El Rosario -Jean Lafrance

April 3, 2017 | Author: Jorge E. Guerra | Category: N/A
Share Embed Donate


Short Description

Download El Rosario -Jean Lafrance...

Description

EL ROSARIO un camino hacia la oración incesante Jean Lafrance

INTRODUCCIÓN He dudado mucho antes de escribir estas páginas. Las he roto en varias ocasiones para volver a darles otra forma, experimentando lo que dice tan oportunamente el Padre Marie de la Chapelle: «Todo lo que se dice sobre María termina con la sensación de que uno se queda corto, de que se mueve en una búsqueda silenciosa de lo que es esta mujer bendita entre todas. La dificultad no procede sólo del lenguaje: faltan palabras» Y sin embargo, desde que el amor de María empieza a iluminar el corazón de un hombre, se experimenta la necesidad de hablar de él, de cantarlo o más sencillamente expresarlo por escrito. San Bernardo, que fue un gran poeta de Nuestra Señora, decía «que no se hablaba nunca suficientemente de ella». Al mismo tiempo, se experimenta la insignificancia de lo que se dice y sobre todo la desigualdad de lo que se vive con María en las profundidades del corazón, hasta el punto de que se podrían tomar las palabras de Aristóteles a Anaximandro, a propósito de Dios: «Nada más estúpido que lo que él dice, nada más importante que lo que quiere decir». En el fondo, nadie puede escapar de esta vía analógica que hace que se afirme algo de la Virgen, para negándolo inmediatamente, subir a una vía más eminente. Se recibe entonces una nueva luz sobre María, pero como el espíritu humano tiene necesidad de respirar un poco, se siente uno feliz al haber encontrado el equilibrio del pensamiento

enriquecido con una nueva percepción. Al cabo de cierto tiempo, se reconstruye otro circuito enriquecido, pero siempre un circuito. Será necesario que a su vez se rompa hasta el día –el de la santidad en la gloria de la visión– en que ya no habrá circuito, ni nada, la «Nada» de San Juan de la Cruz. Lo cual hacía decir a Bernardette: «Cuando se ha visto una vez a María, no se tiene más que un deseo, morir para volverla a ver». En este océano celeste, se nada bajo la presión constante de la luz divina que no permite ya reconstruir el menor circuito. Pero hasta ese día y en tanto continuamos nuestra peregrinación terrestre, tenemos que aceptar hablar de María con palabras humanas muy imperfectas. Las palabras, decía el dominico P. Besnard son como cestos más o menos bien trenzados para contener la verdad de Dios que es a menudo como agua viva; por eso deben ser continuamente remojados en la experiencia del Espíritu y por lo tanto en la oración. Añadamos que si esta palabra surge de la experiencia íntima, despertará forzosamente en el corazón de los que la lean el reconocimiento de la misma experiencia mariana. En cuanto a los que no han hecho la experiencia, que acepten no juzgar demasiado deprisa y que se pongan a orar a la Virgen recitando con humildad el Rosario; no tardarán en experimentar la presencia de María en toda su vida. Pues esta es la paradoja que ha hecho nacer este libro: no hay ninguna proporción entre lo que podemos hacer: rezar sencillamente el Rosario –yo diría, recitarlo materialmente– , y lo que no podemos hacer y que es una gracia del Espíritu: «que ella esté todo el tiempo con nosotros». Esto es difícil de comprender mientras no se haya hecho la experiencia. Por eso quisiera partir de un ejemplo concreto, el del P. Vayssière, gran devoto de la Virgen. Al escribir estas líneas, os prevengo inmediatamente de que no os dejéis engañar por las palabras, por su aspecto vetusto o pasado de moda, sino que presintáis el agua viva que contienen.

PREFACIO «María será para el alma, el oratorio del corazón para hacer en él todas sus oraciones a Dios» (San Luis María Grignion de Montfort: «El Secreto de María », 47)

Dedico estas páginas consagradas a la meditación del Rosario a María, madre de la oración del corazón. La experiencia me ha enseñado que la presencia de María en el corazón del que reza el Rosario atrae a él la oración del Espíritu Santo, como un horno solar atrae los rayos del sol y alcanza una temperatura de varios cientos de grados. Es lo que sucedió en el Cenáculo, cuando María unió su oración a la de los discípulos, convirtiéndose así en modelo de la Iglesia en oración: El Espíritu ha puesto fuego a la Iglesia y al mundo llevándolos al más alto grado de incandescencia. Es un hecho de experiencia que cuando una persona reza el Rosario con confianza y perseverancia, pronto o tarde, siente nacer en su corazón la oración incesante del Espíritu. No sabe ni de dónde viene ni adónde va, pero es arrastrada y llevada en su movimiento. Entonces comprende la palabra de Jesús en el evangelio: «Hay que orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). Es algo que no se explica, hay que ensayar y ponerse a ello hasta el día en que se recogen los frutos: «¡Pero para qué me detengo! Sólo la experiencia enseña estas maravillas de María, que son increíbles para la gente sabia y orgullosa e incluso al común de devotos y devotas» («El Secreto de María », 57) (...)

MARIA, EL ORATORIO DEL CORAZÓN

Debo confesar con vergüenza que no estoy familiarizado con los «dichos» de Grignion de Montfort, en especial con sus expresiones de esclavo y esclavitud; pero me ha impresionado mucho una de sus frases sobre la oración del corazón, a propósito de la Virgen, y he comprendido la relación que hay entre «las oraciones» que se dirigen a la Virgen y la oración del Espíritu que puede brotar en todo momento en el corazón. Cuando se está sediento de oración y al mismo tiempo se tiene la impresión de fracasar lamentablemente en ese orar incesante, se acepta como liberadora cualquier palabra que nos dé confianza en el camino de la oración continua. Hemos puesto esta frase como exégesis de nuestro Prefacio. San Luis María aconseja hacerlo todo en María, acostumbrándose poco a poco a recogerse dentro de sí mismo para formar una imagen de la Santísima Virgen y dice: «Será para el alma el oratorio del corazón para hacer allí todas sus oraciones a Dios, sin temor de ser rechazado» (El Secreto de María, 47). Tiene cuidado de señalar que el corazón es un oratorio, es decir una casa de oración, un lugar donde habita el Espíritu Santo, donde «el hombre hace todas sus oraciones» con la confianza de ser escuchado por Dios. «Oh Dios, tú has preparado en el corazón de la Virgen María una morada digna del Espíritu Santo» (oración de la fiesta del Corazón inmaculado). Empleando el plural «oraciones», Grignion de Montfort nos da a entender que el hombre debe orar mucho para acoger el don de la oración cordial. No hay ninguna proporción entre lo que el hombre puede hacer rezando el Rosario y la oración de corazón que el Espíritu puede darle cuando quiere y como quiere.

LA OMNIPOTENCIA SUPLICANTE Por eso, después de haber dedicado estas páginas a María, la Madre de la oración del corazón, creo que hay que dirigirse a ella bajo el título de Omnipotencia Suplicante. En efecto, si hay que orar mucho para llegar a la oración del

corazón, nunca diremos suficientemente que hay que pedirle mucho para obtener la gracia de suplicar. No basta ponerse de rodillas para que la súplica nos invada como un maremoto que levanta los montes y los lanza al mar, como dice San Pablo de la fe que transporta las montañas. Fue la Virgen María la que obtuvo para los apóstoles en el Cenáculo la gracia de permanecer y perseverar en la oración, esperando la venida del Espíritu Santo. Es hacia ella donde tenemos que volvernos hoy para obtener el don de la súplica continua. A fuerza de decir: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», un día los cielos se nos abrirán y comprenderemos que María no deje ni un solo instante de interceder por nosotros. Por eso estoy íntimamente persuadido de que hay que rezarle bajo la advocación de Nuestra Señora de la Omnipotencia Suplicante, o, como dicen nuestro hermanos orientales, invocar a la Madre de la oración contínua. Es tal vez la mayor gracia que podamos recibir a lo largo de una vida consagrada a María, o al menos es la puerta del cielo abierta a todas las demás gracias, tanto materiales como espirituales. Cuando un hombre ha vuelto a encontrar la llave de la súplica permanente, recibe al mismo tiempo el secreto de la felicidad. No está dispensado por ello de resolver sus problemas y de asumir las tensiones de su existencia, pero recibe la gracia de «ver a través» y de vivir en alegría y en paz, como Jesús, bajo la mirada del Padre. La gracia de este secreto no puede venirle sino de la Virgen María, porque ella ha sido la primera en vivir la oración permanente. De las últimas apariciones de la Virgen reconocidas por la Iglesia, me impresiona la insistencia de María sobre la oración perseverante: «Orad, orad mucho», como si nos entregase el secreto de su propia vida: «María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 1,19 y 51). Para María la oración del corazón ha sido el crisol en donde ha podido decir al Padre: «Hágase en mí según tu

Palabra» porque al mismo tiempo, ha creído que nada era imposible para Dios (Lc 1,37-38). Lo que equivale a decir que María ha vivido la obediencia total de la fe colgada de la voluntad del Padre en la súplica incesante.

LA MADRE DE LA ORACIÓN CONTINUA A veces me pregunto sobre la profundidad de la relación que podríamos tener con la Virgen María, y me digo que es del mismo tipo que la relación de María con Dios. Es evidente que ha recibido de Dios gratuitamente todos los dones y privilegios que admiramos y contemplamos en ella, a saber la maternidad divina, la concepción inmaculada y la asunción a la gloria del cielo; pero lo que es más admirable en ella, es el acto de libertad que le ha llevado a fiarse de Dios y a creer en él. es lo que el Papa dice admirablemente en la encíclica que escribió, con ocasión del Año Mariano. Para acercar el fiat de María, evoca su obediencia en la fe y vuelve a tomar una expresión de Lumen Gentium (nº 58) que afirma que: «María ha crecido en la fe a lo largo de su peregrinación terrena manteniendo fielmente la unión con su Hijo hasta el pie de la Cruz» (Redemptoris Mater, nº 13 y 17) Por parte de María, la relación más profunda que ha tenido con Dios ha sido creer en él, en una palabra fiarse totalmente de él. Y esta fe de María que se expresa de una manera privilegiada en su fiat descansa sobre la solidez y el poder de la Palabra de Dios: «Nada es imposible para Dios», dirá el ángel a María cuando pregunte cómo una virgen puede llegar a ser la madre del Salvador. Para mostrar la eficacia de su palabra, le dirá: «Mira, también Isabel tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1,36-37).

LA MADRE DE LO IMPOSIBLE Apoyándonos en estas palabras del evangelio podemos decir que María ha creído en el Espíritu Santo, Dueño de lo Imposible. Cuando no comprende que una virgen o una mujer estéril pueda ser madre, no discute, sino que invoca al Dueño de lo Imposible. El puede hacer de una mujer anciana la madre del mayor de los profetas. Cuando no comprende la actitud de Jesús en el Templo, experimenta «una particular fatiga del corazón, unida a una especie de noche de la fe» (Redemptoris Mater, nº 17), pero no se vuelve rígida ni discute una evidencia superior a la suya, sino que se pone sencillamente a meditar esas cosas en su corazón (Lc 2,51) y consiguientemente a orar. María no sabe hacer más que esto: orar para abandonarse a la voluntad del Padre en el silencio. En este sentido, es el modelo y la madre de la intercesión; por eso hay que rezarle bajo el título de Omnipotencia Suplicante o de Madre de lo Imposible: «Con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna... De este modo la maternidad de María perdura incesantemente en la Iglesia como mediación intercesora, y la Iglesia expresa su fe en esta verdad invocando a María con los títulos de abogada, auxiliadora, socorro, mediadora (Redemptoris Mater, nº 40) El amor maternal de María la hace estar atenta a los hermanos e su Hijo que continúan su peregrinación de fe y que se encuentran comprometidos en sus pruebas y luchas: ella intercede en su favor. De este modo, su amor maternal se concreta en su presencia a nuestro lado y sobre todo por el poder de su intercesión. Por nuestra parte, nuestro amor filial se expresa por una actitud vigilante para conservar la presencia de María, a través de nuestra acción y de nuestra oración, pero sobre todo por una incansable intercesión que nos mantiene colgados de ella. El amor es el lazo más

profundo que tenemos con ella y que se concreta en la intercesión. Esta actitud de recurso a la Virgen puede expresarse de muchas maneras, pero la manera más sencilla y más corriente, es ciertamente el Rosario con el que uno se desliza en su intercesión. Esta invocación repetida a lo largo del tiempo nos hace experimentar su presencia actuante: «Jamás se ha oído decir que uno solo de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestro auxilio y reclamando vuestro socorro haya sido abandonado de vos» (Acordaos) Lo mismo que la intercesión es para nosotros la relación más profunda que nos hace presentes a la Virgen María, igualmente la intercesión de María por nosotros es la relación de presencia más intensa que teje con «cada uno» de nosotros. María está presente allí donde actúa e intercede. Una de las mayores gracias que un hombre puede recibir aquí abajo es tener permanentemente la presencia de María. Esto transforma una existencia pues es el Espíritu el que se hace actuante para hacernos experimentar la presencia de María. Para terminar este Prefacio, quisiera dejaros con una de las frases más profundas de Grignion de Montfort sobre la presencia de María y que enlaza con la que leeréis más adelante del Padre Vayssière, que afirma «que tenía siempre con él la presencia de María»: «Ten cuidado una vez más en no atormentarte si no gozas pronto de la dulce presencia de María en tu interior. Esta gracia no se concede a todos; cuando Dios favorece a un alma por gran misericordia, le es muy fácil perderla si no es fiel en recogerse a menudo. Si te sucediese esta desgracia, vuelve suavemente y haz una retractación pública a tu Soberana» («El Secreto de María », 52) (...) Cuando encontramos dificultades en la vida, reflexionamos, vacilamos y discutimos en lugar de suplicar. El hecho de

reflexionar sobre nuestros problemas es a menudo una huida a lo imaginario, mientras que la verdadera oración es siempre una vuelta a lo real. Cuando María se encuentra en una situación difícil no se pone a planificar sino que ora. Así hizo cuando perdió a Jesús en el Templo, o en Caná, o mejor todavía en el Cenáculo. No sabe hacer más que eso: orar, y por eso continúa en la gloria intercediendo por la Iglesia. (...)

ESTOY TODO EL TIEMPO CON ELLA «No se puede pedir a todo el mundo la devoción total y el total abandono a Nuestra Señora», decía el dominico Padre Vayssière, porque es una gracia inspirada por el Espíritu Santo. Y añadía bajando los ojos: «A mi, no sé lo que me ha sucedido, pero estoy todo el tiempo con ella». «Me he dado cuenta, precisa su interlocutora, que era en cierto modo como una confidencia que se le escapaba». Leyendo esta frase, me dan ganas de decir como Edith Stein después de haber pasado toda la noche leyendo las obras de Santa Teresa de Avila: «¡Esto es la verdad!» Todos los que oran realmente a la Virgen podrían suscribir la confidencia del P. Vayssière, sobre todo si han experimentado la presencia «visible» de María en su vida. No se trata de visiones imaginarias ni intelectuales, ni de sentir afectivamente la presencia de María. Una persona me hizo un día esta confidencia; había experimentado una gran conversión con la experiencia sensible de la presencia actuante de María durante algún tiempo. Luego todo se había esfumado, pero permanecía en el fondo de su corazón un apego de fe a María, que se traducía en la recitación continua del Rosario. Le dije que no se inquietase, pues esa es la verdadera devoción a la Virgen. Ciertos días, uno siente la inquietud por saber si ama ala Virgen, pues aunque no hay nada sensible en nuestra

relación con ella, la sentimos presente en lo que pensamos, decimos o hacemos. Como dice el P. Vayssière, «se está con ella», con todo lo que esta proposición connota de fuerza, de admiración, incluso de intimidad. Algunos llegarán incluso a decir que están en ella: son otras tantas expresiones que tratan de acercar este misterio de intimidad, sin agotarlo jamás. Sobre todo en el terreno de la oración –es lógico– es donde se experimenta esta presencia preeminente de María, hasta el punto de que a veces, uno se pregunta –no diría que se inquieta, pues María da siempre la paz– pero se pregunta si no se da una competencia con Dios. Es en verdad como dicen los Padres, Espejo de Santidad, Espejo de la Justicia y Espejo del Sol de Dios. Al mirarla, ella refleja el rostro desconocido de Dios, que no se parece a nada, el «más allá de todo», que no se puede nombrar sino solamente adorar. Poco importa que se mire al sol directamente o en un espejo. El único miedo que hay que tener es que sea una ilusión: ¿María nos ofrece el sol o la luna? La respuesta viene de su pureza total: no puede menos que reflejar la gloria del Altísimo. Digamos de pasada –pero volveremos sobre ello– que al mirar nuestro rostro en el purísimo espejo de la Virgen, descubriremos lo que impide en nosotros la santidad de Dios. Volvamos al modo como se experimente que María ora con nosotros y por nosotros. Al despertarnos por la mañana, hay un período de ensueño en el que discutís a menudo con vosotros mismos, no sabiendo qué partido tomar: levantaros o seguir en la cama. No discutáis, pues discutir es ya dudar en cierto modo. Tomad sencillamente el Rosario en la mano y recitadlo (me atrevo a decir tontamente y maquinalmente) insistiendo en la petición «ruega por nosotros pecadores», cualquiera que sea el estado en que os encontréis. A veces, no tendréis el valor de recitarlo, pero entonces decid: «Yo me agarro a un extremo de la cadena y María se agarra al otro. Que ella haga su trabajo y me atraiga a la oración». A menudo, no habréis terminado la primera decena y ya os habréis levantado.

Entonces se toca con la mano la intercesión de María y se constata que se encuentra a Dios en la oración tan pronto como uno se pone a ello. San Ignacio decía que encontraba a Dios en la oración cuando él quería y como quería. La fórmula es muy hermosa: «Siempre que quería encontrar a Dios y en el momento que quería, lo encontraba». Aconsejaba a los escolares que no tenían mucho tiempo dedicado a la oración que «buscaran a Dios en todas las cosas»: acciones, conversaciones, comidas, descanso. Y añadía que los que buscan esta presencia de Dios en todo, se disponen a recibir grandes visitas del Señor, incluso en breves oraciones. Recibir el don de oración es una gracia. Estoy persuadido de que la gracia de la oración continua se nos concede siempre por la intercesión de María: «Si tenéis el don de oración, decía el P. De Sertillanges, por gracia, no pidáis ningún otro. Si no habéis todavía obtenido este don, pedid a la Virgen el de la fidelidad a la oración». En una entrevista con André Sève, reproducida en el periódico La Croix, el Padre Congar decía que en su vida de enfermo, la oración era su gran consuelo. Y añadía: «Dios no me ha dado el don de la oración, pero me ha dado la gracia de la fidelidad a la oración».

UNA GRACIA INSPIRADA POR EL ESPÍRITU SANTO Recordad la frase del P. Vayssière: «No se puede pedir a todo el mundo la devoción total a la Virgen... porque es una gracia inspirada por el Espíritu Santo». En otras palabras, no todo el mundo puede comprender esta presencia de María que envuelve toda la vida, sin una intervención especial del Espíritu. Se puede invitar a los hombres a orar a la Virgen aconsejándoles que recen el Rosario, pero no se les puede llevar hasta allí hasta que no sientan por sí mismos la alegría de la oración y en tanto que la oración no brote de ellos como una fuente de agua viva o no arda su corazón como un fuego. Entonces la oración estará presente en su corazón sin ningún esfuerzo por provocarla; sólo hay que recogerla.

Uno de los mayores deseos de la Virgen es llevarnos día a día más profundamente a la oración, pero no puede obligarnos a ello. No podemos saber el valor de la oración incesante hasta que el Espíritu Santo nos inspire esa gracia, hasta que por nosotros mismos y bajo la acción del Espíritu, no digamos: ahora es el tiempo de la oración, no hay nada más importante para mí que Dios. Cuando veáis un hombre que deja todo para consagrarse totalmente a la oración con un amor especial de la Virgen, podréis decir que está en la gracia del Espíritu Santo, que es amigo del Verbo e hijo muy amado del Padre. A un hombre de oración se le reconoce porque no se fija un máximum de oración para entregarse a otras ocupaciones, sino que determina el máximum de tiempo que concede a sus obligaciones o al servicio a los hermanos, para volver enseguida a la oración. Siempre que tiene tiempo libre se sumerge en la oración como imantado por el peso de la oración que lleva en sí. (...) MARIA NUESTRA EDUCADORA El Padre Vayssière habla también del abandono total en las manos de María. la devoción apunta a nuestra oración a María, mientras que el abandono evoca lo que fue la ley fundamental de su vida, su obediencia en fe que corresponde a lo que dice al ángel: «Hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1,38). Tocamos aquí un aspecto fundamental de nuestra relación con María que escapa a la mayoría de los que rezan de vez en cuando, pero que se hace cada vez más evidente en los que están totalmente consagrados a ella. Esto es lo que más me ha impresionado en la vida de los grandes devotos de María, y lo que nosotros podemos experimentar cuando nos la llevemos a nuestra casa, como madre nuestra, como hizo San Juan siguiendo el deseo de Jesús (Jn 19,27). Es una iniciación a la renuncia de nuestra

propia voluntad para abandonarnos en todo momento a la voluntad de Dios. Tengo que confesar que me resultó asombroso hacer esta experiencia porque comprobé con terror y dicha cómo intervenía en todos los sectores de nuestra vida para guiarnos. Creo que incluso interviene más en los detalles mínimos de nuestra existencia que en los grandes acontecimientos en los que la voluntad de Dios se nos manifiesta por los mandamientos y los consejos. Después de una conversación con un joven tuve la sospecha de esta intervención delicada de María. Me decía que estaba totalmente consagrado a la virgen –le faltaba un año para ser sacerdote– y añadió sin darse cuenta esta confidencia: «La Virgen me advierte cuando voy a ser tentado para invitarme a orar». Me decía esto con tal naturalidad que no permitía dudar de su verdad. Su humildad hablaba a favor de sus palabras. Poco a poco, comprendí que era cierto y que María intervenía para educarnos espiritualmente. Es como si ella volviese a tomar uno a uno los acontecimientos de nuestra vida, sobre todo los más mínimos, para mostrarnos cómo hemos obedecido o desobedecido a las dulces sugestiones del Espíritu que murmura en nuestro corazón la voluntad de Dios. Se comprende que ella actúe así en nosotros porque así actuaba cuando quería descubrir lo que Dios esperaba de ella. Dos veces dice en el evangelio de Lucas: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19 y 51). Bajo la dulce presión del Espíritu, nos muestra lo que Dios hace en nosotros y lo que nosotros deshacemos o al menos contrariamos. Nos sugiere que hagamos cosas pequeñas, pequeñas renuncias, ya que no somos capaces de hacerlas grandes. (...) Recibimos la gracia de la curación siempre por la oración de intercesión y únicamente por la oración. Pero al pasar por

María, recibimos además una gracia más importante, pues ella tiene el arte de hacer de nosotros hombres y mujeres únicamente consagrados a la oración. Nos equivocamos al sospechar que Dios nos engaña: nuestras enfermedades y heridas son las posibilidades que nos ofrece para hacer de nosotros oraciones vivientes. Cuando contemplo mi vida y las pruebas que he sufrido, me digo a menudo: «No sabría nada de la oración y sobre doto de la súplica si no hubiera gustado mi ración de infierno». (...) Cuando un hombre se ha abandonado totalmente a la voluntad de Dios, como lo hizo la Virgen y todos los que se consagran a ella, el mismo Señor empieza a guiarle. Entonces Dios instruye directamente al alma, mientras que antes lo hacían maestros y la Escritura. La Virgen nos coge de la mano, como lo hace un maestro con su alumno, y nos muestra momento tras momento lo que el Padre espera de nosotros. Ahí se encuentran la verdadera paz, la alegría y la libertad.

DE LA ORACION DE JESÚS AL ROSARIO Para iluminar este misterio de María en nuestra relación con Dios, damos más importancia al testimonio que a la teoría, pues da mejor cuenta de la vida real. El propósito de esta búsqueda no es hacer una exposición de teología mariana, sino ayudarnos a rezar el Rosario para alcanzar el objetivo mismo de la vida cristiana que es la oración incesante: «Hay que orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). De una manera más precisa todavía, y en el interior de esta oración continua, quisiéramos mostrar cómo la intercesión, o mejor todavía la súplica, es la cima o el corazón de la oración cristiana. La invocación del nombre del Padre está al final de la oración, como lo que constituye el corazón de nuestra

relación con Dios, pero está también al comienzo, como lo que abre la puerta a todas las demás formas. Basta hablar de la intercesión a cristianos que han empezado a orar para que encuentren definitivamente su forma de oración, con una gran unificación de toda su vida. El testimonio que damos a continuación está sacado de una carta de un sacerdote misionero en Marruecos. Es un hombre trabajado desde hace años por el deseo de la oración continua con la oración de Jesús; con ocasión de un retiro, hace dos años, el Espíritu Santo le inició en el misterio de la intercesión. Yo añadiría que ama mucho a la Virgen y que en su último retiro renovó su consagración a María en la línea del Padre Kolbe. He aquí lo que me escribía hace un mes: «Después de este retiro siento que debo usar el Avemaría como oración monológica para orar sin cesar. He tenido la intuición de que debía repetir la segunda parte de la oración. Al retirarme aquí he leído en su libro sobre María, el capítulo sobre «el refugio de los pecadores», lo que me ha permitido ver más claro. ¿Estoy en el buen camino? ¿He practicado bastante la oración de Jesús? ¿Debo abandonarla por el Avemaría o bien seguir diciéndola después de haberme puesto en presencia de María? Para esta oración permanente, siento que debo fijarme una fórmula. Añade que se siente atraído sobre todo por la segunda parte del Avemaría: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores». Y continúa: «¿Estoy suficientemente preparado para adoptar permanentemente el Rosario? Yo lo anhelo y lo deseo. Espero una luz y su confirmación». Me parece que el criterio decisivo que le permita llegar al fondo de todas sus vacilaciones es la llamada profunda que siente de unificar toda su vida en torno al Avemaría, sobre todo durante su tiempo de oración: «Siento la necesidad de unificar mi oración; en este momento trato de permanecer con el Rosario durante el tiempo de la oración y con el Avemaría el resto del día».

En el fondo, él mismo saca la conclusión y responde por adelantado a las preguntas que se hace como prueba de que el Espíritu Santo le guía y educa desde dentro; termina diciendo: «Creo haber captado bien que el Avemaría, es lo mismo que la oración de Jesús, es el mismo proceso, en el que además, ponemos esta última oración en las manos de la Virgen ¿No será ésta la gracia de Occidente, su carisma, su privilegio? ¿Las intuiciones de Grignion de Montfort y del Padre Kolbe no son acaso dones para nosotros en Occidente? El Oriente tiene la oración de Jesús y nosotros, la de María». Creo que todo está dicho en esta carta y muy sencillamente. No es este el sitio para desarrollar la teología espiritual subyacente en la oración de Jesús, pero hay que notar algunas convergencia entre esta oración y el Avemaría, tanto más que hoy experimentamos en Occidente una auténtica renovación de la oración, que el Papa se complace en subrayar en su encíclica sobre el Espíritu Santo (nº 65). En este terreno de la renovación de la oración, nadie puede negar el lugar que ocupa entre nosotros la tradición oriental, en particular el librito maravilloso El peregrino ruso. Para muchos cristianos occidentales sobre todo religiosos y sacerdotes, este libro tuvo un efecto revelador. Llevaban en sí el deseo de la oración continua, y de pronto encontraron un hombre que lo vivía, con el sencillísimo medio de la oración de Jesús: Jesús, Hijo de Dios Salvador, ten piedad de mí pecador. Se pasaba de la teoría abstracta sobre la oración continua a la práctica concreta y muy sencilla de esta oración al alcance de todos. Conozco a muchos hombres y mujeres que han puesto la oración de Jesús como base de su vida de oración, que la viven íntegramente y que no han tardado en descubrir los efectos en su vida espiritual. Entre ellos, algunos estaban iniciados en el Rosario, por su educación en una familia cristiana, el Seminario o el noviciado aunque se habían dado prisa en olvidarlo, como una práctica anticuada. Pero hay razones más profundas a favor del abandono del Rosario.

En primer lugar, el temor a una oración mecánica y maquinal, frente a la meditación, considerada como forma de oración más verdadera. Hay que reconocer también la impresión de sobrecarga y dispersión que se fomenta cuando hay que meter el Rosario en el conjunto de las formas de oración ya numerosas: eucaristía, oficio, oración, visita al Santísimo, lectio divina, etc. La sobrecarga engendra a menudo cansancio y dispersión, siendo así que una de las grandes leyes de la vida espiritual sigue siendo la unificación de la oración y de la vida. No queremos extendernos sobre estas reacciones de abandono, tanto más cuanto que hoy hay un redescubrimiento del Rosario, como lo subrayaba el misionero de Marruecos en su carta. Se puede decir que la oración de Jesús ha permitido volver a descubrir el Rosario. El fin de la oración de Jesús es unificar nuestra oración en torno al nombre de Jesús, es decir de su persona. El gran efecto de esta práctica es el descubrimiento de la oración del corazón. Poco a poco, los que practican la oración de Jesús han sentido, como lo describen los Padres, un murmullo de oración, en el fondo de su corazón; han experimentado, como decíamos anteriormente, «la gracia de la oración», y han sentido con todo su ser y, en primer lugar con su corazón y su cuerpo, que el Espíritu Santo oraba en ellos con gritos inefables. El Rosario es el equivalente en Occidente a la oración de Jesús, el camino de pobreza y humildad del que tenemos necesidad para llegar a esta inmersión en la oración incesante. «Para llegar a esta cumbre, dice el Padre Molinié, el Rosario es uno de los caminos más rápidos, precisamente porque es el más tonto, el que no pretende cimas contemplativas peligrosamente seductoras para nuestro orgullo». Volvemos a la ley enunciada al principio: cuanto más aspiramos a la oración continua del Espíritu en nosotros, más nos debemos mantener a nivel de los medios concretos en una oración sencilla, en una breve frase repetida sin

cesar, para que no interpongamos entre el fondo de nuestro corazón y el Espíritu Santo que quiere orar en nosotros, el manguito aislante de nuestras ideas y de nuestros pensamientos. La repetición incansable del Rosario puede parecer un atontamiento en el sentido deplorable de la palabra, si se recita esta oración con la intención estrecha de cumplir, pero esto puede serlo también en el mejor sentido de esta palabra; se trata de consumir nuestra mirada a fuerza de escrutar en el horizonte al que viene: Cristo. En esta perspectiva no se es el mismo al final del Rosario –ya se trate de la oración de Jesús o del Avemaría– que al principio. se termina un poco agotado, un poco más pobre y por eso un poco más cerca de la capitulación definitiva del pecador frente a la misericordia. En este punto último del descubrimiento de nuestro ser pecador y del recurso a la misericordia se da una verdadera convergencia entre la oración de Jesús y el Avemaría, lo demás es una batalla de detalles técnicos sin importancia. Esto es lo que vamos a considerar ahora. Pero mantengamos la conclusión de la carta: el deseo de unificar toda la vida de oración, tanto las horas de oración como la oración difusa a lo largo de la jornada, en torno al Avemaría. (...)

¿CÓMO HACER? Llegamos ahora a lo concreto sugiriendo algunas pistas para rezar el Rosario, entendiendo que su fin el llevarnos a la oración continua del corazón, es decir a la oración incesante que no se confunde con las fórmulas. Es un estado, mejor dicho una experiencia, pues el hombre es activo en esta situación en la que siente su corazón en estado de súplica permanente. Esta oración continua es compatible con otras actividades:

Dice Isaac el Sirio: «Cuando el Espíritu Santo establece su morada en el corazón del hombre, ya coma, ya beba, ya duerma, ya hable o se entregue a las demás actividades no cesa de orar». Pero el hombre debe cooperar a esta oración del Espíritu en él, ofreciendo su tiempo, sus labios y el deseo de su corazón. Al mismo tiempo, debe sentirse muy libre en su manera de cooperar. En este terreno de la oración incesante, cuanto más avanzamos menos nos encontramos con caminos trazados por adelantado y guías que nos ayuden a avanzar. Como el misionero cuya carta hemos citado, cada uno debe sentir en su corazón lo que el Espíritu le sugiere y dejarse educar por María. Quiero decir a todos los que experimentan resistencia al Rosario y son hombres y mujeres de oración: «Sentíos libres ante estas exigencia cotidiana y preguntaos: ¿Qué es lo que más me ayuda a guardar el contacto con Cristo a lo largo del día, a vivir bajo la mirada benevolente del Padre, en la libertad de la oración del Espíritu en nosotros?». Para muchos esta actitud será una verdadera liberación y podrán situarse ante el Rosario sin apremio y sin embargo sin descuido. Este comportamiento nos sitúa en el centro de la vida de oración y pone en su lugar preciso los medios que hay que utilizar para llegar a ello. El Rosario, la oración de Jesús y las otras formas de oración, no son un fin en sí. Pero como somos hombres concretos, situados en el espacio y en el tiempo, tenemos que encarnar nuestra oración en medios y fórmulas, si no, no tendrá cuerpo y se irá desvaneciendo. Poco importa que meditemos o no, que tengamos distracciones o no, la recitación lenta y atenta del Rosario nos hará entrar en la oración misma de la Virgen. No se trata de reflexionar o de pensar, sino de murmurar con los labios una súplica estrujándola en nuestro corazón: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores».

A algunos les gusta rezar el Rosario de la misma manera que la oración de Jesús, como una invitación repetida sin cesar que sale de las profundidades de nuestro corazón y que lo ahonda más. San Ignacio, refiriéndose al Padrenuestro, habla de una oración por anhélitos (ad modum rytmi), como sobre el ritmo de la respiración. Poco a poco y sin darnos cuenta, la oración de fuego del Espíritu se nos encenderá en el corazón. Volveremos así a una ley de la oración ya enunciada en otra parte: «Cuanto más nos sentimos llamados a realizar la oración del Espíritu en nuestro corazón más debemos agarrarnos a una oración sencilla, importa poco que sea mental o vocal» (repetición de una sola palabra). En esta perspectiva de la oración continua del corazón os invitamos a rezar el Rosario. (...) Ante estas indicaciones, hay que sentirse muy libre para elegir lo que favorezca la oración. Algunos preferirán decir el Rosario reteniendo una o dos palabras del Avemaría, sin la ayuda de una meditación, sencillamente invocando la ayuda de María o contemplando las maravillas que Dios ha realizado en ella. En este terreno, cada uno debe encontrar su manera propia de rezar el Rosario; a menudo, será al final de muchos tanteos, hasta el día en que se encuentra lo que se busca, como dice San Ignacio, es decir «encontrar» el contacto con la Santísima Trinidad. Hay que haber sufrido mucho en la vida de oración para comprender que no se va directamente a Dios sin pasar por esos intermedios que San Ignacio llama «mediadores». A menudo, invita al ejercitante (y eso vale para todas las oraciones) al empezar la oración, a suplicar a Cristo, a la Virgen o a los Santos para que le introduzcan ante el Padre. Si queréis convenceros de los bien fundado de este consejo, ponedlo por obra al iniciar una hora de oración. Si llegáis a la oración y no conseguís entrar en contacto con Dios, coged el Rosario y recitad lentamente una o dos docenas; muy pronto veréis el resultado. Sorprenderéis a vuestro corazón en «flagrante delito» de oración y seréis

introducidos, sin daros cuenta, en el corazón de la Santísima Trinidad por la oración de María. A algunos les gustará recitar el Rosario de una sola vez los días en que tienen tiempo. A otros les gustará decirlo a lo largo del día, al hilo de los acontecimientos o de los rostros encontrados, o mejor todavía para santificar su trabajo, o en los momentos de tiempo libre. El Rosario aparece entonces como una especie de hilo de oro que enlaza los instantes de una vida y los unifica en una mirada puesta en Jesucristo y en su Madre. Los que perseveran en esta oración, a veces austera y árida, están en el camino de la oración contemplativa del Espíritu. Importa poco además la manera de decirlo; si no pueden pasar una jornada sin haber rezado el Rosario, les llegará algún día una gran gracia. Verán los cielos abiertos y a Jesús sentado a la derecha del Padre sin cesar de interceder por los que se acercan a él con confianza (Heb 7,25). Igualmente, entrarán en la oración de María en el Cenáculo que no cesa de pedir el Espíritu para la Iglesia, uniéndose a la oración de su Hijo; «Pedid al Padre y os dará otro Paráclito (el Espíritu Santo) para que esté con vosotros siempre» (Jn 14,16) (...)

UNA INICIACIÓN Hay que recurrir a la Virgen para que nos enseñe a suplicar: sucede con la oración como con la confianza y la fe. Como María vivía en la misma oscuridad que nosotros, debemos recurrir a ella en todas las dificultades que tocan la fe. Igual pasa con la perseverancia en la oración; por eso su presencia era indispensable junto a los apóstoles en el Cenáculo. Lucas nos dice que era asidua en la oración con los discípulos; lo que quiere decir que sostuvo el ánimo y la perseverancia de los discípulos, siempre prontos a bajar las

manos como Moisés en el monte durante la batalla con Amalec. Ella nos mantiene vigilantes en la oración y nos inicia a perseverar con medios pobres, como el Rosario, la oración de Jesús, como una madre inicia a su niño en la escritura llevándole de la mano, o en la lectura deletreando cada palabra con él. Es una verdadera iniciación, pues es otro el que toma en la mano nuestra oración y la dice con nosotros; este otro es el Espíritu Santo. Ella nos enseña a pedir al Espíritu Santo que se nos devuelva la llave de la súplica. Cuando ella nos invita a la súplica, nos hace experimentar el poder de la oración en nombre de Jesús. El Espíritu nos repite en los más íntimo del corazón las palabras de Cristo: «Todavía no habéis pedido nada en mi nombre, no sabéis cómo pedir, ni lo que hay que pedir. No habéis empezado todavía». En este terreno sería preciso convencerse de que no hemos empezado todavía, cualesquiera que sean las oraciones que hayamos hechos, las desgracias que hayamos padecido, y los gritos y gemidos que hayan arrancado a nuestro corazón de piedra. Todo esto no es nada al lado de lo que Dios espera, desea y quisiera darnos como súplica. Por esta razón hay situaciones y tribulaciones que quisiera ahorrarnos y que no nos evita, porque es la única manera que tiene para obtener de nosotros si no nos endurecemos demasiado, el aprendizaje de la súplica. La Virgen nos inicia en este aprendizaje pues la súplica tropieza dentro de nosotros con una concha de rechazo y de discusión que nos impide llegar a la oración continua. La Virgen nunca tuvo dificultad para suplicar y por eso se abandono a Dios continuamente. Cuando estamos en una situación difícil, discutimos, vacilamos y tratamos de salir por arriba, aunque lo que tendríamos que hacer es hundirnos en nuestra miseria para gritar a Dios. María es un camino que nos lleva del corazón quebrantado por el arrepentimiento a la alegría del corazón iluminado por la oración invisible.

HACIA LA ORACIÓN DEL CORAZÓN INVISIBLE Para terminar, iremos hasta el final del camino para ver cómo la oración puede instalarse en el corazón de un hombre y hacerse en él su morada, manteniéndole despierto continuamente bajo la mirada del Padre. Seguramente os habréis encontrado con hombres y mujeres de oración; entre ellos monjes, laicos, sacerdotes, ancianas, monjas o jóvenes, en su mayoría gente sencilla y pobre. Estas personas «han sido captadas» por la oración, aunque está oculta en el fondo de su corazón, es invisible; sólo la mirada del Padre ve en lo secreto. Estas personas continúan su vida normalmente: trabajan, hablan, duermen, comen y oran con sus hermanos, pero si no tenéis «ojo» en el sentido de «ver a través», no os daréis cuenta de que están siempre en oración en el santuario interior de su corazón. Se comprende que oculten su tesoro, pues es lo mejor y más precioso que tienen. Si les preguntáis un poco, os dirán que esta oración continua es una gracia recibida, y algunos, por no decir todos, añadirán que la han recibido por intercesión de la Virgen. Para muchos, el humilde rezo del Rosario fue el camino de humildad y de pobreza que les sumergió en la oración continua. Basta hacer uno mismo la experiencia al comienzo de la aventura de oración. Nos rompemos la cabeza para encontrar el contacto con Dios o para hacer silencio, y no lo conseguimos. Nos ponemos a recitar el Rosario y la oración habita en el corazón antes de que nos hayamos puesto a pensar en Dios. Hay ahí un secreto inaccesible a los sabios y a los inteligentes, pero revelado únicamente a los pequeños. No lo explico, sólo constato e invito a los lectores a que ellos mismos hagan la experiencia y juzguen por los resultados. Si no se puede explicar ni conocer el origen o el término de esta experiencia que nos supera, se puede al menos, dice

San Bernardo, «discernir el momento de su venida y la hora de su retirada» (Sermones 17,1). ¿Por qué este discernimiento? Para dar gracias cuando la oración se presenta y para desearla cuando se ausenta. Parece que en el momento en que se repite la invocación «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores», la oración irrumpe en nuestro corazón. La oración que se inscribe aquí abajo en nuestras pobres palabras humanas repercute en la oración de la Virgen en el cielo. Somos muy conscientes de que María ha tomado el relevo de nuestra oración y que intercede por nosotros junto a Jesús, siendo aún más conscientes de que no hay más que una intercesión: la de Jesús al Padre (Heb 7,25). María, en la gloria del cielo, intercede por nosotros y nos hace experimentar las arras de la oración del Espíritu. Algunos días, tenemos como la intuición de compartir su oración del corazón y que nos parece bueno estar allí sencillamente con ella. Otras veces repasamos en la memoria del corazón el hijo de los acontecimientos de la jornada y descubrimos los humildes pasos del Señor, sus llamadas discretas y también los rechazos que le hemos opuesto haciéndonos los sordos. Como las cuentas del Rosario, estos acontecimientos forman un todo que presentamos al Señor en la acción de gracias y el arrepentimiento. A veces, en fin, esta oración del corazón se identifica con el silencio y el descanso bajo la mirada del Padre.

Para terminar, os invito a leer en la Liturgia de las Horas, en el viernes de la cuarta semana ordinaria, una homilía del siglo IV, sobre la diversidad de los efectos del Espíritu. Después de haber enumerado lo que el Espíritu Santo puede producir en el hombre; alegría, luz, fuego interior y silencio, el texto termina con cierto humor así: «A veces, se convierte en un hombre cualquiera». Muy a menudo es, nuestro estado habitual, como dice santa Teresa de Lisieux, después de haber experimentado en ella el fuego del amor

misericordioso cuando hacía el Vía Crucis: «Si esto hubiera durado un segundo más, creo que hubiera muerto. Luego volví a mi sequedad habitual.» Que María nos conceda el acoger la oración del Espíritu en nosotros como Dios quiere, tanto en la alegría como en la sequedad.

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF