El Teatro Experimental Contemporáneo 1
November 28, 2016 | Author: flor.del.cerezo | Category: N/A
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LUNATICOS / AMANTES V PORTAS . El Teatro Experimental Contemporáneo Cuando los auditorios vieron por primera vez el teatro del absurdo, el de la crueldad de Artaud,„“Paradise Now”, por el Living Theatre, el Laboratorio Polaco de Teatro de Grotowski, “MaratSade’’ ‘y “El sueño de una noche de verano” por la compañía de Peter Brook, y lo que fue un alud vertiginoso de experimentos teatrales en la década del 60, hubo quienes se indignaron y quienes fueron agradablemente sorprendidos. Estas nuevas producciones, no previstas ni convencionales, suscitaron controversias e inquietudes. Pero también hicieron nacer en los apasionados amantes del teatro ! a espeinnza de que alero nuevo y vital estaba sucediendo en él. Tenemos aquí por fin una revisión del teatro experimen tal contemporáneo, hecha con tal inmediatez y brillo que el lector siente que está presenciando realmente la -epresenta- ción. Con lucidez poco frecuente, Margaret C royó en ofrece nuevas perspectivas y audaces sondeos de los objetivos y métodos de los exper; mentalistas, de las circimstaneias sociales y políticas que los nutrieron y de las contribuciones que hicieron a las nuevas concreciones teatrales. Hay aquí también un intento de rastrear los antecedentes revolucionario-artísticos del teatro contemporáneo: los Románticos, los Simbolistas, los Surrealistas y otros movimientos que pusieron en marcha doctrinas estéticas v contra-doctrinas que gravitan hasta hoy.
Ediciones LAS PA R A L E L A S
OBRAS PUBLICADAS
A. Gartner, M. C. Kolher, F. Riessman LOS NIÑOS
ENSEÑAN A LOS NIÑOS Charles A. Beard LOS PRESIDENTES DE E.U.A. David Ketterer APOCALIPSIS, UTOPIA, CIENCIA FICCION Elting E. Morison DEL METODO EMPIRICO A LA TECNOLOGIA AVANZADA John Gordon Burke PERSPECTIVAS REGIONALES Frank Riessmann EL NIÑO DE LA CIUDAD INTERIOR Simon Kuznet POBLACION, CAPITAL Y CRECIMIENTO Walter Feinberg, Henry Rosemont Jr. TRABAJO, TECNOLOGIA Y EDUCACION Michael Wood ESTADOS UNIDOS A TRAVES DEL CINE EN PREPARACION David Lillie, Pascal Trohanis LOS PADRES APRENDEN A ENSEÑAR
MARGARET CROYDEN
LUNÁTICOS, AMANTES Y POETAS
El Teatro Experimental Contemporáneo
EDICIONES “LAS PARALELAS” Buenos Aires 1977
Título original de la obra : LüiN-ciTl^Já, LOVEÜS Ai\D POETS Copyright © by Margaret Croyden Traducción de: ILDA ESTHER SOSA
Diseño Tapa : C. A. L.
Impreso en la Argentina Printed in Argentina Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 © Ediciones “Las Paralelas“ Buenos Aires, Argentina, 1977
C O N T E N I D O
PÍG.
Prefacio............................................................................................. 9
Introducción .............................................. 13 PRIMERA PARTE
LOS ANTECEDENTES 1. 2. 3. 4.
Los Simbolistas y los Naturalistas .................................................. 29 Asoman los Husos....................................................................... 53 Los Surrealistas.......................................................................... 70 La Peste de Artaud .......................................................... 85 SEGUNDA PARTE
EL PRESENTE 5. 6. 7. 8. 9. 10.
Happenings .................................................................................... 107 The Livingr Theatre....................................................................... 123 El Fenómeno de Jerzv Grotowski ......................................... 175 The Open Theatre .......................................................................... 215 Los Ambientalistas y otros................................................... 241 La Hazaña de Peter Brook: del Comercialismo a la Vanguardia ............................................................................. 281 Epílogo ........ ............................................................................. 345
Prefacio Este libro, producto de años de visión, lectura, discusión, pensamiento, está destinado en primer lugar a los no iniciados, aunque espero que también tenga algo que ofrecer a los eruditos y especialistas. Quiere dar al aficionado sensible y al estudiante de teatro una perspectiva histórica y social, así como una evaluación estética y una descripción de un fenómeno de la década del 60: un teatro que no dependía del autor. He tratado de rastrear los orígenes históricos del movimiento, tal vez de un modo algo arbitrario, pero como todo crítico histórico y social sabe, fijar fechas a los orígenes de los movimientos siempre presenta problemas y supone ambigüedades. Lo importante es que los antecedentes históricos del teatro experimental contemporáneo pueden ser hallados, y es interesante ver dónde y descubrir que no siempre la abundancia significa novedad. Pero el libro no es ofrecido como un trabajo de monografía histórica: simplemente ha intentado delinear influencias decisivas del pasado sobre la vanguardia moderna. Tampoco es un estudio definitivo de ese movimiento. Más bien es un esfuerzo por analizar y descubrir el trabajo de artistas entusiastas y promisorios que estaban buscando nuevas formas de expresión teatral en un mundo continuamente cambiante. Me he concentrado sólo en aquellos que desarrollaron un cuerpo orgánico de trabajo. Por cierto que hubo
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otros que estaban experimentando pero que por una u otra razón no pudieron hacer que fructificaran sus esfuerzos. Y seguramente los autores negros y blancos luchaban también por romper las viejas formas —el Café La Mama, por ejemplo, ofreció a estos escritores una oportunidad—, pero este libro no se refiere a autores pasados o presentes aún cuando puedan haber contribuido al movimiento experimental. Estoy profundamente agradecida a mis queridos amigos Phyllis y Norman Dain por las horas de charlas y té, por su ilimitado afecto y apoyo durante los años de investigación y trabajo y por su lectura crítica del manuscrito completo. También quiero agradecer a Cleo Dana por su cuidadosa lectura del manuscrito; a Jack Dana por incitarme a escribir; a David Engler por su interés y sus esfuerzos en favor de la obra; a mi hermana, Sylvia Rosenberg, por haber escrito a máquina y hecho copias Xerox de partes del libro y por haber acudido en mi ayuda de mil maneras toda vez que las cosas se ponían difíciles. En particular quiero manifestar mi gratitud a mis colegas del Jersey City State College, quienes, con su comprensión y paciencia, facilitaron mi trabajo; a la Mac Dowell Artists Co- lony, donde pasé dos meses gloriosos; a Dan Pollaek, quien me prestó su extensa documentación sobre Peter Brook; a George Ashlev por sus informes sobre Robert Wilson y el Bread and Puppet Theatre; al Dr. Thaddeus V. Gromada, del Departamento de Historia del Jersey City State College, por sus noticias sobre Polonia y la historia polaca y por su generosidad con su biblioteca personal; a Ruth Arnold, bibliotecario del Jersey City State College, por su gentileza al seguir el rastro de algunos artículos y libros, y al Polish Institute of Arts and Science de Nueva York por permitirme el acceso a su nutrida biblioteca. Mi reconocimiento también para Sevmur Peck, ese espléndido editor de la sección Sunday Arts and Deisure del “New York Times'’, quien me ayudó a conseguir algunas de las entrevistas de este libro y examinó previamente algo de este material; para Berenice Hoffman por la edición invalorable e
PRKTACIO
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inteligente de este manuscrito, y para Sara Blackburn que se esmeró en resolver numerosos detalles. Tal vez mi deuda mayor sea con mucha gente de teatro que empleó su tiempo conmigo en largas entrevistas y conversaciones informales: Joe Chaikin, Robería Sklar, Joyce Aron, Kay Carney, Barbara Vann, Peter Feldman, Jean Claude van Itallie, Alian Kaprov, Ida Kaminska, Slawomir Mrozek, Anthony Abeson, Patrick Me Dermott, John Vacarro, Andre Gregory, Richard Schechner, Joan Macintosh, Peter Schumann, Cari Einhorn, Judith Malina, Julien Beck, Robert Wilson,, David Havs, Rvszard Cieslak, Jerzy Grotowski, Alan Howard, Barry Stanton, Peter Hall, Trevor Nunn, Ted Hughes y -Peter Brook. Y finalmente, quiero expresar mi estimación a todos los artistas mencionados en este volumen por muchas enriquece- doras y memorables noches de teatro.
MARGARET CROYDEN
INTRODUCCION “...sólo hay una cuestión. ¿Qué es Living Theatre? No podemos responder ahora. Lo que sabemos, no es. Lo que hemos visto, no es. Lo que es llamado teatro, no es. Lo que es definido como teatro, menos todavía. Lo que se nos ha transmitido, ya no es reconocido. Quien afirma saber lo que fue o podría ser el teatro, nada sabe. Estamos ahora ante un largo período de revolución permanente, en el que debemos buscar, intentar construir, demoler y buscar otra vez”. PETER BROOK
Introducción de “Miénteme”
Cuando en 1949, Bertolt Breeht retornó a las ruinas y cenizas de Alemania para cr^ar su Berliner Ensemble, resultó claro que el teatro contemporáneo estaba en proceso de redefinición. Cinco años después, París vio el triunfo de “Esperando a Godot” de Samuel Beckett y el surgimiento del teatro del Absurdo, una nueva prueba de que se estaba gestando un nuevo teatro. Pero que los teatros nuevos reemplacen a los viejos es un proceso inevitable: no es privativo de nuestros tiempos, ni encontrará su última expresión en un futuro previsible. No obstante artistas eomo Breeht y Beckett miraron siempre hacia el futuro. Armado de una estética definitiva que era el producto de una vida de lucha y trabajo,
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Brecht se puso concienzudamente a revolucionar el teatro sintetizando con éxito el arte con Marx y fundó una compañía sin parangón en Occidente. Igualmente inspirado, pero marchando en opuesta dirección, Beckett combinó la metafísica absurda con la metáfora y, en su estilo único, desarrolló un arte individualista. En 1960 hacía cuatro años que Brecht estaba muerto, pero su teatro estaba muy vivo, aún en vías de ser institucionalizado. Beckett y los Absurdos, luego de obtener el aplauso internacional, iban curiosamente hacia el silencio. Mientras tanto, las teorías de la crueldad de Antonin Artaud (un concepto complejo que será discutido en un capítulo separado de este libro), estaban saliendo a la superficie. Al atraer a una nueva generación de expcrimentalistas Artaud condenó al teatro de autor y declaró que las imágenes visuales. los gestos y los “sonidos que van más allá de las palabras” podían ser más teatrales que un texto clásico. Al comenzar la década del 60 ni Brecht ni Beckett ni Artaud habían hecho mella en el trabajo de los autores americanos (con la excepción de Edward Albee), aunque se producían obras de Brecht y Beckett. Los autores establecidos, convencionales, dominaban la escena y luchaban con patrones gastados y formas pasadas de moda, para contar historias sobre la juventud perdida desde la posición ventajosa de la mediana edad. Las audiencias jóvenes mermaban, muchos teatros estaban a oscuras y había pocas obras serias para elegir. En otros lugares se estaba haciendo otra clase de teatro. Reuniéndose en cualquier lugar conveniente, los actores, directores, pintores, conocedores de las estéticas de Brecht y Beckett, pero sin ser discípulos de ellos, examinaban nuevos conceptos y nuevas formas. Estos artistas. “The Hapneners”, “The Living Theatre”, “The Open Theatre”. “The Environmentalists”, Jerzy Grotowski y Peter Brook, estaban resueltos a redefinir el teatro una vez más y en el proceso iban a convertirse en el centro de un nuevo movimiento, oue iba a ser conocido como el teatro experimental no literario. Algunos eran radicales sólo en la forma, otros en el contenido, pero cada
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uno a sn manera intentaba expresar su época y contribuía al Zeitgeist que iba a contener los experimentos de la década. No fue accidental que su aparición coincidiera con un período que nos llevó a la política de confrontación, la democracia participatoria, el poder negro y la revolución sexual, hippies, yippies, ángeles del infierno y liberación de la mujer. Ciertamente este nuevo teatro, al sentir la teatralidad de la vida real, iba a cuestionar en última instancia el valor del mismo teatro. Este libro se refiere a estos grupos y sus dirigentes. Los movimientos nuevos son en alguna medida continuación de los viejos. Y los viejos fueron nuevos en su momento. Así sucedió con el romanticismo y el naturalismo, con el surrealismo y el absurdismo; todos tuvieron sus antecedentes, profetas y fronteras radicales y todos, después de producir innovaciones, shocks y sensaciones, alcanzaron la marea alta antes de refluir y reaparecer transformados. El ciclo, repetido con cada vanguardia, se ha dado no sólo como un ímpetu para el cambio radical sino que, dada la recurrencia de las fuerzas históricas, ha sido quizá necesario, tal vez inevitable. Así fue ineludible que en la década del 60 los jóvenes desafiaran dos mil años de teatro verbal dominado por el autor y su medio: la palabra. A una generación bombardeada con una jerga de super-eonsumo y super-violencia, por la retórica programada de tecnócratas sintéticos y de políticos hipócritas, casi no le extrañó que el nuevo teatro desconfiara del diálogo y confiara más en la respuesta física que en la verdad, más en una experiencia sentida que en una intelectual. Los jóvenes, en abierta rebelión contra un sistema político y económico que alentaba el racismo, que traicionaba sus compromisos con los humildes y que creaba una brecha entre la retórica de la libertad y un estilo de vida libre, emocionalmente “válido”, consideraban al teatro como otro instrumento de opresión, como un negocio sostenido por el sistema y por las palabras del sistema que convertían al lenguaje en mentiras, a los sueños en pesadillas y a las aspiraciones juveniles en temprana muerte espiritual. Las palabras, así como las hipocresías de la élite del poder, iban a ser miradas con
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desconfianza en el teatro así como en la clase media, y los autores que seguían adiieridos a las palabras iban a ser ignorados. Los jóvenes que desdeñaban el sistema, y lo veían irredimible, desarrollaron sus propias costumbres, culturas y lenguaje —no de palabras—, sino basado en respuestas viscerales que podían ser lácil y rápidamente comunicadas. Ellos repudiaron al teatro por considerarlo literatura y lo substituyeron por un teatro no-verbal, de “crueldad y ritual, de celebración y religión y de participación comunitaria” que produciría una experiencia más total u orgánica que la del pasado. De modo inevitable, también, abandonaron no sólo el proscenio (que ya había sido ignorado por algunos de sus predecesores), sino el mismo teatro, como demasiado restrictivo y artificial; lo reemplazaron por iglesias, estudios, sótanos, cafés, calles, estadios, gimnasios, escuelas o simplemente cualquier lugar abierto. Resultó claro, también, que la relación entre actor y audiencia se había hecho estática y pasiva, de suerte que, cuando la “democracia participatoria” se convirtió en un concepto popular en todo el mundo, los artistas del teatro radical adhirieron con entusiasmo. ¿Era esencial para la audiencia ser sólo espectadora, o también podía participar en aspectos de la producción? ¿Podía uno descubrir una clave en los rituales primitivos, que abarca al hombre todo en una liturgia de mente, cuerpo, intelecto y sentidos? Algunos directores, al reaccionar contra la fragmentación de la vida contemporánea, tomaron en serio la participación. Bajo la influencia de las teorías de la “crueldad” de Artaud y de la política de confrontación, atacaban verbalmente a la audiencia. Otros, bajo el influjo del teatro ritual, proyectaron escenografías llamadas Environraentals, que incluían a los espectadores en la acción de la obra. Para ellos había pasado el tiempo en que se esperaba que prolijas audiencias burguesas se sentaran en círculo y vieran un “show”. Los nuevos creyentes, imaginando que sus esfuerzos serían colaborativos e igualitarios, se organizaron en comunas; otros trabajaron en grupos corporativos. El espíritu de la época había producido una necesidad violenta de conexión y colecti-
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vismo entre los jóvenes, que se sentían intensamente alienados. Los actores y directores se convirtieron en parte de la contracultura que iba emergiendo en todo el país, no a causa de convicciones políticas revolucionarias solamente, sino para encontrar a través de la actividad de grupo un poco de contacto humano que aparentemente estaba perdido. Los grupos se transformaron en la década del 60 en un fenómeno de masa. Imbuidos del slogan de Timothy Leary por un lado, y de las ideas de Herbert Marcuse, Fidel y del “Che” por el otro, el “grupo”, los “hippies” y los activistas revolucionarios surgieron, de suerte que cuando las demostraciones en masa, la matanza de estudiantes y la represión política reemplazaron a los “love-ins” y “be-ins”, la “Woodstock Nation” era un movimiento de contracultura que representaba una fuerza alternativa con su propio lenguaje y estilo y la afirmación de su pensamiento filosófico y psicológico. El “grupo” se había vuelto el emblema y el punto focal para la revuelta, el disentimiento y la revolución. Varios artistas nuevos tuvieron la visión de una unidad formada por el grupo, el teatro y la revolución. Y para ellos, esta trinidad se convirtió en un medio que les permitió destacarse del establishment. Para otros, que no estaban orientados políticamente ni socialmente, el grupo era no sólo un compromiso con el arte sino también un acto de fe, un compromiso con la vida. El grupo aspiró a ser el antídoto contra la corrupción y la alienación, contra el mismo Sistema, pero cumplió también una importante función estética. Permitió a los actores, que siempre habían sido explotados, tanto artística como económicamente, exigir un rol creativo igual al del director, del escenógrafo y del autor. De hecho, los actores —al desplazar al autor— daban por cierto que podían colaborar escribiendo sus propias obras, o por lo menos prestando sus propias sensibilidades a las viejas obras maestras y con sus cuerpos y voces crear la mise-en-scène. Actuar en el nuevo teatro llegó a significar algo más que la descripción de un personaje “realista” que transmitía la “ilusión”. La actuación fue mucho más lejos
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que todo lo intentado por el “ Actor’s Studio”; ya no era el injerto de una nueva persona, sino el desenmascaramiento o el desarrollo del yo escondido del actor. Eventualmente esto llevó a una nueva libertad, a la representación del sexo y la desnudez, a la frecuentación de temas hasta entonces reprimidos y prohibidos. Desde que los actores ya no se escudaban en las palabras ni estaban confinados en el texto de un autor, su visión y la del director suplantaron la visión del dramaturgo. De este modo el “nuevo teatro”, al sumergir deliberadamente al autor, pasó a depender más que nunca del arte del actor y en nmyor medida del director. Más aún, el autor americano reconocido de los años 60 ya no expresaba las actitudes políticas y sociales de la nueva generación. A lo largo y a lo ancho, Broadway estaba dominado por la comedia musical, que había degenerado en desvaídas copias al carbón de su forma original, de forma estereotipada, de contenido previsible. (“Ilair” fue una excepción). Pero mientras Broadway se deterioraba, tomaban la delantera otras ramas de las artes: los innovadores de la danza y del cine habían abandonado hacía ya mucho tiempo la claridad naturalista y se concentraban en alusiones y ambigüedades, en imagen y metáfora. Sólo el teatro se rezagaba. La obra en base a “tajadas de vida”, la actuación en el proscenio, la ubicación tradicional de los espectadores, la representación “realista”, el lenguaje coloquial más que poético, todo contribuía a sostener un teatro en descomposición, moribundo, corroído por los costos, las ganancias y el soborno sutil de las agencias de prensa. El concepto concebido de sí mismo del teatro americano nunca fue muy sofisticado. Había alentado más el “show biz” que el arte. Por tradición no podía desarrollarse ni prestar apoyo a compañías de repertorio, ni estimular la experimentación. Por otra parte, tampoco podía retener a las estrellas, que con frecuencia abandonaban el tablado y se iban a Hollywood: un actor de Broadway que optaba por “algo más im-
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portante” con preferencia a su evolución artística, era aceptado como normal en la vida americana. En vista del hecho de que estas actitudes y condiciones habían prevalecido durante más de cuatro décadas, las jóvenes generaciones de los 50 y de los 60, radicales o no, miraban al teatro tradicional como decadente, a pesar del desarrollo del teatro nacional y off-Broadway, que demasiado pronto habían comenzado a imitar el establishment comercial. Por lo demás, la embestida del cine y de la televisión habían puesto sobre el tapete la relevancia de la experiencia vivida. La era electrónica, un desafío formidable para todas las sensibilidades, planteó problemas que eventualmente iban a afectar la forma, la percepción y la conciencia. Marshall Me Luhan, saludando el arribo de la ciudad global, predijo que la televisión ampliaría nuestros horizontes, cambiaría nuestro estilo de vida y nos pondría en la necesidad de una experiencia fría, visual, no-literaria, multidimensional. Predijo que el sonido y la imagen televisivos transformarían nuestras “percepciones corporales”, promovería la comunicación no-verbal, crearía una revolución en la educación, desalentaría la literatura, cambiaría nuestras vestimentas, popularizaría nueva música, promulgaría la acción masiva y la participación. En otras palabras, la tecnología avanzada iba a colorear todas nuestras reacciones y relaciones futuras. Las condiciones en U década del 60 habían inaugurado una época para el cuestio- namiento, la evaluación y la redefinición. ¿Por qué el teatro iba a quedar fuera de este cambio profundo? Y no quedó. La revolución en el teatro se hacía a toda máquina. El arte básico de ilusión y los preceptos del arte mímico, formulados por Aristóteles y aceptados durante siglos, estaban siendo desestimados. De acuerdo con el concepto de Me Luhan de que *1 medio es el mensaje, la revolución en el teatro comenzó por la forma; en última instancia iba a afectar el contenido, pero por el momento era la forma la que definía la extensión del radicalismo de un grupo. Una compañía que ya no actuaba en un teatro de Broadway o de off-Broadway, sino en un garaje de un suburbio neoyorquino,
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en un piso de la calle 14, en una iglesia del Greenwich Village, o en un environmental de Brooklyn, iba a ser considerada hasta cierto punto radical. La característica unificante del nuevo teatro fue su arranque desde el concepto de teatro del Sistema; desde sus técnicas y sus estructuras de producción: productores, autores y estrellas, agencia de prensa, su confianza en las indumentarias complicadas, y especialmente sus audiencias burguesas, cuyo gusto burgués toleraba un lenguaje descolorido, falto de poesía y guiones y personajes fáciles de prever. En suma, todo lo que el teatro del establishment había sostenido, glorificado y comercializado era ahora despreciado. Los grupos del nuevo teatro se volcaron a la desnudez y al sexo, al LSD y al rock; al entrenamiento sensorial, al encuentro de grupo y a la exaltación de la conciencia; a Ta anarquía, al primitivismo y a la filosofía oriental; a la vida pastoral y comunal; a la bisexualidad, homosexualidad y fornicación en grupo; a respuestas esquemáticas y sentimientos espontáneos y a la fusión de arte y realidad. Estos temas —considerados radicales— no sólo se incorporaron al estilo de vida de los grupos, sino que dominaron la substancia de su arte. Y fue precisamente esta substancia la que pudo atraer a las audiencias jóvenes. No obstante, los experimentalistas fueron criticados por vulgarizar el amateurismo y los objetivos puristas. De hecho, durante la década del 60 las admoniciones y las adoraciones caracterizaron a un debate corriente en las artes. Amigos y enemigos, críticos y legos, rivalizaban en descubrir innovadores e imitadores, para separar las manías y las modas de lo auténtico y lo genuino. (El hecho de que cada orador tuviera una concepción personal y a menudo mal fundada no disminuía el valor de la crítica). Como resultado, cualquier concepto estético genuino que germinara durante este período fue minado por la evaluación instantánea —ea una sociedad que exige éxito al instante—. Al mismo tiempo, varios experimentalistas se acomodaron subrepticiamente al sistema y en la primera oportunidad comercializaron su originalidad, sacrificaron una experimentación a veces muy amplia y renunciaron a su potencial, Mirando hacia atrás, es
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penoso reconocer con cuánta facilidad los movimientos pueden ser frenados, codificados y estereotipados. Pero uno comprende que ciertos aspectos de los nuevos movimientos se han incorporado a la corriente principal (y son aceptados tranquilamente por aquellos que una vez los rechazaron), y es casi axiomático que cada vanguardia lleva a otra —aunque, paradójicamente, todas encuentran sus antecedentes en la tradición—. No es entonces asombroso descubrir que el movimiento experimental contemporáneo del que trata este libro es también una continuación y extensión del pasado y es parte de la espiral histórica continuamente cambiante de lo siempre viejo y de lo siempre nuevo. As* algunos estudiosos creen que el comienzo de la espiral de la vanguardia puede fijarse en 1896, en “Ubu Rey” de Alfred Jarry, cuando un actor francés salió a escena en un teatro de París y profirió las cinco letras fatales de la palabra: “merde”. O se remontan al trabajo de Mallarmé y al teatro simbolista, al First Studio de Stanislavskv, a la “biomecánica” de Meverhold; para algunos, el surrealismo y las teorías de la “crueldad” de Antonin Artaud son las manifestaciones teatrales más importantes del sido XX. Con toda seguridad, todas estas influencias contribuyeron (y su importancia es discutida en ulteriores capítulos). Pero los orígenes filosóficos y estéticos de los experimentalistas no literarios discutidos en este libro no están en ningún fenómeno simnle, sino en una perspectiva universal que encuentra sus raíces en el romanticismo. Poroue el esníritu del movimiento Romántico —su estilo literario y artístico, su humor tempestuoso y búsnueda de visión interior, su dorificación del individuo y su creencia en la intuición e imaginación, más que en la lódca y en la razón— tal VPZ más que el de ningún otro período, se acerca más a la definición de nuestra propia época y de nuestros innovadores teatrales. A decir verdad, nuestros contemporáneos probablemente pensaron poco en el pasado cuando comenzaron su trabajo (aunque algunos miraron hacia atrás conscientemente), pero hay sin embargo semejanzas no-
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tables —así como diferencias— entre ellos y el movimiento Romántico. Las semejanzas no son directas, exactas, definitivas ni puras; pero existen. Los románticos produjeron un notable cambio de valores y virtualmente no hubo movimiento inmune a su influencia. Como punto de partida y marco de referencia para sus seguidores y opositores —simbolismo, naturalismo, surrealismo, absurdismo— el movimiento Romántico es útil para ubicar nuestro teatro contemporáneo no- literario en una perspectiva histórica. Los románticos de los primeros años del siglo XÜX se ubicaron en la vanguardia durante un período de cambios económicos, sociales y políticos y de fermento revolucionario. Las palabras de Rousseau "el hombre nace libre y en todas partes está encadenado” se referían a las condiciones que prevalecían. Junto con "El contrato social” de Rousseau, "Los derechos del hombre” de Paine (1791) y "Justicia política” de Godwin (1793) proporcionaron un foco específico al disentimiento contra la tiranía aristocrática y el statii quo. Rousseau fundió su radicalismo político con una visión radical del hombre —su creencia en la superioridad del "noble salvaje”, su personificación del amor, su identificación con la naturaleza y su crítica de la educación de los niños— que captó la imaginación de las generaciones siguientes. Y sus "Confesiones” restablecieron el género de literatura de auto- revelación, en las que lo sensorio y las respuestas subjetivas a la vida se tornaron valores estéticos en sí mismos. El movimiento Romántico se caracterizó no sólo por el disentimiento y la revolución, sino también por la apoteosis del Yo, por una falta de confianza en la lógica, por el amor a la naturaleza, por una percepción realizada a través de las drogas y del ocultismo y por una tentativa de echar abajo las barreras entre arte y vida. Sueños, intuiciones y la pureza del niño así como la creencia en la perfectibilidad del hombre fueron las contradicciones de varios poetas románticos, quienes buscaron nuevos medios de autorevelación y creatividad que desplazarían a las virtudes vacías así como a los vicios hipó' critas y a la estrangulación social.
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Mientras la divinidad de Dios fue puesta en duda, estos artistas adoraron lo divino en sí mismos. La auto-confrontación tomó varias formas: la alabanza del niño en uno mismo, el sondeo de sí mismo a través del opio y la alucinación inducida, el desarrollo de la conciencia política, la forja de una persona romántica como el héroe Byroniano y el desafío de las formas poéticas establecidas y de la dicción. Por sobre todo, el romanticismo fue una protesta consciente contra la sofocante superestructura de la institución de la civilización, y a pesar de su variedad esta protesta estuvo unificada por la fe en la imaginación y en su irreprimible capacidad para crear un nuevo arte y nuevos estilos de vida. Pero los escritores ya no separaron su arte de su estilo de vida. Su conocimiento de la historia y su sentido del drama eran rigurosos. Al glorificar a la Revolución Francesa atacaban al clasicismo, lo asociaban a la reacción y ridiculizaban a quienes adherían a la estética del siglo XVIII. Algunos se hicieron adictos a las drogas; otros, aventureros sexuales, místicos y activistas políticos. En lo político iban desde el liberal al revolucionario, pero en lo estético sus objetivos concordaban: creían en la experiencia sentida, expresada a través de la imagen, el mito y el símbolo. La función del artista era reflejar percepciones subjetivas y adoptaron: “Intuición, instinto, imaginación y visión” como sus principales armas para luchar contra las normas convencionales. Un siglo después I03 artistas de la contracultura hicieron lo mismo. Aunque los escritores románticos de la primera mitad del siglo XIX no revolucionaron el teatro de su época, su importancia se debe a la ligazón de romance y revolución y a su concentración en lo oculto y en lo primitivo como fuentes de inspiración. Por otra parte, pusieron al individualismo en el centro de la escena; un estilo de vida excéntrico, heterodoxo, ropas y modelos extravagantes fueron distintivos del artista revolucionario romántico. De este modo, la exaltación de la experiencia sentida más que un acercamiento racionalista a la vida, dio como re-
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sultado una estética idiosincrática a través de la cual el artista romántico buscó primeramente dilatar su percepción y luego transíormar el mundo. Transformar el mundo fue, por ejemplo, la misión moral, artística y radical de Shelley. El fue un precursor de los chicos de las flores; todo en su vida y arte se centró en el amor a sus semejantes y en su concentración en la liberación del hombre. De extracción radical, fue expulsado de Oxford por predicar el ateísmo, arrestado en Irlanda por distribuir panfletos y ridiculizado en la prensa por escrioir sobre el amor libre y el divorcio. De todos modos continuó difundiendo la doctrina Godwiniana de que la bondad natural del hombre lo llevaría a la revolución. Pero por sobre todo Shelley creía que el hombre podría liberarse a sí mismo a través del amor universal; el odio, la opresión y el engaño serían el resultado de una falta de amor, no sólo entre dos individuos, sino también entre aquellos que no pueden liberarse del amor basado en la posesión. El amor, para Shelley, era la unión de la perfección, la belleza y el valor moral, la fuerza que iba a transformar el mundo. Aunque apoyaba los movimientos políticos revolucionarios de todo el mundo, creía que la necesidad irreprimible de amor que tiene el hombre produciría una sociedad igualitaria y que una vez obtenido, ese amor transformaría la naturaleza humana. Por esto la imagen de Shelley es asociada con una nueva belleza moral. Su visión se convirtió en un cuestión amiento moral, y su vida personal en un ejemplo de la indestructible y profundamente humana necesidad de amar. El amor ideal, la Revolución, el estado perfecto estaban indisolublemente ligados en la mente de Shelley. No es tan sorprendente entonces que los anarquistas revolucionarios posteriores (tal vez sin proponérselo) repitieran lo que parece ser la doctrina del amor y la Revolución de Shelley. Si Shelley abogó por la pureza de la juventud y la inocencia del amor y de la revolución, Byron, que tomó parte activa en la política revolucionaria, representó en cambio otra corriente dentro del romanticismo: la juventud cansada, rebelde, atraída por la revolución a causa de la excesiva sensua-
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lidad. Quizá este aspecto de Bvron corresponda más que ningún otro al fenómeno de los intelectuales y artistas contemporáneos de clase media y alta que pueden estar más atraídos por el “chic” revolucionario que por la acción revolucionaria. El héroe byroniano —una perpetuación del Yo como personaje literario— se convirtió en un patrón para las décadas subsiguientes. Pero el héroe byroniano no fue el único tipo romántico perpetuado en el futuro. La relación entre las drogas, el lenguaje de los sueños y la inspiración poética, tan maravillosamente defendida por Coleridge, así como el misticismo de las visiones de Blake, iban a seguir viviendo en futuros héroes románticos. Tomados en conjunto, Rousseau, Blake, TVordsworth, Coleridge, Shelley, Byron, los idealistas alemanes y todo el movimiento romántico intelectual y estético del cual formaron parte, dieron el tono para una revolución de forma y contenido artístico y para una protesta radical en poesía, ficción y, eventualmente, teatro. Su rechazo del racionalismo científico como fundamento para el arte puso en movimiento una nueva doctrina estética y suscitó cuestiones fundamentales sociales y políticas por las que se iban a librar repetidos combates en muchos campos de batalla. Es en la sucesión de estas batallas, discutidas en la Parte I de este libro, que el lector reconocerá los antecedentes de nuestros contemporáneos comentados en detalle en la Parte II. Los románticos promovieron cambios que iban a reaparecer con nuevas apariencias, nuevas asociaciones imaginativas y nuevos experimentos. El tiempo de duración de un efecto artístico de los rebeldes es determinado, hasta cierto punto, por lo que las épocas subsiguientes ven reflejado en ellos, y tal vez en mayor medida por la duración de su talento, cualquiera sea la estética que procuren. Es demasiado pronto ahora en los albores de 1970 para abrir un juicio definitivo sobre el teatro no-literario de la década del 60, pero no se puede dudar de que la escena estaba muy viva y plena de posibilidades.
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Este libro trata de describir la gente y los grupos —los lunáticos, amantes y poetas— involucrados en este movimiento experimental, no sin críticas, pero con la convicción de que están rehaciendo el teatro y de que reflejan la fragmentación así como la vitalidad de nuestros tiempos.
PRIMERA PARTE
LOS ANTECEDENTES
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