El principio de la dominación YANET

April 21, 2018 | Author: amixgoas | Category: Inca Empire, Spain, Spanish Empire, Peru, Feudalism
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El principio de la dominación (1531 - 1580) Carlos Aranibar   A mediados del XIX, en su Historia de la conquista del Perú el historiador sajón William Prescott plasmó, con rasgos vivaces, la gesta de la invasión ibérica. Relato-mural de primeros planos, con las figuras protagónicas animadas y fuertes, corno lo hubiera hecho el propio Carlyle. Sentido de acción escénica, también: sirve de prólogo un vistazo a la cultura inca, con Garcilaso de la mano; se monta el tablado andino y en él irrumpen, como dioses de la máquina, los centauros españoles. 170 héroes hacen trizas el Imperio, se llenan de oro y-.fama, se devoran entre sí. Al fin, el telón baja cuando el brazo largo del rey pacifica la tierra e impone para 300 años la fax hispánica. ¿Otras virtudes? Fácil amenidad, maestría en el relato —en el género de las gustadas leyendas moriscas de Washington Irving —, pericia en el manejo de las fuentes recibidas. Ni faltó en su historia romanceada, siquiera, la correcta dosis moralizante: elogios al coraje de un caudillo indio, censuras a la avaricia o crueldad de un capitán español Tal esquema, que evocaba los inicios de la expansión capitalista, fue tela cortada a la medida y gusto de las élites de un siglo que vivió el optimismo Victoriano. Que impuso el tráfico del opio en China, que masacró a los cipayos, que aplaudió al comodoro Peny y sus cañones abriendo las puertas del Japón. Que presenció la marcha al "far west" y que, ganada 41 por el anhelo espiritual de Livingstone y el botín tangible de Rhodes, se condolía con Kipling de su sedicente destino civili¬zador, "the white man's burden". La Europa del XDC vio a sus propios "burgueses conquistadores" conquistadores" —como los apoda Mora-zé— disputar con entusiasmo lo que aún quedaba en el mundo por  repartir. Razonable, pues, que el núcleo esencial del relato de Pres-cort, reimpreso y glosado sin descanso, resistiera el paso del tiempo sin mayores averías. Aparte los calcos de Kirkpatrick, Helps o Lummis, aquí pasó la posta por las manos de Loren-te, Mendiburu, Patrón, hasta lograr fortuna en los textos al uso. No sin haber creado esa mitología doméstica, lugar común en los best-sellers, en que desfilan el Pizarro.de lacaya, el asus¬tado Valverde, los funerales de Atahualpa del cuadro de Mon¬tero, los' personajes palrninos, con el Demonio de los Andes a la cabeza, y hasta los sonorísimos caballos de Chocano. Por cierto, historia militar antes que otra cosa, la del bos-toniano reveló pronto sus carencias. Su reduccionismo psicolo-gista, que veía los hechos como producto del choque de pasio¬nes y temperamentos, invitaba a revisarla. Sin

embargo, el acopio de nuevas fuentes documentales —punto en que debe citarse, como hitos, al diestro Jiménez de la Espada y al re¬cordado maestro Raúl Porras Barrenechea — apenas logró enve¬jecerla. Se amplió, rectificó, maquilló de continuo la narra¬ción original con el cuidado coa que se restaura un óleo de valor. Algo más: se le añadió el área jugosa de la historia de las instituciones españolas en el Perú: tributo, minería y co¬mercio, visita, corregimiento, Audiencia, evangelización, mita, residencia. Con todo y eso, pertinaces, cuando no el relato y los detalles de Prescott, su color local y dramxtis ■personae cam¬peaban hasta años recientes, por lo menos en el

importante cam¬po de la histeria divulgada. Seguía en pie esa triple supersti¬ción que condenaba Simiand: el idolo político, el ídolo indivi¬dual el ídolo cronológico. Por añadidura, la historia de- la con¬quista era, ™ác que historia nacional, un capítulo de la histo¬ria, de España que ocurrió en el PerúDe ayer a hoy, nuevas brisas. Tras la última gran guerra, la historia universal clásica (esto es, europeocentrada) ha pedi¬do relevo. Se vive una aceleración del iempo histórico —de 1945 adelante, en estos años de los que cada uno, según decía Luden Fevbre, vale por diez de los antiguos. Se mundializa la historia: nadie queda al margen de la lucha anticolonial, de los problemas del Tercer Mundo, de la marea tecnológica cre¬ciente. Nuevas imágenes fuertes como dominación-depeuden-cia, países ricos-países pobres, que corren parejas con modelos alternativos para construir sociedades más justas, ponen a luz el camuflaje con que Ja historia contada por los grupos domi¬nantes se hizo pasar  por historia universal El reclamo de los pueblos por la autodeterminación conlleva el de reinterpretar su pasado: derecho de contraparte, esfuerzo colectivo por des¬cubrir la propia identidad.  A tono con este clivaje de la historiografía tradicional, la historia económica y la historia social cuestionan al pasado con métodos y preguntas diferentes. Ha dicho Ruggiero Romano que, antes que al historiador que sabe responder, prefiere al que sabe interrogar. Como lo viera Bloch, el presente busca preguntas y ópticas nuevas para comprender el pasado. Los estudios históricosociales recientes acusan voluntad de construir una imagen más satisfactoria de las cosas que ocurrieron en los Andes centrales en el siglo XVI. Desde el trabajo pionero de George Kubler, aparecido en 1946 y tan rico en ideas y derroteros fecundos, hasta el "boom" andinófilo de esta década, cunde el afán de aplicar enfoques, categorías de análisis y técnicas más adecuadas. El estudio del primer momento colonial se beneficia del valioso aporte de los investigadores de la sociedad inca interesados, como María Róstworowski o Franldin Pease, en iluminarla por fuentes inéditas o rejuvenecidas, como lo declara la reciente moda de las "visitas", reexaminadas hoy como testimonio andino. Calas metódicas, como las de Lorenzo Huertas, Juan Ossio, John Rowe, en el mundo mágicorreligioso andino, ayudan a

vislumbrar la cohesión ideo¬lógica nativa destruida por la invasión española. Los hallaz¬gos del infatigable John Murra sobre el control ecológico 42 43 vertical y su notable reelaboración de las nociones de recipro¬cidad y redistribución, que arrancan de Malinowski y de Thurm-wald, han hecho escuela, como lo hacen los demógrafos de Berkeley, en especial Borah y Cook, y los antropólogos estruc-turalistas, como Tom Zuidema o Nathan Wachtel. Visiones tan renovadoras como estas, son colores frescos que harán po¬sible redibujar  los envejecidos clisés y mirar de nuevos modos la disrupción del Estado Inca y la inserción marginal del Perú en la economía del mundo. ... Las siguientes páginas desean, apenas, trasmitir un esque¬ma niínimo que ayude a la comprensión del fenómeno social global ocurrido en el primer medio siglo de la dominación. Ha-brá que prescindir de muchos aspectos particulares del período. Las exploraciones iniciales y la cronología de la invasión cuen¬tan con nuevas precisiones eruditas, como las del investigador Antonio del Busto. Al análisis de la coyuntura económica han contribuido últimamente, entre muchos otros, P. Chaunu, Fi-sher, Alvaro Jara, F. Mauro, P. Vilar, R. Romano. Para el im¬pacto del cristianismo en la sociedad andina, los mesianismos y la extirpación de las idolatrías tempranas, hay los recientes aportes de Luis Millones, de F. Pease, el excelente estudio de Fierre Duviols, etcétera sr~- Los comienzos de la dominación corren entre los dos nom-í, bres famosos: Pizarra, el soldado, Toledo, el burócrata Princi: pió y término de la implantación, por violencias y ajustes, de una situación colonial que natía para durar siglos. Período que coincide, también, con la desaparición de lo que Kubler llamó 'j "Estado Neo-Inca": el reducto de la resistencia militar que opu-í so, hasta 1572, una fracción del pueblo invadido. ^ Una precisión. El estado Inca alcanzó la integración eco¬nómica y, en menor  medida, la unidad política. No la unidad "nacional". Sobrepuesto a los curacazgos regionales por un ela¬borado aparato clasista de gobierno, el estado andino que ha¬llaron los invasores era un agregado de etoías —las "cuarenta naciones" de las crónicas — que al perder sus autonomías tradi¬cionales tascaron a disgusto el freno inca. Bien se sabe de la ^¿plosión continua de levantamientos que los últimos Incas líplastaron con rigor. Caminos, mitimaes, imposición del que-"chua, control estadístico, fueron piezas de la administración ^qne el Cusco impuso en el área andina, por mediación de las ^noblezas provincianas, mantenidas como grupos de poder local £3 ]a heterogénea geografía que corre del Ancasmayo colom¬biano al Maule chileno,

tal centralización parece haber sido 'mucho menos homogeneizadora y mucho más laxa que lo que ' siempre se creyó. Coexistían, lado a lado, zonas de dominio efectivo y zonas de influencia, con niveles de integración muy dispares. La pai incaica no tuvo tiempo para incaizar tan vas¬to mosaico humano. En particular las regiones-margen, de ane¬xión reciente, cobijaban grupos descontentos. La propia guerra de Huáscar y Atahualpa, por último, impedía uná'respuesta "na¬cional" frente al invasor. Jacques Lofaye dice, con razón, que la victoria de Pizarro fue más política que militar. No fueran las cosas como fue¬ron, con la sola superioridad tecnológica: armas de fuego, hie¬rro, armadura, capacidad de refuerzo ultramarino. Y hasta el caballo y el mastín bravo, adiestrado en "aperrear indios". O el prestigio mágico que por un tiempo envolvió a los "zunga-zapas" salidos del mar. A estas ventajas, notorias pero insufi¬cientes, las potenció la hábil estrategia —el ubicuo divide et imperar- con que el recién llegado obtuvo "réditos de cada una de las fuerzas en pugna. Como hubo mahnchismo y tlascalte-cas en Méjico, hubo aquí Hipismo y chachapoyas, tallanes, ca-ñarás, huancas, que apoyaron como aliados eficaces al invasor. Fueron" sus cargueros, intérpretes, mensajeros, espías, soldados, sirvientes. La importante colaboración huanca, por ejemplo, se empieza a ver en profundidad por el tesón rastreador de Wal-demar Espinoza Soriano. Los españoles contaron también, en los primeros años, con el forzado auxilio de esclavos negros e indígenas de Centroamé-rica, los "guatemalas" y "nicaraguas" de las crónicas. Se cono¬ce poco sobre la cuantía de estas ayudas que, al igual que los nativos andinos, dieron la carne de cañón para las expediciones militares y las guazávaras de la guerra india. Los pobladores 44 45 de la recién fundada. San Miguel se quejaban, en 1534, de los desmanes que entre las tribus ya sojuzgadas de la costa nor¬teña cometían los cuatro mil-aborígenes centroamericanos que Alvarado trajo con sus huestes. Y en fecha tan temprana co¬mo 1532 el licenciado Espinoza —miembro de una rica familia de comerciantes y el mismo que usó a Hernando, de Luque co¬mo testaferro para poner dinero en la empresa — informaba al Emperador, desde Panamá, que "para poblar e conquistar e des¬cubrir las provincias del Piru se han sacado de esta más de diez mil indios".  Aun sin esta sangría humana de la propia América india, los españoles hallaban al estado Inca en una fase crítica. Un gobierno del tipo despótico oriental montado sobre, unidades regionales autosuficiéntes, que no quiso ni pudo vertebrar las múltiples etnías en una nación cohesionada Los descontentos vieron en los poderosos hombres blancos a los liberadores del yugo inca:

pueblos que jugaron a la ilusión de sacudirse de un dominador, para terminar  bajo la férula de otro. Chinchas, jom-gas, cañaris, yanaconas, son los "indios auxiliares" e "indios ami-"eos""que"la crónica española apenas" logró" asordinar  y cuya ac¬ción se investiga hoy. Pueblos sin identidad colectiva que al final aprendieron, como ha escrito Pablo Macera, la escueta gramática del dominador: "Nosotros los españoles,- ustedes los indios; nosotros los indios, ustedes los españoles". Pero, mien¬tras asimilaban el nuevo catecismo, contribuyeron al triunfo de la invasión peninsular. Cabe decir, sin ánimo de paradojas, que la conquista española fue hecha, en importante medida,, por las masas aborígenes. Desde que Pizarro desembarcó, en Tumbes capitalizó dis¬cordias dinásticas, emulaciones regionales, antagonismos clasis¬tas. Gracias a la prisión de  Atahualpa y la masacre de Caja-marca —donde también se tomó esclavos indios— una veintena de:éspañoles, sin incidente alguno, recorrieron la mitad de la costa peruana para desvalijar el templo de Pachacámac. La calculada ejecución del Inca, el 16 de julio.de 1533 —asesina¬to político la llama Edmundo Guillen— inserta en la .misma Realpolifcüc que, para ganar la adhesión de la casta cusqueña 46 rival, acudió al expediente de quemar a curacas díscolos, co- ■ ¡no Cha] cuchí mac, o legitimar gobernantes colocadizos como Xúpac Hualpa o Manco Inca, Estas alianzas con nobles del Cusco, jefes étnicos, yanaco¬nas des el asados —alianzas que tienen algo de la junta del lobo y el cordero — dieron pie al asentamiento del invasor, iniciado con la tranquila posesión del Cusco. Donde, por cierto, se co¬bró un botín más rico aun que el de Cajamarca. La reacción tardía del Inca Manco en 1536, en la campa¬ña que sostuvo durante casi año y medio, fue una insurrección vigorosa, pero frustránea. Cierto, agrupó fuerzas nativas como no pudieron hacerlo los Rumiñahuis y Quisquís del primer  ins¬tante. Notables, asimismo, la estrategia y bravura en el sitio del Cusco y el asedio a Lima, que desesperó a Pizarra. O la asimilación de tácticas aprendidas del invasor, incluido el uso ocasional del caballo y de armas blancas. Pero actuaban con¬tra el jefe nativo los mismos factores de desagregación andina —huancas y yanaconas contaron entre sus mas encarnizados ene¬migos — y el movimiento concluyó, sin remedio, en la disolución de los efectivos rebeldes y el retiro al bastión casi inaccesible de Vilcabamba, Allí se mantuvo por cuarenta años la sombra del poder inca y este último foco de rebeldía difundió, sin des¬canso, una incitación tenaz contra la aculturación ya en mar¬cha. Conatos de levantamientos, esperanzas nativistas en la in¬surrección liberadora de los dioses andinos, resistencia pasiva, razzias guerrilleras y hasta velados conciertos con abortados mo¬tines de mestizos. Pero no un rearme psicológico suficiente ni un rearme militar que amenazara de veras al poder blanco. Por cada

Manco hubo un Paullu, el Inca encomendero, com¬pañero de viaje de la expedición almagrista a Chile, acultura-do de buena gana y aprovechado quisling de la nueva dispen¬sación. Con el terreno más firme bajo los pies, pudieron los nue¬vos amos gastar veinte años en las disputas por el reparto —las guerras civiles de la historia escolar —, arrastrando en los plei tos de encomenderos a la zarandeada sociedad andina, que ,pa gó el costo social Lo pagó, también, en las innúmeras entra¬das de conquista de nuevas regiones. De este recurso se va¬lió el poder constituido —gobernador, Audiencia, virrey — para desaguar la tierra. Es decir, cuando ya no quedaban enco¬miendas disponibles, alucinar con Dorados fantásticos a los as¬pirantes de la hora undécima, que seguían llegando atraídos por la fama del Perú. El repetido fracaso de estas incontables en¬tradas, que partían de los contrafuertes andinos de la cordi¬llera oriental, se parece un poco al de los propios incas. Tam¬poco estos pudieron vencer a los antis, las móviles tribus indo-méñables y bárbaras de la selva. La floresta cálida y húme¬da, con ríos caudalosos, lluvias intensas, fiebres devastadora^*, fue una barrera bioclimát ica que frenó también la expansión militar hispánica. Los límites orientales que esta alcanzó en el XVI resultaron, al final de las cuentas, casi un calco de las fronteras del dominio inca. "No es posible conquistar lo que los Incas no pudieron", fue, más o menos, la moraleja final De haberla extraído más temprano, se ahorrara la incalculable mortandad de los contingentes indios aniquilados en las "en¬tradas7*. "El costo demográfico de estas décadas parece haber sido uno de los más ■altos

que registra la historia de las agresiones coloniales. Los conocidos efectos del choque de dos culturas —el "clash of peoples" que mencionaba Dafwin — fueron catastrófi¬cos en América. En línea con la moderna revisión iniciada por  Woodrow Borah y Sherbum F. Cook para Méjico central y con , los trabajos de Dobyns y Lipschutz, los investigadores actuales del área andina acusan constatacioues análogas. La población indígena, que quizá bordeaba los 15 millones en 1525; no pa-sabajie..un millón y medio en 1571, con Toledo. Esta caída-demográfica vertiginosa fue particularmente destructiva en la costa" y se "ha calculado que en algunas zonas sobrevivió uno de cada dieciséis habitantes. Desde luego, sería candoroso ex¬plicar esta suerte de "implosión' demográfica —que angustiaba a hombres como Las Casas o fray Domingo de Santo Tomás-como el puro efecto de la mortandad bélica, los abusos y )a nñtannnera. O verla como un resultado conscientemente per■\s&a\úó.o por las huestes extranjeras, por una imaginaria volun-}tad de

exterrxiinio. La coyuntura demográfica de aquel perío¬do es mucho mis compleja (Rolando Mellare, experto eri es-tos asuntos, ha analizado el complejo trabajo-áieta-epidemía) y en ella contó, igualmente, el contagio letal de enfermedades traídas del viejo mundo, contra las que el poblador, andino, en" razón de un largo aislamiento geográfico, no había desarro¬llado resistencias.

Contó, en conjunto, la tremenda perturba¬ción global —la "destructuration" de Wachtel— que desarticuló brutalmente los resortes sociales, económicos, políticos, religio¬sos del universo andino. Se dislocó la unidad básica del com¬portamiento demográfico, la famiHa andina, al desarraigar de tierra y ayllu a masas flotantes que se adscribieron al servicio personal en las nuevas ciudades. Se forzó desplazamientos ma¬sivos en función de nuevos intereses económicos. Se rompió el equilibrio entre población y producción, al exigir mayor  ren¬dimiento a la fuerza laboral y mermar su acceso a los bienes de consumo. Se echaron por tierra las divinidades del panteón andino: ía fractura de la cohesión ideológica produjo aquello que se ha llamado "desgano vital". Se produjo, en suma, una verdadera aaomia, al imponer los valores mdividualístas de la cultura europea sobre el avasallado modelo comunitario. El período 1530-1580 vio un radical reordenamiento pobla-cional que se fue adecuando a las cambiantes necesidades de la nueva realidad. A diferencia de otros espacios geográficos del continente, en los Andes centrales había una fuerza de tra¬bajo densa y organizada, que se aprovechó sin tasa desde un principio y que, más tarde, fue -necesario preservar. Si el in¬vasor empezó por  "ranchear" y despojar a los regnícolas de su oro —el oro acumulado de los templos y las sepulturas incai¬cas, no todavía el de la explotación de minas —, pronto la si¬tuación colonial hizo patentes los efectos que un capitalismo incipiente debía producir en una economía natural La drásti¬ca reorientación del aparato productivo, virado en cortas déca¬das de la agricultura de subsistencia hacia el laboreo rninero y la exportación de metal amonedable, exigió afinar la maqui¬naría de control para definir relaciones estables entre vence48 49 dores y vencidos. Su montaje nació con la apropiación de tie¬rras y fuerza laboral y con la fundación de las primeras ciu¬dades. Como si dijéramos, el poblador andino del campo al servicio del vecino español de la urbe. Pese a los avatares po¬líticos, desde las encomiendas que adjudicó Pizarro hasta la ho¬ra toledana, pasando por el reparto de La Casca en Guaynari-ma, en 1548, no se afectó jamás y, más bien, se fue rigidizan-do la dicotomía esencial: mundo de los dominadores, mundo de'los dominados. Lo que estuvo en juego, por un tiempo, es quién iba a ser el beneficiario último: ¿el conquistador-enco¬mendero, que se hacía fuerte en su nuevo estado? ¿la monar¬quía española cuyas leyes, debilitadas por el largo viaje tras¬marino, podían "acatarse pero no cumplirse"? Tomemos el agua desde arriba: el "descubrimiento_y con¬quista" fue una auténtica empresa jprivada, iniciada por parti¬culares en contrato bilateral con la Corona. No una cruzada misional popular. No una operación militar del Estado espa¬ñol. Desde las capitulaciones santafesinas de Colón, la monar¬quía ibérica, haciendo virtud de la necesidad, ofreció con lar¬gueza, aunque sub

continione, mercedes, bienes materiales y privilegios señoriales a quienes ponían el gasto y el riesgo ("a su costa e minción"). La primera etapa de la ocupación de América concluyó por la década de 1520 (la etapa antillana: esclavos, perlas, oro de superficie). Sólo entonces se llegó a las áreas mejicana y peruana, ricas en oro y plata y en me¬dios de producción. Estos metales preciosos, que causaron la revolución de los precios en Europa y la acumulación origina¬ria con que superó la encrucijada feudal, obligaron a la Coro¬na a. recoger riendas y acentuar su control y autoridad. Tras la aventura, como siempre, el orden. Del quinto real al tribu¬to^ jLl mira, pudiera Uamarse. un capítulo. de la historia ad¬ministrativa colonial. Como al descubridor sucediera el con¬quistador, a éste le siguió el funcionario asalariado. Cuando se acabaron los conquistadores, decía J. C. Mariátegui, España nos mandó clérigos y doctores.  Al entero episodio colonizador lo ilumina esta dialéctica de la dominación. Primero, la incep¬ción de un orden feudal que convirtió, por derecho de conquis• ta, en gobernadores y encomenderos a modestos peninsulares venidos a mas

en América, promovidos de hecho a señores de tierras y de indios. Después, la calculada energía con que la Corona reaccionó contra ese estilo señorial agrario. El poder que aplastó la rebelión local de 1521 de Padilla y de los co¬muneros de Villalar no quiso prohijar la formación de un do¬minio señorial remoto y con aspiraciones autárquicas. A fines del siglo XV los reyes Católicos desmochaban las torres en los castillos de los señores feudales díscolos. En el XVI, a los se¬ñores indianos se les impidió convertirse en una nobleza mili¬tar, se les fue recortando privilegios, se les negó perpetuidad en el señorío, se les rehusó espacio político propio, se les me¬diatizó la representación municipal y, bajo presión de un apa¬rato burocrático, se les metamorfoseó, por último, en instru-mentos de los intereses metropolitanos. En este proceso de desmontaje —al que no le conviene del todo el marbete de "desfeudalización" —suele verse como un momento crítico la rebelión encomendera frente a las Leyes Nuevas de 1542, de inspiración lascasista y antagónica con las apetencias señoriales. No sólo este, sino to dos los esfuerzos en pro de "na legislación proteccionista del indio —la "lucha por la justicia", magistralmente estudiada por Lewis Hanlce — se co¬rresponden, en el nivel político-económico, con la rotunda vo¬luntad de la Corona por impedir la capitalización de los terra¬tenientes y el nacimiento de una burguesía fuerte, capaz de des¬vincularse de la península. Tal es el contexto que subyace a los conocidos lances guerreros que cortaron la cabeza del pri¬mer virrey, como la de su rival Gonzalo Pizarro y las de Gi¬rón y Lope de Aguirre Emilio Choy lamentaba el fracaso de los encomenderos, que "impidió dar  continuidad histórica a la conquista en el sen¬tido de un Perú para sí mismo y no para los Habsburgo y sus mentores". También se ha dicho que en la gran rebelión de 1546-48 estuvo Górmalo Pizarro a un paso de cortar amarras y coronarse rey. No es creíble. Ni que jamás fuera la secesión una opción viable

para los encomenderos. Basadre, hace mu¬chos años, Bataillon hace pocos, sumaron razones que inducen 50 51 dores y vencidos. Su montaje nació con la apropiación de tie¬rras y fuerza laboral y con la fundación de las primeras ciu¬dades. Como si dijéramos, el poblador andino del campo al servicio del vecino español de la urbe. Pese a los avalares po¬li ticos, desde las encomiendas que adjudicó Pizarro hasta la ho¬ra toledana, pasando por el reparto de La Gasea en Guaynari-ma, en 1548, no se afectó jamás y, más bien, se fue rigidizan-do la dicotomía esencial: mundo de los dominadores, mundo de'los dominados. Lo que estuvo en juego, por un tiempo, es quién iba a ser el beneficiario último: ¿el conquistador-enco¬mendero, que se hada fuerte en su nuevo estado? ¿la monar¬quía española cuyas leyes, debilitadas por el largo viaje tras¬marino, podían "acatarse pero no cumplirse"? Tomemos el agua desde arriba: el "descubrimiento jy^ con¬quista" fue una auténtica empresa privada, iniciada por parti¬culares en contrato bilateral con la Corona. No una cruzada rnisional popular. No una operación militar del Estado espa¬ñol. Desde las capitulaciones santafesinas de Colón, la monar¬quía ibérica, haciendo virtud de la necesidad, ofreció con lar¬gueza, aunque sub continione, mercedes, bienes materiales y privilegios señoriales a quienes ponían el gasto y el riesgo ("a su costa e rninción"). La primera etapa de la ocupación de América concluyó por la década de 1520 (la etapa antillana: esclavos, perlas, oro de superficie). Sólo entonces se llegó a las áreas mejicana y peruana, ricas en oro y plata y en me¬dios de producción. Estos metales preciosos, que causaren la revolución de los precios en Europa y la acumulación origina¬ria con que superó la encrucijada feudal, obligaron a la Coro¬na a.recoger riendas y acentuar su control y autoridad. Tras la aventura, como siempre, el orden. Del quinto real al tribu¬to y_h-_ mita, pudiera llamarse.un  jcapítulo. áe la historia ad-rninistrativa colonial. Como al descubridor sucediera el con¬quistador, a éste le siguió el funcionario asalariado. Cuando se acabaron los conquistadores, decía J. C. Mariátegui, España nos mandó clérigos y doctores.  Al entero episodio colonizador lo ilumina esta dialéctica de la dominación. Primero, la incep¬ción de un orden feudal que convirtió, por derecho de conquis¬ta, en gobernadores y encomenderos a modestos peninsulares venidos a más en América, promovidos de hecho a señores de tierras y de indios. Después, la calculada energía con que la Corona reaccionó contra ese estilo señorial agrario. El poder que aplastó la rebelión local de 1521 de Padilla y de los co¬muneros de Villalar no quiso prohijar la formación de un do¬minio señorial remoto y con aspiraciones autárquicas. A fines del siglo XV los reyes Católicos desmochaban las torres en los castillos de los señores feudales díscolos. En el XVI, a los se¬ñores indianos se les impidió convertirse en una nobleza mili¬tar,

se les fue recortando privilegios, se les negó perpetuidad en el señorío, se les rehusó espacio político propio, se les me-diatizó la representación municipal y, bajo presión de un apa¬rato burocrático, se les metamorfoseó, por último, en instru¬mentos de los intereses metropolitanos. En este proceso de desmontaje —al que no le conviene del todo el marbete de "desfeudalización" —suele verse como un momento crítico la rebelión encomendera frente a las Leyes Nuevas de 1542, de inspiración lascasista y antagónica con las apetencias seporiales. No sólo este, sino todos los esfuerzos en pro de una legislación proteccionista del indio —la "lucha por la justicia" magistralmente estudiada por Lewis Hartice — se co¬rresponden, en el nivel político-económico, con la rotunda vo¬luntad de la Corona por impedir la capitalización de los terra¬tenientes y el nacimiento de una burguesía fuerte, capaz de des¬vincularse de la península. Tal es el contexto que subyace a los conocidos lances guerreros que cortaron la cabeza del pri¬mer virrey, como la de su rival Gonzalo Pizarro y las de Gi¬rón y Lope de Aguirre. Emilio Choy lamentaba el fracaso de los encomenderos, que "impidió dar  continuidad histórica a la conquista en el sen¬tido de un Perú para sí mismo y no para los Habsburgo y sus mentores". También se ha dicho que en la gran rebelión de 1546-48 estuvo Gonzalo Pizarro a un paso de cortar amarras y coronarse rey. No es creíble. Ni que jamás fuera la secesión una opción viable para los encomenderos. Basadre, hace mu¬chos años, Bataillon hace pocos, sumaron razones que inducen 50 51 a juzgar cómo quimérico un separatismo tan temprano. La Co¬rona, sin embargo, siempre actuó como si el peligro acechase a cada vuelta de esquina y hasta desconfió de los propios bu¬rócratas que enviaba. Al efecto, logró tejer  una satü red con-trolista, con instituciones y funcionarios cuyos poderes y atri¬buciones solían entremezclarse. La legislación indiana del XVI no se cuidó de trazar deslindes nítidos y, por el contrario, per-mitió frecuentes conflictos de  jurisdicción. Con la deliberada ausencia de una división tajante de poderes se armó un siste¬ma, como de balancines y contrapesos que, en todo lo que con¬taba, privó de autonomía y capacidad de decisión a los levan-tiscos subditos de ultramar. Con este vínculo asimétrico, con su élite española "desmo¬chada", la provincia peruana no pudo crear una burguesía com¬petitiva ni generar su propio proceso de capitalización. Vivió en una economía de periferia y éomplemento, regulada por los dictados y urgencias de la nación imperial. Cierto que sería una metáfora ambigua decir que fue gobernada por correspon¬dencia. A las demandas peninsulares —en lo económico, como en "todo lo demás — les puso limite la

realidad concreta, de ca¬da zona (disponibilidad y naturaleza de recursos, variaciones demográficas y tecnológicas, demandas del mercado local, etc.) y la dinámica real de la dependencia operó por un ajuste re¬cíproco entre las condiciones endógenas y el sistema exógeno. Pero lo esencial es, aquí, la asimetría del ajuste: todo cambio importante en la estructura productiva peruana fue resultado de un cambio ocurrido en el exterior. La economía colonial fue, en suma, una continuada adecuación alas necesidades ex¬trajeras. Esta inserción marginal se descubre aun más defectiva cuando-se rníra el rol.que la potencia dominadora jugó en el contexto de la época. Con el metal americano pagó España, a la larga, el desarrollo industrial ajeno y atrofió el propio. Co¬mo si hubiera hecho de trampolín para Holanda o Inglaterra. Con-el lastre medieval, tras los siglos de Reconquista y uni¬ficación, el país de la contrarreforma soldó una aristocracia te¬rrateniente y una iglesia militante. No forjó una burguesía ca¬i i'paz de reordenar y modernizar la economía nacional, enrum--bándola por ]a vía de un desarrollo capitalista acelerado. Por ello las colonias de América, obligadas a subsidiar el desfase español con relación a la economía europea noratlántica, de¬rivaron hacia una formación económico-social compleja en que predominaba una snerte de neofeudalismo extemporáneo, atípi-co y desigual, que yuxtapuso una incipiente economía moneta¬ria a una economía natural, que perpetuó relaciones sociales de trabajo, modos de producción y tecnologías que Europa em-pezaba ya a abandonar. El Perú del XVI codocíó lo que Pa¬blo Macera ha llamado "una historia rearcaizada". Por más que allá hacían su camino a la obsolescencia, rejuvenecieron aquí prácticas y actitudes envejecidas, como el regalismo abso¬luto, el intercambio comercial exclusivista, la catolicidad mili¬tante, el ideal aristocrático y la aspiración rentística, las rela¬ciones serviles de trabajo, la concepción estamental de la so¬ciedad. Desventajosa esta inserción original del Perú del XVI en un esquema mediatizado de dominación-dependencia, ya con la impronta durable del subdesarrollo; pues los países do¬minadores, como decía Augusto Solazar  Bondy, segregan sub-desarrollo. j^^^^^^S. Semejante esquema de dominación nx/fMá jUv>.- ijfeybijre-lato al interior de la sociedad colonial. Mundo de.-dominaío-res, mundo de dominados, decíamos. O.icgiitó lo,fraseó'la tebr ría jurídica española, república de españb'Jfs su jír^pio juego de normas y regulaciones sociales. Pero-jerarquizadas por un vínculo paternalista, que requería de la comunidad de es¬pañoles el tutelaje cristiano y civilizador  sobre la comunidad de los indios, "como niños tiernos que no tienen prudencia para regirse". La articulación práctica de ambos sectores exigió pre¬servar, con los ajustes posibles, modos indígenas de autoridad. Así, al repartirse de hecho las tierras —por más que el enco¬mendero no adquiriese la propiedad legal de

ellas y se le obli¬gara a residir en la ciudad —, para movilizar la fuerza de tra¬bajo de que se adueñaban, los terratenientes se valieron de los 52 53 curacas, montando sobre los antiguos grupos de poder local el aparato de dominación interna Los curacas fueron una como bisagra social que enlazó las dos repúblicas y los agentes di-, rectos de la administración colonial. Aunque erosionados su prestigio y autoridad —prostituidos en sus funciones, decía Luis E. Valcárcel—, mantuvieron un estatus diferenciado de la ma¬sa indígena y, en casos, su docilidad les reportó privilegios u oportunidades que antes no alcanzaron. Karen Spalding, que ha estudiado la evolución del curacazgo colonial, señaló el con¬tradictorio rol que jugaba el curaca "como guardián de las nor¬mas de la comunidad y como ejecutor de las demandas del estado colonial". Los curacas, con voluntad o sin ella, respon¬dieron por la recolección del tributo y por el suministro de la energía humana para la mita minera y las demás formas del trabajo servil. Fueron los más conspicuos agentes de hispani-zación. "No se pueden gobernar estos naturales sin que los ca¬ciques sean los instrumentos de la ejecución", escribía a Feli¬pe II el virrey Toledo, quien puso en marcha la creación de colegios para hijos de curacas. Al ámbito de esta intermedia¬ción de las élites nativas escaparon crecidos contingentes de indios despojados de tierras, que se integraron como yanaco¬nas al servicio directo de los españoles en las ciudades y asien¬tos mineros. A estos nativos, desarraigados del ayllu, que an¬siaban evadir el tributo y la mita, los ha visto Kubler como un incipiente "proletariado" nómada, contrapuesto al "proleta¬riado" sedentario, los hatunrunas, fijado en el campo bajo el control inmediato del curaca. República de españoles, república de indios. Mínima taxo¬nomía rasante que, cancelando las diferencias étnicas andina-s y la estratificación compleja de un estado clasista, comprimió la pirámide social e impuso en la cúspide a la diminuta y po¬derosa república de blancos. Su soporte fue la república neo-india, ya con apenas dos niveles reconocibles: mandones y tri¬butarios. Es decir, hombres de enlace y colmena de trabaja¬dores, ad majorem Hispanvie gLoriam. Los modos históricos que asumió esta correlación elemental del poder  afirmado en¬tre 1530-80. hacen ver cómo en la intersección de ambas cul¬turas los puntos nodales fueron, en el mundo real y en el de los símbolos, la ciudad y el campo. Ciudad hispánica, campo andino. La economía colonial subordinó por  entero la fuerza la¬boral campesina a los intereses urbanos. Recientemente James Lockhart ha estudiado el período 1532-60 (hasta la gestión del segundo marqués de Cañete), a base de una copiosa documentación notarial Bien se sabe la escri-banesca manía de esos tiempos de llevarlo todo al papel. (Creo que fue Lewis Hanke quien dijo, en una oportunidad, que en ningún embarque español faltaron la pólvora, el fraile y el no¬tario). Con un minucioso

análisis de aquellos importantes re¬gistros, Lockhart ha mostrado cómo se fue configurando la so¬ciedad hispánica trasplantada al Perú. El examen del rol  ju¬gado por sus componentes —encomenderos, nobles, comercian¬tes, eclesiásticos, esclavos negros, mujeres, artesanos, extranje¬ros — le lleva a concluir que en esos tTeinta años se transfirió al Perú un modelo social hispánico esencialmente intacto. A es¬te aserto le convienen quizá, dos precisiones. Primera: la plan¬tilla de base produjo una copia provinciana, como de modelo de segunda mano: la élite local fue (y siguió siéndolo por siglos, pese a todas las campanillas virreinales) un grupo subordina¬do a las élites peninsulares Segunda: el modelo importado, que asentó sobre una masa campesina india, tuvo que trasfor-mar y acentuar al límite los parrones de poblamiento urbano —la "preeminencia urbana" que señala Frederic Mauro — que exigía la nueva estructura dual, discriminante y marginatoria. Como si dijésemos, otra vez simplificando las cosas: el campo produce, la ciudad administra La ciudad colonial, con cabildo y vecinos, gremios y arte¬sanos, yanaconas y esclavos negros, conventos y hospitales, con su complicado ritual de fundación y su diseño racional en da¬mero, plaza de armas, solares, se inspiró en el primer  momento en razones geopolíticas y de estrategia castrense (San Miguel, Jauja, Los Reyes). Pero evolucionó a prisa hasta devenir foco de poder y de control sobre la masa campesina. Benefició de la renta extraída del sector rural y benefició, igualmente, en un esquema de economía exportadora, del comercio con los asien54 55 tos mineros, para los que se organizó la mita. (Entre 1545 y 1560 se descubrieron la plata de Potosí y el azogue de Huan-cavelica). Como mercados regionales, estos enclaves retroac-tuaron creando una estructura de apoyo que vigorizó la produc¬ción agrícola y la prosperidad de las ciudades ubicadas en las ■rutas de salida del metal. Femando Ponee, que Ka estudiado a la ciudad como

personaje histórico, dice que "la concentración "urbana resultaba, así, concentración de poder y centro de ex¬plotación". Y J. E. Hardoy ha sintetizado el rol que jugaron la ciudad-mercado, la ciudad-minera, la ciudad-puerto en el "círculo vicioso del colonialismo": meros eslabones en el pro¬ceso de producción de recursos naturales, que consumía y tras-formaba la nación central y de recepción de las manufactu¬ras metropolitanas. Por estas razones, nucleada la república es¬pañola en la red urbana, ya en el último tercio del XVI esta¬ba trazado el perfil básico, Sólo faltaba concluir una operación homologa para la república india: a esto apuntó el empeño "re¬duccionista" enfatizado en el período toledano (1569-80), que obligó a las dispersas poblaciones rurales a sedentarizarse en "pueblos" o comunidades de indios.

Lohmann Viüena llama "decenio criticista" al que prece¬dió al toledano y lo juzga como un momento decisivo en la adrninistración colonial como una "toma de conciencia colec¬tiva", como una voluntad autocrítica de reexaminar y proble-matizar todo. Se hace cuesta arriba, sin embargo, mirar el ré¬gimen toledano como la inmediata respuesta a recientes dudas teóricas y escrúpulos morales surgidos al interior de la colec¬tividad española, por honestas que fuesen aquellas contriciones. Como decía Justo Sierra, siempre convivieron explotadores y redentores. Y quién sabe si, bien mirado, el decenio 1570-80 resultetan rico como el-anterior, en cavilaciones, arbitrios y po¬lémicas de la misma laya. Aun puesta de lado su floresta le¬gislativa, estos fueron justamente los años de las Informaciones y la Historia Indica, de Sarmiento de Gamboa, de Cristóbal de Molina- y de José de Acosta, de Polo de Ondegardo, de Gutié¬rrez, Flórez y de Ruiz del Porrillo, de Lizárraga y Ramírez, :1 1 de las visitas, de las relaciones geográficas, de la Universidad y el quechua, de la obra cultural de los primeros jesuítas. Lo que cuenta, al caso, es que la gestión toledana, tan es¬tudiada por las medidas con que se sistematizó el dominio co¬lonial, no fue contra corriente ni significó en modo visible un viraje. El maestro Jorge Basadre señaló alguna vez que no ad¬vertía diferencias esenciales entre la conquista y el virreinato. La atracción toledana ea el estudioso es, un poco, la curiosi¬dad que, a vista de uno de esos pintados abanicos orientales, incita a desplegarlo hasta que revela la figura entera En los años toledanos se despliegan, así, las virtualidades de las déca¬das anteriores. El 'ordenancismo' del virrey burócrata es el ter¬minas ad quem del avenrurerismo del conquistador soldado. Pues ni Toledo ni su selecto puñado de asesores inventaron co¬sas o abrieron rumbos inéditos. Fue la dialéctica misma que afianzaba la dominación la que condujo, como por la mano, del arcabuzaso de Cajamarca a la mita de Felipe II. En la di¬rección histórica ya emprendida —intervención y control cre¬cientes de la Corona y reorientacióa del aparato productivo ha¬cia la industria extractiva —, la mita significó, a la larga, que la encomienda fediera el paso al corregimiento: del beneficio de particulares al de funcionarios. A la corta, satisfizo la ur¬gencia de mano de obra flotante, imprescindible para el labo¬reo minero, los obrajes de paño, el beneficio de coca, el ser-vicio de tambos, la construcción de iglesias. Con las reduccio¬nes y la tasa, medidas controlistas, se hizo más simple la arit¬mética social de empadronar y contar indios y aun pudo ele¬varse la recaudación tributaria. El tributo en dinero respondía a la necesidad de estimular la circulación monetaria, hasta en¬tonces casi una ficción económica. Al obsoleto esfuerzo de 4Q años por comprar el vasallaje de los Incas a cambio de' pre¬bendas, lo canceló la operación militar contra Vilcabamba y ^la ejecución pública del último Inca, Túpac Amaru, en 1572. Modo prosaico de legitimar de una buena vez el dorninio es¬pañol; pero, aun vivos los ecos de lascasistas y sepulvedistas, más efectivo

que los argumentos teológicos del escritor de Yu-cay o las parrafadas jurídicas de Sarmiento de Gamboa. 56 57 curacas, montando sobre los antiguos grupos de poder local el aparato de dominación interna Los curacas fueron una como bisagra social que enlazó las dos repúblicas y los agentes di-, rectos de la administración colonial. Aunque erosionados su prestigio y autoridad —prostituidos en sus funciones, decía Luis E. Valcárcel—, mantuvieron un estatus diferenciado de la ma¬sa indígena y, en casos, su docilidad les reportó privilegios u oportunidades que antes no alcanzaron. Karen Spalding, que ha estudiado la evolución del curacazgo colonial, señaló el con¬tradictorio rol que jugaba el curaca "como guardián de las nor--mas de la comunidad y como ejecutor de las demandas del estado colonial". Los curacas, con voluntad o sin ella, respon¬dieron por la recolección del tributo y por el suministro de la energía humana para la mita minera y las demás formas del trabajo servil. Fueron los más conspicuos agentes de hispani-zación. "No se pueden gobernar estos naturales sin que los ca¬ciques sean los instrumentos de la ejecución", escribía a Feli¬pe II el virrey Toledo, quien puso en marcha la creación de colegios para hijos de curacas. Al ámbito de esta intermedia¬ción de las élites nativas escaparon crecidos contingentes de indios despojados de tierras, que se integraron como yanaco¬nas al servicio directo de los españoles en las ciudades y asien¬tos mineros. A estos nativos, desarraigados del ayllu, que an¬siaban evadir el tributo y la mita, los ha visto Kubler como un incipiente "proletariado" nómada, contrapuesto al "proleta¬riado" sedentario, los hatunrunas, fijado en el campo bajo el control inmediato del curaca-República de españoles, república de indios. Mínima taxo¬nomía rasante que, cancelando las diferencias étnicas andinas y la estratificación compleja de un estado clasista, comprimió la pirámide social e .impuso en la cúspide a la diminuta y po¬derosa república de blancos. Su soporte fue la república neo-india, ya con apenas dos niveles reconocibles: mandones y tri-butarios. Es decir, hombres de enlace y colmena de trabaja¬dores, ad majOTem Hispaniae gloriam. Los modos históricos que asumió esta correlación elemental del poder afirmado en¬tre 1530-80.hacen ver cómo en la intersección de ambas cul¬z turas los puntos nodales fueron, en el mundo real y en el de los símbolos, la ciudad y el campo. Ciudad hispánica, campo andino. La economía colonial subordinó por entero la fuerza la-. boral campesina a los intereses urbanos. > Recientemente James Lockhart ha estudiado el período 1532-60 (hasta la gestión del segundo marqués de Cañete), a base de una copiosa documentación notarial Bien se sabe la escri-banesca manía de esos tiempos de llevarlo todo al papel. (Creo que fue Lewis Hanke quien -dijo, en una oportunidad, que en ningún

embarque español faltaron la pólvora, el fraile y el no¬tario). Con un minucioso análisis de aquellos importantes re¬gistros, Lockhart ha mostrado cómo se fue configurando la so¬ciedad hispánica trasplantada al Perú. El examen del rol  ju¬gado por sus componentes —encomenderos, nobles, comercian¬tes, eclesiásticos, esclavos negros, mujeres, artesanos, extranje¬ros — le lleva a concluir que en esos treinta años se transfirió al Perú un modelo social hispánico esencialmente intacto. A es¬te aserto le convienen quizá, dos precisiones. Primera: la plan¬tilla de base produjo una copia provinciana, como de modelo de segunda mano: la élite local fue (y siguió siéndolo por siglos, pese a todas*las campanillas virreinales) un grupo subordina¬do a las élites peninsulares. Segunda: el modelo importado, que asentó sobre una masa campesina india, tuvo que trasfor-mar y acentuar al límite los patrones de poblamiento urbano —la "preeminencia urbana" que señala Frederic Mauro — que exigía la nueva estructura dual, discriminante y marginatoria. Como si dijésemos, otra vez simplificando las cosas: el campo produce, la ciudad administra. La ciudad colonial con cabildo y vecinos, gremios y arte¬sanos, yanaconas y esclavos negros, conventos y hospitales, con su complicado ritual de fundación y su diseño racional en da¬mero, plaza de armas, solares, se inspiró en el primer  momento en razones geopolíticas y de estrategia castrense (San Miguel, Jauja, Los Reyes). Pero evolucionó a prisa hasta devenir foco de poder y de control sobre la masa campesina. Benefició de la renta extraída del sector rural y benefició, igualmente, en un esquema de economía exportadora, de] comercio con los asien54 55 Sin la sombra de un poder rival, con los sobrevivientes de la antigua nobleza del Cusco arrinconados en un pasar misera¬ble, con el reemplazo de los curacas hereditarios por mandones designados por la autoridad española, se consolidaba el sojuz-gamiento de la república india. Con las reducciones, fresca la experiencia de su aplicación en Méjico, se terminó de arti¬cular la red campesina de pueblos o comunidades de indios, supeditada al aparato civil-religioso español. "Cura, curaca, co¬rregidor, todo lo peor", se deda dos siglos más tarde. Esta po¬lítica de segregación racial tuvo, aunque tardíamente, la vir-. tud de frenar el despojo de tierras al mantener para el indio "un término comunal —propiedad colectiva de tierras arables y pastos. Y, al someterlo a una legislación de tutelaje que inclu¬yó, junto a alcaldes y regidores de raíz ibérica, usos consuetu¬dinarios andinos como fuente jurídica supletoria, preservó un resto de autogobierno indígena y formas de cooperación comu¬nal que han llegado a nuestros días en una continuamente re¬novada simbiosis de ingredientes andinos e hispánicos, como lo demostrara José María Arguedas en una tesis universitaria.

El ordenancismo' toledano fue, en buena parte, compila¬ción y expurgo de una legislación anterior frondosa, contradic¬toria, casuista "Nunca les falta cédulas y provisión de vuestra majestad para lo que quisieran", se quejaba el virrey (| cincuen¬ta años después León Púlelo, el compilador, tuvo que revisar unas 400 mil cédulas realesl). Pero, en la línea, barajando asuntos graves y triviales, adosando disposiciones sustantivas y detalles reglamentísticos, tocó tributos e impuestos, reducciones, mitas, trabajo en minas, coca, obrajes, atribuciones de curacas, yanaconas, jueces de naturales, corregidores, repartimientos, compra de tierras, funcionarios, Universidad, cabildo, colegios hospitales. En el memorial elevado a Felipe II en 1582 se jactaba de que lo había " meneado todo ... y metido las ma¬nos en todo". "De aquel maestro todos somos discípulos" de-, cía en 1615 otro virrey, Montesclaros. Por estas razones, y por otras no sorprende que un moderno exégeta, el hispanófilo Ro¬berto Levillier, lo llamara "supremo organizador del Perú", casi

;"al tiempo en que el decano de nuestros indigenistas, el maes- ■ tro Luis E. Valcárcel, lo tildase de "gran tirano del Perú". , El estudioso de la legislación indiana suele exhibir, jun¬to al elogio por la avanzada teoría jurídica, la constatación del abismo que existió entre el mandato y su aplicación práctica. El profesor español Céspedes del Castillo ha afirmado que "to¬do resumen sincero sobre la situación del indio al concluir el periodo de la conquista ha de revestir  perfiles dramáticos y sombríos". Y Raúl Porras Barrenechea, uno de los más lúcidos historiadores que ha habido en el Perú, escribió "La realidad lacerante del cuadro social de la época fue, como el de aho¬ra, la explotación del hombre por el hombre, bajo nombres dis¬tintos, que entonces se llamaron el tributo, la mita y los obrajes". Toledo, supremo organizador. Toledo, gran tirano. ¿Am¬bas cosas?.. Al margen de los contrastados epítetos (o, más bien, a vista de ellos) es verdad que la dominación colonial crista-lizó formas —que subsistieron sin variación esencial hasta las reformas borbónicas — en las recetas "toledanas". Con nna desi¬gual capacidad de interacción e intermodificacióa — asimetría que es corazón de todo sistema de dominación —, convivirian en adelante las dos repúblicas, como dos mundos unidos-sepa-rados. Fusión económica, fusión social, por decirlo en fórmu¬la. Tan en conflicto como la antítesis ciudad-campo estarían los valores que dinamizaran los dos segmentos de la sociedad dicotómica Frente al individualismo renacentista, el anhelo aristocratizante, la idea de lucro, el salario como estímulo la¬boral o la noción misma de la propiedad individual, motores del segmento hispánico, subsistieron estilos sociales y valores dis-tintos dentro del segmento indio. A este ni siquiera se le exi¬gió tributo persona], sino tributo colectivo (Alvaro Jara acuñó el concepto recíproco de "salario comunitario" para designar la conversión del pago por el servicio personal en una retribucióu colectiva que, en teoría, debía beneficiar al grupo). Sumados a la riqueza y

vitalidad asombrosa de la cultura india —some¬tida a las más duras condiciones, en perpetuo acoso y compe-lida a generar nuevos y siempre cambiantes modos de res¬puesta y de ajuste, para no ser aniquilada —, aquellos factores .58 59 discrirninantes del estatuto colonial fijados ya en 1580 contri¬buyeron, de algún modo, a la larga vida de ciertas orientacio¬nes y valores autóctonos. Permitieron sobrevivir, no sin las mo-dificaciones profundas que la situación colonial les fue impri¬miendo en el tiempo, a ricos y creativos fragmentos de un mun¬do indígena más antiguo, cuya resistencia y capacidad de adap-tación y de re-creación testimonian —¿cultura neoindia? — el quechua y el aymara, la música, la danza y el arte nativos, formas campesinas de trabajo y cooperación comunal la lite¬ratura oral tradicional, los cultos naturalistas agrarios, las mi¬tologías de redención. Sin temor de moirrir en un simplismo maraqueo, puede concluirse que el modelo social impuesto en el primer medio siglo de" dominación no aspiró a la fusión de las partes. El mestizaje indoespañol fue un subproducto imprevisto, que ja¬más encajó bien en la sociedad dual López Martínez, que ha investigado las rebeliones mestizas de esos años, recalca el per¬manente recelo de peninsulares y criollos frente al mestizo. Es un tópico de la correspondencia virreinal la opinión despectiva y suspecta, coincidente, por lo demás, con las acrimonias del indio Guarnan Poma Multitud de barreras sociales frenaban al mestizo en materia de derechos legales, capacidad de obte¬ner órdenes religiosas, acceso a funciones y cargos de autoridad. "Mestizo educado, diablo encamado", viene de aquellas cosas. El mestizo - fue siempre un outsider, inesperada grieta en la tranquila doctrina de las dos repúblicas para la que, en cambio, no fueron problema los esclavos, incorporados sin forcejeo en la concepción estamental -En lo que concierne al "mestizaje de las dos culturas", si no es aculturación en perífrasis, sería lana para escardar en otro lugar y contexto. Decir que lo hubo, es un truismo inofensivo. Pero de vez en cuando, malentendiendo el problema, se le ha llamado la obra cmlizadora de España. En tales casos, frente a un inventario de lujo en que, sin ánimo de confundir nive¬les,, se, inscriben el castellano, la caña de azúcar, el cristianis¬mo, el ganado vacuno, el hierro, la escritura, etcétera, suele eri60 EÜ

gixse para hacer pendant otra lista: contribuciones andinas a la cultura europea. Se trata, por lo general de un catálogo más ' modesto, con seguramente la papa y la coca y los andenes o la chirimoya en los primeros ítems. El supuesto implícito pare¬cería ser que la suma de ambos padrones caracterizará el pai¬saje cultural del Perú colonial. El ejercicio, siempre saludable, fue practicado infinitas veces, desde los días en que trajo la curiosidad de Cieza de León y Garcilaso y, sobre todo, la ex¬traordinaria diligencia del admirable jesuíta Bernabé Cobo. Pe¬ro semejantes listados, aun tan voluntariosos como los de Fer¬nández Almagro o García Mercada] ("lo que España llevó a América", "lo que vino de América"), corren riesgo de ser ár¬boles que no dejan ver el bosque. Desagregados siempre in¬completos del fenómeno histórico global ocurrido en el perío-do 1530-1580: la interrupción del desarrollo autónomo de la so¬ciedad andina y su inserción dependiente en la economía mun¬dial a través de la dominación española Y concluyamos por donde empezamos, repitiendo las cosas. La historiografía clásica de la inVasión española, hasta nues¬tros prográuias escolares anteriores a la Reforma Educativa, amparó siempre una suerte de sinécdoque histórica, que toma¬ba la parte por el todo. A la visión de los vencedores le sale al frente, en estos' años, como correctivo y complemento, la bús¬queda de una visión de los vencidos. La están construyendo con laboriosidad los científicos sociales  jóvenes. Legítimo anhe¬lo de quienes acceden a un tiempo mundial rico en nuevas imágenes-fuerza motivadoras: la descolonización del África, la experiencia cubana y Vietnam, el transistor y el vuelo espacia], la "crisis energética", la carrera armamentista... Si el Perú ha de ser algo más que una noción geográfica prolongada en el tiempo, entonces esa voluntad de mirar nues¬tro pasado con ojos nuevos tiene algo del afán con que se es¬cruta una amarillenta fotografía de familia, algo del tanteo vi¬sual que busca recuperar la propia imagen cuando la refleja, tenue, un espejo antiguo que ha deslucido el tiempo. Que son las urgencias del presente las que a eso conducen, lo intuía 61 Goethe al recomendar'que cada generación reescribiese por en¬tero la historia universal. Y que no es pasatismo sin fruto, sino justamente lo contrario, lo creyó el ideólogo de los 7 Ensayos: "De la civilización incaica, más que lo que ha muerto nos preo¬cupa lo que ha quedado. El problema de nuestro tiempo no está en saber cómo ha sido el Perú. Está, más bien,, en saber cómo es el Perú. El pasado nos interesa en__la medida en que puede servirnos para explicamos el presente". _ •,

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