El retorno de la expatriada - Teresa Dovalpage.pdf

March 9, 2018 | Author: La Haker Kandj | Category: Cuba, Metaphysics, Love
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Para Carmen Duarte y Jody Schenk.

Primera parte Presagios de ciclón

Capítulo 1

La lluvia baila una danza de vidrios rotos y parece que un aparador repleto de cristalería fina se desplomara sobre la ciudad. Las nubes se abren y chorrean. El horizonte baja, el cielo se encapota y los árboles se empinan, tratando de alcanzarlo con la punta de sus ramas temblonas. Del norte sopla un viento recio que tiene alientos de ciclón. Los edificios se estremecen como si les hicieran cosquillas y los framboyanes de la avenida Carlos Tercero bailan un mambo retozón. Entre el runruneo de la lluvia suena la voz cascada de Abuelonga, que está en la sala de su apartamento, sentada en un sofá decrépito junto a su nieta Catalina. La vieja tiene las cejas canosas y el escaso cabello blanquisucio, pero por los ojos, todavía vivos y brillantes, le brotan

chispazos de furia. Y por la boca, sapos y culebras: —No hay mujer que no le haya pegado los tarros a su marido, y yo soy la primera — masculla—. Claro que los hombres se lo tienen merecidísimo, porque son todos unos degenerados. Nada, que a quien lance otra bomba atómica y acabe con el mundo habrá que considerarlo el mayor benefactor de la humanidad. Catalina, que acaba de llegar de Nueva York, se estremece. Y la aturden imágenes empañadas de humo, candela, carne humana encendida y un tenue olor a muerte que todavía tiene pegado al alma y a la piel. Para alejar aquellos pensamientos se concentra en otros: en los senos de Maiviz tal como los recuerda: blancos, no muy grandes, redondos y duros como pelotas de golf... —Abuela, tú no cambias —dice al fin—. Y no hables de bombas atómicas, hazme el condenado favor.

—Yo digo lo que pienso, Cata —masculla la vieja—. Al que le molesten mis verdades, que se aguante. Bastante me he aguantado yo. No le respondes. Evitas mirar al balcón pero te acuerdas de tu sobrina Beiya, la de las trenzas, la que reía como una conejita asustada cuando era niña, la que hace nueve años que se estrelló contra la calle. Te la imaginas pataleando en el vacío, con un aullido apretado en la garganta y queriendo escapar en vano de la atracción irremediable de la tierra. Tu madre se acerca, limpiándose las manos en un paño de cocina gris que huele a grasa vieja y a cebolla. —Ya puse a cocinar el arroz con pollo, Catalina —anuncia—. En una hora está listo. —No tengo hambre, pero estoy loca por comerme una fruta bomba madura —suspiras. —Habrá que ver si mañana se consigue alguna en la plaza. Pero lo dudo, eh. Abuelonga interviene:

—¡Ay, hija, para antojos estamos! Otra vez callas, pensando que después de pasar casi treinta años avasallada en este matriarcado de mala leche, lo natural sería que terminases detestando a las mujeres. (Bueno, y lo cierto es que detestas a algunas, que son, casualidades de la vida, las que llevan tu propia sangre.) Pero no entiendes por qué demonios te gustan tanto las demás. Empezando por Maiviz. —¿Cómo te fue en el viaje, niña? —pregunta Barbarita, sentándose también en el sofá. Luchas contra el impulso de levantarte. La peste a grasa y a cebolla te revuelve el estómago. (¿Por qué no ha dejado tu madre el condenado trapo en la cocina? Ganas de jorobar...) Desde que llegaste a La Habana hace cuatro horas, hedores de diversos tipos te golpean la nariz. El tufo a gas en la escalera te dio la bienvenida al edificio y el humo de los tubos de escape que entra sin permiso por el balcón te están ahogando.

Se te cierran los ojos, aplomados por el cansancio. Llevas un día completo saltando de aeropuerto en aeropuerto y lo único que te apetece es ducharte y acostarte a dormir. Pero haces un esfuerzo y sonríes: —Bien. El problema fue que nos tocó sentarnos al lado de un viejo cotorrón. Se pasó el vuelo dándonos la lata con una querindanga que tiene en El Vedado, una muchacha de veintitrés años. Sam es un santo y le oyó la descarga sin chistar, pero yo tenía ganas de decirle: «Mister, a usted lo están jineteando de mala manera, no coma tanta porquería». —Tu marionovio será todo lo santo que quieras, pero a mí me parece que es de los que comen ángeles y cagan diablos —tercia Abuelonga—. Debió haberse quedado aquí por lo menos un día, que en este apartamento no hay pulgas ni piojos, en lugar de ir corriendo para un hotel. Eso es hacernos un desaire sin necesidad. Y hacértelo también a ti, ¿sabes? ¿O es que no

quiere estar contigo? —Los americanos son así, vieja —dibujas en el aire un gesto ambiguo—. Sam está acostumbrado a la privacidad. Se iba a sentir incómodo compartiendo la barbacoa conmigo y con Elsa, y el baño con todo el batallón de hembras. —¿Qué, no le gustan? —los ojillos de Abuelonga brillan con malas intenciones. Al lado del párpado izquierdo tiene una cicatriz antigua en forma de cimitarra que le temblequea cuando habla. —¿No le gustan qué, abuela? —Las hembras, chica, no te hagas la boba. Te advierto que me dio mala espina ese tipo, con su aspecto de yo no fui y su cara de comemierda. —No empieces a decir groserías. —Y es un vejestorio para ti. Debe tener más de sesenta años. —Cincuenta y siete. —Pues los tiene muy mal vividos.

Te contienes para no mandarla a freír espárragos. To hell. O, en buen cubano, a casa del carajo. Ya has leído que una puede domiciliarse en un ashram, buscarse un gurú personal, meditar doce horas al día y tener un satori, pero que bastan diez minutos con la familia de origen para olvidar todas las enseñanzas místicas y volver espiritualmente al punto cero. Si no fuera por lo que tú sabes, jamás hubieses vuelto a poner un pie en este apartamento en que hasta el aire huele a estrógeno podrido. Haces acopio de paciencia y respiras tres veces por la boca repitiendo mentalmente ohm-ohm-ohm, como te ha enseñado Ananda Parvati, tu instructora de Zen. Abuelonga pincha otra vez: —Dicen que en el norte han inventado unas pastillas parapicha. ¿Le darás Viadra todas las noches, eh? —Viagra se dice, abuela. Y deja a Sam en paz. —Pero explícame una cosa, ¿por qué se alojó en

el Hotel Colina? —mete su cuarto a espadas Barbarita—. Ese es un albergue de medio pelo. ¿Por qué no en el Habana Libre o Habana Meliá o como rayos se llame ahora? ¿O en el Cohiba? Esos sí son hoteles elegantes, con caché. —Porque el caché y la elegancia cuestan billetes, mima. Acuérdate que nosotros no somos ricos. Yo estoy tratando de levantar el negocio de la peluquería y Sam es vendedor en una tienda Sears. —Para colmo, un viejo sin dinero —se ensaña Abuelonga—. Todavía si te mantuviera, se le podía disimular la flojedad de patas. Pero cuando no hay parné ni picha, ¡fu! Repites para tus adentros estabilidad-serenidadcalma-paz. Ohm. Paz-calma-serenidad. Viejacochina-metida en lo que no le importa, ohm. Por suerte la conversación se interrumpe con la llegada de tu hermana que entra empapada, cargando un par de bolsas plásticas. Elsa la manicura, delgada y ojerosa, es un

lánguido esbozo de mujer. Tiene un culito seco que apenas se le marca bajo el pantalón de poliéster y camina muy tiesa, como si estuviera marchando en un acto de las milicias. Siempre ha sido la última mona, la fea, la más tonta de la película. Desde que renunció a la enseñanza por problemas nerviosos, se dedica a hacer trabajitos de poca monta por el barrio con los que no le alcanza ni para comprarse un café. Tratas de quitarle el paquete más pesado. —¿Te ayudo? —Déjame quieta —Elsa te rechaza de un empujón y sigue sola para la cocina con las bolsas a cuestas. Te sientas en un sillón y te encoges de hombros, dolida. —Ella está así desde... lo de la niña —murmura Barbarita. Las tres se quedan calladas, pensando en Beiya. Y tú más callada y pensativa que las otras, porque sabes menos que nadie y porque nadie

quiere hablar. Desde que llegaste al apartamento, tienes la impresión de que tu sobrina va a irrumpir de un momento a otro en esta sala donde tantas veces se oyeran sus chillidos y se aguantaran sus malacrianzas. Te parece que la vas a oír llamarte tía Cata con aquella su voz de pito, pidiendo que le compres chocolates o una muñeca Barbie. Pero si Beiya estuviera viva no pediría muñecas, porque habría cumplido ya veinte años, ni tendría la voz aflautada. El tiempo vuela, como dicen que ella quiso volar... Nunca te enteraste de los detalles. Cuando pasó lo que pasó acababas de mudarte de Miami a Nueva York, casi no tenías contacto con la familia y te llegó el cuento a retazos. Que si se había querido suicidar. Que si fue un accidente. Que si unos ladrones que entraron al apartamento a robar abusaron de ella. Pero por carta nadie se iba a poner a explicar mucho. Y ahora, después de tanto tiempo, no vas a sacar a la luz un tema tan desagradable.

De pronto te das cuenta de que todo lo que se relaciona con tu familia te resulta desagradable. Y comprendes por qué nunca has sentido la famosa nostalgia del emigrante, la inspiradora de boleros, baladas, versos mochos, epístolas de quince páginas, sueños, óleos del Malecón, serigrafías del Morro, programas de radio, películas horteras, series televisivas bañadas en lágrimas y banderas cubanas pegadas al refrigerador. Contigo no va nada de eso. Lo que dejaste atrás era lúgubre, retorcido, una novela rota y sin final. Barbarita te regresa a la realidad: —Ya llamé a Erny para que venga a comer con nosotros mañana. El pobre, no pudo ir a esperarte al aeropuerto porque tenía que trabajar. Tu hermano menor, el consentido de Abuelonga y el niño lindo de la casa, se graduó de diseñador hace tres años y consiguió un buen puesto, algo relacionado con el turismo. Ahora vive con un

amigo en Luyanó. —¿Tu novio va a venir, Catalina? —hociquea Abuelonga. —Claro —haces una pausa y agregas, tratando de que no te tiemble la voz—: Ah, y Maiviz también. —¿Maiviz la Mucha? ¿Esa que tiene una hija que nadie sabe de dónde salió? Verdad es que la niña de Maiviz lleva solo los apellidos de su madre. Verdad es que la Mucha no se ha casado, que nunca se le conocieron en el barrio novios o enamorados. Desde jovencita los vecinos comentaban que era machorra, que ni siquiera lo disimulaba —no como tú, que hacías de tripas corazón para que no se te notara. Sin embargo, un día se apareció preñada y hasta el sol de hoy no se ha podido averiguar de quién. Ella no te ha hablado del asunto y a ti te ha dado vergüenza preguntar, para que no creyese que le andabas fiscalizando el pasado, ese pretérito imperfecto que le dejó una nena de recuerdo.

Ahora, ¿por qué tiene Abuelonga que aludir a esta historia, que ya es agua pasada? ¿Qué necesidad hay de revolver la mierda? Te dan ganas de soltarle cuatro frescas pero al cabo te aguantas y le dices, sencillamente: —Sí. —¿Quién invitó a la tipa esa? —se engrifa Barbarita. Tenía que ser, más temprano que tarde. Te aprestas para la batalla campal, la que has estado temiendo y esperando desde que pusiste un tacón en el Aeropuerto Internacional José Martí. Le haces la higa a los preceptos Zen de Amanda Parvati y te dispones a airear agresivamente todos los trapos sucios, según las antiquísimas, pero nunca olvidadas reglas del juego familiar. —Yo —contestas muy seca. Estás a punto a punto de agregar que invitas a quien te salga de los ovarios, más si es a la mujer que te tiene el coco hecho agua, por la que has atravesado un continente entero y pasarías el

mar a nado. A ver si alguien protesta. Porque la comida la han comprado con tu dinero. Que no se les olvide el detalle, porque se lo vas a tener que recordar. Pero un gesto conciliador de tu madre te tranquiliza. —Bueno. La única que refunfuña es Abuelonga: —Esto no me está oliendo bien. Aquí hay gato encerrado. La ignoras. Te aguijonean las ansias de ver a Maiviz pero tampoco es el momento de salir corriendo para la calle, con el cuerpo molido y los ojos atrofiados de sueño. Mañana, prometes en silencio, mañana en cuanto me despierte. Y sin esperar por el arroz con pollo subes a la barbacoa y te acuestas a descansar. *** Acabas de encontrarte con Maiviz y antes de intercambiar palabra ya se han comido a besos,

que saben tal y como los soñaras en la soledad de tu apartamento de Nueva York. Maiviz de ojos de miel, caderas de guitarra, papaya dulce como la fruta madura de tu obsesión. Maiviz lejana pero presente, primera vez que siempre se recuerda, la abundancia y el buen olor de su humedad... Pero aquel escenario de sueños cumplidos cambia de pronto y te encuentras de vuelta allá en el Bronx, en tu minúscula cocina de dos metros cuadrados. Esta noche has decidido preparar espaguetis. (¿Para ti sola? ¿Para Maiviz? ¡Pero si Maiviz no está aquí!) Colocas la cazuela en el fogón, enciendes el gas y justo en ese instante suena el teléfono. Es una emergencia. No entiendes bien quién es ni para dónde se supone que vayas, solo que es algo urgente y tienes que salir pitando y olvidarte de fantasías. Run, Catalina, run. ¿Acaso es otra lluvia de aviones, una invasión de alienígenas, un incendio en Manhattan, un terremoto en

California? No lo sabes, pero tampoco puedes perder tiempo en averiguarlo. Vas al garaje, sacas el coche y te pones en marcha. Ya estás frente a la verja metálica que rodea el complejo de apartamentos cuando recuerdas que has dejado la cazuela con los espaguetis a la candela. —¡A ver si arde todo esto y me ponen una demanda por incendiaria y criminal! Te estacionas allí mismo y corres a apagar el fogón. Cuando regresas hay una fila interminable de autos esperando detrás del tuyo. Pero no, no son solo autos. Entre ellos hay también un Cessna chiquito, con una hélice enorme. El Cessna se transforma en caballo, un caballo metálico que le entra a mordidas a tu Toyota y lo devora con fruición. Te despiertas de un salto, empapada en sudor. Es una transpiración abundante y apestosa, diferente de la que exudas en el Bronx. Te sientas en la cama y procuras calmarte, contando los latidos de tu corazón. Ohm. Ohm. En la cama

contigua duerme Elsa, soñando que se ha convertido en un coche monstruoso, sin frenos y con hélice, que te apachurra, te tritura, te hace trizas sin compasión.

Capítulo 2

Son las once de la mañana. El sol se empeña en derretir el asfalto y cae sobre las calles como una sábana de fuego. De la lluvia de ayer no queda ni el recuerdo, aunque se mantiene la ventolera, que remece los edificios con furia eólica. Catalina duerme todavía a piernas sueltas en la barbacoa y ni se entera de que la banda Mal de Ojo, una orquestica de mala muerte y poca vida, ha empezado a ensayar en el apartamento de los altos. Tumbaquín quin quin. Tumbaquín. —Yo no sé cómo Cata puede descansar con semejante bulla —comenta Barbarita, que está sentada en la sala con su madre bebiéndose la tercera Tropi Cola del día. Abuelonga se restriega la cicatriz antes de contestar: —No te extrañe que se haya metido un pito de

marihuana anoche. Allá en el norte hay mucho vicio. La gente fuma de cuántas hierbas hay, se embute de pastillas, se inyecta morfina, heroína, cocaína y un montón de inas más. —Avemaría, mima, para ti todo el mundo es malo. Cata no... —Capaz de que haya venido a contrabandear drogas, con la excusa de vernos a nosotras. O que esté con un grupo terrorista, que eso es lo que está de moda. ¿Tú no ves las noticias, chica? —¡Que estás hablando de tu nieta, por la virgen santísima! —Fíate de la virgen y no corras. —Cállate ya. Tumbaquín quin quin. Tumbaquín. Elsa, con un libro en la mano, baja despacio la escalera de la barbacoa. Los peldaños crujen bajo sus pisadas de gata flaca. Lleva una blusa negra, arrugada, a la que le faltan los dos botones inferiores. Por la abertura se le ve el ombligo, hundido, oscuro y relleno de churre.

—¿Catalina sigue durmiendo? —le pregunta Barbarita. Elsa abre el refrigerador y se sirve un vaso de leche—. Oye, ¿estás sorda? Qué manía has cogido de no contestar cuando te hablan. Elsa bebe la leche de un trago largo, deja el vaso sobre el aparador y se encamina a la puerta. —¿Adónde vas? Prácata. —Esta ya no tiene atadero —rezonga Barbarita —. Se ha quedado más loca que una cafetera. Una entiende que lo de Beiya fue un golpe duro, pero también debería pensar que los demás no tenemos la culpa. Y de eso hace un burujón de años. —No tantos —Abuelonga enciende un Camel legítimo que le ha traído Catalina y aspira el humo con deleite. —Creí que con la visita de la hermana se le iba a mejorar el carácter, pero se ha puesto aún más grosera. Cada vez que le habla a Catalina es para soltarle una impertinencia. Imagínate que la otra

se incomode y decida irse con el marinovio para el hotel... ¡nos parte por el eje! ¿Por qué no hablas con Elsa y le pides que se controle un poco? —¿Para que me salga con una de las suyas y la tenga que mandar al carajo? Háblale tú, que la pariste. —No le haces un favor ni a tu madre. Abuelonga suelta un chorro de humo que empaña las facciones cejijuntas de Barbarita. —Mi madre se murió hace medio siglo. Transcurren tres minutos en un silencio ácido y gris. Al cabo es Abuelonga quien recupera el don de la palabra: —Puse a hervir varias papas para prepararle un puré a Catalina. Me contó que el de Nueva York le sabía a plástico. Ninguno como el mío... ¿Quieres tú también? —Seguro que quiero. ¿O es que yo tengo la boca cuadrada? —Barbarita se pone de pie y se estira—. Deja ver si ya se despertó la muy

manganzona. Si no, tendré que zumbarme sola a la Plaza Carlos Tercero a preguntar si hay fruta bombas. Que lo dudo, por cierto. ¿Frutas frescas en el otoño? Esta niña ha venido pidiendo milagros y aquí no hay ni un santo a la vista. La vieja va para la cocina con un meneo de cangreja ajumada y se dispone a cocinar lo que en la familia llaman pomposamente «su especialidad». Tiene un secreto culinario que le da un saborcito picante y peculiar al puré de papas pero no se lo ha revelado a nadie, y a su debido tiempo se verá por qué. Tumbaquín quin quin. Tumbaquín. *** Junto al hospital de Emergencias, en Carlos Tercero y Espada, hay una parada de ómnibus. Allí llega Elsa, con su libro en la mano y un bigote de leche bordeándole las comisuras. Robertico, el inspector, un sesentón muy terne y

relamido, le hace un gesto de saludo, pero ella lo ignora y va a sentarse en un banquito viejo que alguien ha dejado bajo al framboyán más alto de la avenida. Elsa sospecha que Robertico quiere camelarla para que lo convide a un buche de café o hasta a un pan con cualquier cosa al mediodía, como hacen algunas vecinas. «Pero conmigo se jodió.» Elsa contempla el viene y va de los aspirantes a pasajeros y los escasos vehículos que se deslizan por el asfalto como tranvías perdidos, sin rumbo ni deseos. La vida en la avenida Carlos Tercero está detenida, en coma; es una sintonía que se toca en tempo lentísimo. Mira al balcón de su apartamento y repara en la figura de Barbarita, que se escurre ratonilmente hacia la barbacoa donde descansa Catalina. Ve pasar a Abuelonga en dirección a la cocina. En el tercer piso siguen tocando los músicos de Mal de Ojo, que se rompen los tímpanos y las cuerdas del alma con el escandaloso tumbaquín. Y a Elsa la asalta el

recuerdo de una conguita mala popularizada allá en los ochenta: King Kong tiene guara con la punta de la cuchara. Tumbaquín quin quin. Tumbaquín. Da un puñetazo sobre el banco, que cruje como un montón de huesos revolcados. Una caldera de agua hirviendo le borbotea en el medio del pecho al compás de la música. Escupe en la tierra y pisa con odio la saliva. Luego entorna los ojos y compone mentalmente la silueta delgada de su hija en el vacío. Para su madre, Beiya nunca tocará el suelo. Se ha congelado en un instante mágico, a medio camino entre el balcón y el pavimento. Como la bella durmiente, flotando entre el sueño y la muerte. *** En la barbacoa, después de asegurarse de que Catalina sigue roncando a pesar del estrépito de

los tambores, Barbarita abre una de las maletas de su hija, tratando de no hacer ruido. Saca un vestido de algodón, lo palpa, lo huele y lo deja a un lado. Luego encuentra unas bragas blancas y también las olfatea, arrugando la nariz. Abajo, en la cocina, Abuelonga ha pelado cinco papas hervidas. Les añade cuatro cucharadas de mantequilla, medio vaso de leche y una pizca de sal. —Con eso basta, que ya aquí estamos bastante salás. Lo revuelve todo, aplastando las papas con un tenedor hasta que toman la consistencia adecuada para hacer un puré. Entonces, canturreando bajito, se introduce una mano entre las piernas. La mueve rápido, humedeciéndola con jugos vaginales. La saca, sonríe y comienza a amasar la mezcla, disfrutando el contacto de sus dedos sucios con la pasta ligeramente grumosa. La sazón es el elemento más importante en la preparación de la comida, decía siempre Nitza

Villapol en aquel programa del que se le ha olvidado el nombre. —Ah, ya me acordé —Abuelonga conversa mucho consigo misma; lo prefiere mil veces a discutir con los demás—. Cocina al Minuto, así se llamaba. Lo ponían los domingos, a las doce del día. Y sigue hurgando en el menjunje al compás de un bolero de Álvaro Carrillo: —Pasarán más de mil años, muchos más. Yo no sé si tenga amor la eternidad. Pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás sabor a mí. Sabor a mí... En los altos, la melodía (es un decir) de Mal de Ojo llena el espacio, reverberando como un sol implacable. Cuando el bramido de la tumbadora alcanza el máximo de decibeles tolerables para oídos humanos, Abuelonga se seca las manos, agarra una escoba vieja, da tres golpes en el techo y grita: —¡Baby, baja un poco el volumen, hijo, que me vas a dejar más sorda de lo que estoy!

El berrido y los golpes sobresaltan a Catalina, que se despierta y descubre a la madre en su huronear. —¿Qué coño estás haciendo ahí? —¡Ay, qué susto me has dado! Vine a buscar una aspirina Bayer, que tengo tremenda migraña. —Aspirina Bayer ni un carajo. La próxima vez me la pides a mí. No me gusta que registren mis cosas. —¡Qué egoísta te has vuelto en el norte! Catalina va a contestarle una barbaridad pero suena de nuevo el estrépito de Mal de Ojo callando a todo Cristo. Tumbaquín. —No encontré ni una —dice Barbarita con voz y aire de sufrimiento—. Se me van a partir las sienes. Catalina no le responde. Examinas a tu madre a ver si ha descubierto algo, pero te parece que no, por lo calmada que luce. Si hay algo que ella no sabe hacer es disimular. Y recuerdas que hoy vas a encontrarte

con Maiviz, van a verse en persona después de tanta cháchara telefónica y de tanto orgasmo a distancia. Que los sueños se van a cumplir, al menos los buenos, no las pesadillas de aviones come autos. Te apresuras a levantarte. Que llegaste ayer por la tarde y todavía no has probado los besos que te esperan, como te ha dicho Maiviz. «Los que no le di a nadie nunca y que tengo guardados para ti.» Pero antes tienes que desempacar y repartir regalos, para que tu madre y tu abuela se queden tranquilas con la pacotilla que les trajiste. Para que no sigan hocicando en tu intimidad. —Sabor a mí —sigue canturreando Abuelonga en la cocina—. Y en la boca llevarás sabor a mí... *** Un ómnibus repleto se detiene en la parada. La puerta delantera se abre y deja escapar una

bocanada de gente. Otra masa humana, jadeante y sudorosa, se abalanza sobre el vehículo y choca con quienes pugnan por abandonarlo. Se cruzan sudores, alientos, maldiciones y algún pellizco clandestino. Elsa, absorta en el libro, no repara en ello ni le interesa lo que pasa a su alrededor. Ha bajado con Blanche del tranvía y la acompaña, cautelosa y tan desorientada como ella, al viejo caserón de Nueva Orleáns. Pero los chillidos de una mujer y el coro de voces que se le suman le destrozan, como Parcas frenéticas, el hilo de la trama. —¡Cochino! ¡Ve a restregarte con tu abuela! —¡Jamonero! —¡Llamen a un policía y que se lo lleven a la unidad! —¡Pártele, pártele la cara! Un carcamal desciende a toda prisa del ómnibus, perseguido por insultos de todos los colores. Elsa le enseña el puño y masculla una maldición.

Atrás con las bestias Ojalá que lo capen para que aprenda a respetar. Es lo que deberían hacer con todos esos descarados: rebanarles el pito sin anestesia, a ver si se corrigen. O mandarlos a picar piedra en las canteras hasta que se les caigan a pedazos las manos. O encerrarlos en una celda tapiada para que se queden igual que yo, en soledad. En mi soledad, en mi triste soledad... Si hubiera tenido otra hija me consolaría con ella ahora. ¿Tú no crees, Beiya? Claro que eso era un imposible por los cuatro costados. ¿Cómo tener más hijos cuando a ti te hicieron por casualidad, apuntando al Morro y dando en La Cabaña? El sinvergüenza de tu padre se acostó conmigo unas cuantas veces, hasta que se cansó de mis ingenuidades, o de mi bollobobería, y me plantó sin más contemplaciones. Qué palabras de despedida las suyas, que todavía las oigo. Ah, y a

ver lo que haces con el paquete ese porque tú dices que es mío pero quién sabe. Lo será o no lo será, que buena putica estás hecha tú. Buena putica yo, que era señorita, con el virgo muy en su santísimo lugar, el día que me acosté con él. ¡Buena putica yo, que solté más sangre de mis vergüenzas que una res degollada! Por eso no tiene nada de extraño que intentara librarme de ti antes de que nacieras, paquete. No tiene nada de extraño, y espero que ahora me comprendas. ¡Si me recordabas todos los días al cabrón que te había engendrado! Si cada vez que te miraba, veía en tu cara de ranita flaca los ojos turbios de Marcel... De aquel profesor que se pasaba las clases hablando de la plusvalía y luego me la metía (avemaría) hasta la garganta en su despacho de la facultad. Y cuando vine a ver estaba preñada, como por obra y gracia de un manual de economía. Avemaría. Y pensar que fui tan estúpida que esperé hasta el último momento para abortar, creyendo que el

maldito se divorciaría de su mujer y se casaría conmigo. Para mí estaba, sí. Dicen que matrimonio y mortaja del cielo bajan. Pero a tu madre, Beiya, lo único que le va a bajar del cielo es la mortaja. Es decir, suponiendo que cuando me lleve la pelona no estén racionadas y me echen en la tumba en cueros vivos. No como a ti, que muy bien vestidita te enterramos. No te puedes quejar. Verdad es que no había mucho que vestir, porque te hiciste polvo óseo, pero al menos se te cubrió con una bata blanca, nueva, de encajes, comprada para la ocasión. Aunque, ¿tú sabes una cosa, Beiya? Después de todo es una suerte no haber tenido más muchachos. Quién quita que tu hermana se estuviera alegrando por la desgracia que te cayó encima. Porque siempre es igual. Una lucha sin tregua. ¡Luego hablan del amor fraternal! Mira la porquería que le hizo Stella a Blanche: encerrarla en un manicomio después de que el cerdo de su marido se acostó con ella a la brava. Y encima, la

engañaron, diciéndole que la llevaban a descansar al campo. Con gusto mandaría yo a la degenerada de Catalina a descansar al campo. Al campo. Al camposanto, a cinco metros bajo tierra. Es una lástima que no la hayan achicharrado los árabes. Y eso que ella estaba ahí mismito, como quien dice al lado de las torres que se cayeron. ¡Qué mala puntería tienen esos malditos! Pero no todo está perdido. Es más dulce tomar la justicia por mi mano. No me sería difícil cortarle la yugular una de estas noches o machacarle la cabeza con un sartén de la cocina. Regresó tan confiada que no se imagina lo que le tengo guardado. Que se prepare, porque la voy a poner a bailar La Varsoviana a ritmo de mambo, qué rico mambo. O yo me dejo de llamar Elsa o esa no sale de Cuba como entró. Si es que sale. Óyeme bien, niña, y toma nota: si es que sale. No es que le tenga envidia, no. ¿Que se sacó en la lotería una visa americana? Magnífico,

felicidades. A quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga. Yo no soy el perro de hortelano. Lo que me molesta de la actitud de tu tía, aparte de su oportunismo barato, es la ingratitud. Jamás se ha tomado la molestia de agradecerme cuánto hice por ella. Se le ha olvidado que fui yo, yo misma, la que escribió las cartas a la oficina de intereses americana, pidiendo visas para todas. Se le ha olvidado que, de no ser por mí, se hubiera quedado atrás con las bestias. ¿Qué pasaría si la mandara al otro barrio sin boleto de vuelta? Bah, nada. ¿Qué iba a pasar? Unos añitos en la cárcel es todo lo que me echarían. ¿Tú no crees? O con la ayuda de los orishas y de un buen abogado, solo unos meses, porque yo tengo un historial clínico de trastornos mentales y hasta un brote de esquizofrenia, como dice el siquiatra, y eso es oro molido, en estas circunstancias. Oro molido es. Elsa agarra un puñado de tierra y deja que se le escurra despacio por entre los dedos.

—Polvo somos y al polvo volveremos — susurra. Y se pasa la mano por la cara, sin importarle el rastro oscuro que le deja en la piel, como una cicatriz color café. Una mujer camina en dirección a la parada balanceando el nalgatorio. Es Maiviz la Mucha, una trigueña alta y fuerte como una yagruma, que se acerca a Elsa y le pregunta: —¿Qué hay de bueno, Elsita? ¿Cómo te sientes hoy? La callada por respuesta. —¿Tu hermana llegó anoche por fin? Elsa sigue sin darse por enterada. Mira el framboyán florecido y se dedica a pensar en la mejor manera de mandar para el otro barrio, sin pasaje de regreso, a Stella. A Catalina. A Stelina Castella, la mala hermana, la traidora, la que acaba de regresar del monstruo después de gozar bien la vida en sus entrañas. Maiviz se encoge de hombros y se va.

Elsa sigue sentada en su banquito. A veces el paisaje que tiene delante de los ojos se borra, se destiñe y en su lugar aparece otro que no tiene nada que ver con él. Está en una estación del metro parecida a la que se ve en unas fotos que mandó Catalina desde Nueva York. En la estación reina una barahúnda organizada. La gente se apresura a tomar carros que se deslizan silenciosos por rieles aceitados y Elsa se encuentra de improviso entre la muchedumbre, buscando a su hija. Pero siempre se asusta tanto que se levanta del banco dando un salto y la visión desaparece. Una vez lo comentó con Maiviz, cuando todavía se hablaba con ella y con otros vecinos, y Maiviz, que estaba metida en un grupo metafísico, dijo que aquello significaba que había hecho un viaje astral. —Debe haber sido una traslación en espíritu — le explicó muy seria—. Esas cosas pasan a cada rato. ¿Por qué no vienes conmigo a una reunión

del Nuevo Pensamiento, para que lo entiendas mejor? Pero a Elsa, aunque de joven había sido también algo metafísica, ya habían empezado a descosérsele los hilvanes de la mente. Para pensamientos, nuevos o viejos, le bastaban los propios. No aceptó la invitación de Maiviz y al cabo se fue desligando de ella, como de casi todo el mundo. Ahora no tiene amigos, apenas unos pocos conocidos. Deambula solitaria por el cuarto desordenado de su imaginación. —A la mierda —masculla. Y se dirige otra vez al apartamento, que es la hora de almorzar.

Capítulo 3

Catalina ha terminado de vaciar las maletas. Repleta el baño de jabones Palmolive, champús Suavel, pastas de diente Colgate y toallas chinas compradas en K-mart, durante una rebaja de fin de semana. Pone una caja de Ajax en el fregadero y le da a Abuelonga un abridor de latas que ha traído oculto entre la ropa interior, no fueran a quitárselo en el aeropuerto por considerarlo un arma homicida. En la mesa de noche de la barbacoa instala una lámpara de pantalla rosa muy fina. Nadie diría que es de segunda mano y que costó tres dólares en una tienda de Goodwill. Porquerías, suspiras, porquerías y pacotilla barata, de mala calidad. Pero no podías gastar demasiado pues sacar de Cuba a Maiviz te va a costar (te está costando ya) varios miles de aquellos dólares que ganas con el sudor de tu

frente, el dolor de tus pies, el ardor de tus dedos y el aguante que hay que tener con las clientas de tu peluquería, Belle Reve. Pero vale la pena. Vale la pena ahorrar quilo a quilito, andar como una arpía detrás de las empleadas para que no dejen las luces encendidas por gusto, comprar tintes baratos y decir que son de marca John Frieda si con eso consigues guardar lo suficiente para llevarte a tu hembra de una vez. A la que te empapaya, vaya. Y hablando de papayas, ¿cuándo encontrarás una en esta tierra fértil y fermosa que no cesa de producir en todo el año? ¿Cuándo, eh? Vas a conectar la lámpara pero ya has olvidado la geografía del cuarto. —¿Dónde hay un tomacorriente? —te diriges a Elsa—. Yo juraba que había uno aquí, al lado de la mesa. Tu hermana ha regresado de la calle con la cara sucia de tierra —y te preguntas si se habrá revolcado con alguien esta loquinaria, que

haciéndose la mosca muerta a lo mejor tiene un querido por ahí. No te mira, no te contesta, ni siquiera ha notado tu presencia. Está de pie frente a un espejo con marco de madera que le regalaran sus padres a Abuelonga el día que se casó. (¿Cuántas iniciaciones, pajas, desvirgamientos y restregones habrá visto ese azogue ya empañado?) Pero lo que no sabes es que, en lugar de su reflejo actual, Elsa se ve a sí misma trece años atrás, camino a la oficina de Correos. Lleva en la mano cinco cartas, una por cada miembro del núcleo familiar, dirigidas a la Sección de Intereses americana en Cuba. En ellas solicita la inclusión de todos en la lotería de visas, más conocida como el bombo. —¿Me estás oyendo? No, Elsa no oye. Elsa se muerde los labios hasta que siente el sabor acre de la sangre en la lengua. Cierra los ojos, incapaz de resistir la visión que la acosa desde el fondo de la memoria. Cuando los vuelve a abrir, la imagen del espejo ha cambiado

como en un cuadro disolvente. Ahora aparece Catalina, sentada a la mesa del comedor, burlándose de su gestión epistolar. Elsa escucha a su hermana en sordina, cual si la voz pasara a través de un filtro. Pero no es la Catalina que regresara el día anterior, olorosa a Chanel No. 5 y más americana que una McDonald, sino la reina de las siglas patrióticas, la que había pertenecido con fervor entusiasta a la Unión de Jóvenes Comunistas-UJC, a la Federación de Mujeres Cubanas-FMC, al Comité de Defensa de la Revolución-CDR y a las Milicias de Tropas Territoriales-MTT. Y aquella Catalina combativa, con uniforme verde olivo y gorrita a lo Che Guevara, chilla desde el espejo: —Si tú quieres me pones ahí, pero yo a los Estados Unidos no voy ni por un solo día. ¿Yo dejar mi patria? Ni muerta... ¡A mí no se me ha perdido nada en el monstruo, como dijo Martí que le conoció las entrañas! Elsa aprieta los puños para no descargarlos

sobre la cabeza de la patriota arrepentida. —Chica, despierta —vuelve a decir la otra Catalina, la que tiene delante—. ¿Dónde está el tomaco...? La respuesta es un escupitajo que ensucia la pantalla rosa. —¡Ay, asquerosa! —Lárgate otra vez para las entrañas del monstruo, sinvergüenza. Aquí eras más comunista que los calzoncillos de Fidel, pero seguro que en el norte estás aprovechándolo todo y gozando el capitalismo. Catalina avanza hacia su hermana con intenciones de darle un pescozón. Le escuece la palma de la mano derecha y mira con rabia la mejilla sucia de Elsa. Pero hace un esfuerzo titánico y logra controlarse. —Elsita, ¿por qué sigues con esa cantaleta? — le dice con toda la dulzura que le queda de los tiempos en que jugaban juntas a las muñecas—. ¿Qué importa lo que fui o lo que soy ahora? Let’s

forgive and forget. Vamos a olvidar y a perdonar, a tratar de llevarnos... civilizadamente. Regreso a Nueva York en menos de dos semanas y quiero estar tranquila estos días —hace una pausa y agrega suavemente—: Por favor. Elsa la ignora. Cuando se decide a hablar, lo hace consigo misma, con los ojos perdidos en la turbulencia gris del espejo: —Beiya quería más a Catalina que a mí, siempre le estaba contando cositas. Bueno, más que a mí quería ella a cualquiera. No me veía como a su madre, sino como la mala vagina que la echó al mundo porque no tuvo otro remedio, para no reventar. Catalina olvida el escupitajo y el insulto. Siente que algo parecido a la lástima se le enrosca, doliéndole, en las entretelas del corazón. —¿De dónde has sacado eso, mujer? Claro que tu hija te quería, no inventes disparates. ¿Por qué no vas al psicólogo? —Psicólogo ni un carajo. Piensas que estoy

loca, ¿verdad, arrastrada? ¿Verdad, lamebotas del imperio del mal? Y fíjate, yo estaré loca, pero a mí nadie me toca. La lástima se evapora bajo el calor de las injurias y Catalina estalla: —No jodas, ya quisieras tú que alguien te tocara aunque fuese no más el filo de las nalgas, con lo flaca y lo matá que estás. ¡Tirarías voladores, como en un día de fiesta nacional! —Voladores son los que te voy a poner en el culo para que vuelvas más rápido a Nueva York. —¡No me hagas decir una barbaridad! —Dila, dila. No te cohíbas para admitir que me deseas la muerte, lo mismo que yo a ti. Lástima que no te achicharraras debajo de las torres que se cayeron. —Mira, Elsa... Mejor me voy, porque si sigo aquí te voy a reventar a golpes. ¡Malagradecida! —Tú más. ***

Al fin has estado con Maiviz —un encuentro con el que venías fantaseando desde que se empezaron a escribir hace quince meses. Todo comenzó por una casualidad internaútica, cuando una amiga común envió uno de esos chistes insulsos que circulan por Internet a su lista completa de contactos. Estabas a punto de borrar el mensaje cuando reparaste en la dirección de una de las destinatarias, [email protected]. Te preguntaste si sería tu Maiviz, porque el nombre es bastante raro. De hecho, no conoces a nadie más que se llame así. «Nombre de guajiro», dice ella siempre, «se le ocurrió a mi madre cuando todavía vivía en Oriente». Dudabas al principio. ¿Cómo habría conseguido la Mucha esa cuenta de yahoo, que no es fácil en Cuba? ¿Y si resultaba ser otra Maiviz? Pero nada se perdía con probar. Y mandaste un mensaje a aquella dirección diciendo quién eras y

preguntando si se acordaban de ti. «¿Cómo no acordarme, mi santa, si nunca te he olvidado?» Así rezaba la respuesta, que recibiste menos de ocho minutos después de haber lanzado tu botella de píxeles a las corrientes invisibles del ciberespacio. Te quedaste mirando las líneas que formaban las palabras sobre el fondo blanco de la pantalla, sin darles crédito a tus ojos. Porque su autora no podía ser la Maiviz de quien no habías vuelto a saber en más de diez años. No podía ser ella, esas cosas solo pasaban en las novelas y los dramas que leía Elsa. No podía ser, pero lo era. Siguieron la correspondencia, al principio en código porque no sabías cuánta gente podía leer lo que llegase a la bandeja de entrada de Maiviz. Así te enteraste de que había estudiado economía y trabajaba en una oficina de la Industria Ligera, donde a veces tenía, gracias a una jefita buena gente, acceso al Internet. Luego vinieron las llamadas por teléfono; los recuerdos compartidos y al fin los planes de reencuentro, que

propiciaron tu regreso a Cuba. Regreso que, hasta ese momento, habías considerado imposible, un absurdo, una barbaridad. Te acuerdas de la escuela al campo donde empezó tu relación con Maiviz. Sientes de nuevo el olor a hierba mojada, a plasta de vaca y a hojas de tabaco secándose colgadas de los cujes. Los cuarenta y cinco días que pasaron en Pinar del Río alejadas del mundo y de las familias, rodeadas de maestros distraídos y de otros alumnos demasiado ocupados en acostarse unos con otros y con otras para preocuparse de con quién se acostaban los demás. Y los ojos de Maiviz, castaños como las hojas de tabaco, grandes como lunas, brillando en la oscuridad del secadero, la noche que se citaron allí, a escondidas de todos, muertas de miedo y vivas de amor. Pero ¿era aquello amor o simple calentura adolescente? ¿Y qué es el sentimiento actual, que te ha hecho recorrer los dos mil kilómetros

largos que separan Nueva York de La Habana? No sabes, tampoco tienes ganas de averiguar. Pero no puedes evitar las preguntas que te arañan el alma. ¿Y si Maiviz te está jineteando, como la querida del tipo que venía en el avión? ¿Y si sus abrazos no son más que moneda falsa, la única convertible que aquí tienen para salir de Cuba? ¿Y si la sacas y a poco de llegar al norte te deja plantada y se enreda con alguien? Con un macho, para mayor desgracia. ¿Y si...? Porque ella dirá lo que quiera, pero algo ha tenido que ver con hombres. Esa hija no se la hicieron por inseminación artificial. Apartas los pensamientos oscuros, que parecen sugeridos por Abuelonga, y te concentras en la tarde de hoy, en los besos, que sabían mejor que los del sueño y que los de la casa de tabaco (con menos miedo, piensas, y sin pizca de culpabilidad) y evocas el perfume suave de la piel de Maiviz, un perfume que no se envasa, que no se vende en las

tiendas ni está en el catálogo de Chanel. La cita fue en la casa de Fela de Fátima, que les alquila su nido sicalíptico a parejas del barrio por cinco dólares la hora. Pero Maiviz había dejado a su hija con la Mucha Mayor, que aunque no es tan odiosa como Barbarita tampoco es pan con mantequilla, y a la hora y media se tuvieron que ir. Por ti se habrían quedado hasta la madrugada en aquella habitación en penumbras, solo iluminada por los ojos de Maiviz y perfumada con su piel. Se verán de nuevo esta noche, para la cena familiar. Cruzas los dedos, deseando que nadie dé la nota discordante, que tu hermana no forme uno de sus escándalos, que Abuelonga no maldiga a deshora y que Barbarita no suelte una barbaridad en mitad de la cena. Estabilidad-serenidad-calma-paz, repites para tus adentros. Ohm. Paz-calma-serenidad. Maiviz. Ohm.

*** En el segundo piso, Baby Casablanca ensaya entusiasmado un solo de timbal que compite con el mugir del viento. El cielo se ha agrisado de repente. Está lloviendo a cántaros otra vez. Barbarita ha subido a visitar a su socia Candita Radio Bemba, que vive en la azotea del edificio, para chismear y, sobre todo, para pavonearse con la pacotilla americana que ha traído Catalina. Lo bueno no es tener, sino presumir. Y presumir ante los que no tienen, que la prosperidad se disfruta por el contraste con la miseria ajena, según el evangelio barbaril. Abuelonga y sus nietas se han reunido en la sala cerrada y húmeda, incómodas por la obligada proximidad. Catalina se levanta para abrir la puerta del balcón, pero la vieja la detiene: —Ni se te ocurra, que un golpe de aire tira cualquier adorno al suelo y lo hace trizas. Y después tú no nos vas a comprar otro.

Catalina regresa al sofá preguntándote de qué adornos habla la abuela. Aparte de dos gatitos de porcelana, ya descoloridos, y de un jarrón plástico que contiene tres rosas de terciopelo tamizadas de polvo, allí no hay nada que merezca tal nombre. Pero el escenario deprimente que te rodea retrocede, empujado por la fuerza de los recuerdos de hace apenas dos horas. Rememoras el encuentro con Maiviz en casa de Fela de Fátima, paladeas otra vez el primer beso después de tantos años. Recuerdas sus senos cruzados por venas tenues, redondos y macizos como pelotas de golf. Sientes su boca húmeda sobre la tuya, su mano en tu entrepierna... Y te dices que su saliva sabe a agua de coco y a jugo de melón. Abuelonga se soba la cicatriz. Espera diez segundos justos, se aclara la garganta y mete el aguijón: —Dime una cosa, Cata: ¿tú piensas parir? Sospechas una trampa y te vas por la tangente.

—Oh... no sé. Sam y yo no hemos decidido nada todavía. Ya veremos, más adelante. —Te aconsejo que ni lo intentes. Claro que no vas a intentarlo pero te haces la tonta: —¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? —Por la locura hereditaria, niña, que te viene pisando los talones. Si el tipo ese te preña (lo que me parece bastante difícil, por la facha de maricón tapado que tiene) hazte un aborto de inmediato. Porque entre el aspecto de sanaco de tu novio y las taras de esta familia, lo que te va a salir es un fenómeno. Calcula tú misma: mi madre murió ingresada en Mazorra, tu abuelo tampoco era muy normal que digamos y Barbarita es para darle de comer aparte. Lo que se hereda no se hurta, como decía mi padre, que en paz descanse. Con esos truenos, ¿qué queda para ustedes y sus crías? Elsa se levanta, le lanza una mirada asesina a la abuela y sale del apartamento dando un portazo

descomunal. —¡Ay, vieja! —protestas. —¿Hay, eh? Pues guarda para cuando no haya. —No debiste hablar de «crías» delante de mi hermana. No tienes ni una pizca de delicadeza. —Mira quién habla de delicadeza. Tú desbarrabas como un carretero desde los diez años, así que no vengas ahora dándotelas de fina. Enderezas la columna vertebral, respiras por la boca, pones la mente en blanco. Ohm. Cierras los ojos. Te concentras... y ves delante de ti, sobre un plato rosado, la papaya madura de tu obsesión. —¿Por aquí cerca no hay ningún lugar donde vendan frutas, un mercadito campesino o algo así? —¿Sigues con el antojo de la papaya? Los mercaditos abren los sábados nada más, y gracias. Pero dice tu madre que en la Plaza Carlos Tercero no había, y lo que no se consigue con dólares, o con cucs, no se consigue de

ninguna forma. —Qué mala suerte. —Carajo, Catalina, ¿tú viniste a La Habana a matarte el hambre? Mira que llegar de Nueva York, donde se supone que haya de todo, lampando por una jodida fruta bomba. ¡Le zumba el mango! Compañero Dios Qué familia, Buda. ¡Viejo, qué karma más jodido me ha tocado en esta encarnación cubana! Así, ¿cómo va una a avanzar espiritualmente? No chives, con semejante parentela al lado no hay quien alcance la iluminación ni a chanclazos. Aunque Abuelonga tiene razón en algo: todas nosotras estamos más crazy que un rebaño de cabras. Empezando por Elsa, que si la pinchan suelta vitriolo destilado. Nunca fuimos de esas hermanas que comparten hasta los pintalabios, pero antes no tenía tan malas pulgas ni me

soltaba esas patadas de yegua en celo. Hasta me parece que desvaría cada vez que se acuerda de Beiya. La pobre. Sigue rabiando porque a mí me cayó del cielo la salida de Cuba y a ella no. Pero, señor, ¿quién la mandó a escribir las dichosas cartas al bombo, pidiendo visas para la familia? ¿No lo hizo por su propia voluntad? Pues que no jeringue más y acepte las consecuencias de sus acciones. A mí jamás se me habría ocurrido intentarlo, es cierto. Nosotros no teníamos ni un primo tercero en Miami así que yo pensaba en irme para el norte como habría podido pensar en mudarme a Marte. También es cierto que, de jovencita, yo era más patriotera que el Martí de la plaza. Cuando cantaba Cuba qué linda es Cuba, quien la defiende la quiere más lo hacía de corazón, hasta se me aguaban los ojos. Además notaba, porque boba no era, que los dirigentes vivían mejor que el resto de la gente, andaban en Ladas nuevos, iban de vacaciones a Varadero y viajaban al campo

socialista. De modo que me volví más roja que un mamey en sazón. Y a los americanos les tenía una tirria tal que no los podía ver ni en películas. Lo único que me gustaba del «imperio del mal», como decía mi maestra de marxismo, eran las fotos de Marilyn Monroe que yo recortaba a escondidas cuando salían en Bohemia o en Opina, de Pascuas a San Juan. En el preuniversitario me entró un pendejismo ideológico que no había guerrillero que me pusiera un pie delante. Cómo sea, dónde sea y para lo que sea no faltaba a un trabajo voluntario ni a una marcha del pueblo combatiente ni a un mitin relámpago o de repudio. Comandante en jefe se me caía la baba cuando lo iba a ver con su barba ¡ordene! y su uniforme verde olivo a la Plaza de la Revolución. Gracias al pendejismo, es decir, a mi tremenda integración política, la Unión de Jóvenes Comunistas me premió con una visita a Checoslovaquia. Fue a principios de los ochenta,

cuando se usaban los viajes de estímulo y el romance de Cuba con el socialismo europeo, y el mío con la revolución, estaban en su plenilunio. Esa fue mi primera salida del nido y bien que la gocé. Nos llevaban a todas partes, desde una fábrica de embutidos hasta a una estación de esquí, pasando por un monumento al soldado soviético. El día de la visita al monumento cayó tremenda nevada. A los cubanos se nos congelaron los dedos de los pies porque ninguno de nosotros llevaba botas para esa temperatura de osos polares. Y menos mal que unas almas caritativas nos habían donado guantes y gorras, que si no... A pesar del frío me divertí como nunca en la vida. En Praga me atraqué de uvas y de manzanas y me sentí turista, diferente, especial. Recuerdo que le pedí a quien estuviera a cargo del mundo (al compañero Dios, le dije, porque yo ni rezar sabía) que me permitiera ver la nieve otra vez y probar de nuevo aquellas frutas que

parecían salidas del propio paraíso. El compañero Dios me oyó, aunque le tomó más de diez años concederme la petición. Buena estrella que tiene una en la vida, mientras que otros, con menos suerte, nacen estrellados. Y mi buena estrella se la debo en gran parte a Elsa, soy la primera en reconocerlo. Dejada a mis arbitrios, yo jamás habría escrito a la Oficina de Intereses. Aquello era cosa de gusanos, de escorias, de contrarrevolucionarios, de... Pero cuando llegó el sobre amarillo con la notificación de que me había ganado el derecho a una visa americana, me quedé pensando. Pensando fuerte, en uno de esos momentos que le cambian a una el destino. Y concluí que mejor me largaba con viento fresco rumbo a Miami, porque entre el período especial y los apagones y el picadillo de oca podrida cada día íbamos más para atrás, como el cangrejo del cuento. Estábamos en los noventa y el socialismo europeo andaba de capa caída. En

Checoslovaquia, que se había desintegrado y ya ni se llamaba así, habían hecho cascajo con el monumento al soldado soviético y lo habían tirado, envuelto en terciopelo, eso sí, al basurero de la historia. En Rumanía le habían partido las patas a Ceausescu y los rusos nos habían dicho: «dosvidanya, cubinskis, por acá tenemos mucho que hacer y que arreglar para seguir cargando con ustedes». Vaya, que este país se estaba yendo a pique como un barco con agujeros. Me temblaban hasta las pestañas cuando fui a la entrevista con el cónsul americano pues si se enteraba de que yo pertenecía a la Juventud Comunista y que estaba propuesta para el Partido, me quedaba varada en tierra. Pero ahí me tiró otro cabo de misericordia el compañero Dios. Mi entrevistador resultó ser un muchacho joven, rubiecito, apellidado Rice. Me hizo tres o cuatro preguntas tontas y parece que le caí bien porque me dio la visa sin meterse en más averiguaciones. Thank God.

Yo no me había casado ni andaba en relaciones con nadie, por eso me fue fácil decidirme a cruzar el charco: no tenía a quién decirle adiós, excepto a mi familia, a la que no me ataban precisamente lazos de cariño. Había tenido dos amigas después de Maiviz, pero nada de compromisos serios. Unos cuantos encuentros furtivos y después, si te he visto no me acuerdo. En realidad, todavía estaba confundida y creía que los machos que había conocido hasta entonces no me gustaban, pero que a lo mejor un día aparecía El Hombre De Mi Vida, con mayúsculas, como decían las amistades hetero. No sé, quizás pensaba eso porque llamar a alguien tortillera era un insulto grave y yo no me atrevía a reconocer cuánto me atraían las mujeres. Pero todo cambió cuando salí de Cuba. Cuando salí de Cuba iba con un impulso que ni los pies se me veían de lo rápido que subí al avión, no fuera a ser que a última hora se me descompusiera el viaje. No miré para atrás ni

derramé una lágrima. Dejé enterrado mi corazón ... Ja, esa canción no va conmigo. Lo único que dejé fueron dos viejas resabiosas, una sobrina malcriada (que en paz descanse la infeliz), la maniática de Elsa y este apartamentico despintado. Dejé la mierda y el mal olor. Pero al llegar al norte no me tomé la Coca Cola del olvido ni el café de la indiferencia. Cada vez que podía mandaba dinero para que mi madre, Abuelonga y hasta mi hermanújula, loca sin brújula, se mataran el hambre. No habrán sido miles de dólares al mes porque una no es millonaria, pero al menos sin comer no se han acostado gracias a mi trabajo. ¡A mis sacrificios, puñeta! ¿Cuántas veces me privé de cosas que necesitaba por mandar plata para Cuba? Sobre todo al principio, que yo llegué con una mano atrás y otra delante, y nadie que me respaldara. Muchos culos sucios que limpié en un asilo de Hialeah y muchas mesas que serví en los restauranticos baratos de la Calle Ocho y

muchos pisos que trapeé en los moteles de Miami Beach. Me molesta que Elsa no vea esa parte. Si vamos a creerla, soy una ingrata porque no le besé las patas cuando me dieron la visa, pero ¿alguna vez me ha dado ella las gracias por haberles llenado el buche durante todos estos años? Pst. No sé ni por qué dejo que esas sandeces me incomoden. Elsa está traumatizada, hecha leña por lo que le pasó. Más vale tomar con filosofía sus impertinencias, hacerme la disimulada, pues va y ni se da cuenta de lo que está diciendo. La pérdida de una hija debe ser algo horrible y más aún en las circunstancias en que pasó. Aunque ella tampoco fue una madre de vanguardia. Bastantes golpes que le daba a la chiquita, con motivos o sin ellos, y bien que la insultaba a gritos por cualquier nimiedad. ¡Encima se queja porque Beiya prefería contarme sus cositas a mí! Angelita, ¿qué iba a hacer cuando su madre le soltaba cuatro chillidos a la menor provocación y

jamás se sentaba a hablar con ella ni le hacía un cariño? Y ahora viene haciéndose la sufrida. Manda carajete esto. Punto final. ¡Se acabó! Yo no regresé aquí a desenterrar pleitos ni pendencias, y menos a calentarme los sesos. Si vine fue por Maiviz, no por esta panda de arrebatadas que me ha tocado en la tómbola familiar. ¿Será verdad que antes de nacer escogemos la parentela que nos acompañará en la próxima encarnación? ¿En qué estaba pensando yo cuando seleccioné la mía? ¿Me habré fumado un pito de marihuana astral allá en el limbo? O a lo mejor es el compañero Dios quien me manda estas pruebas, como castigo por las veces en que lo negué. Cualquiera sabe, eh. *** Cuando Barbarita regresa de chismorrear y

presumir, pone la mesa y sirve la sopa de ternilla que les ha preparado Abuelonga. (No sean malpensados, que a esta no le añadió sus jugos vaginales. Esa sazón de alta cocina se reserva para el puré de papas nada más.) Catalina traga con apetito, acompañando la sopa con rebanadas de pan tostado. Elsa apenas roza la cuchara con los labios. —Aliméntate, niña —le dice Abuelonga—. Cada día estás más flaca. Pareces una radiografía. La aludida sonríe con sus dientes picados. —Mejor. La flaquencia es lo que se usa fuera de Cuba, ¿no es así, Catalina? Todas las modelos de Cosmopolitan lucen igual que yo. Pero tú estás hecha un tanque, mi hermana. Pesas como doscientas libras, ¿verdad? Aunque Catalina se ha propuesto armarse de paciencia, el comentario la molesta. La risita burlona y aguda de la otra le pone la guinda al pastel. En primer lugar, que son ganas de exagerar. Ella no llega a las doscientas libras;

pesará ciento sesenta, cuando más y mucho. Pero sabe que está más gorda que cuando se fue de Cuba. (¡A ver quién no!) Tiene parches de celulitis en los muslos y la barriga se le derrama sobre el elástico del pantalón, a pesar de todas las cremas reductoras que usa y de los baños de vapor que toma dos veces por semana. —Más vale tanque que osamenta —replica con lo menos malo que se le ocurre—. Porque tú pareces la reina de los huesos. —No digas boberías, Cata —se mete Barbarita —. La reina de los huesos es la muerte y más vale ni mencionarla. —Mima, no son boberías —Elsa deja de reír, se incorpora y agarra su plato de sopa—. Lo dice con toda intención, porque lo que ella quiere es verme difunta, con la mortaja puesta. Pero te queda grande la mala idea, cabrona. ¡Antes te mueres tú que yo, con todo y lo flaca que estoy! Y le lanza el plato por la cabeza a Catalina. Instintivamente, esta se agacha y consigue

esquivarlo, pero el caldo caliente le empapa la blusa y le salpica un ojo. Siente la quemadura y grita: —¡So loca! Deberían encerrarte en Mazorra... —¡Y a ti en una mazmorra! ¡Ojalá que en el próximo avión que secuestren los árabes vayas montada tú!

Capítulo 4

Son las nueve de la noche y en el apartamento de Barbarita, ya un tanto aplacados los ánimos, se da inicio a una opípara cena familiar. Por familiar se entiende que toman parte en ella, además de la materfamilias, Abuelonga, Erny y su pareja (un ingeniero mecánico, barbudo y muy varonil él, al que llaman Quique), Catalina, Sam... y Maiviz la Mucha. Por opípara, que hay arroz, frijoles y carne para tres comensales más. Barbarita no acaba de comprender lo que pinta allí Maiviz, que no es ariente ni pariente, pero como su hija la ha invitado, no se atreve a chistar. En cuanto a Elsa, que todavía está echando chispas, se ha negado en redondo a salir de la barbacoa. Barbarita tiene la amabilidad en grado superlativo. Sirve el potaje de frijoles colorados, espeso y humeante, con una sonrisa de oreja a

oreja. Acerca a los invitados la fuente de picadillo como si la misma se encontrara repleta de pepitas de oro y se esfuerza por decirle algo agradable a cada uno: —Mima, ¿te sirvo más refresco de fresa? Erny, corazón, cómete otro platanito frito. Están como a ti te gustan, bien dulces. Señor Sam —a voz en cuello y pronunciando cada sílaba por separado, como si el gringo fuera duro de oídos— ¿más pica-di-llo? Maiviz, qué bien te queda ese peinado, no te había visto nunca con el pelo suelto. ¿Cómo está tu papá? Me dijeron que lo habían ingresado en la Liga contra la Ceguera. El padre de Maiviz tiene cataratas y ha perdido más de la mitad de la vista. Catalina le ha traído unas píldoras de Ocuvite. —Ahí está, sigue con los ojos maluchos. Pero la semana que viene le dan el alta, me dijo ayer el médico. —Qué bueno. Los hospitales están llenos de microbios y porquerías. Es preferible curarse con

cocimientos, pero en la casa de uno. —Más que la de nosotros siempre está llena de gente. No va a faltar quién le alcance un vaso de agua. Barbarita adopta una expresión beatífica. —Sí, ustedes se ayudan mucho unos a otros. No hay como una familia unida y amorosa, siempre lo he dicho. Así somos nosotros también — Catalina y Erny intercambian, a espaldas de la madre, muecas de burla—. Sírvete más arroz, Quique, que me quedó riquísimo. El mal zurcido velo de su cortesía oculta una curiosidad que Barbarita no sabe cómo satisfacer. Pero no se decide a preguntar, por temor a que Catalina ponga el grito en el cielo y se forme otro zipizape. Esta mañana, después de que su hija saliera para la casa de Fela de Fátima, Barbarita volvió a registrarle las maletas. La culpa es de Abuelonga, piensa para justificarse, que le llenó la cabeza de humo hablando de cocaína, heroína y terroristas. La culpa es de ella,

sí. Al principio no encontró más que ropa usada, zapatos y un frasco de Chanel No. 5 que la hizo estornudar tres veces. Pero siguió revolviendo y descubrió un paquete grande, cerrado. Lo abrió y le saltó a la cara, ornamentado y blanco como una tarta de merengue, un traje de novia con encajes en las mangas, lentejuelas y hasta un ramito de azahar plástico prendido en el escote. El traje flota ahora delante de Barbarita, interponiéndose como una cortina de tul entre los invitados y la fuente de picadillo. Se pregunta intrigada si se lo habrá traído a alguien de regalo (¿a quién?) O si pensará casarse con Sam aquí mismo, en La Habana. (¿A santo de qué, cuando lo puede hacer en Nueva York?) En ese caso ¿por qué no ha dicho nada? ¿A qué vienen tantos misterios? Barbarita se despepita por enterarse del chisme. Pero tiene que andar con pies de plomo para no molestar a la hija, que nunca fue muy pacífica que digamos y ha

regresado del norte con más ínfulas que una coronela. Le conviene tratarla con guantes de seda para ver si les compra un televisor nuevo antes de irse. Después de un rayo que le cayó a su Panasonic y lo carbonizó, hace ya quince años, Barbarita no ha vuelto a ver una película a colores ni en sueños de verano. Por su parte, Abuelonga presta oído a unos golpes secos, nerviosos, que vienen de la barbacoa. Los demás los notan también, pero se hacen los distraídos. La vieja refunfuña: —¿Qué será eso? Ah, la otra estúpida, encerrada allá arriba como si alguien la fuera a raptar. Tremendo escándalo que formó esta tarde, por gusto, por joder. Si llega a darle en la cara a Catalina con ese plato lleno de sopa caliente, la descalabra, la quema toda y hay que correr con ella para el hospital. Y ahora, ¡mira que no querer probar el picadillo y los frijoles! Pues que se fastidie, porque no va a sobrar ni una miajita.

Los demás siguen en lo suyo. Erny se lleva una mano a la sien derecha e imita un movimiento de barrena. Quique sonríe de mala gana, Catalina asiente y Barbarita se encoge de hombros y vuelve a insistir con que se sirvan más arroz. *** En la barbacoa oscura, Elsa da vueltas de un lado a otro. No ha encendido la lámpara con la pantalla rosa. Ya se conoce de memoria cada recoveco y no necesita luz para saber dónde pone los pies, calzados con chancletas plásticas que resuenan con golpes secos y nerviosos contra la madera del piso. De un clavo de la pared cuelgan un vestido a cuadros y una bolsa de vinilo azul donde guarda tijeras, algodón, limas y pinturas de uñas —sus utensilios de manicurista, que no ha vuelto a usar desde la llegada de Catalina. Rezonga mientras camina y se limpia furiosa la nariz.

—En tan ilustre compañía no me siento a cenar ni aunque esté muriéndome de hambre. ¿Para que me atragante con el rancho ese? Que se lo zampen ellos solos y ojalá que les haga mala digestión. Se acuclilla en el peldaño superior de la escalera, desde el que se divisa la puerta abierta del balcón y la parada de Emergencias llena de gente ganosa de ir a divertirse y de sacarle todo el jugo posible a la noche habanera. —Ahí está Candita Radio Bemba debajo del farol de la esquina, haciendo guardia. Debe estar vigilando a Eury, la gorda de al lado que se enredó con un mulato músico. Dicen que el tal mulato tuvo un romance hace tiempo con una hermana de Eury, que es o fue jinetera. Tremendo novelón. Con eso tiene Candita material para pasarse un año entero chismorreando. Del comedor llega la voz chillona de Barbarita, pregonando otra vez la ricura de su sazón. Y la

de Catalina, hablándole en inglés a Sam. Elsa se olvida de Candita y de Eury y vuelve la atención a su familia: —Óyela, Beiya. Oye a tu tía cómo se las da de más americana que George Bush. Cuando estábamos en la secundaria decía que ella solo quería aprender ruso, para no contaminarse con la lengua del enemigo. Ah, la tovarich Katia, quién te viera y quién te ve. ¡Cambia casaca, oportunista, descará! Si pudiera, la estrangularía. O mejor la tiraría del balcón a la calle, para que se hiciera pedazos. Como tú. Tírala por el balcón a ver si se mata. —Esa canción se puso de moda cuando yo era joven. Tú no te acuerdas. No puedes acordarte porque no habías nacido. La pasaban a todas horas, en todas las estaciones de radio. A ver si se mata... ¡mira que los cubanos somos sádicos! Pero tu tía se merece un castigo ejemplar. Si no fuera porque pesa dos veces más que yo... No

puedo levantarla, ni mucho menos lanzarla al vacío. Aunque no te preocupes, que hay otras formas. A hierro. A fuego. A cuchillada limpia. A sartenazos sucios. A sangre fría. A cazuelas llenas de agua hirviente. Tú verás. Erny dice un chiste y todos se echan a reír. Elsa aprieta los puños y sigue hablando: —Ya te conté que me llamó la reina de los huesos. Para echarme una maldición, para que me secara y me volviera polvo y cenizas. Pero la reina de los huesos es socia mía, y eso es lo que tu tía, la bandida, ni siquiera sospecha. No sabe que yo tengo vara alta con la mujer de Hades. Con Perséfone la implacable, la que usa un cinturón de calaveras y collares de vértebras, la que danza feroz sobre las tumbas su más soberbio, infernal guaguancó. ¡Ajó! Elsa empieza a bailar una rumba enloquecida al ritmo de los tambores que resuenan dentro de su cerebro. Termina agotada y se deja caer en la cama, despatarrada y envuelta en sudor. Diez

minutos más tarde enciende la lámpara de pantalla rosa y abre el volumen que la acompaña a todas partes desde la llegada de Catalina. Con los ojos llenos de lágrimas relee la escena en que Stanley Kowalski hace pedazos ante su esposa, brutal y concienzudamente, la ya frágil reputación de Blanche Dubois. *** Sam le alcanza una jarra de agua a Catalina que ese día, por variar, se ha puesto maquillaje. El colorete Estee Lauder en las mejillas y el rojo Revlon de los labios la hacen lucir vistosa y casi juvenil. A su lado, Sam parece más paliducho y desvaído que antes. Barbarita reconoce que a Abuelonga le sobraba razón: el tipo tiene cara de comemierda, y además actúa como tal. Aunque no ha de entender ni hostia de la conversación, se ríe a menudo con esa risa tonta de los gringos que temen ser catalogados de americanos feos.

Abuelonga lo flecha con sus ojos oscuros y mira luego a Erny, a Quique, y finalmente al techo como poniendo al cielorraso por testigo de que en su opinión: —El mundo está perdido. —Pues a ver quién lo encuentra —dice Quique. Naturalmente, todos le ríen la gracia. Sam pide que le traduzcan. Quique propone un brindis por la cocinera. Erny se traga otro plátano frito. Maiviz permanece callada, masticando el arroz con picadillo y mirando a hurtadillas la boca escarlata de Catalina. —Aquí el que no corre, vuela —remacha Abuelonga. Elsa lanza el libro contra la pared. —¿Qué fue eso? —se asusta Catalina. Barbarita se encoje de hombros. —Nada, hija, los ratones. ¿No los sentiste anoche? A ver si mañana me compras en la Plaza Carlos Tercero un veneno que sirva. Porque al que venden por la calle ya se acostumbraron y

hasta creo yo que los engorda. *** Elsa da un salto en la cama. Cierra el libro de un manotazo y sacude la cabeza. Le suenan las tripas porque en el malhadado almuerzo no tomó más que cuatro cucharadas de sopa y no ha probado ni un bocado más desde entonces. Los invitados ya se han ido. Elsa oyó la puerta cerrarse detrás de Erny y Quique, que fueron los primeros en marcharse llevándose una cantina con picadillo para el almuerzo del día siguiente; después, la despedida de Maiviz, más larga, seguida por cuchicheos con Catalina en la escalera y, finalmente, el bye-bye de Sam. De la sala le llega el runrún de una conversación anodina entre su madre y Abuelonga. Calcula que Catalina ha salido del apartamento, tal vez para acompañar a Sam hasta el hotel. Segura de que nadie va a subir a

importunarla, Elsa enciende el bombillo del techo. Cuando la barbacoa se inunda de claridad, mira a su alrededor y se fija en una maleta arrinconada junto a la mesita de noche. La contempla por unos momentos y luego va y la abre. Está casi vacía, excepto por el vestido de novia que duerme muy tranquilo su sueño blanco de encajes y tul. Ah, campanas de boda que suenan en el corazón... —¿Qué está pasando aquí, santo Cristo de Limpias, santa Virgen de Sucias? Porque esto es un vestido de novia o yo soy la princesa de Cleves en persona. Un vestido de novia ¡para mi hermana! ¿Cómo va a casarse la muy marimacha, tan mofletuda y fea que se ha puesto? Y con el mequetrefe que ha traído de reata... No, eso no puede ser. Ya habrían empezado los trámites y sabríamos algo. Estruja el ramito de azahar. —No entiendo. No entiendo nada. Debajo del framboyán analizo mejor las cosas, me entran

olas de lucidez. Lucidez metafísica, que diría Maiviz. Pero ahora es demasiado tarde para salir, no sea cosa de que me violen en esta oscuridad. Devuelve el vestido a su lugar después de escupirlo. —¿Qué dices, zonza? ¿Que te cuente un cuento? Estás loca de atar tú también. No me entretengas y lárgate por donde viniste, anda. ¡Se nota que no tienes nada que hacer, y por eso te pasas la muerte fastidiándome!

Capítulo 5

—¿Por qué me preguntas que si voy a casarme, mima? Ah, porque descubriste el vestido, ¿no es así? Volviste a registrar mi maleta hasta que diste con él, aunque te había advertido que no siguieras hurgando en mis cosas. A mí no me engañas, vieja, pese a tus mañas y marañas. —... —Eso no es justificación. Lo que has hecho es tremendo atrevimiento. Me están dando ganas de irme y no regresar nunca, ni mandarte un centavo más, para que aprendas a no ser tan indiscreta. —... —Deja, deja de hacerte la inocente, que no te queda bien el papelito. Lo que más me indigna es que tú, que siempre has tenido tu escaparate cerrado bajo siete llaves, seas incapaz de respetar

la privacidad de los demás. —... —¿Así que nada más quieres saber por qué traje el vestido? Perfecto, te lo voy a contar. Te voy a complacer, pero eso sí, no te quejes luego. No se te ocurra protestar. Porque yo iba a evitarte el mal rato y el sofocón que te da a ti por cualquier cosa, pero tú te pones a meter el dedo por aquí y a hurguetear por allá. ¡Ahora vas a sufrir las consecuencias y no quiero oír ni un ay! —... —A eso voy, chica, no me agites. A eso voy. ¿Te acuerdas de que mientras viví aquí nunca tuve un novio formal? Y no, como le pasaba a mi hermana, por falta de interés de los hombres. Bastantes tipos que había detrás de mí. Mucho culo no tendría, pero tetonas y caderas, sí. ¿No te pareció extraño que yo no me acostara con ninguno? Contéstame. —... —Niña buena y de su casa... Esperando por el

pretendiente apropiado... Respeto a la virginidad... Cállate, por favor, que me meo de la risa. De veras, vas a hacerme creer que eres diez veces más ingenua de lo que yo pensaba. En fin, sigo. ¿Te acuerdas también que, de muchacha, me pasaba la vida coleccionando fotos de Marilyn Monroe, que después escondía debajo del colchón? —... —Claro que yo sabía que tú sabías. ¡Si te sorprendí registrándome la cama una vez, vieja! ¡Si incluso metías las manos en la basura, para asegurarte de que, cuando Elsa y yo decíamos que estábamos menstruando, soltábamos sangre de verdad y no nos habían preñado por casualidad o despiste! Aunque con mi hermana te descuidaste de mala manera, ¿eh? ¿O fue que te confiaste demasiado en su timidez de patica fea? Pero volviendo a las fotos de Marilyn, ¿entiendes por qué las coleccionaba? Pues porque tenía obsesión con esa rubia, mima. Un

enamoramiento bobo, vaya. Lo que en inglés se llama un crush. Pero nunca se lo comenté a nadie porque me daba miedo que fueran a pensar que una era... —... —No, no te azores todavía ni empieces a echar pestes, que esto no es nada. Aguántate del asiento y abróchate el cinturón de seguridad, que voy a acelerar. Precisamente por la época de las fotos, a los quince o dieciséis años, tuve una relación con Maiviz. Fue un romance de escuela al campo, de besos bajo el mosquitero, de apretones furtivos en una casa de tabaco... Juegos de aprendizaje, exploraciones, nada entre dos platos, o entre dos bollos. Pero los únicos orgasmos que tuve, durante toda mi juventud, fueron con esa jeba. —... —¡Orgasmos bien! ¡Y cállate, que no he terminado de hablar! En el norte salí del clóset en cuanto me mudé a Nueva York. Por fin supe

que era lesbiana, con todas sus letras, y que eso no era nada malo. ¡Que yo no tenía la más mínima culpa de haber nacido así! Y qué rico fue darme cuenta. Porque había vivido hasta entonces como metida dentro de un traje estrecho, aprisionadas las caderas, esas caderas que los machos tanto miraban... apretujada en un corsé invisible que no me permitía moverlas ni bailar a mi propio ritmo. Pero cuando solté el corsé, cuando lo tiré a la basura, me descubrí a mí misma. Me descosí completa. —... —No, ahora me vas a oír. ¡Y te jodes si no te gusta! ¿No querías saber la verdad? ¡Pues toma verdades hasta que te atragantes, que yo también me he cansado de esconderlas por años! —... —No, no te vayas, vieja. Óyeme en buena onda. Si me da una tranquilidad el poder contarte... Contarte que aquella fue una verdadera liberación, ¿comprendes? Cuando supe lo que

era, cuando lo admití por primera vez ante mí misma, fue que me atreví a mirar cara a cara los letreros de tortillera, marimacha y machorra que tanto me habían asustado en Cuba. Les perdí el miedo, y a vivir. —... —Sí, tuve relaciones con varias mujeres, pero no me estabilicé con ninguna. En el fondo seguía pensando en Maiviz, de quien ni siquiera me había despedido cuando me fui. No me atrevía a escribirle y temía que no se acordara ni de mi nombre, después de tantos años. Sabía que había tenido una hija, que podía incluso estar casada y figúrate qué clase de ridículo iba a hacer yo buscándola a estas alturas, ya medio viejas y bastante traqueteadas las dos. Pero al fin un día me decidí, por un correo electrónico que recibimos juntas y... —... —Ay, mima, no. Lo de la niña no me importa. Tampoco creo que Maiviz me esté jineteando ni

aprovechándose de mí, no seas tan malpensada. Como te iba diciendo, un día me llené de valor y le mandé un email. Le conté que pensaba a menudo en ella, que seguía recordando aquellos juegos. Ella me escribió para atrás... —... —Escribir para atrás quiere decir que me contestó el email, vieja. Es que allá se habla así. Cuando la llamé por teléfono la primera vez, empezó a jipar y me confesó muy bajito que tampoco había olvidado lo nuestro, y por ahí seguimos en comunicación. Llamadas van y llamadas vienen, y mensajes a tutiplén. —... —¿Llamarlas a ustedes? ¿Para qué? Si lo único que hacen es pelearse, gritarse desvergüenzas o decírmelas a mí. Cuesta muy cara la larga distancia para eso. Pero Maiviz y yo teníamos conversaciones larguísimas, en las que hablábamos de todo lo divino y lo humano. A mí me parecía sincera, aunque no podía evitar que

me mortificasen las dudas. Las mismas que tú tienes, que no en balde soy hija tuya. A veces pensaba que todo aquello podía ser un teatro para que la sacara de Cuba y luego... —... —Ah, pero para que veas tú cómo son las cosas, el día después del ataque, justo cuando estaba preparando mis maletas para venir, tuve una revelación, un satori. En medio del olor a humo y a carne humana vuelta chicharrón que lo impregnaba todo, comprendí que estaba viviendo de prestado. Me dije que cualquier día podía caerme en la cabeza un avión o un cohete espacial o un asteroide y que no valía la pena seguir esperando para satisfacer los dictados de mi vagina, o los anhelos de mi corazón. Y me sentí dispuesta a apostar por la relación. A comprometerme. A llevarme a Maiviz de aquí, para empezar una nueva vida, juntas en Nueva York. Si me deja luego, al carajo, que me quiten lo bailao. Pero yo sé, lo sé en el fondo de mi

pecho, o en las bolsas de mis ovarios, donde se saben bien las cosas, que no me va a dejar. —... —No, Sam no es maricón. Oye, qué lengua tienes, peor que la de Abuelonga. Es solo un buen amigo que se prestó a ayudarme. Va a casarse con Maiviz para que ella consiga la visa americana sin problemas. Y el traje de novia, pues se supone que le dé a la boda más visos de verdad. —... —Cuando se entere la gente, nada. ¿A mí qué más me da? Me importa poco lo que digan. Aquellos nombres que tanto me asustaron hace años ya significan otra cosa para mí. Los he empezado a usar en camisas, polos y gorras. Los escribo en letreros que llevo a marchas del orgullo gay. Soy lesbiana, sí. Tortillera. Sáfica. Y, para que te enteres, lo tengo a honra. ¡Pucha con pucha, lesbianas en la lucha! —...

—Yo sabía, yo sabía que esto iba a pasar, que ibas a terminar cayéndote de boca. ¿Por qué me preguntaste entonces? Y mirándolo bien, ¿a santo de qué te espantas tanto? Erny es del otro lado y tres cuadras más allá y nunca te he oído protestar por eso, ni tampoco a Abuelonga. Es más, ni lo mencionan, cuando ustedes saben de sobra que el tal Quique es su compromiso. —... —Por supuesto que importa. A Erny le gustan los machos; muy santo y muy bueno. Entonces, ¿cuál es el problema con que a mí me gusten las hembras? —... —Mima, por favor. ¿Qué tiene que ver que él sea activo, dativo o nominativo? Acuérdate de la ley de Mahoma: tan marica es el que da como el que toma. Y valga la aclaración, no estoy criticando a mi hermano. A mí no me interesa lo que haga, a quién le dé el culo o a quién se lo coja. That’s his business. Pero reconoce que yo

también tengo el derecho de hacer con mi preciosa chocha lo que considere apropiado. Ah, y no se te ocurra contarle una palabra de esto a Elsa o a Abuelonga. Porque como lo hagas, entonces sí que levanto la pata de aquí y no me vuelves a ver hasta el día del juicio final por la noche. —... —No, no me da vergüenza ninguna. Si me callé hasta ahora fue para evitar más discusiones con la trastornada de mi hermanita y librarme de las impertinencias de la vieja. Aunque no sé con qué boca me criticaría ella, después que le pegó al abuelo tarros de todos los colores. —... —Si papá viviera, me entendería. Bueno, eso creo. No es que llegara a conocerlo mucho, pero pienso que el pobre no tenía la mente tan cerrada como tú y Abuelonga. —... —Entiendo que esta no sea la familia con la que

tú soñaste, mima. Pero fue la que te tocó en la lotería genética, tampoco es culpa mía. Y gracias, vieja. —... —Pues por darme el chance de desahogarme. ¡Hacía tanto, tanto tiempo que tenía ganas de decirte todo lo que acabas de oír!

Segunda parte El cuento de la mala pipa

Primera fumada

Estate quieta, niña, y deja de mortificarme y de halarme los pies. Mira, si te quedas tranquila, tranquilita como los muertos en sus tumbas, yo te voy a contar un cuento. Un cuento que no es el de la buena pipa, ni tampoco el del gato que tenía los pies de trapo y las patas al revés. Hace muchos, muchos años había dos princesas que vivían con su madre, la reina Maléfica, y su abuela, una gnoma vieja y gruñona, en un palacio de cristal. Una de las princesas era hermosísima e inteligente, estilizada y grácil. Se llamaba Blanche, que significa Blanca. No, no, nada de Blanca Nieves. Blanca a secas. ¡Y no vuelvas a interrumpir! La otra princesa era gorda, fea, con la nariz como un ajo porro y ojos rojos como dos tomates podridos. Un asco de mujer. Se llamaba

Luzbela, fíjate tú qué nombre más apropiado. A la princesa bonita —Blanche, no lo olvides— la raptó el príncipe de un reino cercano. Este primero le prometió villas y castillos, como les prometen todos los príncipes (menos el de SaintExupéry, pero ese era menor de edad) a las princesas bellas a las que quieren embaucar. Luego, como ella no cedía, la montó a lomos de su caballo bayo y se la llevó al trote para su castillo, pracatán, pracatán, pracatillo. La ingenua Blanche fue incapaz de resistirse y, jineta a la fuerza, se dejó conducir al reino vecino donde la esperaban peligros y penalidades sin cuento, como a toda heroína que se respete. Una vez allí, la princesa... ¿Que cuándo ocurrió todo esto? Hace muchos años, ya te lo dije. Un montón, más de los que han pasado desde que te estrellaste contra el suelo. Pues como te decía, la princesa Blanche fue a parar al reino vecino, a donde la llevó a rastras el

príncipe. Al cabo de unos meses de cautiverio se enamoró perdidamente de su raptor. Y vivieron felices y comieron perdices (cuando las había) por un tiempo... Pero una tarde gris Blanche se dio cuenta de que estaba perdiendo aquel aspecto grácil que había sido su orgullo antes de conocer al príncipe. Quiero decir, que se le estaba redondeando el vientre. Bueno, chica, sí, descubrió que estaba preñada hasta el gañote, ¿qué tanta bobería? Pero a la hora del cuajo el príncipe se rajó y dijo que nananina, que con ese paquete no iba a cargar él. Que se olvidara de bodas porque él ya estaba comprometido con una duquesa austríaca y no podía retirar su palabra por la razón de estado de la que hablaba Maquiavelo. Y sin más miramientos mandó a la princesa de vuelta a su palacio de cristal con una gran patada por la barriga hinchada. ¡Figúrate! La pobre Blanche, seducida,

embarazada y abandonada, tuvo que aguantar un montón de impertinencias y burlas de su hermana Luzbela, y los castigos horrorosos que por haber perdido la virginidad antes del matrimonio le impusieron la gnoma envejecida y la reina Maléfica... No, el rey no. El rey se había muerto hacía varios años y había dejado el gobierno en las manos de su mujer, que tenía a todos en un puño. La gnoma, por su parte, se pasaba la vida fastidiando a sus nietas y refunfuñando por todo. No le gustaban los niños, así que la noticia de que iba a ser bisabuela no le hizo la más mínima gracia y acusó a la princesa Blanche de prostituirse y de manchar su real abolengo. El caso es que nadie levantó un dedo para defender el honor mancillado de la infeliz. ¿No te mueres de tristeza por la suerte de Blanche? ¿No la compadeces con toda el alma? ¡Di! Pero en aquella oscuridad atroz brillaba algunas

veces una chispita de esperanza. Blanche conocía a una reina caída en desgracia a quien apodaban La de los Huesos, ¡y no me preguntes por qué! Esta reina sin trono vivía en un bosque plateado por la nieve y tenía fama de hechicera clase A. Imagínate que su magia llevaba la etiqueta made in USA porque la había estudiado con las brujas de Salem, así que era de calidad. Blanche le pidió ayuda para salir de aquel aprieto en que se encontraba y vengarse de su malvado seductor. La Reina de los Huesos era muy complaciente. En un decir Satán le mandó tremenda brujería al príncipe que terminó en el fondo del Mar Muerto, aplastado por la cola descomunal de Orca, la Ballena Asesina, y devorado por Tiburón Sangriento. Así fue castigado el perjuro, el secuestrador, el mal padre y el mal marido. Pero ni siquiera La de los Huesos, con toda su sabiduría infernal, pudo hacer nada para bajar la hinchazón de la barriga que ya le levantaba el vestido de miriñaques y

encajes a Blanche. No, mi cielo. En aquella época no se usaban los abortos, acuérdate de que estamos hablando de cosas que pasaron en el año del caldo. O sí se usaban, pero había que buscar comadronas clandestinas y Blanche, que era una muchacha decente, una princesa de su casa-castillo, no tenía amistades en los barrios bajos que pudieran recomendarle a una tejedora de ángeles. Además, estaba anémica y pasada de tiempo y no se le podía hacer la interrupción así que... El caso fue que no le quedó más remedio que apencar con lo que viniese y cumplir su condena. Y así pasaron una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete semanas como en la canción del barquito. A su debido tiempo, la princesa Blanche dio a luz entre retorcijones a un renacuajo de pelo duro y seis libras de peso. La reina Maléfica y la gnoma vieja, aunque a regañadientes, tuvieron que cargar con la rana recién nacida porque tampoco era cosa de tirarla

del balcón a la calle. Le instalaron una cuna de madera en un rincón de la cocina del palacio y se desentendieron de ella. Blanche pensaba que un ser tan diminuto y frágil se moriría en cualquier momento y, la verdad sea dicha, casi lo deseaba. A fin de cuentas, ¿qué iba a ser de una pobre ranita bastarda en medio de este mundo cruel? La Reina de los Huesos, compadecida, le bautizó al engendro para que, si estiraba la pata, no fuese a ir a parar al limbo. Pero fíjate lo que son las cosas: aquel gusarapo flaco sobrevivió mientras otros niños muy hermosos y muy sanos morían a causa de la polineuritis y del dengue y de miles de enfermedades que comenzaron a asolar el reino. La mala racha no se limitó a enfermedades, qué va. Cuando llueve, diluvia. Justo por ese tiempo cayó sobre la tierra un castigo ejemplar. Fue una catástrofe superlativa: las casas se desmoronaban; la comida, el agua y la luz

escaseaban y la miseria campeaba por sus respetos. Y el palacio donde la princesa vivía con su muy noble parentela empezó a caerse a pedazos también. Un día se desplomaba una torta de cristal del techo, otro se hacía añicos una pared de vidrio, un tercero caía un rayo en las caballerizas y acababa con todos los aparatos eléctricos que había allí, esto es, con los televisores, radios, grabadoras, ventiladores, refrigeradores, lavadoras, secadoras, batidoras... termina tú la lista. Pero sobre todo con los televisores, eh. La situación estaba en candela. Era una maldición gitana la que tenían arriba aquellas gentiles hembras, porque la mala suerte no respetaba castas ni distinciones. De modo que Blanche, que era la más inteligente, se dedicó a pensar en cómo solucionar el problema, porque si esperaba porque su hermana o su madre o su abuela hicieran algo, se las comía el león. No era cosa de juego, te lo juro. La vida se

había puesto negra con pespuntes grises en el reino de nuestra historia. No había ya ni dónde amarrar la chiva, ni tan siquiera chivas que amarrar. La hambruna asolaba aquella comarca, la gente perdía carnes a ojos vistas, los caballos enflaquecían tanto que se les salían las costillas y les quedaban grandes los arneses. Y el palacio de cristal... el palacio ya tenía todos los vidrios rajados y el techo acribillado de goteras. Era un aplastamiento total, un despepingue como no se había visto desde los tiempos de la peste. Pero la princesa Blanche, que en el ínterin se había convertido en una maga buena (había tomado un curso rápido de hechicería con su comadre, la Reina de los Huesos) decidió hacer un sortilegio a fin de que viniese el Pájaro de Fuego a buscar a toda la familia para trasladarla a un reino más próspero, a una tierra feliz donde, según decían, corrían arroyos de leche y miel. Bueno, de ron y coca cola, o de marihuana y

cocaína líquida. No me interrumpas más, te he pedido mil veces. ¡Sio! Mientras Blanche preparaba su brebaje milagroso del escape y sus ungüentos mágicos de la huida y sus pociones encantadas de una vida mejor, la princesa Luzbela se burlaba cruelmente de sus intentos y gritaba a los cuatro vientos que ella no dejaría su reino amado aunque el palacio se hiciera polvo o se hundiera en el mar. Que no se le había perdido nada en otras tierras, mucho menos en una donde corrieran ríos de cola loca. Que qué asco, fo. Sin hacerle caso, Blanche siguió en sus trece y los sortilegios por fin le funcionaron. Vamos, le funcionaron a medias porque hizo aparecer al Pájaro de Fuego, eso sí salió bien. Pero este, que ya estaba viejo y no podía cargar con todo el familión de reinas y princesas, agarró solo a una, la encaramó en sus alas doradas, y se la llevó sin necesidad de visa ni de pasaporte. ¿Y a quién, pero a quién crees que escogió el

pajarraco chocho? A la pérfida de Luzbela, a la que decía que de su reino ella no salía ni para ir a buscar pepitas de oro al paraíso. Maléfica y la gnoma vieja estaban encantadas con la partida de la princesa, pues calcularon que algo de aquella leche y miel, o ron y coca cola, o cocaína pura, lo que fuera, les tocaría a ellas de rebote. Pero la pobre Blanche, que había hecho posible el encantamiento, se quedó en tierra, y no le dieron ni las gracias. Entonces... Entonces, nada. Por ahora basta. Lárgate, anda, antes de que coja una chancleta y te la tire por el coco. Mira que esta jodida historia ya me tiene la sangre envenenada. ¡Zape!

Segunda fumada

Buenas noches, corazón de melón. Perdóname que te gritara, es que yo, como los malos narradores, me dejo embargar por la historia y al final es ella quien me controla a mí, en lugar de yo a ella. Se me va de las manos. Un día voy a apuntarme en un taller literario de esos que se estilan ahora, a ver si aprendo algo del arte de contar. Pero por el momento tienes que apencar conmigo tal como soy, o irte a freír espárragos al limbo. ¿Me copias? Pues resulta que la princesa Luzbela empezó a mandar algunas migajas, como las de Gretel, desde el reino lejano adonde la llevara el Pájaro de Fuego. Entretanto, el renacuajo al que había dado a luz Blanche se convirtió en una ranita con ancas largas y corona de oro en la cabeza, desde luego, porque venía de casta de reyes.

En honor a la verdad, no era una rana linda. No salió a su madre; no heredó ni un ápice de la espectacular belleza de la princesa Blanche. Además de ser deslucida, la ranita tenía la boca sucia; era contestona y cuando montaba en cólera no respetaba ni siquiera a su abuela, la reina Maléfica. Pero inteligente sí era, tanto que ya estaba aprendiendo hechicerías con su madrina, La de los Huesos, y resultaba una discípula aventajada. Así que su madre, su abuela y su bisabuela tenían puestas en ella las esperanzas de la familia, a ver si con la nueva sangre salían del hueco y podían reconstruir el palacio de cristal alguna vez. Pero el hombre propone y el diablo dispone. Un día... Mira, mi amor, mira la claridad que llena este cuchitril, y eso que no hay ventanas. Va a amanecer y yo necesito pegar los ojos aunque sea diez minutos porque hoy, es decir, ayer, tuve un día agitadísimo. Vuelve esta noche y cuidado no

tropieces con tu tía, que ronca igual que una locomotora. Acuérdate de que si te descubre aquí, le da un patatús. O pensándolo bien, sí, tropieza con ella. Dale una patada a su cama y muéstrate, querida, en todo tu esplendor. ¡Vamos, espántala! ¡Espántala para que se muera de un infarto la muy bandida!

Tercera fumada

¡Ya estás aquí, preciosa! Ven, cariñito, ven. Te estaba esperando con ansiedad perruna. Aunque la historia que nos toca hoy es tan triste que preferiría saltarla, pasarle por encima como se cruza un charco de agua podrida en medio de la calle. Pero eso no es posible sin afectar el orden de la trama, que algo entiendo de narrativa aunque nunca en mi vida haya puesto los pies en un taller literario. El problema contigo es que quieres saberlo todo. Me acuerdo de un programa de mi infancia que comenzaba con esas palabras: «quiero saberlo todo». Un programa aburridísimo, que procuraba fomentar la curiosidad en los niños pero que solo conseguía ponerlos a dormir. Y la curiosidad, querida, mató al gato. Eso no nos lo advertían nunca. ¿Tú tampoco lo habías oído?

Pues te vas enterando ahora. No es que quiera asustarte, pero... Volviendo a nuestro cuento de hadas, te diré que una noche de tormenta —una noche terrible en que el reino completo estaba sumido en la oscuridad y llovía y nevaba y temblaba la tierra y retumbaba el trueno— los ladrones de Alí Babá entraron al palacio de cristal, que más que palacio parecía ya una choza de porquerizos por lo desvencijado que se hallaba. Pero es que todo, todo en aquel reino estaba desvencijado, así que las migajas que mandaba Luzbela eran tan codiciadas como si fueran barras de oro. Los ladrones, en su afán por encontrar las condenadas migajas, lo revolvieron todo y les entraron a patadas a Blanche, a la gnoma y hasta a la Maléfica, porque eran mucho más maléficos que ella, que todas ellas juntas si te pones a ver. Pero fue la pobre ranita, que había escondido unas miajitas diminutas debajo del colchón de su cama, quien llevó la peor parte en aquel

desmadre. Imagínate: los ladrones, que no reparaban en nada con tal de hallar lo que buscaban, le arrancaron las patas y le pincharon los ojos con alfileres y le despedazaron la lengua para que dijera dónde había ocultado los billetes, es decir, las migajas, y... El resto de la historia te lo cuento otra noche. Hoy no puedo seguir. Ahora vete, y descansa en paz.

Cuarta fumada

¡Ya volviste a estropearme la siesta! Te he pedido que me dejes descansar aunque sea un rato por el día, pero tú, como si hablara con la pared. ¿Para qué me visitas tanto, chica? ¿A qué viene esa pejiguera? ¿Es que no tienes suficientes entretenimientos por allá arriba o por allá abajo o por dondequiera que estés? ¿Dónde nos quedamos? Ah, sí, con el asunto de la rana. Pues para seguir con la jodida historia, a ver si la acabamos de una vez, te contaré que después que se fueron los ladrones con el tesoro de Aladino en sus bolsas, la muy espiritada se recompuso ella solita. Regeneró todas las partes que le habían arrancado y cuando se vio completa, saltó por uno de los balcones del palacio y se volvió a desbaratar, porque no podía soportar el recuerdo de la afrenta que había

sufrido, pese a sus mágicos poderes. Es que ella era así, una nenita, digo, una ranita muy orgullosa... Se reventó contra la acera, convirtiéndose en una mancha de baba verde sobre la que seguían caminando las gentes sin darse cuenta de que había una princesa bastarda aplastada bajo sus pies. Su pobre madre se quedó loca para los restos porque aunque la hija de una sea un renacuajo mulato y malhablado a nadie le gusta que se haga picadillo. Que es la sangre de una, y sangre que se derrama es sangre que ya no se recoge más.

Quinta fumada

ya estoy más tranquila gracias a un cocimiento de manzanilla con tres diazepanes y un par de meprobamatos y seis benadrilinas que me tomé antes de acostarme/ hoy por la tarde se me descontrolaron los nervios pero no es para menos/ es que tú no sabes lo que es esto niña/ tú no sabes lo que es tener un renacuajo/ el tuyo propio y personal/ al que le has dado vida/ al que has parido con el dolor de tu vagina/ al que has querido y besado y regañado y hasta abofeteado/ abofeteado sí porque para eso es tuyo/ porque tú lo pusiste en este mundo/ y que de pronto se te tire por el balcón/ a ver si se mata/ dime si eso no es para dejarla a una marcada para siempre/ viviendo a puras píldoras de sueño

falso y a zarpazos de electroshock y a pajas mentales contra el olvido/ y todavía tú vienes a fastidiarme cada noche en lugar de dejarme descansar/ es que yo no merezco un poco de paz Dios mío aunque sea a la maldita/ a la oscura/ a la mal llamada hora de dormir/ dormir/ morir/ tal vez soñar/ pero qué manera de írseme el santo al cielo querida/ yo te estaba hablando de princesas y príncipes y mira en qué vine a parar/ en el bardo inmortal/ pues una vez que a la ranita le salieron alas se fue volando como una paloma/ y llegó al cielo donde se convirtió en un ángel verde/ entonces la princesa blanche/ ahora más blanca y más grácil que nunca porque quería subir al cielo a ver a su batracio alado se hizo/ se hizo/ qué se hizo/ ah se hizo estilista/ pero no una estilista cualquiera sino estilista de las estrellas/ porque maquillaba y pintaba las uñas y cortaba el cabello

a actrices y a cantantes y a reinas de belleza y a emperatrices y a otras princesas como ella caídas en desgracia/ así se iba ganando su plática para sobrevivir porque como te he explicado/ las cosas en aquel reino se seguían poniendo más y más espinosas y cada día había menos que comer/ pero mi amor ya se me cierran los ojos/ y lo raro sería que no se me cerraran después del cocimiento de manzanilla con tres diazepanes y un par de meprobamatos y seis benadrilinas que me tomé antes de acostarme/

Sexta fumada

y sucedió que un día/ aquella mano suave/ de palidez de cirio/ de languidez de lirio/ de palpitar de ave/ perdona chica que volví a irme por los cerros de úbeda/ esa es una poesía de josé ángel buesa más cursi que el pedo de un mirlo/ pues sucedió que un día la princesa luzbela se antojó de volver desde su reino de leche y miel y coca loca/ que también se estaba descojonando por cierto/ como se descojonan en su día todos los reinos de este mundo/ por una lluvia de aviones que le había caído encima y de gases lacrimógenos y carcinógenos y de un montón de ógenos más/ luzbela se apareció en el palacio de cristal/ aquel palacio encantado y ahora trasconejado y desquiciado/ llegó cargada con unas maletas

llenas de inventos demoníacos entre los que estaba un vestido de novia hechizado/ el hechizo consistía en que mujer que se lo pusiera mujer que se quedaba solterona por siempre jamás/ mira si tenía mala entraña porque a quién se ocurre traer consigo algo tan terrible que ni la bomba atómica/ pero espérate que lo que viene luego te lo cuento otro día porque ni yo/ vaya/ ni yo misma que lo sé todo sé todavía lo que va a pasar al final de esta historia/ esta historia que no es la de la buena pipa ni la del gato que tenía los pies de trapo y las patas al revés/

Séptima fumada

mi tesoro sin oro/ mi corazón de ostión/ o de melón/ qué bueno verte por aquí/ no es la hora de los cuentos pero no importa/ quédate/ ya encontré un final para el nuestro/ el tuyo/ el mío/ el de la mala pipa que estamos casi a punto de acabar de fumar/ como te iba diciendo, la princesa luzbela trajo un vestido espantanovios y la inocente blanche se lo probó sin saber lo que era/ como su casi tocaya blanca nieves cuando se comió la manzana envenenada/ como la bella durmiente cuando se pinchó con el huso encantado/ ahí mismo se le evaporó la poca suerte que tenía con los maridos/ tú te acuerdas que el príncipe sinvergüenza la abandonó a ella embarazada de su ranita celestial/ pues de golpe y porrazo comprendió la infortunada princesa que ahora sí

nadie cargaría con ella/ ni aunque viviera cien años/ entonces decidió castigar a su hermana/ dime tú si no se lo tenía muy merecido/ y se le ocurrió que para empezar el castigo lo mejor era darle una tunda que la dejara paralítica/ sí porque hasta las princesas por muy finas que sean se fajan a puñetazos y a mordiscos y a bofetadas como las negritas chusmas del parque trillo/ no te parece que tenía mucha razón blanche en tomar la venganza por su propia mano y al toro por los cuernos/ dímelo francamente/ no te parece que hizo muy pero que muy bien/

Tercera parte Las palabras oscuras

Capítulo 1

Caminas en silencio por la avenida Carlos Tercero. Pasas por la Quinta de los Molinos, que está llena de gente y huele a colonia de sábado, a fritangas y a sol. Vas con una mano enlazada a la de tu hija y la otra apretada al brazo de Catalina, que se ha empeñado en llevarlas al hotel Habana Libre, o Habana Meliá, o como se le llame ahora, para comprarle zapatos a tu hija. Tú te negabas al principio, aunque la Muchita los necesita porque los niños crecen como la mala yerba en primavera, pero te parece que tanto gasto es abusar. Sin embargo, Catalina ha insistido. Y allá van. Te diluyes en sudor y en pensamientos que queman más que el calor de este mediodía, hirviente por demás. Catalina no es de preguntar mucho, pero sabes que un día tendrás que

contárselo todo porque ella no merece que le ocultes algo tan grave, más con lo que está haciendo y con lo que va a hacer por ti. Y tú también mereces el librarte de ese secreto, de esa asquerosidad que llevas oculta en tu pecho, donde anida como alimaña. Si hoy mismo te decidieras a contarle todo, ¿por dónde empezarías la historia, Maiviz? Ya sabes el final, pero ¿cuál, cuál es el principio? No es la muy maculada concepción de la niña. Ni tampoco es la tarde en que te besaste por primera vez con el que te preñó, al salir los dos juntos del «hospital de día» (elegante perífrasis para manicomio a tiempo parcial) al que asistían entonces. Ni cuando te hiciste miembro de aquel grupo de Nuevo Pensamiento, cuyas teorías, descubriste luego, eran más viejas que el andar a pie. Ni cuando te dio por hacer meditaciones solares y visualizaciones lunares en la azotea de Chala el Patafísico, a ver si así se te desinfectaba el aura.

El pobre Chala, de quien muchos se reían porque estaba chalao, decía que había otros mundos paralelos al nuestro que no se veían con los ojos de la cara, sino con otros ojos que nadie sabe dónde están... Y decía también que todos esos mundos coexistían, pero que no había que llamarse a engaño: el que importaba arreglar era este, donde nos había puesto la suerte, el destino o el administrador universal. «Porque a los otros los miramos de lejos, como por el agujero de una cerradura, pero el de aquí y ahora es el único que podemos cambiar.» El problema es que para cambiar al mundo, advertía Chala, hay que nombrar las cosas. Las buenas y las malas, que son las más difíciles de bautizar. Para nombrar lo que nunca has nombrado habrá que ir bien atrás, habrá que echar a andar en sentido contrario las manecillas del reloj de tu vida. ¿Deberías comenzar por las sesiones de psicoterapia? Las sesiones a las que empezaste a

asistir para librarte de los recuerdos del miedo, de aquellas remembranzas que te asaltaban en los momentos menos apropiados. Flashbacks se llaman, lo leíste en Rompamos el silencio, un libro que encontraste por pura casualidad en una oficina vacía de tu trabajo. Ese libro, que todavía no sabes de quién era, que comenzaste a hojear y luego te llevaste a tu cubículo, escondido entre cuatro folios. Ese libro, que devoraste en siete horas, olvidada del mundo, antes de devolverlo a su lugar y a su dueño desconocido. Ese libro que te abriera los ojos, pero del que no le has comentado nada a nadie porque todavía les tienes tanto miedo a las palabras que no las puedes pronunciar. Incesto. In cesto. Encesto. En el cesto. Cesto de la basura al que te gustaría tirar el asco, la culpa y la vergüenza, pero no sabes si existe un cesto lo suficiente grande como para contener tanta inmundicia acumulada, empozada en tu alma o en lo más hondo de la piel.

Es que todavía no estás lista, te dices. Borras la palabreja de la pizarra del cerebro y te aferras con más fuerza al brazo de Catalina, pero los recuerdos, la buena o la mala memoria, no te dejan en paz. Si al menos se lo hubieras podido contar a tu psiquiatra, aquel doctor Medina con su eterno tabaco colgando de los labios. Al médico con cara de banquero inglés que te recibió en la consulta y te recomendó, según él, la mejor terapia —que al cabo resultó ser la peor, pero quién iba a imaginarlo entonces. Después de aquello no volviste a confiar en ciencias ni en pastillas ni en batas blancas ni en el espíritu de Esculapio que se te presentara con todo y caduceo. Medina oyó pacientemente lo poco que le dijiste (no lo más gordo, porque eso nunca ha salido de tu boca) sino lo que por contraste sonaba inofensivo, casi trivial. Que te gustaban las mujeres; es decir, rectificaste, apenada, que creías

que te gustaban las mujeres, que las mirabas mucho. Y que a veces (bueno, casi todas las noches) se te pasaban cuatro y cinco horas sin poder conciliar el sueño, brincando en la cama, revuelta entre espasmos de terror. Aunque no le dijiste que porque el Energúmeno, que ya no vivía en tu casa, igual te seguía persiguiendo por los vericuetos de la mente con la mano que aprieta, los dedos que duelen y el abre las piernas, nena, con aquella voz carrasposa, uf. Quizá este sea el mejor comienzo para la historia. ¿Por qué no empezar con el día en que llegaste al hospital, por qué no relatar tu primera entrevista con Medina y regurgitar sus afirmaciones empapadas de engreimiento y seguridad? —Eso se cura, muchachita. (Que tan muchachita no eras, ya tenías veintitrés años cumplidos.) —Lo tuyo es reversible, no te preocupes. Para que se te estabilice el sueño, sigue un régimen de

pastillas: dos meprobamatos durante el día y medio diazepán antes de dormir. En cuanto a lo otro, esas tendencias, esas... desviaciones, vaya, se corrigen. Hazme caso, déjate guiar por mí y verás que te enderezo en un dos por tres. La idea de la reversibilidad de los males te gustó, te dejó un sabor de esperanza. En cuanto al remedio para las desviaciones, como las llamaba Medina, resultó más sencillo de lo que habías pensado. —¿Ya conoces a ese muchacho que está allí junto a la ventana? —te preguntó a la tercera sesión, después de ponerte a recortar papelitos de colores y a pegar granos de arroz en unas cartulinas como si estuvieras de vuelta a la escuela primaria—. ¿A ese rubio tan tímido, que apenas levanta los ojos del suelo? Y los tiene lindos, azules... Míralo bien. Y lo miraste, te fijaste en él por primera vez. Era un muchacho joven, muy delgado y muy blanco. Descolorido como un ruso, pero no lucía

mal. Y era cierto que tenía los ojos bonitos. «Tu pupila es azul y cuando ríes...» recordaste sin querer (cursilona que siempre has sido, pese a todo) cuando el chico notó tu interés y sonrió. —Pues ese es el que te va a curar y tú quién va a curarlo a él —te aseguró Medina, ufano—. Ese es. El rubito ojiazul se llamaba Ariel Flores y era tres años más joven que tú. Pero eso no importaba, te tranquilizó muy campante el doctor sin quitarse el tabaco de la boca. Y tenía su debilidad, como decían los otros. Vaya, que si no era pato sí sabía exactamente dónde quedaba la laguna. Pero aquello tampoco importaba porque al fin y al cabo el problemita de ambos se iba a resolver. O a revertir, según Medina. Bajo su celestinaje hipocrático se sentaron Ariel y tú a conversar. Hablaron de todo y de nada, de la vida, del mar y de los peces de colores. Después, el médico los sermoneaba cada día: —Un clavo saca a otro clavo y el sexo natural

siempre toma las riendas. A ver si se les quita esa tontería que tienen, a ver si entre los dos se ayudan a salir a flote. Una vez que prueben el mantecado, van a volver por más. Empezaron a salir juntos después de las sesiones en el hospital y terminaron enredados en los matorrales del Coney Island, con las manos de Ariel en tus caderas. Sus manos, que eran suaves, no como las del miedo; sus manos que te acariciaban casi como lo hacen ahora las de Catalina. Por unos meses viviste un medio romance con aquel chico que jamás, jamás de los jamases, te pidió que le metieras un dedo por el culo, como te preguntara una vez el cochino del psiquiatra, viejo estereotipado. Arielito era casi un niño, que no sabía qué se hacía primero y qué venía después. Pero aprendió rápido, y con tal tino que a los tres meses de relaciones (si es que lo de ustedes era una relación) quedaste embarazada. Ahora con qué cara le pedías que te

matrimoniara, que se reconociera como autor material —el intelectual era Medina, se entiende — de aquella barriga en camino. Si tú no eras ni virgen (por culpa del Malvado) cuando se revolcaron en las hierbas del Coney Island, con la montaña rusa de telón de fondo y la gritería de los niños que lloraban por algodón de azúcar como banda sonora. El problema era que Ariel y tú no se consideraban novios formales, pues solo se habían acostado unas cuantas veces, en las que ni orgasmos tuviste. El problema era que habían hecho el amor (otra perífrasis) más como quien toma una medicina insípida, siguiendo los consejos del medicucho, que por propio gusto e iniciativa. Lo peor fue que dejaste pasar dos meses porque Ariel usaba condones —que se rompían una vez de cada tres pero en fin, se suponía que protegiesen— y como tú vivías a ritmo de tranquilizantes pensaste que quizás estos interferían con el desenvolvimiento hormonal de

tu organismo. Te descuidaste, te descuidaste de mala manera y cuando viniste a darte cuenta ya el feto tenía ocho semanas dentro de ti, y Ariel se puso histérico. —Qué va, Maiviz, a mí no me coges de tapadera. ¿No ves que tú has estado en muchas reuniones de Nuevo Pensamiento, metida con otros tipos en la oscuridad, y yo no sé lo que ha pasado allí? Ariel chillando. Ariel manoteando, lanzándote relámpagos de furia y miedo con sus pupilas azul Bécquer. —Te preñarían en una azotea, en una meditación lunar o solar o cular. Tú sabrás. Pero sácame de este lío que yo no tengo la palabra idiota escrita en la frente. Al fin le dijiste que se calmara, que no lo molestarías más, y saliste de aquel encuentro decidida a hacerte un aborto. Total, todas tus amigas se habían hecho uno o dos y comentaban que dolía menos que un dolor de estómago, nada

del otro miércoles, muchacha. Lo único que necesitabas era conseguir un donante de sangre y cualquiera de tus hermanos podía servir para el caso, o en última instancia el propio Ariel, que no se atrevería a negarse por la cuenta que le tenía. Pero al llegar a la casa encontraste allí al Mastodonte, que aunque ya no vivía con ustedes los visitaba a cada rato. Y sentiste un salto, un estremecimiento en la barriga, y una voz interior te dijo que lo que llevabas adentro (que era un macho, tenía que ser un macho que te defendiera) un día le iba a ajustar las cuentas a aquel cabrón. La escuchaste clarita y en lugar de ir al policlínico y pedir un turno para el aborto, pasaste por el lado del Monstruo sin mirarlo y te fuiste a tu cuarto. Y empezaste a buscar entre la ropa vieja por si tenías alguna que pudieras usar, cuando llegara su momento, como vestido de maternidad. Pero no recuerdes ahora la indignación mojigata de tu madre, los interrogatorios estilo

Torquemada de tu padre, las bromas pesadas de tus hermanos y tus primos y las miradas de reojo y los cuchicheos que te persiguieron por meses en el trabajo y en el barrio. ¿Y esta no era machorra? ¿Se lo habrán hecho por inseminación artificial? Fíese usted de las que no rompen un plato y de las gaticas de María Ramos, que se abren de patas y juntan las manos. *** Unos tipos se quedan mirando al trío que formas con tu hija y Catalina. El más descarado les silba, dice una obscenidad y Cata se detiene y se la devuelve a grito pelado. El fulano se aleja rápido, con el rabo entre las piernas. Se ha dado cuenta de que Catalina es turista y seguro que tiene miedo de meterse en un lío con la policía. Aunque todavía estás abochornada porque otra gente se detuvo a mirar, también te alegras de que Catalina lo haya parado en seco: por ti, por ella y

por tu hija, que cuando crezca no tolerará que le griten barbaridades por la calle. Y a fin de cuentas ¿por qué demonches tienes que abochornarte tú? Siguen andando y vuelven a rociarte los recuerdos. Un mes antes de que naciera la niña, Ariel, quizás apenado, o ganoso de cambiarse el cartelito de pato por el de papá, te ofreció reconocerla y darle su apellido. Y le dijiste gracias, pero no. Ni Flores ni yerbas, sería una Mucha a secas. Y no quisiste verlo más, ni volviste al hospital de día ni a tomar diazepanes ni a consultar al imbécil de Medina con su tabaco y sus consejos de viejo camastrón. Ariel se fue del país; dicen que está en Barcelona o en París o en Montreal o en Miami, o quién sabe dónde, y que es modelo de ropa masculina, te han dicho también. Pero la historia con Ariel, que es al cabo la historia de tu hija, ¿es el principio de este cuento, Maiviz? No, sabes perfectamente que no lo es.

¿Lo será tu interés por las mujeres que desahogabas en aquellos juegos (así les llamabas entonces, tan inocente, juegos) con Catalina y las otras muchachas, mucho antes, en tu adolescencia? Tampoco. Pero por el hilo se saca el ovillo y ya vas llegando, despacio, muy despacito, al fin de la madeja. Estás tocando el fondo, bien embarrado en mierda, del cesto de la basura. Del cesto. Del incesto. Quién habrá inventado esa palabreja. Hay otras más fuertes, y las piensas ahora con rabia. El abuso. El miedo. El odio. El odio al Energúmeno. Las manos asquerosas. Las manos de morder. Te preparó, te adobó desde chica con los abrazos y los toqueteos. Venga un beso, Maivita, cada vez que llegaba de la calle o que te cogía distraída, y te doy un pellizco, nena, te lo doy. Te preguntas por qué tu madre o tu padre no encontraban extraño que el Degenerado fuera tan afectuoso contigo, mientras que a los demás sobrinos (por suerte para ellos) ni caso les hacía.

¿Nunca se les ocurrió que ocultaba algo sucio y pegajoso entre los dedos? A lo mejor pensaron que era puro cariño del Vicioso. Y te esfuerzas por excusar a tu padreen-Babia, a tu madre-la-entretenida porque si te convencieras de que ellos sabían, al menos de que tu madre sabía y que nunca hizo nada por impedirlo, entonces sí que iba a temblar el misterio. Entonces sí. Pero ¿y si no sabían? Porque lo de las manos era de noche, cuando ya todos se habían acostado y tus hermanos dormían, y el Animal se deslizaba como culebra en celo hasta tu cama. Separa las piernitas, mami. Dale, sepáralas, que a ti te gusta esto, cabroncita, no te hagas la que no. Y no, no te gustaba, aunque a veces creías que sí. Pero a quién preguntárselo, Dios mío. Cómo ponerlo todo en claro cuando los mayores te habían advertido que allá abajo no se tocaba, cochina, eso es caquita, es malo, fo. Es decir, no se tocaba una, pero el tío sí podía tocarte porque

lo hago para darte gusto, quédate quieta, coño, tú. Nunca lo denunciaste, aunque hubiera bastado con pronunciar unas pocas palabras para que las visitas nocturnas se terminaran de una vez. (Ay, pero las palabras, ¿dónde están las malditas, cuando hacen falta?) Ahora piensas que habría sido suficiente con decirle a cualquiera que al tío le gusta tocarme la tota por las noches y ya. Pero no podías; se te formaba un nudo en la garganta. Y te ahogabas de vergüenza, pues la culpa podía muy bien ser tuya cabroncita-que-ati-te-gusta-esto, no de él. Pero eso sí, te prometiste que algún día, algún día le cortarías las manos, le harías tragar su propio semen al Marrano. Pasó el tiempo y el Sinvergüenza se marchó de la casa, se buscó una mujer. Vaya, que ya era hora, dijo tu madre con alivio, pues la familia será la familia pero cinco años aquí metido pasaba de castaño oscuro. No es lo que jode, sino lo seguidito que lo hace. (De

eso bien sabías tú.) Se fue y ya no lo volviste a ver, o solo de pasada, porque cuando llegaba te escondías o te ibas para la calle sin decir adiós. Y te jurabas que como se le ocurriera pedirte otra vez venga un beso, Maivita, le ibas a dar tal bofetada que hasta los dientes iba a vomitar. Hasta los dientes. Llegan al lobby del hotel y tu hija dice que quiere ir al baño. Pasan por delante de las cabinas telefónicas y sientes la mirada de un fulano con pinta de turista caer de golpe sobre la niña. No puedes explicarlo, pero la sientes, como si el hombre la hubiera tocado con sus manos blancuzcas y sin pelo, tan distintas a las del miedo y a la vez tan iguales. Le lanzas una mirada de desprecio que el tipo esquiva bajando la suya. Hombres puercos, cochinos, piensas, ojalá que lo metan preso, que lo pongan a picar piedra, que lo capen, que... Catalina y la niña entran al baño. Tú te quedas

afuera, disfrutando el aire acondicionado que te acaricia todos los poros del cuerpo y recordando el parto, que no fue tan difícil ni doloroso como te habías imaginado; otras cosas conoces tú que duelen más. Pariste una niña que tenía el pelo rubio y los ojos claros de Ariel, y la piel color caramelo quemado que es la marca de fábrica de los Muchos. Al principio te pareció una traición de tus propios cromosomas porque habías llegado a convencerte de que querías un hijo macho para que te cuidara como nadie lo había hecho hasta entonces, para que te defendiera, llegado el caso. Pero cuando la tuviste en tus brazos, tan chiquita y tan frágil, comprendiste que no deseabas una niña por el miedo a que algún día se tropezase con otro Energúmeno y le pasara lo que a ti. La última vez que encontraste al Inmundo fue hace seis años. Llegaste con la niña en su cochecito y lo viste en la sala, sentado con las piernas abiertas, como siempre, mostrando al

mundo la bragueta como si en ella guardara un misil intercontinental. Te saludó como si nada: —¿Así que esa es tu hija, Maiviz? Déjame verla. Por poco lo mandas al diablo, ¿a santo de qué tenía él que tocarla con esas manos indecentes? Pero se la pusiste en los brazos como quien entrega una granada a punto de explotar. Y el Hijoeputa miró a la niña, y la niña lo miró a él. Y tú creíste ver llamas rojas que saltaban por el aire y te acordaste de que hay miradas que matan y vistas que tumban cocos y muertos que no hacen ruido porque andan en alpargatas. Muy serio, el Ruin te devolvió a la chiquita sin hacerle siquiera un arrumaco de cumplido. Te llevaste a la nena al baño para lavarla y cambiarla de ropa, por si se había contaminado con los dedos duros, obscenos y sobre todo innobles del Camastrón. Pero lo curioso del caso fue que al día siguiente llamó hecha un mar de lágrimas la mujer del Perverso y dijo que a su marido le había dado de noche una sirimba, un

ataque cardíaco, sabría Dios, y habían tenido que correr con él para el hospital. Tú ni lo fuiste a ver, aunque lo ingresaron cerca de tu casa, en Emergencias. No duró ni dos días. Cuando supiste que se había muerto no derramaste ni una lágrima. Qué ibas a derramar, solo pensaste que al fin, al fin tendría el muy puerco, de una bendita vez, las manos quietas. Ya nunca más lo viste en sueños, aunque tu madre, espiritista de afición, jura que algunas noches se aparece, que ella se lo ha encontrado en el baño, sobándose el pito ante el inodoro. —Qué marranada —dice, haciéndose cruces—. A este hermano mío, después de muerto, le ha dado por hacer porquerías. Eso te hace pensar que sí se trata del Siniestro. Pero a ti no se te presenta. Debe saber que si se le ocurre darte un susto, por muy difunteado que esté, te vas a desquitar: le vas a entrar a bofetadas astrales y a puntapiés metafísicos hasta

desbaratarle el alma. O quizás es la presencia de tu hija la que lo mantiene alejado. De tu hija, que con una mirada de sus pupilas azul Bécquer lo mandó al otro lado, donde no hay inocentes a quienes toquetear. Aunque has desenrollado ya la historia completa, todavía no sabes cómo (o mejor dicho, por qué parte) vas a comenzar a contarla. Ahora, de que vas a empezar, y no vas a callarte hasta que la termines, no te cabe duda ninguna. No hoy ni mañana. Pero algún día será. Algún día, quizá cuando estés a salvo con ella allá en el norte, te volverás hacia Catalina, le tomarás una mano y le confesarás: —Sabes, Cata, hay una cosa que hace mucho tiempo te quiero contar. Porque ella no merece que le ocultes algo tan grave, más con lo que está haciendo y con lo que va a hacer por ti. Y tú también mereces el librarte de ese secreto, de esa asquerosidad que llevas oculta en tu pecho, donde anida como

alimaña.

Capítulo 2

La Habana se zarandea bajo los empujones de una ventolera furiosa. Los árboles se han quedado desnudos, tapizando la acera de hojas secas, y el sol brilla por su ausencia. Desde el ventanal de la sala de los Muchos, que da a la avenida, se divisa un cielo empedrado y plomizo. La casa, construida en los años veinte del siglo pasado, contaba originalmente con tres cuartos, que con el tiempo se han multiplicado y estrechado a la vez. Cada habitación alberga ahora dos o tres, divididas por cartones y tablas, y algunas tienen además una barbacoa encima. Un olorcillo picante flota en el aire, un vaho de chícharos, aceite de guisar quemado y franca peste a grajo. No es que los Muchos sean cochinos, bastante aseados son. Pero pasen ustedes una noche en aquella casa-colmena,

donde para colmo hay un solo baño, y ya me dirán a qué les huelen los sobacos a las dos de la tarde. Seguro que no es a Nina Ricci. Catalina y Maiviz están sentadas en la cama colombina de un Muchito joven, una cama que durante el día se convierte en sofá. (Si este sufrido mueble pudiera contar lo que ha visto en sus treinta años de servicio, escribía tremendo best-seller.) En una mesa de pino sin pintar se yergue un cisne de yeso junto a un a cenicero de cristal moscovita de los que vendían a diez pesos en los años ochenta. Maiviz tiene puesto un vestido floreado, corto, que deja ver sus muslos gruesos y cubiertos de vellos oscuros y encaracolados. Los ojos de Catalina, y las manos a veces, se pierden entre las guedejas sedosas. Pero ahora desvía su atención a una bolsa playera que ha traído del apartamento. Saca el vestido de novia, lo desempaqueta y se lo entrega a Maiviz. —Toma, que con las prisas por ir a casa de Fela

de Fátima y después al hotel se me olvidó dártelo. La Mucha lo abre y queda boquiabierta. —¡Alabao, Cata, qué cosa más bella! —Pruébatelo. —¿Ahora? —Sí, no vaya a ser que tengas que arreglarlo. Aunque a mí me parece que te va a quedar pintado. Maiviz se lleva el vestido a la nariz, deleitada. —Qué rico... ¡Huele a Nueva York! Se levanta y da dos pasos hacia el baño, pero cambia de idea. Regresa al sofá y le devuelve el traje a Catalina. —¿Qué pasa? —Es preferible que no lo vea nadie, mi santa. Ya bastante revuelto está el ambiente aquí. Figúrate que a Sulamita, mi sobrina más joven, la preñó un coronel viejísimo que, como es natural, está casado y hasta tiene nietos. Sula es mi sobrina preferida, pero la verdad es que metió las

patas hasta el cogote. Estas muchachas nuevas no reparan en nada cuando les da la picazón. Y se ha empeñado en tener al chamaco, dice que no se lo saca ni a tiros. La cosa está que arde y si ahora me aparezco yo con otro fenómeno, pues... Catalina se echa a reír. —En primer lugar, tu sobrina no metió las patas, sino que las abrió. Y en segundo, que la picazón nos da a todas, déjate de estar tirando piedras. Si quiere parir, pues que para. ¿No hiciste tú lo mismo? —Lo mío fue distinto. —Si tú lo dices —Catalina hace un gesto de disgusto—. Como nunca me has querido contar lo que pasó... Y piensa que en el caso de que a ella se le hubiera ocurrido alguna vez acostarse con un macho, jamás habría permitido que el tipo la dejara embarazada y se escabullera tan ancho y tan pancho. Se acuerda de su hermana Elsa, otra por el estilo. ¿Qué agua de borrajas tienen estas

tontas en lugar de sangre, cómo no se defienden, cómo no obligan a los sinvergüenzas a que por lo menos les pasen una pensión? —Algún día, Cata —Maiviz se pasa una mano por la frente—. ¿Para qué hablar de cosas desagradables? El problema que tenemos ahora es dónde vamos a acomodar a otro muchacho más. ¿En la bañadera? —¡En qué poca agua te ahogas! Cuando tu hija y tú se vayan conmigo ya queda un hueco libre para el próximo Muchito. —Tienes razón. Entre pitos y flautas, el bebé nacerá cuando nosotras salgamos de Cuba. ¡Y lo embullada que está la niña con el viaje! Incluso se ha buscado un libro para ir aprendiendo inglés mientras tanto. La Mucha se relaja visiblemente. Catalina le acaricia el pelo. —Todo va a salir bien. —Ojalá. Pero tengo los nervios disparados. —¿Por qué, Maiviz? Lo que vamos a hacer es

perfectamente legal. Ya llamé a La Maison y reservé un turno para la boda. Sam tiene sus papeles en orden, consultamos el caso con un notario y no hay ningún problema. —Igual estoy muerta de miedo. Me parece que al final va a pasar algo... un accidente, una jodienda, una invasión... y se va a estropear el pastel. Catalina se estremece. Recuerda las sirenas, los escombros, la nube de cenizas nimbando como una gran mortaja a la ciudad que nunca duerme. —No digas disparates, Maiviz. —Además, hay un ciclón que viene derechito para La Habana. —¿Y eso qué tiene que ver? Lo peor que puede pasar es que tengamos que cambiar la fecha de la boda. —Luego, esos trámites son carísimos. El matrimonio cuesta ochocientos dólares, la tarjeta blanca ciento cincuenta, el pasaporte doscientos y pico, súmale dos pasajes...

—Ya salió la licenciada en economía. —¿Tú no crees que la niña y yo deberíamos irnos por nuestra cuenta y reunirnos contigo allá? Mi hermano Juan, que es un lince, tiene una lancha escondida por Guanabo y dice que nos lleva gratis. —¿Estás loca? —Catalina da un salto y la cama-sofá cruje como si se fuera a desbaratar—. ¡A pique de que se hundan! ¿Qué sabe Juan de navegación? —Pero ya este jaleo te está costando un ojo de la cara. —Déjame esa preocupación a mí. Maiviz se queda callada. Catalina le pasa un brazo por la cintura y le susurra al oído: —Olvídate del nerviosismo que todo tiene solución, menos la muerte y los impuestos. Hay otra pausa que rompe, desde la cocina, el chillido de una Mucha a quien le ha caído aceite hirviendo en un brazo. —De todas formas, prefiero esperar hasta el

mismo día de la boda para hacer el anuncio — dice Maiviz —¿Te da vergüenza que sepan lo nuestro? —No es eso. Por mí, lo publicaba hasta en el periódico. Pero cuando una se pone a pregonar lo que va a hacer, siempre algo se atraviesa. —No seas supersticiosa, Maiviz. —Nada de superstición, es que la energía se diluye. Es un principio del Nuevo Pensamiento. —¿Tú crees en esas cosas? —Sí, chica, sí. Desde hace varios años se ha hecho muy popular. Yo conozco a unos venezolanos que traen libros de Conny Méndez y hablan de la llama violeta, de San Germán y de los maestros ascendidos... —¡Maiviz, por tu madre! El New Age está más pasado de moda que los guantes de encaje. —Estará pasado de moda en el norte, pero aquí es una novedad. De todas formas, prefiero mantener las cosas calladitas. El día de la boda lo digo y al que no le guste la noticia que le eche

azúcar. Ahora, si me pongo a comentarlo antes van a estar incordiándome hasta que vayamos a La Maison esa que dices. Catalina se acuerda de Barbarita y sus comentarios punzantes y termina por darle la razón a Maiviz. —Bueno, como quieras. Volveré a guardar el traje en mi maleta. Ojalá que no lo vean Elsa o Abuelonga y se forme otra pelotera. Ya tuve una bronca de historia con mi madre porque se puso a oliscar donde no debía y lo vio. Nada, que me ha tocado una parentela de espanto. —Todas las parentelas son iguales. Si te contara de la mía... Y no te acalores, mi santa. ¿Quieres que te enseñe a hacer meditación solar? —¡Oye pa eso, meditación solar! Tremenda hippie trasnochada que me has salido. A mí con el budismo Zen me basta y me sobra. Le das un beso en plena boca a esta Mucha tan metafísica. En ese momento pasa por la sala un Mucho macho que se detiene a contemplar el

espectáculo con una sonrisa de sabandija mala en la jeta grasienta. Te separas y lo fulminas con la mirada. —¿Te parece que vayamos otra vez a la posada de Fela? —musita Maiviz. —Sí, vamos. Aquí no puede una ni darse un achuchón en paz. ¡Morbosos que son todos, carijo! *** Ya no te preocupa que Maiviz te esté jineteando. Sabes que no es así. El amor verdadero tiene sus propias leyes, que solo los enamorados entienden y acatan. El amor verdadero está hecho de sexo, claro, pero también de palabras que convocan la magia: sortilegio de sílabas que se susurran al oído, de vocablos que no se podrían pronunciar en ningún otro tiempo ni lugar. Tú te vuelcas en Maiviz con todo lo que tienes. Con alma, corazón y vida, como decía aquella

canción. Le cuentas de la dureza de la emigración, de los tiempos difíciles del comienzo, de la soledad que te ha perseguido durante todos estos años, de entrar tropezando a un cuarto donde no hay quien encienda la luz antes de que llegues, de no tener a nadie con quién hablar, ni siquiera con quién pelear... Le hablas del miedo que sentiste aquel día, aterrada ante la pantalla del televisor, mordiéndote las uñas, mirando al cielo amenazante, cuando no se sabía si había otros aviones dando vueltas, perdidos por entre las nubes y listos para reventarse en la cabeza de los transeúntes. Le confiesas el terror a morir lejos de los tuyos, que serán cabrones y todo lo que se quiera, pero que son los tuyos. Le cuentas del odio que creías tener a tu familia pero que en realidad es lástima, lástima de ellos y de ti misma. Y le juras que estás dispuesta a empezar una vida nueva, lavada de rencores, con ella, Maiviz, en el centro. Y en el centro de Maiviz estás, con la boca

pegada a lo más dulce y escondido de su cuerpo. Luego la oyes hablar también pero sientes que no te dice todo, que hay algo que te oculta, que allí queda un resquicio que no se atreve a desnudar. Es una barricada, aunque invisible, pétrea, que se puede palpar. Y te preocupa que esta barrera llegue algún día a alzarse tanto que las separe por completo, y te preguntas por qué Maiviz no es capaz, como tú, de derramarse en la cama, en palabras y en líquidos tan íntimos como la propia historia que te chorrea del alma en gotas de dolor. Más tarde las palabras cambian de rumbo, se convierten en misterios gozosos y aquel cuartito de paredes desconchadas, pero con sábanas muy limpias, se transforma en un escenario de sueños alborotados, llamados y cumplidos. Y al fin el silencio, un silencio repleto de colores y olores, se hace dueño absoluto de la habitación.

Capítulo 3

Esa tarde, cuando Catalina regresa, retozada y retozona, de casa de Fela de Fátima, se sienta en la sala con su madre y su abuela a comer cascos de guayaba con queso crema en platicos muy finos. Los platicos tienen ribetes dorados y son de porcelana, los tres últimos que quedan del juego que comprara Abuelonga para la boda de Barbarita, en el año sesenta y dos. Llueve; es una llovizna cansina, con un ritmo monótono de tictac de reloj. Elsa ha subido a la barbacoa, donde reina una penumbra discreta, de sala teatral. Está sentada a la turca en su cama, con un libro sobre las piernas. Se le ve, como en una radiografía, la curva de los huesos de las costillas. Solo tiene puestos un calzón y un ajustador, ambos sucios y agujereados. El espejo le sigue mandando

mensajes que prefiere no recibir, así que lo ha cubierto con una sábana amarillenta. —Si a tu tía se le ocurre quitar la sábana de ahí, le voy a dar un bofetón que ni los de Stanley Kowalski. Ya esta no es su casa, ni estos sus muebles. Las voces, allá abajo, se anudan en una conversación amistosa. Abuelonga no ha soltado aún ninguna grosería. Catalina tiene un ligero acento, sobre todo cuando pronuncia las erres. Es un deje agringado que no llega a chocar, pero se nota. Barbarita suena más amable que de costumbre. El rostro de Elsa se tuerce en una mueca irónica. —Qué mansita está la doña, cómo le rinde pleitesía a la gran camajana. Cómo se arrastra la culebra (¡sensemayá!) para conseguir un cochino televisor a colores. Dios quiera que se carbonice también, igual que pasó con el primero. ¿Te acuerdas, Beiya?

Retumbó el trueno. Oh, enemigo rumor. Cayó el rayo macareno. Y se le achicharró el televisor. Evohe, hija mía. ¡Valor! —Pero ninguna de ellas sabe que ya se está cerrando el círculo de fuego en torno a la traidora, que cuando menos lo piense va a encontrarse con la soga al cuello y los pies bailando un mambo en el aire. Entonces, que la vieja mandona agarre toda la plata para comprarse otro Panasonic y hasta una cámara de video si le da la gana. A mí qué. Elsa le da una patada a la maleta de Catalina. Después se pone un batilongo a cuadros blancos y verdes, que parece un mantel, y se dispone a salir a la calle. En la sala, la conversación degenera en bronca. —Mima, ¿tú estás hablando en serio? ¿Cómo

voy a gastarme seiscientos dólares en un televisor nuevo? ¿Es que no sabes lo que me ha costado este viaje ya? —No empieces a llorar miserias. —¿Tú crees que estoy forrada? Si apenas me queda dinero... —No te queda para darle un gusto a tu madre, pero lo estás botando en vicios. ¡Para eso sí te sobra, desnaturalizada! —¡Cállate! —¡No me callo! ¡En vicios, sí! Y mira a ver cómo te las arreglas, pero yo quiero un Panasonic de estreno. Elsa pasa por delante de las tres mujeres, que ahora chillan a coro, y corre hasta la parada del Hospital de Emergencias. Lo último que escucha antes de salir es el ruido de un plato de porcelana (el de Barbarita, todavía con un rastro de cascos de guayaba) estampado con rabia contra la pared.

*** Ya en la parada de ómnibus, y pese a la llovizna que no cesa, Elsa ocupa el banquito de costumbre, bajo el verdor mojado del flamboyán. Cierra los ojos esperando que la imagen de la estación del metro venga a ella, como ha venido tantas veces. En esta ocasión no la espantará, se promete. De repente se le ha ocurrido que, si se desprende de la realidad agobiante que la rodea, quizás pueda entrar a otro mundo, o echarle un vistazo furtivo como quien mira por el hueco de una cerradura. Fue Maiviz la Mucha quien le habló de viajes astrales hace varios años, solo que entonces ella no estaba para ocuparse de esas cosas. Y ahora mismo tampoco lo está, pero concluye que, cuando haya acabado el delicado asunto que se trae entre manos, podrá dedicarse con calma a investigar el Más Allá. ¿Acaso no tiene ya a alguien del otro lado?

Se escucha un trueno. A lo lejos cae un rayo. Tumbaquín. Elsa se ríe entre dientes. Maiviz siempre le ha sido simpática. Si no fuese porque es tan amiga de Catalina (y a quien sea amigo de Catalina, Elsa le pone una cruz y tres piedras encima) hasta le gustaría llevarse bien con ella. Además, tienen cosas en común, como la triste condición de madres solteras. Aunque a Maiviz le vive su ranita, que es pálida y no amulatada, con ojos de clarividente. Y la Mucha siempre ha tenido fama de ser de la acera de enfrente, mientras que Elsa es muy de esta, o al menos lo era antes de que el padre de Beiya la dejase tirada en medio de la calle del abandono. A ella también, de joven, le había llamado la atención el ocultismo. Leía a Madame Blavatsky y a Yogananda y hasta hizo experimentos en la oscuridad, con un espejo y dos velas a cada lado, estilo rosacruz, para atisbar en sus encarnaciones anteriores. (Los interrumpió porque Abuelonga

temía que quemara el apartamento.) Aunque nunca tuvo nada que pudiera llamarse una experiencia paranormal, ¿quién quita que ahora, que no es muy normal que digamos, se pueda zambullir sin peligros en los mares del plano astral? Pero antes, vuelve a su obsesión, antes tiene que terminar un trabajito. Después, ya veremos. —Ya veremos, dijo un ciego y nunca vio — masculla. Y vuelve a concentrarse en el viene y va de los vehículos cuyos tubos de escape inundan de olores ponzoñosos la avenida Carlos Tercero. *** A las ocho y veinte de la noche, después de haber apaciguado a su madre con la promesa de mandarle dinero si no le alcanza para comprar el dichoso Panasonic antes de irse, Catalina sube a la barbacoa y se acuesta a dormir, cansada por el

batuqueo de esta tarde. Se queda rendida, acunando un sueño feliz de papayas maduras. En cuanto a Elsa, ha regresado de la calle más agitada que de costumbre, con un brillo de decisión en los ojos enrojecidos. Después de cenar, Elsa, Barbarita y Abuelonga se sientan en la sala para mirar el noticiero. Las dos viejas, muy pendientes de las andanzas del ciclón, y Elsa en su mundo. El televisor actual es un Electrón ruso, en blanco y negro, con la pantalla eternamente tormentosa. —El ciclón Michelle se aproxima a las costas habaneras, donde provocará a partir de la madrugada de hoy vientos huracanados que en algunos puntos pueden superar los ciento veinte kilómetros por hora, lluvias intensas y olas de hasta nueve metros de altura —dice el licenciado Rubiera, trazando con su lapicero una curva como de sable sobre el mapa de Cuba. Elsa no ha escuchado ni una palabra. La trayectoria del ciclón Michelle la tiene sin

cuidado. Como en respuesta a una llamada interior, silenciosa, pero inapelable, se levanta y se encamina a la barbacoa. —Cuidado no despiertes a tu hermana —le advierte Barbarita. Elsa finge no oírla. O realmente no la oye, ensimismada en su universo personal. El licenciado Rubiera sigue con su pronóstico (marejadas peligrosas, vientos huracanados, el peligro inminente para la población) mientras Barbarita se persigna frenética. —Virgen de la Caridad, protégenos —dice con voz temblorosa—, no sea que nos caiga el edificio encima. San Judas Tadeo, danos... —¿Qué tanto rezo ni tanta bobería? —farfulla Abuelonga—. Lo mismo da morirse boqueando en una cama de hospital que aplastada bajo una pared. Si te pones a analizar, aplastada es mejor. Más rápido. —Deja de atraer salaciones. —¿Qué salaciones? De algo tiene una que

morirse. —¡No menciones más a la muerte, por Dios! En la oscuridad que llena la barbacoa cual invisible plumón negro, Elsa se orienta por el olfato. Las maletas de Catalina todavía huelen a Nueva York. Esto es, a chicles, Chanel No. 5 y jabón Palmolive. Elsa abre una y empieza a revolverla, en busca del traje de boda. —Mientras no se lo haya llevado la muy perra... Cuando encuentra el vestido con el que Maiviz no ha querido quedarse esta tarde, Elsa lo pone a un lado y se saca de un tirón el batilongo a cuadros. Se arranca también la ropa interior hasta quedar en cueros vivos. Luego enciende la lámpara, retira la sábana amarillenta que cubre el espejo y se examina sin misericordia. Los pezones resecos apenas se le marcan en la piel color cera y entre la pelambrera púbica se le enroscan ya varias canas. —Vaya desgracia de hembra —suspira—. Ni nalgas, ni caderas, ni tetas, ni sandunga. ¡Qué

cuerpecito de merluza matarile tengo! En esta isla donde hay tantas mujeres buenas mozas, ¿por qué me tocó a mí la china mala de la fealdad? ¿Qué fuerza celestial, qué maldición cósmica, les cayó encima a los genes que me hicieron nacer así? Se mete dentro del traje sin necesidad de zafarle los botones. Voltea la cabeza hacia Catalina y masculla: —Tú tampoco pareces precisamente una modelo, no te hagas ilusiones. Ah, pero todo lo que te falta en lindeza lo tienes en sinvergüencería. ¡En eso sí te ganas el premio gordo! ¿Y eres tan desfachatada que vienes a casarte aquí, hija de mala madre... que es la mía? ¿Para jactarte de que te sobran los machos? ¿Para anunciarle a tutilimundi que te puedes matrimoniar cuándo y dónde te dé la gana? Cuando sabes que yo... yo ni enterrando a San Antonio de cabeza en un campo de ortigas consigo marido. Matrimonio y mortaja, del cielo

bajan. Ahora, esta vez no te vas a salir con la tuya. Lo que te va a bajar del cielo a ti va a ser candela con escopeta. ¡Los rayos de Changó y de Zeus, y toda la potencia de mi aché! Pero al ver su reflejo —toda de blanco, nadando en las olas de tul— Elsa se siente de improviso otra mujer. Se ha convertido ante sus propios ojos, por arte de birlibirloque, en una belleza sureña, en Stella DuBois. Sin embargo, se acuerda de Mitch y de su rechazo final; se acuerda del bruto de Stanley y cambia la película. Ahora es una virgen teutona cruzando bajo arcos triunfales adornados con flores blancas. Allá, allá la espera el novio, que sostiene en su mano un anillo de oro. ¡Lohengrin! En sus oídos suena la marcha nupcial de Wagner mientras la procesión avanza, solemne y ordenada, hacia la catedral... Da dos pasitos tímidos en dirección al espejo y juguetea nerviosa con el ramo de azahar apócrifo que le roza el cuello. —Elsa María Velázquez, ¿acepta usted por

esposo a...? Se ruboriza, tiembla, le palpita con fuerza el corazón. Va a decir que seguro, que lo acepta, no sea cosa de que el fulano se arrepienta, pero la música calla de pronto. La procesión se eclipsa y Lohengrin se hace humo antes de que ella pueda pronunciar el sí. Lo reemplaza la imagen del cartero del barrio, con su boina de cuero y su macuto: el viejo José Félix, que trae un sobre amarillo con el membrete de la Oficina de Intereses americana. —Vaya, alguien del barrio se ha sacado una visa. ¿Quién será? Suena un gong. Elsa espera, crispada y conteniendo la respiración. Manos invisibles abren despacio la carta. Y dos dedos enjutos escriben un nombre, el de la ganadora, sobre el azogue tormentoso. Borbollando de rabia, Elsa le hace la higa al espejo y se caga en los muertos de José Félix. La cólera le sube a los labios, escaldándoselos, y sale

al exterior en forma de maldición. Pero no sale toda: parte sigue en línea recta hacia el norte. Hasta el cerebro calenturiento, donde las circunvoluciones se le nublan entre espasmos de odio. —Hace muchos años yo creía en los dioses griegos. En las Euménides, que velaban por la justicia. Que castigaban a los perjuros y moraban en el Erebo hasta que las imprecaciones de los mortales las dotaban de vida y movimiento... Ahora ya no creo en nadie. Ni en Euménides, ni en Parcas, ni en la barba de Zeus, ni en la madre que me parió. Y en cuanto a la justicia, la tomo por mi mano. ¡Ajó! Agarra la pantalla de la lámpara y la desbarata de un estrujón. El bombillo desnudo ilumina la silueta yaciente de Catalina. Elsa contempla a su hermana por un minuto largo antes de arrojarse de un salto sobre ella. Uñas en ristre, gritando como una posesa, la apachurra con gozo. Catalina siente una garra

que le rasga la frente y todo el peso del cuerpo de la otra desgajándole un brazo. —¡Suéltame, loca! ¡Déjame! ¡Mima, vieja, vengan acá! Barbarita y Abuelonga corren despepitadas a la barbacoa, temiendo lo peor.

sí mi amor/ como te iba diciendo la princesa blanche se llenó de furia castigadora por culpa del vestido espantanovios/ fue una furia tan tremenda que atravesó las paredes de cristal del palacio y creó una tormenta espantosa/ un ciclón que arrasó con la quinta y hasta con los pocos mangos de la ciudad/ mientras el huracán hacía de las suyas blanche le cayó encima a la malvada luzbela/ con toda la fuerza de su odio la hizo trizas polvo añicos carcoma migajas de mujer/ en fin que la dejó sangrando y sin conocimiento/ dormida por cien años y sin príncipe que la besuquease/ entonces/ pero qué les pasa a ustedes/ qué quieren/ salgan de aquí que no he terminado mi trabajo/ váyanse entremetidas/ déjennos solas/ no me la quiten que todavía respira y yo no voy a estar

tranquila hasta que la tire por el balcón/ a ver si se mata/

Capítulo 4

La mañana ha llegado despacio y el horizonte es un estudio en blanco y gris. Unos nubarrones apretados y algodonosos envuelven los tejados de La Habana. El cielo se estrella otra vez sobre la calle en un diluvio de cristal. Y hasta la mole de cemento del Hospital de Emergencias se remece nerviosa por la fuerza del vendaval. Catalina se retuerce bajo la sábana y trata de recomponer los jirones de su memoria. —Mi hermana... —murmura—. ¿Qué pasó? Guardas un recuerdo empañado de tu llegada al cuerpo de guardia y de la doctora que ha venido varias veces a preguntar cómo te sientes, sin que hayas sido capaz de darle una respuesta coherente. En este saloncito oloroso a desinfectante solo hay dos camas: la tuya y la de una vieja flaca y correosa, conectada a un balón

de oxígeno. La miras de reojo y notas la boca abierta, los párpados cerrados, el cuerpo rígido y la expresión de difunteada. Solo el pecho, que se levanta imperceptiblemente, te indica que tu compañera de cuarto está viva aún. Tienes ganas de ir a orinar, pero no te atreves a levantarte. Unas tenazas invisibles te muerden el brazo derecho y te aprisionan la frente. Te inyectaron un calmante ayer por la noche cuando tu madre te trajo al hospital toda desvencijada, después de que dejaras piel y sangre entre las uñas sucias de Elsa. El calmante no te quitó el dolor, pero te ha anegado las ideas en una niebla clínica. No coordinas los pensamientos y te cuesta trabajo recordar lo que sucedió. Pero ¿de veras sucedió algo anoche o esto no es más que otro efecto del aftershock? ¿No soñarías esos disparates de que viajabas a Cuba en busca de Maiviz y que te peleabas con Elsa? A lo mejor estás en tu apartamento del Bronx, con los ojos cerrados y esperando a que suene el despertador

para poner a hacer café, desayunar de prisa y salir pitando hasta la parada del metro. No has dejado de tener pesadillas desde el once de septiembre, así que... Sientes la pesadez del humo en los pulmones y te agobia de nuevo el olor a quemado, a muerte desde el cielo, a desgracia cayendo por sorpresa sobre la ciudad del capital. Escuchas las sirenas de los bomberos y el runrún implacable de la televisión que lleva el cómputo creciente de muertos y heridos, y te asalta la desolación implacable de no entender. Porque Dios mío, una vivió treinta años en Cuba esperando una invasión de los americanos, una se la pasó oyendo hablar de refugios antiaéreos y de milicias y de la defensa civil y de las tropas territoriales y que ahora esté aquí, en La Yuma, en la mismísima Nueva York, y le revienten un avión prácticamente en la cabeza. Esto no tiene nombre, ni sentido. Esto es el acabose. Tratas de incorporarte y sientes una punzada

desde el hombro hasta el codo, como si te hubieran metido dentro del húmero un hierro candente. Tu mano izquierda (la derecha, igual que el brazo, está inmovilizada por un yeso) se posa con cuidado en una gasa que te rodea la nariz y se anuda en la parte posterior del cráneo. El tabique de la nariz te arde, te duele y tiene el doble de su tamaño normal. Suspiras y te palpas la frente, también vendada. Chasqueas la lengua y notas el sabor metálico y agridulce de la sangre. No necesitas verte en un espejo para saber que uno de los dientes delanteros ya no está en su lugar. De pesadilla nada, socia. Lo de anoche fue un reality show. Por poco te manda para el plano astral tu hermanita. Si Barbarita y Abuelonga no intervienen, acaba contigo allí mismo. Una médica joven entra a la habitación por quinta vez. Se queda de pie junto a la cama, jugueteando intranquila con el estetoscopio. Tiene puesta una bata que alguna vez fue blanca

y ahora es ocre. —¿Cómo se siente, señora? ¿Me entiende? ¿Está mejor? Haces un esfuerzo por contestarle. Piensas incluso en sonreír de medio lado, como las americanas finolis, pero el recuerdo del diente perdido te quita los deseos de fingir amabilidad. —Imagínese —y te sale una voz finita, casi infantil, que no reconoces como tuya. —Eh... por fin llegó la ambulancia que mandamos a pedir con urgencia hace ocho horas. A usted le daremos el alta hoy mismo, pero a la compañera Elsa la van a trasladar al Hospital Psiquiátrico. Al escuchar el nombre de tu hermana se te aclaran más los recuerdos y te acosa la rabia. Recuperas el habla y tu voz natural. —¡Ojalá que la encierren allí el resto de su vida! Y se puede dar por dichosa de que no la voy a acusar con la policía, aunque se lo merece. La doctora asiente con la cabeza.

—Hace bien. Comoquiera que sea, se trata de su familia. Además, usted es turista y capaz de que se forme tremendo lío con la seguridad del estado. Y... uh... de eso precisamente venía a hablarle. —¿De la seguridad del estado? —No, no. De su estatus como turista —aunque es poco probable que la moribunda las oiga, la médica baja la voz—. En nuestra patria la medicina es gratuita para el pueblo cubano, compañe... perdón, señora. Pero los extranjeros la tienen que pagar. —Yo soy cubana. —Usted entró a Cuba como ciudadana de Estados Unidos, según me dijo su mamá. Y vive en Nueva York desde hace tiempo, ¿no? Con la mano sana das un puñetazo en la cama. ¿Será imbécil tu madre? ¿Quién la mandó a estar divulgando dónde vives ni cómo entraste al país? ¿Qué necesidad tenía esta mujer de enterarse? —Bueno, sí.

—Eso significa que hay que cobrarle la atención médica que usted ha recibido, señora. —No me diga más señora, que yo me llamo Catalina. —Entonces, Catalina, pues... en circunstancias normales la hubiéramos enviado al Cira García, el hospital para extranjeros que está en Marianao. Pero como no había ambulancias disponibles cuando usted vino y después empezó el ciclón, la atendimos aquí. El problema es que nosotros tenemos que reportar cuando un paciente no es cubano, ¿entiende? La bruma psicotrópica que te envuelve la mente empieza a despejarse. —Ya, ya. —En cuanto a precios, no estoy muy enterada, pero creo que solo la admisión en el Cira García sale a quinientos dólares. Las medicinas, los rayos X y el tratamiento se cobran aparte. Lo que sucede es que... nadie más en este hospital sabe que usted reside en el exterior. La única que

se ha enterado soy yo. Y... vaya... no piense que una lo hace por el afán de lucro, pero si usted... Se te derrama entre los labios una risita de conejo al oír aquello del «afán de lucro». —Si usted quisiera... podríamos... —Llegar a un arreglo —concluyes para ahorrarle el discurso que, se le ve por encima de la bata empercudida, la otra no sabe cómo terminar. —Exacto. —¿De cuánto estamos hablando? —De lo que iba a costarle nada más la admisión en el Cira García: quinientos dólares. Qué remedio. Con esa cantidad contabas para invitar a Maiviz a Cayo Coco o a Varadero, las dos solas, pero comprendes que ni tú ni el país van a estar para excursiones románticas durante los próximos días. —Está bien. La doctora se relaja visiblemente. —Gracias, seño... Gracias, Catalina. Porque así

ganamos las dos. Se lo juro, si hago esto es porque... porque necesito el dinero. Acaba de llamarme mi marido para decir que se nos derrumbó el techo del comedor con el último aguacero, y nosotros tenemos dos muchachos chiquitos. Usted quizás no sepa lo que cuestan los materiales y qué difícil es conseguirlo todo... —Claro que lo sé. Yo viví treinta años aquí. La médica calla y mira al suelo. Tiene la cara roja y las manos sudadas, aferradas al estetoscopio. —Ven acá, chica —le apeas el tratamiento para entrar en confianza—. ¿Tú no conoces por casualidad a un dentista que me pueda recomponer la boca? Porque en el norte eso cuesta una barbaridad y mi seguro no lo cubre. —¡Con mucho gusto, corazón! —se anima la mujer—. Conozco a uno buenísimo, el doctor Francisco Paniagua, que es profesor de la facultad de estomatología y súper amigo mío. Por cuarenta dólares te deja la encía como nueva.

Hasta le voy a pedir que te haga una rebaja, fíjate. —Gracias. Ayúdame a llegar hasta el baño, anda, que ya no aguanto las ganas de orinar. Pasan junto a la cama vecina y adviertes que tu compañera de cuarto ha dejado de respirar. Una mueca sardónica se le dibuja en los labios resecos y sus ojos vacíos de luz te persiguen hasta que cierras de un tirón la puerta del bañito. *** En el mismo hospital de Emergencias (piso bajo, sala de psiquiatría) Elsa está amarrada a una cama. Le inyectaron más sedantes que los necesarios para dormir a un boxeador peso completo, pero de todas formas se las arregló para patear a un enfermero en el escroto, morderle un dedo a otro y arañarle la cara a una asistenta antes de que la inmovilizaran entre cuatro tipos forzudos.

Todavía lleva el vestido de novia, desgarrado y manchado con la sangre de Catalina. Se le perdió el ramo de azahar y los encajes quedaron hechos una lástima, como la tela de Aracné después de la trifulca con Minerva. Pero está satisfecha. Solo los dedos, que es lo único que puede mover, se le engarfan espasmódicos sobre la sábana. No intenta levantarse ni le interesa saber qué va a pasar. Cuando se acuerda de la tunda que le propinara a su hermana, sonríe como una desposada tras la noche de bodas. Y cerrando los ojos, comienza a bisbisear.

pues como te contaba anoche/ o ayer o antier o hace diez años/ blanche trató de darle su merecido a luzbela/ pero puedes creer niña que la maléfica y la gnoma se inmiscuyeron y le estropearon todo el plan/ por suerte la vengadora y vengativa princesa se sintió mucho mejor después del desahogo/ porque comprendió que no había necesidad de matar o morir/ y que bastaba con dormir/ tal vez soñar/

En el pasillo, sentados en un banco de madera lacerado por incontables muestras de graffiti, esperan Barbarita, Erny, Quique, Abuelonga y Sam, que al principio pensó que habían asaltado a Catalina en la calle. Todavía no acaba de entender del todo lo ocurrido y está preocupadísimo porque la cubana es su amiga, su buddy desde hace cinco años y medio. La doctora ha dicho que les avisará cuando puedan ver a la paciente y el pobre hombre está desesperado, envuelto en una red lingüística que no alcanza a desenredar. Un médico que parece acabado de salir del preuniversitario se acerca al grupo. Tiene un bigotito rubio bien delineado y espaldas de nadador. Erny le echa una ojeada coquetona aprovechando que Quique está medio dormido. —Ahora vamos a trasladar a la compañera Velázquez al hospital psiquiátrico —le informa el pichón de galeno a Barbarita, que rompe a sollozar.

—¡Ay, mi hijita! ¡Mi niña, por segunda vez metida en Mazorra! ¿Y qué le van a hacer? —No se ponga así. Su hija va a estar mucho mejor en ese centro, atendida por un especialista en trastornos de la conducta. Es posible que la manden para la casa en unos días. En mi opinión, solo tuvo un ataque de nervios más fuerte que lo regular. —¿Ataque de nervios? —Barbarita lo mira espantada y corta el lloriqueo ipso facto—. Muchacho, ¿tú no sabes que por poco asesina a la hermana? Y en cuanto a encajármela de nuevo, ni en broma lo digas. ¿Qué tal si la próxima vez la coge conmigo? Déjenla, déjenla allá con los loqueros. —La crisis no tiene por qué repetirse. Ya le pondrán un tratamiento. Todo se va a arreglar, usted verá. —Claro, mami —Erny le guiña un ojo al mediquito—. Esto no es más que una tormenta en un vaso de agua.

—Problemas menopáusicos —dictamina Quique, desperezándose—. Histerismos y boberías. Abuelonga, que ha estado muy callada desde que llegaron al hospital, resopla y se rasca la cicatriz. Tiene ganas de mandarlos a callar a todos, de decir que de menopausia nada, estúpidos. Es la tara de la familia, que le viene por las dos bandas, por los cuatro costados. ¿No se lo había advertido ella a sus nietas unos días antes? Lo que se hereda no se hurta. Una enfermera alta y tosca llama al médico: —Oiga, que la ambulancia está esperando. Los dos entran a la sala. Dejan la puerta entreabierta y por allí se filtra este parlamento de Elsa: —Quiero que... me dejen sola... Se lo ruego. ¿Quién es usted? No me ponga las manos encima. ¡Suélteme, abusadora! ¡No me retuerza el brazo así, por favor! ¿Adónde me llevan? ¿Dónde está mi hermana? ¡Stella! ¡Stella! ¿Por qué no me

contestas? ¿Acaso la maté? ¿Fue eso lo que pasó? Pues no, no me arrepiento. Y si agarro al polaco indecente de su marido, le hago lo mismo. ¡A mí ya no me viola nadie más! Enfermera, váyase. Que me ayude el doctor. Gracias, señor. Con usted sí voy, porque nunca lo he visto. Y yo siempre he confiado en la bondad de los desconocidos. Al cabo de diez minutos, Elsa sale sonriendo, tomada del brazo del médico. —Por Dios, criatura —Barbarita se le acerca, aunque no demasiado por si acaso—. Qué susto nos diste. ¿Ya te sientes mejor? —Me moriré en el mar... —No, chica, no es para tanto. Tampoco pienses en matarte. Lo que nos faltaba, por Dios, otro suicidio en la familia. —Con mi mano en la de un médico guapo, joven, con un bigote rubio y un gran reloj de plata. —¿Qué está diciendo la muy chiflada? —le susurra Quique a Erny—. El tipo este no tiene ningún reloj de plata. Gracias que sea un Seiko

plástico, tan falso como el mío. Blanchelsa se aleja sin volver la cabeza, encajes y tul rotos, apoyada en el médico y con la enfermera detrás. Va arrastrando la cola desgarrada del vestido de novia. Barbarita, con la cabeza baja, no dice una palabra más. Sam le pone una mano en el hombro, conmovido, pero no encuentra qué decir. Abuelonga, sin moverse del banco, contempla el espectáculo con ojos ya cansados de contemplar miserias, golpizas, broncas familiares y aquellos espasmos finales que deforman el rostro de los agonizantes. Mira al vacío como quien espera que se desplome de una vez el telón final. Pero aquí nadie llora, ni se oye piano alguno en la distancia.

Capítulo 5

La Maison es una tienda de lujo y de categoría, como he apuntado antes en la triste historia del murciano despedazado. Ahí se encuentra de todo, desde un perfume Carolina Herrera hasta una bolsa Gucci. A veces hacen exhibiciones de moda con trapos nativos, chicas piernilargas y fotógrafos extranjeros a los que se les cae la baba al suelo mirando a las modelos. Pero La Maison tiene otros usos, además de boutique y salón de modelaje ocasional. En el segundo piso, en una habitación repleta de jarrones de porcelana, miniaturas doradas y estatuas de Cupido —un monumento al Sumo Kitsch—, se celebran semanalmente tres o cuatro bodas. Se trata de enlaces biculturales, binacionales, bilingües y con frecuencia birraciales.

Sam y Maiviz han recurrido a La Maison, aunque cuesta carísimo casarse allí, porque es el único sitio donde pueden hacerlo rápido. Todo se ha llevado a paso de carga (o de conga) y ahora los novios esperan pacientemente porque se les declare de una vez marido y mujer. Pero primero la notaria les lee, para su ilustración, el artículo veintiséis del Código de Familia cubano, nuestra carta paulina a los corintios: —Ambos cónyuges están obligados a cuidar la familia que han creado y a cooperar el uno con el otro en la educación, formación y guía de los hijos conforme a los principios de la moral socialista. Igualmente, en la medida de las capacidades o posibilidades de cada uno, deben participar en el gobierno del hogar y contribuir al mejor desenvolvimiento del mismo. Puesto que Sam no habla español, el gerente de La Maison le ha proporcionado una intérprete. Catalina se ofreció para la tarea pero no la aceptaron. (El servicio de interpretación sale en

cincuenta dólares, que se le añaden a la cuenta del casorio.) La intérprete, una rubiecita recién graduada de la facultad de lenguas extranjeras, musita diligente en la oreja del novio. Este, aunque no entiende ni veinte palabras de su inglés chapurreado, asiente a todo con cara de circunspección. En el fondo se está muriendo de la risa. La intérprete, que es nueva en esta plaza, se hace un lío y dice spice en lugar de spouse, marred por married y otras atrocidades, pero nadie lo nota excepto Sam. El fotógrafo da vueltas alrededor de la mesa y dispara sonriente sus flashes pues el precio de la ceremonia incluye doce fotos, cortesía de la casa. Al cabo se escuchan, aunque a destiempo, los acordes cascados de la marcha nupcial de Wagner. Adelante con los faroles. Por motivos que no hace al caso volver a mencionar, Maiviz no lleva el vestido de encajes que le trajera Catalina. En su lugar se ha puesto

uno comprado esa misma mañana en la Plaza Carlos Tercero, un traje sastre color crema que le queda muy bien. Sam viste un tuxedo de uso y zapatos tenis. No hubo manera de hacerle comprender que las dos prendas no compaginaban. Catalina, con la cara y la encía restauradas lo mejor que se pudo, lleva vaqueros y una blusa ancha. Tiene el brazo derecho enyesado y el aspecto de una combatiente recién llegada de las cuevas de Afganistán. Pero de todas formas se las arregla para firmar como testigo del novio con la mano engarrotada, conteniéndose para no chillar de dolor. Sulamita, la chica embarazada del coronel añoso, es testigo de Maiviz. (No se olviden de esta Mucha de nombre bíblico, que a lo mejor en un par de años sale con su propia novela.) Aparte de contrayentes y testigos —y de Barbarita, que por nada del mundo iba a permitir que la dejaran fuera del acontecimiento— no hay otros

invitados ni más parientes. No está el horno para galletas dulces en ninguno de los dos núcleos familiares. —¡Felicidades! —la notaria comienza a repartir abrazos—. ¡Y que vivan los novios! Sam y Maiviz forman una de las parejas menos estrafalarias que ha visto últimamente. Aunque ella está tan acostumbrada a casar dis-parejas que ya no se espanta por nada. El día anterior ha unido en insólito matrimonio a una viejuca de setenta años, natural de Estrasburgo y con el pelo teñido de rojo, y a un cubanito de veintiuno, vecino de la Habana Vieja y con la cabeza rapada. —¿No hay beso? —se entromete la intérprete. A fin de no dar qué decir a última hora, los recién casados unen sus labios asépticamente, sin mediación de lenguas, por cuatro segundos contados. Luego de recibir los parabienes y las instrucciones para recoger el certificado de matrimonio, se retiran a toda prisa. —¡Caramba, qué apuro tenían! —rezonga la

notaria—. Nunca en mi vida he visto un beso más desabrido que ese. Ni que tuvieran mal aliento. Esto debe ser un arreglo. ¿Tú no crees? La intérprete asiente, desalentada: —Y ni siquiera nos invitaron a un refresco, ni dejaron una propina. ¡Qué gente más tacaña! Diez minutos más tarde, la pareja y su séquito abordan un Ford del cincuenta y nueve pintado de amarillo y negro, cuyo chofer porta orgullosamente una gorrita de los Marlins de la Florida. Desafiando la ley de la impenetrabilidad de los cuerpos, los pasajeros se apretujan, se estrujan, se exprimen y consiguen, pese a la dificultad que esto implica, montarse todos. El coche echa a rodar por la Séptima Avenida bajo un aguacero torrencial, regalo de bodas del ciclón. La lluvia baila otra vez su danza de vidrios rotos. Se abren las nubes. El horizonte baja, el cielo se encapota y los framboyanes se empinan, tratando de alcanzarlo con la punta de sus ramas

temblonas. Y es como si un aparador repleto de cristalería fina se desplomara sobre las calles sucias de la ciudad.

Epílogo

Ocho meses y una montaña de papeles después, amén de un montón de sobornos, Maiviz llega a Nueva York con su hija y las dos se instalan en el apartamento de Catalina. Tras los choques culturales hogareños típicos del inicio (cómo se enciende el celular, para qué sirven los botones del control remoto, cómo funciona el microondas y sobre todo cómo, cómo diablos se abre el grifo de la ducha), esta familia postmoderna se instala en la rutina, postmoderna también, del día tras día. La hija de Maiviz empieza a ir a una escuela local. Bilingüe, insiste Catalina y Maiviz se pregunta para qué, si la chiquita ya sabe español y lo que le hace falta es aprender bien el inglés. —Pues para que no pierda sus raíces —explica Catalina. —¿Qué raíces ni raíces? Ni que fuera un

tubérculo, por Dios. A cada rato surgen discusiones, pero esto es natural, tan natural como (para un cubano joven) no saber comer arroz frito con palitos chinos ni entender el mecanismo bancario de las tarjetas de crédito o ese enredillo de las hipotecas. Diez años de vivir en países distintos han dejado su marca y eso no se borra en una semana. Es que Maiviz no comprende cómo son las cosas aquí, se queja Catalina. Y Maiviz, cuando ve que Catalina se dispone a marchar en una manifestación en Times Square en contra de algo o a favor de no sabe qué, se pone nerviosísima y trata de convencerla para que se quede tranquila mirando la televisión. —Mi santa, ¿tú viniste de Cuba a armar líos con los americanos? No te metas en problemas, hazme el favor, mira que si te pasa algo... Catalina se sulfura: —¿Cómo que no me meta en problemas? Aquí se puede protestar y por eso lo hago, que para

estar con la boca cerrada me habría quedado en Cuba, ¿no? En fin, son tonterías, dicen las dos. No hay pareja perfecta. Y al cabo lo que pasa fuera de la casa se arregla o no se arregla, pero lo que importa es lo que sucede de puertas adentro. Catalina sigue con la peluquería Belle Reve y cada día le va mejor; ya ha pagado casi todas las deudas en las que se metiera para traer a Maiviz y a la niña. Pero Maiviz no ha encontrado trabajo fijo porque no hay mucho que pueda hacer aquí una licenciada en economía política del socialismo que apenas masculla el inglés. Así que por el momento, y aunque Catalina insiste que no es necesario, se dedica a hacer trabajitos part time, limpiándole el apartamento a una vecina, sacando perros a pasear, cuidando niños... lo que caiga. Con eso manda algún dinero para Cuba, que siempre le viene bien a la parentela. Maiviz es también la que se mantiene en contacto con el barrio y pone a Catalina al tanto

de lo que pasa allá porque esta, desde que regresó de Cuba, no ha vuelto a ocuparse de sus parientas. —Ni pienso hacerlo. ¡Partida de locas! Maiviz sí llama por teléfono a su casa una vez por semana y a la de Catalina una vez al mes, y así se entera de que su hermano Juan el Mucho está preso por tratar de salir del país ilegalmente en una balsa. Pero Sulamita, que le parió un varón de nueve libras al coronel, está haciendo con su querido las gestiones para sacar al tío de la cárcel y que no tenga que cumplir el fracatán de años a que lo condenaron en el juicio. Erny sigue viviendo con Quique en Luyanó. Abuelonga ya está completamente ida. Aquí le diagnosticarían Alzheimer pero allá no se usa el terminacho y dicen que la vieja está chocha pal cará. Se hace pipí en la cama porque tiene el esfínter flojo y Barbarita, la pobre, se pasa el día lavando sábanas apestosas. Maiviz le manda pañales especiales para ancianos siempre que

tiene una oportunidad. La que sí se ha recuperado, por raro que parezca, es Elsa. Después de pasar siete meses en Mazorra, los médicos le dieron el alta y dicen que ha salido más tranquila y de mejor humor. Hasta ha engordado. Y está metida a metafísica, dicen también, con lo cual tiene mucho de qué hablar con Maiviz, que aún recuerda sus tiempos de discípula del Nuevo Pensamiento en la viejísima ciudad. Cada vez que conversa con Maiviz, Elsa le pide que interceda con Catalina para que le ponga una carta de invitación. —Anda, mi amiga, convéncela, dile que se olvide de lo que pasó. Ya yo estoy campana y ni siquiera he vuelto a leer a Tennessee Williams para no desordenarme otra vez el coco. Pero cuando Maiviz insinuó que trajesen a Elsa de visita, Catalina le formó tal escándalo que no ha vuelto a tocar el tema ni por casualidad. —No importa —dice Elsa por teléfono—, tú

verás que el día menos pensado les caigo por allá, aunque sea en espíritu. Únicamente así será, porque Catalina ha dejado bien claro que ella no va a hacer el más mínimo trámite para que su hermana venga, ni mucho menos a mandarle la plata del pasaje. —En la vida se me va a olvidar la tunda que me dio, ni lo que me costó la reconstrucción de la boca. Porque el arreglo que le hiciera Francisco Paniagua, el dentista habanero, estuvo muy bien durante cuatro meses, pero luego se le cayó el diente postizo y Catalina tuvo que gastarse más de mil dólares en uno nuevo, que todavía está pagando y que le molesta para comer. —¡Y la muy sinvergüenza tiene la frescura de tratar de colársenos aquí, para que luego no se quiera ir y tenga yo que hacerme cargo de ella! ¡No jodas! Maiviz no se atreve a defender a Elsa, a decirle a Catalina que cualquiera se vuelve un loco un

día pero que la locura es, como diría el camastrón de Medina, reversible. *** Una tarde está Maiviz esperando el metro en Grand Concourse, después de pasarse la mañana haciendo de canguro para una clienta de Catalina. El tren se detiene frente a ella y la gente corre a alcanzarlo antes de que se cierren las puertas, en una escena de barahúnda silente y organizada a la que la cubana no acaba de acostumbrarse porque le parece cosa de zombies. Ahora llega su tren y Maiviz va a correr también cuando repara en dos figuras que sobresalen entre la multitud. Son una mujer y una niña: la mujer es delgada; tiene el culito seco y camina muy tiesa, como si estuviera marchando en un acto de las milicias. La niña es una mulatica canela clara, con trenzas, y tiene puesta una bata blanca de encajes de corte

antiguo, de las que ninguna chica de esa edad usa ya. La mujer hace un gesto de saludo y la niña suelta una risita chillona, de coneja asustada, pero antes de que Maiviz pueda acercarse a ellas se desvanecen en el aire. *** Una vez de vuelta al apartamento Maiviz se acuesta de inmediato, pretextando un dolor de cabeza. No entiende lo que ha sucedido, tampoco está segura de querer entenderlo. «¿Si me estaré volviendo loca yo también?» Catalina le lleva un vaso de leche tibia y una aspirina y le da un beso. Maiviz se queda dormida, pero se despierta de un salto cinco horas después. Catalina está a su lado y por la forma en que respira, contenida y nerviosa, Maiviz comprende que se ha desvelado. Y le da pena, porque mira que la pobre se despierta todos

los días a las seis en punto para pagar facturas, poner en orden los papeles del negocio y salir disparada a trabajar. Piensa decirle lo que ha visto en el metro, pero Catalina no cree en la metafísica. Tampoco es cosa de encajarle semejante rollo a las tantas de la noche. ¿Para qué? Si algún día Elsa se les aparece a las dos ya cantará otro gallo. Puede que solo algunos sean capaces de distinguir a los viajeros astrales, o quizás todo ha sido una mala pasada de su imaginación. De repente, Maiviz la Mucha, te viene a la memoria Chala el Patafísico, que en paz descanse, de quien la gente se reía porque estaba chalao. Te acuerdas de lo que decía sobre los mundos paralelos que no se veían con los ojos de la cara, sino con otros ojos que nadie sabe dónde están. Todos aquellos mundos coexistían, decía Chala también. Algo que luego comprobaste aquí, gracias a un programa de la tele. Por Discovery Chanel te enteraste de que podía ser

cierto, que va y de veras existían miles o millones de mundos que se llamaban multiversos, según los científicos y la gente que sabe. Así que Chala no estaba tan chalao, después de todo. El Patafísico tenía razón, piensas. A los otros mundos los miramos de lejos, como por el agujero de una cerradura, pero el de aquí y ahora es el único que podemos cambiar. Y para cambiar al mundo, recuerdas también que decía, hay que nombrar las cosas. Las buenas y las malas, que son las más difíciles de bautizar. Te das la vuelta en la cama, le tomas una mano a Catalina y le dices: —Sabes, Cata, hay una cosa que hace mucho tiempo te quiero contar. Mientras la historia nunca dicha sale a toda prisa por la boca de Maiviz, Catalina la escucha en silencio y aquel cuartito de un apartamento de Bronx se va llenando de sombras oscuras, que se confunden con la madrugada.

Cuando termina Maiviz le toca el turno a Catalina y las dos hablan, hablan hasta el amanecer sin acordarse de que hay que levantarse temprano, tomarse rápido el primer café de la mañana y salir disparada a trabajar. Hablan hasta que las sombras, las de la madrugada y las otras, las que proyectan en la vida las palabras oscuras, se desvanecen en el aire. Hablan hasta que la luz, que es tanto de la aurora como de las palabras que limpian, inunda de reflejos dorados la habitación.

FIN

Créditos

© Teresa Dovalpage, 2013 © Editorial EGALES, S.L. 2015 Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 52 61 Hortaleza, 64. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99 www.editorialegales.com ISBN: 978-84-16491-05-6 © Fotografía de portada: Arcangel Images Diseño de portada: Nieves Guerra

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