El positivismo y la Generación del 80 en Argentina
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El positivismo y la Generación del 80 en Argentina Positivismo: esta palabra fue incluida en el lenguaje filosófico y científico por Augusto Compte para designar el movimiento intelectual que él creía haber iniciado. Se conoce con este nombre a un grupo de escritores, políticos y científicos que surgió en un momento de vigoroso proceso de cambio en la historia argentina, que afecta especialmente en Buenos Aires, y que compartieron un proyecto muy claro de acción intelectual integrada a la vida nacional. Los años de 80 en Argentina eran, a la vez, el estímulo y la expresión de una situación de especial bonanza y estabilidad política. El crecimiento demográfico se había acelerado con la presencia de la inmigración europea y la expansión urbana. En esta época Buenos Aires empezaba a convertirse en la urbe que sería luego, y ésto creaba condiciones ideales para el desarollo industrial y la apertura de la economía nacional al mercado extranjero. Además la vieja disputa entre Buenos Aires y las provincias, que se venía arrastrando por más de medio siglo, había llegado a su fin. Precisamente el año de 1880. La de Buenos Aires culminó con la proclamación de la ciudad como capital nacional, separada del resto de la misma provincia, y asume el poder el Presidente Julio Argentino Roca, con quien los hombres de la Generación del 80 colaborarían estrechamente. Empezó una agresiva campaña por conquistar las lejanas tierras de la Patagonia, un proceso que se logra con la expulsión y la colonización de las poblaciones indígenas de la zona. Más tarde éstas comprarían al Estado. También empezaron algunas manifestaciones concretas, como el tendido de una red ferrocarrilera, el auge de la producción agrícola y la actividad comercial, contribuyen a fortalecer el espíritu de optimismo que se respiraba en esos años. Pero esta ilusión poco duraría. Una década después el presidente actual es forzado a dimitir. Empezó una crísis política que provoca la caída financiera y el cierre del mercado bursátil. Todo esto conducen a una era de grave malestar económico en el país. La novela argentina de esos años registrará este fenómeno en el llamado , que se inicia con tres novelas publicadas en 1891: Quilito de Carlos María Ocantos, Horas de fiebre de Segundo Villafañe y La bolsa de Julián Martel. La colaboración entre el Estado positivista y la burgesía intelectual no fue causal: era parte de una actividad intelectual. Los representantes más ilustrados de la burgesía argentina
desarrollaron múltiples tareas paralelas a las estrictamente literarias: cargos ministriales y parlamentarios, diplomacia, magisterio universitario, conducción de la educación pública y de la campaña en favor de la separación de la Iglesia y el Estado. Paralelamente a esa actividad, distinguió al grupo cierto aire mundano, snob y elegante en el modo como ejercían la vida literaria: el café, el salón, el club, la redacción de los grandes periódicos eran sus centros habituales de reunión y desde allí ejercieron un papel decisivo en las corrientes de gusto y opinión. Los viajes dentro y fuera del país, otra costumbre del grupo, reforzaron simultáneamente las notas de nacionalismo y cosmopolitismo que los distingue y que se reflejan en la abundante literatura viajera que produjeron. El resultado de esta doble esfera de acción es paradójico: los periodistas, los cronistas y los autores de libros testimoniales tuvieron un gran afán de descubrimiento y asimilación de ámbitos desconocidos. Sin embargo también eran memorialistas, biógrafos, finos humoristas y cultores de una prosa ligera de ritmo rápido y breve. Estos grandes conversadores cultivaban en sus tertulias y desarrollaron un arte de la charla brillante y refinada como una forma de entretenimiento intelectual para matar el tiempo y el aburrimiento. Los ochentas sabían ligar muy bien el plano de las preocupaciones subjetivas al de las públicas, pues en el mismo tiempo hablaban de sí mismo y de la identidad de la nación argentina. Sobre todo, crearon formas literarias de que eran una manifestación del proceso de modernización. Hubo, sin embargo, quienes perteneciendo cronológicamente a esta generación optaron por algo distinto: la narración naturalista. El más destacado de ellos es Eugenio Cambaceres, las tres novelistas de , y otras más, por ejemplo: Juan Antonio Argerich, Manual T. Podestá, Francisco Sicardi. Cabe mencionar también a Lucio V. López y su obra famosa, La gran aldea. Esta obra es más crónica que novela, trata de las transformaciones sociales e históricas de Buenos Aires. Hay incluso dos marginales al grupo que no deberían ser olvidados: el franco-argentino Paul Groussac y el anglo-argentino William Henry Hudson. Pero los escritores verdaderamente representativos del espíritu ochentista son: Wilde, Cané y Mansilla, aunque este último, nacido mucho antes que el resto, sólo lo es por la porción final de su obra. Sin embargo aislados, todos estos autores pueden significar menos que en conjunto y no son hoy muy leídos fuera de su país.
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