturaleza tienden a lo disfórico, como son los reality shows o algunas modalidades de talk shows donde el final feliz (reencuentros, reconciliaciones, arrepentimientos) resuelve mágicamente las tensiones. ¿Cómo interpretar, en términos simbólicos, estos fenómenos? La dilución de las fronteras entre géneros, la contaminación entre

© Editorial Gedisa

La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»

225

grandes principios y categorías, contribuye, sin duda, a reducir el conflicto, a domesticar el accidente (véanse los vídeos domésticos), a volver aceptable, al fin y al cabo, lo disfórico pasándolo por el molde de lo espectacular, superándolo mediante el juego o sublimándolo en su contrario, narrativizándolo en una palabra.

IV. La transgresión de las fronteras y la reversión del código La dilución de las fronteras entre géneros, funciones e incluso entre el medio y el público propicia un juego con el código mismo que altera directamente la función referencial o mimética (la capacidad que tiene la televisión como discurso constructor de realidad de reproducir de manera realista el mundo), pudiendo incluso llegar a una distorsión del mensaje o alcanzar un nivel paródico en algunos programas. En este caso se produce una reversión del código, a menudo lúdica, siendo este componente lúdico una de las marcas (enunciativas, narrativas) más llamativas del nuevo contrato comunicativo establecido por la neotelevisión. Podríamos aquí también –siempre a modo de hipótesis de trabajo– definir varios grados en esta relación lúdica con el código.

1. La distorsión tenue Se produce en programas que juegan con los límites de los géneros lúdicos. Es patente, por ejemplo, en los juegos-concurso con un componente de riesgo, con pruebas de índole repelente (Gente con chispas de Jesús Vázquez, en versión edulcorada, con su invisibilización del peligro; Fort Boyard, en Francia, con sus pruebas físicas, o los programas de «humor amarillo»). Aquí la frontera es tenue, entre lo lúdico y lo sádico, estableciendo a veces un juego perverso con la paciencia y la capacidad de aguante del espectador, pero sin caer en lo perverso. En todo

226

El zoo visual

2. La reversión lúdica Dentro también de un juego con lo invisible/lo posible/lo inminente, los programas de cámara oculta juegan con la convención de realidad: lo que es realidad desagradable o generadora de desorden para la «víctima» resulta ser fuente de placer voyeurista para el espectador. Lo que podría caer en lo disfórico se ve lúdicamente convertido en eufórico cuando se desvela la presencia de la cámara, revelando doblemente la competencia del medio, su poder-ver: tanto su poder de mostrar lo invisible, de revelar lo sustraido a la mirada pública, de mostrar la otra cara de la realidad social, como su capacidad de producir «revelaciones» al final, de darle la vuelta a la realidad representada y al contrato fiduciario entre víctima y mediador televisivo.

3. La reversión mágica Retomando el esquema narrativo de Greimas (1973) y su terminología, podríamos decir que es de índole mítica: podría analizar-

© Editorial Gedisa

caso, el juego se mantiene más acá de lo sádico, que figura siempre como virtualidad: hay como una puesta a distancia del horror, mantenido a raya por el presentador y la tonalidad fuertemente amena de dichos programas. En una regresión bastante infantil, se juega, al fin y al cabo, con el darse miedo, con la posibilidad de caer en el horror, de la que salva siempre, como una especie de deus ex máchina, la intervención de la televisión. La televisión reparte suerte y ánimo, es la garante del orden y evita que el espectador caiga en un sentir negativo. Son reveladores, a este respecto, los programas en los que los concursantes no ven el peligro (ojos vendados, oscuridad, etcétera) y que sólo lo vea como peligro ajeno –del orden de lo posible– el espectador. La distorsión llega a su punto máximo en programas como ¿Quién dijo miedo? (Antena 3) en 2000.

© Editorial Gedisa

La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»

227

se en términos de «quête mythique» y de glorificación mediante una prueba, como ocurre en los reality shows. Consiste en pasar del drama a su glorificación mágica, gracias a la intervención televisiva, que funciona como destinador secreto y adyuvante técnico que permite reencuentros y los escenifica en directo. Facilita una invisibilización instantánea del dolor y una sublimación del conflicto.

4. La eliminación mágica de las fronteras Es la que se produce en los programas de vídeos domésticos sobre accidentes, catástrofes o simplemente tropiezos o meteduras de pata, momentos en que de pronto irrumpe el desorden hasta hacer peligrar el equilibrio familiar, social o incluso natural (vida versus muerte). Aquí también se cumple una doble invisibilización del cariz accidental del suceso representado y de sus posibles consecuencias fatales: – El medio técnico, mediante la secuencialización (selección de temas, repeticiones y cortes), convierte el accidente en pirueta, el dolor en gag y la tragedia posible en secuencia de película espectacular. – A la par que pone a distancia el peligro, anula la amenaza de lo inminente, invisibilizando la muerte: pocas veces se ve sangre o heridas, y cuando acaece la muerte, ésta queda remitida a un fuera de campo narrativo, simbólicamente eliminada mediante una especie de «enunciación interrumpida» (la repetición de la misma escena), como una suspensión del tiempo, una exclusión del desenlace fatal, gracias a un juego con la figura del azar que pocas veces se convierte en fatum, en destino trágico.

5. La reversión paródica Aparece en los programas que exploran los límites del género al que pertenecen, alcanzando un grado plus de realismo, de hiperrealidad, sin caer del todo en la parodia (como ocurrió, por ejemplo,

228

El zoo visual

6. La Otra o la subversión del código Este programa, inaugurado por Telemadrid en 2001 en horario nocturno y que también se puede captar en Vía Digital, Canal Satélite Digital y cable, es el intento más logrado, a pesar de sus excesos y tics, de romper con el código televisivo, a partir de la introducción de un cierto desorden en la representación de la realidad y la comunicación del mensaje; lo hace a diferentes niveles, mediante una alteración de los códigos: – código enunciativo: rompe con la focalización única, jugando con los puntos de vista, dando lugar a una multifocalización gracias a los desplazamientos de la cámara que, sin orden ni concierto, «abandona» al sujeto representado y se fija en detalles (botella, vaso, cenicero rebosando de colillas, etcétera). – código narrativo: no hay continuidad narrativa, se puede alterar el orden secuencial o pasar de una secuencia a otra sin transición. Es más, los roles actanciales también se pueden ver alterados: espectador sentado a una mesa que pasa a ser presentador, camarero que se transforma en entrevistador, entrevistado que se reincorpora al público, etcétera. – código comunicativo: el programa integra sistemáticamente el ruido en la comunicación del mensaje mediante elementos que vienen a interferir: gente que pasa ostensiblemente delante de la cámara, primeros planos sobre una espalda, niños que

© Editorial Gedisa

en la serie Betty la fea de Antena 3). En los programas de variedades, donde más se manifiesta esta tendencia, refleja la capacidad que tiene la instancia televisiva de autoparodiarse, de convertir su discurso narrativo en metadiscurso (discurso sobre sí misma o discurso intertextual, intratelevisivo). Es patente en programas en los que la figura del presentador se convierte en animador (más o menos activo, más o menos amigo), caso de Crónicas marcianas, que consagra una «cultura del cachondeo».

© Editorial Gedisa

La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»

229

se ponen a jugar, alguien sacando fotos, todo ello seguido con la máxima atención por la cámara, aunque de manera bastante desenfadada. Con esto se produce una disyunción dentro de las convenciones más elementales: en Básico, el magacín que constituye la parte central del programa e incluye reportajes, entrevistas, actuaciones musicales y pequeñas muestras artísticas, se produce incluso una ruptura entre sonido e imagen, en particular en un género tan estereotipado como la entrevista: mientras habla el entrevistado se ve otra cosa (detalles insignificantes, otras personas, objetos que no tienen que ver con el tema) o simplemente al entrevistado desde una cierta distancia. Todo ello, junto con la aleatoriedad del relato y la movilidad del punto de vista, contribuye a crear una impresión de zapping, como si el medio se hubiera reapropiado de esta libertad que tiene el espectador de separarse del mensaje, de romper la cercanía que impone el medio, recobrando su libre albedrío, su poder de discriminación tanto de contenidos como de forma (enunciativa, narrativa), libertad para oír por un lado y ver por otro. Del zapping receptivo al zapping enunciativo no hay tanta distancia: La Otra la franquea continuamente, haciendo caso omiso de las fronteras formales.

V. El juego con las fronteras de la representación La televerdad inaugurada en Estados Unidos con el modelo introducido por Real TV –programas centrados en hechos brutos, generalmente accidentes, que la televisión retransmite «tal cual»– abre nuevas vías en la representación de la realidad. De repente es como si desapareciera toda mediación, todo filtro entre el espectador y la realidad objetiva, como si la realidad hablara por sí mis-

230

El zoo visual © Editorial Gedisa

ma, consagrando así el mito de la transparencia, tan omnipresente en la neotelevisión. Fundamentalmente disfóricos, estos programas marcan el regreso de lo que Jesús González Requena (1988) llama «lo real», una forma de realidad irreductible, no socializada, que produce identificaciones negativas y establece una relación ambivalente con el espectador: de atracción (aunque sea en forma de identificación negativa) y de repulsión. Despierta, en todo caso, un modo de ver basado en la fascinación hacia lo inaudito, lo no visto, hacia lo que el ojo de la cámara ha podido captar en su efimeridad, al margen de las prohibiciones o limitaciones impuestas por el discurso público, incitando al voyeurismo, a lo que comúnmente se llama «morbo». Televisión de la «autenticidad», de la cercanía –de lo in-mediático, hemos dicho–, la telerrealidad abona el terreno de lo que van a ser los reality shows: la recreación, por el medio televisivo, de una realidad única, del suceso en su mismo acontecer, más allá de la reconstrucción de los hechos al modo policial, y de la relación morbosa que establece con lo no-dicho/no visto. Se diluyen así completamente las fronteras entre la historicidad de los hechos y su recreación, entre realidad y simulación, dilución acentuada por la utilización de los propios protagonistas de los hechos como actores de su historia. De esta manera se impone un contrato comunicativo basado ya no en la verdad, sino en la verosimilitud, en un como si representativo. Los llamados programas de realidad van a dar un salto más en esta creación de realidad televisiva y en la dilución de las fronteras entre realidad auténtica y realidad representada, explorando espacios liminares, cercanos a lo real objetivo pero, al mismo tiempo, contaminados por el modelo ficticio. Es difícil entonces desentrañar lo que es sinceridad de lo que es actuación, debido precisamente a la teatralidad de la realidad ahí representada (lo que cuestiona, dicho sea de paso, los análisis en términos de ma-

© Editorial Gedisa

La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»

231

nipulación): una intimidad semipública –o ¿medio privada?– pervertida por la existencia de cámaras ocultas cuya presencia es conocida y aceptada por los concursantes. Se establecen entonces nuevas convenciones que nos sitúan lúdicamente en la frontera de la vida y de la representación. Esta ambivalencia se refleja en la tipología de géneros televisivos en que se inspiran los programas de realidad tipo Gran Hermano, que van desde los géneros referenciales con una función informativa y un valor sociológico («Esto es la realidad, esto es un documento sociológico», no paraba de decir Mercedes Milá en la primera versión), hasta los géneros más subjetivos, que apuntan al entretenimiento, pasando por una serie de géneros híbridos que oscilan entre estos dos polos (reality show, talk show, etcétera).

Conclusión: Las figuras de lo mismo La evolución reciente de la televisión hacia un modelo espectacular/especular revela el proceso mediante el cual los medios de comunicación tratan de asimilar, diluir o anular la diferencia, y Occidente conjurar, neutralizar y funcionalizar a lo otro. Como escribe Baudrillard (1991): «Mientras la diferencia prolifera al infinito en la moda, en las costumbres, en la cultura, la alteridad dura, la de la raza, la locura, la miseria, ha terminado o se ha convertido en un producto escaso». Más allá de la aparente diversidad de sus universos de representación, la televisión propicia identificaciones in-mediáticas: no reflexivas, no pasadas por el filtro del saber intelectivo –y, menos, de un saber crítico–, con una tendencia acentuada hacia el narcisismo. Narcisismo del sujeto que se contempla permanentemente reflejado en el espejo que le reenvían programas de realidad, series y talk shows. Narcisismo del medio, también, que se contempla en

232

El zoo visual

Bibliografía Baudrillard, Jean, La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos, Anagrama, Barcelona, 1991. Eco, Umberto, «TV, la transparencia perdida», en: La estrategia de la ilusión, Lumen, Barcelona, 1996. González Requena, Jesús, El discurso televisivo, espectáculo de la posmodernidad, Cátedra, Madrid, 1988. Greimas, A. J., Semántica estructural, Gredos, Madrid, 1973. Mehl, Dominique, La télévision de l’intimité, Seuil, París, 1996.

© Editorial Gedisa

su propio espejo y remite a su propio poder-ver, a su poder de entrometerse en la intimidad, a su poder de construir una realidad sui géneris que permite identificaciones indiferenciadas. A la hipervisibilización de lo idéntico, a la repetición de las figuras de lo mismo, dentro de una redundancia de estos discursos, responde la invisibilización de lo otro, la imposibilidad de abrir el discurso a otras formas de cultura que no sean la televisiva, la dificultad en construir, dentro del medio televisivo, un discurso sobre lo heterogéneo.

Conclusión: Después de comunicar, ¿qué? La hipervisibilidad como aporía de la comunicación posmoderna

I. De la lógica referencial a la lógica espectacular Estamos viviendo hoy un cambio radical de paradigmas, no sólo en la comunicación social sino también en la relación del ciudadano con lo público. Este cambio entraña modificaciones importantes en diferentes ámbitos: en la naturaleza del espacio público (que amplia su campo hacia objetos y referentes impensables hace unas décadas), en los modos de comunicar (cambio acentuado por la introducción de las nuevas tecnologías) y, sobre todo, en la representación misma de la realidad y las formas narrativas. Se producen aquí verdaderas mutaciones que afectan a los objetos (los contenidos de la comunicación masiva) con la escenificación de «referentes fuertes» cuya presencia es recurrente, casi obsesiva, en el temario de los medios de comunicación: todo lo relacionado con el sexo, la muerte, la violencia, todo cuanto remite a lo emotivo, al pathos colectivo. Pero estas mutaciones afectan igualmente a las formas comunicativas: a la relación que establece el sujeto con los objetos dentro de un marco colectivo y al contrato comunicativo que rige esta relación. Éste oscila entre el voyeurismo (en una relación distanciada, proyectiva, más o menos imaginaria con la realidad) y los ritos participativos (que establecen fenómenos de identificación, más o menos miméticos, con el mundo representado).

234

El zoo visual © Editorial Gedisa

Afectan, finalmente, a la representación misma de la realidad, que se sitúa cada vez más en un espacio ambivalente –un «entredeux» (D. Sibony, 1991)– a mitad de camino entre lo referencial y lo ficticio. La hipervisibilidad, este régimen de saturación, de sobrepuja sígnica que hemos caracterizado como constante del discurso televisivo, desemboca en una hipertrofia de todo el dispositivo comunicativo; de aquello que –retomando la expresión de Benveniste relativa al «aparato formal de la enunciación»– podríamos llamar el aparato formal de la comunicación: todos los medios y recursos formales (enunciativos, narrativos, discursivos) que contribuyen a crear una realidad semiodiscursiva caracterizada por esta hiperrealidad. Con esto nos situamos más allá de una lógica referencial, consistente en representar/ocultar los objetos del mundo, para desenvolvernos en una lógica espectacular de la mostración, de lo hipervisible. Es ésta una lógica basada en una «ilusión de realidad» donde ya no es sólo la realidad la que es espectacular, sino que el espectáculo –el espectáculo como categoría semiótica, peculiar modo de ver– es la realidad de acuerdo con una estrategia del «redoble», como dice Baudrillard. Esta estrategia se basa en la duplicación, en ella todo es «más real que lo real», conduce al «éxtasis», a lo hiperreal, y redunda en la incapacidad de distanciarse de la representación, alterando también la relación con el sujeto espectador: más allá de la seducción, está la fascinación (lo que impide re-accionar: actuar); más allá de lo visible, está lo obsceno (el mostrar demasiado hasta ya no ver el objeto, sino su representación hipervisible). De acuerdo con esta lógica espectacular, lo que prima es el modo de ver y de mostrar; por ello, remitir esta representación a la realidad objetiva pierde sentido. El espectáculo llega a ser un fin en sí, apartándonos del referente. Lo importante ya no es lo que se comunica sino el cómo, y de qué manera esto funda una rea-

© Editorial Gedisa

Conclusión

235

lidad de la que participa el sujeto-espectador. Desde esta perspectiva, el sujeto ya no es un receptor pasivo que padece el «bombardeo» comunicativo, sino un destinatario, miembro activo de una «comunidad virtual» que participa en la construcción colectiva de esa realidad.

II. De la hipervisibilidad moderna a la virtualización de la comunicación Este nuevo contrato comunicativo rompe con la relación de exterioridad, de distancia, que existía tradicionalmente entre el sujeto y el mensaje, y establece una relación de intimidad basada en el contacto, dando una ilusión de «facticidad»: la impresión de que todo es perceptible, asequible, y hasta realizable, por lo menos virtualmente, en el espacio proyectivo de los medios. Calificaré como virtualización del hacer la relación entre sujeto y mensaje establecida por el nuevo contrato comunicativo y basada en unos modos de ver y de mostrar específicos. Ayer la publicidad, hoy la televisión, y más ampliamente también el discurso informativo, son los discursos que más contribuyen a este mito de la transparencia. El telediario es sin duda el género que más recurre a los efectos de transparencia facilitados por el uso del directo, con su ilusión de presencia: la realidad aparece aquí como si no hubiera ningún filtro, ninguna mediación que no sea la del presentador, el cual contribuye precisamente a la puesta en escena como una convención creíble, integrada en el escenario televisivo. En el directo, el tiempo de la enunciación coincide con el tiempo de la realidad, la instancia discursiva se confunde con la instancia histórica y «deja hablar» a las imágenes: éstas son el referente, en una confusión total entre realidad y representación. El discurso informativo, en palabras de Eliseo Verón (1983), se ins-

236

El zoo visual © Editorial Gedisa

cribe en un «espacio enunciativo» propio del medio en el que la enunciación prima sobre el enunciado, y la escenificación, la presentación, el modo de narrar y el «envolvimiento» de la noticia son más importantes que la materia del relato. La otra gran ilusión es la cercanía, la impresión de estar ahí, de compartir espacio. Ya no hay relación de exterioridad, ni con lo real ni con la representación. Le sustituye una impresión de familiaridad (con los famosos, con los temas recurrentemente tratados, con los presentadores y los entornos creados), una impresión de proximidad, casi se podría decir de «palpabilidad», donde se produce una fusión entre el fuera y el dentro, entre el estar delante (de la pantalla) y el estar dentro (de la ficción); fusión que puede llegar a la confusión en el imaginario y que la película El show de Truman de Peter Weir ha tratado magníficamente. Fusión que permite todas las proyecciones hasta llegar a lo que el psicoanalista Gérard Miller tilda de «televisión pulsional»: una televisión que logra una relación más inmediata con la pulsión y hasta la identificación con objetos negativos, dolorosos o anómicos (muerte, sadismo, etcétera). Ya no hay entonces distancia entre sujeto y objeto de deseo (o, lo que es lo mismo, pero invertido, objeto de repulsión). Ya no hay relación de «diferencia» con el modelo, sino de similitud con lo representado: no sólo me puedo identificar (tanto con lo positivo como con lo negativo), sino que el sujeto representado puedo ser yo, usted o cualquiera, como ocurre en el reality show, donde sujeto espectador y sujeto representado se confunden facilitando voyeurismo y narcisismo, donde todos somos, potencial y virtualmente, sujetos de un posible espectáculo. Y aunque no seamos nosotros, es lo mismo. Esta relación, al mismo tiempo que fomenta un «imaginario igualitario» (Alain Ehrenberg) basado en la ilusión de que todos podemos salir en la pantalla (de que ya no hay unos sujetos ni objetos más interesantes que otros), produce una dilución o reduc-

© Editorial Gedisa

Conclusión

237

ción de la alteridad: todo vale, todos somos iguales ante el medio. Ya no hay término marcado, ya no hay ninguna diferencia irreductible. Favorece el desarrollo de lo que he llamado las figuras de lo mismo, las cuales se manifiestan no sólo en los sujetos, sino también en la representación de los objetos mediante la repetición de lo mismo. Ésta funciona a dos niveles: en las formas de los programas mediante la recurrencia de un mismo formato (la multiplicación de «series» es reveladora a este respecto); pero también en la redundancia de los contenidos (programas que no aportan nada en términos de contenido) con un predominio de la función especular: la proliferación de sitcoms (comedias de situación) ilustra esta tendencia, sobre todo las que están ambientadas en entornos familiares. La serie de Telemadrid Cercanías, precursora de los programas de realidad, fue ejemplar a este respecto. Obviamente estamos aquí ante un producto híbrido entre el reality show, el documental y la representación teatral, pero lo que llama la atención, al igual que en otras sitcoms, es precisamente lo in-significante de las situaciones escenificadas. El envite semiótico está, pues, más allá de los contenidos, tanto en términos referenciales como miméticos: ya no se trata de aprender nada nuevo ni de identificarse con héroes lejanos porque le gustaría a uno parecérseles. No, la cuestión es reducir la distancia entre sujeto y objeto, y proyectar de manera imaginaria al primero en el dispositivo representativo. Diremos que se produce aquí una virtualización del sujeto que convierte a los espectadores en «comunidades virtuales», las cuales permiten todas las identificaciones posibles (como ocurrió, por ejemplo, en la serie Médico de familia, con sus casi nueve millones de espectadores a finales de 1998).

238

El zoo visual

Desde esta perspectiva, la comunicación no es ya un medio para transmitir informaciones nuevas, para producir saber. Es un fin en sí para construir una realidad lo suficientemente porosa como para permitir identificaciones múltiples, al modo cuasi mágico (negando muchas veces el principio de contradicción: si soy A no puedo ser B).

1. La comunicación como fin en sí: más allá de la lógica comunicativa En la neotelevisión ya no hay medio. El medio es un fin en sí. Se produce una implosión del acto de comunicar: éste ya no reside en la realidad representada (los referentes objetivos), sino en los modos de ver y de mostrar, en los modos de seducir y captar. Esta primacía de las formas comunicativas (en detrimento de los contenidos) produce un verdadero cortocircuito comunicativo (la corriente no alumbra nada que no sea el propio hecho de comunicar y reflejar lo mismo; de acuerdo con la vieja demagogia de la audiencia: «Hay que dar al público lo que el público pide»). Esta redundancia alcanza de paso al medio; ocurre con la neotelevisión lo que Jesús Ibañez describía en la publicidad («Una publicidad que se anuncia a sí misma»): de ventana al mundo la televisión se vuelve espejo (Umberto Eco), y se muestra a sí misma en toda su potencia mostrativa, en su poder de visibilizar hasta los objetos secretos, íntimos o tabú. Estamos aquí más allá de una lógica comunicativa en el sentido mecánico de la palabra; ya no hay «polos» (la vieja pareja emisor-receptor está agonizando) con una influencia lineal, con «efectos» directos. De ahí la aporía del debate sobre si la influencia de la televisión es buena o mala, si son legítimos la violencia y el morbo porque es lo que se pide… De ahí también la obsolescen-

© Editorial Gedisa

III. La aporía comunicativa: el fin del medio

© Editorial Gedisa

Conclusión

239

cia de la lógica ideológica en el análisis de los medios: la creencia en el poder de «ocultación» de los objetos, de «alienación» del sujeto. La lógica del poder ha dejado paso a una lógica de la seducción que se plasma en una adhesión virtual a los objetos y que enraíza en el imaginario colectivo (un imaginario del que todos somos partícipes); objetos que ya no son referentes objetivos, «reales», sino que se derivan de una construcción semiodiscursiva, derivada a su vez de un acto comunicativo reversible que varía según el grado de proyección del sujeto. Con esto se produce una virtualización de los polos de la comunicación.

2. De la comunicación a la simulación Los sistemas comunicativos (productores de saber) se han transformado en sistemas performativos (productores de realidades virtuales), en agentes de seducción. El modo comunicativo (basado en la representación realista, que apela a reacciones miméticas, con identificaciones positivas) deja paso a un modo simulativo, creador de «escenarios», con su lógica interna, sus aparatos formales de representación, sus peculiares códigos y estéticas. Estos escenarios funcionan como verdaderos agujeros negros de la comunicación; lo absorben todo, nos envuelven, aspiran, impiden ver más allá de los objetos de la representación, más allá de una realidad virtual, dentro de un «show» cuya convención aceptamos todos (¡menos las rara avis como Truman!), y que está basado en la hipervisibilidad que afecta a todas las formas del discurso (tanto enunciativas como narrativas). Los talk shows, reality shows y docudramas se sitúan dentro de esta lógica de la simulación: de la recreación de realidad dentro de un contexto semiodiscursivo que se utiliza como laboratorio donde se cuece una realidad virtual que mezcla realidad y ficción, las confunde y cofunda. Esta realidad, como en las simulaciones cibernéticas o informáticas, es una creación ex nihilo, lo

240

El zoo visual

IV. Más allá de la lógica del espectáculo. Hacia un nuevo imaginario visual Con esto nos situamos más allá de la «sociedad del espectáculo» analizada por los situacionistas, donde el espectáculo era una categoría producida con fines ideológicos para mistificar al sujeto. Con la primacía de la transparencia, el espectáculo se transforma en categoría primigenia (no tan alejada de la ceremonia primitiva), fundadora de la aceptabilidad de los discursos sociales; es una nueva forma de visibilidad donde prima el exceso, la saturación, la hiperrepresentación de sujetos y objetos, basada en una relación proxémica con la realidad que también tiene que ver con estructuras arcaicas. Se produce así una distorsión de los mensajes que acarrea diversas formas de deslizamientos y mutaciones.

1. Deslizamientos y mutaciones en el contrato comunicativo Estos cambios no son ajenos a la crisis que afecta al discurso público y en particular a la crisis de credibilidad del discurso político. Son como una respuesta formal, en forma de potlatch, a la pérdida de contenidos del discurso político. Es lo que Michel Maffesoli (1992), en su libro homónimo, ha llamado la «transfiguración de lo político», una inflación de lo emotivo, de lo «imaginal» (imágenes/imaginarios) en detrimento de lo racional-intelectivo. Como escribe Maffesoli en otro libro (1993):

© Editorial Gedisa

que no quiere decir que esté alejada de la realidad social; todo lo contrario, pretende recrearla, competir con ella, crear un escenario «más real que la realidad», a no ser que sea simplemente (en una versión posmoderna del naturalismo decimonónico) «como la vida misma».

© Editorial Gedisa

Conclusión

241

La saturación de lo político que es, por esencia, lejano, proyectivo, le vuelve a dar toda su importancia a lo cotidiano y a las relaciones de «proxemia». Lo que estaba por llegar, lo que únicamente se contemplaba en el proyecto futuro de una sociedad perfecta, o susceptible de perfeccionarse, se vuelve visible, posible y hasta palpable. Es lo que he llamado la transfiguración de lo político. Ésta deja paso a lo doméstico, a la cultura del sentimiento, que es su expresión más visible.

Con el paso del demostrar al mostrar se opera una mutación en las funciones del discurso mediático: con un predominio de lo emotivo sobre lo informativo, la figuración cede terreno a la «transfiguración», especie de «grado plus» del espectáculo, y facilita el paso de la representación a la fascinación (fascinación por objetos tanto positivos como negativos, coexistiendo así categorías contradictorias, por ejemplo atracción/repulsión, que convierten figuras repelentes (las diferentes encarnaciones del «mal» por ejemplo) en objetos de contemplación y hasta de placer, haciendo del horror un objeto más de consumo.

2. Después de comunicar, ¿qué? Esta inflación de lo visible también atañe al sujeto en el acto mismo de comunicar. Con la proliferación de programas participativos, con el éxito de los programas de realidad y de las sitcoms, se consagra una nueva figura, la del espectador-protagonista del espectáculo televisivo, y su proyección en el corazón del dispositivo comunicativo. Esto puede llegar a convertir actos íntimos por excelencia –todo cuanto ha sido tradicionalmente del orden del secreto, reservado a la confesión– en actos públicos, colectivamente contemplados, creando así la ilusión de compartir emociones comunes dentro de una comunidad virtual de espectadores-partícipes. Aquí la comunicación-espectáculo no sólo da carta de realidad a lo inconfesable, sino que además, visibilizando lo invisible, pu-

242

El zoo visual © Editorial Gedisa

blicita lo privado y hace del acto de comunicar un acto que instituye una metarrealidad: el medio se hace instrumento del narcisismo colectivo, apoyándose en un enunciador difuso, virtual, un «estamos comunicando» dentro de un contexto interlocutivo común, fundado performativamente. »Comunico, luego existo» o, para contestar a la pregunta que daba título a esta conclusión, «Después de comunicar, ¿qué?»: verse comunicar... pues, transfigurar esta realidad en imágenes en las que el sujeto individual (sujeto personal, social, actor, espectador) se diluye y confunde dentro de un sujeto anónimo (sin nombre), indefinido, al margen de cualquier lógica de la distinción. Realidad que consagra un escenario hipersaturado de signos, imágenes e hiperrepresentaciones: un mundo de lo «imaginal», como lo llama Maffesoli, donde la imagen se confunde con lo imaginario, donde la potencia del medio, su capacidad para generar realidad y rivalizar con lo real objetivo, acaba expulsando el sentido. La lógica de las formas ocupa entonces el espacio vacío dejado por la lógica de la representación. ¿Barroquismo posmoderno? ¿Barroquismo de las formas? La transfiguración favorece una comunicación más allá de lo verbal que se desenvuelve en lo emotivo, en los afectos, las pasiones, en una sensación de realidad más fuerte muchas veces que la realidad trivialmente vivida: un mundo donde ya no hay responsabilidad (ni histórica, ni ideológica) porque ya no hay sujeto responsable, sujeto de poder, ni discurso claramente delimitado, con sus instancias de producción, su homogeneidad y sus destinatarios habituales. El logos cede aquí ante el pathos, y habla más en nombre de lo emotivo que de lo intelectivo; la imaginación cede a la imagen, y lo simbólico a lo imaginario, fomentando un nuevo imaginario visual basado en la hipervisibilidad de todo: sujetos, objetos y acto mismo de comunicar, paliando así el déficit de lo simbólico en las sociedades de hoy, colmando el vacío de la vida cotidiana, ocultando los silencios de la comunicación de tú a tú.

© Editorial Gedisa

Conclusión

243

A la carencia, contesta el desbordamiento; al déficit representativo, la hipervisibilidad del medio; al secreto, la pornografía del sentimiento. Más verdadero que lo verdadero, dice Baudrillard: lo obsceno.

Bibliografía Ehrenberg, Alain, «La vie en direct ou les shows de l’authenticité», Esprit, nº 188, París, 1993. Maffesoli, Michel, La transfiguration du politique, Le Livre de Poche, París, 1992. —, La contemplation du monde. Figures du style communautaire, Grasset, París, 1993. Sibony, Daniel, Entre-deux. L’origine en partage, Seuil, París, 1991. Verón, Eliseo, «Il est là, je le vois, il me parle», Communications, n.° 38, Seuil, París, 1983.

Apostilla: La reflexividad televisiva: una televisión que se anuncia a sí misma

Decía el sociólogo Jesús Ibañez (1992), hablando de la evolución de la publicidad, que estamos hoy ante «una publicidad que se anuncia a sí misma». Y, con su conocido talante provocador, lo explicaba así: La publicidad no informa sobre los productos: informa al consumidor. Los productos, en realidad, no existen: han quedado reducidos a meros signos. La publicidad no habla de los productos: son los productos los que hablan de la publicidad. La marca de un producto no marca al producto: marca al consumidor como miembro del grupo de consumidores de la marca. En resumen, no consumimos, somos consumidos.

Estamos últimamente asistiendo a un fenómeno parecido en la televisión. La televisión crea grupos informales de espectadores, menos definidos por sus características objetivas (socioeconómicas, ideológicas, etcétera) que por su adhesión puntual a los productos que nos ofrece el medio, un medio que se parece cada día más a una industria del marketing que a un instrumento cultural. Hoy somos adictos a un cierto tipo de formatos (juego-concurso, series tipo sitcoms, talk shows, «programas de realidad» y… concursos musicales de la calaña de Operación Triunfo). Nos identificamos con ellos como, antaño, con una peña taurina o el Real Madrid. En una época de crisis de los valores colectivos, de disgregación de los vínculos sociales, ganamos con ellos una

246

El zoo visual © Editorial Gedisa

identidad –identificándonos con sus héroes como iconos–, y la seguridad de que, por lo menos, algunos nos «representan»: son como una marca a la que somos fieles. La marca nos une en un mismo grupo de consumidores, nos conforta en nuestro gusto –que es el gusto de todos, el gusto común, nivelado, descafeinado, homogeneizado por el medio– y al mismo tiempo nos da, de prestado y como soñando, un cierto estatus. Pasa lo mismo con la televisión: consumimos sus productos como si fueran bienes materiales, como productos de marketing que han llegado a ser. Ha pasado con Gran Hermano, y también ha ocurrido con Operación Triunfo. No importa aquí que los concursantes sean buenos o malos –cantantes, hombres, mujeres o lo que sea–, sino que sean creíbles y permitan identificaciones primarias. Es más, al comienzo del programa no son nadie; son incluso patosos, feos(as), tremendamente ordinarios (¿Por qué, si no, tiene tanto éxito la serie Betty la fea?). Tiene que ser así para, como en las sitcoms, permitir todas las identificaciones posibles. Como analizaba Edgar Morin (1972), con la aparición, en los años sesenta, del star system, nacen héroes que son a la vez humanos, tremendamente humanos –nos son cercanos, familiares–, y que, al mismo tiempo, tienen un carácter especial que les hace extra-ordinarios y crea fascinación: son las stars, los famosos. Hoy los famosos ya no son los personajes habituales de las revistas del corazón. Los famosos son el hombre de la calle promocionado por la televisión, es el hombre común, que podría ser usted o yo, en fin, cualquiera de nosotros; y lo que le caracteriza es la indistinción, el anonimato, hasta que el medio hace de él un icono, elevándolo a categoría de marca. Pero más allá de su valor emblemático y su inscripción en una identidad territorial –véanse las peñas que se organizan en torno a los concursantes en sus respectivas comarcas y la movilización de las «fuerzas vivas», que los utilizan como reclamo turístico–, su éxito es producto íntegro del medio televisivo: son, como perso-

© Editorial Gedisa

Apostilla

247

najes públicos, puros productos de marketing, el resultado de un proceso de fabricación cuya supermarca es la Televisión. Nunca, con más claridad, se ha visto la potencia del medio, la capacidad de los medios de comunicación para crear realidad. Con Gran Hermano hemos visto instituida una realidad que no era ni verdadera ni falsa –ni totalmente simulada, ni del todo ficticia–, una realidad sui géneris generada por el medio: una intimidad intrínsecamente televisiva, invención del medio y prueba hipervisible de su poder de intromisión en la esfera privada. Esto constituye una prueba más de esta reflexividad del medio. Hoy día la televisión no se contenta con reproducir la realidad o fabricar sueños, los hace realidad. La televisión ha alcanzado un grado tal de hegemonía –de dominación del mercado simbólico de producción de objetos de consumo– que tiene que inventar continuamente nuevos productos. De la reproducción hemos pasado a la simulación de realidad, y de la mostración realista del mundo al cómo la televisión es capaz de crear mundos (mundos posibles, conformes a la realidad pero que no son la realidad), mostrándonos además este proceso de invención de realidad (la película El show de Truman es una extraordinaria demostración de este potencial). Definía Umberto Eco, a mediados de los sesenta, la «neotelevisión» como una televisión que ya no es simplemente «ventana al mundo», pues habla de sí misma y del contacto que está estableciendo con el público. Es una televisión de la proximidad, del contacto (cosa que ya había intuido Fellini en La dolce vita). La televisión nos ha acostumbrado a esta pornografía del sentir: recuérdese el espectáculo patético de Rosa llorando, al día siguiente de ser seleccionada para Eurovisión, y del presentador manoseándola para «estar con ella». Ahora la televisión nos hace entrar en su propia intimidad: es una televisión que se escenifica a sí misma, que nos muestra los entresijos de la fama, el cómo se llega a ser famosos, el cómo uno se

248

El zoo visual © Editorial Gedisa

identifica –e identifica a millones de espectadores– con la estética del medio: ritmos insípidos, maneras estereotipadas de moverse (erotismo enlatado del mover el culo), forma de vestirse, de peinarse y por supuesto cantar. Como en los juegos de recorte de la infancia (no por nada, en estas mismas páginas, hemos comparado Gran Hermano con una casita de muñecas), hemos visto a los concursantes transformarse progresivamente, ante nuestros ojos, en productos de televisión, y cómo nos han identificado con esta estética de medio pelo. Más allá de los contenidos, del presunto valor artístico, lo que importa es el espectáculo de esta promoción, el hecho de que la televisión «nos abra sus puertas» y se muestre mostrando, fabricando sus propios productos, fomentando un voyeurismo de la marca. Lo declaraba (¿ingenuamente?) el propio director de RTVE, después de la selección de Rosa: «No hay un ganador, hay dieciséis», para añadir tras una pausa (recordando tal vez a Eco): «Hay un ganador, es Televisión Española». Operación Triunfo es la televisión con las tripas al aire: a la visibilidad (la «televisión de la intimidad») le sucede la hipervisibilidad televisiva, una televisión que ha explorado tanto el mundo que ya no se conforma con reproducir lo visible, sino que hace visible la parte invisible del individuo, del éxito y de sí misma, descubriéndonos sus intimidades. «Los productos, en realidad, no existen», sólo existe la Televisión. Tras esta reflexividad está sin duda un narcisismo del medio –lo mismo que en su función especular la televisión cultiva el narcisismo del espectador–, pero también indica, por otra parte, un desgaste del discurso y puede que también una crisis de lo referencial, de los grandes relatos, de las visiones globales de la realidad, de lo ideo-lógico en fin (del discurso sobre lo real), con la subsiguiente fragmentación de los discursos. La televisión ha cortado el cordón umbilical que la unía al mundo para crear su propia realidad, para elevarse a categoría de

© Editorial Gedisa

Apostilla

249

nuevo mundo que parte a la conquista de sus otros mundos (sus otros). Un mundo virtual, al fin y al cabo, sin principio ni fin, con una narratividad entrecortada aunque responda a un flujo y un universo referencial sin delimitaciones claras ni soporte objetivo: la televisión es su propia referencia, su propio soporte: lo importante es estar ahí, figurar, mostrarse. Se podría aplicar al discurso televisivo lo que, hace unos años, Jacques Derrida (2001) decía del cine hablando de su «espectralidad», esa capacidad que tiene la imagen audiovisual de apelar al inconsciente, de despertar lo que Freud llamaba la experiencia de lo que es «extrañamente familiar»: «Lo espectral –escribía Derrida– no es la [dimensión] de lo vivo ni la de lo muerto, ni la de la alucinación ni la de la percepción». Lo mismo que en el cine «se cree sin creer», aquí impera lo verosímil, se crea una memoria espectral donde los «fantasmas» –esos espectros que son las representaciones televisivas– se cruzan en una representación colectiva que acaba imponiéndose como realidad pero que es puro presente, efimeridad absoluta, valga la contradicción. Lo había intuido ya Godard, en su famosa comparación: «El cine fabrica memoria, la televisión olvido.» Memoria del presente, hemos calificado a esta memoria sin historicidad de espectral porque tiene que ver con el mundo del sueño, con el fantasma como dispositivo de puesta en escena del deseo, porque se mueve más en este ámbito que en la realidad (en griego «fantasma» designa a la vez la imagen y al aparecido: el fantasma es el espectro; en el psicoanálisis «fantasma» es la proyección en un escenario imaginario de una «escena», cristalización de los deseos o de las fobias). Lo espectral es un no man’s land, el reino del «entre-deux», un mundo en el que ni se garantiza la creencia ni se pone en duda: basta ver para creer. Es cuestión de fe, en el sentido religioso y fiduciario, es decir, basta el crédito que se otorga a la imagen. Lo espectral, al proyectar un mundo de posibles, crea un mundo fuera del mun-

250

El zoo visual © Editorial Gedisa

do objetivo, un tempo al margen del tiempo social, un presente extemporáneo; es una suspensión del tiempo, la consagración de lo efímero, eternamente reproducido por la redundancia, la repetición, la serialización (la serie, decía Violette Morin, es «una eternidad de bolsillo»). En la vuelta de lo mismo está la fuerza ritual de la narración televisiva, en este eterno volver a empezar de la programación que crea familiaridad y proxemia. Esta santificación del presente no sería, escribe Michel Maffesoli (2000), «sino otra manera de expresar la aceptación de la muerte», que está en el centro de muchos fenómenos contemporáneos. El ritual sería como una manera homeopática de vivir la muerte todos los días; y el tiempo suspendido, una «anamnesis de la muerte» que permite sortear el peligro y convivir con la muerte simulándola, integrando algunos elementos en el discurso cotidiano, como cuando los niños se dan pequeños sustos o escenifican grandes temores para luego reírse más y disfrutar mejor del momento. Por eso epifanía y tentación de violencia, celebración de la vida y espectro de la muerte coexisten en el discurso televisivo, no son incompatibles. En el estadio de seudovigilia, o medio sueño, que es lo espectral, todo es posible. Ocaso de los grandes discursos, decadencia de lo informativo, crisis de la representación misma, en su expresión política y simbólica, todo ello conduce a una virtualización de lo real, a crear mundos híbridos, en la frontera de lo real y de lo ficticio, en el cruce de lo realizable y de lo irrepresentable, además de fomentar un estado de indecisión frente al espectáculo mediático, lo cual lleva a la televisión a contemplarse como una enorme máquina de representación, solitaria pero omnipresente. La televisión, entonces, rebota sobre su propio discurso, se contempla a sí misma, en lo que la semiótica llama una «enunciación enunciada», una representación de representaciones, imágenes de las imágenes de la realidad, como pasa en los programas

© Editorial Gedisa

Apostilla

251

en los que la televisión se resume/repite a sí misma: la televisión se zapea a sí misma (R. Rodríguez Ferrándiz, 2001). Así empezó en Canal Plus el programa Lo + plus, re-presentando fragmentos ya presentados de la actualidad del día anterior. Así lo hizo Tele 5 con La corriente alterna, en una visión autocomplaciente, aunque con humor, de su propia programación. Así ocurrió en Antena 3 con Los vigilantes de la tele, recopilación y refrito de fragmentos de otros programas con comentarios chistosos, y La batidora, en forma de videoclip. Programas, casi todos, en los que prima lo esperpéntico –esto es, una visión exacerbada de la realidad, llevada hasta su paroxismo y a menudo su parodia–, y en los que se enseña también las disfunciones del discurso televisivo. Con esto se está generando una verdadera cultura del ver televisivo en la que la televisión da a ver sus propios lapsus y el espectador aprende a detectar los fallos del discurso televisivo, las pequeñas diferencias (entre personajes y modelos «reales» en las series, por ejemplo). La novedad es que, lejos de ser una manipulación que abusa de la credibilidad del espectador, consagra un juego con la representación misma, revelando su convencionalidad, su carácter arbitrario, acentuando la porosidad entre verdad y verosimilitud. Porosidad, por último, entre el producto y la producción, como ha ocurrido con Triunfomanía, el programa de programas que ha seguido a Operación Triunfo: la televisión habla de sí misma, se anuncia y habla de su propio triunfo. En un redoble egolátrico del discurso, la televisión acaba siendo su propio objeto: la televisión como fin en sí. ¿Entramos en la postelevisión? ¿Una televisión especular en la que el espectador se contempla a sí mismo transformado en personaje de un relato cuasi de ficción, dentro de un nuevo régimen narrativo que oscila entre la realidad y la simulación? ¿Una televisión que se contempla a sí misma en su espectralidad, en el

252

El zoo visual

Bibliografía Augé, Marc, «Le stade de l’écran», en L’Empire des médias, Manières de voir 63, Le Monde Diplomatique, mayo-junio 2002. Derrida, Jacques, Entrevista en Cahiers du Cinéma, nº 556, abril 2001. Reproducido en Desobra, nº 1, Madrid, primavera-verano 2002. Ibañez, Jesús, Por una sociología de la vida cotidiana, Siglo XXI, Madrid, 1992. Maffesoli, Michel, L’Instant éternel. Le retour du tragique dans les sociétés postmodernes, Denoël, París, 2000. Morin, Edgar, Les stars, Seuil, París, 1972 . Rodríguez Ferrándiz, Raúl, Apocalipsis Show. Intelectuales, televisión y fin de milenio, Biblioteca Nueva, Universidad de Alicante, 2001.

© Editorial Gedisa

resplandor de su simulacro, y que tiene «el peso de lo real pero la irrealidad del cuento» (Marc Augé, 2002), como un grado más en la exploración de los intersticios entre realidad y ficción?

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF