El Proceso Como Juego Piero Calamandrei
February 28, 2017 | Author: Adrian Polanco Polanco | Category: N/A
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EL PROCESO COMO JUEGO (*) SumAnlo: 1. Aspecto psicológico del proceso. 2. Carácter agonistico del proceso: el principio de dialecticidad. 3. El deber de lealtad en el proceso: mala fe procesal, uso indirecto y abuso del proceso. 4. Medios de coacción psicológica antes de iniciarse 11 proceso. 5. Expedientes para retardar el curso del proceso. 6. Expedientes para acelerar el curso del proceso. 7. El dispositivo psicológico de las medidas cautelares. 8. La fase instructoria. 9. Mecanismo psicológico de la carga. 10. La valoración subjetiva del comportamiento de las partes. 11. Los sobreentendidos del juramento decisorio. 12. Conclusión. 1. ASPECTO PSICOLOGICO DEL PROCESO
La razón de que no baste salir de la Universidad con un doctorado en procedimiento civil obtenido con todos los honores, para ser sin más abogados duchos de audiencia, es muy similar psicológicamente a la razón de común experiencia por la cual no se llega a ser hábiles jugadores de ajedrez sólo con aprender de memoria, tomadas de un manual, las reglas del juego. Es verdad que sin conocerlas, es imposible jugar: lo mismo que sin conocer a la perfección las normas del Código de procedimiento, no se puede llevar adelante un proceso (a menos que se siga el método de ciertos abogados a quienes conozco, que continúan arremetiendo aún contra el vituperado Código de procedimiento civil vigente, porque se obstinan en servirse de él sin haberlo leído jamás) ; pero, una vez conocidas las reglas teóricas, lo que más cuenta para aprender (•) El presente estudio forma parte de los Scritti giuridici in onore di Francesco Carnelutti, vol. II, Padova, Cedam, 1950, págs. 485-511. Publicado también en Riv. dir. proc., 1950, parte 1, págs. 2351. Figura también en Studi sul Processo civile, vol. VI, Padova, Cedam, 1957, págs. 43-71.
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el juego, es verlas funcionar en la práctica, es experimentar cómo se entienden y cómo las respetan los hombres que deben observarlas, contra qué resistencias corren riesgo de enfrentarse, y con qué reacciones o con qué tentativas de elusión tienen que contar. El legislador hace las leyes para su tiempo: tiene que conocer bien el nivel moral y social del pueblo para el cual hace esas leyes, y calcular de antemano en qué forma se comportará frente a esas leyes, y si estará dispuesto a tomarlas en serio un ciudadano de tipo "normal" que en cuanto a moralidad e inteligencia responda al promedio de la sociedad a que pertenece. El buen legislador debe estar dotado de una cierta imaginación, pero atenuada por el sentido histórico, a fin de conseguir prever con suficiente aproximación cómo habrán de ser acogidas por los que deberán observarlas, las leyes que él se apresta a poner en vigor: en esos sus cálculos previsores debe cuidarse del pesimismo, que lo llevaría a con- . siderar el promedio de los ciudadanos como deshonestos y rebeldes, desprovistos de todo sentido de acatamiento a las leyes, y ansiosos únicamente de eludirlas; pero debe cuidarse también del excesivo optimismo, que lo induciría a imaginarse el consorcio para el cual legisla como compuesto únicamente de personas decentes, en competición por prestar celoso obsequio a la legalidad (acaso haya sido éste el más grave error del vigente Código de procedimiento civil: haber imaginado a los jueces y abogados mejores de lo que son). Sólo el jurista "puro" puede darse el lujo de tratar las leyes como instrumentos de precisión, que al contacto con los hombres considerados en serie y todos ellos iguales y equivalentes, sean capaces de reaccionar siempre del mismo modo, así como para pretender que al simple tacto dispare siempre del mismo modo la máquina inanimada. En cambio, el legislador debe conocer, antes que la técnica jurídica, la psicología y la economía de su pueblo: y sobre todo no puede limitarse a ser un jurista puro el abogado que en todo instante tiene que recordar que todo hombre es una persona, es decir,
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un mundo moral único y original, que frente a las leyes se comporta según sus aficiones y sus intereses, de manera imprevisible y a menudo desconcertante. Esta necesidad de no olvidar jamás que las leyes están hechas para los hombres vivos, de los cuales, antes de estudiar el derecho, hay que conocer la psicología, vale sobre todo a propósito de las leyes procesales: pues ellas, más que ninguna otra categoría de normas, están destinadas, más que a garantizar un efecto jurídico constante y previsible en abstracto, a registrar a posteriori el resultado concreto de aquella especie de partida legal, hecha de voluntades concursantes, de movimientos sutilmente estudiados y de observaciones técnicas, que es el proceso. El derecho procesal entra en su casi totalidad en la categoría de disposiciones que fueron denominadas "reglas finales": que no imponen obligaciones, sino que, a quien se proponga un determinado fin (obtener justicia), le ofrecen el método, o podríamos decir, el recetario, para conseguirlo. Pero este método no garantiza a priori que se lo consiga: para obtener justicia, no basta tener razón. También el antiguo proverbio véneto, entre los ingredientes necesarios para triunfar en el litigio, pone, ciertamente, en primer lugar, el "tener razón", pero inmediatamente después agrega que es necesario también "saberla exponer", "encontrar quién la entienda", y "la quiera dar", y, por último, "un deudor que pueda pagar". En el proceso civil el actor se mueve para pedir una sentencia que reconozca su derecho; pero conseguirlo, no depende únicamente de su demanda: el juez no es, como sagazmente lo advertía Gnaeus Flavius, una de esas máquinas automáticas en las cuales basta introducir por un lado una moneda para que por el otro salga una tarjeta con la respuesta. A fin de que la demanda propuesta por el actor pueda ser acogida, es necesario que vaya filtrándose a través de la mente del juez, y que consiga hacerse entender de él y persuadirlo: el éxito depende, por consiguiente, de la interferencia de estas psicologías individuales y de la fuerza de convicción con que
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las razones hechas valer por el demandante consigan hacer suscitar resonancias y simpatías en la conciencia del juzgador. Pero con ello no decimos todavía lo que para el proceso civil es lo esencial. Efectivamente, no sólo hay que agregar que, siendo el proceso civil un proceso de partes basado en el principio del contradictorio (art. 101, C. p. c.), las fuerzas psicológicas que tienden a persuadir al juez son siempre dos, en contraste entre sí, de manera que la decisión del juez implica siempre una elección; sino que hay que destacar sobre todo que en la elección entre esas dos voluntades contrastantes, el juez, cuyo visus está institucionalmente limitado al marco de los allegata et probata, no es libre para dar razón a quien se le antoje; sino que está obligado a darla a la parte que mejor éonsiga, con los medios técnicos a ello apropiados, demostrar que la tiene. La sentencia no es, por consiguiente, el producto automático de la aplicación de las leyes a los hechos, sino la resultante psicológica de tres fuerzas en juego, dos de las cuales, al tratar cada una de arrastrar en su propia dirección a la tercera, despliegan entre sí una competición reñida, qué no es sólo de buenas razones, sino también de habilidad técnica para hacerlas valer. Afortunada coincidencia es la que se verifica cuando entre los dos litigantes el más justo sea también el más hábil: pero cuando en ciertos casos (y quiero creer que en raros casos) esa coincidencia no se dé, puede ocurrir que el proceso, de instrumento de justicia, creado para dar la razón al más justo, pase a ser un instrumento de habilidad técnica, creado para dar la victoria al más astuto. Es verdad que las leyes procesales están dictadas en interés público de la justicia: el fin supremo que el Estado pone idealmente como meta a todo litigante, y en general a todas las personas que en uno u otro carácter participan en el proceso o colaboran en él, es la observancia del derecho, el triunfo de la verdad, la victoria de la razón. Pero en concreto, si se puede esperar que en la mayoría de los casos se logre efectivamente esa finalidad, ello ocurre, no porque todos los personajes
que toman parte en el proceso lo quieran conseguir del mismo modo: en realidad, si excluimos al juez, en quien debería personificarse concretamente ese superior interés de la justicia que es propio del Estado, todos los demás sujetos persiguen en el proceso finalidades más limitadas y burdamente egoístas, tal vez en contraste (aunque no se lo confiese) con aquel fin superior. Depende de la suma algebraica de esos esfuerzos contrastantes (de las acciones y de las omisiones, de las astucias o de los descuidos, de los movimientos acertados y de las equivocaciones), si al final el proceso, como síntesis, consigue lograr un resultado que responda verdaderamente a la justicia: pero, en cuanto a las dos partes en contraste (tesis y antítesis), ocurre a menudo que lo que importa no es tanto la justicia cuanto la victoria: de manera que, para ellas, el proceso viene a ser nada más que un juego en el que hay que vencer. 2. CARACTER AGONISTICO DEL PROCESO: EL PRINCIPIO DE DIALECTICIDAD
En todas las instituciones procesales puede reconocerse, por clara derivación histórica, una significación metafóricamente agonística. El debate judicial es una especie de representación alusiva y simbólica de un certamen primitivo, en el cual el juez no era más que un juez de campo: la alternativa sucesión de los actos procesales de los litigantes viene a ser la transformación mímica de lo que en sus orígenes era un hecho de armas; hasta la terminología del proceso está tomada todavía de la de la esgrima o la palestra. Esta alusión a la lucha es viva en el proceso todavía en el día de hoy, a pesar de que se reconozca comúnmente la naturaleza publicística de las instituciones judiciales: mientras en el proceso civil se mantiene en vigor el principio dispositivo, la lucha entre contrapuestos intereses de parte es considerada y aprovechada por el Estado como el instrumento más apropiado para satisfacer al final el interés público de la justicia. Al choque de las espadas se ha sustituido, con la civilización, la polémica de los argumentos; pero hay todavía en este contraste, el ensañamiento de un
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asalto. La razón se dará a quien mejor sepa razonar: si al final el juez otorga el triunfo a quien mejor consiga persuadirlo con su argumentación, se puede decir que el proceso, de brutal choque de ímpetus guerreros, ha pasado a ser juego sutil de razonamientos ingeniosos. Este carácter de juego razonado se manifiesta especialmente en el principio fundamental del proceso que podríamos denominar principio de dialecticidad. El proceso no es solamente una serie de actos que deben sucederse en un determinado orden establecido por la ley (ordo procedendi), sino que es también, en el cumplimiento de esos actos, un ordenado alternar de varias personas (actos trium personarum), cada una de las cuales, en esa serie de actos, debe actuar y hablar en el momento preciso, ni antes ni después, del mismo modo que en la recitación de un drama cada actor tiene que saber "entrar" a tiempo para su intervención, o en una partida de ajedrez tienen los jugadores que alternarse con regularidad en el movimiento de sus piezas. Pero la dialecticidad del proceso no consiste solamente en esto: no es únicamente el alternarse, en un orden cronológicamente preestablecido, de actos realizados por distintos sujetos, sino que es la concatenación lógica que vincula cada uno de esos actos al que lo precede y al que lo sigue, el nexo pscológico en virtud del cual cada acto que una parte realiza en el momento preciso, constituye una premisa y un estímulo para el acto que la contraparte podrá realizar inmediatamente después. El proceso es una serie de actos que se cruzan y se corresponden como los movimientos de un juego: de preguntas y respuestas, de réplicas y contrarréplicas, de acciones que provocan reacciones, suscitadoras a su vez de contrarreacciones. En esto consiste principalmente la dialecticidad del proceso: que todo movimiento realizado por una parte abre a la parte contraria la posibilidad de realizar otro movimiento dirigido a contrarrestar los efectos del que lo precede y que, podríamos decir, lo contiene en potencia. No sería exacto definir esta relación como un nexo de causalidad: en realidad,
todo movimiento realizado por una parte del proceso no es causa necesaria y suficiente del acto sucesivo de la contraparte, sino que es solamente una ocasión que se le da para realizar a su vez uno de los distintos movimientos, todos ellos jurídicamente posibles, entre los cuales queda remitido a su sentido de la oportunidad elegir el más apropiado para neutralizar el movimiento contrario. Cuando en el proceso realiza mi adversario un movimiento cualquiera (presenta una excepción de incompetencia, pide un nuevo señalamiento, propone una prueba), yo vengo a encontrarme, por efecto de su acto, en una situación jurídica distinta de aquella en que me encontraba antes de él: no puedo ignorarlo, pues si no reacciono de algún modo, mi inercia podrá serme perjudicial; pero si quiero reaccionar, puedo hacerlo de varias maneras, pues tengo la elección entre distintas posibilidades que el acto abre ante mí. Si se me ha deferido el juramento decisorio, puedo prestarlo, referirlo, o negarme a prestarlo. Cada movimiento de una parte crea para el adversario una serie de posibilidades, de las cuales puede ocurrir que resulte, si se mueve hábilmente, sacar provecho contrariamente a lo que su antagonista suponía. En esto consiste la táctica procesal, encomendada a la sagacidad y al sentido de responsabilidad de cada uno de los litigantes; aquí es donde está la habilidad del juego. Cada competidor, antes de dar un paso, debe tratar de prever, mediante un atento estudio, no sólo de la situación jurídica, sino también de la psicología del adversario y del juez, con qué reacciones responderá el antagonista a su movimiento. Así, aun sin perder de vista el fin último del proceso, que es la victoria, los competidores continúan estudiándose durante todo el curso del proceso como dos esgrimistas frente a frente; y la partida viene a fraccionarse en una serie de episodios en cada uno de los cuales sus esfuerzos van inmediatamente dirigidos a conseguir una ventaja parcial, un "punto", que quede conquistado a su favor y pueda concurrir a asegurarle, cuando hayan de hacerse las sumas, la victoria final. De esta dinamicidad dialéctica del proceso civil de tipo
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dispositivo se ha dado una inolvidable demostración sistemática en la obra fundamental de James Goldschmidt, Der Prozess als Rechtslage ( I ): en la cual se configura el proceso, no como una relación jurídica unitaria, fuente de derechos y de obligaciones (Prozessrechtsverhaltnis), sino como una sitúación jurídica flúida y mutable, fuente de expectativas, posibilidades y cargas (Aussichten, Moglichkeiten, Lasten), destinada a plasmarse según la varia sucesión de los actos procesales, cada uno de los cuales da al curso del procedimiento nuevas direcciones y abre a las partes nuevás perspectivas. El proceso está constituido así por una ceñida sucesión de chances, alternativamente ofrecidas a la una o a la otra de las partes: quien no sabe prever la chance favorable que un imprudente movimiento suyo puede dar al adversario; quien no sabe servirse en el momento oportuno de la chance que el adversario le ofrece, corre el riesgo de perder la causa. Toda parte es así árbitro y responsable de la propia suerte: faber est suae quisque fortunae [cada cual es el elaborador de su propia suerte]. Es una concepción eminentemente individualística del proceso, que el mismo Goldschmidt ha parangonado, en el prefacio de su libro, al concepto liberal de la lucha política. Por eso, a pesar de los formularios fijos del procedimiento, no hay un proceso que sea igual a otro, como no hay en el juego de ajedrez una partida igual a otra. El proceso nace y se crea en cada caso, movimiento a movimiento, tal y como lo modelan en forma imprevista e imprevisible las combinaciones a menudo desconcertantes de las fuerzas contrapuestas que en él se cruzan. Quien quisiera parangonar el curso de un debate judicial al diálogo de una comedia, fallaría en su parangón, pues los papeles de una comedia están todos ellos escritos de antemano en la obra; al paso que en el diálogo judicial es necesario que los personajes sepan improvisar; y cómo llegue a terminar ese drama, nadie lo sabe, fuera de Dios, único que conoce por anticipado la marcha de las estrellas.
Todo esto no destruye, entendámonos bien, la exactitud de la teoría de la relación procesal, en lo que atañe al núcleo central de ella, que es el deber del juez de proveer, y el correspondiente derecho de las partes, de conseguir que él provea; pero es cierto que el contenido concreto de esta obligación del juez se plasma dialécticamente en correspondencia con las situaciones jurídicas creadas por la actividad concurrente: según la variable puntuación, podríamos decir, de su juego.
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Berlín, 1925.
3. EL DEBER DE LEALTAD EN EL PROCESO: MALA FE PROCESAL, USO INDIRECTO Y ABUSO DEL PROCESO No debe considerarse irreverente esta insistencia en parangonar el proceso a un juego. Aun sin invocar la autoridad del historiador genial que creyó contemplar en el instinto del juego la primera raíz de algunas de las más elevadas manifestaciones de la civilización humana, lo cierto es que, al poner en evidencia esos elementos de competición que se encuentran en todo debate judicial, no se atenúan ni la seriedad ni la santidad del sistema de reglas procesales que el Estado dicta en orden a la administración de la justicia; sino que se quiere decir que, para apreciarlas en su valor, no basta adorarlas como dogmas inmóviles, sino que es necesario verlas vivir y conocer su fisiología y su patología, y hacerse cargo de las elusiones y de los fraudes que las amenazan, así como de las celadas que, al amparo de sus fórmulas inocentes, pueden ser preparadas por la fantasía inventiva de los litigantes. Por eso la abogacía es un arte en el cual el conocimiento escolástico de las leyes sirve muy poco, si no va acompañado de la intuición psicológica, que sirve para conocer a los hombres, y los múltiples expedientes y maniobras mediante los cuales tratan ellos de plegar las leyes a sus finalidades prácticas. En vano se espera que los códigos de procedimiento, aun los mejor estudiados teóricamente, sirvan verdaderamente a la justicia si no son sostenidos en su aplicación práctica por
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la lealtad y la corrección del juego, por el fair play cuyas reglas no escritas están principalmente encomendadas a la conciencia y a la sensibilidad de los órdenes forenses. Resulta, efectivamente, de lo que hasta ahora hemos dicho, que las actividades que se despliegan en el proceso por los distintos sujetos que en él participan, no están todas ellas rígidamente preestablecidas y vinculadas por el derecho procesal, de manera que, para ser jurídicamente válidas, no puedan ser realizadas más que de un sólo modo. En realidad, las normas del derecho procesal marcan únicamente ciertas directivas muy elásticas, que dejan amplio margen, según hemos visto, a la iniciativa y a la elección individual. Las reglas propiamente jurídicas constituyen en el proceso una especie de marco dentro del cual puede espaciarse el poder dispositivo de las partes: sólo en la observancia de esas reglas marginales está vinculada la actividad de las partes; pero en el espacio en blanco su actividad es esencialmente libre. Precisamente en vista de esa actividad libre (en la cual, según las clasificaciones de Carnelutti, habría que hacer entrar, no sólo los actos jurídicos facultativos, sino también los actos puramente lícitos, esto es, jurídicamente neutros [2] ), que el art. 88 del C. p. c. impone a las partes y a sus defensores "el deber de comportarse en juicio con lealtad y probidad". Este deber, tan vago e indeterminado, no tendría sentido alguno en un proceso en que la actividad de las partes y de sus defensores estuviese por ley rígidamente vinculada en todas sus manifestaciones; adquiere, en cambio, un significado muy importante en un proceso, como es el de tipo dispositivo, en que, dentro de los confines establecidos por el derecho procesal, se deja a las partes un amplio campo discrecional, dentro del cual cada una de ellas es libre para elegir los movimientos que le parezcan más apropiados para vencer a su contrario. La lealtad prescrita por el art. 88 es la lealtad en el juego: el juego, esto es, la competición de habilidad, es (2)
Sistema del dir. proc. civ.,
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(1938), ns. 408 y 419.
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lícito, pero no se permite hacer trampas. El proceso no es solamente ciencia del derecho procesal, no es solamente técnica de su aplicación práctica, sino que es también leal observancia de las reglas del juego, es decir, fidelidad a los cánones no escritos de corrección profesional que señalan el límite entre la elegante y meritoria maestría del esgrimista perfecto y las torpes marrullerías del fullero. De estos cánones de lealtad y probidad, únicos que quedan para regular la conducta de los competidores dentro del campo discrecional en que no penetran las leyes, es custodio el juez: el cual, aun cuando la transgresión de dichos cánones no sea de tal relevancia, que repercuta sobre el mérito de la litis (según ocurre, por ejemplo, en el caso de revocación por dolo, art. 395, n. 1), vela continuamente desde el balcón del art. 116 del C. p. c., la conducta de las partes en el debate, y contra la que haya faltado a la lealtad del contradictorio puede adoptar providencias sancionatorias (arts. 92 y 96; cfr. también art. 88, segundo ap.), comparables a las medidas de rigor que inflige el árbitro a los jugadores sorprendidos en culpa. Pero en este delicadísimo mecanismo que es el principio dispositivo, en el cual cada una de las partes debe esperar la victoria únicamente de sus propias fuerzas, y puede abstenerse de aducir elementos que puedan contribuir a la victoria contraria (nemo tenetur edere contra se), es muy difícil establecer hasta dónde llegan los derechos de una sagaz defensa y dónde comienza el reprobable engaño. Precisamente por esa dificultad, que desaparecería en un proceso de tipo rígidamente inquisitorio, el cometido de la doctrina viene a ser tan arduo cuando se trata de trasladar al campo del proceso las nociones. relativas a los efectos y las figuras de la mala fe que en el campo del derecho sustancial son ya tan comúnmente admitidas; y, siempre a causa de esa dificultad, la doctrina no ha. conseguido todavía aislar en el proceso ciertas situaciones que tal vez no tengan mucho que ver con la mala fe procesal y que deberían más bien asimilarse a las figuras que en el campo
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del derecho sustancial se hacen entrar bajo la noción del negocio indirecto o de comodidad ( S ). En todas las variadas hipótesis de mala fe procesal (mentira, falsedad, dolo unilateral o bilateral, fraude, simulación) se puede captar un carácter común: que una parte, o las dos, tienden, mediante engaño, a conseguir en el proceso (o en una fase de él, o en la decisión final) un cierto efecto jurídico, sin que existan los presupuestos (de hecho o de derecho) a los cuales lo vincula la ley. La mala fe procesal, en sus variadas configuraciones, va siempre dirigida a conseguir en el proceso un efecto jurídico que sin el engaño no podría conseguirse. Pero frente a tales casos, que todos ellos pueden hacerse entrar bajo la noción de la mala fe procesal, se presentan en la dialéctica procesal variadísimas situaciones en que una parte, aun encontrándose en condiciones de cumplir válidamente un cierto acto procesal y de producir legítimamente los efectos jurídicos que de él se siguen, se sirve de él no tanto para conseguir los efectos jurídicos que le son propios, cuanto para conseguir ulteriores efectos psicológicos (sobre el adversario o sobre el juez), de los cuales espera la parte sacar ventaja en la táctica de su juego. Sabido es que en el campo del derecho sustancial se habla de negocio indirecto siempre que las partes, aun queriendo realmente constituir un cierto negocio que tiene una causa típica, se proponen satisfacer, a través del efecto jurídico propio de dicho negocio, una ulterior finalidad económica distinta de aquella a cuya satisfacción está típicamente predestinado el negocio; los contratantes, por consiguiente, han querido realmente concluir (y por ello están fuera del campo de la simulación) el negocia aparente, y han querido realmente conseguir los efectos jurídicos quede son propios; pero la consecución de esos efectos ha sido considerada por ellos como una etapa, como un medio, para llegar a la consecución de un fin ulterior, (') Una alusión a la posibilidad de extender al proceso la noción de negocio jurídico indirecto, en CARNELUTTI, Sistema, cit., II, n. 520.
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en sí no ilícito. No se puede decir, pues, que haya diversidad entre el fin típico del negocio aparente y el fin efectivamente querido por las partes; el fin típico ha sido querido, pero como medio para satisfacer indirectamente, pasando por la vía más larga, una finalidad ulterior a cuya directa satisfacción conduce normalmente otro tipo de negocio. Algo similar puede ocurrir en el proceso: el acto procesal es en sí lícito y efectivamente querido; pero en los cálculos del litigante cuenta, no tanto por los efectos procesales que produce según ley, cuanto por las previsibles reacciones que provocará en el comportamiento de los demás sujetos del proceso. Este uso indirecto de los actos procesales no se puede decir que sea siempre y sin más ilícito: muchas veces entra en la honesta habilidad del patrocinio; otras, limita, antes de llegar a las figuras extremas del dolo y del fraude, en una zona intermedia que, por alguna semejanza con la figura del abuso del derecho, podríamos denominar el abuso del proceso. Es aquí donde principalmente tiene valor la intuición y la mesura del defensor, que debe saber que en el curso del proceso los mismos actos pueden provocar reacciones de diversa naturaleza, según la distinta psicología de la parte contraria y del juez; y debe, por otra parte, saber interpretar el movimiento del adversario, no por su efecto jurídico inmediato, sino también por los remotos desenvolvimientos tácticos que permite suponer. En este terreno los artículos de los códigos son necesariamente mudos: el legislador inocente no ha calculado a qué sutiles virtuosismos pueda prestarse en cada caso, en la táctica de los litigantes, el empleo indirecto de ciertos institutos, ni ha sospechado siquiera que puedan ellos. ser utilizados como medios de estímulo o de freno, orientados a fines que van mucho más allá de los queridos o previstos por la ley.
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4. MEDIOS DE COACCION PSICOLOGICA ANTES DE INICIARSE EL PROCESO
Esta táctica de escaramuzas, en la cual los artículos del Código de procedimiento civil pueden ser utilizados por los contendientes como peones de un juego de ajedrez, puede comenzar incluso antes de que se inicie el proceso: ya la amenaza de recurrir, como dicen los prácticos, "a la vías de ley", puede ser un argumento suficiente para inducir al adversario que sabe no tener razón, a capitular antes de ser atacado. También en el campo judicial, antes de que el heraldo notifique al demandado la especie de cartel de desafío que es el acto de citación, puede haber un período más o menos largo de negociaciones, de recriminaciones, de intimidaciones; antes de llegar al tribunal, puede haber, también en el proceso, la guerra "fría": la guerra de los nervios, antes de la de los papeles timbrados. Esta es la fase en la cual entran en danza los hechiceros de las magias de corredor, que susurran poseer la receta infalible para elegir de antemano la sección y el relator, para predisponer la composición del colegio o para conocer las secretas vías de acceso al corazón de cada uno de sus integrantes: serían, en términos deportivos, los que se han especializado en la preparación del campo de juego, y que se ocupan de antemano en hacer que el equipo a quien ellos sirven no tenga que combatir sobre un terreno resbaladizo o con el sol de frente. Pero, sobre todo, es ésta la fase en que puede tener sus triunfos aquella arte de sugestión que en ciertos juegos se denomina bluff, y que consiste, como todos saben, en hacer creer al adversario que se tiene en la mano mejores cartas de las que en realidad se poseen. He conocido en mi vida profesional abogados que habían adquirido fama únicamente por su ceño adusto y el acento oratorio de sus respuestas. Recuerdo siempre la aventura ocurrida a un joven que hacía sus primeras armas, y que, invitado a tratar una transacción
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en el estudio de un autorizado colega, famoso por el "método duro" con el cual conseguía impresionar a sus interlocutores, se permitió citar como argumento favorable a la propia tesis un cierto artículo del Código de comercio; pero aquel energúmeno lo interrumpe con rostro feroz: "¿Quién le ha metido a usted en la cabeza que el Código diga semejantes estupideces?" Su tono era tan perentorio, que el novato so se atrevió a replicar: y aceptó la transacción, convencido de haber dicho un despropósito (pero apenas retornado a su estudio, quiso hojear el código, y encontró que aquel artículo, honestamente aprendido en la Universidad, seguía en su sitio... ). En esta fase también la desfachatez puede ser una arma, y la discreción una debilidad. Supóngase la hipótesis de que un pobre diablo, que no entiende de derecho ni ha tenido en su vida un solo litigio, vea de pronto que un día le llega una carta con el membrete de un destacado abogado que le notifica que está por iniciar una grave causa contra él y al final le advierte: "Mi experiencia me aconseja hacerle notar que si usted se mete en esta causa, terminará indudablemente en la derrota." Si se trata de un hombre tímido y ajeno a los litigios ¿como no habrá de detenerse inmediatamente ante la solemnidad de semejante oráculo? Cualquiera sabe que muchas causas civiles se inician, no con la intención de llevarlas adelante, sino con la honesta esperanza de que el demandado, apenas recibida la citación, se convenza de que no tiene razón y cumpla inmediatamente su deuda: y esto ocurre tal vez porque parece ser que para las personas sencillas las razones adquieren un fuerza irresistible cuando han sido escritas en papel sellado. Esto vale sobre todo para la gente humilde, que a menudo no sabe distinguir entre justicia civil y justicia penal, y que al ver que se le notifica un acto de citación, queda turbada como si se tratase de un mandato de captura: todos los abogados conocen casos de personas que tienen un sagrado terror a los tribunales, y que por no pasar aquel umbral comprometedor ("... en
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mi familia, nunca hemos tenido que ver con los tribunales. "); están dispuestos a dejarse quitar la camisa. Y no hablemos de las causas "escandalosas", aquellas con las cuales se amenaza lanzar al público una delicada situación íntima, un secreto de familia, para cuya defensa es de prever que el amenazado consentirá en dejarse robar la cartera... Este empleo preventivo de la coacción psicológica comprende, en la táctica procesal, toda una gama de matices: comienza por el obligado y discreto anuncio que todo abogado, antes de hacer una citación, dirige a la parte contraria en la esperanza de evitar un litigio, y puede llegar, a través de un crescendo de indiscreciones y desfachateces, a las formas de incorrección y de ilicitud que resbalan hasta el chantaje y la extorsión. Y no hay que olvidar una figura típica, con la cual me ha ocurrido encontrarme más de una vez: el empleo del proceso como instrumento de concurrencia desleal. A fin de arruinar a un concurrente, se pone en escena contra él una causa clamorosa, atribuyéndole alguna acción incorrecta o fraudulenta que sirva para ponerlo en mala situación ante su clientela: al final se perderá la causa, pero entretanto habrán hablado de ella los diarios, y la publicidad habrá llegado a aquella sospechosa categoría de consumidores a quienes iba destinada: y así... quelque chose y restera.
que hacer un interesante estudio lingüístico sobre esta cosecha de sinónimos, que han crecido en el terreno fértil de la litigiosidad. En todo proceso ocurre casi siempre que, frente a la parte que tiene prisa, está la que quiere ir despacio: de ordinario quien tiene prisa es el actor, y quien no la tiene es el demandado, interesado en alargar lo más que puede la rendición de cuentas. Pero puede también ocurrir que el afán retardatario esté de parte del actor, cuando, conociendo que no tiene razón, trata de mantener en pie la causa lo más que puede, a fin de tener al tímido adversario bajo aquella espada de Damocles, hasta que se decida a aceptar una transacción (o también para esperar que sea ascendido el juez, o que entre en vigor la esperada reforma procesal). En ambos casos, hay una parte que tiene interés en servirse de todas las posibles desviaciones y complicaciones del procedimiento, no para conseguir los efectos fisiológicos a los cuales preordena la ley aquella posibilidad, sino a fin de conseguir el efecto indirecto de retardar el ritmo judicial y aplazar la solución. En un sistema procesal de tipo dispositivo como es el nuestro, es normal, ya que las palancas de velocidad están dejadas a la iniciativa de las partes, que el ritmo del proceso esté dominado por ellas: y, por tanto, es natural que dentro de ciertos límites (es decir, dentro de la elástica disciplina de los términos procesales, cuyo sistema, algunos con función retardataria y otros con función aceleratriz, tiende a mantener entre los diversos actos del proceso una justa separación), cada parte se valga de su propio poder de impulso para acelerar o retardar el cumplimiento de ciertas actividades que de él dependen. Pero el abuso comienza cuando una parte, habiendo agotado ya aquel margen de lícito retardo que le era concedido por la elasticidad de los plazos, trata de alargar el proceso mediante peticiones que sabe son infundadas y que se proponen, no para que sean acogidas, sino únicamente a fin de ganar el tiempo qué el contrario tendrá que gastar en oponerse a ellas y el juez en rechazarlas: lo cual acaece espe-
5. EXPEDIENTES PARA RETARDAR EL CURSO DEL PROCESO Una vez iniciado el proceso, el abuso clásico o tradicional que una u otra parte intentará (y hasta incluso ambas partes, puestas de acuerdo), será el de darle largas. Dum pendet rendet [mientras pende, rinde], es viejo reproche dirigido a los abogados; el aplazamiento es, en la opinión común, el arma predilecta del litigio; y el vocabulario judicial está lleno, desde la antigüedad, de palabras que recorren todos los matices de esta enfermedad.. endémica de los juicios: tergiversar, cansar, molestar, hartar, retardar, remitir, aplazar, diferir... Habría
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cialmente respecto de ciertas proposiciones de medios de prueba sobre hechos que la parte requirente sabe perfectamente que no son verdaderos, pero que, no obstante, logran su finalidad de imponer al juez, para que pueda declararlos no verdaderos, el empleo de una larga actividad instructoria. Este abuso de finalidad dilatoria de los medios procesales es tan común y tradicional, que se ha llegado a hacer de él objeto de estudio, considerándolo, no como una degeneración patológica, sino como un refinado virtuosismo de buena práctica forense: baste recordar los numerosos tratados acerca de las cautelae dirigidas ad protrahendum causas ad longum, entre los cuales fue celebérrimo el de Bartolomeo Cepolla ( 4 ). De tales "cautelae" se hace largo empleo, aunque no se escriban ya tratados sobre el tema, también en el proceso de nuestros tiempos: la mayor o menor frecuencia con la cual se recurre en la práctica judicial a ciertas excepciones; la fortuna, de lo contrario incomprensible, de ciertos procedimientos que a primera vista parecerían menos cómodos y menos manejables que otros más sencillos y rápidos, que, en cambio, se dejan de lado, se explican cuando se consideran los fines indirectos a que tales excepciones y tales providencias se emplean en la técnica maniobrada del sofisma. Si algún practicón descarado quisiera hoy escribir una especie de prontuario práctico de las cavilaciones para uso de los principiantes, el primer capítulo debería ir dedicado a clasificar los expedientes que los patrocinadores emplean para obtener los aplazamientos. Bajo el Código de procedimiento civil hoy vigente, que teóricamente se inspira en un cierto rigorismo contra el lamentado abuso de los nuevos señalamientos, abogados y jueces se han encontrado súbitamente de acuerdo (tampoco a los jueces, especialmente en tiempos de mayor actividad judicial, les son desagradables ciertos aplazamientos) en emplear para este servicio, meramen(4) Cfr. V. MANZINI, Le cautelae nena storia del diritto italiano (Atti del Reale Istituto Veneto di Scienze, lettere ed arti), Vene-
zia, 1927.
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te dilatorio, disposiciones que el legislador había dictado con una finalidad enteramente distinta: ¡cuántas comparecencias personales de las partes, cuántas tentativas de conciliación, cuántos intercambios de memorias ilustrativas piden los defensores, y ordena el juez instructor, únicamente como expedientes para alargar la instructoria en uno o dos meses, con la certeza, sin embargo, de que la tentativa de conciliación no se logrará, o que en las memorias los abogados no tendrán nada nuevo que agregar a lo que ya dijeron! A la misma finalidad meramente dilatoria han servido siempre, en los procesos de todos los tiempos, las excepciones litis ingressum impedientes, y en especial las de incompetencia; ésta es acaso la razón por la cual dos procedimientos que el vigente Código de procedimiento civil ha introducido a fin de librar desde el comienzo al proceso del peso retardador de ciertas cuestiones preliminares (me refiero a la regulación de competencia y a la regulación de jurisdicción), han encontrado el inesperado favor de muchos practicones, que han aprendido que, aunque la excepción de incompetencia sea descaradamente infundada, basta, sin embargo, presentarla para ganar así, con la necesaria suspensión del proceso de mérito, los tres o cuatro meses que habrán de pasar antes de que aquella descarada falta de fundamento haya sido declarada por la casación. De este modo, la regulación de competencia ha pasado a ser hoy un nuevo recurso de comodidad, a fin de prolongar en algunos meses la duración del proceso; como bajo el Código de procedimiento civil de 1865, el pronunciamiento de un laudo interlocutorio había venido a ser en el juicio arbitral un expediente habitual para prolongar el plazo (art. 34, penúlt. ap.) ( 5 ). Algo similar ocurría en tiempos cuando faltaba a las secciones simples de la casación la competencia sobre la propia competencia, y bastaba encarar en audiencia la sospecha de que el recurso entrara en la competencia de las secciones unidas (°)
MORTARA,
Comm., vol. III, n. 117.
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para obtener sin más la remisión a ellas. Nunca he podido olvidar una lección que me dio a mí, novel, un colega anciano y experimentadísimo, a quien yo, ardiente de juvenil celo profesional, le había negado en casación una remisión que él me solicitaba; él defendía a una blasonada estafadora que había adquirido, sin pagarlo, un lujoso abrigo de pieles, y que durante muchos años había logrado, a fuerza de recursos procesales, tomar a broma a aquel desdichado peletero cliente mío. Finalmente, condenada a pagar, la señora había recurrido en casación: fijada la audiencia su abogado, en el último momento, me pide una remisión, a la cual me opuse yo, suponiendo que era un pretexto. Se pasó a audiencia: y entonces, apenas lla mado el recurso, mi adversario se pone de pie y con voz meliflua pide la remisión a las secciones unidas por razones de competencia. Protesto yo indignado: —Se trata del pago de un abrigo de pieles: ¿qué tienen que ver aquí las secciones unidas? Y él —¿Mi distinguido contradictor ignora, pues, que también en materia de abrigos de pieles sólo las secciones unidas pu ed en saber si son o no competentes? —Estoy viendo todavía la bondadosa sonrisa con que me miró el presidente de la sección (era Venzi, lo recuerdo todavía), cuando dijo: Remitido, por razones de competencia, a las secciones unidas. Así, si se pudiera siempre conocer los distintos móviles psicológicos de ciertos comportamientos procesales aparentemente ilógicos, aparecerían ellos también a los ojos del profano menos irracionales de lo que en ocasiones aparecen: se comprendería, por qué muchas veces el abogado espera hasta el último día del plazo para proponer un medio de impugnación contra una sentencia que le ha negado la razón a su cliente, no por olvido o por negligencia, sino porque hasta aquel día ha esperado poder llegar, bajo la amenaza de la apelación o del recurso de casación, a una aceptable componenda; se comprendería por qué es buena regla impugnar siempre, incluso sin esperanzas, una sentencia desfavorable, por qué la pendencia del juicio de impugnación puede ser siempre una carta en las negociaciones de transacción. Se comprendería también
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por qué, para ciertas causas, parece ser que ambos litigantes estuvieran de acuerdo en no querer que se llegue a una definición: en dejarla que viva letárgicamente. Cuando entró en vigencia en 1942 el actual Código de procedimiento civil, uno de los más graves errores que cometió el legislador de entonces fue el de imponer la reasunción con el nuevo rito de todas las causas que bajo el antiguo código vivían en estado letárgico, en espera de la honrosa perención: viejas causas pacíficas, que estaban dejadas de lado sin molestar a nadie, y que llevadas de nuevo autoritariamente al turno de los juicios instructorios, han recuperado virulencia y pretensiones de juventud, y han contribuido poderosamente así a agravar el estancamiento de que sufre hoy la justicia civil. En ocasiones, al leer en los repertorios de jurisprudencia ciertas decisiones, se resiste uno a comprender cómo ciertas cuestiones hayan podido ser suscitadas. Pero se explica si se piensa que aun la tesis más descabellada puede servir, a un abogado sin escrúpulos, para ganar tiempo. He visto yo mismo a uno de esos practicones aventureros proponer a última hora, contra el dignísimo consejero relator, una instancia de re cusación acompañada de una denuncia calumniosa; y salir así al encuentro, con desesperada ceguera, a las consecuencias civiles y disciplinarias, y hasta incluso penales, de aquel innoble gesto, a fin de poderse jactar frente al cliente de haber conseguido una vez más aplazar, con aquella brillante hazaña, el día de la derrota.
6. EXPEDIENTES PARA ACELERAR EL CURSO DEL PROCESO Pero no faltan en los recetarios de los leguleyos los específicos para acelerar también el ritmo del proceso y obligar al adversario a la improvisación, especulando con la desorientación psicológica producida por la sorpresa. De ordinario los litigantes (o sus patrocinadores) no están nunca de acuerdo -en tomar por los atajos, si para adoptarlos es necesario que
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sean dos: si el proceso admite que las partes en ciertos casos puedan de común acuerdo prescindir de ciertas formalidades procesales o abreviar un plazo o saltarse un grado, ocurre indefectiblemente que una de ellas se niega a prestarse a tal simplificación. Por el solo hecho de que una de ellas estaría dispuesta a ello, se opone la otra; que también entre adversarios pueda haber en el proceso un interés común en la rapidez y en economizar tiempo y gastos, una cierta solidaridad procesal en orden a la buena marcha del procedimiento, es idea que no va con el genio de los litigantes: el abogado que esté dispuesto a prestar su adhesión a cualquier requerimiento contrario, sólo porque considere que el aceptarlo podría simplificar las formas sin perjudicar al mérito, se gana inmediatamente, en la estimación de su propio cliente (especialmente del cliente pobre que es siempre el más suspicaz), la tacha de débil y de inepto ("... ¡Lástima! Sería muy bueno, pero le falta espíritu de combate..."), si no ya la de vendido. Esto explica la poca suerte, o hasta el olvido, en que han caído algunas innovaciones introducidas por el vigente código de procedimiento civil, que hubieran debido servir, con tal de que ambas partes se hubiesen puesto de acuerdo para valerse de ellas, para hacer más rápidos ciertos procesos: tal, el poder otorgado al juez de decidir la causa según equidad cuando las partes "le hagan de ello requerimiento concorde" (art. 114), o el recurso de casación proponible per saltum contra la sentencia apelable del tribunal, "si las partes están de acuerdo para omitir la apelación" (art. 360, penúlt. ap.). Al respecto no hay datos estadísticos; pero sospecho que nunca, desde 1942 hasta el día de hoy, ha ocurrido que dos abogados en contradictorio hayan estado de acuerdo en servirse de una u otra de tales disposiciones. Por el contrario, los expedientes para acelerar, o hasta para estrangular el proceso, son largamente empleados, y a menudo más allá de los fines previstos por la ley, cuando para servirse de ellos no haya necesidad del concorde requerimien-
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to de las partes, sino que uno solo de los litigantes puede esperar poder de ese modo pillar desprevenido a su adversario, e impedirle así que se defienda fácilmente. Tampoco aquí la lentitud o la celeridad del juego se aprecia en sí misma, sino únicamente en función instrumental, en cuanto sirve, mediante la paralización o la sorpresa del adversario, para darle una ventaja en la partida. De ordinario las maniobras dirigidas a menoscabar el derecho de defensa de la contraparte y pillarla desprevenida (como se acostumbraba con las mal afamadas "notas después de la audiencia" del viejo código, insidiosa flecha del Parto, a la cual el adversario no podía ya replicar), son consideradas por la ley como contrarias a la lealtad procesal (art. 88). Pero en ciertos casos es la misma ley procesal la que dispone los medios para coger desprevenido al adversario e impedirle, en un primer momento, que se defienda. Las derogaciones al principio del contradictorio inicial (art. 101), que se verifican cuando la providencia es dada por el juez inaudita altera parte, y la iniciativa del contradictorio es invertida o aplazada, no tienen siempre la misma finalidad: en ocasiones, mediante el desplazamiento de la iniciativa del contradictorio del actor al oponente (ejemplo, art. 645), tiende la ley, meciéndose en una previsión un tanto optimista, a hacer, efectivamente, que la defensa en contradictorio se desarrolle sólo a iniciativa del oponente, ya que sólo él está en condiciones de conocer si dispone de alguna buena razón que oponer a la demanda; pero, otras veces, el aplazamiento del contradictorio tiende precisamente a hacer que la providencia del juez llegue de manera impre7 :ta al blanco que debe herir antes de que la parte contra la cual se dirige, pueda precaverse para hacerla ineficaz. Esto ocurre más frecuentemente, como es sabido, en los procedimientos cautelares: típico, el secuestro conservativo (art. 672), que para conseguir su finalidad de impedir la enajenación o la dispersión de las cosas que constituyen la garantía del acreedor, necesita ineludiblemente que llegue cuando el deudor no lo espera, y antes de que haya
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tenido tiempo de preparar sus defensas y de sustraer su patrimonio a la persecución judicial. 7. EL DISPOSITIVO PSICOLOGICO DE LAS MEDIDAS CAUTELARES
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Sin embargo, en la práctica judicial esta mayor facilidad y celeridad con que, en razón de la urgencia, es dable obtener del juez, a base de una información superficial y sumaria, una providencia cautelar contra el adversario indefenso, es a menudo malograda por fines que van mucho más allá de las previsiones de la ley. La providencia cautelar, que en la intención de la ley debería tener finalidades meramente conservativas de la situación de hecho (nihil lite pendente innovetur), sin perjuicio alguno de la decisión de mérito, viene a ser en realidad, en manos de un litigante astuto, una arma a veces irresistible para constreñir a su adversario a la rendición, y obtener así en el mérito una victoria que, si el adversario hubiese podido defenderse, sería locura esperar. De las peligrosas especulaciones a las cuales se prestan en la práctica judicial los embargos (el conservativo, pero acaso más todavía el judicial) se han dado ya brillantes descripciones por maestros experimentadísimos de estrategia forense ( 6 ), y nada hay que agregar a tales cuadros. El embargo, de medio cautelar, pasa frecuentemente a ser un medio de coacción psicológica, un medio expeditivo, podría decirse, para agarrar al adversario por el cuello; no sirve (como hipócritamente se dice) para mantener durante el curso de la litis la igualdad de las partes y la estabilidad de sus respectivas situaciones . patrimoniales, sino que sirve, por el contrario, para poner a una de las partes en condiciones tales de inferioridad, que se la constriña, antes de decidirse la litis, a pedir merced por asfixia. Todos los abogados saben que conseguir la obtención de un embargo significa muy a menudo haber vencido en la (°) CANDIAN, Incubi sul processo BIANco, Foro it., 1949,. 1, 490.
civile, en Terni, 1947, pág. 60;
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causa; esto vale especialmente a propósito del embargo judicial. En causa de reivindicación o de división, en que sea objeto del debate la propiedad de una hacienda o finca rural, la parte que está en la posesión se encuentra siempre en una condición de ventaja, pues mientras dura la litis goza de los frutos del bien discutido y encuentra en él los medios para hacer frente a los gastos del proceso. También en las causas, como en la guerra, y por desgracia en toda eventualidad de la vida, la parte rica, se encuentra siempre en ventaja sobre la parte pobre: entre el reivindicarte que tiene razón, pero no tiene la posesión, y el detentador que no tiene razón, pero entretanto disfruta de las rentas de la propiedad, m'elior e¡st conditio possidentis; de manera que, muy a menudo, quien se bate para obtener el embargo judicial del bien discutido, tiende ante todo a quitar a la contraparte las fuentes de donde hasta entonces extrajo ella los medios para sostener la litis. Pero a veces los argumentos de coacción psicológica con que el embargante persuade al embargado a que se rinda, son todavía más irresistibles: está, cuando el bien discutido es una finca agraria, el temor a que la administración de las fuentes quede encomendada a un extraño costoso, como puede ser el secuestratario, que en ella se instale como dueño y ponga en práctica, para su ventaja, la táctica del tercero entre dos litigantes: está, cuando el bien discutido es un establecimiento industrial o una hacienda comercial, la sospecha de que el secuestratario sorprenda los secretos de fábrica, y, sobre todo, el terror a la extorsión fiscal... Por eso ocurre muchas veces que el embargado, con tal de no deber sufrir en su hacienda o en su establecimiento la peligrosa y dispendiosa tortura del custodio extraño, se ve inducido inmediatamente a pactar: tanto más, cuando que, si quiere esperar obtener la revocación de ello por vía judicial, advertiría, a su propia costa, que el embargo se asemeja a ciertas enfermedades, que para contraerlas basta .un instante, pero para curarse de ellas pueden no ser suficientes muchos arios. . . Por eso, especialmente en los períodos de estancamiento
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judicial, como es el que hoy atravesamos, durante los cuales las vías ordinarias de la justicia son más lentas y más dispendiosas, la fulgurante estrategia de los secuestros, que vendría a ser algo así como la Blitz-krieg del procedimiento, ha adquirido una importancia que va mucho más allá de los fines fisiológicos asignados por el legislador a los institutos cautelares.
imponer el juez al embargante como condición para concederle el embargo: si ocurre (y puede ocurrir a veces) que el magistrado, inducido a engaño por las exageradas informaciones del requirente, haya concedido precipitadamente un embargo que luego, vista a fondo la causa, reconozca excesivo, la posibilidad de imponer al embargante una caución puede servirle como remedio para hacer menos dañosa su precipitación inicial. Conozco el caso de un presidente de tribunal que, después de haber concedido precipitadamente el embargo judicial de una importante hacienda, se dio cuenta, inmediatamente después, pero ya demasiado tarde para revocarlo, que había corrido excesivamente: y entonces, antes de que se ejecutara el embargo, impuso al embargante el depósito de una caución de monto superior al valor de la hacienda, creando así, en remedio de la coacción psicológica constituida a cargo del embargado por el embargo excesivo, una contrapartida psicológica más excesiva todavía a su favor, que quitó al embargante toda veleidad de ponerlo en ejecución. Todo esto demuestra cómo, para entender de qué modo juegan en el proceso los delicados mecanismos del sistema cautelar, no basta leer lo que está escrito en los artículos del código, sino que hay que conocer también todas las estratagemas psicológicas con que la práctica se sirve de esas fórmulas para conseguir, maniobrando, finalidades sumamente distintas de las señaladas en las construcciones dogmáticas de los tratadistas.
Todas las reglas de discreción y de buenas costumbres profesionales, que aconsejan al abogado correcto que no vaya a hablar con el magistrado sin la presencia de la contraparte, e imponen al magistrado no tomar en cuenta las razones susurradas a él particularmente lejos del control purificador del contradictorio, parece que caen por tierra en materia de medidas cautelares, respecto de las cuales, si es la misma ley la que permite en ciertos casos concederlas inaudita altera parte y a base de informaciones sumarias, parece lícito y natural que el abogado que pide un secuestro, vaya antes a tratar reservadamente con el presidente, y con toda su buena inteción, a informarle según verdad, ponga sobre todo en evidencia (según es función del abogado) la parte de verdad que sirve para apoyar su requerimiento. La concesión de los secuestros es, también por la sugestión personal que el abogado puede hacer jugar sin escrúpulos en esta materia, una de las funciones judiciales más delicadas; una de aquellas en que mejor se aprecian el tacto y la sagacidad del magistrado, que debe ser, antes que jurista, psicólogo. —Sé cauto en conceder medidas cautelares—, tal debería ser una de las primeras máximas del buen juez. Sabido es, por lo demás, que la misma ley, previendo los abusos a que puede dar lugar la demasiado fácil concesión de los embargos, predispone, como correctivo de las cautelas, ciertas contracautelas que, empleadas en el momento oportuno, pueden moderar la coacción psicológica, ejercida por una medida cautelar demasiado violenta, mediante un contrachoque psicológico que sirve para restablecer el equilibrio entre las partes. Es típica a este fin la función de la "caución" que, por el art. 674, puede
8. LA FASE INSTRUCTORIA
Pero este juego de sobreentendidos psicológicos que se despliegue entre los sujetos del proceso al amparo de los artículos y que hace del proceso una peripecia mucho más sutil y proteiforme que los rígidos esquemas que se presentan en los manuales escolásticos, se hace más cerrado en la fase instructoria, donde los medios de prueba de que se sirve el juez para llegar a conocer la verdad de los hechos contra .
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vertidos, son casi siempre empleados de manera menos simple y menos directa de lo que correspondería a su aparente destino. Es cierto que en el destino intentado por las leyes, los medios de prueba son instrumentos para llegar al descubrimiento de la verdad; y es también exacto que al juez se lo puede parangonar, como imparcial investigador de la verdad, con el historiador ( 7 ). Pero en realidad la historia que escribe el juez, no es simplemente la historia de la verdad, sino que es más bien la historia (la "crónica deportiva", podríamos decir) del juego a través del cual una de las partes ha conseguida hacer triunfar en el proceso, secundum allegata et probata, su verdad. Piénsese, por ejemplo, en lo que, entre personas de bien y de buena fe, parecería que hubiera de ser el procedimiento probatorio más expeditivo y más natural: a saber, el interrogatorio dirigido a la parte contraria con la esperanza de que ella respondiera lealmente según verdad. En realidad, la parte adversaria no tiene el deber jurídico de decir la verdad (que en el proceso no podría ser afirmado sin destruir el derecho de defensa), y acaso, en un proceso de tipo dispositivo fundado en la distribución de la carga de la prueba, se puede hasta llegar a dudar si tiene el deber moral de hacerlo. De todos modos, lo cierto es que en la práctica, quien defiere un interrogatorio a la contraparte, muy raramente se ve inducido a ello por la esperanza de que responda ella según verdad con una contra se declaratio: al punto de que, si hubiera que atenerse a las definiciones dadas por los manuales, que. ven en el interrogatorio formal, el procedimiento para provocar del adversario una confesión judicial, habría que concluir que el interrogatorio es un procedimiento casi inútil, ya que se sabe desde el comienzo que a esa finalidad casi nunca sirve. Y, sin embargo, se puede decir que no hay proceso en que no se vea propuesto por una o la otra parte el interrogatorio (') si g tes.
Cfr. II giudice e lo storico,
en mis
Studi,
vol.
V, págs. 27 y
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del adversario: ello ocurre porque también en orden al uso del interrogatorio se sigue el método del empleo indirecto (la técnica del contragolpe, que parece traducir al campo psicológico la técnica del juego de la carambola), que tiende a sacar de ese procedimiento no el resultado probatorio inmediato y pleno (confesión) al cual la ley lo preordena, sino solamente alguna ventaja táctica lateral, que se espera pueda constituir el pretexto para preparar la admisión de otros medios probatorios más decisivos y directos. Una vieja opinión (hoy generalmente abandonada) consideraba que en las parciales admisiones contenidas en el acta de interrogatorio, se podía contemplar el "principio de prueba por escrito" que, según el art. 1347 del C. c. de 1865 (art. 2724, n. 1, C. c. vigente), hacía admisible la prueba por testigos también en los casos en que ordinariamente no se la admitía (8) : ahora bien, para quien seguía esta opinión, podía ocurrir que el interrogatorio fuese deferido a la contraparte, no con el fin, que bien sabía inalcanzable, de obtener una inmediata confesión, sino al objeto indirecto de encontrar en las respuestas negativas del interrogatorio aquel "principio de prueba", coma asidero para obtener la admisión de una prueba testifical en otra forma inadmisible. Incluso más en general se puede decir que el interrogatorio muchas veces es deferido precisamente a fin de obtener con él lo contrario de la verdad: si el adversario, para defenderse, niega plenamente la verdad y hay luego , modo de hacer comprender al juez, mediante otras pruebas, aun meramente indiciarias, que sus respuestas han sido engañosas, también éste es un sistema para llegar indirectamente al mismo fin al cual hubiera podido llevar directamente una. inmediata confesión verídica. También los embustes pueden frecuentemente ayudar, especialmente cuando son demasiada visibles, a descubrir la verdad: así, cuando el interrogatorio es propuesto a este fin de inducir al adversario a hacerse abiertamente embustero para desmentirlo luego a presencia del. (8) MORTARA, Comm.,
III,
pág. 560,
nota 1.
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juez, cuanto más burdos sean los embustes que diga, tanto mejor se verá que también en el proceso las mentiras tienen las piernas cortas.
9. MECANISMO PSICOL0GIC0 DE LA CARGA Y aquí no podemos menos de recordar la gran ingeniosidad psicológica con que funciona, en toda la dinámica del proceso, pero especialmente en la probatoria, aquel mecanismo típico del liberalismo procesal que es la carga: por medio del cual la parte es la única responsable de su suerte procesal, y queda libre para modificar con su propia actividad o para dejar invariada a la propia inercia la propia situación jurídica en el proceso. La parte no tiene el deber jurídico de decir en juicio la verdad en su propio daño; no tiene la obligación jurídica de confesar (a fortiori este principio vale en el proceso penal para defensa del imputado: el principio contrario, afirmado por los regímenes autoritarios, lleva directamente a la legitimación de la tortura); y no tiene siquiera la obligación jurídica de responder o de mantener ante el juez una conducta que parezca inspirada en colaboración o sumisión. Pero, sin embargo, aunque no confiese, el modo con que evita confesar puede tener su importancia probatoria: la ausencia, el silencio, el comportamiento perplejo o negativo de la parte, puede en ciertos casos ser considerado por el juez (custodio, como hemos dicho, de las reglas del juego) como un argumento de prueba contra él, con valor sustancialmente similar al de una confesión. La ficta con f essio del art. 232 del C. p. c., el poder que el juez tiene de sacar consecuencias probatorias de la negativa de la parte a consentir la inspección (art. 118, penúlt. ap.), o de las respuestas que las partes hayan dado en el interrogatorio no formal (art. 117), y más en general el principio según el cual el juez puede "deducir argumentos de prueba... del comportamiento de dichas partes en el proceso" (art. 116), son todas ellas disposiciones que, aun dejando libre a la parte para comportarse como mejor le parezca,
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vinculan, sin embargo, a ciertos comportamientos suyos una determinada consecuencia: de modo que la parte sabe que, comportándose de cierta manera, va contra un determinado riesgo, y se ve, por tanto, inducida a considerar, antes de establecer su línea de conducta, si conviene a su interés arrostrarlo o no. De este modo la ley no crea a cargo de la parte deberes jurídicos que le puedan ser impuestos contra su voluntad, sino que pone frente a su voluntad, en el momento en que ella va a determinarse, una serie de admoniciones y de estímulo psicológico en virtud de los cuales puede ocurrir que la parte se convenza de que es interés suyo el responder según verdad al interrogatorio, prestarse voluntariamente a las inspecciones ordenadas por el juez y, más en general, tener en el proceso un comportamiento sumiso y leal: es decir, que se convenza de que a la larga también en el proceso la honestidad termina por ser un buen negocio. No hay necesidad de insistir para demostrar de qué sutilezas, de qué matices, de qué sagacidades está hecho este mecanismo. Se trata, en sustancia, de persuadir al juez, no tanto de la verdad de los hechos afirmados por la parte, cuanto de la honestidad y credibilidad de la parte que los afirma: cuando el art. 116 dice que el juez puede sacar del comportamiento de la parte argumentos de prueba (se entiende no sólo contra ella, sino también a favor de ella), viene a decir, en sustancia, que la indagación del juez se desplaza, de la valoración objetiva e histórica de los hechos, a la subjetiva y moral de la persona. Si el juez se forma una mala opinión de un litigante, si comienza a imaginárselo un deshonesto, un mentiroso o un sofista, su causa está perdida, aunque en realidad sus razones sean fundadas; y viceversa, puede bastar que el juez llegue a convencerse de la corrección y seriedad de una parte, para darle sin más la victoria, aunque sus argumentos sean en sí inconcluyentes.
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10. LA VALORACION SUBJETIVA DEL COMPORTAMIENTO DE LAS PARTES
Todo esto puede ser sumamente peligroso : pues esta valoración subjetiva del comportamiento de la parte, a la cual abre acceso el art. 116, se presta inconscientemente a las influencias del sentimiento, a las sugerencias de la simpatía, a las desviaciones de la política, a los imperativos de la religión. A través del alcance del art. 116, es posible que un juez, en el contraste entre un rico y un pobre, o entre un ateo y un creyente, dé razón, sin advertirlo, al uno o al otro de ellos, no por razones objetivas de la causa, sino por la propensión moral que él experimenta hacia la categoría social a que el uno o el otro pertenece. . Se comprende, así, cómo pueda ocurrir que en ciertas contingencias los litigantes o los imputados prefieran, al defensor serio y experimentado, el abogado de moda, que en virtud del partido en que milita o de la secta a que pertenece, se considera más apropiado para ejercer por simpatía una cierta "influencia" sobre los jueces: y sería de ciegos negar la importancia que en todas las causas puede ejercer la simpatía que las partes, o incluso sus defensores, pueden suscitar en torno de sí. Son por eso malos psicólogos (y, por consiguiente, malos jugadores de la partida judicial) los abogados que, no sabiendo renunciar al gusto de poner en ejecución sus exasperantes virtuosismos defensionales o de ostentar en audiencia su superioridad profesional, no advierten que de ese modo hacen un mal servicio a su cliente, ya que indisponen al juez, y lo llevan, sin que él mismo se percate de ello, a considerar bajo mala luz todas las razones, por más serias y fundadas que sean, que vienen de aquella parte. ( ¡Por eso los clientes, cuando eligen un defensor, harían bien en precaverse, no sólo de los demasiado arteros, sino también de los demasiado bravos!) Por otra parte, parece que el sistema probatorio hubiese puesto cuidado en tranquilizar la conciencia del juez, inventando diversos expedientes para hacer aparecer como fundada
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en pruebas objetivas la sentencia que en realidad sólo esté basada en una valoración comparativa de las figuras morales de los dos competidores. Sabido es que la motivación de la sentencia, que lógicamente debería nacer como premisa de la parte dispositiva, muchas veces se la construye después, como justificación a posteriori de una voluntad ya fijada precedentemente por motivos morales o sentimentales. También de las pruebas se puede decir algo similar: muchas veces sirven al juez, no para persuadirlo, sino para revestir de razones aparentes una persuasión ya formada por otras vías. Ninguna disposición autoriza al juez a dar razón a una parte solamente en consideración a la mayor confianza moral que ella haya sabido inspirarle; pero el juramento supletorio (art. 2736, n. 2) con que el juez elige la parte que, jurando, vencerá la causa, es un modo indirecto que la ley le ofrece para dar razón a la parte que moralmente le parezca preferible, aunque a su favor no haya una prueba del todo convincente. Así el juez, aunque en esa su preferencia moral haya errado, puede quedar tranquilo en conciencia; pues a la postre, si la sentencia es injusta, podrá él pensar que en fin de cuentas la responsabilidad no grava sobre él, que invitó a la parte a jurar, sino sobre la parte que juró en falso (en realidad, la parte invitada por el juez a jurar, jura siempre; y así en el caso, psicológicamente, de la taxatio en el juramento de estimación: art. 241). 11. LOS SOBREENTENDIDOS DEL JURAMENTO DECISORIO
Complicados entretelones psicológicos anidan también tras el juramento decisorio : el cual, no sin razón, ha sido parangonado a la tortura, pues la parte invitada a prestarlo se encuentra atenazada, como en una prensa, por la elección que le es propuesta, entre la derrota y el perjurio. Pero incluso el que defiere el juramento, se encuentra con que tiene que resolver problemas psicológicos y morales frecuentemente más arduos, no sólo porque al deferir el juramento tiene que prever la posibilidad de que éste le sea a él referido, y de ese
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ESTUDIOS SOBRE EL PROCESO CIVIL
EL PROCESO COMO JUEGO
modo valorar de antemano el riesgo a que se expone de pasar de torturador a torturado; sino también porque, antes de deferirlo, debe hacerse cargo del carácter de su adversario, si es veraz o mentiroso, si es tímido o descarado, si es religioso o incrédulo, si es culto o iletrado, y en virtud de estos cálculos suyos tratar de prever cuáles podrán ser sus reacciones frente a la invitación a jurar. Muchas veces, como todos saben, entre los distintos elementos que las partes deben tomar en consideración al deferir o al prestar el juramento, está la existencia, conocida a ambas partes, de un documento que por razones fiscales no se puede producir abiertamente en juicio, pero que, si el jurante jura en falso, podrá ser el día de mañana, en el juicio penal, la prueba de la falsedad del juramento. De este modo, el que es invitado a jurar, aunque sea un cínico descreído, que no tema los rayos con que Júpiter castiga al perjuro, queda perplejo ante la idea de aquel documento no registrado, que queda en espera, como una pistola cargada, en la caja fuerte del adversario: y se ve constreñido, por motivos terrestres sumamente distintos de los que comúnmente se vinculan a la solemnidad y santidad del juramento, a tomar en serio este medio probatorio, del cual en otra forma, si sólo estuviesen los rayos del cielo, estaría dispuesto a mofarse. Pero aquí se entraría en un terreno demasiado vasto y accidentado para explorarlo: el de las deformaciones y perversiones procesales que crecen a la sombra de la "pesadilla fiscal", de que he tenido ya ocasión de celebrar los grandes méritos ( 9 ). En el terreno dominado por esa pesadilla, el abuso del proceso crece y se ramifica, como ciertas yerbas malignas en terrenos pantanosos; y es precisamente en ese terreno resbaladizo donde se ve a los litigantes girar a veces en interminables evoluciones que los llevan a desviarse de lo que sería el itinerario más fácil y más breve del proceso normal. Así, el temor al fisco induce a ciertos litigantes a seguir la táctica de los contrabandistas en los países fronterizos, los cuales se
aventuran fatigosamente por senderos impracticables de montaña en vez de seguir el camino real que sería el camino más llano y más breve, pero que tiene el defecto de pasar ante los ojos de los aduaneros.
(°) Cfr. mi escrito, Il processo sotto l'incubo fiscale, en Stucli, vol. III, págs. 75 y sigtes.
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12. CONCLUSION Creo que los ejemplos ofrecidos hasta ahora serán más que suficientes para justificar la asimilación, que es la idea central de este ensayo, entre el proceso y el juego. Max Ascoli ( lo ) vio una vez en el proceso penal una especie de representación sagrada, en la cual, mediante procedimientos teatrales, se reconstruye el delito y se lo castiga en efigie; y ésta es una de las razones por las cuales el pueblo se apasiona con tanta participación sentimental, que no es solamente curiosidad morbosa, sino a menudo angustia casi religiosa, en el desenvolvimiento de ciertos procesos penales en los cuales casi se intuye el símbolo oscuro de la suerte humana, de ese misterioso proceso kafkiano, que termina inexorablemente con la condena a muerte. Pero el sentimiento que mueve el proceso civil tiene menos pathos. El encarnizamiento que lleva a los litigantes el uno contra el otro, en el proceso civil es más a menudo juego que drama; quien tiene práctica en juicios civiles, advierte que muchas veces la causa por la cual los litigantes continúan batiéndose, no es ya tanto el bien económico objeto de la discusión ("señor abogado, no me importa gastar: con tal de que mi adversario no venza, estoy dispuesto a perder todo mi patrimonio"), como el puntillo de honra, el amor propio, el espíritu de lucha, el empeño por vencer, y acaso los celos, y acaso la envidia: todos los estímulos, desde los más bajos hasta los más nobles, que entran en acción en la competición deportiva. La litigiosidad, esa fiebre capaz de devorar los patrimonios y de hundir en la ruina a las familias, tiene psicológicamente (10)
La interpretazione delle leggi, Roma, 1928.
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muchos puntos de contacto con la locura del jugador de azar. La originalidad más admirable de los Plaideurs de Racine está precisamente aquí: en haber sabido expresar esa manía casi deportiva de litigar en el vacío (una especie de "tifus" judicial), en personajes inolvidables, como el del viejo presidente Dandin, que después de jubilado no puede menos de juzgar, y se recomienda desde la ventana a los transeúntes para que, por caridad, le den alguna cuestión que juzgar; y al final se contenta con presidir solemnemente el proceso contra el perro de la casa, culpable de haber dado una dentellada a un capón; o ,como aquél, más vivo todavía, de la Condesa, que después de haber pasado toda su vida litigando, se encuentra, a la edad de sesenta años ("le bel áge pour plaider"), herida por la enorme injusticia de una sentencia que la inhibe para continuar pleiteando: y bajo aquel duro golpe, advierte que la vida se le ha hecho insoportable:
"Mais vivre sans plaider, est-il contentement?" pqo
Proceso y juego, papel sellado y cartas de baraja... Es necesario, abogados y jueces, hacer lo imposible para que así, no sea: y para que verdaderamente el proceso sirva a la justicia. Pero no hay que ignorar que es muy otra la realidad psicológica, tan sombría incluso cuando parece sonriente, que llena de tornadiza y turbia inquietud humana las cuadradas casillas del derecho procesal: cuyo estudio es abstracción estéril, si no es también estudio del hombre vivo.
SUPERVIVENCIA DE LA QUERELLA DE NULIDAD EN EL PROCESO CIVIL VIGENTE (*) 1. Significado histórico del art. 161 del Código de procedimiento civil. 2. Supervivencia de la actio nullitatis. 3. La apelación en función de querella de nulidad. 4. El recurso de casación en función de querella de nulidad. 5. Si la nulidad de la sentencia puede ser hecha valer con otros medíos de impugnación. 6. Conclusión.
SUMARIO:
1. SIGNIFICADO HISTORICO DEL ART. 161 DEL CODIGO DE PROCEDIMIENTO CIVIL
A nadie se le ocurriría, queriendo describir el sistema de los medios de impugnación hoy vigente, mencionar entre ellos la querella de nulidad. Es ésta una noción elemental, que forma parte del bagaje de todo concienzudo estudiante, que se presenta al examen de procedimiento civil: la querela nullitatis existía antiguamente en el derecho común; pero hoy, en las legislaciones modernas, su función ha sido asumida por otras formas de impugnación más expeditivas y más comprensivas, y ella, como medio de impugnación autónomo y distinto, ha quedado en simple recuerdo histórico. Esto es exacto, si se mira a las palabras: en ningún artículo del Código de procedimiento civil se encuentra recordada la "querella de nulidad": y, sin embargo, si se mira bajo las palabras, se advierte que ella, aunque no se la mencione ex(*) Escrito para los Scritti giuridici in onore di Antonio Scialoja, vol. IV, Bologna, 1953, págs. 133 y sigtes. Publicado también en Riv. dir. proc., año VI, 1951, págs. 112 y sigtes.; y en Studi sul processo civile, vol. VI, Padova, Cedam, 1957, págs. 72-88.
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