El Puente de La Soledad. M. F. Heredia

June 22, 2019 | Author: Analia Paula | Category: Fútbol, Verdad
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Historia de adolescentes...

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 A Alonso, Marcela, Patricia, Patricia, Verónica y Daniela… con quienes descubrí el mundo en un Mini Austin rojo.

 A Juan José. Luis miguel, Manuela Manuela y Juan Xavier…  Mis copilotos copilotos en la parte más dulce dulce del viaje. viaje.

La mitad del camino

Era un puente muy viejo y angosto en medio de la carretera. Por su aspecto daba la impresión de que no resistiría demasiado peso. Su longitud no sobrepasaba los veinte metros y el destartalado rótulo ubicado a una distancia muy prudente dejaba claro el mensaje en cuanto a su estrechez y su fragilidad:

Puente de la soledad Pasa Pasa solo un vehículo a la vez

Para completar los datos, algún conductor travieso había añadido con su puño y letra en la parte inferior i nferior del rótulo lo siguiente información:

Si sabe rezar, hágalo ahora. Cuando Paula se bajó del auto eran casi las dos de la mañana y la única luz cercana era la de la luna llena. Caminó hasta el puente, se aproximó a la baranda y miró hacia abajo. - ¿Ves algo? – le pregunté desde la ventanilla del auto. - Nada, está muy oscuro. - ¿Hay un río o algo así? - No lo creo. No hay ruido de agua. - ¿Qué opinas… seguimos o nos regresamos? - ¡Qué pregunta! – dijo ella - . ¡Seguimos!

1

Cuando escuchaba a otras personas hablar sobre sus divertidas y alocadas anécdotas de la adolescencia, yo me sentía como si fuera un alien. En la libreta en la que apuntaba el top ten de Experiencias superapasionantes que me habían cambiado la vida , el primer lugar (invicto) lo ocupaba la ocasión en que aprendí a rizarme las pestañas con una cuchara. Efectivamente… A mis quince años no me había ocurrido ni la décima parte de lo que le había pasado a una persona normal de mi edad. Hasta un maniquí tenía una vida más activa que la mía. Mi mamá lo justificaba diciendo: - ¿Para qué quieres vivir como esas locas, atolondradas e irresponsables de tus amigas? Bueno, es que mi mamá siempre ha sido un poco exagerada y me protege como si fuera su única hija… porque soy su única hija. Mi personalidad no me ha ayudado para lanzarme a cometer alguna locura, de hecho siempre he estado del lado de las miedosas. Paula dice que el mundo juega a favor de los valientes y quizá de ahí viene mi mala pata, porque lo que está claro es que yo no he traído de fábrica todos los extras de osadía con que los adolescentes se mueven por la vida. Por ejemplo… sé que todos mis compañeros están genéticamente prepa rados para recibir o enviar discretamente un papelito en media clase sin que eso suponga demasiado riesgo. Tengo compañeros expertos que, ante el temor de ser atrapados por los maestros, se han tragado, literalmente, el papelito, como si nada. Pasará a la historia mi amigo Nicolás que, ante el llamado de atención del profesor de Dibujo Técnico, se asustó tanto que se tragó el papel que acababa de llegar a sus manos, sin darse cuenta de que en su interior llevaba una gruesa pulsera que Cristina le había prestado a Diana para que la usara en una fiesta. Nicolás prometió devolver la joya tan pronto la viera salir… pero Cristina le dijo que se quedara tranquilo, que ella prefería darla por perdida. Yo soy un desastre para los mensajitos en clase, soy la excepción que confirma la regla. Cada vez que envío o recibo un papel se me sube el color a los cachetes, tiemblo, transpiro y me muevo erráticamente en la banca. Aquella ocasión el mensaje me llegó en medio de la clase de Física, con el profesor Guerra, que es un ser tan amable y sensible como un cocodrilo. El papel doblado circuló por el correo habitual: Paula se lo entregó a Daniel, él se lo pasó a Diana, Diana, a Quique y Quique, a mí. Yo traté de disimular, puse cara de: “Por favor, profesor, continúe con su muy interesante intervención sobre la hidrostática y la hidrodinámica”, pero él detuvo su discurso, la clase quedó en silencio y yo sentí que me derretía en la banca. - ¿Qué tiene en la mano, señorita Aguilar? - Nada, profesor. - ¿Podría abrir el puño para que todo lo comprobáramos?

Yo tenía el puño tan cerrado que me sentía las uñas clavadas en la palma de la mano. El papel, arrugado en el interior, seguro estaría mojado por mi sudor. Lo peor de todo era que yo no había tenido tiempo para abrirlo, no sabía qué rayos había escrito Paula ahí. Conociéndola, el mensaje podría decir desde: “Qué lindo clima”, hasta: “¿Te has fijado en que al profesor Guerra se le terminó el champú anticaspa?”. Volteé la mirada confiando en que ella, consciente de su responsabilidad, sería mi cómplice y accedería a acompañarme a la silla eléctrica, pero qué va… Paula se miraba las uñas como si en ellas fuera a encontrar las respuestas más importantes de la vida. - ¡Abra su mano! – insistió Guerra con los ojos desbordados de rabia -. Si no lo hace, me veré obligado a llamar a las autoridades del colegio. Yo sabía que el feroz profesor no se detendría ante nada. No en vano era conocido por sus alumnos y exalumnos como el Lobo Guerra. Su aspecto, excesivamente peludo (hasta en las orejas), lo hacía lucir como un ser intimidante; pero, además, su carácter lo había convertido en el personaje más temido del colegio. No solo huían de él los estudiantes, sino también sus colegas. Las historias que se escuchaban en los pasillos decían que no se compadecía por sus alumnos, por los demás profesores ni por quien se cruzara por su camino. Su fama perversa lo acompañaba como una sombra. Vencida en el paredón ante la exigencia del profesor abrí la mano. - ¿Quién se lo envió? - Nadie, profesor, yo lo escribí y estaba a punto de pasárselo a una amiga. Esa era la norma. No delatar a los amigos era algo que hasta el más canalla debía respetar en la clase, porque de lo contrario tendría que aprender a vivir con el rótulo de “soplón” de por vida. - Muy bien, señorita Aguilar, despliegue el papel y léalo en voz alta. Estoy seguro de que todos queremos conocer qué es eso tan importante que usted quería compartir con alguien de la clase. Abrí el papel, leí en silencio lo que ahí decía y tomé una decisión: - No creo que sea buena idea. Preferiría no hacerlo. - ¡Qué lo lea he dicho! ¿Entiende lo que es una orden o prefiere que se lo dibuje en la pizarra? Tomé aire, hice acopio de todas mis fuerzas y entonces leí con ritmo entrecortado y nervioso: - Aquí dice: “Me… me… duele la la… muela”. La clase entera rió al escuchar el mensaje mientras que Guerra me lanzó una mirada irónica y de desprecio para luego añadir: - Bueno, señorita Aguilar, debo pedirle disculpas porque pensé que ese papel contenía una información sin importancia, pero, por lo que usted ha leído, evidentemente se trata de un mensaje de vida o muerte, que no puede esperar. Un dolor de muela es motivo suficiente para interrumpir una clase. Es más… deberíamos suspender las actividades por este día y a lo largo de la semana.

La clase entera se reía de mí. Guerra quería darme una lección y todos conocíamos qué era lo que estaba buscando. Pretendía humillarme y asustarme para que yo le pidiera disculpas delante de todos, para que le suplicara que no me delatara con la directora. Le encantaba saberse poderoso, se sentía feliz de mirarnos por debajo de su hombro. - Si me permite, señorita Aguilar, y por tratarse de un problema tan serio, quisiera que la directora del colegio estuviera al tanto de su dolor de muela. Si usted está de acuerdo, me gustaría llamarla para que ella tenga conocimiento de que, mientras yo estaba intentando dictar mi clase, usted la interrumpió con tan importante revelación. Para poder describir a la directora del colegio habría que colocar los siguientes ingredientes en una licuadora:

* Una madrastra malvada de cuento de hadas * Un bote de vaselina para la cara * 10 uñas postizas con decoración de brillos * Un traje color café * Una cuchara de vinagre * Un bigote

Quizá me equivoco, pero creo que, a lo largo de mi vida, me he encontrado con ella en más de alguna pesadilla monstruosa. Cuando el profesor Guerra me amenazó con llamar a la directora, me estaba presionando para que le pidiera, le rogara, que me disculpara, así es que no quise esperar más. - Le pido disculpas, profesor. No debí escribir ese mensaje. - No le he escuchado claramente. ¿Podría repetirlo en voz alta? - ¡Qué le pido disculpas, profesor! - ¡Más alto! ¡Mucho más alto! ¡Quiero que la escuche todo el colegio! La clase entera me miraba, querían saber hasta qué punto yo permitiría que Guerra me doblegara. Mi carácter no era tan fuerte como me habría gustado. Si él continuaba tensando la cuerda, esta terminaría rompiéndose de mi lado. Mis compañeros habían dejado de reírse unos segundos antes, en el salón no volaba ni una mosca. Cuando estaba a punto de descargarme en llanto, Paula levantó la mano, indignada, y tomó la palabra. - Si me permite, profesor, quisiera hacerle una sugerencia: usted debería conservar ese papel para mostrárselo a la directora, ¿no le parece? Nadie en clase entendió el porqué de su sugerencia. Nadie salvo yo. Estoy segura de que más de uno habrá pensado que Paula era una traidora.

El profesor la miró con dudas. Luego se acercó a mí y tomó el papel que continuaba en mi mano. Con algo de curiosidad leyó en silencio el contenido. De inmediato rompió el papel con furia, salió de la clase deprisa y en menos de diez segundos volvió a entrar, sin que nadie entendiera lo que estaba ocurriendo. - Vamos a olvidar el tema  –  dijo con seriedad - , continuemos hablando sobre al hidrostática. Solo Paula, el profesor y yo sabíamos la verdad: en ese papel que Paula me había enviado constaba un mensaje totalmente distinto al que yo había revelado. Ahí decía:

Guerra ti ene

la bragueta abierta… el pobre no se ha dado cuenta.

2

- No se puede ser tan antipático - me dijo más tarde Paula cuando hablamos sobre el incidente -. Ese tipo está haciendo méritos para que alguien, como tú, por ejemplo, le desinfle las cuatro ruedas de su auto. - No tiene auto, Paula. - ¡Vaya, es más astuto de lo que yo imaginaba! - De todas maneras yo no sería capaz. - Ya lo sé… ni tú ni yo seríamos tan malas. - Cuando me exigió que leyera en voz alta el mensaje, no me atreví. ¿Te imaginas lo que habría pasado si yo decía delante de toda la clase que él traía la bragueta abierta? ¡En este momento mi cabeza habría estado colgada en el patio central! - ¡Pues yo lo habría hecho! ¡Yo habría leído el texto! Te portaste demasiado buena, Daniela, por eso él se aprovechó de ti. A Guerra no le importa maltratar a nadie, sin embargo, cuando lo desafié a que le mostrara el papel a la directora y descubrió que tú lo habías salvado del ridículo, se las dio de bueno y cerró el tema. Ay, Dani, si me encontraba a mí con el papel, la historia habría sido muy distinta… Paula era así, atrevida, irreverente y justiciera. Podía enfrentarse a un lobo feroz sin siquiera despeinarse. Yo era su polo opuesto. Ambas éramos amigas porque nos caíamos bien, porque peleábamos poco y porque  juntas reíamos mucho. Pero, sobre todo, creo que Paula y yo nos necesitábamos: ella se había convertido en mi acelerador y yo en su freno… dos pedales sin los cuales no se puede echar a andar la vida. En más de una ocasión mi mamá me había dicho: - No me gusta esa amiguita tuya. De nada servía que yo respondiera: - Esa amiguita mía tiene nombre, se llama Paula. Porque mi mamá arrugaba la nariz y hacía como si no se enterara. A veces, para referirse a ella, hacía alusiones tipo: - De seguro estuviste con esa amiga tuya, la que tiene piercings, uñas negras y tatuajes por todas partes. Las tres cosas eran, para mi mamá, señales inequívocas del mal, y como a ella le encantaba darme unos larguísimos sermones sobre las malas influencias, Paula siempre aparecía en el menú. Mamá veía peligro en todas partes. Recuerdo que, en mi primer día en el jardín de infantes, ella me dijo: - Ten cuidado con los niños más grandes porque siempre golpean a los pequeños, y los más pequeños podrían patearte en las canillas. En el patio, fíjate bien para que no te den un pelotazo porque podrían romperte la cabeza, y si hay alguien en los columpios, aléjate porque te podrían dar una patada y sacarte un ojo. No aceptes dulces de extraños

porque podrían envenenarte. No te subas al autobús equivocado porque podrías perderte. No te acerques a las flores del patio porque podría picarte una abeja. No vayas sola al baño, pero tampoco permitas que nadie entre contigo… Ah, y no olvides que hoy inicias la etapa más linda de tu vida: el colegio. Por el contrario, los papás de Paula eran muy relajados. Demasiado relajados. ¡Relajadísimos! Tanto que a veces parecía que se olvidaban de que tenían una hija. Cuando apareció en el colegio con mechas de color violeta y dos aros en las cejas, todos le preguntamos: - ¡¿Qué te dijeron tus papás?! Ella nos respondió: - Nada, aún no se han dado cuenta. A veces envidiábamos esos papás-fantasmas tan diferentes a los nuestros, a los que teníamos que pedir permiso hasta para ir al baño. Era común que Paula llegara a las fiestas sin tener una idea clara de cómo regresaría a su casa. Ella jamás tenía, como nosotros, una hora límite. A ella nadie le decía: “Si te vas a la fiesta del viernes, ya no vas a la del sábado. ¡Elige!”. Y cuando comentábamos lo afortunada que era, ella solo lanzaba una sonrisa que tenía un aire triste. De todas maneras, y quizá gracias a esa realidad, Paula había aprendido a arreglárselas sola. Hacía cosas que para el resto de compañeros habrían sido impensables. Sabía cocinar desde los diez años, podía destapar una tubería obstruida, conocía todas las líneas de autobús de la ciudad, su primer tatuaje se lo había hecho a los trece y a veces conducía a escondidas el auto de su papá. Paula era una niña grande, una adolescente niña, una adulta pequeña… Paula era mi mejor amiga y yo la admiraba mucho. Cuando ella me prestaba su diario para que yo lo leyera, me daba la impresión de que ambas vivíamos en planetas distintos. Yo tenía amigos en el colegio y alguno en el barrio, pero Paula, además, conocía a las vendedoras del mercado, a un zapatero, y se sabía la vida de una señora que vendía caramelos afuera del cine. Su tatuaje más reciente lo llevaba en el brazo izquierdo, y era un anillo irregular formado por unas huellas de gato. Entre esas huellas se podía leer: “Free Cats”, el nombre de su grupo musical preferido, una banda formada por tres chicos flacos, blancuzcos y guapos que cantaban lo que ellos llamaban “música desnuda”. Era algo parecido a un rock lento con letras que hablaban de amor y soledad, un coctel lacrimógeno solo para nostálgicos. Paula tarareaba sus canciones con la certeza de que solo ellos, los Free Cats, la entendían sin juzgarla. Su habitación, decorada con un graffiti en la pared, su colección de gorras, su gata Kina, su club de amigos descubiertos en Internet y su “música desnuda” eran su refugio más íntimo.

 Aquel día lunes, a la hora del primer recreo, mientras hablábamos de lo que había ocurrido con el profesor Guerra, se nos acercó Quique y, dirigiéndose a Paula, le dijo - Te tengo una noticia bomba… Los Free Cats se presentan este sábado. - Noticia vieja - respondió ella - pero, de todas maneras, se te agradece por la información. - ¿Vienen de verdad? - le pregunté asombrada. - Sí, el pequeño inconveniente es que se presentarán en el Coliseo Mayor de la capital. - ¡Pero eso está a más de doscientos kilómetros de aquí! No me digas que vas a viajar… Ella me miró seriamente, sonrió con la mitad de su boca y con gesto de autosuficiencia me dijo: - Corrección, Daniela: vamos a viajar. Tú vienes conmigo.

3

Lo de Quique y Paula comenzó como una travesura. En una reunión de compañeros habíamos decidido jugar a la botella, como si se tratara del plan más atrevido y pecaminoso de la historia. Era evidente que todos nos habíamos apuntado al juego porque queríamos besar a alguien… a los trece años la mayoría de nosotros aún no había inaugurado labios y necesitábamos ir ganando algo de experiencia en el tema. Cuando la botella giraba, permanecíamos tensos y en silencio. Todos adoptábamos gestos de: “Ojalá no me toque a mí”, como si hacernos los difíciles nos otorgara más puntos, pero yo estoy segura de que, muy en el fondo, todos rezábamos para que el pico de la botella se detuviera apuntando hacia nosotros. El juego manda que se plantee la pregunta a los implicados: “¿Verdad o consecuencia?”. En los primeros juegos a nadie se le ocurría optar por “verdad”, y no es que tuviéramos nada que ocultar, sino que preferíamos los besos más que cualquier otra cosa. Entre los aplausos y las risitas de los compañeros, la pareja favorecida por la botella cerraba sus ojos, estiraba sus labios y, muy despacio, se acercaban hasta que sus bocas se tocaban suavemente por el período de una milésima de segundo. Luego se retiraban violentamente, con los cachetes en tono magenta, y en el ambiente quedaba una curiosa sensación… como una extraña gratitud, esa que le guardas a la persona que te acompaña con discreción en los primeros momentos de tu experiencia besística. En aquella libreta en la que yo registraba mis top ten, había una página dedicada a los mejores besos, y durante un tiempo, que a mí me pareció muy largo, permaneció en blanco. Paula y Quique fueron un poquito más allá. Ellos continuaron besándose, sin juego de la botella de por medio, y fueron novios durante cuarenta y tres días. Según ella, el tiempo justo para descubrir que, entre un beso y otro, no tenían nada de qué conservar. Quique hablaba de fútbol y de jugadores y de fútbol y de equipos y de la Champions y de fútbol y de hinchas y de offsides y de árbitros y de fútbol. Paula hablaba de lugares, de países. Era un mapa político con lengua. Ella soñaba con colgarse una mochila a la espalda y salir de trotamundos. Cuando yo le preguntaba si de verdad le gustaba ser mochilera, ella respondía ilusionadísima que sí, que le encantaría meter dos pantalones, dos camisetas y una bolsa de dormir en su mochila verde, y salir a descubrir el mundo durante un año. Yo no quería quedar como tonta, pero no entendía cómo se podría hacer un viaje tan largo con tan pocos elementos. Cuando yo era niña, una vez mi prima Soledad me invitó a dormir a su casa durante el fin de semana. Para ello mi mamá guardó en mi maleta ropa para jugar, ropa de emergencia por si se mojaba o me ensuciaba, ropa más formal por si luego me invitaban al cine, traje de baño, pijama liviana por si hacía calor, pijama abrigada por si hacía frío, un juego de sábanas, un juego de toallas, zapatos deportivos, pantuflas, chanclas, gorra, bufanda, abrigo, linterna, teléfono celular, vela y fósforos por si había un apagón, una lata

de atún por si erupcionaba un volcán, un libro de sudoku por si me aburría, libreta telefónica con números de emergencia por si me peleaba con mi prima o por si algún terrorista ponía una bomba en el patio, bloqueador solar, bronceador sin bloqueador, leche de magnesia por si se me pasaba la mano en el bronceador, botiquín de primeros auxilios, extintor, triángulo de seguridad, boya para la piscina (mi prima no tenía piscina, pero mi mamá me decía que en cualquier momento podría tener una), y todos los elementos de aseo inimaginables (incluido un talco para pies en su discreta presentación familiar que parecía una botella de gaseosa de dos litros). Cuando llegamos a la casa de mi prima y mis tíos me vieron entrar con ese maletón, de seguro imaginaron que me quedaría a vivir ahí hasta los cuarenta y cinco años… pero no, tuve que explicar que mi mamá era muy precavida y quería estar segura de que no me faltara nada. Sin embargo, Paula decía que podría viajar por un año con dos camisetas y dos pantalones. Sin talco y sin sudoku. - Para ella todo luce tan fácil… - le dije una vez a Quique cuando hablábamos de Paula y de su temperamento especial. - Parece fácil, pero no lo es. Como patear un p enal…- dijo él.

4

- ¡Estás loca, Paula! ¡A mí no me dejarían viajar contigo doscientos kilómetros para ver a los Free Cats ni para ver a un santo haciendo milagros! ¿Comiste algo que te achicharró las neuronas? - Cálmate, Daniela, lo tengo todo fríamente calculado. Vamos a hacer el viaje de nuestras vidas. Tú, que siempre te quejas de que a tu vida no le pasa nada interesante, vas a ver que lo que nos espera se convertirá en la primera buena anécdota de tu diario. Yo sabía que cualquier cosa que Paula hubiera planificado jamás convencería a mis papás. Ellos eran tan complicados que, incluso si yo llegara a decirles: - Papá, mamá, les cuento que me voy a misa con Su Santidad el Papa. Puedo asegurar que mi mamá me respondería: - Muy bien, pero primero hablaré con los padres del Papa, para asegurarme de que ellos vayan con ustedes. Cuando mis papás me daban permiso para ir a una fiesta, era porque habían investigado los antecedentes genealógicos de cada uno de los invitados. Pero, como eso no era suficiente, a veces a mitad de la fiesta yo los veía entrar para verificar con sus propios ojos que la fiesta fuera verdaderamente una ocasión de alegría y sana diversión, y no un desmadre colectivo de adolescentes poseídos por el demonio. - Mira, Dani – dijo Paula -, el cosmos se alinea a favor de nosotras. ¿Te acuerdas de que esta semana habrá un programa especial en el colegio? - No. - Bien, memoria de pajarito, escucha entonces. ¿Recuerdas que estamos en la Semana de la Familia? Eso era verdad. Aquel año en el colegio habían decidido elaborar un tedioso calendario de actividades y se habían inventado una cantidad interminable de celebraciones que pasaban por lo normal y también por lo absurdo: la Semana del Civismo, la Semana de la Conciencia Ecológica, la Semana de la Contaminación, la Semana de la Familia, la Semana de los Héroes de la Patria, etc. Y cuando ya se habían terminado los temas más “normales” entonces habían dado rienda suelta a su imaginación con la Semana de los Operados del Apéndice, la Semana de la Lucha contra el Acné, la Semana de los que Calzan 40, etc., etc. Efectivamente, aquella en la que nos encontrábamos era la semana dedicada a la familia y con ese motivo se había organizado en el colegio una serie de actividades: un concierto con los cuatro niños prodigio de Primaria que sabían tocar guitarra, charlas para hijos que no entienden a los padres, para padres que no entienden a los hijos, para hijos que no entienden a otros hijos, y también para quienes no se entienden a sí mismos. - El viernes a las ocho de la noche, Dani, por si te has olvidado, iniciará el retiro obligatorio para padres, y estarán encerrados durante todo el fin de semana en una casa de oración en la mitad del campo.

- ¿Y? - ¡Cómo que “¿y?”! Ahora la que tiene las neuronas refri tas eres tú. El concierto de los Free Cats es el sábado por la noche, eso quiere decir que podremos ir y volver sin que nuestros papás se enteren… ¿Cómo lo ves? - Estás loca… - No me juzgues sin saber cuál será el plan completo. Y desde ya te anuncio que no me perderé ese concierto aunque tenga que viajar a lomo de mula. La escuché durante media hora. Efectivamente el plan sonaba consistente. La distancia de doscientos kilómetros en esa carretera llena de baches, obstáculos y derrumbes se podría recorrer en cuatro horas. Cinco si íbamos a paso de tortuga. Doce si manejaba mi papá. Cuando terminé de escucharla no pude evitar hacer un comentario que me salió del alma: - Suena bien, Paula, pero me da miedo. Los ojos se le desorbitaron y me contestó indignada. - ¿Miedo? ¿Sabes todo lo que esa palabra te va a impedir hacer en la vida? ¿Sabes que lugares descubrirás por culpa del miedo? ¿La gente que nunca conocerás, la comida que jamás probarás, los hombres a los que no besarás… por culpa del miedo? Dime que no quieres venir porque odias a los Free Cats, o porque te duele la barriga… pero no pronuncies delante de mí la palabra “miedo”. - Oye, oye, relájate, Paula. Estoy diciéndote la verdad. Tengo miedo, nunca antes he hecho algo semejante. Si mis papás llegaran a enterarse, me quitarían al apellido, y el nombre, ¡y la cabeza! Sé que tú eres más lanzada a la aventura que yo, pero imagino que alguna vez habrás sentido miedo, ¿o no? Paula permaneció en silencio unos segundos y luego contestó: - Bueno, sí, a veces he tenido miedo de quedarme sola.

5 Cuando Paula me explicó el plan infalible, me hizo una pregunta inicial: - ¿Tienes dinero ahorrado? - Sí…algo. - ¿Cuánto? - No sé, quizá ciento veinte dólares. Podría ser menos. Ya sabes que estoy juntando para renovar mi computadora, a la que, si mis cálculos no fallan pronto deberíamos organizarle una fiesta de quince años. - Tu computadora quinceañera tendrá que esperar un poco más. Los ciento veinte dólares van a ser necesarios para nuestro plan de fin de semana. - Explícame… me estás rompiendo los nervios. - Es sencillo, mira, nuestros padres tendrán que estar en el lugar del retiro a las ocho de la noche, ¿verdad? Eso quiere decir que nosotras podríamos salir de la casa a las nueve. A las diez, si nos retrasamos un poco. El viaje hasta la capital nos tomará unas cuatro horas, aunque podría ser menos. Todo dependerá del tráfico. Acuérdate de que saldremos el viernes, que es el peor día para viajar. Cuando lleguemos iremos a un hotel, ya he consultado en Internet, hay un hostal pequeño para mochileros. Con el dinero que  juntemos podremos dormir allí la madrugada en la que llegamos. El sábado por la mañana iremos a comprar las entradas y tendremos el día para comer algo y pasear, incluso podríamos ir de compras a un centro comercial, ¡y al cine! La tarde se nos irá en hacer la fila afuera del coliseo y a las ocho de la noche… a las ocho de la noche… - Se frotó los brazos porque se le había puesto la piel de gallina -. ¡A las ocho de la noche gritaremos como locas al ver salir al escenario a los Free Cats! Creo que me desmayaré, Dani, y tú tendrás que llevarme a la carpa de la Cruz Roja para que me reanimen. - ¡Ni se te ocurra! Si te desmayas, me pararé sobre ti para ver mejor el escenario. ¿Cuánto durará el concierto? - Lo que duran todos, un par de horas. Yo creo que a las diez y media estaremos felices y extasiadas, listas para regresar al hotel y dormir un rato. Si todo sale de acuerdo con el cronograma, estaremos de vuelta el domingo por la mañana. Cuando nuestros papás retornen de su divertido retiro, nos encontrarán en casa. ¿No te parece el mejor plan de la vida? - ¡No! - ¡¿Por qué?! - Digamos que en tu superplan no constan dos detalles fundamentales. - ¿Cuáles? - Primero, el transporte: si vamos a llegar y salir de la capital en horas de la madrugada, el transporte es muy importante. No podemos andar como si nada, paseando con nuestras mochilas a las tres de la mañana. Y el segundo detalle es que nos has contemplado que mis papás, que son ligeramente obsesivos y protectores, jamás me

dejarán sola en casa por el fin de semana. Cuando ellos tienen una fiesta o una reunión, lo usual es que me dejen en casa de mis abuelos o con otra persona de confianza. - ¡Qué poca fe, Daniela Aguilar! Me sorprende que me reclames incoherencia en la estrategia. Parece que no supieras que estás hablando con la ganadora del concurso de proyectos. Ambos puntos están contemplados y resueltos. - ¿Cómo harás para rescatarme de la casa de mis abuelos? - Fácil. No te quedarás con ellos. Tú y yo nos quedaremos en casa de Cristina. Ella pedirá a su mamá que llame a las nuestras y nos invitará a quedarnos en su casa durante el fin de semana para que juntas avancemos con el proyecto de Ciencias que tendremos que presentar dentro de un mes. - ¿tres chicas de quince, solas? Tu plan da lástima. Que no se moleste en llamar a mi mamá… yo ya sé cuál será su respuesta. - Espera… ¿Recuerdas que Cristina tiene una hermana mayor, muy mayor, como de veintiocho, que se llama Marlene y a la que nunca se le ha conocido ningún novio? - Sí. - ¿Y recuerdas que Marlene es seria, chismosa, exigente, antipática, disciplinada, odiosa y le tiene a la pobre Cristina pisado el poncho? - Sí. - ¿Y recuerdas que todo el mundo siempre nos pone como ejemplo a la muy buena y responsable Marlene? - Sí. - ¿Y recuerdas que cuando éramos niñas íbamos a jugar a casa de Cristina, la bruja de Marlene decía que nos haría un tratamiento de belleza y nos ponía aguacate en la cabeza? - ¡Sí, y luego no había manera de que nos lo pudiéramos quitar! Parecía como si un enorme monstruo hubiera estornudado sobre nuestras cabezas. - Pues bueno… ella, la responsable y disciplinada Marlene, será la encargada de cuidarnos. Ella no se negará. A mis papás les traerá sin cuidado, pero ¡a tus papás les encantará! - Sí, pero ¡¿cómo nos libraremos de esa bruja para emprender nuestro viaje?! - Fácil… todo está planeado. La tengo en mis manos. Hace unas semanas mi gata Kina se escapó. Eran las diez de la noche y salí a buscarla. Kina no es muy original y siempre huye al mismo lugar: el parque que queda junto a mi casa. Mientras la buscaba, vi un auto estacionado debajo de un árbol. Pese a la oscuridad, me di cuenta que en el interior había gente. Al principio me pareció sospechoso y pensé que podrían ser delincuentes, así es que discretamente apunté con mi teléfono celular y saqué una foto del auto y sus ocupantes. Sin avanzar ni un paso más comencé a llamar a Kina, que estaba en la rama del árbol y en ese momento pude ver, claramente, que quienes estaban compartiendo románticos y arrebatadores momentos de pasión en el auto eran precisamente la bruja Marlene y …

- ¿Y quién? - No te lo imaginas… - ¡¿Quién?! - Carlos Peñasco. - Ay, Paula, por favor. ¿Quién rayos es Carlos Peñasco? - ¡Es que no estás en nada! Carlos Peñasco es un amigo de mi papá, que casualmente es profesor de Marlene en la universidad y, por coincidencia, es el esposo de una señora que se llama Berta de Peñasco que juega cartas con mi mamá todos los  jueves. - ¡Vaya! - Sí, y yo no he comentado con nadie el secreto de Marlene ni he borrado la foto de mi celular, así es que ella me debe una y se la cobraremos el día del concierto. El plan de Paula sonaba convincente. Marlene no podría negarse a colaborar. Esa presión no me hacía sentir bien, pero, cuando recordé el aguacate que me puso en la cabeza y la nube de moscas que me acompaño de regreso a casa, pensé que era una buena idea cobrarle sus maldades. - ¿Y el transporte? - Esta es la parte del plan que más te gustará. No viajaremos en bus ni en taxi ni en camión ni en burro, viajaremos en un cómodo Mini Austin modelo 79. ¿Adivinas quién será nuestro gentil chofer? - ¡No, Paula! No me digas que iremos con… - Sí, con mi primo Nando, ¡él es lo máximo! Y será el encargado del transporte… Tiene auto y mis tíos estarán de viaje hasta el próximo mes. Buena elección, ¿no?  Apuesto que tu corazón acaba de detenerse repentinamente…

6

En una ciudad relativamente pequeña como la nuestra, siempre sabes quién es quién. Es imposible escapar de los ojos de los demás. Si digo: - Yo me llamo Daniela Aguilar. De seguro habrá alguien que me diga: - ¿De los Aguilar Torres? Y si yo respondo afirmativamente, me devolverán una sonrisa junto con un comentario tipo: - Claro, si se te nota a leguas, tienes la nariz de los Aguilar, igual a la de tu abuelo el doctor Crisóstomo Aguilar, casado con Carmelita romo, hija del general Prudencio Romo, hermano del cuñado del primo de la concuñada del sobrino nieto del que fue nuestro diputado de la República. Pero si yo respondiera que no, que no vengo de la nobilísima familia Aguilar Torres, sino de los Aguilar cualquiercosa, entonces nadie me sonreiría, porque mi árbol genealógico sería más común y corriente que un eucalipto. Y en las ciudades como la mía, los eucaliptos no siempre son amigos de los robles. Sin amargo, mucha gente piensa que vivir en una ciudad pequeña es una bendición, porque todo el mundo se conoce. Yo digo lo contrario. A veces me parece horrible vivir en un lugar donde no existen los secretos ni la vida privada, todos saben dónde vives, qué comes y cuándo fue la última vez que tuviste un grano en la nariz. Cuando Paula me dio la noticia de que su primo Nando sería nuestro servicial chofer rumbo a la aventura de los Free Cats, me quedé fría. Lo conozco de toda la vida (como a casi todos los habitantes de la ciudad). No solo es el primo de mi mejor amiga, sino que vive muy cerca de su casa y mi mamá compra los quesos que vende su mamá. Es un chico alto, fuerte y musculoso, con lindos ojos, no tan linda nariz, labios normales y cabello rizado. Nunca hemos sido amigos, lo que se dice amigos, tan solo hemos coincidido en fiestas y algún desfile por el Día de la Bandera. No habría ningún detalle importante respecto a Nando, salvo que hace poco más de un año, en una fiesta sorpresa que organizó Paula (a sí misma) por su cumpleaños, luego de algunas horas de baile y conversación, y baile y conversación… Nando y yo nos habíamos besado. Cuando se lo conté a Paula, intenté lucir tranquila, como si aquello no tuviera mayor importancia, pero ella me dijo emocionada: - Tienes que contármelo todo, con detalles, gestos, palabras, sensaciones e imágenes en cámara lenta. Durante toda esa noche, y las tres noches posteriores a la fiesta, yo no dejé de pensar en Nando y en sus besos. No podía olvidar la escena de película cursi: Estábamos bailando, de pronto él comenzó a dárselas de payaso y me tomó de l cintura como si fuéramos a bailar un vals o algo así. Entonces acercó su cuerpo al mío y nuestros rostros quedaron muy cerca, demasiado cerca, tanto que yo podía sentir su

respiración. Aunque en ese microsegundo me sentía rara, incómoda y nerviosa, curiosamente no quería moverme de ahí. Se habría necesitado una grúa para retirarme. Entonces Nando sonrió, pude ver cada uno de sus dientes. De hecho estaba tan cerca que le vi las muelas, la lengua y las amígdalas. Él me apretó con algo de fuerza por la cintura, aproximó sus labios a los míos y nos besamos. Un corrientazo eléctrico me recorrió toda. Ese beso fue suave, sin mucho alboroto. Instintivamente yo cerré los ojos. El segundo también fue similar. El tercero, con el corazón latiendo a mil, fue un beso un poco más arriesgado que duró aproximadamente dos minutos que parecieron una eternidad y yo decidí abrir los ojos para no perderme nada de lo que estaba ocurriendo. Él me abrazaba, yo estaba atada a su cuello y nuestros labios seguían pegados como si no quisieran cambiar de posición. Yo nunca había besado a nadie. Salvo en los juegos de la botella con los compañeros de clase, en que más que besos nos dábamos golpes secos, picotazos con los labios. Yo nunca había besado a nadie como aquella noche con Nando. No miré el reloj, pero calculo que el primer beso nos lo dimos casi a las nueve de la noche. Mi papá solía recogerme a las doce en punto, como a Cenicienta, así es que supongo que el último beso fue a los cinco minutos antes de la medianoche. Si dividimos dos horas, que son ciento veinte minutos, para los cuarenta y cinco segundos que duraba aproximadamente cada beso, más el intervalo de quince segundo s entre uno y otro… (¡debíamos tomar aire!) aquella noche inolvidable debimos besarnos ¡más de cien veces! Si existiera una maestría o un PhD besístico, esa noche yo me habría graduado con honores. Volví a la realidad cuando Paula apareció, tosiendo discretamente para anunciarse, en el pequeño patio interior donde nos encontrábamos y me dijo: - Tu papá está afuera y dice que salgas. Nando y yo estábamos ligeramente despeinados, pero nada que llamara demasiado la atención. Alisé con las manos mi pelo y dije: - Bueno, eso es todo, me voy, adiós. Él me miró, sonrió y respondió: - Sí, claro, nos vemos. Paula me acompañó hasta la puerta atormentándome con la preguntadera: - ¿Qué pasó? ¿Son novios? ¿Te dijo que te quiere? ¿Te dijo que le gustas? Y yo solo atiné a responderle: - No. No me dijo nada, solo nos besamos. Cuando subí al auto de mi papá, sentía los labios del tamaño de una almohada. Sobra decir que durante esa noche no pegué un ojo. Di tantas vueltas sobre la cama que el edredón se enredó en mis piernas y me envolvió como a un tamal. Al día siguiente, en el recreo, Paula me preguntó: - ¿Qué te dijo? - Nada. Solo se despidió diciendo “nos vemos”.

- Pero ¿qué rayos significa “nos vemos”? ¿Te va a llamar? - ¡No lo sé, Paula! ¡No tengo ni idea! Quizá ese “nos vemos” significa que me llamará para invitarme a salir; o que pasará por aquí, por el colegio, a la salida. O que nos veremos algún día cuando tengamos sesenta y cinco años; o lo único interesante que podía pasar entre nosotros fueron esos besos durante tu fiesta y nada más… - Pero, ¿por qué no le pediste que fuera más específico? - ¡¿Más específico?! ¿Se supone que después del último beso y de su extraña frase de despedida yo tenía que detenerme y decirle: “A ver, Nando, me gustaría que fueras más concreto y me aclararas los alcances reales de tu frase `nos vemos´, para evitar confusiones a futuro” ? ¡Estás loca, Paula! Tú entraste, terminamos el último beso, mi papá me esperaba afuera y yo no podía pedirle como en un examen de colegio que contestara verdadero o falso a mis dudas. - Bueno  – dijo ella intentando tranquilizarse y tranquilizarme - , apenas han pasado unas horas. Seguramente estará buscando la manera de comunicarse contigo. Tienes que ser paciente, Dani. Te aseguro que mañana vendrás con buenas noticias. Pero al día siguiente tampoco hubo novedades. - ¿Llamó? - No. - ¿Estás segura? ¿No estaría descargada la batería de tu teléfono? - No. - ¿Estuviste en tu casa? Porque quizá pasó por ahí y … - Estuve toda la tarde, no me moví, pasé pegada a la ventana por si lo veía cruzar la calle… y nada. - Bueno, Dani  –  decía Paula para aliviarme la angustia -, dale veinticuatro horas más, quizás está muy ocupado. Este es su último año del colegio y tiene que presentar un montón de exámenes y proyectos. - Sí, claro. Luego, en medio de ese compás de espera, Paula y yo nos dedicamos a recrear la noche de su fiesta como si no quisiéramos que se nos escapara ningún detalle. - ¿Te gusta?  – me preguntó ella en un momento en que nuestra conversación se puso más seria. - Bueno, creo que sí, ¿no? Si me besé dos horas con él, creo que no lo veo precisamente como a un monstruo gelatinoso. Creo que me gusta, al menos un poco. No es el tipo más guapo del mundo, pero tampoco compite para el más feo. Nando tiene lindos ojos… - ¿Y qué sentiste cuando te besó? - No sé… algo extraño. Una corriente en la espalda. Un espasmo en el estómago. Un sacudón en el pecho. Pero hoy me siento fatal… - ¿Por qué?

- Porque esta es la primera vez que me pasa, y no sé si tengo que suponer que Nando y yo somos “algo”. - ¿”Algo”? - Sí. Yo sé que la declaración de amor está en peligro de extinción y no pretendo que Nando venga de rodillas con una rosa y un poema romántico a pedirme que sea su novia… pero es que me he puesto a imaginar que quizá él piensa que somos pareja, o que somos amigos que se besan en las fiestas, ¡o que no somos amigos y ya se olvidó de mi nombre! ¡Quisiera saber qué está pensando él en este momento! - Bueno, si estás tan inquieta… ¡llámalo tú! Quizá él está esperando que tú des el paso. A veces los hombres también se sienten inseguros. - ¡¿Llamarlo yo!? ¿Y que se supone que le voy a decir? “Hola, Nando, quiero saber qué somos”. ¡No, Paula, quedaría como una perfecta idiota! -¿Quieres que yo hable con él? - ¡Estás loca! Te lo prohíbo terminantemente. No quiero que piense que te he enviado como emisaria. Prefiero esperar un poco más.

7

Y esperé y esperé y esperé. Y no llamó. Y de “tu simpático primo Nando que tiene lindos ojos” pasó a convertirse en “ese desgraciado de tu primo al que no quiero nombrar y al que algún día le sacaré los ojos con cuchara”. Por eso cuando Paula me dijo que el chofer que nos ayudaría en el plan era Nando, yo me quedé fría y al rato le dije: - No cuentes conmigo, yo no voy. Pero ella me envolvió con su discurso. Era demasiado hábil y no se detendría hasta conseguir su objetivo. Me convenció por el lado del orgullo. Me dijo que, si yo me borraba del viaje, a Nando le quedaría claro que yo lo estaba evitando porque aún me dolía su indiferencia. Entonces ella me sugirió que le diera una lección y que en ese viaje yo le demostrara que me importaba un reverendo pepino. El orgullo tiene que ser algo muy parecido a un monstruo con tentáculos, porque te atrapa y te lleva a hacer cosas que un minuto antes habrías jurado no hacer. - Nando ya no me interesa  – le dije honestamente -, solo le tengo un poco de rabia contenida y multiplicada geométricamente. - Sí, entiendo. Es como si quisieras cobrarle una deuda. - ¡Eso! - ¿Entonces? ¿Vienes? - Sí, no sé cómo, pero voy contigo. El resto de detalles del viaje aparecían en la boca de Paula como una respuesta sencilla pero contundente. Ella, como el Chapulín Colorado, afirmaba que todos sus movimientos estaban fríamente calculados. Nando nos llevaría en el Patamóvil, un Mini Austin modelo 1979, de color rojo, en el que usualmente Nando y su hermano mayor debían transportar los quesos que fabricaba su familia y que vendían a distintos clientes de toda la ciudad. Como el olor pungente de los quesos maduros se había impregnado en cada rincón del auto, lo habían bautizado como el Patamóvil. De nada servían los desodorantes ambientales… El cartón en forma de pino que colgaba del espejo retrovisor no despedía aroma a bosque sino a un fermentado queso Roquefort. Pese a todo, el pequeño y anciano Mini Austin era el tesoro más preciado para Nando y su hermano mayor. m ayor. Aunque nuestro gentil chofer no tenía permiso para conducir, Paula decía que su primo era un excelente conductor y que en apenas dos meses, cuando cumpliera dieciocho años, podría sacar la licencia. - ¿Y de verdad es bueno al volante?

- Buenísimo, va despacio como una viejita y es superrespetuoso con todas las señales de tránsito. Cada vez que ve una señal se detiene, aunque en ella no diga “pare”. Si no fuera así, mis tíos jamás le pedirían que ayudara en la entrega de quesos. - ¿Y ya reservaste las habitaciones en el hostal? - Sí, no te preocupes, lo hice todo por Internet. En una habitación dormiremos tú y yo, y en otra más pequeña dormirá Nando. - ¿Y crees que el dinero que llevaremos será suficiente para todos los gastos? - ¡Claro! Si cada uno lleva cien dólares, con eso tendremos más que suficiente para la gasolina, la comida, el pago de las habitaciones del hostal y las entradas del concierto. Confía en mí, Dani, soy buenísima organizando proyectos. - Ahora solo tenemos que conseguir que Marlene llame a nuestros papás y les diga que ella se encargará de cuidarnos el fin de semana. - ¡Dalo por hecho! ¡Nada ni nadie impedirá que vayamos a ese concierto! Cuando escuché esa frase sentí que se me congelaba la espalda. Sentí miedo, pero no quise confesarlo. Si yo admitía que el plan me provocaba temor, estaba segura de que Paula me lanzaría un sermón de aquellos en que yo quedaba como un ratón asustadizo que salía corriendo ante cualquier cosa. Al llegar a casa me miré en el espejo y me dije: - No te hagas rollos, tienes quince años, en unos meses cumplirás dieciséis, ya no eres una niña pequeña y tienes que demostrarlo. Y así, con esa sensación de adultez, saqué de mi caja secreta todos los ahorros que tenía: ciento diecisiete dólares. “Vale la pena”, me dije a mí misma. “Te lo vas a pasar muy bien, y ese torpe de Nando se va a dar cuenta de lo que se perdió”.

8

El martes por la mañana Paula y yo hablamos con Cristina. Necesitábamos de su complicidad para ejecutar el plan. Ella tendría que ayudarnos con el contacto de su hermana, la simpática Marlene. Cristina era una chica especial, tenía un corazón gigante rodeados de algunos kilos de sobrepeso. Era rebelde, obsesiva con el chocolate, divertida, linda y profundamente sensible. La suya era una familia que siempre me resultó extraña. Parecía como si todos guardaran un secreto, pero intentaban disimularlo muy bien. Sus padres pertenecían a la crema, de la crema, de la crema y nata de la sociedad. El padre había sido alcalde en varias oportunidades y tenía la típica cara de político barrigón listo para la foto. La madre se preciaba de ser una artista plástica renombrada, y hacía unos horribles cuadros de atardeceres marinos con sol, canoa y tres gaviotas volando hacia el horizonte. Cuando los dos estaban en casa, no se dirigían la palabra, podían permanecer una hora en la mesa del comedor sin siquiera mirarse. Parecían un perro y un gato encerrados en una jaula. Sin embargo, cuando salían y paseaban por el centro, se dejaban ver como la pareja más feliz del mundo. Un día, una profesora le dijo a Cristina: - ¡Qué linda pareja hacen tus padres! Se ven tan enamorados. Yo creo que cuando tu mamá conoció a tu papá tuvo un golpe de suerte. Cristina dirigió a la profesora una sonrisa de hielo y solo atinó a agradecer el comentario con un leve movimiento de cabeza. Luego giró hacia donde yo estaba y me dijo en voz baja: - Lástima que ese no haya sido el único golpe que mi mamá ha recibido de mi papá. Esa pareja, que se veía feliz en las fotos del periódico durante las campañas electorales, tenía dos hijas que eran como el agua y el aceite: Marlene y Cristina, y un hijo, Pablo, un chico muy lindo e inteligente i nteligente a quien enviaron fulminantemente fulminantemente a estudiar a Europa cuando un día él decidió que llevaría una vida diferente a la que su padre habría querido que llevara. Pablo había optado por ser él, auténticamente él, en una ciudad chica que no le perdonaría esa valentía. Marlene era la hija buena y Cristina, la revoltosa. Marlene, la ejemplar y Cristina, la alocada. Marlene, la flaca y Cristina, la “¡ya deja de comer que pareces un globo!” . Esa comparación permanente y desafortunada era la que provocaba en Cristina toda su rebeldía. Cuando Paula y yo le contamos el plan, a ella le pareció buenísimo, y desde el primer momento nos dijo que podíamos contar con ella y su discreción. Con alguna dosis de pudor, Paula tuvo que contarle lo que sabía de su hermana Marlene, pero nuestra sorpresa fue grande cuando Cristina nos dijo que lo sabía desde hacía tiempo:

- Yo también los he visto juntos y alguna vez que ella me colmó la paciencia le dije que, si me seguía atormentando, la delataría con mis papás. Pero a ella no le importó porque sabe que, si tuviéramos que enfrentar su palabra contra la mía, jamás mis papás creerían en mí. Paula tenía la foto guardada en su celular, así es que Marlene no podría negarse. Y no se negó. En realidad, no tuvo demasiadas opciones. La noche del martes mi mamá recibió una llamada de la ejemplar Marlene, quien se ofrecía gentilmente para cuidarnos durante el fin de semana en que ellos estarían en el retiro del colegio, y ayudarnos con el proyecto de Ciencias. Mi mamá, por supuesto, accedió luego de hablar tres horas con la mamá de Cristina. Ella no se quedaría tranquila hasta saber que toda la familia estuviera al tanto de mi presencia en su casa y comprometida con mi cuidado. La parte más difícil del plan, aquella que yo consideraba casi imposible, ¡estaba resulta!

9

El miércoles nos dedicamos a afinar los preparativos. Sentadas en el césped del patio del colegio íbamos repasando todos los detalles que deberíamos considerar: dinero, equipaje, música, comida, etc. Esa mañana Paula había hablado con Nando y él le había confirmado que el Patamóvil estaría listo para el viaje. - ¿Le dijiste que yo estoy incluida en el plan? ¿Nando sabe que voy? - Claro que se lo dije. - ¿Y te comentó algo? - Si lo que esperabas escuchar es que a Nando se le cortó la voz, que se emocionó hasta las lágrimas y que me confesó secretamente que en lo único que sueña es en volverte a ver… me temo que esa no es la respuesta precisa. - Bueno, ya, ¿qué te dijo? - Ahh… - Que qué te dijo, ¡contéstame! - ¡Eso! Yo le conté que tú vendrás con nosotros y él respon dió: “ahh…”. - ¿Y qué rayos significa “ahh…”? - ¡No losé, Dani! El lenguaje de los hombres es muy complicado, ¡quién los entiende! No se entienden ni ellos mismos. ¿Te has fijado cómo se saludan entre los amigos? Mientras las chicas nos damos un beso en la mejilla y nos decimos sutilmente: “Hola, ¿qué más?, ¿cómo te va?, ellos se reciben con golpes en el estómago o patadas, y frases grotescas tipo: “¡Qué más, hijo de tal, basura de alcantarilla! ¿Dónde te habías metido, ratón maldito del infierno?”. - Bueno, sí, Paula, de acuerdo. Es muy difícil entender a los hombres, pero, cuando Nando dijo: “ahh…”, quizá la entonación de su voz pudo darte alguna pista. - No entiendo. - Quiero saber si el tono de voz con el que pronunció “ahh…” fue de alegría o de rabia o de indiferencia o de miedo o de incertidumbre o de emoción o de tristeza o de frustración o de calma o de resignación. ¿Acaso no te diste cuenta? Paula se quedó pensativa durante unos segundos y luego respondió: - ¡No sé! ¡Me confundes! Lo dijo en tono de “ahh…” y ya, no quiero hablar del tema. Ahora conversemos sobre la posible extinción de los osos polares. Paula tenía muchas virtudes, era una superamiga, pero entre sus defectos había uno que me sacaba de casillas: era terca como un burro. Cuando ella dec ía: “No quiero hablar más del tema”, significa que, aunque yo la encadenara   y la sometiera a las más monstruosas torturas, ella no abriría la boca. - ¿Sabes que a veces eres ligeramente insoportable, Paula? Yo solo quiero saber con qué Nando me encontraré…  con el simpático o con el desgraciado.

- Los pobres ositos polares están perdiendo territorio porque el hielo de los polos desaparece poco a poco. - Está bien… no digas nada. Pero si este viaje se convierte en pesadilla para mí, te va a salir muy caro. - ¿Qué harás? - Le diré a Quique que no lo has olvidado y que quieres volver a sus brazos. - No lo harás, porque ahora Quique está saliendo con esa grandota de noveno que parece un transformer. - Precisamente por eso lo haré, para que la transformer se encargue de ti. - ¡Bruja! Te aseguro que este viaje no será una pesadilla. Ambas lo recordaremos como la experiencia más linda de nuestras vidas… ¡Vamos al concierto de los Free Cats! ¡Eso es lo único que debería interesarte! Y ya olvídate de la reacción de Nan do… quizá no supo qué decir. Él no es mal tipo, créeme. En ese momento sonó el timbre y volvimos a clases. Pero aunque Paula me lo había sugerido, yo no podía borrar de mi mente la respuesta de Nando. Estaba molesta. Furiosa. ¿Cómo era posible que su única reacción se tradujera en una simple y pelada palabra “ahh…”? ¿Acaso no era capaz de decir algo inteligente? Furiosa, decidí escribir un mensajito a Paula en el retazo de una hoja de mi cuaderno de Física:

A este tipo no lo entiende nadie. Ni siquiera se entiende a sí mismo. Perdona porque sé que a ti te cae bien, pero a mí me parece un idiota.

Doblé el papel y discretamente extendí mi mano hacia donde estaba Quique para que él se lo pasara a Diana y luego a Paula. Pero en ese preciso momento escuché la voz del Lobo Guerra: - ¿Qué tiene en la mano, señorita Aguilar? Como un acto instintivo, Guerra miró en un segundo su bragueta, por si el accidente se había vuelto a presentar, pero, al constatar que todo estaba en su lugar, volvió al ataque. - ¿No escuchó, señorita? Me quedé fría. Esta vez la autora del mensaje era yo, y sabía exactamente lo que ahí había escrito. - Nada, profesor, discúlpeme. Por favor, continúe con la clase. - Claro que continuaré, pero antes le pido que me entregue ese papel. No quiero más interrupciones.

Yo no podía permitir que el Lobo Guerra leyera el mensaje, porque pensaría que iba dedicado a él. Con mi puño y letra yo había escrito: A este tipo no lo entiende nadie. Ni siquiera se entiende a sí mismo. Perdona porque sé que a ti te cae bien, pero a mí me parece un idiota.

- Claro, profesor, yo le entregaré el papel, pero quiero pedirle, por favor, que no lo lea se trata de un tema confidencial. Él río, cerró el libro que llevaba en sus manos y, mirándome con sus ojos amarillentos, respondió: - No se preocupe, soy una persona respetuosa y, si usted no quiere que yo lo lea… no lo leeré. - Gracias, profesor. Me quitó el papel y descaradamente lo abrió. Cuando terminó de leerlo, en silencio, dijo: - ¿Sabe, señorita Aguilar? En el último momento cambié de opinión y me gustaría que toda la clase escuchara lo que contiene este papel. ¡Quique lea esto! Quique se levantó, me miró como si sus ojos me pidieran disculpas por lo que haría y yo sentí que me moría. Lentamente, el mensaje fue leído ante todos mis compañeros y ante la mirada vidriosa del Lobo. Fue inútil que yo, en mi angustia, le confesara que estaba hablando de un chico con el que había tenido una mala experiencia. Incluso Paula se levantó para corroborarlo. Pero Guerra no dudó en disparar contra mí toda su rabia. Pedí disculpas muchas veces por interrumpir la clase, pero él me lanzó una retahíla de ofensas y no quiso aceptar mi verdad ni mis excusas. Exaltado levantaba su voz y me gritaba: - ¡Sea honesta y tenga la entereza de decírmelo en la cara! ¡Vamos, dígame que soy un idiota! Fue un momento horrible. No pude contener las lágrimas de rabia y de vergüenza por el espectáculo que presenciaban mis compañeros. Minutos después, me condujo al rectorado. Cuando caminábamos, los dos solos, me atreví a decirle por última vez: - Profesor, le juro que yo no me refería a usted. ¡Créame! Él, sin siquiera mirarme, respondió iluminado por su ironía: - Ya sé, Aguilar, ya sé que no se refería a mí. Pero no sabe cuánto estoy disfrutando de este momento… - ¡Pero, profesor, usted no me puede hacer esto! - Claro que puedo, y lo hago.

Me quedé fría. No sabía cómo reaccionar. - ¡Hablaré con la directora y se lo explicaré todo!  – le dije indignada. - Hágalo Aguilar, y veremos si ella le cree a usted o a mí. Minutos más tarde, y luego de una reunión parecida a un juicio en el que dos fiscales arremetían sin piedad contra mí, la directora me impuso un regular en Disciplina y me expulsó durante un día del colegio, la sanción más severa que un estudiante podía recibir. Pero eso no fue todo, ella decidió, además, castigarme durante el fin de semana. - No solo eres una calamidad en Disciplina, Aguilar. He revisado tu libreta y me doy cuenta de que la asignatura en la que llevas unas notas desastrosas es Química. Así es que durante este fin de semana, sábado y domingo, la profesora Ligia te dará ocho horas diarias de esa materia para que la refuerces. El día lunes rendirás un examen. Y ahora vete, que tengo cosas más importantes que hacer. El profesor Guerra sonrió y me despidió con una frase amable: - Que tenga un buen fin de semana, señorita Aguilar. Ah, y permítame que la felicite, por lo que pude ver en su mensaje, he notado que tiene muy bonita letra.

10

- Tendrás que buscar otra compañera de viaje. Eso fue lo que, decepcionada, le dije a Paula cuando la tarde de ese miércoles me llamó a casa. - ¡No! Tiene que haber una salida. Quizá si hablas con Guerra o con la directora y les explicas otra vez y con la cabeza fría lo que ocurrió… - No servirá de nada. Ya intenté hacerlo y no me creyeron. Cuando Guerra y yo entramos al despacho de la directora intenté aclararlo todo por décima vez, pero Guerra salió al ataque y comenzó a decir cosas horribles: que yo siempre he sido rebelde e insolente, que él ha tenido que tratarme con mucho tacto debido a mi soberbia, que siempre he sido un mal ejemplo para todos, que conduzco a toda la clase al camino de la desobediencia… Y claro, la directora le dio todo el crédito a él. Tenías que haberlo visto, Paula, ponía cara de bondadoso y hablaba con voz baja y pausada, como un dulce abuelito. Quien no lo conoce podría pensar que se trata de un maestro cálido y amable. Luego intenté que la directora me cambiara la fecha de las clases de Química para la próxima semana, pero fue imposible. Inmediatamente la secretaria ubicó a la profesora Ligia y ella, aunque muy seria, accedió sin chistar. Lo siento, Paula, me habría gustado mucho ir al concierto, pero de esto no me salva nadie. Ya he escrito esta historia en mi top ten de las peores metidas de pata. - Siempre hay una salida, Dani. Déjame pensar en algo y luego te llamo. Mis papás estaban furiosos, nunca los había visto así. Si hubieran podido comerme, lo habrían hecho sin cargo de conciencia. El sermón duró dos horas y fue un poco repetitivo. Yo solo bajé la mirada y los escuché sin hacer ningún comentario. Si me hubiera dedicado a contar las veces en que pronunciaron: “¡Qué barbaridad !”, seguro habrían sobrepasado las cien. Ambos hicieron un inventario de todos los valores que, con su ejemplo, me habían inculcado a lo largo de mis quince años: - ¿Dónde quedaron el respeto y la disciplina que siempre te hemos enseñado? ¿Dónde, la obediencia y la consideración? ¡Qué decepción, María Daniela! Ellos solo me llamaban María Daniela cuando estaban furiosos. Recuerdo que cuando era niña y escuchaba a mi mamá decir: “¡María Daniela, ven acá!”, yo estaba segura de que lo que me esperaba al llegar sería un chancletazo en el trasero o un pellizcón que quedaría grabado en mi brazo y en mi memoria. - ¡Ese mensaje no iba dedicado al profesor Guerra, mamá! Yo me refería a otra persona, ¡pero nadie me creyó! - ¿Y cómo pretendes que alguien te crea si en ese mensaje estás insultando al profesor de Física? - ¡Qué no me refería a él! Si tampoco me cre en ustedes… no puedo esperar que me crea la directora. El único error que cometí fue escribir un mensaje durante la hora de clase, ¡pero yo no ofendí a Guerra!

- Bueno, María Daniela  – dijo mamá -, cumplirás con tu castigo y asistirás al colegio a las clases de Química, pero además tu padre y yo te impondremos otro castigo… En este año se terminaron las fiestas, las reuniones y las salidas con tus amigos. - Pero, mamá… - Pero, mamá, ¡nada! Esta conversación terminó aquí. Y cuando mamá dictaba esa sentencia quería decir que no había posibilidad de que retomáramos la discusión. En eso se parecía mucho a Paula, que, cuando decidía evadir un tema, se ponía a hablar de ositos polares en peligro de extinción. Fue una tarde amarga. Lo que más me molestaba era la sensación de haber sido víctima de una injusticia: nadie había creído en mi versión. De seguro todos en el colegio estarían comentando lo que había ocurrido y pensarían que yo me había pasado de bruta. Casi podía imaginarlos diciendo: - ¿Pero cómo se le ocur re meterse con el Logo y llamarlo “idiota”? El recuerdo de Nando se me hacía más turbio aún después de este incidente. Y el solo hecho de imaginar que pasaría el fin de semana repitiendo: “Flúor, cloro, bromo, yodo, oxigeno, azufre, selenio y teluro…”, ¡me  ponía la piel de gallina! La Química y yo nos llevábamos fatal. Cerca de las nueve de la noche recibí un mensaje de Paula, atiborrado de signos de exclamación. En la pantalla de mi teléfono decía misteriosamente:

¡¡¡Se me ha ocurrido una superideal!!! Creo que alguien nos puede ayudar. Mañana te cuento.

11

Provocaba burlas y bromas amargas en todos. La profesora Ligia era uno de los personajes extraños del colegio. Era más rara que un perro verde y sobre ella se tejían un sinnúmero de leyendas surrealistas que iban desde lo caricaturesco: “Parece la hija fea de unos aliens”, hasta las reflexiones más ofensivas que especulaban con cuestiones de su sexualidad. Delgada, pequeña y blanquísima, parecía que siempre vestía con ropa tres tallas superiores a la suya. Sus colores preferidos: toda la gama comprendida entre el gris claro y el gris ratón. Tenía el cabello rubio, ligeramente rizado y atado siempre como una cola de caballo. Ojos pequeños, nariz pequeña, boca pequeña. Pese a su figura frágil tenía la voz grave y eso provocaba extrañeza cuando se la escuchaba por primera vez. Parecía que el maquillaje era un tema que la traía sin cuidado, porque siempre daba la impresión de que acababa de lavarse la cara con agua helada. Era común verla restregándose las manos, como si tuviera frío. Las tenía arrugadas como papel de seda y sus dedos eran largos. ¿Su edad? Muy difícil de calcular. Por la textura de su piel y el color de su cabello, quizá treinta y cinco años. Por su gusto en el vestir… ciento cuarenta y c inco. Se la veía siempre solitaria caminando aceleradamente por los patios del colegio, como si le urgiera llegar a algún lugar. Era nuestra profesora de Química apenas desde hacía un año y, lo confieso, no era la asignatura que yo más disfrutaba. Aunque ella intentaba hacer de la Química algo que nos gustara, conmigo no lo consiguió fácilmente. Las fórmulas, las sustancias, los compuestos y los elementos provocaban todo tipo de confusiones en mi cabeza. Un día Quique, a quien le ocurría lo mismo que a mí, se lo dijo como una verdad salida del alma: - Disculpe, profesora Ligia, pero mi problema con la Química es que no tenemos química. Pero estaba claro que Quique y yo éramos la excepción, porque el resto de la clase parecía comprender todas esas fórmulas extrañas que aparecían en la pizarra ¡e incluso disfrutar de la clase! Daba la impresión de que a la profesora Ligia no le importaba eso de “ser la mejor amiga de sus alumnos”. No era precisamente un cascabelito navideño, qué va, siempre se mostraba seria, p rofesional y casi inexpresiva… sus cejas no se movían del lugar para manifestar alegría, tristeza o sorpresa. Sin embargo, creo que nadie se habría atrevido a decir de ella que era mala gente. Su calificativo más recurrente fue siempre “rara”. Trabajaba hacía diez años en el colegio. Había comenzado como ayudante y, poco a poco, se había ido ganado su sitio como profesora titular. Ella había logrado, tras mucho esfuerzo, que el colegio montara un laboratorio de Química que estaba muy bien dotado de recursos.

Tiempo atrás, cuando el antiguo director, el señor Ayala, había decidido, tras el análisis de sus logros y calificaciones, nombrar a la profesora Ligia como jefe del área de Ciencias, algo hizo que ese nombramiento se truncara. Coincidió que en ese momento el señor Ayala se jubiló y llegó la nueva directora. Nadie supo lo que en verdad ocurrió durante esos días de cambios, pero lo cierto es que poco tiempo después, curiosamente, el profesor Guerra recibió esa designación entre aplausos y felicitaciones de la directora. Al día siguiente, mientras yo estaba en mi casa castigada y expulsada del colegio, Paula se dirigió al laboratorio de Química y allí fue atendida por la profesora Ligia. - Hola, profe, perdone que la interrumpa, pero necesito pedirle un favor. - Dime  – respondió ella con su voz masculina sin despegar los ojos del microscopio que tenía en frente. - El favor no es para mí, sino para una amiga. - ¿Y por qué no viene tu amiga a pedírmelo? - Porque no puede, la expulsaron por un día. -  Ah… - dijo ella volviendo su atención a Paula-, entonces se trata de Daniela Aguilar. - Sí, exactamente. - ¿Sabes que por su culpa perderé mi fin de semana y tendré que darle clases el sábado y el domingo? - Sí, lo sé. Y de eso se trata. Queremos saber si es posible que usted traslade esas clases para el siguiente fin de semana. Eso nos ayudaría mucho, ¿sabe? - Pues no es posible, Paula, porque el próximo sábado saldré de viaje a visitar a mis padres, así es que dile a Daniela que lo siento. Además, la directora me ha exigido que le tome una prueba el lunes siguiente. Paula insistió de varias maneras, pero parecía que no había salida. - ¿Puedo preguntarte algo, Paula? ¿Por qué castigaron a Daniela? - Paula pensó tres veces antes de responder a esa pregunta. Le habría gustado decir: “Todo fue por culpa del Lobo Guerra, que se portó como un canalla, maldito, perverso, infame, desgraciado, ruin”, pero prefirió ser políticamente correcta: - Tuvo un problema con el profesor Guerra. Y usted sabe cómo es él… exigente, riguroso, estricto y severo. En ese momento, la profesora Ligia miró al techo y, sin darse cuenta, se le escapó: - Guerra es un gusano… Al día siguiente, justo el viernes en que nuestro esperado viaje y el retiro de nuestros padres se concretarían, fui citada en el primer recreo por la profesora Ligia. Paula me acompaño, segura de que podría necesitar su ayuda. Ella se quedó en la puerta, en la parte de afuera, sentada en el piso esperando a que yo volviera. Al ingresar, la profesora me pidió que me sentara junto a ella, restregó sus manos, que salían apenas de su larga chaqueta gris, y me dijo:

- Daniela, quiero que me cuentes exactamente lo que ocurrió. La miré intentando descubrir su intención. Y, por algún motivo, decidí que confiaría en ella… Se lo conté todo.

12

Muy poca gente llegó a saber que durante los días de transición, en los que el director Ayala dejaba el colegio y daba paso a su sucesora, de manera misteriosa, la documentación y calificaciones para el ascenso de la profesora Ligia desaparecieron de los archivos. En su lugar se encontraron viejas cartas, supuestamente enviadas por padres de familia, pero cuyas firmas apenas lograban entenderse, en las que planteaban quejas graves en cuanto a la capacidad y el trato a los alumnos de la profesora Ligia. Como una extraña coincidencia, los padres que se suponía habían protestado ya no vivían en la ciudad e incluso uno de ellos había fallecido. El segundo lugar en la lista de preselección para la jefatura del área de Ciencias, con gran distancia de puntaje, era casualmente el profesor Guerra. De nada sirvió que la profesora Ligia moviera cielo y tierra para que se revisara su caso. Nadie reparó en su solicitud para que se la sometiera de nuevo a todas las pruebas de conocimiento pedagógico y de la materia. A nadie le interesó analizar la autenticidad de las cartas de queja de los padres de familia. La directora dijo que, ante la falta de documentos justificativos, su postulación quedaba suspendida y que el ascenso le correspondía al profesor Germánico Guerra. - Pero, señora  – le había dicho Ligia a la directora -, quizá usted podría hablar con el exdirector, el señor Ayala. Él podría darle información sobre mi desempeño en el colegio durante estos años. - No es necesario. El señor Ayala ya es historia y soy yo quien da las órdenes, así es que le solicito, profesora Ligia que respete la jerarquía de su nuevo jefe de área, el profesor Guerra. Si no quiere tener problemas, le recomiendo que acepte en paz esta designación. Guerra únicamente se había dirigido a ella para decirle: - Y dé gracias, Ligia, de que no saque las cartas de protesta de los padres de familia para evitarle un despido de la institución. Indignada ante la injusticia, la profesora Ligia pensó en retirarse del colegio, pero no tenía demasiadas alternativas. En una ciudad tan pequeña como la nuestra, casi todos los colegios recibían a diario innumerables carpetas de maestros que querían trabajar por el salario que pudieran pagarles. - Pero ¡¿por qué no los denunció?!- preguntó Paula, que, harta de estar sentada en el piso, se había colado por la puerta mientras la profesora me contaba su historia. - ¿Qué haces aquí? - Perdone, profe, es que ya se me congeló el trasero: la baldosa del pasillo es incomodísima y helada. Pero no se preocupe, si usted quiere, saldré nuevamente. - No, Paula, quédate. Si has escuchado la historia que Daniela y yo hemos compartido, puedes quedarte.

- ¡¿Por qué no los denunció, profe?! Tiene que haber alguna autoridad de educación que pueda revisar un caso como el suyo, ¿no? - Sí, la hay. Pero es que no he terminado la historia. Desistí de todo intento cuando descubrí un pequeño detalle. - ¡¿Cuál?! – preguntamos las dos intrigadas. - Que el profesor Guerra es sobrino de la directora. Este es un secreto a voces del que nadie quiere hablar. Por eso me fui quedando sola. Mis compañeras y compañeros sabían de la injusticia, pero no querían correr riesgos. - Pero con más razón  – adujo Paula  – las autoridades de educación deberían saber de este tema. - No es tan fácil, Paula. Hay demasiadas razones políticas en este embrollo, contactos, relaciones, compromisos con las autoridades… Si yo decidiera denunciar y gritar a los cuatro vientos que he sido víctima de una injusticia, lo único que conseguiría es perder mi trabajo. Y ese es un lujo que no puedo darme: tengo unos padres a quienes debo mantener. Por eso prefiero permanecer al margen, quedarme sola, a un lado, construyendo mi propio mundo en este laboratorio que es mi refugio. Antes de retirarnos del laboratorio, Paula y yo le comentamos que queríamos salir de viaje, en secreto, sin que nuestros padres lo supieran, para asistir al concierto de los Free Cats. Cuando quisimos explicarle quiénes eran, nos sorprendió con su respuesta: - ¡Si, claro, los conozco! Tengo dos discos de los Free Cats y me encantan. Sobre todo esa canción de… ¿cómo se llama? Sí, es “La mudanza” –  y comenzó a tararear esa canción que Paula y yo supimos continuar: Quiero abrir la ventana de mis ojos, que la lluvia limpie mi memoria. Quiero olvidar que ayer reía con esas palabras que te llevaste para siempre. Te llevaste la sonrisa que guardábamos en el sofá. Subiste al camión de mudanza el beso que colgábamos junto a la puerta…

En ese momento sonó el timbre que anunciaba el final del recreo. - No te preocupes, Daniela. Te libero de las clases de Química y el día lunes pasaré una nota de ocho a la directora. Si ella me pregunta, le diré que fuiste a mi casa los dos días y todo listo… - ¡Gracias, profe!

- Todavía no me agradezcas con tanta emoción, porque, si bien te libero de las clases del sábado y el domingo, te espero durante el lunes y el martes al salir de clases para explicarte algunos temas de la materia en los que no vas bien. Bueno, la noticia no fue tan buena como esperábamos… ¡pero ya podíamos continuar con el plan! Antes de salir, ella nos preguntó: - Ese viaje que van a hacer… ¿lo han pensado bien? - Sí, profesora, no se preocupe. Hemos cuidado todos los detalles. Al salir del laboratorio, luego de prometer en un pacto solemne que las tres sabríamos guardar los secretos que allí nos habíamos contado, Paula y yo nos quedamos con la horrible sensación de haber compartido con todo el mundo, y durante mucho tiempo, los prejuicios que convertían en perro verde a una mujer que era más sensible que un cascabel de Navidad.

13

De acuerdo con lo planificado, a las seis y media de la tarde mis papás me llevaron a casa de Cristina. En el trayecto rompieron la ley del hielo que me habían impuesto desde el miércoles como un matiz adicional a mi castigo. Mamá me preguntó por el proyecto de Ciencias en el que supuestamente trabajaríamos Paula, Cristina y yo. Me sentí mal por mentirle, pero no había opción… si ella hubiera sabido la verdad, me abría atado a la pata de la cama y habría pedido prisión de por vida para Nando y Paula. Para aliviarme un poco (solo un poco) pensé en todas las veces que le había dicho la verdad, y siguiendo esa sugerencia simplona que a veces te hacen tus amigos: “Pon las cosas en una balanza”, me di cuenta de que afortunadamente el plato de las verdades era mucho más pesado que el de las mentiras, así es que quise pensar que esa pequeña mentira no modificaría demasiado el promedio. Al llegar nos recibieron los padres de Cristina, que también estaban listos, aunque poco entusiastas, para el retiro. Para ningún papá había resultado tentadora la idea del “retiro por la Semana de la Familia” propuesta por la directora, pero así eran las cosas y no había espacio para la protesta. La simpática de Marlene, con su cara de santa, salió a saludarnos y no tardó en decirles a mis padres que no se preocuparan, que ella se encargaría de que avanzáramos con el trabajo que debíamos realizar. Al rato llegó Paula, caminando sola con su mochila al hombro. - ¿Y tus papás?  – preguntó la madre de Cristina. - En casa… un  poco retrasados, irán directamente al lugar del retiro. Cuando las cuatro nos quedamos solas, Marlene, la bruja, tomó la palabra. Mirándonos a Paula y a mí, dijo: - A mí me tiene sin cuidado lo que ustedes hagan con sus vidas, siempre y cuando no se metan con la mía. Les he ofrecido a sus padres que las cuidaré, así es que mi compromiso es entregarlas sanas y salvas el domingo por la tarde… por lo tanto les pido que no hagan tonterías. - Entonces  – dijo Cristina irónicamente -, nos quedaremos las dos hermanitas solas en fin de semana, ¡qué buen plan! - Pues no, enana, yo no estaré aquí porque también tengo planes. Estaré de vuelta el domingo al mediodía, así que te advierto que tampoco tú puedes hacer tonterías este fin de semana. - ¡Qué bien! ¡Tengo la casa para mí sola! Invitaré a algunos amigos a ver películas. A Cristina le encantaban las películas de terror con decapitados y niños fantasmas de rostro pálido. El mejor plan de su vida era invitarnos a su casa, comprar pizza y poner alguna película espeluznante que nos hiciera gritar. Cuando vimos El exorcista, la pizza quedó intacta… a ninguno de nosotros se le ocurrió comer un pedazo luego de haber visto la imagen de la niña vomitando aquella sustancia verde.

Alguna vez Paula le preguntó por qué le gustaba tanto ese género y Cristina respondió: - Porque en las películas de terror los abrazos con los vecinos están asegurados. Y tenía razón… misteriosamente en cada invitación a su casa nos sentábamos de manera intercalada hombres y mujeres. Pensándolo bien, era un buen plan. Aunque Marlene quería dárselas de dura, la curiosidad la carcomía. - ¿Y ustedes qué harán? Al menos podrían contarme cuál es su plan, ¿no? - Pues no – respondió Paula. - ¿Por qué no? - Porque no. - ¿Sabes que eres insoportable? - Sí… pero tengo una foto que no me gustaría que vieran tus papás… así es que más te vale que me trates con cariño. - Pues bien, hagan lo que les dé la gana, siempre y cuando regresen sin un rasguño el domingo a las tres de la tarde. Ah, y por si piensan que de aquí en adelante podrán utilizarme cada vez que quieran huir de sus papás, ¡olvídenlo! Esta es la primera y la última. Cuando todo esto termine, quiero que borres de la memoria de tu celular esa foto. ¿Entendiste? - ¡Fuerte y claro, mi general!  – respondió Paula, riendo y colocando su mano en la frente como una visera militar. Desde la hora del almuerzo yo me había dedicado a guardar las cosas que llevaría en la mochila para mi aventura: ropa, un par de zapatos, pijama, cepillo de dientes, una tonelada de brillo labial, perfume, mi ipod, el dinero y, claro… una mirada de hielo por si la necesitaba para lanzársela a Nando. Luego de ese viaje, a Nando le debería quedar absolutamente claro que su presencia me importaba un pepino. - Hablé con mi primo y ya hemos cubierto todos los detalles del transporte, inversiones y la logística. - ¡Qué lora, Paula! ¿Qué es eso del transporte, inversiones y logística? - Patamóvil, cama y comida. - ¿Y? ¿Todo cubierto? - ¡A la perfección! A las diez y media de la noche, una hora y media más tarde de lo acordado, vimos desde la ventana de la terraza que el patamóvil llegaba. No sabía con qué Nando me encontraría, pero, por las moscas, preferí ir a la defensiva. - ¡¿Y?!  –  le preguntó Paula, algo molesta, mirando el reloj como pidiendo explicaciones. - Lo siento, lo siento, no digas nada. Mi hermano Pepe tenía que hacer unas cosas y se le hizo tarde. ¿Nos vamos? ¿Ya llegó tu amiga?

Él dijo así: “Tu amiga”, con lo cual seguramente quiso poner en evidencia que ni siquiera recordaba mi nombre. Furiosa pero decidida aparecí yo y lo saludé fríamente. - Hola. ¿Dónde pongo mi mochila? Él me miró y, casi sin inmutarse, respondió: - Hola, bueno… como verás, el maletero de este auto es muy amplio pero creo que aquí puede caber todo el equipaje que llevaremos. Lo primero que pude constatar fue que el olor del auto era realmente un homenaje al calcetín. Nando juró que el día anterior lo había llevado a la lavadora pero que, por mucho que lo limpiaran, era muy difícil eliminar ese aroma a queso. Cerca de las once nos despedimos de Cristina, que no paró de desearnos suerte, y emprendimos el viaje. Nando se mostraba ligeramente nervioso. Paula, desbordante de emoción. Yo… furiosa. Naturalmente, la música que acompañó nuestro viaje fue la de los Free Cats. Eso ayudó a que los incómodos momentos de silencio se salvaran con comentarios tipo: - Qué buena es esta. - Para mí esta es la mejor. - Con esta abrieron su primer concierto en Argentina, ¿no? Al poco tiempo de salir de nuestra ciudad nos detuvimos en una estación de gasolina y allí gastamos los primeros veinticinco dólares de los trescientos diecisiete que habíamos juntado. De acuerdo con los cálculos de Paula, nuestros gastos se dividirían de la siguiente manera: Gasolina, tres tanques llenos: $ 75 Hostal barato pero decente: $ 70 (por una noche) Desayuno para muertos de hambre: $ 25 Entradas al concierto: $ 75 (tres en preferencia)  Almuerzo: $ 25 Cena (tres hot dog con coca cola): $ 15 Desayuno discreto del domingo: $ 20 TOTAL: $ 305 Excedente, por si las moscas: $ 12

Luego de discutir y aprobar ese presupuesto, yo decidí guardar el sobrante de doce dólares en el cenicero del auto. Esa sería nuestra caja fuerte, por si llegábamos a necesitar el dinero para un imprevisto. Me quedaban las mañas de seguridad a toda prueba a las que me había acostumbrado mi mamá. Ella siempre guardaba sus “ahorros” en los lugares más insospechados: en una bolsa plástica dentro de un macetero de la sala, en el bolsillo de la bata de cama que no se ponía desde la Segunda Guerra Mundial, en un zapato viejo, dentro de la Enciclopedia de los niños que ya olía a naftalina… El Patamóvil, pese a su aspecto de bichito, era bastante cómodo. Paula iba de copiloto y yo, en la parte de atrás. Eso me hacía sentir menos presionada, porque no tenía que ver la cara de Nando todo el tiempo. Apenas atisbaba su mejilla, su oreja y una parte de su cuello. Todas esas partes que yo había podido conocer de cerca en aquella fiesta de besos. La primera conversación la propuso Paula. Ella sabía todo lo estresada que yo me encontraba ante la presencia de Nando y quiso hacer lo necesario para que el viaje me resultara más agradable. El problema fue que, por algún motivo, casi todo lo que esa noche hablamos aterrizó en temas hondos y espinosos. Parecía que, en la oscuridad de ese viernes, los baches y las curvas peligrosas de la carretera terminarían contagiando nuestras palabras.

14

Había luna llena y las montañas se perfilaban con un tono plateado. No encontrábamos demasiado tráfico. Quizá más camiones y autobuses que otra cosa. Y no era de extrañarse: la ruta estaba en condiciones tan lamentables que de seguro los autos pequeños preferían la luz del día para esquivar los cráteres que se convertían en trampas mortales. De Nando se podría decir cualquier cosa menos que fuera un conductor temerario. Por la velocidad y las precauciones con las que conducía el Patamóvil, daba la impresión de que el curso de manejo lo había tomado en un ancianato. Aunque intentaba dar la imagen de autosuficiencia, los nervios lo traicionaban. Tamborileaba con los dedos en el volante, subía y baja el volumen de la radio, incluso en un momento encendió el limpiaparabrisas aunque no caía ni una gota de agua. Al estar sentada justo detrás de él me di cuento de que se había echado dos frascos y medio de loción, aroma que, al mezclarse con el del Patamóvil, daba un resultado avinagrado. Esos nervios me otorgaban algunos puntos en seguridad, que buena falta me hacía. Yo pensaba que su estado, seguramente, se debía a mi presencia. - ¿Con quién aprendiste a conducir?  – le preguntó Paula. - Con mi hermano Pepe. - ¿Hace mucho? - Algo más de dos años. ¿Recuerdas que el chofer que ayudaba a mis papás a entregar los quesos renunció? Pues bueno, esa fue la excusa. Papá compró el Patamóvil, y a Pepe y a mí nos tocó turnarnos para las entregas en las tardes y los fines de semana. Mi hermano me enseño lo básico, fue muy paciente, y aquí estoy. - Nunca has tenido ningún accidente, ¿verdad? - No, afortunadamente. Salvo un papelón que podría catalogarse como accidente. - ¿Qué pasó? - Bueno, ocurrió que una tarde yo tenía que llevar a la fábrica un recipiente de cuajo que mamá había olvidado. - ¿Y qué es el cuajo? Suena un poco asqueroso. - Sí, en realidad es una cosa nauseabunda. Es una sustancia grasosa que sirve para hacer queso. Mi mamá lo había dejado en un recipiente mediano y yo me disponía a llevárselo, pero al salir de casa coloqué el cuajo sobre el techo del auto para poder abrir la puerta. Como se podrán imaginar, el Patamóvil no abre automáticamente los seguros de las puertas. Cuando estaba ahí sonó mi celular y era mamá que me pedía que le llevara unos archivadores con documentos que había dejado sobre la mesa. Volví a entrar y saqué las carpetas. Cuando las estaba metiendo en el auto me di cuenta de que estaba retrasadísimo y que apenas tendría tiempo para dejar los olvidos de mamá en la fábrica y entregar un pedido en un supermercado. Entré al auto apresuradamente y arranqué. Al llegar a la esquina me detuve en el semáforo. Junto a mí se paró otro auto en el que iban

cuatro chicas muy guapas. Ellas me miraron y yo las miré. Me sonrieron y yo les sonreí. Comenzaron a hacerme señas y yo les devolví los saludos. Ellas insistieron, yo también. Las cuatro movían sus manos y yo interpreté que querían que me detuviera en la heladería que estaba a media cuadra, pero cuando intenté abrir la ventana para hablar con ellas, la perilla se rompió. Con mi pulgar arriba, acepté su propuesta y ellas siguieron haciéndome señas. Yo sonreía y les decía que sí, que sí, que aunque no tenía mucho tiempo, podía tomarme un helado. Detuve mi auto más adelante, al frente de la heladería y, al abrir la puerta emocionado y machísimo, sentí que un chapuzón de cuajo caía sobre mí. Ellas abrieron la ventana de su auto y me di jeron: “Te estábamos señalando el recipiente que trías en el techo del auto, pero evidentemente no nos entendiste. Chao”. No solo me invadió la vergüenza sino una sustancia lechosa que olía a demonios. A esa hora la heladería estaba llena y toda la ciudad me vio convertido en el hombre  – queso. Y yo que pensaba que me había levantado a cuatro chicas guapas… ellas estaban alertándome de mi estupidez. Ese fue el único accidente. Y, afortunadamente, no ha vuelto a ocurrir. - A mí me ocurrió uno terrible, en una ocasión en que me puse a lavar el auto de mi papá en la calle  – dijo Paula -. No lo hice por buena hija, sino porque el nuevo vecino me gustaba mucho y él acostumbraba lavar el auto de su familia todos los sábados por la mañana. Bueno, desde que abrí los ojos esa mañana me arreglé para la tarea que había planeado. Normalmente la gente sale a lavar el auto con los pelos parados, con chanclas, con un pantalón de calentador que está a punto de convertirse en trapo viejo, con una camiseta de propaganda política de las últimas elecciones… pero yo me hice una trenza perfecta, de la que no escapaba ni un pelo, me puse mi perfume preferido, brillo en los labios y una ligera sombra en los párpados. Me creía Miss Universo. Me puse una blusa blanca anudada en la cintura, unos shorts con los bordes deshilachados que me habían costado un ojo de la cara y mis zapatos rojos Converse. ¡Toda una diosa lavando el auto! A la hora precisa salió el vecino y yo comencé a medir cada uno de mis movimientos: no quería que me viera agotada, colorada y con la lengua afuera. Quería lucir linda, sexy y segura de mí misma. Puse música de los Free Cats en el auto e hice como si no lo mirara. Poco después él comenzó a sonreír cuando nuestras miradas se encontraban, y yo hice lo mismo. En un momento decidió acercarse a mí y me dijo: “¿Necesitas ayuda? Yo ya terminé con el auto de mi papá”. En ese momento yo estaba cambiando el disco y quise darle la impresión de ser una chica segura y firme, así que le sonreí y le dije que solo me faltaba limpiar los aros de las ruedas. Salí del auto, apoyé mi mano izquierda en la parte lateral y, con la posición más sexy que pude improvisar, agarré la puerta con la otra mano y la cerré violentamente. No me di cuenta de que la mano izquierda se encontraba en el lugar inapropiado y me machaqué los dedos. - ¿Qué hiciste? – le pregunté. - Ay, Dani, ¡no podía perder el glamour! Vi estrellas, sentí que mis dedos se habían convertido en ceniza, pero él no se había dado cuenta porque estaba en cuclillas

limpiando los aros de las ruedas, así que seguí con la escena sin abrir la puerta. Pensé que me desmayaría, la mitad de mi mano estaba atrapada en la puerta y yo seguía intentando lucir sexy. Una lágrima me traicionó y comenzó a desprenderse de mi ojo. Él me miró y me preguntó si estaba bien. Yo solo atiné a responderle: “Sí, lo que pasa es que algunas canciones de los Free Cats me hacen llorar. Soy muy sensible”. Tuve que pedirle que no sacara tanto brillo de los aros y me despedí tan pronto como pude. Solo cuando él se había alejado desatoré mis dedos y entré a casa para gritar mi dolor en confianza. Me encerré en el baño y maldije al espejo, a la ducha, al inodoro y a las toallas. ¡Alguien tenía que escuchar mis insultos! En lo que llevábamos de viaje, yo había permanecido en silencio. En eso vimos el rótulo que nos anunciaba que acabábamos de llegar a un pequeño pueblo llamado San Ramón, que estaba a diez kilómetros de nuestra ciudad. Irónicamente, por la velocidad de pato a la que avanzábamos, Paula le dijo a Nando: - Oye… Cuando aprendiste a conducir. ¿Te explicaron que existe un pedal que se llama acelerador? - ¡No! –respondió él con ironía -. ¡Es la primera noticia que tengo! ¿Para qué sirve? Los dos rieron y Paula le respondió: - Para que puedas llegar más rápido a otro lugar, ¿no? Si seguimos a este ritmo, los Free Cats morirán de viejos y no podremos conocerlos. En ese instante, sin saber por qué, las palabras en mi cabeza salieron atropelladamente por mi boca, sin pedir permiso. Interrumpí su conversación y dije: - Bueno, ¿y quién te ha dicho que él quiere llegar a otro lugar? Quizá lo que a Nando le gusta es quedarse en su sitio y no dar ni un paso más allá. Paula volteó y me miró con ojos de huevo frito. Hubo un silencio de cinco segundos que duró una eternidad. Nando aclaró su voz y entonces me dijo: - ¿A qué te referís, Daniela? -  A… a eso. A que no a todo el mundo le gusta acelerar y llegar rápidamente a otro sitio. - Tienes razón  – dijo él mirándome por el retrovisor -, aunque he conocido gente a la que le gusta usar, repentinamente y sin dar explicaciones, el freno. - ¿A qué te refieres, Nando? - A eso. A que hay gente a la que le encanta frenar de golpe cuando otros quisieran que acelere y vaya más allá. Rápidamente Paula cambió de tema para evitar que el primer segmento del viaje se convirtiera en el festival internacional del sarcasmo. - ¿Saben? Más adelante hay un paradero. Si quieren podríamos detenernos y tomar un café, ¿no? -… - Bueno, un “no” como respuesta bastaba –  concluyó ella.

15

La siguiente media hora solo escuchamos música. El ambiente era tenso. Nadie decía nada. Paula tarareaba una canción. Nando conducía con total concentración y yo miraba las montañas por la ventana. El camino lucía solitario. Hubo un momento en que no se veían más autos que el Patamóvil. Atravesábamos un paraje que había perdido el asfalto y la luz era casi inexistente. - ¿Saben?- dijo Paula -. Si queremos continuar con este viaje en paz, creo que ustedes deben poner en orden algunos temas. Deberían intentar hablar y no gruñir. - Yo no tengo nada que hablar con Nando  – dije indignada. - Yo tampoco quiero hablar con ella. - Ella se llama Daniela, aunque te demores en pronunciar mi nombre. - De acuerdo, corrijo: Si Daniela no quiere hablar conmigo, yo tampoco quiero hablar con Daniela. - ¡Yo me regreso a mi casa!  – dije furiosa -. ¡Da vuelta ahora mismo! ¡Te lo ordeno! - Sí, claro, tus deseos son órdenes para mí… Si quieres volver a tu casa, te quedarás a mitad de camino y te regresarás en bus. ¿Qué te has creído, niñita consentida y malcriada? - ¡Ya basta!  –  gritó Paula -. Se supone que esto tendría que ser nuestro viaje memorable, el que recordaremos cuando seamos viejitos y contemos nuestras historias a los nietos. Si seguimos así, lo que yo contaré en el futuro será: “En  ese inolvidable viaje que hicimos a la Capital, mi mejor amiga Dani y mi primo Nando se escupieron, se golpearon y se machacaron hasta romperse cada costilla y cada vértebra, él le arrancó un ojo y ella le cortó la lengua… pero lo pasamos muy bonito”. Los  tres estamos metidos en esto, a ninguno le puse una pistola en la cabeza para que viniera. ¿Pueden ser un poco más maduros y dejar de pelear como dos niños en el jardín de infantes? - Lo siento – dijo Nando. - Lo siento – dije yo. Paula tomó la palabra como si le hubieran dado cuerda. - Yo estoy aquí, como la carne de la hamburguesa, en mitad de ambos, y no quiero tomar partida por ninguno. Entiendo tu punto, Dani. Pero también entiendo el punto de Nando. Y mi conclusión es que ambos son un par de miedosos que viven cómodamente en el papel de víctimas. - No entiendo por qué lo dices  – dijo Nando. - Porque, si hubieran hablado a tiempo, todo habría sido más fácil, pero las palabras que no se dicen oportunamente luego se convierten en trampas que lo hacen todo confuso y pantanoso. ¿Se han puesto a pensar en lo que habría ocurrido si esa misma noche, la de mis fiesta, ambos hubiesen hablado para salir de dudas?

- Eso no fue necesario, Paula  – dije yo, todavía molesta -. Al cabo de unos días me di cuenta de que para Nando todo terminó la misma noche que inició. Él desapareció, se pisó, ni siquiera llamó… No hacían falta más palabras. - ¡Pues estás equivocada y estás siendo injusta…! –  dijo Nando. - ¿Lo ven? ¡Tengo razón!  – ratificó Paula. - -quiero recordarte, Daniela, que aquella noche cuando estábamos juntos en la banca del patio interior , te levantaste del sofá como un resorte y dijiste: “Eso es todo, me voy, adiós”. Lo dijiste claramente, como apagando el incendio en mi cabeza: “Eso es todo”. En mi idioma, y no sé en el tuyo, “eso es todo” significa que no existe nada más. ¿Qué pretendías que hiciera? ¿Qué te buscara pese a que me habías dejado claro que no querías nada conmigo? Yo puedo ser tonto pero no tanto. Entiendo cuando una chica me está barajando. Y ya me ha pasado antes eso de insistir e insistir para que me digan: “¿Qué parte de `no quiero nada contigo´no entendiste?”. - ¡Pero, Nando, me refería a que con la llegada de me papá se había terminado la noche de fiesta para mí! Y tú lo único que mencionast e fue “nos vemos…”, la típica frase con la que los hombres no se comprometen a nada. Cuando un hombre dice “nos vemos”, sin más, te está diciendo: “Chao, piérdete, aquí no pasó nada, no me llames, desaparece”.  Y como nunca antes me había ocurrido algo así, yo no sabía cómo reaccionar. Te consta, Paula, que estaba más perdida que piojo en peluca. - Sí, me consta, como me consta también que Nando tiene buena parte de razón. - ¡Gracias por la solidaridad! No quiero pasar por víctima, pero parece que siempre es más fácil decir que los hombres somos unos desgraciados, mal nacidos, y que todos estamos recortados con las mismas tijeras. - Ya, ya, Nando. Voy a sacar el violín para acompañar tu pasillo sufridor, párale al drama – dijo Paula -. Pero, bueno, ¿lo han visto? ¿Se han dado cuenta de que la brillante Paula tiene la razón? Si ustedes hubieran dejado de lado la tragedia y hubieran agarrado al toro por los cuernos… quizá habrían vivido algo muy bonito. Quizá todavía pueden ser amigos… Nando extendió su mano desde el asiento delantero, me miró por el retrovisor y me dijo: - ¿Amigos? Yo apreté su mano y respondí: - ¡Amigos! ¡Pero la próxima vez háblame claro! Paula sonrió con picardía y dijo: - ¡¿La próxima vez?! - Hey… ¿qué es eso…? –  interrumpió Nando mirando por el espejo retrovisor. Detrás de nosotros venía un auto de la Policía. Al rebasarnos, uno de los dos oficiales que iba adentro hizo señas para que nos detuviéramos al margen de la carretera.

Los tres nos pusimos verdes. Nando no tenía licencia para conducir, estábamos en la mitad de la nada y los celulares hacía rato que habían perdido la señal. Nando abrió la ventana e intentando lucir tranquilo, preguntó: - Buenas noches, ¿algún problemas, jefe? - Sus documentos, señor: licencia, matrícula y seguro. Nando hizo como si buscara los documentos en su billetera y, por supuesto, no los encontró. Luego movió papeles que estaban en la visera superior, junto al parabrisas, pero allí solo halló la matrícula y el seguro. - Caramba, jefe, al parecer he dejado en otra chaqueta mi licencia de conducir. Aunque Nando quería aparentar seguridad y madurez, se notaba a leguas que estaba temblando y su rostro, casi sin barba y de aspecto infantil, no ayudaba a vender la imagen de adulto que él pretendía. - ¿Tiene su documento de identidad?  –  preguntó el policía -. Quiere verificar su edad. Nando volvió a hacer como si buscara en la billetera, pero naturalmente no quería entregar la evidencia de que era menor de edad. - No, seguramente también se me quedó en la chaqueta, en casa. - ¿Adónde van? - Vamos a la capital, tendremos una reunión familiar. Nuestra abuelita cumple ochenta y cinco años, ¿sabe?, y habrá una celebración. - ¿Son todos hermanos? – preguntó mirándonos a nosotras. - No. Ella es mi hermana y la que está atrás es mi prima. - ¿Dónde están tus papás? - Ellos viajaron esta mañana. - ¿Y por qué no los acompañaron? - Porque… porque… - Porque nosotras teníamos que ir al colegio y mi hermano tenía que ir a la oficina  – interrumpió Paula. El policía se rió mostrando sus dientes irregulares y sus encías oscuras, y luego dijo violentamente: - ¡Bájense todos del auto! Si no tienen documentos, se van presos…

16 Los tres nos pusimos muy nerviosos. Ya habíamos sobrepasado la medianoche, estábamos en una carretera oscura y un policía nos anunciaba que iríamos presos. Pocas cosas resultan más aterradoras que esa. El policía que se había quedado en la patrulla se bajó y entre los dos comenzaron a hablar de cómo procederían con nosotros. Dijeron que nos llevarían a la jefatura de tránsito de la ciudad y que, por tratarse de un fin de semana, el juez no podría ocuparse de nuestro caso hasta el día lunes. Paula estaba pasmada, yo comencé a llorar y no podía contenerme. Nando, también nervioso, intentó dialogar: - Jefe  –  le dijo al que nos había interrogado -, por favor, no nos lleve presos. Tenemos que llegar a la capital. Lo de mis documentos es una falta que no volveré a cometer, se lo prometo. El policía, cada vez menos agradable, elevó su tono de voz: - Usted ha cometido una falta grave que se paga con cárcel y multa, y yo me voy a encargar de que sea así. Suba a la patrulla, que usted se va con mi compañero. Yo me llevo a las chicas en su auto. Entrégueme la llave. - ¡No! – dijo Nando -. Yo tengo que ir con ellas. - ¡Estoy perdiendo la paciencia con usted! ¡Súbase a la patrulla! Inmediatamente, y a empujones, lo condujo a la parte trasera de ese auto y luego se subió al Patamóvil. Lo hizo con dificultad ya que su gran barriga no lo ayudaba. Para entonces, Paula y yo estábamos con un ataque nervioso. Seguimos a la patrulla durante varios minutos mientras el policía trataba de hacerse el simpático con nosotras. - Tranquilas, amigas, no les va a pasar nada malo. Si ustedes colaboran, todo va a salir bien. De pronto la patrulla dio vuelta por un camino de tierra que no tenía ninguna iluminación ni una señal que indicara hacia dónde conducía. - ¿Adónde vamos? – preguntó Paula alarmada. - No se asuste, amiga, solo estamos usando un atajo. Al rato, los dos autos se detuvieron junto a unos matorrales y nos obligaron, de nuevo, a que saliéramos. Hacía frío y los tres estábamos seguros de que algo muy malo estaba por ocurrirnos. Nando, asustado, tomó la palabra. - De acuerdo, queremos saber qué pasa. - Pasa que estás en problemas, muchacho, y no queríamos que llegaras al calabozo sin que supieras todos los riesgos que correrás cuando estés allí. A la Policía le hacen falta cárceles y tenemos que mezclar a delincuentes, fumones, homosexuales que ejercen la prostitución e infractores de tránsito e n el mismo espacio. Ahí ocurren cosas…, ¿cómo decirlo?, poco agradables y tienes que saberlo.

Nando se dio cuenta de todo y con temor soltó la pregunta mágica: - ¿Podemos arreglar esto de alguna manera? - ¡Qué te pasa! ¿Acaso insinúas que somos unos corruptos? ¿Sabes que podría en este momento llevarte preso solo por esa sugerencia? - No, jefe, yo no quería ofender. Solo estaba pensando que ustedes podrían, quizá, olvidar este incidente. Yo les prometo que no volveré a salir en el auto sin la documentación necesaria. He aprendido la lección, de verdad. Los dos policías se miraron y soltaron una carcajada. - ¿Sabes que no es mala idea? Nosotros podríamos hacernos los locos y dejarlos en libertad para que pueda llegar al cumpleaños de su abuelita… ¡Cómo no se nos ocurrió antes! - ¿Entonces? - Mira, muchacho, el trabajo de un policía es muy arduo, nosotros limpiamos la basura de la sociedad, y lo hacemos sin descanso, sin horarios… - Y con unos sueldos que dan pena  – añadió el otro -. De seguro nos comprendes, ¿no? - Sí, claro. - Quizá podamos llegar a un acuerdo para que tu abuelita tenga un lindo recuerdo de su cumpleaños. No sería una coima, sino una colaboración mutua… Nosotros los dejamos libres para que puedan asistir a su celebración, y ustedes nos ayudan con el dinero necesario para poner gasolina en la patrulla y seguir combatiendo a los delincuentes. ¿Qué tal? Paula no pudo evitar lanzarles una mirada de desprecio. - ¿Y con cuánto se llena el tanque de esa patrulla? - No lo sé, con treinta o cuarenta dólares, quizá. Paula abrió su billetera y quedó a la vista todo el dinero que habíamos logrado  juntar. De allí extrajo cincuenta dólares y se los entregó al policía gordo. Él sonrió, miró al otro y con una agilidad sorprendente le quitó de las manos a Paula su billetera y se apoderó del resto del dinero que allí había. - ¿Sabes, amiga? Creo que es muy generoso de su parte que aporten para que la Policía pueda combatir la delincuencia. Aceptaremos esta donación extra. Ahora lárguense de aquí, porque, si los volvemos a encontrar en la calle y sin documentos, ¡van presos! Los tres subimos al Patamóvil, dimos media vuelta y desaparecimos tan rápido como nos fue posible de aquel infierno. El dinero de nuestro viaje inolvidable ya no existía.

17

Todavía conmocionados por lo que nos acababa de ocurrir, seguimos avanzando durante casi una hora en la ruta hacia la capital. En medio del aturdimiento, lo único que queríamos era alejarnos de esas personas y de ese lugar. Paula estaba furiosa consigo misma: - ¡Cómo fui tan tonta de mostrar todo el dinero de mi billetera! - Ya, no te atormentes. Ellos querían dinero y de todas maneras lo habrían conseguido – le dijo Nando. - ¡Odio a los policías!, los o-d-i-o. ¡Nunca más volveré a confiar en uno! - Nos hemos encontrado con dos canallas  –  dijo Nando con la intención de apaciguarla -, pero es mejor pensar que no todos son así. - ¿De qué lado estás tú? – preguntó Paula indignada. - Solo digo que no me gusta generalizar. ¿Te has dado cuenta de que a la gente le gusta dar opiniones radicales? Que todos los rockeros son drogadictos, que todos los homosexuales son pervertidos, que todas las chicas lindas son tontas… - ¿Qué te pasa? ¡Acaban de robarnos! ¿Acaso estás postulando para Premio Nobel de la Paz? – preguntó con sarcasmo Paula. - ¡No! - ¿Entonces, pan de dulce, qué te ocurre? ¿De cuándo a acá te has convertido en el defensor de los policías, los rockeros, los gays y las misses? Nando no respondió. Siguió mirando al frente sin decir nada. - ¡Contéstame! En voz bajita, él dijo: - Desde que sé que tengo un hermano gay, que nunca le ha hecho nada a nadie, pero al que mucha gente sí ha tratado como a un enfermo, como a un depravado. -… - Sí, y no me digas que no lo sabías. Pepe es el tipo más sano, más noble que conozco, y en cuarto año tuvo que salir del colegio porque algunos de los machitos de su clase lo atormentaban. En fin, no quiero hablar de él, solo quería que supieras que haber tenido la mala pata de tratar con dos policías ladrones no nos da derecho para pensar que todos lo son. Además… yo estoy cometiendo una infracción, ¿no? Si ellos me llevaban preso, habrían estado cumpliendo con su trabajo. ¡Y tú les diste una coima! Eso nos hace culpables también. - ¡Yo les di para gasolina! - ¿Pueden parar esta discusión, por favor?  – casi supliqué. Yo seguía temblando y con mis ojos a punto de descargarse en llanto. Nando se excusó y de inmediato trató de hacer bromas para distraernos y olvidar lo ocurrido. Nos pedía que miráramos la luna, que cantáramos con los Free Cats la canción que sonaba. Pero no sirvió de mucho, la verdad.

Eran casi las dos de la mañana cuando vimos en la carretera un rótulo que llamó nuestra atención. En él decía:

Puente de la soledad Pasa solo un vehículo a la vez

Algún conductor travieso había añadido en la parte inferior lo siguiente información:

Si sabe rezar, hágalo ahora. Nando detuvo el Patamóvil antes de cruzar el puente, atravesó el borde la carretera, se abrió hacia un costado y lo estacionó debajo de un árbol. - Tenemos que hablar – dijo él. - ¿Pasa algo? – pregunté. - Sí, hemos estado tan ofuscados que apenas ahora acabo de darme cuenta de que ya hemos consumido medio tanque de gasolina. - ¿Y? ¿Lo que queda nos alcanza para llegar a la capital?  – preguntó Paula. - Sí, el medio tanque nos a lcanza para llegar… o para volver a casa. Estamos justo a mitad de camino y tenemos que decidir: o continuamos con el plan o damos media vuelta. - ¡Ya no tenemos dinero!  – dije yo alarmada -. ¿Cómo vamos a sobrevivir lejos de casa un fin de semana si nos han robado todo lo que teníamos? Hubo unos segundos de silencio que Paula rompió con una petición que sonó a súplica: - No podemos echarnos para atrás, por favor. El puente de la Soledad era viejo y angosto. Estaba justo en la frontera entre las dos provincias y probablemente por eso nadie se había ocupado de él… La típica situación en que las autoridades se lavan las manos y quieren echarle el rollo a otro. Su longitud no sobrepasaba los veinte metros y el destartalado rótulo dejaba claro el mensaje en cuanto a su estrechez y su fragilidad. Si un auto lo cruzaba, tenía que hacerlo despacio y usando las luces intermitentes para evitar que cualquier otro pretendiera hacer lo mismo desde el lado opuesto. Quizá por eso lo habían bautizado como puente de la Soledad. El auto que se atrevía a pasar por él tenía que hacerlo solo, despacio, asumiendo todos los riesgos y encomendándose a los santos para que las bases fueran lo suficientemente sólidas como para soportar su peso.

Durante los minutos que permanecimos allí vimos cruzar el puente a unos cuantos autos. Las maderas y varillas de metal de aquel rechinaban, como un anciano enfermo que, al levantarse de la cama, se queja por sus dolores. Cada auto que se enfrentaba al puente se detenía. Seguramente el conductor experimentaba dudas, miedo, medía el peligro y al final cruzaba. Algunos lo hacían despacio, muy despacio, otros, en cambio, pasaban como una flecha, sin mirar atrás. Hubo uno que metió reversa y escapó. El miedo es libre. Aquella madrugada, el puente de la Soledad nos hizo sentir profundamente solos.

18

Paula se bajó del auto, caminó hasta el puente, se aproximó a la baranda y miró hacia abajo. - ¿Ves algo? – le pregunté desde la ventanilla del auto. - Nada, está muy oscuro. - ¿Hay un río o algo así? - No lo creo. No hay ruido de agua. - ¿Qué opinas… seguimos o regresamos? - ¡Qué pregunta! – dijo ella -. ¡Seguimos! De nada sirvió que Nando y yo le expusiéramos nuestras dudas. ¿Qué haríamos solos y sin dinero en la capital? - Todo saldrá bien  – dijo ella -, no sé cómo pero todo saldrá bien. Por favor, no se echen para atrás. - Pero, Paula  – le reproché yo - , es un riesgo muy grande… y todo por un concierto. Ponle cabeza a esta situación, ¡por favor! - No, Dani – dijo con la voz entrecortada -, no es solo por el concierto que quiero que sigamos adelante. La razón es más poderosa… Quiero saber que puedo contar conmigo, quiero saber que puedo hacerme cargo de lo que soy. Si yo alguna vez me hubiera atemorizado ante las cosas que venían, jamás habría llegado a ninguna parte. No me mires como a un bicho raro. Hay muchas cosas que no sabes de mí, tampoco tú, Nando… Me ha tocado vivir en una familia en la que los papás son dos extraños que viven juntos porque el dinero no les alcanza para distanciarse. Hubo una época en la que siempre estuve en el centro de sus broncas. Cuando era una niña eso me asustaba y corría a encerrarme en mi cuarto. Poco a poco fui habituándome a sus peleas. Es triste darse cuenta de que incluso puedes llegar a acostumbrarte a los gritos. Un día decidí hablar, decir lo que opinaba. Con eso lo único que conseguí fue que los dos perdieran la paciencia conmigo. Si yo me ponía a favor de mamá, entonces mi papá me odiaba. Si apoyaba en algo a mi papá, entonces mi mamá me gritaba que era una malagradecida y que se sentía decepcionada de mí. No había salida. Por eso, cuando cumplí once años decidí encerrarme en una burbuja y hacer como si nada de lo que pasaba con ellos pudiera tocarme. Decidí inventar un mundo mío al que nadie, salvo mi gatita Kina, pudiera entrar. Y desde ese día me hice cargo de mí. Cuando te escucho, Dani, hablar de tu mamá, que te pregunta cosas y te atosiga y está pendiente hasta del grano que te ha salido en la frente… tengo un poco de envidia. Mi mamá no sabe nada de mi vida. Cuando ella llega de su oficina, por la noche, nos sentamos a cenar y la única pregunta que me hace es: “¿Todo bien en el colegio?”. Yo respondo que sí y la conversación ha terminado. Ella me hace esa pregunta quizá porque supone que lo único importante son los estudios. No me pregunta si estoy bien, si me duele la barriga o si tengo miedo a la oscuridad. Y no me estoy poniendo en la posición de víctima, no quiero que piensen eso.

Entre las muchas vidas posibles, esta es la que me tocó a mí… y eso es todo. N o digo que mis papás no me quieran, solo que tienen una manera extraña de querer. Por eso decidí que daría pasos por mí misma, que un día guardaría cosas en una mochila y saldría a construir mi mundo. ¡Yo tengo que confiar en mí! Esto es como aferrarse al salvavidas cuando te has caído del bote. Antes me apoyaba en mi abuelo, él me llamaba a diario, pasaba por mí a la salida del colegio y me llevaba a tomar helados. Nunca hablábamos de mis papás porque yo me daba cuenta de que eso nos ponía tristes a ambos. A mi abuelo le dediqué mi primer tatuaje, que, aunque creo que no le gustó, me lo agradeció. Es este que está aquí, este búho que está parado sobre la letra P. Él se llamaba Paulo y por eso llevo su nombre. Mi abuelo murió hace dos años y a veces me doy cuenta de que todavía me quedan lágrimas para seguir llorando su ausencia. En fin… no quiero ponerme triste, ni que ustedes sientan que soy una pobre mártir. Yo creo que podremos encontrar una salida cuando lleguemos a la capital. ¡En serio! Una vez, en la playa, necesitaba dinero para comprarme una pulsera que me gustó mucho. Mi mamá no quiso dármelo, entonces me acerqué a una señora que vendía empanadas de plátano verde y le dije que yo podía ayudarla en la venta. Que si ella recorría un lado de la playa y yo otro, podríamos llegar a más clientes en menor tiempo. Era una señora humilde, que tenía todo el derecho de pensar que yo tomaría las veinte empanadas, me las comería con mis amigas y desaparecería para siempre… pero confió en mí. Al cabo de una hora volví con la bandeja vacía y con el dinero de la venta. Esta es la pulsera de mi primer trabajo. Estoy segura de que, si mañana llegamos a la capital, podremos conseguir algo que nos permita juntar el dinero para comer e ir al concierto. ¿Qué soy demasiado optimista? ¿Qué no mido los riesgos? ¿Qué podríamos quedarnos ahí muertos de hambre y sin conocer a los Free Cats? ¡Sí, de acuerdo! Pero también podría irnos fenomenal, podríamos darle vuelta a este problema y saber de lo que somos capaces. Lo siento, pero yo no me permito ser pesimista. No quiero dejarle espacio al miedo, porque, si se apodera de mí, romperá mi mundo y volverá a dejarme sola y frágil. Como ese puente. Si me preguntan… yo digo: “Acelera y vamos”.

19 Los tres bajamos del auto y avanzamos hasta el puente. La luna seguía ahí, descarada, mirándolo todo sin pudor ni vergüenza. Nando intentaba mantenerse sereno, pero su confusión se traducía en la manera con la que gesticulaba: - Cuando me llamaste y me pediste que te acompañara en este viaje, te dije que sí, que contaras conmigo. Luego me lo pensé un poco más y me arrepentí. Siempre has sido mi prima pequeña, la rebelde, la incomprendida y, conociéndote, sabía que de cualquier manera te saldrías con la tuya y harías el viaje aunque tuvieras que subirte a un burro. Luego de aceptar tu propuesta me arrepentí porque, además, no me gustan los Free Cats, los odio, y no me mires como si te estuviera diciendo un sacrilegio… me parecen malísimos. Esos tres tipos aprendieron a cantar con un gato y con un gallo. Pero bueno, eso no es lo importante, estuve dispuesto a soportar sus gemidos de “música desnuda” solo porque no quería que viajaras sola. No lo estoy diciendo para que me agradezcas y digas: “Qué buen tipo es este Nando”. Lo estoy confesando  porque tú también has dicho tu verdad. ¿Recuerdas que te volví a llamar la tarde de aquel domingo para persuadirte de que cambiaras de idea? No lo conseguí, y aunque intenté convencerme a mí mismo de que yo no tenía por qué hacer algo que no me agradaba, hubo una razón por la que estoy aquí… No quiero que te pase nada malo. Sí, Paula, esa es la razón. Hace unos años, cuando yo tenía diez y Pepe, quince, una tarde, tras mucho insistir, conseguí que mi hermano me acompañara al parque a jugar al fútbol. Yo era el portero del equipo de mi clase y necesitaba practicar. Pepe estaba haciendo tareas y yo: “Dale, acompáñame, no seas malo. ¿Qué te cuesta?”. Entonces mi hermano, amablemente, accedió. Siempre fue conmigo muy especial, muy buena onda. A veces nos peleábamos, pero por sobre todas las cosas yo sabía que Pepe era mi amigo y me cuidaba. Salimos rumbo al parque y al llegar yo me ubiqué en el arco, Pepe lanzaba el balón a un lado y a otro. De pronto me di cuenta de que un grupo de cinco o seis tipos grandotes se acercaba a nosotros. Siempre andaban por el barrio, nos conocían aunque no éramos amigos. Pepe estaba de espaldas a ellos así es que yo lo alerté. Cuando los tuvo frente a frente, ellos comenzaron a insultarlo y a burlarse de él. “¿Qué haces aquí, señorita? El fútbol es para hombres”. Él les pidió que se alejaran. “Estoy con mi hermano, déjennos en paz”, les dijo, pero ellos no detuvieron sus ataques. Luego se dirigieron a mí y me dijeron: “De seguro tú no puedes usar la ropa de tu hermano mayor… porque a ti no t e gustan las faldas, ¿no?”. Hicieron un círculo y nos dejaron a los dos en el medio. Pepe solo pedía que no me hicieran daño, él me protegía ubicándome detrás de él. Yo sabía que él estaba tan asustado como yo, pero trataba de darme seguridad. Llegó un momento en que uno de los cinco tipos le lanzó un golpe en la cara y lo tumbó al piso. “Lárgate”, me dijeron, y de un tirón de brazo me sacaron del círculo. De lejos, escondido detrás de un árbol, vi cómo golpearon a mi hermano, sin entender por qué le decían todas esas cosas. Cuando por fin se alejaron, yo

corrí adonde estaba Pepe, él se incorporó con dificultad, secó la sangre que le brotaba de la ceja y lo primero que me dijo fue: “¿Estás bien, enano?”. Yo me puse a llorar y lo abracé. “¿Por qué te han hecho esto?”, le pregunté entre lágrimas, pero él no me respondió. Esa noche, acostado en mi cama, me juré que nunca, nunca más, permitiría que nadie le pusiera un dedo encima a mi hermano Pepe. Juré que sería peor que esos machitos dueños de la calle, para que me tuvieran miedo, para que temblaran cuando me vieran pasar. Me convertí en el mejor puño del colegio, hice todos los extracurriculares de karate e instalé un gimnasio muy básico en la terraza de mi casa. Hasta me hice un tatuaje de una calavera en el brazo… ¡tú misma me llevaste a tu tatuador! Miren los nudillos de mis manos, llenos de marcas, me pasaba horas y horas golpeando la pared de piedra de mi casa hasta verlos sangrar y engrosarse. Con todo eso lo único que he logrado es comprarme un disfraz d e macho. A veces me río de mí mismo… sigo sintiéndome feliz tirado en mi cama viendo El chavo del ocho, pero, si alguien me envía un mensaje y me pregunta qué estoy haciendo, yo seguramente responderé: “Tomándome una cerveza y viendo la última Playboy”. ¡Soy lo máximo! Pues bien, desde que viví aquel incidente en que esos desgraciados atacaron a Pepe, no me hice más valiente, qué va, pero lo aparento. Hay muchas cosas por las que lloro cuando estoy solo, pero al salir al mundo tengo que hacer como si fuera King Kong. Hoy, cuando los policías nos detuvieron, me puse a temblar. Todos los años haciendo abdominales y sacando bíceps no sirven de nada cuando uno está delante de un policía con mugre en los dientes que tiene el poder para encerrarte en un calabozo lleno de gente mala y arruinarte la vida. No solo no pude defenderme y ahuyentar a esos policías, sino que no pude ahorrarles a ustedes el mal rato… ¡soy toda una garantía de seguridad, chicas! Hoy que estamos aquí, en este puente que en cualquier momento puede irse abajo, con medio tanque de gasolina en el Patamóvil, no sé qué hacer. No sé si decirte: “¡Estás loca, Paula! Regresamos y te olvidas de tus tres lánguidos Free Cats, porque esto es muy riesgoso. Si nos vuelve a parar un policía, el que irá a para r en el bote seré yo”, o si, por el contrario, tengo que decir: “¡Qué diablos! ¡Vamos y ya veremos qué pasa! ¿Quién dijo miedo?”. La verdad es que no sé qué hacer. Hay momentos como este, en que siento que he perdido el volante y no sé elegir la dirección… .

20

Los autos, esporádicamente, siguieron cruzando temerosos el puente de la Soledad. Nosotros decidimos sacar las papas fritas y las gaseosas que habíamos llevado y así tranquilizamos al estómago. Seguíamos en un costado de la carretera, mirando cómo, poco a poco, la noche iba cediéndole espacio al día. Los dos discos de los Free Cats sonaron tantas veces que ya nos aburrimos de ellos. Decidimos encender la radio por si captaba alguna señal, pero no tuvimos suerte. En un momento, Paula se dirigió a mí: - No has dicho nada, Dani. Tú también estás metida en esta nave espacial y no sabemos si quieres o no quieres llegar a la luna. -  Ay, Paula… ¿qué quieres que diga? Tú puedes leer mi mente, me conoces más que cualquier otra persona. Ya sé que odias que lo diga, pero esta es la verdad: tengo miedo. Sí, ríete de mi falta de originalidad, pero es cierto. Tengo miedo a los aviones, a las arañas, a los muertos, a los fantasmas, a la oscuridad, a hacer el ridículo, a los bichos, al profesor Guerra y ahora, además, tengo miedo a los policías. Paula, a mí me pasó exactamente lo contrario que a ti… mis papás lo han hecho todo por mí, han elegido mi ropa, mis gustos, el color de las paredes de mi cuarto, han escogido mis ideas, mis pijamas de Hello Kitty, mis miedos y mi futuro. Y la verdad es que no ha sido tan malo como suena. Es bastante cómodo despertar cada día y saber que al menos las tres cuartas partes de tu vida están resueltas, que cuando te sientas a desayunar alguien ya tuvo la gentileza de pensar lo que sería mejor para ti y te ha preparado una taza de chocolate con una tostada francesa. Y aunque podría parecer que eso te convierte en una persona más segura y dueña de ti, ¡no es así! Cuando ese micromundo personal falla, por cualquier motivo, siento que pierdo el piso, que me caigo y que no sé si tendré la receta para levantarme. Mis papás son posesivos u obsesivos, no tienen remedio, y yo he crecido de acuerdo con sus reglas: “Cuidado, Daniela, con las malas amistades. Cuidado con tomar cualquier cosa en las fiestas, tienes que fijarte bien que abran la botella de la que te ofrecen una bebida. Cuidado con los que te quieran dar a probar cosas como pastillas o caramelos; si alguien te ofrece un polvito blanco para que lo huelas, ¡no lo hagas!”. Voy a las fiestas con tantos miedos que no se me ocurre tomar ni comer nada, ¡memuelo de hambre! Para mi mamá lo ideal sería enviarme con ponchera propia, para evitar cualquier riesgo. En la fiesta de quince años de Viviana bailé como un trompo con su hermano Miguelón toda la noche, ¿te acuerdas?, y sudé tanto como un futbolista. Cuando Miquelón, caballerísimo, me llevó un vaso de Coca Cola, recordé todas las advertencias de mi mamá e inevitablemente me hice la película en la cabeza: “No he visto la botella de la que Miguelón ha servido la Coca Cola. Es posible que él haya puesto un polvito en mi vaso. Ese polvito me hará perder la voluntad. Sin darme cuenta saldré de aquí con Miguelón y mañana me encontrarán muerta y sin el riñón que oportunamente me habrán extirpado para venderlo en el mercado negro. Sí, muerta y descuartizada en una maleta tirada en el basurero municipal”. Entonces, con toda la sed que tenía, tuve que

rechazar la bebida que él me ofrecía, y le dije: “No gracias, no tengo sed”. Al rato pasó por ahí Cristina, él se lo ofreció, ella aceptó… y Cristina sigue vivita y con su riñón intacto. En cualquier caso, mi mamá me dice que hay que prevenir. Soy consciente de que mis miedos me frenan y eso no está bien. ¿Sabes la ansiedad que vivo cuando tengo que tomar una decisión yo sola? Y no me refiero a la decisión más trascendental de mi vida: si voy a hacerme monja de clausura o piloto de Fórmula 1… Hablo de las pequeñas decisiones de todos los días: si debo cambiar la marca de champú; si prefiero pasta dental con sabor a menta o con sabor a menta ártica glacial superrefrescante; si me gusta más la ropa interior cómoda modelo abuelita o la incómoda de tamaño microscópico. A veces he pensado que no vine con el chip de las decisiones instalado en mi sistema operativo. Por eso siempre estoy buscando la aprobación de otros, de mis papás, de mis amigos, ¡de ti! Me siento desarmada ante las decisiones, tengo miedo de equivocarme y de que mis errores se conviertan en dolores o en problemas. Por eso prefiero encerrarme y esperar que alguien decida por mí. Ahora, cuando trato de imaginar que llegaremos a la capital, a las cuatro de la mañana, sin un centavo… ¡Perdona, Paula, pero me parece que no es una buena idea! Hemos vivido quince años sin escuchar en vivo a los Free Cats. ¿No crees que podríamos resistir quince más sin que nos cayera un rayo por eso? Dar media vuelta y regresar al punto de partida no significa necesariamente perder la batalla. Puede significar, por ejemplo, que te equivocaste de camino y rectificaste a tiempo. O que decidiste que preferías la comodidad de tu almohada y de tu cama con sábanas limpias, en lugar de dormir en una mugrosa banca de un parque que huele a licor. De nosotros tres, créeme, la que más ganas tiene de vivir una aventura que rompa con sus esquemas soy yo, pero creo que hoy, en estas circunstancias, no quiero hacerlo. Es posible que con esto te sientas decepcionada de mí, pero al menos deberías darme un crédito… Por primera vez estoy diciéndote lo que quiero hacer: pongamos reversa y volvamos a casa, por favor.

21

Entre las cuatro y media y las seis de la mañana, nos ganó el cansancio y nos quedamos dormidos. El rugir del motor de un camión, que no terminaba de decidir si cruzaba o no el puente, me despertó. Nando roncaba y Paula estaba sacando su mochila del maletero. - ¿Qué pasa? – pregunté sobresaltada. - Nada… que me voy. De un sacudón desperté a Nando y le dije lo que ocurría. Los dos intentamos persuadirla para que no se marchara, pero su decisión estaba tomada. - ¿Saben?  –  preguntó -. Ya amaneció y parece que la luz del sol también me ha ayudado a aclarar mi cabeza. Llevo un buen rato despierta, mirando este puente. Cada auto que se acerca a él se enfrenta a una de las formas más feas que tiene la soledad: la que vivimos cuando tenemos que tomar una decisión. Yo ya tomé la mía. Es posible que al cruzar mi puente, las estructuras no me soporten y me vaya al abismo. Pero también es posible que el puente aguante y me lleve al otro lado. No quiero obligarlos a nada, esta decisión es mía. Me llevo el dinero de la caja fuerte, creo que lo necesitaré más que ustedes, caminaré un rato y pediré un aventón. ¡Los mochileros también viajamos así! Gracias por haberme acompañado hasta este punto. De verdad. Paula nos abrazó, nos dio un beso, tomó su mochila y lentamente cruzó el puente de la Soledad. Desde el otro lado nos hizo señas de despedida. Al rato, un pequeño camión con cajón de madera que llevaba alfalfa pasó lentamente y ella extendió su pulgar pidiendo el aventón. La vimos subir al camión y luego desapareció.

22

- ¡Dale! – le dije -. ¡Acelera! - ¡Es todo lo que el Patamóvil da! ¡Tiene más de treinta años! Cuando Paula se fue, Nando y yo nos quedamos con una sensación de vacío, de absurda cobardía. Jamás sabríamos cuál era la decisión correcta, a menos que lo intentáramos. Con miedo, con dudas e incertidumbre, cruzamos el puente para alcanzar a Paula, y decidimos que no la dejaríamos sola, que ese camino lo recorreríamos juntos. - Si te has vuelto loca  –  le dijo Nando cuando ella bajó del camión de alfalfa -, siempre será preferible que tengas cerca de tus amigos. Yo apreté con fuerza la mano que ella tantas veces me había extendido y no pude decir nada. Aquel día, al mirarla ataviada con su mochila y su angustia, entendí que ella no había cruzado ese puente para llegar a un concierto. Quizá ella le estaba pidiendo un aventón a la vida. En mi libreta no tengo un top ten de las cosas que se deberían esperar de un amigo, pero que “no te deje abandonado en la mitad del camino” de seguro estaría  en la lista.

Epílogo

La historia de ese viaje no está escrita en ningún diario. Cada vez que Nando, Paula y yo la hemos sacado para compartirla con otros… hemos terminado modificándola para suavizarla, para darle más intensidad o para hacerla más entretenida de lo que en realidad fue. Son tantas las ocasiones en que la hemos contado (y cambiado) que quizá ya perdimos las pistas de la historia original. Ahora pienso que esa es la manera cómo se construye la memoria. Llegamos a la capital antes de las ocho de la mañana. Los doce dólares alcanzaron apenas para pagar tres desayunos malos y con eso se agotó nuestro presupuesto. El resto de los gastos los cubrimos con serias dificultades, gracias a un mercachifle que pagó precios minúsculos por nuestros más preciados tesoros: mi reloj, una chaqueta de cuero de Paula y las gafas de Nando. Con eso pudimos comprar las entradas y asistimos al concierto en la última fila, por lo cual los Free Cats son para nosotros (según como los recordamos) tres chicos borrosos de dos centímetros de estatura cada uno. La distancia era tal que ni la fanática número uno, Paula, logró reconocerlos con facilidad. De todas maneras, Nando y yo la vimos saltar y gritar desde el primero hasta el último minuto del concierto. Estaba feliz. De vuelta al hostal (lugar horrible con olor a sopa debido a nuestro presupuesto), tuvimos que compartir la habitación… y las pulgas. Nando decidió entonces contarnos chistes para que olvidáramos la comezón. Agotados de tantas experiencias y risas compartidas, nos quedamos dormidos cerca de las cuatro de la mañana. Ninguno de nuestros padres se enteró de lo que hicimos. A nuestra llegada, Marlene se aseguró de eliminar la foto del celular de Paula y con eso continuó exhibiendo su aureola de santa. Cuando llegó la hora de despedirnos, los tres nos abrazamos con fuerza. Nando se acercó a mí y me dijo la frase mágica: - Bueno… nos vemos. Le clavé una mirada interrogante y él concluyó: - Y “nos vemos” quiere decir el miércoles por la tarde… si tú puedes. ¿Quieres  ir al cine? Yo dije que sí. Gracias a las clases con la profesora Ligia mejoré en algo mis notas en Química, pero además nos convertimos en buenas amigas. El Lobo Guerra continuó expectante por si volvía a pillarme con un papelito en media clase, pero eso no ocurrió… aprendí la lección. La justiciera Paula se apuntó un pendiente y lo cumplió. Una mañana, cuando todo el colegio estaba formado en la cancha, la directora pidió sugerencias de actividades para las últimas semanas del año. Paula propuso de manera muy resuelta que dedicáramos una semana a los tíos.

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