El Sentido de La Libertad - Francisco J. Contreras

March 1, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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El Sentido de La Libertad - Francisco J. Contreras...

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© Francisco J. Contreras, cada uno de los autores por cada uno de sus textos y Editorial Stella Maris S.L., 2014. © Cada uno de los autores por cada uno de sus textos y Editorial Stella Maris S.L., 2014. Stella Maris c/ Rosario, 47-49 08017 Barcelona www.editorialstellamaris.com Diseño de la cubierta: o3com Ilustración de cubierta: Norman Rockwell, Las cuatro libertades Primera edición: Octubre de 2014 eISBN: 978-84-16128-33-4 Depósito Legal: B-20413-2014 Composición: Francisco J. Arellano No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y ss. del Código Penal español).

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ÍNDICE LOS AUTORES PREFACIO (Francisco J. Contreras) 1. DESARROLLO

HISTÓRICO DE LA IDEA DE LEY NATURAL

(RAFAEL RAMIS BARCELÓ)

(I): ANTIGÜEDAD

I.

El pensamiento griego 1. La Grecia de los poetas y de los presocráticos 2. El pensamiento de los sofistas 3. La tradición socrática a) Platón b) Aristóteles 4. La época helenística

II.

El pensamiento jurídico romano 1. Las ideas de Cicerón 2. Un apunte sobre el trasvase del léxico griego al romano 3. El pensamiento de los juristas romanos

III.

El judaísmo y el cristianismo 1. La Patrística a) San Agustín 2. El pensamiento altomedieval

IV.

Las escuelas franciscana y dominica 1. Alejandro de Hales 2. San Buenaventura 3. San Alberto Magno

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Y

EDAD MEDIA

4. Santo Tomás de Aquino 5. Posdata al derecho medieval V.

Recapitulación

2. DESARROLLO HISTÓRICO DE LA IDEA DE LEY NATURAL (II): EDAD MODERNA (FRANCISCO CARPINTERO) I.

Santo Tomás de Aquino

II.

La Escuela de los nominalistas

III.

El siglo XV

IV.

La Edad Moderna 1. El influjo del Renacimiento en el Derecho 2. El siglo XVI a) Fernando Vázquez de Menchaca b) La Segunda Escolástica c) Los jesuitas españoles d) Francisco Suárez e) Tiempos de decadencia 3. El siglo XVII a) Hugo Grocio b) Después de Grocio c) El materialismo: Hobbes d) Samuel Pufendorf 4. El siglo XVIII

a) John Locke b) Christian Thomasius c) Jean-Jacques Rousseau d) Immanuel Kant 5. La Escolástica moderna-contemporánea 3. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LA LEY NATURAL (I): SIGLOS XVI AL

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XVIII I.

(FRANCISCO J. CONTRERAS) La tolerancia religiosa como origen de los derechos humanos 1. Carácter reactivo de los derechos humanos; 2. La cuestión de la tolerancia en los siglos I al XVI; 3. Hubmaier, Castellión; 4. Los politiques y el Edicto de Nantes; 5. Tolerancia y mercado: Holanda; 6. Inglaterra; 7. América británica: Roger Williams, Maryland.

II.

La contribución del iusnaturalismo moderno 8. Los derechos subjetivos naturales; 9. Norma agendi y facultas agendi; 10. ¿Es natural la comunidad política?; 11. Los derechos humanos se refieren a la relación Estado-ciudadanos; 12. Los derechos humanos difieren de las libertades medievales; 13. Abandono de la concepción organicista de la sociedad; 14. Los derechos humanos como derechos «anteriores» al derecho positivo; 15. Grocio; 16. Pufendorf, Thomasius, Wolff; 17. Iusnaturalismo moderno y despotismo ilustrado; 18. Locke.

III.

De la evolución inglesa a la Revolución norteamericana 19. La vía inglesa hacia los derechos humanos: pragmatismo, historicismo; 20. Coke y el common law; 21. El Bill of Rights de 1689; 22. Libertad frente a la tributación; 23. Desmantelamiento de gremios y estamentos; 24. La revuelta fiscal norteamericana; 25. Los derechos humanos en la Declaración de Independencia de EE.UU.; 26. La Declaración de Derechos de Virginia; 27. Influencia de la Revolución americana sobre la francesa.

IV.

Revolución francesa y abolición de la tortura 28. La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano; 29. Voltaire, la tortura y el caso Calas; 30. Beccaria y la pena de muerte.

V.

La abolición de la esclavitud 31. Pequeña historia de la esclavitud; 32. España y los indígenas americanos; 33. Las Casas y la trata de negros; 34. Los cuáqueros y el abolicionismo; 35. Wilberforce y los «santos de Clapham»; 36. La abolición en Francia; 37. Lincoln y la abolición en EE.UU.

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4. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LA LEY AL XXI

(FRANCISCO J. CONTRERAS)

NATURAL

(II): SIGLOS

XIX

VI.

La fuerza expansiva de los derechos humanos 38. Abstracción y ampliación; 39. La explosión de lo concebible; 40. Derechos de la mujer: Gouges, Wollstonecraft; 41. El voto femenino.

VII.

De los derechos naturales a los derechos «nacionalizados». Pensamiento reaccionario, marxismo, nacionalismo, racismo 42. Reacción conservadora: Burke, De Maistre; 43. Crítica iuspositivista: Bentham; 44. Marx y los derechos humanos; 45. Nacionalismo y derechos humanos: Sieyés, Fichte; 46. Racismo, anti-semitismo, nazismo: Gobineau, Chamberlain, Hitler.

VIII.

La reconquista de la universalidad 47. Naufragio de los derechos humanos en 1917-45; 48. Demo-cracia y derechos humanos: la autodestrucción de la república de Weimar; 49. Radbruch y la crítica del positivismo jurídico; 50. Neoconstitucionalismo; 51. Las «cuatro libertades» y la creación de la ONU; 52. La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948; 53. Aplicabilidad de los derechos humanos en el nivel internacional; 54. Descolonización, movimiento de los derechos civiles, caída del comunismo.

IX.

¿Tres generaciones de derechos humanos? 55. Pequeña historia de los derechos económicos y sociales; 56. Diferencias entre los derechos civiles y los derechos sociales; 57. ¿Tres generaciones de derechos humanos?: Vasak, Jellinek, Marshall; 58. Derechos sociales y agency; 59. Problemas de los derechos sociales: hipertrofia estatal, presión fiscal; 60. «Derechos insaciables», desresponsabilización social; 61. Alternativas liberales a los derechos sociales.

X.

Proliferación y trivialización 62. Inflación y relativización de los derechos humanos; 63. El lenguaje de los derechos como bloqueador conversacional. Revolución sexual y falsos derechos

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XI.

Revolución sexual y falsos derechos 64. Sesentayochismo y nueva izquierda; 65. El nuevo feminismo: Friedan, Beauvoir, Butler; 66. Freudomarxismo y revolución sexual: Reich, Kinsey; 67. Maltusianismo y control de la población; 68. Eugenesismo: Galton, Sanger; 69. Nueva izquierda y falsos derechos.

5. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LA LEY NATURAL (III): PROBLEMAS DE FUNDAMENTACIÓN

(FRANCISCO J. CONTRERAS)

XII.

Naturaleza humana, dignidad humana, empatía 70. Crisis del concepto de naturaleza humana; 71. La dignidad humana como fundamento oficial; 72. La dignidad humana según el cristianismo; 73. Materialismo y «estupidez de la dignidad»; 74. ¿Por qué tenemos dignidad?: Pascal, Dworkin; 75. Empatía y Derechos humanos.

XIII.

¿Necesitan de verdad los derechos un fundamento? 76. Antifundacionalismo: Bobbio, Rorty.

XIV.

Lo justo sin lo bueno 77. «Lo justo» y «lo bueno»; «libertad de» y «libertad para»; 78. «Lo justo» según Rawls; 79. Liberalismo y realismo moral; 80. La «libertad de» sin «libertad para».

XV.

Libertad 81. Libertad sin sentido: Sartre; 82. El sentido de la libertad: Finnis y la «nueva teoría del derecho natural»; 83. Libertad y florecimiento humano; 84. Florecimiento humano y mortalidad; 85. Ética «empotrada en la cosmología».

XVI.

Comunitarismo y derechos humanos 86. La dimensión comunitaria de la virtud: Aristóteles; 87. La crítica comunitarista del liberalismo; 88. El lado oscuro del comunitarismo.

XVII.

Liberalismo perfeccionista y derechos humanos 89. ¿Qué es el «perfeccionismo»?; 90. Liberalismo antiperfeccionista: John Stuart Mill; 91. Liberalismo perfeccionista: Raz, George; 92. No

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imponer, sino incentivar. 6. BIOÉTICA Y DIGNIDAD DE LA PERSONA (VICENTE BELLVER) I.

Aspectos fundamentales de la bioética 1. Pero ¿qué es eso de la bioética? 2. El concepto de dignidad humana 3. Entre el bioderecho y la bioética 4. La objeción de conciencia en el ámbito biomédico

II.

Cuestiones concretas de bioética 1. Conflictos al inicio de la vida: Aborto, reproducción asistida y estatuto del embrión humano a) El aborto b) La reproducción humana artificial c) El embrión humano preimplantatorio 2. Eutanasia, suicidio médicamente asistido y voluntades anticipadas a) La eutanasia b) El suicidio médicamente asistido c) Los documentos de voluntades anticipadas 3. Bioética y nuevas biotecnologías: clonación, intervenciones genéticas germinales y mejoramiento humano a) Clonación humana b) Las intervenciones genéticas en la línea germinal humana c) Medicina del deseo, «mejoramiento humano» (human enhancement) y posthumanismo.

7. LA FAMILIA COMO INSTITUCIÓN NATURAL (ELIO A. GALLEGO) I.

Introducción

II.

El matrimonio 1. Paternidad y maternidad; 2. ¿Qué es el matrimonio?; 3. El de-clive del matrimonio en Occidente; 4. Libertad y compromiso; 5. Matrimonio y amor; 6. Negación de la libertad para contraer matrimonio «para siempre». El patrimonio

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III.

El patrimonio 7. Obstáculos a la libertad de transmisión de los patrimonios y sus consecuencias: Tocqueville, Donoso Cortés, Casa Valencia; 8. Propiedad y familia; 9. La libertad de testar en nuestra tradición jurídica; 10. El patrimonio moral de la familia: tradición y memo-ria; 11. Amenazas a la libertad educativa de los padres; 12. La abolición del hombre.

IV.

Conclusión

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LOS AUTORES

Vicente Bellver Capella (Valencia, 1963) es profesor titular de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en la Universitat de València. Acreditado para catedrático de Universidad desde 2011. En la actualidad es director del Departamento de Filosofía del Derecho, Moral y Política de la Universitat de València. Miembro del Comité de Bioética de España y del Consejo Asesor de Bioética de la Comunitat Valenciana. Es autor de los libros Ecología: De las razones a los derechos (1993), ¿Clonar? Ética y derecho ante la clonación humana (2000) y Por una bioética razonable (2006). Editor de cinco libros colectivos (entre ellos, La vida humana naciente, 2009). Ha escrito capítulos en más de 60 libros colectivos y ha publicado más de 120 artículos en revistas científicas sobre derechos humanos, bioética y ecología política. Francisco Carpintero Benítez (Sevilla, 1948) es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Cádiz. Ha sido profesor visitante en la Universidad Panamericana de México. Es autor de 17 libros; entre ellos: Una introducción a la ciencia jurídica (1988), Derecho y ontología jurídica (1993), Historia breve del derecho natural (2000), Justicia y ley natural: Tomás de Aquino y los otros escolásticos (2004), La ley natural: Historia de un concepto controvertido (2008) y La ley natural: Una realidad aún por explorar (2013). Francisco J. Contreras Peláez (Sevilla, 1964) es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de los libros: Derechos sociales: teoría e ideología (1994), Defensa del Estado social (1996), La filosofía de la historia de Johann G. Herder (2004), Savigny y el historicismo jurídico (2004), Tribunal de la razón: El pensamiento jurídico de Kant (2004), Kant y la guerra (2007), Nueva

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izquierda y cristianismo (2011, con Diego Poole), Liberalismo, catolicismo y ley natural (2013) y La filosofía del Derecho en la historia (2014). Editor de seis libros colectivos, entre ellos; The Threads of Natural Law (2013) y ¿Democracia sin religión? (2014, con Martin Kugler). Ha recibido los premios Legaz Lacambra (1999), Diego de Covarrubias (2013) y Hazte Oír (2014). Elio A. Gallego García (Madrid, 1963) es profesor de Teoría y Filosofía del Derecho en la Universidad San Pablo-CEU de Madrid. Sus estudios se han encaminado a una relectura y actualización de la tradición jurídica y política clásica. Autor de los libros: Tradición jurídica y derecho subjetivo (1996), Norma, normativismo y derecho (1999), Fundamentos para una teoría del Derecho (2003), Los cambios del Derecho de familia en España (2004), Sabiduría clásica y libertad política (2009) y Common Law: El pensamiento jurídico y político de Sir Edward Coke (2011). Es director del Instituto de Estudios de la Familia de la Universidad San Pablo-CEU de Madrid. Rafael Ramis Barceló (Mallorca, 1983) es profesor de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universitat de les Illes Balears. Se licenció en Derecho, Filosofía, Literatura comparada, Ciencias Políticas y Sociología y se doctoró en Derecho en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, de la que es investigador. Se ha especializado en la historia del pensamiento jurídico y político medieval y moderno, así como en la historia de las universidades. Ha estudiado asimismo la recepción de los debates iusnaturalistas en el pensamiento contemporáneo, especialmente en Alasdair MacIntyre, cristalizado, entre otros trabajos, en Derecho natural, historia y razones para actuar. La contribución de Alasdair MacIntyre al pensamiento jurídico (Madrid, 2012).

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PREFACIO

(Francisco J. Contreras)

Este libro estudia en sus dos primeros capítulos la evolución histórica de la idea de ley natural desde los presocráticos hasta el siglo XVIII. Los capítulos tercero al quinto parten de la hipótesis de que la versión de la ley natural que conserva una operatividad cierta en la cultura actual es la ideología de los derechos humanos; rastrean, pues, la aparición y desarrollo de éstos, comenzando en las guerras de religión de los siglos XVI y XVII y culminando en la Declaración Universal de

Derechos Humanos de 1948. La parte final del capítulo cuarto analiza también la posible crisis de la categoría de derechos humanos (relacionada, por ejemplo, con la constante ampliación —y consiguiente trivialización— de éstos, así como con la introducción de falsos derechos). El capítulo quinto aborda la cuestión crucial de por qué los hombres tienen derechos. Los capítulos sexto y séptimo se ocupan de los aspectos de la ley natural más amenazados en los últimos tiempos: la bioética (aborto, eutanasia, ingeniería genética…) y la familia basada en el matrimonio. Nos parecía importante «aterrizar» en temas concretos para no quedarnos en la clásica exposición abstracta, alérgica a toda proyección práctica. Conozco sesudos tratados de derecho natural —de cientos de páginas— que uno cierra sin haber obtenido una sola noción clara y distinta sobre lo que exige la ley natural en tal o cual ámbito específico. Hemos intentado ser amenos y no quedarnos en el empíreo de los conceptos pomposos pero vacíos; para ello, hemos resaltado la conexión de las teorías con hechos y circunstancias históricas concretas. Por estas páginas desfilan las universidades medievales y la colonización de América, las guerras de religión y la Revolución francesa, el tráfico de esclavos y la revolución sexual, el Holocausto y la fundación de Naciones Unidas, la ingeniería genética y el fantasma de la clonación.

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Hemos traducido al castellano todas las citas extraídas de obras en lengua extranjera. El lector atento advertirá que el «corte» cronológico y temático entre los capítulos no siempre es nítido. La idea de dignidad humana es presentada tanto en el capítulo 5 (como posible fundamento de los derechos humanos) como en el 6 (en su aplicación a problemas bioéticos como el del estatuto del embrión o el «bebé-medicamento»). Santo Tomás es presentado someramente en el capítulo 1 y analizado más exhaustiva y sistemáticamente en el 2. Varios autores de la edad moderna (Locke, Thomasius, Pufendorf…) aparecen tanto en el capítulo 2 como en el 3. Los ángulos de abordaje son diversos: el capítulo 2 presenta sus sistemas en el marco de una panorámica completa de la evolución de la idea de ley natural, en tanto que en el 3 interesan sólo sus aportaciones a la génesis de la idea de derechos humanos. Pero no disimularemos que también se dan, en las respectivas presentaciones, diferencias con cierto matiz ideológico. Francisco Carpintero sitúa el apogeo del iusnaturalismo en Santo Tomás y la Escolástica española, presentando como «decadente» el pensamiento liberal de los siglos XVII al XIX; el autor de estas líneas, en cambio, no oculta una afinidad mayor con las doctrinas liberales y una apuesta por la compatibilidad entre iusnaturalismo y liberalismo (y se nota, creo, en el tratamiento que uno y otro damos a figuras como Locke o a hechos como las revoluciones norteamericana y francesa). También se apreciarán diferencias, por ejemplo, en la valoración que recibe la figura de Donoso Cortés en el capítulo 4 y en el 7. Pensamos que esta relativa variedad de matices doctrinales enriquece el volumen; el lector podrá comparar y escoger la interpretación que más le convenza (o bien una interpretación equilibrará y compensará a la otra). Bien entendido que los cinco autores partimos de un compromiso claro con la idea de ley natural. Y consideramos que los más de dos milenios de legado iusnaturalista guardan una enseñanza clave para el hombre contemporáneo: la libertad es sólo el punto de partida, no el de llegada.

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1. DESARROLLO HISTÓRICO DE LA IDEA DE LEY NATURAL (I): ANTIGÜEDAD Y EDAD MEDIA* (Rafael Ramis)

La idea de ley natural ha estado siempre presente en la historia, más como una intuición que como una doctrina uniforme. Muchas personas han apelado, en un sentido intuitivo, a aquello que hay más allá de las leyes escritas o de los pactos: a una idea de ley (en el sentido general de norma) que tiene más fuerza que las leyes (o normas) promulgadas y que debe prevalecer sobre éstas en caso de conflicto. La formulación de Antígona, a la que se pasará seguidamente, es una de las más conocidas de la ley natural y muestra su carácter intuitivo: hay unas leyes que están más allá de las leyes humanas (sean éstas fruto de la imposición o del acuerdo). Ahora bien, cuando tiene que perfilarse y conceptualizarse esta intuición de la ley natural, hay muchas lecturas posibles: ¿se trata de una ley de la naturaleza?, ¿de la naturaleza física o de la naturaleza humana?, ¿es mutable o inmutable?, ¿de dónde proviene?, ¿cómo puede conocerse?, ¿está en la mente o en el corazón?… Todas estas preguntas forman parte del desarrollo conceptual de la ley natural en la historia. Cada autor la ha visto desde un prisma diferente, hasta tal punto que su formulación ha tenido múltiples variantes, a menudo contradictorias entre sí. Lo que tienen en común todos los autores que, por convención y por simplificación historiográfica denominamos «iusnaturalistas» (esto es, partidarios de la existencia de una ley natural), es su convicción de que: 1) existen una serie de leyes (o normas, en un sentido amplio) que están más allá de las normas promulgadas, y 2) que deben prevalecer sobre éstas en caso de conflicto. Se subraya una y otra vez aquí que la ley natural es una intuición, puesto que tanto los grandes autores (filósofos, juristas, escritores…) como las personas

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corrientes están, en términos generales, de acuerdo con esta formulación amplia. Lo que cambia es precisamente la conceptualización precisa de esa intuición en cada autor y época, puesto que está fuertemente marcada por las doctrinas morales, políticas y religiosas del momento (es decir, no es lo mismo examinar la ley natural desde el mundo griego que desde el judaísmo, el cristianismo o el islam). También cabe indicar que esta intuición de la ley natural está íntimamente ligada a la de derecho natural. Algunos autores entienden que ley natural y derecho natural son prácticamente sinónimos, mientras que otros (como se verá) consideran que, sin ser lo mismo, existe una relación de dependencia entre ambos conceptos. Todo ello muestra, de entrada, que la ley natural necesita un estudio detallado y que su formulación no puede hacerse sin tomar en cuenta la historia. En las páginas siguientes se estudiará esta evolución desde la Antigüedad hasta la plenitud de la escolástica medieval. I. EL PENSAMIENTO GRIEGO Ha venido clasificándose el pensamiento en Grecia en cuatro grandes corrientes, sucesivas en el desarrollo histórico: 1) los filósofos y poetas anteriores a Sócrates (llamados presocráticos o preplatónicos)1, que tenían una visión de la ley como la voluntad de los dioses; 2) los denominados sofistas, que se opusieron a esta visión y sustituyeron la voluntad divina por la voluntad humana expresada en el derecho [nómos]; 3) la reacción alentada por Sócrates y sus seguidores, que enraizaron el derecho en la naturaleza [phýsis], y 4) el llamado período helenístico, en el que se produjo la universalización cosmopolita de algunos de los posicionamientos anteriores y el transvase del léxico griego al romano.

1) La Grecia de los poetas y de los presocráticos El discurso de Antígona, contenido en una tragedia homónima de Sófocles, sigue

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siendo el mejor y más antiguo ejemplo para ilustrar la intuición de la ley natural. Como es sabido, el hermano de Antígona —Polínices— muerto en una cruenta guerra civil, fue condenado por Creonte, el tirano de Tebas, a permanecer insepulto sin honores. Pero Antígona se rebeló y le dio sepultura. Al ser recriminada por ello, le respondió a Creonte: «No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike, compañera de los dioses subterráneos, perfiló nunca entre los hombres leyes de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que sólo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron» (Antígona, 450-460).

El ejemplo de Antígona es una muestra de la intuición de un derecho fundado en la voluntad de los dioses. El derecho arcaico procedía de la diosa Thémis, que se revelaba a través de signos u oráculos, tal y como indicaron Homero y, sobre todo, Hesíodo. Píndaro (518-438 a.C.), en una oda —recogida en Platón, Gorgias, 484b— que hoy no se conserva íntegramente, indicó que nómos (la ley)2 debía ser reina de todo, «de los mortales y de los inmortales». Thémis correspondería, en un sentido amplio, a la ley (lo asentado, lo instituido), y convivió como figura mítica con la diosa Díke, que era la ley en un sentido de justicia. Díke venía ligada a otras expresiones de orden legal (eunomia, literalmente, «el buen derecho»), igualación ante la ley [isonomia] y paz [eirene]. Díke3, en tanto que figura divina, tenía un carácter sobrenatural, aunque ya permitía una transición al derecho entendido en un sentido racional en el marco de la pólis (que era la estructura de la ciudad-estado, el punto de partida del pensamiento jurídico-político griego). La lucha por la justicia encontraba su manifestación en Zeus, el dios de la guerra y la tensión [pólemos], que regulaba la convivencia de los humanos. Los llamados filósofos presocráticos desarrollaron este lenguaje mítico, mostrando que la voluntad divina podía conocerse no sólo a través de los oráculos, sino también racionalmente. Resulta difícil atribuir sentido a los textos incompletos y a menudo deslavazados que nos han llegado de pensadores como Tales, Anaximandro, Empédocles o Parménides. Su reflexión sobre Thémis y Díke muestra un mundo en permanente búsqueda de la justicia, como necesidad de armonía, frente a las injusticias y las desavenencias. La ley divina, por lo tanto, se manifestaba en el orden y en la justicia, así como en contra de la injusticia

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[adikía]. La ley divina debía imponerse a la inevitable tensión [pólemos] entre la justicia y la injusticia. Las diferentes poleis griegas tenían una aplicación parecida de las leyes4. Existían las «leyes comunes», que vendrían a ser un conjunto de normas basadas en la secularización de este orden mítico, y las patria, que reflejaban las costumbres de los antepasados de un lugar o de una pólis concreta. De hecho, los autores que en un momento dado se opusieron a los excesos de la democracia ateniense reclamaron una vuelta a estas patria5. Existía, por lo tanto, una contraposición entre las costumbres antiguas y la legislación nueva, fruto de una secularización de la justicia. En el terreno de las ideas, con Heráclito (576-480 a.C.) comenzó asimismo un proceso de secularización de la justicia, puesto que la intervención de los dioses tenía un reflejo en el mundo y podía ser comprendida por los humanos. Heráclito, autor de numerosos aforismos que se han conservado parcialmente, dejaba de tener presente a Thémis como la diosa de la ley, portadora del designio divino, y pasaba a ocuparse de Díke, en relación con otros conceptos, sobre todo con lógos6, que era el «decir» o la «razón» en un sentido amplio. El lógos —según Heráclito— existía siempre, pero unos lo comprendían y otros no: unos estaban despiertos y otros dormidos, como se dice en el aforismo B1. Los que estaban despiertos buscaban la auténtica «naturaleza de las cosas» [phýsis] y mostraban cómo era. La verdadera naturaleza estaba, existía, pero no todos la podían ver. Esta comprensión, la esencia de la actividad filosófica, fue designada por Heráclito con el término phronein, que significa «comprender». Así pues, la secularización iniciada por Heráclito mostraba que existía un cierto orden en la naturaleza, y que podía ser comprendido racionalmente: dicho orden era una tensión que se manifestaba como lucha u oposición [pólemos] constante de elementos contrarios (día/noche, guerra/paz, …) en la «naturaleza de las cosas» [phýsis]. La racionalidad era una tensión dialéctica permanente, que mostraba cómo la naturaleza cambiaba incesantemente. El conocimiento del lógos implicaba comportarse de acuerdo con su justicia, obrar justamente. En un mundo cambiante, en constante tensión y transformación, lo importante era entender el orden, a fin de establecer la justicia. El concepto lógosestaba emparentado con díke (en minúsculas, justicia material). La díkeprovenía de la diosa Díke (en mayúsculas), que era una divinidad que, cuando se la invocaba,

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comparecía en el mundo terrenal en forma de su cualidad más relevante: la justicia material o díke. En Heráclito, por tanto, no había una separación entre la diosa y la cualidad de la justicia, por lo que Díke era siempre la diosa, que comparecía para poner orden cuando se la invocaba, esto es, cuando se invocaba la justicia. La secularización frente a épocas anteriores implicaba que, mediante la invocación de la diosa, ésta comparecía para llevar a cabo una justicia racional, que era comprendida por los que eran capaces de entender (phronein) la naturaleza de las cosas (phýsis). Así pues, díke no era sólo la sentencia que ponía el derecho, la que decía (lógos) el derecho, sino que también era la que permanecía y conservaba el derecho, la que, en definitiva, hacía justicia. Por consiguiente, concluye Erik Wolf: «La esencia lógica de díke se desarrolla en Heráclito en la triple forma del poner-en-el-derecho, permanecer-en-el-derecho y dejar-en-el-derecho»7. Dicho de otra forma, la comparecencia de la diosa Díke, hacía que la díke (como justicia material) se manifestase en tres dimensiones: la anterior a la justicia (es decir, como virtud abstracta que guiaba las actuaciones), la que se daba durante el acto mismo de materialización de la justicia (acompañando a la actuación) y, por último, la que se producía después de la realización concreta del derecho en algo justo (a saber, el haber «hecho justicia» y haber resuelto el conflicto o pólemos). Existía, por lo tanto, una transición desde la justicia divina a la plasmación en el mundo material, en tres fases que podían ser comprendidas racionalmente. Así pues, la justicia era llevar a cabo la solución de los conflictos que sucedían incesantemente, en un mundo en perpetuo cambio y tensión. El Derecho —en un sentido amplio— se denominaba a la sazón nómos, que designaba también «ley, regla, prescripción», y tenía un marcado carácter político. Su significado originario era «reparto, distribución, atribución»8. Se trataba de una norma de carácter político y, por ello, era de derecho «positivo» y cambiante. Según Heráclito, la adecuación entre lógos y el nómos estaba en la díke, que debía adecuar materialmente la correspondencia entre lo común y lo particular, entre lógos y el nómos: si existía relación entre lo que era común a todos los hombres y lo que era común a un grupo de ellos, el nómos concreto se adecuaba al lógos. Por ello, la díke desarrollaba esta labor tan importante: a través de ella el derecho era, permanecía, era conservado y liberado desde su

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forma originaria a la materialización efectiva. La naturaleza [phýsis], pese a estar en relación con el lógos, amaba ocultarse (B123), de modo que no tenía una presencia conceptualmente tan marcada como en autores posteriores. En el aforismo B114 se dice que «todas las leyes de los hombres se alimentan en virtud de una, la divina; domina, en efecto, tanto cuanto quiere, y basta para todo y sobra»9. La ley divina alimentaba a las demás leyes humanas. El B44 indicaba que los ciudadanos estaban obligados a luchar por su ley, como si se tratara de la muralla que rodeaba a la pólis10. Es por ello que pólemosera el conflicto permanente, la lucha de los contrarios, propia de la pólis, característica intrínseca de la sociedad, que luchaba por su ley y por el cumplimiento de la justicia. ESQUEMA 1 (HERÁCLITO)

De acuerdo con el esquema anterior, donde estaba el nómos, también estaba la pólis, pues en el nómos actuaba el Theos (a través del l gos) que había otorgado el n mos a la pólis. El n mos en Heráclito no era sólo el derecho positivo, sino la ley en un sentido amplio: el nómosdebía estar completamente ajustado al lógos para vertebrar correctamente la pólis11. El lógos era la única ley divina, el modelo originario de las múltiples leyes humanas. De esta manera, el l gos era el origen fáctico de la ley de la pólis, que estaba en permanente tensión [pólemos], a la que sólo la comparecencia material de la Díke, la justicia efectiva [díke], podía dar una respuesta adecuada.

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2) El pensamiento de los sofistas La Sofística fue un movimiento surgido en los siglos

V

y

IV

a.C., que se oponía

tanto a las ideas de los poetas, como a las de los diferentes pensadores presocráticos. Frente a la visión teológica (de los poetas) o racionalista (de los filósofos) del derecho y de la justicia, los presocráticos se caracterizaron por una visión completamente política y secularizada de la ley. Por desgracia, no se poseen las fuentes directas de las enseñanzas de estos sofistas, sino reconstrucciones hechas a menudo por sus adversarios. Con todo, resulta claro que para ellos nómos, que tenía un papel central en el pensamiento de Heráclito y de otros filósofos, quedaba desprovisto de la carga ontológica de aquéllos (es decir, que se borraban muchas de las conexiones con el lógos y con la díke), de forma que el esquema quedaba reducido a la tensión [pólemos] en la pólis entre nómos y un concepto aparentemente nuevo: phýsis. Los sofistas se preguntaban si la justicia tenía un fundamento natural: con ello contraponían dos conceptos (phýsis y nómos) que antes no se habían confrontado. En el pensamiento presocrático, n mos no se contraponía abiertamente con phýsis, porque nómos era algo que también participaba de la naturaleza de las cosas. En cambio, los sofistas se plantearon si, en vez de cosas justas por naturaleza [phýsei díkaion], existían las cosas justas por ley o por convención [nómo díkaion]. ESQUEMA 2 (SOFISTAS)

El concepto de phýsis de los sofistas tenía un carácter físicobiológico, de manera que la naturaleza era la norma de la vida humana, un concepto adecuado a las características físicas del ser humano. Recuerda Welzel que para los sofistas

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los hombres eran todos iguales fisiológicamente (todos tenían boca para comer, nariz para respirar…), pero sus cualidades políticas eran distintas12. Según Protágoras, uno de los principales sofistas, «el hombre era la medida de todas las cosas» (Diels, 80, B, 1), de tal manera que lo natural era que él ordenase la justicia según su conveniencia. Otro relevante sofista, Trasímaco, indicó que las cosas justas por naturaleza eran, en la permanente tensión [pólemos] de la pólis, el triunfo de los fuertes sobre los débiles y una vida «conforme a la naturaleza», que consistía en vivir en la pólis intentando convencer a los demás13. Así, las cosas justas por ley o convención [nómo díkaion] eran las normas o acuerdos alcanzados por el consenso, lo que permitía el progreso de la sociedad. Protágoras, tal y como lo presentó Platón, consideraba que era posible la vida social en la pólis por la adquisición de ciertos acuerdos por convención [nómos], en tanto que la naturaleza [phýsis] era un mero estadio inicial que podía y debía ser superado. Para ello, como la virtud política [politiké areté] era perfectible, era necesario adquirir una excelencia, y los sofistas se comprometían a enseñarla14. De esta forma, las leyes o nómoi eran la forma de organización de la vida humana, en las que brillaban las virtudes políticas, que se caracterizaban por su carácter convencional, que excluía las cosas justas por naturaleza [phýsei díkaion]15. Para Calicles, la política y la legislación poco tenían que ver con la naturaleza, de tal manera que ésta debía funcionar en base a las convenciones humanas. De hecho, para él, a diferencia de los presocráticos, los dioses sólo existían por nómos, en el sentido convencional usado por los sofistas16. En la contraposición de los sofistas entre las cosas justas por ley o por convención [nómo díkaion] y las cosas justas por naturaleza [phýsei díkaion], se puede observar la importancia de esta segunda categoría, creada en aquel momento para significar que existía una justicia «natural», basada en la fisiología humana y al servicio de la dominación política de unos sobre otros, que dio forma a una posición nueva en esta configuración de las leyes y de la justicia.

3) La tradición socrática Así como los testimonios de muchos sofistas han llegado a nuestros días de la mano de Platón, también las ideas de Sócrates han llegado a través de sus Diálogos. Los dos continuadores más decisivos de la senda socrática fueron Platón

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(427-347 a.C.) y el principal discípulo de éste, Aristóteles (384-322 a.C.).

a) Platón Para articular su pensamiento, Platón retomó la distinción realizada por los sofistas entre las cosas justas por ley o por convención y las cosas justas por naturaleza, aunque la comprendió de una manera muy distinta; las cosas justas por naturaleza eran admitidas por todos, mientras que las cosas justas por convención no eran intemporales ni válidas para todos. Volviendo a las ideas de Heráclito y de Parménides, compartiendo la valoración que hizo Píndaro, Platón regresó a una visión ontológica del ser en la que la justicia era una emanación del lógos (véase esquema 1). De esta forma, la divinidad [theós] otorgaba a la pólis su nómos, su propio orden divino, su propia esencia. Y si la pólis lograba parecerse a la idea del lógos, llegaba hasta la plenitud de su esencia. De esta forma, para Platón, al igual que en Heráclito, n m s y p lis iban inseparablemente ligados, pues sólo si había un nómos ligado al lógos podía haber verdadera pólis. Escribió Platón que: «…el dios [theós] que tiene en sus manos el principio, el fin y el medio de todas las cosas, dando vueltas conforme a su naturaleza [katà phýsin], cumple derechamente su camino. Síguele constantemente la justicia [díke], vengadora de los que faltan a la ley divina [theíou nómou]; atenido a ella le sigue también, modesto y templado, el hombre destinado a la felicidad; en cambio, aquel otro que, exaltado por su arrogancia […] inflama su alma de insolencia, como si no tuviese necesidad de gobernante ni de guía alguno, sino que él mismo fuera capaz de dirigir a otros, es abandonado en soledad por el dios…» (Las Leyes, 715e-716b).

Las líneas anteriores constituyen una dura crítica a la sofística: la justicia venga a los que faltan a la ley divina; las personas modestas que siguen los designios divinos, obran de acuerdo con su naturaleza y están destinadas a la felicidad, mientras que los que se ponen a sí mismos como medida y como ley, son abandonados por el dios. Por si no había quedado clara la crítica a los sofistas, pocas líneas después, Platón recalcó que «el dios, ciertamente, ha de ser nuestra medida de todas las cosas; mucho mejor que el hombre, como por ahí suelen decir» (Las Leyes, 716e). En Las Leyes puede leerse que, según Platón, «para aquellas ciudades que no gobierna dios, sino un mortal, no hay escape de los males ni de los

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trabajos; muéstranos, por el contrario, que debemos imitar por todos los medios la vida que se refiere de la época de Crono, y gobernar nuestras moradas y ciudades obedeciendo pública y privadamente a cuanto hay en nosotros de inmortal, dando nombre de ley [nómon] a lo dispuesto por la razón» (Las Leyes, 713e-714a).

Ciertamente, toda la filosofía de Platón está concebida para mostrar que el mundo de las ideas, inmortal como el dios mismo, es el foco de referencia de todas las realidades del mundo físico. Precisamente el problema de los sofistas era que entendían phýsis en un sentido meramente físico-biológico y no en toda su amplitud: Platón retornó a la visión ontológica de Heráclito y Parménides (a saber, la que relacionaba la phýsis con el lógos). Por lo tanto, la distinción entre las cosas justas por ley o por convención (nómo díkaion) y las cosas justas por naturaleza (phýsei díkaion) quedaba reformulada de la siguiente manera: las primeras no eran eternas, ni válidas per se, ni tampoco obligaban a todos, mientras que las segundas (entendidas en un sentido amplio de phýsis) eran la adecuación de cada cosa a su propia esencia, la plasmación máxima de la justicia. Para Platón, por lo tanto, no debía de prevalecer una phýsis basada en la tensión y en fuerza de unos sobre otros para dominar la pólis, sino unas nómoi basadas en el lógos, en el que la norma se adecuase a su naturaleza [phýsis] misma. Eso sólo podía hacerse a través del conocimiento de las ideas [eídos], que hacía que cada cosa fuera más parecida a su esencia. Así, las nómoi tenían que basarse en las del mundo de las ideas, que debía ser el foco de referencia para cualquier realización práctica de esa idea. Al mundo de las ideas se accedía a través de la contemplación17. En el caso de la ley, a través de la contemplación de la ley divina [theios nómos], de la que emanaba la justicia. Platón desconfiaba de las leyes escritas18: quería que fueran los filósofos los que, buscando la adecuación de cada cosa a su naturaleza, hallasen unas normas que fuesen la emanación de la justicia para la pólis. Para Platón, esta ley divina no tenía fundamento en la phýsis, sino en el mundo de las ideas, y estaba en plena consonancia con la certeza [episteme] y la virtud [areté].

b) Aristóteles Sin dejar de estar de acuerdo en lo fundamental con su maestro, Aristóteles mostró algunas importantes discrepancias con él. Platón estaba convencido que el

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ideal político debía encarnarse en la pólis y que ésta debía estar en consonancia con el mundo de las ideas. Los filósofos debían guiar a la pólis hacia su esencia a través de la contemplación de las ideas. El mundo físico era una copia imperfecta de esas ideas, por lo que Platón mostraba un gran desprecio hacia él. Por el contrario, Aristóteles concebía varios modelos políticos y, por lo tanto, diferentes tipos de organización y de normas, que dependían de la adecuación al lugar y al momento. Asimismo tenía una visión mucho más positiva del mundo físico y no creía que éste fuera una copia imperfecta del mundo de las ideas. Fue un gran observador del mundo que le rodeaba: era un autor que —a diferencia de Platón, que desconfiaba de los sentidos— partía de lo sensible, le gustaba experimentar y conocer tanto la sociedad como la naturaleza19. Observó las diferencias entre diversos tipos de seres vivos (plantas, animales, hombres) y dio comienzo sistemático al estudio empírico de muchas de las actuales disciplinas (biología, física, política…). Aristóteles tenía un concepto de phýsis mucho más amplio que Platón20. Para aquél, la naturaleza era una realidad dinámica, tendente a una finalidad [télos], lo que restringía el ideal griego de la vida según la naturaleza, de acuerdo con el lógos. La phýsis según Aristóteles, no hacía referencia al mundo de las ideas, sino a un dinamismo que ocurría en el mundo físico: todos los seres del mundo sensible estaban, según Aristóteles, en tensión hacia ciertos fines o metas. Sin duda, lo que hacía que las cosas llegasen a su finalidad era una realidad metafísica (un primer principio, o motor inmóvil)21, pero Aristóteles entendía que los seres vivos tenían la capacidad de realizar su propia finalidad, si vivían de acuerdo con la phýsis. Y aquí phýsis tiene, como mínimo, dos significados: el de mundo físico y el de naturaleza misma de las cosas. Un significado es físico y el otro metafísico. En esta rica polisemia empieza un problema semántico que nos acompañará a partir de ahora. En los autores precedentes, la palabra phýsis era igualmente polisémica, pero no tenía la función ni la relevancia que, después de las interpretaciones de Platón y de los sofistas, adquirió para Aristóteles. La realidad física apenas tenía sentido para Platón, puesto que era una mera copia del mundo de las ideas, mientras que la «naturaleza de las cosas» físicas era parecerse a la idea que reflejaban. Aristóteles defendía la importancia del conocimiento tanto de un mundo físico

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o natural, con leyes que lo regían (la física), como de la «naturaleza» de las cosas, es decir, el ser de las mismas. Eran dos realidades conectadas entre sí. La phýsis era una realidad dinámica que hacía que todo tendiese hacia su finalidad22. Pero eso también le ocurría al ser humano, que por naturaleza tiende a su finalidad, que era la felicidad [eudaimonia] o a las poléis, que buscaban como fin su equilibrio y su autorrealización política. Y todas esas realidades estaban vinculadas: el hombre como animal político [zoon polítikon] sólo alcanzaba su finalidad y su plenitud en la sociedad y en la convivencia política, a través del ejercicio de las virtudes. Ciertamente, Aristóteles consideraba que los hombres sabios no necesitaban leyes escritas, sino que tenían leyes para sí mismos [nómos ón eautò] (Ética a Nicómaco, IV, 8, 1128a). Sin embargo, como había muchas leyes escritas y eran necesarias para la convivencia social, para ajustarlas a la justicia era necesaria una forma de lectura analógica, el recurso a la equidad (epiqueia), que abría el mundo de la interpretación (Ética a Nicómaco, V 10, 1137b11-27). El libro V de esta obra empezaba con una distinción entre la justicia como virtud completa (o universal) y como virtud parcial. En tanto que virtud parcial (o particular) podía aludir a la justicia distributiva, tendente a crear un nuevo orden de las cosas y referente al mérito, o la justicia correctiva, que procuraba la igualdad e intentaba lograr un cierto equilibrio. Escribió Aristóteles en la Retórica: «Divido la ley [nómon] en particular [ídion] y en común [koinón]: particular, la establecida para cada pueblo respecto de él mismo, y ésta es en parte no escrita, y en parte escrita. Común es la ley conforme a la naturaleza [katà phýsin]. Pues de acuerdo con esto existe algo comúnmente justo e injusto de acuerdo con la naturaleza [phýsei]23, lo cual todos adivinan, aunque no exista ningún acuerdo común entre unos y otros pueblos, ni pacto alguno; así como se nos presenta Antígona en Sófocles cuando dice que es justo sepultar a Polinices, cuya inhumación estaba prohibida, como quiera que esto es justo por naturaleza [os phýsei òn touto díkaion]» (Retórica, I 13 1373b, 4-12).

De este texto de Aristóteles cabe destacar la importancia de una ley que está más allá de las normas escritas y no escritas y que es común conforme a la naturaleza, tal y como había defendido Antígona, en el texto citado al comienzo del capítulo. De hecho, Aristóteles no se explicó con la misma claridad sobre las «cosas justas por naturaleza» en la Ética a Nicómaco24. Se ha dicho antes que el concepto aristotélico de phýsis es tan rico, que abarca

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tanto la naturaleza física, como la biológica y la metafísica. Y ello hace que lo que deba entenderse aquí por lo justo natural sea discutido por parte de diferentes intérpretes. ¿Hace referencia a lo justo natural per se o se refiere a lo justo natural en el medio exclusivamente político, como han apuntado algunos autores contemporáneos aduciendo algunos pasajes de la Política?25 ¿Hacía referencia también a las patria26? No queda claro si el zoon politikon encuentra «lo justo natural» fuera del marco político, como si se tratase de una verdad afianzada en la conciencia de los hombres (por lo tanto, en el plano moral), o si lo halla en el marco mismo de la sociedad política27. Lo cierto es que Aristóteles fue un autor que se cuestionó si existían leyes más allá de las normas humanas escritas y no escritas. La lectura de sus textos (por su complejidad conceptual y estilística, así como por su polisemia) impide consagrarle como un defensor de las cosas justas por naturaleza [phýsei díkaion] con la misma intensidad que Platón. Está fuera de duda su visión teleológica y que, si se lee de forma integrada toda la obra de Aristóteles, hay más razones para atribuirle una ética naturalista (defensora, por lo tanto, de las «cosas justas por naturaleza» en un sentido ontológico), que para reducir esta visión de lo natural a lo meramente político. De hecho, en el momento de crisis del modelo de la pólis (siglo IV a.C.), Aristóteles estudió con afán las constituciones de las diferentes poléis griegas y examinó sus diferencias. En un sentido más dilatado que Platón y que muchos de los filósofos precedentes, la política no se reducía sólo al modelo de pólis ateniense, sino a todas las realidades políticas, estudiadas de forma comparada. Para él existían diferentes formas de ciudad y de gobierno, dependiendo de las circunstancias, y había unas más justas y otras más injustas.

4) La época helenística Tras la caída del Imperio macedonio posterior a la muerte de Alejandro Magno, en el año 323 a.C., las poléis fueron perdiendo sus diferencias y se fundieron en un nuevo marco que dominó el Mediterráneo oriental, donde el factor de unión era la lengua: el griego común [koiné]. Empezaba una época de permanente inestabilidad política y social, y el individuo dejó de tener la pólis como marco de referencia; en lugar de eso, se sintió un miembro más del mundo, que compartía

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con toda la humanidad. De aquí que empiece una época dominada por el cosmopolitismo. Cambió la visión religiosa, de manera que frente a los dioses antropomórficos de las centurias anteriores (Zeus, Thémis, Díke), nació una religión distinta, capaz de dar respuesta al abandono en el que se sentía el individuo en aquel momento. Empezaron a proliferar los cultos mistéricos, basados en la relación individual con los dioses (cuya forma más común era a través de los ritos iniciáticos). El pensamiento del momento puso énfasis en la ética, para intentar dar una respuesta a la crisis y a la inseguridad permanentes. Aparecieron diferentes escuelas para dar respuesta a estos interrogantes. Al decir de Alasdair MacIntyre, «el estoicismo y el epicureísmo constituyen doctrinas convenientes y consoladoras para los ciudadanos particulares de los grandes reinos e imperios impersonales de los mundos helenístico y romano. El estoicismo proporciona un mejor fundamento para la participación en la vida pública, y el epicureísmo para un retiro de ella»28. Así, los epicúreos se centraron en una vida retirada, que rehuía la participación política y ensalzaba la existencia frugal y el cultivo de la amistad (entendida como reconocimiento mutuo). Dijo Epicuro en la máxima XXXI: «Lo justo de la naturaleza es símbolo de lo útil para no causar ni recibir mutuamente daño». Fueron los estoicos los encargados de trasvasar el mensaje filosófico y jurídico griego y darle una amplitud universal, que empezó en Grecia, pero que se extendió hasta Roma. Para los estoicos, el ser humano debía vivir según la naturaleza, entendida también en un sentido amplio, como sucedía en la tradición presocrática y en Aristóteles. Más allá de las fronteras, había algo común a todas las personas: ser habitantes del kósmos. Ello suponía la existencia de una especie de ley eterna, un lógos divino, que ordenaba el universo, que podía ser conocido por la razón humana. Este lógos divino se presentaba como ley moral y jurídica rectora de los actos humanos. No había sociedades concretas con normas mutables, sino que la noción de nómos estaba subordinada a la phýsis, que a su vez estaba de acuerdo con el lógos divino, como recta razón que dominaba el kósmos. Decía Crisipo (siglo III a.C.) que «el mundo es un gran Estado con una constitución y una ley, a través de la cual la razón natural ordena lo que hay que hacer y prohíbe lo que hay que omitir». Siguiendo a Píndaro, indicó también que la ley era la «reina de

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todas las cosas, divinas y humanas». Los estoicos regresaron en la mayoría de conceptos al pensamiento de los presocráticos, especialmente de Heráclito (véase esquema 1). La diferencia con éste y con Platón es la superación de los dioses antropomórficos, la supresión del marco de la pólis y la vigorización de una phýsis no oculta, sino perfectamente racional y comprensible. El lógos no era sólo la palabra, la ley, sino que constituía una inteligencia ordenadora, un dios que regía el mundo de forma racional. La visión agonal [pólemos] de la pólis quedaba superada por un esquema en el que las formas políticas estaban superadas por un universalismo cosmopolita. Asimismo, frente a los sofistas, los estoicos mostraron un menor compromiso con el nómos como fruto del consenso y, por ello, apelaron a un nómos en relación a la phýsis. Con ello, en definitiva, se opusieron diametralmente a las ideas de los sofistas y dieron un espaldarazo a la doctrina de la ley natural integrada en el cosmos. II. EL PENSAMIENTO JURÍDICO ROMANO La civilización romana tuvo un desarrollo paralelo a la griega, de suerte que algunas de las experiencias jurídicas, sobre todo durante la época de la monarquía (753-510 a.C.), fueron equiparables. En Roma se dio también un origen mítico y religioso del derecho [fas] y la interpretación jurídica quedó en manos de colegios sacerdotales, que interpretaban los presagios y concedían una gran relevancia a las costumbres de los antepasados [mores maiorum]. Paulatinamente, ya en la República (510-27 a.C.), el derecho se fue secularizando y estas costumbres se fijaron por escrito, en forma de ley [lex]. Estas leyes eran interpretadas de forma dinámica, lo que permitía una creación del Derecho [Ius] al compás de las nuevas realidades políticas y sociales que experimentaba Roma como potencia conquistadora. La nomenclatura del derecho romano arcaico tenía, como sucedía en otras culturas, un origen principalmente agrícola. Con el tiempo, los primeros significados agropecuarios fueron desplazados por otros más técnicos y se adquirió una mayor polisemia29. El ordenamiento jurídico romano fue expandiéndose por el Mediterráneo y tuvo un encuentro prolongado y fructífero con la cultura helenística. La base moral de la sociedad helenística caló tan

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fuertemente en la sociedad romana que sus ideas éticas, políticas y jurídicas pasaron a formar parte del acervo de Roma. En efecto, Roma aspiraba a ser una potencia universal y necesitaba una filosofía para articular su propio proyecto cultural y político. La idea cosmopolita del estoicismo resultaba especialmente atractiva para que la República romana pudiera vestirse con un manto universalista30. De este modo, fue necesario transvasar el lenguaje filosóficojurídico griego al latín. Varios pensadores realizaron tal labor, pero el más destacado de todos fue Cicerón.

1) Las ideas de Cicerón Mejor orador y estadista que filósofo, Cicerón (106-43 a.C.) ha sido visto como la encarnación del ideal jurídico romano. Al no tener una doctrina definida y estructurada sobre el derecho, hay que espigar sus ideas aquí y allí, y a menudo no son estrictamente coherentes, pues sus textos tenían una clara intención política y estaban motivados por la crisis de la República. Sin embargo, suyo fue el mérito de haber establecido una síntesis del pensamiento republicano romano, en la que el universalismo estoico estaba muy presente: «Existe una ley verdadera [vera lex] y es la recta razón [recta ratio], conforme con la naturaleza [naturae congruens], común para todos, inmutable, eterna, que impulsa al cumplimiento del deber con sus mandatos […] Esta ley no puede sustituirse con otra. Ni el Senado ni el pueblo pueden eximirnos de ella […] No habrá una ley en Roma; otra, en Atenas; una hoy; otra mañana; sino que una ley única, eterna e inmutable [una lex et sempiterna et inmutabilis] regirá todas las naciones y en todos los tiempos» (República, III, 33).

Por lo tanto, el Derecho [Ius] no era fruto del arbitrio, sino de la naturaleza [Natura propensi sumus ad diligendos homines, quod fundamentum iuris est], tal y como indicó Cicerón en Las leyes, I, 15, 43. Para Cicerón había que vivir

secundum naturam, procurando una vida buena, buscando —como hacía Platón— el sumo bien [summum bonum], que se encontraba en Dios. En este punto, el estoicismo comparte muchos aspectos con el pensamiento de Platón. Cicerón, con todo, era un jurista: pensaba, según las categorías de su época, la ley [lex] como algo estático y escrito y el Derecho [Ius] como algo interpretado y dinámico. Al fin y al cabo, lo que importaba era la actividad de aplicación del derecho, de modo que lo que había que estudiar era el Ius. El derecho natural

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[ius naturale] tenía un fundamento en la recta ratio, que era inmutable, eterna y universal, fundamentada en la divinidad. La manifestación positiva de esta ley era el llamado derecho de gentes [ius gentium], que resultaba la expresión del común acuerdo de los pueblos [consensus omnium gentium]. Existía, por último, la expresión última del derecho positivo: el derecho de la ciudad [civitas], establecido siguiendo la civilis ratio, llamado derecho civil [ius civile], tal y como indicó Cicerón en su tratado De los oficios, III, 5, 23.

2) Un apunte sobre el trasvase del léxico griego al romano La experiencia jurídico-política griega fue transvasada a Roma en la época helenística, con muchas de las características propias de este período. Sin duda, no existe una equivalencia entre la terminología jurídica griega y la romana. Ésta sería más bien una copia de aquélla: la pólis no era la civitas, los regímenes políticos helenísticos nada tenían nada que ver con la República romana y lo que los griegos entendían (en cada época) por díke, nomos, phýsis no tenía una traducción directa al latín. Sin embargo, los juristas romanos elaboraron un léxico genuino que quería parecerse al griego, que conservó algunas raíces semánticas y perdió otras. La tabla 1 sirve, grosso modo, como cuadro de equivalencias. TABLA 1. EQUIVALENCIAS LÉXICAS Léxico griego

Lógos Dike

Léxico latino

Léxico español

Ratio

Razón

Ius

Justicia, lo justo, lo

Iustitia

debido Las normas locales, las

Patria

Mores maiorum

costumbres de los antepasados

Thémis

Fas

El designio divino

Ius

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Lex Theios nomos



Ley divina

Pólis

Civitas

La ciudad (estado)

Physis

Natura

Naturaleza

Politikon díkaion

Ius civile

Derecho civil

Koinon díkaion

Ius gentium

Derecho de gentes

Ius naturale

Derecho natural, cosas

Lex naturae

justas por naturaleza

Physei díkaion Nómo díkaion

Cosas justas por ley,



derecho positivo

3) El pensamiento de los juristas romanos Durante el Principado (27 a.C.–284 d.C.) florecieron en Roma varias generaciones de juristas que intentaron dar respuesta a los problemas del momento. Su mentalidad acusó la influencia del estoicismo y la necesidad de adaptar el léxico griego a la experiencia jurídica romana31. En el Digesto de Justiniano (482-565), un collage de textos jurídicos y de opiniones de los grandes jurisconsultos, se han conservado los pareceres de muchos de estos juristas, que revelan las diferencias en la comprensión del derecho en general, y del derecho natural en concreto (véase tabla 2)32. Celso consideraba que el derecho era el ars boni et aequi (D., I, I, 1), la expresión de los principios eternos en la bondad y la equidad. Sin embargo, otros juristas romanos tuvieron una expresión menos «filosófica» del derecho. Gayo distinguió entre el ius civile y el ius gentium, indicando de éste que era lo que la ratio naturalis había establecido para todos los hombres (D., I, I, 9). Paulo dividía

el derecho entre el ius civile y el ius naturale —que es aquello que siempre es justo y bueno— (D., I, I, 11). Marciano dio dos definiciones de derecho, extraídas

de Demóstenes y de Crisipo, y mostró una notable conformidad con el

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de Demóstenes y de Crisipo, y mostró una notable conformidad con el pensamiento estoico. Ulpiano tenía mayores pretensiones filosóficas y propugnó una visión tripartita del derecho (ius naturale, gentium y civile), en el cual el derecho natural era quod natura omnia animalia docuit —lo que la naturaleza ha enseñado a todos los seres animados— (D. I, I, 2-3). Se trataba de una definición extraña, de filiación cuasiaristotélica, que consideraba que el derecho natural era común a todos los animales. Por último, Hermogeniano dio una visión histórica del derecho, aceptando la tripartición anterior, pero considerando que el derecho natural era una suerte de derecho primitivo, en el que las personas ignoraban la guerra y la propiedad privada, que era lo propio del ius gentium (D. I, I, 5).

De lo anterior, hay que subrayar tres ideas. En primer lugar, que mientras que para Platón, Aristóteles o Cicerón el ius naturale era una abstracción, para los juristas romanos el ius naturale era un elemento que formaba parte de las fuentes del Derecho. No había una separación entre derecho natural y derecho positivo, como sucedió después, sino que el derecho natural era también derecho positivo, fundado sobre la naturaleza en un sentido muy ambiguo. En segundo lugar hay que indicar que la positivización (o la inclusión entre las fuentes del derecho) de este ius naturale, hizo que juristas como Paulo o Gayo lo entendieran muy cercano al ius gentium. Cabe decir, por último, que todos estos juristas tenían una visión cercana al estoicismo (véase claramente en Marciano), mientras que Ulpiano se basaba en una línea naturalista en un sentido biológico, que quería entroncar con el aristotelismo. De la disparidad de estas opiniones, los pensadores y juristas posteriores tuvieron que dar buena cuenta y es causa de muchas de las disparidades conceptuales del bajo Medioevo. TABLA 2. LOS JURISTAS ROMANOS Celso

Ars boni et aequi Ius civile

Gayo

Ius gentium (razón natural) Ius civile

Paulo

Ius naturale (justo y

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Valor ético del Derecho No hay diferencias entre ius gentium y ius naturale No hay diferencias entre ius gentium y ius naturale

Ius naturale (animal) Ulpiano

Ius civile

Marciano

naturale son distintos. Concepto naturale de

Ius gentium

Hermogeniano

El ius gentium y el ius

filiación aristotélica

Ius naturale

Visión historicista. El ius

Ius civile

naturale representa un

Ius gentium

estadio primitivo

Definiciones griegas

Influencia de Demóstenes y Crisipo (estoicismo)

Cabe concluir que cuando los juristas romanos tradujeron díkaion phýsei por ius naturale (véase tabla 1) no buscaron una correspondencia muy exacta. Así como phýsis había sido en Grecia (y continuó siendo en Roma) una palabra polisémica, díkaion era lo justo y lo debido, la cosa justa en sí, un principio no codificado ni regulado, traducido al latín por ius, que para los juristas romanos no sólo era una norma escrita (lex), sino que era esa norma interpretada en un sentido de justicia (ius-iustitia). De esta forma cambió el significado griego de la cosa justa en sí por el de derecho escrito romano, que se refería siempre a la norma interpretada con justicia. Y así, lo que había sido hasta entonces un concepto filosófico pasó a ser un concepto jurídico. III. EL JUDAÍSMO Y EL CRISTIANISMO Frente a las demás religiones, el judaísmo supuso un cambio importante: se trataba de un culto monoteísta, en el cual Dios, Yahvé, tenía unos rasgos muy diferentes a los de los dioses griegos y romanos. En efecto, Dios era moralmente bueno y actuaba como un juez. Su actitud era irreprochable y creaba siempre el bien hasta que el hombre introdujo el mal por medio del pecado original. Ese Dios justiciero debía ser tan amado como temido, y era el modelo de actitud para los creyentes: Sed santos, porque yo, Yahvé, soy santo (Lev, 19: 2). La ley del talión —ojo por ojo y diente por diente— era un mandato que busca un

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talión —ojo por ojo y diente por diente— era un mandato que busca un cumplimiento exacto de una justicia recíproca. Las bases de la ética judía se encontraban reflejadas en las Tablas de la ley mosaica o Decálogo33 (Ex, 20: 2-17 y Deut, 5: 6-21). No existía ninguna formulación explícita de la ley natural, entendida tal y como se ha visto hasta ahora. Precisamente, los judíos eran el pueblo elegido y su ley estaba más allá de la racionalidad y de la conciencia de todos los hombres: ellos eran los elegidos y debían hacer lo que Yahvé quería, porque Él era el Dios creador y omnipotente. Así, según la teología rabínica, las normas (tanto morales como jurídicas) del judaísmo obligaban sólo a los judíos34, porque ellos eran el pueblo elegido y habían realizado un pacto con Dios, que obligaba al cumplimiento de los preceptos que Él había ordenado. Yahvé era un Dios presente, que actuaba constantemente para juzgar, castigar y ayudar a su pueblo elegido. Sólo por Yahvé pasaba la creación del mundo y la salvación de cada uno de los creyentes, pues su voluntad era ley. No existía una completa correspondencia entre, por una parte, lo racional y lo compartido por todos y, por otra, la voluntad de Dios. Yahvé obraba según su propia voluntad y ésta era la base de la ley judía, de manera que en la tradición rabínica se ha entendido que el cumplimiento de la ley era el acatamiento de la voluntad de Dios. Había numerosos judíos helenizados en los siglos inmediatamente anteriores a nuestra era, de manera que los textos sagrados judíos habían tenido un encuentro con las tradiciones filosóficas griegas, esencialmente el platonismo y el estoicismo. Existía, por lo tanto, un marco adecuado para una suerte de síntesis entre lo judío y lo griego, que fue llevada a cabo por numerosos autores. El cristianismo, incorporando una importante dosis de originalidad, resultó una síntesis duradera de ambas tradiciones. Las doctrinas y los hechos de Jesús de Nazaret resultaban una lectura crítica e innovadora de las enseñanzas sobre todo de los maestros de la ley y de los fariseos. El mensaje espiritual de Jesús era la ley del amor, la revelación de un Padre amoroso que tenía una relación mucho más próxima y afectiva con sus hijos. El mensaje de Jesús consistía en mostrar que Dios era amor y que el cumplimiento del Decálogo no tenía que abolirse, sino concretarse en el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo. La muerte de Jesús en la cruz, después de

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anunciaron su resurrección: había vencido a la muerte y su vida había tenido sentido35. San Pablo, un converso del judaísmo, tal y como narra en sus escritos, tuvo una revelación directa de Dios, quien le mostró el alcance de la misión salvífica de Jesús, que era el Mesías, el hijo de Dios. La antigua ley judía tenía que ser reinterpretada, puesto que Jesús era el Cristo, el Ungido, el hijo de Dios revelado al mundo. Y no sólo se reveló a los judíos, sino también a los gentiles. El amor de Dios era universal y, bajo sus ojos, todos los hombres eran iguales y sus diferencias procedían de la libre voluntad divina. Como expresa en Rm, 2: 12-15: «Todos los que hayan pecado sin tener la Ley de Moisés perecerán sin esa Ley; y los que hayan pecado teniendo la Ley serán juzgados por ella, porque a los ojos de Dios, no son justos los que oyen la Ley, sino los que la practican. Cuando los paganos, que no tienen la Ley, guiados por la naturaleza, cumplen las prescripciones de la Ley, aunque no tengan la Ley, ellos son ley para sí mismos, y demuestran que lo que ordena la Ley está inscrito en sus corazones. Así lo prueba el testimonio de su propia conciencia, que unas veces los acusa y otras los disculpa…»

Así pues, la ley judía sólo afectaba a los judíos, mientras que si los gentiles, guiados por la naturaleza, la cumplían, eran ley para sí mismos. Era una manera de entroncar con la tradición griega de la ley natural, ínsita en la conciencia de todas las personas. San Pablo hizo una compleja síntesis del voluntarismo judío con el racionalismo grecorromano, y con ello inauguró la evolución doctrinal que fue culminada en el siglo IV, en la configuración dogmática definitiva de la Iglesia romana.

1) La Patrística El asentamiento del cristianismo en el crisol del Mediterráneo hizo que una serie de teólogos, tanto del Imperio romano de Oriente como de Occidente, se encargaran de formular con precisión cuál era el dogma que compartían. De aquí el nacimiento de la Patrística griega y latina, desarrollada hasta el siglo VIII. Los primeros Padres de la Iglesia compartían muchos rasgos con los pensadores estoicos y platónicos, elaborando en los primeros siglos de nuestra era una teología de la ley, que discurrió paralela a la teoría jurídica que establecieron los juristas romanos. Todos los Padres tuvieron que clarificar la posición de la ley natural y del Evangelio frente a la ley judía. La opinión de estos Padres (tabla 3)

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natural y del Evangelio frente a la ley judía. La opinión de estos Padres (tabla 3) fue una de las bases fundamentales para la configuración del pensamiento medieval. ción del léxico griego a las necesidades expresivas del cristianismo36. En este sentido, Cristo pasaba a ser el Lógos. El desarrollo del platonismo hacia formas cada vez más religiosas permitió que se adaptara esta tradición para explicar el cristianismo. Escribió San Agustín: «La ley eterna es la razón divina o la voluntad de Dios, que manda conservar el orden natural y prohíbe turbarlo» (Contra Faustum, 22, 27). Lo mismo ocurrió con el estoicismo. De hecho, en una línea ontológica, los Padres de la Iglesia dijeron claramente que la naturaleza no era Dios, como enseñaban los estoicos, sino algo creado por Dios, y en una línea epistemológica, siguiendo a los platónicos, indicaron que la manera de conocer la ley de la naturaleza era a través de la iluminación que Dios daba en la conciencia de cada persona37. TABLA 3. LA PATRÍSTICA Síntesis entre el platonismo, el estoicismo y el judaísmo: Pitágoras, Sócrates y Platón han oído

San Clemente de Alejandría

Griego

(c. 215†)

la voz de Dios, al igual que hizo Moisés. Cristo es la verdadera ley del mundo: vivir según la razón, es hacerlo según la justicia natural (naturalem iustitiam), la enseñanza de Cristo.

San Irineo de Lyon

Había una ley anterior a Moisés. La legislación Griego

(c. 130-202) Tertuliano (c. 160-220)

judía es una anticipación imperfecta de la de Cristo, que es el inicio y el fin de la ley. La ley divina es común a todo el mundo y la

Latino

naturaleza es la primera escuela para conocer la ley, que se funda en la razón. Existe una ley natural, escrita en la mente de

Orígenes

todos los hombres y no en el corazón, como Griego

decía San Pablo. La ley natural concuerda

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espíritu (no en la letra) con la de Moisés. Lactancio (¿245-325?)

Interpretación cristiana del pensamiento de Latino

justicia. La ley natural se da al hombre para

San Gregorio de Nisa

Griego

(c. 335-394)

fundamentar el hecho de ser imagen de Dios. Hay una correspondencia entre la ley divina y la natural. Entiende la ley natural como una guía para

San Gregorio Na-zianceno

Cicerón: Dios es la fuente del derecho y de la

Griego

(c. 390†)

ejercitar su libre albedrío. La ley natural no escrita, juzga todo lo que hace, le corrige e instruye, y conduce al hombre hacia el orden. Dios ha dado a todos los hombres la ley

San Juan Crisóstomo

natural como la voz de la conciencia (ley Griego

(345-407)

interior). Los judíos también la recibieron por escrito y si no han sido fieles a ella, son merecedores de mayor castigo. Vivir según la naturaleza (del hombre y de las cosas) es la vía de la honestidad y de la

San Ambrosio (330-397)

Latino

moralidad. Hay una voz de la naturaleza que es innata y es como la voz de Dios en el hombre. La ley de la naturaleza es superior a las leyes positivas. Visión histórica. Hay una convergencia entre la

San Jerónimo (347-420)

ley natural (puesta por Dios en el corazón del Latino

hombre), la ley de Moisés (primera revelación) y la ley de Cristo (que confirmó definitivamente esta guía dada por Dios).

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(347-420)

y la ley de Cristo (que confirmó definitivamente esta guía dada por Dios). Existía la ley de los Hebreos (de pecado y de muerte), la ley de los gentiles (la ley natural) y

San Agustín (354-430)

Latino

la ley de los cristianos (la verdad). Todas derivan de Dios (de su voluntad o razón) como orden del Universo. El hombre recibe de Dios una inspiración de la ley eterna en él. Todos los hombres son iguales por naturaleza.

San Gregorio Magno (540-604)

La misma ley ha enseñado a vivir Latino

honestamente desde la Creación hasta la revelación por la gracia en Cristo, pasando por la revelación a los hebreos.

Los Padres de la Iglesia, como San Gregorio Nazianceno, reconocieron la existencia de una ley natural [physikos nómos], en una adapta Desde luego existían notables divergencias entre los Padres de la Iglesia a la hora de explicar esta iluminación: si lo iluminado era la mente o el corazón, si podía ser conocido por todos… Autores intelectualistas como Orígenes vindicaron la importancia de la mente, mientras que otros respetaron más literalmente el texto de San Pablo. Asimismo, el papel desarrollado por la ley de Moisés tenía un lugar muy distinto en cada interpretación, aunque —como se ha visto— la mayoría vindicó una lectura que entroncaba con la tradición: todos tenían la ley natural en su mente o en su corazón, Dios la puso por escrito y la dio a Moisés, y finalmente fue ampliada y promulgada por Cristo como la ley del amor. No había, por lo tanto, grandes diferencias entre la ley natural pagana (grecolatina), la de Moisés y la de Cristo. Podrían resumirse las diferencias entre los Padres griegos y latinos diciendo que los primeros entendían la ley natural como la conciencia del bien y del mal (lo que se denominó syndéresis), mientras que los segundos tendían a considerar la ley natural como la norma moral escrita

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a) San Agustín Entre los Padres latinos (v. g. San Ambrosio o San Agustín) empezó a operar una distinción entre el derecho natural y el positivo, que incluía la supremacía del primero sobre el segundo. Los juristas romanos entendían que ambas eran fuentes del derecho «positivo» y aplicable. En San Agustín, obispo de Hipona y uno de los pensadores más influyentes de la Edad Media, se puede espigar la contraposición entre el ius poli (el derecho del cielo) y el ius fori (el derecho del foro) que, más adelante, sirvió como pretexto para la contraposición entre el derecho natural y el derecho positivo38. La radicalización de la tensión dialéctica entre la conciencia y la ley hizo que el esquema de los juristas romanos poco a poco se entendiera en términos de confrontación y no de complementariedad. San Agustín puso las bases de lo que en los siglos posteriores sería, poco a poco, la tripartición entre ley divina, ley natural y ley positiva. San Agustín partió del concepto de ley eterna [lex aeterna], como se ha dicho ya, «la razón o voluntad divina que manda que se conserve el orden natural y prohibe que se perturbe» y luego afirmó que la ley natural sólo podía ser conocida a través de la gracia divina: era la ley propia del hombre, preexistente a cualquier ley política, que le servía para discernir lo justo de lo injusto y tenía, en todo caso, un carácter objetivo e inmutable. Las leyes de carácter positivo, según San Agustín, sólo eran obligatorias cuando tenían una correspondencia con la ley natural. Cabe indicar, por último, que para los Padres de la Iglesia, y para San Agustín en particular, la naturaleza (de los estoicos) se entendía progresivamente como algo subordinado a la gracia divina (platónicos) y que era Dios quien creaba la naturaleza y le daba la ley y la salvación. El platonismo de los últimos padres de la Iglesia hizo que vieran ya la naturaleza humana como una copia imperfecta de la creación divina. La imperfección era básicamente fruto de la Caída y sin la gracia nada podía ser remediado. De aquí la síntesis dialéctica de San Agustín entre el racionalismo platónico y la necesidad de la gracia paulina, que acabó determinando no sólo los debates medievales, sino también la Reforma protestante.

2) El pensamiento altomedieval 43

2) El pensamiento altomedieval Mientras que en Bizancio, el pensamiento filosófico y teológico tuvo una cierta continuidad que progresivamente se fue estancando, en Occidente el panorama cultural quedó muy empobrecido desde el siglo VII hasta el XII. El derecho

compilado por Justiniano tuvo mayor vida en Bizancio, mientras que en Occidente se tendió a la simplificación y a la síntesis entre los epítomes (resúmenes) de derecho romano vulgar y las costumbres de los pueblos germánicos. En las Institutiones de Justiniano se hizo una refundición (I, 1, 1-4) de las ideas de Ulpiano y de Gayo con el pensamiento cristiano. El derecho natural era lo que la naturaleza había enseñado a todos los animales (Ulpiano), el derecho de gentes se definía como lo que la razón natural establecía para todos (Gayo) y el derecho positivo era el propio de cada Estado (Gayo). Asimismo, Justiniano consideraba que la naturaleza era el orden divino y las leyes naturales tenían que ser observadas por todas las naciones porque «son ordenadas por la providencia divina» (I, II, 11). Aunque el derecho justinianeo no fue conocido en Occidente hasta el siglo

XII,

sus ideas clave penetraron a través de las Etimologías, la enciclopedia de los saberes que realizó San Isidoro de Sevilla (560-636), con los restos del naufragio de Roma y no pocas ideas de cosecha propia. Al tener que poner orden en las diferentes concepciones de los juristas romanos aparecidas en el Digesto, San Isidoro (Et., V, IV, 1-2) indicó que el derecho natural comprendía todas las tendencias naturales [instinctu naturae] del hombre (restringiendo a Ulpiano) y al mismo tiempo común a todos los pueblos (el ius gentium de Gayo)39. La síntesis de San Isidoro fue, como se verá, uno de los textos claves de la época altomedieval, un período, por lo demás, de escasa creatividad intelectual. De hecho, no hubo modificaciones sustanciales de la concepción del derecho ni en Oriente ni en Occidente hasta la penetración de los textos del Digesto en la península italiana, así como la progresiva recepción del corpus de Aristóteles en la Europa latina, que se completó en el siglo XIII. El fundador de la escuela de Bolonia y primer intérprete latino de las obras justinianeas fue Irnerio (c. 10601125), que entendió el derecho en el mismo sentido de Celso: como equidad

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Digesto, sin mayores ambiciones teóricas, salvo tal vez Accursio (c. 1181-1263), quien —entre otras cosas— cristianizó la definición de la ley de Crisipo, defendió que ius derivaba de iustitia y admitió las diferentes definiciones del derecho natural contenidas en el Digesto40. Mayor interés especulativo mostraron los canonistas (a saber, los especialistas en derecho de la Iglesia). Desde que el monje Graciano (c. 1075/80—1145/47) preparó un texto para la enseñanza del derecho canónico, se sucedieron diferentes comentarios a este texto, con algunas sutilezas que merecen destacarse. La labor de Graciano era la concordantia discordantium canonum (es decir, la armonización de los cánones contradictorios). Para ello, se sumergió en un mar de opiniones a menudo contrapuestas y acabó elaborando (como sucedió con el Digesto) un gran collage de textos de diferentes épocas, aunque no del todo coherente. Graciano aceptó, por una parte, la visión tripartita de San Isidoro y la comprensión del derecho natural como instinctu naturae (D. I, dist. I, c. 7), pero, por otra parte, escribió también que la ley natural estaba constituida por dos reglas fundamentales: no hacer a los demás lo que uno no quiera que le hagan a él (lo que luego ha venido llamándose la «regla de oro» de la moral) y lo contenido en la Ley y en el Evangelio (D. I, dist. I., in princ.). Desde luego esta

última definición resultaba harto problemática, pues negaba que la ley natural fuese única para todos, algo asumido comúnmente tanto por los Padres de la Iglesia como por la tradición grecolatina. Sin duda, aquí Graciano se mostraba más sensible a la idea voluntarista de la tradición judía, que había tenido poca aceptación entre los pensadores cristianos41. Los diferentes comentaristas de Graciano empezaron a llevar a cabo numerosas subdivisiones de estas definiciones del derecho natural, agregando también otros sentidos. Se citarán aquí sólo los de Huguccio y de San Raimundo de Penyafort (1175-1275), el otro gran compilador de los cánones medievales. Precisamente, en su Summa decretorum (1188), Huguccio había hecho especial hincapié en el derecho natural, destacando varios sentidos, entre ellos el que defendía que el ius divinum, que estaba contenido en la ley y en el Evangelio — como había dicho Graciano— se podía denominar también ius naturale (Summa decretorum, praefatio, VIII). De esta forma, se abría cada vez más una brecha radical entre el derecho divino y el humano, de manera que el natural perdía

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decretorum, praefatio,

VIII).

De esta forma, se abría cada vez más una brecha

radical entre el derecho divino y el humano, de manera que el natural perdía peso. Con ello se dejaba el camino libre al voluntarismo. En su Summa de iure canonico (I, I, 1-5), San Raimundo de Penyafort dio

cinco definiciones de derecho natural: 1) la tendencia a producir cosas similares (común a animales, plantas y hombres, siguiendo indirectamente a Ulpiano); 2) el instinto de la naturaleza proveniente de la sensualidad y de los apetitos (también común a los seres vivos, siguiendo a San Isidoro); 3) como instinto de la naturaleza proveniente de la razón (la equidad de Celso tamizada por San Isidoro); 4) como el derecho divino (siguiendo indirectamente a Graciano); y 5) como el ius gentium (en la línea de Gayo y Paulo). En definitiva, los canonistas siguieron esencialmente los textos de Graciano, de San Isidoro y de Justiniano. El análisis de los impulsos o las tendencias naturales que San Isidoro (en una restricción de Ulpiano) atribuía al derecho natural junto con el valor que tenía la ley mosaica (es decir, dada a Moisés) y el Evangelio como fuentes del ius naturale abrieron nuevos problemas. Los puntos de conexión del concepto natura con los instintos y la razón, así como las nunca pacíficas relaciones entre la revelación (mosaica y cristiana) y la razón fueron los temas que los canonistas intentaron dilucidar. Con el tiempo introdujeron la idea de derecho como facultad [facultas], en el que la palabra ius significaba el poder o la facultad de las personas, significado que se afianzó en el siglo XIV y que fue

clave para la formación del llamado derecho subjetivo42. Si los juristas (legistas y canonistas) siguieron básicamente las fuentes romanas, los filósofos y teólogos del momento fueron continuadores de la Patrística. Entre los filósofos cabe mencionar a Pedro Abelardo (1079-1142), quien consideró (Dialogus inter Philosophum, Judaeum et Christianum, en Opera omnia, p. 1656) que la ley natural estaba basada en la razón, era común a todos por naturaleza [natura-liter] y que permanecía en todos, tal y como sucedía con la adoración a Dios, el amor hacia los padres o el castigo a los perversos. Entendía que la ley natural (Dialogus…, pp. 1620-1627) era superior a la ley mosaica porque era más antigua y más universal y, sobre todo, porque era un fruto de la razón. Pedro Abelardo, comentando la distinción de San Pablo entre los que conocen y los que practican la ley (Scito se ipsum, en Opera omnia, p. 644), empezó a construir una doctrina sobre la intención, indicando que Dios no

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de la ley natural de la época moderna. Entre los teólogos sólo se mencionará aquí a Pedro Lombardo (c. 11001160), autor del Libro de las Sentencias, que fue la obra teológica que recibió mayores comentarios durante la Edad Media. Como síntesis del pensamiento de los Santos Padres, comentando a San Pablo (Collectanea in Epist. San Pauli, II, en

Opera omnia, pp. 1343-1399) consideró que la ley natural era conocida por todos los hombres de todas las épocas y lugares y estaba impresa en el corazón (San Pablo) y en la mente (estoicos y platónicos) de todos los hombres. En ella se depositaban semillas de justicia [semina iustitiae], que eran la guía para una correcta sindéresis (que era el sentido moral que orientaba la conciencia y el obrar humano y le confería capacidad natural para juzgar rectamente). Históricamente, la ley de Moisés fue otorgada a los judíos para combatir la debilidad de los humanos, en los cuales permanecía siempre la ley natural. En definitiva, la Alta Edad Media fue un período en el que la evolución del concepto ius naturale siguió las sendas trazadas por San Pablo, por los juristas romanos y por los Padres de la Iglesia. Los mayores desarrollos de esta época fueron la racionalidad de la ley natural, impresa en el corazón, pero sobre todo en la razón (de aquí el desarrollo de las semina iustitiae y la sindéresis como guía moral) y el descubrimiento de la subjetividad y de la intención. IV. LAS ESCUELAS FRANCISCANA Y DOMINICANA Las órdenes mendicantes (principalmente los franciscanos y los dominicos) revolucionaron los esquemas religiosos e intelectuales del siglo XIII. Fue mérito

suyo el apogeo de la disputa escolástica (que era el método de aprendizaje seguido en la Universidad) y puede decirse, sin temor a la exageración, que la mayor y más brillante síntesis cristiana de la ley natural se produjo con el concurso de ambas órdenes, en los siglos XIII y XIV. En este capítulo sólo se expondrán las ideas de dos franciscanos (Alejandro de Hales, San Buenaventura) y de dos dominicos (San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino).

1) Alejandro de Hales (c. 1185-1245)

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1) Alejandro de Hales (c. 1185-1245) La Summa de este franciscano es un compendio y un desarrollo de las ideas de toda una serie de pensadores (básicamente del siglo XII)43 que no se tratan aquí.

Quizás la cuestión más importante que cabe comentar es su concepción platónicoagustiniana de la ley natural como imagen de la ley eterna. De esta forma, la ley natural [lex naturae] se encuentra más cerca o más lejos de la eterna en tanto que la naturaleza esté más cerca o más lejos de ella. La ley natural (Summa Theologicae, en Opera Omnia, pp. 328-329) podía clasificarse en tres tipos: 1) la ley interna de San Pablo, es decir, ley moral, 2) la ley que la naturaleza enseñaba a todos los animales, siguiendo a Ulpiano, como ley instintiva y 3) las leyes físicas de la naturaleza. Existía, pues, una concepción filosófico-teológica de ley natural, que era más amplia que la del derecho natural [ius naturae], que recibía asimismo una clasificación tripartita (Summa Theologicae, pp. 346-350): 1) como ius nativum, siguiendo a San Isidoro e indirectamente a Ulpiano, 2) como ius humanum, que era el ius gentium de Gayo tamizado por Cicerón y 3) el ius divinum, el cumplimiento de lo que se decía en la Ley y en el Evangelio, siguiendo a Graciano.

2) San Buenaventura (c. 1218-1274) La síntesis franciscana más acabada fue la de este discípulo de Alejandro de Hales, que fue profesor de teología en París, maestro general de la orden franciscana y cardenal. Llamado el Doctor Seráfico, San Buenaventura llevó a cabo una obra de profundización en el platonismo franciscano, en la línea de Alejandro de Hales. Cabe indicar que una de las clasificaciones que éste había hecho del derecho natural fue desarrollada por San Buenaventura (Com. in IV Sent., en Opera Omnia, pp. 747-748). Así, el derecho natural podía definirse: 1) comúnmente, según dice Graciano (la vía voluntarista); 2) propiamente, según la recta razón, común a todos los pueblos y naciones, según la definición de Gayo y de San Isidoro; y 3) de forma más propia, siguiendo la definición de Ulpiano, en un sentido biológico. San Buenaventura profundizó en un largo debate que se había producido en los pensadores anteriores sobre la sindéresis y el derecho natural. Distinguió

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que era la voluntad orientada hacia el bien (Com. in

II

Sent., pp. 907-910). La

sindéresis no dependía, por lo tanto, de la razón, sino de la voluntad. Con ello conformaba un equilibrio entre razón y voluntad. Pese a su conocimiento de Aristóteles, Buenaventura seguía fiel a los dictados agustinianos, pues la ley natural sería superada por la ley de la gracia, ejemplificada en Cristo44.

3) San Alberto Magno (1200-1280) Con la obra de este dominico comienza la definitiva recepción de Aristóteles en Occidente y la afirmación completa de la racionalidad del derecho natural. En uno de sus últimos escritos, el Comentario a la Ética a Nicómaco (lib. V, tr. III, c.

3), explicó la distinción entre lo justo natural (naturale iustum) y lo justo legal (legale), una traducción casi literal de la terminología aristotélica. Sin embargo indicó San Alberto que existía una contraposición entre lo justo natural, que era lo obligatorio y regía en todos los lugares y pueblos, y lo justo legal, que era el derecho positivo. En contra de Ulpiano y de Graciano, afirmó la racionalidad del derecho natural: «ius naturale dicitur, quod est secundum naturam et consequens naturam hominis, in quantum homo est rationalis»45. El derecho natural para San Alberto, era el derecho de la razón natural, por el hecho de estar enraizado en la naturaleza humana que es esencialmente racional. Éste fue el punto de partida para un aristotelismo cristianizado.

4) Santo Tomás de Aquino (1225-1274) El principal discípulo de San Alberto puso las bases para la síntesis armónica entre el aristotelismo y el neoplatonismo agustiniano. Santo Tomás, dominico napolitano, conocido también como el Doctor Angélico o el Aquinate, fue una de las cúspides del pensamiento medieval, al intentar armonizar las principales corrientes estudiadas hasta aquí. Su principal obra, la Summa Theologica, es un tratado teológico incompleto, en el que se trató, en el marco de la teología moral —como en las obras de los autores que ya se han visto— la cuestión de la ley natural.

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natural. El estudio de la moral comenzaba, en un sentido aristotélico, por el análisis de la teleología (la finalidad) humana, que en el hombre era la llamada bienaventuranza o felicidad. Ella consistía esencialmente —aunque no de forma exclusiva— en la contemplación amorosa de Dios (tradición platónicoagustiniana), que sólo podía darse por gracia (por voluntad) divina en la vida eterna. Sin embargo, el hombre, por ser imago Dei (imagen de Dios), tenía analógicamente la capacidad de dirigir sus pasos hacia la felicidad a través de sus actos libres. La vida humana se perfeccionaba a través de buenos hábitos, que daban pie al despliegue de las virtudes. En el estudio de las mismas trataba el tema de la ley natural. Santo Tomás hizo un estudio analógico (es decir, plurívoco) de la ley, que definió como «una ordenación de la razón, orientada al bien común, promulgada por quien tiene autoridad a cargo una determinada comunidad»46. Hay que notar que Tomás de Aquino partió de una distinción entre lex e ius tal y como se ha visto antes en Alejandro de Hales. Tomás asimismo hizo una estructuración de las distintas formas de ley en la Summa, mostrando claramente las diferencias entre ellas. Santo Tomás distinguía entre la ley eterna y la no-eterna. El Aqui-nate decía que la ley eterna e inmutable era la propia de Dios, a quien le correspondía la eternidad47. Dios, fundamento de todo bien, ordenaba todas las acciones, tanto humanas como no humanas, hacia su finalidad. Entre las leyes no-eternas estaban la natural48 y la positiva49. La ley natural se definía como la «participación de la ley eterna en la criatura racional», pues dirigía y ordenaba los actos humanos para la adecuada realización de los bienes de los seres racionales. La ley positiva podía ser divina y humana. La divina comprendía tanto la mosaica (antigua)50 como la cristiana (que era nueva)51. Ambas contenían mandatos promulgados por una revelación de Dios de insoslayable cumplimiento. Muchos autores han enfatizado que Santo Tomás interpretaba la ley natural como la ley moral52, de manera que aquella contenía los preceptos fundamentales que regían la vida moral. El más importante de ellos es el llamado «primer principio de la razón práctica»53, en el que se fundaban todos los demás preceptos de la ley natural. Dicho precepto decía que «debe hacerse el bien y evitarse el mal» (bonum est faciendum et prosequendum, et malum vitandum).

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inclinación natural de la voluntad hacia ese bien. Los contenidos de la ley natural se discernían mediante las inclinaciones naturales. Cabe decir que en este punto, pese a tener en cuenta a Ulpiano y a San Isidoro, Tomás se refería a las inclinaciones de la voluntad, que tendían hacia el bien. La labor de la razón era, mediante la captación del bien, hacer y el bien y evitar el mal. Pese a que la voluntad ya estaba inclinada hacia el bien, era la razón la que debía guiarla con buenos hábitos. El hábito por el que se adquirían los primeros principios prácticos era la sindéresis, que en Santo Tomás tenía —a diferencia de San Buenaventura— una proyección completamente racional. De esta forma, el Aquinate estructuró de forma silogística la relación entre la sindéresis que proponía (premisa mayor), la razón que subsumía (premisa menor) y la conciencia que concluía (conclusión)54. Una vez examinada la ley y sus características, es necesario estudiar la relación entre la ley natural y la justicia. De entrada, puede decirse que la doctrina tomista de la justicia englobaba tres momentos (que guardan cierto parentesco con los ya indicados en al apartado dedicado a Heráclito): el anterior al derecho (es decir, como virtud abstracta que guiaba las actuaciones), el que se daba durante el acto mismo de materialización del derecho (acompañando a la actuación) y después del derecho (en su realización concreta del derecho en algo justo)55. Sin duda, Tomás, aceptó la idea griega de justicia, especialmente la de Aristóteles, adoptada luego por los juristas romanos, que consistía en el reparto equitativo, es decir, en dar a cada cual lo suyo56. La integración de estas doctrinas le permitió una lectura que ensamblase la teología agustiniana y neoplatónica con los esquemas de Aristóteles, sin dejar de atender a la concreción práctica de la justicia, expuesta en el derecho justinianeo y canónico. Así pues, la justicia era, en primer lugar, una virtud que ayudaba a la impartición del derecho (a hacer, en definitiva, que se diese una solución jurídica de acuerdo a la finalidad y a la naturaleza de las cosas). La justicia englobaba, pues, esa virtud, pero también, en un segundo momento, el acto mismo de dar a cada cual lo suyo, el acto de repartir y de atribuir la solución adecuada. Por último, la justicia tenía como finalidad dejar en una situación equitativa la situación en cuestión, resolviendo los conflictos y estableciendo un marco pacífico y duradero. Al igual que en Aristóteles, para Santo Tomás la justicia podía ser también

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Al igual que en Aristóteles, para Santo Tomás la justicia podía ser también general (también llamada legal) o particular57. La particular podía ser distributiva, tendente a crear un nuevo orden de las cosas y referente al mérito; o la conmutativa, que procuraba la igualdad e intentaba lograr un cierto equilibrio. El alcance de todas estas formas de justicia ha sido muy discutido, pero resulta claro que todas ellas estaban encaminadas al bien común58. Resultaba manifiesto que el derecho era objeto de la justicia y que suponía la preexistencia de algo debido59. Para el Aquinate60, una cosa podía ser debida a una persona de dos maneras: la primera, desde el punto de vista de la naturaleza misma de la cosa (ley natural) y, la segunda, por convención o común acuerdo (leyes positivas). Tomás de Aquino distinguía dos clases de débito: el de carácter jurídico y el de carácter moral. Ambos tipos de débito estaban enraizados en la ley natural61. El carácter moral de la justicia es lo que abría las puertas a las virtudes. Distinguía lo debido en términos de rigor y de desigualdad (con Dios, con los padres y con los superiores) y la deuda en términos de igualdad y sin que lo exigiese el rigor (con los demás)62. Añádase que este débito debía producirse siempre que fuese justo. Si era injusto, pese a estar válidamente promulgado, no conducía al bien común y por lo tanto se debía de reajustar. En algunos pocos supuestos la ley podía ir contra la justicia y contra el bien común que la misma ley quería preservar. Según Santo Tomás la forma de reconducción práctica de este débito injusto era, siguiendo a Aristóteles, la epiqueia o equidad63, es decir, lo que permitía el enderezamiento de lo justo legal64. Cabe decir que Tomás de Aquino fue el autor de la máxima expresión de la ley natural entendida según el racionalismo cristiano. Desapareció el elemento voluntarista de Graciano y el meramente biológico de Ulpiano. También cambió la perspectiva de los Santos Padres y de muchos de los teólogos predecesores: la ley natural no era una etapa en la historia de la salvación, sino una demanda ontológica del ser humano. Finalmente, si San Agustín (siguiendo el neoplatonismo) había hecho hincapié en la naturaleza caída, para Santo Tomás (en la línea de Aristóteles) había que rehabilitar la naturaleza en el seno de la gracia divina. Así, el derecho divino65 era lo que ordenaba la gracia salvífica de Dios y estaba totalmente separado del derecho humano, que se fundaba en la razón natural (ex naturale rationi). En definitiva, Santo Tomás representó la máxima expresión del racionalismo

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la justicia mostraba que el ser humano puede deducir racionalmente el contenido de la ley natural analizando las tendencias esenciales de la naturaleza humana. Ciertamente, Dios era omnipotente y su voluntad regía el mundo. Pero Dios había creado un mundo ordenado y, por analogía, los seres humanos podían tener un conocimiento de la creación. De esta forma, a través de la razón podían conocer el bien y llevarlo a cabo, y la ley natural era el resultado de la inclinación natural que el ser humano tenía hacia el bien.

5) Posdata al derecho medieval El tránsito a la Modernidad se llevó a cabo primordialmente a través de la destrucción de la síntesis entre fe y razón realizada por Tomás de Aquino. Esa destrucción fue llevada a cabo, en primera instancia, en nombre de la religión cristiana, por dos escolásticos franciscanos cuyas doctrinas se examinan con más detalle en el siguiente capítulo: Juan Duns Escoto (1266-1308) y Guillermo de Ockham (c. 1280-1349). Podría decirse que la ley natural en Escoto no procedía de la «naturaleza» humana, ni de un lógos autor de una ley eterna (es decir, de una inteligencia divina que hubiera pensado y ordenado el mundo). Procedía del querer libre, del amor que Dios tenía hacia todo lo creado. Él había creado el mundo porque así lo había querido: lo había hecho como acto gratuito de amor, siguiendo su voluntad indeterminada e omnipotente. Ockham radicalizó estas ideas y defendió que la ley natural era sólo el fruto de la voluntad divina y podía ser cambiada en cualquier momento. Esta destrucción de la síntesis racionalista dio alas de nuevo a la visión voluntarista, presente en el pensamiento de la Iglesia desde San Pablo y recuperada por Graciano en su síntesis del derecho canónico. La obediencia a la autoridad divina, sin una necesaria correspondencia racional, poco a poco llevó a la expansión de la subjetividad y de la libre voluntad. Con el tiempo, la idea filosófica de subjetividad, esbozada por Pedro Abelardo, tuvo su correlación en el terreno jurídico, que empezó a tratar el derecho no como una medida objetiva de justicia, sino como una cualidad, una potestas. De esa forma nacía el derecho subjetivo, cuya relación con las diferentes concepciones de la ley natural fue muy problemática en los siglos sucesivos, por la dificultad de ensamblaje entre la ley natural de carácter objetivo y general y el derecho subjetivo, que tenía un

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natural de carácter objetivo y general y el derecho subjetivo, que tenía un carácter más individual y particular. La subjetividad fue, en todo caso, la emergencia del sujeto en un sentido global, un rasgo típico del enaltecimiento de lo humano y de la emancipación progresiva del individuo de la religión o de la naturaleza. Se trata del proceso de secularización, otro rasgo propio de la Modernidad. Un autor como Marsilio de Padua (c. 1275-1343), coetáneo de Ockham, escribió una obra titulada Defensor pacis, en el marco de los conflictos del Papado y los franciscanos por la cuestión de la pobreza. Marsilio era esencialmente aristotélico, pero en su interpretación de la ética y de la política de Aristóteles huía de la ley natural. Su enfoque resultaba contrario a las ideas de Santo Tomás. Por motivos radicalmente distintos a los de Escoto o de Ockham, tensaba la relación entre la ley divina y la ley positiva, y evitaba casi por completo la ley natural. Para Marsilio, existían ciertamente la ley divina, la ley natural y la ley positiva, pero la ley natural (como en Huguccio) quedaba muy desdibujada, frente a la importancia que adquirían la ley divina y la ley positiva. El cumplimiento de la ley divina se tenía que juzgar en el otro mundo, mientras que el cumplimiento de la ley positiva se tenía que juzgar en este66. Marsilio es una buena muestra de la emergencia de los poderes seculares (que él defendía frente a la Iglesia) y del debilitamiento de la ley natural. Desde luego, la vindicación del voluntarismo divino (y su concepción débil de la ley natural) abrió las puertas a la secularización de la moral y del derecho. Si lo importante era la obediencia a la autoridad divina, que podía mandar cualquier cosa, como acto de su voluntad y su libertad, también los poderes seculares, que poco a poco se abrían paso en la construcción del Estado Moderno en los siglos XIV y XV, se encontraron legitimados para ello. Ciertamente, la base inestable sobre la que se había situado el debate en torno a la ley natural hizo que su conceptualización girara en torno a dos polos: el racionalismo (platónico, aristotélico, estoico, con ramificaciones en la Patrística y en muchos autores hasta Santo Tomás) o el voluntarismo paulino (con aceptación por parte de la Patrística y desarrollado por Escoto y Ockham). El análisis de muchos autores (v. g. Welzel) muestra precisamente estos dos polos en la comprensión de la ley natural67.

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V. RECAPITULACIÓN Las páginas anteriores han sido una síntesis apretada del desarrollo de la ley natural en la época antigua y medieval. En ellas se han examinado algunas de las cuestiones más relevantes de la configuración de la ley natural como un concepto histórico. A pesar de las diferentes líneas que aquí se han apuntado, cabe recalcar, por último, algunas conclusiones. En primer lugar, la ley natural debe estudiarse como un concepto que alude a diferentes realidades con un denominador común: la existencia de una norma o conjunto de normas que están más allá de las que se han promulgado incluso válidamente. La diferencia entre cada una de estas concepciones estriba en su determinación del contenido de dichas normas y en su relación con las otras válidamente promulgadas (el derecho positivo). En segundo lugar, el concepto de ley natural en la Antigüedad y en la Edad Media exige un análisis terminológico que podría resumirse de la siguiente forma: la phýsis griega, que hacía referencia tanto a la naturaleza físico-biológica como a la naturaleza ontológica de las cosas, se tradujo al latín por natura, con un empobrecimiento progresivo de su significado. El lógos griego, de riquísimo alcance conceptual, fue sustituido por la ratio de los estoicos, con un recorrido semántico mucho más limitado, aunque con una proyección universal. El lógos, con el cristianismo, fue comprendido definitiva y exclusivamente como inteligencia ordenadora o Dios. La ley eterna de Santo Tomás procedía del lógos griego y de la ratio estoica. De esta forma, la teleología aristotélica se desarrollaba en un universo regido por la ley divina, que coincidía en buena medida con la razón. De hecho, para el Aquinate, la ley eterna tenía su proyección racional en la ley natural, que los humanos podían deducir analizando su propia naturaleza, que les guiaba hacia sus propias finalidades naturales, en su búsqueda de la felicidad. Para Santo Tomás, estas leyes naturales coincidían con lo que Dios había preceptuado en el Decálogo, como manifestación de su amor y de su voluntad. La evolución desde phýsei díkaion (lo justo natural) a lex o ius naturale significó asimismo un empobrecimiento semántico, puesto que se perdía progresivamente la dimensión de la justicia ontológica (a saber, el reparto, el dar a cada cual lo suyo como adecuación de cada cosa a su propia esencia). En el

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léxico griego, toda connotación referente a la ley o al derecho estaba preñada de un sentido de justicia. Es decir, toda ley que era lo que tenía que ser (que se adecuaba a su naturaleza), era justa. En el léxico romano, ius era la lex interpretada según la recta razón de acuerdo con el criterio de justicia. Escoto y Ockham rompieron el maridaje entre lógos (ratio) y ley natural, que había sido propio de la tradición iusnaturalista que abarcaba desde los estoicos hasta Tomás de Aquino. Al negar la existencia de una ley natural universal e inmutable, la única lex verdadera era la divina, que era fruto de la voluntad de Dios. En definitiva, a finales del siglo XIII, lex e ius fungían ya prácticamente como sinónimos y la ley natural, con Escoto, empezaba a estar subordinada a la ley divina, que era la expresión de la voluntad de Dios. En tercer lugar, en las páginas precedentes se ha seguido un marco muy común de explicación, que distingue entre la respuesta racionalista y la voluntarista (esquema 3). En Grecia se pasó de una fundamentación míticoreligiosa, en él que el derecho era la voluntad de los dioses, a una visión racionalista, en la cual el derecho era fruto de la razón. La discrepancia entre los seguidores de Sócrates (Platón y Aristóteles) y los sofistas radicaba en que para los primeros las normas debían de estar de acuerdo con la razón y con la «naturaleza de las cosas» (una visión ontológica), mientras que los segundos creían que las normas eran fruto de la voluntad humana y el consenso. Los estoicos siguieron una senda racionalista y universalista, que permitió una adopción de sus ideas ya en la República romana y el trasvase del léxico jurídico griego al latín. El modelo griego, basado en la pólis, se volvía cosmopolita y, a través de la expansión de Roma, se tornaba universal. En la traducción de este lenguaje jurídico, muchas de las ideas ontológicas griegas se volvieron más unívocas (menos polisémicas) y se concretaron en un lenguaje marcadamente jurídico-legal. Así, mientras en griego díke significaba la cosa justa en un sentido abstracto, la iustitia en Roma exigía un marco legal. En todo caso, los pensadores y juristas romanos (aunque con diferentes matices) estaban de acuerdo en que había unas normas más allá del derecho positivo, y que eran fruto de la razón. Los juristas romanos siguieron una orientación básicamente estoica, salvo Ulpiano que defendía una lectura más biologicista. El voluntarismo más radical vino expresado en el mundo judío, que había revelado a Moisés las tablas de la ley, en las que se contenía la voluntad divina.

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Debía cumplirse lo que Dios quería porque es lo que Él había mandado. Pablo de Tarso dijo que estas normas no eran sólo para los judíos, sino también para los gentiles, para quienes Cristo había promulgado también la ley del amor. El universalismo cosmopolita romano facilitó la expansión de las ideas cristianas, que buscaron un parentesco con el estoicismo y el neoplatonismo. La labor de los Santos Padres facilitó que hubiera un ensamblaje entre el voluntarismo de raíz paulina y el racionalismo grecolatino. Los equilibrios entre el racionalismo y el voluntarismo, así como el respeto a las autoridades fue un problema que fue creciendo durante la Edad Media. De esta forma, las diversas síntesis medievales fueron un difícil equilibrio entre la primacía de la voluntad divina y lo que la razón podía alcanzar por sí misma. Durante los siglos XII a XIV se encuentran las cumbres de la escolástica, en la que

se propusieron las diferentes síntesis, desde el racionalismo puro (Pedro Abelardo) hasta el voluntarismo extremo (Ockham), pasando por el agustinismo de San Buenaventura, el racionalismo aristotélico de Santo Tomás o el voluntarismo de Escoto. Remárquese que el cristianismo no renunció a la racionalidad grecolatina. Sin embargo, es cierto que el seguimiento de las directrices de San Pablo hizo que muchos pensadores cristianos considerasen que la fe debía tener una completa preeminencia sobre la razón, y que la supremacía de la voluntad divina estaba muy por encima de la razón, que jamás podría comprenderla. Para estos autores (como Escoto u Ockham) el acogimiento filial y amoroso de la voluntad de Dios debía ser la actitud del cristiano piadoso. ESQUEMA 3. SÍNTESIS HISTÓRICA

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Por esa razón, todos los intentos de lograr (siguiendo los pasos de los filósofos griegos) una síntesis entre la creencia en Dios (fe) y la razón, llevada a cabo por parte de los Padres de la Iglesia y de pensadores medievales como Santo Tomás, se encontró con la oposición de diferentes autores, que regresaban al polo voluntarista, descartando la concordancia entre fe y razón como una concesión propia de los autores paganos. Para ellos, el verdadero cristiano tenía que situar a Dios muy por encima de su entendimiento y no existía la vía analógica de la intelección, cultivada especialmente por Santo Tomás. Por ello, para Escoto u Ockham, Dios era amor puro, incomprensible por la razón: sólo cabía amarle, obedecerle y meditar en el corazón sus designios. En cuarto lugar, la justicia en Grecia era la base de la ley natural. Lo que hacía que se vindicase la ley natural más allá de las normas escritas o convencionales era la sed de justicia. Salvo los sofistas, que abogaban por una justicia convencional, los demás autores griegos se refirieron siempre a una justicia de filiación divina o cósmica, que permitía una solución de las situaciones de

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conflicto (pólemos) cuando las leyes humanas no funcionaban, por ser incongruentes o irracionales (el caso de Antígona). La justicia en el mundo grecolatino, en definitiva, estaba de acuerdo con la razón, y la ley natural era la forma a través de la cual se manifestaban los preceptos de forma racional, si se seguía la phýsis, es decir, la «naturaleza de las cosas». Por el contrario, la justicia de Yahvé era el juicio de conformidad con lo que Él había preceptuado. Algunos Padres de la Iglesia dijeron que Dios ordenaba lo justo, y que la justicia divina era conforme con la razón y podía ser conocida por ella. Así opinaron también muchos escolásticos medievales, pero los autores voluntaristas indicaron que no había criterio racional de justicia, sino que lo único justo era obedecer lo que Dios mandaba. En quinto lugar, cabe indicar que los dos polos (voluntarismo y racionalismo) continuaron siendo la base de la historia de la ley natural hasta el siglo XIX. La

mayor diferencia entre las concepciones antigua y medieval de la ley natural frente a la moderna se encuentra en la progresiva pérdida del factor religioso, ocasionada en buena medida por la disolución de la síntesis armónica entre la fe y la razón. Pese a los intentos de defender la ley natural racional durante la época moderna, se había abierto una importante brecha entre los que defendían la supremacía del voluntarismo divino y quienes buscaban una ley natural sin tener que acudir necesariamente a Dios. Algunos filósofos consideraron que el ser humano era capaz de buscar y hallar racionalmente la ley natural, incluso sin la ayuda de Dios. El iusnaturalismo débil de los sofistas, que proclamaba al hombre como medida de todas las cosas, acabó marcando decididamente los debates doctrinales posteriores. De los párrafos anteriores no se desprende que el cristianismo fuese contrario a la razón. Al contrario, si ha habido una religión que ha privilegiado la razón, como forma de aproximación a Dios y a sus designios, ésa ha sido el cristianismo. Lo que ocurre es que, como sucede en toda religión (y sobre todo con un sustrato judío), el elemento sobrenatural, el misterio y la fe sobrepasan siempre a la razón, y la vía analógica resulta insuficiente. Dicho de otra manera: la razón jamás puede agotar la forma de conocimiento de Dios y el ser humano no podrá tener jamás un conocimiento completo ni de Él ni de sus designios (algo que los autores más racionalistas en el seno del cristianismo, como Santo Tomás, reconocieron abiertamente). Por ello, como mínimo, siempre queda una parte

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importantísima de Dios que resulta incognoscible y si se pone el acento en la cognoscibilidad o en la incognoscibilidad, se extrae un resultado u otro en la relación del ser humano con Dios y en la comprensión de sus designios. Ciertamente, los filósofos griegos y los estoicos pensaron que existía un orden racional (lógos) en la naturaleza (phýsis), que podía ser conocido. La ley natural era una derivación de ese orden racional. Para los filósofos cristianos, Dios era el lógos y lo que permitía que la naturaleza fuera conocida por la razón, puesto que la razón y la fe no eran incompatibles, sino que eran coincidentes en la mayoría de cuestiones. Los autores voluntaristas, lectores de San Pablo, vigorizaron la herencia judía y fideísta, y deshicieron la síntesis entre fe y razón, abogando por una obediencia filial y amorosa hacia los inescrutables designios divinos. De todas formas, el cristianismo (que recibió y tuvo que armonizar la herencia griega, romana y judía) estaba asentado sobre un marco dialéctico tan audaz como complejo, y ello promovía las oscilaciones entre el polo racionalista y el polo voluntarista. Este marco propició su riqueza doctrinal y su permanente debate con los problemas de su tiempo. Sin el sustrato que proporcionaba este carácter dialéctico, tan característico del cristianismo, ni la ciencia ni la filosofía moderna hubieran podido abrirse paso. En definitiva, al comienzo del capítulo se indicaba que la ley natural era una intuición que tenían tanto las personas corrientes como los grandes pensadores de diferentes épocas. Para todos ellos, tenía que haber alguna norma más allá de la promulgada válidamente, que diera solución a los casos en los que el corazón y la razón clamaban justicia, invocando a menudo la existencia de una ley por encima incluso de las normas, acuerdos y convenciones establecidas. Se han visto aquí algunos de los debates acerca la ley natural hasta finales del siglo XIII. Nuevas cuestiones surgieron a partir de entonces, pero forman parte ya de otro capítulo.

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2. DESARROLLO HISTÓRICO DE LA IDEA DE LEY NATURAL (II): LA EDAD MODERNA1 (Francisco Carpintero)

Sabemos que en el siglo

XI

el magister Irnerio comenzó a explicar un manuscrito

del Corpus Iuris de Justiniano, y que con este jurista comienza la etapa de los Glosadores. Pero el uso práctico del derecho de Roma no se impuso inmediatamente. En el norte de Italia seguía vigente el derecho longobardo, y en otras zonas se aplicaba lo que hoy llamamos derecho germánico. Otras regiones poseían sus propios órdenes jurídicos, normalmente de origen consuetudinario. Desde luego, los germanos poseyeron su propio derecho, pero ¿fue tan distinto realmente del derecho romano hasta el punto de tener que separar ambos ordenamientos jurídicos? Es dudoso: Álvaro d’Ors entendía que el derecho germánico era sólo derecho romano vulgarizado. Desde luego, el código que publicó Eurico, rey godo de Roma después de Odoacro, muestra un tipo de derecho romano más próximo al ius gentium que no a un derecho extraño al de Roma. Durante este tiempo Europa se encontró compartimentada en áreas políticas y culturales muy distintas, y esta dispersión hace difícil hablar en tonos generales. Las tribus que habían invadido los territorios romanos estaban compuestas por hombres libres, y ellos entendían que los reyes existían para hacer justicia aplicando el derecho ya existente. De ahí que algunos historiadores hablen del «constitucionalismo medieval». Lo mismo sucedió con el derecho canónico, que entonces tuvo casi tanta importancia como el civil: vemos cómo los distintos cargos eclesiásticos estaban armados de derechos frente a sus superiores, lo que lleva a hablar del «constitucionalismo eclesiástico medieval». Todos están de acuerdo en que la última manifestación de esta mentalidad fue el Concilio de Constanza (1413). A partir de entonces, el crecimiento del poder de la monarquía

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alcanzó no sólo a los reinos seculares, sino también al poder de mando del Papa. Los escritores políticos de este tiempo reconocieron doctrinal-mente cuatro formas de gobierno: la monarquía, la aristocracia, la oligarquía y la democracia. Indico que fue un reconocimiento solamente doctrinal, pues lo normal era el gobierno monárquico, y este tema estaba habitualmente fuera de discusión. En algunas ciudades del norte de Italia, como Venecia, el gobierno era aristocrático. Era preciso aludir a la democracia porque en las obras de los clásicos griegos se habla de ella, pero éste fue un dato que solamente comenzó a cobrar una forma más eficaz a partir del siglo XVII. Francisco Suárez (1610) fue el primer autor que otorgó una cierta preeminencia a la monarquía sobre las otras formas de gobierno. Conservaron algo del espíritu universal propio del espíritu de Roma, como reconocemos en algunos derechos que estaban fundamentados en el ius gentium y que, por tener esta fundamentación, no podían ser recortados por ningún poder local o nacional. Los derechos más usados fueron el de transitar libremente por cualquier país y el de ejercer el comercio. Si un rey hubiera denegado algunos de estos derechos a alguien, el rey de la persona agraviada tenía el deber de exigir su respeto, y si no era oído, podía lícitamente declarar la guerra al rey que contravenía las exigencias del ius gentium. I. SANTO TOMÁS DE AQUINO (1224-1274) Los juristas del derecho común fueron reacios a hablar sobre su trabajo: su cotidianidad era para ellos tan evidente como indiscutida, por lo que no nos dejaron libros que pudiéramos llamar de teoría o filosofía del derecho. Solamente Pedro de Bellapertica, en el siglo XIII, publicó una introducción de cierta

extensión a sus comentarios a la Instituta, en la que toca con más detenimiento lo que entendía por derecho natural. Fue lógica esta falta de teoría sobre el derecho: los de las Escuelas de Artes eran los que se ocupaban de la filosofía, y los de Derecho y los de Artes estaban gremialmente enfrentados. Tomás lanzó sus explicaciones sobre un desierto teórico previo. Él ha sido el mejor expositor del método jurisprudencial romano y romanista2, aún hoy, y las corrientes actuales hermenéuticas y las formas más recientes de entender el positivismo jurídico están más cerca de él que no el positivismo clásico.

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La doctrina de Tomás de Aquino sobre el derecho y la justicia no viene expuesta en ninguna parte concreta de sus obras. Él escribió mucho, y entre todas sus explicaciones existe una interdependencia que hace que lo expuesto en un lugar deba ser entendido contrastándolo con lo expuesto en otros lugares de esa obra o con alguna otra de sus obras. El momento deductivo: la participatio. En la I-II de la Suma teológica, en el Tratado de las leyes, al tratar la ley natural, explica que esta ley consiste en una «participación» o participatio de la razón del hombre en la razón de Dios. Es, por tanto, una luz o lumen que el hombre recibe pasivamente desde Dios. Esta participación trae ante la razón humana lo que los escolásticos llamaban los «primeros principios comunes e indemostrables de la razón práctica», que son llamados comunes porque todos los hombres los conocen de hecho o los deben conocer, e indemostrables porque son tan radicales que no se dejan analizar y explicar desde otras reglas o principios. A este grupo de principios pertenecen reglas tales como hacer el bien y evitar el mal, que no es lícito condenar a un inocente, o que no se debe mentir. Son principios tan evidentes como imposibles de argumentar. Las tendencias naturales del hombre. Estos primeros principios nos abandonan pronto porque son muy generales y no descienden hasta las conclusiones. Una mente algo simple podría pensar que basta con hacer un silogismo en el que la premisa mayor sería el principio, la premisa menor el hecho enjuiciado, y que ya la conclusión se obtendría casi por sí sola. A veces es realmente así, cuando las cosas están muy claras. Pero en la convivencia cotidiana se nos presentan muchas situaciones en las que no es posible hacer una aplicación tan directa y lineal de estos primeros principios. Luego estos principios necesitan ser completados con otras consideraciones que podamos considerar «naturales» al hombre3. Una primera aproximación a lo más concreto la expone en la Suma Teológica, I-II, q. 94, artículo 2, cuando escribe que el orden de los preceptos de la ley natural sigue el orden de las inclinaciones naturales del hombre. La primera inclinación es la que poseemos en común con todos los seres, como es sobrevivir. El segundo grupo de inclinaciones es el compuesto por las tendencias que tenemos en común con los animales, como es la unión del macho con la hembra. Y el tercer grupo está compuesto por las tendencias propias de la naturaleza

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racional del hombre, como es el deseo de conocimientos. El momento inductivo. Estamos en condiciones de entender que adecuar o aplicar los primeros principios de la razón práctica a lo que demandan las tendencias naturales del hombre no es cosa fácil. Este tema se complica algo porque Tomás explica que él ha elegido la palabra «participación» para mostrar con más claridad la poca calidad del lumen de Dios en nosotros. Siempre que toca este tema se remite directamente y con toda seguridad al versículo del Libro de la Sabiduría (cap. 9, vers. 14) que indica que «Los pensamientos de los mortales son poca cosa, y sus providencias son inciertas». ¿De dónde provino esta seguridad? Es un interrogante para el que no hay respuesta; posiblemente fue uno de los muchos resultados de su oración personal. A la racionalidad que obtenemos a través de la participación de la razón humana en la razón divina, Tomás la llama «razón participada», ratio participata. Pero como nuestra razón no se limita a recibir lo que ya existe, sino que progresa en los conocimientos razonando por sí misma, a esta segunda faceta más activa de la razón él la llama «razón esencialmente», ratio essentialiter. Para entender su propuesta hay que partir desde la noción de necesidad, ya que la vida consiste en un saber hacer frente a las necesidades que continuamente se van presentando, con la ayuda de la razón. Él no habla de necesidad, sino de utilidad o utilitas, pero el término de utilidad tuvo entre los juristas y filósofos medievales un sentido notablemente más amplio que el que le damos hoy. Notemos un hecho que suele pasar excesivamente desapercibido. Él, en el tratado de las leyes ya mencionado, alude, de forma expresa y clara, a un par de problemas. Uno versa sobre el «salto» desde los principios generales a las reglas concretas. Estamos ante el eterno problema de la hermenéutica moral y jurídica. Este salto constituye un verdadero problema porque explica que los principios que hay que aplicar en cada problema han de ser seleccionados en función de las conclusiones que es preciso obtener: no son los principios los que se imponen en su altura y sublimidad: son las exigencias de lo concreto las que discriminan los principios que se han de aplicar en cada momento determinado. Esto implica que existe un conocimiento de lo justo y de lo injusto que es superior al simple conocimiento de los principios y reglas generales4. El que declare expresamente que las reglas que hay que obtener seleccionan los principios que es preciso elegir no convierte a Aquino en un relativista, tal

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como entendemos hoy este calificativo. Tengamos en cuenta el pedigree aristotélico de Aquino. Aristóteles ha sido el primer pensador de nuestra cultura que aludió —más allá de la petición de Antígona a Creonte— a lo que hoy podríamos llamar ley natural. Pues Aristóteles observa que hay cosas naturales que se producen igualmente en todas partes, como el fuego, que arde igual en Grecia que en Persia. Pero este griego interrumpe bruscamente su discurso predecible e indica que entre los dioses puede haber cosas inmutables, pero no entre los hombres. Sin embargo, Aristóteles tampoco es lo que hoy llamaríamos un relativista, porque al comienzo de su Ética a Nicómaco, hablando del justo medio, explica que hay conductas en las que no cabe calcular ningún medio justo, deliberando, por ejemplo, con qué mujer es mejor adulterar, porque estas cosas son malas de suyo. Tenemos dos datos enfrentados en la doctrina aristotélicatomista: de un lado hay conductas que son buenas o malas por sí mismas, y de la otra parte entre los hombres hay pocas cosas inmutables. Son argumentos que nos introducen en una complejidad imposible de explicar acabadamente. Tomás de Aquino recoge estas dificultades, porque en el Tratado de las Leyes incluido en la I-II de la Suma teológica explica que cambia la ley natural debido a

que cambian tanto la naturaleza como la razón del hombre. Así, la ley natural, cambia por adición como por sustracción; por adición, porque se le añade alguna institución nueva; por sustracción, porque lo que estaba fundamentado en la ley natural deja de estarlo. Entonces, ¿qué sucede con los principios universales? Él explica que el hombre tiene dos entendimientos distintos, uno que especula los principios y otro que busca las soluciones concretas. Hay que entender que la ratio essentialiter ha de hacer frente a las necesidades puntuales y, al cambiar las circunstancias en la historia y en la geografía, los remedios de un momento no sirven para remediar las necesidades de otros momentos5. No cabe otra explicación razonable de este punto de la doctrina tomista. La metafísica: Un sector de los teólogos y filósofos de la Edad Moderna nos ha acostumbrado a pensar que existe un orden metafísico inmutable que la mente humana conoce naturalmente, un tanto al modo platónico. Por eso, las conductas son buenas o malas en sí mismas, y este atender al objeto (a lo que es cada conducta) directamente, se lo conoce en la filosofía moral como criterio ex objecto. Porque, como explicó Vázquez de Belmonte (1590), siempre será malo adulterar y siempre será bueno ayudar al que está en extrema necesidad. Esta

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doctrina sobre el ex objecto fue recogida por Luis de Molina (1595), y de un modo extraño y confuso fue mantenida a veces por Francisco Suárez (1610). Molina y Suárez fueron los educadores de los sectores moderados de la Edad Moderna, que entendió que la ley natural es eterna e inmutable porque reposa sobre un orden de las cosas metafísico que es necesariamente inmutable. Sin entrar en grandes profundidades, podemos decir que Tomás de Aquino es metafísico en la misma medida que Aristóteles. Él afirma la existencia de un mundo inteligible en el que se encuentran las formas de las cosas, el intelecto posible, y el ser humano, mediante su intelecto agente, «atrapa» estas formas. Pero se diferencia de los autores que solemos llamar metafísicos en que es francamente pesimista sobre la calidad de nuestro conocimiento. Efectivamente, él mantiene que todos nuestros conocimientos principian por alguno de los cinco sentidos, y existe demasiada desproporción entre las nociones o formas de lo que las cosas son y lo que nosotros alcanzamos a conocer. No admite una intelección o conocimiento directo de la razón humana en la razón de las cosas. Es el mismo problema que vimos al tratar de la participación en que consiste la unión de la razón divina con la humana: la falta de proporción entre la razón del hombre y la razón de Dios es excesiva. Este tema es algo espinoso en sus obras. A lo largo de la Prima Pars de la Suma teológica examina detenidamente el criterio ex objecto, y en varias ocasiones le concede tanta importancia que parece que lo retiene definitivamente como el máximo criterio de la ética. Pero finalmente lo descarta porque indica que se puede llegar al fin último por caminos distintos. Expone algunas de sus consideraciones de forma especialmente clara en sus comentarios a los libros de física de Aristóteles. Nosotros no conocemos lo que «son» las cosas. Las formas de las cosas se nos escapan, y solamente las conocemos por «algunos» efectos de ellas. ¿Acaso nuestra razón no razona? Sí razona, pero demostramos sin comprender íntimamente lo que estamos haciendo. No conocemos lo que es nuestra razón: conocemos la racionalidad observando cómo trabaja cuando conoce algo o cuando razona sobre algo, pero no lo que sea en sí razonar: es decir, conocemos el «cómo» de la razón (el quia) pero no lo que sea ella (su quid). Nuestra razón viene a ser casi una forma lógica vacía que recibe sus contenidos desde las formas de las cosas que va conociendo; de ahí una tesis fundamental de su filosofía: «La razón no mide a las cosas, sino al revés»:

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Ratio non est mensura rerum, sed potius e converso. Esto no lo entendería un autor racionalista de la Edad Moderna, o de hoy6. Lo cual no implica que no conozcamos en absoluto lo que las cosas son, pues todos podemos distinguir entre un gorrión y un caballo y entre un contrato de compraventa y la constitución de un usufructo. Precisamente este conocimiento relativamente preciso es el que nos permite distinguir la forma de proceder de la moral y del derecho. Al medio del derecho lo llama medium rei, y al medio en que consiste la virtud moral, medium rationis. La moral se ocupa de calcular el justo medio de acuerdo con las posibilidades objetivas de cada persona, pues lo que sería normal comer para Cresus, sería excesivo para Flacus. Luego el medio moral ha de estar personalizado. Pero el derecho procede de forma diferente porque en el mundo jurídico no atendemos a lo que puede cada persona o a la buena voluntad de ella, sino a la perfección de la cosa en sí misma: cuenta la cosa ante todo y por eso este medio se llama «medio de la cosa». En el derecho no cuentan tanto las disposiciones personales, sino más bien el cumplimiento objetivo de lo que requiere cada instituto jurídico; pues si una persona se subroga en una hipoteca que no puede pagar, será desahuciada y de poco le servirá alegar que este impago no depende de su voluntad. El derecho no personaliza en tanta medida como la moral. Su actitud, que podemos llamar metafísica, la reconocemos tanto en la afirmación del criterio del medium rei como en su aceptación de la figura de la persona jurídica o conditiones personarum. Todos los seres humanos somos personas en sentido filosófico, es decir, seres individuales de naturaleza racional, y como tales somos únicos, irrepetibles, insustituibles, etc. Y también los seres humanos nos revestimos a lo largo de la vida de distintas «funciones» más o menos permanentes: el investigador es profesor, marido, padre, ciudadano, comprador, heredero y testador, etc. Cada una de estas situaciones estables le crea simultáneamente derechos y deberes, que frecuentemente no dependen de su voluntad, pues el profesor no es libre para decidir si dará o no las clases que tiene el deber de dar. Estas situaciones han sido designadas, además de las formas ya indicadas, como «oficios», officia; lo propio de un officium es disponer de una plataforma de deberes y derechos que no pueden ser explicados desde la figura solitaria del derecho individual, esto es, del derecho subjetivo. Esto implica que cada persona se encuentra inmersa en situaciones jurídicas

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que son objetivas, y si constituyen ‘«estados» importantes y permanentes — pensemos en estar casados— tales situaciones eran llamadas personas jurídicas. Además, estas situaciones que tanto crean derechos como deberes, valen igualmente para todos, ya que si el profesor tiene el derechodeber de dar sus clases, los demás han de aceptar que él imparta efectivamente su docencia: este derecho-deber opera no sólo hacia el profesor, sino hacia todos7. Para la mentalidad individualista —la de los nominalistas—, que insistía en la persona filosófica, y que tendía a afirmar la incomunicabilidad de cada persona, estos deberes que resultaban objetivamente desde cada officium, o eran inexplicables, o eran molestos. Por ello, los nominalistas que arrancan desde Juan Duns Scoto, siempre disertando sobre las personas en sentido filosófico, no admitieron ni el medium rei ni los «oficios» ni las personas jurídicas. Tomás de Aquino concilió ambos aspectos de los seres humanos, la índole incomunicable y única de cada persona, y sus responsabilidades objetivas, y a la persona sin más (persona filosófica) la llamó el homo larvatus, el hombre en germen. En germen porque nuestra personalidad no se muestra directamente, en normalidad de condiciones, sino que habitualmente nos relacionamos con los demás bajo las formas de profesores o alumnos, maridos o esposas, padres o hijos, compradores y vendedores, y mil modos más8. Finalidades: Considera al hombre como un ser que ha de alcanzar una finalidad última con modos de operar creativos. En la Summa contra gentiles dedica un capítulo entero a examinar si el cumplimiento del orden moral es el fin último del hombre: concluye que no, porque ya vimos que cada hombre puede alcanzar su fin último por caminos distintos9. En principio, nada es valioso al margen del fin al que tiende el hombre, y el criterio supremo de la justicia y de la ética es alcanzar adecuadamente el último fin. ¿Por qué, entonces, existe la ley natural? Él parece entender que la Ley Eterna, la ley natural y las leyes positivas humanas son tres estratos de la única finalidad humana. El hombre coopera creativamente con Dios al tratar de hacer realidad su fin último. Declara reiteradamente que Dios no gobierna el mundo mediante órdenes o mandatos, sino mediante fines. El pecado no es tanto una desobediencia como una desviación del fin, deviatio a fine; y si alguien rechaza el fin último, incurre en una aversio a fine, y entonces en una falta grave. El hombre que no sabe seguir sus fines no es tanto un hombre malo [pravus] como un hombre tonto [stultus].

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Así lo vemos cuando trata de los lujuriosos y de los avaros, y se ríe especialmente de estos últimos, porque el deseo de las riquezas es infinito; lo mismo se puede decir de la lujuria. Por esto, la ética no usa el modo verbal imperativo: «¡Haz esto!», Fac hoc!, sino el modo de presente: «Esto está para que tú lo hagas»: Hoc est tibi faciendum. El hombre no es solamente libre para tender a su fin o no, sino también para elegir los medios que le llevan hacia su fin último. En este proceso intervienen las pasiones: él se pregunta si un hombre con pasiones débiles puede agradar a Dios; contesta oblicuamente: un hombre sin pasiones fuertes no puede agradar a los dioses. Criterios para actuar. Tomás, del mismo modo que Aristóteles, no contempla a un hombre situado en un mundo que le es extraño. De acuerdo con la visión biologicista típicamente aristotélica, él no disocia al hombre de su entorno. Más bien considera a un hombre que ha surgido desde lo que le rodea, y que es una parte de ese entorno. Por este motivo es por lo que el hombre puede conocer: porque él es parecido (similis o analogus) con las cosas, ya que solamente conocemos las cosas que son similares a nosotros. Por la misma razón mantiene que todo ser, al obrar, produce cosas similares a él mismo. No perdamos de vista lo que es una de sus tesis básicas: la razón no mide a las cosas, sino al revés. Gracias a que ya estamos medidos por lo que hemos de conocer, somos capaces de conocer lo que nos rodea. Nuestro entorno natural no es un obstáculo para nuestra actuación: al contrario, la adecuación al entorno determina las posibilidades, límites, etc., de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades de actuar. Como nuestra razón responde a las cosas (la razón es medida por las cosas) las medidas no son distintas de lo que hay que medir: «La medida no es otra cosa que aquello que ha de ser medido»: Mensura videtur non esse quod mensuratum10. Lo que llamamos la visión moderna de la naturaleza (que, en realidad, ya está presente en Scoto y en los de su escuela) es ajena al de Aquino. Para estos otros filósofos el hombre se presenta en el mundo armado de sus cinco sentidos, de su razón, memoria y voluntad, y se enfrenta a la naturaleza, que no le proporciona criterios para la ética, sino que es la realidad que solamente ofrece resistencia al esfuerzo humano. Por el contrario, Tomás de Aquino propone una ley realmente natural, que no se limita al hombre, aunque el ser humano, mediante su participación en la razón de Dios, disponga ocasionalmente de criterios que le

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permiten superar los datos naturales. El hombre es parte de «su» naturaleza, y desde ella recibe buena parte de sus criterios para actuar, hecho especialmente patente cuando nos explica que el orden de los preceptos de la ley natural sigue el orden de las inclinaciones naturales del hombre. Los otros filósofos hubieron de prescindir de las inclinaciones naturales del hombre y quedarse con explicaciones más bien intelectualizadas sobre la ley natural. Desde luego, Scoto y los escolásticos posteriores —poco importa aludir a Suárez o a los del siglo XIX—

declararon que desde los instintos del hombre no brotan derechos. Según esto, pasar hambre no da derecho a comer11. En el de Aquino no existe un concepto acabado del hombre, de forma que conociendo esta noción, desaparecieran nuestras dificultades en los momentos de decidir moral y jurídicamente. Recordemos que la razón es ante todo una forma lógica, y que conocemos deficientemente lo que está ante nosotros. Que la racionalidad le llega a la razón asumiendo las formas de las cosas que ella conoce. Nuestro conocimiento es ante todo objetual, y por esto mismo es bastante fragmentario, por lo que no existe la posibilidad de saber lo que es la razón en absoluto o lo que es el hombre en sí mismo. Esta actitud le aleja de los dogmatismos propios de los metafísicos posteriores o de los nominalistas que mantuvieron la posibilidad del conocimiento formal. De acuerdo con Tomás, un casado sabe que ha de ser un buen marido y un buen padre y, si además es profesor, sabe que ha de estudiar y que ha de explicar con claridad. El hombre virtuoso —habla con frecuencia del virtuosus— no es un ser que tenga un conocimiento acabado de sí mismo, de forma que este conocimiento le lleva a actuar correctamente. Solamente conoce un fin último —que para un cristiano es Dios— y sabe que viviendo bien sus «oficios» coopera en la obra creadora de Dios. En el plano político, los ciudadanos tienen el deber de obedecer las leyes dictadas por los gobernantes o las sentencias emitidas por los jueces. Este deber viene impuesto por su concepción de la naturaleza. Dios ha creado lo natural, pero no de una forma estática, ya que los seres inteligentes siguen creando realidades nuevas. Al ser la naturaleza obra divina, lo creado por Dios —es decir, lo natural— genera en el hombre deberes y facultades, y al ser el hombre un ser social hay que suponer que esta sociabilidad, querida expresamente por Dios, es una fuente de comodidades, exigencias y posibilidades. Los gobernantes y los

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ciudadanos cooperan en la creación ininterrumpida de lo que existe, y al no ser ellos Dios mismo, no son la Causa primera, pero sí son «causas segundas» en la recreación ininterrumpida del ser, y de ahí que las leyes que son imprescindibles para la convivencia generen el deber de obediencia. Su proyección histórica. Tomás de Aquino no tuvo éxito. Varias de sus tesis filosóficas principales fueron condenadas por la Inquisición de París al poco tiempo de su muerte, y estas condenas se repitieron en Oxford. Esto debió pesar bastante en la mala fortuna histórica de sus explicaciones. El papa Juan XXII lo rehabilitó hacia 1330, canonizándolo, pero entretanto había cundido una actitud entre escéptica y reprobatoria sobre su filosofía y su teología, que fue la que realmente triunfó, más allá de las apariencias. ¿Razones para este hecho? Los nominalistas defendían el criterio formal de conocer, que hacía posible que cada persona conociera racionalmente y con toda precisión lo bueno y lo malo. Más tarde, al final del siglo XVI español, esta

precisión propia del criterio formal se trasladó a la metafísica, y desde entonces hasta el siglo XX, los conservadores han pensado que existe un orden metafísico inmutable gracias al cual sabemos lo que hemos de hacer. La filosofía y la teología moral de Aquino eran demasiado complicadas, y la mayor parte de la gente siempre ha querido tener ideas claras sobre lo malo y lo bueno. Es una cuestión de seguridad personal. II. LA ESCUELA DE LOS NOMINALISTAS Las bases filosóficas más elementales de Tomás de Aquino chocaban contra lo que podemos llamar el sentido común típicamente europeo. Pues, quizá como herencia de la cultura romana, formada por hombres pragmáticos, nuestra reflexión siempre ha tendido a entender que el hombre es un ser activo ante todo, de forma que para referirse a los temas humanos, el esquema más claro ha sido el de «Sujeto que— Actúa o Produce—Algo», es decir, una visión del ser humano filtrada por el esquema de «Sujeto—Verbo—Complemento directo». Es la visión propia del homo faber, del hombre que ha creado y que mantiene a la sociedad capitalista. El sujeto se decide a actuar por su voluntad, y a muchos les resultaba evidente que su voluntad libre es su potencia más digna. El hombre no

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sería dirigido por causas finales, sino que él era entendido ante todo como la causa eficiente de todo lo que hacía12. Juan Duns Scoto (1266-1308) se rebeló, unos cincuenta años después de la muerte de Aquino contra el esquema tomista. Centraremos el estudio en cuatro puntos. Bases teóricas: Ante todo estaba el problema de las causas. Duns no admitió la doctrina tomista, que daba prioridad a las causas finales. Scoto, defendiendo lo que él entendía que era el germen de la dignidad humana, estableció que las causas finales son «extrínsecas» o externas al hombre, y que el dato realmente importante era la voluntad buena del hombre que quiere actuar. Él estableció que ante todo cuenta la buena voluntad de cada persona, de modo que «todo ente moral depende de la voluntad». En segundo lugar emergió el tema de la personalidad humana. Ante el problema de tener que explicar el misterio de la Trinidad, los Padres de la Iglesia habían establecido que la nota característica y más constitutiva de la persona es la incomunicabilidad. El pensamiento cristiano pronto extendió esta nota a todo ser individual y racional, y muchos hablaron de «personas» para referirse también a los hombres. Duns, que era un místico ante todo, declaró que cada persona constituye «la última soledad del ser». Un ser solitario en el que contaba ante todo su buena voluntad, es decir, no de querer esto o lo otro, sino en el de querer como debe amar un hijo de Dios, velle quantum ad rationem voliti. Un tercer problema es el de la distinta consideración de la naturaleza. Scoto no contempla una naturaleza que envuelve al hombre y que le da criterios básicos para sus actuaciones tan plurales como diversas. Él mantiene la visión que los occidentales siempre han tenido (con la excepción de Aristóteles) sobre «lo natural», que es lo que «está-ahí» ya dado. Al no ser creación humana, carece de valor ético para el hombre. Su único destino es ser dominada por el ser humano mediante la técnica. En cuarto lugar separó a ambos pensadores su actitud ante la metafísica. Tomás había mantenido la existencia de un mundo nouménico en el que podríamos reconocer las formas de las cosas. Scoto niega tal mundo y establece que únicamente disponemos de «conceptos» formados por la mente humana. La pregunta que se impone es la de por qué rechazaron el conocimiento metafísico. Desde mucho antes los escolásticos habían discutido sobre la existencia de las

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ideas (platónicas). En parte, esta discusión se debió al hecho de que a un cristiano le repugna admitir un orden de verdades al que esté sujeto Dios mismo: si fuera así, ¿Dios puede ser omnipotente, creador de todas las cosas? Pensemos en que Platón concedió tal fuerza a su mundo de ideas que el demiurgo que él muestra es un dios menor, sometido a la Idea del Bien, y los cristianos no creen en este tipo de dioses tan limitados. Por otra parte, vemos en el Antiguo Testamento que Dios ordena a Oseas que visite a una prostituta, o que los hebreos roben sus bienes a los egipcios. A muchos les pareció evidente que Dios está por encima de cualquier orden moral que podamos afirmar los hombres. Lo único que vincula a Dios es Él mismo, tal como estableció Duns Scoto: su Amor y las conductas que consonan con el Amor. Al negar la metafísica, decimos que fue «nominalista», esto es, que niega la existencia de conceptos verdaderamente universales existentes al margen del psiquismo humano13. Pero reconoce —no le queda más remedio— que todos sabemos distinguir perfectamente una paloma de un caballo. Este conocimiento mediante conceptos claros es posible, según él, porque los hombres poseemos una facultad, igual en todos nosotros, para formar los mismos conceptos cuando observamos las mismas cosas. A este tipo de conocimiento se le llamó «conocimiento formal». Criterios para actuar. Al negar el valor ético de la naturaleza, Duns rechaza la posibilidad de cualquier ley natural. Él entiende que, como Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, y Dios es amor, Dios está vinculado por Sí mismo, por su amor. También está vinculado por el principio de no-contradicción. Ambas exigencias las traslada a los hombres: quedan obligados por la ley del amor de Dios y por las verdades que son nota ex terminis, es decir, resultados de la aplicación del principio de la no-contradicción, como es negar la validez de la proposición que afirme que una cosa es y no es al mismo tiempo, o tener que afirmar que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí14. Pero las exigencias directas del amor son como los primeros principios de la razón práctica: sucede que ellas nos abandonan pronto ante los problemas concretos. En tal caso, explica Duns, hay que tener en cuenta todo aquello que «consuene» [consonet] con el amor. Por esta razón, Duns Scoto condena la poligamia, porque es una institución que no consona con el amor de Dios, ya que implica un cierto menosprecio por la mujer.

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Rechazo de la metafísica. Pero, de todas formas, esta consonancia con el amor no quiere decir que adulterar, robar o matar sean conductas malas en sí y por sí mismas. El Decálogo expone dos tipos de preceptos: los tres primeros, que se refieren directamente a Dios («amarás a Dios sobre todas las cosas», «no tomarás el nombre de Dios en vano», «santificarás las fiestas»), y los siete restantes («honrarás a tu padre y a tu madre», «no matarás», etc.), que regulan las conductas de los hombres entre sí y consigo mismos. Solamente son buenos «en sí mismos» los tres primeros mandamientos; los siete restantes, no. Tenemos que obedecer estos siete últimos mandamientos porque Dios lo ha dispuesto así, y por ningún otro motivo. Dada la racionalidad que Dios ha querido concedernos ahora (manente ordenatione quae nunc est), nos hemos de abstener de robar o matar. Pero si Dios hubiera querido lo contrario, un hombre se haría santo matando y robando. En el plano civil o político, los hombres quedamos vinculados por las leyes de los que gobiernan, porque hay que suponer que todos los ciudadanos han dado su consentimiento a los gobernantes. Es un consentimiento que supone incluido en «el hecho de la comunidad». Aquino había explicado que los gobernantes son «causas segundas» en la creación ininterrumpida de todo lo que existe, de forma que el hombre coincide con Dios en el proceso creador, y que por este hecho las leyes de origen humano crean el deber (en conciencia) de ser obedecidas. Juan Duns no puede admitir este planteamiento dada su visión de lo natural. A pesar de su rechazo inicial del valor normativo de la naturaleza, Scoto mantuvo que las realidades naturales nos vinculan, ya que, por ejemplo, los hombres sienten una inclinación natural hacia las mujeres, y deben sentir tal inclinación. Como no puede mantener que la naturaleza es una fuente de «causas segundas», él retoma una vieja distinción escolástica y distingue en la ley natural dos vertientes. Una es la ley indicativa (lex indicans) por la que conocemos lo que es natural. Y la otra es la ley imperativa (lex imperans) que nos ordena seguir los dictados de la naturaleza que conocemos mediante la ley indicativa. Razones últimas: la polémica sobre la pobreza evangélica. ¿Cuesta tanto reconocer que la naturaleza ha sido creada por Dios y que, por causa de su origen divino, crea el deber de obedecer a lo que Dios ha creado? Este tema tuvo una historia bien concreta. Juan Duns y Guillermo de Ockham eran franciscanos. A comienzos del siglo

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XIII,

Santo Domingo de Guzmán y San Francisco de Asís reformaron la vida

monástica creando un nuevo tipo de religiosos: los frailes. Hasta entonces existían monjes que vivían en monasterios. Ellos entendieron que los monjes llevaban en sus monasterios una vida poco sacrificada, y crearon conventos en los que vivían frailes. Estas diferencias terminológicas no son arbitrarias: los frailes se diferenciaban de los monjes ante todo por su insistencia en la pobreza. Los frailes de Santo Domingo (los dominicos) no crearon problemas. Sí los franciscanos. San Francisco había intuido que la avaricia es el peor enemigo del hombre, y había estatuido que su orden como tal no sería propietaria de nada, y que ningún fraile suyo podría ser tampoco propietario de alguna cosa. No serían propietarios «ni en general ni en particular». El papa Honorio III (circa 1223) sancionó este estilo de vida mediante la decretal Exiit, y determinó que los inmuebles de los franciscanos serían propiedad de la Santa Sede, de modo que la Orden en general y cada franciscano en particular sólo poseerían un «uso de hecho» [usus facti] sobre las cosas que usaban y consumían. En realidad, San Francisco fue más lejos, porque él quería que sus frailes vivieran al margen del derecho: consideraba que el derecho era una institución demasiado mundana. Algunos años después, el sector más radical de los franciscanos, los Fraticelli o Hermanitos, mantuvo que «ni Cristo ni los Apóstoles habían poseído nada ni en común ni en particular». Según ellos, Cristo habría obligado a los Apóstoles a hacer voto de pobreza absoluta. Estas afirmaciones sentaron mal en muchos ámbitos. Los juristas argumentaron que una conducta se hace con derecho o sin derecho, y si se hace alguna sin derecho, esa conducta es injusta. Y lo que era más fuerte: que si un franciscano consume algo —pensemos en la comida— se hace propietario de esa comida que ha consumido. Todo parecía indicar que las pretensiones de los Hermanos Menores implicaban una cierta irracionalidad. Los Fraticelli fueron ganando influencia y en 1333, a propósito de un Congreso en Perusia de la Orden Franciscana, un sector de los franciscanos negó la obediencia al Papa, al que llamaron hereje, en nombre de la tesis que mantenía que ni Cristo ni los Apóstoles poseyeron nada. Esta rebelión provocó una guerra entre el papa Juan XXII y el Emperador Luis de Baviera, y el tema quedó zanjado cuando las tropas del Papa vencieron militarmente a las del Emperador. El autor de estas líneas está convencido de que el nominalismo que

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mantuvieron Scoto y Ockham se debió a la necesidad de mantener las pretensiones de la Orden Franciscana sobre la pobreza. Ockham se vio en el centro de la polémica de 1333, y se adhirió al partido del Emperador, contra el Papa. En el verano de aquel año redactó una obra extensa y bastante desordenada que tituló el Opus nonaginta dierum, en contra del Papa. Como los argumentos del Papa y de los juristas eran racionalmente irrebatibles, Ockham fue más lejos que Scoto y declaró que las distinciones de los juristas sobre bienes muebles e inmuebles, cosas consumibles y no consumibles solamente respondían a «conceptos» sin valor. Frente a estos conceptos, la sola verdad era la vida santa y sacrificada de cada franciscano. Esta actitud hizo que él extremara el nominalismo de Scoto, y así, mientras que Duns había establecido la necesidad metafísica de la Primera Tabla del Decálogo (los tres primeros mandamientos), Ockham negó hasta esa necesidad, y estableció que, si Dios hubiera querido, los hombres nos haríamos santos odiando a Dios (es decir, el primer mandamiento —«amarás a Dios sobre todas las cosas»— hubiese podido tener un contenido diametralmente opuesto si Dios así lo hubiese decretado). Notemos que el nominalismo de estos franciscanos es distinto del nominalismo que impusieron los filósofos materialistas de la Edad Moderna. Los materialistas mantuvieron que sólo conocemos «fenómenos», no cosas o sustancias, y estos medievales parten desde la base contraria: las cosas son tan fuertes y se nos imponen con su presencia tan imperiosa —una fuerza noérgica—, que no es lícito manipularlas usando conceptos pretendidamente universales. Obviamente el núcleo de la jurisprudentia romana y romanista, centrado en las explicaciones de los efectos de las personas jurídicas o conditiones personarum, y en los de los «oficios», fue completamente desdeñado. Scoto negó expresamente la posibilidad de calcular el medium rei de las cosas: resultaba así que no es lícito afirmar que el profesor tiene el deber objetivo de explicar con claridad. Negó cualquier validez de la ciencia jurídica: el ius commune, en su máximo apogeo en el siglo XIV, era una fuente de sinsentidos. En el lugar de estas situaciones que eran fuentes simultáneas de deberes y derechos, Scoto y Ockham afirmaron a un ser humano que dispone de libertades; para designarlas usaron normalmente los términos de «dominios», «facultades» o «potestades». Tales dominios (entendidos bajo el patrón universal del derecho subjetivo) los habría concedido Dios a los hombres en el acto de la Creación,

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aunque no por esto los llamaron derechos «naturales», sino que, yendo más allá de la Creación, establecieron que estaban fundados en la «Primera justicia de Dios», la Prima iustitia Dei. III. EL SIGLO XV La huella de Scoto y de Ockham fue profunda, y el siglo siguiente fue dominio casi exclusivo de los autores que podemos llamar «nominalistas». Éste fue el caso de Juan de Gerson (1363-1429), Conrado de Summenhart (1460-1502), Gabriel Biel (1420-1495), Jacobo Almain (circa 1480-1515) o John Mair (1467-1550), por citar solamente a los más conocidos. Estos dos últimos influyeron notablemente en los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII. Scoto y Ockham habían insistido en la libertad de cada persona; para lograr este fin habían desechado la noción de persona jurídica y habían proclamado los derechos, es decir, los dominios, facultades o libertades de cada persona. Estos dominios o facultades eran, para ellos, igual para sus remotos discípulos del siglo XV, la manifestación primera del derecho. Los hombres ante todo somos libres, y

solamente después quedaremos obligados por las exigencias del amor de Dios o por las leyes de origen humano. (Ellos usaron omnipresentemente el término de persona, entendida en sentido filosófico y como portadoras de las libertades y dominios que brotaban desde la Primera justicia de Dios. Mientras que Tomás de Aquino hablaba del «virtuoso», o del que compra o vende, los nominalistas usaron continuamente el término de «persona»). Estos nominalistas fueron los educadores reales de Europa cara a la Edad Moderna. Scoto tiene una lectura difícil, porque no en vano se le llamó el «Doctor sutil», capaz de exponer en pocas líneas, y con precisión, lo que a otros les hubiera llevado más tiempo y espacio. La lectura de las obras de Ockham no estaba bien vista, ya que se había rebelado contra el Papa y, según parece, murió fuera de la Iglesia. Hacían falta autores que expusieran en un tono más asequible las bases jurídicas de aquellos primeros nominalistas. Estos autores fueron los del siglo XV, y quizá no sea aventurado afirmar que Juan de Gerson ha sido uno de los pensadores más influyentes de nuestra cultura. Sus obras seguían siendo

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editadas por los jesuitas en pleno siglo XVIII.

Los dominios, facultades o libertades. Estos nominalistas mantuvieron que cada persona, originariamente, es libre15. ¿Qué quiere decir el adverbio «originariamente»? La libertad es una cualidad que posee la persona, una cualidad que es anterior incluso a la ley natural, cualidad que le fue concedida por Dios en al acto de la Creación. Subrayo el «originalmente» porque, por ejemplo, Conrado de Summenhart habla de un dominio natural o derecho natural que corresponde a todo ser por el hecho de existir: «Consta que el derecho que tienen los animales y los pájaros que nacen en la tierra, no es sino dominio natural». Este dominio original o natural es el propio de los «seres naturales», como sucede con los animales, los ángeles, los demonios o los hombres. El origen remoto de la mentalidad que insiste en los derechos es de origen canónico, como ha mostrado Brian Tierney. Pues el derecho canónico estaba poblado de dominios o facultades libres de los eclesiásticos, cosa que no sucedía en el derecho civil. Los párrocos o los abades de los monasterios frente a los obispos, los obispos frente al Papa, etc., estaban plagados de derechos. Los nominalistas fueron los apologetas de los derechos individuales de las personas, e hicieron del dominium (el derecho libre de propiedad) el patrón sobre el que habían de ser entendidos todos los derechos. Esto, ¿era posible? No parece. Por ejemplo, Conrado manifiesta que el derecho consiste en un dominium, esto es, en una facultad libre para hacer lo que cada cual quiera con su persona. Pero tropezaba con el reparo que le lanzaban los juristas, ya que hay diversas situaciones vitales en las que, ciertamente, existe un derecho, pero este derecho no puede ser entendido al modo de un dominio libre; éste sería el caso de la patria potestad, en la que el padre tiene derechos sobre sus hijos, pero todos estos derechos están encaminados a la educatio de los hijos, por lo que no se puede decir que el padre sea libre en el sentido usual de esta palabra. Conrado se hace cargo de esta objeción, y reconoce su razón; pero inmediatamente después, y sin dar ningún motivo, mantiene que todos los derechos consisten en dominios libres. Él, igual que Scoto y sus discípulos, únicamente tiene en cuenta la persona filosófica, y no acepta las personas jurídicas ni la posibilidad de calcular en cada «cosa» un medium rei. Ellos divulgaron, como moneda corriente, la oposición entre el derecho

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originario, que es libertad, y la ley posterior, que implica obligaciones. A pesar de su rechazo del ius commune, de hecho entroncaban directamente con las explicaciones de los juristas del derecho común que, siguiendo los textos romanos, hablaban de un primer estado «natural» en el que todos los hombres eran igualmente libres sin que se encontraran vinculados institucionalmente, y de un estado posterior —el actual— en el que el derecho de gentes había «introducido» las propiedades, los matrimonios, etc. Esta coincidencia que expresaba una mentalidad muy extendida incluso fuera de las universidades, hizo que esta tesis que afirma una libertad primera que será limitada por leyes posteriores, fuera patrimonio común de toda la época: navegaban con el viento a su favor. Entraron por un camino peligroso al oponer de tal modo el derecho a la ley; pues, explicando este tema de este modo, las leyes son presentadas en su vertiente negativa o penalista, sin querer reparar en que la mayor parte de las leyes no restringen conductas, condenándolas, sino que establecen posibilidades para hacer. Pero dos siglos más tarde, la Edad Moderna retuvo esta oposición, y las leyes adquirieron doctrinalmente el carácter penalista y represivo. La secularización: la pura natura hominis y el conocimiento formal. Siguieron una teoría escolástica antigua, posiblemente procedente del primer milenio, conocida como la pura natura hominis (aunque siempre aparece mencionada como in puris naturalibus), rechazada reiteradamente por Tomás de Aquino, que mantiene que el hombre tiene dos fines últimos, uno natural y otro sobrenatural. Resultaría así que lo humano en cuanto humano, o lo natural en cuanto natural, no tienen relevancia sobrenatural, lo que conlleva, entre otras cosas, que los datos naturales no tienen capacidad o poder para crear un deber estricto. Indiqué que lo natural es lo que simplemente «estáahí», es lo no creado por el hombre, y la naturaleza no puede exhibir un título para hacerse obedecer. La naturaleza deja de aparecer como un conjunto de «causas segundas» y desaparecen definitivamente del panorama escolar las rationes seminales de origen estoico a las que tanto debía un buen sector de la teología cristiana. En esta escuela parece estar diluida la mentalidad, de sabor moderno, que tiende a concebir a la naturaleza como la instancia que ofrece resistencia al esfuerzo del hombre, aunque puede ser útil si se la conoce. La teoría de la pura natura hominis se adecuaba muy bien a la mentalidad y

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espiritualidad de los monjes y frailes. La nota más característica de su estilo de vida era el ‘desprecio del mundo’ [contemptus mundi], y el fraile podía dedicarse a lo que consideraba realmente importante, despreciando las realidades mundanas (profesión, matrimonio o cargos públicos) porque eran irrelevantes cara a la salvación eterna. Tomás de Aquino, desde sus escritos de juventud, se opuso a esta teoría, pero los franciscanos, que despreciaban el mundo hasta el extremo de querer vivir al margen del derecho, se sabían en el mejor camino. El problema que planteó esta visión de «lo humano (solamente) en cuanto humano» consistió en el desprecio de las exigencias naturales y, consiguientemente, en dejar lo natural —el «mundo»— al margen de Dios. Y esta actitud tuvo grandes consecuencias en los siglos siguientes en el proceso de secularización del derecho. Ellos trataron de remediar la ausencia de una ley natural mediante la afirmación del conocimiento formal. He aludido a la esclerosis conceptual y filosófica que provocó la apelación a este tipo de conocimiento. En efecto, fueron bastante lejos manteniendo la objetividad y la precisión de este mundo de conceptos que forma el psiquismo humano cuando entra en relación con las cosas, lo que les llevó a un cierto dogmatismo también en el campo del conocimiento de la justicia y de la ley natural, pues estos filósofos entendieron que ya disponían «naturalmente» (es decir, al margen de Dios) de un conjunto de conocimientos suficiente para orientar la vida humana. Gabriel Biel escribía, a finales del siglo XV, que tenemos acceso a un ordenamiento práctico objetivo, incluso si «por un imposible Dios no existiera, o no existiera su razón, o aunque la razón de Dios se equivocara, si alguien atentara contra la recta razón de los ángeles o de los hombres, o contra cualquier otra recta razón, ése pecaría. Pues el pecado es la carencia voluntaria de conformidad contra las exigencias de la recta razón»16. Hugo Grocio mantuvo esta misma tesis, prácticamente con estas mismas palabras, en 1625, y este enunciado ha sido tomado por muchos historiadores del pensamiento jurídico como la mejor muestra de la secularización propia de la Edad Moderna. Pero como es difícil encontrar algo nuevo bajo el sol, vemos que la idea de un ordenamiento racional objetivo, incluso al margen de Dios, ya estaba operativa en siglo XV. Los orígenes del pensamiento secularizado no están en los protestantes sino, como mantiene José Andrés Gallego, se encuentran entre los autores católicos.

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IV. LA EDAD MODERNA Al llegar a la Edad Moderna la expresión «derecho natural» cambió de significado aunque se siguieran usando estas mismas palabras. Veamos este hecho más concretamente.

1. El influjo del Renacimiento en el Derecho El Humanismo, con su correspondiente Renacimiento ya en la segunda mitad del siglo XV, no constituyó exactamente una tendencia científica en el sentido que damos ahora a este término. Fue, ante todo, un sentimiento ampliamente compartido de repulsa y de renovación de toda la cultura existente, con fuertes raíces religiosas. No se trataba de nacer, sino de re-nacer. El nombre de Renacimiento es alemán, y procede del término Wieder-Geburt, que significa volver a nacer17. El hombre del siglo XV se avergonzaba moralmente del entorno en el que vivía. En el siglo

XV,

Juan de Gerson clamó para que el Papa convocara

un concilio que pusiera fin a los desmanes y, desanimado por la falta del interés de Roma, recurrió al emperador recordándole que él tenía capacidad para convocar el concilio; pero su trabajo fue en vano. Durante estos siglos hubo personas que trataron de reformar estos desmanes creando iglesias paralelas. Éste fue el caso de Wicleff, Huss o Valdo, por citar a los más conocidos. Fracasaron en sus empeños porque fueron reducidos a la fuerza por la Inquisición. También en la Baja Edad Media hubo intentos ortodoxos por remediar este estado de cosas, y Santo Domingo y San Francisco de Asís crearon órdenes mendicantes que insistían especialmente en la pobreza. Pero estas reformas que se limitaban a los religiosos no fueron suficientes, y continuaron las insumisiones a la Iglesia en el siglo XVI, de modo que allí donde fracasaron Wicleff o Huss triunfaron Lutero o Calvino, porque el ambiente de descontento estaba ya maduro en este otro siglo. La nueva ratio exigida por los renacentistas. Los juristas del derecho común se habían ocupado casi exclusivamente del derecho civil, y el derecho natural y el derecho de gentes habían sido para ellos figuras más bien literarias. La razón más clara de este hecho es que ellos entendían —de la mano de los jurisprudentes romanos— que el derecho que usamos todos los días (el derecho

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civil) ya conlleva en su interior el derecho de gentes y el derecho natural. Pero ante el desprestigio generalizado del derecho hasta entonces válido (una consecuencia más del desprestigio de toda una cultura), no quedó más remedio que prescindir del derecho civil conocido —el ius commune y el derecho romano — y buscar una nueva Idea del Derecho que sustituyera las bases del derecho existente18. Para esto, recurrieron a la vieja figura del ius naturale. Así, diversas nociones del derecho natural se convirtieron en la guía directora de las investigaciones político-jurídicas que fueron propuestas a partir del siglo XVI. Hasta entonces, Europa había vivido más o menos amablemente bajo regímenes monárquicos, pero a partir de este momento muchos buscaron unas bases nuevas de la convivencia en nombre del derecho natural. Materiales para el cambio. El nuevo derecho natural no podía ser realmente nuevo, y esto es así en parte porque nadie es tan genial como innovar ex radice en toda una disciplina, y en parte porque aunque los siglos XVIII-XX

hayan valorado la originalidad, en los siglos anteriores lo original no estaba enteramente bien visto: quien quisiera innovar fuertemente era tenido —quizá muy justificadamente— por un pretencioso. Luego era preciso levantar un edificio nuevo con materiales de construcción ya existentes. La herencia del ius naturale romano. Roma no nos dejó una doctrina unitaria sobre el derecho natural. Desde luego, los romanos intuyeron que existen un orden de bondad y de justicia que es superior a cualquier derecho positivo. Por esto, algunos juristas como Paulo o Gayo tendieron a entenderlo como «aquello que es siempre bueno y equitativo, y amigo del género humano» (expresión de Baldo de Ubaldis comentando textos romanos en el siglo XIV). Los filósofos y teólogos escolásticos lo entendieron así, al menos mayoritariamente, y se remitieron a los «primeros principios comunes e inmutables de la razón práctica», que tenían su origen en una luz [lumen] que Dios arrojaba sobre los hombres. Hay otra acepción del derecho natural que mencionan insistentemente los primeros capítulos del Digesto y de la Instituta. Diversos juristas aluden en ellos a una mentalidad que entendía que «al comienzo de las cosas» no habrían existido propiedades privadas y que todos los hombres eran igualmente libres, sin que existiera ningún tipo de sujeción institucionalizada de un hombre a otro. No habría existido el matrimonio, por lo que todos los hijos eran legítimos, ni poder

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político, ni esclavitud19. San Isidoro de Sevilla alude a esta ausencia de propiedades y a la libertad originaria de los seres humanos, a las que llama «común posesión de todas las cosas [communis omnium possessio]» e «igual libertad de todos [omnium una libertas]». Isidoro utiliza con tanta facilidad estas expresiones que se puede pensar que eran tópicos explicados corrientemente en las Escuelas de Derecho del Bajo Imperio Romano. Ésta debió ser una mentalidad extendida en algunas zonas mediterráneas, porque vemos como Platón instaura el comunismo en su República ideal, y Aristóteles polemiza con algunos sofistas que mantenían que la propiedad privada era antinatural. Aristóteles les argumentaba que si los campos y las fincas concretas no fueran propiedad de alguien, quedarían sin cultivar, y habría hambres y peleas continuas. Luego, a pesar de la posible inmoralidad de las propiedades, era mejor que existieran. Esta argumentación permaneció en vigor hasta el siglo XVII, cuando Juan (cardenal) de Lugo mantuvo el derecho natural e individual de cada persona a poseer propiedades. Poco más adelante, a finales de este siglo, John Locke popularizó este derecho individual y, según él, «innato». Si el derecho natural es el orden normativo que siempre es bueno y equitativo, ¿cómo explicar que existan instituciones que, como las propiedades y esclavitudes, se oponen a él frontalmente? Uno de los textos más importantes de nuestra cultura es el que viene expuesto en Digesto, 1,1,5, conocido usualmente (en la época del ius commune) como la «lex ex hoc iure». En este texto se dice que el derecho de gentes o ius gentium introdujo las propiedades, las guerras, las esclavitudes, el arte de construir ciudades, los contratos innominados y buena parte de los contratos nominados, y otras cosas. No parece una explicación muy convincente, porque las propiedades o las guerras las hemos «introducido» nosotros, los hombres, con nuestras pasiones y estilos de vida. Pero esta explicación fue suficiente durante bastantes siglos, hasta entrada la Edad Moderna. Los juristas del derecho común comentaron estas declaraciones romanas. Por lo general, prevaleció la opinión que entendía que al comienzo de las cosas, los hombres vivían «según la naturaleza [secundum naturam]», y a este estado primero tendieron a llamarlo estado natural20. Lo más específico de él fue la libertad de cada hombre, una libertad que ha sido derogada por el ius gentium.

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Pero no hay que entender el término derogación en el sentido que le damos hoy. Podría decirse que ellos entendían que, momentáneamente, las libertades de los individuos habían quedado anuladas, pero que, dadas otras circunstancias, revivía tanto la «común posesión de todas las cosas» como la «igual libertad de todos». Esta reviviscencia de la communis omnium possessio se manifestaba ante todo en el «derecho de necesidad» o ius necessitatis. Las hambrunas eran frecuentes entonces, y tanto los juristas como los teólogos bajomedievales afirmaron que, en caso de extrema necesidad, «todas las cosas son de todos [omnia sunt communia]», por lo que cada cual podía tomar para su supervivencia lo que necesitara. El ius necessitatis era entendido como un verdadero derecho, y como el que usa de su derecho no causa injuria a nadie, el que hubiera tomado alimentos de la finca de otro no estaba obligado a devolverlos cuando cesaran las condiciones extremas. Éste es un dato que extraña a nuestra mentalidad moldeada por el capitalismo. Estos mismos autores solían mantener, de acuerdo con Isidoro, que el usus innoxius estaba fundamentado también en el derecho natural. Este uso es el uso de una cosa que no es propia pero que no perjudica a su propietario: «Lo que a mí me aprovecha y a ti no te hace daño», según la expresión popular de la época, que repetía insistentemente Guillermo de Ockham. La libertad natural. La libertad natural planteó mayores dificultades doctrinales y, con el tiempo, acabó teniendo una importancia jurídica y política muy superior a la communis omnium possessio. En general, los juristas identificaron el derecho natural con la libertad, y era frecuente la expresión «libertas, id est ius naturale». El estado primero en el que estuvo vigente el derecho natural había sido un estado de libertad, pero esta expresión hay que tomarla en el marco de una complejidad impensable para un moderno. Veamos: el pensamiento de estos juristas romanos y medievales era tópico, no geométrico. El pensamiento geométrico —siempre de naturaleza binómica— se mueve por sectores, y un iusnaturalista moderno hubiera explicado (como de hecho lo hicieron) que «Antes no—Ahora sí», estableciendo en el tiempo un Antes/Ahora separados. En cambio, el pensamiento romanista no explicó este tema según separaciones rígidas o totales entre el Antes y el Después, sino manteniendo el «Ahora Sí—Ahora No». Es decir, para Bartolo de Sassoferrato, por ejemplo, la libertad existe ahora sí y no.

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Si hubieran entendido la derogación que había sufrido el derecho natural en el sentido actual, que se mueve por sectores en el tiempo, tendrían que haber explicado que antes sí hubo libertad para todos, pero que ahora no existe la libertad para todos, porque hay esclavos. Éste no fue exactamente su pensamiento, porque el ius commune entendió colectivamente que el esclavo está «aniquilado [annihilatus]» por el derecho ahora vigente pero que, atendido el derecho natural, el esclavo es siempre (también ahora) un hombre libre. Esta libertad que siempre posee el esclavo se mostraba de forma especialmente clara en las explicaciones sobre la «obligación natural» o naturalis obligatio. Las explicaciones sobre esta obligación presentaban, al menos, dos caras algo distintas pero que respondían a la misma realidad, que era la igual libertad de todos los seres humanos ante el derecho natural. Así, en primer lugar, aquellos juristas mantuvieron que la única obligación estrictamente adecuada al derecho natural era la que se producía prestando el propio consentimiento; notemos que los esclavos también pueden prestar su consentimiento porque disponen de su propia voluntad. En segundo lugar, el ius commune mantuvo que el esclavo, aunque no disponga de libertad, queda obligado si ha prestado su consentimiento, y esta obligación es perfectamente válida en el derecho y puede ser exigida ante los tribunales. El hombre sometido a esclavitud poseía dos vertientes: la civil y la natural. De acuerdo con la primera está «aniquilado» jurídicamente. De acuerdo con la segunda, es siempre un hombre libre, de modo que cuando se le concede la libertad mediante una manumisión «no se le da la libertad, sino que se le devuelve». Es patente que la esclavitud era considerada por los juristas de formas marcadamente ambivalentes. Esta libertad que siempre permanece en el hombre tuvo muchas más virtualidades, porque el hombre actual, aunque no sea esclavo, está sometido al poder político, y esta vinculación tampoco fue considerada natural sin más por los juristas de la Baja Edad Media. De la mano de las exigencias de esta libertad natural, que siempre permanece, ellos tendieron a exigir que todo poder, especialmente el político, se había de fundamentar en un pacto o contrato de todos con todos, porque las restantes formas de quedar obligados no se adecuaban a la libertad propia del derecho natural de la forma tan perfecta como sí se adecuaba la obligación contraída prestando el propio consentimiento.

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Estaban ayudados en este punto por el derecho de Roma, que describía a la ley como «una promesa común de la república», una communis reipublicae sponsio. Este modo de pensar —y quizá, más que de pensar, de sentir— se manifestó pronto en el plano político, especialmente cuando el aristotelismo comenzó a extenderse por Europa. Vemos como un coetáneo de Tomás de Aquino, el jurista francés Pedro de Bellapertica (Petrus de Bellaperche), explicaba en el siglo XIII

que toda jurisdicción o sometimiento había de fundamentarse en el consentimiento de los que habían de obedecer, y que por esto el gobierno de los gobernantes políticos era justo porque (había que suponer) se fundamentaba en el consentimiento de todos los ciudadanos. Lo mismo sucedía, según Bellaperche, con el gobierno del Papa. De este modo se consolidó una mentalidad que entendía que ante todo, también cronológica o históricamente, el hombre es libre, y únicamente después los hombres quedamos obligados por las leyes. El primer estado del hombre, el verdaderamente natural, era el de libertad; la sujeción política realizada mediante las leyes es una realidad posterior y artificial. De ahí el dicho, de uso corriente, que expresaba que ius seu libertas, lex quae constringit: «El derecho o la libertad frente a las leyes que obligan». Esta idea estuvo muy presente en los escolásticos y juristas españoles del siglo XVI, que defendieron colectivamente el consentimiento de todos para formar el poder político, de modo que acabaron elevando la figura del contrato a la calidad de esquema interpretativo necesario para entender todo poder político. La noción del derecho natural como libertad originaria del ser humano fue la que acabó triunfando en la Edad Moderna, y ella constituyó el núcleo de esa «nueva razón» que había de sustituir al derecho existente. Sus fuentes principales fueron los textos romanistas y la doctrina de la persona de los nominalistas. Esta razón nueva o moderna constituyó ante todo una plataforma de críticas al orden social vigente entonces. Ciertamente, hubo iusnaturalistas conservadores e innovadores; los conservadores insistieron en la existencia de un orden de justicia eterno e inmutable, normalmente reposando en una base metafísica. Pero los que vencieron históricamente fueron los innovadores que insistían en los derechos de los individuos aislados en el estado de naturaleza, y su victoria la reconocemos en la Revolución de 1789 y, como consecuencia de esta revolución, en la creación del Estado a lo largo de la Edad Contemporánea.

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2. El siglo

XVI

Junto a las de los teólogos estuvieron las obras de los juristas del ius commune, normalmente comentando el Digesto y la Instituta. Estos juristas han quedado en un cierto olvido hasta tiempos recientes porque la mentalidad que creó al Estado no podía tolerar obras jurisprudenciales que discurrieran paralelas a las leyes dictadas por el poder único. Los estudios que han realizado algunos historiadores, desde 1960 hasta hoy, han permitido conocerlos mejor y apreciar que, junto a las explicaciones teológicas, hay también una línea jurisprudencial sobre el derecho natural21. Esta línea ya ha sido aludida —y casi ni siquiera mencionada— al examinar las nociones romanista del derecho natural. Ahora es el momento de presentar a un jurista español, Fernando Vázquez de Menchaca, que aunó en su obra tanto las corrientes de ideas propias de los nominalistas como las nociones del derecho natural propias de los romanistas22.

a) Fernando Vázquez de Menchaca (1512-1569) Ocupa un lugar especial en la historia del pensamiento jurídicopolítico porque se propuso dedicarse a «las cuestiones más importantes del género humano», y a este fin publicó en 1559 sus Controversias ilustres y otras de más frecuente uso. Pero a diferencia de los otros juristas antes mencionados, Vázquez no teoriza únicamente sobre las fuentes que le ofrecía el ius commune, ciñéndose a las posibilidades del Digesto y de la Instituta. Su actitud es algo desconcertante: él era un jurista formado en el derecho común, pero conoce bien las obras de los nominalistas, y no expone sus opiniones según el tono árido propio de los tratados jurídicos o políticos, sino que cita continuamente a los clásicos romanos, fueran historiadores, filósofos como Cicerón o comediógrafos. Cualquier opinión de un clásico latino le servía a él para aportar un argumento a favor o en contra de alguna sentencia jurídica. Extrañamente —dado su afán por innovar— no compuso una obra ordenada, tal como demandaron diversos humanistas, sino que se dejó guiar por las exigencias propias de cada problema, que se yuxtaponen con poco orden. Su obra fue casuista. Se le considera el iniciador de la Escuela del Derecho Natural Moderno porque parte normalmente desde las figuras romanistas que hablan del estado «natural»

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anterior a la aparición del ius Gentium. Él alude siempre a los hombres libres por naturaleza que gozan de sus derechos naturales (iura naturalia, según la terminología de la Instituta) y entiende que si unos seres libres y racionales deciden perder parte de su libertad creando la sociedad política, esta sociedad no puede tener racionalmente otro fin que defender de mejor forma sus derechos naturales. Mantiene que los hombres sólo han podido agruparse políticamente mediante un contrato. Por este contrato designan a un gobernante y le otorgan un mandato. El gobernante no puede exceder los límites de este mandato ni siquiera cuando esto sea favorable para sus súbditos. Está sometido a las leyes como un ciudadano más. En las expropiaciones por razón de utilidad pública, al expropiado hay que indemnizarle descontando la parte proporcional que a él le tocaría pagar. Si el gobernante se desvía de sus funciones, el pueblo puede ofrecerle resistencia y, llegado el caso, confrontarse con él militarmente; si el gobernante es muerto, él es el único responsable de su muerte. Su tono es siempre individualista, y nunca alude a las familias, a los gremios o a las ciudades. Para él, todos los ciudadanos son iguales ante el derecho y sólo conoce individuos. Vázquez se declaró nominalista, citando profusamente a Gerson y a Biel, y en menor medida a Scoto; a Ockham apenas si lo menciona. El pensamiento políticojurídico individualista ha ido unido históricamente al nominalismo y al voluntarismo. Indiqué que la razón de esta vinculación está en que el «metafísico» considera que la esencia misma del matrimonio prohíbe adulterar, ya que el matrimonio es ante todo un compromiso de exclusividad; luego el deber de fidelidad no es una obligación añadida al matrimonio por la voluntad de algún legislador. Tienen deberes objetivos, en este sentido, el casado, el profesor, el hijo, el taxista o el sepulturero, y las exigencias de la mentalidad que insiste en los derechos individuales de libertad o derechos subjetivos dejando de lado, de hecho, los deberes, casa mal con el reconocimiento de la existencia de estas «cosas» o formas.

b) La Segunda Escolástica Tomás de Aquino no tuvo muchos seguidores: su estilo biologicista no iba con los

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tiempos, que fueron propiedad casi exclusiva de los nominalistas. Tuvo un discípulo destacado en Tomás de Vío (Cardenal Cayetano), pero es opinión extendida que Cayetano se separó de él en temas básicos. Hablamos de la Segunda Escolástica o Escolástica Tardía Española porque, a comienzos del siglo XVI, Francisco de Vitoria, de la Universidad de Salamanca,

viajó a París para ampliar estudios. A pesar de su formación inicialmente nominalista, al volver a Salamanca se trajo como libro de texto la Suma teológica de Tomás de Aquino, y la personalidad singular de Vitoria, como cabeza de escuela, hizo que en Salamanca se formaran varias generaciones de universitarios que citaban al de Aquino. Quizá el autor más conocido fue Domingo de Soto, un hombre complejo y de obra fecunda. Fueron también conocidos en toda Europa Báñez, Cano, y otros más. Destacaron Pedro de Aragón y Miguel Bartolomé Salón, así como Juan y Bartolomé de Medina. Fueron muchos, y habitualmente poco conocidos hoy, los que se animaron a publicar, normalmente comentarios a la Suma teológica de Tomás de Aquino. Fue el caso, por ejemplo, de Zumel, Oviedo o Navarrete23. Esta corriente se interrumpió bruscamente con la aparición de los jesuitas, hacia 1590, que se apartaron toto coelo de la filosofía tomista. Eran filósofos influidos por el tono reivindicativo e individualista de los nominalistas, por lo que normalmente presentan al dominium individual como una de las manifestaciones primarias del derecho. ¿Fueron tomistas? Tratar de responder a esta pregunta es como meter la mano en un avispero. Ellos habían sido formados en las obras de Tomás de Aquino y también en las de Gerson, Biel, Almain o Mair. De estos últimos autores toman la figura del derecho como dominium o facultas aunque, a diferencia de los nominalistas, no establecen taxativamente que el derecho consiste sin más en un derecho individual; normalmente suelen explicar que el derecho se entiende de dos modos, de tres modos, etc. Sí es cierto que siguieron colectivamente algunos caracteres básicos de una filosofía política que de hecho era aristotélica. Esto se muestra en que mantienen que el pueblo es el titular primario del poder político, y que el pueblo se lo entrega a un gobernante mediante un contrato. El gobernante político es el único que puede imponer impuestos, con lo que deslegitimaron a los nobles que también los cobraban. Han de pagar más los que más tienen. El gobernante sólo

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puede gobernar en beneficio de sus súbditos, y éstos pueden oponerle la resistencia adecuada si se desvía de sus funciones, si es necesario por la violencia. Esta última tesis, conocida como derecho de resistencia, los desprestigió durante la Edad Moderna, porque la Modernidad vio ascender la autoridad de los reyes, y muchos pensaron que los españoles habían enseñado cosas perniciosas, más aptas para provocar sediciones y guerras civiles que no para hacer posible la convivencia pacífica. El pensamiento monárquico alcanzó tal auge que, a finales del siglo XVI, apareció en Inglaterra la doctrina conocida como «derecho divino de los Reyes», que mantenía que cada monarca concreto estaba designado directamente por Dios y que a los súbditos sólo les correspondía la obediencia pasiva.

c) Los jesuitas españoles Los Estatutos de la Compañía de Jesús imponían a sus miembros seguir la doctrina de Tomás de Aquino, pero casi desde la época fundacional los hijos de San Ignacio rechazaron al Aquinate. La convivencia entre los escolásticos fue pacífica a lo largo del siglo XVI, porque las disensiones no fueron de gran

importancia. Esto cambió con Gabriel Vázquez de Belmonte, que rompió expresamente con el de Aquino24. Tomás había enseñado que el orden de los preceptos de la ley natural sigue el orden de las inclinaciones naturales del hombre. Pero estas inclinaciones, una vez que ellas han nutrido y conformado a la razón humana —pues nuestra razón, por sí sola, es poca cosa— son reguladas por la recta razón. Si la razón se constituye desde lo que conoce, pero más tarde ha de regular lo que ha conocido, ¿acaso esto no es un círculo? se preguntaba ya el propio Aquino. Por otra parte, Tomás no acepta el criterio ex objecto como el criterio máximo de la doctrina ética. Recuerdo que el criterio ex objecto es el que mantiene que las conductas son buenas o malas por sí mismas, porque siempre será malo adulterar y siempre será bueno ayudar al que está en extrema necesidad. Trata este tema muy detenida y extensamente a lo largo de la Prima Pars de la Suma teológica y, concediendo mucha importancia a este criterio, establece que no es el criterio supremo de la ética porque podemos llegar a nuestros fines por caminos diversos.

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Gabriel Vázquez de Belmonte (1549-1604) no aceptó este doble planteamiento. Alegó muy elementalmente, hacia 1590, que si la razón se constituye en racional acogiendo a las tendencias naturales del hombre, y si más tarde es esta misma razón la que ha de volverse sobre sí misma para encauzar adecuadamente estas tendencias naturales, esto es una circulatio, y todo círculo vicioso es insostenible. Por lo que hace a los fines, ¿podemos aceptar que un adulterio puede estar justificado si con él se consigue un fin bueno? «Este modo de hablar ofende a los oídos». Gabriel Vázquez adoptó una actitud duramente objetivista, de acuerdo con la moda imperante25. Argumenta que si es preciso realizar algunas conductas para llegar al fin último (Dios), esto es así porque estas conductas poseen en sí mismas su propia bondad. Y esta bondad es tan fuerte que no hace falta ninguna lex imperans que nos ordene realizarlas: lo que es bueno se impone por sí mismo y lo malo es rechazable por sí mismo. Era la misma actitud que la de Platón y Kant, que no disociaron el ser del deber-ser. Luis de Molina (1535-1600) siguió este mismo camino, en su De iustitia, publicado unos cinco años después que los Comentarios de Belmonte. Existe un orden nouménico o metafísico de verdades o realidades que se impone por sí solo, sin necesidad de recurrir a ningún mandato imperativo. Molina, del mismo modo que Vázquez, parece entender que los hombres conocemos este mundo nouménico sin grandes incertidumbres. Molina, yendo más allá de Vázquez de Belmonte, extrae buena parte de los derechos de los individuos desde la existencia de estas objetividades. Porque ¿hay algo más racional que comer la propia comida, beber la propia bebida, vestir los propios vestidos? Desde cada esencia racional, él extrajo derechos que cualquier persona puede conocer racionalmente. Cabalmente, estas esencias tanto crean derechos como deberes, pero él, en la línea de los nominalistas en este punto, sólo mencionó derechos26. Por otra parte, está la libertad que es propia de la naturaleza de cada ser. Toma literalmente un ejemplo de Gabriel Biel (al que no cita) y explica que los astros tienen derecho a iluminar, los arroyos tienen derecho a correr, los caballos tienen derecho a pastar, etc. Son derechos originales, concedidos por la ley natural que es común a todos los seres creados. Por esta misma razón, el hombre, creado libre, tiene derecho a actuar con libertad sobre su propia persona, esto es, puede actuar legítimamente27. Los escolásticos anteriores habían aludido a este

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sector de la ley natural llamándolo derecho natural concesivo, que sería aquella dimensión de este derecho que no impone deberes sino que sólo deja laxitud o libertad. Molina supera esta visión del derecho natural concesivo y presenta a la «libertad natural» de los hombres como una vertiente decisiva de la ley natural. Fue estrictamente individualista. Es el primero que explica que la sociedad política debe ser comparada a una sociedad mercantil, en la que cada cual tiene derecho a recibir su parte.

d) Francisco Suárez (1548-1617) Es necesario tratar aparte a Suárez porque fue el más complejo e innovador de todos estos autores. Con él se inició la Edad Moderna con un vigor incluso superior al de las obras de Grocio y de Pufendorf. Poseyó un muy fuerte prestigio mundial hasta entrada la Edad Contemporánea. Como era el filósofo-teólogo de mayor prestigio en su momento, el Papa le encargó que rebatiera la doctrina inglesa sobre el origen divino de los reyes, y él redactó su extensa Defensio Fidei, que nos permite conocer más profunda y sistemáticamente su pensamiento político. Se ocupó del derecho en su Tractatus de legibus. En estos libros ofrece una versión metafísica parecida a la de Molina, pero en sus Disputaciones metafísicas se muestra como un nominalista que defiende el ser modal. Un problema pendiente para él fue el del extremado objetivismo metafísico de Molina —ese mundo nouménico de verdades morales que existían y que se imponían por sí mismas—, que hacía superflua la intervención de Dios. Frente a esto, Suárez redujo el derecho a las leyes, y éstas a actos de voluntad del superior cualificado: las leyes, en su misma esencia, consisten en voluntad, y en la ley natural hay que distinguir la lex indicans de la lex imperans. Pero esta presentación plantea problemas para un jurista, porque cualquiera sabe que, con independencia de lo que establezcan las leyes, todo profesor tiene el deber, derivado desde la naturaleza misma del acto de la docencia, de explicar con la claridad suficiente como para que le entiendan sus alumnos. Luego hay que concluir que este deber lo recogen las leyes, pero que no lo crean. Ante esta dificultad, Suárez se limitó a afirmar que la «materia» regulada por las leyes es simple materia contracta por la voluntad del legislador. Con Suárez comienza el fin de la ciencia jurídica, que quedó sustituida por el conocimiento de las leyes.

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Del mismo modo que Molina, él entiende que desde la forma de cada institución surge un derecho subjetivo-natural y, del mismo modo que Molina, solo menciona los derechos, no los deberes que imponen las leyes. Su aportación más importante emerge al tratar el derecho natural concesivo, esto es, la libertad natural que corresponde a cada ser humano por estar creado a imagen y semejanza de Dios. Molina se había quedado a medio camino, porque en primer lugar había afirmado la existencia de una ley natural de la que resultaría después bien un derecho genérico a la libertad individual, bien derechos subjetivos concretos, porque ¿hay algo más natural que cada cual coma su comida? Pero Molina seguía dependiendo de la figura de la facultad. Cuando un derecho nace desde una ley, este derecho es llamado una facultad. Toda facultad implica la existencia de una ley previa, y a los que defienden a toda costa la libertad les molesta la figura de una ley desde la que se deriven las libertades. Pero a Suárez, del mismo modo que a Scoto, Gerson o Biel, le sobra la ley natural, y él busca una libertad originaria que sea anterior a la misma ley natural. Es decir, quiere lo que en la filosofía escolástica es llamada una cualidad. Podría haber seguido los pasos de aquellos nominalistas y haber mantenido que la libertad surge desde la Prima iustitia Dei, pero él, atrapado en las guerras de religión, buscaba una fundamentación de la libertad humana que no necesitara de un dato teológico. Para evitar este escollo, caracterizó a la libertad natural como una «quasi qualitas moralis». Podría haber establecido una cualidad moral sin más, como hizo Grocio quince años más tarde, pero parece que estaba algo preocupado por su novedad: antes de él, nadie había diseñado a la libertad natural como una cualidad del hombre. En esta misma línea, tan deudora del pensamiento de Scoto o de Gerson, estableció la existencia de los derechos subjetivos naturales, al que llamó ius utile naturale, es decir, derecho subjetivo natural. No podía usar la expresión ius subjectivum porque aún no existía, y el término de ius utile era familiar a todos. Estos derechos subjetivos de libertad no permanecieron en un plano puramente intelectual, porque los aplicó a la explicación de las formas de gobierno y a la libertad de conciencia. Por lo que hace a la forma del gobierno, todos los autores hasta entonces habían distinguido cuatro: la monárquica, la aristocrática, la oligárquica y la democrática. Pero nadie había realzado a la democracia, que más bien aparecía

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como algo imposible. Suárez, por el contrario, parte desde los individuos aislados en el estado de naturaleza y supone que ellos han hecho un pacto con el futuro gobernante: esto implica que entre los individuos libres y el gobierno se interpone un acto positivo, una «institución positiva» (esto es, artificial), según los términos usados en aquella época. Él declara que la forma de gobierno más «cercana» al derecho natural es la democrática, porque no tiene que suponer ninguna institución positiva entre los ciudadanos y el gobernante28. Su discurso sobre la libertad de conciencia es más largo y alambicado. En un momento en el que estaban muy activas las inquisiciones protestantes y católica, nadie podía establecer directamente tal derecho. En aquel tiempo no había respeto para las conciencias, sino sólo, si acaso, tolerancia, y la tolerancia es una realidad distinta a la del respeto. Él fue dando vueltas a este tema y concluyó finalmente que existen actividades humanas, como son las del pensamiento, que por su propia naturaleza son internas a cada persona, y deben permanecer en el ámbito estrictamente personal29.

e) Tiempos de decadencia Estas explicaciones de Suárez no fueron entendidas en Europa. Tras la batalla de Rocroi, España perdió su ejército, y con él un siglo de hegemonía militar. Ante la imposibilidad de seguir luchando contra los Reformados, la Paz de Westfalia (1648) impuso —muy precariamente, de hecho— la tolerancia mutua. Los tiempos no estaban para matizaciones, y al cesar las guerras militares comenzaron las guerras académicas: las batallas se trasladaron desde el campo a las imprentas y a las aulas. Suárez se adelantó mucho a su tiempo, y quedó en la Edad Moderna una mentalidad colectiva que entendía falsamente que él propuso un orden metafísico inmutable desde el que se derivaban los derechos y deberes para las personas. Fue lógica esta deriva errónea del pensamiento colectivo. Felipe II prohibió a

los estudiantes españoles que estudiaran fuera de España, por miedo al contagio con las teorías protestantes. La Universidad española, privada del contacto con el resto del pensamiento y, sobre todo, al margen de las confrontaciones, acabó cerrándose en un escolasticismo decadente y amanerado y, como indicaba Gibbon (1776), los españoles acabaron siendo los más ignorantes porque no

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tenían quienes les contradijeran. De hecho la Universidad española permaneció impermeable a las consecuencias filosóficas de los cambios científicos del siglo XVII: aquellos universitarios no supieron reaccionar frente a las extrapolaciones

de las explicaciones de Galileo, Descartes o Newton. No entendieron a la ciencia moderna y se instaló un fuerte complejo de inferioridad frente a lo que venía desde fuera. Entre los conservadores, el siglo XVII fue el comienzo del gran triunfo de una

metafísica esencialista y rígida. Durante la Edad Moderna se produjo en Europa una escisión extremadamente fuerte entre los creyentes (fueran protestantes o católicos) y los ateos, y los conservadores tomaron a Suárez como el máximo referente de la metafísica en la que había de creer un cristiano. Por estos hechos, desde el siglo XVII a hoy, muchos han entendido que la doctrina de la ley natural

ha de estar fundamentada necesariamente en una metafísica que ofrezca instituciones tan inmutables como eternas. Por lo demás, tanto Molina como Suárez siguieron la teoría de la pura natura humana, y mantuvieron que el hombre tiene dos fines últimos, uno natural y otro sobrenatural, y que la Iglesia se ocupa de lo sobrenatural y el poder político de los temas naturales. Les movía la necesidad de separar el ámbito político y espiritual para evitar las guerras religiosas. Entre Molina y Suárez crearon la espina dorsal del pensamiento liberal. Las obras de Grocio o Pufendorf supusieron más bien retrocesos. Ésta es una faceta poco conocida, aún hoy, de las obras de estos autores.

3. El siglo

XVII

Entramos en la Edad del Barroco, que comenzó siendo una edad sin esperanza, también en el terreno universitario. Un libro muy vendido en este momento fue el de Sánchez, Quod nihil scitur, «No sabemos nada». Pero Galileo y Descartes comenzaron la revolución científica espoleados por la crisis de la ciencia tradicional. El cambio era necesario porque el hombre de este momento veía hundirse el mundo cultural y simbólico en el que la humanidad había vivido hasta entonces. La Tierra había pasado de ser el centro del mundo, en el que Cristo realizó la Redención, para ser vista como un planeta más entre otros;

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Copérnico había supuesto ex hipothesi que las estrellas estaban quietas y que nuestro planeta se movía, y sus resultados eran demasiado convincentes para marginarlos; Galileo sólo expresó públicamente lo que casi todos pensaban. El hombre anterior a este momento buscaba la verdad dentro de sí mismo, pero Galileo estaba mostrando que la observación controlada abría perspectivas que rompían el modelo de ciencia en vigor hasta entonces. La ciencia existente, escolástica, estaba agotada30. Paralelamente a las teorías científicas de Galileo, Descartes y Newton, el saber en auge fue lo que imprecisamente podemos llamar la ciencia del derecho natural, que ya vimos que había comenzado con Vázquez de Menchaca y que Francisco Suárez había llevado hasta un grado de madurez alto. Javier Hervada explica que: «Característica de la concepción moderna del derecho natural fue la ruptura —en línea similar a lo que ocurrió en otros campos de la cultura— de esa visión de la sociedad, y la consiguiente sustitución de la teología por el derecho natural como ciencia de los principios supremos de la convivencia social. En definitiva, el derecho natural, de ser una de las leyes de la convivencia humana, pasó a ser la ley básica de esa convivencia. Y como consecuencia lógica, la ciencia del derecho natural se transformó en el sustitutivo de la teología moral como ciencia suprema de la vida del hombre en sociedad. Naturalmente, esto implicaba la aparición de la disciplina del derecho natural como ciencia específica».

Los reformadores habían desmembrado a Europa, recalcando las diferencias nacionales. Ya no estaba claro el vigor del derecho común, porque no provenía desde la autoridad del gobernante nacional. La Libertas Christiana que proclamó Lutero, unida a la mentalidad creada en las universidades por la figura de la Omnium una libertas romanista, habían socavado bastantes bases del modelo político y social conocido hasta entonces. La sociedad estamental, en la que los ciudadanos eran desiguales en derechos y deberes, comenzó a tambalearse. Las obras de Fernando Vázquez de Menchaca, Luis de Molina o Francisco Suárez fueron reeditadas, en numerosas ediciones, en el siglo XVII, en toda Europa. Pero, ¿cómo hacer viables las propuestas contenidas en ellas? La Revolución de 1789 mostró cómo era posible hacer esto, pero en el 1600 nadie pensaba en revoluciones.

a) Hugo Grocio (1583-1645) 96

Fue un humanista, para el que la vida resultó a veces difícil. De confesión arminiana, muy minoritaria, fue perseguido por las inquisiciones de las confesiones más importantes. Se trasladó a vivir a París, donde desempeñó funciones diplomáticas. Se interesó por el derecho y la teología, y la mayor parte de su obra es teológica, pero hubiera pasado desapercibido de no haber publicado en 1625 Los tres libros del derecho de la guerra y de la paz. Esta obra le encumbró hasta la cima más alta de la popularidad universitaria. Las razones de su éxito fueron varias, y en conjunto componen un cuadro algo complejo. Una de las exigencias de los humanistas de comienzos del siglo XVI había sido

arrumbar el derecho común y proporcionar un orden jurídico claro, breve y ordenado, extraído desde la filosofía, ex intima philosophia. Algunos juristas del siglo XVI compusieron tratados de derecho ordenados o sistemáticos, entendiendo

el término «sistema» en sentido muy amplio; acabaron así con el casuismo y aparente desorden del ius commune. Pero esto no bastó. Los Bolognettus, Hopper, Castro, Conring, Conan y otros, publicaron libros que hoy llamaríamos de filosofía del derecho; pero esto tampoco bastó, porque estos autores seguían el espíritu del derecho romano. Fernando Vázquez de Menchaca se separó del espíritu de la ciencia jurídica existente hasta entonces y proporcionó una visión nueva, individualista, de los fundamentos del poder político; pero quedó simplemente como un precedente valioso. Francisco Suárez llevó las exigencias de la libertad jurídica y política hasta consecuencias bastante últimas para su época, pero resultó rechazado. La Edad Moderna, ¿fue como un niño caprichoso que rechaza lo mismo que él ha pedido? Veamos: los libros escolásticos no servían «por definición». Los autores conservadores y creyentes del siglo XVII los citaban continuamente; pero este tipo de personas poseía un pensamiento destinado a extinguirse, como ya sabían los que avizoraban la marcha de los tiempos. Los libros de los juristas resultaban demasiado apegados a tradiciones excesivamente antiguas: los juristas siempre han sido conservadores. Vázquez de Menchaca compuso una obra bastante radical en sintonía con los deseos de los progresistas, pero estas personas no podían admitir que un español, católico, hombre de cierta confianza de Felipe II, fuera el portaestandarte de las nuevas ideas; además, la obra de Vázquez era casuista. Hugo Grocio ofreció momentáneamente una obra que satisfacía los deseos de

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cambio. El De iure belli ac pacis era un libro no demasiado amplio, que podía leer cómodamente una persona culta. Estaba ordenado por materias. Su latín era de cierta calidad. Y, sobre todo, era el primer libro de este estilo escrito por un protestante, hecho muy importante porque al cesar las batallas militares entró en acción la guerra académica, ya que los protestantes no podían admitir los libros de los paganos, producto de una ratio corrupta; tampoco los de los católicos, cuya razón estaba tanto o más corrompida que la de los paganos. Hacía falta una obra que procediera desde una razón reformada, es decir, que proviniera de un reformado o protestante, y esa obra fue la de Hugo Grocio. Grocio cumplió la función de inaugurar, al menos como portada, un tiempo nuevo. Pero su obra no innovó, y más bien supuso una marcha atrás en la carrera por las libertades modernas. Su formación era ante todo escolástico-española, como se observa en las muchas citas de los juristas y teólogos españoles que están en los márgenes de sus páginas, aunque tiende a retener las declaraciones más moderadas. En el plano jurídico, se nutría del derecho común y del derecho romano según la versión que había proporcionado Vázquez de Menchaca, individualista y por tanto contractualista. Propuso un principium unicum desde el que debía desarrollarse todo el derecho, que era el de la sociabilidad: todo lo que fomentara la sociabilidad era justo, y lo que la menoscabara, antijurídico. De acuerdo con este criterio todo el derecho podría conocerse con exactitud, al modo de las verdades matemáticas, según declaró él en el parágrafo 11 de sus «Prolegómenos». Pero no fue coherente: su principium unicum permaneció en el plano de las promesas electorales porque ¿quién puede extraer todo un ordenamiento jurídico desde un solo principio? Junto a la sociabilidad —que queda inoperativa en el conjunto de su exposición— él recurrió a la ley eterna de Dios, ya que reconoció que toda justicia comienza por una participatio del hombre en la razón divina. Las otras fuentes del deber fueron, según él, la generación, la guerra y los contratos. La generación porque los padres quedan obligados a la educatio de sus hijos y los hijos están obligados a obedecer a sus padres. La guerra porque los prisioneros se convertían en esclavos de sus conquistadores, como era costumbre aún en el siglo XVII. Concede bastante importancia a los contratos, del mismo modo que Vázquez de Menchaca, Molina o Suárez, aunque retrocede ante las consecuencias de la libertad individual tal como las habían expuesto Menchaca o Suárez.

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Concretamente, estos españoles habían hecho del contrato la figura necesariamente interpretativa de toda realidad política; pero Grocio retrocede ante esto y se remite a lo que pudo ocurrir —quod accidere potest— cuando se celebró el pacto por el que comenzó cada régimen político: la realidad o exigencia racional la transformó él en una realidad simplemente histórica, de forma que si en un país existía un poder despótico, tal poder era justo porque había que entender que eso era lo que habían querido los ciudadanos de ese país. Con estos condicionantes, la obra de Grocio cumplió la función de facilitar la transición desde el dominio intelectual de los escolásticos hasta otras filosofías políticas y jurídicas. No sucedió que Grocio se separara de los escolásticos. Tampoco él propuso un sistema filosófico nuevo o algún escolasticismo remozado y puesto al día. De hecho, la formación de los principales iusnaturalistas del siglo XVII fue exquisitamente escolástica, como advertimos en Samuel Pufendorf y en John Locke. Pero el De iure belli ac pacis se convirtió en un punto de referencia indispensable para los autores progresistas del siglo XVII, ya que si alguien quería

publicar sobre la ley natural, podía remitirse a Grocio dejando de lado y eclipsando a los otros autores anteriores. De hecho, tal como la presentaron sus admiradores, la obra de este holandés emergió del mismo modo que la diosa Venus salió desde la espuma del mar: desde un vacío anterior. Pronto aparecieron varios comentaristas de esta obra, a la que trataron como si fuera un nuevo Corpus Iuris.

b) Después de Grocio El medio siglo que se desliza desde la aparición de la obra de Grocio en 1625 hasta la publicación de Los ocho libros del derecho natural y de gentes de Samuel Pufendorf, fue ante todo confuso. Permaneció el estudio del derecho civil bajo dos formas: una la del ius commune, que estuvo vigente en la mayor parte de las zonas católicas hasta el siglo XIX. La otra fue el Usus Modernus Pandectarum, que consistió en el estudio depurador del derecho romano con pretensiones de ser llevado a la práctica. Pero permaneció, y se desarrolló a su modo, lo que podemos llamar la «idea del derecho natural», ese derecho que era pretendidamente obra de la razón y

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que no se confundía ni con el derecho común, ni con el derecho romano, ni con los ordenamientos jurídicos locales o nacionales. La tarea de desarrollar, a lo largo del siglo XVII, la que fue llamada la Iuris Naturalis Disciplina corrió a cargo

de alemanes; los españoles, franceses e italianos no participaron en ella. El Reino Unido solamente produjo dos autores, Thomas Hobbes y Locke: únicamente dos, pero extraordinariamente influyentes. Los autores anteriores a Grocio quedaron silenciados en los libros de los autores progresistas. Sucedió que los iusnaturalistas de la Edad Moderna quedaron divididos y, en realidad, proporcionaron teorías diferentes sobre el derecho natural. Los conservadores afirmaron la existencia de un mundo metafísico moral y jurídico inmutable, al que la razón humana podía acceder directamente. Los innovadores, por el contrario, no admitieron este mundo metafísico y normalmente partieron desde los individuos aislados en el status naturae, que crean la sociedad política mediante contratos y, que una vez constituida esta sociedad, van creando la totalidad de las leyes a través de contratos o pactos; de ahí que a esta mentalidad se la llame contractualista o pactista. Estos innovadores no negaron expresamente la existencia de un orden jurídico inmutable, pero se diferenciaron de los conservadores en que éstos entendían que tal mundo existía autónomamente, de modo que hasta Dios mismo estaba sometido a las exigencias de justicia de tal orden, mientras que los progresistas mantuvieron que lo que la razón conoce como justo o injusto es resultado de la voluntad contingente de Dios, que ha querido este orden como podría haber optado por otro cualquiera. Era una actitud similar a la de los nominalistas de la Baja Edad Media. Junto al problema de la metafísica surgió el de la persona y el del deber de obedecer el derecho. Un ateo es materialista, y los materialistas —normalmente bajo la mentalidad mecanicista que cuajó en la obra de Newton— no pueden explicar las realidades de la persona ni de la conciencia personal. (No es que Newton fuera materialista: todo lo contrario. Pero la máquina universal que él había ofrecido no podía dar cuenta de las realidades propiamente humanas: el hombre no tiene ningún lugar en el universo mecánico newtoniano: es un homo extra machinam). La persona quedó fuera de las explicaciones antropológicas modernas porque es una realidad máximamente «metafísica», ya que la cualidad personal del hombre no es perceptible por los sentidos. Lo mismo sucedía con la noción de deber: el deber supone la existencia de la conciencia moral personal,

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que es otra realidad metafísica en este sentido de la palabra. Era preciso eliminar la noción del deber, y los innovadores explicaron que el deber es sólo el miedo a la sanción o el hecho de estar prevista una pena para el caso de incumplimiento de la norma jurídica31. Las definiciones genéticas. A partir del éxito de la obra de Fernando Vázquez de Menchaca se produjo un cambio decisivo en las teorías jurídicopolíticas. Los libros que aparecieron durante la Edad Moderna, y que siguieron la forma de proceder de Vázquez, fueron llamados libros de derecho natural. El cambio consistió en que un sector de los autores del derecho natural moderno (los que hemos llamado innovadores o progresistas) siguieron una forma de argumentar que podemos llamar definiciones genéticas o síntesis a priori. ¿Qué es una definición genética? Durante la Edad Media, los libros sobre temas políticos solían ser exhortaciones a los gobernantes animándoles a buscar el beneficio de su pueblo y no el suyo propio. Los medievales eran conscientes de que el gobierno es siempre una cuestión personal y no les importaban tanto las formas abstractas de gobierno como las gestiones concretas y continuadas de los gobernantes. Pero esto cambió a partir de Fernando Vázquez porque él estableció una teoría bastante abstracta en lugar de insistir en las virtudes de los que mandan políticamente, suponiendo que el seguimiento de su teoría haría posible, por sí sola, la justicia. A este modo de proceder que inauguró Vázquez lo llamamos una definición genética, y también una síntesis a priori. El cambio consistió en lo siguiente: Vázquez, y tras de él la práctica totalidad de los que escriben sobre política en la Edad Moderna —y aún hoy— no partió desde la sociedad tal como la conocemos ahora. Él echó mano de la vieja figura romanista del estado de naturaleza (status naturae) y presentó, en aquel estado, a unos hombres libres que vivían mal por culpa de su soledad; el remedio a estos males estaba en constituir un poder político. Como estos hombres aislados eran libres, este poder solamente podía ser constituido libremente, a través de un contrato que, con el tiempo pasó a llamarse «contrato social». Y, lo que es más interesante, el poder creado de esta forma sólo podía tener como finalidad garantizar los derechos que los hombres ya poseían en el estado de naturaleza; en el caso de Vázquez de Menchaca, el principal de estos derechos era la libertad individual. No olvidemos que Vázquez estaba formado en la figura de la omnium una libertas propia del ius commune. Vázquez insiste en la buena gestión del

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gobernante únicamente desde el punto de vista de la protección de la igualdad de los individuos. Más adelante, en la Modernidad, al derecho a la libertad le añadieron el derecho a la igualdad y a la posesión de propiedades privadas sin limitaciones. Así diseñaron lo que los autores alemanes llamaron el «Estado de Derecho» o Rechtsstaat, que era el Estado constituido para defender los tres derechos naturales del ser humano: la libertad, la igualdad y la propiedad. Hay que llamar definiciones genéticas a estas construcciones intelectuales porque quien acepte el axioma inicial de esta teoría, habrá de aceptar necesariamente todas las consecuencias que se derivan desde la situación de los hombres aislados en el estado de naturaleza. El axioma inicial no es inocente ni desinteresado, sino que es un condicionante dialéctico, porque si partimos inicialmente desde unas personas que viven mal porque sus derechos naturales están siendo desconocidos, y este malvivir se debe a la ausencia de un poder político, y afirmamos que esas personas son libres, es necesario lógicamente mantener que buscarán acabar con este malvivir. Este planteamiento implica: a) que habrán de crear la sociedad política voluntariamente, y b) que la finalidad del poder político creado de esta forma sólo puede ser la de defender los derechos naturales de los individuos.

c) El materialismo: Hobbes En el pequeño caos que estaban formando entre los metafísicos que iban de la mano de los españoles, los seguidores de los nominalistas con sus teorías sobre conocimiento formal, y las influencias que resultaban indirectamente desde el método inductivista de Galileo y el deductivista de Descartes, emergió de repente una figura completamente atípica: la de Thomas Hobbes32. Este inglés tomó los elementos de construcción que le ofrecía la tradición anterior: el estado de la naturaleza, los individuos aislados, y el juego dialéctico entre el Ius que es libertad natural y la lex que es coacción artificialmente creada por el poder político. Al resto de la tradición la rechazó y declaró que la filosofía de los españoles era el Kingdom of Darkness; la filosofía especialmente nociva era la de Aristóteles. Él propuso un método científico, en el que pudiéramos aislar los elementos más atómicos (las pasiones dominantes de los individuos), y desde la correlación lógica entre ellos, llegar al final del razonamiento, de forma que la

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teoría política pudiera ser recorrida sin problemas desde el comienzo hasta el final y desde el final hasta el inicio otra vez. Esta reversibilidad del razonamiento científico era, según él, la mayor garantía de la verdadera cientificidad. Hobbes inició el materialismo en la cultura moderna. Era un hombre de fuerte cultura clásica y tenía ante su vista a los materialistas (Anaxágoras, Empédocles, etc.) que aparecen en los Diálogos de Platón: no innovó en sus bases filosóficas, pero usó estas bases para construir una teoría política y jurídica propia. Él no se declaró materialista: esto hubiera sido impensable en 1645. Pero procedió como un materialista. Entiende que los únicos conocimientos que poseemos nos llegan a través de alguno de los cinco sentidos, y no van más allá de lo que nos muestra estrictamente cada sentido. Así, si un hombre ve una paloma sólo puede decir que él está viendo lo que convenimos en llamar una paloma; no es que exista la paloma: lo único que existe es nuestra percepción visual de lo que creemos que es ese pájaro. A esta actitud se la llama fenomenista porque mantiene que el ser humano sólo conoce «fenómenos». El término «fenómeno» viene del griego faineszai, y significa aparecerse o manifestarse: el hombre únicamente conoce apariencias. La primera consecuencia que quiere obtener, y que es la base de toda su filosofía, es que no existen «sustancias». Una «sustancia» es lo que existe en sí y se soporta ella a sí misma. Esto lo entenderemos mejor oponiendo los accidentes a las sustancias. Por ejemplo, decimos que Pedro es alto o que toca el piano. Pedro es la sustancia sobre la que existen estos dos accidentes. Los accidentes no modifican la sustancia de la cosa, porque Pedro seguiría existiendo aunque no hubiera aprendido a tocar el piano. Una consecuencia de gran trascendencia en la filosofía práctica es que, al ser todo nuestro conocimiento de simples apariencias, no podemos afirmar que las personas existen o que existe el deber de obedecer el Derecho, porque las personas y el deber permanecen en el plano de las apariencias. Así alcanza las dos grandes bases de los materialistas: la negación de las personas y de la conciencia moral que engendra al deber. La persona —explica él— es únicamente un término forense o legal que sólo indica que atribuimos a alguien la autoría y consiguiente responsabilidad de una acción. Realmente, ¿podemos negar la existencia de las cosas? Él innovó radicalmente

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sobre toda la filosofía existente en el siglo

XVII

porque comprobaba la inutilidad

de las filosofías existentes para evitar los males que nos sobrevienen. Había sufrido dos guerras civiles y deseaba ante todo poner las bases para evitar mas guerras. Filosofía jurídico-política. Los hombres deseamos de forma incesante, sin fin, porque cuando hemos adquirido algo nuestro ánimo desea más. Para exponer didácticamente sus ideas recurrió a la vieja figura del estado de naturaleza, al que concibe como un estado en el que no existe autoridad pública. Todos los hombres tenemos, en conjunto, la misma fuerza o power, y como deseamos más de lo que tenemos, invadimos lo que es de los otros. Entonces se desencadena una actitud hostil permanente de unos contra otros. Pero, ¿es que los hombres no tenemos tendencias humanitarias o filantrópicas? Seamos realistas, explica él: ¿es que cuando viajamos no buscamos hacerlo en grupo, a ser posible con la compañía de hombres de armas? ¿Es que no todas las fronteras están vigiladas por hombres armados? Si permanecemos en el estado de naturaleza viviremos en perpetuo temor e inseguridad. No será posible la industria ni el comercio, ni todas las comodidades que podemos conseguir mediante las importaciones, y llevaremos una vida poor, nasty, brutish and short. La fuerza que posee cada uno naturalmente es el Right o derecho individual. Pero existen unas leyes de la razón [laws of reason] que nos ordenan moderar ese derecho inicial para llevar una vida más cómoda y segura. Estas «leyes» existen, sin más, en nuestra razón: son un factum o hecho natural más (usa el término «ley», pero sólo son consejos para llevar una vida mejor. No generan el deber de ser obedecidas). Una de estas leyes nos indica que hemos de poner todos los medios para alcanzar la paz social. Siguiendo a estas leyes, todos los hombres deben renunciar, mediante un gran pacto social, a todos sus derechos naturales, y transferir esa fuerza que naturalmente posee cada uno a una sola instancia política. Entonces, al transferir todo su derecho o poder a un solo gobernante, ¿los ciudadanos quedan sin derechos? Su actitud es algo ambigua ante este tema. En su obra más conocida, el Leviathan, adopta ocasionalmente un tono provocador, y lleva las consecuencias de esta renuncia de los propios derechos hasta sus últimas consecuencias, de modo que todas las decisiones que adopte el gobernante —aunque condene a un inocente— son adecuadas y justas. Pero hablo de ambigüedad porque la lectura

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de sus obras nos muestra ante todo a un buen hombre que deseaba que reinaran la seguridad y la justicia en su patria. Adelantándose un siglo a Montesquieu, estableció la división de los tres poderes, legislativo, judicial y ejecutivo33. Observaciones. Hobbes abandonó lo que podemos llamar la «idea de la ley natural»34. Pues la ley natural implica mantener que la naturaleza nos ha concedido derechos y deberes, y que tales deberes y derechos tienen fuerza propiamente normativa porque Dios es el autor de la naturaleza: tal como escribían los juristas medievales, Natura, idest Deus, «La naturaleza, es decir, Dios». Desde Hobbes en adelante, el sector progresista del nuevo derecho natural ya no reconoce que los hombres tienen algunos derechos porque se los ha concedido Dios a través de la naturaleza. Ellos solamente hicieron consideraciones tendentes a vivir con más justicia y seguridad, para conservar las propiedades privadas, o para ser individualmente más libres. Es decir, propusieron constructos intelectuales que consistían en definiciones genéticas o síntesis a priori. En sus obras está ausente la noción del deber, tal como explicó expresamente Hobbes, por lo que en sus obras falta el tono universal, categórico o apodíctico propio de quien exige un derecho. En otras palabras, aunque un sector de los nuevos iusnaturalistas titularan a sus libros como «Tratados de derecho natural», habían hecho desaparecer la idea de la ley natural y en su lugar propusieron simples sistemas de ética social que justificaban su existencia por los bienes que (presuntamente) podrían traer a los hombres. No proponían imperativos categóricos, sino sólo instrumentos para alcanzar algunos objetivos que suponían valiosos. La experiencia de estos últimos cinco siglos enseña que cuando se rechazan las consideraciones que pueden ser llamadas ontológicas o metafísicas, el psiquismo humano sólo tiene una salida: proponer estos sistemas de ética social que son simples definiciones genéticas, y que aparecen como un producto o constructo más bien residual. Una definición o una síntesis de este tipo consiste en establecer una situación imaginaria en la que todos los hombres somos iguales, y extraer consecuencias pragmáticas desde esta igualdad. Estas teorías no añaden nada a lo que ya sabemos, porque son analíticas: las consecuencias de la igualdad están ya implícitas desde el primer momento en el que cada autor establece su versión del «estado de naturaleza» en los que viven individuos aislados que no tienen más

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patrimonio que su voluntad libre. Componen juegos en los que las premisas vienen dictadas artificialmente por los resultados que cada cual se ha propuesto obtener. Pero nadie tiene el deber de jugar a ningún juego.

d) Samuel Pufendorf (1632-1694) El nuevo ius naturale pugnaba por salir, pero no acababa de encontrar su camino. Grocio había mostrado un espíritu cristiano, y algunos de los iusnaturalistas de su siglo le reprocharon esto: en él permanecía un figmentum scholasticorum. Hobbes tampoco servía porque había mostrado su materialismo —¡en pleno siglo XVII!—

con demasiada claridad. Si los estilos opuestos de Grocio y Hobbes no servían, ¿qué camino seguir? Hacia 1670 aparecen las obras de Samuel Pufendorf y estos libros marcaron la línea divisoria entre la ciencia iusnaturalista vieja y el nuevo derecho natural que esperaba la Edad Moderna. Como era de esperar, Pufendorf fue escasamente original: él mantuvo simultáneamente y en los mismos libros dos teorías distintas, entreveradas con habilidad, y esto hacía que su lectura fuera entre inquietante y desconcertante. Se separó de Grocio porque no quiso afirmar a Dios ni a las naturalezas de las cosas, y se apartó de Hobbes porque no mantuvo un pensamiento materialista. Samuel Pufendorf, hijo de un predicador protestante, nació en 1632 en Chemnitz (Alemania) y falleció en 1694. Crearon para él, en la Universidad de Heidelberg, la primera cátedra que ha existido de «Derecho natural y de gentes». Es difícil hablar bien de él. Tuvo muchas polémicas con prácticamente todos sus colegas, y llegó a publicar un libro extenso —«La pelea escandinava», Eris scandica— en el que va analizando, uno por uno, sus discrepancias con sus contradictores. Siempre comienza indicando que le atacan por envidia35. Sus colegas de Heidelberg le reprocharon que trataba a sus disidentes como la Inquisición española trataba a los heterodoxos. Finalmente fue expulsado de esta Universidad, aunque gozó de la protección del rey de Suecia, que le concedió el título de barón. Los Ocho libros del derecho natural y de gentes (1672) —que fue la primera obra del siglo XVII presentada expresamente como de derecho natural— resultaron ser, efectivamente, demasiados libros, y publicó más tarde Los dos libros de la obligación del hombre y del ciudadano, que fue un gran éxito editorial.

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Propuso una obra literaria similar, en su presentación externa, a la de Fernando Vázquez de Menchaca y Hugo Grocio. Pero las tesis que salían a la luz bajo esta forma de redactar no eran las de Grocio, y sí bastante similares a las de Vázquez. No llega a la radicalidad política de este último autor. Buena parte de Europa miraba a las doctrinas españolas del siglo XVI con abierta desconfianza

porque justificaban el derecho de resistencia ante el poder que actúa injustamente, y Pufendorf no quiso pasar como un exaltado de la libertad que justificaba motines y guerras civiles. Su obra es, en buena medida, un diálogo con Hobbes y con Michel de Montaigne. ¿Qué título exhibía para que sus opiniones fueran aceptadas? Él explicó que todo lo que él propone no se deriva de la autoridad de un simple derecho positivo, sino que fluye desde la misma razón natural. Pero este alemán no propuso una doctrina clara, en la que podamos discernir distintamente cuáles son los axiomas desde los que parte, los nervios fundamentales de su argumentación y los resultados a los que quiere llegar. Su problema es que él se insertó de hecho en la línea de los nominalistas de la Baja Edad Media, y realzó a la figura de la persona libre36. Pero pesaba sobre él una hipoteca: como autor progresista y como protestante, no podía citar a ningún autor escolástico. En su ambiente, esto hubiera supuesto una descalificación fulminante. No propuso una teoría después de otra, ni dos teorías expuestas en obras distintas. Con gran habilidad literaria, entrelazó dos explicaciones distintas en las mismas páginas. Por esto, quien mantenga que Pufendorf propuso una doctrina parecida a la de Grocio, llevará razón; y la llevará también quien explique que él estaba más cerca de otros autores secularizados del siglo XVIII, que no de Grocio. Con razón indicaba Nicolás Jerónimo Gundling —otro iusnaturalista del siglo XVIII, admirador de Pufendorf— que la lectura de este alemán turbaba a la gente.

Veamos esta duplicidad. Él parte desde los mandatos de Dios a los hombres, a los que llama «entes morales», entia moralia. En la línea moderna de combatir a la metafísica, declara que estos entes no son sustancias, sino únicamente «modos» (el modo era una forma ínfima de ser según la filosofía escolástica) que proceden desde la voluntad contingente de Dios: Dios nos ha ordenado estas conductas como nos podría haber impuesto las contrarias. Otro punto de partida, que se adecua a estos entes

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morales, es el principium de la sociabilidad: Dios nos ordena fomentar todo lo que afirme la sociedad humana. En este punto coincide con Grocio. La ley natural estaría, así, compuesta por obligaciones que Dios impone a los hombres. Pero aquí acaban las explicaciones de este tipo. En un momento determinado se sube a la vez al carro tanto de los nominalistas como de Molina y Suárez, y declara que toda verdadera obligación nos hace libres. En virtud de esta libertad, todo ser humano es una persona, y las personas gozan ante todo de libertad. Mediante el ejercicio de esta libertad, los hombres van constituyendo el ordenamiento jurídico mediante pactos. En realidad, aunque no los mencione nunca, es una recreación de las explicaciones de Duns Scoto, Ockham, Gerson, Suárez, etc. Con razón indicaba Carl Schmitt que no era sino el heredero de Suárez. Su novedad consiste en la teoría de las «esferas morales», ya que explica que cada ser humano goza de una esfera de libertad en torno a él, que es máximamente difusiva. Luego cada persona ha de disfrutar de la libertad mayor posible. Este símil geométrico fue recogido unánimemente por los discípulos de Kant en el paso del siglo XVIII al XIX, que hablaron profusamente de las

Freiheitssphären, de las esferas de libertad personales37. Pufendorf establece que, en su sentido específico y propio, las criaturas que poseen razón obran «con derecho». La ley nada tiene que ver con el derecho, aunque hablemos de la ley natural como fundamento de nuestra actuación. Este filósofo afirma exponer derecho natural en sus libros, pero mantiene que la naturaleza no tiene relevancia para regular nuestras vidas porque no nos dicta unas leyes que contengan derechos y deberes para todos. Pufendorf explica que la naturaleza no nos presta (a través de sus leyes) una fuerza para actuar. La naturaleza «no es activa», porque el hombre no puede recibir la capacidad para obrar desde las leyes de la naturaleza: la naturaleza está «determinada» por estas leyes, y desde ellas no puede surgir ninguna capacidad o Ius propiamente humano. Porque, del mismo modo que para los nominalistas y los modernos, la naturaleza sería un mecanismo regido por leyes constrictivas por necesarias, y el Derecho, por el contrario, sería la libertad del hombre para actuar al margen de esas leyes, o dominándolas para su servicio. La herencia que legó a la posteridad estuvo marcada por su radicalismo y su ambigüedad. Pero él constituyó el referente para todos los que sólo reconocieron individuos libres que formaban la sociedad y todo el derecho mediante contratos.

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Personas tan distintas como Christian Thomasius o Nicolás Jerónimo Gundling, en el siglo siguiente, declararon sus simpatías por él.

4. El siglo

XVIII

Este período ha sido conocido como la Ilustración, pero este término pierde importancia gradualmente, sustituido por el de Iluminismo. Sucedió que muchos autores de este tipo, especialmente los iusnaturalistas, siguieron el lema de «Sapere aude!», «Atrévete a saber», y propusieron sistemas de ética social expresados en términos elementales. Las filosofías sociales del siglo XVIII procuraron seguir el sentido común, formando discursos que hasta un analfabeto puede entender, y sus autores entendieron que los enrevesamientos y complicaciones de las filosofías anteriores se habían debido a fallos humanos: el Iluminismo estuvo altamente orgulloso de sí mismo. Pero lo cierto es que no conocieron siquiera lo que combatían: para ellos, Platón y Aristóteles, Tomás de Aquino, etc., habían sido personas entre ignorantes y malintencionadas: se deshicieron de ellos mediante insultos, sin aportar otras razones38.

a) John Locke (1632-1704) Este inglés, nacido en Bristol, médico por estudios pero preceptor de la casa de los Shaftesbury de profesión, pasa por ser el padre del pensamiento liberal y de la economía política, de modo que, hoy, muchos historiadores de las doctrinas económicas entienden que las consideraciones de Locke son de más calidad que las de Adam Smith39. Resulta un personaje algo extraño, por contradictorio. Sigue una a una, repitiéndolas de hecho, las tesis filosóficas más básicas de Thomas Hobbes. Como los discípulos de Descartes estaban hablando de las «ideas innatas», él niega muy reiteradamente la existencia de estas ideas. Pero sin embargo afirma con toda la fuerza el derecho innato y subjetivo a ser propietario sin limitaciones. Veamos esto último. Trata este tema en el Segundo ensayo sobre el gobierno civil. Comienza manteniendo una tesis extendida en su tiempo: que un hombre no puede poseer

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más tierras que las que puede cultivar personalmente; era la política que estaba siguiendo Inglaterra en los repartos de tierras de sus colonias de América. En la primera mitad de la obra, se defiende esa tesis. Pero más adelante en la obra aparece el problema de los frutos perecederos: los frutos que recoge el agricultor son excesivos para poder consumirlos él, por lo que procurará cambiar lo que es perecedero por algo que no lo sea, como los metales preciosos. Y, desde luego, una persona puede acumular una buena cantidad de metal precioso: «Así fue como se introdujo el empleo del dinero, es decir, de alguna cosa duradera que los hombres podían conservar sin que se echase a perder, y que los hombres, por mutuo acuerdo, aceptarían a cambio de artículos útiles para la vida y de condición perecedera». [Y es muy razonable que con este dinero compre más tierras:] De la misma manera que de los distintos grados de actividad dependían las cantidades de productos adquiridos, el descubrimiento del dinero dio a los hombres ocasión de seguir adquiriendo y aumentando sus posesiones […] Es evidente por ello mismo que los hombres estuvieron de acuerdo en que la propiedad de la tierra se repartiese de una manera desproporcionada y desigual […] Por un acuerdo común, los hombres encontraron una manera de poseer legítimamente y sin daño para nadie mayores extensiones de tierra de las que cada cual puede servirse para sí, mediante el arbitrio de recibir oro y plata» (John Locke, Segundo ensayo sobre el gobierno civil).

La defensa de las propiedades privadas constituye la razón de ser de la sociedad política, y él la llama la «ley fundamental de la propiedad». Pues todos los hombres nacen con un doble derecho: el de ser propietario sin limitaciones y el de heredar, junto con sus hermanos, los bienes de sus padres antes que cualquier otra persona. Afirma la existencia de leyes fundamentales —tema sobre el que trabajó José Delgado Pinto y que no dio a la imprenta— y recaba la libertad individual. Pero una lectura atenta de su obra lleva al lector a la conclusión de que las libertades individuales solamente son la exigencia necesaria de los usos libres de las propiedades. Las leyes fundamentales son las condiciones-marco para este uso libre. Sucedía que Locke era admirador del librecambio que practicaban los holandeses, que había llevado a Holanda a una fuerte prosperidad, y deseaba introducirlo en el Reino Unido.

b) Christian Thomasius (1625-1728) Es otro autor alemán, especialmente influido por Locke y, sin duda, también por

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Hobbes. Si salimos del campo de los tópicos, que presentan a Thomasius como un luchador contra la caza de brujas (hecho que es cierto), apreciamos en sus obras al primer gran representante del Iluminismo continental. Él fue el que propuso la filosofía sencilla del sentido común, y para hacerla más comprensible redactó en un idioma extraño, a medias latín, a medias alemán. Sus obras de teoría o filosofía jurídica suelen estar redactadas en frases cortas, numeradas, y así las hace más fácilmente comprensibles. Parece dirigirse a un público que ya ha asumido el pensamiento de Hobbes y Locke, y no se entretiene mucho en las explicaciones de sus bases materialistas. ¿Puede tener libertad el hombre? Él explica que la libertad personal es sólo un mito creado por la cultura católica para hacer posible la doctrina de la salvación por las buenas obras. Más que confiar en la libertad personal, es preciso ser realista y reconocer que la mayoría de las personas son necias (stulti), y que los necios deben ser dirigidos por los sabios o sapientes. Puso sus obras al servicio del despotismo Ilustrado, y fue recompensado: se le dejó fundar la Universidad de Halle. Hay un sector de su doctrina que es importante, a saber, el de la sustitución de la categoría del deber por la noción de imputación40. Explicó que las teorías de los escolásticos sobre el deber o el mérito eran excesivamente complicadas porque distinguían demasiados tipos de deberes. Él propone seguir el ejemplo de los libros de los comerciantes, en los que se imputa a alguien una deuda sin necesidad de explicar su causa. A este constar en cuenta inmotivado se le llamaba «Zur Rechnung referre», y él propuso llamarlo imputatio o Zurechnung. La palabra imputatio o imputativitas era escolástica y designaba sólo el hecho de la aplicación de la norma o regla a alguien porque había una causa suficiente para proceder a tal aplicación. Thomasius desvinculó la causa de la aplicación y la aplicación misma, y obtuvo un éxito inmediato: la imputatio funcionó como la sustitución de la categoría del deber y su uso fue universal. Muchos escolásticos la usaron sin conocer su origen expresamente secularizador.

c) Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) De origen suizo, Rousseau es, sin embargo, uno de los nombres más asociados a la cultura de Francia. Su discurso es claro y fluido y, sin duda alguna, debe ser considerado un clásico de la lengua francesa. Innovó en pedagogía, y con él la

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atención escolar se volvió hacia el estudiante: sus condicionantes, posibilidades, etc. Desprecia el tiempo que le ha tocado vivir. Explica que no hay hombres auténticos, sino que todos se refugian tras la máscara de sus profesiones, de sus títulos o de su dinero. ¡Qué acompañamiento de vicios los siguen! No hay amigos sinceros, ni estima verdadera, ni confianza. La sospecha, la frialdad, el miedo, la traición se esconden tras este velo uniforme y pérfido de politesse. «Así es como hemos llegado a ser gente de bien». Echa de menos el espíritu de las ciudadesEstado griegas: en ellas cada hombre se sabía parte de la totalidad, y compartía orgullosamente con sus conciudadanos sus leyes y su religión. Sin embargo el cristianismo hizo perder aquella pluralidad y predicó la mansedumbre: el cristianismo es una religión para esclavos41. Sería difícil entender a Rousseau al margen del sentimiento del patriotismo, que estaba desarrollándose con tanta fuerza en el siglo XVIII. Dejando de lado los libros científicos, que nos enseñan los hombres tal como son ahora, y meditando sobre las operaciones primeras y más simples del alma humana, Rousseau encuentra dos principios anteriores a la razón: uno que se refiere al bienestar y a la conservación de nosotros mismos, y otro que inspira una repugnancia natural por ver morir o sufrir a cualquier ser sensible y, sobre todo, a nuestros semejantes. Nuestro espíritu combina estos principios, sin que sea necesario hacer entrar el de la sociabilidad, y desde ellos resultan todas las reglas del derecho natural. Él parte desde el estado de naturaleza, que es un estado —explica él— que nunca ha existido ni existirá. (En Rousseau, el estado de naturaleza es una figura distinta de los autores de su época. Los otros trataban de mostrar los derechos naturales del hombre en este estado, y este ginebrino invoca tal estado para mostrar la falta de eticidad al margen de la vida social. Utiliza las mismas palabras pero con un contenido distinto). En este estado los hombres no tenían relaciones mutuas, y no conocían la vanidad, ni la estima, ni el desprecio, ni la menor noción de lo tuyo y lo mío, como, en general, no poseían ninguna idea sobre la justicia. Vagando por los bosques, sin lenguaje, sin casa, sin guerras ni relaciones, sin necesidad de sus semejantes, como tampoco sin deseos de hacerles daño, puede que incluso sin reconocer a los otros individualmente, el hombre salvaje, sometido a pocas

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pasiones y bastándose a sí mismo, no disponía más que de la inteligencia propia de este estado. No puede estar de acuerdo con Hobbes cuando éste afirma que, al no existir idea del bien y del mal, el hombre es naturalmente malo, porque en el estado de naturaleza el hombre no puede ser un vicioso, porque no conoce la virtud. Hobbes ha visto bien los fallos de las explicaciones anteriores sobre el derecho natural, pero ha sacado conclusiones equivocadas. Rousseau propone lo que podemos llamar una «ética de tránsito», es decir, trata de mostrar cómo han de pasar los hombres desde el aislamiento a la sociedad política y jurídica. Ciertamente, ya vivimos agrupados, pero este hecho no es suficiente. Tiene mala opinión de los regímenes parlamentarios existentes entonces. Los votos que emiten los parlamentarios, bien están comprados con dinero, bien los parlamentarios están condicionados por las «sociedades intermedias», y las decisiones que adoptan estos organismos no pasan de constituir la «voluntad de todos», la volonté de tous. Frente a esta voluntad viciada es necesario conocer la verdadera voluntad, a la que llama ‘voluntad general’, volonté générale. La voluntad general es siempre buena y justa, la fuente de toda moralidad, y cuando la asamblea vota no la crea, sino que la desvela, puesto que siempre ha existido. Llegamos al conocimiento de tal voluntad prescindiendo de los intereses particulares, sean los individuales, sean los de los grupos, de modo que salga a la luz el verdadero interés general de todos los ciudadanos. Recurre a la figura del contrato social. Para llegar a esta justicia incondicional es necesario que cada cual se entregue íntegramente a todos y, más tarde tendrán lugar las votaciones. Como todos se han entregado a todos, nadie puede intentar volver una carga más onerosa para los otros, porque inmediatamente se volverá más pesada también para él. La igualdad es la garantía última de la justicia. ¿Cómo saber cuál es la verdadera volonté générale, que no tiene por qué coincidir con la voluntad de todos? Rousseau se evade ante este problema. Desde mediados de su Du contrat social abandona el estudio de los requisitos que ha de reunir la voluntad general, y su discurso se convierte en un canto encendido a la obediencia al Estado. Rousseau fue el primer autor que diseñó doctrinalmente el Estado contemporáneo. Los otros sistemas de «derecho natural», con sus individuos libres y sus derechos presociales, fueron solamente un momento de transición desde el derecho natural premoderno hasta la doctrina del Estado que, en la configuración que le dio Rousseau, no reconoce derechos individuales.

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Cabalmente, el Estado, tal como resulta desde la pluma de Rousseau, es totalitario. Georg Jellinek destacó, a comienzos del siglo XX, este rasgo del Estado

roussoniano, y fue contestado por Boutmy, que insistió en el pathos de Rousseau por la libertad. Efectivamente, Rousseau ensalza la libertad; pero nos propuso un Estado que no reconoce individualidades y en el que el mayor peligro para la justicia viene constituido, precisamente, por las individualidades. Los Estados constituidos en los siglos XIX y XX no han acabado de superar este carácter tendencialmente totalitario.

d) Immanuel Kant (1724-1804) Los filósofos aludidos hasta ahora habían negado la existencia del deber, y buena parte del empeño de Rousseau se dirigió a reivindicar la categoría del deber liberándose de las doctrinas de los derechos naturales presociales. Pero el ensayo de Rousseau había sido ante todo político, y no era fácil explicar la moralidad de las personas desde esa mística e inalcanzable volonté générale. Immanuel Kant, de formación pietista y puritana, reconoció el relativo valor de la empresa de Rousseau —«el Newton del mundo moral»— y también sus fallos42. Kant, siendo quizá más realista, parte desde la realidad innegable del deber, porque, para él, el deber no es algo que haya de ser demostrado, sino un Faktum desde el que hay que partir: ¿Qué hombre no ha experimentado que tiene deberes, y que esos deberes no se reducen a simples estados de ánimo? Él parte desde la realidad del deber y trata de postular la existencia de otras realidades básicas desde el «hecho del deber». Postular es una forma de demostrar que consiste en situar un hecho o una cosa de cuya existencia no se puede dudar, y buscar desde ella otras realidades sin las que ese hecho o cosa no sería posible. Es algo así como ver humo a lo lejos: hay que postular que hay un fuego. No podemos entrar aquí en las sutilezas de la epistemología kantiana, expuesta en la Crítica de la razón pura. Pasamos directamente a su filosofía práctica. Las realidades morales. La segunda parte de la Crítica de la razón práctica está destinada a demostrar cómo la existencia del hecho del deber conlleva necesariamente la existencia de la moral objetiva, de la inmortalidad del alma y

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de Dios. Postula estas tres últimas realidades desde el deber. (Aparece con cierta frecuencia el adverbio «necesariamente» porque Kant lo usa de forma especialmente frecuente e intensa). Su doctrina ética gira en torno a lo que usualmente se conoce como el «imperativo categórico». Él, gran metafísico cuando sale de los terrenos de las ciencias naturales, trata de buscar lo que necesariamente tiene que ser lícito o prohibido, esto es, lo que ha de ser así moralmente y no puede ser de otra forma. Parte desde el móvil o triebfeder subjetivo que impulsa cada cual a obrar (el motivo concreto de nuestra actuación), y establece un procedimiento puramente formal o a priori para saber si ese «móvil» nos autoriza o no a hacer lo que queremos. Nos propone dos ejemplos en esta obra: el del mentiroso y el del jugador tramposo. Veamos: alguien se decide a jugar y quiere hacer trampas. Ha de preguntarse: ¿Existe el juego entre tramposos? O dicho de otra manera: el juego con trampas, ¿es consistente consigo mismo, o es posible? No. Si el tramposo piensa en la objetividad del juego al que quiere jugar, y supone que las trampas son una realidad lícita destruye la misma noción del juego. Pues de estar permitidas las trampas, una partida de póker dejaría de ser tal cosa y se transformaría en una reunión de habilidosos o de prestidigitadores. El caso del mentiroso es el mismo: si el que pretende mentir supone que a cualquiera le es lícito mentir, destruye por anticipado la confianza que él quiere que le concedan los demás. Se trata de elevar el móvil individual [triebfeder] a ley necesariamente universal [gesetz], y en esta «elevación» cualquiera comprueba si su conducta se adecua al orden metafísico que existe de la misma manera para todos. Sin embargo, es frecuente oír hablar de «la generalización propia del imperativo categórico kantiano». Quienes hablan así parecen entender que Kant propuso que cada individuo pensara en los demás, o si eso que él quiere hacer lo pueden hacer todos, etc. Esta generalización no tiene nada que ver con la universalización metafísica que propuso Kant. El prusiano no buscaba consecuencias sociales buenas o malas, sino consistencia entitativa o metafísica de cada acción: quería encontrar lo que tiene que ser necesariamente y no puede ser de otra forma. Él no buscó leyes generales, sino leyes verdaderamente universales, es decir, necesarias y completamente inesquivables. Cada individuo ha de proceder a esta universalización porque él es «persona»,

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un ser que no puede ser puesto al servicio del arbitrio de cualquier otro ser humano. Al ser persona es «fin en sí mismo» [selbstzweck], y únicamente puede ser sometido por la realidad que él descubre mediante la universalización aludida. Al obedecer a «lo que es», que él puede descubrir por sí mismo mediante este proceso de universalización, no obedece a nadie, y él permanece como fin en sí y como libre. En esto consiste la autonomía moral kantiana. El orden moral ha de ser cumplido «por respeto» [aus achtung] a la moral misma, sin que intervenga ningún factor ajeno a la misma moral. El peor enemigo de la moral son los instintos naturales, que no pertenecen al orden nouménico o metafísico, sino que, como es el caso de la avaricia o de la prepotencia, no pertenecen al mundo del deber-ser, sino a esa zona del ser que cae bajo el estudio de las ciencias naturales. Kant mantiene que la naturaleza, que es el reino de lo perceptible por los sentidos, es el mundo de la necesidad (pues las leyes naturales se cumplen tan ciega como necesariamente) y busca para el hombre el reino de la libertad, que lo encuentra en obrar por respeto al deber. Doctrina jurídica. Llegamos al punto más débil de la doctrina kantiana: Kant dedicó su atención a la explicación de las realidades físicas y a la demostración de las realidades metafísicas (la moral objetiva, el alma y Dios) y, por así decir, no le quedó tiempo ni «espacio» (intelectual) para la explicación de la convivencia política y civil. Parte en todo momento de la cualidad personal del ser humano, es decir, como el fin en sí mismo que es cada hombre. El derecho sólo puede ser un orden coactivo que haga posible las condiciones sociales para que cada persona pueda realizar su propio plan de vida moral. La preeminencia la llevó en todo momento la moral, y a ella se subordinaba el derecho. El derecho expresa un orden social de libertad que ha de ser lo más amplio posible. Los kantianos usaron masivamente la expresión de «Esferas de libertad» [Freiheitssphären], que arrancaba desde Samuel Pufendorf, para designar al orden jurídico, y la libertad en el derecho ha de ser «formal, negativa y vacía», ya que nadie está capacitado para imponer fines a las otras personas. El derecho se diferencia esencialmente de la moral por el modus de ser obedecidas sus normas. Las normas morales han de ser cumplidas por el respeto que siente ante ellas toda persona con buena voluntad, sin que pueda intervenir ningún motivo que provenga del campo de lo sensible, sinnlich. El derecho, en cambio, se caracteriza frente a la moral por su modo peculiar de ser seguido, ya

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que al derecho le es esencial la coercibilidad [Zwang]. Kant se puso al servicio del liberalismo más exagerado. Cada persona es un fin en sí misma y, como destacaron sus discípulos, el poder público ha de garantizar su protección frente a interferencias ajenas43. Con razón explicaba Thomas Erskine Holland que en la doctrina política kantiana sería impensable un ministerio de educación.

5. La Escolástica moderna-contemporánea Los escolásticos siguieron activos a lo largo de los siglos

XVIII

y

XIX.

Sus obras

quedaron eclipsadas por las del derecho natural moderno, y con el tiempo la filosofía escolástica apareció, cada vez en mayor medida, como un saber asociado a los filósofos y teólogos católicos. Estos estudios fueron perdiendo vigor creativo y sus autores no tomaron contacto con las filosofías de su época: permanecieron encerrados en sí mismos. La máxima autoridad fue para ellos, de hecho, Francisco Suárez, al que tomaron equivocadamente como el gran defensor de la metafísica. La línea innovadora o progresista del derecho natural de la Edad Moderna fue también un instrumento de secularización. Mientras las polémicas se centraron en la admisión o el rechazo de la metafísica, los escolásticos no adoptaron una actitud global de rechazo al nuevo derecho natural. Pero a mediados del siglo XVIII ya estaba suficientemente claro el nervio anticatólico, y a veces

anticristiano, de los que se amparaban en la Juris naturalis Disciplina. En esta línea de denuncia del nervio frecuentemente secularizador del nuevo derecho natural, rompió el fuego Ignatius Schwarz, hacia 1750. Le siguió un personaje más conocido, Anselm Desing, que publicó su obra principal con el expresivo título de El secreto arrancado al derecho natural44. En Desing aún se observan ecos lejanos de la herencia tomista. Por el contrario, Schwarz depende casi íntegramente de Suárez: Suarezius noster, como él le llama. En el siglo XIX aumenta este progresivo decaimiento de la calidad de los estudios de los escolásticos. Para entonces, el tema de la ley o del derecho natural se había convertido en un arma apologética de los católicos, y sólo interesaba a ellos. El autor más conocido fue Luigi Taparelli d’Azeglio, que publicó su obra

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principal hacia 1840. Taparelli fue un hombre algo paradójico, porque demuestra inteligentemente conocer los tiempos y sus denuncias del «gobierno representativo» suelen ser acertadas. Pero le perdió el hecho ya denunciado: tanto él como los otros escolásticos de este siglo —pensemos en José Prisco, Theodor Meyer o Mateo Liberatore— no conocieron ni las fuentes escolásticas en las que dicen apoyarse ni las filosofías de la Edad Moderna. No entendieron la crisis científica que provocó la aparición de las obras de Galileo, Descartes y Newton, y creyeron que conocían suficientemente la tradición escolástica estudiando resúmenes de poca calidad de las obras de los últimos escolásticos españoles, como fueron Luis de Molina y Francisco Suárez. Aunque a veces se llamaban tomistas, desconocieron de hecho la obra de Tomás de Aquino. Solamente tomaron de él el pasaje de la I-II de la Suma teológica en el que el de Aquino caracterizaba a la ley natural como una participación de la razón humana en la razón de Dios. Su tono fue, más que pesimista, catastrofista. Fue comprensible, porque dos hechos nuevos irrumpieron en la escena cultural de entonces. Uno fue la extensión de la mentalidad materialista-mecanicista, que se derivaba desde la física de Newton, de forma que cualquier religión aparecía sencillamente como ridícula. Newton, que era creyente, publicó en la segunda edición de sus Principios, a modo de apéndice, un tratado de teodicea o teología natural, explicando que el conjunto de sus teorías no decía nada sobre la existencia de Dios; de hecho, él llamaba al espacio infinito el «sensorio de Dios». Pero, aunque esta explicación puramente mecánica del mundo no rechazaba a Dios, tampoco Le reclamaba: de ahí el dicho Deus ex machina. Se generalizó lo que fue llamado el conflicto entre la fe y la razón, y buena parte de los universitarios, inmersos en esta pugna, rechazaron la fe. Hizo falta la emergencia de la mecánica cuántica en el siglo XX para superar este mecanicismo, pero lo cierto es que este materialismo

fácil ya había arraigado de modo decisivo en las cabezas de la gran mayoría. El otro hecho que marcó a estos autores fue el muy rápido decaimiento social y político de la Iglesia, que pasó en pocos años de compartir el poder con los reyes a ser perseguida por los gobiernos liberales, que no hicieron honor al término con que se designaban y desarrollaron normalmente políticas antieclesiásticas. La Revolución de 1789 fue vivenciada por los católicos de entonces como la aparición pública del demonio en el mundo.

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Desde luego, los católicos del siglo

XIX

no dispusieron de armas intelectuales

para estar en condiciones de afrontar el combate entre «la fe y la razón». Fue, en muy buena medida, culpa de ellos, que vivieron una anorexia intelectual que se debía a la pereza, es decir, a la falta de estudio. El papa León XIII trató de poner remedio a este estado de cosas a comienzos del siglo

XX,

y recomendó volver al

estudio directo de Tomás de Aquino, y ordenando hacer una edición crítica de sus obras, conocida usualmente como Editio leonina. Pero los hábitos intelectuales estaban muy arraigados, y hasta finales de del siglo XX no aparecieron estudios propiamente tomistas: hasta entonces se siguió confundiendo el tomismo con lo escolástico. Emergieron dos autores en el primer tercio de este siglo XX, Viktor

Cathrein y Heinrich Rommen, pero permanecieron en la vieja quimera de suponer un orden metafísico inmutable, el Ser, desde el que debía derivarse el Deber-ser, esto es, la ley natural. Esta situación ha cambiado notablemente desde finales del siglo XX, cuando han aparecido las obras de MacIntyre, George, Bastit, d’Agostino o Finnis. Influyó mucho Michel Villey, más animando que no estudiando: cumplió una función similar a la del poeta Tirteo, que no podía ayudar a los soldados por su deformación física, pero que los ayudó con sus cantos. Ahora no es el momento de exponer las doctrinas de estos últimos autores: eso implicaría redactar todo un tratado de derecho natural, y éste no es el propósito de esta simple introducción histórica.

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3. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LALEY NATURAL (I): SIGLOS XVI AL XVIII (Francisco J. Contreras)

Los derechos humanos son el estándar jurídico-moral por excelencia del mundo contemporáneo; ningún gobierno, partido político o personaje público actual puede permitirse el lujo de desafiar abiertamente el concepto mismo de los derechos. Si los infringen, alegarán que «los interpretan de forma distinta», o negarán simplemente la violación, pero continuarán prestando homenaje verbal a la idea. Cada vez más, los partidos, lobbies, organizaciones internacionales, gobiernos, etc. intentan justificar sus objetivos y políticas en términos de derechos humanos: el éxito —al menos retórico— de éstos es completo1. Creo que los derechos humanos son la encarnación contemporánea de la idea de ley natural. Intentaremos en lo que sigue trazar una panorámica de la aparición de los derechos humanos, su conexión con la ley natural y las polémicas actuales sobre su fundamentación. El tema es tan vasto que apenas podremos asomarnos —de forma incompleta— a algunas de sus vertientes. Y, para remarcar mejor la no exhaustividad de estas consideraciones, las expondremos en forma de tesis numeradas. I. LA TOLERANCIA RELIGIOSA COMO ORIGEN DE LOS DERECHOS HUMANOS 1. La idea de los derechos humanos se ha desarrollado en los últimos cuatro siglos de forma primordialmente reactiva: sucesivos desafueros históricos fueron generando, como respuesta, la aparición de reglas e instituciones que protegieran a los ciudadanos de abusos similares en lo sucesivo. Los derechos humanos obedecen a una lógica del «nunca más»: se trata de evitar que vuelvan a

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producirse determinados males que el pasado reciente demuestra que son desgraciadamente posibles; los grandes jalones del desarrollo de los derechos humanos se corresponden con respuestas defensivas de la sociedad frente a vulneraciones concretas de la dignidad humana. Cabe identificar con facilidad al menos tres de tales hitos: a) las guerras de religión de los siglos XVI y XVII dan lugar al desarrollo progresivo de la idea de libertad religiosa; b) la concentración de poder omnímodo en las monarquías absolutas de los siglos XVII y XVIII genera como reacción la formulación de los derechos civiles y políticos en las declaraciones y constituciones emanadas de las revoluciones norteamericana y francesa (1776-1793); c) el Holocausto y otros crímenes contra la humanidad de los regímenes totalitarios del segundo cuarto del siglo XX dan lugar a la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y a la introducción de mecanismos supranacionales de tutela de los derechos humanos.

2. Tiene sentido, pues, la afirmación de Georg Jellinek: «la idea de consagrar legislativamente los derechos naturales del individuo no es de origen político, sino religioso»2. Pues, en efecto, la libertad religiosa fue históricamente el primero de los derechos humanos3, y sirvió de modelo para otras libertades (de la libertad de creencia religiosa se pasará a la libertad de pensamiento en general, y de ahí a la libertad de expresión, de asociación, etc.). Antes que la libertad en cualquier otro campo, las sociedades occidentales proclamaron la libertad de la fe. Quizás porque, como escribió Pierre du Bellay en una obra de 1600 consagrada a la defensa del Edicto de Nantes (1598), «la conciencia es la más excelente y noble parte del hombre, y la que está más próxima a Dios»4. Simplificando con trazo grueso 1.500 años de historia, cabría decir que el cristianismo había pedido tolerancia —frente a las persecuciones de los emperadores romanos— en sus tres primeros siglos: el filósofo cristiano Tertuliano (siglo III) había escrito: «por ley natural, cada uno es libre de adorar al dios que quiera [o a ninguno], pues la religión de cada uno no perjudica a nadie más que a él»; y el también cristiano Lactancio (siglo IV), «debe defenderse la religión, no dando la muerte, sino muriendo». El establecimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio (bajo el emperador Teodosio, a finales del siglo IV) marca un giro decisivo, dando paso a una simbiosis cada vez mayor entre poder espiritual y poder temporal e introduciendo la tentación del recurso a éste

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último para la represión del error doctrinal. San Agustín (354-430) vive justamente ese momento, y su obra se muestra reveladoramente ambigua en lo relativo a la libertad religiosa: de un lado, reconoce que creer no depende de la voluntad (credere non potest homo nisi volens) y por tanto nadie es culpable de no creer lo correcto; pero, en contradicción con lo anterior, San Agustín pidió expresamente a las autoridades civiles que combatieran la herejía donatista e interpretó en clave intolerante la expresión compelle intrare («obligar a entrar») de la parábola de los invitados (Lc. 14, 23: «ve a los caminos e insiste a la gente para que entre, de manera que se llene mi casa»)5: los extraviados pueden ser obligados a aceptar la verdad, por su propio bien. El hereje debe ser tratado como un enemigo público, pues pone en peligro su propia salvación y la de los demás a los que pueda convencer: «¿qué mayor muerte para el alma que la libertad para errar? [quae est enim maior mors animae quam libertas erroris?]»6 La Reforma protestante y la consiguiente división de la cristiandad inauguraron un periodo de máxima intolerancia, con guerras de religión y persecuciones recíprocas de católicos y protestantes. Algunos principios de la Reforma (el sacerdocio universal, la negación de la Tradición como fuente de autoridad, el libre examen de las Escrituras, etc.) parecerían, en abstracto, proclives a una organización religiosa tolerante, en la que grupos que interpretan el texto sagrado en forma diferente se respeten mutuamente. Y, de hecho, Lutero llegó a escribir en su opúsculo Sobre la autoridad secular (1523): «La herejía es algo espiritual: no se la puede combatir con hierro ni quemar con fuego». Sin embargo, la conciencia de que la Reforma sólo podría sobrevivir si era defendida militarmente por los príncipes alemanes (Liga de Esmalcalda) —así como la aparición de sectas que interpretaban las apelaciones luteranas a la «libertad del cristiano» en clave de revolución social (Thomas Müntzer y la «guerra de los campesinos», 1524-26) y moral (régimen comunista-polígamo establecido por los «santos de Sión» en Münster, 1533-35)— le llevaron pronto a estructurar la nueva fe según un modelo de «iglesias territoriales [Landeskirchen]» en las que la colusión del poder temporal y el espiritual superaba a cualquiera que se hubiera dado nunca en el catolicismo7; los principados ganados por la Reforma fueron, pues, Estados confesionales en los que pronto se discriminó o persiguió a los no luteranos (fueran católicos o anabaptistas). Otros reformadores no fueron más tolerantes: Ulrico Zwinglio suprimió totalmente la misa católica en Zürich en

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1525, y amenazaba con la pena de muerte a partir de 1526 a los anabaptistas («ultraprotestantes» que negaban la validez del bautizo de los niños y lo renovaban, por tanto, en la edad adulta); Juan Calvino estableció a partir de 1541 una teocracia asfixiante en Ginebra: interdicción del culto católico; legislación moral exhaustiva, con prohibición de la música, el teatro y otras diversiones; obligación legal de asistencia al templo, etc. Calvino fue responsable del caso de intolerancia llamado a convertirse en símbolo para la posteridad: la quema en la hoguera del español Miguel Servet (1553), que profesaba la herejía antitrinitaria. Hay que decir que en los países católicos también se erradicaban violentamente los ocasionales brotes protestantes: por ejemplo, los autos de fe de Sevilla y Valladolid contra grupos sospechosos de luteranismo (1559-62). 3. Habiendo sido cuna de la Reforma y escenario de las primeras guerras de religión, Alemania y Suiza fueron también los países en los que se formularon las primeras teorías de la tolerancia y se tantearon las primeras soluciones institucionales dirigidas a hacer posible la coexistencia de diversos credos. Así, ya en 1524, el anabaptista suizo Balthasar Hubmaier (1480-1528) —adversario de Zwinglio— publica De los herejes y quienes los queman [Von Ketzern und ihren Verbrennern], que contiene una reivindicación de la tolerancia religiosa que apela a argumentos evangélicos: «Hay que convencer a los herejes con el conocimiento sagrado, no de forma violenta […] Los inquisidores son los mayores herejes ya que, contra la doctrina y el ejemplo de Cristo, condenan a los herejes al fuego y arrancan el trigo con la cizaña antes del tiempo de la cosecha». Y en 1554 es publicada en Basilea —firmada por un tal Martin Bellius, pseudónimo tras el que hoy sabemos se ocultaba Sebastián Castellión (151563)– la obra De haereticis, an sint persequendi [Sobre si hay que perseguir a los herejes]. Es una respuesta a la ejecución de Servet, que había tenido lugar el año anterior. Y contiene una pequeña summa de algunos de los principales argumentos a favor de la tolerancia, en una formulación ya muy madura: el concepto «herejía» sólo aparece una vez en las Escrituras, tratado en términos que no justifican en absoluto la represión violenta («al hereje, después de una y otra amonestación, evítalo, considerando que está pervertido»: Tit. 3, 10-11). Con el recurso a la coacción, añade Castellión, no se consigue la conversión real del hereje, sino sólo su adhesión simulada: se le obliga, pues, a incurrir en pecado

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de hipocresía religiosa, y es imposible que Dios desee tales conversiones falsas; en realidad, la fe es de suyo incoercible, y la conciencia subjetiva no puede ser violentada. Además, los hoy perseguidos aspirarán a vengarse en cuanto tengan ocasión: la persecución engendra así una espiral interminable de acción-reacción. La guerra religiosa intermitente entre católicos y protestantes en Centroeuropa (el emperador Carlos V derrotó a los protestantes de la Liga de Esmalcalda en Mühlberg [1547], pero aquéllos contraatacaron con éxito en la «guerra de los príncipes» [1551-52]) fue detenida mediante la Paz de Augsburgo (1555), que conseguirá pacificar la región hasta el estallido de la guerra de los Treinta Años (1618). La Paz de Augsburgo se basó en el principio cuis regio, eius religio: los súbditos de cada principado alemán quedan obligados a profesar la confesión (católica o luterana: los anabaptistas quedan excluidos) que escoja su señor. El tratado comporta, pues, una primera fórmula, aún muy tosca, de tolerancia: cada bando renuncia a la aniquilación del adversario, y se reconoce la libertad religiosa… sólo a los príncipes, en tanto que se niega la de los súbditos, que tendrán que seguir la elección del soberano. Permanece vigente el ideal de homogeneidad confesional nacional: se considera que en cada país debe haber una sola religión. 4. Es Francia el país que protagonizará los siguientes pasos en el desarrollo de la idea de libertad religiosa. Y lo es porque es allí a donde se desplaza en la segunda mitad del siglo XVI el epicentro del conflicto confesional. La Reforma

había prendido en Francia ya en la década de 1530, sobre todo a través de las obras de Guillermo de Farel y de Juan Calvino. Como había ocurrido en Alemania (Dieta de Worms, 1521), al principio se intenta superar la división mediante simposios teológicos en los que católicos y protestantes puedan convenir en un mínimo común denominador doctrinal (es el método que habían recomendado Georg Witzel en Alemania [Methodus concordiae ecclesiasticae, 1537] y Guillaume Postel en la propia Francia [De orbis terrae concordia, 1544]). El más importante de estos coloquios tiene lugar en Poissy en 1561, y termina en fracaso. A partir de 1562 (matanza de Wassy), la nación conocerá una sucesión de conflictos confesionales que oponen a la mayoría católica con la importante minoría protestante (hugonotes), y que incluyen episodios tristemente célebres como la masacre de 20.000 protestantes en la Noche de San Bartolomé (1572),

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así como el asesinato del rey Enrique III (1589) y el de los jefes de los dos bandos en lucha (el católico Francisco de Guisa [1563] y el hugonote Luis de Condé [1569]). Diversas voces se elevarán en Francia pidiendo tolerancia en este periodo turbulento. Algunas utilizan argumentos religiosos: así, Michel de L’Hospital (1506-73), canciller de Francia entre 1560 y 1568 y vinculado al humanismo erasmista, dirá a los Estados Generales reunidos en Orleans en 1560: «Si son cristianos quienes quieren implantar la religión con espadas y pistolas, actúan contra su vocación, que es sufrir la violencia y no cometerla […] La causa de Dios no quiere ser defendida por las armas: Mitte gladium tuum in vaginam. Nuestra religión no empezó por medio de las armas ni se mantuvo ni conservó por las armas […]»8

Ahora bien, el canciller L’Hospital se distinguirá también por encabezar el llamado partido de los politiques: una facción transversal, que agrupa a católicos y protestantes escandalizados por la guerra de religión, y que, de manera novedosa, apela, no sólo a argumentos religiosos y bíblicos, sino también a razones pragmático-políticas: la discordia religiosa pone en peligro a la sociedad9; el Estado debe, pues, garantizar la libertad confesional para asegurar su propia supervivencia: «lo que importa [al Estado] no es qué religión sea la verdadera, sino cómo puedan los hombres convivir pacíficamente» (L’Hospital). Ya en 1561 había dicho L’Hospital a la asamblea de los Estados Generales: «El rey no desea que entréis en discusiones [teológicas] sobre qué postura es la mejor, porque el problema aquí no es de constituenda religione, sino de constituenda republica […] Pues ni siquiera un excomulgado deja de ser ciudadano»10. O, como dirá uno de los panfletos anónimos publicados para defender el Edicto de Nantes (1598): «Aunque la verdadera religión no reine siempre en un Estado, como sería deseable, […] los buenos súbditos no deben dejar de conservar entre ellos, bajo la unión de las mismas leyes, un buen entendimiento y relación fraterna»11. No es misión del Estado, por tanto, imponer a todos la religión verdadera, sino asegurar la paz civil, incluso si se ha roto la unidad confesional y no todos profesan la verdadera fe. Esta visión politique, que apunta ya en la dirección de la neutralidad confesional del Estado, contará entre sus promotores con teóricos de la talla de Juan Bodino (autor del Coloquio Heptaplomeres, en el que siete personajes de

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diferente convicción religiosa discuten, concluyendo que sus diferencias teológicas son insuperables, pero que ello no debe obstar a la paz civil) y… un rey de Francia. Se trata de Enrique de Navarra, que en 1589 sucede en el trono francés al asesinado Enrique III. Protestante12, se convertirá al catolicismo en 1593. Y en 1598 promulga el Edicto de Nantes, que asegurará el derecho de ciudadanía de los protestantes y pondrá fin a cuatro décadas de guerras de religión en Francia. El Edicto garantiza que cesará la persecución religiosa; que los hugonotes podrán ocupar cargos públicos y dispondrán de 51 plazas fuertes en las que refugiarse en caso de conflicto. El decreto deja que desear desde una perspectiva moderna: por ejemplo, prohíbe el culto católico en algunas ciudades asignadas a los protestantes (La Rochelle, Montpellier), así como el culto protestante en algunas ciudades católicas (París, Lyon, Toulouse). Pero supone sin duda un hito histórico esencial, al admitir por primera vez una pluralidad confesional, no ya inter estatal, como la Paz de Augsburgo (distintos Estados tendrán confesiones diversas), sino intra estatal: la diversidad religiosa puede darse dentro de un mismo país. Enrique IV, que moriría en 1610 asesinado por un fanático, dijo al promulgar el Edicto: «No debe haber más diferencias entre católicos y hugonotes. Todos tienen que ser buenos franceses. Que los católicos conviertan a los hugonotes con el ejemplo de una vida virtuosa»13.

5. Todo lo anterior implica que carece de fundamento el tópico maniqueo que atribuye a la Reforma protestante los avances hacia la libertad religiosa y a la Europa católica el papel de bastión de la intransigencia. Las cosas fueron más complejas. Hacia 1600 había dos Estados de mayoría católica que garantizaban legalmente la libertad de cultos: la Francia de Enrique IV y la

Polonia que había incluido en 1573 en el pacto de la confederación de Varsovia una cláusula en virtud de la cual las partes se comprometían a «mantener la paz entre ellas pese a las diferencias de religión, a no derramar sangre al respecto y a unirse contra cualquiera que contraviniese lo acordado»14, y a cuyo rey Esteban Batory (rex 1576-86) se atribuye el dicho «soy rey de los pueblos y no de las conciencias». En aquel momento, en cambio, los católicos eran reprimidos en la Inglaterra y la Holanda protestantes (ejecución de Edmund Campion, etc.)15. Pero a lo largo del siglo XVII se invierten las tornas16, y mientras la libertad religiosa retrocede en Francia y Polonia, avanza sin embargo tortuosamente

126

en Inglaterra, Holanda y las colonias inglesas de Norteamérica. El retroceso francés viene señalado, por supuesto, por la revocación del Edicto de Nantes en 1685, que había sido precedida por el recorte progresivo de las libertades consagradas por éste17. La revocación del Edicto da lugar al exilio de varios centenares de miles de hugonotes; este éxodo ocasionó un perjuicio económico importante a Francia (como había ocurrido con la expulsión de los judíos españoles en 1492), pues muchos de ellos eran comerciantes y artesanos cualificados; su llegada supuso, en cambio, una bendición para los países de acogida (Brandenburgo, Holanda, colonias inglesas de Norteamérica…). Había una evidente lección a extraer: la intolerancia religiosa pone en peligro la prosperidad de la nación; y, viceversa, el capitalismo y el espíritu comercial favorecen la tolerancia: la lógica del mercado empuja a abrir los intercambios al mayor número posible de personas, cualesquiera que sean sus creencias. Holanda es el país que mejor ejemplifica esto en el siglo XVII, al ser simultáneamente pionera en el comercio internacional y la libertad religiosa. Ya en 1557 don Juan de Austria, gobernador español de los Países Bajos, explicaba a Felipe II: «El príncipe de Orange se ha empeñado en inculcar a la gente la idea de que la libertad de conciencia es esencial para la prosperidad del comercio»18. Tras complejos avatares que no podemos reflejar aquí (esfuerzos iniciales de Guillermo de Orange por la tolerancia, represión española en 1567-73, tensiones entre arminianos y gomaristas a principios del XVII, etc.), Holanda se había consolidado a mediados del siglo

XVII

como un oasis de relativa libertad religiosa.

Además, Dirck Coornhert (1522-1590) y Hugo Grocio (1583-1645) habían hecho importantes aportaciones a la teoría de la tolerancia; por ejemplo, el discurso de Grocio al Consejo de Amsterdam, 1634: «Dios se indigna de una adoración a la que nos vemos obligados, y no puede satisfacerle que seamos empujados por la fuerza; en verdad, quienes esto hacen no se preocupan por la gloria de Dios, sino de sus propios honores y comodidades, lo cual conoce perfectamente Él»19.

6. Inglaterra presenta la peculiaridad de contar con un importante teórico —y mártir— de la tolerancia en la figura de santo Tomás Moro (1478-1535), canciller del país entre 1529 y 1532. En efecto, en su Utopía (1516) Moro dibuja —un año antes del comienzo de la Reforma— un reino imaginario caracterizado, entre otras cosas, por la completa libertad religiosa:

127

«Es uno de los principios más antiguamente establecidos en Utopía que nadie debe ser inquietado por su religión. Utopus [el fundador del reino] había sabido que, antes de su llegada, el país era presa de perpetuas guerras de religión […] Cuando obtuvo la victoria, proclamó la libertad de cada uno de seguir la religión que quisiera. El proselitismo estaba permitido a condición de proceder con dulzura y moderación, de propagar la propia fe con argumentos razonables […] Con estas medidas, Utopus no contemplaba sólo el mantenimiento de la paz, […] [sino que] estimaba también que había que actuar así por el mismo interés de la religión […] Preveía que si una religión era la verdadera, y todas las demás ilusorias, acabaría por superar a las otras, y triunfar gracias a la única fuerza de la verdad»20.

Tomás Moro sería ejecutado en 1535 por orden del rey Enrique

VIII,

contrariado por la negativa del canciller a aceptar la validez de su nuevo matrimonio con Ana Bolena y el Acta de Supremacía en virtud de la cual la Iglesia de Inglaterra cortaba sus lazos con Roma, proclamándose el propio rey cabeza de la misma. El siglo XVI inglés muestra un duro panorama de

persecuciones recíprocas, en función de la confesión del monarca que ocupase el trono: los anglicanos Enrique VIII (1509-47) y Eduardo VI (1547-53) reprimieron a los católicos; la católica María Tudor (1553-58) persiguió a los anglicanos; la anglicana Isabel I (1568-1603) volvió a hostigar a los católicos. La llegada al poder de la dinastía Estuardo (Jacobo I, 1603-25 y Carlos I, 1625-49) supuso una suavización progresiva de la represión, aunque no de la discriminación21. La Test Act de 1673 (ya en tiempos de Carlos II) exigía un juramento de fidelidad a la

Iglesia de Inglaterra para poder ocupar cargos públicos: esto excluía tanto a los católicos como a los dissenters (protestantes no anglicanos: puritanos, cuáqueros, socinianos, etc.). El Acta de Tolerancia de Jacobo II (1687) hubiese igualado los

derechos de todos si hubiese sido aceptada; pero, en lugar de eso, generó una ola de descontento protestante que culminó en 1688 en la Revolución Gloriosa y el derrocamiento del propio Jacobo II. Los no anglicanos seguirían, pues, siendo ciudadanos de segunda clase a lo largo de la mayor parte del siglo

XVIII:

se les

prohibía el servicio en el ejército, el acceso al Parlamento y el derecho de voto, el ejercicio de profesiones jurídicas, etc. Pero se trataba ya de discriminación, y no de persecución: se aceptaba de facto la heterogeneidad confesional del país. 7. En realidad, los primeros laboratorios de una libertad religiosa completa iban a ser algunas de las colonias inglesas de Norteamérica. La motivación que animó a la emigración a muchos de los primeros colonos no era de carácter

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económico, sino religioso: los famosos Pilgrim Fathers del Mayflower (1620), por ejemplo, eran puritanos que, discriminados en Inglaterra, y tras algunos años de permanencia en Holanda, aspiraban ahora a edificar la «ciudad sobre la colina [city upon a hill]»22: crear una nueva sociedad en la que podrían practicar su religión sin restricciones ni discriminaciones. No todas las colonias, sin embargo, fueron tolerantes desde el principio. Los puritanos de Massachusetts, por ejemplo, establecieron una comunidad teocrática asfixiante, sin ningún espacio para la disidencia. Lo comprobó en sus carnes el predicador Roger Williams (1603-83), que se había establecido en Salem (Massachusetts) en 1631, y en 1635 fue acusado por las autoridades de difundir «opiniones diferentes, nuevas y peligrosas» en sus sermones. Se exponía a un juicio ante la Corte General, pero huyó, en compañía de un grupo de seguidores, hasta territorio de los indios Narrangansett, a quienes compró amistosamente —aprendería su lengua y mediaría en sus conflictos con otros colonos— terrenos para fundar en 1636 la colonia de Providence, que más tarde quedaría subsumida en la de Rhode Island. Williams y los suyos quisieron desde el principio que Providence fuese «un refugio para los perseguidos por razones de conciencia», y de hecho se les unieron en 1638 los seguidores de Anne Hutchinson, que profesaba el antinomianismo y también había tenido discrepancias teológicas con las autoridades de Massachusetts. La carta fundacional de Providence establece que las leyes han de aprobarse por voto democrático e igual, y que deberán versar «sólo sobre cuestiones civiles» (es decir, no deberá haber una legislación religiosa). En Rhode Island serían admitidos en lo sucesivo colonos de cualquier credo, incluso ateos o no cristianos (judíos). «Así se reconoció —contaba Georg Jellinek— por primera vez la plena libertad en asuntos religiosos; y eso por un hombre que era un creyente lleno de ardor»23. Williams no sólo demostró con la experiencia de Providence que la libertad religiosa era viable; también teorizó las razones de la tolerancia en su obra La doctrina sangrienta de la persecución por causas de conciencia [The Bloody Tenent of Persecution for Cause of Conscience] (1643), en cuyo prólogo se lee: «La sangre de tantos cientos de miles de almas protestantes y papistas derramada en las guerras de edades presentes y futuras, por sus respectivas conciencias, no es solicitada ni aceptada por Jesucristo, príncipe de la paz»24. Es interesante también el caso de Maryland, fundada en 1634 por Cecil

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Calvert, segundo lord Baltimore. Calvert era católico, y el sentido original de Maryland estribó en servir de refugio a los católicos que, hostigados en Inglaterra, deseaban iniciar una nueva vida con horizontes más amplios; pero la colonia no fue exclusivamente católica, sino abierta a los cristianos de cualquier confesión. Así quedó consignado por el Acta de Tolerancia de Maryland (1649), que establecía que «ninguna persona que profese la creencia en Jesucristo será en adelante molestada o disuadida en el libre ejercicio de su religión»25. La trayectoria jurídica de Maryland, sin embargo, no será tan diáfana como la de Rhode Island: la tolerante regulación de 1649 será revocada en 1654 por un «golpe» anglicano-puritano, para ser restablecida en 1658 y volver a ser repelida en 1692. Otras colonias, como Pensilvania (fundada por el cuáquero William Penn en 1681), gozaron también de la libertad de cultos desde su origen. Y el «modelo Providence» (Estado religiosamente neutral) prevaleció finalmente sobre el «modelo Massachusetts» (Estado confesional) cuando las colonias alcanzaron la independencia de Gran Bretaña a finales del siglo XVIII. La separación entre Estado e iglesias y la libertad religiosa quedarían garantizadas por la Primera Enmienda de la Constitución de EE.UU. (1789). II. LA CONTRIBUCIÓN DEL IUSNATURALISMO MODERNO 8. En el capítulo

II

de esta obra se ha tratado ya el desarrollo de la teoría de la

ley natural en los siglos

XVII

y

XVIII,

e intentaremos no incurrir en reiteraciones

respecto a lo allí expuesto. Pero nos interesa ahora a nosotros especialmente la contribución del iusnaturalismo racionalista a la maduración de la idea de los derechos humanos. En el capítulo II se han visto los antecedentes de la noción de derecho subjetivo en el pensamiento de autores bajomedievales (Ockham) y renacentistas (Vázquez de Menchaca, Suárez). Pero es en los siglos XVII y XVIII

cuando toma forma una verdadera teoría de los derechos subjetivos naturales según la cual todos los hombres (no sólo los miembros de tal o cual estamento, gremio, oligarquía local o incluso nación) tienen, por su mera pertenencia a la especie, derecho a que no les sean infligidos —ni por el Estado, ni por otros ciudadanos— ciertos males: no se les debe impedir que crean y practiquen la religión que prefieran (libertad religiosa: el derecho cuya trabajosa

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aparición hemos sintetizado supra); tampoco se les debe matar, torturar, encarcelar sin juicio público previo y en aplicación de leyes penales razonables, arrebatarles sus propiedades legítimamente adquiridas, impedirles ejercer el oficio o actividad comercial de su elección, expresar libremente sus ideas de cualquier tipo (no sólo religioso)… La garantía de tales derechos naturales pasa a convertirse en la función primordial del Estado: los hombres instituyen gobiernos para conseguir una tutela más eficaz de sus derechos; y los gobiernos, por tanto, dejan de ser legítimos si los violan. Los siglos XVII y XVIII ven nacer, con titubeos y ambigüedades iniciales, la teoría jurídico-política liberal: la que inspirará las revoluciones norteamericana (1776) y francesa (1789), y que sigue siendo la doctrina política mainstream hasta el día de hoy (especialmente, tras la derrota de las ideologías antiliberales fascista [1945] y comunista [1989]). 9. Derecho objetivo y derecho subjetivo —norma agendi y facultas agendi— son, ciertamente, conceptos que se coimplican, «caras de una misma moneda»: la norma objetiva adjudica deberes (por ejemplo, el deber de no matar) y genera eo ipso derechos subjetivos correlativos (el derecho a no ser muerto). Pero tiene sentido afirmar que hasta el siglo XVI la teoría de la ley natural había puesto

el acento prioritariamente26 sobre la norma objetiva y los deberes27, en tanto que a partir del siglo XVII lo va a hacer más sobre los derechos que dimanan

de la ley natural. De ahí que resulte plausible la afirmación de Antonio E. Pérez Luño: «Mientras que el iusnaturalismo clásico construyó una doctrina del derecho natural objetivo, el iusnaturalismo moderno supuso el descubrimiento de los derechos naturales subjetivos»28. También John Finnis habla de una «divisoria de aguas» en la historia de la teoría de la ley natural, que cabría situar a principios del siglo XVII29; el español Francisco Suárez, por cierto, sería el primer gran

representante de la vertiente moderna-subjetivista, con su concepción del derecho como «un poder moral [facultas] que tiene todo hombre sobre su propiedad y sobre lo que le es debido»30. 10. En estrecha correlación con lo anterior, se produce también en esta época una traslación desde la política contemplada ex parte principis a la perspectiva ex parte civium. Es decir, lo característico de la filosofía anterior era considerar natural la existencia de la comunidad política, así como la de

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autoridades en la misma. Se trataba de instruir a los reyes en el arte del buen gobierno (tradición de los «espejos de príncipes»: consejos para la gobernación sensata)… dando por supuesto que debe haber reyes. La teoría política era más una reflexión sobre el ejercicio prudente del poder que sobre la justificación o los límites del mismo. El ideal era el príncipe benévolo y temeroso de Dios que trataba justamente a sus súbditos y velaba por su bienestar como un padre (es la concepción que encontramos en Patriarca o el poder natural de los reyes [1653], de Robert Filmer, y contra la que reaccionará Locke); pero no estaba claro que esos deberes del gobernante dieran lugar a derechos de los súbditos31 (aunque en las obras de los monarcómacos como Teodoro de Beza o Juan de Mariana, a finales del XVI, sí apuntaba ya claramente la idea del derecho de resistencia: si el príncipe incurre en desafuero, el pueblo puede y debe desobedecerle, pudiendo llegar hasta el tiranicidio). La teoría moderna, desarrollada a partir de los iusnaturalistas del siglo XVII, sostiene, en cambio, que los hombres tienen derechos naturales que no dependen del beneplácito del soberano.

11. La teoría jurídica anterior conocía, ciertamente, la noción de derecho subjetivo en el ámbito del derecho privado: los derechos reales (por ejemplo, el derecho de propiedad), los derechos derivados de los contratos… Pero el derecho privado regula las relaciones —principalmente económicas— de los ciudadanos entre sí. Los derechos naturales postulados por los iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII son, en cambio, derechos públicos subjetivos: se refieren a la relación del Estado con los ciudadanos, imponiendo límites al poder político.

12. Estos derechos subjetivos naturales teorizados por los iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII difieren también esencialmente de los iura et libertates de

la Europa medieval. Las libertades medievales presuponen una sociedad poliárquica (en la que diversos poderes y órdenes jurídicos —Iglesia, emperador, reyes nacionales, señores feudales, ciudades libres…— interactúan de forma asimétrica, sin que los respectivos radios de jurisdicción sean del todo claros) y jerárquico-corporativa (dividida en estamentos, órdenes, gremios, feudos…). En ese contexto, las personas no tienen derechos en tanto que meros seres humanos, sino si acaso en tanto que miembros de alguno de tales grupos. Como bien explicó Manuel García Pelayo: «Derechos y libertades tienen en el medievo una

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estructuración corporativa: son patrimonio del feudo, del lugar, del valle, de la ciudad, de la aldea, de la comunidad y, por eso, pertenecen a los individuos sólo en cuanto están bien enraizados en esas tierras, en esas comunidades»32. Ese panorama poliárquico-corporativo del Medioevo es en gran parte destruido y simplificado por el Estado moderno a partir del siglo XVI. La

autoridad de los reyes nacionales se refuerza enormemente: el poder de los señores feudales, la autonomía foral-municipal, etc., van siendo laminados; hasta la Iglesia es domesticada en gran medida por los monarcas (regalismo: en España, por ejemplo, los reyes disponen del derecho de presentación de obispos [el rey designa una terna de candidatos para que el Papa escoja], e incluso del Patronato Regio en Granada, Canarias y América [elección directa de los obispos por el rey]). La técnica medieval de limitación del poder —a través de esa red asimétrica de privilegios estamentales, forales y gremiales— pierde así toda virtualidad. Si el individuo ha de ser protegido del nuevo poder absoluto, tendrá que ser en tanto que mero ciudadano, y no en tanto que miembro de tal o cual corporación. Los derechos subjetivos naturales de la modernidad serán —a diferencia de los iura et libertates medievales— universales e iguales para todos, al menos en su concepto. Y buscarán su fundamento, no en la costumbre, la tradición, la historia —como era el caso de las libertades medievales— sino en la razón y en la naturaleza. 13. La teoría de los derechos subjetivos naturales implicaba la superación de la concepción holístico-organicista de la sociedad que había dominado el pensamiento occidental desde la Antigüedad. Esta concepción parte del principio aristotélico según el cual «el hombre es un animal político», es decir, la naturaleza humana sólo puede desarrollarse plenamente en el marco de la polis. Los individuos sólo pueden llegar a ser hombres en sentido pleno por medio de su participación en ésta: por tanto, la sociedad está «antes» que el individuo; la comunidad es ontológicamente superior a las unidades que la integran: «el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte»33. Esta concepción holística (el todo es algo más que la suma de las partes) cobra también a menudo, en el pensamiento antiguo y medieval, un matiz organicista: la sociedad es entendida como un organismo con vida propia, cuyas células y órganos serían los individuos y los

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cuerpos intermedios (familias, Iglesia, gremios, feudos…). Así como cada órgano tiene su sitio y su función predeterminadas en el cuerpo, así cada estamento cumple una misión respecto a la totalidad social; y el correcto funcionamiento de ésta requiere la armonía entre las diversas piezas, y que cada una se mantenga disciplinadamente encapsulada en su alveolo (el campesino debe conformarse con su destino de campesino, el caballero con el de caballero, etc.: impermeabilidad de los estamentos). La visión organicista implica también una subordinación de las partes al todo: la célula está incondicionalmente al servicio del organismo al que pertenece. En cambio, los iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII partirán de la prioridad

del individuo: el hombre está «antes» que la sociedad; los individuos son lo primero, y la sociedad es instrumental: está al servicio de los fines y derechos de las personas34. Esta primacía del individuo35 encontrará su expresión filosóficopolítica en la teoría del contrato social: hubo un tiempo en que los hombres vivían totalmente libres («estado de naturaleza»), sin lazos sociales ni políticos; en cierto momento, pactan crear un Estado cuya finalidad será garantizar mejor la seguridad general y la tutela de los derechos (derechos que derivan de la ley natural, y que por tanto ya existían en el estado de naturaleza). La sociedad es una asociación voluntaria, creada conscientemente por los individuos36. El Estado no es un organismo que pueda disponer de los ciudadanos como células suyas, sino un artificio creado por los individuos para perseguir más eficazmente sus propios fines. 14. Los derechos humanos, tal como son teorizados por los iusnaturalistas del XVII-XVIII, son, pues, «derechos naturales» o «derechos morales». Derivan de la ley natural, y por tanto son pre-estatales: los individuos eran ya titulares de tales derechos en el «estado de naturaleza», y deciden crear el Estado precisamente para conseguir una tutela más eficaz de los mismos. Si el Estado se aparta de su función original y deja de garantizar adecuadamente los derechos, pasa a ser un poder ilegítimo y surgiría, en casos extremos, el derecho de resistencia (aunque esta conclusión, que está clara en Locke, lo está mucho menos, por ejemplo, en Tomasio, Pufendorf o Wolff). Pues, en esta situación «desviada», los individuos siguen poseyendo derechos naturales, aunque éstos no sean respetados por el Estado. Los derechos humanos —entendidos como derechos subjetivos

134

naturales— constituirán, pues, un estándar normativo desde el cual puede juzgarse la actuación del Estado. Los derechos humanos existen —como derechos morales— aunque no sean reconocidos por el derecho positivo-estatal. Los derechos humanos deben convertirse en derechos positivos (los «derechos morales» deben convertirse en «derechos jurídicos»), aunque no siempre lo consiguen: «Los derechos jurídicos son […] derechos que han sido conferidos a los individuos a través de leyes [estatales, positivas]. Ahora bien, los derechos humanos deben ser de otro tipo. Pues también hablamos de derechos humanos en aquellas situaciones en que un Estado no reconoce los correspondientes derechos, como por ejemplo cuando criticamos la falta de libertad de prensa o de religión en un país autoritario como una vulneración de los derechos humanos […] Si los individuos solamente tienen derechos según las leyes vigentes, entonces no puede darse algo así como los derechos humanos» (Cristoph Menke – Arnd Pollmann)37.

15. Con razón o sin ella, Hugo Grocio (1583-1645) ha sido tradicionalmente presentado como el fundador de la escuela moderna del derecho natural. La experiencia terrible de las guerras de religión empuja al jurista holandés a proponer unos principios que, estando basados exclusivamente en la razón, resulten aceptables por todos los pueblos, más allá de las diferencias confesionales. Él mismo padeció persecución religiosa, al ser encarcelado entre 1618 y 1621 por su apoyo a las tesis de Arminio, teniendo que exiliarse después en Francia, donde escribiría su gran obra De iure belli ac pacis (1625). Grocio encuentra el fundamento del derecho natural en la naturaleza humana, caracterizada por la racionalidad y por el appetitus societatis, es decir, la necesidad de asociarse con otros para asegurar más eficazmente la propia vida, y «no una vida cualquiera, sino tranquila y ordenada por su razón [non qualiscunque, sed tranquilla, et pro sui intellectus modo ordinata]»38. Grocio extrae principios más concretos de esta idea de partida, unas veces por deducción (lo que parece a priori coherente con la naturaleza racional y sociable del hombre) y otras por inducción (lo que cabe a posteriori comprobar que ha sido practicado por todas las naciones)39. Y entre tales principios figura, por ejemplo, un claro reconocimiento del derecho a la vida40, el derecho de propiedad41 o el derecho a contraer matrimonio42 como derechos subjetivos naturales. La «modernidad» de Grocio es relacionada frecuentemente con la supuesta secularización del derecho natural que habría conseguido con su célebre afirmación: «Y todo lo que hemos dicho tendría algún sentido incluso si

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supusiésemos —cosa que no puede hacerse sin grave impiedad— que Dios no existe o que no se ocupa de los asuntos humanos»43. Sin embargo, la atribución a Grocio de una innovación teórica revolucionaria es abusiva en dos sentidos. En primer lugar, porque la idea según la cual existe un orden moral objetivonecesario (basado en la razón o la naturaleza, y no en la voluntad «caprichosa» de Dios: lo bueno es ordenado por Dios porque es intrínsecamente bueno)44 es bastante anterior: está quizás implícita en Sto. Tomás, y es ya explícita, como se indicó en el cap. II, en autores de los siglos XIV al XVI como Gabriel Biel45,

Gregorio de Rímini46 o Gabriel Vázquez47. En segundo lugar, porque, aunque la ley natural se base en la naturaleza humana y no en el decreto divino… Grocio está convencido de que la naturaleza humana ha sido creada por Dios, y por tanto Dios sigue siendo el fundamento remoto del derecho natural. Dios no puede cambiar el contenido de la ley natural en el sentido de que no puede evitar que determinadas conductas y formas de vida contribuyan objetivamente al desarrollo de las potencialidades ínsitas en la naturaleza humana (y sean, por tanto, permitidas/aconsejadas por la ley natural) y otras la entorpezcan (y sean, por tanto, prohibidas por la ley natural). Una vez dada la naturaleza humana, la ley natural no puede tener otro contenido que el que tiene, y ni Dios podría cambiar eso. Pero es Dios quien ha creado esa naturaleza humana, y por tanto también la ley natural. La conciencia de este hecho se aprecia en la definición del derecho natural que proporciona el propio Grocio: «una norma de la recta razón que nos indica que cierta acción, según que sea conforme o contraria a la naturaleza racional, es moralmente necesaria o inmoral, y por consiguiente es ordenada o prohibida por Dios, autor de esa naturaleza»48. Que Dios es el autor de la naturaleza racional del hombre y por tanto el fundamento último de la ley natural y los derechos humanos es un presupuesto que subyace al iusnaturalismo de los siglos XVII y XVIII, aunque no sea explicitado

en todos los casos49. Encontraremos ecos de la alusión grociana a la autoría divina de la naturaleza en la Declaración de Independencia de EE.UU. (1776), que proclama que el pueblo norteamericano se dispone a «asumir entre las potencias de la tierra el puesto separado e igual que le atribuyen las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza [the separate and equal station to which the Laws of Nature and of Nature’s God entitle them]».

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16. También para Samuel Pufendorf (1632-94) el punto de partida del derecho natural es la indigencia natural [imbecilitas] del hombre, incapaz de subsistir abandonado a sus propios recursos; de ahí la tendencia a asociarse con otros [socialitas]. Ahora bien, como Dios es el creador de la naturaleza humana, Pufendorf llega en sus primeras obras a referirse abiertamente a la ley natural como «ley divina»: «la ley natural es la ley divina inscrita en el corazón de todos los hombres que les obliga a hacer lo que es necesariamente conforme a la naturaleza racional y a omitir todo lo que repugna a ésta»50; más adelante añadirá que el primer principio del derecho natural es: «haz lo que conviene a la vida social del hombre y omite lo que repugna a ésta»51. Y en su extenso sistema jurídico-natural, desplegado al modo deductivo, Pufendorf incluirá una defensa expresa del derecho de propiedad, el derecho a la libertad de conciencia religiosa y una condena de las ideas aristotélicas sobre la esclavitud52 (ideas que, en cambio, Grocio había asumido). También Christian Thomasius (1655-1728) hizo una aportación importante a la conformación de la idea de derechos humanos al teorizar el Derecho como un sistema normativo que se ocupa sólo de conductas externas. Concretamente, Thomasius distinguió entre el honestum (cuya máxima sería: «hazte a ti mismo lo que querrías que los demás se hicieran a sí mismos»: perfeccionamiento interior), el decorum («haz a los demás lo que te gustaría que los demás te hicieran a ti») y el iustum («no hagas a los demás lo que no querrías que los demás te hicieran a ti»)53. El Derecho se identifica con el iustum, y por tanto tiene por misión impedir las agresiones entre los ciudadanos (evitar que unos hagan a otros lo que no querrían que les hicieran a ellos). Esto tiene una consecuencia inmediata: el Derecho no debe ocuparse de lo que ocurra en las mentes, en tanto ello no se traduzca en conductas externas que puedan lesionar a otros; el pensamiento no delinque: cogitationis poenam nemo patitur. Thomasius consigue así incrustar la libertad de pensamiento en el concepto mismo de lo jurídico: el ámbito de las ideas y convicciones queda sustraído a la supervisión del Estado. Combatió también por la supresión de los delitos de hechicería, todavía vigentes hacia 1700 (durante el siglo XVII habían sido quemadas miles de «brujas» en Centroeuropa), así como por la eliminación de la tortura judicial54. La tercera gran figura del iusnaturalismo germánico en el siglo

XVIII

es

Christian Wolff (1679-1754). Su planteamiento presenta la originalidad de

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derivar el derecho natural de un mandato de la razón que ordenaría «la realización de todas aquellas acciones que tiendan a la perfección del hombre y la evitación de aquellas que redunden en su imperfección»55. La piedra angular es, pues, el deber del autoperfeccionamiento. Para poder cumplir este deber, el hombre precisa ciertos medios; y, entre ellos, la garantía de un espacio de autonomía (pues el autoperfeccionamiento debe ser cumplido libremente). Así llegamos a la necesidad de que el Estado garantice una serie de derechos: a la libertad, a la seguridad, a la legítima defensa [libertas, ius securitatis, ius defensionis]56… Retengamos, sin embargo, la importante noción de que estos derechos encuentran su fundamento en un deber previo de autoperfeccionamiento: no son, pues, libertades que agoten su sentido en sí mismas: están al servicio de un fin superior (vid. §77). 17.

Los

iusnaturalistas

centroeuropeos

del

XVII-XVIII

cumplen

sólo

imperfectamente el rasgo expuesto supra en §14: no está claro que, en caso de que el poder constituido (en la época, reyes absolutos) vulnere los derechos, a los ciudadanos les quede la posibilidad de la crítica o la rebelión. Dicho de otra forma: Pufendorf, Thomasius y Wolff confían a los propios monarcas y a sus leyes positivas el desarrollo de los derechos naturales. Como explica Alfred Verdross, parece que «tras la fundación de los Estados, el derecho natural pasa totalmente a segundo plano: permanece sólo como criterio inspirador del legislador estatal»57. El derecho natural no es directamente invocable una vez creados los Estados y el derecho positivo; de hecho, Leibniz reprochó a Pufendorf que, aunque hablase de un derecho natural, en la práctica no reconocía otro Derecho que el del Estado58. Estos autores no cuestionan el sistema de monarquía absoluta; en este sentido, su ideal político parece ser el «despotismo ilustrado»: autócratas benévolos que, convencidos por los filósofos de los principios del derecho natural, los aplican prudentemente en su gobernación. Cabe reconocerles cierto éxito, pues en algunas monarquías absolutas europeas se produjeron en el siglo XVIII progresos reales en campos como la libertad de pensamiento, la humanización de las leyes penales o la reglamentación del derecho de guerra (ius in bello)59. También se les puede considerar precursores del movimiento de codificación y racionalización del derecho privado que se desarrolla a partir de finales del siglo XVIII (códigos prusiano [1794], francés

138

[1804], etc.). 18. Es en la obra del inglés John Locke (1632-1704)60 donde se cumplen con mayor nitidez los rasgos teóricos generales enumerados supra en las tesis §8 a §14; es también el pensador más influyente en las revoluciones americana y francesa, el que reúne más títulos para ser considerado el padre del liberalismo61. El enfoque iusnaturalista-individualista es claro: Locke parte de un estado de naturaleza prepolítico en el que la ley natural confiere ya a los individuos determinados derechos: «El estado natural tiene una ley natural por la que se gobierna, y esa ley obliga a todos. La razón, que coincide con esa ley, enseña a cuantos seres humanos quieren consultarla que, siendo iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones; porque, siendo los hombres todos la obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio, […] son propiedad de ese Hacedor y Señor que los hizo para que existan mientras le plazca a Él y no a otro»62.

Es notable la alusión explícita a la autoría divina de la naturaleza y de la ley natural. Locke armoniza sin reparos la fundamentación teológica (Dios como fundamento de la ley natural) con la fundamentación antropológica en la línea aristotélico-tomista (la ley natural ordena aquellas conductas que permiten la plena realización de la naturaleza humana). Al obedecer a la ley natural, los hombres están a un mismo tiempo perfeccionándose como seres humanos, alcanzando la felicidad o beatitudo naturalis que es posible alcanzar en esta vida, y cumpliendo la voluntad de Dios. No hay contradicción entre las tres cosas, pues es el propio Dios quien ha puesto en nosotros esa naturaleza y nos ha concedido esa posibilidad de felicidad y perfección63. La ley natural confiere deberes y derechos correlativos: «nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones»; la vida, la libertad y la propiedad son, pues, derechos naturales. Derechos que corresponden a los hombres porque «son obra de un Hacedor omnipotente y sabio». Los hombres tienen derechos, pues, en la medida en que forman parte del plan divino, porque son propiedad de Dios. En sentido estricto, los hombres no se pertenecen ni son dueños absolutos de su propia existencia. «Como nuestras vidas [según Locke] son de Dios y no nuestras, —interpreta Alan Ryan— nuestra propiedad sobre nuestras propias personas equivale a la libertad para elegir cómo emplear nuestros talentos y nuestro tiempo para realizar los propósitos de Dios […] La de Locke es una perspectiva cristiana en la que el

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hecho de que hemos sido enviados aquí para cooperar con el Todopoderoso proporciona tanto el contenido como la autoridad del derecho natural»64. Los derechos tienen en Locke un sentido instrumental: son herramientas que nos permiten cumplir nuestro deber metafísico de colaborar en el plan divino65. El Estado no es un organismo con vida propia que pueda disponer a placer de sus súbditos, sino un artificio creado por los individuos mediante un contrato para conseguir una tutela más eficaz de sus derechos naturales: «Siendo, según se ha dicho ya, los hombres libres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al poder político de otros sin que medie su propio consentimiento. Éste se otorga mediante convenio hecho con otros hombres de integrarse en una comunidad destinada a permitirles una vida cómoda, segura y pacífica […], en el disfrute tranquilo de sus bienes propios, y una salvaguardia mayor contra cualquiera que no pertenezca a esa comunidad»66.

Pero esto implica que el Estado y sus leyes sólo serán legítimos en la medida en que respeten los derechos naturales: «Las leyes positivas sólo son justas en cuanto estén fundadas en la ley de la naturaleza, por la que han de regularse y ser interpretadas»67. El Estado que surja del contrato social no podrá ejercer, pues, un poder irrestricto; la limitación del poder por los derechos naturales es la consecuencia jurídico-política decisiva, que Locke extrae de su planteamiento iusnaturalista con mucha más rotundidad que Thomasius o Wolff: «[E]l poder legislativo supremo […] permanece, a pesar de que sea el supremo poder de cualquier Estado, sometido a las restricciones siguientes: En primer lugar, no es ni puede ser un poder absolutamente arbitrario sobre las vidas y los bienes de las personas […] Nadie puede transferir a otro un poder superior al que él mismo posee, y nadie posee poder arbitrario absoluto sobre sí mismo, ni sobre otra persona; nadie tiene poder para destruir su propia vida, ni para arrebatar a otra persona la vida o las propiedades […] No puede, pues, el legislador sobrepasar ese poder que le entregan. El poder del legislador llega únicamente hasta donde llega el bien público de la sociedad […] No dejan de tener fuerza, al entrar en sociedad, las obligaciones que dimanan de las leyes naturales; […] la ley eterna subsiste como norma eterna de todos los hombres, sin exceptuar a los legisladores»68.

Entre los derechos naturales para cuya preservación ha sido creado el Estado, Locke atribuye una relevancia especial al de propiedad69. De hecho, Locke concibe al resto de los derechos naturales (a la vida, a la libertad religiosa, etc.) como otras tantas «propiedades» del individuo; como explica Mary Ann Glendon, expandir el concepto de propiedad hasta hacerle abarcar los demás derechos resultó, a ojos de Locke, la mejor estrategia para connotar su intangibilidad y su

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precedencia respecto al Estado70. Pero, además, Locke proporcionó una fundamentación del derecho de propiedad en sentido específico (propiedad de bienes materiales) llamada a ejercer gran influencia. Locke consideró necesaria dicha fundamentación para contrarrestar el posible influjo de las teorías protosocialistas de autores como el digger Gerrard Winstanley (que habían generado un movimiento de «ocupaciones de fincas»)71, y también para vencer la reticencia hacia la propiedad privada discernible en parte del pensamiento de tradición cristiana72. Locke parte de la constatación de que el individuo es indiscutiblemente propietario de sus propias aptitudes y habilidades; ahora bien, el proceso productivo comporta siempre la hibridación entre habilidades humanas y materia prima natural (por ejemplo, el alfarero «mezcla» su habilidad artesanal con la arcilla, y el resultado es la vasija): «Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sirvan en común a todos los hombres, no es menos cierto que cada hombre tiene la propiedad de su propia persona. Nadie, fuera de él mismo, tiene derecho alguno sobre ella. Podemos también afirmar que el esfuerzo de su cuerpo y la obra de sus manos son también auténticamente suyos. Por eso, siempre que alguien saca alguna cosa del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, ha puesto en esa cosa algo de su esfuerzo, le ha agregado algo que es propio suyo; y por ello, la ha convertido en propiedad suya. Habiendo sido él quien la ha apartado de la condición común en que la naturaleza colocó esa cosa, ha agregado a ésta, mediante su esfuerzo, algo que excluye de ella el derecho común de los demás. Siendo, pues, el trabajo o esfuerzo propiedad indiscutible del trabajador, nadie puede tener derecho a lo que resulta después de esa agregación, por lo menos cuando existe la cosa en suficiente cantidad para que la usen los demás»73.

III. DE LA EVOLUCIÓN INGLESA A LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA En su espléndida síntesis sobre la génesis histórica de los derechos humanos, Antonio Truyol y Serra señaló que en los siglos XVII y XVIII «el papel de vanguardia corresponde a Inglaterra»74. En efecto, tras un siglo

XVII

turbulento,

la «Revolución Gloriosa» inglesa (1688) marcará el punto de partida del que cabe considerar el primer régimen liberal-constitucional de la historia; un régimen que, de hecho, evoluciona hasta hoy sin haber sufrido revoluciones, dictaduras o guerras civiles en más de tres siglos. Y en 1776 se escindirá de ese tronco liberal anglosajón la rama norteamericana: se asiste por primera vez al nacimiento consciente de una nueva nación; una nación que se interpretará a sí misma como «concebida en libertad y dedicada a la proposición de que todos los hombres han sido creados iguales» (Abraham Lincoln en Gettysburg)75.

141

19. La peculiaridad inglesa viene dada por el hecho de que, en el siglo

XVII,

el

país sigue una evolución inversa a la que se da en el resto del continente, con la posible excepción de Holanda: mientras en la Europa continental se absolutiza el poder de los monarcas (Luis XIV de Francia: «el Estado soy yo»), en Inglaterra los reyes fracasan en su intento de doblegar al Parlamento e imponer la autocracia. El forcejeo rey-parlamento abarca todo el siglo XVII, y no puede ser relatado aquí en detalle. Jacobo I, el primer Estuardo (reina en 1603-25), era, de

hecho, uno de los principales teóricos internacionales de la doctrina del «derecho divino de los reyes», que había defendido en su obra Verdadero Derecho de las monarquías libres (1597). Pero su dependencia financiera de los subsidios aprobados por el Parlamento le impide llevar a la práctica su teoría. Mientras en Francia o España los monarcas ya no convocan prácticamente a las asambleas estamentales en los siglos XVII y XVIII76, los reyes ingleses no consiguen zafarse de la suya. En 1628, el Parlamento inglés conseguirá arrancar del rey Carlos I (rex 1625-

49) un importante documento constitucional: la Petition of Right. Merece la pena citar un fragmento: «Considerando que se ha establecido por la ley llamada «Carta Magna de las Libertades de Inglaterra» que ningún hombre libre podrá ser preso, ni llevado a la cárcel, […] ni molestado de ningún otro modo, salvo en virtud de sentencia legítima de sus pares o de las leyes del país […] Considerando, empero, que a pesar de estas leyes y de otras normas y reglas válidas de vuestro Reino encaminadas al mismo fin, varios súbditos vuestros han sido recientemente encarcelados sin que se haya indicado la causa de ello; que, cuando fueron llevados ante vuestros jueces, […] y cuando sus carceleros fueron requeridos a dar a conocer las causas de la prisión, no dieron otra razón que una orden especial de Vuestra Majestad […], sin que se formulase contra ellos auto alguno de procesamiento contra el que habrían podido defenderse conforme a la ley […] Con este motivo, suplican humildemente a Vuestra Majestad que nadie esté obligado en lo sucesivo a realizar donación gratuita, […] ni a pagar impuesto o tasa alguna, salvo común consentimiento otorgado por ley del Parlamento; que nadie sea […] requerido a realizar servicios, ni detenido, inquietado o molestado con motivo de dichas exacciones o de la negativa a pagarlas […]» (Petition of Right, 1628).

Este extracto pone de manifiesto dos peculiaridades características de lo que podríamos llamar «vía inglesa hacia los derechos humanos». De un lado, su carácter pragmático: el documento no procede a una enumeración general y exhaustiva —universal, abstracta, eterna— de derechos del hombre; por el contrario, señala abusos concretos en los que han incurrido agentes del rey

142

(han encarcelado a súbditos sin juicio previo; han aplicado la pena de muerte mediante cortes marciales, etc.)77, y exigen a éste que se comprometa a no tolerar sevicias similares en lo sucesivo. Y, en segundo lugar, su carácter histórico, «tradicionalista»: la Petition of Right no invoca la naturaleza humana, el derecho natural o «la razón» como fundamento de los derechos reclamados, sino el precedente histórico78; concretamente, la Carta Magna de las Libertades concedida por el rey Juan sin Tierra en la pradera de Runnymede en 1215. Ésta, en realidad, era un documento típicamente feudal en el que el rey reconocía una serie de privilegios a los señores (ser juzgados sólo por sus pares, etc.). Los parlamentarios de 1628 —encabezados por el gran jurista Edward Coke— consideran vigente esa Carta del siglo XIII, y la actualizan pragmáticamente, interpretando que «hombre libre» significa cualquier súbdito inglés, y no sólo cualquier señor feudal. La Petition of Right mira simultáneamente al pasado y al futuro: recoge y actualiza una tradición nacional de libertad79, y la proyecta hacia la posteridad comprometiendo al monarca a respetar en lo sucesivo garantías concretas como el derecho a un juicio justo [due process of law] o el habeas corpus. Los demás documentos ingleses importantes para la historia de los derechos humanos (por ejemplo, el Habeas Corpus Act de 1679 o el Bill of Rights de 1689) presentan este mismo espíritu «tradicionalista» (actualización de derechos históricos supuestamente reconocidos desde antiguo)80 y pragmático (reacción frente a abusos concretos).

20. Edward Coke (1552-1634), además de inspirador del movimiento de resistencia parlamentaria de 1628 y autor de la Petition of Right, es el teórico por antonomasia del common law, el «Derecho común de Inglaterra»81. El common law difiere del Derecho continental en la gran relevancia reconocida al precedente judicial, igual o superior a la de las leyes. Su origen histórico es el cuerpo de jueces reales creado por Enrique II en la segunda mitad del siglo XII, que recorrían el país aplicando justicia: sus decisiones fueron generando un acervo jurisprudencial que a partir del siglo XIV era estudiado en las escuelas para

formación de juristas llamadas Inns of Court. El principio fundamental del common law es stare decisis: casos similares deben ser resueltos de forma similar; por tanto, las decisiones judiciales crean jurisprudencia, y los jueces deben

143

estudiar el repertorio de casos históricos, para inferir los principios subyacentes y resolver con arreglo a ellos. El concepto mismo del common law suponía, pues, cierto valladar frente a la arbitrariedad de los gobernantes, pues implicaba nada menos que que el Derecho no les pertenecía: la ley no es «lo que place al príncipe», sino lo que cabe inferir de una larga tradición de reflexión jurisprudencial. El common law implica una concepción histórico-evolucionista del Derecho que contrasta con la concepción voluntarista de la ley como «decreto del que manda»82. En este sentido, el common law jugó en Inglaterra durante siglos un papel comparable al que jugó la idea de ley natural en la Europa continental: servir de límite a la arbitrariedad legislativa y de garantía frente al despotismo. Pero el common law difiere del derecho natural en que, a diferencia de éste, no se considera fundado sobre la razón abstracta, sino sobre una «razón histórica» nacional; por tanto, no pretende valer universalmente, sino sólo para el pueblo inglés. Edward Coke veía en el common law el producto lentamente decantado de una especie de sabiduría colectiva que trascendía la capacidad de cualquier individuo concreto: «La razón es el alma de la ley, y el common law no es otra cosa sino razón […] perfeccionada por el arte, resultado de un largo estudio, observación y experiencia, y no de la razón natural de cada hombre […] Y si la cordura que ha sido dispersada en muchas cabezas fuera reunida dentro de una sola, todavía no podría hacer algo semejante al Derecho de Inglaterra, que es el resultado de la criba y elaboración de un infinito número de hombres sabios y prudentes en el transcurrir de muchas generaciones, y por esta larga experiencia creció con tanta perfección para el gobierno de este reino que se verifica la vieja máxima de que ningún hombre se considere más sabio que las leyes: Neminem opportet esse sapientorem legibus» (Edward Coke)83.

21. Este sentido de continuidad histórica implica que, en el caso inglés, sea más apropiado hablar de evolución del sistema que de revolución o revoluciones (en contraste con el espíritu de tabla rasa de la Revolución francesa de 1789)84. Ciertamente, se dan luchas violentas por el poder: tras la Petition of Right, el rey Carlos I intentará prescindir definitivamente del Parlamento (1629-

40); cuando se vea obligado a volver a reunirlo en 1640, una Cámara de los Comunes radicalizada por los puritanos exigirá limitaciones constitucionales de la autoridad del rey y la condena a muerte del ministro Strafford (1641), lo cual terminará precipitando al país en la guerra civil (1642-45), culminando en la ejecución de Carlos I (1649) y el régimen republicano de Cromwell (1649-60). Restaurada la monarquía en 1660, se producirá sin embargo una segunda

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revolución en 1688 («Revolución Gloriosa»), cuando el rey Jacobo II, convertido

al catolicismo, intente acabar con las discriminaciones hacia los no anglicanos (Declaración de Indulgencia, 1687). La Revolución de 1688 asienta en el trono a los protestantes Guillermo y María; aunque surgida de la reacción protestante frente a una medida ciertamente liberal (intento de Jacobo II de acabar con la discriminación

religiosa), cabe considerar, pese a todo, que los hechos de 1688 marcan el fin definitivo de los intentos de construir en Inglaterra una monarquía absoluta al estilo francés: el Bill of Rights de 1689 establece un sistema de monarquía limitada, en el que el poder legislativo corresponde definitivamente al Parlamento, el cual posee una sustantividad institucional propia que no depende ya de la convocatoria real. El Bill of Rights, sin embargo, no tiene las pretensiones universales que sí tendrán los documentos norteamericanos y franceses de finales del siglo XVIII: presidido por el típico pragmatismo británico, apunta más a blindar la inmunidad de los parlamentarios y las competencias del legislativo (ilegalidad de las excepciones a las leyes introducidas por el rey, libertad de palabra de los parlamentarios, libertad de elección de los miembros del Parlamento…) que a consagrar derechos de todos los ciudadanos (aunque proclama algunos: derecho a poseer armas; derecho a dirigir peticiones al rey; ilegalidad de las multas excesivas; supresión de los castigos físicos más crueles)85. Y algunas cláusulas del Bill of Rights de 1689 encontrarán un siglo después un eco exacto en la Constitución norteamericana (1787-89): por ejemplo, el «derecho de petición» a las autoridades (artículo 5 del Bill; Enmienda I de la Constitución), la inexistencia de un ejército permamente (considerado entonces una herramienta de los tiranos), salvo en casos excepcionales autorizados por el Parlamento o el Congreso (artículo 6 del Bill; artículo 1.8 de la Constitución); el derecho a tener armas (que, eso sí, el Bill limita en su artículo 7 a los «súbditos protestantes», en tanto que la Constitución de EEUU lo extiende en su Enmienda III a todos los ciudadanos), etc86.

22. Edmund Burke escribió en 1775 que «en este país las grandes luchas por la libertad se han librado siempre, desde los primeros tiempos, principalmente en torno a cuestiones tributarias»87. Y, en efecto, el pulso rey-Parlamento surge en la década de 1620 como un conflicto fiscal: Jacobo I y Carlos I necesitan

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dinero para empresas militares y para el gasto suntuario de la corte, pero el Parlamento se resiste a autorizar nuevos impuestos, así como a conceder al rey la prerrogativa de introducirlos sin consentimiento de las Cámaras. Algunos de los hombres encarcelados sin juicio previo —a los que se refiere la Petition of Right de 1628— eran precisamente burgueses a los que el rey había intentado forzar a prestarle dinero, ante la negativa del Parlamento a conceder nuevos tributos. Durante su periodo de gobierno personal (1629-40), Carlos I probó diversas añagazas fiscales, como el desempolvamiento de viejas tasas caídas en desuso (tonnage and poundage), o la extensión a todo el país de un impuesto naval que tradicionalmente pagaban sólo los condados costeros. Estas maniobras se enfrentaron a una decidida resistencia popular y contribuyeron al descrédito del régimen. El acaudalado John Hampden se dejó encarcelar antes que pagar la pequeña suma de impuesto naval que le correspondía, inventando así la objeción fiscal88. El descontento popular generado por la arbitrariedad fiscal fue uno de los factores que condujo a la guerra civil de 1642-45. La protección del ciudadano frente a la opresión tributaria es, pues, uno de los derechos humanos que va tomando forma —sobre todo en el mundo anglosajón— en los siglos XVII y XVIII, a través del principio no taxation without representation (que, curiosamente, se volverá contra la propia Inglaterra cuando las colonias norteamericanas rechacen los nuevos impuestos introducidos por la Sugar Act o la Stamp Act en la década de 1760) y del reforzamiento del derecho de propiedad (muy claro, por ejemplo, en John Locke y en William Blackstone, el más influyente jurista inglés del siglo XVIII).

La voracidad fiscal del poder es una constante histórica, en todos los tiempos y culturas. La tentación estatal de confiscar y consumir la riqueza producida por los particulares es muy poderosa. Monumentos —impresionantes pero inútiles— como las pirámides de Egipto, el Taj Mahal o el palacio de Versalles no habrían podido erigirse sin una presión fiscal confiscatoria89. Es característica de los Estados despóticos la tributación exorbitante y el control exhaustivo de la actividad económica. En la Francia de Luis XIV y Luis XV, por ejemplo, el enorme gasto suntuario de la corte y la construcción de un gran ejército dispararon la presión fiscal hasta los 200 millones de livres anuales, y la deuda pública hasta los 2.000 millones de livres90. Además de a la familia real y su tren de vida fastuoso, esa tributación alimentaba a una red enorme de cortesanos, clientes y burócratas

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venales (muchos puestos de la administración se compraban, y no comportaban ninguna obligación, aunque sí cuantiosas rentas). Por otra parte, no había igualdad ante el fisco: aristócratas y clérigos estaban exentos del pago de impuestos directos como la taille. En la Inglaterra de los siglos XVII-XVIII, el hecho de que los reyes no manejasen

los impuestos a placer permitió mantener el fisco bajo control; además, acostumbró al pueblo a no dar sin más por supuesta e inevitable la tributación (aunque Benjamin Franklin afirmara en frase célebre que lo único seguro en esta vida son la muerte y los impuestos). La menor presión fiscal estimulaba la iniciativa empresarial y la creación de riqueza, permitiendo a muchos salir de la miseria: Voltaire escribió que el campesino inglés, a diferencia del francés, «no renuncia a incrementar el número de sus cabezas de ganado, o a reemplazar su tejado de paja por uno de tejas, por miedo a que le vayan a subir los impuestos por ello». Y Adam Smith señaló que, por temor a los tributos, el labriego francés «teme comprar una buena yunta de caballos o bueyes, y prefiere seguir cultivando con herramientas miserables»91. 23. En la Inglaterra de los siglos

XVII

desmantelado a lo largo del siglo

XVIII

y

XVIII,

además, fueron derribadas

progresivamente las restricciones estamentales y gremiales que en otros países obstaculizaban la creación de riqueza estableciendo barreras de entrada y salida en los diversos oficios, prescribiendo ocupaciones a las personas en función de su linaje, etc92. Los gremios resultaban especialmente perjudiciales, pues reglamentaban, no sólo los precios y salarios (impidiendo el libre juego de la oferta y la demanda)93, sino incluso los métodos de trabajo, imponiendo las técnicas tradicionales y desincentivando la innovación (por ejemplo, en Francia el teñido de las telas estaba sometido a nada menos que 317 regulaciones)94. Existían numerosos monopolios —unas veces gremiales, otros reales— sobre múltiples sectores productivos; esos monopolios, al impedir la competencia, obstaculizaban la asignación más eficiente de los recursos y la consiguiente bajada de los costes de producción y de los precios. Muchas de estas restricciones y controles habían sido sistematizados en Inglaterra por el Statute of Artificers de Isabel I (1563). El estatuto fue por una sucesión de leyes y fallos

judiciales. Por ejemplo, el juez Holt falló en el caso «Alcalde de Winton vs. Wilks»

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(1705) que cualquier habitante de Winchester podía «por derecho natural» ejercer cualquier oficio. El juez Lord Mansfield definió en 1756 el Statute of Artificers95 como contrario al derecho natural y al common law. Y el Comité Selecto designado por el Parlamento en 1811 concluyó que: «Cualquier interferencia del poder legislativo en la libertad de comercio o en la total libertad de cada individuo para disponer de su tiempo y su trabajo en la forma y los términos que juzgue más adecuados a su interés, viola principios generales de la mayor importancia para la prosperidad y la felicidad de la comunidad»96.

24. La reticencia a la tributación fue también la raíz del conflicto entre Gran Bretaña y sus colonias en Norteamérica, que terminaría dando lugar al nacimiento de Estados Unidos. El premier George Grenville intentó elevar la presión fiscal sobre los norteamericanos (Sugar Act y Stamp Act, 1764), obligándoles a asumir en parte los gastos de la guerra contra Francia (1756-63), que se había saldado con la anexión de Canadá a las posesiones británicas, alejando así definitivamente el peligro de que las Trece Colonias pudieran caer bajo dominio francés. La opinión pública norteamericana consideró despótica esta imposición fiscal, alegando que los colonos carecían de representación en el Parlamento británico, y que por tanto los nuevos impuestos vulneraban el principio «ninguna tributación sin representación [no taxation without representation]». Siguió una ola de protestas, primero en forma de tractos y quejas formales de las asambleas coloniales, y después ya con disturbios (Boston Tea Party, 1773) que Londres intentó reprimir mediante la imposición de un gobierno militar en Massachusetts (1774), desembocándose así en la guerra (batalla de Lexington, 1775) y la declaración de independencia de EEUU (1776), finalmente aceptada por Gran Bretaña tras ocho años de lucha (1783). La argumentación usada por los primeros panfletos anti-británicos (James Otis, John Adams, etc.) se sitúa en la línea «historicista» que hemos visto en §19: no invocan tanto la idea de derechos naturales del hombre como la de derechos históricos de los ingleses. Así, Thomas Jefferson (1743-1826) en su Summary View of the Rights of British America (1774)97 hablará de los «derechos naturales de los ingleses nacidos libres [freeborn Englishmen]», mezclando la fundamentación histórico-nacional («de los ingleses») con la iusnaturalista («naturales»); los americanos se veían en ese momento como los custodios de la tradición inglesa de libertad, traicionada por el propio poder británico98.

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25. Una vez adoptada la decisión de cortar radicalmente los lazos con Gran Bretaña, la argumentación historicista («libertades tradicionales de los ingleses») deja de tener sentido; en los documentos fundacionales de EEUU prevalecerá más bien, por tanto, el discurso iusnaturalista-racionalista (derechos naturales). Los Grocio99, Pufendorf, Burlamaqui y —muy especialmente— Locke eran conocidos por los norteamericanos cultos. La doctrina de Locke era iusnaturalista, no tradicionalista100, e iba a resultar más influyente en Norteamérica que en la propia Inglaterra (por ejemplo, la teoría de Locke sobre la propiedad —esa situación original en la que el individuo se apropia mediante su esfuerzo de porciones de naturaleza virgen— resultaba inaplicable en una Gran Bretaña ya totalmente roturada, pero no así en una Norteamérica aún por poblar y explotar)101. Disueltos los vínculos con la metrópoli, las colonias se retrotraían en cierto modo al «estado de naturaleza» del que hablaban las teorías iusnaturalista-contractualistas. Por primera vez se iba a fundar un nuevo país de manera consciente y deliberada. De ahí la idea de la Declaración de Independencia: un documento solemne en el que los rebeldes explican al mundo (cosa a la que se sienten obligados por «un respeto decente por las opiniones de la humanidad») por qué quieren separarse de Gran Bretaña y en qué principios se basará la nueva nación. Destaca el segundo párrafo: «Consideramos estas verdades evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Que, para asegurar estos derechos, se instituyen gobiernos entre los hombres; gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que, siempre que alguna forma de gobierno se vuelve amenazadora para tales fines, es derecho del pueblo alterarla o abolirla […]»

La Declaración combina, precisamente en el estilo ecléctico de Locke, la fundamentación iusnaturalista-racionalista con la teológica: la igualdad moral entre los hombres y el hecho de que gozan de derechos naturales son presentados a un mismo tiempo como una «verdad evidente por sí misma» y como un don del Creador102. Se mencionan tres derechos específicos: a la vida, a la libertad y a la «búsqueda de la felicidad». En un momento en que triunfaba al otro lado del Atlántico el «despotismo ilustrado» —reyes absolutos que, como padres benévolos, decían velar por el bienestar de sus súbditos— la declaración

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norteamericana marca distancias aclarando que no es misión del Estado garantizar la felicidad o el bienestar a los ciudadanos, sino tan sólo proporcionar el marco (cumplimiento de los contratos, seguridad jurídica, igualdad ante la ley, etc.) que permita a cada uno buscarlo con su propio esfuerzo, y con mejor o peor fortuna. Si el despotismo ilustrado propone un Welfare State avant la lettre en el que el poder político asegura al súbdito la suficiencia material, el liberalismo norteamericano presupone ciudadanos económicamente independientes que no esperan que el Estado les resuelva la vida. La Declaración también ilustra muy bien las ideas que expusimos en §13 y §14: la razón de ser del Estado estriba en garantizar los derechos de los individuos («para asegurar estos derechos, se instituyen gobiernos entre los hombres»)103, y si un gobierno deja de cumplir esa función, es legítima la rebelión frente a él. Es la vieja idea del «derecho de resistencia», que también Locke había asumido y teorizado104, denominándola «llamada al Cielo». Los revolucionarios norteamericanos, de hecho, luchaban a menudo bajo estandartes que llevaban la inscripción lockeana «Appeal to Heaven». 26. Declarada la independencia, las diversas colonias procedieron a dotarse de sus propias constituciones (que son, por tanto, anteriores en un decenio a la constitución federal de 1787). Casi todas incluyeron declaraciones de derechos fundamentales: las primeras de la historia105 (si no contamos el Bill of Rights inglés de 1689 por su carácter incompleto y por tratar más sobre inmunidades de los parlamentarios que sobre derechos de todos los ciudadanos). Y, entre todas ellas, tiene especial importancia la declaración anexa a la constitución de Virginia, redactada por George Mason y aprobada el 29 de junio de 1776. La Declaración de Derechos de Virginia tiene una claridad y exhaustividad mayores que la Declaración de Independencia —a la que precede en unos días— y, sobre todo, que la declaración de derechos redactada por James Madison y añadida a la Constitución de EEUU en 1789 en sus diez primeras Enmiendas. Por ejemplo, en su artículo 1 proclama que: «Todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos innatos, de los cuales no pueden despojarse —o privar a la posteridad— por ningún convenio cuando entran en un estado de sociedad: a saber, el disfrute de la vida y de la libertad, junto con los medios de adquirir y poseer propiedad [the means of acquiring and possessing property] y de perseguir y obtener su felicidad y seguridad».

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Los derechos son, pues, irrenunciables: los individuos no pueden despojarse de ellos al suscribir el contrato social. Esta tesis iba dirigida contra la versión hobbesiana de la idea del pactum, que incluía la renuncia a los derechos naturales, sacrificados por los súbditos al comprometerse a obedecer a un soberano absoluto106. Tiene especial importancia el artículo 4 del documento virginiano: «Ningún hombre o conjunto de hombres tiene derecho a privilegios o emolumentos por parte de la comunidad, si no es en consideración a los servicios públicos prestados, y no siendo tales emolumentos heredables. Tampoco deben ser hereditarios los oficios de magistrado, legislador o juez».

El texto supone la ruptura con el tipo de sociedad estamental que imperaba en Europa (incluida, en algunos aspectos, Gran Bretaña, donde por ejemplo los escaños de la Cámara de los Lores seguían siendo heredados): una sociedad basada en el linaje, en la que muchos cargos y dignidades eran todavía hereditarios y en la que los nobles percibían aún diezmos y gabelas (corvées, champarts, etc.) de los campesinos de sus dominios, sin tener que prestar ningún servicio a cambio. En cierto modo, el Bill de Virginia se limita a oficializar la praxis efectiva de las Trece Colonias, pues lo cierto es que las divisiones estamentales, tan estancas en Europa, nunca habían tenido allí relevancia. Norteamérica fue desde el principio una sociedad mucho más igualitaria, con clases sociales permeables107. Esto quedará reflejado así también en la Constitución federal (1787), que prescribirá en su artículo 1.9.8 que «Estados Unidos no concederá ningún título de nobleza». Por supuesto, existía un aspecto de la sociedad norteamericana que contradecía brutalmente todas estas proclamaciones de igualdad legal: la persistencia de la esclavitud en los Estados del sur, de los cuales Virginia era precisamente el más importante (la «peculiar institución» fue erradicada de los Estados del norte en estas décadas finales del siglo XVIII). Esta contradicción

terminaría costando al país la guerra civil de 1861-65. Otros artículos de la Declaración de Virginia consagraban claramente la separación de poderes (artículo 5), las elecciones libres y el derecho al sufragio (artículo 6), los juicios contradictorios y con jurado (artículo 8), la prohibición de los castigos crueles y de las «multas excesivas» (artículo 9), el habeas corpus (artículo 10), la libertad de prensa (artículo 12)… El artículo 15 recuerda que «el

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gobierno libre, o las bendiciones de la libertad, no pueden ser conservados por ningún pueblo sino por una firme adhesión a la justicia, la moderación, la temperancia, la frugalidad y la virtud». Y el artículo 16 contiene una interesante formulación de la libertad religiosa como derecho-deber: «la religión, es decir, el deber que tenemos hacia nuestro Creador […] sólo puede ser guiada por la razón y la convicción, no por la fuerza o la violencia», concluyendo con una nueva afirmación de la tesis según la cual la libertad sólo puede subsistir en una atmósfera moral de virtud: «es deber de todos practicar la paciencia, la caridad y el amor cristianos». 27. Desde el famoso discurso de John Winthrop en 1630 («construiremos una ciudad sobre la colina, y los ojos del mundo estarán fijos sobre nosotros») existía en la autoconciencia norteamericana (está también en Paine108, en los Federalist Papers, en Jefferson, etc.) la idea de la primicia histórico-universal: América como laboratorio social en el que se ponen a prueba principios democráticoliberales que, de resultar viables, podrían ser imitados por el resto de la humanidad. Y, en efecto, aunque la Revolución francesa y su Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano hayan captado después la atención mundial más que la norteamericana de 1776 y sus documentos, lo cierto es que no hubiera podido haber un 1789 sin un 1776. La experiencia norteamericana mostró que las estructuras sociales y políticas podían ser profundamente transformadas, que las revoluciones eran posibles. El marqués de Condorcet publicó en 1786 una obra titulada Influencia de la revolución americana sobre Europa [De l’influence de la Révolution d’Amérique sur l’Europe], y en ella decía: «El espectáculo de un gran pueblo donde los derechos del hombre son respetados es útil para todos los demás». Benjamin Franklin promovió ya en 1778 la publicación de una traducción francesa de las constituciones de los diversos Estados norteamericanos109 (aún no existía la constitución federal). En 1789, la primera propuesta de completar la proyectada Constitución francesa con una declaración de derechos la hace (11 de julio)110… el marqués de La Fayette, comandante de las tropas francesas que habían combatido en Norteamérica y amigo de Washington y Jefferson. Georg Jellinek mostró en su La declaración de los derechos del hombre [Die Erklärung der Menschen- und Bürgerrechte] (1895) cómo la Declaración francesa de 1789 sigue casi literalmente, en muchos de sus

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artículos, a los documentos norteamericanos (la Declaración de Virginia y las declaraciones de otras constituciones: especialmente, las de Massachusetts y New Hampshire)111. IV. REVOLUCIÓN FRANCESA Y ABOLICIÓN DE LA TORTURA La aportación continental —especialmente francesa— más importante al progreso de los derechos humanos en la segunda mitad del siglo XVIII se identifica

con la notable humanización de las leyes penales conseguida en esos años, así como, ya durante la Revolución, la abolición de los privilegios estamentales y proclamación solemne de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), que alcanza pronto un efecto publicitario mucho mayor que el que habían conseguido antes los documentos anglosajones; es la Revolución francesa, no la norteamericana, la que, por ejemplo, tendrá en mente Kant cuando escriba en 1798: «Un hecho semejante en la historia de la humanidad ya no se olvida, pues ha descubierto en la naturaleza humana una disposición y capacidad para el bien que ningún político hubiera podido deducir»112. Sin embargo, el «derrapaje» (Furet) de la Revolución a partir de 1792113 conduce pronto a la contradicción de un régimen que, reivindicando oficialmente los derechos del hombre, los pisotea en la práctica mediante la eliminación de opositores políticos (Comité de Salvación Pública, 1793-94), la represión genocida de levantamientos populares (Vendée, Lyon), la confiscación masiva de propiedades, la sujeción de la Iglesia al Estado («constitución civil del clero»), etc. Esta circunstancia explica que un pensador de la talla de Edmund Burke, que había apoyado las reivindicaciones norteamericanas114, atacase después a fondo la Revolución francesa en sus Consideraciones sobre la revolución en Francia [Reflections on the Revolution in France] (1790). 28. La asamblea estamental de los Estados Generales —que no había sido convocada en Francia desde 1614— mutó en asamblea constituyente cuando los diputados del «tercer estado» (burguesía) comenzaron a deliberar por separado y acordaron en el juramento del Juego de Pelota (20 de junio de 1789) permanecer reunidos hasta dotar al reino de una Constitución escrita, imitando el reciente precedente norteamericano. Mientras en las calles se desborda la insurrección

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popular (asalto de la prisión de La Bastilla, 14 de julio), la Asamblea constituyente adopta en pocas semanas decisiones históricas: abolición el 4 de agosto de todos los privilegios estamentales (había sido importante la preparación teórica del terreno por el Ensayo sobre los privilegios de Emmanuel Sieyés, 1788): los derechos feudales (diezmos, justicia señorial, etc.) son abolidos; también los privilegios territoriales y locales (regímenes jurídicos particulares de ciudades y provincias concretas). Se aprobó a continuación la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (26 de agosto). El «sexto comité» había preparado un proyecto de 24 artículos, pero su discusión quedó interrumpida en el 17.o, promulgándose inmediatamente el documento en esta versión «mutilada». El abbé Grégoire había propuesto que la Déclaration fuese acompañada de una declaración de deberes, pero su sugerencia fue rechazada; este rechazo iba a tener consecuencias importantes en la historia, al abrir la puerta a la idea de «derechos sin deberes». Los paralelismos de la Declaración francesa de 1789 con la Declaración de Independencia norteamericana y la Declaración de Derechos de Virginia son notables, aunque también se dan algunas diferencias. El Preámbulo habla de «derechos naturales, inalienables y sagrados» que son «expuestos» (por tanto, no creados, sino declarados) por la Asamblea Nacional «en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo [Dios]». Está presente, pues, una vaga inspiración deísta115, aunque no se llega tan lejos como en las declaraciones americanas, que relacionan directamente la titularidad de los derechos con la condición de hijos de Dios («son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables»). El artículo 1 del texto francés («Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos») hace eco claramente a la Declaración de Independencia («Los hombres son creados iguales»). El artículo 2 francés es completamente lockeano: «La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». Las diferencias estriban, por ejemplo, en que la Declaración francesa posee un sello fuertemente individualista que va más lejos que el de las Declaraciones americanas, como supo ver Bobbio116. El artículo 4 del texto francés define la libertad como «poder hacer todo lo que no hace daño a otro», añadiendo que «el disfrute de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los

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que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos» y que tales límites «sólo pueden ser determinados por la ley». Y el 5 declara que «la ley sólo puede prohibir las acciones perjudiciales para la sociedad». El 6 consagra el derecho a la participación política: «La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a participar, bien personalmente, bien por medio de representantes, en su formación». Y esa ley «debe ser la misma para todos»: «Todos los ciudadanos son iguales a sus ojos; todos pueden ser admitidos a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad, y sin otra distinción que la de sus virtudes y talentos». Este artículo implicaba, por supuesto, la ruptura con el principio estamental. La otra diferencia concierne, como apuntábamos antes, a la posición de la religión: reconocida como valiosa (y casi indisociable de la cultura de la libertad) por los textos americanos, la Declaración francesa, en cambio, la engloba en su artículo 10 dentro de la libertad genérica de pensamiento, y no sin cierto matiz desdeñoso: «Nadie debe ser molestado por sus opiniones, ni siquiera religiosas [même religieuses], siempre que su manifestación no altere el orden público establecido por la ley»; el artículo 11 confirma que «todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente, salvo en los casos de abuso determinado por la ley». El artículo 17, finalmente, define a la propiedad como un «derecho inviolable y sagrado, del que nadie puede ser privado si no es por necesidad pública, legalmente constatada, y previa indemnización». 29. Merecen comentario aparte los artículos 7 («nadie puede ser acusado, detenido ni mantenido en prisión sino en los casos determinados por la ley»), 8 («la ley no debe establecer otras penas que las estricta y evidentemente necesarias; nadie puede ser sancionado si no es en aplicación de una ley promulgada con anterioridad al delito cometido») y 9 («todo hombre debe ser tenido por inocente en tanto no se haya determinado su culpabilidad») de la Declaración francesa. Aunque tienen claros precedentes en los textos anglosajones, su inclusión en el documento de 1789 marca la culminación de un lento proceso de humanización y racionalización del derecho penal que se había prolongado durante toda la segunda mitad del siglo XVIII, y en el que habían tenido influencia destacada algunos ilustrados.

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Existe desde antiguo la conciencia de que las penas establecidas por la ley pueden tener dos finalidades: la retribución o expiación (el criminal debe purgar su culpa) y la prevención o intimidación (disuadir a los delincuentes potenciales). En las Partidas de Alfonso X el Sabio, por ejemplo, se lee que las

penas se imponen a los hombres por dos razones: «La una es porque resciban escarmiento de los yerros que ficieron. La otra es porque todos los que oyeren o vieren, tomen exemplo o apercibimiento para guardarse que no yerren por miedo a las penas»117. La prevalencia de la concepción retribucionista explica quizás la desmesurada brutalidad de las leyes penales hasta el siglo XVIII: uso

masivo de la pena de muerte, tortura judicial, castigos físicos o infamantes (exposición en la picota, ser marcado con hierro candente, etc.). Por ejemplo, todavía en 1790, en plena Revolución, los delitos sancionables en Francia con pena de muerte eran nada menos que 115118; en Inglaterra, el número era de 220 —entre ellos, el robo de cualquier objeto de valor superior a doce peniques o el daño a los peces de los estanques— a tenor del bloody code, en vigor desde 1688 (aunque en la práctica la pena capital era conmutada frecuentemente por destierro a los presidios australianos o norteamericanos). Voltaire (1694-1778), Beccaria, Filangieri y otros ilustrados consiguieron, con sus escritos, convencer a la opinión pública de la innecesariedad y barbarie de un sistema penal tan feroz, así como de la inaceptabilidad de la tortura y el castigo infamante en una sociedad civilizada. Resultó decisivo el «caso Calas» (1762), tan resonante internacionalmente como el caso Servet en el siglo XVI o el affaire Dreyfus a finales del

XIX.

Jean Calas fue condenado por un tribunal de

Toulouse a morir en la rueda, acusado de haber asesinado a su hijo para impedir que se convirtiese al catolicismo (se trataba de una familia protestante); el joven apareció ahorcado, y Calas mantuvo siempre, incluso después de la tortura judicial, que se había tratado de un suicidio. La rueda era un sistema de ejecución terrible, que incluía el machacamiento en vida de los huesos del condenado y su descoyuntamiento en un dispositivo circular. Otros métodos bárbaros de ejecución todavía vigentes en Europa en la segunda mitad del siglo XVIII eran el descuartizamiento y la hoguera119. Su utilización era aún frecuente. Por ejemplo, en la jurisdicción del Parlamento de Aix-en-Provence, casi la mitad de las 53 sentencias de muerte emitidas entre 1760 y 1762 pedían el descoyuntamiento en

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la rueda (a veces los verdugos se apiadaban y estrangulaban a los condenados antes de proceder al tormento, pero otras el suplicio era aplicado en todo su horror). El caso Calas se convirtió en un hito histórico cuando Voltaire, que se había entrevistado con uno de los hijos del condenado y estaba convencido de la inocencia de éste, hizo suya la causa de su rehabilitación, publicando en 1763 su Tratado sobre la tolerancia con ocasión de la muerte de Jean Calas [Traité sur la tolérance à l’occasion de la mort de Jean Calas]. En realidad, Voltaire ataca en esta obra, no la barbarie de la ejecución, sino el fanatismo religioso que, en su opinión, fue la causa de la sentencia injusta, al predisponer a los jueces contra el acusado de confesión protestante: «No se entiende cómo un hombre puede decir a otro: «Cree lo que creo yo, y no lo que tú puedes creer, o perecerás»»120. Su campaña tuvo gran éxito, y consiguió la casación de la sentencia por el Consejo Real (1764) y la rehabilitación de Calas (1765). Pero el propio Voltaire evoluciona en esos años, y en 1766 comienza a usar el escándalo Calas para denunciar el uso de la tortura en los interrogatorios judiciales y en las ejecuciones. En 1769 añade un artículo contra la tortura a su Diccionario filosófico, publicado por primera vez en 1764. La influencia combinada de los escritos de Voltaire, los de Cesare Beccaria y los de Gaetano Filangieri genera un movimiento creciente de repulsa a la tortura en la opinión pública a partir de la década de los 60. Curiosamente, los primeros en suprimirla son algunos «déspotas ilustrados»: Federico II de Prusia, amigo de Voltaire, había prohibido ya el tormento judicial (para arrancar confesiones) en 1754; la zarina Catalina la Grande adopta la misma medida en 1767; la emperatriz María Teresa de Austria lo hace en 1776. La Revolución francesa solemnizará el derecho a no ser torturado en el artículo 8 de la Declaración de Derechos del Hombre: «la ley no debe establecer otras penas que las estricta y evidentemente necesarias»; en el mismo 1789, el gobierno prohibió todas las formas de tortura judicial. Y en 1792 se comenzó a utilizar la guillotina en las ejecuciones: pese a su aura siniestra, la introducción de la guillotina tuvo un sentido humanitario, pues se buscaba un método de ejecución rápido e indoloro, superador de la barbarie de métodos anteriores. 30. La otra obra clave para suscitar un estado de opinión favorable a la

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suavización de las leyes penales fue De los delitos y las penas [Dei delitti e delle pene] (1764), del ilustrado milanés Cesare Beccaria (1738-94). La casi exacta coincidencia temporal con el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire hizo que ambas obras se potenciaran mutuamente, hasta el punto de que algunos reaccionarios hablaban de «conspiración». Beccaria sostiene que los delitos no son otra cosa que infracciones del contrato social que generan un derecho de legítima defensa en la sociedad; pero la reacción punitiva debe venir presidida por un principio de proporcionalidad: la severidad de la pena no debe ser mayor de la estrictamente necesaria para generar efecto disuasorio en el delincuente potencial. Las penas vigentes en la época eran desproporcionadas por demasiado severas: Beccaria defiende, no sólo la abolición de la tortura, sino también la de la pena de muerte, salvo en casos muy excepcionales. También formula de manera canónica principios jurídico-penales que desde entonces son considerados consustanciales a la sociedad civilizada: publicidad de las normas, irretroactividad de las leyes penales, publicidad del proceso, vocación reeducadora de las penas… V. LA ABOLICIÓN DE LA ESCLAVITUD La reducción a esclavitud por los europeos de más de diez millones de personas —en su gran mayoría africanas— entre los siglos XVI y XIX es probablemente, junto al Holocausto y otros genocidios del siglo

XX,

el mayor atentado contra los

derechos humanos cometido en Occidente. La abolición de la esclavitud por sucesivos países entre 1807 (prohibición del tráfico de esclavos por Gran Bretaña) y 1888 (emancipación en Brasil, la última nación occidental en hacerlo) representó, pues, un formidable paso adelante de la causa de los derechos humanos. El movimiento abolicionista fue impulsado casi exclusivamente por cristianos fervientes que usaban sobre todo argumentos religiosos, con preferencia al nuevo lenguaje de los derechos, aunque éste también jugó algún papel. 31. La esclavitud ha sido practicada por todas las culturas importantes desde la Antigüedad; constituyó la base del sistema productivo grecorromano y fue defendida por Platón o Aristóteles. Los grandes mercados de esclavos romanos de Capua o Delos llegaban a vender 20.000 personas al día. Plinio el

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Viejo (no especialmente acaudalado) era propietario de 4.110 esclavos en el siglo I121. Catón el Viejo recomienda al terrateniente en su tratado De agricultura que

dispense más atención a los bueyes que a los siervos, ya que estos saben cuidar mejor de sí mismos. La esclavitud declinó en Occidente ya en los últimos siglos del Imperio romano, y sobre todo tras el fin de éste: contribuyeron a ello el influjo del cristianismo, la extinción de la fuente tradicional de abastecimiento (las victorias militares romanas) y el hecho de que los pueblos germánicos que irrumpieron en la parte occidental del Imperio no practicasen la esclavitud en gran escala. La servidumbre feudal no era esclavitud122: los siervos eran considerados personas y tenían derechos y deberes; podían casarse con quien quisieran y sus familias no eran dispersadas o vendidas; debían pagar una renta y/o trabajar cierto número de días para el señor feudal, pero éste a su vez les debía protección militar y otros servicios123. Subsistió la esclavitud de forma marginal en la periferia europea, en zonas que estaban en contacto con el Islam (España o el Imperio bizantino). La esclavitud, que se había prácticamente extinguido en Occidente durante los siglos medievales, reapareció como fenómeno masivo con ocasión de la expansión atlántica primero de Portugal y España, y después de Inglaterra, Francia y Holanda. Había recursos inmensos por explotar, y la fuerza de trabajo de los escasos colonos europeos resultaba insuficiente. Ya en la década de 1430 los portugueses y castellanos que se disputaban las islas Canarias habían comenzado a esclavizar a los guanches, lo cual suscitó una condena formal del papa Eugenio IV en la bula Sicut dudum (1435), que exhortaba a que «les sea devuelta la libertad a todas y cada una de las personas que habitan dichas islas, hombres y mujeres […] Esta gente debe ser total y perpetuamente libre, y se les debe emancipar sin exigir rescate a cambio»124; los papas Pío II (1456-64) y Sixto IV

(1471-84) reafirmaron esta condena. Descartada la esclavización de los

indígenas americanos —en parte por razones morales, en parte por la menor resistencia física de estos (comparados con los africanos) y la enorme mortandad sufrida en el siglo XVI por enfermedades como la viruela, frente a las que los

amerindios no estaban inmunizados— las naciones europeas se dirigieron al gigante mercado esclavista africano (que existía desde mucho antes, pues los

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países islámicos llevaban siglos comprando o apresando esclavos del Africa negra) para comprar entre los siglos XVI y XIX, según la estimación del especialista

Philip Curtin, unos 15 millones de esclavos, de los cuales llegarían vivos a América unos 10 millones (un tercio, pues, perecía durante el viaje): unos 400.000 fueron a la Norteamérica británica (su número crecería, por reproducción, hasta los 4 millones en vísperas de la guerra de Secesión de 186165), 3.6 millones a Brasil, 1.6 millones a las colonias españolas y 3.8 millones a las colonias inglesas, francesas, holandesas y danesas del Caribe (y fue aquí donde las condiciones de vida y trabajo de los siervos —empleados sobre todo en el cultivo de la caña de azúcar— fueron más terribles)125. 32. El estatuto jurídico y moral de los indígenas americanos suscitó en la España del siglo XVI debates que sólo podemos esbozar a grandes líneas. Cabría apuntar

como tónica general la pretensión de la Corona y la Iglesia126 de garantizar la libertad, o al menos el trato humanitario, de los indios, frustrada a menudo en la práctica por los abusos de conquistadores y encomenderos. Isabel la Católica ordenó en su testamento (1504) que los nativos no fuesen reducidos a servidumbre: «Suplico al rey [Fernando] mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la dicha princesa mi hija [Juana] y al dicho príncipe su marido [Felipe], que […] no consientan ni den lugar a que los indios vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados […]»

Ya el papa Alejandro

VI

había admitido —en la bula Inter caetera (1493)— la

plena humanidad de los habitantes de las Indias recién descubiertas, señalando que «parecen bastante propicios a abrazar la fe católica y a formarse en las buenas costumbres». Por si quedaba alguna duda, el papa Pablo III prohibió tajantemente en su bula Sublimis Deus (1537) que los indios fuesen esclavizados:

«El enemigo del género humano [Satanás] […] inventó un nuevo método para obstaculizar la salvación de los pueblos: inspiró a algunos servidores suyos para que escribieran que los indios del Occidente y del Sur […] deben ser tratados como bestias de carga creadas para servirnos, pretendiendo que son incapaces de recibir la fe católica. Nosotros [el Papa] […] consideramos que los indios son hombres y que no sólo son capaces de comprender la fe católica, sino que, según los informes que nos llegan, están muy deseosos de recibirla […] Definimos y declaramos por esta Carta Apostólica […] que los dichos indios y todos los demás pueblos que puedan ser descubiertos en el futuro por los cristianos no pueden en ningún caso ser privados de su libertad o de la posesión de sus bienes, incluso si permanecen fuera de la fe en Jesucristo […]»

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El sistema aplicado por los españoles para conseguir el encuadramiento y el trabajo de la población indígena será el de las «encomiendas», que suponía una actualización de los vínculos feudales de la Europa medieval: los indios de cierto territorio quedaban obligados a trabajar para y/o pagar tributos al encomendero español, quien a cambio garantiza teóricamente su seguridad (frente a, por ejemplo, ataques de los «indios de guerra» aún no sometidos) y su instrucción y evangelización, confiadas a clérigos doctrineros. Como se comprueba que, en determinadas zonas, el sistema tiende a degenerar en un simple régimen de trabajos forzados, se suceden las protestas de los religiosos (fray Antonio de Montesinos127, fray Bartolomé de las Casas, fray Toribio de Benavente [Motolinía]) y las intervenciones legislativas de la Corona que intentan garantizar derechos al nativo (Leyes de Burgos, 1512; Leyes Nuevas de Indias, 1542); las Leyes de Burgos, por ejemplo, imponen a los encomenderos la obligación de construir un pueblo con iglesia por cada cincuenta indios y darles semillas para que cultiven por su cuenta, así como gallinas y un gallo128. Las Leyes Nuevas (1542), además de rebajar los tributos a pagar por los encomendados, preveían que, dado que las encomiendas eran supuestamente transitorias (pues tenían la finalidad de adaptar a los indígenas al modo de vida español), deberían extinguirse con sus actuales titulares, no pudiendo ser heredadas por sus descendientes. Esta medida dio lugar a una rebelión de los encomenderos del Perú que, liderados por Gonzalo Pizarro (hermano del conquistador), se hicieron con el control del virreinato durante cuatro años (1544-48), teniendo que ser sojuzgados militarmente (batallas de Iñaquito y Jaquijahuana). También Las Casas, nombrado obispo de Chiapas, debe hacer frente a una rebelión de los encomenderos cuando intenta aplicar las Leyes Nuevas (1545). Las encomiendas persistirían hasta principios del siglo XVIII. En todo caso, honra a España —y es su aportación más importante a la génesis de los derechos humanos129— haber albergado esas luchas y debates, no dando por supuesta sin más, a diferencia de otras potencias coloniales, la licitud de la conquista y de la sujeción de los indígenas. Carlos V llegó a considerar la posibilidad de abandonar América por razones morales («duda indiana»). Destacaron en esos debates Francisco de Vitoria, que sopesó los «títulos» de la conquista en su Relectio de indis (1539), descartando la legitimidad de algunos de ellos, y Bartolomé de las Casas (1484-1566), incansable defensor de los

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derechos del indio (quien, sin embargo, proporcionó material para la Leyenda Negra al incurrir en notorias exageraciones en su obra de denuncia Brevísima relación de la destrucción de las Indias, 1552). Estas discusiones tuvieron, además, una escenificación espectacular en la llamada Controversia de Valladolid, coloquio de juristas, teólogos y administradores del reino celebrado en 1550-51 en el colegio de San Gregorio de la ciudad castellana. En contra de lo que sostiene el tópico, la Controversia no trató sobre «si los indios tenían alma», si eran o no seres humanos o si podían ser esclavizados, sino, una vez más, sobre los títulos de la conquista y la provisionalidad o carácter definitivo de ésta130. Bartolomé de Las Casas sostuvo que las sociedades precolombinas eran «verdaderos reinos», gobernados por sus «señores naturales» (abogando por una especie de confederación voluntaria de los mismos bajo la tutela del rey de España) y que la evangelización sólo podía ser pacífica131. Su principal rival, Juan Ginés de Sepúlveda, invocó el canibalismo, los sacrificios humanos o el incesto practicado por pueblos indígenas para sostener que, encontrándose en un nivel de civilización muy inferior, los indios necesitaban por su propio bien permanecer largo tiempo bajo dominio español, el cual les podía ser legítimamente impuesto por la fuerza132. Uno y otro defendieron sus tesis también en las obras Treinta proposiciones muy jurídicas (Las Casas, 1552) y Demócrates alter, o de las justas causas de la guerra contra los indios (Ginés de Sepúlveda, 1544). 33. La figura de Bartolomé de las Casas sirve también de intersección entre la cuestión de los derechos de los indios y la de los africanos: una leyenda infundada le convierte en el introductor de la importación de esclavos negros en la América española. Es cierto que Las Casas recomendó en diversos memoriales —entre 1516 y 1531— la compra de esclavos africanos, por su mayor resistencia física, para que asumiesen las tareas más duras del cultivo del azúcar (que se desarrolla a partir de 1515), buscando descargar de ellas a los indios, que morían numerosos en las plantaciones. Pero no fue su consejo el detonante del inicio de la trata de negros en América (los portugueses venían practicándola en el Atlántico ya en el siglo XV, y está documentada la llegada del primer contingente de africanos a La Española en 1502)133; y Las Casas, en fecha posterior —y tras conocer de primera mano el horror de la trata durante un viaje a Lisboa en 1547

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— reconoció su culpa y su arrepentimiento en su Historia de las Indias, donde alude a sí mismo en tercera persona: «Este aviso de que se diese licencia para traer esclavos negros a estas tierras dio primero el clérigo Casas, no advirtiendo la injusticia con que los portugueses los toman y hacen esclavos; el cual [Las Casas], después de que cayó en ello, no lo diera por cuanto había en el mundo, porque siempre los tuvo por injusta y tiránicamente hechos esclavos, porque la misma razón es dellos que de los indios»134.

España, ciertamente, participó del crimen de la esclavitud, igual que hicieron las demás potencias coloniales de la época (especialmente Portugal, Gran Bretaña, Francia y Holanda). Aun siendo la esclavitud en todo caso la antítesis misma de cualquier noción de derechos humanos, debe señalarse que la regulación no fue igual en todas las zonas. En las colonias españolas135, quizás por la influencia de los documentos papales que siguieron condenando la esclavitud en los siglos XVI y XVII (por ejemplo, la bula Commissum nobis [1639] de Urbano

VIII)136,

la condición de los esclavos fue algo más benigna. El Código

Negro Carolino (1789) permitía a los esclavos comprar su libertad (una posibilidad no sólo teórica, pues nos consta que en 1817 había 114.058 negros libres en Cuba)137; se les evangelizaba y podían contraer matrimonio (sólo entre esclavos) y recibir los demás sacramentos, descansar los domingos y festivos, etc. El trato recibido en las colonias inglesas del Caribe fue más brutal: no se les bautizaba (al contrario, se multó en el siglo XVII a grupos de cuáqueros que lo

intentaban) ni se les permitía casarse; el Código de Barbados (1664) autorizaba al amo a ejercer «fuerza ilimitada para obligar al trabajo», así como a castigar discrecionalmente a los esclavos, incluso con la mutilación o la muerte. No se permitía al principio la manumisión; en fecha posterior, se estableció un impuesto muy alto para los amos que deseasen liberar a sus esclavos. El Code Noir francés (1683) estaba más próximo al Código Negro español que al Código de Barbados: indicaba que el esclavo es «una criatura de Dios» y en su artículo 39 ordenaba el procesamiento de los hacendados que hubiesen «matado o mutilado a sus esclavos»138. 34. Quizás porque fue en las colonias británicas de Norteamérica y las Antillas donde la esclavitud había alcanzado una inhumanidad mayor, también fue en el mundo anglosajón donde surgió en el siglo XVIII el movimiento

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abolicionista. Y su característica más importante es haber sido impulsado casi exclusivamente por cristianos y emplear una argumentación primordialmente religiosa; a mediados del siglo XIX, cuando el debate sobre la esclavitud alcance una intensidad sin igual en EE.UU., el bando abolicionista usará sobre todo un lenguaje bíblico [la esclavitud como pecado], en tanto que el bando esclavista utiliza principalmente argumentos seculares: derechos de los Estados (los Estados federados: Virginia, Georgia, etc.) frente a la pretensión «tiránica» del gobierno federal de privarles de su «peculiar institución»139. Algunos ilustrados como Voltaire, Montesquieu o Hume defendieron el tráfico de esclavos; otros, como Diderot, Turgot o, especialmente, Adam Smith, se opusieron a él. Correspondió un protagonismo especial a grupos protestantes «disidentes» (ajenos a las Iglesias nacionales, como la anglicana) como los cuáqueros o los metodistas. El primer documento abolicionista es la «protesta de Germantown», publicada en 1688 por un grupo de cuáqueros de la recién fundada Pensilvania. En 1700, el puritano de Boston Samuel Sewall publica La venta de Joseph [The Selling of Joseph]. En 1754, el cuáquero John Woolman publica Algunas consideraciones sobre la manutención de los negros [Some Considerations On Keeping Negroes], donde ataca el «pecado de la esclavitud» invocando Mt. 25, 40 y afirmando que esclavizar a los africanos es como esclavizar a Cristo. En aquellos años, los cuáqueros fundaron la Pennsylvania Society for Promoting the Abolition of Slavery, y dieron ejemplo liberando a todos sus esclavos (algunos de ellos eran propietarios de grandes plantaciones). Durante la guerra de independencia norteamericana (1775-83) muchos Estados del Norte abolieron definitivamente la esclavitud; en los del Sur, en cambio, la economía se basaba cada vez más en el uso masivo de mano de obra esclava (monocultivo del algodón, materia prima muy solicitada por unas fábricas textiles inglesas en plena Revolución industrial). La Declaración de Independencia (1776) y la Constitución de EE.UU. (1787) guardaron un silencio embarazoso sobre la esclavitud: los Padres Fundadores sabían que suscitar entonces la cuestión hubiese provocado la secesión Norte-Sur (Abraham Lincoln dirá seis décadas más tarde que «la Constitución oculta [silencia] la esclavitud, como un hombre deformado esconde un quiste o un tumor, que no se atreve a cortar de una vez por temor a desangrarse»)140.

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35. En el movimiento antiesclavista británico, el papel que correspondió a los cuáqueros en Norteamérica lo jugaron en gran medida los metodistas. El fundador del metodismo, John Wesley, publicó en 1774 el tracto abolicionista Algunos pensamientos sobre la esclavitud, emprendiendo a continuación una campaña de sermones sobre el tema, pese a su avanzada edad. El movimiento abolicionista británico es un ejemplo histórico insuperable de cómo un pequeño grupo de personas, animadas exclusivamente por ideales morales, pueden conseguir cambios civilizacionales decisivos141. Mientras que en Norteamérica la esclavitud era mucho más visible, por practicarse en el propio país, en Gran Bretaña se daban todas las condiciones para que la institución perdurase indefinidamente: no había esclavos en las mismas islas británicas; los horrores de la trata y los trabajos forzados ocurrían a miles de kilómetros, en las costas africanas, en la travesía atlántica, en las plantaciones de caña de las Antillas… No había razones económicas o políticas que aconsejasen la abolición: la esclavitud era más rentable y extensa que nunca142 (el incremento drástico del número de esclavos, tanto en Norteamérica como en el Caribe, se produce precisamente en las últimas décadas del XVIII). La figura central del movimiento fue William Wilberforce (1759-1833), parlamentario del Partido Conservador por Yorkshire. Tras una conversión religiosa fulgurante en 1785143, decide dedicar el resto de su vida a dos causas: la abolición de la esclavitud y la «reforma de las costumbres» (lucha contra la cohabitación sin matrimonio, la prostitución y el alcoholismo; auxilio para los huérfanos, etc.)144. A partir de 1787 nuclea en torno suyo al pequeño grupo (al que algunos llamarán «los santos de Clapham»)145 que conseguirá la abolición varias décadas más tarde: Granville Sharp, Hannah More, Thomas Clarkson, James Stephen, Zachary Macaulay, Olaudah Equiano… Equiano era un exesclavo africano que había conseguido comprar su libertad; en 1789 publicó su autobiografía, en la que relataba los horrores del middle passage: el tramo intermedio del «comercio triangular» Europa-Africa-América, en el que los barcos, tras vender en Africa los productos manufacturados que habían cargado en Europa, volvían ahora a cargar sus bodegas con mercancía humana, que conducían a América; encadenados, hacinados sobre sus propios detritus en un espacio angostísimo, muchos esclavos morían durante el viaje. Equiano hizo mucho por difundir el «incidente del Zong»: en 1781, el capitán Luke

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Collingwood había arrojado a 131 africanos por la borda, aún vivos y encadenados, para aliviar el peso del barco; cuando fue llevado a los tribunales, el juez lord Mansfield le absolvió afirmando que había sido «como si hubiese sacrificado caballos de su propiedad». La campaña anti-esclavitud británica de 1787-1833 fue la primera batalla de opinión pública de la historia, y fueron utilizados en ella por primera vez medios como las recogidas masivas de firmas o los boicots de consumo. Thomas Clarkson emprendió en 1787-88 un periplo de recolección de datos: se deslizaba de incógnito en los barcos negreros para medir el espacio en que se amontonaba a los esclavos; entrevistaba discretamente a las tripulaciones: habló con miles de marineros. Josiah Wood diseñó el primer «logo» de la historia: la imagen de un esclavo encadenado, rodeado de las palabras «¿no soy un hombre y un hermano?»146; plasmado en camafeos, medallones y grabados, el símbolo era portado por miles de personas como signo de adhesión a la causa. Se recogieron y presentaron al Parlamento más de 60.000 firmas de hombres que pedían la abolición de la trata de negros147. Se puso en marcha un boicot de compras de azúcar: la gente creía que estaba físicamente manchada con la sangre de esclavos. William Wilberforce consiguió en 1791 una primera votación de la Cámara de los Comunes sobre la abolición de la trata de negros (primer paso hacia la erradicación de la esclavitud). Las discusiones se prolongaron hasta las cuatro de la madrugada; el resultado: 163 noes, 88 síes. Inasequible al desaliento, Wilberforce volvió a presentar anualmente su propuesta de abolición en los 16 años siguientes. A partir de 1793, el viento político se volvió en contra de la causa antiesclavitud a consecuencia de la radicalización de la Revolución francesa: Gran Bretaña entró en guerra con Francia, y durante unos años todo lo que sonara a derechos humanos era denunciado por los reaccionarios como «jacobino» y antipatriótico148; otro argumento de los esclavistas era que si los británicos renunciaban al comercio negrero, éste no desaparecería, sino que pasaría simplemente a manos francesas. Tras veinte años de esfuerzos, Wilberforce y su «grupo de Clapham» consiguieron por fin que el Parlamento británico aprobase en 1807, y por abrumadora mayoría (283 a 16), la prohibición del tráfico de esclavos (no sólo eso: la Royal Navy creó a partir de ese momento un escuadrón especial para la persecución de los negreros; esa flotilla liberaría a casi 150.000 esclavos durante

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todo el siglo

XIX,

abordando casi 1.600 barcos)149. Alcanzada esta primera

victoria, Wilberforce, Clarkson y los demás lucharon en los 25 años siguientes por el objetivo que restaba: conseguir la emancipación de los que ya eran esclavos (la ley de 1807 sólo prohibía la importación de nuevos esclavos desde Africa); todo eso, sin dejar de librar otros combates, como forzar un debate parlamentario en 1813 para conseguir la erradicación del suttee o sati: la práctica hindú de quemar vivas a las viudas junto con el cadáver de su marido, que costaba la vida cada año a decenas de miles de mujeres en la India150; también pidió que se combatiesen el infanticidio y el geronticidio (asesinato de los viejos ya inútiles), muy frecuentes en el subcontinente. Y en 1821 Wilberforce pronunció un importante discurso parlamentario a favor de la «emancipación católica»: la derogación de las últimas restricciones de derechos que pesaban sobre los católicos británicos151. La batalla final fue la redención de los cientos de miles de esclavos todavía existentes en las colonias. Volvieron a recogerse firmas: esta vez 1.5 millones, casi la mitad de la población masculina de Inglaterra. Los hacendados advirtieron que el precio del azúcar subiría drásticamente si se suprimía la mano de obra esclava; además, habría que indemnizarles con una suma de 20 millones de libras (la mitad del presupuesto estatal anual en la época) por la «expropiación». Ambos costes fueron asumidos por la sociedad inglesa. El 26 de julio de 1833, el Parlamento aprobó la emancipación de los esclavos. Wilber-force, que había protagonizado una última intervención parlamentaria sobre el tema semanas antes, murió tres días más tarde, el 29 de julio. 36. Lo que en Inglaterra fue conseguido por un pequeño grupo de activistas cristianos que lograron conmover a todo el país con un lenguaje religioso pareció por un momento que sería conseguido también en Francia con el lenguaje laico de los derechos del hombre: en 1793 Léger Félicité Sonthonax, comisario francés en la colonia de Saint-Domingue (actual Haití), decretó la emancipación de todos los esclavos. Había estallado ya en 1790 una sublevación de los esclavos negros tanto en Saint-Domingue como en Martinica, con graves violencias contra los blancos. La medida de Sonthonax buscaba aplacar la rebelión; la Convención jacobina la convalidó (1794), decretando también la abolición de la esclavitud en todas las demás colonias francesas.

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Pero mientras la abolición cristiano-británica fue irreversible, la francojacobina resultó precaria: en 1802 Napoleón decretó el restablecimiento de la esclavitud y envió tropas para imponer la medida. Aunque apresaron al líder independentista Toussaint Louverture, no consiguieron recuperar el control de Saint-Domingue, que proclamó su independencia como república de Haití (1804). Pero en el resto de las colonias se volvió a implantar la esclavitud. La verdadera abolición tardaría medio siglo más, siguiendo la estela británica, y también con destacado protagonismo de grupos cristianos: Société de la Morale Chrétienne (fundada en 1821), Société Française pour l’Abolition de l’Esclavage (1834)… En 1839, el pensador liberal Alexis de Tocqueville somete a la Asamblea Nacional una propuesta de emancipación, que fracasa. En los años 40, el movimiento abolicionista cobra fuerza, con recogidas de firmas y pleno apoyo del arzobispo de París y el periódico católico L’Univers. En 1848, tras la revolución, la Segunda República decreta la emancipación, con un coste de 126 millones de francos en indemnizaciones. La mayoría de las repúblicas hispanoamericanas decretaron la abolición de la esclavitud poco después de su independencia: Argentina (1813), Colombia (1814), México (1829)… En España hubo que esperar hasta 1865 para que se constituyera la Sociedad Abolicionista Española, y la esclavitud perduró hasta 1873 en Puerto Rico y hasta 1886 en Cuba152. 37. En Estados Unidos, como vimos, la cuestión de la esclavitud quedó cerrada en falso por la Constitución de 1787 —que ni siquiera la nombraba— y de hecho envenenó la política norteamericana durante los siete decenios siguientes. El período 1790-1860 contempla un constante pulso Norte-Sur cuyo motivo más importante era la esclavitud (Norte abolicionista vs. Sur esclavista). El Norte tenía ventaja demográfica y económica, por su pujanza industrial; pero el Sur también alcanzó notable prosperidad con sus campos de algodón cultivados por cuatro millones de esclavos153. El Sur se fue volviendo cada vez más paranoico en la defensa de su «peculiar institución»: aspiraba a un blindaje constitucional de la misma y a extenderla a los nuevos Estados que se iban incorporando a EE.UU. por el oeste; para solventar esta cuestión —y, en definitiva, para evitar la guerra — se fueron improvisando diversos arreglos, como el Compromiso de Missouri (1820), que establecía que los nuevos Estados incorporados a la Unión serían

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abolicionistas si quedaban al norte del paralelo 36°20’ y esclavistas si estaban al sur de esa línea. En EE.UU. creció en la primera mitad del siglo XIX un movimiento antiesclavista similar al británico de finales del XVIII. En América el problema era

más dramático porque el país estaba vehementemente dividido —con el consiguiente riesgo de guerra civil— y los esclavos estaban allí mismo, no en colonias a miles de kilómetros. Como en Inglaterra, las iglesias jugaron un papel central: el manifiesto fundacional de la American Anti-Slavery Society (1833) está lleno de referencias a las Escrituras. Ciertamente, el Sur también se consideraba cristiano, y sus pastores peinaban el Antiguo Testamento en busca de pasajes que parecieran legitimar la servidumbre: esto condujo a la escisión de muchas iglesias en una facción norteño-abolicionista y otra sureño-esclavista (baptistas del Sur, presbiterianos del Sur, etc.). El papa Gregorio XVI envió en 1839 una Carta Apostólica a los obispos norteamericanos en la que se ponía claramente del lado abolicionista, condenando la esclavitud. El obispo católico de Charleston (Carolina del Sur) creó una escuela para niños negros; en 1836 fue asaltada por turbas pro-esclavitud154. También del lado abolicionista se produjeron actos de violencia antes de la guerra: un grupo liderado por John Brown asaltó en 1859 la reserva de armas federal de Harpers Ferry, intentando robar armas para distribuirlas entre los esclavos; Brown fue condenado a muerte155. La cuestión de la esclavitud fue la causa principal del regreso de Abraham Lincoln (1809-65) a la política (ya había sido congresista en 1846-48), de la creación del Partido Republicano y de la guerra civil de 1861-65. El Partido Republicano fue creado en 1854 para luchar contra la esclavitud156, y Lincoln se integró en él desde el primer momento; el Partido Demócrata, en cambio, era fervientemente esclavista. Lincoln no proponía en los años 50 la abolición inmediata de la esclavitud, pero sí la contención de su extensión al oeste, el fomento de las manumisiones, la creación de asentamientos de exesclavos en Africa (ya había habido dos experimentos de esto: Sierra Leona, creada por el Grupo de Clapham en la década de 1790, y Liberia en 1820), etc. Pese a todo, su elección como presidente de EE.UU. en noviembre de 1860 fue considerada casus belli por once Estados del Sur, que declararon su secesión —y su agrupación en una Confederación— en febrero de 1861, estallando la guerra civil en abril.

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Lincoln fue el artífice de la erradicación de la esclavitud en EE.UU., al precio de una guerra de 600.000 muertos: murió un soldado blanco por cada ocho negros liberados. Durante la contienda maniobró hábilmente para convencer a la propia opinión pública (también dividida) de la necesidad de una abolición total; la cual llegó en dos fases: primero el Decreto de Emancipación de 1 de enero de 1863, y después la reforma constitucional (Decimotercera Enmienda) de enero de 1865157, que garantizaba que ningún presidente futuro podría ya revocar la medida. La argumentación anti-esclavitud de Lincoln es muy interesante, pues utiliza indistintamente tanto el registro religioso como el democrático-liberal, demostrando su complementariedad. El acento religioso es obvio, por ejemplo, en su segundo discurso inaugural (4-03-1865), pronunciado pocas semanas antes de su muerte: «Rezamos con fervor para que este atroz azote de la guerra pueda pasar rápidamente. Pero si Dios quiere que [la guerra] continúe hasta que toda la pila de riquezas acumuladas a lo largo de 250 años de trabajo forzado del siervo se derrumbe, y hasta que cada gota de sangre extraída por el látigo sea compensada por otra extraída por la espada, […] aun debiera decirse: «los caminos del Señor son enteramente verdaderos y justos»»158.

Pero Lincoln mostró también que la persistencia de la esclavitud suponía una grotesca negación de los principios constitutivos de una nación que en su Declaración de Independencia había afirmado que «todos los hombres han sido creados iguales». Esa monumental incoherencia minaba la credibilidad del experimento liberal-democrático norteamericano y concedía argumentos a los reaccionarios que lo consideraban falso e inviable: «Detesto la esclavitud por la monstruosa injusticia de la institución misma; la detesto también porque priva a nuestro modelo republicano de su justa influencia en el mundo: posibilita que los enemigos de las instituciones libres nos tachen, de forma plausible, de hipócritas; hace que los amigos verdaderos de la libertad duden de nuestra sinceridad […]» (Abraham Lincoln, Discurso de Peoria [Illinois], 16 de Octubre de 1854)159.

Al restaurar la coherencia —y por tanto la credibilidad— del sistema liberal norteamericano, EE.UU. hacía honor a la que sus fundadores estimaron era su misión histórica: demostrar que es posible la «libertad ordenada» (George Washington). Por eso dijo Lincoln ante los caídos de la batalla de Gettysburg:

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«Hace ochenta y siete años nuestros padres alumbraron, en este continente, una nueva nación, concebida en libertad y dedicada al principio de que todos los hombres han sido creados iguales. Ahora nos encontramos en una gran guerra civil que dirimirá si esa nación, o cualquier nación así concebida y así dedicada, podrá perdurar […] Aquí resolvemos solemnemente que estos muertos no habrán muerto en vano; que esta nación, al amparo de Dios, tendrá un nuevo nacimiento en libertad; y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra» (Abraham Lincoln, Discurso de Gettysburg, 19 de noviembre de 1863)160.

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4. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LA LEY NATURAL (II): SIGLOS XIX AL XXI (Francisco J. Contreras)

VI. LA FUERZA EXPANSIVA DE LOS DERECHOS HUMANOS Cuando fueron aprobados los documentos históricos de 1776 (especialmente, la Declaración de Independencia y la Declaración de Derechos de Virginia), John Adams, que se convertiría en 1797 en el segundo presidente de EE.UU., escribió con cierta inquietud a su amigo James Sullivan: «No tendrá fin. Surgirán nuevas reivindicaciones. Las mujeres exigirán el voto. Los muchachos de 12 a 21 años pensarán que sus derechos no reciben la atención merecida, y todo hombre que no tenga un penique exigirá igual voz que cualquier otro en todos los actos del Estado»1.

Adams intuye una dinámica expansiva de la idea de derechos humanos, que la historia posterior ha corroborado: tendería a crecer tanto el número de derechos como el porcentaje de ciudadanos a los que se les reconocen. Al mismo tiempo, advierte que la aceleración incontrolada de esa tendencia puede poner en peligro la categoría de los derechos humanos, que podría caer en el absurdo si entrase en un proceso de inflación infinita. Éste es, precisamente, uno de los graves problemas que afronta la idea de derechos humanos en la actualidad, como veremos en su momento. 38. Esa dinámica expansiva es posibilitada por la abstracción de las primeras declaraciones de derechos. La Declaración de 1789 habla de los «derechos del hombre», en abstracto; las declaraciones norteamericanas hablan de «todos los hombres». Es posible que, en su intención, el concepto genérico «hombre» no abarcase, por ejemplo, a las mujeres, los esclavos o los obreros.

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Pero, una vez acuñada con ese grado de generalidad, la idea cobra vida propia2 y escapa del control de sus formuladores, generando expectativas y reivindicaciones que seguramente iban más allá de lo que ellos podían imaginar (Jefferson, por ejemplo, era propietario de esclavos). 39. Lynn Hunt ha señalado que, una vez declarados, los derechos humanos generaron una espiral creciente de «pensabilidad»: lo hasta entonces inconcebible pasaba de pronto a ser plausible3. Sucesivos colectivos, hasta entonces resignados a su posición subordinada, se iban sumando al «¿y por qué no nosotros también?». Si los campesinos quedaban liberados del pago de gabelas feudales, ¿por qué no deberían ser liberados también los esclavos de una servidumbre mucho más inhumana? Si se reconocía a los que tenían cierto nivel de renta el derecho a participar mediante el voto en el proceso político (sufragio censitario), ¿por qué no también a los obreros y a los que tenían menos ingresos? Si se reconocía la plena ciudadanía a todos los varones adultos, ¿por qué no también a las mujeres? La Revolución francesa sintetiza a cámara rápida esa «explosión de concebibilidad»; en una vertiginosa aceleración o anticipación histórica, en pocos años se formulan reivindicaciones que después, de hecho, tardarán décadas y hasta siglos en reaparecer. Algunas serán realizadas ya entonces y resultarán irreversibles; otras serán revocadas en Termidor, el periodo napoleónico o la Restauración que sigue al Congreso de Viena. Por ejemplo, se garantiza la igualdad ante la ley a los colectivos que antes eran discriminados por razón de religión o etnia: primero los protestantes (24 de diciembre de 1789); después los judíos (27 de septiembre de 1791). El siguiente y trascendental paso es la abolición de la esclavitud (1793); pero, como hemos explicado en §36, la medida no sobrevivirá a la Revolución. 40. La barrera del sexo se demostrará mucho más resistente que las de la religión o la raza. La idea de que las mujeres pudieran tener derechos iguales a los de los varones resultaba más inconcebible y revolucionaria que cualquier otra reivindicación. Por ejemplo, William Blackstone, el más importante de los juristas ingleses del XVIII, escribe en sus Comentarios a las leyes de Inglaterra que «la misma existencia jurídica de la mujer queda en suspenso durante el matrimonio,

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o al menos es incorporada o consolidada dentro de la de su marido, bajo cuyas alas, protección y cobertura desarrolla ella toda su vida»4. Sin embargo, algunas pioneras se atrevieron a preguntar por qué debería quedar media humanidad excluida de los derechos. Olympe de Gouges (174893), que ya se había distinguido como una de las primeras publicistas antiesclavitud francesas (Réflexions sur les hommes nègres, 1788), contestó a la Declaración de Derechos del Hombre de 1789 con una «Declaración de Derechos de la Mujer» (1791), que calca los 17 artículos de aquélla, pero reformulándolos de manera provocativa: por ejemplo, si el artículo 1 decía «los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos», ella lo troca en «la mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos»; reivindica, por tanto, el derecho de la mujer al voto, a ocupar cargos públicos, a recibir educación… Olympe de Gouges fue una de las víctimas de la revolución autofágica: próxima al partido girondino, criticó con valentía la dictadura jacobina, siendo detenida y ejecutada en noviembre de 1793 como «enemiga del poder popular uno e indivisible». La otra gran figura del protofeminismo es la inglesa Mary Wollstonecraft (1759-97): en la estela del Derechos del hombre de Thomas Paine (1791), publica en 1792 su Vindicación de los derechos de la mujer [A Vindication of the Rights of Woman], en la que carga contra aquellos autores de la época que consideran que la mujer no es apta para recibir una educación que vaya más allá de las reglas de urbanidad elementales, debido a su supuesta inferioridad intelectual y a que en ella lo sentimental prevalece sobre la racional (Rousseau había llegado a afirmar en el Emilio que la mujer debe ser educada «para el placer del hombre»). Wollstonecraft replica que la irracionalidad de sus contemporáneas se debe precisamente al déficit de formación, y no a una ineptitud natural para el razonamiento5. Reclama, pues, instrucción y derechos civiles para las mujeres. Su argumentación es a menudo religiosa: la mujer tiene derecho a una educación para poder ejercitarse en la virtud6, y el cultivo de la virtud es necesario para acercarse a Dios7. Por otra parte, Wollstonecraft enfatiza que «no pretende sacar a las mujeres de sus familias»8: no cuestiona el papel de la mujer como esposa y madre; al contrario, arguye que, con una educación más completa, cumpliría mejor esas funciones. También enaltece el pudor y la castidad, dedicándoles todo un capítulo9. Quizás estos rasgos explican que Wollstonecraft sea tan poco reivindicada por la mayoría de las feministas actuales.

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41. Gouges y Wollstonecraft quedarían como precursoras aisladas. La causa de los derechos de la mujer recibiría un importante impulso décadas más tarde con la obra La sujeción de las mujeres, de John S. Mill (1869). El movimiento de las sufragistas (sufragettes) fue consiguiendo el derecho al voto femenino en sucesivos países occidentales a partir de finales del siglo XIX: Nueva Zelanda (1893), Australia (1902), Finlandia (1906, entonces integrada en Rusia), Noruega (1913), Alemania (1919), EE.UU. (19.a Enmienda de la Constitución, 1920), Suecia (1921), Gran Bretaña (1928), España (1931), Francia (1946), Italia (1946)… VII. DE LOS DERECHOS NATURALES A LOS DERECHOS «NACIONALIZADOS». PENSAMIENTO REACCIONARIO, MARXISMO, NACIONALISMO, RACISMO El siglo XVIII parecía concluir con la victoria histórica —o, al menos, la progresión

ascendente— de la idea de derechos humanos: proclamados por documentos de resonancia mundial (Declaraciones americanas y francesa), convertidos en fundamento jurídico de nuevos Estados por medio de su incorporación a las respectivas constituciones (EE.UU. 1787; Francia 1791, 1793, 1795) y aparentemente poseídos por esa dinámica expansiva que hemos examinado supra. Y, sin embargo, que el canal de «encarnación» histórica de los derechos naturales fuese el derecho positivo del Estado nacional planteaba de inmediato una serie de problemas, tanto conceptuales como prácticos. Si sólo tenían eficacia práctica como derechos positivos (recogidos en las constituciones y leyes), ¿tenía sentido seguir manteniendo el concepto de «derechos naturales»?10 Por otra parte, en tanto que derechos naturales, eran derechos pensados como universales, de todos los hombres; sin embargo, su positivación por medio del derecho estatal implicaba una «nacionalización»: en la práctica no van a ser «derechos del hombre», sino en todo caso derechos de los norteamericanos, de los franceses, de los nacionales de aquellos Estados que decidan reconocerlos y aplicarlos. Los derechos ganan eficacia jurídico-positiva al precio de desprenderse de su universalidad11. Y se da otra paradoja: he aquí que los derechos, concebidos inicialmente — según hemos ido viendo— como limitaciones del poder del Estado (que el Estado no pueda matar, torturar, discriminar, prohibir la expresión de ideas religiosas o

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políticas…), sólo alcanzan efectividad práctica en la medida en que sean tutelados… por el Estado12. El Estado es simultáneamente el enemigo frente al cual los derechos defienden al ciudadano y el adalid de su realización. Para los derechos, el Estado es a la vez ángel y demonio13. Hannah Arendt llamará «aporía de los derechos humanos» a esta contradicción14. 42. La formulación de los derechos humanos generó también una reacción conservadora que invoca pretextos conceptuales (la supuesta incongruencia del concepto de «derechos naturales») para armar un ataque en el fondo ideológico-político al nuevo orden liberal. En el caso de Inglaterra, el representante más importante de dicha reacción es Edmund Burke (1729-97), perteneciente sin embargo al partido Whig y defensor en los años 70 de las reivindicaciones de las colonias norteamericanas. Pero, traumatizado por la radicalización de la Revolución francesa e inquieto por las simpatías que ésta comenzaba a despertar en Gran Bretaña (sermón de Richard Price, 1790), Burke publicó en 1790 sus Reflexiones sobre la revolución en Francia [Reflections on the Revolution in France], donde ataca, entre otras cosas, la idea misma de «derechos naturales del hombre». Burke no es un involucionista, sino un liberal-conservador que valora las libertades del Bill of Rights de 1689 (es él, precisamente, quien acuña el rótulo «Revolución Gloriosa» para designar a los acontecimientos de 1688-89)15. Pero estima que las libertades inglesas son histórico-nacionalconsuetudinarias (y, por tanto, conceptualmente diversas de los «derechos universales» proclamados por los revolucionarios de 1789): maduradas lentamente en el seno de una suerte de conciencia colectiva que trasciende a las inteligencias individuales (vid. §19 y §20); son libertades históricas de los ingleses, no derechos naturales del hombre: «Nuestra libertad […] tiene una alcurnia y unos antepasados ilustres. Posee su protocolo y sus blasones. Tiene su galería de retratos, sus inscripciones monumentales; sus anales, sus certificados y sus títulos. Debemos reverenciar nuestras instituciones civiles […] por su edad y por su linaje»16.

Los revolucionarios franceses serían culpables de haber hecho tabla rasa de su edificio histórico-jurídico, bucando reconstruirlo desde los cimientos, guiados por la mera razón17. Esta es, según Burke, una pretensión insensata: las sociedades deben, por el contrario, evolucionar orgánicamente, guiadas por un sentido de fidelidad a la continuidad histórica y al capital de las generaciones:

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«Uno de los primeros principios […] mediante los cuales se consagran la comunidad y las leyes es impedir que sus poseedores temporales y sus usufructuarios, inconscientes de lo que han recibido de sus antecesores, o de lo que se debe a la posteridad, actúen como si fueran dueños absolutos; no deben arrogarse el derecho de cortar la vinculación de la herencia o devastarla destruyendo a su antojo la totalidad del edificio originario de la sociedad, exponiéndose a dejar a los que les suceden una ruina en vez de un albergue […]»18

Otro crítico de la idea de derechos humanos fue Joseph de Maistre (17531821), embajador del reino de Cerdeña en la corte del zar y autor de Consideraciones sobre Francia (1797) y Las veladas de San Petersburgo [Les Soirées de Saint-Petersbourg] (1821). De Maistre ataca, como Burke, el constructivismo racionalista de la Revolución francesa: hace valer el concepto de «constitución natural» de cada pueblo (determinada por su historia, su carácter, su religión, sus costumbres) frente al de Constitución formal (la norteamericana o las francesas), que para De Maistre «no son más que papeles». Rechaza como absurdo —por abstracto y desencarnado— el concepto de «derechos del hombre», con frase célebre: «No hay hombres en el mundo. Durante mi vida he visto franceses, italianos, rusos, etc.; sé incluso, gracias a Montesquieu [autor de unas Cartas persas], que se puede ser persa. Pero, en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida»19.

La tesis de De Maistre parecería implicar que el individuo sólo puede ser sujeto de derechos en tanto que miembro de una comunidad nacional concreta (con una historia, unas tradiciones, etc.), a la manera de Burke. Pero si Burke era un conservador que llevó a su formulación canónica la visión consuetudinarioevolucionista de las libertades inglesas, De Maistre era un reaccionario que defendía sin más el restablecimiento de la monarquía absoluta y la infalibilidad del soberano: el poder político, o es incuestionable, o no es poder en absoluto («desde el momento en que se le puede resistir bajo el pretexto de error o de injusticia, ya no existe»). No hay otras alternativas que el poder total o la anarquía (como, en su opinión, confirma la Revolución). Pero no hay peligro de despotismo, pues, en la sociedad tradicional, el rey a su vez teme a Dios y se siente así sometido a una autoridad más alta. De Maistre rechaza incluso las reformas ilustradas que habían llevado a la abolición de la tortura y a la mitigación de las penas; es célebre su elogio del verdugo: «Llega a una plaza pública llena de gentes que palpitan. Se le entrega un envenenador, un parricida,

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un sacrílego; se apodera de él, lo tiende, lo ata a una cruz horizontal y levanta el brazo; entonces, en medio de un silencio horrible, no se escucha más que el crujido de los huesos fracturados bajo la barra y los alaridos de la víctima […] Ningún elogio moral puede convenir al verdugo […] Y, sin embargo, toda grandeza, todo poder, toda subordinación descansa en el ejecutor; es el horror y el nudo de la asociación humana. Quitad del mundo ese agente incomprensible, y en ese instante mismo el orden deja su lugar al caos, los tronos se hunden y la sociedad desaparece. Dios, que es el autor de la soberanía, lo es también del castigo […]»20

Joseph de Maistre se convirtió en inspirador de una corriente de pensamiento tradicionalista-antiliberal que recorre todo el siglo XIX: pertenecerán a ella también, por ejemplo, el francés vizconde de Bonald, el español Juan Donoso Cortés o el suizo Carl Ludwig von Haller.

43. Pero también se desarrolla en la época un ataque «sinceramente» lógicoconceptual (y no en el fondo ideológico-político, como en el caso de De Maistre) a la noción misma de derechos humanos. Su representante más notable es el británico Jeremy Bentham (1748-1832). Bentham no era políticamente un reaccionario: batalló incesantemente por la racionalización del sistema jurídico británico (con propuestas de codificación), por la humanización del sistema penitenciario (con su proyecto de «Panóptico» o cárcel-modelo), por la libertad económica; apoyó la abolición de la esclavitud, la de la pena de muerte y los derechos de la mujer. Sin embargo, Bentham rechaza que la noción de «derechos naturales del hombre» sea el fundamento filosófico adecuado para estos combates civilizatorios. En un célebre opúsculo (Falacias anárquicas [Anarchical Fallacies], 1792) somete la Declaración de Derechos del Hombre de 1789 a un análisis lógico-lingüístico implacable, decretando su vacuidad e incongruencia. Considera que el lenguaje de los derechos naturales es «una trampa sentimental, tan enfática como vacía de significado». Y, si en el teatro o en la novela el uso de términos imprecisos carece de consecuencias, cuando se trata de textos constitucionales «una palabra inadecuada puede convertirse en una calamidad nacional, de la que resulte una guerra civil»21; fundar la nueva política sobre tales conceptos vagarosos es como «hacer depender el destino de las naciones de un cuento oriental». La principal objeción lógica de Bentham al lenguaje de la Declaración es que, en su opinión, confunde la prescripción con la descripción, presentando como ya

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poseídos —en un misterioso «estado de naturaleza» ideal— derechos que, en el mejor de los casos, serían objetivos a conseguir. Por ejemplo, el artículo 1 dice que «los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos»; sin embargo: «¿Todos los hombres nacen libres? ¿Todos permanecen libres? No, ni un solo hombre nace libre: ni un solo hombre que haya nunca existido, exista o vaya a existir. Todos los hombres, por el contrario, nacen en la sujeción más absoluta: la sujeción de un niño indefenso a los padres de los que depende en todo momento para sobrevivir»22.

En realidad, piensa Bentham, los derechos naturales no existen: «¿Cuál es, entonces, la verdad? Que no hay tal cosa como los derechos naturales: no hay derechos anteriores al establecimento de los gobiernos; no hay derechos que puedan ser contrapuestos a los derechos legales [positivos]. La expresión «derechos naturales» es puramente figurativa; y, en el momento en que se la intenta tomar en sentido literal, conduce al error y a la desgracia»23.

La función de la retórica de los derechos humanos estribaría, pues, en conferir el prestigio de lo «natural» a objetivos jurídico-políticos que pueden ser justos y deseables: que el Estado no nos mate, no nos torture, no nos impida creer y practicar la religión que queramos, etc. Pero, en lugar de presentarlos como derechos que sería bueno conseguir, el lenguaje iusnaturalista los presenta como derechos que ya se poseen en algún gaseoso estado ideal. Confunde así el deseo de que lleguen a existir derechos con el derecho mismo, generando una grave confusión conceptual: «Dado que la falta de felicidad deriva de la falta de derechos, existe una razón para desear que hubiera derechos. Pero las razones para desear que haya derechos no son derechos; la razón para desear que cierto derecho sea establecido no es el derecho mismo: la necesidad no es lo mismo que la satisfacción; el hambre no es el pan»24.

Bentham profesa, pues, una concepción positivista del Derecho: no existe otro Derecho que el estatal, el positivo. Los llamados «derechos naturales» expresarían simplemente opiniones morales, metas jurídicas que uno considera deseables. Pero su mera formulación no implica su existencia como derecho. Ésta no llega en tanto no se apruebe una ley estatal que reconozca el derecho en cuestión. El planteamiento de Bentham parece lógicamente convincente, pero tiene un punto vulnerable: ¿qué ocurre si las leyes estatales no consagran esos objetivos deseables?, ¿qué hacer frente a ellas, si permiten cosas como el encarcelamiento arbitrario, la esclavitud, la discriminación racial o religiosa, las ejecuciones

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sumarias de opositores políticos?, ¿en qué basar la crítica o eventual resistencia a las mismas? El lenguaje iusnaturalista proporciona un marco adecuado para la resistencia a las leyes positivas injustas, que podrán ser denunciadas como vulneradoras de la ley natural o los derechos naturales. Bentham es consciente de esta faceta subversiva de la idea de derechos naturales, y la condena como «anarquista» y (potencialmente) «violenta»: «Pues tal es la diferencia —la gran y perpetua diferencia— entre el buen súbdito, [es decir] el crítico racional de las leyes, y el anarquista; entre el hombre moderado y el violento. El crítico racional, reconociendo la existencia de la ley que desaprueba, propone su derogación; el anarquista, en cambio, erigiendo su deseo e imaginación en ley ante la que toda la humanidad debe prosternarse, niega la existencia de la ley en cuestión; niega que se trate de una verdadera ley, y llama a la humanidad a levantarse en masa y resistirse a su aplicación»25.

La vía positivista de oposición al Derecho injusto sería, pues, la del «crítico racional»: la paciente propuesta de reforma legal. Pero Bentham no parece tomar en consideración la posibilidad de que existan gobiernos tan tiránicos que aniquilen a (o, al menos, hagan caso omiso de) cualquier «crítico racional». Sin embargo, esos gobiernos llegarían en el siglo XX, con los totalitarismos nazifascista y comunista.

44. Muy radical, aunque de signo ideológico diametralmente opuesto al de Joseph de Maistre, es también el ataque de Karl Marx (1818-83) a la noción de derechos humanos. El materialismo histórico implica una visión cuasideterminista de los sistemas políticos y jurídicos: el Estado y el Derecho (igual que la cultura, la moral o la religión) pertenecen a la «superestructura» de la sociedad, la cual viene determinada por su «estructura» (es decir, por su modo económico de producción); las leyes se limitan a reflejar, organizar y justificar las relaciones de producción vigentes (en la Europa de la época —y en la actual— el modo de producción capitalista)26. Marx considera que el capitalismo se encuentra en su fase terminal y será pronto sustituido —mediante una revolución violenta— por el socialismo27. Ahora bien, según Marx el capitalismo implica, por definición, la dominación de clase de la burguesía sobre el proletariado. Esto significa que cualesquiera derechos que el Estado liberal parezca reconocer serán necesariamente «falsos derechos», concesiones cosméticas que intentan legitimar a un sistema opresivo.

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Por ejemplo, aquí Marx compara a los «predicadores y reformadores sociales» (como Wilber-force o Lincoln) con «las sociedades protectoras de animales»: «Una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa. Pertenecen a este bando los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de la clase obrera, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya»28.

Marx dedicó una obra a atacar el concepto de derechos humanos: se trata de La cuestión judía [Zur Judenfrage] (1844). Se debatía en Prusia sobre el levantamiento de las restricciones de derechos que inveteradamente habían pesado sobre los judíos; se aspiraba a implantar por fin el principio de igualdad ante la ley, sin discriminación por razones de etnia o religión, como venía haciéndose en otros países occidentales. Pero Marx se opone a esa solución, que garantizaría una igualdad «meramente formal». El Estado liberal deja subsistir las diferencias fácticas (religiosas o de clase), garantizando sólo que no se traduzcan en diferencias normativas, jurídicas: sigue habiendo cristianos y judíos, pero ahora son iguales ante la ley; sigue habiendo burgueses y proletarios, pero son iguales jurídicamente. La igualdad normativa se convierte así en cobertura de la desigualdad fáctica, material: «El Estado suprime a su manera las diferencias de nacimiento, de estamento, de formación, de profesión, cuando declara al nacimiento, el estamento, la formación y la profesión como diferencias no políticas, cuando proclama que todos los miembros del pueblo, sin consideración a esas diferencias, son partícipes de la soberanía popular en la misma medida […] Lejos de suprimir tales diferencias fácticas, [el Estado] más bien existe sólo en cuanto las da por supuestas […]»29

La verdadera emancipación, sostiene Marx, sólo llegará con el socialismo. Ahora bien, el socialismo no consistirá en que los miembros de las diversas clases sociales sean iguales ante la ley, sino en que ya no haya clases. Y tampoco consistirá en que los fieles de todas las religiones sean tratados igual por el Derecho, sino en que ya no haya religiones. La solución para el problema de la discriminación de los judíos por los cristianos será la destrucción tanto del judaísmo como del cristianismo: «La forma más rígida de oposición entre el judío y el cristiano es la oposición religiosa. ¿Cómo se soluciona una oposición? Haciéndola imposible. ¿Cómo se hace imposible una oposición religiosa? Eliminando la religión»30.

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De la misma forma, Marx denigra las libertades de 1776-89 (libertad de pensamiento y expresión, libertad religiosa, libertad contractual, derecho de propiedad, etc.) como «derecho al egoísmo». En efecto, tales libertades implican barreras de protección del ciudadano frente al Estado; acotan un espacio de autonomía privada, dentro del cual el individuo es soberano. Pero esta protección del individuo es interpretada por Marx en clave de atrincheramiento particular e inhibición respecto a lo comunitario: «¿En qué consiste la libertad? Artículo 6 [de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789]: «La libertad es el poder que pertenece al hombre de hacer todo lo que no perjudique los derechos de otro» […] [Es decir] El límite en el que cada uno puede moverse sin daño para otro es establecido por la ley, igual que el límite entre dos campos es establecido por una cerca. Se trata de la libertad del hombre como mónada aislada y replegada sobre sí […] [Este] derecho del hombre a la libertad no se basa en el vínculo del hombre con el hombre, sino más bien en el aislamiento del hombre respecto del hombre. Es el derecho a dicho aislamiento, el derecho del individuo limitado: limitado a sí mismo»31.

Marx no cree, pues, en los derechos humanos. Admite que puede resultar útil para la clase obrera aprovechar con actitud posibilista algunos de los derechos que le ofrece el Estado liberal, como el de asociación o el de huelga. Pero no como puntos de llegada, sino como estaciones intermedias hacia la revolución socialista32. Y en el socialismo ya no serán necesarios los derechos33, pues habrá desaparecido el antagonismo de clase, el Estado se extinguirá (salvo en la fase inicial de «dictadura del proletariado», en el que la clase obrera ejercerá su propia dictadura de clase, haciendo por tanto caso omiso de los derechos)34, imperará una armonía comunitaria espontánea, y por tanto ya no serán necesarias garantías o barreras de protección para precaverse frente a los gobernantes. En la práctica, los Estados del «socialismo real» se quedaron en la fase de «dictadura del proletariado», con desprecio completo de los derechos humanos. Algunas estimaciones atribuyen unos cien millones de víctimas mortales a los regímenes comunistas durante el siglo XX35. Ahora bien, el desprecio de los derechos como idea «burguesa» estaba ya claramente prefigurado en Marx36.

45. Aunque la Declaración francesa de 1789 y la Declaración de Independencia norteamericana presentaran a los derechos humanos como «universales» —como no podía ser menos, dado que pretendían derivarlos de la naturaleza humana y/o

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de la condición de hijos de Dios—, lo cierto es que el cauce de positivación de los derechos va a ser hasta mediados del siglo XX exclusivamente estatal-nacional: derechos de los norteamericanos, o de los franceses, o de los británicos, y no «derechos del hombre». Por otra parte, el siglo XIX iba a ser el siglo de los

nacionalismos. La relación de la idea de derechos humanos con la de nación es compleja e históricamente ambivalente. El término «nación» es anterior a las revoluciones liberales, pero, en su acepción preliberal, abarcaba sólo a los que estaban representados en las asambleas estamentales o tenían alguna relación política con la Corona (o sea, una pequeña minoría de la población de un país). Sólo con la revolución norteamericana, y especialmente con la Francesa, el concepto se expande hasta abarcar a la totalidad del pueblo (contribuye decisivamente a ello el ensayo ¿Qué es el tercer estado?, de Emmanuel Siéyés, que argumenta en vísperas de la Revolución que el «tercer estado» [los no privilegiados], claramente infrarrepresentado en los Estados Generales, es sin embargo el verdadero soporte del reino)37. Siéyés acuña también la idea de soberanía nacional: el sujeto de la soberanía no es el monarca, sino la nación, entendida en este nuevo sentido amplio. «La nación existe antes, es el origen de todo […] Su voluntad siempre es legal: ella es la ley misma»38 (en esta comprensión «totalizante» de la nación está ya, por cierto, el germen de un posible conflicto con la idea de derechos humanos, pues, en su recto sentido, éstos funcionan como un límite a la democracia y a la soberanía nacional: mantienen su vigencia moral incluso en el supuesto de que una mayoría del pueblo llegase a rechazarlos). El influjo de las ideas de Siéyés se advierte claramente en el artículo 3 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789): «El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún organismo ni individuo puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella». En esa misma obra, Siéyés incluye la siguiente definición: «La nación es un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y que están representados por la misma legislatura [el mismo cuerpo representativo]». La palabra clave es aquí «asociados», pues remite a la prioridad ontológica del individuo característica de la perspectiva liberal-contractualista, y a la que aludimos en §13: los individuos son lo primero, y en cierto momento deciden asociarse para mejor garantizar su seguridad e intereses; la asociación, pues, es «artificial», convencional, producto

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de un pacto. Esta forma de entender la nación, coherente con el liberalismo y los derechos individuales, es designada a veces por los teóricos del nacionalismo como «nación cívica» o «nacióncontrato»39. Ahora bien, la Francia revolucionaria intenta exportar este ideal manu militari al resto de Europa; y, como reacción a la ocupación francesa, se va a desarrollar en muchos países un nacionalismo de signo bien diferente. Johann Gottlieb Fichte, por ejemplo, dictará sus Discursos a la nación alemana (1807) en un Berlín ocupado por las tropas de Napoleón. Como el concepto de «nación cívica» o «nación-contrato» es asociado con la Francia invasora, en la Europa central y oriental se desarrollará un tipo de nacionalismo al que se ha dado en llamar «romántico» o «étnico» (el gran especialista Hans Kohn lo llamó simplemente «nacionalismo alemán», oponiéndolo a un «nacionalismo occidental» inspirado en el modelo franco-ilustrado de nación cívico-contractual)40. Si en el nacionalismo cívico la prioridad ontológica y valorativa corresponde al individuo (la nación es creada por un acuerdo voluntario entre los individuos), en el nacionalismo étnico es al revés: no son los individuos los que crean la nación, sino la nación la que modela a los individuos41. La nación viene a ser un organismo con vida propia, caracterizado por ciertos rasgos histórico-culturales. La nación preexiste a sus individuos y les sobrevive; proporciona a los individuos una lengua, unas costumbres, una visión del mundo, haciendo así posible para ellos una vida propiamente humana42. Ahí se está ya a un solo paso de considerar que los individuos no tienen otra función que servir incondicionalmente al «todo» nacional-comunitario, al que no se le puede negar nada, y frente al cual se carece de derechos43. Fichte, de hecho, llega a escribir: «que cada uno sepa que se debe al todo y, si llegara el caso, que disfrute o padezca con el todo». Fichte defiende la formación de los niños en un espíritu de servicio incondicional a la nación: «el educando ha de someterse al imperativo del todo a partir del amor a la patria»44. Y «para conseguir este objetivo hay que restringir la libertad natural del individuo de varias formas; […] se hará bien […] si se la limita lo más posible, sometiendo sus emociones a una norma uniforme y manteniéndolas bajo vigilancia permanente»45. Aunque el nacionalismo y el liberalismo se basaban en principios distintos (el primero, como hemos visto, responde a una lógica holístico-comunitarista, y el segundo a una lógica individualista-contractualista), en la primera mitad del siglo

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XIX

caminaron de la mano un trecho del camino. Les unía un enemigo común: el

Antiguo Régimen, que el Congreso de Viena y la Santa Alianza intentan restaurar a partir de 1815. En efecto, el viejo orden era tan hostil a la idea de derechos individuales como al principio de las nacionalidades: las autocracias rusa y austriaca, por ejemplo, representaban la negación de las libertades individuales, pero también la de la autodeterminación de los pueblos (ambos eran imperios plurinacionales en las que una etnia —los rusos en un caso, los alemanes en el otro— dominaba a muchas otras: polacos, finlandeses, ucranianos, checos, húngaros, italianos, eslovacos, valacos…). En la primera mitad del siglo XIX

existió un nacionalismo liberal que consideraba compatibles la lucha por la libertad individual (derechos humanos) y la lucha por los «derechos colectivos» (autodeterminación nacional): Bolívar, Mazzini, Mickiewicz, Kossuth, el movimiento del Vormärz y la asamblea de la Paulskirche de Francfort (1848)… Tras el fracaso de la mayoría de las revoluciones de 1848, esa asociación transitoria —y en el fondo incongruente— entre liberalismo y nacionalismo tiende a desanudarse. El nacionalismo evoluciona hacia versiones cada vez más autoritarias y anti-individualistas, especiamente en Europa central y oriental. El pensador católico y liberal Lord Acton fue uno de los primeros en diagnosticar —sobre todo en su ensayo Nacionalidad, 1862— la entraña antiliberal y antiindividualista del nacionalismo. 46. En las últimas décadas del siglo

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se fue gestando un cóctel de

ultranacionalismo völkisch, racismo, darwinismo social, eugenesia, antiliberalismo y vitalismo irracionalista que se convertiría en la base ideológica del fascismoqa, el nazismo y otros movimientos de extrema derecha que, ya en el siglo XX, rechazarían completamente (por liberal, cosmopolita, individualista y «antinacional») la idea de derechos humanos y, en consecuencia, pisotearían éstos en la práctica (llegando, en el caso de Hitler, a la aniquilación de seis millones de judíos, de decenas de miles de opositores políticos alemanes, de millones de civiles eslavos en los países ocupados, etc.). No podemos aquí analizar todos esos ingredientes en detalle. El más importante es la radicalización del principio nacional, que lleva a ver la historia como una lucha constante entre grupos nacionales, una lucha en la que prevalecen los mejores y más fuertes (darwinismo social). La absolutización de la

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identidad y la lealtad nacionales conduce al rechazo del universalismo cristianoiusnaturalista-ilustrado, basado en la unidad de la especie. Para el nacionalismo, lo que confiere sentido a la vida y tiene relevancia moral es la pertenencia a una nación, no la pertenencia a la humanidad. El dato clave de nuestra identidad es el ser alemanes, franceses o españoles (o vascos, o catalanes)46, no el ser hombres. Y, si la naturaleza humana universal había servido a iusnaturalistas, ilustrados y activistas cristianos como el grupo de Clapham para reivindicar una serie de derechos humanos universales, la identidad nacional será invocada ahora, no como fundamento de derechos, sino más bien como fuente de deberes47: es la nación, no el individuo, la que tiene derechos; los individuos deben involucrarse sin reservas en la tarea colectiva de fortalecimiento de la nación (o bien en la de su liberación o reanimación —despertar, renacer de la nación dormida: Renaixença, Risorgimento, Wiedergeburt— en el caso de las «naciones sin Estado»). En efecto, la crítica frente a la «atomización social» y el «individualismo disolvente» asociados al liberalismo será una constante en los movimientos nacionalistas y en los fascismos (el fascismo fue esencialmente una forma de ultranacionalismo). En su formulación más rotunda —la idea nazi de la Volksgemeinschaft, «comunidad popular»— se postulaba la disolución de todos los «egoísmos» e intereses privados, profesionales, corporativos, de clase, etc., en una misma empresa de reconstrucción nacional y expansión imperial, dirigida por un caudillo que supuestamente personificaba el espíritu de la raza. El asalto a la idea de la unidad de la especie y de la igualdad moral entre los seres humanos se vio potenciado por las teorías racistas, muy en boga en la segunda mitad del siglo XIX. Joseph Arthur de Gobineau (1816-82) publicó en 1855 su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas [Essai sur l’inégalité des races humaines], en el que sostenía que la historia de la humanidad estaba determinada por una jerarquía racial de base biológica: en el nivel más bajo se hallaban los negros y otras razas de piel oscura, que Gobineau presentaba como «animalescas»; en el nivel intermedio, las razas amarillas («apáticas y mediocres, pero prácticas»); y en la cúspide, la raza blanca («perseverantes, intelectualmente creativos e intrépidos»)48. Y, entre los blancos, correspondería a su vez la supremacía a una rama aria que, partiendo de Asia central, habría supuestamente ido alumbrando las civilizaciones india, egipcia, china y grecorromana, y que aún subsistía, bastante pura, en Europa central y del Norte. Las ideas de Gobineau

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fueron, por ejemplo, aprovechadas por los sudistas norteamericanos que en aquel momento luchaban por mantener la esclavitud: así, John Campbell publicó en 1851 su Negro-manía: Un examen de la falsamente aceptada igualdad de las razas humanas; si los negros eran inferiores y próximos a los animales, su destino natural era ser dirigidos por los blancos, por su propio bien (era el razonamiento que había usado Aristóteles para justificar la esclavitud, aunque en su caso el Herrenvolk no eran los blancos en general, sino los griegos). El mito de la raza aria fue recogido y potenciado, entre otros, por Houston Stewart Chamberlain, que publicó en 1899 Los fundamentos del siglo XIX [The Foundations of the 19th Century], desarrollando la teoría racial en un sentido especialmente tóxico: la superioridad de la variante aria se debería, entre otras cosas, al hecho de no haberse mezclado con otras; surgía así el culto a la «pureza racial», tan importante después para los nazis. Ahora bien, había otra supuesta «raza» que también se había mantenido «pura» a través de los milenios: la judía. Quedaba así dibujado el escenario para una necesaria lucha a muerte por la supremacía mundial entre las dos «razas puras». La teutomanía engarzaba así, en la obra de Chamberlain (también en Richard Wagner y otros), con el antisemitismo, que desgraciadamente tenía una larga historia en Europa, pero que hasta entonces había tenido una base (pseudo)rreligiosa (los judíos como el pueblo deicida, el pueblo que rechaza la Revelación cristiana, etc.), en tanto que ahora asume una forma aún más venenosa en esta nueva versión (pseudo)científica-racial-nietzscheana. En realidad, esta «secularización» del antisemitismo venía siendo preparada por los nacionalismos ya desde principios del siglo XIX. El culto a la identidad nacional incluye el desprecio de lo extranjero, y el judío representaba el «extranjero interior» por excelencia. Los ímprobos esfuerzos de la judería europea por integrarse en los respectivos países y mostrar que podían ser buenos franceses, alemanes, etc., se topan en gran parte con la incomprensión (sólo en Inglaterra y EE.UU. se producirá una asimilación relativamente exitosa). Los nacionalistas «progresistas» odiaban al judío como representante de una cultura premoderna, religiosa, encerrada en las tradiciones y rituales «irracionales» del gueto y el shtetl (el mundo de Isaac Bashevis Singer). Y los nacionalistas reaccionarios odiaban al judío por todo lo contrario: por representar el cosmopolitismo, el capitalismo (éxito de los Rothschild, etc.), la modernidad. Hicieran lo que hicieran —se

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anclaran en su cultura ancestral o se incorporaran a la ciencia, las artes, la cultura moderna— los judíos siempre eran culpables49. Su condición de pueblo nómada, sin territorio en el que arraigar, los hacía automáticamente sospechosos ante la mentalidad nacionalista-reaccionaria, con su culto a la tierra y las raíces (así, Wilhelm Heinrich Riehl en su muy influyente Tierra y gente [Land und Leute] [1863], que fantaseaba con la restauración de la pequeña ciudad medieval y la fusión del pueblo con su terruño). Hitler reformulará todo esto afirmando en Mi lucha [Mein Kampf] (1924) que los judíos son una raza parásita, que succiona la energía vital a los organismos nacionales que parasita. La Okhrana, la policía secreta del zar, fabricó en 1903 Los protocolos de los sabios de Sión: un documento falso que desvelaba nada menos que una conspiración judía internacional para hacerse con el gobierno mundial. Utilizado primero por el régimen zarista (en Rusia eran frecuentes los pogromos, o linchamientos masivos de judíos), sería después empleado a gran escala por los nazis, y todavía hoy se enseña como auténtico en las escuelas de varios países árabes. Esta demonización de los judíos sería llevada, como es sabido, hasta un extremo delirante por los nacionalsocialistas. Los nazis, empezando por Hitler, llegaron a convencerse de que los hebreos eran una especie de bacilo: que no eran verdaderamente humanos. Contribuyeron mucho a extender esta noción en los años 20 las caricaturas salvajes de la revista Der Stürmer, dirigida por el nazi Julius Streicher, que presentaba a unos judíos con rasgos animalescos, depravados sexuales, etc. Esta larga preparación ideológica (que, como hemos visto, hunde sus raíces en el siglo XIX) explica que los nazis pudieran ejecutar fríamente el Holocausto: seis millones de judíos exterminados (no sólo en las cámaras de gas: también en fusilamientos sistemáticos de los Einsatzgruppen, dejados morir de hambre en los guetos, etc.). Primo Levi, superviviente de Auschwitz, explica cómo uno de los directores del Lager lo examinaba con mirada curiosa, como se examina a un animal; había desaparecido totalmente el sentimiento de pertenencia a una misma especie: «Ésa no era la mirada que se intercambian dos hombres; si hubiera podido explicar exactamente la naturaleza de aquella mirada, que parecía provenir del otro lado del cristal de un acuario, a través del cual se contemplaran dos seres que viven en mundos diferentes, también habría podido explicar la esencia de la enorme locura del Tercer Reich»50.

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Y Paul Johnson reproduce una carta (1943) del ministro de Justicia nazi Otto G. Thierack: anecdótica si la comparamos con los horrores del Holocausto, pero muy reveladora del éxito completo que había alcanzado la deshumanización ideológica de los judíos, su equiparación a alimañas nocivas: «Una judía completa [los nazis tenían toda una jerarquía de grados de judeidad y semijudeidad]51, después del nacimiento de su hijo, vendió su leche materna a una doctora y disimuló el hecho de que era judía. Con esta leche, los hijos de sangre alemana fueron alimentados en una clínica. Se acusa de fraude a la imputada. Los compradores de la leche han sufrido un perjuicio, pues la leche de una judía no puede ser alimento para los niños alemanes […] Sin embargo, no hubo una acusación formal, para evitar preocupaciones innecesarias a los padres, que no conocen los hechos. Examinaré los aspectos raciales e higiénicos del caso con el jefe de Sanidad del Reich»52.

VIII. LA RECONQUISTA DE LA UNIVERSALIDAD 47. Como indicamos supra, el auge de los nacionalismos en el siglo

XIX

y la

positivación de los derechos humanos a través del Derecho estatal comportó una estatalización/nacionalización de los mismos: dejaban de ser «derechos naturales del hombre» para pasar a ser «derechos positivos del alemán [o francés, o inglés, etc.]». Ahora bien, sobre ese proceso pendía siempre la «aporía de los derechos» (Hannah Arendt): encomendar al Estado la custodia de unos derechos que fueron concebidos precisamente como barreras de protección del individuo… frente al Estado. El curso de los acontecimientos entre 1914 y 1945 manifestó dicha contradicción con el máximo dramatismo. Estados totalitarios como la Alemania nazi o la URSS prescindieron completamente de la noción de derechos humanos, violándolos salvajemente en nombre del interés superior de la patria, de la raza o del socialismo. Hitler exterminó a seis millones de judíos e impuso la dictadura perfecta en su propio país; Stalin mató deliberadamente de hambre a entre cuatro y seis millones de campesinos («deskulakización»: Holomodor u «Holocausto ucraniano»)53 y exterminó a millones de opositores políticos reales o supuestos (por ejemplo, en las célebres «purgas» de 1936-37). Los atentados contra los derechos humanos de los totalitarismos del segundo cuarto del siglo XX superaban en mucho cuanto hubiese podido perpetrar el Antiguo Régimen antes de 1776-89. Si las Declaraciones de 1776 y 1789 habían surgido como reacción a la concentración de poder en los reyes absolutos, la de 1948 será la reacción

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defensiva de la humanidad civilizada frente al Leviatán de un Estado total equipado con medios técnicos de control y destrucción cien veces más poderosos54. Pero esto implica que se llega a la tercera fase de un proceso «dialéctico»: los derechos humanos empezaron siendo universales, pero meramente teóricos (es decir, sólo proclamados por los filósofos, y carentes de eficacia jurídica práctica); en una segunda etapa, ganaron fuerza jurídico-positiva al precio de desprenderse de su universalidad (fase de positivación estatal-nacional: 1789-1948); ahora comenzaba una tercera en la que los derechos debían ser a un mismo tiempo positivos y universales55. Pero para eso era necesario confiar su tutela no sólo a los Estados, sino también a organizaciones supranacionales capaces de vigilar (y, eventualmente, corregir o sancionar) a los Estados. La creación de la ONU en 1945 obedeció en parte a ese propósito. También la fundación del Consejo de Europa (1951) y las posteriores instituciones supranacionales europeas. 48. Los crímenes de 1917-45 obligaban también a reabrir el debate sobre la relación entre la democracia y los derechos humanos. Históricamente, ambos habían avanzado en algunos casos de la mano: por ejemplo, EE.UU. había sido el primer Estado claramente democrático de la historia moderna (el porcentaje de varones norteamericanos con derecho a voto era, a finales del siglo XVIII, cuatro veces superior al de Gran Bretaña, el Estado más democrático —en

términos relativos— de Europa), y también el primero en proclamar los derechos humanos en la Declaración de Virginia y en la Constitución de 1787. En los casos de EE.UU. e Inglaterra, la democracia había demostrado ser una vía adecuada para la promoción de los derechos humanos. Fue una elección presidencial democrática la que llevó a Lincoln al poder en 1861; y, para intentar conservar desesperadamente la esclavitud, los sudistas tuvieron que rechazar el resultado de las urnas y lanzarse a la sedición56. Ahora bien, las reticencias de algunos conservadores —e incluso liberales— a la extensión de la democracia en el siglo XIX y principios del XX (por ejemplo, Tocqueville, John Stuart Mill u Ortega y Gasset) guardaban relación con el temor a que el sufragio universal se pudiese convertir en «dictadura de la masa», en tiranía de una mayoría incivilizada, dispuesta a pisotear los derechos de las minorías. Y la Alemania de la república de Weimar parecía haber confirmado

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esos temores. Hitler había llegado legalmente, democráticamente, al poder. El partido nazi había obtenido un 37% de los votos en las elecciones de julio de 1932 y un 33% en las de noviembre de 1932. El 30 de enero de 1933, Hitler consiguió acceder legalmente al puesto de canciller aúpado por una coalición de partidos de derecha auspiciada por el excanciller Franz Von Papen, que pensaba ingenuamente que podría manejar y mantener bajo control a los nazis. El dictador en ciernes aprovechó el incendio del Reichstag (febrero) para declarar el estado de excepción, disolver el Parlamento y celebrar nuevas elecciones el 5 de marzo, en las que la oposición fue ya objeto de serias intimidaciones, e incluso algunos de sus líderes detenidos. En esta atmósfera de coacción, los nazis alcanzaron el 44% de los votos. Y el nuevo Parlamento votó el 23 de marzo una Ley de Plenos Poderes [Ermächtigungsgesetz] que permitía al Führer gobernar en lo sucesivo por decreto. Es decir, el Estado de Derecho alemán se autodestruyó sin quiebra formal de la legalidad. La democracia se había hecho conscientemente el harakiri. Los propios nazis, en las elecciones de marzo de 1933, hablaban claramente de «votar una última vez para no tener que volver a votar nunca». Por tanto, el dilema que se le presenta a la civilización liberal en 1945 es cómo prevenir nuevos raptos de locura de la soberanía popular, nuevas autocremaciones de la democracia. Hay que proteger a las mayorías de sí mismas (y a las minorías —por ejemplo, los judíos—frente a la mayoría). Hay que sustraer los derechos humanos al autogobierno democrático57. Los derechos deben ser un límite de la democracia: no se debe poder votar sobre ellos (al menos, sobre los más importantes). 49. La toma de conciencia sobre el fracaso del Estado nacional en la tutela de los derechos humanos va acompañada, en la segunda postguerra, de una reflexión sobre las insuficiencias del positivismo jurídico como concepción del Derecho (el positivismo jurídico entiende que no hay otro Derecho que la ley positiva, la ley decretada formalmente por el Estado). El portavoz por antonomasia de este giro anti-positivista en la teoría del Derecho fue Gustav Radbruch (1878-1949), que escribió en 1946: «El positivismo jurídico, con su convicción de que «la ley es la ley», ha dejado a los juristas alemanes indefensos frente a leyes de contenido arbitrario y criminal»58. El positivismo jurídico predisponía a los juristas a tomar

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en consideración sólo el aspecto técnico-formal de las leyes, prescindiendo de juicios de valor sobre las mismas («aunque me parezca injusta, es sin duda una ley, pues reúne los requisitos formales que caracterizan a las normas jurídicas válidas»). Para Radbruch, los traumas del nazismo obligaban al mundo jurídico a superar el positivismo y evolucionar hacia alguna forma de neoiusnaturalismo; para ser verdadero Derecho, las leyes necesitan algo más que la validez formal: «[Cuando] el conflicto entre la ley positiva y la justicia alcanza una dimensión insoportable […], [cuando] la justicia ni siquiera es buscada [por la ley positiva], cuando la igualdad, que es el núcleo de la justicia, es negada conscientemente por el derecho positivo (como en las Leyes de Nuremberg [1935], que privaban a los judíos de la condición de ciudadanos), entonces la ley positiva no es simplemente «Derecho incorrecto», sino que más bien carece totalmente de naturaleza jurídica. Pues puede definirse al Derecho como una ordenación cuya finalidad es servir a la justicia. Midiéndolo desde este criterio, cabe entender que sectores completos del «Derecho nacionalsocialista» nunca tuvieron la condición de verdadero Derecho […] Carecían de carácter jurídico todas aquellas leyes que trataban a algunos seres humanos como subhombres [Untermenschen], que les negaban los derechos humanos y la dignidad humana»59.

50. Este giro neoiusnaturalista va a tener un reflejo, en primer lugar, en el nivel nacional-estatal a través de un reforzamiento y blindaje de los derechos fundamentales en las constituciones60. Varios Estados occidentales importantes se dotan de nuevas constituciones en la posguerra: Francia (1946, y de nuevo en 1958), Italia (1947), la República Federal Alemana (1949)… Estas constituciones difieren de sus antecesoras en el hecho de incluir tablas de derechos más extensas y, sobre todo, más protegidas: los procedimientos de reforma se vuelven muy complicados, si no imposibles (para impedir que cualquier futura asamblea — como el Reichstag de marzo de 1933— tire por la borda los derechos en un acceso de locura); se crean, en algunos casos, órganos específicos —los tribunales constitucionales— encargados de monitorizar la constitucionalidad de las leyes ordinarias, para garantizar la vigencia efectiva de la Constitución; se consideran directamente aplicables (sean o no desarrollados por las leyes) los principios y valores de la norma suprema… Las constituciones posteriores a 1945 son más «moralistas», más comprometidas con los valores liberal-democráticos, y más garantistas que las del siglo XIX y principios del XX. 51. Pero la gran novedad de la segunda postguerra es la idea según la cual la garantía de los derechos humanos no debe encomendarse sólo a los Estados de uno en uno (pues ya se ha comprobado que a menudo se vuelven contra ellos),

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sino también a la sociedad internacional en su conjunto. Ya durante el propio conflicto va tomando forma la idea de que de las ruinas de la Europa destruida debía emerger un nuevo orden internacional en el que fueran proscritas para siempre las guerras entre Estados, y que además garantizase el respeto de los derechos humanos (ambos principios están conectados). Gran Bretaña y EE.UU. habían empezado a perfilar idealmente el nuevo paisaje en la Carta del Atlántico de 1941; y el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt había pronunciado el 6 de enero de 1941 su «discurso de las cuatro libertades»: la sociedad internacional debía estructurarse de forma que estuvieran garantizadas en todas partes la libertad de expresión, la libertad religiosa, la «libertad frente a la necesidad [freedom from want]» (es decir, la cobertura de las necesidades materiales básicas: alimentación, vivienda, etc.) y la «libertad frente al miedo [freedom from fear]» (es decir, la vida y la integridad física). Aunque EE.UU. aún no había entrado en la guerra, el discurso de Roosevelt venía a enunciar la ideología del bando aliado, la causa por la que el bando angloamericano (no la URSS, evidentemente, un Estado totalitario que se había sumado a los aliados sólo por la inesperada invasión hitleriana) libraba la batalla más sangrienta de la historia. La guerra podía merecer la pena si servía para hacer imposibles las guerras futuras, así como para edificar un orden internacional basado en las cuatro libertades61. El objetivo que se buscaba al instituir las Naciones Unidas (junio de 1945) era la creación de un mecanismo de seguridad internacional que impidiese la repetición de conflictos como la Segunda Guerra (artículo 1 Carta de San Francisco: «prevenir y eliminar las amenazas a la paz»). Sin embargo, el Preámbulo de la Carta afirmaba también que los Estados fundadores actuaban movidos por el ideal de «reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas». Es decir, se afirmaba implícitamente que la violación de los derechos humanos era una de las causas de las guerras: un mundo en paz tendría que ser también un mundo respetuoso de los derechos. 52. Por tanto, las Naciones Unidas adoptaron la decisión de elaborar una Declaración Universal de Derechos Humanos. La presidencia de la comisión

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encargada de los trabajos preparatorios fue confiada a Eleanor Roosevelt (1884-1962), viuda del presidente norteamericano62. La Declaración fue aprobada el 10 de diciembre de 1948. En la elaboración de los drafts tuvieron un papel destacado —aunque la fama la haya casi monopolizado el francés René Cassin63, superviviente del Holocausto— el libanés cristiano (de formación tomista) Charles Malik, el confuciano chino Peng-chun Chang (China no era aún comunista), el canadiense John Humphrey64 y el chileno Hernán Santa Cruz. Los debates revelaron la imposibilidad de un consenso acerca del fundamento de los derechos: se optó, pues, por la simple enumeración de los mismos, sin que la Declaración abordase la ardua cuestión de por qué los hombres tienen derechos. También se pusieron de manifiesto las hondas diferencias entre el mundo libre y un bloque comunista que en aquel mismo momento recluía a cientos de miles de presos políticos en los campos de esclavos del Gulag. La táctica soviética consistió en sostener que ellos tenían una concepción distinta de los derechos: la concepción socialista, que supuestamente primaba a los «derechos económicos y sociales» (derecho a la educación, a la atención sanitaria, a un minimum de bienestar, etc.: en realidad, también esos derechos estaban mejor atendidos en los países occidentales libres). Así, el representante yugoslavo Vladislav Ribnikar señaló que la praxis socialista de los derechos humanos se distinguía por «la perfecta armonía entre el individuo y la comunidad» y «la prioridad del interés común, encarnado en el Estado, sobre las aspiraciones individuales». El libanés Malik le contestó: «El peligro más amenazador en nuestra época viene dado por un colectivismo que exige la extinción de la persona como tal, en su individualidad y su inviolabilidad última»65. Y también John Humphrey señaló que la concepción colectivista de los derechos «olvida que, en la mayoría de los conflictos de derechos humanos, los individuos y los Estados han estado y aún están en lados opuestos del ring»66. En la votación final sobre la Declaración, las ocho abstenciones (no hubo ningún voto en contra) correspondieron a Estados del bloque socialista. Pese a haber eludido la espinosa cuestión del fundamento de los derechos, la Declaración es filosóficamente jugosa. Por ejemplo, la elección misma del verbo «declarar» conlleva la adopción implícita de una perspectiva iusnaturalista (se declaran derechos preexistentes)67. Por otra parte, el texto reconoce el nexo entre el respeto de los derechos humanos y la paz internacional (que justificaba

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la «injerencia» de una organización como las Naciones Unidas —creada en principio como mecanismo de seguridad internacional— en el tema de los derechos): el Preámbulo proclama que «la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana». El artículo 1 afirma que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos» (una formulación que casi calca a la del artículo 1 de la Declaración de 1789). El artículo 2 afirma que los derechos deben serles reconocidos a todos, sin discriminación por raza, sexo, idioma o religión. El artículo 4 prohíbe la esclavitud (todavía practicada entonces en países del Sahel); el 5, la tortura y los tratos crueles, inhumanos o degradantes. El artículo 9 prohíbe las detenciones y destierros arbitrarios. El 11 prohíbe las leyes penales con efectos retroactivos. El 13.2, las restricciones a la libertad de movimentos dentro del país, a la salida del propio país o al regreso al mismo. El artículo 17.2 prohíbe la privación arbitraria de la propiedad. El 18 garantiza la libertad de conciencia y de religión. El 19, la libertad de opinión y expresión; el 20, el derecho de asociación y de reunión pacífica. El 21, el derecho al sufragio universal. Salvo el sufragio universal, todos estos derechos habían tenido precedentes en las declaraciones del siglo XVIII. La novedad que trae la Declaración de 1948 es la adición de un bloque de derechos económicos y sociales: derecho a la seguridad social (artículo 22), al trabajo y a una remuneración equitativa (artículo 23), al descanso (artículo 24), a la sanidad (artículo 25), a la libre sindicación (artículo 23.4), a la educación (artículo 26), a la «participación en la vida cultural de la comunidad» (artículo 27)… 53. La Declaración de 1948 carecía por sí misma de efectos jurídicos prácticos; es probable que las grandes potencias de la época se avinieran a aprobarla porque estimaban que quedaría en una proclamación retórica que no restringiría en modo alguno su soberanía68 (que, por otra parte, parecía asegurada con el artículo 2.7 de la Carta de Naciones Unidas, que establecía que la organización no podría «intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados»). Sin embargo, la mera formulación solemne de los derechos desencadenó una onda expansiva comparable a la que generaron las Declaraciones de finales del

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XVIII,

pero en esta ocasión en la dirección de una aplicabilidad efectiva en el

nivel transnacional (cumpliéndose así el proceso dialéctico de tesis-antítesissíntesis que esbozábamos antes: por primera vez, los derechos debían ser universales y positivos). Si la sociedad internacional había proclamado los derechos, ahora debía desarrollar instrumentos supranacionales para protegerlos. En 1951, la Asamblea General decidió desarrollar el contenido de la Declaración de 1948 mediante dos instrumentos específicos: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; ambos fueron aprobados en 1966. Y el primero incluía un protocolo facultativo —o sea, que sólo vincularía a los Estados que lo suscribieran expresamente— en virtud del cual los Estados Partes permitirían que sus propios ciudadanos denunciaran eventuales violaciones de los derechos reconocidos por el Pacto a un Comité de Derechos Humanos instituido por el propio Pacto. Esto implicaba la superación —o un comienzo de superación— del monopolio estatal en materia de tutela de los derechos humanos: los Estados empiezan a reconocer que ellos pueden fallar en este aspecto, y que les conviene ser supervisados por organismos internacionales. Los individuos pueden denunciar a sus propios Estados ante instancias supraestatales. En realidad, el mecanismo más serio de tutela supranacional de los derechos humanos ha resultado ser el instituido a nivel continental por el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1951), que preveía una Comisión de Derechos Humanos y un Tribunal Europeo de Derechos Humanos a los cuales los ciudadanos pueden apelar cuando hayan agotado las instancias judiciales internas, y que emite sentencias vinculantes para los Estados Partes, obligándoles eventualmente a revisar sentencias judiciales internas e incluso a cambiar sus leyes69. En 1998, la ONU instituyó un Tribunal Penal Internacional, competente para juzgar crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad cometidos por personas cuyos Estados no puedan o no quieran juzgarles (ya unos años antes habían sido creados un Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia [1993] y un Tribunal Penal Internacional para Ruanda [1994], que juzgaron efectivamente a decenas de acusados de crímenes contra la humanidad en las guerras de los Balcanes de 1991-95 y en el genocidio ruandés de 1994). Estos organismos internacionales han ido haciendo su camino, lentamente, con éxito desigual. Se da ciertamente la paradoja de que los Estados más dispuestos a

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aceptar la jurisdicción de tribunales internacionales son, precisamente, los que menos lo necesitarían, pues ya suelen respetar los derechos humanos en su ordenamiento interno (por ejemplo, los de Europa occidental). 54. Además de inaugurar una lenta evolución hacia la exigibilidad transnacional (y no ya solamente intranacional) de los derechos humanos, la Declaración de 1948 tuvo efectos prácticos de otra forma: «puso de moda» a nivel mundial la idea de derechos humanos, que fue calando poco a poco en la conciencia de la humanidad; primero, evidentemente, en los países occidentales, pero después también en otras culturas. Las ideas y las palabras tienen consecuencias. El lenguaje de los derechos humanos fue utilizado, por ejemplo, por las revueltas anticoloniales de los países asiáticos y africanos en la década de los 50 (aunque de la descolonización surgirían en muchos casos Estados independientes más vulneradores de los derechos humanos que lo que pudieran haber sido las potencias coloniales), así como por el «movimiento de los derechos civiles» de los negros norteamericanos en los 50 y 60 (Martin Luther King). La reivindicación de los derechos humanos —oficialmente reconocidos por los Estados del bloque soviético, aunque inaplicados en la práctica— jugará también un papel central en la disidencia anticomunista en Europa del Este. Por ejemplo, la firma por los Estados socialistas del Acta de Helsinki en 1975 (que incluía en su punto 7 un compromiso de «respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales») propició la aparición en Checoslovaquia del grupo disidente Carta 77, liderado por Vaclav Havel, que tenía la osadía de exigir que los derechos aceptados internacionalmente por el régimen comunista del país fuesen respetados en la práctica. En Polonia —tras la decisiva visita del papa Juan Pablo II en 1979, que ayudó a los polacos a sacudirse el miedo— surgió en 1980 el sindicato anticomunista Solidaridad, liderado por Lech Walesa, y también enarbolando la bandera de los derechos humanos. Tanto Havel como Walesa (y otros disidentes como Sajarov o Solzhenitsyn en la URSS) serían encarcelados o desterrados, y sus movimientos reprimidos. Pero en 1988-89 reaparecieron, obteniendo la victoria final con el colapso de los gobiernos comunistas. Havel terminó siendo presidente de Checoslovaquia, y Walesa lo fue de Polonia. La Declaración de 1948 fue también el pistoletazo de salida para una floración inmensa de ONGs dedicadas a los derechos humanos: Amnistía Internacional,

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Human Rights Watch, Ayuda a la Iglesia Necesitada, etc. Aunque algunas hayan cobrado en las últimas décadas un sesgo ideológico que las aparta de la deseable neutralidad, lo cierto es que han jugado un papel positivo como observatorios internacionales que llamaban la atención sobre las violaciones de derechos humanos. Las víctimas de los abusos disponen ahora de testigos, códigos y jueces mundiales a los que apelar70. Nunca había ocurrido antes. IX. ¿TRES GENERACIONES DE DERECHOS HUMANOS? 55. A partir de la segunda mitad del siglo

XIX

comenzaron a aparecer —primero

en la legislación ordinaria y después en las constituciones— una serie de derechos cuya estructura difería sustancialmente de aquellos otros cuya génesis hemos rastreado en el capítulo anterior. Se trata de los llamados «derechos económicos y sociales». En realidad, tuvieron un fugaz balbuceo en la Revolución francesa: la constitución jacobina de 1793 —que no llegaría a entrar en vigor— decía en su artículo 21 que «la beneficencia pública es una deuda sagrada», y que «la sociedad debe asegurar la subsistencia a los ciudadanos desgraciados, sea proporcionándoles trabajo, sea garantizando los medios de existencia a los que estén incapacitados para trabajar»; el artículo 22 afirmaba que «la sociedad debe […] colocar la instrucción al alcance de todos los ciudadanos» (es muy interesante que esta primera formulación histórica del derecho a la educación atribuya la responsabilidad de ésta a «la sociedad» y no al Estado). Habrá que esperar a la tercera revolución francesa, la de 1848, para ver reaparecer los derechos sociales en un texto constitucional: el artículo 13 de la constitución de ese año (que estuvo en vigor tres años) afirma, entre otras cosas, que «la sociedad [de nuevo la sociedad, no el Estado] fomenta el desarrollo del trabajo por medio de la enseñanza primaria gratuita, la educación profesional, la igualdad de relaciones entre el patrono y el obrero […]; proporciona la asistencia a los niños abandonados, a los enfermos y a los ancianos sin medios económicos y que sus familias no pueden socorrer»71. En esas décadas centrales del siglo XIX comenzaba a desarrollarse también, sobre todo en Gran Bretaña72 y Francia, la legislación ordinaria de protección social: leyes de prohibición del trabajo infantil, de limitación de la jornada laboral, de seguridad e higiene en el

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trabajo… En realidad, la Seguridad Social en sentido moderno fue creada por el canciller alemán Otto von Bismarck con su ley sobre seguro de enfermedad (1883) y otras leyes sobre seguros sociales de la década de los 80. En España, el embrión de la Seguridad Social —el Instituto Nacional de Previsión— fue establecido por el gobierno conservador de Antonio Maura en 1908; durante el régimen de Franco, José Antonio Girón de Velasco, ministro del Trabajo entre 1941 y 1957, introdujo un sistema moderno de seguros sociales. Otro hito importantes del desarrollo de los derechos sociales en el siglo XX sería la Social Security Act del presidente Roosevelt (1935), que introdujo el servicio Medicaid, un sistema público de pensiones, subsidios de desempleo federales, etc. en EE.UU; en Gran Bretaña, el gobierno liberal de David Lloyd George introdujo un sistema de seguros nacionales en 1911 (National Insurance) y el gabinete laborista de Clement Attlee creó en 1948 el National Health Service. Mientras tanto, los derechos sociales iban a incorporándose a las constituciones: la alemana de 1919, la española de 1931, las constituciones de postguerra a las que aludimos en el capítulo anterior… y los artículos 22 a 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

56. Los derechos económicos y sociales presentan una clara diferencia estructural respecto a los derechos civiles y políticos: si estos últimos suelen representar barreras de protección del ciudadano frente a eventuales agresiones o injerencias de los poderes públicos (se trata de que nadie —y especialmente el Estado, que ejerce el monopolio de la violencia legítima— nos mate, esclavice, robe nuestros bienes, encarcele sin juicio previo…), los primeros, en cambio, parecen requerir (al menos, en la interpretación estatista que ha terminado prevaleciendo, y que como vimos supra no fue la originaria) que el Estado ofrezca al ciudadano una serie de servicios: educación, sanidad, subsidio de desempleo, pensiones de jubilación… Los derechos clásicos apuntan a la contención del Estado; los nuevos derechos sociales, en cambio, requieren su expansión. De los primeros se derivan para los poderes públicos obligaciones de abstención; de los segundos, obligaciones de intervención. 57. En un célebre trabajo de 1979, Karel Vasak73 propuso dar cuenta de esta

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heterogeneidad distinguiendo tres generaciones de derechos humanos: (1) la primera abarcaría los derechos civiles (a la vida, a la libertad religiosa, a la libertad de expresión y asociación, etc.) y políticos (sufragio activo y pasivo); (2) la segunda, los derechos económicos y sociales (sanidad, educación, jubilación, vivienda, etc.); (3) la tercera… unas inciertas y proteicas reivindicaciones74, aún muy gaseosas, pero que aspiraban ya al estatuto de derechos: derecho a la paz, al desarrollo, al medioambiente limpio, a la intimidad informática, a la «calidad de vida» … En realidad, la conciencia de la diversa estructura de los derechos humanos era muy anterior, y se había manifestado en varios intentos de clasificación. Por ejemplo, Georg Jellinek había distinguido —en su Sistema de los derechos públicos subjetivos [System der subjektiven öffentlichen Rechte] (1892)75— tres posibles estatus o situaciones del invidivuo frente al Estado, que se correspondían con otros tantos tipos de derechos: (1) el status negativus: obligación de abstención para el Estado (que se compromete a no hacer una serie de cosas: matar, encarcelar sin juicio, impedir la libre expresión de las ideas, etc.); (2) el status activus: se corresponde con la participación del ciudadano en el proceso político (por medio de los derechos de asociación, sufragio activo y pasivo, etc.); (3) el status positivus: el Estado interviene activamente a favor del ciudadano, ofreciéndole educación, sanidad, pensiones, etc. El sociólogo inglés Thomas H. Marshall ofreció también una clasificación clásica en su Ciudadanía y clase social [Citizenship and Social Class] (1950). Marshall hablaba de un progresivo despliegue histórico del concepto de ciudadanía, el cual habría ido incorporando sucesivamente: (1) un elemento civil, surgido [en Inglaterra] entre 1688 [Revolución Gloriosa] y 1832 [primera gran ampliación del sufragio], y que se corresponde con «los derechos necesarios para la libertad individual —libertad de movimientos y residencia, libertad de expresión, pensamiento y fe, derecho a poseer propiedad y a concluir contratos válidos, y derecho a la tutela jurisdiccional»; (2) un elemento político, desarrollado, en el caso británico, durante el siglo XIX, y que incluye «el derecho a participar en el ejercicio del poder político, como miembro de un órgano investido de autoridad política o como elector de los miembros de tal órgano»; (3) un elemento social, desarrollado en el siglo XX, y que se identificaría con «la amplia gama [de derechos] que van desde el derecho a un mínimo de bienestar

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económico y seguridad hasta el derecho a participar plenamente de la herencia social y a vivir la vida de un ser civilizado de acuerdo con los criterios prevalecientes en cada momento en la sociedad»; Marshall añadía que «las instituciones más estrechamente conectadas con él son el sistema educativo y los servicios sociales»76. Otros autores afirman que, en tanto los derechos civiles garantizan la «libertad negativa» (concepto acuñado por Isaiah Berlin)77, esto es, la libertad entendida como no injerencia, como «derecho a ser dejado en paz», los derechos sociales garantizarían la «libertad material» o «efectiva» (libertad como posesión real de los recursos materiales y culturales necesarios para vivir una vida propiamente humana). Si el Estado me encarcela sin razón o me impide defender en público mis ideas, estaría violando mi «libertad negativa». Pero si carezco de vivienda, de trabajo, de alimento, de educación… no tengo «libertad material» (y entonces no me sirve de nada «ser dejado en paz»: mi libertad negativa se convierte, como acuñara el escritor Anatole France, en «libertad para dormir bajo los puentes»; otro teórico de la libertad material fue Stalin, a quien se atribuye la frase «si no tienes mantequilla, la libertad de pensamiento no te llevará muy lejos»)78. 58. Existen buenas razones para defender la idea de «libertad material»; en efecto, el hambre, la miseria, la ignorancia, pueden ser entendidas como circunstancias restrictivas de la libertad real, en la medida en que achatan significativamente la agency: el horizonte vital, la gama de opciones efectivas de las personas. Jeremy Waldron79, Amartya Sen80, Raymond Plant81, Neil MacCormick82 y otros han argumentado muy eficazmente a favor de la «libertad material»; quien firma estas líneas dedicó también dos libros a la cuestión83. En este sentido, la introducción de las pensiones de jubilación, la universalización de la educación y de la atención sanitaria, etc., no pueden dejar de ser celebradas como formidables progresos civilizatorios. 59. Reconocer como deseable y hasta imprescindible el objetivo de que todos los ciudadanos dispongan de atención sanitaria de calidad, educación esmerada, una pensión de jubilación decente, etc. es, sin embargo, compatible con la duda acerca de que los «derechos económicos y sociales» sean la vía más

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adecuada para ello. Especialmente si, como viene ocurriendo desde hace décadas, por «aseguramiento de los derechos sociales» se entiende automáticamente la estatalización de los servicios correspondientes (sanidad, enseñanza y pensiones «públicas», esto es, provistas directamente por el Estado por medio de cuerpos de funcionarios)84. Las razones para este escepticismo son variadas. Los derechos económicos y sociales responden a una lógica diametralmente opuesta a la que había inspirado a los derechos civiles: éstos intentan contener, vigilar, marcar límites infranqueables a la acción del Estado; aquéllos, en cambio, requieren la constante expansión del Estado y su injerencia creciente en la sociedad85. Pues huelga decir que el Estado carece de recursos económicos propios: lo único que puede hacer es absorber parte de la riqueza producida por la sociedad y transferirla —bajo la forma de prestaciones públicas— a los sectores de población que supuestamente no podrían costearse por sus propios medios la educación, la sanidad o las pensiones. Pero, ¿es posible pedirle al poder político simultáneamente que se contenga y que crezca? Las prestaciones asistenciales comenzaron teniendo un razonable sentido subsidiario: una red de seguridad pensada para aquéllos —en principio, una minoría— que no podrían pagar la sanidad, la educación u otros servicios esenciales a precios de mercado. Sin embargo, los servicios públicos característicos del Estado social mostraron muy pronto una clara tendencia hacia la expansión, la universalización, el monopolio. En el «Estado del bienestar» desarrollado a partir de la segunda postguerra, los servicios pasaron a ser universales: se ofrecían indistintamente a cualquier ciudadano, con independencia de cuál fuese su nivel de renta. Crecieron gigantescos aparatos burocráticos —habitados por millones de funcionarios— para la prestación de esos servicios. De esta forma, así como la primera generación de derechos humanos sirvió para señalar límites al poder político, la segunda ha motivado su crecimiento incontrolado; la presión fiscal ha subido de forma desmesurada; el Estado, que en los países occidentales succionaba anualmente menos de un 10% del PIB a principios del siglo XX, había pasado a principios del XXI a absorber entre un 35% y un 50% (en España aproximadamente un 45%) de la riqueza producida cada año en el país. Esta creciente presión fiscal sofoca el dinamismo económico y

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la creatividad empresarial, inhibiendo la creación de riqueza y de puestos de trabajo. El peso excesivo del Estado parece ser la causa principal de las dificultades económicas experimentadas por las naciones europeas (déficits públicos agobiantes, creciente endeudamiento, altos índices de desempleo) en los últimos tiempos86. 60. Por otra parte, la hipertrofia del Estado y de los servicios (aparentemente) gratuitos o semigratuitos ofrecidos por éste genera otros problemas: intereses creados de las legiones de burócratas y funcionarios (William Niskanen señaló que, de la misma forma que todo empresario aspira a maximizar sus beneficios, así todo burócrata aspira indefectiblemente a maximizar el tamaño y el presupuesto de la agencia que dirige)87, los cuales defienden a ultranza el Estado del bienestar, no porque sea útil para la sociedad en su conjunto, sino porque comen de él; aparición de una underclass parásita que vive permanentemente de los servicios sociales, en lugar de buscar trabajo o intentar solucionar sus problemas por sí misma88; fomento de una mentalidad lactante e irresponsable en los ciudadanos, acostumbrados a esperar que el gobierno satisfaga sus necesidades como si fuese una divinidad benéfica89 (y ya señaló Frédéric Bastiat: «Todo el mundo quiere vivir a expensas del Estado; pero olvidan que el Estado vive a expensas de todo el mundo»). En otro lugar90 sinteticé así algunas de estas disfunciones: «El impacto moral de esta intervención masiva del poder político en la economía es claro: como indica el padre Robert Sirico, «convierte una sociedad de creadores de riqueza en una sociedad de tomadores de riqueza»91; convierte una sociedad de productores en una sociedad de subsidiados. En lugar de intentar conseguir beneficios vendiendo a los demás bienes y servicios que estos aprecian, el sujeto aspirará a beneficiarse de alguna de las transferencias coactivas de renta puestas en práctica por el Estado socialdemócrata. En lugar del beneficio mercantil, buscará el subsidio estatal. Pero un buscador de subsidios no necesita ninguna de las virtudes capitalistas clásicas (laboriosidad, innovación, riesgo, ahorro, tolerancia…). A diferencia del intercambio voluntario y mutuamente beneficioso que tiene lugar en el mercado, la rebatiña por las rentas coactivamente extraídas por el Estado a los contribuyentes sí es un juego de suma cero: el subsidio que yo me llevo es dejado de percibir por algún otro beneficiario potencial. Por tanto, las actitudes morales que se desarrollen en un contexto así serán distintas: en lugar de esforzarse por ofrecer bienes y servicios valiosos, habrá que procurar aparecer como víctima necesitada de la ayuda estatal (en lugar del concurso de méritos, «concurso de deméritos»); en lugar de ver al otro como un cooperador en el mercado, se le verá como un rival en la lucha por el botín de los subsidios públicos 92. La redistribución socialdemócrata polariza y enfrenta a la sociedad, dividiéndola en grupos de interés (lo que Mancur Olson llamó «coaliciones distributivas») que compiten por el favor del Estado.

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Esta dependencia respecto al subsidio público resulta especialmente corrosiva de la virtud del ahorro y la previsión. En efecto, se extiende la percepción (infundada) de que el Estado posee recursos ilimitados (y si no los tiene, debe «gravar más a los ricos»). Por consiguiente, se exigen más y más prestaciones —presentadas como «derechos sociales»— a un Estado ya hipertrofiado. Las consideraciones de administración sensata que uno aplicaría a su propio patrimonio, no se aplican cuando se trata de «lo público»: si el Estado no tiene recursos suficientes, debe endeudarse (así lo recomendó el propio Keynes: las deudas se pueden diferir hacia un «largo plazo» indefinido, «y en el largo plazo, todos estaremos ya muertos»)93. La mentalidad general es: «quiero «mi derecho» [a sanidad, educación, pensiones, niveles salariales altos impuestos por el Estado a las empresas, etc.]; y si no hay dinero, que paguen otros [«los ricos», los inversores internacionales, las generaciones futuras…]». La prevalencia de esta mentalidad se aprecia, por ejemplo, en la enorme impopularidad de la política de recorte del déficit público, escarnecida como «antisocial» por la izquierda y la extrema derecha; la extraordinaria resistencia de los europeos a medidas como la flexibilización del mercado laboral, el retraso de la edad de jubilación, el copago sanitario, etc 94. Y esta voracidad intransigente del ciudadano (incapaz ya de manejar un horizonte temporal largo) converge, trágicamente, con otra no menos irresponsable de unos políticos que, preocupados exclusivamente de las elecciones siguientes, responden a la demanda con más y más «derechos» (y por tanto, más y más gasto y endeudamiento)95. El astronómico incremento del gasto público español en la primera década del s. XXI es la mejor prueba de ello: una lluvia de infraestructuras deficitarias, aeropuertos fantasma, ordenadores en las escuelas, nuevos subsidios… con los que los políticos intentan comprar los votos, desentendiéndose de la viabilidad del país a quince o veinte años vista. La maldición que pesa sobre Europa es que parece imposible que un político pueda hoy ganar las elecciones con un mensaje como: «reduciré las prestaciones públicas para dejar a nuestros hijos un país viable, sin déficit ni deudas».

61. El principio que subyace a los derechos sociales (todos, sin excepción, deben recibir asistencia sanitaria, educación, pensiones de invalidez o jubilación, etc.) es irrenunciable en una sociedad civilizada. Sin embargo, no es en absoluto evidente que el derecho a educación-sanidad-pensiones implique necesariamente la completa estatalización de los servicios correspondientes. Son concebibles otras soluciones, probablemente menos costosas y menos inhibidoras de la creación de riqueza96. Milton Friedman lanzó en los años 50 la idea del cheque escolar: en lugar de sostener miles de escuelas públicas, el Estado ofrecería a cada familia con hijos un cheque con el que pagar el colegio privado de su elección. El mismo principio podría ser aplicado a la sanidad. Hay diversos modelos pensables —por ejemplo, la propuesta MusgraveGoodman97 de sistema sanitario98— que garantizarían la universalidad del acceso a las respectivas prestaciones sin necesidad de estatalizarlas. Y, de hecho, funcionan bien en países como Singapur, Suiza99 o Suecia100. En otro lugar lo formulé así: «[L]a visión «pauperista» de los derechos sociales (el Estado tiene que intervenir para ofrecer

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gratuitamente servicios esenciales —sanidad, educación, pensiones— que los pobres no podrían de otro modo costearse) resulta anacrónica en sociedades con más de 30.000 dólares de renta per capita. Hay que atreverse a intentar imaginar qué ocurriría si educación, sanidad y pensiones fuesen privatizadas; siempre, desde luego, con una cobertura pública para los afectados por «riesgos inasegurables» (inválidos, enfermos crónicos, etc.) y para los verdaderamente indigentes. La carga fiscal descendería drásticamente. Florecería un mercado educativo y sanitario, con todas las ventajas que aporta siempre la competencia: abaratamiento de los servicios, mejora de la calidad y la diversidad. La mayoría de los ciudadanos tendría capacidad económica más que suficiente — sobre todo, tras la enorme rebaja fiscal— para pagar los seguros médicos, las plazas escolares y los planes de jubilación privados pertinentes»101.

X. PROLIFERACIÓN Y TRIVIALIZACIÓN 62. Los derechos económicos y sociales han mostrado históricamente una clara tendencia inflacionaria: como señalara Raphaella Bilski, cada nueva necesidad atendida, lejos de clausurar definitivamente la lista de derechos, suscita a su vez nuevas reivindicaciones al Estado, en una progresión imparable102. Se ha hablado en este sentido de «bulimia de derechos» y de «derechos insaciables»103. Una vez imbuidos los ciudadanos de la idea según la cual pueden legítimamente esperar que los poderes públicos les provean de «servicios esenciales» y les resuelvan las «necesidades básicas», el círculo de lo considerado «esencial» y «básico» tiende a expandirse indefinidamente, con la consiguiente sobrecarga para el Estado y la bancarrota como riesgo acechante104. Pero la adición de la nueva categoría de derechos (económicos y sociales) tiene también una importante consecuencia conceptual: implica una nueva concepción de lo que deba entenderse por «derechos humanos». Los derechos de la primera generación —relacionados con la «libertad como no injerencia»— comportaban para el Estado obligaciones primordialmente «negativas», de abstención: no matar, no torturar, etc. La abstención es gratis; no hacer esto o lo otro no cuesta dinero; los derechos de primera generación salían, por tanto, muy baratos. Y, como eran baratos, el Estado no podía aducir excusas económicas para su incumplimiento: cualquier gobierno, por pobre que sea, puede abstenerse de torturar, etc. De ahí la categoricidad de los derechos humanos de la primera generación (los de 1776-89): tenía sentido exigirlos como imperativos absolutos, innegociables, pues su cumplimiento dependía exclusivamente de la buena voluntad de los gobernantes. Es claro que los derechos económicos y sociales tienen una naturaleza muy

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distinta: la provisión de los servicios públicos pertinentes (sanitarios, educativos, etc.) depende de los recursos económicos disponibles, los ingresos fiscales, la situación presupuestaria. Para realizar los derechos sociales no basta la buena voluntad del gobierno: si no hay dinero, no se los podrá cumplir. Por tanto, los derechos sociales no aparecen ya como imperativos categóricos, terminantes («no matarás», «no encarcelarás sin juicio previo», etc.), sino como «principios programáticos», objetivos a largo plazo105, direcciones en las cuales sería bueno avanzar, a medida que se vaya disponiendo de los recursos precisos para ello… Lo que hemos dicho acerca de los derechos de segunda generación sirve también, a fortiori, para los de la llamada «tercera generación de derechos humanos»: reivindicaciones tan imprecisas e inobjetivables como el «derecho al desarrollo», el «derecho a la paz», el «derecho al medioambiente», el «derecho al respeto», el «derecho a la calidad de vida»… ¿Quiénes son los titulares y quiénes los obligados a satisfacer tales «derechos»? ¿Cómo se comprueba su cumplimiento? Se constata, pues, cómo la segunda y la tercera generaciones de derechos han implicado una notable relativización del concepto de derechos humanos: éstos ya no son entendidos como imperativos absolutos que el gobierno debe inexcusablemente respetar, sino como buenos deseos y horizontes sugestivos hacia los que avanzar. La cantidad creciente de derechos se ha demostrado incompatible con su calidad106. Y, como señalara Guy Haarscher, existe el riesgo de que esta trivialización termine infectando retroactivamente a los derechos «serios», los concretos, los inequívocamente exigibles (los de 1776-89)107. Si los derechos humanos, finalmente, no son más que «una vaga reivindicación moralizante»… ¿no lo serán también el derecho a la vida, el de libertad religiosa o el de libertad de discurso? El deterioro reciente de estos derechos en los países occidentales (aborto, eutanasia, erosión de la libertad de expresión de los cristianos)108 parecería confirmar ese inquietante diagnóstico. 63. Además de banalizar los derechos «serios», la proliferación de derechos tiene una segunda consecuencia peligrosa, exactamente inversa a la anterior: absolutizar aspiraciones relativas y discutibles. En efecto, la retórica de los derechos enrarece el debate público: cualquier grupo o lobby se apresura a llamar «derechos» a las reivindicaciones que defiende (trátese de los «derechos de

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la naturaleza [animales y plantas]», del «derecho al matrimonio gay» o del «derecho a decidir» de los catalanes). Así, la etiqueta de los «derechos» termina convirtiéndose en un colorante vistoso con el que cada grupo —en competencia con otros— intenta teñir sus objetivos respectivos, confiriéndoles connotaciones de justicia, sacralidad e irrenunciabilidad. La retórica de los derechos funciona en realidad como un bloqueador conversacional109: sobre los derechos, por definición, no se negocia; referirse a algo como «un derecho» equivale a exigir al resto de la sociedad un acatamiento incondicional de la pretensión de que se trate. De esta forma, cada lobby o sector de opinión se encastilla en sus respectivas reivindicaciones, en lugar de buscar la transacción o el equilibrio. Mary Ann Glendon ha diseccionado con especial lucidez este abuso contemporáneo de la «cháchara de los derechos [rights talk]», centrándose especialmente en el caso norteamericano: «El discurso de los derechos se ha convertido en el lenguaje principal que usamos en el espacio público para debatir cuestiones enjundiosas sobre lo justo y lo injusto […] Esta nueva versión del discurso de los derechos [que no debe ser confundida con el lenguaje clásico, el de 1776] se caracteriza por su rigidez y simplicidad, su prodigalidad al conferir a casi cualquier cosa la etiqueta de «derecho», su carácter legalista, su exagerada «absolutidad» [absoluteness], su hiperindividualismo y su silencio respecto a las responsabilidades personales, cívicas y colectivas […] Un catálogo de derechos en rápido crecimiento —que ahora ya se extienden a los árboles, a los animales, a los fumadores, a los no fumadores, a los consumidores, etc.— no sólo multiplica las ocasiones de colisión entre «derechos» antitéticos, sino que también implica el riesgo de trivializar los valores democráticos esenciales. La tendencia a enmarcar casi cualquier controversia social en términos de conflicto de derechos […] impide el compromiso, la comprensión mutua, y la búsqueda de un terreno común […] Y la cuasi-afasia acerca de las responsabilidades hace que parezca legítimo aceptar los beneficios de vivir en un Estado democrático y de bienestar sin asumir las responsabilidades personales y cívicas correspondientes»110.

XI. REVOLUCIÓN SEXUAL Y FALSOS DERECHOS 64. Junto a la proliferación-trivialización analizada supra, la idea de los derechos humanos ha sufrido en las últimas décadas un deterioro importante a causa de su tergiversación y «secuestro» por parte de la nueva izquierda sesentayochista (utilizo este concepto —que he teorizado más extensamente en otro lugar111— para referirme a la amalgama de freudomarxismo, feminismo second wave, ideología de género, homosexualismo, relativismo, etc. que se ha hecho con la hegemonía cultural en Occidente a partir de los años 60-70). Dos de

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los objetivos más importantes de dicho movimiento son la aceptación social de una libertad sexual prácticamente ilimitada y la deconstrucción del modelo de familia «tradicional» (basado en el matrimonio entre hombre y mujer, abiertos a la procreación y educación de hijos). La nueva izquierda se ha servido del lenguaje de los derechos112 para conseguir, por ejemplo, la legalización del aborto (presentado como «derecho de la mujer sobre su propio cuerpo») y de las técnicas de fecundación artificial, la fragilización de la familia (facilitamiento creciente del divorcio, cuasi-equiparación jurídica de las parejas de hecho con las casadas) y el «matrimonio» entre personas del mismo sexo. «[L]a contracultura [sesentayochista] ha sustituido casi totalmente al socialismo como base del pensamiento político radical […] [S]e ha convertido en una ideología total […] cuyo enemigo es más la estructura mental [tradicional] que la estructura económica» (Jesús Trillo)113. Robert P. George, por su parte, distingue dos elementos en la izquierda actual: la componente socialdemócrata clásica [Rooseveltian strand] (Estado asistencial-redistributivo: sanidad y educación públicas, intervencionismo económico, etc.) y la componente sesentayochista [personal liberationist strand]… cuya importancia tiende a crecer: «Lo que distingue al libera-cionismo personal es su rechazo de las normas morales tradicionales relativas a la anticoncepción, el aborto, el divorcio, la pornografía, el suicidio asistido y, en algunos casos, la prostitución y el uso de drogas […] Defienden una educación sexual «libre de valores» en las escuelas, así como la distribución en ellas de píldoras anticonceptivas, preservativos, etc., sin autorización o notificación paterna. En los últimos tiempos, han hecho bandera del reconocimiento legal de los «matrimonios» entre personas del mismo sexo»114.

65. No podemos abordar aquí un análisis detallado de las diversas corrientes115 que han convergido en la «nueva izquierda» postsocialista. Una de ellas es, sin duda, el feminismo. No el feminismo clásico, cuyos comienzos atisbábamos en el capítulo anterior en las aportaciones de Olympe de Gouges o Mary Wollstonecraft. Hasta c. 1960, el feminismo no reivindicó otra cosa que el derecho de voto para la mujer, la supresión de las limitaciones de la capacidad jurídica de la mujer casada (que en casi todos los países necesitaba el permiso de su marido para firmar contratos, etc.), el derecho de las mujeres a estudiar y trabajar si así lo deseaban… Las feministas clásicas no pedían el «derecho al aborto» ni la deconstrucción de la familia: Susan B. Anthony, una destacada activista de los derechos de la mujer de finales del siglo XIX, se refería al aborto como «asesinato de niños»116; Alice Paul, autora en los años 20 del texto original de la Equal Rights Amendment (una enmienda constitucional, finalmente no aprobada, que buscaba garantizar en EE.UU. la igualdad de derechos para la

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mujer), describía el aborto como «la más degradante explotación de la mujer»117 (dando a entender que la fácil supresión del nasciturus desresponsabilizaría sexualmente a los varones, que podrían utilizar a las mujeres como objetos de usar y tirar, instándolas a abortar en caso de quedar embarazadas). Lo mismo cabe decir de Frances Willard, Elizabeth Blackwell y otras líderes históricas del movimiento «sufragista». Pero el llamado feminismo «de segunda ola» experimentará a partir de los años 60 un rotundo giro anti-maternidad y anti-familia. Las nuevas feministas — Carol Hanisch, Betty Friedan, Shulamith Firestone, Kate Millet, Germaine Greer, etc.— estiman que la igualdad ante la ley no es suficiente, pues las raíces de la supuesta opresión de la mujer se encuentran en el ámbito privado: la educación, la sexualidad, y especialmente el rol de esposa y madre. Betty Friedan (19212006) será especialmente influyente con su obra La mística femenina [The Feminine Mystique] (1963)118, que define a la familia americana de clase media como «un confortable campo de concentración», y a las mujeres casadas como alienadas. La esposa y madre sacrifica su propia realización en el altar de su familia; es hora de que la mujer se libere de esa cárcel. Data de esta época la denigración de las amas de casa como «marujas»: trabajar fuera del hogar se convierte en una obligación (y no ya en el derecho opcional por el que habían luchado las feministas clásicas). En realidad, el terreno había sido preparado una década antes por El segundo sexo [Le deuxième sexe] (1949) de Simone de Beauvoir (1908-86), auténtica Biblia del feminismo second wave. Su aportación más influyente es, quizás, la idea de que la femineidad no es un dato natural, sino una construcción cultural: «la mujer no nace, [sino que] se hace». Pero en la extensa diatriba de Beauvoir contra cinco milenios de cultura «falocéntrica» hay también mucho de rebelión contra la biología, de resentimiento hacia la naturaleza, que adjudica a la mujer el papel pasivo-receptivo en el acto sexual (el varón «posee», la mujer «es poseída»)119 y la esclaviza atándola a las funciones «animales» de la maternidad y la crianza («emboscada por la naturaleza, la mujer embarazada es animal y planta: un recipiente de enzimas, una incubadora, un huevo»)120. Compañera de Sartre, Beauvoir comparte su concepción del hombre como ser «sin esencia», llamado por tanto a autoinventarse y autoconstruirse («la existencia precede a la esencia»); pero la mujer es menos humana que el varón al estar amarrada a la

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«inmanencia» y la naturaleza por su fertilidad, despreciada por Beauvoir como «servidumbre biológica». La liberación de la mujer requiere dos condiciones: su control de la reproducción (mediante la contracepción y el aborto, cuya legalización reclama Beauvoir abiertamente) y su incorporación al mundo del trabajo (con la consiguiente independencia económica). La visión del matrimonio y la maternidad en El segundo sexo es absolutamente desoladora («la mujer casada es esclava»)121. «Mientras la familia y el mito de la familia y del instinto maternal no sean destruidos, las mujeres seguirán oprimidas»122. La última vuelta de tuerca del feminismo —el «feminismo de tercera ola»— llega con la llamada «ideología de género», cuya más reconocida portavoz es Judith Butler (El género en disputa [Gender Trouble], 1990). En realidad, la ideología de género está al servicio de los gays, lesbianas, transexuales, y demás colectivos (numerosos, si juzgamos por la constante adición de letras al acrónimo LGTBI etc.) que no se sienten cómodos con la clasificación binaria hombre-mujer. De ahí que Butler —que es ella misma lesbiana— impugne el concepto de «sexo» (determinación biológica) y reclame la necesidad de reemplazarlo por el de «género» (construcción cultural). Tratándose de «construcciones culturales», los géneros son redefinibles, recombinables y libremente elegibles. El binomio masculino-femenino es estrecho y opresivo: debe ser dinamitado para que se abran innumerables posibilidades nuevas. Estrechamente conectada a la dualidad hombre-mujer está lo que la ideología de género llama «heteronormatividad»: la presunción de que la forma natural de sexualidad es la atracción hombre-mujer; también este prejuicio —que ha acompañado a la humanidad desde siempre— debe ser superado123. 66. Otra de las corrientes filosóficas que inspiraron la revolución sexual de los 60-70 —y, por tanto, sus consecuencias en la evolución de los derechos humanos: aparición de «derechos» como el aborto, la procreación artificial o el «matrimonio» homosexual— fue el freudomarxismo, que, como su nombre indica, combina las ideas de Sigmund Freud sobre la importancia del ello y de las pulsiones instintivas (aunque Freud terminó reconociendo la imprescindibilidad de la contención sexual como condición para la civilización en El malestar en la cultura [Das Unbehagen in der Kultur], 1930) con la hostilidad marxista hacia el «orden burgués» y la promesa de una sociedad sin clases. En realidad,

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freudomarxista avant la lettre lo fue ya el propio Friedrich Engels al redefinir la relación hombre-mujer en términos de lucha de clases: «El matrimonio entra en la historia, no como unión armónica del hombre y la mujer, sino como sumisión de un sexo al otro […] El primer conflicto de clase que aparece en la historia se corresponde con el desarrollo del antagonismo de hombre y mujer en el seno del matrimonio; y la primera opresión de clase es la del sexo femenino, dominado por el masculino»124.

Pero sería Wilhelm Reich (1897-1957) quien por primera vez trenzara de forma sistemática las ideas de revolución social y revolución sexual. La represión sexual es la condición de la familia tradicional («familia patriarcal»), y la familia es, junto a la religión, el sostén del orden burgués-autoritario. Subvirtiendo la moral sexual se prepara el terreno, pues, para la revolución socialista: «La familia patriarcal es el lugar estructural e ideológico de la reproducción de todos los órdenes sociales que se basan en el principio de autoridad. No discutimos la existencia o inexistencia de Dios; simplemente eliminamos la represión sexual y disolvemos los vínculos infantiles con los padres»125.

La liberación sexual no sólo traerá el socialismo: también acabará con las guerras, con el fascismo y con el «misticismo religioso», pues todos ellos son el resultado, según Reich, de «seis mil años de represión sexual de la humanidad»126. Para impulsar la revolución sexual internacional, Reich fundó el movimiento Sex-Pol, que propugnaba la introducción de la educación sexual obligatoria en las escuelas, para conseguir jóvenes «libres de tabúes» y por tanto dispuestos a romper con la institución familiar y con el orden burgués: «La juventud revolucionaria es hostil a la familia y desea destruirla»127. Otro de los profetas de la revolución cultural-sexual de los 60 fue Alfred Kinsey (1894-1956), autor de los famosos «Informes Kinsey» sobre sexualidad masculina (1948) y sexualidad femenina (1953). Hoy sabemos que el propio Kinsey era un pervertido, adicto al sadomasoquismo, que consiguió convertir su célebre Institute for Sex Research en una Sodoma cuyos miembros eran incitados a poner en práctica las ideas de Kinsey sobre promiscuidad ilimitada; como relata su biógrafo James Jones, «Kinsey decretó que en su círculo más próximo los hombres podrían tener relaciones unos con otros, las esposas serían intercambiadas libremente por sus maridos, y las propias esposas podrían escoger cuantos compañeros sexuales quisieran»128. Todo ello, además, era filmado: «No

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sólo Kinsey exigía que su esposa Clara fuese filmada mientras tenía relaciones sexuales [con otras personas], sino que él mismo dirigía y protagonizaba muchas de estas películas «científicas» […] Por ejemplo, se hacía filmar en actos compulsivos de masturbación sadomasoquista»129. Kinsey defendía la erotización de la infancia y la capacidad orgásmica de los niños, reivindicando la pedofilia130 y el bestialismo; la Tabla 34 de su Informe sobre sexualidad masculina mostraba que había inducido orgasmos a bebés de once meses; a un niño de dos años «siete orgasmos en nueve minutos»131, etc. No mencionamos estos datos sobre la vida privada/pública de Kinsey como un ataque ad hominem, sino porque son muy reveladores de una pauta que se repite en casi todos los ideólogos de la revolución sexual: tuvieron vidas privadas sórdidas, y aspiraban a modificar los criterios morales de la sociedad de forma que las desviaciones que ellos practicaban pasaran a ser consideradas naturales; ocurrió también con Simone de Beauvoir132, Wilhelm Reich o Margaret Sanger133. En sus Informes, Kinsey usó diversas añagazas para conseguir que la frecuencia estadística de prácticas como la homosexualidad, la pedofilia, el bestialismo, la promiscuidad o el recurso a la prostitución (Kinsey buscaba la aceptación social de todas ellas) apareciera mucho más alta de lo que era en realidad. El mensaje implícito era que la moral sexual tradicional no era observada por casi nadie; que era pura «hipocresía» y debía por tanto ser abandonada. Pero Kinsey —aprovechando para ello su formación de biólogo— no se presentaba como un ideólogo, sino como un científico que se limitaba a levantar acta de la realidad: «No hay ninguna razón científica para considerar tipos particulares de actividad sexual como intrínsecamente normales o anormales, por sus orígenes biológicos […] Muchos tipos de conducta sexual humana que son etiquetados como «anormales» o «perversiones» en los libros de texto resultan ser, al examinarlas estadísticamente, practicadas por el 30%, el 60% o el 75% de ciertas poblaciones […] Es difícil mantener que tales tipos de conducta sean «anormales» […]»134

Los trucos usados por Kinsey para introducir sesgos en los resultados han sido mostrados exhaustivamente por Judith Reisman y otros135. Por ejemplo, para conseguir que la homosexualidad resultara sobrerrepresentada —hasta alcanzar el mítico 10% (los estudios serios indican un porcentaje real de aproximadamente un 2%)— Kinsey concentró sus entrevistas en grupos de población con altas tasas

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de homosexualidad: expresidiarios, personas convictas por delitos sexuales, incluso centenares de chicos que practicaban la prostitución masculina136. Kinsey no descartó en sus resultados el «sesgo del voluntariado» (las personas que se ofrecen voluntarias para investigaciones de este tipo no suelen ser representativas de la opinión social media: el sociólogo serio debe descontar ese sesgo en su tabulación). Las tergiversaciones de Kinsey fueron, pues, denunciadas, pero ya era tarde: su mensaje había calado en la sociedad, contribuyendo extraordinariamente a la erosión de la moral sexual clásica. 67. Hay otras dos corrientes de pensamiento que han contribuido de manera importante a la revolución sexual y a la aceptación social del aborto. Una es el maltusianismo, o sea, la inquietud acerca del excesivo crecimiento de la población. El economista Thomas Malthus expuso en su Ensayo sobre el principio de la población [An Essay on the Principle of Population] (1798) su célebre advertencia acerca del riesgo de un crecimiento demográfico en proporción geométrica (1, 2, 4, 8) —sujetado hasta ahora por las guerras y epidemias, pero posible en el momento en que esos frenos desaparezcan— en tanto la producción de alimentos sólo puede crecer en proporción aritmética (1, 2, 3, 4). Pero la predicción de Malthus nunca se ha cumplido: lo cierto es que la producción de alimentos —también el suministro de recursos energéticos, etc.— siempre ha crecido más rápido que la población (sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, con la llamada «Revolución verde» en la agricultura). La «explosión demográfica» se está apagando: la ONU prevé que la población mundial alcanzará un pico de 8.900 millones hacia 2050 y después comenzará a descender. El problema demográfico del siglo XXI, por tanto, no va a ser el exceso de nacimientos, sino la

carencia de ellos, con el consiguiente envejecimiento de la población (un problema que se cierne ya de forma dramática sobre Europa, proyectando ominosas sombras sobre su sostenibilidad socioeconómica a medio plazo: ¿quién pagará las pensiones cuando haya tantos jubilados como activos?)137. Todo lo anterior no impidió un brote de neurosis neomaltusiana en los 60 y 70, décadas de rápido crecimiento de la población mundial: por ejemplo, Paul Ehrlich con su influyente estudio La bomba de población [The Population Bomb] (1968) y el informe del Club de Roma Los límites del crecimiento (1972): ambos

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predecían catástrofes para finales del siglo XX a causa de la presión demográfica y

el agotamiento de los recursos naturales. Esta visión neomaltusiana característica de la época explica en parte el giro de la ONU hacia políticas antinatalistas (incluyendo el fomento de la anticoncepción y el aborto) a partir de mediados de los 70; explica también por qué instituciones como la Rockefeller Foundation o la Bill & Melinda Gates Foundation han invertido sumas astronómicas en promocionar mundialmente los «derechos reproductivos». Lo expliqué así en otro lugar: La Conferencia sobre Población de Budapest (1974) elevó la planificación familiar al rango de major issue para Naciones Unidas; la posterior Conferencia sobre la Mujer de Ciudad de México (1975) insistió en la anticoncepción (sin incluir todavía el aborto) como un derecho de la mujer. La secuencia se repetirá en los años 90 (a la conferencia demográfica de El Cairo [1994] le sigue la conferencia de Pekín sobre derechos femeninos [1995]) y resulta muy reveladora: los demógrafos de Naciones Unidas definen primero los objetivos de control de población a alcanzar, y acto seguido las herramientas conducentes a ellos (anticoncepción, aborto) son declaradas «derechos de la mujer». El «brazo armado» de esta ONU neomaltusiana ha sido desde 1969 la UNFPA (United Nations Fund for Population Activities), que desarrolla actividades en más de 140 países y maneja un presupuesto anual de 6.000 millones de dólares (piénsese lo que se hubiera podido conseguir si esta cifra astronómica hubiese sido invertida en cuidar de las nuevas vidas [vacunaciones, educación, etc.] en lugar de en impedirlas). Las Conferencias de El Cairo (1994) y Pekín (1995) estaban llamadas a consagrar la ideología de los «derechos reproductivos» como doctrina oficial de Naciones Unidas en asuntos demográficos y sexuales. El concepto «derechos reproductivos» desplaza al anterior de «planificación familiar», y presenta dos novedades respecto a éste: incluye también el derecho a la «anticoncepción de urgencia» (es decir, al aborto) y concibe sólo a la mujer, no ya a la unidad familiar, como la titular de los derechos (este último aspecto delata la influencia neofeminista, con su característica repulsión hacia la familia como cárcel de la mujer). El centro de gravedad ya no es la familia que controla su descendencia, sino la mujer que gestiona individualmente su libertad sexual. En El Cairo y Pekín convergen la inspiración neomaltusiano-antinatalista de la burocracia onusiana y el espíritu freudo-marxista de la izquierda sesentayochista. De lo que se trata en realidad, ha escrito Lucetta Scaraffia, es de «difundir, en culturas todavía ligadas en muchos aspectos a una concepción tradicional de la familia y de la generación de niños, la ideología utópica que se ha asentado en Occidente durante la segunda mitad del siglo XX. La cual prevé la separación entre sexualidad y generación, la libertad total de vivir los propios impulsos sexuales comenzando desde la adolescencia y, sobre todo, interpreta el nacimiento de un niño como un acontecimiento positivo sólo si está programado»138. Si las conferencias de El Cairo y Pekín no desembocaron en un triunfo rotundo y definitivo de los progresistas y sus «derechos reproductivos» fue porque… lo impidió la delegación vaticana (con el apoyo de algunos Estados hispanoamericanos). Dos juristas notables que participaron en las deliberaciones de El Cairo y Pekín —Mary Ann Glendon y Janne Haaland Matlary— han contado después los entresijos de éstas. Durante la conferencia de El Cairo, la delegación vaticana nucleó un frente de resistencia a las presiones del gobierno norteamericano y de Estados europeos para que el aborto fuera reconocido definitivamente como un derecho reproductivo más.

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68. La otra corriente que está en la base de la ideología de los «derechos reproductivos» (eufemismo que desliza el «aborto seguro» disimulado entre otros derechos razonables como los cuidados ginecológicos, etc.) es, sin duda alguna, el eugenismo o eugenesismo. El fundador del eugenismo fue Francis Galton, autor de El genio hereditario [Hereditary Genius] (1869). La idea fundamental es que la evolución de la especie humana —impulsada hasta ahora por la selección natural, que Charles Darwin, primo de Galton, había teorizado en El origen de las especies (1859)— puede ser acelerada, mejorada y racionalizada a través de métodos como la planificación de los matrimonios (buscando el apareamiento de los más aptos) y la esterilización —o, al menos, la desincentivación o aplazamiento del matrimonio139— de los «menos aptos». En definitiva, se trataba de aplicar a la especie humana los métodos de mejora de la raza aplicados desde siempre por los criadores de ganado: «Así como es fácil […] obtener mediante una selección cuidadosa una raza de perros o caballos equipados con especiales dotes para correr más rápido, o para cualquier otra cosa, así sería totalmente factible producir una raza superdotada [a highly-gifted race] de hombres mediante matrimonios juiciosos durante varias generaciones consecutivas»140.

El eugenismo tuvo un predicamento enorme en el mundo anglosajón y germánico a finales del siglo XIX y principios del XX. Parecía «científico», y

adherían a él personalidades respetables (por ejemplo, el presidente norteamericano Theodore Roosevelt, 1901-08, a no confundir con Franklin D. Roosevelt, 1933-45). A partir de 1907 se aprobaron leyes de esterilización de deficientes en diversos Estados de EE.UU., comenzando por Indiana. Se aplicarían también en los países escandinavos. La idea eugenésica fue combinada con la de liberación sexual por Margaret Sanger, fundadora de Planned Parenthood (llamada inicialmente American Birth Control League, 1922; hoy, como IPPF [International Planned Parenthood Federation], es la más importante organización pro-aborto del mundo). Sanger fue una audaz apóstol de la revolución sexual, en la línea de Reich o Kinsey: «El problema central, y el que es más urgente abordar, es el de la vergüenza y el temor vinculados al sexo […] Debemos enseñar a las personas la fuerza avasalladora de este poder radiante […] A través del sexo, la humanidad puede alcanzar la gran iluminación espiritual que transformará al mundo, que alumbrará el único camino posible hacia un paraíso terrenal [sic: the only path to an earthly paradise]»141.

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Ahora bien, ese paraíso de iluminación espiritual-sexual está reservado a los listos, a los aptos. Y su disfrute se ve obstaculizado por la excesiva proliferación de los feeble-minded, los peor dotados, las clases inferiores. De ahí la cruzada incesante de Sanger por el control de nacimientos (conseguido tanto por los anticonceptivos como por el aborto: ella defendía ambos). El control de nacimientos permitirá a los excelentes disfrutar del sexo sin miedo a inoportunos embarazos y, al mismo tiempo, servirá para impedir la reproducción incontrolada de la canalla. Se matan dos pájaros de un tiro: «El problema más urgente hoy día es cómo limitar y desincentivar la excesiva fertilidad de los mental y físicamente defectuosos […] Hay un solo programa práctico y factible para afrontar el problema de los débiles mentales: impedir el nacimiento de aquellos que transmitirían su imbecilidad a sus descendientes […] [Si no se hace esto] la civilización se enfrentará al problema siempre creciente de la debilidad mental, que a su vez engendra degeneración, crimen y pobreza»142.

El eugenismo sufrió un duro golpe publicitario por su asociación con el nazismo, que llevó el principio eugenésico a sus últimas consecuencias (el exterminio de inválidos y enfermos mentales, cuya vida era considerada lebensunwert [no digna de ser vivida]: programa Aktion T4, 1939-41)143. A partir de 1945 resultó poco respetable defender la eugenesia en la forma descarnada en que se hacía antes; Planned Parenthood despojó su reivindicación del aborto de ribetes eugenistas, centrando todo el discurso en «la libertad de la mujer». Sin embargo, el vínculo entre abortismo y eugenismo es evidente: por ejemplo, en los países en que la regulación del aborto se basa en la despenalización de ciertos supuestos, se contempla siempre un supuesto eugenésico (posibilidad de abortar un feto con deficiencias: síndrome de Down, etc.). El aborto eugenésico, evidentemente, no es otra cosa que el adelantamiento a la fase prenatal del sueño de Hitler y Margaret Sanger: la eliminación de los deficientes. 69. Dado que los capítulos 6 y 7 de esta obra están dedicados a la bioética y a la familia, excusamos aquí una argumentación detallada sobre por qué el aborto o el «matrimonio homosexual» son falsos derechos. El aborto implica, obviamente, la negación del derecho a la vida, el primero de todos. Existe desde la concepción un nuevo individuo de la especie homo sapiens, equipado con los 46 cromosomas que configuran genéticamente su identidad. Su maduración es

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rapidísima: a las siete semanas, el no nacido responde a estímulos; a las ocho semanas, las manos y pies están formados, y se están desarrollando las huellas digitales; a las nueve, se están formando las uñas y el feto se chupa a veces el pulgar144. Por proporcionar una referencia, recordemos que la legislación española actual permite el aborto por mera voluntad de la mujer hasta las 14 semanas de embarazo. En cuanto al divorcio-exprés145, las técnicas de reproducción asistida que permiten que una mujer tenga hijos sin pareja estable (o a un hombre encargar la gestación de un niño a una «madre subrogada»), el matrimonio homosexual (con el consiguiente derecho a adopción), etc., tienen todos un rasgo común: privan a los niños del derecho a ser educados por su padre y su madre biológicos (bien porque éstos se hayan divorciado, bien porque el niño ha sido concebido a partir de una donación de semen anónimo, o por un vientre de alquiler). Hasta ahora la adopción era una solución subsidiaria para los casos en que —por fallecimiento o incapacidad de los padres— no podía tener lugar lo que todo el mundo reconocía como preferible: que el niño fuese criado por su padre y su madre. Y esta insistencia en vincular al niño a sus progenitores naturales no era un tabú ancestral absurdo: hoy sabemos que es una regla con sólido fundamento biológico-evolutivo146 y que beneficia generalmente a los niños147. Ahora se instala una nueva mentalidad que considera que es indiferente que el niño sea o no educado por sus padres biológicos; es el niño el que deberá adaptarse a los vaivenes de la vida amorosa de los adultos, en lugar de intentar los adultos estructurar sus vidas en función de las necesidades de los niños. Lo argumenté así en otro lugar148: Las frases más oídas en defensa del matrimonio homosexual son «¿a ti que más te da?» y «no hace daño a nadie». Pero el matrimonio gay sí hace daño. Hace daño porque lleva al extremo la difuminación del sentido funcional-institucional del matrimonio: fortalecer la pareja hombremujer para que cuide del niño hasta la madurez de éste. Esa difuminación estaba ya muy avanzada, pero el matrimonio gay le da el golpe de gracia. Con el matrimonio gay desaparece el principio que prestaba sentido a la institución: el derecho del niño a ser criado por su padre y madre naturales. El matrimonio pasa a ser concebido como una relación afectiva entre adultos 149; los niños dejan de ser el centro de gravedad y se convierten en elemento accesorio. El matrimonio estructuraba y solidificaba la relación hombre-mujer en beneficio del niño; la mentalidad actual, en cambio, pone los niños al servicio de la relación entre adultos. Este cambio del significado social del matrimonio comporta también un cambio del significado social de la paternidad, un cambio que implica la negación del derecho del niño a ser criado por su padre y madre naturales. En efecto, el matrimonio gay va acompañado casi inevitablemente del

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reconocimiento del derecho a la adopción por parejas homosexuales. Y también, de una liberalización de las técnicas de reproducción artificial (vientres de alquiler, inseminación artificial) imprescindible para que la pareja homosexual tampoco se vea «discriminada» en lo que se refiere a la paternidad. Ni siquiera en esto deben ser menos: su «derecho al matrimonio» incluye también su derecho a jugar a «papá y papá» (o «mamá y mamá»). El matrimonio gay rompe definitivamente la noción de paternidad que ha imperado en la humanidad desde siempre: el hombre y la mujer que engendraron al niño son también los responsables de su crianza. Ahora se impone una nueva concepción que disocia la paternidad natural de la social: la filiación genética es lo de menos; son «padres» del niño cualesquiera adultos que anden por allí (el amante gay del padre genético, la amante lesbiana de la madre genética, la pareja gay que adopta al niño, etc.)150. La plasmación simbólica más rotunda de esto es la sustitución de las palabras «padre» y «madre» por «progenitores A y B» en el registro civil español.

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5. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LA LEY NATURAL (III): PROBLEMAS DE FUNDAMENTACIÓN (Francisco J. Contreras)

Como hemos visto en el capítulo anterior, los crímenes de la Segunda Guerra Mundial —en especial, el Holocausto— sirvieron de catalizador para la creación de las Naciones Unidas y la redacción de la Declaración Universal de 1948, marcando un relanzamiento y un nuevo comienzo histórico para los derechos humanos. Sin embargo, se daba la paradoja de que, precisamente en el momento en que se adquiría una conciencia más aguda de la necesidad de formular y tutelar los derechos, parecía también cada vez más difícil encontrarles un fundamento filosófico (al menos, un fundamento capaz de convencer a todos). El pensador católico Jacques Maritain, que participó en los trabajos preparatorios de la Declaración, señaló: «hemos convenido en la existencia de estos derechos… a condición de que no nos pregunten su por qué». Que las naciones de todo el planeta —unas con más sinceridad que otras— pudieran ponerse de acuerdo en la conveniencia de respetar una serie de derechos fundamentales suponía, sin duda, un gran paso adelante. Sin embargo, la ausencia de un consenso sobre las razones últimas por las que los derechos humanos deben ser respetados representaba un problema importante. Aplicar los derechos humanos no es fácil ni barato: su cumplimiento requiere un considerable esfuerzo —unas veces de contención, otras de intervención, como vimos supra— para los poderes públicos. A menudo, el respeto de los derechos humanos entrará en conflicto con otros fines públicos valiosos (por ejemplo, la seguridad: torturar a los terroristas detenidos para extraerles información sobre cómplices o próximos atentados beneficiaría, sin duda, a la seguridad general; sin embargo, incluso el terrorista tiene derecho a no ser torturado). Si no se tienen

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claras las razones por las que deben ser respetados los derechos humanos, es previsible que los Estados desmayen en la tutela de los mismos, incluso «de buena fe» (creyendo obrar por el interés general). Por otra parte, la confusión acerca del «por qué» de los derechos afectará probablemente al contenido de éstos, es decir, dificultará el consenso acerca de cuáles sean1. Richard Mc Keon2, que participó también en los debates de la Declaración, formuló ya entonces una famosa advertencia en ese sentido: el disenso sobre el «por qué» terminará afectando al «qué», al «cuáles». Y la deriva reciente de los «nuevos derechos» (que hemos examinado en el capítulo anterior) parece darle la razón3. XII. NATURALEZA HUMANA, DIGNIDAD HUMANA, EMPATÍA 70. Como vimos en el capítulo 3 (vid. §15 y §18), pensadores iusnaturalistas como Grocio o Locke habían basado los derechos humanos emergentes en la idea de naturaleza humana. Ahora bien, la naturaleza humana poseía, en su acepción clásica, una impronta teleológica, heredada del aristotelismo: no consistía tanto en datos actuales, en rasgos empíricos dados de una vez por todas, como en finalidades a alcanzar, potencialidades a realizar. Y poseía también un trasfondo teológico: se daba por supuesto que Dios era el autor de la naturaleza humana como conjunto de potencialidades, y que deseaba que esas posibilidades fueran realizadas. Por tanto, al realizar plenamente la naturaleza humana, el hombre cumplía también la voluntad de Dios. Y el respeto de los derechos humanos es imprescindible para que los hombres puedan completar esa tarea. Sin embargo, el concepto de «naturaleza humana», que había gozado de gran predicamento en los siglos XVII y XVIII, cayó en progresivo descrédito a partir del XIX,

que es el siglo del historicismo4 y de los nacionalismos. Para los historicistas

(Dilthey, Droysen, Burckhardt, etc.), el hombre no es naturaleza sino historia: las claves de su identidad deben ser buscadas, pues, no en una inmutable «naturaleza humana» atemporal, sino en los accidentes y vaivenes de lo histórico (y lo histórico es lo que podría no haber sido así; lo que fue, pero podría haber sido de otra forma). Lo humano universal pierde el prestigio que había poseído en el XVIII: lo que se valora ahora es la diferencia, lo particular, lo propio de cada pueblo o de cada etapa histórica. Vimos en el capítulo anterior cómo la

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universalidad de los derechos humanos fue negada en el siglo XX

desde el particularismo racial, nacional y de clase.

XIX

y principios del

Ahora bien, aunque en 1948 se habían hecho patentes los abismos a los que puede llevar el culto de la nación y de la raza… lo cierto es que no se había recuperado la confianza filosófica en la noción de «naturaleza humana» (que, entre tanto, había seguido siendo erosionada por corrientes intelectuales como la antropología cultural [Boas, Lévi-Strauss, etc.], que enfatiza la variabilidad y pluralidad de las culturas y por tanto parece dejar poco sitio para rasgos humanos universales o permanentes; precisamente en el mismo 1948, el antropólogo Melville Herskovits acuñaba el término «relativismo cultural»)5. Y el existencialismo —en boga en aquellos años: Sartre, Heidegger, etc.— enseñaba que el hombre carece de naturaleza y está «condenado a la libertad» (llamado a construirse y (re)inventarse, sin libro de instrucciones ni tablas de la ley). La salud del concepto «naturaleza humana» no ha mejorado desde 1948. Perdidas la dimensión teleológica (aristotélica) y el implícito trasfondo teológico (cristiano), el concepto de «naturaleza» ya no resulta éticamente aprovechable. El papa Benedicto XVI se refirió a esto en su jugoso discurso ante el Bundestag (2011). En otro tiempo se confiaba en la posibilidad de edificar una moral universal —aceptable tanto por cristianos como por no cristianos— sobre el cimiento de la naturaleza humana, pero «este instrumento [la ley natural] hoy se ha embotado»6. En la naturaleza no se ve ya más que un conjunto de mecanismos inertes y azares bioquímicos7: «si se considera la naturaleza como [sólo] «un conjunto de datos objetivos, unidos unos a otros como causas y efectos», entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación de carácter ético»8. El Papa constataba con decepción que «la idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término»9. 71. Cabría decir que el concepto heredero del de naturaleza humana en las discusiones sobre la fundamentación de los derechos humanos es el de «dignidad humana». Si algún cimiento parece evocar la Declaración de 1948 —pese a su confesado [recuérdese a Maritain] pragmatismo y su pretensión de evitar la cuestión de los fundamentos— es precisamente la dignidad: «la libertad, la

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justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana», dice el documento en su primera frase. Y en la quinta añade que los pueblos de las Naciones Unidas reafirman «su fe en la dignidad y el valor de la persona humana». Y lo mismo hará la Constitución alemana de 1949, que se abre con la frase «la dignidad del hombre es intangible, y protegerla es obligación de todo poder público». Ahora bien, ni la Declaración ni la Constitución alemana proceden a explicar en qué consista la dignidad, por qué tienen los hombres dignidad, ni qué obligaciones comporte el reconocimiento de la misma. Parece ser una palabratalismán que es invocada como fundamento último de los derechos: los hombres tienen derechos porque tienen dignidad. En este sentido, cabe apreciar una diferencia respecto al concepto antecesor, el de «naturaleza humana»: el iusnaturalismo consideraba que cabía extraer normas concretas (primordialmente impositoras de deberes [Edad Media] o primordialmente reconocederas de derechos [Edad Moderna]: vid. §9) del análisis de la naturaleza humana; en cambio, «del reconocimiento de la dignidad humana no se deriva inmediatamente qué derechos fundamentales tiene cada hombre, sino sólo que los tiene; [la dignidad] no es el qué, sino el porqué del respeto» (Menke-Pollmann)10. Como indica Adam Schulman, los constituyentes parecen usar «dignidad» como «un término genérico alusivo a lo que sea que hace al hombre capaz de derechos y libertades básicas»11. 72. Como se indica en el capítulo 6 de esta obra, «dignidad» parece significar algo así como «valor absoluto» o «carácter de fin en sí mismo» (de ahí la célebre formulación kantiana del imperativo categórico: «trata siempre a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de los demás, siempre como un fin y nunca solamente como un medio»)12. Que los seres humanos tienen dignidad implicaría que cada uno de ellos tiene valía infinita, sagrada, y que por tanto no pueden ser tratados como animales o cosas: no deben ser asesinados, torturados, esclavizados, encarcelados sin motivo, obligados a creer determinadas cosas o a no expresar sus ideas en público… Ahora bien, el concepto de dignidad procede claramente de la visión religiosa del mundo, y muy especialmente del judaísmo y el cristianismo. Para la

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cosmovisión cristiana, el hombre no debe ser tratado como un animal porque objetivamente no es [sólo] un animal, sino «imagen de Dios»: un ser dotado de inteligencia, libertad y capacidad de amar; de todas las criaturas conocidas, el hombre es la más similar a Dios: por eso Dios se hizo hombre, y por eso la humanidad posee un valor especial. Estábamos en la mente de Dios desde la eternidad: la humanidad como colectivo (por eso la mera pertenencia a la especie confiere dignidad, aunque se sea tan pequeño como un embrión o tan desprovisto de autonomía como un tetrapléjico) y cada uno de nosotros como individuos. Dios puede haberse servido de los mecanismos de la evolución biológica para obtener esa criatura13; pero, una vez aparecida, entre ella y el resto de la creación se abre un verdadero abismo ontológico y de valor. El hombre es más valioso que el resto de las criaturas porque es un ser racional, cuya inteligencia es «análoga»14 (Sto. Tomás) a la divina y con el que Dios puede establecer una relación de amor. Y además, está llamado a la vida eterna. Dos importantes pensadores contemporáneos —y ambos agnósticos— han reconocido lo anterior con sorprendente rotundidad. Son Jürgen Habermas y Marcello Pera: «Para la autocomprensión normativa de la modernidad, el cristianismo ha representado más que un mero precedente o catalizador. El universalismo igualitario —del cual derivaron las ideas de libertad y solidaridad social, conducción autónoma de la vida y emancipación, conciencia moral individual, derechos humanos y democracia— es un heredero directo de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor. Este legado ha sido objeto de una constante apropiación e interpretación crítica, sin sufrir transformaciones sustanciales. Al día de hoy, no existe ninguna alternativa a él […] Seguimos alimentándonos de esa fuente. Todo lo demás son chácharas postmodernas» (Jürgen Habermas)15. «El cristianismo —con aquella idea suya del hombre creado a imagen de Dios […]— es la religión que ha introducido el valor de la dignidad de la persona, sin el cual no hay libertad, ni igualdad, ni solidaridad, ni justicia […] Al volverse anticristiano, el liberalismo se queda sin fundamentos, y sus libertades se quedan colgadas del vacío […] Si no queremos que [el liberalismo] degenere aun más, debemos restituirle el sentido de sus fundamentos cristianos» (Marcello Pera)16.

73. Es muy dudoso que la noción de dignidad humana pueda seguir teniendo sentido en el marco de la nueva cosmovisión ateomaterialista que parece haberse hecho con la hegemonía cultural en Occidente. En la perspectiva cristiana, el estatuto moral especial del hombre (ser dotado de dignidad) se apoya en un estatuto ontológico privilegiado (criatura favorita de Dios). En la nueva cosmovisión materialista, el hombre pierde esa posición

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prominente: no somos realmente tan especiales17; somos un animal recientísimo, surgido por casualidad, por la acumulación de una serie de carambolas bioquímicas que se hilvanan en una evolución ciega, sin meta, sin plan, sin sentido18. Somos una especie más, con un cerebro algo más circunvolucionado; nos separan del chimpancé sólo un puñado de genes, y pocos más de la mosca del vinagre. ¿Por qué debería tener dignidad o valor absoluto un mono con cerebro grande, un manojo de materia orgánica complejamente estructurada? Bertrand Skinner tituló significativamente una de sus obras con las palabras Más allá de la libertad y de la dignidad19. Y Stephen Pinker ha publicado un artículo con el título «La estupidez de la dignidad»20. La cosmovisión materialista naturaliza o «animaliza» al hombre: niega la brecha ontológica entre la humanidad y el resto de la naturaleza. La antropología fisicalista, la psicología conductista, etc., llegan a negar la libertad21 (uno de los atributos que en la antropología tradicional nos distinguían supuestamente de los animales): el «libre albedrío» resulta ser un espejismo, consecuencia del insuficiente conocimiento de la complejidad de nuestros engranajes: «científicamente, la voluntad no es libre» (Max Planck)22; «nuestra capacidad para elegir qué somos y qué hacemos […] puede que sea sólo una ilusión» (Stephen Hawking)23; «niego rotundamente que exista la libertad» (B.F. Skinner)24; «nuestra libertad es solamente un autoengaño» (E.O. Wilson)25… «Quien crea en una antropología fisicalista —sintetiza Juan L. Ruiz de la Peña— debe tener el coraje de descreer de la libertad y afiliarse al fatalismo determinista»26. Para el materialismo, no somos sino «fragmentos de naturaleza arrastrados por sus leyes»27. Richard Dawkins, uno de los pensadores materialistas más influyentes actualmente a nivel popular, tiene esta concepción del hombre: «Somos máquinas de supervivencia, robots programados ciegamente para preservar moléculas egoístas conocidas como «genes» […] El argumento de este libro es que nosotros, como todos los demás animales, somos máquinas creadas por nuestros genes»28.

74. La filosofía ha hecho durante siglos notables acrobacias para intentar mantener la noción de dignidad humana, pese a haberle sustraído su tradicional fundamento religioso29. El hombre quiere seguir siendo sagrado incluso si Dios —lo sagrado por antonomasia— no existe. Se han ensayado

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diversos procedimientos que aquí no podemos reconstruir con exhaustividad. El intento más conmovedor es, quizás, el de Blaise Pascal (1623-62), que sí es un pensador religioso, pero considera la cuestión de la dignidad humana independiente de la de la existencia de Dios; el hombre tiene dignidad en virtud de su condición de ser pensante, pues el pensamiento le permite recapitular el universo en su mente, «ser de algún modo todas las cosas», y morir sabiendo que muere: «El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere, y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto»30. «Todos los cuerpos, el firmamento, las estrellas, la tierra y todos sus reinos, no valen lo que el más pequeño de los espíritus; pues el espíritu conoce todo eso, y los cuerpos no conocen nada […] Toda nuestra dignidad consiste, por tanto, en el pensamiento. Por el espacio, el universo me comprende y me absorbe como un punto; por el pensamiento, yo le comprendo a él»31.

Ahora bien, incluso en Pascal se advierte la deficiencia que se advertirá en otros planteamientos: en realidad, se está haciendo depender la dignidad humana de una capacidad concreta, una facultad que no está de hecho presente en todos los miembros de la especie (los no nacidos, los bebés, los subnormales profundos, los comatosos… no piensan ni conocen: ¿tienen por ello menos o ninguna dignidad?). En la filosofía más reciente, la característica en cuestión —que confiere mágicamente la dignidad— ha tendido a ser más bien la autonomía, la capacidad de conducir la propia conducta y dictarse normas a sí mismo (así es, por ejemplo, en Kant). Ahora bien, ¿y si esas normas que me dicto a mí mismo no incluyen el respeto de la dignidad de los demás? ¿Confiere automáticamente dignidad la capacidad autolegisladora? Recurramos a un ejemplo filosófico contemporáneo: Ronald Dworkin (19312013) considera que todos —seamos teístas o materialistas— consideramos en el fondo que la vida humana es sagrada, que los seres humanos tienen dignidad: «Casi todos aceptamos, como premisa implícita bajo toda nuestra experiencia y convicciones, que la vida humana en todas sus formas es sagrada […] Para algunos de nosotros la sacralidad de la vida humana está relacionada con la fe religiosa; para otros, con una creencia filosófica laica pero profunda»32.

Ahora bien, cuando intenta dar razón de esa «sacralidad laica» de la vida

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humana, Dworkin desemboca en llamativas contradicciones. De un lado, afirma que la dignidad o sacralidad es un rasgo objetivo, que no depende de nuestras opiniones (los seres humanos tendrían dignidad incluso si llegáramos a convencernos de que no la tienen): «La idea según la cual algunos hechos u objetos son valiosos en y por sí mismos […] es […] parte familiar de nuestra experiencia […] Algo es intrínsecamente valioso […] si su valor es independiente de los gustos de la gente, o de sus deseos y necesidades»33.

Entonces, ¿algo es intrínsecamente valioso… porque sí? ¿Se trata de una cualidad mágica, sobrenatural? Pero en el cosmos materialista no caben cualidades sobrenaturales. Por eso Dworkin intenta explicar por qué la vida humana es intrínsecamente valiosa: «La vida de cualquier organismo humano demanda respeto y protección, cualquiera que sea su forma [embrionaria, fetal, adulta, enferma, etc.] a causa de la compleja inversión creativa que representa, y por el asombro que suscitan en nosotros [our wonder at] […] los procesos [naturales] que producen nuevas vidas a partir de las anteriores, así como los procesos [culturales] de nación, comunidad y lenguaje mediante los cuales un ser humano llegará a absorber y prolongar el legado de cientos de generaciones, culturas y formas de vida; y, finalmente, cuando la vida mental ya ha comenzado y florece, [el asombro que suscita en nosotros] el proceso de creación personal y discernimiento interno por medio del cual una persona se construye y reconstruye a sí misma. Todos ellos son procesos misteriosos, ineludibles, en los que cada uno de nosotros participa […]»34.

Así pues, el ser humano tiene dignidad en virtud, digamos, de su complejidad: por ser el producto final de sofisticados procesos biológicos e histórico-culturales que suscitan nuestro asombro. Ahora bien, como acertadamente ha indicado Michael J. Perry, si el ser humano es sagrado en la medida en que suscita nuestro asombro… estamos haciendo depender una vez más la dignidad de nuestras reacciones emocionales: el hombre es sagrado porque nos asombra. Pero eso implica contradicción con lo que Dworkin había afirmado antes: que, si algo tiene valor intrínseco, lo tiene de forma objetiva, con independencia de las opiniones o reacciones emocionales que pueda suscitar. El valor intrínseco de algo no puede depender del asombro que despierte35. Como indica Perry, si algo es sagrado, lo es de manera absoluta: su sacralidad no depende de los sentimientos que produzca en nosotros36. 75. Algunos, habiendo desesperado de encontrar en la especie humana

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cualidades objetivas de las que se puedan derivar racionalmente ciertas prescripciones morales, concluyen que la ética no necesita del razonamiento, pues le bastan los sentimientos, las emociones. Es la concepción emotivista de la moral, que se remonta al menos a David Hume (1711-76). La evolución biológica habría desarrollado en nosotros un sentimiento de empatía, de compasión, que nos hace capaces de situarnos emocionalmente en el lugar del otro y desear que no le sean infligidos los daños que uno mismo no querría sufrir. Las concepciones morales de, por ejemplo, Jean-Jacques Rousseau o Adam Smith, iban un poco en esa dirección (y, en el siglo XX, las de Alfred Ayer, Bertrand Russell o C.L. Stevenson). Pero la empatía es un fundamento muy precario para los derechos humanos. ¿Qué ocurre si surge alguien que asegura no sentir ninguna compasión, sino al contrario, placer al ver sufrir a los demás? Si la emoción es el único «argumento», ¿por qué la emoción del sádico debería valer menos que la del compasivo? Por lo demás, la experiencia histórica demuestra que la empatía puede llegar a esfumarse completamente, de manera innata en algunos individuos, y por condicionamiento ideológico en otros. Los nazis que estrellaban el cráneo de los bebés judíos contra la pared no parecían sentir ninguna compasión. Como indica Hannah Arendt (1906-75) en Los orígenes del totalitarismo, «cuando finalmente se les dejó [a los judíos] desnudos y sólo podían implorar a sus captores como seres humanos en sentido estricto [y no ya como alemanes, como correligionarios, etc.], comprobaron que su desnudez no despertaba la piedad de sus torturadores»37. Es decir, no parece claro que el ser humano sienta necesariamente empatía hacia cualquier otro ser humano: un mecanismo de discriminación tribal conduce a reservar la compasión hacia los de «mi grupo» (mi nación, mi ideología, mi clase social, mi familia…). XIII. ¿NECESITAN DE VERDAD LOS DERECHOS UN FUNDAMENTO? 76. Otra vía de salida que ha tentado al pensamiento post-religioso ante las dificultades para la fundamentación de los derechos humanos es el pragmatismo o antifundacionalismo. Consiste básicamente en considerar que los derechos humanos no son susceptibles de fundamentación, si es que por «fundamentar» entendemos ofrecer un argumento definitivo, invencible, capaz de

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persuadir a cualquier ser racional. En favor de los derechos humanos se podrían aducir, como mucho, consideraciones histórico-prudenciales. Pero quizás éstas sean suficientes. Norberto Bobbio (1909-2004), por ejemplo, se situó en esta posición38. No existe el «fundamento absoluto», inapelable, evidente para todos. Los derechos humanos son un producto histórico, contingente: «No existen derechos fundamentales por su propia naturaleza; aquello que parece fundamental en una época histórica y en una civilización determinada no es fundamental en otra época y otra cultura»39. Pero nada de esto importa mucho, pues de lo que se trata no es de «demostrar» o fundamentar los derechos humanos, sino de protegerlos en la práctica. Y para esto basta con el frágil consensus omnium gentium evidenciado por la Declaración de 1948. Da igual que personas de distintas ideologías, culturas o épocas busquen el fundamento de los derechos humanos en instancias diversas (Dios, la naturaleza humana, la dignidad humana, la construcción del socialismo, etc.). Lo importante es que estén de acuerdo en la necesidad de protegerlos40. Más radical es el anti-fundacionalismo de Richard Rorty (1931-2007), que propone una aproximación típicamente post-moderna a los derechos humanos. La creencia en la necesidad de fundamentar los derechos sería característica de «los metafísicos», un tipo de personas que Rorty considera llamado a la extinción. El futuro pertenece a «los irónicos» (o, en neologismo rortyano, los «ironistas»). El ironista es consciente de que toda su argumentación sobre los derechos humanos no es más que un juego de lenguaje (o un «léxico») más, histórica y culturalmente condicionado, ni más ni menos verdadero que otros muchos juegos posibles. El ironista «tiene dudas radicales acerca del léxico último que utiliza habitualmente»; de hecho «no piensa que su léxico se halle más cerca de la realidad que los otros léxicos»41. Los ironistas «saben siempre de la contingencia y fragilidad de sus léxicos últimos»42. No hay progreso moral o intelectual, sino sólo danza de juegos lingüísticos (unos caen en desuso, otros emergen): «El ironista ve la secuencia de las teorías […] como sustituciones graduales, tácitas, de un viejo léxico por otro nuevo […] Al observar la secuencia de los «grandes filósofos» y la interacción de su pensamiento y su marco social, ve una serie de cambios verificados en las prácticas lingüísticas y en otras prácticas de los europeos»43. Los juegos de lenguaje son inconmensurables; no hay una atalaya

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supralingüística desde la cual juzgarlos o jerarquizarlos: «Más allá de los léxicos nada hay que sirva para elegir entre ellos»44. ¿Da igual, entonces, un régimen que otro, un modelo de sociedad que otro (pues nazis, esclavistas, comunistas, etc. también juegan sus «juegos de lenguaje», y ningún juego es mejor o más verdadero que otro)? No, a Rorty le gustan las libertades, y cree que una sociedad de «ironistas» tenderá a reconocerlas: «El aglutinante social que mantiene unida a la sociedad liberal ideal […] consiste en poco más que el consenso en cuanto a que lo esencial de la organización social estriba en dar a todos la posibilidad de crearse a sí mismos según sus capacidades, y que esa meta requiere, aparte de paz y prosperidad, las «libertades burguesas» clásicas. Esa convicción no se basaría en concepción alguna acerca de determinados fines humanos universalmente compartidos: los derechos humanos, la naturaleza de la racionalidad, el Bien del Hombre […] Sería [más bien] una convicción basada en nada más profundo que los hechos históricos que sugieren que, sin la protección de algo como las instituciones de la sociedad liberal burguesa, las personas serán menos capaces de resolver su salvación privada, de crear su autoimagen privada […]»45.

Los derechos no necesitarían, pues, ningún fundamento como la naturaleza humana, el bien, la dignidad; no necesitan basarse en ninguna verdad universal. Al contrario, los derechos humanos serían la forma esperable de organización en una sociedad en la que nadie cree ya en verdades universales. Los derechos humanos como el régimen «irónico» para una sociedad de escépticos, dedicados a cultivar «su autoimagen privada». En la «sociedad liberal ideal» de Rorty el escepticismo y el relativismo no desembocan en la anarquía o el totalitarismo, sino en un equilibrado ajustamiento recíproco, civilizado y razonable, de las esferas de «salvación y autoconstrucción privadas». Un mundo sosegado en el que, como nadie cree ya en nada (al menos, no de manera «metafísica»), la gente ha aprendido a «vivir y dejar vivir». Pero el mundo real no es tan plácido, ni el respeto general de los derechos humanos fluye por sí mismo tan benévola y espontáneamente. Como dijimos supra, el cumplimiento de los derechos humanos no va de suyo, no es siempre «lo evidente» o lo natural: a menudo requiere una opción consciente, un sacrificio, un coste. Hay que abstenerse de torturar a los terroristas detenidos, aunque se les podría extraer información sobre dónde planean sus correligionarios el próximo atentado. Hay que pagar impuestos para sostener servicios que cubran necesidades básicas de los verdaderamente indigentes. Hay que asumir el resultado de las elecciones, aunque nos parezca disparatado. Hay

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que tolerar que el conciudadano defienda públicamente ideas que nos parecen falsas, tóxicas, ofensivas. ¿Es la elegante ironía postmoderna una fuente motivacional suficiente para asumir todos estos sacrificios? Por no hablar de precios más dramáticos: la historia del siglo XX incluyó varias encrucijadas en las

que hubo que luchar físicamente por los derechos humanos; los aliados angloamericanos entendieron la Segunda Guerra Mundial (y la posterior Guerra Fría de 1945-89) como, entre otras cosas, un pulso global en el que estaban en juego la libertad y los derechos. ¿Afrontaría uno las ametralladoras alemanas en las playas de Normandía por un «juego de lenguaje» contingente, relativo, ni más ni menos verdadero que el de los que disparan desde enfrente? ¿Se puede ser «irónico» en las trincheras? Y, tras el final de la Guerra Fría, las potencias occidentales han llevado a cabo diversas intervenciones militares «humanitarias» (Somalia, Bosnia, Kosovo, Afganistán, Irak, Libia) que, entre otras cosas, buscaban defender los derechos humanos. Pero si los derechos humanos no son más que «el léxico de nuestra cultura en cierto momento histórico», ¿está justificado matar en su nombre?46 ¿Tenemos derecho a «imponer nuestro léxico» a quienes desean hablar otro? (por ejemplo, el fundamentalista islámico habla un léxico en el que está permitido el exterminio del «apóstata» y la discriminación de las mujeres). Algunos pensadores contemporáneos son categóricos: no, el «pensamiento débil» (postmetafísico) de la postmodernidad no basta para inspirar el heroísmo moral que a veces requieren los derechos humanos. Por ejemplo, Jürgen Habermas (1929- ): «Se supone que los ciudadanos han de utilizar sus derechos de comunicación y de participación, y ello no sólo en función de su propio interés bien entendido, sino orientándose al bien común, es decir, al bien de todos. Y esto exige la complicada y frágil puesta en juego de una motivación que no es posible imponer por vía legal […] La disponibilidad a salir en defensa de ciudadanos extraños y que seguirán siendo anónimos y a aceptar sacrificios por el interés general es algo que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos de una comunidad liberal»47.

Y también George Weigel (1951- ): «Escepticismo y relativismo son fundamentos demasiado débiles para edificar sobre ellos y mantener sólidamente una democracia plural, porque ni el escepticismo ni el relativismo son capaces, por su propia lógica, de «dar razón» de por qué los europeos deberían ser tolerantes y civilizados»48.

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Así como Timothy Jackson: «Abandonar el realismo [realismo moral: la visión según la cual nuestros conceptos morales —«bueno», «justo», «digno», etc.— se corresponden con realidades objetivas] deja con toda probabilidad a una sociedad sin el suelo en el que fundar o sostener un compromiso con la libertad, la igualdad o la fraternidad. Una sociedad así puede «vivir de las rentas» durante algún tiempo, nutriéndose del capital cultural plasmado en las instituciones y tradiciones liberales; pero una virtud puramente convencional no durará mucho. Habrá un problema de motivaciones y de consistencia»49.

Si Habermas, Weigel y Jackson tienen razón, la tolerancia irónicoescéptica del Occidente postmoderno no sería la definitiva estación de llegada de la humanidad sino, al contrario, un epílogo histórico, la supervivencia inerciática y transitoria de un patrimonio moral llamado a diluirse en el futuro por falta de fundamentos50. XIV. LO JUSTO SIN LO BUENO 77. Existe una vía de fundamentación laica de los derechos humanos que parece ofrecer más garantías que las demás. La han propuesto, con acentos diversos, por ejemplo Alan Gewirth51, Raymond Plant, John Rawls o Michael Ignatieff. Considera que los derechos humanos garantizan las precondiciones para una conducta moralmente significativa. Sólo son susceptibles de evaluación moral las conductas libres (si rompo el escaparate de una joyería porque un maleante me obliga a ello apuntándome en la sien con una pistola, mi acción no me es imputable: carece de significado moral). Por tanto, cualquier código moral, desde el momento en que prescribe ciertas conductas a las personas («haz X», «no hagas Y») está presuponiendo la libertad de las mismas. Sin libertad no habría moral. Cualquier código moral presupone que es deseable que las personas sean libres, para que puedan cumplir libremente los imperativos morales, sean éstos los que sean. Los derechos humanos, por tanto, garantizarían al sujeto el mínimo de libertad imprescindible para protagonizar una vida moralmente significativa. Los derechos civiles clásicos garantizarían el aspecto «negativo» de ese mínimo de libertad (libertad como no injerencia), y los derechos económicos y sociales el aspecto «material-efectivo» (libertad como agency, como holgura frente a la

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presión de las necesidades y posibilidad efectiva de llevar a la práctica los planes). En este tipo de argumentación, es fundamental la distinción entre el plano de «lo justo» o «lo correcto» [right] y el plano de «lo bueno» [good]. El primero guarda relación con la cuestión de cómo organizar la sociedad para que todos dispongan del mínimo de libertad imprescindible para llevar una vida moralmente significativa. El segundo se refiere a la cuestión de qué conductas, costumbres, formas de vida… sean buenas (es decir: perfeccionen realmente al sujeto, merezcan intrínsecamente ser practicadas, constituyan el fin —o los fines — de la existencia humana, el «para qué» de nuestra vida…). La argumentación basada en la agency presupone que los derechos humanos se sitúan en el primer nivel (garantía de la libertad) y no en el segundo (fines de la vida). Presupone también que, en sociedades cosmovisionalmente plurales —sociedades en las que la gente tiene creencias heterogéneas sobre las «cuestiones últimas»: la existencia de Dios y de la otra vida, el origen de todo, el sentido del sufrimiento, etc.— es posible el consenso en el primer plano, pero no en el segundo. Michael Ignatieff (1947- ) ha sintetizado esto así: «El individualismo liberal constituye una teoría «minimalista» del bien: define y proscribe lo «negativo», es decir, las restricciones e injusticias que hacen imposible la vida [moralmente significativa]; pero no prescribe ningún conjunto de fines que constituyan la vida buena. Los derechos humanos son universales en un sentido moral porque nos informan de que cualquier ser humano necesita estar «libre de»; no definen en qué debe consistir «ser libre para»»52.

Y también: «Los derechos humanos pueden suscitar un consenso universal sólo en la forma de una teoría «ligera» de lo que está bien, una definición de las condiciones mínimas para poder vivir una vida que lo merezca»53.

Es fundamental entender que, en este planteamiento, la «libertad de» no es un fin en sí mismo, sino una condición preliminar para la vida buena. La «libertad de» tiene un sentido instrumental: necesitamos estar «libres de» o «libres frente a» (frente a la coacción estatal; y también frente al hambre, la miseria, el analfabetismo…) para, a continuación, perseguir los fines o bienes objetivamente valiosos, los fines que prestan sentido a la vida. No se trata de ser libres «porque sí». Se trata de ser libres para cumplir nuestra misión, para perseguir los fines que

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objetivamente merecen ser perseguidos. La «libertad de» está al servicio de la «libertad para». La teoría «ligera» sobre «lo justo» [right] remite a alguna teoría «densa» sobre «lo bueno» [good]. Necesitamos ser libres, no para solazarnos en una «libertad porque sí» que se agota en sí misma, sino para… hacer libremente el bien, perseguir libremente lo objetivamente valioso. Ésta es la fórmula completa del liberalismo clásico (aunque el segundo elemento —el relativo al bien— sea cada vez más olvidado)54. Rocco Buttiglione (1948- ) lo explica con gran acierto: «Aquí se encuentra la paradoja de la libertad humana. Por un lado, la libertad exige la ausencia de coacción externa. Por otro, requiere la capacidad de dirigir las propias acciones según una verdad objetiva [es decir, hacia unos valores objetivos]. La verdad objetiva no puede ser impuesta coactivamente a la voluntad: por su propia naturaleza, la verdad objetiva exige ser reconocida, aceptada y amada libremente. Sin embargo, sin una verdad objetiva el hombre no puede ser libre»55.

78. La versión más conocida e influyente de la distinción entre «lo justo» y «lo bueno» es la de John Rawls (1921-2002). Rawls da por supuesto el «pluralismo razonable» de concepciones de lo bueno; en sociedades abiertas, donde impera la libertad de pensamiento y expresión, lo esperable es que la gente termine llegando a conclusiones heterogéneas sobre «los fines de la vida», la forma correcta de vivir, la vida buena (y estas concepciones diversas de lo bueno se corresponden con concepciones «omnicomprensivas» [comprehensive] del mundo también variadas: teístas, materialistas, etc.): «La diversidad de doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas y morales presente en las sociedades democráticas modernas no es un mero episodio histórico pasajero; es un rasgo permanente de la cultura pública democrática. Bajo las condiciones políticas y sociales amparadas por los derechos y libertades básicas de las instituciones libres, tienen que aparecer […] y perdurar una diversidad de doctrinas comprehensivas encontradas, irreconciliables y, lo que es más, razonables»56 [que sean «razonables» —o sea, no disparatadas— no implica que todas sean verdaderas —o sea, que ninguna lo sea en realidad— como veremos infra].

Ahora bien, aunque sea improbable el consenso en el nivel de las «cuestiones últimas», el plano metafísico-omnicomprensivo (¿cómo empezó todo?, ¿qué objetivos debemos perseguir en la vida?, ¿existe Dios?, etc.), es posible llegar a un acuerdo en el nivel que Rawls llama «político»: el nivel instrumental, el plano de «lo justo». Es posible conseguir un acuerdo sobre «lo penúltimo» (lo políticojusto-instrumental) aunque se discrepe sobre «lo último» (lo metafísico, las

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concepciones de lo bueno, las convicciones sobre los fines de la vida): «El problema del liberalismo político es entonces el siguiente: ¿cómo es posible que pueda existir a lo largo del tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales profundamente divididos entre sí por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables? Se trata de un problema de justicia política, no de un problema acerca del bien supremo […] ¿En qué términos equitativos puede establecerse una cooperación social entre ciudadanos caracterizados como libres e iguales y, sin embargo, divididos por un conflicto doctrinal profundo?»57.

En su obra Teoría de la justicia [A Theory of Justice] (1971), Rawls había remozado la teoría del contrato social, sugiriendo un procedimiento imaginario para la obtención de los principios de justicia: hipotéticos representantes de la sociedad se reunirían en una «posición original» en la que, en virtud de un dispositivo «mágico» (el «velo de ignorancia»), ignorarían su sexo, clase social, especialización profesional, etc. También olvidarían la específica concepción del mundo y de la vida buena que profesen (no sabrían si son cristianos, ateos, musulmanes, etc.). Según Rawls, unos negociadores sometidos a esas restricciones de información pactarían unas reglas de justicia que garantizasen a cada sujeto una porción lo más amplia posible de «bienes primarios»: «Los bienes primarios son cosas que se supone que un hombre racional quiere tener, con independencia de todas las demás que pueda querer. Cualesquiera que sean concretamente los planes racionales de un individuo, se supone que existen varias cosas de las que preferiría tener más que menos. Teniendo más de esos bienes se les puede asegurar a los individuos generalmente que tendrán mayor éxito en la consecución de sus intenciones y en la promoción de sus fines, cualesquiera que estos fines puedan ser. Los bienes sociales primarios […] son derechos y libertades, oportunidades y facultades, así como ingresos y riqueza»58.

Los negociadores deben ignorar su sexo, raza, extracción social, etc., para no sentir la tentación de buscar principios que beneficien más al grupo respectivo. Y deben ignorar su concepción específica del mundo y de los fines de la vida para que las reglas de justicia sean «cosmovisionalmente neutrales», es decir, asumibles por cualquier individuo racional, cualquiera que sea su visión metafísica (su concepción integral [comprehensive] de la vida y el mundo). Y, como vemos, las reglas de justicia incluirán los derechos humanos: cualquiera considerará deseable disponer de cierta dosis de libertad («derechos y libertades») y de desahogo material («ingresos y riqueza»): cualquiera considerará deseables los derechos humanos. Los derechos humanos proveerán al sujeto de un equipamiento vital neutro que cada uno utilizará para perseguir los

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fines que, según su respectiva concepción del mundo, aparezcan como valiosos. Norberto Bobbio pareció inclinarse también por una fundamentación de este tipo cuando escribió: «Independientemente de cuáles sean […] nuestras aspiraciones, nuestros fines y nuestros valores particulares, existen algunas preferencias fundamentales, en el sentido de que cada uno debe razonablemente tenerlas porque su satisfacción es condición necesaria para poder perserguir la satisfacción de cualquier otra preferencia o la realización de cualquier aspiración, fin o valor que podamos tener. Estas preferencias fundamentales parecerían ser tres: 1. La preferencia de vivir más que la de no vivir […]; 2. La preferencia de no ser sometido a graves sufrimientos gratuitos: la de encontrarse en un estado de satisfacción de […] nuestras necesidades básicas; 3. La preferencia de poder decidir las preferencias de cada uno de forma autónoma […] Estas tres preferencias fundamentales se corresponden con los tres tradicionales derechos fundamentales a la vida, a la salud y a la propia autonomía»59.

79. La heterogeneidad cosmovisional de las sociedades libres —el hecho de que sus habitantes tengan opiniones metafísicas diversas— no implica que no exista una verdad metafísica: que los juicios sobre las cuestiones últimas sean subjetivos, arbitrarios, o que carezcan de sentido. En las sociedades abiertas proliferan diversas concepciones de lo bueno, pero algunas podrían ser erróneas. Un liberal puede muy bien profesar el objetivismo moral (también llamado «realismo moral»): existiría una concepción verdadera de lo bueno, los fines de la vida, etc.; pero esa concepción verdadera debe ser encontrada y practicada libremente. Y, como consecuencia de esa libertad, quizás muchos incurrirán en error y escogerán concepciones equivocadas de lo bueno. La posibilidad del error sería el precio inevitable a pagar por la libertad. Stephen Mulhall y Adam Swift lo explican bien: «La insistencia liberal en que el individuo escoja su propia forma de vida, ¿significa que los liberales han de creer que tales elecciones son la expresión de preferencias arbitrarias, que el valor está en los ojos del espectador, que los juicios morales son completamente subjetivos? ¿O es posible y tal vez incluso más coherente conceder prioridad a la libertad del individuo para hacer sus propias elecciones, pero mantener a la vez que unas elecciones son, sin duda, mejores que otras y que la razón puede ayudarnos a distinguir entre las formas valiosas de vida y las no valiosas? Es decir, ¿podemos ser liberales y creer en la objetividad de los juicios de valor? […] [Sin duda, se puede] defender que, aunque ciertas formas de vida son mejores que otras —y aunque puede saberse cuáles son— es tan importante que las personas elijan por sí mismas que hemos de ignorar ese conocimiento cuando pensamos en la forma de organizar políticamente nuestra sociedad»60.

80. Rawls habla todavía de «concepciones de lo bueno», «concepciones del

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mundo», etc. Su teoría de la «libertad de» todavía presupone la noción de una «libertad para» (Buttiglione propone el término «libertad menor» para designar a la «libertad de» y «libertad mayor» [o «libertad grande»] para la «libertad para»). Pero lo que podríamos llamar «rawlsianismo vulgar» —es decir, la versión del liberalismo que parece prevalecer cada vez más en la opinión pública— simplemente prescinde de cualquier referencia a la «libertad para», la «libertad grande», reduciendo los derechos humanos a la garantía de la «libertad menor», que pasa a convertirse en un fin en sí mismo, en un absoluto. En la concepción clásica, los derechos humanos nos proporcionaban una «libertad menor» que, supuestamente, nosotros utilizaríamos para perseguir aquellos bienes o fines que, según nuestra concepción «omnicomprensiva» del mundo y de la vida, resultaran valiosos. Bienes que se suponía que eran arduos, difíciles de alcanzar, y que en todo caso no podían ser confundidos con los caprichos y deseos pasajeros: al contrario, desde Platón y Aristóteles se había entendido que la «vida buena», la vida digna del hombre, requería una laboriosa domesticación y encauzamiento racional de los instintos, las pasiones, los deseos. En eso precisamente —en la liberación de la esclavitud de los apetitos en aras de la consecución de bienes superiores— consistía la «libertad grande», la «libertad mayor». El paisaje cultural actual parece ser muy diferente. No quedan apenas «visiones omnicomprensivas»: visiones completas del mundo y del bien, de las cuales resulten fines que el individuo deba perseguir por medio de un arduo esfuerzo moral que se prolonga durante toda la vida, y que confiere sentido a ésta. La noción milenaria —que acompañó siempre a la filosofía moral— según la cual los deseos e instintos deben ser domados por la razón, para así poder alcanzar los fines dignos del hombre, cae en el descrédito, apareciendo ahora como «represiva». De esta forma, la «libertad menor» («libertad de») pasa por primera vez a ser un fin en sí mismo: ya no es un instrumento imprescindible para el gran combate por la «vida buena», la magna tarea del acercamiento al bien; ahora es libertad absoluta, autorreferencial, que ya no remite a ninguna «libertad mayor». Ya no es «libertad para» nada que no sea ella misma. O, como acertadamente indica Samuel Gregg, lo único importante ahora es «que yo elija» [that I choose] cómo quiero vivir, y no «lo que elija» [what I choose]61.

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El resultado, como advierte el propio Gregg, puede ser una sociedad de individuos ególatras, hedonistas, entregados exclusivamente a la satisfacción de los propios deseos62, con el único límite de la ley63. No solamente eso: la mera sugerencia de que algunas formas de vida puedan ser intrínsecamente mejores que otras es considerada ahora «intolerante»64 y «ofensiva»: «La agenda ideológica en marcha implica, en primer lugar, la absolutización de la elección como un bien en sí mismo [choice for the sake of choice] y, en segundo lugar, el deseo de crear una sociedad en la que cualquier crítica de los fines que efectivamente elegimos sea considerada inaceptable en los debates sobre el Derecho y la moral»65.

Lo cual, por cierto, tiene consecuencias inquietantes para la libertad religiosa, pues las religiones no pueden considerar que todos los estilos de vida sean igualmente valiosos: «[En la nueva atmósfera cultural] la autodeterminación humana se refiere esencialmente a la satisfacción epicúrea de los deseos de cada individuo. Esto implica que la sociedad debe limitar drásticamente la influencia de cualquier religión que sugiera que el auténtico florecimiento humano requiere la adecuación libre de la conducta a ciertas verdades morales racionalmente cognoscibles […] De nuevo, esto equivale a promover una visión de la libertad y la realización humanas que fue siempre rechazada desde la época de los griegos»66.

Además de a marginar —o incluso amordazar67— a cualquier visión del mundo que ose sostener que algunas opciones de vida privada puedan ser mejores que otras, una sociedad basada exclusivamente en la «libertad de» se convertirá presumiblemente en un erial ultraindividualista en el que, por ejemplo, la supervivencia de la familia se hará cada vez más complicada (pues mantener una familia requiere evidentemente una disciplinada domesticación de los deseos y caprichos); un campo de batalla en el que narcisistas self-absorbed se arrojarán respectivamente a la cabeza sus respectivos «derechos innegociables». Así lo ha formulado Josep Miró (1944- ): «La sociedad deviene un campo de subjetividades en pugna, en el que el papel primordial del Estado es evitar el conflicto entre ellas por medios procedimentales. En la práctica, el resultado es cada vez más penoso, porque en la sociedad desvinculada proliferan las subjetividades hedonistas transformadas en un sinnúmero de derechos. La consecuencia es un Estado cada vez menos capaz de lograr objetivos a largo plazo»68.

Esta deriva hedonista de los derechos humanos —la «libertad pequeña» sin «libertad grande», «lo justo» sin «lo bueno»— puede convertir nuestras

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sociedades, advierte Mary Ann Glendon (1938- ), en «un país de extraños [recíprocos], en el que teóricamente no tenemos otra obligación hacia los otros que abstenernos de hacerles daño físico»69: «Nuestro lenguaje de los derechos, en su absolutidad, promueve expectativas poco realistas, agudiza el conflicto social e inhibe el diálogo que podría conducir al consenso y la transacción […] Con su silencio sobre las responsabilidades, parece condonar la aceptación de los beneficios de vivir en un Estado del bienestar democrático sin aceptar también las correspondientes obligaciones personales y cívicas […] Con su indiferencia respecto a la sociedad civil [familia y otros cuerpos intermedios], erosiona los semilleros fundamentales de la virtud cívica y personal […] [Un lenguaje así] corroe el tejido de creencias, actitudes y hábitos del cual dependen en último extremo la vida, la libertad, la propiedad y todos los demás bienes individuales y sociales»70.

XV. LIBERTAD… ¿PARA QUÉ? El liberalismo clásico entroncaba con la philosophia perennis (línea AristótelesSanto Tomás) en la noción del carácter «penúltimo» e instrumental de la libertad. Sin proponérselo, Lenin pulsó una tecla filosófica muy importante en su célebre conversación con Fernando de los Ríos: «¿libertad, para qué?». Locke, Lincoln o Tocqueville habrían respondido: libertad para hacer lo correcto, para cumplir la ley natural, para realizar plenamente la naturaleza humana, para participar libremente de los bienes objetivamente valiosos. La libertad no es un fin en sí mismo. Esta idea decisiva ha sido relegada al olvido por lo que podríamos llamar «liberalismo postmoderno»: una visión a la que, para diferenciarla del liberalismo clásico, es preferible llamar «progresismo» o «sesentayochismo», y que reduce la sustancia del liberalismo a «vive como quieras» o «vive y deja vivir». 81. La libertad sólo tiene sentido si existe una respuesta a la pregunta «¿libertad para qué?»; si sirve para realizar algún gran fin externo a ella misma. O sea: la libertad sólo tiene sentido si la vida tiene sentido. Los existencialistas como Jean-Paul Sartre (1905-80) no creían que lo tuviese, y por tanto concebían la libertad casi como una maldición: «estamos condenados a ser libres». Arrojado por azar en una existencia absurda, desprovisto de una (completa) programación instintiva de la conducta como la que tienen los animales, el hombre se ve en la penosa necesidad de construir su identidad a golpe de elecciones, abrir senderos en el desierto (Machado: «no hay camino: se hace camino al andar»). Pero son edificaciones de barro y caminos que no llevan a ningún sitio. Tanto da construir

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una personalidad que otra, tomar un rumbo que otro. Simplemente, hay ochenta años que llenar, y algo hay que hacer: «El existencialista piensa que es una gran contrariedad que Dios no exista, pues con Él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no puede haber un bien a priori, ya que no hay una conciencia infinita y perfecta capaz de pensarlo; no está escrito ya en ningún sitio que exista el bien, que haya que ser honrado, que no se deba mentir […] Dostoyevski había escrito «si Dios no existiera, todo estaría permitido». Y ese es el punto de partida del existencialismo. En efecto, todo está permitido si Dios no existe, y por tanto el hombre está abandonado [délaissé], pues no encuentra ni en sí mismo ni fuera de él nada a lo que agarrarse […] No se puede recurrir a una naturaleza humana dada y fijada; […] el hombre es libre, el hombre es libertad. No encontramos frente a nosotros valores que puedan legitimar nuestra conducta […] Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo libre, porque una vez arrojado [jeté] al mundo, es responsable de todo lo que hace […] El hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a inventar a cada instante al hombre» (Jean-Paul Sartre)71.

La libertad sólo tiene sentido si hay una tarea objetiva que cumplir, un bien a realizar o alcanzar: un bien que es tal intrínsecamente, no porque nosotros lo elijamos o lo declaremos valioso. La bondad de los fines a perseguir debe venir incluida en la estructura objetiva de la realidad: no es inventada por nosotros. 82. Por tanto, una fundamentación adecuada de los derechos humanos requiere una teoría de la libertad y una teoría general del bien que la enmarque. Uno de los intentos más serios de proporcionar algo así en la filosofía reciente es la «nueva teoría del derecho natural»72 de John Finnis (1940- )73, Germain Grisez, Robert P. George74 y otros. Básicamente, la teoría sostiene que el «florecimiento humano» consiste en la participación en una serie de bienes objetivos. Ahora bien, la nueva teoría del derecho natural difiere del iusnaturalismo clásico en que no considera que la razón pueda inferir tales bienes de un examen teórico de la naturaleza humana75: la secuencia no es «cabe discernir tales o cuales tendencias o potencialidades en la naturaleza humana, y por tanto el hombre debe comportarse de tal o cual manera» (este proceder implicaría «falacia naturalista», como indicara George E. Moore). En realidad, la razón práctica capta directamente —sin derivarla de constataciones teóricas anteriores— la deseabilidad intrínseca de ciertos bienes. Los bienes en cuestión son siete, según Finnis: el conocimiento76 (es mejor saber y entender que no saber), la vida (lo cual incluye la autoconservación, la salud y la procreación), el juego («actividades que no tienen otro objetivo que la

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actividad misma, disfrutada por sí misma»)77, la experiencia estética, la amistad, la razonabilidad práctica («poner un orden inteligente y razonable en las acciones y hábitos prácticos de uno») y la religión (entendida en un sentido muy amplio, como «haber pensado razonablemente y, en la medida de lo posible, correctamente sobre la cuestión de los orígenes del orden cósmico y de la libertad y la razón humanas, cualquiera que resulte ser la respuesta a esas preguntas»)78. Comprendemos «directamente» —sin necesidad de un estudio previo de la naturaleza humana— que esos siete bienes son valiosos, que merecen ser buscados. Ahora bien, son valiosos porque realizan o perfeccionan la naturaleza humana, viene a reconocer Finnis: «si la naturaleza del hombre fuera diferente, también lo serían sus deberes: las formas básicas de bien captadas por el entendimiento práctico son lo que es bueno para los seres humanos dada la naturaleza que tienen»79. No es preciso reflexionar teóricamente sobre la naturaleza humana para saber que esos bienes son valiosos; pero son valiosos porque realizan la naturaleza humana, como explica Robert P. George (1955- ): «Los críticos neoescolásticos de Finnis […] parecen haber supuesto, gratuitamente, que cualquiera que mantenga que nuestro conocimiento de los bienes humanos no es derivado de nuestro previo conocimiento de la naturaleza humana debe sostener también que los bienes humanos no están basados en la naturaleza. Pero esta suposición no es sensata. No existe la menor incoherencia en sostener que (1) nuestro conocimiento del valor intrínseco de ciertos fines o propósitos es adquirido mediante actos no inferenciales del entendimiento, en los cuales captamos verdades autoevidentes, y también que (2) esos fines o propósitos son intrínsecamente valiosos […] porque son intrínsecamente perfeccionadores de [la naturaleza de] los seres humanos»80.

83. La excelencia humana consistiría en la participación libre en tales bienes. La libertad encuentra así un «para qué», una finalidad más allá de sí misma. Sólo la elección libre de los bienes —nunca su imposición coactiva— permite un auténtico florecimiento humano, la «felicidad» aristotélica, como explica Finnis: «Alguien que cumple lo exigido por la razón práctica llega a ser el spoudaios (hombre sensato) aristotélico: su vida es eu zen (bien vivida) y, a menos que las circunstancias estén totalmente en contra, podemos decir que posee la eudaimonia de Aristóteles (el florecimiento o bienestar omnicomprensivo, que suele ser traducido, no sin cierta imprecisión, como «felicidad») […] [C]uanto más plenamente participa un hombre de los bienes básicos, más plenamente es lo que puede llegar a ser»81.

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84. ¿Hemos llegado con eso al final? El sentido de los derechos humanos estriba en garantizarle al individuo la libertad, y el sentido de la libertad estriba en participar lo más intensamente posible de una serie de bienes que se aparecen a la razón práctica como intrínsecamente valiosos. Y son valiosos porque permiten realizar o perfeccionar la naturaleza humana (lo cual fue siempre la gran intuición del iusnaturalismo). ¿Fin de trayecto? No. Cabría siempre preguntar: ¿y por qué debería ser realizada la naturaleza humana?82 ¿Por qué habría que buscar el florecimiento humano? Se trata, en el mejor de los casos, de una excelencia transitoria e incompleta. Pues la existencia humana no desemboca precisamente en una apoteosis de perfección, sino en la corrupción de la tumba. Lo formulé así en otro lugar: «La ética aristotélica presupone un horizonte exclusivamente inmanente (aunque en Aristóteles aparezca también la idea de Dios: pero es un Dios con el que el hombre no puede tener amistad). La ética aristotélica está confortablemente instalada en la finitud: el quid de la ética no sería otro que el de intentar realizar lo más plenamente posible las potencialidades propias de la naturaleza humana durante nuestro breve periplo terrenal. Esta interpretación digamos «alicorta» de la ética plantea interrogantes irresolubles: si sólo se trata de «vivir lo mejor (lo más racionalmente) posible», ¿cómo justificar la grandeza moral de la abnegación llevada hasta el sacrificio de la propia vida? ¿No aparecería Maximiliano Kolbe como un necio, a ojos de Aristóteles?»83.

Como reconoce el propio Finnis en el último capítulo de Derecho natural y derechos naturales, es inevitable plantearse la cuestión: ¿eso (vivir sensatamente unos años) era todo?; ¿la ética trataba sólo sobre eso?: «La participación de cada persona individual […] en las diversas formas de bien [vida, juego, amistad, conocimiento, etc.] es, incluso en el mejor de los casos, extremadamente limitada. Nuestra salud falla, nuestro bagaje de conocimientos se marchita, […] nuestras amistades se extinguen por la distancia y el tiempo […]; y la muerte parece aniquilar definitivamente nuestras oportunidades de autenticidad, integridad, razonabilidad práctica, si la desesperación o el declive no lo han hecho ya […] [Así] surge la cuestión de si mi bien […] tiene algún sentido más profundo [the question whether… my good has any further point], i.e., si se relaciona con alguna forma más integral de participación humana en el bien»84.

Y a quienes intenten paliar la tragedia de la finitud individual (que parece arrojar la ética al absurdo) indicando que, aunque uno perezca, sobrevive de algún modo en los servicios prestados a la comunidad, Finnis les pregunta: «¿En qué sentido podemos considerar [moralmente] necesario contribuir al bien común, un bien común que después de todo también terminará, tarde o temprano, con la muerte de todas las personas y la disolución de todas las comunidades?»85

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85. Es posible una concepción no religiosa de la ley natural, que se detenga en la realización de la naturaleza humana y la participación en los bienes objetivos. Ahora bien, la perspectiva religiosa amplía de forma muy sugestiva el horizonte. Si Dios existe y la muerte física no es el final absoluto para el hombre, realizar la naturaleza humana supone contribuir al plan divino para el cosmos: la ley natural engarzaría con lo que Santo Tomás llamó «ley eterna» (el designio de Dios para el conjunto de lo creado). La moral dejaría de ser el trivial dilema — insignificante a escala cósmica— de un desgraciado mamífero, infeliz por demasiado inteligente, arrojado a un mundo absurdo y obligado a decidir cómo emplea sus años; pasaría a ser algo más grande, algo cosmologically embedded, como dice Michael J. Perry86: insertado en la estructura del cosmos, dependiente de ella, y con resonancia en la totalidad. Cómo debamos orientar nosotros nuestra vida dependería de cómo es el ser en su conjunto; y, al mismo tiempo, que nosotros hagamos las cosas bien o mal tendría relevancia universal. Si Dios existe y nuestra vida no termina con la muerte física, nuestra actuación moral o inmoral pasa a pesar mucho más, adquiere importancia eterna. Algunos dicen que la religión ofrece el único fundamento serio posible para los derechos humanos87. Así lo sugería Arthur Leff, citado por Perry: Bombardear con napalm a los bebés está mal. Matar de hambre a los pobres es perverso. Comprar y vender seres humanos es depravado. Los que murieron resistiendo contra Hitler, Stalin, Idi Amin y Pol Pot —y contra el general Custer también— han ganado la salvación. Los que colaboraron con los tiranos merecen condenación. En el mundo existen el bien y el mal. [Todos juntos:] ¡¿Y quién ha dicho eso?! [Sez who?] Que Dios nos ayude88.

XVI. COMUNITARISMO Y DERECHOS HUMANOS 86. Aún queda un factor por considerar. Pudiera ser que la «libertad de» resultara insuficiente para la efectiva persecución de esos bienes objetivos que la convierten en «libertad para». Aristóteles fue taxativo en esto: no basta con el conocimiento del bien para su práctica; la voluntad es rebelde: no sigue automáticamente el dictamen de la razón práctica, y se deja desviar de la persecución del bien por el influjo de las pasiones. De ahí que sea necesaria una

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«domesticación» de la voluntad, fruto de largos años de adiestramiento. Aristóteles piensa que el hombre es «animal de costumbres»: la conducta tiende a semi-automatizarse en ciertas pautas repetitivas, a cristalizar en ciertos hábitos. Los hábitos se adquieren mediante reiteración de actos voluntarios. De ahí que sea decisivo asentar los hábitos correctos, los que conducen al bien, al cumplimiento de la naturaleza humana. A esos hábitos correctos los llama Aristóteles «virtudes». «Practicar unas u otras cosas es lo que produce los hábitos»; «las virtudes son términos medios y hábitos, generados por acciones que dependen de nosotros y son voluntarias, y que a su vez tienden a reproducir estas acciones»89. Ahora bien, que lleguen a ser desarrollados los hábitos virtuosos —y no los viciosos— es, según Aristóteles, responsabilidad de la sociedad tanto como del individuo. La sociedad —a través de la educación, por ejemplo— debe inculcar la virtud en sus miembros: sobre todo en la infancia y juventud, pero también en la edad adulta. De hecho, Aristóteles considera que la finalidad primordial del Estado reside precisamente en la educación moral, en la promoción de la virtud: «La ciudad [el Estado] no consiste en la comunidad de domicilio, ni en la garantía de los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de intercambio. Estas condiciones preliminares son muy indispensables para que la ciudad exista; pero, aun suponiéndolas reunidas, la ciudad no existe todavía. La ciudad es la asociación para el bienestar y la virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, para alcanzar una existencia completa que se basta a sí misma […] Y así, la asociación política tiene ciertamente por fin la virtud y la felicidad de los individuos, y no sólo la vida común»90.

87. El liberalismo, en cambio, privatiza en principio el combate moral: el Estado se limita a entregar a cada ciudadano una dosis de libertad (derechos humanos), que éste invertirá en los fines que considere valiosos. Es cuestión muy debatida si esa «privatización» puede ser completa; si el individuo puede o no cultivar la virtud en solitario, con sus propias luces y esfuerzo; si sus probabilidades de éxito no se ven decisivamente afectadas por una atmósfera social-cultural más o menos favorecedora de la virtud. Algunos autores van más allá y afirman incluso que las virtudes sólo pueden ser sociales, pues están estrechamente relacionadas con las costumbres colectivas, con la tradición, con la cultura, y requieren un aprendizaje social91.

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Se ha desarrollado en las últimas décadas una corriente de pensamiento grosso modo neoaristotélica, que considera que el Estado liberal ha ido demasiado lejos en su pretensión de neutralidad y de renuncia al adoctrinamiento moral. Esa corriente se llama «comunitarismo», y sus representantes más importantes son, entre otros, Alasdair MacIntyre (1929- )92, Charles Taylor, Michael Sandel o Michael Walzer; en España, Josep Miró. Básicamente, estos autores reprochan al liberalismo haber creado una sociedad demasiado individualista, formada por individuos «atomizados», desarraigados, cada vez más exentos de vínculos comunitarios y tradiciones vivificadoras. Una sociedad —dice Josep Miró— basada en contratos y no en vínculos93. Una sociedad así estaría condenada a la amoralidad, pues según los comunitaristas la moral es Sittlichkeit (Hegel): un conjunto de criterios social-culturales (no individuales) sobre la vida buena. Recordemos que en la teoría liberal de referencia en las últimas décadas —la de Rawls— los individuos pactan los criterios de justicia recubiertos con un «velo de ignorancia» que les hace olvidar su sexo, raza, clase social… pero también las comunidades (naciones, iglesias, tradiciones…) a las que puedan pertenecer. Esos negociadores asociales —sin «carne» histórico-social, sin pertenencia grupal— son, según el comunitarismo, como espectros, pues los seres humanos reales sólo pueden desarrollar su identidad nutriéndose de vínculos y referencias comunitarias. En otro lugar sinteticé así la crítica comunitarista: «En el mito neocontractualista rawlsiano, los sujetos que debaten los criterios de justicia se despojan de los atributos contingentes que les singularizan como individuos (incluyendo, por supuesto, los rasgos «culturales»). Los comunitaristas objetarán: unos principios de justicia diseñados por espectros asexuados, desclasados y desculturizados serán ellos mismos también principios espectrales, inaprovechables para hombres de carne y hueso. Si Rawls partía de un sujeto «previamente individualizado» (un sujeto cuya identidad es anterior a sus fines, a sus valores, a sus opciones culturales o cosmovisionales, un sujeto que se reserva la facultad de «configurar, revisar y llevar racionalmente a la práctica» su concepción de la vida buena)94, Michael Sandel, en cambio, propondrá un sujeto enraizado cuya identidad viene en gran parte determinada por «vínculos constitutivos» con un contexto comunitario y con un legado cultural societal; mis fines, valores, creencias, roles comunitarios, etc. no son algo que yo tenga o escoja —igual que hubiese podido escoger otros cualesquiera— sino algo que yo soy: son indisociables de mi identidad, me constituyen (de ahí la expresión «vínculos constitutivos») como el sujeto concreto que soy95. En un sentido similar, Alasdair Macintyre sostendrá que el sujeto «desarraigado» (abstracto, descontextualizado) del liberalismo está indefectiblemente abocado al nocognoscitivismo ético y a la desorientación existencial: sólo recontextualizando al sujeto en matrices histórico-comunitarias («prácticas», «tradiciones», etc.) podrá rescatarse a la ética del marasmo emotivista96. También para Charles Taylor la identidad del hombre en cuanto «animal que se autointerpreta» presupone la imbricación en «redes de interlocución» y horizontes de sentido

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comunitarios («saber quién soy equivale a saber dónde estoy»)97.

88. La crítica comunitarista del liberalismo tiene algunos aspectos aprovechables para la teoría de los derechos humanos. Incurre a menudo, sin embargo, en excesos y simplificaciones. Una de ellas consistiría en hablar indistintamente de «comunidades», sin diferenciar entre ellas. Hay comunidades que, en efecto, son vitales para el desarrollo del ser humano: la familia es el ejemplo más indiscutible. La progresiva descomposición de los vínculos familiares (desaparición del matrimonio, desplazado por la cohabitación; aumento de los divorcios, etc.) supone, pues, un grave problema social, con serias implicaciones para los derechos de los niños. Pero hay otras «comunidades» —el gremio, el feudo, la tribu, el clan, el grupo étnico— cuya contribución al florecimiento humano es (o era) mucho más cuestionable. Recuérdese cuanto dijimos en §13, §45 y §46 sobre los peligros de la concepción holístico-organicista de la sociedad, y sobre la irrenunciable componente individualista del liberalismo (un individualismo que, como acertadamente indica Ignatieff, es «metodológico» y no «sustantivo»)98. En buena medida, los derechos humanos vinieron a liberar al sujeto de pertenencias «comunitarias» no escogidas: ya no sería un siervo de la gleba, un judío, un miembro de tal o cual clan o corporación, sino simplemente un ciudadano. Los «cuerpos intermedios», por lo demás, no desaparecen en la sociedad liberal, sino que pasan a ser asociaciones —en las que los individuos se integran sólo si lo desean— y no ya comunidades «orgánicas» en las que uno nace ya inserto y de las que no puede escapar. Lo expliqué así en otro lugar99: Junto al mercado, el liberalismo deja espacio para muchos otros tipos de comunidades: iglesias, partidos políticos, sindicatos, asociaciones culturales, clubes deportivos…100 Reveladoramente, el liberal EE.UU. es más «comunitario» que la socialdemócrata Europa (el americano medio dedica más tiempo a clubs, entidades benéficas, actividades vecinales, etc.; esta vitalidad de la sociedad civil en EE.UU. sorprendió, con un siglo de diferencia, a dos franceses lúcidos: Tocqueville y Maritain)101. La diferencia respecto a la sociedad tradicional es que la pertenencia a tales grupos es voluntaria; el corporativismo, en cambio, concibe al individuo como integrado «orgánicamente» —al margen de su voluntad— en comunidades supuestamente naturales: grupos étnico-religiosos (en los que uno nace ya insertado: no son elegidos), sindicatos verticales de afiliación obligatoria [en los regímenes corporativista-autoritarios de mediados del siglo XX: Mussolini, Franco, Oliveira Salazar], etc.

Es posible que en el Occidente postmoderno el florecimiento humano esté

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amenazado por el ultraindividualismo y la atomización. Pero en buena parte del mundo no occidental el peligro viene aún del lado de la pertenencia tribal opresiva. La comunidad impone al individuo una visión del mundo y una forma de vida inescapables: creencias, costumbres, adscripción religiosa, profesional y familiar no electiva (pensemos en los matrimonios forzados, en la persecución de los conversos al cristianismo en países musulmanes, en costumbres bárbaras como la mutilación genital femenina, etc.)102. Los comunitaristas idealizan los vínculos comunitarios sin las debidas distinciones y matices. En el conflicto entre la libertad individual y esas imposiciones tribal-culturales, los derechos humanos están del lado del individuo103. Lo argumenté así en otro lugar104: «[Will Kymlicka indica que] «el multiculturalismo, llevado a su extremo lógico, puede justificar que cada grupo étnico tenga autoridad para imponer sus propias tradiciones a sus miembros, aun cuando dichas tradiciones contradigan los derechos humanos básicos»105; «algunas culturas, lejos de permitir la autonomía, se limitan a asignar roles y obligaciones a las personas, y les impiden que las cuestionen o las revisen. Otras culturas conceden a algunos esta autonomía, y se la niegan a otros, como es el caso de las mujeres o de las castas inferiores […] Todo ello demuestra que los liberales no pueden suscribir acríticamente la pertenencia cultural»106. No todas las tradiciones merecen respeto: cuando la identidad cultural se convierte en un pretexto para la clitoridectomía, para la sujeción de la mujer, para la discriminación racial o la persecución religiosa, la tolerancia de todo verdadero liberal se agota: el respeto de los derechos humanos básicos debe en estos casos prevalecer sobre la tolerancia entre culturas. Se han dado históricamente formas no liberales de tolerancia intergrupal, que garantizaban la preservación de las identidades étnico-culturales, pero no la de la libertad individual. Reviste especial interés el análisis que ofrece Kymlicka acerca del sistema otomano de los millet: los conquistadores turcos permitían que las minorías cristianas y judías conservasen su religión y sus costumbres; les concedían incluso una generosa capacidad de autogobierno, con códigos y tribunales propios. En el imperio otomano se dio, pues, un grado importante de tolerancia intercultural, pero, como hace notar Kymlicka, «no era una sociedad liberal, ya que no se reconocía ningún principio de libertad o conciencia individual […] Por tanto, había poco o ningún espacio para la disidencia individual dentro de cada comunidad religiosa, y poca o ninguna libertad para cambiar la propia fe […] El sistema de los millet era en realidad una federación de teocracias»107. «Libertad», en el contexto otomano, significaba libertad de las autoridades comunitarias (musulmanas, judías o cristianas) para reprimir a sus respectivos disidentes (herejes o apóstatas). Cuando se escucha a determinados teóricos del «multiculturalismo» actuales, parecería que proponen un modelo similar para la comunidad internacional: una federación de etnocracias en la que los respectivos guardianes de la ortodoxia identitaria tuviesen manos libres para perseguir a su gusto a los discrepantes y perpetuar tradiciones inhumanas.

Las culturas, por lo demás, no son bloques monolíticos, paquetes indisociables que haya que asumir bajo la forma del «todo o nada». El liberalismo presupone individuos que, alimentándose de fuentes culturales preexistentes, son capaces, sin embargo, de entablar una relación crítica o selectiva con sus propias raíces,

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con su propia cultura. En efecto108: La alternativa a la visión comunitarista del sujeto (un yo decisivamente religado a unas raíces) no estriba necesariamente en postular una imagen edénica o robinsoniana del sujeto (un yo atomizado, un «hombre sin atributos», sin pasado, sin contexto). Uno no escoge, ciertamente, su lengua materna, su ascendencia o su tierra natal. Pero no es cierto que la lengua materna o el lugar de nacimiento aboquen indefectiblemente al sujeto a una mentalidad, una sensibilidad o a un estilo de vida109. No existe una «forma francesa de estar en el mundo», ni una forma española, ni una forma vasca…110 Los aspectos fatales de la identidad individual —las raíces, los orígenes— no son decisivos; aunque no haya podido elegir a mis padres o a mi idioma materno, me quedan aún muchas cosas (las más importantes) que escoger autónomamente.

El liberalismo y los derechos humanos no implican necesariamente el «individualismo asocial» ni el desarraigo cultural. Pero sí la necesaria crítica de ciertos aspectos de las culturas tradicionales. Michael Ignatieff lo explica muy bien: «A pesar de todo su individualismo, los derechos humanos no exigen a los que los suscriben renunciar a sus vínculos culturales […] Los derechos humanos no deslegitiman la cultura tradicional como tal. Las mujeres de Kabul que llegan a las delegaciones de las organizaciones de derechos humanos occidentales en busca de protección frente a las milicias talibanes no quieren dejar de ser esposas y madres musulmanas; quieren combinar el respeto por sus tradiciones con el derecho a la educación y a cuidados médicos profesionales. Esperan que estas organizaciones les ayuden a evitar que las golpeen y que las persigan por reclamar estos derechos […] En Pakistán son los grupos locales de derechos humanos los que lideran la lucha por defender a las mujeres de los «asesinatos por honor» (ser quemadas vivas cuando desobedecen a sus maridos)»111.

XVII. LIBERALISMO PERFECCIONISTA Y DERECHOS HUMANOS En §77 vimos cómo la teoría liberal más influyente de los últimos tiempos —la de Rawls— pivotaba sobre una nítida distinción entre el plano de «lo justo [right]» (la «libertad de») y el de «lo bueno [good]» (o sea, los fines o valores que configuran la vida buena, y que convierten la «libertad de» en «libertad para»). Rawls considera que en el primer nivel puede conseguirse un consenso razonable, pero no en el segundo, pues las personas tendrán diversas concepciones del bien según cuáles sean sus concepciones comprehensive del mundo: lo coherente, por tanto, es que el Estado se limite a garantizar la «libertad de» (derechos humanos) y deje todo lo relacionado con la búsqueda de «lo bueno» al criterio y el esfuerzo individuales. Ahora bien, en §86 y §87 hemos visto que el esfuerzo por alcanzar «lo bueno» quizás no puede ser exclusivamente privado —como ya atisbó

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Aristóteles— pues sus posibilidades de éxito dependen mucho del clima cultural. Y vimos cómo el comunitarismo daba a este problema una respuesta que no es del todo satisfactoria. Hay otra corriente filosófica actual, el «liberalismo perfeccionista», que quizás afronta la cuestión con más garantías. 89. El pensamiento social pre-liberal fue siempre «perfeccionista». Se llama «perfeccionista» a aquella filosofía que considera que es misión del Derecho y el Estado, no sólo garantizar a cada ciudadano una esfera de libertad, sino también impulsarlo a realizar el bien moral, fomentar en él la práctica de la virtud. El párrafo de Aristóteles que citábamos en §86 es típicamente perfeccionista. Aristóteles es el pensador perfeccionista por antonomasia: «la asociación política tiene por fin […] la virtud de los individuos». El Estado hace virtuosos a los hombres, en principio, por medio de la educación y la incentivación; pero, en caso necesario, puede imponer la virtud coactivamente: «Aunque [la educación moral, los argumentos] parecen capaces de incentivar y estimular a los mejores de nuestros jóvenes, dotándoles de un carácter gentil y haciéndoles amar lo que es noble, […] no consiguen mover a muchos [otros] a la nobleza y la bondad. Éstos, por naturaleza, no obedecen por vergüenza, sino sólo por temor, y no se abstienen de los actos malos porque sean conscientes de su bajeza, sino por miedo al castigo»112.

El Estado puede y debe, por tanto, usar la coacción para «obligar a ser virtuosos» a aquellos a los que no les bastan la educación y los argumentos. 90. La perspectiva liberal moderna, como ya sabemos, estima, en cambio, que la práctica de la virtud es un asunto privado, y que el Estado sólo puede usar la coacción para asegurarle a cada uno su derecho, su «libertad de». Influye de manera decisiva en esto la consideración de que los fines valiosos que configuran la vida buena sólo pueden ser alcanzados libremente113: la virtud impuesta por la fuerza no es auténtica virtud. La coacción sólo puede conseguir la conformidad externa de la conducta con los valores, pero no la adhesión sincera de la voluntad. Por tanto, el Estado se limita a garantizar «lo justo», el ajustamiento recíproco de las esferas de libertad. Esta idea encuentra su formulación clásica en un célebre pasaje de John Stuart Mill: «La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a

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realizar o no realizar determinados actos porque eso supuestamente sería mejor para él, porque le haría feliz, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. Éstas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente»114.

91. Pero se ha desarrollado últimamente una interesante corriente filosófica de «liberalismo perfeccionista». Es liberal porque —igual que John S. Mill y a diferencia de Aristóteles— considera que el Estado no puede usar la coacción sobre los ciudadanos si no es para garantizar los derechos (para impedir que se maten, roben, secuestren, estafen, etc. unos a otros). La coacción estatal sólo puede ser usada en el plano de «lo justo [right]», no en el de lo bueno: el bien no puede ser impuesto por la fuerza. Pero es perfeccionista porque —a diferencia de Rawls y demás liberales antiperfeccionistas— considera que el Estado no puede simplemente suspender el juicio en el plano de «lo bueno»: es decir, al Estado no le puede ser indiferente la vida privada de los ciudadanos, el uso concreto que cada uno haga de su esfera de libertad. El representante más emblemático del liberalismo perfeccionista es Joseph Raz (1939- )115; Robert P. George (1955- ) también ha hecho aportaciones importantes116. Raz discrepa de Rawls en que sea factible o conveniente disociar completamente el plano de «lo justo» del plano de «lo bueno». Por ejemplo, disiente de Rawls en que el nivel de «lo justo» permita una objetividad cosmovisionalmente neutral que, en cambio, no puede darse en el de «lo bueno»: «¿Qué razones hay para pensar que es más fácil equivocarse respecto a la definición de la vida buena que respecto a la clase de consideraciones morales que, a juicio de todos, han de influir en la acción política, como es el caso del derecho a la vida, a la libertad de expresión o a la libertad de cultos? Yo no veo razón alguna»117.

Por otra parte, la creencia según la cual debe garantizarse a cada ciudadano una esfera de libertad es una creencia moral, como también lo es la convicción de que el bien sólo puede ser adecuadamente realizado mediante una adhesión libre de la voluntad. El Estado no puede adoptar una pose de neutralidad moral, pues al garantizar las libertades ya está haciendo una determinada opción moral (acertada). Por tanto, el Estado no debe limitarse a ofrecer la «libertad de», desentendiéndose a continuación de los fines o valores («libertad para») en los que los ciudadanos invierten dicha libertad. Pues recordemos que la «libertad de»

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no tiene sentido por sí misma: sólo lo tiene en cuanto precondición de la «libertad para». Importa decisivamente que los ciudadanos usen correctamente su libertad, dedicándola a la persecución de los bienes verdaderos. «Uno de los objetivos de toda acción política es capacitar a los individuos para perseguir concepciones válidas de lo bueno y disuadirles de perseguir concepciones malas o vacías», escribe Raz118. La libertad sólo tiene valor si se aprovecha para hacer lo que realmente merece la pena: «El principio de autonomía es un principio perfeccionista. La vida autónoma sólo es valiosa cuando se dedica a perseguir proyectos y a entablar lazos aceptables y valiosos. El principio de autonomía requiere que los gobiernos creen oportunidades moralmente valiosas y eliminen las rechazables»119.

92. Ahora bien, la herramienta utilizada por el Estado para promover la virtud no puede ser la coacción, por las razones que vimos supra. Tendrá que ser, pues, la incentivación120. La incentivación de ciertos estilos de vida privada es, de hecho, algo practicado por el Estado desde que existe el derecho de familia. Al regular el matrimonio, el Estado está promoviendo la formación de parejas heterosexuales estables, partiendo de la premisa de que esa convivencia duradera contribuirá al florecimiento de los propios cónyuges, así como a la supervivencia de la sociedad (pues una pareja heterosexual duradera terminará probablemente teniendo hijos). De entre los numerosos modelos de relación humana pensables, el Estado selecciona uno para regularlo y promocionarlo. Lo hace porque lo considera mejor que los demás. Propone cierta pauta de vida privada como modelo digno de imitación. Un Estado en el que existe el derecho de familia no es moralmente neutral. De hecho, el matrimonio es el ejemplo usado reiteradamente por Raz para mostrar cómo el Estado puede y debe incentivar estilos virtuosos de vida privada, sin por eso violar la autonomía de los ciudadanos (pues a nadie se le obliga a casarse). Al ser institucionalizadas, tales formas de vida privada dejan de ser privadas en sentido estricto: se convierten en «formas sociales»: «La monogamia, asumiendo que sea la única forma moralmente valiosa de matrimonio, no puede ser practicada por un solo individuo. Requiere una cultura que la reconozca y que la promueva a través de la actitud del público y por medio de sus instituciones formales»121.

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Se podría decir: pero nada impide que dos personas de sexo opuesto se emparejen y se sean fieles para siempre, incluso si el Estado no promueve esa forma específica de compromiso. Sí, pueden… pero la institucionalización de ese estilo de vida (es decir, la aprobación social, regulación jurídica y promoción estatal del mismo) hace mucho más probable su práctica por parte de un porcentaje amplio de personas122. Es difícil mantener un estilo de vida privada a contracorriente de las convenciones sociales dominantes. En toda sociedad se desarrolla una determinada atmósfera moral, más o menos propiciadora de unas u otras formas de comportamiento privado. Roger Scruton (1944 – ) explica esto bien: «Por supuesto, [incluso si el Estado y la sociedad no promueven el matrimonio estable y fiel] somos libres de entregar nuestro amor y nuestra vida sólo a una persona, a nuestro hogar y a nuestros hijos. Pero esta opción se hace tanto más difícil cuanto menos reconozca la sociedad la excelencia, el valor y el carácter sacrificial de lo que hacemos. De la misma forma que la gente será menos propensa a asumir la carga de los puestos exigentes si la sociedad les retira la dignidad y los privilegios que antes comportaban, así la gente estará menos dispuesta a entrar en matrimonios reales si la sociedad no reconoce ya ninguna distinción entre matrimonios que realmente merecen ese nombre y relaciones pasajeras que no lo merecen»123.

Las opciones de vida privada se ven condicionadas, pues, por las costumbres y el clima cultural. Y, aunque éste pueda tener una dinámica propia, también se ve influido en buena medida por las leyes y las políticas estatales. Ésta es una idea central para el liberalismo perfeccionista: «el Derecho enseña»124, las leyes tienen un efecto pedagógico, un impacto sobre las costumbres125. El Estado puede hacer mucho por conformar la atmósfera moral; de hecho, lo hace siempre, sea mediante la acción, sea mediante la abstención. Pensemos en las subvenciones y en las exenciones y desgravaciones fiscales: con esos instrumentos, el Estado está constantemente promocionando o desincentivando determinados comportamientos; y lo hace, cabe presumir, porque los considera valiosos o lo contrario. El liberalismo perfeccionista considera que el Estado hace bien en utilizar a fondo esas herramientas, buscando siempre el fomento de las formas de vida que son objetivamente mejores. Buscando, en definitiva, preservar la «ecología moral» de la sociedad. En esto entronca con el liberalismo clásico, que siempre consideró que la libertad sólo podría subsistir en una atmósfera cultural virtuosa: John Adams, segundo presidente de EEUU, dijo que el sistema liberal norteamericano «estaba hecho para un pueblo moral y religioso»; y Charles

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Carroll, el único firmante católico de la Declaración de Independencia norteamericana (1776), afirmó que «la estabilidad de una república libre depende de la moral de su pueblo»126. Un sistema liberal sólo puede funcionar, recuerda Samuel Gregg, si…: «Un suficiente número de personas cumple sus promesas, acepta el imperio de la ley, trabaja duro, paga sus deudas… Es decir, las reglas de un sistema liberal dependen de una cultura moral que fomenta ciertos hábitos al tiempo que disuade o incluso estigmatiza otros. Y el Estado tiene un papel que jugar en el desarrollo de una ecología moral de este tipo»127.

Gregg habla de hábitos relacionados con la economía, pero igual podríamos referirnos a la vida familiar: una ecología moral adecuada incluye también, por ejemplo, matrimonios estables, parejas que deciden tener un número suficiente de hijos y se responsabilizan adecuadamente de su educación… La reciente relajación de las costumbres, el non-judgmentalism («vive y deja vivir»; «¿quién soy yo para juzgar?: cada uno hace con su vida lo que quiere»), etc., característica de las sociedades desarrolladas, sería, según esto, una amenaza a medio plazo para el sistema liberal. El liberalismo clásico sabía que no era indiferente el uso concreto que los individuos hicieran de su libertad: que no todas las formas de vida eran igualmente valiosas. El liberalismo clásico sólo puede ser en nuestros días liberalismo conservador, como indica Roger Scruton: «El conservadurismo, tal como yo lo entiendo, significa el mantenimiento de la ecología social. La libertad individual forma parte, ciertamente, de esa ecología […] Pero la libertad no es la única ni la verdadera meta de la política. El conservadurismo implica la conservación de nuestros recursos comunes —sociales, materiales, económicos y espirituales— y la resistencia a la entropía social en todas sus formas. El conservadurismo, a ojos de sus críticos, parecerá por tanto condenado al fracaso, no siendo otra cosa que un intento de escapar a la segunda ley de la termodinámica [que indica que el desorden o «entropía» de los sistemas siempre tiende a crecer]. La entropía siempre crece, y todo sistema, todo organismo, todo orden espontáneo sucumbirá tarde o temprano al caos. Sin embargo, aunque eso sea cierto, no por ello el conservadurismo es un empeño vano en cuanto práctica política, igual que la medicina no es futil simplemente porque «a largo plazo, todos muertos», como indicó famosamente Keynes. Más bien deberíamos reconocer la sabiduría de Lord Salisbury cuando señaló que «el aplazamiento es vida [delay is life]». El conservadurismo es la política del aplazamiento, y su finalidad es mantener, por tanto tiempo como sea posible, la vida y la salud de un organismo social»128.

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6. BIOÉTICA Y DIGNIDAD DE LA PERSONA (Vicente Bellver)

Stephen Toulmin1 sostiene que la medicina salvó la vida de la ética. Se trata sin duda de una exageración, pero no se le puede negar algo de razón. Durante la primera mitad del siglo XX la ética se vio perdida entre dos modos de hacer que

igualmente la conducían a un callejón sin salida. De una parte, se dedicó a cuestiones de metaética, es decir, en lugar de preguntarse por la bondad de la acción humana, los filósofos se dedicaron principalmente a estudiar el tipo de juicios en que consistían afirmaciones del tipo «esto es bueno» o «debes hacer aquello». De otra, la psicología (particularmente el psicoanálisis) y la antropología cultural destacaron el carácter subjetivo y relativo de los juicios morales. La psicología centró la atención en el papel que los sentimientos tienen en nuestra experiencia, reforzando así la idea de que nuestras opciones morales dependen más de nuestras reacciones emocionales a esas experiencias que de nuestra razón y nuestra libertad. La moral es más cuestión de gusto que de razón. Por su parte, la antropología cultural enfatizó las diferencias entre las prácticas de los distintos pueblos en lugar de la similitud de los problemas, instituciones y patrones de vida que existen entre ellos. Frente a este escenario ético dominado por los planteamientos metaéticos-en los que solo hay espacio para las definiciones y los análisis pero no para los juicios acerca de lo que se debe hacer— y por el relativismo que consagra la conocida sentencia de Terencio «Quothomines, totsententiae [Tantos hombres como opiniones]», irrumpe la medicina de los años sesenta exigiendo respuestas acerca de lo que se debe y no se debe hacer con el creciente poder sobre las personas que el desarrollo exponencial de la investigación biomédica ha puesto en manos de los profesionales de la salud. Es entonces cuando se redescubre, siguiendo a Aristóteles, que no solo existe el modo de razonar propio de la lógica

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formal, sino también el razonamiento práctico, que es el específico de la ética. Y también se redescubre que, si bien la moralidad de la acción depende de las circunstancias de cada caso concreto, existe una naturaleza humana universal que define las coordenadas acerca de lo bueno y lo justo. Aunque la explicación de Toulmin no sea del todo completa, es cierto que la bioética sirvió para que buena parte de la filosofía moral volviera a conectar con los problemas reales, recuperara la centralidad del razonamiento práctico y se dejara de construcciones tan abstractas y sutiles como ajenas a la realidad. En las siguientes páginas pretendo ofrecer una aproximación a la bioética. Para ello me ocupo, en la primera parte del trabajo, del concepto de bioética, de la centralidad de la dignidad humana para la bioética, de las relaciones entre Derecho y bioética, y de la objeción de conciencia en el ámbito biomédico. En la segunda parte abordaré las principales cuestiones de las que ha tratado la bioética en los últimos cincuenta años. Algunas vienen siendo objeto de atención por parte de la ética y el Derecho desde hace siglos (como el aborto, la eutanasia, la relación entre el profesional sanitario y el paciente, etc.). Otras han surgido por primera vez en los últimos años, como consecuencia de las posibilidades que ofrecen los desarrollos biotecnológicos (por ejemplo, la clonación humana o la investigación con células madre). Finalmente están las cuestiones bioéticas acerca de lo que todavía no es posible pero es probable que pueda darse en un futuro próximo (como, por ejemplo el human enhancement o mejoramiento humano radical). Todos estos desafíos bioéticos, que tanto apasionamiento suscitan en los debates ciudadanos sin que resulte fácil encontrar en la mayoría de los casos puntos amplios de acuerdo, los presentaré de forma sucinta y desde la perspectiva personalista, que afirma la inviolable dignidad de todo ser humano. I. ASPECTOS FUNDAMENTALES DE LA BIOÉTICA

1. Pero, ¿qué es eso de la bioética? El término «bioética» surge en los Estados Unidos a principios de los años setenta del pasado siglo. A dos personas cabe atribuir simultáneamente su invención, pero detrás de cada una de ellas hay una visión completamente distinta de la disciplina.

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Van Rensselaer Potter, profesor de Oncología en la Universidad de Wisconsin, acuñó el término «bioética» en 1970 en un artículo titulado «Bioethics, science of survival»2. Al año siguiente publicó el libro que le lanzó a la fama mundial: Bioethics, bridge to the future3. El término «bioética» es empleado para designar el puente que es necesario establecer entre las humanidades y las ciencias —entre la ética y la biología en particular— para lograr la supervivencia de la humanidad en el futuro. Según Potter, el fin de la bioética es el logro de unas relaciones armónicas entre el ser humano y la naturaleza. Por ello, integra no sólo la ética médica sino también la ética ambiental, la ética social, la ética religiosa y la ética económica. El gran inspirador de su pensamiento es Aldo Leopold, uno de los grandes iconos del ecologismo americano, que en su principal obra, A Sand County Almanac4, sostiene que es necesario ampliar el ámbito de la ética para incluir dentro de ella a todos los seres de la naturaleza y no solo a los seres humanos. Por lo dicho, la bioética de Potter tiene un marcado carácter ecologista y social. También en 19715 se gestó en la Universidad de Georgetown el Kennedy Institute of Ethics con la finalidad de investigar acerca de los dilemas éticos en el campo de la medicina. Su impulsor y primer director fue André Helleger. En este contexto, el término «bioética» fue empleado para referirse al nuevo quehacer ético exigido por la incorporación de las nuevas tecnologías a la práctica clínica y por el agotamiento del paradigma paternalista en la relación médico-paciente, que había dominado la cultura occidental desde el juramento hipocrático hasta entonces. Frente a la bioética de Potter, que pretendía ofrecer una nueva visión filosófica de las relaciones del ser humano con todas las formas de la vida, para los investigadores de Georgetown el término «bioética» hacía referencia a una nueva forma de plantear la asistencia y la investigación sanitarias6. El desarrollo bioético que floreció en el entorno del Kennedy Institute of Ethics prevaleció sobre las intuiciones de Potter y así, durante algunos años, el núcleo de la bioética dominante consistió en la elaboración de una metodología para la resolución de los problemas éticos en la práctica clínica y en la investigación. Esta etapa de la disciplina bioética es conocida con el término «principialismo» por estar dominada por la propuesta de principios de ética biomédica de Beauchamp y Childress, quienes entendían que todos los problemas biomédicos podían resolverse mediante la aplicación de sus cuatro principios (de no maleficencia, de

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beneficencia, de justicia y de autonomía)7. En la actualidad hace tiempo que la bioética superó su sesgo principialista así como su focalización principal en la ética clínica y de la investigación8. El término «bioética» se acuña en Estados Unidos a principios de los setenta. Pero eso no quiere decir, en contra de lo que se ha sostenido, que la disciplina sea una completa novedad en el panorama filosófico. Es cierto que algunos de los temas con los que la bioética tiene que lidiar son inéditos en la historia de la humanidad: hasta hace pocos años era inconcebible que un ser humano pudiera ser producido en un laboratorio, y ahora podemos modificar casi todos los aspectos de nuestra propia condición corporal. Es cierto, también, que existen diferencias sustanciales entre la técnica que el ser humano ha venido manejando a lo largo de casi toda su historia y la tecnología actual, sobre todo en algunas áreas que tienen una mayor repercusión sobre la constitución y la vida del ser humano como es la biotecnología. A pesar de todo, la cuestión última que sigue preguntándose la bioética es la misma que se plantearon los filósofos griegos hace veinticinco siglos: ¿existe un límite en la acción humana que debamos respetar para no incurrir en la hybris (desmesura) que acaba con el propio ser humano? Se podría afirmar que la novedad de la bioética consiste en la interdisciplinariedad que requiere para la adecuada comprensión y valoración de las biotecnologías aplicadas al ser humano. Sin la participación conjunta de las perspectivas científica, filosófica y jurídica (como mínimo) resulta imposible abordar con acierto los desafíos que plantean las biotecnologías a la vida humana. Pero tampoco esta interdisciplinariedad constituye una novedad radical. En tiempos pasados era ejercida en buena medida por una misma persona, puesto que el conocimiento disponible en aquellos momentos podía ser abarcado por un mismo individuo. Así, por ejemplo, Aristóteles hace ciencia y filosofía simultáneamente. Y hasta casi el mismo siglo XX, aunque los filósofos ya no hagan

directamente la ciencia, mantienen la capacidad de conocerla con el suficiente rigor como para poder reflexionar sobre ella. También se ha insistido en que la bioética contemporánea no tiene nada que ver con la antigua ética médica. Ésta se sustentaba sobre el principio de que el médico debe procurar el bien del paciente como un padre se preocupa por el de su hijo (paternalismo médico), puesto que el paciente está incapacitado para decidir sobre sus cuidados de salud por razón de la enfermedad que padece. La

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nueva bioética, por el contrario, destacaría la importancia del respeto a la autonomía del paciente por parte de los profesionales sanitarios. Este relato sobre la evolución de la medicina, que destaca la solución de continuidad que se produce entre la antigua ética médica y la nueva bioética por causa de los distintos paradigmas sobre los que se sustenta cada una de ellas, no es del todo fiel ni a lo que se consideraba correcto en el pasado ni a lo que se considera correcto en la actualidad. Por lo que respecta al pasado, ya Platón consideraba que la medicina debía ser ejercida de distinta manera, según el paciente fuera una persona libre o un esclavo. En el primer caso, se le tratará como a un amigo al que se le explican las causas de la enfermedad y se le persuade sobre la conveniencia de unos determinados tratamientos. En el caso del esclavo el médico no tendrá que dar explicación alguna sino limitarse a prescribir lo que considere oportuno. Por tanto, en el mismo Platón encontramos la idea de que a la persona libre no se la debe tratar como a un menor de edad. En la actualidad el panorama es ciertamente complejo. Respetar la autonomía del paciente puede entenderse de formas muy diversas, entre las que podemos destacar tres: limitarse a atender las demandas de salud del paciente; ayudarle a decidir qué opciones sobre los cuidados de su salud son más conformes con sus convicciones; y colaborar con el paciente en la toma de decisiones sobre su asistencia sanitaria teniendo en cuenta tanto sus convicciones morales como la buena práctica médica9. De ellas, parece que la tercera es la más correcta, si bien no está muy presente en la práctica sanitaria cotidiana, en la que el ideal del respeto a la autonomía acaba demasiadas veces identificándose con una relación defensiva y burocratizada. Negando, pues, que exista una falla entre la ética médica de raigambre hipocrática y la bioética contemporánea, sí se debe reconocer que la biomedicina actual plantea nuevos y complejos desafíos éticos al ser humano. Se trata de preguntarse qué se debe hacer con el poder que ha alcanzado el ser humano en el manejo de la vida (y de su propia vida humana en particular), es decir, si ha de perseguir determinados fines y si ha de asumir determinados límites. Aunque existe una gran diversidad de respuestas a esa pregunta, se pueden destacar principalmente tres, por su relevancia en la actualidad. Desde el utilitarismo se sostiene que ese poder debe orientarse a minimizar el sufrimiento y potenciar el

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placer de los sujetos que tienen capacidad de sentir. El liberalismo, por su parte, entiende que el poder biotecnológico debe servir al incremento de la autonomía de las personas. Finalmente, el personalismo afirma que el fin del poder biotecnológico es contribuir al florecimiento de toda vida humana. Para la primera de estas tres corrientes éticas lo fundamental es el placer, para la segunda es la autonomía de cada individuo y para la tercera es la dignidad de todo ser humano. A la vista de todo lo señalado en este epígrafe podemos concluir con cuatro afirmaciones. Primero, que la bioética es una parte de la ética que se ocupa de la recta acción humana en lo que tiene directamente que ver con la vida de las personas y con cualquier forma de vida. Segundo, que esa reflexión no constituye una novedad radical puesto que el ser humano siempre ha intervenido sobre su propia vida y la de su entorno, y se ha planteado cuál era el modo correcto de hacerlo. Tercero, que el crecimiento de la investigación científica, el desarrollo biotecnológico y los cambios culturales generan desafíos inéditos a la bioética y, para acometerlos de forma solvente, debe hacerlo desde un planteamiento necesariamente pluridisciplinar. Cuarto, que existen distintas respuestas éticas a los desafíos de las biotecnologías, entre las que destacan tres: el autonomismo, el utilitarismo y el personalismo. En lo que sigue me centraré en la respuesta ofrecida por el personalismo y, al hilo de esa exposición, mostraré en alguna ocasión las deficiencias de los otros planteamientos. El concepto nuclear sobre el que se articula la concepción personalista de la bioética es el de dignidad humana, del que me ocupo a continuación.

2. El concepto de dignidad humana Con el término «dignidad humana» ocurre lo mismo que con tantos otros, como «libertad», «educación», «justicia» o «derechos humanos»: casi todos lo invocamos pero no logramos ponernos de acuerdo sobre su contenido. Hasta tal punto es así, que no han faltado quienes han considerado la dignidad humana un concepto inútil o una idea estúpida. Si el concepto de dignidad humana prácticamente se identifica con el respeto a la autonomía de las personas, sostienen, no tiene sentido hablar de dignidad cuando realmente se está pensando en autonomía10. Ahora bien, ¿es lo mismo dignidad y respeto a la autonomía? Evidentemente no.

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La dignidad humana es el valor absoluto que se reconoce a todo ser humano precisamente por el mero hecho de serlo y no porque posea determinadas capacidades, principalmente la autonomía. Ese valor absoluto que se reconoce a todo ser humano exige que ninguno sea tratado solo como medio. Desde esta perspectiva, se entiende por persona al ser humano en cuanto sujeto digno y, por ello, se produce una total identificación entre el conjunto de seres humanos y el conjunto de personas. Si la dignidad de la persona estuviera en función de que el ser humano manifestara determinadas capacidades, principalmente la autonomía, entonces el conjunto de personas sería siempre inferior al de seres humanos: habría seres humanos que no son personas. Quizá la definición más célebre, y sin duda una de las más certeras, de «persona» es la que dio Boecio en el siglo VI: la persona es la sustancia individual de naturaleza racional («Persona estrationalisnaturae individua substantia»). La persona es el ser vivo que pertenece a la naturaleza racional. Algunos consideran que solo cuando se manifiesta esa naturaleza racional se puede decir que propiamente nos encontramos ante una persona, es decir, ante un ser digno. Pero no es así porque la expresión de las capacidades racionales —como la autoconciencia y la libertad— no constituye a la persona sino que pone de manifiesto su existencia. Allí donde hay un individuo de la especie humana, independientemente del grado de manifestación que alcance de las capacidades propiamente humanas, existe una persona. Y todos y cada uno de esos individuos tienen dignidad, es decir, un valor absoluto que nadie puede violar. Pero, ¿por qué el ser humano es digno? La pregunta se ha venido haciendo desde los inicios de la filosofía y, desde entonces hasta la Modernidad, se entendió que esa dignidad tenía un carácter trascendente: somos dignos porque hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios. Esta idea no solo está presente en la cultura judeo-cristiana sino también en la greco-latina. Hacia fines del siglo XVIII la certeza sobre las bases trascendentes de la dignidad humana empieza a

resquebrajarse. Se busca un fundamento inmanente a la dignidad para no depender de nociones metafísicas como la de Dios y la de alma que, según muchos de los filósofos modernos, escapan a nuestro conocimiento. Pero esta «visión inmanente de la dignidad tiende a diluir su valor y, en última instancia, la torna incomprensible. ¿Cómo puede el hombre merecer un respeto absoluto si está privado de todo vínculo con lo absoluto?»11. La consecuencia será

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trascendental. A partir de entonces la dignidad dejará de ser un atributo que corresponda a todos los seres humanos, independientemente de cuales sean sus condiciones y capacidades, y será exclusiva de aquellos que posean efectivamente la cualidad a la que se atribuye un valor absoluto: la autonomía. Desde esta perspectiva, identificar «ser humano» con «persona» es un error, porque solo son personas aquellos seres humanos que poseen la cualidad de la autonomía, en la que reside su valor absoluto. En cierto modo, es lógico llegar a esa conclusión, porque si el valor absoluto de cada ser humano no viene de una instancia que sea verdaderamente absoluta, entonces lo que queda es la constatación de la autonomía de los individuos que realmente la poseen y la necesidad de establecer unas normas de respeto para que la convivencia entre ellos resulte posible. Tras la Segunda Guerra Mundial tanto el derecho internacional como el derecho constitucional han recurrido a la noción de la dignidad humana para fundamentar el ordenamiento jurídico y los derechos de la persona. Las primeras palabras que se leen en la Declaración Universal de Derechos Humanos son las siguientes: «Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana» (Preámbulo). Y el artículo primero de la Declaración proclama: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». La Constitución alemana de 1949, que ha servido de inspiración a muchas de las constituciones democráticas que se han aprobado posteriormente (incluida la española), comienza afirmando: «La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público» (artículo 1.1). En las citas contenidas en estos dos documentos, que han tenido una gran trascendencia jurídica a nivel global, se afirma que la dignidad es intrínseca a todo ser humano y que nadie la puede violar. En el campo concreto del bioderecho encontramos dos normas de particular trascendencia en el plano del derecho internacional, que son el Convenio Europeo sobre Derechos Humanos y Biomedicina (Consejo de Europa, 1997) y la Declaración Universal sobre Derechos Humanos y Bioética (UNESCO, 2005), que se hacen eco de la fundamentación de los derechos humanos en la dignidad

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humana. El primero comienza señalando su objetivo y finalidad, y lo hace en los siguientes términos: «Las Partes en el presente Convenio protegerán al ser humano en su dignidad y su identidad y garantizarán a toda persona, sin discriminación alguna, el respeto a su integridad y a sus demás derechos y libertades fundamentales con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina» (artículo 1). En la segunda se afirma que uno de sus objetivos es «promover el respeto de la dignidad humana y proteger los derechos humanos, velando por el respeto de la vida de los seres humanos y las libertades fundamentales, de conformidad con el derecho internacional relativo a los derechos humanos» (artículo 2.c). Ambos textos, dedicados a la defensa de los derechos humanos frente a las aplicaciones biotecnológicas, consideran que uno de sus objetivos fundamentales es proteger la dignidad humana. Están, por tanto, en continuidad con los documentos anteriormente mencionados. Pero la referencia que encontramos en el Convenio Europeo sobre Derechos Humanos y Biomedicina permite entender, a diferencia de los otros tres textos, que se pueda establecer una distinción entre seres humanos y personas. El artículo 1 distingue entre el deber de proteger «al ser humano en su dignidad y su identidad» y el de garantizar «a toda persona, sin discriminación alguna, el respeto a su integridad y a sus demás derechos y libertades fundamentales». Esta distinción está presente en los ordenamientos jurídicos de algunos Estados miembros del Consejo de Europa, para los que existen seres humanos que no son personas. La fórmula del artículo 1 del Convenio sobre Derechos Humanos y Biomedicina, deliberadamente ambigua, refleja la división dentro de los miembros del Consejo de Europa entre aquellos para los que todo ser humano es persona y aquellos otros que consideran que para ser persona no basta con ser humano sino que es preciso poseer la cualidad que aporta la dignidad al ser humano (básicamente, la capacidad de actuar autónomamente). La cuestión acerca del fundamento trascendente o inmanente de la dignidad humana tiene relevancia tanto a nivel teórico como práctico. Si la dignidad humana no se sustenta sobre una instancia que tiene verdaderamente un carácter absoluto, acaba estando en función de aquella cualidad del individuo a la que se atribuya un valor absoluto en cada momento. Así las cosas, resulta coherente que se proponga la eliminación del término «dignidad humana» como fundamento de los derechos humanos y se aluda directamente a la cualidad en la que dicen que

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se fundamenta la dignidad. Desde el punto de vista práctico, y como veremos con detalle más adelante, si la dignidad humana carece de un fundamento trascendente y acaba identificada con la posesión de determinada cualidades, solo aquellos seres humanos que las poseen serán tenidos por personas y disfrutarán en plenitud de la dignidad. Desde esta perspectiva, por ejemplo, si el nasciturus carece de autonomía, su valor no dependerá de sí mismo sino del que le confiera la madre, que es la única que verdaderamente tiene dignidad por ser un sujeto autónomo. Si la madre lo quiere, el nasciturus merecerá toda la protección del Derecho. Por el contrario, si la madre no lo quiere, el Derecho le deberá negar cualquier protección. El término «dignidad» es empleado en sentidos muy diversos. Aquí nos hemos centrado en la llamada dignidad ontológica o intrínseca. Según este sentido, la dignidad corresponde por igual a todo ser humano, independientemente de las cualidades que le caractericen y las capacidades que pueda ejercer en cada momento. Esa dignidad es inviolable y, por tanto, nadie debe atentar contra ella. Junto a esta noción, la dignidad puede entenderse también en un sentido moral, que se refiere a la excelencia de la acción humana. A diferencia de la anterior, esta dignidad difiere de un ser humano a otro porque está en función de los méritos por sus acciones libres a lo largo de la vida. Aunque al Derecho le interesan ocasionalmente algunos aspectos de esta dimensión de la dignidad (por ejemplo, puede ser legítimo que el Estado reparta honores entre los ciudadanos en función de la excelencia moral que han demostrado en un determinado ámbito) principalmente se ocupa de garantizar la dignidad ontológica. Quienes defienden que la dignidad se sostiene en la capacidad para actuar autónomamente, y no en el mero hecho de ser individuo del género humano, en realidad niegan la idea de dignidad. Para ellos lo único que debe ser protegido es la autonomía de aquellos individuos que tienen la capacidad de ejercerla. Pero la razón no es que los poseedores de esa autonomía estén investidos de una condición sagrada y, por ello, deban ser protegidos. La razón es que, si no garantizamos una igual protección de la autonomía entre todos los que tienen la capacidad de ejercerla, resulta inevitable caer en una situación análoga al estado de naturaleza, dominada por el miedo y la violencia. Desde el utilitarismo se rechaza sin rubor la idea misma de dignidad. Se trata de una noción metafísica que carece de cualquier valor para ordenar la acción

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humana y la sociedad. En su lugar, emerge la realidad tangible del placer y el dolor que padecen los seres sintientes. Ese placer debe ser maximizado y el dolor minimizado. El colectivo de seres sintientes está integrado por aquellos «animales humanos y no humanos» que tienen capacidad de sentir placer y dolor. De él quedan excluidos los seres humanos que todavía no han desarrollado esa capacidad de sentir (los embriones y, según algunos, también los fetos e incluso los neonatos) y los que ya la han perdido de forma irreversible (por ejemplo, los individuos en estado vegetativo persistente). En conclusión, la dignidad humana es el reconocimiento del valor absoluto de cada ser humano. Ese valor absoluto no procede del propio ser humano sino de una realidad que le trasciende, que realmente tiene un carácter absoluto y de la que procede la alta consideración que corresponde a cada ser humano. Cuando no se acepta esa fundamentación trascendente de la dignidad humana fácilmente se diluye la idea de dignidad, que tiende a ser reemplazada por la de respeto a la autonomía de los individuos que poseen esa capacidad. El utilitarismo es ajeno al concepto de dignidad y solo toma en consideración, para determinar lo que corresponde a cada individuo, la maximización del placer y minimización del dolor.

3. Entre el bioderecho y la bioética Desde el personalismo no solo se afirma que cada ser humano tiene una dignidad que es inviolable, sino también que es posible conocer las exigencias concretas de esa dignidad. Esa verdad acerca del ser humano es universal en el doble sentido de que puede ser conocida por cualquier ser humano mediante el ejercicio de la razón práctica, y que indica lo que es correcto para todo ser humano. Es importante señalar que las obligaciones éticas que se derivan de esa «verdad sobre el ser humano» se pueden clasificar desde diversos puntos de vista, entre los que destaco tres fundamentales: (1) por la mayor o menor facilidad con que pueden ser conocidas; (2) por el grado de obligatoriedad que generan en el sujeto; y (3) por el nivel de exigibilidad que les corresponde. (1) Por la mayor o menor facilidad con que pueden ser conocidas las obligaciones éticas podemos distinguir entre aquellas que resultan patentes a la mayoría de las

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personas y las que, por el contrario, resultan de difícil alcance para muchos en un momento determinado. Obviamente, la cultura dominante en cada sociedad en un momento determinado condiciona enormemente esa capacidad de reconocimiento. Pondré dos ejemplos. La verdad acerca del ser humano prohíbe tanto emplearlo como conejillo de indias en la investigación como abortarlo. En otros tiempos se consideró que investigar sobre ciertas categorías de seres humanos (presos, enemigos de guerra, personas de otras etnias, personas con discapacidad, etc.) sin su consentimiento era aceptable. Hoy en día se reconoce de forma casi universal que esas prácticas son inadmisibles. Por el contrario, en el pasado todos los países occidentales prohibían el aborto. En la actualidad el criterio dominante ha cambiado y se acepta en muchos de ellos que la vida del nasciturus esté sometida a la voluntad de la madre. Mientras que se ha producido un progreso moral en lo relativo a la investigación con personas, se ha producido un retroceso en la protección de la vida humana por nacer. (2) Por el grado de obligatoriedad que generan las obligaciones éticas en el sujeto, podemos distinguir entre obligaciones absolutas y obligaciones prudenciales: a. Obligaciones absolutas: Son las que todo ser humano tiene ineludiblemente que cumplir si no quiere atentar gravemente contra sí mismo o contra sus prójimos. Por lo general tienen un carácter negativo, es decir, son obligaciones de no hacer o prohibiciones. El suicidio sería un ejemplo de prohibición de una acción que atenta gravemente contra quien la lleva a cabo. La tortura lo sería de acción contraria a la dignidad del torturado. b. Obligaciones prudenciales: Son la mayoría de las que se nos plantean en el transcurso de nuestros días. Suelen tener un carácter parcialmente indeterminado porque, más que obligar a una acción determinada, presentan varios cursos de acción como correctos. Por lo general se trata de obligaciones positivas o de hacer. Para conocer cuál o cuáles son las acciones correctas entre las que se puede elegir resulta imprescindible conocer tanto los principios éticos que deben informar en todo caso nuestra acción como las circunstancias de la situación ante la que debemos

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actuar. Por ejemplo, ante un determinado cuadro patológico se puede dudar de si es más correcto operar o tratar con fármacos. Para hacer un juicio lo más aquilatado posible será fundamental conocer todas las circunstancias del caso: desde el estado de salud del paciente hasta los recursos disponibles para tratarle. Ese juicio siempre estará informado por los principios éticos que deben guiar la acción en ese ámbito, tales como son los principios de no dañar al paciente o de procurar su salud en la medida de lo posible. (3) Por el nivel de exigibilidad de las obligaciones podemos distinguir tres: obligaciones personales, obligaciones sociales y obligaciones jurídicas. a. Obligaciones personales. Son aquellas que debemos cumplir porque así nos lo exige nuestra conciencia, pero nadie puede exigirnos. Por ejemplo, un profesional de la sanidad puede pensar que tiene la obligación de desvelarse por sus pacientes. Pero nadie, salvo su conciencia, le puede exigir que cumpla con esa obligación. Como profesional de la sanidad que es, solo se le puede exigir que cumpla con lo que se considera la buenapraxis de su profesión. b. Obligaciones sociales. Son aquellas que, sin llegar a ser exigibles por el aparato coactivo del Derecho, pueden contar con cierto grado de exigibilidad social. En su mayoría son obligaciones procedentes de nuestra condición ciudadana o profesional. Uno no está obligado por ley a saludar a sus vecinos o a mantener un alto grado de actualización en su profesión. Pero si no lo hace es lógico que sea objeto de un reproche social por no cumplir con obligaciones que son propias de su condición cívica o profesional. c. Obligaciones jurídicas. No me refiero a las que, en cada momento determinado, impone el ordenamiento jurídico a las personas. Concretamente de esas obligaciones, y de los problemas que generan cuando chocan con las convicciones en contra de quienes tienen que cumplirlas, me ocupo en el siguiente epígrafe. Por «obligaciones jurídicas» aquí me refiero a aquellas que están destinadas a proteger los bienes

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fundamentales de la persona frente a los atentados más graves. Por la importancia de los bienes que tutelan, su alcance es universal (nos obligan a todos) y su cumplimento puede ser exigido legítimamente por la fuerza. Este tipo de obligaciones está muy presente en la biomedicina, porque actúa sobre bienes esenciales de la persona (vida, integridad física o psicológica, intimidad, libertad…) que deben estar suficientemente protegidos. En el momento presente existe un amplio acuerdo en reconocer la existencia de unos bienes que el Derecho debe tutelar frente a la biomedicina: la confidencialidad y la intimidad del paciente, la información, el consentimiento informado. Sin embargo, existe una fuerte discrepancia a la hora de incluir o no entre esos bienes que deben ser tutelados tanto el de la vida como el modo en que debe ser creada. La necesidad de proteger la vida humana no debería plantear problemas. La vida es el bien primario del ser humano que debe ser protegido. La vida humana es la condición para que puedan comparecer y florecer todos los demás bienes en el ser humano. Sin embargo, desde las posiciones autonomistas, se sostiene que para que la vida humana merezca la protección del Derecho se requiere de la presencia de una voluntad que así lo reclame. Por ello, existe el deber de proteger la vida de las personas capaces, salvo que hayan manifestado su voluntad de no seguir viviendo (en cuyo caso sería lícito tanto el suicidio médicamente asistido como la eutanasia voluntaria). No existe, en cambio, un deber universal de proteger la vida de quienes aún no tienen voluntad (los embriones y fetos humanos) salvo que los progenitores hayan manifestado su voluntad de proteger esas vidas, ni tampoco la de aquellos que ya no volverán a recuperar su voluntad (los enfermos en estado vegetativo persistente y otros). Por lo que respecta al modo en que se crea la vida humana, nos encontramos con que, en los últimos decenios, los avances en biotecnología han permitido intervenciones sobre el modo de producir vidas humanas inimaginables hasta entonces. Hasta hace relativamente poco tiempo, la aparición de nuevas vidas humanas requería del concurso de un hombre y una mujer, quienes carecían de toda capacidad de asegurar la procreación y mucho menos las características de la nueva vida. Los hijos eran un acontecimiento, una sorpresa, un don, pero en

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absoluto algo que se pudiera controlar. En la actualidad no solo se pueden producir seres humanos en el laboratorio (mediante las técnicas de reproducción asistida) sino que se pueden seleccionar sus rasgos (mediante el diagnóstico genético preimplantatorio). Estas opciones forman ya parte de la oferta reproductiva standard de muchas sociedades. Pero en el futuro se columbran posibilidades que hablan de una intervención completa sobre la reproducción humana y de la aparición de nuevos seres humanos: clonación, selección genética en la línea germinal, vidas creadas artificialmente (mediante biología sintética); mentes humanas sobre dispositivos tecnológicos (ciborgs); etc. Frente a la posición que considera contrario a la dignidad que el ser humano sea resultado de estas intervenciones, porque manifiestan el dominio de unos seres humanos sobre los que están por nacer, los autonomistas defienden la licitud de amplios márgenes de acción en este campo. De los tres tipos de obligaciones éticas que he señalado —personales, sociales y jurídicas— la bioética se interesa lógicamente por las tres. Ahora bien, tiene una importancia especial determinar el contenido y alcance de las obligaciones jurídicas porque son las que protegen los bienes humanos fundamentales frente a las intervenciones biomédicas y lo hacen incluso recurriendo al aparato coactivo del Estado. Cuando, en la segunda parte de este trabajo, me ocupe de las principales controversias bioéticas de la actualidad, lo haré precisamente desde esta perspectiva: tratando de determinar cuáles son los bienes humanos fundamentales que deberían ser protegidos por el Derecho en el campo de la biomedicina.

4. La objeción de conciencia en el ámbito biomédico En el anterior epígrafe, al hablar de las obligaciones jurídicas, anuncié que ahora trataría de las «obligaciones jurídicas» entendidas como las impuestas de hecho por cada ordenamiento jurídico en particular. En principio cabe presumir que las obligaciones jurídicas establecidas por los Estados democráticos generan un deber moral de cumplimiento por parte de los ciudadanos. Pero puede resultar, y en el ámbito sanitario sucede con cierta frecuencia, que esas obligaciones exijan comportamientos que sean contrarios a la conciencia de algunos ciudadanos. Es en estos contextos en los que surge la figura de la objeción de conciencia,

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entendida como la negativa del individuo a someterse, por razones de conciencia, a una conducta que, en principio, le sería jurídicamente exigible. Esa obligación puede provenir directamente de una norma que exige un determinado comportamiento o de la asunción de una condición funcionarial o contractual entre cuyas exigencias se encuentra alguna contraria a la conciencia del sujeto. La objeción de conciencia no ha estado exenta de críticas. Quizá la más importante es la que considera que la objeción de conciencia viene a consagrar un permiso general de desobediencia de las normas que cada individuo decida. Al hacerlo atenta directamente en contra del principio de sujeción de todos al ordenamiento jurídico, sin el cual los Estados de Derecho se harían inviables. En la actualidad se acepta que la objeción de conciencia debe ser el resultado la adecuada integración del principio de sujeción al ordenamiento jurídico con el derecho a la libertad religiosa e ideológica (una de cuyas manifestaciones es la objeción de conciencia). Si no se respeta el primero el Estado de Derecho se vuelve inviable, pero si no se respeta la segunda se viola el derecho más importante de la persona: el de vivir de acuerdo con los propios planteamientos existenciales. En el ámbito sanitario es frecuente que se planteen situaciones en las que se invoque la objeción de conciencia12. Obligaciones legales como las de colaborar en un aborto, en procesos de reproducción asistida, o en la prescripción o dispensación de determinados fármacos, son algunas de las que han suscitado la objeción de conciencia por parte de profesionales implicados. En estos casos, y en tantos otros que se puedan plantear, se reproduce el mismo esquema: la existencia de una obligación legal de realizar una determinada actuación sanitaria y la resistencia del profesional a llevarla a cabo por motivos de conciencia. Existe una notable controversia entre los teóricos del Derecho acerca del alcance que debe tener la objeción de conciencia. Para unos se trata de una manifestación del derecho fundamental a la libertad religiosa e ideológica y puede ser directamente invocada a su amparo. Para otros, en cambio, se trata del ejercicio de un derecho legal, de modo que solo cuando está expresamente prevista por la ley puede ser invocada. Si tomamos en serio la libertad religiosa e ideológica —una de sus manifestaciones directas es la de no tener que cumplir con normas que atenten directa y gravemente contra la propia conciencia— tendremos que aceptar que la objeción de conciencia puede ser invocada al

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amparo del derecho a la libertad ideológica y de conciencia sin necesidad de que exista una norma específica que así lo permita. Ciñéndonos al caso concreto de la objeción de conciencia sanitaria, este derecho no solo puede ser invocado directamente sino que prevalece sobre el derecho a las prestaciones sanitarias que proporciona el Estado. Solo en aquellas situaciones, verdaderamente excepcionales, en las que negativa a la prestación sanitaria pusiera en riesgo la vida del paciente podría ceder la objeción de conciencia; pero no sería por la preferencia del derecho a la prestación sanitaria sobre la libertad ideológica sino del derecho a la vida. Se ha discutido mucho sobre el alcance personal que debe tener la objeción de conciencia. Parece obvio que el ginecólogo obligado a practicar un aborto puede legítimamente negarse a hacerlo por razones de conciencia. ¿Pero puede negarse a limpiar el quirófano en el que se practican los abortos la persona encargada de su limpieza? Cabe pensar que las personas cuya intervención es necesaria para que se ejecute el aborto pueden recurrir a la objeción de conciencia para negarse a cumplir esa acción a la que está obligada por ley y sin la cual no se produciría el aborto. Siguiendo este criterio, la persona que limpia el quirófano no se podría acoger a la objeción de conciencia porque la limpieza de un quirófano ni es una acción ilícita en sí misma ni es necesaria para que el aborto se pueda realizar. Por el contrario, sí podría hacerlo la enfermera instrumentista o la persona encargada de informar preceptivamente a la mujer sobre la intervención a la que se va a someter. En el ámbito sanitario se distingue en ocasiones entre la objeción de conciencia y la objeción de ciencia. Mientras que la primera se basaría en el rechazo que produce a la propia conciencia cumplir con un determinado mandato legal, la segunda se basaría en el rechazo a realizar una acción obligada por ley por considerarla contraria a la buena práctica científica o profesional. Así sería el caso, por ejemplo, del farmacéutico que se niega a dispensar un fármaco abortivo porque tiene dudas razonables acerca de la seguridad del producto que, en principio, tiene obligación de dispensar; o el del profesor de Ginecología y Obstetricia que se niega a explicar a sus estudiantes de Medicina cómo se realiza un aborto quirúrgico (aunque la regulación sobre el aborto vigente en España en estos momentos así lo exige) por entender que eso no forma parte de la formación ginecológica del estudiante sino, más bien, lo contrario. Cuando la

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objeción se funda en razones de ciencia es lógico que vaya acompañada de la voluntad de modificar la norma que se considera contraria a la buena práctica científica o profesional. II. CUESTIONES CONCRETAS DE BIOÉTICA En los anteriores apartados se ha presentado el concepto de bioética, se ha subrayado la importancia del principio de inviolabilidad de la dignidad humana en ese campo, se advertido acerca de la diferencia entre las obligaciones morales que no deben ser exigidas por el Derecho y aquellas otras que sí deben serlo en todo caso para no dejar desprotegidos los bienes fundamentales de la persona (y consiguientemente su dignidad). Finalmente se ha tratado de la objeción de conciencia como institución jurídica básica para armonizar dos bienes fundamentales para las personas y las sociedades: el principio de sujeción al ordenamiento jurídico y el derecho a la libertad religiosa e ideológica. En lo que sigue me ocuparé de las grandes cuestiones bioéticas que han sido objeto de intenso debate en el último medio siglo y lo siguen siendo en la actualidad. Las presentaré desde la perspectiva personalista que, como ya se ha dicho, considera que todo ser humano es persona y que toda persona cuenta con una dignidad que es inviolable. Cada una de estas cuestiones tiene una enorme complejidad y ha sido afrontada desde las más diversas concepciones éticas. Aquí me limitaré a plantear cada cuestión, a esbozar la respuesta que ha recibido desde la bioética personalista y a señalar las obligaciones o prohibiciones que en cada caso debería sancionar el Derecho. Aunque el campo de la bioética está sembrado de profundas controversias, existe también un área de acuerdo prácticamente universal. Al leer los mencionados textos internacionales sobre bioderecho —el Convenio Europeo sobre Derechos Humanos y Biomedicina (Consejo de Europa, 1997) y la Declaración Universal sobre Derechos Humanos y Bioética (UNESCO, 2005)— de inmediato se identifican aquellos principios y derechos en los que existe ese acuerdo. Sin afán exhaustivo, los siguientes principios y derechos gozarían de ese amplio consenso mundial: la persona debe ser tratada siempre como fin y nunca solo como medio para la ciencia; todos tienen derecho a la intimidad y a la confidencialidad en el ámbito de su atención sanitaria; todos tiene derecho a

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recibir (o no) información sobre su estado de salud; todos los cuidados de salud y las investigaciones biomédicas requieren del consentimiento libre e informado del sujeto. Ahora bien, junto a esa área de consenso encontramos muchas materias sobre las que el desacuerdo es grande y aparentemente insuperable. Fundamentalmente son tres: el trato a vida humana prenatal; las cuestiones relacionadas con el final de la vida humana; y cuestiones relacionadas con el uso de las más recientes biotecnologías para crear o modificar la vida de los seres humanos. De las cuestiones más debatidas en cada uno de estos tres campos me ocupo brevemente a continuación.

1. Conflictos al inicio de la vida: aborto, reproducción asistida y estatuto del embrión humano Mientras que el debate sobre la licitud del aborto voluntario se remonta al menos a los tiempos de Hipócrates (siglo V a.C.), los que tratan acerca de la

reproducción artificial o el estatuto del embrión humano preimplantarorio son recientes, pues hace menos de cuarenta años que nació la primera bebé por estas técnicas y fue en los años precedentes cuando se consiguieron fecundar en el laboratorio los primeros embriones humanos.

a) El aborto La aceptación social y legal del aborto es una novedad de nuestro tiempo. Aunque en todas las sociedades ha existido, ha tendido a valorarse como una conducta execrable que merecía la sanción penal del Derecho. En el último medio siglo la situación ha cambiado sustancialmente. La mayoría de los Estados occidentales contemplan, con más o menos restricciones, la despenalización del aborto. Dos líneas argumentales sirven de sustento principal a estas regulaciones permisivas. (1) La vida del nasciturus es un bien que debe ser protegido por el Derecho pero que a veces entra en conflicto con derechos de la mujer embarazada. En esos casos el legislador hace una ponderación entre el derecho a la vida del nasciturus

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y los derechos de la mujer y puede establecer que, en determinados supuestos, el aborto quede despenalizado. Los supuestos más comunes en los que los ordenamientos jurídicos permiten esa despenalización son: la existencia de peligro para la vida o salud (física o psíquica) de la mujer; que el embarazo sea consecuencia de una agresión sexual; riesgo de malformación en el feto; etc. En línea con lo dicho, muchos Estados aceptan que la vida humana merece la protección del Derecho desde la concepción, llegando incluso a reconocer el derecho a la vida del nasciturus (como sucede por ejemplo en Alemania), pero aceptan que se puedan producir conflictos entre la protección de la vida humana prenatal y determinados derechos de la mujer. En algunos de estos supuestos resuelven el conflicto a favor de la mujer permitiendo entonces el aborto. El problema está en que cuando el conflicto se resuelve así el resultado no es que la otra parte (es decir, el nasciturus) ve limitados sus derechos, sino que es suprimido. Precisamente por lo contradictorio que resulta reconocer el derecho a la vida del nasciturus y permitir su aborto, algunos países, como por ejemplo España, prefieren negar que el nasciturus sea titular del derecho a la vida y hablan de la vida humana antenatal como de un bien jurídico. Pero si la vida humana antenatal es un bien jurídico tenemos que aceptar que se trata de un simple objeto —valioso para el Derecho, pero objeto sin más— y no de un sujeto. Y para sostener que el nasciturus es un objeto será necesario establecer también a partir de cuándo y por qué ese objeto se transforma en un sujeto, en un ser humano con derecho a la vida, asunto sobre el que no existe el menor acuerdo. (2) El valor de la vida del nasciturus está condicionado por la voluntad de la madre durante las primeras semanas del embarazo. En ese tiempo, que varía entre las doce y las veintidós primeras semanas, la mujer decide si «lo que» se está desarrollando en su seno merece ser acogido como hijo suyo o debe ser rechazado como un fenómeno biológico indeseado que transcurre en su interior. Desde esta posición se confiere a la voluntad de la mujer una suerte de poder taumatúrgico. Si acepta la nueva vida, el ser humano en formación pasa a disponer de toda la protección del Derecho. Por el contrario, si la mujer rechaza esa vida, el Derecho le negará cualquier protección y permitirá a la mujer la terminación del embarazo. Si la misma realidad del feto recibe un tratamiento jurídico tan distinto es debido a que el Derecho no reconoce valor al feto por sí

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mismo sino solo en función de la voluntad de la madre de aceptarlo o no como hijo. ¿Por qué? Porque estima que el valor del ser humano no reside en su existencia sin más, sino en la presencia de algunas cualidades que transforman a un simple ser humano en una auténtica persona. La cualidad que principalmente se considera decisiva para hablar de un ser humano digno es la capacidad de actuar autónomamente. En tanto no comparezca esa cualidad, los seres humanos solo tendrán valor en la medida en que se lo otorgue un tercero: en el caso que consideramos, la mujer embarazada. Frente a este segundo argumento se ha afirmado que el ser humano no empieza a existir con el nacimiento, ni a partir de un determinado momento de la gestación, ni cuando la mujer acepta su embarazo: cada uno empieza a existir con la concepción. A partir de ese momento estamos ante un ser personal que empezará a desarrollarse, primero en el seno de la mujer y después fuera, hasta alcanzar su condición adulta. Es cierto que la apariencia y las capacidades de ese ser cambiarán sustancialmente a lo largo de su vida. Obviamente no es lo mismo el nasciturus en la semana diez de su gestación que el niño cuando tiene diez años; pero no hay razones consistentes para considerar que no sea el mismo. Ante la pregunta, ¿cuándo empecé a existir yo? es difícil responder que en el momento de nacer, o al cumplir las veintidós semanas de embarazo, o en el momento en que empecé a tener la apariencia de un ser humano en su fase de adulto (con cabeza, cuerpo y extremidades). La respuesta más consistente a esa pregunta es: cuando fui concebido. Si la damos por buena, la licitud del aborto dentro de determinados plazos carece de justificación. Si se acepta que cada ser humano empieza a existir con la concepción, es difícil sostener un sistema despenalizador del aborto basado en plazos. Por otra parte, si se acepta que un conflicto de derechos no puede resolverse eliminando a una de las partes en el conflicto, habrá que rechazar un sistema despenalizador del aborto basado en indicaciones o supuestos. Dicho esto, no se puede negar que esos conflictos se producen y pueden llegar a generar una enorme angustia en la mujer implicada. Ante tales situaciones, el papel del Derecho no debe consistir en permitir el aborto en determinados supuestos, sino en desarrollar aquellas políticas públicas que reduzcan tanto como sea posible el alcance de esos conflictos. El Derecho debe proteger la vida de cualquier ser humano, incluidos los que están en el seno materno. Pero debe también crear las condiciones para

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que la maternidad, en cuanto que es un bien social de primer orden, no resulte un ejercicio heroico por parte de las mujeres. El aborto legalizado es una acción que llevan a cabo profesionales sanitarios. Por razones obvias, muchos de ellos se niegan a participar en su práctica bien por motivos de conciencia o de simple ciencia (al entender que el fin de la medicina es sanar o cuidar pero en ningún caso acabar con la vida de un ser humano). En sociedades como la nuestra, en la que el aborto despenalizado está financiado por el Estado, se plantea un conflicto de conciencia para aquellos profesionales que trabajan en servicios sanitarios en los que se realizan abortos. Para resolverlo se ha desarrollado la figura jurídica de la objeción de conciencia, a la que anteriormente me he referido, que permite a los profesionales sanitarios evitar su participación en el aborto sin que, por ello, sufran sanciones o se resientan sus condiciones laborales. En España y en la mayoría de los países que permiten el aborto existe una profunda división social al respecto. Si la mayoría de esos países cuentan con leyes permisivas del aborto desde hace decenios, existe también un notable rechazo social, y no solo por parte de grupos religiosos fundamentalistas, como interesadamente trata de presentarse por sus opositores la posición favorable a la protección de la vida humana, sino por muchas personas para las que resulta evidente que la vida del ser humano vale lo mismo esté fuera o dentro del seno materno. En una de sus habituales tribunas de prensa, publicada inicialmente a finales de los noventa del siglo pasado y vuelta a publicar de nuevo en ABC en 2007, el filósofo español Julián Marías concluía un artículo titulado «La cuestión del aborto» asegurando «que la aceptación social del aborto es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en este siglo que se va acercando a su final». Las sociedades occidentales contemporáneas han hecho progresos extraordinarios en el reconocimiento de la dignidad y los derechos de las personas. Pero junto a los avances hay que reconocer también algunos retrocesos graves y, siguiendo a Marías, quizá la aceptación social del aborto sea el mayor de todos. Para conseguir que el Derecho de los Estados en los que está permitido el aborto cambie y llegue a proteger toda vida humana desde su inicio hasta su fin, se requiere un cambio en la opinión pública que, a su vez, dé lugar a cambios legislativos a través de los cauces democráticos. Para llevar a cabo esa empresa es

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fundamental dar razón de la importancia de proteger dos derechos fundamentales en esta materia: 1.o) el derecho a la vida de todo ser humano, independientemente de dónde esté alojado y de las capacidades que haya manifestado en un momento determinado; y 2.o) el derecho de la mujer a una maternidad verdaderamente libre, es decir, no amenazada por la pérdida del empleo, las dificultades económicas, la estigmatización social, el miedo a no ser capaz de llevar a cabo la gestación o la crianza, etc. En la medida en que se vayan aprobando políticas dirigidas a la protección efectiva de ambos derechos se darán pasos para acabar con la lacra social del aborto.

b) La reproducción humana artificial En 1978 nació Louise Brown, la primera niña fruto de una fecundación in vitro en el mundo. En lugar de ser concebida en el seno de una mujer como consecuencia de una relación sexual con un varón, Louise resultó de la fusión de los gametos masculino y femenino en un laboratorio. Desde entonces más de cinco millones de niños han nacido mediante la fecundación in vitro u otras técnicas de reproducción asistida en el mundo y el porcentaje de niños nacidos así frente a los concebidos de forma natural ha ido aumentando a lo largo de los años. Las técnicas de reproducción asistida (TRA) se pueden contemplar bien como una opción para superar el problema de infertilidad de las parejas que quieren tener un hijo o bien como un modo alternativo de reproducirse la especie humana. Muchos Estados europeos entienden las TRA en el primero de los sentidos y, por ello, solo permiten el acceso a esas técnicas a las parejas que acrediten un problema de infertilidad. Otros países, entre ellos España, permiten que una mujer sola sea usuaria de las TRA, convirtiendo estas técnicas en una alternativa a la reproducción «tradicional». Existen doctrinas éticas que consideran que las TRA no pueden considerarse lícitas en la medida en que hagan posible que la concepción de un nuevo ser humano no sea resultado de la relación sexual entre un hombre y una mujer como expresión de su amor recíproco. Se trata de una propuesta que se sustenta en la idea de la inseparabilidad entre los aspectos unitivo y procreativo de la relación sexual. Esta doctrina se puede formular tanto en términos afirmativos (toda relación sexual debe estar abierta a la vida y toda vida humana ha de

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resultar de una relación sexual) como negativos (no son lícitas ni las relaciones sexuales que hagan imposible la procreación ni las acciones dirigidas al nacimiento de un hijo que no resulte de una relación sexual). La Iglesia católica ha abanderado esta doctrina presentándola como la «verdad sobre el hombre» en cuanto ser sexuado abierto al amor fecundo. Pero ello no significa que se oponga a que los sistemas jurídicos regulen cualquier uso de estas técnicas. Una cosa son las exigencias morales de la naturaleza humana y otra lo que el Derecho debe exigir y prohibir para que las sociedades no caigan en la iniquidad. Como se ha dicho antes, al Derecho únicamente compete proteger los bienes humanos fundamentales frente a aquellos ataques más graves y que más dificultan la convivencia social. Desde ese punto de vista, el Derecho podría permitir las TRA en la medida en que se asegure que no acabarán con la vida de embriones humanos y no impedirán que los niños creados mediante esas técnicas cuenten con un padre y una madre biológicos. Pero lo cierto es que, en el momento actual, son muchos los Estados con regulaciones extraordinariamente permisivas en esta materia, que traen como efecto la lesión de bienes jurídicos fundamentales. Mencionaré algunas prácticas permitidas por el Derecho de muchos países que atentan contra bienes de la persona: (1) La reproducción asistida como medicina del deseo. Las TRA no curan el problema de infertilidad de una pareja pero consiguen sortear esa dificultad haciendo posible que lleguen a ser padres quienes no pueden tener hijos por problemas de infertilidad. Ahora bien, estas técnicas se pueden regular de manera que no sean solo un medio para que las parejas heterosexuales infértiles puedan ser padres, sino una auténtica alternativa reproductiva que permita a todo el que lo desee tener un hijo. Si en la regulación de las TRA se acepta la maternidad subrogada y la donación tanto de óvulos como de espermatozoides se hace posible que toda pareja (homosexual o heterosexual) o individuo (varón o mujer) pueda tener un hijo. Las TRA se convierten así en una manifestación de la llamada «medicina del deseo»13. El problema es que ese presunto incremento de la libertad reproductiva de los individuos se hace a costa de atentar contra el interés del hijo a contar con un padre y una madre biológicos que se hagan cargo de él.

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(2) La donación y selección de gametos. Cuando algún miembro de la pareja no puede aportar el gameto necesario para la reproducción, las TRA brindan la oportunidad de tener el hijo deseado recurriendo a la donación de gametos. Esta práctica resulta problemática por los efectos secundarios que inevitablemente trae consigo: se tiende a que los gametos —especialmente los óvulos— se obtengan mediante precio y no por donación; a la hora de buscar gametos con los que obtener un nuevo ser humano, la lógica conduce a seleccionar aquellos que se consideran preferibles, en función de sus propias características o de las de sus donantes; en algunos países se ha establecido el anonimato del donante para favorecer las donaciones, en contra del interés superior del hijo a conocer quiénes son sus «padres» biológicos. Estos tres efectos, que han llevado a hablar de la existencia de un auténtico mercado reproductivo14, tienden a convertir la reproducción en un proceso dirigido a satisfacer el deseo del individuo y sometido a los criterios de calidad establecidos por la ciencia y el mercado. A todo lo anterior se debe subrayar que la estimulación ovárica y la extracción folicular, prácticas necesarias para obtener los óvulos de una mujer, están lejos de ser intervenciones inocuas para su salud. (3) Diagnóstico genético preimplantatorio y selección embrionaria. Para garantizar un producto conforme a los estándares de calidad del cliente y de la ciencia, el diagnóstico genético de los embriones antes de su implantación es un instrumento idóneo. Mediante esa técnica se logra que solo los embriones que superan ciertos umbrales «de calidad» sean implantados en el útero de la mujer. Ese diagnóstico puede servir también para seleccionar embriones con determinadas características: por ejemplo, que carezcan de un gen que se considere deletéreo o que sean genéticamente compatibles con un hermano ya nacido que requiera de un trasplante de médula para superar una enfermedad mortal (los llamados «bebés medicamento» o saviour siblings). La consecuencia en todo caso es el descarte de aquellos embriones que o bien se consideran defectuosos o bien no se les considera idóneos para el propósito que se persigue. La licitud o no de estas prácticas de selección dependerá del estatuto que reconozcamos al embrión preimplantatorio, cuestión de la que trato en el siguiente epígrafe.

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(4) Reducción embrionaria. En la actualidad se tiende a no implantar más de dos embriones en cada ciclo de reproducción asistida. Pero en el pasado, y en ocasiones todavía hoy, se implantan más. Cuando todos ellos se gestan con normalidad se opta a veces por eliminar algunos de ellos para reducir los riesgos inherentes a una gestación múltiple. Se trata, en definitiva, de practicar un aborto selectivo, cuestión sobre la que ya he hablado. (5) Maternidad subrogada o de alquiler. A pesar de que incluso países con regulaciones tan permisivas sobre las TRA como España prohíben la maternidad subrogada (los comúnmente conocidos como «vientres de alquiler»), esta práctica se ha extendido por muchos lugares, especialmente entre países con altos niveles de pobreza, como la India o México. Parece obvio que este tipo de servicio pone a las mujeres que lo realizan en riesgo de ser explotadas. Pero la maternidad subrogada no debe considerarse ilícita solo por los riesgos de explotación que entraña, sino también porque resulta en sí misma contraria a la dignidad del niño (que exige que su madre sea la misma que lo gesta) e incluso a la dignidad de la mujer que presta el servicio de la gestación aunque lo haga libre y desinteresadamente. (6) Congelación de embriones. Para reducir las molestias ocasionadas a la mujer a la hora de extraerle los óvulos que serán empleados en las TRA, muchas legislaciones permiten obtener un buen número de óvulos en una sola extracción para a continuación fecundarlos, de manera que se disponga de más embriones de los que se transferirán a la mujer en el primer ciclo de reproducción asistida. Como consecuencia de este modo de actuar es frecuente que, una vez se ha conseguido el hijo deseado mediante las TRA, queden embriones «sobrantes» que suelen ser congelados para poder usarlos en el futuro. El número de estos embriones crece constantemente en todo el mundo. No siempre las leyes prevén un destino para ellos y, cuando lo hacen, suele ser o bien su destrucción o bien su uso para la investigación. De nuevo aquí la valoración de estas prácticas depende del estatuto que reconozcamos a los embriones humanos antes de la implantación.

c) El embrión humano preimplantatorio 278

El embrión es el primer estadio de la vida humana, eso nadie lo duda. Pero las interpretaciones que se hacen de ese hecho son muy distintas. Para unos esa fase de la vida humana, siendo relevante, no forma parte de la existencia de la persona. Es un estadio anterior al de la existencia personal. Entienden que solo con el paso del tiempo el embrión va adquiriendo las cualidades que lo constituyen y nos permiten identificarlo como un auténtico ser personal. Sobre cuál es la cualidad constitutiva del ser personal existen muy diversas opiniones: tener forma humana, o actividad cerebral, o capacidad de sentir o de ejercer la racionalidad, o viabilidad fuera del seno de la mujer, etc. Para otros el estadio embrionario es fundamental por ser la primera fase de la existencia de todo ser humano: es el primer modo en que se manifiesta la persona humana. A la pregunta ¿cuándo empecé a existir yo? los primeros contestan que en un momento posterior a la concepción (bien la anidación en el útero, la adquisición de forma humana, la aparición de la actividad cerebral, la viabilidad extrauterina, el nacimiento, los tres meses después del parto, etc.) mientras que los segundos afirman que en el momento de la concepción. Los primeros solo consideran como personas las vidas humanas que están ya en posesión de la cualidad que consideran ontológicamente relevante, sea cual sea. Los segundos, por el contrario, sostienen que la persona existe independientemente de las cualidades que posea en cada momento, existe con anterioridad a la manifestación de sus capacidades. Los primeros son funcionalistas porque mayoritariamente entienden que el ser (persona) sigue a la función. Los segundos son ontologistas porque para ellos la función sigue al ser (persona). Entre los primeros distinguimos dos grandes planteamientos: el personismo y el utilitarismo. Los segundos se sustentan en el personalismo. A continuación expondré sucintamente las doctrinas filosóficas que están a la base de cada una de estas tres posiciones. (1) El personismo. Bajo este rótulo englobamos un buen número de doctrinas filosóficas que vienen a distinguir entre vida humana, ser humano y persona. Cada uno de estos estadios merece una valoración ética y jurídica distinta. Desde el momento en que surge el embrión nos encontramos ante la vida humana que, como tal, ya merece una cierta consideración. Pero en las primeras fases de su existencia no tiene capacidad para desarrollarse por sí mismo. Solo después de

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alcanzar cierto nivel de desarrollo y de expresar ciertas capacidades se considera que estamos ante un ser humano. Este individuo merece una protección cualitativamente superior a la del embrión, aunque todavía no sea acreedor a la dignidad y titular de los derechos propios de las personas porque aún no es una persona. La condición de persona aparece cuando el ser humano adquiere las capacidades que le son propias, aquellas que le permiten actuar como un ser autónomo. Solo quien es consciente de sí mismo y puede, en consecuencia, actuar libremente puede ser tenido por persona. Según este planteamiento, hay vida humana desde la concepción, el ser humano aparece a partir de la octava semana aproximadamente (cuando se pasa del estadio de embrión a feto), y podemos empezar a hablar de persona a partir del nacimiento. Dentro de esta corriente, otros autores despachan la cuestión de forma más expeditiva15. Parten de la constatación de la absoluta diversidad de concepciones morales: vivimos, dirán, en un mundo formado por «extraños morales». Ante esta realidad, sólo caben dos opciones: el enfrentamiento entre concepciones morales rivales y que, en cada momento, se imponga la más fuerte a las demás; o la aceptación, como único principio moral ordenador de la sociedad, de que no se puede actuar sobre nadie sin su libre consentimiento. Esto quiere decir que solo son sujetos morales quienes tienen capacidad de consentir, con lo que no solo los embriones y los fetos sino también los neonatos, e incluso los niños de corta edad, los individuos demenciados, etc. quedan excluidos del club de los «sujetos morales». Entienden que, en las sociedades postmodernas actuales, esta es la única vía de llegar a un mínimo orden moral que pueda ser ampliamente aceptado y constituya una alternativa a la lucha continua entre concepciones morales que rivalizan por imponerse entre sí. (2) El utilitarismo. Es una corriente filosófica para la que el placer y el dolor son las dos realidades que dan sentido a la vida. No sólo porque todos perseguimos el placer y huimos del dolor, sino porque solo tienen valor moral aquellos sujetos con capacidad de sentir placer y dolor. De este planteamiento se deriva una consecuencia muy relevante para nuestro tema: el conjunto de los sujetos morales no coincide con el de los miembros de la especie humana, sino con el de los individuos capaces de sentir placer y dolor. Hay muchos humanos que todavía no tienen, o ya han perdido irreversiblemente, esa capacidad de

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sentir y, en consecuencia, su valor moral es menor o incluso desaparece16. Por el contrario, los individuos de especies animales que han desarrollado la capacidad de sentir placer y dolor son sujetos plenos de moralidad, y merecen los mismos derechos que los seres humanos adultos. (3) El personalismo. Para las teorías anteriores, la persona (o sujeto moral) existe en la medida en que tiene la capacidad de expresar unas preferencias y vivir de acuerdo con ellas. Pero este planteamiento constituye la forma de discriminación más grave que pueda imaginarse porque excluye a los que, careciendo de razón, voluntad y preferencias, únicamente tienen necesidades. La aceptación de estas modalidades de funcionalismo supone la desconsideración de los seres más inermes y el reconocimiento de la superioridad moral de los más fuertes. A lo largo de la historia, por lo menos desde el cristianismo, se ha considerado que el progreso ético consistía en reconocer que el valor de las personas no residía en las cualidades o poderes que poseían sino en el mero hecho de ser persona. En consecuencia, la finalidad de la ética —y del Derecho— no consistía simplemente en garantizar que los sujetos autónomos pudieran actuar autónomamente, sino en satisfacer las necesidades básicas de todos los seres humanos, empezando por los más frágiles, es decir, los carentes de voluntad. El personalismo entiende que la dignidad de la persona no está asociada a la posesión de ciertas cualidades sino al simple hecho de ser humano. No importa que llegue o no a manifestar las capacidades propias de la persona adulta porque ese desarrollo está sujeto a infinitas contingencias y no pueden ser ellas las que determinen el valor de la persona en cada momento: lo único importante es ser humano. El filósofo Xavier Zubiri ha expuesto sintéticamente este punto de vista al afirmar: «Los físicos, médicos, filósofos y teólogos medievales pensaron que la célula germinal no es aún formalmente un viviente humano. Pensaron que el embrión humano es inicialmente un viviente vegetal. Sólo al cabo de pocas semanas se «transformaría» en «otra cosa»: en «viviente animal». Y sólo en las últimas semanas se «trans-formaría» por acción divina en «otra» cosa; en animal racional, en hombre. Antes no sería un viviente humano. Personalmente esta concepción me parece insostenible. Pienso que en el germen ya está todo lo que

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en su desarrollo constituirá lo que suele llamarse hombre, pero sin «transformación» alguna, sólo por desarrollo. El germen es ya un ser humano. Pero no como creían los medievales (y los medievalizantes, que muchas veces ignoran serlo) porque el germen sea germen de hombre, esto es, un germen de donde saldrá un hombre, sino porque el germen es un hombre germinante, y por tanto, «es ya» formalmente y no sólo virtualmente hombre»17. Más allá de estos tres planteamientos filosóficos acerca del valor del embrión humano, algunos filósofos mantienen una posición agnóstica ante el estatuto del embrión humano. Entienden que carecemos de elementos suficientes para determinar el momento a partir del cual empieza a existir la persona. Ante esa situación, y reconociendo que el embrión es el primer estadio de la vida de todo ser humano y merece, por ello, una especial consideración, proponen actuar aplicando el beneficio de la duda: como no sabemos si ya estamos ante una persona, no podemos actuar como si supiéramos con seguridad que no lo estamos.

2. Eutanasia, anticipadas

suicidio

médicamente

asistido

y

voluntades

Las tres cuestiones que esbozamos a continuación se refieren a problemas bioéticos relacionados con el final de la vida humana.

a) La eutanasia La eutanasia es un concepto extraordinariamente complejo y ambiguo. Aquí voy a referirme a la eutanasia entendida como aquella actuación médica que tiene como objetivo procurar la muerte de una persona, bien porque padece una enfermedad grave que le va a conducir a la muerte y así lo ha pedido (eutanasia voluntaria), o bien simplemente porque su estado de salud es tal que se considera que la mejor opción es darle muerte (eutanasia involuntaria). Para defender la licitud de la eutanasia se han esgrimido dos argumentos que se neutralizan entre sí y que, analizados por separado, resultan poco consistentes. El primero consiste en afirmar que cada uno es dueño de su vida y que, por ello,

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tiene derecho a decidir sobre el final de su vida. El segundo sostiene que pueden existir vidas humanas que no merezcan la pena ser vividas y que, en consecuencia, se puede o incluso se debe acabar con ellas. ¿Cuáles son esas vidas indignas de ser vividas? Fundamentalmente dos: aquellas dominadas por una situación de sufrimiento insoportable sin esperanza alguna de mejora (por ejemplo, un enfermo de Alzheimer en su fase terminal); o aquellas en las que el sujeto ha perdido la conciencia de forma irreversible (por ejemplo, en los casos de estado vegetativo persistente). Ante ambas situaciones se considera igualmente lícito acabar con una vida que carece de la más mínima dignidad. Como decía, ambos argumentos tienden a neutralizarse. Si la eutanasia se justifica por la autonomía del individuo (que incluye el derecho a disponer de la propia vida), carece de sentido exigir la concurrencia de unas determinadas circunstancias para que el individuo ejerza ese derecho a disponer de su vida. Uno puede pedir que se acabe con su vida cuando decida que ya no vale la pena seguir viviendo y, por la misma razón, puede exigir que nadie disponga de su vida cuando ya no pueda decidir por sí mismo, aunque su estado de salud esté irreversiblemente deteriorado (en ese sentido, podría justificarse la obstinación terapéutica, si así la hubiese requerido el mismo individuo). No hay unas circunstancias objetivas que determinen la (in)dignidad de una vida humana: únicamente la voluntad del individuo es la que califica su propia vida como digna o indigna de ser vivida. En consecuencia, el argumento de la autonomía neutraliza el argumento de las vidas indignas de ser vividas. Por el contrario, si la eutanasia depende de la concurrencia de unas circunstancias que convierten una vida en indigna de ser vivida, entonces carece de sentido dar valor a la voluntad del individuo. Normalmente cuando se defiende la eutanasia se esgrimen conjuntamente ambos argumentos sin que se advierta su incompatibilidad. De hecho, dependiendo de que se dé más peso a uno u otro argumento, las legislaciones despenalizadoras tenderán bien a legalizar la eutanasia voluntaria sin necesidad de que existan otras circunstancias o bien a legalizar la eutanasia involuntaria. La tercera posibilidad, que es la que parece que se ha ido abriendo paso en los pocos países que permiten la eutanasia en estos momentos, es la aceptación tanto de la eutanasia voluntaria como de la involuntaria. Pero más allá de la difícil compatibilidad de los dos principales argumentos

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favorables a la eutanasia se debe analizar la consistencia de cada uno de ellos por separado. Si el derecho a la vida incluye la posibilidad de acabar directamente con ella resulta difícil sustentar la indisponibilidad de cualquier derecho de la persona: si puedo acabar con mi vida, ¿por qué no puedo renunciar a mis vacaciones laborales, renunciar a la educación hasta los 16 años, vender partes de mi cuerpo, vender mi voto, renunciar definitivamente a mi intimidad, o esclavizarme? Se responderá de inmediato que porque esas disposiciones afectan al futuro ejercicio de mi autonomía, que es lo único a lo que no puedo renunciar. Pero, si es así, ¿por qué se me permite renunciar a la vida, que es lo que me permite seguir siendo un sujeto autónomo? El argumento de las vidas indignas de ser vividas, por su parte, resulta igualmente inconsistente. No existe posibilidad de acuerdo para discernir entre vidas dignas e indignas de ser vividas. Lo que para unos será un vida indigna para otros puede serlo perfectamente digna y al contrario. En todo caso, las vidas que siempre acaban considerándose indignas de ser vividas son de seres humanos en situaciones de máxima vulnerabilidad. Por tanto, más allá del desacuerdo que pueda existir a la hora de determinar cuáles son las vidas indignas de ser vividas, al final los afectados siempre estarán entre los más débiles. Más allá de las críticas a la eutanasia basadas en el reconocimiento de la dignidad inviolable de todo ser humano, hay también argumentos de índole prudencial que sustentan el rechazo de la eutanasia y que son ampliamente compartidos: (1) No tiene sentido plantear el debate sobre esta posibilidad mientras no esté totalmente garantizado el acceso a unos cuidados paliativos practicados con competencia. Detrás de muchas peticiones de eutanasia se agazapan temores que, en buena parte, desaparecen en cuanto las personas pueden acceder a cuidados paliativos: aquellos dirigidos a combatir eficazmente el dolor, ayudar a que las personas puedan encontrar sentido a la etapa final de su vida y a procurar que ese final tenga lugar en unas condiciones dignas18. (2) ¿Acaso es fácil certificar la voluntad libre e informada de una persona de acabar con su propia vida cuando solicita la eutanasia? Desde luego que no, y mucho menos cuando la persona que la manifiesta se encuentra en un estado de

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debilidad, sufrimiento y quizá incluso de soledad o abandono. Ante esa duda, ¿qué es más razonable: permitir la eutanasia de algunas personas, con el riesgo de que ellas no lo hayan querido libremente y con plena capacidad, sino condicionadas por las difíciles circunstancias por las que atraviesan; o impedir que algunas personas que querían morir sabiendo perfectamente lo que hacían y por qué lo hacían, lo puedan hacer? Parece que habrá que inclinarse por la segunda opción, ya que alguien que continúa viviendo puede que llegue a encontrar sentido a su vida, mientras que el que muere (y no digamos si sucede sin que en el fondo lo quisiera) sufre una pérdida absoluta e irreparable. (3) Con la eutanasia es inevitable caer en la pendiente resbaladiza. Si empezamos dispensando la eutanasia a los enfermos terminales que lo soliciten será difícil dejar de atender las demandas de personas que simplemente ya no deseen seguir viviendo. E igualmente tenderemos a practicar la eutanasia no voluntaria a aquellas personas que, careciendo de la capacidad para dar su consentimiento libre, consideramos que se encuentran en unas circunstancias en las que vivir es más indigno que morir. Y, por supuesto, existe un grave riesgo de incurrir en abusos: en especial sugiriendo a los enfermos, de modos sutiles pero eficaces por la debilidad en la que se encuentran, que la eutanasia es una buena opción.

b) El suicidio médicamente asistido El suicidio médicamente asistido es la acción que lleva a cabo una persona para acabar con su propia vida sirviéndose de los medios que le ha proporcionado un médico (fundamentalmente sustancias letales) para lograrlo sin graves padecimientos. Se distingue del suicidio en que el suicida realiza su acción sin contar con el auxilio de nadie, y del suicidio asistido sin más porque, en este caso, quien proporciona los medios para que una persona se suicide no es un profesional sanitario. Son pocos los lugares del mundo en los que está permitida esta práctica: unos pocos Estados de Estados Unidos y Suiza. Tres razones conducen al rechazo categórico del suicidio médicamente asistido. En primer lugar, la indisponibilidad de la propia vida. En segundo lugar, la inviolabilidad del derecho a la vida, que prohíbe acabar con la vida de cualquier otro ser humano, o auxiliar para que lo pueda hacer. Por último, el

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sentido de la profesión médica, que es contrario a que sus profesionales faciliten los medios con los que otro ser humano pueda acabar con su vida. Estas razones no son compartidas por muchos, bien porque creen que el derecho a la vida es disponible, bien porque niegan que la profesión médica tenga un contenido que no pueda ser moldeado por la voluntad del paciente. Incluso así, el rechazo al suicido médicamente asistido sigue estando muy extendido por razones de tipo prudencial, como son las que he apuntado al tratar de la eutanasia.

c) Los documentos de voluntades anticipadas La persona que encara el final de su vida no es un individuo completamente dueño de sí mismo y de su futuro, que no tiene duda alguna acerca de lo que quiere que se haga con él hasta su muerte. Ese individuo solo existe en la imaginación de algunos expertos en bioética, que especulan con agentes morales en lugar de con personas de carne y hueso. Ante la proximidad del final de la vida, la persona real suele estar debilitada, temerosa, dubitativa, variable en su ánimo, sabiendo mejor lo que no quiere que lo que quiere y, sobre todo, buscando a alguien en quien confiar. Esa persona real abomina de una muerte que no sea conforme a sus valores y, sin embargo, no suele entusiasmarse ante la posibilidad de redactar un documento de instrucciones previas (DIP). Por ello, si se quiere ayudar a las personas a morir en paz, la prioridad no tiene que ser la creación de un sistema eficaz para la elaboración, conservación y acceso a esos DIP. La prioridad, más bien, será crear un clima de confianza entre los profesionales, los pacientes y sus allegados de modo que los pacientes puedan tener la tranquilidad moral de que nadie se va a adueñar del final de sus vidas sino que van a recibir la ayuda que desean para morir en paz. Esto no supone el rechazo de los DIP. Pueden ser una valiosa ayuda pero, si no se manejan adecuadamente, se pueden convertir en lo contrario. El afán regulatorio puede distraer del objetivo principal, que no es otro que garantizar a cada persona que la atención sanitaria hasta el final de su vida será conforme a sus valores, incluso aunque pierda la capacidad para seguir manifestándolos. Para lograr una planificación anticipada de la atención sanitaria hasta el final de la vida, más allá de los instrumentos jurídicos que se aprueben en cada

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momento, es fundamental tener presentes las siguientes consideraciones: (1) Los profesionales de la sanidad deben aprender a ver la muerte no sólo como la etapa final de todo ser humano, sino como una etapa trascendental, a la que cada persona debe encontrar un sentido en el conjunto de su trayectoria personal. Médicos y enfermeras tienen aquí un papel de ayuda de primera magnitud. Pero, por desgracia, se les sigue sin dar la suficiente formación para que ayuden a los pacientes a morir en paz, cuando esta última misión es igual o más importante que las demás de la medicina y la enfermería19. La muerte sigue percibiéndose como un fracaso de la medicina, y a los profesionales dedicados al final de la vida se les tiene como de segunda categoría. Urge, por tanto, una reorientación de la formación de las profesiones sanitarias dirigida a que la meta de ayudar a morir en paz se tenga en tanta consideración como las de la prevención y la curación de las enfermedades. (2) Si los profesionales son capaces de asumir la atención a la persona durante el final de su vida como un aspecto fundamental de su trabajo, dedicarán tiempo a los pacientes. Tiempo para escucharles, para transmitirles afecto y confianza, para conocerles bien, para descubrir sus necesidades y disponer los medios para que sean atendidas. Es obvio que para conseguir este objetivo no basta con un cambio en la actitud de los profesionales. Es necesario el concurso de las políticas sanitarias en dos líneas: dotando recursos humanos suficientes para que los profesionales dispongan de tiempo para dedicar a los pacientes, y no se vean obligados a hacerlo a base del heroísmo personal; y formando a los profesionales en la adquisición de las habilidades de comunicación y ayuda en unas circunstancias tan comprometidas, porque no basta la buena voluntad para ofrecer una ayuda eficaz. (3) Si el paciente llega solo al final de su vida necesitará de mayores atenciones para suplir la ausencia de unos allegados que le presten apoyo. Pero lo más común será que los pacientes estén rodeados de un círculo mayor o menor de personas con las que mantienen especiales vínculos afectivos y que forman un apoyo insustituible en ese período final de la vida. La complicidad con ellos es un recurso extraordinario del que dispone el equipo sanitario para ofrecer una atención adecuada al paciente. Pero se deben tener presentes dos

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consideraciones. En primer lugar, que no siempre los deseos de los allegados coinciden con los intereses del paciente. Por tanto, los profesionales han de velar por que el bien del paciente no sea menoscabado por sus allegados. El ejemplo paradigmático sería la «conspiración de silencio», por la que profesionales y familiares se empeñan en ocultar información al paciente sin que conste su deseo explícito o implícito de que sea otra persona la que reciba esa información En segundo lugar, que los familiares y allegados tienen afecto por el paciente pero no la preparación para ayudarle en todo de la mejor manera. En este sentido, conviene que los profesionales ejerzan cierta pedagogía con los acompañantes para que no se agoten, no violen los derechos del paciente, y desarrollen de forma idónea el importante papel de cooperación en la asistencia sanitaria que les corresponde. (4) Si se dedica tiempo al paciente y se logra ganar su confianza, y si se consigue la complicidad de la familia para que nos ayude a conocer mejor al paciente, estaremos en las mejores condiciones para conocer sus voluntades con respecto al futuro para el caso de que entonces no pudiera decidir por sí mismo. Por tanto, si se desea garantizar el derecho a la autonomía del paciente, también cuando ya no puede expresar su voluntad, hay algo tan importante o más que la regulación de los DIP. Es el desarrollo de un temple ético en los profesionales de la sanidad que les lleve a ganarse la confianza del paciente a través de su respeto incondicional y a buscar la complicidad de la familia. Sólo así lograrán saber con exactitud qué atención sanitaria desea recibir el paciente cuando ya no pueda decidir por él mismo, y se la procurarán.

3. Bioética y nuevas biotecnologías: clonación, intervenciones genéticas germinales y mejoramiento humano a) Clonación humana Por clonación humana entiendo aquí la transferencia del núcleo de una célula somática humana a un óvulo que previamente ha sido enucleado. Si el embrión obtenido mediante esa técnica es implantado en el útero de una mujer y llega a nacer nos encontraremos ante un ser humano adulto que tendrá el mismo código

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genético que el sujeto que aportó el núcleo celular que fue transferido. Por tanto, quien en principio aparecería como su padre sería en realidad su mellizo genético. El niño que nazca tendrá rasgos muy parecidos a la persona de la que se tomó el núcleo celular. Pero será otra persona, un sujeto moral y racional completamente distinto. Si ni siquiera los gemelos monocigóticos son iguales, a pesar de que no sólo comparten los genes sino el ambiente y la educación, mucho menos la persona resultante de una clonación será idéntica a aquella de cuyo núcleo celular procede. Conviene recordarlo porque todos aquellos que sueñan en esa técnica con el fin de «resucitar» a un ser querido fallecido, o lograr que un genio se perpetúe a lo largo del tiempo, será mejor que abandonen toda esperanza. También conviene recordar que los resultados de clonación que se han obtenido en especies animales han sido bastante pobres. Por un lado, la tecnología resulta muy ineficiente. Pero, además, parece que los animales clónicos sufren diversos problemas de salud como consecuencia de la clonación por la que fueron creados. ¿Tiene sentido o no permitir la clonación para que nazcan seres humanos? Entiendo que no, tanto por razones categóricas como prudenciales. En primer lugar, esta técnica carece en estos momentos de los niveles exigibles de seguridad científica, por lo que sería una irresponsabilidad utilizarla. Clonar embriones humanos está resultando mucho más difícil que con otras especies animales y existen muchas dudas acerca de que pudieran desarrollarse hasta el nacimiento. En segundo lugar, es probable que, si se llegara a permitir esta técnica una vez fuera segura, se cometerían muchos abusos. Antes, por tanto, de cualquier regulación sería necesario pensar en los eventuales abusos y valorar si hay posibilidades reales de evitarlos. En tercer lugar, tenemos el problema del impacto psicológico sobre los individuos que sean fruto de esa tecnología. No sólo se verán como personas extrañas entre una mayoría abrumadora fruto de la reproducción sexual, sino que tendrá que vivir sabiendo que su vida ya ha sido, desde el punto de vista genético, vivida por otro y que tiene esas características porque alguien quiso que así fuera. Inevitablemente se preguntará qué ha pretendido quien decidió su clonación al crearle mediante esa técnica. En cuarto lugar, las personas clonadas van a carecer de un padre y una madre biológicos.

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Sus padres, si entendemos que son los que deciden la clonación y llevan a cabo la gestación, podrán no tener ningún vínculo genético con su «hijo». El vínculo genético del clon será con el donante de la célula cuyo núcleo se emplee en la clonación. Y ese donante tendrá la condición de mellizo, que podrá ser o no contemporáneo del clon. Las personas clónicas en ningún caso tendrán un padre y una madre biológicos ni una constitución genética original. Y es en estos dos aspectos donde se encuentran las principales objeciones a la clonación. Entiendo que debería reconocerse el derecho de todo ser humano a tener un padre y una madre biológicos, es decir, a ser fruto de una reproducción sexual; y también el derecho a contar con una dotación genética original, que no haya sido decidida por nadie. Ambos bienes —los padres biológicos y la originalidad genética— son dos garantías biológicas formidables de su libertad. Si aceptamos que esos bienes deben ser protegidos mediante los dos derechos señalados, la clonación debería permanecer prohibida porque esa técnica contraviene directamente ambos20. A los pocos años de conseguirse la clonación del primer mamífero (la famosa clonación de la oveja Dolly en 1996), se planteó la posibilidad de hacer una valoración ética y jurídica distinta de la clonación en función del fin que se persiguiera con ella. Si la finalidad era crear seres humanos que llegaran a nacer, la técnica debería ser rechazada sin paliativos. Pero si la finalidad era clonar embriones humanos para obtener células madre con las que investigar para emplearlas en terapias en el futuro, entonces la práctica se podría considerar lícita. Conviene aclarar que el interés de este uso de la clonación está en que las células procedentes de un embrión clónico tendrán las mismas características genéticas que el donante del núcleo y que, por tanto, si le fueran trasplantadas esas células no le producirían rechazo inmunológico alguno. La valoración ética de la que falazmente se ha llamado «clonación terapéutica» dependerá en buena medida del estatuto que reconozcamos al embrión humano preimplantatorio. Si, como se ha dicho antes, el embrión es un ser humano en la primera fase de su desarrollo vital no será lícito crearlo como fuente de células para la investigación o la curación. Desde que se inició esta controversia a finales de los años noventa, en los que se acusó de oponerse a la investigación y a la curación de personas reales a quienes defendían la protección del embrión humano preimplantatorio, se

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reconoce de forma general en la actualidad que existen alternativas para obtener células madre con fines terapéuticos más adecuadas desde el punto de vista científico y menos problemáticas desde la perspectiva ética que la clonación. Así sucede con las células madre procedentes del mismo adulto o las células madre pluripotentes inducidas (las Induced Pluripotent Stemcells o células IPS).

b) Las intervenciones genéticas en la línea germinal humana Desde que se descubrió la estructura del ADN se han desarrollado diversas tecnologías para intervenir en los genes humanos. Para lo que aquí interesa, conviene distinguir dos tipos de intervenciones genéticas humanas: aquellas que afectan a la línea somática y que, por tanto, solo repercuten sobre el sujeto que se somete a ellas; y aquellas otras que afectan a la línea germinal y que, en consecuencia, son trasmitidas a los descendientes generación tras generación. El primer tipo de intervenciones no plantea graves problemas éticos, más allá de los relativos a la seguridad de la técnica y el respeto a la persona que se somete a ellas. El segundo, en cambio, resulta extraordinariamente problemático pues supone que los progenitores determinan las características genéticas de sus descendientes e influyen en las sucesivas generaciones. Esta técnica, como también la clonación humana dirigida a la reproducción, está prohibida tanto por el Convenio de Oviedo como por la Declaración Universal sobre Derechos Humanos y Genoma Humano. Más allá de los problemas de seguridad que también se plantean aquí, cabe preguntarse por la licitud o no de actuar sobre los genes de los descendientes. Los partidarios se apresuran a defender la excelencia de esta opción: ¿Acaso debemos pensar que el azar genético es mejor criterio para determinar las características genéticas de las nuevas generaciones que la decisión madura de los que quieren ser padres? No es descabellado pensar que esta técnica, a diferencia de la clonación reproductiva, llegue a tener una demanda masiva en el futuro. Imaginemos que se desarrolla la técnica de modo que los progenitores puedan, de forma segura y asequible, elegir ciertas características genéticas de sus hijos. ¿Será fácil resistirse ante una opción tan atractiva, cuando el diagnóstico genético preimplantatorio ya nos permite rechazar aquellos embriones que no nos resulten satisfactorios, y

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cuando la sociedad actual tiene como uno de sus principales empeños satisfacer los deseos de los individuos con los estándares más altos de seguridad y calidad que se puedan alcanzar? Dejar fuera de esa lógica la reproducción humana, cuando se trata de algo tan importante para los progenitores y la sociedad es prácticamente imposible y, según algunos, una irresponsabilidad. Ahora que el ser humano puede hacerlo, tiene el deber de mejorar su propia evolución biológica interviniendo en los genes de los seres por venir21. Frente a este entusiasmo cabe esgrimir dos líneas de argumentación que abogan por la prohibición de este tipo de intervenciones. La primera afirma que el riesgo de que los padres o los poderes públicos abusen de la así llamada eugenesia liberal es tan probable que, en lugar de conseguir sociedades más igualitarias e individuos más libres, traería consigo lo contrario. Por tanto, habría razones de conveniencia importantes para prohibirlas. La segunda entiende que cualquier intervención sobre las características genéticas de los descendientes supone un atentado contra la simetría fundamental que debe existir entre las generaciones humanas (todas han sido igualmente resultado de una configuración genética no controlada por nadie) y contra la autonomía de los individuos así creados22.

c) Medicina del deseo, mejoramiento humano (human enhancement) y posthumanismo Por postuhmanismo entiendo el hipotético estadio de la humanidad en el que los seres humanos se han desprendido prácticamente de cualquier vínculo con su naturaleza biológica, y se han transformado en seres sustancialmente distintos. Ya no estaríamos ante seres humanos mejorados sino ante algo mejor que seres humanos. Serían, pues, el eslabón siguiente a la especie humana, pero con la enorme peculiaridad de haber sido creados por el propio ser humano. Ahora mismo el posthumanismo es solo un proyecto que genera el entusiasmo de un influyente pero minoritario grupo de personas procedentes tanto del mundo de la ciencia y de la ingeniería como de la filosofía. Muchos otros, por el contrario, ven su pretensión no solo imposible sino sobre todo peligrosa, puesto que los intentos de llevarla a cabo solo podrían generar sufrimiento, desigualdad y atentados contra la dignidad humana.

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En todo caso, las bases de su puesta en marcha ya existen. Por un lado, los avances científicos y tecnológicos permiten atisbar posibilidades inconcebibles hace pocos años. Pero más importante si cabe es la amplia aceptación social hacia lo que se ha dado en llamar la medicina del deseo, que se basaría en la subjetivización del concepto de salud y en la consideración de que la salud es el bien principal que el ser humano debe procurarse. En consecuencia, prácticamente toda intervención sobre la persona requerida por ella misma estaría justificada puesto que el concepto de salud es subjetivo y la salud es el fin principal que todo ser humano debe perseguir. La medicina del deseo tiene muchas áreas de manifestación, pero alcanzaría un desarrollo paradigmático precisamente con la fecundación in vitro y la sucesiva externalización de todos los procesos en que ha consistido la reproducción humana hasta la actualidad. La fusión de los gametos pasa a hacerse fuera del útero de la mujer; los gametos empleados en la reproducción dejan de ser necesariamente de los «padres», pudiendo ser de donantes; la gestación se convierte en un servicio que puede confiarse a persona distinta de la «madre»; antes de ser implantados, los embriones son sometidos a un proceso de calidad por el que se seleccionan e implantan los genéticamente idóneos y se descartan los demás; se aspira a que la gestación deje de ser un proceso que únicamente puede llevar a cabo una mujer con útero y se abre la posibilidad de llevarla a cabo en útero artificial. Y, para concluir este proceso de emancipación respecto de la naturaleza en la reproducción humana, la determinación de las características genéticas deja de ser una cuestión de azar y se convierte en una decisión de los padres. Pero la emancipación de la naturaleza ya no solo alcanza al proceso reproductivo o a la completa intervención sobre uno mismoa través de la medicina del deseo sino al mismo proceso evolutivo de la especie. Muchos científicos y filósofos aspiran a que el ser humano seleccione los genes que se van a reproducir en las futuras generaciones: descartando los que no interesan e incorporando los deseados (procedentes de otros seres humanos, de otras especies o creándolos artificialmente). La evolución de la especie dejará entonces de ser un proceso en el que el ser humano participa de forma no deliberada y podrá convertirse en algo o bien decidido por cada individuo para sus respectivos descendientes o bien por los poderes públicos para todos los ciudadanos. Pero el proyecto posthumano no se queda en crear una especie humana con

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una dotación genética extraordinaria. Aspira a liberarse también de cualquier limitación impuesta por el cuerpo, procurando que la vida humana pueda extenderse hasta la práctica inmortalidad, que la inteligencia humana establezca una simbiosis con la artificial y que el completo bienestar sea el estado permanente de ese ser humano mejorado. Es cierto que el poder tecnológico del ser humano —mediante la convergencia de las tecnologías nano, bio, info, cogno (NBIC)— presenta unos horizontes de transformación casi ilimitados. Pero no se puede desconocer que el deseo del ser humano a lo largo de los siglos de romper completamente con su condición finita y vulnerable no solo ha fracasado estrepitosamente sino que, cuando más en serio se ha tomado, más daños ha causado a la humanidad. No hay nada más inhumanista que pretender superar lo humano, igual que no hay nada más ingenuo y peligroso que pretender el paraíso en la tierra: la «utopía» y el «mundo feliz» acaban siendo las peores pesadillas. La principal contribución al genuino progreso humano no puede venir de la negación de la naturaleza humana y su completo sometimiento a las posibilidades biotecnológicas; viene de las empresas colectivas impulsadas desde la libertad y para garantizar a todos la libertad y la igualdad: la educación, la política y el Derecho.

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7. LA FAMILIA COMO INSTITUCIÓN NATURAL (Elio A. Gallego)

Este triángulo de verdades evidentes —de padre, de madre y niño — no puede ser destruido; pero puede destruir las civilizaciones que lo desprecian. G. K. CHESTERTON

I. INTRODUCCIÓN La familia ha sido percibida hasta fechas muy recientes como una institución natural existente en la universalidad de culturas y épocas conocidas. Lógicamente, esta convicción no suponía en modo alguno negar lo que de cultural e histórico tenía la institución familiar, con sus múltiples formas de expresarse a lo largo del tiempo y la diversidad de culturas. Pero de igual modo que la música es muy diversa y varía extraordinariamente según las épocas y los pueblos, y sin embargo ello no obsta para que cualquier hombre sea capaz de distinguir un ritmo musical de una mera concatenación de sonidos o del simpe ruido, también la familia, pese a su extraordinaria versatilidad adaptativa a las más diferentes culturas y épocas, ha sido considerada como una institución perfectamente identificable con independencia de la diversa modalidad expresiva con la que se presentase. A la pregunta por cuál o cuáles son esos rasgos propios que hacen de la familia algo perfectamente identificable en cualquier circunstancia de tiempo y lugar, responde el antropólogo Claude Lévi-Strauss. A su juicio la familia posee al menos estas tres características: 1) Tiene su origen en el matrimonio. 2) Está formada por el marido, la esposa y los hijos nacidos del matrimonio, aunque es concebible que también otros parientes encuentren su lugar cerca

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del grupo nuclear. 3) Los miembros de la familia están unidos por: a) lazos legales; b) derechos y obligaciones económicas, religiosas y de otro tipo; y c) una red precisa de derechos y prohibiciones sexuales, más una cantidad variable y diversificada de sentimientos psicológicos, tales como amor, afecto, respeto, temor, etc.1 La primera vez que se puso en cuestión el carácter natural y universal de la familia fue en los albores del siglo XIX, en los comienzos de la antropología

científica. La idea dominante en estas primeras investigaciones —Bachofen, Morgan— fue que el elemento originario en las sociedades primitivas no era la familia sino un colectivo, más o menos extenso, en un estado de promiscuidad sexual. Si esto era así, la conclusión lógica no podía ser otra que la familia, al menos como tradicionalmente venía siendo concebida, esto es, basada en el matrimonio y con relaciones sexuales sometidas a ciertas prescripciones, no pasaba de ser un estadio de la evolución social, poniéndose de manifiesto el carácter histórico y contingente del hecho familiar. La familia se presentaba así como el resultado de una evolución cultural, de un proceso histórico explicable por la concurrencia de una serie de factores sociales y económicos, de cuya existencia dependería. Este último planteamiento sería asumido y divulgado por Engels, quien en su conocida obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado sostiene la tesis según la cual «el desarrollo de la familia en la historia primitiva consiste en el estrecharse del círculo que originariamente abrazaba toda la tribu»2. Tribu donde imperaba —en opinión de Engels— un «comercio sexual sin límites»3. Mucho tiempo ha pasado desde que Morgan o Engels, entre otros, presentaran sus tesis, y mucho han avanzado las ciencias de la cultura. El resultado de este progreso ha sido, en opinión de Bardi, que «estas teorías fueron pronto rechazadas por todos los sociólogos científicos»4; y que, según Goldberg, además de hallarse totalmente desacreditadas, «estén arrinconadas desde hace mucho tiempo en una bien merecida oscuridad»5. ¿Qué es, pues, lo que plantea la moderna antropología científica? Pues, sencillamente, y retomando una vez más la autorizada opinión de Claude Lévi-Strauss, que «no hay motivo para creer que el hombre, desde que se elevó por encima de la condición animal, no haya

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gozado de una forma básica de organización social que, en lo que respecta a los principios de fondo, no puede ser sustancialmente distinta de la nuestra»6. Es decir, de una sociedad articulada por familias de base matrimonial. «El hecho sorprendente —continúa este autor— es que en todas partes se distingue entre matrimonio, es decir lazo legal entre un hombre y una mujer sancionado por el grupo, y […] las formas de asociación sexual pasajera […] Esta intervención del grupo puede ser fuerte o débil, pero lo que importa es que todas las sociedades poseen algún sistema que les permite distinguir entre las uniones libres y las uniones legítimas»7. Y con ello constatamos un nuevo dato sorprendente: no sólo la familia resulta universal: también lo es el matrimonio, como realidades de suyo inseparables. No hay familia sin matrimonio, y viceversa. Observa Goldberg que una institución es universal «cuando desempeña un papel crucial en todas las sociedades de las que tenemos conocimiento; el número total de tales sociedades oscila aproximadamente entre mil doscientas (que son las sociedades que están relativamente aisladas de otras sociedades y que han sido estudiadas directamente por los antropólogos) y más de cuatro mil (que son grupos de los que se sabe con certeza que existen o han existido, pero que no han sido estudiados directamente por los antropólogos). Una institución no es universal si existe (o ha existido alguna vez) una única sociedad que no tenga (o en algún tiempo no haya tenido) esa institución. La universalidad no necesita, y en verdad generalmente no implica, que todos los individuos de toda sociedad exhiban el comportamiento que conduce a la institución, o que esta origina o regula». Y concluye: «El matrimonio es una institución universal (si dejamos a los antropólogos que se preocupen por una o dos sociedades que algunos consideran excepcionales), a pesar de que en toda sociedad haya individuos que no se casen. La universalidad quiere decir que la población en general de todas las sociedades basa su conducta y sus esperanzas en la institución universal. Quiere decir que miles de «experimentos» de los que podríamos haber imaginado resultados diferentes, dieron todos lo mismo».8 Para cerciorarse de que estas tesis no son resultado de un prejuicio «profamilia», basta acercarse a la obra titulada Polémica sobre el origen y la universalidad de la familia9, en la que el editor José R. Llobera declara en la nota introductoria que se ha escogido a tres reconocidos antropólogos —Lévi-Strauss,

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Melford Spiro y Kathleen Gough— con el expreso deseo de poner en duda la tesis de la universalidad de la familia10. Pues bien, las citas en las que Lévi-Strauss afirmaba el hecho sorprendente de la universalidad del matrimonio y la familia están sacadas precisamente de este mismo libro. En cuanto al caso de Spiro, quien había afirmado la inexistencia de la familia en los kibbutzim israelíes, en el trabajo en cuestión confiesa que: «Si escribiera el artículo hoy día, desearía explotar otras interpretaciones alternativas que… afirmaran la existencia del matrimonio y la familia en el kibbutz»11. Y concluye el artículo con la siguiente afirmación, que más parece una confesión: «Pero, sin duda, quiero examinarlo con cuidado antes de concluir, como hice previamente, que el matrimonio y la familia no son universales»12. En parecidos términos revisionistas de sus propias conclusiones se pronuncia Kathleen Gough respecto de la otra posible excepción, la sociedad «nayar». «Es cierto —confiesa— que en 1952 escribí: «El matrimonio… era un lazo muy tenue, y el concepto social de paternidad apenas existía». Pero entonces no me había dado cuenta de la necesidad fundamental para un nayar de tener un padre ritual y un padre biológico de la casta adecuada». Y señala cómo, después de haber leído el estudio de otro antropólogo sobre los nayar, «decidí clasificar las uniones nayar unívocamente como matrimonio»13. En ambos grupos sociales por cierto se excluye la promiscuidad sexual. Conclusión idéntica a la que el mismo Llobera llega en la nota introductoria, lo que no deja de ser sorprendente: «Finalmente, escribe, cabría concluir que la familia ha sido consustancial con la sociedad humana posiblemente desde sus orígenes hasta la actualidad»; pero acto seguido observa: «ello no tiene por qué seguir siendo así en un futuro»14. Sin embargo, es difícilmente imaginable que lo que ha existido siempre y en todas partes no constituya un elemento ineliminable, esencial, de la condición humana. Así pues, afirmada la naturalidad de la familia, hay que afirmar inmediatamente su radical condición de institución cultural, sin que entre ambas afirmaciones exista contradicción alguna. Cultura procede del latín colo, que significa cultivar, pero también custodiar o venerar, «dar culto», lo que entraña necesariamente la existencia de algo previo que sea o pueda ser objeto de cultivo, custodia o culto, y ese algo en el caso de la familia no es otra cosa que la propia naturaleza del hombre. La construcción de familias y de arquetipos familiares es obra del esfuerzo creativo de los hombres, de la genialidad de un pueblo o una

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cultura en su esfuerzo por cultivar la naturaleza que le ha sido dada. Hasta el punto de que la potencia cultural de un pueblo o civilización se pone de manifiesto en la calidad de las instituciones que crea. Todo pueblo ha elaborado música, pero no todas las músicas son iguales. Existen ritmos y músicas más sublimes y perfectas que otras. Y lo que es verdad en un plano cultural o de civilización lo es igualmente en el plano individual. Sucede, en realidad, que todo lo que tiene razón de principio tiene razón de fin. Pero, ¿cuál es el principio constitutivo, genético de todo hombre? Un padre y una madre. Todos procedemos de ahí. Y por eso el hombre y la mujer tienden por naturaleza a constituirse en padre y madre. Su inclinación, cuando llega a la edad adulta, les mueve a ello, pero no de un modo mecánico o meramente instintivo, sino a través de su libertad. En este sentido, la constitución de una nueva familia — llegar a ser padre y madre— se presenta a la libertad del ser humano como uno de los retos más fundamentales de su vida, y al que la naturaleza más le inclina. Por lo que la libertad de fundar una familia se constituye en un derecho fundamental, y, en cierto modo, en el más fundamental y «democrático» de todos los derechos, pues le corresponde por naturaleza a todo hombre, sin distinción de ninguna clase. En principio todo hombre está en condiciones de ser fundador de una familia, de introducir una novedad en el mundo que, a su vez, sea fuente y origen de nuevas vidas, de ser la raíz misma de la renovación del mundo, de su mundo, a través de la natalidad, y convertirse así en padre o madre. II. EL MATRIMONIO 1. La condición de padre es mucho más que la de simple progenitor biológico. Los romanos nunca confundieron ambas categorías. Padre, en Roma, es «una posición de derecho» correspondiente a la condición de dominus o señor de una casa, aunque «no tenga hijo», como dice el Derecho Romano (D. 50, 17, 30). Por su parte, Fustel de Coulanges nos hace dar un paso más cuando señala que el término pater remitía en su origen indoeuropeo además de a la idea de poder o dominio, a las de autoridad y dignidad majestuosa. Y por eso junto a pater existía otro nombre con el que se designaba a la mera paternidad biológica, generator15. Y lo mismo sucede con el término latino mater que, lejos de hacer una referencia a una mera cuestión biológica, se remite a una posición moral: madre es la mujer

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honesta (D. 50, 16, 46). Entendidas así, las categorías de padre y madre, en su sentido fuerte, recapitulan la máxima virtud, el máximo de potencia o energía creativa. Se podría concluir que ser padre o madre es a lo que todo hombre tiende por naturaleza, constituyéndose así en la plenitud de lo humano. El sentido último de la vida, su cumplimiento, consistiría en llegar a ser, en el sentido que aquí se está hablando, padre o madre. Padre y madre sería así aquel sujeto adulto que ha alcanzado un grado óptimo de perfección personal, que se ha vuelto fecundo, es decir, autor de vida. En la opinión de Bertrand de Jouvenel: «La idea de padre, de creador, también de esta forma se esclarece y amplía: auctor es el padre de acciones libres que tienen en él su origen, pero están situados en otros»16. Y aquí aparecen ya las palabras «autor» y «autoridad», palabras que proceden del término latino augere, que significa aumentar, dar crecimiento, y de donde derivan también las palabras «acción» y «actor». Padre, o madre, es quien es autor de vida, o quien la incrementa o la hace crecer. Si bien debe quedar claro, insistimos, que la paternidad, o maternidad, a la que nos referimos no es exclusiva ni principalmente la biológica, tampoco cabe desconectarla de ésta. Padre, o madre, en definitiva, es quien se halla en condiciones de generar una novedad, quien es capaz de fundar y renovar, mediante la natalidad, un mundo. Esta libertad fundamental de fundar una nueva familia se articula, en coherencia con todo lo dicho, en torno a dos acciones fundamentales: el matrimonio y el patrimonio. Uno y otro término, como se ha visto, proceden del latín, de mater y pater respectivamente. Y ambos constituyen una dupla, un binomio de significados que al mismo tiempo que se contraponen se reclaman el uno al otro. Pues el significado de uno es por relación al otro y viceversa. Comencemos por el matrimonio. 2. Tradicionalmente se mantuvo la idea de que «matrimonio» procedía de la unión de los términos «matris» y «munium», es decir, como el «oficio de la madre», por entenderse que la mujer representaba un papel principal en la sociedad conyugal. Esta explicación etimológica aparece en las Decretales de Gregorio IX, en Santo Tomás, o en nuestras Partidas. Ya en nuestros días, Castán

Tobeñas, sin separarse esencialmente de la etimología ya vista, observa que el término matrimonio se derivaría de la expresión «matrem muniens», protección

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de la madre. Para señalar más adelante: «Sea cualquiera la etimología de matrimonio como voz compuesta —dice el gran maestro de civilistas—, es indudable que una de las simples que la integran es la idea de madre»17. Más recientemente Entrena Klett sostiene que la raíz ha de buscarse en el fonema «ma», primera sílaba que modula el niño, y que fue imitada y adoptada por los adultos para aludir a la madre, para concluir que: «De ella viene la expresión «matrimonio», que quiere decir tanto como «unirse a una mujer para hacerla madre»»18. Sin adscribirnos necesariamente a ninguna de las posibles respuestas acerca del origen etimológico de la palabra «matrimonio», sí podemos concluir la especial relevancia con que se dota al elemento femenino dentro de la idea que la palabra sugiere. Y considero este dato como fundamental en el intento de esclarecer la verdadera naturaleza del matrimonio. El matrimonio, en conclusión, es algo íntimamente ligado a la idea de madre, y en consecuencia a la fecundidad y a la procreación. Por eso no es ninguna casualidad que la crisis del matrimonio lo acabe siendo igualmente de la fecundidad y de la procreación, y en definitiva de la propia identidad de la mujer y de lo femenino, así como de su papel en la sociedad. Hechas estas consideraciones iniciales sobre el origen de la palabra «matrimonio» y con los datos básicos que nos ha aportado, toca ahora intentar ver cuáles podrían ser las características típicas que acompañarían a todo matrimonio. Estas características han variado lógicamente en cada cultura y época, pero no tanto para que no podamos reconocer algunas esenciales o permanentes. He establecido cinco: a) La primera característica consistiría en la necesaria diversidad sexual en la que se funda, en la unión de un hombre y una mujer, lo que tiene su razón de ser en la misma naturaleza que hizo a los seres humanos varones y hembras, que se atraen entre sí y cuya cooperación es imprescindible para la perpetuación de la especie. La diversidad de sexos es necesaria por la propia índole del matrimonio, puesto que éste es, sustancialmente, una unión sexual en su sentido más pleno y profundo. En realidad, el matrimonio no sólo es una «unión sexual», sino la «máxima unión sexual» que pueda darse entre dos seres humanos, y ésta sólo es posible desde la

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complementariedad más absoluta, que a su vez sólo tiene sentido en la diversidad. Por lo dicho hasta ahora, es claro que en el concepto propio del matrimonio no cabe incluir la unión homosexual. Afirmación ésta que la antropología confirma, al no encontrarse en ninguna cultura el reconocimiento de matrimonios homosexuales, incluidas aquellas sociedades que más tolerantes han sido con las prácticas homosexuales. b) La segunda característica esencial del matrimonio estaría en la estrecha relación entre esta institución y la procreación. No puede ser de otra manera si consideramos que la descendencia es la consecuencia natural de la unión de hombre y mujer que es, en esencia, en lo que consiste el matrimonio. Es, por tanto, una relación de causa-efecto. Es más, podríamos afirmar que el matrimonio «nace» y alcanza todo su sentido en la necesidad de dar cobijo y protección a la nueva criatura que nace en situación de la más absoluta indefensión, y que hace necesaria la cooperación de los dos elementos co-procreadores. Ciertamente, la procreación en cuanto tal no tiene necesidad de una institución cultural como es el matrimonio, al ser un acto meramente biológico, pero sí en la medida que esa procreación se realiza de una manera humana. c) La tercera sería la aceptación y el reconocimiento por parte del grupo de esa unión como legítima. En este sentido, el matrimonio nunca es una realidad enteramente privada, sino que tiene, por el contrario, una radical dimensión pública y social. En cuanto a los requisitos impuestos por el grupo, es claro que éstos pueden variar enormemente en función de la cultura y de las distintas épocas. Sin embargo, cabe señalar algunos de ellos como de vigencia más o menos universal. El primero, del que ya hemos hablado, sería la diversidad sexual; el segundo, la ausencia de una prohibición basada en el incesto; en tercer lugar, la concurrencia de dos voluntades; y, en cuarto y último lugar, que se realice conforme a las ceremonias y ritos preestablecidos por la comunidad. Como consecuencia directa del reconocimiento social se encuentra la intrínseca juridicidad del matrimonio. Es decir, el matrimonio genera auténticos derechos y deberes entre los cónyuges. Es más, en la Antigüedad el mayor núcleo normativo

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dimanaba de la misma familia. d) La cuarta nota o característica correspondería a la naturaleza del matrimonio en cuanto a su exigencia de estabilidad. Parece evidente que nadie se casa poniendo, por ejemplo, un plazo o término a su matrimonio. Esa limitación repugnaría con la idea misma de la institución matrimonial. Incluso las teorías más radicalmente individualistas afirman la bondad de la permanencia del vínculo cuando éste se desea libremente. El matrimonio por tanto se contrae siempre con una vocación de permanencia. Ciertamente, esta última nota del matrimonio se halla especialmente vinculada a la energía moral y religiosa que los hombres de una determinada cultura o pueblo posean para su realización. Pero en cualquier caso nunca se dudó de la indisolubilidad como un rasgo ideal del matrimonio. En este sentido, no debe sorprendernos la siguiente definición de matrimonio: «unión de hombre y mujer para toda la vida, comunicación de derecho humano y divino» (D. 23, 2,1), que realizara un jurista romano, no cristiano por cierto, Modestino, y que recogió el Digesto. Y con esto llegamos al último de los rasgos que definen a unión de hombre y mujer como matrimonio. Su naturaleza religiosa o sagrada. e) La quinta y última característica sería el carácter sagrado del matrimonio, algo presente igualmente en todas las culturas. La misma palabra latina «boda» deriva de «voto», pues el matrimonio consiste literalmente en un acto de consagración realizado mediante un voto, análogo en todo al de los que profesan la vida religiosa. Esta nota de sacralidad no es exclusiva del matrimonio, pero el matrimonio no se entiende sin ella. Observando los ritos del matrimonio se entiende bien el sentido que en ellos se manifiesta. Se trata de algo demasiado grande para que pueda ser sostenido por las solas fuerzas del hombre. Un compromiso «fuerte» de esta naturaleza necesita fundamentarse en algo más grande que lo humano, en algo divino. Por eso, en el rito del matrimonio, la nueva realidad que surge del compromiso esponsal busca ser bendecida, encontrar el favor divino sabiendo que la alegría y la vida que nacen del matrimonio son un don de Dios.

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Sintetizando todo lo dicho hasta ahora sobre el matrimonio, se podría definir como la más radical forma de unión imaginable entre un hombre y una mujer. Es claro que entre un hombre y una mujer cabe una gama extraordinariamente variada de modos de relacionarse en cuanto al modo y grado de intensidad y el compromiso que entre ellos se genera. Pudiendo oscilar entre un mero conocimiento ocasional y fortuito con escaso o nulo compromiso a una relación especialmente íntima y exclusiva y a la que se quiere dotar del máximo compromiso posible entre ellos, compromiso que suele ser la consecuencia lógica del amor. Cuando esto ocurre y así se expresa de manera pública, ante la comunidad, mediante un voto sagrado y no cabe ya una vinculación ni mayor ni más intensa entre hombre y mujer, estamos en presencia de un verdadero matrimonio. 3. Quizá no sea una pérdida de tiempo ver, siquiera sumariamente, los pasos más significativos que han conducido, en el contexto de nuestra cultura occidental, al vaciamiento de la idea de matrimonio. Proceso que se inicia con su desacralización, con su desvinculación de lo religioso, lo que sucede por vez primera con la Reforma protestante. Con Lutero no sólo se rechaza la idea del matrimonio como sacramento, o que sea materia que pertenezca a la jurisdicción eclesiástica, sino que se rechaza cualquier connotación sagrada, conceptuándose como una realidad exclusivamente profana —res plane política—. Se conserva, es cierto, la «forma» religiosa de contraer matrimonio, pero nada más. Su regulación sustantiva pasa por entero a manos del poder político, del Estado. Conviene caer en la cuenta de que con esto el luteranismo no sólo se apartaba de la común tradición cristiana, católica y ortodoxa, latina y griega, sino, y esto importa subrayarlo, de la generalidad de las confesiones religiosas. Con la secularización del matrimonio en el mundo protestante se introducen igualmente las primeras causas de divorcio, establecidas ya por el mismo Lutero19. En los países de tradición católica la secularización vendrá de la mano de los grandes teóricos de la Ilustración y de la Revolución francesa, cuyo triunfo significará la primera legislación matrimonial sobre bases ya plenamente secularizadas. Con el Código Napoleón de 1804 encontrará este proceso de secularización del matrimonio su consolidación definitiva, y cuya influencia se dejará sentir por toda Europa y la América española. Cierto es que esta corriente

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secularizadora tuvo ya un poderoso antecedente en el regalismo, especialmente en su versión josefinista20. Desde la perspectiva ilustrada, el matrimonio se presenta como un simple contrato civil, un mero acuerdo de voluntades sometido a la voluntad del Estado. Así, Voltaire, en su Diccionario filosófico, definirá al matrimonio, dentro del orden civil, como: «una unión legítima del hombre y de la mujer para tener hijos, para su perfección y para asegurar sus derechos de propiedad bajo la autoridad de la ley. A fin de constatar esta unión, es acompañada de una ceremonia religiosa, vista por los unos como un sacramento, por otros como una práctica de culto público, verdadera logomaquia que no cambia en nada la cosa. Es necesario distinguir dos partes dentro del matrimonio: el contrato civil o compromiso natural, y el sacramento o la ceremonia sagrada. El matrimonio puede entonces subsistir con todos sus efectos naturales y civiles, independientemente de la ceremonia religiosa»21. Rousseau, por su parte, se expresará de un modo más contundente y revolucionario en su Contrato social. En una nota que acompaña a su afirmación de que «donde quiera que es admitida la intolerancia religiosa, es imposible que no tenga algún efecto civil», dice: «El matrimonio, por ejemplo, por ser un contrato civil, tiene efectos civiles sin los cuales es imposible incluso que la sociedad subsista. Supongamos que un clero consigue atribuirse exclusivamente el derecho de autorizar ese acto; derecho que necesariamente debe usurpar en toda religión intolerante. ¿No resulta entonces evidente que, haciendo valer a propósito la autoridad de la Iglesia, haría vana la del Príncipe que no tendrá ya más súbditos que los que el Clero tenga a bien darle?»22. Estos presupuestos filosóficos y doctrinales tendrán su lacónica plasmación en el artículo VII de la Constitución revolucionaria francesa de 1791: «La ley sólo considera el matrimonio como contrato civil». Para pasar de ahí a la regulación del Código civil de Napoleón del año 1804. Es importante observar que con la secularización del matrimonio se irá pasando progresivamente de un concepto «fuerte» a otro mucho más «débil». Además de la consiguiente introducción del divorcio hay que considerar otras medidas que se han ido introduciendo en la generalidad de las legislaciones nacionales de Occidente, especialmente en el último cuarto del pasado siglo. Medidas como la despenalización del adulterio, la equiparación absoluta de todo tipo de filiación o la progresiva asimilación al matrimonio de las llamadas uniones de hecho. Y como fin de trayecto, la

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posibilidad de que se llame matrimonio a las uniones homosexuales. Si nos fijamos en este proceso histórico, apenas sumariamente descrito, constituye un proceso de desconstrucción de la idea romana de matrimonio punto por punto. Este se definía, recuérdese, como una unión entre un hombre y una mujer para toda la vida, como comunicación de derecho divino y humano. De esta definición se ha eliminado en primer lugar la dimensión de «derecho divino» para quedar el matrimonio reducido a algo meramente «humano», a contrato «civil». Más tarde se pasó a la eliminación del «para toda la vida» con la introducción del divorcio. Con la eliminación de la necesaria diversidad sexual de hombre y mujer para contraer matrimonio, la desconstrucción de la institución matrimonial ha llegado a su último estadio. 4. La fundación del vínculo matrimonial, por las especiales características que concurren en él, exige, como se tuvo ocasión de ver, un especial ejercicio de la libertad. En pocas ocasiones como en el «sí quiero» esponsal, la libertad humana se pone en juego de un modo tan intenso. Es por eso que la idea de matrimonio se relaciona de un modo muy estrecho con la idea de libertad. En su forma más elemental la cuestión podría plantearse así: ¿es el hombre libre para poder vincularse de un modo definitivo, para entregarse de un modo irrevocable? El pensamiento dominante hoy niega esta libertad. A su juicio una libertad así sería lo mismo que ser libre para esclavizarse. Sería una forma de enajenar nuestra libertad, de perderla23. Para este tipo de mentalidad, que podríamos llamar «progresista», la libertad consistiría en una permanente capacidad de autodeterminarse, de poder optar siempre y en cualquier momento por algo distinto. Planteados los términos de la cuestión, es necesario preguntarse en cuál de los dos conceptos podemos descubrir la verdadera libertad. Y es fundamental esclarecer esta cuestión porque no hay un término medio: o es una o es otra. Cierto es que la indisolubilidad del matrimonio, su estabilidad al menos, puede ser defendida desde múltiples ángulos y perspectivas. Con razones derivadas de las nefastas consecuencias sociales que la extensión del divorcio genera, empíricamente comprobables, hasta el necesario interés por el cuidado y educación de los hijos, pasando por el clásico argumento de Comte de que la mera posibilidad del cambio provoca el cambio, lo que podría traducirse por la

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idea de que «el divorcio engendra divorcio», como es fácil de constatar. Todas estas argumentaciones son legítimas y necesarias. Pero al final nos encontramos siempre y en última instancia con el dilema de la libertad anteriormente planteado: quid est libertas? Respecto de esta trascendental pregunta, lo primero que cabe constatar es la sorprendente unanimidad con que hoy se admite que la libertad consiste en este poder de autodisposición, sin más objeto que su propio ejercicio. Unanimidad que contrasta vivamente con el escepticismo igualmente existente en torno a la idea de verdad. Qué es la verdad nadie parece saberlo, e incluso se censura a quien piensa que tiene una respuesta a tan importante cuestión. Y sin embargo todo el mundo parece saber, en cambio, qué es la libertad, e incluso se censura a quien plantee una respuesta distinta a la culturalmente hegemónica. Frente a las murallas ideológicas, hechas a base de prejuicios, sólo cabe esgrimir la experiencia sencilla y elemental de todo hombre, de cualquier hombre. Experiencia por la cual si preguntáramos a alguien que no haya perdido el sentido común si una madre es libre de deshacerse de cualquier manera de su hijo, nos diría que no. Y si le preguntásemos si lo era aun en el caso de que la ley se lo permitiese, seguramente nos diría que por «poder» podría hacerlo, pero que no «debería» hacerlo: que una madre, si lo es de verdad, no «tiene» libertad para hacer eso. Y es que la libertad no puede ser identificada sin más con poder. Porque es verdad que podemos mirar o no mirar las cosas con nuestros ojos, que podemos decidir tenerlos permanentemente cerrados, pero es igualmente verdad, o quizá es más verdad aún, que tenemos nuestros ojos para ver, para ver las cosas, para mirar y aun admirar la realidad. La libertad es siempre un poder o una capacidad que el hombre posee para algo otro, para buscar y querer un bien objetivo distinto de uno mismo. En realidad, y si nos fijamos en los ejemplos anteriormente expuestos, la libertad se muestra siempre como una capacidad o un poder de «apertura» a la realidad, de vincularnos a ella. Lo que es perfectamente congruente con nuestras reflexiones iniciales cuando constatábamos cómo la libertad se cumple en la medida en que se ejerce en una capacidad y en una disposición de vincularnos más plena y conscientemente a lo real. De ahí que la libertad de entregarse a alguien, a la realidad de un otro, complementario y diverso al mismo tiempo, se cumpla en la misma medida en que dicha entrega es más plena y definitiva. La libertad máxima se

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correspondería así con la incondicionada decisión de entregarse a otro, de darse por entero. 5. Por otro lado, toda acción posee en sí misma un cierto carácter irreversible. Siempre que se realiza una acción ésta, por decirlo así, se independiza del sujeto actuante y cobra una existencia propia, objetiva. Aristóteles ponía la imagen en la que uno es libre de arrojar un objeto, pero ya no es libre para que éste, una vez arrojado, permanezca en la mano de quien lo arrojó. Se es libre de actuar o no, pero no se es libre en cuanto al orden de consecuencias inherentes a dicha acción. Así, cuando uno ha vendido algo con la entrega de la cosa a otro, es una acción que no permite volverse atrás. No al menos sin el consentimiento del comprador. Tampoco si alguien ha cometido un delito o ha hecho una donación. Ejemplos que podrían multiplicarse hasta el infinito. Pero pongamos sólo uno más referido precisamente al derecho de familia. Pensemos en la adopción, y en cómo ésta aparece como algo irrevocable, como una decisión donde no cabe echarse atrás. Cuando alguien ha adoptado un niño, y le reconoce como hijo, no puede alegar que se confundió, o que ahora ha cambiado de opinión, o sencillamente que el niño no es como él pensaba, o que se porta mal. La adopción es algo demasiado serio como para dejarla a la cambiante voluntad de los hombres o a sus sentimientos. Es fundamental que quien en su libertad adopte a alguien lo haga con todas las consecuencias. Y es partiendo de esta responsabilidad inherente a la decisión de adoptar, de su carácter irrevocable, que cuando ésta se realiza tiende a hacerse con toda conciencia y seriedad, es decir, con plena libertad. ¿Pero es el matrimonio acaso algo menos serio o trascendente para la vida de las personas, o de la comunidad, que la adopción? Entendemos que no. Chesterton, con lógica implacable, señalaba: «La consecuencia obvia del divorcio frívolo será el matrimonio frívolo»24. De hecho un matrimonio entendido de un modo meramente consensual quiebra lo que es una característica esencial del derecho, que no es otra que la búsqueda de la seguridad jurídica a través del respeto a los compromisos adquiridos (pacta sunt servanda). En realidad toda la comunidad posee el máximo interés en que las acciones y sus efectos no dependan para su sostenimiento en el tiempo de la sola voluntad del que actúa. La ley, por decirlo así, procura la conservación de la acción en aquellos efectos que le son inherentes. Si nos fijamos, y como certeramente ha

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señalado Hannah Arendt, la acción es lo más frágil de las cosas que el hombre puede realizar. En principio, la acción no parece estar «hecha» de nada perdurable, de algo que posea una consistencia que la haga permanecer en el tiempo. Fragilidad de la acción a la que la ley viene en auxilio. ¿Cómo? Intentando objetivar la acción para que esta pueda ser socialmente reconocida. Los instrumentos que para ello se establecen son muy diversos. Instrumentos como la presencia de testigos, la fijación en documentos escritos, privados o públicos, mediante la traditio o entrega de la cosa, o la formalidad requerida en derecho para multitud de actuaciones, etc. Medios todos ellos tendentes a dejar constancia de la acción y preservar sus efectos, salvando a la acción de la posibilidad radical de ser negada, por uno mismo o por los demás. La ley busca dotar de forma y consistencia a la acción, a los hechos y palabras, para que éstos posean, además de una apariencia exterior y objetiva, una densidad en-titativa. Porque sin compromiso, sin el sostenimiento de nuestras decisiones en el tiempo, no puede haber sociedad. La sociedad nace y se mantiene por la fidelidad a los compromisos y la confianza que de ello se deriva. Compromiso que en su sentido más fuerte adquiere la forma de juramento (iura mentum), palabra latina que remite al mismo tiempo tanto a la idea derecho como a la de algo sagrado. Y por eso Cicerón pudo definir la ley como «el vínculo de la sociedad civil»25. Consideraciones todas ellas que son aplicables punto por punto a la acción conyugal. El matrimonio se presenta en la historia de la universalidad de las sociedades, como ya quedó dicho anteriormente, como institución jurídica y sagrada al mismo tiempo, como un iuramentum, pues ambos aspectos confluyen en configurar la visibilidad y permanencia objetiva del vínculo conyugal en el tiempo. Expuestos estos argumentos, es muy probable que alguien pueda objetar, no sin cierta razón, que no se ha tenido en cuenta el amor, que no se ha considerado en ningún momento que el matrimonio es una unión afectiva de un hombre y una mujer que se quieren y desean vivir juntos. Porque visto desde esta perspectiva, lo jurídico se presentaría como algo añadido a esa unidad basada en el amor. Algo que reconoce esa afectividad y le da un estatuto social, pero nada más. Por tanto, todo el planteamiento realizado hasta aquí habría pecado de un exceso de «juridicismo» y de «formalismo». ¿Qué decir a esto? Pues que, con Claude Lévi-Strauss, habría que insistir en «el hecho sorprendente» de que en

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todas partes se haya distinguido entre el matrimonio, es decir, el lazo legal entre un hombre y una mujer sancionado por el grupo, y las uniones de hecho. Que todas las sociedades han poseído algún sistema que les ha permitido distinguir entre las uniones libres y las uniones legítimas26. ¿Eso significa, por tanto, que en la unión matrimonial la nota definitoria no es el amor sino el vínculo legal? Sí, así es. Lo que no obsta, claro está, para que la plenitud de la vida matrimonial sólo pueda alcanzarse en el amor entre los esposos. Sólo en la entrega recíproca y amorosa el matrimonio está vivo y vivifica. Pero lo que interesa ver ahora es su dimensión institucional y jurídica, porque es la que está puesta en cuestión. Ciertamente, lo normal y lo deseable es que lo que mueva a casarse a un hombre y una mujer sea el amor, pero esto no es lo esencial desde la perspectiva jurídica e institucional. Dos personas pueden quererse mucho y no desear casarse por las razones que fueren. Y al contrario, dos personas que no sienten amor el uno por el otro pueden tener la voluntad y el deseo de casarse y constituirse en marido y mujer por razones que pueden ser perfectamente lícitas. Lo que hace al matrimonio, insistimos, en su dimensión jurídica, que no es desde luego la única ni la más profunda de sus dimensiones, es la acción voluntaria y libre de contraerlo, el consentimiento, con independencia y más allá del afecto. Y esta acción posee, necesariamente, una «forma» jurídica. Retomemos el ejemplo de la institución de la adopción por ser la más próxima a la institución matrimonial. Cuando unos padres adoptan a un niño no se puede decir que le quieran, pues lo normal es que apenas le conozcan. Ciertamente están deseando quererle, lo que significa que el amor será más un resultado que una causa. Los padres procurarán quererle porque una vez consumada la adopción ese niño es un hijo suyo a todos los efectos… jurídicos. Como eso es así y no hay vuelta atrás, los padres buscarán quererle más allá de todas las dificultades y de todas las extrañezas que con seguridad puedan surgir. Están unidos para siempre. Y bien, ¿no existe acaso analogía con el matrimonio? Cuando un hombre y una mujer están unidos para siempre, ¿no será fundamental para ellos aprender a quererse incluso si no se hubieran casado por amor, o de las mil y una dificultades que pudieran presentarse en el transcurso de la vida? Bello es casarse por amor, pero más bello todavía es amar a la persona con quien uno se ha casado, decía Chesterton con su característica agudeza. En definitiva, si por cualquier razón los padres adoptantes, o uno de ellos, llegaran a no querer a ese

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niño, o incluso a odiarle, eso no cambiaría en nada la relación paterno-filial que la adopción ha constituido, y que seguiría incólume. Frente a esta lógica jurídica, ¡qué fácil es decir que, como el matrimonio se basa en el amor, cuando éste se acaba se debe dar por acabado el matrimonio! Ya está, así de simple. Existen muchos y muy buenos estudios de todo orden — psicológicos, sociológicos, políticos y filosóficos— de cómo el hombre nuestros días se ha vuelto cada día más incapaz de asumir los vínculos más esenciales para su vida, de cómo esta pretendida libertad y autenticidad es antes que nada una muestra de impotencia y de desesperación. Lógicamente, y al igual que la fábula de la zorra y de las uvas, no expresará nunca las verdaderas razones de su íntimo rechazo al matrimonio verdadero y para siempre, y terminará por decir que estaban verdes. Necesita decir eso a los demás, pero sobre todo necesita decírselo a sí mismo. 6. Es habitual en la historia de la polémica divorcista que frente a quienes reivindican un vínculo matrimonial indisoluble, o al menos estable, por todas las razones anteriormente expuestas, basta argumentar con que el divorcio es voluntario y no obligatorio: «pues si no le gusta el divorcio, que no se divorcie», se oye con frecuencia. Pero la falacia es evidente. Primero, porque tal afirmación es, en su literalidad, falsa. Porque bien puede ocurrir, y ocurre con frecuencia, que uno «sea divorciado», por el otro cónyuge aunque no quiera. Y con la vigente regulación del Código civil esto es extraordinariamente fácil y sencillo; más, incluso, que romper algunos vínculos laborales o mercantiles. Pero no es sólo esto, con ser ya mucho. La cuestión de fondo es que cuando alguien se casa hoy, lo hace según una figura jurídica intrínsecamente disoluble, incluso mezquinamente disoluble, podríamos añadir, con independencia de que proceda a dicha disolución o no. Hoy, con la legislación vigente, quien se casa lo hace contrayendo un tipo de matrimonio y no otro. De tal modo que, aun en el supuesto de que ambos contrayentes estuvieran siempre de acuerdo en no romper su matrimonio y en no divorciarse nunca, eso no cambiaría en nada la naturaleza disoluble del matrimonio que han contraído. Es decir, cabe mantener en el tiempo un matrimonio disoluble, pero su mantenimiento en el tiempo no cambia en nada su naturaleza disoluble. De igual modo que la posibilidad siempre existente de separarse de hecho o de derecho no cambia la naturaleza

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indisoluble del matrimonio, en el caso de un matrimonio de este tipo. Estamos, por tanto, ante dos matrimonios distintos. O es uno o es otro. No hay término medio. Aclarado esto, cabe ahora preguntar, ¿en virtud de qué se niega a una parte de la población la libertad legal de poder contraer un matrimonio de un tipo, en este caso el matrimonio indisoluble? ¿Por qué no permitir que quien quiera ejercer este derecho pueda hacerlo? El argumento que se da es que ello crearía dos estatutos jurídicos diferenciados y sería contrario al principio de igualdad27. El argumento es tan poco razonable como afirmar que nadie debería tener un hijo o adoptarlo porque ello establecería una diferencia entre aquellas personas que son padres y los que no lo son. Porque el padre o la madre tendrán ciertamente derechos y deberes distintos a aquellos que no tienen hijos. ¿Es esta diferencia contraria al principio de igualdad? Porque, de ser así, la entera vida civil es contraria al principio de igualdad. El propietario de un piso posee derechos y obligaciones sobre ese piso que el que no es propietario no tiene. O el accionista de una compañía, o el que ha conseguido plaza de funcionario, y así sucesivamente. La igualdad significa que nadie es excluido de la posibilidad de acceder a estas cosas, como nadie lo sea de casarse «para siempre». Que exista pluralidad en la vida civil, ¿qué tiene de malo?, ¿no es acaso el pluralismo algo reivindicado como bueno por la mentalidad común? Pero en cuestión matrimonial la ideología dominante parece asumir sin fisuras el dogma igualitario de total intolerancia frente a la pluralidad. De este modo, lo que está sucediendo en realidad es una sistemática, aunque silenciada, imposición de un matrimonio único para todos, con desprecio de las creencias religiosas más fundamentales. Desposeído el matrimonio de todos sus atributos esenciales, convertido en una versión extremadamente empobrecida del mismo, la legislación actual niega un derecho fundamental, quizá el más fundamental de todos, aquel que consiste en la libertad profundamente humana de vincularse para siempre, de fundar una familia mediante la libre entrega personal. Un segundo argumento en virtud del cual se justificaría el rechazo a conceder el derecho legal al matrimonio indisoluble, el canónico por ejemplo, es que éste iría contra el principio de libertad religiosa28. El argumento vendría a decir que si alguien pierde la fe, o la cambia y se adhiere a otra, o simplemente deja de creer en ese tipo de matrimonio, sería una coacción intolerable no permitirle,

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coherentemente a su modo actual de pensar, el divorcio. Si el creyente de una confesión se convierte a otra o pierde la fe, ¿con qué derecho le impediremos contraer un nuevo matrimonio conforme a sus nuevas convicciones? Si nos fijamos, no es sino una variable de la discusión de fondo que acerca de la libertad se ha estado viendo hasta ahora. No se cuestiona aquí que uno no pueda cambiar con el tiempo, ni dejar de creer en una cosa para creer en otra. Estas cosas ocurren. En las personas serias sucederá con profundidad y seguramente con dramatismo. En las frívolas frecuentemente y con superficialidad. Pero ciertamente es un ámbito de la conciencia donde la ley no puede entrar. Y precisamente por ello, porque la ley no puede ni debe entrar en la intimidad de la persona, es por lo que estas consideraciones personales, íntimas y subjetivas deben dejarse al margen, no deben afectar a la objetividad de los vínculos jurídicos contraídos irrevocablemente y «para siempre», en este caso los conyugales. ¿Qué tiene que ver que un hombre o una mujer pierdan su fe o la cambien por otra para que su esposa o marido lo continúen siendo y sigan vinculados por un deber de fidelidad a ellos si así lo decidieron en su momento? Porque lo que se estableció fue un vínculo entre una persona concreta y otra persona igualmente concreta, y éstas continúan siendo las mismas. Lo que se pone en juego es la conciencia ante el hecho del matrimonio con esa concreta persona, no la permanencia legal del mismo. Y si por razones personales, frívolas o profundas, se decide dejar a la esposa o esposo -nadie niega la posibilidad de la separación- ¿en qué afecta eso para que continúen siendo lo que decidieron ser en un momento dado de un modo irrevocable, esto es, marido y mujer? En definitiva, la cuestión se mueve en los mismos términos acerca de la libertad del hombre y de su capacidad para vincularse, para ser fiel a lo iniciado, a lo comprometido. En el fondo, la única y sencilla diferencia entre la Iglesia y la actual legislación estatal estriba en que cuando dos personas mayores de edad, libre y voluntariamente, y del modo más sagrado y solemne, expresan su consentimiento para contraer matrimonio incondicionalmente y para siempre, la Iglesia les toma en serio y acepta su palabra, y el Estado no. En realidad, el planteamiento de una ley divorcista vendría a significar que a las personas, cuando declaran su voluntad de adquirir grandes y solemnes compromisos, no hay que hacerles en la práctica demasiado caso ni tomárselas muy en serio.

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III. EL PATRIMONIO 7. Toca considerar ahora el segundo de los elementos constitutivos de la familia como institución natural: el patrimonio. En principio nadie duda que la libertad para comenzar algo nuevo en el ámbito patrimonial, para conservarlo, aumentarlo y transmitirlo, se halla custodiada por la Constitución y las leyes. Y sin embargo esta afirmación no es en absoluto obvia. Y no lo es si consideramos que los patrimonios y las rentas se encuentran sometidos hoy a una fiscalidad de altísimas proporciones, o a una inflación que permanentemente va erosionando su valor. Pero sobre todo, y especialmente, no es obvio afirmar la libertad de fundar un patrimonio en razón de las vigentes leyes sucesorias, por cuanto tienden a imposibilitar la existencia de un conjunto de bienes «para siempre», es decir, de un patrimonio que pueda generarse y transmitirse más allá de la mera existencia de los individuos29. La propiedad, desligada de la institución familiar, imposibilita o al menos merma la «capacidad de empezar algo nuevo» que trascienda los límites del individuo, capacidad que al decir de Arendt coincide con «ser libre»30. Y podrá comprobarse cómo la historia de la institución del patrimonio en Occidente no ha sido, en realidad, muy diferente de la del matrimonio, y cómo las mismas causas y los mismos movimientos históricos que han decidido la suerte del matrimonio en Occidente han decidido igualmente la suerte del patrimonio. Corresponde a Hannah Arendt el mérito de haber visto el desarrollo del mundo moderno, en conexión con la crisis de la familia, como un inmenso proceso de apropiación a partir de otro análogo, igualmente inmenso, de expropiación, como si de las dos caras de una misma moneda se tratara. «Porque la enorme acumulación de riqueza, todavía en marcha —en palabras de Arendt —, de la sociedad moderna que comenzó con la expropiación —la de las clases campesinas que, a su vez, fue la casi accidental consecuencia de la expropiación de las propiedades eclesiásticas después de la Reforma— jamás ha mostrado demasiada consideración por la propiedad privada, sino que la ha sacrificado siempre que ha entrado en conflicto con la acumulación de riqueza»31. Labor expropiatoria de las llamadas «manos muertas» que en los países católicos fue llevada a cabo por las Revoluciones llamadas liberales. Pensemos lo que fue en España la desamortización no sólo de los bienes eclesiásticos, sino también de las

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tierras de común de los municipios. Pero no sólo hubo un proceso de expropiación de bienes eclesiásticos y municipales, también la familia fue expropiada mediante las leyes sucesorias, con la prohibición expresa de establecer vinculaciones y mayorazgos. Ningún texto, a nuestro juicio, y de ahí su extensión, como este de Tocqueville, para poder apreciar en qué medida tales leyes afectaron al orden social en general y a la familia en particular: «Me sorprende que ni los publicistas antiguos ni los modernos hayan atribuido a las leyes de sucesión una mayor influencia en la marcha de los asuntos humanos. Es cierto que estas leyes pertenecen al orden civil, pero deberían estar situadas a la cabeza de todas las instituciones políticas, ya que influyen de un modo increíble en el estado social de los pueblos, del que las leyes políticas no son sino expresión […] Constituida de una cierta manera, reúne, concentra, agrupa en torno a alguna cabeza la propiedad y, poco después, el poder; así, en cierto modo, hace surgir una aristocracia de la tierra. Conducida por otros principios y lanzada por otra vía, su acción es aún más rápida: divide, reparte, disemina los bienes y el poder […] Tritura o hace saltar en pedazos cuanto encuentra a su paso; se yergue y se deja caer una y otra vez hasta que no queda a la vista más que un polvo movedizo e impalpable sobre el que se asienta la democracia […] Entre los pueblos donde la ley de sucesión se funda en el derecho de primogenitura, las posesiones territoriales suelen pasar de generación en generación sin dividirse. De ello resulta que el espíritu de familia viene a materializarse, en cierto modo, en la tierra. La familia representa la tierra y la tierra representa la familia, perpetuando su nombre, su origen, su gloria, su poderío, sus virtudes. Es un testigo imperecedero del pasado y una prenda preciosa de la existencia futura. Cuando la ley de sucesión establece el reparto por igual, destruye el nexo íntimo entre el espíritu de familia y la conservación de la tierra. La tierra deja de representar a la familia, pues debiendo forzosamente repartirse, al cabo de una o dos generaciones es evidente que irá reduciéndose hasta acabar por desaparecer enteramente […] Una vez divididas, las grandes propiedades rústicas no se rehacen jamás […] Allá donde acaba el espíritu de familia, empieza a mostrar sus verdaderas tendencias el egoísmo individual32. Como la familia ya no se presenta al espíritu más que como una cosa vaga, indeterminada e incierta, cada uno se concentra en la comodidad del presente. Se piensa en la próxima generación, pero no más allá»33.

En una línea muy parecida se pronuncia Donoso Cortés: «La institución de la propiedad es absurda sin la institución de la familia: en ella o en otra que se le asemeje, como los institutos religiosos, está la razón de su existencia. La tierra, cosa que nunca muere, no puede caer sino en propiedad de una asociación religiosa o familiar que nunca pasa; luego suprimida implícitamente la asociación doméstica, y explícitamente la asociación religiosa, o a lo menos la monástica, por la escuela liberal, procede la supresión de la propiedad de la tierra, como consecuencia lógica de sus principios. Esta supresión de tal manera va embebida en los principios de la escuela liberal, que ha comenzado siempre el periodo de su dominación por apoderarse de los bienes de la Iglesia, por la supresión de los institutos religiosos y por la de los mayorazgos, sin advertir que… la supresión de los mayorazgos y la expropiación de la Iglesia con la cláusula de que no pueda adquirir es lo mismo que condenar la propiedad con una condenación irrevocable […] Por donde se ve que de estas negaciones se sacan para la sociedad doméstica y para la política estas consecuencias: la solución de continuidad en el tiempo, la solución de continuidad de la gloria, la supresión del amor a la familia y del patriotismo que es el amor de la

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patria, y por último la disolución de la sociedad doméstica y de la sociedad política, las cuales ni pueden existir ni pueden concebirse sin ese enlace de los tiempos, sin la comunión de la gloria, y sin estar asentadas en aquellos grandes amores»34.

Por su parte, el marqués de Casa Valencia, comentando el papel que representa la Cámara de los Lores y las grandes propiedades en el arraigo de la libertad política inglesa, observa que: «Hay que reconocer que en Inglaterra el derecho de los padres de disponer libremente de sus bienes, y la general costumbre de dejarlos al hijo mayor, han robustecido la autoridad paterna, han fortalecido los vínculos de la familia, han contribuido al desarrollo de la libertad política, haciendo posible la existencia de una aristocracia independiente, y en nada ha perjudicado el progreso de la agricultura, de la industria y del comercio, ni al extraordinario desenvolvimiento de la fortuna pública. Sabido es que en la Gran Bretaña, lo mismo que en la mayor parte de los estados que forma la Unión Americana del Norte, la ley reconoce la plena libertad de testar y la facultad de vincular la herencia por dos generaciones […] Los ingleses estiman en mucho el derecho de testar, y es escaso el número de los que no lo usan. No sólo la aristocracia, sino la nobleza, y todos los que han formado con su trabajo un capital, deseando perpetuar su nombre y fundar una familia dotada de un patrimonio para el porvenir, dejan al hijo mayor las fincas rústicas y la propiedad inmueble. Esta costumbre produce en la práctica excelentes resultados […] Comprendiendo esta verdad los ingleses, cuando quisieron castigar y reducir a la impotencia a los irlandeses, y acabar con sus tentativas de independencia, dispusieron por una ley de 1701 que los bienes raíces de los papistas se dividieran en partes iguales entre sus hijos, a menos que el primogénito se hiciera protestante, pues en este caso se le consideraría como único heredero. Derogóse esta ley en 1778, cuando se consideró equitativo conceder a los desgraciados irlandeses algunos de los derechos de que disfrutaban los súbditos británicos»35.

8. Todos estos textos nos remiten a una verdad hoy en gran medida olvidada: la intimidad existente entre propiedad y familia. Nada define mejor este nexo que la palabra «patrimonio». Idea de propiedad — «patrimonial»— entendida como el nexo que une a los hombres a un concreto espacio del mundo y a un conjunto de cosas que puedan sentir como suyas, de cosas legadas por sus padres y de las que son legítimos «herederos». «¿Qué es exactamente un patrimonio familiar?», se pregunta La Tour du Pin. «Es una propiedad cuyos poseedores sucesivos son señalados por sustitución dentro de una misma línea de parentesco, conforme a reglas determinadas. No es, por consiguiente, ni un bien colectivo, puesto que se halla siempre en las manos de un poseedor único, ni un bien de manos muertas, ya que el poseedor sobrevive a la muerte traspasando a otro su derecho»36. Podría objetarse que preconizar hoy día esta libertad de testar, con independencia y más allá de la libertad de vincular, iría contra la justicia distributiva respecto de aquellos hijos no beneficiados por la sucesión en ese

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patrimonio vinculado. Pero lo que aquí se está proponiendo no es una libertad de testar sin límites ni restricciones, como ya se ha dicho. No se puede desheredar a un descendiente sin razón alguna. Con independencia de que las causas de desheredación que ahora existen sean en exceso restrictivas, de lo que aquí se está hablando más bien es de la pervivencia de un núcleo patrimonial llamado a ser conservado y transmitido a través de las diversas generaciones de una familia. De un conjunto de bienes que a modo de una universitas rerum posea una existencia propia y que pide un titular que lo conserve y garantice. No se habla aquí, como es obvio, de exclusiones absolutas de ningún heredero, pero sí de la posibilidad de poder elegir a un sucesor al que se le encomienda la custodia y permanencia de unos bienes que vienen a ser considerados «familiares», es decir, que quien los recibe asume la responsabilidad, y, muy probablemente, también la «carga» respecto de su conservación y cuidado. El heredero, también libremente, lo hace a título de continuador de una familia más que a título personal o individual. Por lo demás, y con independencia de que existan otros bienes que puedan ser incluso más cuantiosos que aquellos que constituyen el núcleo patrimonial al que nos venimos refiriendo, caben igualmente multitud de derechos sobre ese núcleo patrimonial sin que afecten por ello a la propiedad. Derechos como el de alimentos, o de uso o de habitación, por sólo poner algunos ejemplos, con los que se puede favorecer a los otros hijos o herederos. De hecho, la experiencia de los tiempos en que esta institución existía era que, puesto que el hijo mayor sucedía al padre, le sucedía igualmente en la responsabilidad de cuidar y mantener al resto de la familia y en particular a sus hermanos menores, continuando así la labor paterna. Por otro lado, cabría argüir que también hoy día, con la existencia de los tercios de mejora y libre disposición de los que el causahabiente puede disponer, la herencia de un legitimario podría diferir de un modo más que sustancial respecto de otro u otros. En cualquier caso, estamos hablando de una libertad del testador no de una obligación. Lo fundamental es la existencia de la libertad de constituir un núcleo patrimonial, afectando unos bienes que pasarían de este modo a ser considerados como bienes de «naturaleza familiar» no enajenables, o difícilmente enajenables. Estos bienes patrimoniales simbolizarían la continuidad de la familia, de su permanencia en el tiempo, convirtiéndose en algo más que un mero objeto de consumo o disfrute individuales. Se convertirían en bienes y

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derechos vinculados familiarmente y transmisores por ello de una gravedad que tenderá a responsabilizar en un sentido moral al titular de los mismos. Las consecuencias políticas y sociales de la existencia de tales patrimonios no pueden ser sino beneficiosas, como se ha visto por los textos anteriormente citados. Porque, en palabras de Burke: «El poder de perpetuar nuestra propiedad en nuestras familias es una de las más valiosas e interesantes circunstancias que hemos de considerar en todo esto, ya que es el que tiene la tendencia mayor a perpetuar la sociedad misma»37. Es conocida la sentencia de este gran pensador irlandés según la cual quienes nunca vuelven la vista hacia sus antepasados tampoco tendrán preocupación alguna por sus descendientes. La existencia de patrimonios, de «herencias vinculantes» procedentes de nuestros antepasados, nos ayuda a entender la vida como una gracia, como un don recibido que no es el objeto de compraventa alguna. Percibidas así las cosas, lo más natural es transmitir lo que se recibió y del modo en que se recibió, como una gracia no comprada y que a su vez debe ser entregada. Favorecería, en suma, un modo de ver la realidad que sería la mejor garantía de futuro. ¡Qué bien observó Guizot la filosofía de fondo que subyace en la idea que impide la libertad de testar y vincular los patrimonios! Para el gran político francés, quien así piensa «no ve más que seres aislados y efímeros que no aparecen en la vida y sobre esta tierra, teatro de la vida, más que para tomar de ella su subsistencia y su placer, cada uno por su propia cuenta, con el mismo título y sin otro fin». Ahora bien: «Tal es precisamente la condición de los animales. Entre ellos no existe ningún lazo, ninguna acción que sobreviva a los individuos y se extienda a todos. Nada de apropiación permanente, nada de transmisión hereditaria, nada de conjunto ni de progreso en la vida de la especie; sólo individuos que aparecen y pasan, toman al pasar su parte de bienes de la tierra y de placeres de la vida en la medida de su necesidad y de su fuerza, las cuales constituyen suley». Su conclusión es «que los hombres descienden al rango de los animales; queda derogado el género humano»38. 9. La libertad de testar y vincular fue, por otra parte, la norma de nuestra tradición jurídica hasta los tiempos del despotismo político39. Es con Carlos III

cuando se prohíbe por vez primera la libertad de vincular nuevos patrimonios sin la autorización real, e igualmente data de esta época el momento en que se

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comenzaron a arbitrar medidas que permitiesen facilitar la desvinculación de los patrimonios ya existentes40. Proceso que continuó hasta la llegada del movimiento revolucionario, autodenominado «liberal», que derogó definitivamente esta libertad tradicional de nuestro Derecho en 1820, tras el golpe de Riego. Cierto es que nuestro Código civil, en línea con la moderación reflejada por su inspirador, el Código francés de 1804, concede una limitada libertad de disposición al testador a través de las legítimas de mejora y de libre disposición, y permite igualmente una cierta capacidad de sustitución fideicomisaria en aquella parte de la herencia que no afecta a los legitimarios. Ya en su momento el Código francés había rectificado igualmente los planteamientos radicales de la Convención. Ésta, con fecha de 7 de marzo de 1793, había prohibido toda libertad de testar e impuso una rígida partición de las herencias. La Revolución francesa —como explica Laurent— «comenzó por abolir los privilegios que tendían a concentrar las grandes fortunas en algunas cabezas. Esto no se estimó suficiente: hacía falta dividirlas hasta el infinito»41. Los autores del Código francés, y posteriormente del español, moderarán esta orientación radical. La moderarán pero, y esto es importante, no la cambiarán. Son ilustrativas a este respecto las palabras de quien fuera el principal redactor del Código francés, Portalis. Para este gran jurisconsulto «ningún hombre tiene, por un derecho natural e innato, el poder de mandar después de su muerte, y por decirlo de alguna manera, de sobrevivirse mediante un testamento». Por lo que, a su juicio, «se ha hecho bien, para la libertad de la circulación de bienes y para el bien de la agricultura, en proscribir esas sustituciones absurdas que subordinan los intereses del pueblo vivo a los caprichos del pueblo muerto»42. Y este es el mismo espíritu que encontraremos en nuestra vigente legislación. Para expresarlo con las palabras de Tocqueville, en el espíritu de nuestra legislación la familia ya no representa la tierra ni la tierra representa la familia. Ya no «perpetúa su nombre, su origen, su gloria, su poderío, sus virtudes». Ha dejado de ser «un testigo imperecedero del pasado y una prenda preciosa de la existencia futura». Y olvidando, igualmente, que «el mejor medio de enseñar a los hombres a violar los derechos individuales de los vivos es no tener en cuenta la voluntad de los muertos»43. Queda por ver ahora la otra dimensión esencial a la que la idea de patrimonio nos remite. Si la primera ha sido el espacio, el mundo de las cosas tangibles, la

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segunda es la del tiempo, es decir, el mundo de las «mores». Si el primer aspecto del patrimonio se materializa de un modo privilegiado en la tierra y en la casa, el segundo lo hace en la memoria y en la tradición. Junto a un patrimonio hecho de lugares y cosas se halla también un patrimonio hecho de historias y costumbres. 10. La continuidad del patrimonio moral tiene su expresión paradigmática en la natalidad, pues con el nacimiento de un niño acontece la renovación de la familia. Capacidad de generación vinculada a una capacidad de acogida al recién llegado consistente en cuidarle y alimentarle, pero sobre todo en mostrarle el rostro amable con el que la realidad a la que se está abriendo le recibe. El rostro del padre, pero sobre todo el de la madre en los inicios, muestran al niño que la realidad es buena y acogedora. Y el niño, en la medida que va percibiendo la realidad de «lo otro», como algo distinto de sí, la percibe como una realidad que no le es extraña, sino familiar. Esta condición «familiar» de las cosas, del mundo, le permite al recién llegado ir integrando el sentido del tiempo y de las cosas en el «tiempo interior» de su experiencia vital, domesticándolas y haciéndolas suyas. Una experiencia íntima y personal que es al mismo tiempo familiar y política. Y de ahí que en toda comunidad existan ritos y tradiciones expresivos de esta interiorización del tiempo de los hombres. Como magistralmente ha explicado Rafael Gambra: «Rito, pues, en este sentido amplio, es el suceder temporal comunitario. Se forma también de una originaria determinación —invención— existencial, de una aceptación y de una costumbre sacralizada en tradición. El rito alberga al hombre en el tiempo, como la mansión le alberga en el espacio, y le otorga su bien más preciado: el sentido temporal de las cosas, en cuya virtud no se pierde su vida en la incoherencia y en el hastío»44. La misión de los padres consiste en ser testigos de la belleza y verdad del mundo. Sólo desde este testimonio, amorosamente expresado, es que puede crecer la certeza y seguridad que el niño requiere para su desarrollo. Sin esta mediación los hombres quedarían —o quedan— condenados a percibir el mundo, a los hombres y a las cosas como algo extraño, y la mayor parte de las veces como algo hostil. Es en este aspecto educativo cuando «decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable»45. Se trata de un amor y un testimonio que con el

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crecimiento y la madurez del niño va adoptando una forma narrativa. Los padres van explicando al hijo, ahora con palabras, las verdades fundamentales de la vida, aquellas que configuran y definen su mundo. Un mundo hecho de hombres y cosas, palabras y gestos, entrelazados todos ellos por una materialidad de relaciones a la vez que por un significado que las abraza y unifica. Este testimonio, fundamentalmente oral, se llama «tradición». Tradición que, para que no se pierda, ha de ser cuidadosamente custodiada por la «memoria». En palabras de Tönnies, memoria es la fuerza intelectual «más firme en la creación, conservación y consolidación de las ligaduras afectivas»46. Tradición y memoria que nos remiten a la idea de «origen», al lugar y al tiempo de donde han nacido las cosas: el mundo, la patria, los padres, y uno mismo. La tradición remite al hombre a la historia de su procedencia, de su devenir en el tiempo. De aquellas cosas que le han hecho ser, y ser de un determinado modo y no de otro, desvelándole al mismo tiempo su lugar en el mundo. Esta ubicación en el tiempo, explicativa de su origen, le desvela igualmente su sentido y su finalidad. Sólo en la medida que se sabe quién es, se sabe también aquello para lo que se es, a lo que se está llamado a ser. Con razón ha podido observar Arendt que: «Sin una tradición bien anclada —y la pérdida de esta seguridad se produjo hace varios cientos de años—, toda la dimensión del pasado también estaría en peligro. Corremos el riesgo de olvidar y tal olvido —aparte de los propios contenidos que puedan perderse— significaría que, en términos humanos, nos privaríamos de una dimensión: la de la profundidad en la existencia humana, porque la memoria y la profundidad son lo mismo, o, mejor aún, el hombre no puede lograr la profundidad si no es a través del recuerdo».

Y es este patrimonio el que de un modo muy preciso los padres están llamados a transmitir: es su «oficio», su misión. Porque sólo el padre posee la autoridad para hacerlo, sólo él es «autor» de la renovación por la natalidad del mundo de los hombres, como tuvimos ocasión de ver. Sin esta autoridad, en palabras de Arendt, «se pierde el fundamento del mundo»47. Y esta autoridad por la que el mundo se renueva y permanece tiene su lugar propio, la familia. Lo que hace de esta institución, como bellamente dijera el Concilio Vaticano II, «la madre nutricia de la educación»48. Todo este patrimonio se constituye para el hombre en legado, en «herencia vinculante». Vinculante porque únicamente este legado posibilita al hombre «habitar» en una «morada», esto es, en un espacio hecho de hábitos y costumbres

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(mores), donde espacio y tiempo se entrelazan hasta el punto de constituir una unidad inextricable. Unidad magníficamente descrita por Tocqueville cuando afirmaba que «el espíritu de familia viene a materializarse, en cierto modo, en la tierra. La familia representa la tierra y la tierra representa la familia, perpetuando su nombre, su origen, su gloria, su poderío, sus virtudes. Es un testigo imperecedero del pasado y una prenda preciosa de la existencia futura». Hasta el punto que, como entonan los caballeros del Grial en la ópera de Wagner, cuando Parsifal entra con paso solemne en el recinto donde se oculta el Cáliz, es posible afirmar que «aquí el tiempo se convierte en espacio». Y de ahí que la palabra «patrimonio» haga referencia de un modo indistinto tanto a una masa de bienes reales y jurídicos, de cosas tangibles, como de bienes educativos y morales. 11. Sucede, sin embargo, que esta morada en el tiempo requiere para su existencia de una custodia legal, requiere que la ley proteja y custodie la transmisión y la continuidad del patrimonio porque, como con toda agudeza observa Arendt, el recuerdo está desvalido fuera de una estructura de referencia preestablecida, y es igualmente verdad que «el más mínimo incidente puede destruir unas costumbres y una moralidad que ya no tienen fundamento en la legalidad»49. ¡Cuánto más cuando de lo que se trata no es de un «mínimo incidente», sino de la acción concertada de poderosas fuerzas sociales y económicas, incluyendo, en muchos casos, al propio poder político! Porque, en dramática observación sobre la fragilidad de la libertad humana dejada a sí misma, Emmanuel Lévinas acierta al entender que: «La libertad consiste en instituir fuera de nosotros un orden racional; en confiar lo razonable a lo escrito, en recurrir a una institución»50. En otras palabras, la libertad que aspira a comprometerse en la fundación de nuevas familias requiere, por su propia naturaleza, de un espacio legal capaz de acoger dicha libertad sin adulterarla o desvirtuarla. Y esto es precisamente lo que, al igual de lo que sucedía con el matrimonio indisoluble, se niega. Insistimos una vez más, no se busca imponerlo a quien no quiera, tan sólo que se reconozca como un derecho fundamental para quienes sí lo quieran. Es desde esta perspectiva que puede comprenderse en toda su hondura y dramaticidad la sentencia de Heráclito cuando éste pedía al pueblo que «luchara por la ley como por sus murallas», pues en ello le va la vida. Se trata de una defensa y de una lucha que se muestra de un modo

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paradigmático en la libertad que los padres tienen de educar a sus hijos, esto es, de trasmitir el patrimonio moral del cual la familia es portadora y trasmisora por derecho propio. Todavía somos poco conscientes del papel que en la lucha contra la libertad en general y de la familia en particular se lleva realizando desde hace décadas a través de la ideología de la «no discriminación» y de la llamada escuela «comprensiva» o «integradora». Mediante estas ideologías se está imponiendo en Occidente un burdo y cruel «integracionismo» social y cultural disolvente de toda comunidad y cultura tradicional. So capa de «multiculturalismo» lo que acontece en realidad es una feroz disolución de las formas tradicionales de vida, un ataque a nuestro legado cultural hasta en su raíz. En los colegios, en los barrios y ciudades se impone la «integración». Pero ¿por qué los padres no van a ser libres de elegir con quiénes quieren que sus niños compartan el colegio y con quiénes no? O, ¿por qué no lo van a ser los vecinos de decidir con quién compartir su vecindario? Quién lo decide, ¿el Estado? Centrémonos una vez más en la cuestión educativa como la cuestión fundamental. Con ocasión de la sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, que en 1959 imponía la integración forzosa en las escuelas públicas en los Estados del Sur, se suscitaron fuertes tensiones sociales llamativamente reflejadas por la prensa gráfica de todo el país, por lo que se pidió a Hannah Arendt, cuya popularidad era considerable a causa de su gran estudio sobre los orígenes del totalitarismo, que escribiera un artículo pronunciándose sobre estos acontecimientos. Su artículo no pudo ser más polémico, pero tampoco más necesario. En él, Arendt mantuvo la tesis de que dicha sentencia era un error, y además de ello una injusticia. Con gran escarnio para la mentalidad progresista, afirmó, sin ambigüedades, que «negaría que el gobierno tenga derecho alguno a decirme en compañía de quién han de recibir instrucción mis hijos. El derecho de los padres a decidir estos asuntos por sus hijos hasta que sean mayores de edad sólo lo discuten las dictaduras»51. Para la pensadora alemana, que tanto contribuyó a hacer inteligible la esencia de todo totalitarismo, la igualdad exigible es la política, no la social. Todo ciudadano es igual ante la ley. Pero esta igualdad política no supone la igualdad social, antes al contrario: «Lo que la igualdad es para el cuerpo político —su principio más profundo— es la discriminación para la sociedad». A su juicio, «la discriminación es un derecho social tan indispensable como lo es la igualdad entre los derechos políticos». Sospechaba Arendt que tras

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esta sentencia y otras similares lo que se buscaba era generar un cambio de mentalidad, un cambio en la forma de ver el mundo a través de la educación: «El problema de esta idea ha sido siempre el mismo: sólo puede tener éxito si los hijos son realmente separados de sus padres y educados en instituciones del Estado o se les adoctrina en la escuela de tal manera que se vuelvan contra sus propios padres. Eso es lo que ocurre en las tiranías»52. Avancemos más en esta idea sugerida por Arendt y retrocedamos en el tiempo, al inicio mismo de esta pretensión de transformar ideológicamente las formas de pensamiento, a la Revolución francesa. Tomaremos para ello un pasaje de las Reflexiones que suscitaron aquellos acontecimientos en una de las mentes más preclaras y observadoras de su época: Edmund Burke. Observando el trasfondo ideológico radicalmente anticristiano que movía a aquellos «filósofos fanáticos» que no tenían escrúpulo alguno «en confesar que es más fácil para un Estado subsistir sin religión que vivir con ella», percibió Burke que lo que se proponían era «suplir todo lo que pueda haber de bueno en la religión por un proyecto de su propia inventiva». Proyecto consistente en una «especie de educación fundada en el conocimiento físico de las necesidades del hombre, que llega progresivamente a tal esclarecimiento de los intereses propios del hombre, que, una vez bien comprendidos, deben confundirse según dicen, con un interés más general y público. El plan de esta educación era conocido desde hacía tiempo. Últimamente (como han renovado todos los términos técnicos) le llaman educación cívica»53. ¡Educación para la ciudadanía! Pero sería ingenuo pensar que porque no aparezca esta expresión explícitamente, la ideología haya abandonado sus pretensiones sobre la educación. Es más, ésta se ha hecho tan común que se ha dejado de percibir como algo totalitario y contrario a la libertad. La existencia de un sistema único y obligatorio para todos, por ejemplo, en el que el Estado decide qué, cuándo, dónde y cómo deben estudiar los niños hasta en sus más mínimos detalles, ha dejado de ser percibida como una vulneración radical del derecho de los padres para educar a sus hijos conforme a sus valores morales. Poco importa a este respecto que el colegio sea de titularidad pública, privada o esté concertado: lo que importa es que el modelo educativo es igual y único para todos, y no existe libertad alguna para salirse de él. Es como si el Estado se hubiera arrogado no sólo el derecho a decidir cuál es la marca y aun el modelo de automóvil que todos deben usar para

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circular por las carreteras, sino cuál es ha de ser su equipamiento completo54. 12. Esta pequeña memoria histórica que acabamos de realizar nos ayuda a comprender la extremada importancia de lo que se halla en juego. La negación de la libertad de educar por parte de los padres no es una cuestión meramente accidental de los tiempos que vivimos. Muy al contrario, es la verdadera piedra de toque y máximo exponente del acoso al que la familia se ve sometida. Acoso que tiene por objetivo el proyecto radical y totalitario de crear una sociedad y un hombre nuevos. Una sociedad de hombres «liberados» de todos aquellos vínculos que les ligaban a un tiempo y un espacio determinados, de aquellos límites que hasta ahora se consideraban inherentes a la condición humana. Límites religiosos, morales, y sociales de todo tipo; y, en último extremo, y gracias al poder de la técnica, buscan ser liberados de los límites que la naturaleza ha impuesto a los hombres, y muy especialmente los referidos a la vida y a la familia. De ahí que los procesos de manipulación genética en lo biológico y de manipulación educativa en lo social, corran parejos. Pero lo que quizá no se ha comprendido es que los límites, al establecer la forma y medida de las cosas, al mismo tiempo que las delimitan, y precisamente por ello, las definen. Es más, sólo porque son «contenidas» en su límite es por lo que pueden asumir la existencia. Porque lo ilimitado, en cuanto que indefinido, no existe. Es por ello, que C. S. Lewis ha definido con toda propiedad este proceso de mutación como «la abolición del hombre»55. En este contexto de pérdida de su patrimonio moral y de su capacidad para transmitirlo, la familia sólo puede llevar a lo más una vida marginal y «técnica», trasmutada en algo instrumental, en simple centro de consumo o mera fuente de bienestar subjetivo; como lúcidamente describe Pío XII: «Allí donde penetra el concepto técnico de la vida, la familia pierde el vínculo personal de su unidad, pierde su calor y su estabilidad. No permanece unida sino en la medida en que lo impongan las exigencias de la producción en masa. La familia no será ya obra del amor y refugio de las almas, sino desolador depósito, según las circunstancias, o de mano de obra para esa producción, o de consumidores de los bienes materiales producidos»56.

IV. CONCLUSIÓN Cuando Cicerón, y con él la entera Tradición Central de Occidente, declaraba que

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la familia era el semillero de la república, no afirmaba sólo que la sociedad, toda sociedad, naciera en su origen histórico de las agrupación de clanes o grupos familiares, lo que es rigurosamente cierto. Lo que con ello quería afirmar era más bien que la sociedad nace permanentemente, en cada momento, de la familia, que ella es el «origen» en cada instante, en cada momento, pues ella es el ámbito natural de la natalidad y, por tanto, de la renovación del mundo. La libertad familiar es por ello la más fundamental de las libertades, al ser su fuerza generativa y creativa la que da lugar a la renovación más radical. En palabras de Arendt: «El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y «natural» es en último término el hecho de la natalidad»57. La familia, al tratarse de una institución original y natural, en su sentido más literal y profundo, es decir, como el lugar del que los hombres, sus vínculos e instituciones se originan y nacen, tiene como característica más genuina la permanencia58. Es la familia la que engendra a los hombres, individualmente considerados, y por tanto les precede. Está antes que ellos, pues ella es su origen. Pero además de precederles, les prolonga y les sucede. La familia es, pues, trascendente a la vida de los individuos; es anterior y posterior a ellos. La familia es el lugar, como hemos visto, de la ubicación del hombre, de su ubicación en el tiempo y de su ubicación en el espacio. La familia es la «morada» del hombre. Por eso, todo lo que atañe a la familia habla de la continuidad, habla del «para siempre», comenzando por la acción fundadora de la misma: el matrimonio. Cuando la libertad matrimonial se encuentra poco protegida, pero aún más si se encuentra vulnerada por la ley, llamada a ser su custodia y salvaguardia, la consecuencia no puede ser otra que la fragilidad de todo vínculo y la consecuente «multiplicación de los solos» (Paul Valéry). Lo único que permanece es el poder, el Estado. Poder concebido estatalmente, esto es, como la personificación de una administración anónima y sin rostro definido de funcionarios «proveedores» de servicios antaño familiares. Los hombres, asegurados vitalmente por el Estado, ya sólo se conciben desde sí mismos y para sí mismos, «concentrados en la soledad de su propio corazón». Carecen de testamento vital que les pueda vincular a nada ni a nadie. El mundo existe como objeto de apropiación, pero se carece de «propiedad». El hombre moderno parece ya no sentirse ligado a nada, por lo que las cosas cada vez son menos «suyas», menos «propias». «Mío», decía Guardini, no es tanto aquello que me pertenece como aquello a lo que yo pertenezco. La

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propiedad, así entendida, tiende a identificarse con la familia, como Fustel de Coulanges ha puesto de manifiesto: «La familia está ligada al hogar; el hogar al suelo; una estrecha relación se establece, pues entre el suelo y la familia… Este lugar le pertenece; es su propiedad, no propiedad de un solo hombre, sino de una familia cuyos diferentes miembros han de venir uno tras otro a nacer y morir allí». Es muy posible que ante una afirmación como esta surja un sentimiento de escepticismo, pues todo parece indicar que se está evocando un mundo que hace ya mucho tiempo dejó de existir. Estas cosas, en el mejor de los casos, nos pueden parecer bellas y provocar en nosotros un juicio benevolente y de simpatía, pero con la sensación de que son irreales. Pero es esta percepción la que es engañosa. Lo irreal es el mundo «líquido» que estamos construyendo, donde nada permanece y todo cambia. Y su irrealidad se muestra de modo paradigmático en que es ante todo suicida. Esta incapacidad mostrada de dejar espacio a las cosas permanentes sólo puede tener como resultado la esterilidad y lo efímero. Nuestra sociedad moderna y de consumo es tan aparente y falsa que se ha vuelto anticonceptiva, y se agota en sí misma. La sociedad constituida sobre una base familiar consuma al hombre; la sociedad actual lo consume. Nuestra sociedad líquida no es consumista porque consuma cosas, es consumista porque se consume a sí misma. Rousseau, autor extravagante y polémico pero no exento de genialidad, lo expresaba con toda claridad: «En igualdad de todas las demás condiciones, el gobierno bajo el cual, sin medios extranjeros, sin naturalizaciones, sin colonias, los ciudadanos pueblan y se multiplican más, es infaliblemente mejor; aquel bajo el cual un pueblo disminuye y decae es el peor»59. Pero esto es exactamente lo que está sucediendo en Europa, y con especial intensidad en España, con el actual modelo de Estado del bienestar. En nuestro caso, estamos ante una de las sociedades del mundo que más rápidamente está sufriendo un proceso de envejecimiento y disminución de la población propia60. ¿No ha llegado ya el momento de plantearse que algo está fallando, y que está fallando gravemente? La única opción realista para la continuidad de nuestro mundo, de nuestra civilización, es la familia. La familia es bella porque es natural, y porque es natural es real en su máximo grado. Y la belleza, como el bien, en definición de los clásicos, lo es ex integra causa. Lo que quiere decir que la familia exige para su

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permanencia la integridad de sus elementos co-esenciales: el matrimonio y el patrimonio. Cualquier merma de sus elementos esenciales la vulnera y debilita. La Iglesia parece ser la única fuerza moral en nuestros días que no ha perdido de vista estas verdades fundamentales tanto respecto del matrimonio como del patrimonio. «Entre todos los bienes que pueden ser objeto de propiedad privada —decía Pío XII en 1941— ninguno es más conforme a la naturaleza, según las enseñanzas de la Rerum novarum, que el terreno, la posesión en que habita la familia… y espíritu de la Rerum novarum es afirmar que, por regla general, sólo la estabilidad que radica en un terreno propio hace de la familia la célula vital más perfecta y fecunda de la sociedad, pues reúne admirablemente con su progresiva cohesión las generaciones presentes y futuras». Finalizando estas palabras Pío XII

con la idea de buscar, con toda urgencia, «espacios vitales que permitan la formación del propio hogar» (La solemnità, 24)61. Una consideración final. Si, como pensamos, la familia es la inclinación más fundamental y se halla inserta en el núcleo mismo de la ley natural humana, basta favorecer espacios de libertad para que ésta surja con toda su potencia y originalidad. No requiere de programas de ayuda, ni de partidas presupuestarias ni de ningún Ministerio específico. Tan sólo requiere, como cualquier otro bien, de una garantía legal, de una protección jurídica ante posibles formas de agresión. Sólo se pide que la ley garantice la libertad de fundar íntegramente una familia, reconociendo el carácter matrimonial y patrimonial que le es propio, y que conlleva la vinculación y permanencia de uno y de otro. Cualquier otra cosa que no sea esto, como venimos insistiendo, es una vulneración de la familia y de la libertad. Porque, aun admitido que muchos hombres y mujeres no deseen la vinculación de una vida familiar, ello no significa que otros muchos no la deseen, y se hallen, en cambio, excluidos de todo reconocimiento legal. Parece que, como dice Gambra: «Sólo dos cosas parecen faltar en el horizonte humano actual […] Son éstas el arraigo y la continuidad. Pero tal vez coincidan esas cosas con los primeros derechos, con los más esenciales bienes y libertades del ser humano, condición de los demás: el derecho a la continuidad, el bien inicial de poseer un mundo propio con figura y sentido humanos, de arraigarse en él; la libertad de edificar una vida propia diferenciada y responsable»62. Y es en este sentido que Benedicto XVI ha podido afirmar con toda rotundidad que «la familia es la célula originaria de la libertad»; y, por eso, añade: «todas las dictaduras procurarán

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siempre la destrucción de la familia a fin de cancelar este espacio de libertad, que de otro modo escaparía a su vigilancia»63. Pero si para las ideologías que promueven este nuevo despotismo, la familia es el objetivo último de su ataque, esta institución básica, natural constituye la esperanza primera de un mundo donde la recuperación de lo humano sea posible.

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* Se citan textos y bibliografía en lengua española, accesibles por parte del lector, de forma que pueda profundizar según su interés, siguiendo las notas. 1 Para una versión alternativa, véase Giorgio Colli, El nacimiento de la Filosofía, Tusquets, Barcelona, 2005. 2 Jacqueline de Romilly, La ley en la Grecia clásica, Biblos, Buenos Aires, 2005, pp. 15-16. 3 Werner Jaeger, Paideia: Los ideales de la cultura griega, FCE, México, 1975, p. 106. En el campo semántico de díke se pueden encontrar significados como costumbre, derecho, justicia, y muchas otras propias del proceso jurisdiccional, tales como juicio, sentencia, decisión, arbitraje, decreto, e incluso también satisfacción, pena o castigo. 4 Véase Humphrey D.F. Kitto, Los griegos, EUDEBA, Buenos Aires, 1965, pp. 87 y 222 y E. Gómez Royo, Las sedes históricas de la cultura jurídica europea, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2012, pp. 45 y ss. 5 Jacqueline de Romilly, La ley en la Grecia clásica, pp. 34-38. 6 William K.Ch. Guthrie, Historia de la Filosofía Griega, I , Gredos, Madrid, 1984, p. 395. El lógos podía entenderse como la articulación del lenguaje a través de la razón, que podía ser entendido, en un sentido amplio, también como la razón común, la ley cósmica, la ley divina en tanto que inteligencia. 7 Erik Wolf, El origen de la ontología jurídica en el pensamiento griego, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, 1965, p. 55. 8 Felipe Martínez Marzoa, «Estado y polis» en M. Cruz Rodríguez (comp.), Los filósofos y la política, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 114. 9 La traducción es de F. Martínez Marzoa, Historia de la Filosofía, I , Madrid, Istmo, 1994, p. 51. Véase Agustín García Calvo, Razón común, Lucina, Zamora, 2001, p. 270. Erik Wolf, El origen de la ontología jurídica en el pensamiento griego, p. 61, «El nomos es lo que mantiene en orden a la polis, lo que la une, y la capacita para la tarea de la autorrealización». 12 Hans Welzel, Introducción a la Filosofía del Derecho. Derecho natural y justicia material, Buenos Aires, 2005, pp. 11-16. 13 El principal expositor de los argumentos de los sofistas fue Platón. Véase La República, I , 338c. 10 11

Platón, Protágoras, 317e-320c. Platón, Protágoras, 320c-328b. 16 Platón, Las Leyes,889a-890a. 17 Giovanni Reale, Platón. En busca de la sabiduría secreta, Barcelona, Herder, 2001, pp. 260 y ss. 18 Jacqueline de Romilly, La ley en la Grecia clásica, cit., pp. 134-135. 19 Ingemar Düring, Aristóteles, UNAM, México, 2005, p. 318. 20 Felipe Martínez Marzoa, Historia de la Filosofía, I , p. 159, indica que: «1) Physis tiene en 14 15

Aristóteles (y lo emplea marcadamente, cuando se emplea como término marcado) aquel sentido fuerte que nunca perdió del todo en griego antiguo: salir a la luz, brotar, surgir; tiene sentido de ruptura, lucha, abrir(se), que no aparecía destacado en Platón. 2) Physis se refiere en Aristóteles a cierta región de lo ente». 21 Es un tema discutido, aunque según Giovanni Reale, Introducción a Aristóteles , Herder, Barcelona, 1992, p. 63, «Dios mueve atrayendo y atrae como objeto de amor, es decir, a la manera de fin». 22 Por lo tanto, tanto el mundo físico como todas las cosas (los entes) que estaban en él tendían a su fin. Así, las plantas, los animales, los seres humanos o las ciudades (poléis). El clásico ejemplo es la

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bellota que, en su «naturaleza», tiene el desarrollo de su fin, que es llegar a ser un roble. 23 Agrego «de acuerdo con la naturaleza» para traducir el phýsei que Quintín Racionero, en su espléndida labor, no traduce, porque se repite una idea de la frase anterior. 24 Hay que citar in extenso un pasaje que ha sido uno de los más comentados de la historia de la filosofía jurídica, moral y política: «La justicia política se divide en natural (physikón) y legal (nomikón); natural es la que en todas partes tiene la misma fuerza, y no por parecerlo o no parecerlo. Legal la que desde un principio en nada difiere que sea así o de otro modo pero, una vez establecida, difiere. Por ejemplo, que el rescate cueste una mina, o que haya que sacrificar una cabra y no dos ovejas. Además, cuantas cosas se legislan en casos concretos (o particulares), como ofrecer sacrificios a Brasidas, y las disposiciones de la índole de los decretos. Algunos creen que todo es de este tipo porque lo que es por naturaleza (phýsei) no está sujeto a cambio y en todas partes tiene la misma fuerza. Por ejemplo, el fuego quema tanto aquí como en Persia; advierten, sin embargo, que las cosas justas están sujetas a cambio. Esto, empero, no es así, aunque en un sentido lo es. Entre los dioses quizá no lo es de ningún modo; para nosotros, en cambio, también hay algo justo por naturaleza pero todo lo justo está sujeto a cambio. Con todo, hay algo justo por naturaleza y algo justo que no es por naturaleza. Es evidente, no obstante, cuál de las cosas que pueden ser de otro modo es por naturaleza y cuál no, sino que es legal y convencional (nomikòn kaì synthékei), si es que en realidad ambas están igualmente sujetas a cambio. La misma distinción también se aplica a los demás casos, pues la mano derecha es por naturaleza la más fuerte, aunque es posible que todos lleguen a ser ambidiestros. Las cosas justas según la convención y la utilidad son semejantes a las medidas, pues las medidas de vino y de grano no son iguales en todas partes, sino que donde se compran son mayores y donde se venden menores. Del mismo modo, las cosas que no son justas en el plano natural sino en el humano no son las mismas en todas partes, puesto que no lo son tampoco los regímenes políticos (politeiai), si bien sólo uno es por naturaleza (phýsin) el mejor en todas partes» (Aristóteles, Ética a Nicómaco, V, 7 1134b18-1135a5). 25 J.C. Muinelo Cobo, La invención del derecho en Aristóteles, Dykinson, Madrid, 2011, p. 183. 26 Así parece sugerirlo Jacqueline de Romilly, La ley en la Grecia clásica, cit., pp. 38-40. 27 La tradición ha querido leer (también en filosofía moral y política) a Aristóteles como a un seguidor y reformador de Platón, pero hay notables diferencias entre ambos. Véase Ingemar Düring, Aristóteles, cit. p. 85. 28 Alasdair MacIntyre, Historia de la ética, Paidós, Barcelona, 1994, p. 110. 29 José M.a Royo Arpón, Palabras con poder, Marcial Pons, Madrid, 1997, y Enrique Gómez Royo, Las sedes históricas de la cultura jurídica europea, cit. passim 30 Aldo Schiavone, Ius. La invención del Derecho en Occidente, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2009, especialmente pp. 49-55. 31 Véase la síntesis de Alfonso Ruiz Miguel, La filosofía del derecho en modelos históricos, Trotta, Madrid, 2009, pp. 57-73. 32 Véase F. Camacho, «Ius naturale en las fuentes jurídicas romanas», Anales de la Cátedra Francisco Suárez, II (1962), pp. 35-50. ss.

33

Rémi Brague, La ley de Dios: Historia filosófica de una alianza, Encuentro, Madrid, 2011, pp. 87 y

34

J. Faur, «La doctrina de la ley natural en el pensamiento judío del Medioevo, Sefarad 27 (1967),

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pp. 239-268, especialmente pp. 240-241. 35 Los relatos sobre la vida y hechos de Jesús se compendiaron en diferentes narraciones escritas en griego, surgidos del testimonio de varias comunidades que habían estado en mayor o menor contacto con él. Al principio, los seguidores de Jesús, agrupados en varias comunidades, continuaron siendo una secta más del judaísmo, hasta que la destrucción del Templo (70 d.C.) y otros hechos hicieron que se afianzase como una religión independiente. A ello contribuyeron tres hechos. En primer lugar, aprovechando la base helenizada, las narraciones sobre su vida y obra (los Evangelios) circularon ampliamente y pudieron ser conocidas por mucha gente. En segundo lugar, la figura fundamental de Pablo de Tarso hizo que el mensaje de Jesús tuviera un alcance universal. Él fue el verdadero fundador de lo que históricamente ha sido el cristianismo. Su particular interpretación teológica, contrapuesta en muchas ocasiones a la de las primitivas comunidades de seguidores de Jesús, acabó imponiéndose. Por último, el hecho de que la comunidad de seguidores de Jesús en Roma se emancipara de la sinagoga hizo germinar en la capital del Principado una nueva corriente, que suscitó gran interés en todas las capas sociales. Véase Josep Montserrat Torrents, La Sinagoga cristiana, Trotta, Madrid, 2007. 36 Véase P. Font Puig, «La Filosofía jurídica de la Patrística preagustiniana», Anuario de filosofía del derecho 8 (1961), pp. 1-18. 37 C. Calabrese, «La vida humana entre la perfección y la caída según san Agustín», Anuario filosófico, 91 (2008), pp. 41-54. 38 Véase Rémi Brague, La sabiduría del mundo. Historia de la experiencia humana del universo, Encuentro, Madrid, 2008, p. 203. 39 J. de Churruca, «Presupuestos para el estudio de las fuentes jurídicas de Isidoro de Sevilla», en Anuario de Historia del Derecho Español, XLIII (1973), pp. 429-443. 40 Véase Francisco Carpintero Benítez, «El derecho natural laico de la Edad Media: observaciones sobre su metodología y conceptos», Persona y derecho, 8 (1981), pp. 33-100, especialmente, pp. 66-75. 41 F. Martínez, «Sobre la noción de derecho natural en Graciano», Foro: Revista de ciencias jurídicas y sociales, N.o. Extra 0, (2004), pp. 237-267. 42 Véase, entre otros trabajos del mismo autor, A. Guzmán Brito, «Historia de la denominación del derecho-facultad como subjetivo», Revista de estudios histórico-jurídicos, 25 (2003), pp. 407-443. 43 Para ahondar en estas cuestiones, véase L.E. Corso de Estrada, «Natura y ratio en la especulación sobre el cosmos: Guillermo de Auxerre y Felipe el Canciller», Anuario filosófico, 91 (2008), pp. 69-82. 44 Véase M. Lázaro Pulido, «Raíz ejemplarista de la ley natural en San Buenaventura», Verdad y vida, 256 (2010), pp. 229-238. 45 Summa de bono, I , 2ad 8, 519. 46

Summa Theologica I, q. 79, 12, co.

47

Summa Theologica I-II, q. 93.

48

Summa Theologica I-II, q. 94.

49

Summa Th. I-II, q. 95.

50

Summa Th. I-II, qq. 98-105.

51

Summa Th. I-II, qq. 106-108.

52

Ana Marta González, Claves de la ley natural, Rialp, Madrid, 2006, pp. 74-76. Summa Th., I-II q. 94 a. 2 co.

53

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54

Summa Th. I-II q. 91 a. 3 co.

Juan B. Vallet de Goytisolo, «La justicia según Santo Tomás de Aquino», Arbor 691 (2003), p. 1144. 56 Summa Th. II -II , q. 58 a. 11 co. 55

57

S. Th., II-II, q. 58 a. 7 co.

John Finnis, Ley natural y derechos naturales, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000, pp. 213-216, ha sido uno de los más perspicaces intérpretes de este pasaje, que considera mal interpretado por la tradición tomista. Para Finnis, no se trataría de una doble dicotomía, sino de una división trimembre, en la que mostraban la relación de la persona hacia el Estado (legal), el Estado hacia la persona (distributiva) y una persona contra otra (conmutativa). 59 Véase Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1980, p. 94. 60 S. Th., II -II q. 57, a. 2, co. 58

61

S. Th., II-II q. 118, a. 3, ad 2.

Sigo el esquema de P. Lumbreras, «Introducción al Tratado de las virtudes sociales», en Summa Theologica, tomo IX, Madrid, BAC, 1954, p. 393. 63 Véase J. Cruz Cruz, «Reconducción práctica de las leyes a la ley natural: la epiqueya», Anuario filosófico, 91 (2008), pp. 155-179. 64 S. Th. II -II , q. 120, a2, ad1. 62

65

S. Th. II-II, q. 10, a. 10.

B. Bayona Aznar, «El significado «político» de la ley en la filosofía de Marsilio de Padua», Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 22 (2005), pp. 125-138. 67 Por ejemplo, Hans Welzel, Introducción a la Filosofía del Derecho. Derecho natural y justicia material, p. 5, distingue entre el derecho natural ideal (racional) y el derecho natural existencial (voluntarista). Otros, como André de Muralt, distinguen entre: 1) los partidarios de la univocidad, que buscaban trazar un sistema perfecto, con partes diferenciadas pero ordenadas en un todo, cerrado en sí mismo, que fuera una instancia con una significación absoluta, definible a través de un significado único (Platón, Duns Escoto…) y 2) los partidarios de la analogía (Aristóteles, Tomás de Aquino…) Muralt defiende que los partidarios de la univocidad acabaron imponiendo su visión del mundo, de manera que toda la filosofía, desde la ontología hasta el derecho, acabó descartando la analogía. Véase André de Muralt, La estructura de la filosofía política moderna, sus orígenes medievales en Escoto, Ockham y Suárez, Istmo, Madrid, 2002. 66

333

El autor renuncia a apuntalar cada idea del texto principal con notas a pie de página. Son demasiados autores, y son excesivas las ideas mencionadas como para proceder así. Dado que lo expuesto en estas páginas descansa sobre los datos que el autor ya ha expuesto en otras publicaciones, prefiere remitirse a estos otros estudios, para que el lector, si quiere conocer contextualizadamente las fuentes sobre las que se apoya, pueda hacerlo caso por caso. Es una tarea facilitada en buena medida por la web franciscocarpintero.com, que incluye los textos que es posible dar a la luz en la Red. Solamente expondrá notas a pie cuando considera que las ideas expuestas son demasiado llamativas para el lector, o cuando no pueden ser encontrados sus textos originales en las obras ya publicadas. 2 Justicia y ley natural: Tomás de Aquino, y los otros escolásticos, Servicio de Publicaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, Madrid, 2004. Disponible en la web franciscocarpintero.com. Un estudio más reciente y más amplio es La ley natural. Historia de una realidad inacabada. UNAM, México, 2013. 3 Sobre este modo jurisprudencial del proceder, en el que el derecho natural, el derecho de gentes y el derecho civil formaban parte del único derecho existente, vid. «Nuestros prejuicios sobre el llamado «derecho natural»», en Persona y Derecho (1992) págs. 21-200. Disponible en la web indicada al comienzo del capítulo. 4 Vid. «Principio y norma en el «Ius commune»», en Revista de Estudios Histórico-Jurídicos XXVII (2005) págs. 283-308. Disponible en web indicada al comienzo del capítulo. 5 Vid. «La mutabilidad de la ley natural en Tomás de Aquino», en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto LXVII (2000) págs. 470-530. Disponible en web indicada al comienzo del capítulo. 6 Vid.«La «adaequatio hermeneutica» en Tomás de Aquino», en Philosophica (Valparaíso) 35 (2009), págs. 95-120. Dos nociones históricas de libertad, en «Philosophica» (Valparaíso) 27 (2004), págs. 67108, y «Facultas, proprietas y dominium: tres antropologías en la base de la justicia», en Persona y Derecho 52 (2005), págs. 143-188. Estudios disponibles en la web indicada al comienzo del capítulo. 7 Vid. «Persona y «officium»: derechos y competencias», en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto LXXIII (1996) págs. 3-59. «Persona humana y persona jurídica», en Persona y Derecho (2000) págs. 19-42. Ambos estudios están disponibles en la web indicada al comienzo del capítulo. 8 Vid. «Persona humana y prudencia jurídica», en Ars Juris 18 (1998) págs. 11-38, y «Persona humana y persona jurídica», en Persona y Derecho (2000) págs. 19-42. Especialmente, «Persona, derecho, judicatura», en El derecho a la justicia imparcial, F. Carpintero – M.C. Londoño (coords.), Comares, Granada, 2012, págs. 1-40. Estudios disponibles en la web indicada al comienzo del capítulo. 9 Se trata del Libro III , cap. 34 de esta obra. 1

Reitero la remisión a «La «adaequatio hermeneutica» en Tomás de Aquino», cit. Vid. La ley natural. Historia de un concepto controvertido Encuentro, Madrid, 2008. La ley natural: Historia de una realidad inacabada, UNAM, México, 2013. 12 Reitero la remisión a «Dos nociones históricas de libertad» y «Facultas, proprietas y dominium: tres antropologías en la base de la justicia», cit. 13 Sobre algunos problemas de las nociones metafísicas, vid. «Los conceptos universales: ¿Quimera histórica o instrumentos del derecho?», en Revista de la Facultad de Derecho, Universidad de Murcia, 22 10 11

334

(2004) págs. 367-389. Disponible en la web indicada al comienzo al comienzo del capítulo. 14 Vid. «El desarrollo de la facultad individual en la Escolástica», en F. Carpintero (ed.), El derecho subjetivo en su historia, Universidad de Cádiz, 2003, págs. 35-288. Reitero la remisión a Justicia y ley natural: Tomás de Aquino, y los otros escolásticos, Servicio de Publicaciones de la Facultad de Derecho. Universidad Complutense, Madrid, 2004. Ambos estudios están disponibles en la web indicada al comienzo al comienzo del capítulo. 15 Reitero la remisión a «El desarrollo de la facultad individual en la Escolástica», en F. Carpintero (ed.), El derecho subjetivo en su historia, Universidad de Cádiz, 2003, págs. 35-288. Disponible en la web indicada al comienzo. También en El desarrollo de la idea de libertad personal en el pensamiento medieval. Universidad Panamericana-Editorial Porrúa, México D.F., 2006. 16 «Nam per si impossibile Deus non esset, qui est ratio divina: aut ratio illa divina esset errans, adhuc si quis ageret contra recta rationem angelicam, vel humanam, vel aliam aliquam, si qua esset, peccaret. Peccatum est voluntaria carentia conformitatis ad rationem rectam debiti voluntati». Commentarii doctissimi in IIII Sententiarum libros, Brixiae, 1574, L. II, Dist. 28, quaestio unica, pág. 165E.

Está tomado del pasaje de los Evangelios en los que se cuenta que un aristócrata judío, Nicodemo, fue de noche a visitar a Cristo, y Él le dijo que era preciso volver a nacer. Nicodemo le contestó: «¿Cómo es posible volverse a meter en el vientre de su madre y volver a nacer?». Cristo le contestó que era necesario renacer en el agua y en el espíritu, y Nicodemo comprendió rápidamente. 18 Vid. «Mos italicus», «mos gallicus» y «El Humanismo racionalista», en Ius Commune VI (1977), 17

págs. 108-171. También en Historia del derecho natural. Un ensayo, UNAM, México D.F., 1999. Ambos estudios están disponibles disponible en la web indicada al comienzo al comienzo del capítulo. 19 Vid. «El derecho natural laico de la Edad Media», en Persona y Derecho VIII (1981), págs. 33-100. También en Historia del derecho natural. Un ensayo, UNAM, México D.F., 1999. Ambos estudios están disponibles en la web indicada al comienzo al comienzo del capítulo. 20 Vid. «Sobre la génesis del derecho natural racionalista en los juristas de los siglos XII -XVII », en Anuario de Filosofía del Derecho XVIII (1975) págs. 263-305. Disponible en la web indicada al comienzo del capítulo. 21 Se han ocupado del ius naturale en el Derecho común, tempranamente A. Bonucci, La derogabilità del diritto naturale nella scolastica. Perugia, 1906, y más recientemente R. Weigand en Die Naturrechtslehre der Legisten und Dekretisten von Irnerius bis Accursius und von Gratian bis Johannes Teutonicus. München, 1967. El autor de este texto estudió las teorías bajomedievales del derecho natural en «Sobre la génesis del derecho natural racionalista en los juristas de los siglos XII-XVII», en Anuario de Filosofía del Derecho

XVIII

(1975), págs. 263-305. «El derecho natural laico de la Edad

Media», en Persona y Derecho VIII (1981), págs. 33-100. Ambos estudios disponibles en la web indicada al comienzo del capítulo. 22 Vid. Del derecho natural medieval al derecho natural moderno: Fernando Vázquez de Menchaca, Universidad de Salamanca, 1977. Disponible en la web indicada al comienzo del capítulo. 23 Algunas ideas sobre esta escolástica en Justicia y ley natural: Tomás de Aquino, y los otros escolásticos. Servicio de Publicaciones de la Facultad de Derecho. Universidad Complutense, Madrid, 2004, y en «El desarrollo de la facultad individual en la Escolástica», en F. Carpintero (ed.), El derecho

335

subjetivo en su historia, Universidad de Cádiz, 2003, págs. 35-288. Ambos estudios están disponibles en la web indicada al comienzo del capítulo. 24 Vid. los estudios La ley natural. Historia de un concepto controvertido, Encuentro, Madrid, 2008, y La ley natural: Historia de una realidad inacabada, UNAM, México, 2013. 25 Bartolomé de Medina había indicado varios años antes que son muchos los que defendían el criterio ex objecto«a bocados»: «Alii sunt qui mordiscus defendunt istam sententiam, quod bonitas voluntatis tantum dependeat ex solo objecto, sed loquuntur contra istam philosophiam, et veritatem». Expositio in I-II Angelici Doctoris D. Thomae Aquinatis, Salamanca, 1578, I-II, q. 19, art. 2. Vid. «Los escolásticos españoles en los inicios del liberalismo», en Revista de Estudios HistóricoJurídicos XXV (2003) págs. 341-373. Disponible en web indicada del capítulo. 26

No se refiere a lo que corresponde a alguien según las leyes humanas o divinas, sino a una realidad que es anterior a cualquier ley. En esta misma línea Gaspar Cardillo escribía: «Discursus legitimus est…». Commentarium in libros de Physica auscultatione Aristotelis, Compluti, 1586, cap. 1, § 2. Repite la idea en la pág. 25. Y Bartolomé de Medina hablaba de la ‘legitima philosophia’, que sería la tomista, para oponerla a la de los nominalistas. Vid. Expositio in I-II Angelici Doctoris D. Thomae 27

Aquinatis, Salamanca, 1578,

III ,

q. 1, art. 2, en la pág. 12. El término legitimus, en este nuevo sentido,

ya se encontraba en los nominalistas del siglo

XV.

«Democratiam esse ex divina institutione, respondemus, si hoc intelligatur de institutione positiva, negandam esse consecutionem: si vero intelligatur de institutione quasi naturali, sine ullo inconvenienti admitti posse, et debere». Defensio Fidei Catholica adversus Anglicanae sectae errores, Coimbra, 1613, L. III, cap. 1, § 8. Añade que «At vero demo-cratia esse potest sine institutione 28

positiva, ex sola naturali institutione, seu dimanatione cum sola receptione novae, seu positivae instituionis, quia ipsa ratio naturalis dictat, potestatem politicam supremam naturaliter sequi ex humana communitate perfecta, et ex vi ejusdem rationis ad totam communitatem pertinere». Defensio Fidei... cit., L. III, cap. 1, § 3 y §§ 10-11. Otros datos interesantes en esta obra en L. III, cap. 1, §§ 5 y 7, en donde explica que «Ex natura rei sola est potestas in communitate». 29 En una sucesión de citas, Suárez expone que «Actus humanus … duplex est interior, et exterior, quae se ita comparantur, et exterior non possit esse sine interiori». Tractatus de Legibus et Legislatore Deo, Madrid, 1967, L. III, cap. XII, § 1. «Lex mere humana non potest praecipere actum pure internum directe, et secundum se … Nam potestas legislativa est etiam coactiva, ut diximus, et si ita sit coactiva esse non potest respectu interiores actus, neque legem ferre circa illud potest». Tractatus.., cit., L. III, cap. XIII, § 2. «Ratio vero principalis assertionis est, quia potestas humana legislativa solum ordinatur ad exteriorem pacem, et honestatem communitatis humanae, ad quem nihil referunt actus, qui in pura mente consummantur». Tractatus.., cit., L. III, cap. XIII, § 3. «Quia judicium humanum non fertur, nisi secundum allegata et probata». Tractatus.., cit., L. III, cap. XIII, § 5. Sobre algunos de los problemas que la ciencia moderna introdujo en las teorías sobre el derecho natural, vid. La crisis del Estado en la Edad Posmoderna, Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2012, o Dogmas y escepticismo. Presupuestos de Filosofía del derecho, Escuela Libre de Derecho-Editorial Porrúa, México, 2013. Estudios más asequibles son «Métodos científicos y método del Derecho: una historia superada», en Persona y Derecho 62 (2010/1) págs. 20-58, y «Crisis de la ciencia, crisis del escepticismo ético», en Dikaion (Univ. de La Sabana, Chía, Colombia) págs. 11-52. Los dos últimos 30

336

estudios están disponibles en la web indicada al comienzo del capítulo. 31 Vid. «Deber y fuerza: la Modernidad y el tema del deber jurídico», en Obligatoriedad y derecho.

XII

Jornadas de Filosofía Jurídica y Social, Universidad de Oviedo, 1991, págs. 151-182. Disponible en web indicada al comienzo del capítulo. 32 Sobre Hobbes, vid. los estudios La ley natural. Historia de un concepto controvertido Encuentro, Madrid, 2008, y La ley natural: Historia de una realidad inacabada, UNAM, México, 2013. 33 Hobbes escribe que «Others, to avoid the hard condition, as they take it, of absolute subjection, which, in hatred thereto, they also call slavery, have devised a government, as they think, mixed of the three sorties of sovereignty. As for example: they suppose the power of making laws, given to some great assembly democratical, the power of judicature to some other assembly and the Administration of the laws to a third, or the some one man». De corpore politico, The Second Part, Chap. 1, § 15, pág. 134 de la edición de Londres de 1840. 34 Vid. «¿Pueden las teorías sobre la justicia sustituir a la doctrina de la ley natural?», en Persona y Derecho 66/67 (2012) págs. 315-352. Disponible en la web indicada al comienzo del capítulo. 35 En aquella época, impregnada de la metafísica de Luis de Molina (y que también se atribuía a Suárez), los teólogos protestantes de la Universidad Uppsala (Suecia) no aceptaron su nominalismo y consecuente voluntarismo divino. Además, debieron advertir que su propuesta doctrinal distaba de estar clara. 36 Vid. «La independencia y autonomía del individuo: los orígenes de la persona jurídica»», en Anuario de Filosofía del Derecho (1987), págs. 477-522. Disponible en la web indicada al comienzo del capítulo. 37 Vid. La Cabeza de Jano, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1989. Disponible en la web indicada al comienzo del capítulo. 38 Vid. «La Modernidad jurídica y los católicos», en Anuario de Filosofía del Derecho V (1988), págs. 383-4120. Disponible en web indicada del capítulo. 39 Sobre Locke, vid. Historia del derecho natural. Un ensayo , UNAM, México, 1999. Historia breve del derecho natural, Colex, Madrid, 2000. Disponibles en la web indicada al comienzo. La ley natural. Historia de un concepto controvertido Encuentro, Madrid, 2008, y la La ley natural: Historia de una realidad inacabada, UNAM, México, 2013. 40 Vid. «Imputatio», en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto LXXXI (2004) págs. 25-78. Disponible en la web indicada al comienzo del capítulo. 41 «Yo mismo me equivoco al hablar de una república cristiana, porque cada una de estas palabras excluye a la otra. El cristianismo sólo predica servidumbre y dependencia. Su espíritu es demasiado favorable a la tiranía como para no aprovecharse de él. Los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos». Du contrat social ou principes du droit politique, Gallimard, Paris, 1964, Libro I, cap. IV, pág. 333.

Vid. Historia breve del derecho natural, Colex, Madrid, 2000. «Las canas de Kant», en Anuario de Filosofía del Derecho XI (1994) págs. 434-466. Disponibles ambos estudios en la web indicada al 42

comienzo. La ley natural. Historia de un concepto controvertido Encuentro, Madrid, 2008, y la ley natural: Historia de una realidad inacabada, UNAM, México, 2013. 43 Sobre los discípulos más inmediatos de Kant, reitero la remisión a La Cabeza de Jano, Universidad de Cádiz, 1989. Disponible en la web indicada al comienzo del capítulo.

337

En realidad, el título fue Juris naturae larva detracta. Pero el término ‘larva’ puede ser traducido correctamente, en este contexto, como ‘secreto’. 44

338

«Los derechos humanos se han convertido en el mayor artículo de fe de una cultura laica que teme no creer nada más» (Michael Ignatieff, Los derechos humanos como política e idolatría, Paidós, Barcelona, 2003, p. 75). 2 Georg Jellinek, La declaración de derechos del hombre y del ciudadano [1895], Comares, Granada, 2009, p. 9. 3 «La primacía que en la conciencia de la época correspondía a la religión, la ruptura de la unidad de la fe y el carácter absoluto de las exigencias de ésta, explican que el primer derecho personal que fue reivindicado sea el que corresponde a la libertad de opción religiosa» (Antonio Truyol y Serra, Los derechos humanos: declaraciones y convenios internacionales, Tecnos, Madrid, 1984, p. 25). 4 Pierre du Bellay, «La conferencia de los edictos de pacificación», 1600 (citado por Gregorio PecesBarba y Luis Prieto, «La filosofía de la tolerancia», en Gregorio Peces-Barba y Eusebio Fernández (eds.), Historia de los derechos fundamentales, vol. II, tomo I («Tránsito a la modernidad: Siglos XVI y XVII»), 1

Dykinson, Madrid, 1999, p. 295). 5 Agustín interpreta el pasaje de esta forma: «A los buenos se les invita y entran; a los malos, se les obliga a entrar: los que se hallan por los caminos y los setos, esto es, en la herejía y cisma, son obligados a entrar por el poder que la Iglesia a su debido tiempo recibió, por el don de Dios, mediante la religión y fe de los reyes» (San Agustín, Epístola 185, 24). 6 San Agustín, Epístola 105, 10. 7 En la Europa de la Reforma y la Contrarreforma la confesionalidad estatal «adoptó dos formas principales, aunque para lo que a nosotros nos interesa [intolerancia religiosa] sus consecuencias fueran semejantes: la fórmula católica del Estado confesional, donde éste hace suyos los fines y las reglas de la Iglesia de Roma, pero sin llegar a la confusión entre sociedad política y sociedad religiosa; y la fórmula protestante de la religión del Estado, que alcanza una unión mucho más estrecha, hasta el punto de que son los propios magistrados civiles quienes ostentan la autoridad religiosa» (Gregorio Peces-Barba y Luis Prieto, «La filosofía de la tolerancia», cit., p. 269). 8 Michel de L’Hospital, Oeuvres, tomo I , Rufey, París, 1824, p. 394. Este pragmatismo será despreciado por los fanáticos de uno y otro bando; así, el mariscal Tavannes (católico) se refirió a los politiques como «hombres que prefieren un reino en paz, pero sin Dios, que en guerra por Él». 10 Citado en Henry Kamen, Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna, Alianza, Madrid, 1987, p. 118. 11 Anónimo, «Sobre el Edicto del mes de abril de 1598», Biblioteca Nacional de París (Lb. 35-728) (citado en G. Peces-Barba – L. Prieto, «La filosofía de la tolerancia», cit., p. 296). 12 En 1589 dice a los Estados Generales: «Se me ha exigido con frecuencia que cambie de religión. ¿Pero de qué manera? Con la daga al cuello. […] Instruidme, no soy obcecado. Tomad el camino del razonamiento, que será mucho más provechoso» (Citado en «La filosofía de la tolerancia», cit., p. 292). 13 Cf. Henry Kamen, Nacimiento y desarrollo…, cit., p. 125. 14 Cf. Antonio Truyol y Serra, Historia de la filosofía del Derecho y del Estado, vol. 2, 1975, p. 70. 15 «[L]a tolerancia no fue un rasgo distintivo de la Iglesia anglicana. La población católica, cuyo número era aún considerable, se vio sometida a las «leyes penales», que se intensificaron e hicieron más feroces a medida que transcurría el reinado de Isabel I y aumentaba la amenaza de la católica 9

339

España. […] En el reinado de Isabel I [1558-1603] 189 católicos, la mayoría del clero secular, fueron condenados a muerte y unos cuarenta más murieron en prisión» (Henry Kamen, Nacimiento…, cit., p. 155). Hay que decir también que, durante el reinado de la católica María Tudor (1553-58), 273 protestantes fueron quemados por herejía (H. Kamen, op.cit., p. 100). 16 «A mediados del siglo XVII apenas se practicaba la tolerancia fuera de los territorios ingleses. Incluso en la pionera Polonia, la Contrarreforma había expulsado a los socinianos, y en Francia se estaba desmoronando el régimen establecido por el Edicto de Nantes» (H. Kamen, op.cit., p. 181). 17 Por ejemplo, desde 1680 se prohibieron los matrimonios entre católicos y protestantes. 18 Cf. H. Kamen, op.cit., p. 129. 19 Hugo Grocio, «Discurso al Consejo de Amsterdam» (citado en G. Peces-Barba – L. Prieto, «La filosofía de la tolerancia», cit., p. 315). 20 Citado en G. Peces-Barba – L. Prieto, «La filosofía de la tolerancia», cit., p. 321. 21 Sobre el tema, vid. Francisco J. Contreras, La filosofía del Derecho en la historia, Tecnos, Madrid, 2014, cap. 4. 22 La célebre expresión fue acuñada en el mítico discurso de John Winthrop, primer gobernador de Massachusetts, 1630. 23 Georg Jellinek, La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, cit., p. 81. 24 Roger Williams, The Bloody Tenent of Persecution for Cause of Conscience [1643], en The Complete Writings of Roger William, Russell & Russell Inc., Nueva York, 1953, vol. III, p. 3. Cf. Samuel Gregg, Tea Party Catholic: The Catholic Case for Limited Government, a Free Economy, and Human Flourishing, Crossroad Publishing Co., Nueva York, 2013, p. 132 ss. 26 Perdón por la autocita: «De lo «justo objetivo [id quod iustum est]» se derivan ciertamente [en la perspectiva antigua] consecuencias jurídicas para los individuos; es misión del jurista «atribuir a cada uno su derecho [ius suum cuique tribuere]». Pero, dentro del ius suum, se pondrá acento prioritario en el ius, y no en el suum. El ius suum es la parte, la porción que corresponde a un individuo determinado en una distribución basada en una norma objetiva. No habría suum si no existiese antes un ius, una regla justa que hace posible la distribución. El Derecho objetivo precede al derecho subjetivo; la norma agendi precede a la facultas agendi» (Antonio E. Pérez Luño – Francisco J. Contreras, «Michel Villey et l’Espagne», Droit et Société, no 71 (2009), p. 49). 27 «Los códigos morales y jurídicos han sido durante siglos, desde los Diez Mandamientos a las Doce Tablas, conjuntos de reglas imperativas que establecían obligaciones y no derechos» (Norberto Bobbio, «La Revolución Francesa y los derechos del hombre», en El tiempo de los derechos, Sistema, Madrid, 1992, p. 145). 28 Antonio E. Pérez Luño, Derechos humanos, Estado de Derecho y Constitución, Tecnos, Madrid, p. 39. En el mismo sentido Passerin d’Entrèves: «La moderna teoría del derecho natural era, hablando con propiedad […] una teoría de los derechos subjetivos. Se ha producido un cambio importante bajo la envoltura de las mismas expresiones verbales. El ius naturale del filósofo político moderno no es ya la lex naturalis del moralista medieval, ni el ius naturale del jurista romano» (Alessandro Passerin d’Entrèves, Derecho natural, Aguilar, Madrid, 1972, p. 77). 29 «Para Santo Tomás, Ius significa primordialmente «lo justo» o «lo que es justo». […] [En cambio], Hugo Grocio está ya, como Suárez, a este lado de la divisoria: el Ius es esencialmente algo que alguien tiene, y sobre todo (o, al menos, paradigmáticamente), un poder o libertad» (John Finnis, Natural Law 25

340

and Natural Rights, Oxford University Press, Oxford, 1988, pp. 206-207). 30 Francisco Suárez, De Legibus [1612], I , ii, 5. «La ley natural, en la concepción del iusnaturalismo tradicional, […] tenía como destinatarios a los soberanos, a los que imponía la obligación de ejercer el poder respetando algunos principios morales supremos. Que a este deber de los gobernantes correspondiese un derecho correlativo de los súbditos a pretender que los gobernantes respetasen el deber era dudoso. […] Quien tenía un derecho sobre los gobernantes era en última instancia sólo Dios, frente al que los gobernantes eran responsables de sus acciones, y no frente al pueblo» (Norberto Bobbio, «Igualdad y dignidad de los hombres», en El tiempo de los derechos, cit., p. 41). 32 Manuel García Pelayo, «La idea medieval del Derecho», en Del mito y de la razón en el pensamiento político, Revista de Occidente, Madrid, 1968, p. 91. 33 Aristóteles, Política, I , 1. 31

«La doctrina de los derechos naturales presupone una concepción individualista de la sociedad y, por consiguiente, del Estado, continuamente contrastada por la más sólida y antigua concepción orgánica, según la cual la sociedad es un todo, y el todo está por encima de las partes. […] Concepción individualista significa que primero está el individuo, que tiene valor por sí mismo, y después está el Estado, y no viceversa. Que el Estado está hecho para el individuo, y no el individuo para el Estado […]» (Norberto Bobbio, «El tiempo de los derechos», en El tiempo de los derechos, cit., p. 107). 35 «Los derechos humanos están ligados a una filosofía individualista: el poder [sólo] será considerado legítimo si respeta ciertas prerrogativas reconocidas al individuo en cuanto tal [no en tanto que miembro de tal o cual feudo, gremio o estamento]. En otros términos, el individuo, con sus derechos, constituye el fin de la asociación política, lo cual vincula la concepción de los derechos humanos a la idea de un poder basado sobre el contrato social» (Guy Haarscher, Philosophie des Droits de l’Homme, Éditions de l’Université de Bruxelles, Bruselas, 1987, p. 12). 36 «En una concepción orgánica de la sociedad el fin de la organización política es la conservación del todo. No hay sitio en ella para derechos que […] la preceden […] La misma expresión «asociación política» es totalmente extraña al lenguaje del organicismo: «asociación» se dice de una formación social voluntaria, derivada de un acuerdo» (N. Bobbio, «La herencia de la Gran Revolución», en El tiempo…, cit., pp. 162-163). 37 Cristoph Menke – Arnd Pollmann, Filosofía de los derechos humanos, Herder, Barcelona, 2010, p. 29. 38 Hugo Grocio, De iure belli ac pacis [1625], Proleg., 6. 39 Julius Stone, Human Law and Human Justice, Maitland Publications, Sydney, 1966, p. 66. 40 Hugo Grocio, De iure belli ac pacis, libro III , XI , 2. 34

41

Hugo Grocio, De iure belli ac pacis, libro II, VI.

«El celibato no es conveniente sino a los ánimos excelentes. Por lo cual no debe privarse a los hombres de la facultad de procurarse mujeres» (De iure belli ac pacis, libro II, XI, 21). 42

«Et haec quidem quae iam diximus, locum aliquem haberent etiamsi daremus, quod sine summo scelere dari nequit, non esse Deum, aut non curari ab eo negotia humana» (Hugo Grocio, De iure belli ac pacis, Proleg., 11). 44 «Así como ni siquiera Dios puede hacer que dos y dos no sean cuatro, así tampoco que lo que es 43

341

malo intrínsecamente no lo sea» (Hugo Grocio, De iure belli ac pacis, libro I, X, 5). Sobre el tema, vid. Otto von Gierke, Johannes Althusius und die Entwicklung der naturrechtlichen Staatstheorien, Breslau, 1880, parte II. 45

«Si por imposible hipótesis la razón divina o el mismo Dios no existiesen, o dicha razón no fuese recta, pese a todo aquél que actuase contra la recta razón […] pecaría» (Gregorio de Rímini, Lectura super Secundum Sententiarum [1345], d. 34, q. 1, a. 2 [citado en Guido Fassò, La legge della ragione, Il Mulino, Bolonia, 1964, p. 138]). 47 «Muchas acciones son malas por sí mismas […], es decir, son malas no por el hecho de ser juzgadas malas por Dios, sino que más bien son juzgadas malas por Dios por el hecho de que son malas en sí mismas» (Gabriel Vázquez, Commentaría ac disputationes in Primam Secundae Sancti Thomas [1600], disp. 150, cap. 3 [citado en La legge della ragione, cit., p. 145]). 48 Hugo Grocio, De iure belli ac pacis, libro I , X, 5. 46

«Todos los exponentes más celebrados del moderno iusnaturalismo «laico» se caracterizan por un interés muy marcado en las cuestiones teológicas. Se aprecia un fuerte empeño de fe en el fundamento de sus obras y de sus construcciones teóricas» (Francesco Todescan, Le radici teologiche del giusnaturalismo laico, Giuffrè Editore, Milán, 1983, p. 10). Cf. Giovanni Ambrosetti, I presupposti 49

teologici e speculativi delle concezioni giuridiche di Grozio, Pubblicazioni della Facoltà di Giurisprudenza della Università di Modena, 1955. 50 Samuel Pufendorf, Institutiones iurisprudentiae divinae, I , 2 [citado en Historia de los derechos fundamentales, tomo II, siglo

XVIII ,

p. 231].

51

Samuel Pufendorf, Institutiones iurisprudentiae divinae, I, 4.

52

Samuel Pufendorf, De iure naturae et gentium [1672], VI, 3.

53

Christian Thomasius, Fundamenta iuris naturae et gentium [1718], I, 6.

54

Christian Thomasius, De tortura ex foris Christianorum proscribenda, 1705. Christian Wolff, Ius naturae methodo scientifica pertractatum [1740-48], I, § 36.

55

Christian Wolff, Institutiones iuris naturae et gentium [1750], § 95. «Tritt das Naturrecht nach der Gründung der Staaten ganz in den Hintergrund. Es bleibt nur als Maxime für den staatlichen Gesetzgeber […]» (Alfred Verdross, Abendländische Rechtsphilosophie: Ihre Grundlagen und Hauptprobleme in geschichtlicher Schau, Springer Verlag, Viena, 1963, p. 133). 58 Gottfried W. Leibniz, Monita quaedam ad S. Pufendorfii principia [1709] (citado en A. Verdross, Abendländische Rechtsphilosophie, cit., p. 133). 59 «Esta generación logró el acceso a los poderes dirigentes de la época, a las cortes del absolutismo ilustrado, y, como cortesanos, se convirtieron en educadores éticos de los príncipes […] Bajo su influencia inmediata se fueron apagando lentamente desde comienzos del siglo XVIII las hogueras, 56 57

enmudeciendo los estertores de los atormentados o de los martirizados ajusticiados, desapareciendo la barbarie de las penas corporales o deshonrosas, disminuyendo la servidumbre de la gleba y los anticuados privilegios del poder […]» (Franz Wieacker, Historia del Derecho privado de la Edad Moderna [1963], Comares, Granada, 2000, p. 233). 60 Para más información sobre Locke, vid. F.J. Contreras, La filosofía del Derecho en la historia, cit., pp. 113-135. 61 «Locke es conocido como el padre del liberalismo. Y, en efecto, fue el primer escritor político

342

que se dedicó sistemáticamente a atacar las bases de los Estados absolutos. […] La influencia que Locke ejerció es enorme. La Declaración de Independencia de Estados Unidos dice en uno de sus párrafos: «Que para mantener estos derechos se constituyen entre los hombres gobiernos, los cuales derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados» [y en esta frase es patente el eco de Locke]. Su influjo se manifiesta, del mismo modo, en su país y en el resto de Europa. Locke se convirtió en el pensador político de moda, al que se citaba como irrecusable y en cuyas doctrinas se inspiraban los políticos para aplicarlas prácticamente. Locke fue un hombre que realizó, sonriendo, una revolución en el pensamiento europeo» (L. Rodríguez Aranda, «Locke: su vida y su obra», en John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil [1690], Aguilar, Madrid, 1981, pp. XIX-XXI). John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil [1690], § 6, cit., p. 10 «El Evangelio, Aristóteles, el sentido común y cierta concepción sobre lo que el hombre necesita para alcanzar la felicidad convergen todos [en opinión de Locke] en el mismo punto. Es contrario a la razón suponer que Dios, al crearnos, nos infundiría deseos que después tuviera intención de frustrar. La aspiración a la felicidad y el esfuerzo por evitar la miseria fueron implantados en nosotros por buenas razones; y el éxito en ambas —tanto en la vida terrena como en la ultraterrena— no es imposible. La obediencia a la ley natural hace posible la felicidad, tanto porque las instrucciones de Dios acerca de vivir castamente y en paz con nuestros semejantes, practicar la caridad, [etc.] […] facilitan la felicidad ya en esta vida, como porque [la recompensa eterna reservada a los buenos, y el castigo eterno reservado a los malos] […] garantizan que, también en el largo plazo infinito, la virtud y la felicidad coinciden» (Alan Ryan, «Locke on Freedom», en A. Ryan, The Making of Modern Liberalism, Princeton University Press, Princeton-Oxford, 2012, p. 240). 64 Alan Ryan, «Locke on Freedom», cit., pp. 234-235. 65 «El punto de partida de Locke viene dado, evidentemente, por los deberes más que por los derechos. El proyecto de Dios para el mundo nos asigna deberes y nos señala tareas; por consiguiente, debemos tener los derechos que son necesarios para poder cumplir esos deberes. […] [Por ejemplo] Estamos obligados a conservar la vida, y por tanto debemos tener derecho a lo que es necesario para preservarla: así es como el deber de conservar la vida subyace al derecho de propiedad» (A. Ryan, «Locke on Freedom», cit., p. 237). 66 John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, cit., p. 120. 67 John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, cit., §12, p. 17. 68 John Locke, Ensayo…, § 135, p. 169-171 69 «Aparece en Locke lo que falta en los escritores individualistas anteriores: una clara percepción de que la independencia personal presupone una propiedad privada protegida con seguridad bajo el gobierno de la ley. […] [S]u afirmación de que la libertad se reduce a nada en ausencia de derechos sólidos sobre la propiedad privada imprimió un sello permanente en el pensamiento político y dio al liberalismo inglés uno de sus rasgos definitorios» (John Gray, Liberalismo, Alianza, Madrid, 1984, p. 31). 70 «Locke sabía que la argumentación contra el derecho divino de los reyes se vería muy reforzada si podía establecer persuasivamente que existen derechos naturales anteriores al Estado soberano. En la sociedad agraria de la Inglaterra del siglo XVII, la propiedad era el candidato más atractivo para esa 62 63

categoría. De ahí su inspirada elección de la propiedad como derecho natural prototípico […]» (Mary Ann Glendon, Rights Talk: The Impoverishment of Political Discourse, The Free Press, Nueva York, 1991,

343

p. 22). 71 Gerrard Winstanley, The New Law of Righteousness, 1648. 72 Por ejemplo, San Ambrosio (siglo IV) consideraba que Dios había deseado que los hombres tuviesen todas las cosas en común, y que la propiedad privada había entrado en el mundo como consecuencia de la Caída. San Agustín y Santo Tomás, en cambio, defendieron la propiedad como una institución natural. Vid. Rodney Stark, The Victory of Reason: How Christianity Led to Freedom, Capitalism, and Western Success, Random House, Nueva York, 2005, p. 78 ss. 73 John Locke, Ensayo …, § 26, cit., pp. 36-37. 74 Antonio Truyol y Serra, Los derechos humanos, cit., p. 27. 75 Abraham Lincoln, «Gettysburg Address», 18 de noviembre de 1863 [http://voicesofdemocracy.umd.edu/lincoln-gettysburg-address-speech-text/] 76 Por ejemplo, los Estados Generales de Francia fueron sólo convocados —a partir de mediados del siglo XV— cinco veces en más de tres siglos: 1468, 1483, 1560, 1614 y 1789. Los encarcelados eran, especialmente, cinco gentilhombres que se habían negado a prestar dinero al rey Carlos I, entonces en apuros financieros: vid. F.J. Contreras, La filosofía del Derecho en la 77

historia, pp. 91-92. 78 «Las leyes inglesas no quieren reconocer un derecho eterno, natural; sólo reconocen un derecho que viene de los antepasados: los «derechos antiguos, indiscutibles, del pueblo inglés»» (Georg Jellinek, La declaración de los derechos…, cit., p. 71). 79 «Coke, Selden y otros […] desarrollaron gradualmente una interpretación según la cual el Parlamento podía proclamar con convicción que estaba luchando, no por algo nuevo, sino por el legado tradicional y legal del pueblo inglés. Así se pusieron los fundamentos de la oposición que Pym iba a liderar contra Carlos I» (Winston Churchill, A History of the English-Speaking Peoples [1956], vol. II, Cassell & Company, Londres, 1974, p. 122) 80 «[H]ay una evolución desde la Carta Magna a los textos del siglo

XVII ,

que se apoyan en la

tradición anterior, y no una ruptura o un sistema político radicalmente diferente, como en el caso francés de 1789. […] El modelo inglés es producto de una evolución, se apoya en la experiencia histórica, parte de la limitación del poder y no al revés, y carece de construcciones doctrinales racionales y abstractas como sustrato ideológico» (Gregorio Peces-Barba, «Fundamentos ideológicos y elaboración de la Declaración de 1789», en Historia de los derechos fundamentales, cit., tomo II, volumen III ,

pp. 126-127).

Sobre Coke y el common law, vid. Elio Gallego, Common Law: El pensamiento jurídico y político de Sir Edward Coke, Encuentro, Madrid, 2011. 82 «El common law es un Derecho tradicional-judicial impersonal: no está formado por decretos de los reyes; al contrario, los reyes están sometidos al common law, y no pueden modificarlo. «El rey no debe estar sometido a otro hombre, pero sí a Dios y a la ley [rex non debet esse sub homine, sed sub Deo et lege], pues es la ley la que hace al rey», había escrito ya en el siglo XIII el jurista inglés Henry Bracton 81

(De legibus et consuetudinibus Angliae, I, 8, 5). Este principio se opone al viejo «quod principi placuit, legis habet vigorem [lo que place al rey tiene fuerza de ley]». El ideal aristotélico del nomos basileus (las leyes son superiores a los reyes) adoptará en la tradición inglesa la forma del rule of law (imperio del Derecho)» (F.J. Contreras, La filosofía del Derecho en la historia, cit., p. 97).

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Edward Coke, 11th Report, 100 [citado en E. Gallego, Common Law, cit., p. 73]. «Mientras que las revoluciones europeas y americanas de la época del racionalismo buscaban su legitimidad en esos principios racionales […], las revoluciones inglesas […] se legitiman al modo tradicional, es decir, por su intención de restaurar un antiguo orden que ha sido quebrantado por el monarca y sus colaboradores. De ahí que […] apenas se hayan abolido viejos textos e instituciones, sino que más bien se les ha dado un nuevo sentido; y de aquí que en medio de los cambios […] sea posible encontrar una línea de permanencia y continuidad» (Manuel García Pelayo, Derecho constitucional comparado, Revista de Occidente, Madrid, 1957, p. 252). 85 Vid. Juan R. de Páramo – Francisco J. Ansuátegui, «Los derechos en la Revolución inglesa», en Historia de los derechos fundamentales, tomo I, cit., pp. 788-789. 83 84

Vid. Comparación del Bill y la Constitución en «Tránsito a la modernidad», pp. 790-791. 87 Cf. E. Rhys (ed.), Burke’s Speeches and Letters on American Affairs, J.M. Dent & Sons, 1908, p. 91. 88 Vid. F.J. Contreras, La filosofía del Derecho…, cit., pp. 98-99. 89 Consideramos poderosos a los Estados que erigieron tales monumentos, sin pararnos a pensar que las sociedades a las que esquilmaban hubieran podido conseguir mucho más de no haber sido sangradas por el Estado: «Nada hay más ajeno a la verdad que esa convencional idea […] según la cual el Estado representa el apogeo de la evolución cultural. Muy al contrario, en muchas ocasiones ha significado su punto final. […] Los historiadores que estudian la Antigüedad quedan impresionados por los numerosos monumentos y restos legados por quienes en su día ostentaron el poder político, sin advertir que los verdaderos impulsores del orden extenso [el progreso] fueron quienes de hecho propiciaron la capacidad económica que permitió la erección de tales monumentos» (Friedrich A. Hayek, La fatal arrogancia: Los errores del socialismo, Unión Editorial, Madrid, 1990, p. 71). 90 Vid. datos en Rodney Stark, The Victory of Reason, cit., p. 187 ss. 91 Ambos citados en R. Stark, op.cit., p. 188. 92 «En el campo económico, el derecho civil básico es el derecho al trabajo, es decir, el derecho a desempeñar la ocupación elegida por uno en el lugar que uno elija, condicionado sólo a la legítima exigencia de una capacitación técnica previa adecuada. Este derecho era antes negado tanto por la ley como por la costumbre: de un lado por el Estatuto de Artífices isabelino, que reservaba ciertas ocupaciones a ciertas clases sociales, y de otro, por regulaciones locales que reservaban los empleos de una ciudad a la población local […] [En Inglaterra] La convicción anterior según la cual los monopolios municipales y gremiales eran favorables al interés público […] fue sustituida por el nuevo principio según el cual tales restricciones eran ofensivas para la libertad del sujeto y perjudiciales para la prosperidad de la nación» (T.H. Marshall, Citizenship and Social Class [1950], Pluto Press, Londres, 1992, p. 11). 93 «[Estos controles de precios y salarios] tenían en principio un noble propósito: evitar la explotación y servir a las necesidades de los pobres. Pero no conseguían el resultado buscado. En lugar de eso, reforzaban a los gremios medievales, que poseían el monopolio del comercio de muchos bienes y servicios, e impedían que los bienes fueran vendidos a precios que reflejaran realmente la escasez relativa y la demanda de los mismos. Este tipo de controles mantuvieron a Europa en el estancamiento económico y contribuyeron a que los pobres siguieran siendo pobres. La eliminación de los controles de precios, por el contrario, ayudó a Europa y a sus pobres a alcanzar el bienestar» (David Schmidtz – Jason Brennan, A Brief History of Liberty, Wiley-Blackwell, Chichester, 2010, p. 86

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129).

Cf. Douglass C. North – Robert Paul Thomas, The Rise of the Western World: A New Economic History, Cambridge University Press, Cambridge, 1973, p. 126. 95 Cf. T.H. Marshall, Citizenship and Social Class, cit., p. 11. 96 Sidney y Beatrice Webb, The History of Trade Unionism, 1920, Longmans, Green & Co., Nueva York-Londres, p. 60. 97 Vid. F.J. Contreras, La filosofía del Derecho…, cit., p. 139. 98 «El viejo y buen derecho de los ingleses se combina con el iusnaturalismo racionalista. […] En el modelo americano reforma y ruptura, continuidad e innovación, no se plantean como alternativas incompatibles» (Gregorio Peces-Barba, «Fundamentos ideológicos y elaboración de la Declaración de 1789», en Historia de los derechos fundamentales, cit., tomo II, vol. 3, p. 131). «[Invocaron] las 94

«tradicionales libertades inglesas». Apelando, como lo hizo Jefferson, a su condición de súbditos británicos descendientes de los antiguos sajones, de hombres libres que habían costeado la colonización sin auxilio de la Corona, reclamaron sus derechos» (Marta Lorente, «Reflexiones sobre la revolución», en Fernando Vallespín (ed.), Historia de la teoría política, vol. 3, Alianza, Madrid, 1990, p. 175). 99 En 1754 fue traducida al inglés la biografía de Grocio escrita en 1752 por Jean Léves. También en 1754 se publican las conferencias sobre Grocio y el derecho natural impartidas por Thomas Rutherford en la Universidad de Cambridge. 100 Vid. F.J. Contreras, La filosofía…, cit., p. 133; cfr. Elio Gallego, Common Law, cit., p. 144. 101 «La propiedad adquirió su estatus cuasi-mítico en la tradición jurídica norteamericana en parte porque el lenguaje y las imágenes de Locke jugaron un papel clave en el pensamiento americano. […] Como la historia de Adán y Eva, la fábula de Locke está situada en un tiempo y lugar en los que las cosas buenas de la Tierra estaban disponibles en abundancia: «todo el mundo era América»» (Mary Ann Glendon, Rights Talk, cit., p. 21). 102 En el primer párrafo de la Declaración había también —como ya se señaló antes— una alusión a «las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza [nature’s God]». 103 Gobiernos que «derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados». Comentan Menke y Pollmann: «Por lo tanto, los derechos humanos y la democracia van [según la Declaración] de la mano. […] [E]sta relación no es sólo instrumental; la forma de gobierno democrática no es simplemente el mejor instrumento para asegurar derechos subjetivos. Pues la declaración de los derechos inalienables se entiende ya a sí misma como un acto de autogobierno democrático» (C. Menke – A. Pollmann, Filosofía de los derechos humanos, cit., p. 181). 104 «Siempre que los legisladores intentan arrebatar o suprimir la propiedad del pueblo, o reducir a los miembros de éste a la esclavitud de un poder arbitrario, se colocan en estado de guerra con el pueblo, y éste queda libre de seguir obedeciéndole» (John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, cit., § 222, p. 279). 105 «Nadie ofreció una lista precisa de tales derechos antes de 1776 (la fecha de la Declaración de Derechos que George Mason redactó en Virginia)» (Lynn Hunt, La invención de los derechos humanos, Tusquets, Barcelona, 2009, p. 24). 106 Vid. F.J. Contreras, La filosofía…, cit., p. 104 ss. 107 «Los americanos no llegaron a ser iguales a través de un proceso histórico complejo y tortuoso,

346

con revoluciones, derramamientos de sangre y convulsiones sociales y políticas a menudo atroces. Los americanos nacieron iguales. Evidentemente, había diferencias sociales, desigualdades en la posición, en la riqueza, etc. Había incluso algo peor, la esclavitud. Pero también es cierto que la nación americana se fundó sobre una sociedad de individuos que no se distinguían los unos de los otros por ninguna jerarquía previa a la de sus propias obras. En la Norteamérica previa a la Revolución no había más élite que la del talento, el mérito y el esfuerzo. Y cuando se proclamó la independencia, esa tradición de igualdad quedó incorporada a la raíz política de la nueva república. La Constitución prohibió los títulos nobiliarios, y con ellos las jerarquías heredadas» (José María Marco, La nueva revolución americana, Ciudadela, Madrid, 2007, p. 114). 108 «No es algo que afecte sólo a una ciudad, a un país, a una provincia o a un reino […] No es un asunto de un día, un año o una era: las generaciones futuras están virtualmente implicadas en el envite, y se verán afectadas de una forma u otra por lo que ocurre estos días [de la revolución norteamericana] hasta el fin de los tiempos» (Thomas Paine, Common Sense [1776], en The Writings of Thomas Paine, vol. I, G.P. Putnam’s Sons, Nueva York, 1894, pp. 84-85). Recueil des lois constitutives des colonies angloises, conféderées sous la dénomination d’Etats-Unis de la Amérique Septentrionale, Ginebra, 1778. 110 Vid. G. Jellinek, La declaración…, cit., p. 49. 111 «Todos los proyectos de Declaración francesa, desde los contenidos en las actas hasta los veintiún proyectos presentados en la Asamblea Nacional desenvuelven con más o menos amplitud y habilidad las ideas americanas» (Georg Jellinek, La declaración…, cit., pp. 52-53; cfr. pp. 59 ss.). 112 Immanuel Kant, «Acerca de la Ilustración y de la Revolución» [1798] [en realidad, un fragmento de El conflicto de las Facultades], en VVAA, ¿Qué es Ilustración?, Tecnos, Madrid, 1989, p. 29, 113 Vid., entre muchos posibles, François Furet – Denis Richet, La Révolution française, Hachette, París, 1973, p. 125 ss. 114 Por ejemplo, el 19 de abril de 1774 pronunció un discurso en el Parlamento británico contra los nuevos impuestos que habían suscitado el malestar en las colonias, y contra las medidas de fuerza del premier Lord North: vid. Russell Kirk, Edmund Burke: Redescubriendo a un genio, Ciudadela, Madrid, 2007, p. 70 ss. 115 «Los derechos se declaraban «en presencia del Ser Supremo y bajo sus auspicios», pero, por «sagrados» que fueran, no se atribuían a ese origen sobrenatural. Jefferson había sentido la necesidad de aseverar que todos los hombres eran «dotados por su Creador» de ciertos derechos; los franceses dedujeron los derechos de las fuentes totalmente seculares de la naturaleza, la razón y la sociedad» (Lynn Hunt, La invención de los derechos humanos, cit., p. 134). 116 N. Bobbio, «La Revolución Francesa y los derechos del hombre», cit.., p. 136. Resulta muy interesante el pronunciamiento de Pierre Victor Malouet, diputado en la Asamblea Nacional, quien durante los debates previos a la Déclaration advirtió que este espíritu liberal-individualista, que encajaba bien en una sociedad de hombres independientes y «hechos a sí mismos» como la americana (hombres «preparados para recibir la libertad con toda su energía, pues sus gustos, sus costumbres, su posición les llamaban a la democracia»), podría resultar un fracaso en la sociedad francesa, donde «una multitud inmensa de hombres sin propiedad esperan [del Estado], antes que cualquier otra cosa, la seguridad de un puesto de trabajo, una policía exacta, una protección continua […]» («Opinion de M. Malouet sur la Déclaration des Droits de l’Homme dans la Séance du 2 Août» 109

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[http://www.assemblee-nationale.fr/histoire/sur%20la-declaration-des-droits-de-lhomme.asp]). 117 Partida VII , título XXXI, ley 1 (citado en Luis Prieto Sanchís, «La filosofía penal de la Ilustración», en Historia de los derechos fundamentales, cit., tomo II, vol. 2, p. 151). Vid. L. Prieto, «La filosofía penal de la Ilustración», cit., p. 138. 119 «En Francia, la pena de muerte podía imponerse de cinco modos distintos: la decapitación para los nobles; la horca para los delincuentes comunes; el descuartizamiento en los casos de delito contra el soberano, llamados de lése-majesté; la hoguera en los casos de herejía, magia, incendio provocado, bestialidad y sodomía; y el descoyuntamiento en la rueda en los de asesinato o asalto» (Lynn Hunt, La invención de los derechos humanos, cit., p. 80). Murieron descuartizados, por ejemplo, el regicida Ravaillac (1610), Damiens, que atentó contra Luis XV causándole sólo heridas leves (1757) y, en el 118

Perú español, el que se hizo llamar Túpac Amaru II, líder de una rebelión indígena, al que se obligó a contemplar antes la tortura y ejecución de toda su familia (1781). En las plantaciones de azúcar inglesas del Caribe era frecuente la ejecución bárbara de esclavos (hoguera o dejarlos morir de hambre colgados de unas cadenas). 120 Voltaire, Traité sur la tolerance à l’occasion de la mort de Jean Calas [1763], en Jacques van den Heuvel (ed.), Mélanges/Voltaire, Gallimard, París, 1961, p. 583. 121 Citado en Milton Meltzer, Slavery: A World History, Da Capo Press, Nueva York, 1993, p. 57. 122 «Aunque nadie sostendría que los campesinos medievales eran libres en el sentido moderno, lo cierto es que tampoco eran esclavos: la brutal institución había desaparecido esencialmente de Europa [mientras que, en cambio, persistiría hasta el siglo XX en Asia y Africa]» (Rodney Stark, For the Glory of God: How Monotheism Led to Reformations, Science, Witch-Hunts and the End of Slavery, Princeton University Press, Princeton-Oxford, 2004, pp. 300-301). 123 Vid. Marc Bloch, Slavery and Serfdom in the Middle Ages, University of California Press, BerkeleyLos Angeles, 1975, p. 23 ss. 124 Citado en R. Stark, For the Glory of God, cit., p. 330 (cfr. Joel S. Panzer, The Popes and Slavery, Alba House, Nueva York, 1996, p. 8). 125 Vid. Philip D. Curtin, The Atlantic Slave Trade: A Census, University of Wisconsin Press, Madison, 1969. 126 Sobre la labor de la Iglesia en América, vid. José M.a Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Gratis Date, Pamplona, 2010. 127 El dominio español había resultado brutal en el «periodo antillano» —las primeras dos décadas de colonización— dando lugar a la virtual extinción de etnias caribeñas como los taínos. En 1511 pronuncia fray Antonio de Montesinos en Santo Domingo su célebre sermón, recriminando así a los encomenderos: «Todos estáis en pecado mortal […] por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid: ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué auctoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas […]? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, o por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? […] ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales?» (Recogido por Bartolomé de las Casas en Historia de las Indias, III, 4). 128

Vid. Alfonso García Gallo, Manual de Historia del Derecho español, vol. I, Artes Gráficas y

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Ediciones S.A., Madrid, 1984, p. 724. 129 Vid., entre muchos posibles: Antonio E. Pérez Luño, La polémica del Nuevo Mundo, Trotta, Madrid, 1992; Miguel A. García Olmo, «La Leyenda Negra cinco siglos después», en Joaquín JareñoM.A. García Olmo (eds.), Humanidades para un siglo incierto, Universidad Católica San Antonio, Murcia, 2003, pp. 47-120. 130 Vid. Miguel A. García Olmo, Las razones de la Inquisición española: Una respuesta a la Leyenda Negra, Almuzara, Sevilla, 2009, p. 253 ss. «En contra de lo que da a entender una calumnia inveterada que lo reduce todo a una presunta sobreexplotación codiciosa de América, la Controversia fue esencialmente un examen de conciencia religioso preparado por orden de un monarca plenamente consciente de sus responsabilidades evangelizadoras […] Un caso único en la historia» (Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre: La Controversia de Valladolid, Encuentro, Madrid, 1999, p. 38). 131 Sobre el tema: Ramón Valdivia, Llamado a la misión pacífica: La dimensión religiosa de la libertad en Bartolomé de las Casas, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 2010. 132 «Yo no mantengo que los bárbaros deban ser reducidos a la esclavitud, sino solamente que deben ser sometidos a nuestro mandato. No mantengo que debamos privarlos de sus bienes, sino únicamente someterlos, sin cometer contra ellos actos de injusticia. No mantengo que debamos abusar de nuestro dominio, sino más bien que éste sea noble, cortés y útil para todos» (Juan Ginés de Sepúlveda, Carta a Francisco de Argote, 1557 [citado por M.A. García Olmo, Las razones…, cit., p. 256]). 133 Vid. André Saint Lu, «Bartolomé de las Casas et la traite des nègres», Bulletin Hispanique, 94-1, 1992, pp. 37-43. 134 Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias [1554], III , 16, Biblioteca Ayacucho, Caracas, p. 371.

«La esclavitud bajo la bandera […] de España no fue una condición desesperada, una vida en el infierno, como sí lo era en la mayor parte de las Antillas británicas [British West Indies]» (Sir Harry Hamilton Johnston, The Negro in the New World, Methuen & Co., Londres, 1910, p. 89). 136 Ahora bien, estas bulas pontificias no podían ser leídas en los dominios españoles y portugueses sin autorización de los reyes respectivos, y ese permiso a menudo no era concedido. Se prohibió, por ejemplo, la difusión de Commissum nobis en Brasil. Los jesuitas de Río de Janeiro desafiaron la prohibición organizando una lectura pública, y entonces una turba blanca asaltó la iglesia y el colegio, hiriendo a varios sacerdotes. Vid. R. Stark, The Victory of Reason, cit., p. 202. 137 Datos en R. Stark, For the Glory…, cit., p. 312. 138 Vid. R. Stark, For the Glory…, cit., p. 310 ss. 139 Esto fue demostrado incluso estadísticamente por John Auping, que contabilizó el número de veces que aparecían palabras como «Dios» en los tractos y panfletos de uno y otro bando: cfr. John A. Auping, Religion and Social Justice: The Case of Christianity and the Abolition of Slavery in America, Universidad Iberoamericana, México DF, 1994. 140 Abraham Lincoln, Discurso de Peoria, 1854. 141 «La incansable, inostentosa, desconocida cruzada inglesa contra la esclavitud puede probablemente ser considerada una de las tres o cuatro páginas absolutamente virtuosas que incluye la historia de la humanidad» (William Lecky, historiador irlandés [citado en Eric Metaxas, Amazing Grace: William Wilberforce and the Heroic Campaign to End Slavery, HarperCollins, Nueva York, 2007, p. 135

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213]). 142 «La abolición de la esclavitud implicó la supresión política de un sistema inmoral que estaba en la cumbre de su éxito económico, impulsada por personas inflamadas en fervor moral» (Robert W. Fogel, Without Consent or Contract: The Rise and Fall of American Slavery, W.W. Norton, Nueva York, 1989, p. 410). 143 «Me reprochaba a mí mismo haber desperdiciado mi precioso tiempo [Wilber-force se refiere a su vida frívola anterior a la conversión], mis oportunidades, mis talentos. […] No era tanto el miedo al castigo eterno lo que me afectaba como el remordimiento por mi gran pecado al haber despreciado durante tanto tiempo las mercedes de mi Dios y Salvador; y era tal el efecto que me producía este pensamiento, que durante meses permanecí en un estado de gran depresión […]» (William Wilberforce, Journal [citado por E. Metaxas, op. cit., p. 53]). 144 Wilberforce y el grupo de Clapham se convierten así en los iniciadores del tipo de beneficencia que asociamos con la era victoriana posterior: al tiempo que se presta ayuda material, se busca moralizar las costumbres, exigiendo «industriosidad» a los pobres (concepto de deserving poor, «pobres merecedores de ayuda»; el cual implica, lógicamente, que otros eran undeserving). Fundaron innumerables asociaciones benéficas: Assylum for the Relief and Encouragement of the Deaf and Dumb Children of the Poor; British National Endeavour for the Orphans of Soldiers and Sailors; Society for the Relief of the Industrious Poor, etc. 145 La mayoría de los miembros del grupo llegaron a vivir en casas adyacentes en Clapham, suburbio londinense; de ahí que se les haya llamado también «la secta de Clapham». El matiz peyorativo del término «secta» resulta injusto, pues se trataba de cristianos ortodoxos en sus creencias; todos eran muy religiosos, la mayoría de ellos metodistas. Sería más neutral y apropiado hablar del «grupo de Clapham» (vid. E. Metaxas, Amazing Grace, cit., pp. 182-183). 146 http://courses.swarthmore.edu/spring2013/romanticism/2013/01/24/1780-1789/am-i-not-aman-and-a-brother-abolitionist-slogan/ 147 «De la misma forma que el avance hacia la democratización y la reforma del Estado sirvieron a la causa de la abolición, así también la causa abolicionista ayudó a que el pueblo británico comenzara a ejercer sus derechos políticos de reivindicación cuando fueron recogidas las peticiones contra el comercio de esclavos» (Eric Metaxas, Amazing Grace, cit., p. 148). 148 La cosa se complicó, además, cuando la Convención francesa designó a Wilber-force —junto a George Washington, Thomas Paine y Jeremy Bentham— ciudadano honorario de Francia. Wilberforce consiguió que el «honor» le fuera retirado cuando se incorporó a un comité de apoyo a los sacerdotes refractarios (los que habían rechazado la «constitución civil del clero») exiliados de Francia (cfr. E. Metaxas, Amazing Grace, cit., p. 151). 149 Vid. R. Stark, For the Glory…, cit., p. 351. 150 Wilberforce, además de medidas policiales inmediatas, sostuvo que la mejor solución a largo plazo sería la introducción gradual del cristianismo en la India, razón por la cual Gran Bretaña debía fomentar la llegada de misioneros al subcontinente. Es interesante saber que, ya entonces, la East India Company usó argumentos modernos de relativismo cultural para oponerse a la medida (a la Compañía no le interesaba la presencia de clérigos que pudieran supervisar sus prácticas coloniales): «imponerles nuestra religión y valores» implicaría una «falta de respeto hacia su vieja civilización»… Cf. E. Metaxas, op. cit., p. 228. La erradicación del suttee todavía tardaría décadas. Es célebre la

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respuesta de Charles J. Napier, comandante en jefe de las fuerzas británicas en la India, cuando a mediados del siglo XIX una comisión de notables hindúes vino a explicarle que el suttee era una venerable tradición, muy arraigada en la cultura local: «Mi nación también tiene una costumbre: cuando los hombres queman vivas a las mujeres, los ahorcamos. […] Actuemos cada uno con arreglo a nuestras costumbres nacionales» (cfr. William Napier, History of General sir Charles Napier’s Admnistration of Scinde, Chapman & Hall, Londres, 1851, p. 35). 151 La medida sería adoptada en 1829: Roman Catholic Relief Act. Dos hijos de Wilberforce — Henry y Robert— participarían en el Movimiento de Oxford y se convertirían al catolicismo. 152 Datos en R. Stark, op.cit., p. 356 ss. 153 «El cultivo del algodón [materia prima solicitada por la industria textil británica, en plena explosión] experimentó un auge en el Sur durante la primera mitad del siglo XIX. Para 1860, el 90% de la producción mundial de algodón procedía de EEUU; la exportación de algodón representaba más de tres quintos de todas las exportaciones de EEUU. El número de esclavos, de pronto enormemente rentables y valiosos, creció hasta un total de 4’5 millones en vísperas de la Guerra Civil [1861-65]. El valor agregado de esos esclavos excedía el del resto de la economía nacional junta, y el Sur buscaba constantemente expandir el imperio esclavista hacia el Oeste y el Sur, tanto por agregar tierras para el «rey Algodón» como para añadir nuevos estados que equilibraran la explosión demográfica en el Norte […]» (Martín Alonso, Ahora y para siempre, libres: Abraham Lincoln y la causa de la Unión, Gota a Gota, Madrid, 2012, p. 132). 154 Vid. R. Stark, For the Glory of God, cit., pp. 343-344. 155 Se habían formado organizaciones abolicionistas que ayudaban a escapar a los esclavos del Sur: «Distintas medidas de acción directa comenzaron, poco a poco, a acompañar la propaganda [antiesclavitud]. Se construyó un tren subterráneo para ayudar a los esclavos fugitivos a cruzar las fronteras y llegar a territorio libre, y se tomaron medidas para asegurarles protección una vez llegados allí. Los que lo utilizaban eran guiados por «conductores» como Harriet Tubman, una esclava de Maryland que había escapado en 1849, el cuáquero Levi Coffin y el feroz John Brown. […] Además, los sureños que se dedicaban a la caza de esclavos y para aprehenderlos debían trasladarse a los estados norteños eran sumamente impopulares; su situación empeoraba cuando, como ocurría a menudo, prendían a un negro que no era el que buscaban» (Paul Johnson, Estados Unidos: La Historia, Ediciones B, Madrid, 2001, p. 422). 156 Vid. Martín Alonso, La ciudad en la cima, Tébar, Madrid, 2008, p. 114 ss. 157 Es la Enmienda cuya laboriosa gestación relata la película «Lincoln», de Steven Spielberg (2013). 158 Vid. Martín Alonso, Ahora, y para siempre, libres, cit., p. 357 ss. 159 Abraham Lincoln, Discurso sobre la ley Kansas-Nebraska, Peoria (Illinois), 16 de octubre de 1854 [citado en M. Alonso, Ahora, y para siempre…, cit., p. 121]). 160 Vid. Abraham Lincoln, Great Speeches, Dover Publications, Nueva York, 1991, p. 103.

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Citado por Lynn Hunt, La invención…, cit., p. 150. Haarscher ilustra esto con el proceso de expansión de la idea de tolerancia religiosa, aparecida primero como excepción pragmática para minorías concretas y con muchas limitaciones (por ejemplo, el Edicto de Nantes), pero que después crece inconteniblemente, impulsada por una lógica interna, hasta convertirse en libertad religiosa total: «La idea de tolerancia religiosa, admitida al principio por razones puramente políticas («maquiavélicas»), se iba extendiendo en la opinión pública: jugó el papel de una «bomba con temporizador» ideológica. Y así, desde finales del XVII, Locke había pasado a 1 2

defender la tolerancia por sí misma [y no ya por razones pragmático-políticas oportunistas]. […] No se juega impunemente con el fuego de los conceptos cuando se trata de la libertad: tal es una de las grandes lecciones […] de esta odisea de los derechos del hombre» (Guy Haarscher, La philosophie des droits de l’homme, cit., p. 80). 3 «La Revolución francesa, más que cualquier otro acontecimiento, reveló que los derechos humanos tienen una lógica interna. Cuando los diputados se vieron en la necesidad de transformar sus elevados ideales en leyes específicas, sin darse cuenta crearon una especie de «concebibilidad» o «pensabilidad». Nadie sabía por adelantado qué grupos iban a ser estudiados ni cuál sería la resolución de su estatus. Pero […] la lógica del proceso determinaba que en cuanto a un grupo sumamente «concebible» le tocase el turno de ser estudiado (los varones con propiedades, los protestantes), los […] situados más abajo en la escala de «concebibilidad» (los varones sin propiedades, los judíos) aparecerían inevitablemente en el orden del día […]» (Lynn Hunt, op.cit., p. 153). 4 «The very legal existence of the woman is suspended during the marriage or at least is incorporated and consolidated into that of the husband, under whose wing, protection and cover, she performs everything» (William Blackstone, Commentaries on the Laws of England [1765] [citado por Miriam Brody, «Introduction», en Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman [1792], Penguin, Londres, 1992, p. 31]). 5 «Las novelas, la música, la poesía y el galanteo: todo tiende a hacer a las mujeres puras criaturas de sensaciones […] Esta sensibilidad exacerbada debilita naturalmente las otras facultades de la mente e impide que el intelecto alcance la soberanía que debe lograr para que una criatura racional pueda ser útil a las demás» (Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman [1792], cit., p. 154). 6 «¡La ignorancia es una base muy frágil para la virtud! Y, sin embargo, hay escritores que, sosteniendo con gran vehemencia la superioridad del hombre, insisten en que la mujer ha sido diseñada para la ignorancia» (Mary Wollstonecraft, op.cit., p. 156). 7 «Amar a Dios como la fuente de toda sabiduría, bondad y poder parece ser el culto necesario para el ser que desee adquirir virtud o conocimiento» (M. Wollstonecraft, op. cit., p. 135). 8 «I do not mean to insinuate that they should be taken out of their families» (M. Wollstonecraft, op. cit., p. 157). 9 M. Wollstonecraft, A Vindication…, cit., cap. 7, p. 227 ss. 10 «Si, tal como postularon desde siempre los defensores de los derechos naturales, existen unos derechos que el hombre posee por su mera condición y sin que para ello deba mediar concesión discrecional alguna, parece ociosa o, cuando menos, accesoria su positivación; mientras que si, por el contrario, se precisa el requisito de la positividad para poder hablar de derechos fundamentales, queda en entredicho su pretendido carácter natural y necesario» (A.E. Pérez Luño, Derechos humanos,

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Estado de Derecho…, cit., p. 53). 11 «El segundo momento de la historia de […] los derechos humanos consiste, pues, en el paso de la teoría a la práctica, del derecho solamente pensado al derecho realizado. En este paso la afirmación de los derechos humanos gana concreción pero pierde universalidad» (N. Bobbio, «Presente y porvenir de los derechos humanos», en El tiempo…, cit., p. 68). 12 «La posición de la instancia política aparece, así, esencialmente ambigua: se trata, de una parte, de debilitar al Estado (limitar sus tendencias despóticas, su exceso de poder) y al mismo tiempo de reforzarlo (hacer que tenga la fuerza —el monopolio de la violencia legítima— necesaria para sancionar las vulneraciones de los derechos humanos que tengan lugar, por así decir, «entre gobernados»» (G. Haarscher, Philosophie des droits de l’homme, cit., p. 10). 13 «¿No ha sido precisamente el Estado, al que se le confió la materialización de los derechos humanos en las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII, el que se ha desvelado como su mayor amenaza […] especialmente en el siglo

XX?»

(Ch. Menke-A. Pollmann, Filosofía…, cit., p. 18).

Cf. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo [1951], Taurus, Madrid, 2004, pp. 368-382. «Según la interpretación burkeana de la Revolución Inglesa de 1688, ésta no había destruido la constitución antigua […] Para Burke, la antigua constitución inglesa siguió existiendo y el Bill of Rights de 1689 no expresa un derecho general a elegir a los gobernantes […] No fue la expresión de un derecho del pueblo a darse una nueva Constitución, sino una acción emprendida para preservar la Constitución existente» (Joaquín Abellán, «Reacciones ante la Revolución Francesa», en Fernando Vallespín (ed.), Historia de la teoría política, vol. 5, Alianza, Madrid, 1993, p. 19). 16 Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución en Francia [1790], Rialp, Madrid, 1989, p. 67. 17 «Los ingleses […] en vez de arrojar nuestros viejos prejuicios, los acariciamos de un modo extraordinario […], y cuanto más antiguos son, y más generalmente admitidos hayan sido, más los reverenciamos. Nos espanta el hecho de que los hombres vivan y se relacionen guiándose por su porción individual de intelgencia; porque sospechamos que esta porción de cada hombre es muy pequeña, y que es preferible que los individuos puedan recurrir al banco y al capital común acumulado por las naciones y los siglos» (E. Burke, Reflexiones sobre la revolución en Francia, cit., p. 114). 18 E. Burke, Reflexiones sobre la revolución en Francia, cit., p. 120. 19 Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia [1797], Tecnos, Madrid, 1990, p. 66. 20 Joseph de Maistre, Las veladas de San Petersburgo [1821], I , Espasa-Calpe, Madrid, 1966, pp. 2314 15

24.

Jeremy Bentham, Anarchical Fallacies: Being and Examination of the Declaration of Rights Issued During the French Revolution [1792] (http://english.duke.edu/uploads/media_items/benthamanarchical-fallacies.original.pdf), pp. 2-3. 22 Jeremy Bentham, Anarchical Fallacies, cit., p. 3. 23 Jeremy Bentham, Anarchical Fallacies, cit., p. 4. 24 Jeremy Bentham, Anarchical Fallacies, cit., p. 5. 25 Jeremy Bentham, Anarchical Fallacies, cit. 26 «Vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, Derecho, etc. […] son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que vuestro Derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las 21

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condiciones materiales de vida de vuestra clase» (Karl Marx – Friedrich Engels, Manifiesto comunista [1848], Alba, Madrid, 1987, p. 73) 27 «Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, todo un mundo que ganar» (Karl Marx, Manifiesto comunista, cit., p. 94). 28 K. Marx, Manifiesto comunista, cit., p. 87-88. 29 Karl Marx, La cuestión judía [1844], Santillana, Madrid, 1997, p. 24 30 K. Marx, La cuestión judía, cit., p. 18. 31 K. Marx, La cuestión judía, cit., p. 34. 32 «Los obreros arrancan [bajo el capitalismo] algún triunfo que otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera [con vistas a la revolución]» (K. Marx, Manifiesto comunista, cit., p. 63). 33 «Las freedoms from [freedom from government coercion] (que representan el «núcleo duro» de los derechos humanos) presuponen como irreductible e insuperable la oposición entre la sociedad y el Estado, entre el individuo y el príncipe, entre la moral y la política; se basan en la idea «pesimista» de una desconfianza constitutiva frente a los abusos, siempre inminentes, de la autoridad. Pero Hegel y Marx sueñan con una reconciliación (Versöhnung) más radical del individuo con el Todo: el advenimiento de un mundo en el que el individuo […] ya no necesitará protegerse» (G. Haarscher, Philosophie des droits de l’homme, cit., p. 102). 34 «El proletariado se valdrá del poder político para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en las manos del Estado, esto es, del proletariado organizado en clase dominante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas» (K. Marx, Manifiesto comunista, cit., p. 78) 35 Vid., por ejemplo, Stéphane Courtois (ed.), El libro negro del comunismo: Crímenes, terror y represión [1997], Ediciones B, Barcelona, 2010; Aleksandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag [1973], Tusquets, Barcelona, 2005; Martin Amis, Koba el Temible: La risa y los Veinte Millones, Anagrama, Madrid, 2002; Jean-François Revel, La gran mascarada: Ensayo sobre la supervivencia de la utopía socialista, Taurus, Madrid, 2001. 36 «[Para Marx] La clase burguesa —políticos, intelectuales, empresarios— debe ser arrojada fuera de la historia. El orden burgués debe ser combatido hasta sus últimas consecuencias, destruido, enterrado, por la violencia o el terror revolucionario si es preciso, sin piedad y sin pedir piedad, por la revolución permanente, como dice Marx en 1850. El motivo central de este radicalismo conceptual […] es la ruptura de la comunidad moral con el enemigo. […] La ruptura del vínculo humano entre los combatientes» (Víctor Pérez Díaz, «El proyecto moral de Marx, cien años después», en Luis A. Rojo – Víctor Pérez Díaz, Marx, economía y moral, Alianza, Madrid, 1984, p. 144) 37 «¿Qué es el tercer estado? Todo ¿Qué ha sido el tercer estado hasta ahora en el orden político? Nada ¿Qué pide? Llegar a ser algo» (Emmanuel Siéyés, Qu’est-ce que le Tiers-État?, 1789, p. 1). 38 Emmanuel Siéyés, Qu’est-ce que le Tiers-État? 39 Alain Renaut, «Lógicas de la nación», en Gilles Delannoi – Pierre A. Taguieff (eds.), Teorías del nacionalismo, Paidós, Barcelona, 1993, p. 43. Cfr. F.J. Contreras, «Cinco tesis sobre el nacionalismo»,

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Revista de Estudios Políticos, n.o118, Octubre-Diciembre 2002, p. 274 ss. 40 Según Kohn, el nacionalismo «occidental» procedería de la Ilustración, y se caracterizaría por su entraña voluntarista (la esencia de la nación sería la voluntad de convivencia, al margen de las afinidades objetivas que puedan existir entre los nacionales), por su vocación proyectiva o «futurista» (la nación como proyecto, como intención de permanecer juntos en el futuro) y por su compatibilidad con el liberalismo y el cosmopolitismo; el nacionalismo «alemán» sería un producto del romanticismo irracionalista (línea Herder-Fichte), y se caracterizaría por la concepción tribalista de la nación (la nación como comunidad natural, basada en afinidades étnicas), por la orientación hacia el pasado (son las raíces u orígenes comunes las que confieren su identidad a la nación) y por su incompatibilidad con el individualismo liberal (cfr. Hans Kohn, Historia del nacionalismo, Fondo de Cultura Económica, México DF, 1984, p. 280 ss.). 41 En la perspectiva nacionalista, la nación «crea» al individuo preformando su sensibilidad y su mundo de significados, como brillantemente explica Finkielkraut: «[Para el nacionalismo romántico el hombre es] la obra de su nación, el producto de su entorno y no al revés, como creían los filósofos de las Luces […] La nación —a través de la organización social y de la lengua— introduce en la experiencia de los seres humanos unos contenidos y unas formas más antiguos que ellos y que escapan a su control […] El hombre no se pertenece a sí mismo; se articula, previamente a cualquier experiencia, sobre algo que le es ajeno. Así se ve despojado de la posición de autor en la que los philosophes habían creído poder establecerle» (Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento, trad. de J. Jordá, Anagrama, Barcelona, 1990, pp. 31 y 20-21). En un sentido similar Dumont: «[En el fondo del nacionalismo alemán] hay una percepción holística de la esencia del hombre : soy aquello que mi comunidad ha hecho de mí» (Louis Dumont, L’ideologie allemande: France-Allemagne et retour, Gallimard, París, 1991, p. 23). En Fichte, por ejemplo, la nación modela o constituye a los individuos a través de la lengua: «No son los hombres quienes forman la lengua, sino la lengua la que los forma a ellos»; «la lengua acompaña al individuo hasta lo más recóndito de su pensar y su querer» (Johann Gottlieb Fichte, Discursos a la nación alemana [1807], Tecnos, Madrid, 1988, pp. 66 y 78). 42 «No pasó mucho tiempo antes de que Fichte, escribiendo en los primeros años del siglo XIX, afirmara que el yo verdadero no es el individuo; es el grupo, la nación. […] Es este yo colectivo el que genera la forma de vida vivida por los individuos, y dota de sentido y ánimo a todos sus miembros; crea sus valores y las instituciones en las que estos valores están encarnados, y es, así, el eterno, infinito, espíritu personificado: una autoridad inapelable» (Isaiah Berlin, «Kant como un origen desconocido del nacionalismo», I. Berlin, El sentido de la realidad, Taurus, Madrid, 1998, p. 348). 43 «En los nacionalistas románticos, el colectivo —pueblo o nación— tiene prioridad sobre el individuo, al que precede, y al que se sobrepone» (Thomas Nipperdey, «Auf der Suche nach der Identität: Romantischer Nationalismus», en Th. Nipperdey, Nachdenken über die deutsche Geschichte, Deutscher Taschenbuch Verlag, 1991, p. 137). 44 Johann Gottlieb Fichte, Discursos a la nación alemana [1807], cit., p. 186. 45 J.G. Fichte, Discursos a la nación alemana, cit., p. 142. 46 Los nacionalismos vasco y catalán se desarrollan, significativamente, en esa etapa: Bases de Manresa (1892), fundación del Partido Nacionalista Vasco por Sabino Arana (1895). El PNV originario tenía una inspiración abiertamente racista, exigiendo que todos sus afiliados pudiesen acreditar los célebres «ocho apellidos vascos». Vid., por ejemplo, Jon Juaristi, El bucle melancólico: Historias de

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nacionalistas vascos, Espasa Calpe, Madrid, 1997. 47 Podríamos hablar de un «nacionalismo tardío» o «nacionalismo antiliberal» —que contrastaría con el nacionalismo liberal de principios del XIX— en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX,

y que sería el antecedente inmediato del fascismo. Este nacionalismo —aderezado con teorías

racistas, vitalistas y socialdarwinistas, y en algunos casos con una espiritualidad neopagana— «exaltaba la identidad del biogrupo y asignaba un nuevo valor a las relaciones orgánicas dentro de las sociedades y a las naciones como unidades totales. Esto, a su vez, reforzó una insistencia creciente en el orden, la autoridad y la disciplina, en lugar del individualismo o la autocomplacencia, pues una autoridad más fuerte era la única forma de respaldar las relaciones orgánicas y de afirmar más cabalmente la identidad del biogrupo. Todo ello contribuyó mucho al espíritu de 1914 y a la enorme matanza consiguiente» (Stanley G. Paine, El fascismo, Alianza, Madrid, 1986, p. 58). 48 Vid. Lynn Hunt, La invención…, cit., p. 196. 49 «Esta ideología, que poco a poco llegó a predominar en Alemania y Austria durante el siglo XIX, trazó una separación fundamental entre la «cultura [Kultur]» (benigna, orgánica y natural) y la «civilización [Zivilisation]» (corrupta, artificial y estéril). Cada cultura tenía un alma, y el alma estaba determinada por el paisaje local. Por lo tanto, la Kultur alemana profesaba una enemistad perpetua a la Zivilisation, que era cosmopolita y extranjera. ¿Y quién representaba el principio de la Zivilisation? Bien, la única raza que carecía de país, de paisaje, de cultura propia: ¡los judíos! El argumento era típico de los que atacaban a los judíos, sin importar lo que hicieran. Si se aferraban al judaísmo del gueto, eran extranjeros por esa razón; si se secularizaban e «ilustraban», se convertían en parte de la Zivilisation extranjera» (Paul Johnson, La historia de los judíos, Javier Vergara, Buenos Aires, 1991, p. 398). 50 Primo Levi, Si esto es un hombre [1947], El Aleph, Buenos Aires, 1999. 51 Leyes de Nüremberg, 1935: http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Nuremberg_laws.jpg 52 Paul Johnson, La Historia de los judíos, cit., p. 476. 53 «Entre los puntos negros de la historia soviética ha figurado desde hace mucho tiempo la gran hambruna de 1932-33 que, según fuentes hoy en día incontestables, causó más de seis millones de víctimas. Esta catástrofe no fue, sin embargo, una hambruna como otras […] Fue una consecuencia directa del nuevo sistema de «explotación militar feudal» del campesinado —según la expresión del dirigente bolchevique antiestalinista Nikolai Bujarin— puesto en funcionamiento durante la colectivización forzada, y una ilustración trágica de la formidable regresión social que acompañó al asalto contra los campos realizado por el poder soviético a finales de los años veinte» (Nicolas Werth, «Un Estado contra su pueblo», en S. Courtois (ed.), El libro negro del comunismo, cit., p. 185). 54 «Si no hubiera habido Holocausto, no dispondríamos ahora de la Declaración Universal de los Derechos Humanos» (M. Ignatieff, Los derechos humanos como política…, cit., p. 100). 55 «La Declaración Universal contiene en germen la síntesis de un movimiento dialéctico que comienza con la universalidad abstracta de los derechos naturales, pasa a la particularidad concreta de los derechos positivos nacionales, y termina con la universalidad no ya abstracta, sino concreta de los derechos positivos universales» (N. Bobbio, «Presente y porvenir de los derechos humanos», cit., p. 68). 56 Lincoln era consciente de que en la guerra de Secesión se jugaba no sólo la suerte de la esclavitud, sino también el futuro de la democracia: era fundamental que los perdedores en las urnas

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no se salieran con la suya rompiendo éstas: «Nuestro gobierno democrático ha sido descrito con frecuencia como un experimento. Dos aspectos del mismo han sido ya demostrados por nuestra nación: su establecimiento con éxito, y su administración, también con éxito. Queda aún otro: su mantenimiento efectivo contra un intento formidable de derribarlo. Éste es el momento de demostrar al mundo que aquellos que pueden ganar una elección pueden también sofocar una rebelión; que las urnas son el sucesor legal y pacífico de las balas, y que cuando las urnas han decidido de manera justa y constitucional, no puede haber recurso a las balas; que no puede haber recurso efectivo excepto a las urnas en las elecciones subsiguientes» (Abraham Lincoln, Mensaje al Congreso, 4 de Julio de 1861 [cfr. M. Alonso, Ahora, y para siempre…, cit., p. 282). 57 «El principio democrático no puede operar, por tanto, sino dentro de estrictos límites, que son precisamente los de la filosofía de los derechos del hombre: si, por hipótesis, un solo individuo defendiera éstos contra la opinión de una mayoría aplastante decidida a violarlos, sería este solitario quien, desde el punto de vista de la filosofía contractualista, habría adoptado la actitud legítima» (G. Haarscher, Philosophie…, cit., p. 15). 58 Gustav Radbruch, «Gesetzliches Unrecht und übergesetzliches Recht» [1946], en A. Kaufmann – L.E. Backmann (eds.), Widerstandsrecht, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1972, p. 355. 59 G. Radbruch, «Gesetzliches Unrecht…», cit., pp. 356-357. 60 «El constitucionalismo [posterior a 1945], en la medida en que afirma la exigencia de dotar de efectividad y hacer inmodificables las normas superiores, no hace sino retomar un motivo propio de la tradición iusnaturalista» (Nicola Matteucci, «Positivismo giuridico e costituzionalismo», Rivista Trimestrale di Diritto e Procedura Civile, XVII-3 (1963), p. 1046). «El constitucionalismo moderno ha incorporado gran parte de los contenidos o valores de justicia elaborados por el iusnaturalismo racionalista o ilustrado» (Luigi Ferrajoli, Diritto e ragione: teoria del garantismo penale, Laterza, Bari, 1989, p. 360). 61 http://www.underconsideration.com/speakup/archives/004985.html 62 Sobre la génesis de la Declaración, vid. Mary Ann Glendon, A World Made New: Eleanor Roosevelt and the Universal Declaration of Human Rights, Random House, Nueva York, 2002; cfr. Eleanor Roosevelt, On My Own, Hutchinson, Londres, 1959. 63 Vid. René Cassin, La pensée et l’action, Lalou, París, 1972. 64 Vid. John P. Humphrey, Human Rights and the United Nations: A Great Adventure, Transnational, Nueva York, 1984. 65 Vid. Mary Ann Glendon, A World Made New, cit., p. 39. 66 John P. Humphrey, «La Declaración internacional de derechos humanos», en A. Diemer (ed.), Fundamentos filosóficos de los derechos humanos, Serbal-UNESCO, Barcelona-París, 1985, p. 68. 67 «La Declaración Universal de los Derechos Humanos significó un retorno de la tradición europea a su legado del derecho natural» (M. Ignatieff, Los derechos humanos como política e idolatría, cit., p. 31). 68 Mary Ann Glendon, A World Made New, cit., p. xvi. 69 Todos hemos oído hablar últimamente, por ejemplo, de la sentencia del Tribunal Europeo que obligó a España en 2013 a revertir la «doctrina Parot» en materia de cumplimientos de penas de cárcel. 70 «Aunque [la proclamación de] los derechos humanos no haya[n] detenido a los villanos, es cierto que ha[n] reforzado a los testigos y a las víctimas. Los instrumentos de derechos humanos han

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proporcionado a los testigos el derecho a protestar frente al abuso y la opresión tanto dentro como fuera de sus propias fronteras, y esto ha dado lugar a una revolución en el ámbito del activismo y ha provocado el surgimiento de una red de organizaciones de derechos humanos no gubernamentales […] con el objetivo de presionar a los Estados para que cumplan aquello que predican. Gracias a esta revolución en el ámbito del activismo, las víctimas han obtenido un poder sin precedentes a la hora de divulgar su caso en el mundo. La revolución en el terreno del activismo ha roto el monopolio de los Estados en la conducción de los asuntos internacionales y ha dado voz a la llamada sociedad civil global» (M. Ignatieff, Los derechos humanos como política…, cit., p. 35). 71 Vid. Benito de Castro Cid, Los derechos económicos, sociales y culturales, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de León, 1993, p. 52 ss. 72 Vid. F.J. Contreras, La filosofía del Derecho en la historia, cit., p. 217. 73 Karel Vasak, «Pour une troisième génération des droits de l’homme», Institut International des Droits de l’Homme, Estrasburgo, 1979. 74 Vid. Antonio E. Pérez Luño, La tercera generación de derechos humanos, Thomson-Aranzadi, Pamplona, 2006. 75 Georg Jellinek, System der subjektiven öffentlichen Rechte, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Friburgo de Brisgovia, 1892. 76 Vid. T.H. Marshall, Citizenship and Social Class [1950], Pluto Press, Londres, 1992, p. 8. 77 Vid. Isaiah Berlin, «Dos conceptos de libertad», en I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad [1969], Alianza, Madrid, 1988, pp. 187-243. 78 Pero también Eleanor Roosevelt: «La libertad sin pan […] tiene poco sentido. Mi marido [Franklin D. Roosevelt] siempre decía que la libertad frente a la necesidad y la libertad frente a la agresión eran libertades hermanas y debían ir de la mano» (Eleanor Roosevelt, My Day: The Post-War Years, 1945-1952, Pharos, Nueva York, 1990, p. 17). 79 «Si uno desea realmente asegurar la libertad civil o política de una persona, ese compromiso debe ir acompañado del deseo de que esa persona tenga condiciones vitales que le permitan disfrutar y ejercer dicha libertad. […] Nadie puede disfrutar plenamente ninguno de los derechos que supuestamente posee si carece de lo esencial para una vida razonablemente sana y activa» (Jeremy Waldron, «Two sides of the coin», en J. Waldron, Liberal Rights: Collected Papers 1981-91, Cambridge University Press, 1993, p. 7). «La muerte, la enfermedad, la malnutrición y la estrechez económica son tan indeseables [para quien aprecie realmente la libertad] como cualesquiera negaciones de la libertad civil y política. Allí donde esos males son claramente evitables, la negativa a hacer nada para combatirlos representa evidentemente un insulto a la dignidad humana y un rechazo a tomarse en serio el valor incondicional de cada individuo» («Two sides of the coin», cit., p. 11). 80 Por ejemplo, en Amartya Sen, «Rights and Capabilities», en Ted Honderich (ed.), Morality and Objectivity, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1985, p. 135 ss. 81 Por ejemplo, en Raymond Plant, «Needs, Rights, and Welfare», en R.Plant – H. Lesser – P. TaylorGooby, Political Philosophy and Social Welfare, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1980, p. 25 ss. 82 Por ejemplo, en Neil MacCormick, «Taking the Rights Thesis Seriously», en N. MacCormick, Legal Rights and Social Democracy: Essays in Legal and Political Philosophy, Clarendon Press, Oxford, 1982, p. 147 ss. 83 Francisco J. Contreras, Derechos sociales: teoría e ideología, Tecnos, Madrid, 1994; Francisco J.

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Contreras, Defensa del Estado social, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1996. 84 Me he ocupado de la cuestión en F.J. Contreras, «La crítica liberal del Estado del bienestar», incluido en F.J. Contreras, Liberalismo, catolicismo y ley natural, Encuentro, Madrid, 2013, pp. 245-296. 85 «La modificación del estatuto del Estado, ¿no implica el riesgo de que, para asegurar los derechos económicos y sociales, se debilite la protección de los derechos de primera generación? ¿Cómo exigir la no intervención en el espacio privado de un poder político al que, de otro lado, se le está pidiendo que sea cada vez más omnipresente?» (G. Haarscher, Philosophie…, cit., p. 40). 86 Sobre el tema, vid., entre muchos posibles: Friedrich A. Hayek, Camino de servidumbre [1944], Alianza, Madrid, 2000; Carlos Rodríguez Braun, Estado contra mercado, Taurus, Madrid, 2000; David Marsland, Welfare or Welfare State?: Contradictions and Dilemmas in Social Policy, St. Martin’s Press, Nueva York, 1996; Alain Mathieu, Le modéle anti-social français: Ceux qui paient, ceux qui touchent, Éditions du Cri, París, 2008; Charles Murray, In Our Hands: A Plan to Replace the Welfare State, AEI Press, Washington DC, 2006; Daniel Shapiro, Is the Welfare State Justified?, Cambridge University Press, 2007; Juan Ramón Rallo, Una alternativa liberal para salir de la crisis, Deusto, Madrid, 2012; Carlos Rodríguez Braun – Juan Ramón Rallo, El liberalismo no es pecado: La economía en cinco lecciones, Deusto, Madrid, 2012; David Schmidtz – Robert E. Goodin, Social Welfare and Individual Responsibility, Cambridge University Press, Cambridge, 1998. 87 William A. Niskanen, Bureaucracy and Representative Government, Aldine, Chicago, 1971, pp. 28-30. 88 Charles Murray, The Underclass Revisited, AEI Press, Washington DC, 1999. 89 Mark Steyn considera que la decadencia europea (que se manifiesta, no sólo en su insuficiente productividad económica, sino también en sus raquíticos índices de natalidad, su actitud apaciguadora frente a las amenazas exteriores [terrorismo islamista], su propensión al nonjudgmentalism y el relativismo cultural, etc.) se debe en gran parte al efecto «reblandecedor» de 60 años de Estado del bienestar, que ha generado en los europeos una mentalidad de niños mimados: «[En Europa] El Estado ha ido asumiendo todas las responsabilidades del ser humano adulto — atención sanitaria, educación de los niños, cuidado de los ancianos— hasta el punto de que ha despojado a los ciudadanos de los instintos primarios de la especie: entre ellos, ante todo, el instinto de supervivencia» (Mark Steyn, America Alone, Regnery Publishing, Washington DC, 2006, p. xxvi). El diagnóstico de Steyn se aproxima mucho al que proporcionara Jean-François Revel: «El sueño de la sociedad de irresponsabilidad, en la que […] los ingresos de los gobernados no guardan ninguna relación con las capacidades y méritos de cada cual, sigue siendo una tentación anclada en el corazón de los europeos. […] Se puede comprender que una población criada desde hace varias generaciones en esta mediocridad blandita y dócil soporte mal ser arrojada brutalmente a las aguas turbulentas de la sociedad de la competencia y de la responsabilidad » (Jean-François Revel, La grande parade: Essai sur la survie de l’utopie socialiste, Plon, París, 2000, pp. 270-271). 90 F.J. Contreras, Liberalismo, catolicismo y ley natural, cit., p. 54 ss. 91 Robert Sirico, Defending the Free Market: The Moral Case for a Free Economy, Regnery Publishing, Washington DC, 2012, p. 109. 92 «Este esquema [redistributivo] alienta conductas inmorales, porque devalúa la responsabilidad individual: cada uno se cree en condiciones de requerir que otros le alivien de sus contrariedades. […] Por eso la expansión del Estado produce un extraño resultado, y es que la convivencia pacífica, objetivo para el cual presuntamente fue inventado, resulta difícil de lograr, y lo que se impone es la

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lucha por obtener recursos coactivamente extraídos por el Estado a otras personas o grupos. La atenuación de la responsabilidad individual y la lógica de la puja redistributiva desembocan en graves daños morales» (Carlos Rodríguez Braun, Estado contra mercado, cit., pp. 74-75). 93 «In the long run we are all dead» (John Maynard Keynes, «A Tract on the Monetary Reform», 1923 [citado en R. Sirico, Defending …, cit., p. 3]). 94 «En Grecia, España o Francia, la gente se indigna y se pone en huelga si se les pide que trabajen hasta la provecta edad de 62 años [ocurrió en Francia con la subida a 62 de la edad de jubilación] o que afronten el hecho de que el Estado no es un pesebre inagotable del que puedan extraer ad infinitum atención sanitaria, vacaciones, educación y otros bienes. En realidad, todas esas cosas cuestan dinero, dinero que se está tomando prestado de los trabajadores chinos y de las generaciones futuras de europeos» (R. Sirico, op.cit., p. 108). 95 «Las carreras de los políticos son más cortas que las consecuencias de sus acciones. El Estado contrae deudas cada vez mayores, y sin embargo el público clama incesantemente «¡más!». El líder político gasta y gasta, […] pues es raro que alguien gane votos reduciendo los servicios públicos. Todos los sectores sociales desean más, así que los políticos prometen más. Gastan dinero que no es suyo, dinero que el sistema no tiene. La falla estructural en todo Estado del bienestar es el deseo de la población de vivir por encima de sus posibilidades» (Michael Novak, The Spirit of Democratic Capitalism, Madison, Nueva York, 1991, pp. 32-33). 96 Para una propuesta general, vid. Juan Ramón Rallo, Una revolución liberal para España, Deusto, Madrid, 2014. 97 Cf. John C. Goodman – Gerard L. Musgrave, Patient Power: Solving America’s Health Care Crisis, Cato Institute, Washington DC, 1992. 98 «Todos los ciudadanos serían obligados por ley a contratar un seguro sanitario privado que cubriría la atención catastrophic (intervenciones quirúrgicas, tratamientos costosos, enfermedades graves…). Los ciudadanos con menos ingresos podrían recuperar parte de la prima que paguen por medio de desgravaciones fiscales. Y los abiertamente insolventes (los que no alcancen el mínimo exento del IRPF) recibirían del Gobierno un «cheque sanitario» para poder costearse el seguro. La atención médica rutinaria (enfermedades leves) sería canalizada por otra vía: las «cuentas de ahorro médicas», en las que las familias irían depositando ahorros libres de impuestos, y que utilizarían para afrontar las pequeñas facturas. La gente simplemente acudiría a los médicos privados, y los pagarían con estos ahorros. El modelo difiere, pues, en dos aspectos importantes de la lógica del libre mercado puro: el aseguramiento sanitario sería obligatorio, y el Estado sufragaría el coste del seguro sanitario de los verdaderamente indigentes (que, en las sociedades prósperas actuales, son sólo una pequeña minoría). Quedaría así garantizado el principio de cobertura universal, irrenunciable en una sociedad civilizada. Nadie quedaría privado de asistencia sanitaria por carencia de recursos» (Francisco J. Contreras, «Notas sobre Is the Welfare State Justified? de Daniel Shapiro», Crónica Jurídica Hispalense, 2014, en prensa). 99 Vid. Daniel Lacalle, Viaje a la libertad económica: Por qué el gasto esclaviza y la austeridad libera, Deusto, Barcelona, 2013, p. 291; cfr. Juan Ramón Rallo, Una revolución liberal para España, cit., p. 271 ss. 100 Vid. Mauricio Rojas, Reinventar…, cit. 101 F.J. Contreras, Liberalismo, catolicismo y ley natural, cit., p. 250.

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Raphaella Bilski, «The Real Crisis: Unattainable Goals and Moral Vagueness», en S.N. Eisenstadt – O. Ahimeir, The Welfare State and Its Aftermath, Rowman & Littlefield, Londres, 1985, p. 75. 103 Luca Antonini (ed.), Il traffico dei diritti insaziabili, Rubbettino Editore, Roma, 2008. 104 Suecia, el paradigma de «Estado del bienestar» socialdemócrata, estuvo al borde del default a principios de los 90, y desde entonces ha privatizado muchos servicios de bienestar, aplicado el cheque escolar, etc.: vid. Mauricio Rojas, Reinventar el Estado del bienestar: La experiencia de Suecia, Gota a Gota, Madrid, 2008. 105 «Unos derechos cuyo reconocimiento y efectiva protección son reenviados sine die y confiados a la voluntad de los sujetos cuya obligación de realizar el «programa» es solamente una obligación moral o, como máximo, política, ¿pueden todavía llamarse correctamente derechos? ¿La diferencia entre estos pretendidos derechos y los derechos propiamente dichos no es lo suficientemente grande como para hacer impropio o, por lo menos, poco útil el uso de la misma palabra para designar a unos y a otros?» (Norberto Bobbio, «Derechos del hombre y sociedad», en El tiempo de los derechos, cit., p. 123). 106 «La inflación de los derechos —la tendencia a definir cualquier cosa deseable como un derecho — acaba deteriorando la legitimidad de un núcleo defendible de derechos» (M. Ignatieff, Los derechos humanos como política e idolatría, cit., p. 108). 107 «En materia de libertades fundamentales, la confusión beneficia siempre a los déspotas: cuanto más vagas sean las reivindicaciones, más borrosos se vuelven los límites impuestos al gobernante. […] ¿No se ve que la fuerza de los derechos del hombre reside esencialmente en su carácter concreto, práctico, jurídico, en la fuerza efectiva que representan contra el abuso, siempre inminente, del poder político? […] Existe el riesgo de que se produzca una banalización por inversión: que, en lugar de que los «nuevos» derechos amplíen el catálogo de los antiguos, reforzándolos, sea la precariedad de los nuevos la que refluya sobre los derechos de generaciones precedentes: nos acostumbraremos poco a poco a que los derechos humanos no sean más que una vaga reivindicación moralizante» (Guy Haarscher, Philosophie des droits de l’homme, cit., pp. 43-44). 108 Se suceden en tiempos recientes las demandas contra obispos o sacerdotes que critican la homosexualidad activa en sus sermones, las peticiones de retirada de libros como Cásate y sé sumisa o Comprender y sanar la homosexualidad, etc. Sobre el tema, vid. Martin Kugler – Francisco J. Contreras (eds.), ¿Democracia sin religión? El derecho de los cristianos a influir en la sociedad, Stella Maris, Barcelona, 2014. 109 «Cuando convertimos las demandas políticas en derechos, existe el peligro de que el problema en cuestión se convierta en algo irresoluble, porque llamar derecho a una demanda equivale a calificarla de innegociable […] Emplear el lenguaje de los derechos no facilita el compromiso» (M. Ignatieff, Los derechos…, cit., p. 47). 110 Mary Ann Glendon, Rights Talk, cit., pp. x-xi. 111 Francisco J. Contreras, «Por qué la izquierda ataca a la Iglesia», en Francisco J. Contreras – Diego Poole, Nueva izquierda y cristianismo, Encuentro, Madrid, 2011, pp. 21-94. 112 «El término «derecho humano» se ha convertido, sencillamente, en el eslogan más efectivo para promover cualquier causa en el debate político» (Janne Haaland Matlary, Derechos humanos depredados: Hacia una dictadura del relativismo, Cristiandad, Madrid, 2008, p. 38). 113 Jesús Trillo-Figueroa, La ideología invisible: El pensamiento de la nueva izquierda radical, Libros Libres, Madrid, 2005, p. 113. 102

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Robert P. George, «Religious Values and Politics», en R.P. George, The Clash of Orthodoxies: Law, Religion, and Morality in Crisis, Intercollegiate Studies Institute, 2001, p. 251. 115 Gabriele Kuby propone una enumeración muy plausible de fibras histórico-ideológicas: «1) El maltusianismo, que quiere reducir la población mundial, la cual supuestamente crece más rápido que la producción de alimentos; 2) El movimiento eugenista, que aspira a aumentar la calidad de los seres humanos y a reducir su cantidad; 3). Los intereses de [algunos] ricos y poderosos de EE.UU., de los White Anglo-Saxon Protestants (WASPS), que reconocieron el peligro de la differential fertility, es decir, el hecho de que el menor índice de natalidad de la clase superior los condenaba a medio plazo a ser avasallados por la más prolífica clase baja, especialmente los negros e inmigrantes de países del Tercer Mundo […]; 4) Individuos concretos —muy inteligentes y elocuentes— que deseaban transformar radicalmente la sociedad […]; 5) Revolucionarios comunistas que deseaban destruir la familia y la religión para así alcanzar una utópica sociedad sin clases; 6) El movimiento feminista, que desea liberar a las mujeres de «la esclavitud del matrimonio y la maternidad» (Simone de Beauvoir); 7) El movimiento homosexualista, que aspira a abolir la «heteronormatividad»» (Gabriele Kuby, Die globale sexuelle Revolution: Zerstörung der Freiheit im Namen der Freiheit, Fe, Ratisbona, 2013, p. 37). 116 En el periódico Revolution, 8 de julio de 1869, p. 4. 117 Vid. Brian E. Fisher, Abortion: The Ultimate Exploitation of Women, Morgan James Publishing, Nueva York, 2014. 118 Betty Friedan, The Feminine Mystique, W.W. Norton & Co., Nueva York, 1963. 119 Vid., por ejemplo, sus consideraciones sobre El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence en Simone de Beauvoir, Le deuxième sexe, Gallimard, París, 1949, tomo I: Les faits et les mythes, p. 342 ss. 120 S. de Beauvoir, Le deuxième sexe, p. 467, 121 Vid. S. de Beauvoir, Le deuxième sexe, tomo I , cit., capítulos 5 y 6. 114

Respuesta de Beauvoir en entrevista que le hizo Betty Friedan: «Sex, Society, and the Female Dilemma», Saturday Review, June 14, 1975, p. 18. 123 «[El propósito de esta obra es] exponer las categorías fundacionales del sexo, el género y el deseo como efectos de una estructura específica de poder […] La misión de esta investigación es centrarse sobre —y descentrar— instituciones como el falocentrismo y la heterosexualidad obligatoria. […] La de «lo femenino» no parece ser ya una noción estable; su significado es tan disputado y carente de fijeza como el de «mujer», y […] ambos términos son sólo relacionales […]» (Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity [1990], Routledge, Londres-Nueva York, 2006, p. xxxi). 124 Friedrich Engels, Der Ursprung der Familie, des Privateigentums und des Staates, Verlag der Schweizerin Volksbuchhandlung, 1884, p. 96. 125 Citado en G. Kuby, Die globale sexuelle Revolution, cit., p. 46. 126 Cf. Wilhelm Reich, Die Massenpsychologie des Faschismus [1933], Fischer Taschenbuch, Frankfurt a.M., 1974. 127 Wilhelm Reich, Die sexuelle Revolution [1936], Fischer Taschenbuch, Frankfurt a.M., 1971, p. 89. 128 James H. Jones, Alfred C. Kinsey: A Public/Private Life, W.W. Norton, Nueva York, 1997, p. 603. 129 James H. Jones, Alfred C. Kinsey, cit., p. 608. 130 «Es difícil entender por qué un niño, a no ser a causa del condicionamiento cultural, tendría que sentirse molesto porque le toquen los genitales, o por la visión de los genitales de otras personas, o 122

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por qué incluso tendrían que perturbarle contactos sexuales más específicos. […] Los estudiosos de la problemática adolescente han llegado a la conclusión de que las reacciones emocionales [de escándalo] de los padres, de los oficiales de policía o de otros adultos pueden perturbar al niño más seriamente que los contactos sexuales mismos» (Alfred C. Kinsey, Sexual Behavior in the Human Female, W.B. Saunders, Filadelfia, 1953, p. 121). 131 Alfred C. Kinsey, Sexual Behavior in the Human Male, W.B. Saunders, Filadelfia, 1948, pp. 178180. Vid. G. Kuby, Die globale…, cit., p. 59. 132 Amante de Jean-Paul Sartre en régimen de «pareja abierta». En realidad, Simone de Beauvoir suministraba amantes —escogidas entre sus alumnas— al gran filósofo; a veces las compartían, pues Beauvoir era bisexual. Cuando él las dejaba embarazadas, ella las llevaba a abortar: Olga Kosakiewicz, Bianca Bienenfeld (que sólo tenía 16 años y necesitó después tratamiento psiquiátrico), Michelle Vian (esposa del escritor y músico Boris Vian: quedó embarazada de Sartre tres veces, y las tres la llevó Beauvoir a abortar; a resultas del tercer aborto, quedó estéril). Beauvoir fue expulsada de la universidad francesa por el régimen de Vichy cuando los padres de Nathalie Sorokin denunciaron la seducción de su hija por la pareja filosófica. Vid. Jesús Trillo-Figueroa, La ideología de género, Libros Libres, Madrid, 2009, p. 43 ss. 133 Pese a estar casada con el anarquista William Sanger, la fundadora de Planned Parenthood encadenaba constantes aventuras amorosas: «[C]ayó a los pies del «gran sexólogo» Havelock Ellis, al que ella reverenciaba como una especie de profeta científico-sexual, llamándolo «el rey». También él se hizo su amante, lo cual perturbó a Edith, la esposa de Ellis, que intentó suicidarse varias veces […] El anarquista Lorenzo Portet, Jonah Goldstein, Hugh de Selincourt, el magnate petrolífero J. Noah Slee (con el que luego ella se casó por dinero, haciéndole firmar una cláusula que le garantizaba completa libertad sin preguntas), H.G. Wells, Herbert Simonds, Harold Child, Angus McDonald, Hobson Pitman y muchos otros cuyos nombres han escapado a sus biógrafos: todos fueron amantes suyos» (Benjamin Wiker – Donald de Marco, Architects of the Culture of Death, Ignatius Press, San Francisco, 2004, p. 294). 134 Alfred C. Kinsey, Sexual Behavior in the Human Male, cit., pp. 199 y 201-202. 135 Judith A. Reisman – Edward E. Eichel, Kinsey, Sex, and Fraud: The Indoctrination of a People, Lochingar-Huntington House, 1990. 136 Cf. Judith A. Reisman – Edward E. Eichel, Kinsey, Sex, and Fraud, cit., p. 29. 137 Sobre el tema, vid.: Francisco J. Contreras, «El invierno demográfico europeo», en Liberalismo, catolicismo…, cit., pp. 67-97; Alejandro Macarrón, El suicidio demográfico de España, Homo Legens, Madrid, 2011; Philip Longman, The Empty Cradle: How Falling Birthrates Threaten World Prosperity and What to Do About It, Basic Books, New York, 2004. 138 Lucetta Scaraffia, «Los derechos humanos: realidad y utopía», en Eugenia Roccella – L. Scaraffia, Contra el cristianismo: La ONU y la Unión Europea como nueva ideología, Cristiandad, Madrid, 2008, p. 80. 139 «Sostendré que la política más sabia es la que dé lugar a un aplazamiento de la edad en que contraen matrimonio los débiles y en el adelantamiento de la edad en que lo hacen las clases vigorosas» (Francis Galton, Hereditary Genius: An Inquiry into Its Laws and Consequences [1869], Macmillan, Londres, 1925, p. 339). Al casarse antes, los mejor dotados tendrían tiempo de tener más hijos.

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Francis Galton, op.cit., p. 1. Margaret Sanger, The Pivot of Civilization [1922], Maxwell Reprint Company, Nueva York, 1969, p. 271. 142 Margaret Sanger, The Pivot of Civilization, cit., pp. 25 y 80-81. 143 Vid. Mary Ann Glendon, «La soportable levedad de la dignidad», trad. de Carlos Fidalgo, Persona y Derecho, vol. 67, 2012/2, p. 255. 144 Cf. Francisco J. Contreras, «El aborto y la batalla de las ideas», en Pablo Santana (ed.), Aborto cero, Stella Maris, Barcelona, 2014, pp. 29-44. 145 Escribe el filósofo Roger Scruton: «[En las últimas décadas] El Derecho matrimonial ha sido reformado constantemente, no para perpetuar la idea del matrimonio como compromiso existencial, sino por el contrario para hacer posible la evasión de ese compromiso, la rescisión del acuerdo […] Lo que en otros tiempos era un cambio de estatus existencial avalado socialmente se ha convertido ahora en un acuerdo privado y reversible. […] Los cónyuges entran ahora en el matrimonio equipados ya con un mapa que muestra la salida de emergencia. […] Por tanto, el matrimonio ha dejado de ser lo que Hegel llamó «un vínculo sustancial» para convertirse en una sucesión de apretones de manos. Entre los ricos y guapos, la poligamia sucesiva es ahora la norma. […] Las uniones civiles rescindibles no pueden ya cumplir la función que cumplía el matrimonio tal como siempre fue concebido. No pueden garantizar seguridad a los niños, ni solicitar el aval definitivo de la sociedad mostrando la disposición de los cónyuges a hacer un sacrificio en aras del futuro» (Roger Scruton, A Political Philosophy, Continuum, Londres-Nueva York, 2006, pp. 86-87). 146 La importancia de que el niño sea criado por su padre y madre genéticos (y no por «padres sociales» sobrevenidos) tiene un fundamento antropo-biológico: estamos programados por la evolución para preocuparnos más de quien es «carne de nuestra carne». Explica David Popenoe: «La organización de la familia nuclear está basada [en parte en] […] la predisposición a defender los intereses de nuestros parientes genéticos, con preferencia a los de aquellos con quienes no tenemos parentesco genético. Es lo que suele llamarse «idoneidad inclusiva [inclusive fitness]» o «nepotismo genético». En lo que se refiere a los niños, esto implica que los hombres y las mujeres parecen haber sido conducidos por la evolución a sacrificarse más por los niños que están relacionados genéticamente con ellos, que por los que no lo están. Este favoritismo biológico parece ser la regla en todo el mundo» (David Popenoe, «The Evolution of Marriage and the Problem of Stepfamilies: A Biosocial Perspective», en Alan Booth – Judy Dunn (eds.), Stepfamilies: Who Benefits? Who Does Not?, Lawrence Erlbaum Associates, Hillsdale (NJ), 1994, p. 9). 147 «Los niños que han sido educados por su padre y madre casados entre sí obtienen resultados mucho mejores en todos los indicadores de bienestar económico, educativo, psicológico y sanitario: consiguen mejores resultados escolares; tienen una probabilidad mucho menor de sufrir agresiones físicas o abusos sexuales; tienen una probabilidad menor de sufrir trastornos emocionales, depresión, incurrir en delincuencia juvenil, drogadicción, actividad sexual prematura, embarazos adolescentes…» (Francisco J. Contreras, «Una teoría sexual-institucional del matrimonio», en F.J. Contreras (ed.), Debate sobre el concepto de familia, Dykinson-CEU Ediciones, Madrid, 2013, p. 72). Cf. Fernando Pliego, Familias y bienestar en sociedades democráticas: El debate cultural del siglo XXI, Porrúa, México DF, 2012; 140 141

National Marriage Project, Why Marriage Matters: Thirty Conclusions from the Social Sciences, Institute for American Values, Nueva York, 2011; Family Research Council, «Why Marriage Should Be Privileged in

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Public Policy» [http://www.frc.org/insight/why-marriage-should-be-privileged-in-public-policy]. 148 Francisco J. Contreras, «Una teoría sexual-institucional del matrimonio», cit., pp. 81-82. 149 «La desinstitucionalización comporta, pues, una tendencia a la relativización y voluntarización del contenido del matrimonio: la veda abierta para la interminable redefinición del mismo [matrimonio «abierto», o provisional, u homosexual… ¿por qué no polígamo o poliándrico?]. Pero el término lógico de ese proceso es la simple extinción. En efecto, el matrimonio «a la carta» no es ya otra cosa que una formalización o bendición de las «relaciones afectivas en cuanto tales», cualquiera que sea la estructura, composición, duración y propósitos de éstas. Y no se ve por qué la sociedad y el Derecho tendrían que promover las relaciones en cuanto tales. La idea tiene, incluso, un inquietante matiz totalitario: ¿acaso debemos esperar la autorización del Estado o de la sociedad para querer a alguien? Si se trata sólo de amar y de ir «donde el corazón nos lleve», no se ve por qué necesitaríamos certificados y registros. ¿Para qué casarse, si el matrimonio ya no significa nada, garantiza nada ni obliga a nada? Muchos jóvenes ya lo entienden así, y sencillamente se van a vivir juntos «mientras dure el amor». Si el matrimonio no es más que «una relación afectiva privada», ¿por qué no dejar que las relaciones afectivas simplemente se formen y deshagan espontáneamente? ¿Por qué superponerles un caparazón jurídico superfluo?» (F.J. Contreras, «Una teoría sexual-institucional del matrimonio», cit., p. 75). 150 «Un aspecto importante de la impugnación de los roles de género [¿por qué no dos papás en lugar de papá y mamá?] es la destrucción de la noción según la cual la paternidad biológica tiene alguna importancia en absoluto. Esto significaría, por ejemplo, que la sociedad debe aceptar la legitimidad de la inseminación artificial para las parejas de lesbianas que desean niños. Más fundamentalmente, la sociedad debería desembarazarse de la idea de que lo óptimo es que un niño crezca con sus dos padres biológicos» (David Blankenhorn, The Future of Marriage, Encounter Books, Nueva York, 2007, p. 151). Vid. Mary Bernstein, «Gender, Queer Family Policies, and the Limits of Law», en Mary Bernstein – Renate Reimann, Queer Families, Queer Politics, Columbia University Press, 2001, p. 433 ss.

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«Si se prescinde del fundamento, no puede haber acuerdo sobre el contenido. Piénsese, por ejemplo, en el caso del derecho a la vida. No entienden su contenido de modo igual quienes sostienen que la vida es un don de Dios […], que quienes la consideran una mera propiedad inherente a ciertos seres (vivos) […], dotada de un valor meramente relativo y consistente, por lo tanto, en un bien disponible por su titular» (Ignacio Sánchez Cámara, La familia: La institución de la vida, Esfera de los Libros, Madrid, 2011, p. 13). 2 Richard McKeon, «The philosophical bases and material circumstances of the rights of men», en UNESCO, Human Rights: Comments and Interpretations, Wingate, Londres, 1949, p. 35 ss. 3 «Ese día [el día en que «pasaría factura» la decisión de no abordar la cuestión del fundamento de los derechos] ha llegado. En Europa, donde se está llevando a cabo un enorme experimento supranacional, el problema es cada vez más acuciante. […] [E]l intento de alcanzar un Estado basado en los derechos humanos tiene lugar en un momento en que hay cada vez menos confianza en la capacidad para definir esos derechos de forma objetiva» (Mary Ann Glendon, «Prefacio», en Matlary, J.Haaland Matlary, Derechos humanos depredados, cit., p. 23). 4 «El historicismo es un estilo de pensamiento que sitúa el centro de gravedad de la interpretación humana del mundo y de la comprensión de sí mismo [Selbstverständigung], no en dimensiones atemporales o verdades eternas, sino en la transformación temporal del hombre y del mundo» (Friedrich Jaeger – Jörn Rüsen, Geschichte des Historismus, C.H. Beck, Múnich, 1992, p. 80). 5 Vid. Francisco J. Contreras, «Tres versiones del relativismo ético-cultural», Persona y Derecho, Vol. 38-1998, pp. 69-118. 6 Joseph Ratzinger, «Posicionamiento en la discusión sobre las bases morales del Estado liberal» (Debate Joseph Ratzinger – Jürgen Habermas, 2004 [http://www.avizora.com/publicaciones/filosofia/textos/0071_discusion_bases_morales_estado_liberal_2.htm 7 «[L]a naturaleza, en otro tiempo concebida como instancia inteligible a la luz de un orden teleológico metafísico, al cual cabía remitir el sentido último de nuestro obrar, se concibe ahora restrictivamente como una instancia fáctica, no poseedora de más inteligibilidad que la proyectada trabajosamente sobre ella por la misma razón humana» (Ana Marta González, «El fundamento de la ley natural», en Tomás Trigo (ed.), En busca de una ética universal: Un nuevo modo de ver la ley natural, Eunsa, Pamplona, 2010, p. 148). 8 Benedicto XVI , «Discurso en el Parlamento Federal Alemán» 1

[http://www.hazteoir.org/enlace/discurso-integro-benedicto-xvi-en-bundestag-aleman]. «Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de modo puramente funcional, como las ciencias naturales la explican, no puede crear ningún puente hacia el ethos y el Derecho» (ibidem). En un sentido similar: «La idea de derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en que naturaleza y razón se compenetran, en el que la naturaleza misma se vuelve racional. Y tal visión de la naturaleza se fue a pique con la victoria de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal no sería racional […] Éste es el diagnóstico que desde la teoría científica se nos hace, y que hoy se nos antoja casi incontrovertible» (Joseph Ratzinger, «Posicionamiento en la discusión…», cit.). 9 Benedicto XVI , «Discurso en el Parlamento Federal Alemán». Ch. Menke – A. Pollmann, Filosofía de los derechos humanos, cit., pp. 166-167. Citado por Mary Ann Glendon, «La soportable levedad…», cit., p. 256. 12 «El hombre no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como simple medio; debe ser 10 11

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considerado, en todas las acciones, como fin en sí. No puedo, pues, disponer del hombre, en mi persona [o en la de los demás], para mutilarle, estropearle, matarle» (Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres [1785], trad. de M. García Morente, Espasa-Calpe, Madrid, 1981, p. 85). 13 Sobre la compatibilidad entre darwinismo y cristianismo, vid. Francisco J. Soler Gil, Mitología materialista de la ciencia, Encuentro, Madrid, 2013, cap. I. «[L]a fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía […]» (Benedicto XVI, 14

«Fe, razon y universidad: Recuerdos y reflexiones» [Discurso de Ratisbona], en VVAA, Dios salve la razón, Encuentro, Madrid, 2008, p. 35). 15 Jürgen Habermas, «A Conversation About God and the World», en J. Habermas, Time of Transitions, Polity Press, Londres, 2006, pp. 150-151. 16 Marcello Pera, Perché dobbiamo dirci cristiani: Il liberalismo, l’Europa, l’etica, Mondadori, Milán, 2008, pp. 6-7). 17 «El hombre, esa especie animal pequeña y excéntrica que, afortunadamente, tiene sus días contados. Todos los hombres de la Tierra no son más que un momento, un incidente, una excepción sin consecuencias, algo sin importancia para el carácter general del planeta; y la Tierra misma, como cualquier astro, es un hiato entre dos nadas, un suceso sin plan, sin razón, sin voluntad, sin autoconciencia: la peor clase de necesidad, la necesidad estúpida» (Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder [citado en Michael J. Perry, The Idea of Human Rights]). 18 «[S]in interrupción desde el siglo XVIII , se han ido sucediendo equipos que se han dedicado a la empresa de reducir el hombre a lo no propiamente humano. Una serie de «relevos» han borrado el carácter personal del hombre, lo han visto como un «organismo», sometido a las meras leyes naturales —físicas, biológicas, económicas—, sin el decisivo atributo de la libertad y la consiguiente responsabilidad. Esta actitud suele ir acompañada de un extraño deseo de aniquilación, la voluntad de extirpar la esperanza de seguir viviendo después de la muerte» (Julián Marías, La perspectiva cristiana, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 117). 19 Bertrand F. Skinner, Beyond Freedom and Dignity, Alfred Knopf, Nueva York, 1971. 20 Stephen Pinker, «The Stupidity of Dignity», New Republic, September 8, 2008 (http://www.tnr.com/story_print.html?id=d873Icf4-e87b-4d88-b7e7-f5059cdobfbd 21 «Para los portavoces de las ciencias naturales, el hombre, en el fondo, no tiene ninguna libertad […] El hombre no debe creer que es una realidad distinta de los demás seres vivos, por lo que deberá recibir el mismo trato. Así se expresan los representantes más audaces y más avanzados de una filosofía claramente separada de las raíces de la memoria histórica de la humanidad» (Joseph Ratzinger, El cristiano en la crisis de Europa, Cristiandad, Madrid, 2005, p. 40) 22 Max Planck, Kausalgesetz und Willensfreiheit, Julius Springer, Berlín, 1923, p. 6. 23 Stephen Hawking, Historia del tiempo: Del Big Bang a los agujeros negros, Crítica, Barcelona, 1988, cap. XII. Bertrand F. Skinner, Walden Dos, Barcelona, 1968, p. 286. E.O. Wilson, Sobre la naturaleza humana, México, 1980, p. 108. 26 Juan Luis Ruiz de la Peña, Crisis y apología de la fe, cit., p. 208 (he tomado de este libro las cuatro citas anteriores). 24 25

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Martín López Corredoira, Somos fragmentos de Naturaleza arrastrados por sus leyes, Vision Net, Madrid, 2005. 28 Richard Dawkins, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford, 1976, p. x. 29 Shelley, Whitman y los optimistas revolucionarios […] sacaron [inconscientemente] de la vieja tradición católica una idea particularmente trascendental: la idea de que en el hombre existe una dignidad espiritual por el hecho mismo de ser hombre, y de que existe un deber universal de amar a los hombres tal cuales son. […] Dieron por hecho que su concepto espiritual era absolutamente evidente, como lo son el sol y la luna; que nadie podría destruirlo […] Recalcaban constantemente la divinidad y dignidad humanas […]; como si tales cosas fueran algo de lo más natural. Y se quedan muy sorprendidos cuando los nuevos realistas explotan de pronto, y empiezan a decir cosas como que un carnicero de bigote pelirrojo y verruga en la nariz no se les antoja ni muy divino ni muy lleno de dignidad, que sinceramente no sienten el más pequeño impulso por amarlo […]» (Gilbert K. Chesterton: «La cuestión: por qué soy católico», en G.K. Chesterton, Por qué soy católico, El Buey Mudo, Madrid, 2009, pp. 198-199). 30 Blaise Pascal, Pensées [1670], 264. 31 Blaise Pascal, Pensées, 270. 32 Ronald Dworkin, «Life is Sacred: That’s the Easy Part», New York Times Magazine, May 16, 1993, p. 36. 33 Ronald Dworkin, Life’s Dominion: An Argument about Abortion, Euthanasia, and Individual Freedom, Vintage Books, Nueva York, 1994, p. 69, nota 9. 34 Ronald Dworkin, Life’s Dominion, cit., p. 84. 35 «Sugerir, como Dworkin hace al menos a veces, que algo es sagrado porque inspira asombro en nosotros, porque nosotros lo valoramos, es invertir el orden normal de las cosas [Es decir, no es sagrado porque lo valoremos, sino que lo valoramos porque es sagrado; pero si su sacralidad no viene de nuestro asombro, ¿de dónde viene?]» (Michael J. Perry, The Idea of Human Rights: Four Inquiries, Oxford University Press, 1998, p. 27). 36 «»Sagrado» en el sentido objetivo no es fundamentalmente cuestión de «sagrado para ti» o «sagrado para mí»; es cuestión de cómo sean las cosas realmente» (Michael J. Perry, The Idea…, cit., p. 28). 37 Citado por Michael Ignatieff, Los derechos como humanos como política…, cit., p. 99. 38 La postura de Michael Ignatieff es similar: «No hay nada de sagrado en los seres humanos, nada que merezca la idolatría ni un respeto trascendental. Todo lo que se puede decir de los derechos humanos es que son necesarios para proteger a los individuos de la opresión y la violencia, y si se pregunta por el motivo, la única respuesta posible es histórica» (M. Ignatieff, Los derechos humanos como política…, cit., p. 102). 39 N. Bobbio, «Sobre el fundamento de los derechos del hombre», en El tiempo de los derechos, cit., p. 57. 40 «El problema de fondo relativo a los derechos humanos no es hoy tanto el de justificarlos como el de protegerlos. Es un problema no filosófico, sino político» (N. Bobbio, «Sobre el fundamento…», cit., p. 61). 41 Richard Rorty, «Ironía privada y esperanza liberal», en R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad [1989], Paidós, Barcelona, 1996, p. 91. 27

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R. Rorty, «Ironía privada…», cit., p. 92. «El ironista pasa su tiempo preocupado por la posibilidad de haber sido iniciado en la tribu errónea, de haber aprendido el juego de lenguaje equivocado» (op.cit., p. 93). 43 Richard Rorty, «Ironía privada…», cit., pp. 95-96. 44 R. Rorty, «Ironía privada…», cit., p. 98. 45 R. Rorty, «Ironía privada…», cit., pp. 104-105. 46 «Si no tenemos razones para creer que el mundo tiene un orden normativo que es transgredido por las violaciones de los derechos humanos […] y, sin embargo, obligamos a otros, o incluso, en el límite, matamos a otros en nombre de la protección de los derechos humanos, estaríamos coaccionando y matando en nombre de ninguna otra cosa que nuestros sentimientos, nuestras preferencias, nuestras «inclinaciones del corazón»» (Michael J. Perry, Idea of Human Rights, cit., p. 39). 47 Jürgen Habermas, «Posicionamiento en la discusión sobre las bases morales del Estado liberal», Debate Jürgen Habermas-Joseph Ratzinger, 2004, cit. 48 George Weigel, Política sin Dios: Europa y América, el cubo y la catedral, Cristiandad, Madrid, 2005, p. 117. 49 Timothy P. Jackson, «The Theory and Practice of Discomfort: Richard Rorty and Pragmatism», Thomist, vol. 51 (1987), n.o 270, pp. 284-285 (citado por M.J. Perry, op.cit., p. 37). 50 «El ateísmo generalizado puede no mostrar sus efectos completos inmediatamente, sino sólo después de tres o cuatro generaciones. Pues los ateos […] educados en hábitos inculcados por las culturas religiosas del pasado pueden seguir viviendo durante dos o tres generaciones en formas que no difieren mucho de las de los cristianos y judíos tibios. Estas personas siguen siendo honradas, compasivas, comprometidas con la igualdad de todos, firmes creyentes en el «progreso» y la «fraternidad», incluso después de haber repudiado la justificación religiosa original de estas virtudes. Pero tarde o temprano llega una generación que se toma la metafísica del ateísmo con mortal seriedad. Tal fue el caso de una refinada nación contemporánea, la Alemania que votó por los nazis» (Novak, Michael, No One Sees God: The Dark Night of Atheists and Believers, Doubleday, Nueva York, 2008, p. 52) 51 Alan Gewirth, Reason and Morality, University of Chicago Press, 1978. 52 M. Ignatieff, Los derechos humanos como política e idolatría, cit., p. 95. 53 M. Ignatieff, op.cit., p. 78. 54 Así lo indica también Josep Miró, aunque creo que generaliza indebidamente al atribuir al «liberalismo» sin más la indiferencia respeto a la «libertad para»; en todo caso, se trataría de la versión más reciente del liberalismo, alejada decisivamente de sus exponentes clásicos: «Lo característico del liberalismo es su énfasis en el ejercicio de la libertad, pero no se repara lo suficiente en que no se trata de «La Libertad», como antes no se trataba de «La Razón», sino de un tipo de libertad de carácter negativo; se trata de la libertad para que no se impida ser libre. Pero esta es exclusivamente una parte de la cuestión; la otra es la libertad positiva dirigida a buscar la verdad de las cosas para realizar el bien, porque este es el fin de la libertad» (Josep Miró, La sociedad desvinculada: Fundamentos de la crisis y necesidad de un nuevo comienzo, Stella Maris, Barcelona, 2014, p. 75). 55 Rocco Buttiglione, «Hacia una comprensión correcta de la libertad y la tolerancia», en Martin Kugler – Francisco J. Contreras (eds.), ¿Democracia sin religión? El derecho de los cristianos a influir en la sociedad, Stella Maris, Barcelona, 2014, p. 188. 42

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John Rawls, El liberalismo político [1993], Grijalbo-Mondadori, Barcelona, 1996, p. John Rawls, El liberalismo político, cit., p. 21. 58 John Rawls, A Theory of Justice [1971], Oxford University Press, 1973, p. 92. 59 N. Bobbio, «¿Existen derechos fundamentales?», en El tiempo de los derechos, cit., pp. 87-88. 60 Stephen Mulhall – Adam Swift, El individuo frente a la comunidad: El debate entre liberales y comunitaristas [1992], Temas de Hoy, Madrid, 1996, pp. 52 y 55. 61 Samuel Gregg, Tea Party Catholic, cit., p. 41. 62 «Es el tiempo en que vivimos, donde lo primordial, lo que se cree que nos realiza como individuos, es antes que nada la satisfacción de los deseos, de las pasiones que ellos, sin cauce, provocan» (Josep Miró, La sociedad desvinculada, cit., p. 87). 63 «La legalidad se ha convertido en buena medida en el único criterio de la legitimidad» (Mary Ann Glendon, Rights Talk, cit., p. 3). 64 «Se nos pide no juzgar, no emitir ningún juicio, pues la distinción entre el bien y el mal parece haber sido superada, perdiendo su sólido fundamento en la naturaleza de las cosas. […] Cualquier crítica basada en la presunción de la existencia de una verdad objetiva debe excluirse del espacio público, y los que sostienen dichos juicios son etiquetados como enemigos de la democracia» (Rocco Buttiglione, «Hacia una comprensión correcta…», cit., pp. 191-192). 65 S. Gregg, Tea Party Catholic, cit., p. 139. 66 Samuel Gregg, Tea Party Catholic, cit., p. 150. 67 Sobre el recorte creciente de la libertad de expresión de los cristianos en Europa, vid. M. Kugler – F.J. Contreras (eds.), ¿Democracia sin religión?, cit. 68 J. Miró, La sociedad desvinculada, cit., p. 81. 69 Mary Ann Glendon, Rights Talk, cit., p. 77. 70 Mary A. Glendon, Rights Talk, cit., pp. 14-15. 71 Jean-Paul Sartre, L’existentialisme est un humanisme [1946], Nagel, París, 1970, pp. 35-38. 72 Sobre el tema, cfr. Francisco J. Contreras, «Is the «New Natural Law Theory» Actually a Natural Law Theory?», en F.J. Contreras (ed.), The Threads of Natural Law: Unravelling a Philosophical Tradition, Springer, Dordrecht-Nueva York, 2013, pp. 179-190. 73 John Finnis, Natural Law and Natural Rights, Oxford University Press, 1980; cfr. Robert P. George – John Keown (eds.), Reason, Morality, and Law: The Philosophy of John Finnis, Oxford University Press, 2013. Para una evaluación crítica: Russell Hittinger, A Critique of the New Natural Law Theory, Notre Dame University Press, 1987. 74 Robert P. George, In Defense of Natural Law, Oxford University Press, 2001. 75 «[Los principios del derecho natural] no son inferidos de proposiciones metafísicas sobre la naturaleza humana, […] o sobre «la función del ser humano», ni tampoco son inferidos de una concepción teleológica de la naturaleza […] No son inferidos o derivados a partir de nada. […] Cuando discierne lo que es bueno, lo que es digno de ser buscado (prosequendum), la inteligencia está operando en forma distinta, usando una lógica diferente, que cuando discierne lo que es el caso (histórica, científica o metafísicamente)» (John Finnis, Natural Law and Natural Rights, cit., pp. 33-34). 76 «Curiosidad es un nombre con el que designamos al deseo o inclinación o necesidad que tenemos cuando queremos averiguar la verdad sobre las cosas, sólo por el gusto de saber. […] Mediante un esfuerzo de reflexión, se hace claro que el conocimiento es algo que es bueno tener (y no meramente 56 57

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por su utilidad) […] Uno se descubre a sí mismo pensando que la ignorancia y el error deben ser evitados, simplemente en cuanto tales, y no en relación a [las desventajas de otro tipo que se puedan seguir del error] […] Uno empieza a considerar a la persona bien informada y de mente despejada como una persona afortunada [well off], y no sólo por el uso práctico que puede hacer de sus conocimientos» (John Finnis, op. cit., pp. 60-61). 77 John Finnis, Natural Law and Natural Rights, cit., p. 87. 78 John Finnis, Natural Law and Natural Rights, cit., p. 89. 79 J. Finnis, Natural Law…, cit., p. 34. 80 Robert P. George, «Natural Law and Human Nature», en Robert P. George (ed.), Natural Law Theory: Contemporary Essays, Clarendon Press, Oxford, 1992. 81 J. Finnis, Natural Law and Natural Rights, cit., pp. 102-103. 82 «Acostumbrados como estamos a reducir la noción de finalidad a la de funcionalidad, tendemos a olvidar que la pregunta por el sentido trasciende con mucho a la pregunta por la función. Para dar razón última de un proceso natural no basta con hacer explícita su función, pues siempre cabe preguntar: ¿y cuál es el sentido de cumplir tal función?» (Ana Marta González, «El fundamento de la ley natural», cit., p. 156). 83 F.J. Contreras, «Is the «New Natural Theory» Actually a Natural Law Theory?», cit., p. 187. 84 J. Finnis, Natural Law and Natural Rights, cit., p. 372. 85 J. Finnis, Natural Law and Natural Rights, cit., pp. 406-407. 86 «¿Es plausible pensar que la moral pueda ser independiente de cualesquiera convicciones cosmológicas, de cualesquiera convicciones sobre cómo está articulado el mundo (incluyendo el nosotros-en-el-mundo)? […] Los códigos morales reales —las morales que han regido de hecho la vida de las comunidades humanas— han estado siempre empotradas [embedded] en una cosmología. En toda comunidad histórica «las normas morales están estrechamente vinculadas con creencias sobre los hechos centrales de la vida humana y del mundo en que la vida humana está puesta». […] La convicción de que todo ser humano es sagrado está inserta en una cosmología; está inserta en una cosmología religiosa» (Michael J. Perry, The Idea of Human Rights, cit., pp. 16 y 24). 87 Por ejemplo: «Es muy difícil para mí —quizás imposible— abrazar convicciones religiosas. […] [Pero] la teoría liberal de los derechos requiere una doctrina de la dignidad y la sacralidad humanas que no puede ser totalmente separada de la creencia en Dios o al menos de una visión del mundo que habría que llamar «religiosa» en algún sentido metafísicamente profundo» (Jeffrie Murphy, «Afterword: Constitutionalism, Moral Skepticism, and Religious Belief», en Alan S. Rosenbaum (ed.), Constitutionalism: The Philosophical Dimension, p. 248 [citado por Michael J. Perry, Idea of Human Rights, cit., p. 41]). 88 Arthur Allen Leff, «Economic Analysis of Law» [citado por Michael J. Perry, op.cit., p. 41]. 89 Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1114b-1115a. 90 Aristóteles, Política, III , 5. «La virtud es una calidad que nos permite alcanzar los bienes intrínsecos de la vida humana […] Lograda con la práctica, establece hábitos buenos en el sentido de que se realizan sin una especial dedicación reflexiva. […] Y esto ayuda a entender por qué la virtud sólo puede darse en el marco de una tradición cultural recibida por una comunidad. Sin comunidad no hay tradición, y sin ésta las virtudes no pueden ser practicadas ni, por consiguiente, transmitidas» (Josep Miró, La sociedad 91

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desvinculada, cit., p. 68). 92 Sobre MacIntyre, vid. Rafael Ramis Barceló, Derecho natural, historia y razones para actuar: La contribución de Alasdair MacIntyre al pensamiento jurídico, Dykinson, Madrid, 2013. 93 «La sociedad liberal se ha construido sobre el error de omitir que la existencia de una forma contractual es consecuencia del vínculo y depende de él. […] El contrato social es una forma débil de vinculación: el vínculo sin contrato se mantiene; el contrato sin vínculo, no. Es sobre el primero donde ha de cimentarse la sociedad, sobre el vínculo surgido de algo más grande que uno mismo, un orden objetivo, utilizando el contrato exclusivamente como un instrumento subsidiario de organización social» (J. Miró, La sociedad desvinculada, cit., p. 35). 94 John Rawls, «Kantian Constructivism in Moral Theory», Journal of Philosophy, 77/9 (1980), p.544. 95 Según Sandel, la antropología rawlsiana presupondría una distancia entre el sujeto y sus «fines» (entendidos éstos en sentido amplio: incluye valores, convicciones, etc.), de tal modo que el sujeto es «él mismo» ya antes de escoger estos o aquellos: «dada mi independencia de los valores que poseo, siempre puedo distanciarme de ellos» (Michael Sandel, El liberalismo y los límites de la justicia [1982], Gedisa, Barcelona, 2000, p. 86). Sandel cree, en cambio, que la identidad del sujeto viene en buena parte conformada por sus «fines»: desde la perspectiva comunitarista «la pregunta relevante no es cuáles fines elegir, ya que […] la respuesta a esta pregunta está ya dada, sino ¿quién soy yo? […]» (op. cit., p. 82). Mis «fines» no deben ser vistos como «objetos que busco», sino como «[partes de] el sujeto que soy» (op.cit., p. 85). 96 Para MacIntyre, sólo el hombre contextualizado (arraigado, ubicado, dotado de unas concretas señas de identidad histórico-cuturales, vinculado por compromisos y roles comunitarios) puede ser sujeto moral: «Yo no soy capaz de buscar el bien o de ejercer las virtudes en tanto que individuo […] Lo que concretamente sea vivir la vida buena variará con las circunstancias […] Nos relacionamos con nuestras circunstancias en tanto que portadores de una identidad social concreta. Soy hijo o hija de alguien, […] miembro de este o aquel gremio o profesión; pertenezco a este clan, esta tribu, esta nación […] Heredo del pasado de mi familia, mi ciudad, mi tribu, mi nación, una variedad de deberes, legados, expectativas correctas y obligaciones. Ellas constituyen los datos previos de mi vida, mi punto de partida moral» (Alasdair MacIntyre, Tras la virtud [1981], Crítica, Barcelona, 1987, p. 271). 97 «[…] no se puede ser un yo independiente. Sólo soy un yo en relación a determinados intelocutores: de un lado, en relación a aquellos interlocutores que fueron esenciales para que llegase a definirme; de otro, en relación a los que ahora son cruciales para que siga captando los lenguajes de la autocomprensión. […] Un yo existe sólo dentro de […] redes de interlocución» (Charles Taylor, Sources of the Self, Cambridge University Press, 1990, p. 36). 98 «[Es preciso distinguir entre] individualismo metodológico e individualismo sustantivo [egocentrismo asocial: el «yo desvinculado» del que habla Josep Miró]. Un individualismo metodológico […] consiste en defender los derechos mostrando lo que pueden hacer por los individuos: individuos sociales que normalmente viven en familias y en comunidades, pero aun así individuos» (M. Ignatieff, Los derechos…, cit., p. 123). 99 F.J. Contreras, Liberalismo, catolicismo…, cit., p. 42. 100 «[En el marco capitalista-democrático] las comunidades intermedias se multiplican y florecen, haciéndose voluntarias y adquiriendo enorme variedad. Bajo el capitalismo democrático, cada

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individuo participa en muchas comunidades vitales. La vida social del individuo no se agota en el Estado, ni es controlada por el Estado» (Michael Novak, The Spirit of Democratic Capitalism, cit., p. 340). 101 «[EEUU ha descubierto un nuevo modelo] Más allá del individualismo y del socialismo […], personalista y comunitario al mismo tiempo» (Jacques Maritain, Reflections on America, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1958, p. 178). 102 Frente a estas prácticas, la actitud de un verdadero liberal sólo puede ser la del general Charles Napier: vid. su respuesta a los hindúes que practicaban la quema de viudas en nota 150 del capítulo 3 de este libro. 103 «Siempre existirán conflictos entre los individuos y los grupos, y los derechos existen para proteger a los individuos. […] Además, precisamente este individualismo es el que lo hace atractivo a las personas no occidentales […] El lenguaje de los derechos humanos es el único dialecto moral universal que recoge las demandas de las mujeres y los niños contra la opresión que experimentan en las sociedades tribales y patriarcales; es el único que permite a las personas […] oponerse a a costumbres —matrimonios pactados por la familia, el purdah, la discriminación civil, la mutilación genital, la esclavitud doméstica, etc.— ratificadas por el peso y la autoridad de sus culturas» (Michael Ignatieff, Los derechos humanos como política…, cit., p. 88). 104 Francisco J. Contreras, «Derechos colectivos, libertad individual y mitología comunitarista en Will Kymlicka», en Francisco J. Ansuátegui (ed.), Una discusión sobre derechos colectivos, Dykinson, Madrid, 2001, p. 140. 105 Will Kymlicka, Ciudadanía multicultural: una teoría liberal de los derechos de las minorías, Paidós, Barcelona, 1996, p. 65. 106 Will Kymlicka, op.cit., p.134. 107 Will Kymlicka, op.cit., pp. 216-217. 108 F.J. Contreras, «Derechos colectivos…», cit., p. 147. 109 «Nadie está programado por su etnia o su crianza para ser irremediablemente tal o cual cosa: sólo quien sueña con rebaños y no con personas piensa de otro modo» (Fernando Savater, «Identidad cultural», en Perdonen las molestias: crónica de una batalla sin armas contra las armas, Ediciones El País, Madrid, 2001, p. 134). 110 Mario Vargas Llosa critica el concepto mismo de «identidad colectiva»: «El concepto de «identidad», cuando no se emplea a una escala exclusivamente individual y aspira a representar a un conglomerado, es reductor y deshumanizador, un pase mágico de signo colectivista que abstrae todo lo que hay de original y creativo en el ser humano, aquello que no le ha sido impuesto por la herencia ni por el medio geográfico ni la presión social sino que ha resultado de su capacidad de resistir esas influencias y contrarrestarlas con actos libres, de invención personal» (Mario Vargas Llosa, «La identidad francesa», en El lenguaje de la pasión, Ediciones El País, Madrid, 2001, ps. 97-98). «Por importantes que para la defensa del grupo sean las costumbres y creencias practicadas en común, el margen de iniciativa y de creación entre sus miembros para emanciparse del conjunto es siempre grande, y las diferencias individuales prevalecen sobre los rasgos colectivos cuando se examina a los individuos en sus propios términos, y no como meros epifenómenos de la colectividad» (Mario Vargas Llosa, «Las culturas y la globalización», El País, 16-04-2000). 111 Michael Ignatieff, Los derechos humanos como política…, cit., p. 90.

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Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 9, 1179b.

«Hay muchos bienes importantes que la gente debería realizar en sus vidas, pero cuya realización sólo es posible si la gente elige libremente hacer «lo correcto» […] No puede participarse de estos bienes más que mediante actos de elección, es decir, actos internos de la voluntad, y mediante la disposición interna creada por tales elecciones. En tanto que actos internos, están fuera del alcance de la coacción legal» (Robert P. George, Making Men Moral: Civil Liberties and Public Morality, Clarendon Press, Oxford, 1993, p. 43). 114 John S. Mill, Sobre la libertad [1859], Alianza, Madrid, 1984, p. 65. 115 Joseph Raz, The Morality of Freedom, Clarendon Press, Oxford, 1986; «Liberalism, Skepticism and Democracy», Iowa Law Review, 74 (1989); «Liberalism, Autonomy, and the Politics of Neutral Concern», Midwest Studies in Philosophy, 7 (1982). 116 Robert P. George, Making Men Moral, cit., cap. 7, p. 189 ss. 117 Joseph Raz, The Morality of Freedom, cit., p. 160. 118 Joseph Raz, The Morality of Freedom, cit., p. 133. 119 Joseph Raz, The Morality of Freedom, cit., p. 417. 120 «Promover el bien común deberá consistir, por tanto, en ayudar —no en intentar realizar directamente— al florecimiento de todos los seres humanos de una sociedad. Pues […] el florecimiento no tendrá lugar si la gente no escoge libremente los bienes morales y espirituales por medio de sus acciones» (Samuel Gregg, Tea Party Catholic, cit., p. 47). «[Pero] la necesidad de una elección libre de la virtud y el bien no implica que nuestras leyes y nuestro gobierno deban asumir una posición de neutralidad en tales cuestiones […] El Estado juega un papel importante facilitando la conducta virtuosa» (op.cit., p. 201). 121 Joseph Raz, The Morality of Freedom, cit., p. 162. 122 «La presencia o ausencia del compromiso de una cultura con —y apoyo a— una forma social como el matrimonio monógamo conformará profundamente las opciones que la gente típicamente estime tener, y las elecciones que realmente harán» (Robert P. George, Making Men Moral, cit., p. 166). 123 Roger Scruton, A Political Philosophy, cit., p. 96. 124 «Para bien o para mal, el gobierno es el maestro poderoso y omnipresente» (Louis Brandeis [citado por Mary Ann Glendon, Rights Talk, cit., p. 87]). 125 «Las leyes jugarán inevitablemente un importante papel educativo en la vida de una comunidad. Las leyes pueden reforzar poderosamente —o abstenerse de reforzar [o incluso contrarrestar]— las enseñanzas de los padres y las familias, de los maestros y las escuelas, de los líderes y comunidades religiosas […]» (Robert P. George, Making Men Moral, cit., p. 46). 126 Citado por Samuel Gregg, Tea Party Catholic, cit., p. 226. Recordemos también el artículo 15 de la Declaración de Derechos de Virginia: vid. §26 en capítulo 3 de este libro. 127 Samuel Gregg, Tea Party Catholic, cit., p. 226. 128 Roger Scruton, A Political Philosophy, cit., p. ix. 113

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Stephen Toulmin, «How Medicine Saved the Life of Ethics», Perspectives in Biology and Medicine, 25 (1982), pp. 737-750. 2 Cfr. Van Rensselaer Potter, «Bioethics, science of survival», Perspectives in Biology and Medicine, 14 (1970), pp. 127-153. 3 Cfr. Van Rensselaer Potter, Bioethics, Bridge to the Future, Prentice-Hall, Englewoods Cliffs (NJ), 1971. 4 Cfr. Aldo Leopold, A Sand County Almanac, Oxford University Press, 1949. 5 Warren Reich cuenta que el término bioética fue inventado por Sargent Shriver en Bethesda (Maryland) en 1970, en una reunión en la que estaban su mujer, Eunice Kennedy Shriver, André Helleger, el Presidente de la Universidad Georgetown y un filósofo jesuita, en la que se discutía sobre la necesidad de crear un instituto dedicado a la aplicación de la filosofía moral a los dilemas médicos; cfr. Warren Thomas Reich, «The word ‘bioethics’: its birth and the legacies of those who shaped its meaning», Kennedy Institute of Ethics Journal, 5 (1995), pp. 319-336. 6 Cfr. Robert Martensen, «The history of bioethics: An Essay Review», Journal of the History of Medicine and Allied Sciences, 56 (2001), p. 174. 7 Cfr. Tom L. Beauchamp y James F. Childress, Principles of Biomedical Ethics, Oxford University Press, Nueva York, 2008 (6.a ed.). Cada una de las nuevas ediciones de este libro ha sufrido importantes modificaciones respecto a la versión anterior, reflejando así la evolución que han tenido sus propios autores. El principialismo que defendían en las primeras ediciones ha sido matizado y enriquecido en las más recientes, pues han ido incorporando otras perspectivas bioéticas desarrolladas en los últimos veinticinco años. 8 Pellegrino propone distinguir tres períodos en la reciente historia de la bioética: la protobioética (1960-1972), la bioética filosófica (1972-1985) y la bioética global (1985-presente). Esta última se caracteriza por haber hecho de la bioética una empresa global, en la que se integran distintos métodos de resolución de los casos bioéticos (y no sólo el principialismo) y distintas disciplinas científicas; cfr. Edmund D. Pellgrino, «The origins and evolution of bioethics: some personal reflections», Kennedy Institute of Ethics Journal, 9 (1999), p. 74. 9 Cfr. Ezekiel L. Emanuel y Linda J. Emanuel, «Four Models of the Physician-Patient Relationship» JAMA, 267 (1992), pp. 22-29. 10 Cfr. Ruth Macklin, «Dignity is a useless concept», British Medical Journal, 237 (2003), pp. 14191420; Steven Pinker, «The Stupidity of Dignity», The New Republic, 28 de mayo de 2008. 11 Cfr. Roberto Andorno, Bioética y dignidad de la persona, Tecnos, Madrid, 2012, pp. 76-77. 12 Sobre toda la problemática generada en torno al derecho a la objeción de conciencia en el ámbito sanitario, cfr. Pedro Talavera, «La objeción de conciencia y el problema de la legitimidad del derecho», en G. Tomás, (coord.), Entender la objeción de conciencia, Fundación San Antonio, Universidad Católica de Murcia, 2012, p. 91-125. 13 Por tal se entiende aquella que no persigue los fines tradicionales de la medicina —curar, prevenir enfermedades, etc.— sino satisfacer demandas individuales que requieren, para ser atendidas, de conocimientos y técnicas biomédicas; Cfr. José Luis González Quirós y José Luis Puerta, «Tecnología, demanda social y medicina del deseo», Medicina Clínica, 133 (2009), p. 671-675. 14 Cfr. Debora L. Spar, The Baby Business: How Money, Science, and Politics Drive the Commerce of Conception, Harvard University Press, Nueva York, 2006. 1

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Cfr. H. Tristam Engelhardt, Los fundamentos de la bioética, Paidós, Barcelona, 1995. Cfr. Peter Singer, Ética práctica, Ariel, Barcelona, 1981. 17 Xavier Zubiri, Sobre el hombre, Alianza, Madrid, 1986, p. 50. 18 Cfr. Diego Medina Morales, «Muerte digna—Vida digna. Una reflexión—Un debate», Cuadernos de Bioética, 83 (2013), pp. 399-416. 19 Las cuatro metas de la medicina que estableció el Hastings Center hace veinte años y que hoy son generalmente aceptadas son: prevenir la enfermedad, curar, cuidar, y ayudar a morir en paz; cfr. The Hastings Center, «The Goals of Medicine. Setting New Priorities», Special Supplement. Hastings Center Report, 26 (1996), S1-S27. 20 Cfr. Vicente Bellver, ¿Clonar? Ética y Derecho ante la clonación humana, Comares, Granada, 2000. 21 Cfr. John Harris, Enhancing Evolution. The Ethical Case for Making Better People, Princeton University Press, Nueva York, 2007. 22 Cfr. Jürgen Habermas, El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?, Paidós, Barcelona, 2004. 15 16

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C. Lévi-Strauss, «La familia», en VV. AA., Polémica sobre el origen y universalidad de la familia, Anagrama, Barcelona, 7.a edic., 1995, p. 17. 2 F. Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Editorial Fundamentos, Madrid, 13.a edic., 1996, p. 63. 3 Ibíd., p. 45. 4 Cit. en S. Goldberg, La inevitabilidad del patriarcado, Alianza Editorial, Madrid, 1974, p.50. 5 S. Goldberg, La inevitabilidad…, op. cit., p.49. 6 C. Lévi-Strauss, «La familia», en Polémica sobre el origen…, op. cit., p. 36. 7 Ibíd., p. 20. 8 Ibíd., pp.54-55. 9 VV.AA., op. cit. 10 Ibíd., p.5. 11 «¿Es universal la familia?», en Polémica sobre el origen…, op. cit., p.67. 12 Ibíd., p.73. 13 «Los nayar y la definición de matrimonio», en Polémica sobre el origen… op. cit. p.102. 14 Ibíd., op. cit. p.6. 15 F. de Coulanges, La Ciudad antigua, Porrúa, México DF, 1998, p. 62. 16 B. de Jouvenel, La soberanía, Comares, Granada, 2000, p. 31. 17 J. Castán Tobeñas, La crisis del Matrimonio, Editorial Reus, Madrid, 1914, p. 44. 18 C. M.a Entrena Klett, Matrimonio, separación y divorcio, Editorial Aranzadi, Pamplona, 1980, p. 26. 19 Cf. M. Gerpe Gerpe, La potestad del Estado en el matrimonio de cristianos y la noción de contratosacramento, Editorial de la Universidad Pontificia de Salamanca, 1970, pp. 67-68. 20 Con esta expresión se hace referencia al Emperador José II de Austria (1741-1790), instaurador 1

de un despotismo ilustrado y anticlerical. 21 Cit. en M. Gerpe, op. cit., pp. 135-136. 22 J.J. Rousseau, Del Contrato social, Alianza Editorial, Madrid, 1980, nota 48, p. 296. 23 En este sentido se expresa León Richer en una obra titulada precisamente «Divorcio»: «Nadie puede enajenar irrevocablemente su libertad. Las enajenaciones perpetuas violentan la conciencia. El porvenir no pertenece a nadie». Cit. en J. Castán Tobeñas, La crisis del matrimonio, op. cit., p. 154. 24 G.K. Chesterton, La superstición del divorcio, Buenos Aires, Club de Lectores, 1987, p. 149. 25 Cicerón, De República, I , 33, 49. C. Lévi-Strauss, «La familia», en Polémica sobre el origen y universalidad de la familia, op. cit., 20. 27 Así, por ejemplo, el Sr. Escartín Ipiéns, por UCD, rechazó la enmienda de Coalición Democrática para el reconocimiento de los efectos civiles al matrimonio canónico argumentando que: «No podemos otra vez volver a establecer guetos políticos o étnico-religiosos por confesiones religiosas a través de una serie de sistemas matrimoniales distintos». DSSCD, n.o 151, 18-III-81, pp. 9427-9432 26

(cit. en E.A. Gallego García, Los cambios del Derecho de Familia en España (1931-1981), Tirant Lo Blanch, Valencia, 2005, p. 199). 28 En este sentido, el Sr. Verde Aldea, del Grupo de Socialistas de Cataluña, se pronunciaba en el sentido de que: «La libertad religiosa significa practicar una religión u otra, pero también significa cambiar de religión. Entonces, ¿qué va a ocurrir con esta libertad religiosa si alguien en un momento en que profesa una confesión religiosa, contrae un matrimonio, en este caso canónico, y a los tres, a

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los cinco meses o años deja de ser miembro de esta Iglesia y de tener esta convicción religiosa? ¿Es que en aquel momento podrá invocar que ya no pertenece a esta confesión religiosa para salirse del marco de una norma canónica de matrimonio indisoluble, o no lo va a poder hacer?». Ibíd., p. 9451 (Cit. en Elio A. Gallego García, Los cambios…, op. cit., 204). 29 La figura de las fundaciones, regulada por la vigente Ley 50/2002 de 26 de diciembre, prohíbe expresamente su constitución con el fin de preservar un patrimonio familiar, o para el disfrute de ningún familiar (artículo 3.3) y debe hallarse afectado «a la realización de fines de interés general» (artículo 2); el artículo 3, después de dar un listado abierto de tales fines, comenzando por los «derechos humanos» en su apartado 1, en el 2 explicita que: «La finalidad fundacional debe beneficiar a colectividades genéricas de personas». Y ello sin entrar a considerar, además, el radical intervencionismo que se atribuye al Protectorado de Fundaciones. 30 H. Arendt, «¿Qué es la libertad?», en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política, Editorial Península, Barcelona, 1996, p. 178. 31 H. Arendt, La condición humana, Editorial Paidós, Barcelona, 2001, pp. 72-73. 32 El subrayado es nuestro. 33 A. de Tocqueville, La democracia en América, Parte primera, cap. III , Sarpe, Madrid, 1984, pp. 6466.

J. Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, Ediciones Almar, Salamanca, 2003, pp. 270-272. 35 Marqués de Casa Valencia, De la libertad política en Inglaterra en la época presente, Imprenta de T. Fortanet, Madrid, 2.a edición, 1877, pp. 171 a 173. 36 Marqués de La Tour du Pin, Hacia un orden social cristiano, Editorial Euroamérica, Buenos Aires, 1979, p.140. 37 E. Burke, Reflexiones sobre la Revolución francesa, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1978, p. 134. 38 F. Guizot, De la democracia en Francia, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1981, pp. 134-135. 39 Al menos desde el siglo XIV, como sí lo reconoce Juan Sempere y Guarinos en su Historia de los 34

vínculos y mayorazgos, editada en Madrid, en 1847, cuando dice que con las leyes de Toro además de ampliar la facultad de vincular declaró que las obras y mejoras que se hicieran en los mayorazgos debían tenerse igualmente por vinculadas (Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 1990, p. 168). 40 Con el decreto de 28 de Abril y la cédula de 14 de Mayo de 1789, recogidos en la Ley XIII , Título XVII ,

Libro

X

de la Novísima Recopilación. Para ver todas los precedentes de dicho decreto cfr. J.

Semperey Guarinos, op. cit., pp. 185 y ss. 41 Cit. en J. Vallet de Goytisolo, Los proyectos de codificación civil en la Convención y en el Consulado, Madrid, Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, n.o 20, 1989, p. 308. 42 Jean Etienne Marie Portalis, Discurso preliminar al Código civil francés, Civitas, Madrid, 1997, pp. 105-106. 43 A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, Alianza Editorial, Madrid, 1969, p. 244. 44 R. Gambra, El silencio de Dios, Ciudadela, Madrid, 2006, p. 65. 45 H. Arendt, «La crisis de la educación», en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión

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política, op. cit., p. 135. 46 F. Tönnies, Comunidad y asociación, Península, Barcelona, 1979, p. 35. 47 H. Arendt, «¿Qué es la autoridad?», en Ocho ejercicios de reflexión política, op. cit., p. 105. 48 Gaudium et spes n.o 61, Concilio Vaticano II , según la edición castellana hecha por la BAC (Madrid, 1990). 49 H. Arendt, De la historia a la acción, Paidós, Barcelona, 1999, p. 37. 50 Cit. en A. Finkielkraut, Nosotros los modernos, Ediciones Encuentro, Madrid, 2006, p. 207. 51 H. Arendt, Responsabilidad y juicio, Paidós, Barcelona, 2007, p. 188. El subrayado es nuestro. 52 Ibíd., p. 190. El subrayado es nuestro. 53 E. Burke, Reflexiones sobre la Revolución francesa, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1978, pp, 353-354. 54 Para comprobarlo, basta con ver el desarrollo reglamentario de la más reciente Ley sobre educación, la LOMCE, cuyos Reales Decretos aprobados sólo para Infantil y Primaria cubren más de mil páginas. 55 C.S. Lewis, La abolición del hombre, Ediciones Encuentro, Madrid, 2007. 56 Cit. en J.L. Gutiérrez García, Conceptos fundamentales en la Doctrina Social de la Iglesia, Centro de Estudios Sociales del Valle de los Caídos, Vol. II, Madrid, 1971, p. 160. H. Arendt, La condición humana, op. cit., p. 266. 58 El análisis de Karl Marx, como muchas otras veces, se halla en lo cierto cuando afirma que de la familia nacen el resto de las instituciones sociales, fundamentalmente estas dos: la religión y la propiedad. 59 J.J. Rousseau, Del contrato social, op. cit., p. 90. 60 Vid. A. Macarrón, El suicidio demográfico de España, Homo Legens, Madrid, 2011. 61 Cit. en J.L. Gutiérrez García, Conceptos fundamentales en la Doctrina Social de la Iglesia, op. cit., p. 162. 62 R. Gambra, El silencio de Dios, op. cit., p. 115. 63 J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, BAC, Madrid, 2005, p. 286. 57

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FRANCISCO J. CONTRERAS es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de los libros: Derechos sociales: teoría e ideología (1994), Defensa del Estado social (1996), La filosofía de la historia de Johann G. Herder (2004), Savigny y el historicismo jurídico (2004), Tribunal de la razón: El pensamiento jurídico de Kant (2004), Kant y la guerra (2007), Nueva izquierda y cristianismo(2011, con Diego Poole), Liberalismo, catolicismo y ley natural (2013) y La filosofía del Derecho en la historia (2014). Editor de seis libros colectivos, entre ellos; The Threads of Natural Law (2013) y ¿Democracia sin religión? (2014, con Martin Kugler). Ha recibido los premios Legaz Lacambra (1999), Diego de Covarrubias (2013) y Hazte Oír (2014). Para Stella Maris ha colaborado en el libro Aborto cero (2014) y coeditado con Martin Kugler ¿Democracia sin religión? (2014). LOS OTROS AUTORES: VICENTE BELLVER es catedrático acreditado de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en la Universitat de València. FRANCISCO CARPINTERO es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Cádiz. ELIO A. GALLEGO es profesor de Teoría y Filosofía del Derecho en la Universidad San Pablo-CEY de Madrid. RAFAEL RAMIS es profesor de Historia del Derecho en la Universitat de les Illes Ballears.

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TAMBIÉN EN STELLA MARIS

En diciembre de 2013, el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, anunció la modificación de la actual ley de aborto, popularmente conocida como “ley Aído”. La izquierda en bloque y un sector destacado del Partido Popular se han opuesto al proyecto del ministro. Pero al mismo tiempo, en la calle centenares de miles de personas provida se manifiestan reivindicando el “aborto cero” en España. El debate está servido y no ha hecho sino comenzar. Pero junto a ello, también la manipulación propagandística. ¿Es el aborto un “derecho” reconocido internacionalmente? ¿O un pingüe negocio que beneficia a unos pocos, con nombre y apellidos? ¿Un proyecto como el de Gallardón supondría en realidad una “excepcionalidad internacional” de España? ¿O se ha convertido nuestro país en un privilegiado destino del llamado “turismo abortivo”? ¿Qué papel juegan las grandes multinacionales financiando los lobbies abortistas más radicales en Naciones Unidas? El aborto ¿es inocuo o inicuo? ¿Quienes defienden la vida necesariamente tienen que ser creyentes y de derechas?

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Aborto cero, realizado conjuntamente por destacados dirigentes provida, es un libro que pretende tomar partido, pero desde la objetividad de los datos. Es una propuesta de reflexión a la sociedad española ante un drama que ha costado más de un millón de vidas inocentes y que castiga nuestra economía con un 5% del PIB anual, afectando además gravemente el futuro de las pensiones y del Estado del Bienestar.

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Los seres humanos somos libres, pero ¿qué es la libertad? ¿Existen derechos y obligaciones por encima de la voluntad individual o colectiva de los hombres? La historia nos demuestra hasta qué punto somos capaces de cometer atrocidades. Baste repasar en el siglo XX los horrores nazi y comunista, las matanzas de Burundi y Ruanda o el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón; o en el siglo XXI los conflictos que se suceden a lo largo y ancho del planeta. Así pues resulta pertinente preguntarse si existe una ley natural por encima de la legislación positiva. ¿El relativismo ha declarado en crisis este concepto? Este libro estudia la evolución histórica de la idea de ley natural desde los presocráticos hasta la actualidad, pasando por la Ilustración y su influencia contemporánea, así como la aparición y desarrollo de los Derechos Humanos, comenzando por las guerras de religión de los siglos XVI y XVII y culminando en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En la actualidad, la ley natural conserva una importancia capital, revestida como la ideología de los derechos humanos. Pero hay quienes hablan de una posible crisis de esta categoría, con su trivialización y la introducción de falsos derechos. Los aspectos más amenazados en los últimos tiempos son la bioética (aborto, eutanasia, ingeniería genética...) y la familia basada en el matrimonio. Este libro, elaborado por cinco de los profesores universitarios más prestigiosos en este campo, aborda de modo profundo pero asequible al público general un asunto de crucial importancia -pero amenazadopara la dignidad humana y para nuestra civilización.

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Índice Portadilla 4 Derechos de autor 6 ÍNDICE 7 LOS AUTORES 14 PREFACIO 16 1. DESARROLLO HISTÓRICO DE LA IDEA DE LEY NATURAL 18 (I): ANTIGÜEDAD Y EDAD MEDIA I. El pensamiento griego 1. La Grecia de los poetas y de los presocráticos 2. El pensamiento de los sofistas 3. La tradición socrática a) Platón b) Aristóteles 4. La época helenística II. El pensamiento jurídico romano 1. Las ideas de Cicerón 2. Un apunte sobre el trasvase del léxico griego al romano 3. El pensamiento de los juristas romanos III. El judaísmo y el cristianismo 1. La Patrística a) San Agustín 2. El pensamiento altomedieval IV. Las escuelas franciscana y dominica 1. Alejandro de Hales 2. San Buenaventura 3. San Alberto Magno 4. Santo Tomás de Aquino 5. Posdata al derecho medieval V. Recapitulación

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2. DESARROLLO HISTÓRICO DE LA IDEA DE LEY NATURAL 61 (II): EDAD MODERNA I. Santo Tomás de Aquino

62 384

II. La Escuela de los nominalistas III. El siglo XV IV. La Edad Moderna 1. El influjo del Renacimiento en el Derecho 2. El siglo XVI a) Fernando Vázquez de Menchaca b) La Segunda Escolástica c) Los jesuitas españoles d) Francisco Suárez e) Tiempos de decadencia 3. El siglo XVII a) Hugo Grocio b) Después de Grocio c) El materialismo: Hobbes d) Samuel Pufendorf 4. El siglo XVIII a) John Locke b) Christian Thomasius c) Jean-Jacques Rousseau d) Immanuel Kant 5. La Escolástica moderna-contemporánea

71 77 81 81 87 87 88 90 92 94 95 96 99 102 106 109 109 110 111 114 117

3. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA 120 DE LA LEY NATURAL (I): SIGLOS XVI AL XVIII I. La tolerancia religiosa como origen de los derechos humanos II. La contribución del iusnaturalismo moderno III. De la evolución inglesa a la Revolución norteamericana IV. Revolución francesa y abolición de la tortura V. La abolición de la esclavitud

120 130 141 153 158

4. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA 172 DE LA LEY NATURAL (II): SIGLOS XIX AL XXI VI. La fuerza expansiva de los derechos humanos VII. De los derechos naturales a los derechos «nacionalizados». Pensamiento reaccionario, marxismo, nacionalismo, racismo VIII. La reconquista de la universalidad IX. ¿Tres generaciones de derechos humanos? 385

172 175 189 198

X. Proliferación y trivialización XI. Revolución sexual y falsos derechos

205 207

5. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LA LEY NATURAL (III): PROBLEMAS DE 219 FUNDAMENTACIÓN XII. Naturaleza humana, dignidad humana, empatía XIII. ¿Necesitan de verdad los derechos un fundamento? XIV. Lo justo sin lo bueno XV. Libertad XVI. Comunitarismo y derechos humanos XVII. Liberalismo perfeccionista y derechos humanos

220 227 231 238 242 247

6. BIOÉTICA Y DIGNIDAD DE LA PERSONA

253

I. Aspectos fundamentales de la bioética 1. Pero ¿qué es eso de la bioética? 2. El concepto de dignidad humana 3. Entre el bioderecho y la bioética 4. La objeción de conciencia en el ámbito biomédico II. Cuestiones concretas de bioética 1. Conflictos al inicio de la vida: Aborto, reproducción asistida y estatuto del embrión humano a) El aborto b) La reproducción humana artificial c) El embrión humano preimplantatorio 2. Eutanasia, suicidio médicamente asistido y voluntades anticipadas a) La eutanasia b) El suicidio médicamente asistido c) Los documentos de voluntades anticipadas 3. Bioética y nuevas biotecnologías: clonación, intervenciones genéticas germinales y mejoramiento humano a) Clonación humana b) Las intervenciones genéticas en la línea germinal humana c) Medicina del deseo, «mejoramiento humano» (human enhancement) y posthumanismo.

7. LA FAMILIA COMO INSTITUCIÓN NATURAL I. Introducción

254 254 258 263 267 270 271 271 275 278 282 282 285 286 288 288 291 292

295 295

386

II. El matrimonio III. El patrimonio IV. Conclusión

299 314 325

Notas al pie

330

1. DESARROLLO HISTÓRICO DE LA IDEA DE LEY NATURAL (I): ANTIGÜEDAD Y EDAD MEDIA (RAFAEL RAMIS BARCELÓ) 2. DESARROLLO HISTÓRICO DE LA IDEA DE LEY NATURAL (II): EDAD MODERNA (FRANCISCO CARPINTERO) 3. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LA LEY NATURAL (I): SIGLOS XVI AL XVIII (FRANCISCO J. CONTRERAS) 4. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LA LEY NATURAL (II): SIGLOS XIX AL XXI (FRANCISCO J. CONTRERAS) 5. LOS DERECHOS HUMANOS COMO VERSIÓN MODERNA DE LA LEY NATURAL (III): PROBLEMAS DE FUNDAMENTACIÓN (FRANCISCO J. CONTRERAS) 6. BIOÉTICA Y DIGNIDAD DE LA PERSONA (VICENTE BELLVER) 7. LA FAMILIA COMO INSTITUCIÓN NATURAL (ELIO A. GALLEGO)

Textos complementarios

330 334 339 352 366 375 377

380

387

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