Alejandro Soltonovich
EL POLVO DEL SANTUARIO Un ensayo sobre la experiencia sionista y su influencia en el judaísmo
Entalpía
Soltonovich, Alejandro El polvo del santuario: un ensayo sobre la experiencia sionista y su influencia en el judaísmo. - 1a ed. - Buenos Aires: Entalpía, 2010. CD-ROM. ISBN 978-987-26257-0-2 1. Sociología. 2. Judaísmo. 3. Sionismo. I. Título CDD 306
Datos para impresión: 278 págs., 21 x 29,7 cm. Ilustración de portada: Trabajo pictográfico digital del autor sobre detalle fotográfico del Arco de Tito (Roma), representando el saqueo del templo de Jerusalén.
© Alejandro Soltonovich
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Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 – Producido en Argentina ISBN 978-987-26257-0-2 Los datos consignados en la presente página deben acompañar a toda reproducción total o parcial de la obra, en cualquier soporte o formato.
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Buenos Aires, octubre de 2010
Alejandro Soltonovich
El Autor: Es natural de Buenos Aires, ciudad en la cual reside.
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Es sociólogo por la Universidad de Buenos Aires y Doctor en derecho y sociología del derecho por las universidades Carlos III de Madrid y Milán. Es docente del ciclo básico común de la UBA y ha colaborado como investigador y profesor invitado en otras universidades. Además de escribir sus tesis ha publicado diversos artículos sobre teoría sociológica y aplicada y análisis sociológico del derecho. Durante muchos años ha trabajado temas vinculados al judaísmo, investigando en diversas universidades y en forma independiente.
“Mi corazón está en Oriente Y yo al final de Occidente. ¿En qué manjar encontraré un sabor Que pueda parecerme dulce? ¿Cómo podré mis votos Y mis promesas cumplir Mientras yace Zion En las mazmorras de Edom Y yo aquí sigo, entre árabes encadenado? ¡Hasta me parecería luminoso: Si abandonara ya todas
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Las buenas cosas de España, Viendo qué precioso es El contemplar con mis ojos El polvo del Santuario desolado!”.
Yehuda Ha–Levi (c.1141)
“Ser Judío es ser Judío en el exilio”.
Inmanuel Levinas
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ÍNDICE
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PALABRAS PREVIAS ....................................................................................................... 9 CAPÍTULO I .................................................................................................................. 17 EL SIONISMO EN EL CONTEXTO DEL FIN DEL SIGLO XIX........................................... 17 A_ Condiciones y tensiones básicas en el sionismo ............................................ 17 B_ Nacionalismo y racismo en el pensamiento occidental ................................. 27 C_ Sionistas y no–sionistas: la integración del sionismo .................................... 33 CAPÍTULO II ................................................................................................................ 43 GÉNESIS DEL SIONISMO COMO FENÓMENO POLÍTICO................................................ 43 CAPÍTULO III............................................................................................................... 63 EL SIONISMO REALIZADOR: DEL FENÓMENO MIGRATORIO AL CONFLICTO INTERNACIONAL .......................................................................................................... 63 A_ Apuntes sobre las migraciones humanas ....................................................... 63 B_ La migración judía a Palestina durante el período pre-estatal ....................... 67 C_ La activación del conflicto mediante la realización de la utopía ................... 79 D_ El sionismo en el contexto de la segunda guerra mundial ............................. 84 E_ La ley del retorno: la inmigración como política del estado judío ................. 92 CAPÍTULO IV ............................................................................................................... 99 EL SIONISMO Y EL ESTADO DE ISRAEL EN EL CONTEXTO DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES ...................................................................................................... 99 A_ Elementos preliminares y contexto general ................................................... 99 B_ En la era de los imperios .............................................................................. 109 C_ El período de transición colonialista ............................................................ 114 D_ Los cambios en las relaciones internacionales ............................................ 128 E_ En el “nuevo orden” ..................................................................................... 145 CAPÍTULO V .............................................................................................................. 151 EL CONFLICTO LOCAL Y SU INSERCIÓN EN EL ÁMBITO GLOBAL ............................. 151 A_ la globalización como contexto de la situación local .................................. 151 B_ Principales lineamientos de la articulación económica y política del conflicto palestino-israelí .................................................................................................. 156 C_ La globalización del conflicto local ............................................................. 179 CAPÍTULO VI ............................................................................................................. 187 EL SIONISMO Y EL PROCESO DE ADAPTACIÓN CULTURAL DE LA JUDEIDAD ............ 187 A_ Los elementos básicos del fenómeno cultural ............................................. 187 B_ La adaptación cultural de la condición judía ............................................... 194 C_ Las estrategias actuales de adaptación cultural y sus debilidades ............... 209 CAPÍTULO VII ........................................................................................................... 215 PROYECCIONES: EL IMPACTO DEL SIONISMO EN LA CULTURA JUDÍA MUNDIAL .... 215 A_ La lucha por la supervivencia cultural del judaísmo ................................... 215 B_ La judeidad en el proceso de cambios culturales ......................................... 231 C_ Características generales de los efectos del sionismo en la judeidad .......... 238 D_ Epílogo: El Polvo del Santuario................................................................... 268 BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES DOCUMENTALES ............................................................. 271
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PALABRAS PREVIAS
En el Tratado de Shabat, el Talmud asegura que la primera pregunta planteada al espíritu que se presenta ante el tribunal divino es: “¿Te has comportado justicieramente con tus semejantes?”. La cuestión que llegué a formular, pero que no pretendo responder, es la siguiente: ¿Puede preguntársele a un conjunto de personas reunidas por una historia común sí se ha comportado justicieramente con sus semejantes? Me pregunto por los Deberes y Obligaciones de ese colectivo humano en cuanto tal, por su responsabilidad histórica y social. La tentación inmediata, en la que ha caído una parte considerable de la filosofía política moderna, es asumir que el Estado, en particular el estado-nación moderno, reúne en sus instituciones jurídicas y políticas los
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Deberes asumidos por una comunidad en relación con los sujetos que la componen y con los sujetos y comunidades ajenas. En esta perspectiva se supone que el estado realiza su tarea ejecutando los procedimientos previstos en cada caso para las faltas e injusticias cometidas. Sin embargo, ningún estado posee los medios para juzgar su propio pasado como conjunto de prácticas organizadas, pues esa es una tarea que no corresponde a las oficinas burocráticas, ni a los operadores políticos, sino a la reunión de las conciencias, que resulta difícil de lograr en la gran extensión y complejidad de las sociedades modernas. Los talmudistas antiguos, filósofos además de legisladores, intuirían la ineficacia del estado en este aspecto pues, decían, “no es posible la justicia sin amor”. Y el estado no ama lo que juzga sino que, literalmente, lo procesa. Esto equivale a decir que hay un espacio ocupado por cada conciencia que es indelegable e intransferible, que opera sólo en comunión con otras conciencias, en el ámbito de la vida cotidiana.
La materia de este trabajo no es moral, ni siquiera es – mayoritariamente– política. No obstante, una aproximación a la historia y las consecuencias del sionismo hacia dentro y hacia fuera del judaísmo encuentra que debe tener el cuidado necesario para no tergiversarlas al tratar asuntos que las afectan directamente. Así, no se tratará aquí de estudiar en forma específica del conflicto árabe-palestino-israelí, ni se intenta juzgar la actuación histórica del sionismo en uno u otro sentido. El objeto de este trabajo es exponer las causas y procesos que dieron forma al proceso social y político que llevó a la creación del estado de Israel y, a partir de allí, presentar los efectos de este proceso hacia dentro y hacia fuera del judaísmo como universo complejo de experiencias comunitarias, enriqueciendo la información existente con una perspectiva sociológica amplia. No se intenta ocultar tampoco que el conflicto mencionado es parte im-
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portante de estos procesos. En este sentido, que no se haya hecho centro en él (perspectiva para la que existe abundante material bibliográfico) no implica olvidar sus consecuencias humanas en el pasado o en el presente y, de hecho, su presencia aquí no deja de ser considerable. Analizar al Movimiento Sionista como fenómeno social y como devenir histórico supone también profundizar en aspectos que a menudo quedan olvidados o relegados, y que pueden aportar información relevante a pesar de que esta perspectiva omite el detalle y el rigor de escalas de observación más próximas a objetos de estudio puntuales. Estas cuestiones prefiguran problemas a resolver en un análisis más completo y profundo, que comprendería elementos de los que se trata aquí en forma general. Atendiendo a la complejidad de la materia, me he valido de los datos históricos y la teoría social como fuentes principales, dejando en lo posible a los datos estadísticos como puntos de llegada y no de partida para las explicaciones y argumentos. Porque, en general, las estadísticas por sí solas muestran muy poco de las causas que interactúan en un proceso de
estas características, en especial cuando se trata de estadísticas primarias. Por otra parte, esta presentación del trabajo no está dirigida a científicos sociales principalmente, sino que intenta alcanzar la reflexión del público en general. No se tratará tampoco de escribir (una vez más) la historia del estado de Israel, ni de narrar una cronología de desencuentros y catástrofes sociales. Esas experiencias ya se han hecho y existe al respecto una sobreabundancia de material en todo el arco ideológico y científico. Intentaré aquí un enfoque diferente, más atento a las circunstancias sociales que a las anécdotas políticas y militares que abundan en la mayor parte de las aproximaciones a la materia y omitiendo toda búsqueda de construir un relato definitivo sobre la materia y un juicio taxativo sobre sus procesos y resultados. Una cierta dosis de subjetividad es inevitable en este tipo de estudios,
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pero he intentado que el trabajo desarrolle lo más objetivamente posible los asuntos de los cuales trata. Porque las consecuencias de los procesos históricos que se analizarán aquí continúan afectando a poblaciones enteras y con ellas, necesariamente, a las perspectivas analíticas que intentan comprender para actuar, y no sólo para observar y opinar. A menudo se insiste también en que la comprensión externa de un fenómeno es imposible, que es necesario vivir en las comunidades involucradas para desarrollarla. No coincido con este punto de vista: con frecuencia sólo una mirada diferente permite reflexionar acertadamente, asumiendo nuevas perspectivas. Además, siendo parte de la experiencia judía por educación y tradición (aunque de índole laica más que religiosa), mi mirada tampoco es completamente externa y, por cierto, para comprender la vida de una colmena se consulta a un especialista, no a las abejas. En cuanto al contenido particular de este estudio, intentar caracterizar al sionismo, una manifestación propia y parcial del pueblo judío, como un
fenómeno influido por una pluralidad de tradiciones culturales y políticas, puede parecer exagerado. No obstante, veremos que no existe contradicción alguna entre la comprensión de la condición particular y acotada de este fenómeno social, orientada en forma exclusiva a un colectivo humano identificable como es la judeidad, y su interpretación como una composición compleja sobre la base de diferentes y a veces contrapuestas tendencias históricas, sociales y políticas de alcances más amplios. El interés que puede tener el análisis de este movimiento consiste también en su singular adaptación de las tendencias sociales que predominaban en el llamado “mundo occidental”, básicamente en las potencias imperiales y coloniales europeas, entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX y que, adoptando nuevas formas, constituyen un factor decisivo en la actualidad. Asimismo, el estudio del sionismo permite acceder
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al análisis de algunos hechos de gran importancia para comprender los actuales circuitos socio-políticos en el marco del proceso general de globalización, entendido como un cambio profundo y extendido en el modo de organización de las sociedades complejas. Por otro lado, el propio concepto de globalización, al ser comprendido como variable en un estudio de caso, puede revelar interesantes facetas ligadas a las relaciones internas de su desarrollo en tanto fenómeno general, compuesto y con una lógica propia de desarrollo. Otros trabajos sobre la materia, a pesar de organizar bien la información y brindar un panorama amplio y a la vez profundo, tienden, sin embargo, a dejar de lado esta cuestión. Específicamente, nos referimos a las relaciones entre los aspectos económicos y culturales del fenómeno, que no dejan de mostrar las relaciones existentes al interior de la globalización como fenómeno multidimensional. El sionismo se presentará así, en este aspecto, como caso testigo y ejemplo práctico de un proceso histórico significativo.
El desarrollo del complejo social representado en el sionismo tiene también, como es lógico, un aspecto político y jurídico importante. Este aspecto se desarrolla tanto en el plano interno, en las relaciones sociales propias de los segmentos socio-culturales que el fenómeno comprende y que debían ser reguladas, como en el plano externo, en función de las normas internacionales afectadas de un modo particular por la aparición del movimiento sionista, sus antecedentes y su particular devenir histórico. Todo ello, al menos, por cuanto el sionismo ha sido protagonista en un tramo de la historia signado por importantes hitos en materia de legislación internacional, como es la creación de las Organización de las Naciones Unidas y la proclamación de instrumentos de legislación de carácter universal, especialmente en relación con el conjunto de los Derechos Humanos.
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Dichas cuestiones hacen de éste un fenómeno digno de atención, a la vez que puede ayudar a comprender de manera ordenada –si no objetiva– las consecuencias de su posterior desenvolvimiento y su presente, que sigue dando motivos para la controversia y el debate. En éste último aspecto, no ha sido mi intención dar respuesta a las disputas políticas planteadas –ni tampoco restarles importancia–, sino presentar de ellas un panorama de antecedentes socio-históricos que contribuyan a la interpretación de los conflictos que permanecen vigentes. Uno de los signos más claros de la importancia de este acontecimiento en particular es la amplitud con la que han sido debatidas las implicancias históricas y morales de un proceso todavía inacabado, en donde la acción política y jurídica internacional ha representado un papel importante, aún cuando se la juzgue insuficiente e ineficaz. Resulta entonces un proceso que no sólo puede exponer las causas abiertas en contra o a favor de los implicados, sino también calificar la propia acción internacional, señalando los intereses y conflictos más amplios que tendieron a limitar el carác-
ter puramente jurídico o moral del tratamiento del caso. Me ha interesado particularmente, aunque las describo de manera muy general y acaso injustificadamente sucinta, indagar en las consecuencias sociales y culturales que ha tenido para la judeidad en su conjunto el desarrollo del sionismo, porque sus consecuencias se reflejan en muchos de los problemas y necesidades que enfrentan las comunidades judías comprendidas como espacios culturales en donde la riqueza todavía puede comprenderse como diversidad de modos de sentir, de pensar y de actuar. En este aspecto, mi estudio no refleja la vida externa, porque a pesar de no ser sionista (en ninguna de sus variantes), por educación, tradición y afecto soy indudablemente judío sin que importe tampoco, en realidad, como otros, desde la religión, la ciencia o la política, pretendan definir mi propio ser y sentir al respecto, y resultaría irresponsable y erróneo negar que el sionismo
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forma parte importante de mi propio ambiente social y cultural. Por último, teniendo en cuenta las consideraciones precedentes, en este trabajo no intentaré ofrecer conclusiones morales o políticas y todo cuanto aquí se diga taxativamente debe entenderse como un exceso de retórica. Dos son las razones que explican la ausencia de opiniones consolidadas sobre un tema que ha generado miles de ellas: en primer lugar, en términos estrictamente metodológicos, la característica indagatoria del trabajo, que no habilita la expresión de conclusiones que resulten de la validación o refutación de hipótesis previas y, en segundo lugar y más importante, la convicción y la premisa de que buena parte de las causas del carácter irresoluble que presentan los conflictos implicados no se encuentran en las condiciones internas del proceso, sino en el contexto mismo de su desarrollo: las características propias de los estados nacionales y la estructuración de las relaciones políticas internacionales que afectó y afecta a los colectivos enfrentados, que deben ser contemplados desde una perspectiva crítica si se quiere comprender su lógica de funcionamiento.
En cualquier caso, he intentado que el último capítulo resuma los hallazgos (¡y las dudas!) que se me presentaron durante la investigación previa. Evidentemente, la apertura de problemas y la ausencia de conclusiones no implican una ausencia de opiniones que en un tema de estas características no dejarán, espero, de aflorar como debates con el texto en la mente del lector.
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CAPÍTULO I EL SIONISMO EN EL CONTEXTO DEL FIN DEL SIGLO XIX A_ Condiciones y tensiones básicas en el sionismo 1_ La creación del “judío universal” a partir del judaísmo europeo occidental
El movimiento Sionista aparece en el último cuarto del siglo XIX1, constituyéndose en el primer movimiento judío de carácter nacionalista después de casi dos milenios de desarrollo polifacético de la cultura judía sin el resguardo de las fronteras de un territorio que pudiera considerar propio, es decir, sin adoptar la forma moderna del estado nacional. Mo-
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vimientos anteriores de repoblación judía en Palestina, en ese tiempo parte del imperio otomano, no alcanzaron jamás el grado de organización y efectividad del movimiento sionista. Su fracaso se debió principalmente a que estos intentos no fueron organizados teniendo en cuenta las variables geopolíticas implicadas, pues era el judaísmo como condición social y no el estado el centro de sus reflexiones y objetivos2.
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El texto fundacional del Sionismo Político El Estado Judío de Herzl se publica en 1896 y el Primer Congreso Sionista se realizó en Basilea, Suiza, en agosto de 1897. En una discusión pertinente, algunos autores sugieren que es más adecuada la traducción El estado de los judíos. Aunque consideramos válida la corrección, volcamos aquí, simplemente, la forma más utilizada en las ediciones castellanas. 2 No obstante, Ben Ami y Medin en su Historia del estado de Israel (RIALP, 1992) intentan prologar su obra enfatizando la relación entre los judíos en la diáspora durante 2000 años y la tierra de Israel, de acuerdo a un “nexo esencial”, escasamente avalado por auténticas experiencias re-fundacionales de un estado hebreo en esta tierra, aún cuando no pueda negarse la relación ideológica entre la etapa estatal antigua y los discursos propios de la ideología judía durante este largo proceso. Por otra parte, de la mera persistencia de poblaciones judías en la región no puede deducirse una tendencia
Esta sola característica advierte de una singularidad, pues la ideología sionista presuponía –y supone todavía– una unidad conceptual del pueblo judío que no era ni es de ningún modo evidente. Porque la experiencia cultural judía, considerada como conjunto, no es homogénea: la mezcla de tradiciones y modos de vida propios con otros adquiridos se da en ella con singular intensidad. Ello no implica que con el sionismo se intentara negar la pluralidad interna, sino que se sometía esta pluralidad a la posibilidad de una homogeneización de índole política. Tampoco se contaba entonces con canales permanentes de comunicación entre las comunidades de diversas geografías, y que constituían de por sí una cantidad notable de experiencias culturales particulares. Que los elementos comunes a todas ellas pudieran identificarse y caracterizarse como una serie más o menos definida de rasgos de identidad de una única cultura no constituye sino un
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ejemplo de la voluntad política de reconstruir las identidades. Esta tendencia es muy propia de la modernidad, pero no necesariamente es acertada como estrategia de supervivencia cultural. Sin embargo, cuando se observan en términos comparativos dos espacios culturales las diferencias deben ser tenidas en cuenta al menos tanto como las similitudes, pues de otro modo se corre el riesgo de diluir cualquier capacidad descriptiva que el término cultura pudiera tener. No obstante, ello no quiere decir que no existiera un substrato social y cultural, aunque en ningún caso étnico o racial, que pudiera reconocerse como judío, en tanto heredero de una tradición común3. Por el contrario, el concepgeneral del judaísmo a la reconstrucción de un hogar nacional, como parecen inferir los autores. 3 En su trabajo El sionismo contra Israel, (Fontanella, 1970. Pág.80 y sstes.) Weinstock sugiere que, en cierta medida, el sionismo incorpora al pensamiento judío estas categorías, al proclamar la “alteridad esencial” del judío frente a las demás naciones. Aquí, más bien, señalaremos que esta diferencia es relativa, pues Weinstock no llega a considerar el carácter homogéneo de las experiencias culturales cuando éstas se vinculan a las características centrales de las sociedades de masas modernas.
to de “lo judío” se hallaba presente y existía la conciencia de unas presuntas particularidades, aunque dicho concepto era más bien abstracto. De diferentes modos, esa “sustancia de lo judío” se hallaba mezclada con otras formas sociales y culturales, o había adquirido características propias y específicas, irreductibles en muchos casos al concepto genérico con que se definía esta presunta sustancia. Tal circunstancia conduce a realizar la distinción conceptual entre el Judaísmo como religión y, sí se quiere, como matriz histórica y cultural, y la Judeidad, como representación del conjunto de circunstancias particulares y específicas mediante las cuales el judaísmo primitivo llegó a desarrollarse. Por otro lado, aunque asumimos en plenitud el carácter “impuro”, mixturado, de cualquier tradición colectiva, no por ello asumimos la posibilidad de intercambiar pacíficamente una tradición por otra. En otras palabras, que una cultura no sea
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pura no significa, según nuestro entender, que esa cultura no sea “ella misma”, capaz de generar principios de identidad propios y no intercambiables por los de otra cultura. En otras palabras, en términos históricos más que estrictamente constitutivos, Judaísmo sería el mínimo común denominador y Judeidad la máxima ampliación posible del reconocimiento de lo judío como parte de la identidad de comunidades e individuos. Incluso los límites de uno y otro concepto son imprecisos: según el primer concepto, los Caraítas (ancestral tendencia anti-rabínica) no serían judíos pero, ¿qué otra cosa podrían ser? Ellos mismos se consideran como tales; es más, se consideran los “auténticos” judíos; según el segundo concepto el Islam y, menos claramente, el cristianismo serían sendas expresiones de la “Judeidad”, cuando evidentemente han seguido su propio camino y desarrollado su propia riqueza cultural interna, además de haberse nutrido de otras experiencias culturales. Ocurre que la “materia” histórico-social se resiste a ser encasillada en conceptos cerrados y acabados y cierta incertidumbre e indeter-
minación son parte inseparable de sus contenidos. Esta última observación debe conjugarse con la constante verificación de que, como señalara Geertz, el análisis cultural es intrínsecamente incompleto. En cualquier caso, cuando el sionismo aparece lo hace en un contexto específico y, por lo tanto, es formulado originalmente para responder a las necesidades y expectativas de un colectivo judío concreto y no a las de todas las formas existentes de judaísmo. El “judío abstracto”, cuyos problemas el sionismo vino a tratar, era en la historia efectiva el judío concreto de algunas comunidades urbanas de Europa occidental; esto es, un judío que, pese a tratar de integrarse en la sociedad, era rechazado y segregado por ésta, precisamente por su condición definida de judío. Así, cuando el fundador del movimiento sionista, Teodoro Herzl, impulsa la idea de la creación de un estado nacional judío y para alcanzarla contribu-
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ye a la creación del movimiento sionista, lo hace intentando resolver un problema derivado de la tensión entre la condición general de miembro de la sociedad europea y la particularidad de la condición judía. No tenía en realidad en mente los problemas de todo el conjunto de las manifestaciones culturales que partían de la matriz judaica, como el pensador Ahad Ha´am, supo señalar con nitidez. Siendo un movimiento de carácter reactivo, como una respuesta a la situación externa de la discriminación sistemática, el sionismo no nace tanto como una propuesta positiva a este problema, al interior de la sociedad en la que aparece, sino como un intento de separar ambos mundos, de alejar el problema de la discriminación del colectivo afectado4. Así: “El nacionalismo judío es, ante todo, un nacionalismo reflejo, una reacción defensiva contra la burguesía ascendente, que justifica su antisemitismo con la exaltación del sentimiento nacional”5. 4 5
Cfr. Pinsker, Auto-Emancipation. [1882], Federation of American Zionists, 1916. Weinstock, El sionismo contra Israel, Op. Cit. Pág. 63.
Con curiosidad se descubre que el problema es tratado desde su inicio, en el seno del movimiento sionista, con el sello inequívoco de la modernidad. Porque se trata del intento de crear, mediante el ejercicio de la voluntad política, la solución a un conflicto, impulsando la creación de un estado para responder a las necesidades de un colectivo que es a su vez el resultado de una abstracción. A la vez, el etnocentrismo característico de la Europa decimonónica se reproduce en la intención de resolver la cuestión judía para la Judeidad en su conjunto, sin importar las sustanciales diferencias en las circunstancias concretas de otros colectivos judíos. El mecanismo ideológico de universalización de un modelo de judaísmo mediante la abstracción de las comunidades judías concretas es análogo al mecanismo liberal clásico para la asignación de derechos individuales, compartiendo las virtudes y los defectos de este modelo. La gran diferen-
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cia es que la mayor parte de los estados modernos se conformaron a partir de formaciones sociales bastante definidas, mientras que el sionismo trabajó en el contexto de unas comunidades minoritarias y de escasa integración recíproca. Como se verá en la etapa realizadora del sionismo y también durante el proceso de afirmación del estado de Israel, la tendencia a adaptar las estructuras sociales y estatales a este modo particular de ser judío, convertido en Universal, no dejarán de incrementarse y de ganar espacios institucionales. Pero, al mismo tiempo, esta tendencia termina por incorporar plenamente las tensiones sociales existentes en este ámbito ideológico al interior del propio movimiento sionista.
2_ La Tensión entre Liberalismo y Socialismo Originalmente, la propuesta de crear un estado judío es recibida en forma despareja por las comunidades judías, incluso en Europa occidental. Desde el principio, aún entre aquellos que la reciben con entusiasmo, penetran en la estructura del movimiento los conflictos sociales y políticos característicos de esa etapa de la modernidad. La lucha por los derechos civiles está muy lejos de haber terminado y el pensamiento socialista se encuentra en auge en los años que siguieron a la muerte de Karl Marx (1883). Así, cuando se reúnen los congresos sionistas la influencia del ala izquierda judía fue importante, pues el socialismo (en tanto expresión potencial de los sectores socialmente subordinados) había calado hondamente en las comunidades judías. De hecho, es posible afirmar que el socialismo se extendió entre las comunidades judías del levante europeo con
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más consistencia que en ningún otro colectivo, probablemente porque a sus reclamos económicos y políticos de carácter clasista se agregaban los problemas generados por la segregación religiosa y cultural, pues es ésta, también, la época de los mayores pogromos6. De esta forma, el propio intento de crear un estado judío debió lidiar desde el comienzo con la tensión política interna. Se trataba de crear un estado liberal –objetivo de los principales impulsores del movimiento– o un estado socialista –tendencia representada a partir del Segundo Congreso Sionista (1898) y acentuada por las características colectivistas, aunque heterogéneas, de las primeras oleadas de colonos al territorio de Palestina–. Por ejemplo, a pesar de a sus contradicciones internas, el socialismo 6
Marx intentó responder a esta necesidad con un alegato por una emancipación universal de las clases trabajadoras que fuera el camino para la emancipación particular de los judíos. No obstante, la crítica de Marx comprende principalmente a la judería aburguesada, que ciertamente reclamaba por sus derechos civiles y políticos en tanto parte del ideal burgués de persona política. Sería completamente inadecuado extender esta misma crítica a todos los judíos europeos de la época.
sionista, concentrado principalmente en torno a “Poalé-sión” (Obreros de Sión) y el pensamiento de Borokhov, no puede en ningún caso ser confundido con una forma subterránea del colonialismo de los imperios occidentales. De modo que la confusión entre sionismo y colonialismo, si bien no es un tema menor no es aceptable para comprender al sionismo como fenómeno. Además, luego de la muerte de Lenin y las purgas estalinistas –que terminaron con un auténtico exterminio de intelectuales judíos en la URSS después de la segunda guerra mundial– los vínculos entre el socialismo judío y el mundial quedaron definitivamente dañados. Lógicamente, nacido en el seno de la modernidad, el movimiento sionista no tenía más remedio que cargar con las contradicciones de ésta. En la práctica, esta tensión fue contenida por la organización cooperativa y en muchos casos colectivista de los asentamientos en Palestina, frente a
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una organización de los congresos sionistas (que hasta 1936 se realizaron en Europa) en donde los representantes del liberalismo político ocupaban puestos clave. Sí para la vida práctica en las colonias el cooperativismo era indispensable, era sobre todo un medio circunstancial que no necesariamente se correspondía con el pensamiento predominante entre los líderes políticos del movimiento. Sí el socialismo aportó buena parte de las fuerzas vivas necesarias para la realización práctica de los objetivos sionistas, su matriz ideológica y, posteriormente, las conflictivas relaciones políticas entre los bloque del este y del oeste terminaron por diluir su influencia, dado el posicionamiento pro-occidental que el estado de Israel debió asumir. Esta tensión se mantendrá en la forma habitual de la lucha política partidaria luego de la creación de las instituciones del estado judío7. Sin embargo, debe atenderse a que el capitalismo de la primera mitad del siglo XX muestra una profusa tendencia a generar movimientos que combinan ciertas formas de corporativismo de estado con el manteni7
Cfr. Ben Ami, Israel, entre la Guerra y la Paz, Punto de Lectura, 1996.
miento de las relaciones capitalistas de producción, en muy diferentes proporciones: tal fue el caso del New Deal americano, del fascismo italiano y del nacionalsocialismo alemán.
3_ La Tensión entre Laicismo y Religión Puede sorprender, en todo caso, una importante ausencia en la base de este movimiento de liberación cultural que devino en nacional. El elemento religioso, que a priori podría interpretarse como una característica fundamental de este colectivo en particular, y que por ello debía hallarse presente en el desenvolvimiento del movimiento, no tenía la fuerza que debiera tener en una lectura principalmente religiosa de la condición judía. Los representantes del sionismo religioso (que es ciertamente anterior al sionismo político, pues comienza a operar desde 1880, enviando grupos
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reducidos a la tierra de Palestina) no unieron fuerzas, y no sin grandes reticencias, con el movimiento sionista sino hasta 1904-1905, en el marco del Sexto Congreso Sionista, realizado también en Basilea. El movimiento político-religioso Hibat Zión fue el principal exponente de esta tendencia, que devino posteriormente en la formación de alguno de los partidos religiosos israelíes. Su presencia en la estructuración del movimiento fue más bien débil, lo cual se percibirá con claridad en la organización jurídica y política del futuro estado, en donde muy pocas de las prescripciones religiosas habrán de tener auténtica cabida, sino que se presentarán más bien como concesiones al apoyo político. Quizá su principal influencia –y no es poca cosa– haya sido en el aspecto decisivo de la determinación del marco territorial específico en el que el sionismo podría y debería desarrollarse. Para los sionistas religiosos quedaba completamente claro que ningún territorio era apropiado para el pueblo judío sí no era la tierra de Israel. Por otra parte, no debe pensarse que el sionismo religioso se hallaba exento de la
influencia filosófica y política del socialismo. Por el contrario, algunos de los principales exponentes de esta tendencia, como Rabí Abraham Isaac Kook (1865-1935), incorporaban esta tendencia con facilidad al pensamiento judío religioso, debido sobre todo al alcance moral de los contenidos compartidos en función de la idea de justicia social. Ya desde fines del siglo XVIII el movimiento intelectual de la Hascalá, el “Iluminismo Judío”, había propiciado la apertura hacia la modernización mediante la incorporación de los sucesivos desarrollos filosóficos característicos de la burguesía emergente. Pero, en lo que hacía a las prácticas políticas, mucho más decisivo es en el sionismo el componente nacionalista secular. De hecho, puede interpretarse también que el sionismo permitió a muchos judíos librarse de contenidos culturales que ya no se correspondían con sus prácticas sociales para adoptar otros, más
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modernos e ideológicamente más ajustados a sus auto-representaciones sociales, sin renunciar a su auto-representación de “judíos”. Este es quizá uno de los efectos más importantes del sionismo dentro de la judeidad como conjunto. En los tiempos de la formación del sionismo político, la herencia de la tradición revolucionaria burguesa y el nacionalismo militante son los principales motores del movimiento, muy por encima de la ancestral tradición cultural judía. Por ello, pese a la abundante tradición de carácter religioso que auguraba la reconstrucción de Israel como expresión histórica de la voluntad divina, desde sus comienzos y hasta el presente el sionismo se organizó como una corriente de pensamiento predominantemente secular. Es difícil negar que la tendencia a comprender al judaísmo como una totalidad con un “centro” imaginario en Jerusalén había persistido durante toda la baja edad media, especialmente entre los intelectuales sefardíes, como Maimónides o Yehuda Ha-Levi e incluso, posteriormente, Yosef
Karó. Este último publicó en Venecia, en 1565, un texto fundamental para el desarrollo posterior del judaísmo europeo, especialmente en lo que a la organización moral y legal se refiere: el Shuljan Aruj –“La Mesa Tendida”– con una marcada influencia del racionalismo legal sefardí anterior que recoge una parte importante del pensamiento ético y jurídico de esa etapa. Yosef Karó argumenta en favor de la Khlal Israel, la “Comunidad de Israel” que anticipa las formas modernas de universalización. A pesar de ello, no existió un intento serio de reconstruir en Palestina un estado judío, aunque sí existió una migración doctrinal en la que destacaron los cabalistas de Safed. Pero, ya en el siglo XIX, el sionismo religioso recogió el elemento nacionalista de una forma diferente al sionismo político. Más que un fin en sí mismo, el estado judío sería el medio para salvar a la cultura judía de las constantes amenazas, verificadas en forma de violen-
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cia directa en Europa oriental, a diferencia de la discriminación efectiva pero no inmediatamente destructiva que se verificaba en la Europa occidental8. Se trata de un plan de acción político, antes que el resultado una revelación religiosa. Sí bien fue la tendencia laica la que terminó por imponerse, es indudable que el agregado del elemento religioso le permitió ganar fuerzas en tanto movimiento integrador y cohesivo al momento de intentar llevar a cabo su programa. A pesar de esta integración táctica y de la conformación predominantemente laica de las estructuras del estado de Israel, al día de hoy permanecen activos y con fuerza considerable partidos políticos de inspiración religiosa (en una forma muy particular y pragmática de comprender los contenidos religiosos). Por otra parte, no dejan de existir movimientos religiosos judíos anti-sionistas, posición que se comprende interpretando la misma tradición profética de la Reconstrucción de Jeru-
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Cfr. Ahad Ha´am, Jewish State and Jewish Problem, JPSA, 1912.
salén como una tarea exclusivamente divina, que no puede acometerse ni debe apresurarse mediante acciones humanas. B_ Nacionalismo y racismo en el pensamiento occidental En el siglo XIX la relación entre judaísmo y nacionalismo no era clara ni evidente, aunque así lo parezca desde nuestra actual perspectiva. Y no llega a comprenderse sí no se considera un elemento particularmente importante al momento de indagar en la situación de los judíos, y de las relaciones interculturales en general, en muchos de los estados europeos de la época. Ocurre que, como en otros aspectos relativos a la comprensión de lo social, el tratamiento que se le daba al judaísmo como fenómeno no era sólo religioso y cultural, sino también racial y biológico. Ello tenía también una decisiva influencia ideológica en la percepción de lo “nacio-
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nal” –pues es también la época de Darwin y Spencer– e incluso el pensamiento jurídico no dejaba de reflejar esta tendencia. Conscientes de su pluralismo interno, los judíos no necesariamente asumieron en aquella época esta distinción racial. Pero, dado que la definición externa tenía una importancia capital por ser el ambiente mismo de desarrollo de la ideología judía moderna, no pudo dejar de influir en el movimiento. Porque las estrategias políticas, debido a su naturaleza antagónica, no pueden hacer exclusión del “discurso del otro”. La interpretación del judío individual como miembro de un “pueblo”, no de una “raza”, es absolutamente predominante. La noción de “raza judía” no se encuentra presente en los autores judíos, sionistas o no, pero sí, y con gran profusión, en los autores no-judíos, aún en aquellos que no mostraban ninguna animosidad contra este colectivo. Entre los judíos, la auto-apelación colectiva predominante es la de “Ham-Israel” (Pueblo de Israel), lo cual explica también la crónica referencia a Palestina como “Eretz Israel” (Tierra de Israel) sin que ello implique en forma necesaria
una vocación nacionalista atemporal, como luego recogerá la ideología sionista. Lejos de agotarse en el siglo XIX, el tratamiento de la cuestión judía y nacional en general como un problema biológico no dejó de acrecentarse hasta estimular el racismo político alemán con las consecuencias conocidas de intentar expandir las fronteras que limitaban a la “raza superior” y la tentativa de exterminio masivo conocido como la “Solución Final”9. Entre los filósofos sociales que atendieron a este fenómeno probablemente Michel Foucault, en su Genealogía del Racismo es quien mejor ha captado la relación existente entre el racismo como ideología y la estructura sociopolítica y, así, nos dice del racismo que: “... es el modo en que, en el ámbito de la vida que el poder tomó bajo su gestión, se introduce una separación, la que se da entre lo que debe vivir y lo que debe morir, a par-
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tir del continuum biológico de la especie humana, la aparición de las razas, la jerarquía entre razas, la calificación de unas razas como buenas y otras como inferiores...”10. En la etapa de expansión de los imperios europeos, este tipo de razonamiento funcionaba de manera extendida y completamente legitimada, desplazando a modos pretéritos de establecer la jerarquía social. De hecho, la jerarquía racial sólo parece haberse vuelto completamente “mala” cuando se volvió contra las propias potencias europeas, que la habían utilizado ampliamente para legitimar la esclavitud y el expansionismo imperialista hacia lo que posteriormente se denominó “tercer mundo” y que luego se rebautizarán como “economías emergentes”. En este último sentido, dado que actualmente nos hallamos racialmente igualados por la 9
Por otra parte, es incorrecto suponer que el “racismo científico” involucraba sólo al nazismo alemán, pues se hallaba igualmente presente en Italia, Francia e Inglaterra. 10 En Genealogía del Racismo, (La Piqueta, 1992). Se trata de una definición que tiene diversos usos: “lo que debe vivir y lo que debe morir”, no se trata sólo de sujetos biológicos, sino también de sujetos sociales y culturales comprendidos históricamente.
legislación internacional, la jerarquía social adopta un carácter economicista, en especial en materia de relaciones internacionales (esto es, la distinción entre desarrollo y subdesarrollo), menos inadecuado, pero no necesariamente menos perverso11. No falta tampoco el discurso que tiende a jerarquizar las culturas o las civilizaciones entre superiores e inferiores. La jerarquía ideológica de los “tipos” humanos puede rastrearse hasta filósofos clásicos como Platón y Aristóteles, pero sólo con el racismo moderno se reviste de un discurso con apariencia de cientificidad. Durante siglos fue la adherencia a determinadas concepciones religiosas el mecanismo de integración social preferido para marcar las diferencias: por entonces, ser monoteísta (en general) era mejor que ser “pagano”; ser cristiano mejor que judío o musulmán; ser católico (por ejemplo) mejor que protestante y ser feligrés de una parroquia, también mejor que
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concurrir a una capilla rival. Pero al suplantar, siquiera parcialmente, el nacionalismo militante al componente religioso –un proceso que en Europa demando varios siglos y multitud de sangrientos enfrentamientos– el biologicismo fue el encargado de mantener las jerarquías sociales en su lugar. Para ello fue utilizado el esquema racista tanto fuera como dentro de las fronteras del “mundo civilizado”. Empujado el proceso ideológico por los gigantescos beneficios derivados de la explotación de las poblaciones aborígenes amparadas bajo las presuntas bondades de la civilización y de la trata de esclavos, mecanismos que ciertamente superaron la etapa de transición entre uno y otro modo de regulación ideológica. Y todo ello a pesar de las claras advertencias de los mayores expertos en la materia: “Aunque en las razas humanas existen diferencias entre sí, por varios conceptos, como son color, cabellos, formas de cráneo, proporcio11
No obstante, la Declaración Universal de los Derechos Humanos no está rigurosamente actualizada al respecto, pues se sigue mencionando en ella a la “Raza”, como si existiera la posibilidad de verificar entre las poblaciones humanas las distinciones biológicas que el término implica.
nes del cuerpo, etc., sin embargo, consideradas en su estructura total, se halla que se asemejan mucho en un sinfín de puntos. Gran parte de estos son de poca importancia, o de naturaleza tan especial, que es muy difícil suponer que hallan sido adquiridos independientemente por razas o especies desde su principio distintas. La misma observación tiene igual o mayor fuerza respecto a los variados puntos de semejanza mental que existen entre las razas humanas más distintas. Así, por ejemplo, los indígenas americanos, los negros y los europeos discrepan en sus facultades mentales unos de otros, tanto como cualesquiera otra raza que se quiera nombrar; y, sin embargo, siempre me sorprendía considerablemente en el tiempo en que viví con los fueguinos, a bordo del Beagle, los mil numerosos rasgos de carácter que me probaban lo semejante que eran sus facultades a las nuestras, y otro tanto advertí en un negro puro con quien tuve
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mucho trato”12. Lo cual influye en la consideración conceptual siguiente, que fue primorosamente olvidada, a todos los efectos prácticos, por la mayor parte de la sociedad europea civilizada: “Asimismo, es casi indiferente que se designen con el nombre de razas las variedades humanas, o que se las llame especies o subespecies, aunque este último término parece ser el más propio y adecuado”13. Pero, enfocando hacia dentro, la ideología predominante reprodujo el mecanismo, recalificando sus propias relaciones de dominación y, mientras al criminal y al trabajador le fueron endilgadas “cualidades naturales y congénitas” para realizar sus tareas respectivas, el judaísmo corrió idéntica suerte. Se retrocedió buena parte de las conquistas que bajo el manto de la “igualdad” se habían conseguido desde la revolución francesa, pues la “diferencia” de profesar otra religión, insustancial bajo las tesis modernas, fue reemplazada por la pertenencia a una “raza”, si no claramente 12 13
Darwin, El origen del Hombre, Edad, 1989. Pág. 175. Ídem. Pág. 177.
inferior, al menos aproximadamente maligna. No se trata de una novedad ideológica, establecida ad hoc para los judíos: los esclavos africanos de las colonias francesas tampoco se encontraron nunca bajo el amparo de los Derechos del Hombre, menos aún de los del Ciudadano, por no hablar de la situación relativa de la mujer en general. Todo ello sin desmedro de que pudieran combinarse ambos elementos discriminatorios, pues precisamente el comportamiento religioso es el principal “fenotipo” de identidad del judío europeo decimonónico, aunque con frecuencia se pretendió “ilustrar” físicamente una singularidad cultural e ideológica, asignando un “cuerpo (anti)ideal” al judío arquetípico. Esta caricatura decimonónica es la que permite al actor mediocre caracterizar un Shylock medieval más o menos convincente con muy poco talento14.
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El sionismo surge como un intento de responder a esta forma discriminatoria a través del mecanismo de la liberación nacional. Paradójicamente, su triunfo se debe a largo plazo al buen uso de las herramientas jurídico-políticas existentes en el propio espacio cultural europeo y a un ajustado conocimiento del balance de las relaciones de poder, negociando las condiciones para el establecimiento del “Hogar Nacional” para el pueblo judío. En este sentido, el sionismo se adapta perfectamente a la transición ideológica que marca el decaimiento de la distinción racial y el predominio de la particularización nacional. Así, los judíos dejan paulatinamente y por su propia elección ideológica de ser considerados una raza para ser percibidos como una nación. Es una calificación tan inadecuada, en términos socio-históricos, como la anterior, pero más sencilla de vincular a los mecanismos ideológicos existentes. Dicho de otra forma, el naciona14
En El Sionismo contra Israel, (Op. Cit., Pág. 79) Weinstock dice que la historia del judaísmo como “pueblo-clase” explica parcialmente esta situación. Acertadamente, este autor reúne la condición étnica con la económica, aunque sin recordar que existe una categoría sociológica para dicha situación, es decir, la de “casta”.
lismo judío es también un resultado de la necesidad de superar el trance de la discriminación biológica. Como lo señala claramente la historia judía del siglo XX, esta superación no llegó lo bastante pronto, sino demasiado tarde. No obstante, el sionismo político no reprodujo ni en sus discursos ni en sus prácticas este carácter racista derivado de la jerarquía biológica. Es decir: que el racismo fuera una de sus causas no implica que fuera una de sus consecuencias. En este sentido, el carácter de segregación que pueda tener la actual articulación política del estado de Israel se debe a su condición de estado moderno, que establece las distinciones jurídicas y administrativas sobre la base de la distinción entre “Ciudadano” y “Nociudadano”. Si existe algún componente etnocéntrico concreto éste se verificará no en una discriminación interna de tipo racial, sino en la asigna-
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ción de la condición de ciudadano con más facilidad al judío que al nojudío15. Esto no es un modelo exclusivo, sino que reproduce la política migratoria de la mayor parte de los estados, especialmente de aquellos concentrados en el norte opulento. El sistema parlamentario israelí protege a las minorías no judías garantizando sus derechos civiles y políticos, pero ello es, ciertamente, con la condición tácita de que los partidos “judíos”, laicos y religiosos, conserven siempre la mayoría parlamentaria y ejecutiva, pues de otra manera se disolvería por completo el carácter de “hogar nacional” que ostenta hoy en día el estado. Puede sugerirse al respecto que el problema subyace en la propia naturaleza política de los estados nacionales modernos. Son estructuras que pueden integrar eficazmente extensas fuerzas productivas, con una amplia división del trabajo en sociedades masivas y complejas pero, pese a ello, 15
Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Dónde se destacan las diferencias de adaptación incluso entre los diferentes colectivos judíos.
su capacidad de organización económica no conduce a una capacidad de administrar todas las esferas de lo social. Esto es especialmente cierto con todo aquello que no pueda o se resista a convertirse en mercancía, que es a su vez la principal tendencia del sistema. Por ello, a largo o mediano plazo, estas contradicciones comenzarán a afectar al carácter “judío” del estado de Israel. Esta es quizá la principal consecuencia de haber aceptado como una verdad ontológica la concepción ideológica del sionismo político original, que postulaba implícitamente la condición judía como la de una “nación” para la cual había que crear un “estado”. Intentando esquivar la trampa del estigma de lo racial, el sionismo se hundió profundamente en las arenas movedizas de lo nacional. Su organización se lleva mal con la pluralidad característica de la judeidad, dónde no todo cabe en Israel como es-
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tado, ni puede convertirse en un elemento de lo político, y así es como el estado nación no alcanza a gestionar eficazmente las diferencias culturales internas. Las consecuencias de estas falencias son enormes porque condujeron, en el aspecto práctico, a un tipo de integración con los habitantes árabes de Palestina poco adecuado a las estructuras sociales existentes, provocando situaciones de intensa desigualdad que con el tiempo condujeron a una incapacidad jurídica y política catastrófica para resolver los conflictos. C_ Sionistas y no–sionistas: la integración del sionismo A las diferencias ideológicas entre el socialismo y el liberalismo que afectaban al conjunto de las sociedades europeas de fines del siglo XIX, se sumaba una diferenciación intrínseca a las comunidades judías. Porque las comunidades judías de las grandes ciudades no eran idénticas a las comunidades-pueblo rurales, conocidas como Shtetls, con lo que a la dife-
rencia entre “izquierda” y “derecha”, se sumaba la tensión “ciudadcampo”, que no alcanzaba a desprenderse totalmente de un contraste socioeconómico. Siguiendo las tendencias de la población en general, y aunque existía una considerable proporción de pobreza judía urbana, los estratos altos judíos tendían a concentrarse en las ciudades. También existían conflictos entre las tendencias laicas, que sólo pretendían resolver la “cuestión judía” como un problema político, y aquellas derivadas e influidas por el pensamiento religioso tradicional. Éste último veía en la “reconstrucción” del estado judío no sólo una institucionalización capaz de dar respuesta a algunos de sus problemas, sino también una revitalización de antiguas promesas míticas ligadas a ésta reconstrucción. La percepción de estos tres pares conflictivos interrelacionados (Liberalismo-Socialismo, Ciudad-Campo y Laicismo-Religión), que no son los
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únicos pero son quizá los más significativos ayuda a comprender que es poco menos que una fantasía interpretar al sionismo como un movimiento homogéneo, propio de un colectivo también homogéneo o, lo que es peor, como una instancia política clasista y colonialista. Además, es una perspectiva insostenible desde toda perspectiva analítica que no sea mera retórica apologética o difamatoria. Por otra parte, es imposible omitir que a cada una de las tendencias implicadas en el sionismo le correspondía su par entre los judíos que no eran sionistas, vale decir, entre aquellos que no consideraron por entonces que la creación de un estado judío constituía una respuesta para sus problemas colectivos o particulares. En esta misma época se está produciendo el gran éxodo de judíos desde Europa oriental hacia el oeste, fundamentalmente hacia los EUA y, en menor medida, hacia países latinoamericanos. Este desplazamiento significó una porción de un fenómeno migratorio de intensidades que no han vuelto a repetirse en el mundo “occidental”, pues alcanzaba no sólo a los judíos: alemanes, polacos, irlande-
ses, españoles e italianos, entre otros, se desplazaban también, escapando de la pobreza, en cantidades extraordinarias hacia espacios sociales en crecimiento, en donde al menos pudieran garantizarse un mínimo sustento material inmediato y existieran perspectivas futuras de crecimiento y ascenso social16. Así, mientras el sionismo producía sus primeros pequeños contingentes de emigrantes hacia Palestina, en los primeros años del siglo XX la mayor parte de los judíos europeos que decidían emigrar no lo hacían hacia Palestina, sino hacia América. Por otro lado, en Palestina existía ya una comunidad judía significativa, generada parcialmente por el “goteo” migratorio del pre-sionismo religioso y por el sistema de caridad que permitía a muchos judíos mayores de edad pasar sus últimos años en la tierra considerada sagrada. En este mismo sentido, el propio fundador de la doctrina sionista discute en un texto fundacional las opciones de crear
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un estado judío en Palestina o en Argentina, y lo hace en los siguientes términos: “¿Deberemos elegir Palestina o Argentina? Deberemos tomar lo que nos sea dado, y lo que sea elegido por la opinión pública judía. La sociedad determinará ambos puntos. Argentina es uno de los países más fértiles del mundo, se extiende sobre una vasta extensión territorial, tiene una escasa población y un clima suave. La república Argentina podría obtener un considerable beneficio de la cesión de parte de su territorio a nosotros. La actual infiltración de Judíos produce algún descontento y sería necesario iluminar a la república de la diferencia intrínseca de nuestro nuevo movimiento. Palestina es nuestro siempre recordado hogar histórico. El mero nombre de Palestina atraería a nuestro pueblo con una fuerza de maravillosa potencia. Si Su Majestad el Sultán nos diera Palestina, podríamos como contrapartida encargarnos de la regulación de todas las finanzas de Turquía. Podríamos formar allí una parte de la muralla de Europa contra Asia, una avanzadilla de la civilización opuesta a la 16
Cfr. Bruun, La Europa del Siglo XIX (1815–1914), FCE, 1999.
barbarie. Podríamos como un estado neutral mantenernos en contacto con toda Europa, garantizando así nuestra existencia. Los santuarios de la Cristiandad serían salvaguardados asignándoles un estatus extraterritorial, el cual es bien conocido para la Ley de las Naciones. Deberíamos formar una Guardia de Honor para esos santuarios, respondiendo al cumplimiento de ese deber con nuestra existencia. Esa Guardia de honor sería el gran símbolo de la solución de la cuestión judía, después de dieciocho siglos de sufrimiento judío”17. Este fragmento expone una serie de problemas que es necesario mencionar y que requieren por ello de algún análisis del texto. En primer lugar, el texto destaca la inconsistencia de estos primeros postulados nacionalistas, implicados en la mera falta de decisión sobre un punto capital a la hora de intentar construir un estado, como es la cuestión
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territorial. Herzl parece suponer, al respecto, que la negociación con las potencias europeas sería más fácil que con el Sultán Turco, propietario nominal de la tierra más adecuada para el establecimiento del estado nacional judío y con quién, en efecto, fracasaron las negociaciones apenas comenzado el siglo XX. Pero lo que resulta significativo es que le parece posible pensar la realización de este proyecto en una geografía tan distante y ajena a él mismo como era la Argentina. La república Argentina era entonces rural y oligárquica, con realidades sociales y ambientales diferentes a las de la mayor parte de las comunidades judías existentes18. Pese a que reconoce que “El mero nombre de Palestina atraería a nuestro pueblo con una fuerza de maravillosa potencia”, analizando la dirección que tomaron los principales contingentes migratorios judíos de los años subsiguientes puede apreciarse que no ocurrió así. Con posterioridad, 17
Herzl, The Jewish State (1896), Edición informática del original editado en 1946, TAZEC. 18 Sólo en 1889 comienzan a asentarse colonias judías rurales de importancia, en las provincias argentinas de Entre Ríos y Santa Fe.
también el “Proyecto Uganda”19 fue largamente debatido, e incluso una propuesta para colonizar la península del Sinaí. De modo que, lo que en la obra de Herzl es todavía especulación, alcanzó un grado aproximado de probabilidad unos años después. Finalmente predominó la tesis opuesta, que argüía para el Pueblo de Israel un único y específico espacio territorial posible, en Palestina. La “opinión pública judía” tomó, en este sentido, una decisión muy clara. En segundo lugar, hay que destacar el lugar que el pensamiento programático y racionalista propio de la modernidad tiene en el discurso de Herzl. Pese a que el proyecto que vuelca en las páginas de “El Estado Judío”, suele pecar de voluntarismo y un optimismo injustificado –propio de un texto de retórica política, que intenta convencer más que demostrar– , el discurso confía en la razón, en la capacidad de encontrar beneficios
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mutuos, a través de la “iluminación” de las conciencias. En tercer lugar, directamente ligado con el punto anterior, debe destacarse la monolítica convicción en la superioridad de la cultura europea, convicción tanto más sorprendente cuando es de la propia irracionalidad del racismo occidental de la que nace la necesidad de escapar de Europa para fundar un estado judío autónomo. Por esta razón, sólo puede atribuirse a la hegemonía ideológica del proyecto ilustrado que Herzl haya propuesto crear un estado que sea a la vez “Hogar Nacional” y muralla exterior o vanguardia (Outpost) de “la civilización frente a la barbarie asiática”. La creación de la “guardia de honor” y la protección a los santuarios de la Cristiandad –olvidando o ignorando que también para el Islam, religión protegida por “Su Majestad, el Sultán”, Jerusalén guarda tesoros de incalculable valor espiritual– no parecen tener otro objeto que precaverse frente a las posibles críticas perspicaces y tener de resguardo alguna 19
Se trata de una propuesta del gobierno británico de crear una autonomía judía en Uganda, que se debatía todavía en 1903.
moneda simbólica de cambio. El ofrecimiento explícito de “ocuparse de las finanzas del imperio” es otra muestra del calado de la ideología occidental en cuanto al judío arquetípico en los orígenes del sionismo político. Por último, pese a su desinterés inicial, pues no discute sus preferencias, sino que deja la respuesta a la opinión pública y la suerte política, Herzl pretende poner fin a “Dieciocho siglos de sufrimiento judío”. Y lo hace asumiendo un discurso que supone una continuidad, siquiera simbólica, entre el futuro estado nacional judío y los remotos y extintos reinos davídicos, lo cual nos recuerda que, aunque no lo menciona en este párrafo, el imaginario bíblico continuaba operando en forma abierta o subliminal en la conciencia de los ideólogos sionistas no-religiosos. Y no sólo en este sentido el sionismo quiere revestirse con la fuerza del discurso racional para garantizar el cumplimiento de sus objetivos
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políticos, sino que considera “natural”, influido por el discurso dominante de la época, que el pueblo judío busque materializar su nacionalidad. Así, vemos a otro precursor del sionismo, el ruso León Pinsker, sostener que la razón por la cual los judíos no son reconocidos como iguales por el resto de las naciones es, precisamente, que no se deciden a auto-emanciparse, construyendo su propio estado que los iguale al resto de las naciones: “Esta es la piedra fundamental del problema, tal como yo lo veo: Los judíos comportan un elemento distintivo entre las naciones en las que viven, y así nunca podrán asimilarse o ser eficazmente subsumidos por ninguna nación. Entonces la solución radica en encontrar la manera de reajustar este elemento exclusivo a la familia de las naciones y así la base de la cuestión judía será removida en forma permanente”20.
20
Pinsker, Auto-emancipation. Op. Cit. La emancipación individual mediante la posesión de un estado que se revela aquí está en perfecta consonancia con el desarrollo del pensamiento liberal moderno.
Así vemos que para este autor, como para Herzl, el problema no es la aculturación o la amenaza de genocidio, sino la imposibilidad de realizar eficazmente la conversión de lo cultural en lo nacional en el marco del territorio europeo por medio de la asimilación. A tal punto llegaba la potencia del pensamiento dominante que los no-asimilados debían lamentarse de ello y buscar los caminos para superar el trance. Por supuesto, no debemos pensar que el préstamo lingüístico del concepto “asimilación” es inocente, sino que está directamente vinculado con el pensamiento sociobiológico imperante. El propio Pinsker se encarga de acentuar esta idea unos párrafos después, asegurando que: “El gran impedimento en el camino de los judíos a una existencia nacional independiente es que ellos mismos no sienten su necesidad. Y no sólo eso, van tan lejos como para negar su autenticidad. En el caso de un hombre enfermo, la falta de ape-
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tito es un síntoma muy serio. No siempre es posible curarlo de su ominosa pérdida de apetito. Y aunque su apetito se restablezca, queda todavía la cuestión de sí es capaz de digerir la comida, aún cuando la desee. Los judíos se encuentran en la infeliz condición de esta clase de paciente”21. De esta forma, la falta de “apetito nacional” es presuntamente un síntoma de una enfermedad grave, pues iría contra la naturaleza del ser social racional, que es el de constituirse en torno al modelo occidental de estado-nación. Por supuesto, esta concepción organicista está fuertemente relacionada con el corporativismo propio de muchos movimientos sociales de la primera mitad del siglo XX, de modo que su influencia no se agotó en el suministro de metáforas aptas para el consumo técnico o retórico. El fragmento que consideramos aquí muestra también hasta qué punto el sionismo político no era hegemónico –y buscaba con ahínco tal grado extremo de legitimidad– pues existían elementos que negaban patológicamente la autenticidad de la “nacionalidad” judía. 21
Pinsker, Auto-emancipation. Op. Cit.
Como contrapartida, el sionismo político no sólo reprodujo el nacionalismo como estrategia, camino y necesidad, sino que no cesó de ejercitar una activa propaganda interna –es decir, entre la propia “opinión pública judía”– para posicionarse frente a otras tendencias sociales y políticas en las comunidades judías. El organicismo era una parte importante de la ideología hegemónica, al punto tal que la sociedad como conjunto llegó a ser considerada según parámetros biológicos22. De cualquier manera, no debe sorprender que en este ambiente ideológico también el sionismo haya nacido con algunas de estas nociones incorporadas. Las metáforas biologicistas –“nacimiento”, “incorporación”– continúan utilizándose sin mayores inconvenientes semánticos en las ciencias sociales y en la lengua coloquial. Pero lo que resulta importante aquí es denotar que esta manera de
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comprender la búsqueda de la independencia nacional se enfrentaba a la estrategia de supervivencia tradicional de las comunidades judías, es decir, la tendencia a la trans-culturización. Ésta se resolvía con el recurso de conservar un conjunto variable de elementos de identidad que actuaban a su vez como defensas de resistencia cultural frente a los cambios del entorno, incorporando para responder a las restantes necesidades buena parte de los componentes de este mismo entorno. En cambio, el sionismo propuso la completa separación respecto de los múltiples entornos –en especial de las ciudades de Europa occidental– para generar un “entorno propio”. Para ello, en realidad, intentaba copiar en otra escala el modelo segregacionista del que supuestamente quería escapar.
22
En Arqueología del saber (Siglo XXI, 1988. Pág. 286), Foucault nos dice que: “En un cuarto de siglo, de 1790 a 1815, el discurso médico se modificó más profundamente que desde el siglo XVII, que desde la edad media, y quizá incluso desde la medicina griega”. De modo que no sorprende que tal revolución haya afectado a todo el conocimiento disponible.
La trans-culturización como estrategia de supervivencia goza de una historia muy larga para las comunidades judías, al menos desde el período de los Gaonim23, y el sionismo introdujo una tensión en la posibilidad de mantenerla por su continua ambición hegemónica. Evidentemente, sí sólo se puede emancipar al judío mediante su “nacionalización”, esto excluye toda posibilidad de encontrarse emancipado manteniendo otra nacionalidad, pues a efectos prácticos la nacionalidad implica una exclusividad jurisdiccional. Esta abstracción del judío como sólo judío es análoga al repertorio liberal de conversiones de los hombres abstractos, que sólo como abstracciones se convierten en sujetos de derecho, bajo el cobijo de la ciudadanía24. El sionismo político pretendía alcanzar la Igualdad formal mediante la separación territorial, no retornar a las fuentes judías, pues la avasalladora
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creencia en la superioridad de la civilización occidental había penetrado profundamente en las conciencias judías ilustradas. De hecho, la interpretación de la condición judía como “intrínsecamente ilustrada” llegó a ser parte del imaginario y la auto-representación de muchos judíos, sionistas o no, durante los siglos XIX y XX. De este modo, el triunfo político suponía una claudicación cultural que los dirigentes sionistas no eran capaces de comprender, en parte por ceguera ideológica y en parte porque la sociología de la época no era capaz de explicar esta clase de tendencias sociales. La influencia del iluminismo en el mundo judío no era novedosa, ni el sionismo fue su primera mani-
23
Entre los siglos VIII y XI, los gaonim eran los directivos principales de las escuelas jurídico-religiosas en Babilonia, en especial de las academias de Sura y Pumbedita. Eran nombrados por el “exilarca”, regente de las comunidades judías en el exilio y cumplieron un importante papel en la conservación y desarrollo de la ley judía postalmúdica. 24 Cfr. Touraine, Qu'est-ce que la démocratie?, Fayard, 1994.
festación, pero con este movimiento alcanza la posibilidad de convertirse en discurso dominante, si bien nunca llegó a ser hegemónico25.
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25
Cfr. Weinstock, El Sionismo contra Israel, Op. Cit.
CAPÍTULO II GÉNESIS DEL SIONISMO COMO FENÓMENO POLÍTICO
El sionismo aparece en momentos en que el sistema económico y político mundial se encontraba en un momento de inflexión. Nuevas potencias (Alemania, Italia, Rusia) se apresuraban a mover los ejes del poder mundial, apoyadas en una revolución económica tardía en relación con los centros industriales europeos, pero que habrían de basarse en nuevos sistemas organizativos que derivarían en una completa transformación de los sistemas productivos. El nuevo complejo tecnológico se apresuraba a descomponer buena parte de los sistemas productivos tradicionales, tanto en las bolsas preindustriales remanentes en Europa –en los Estados Uni-
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dos la guerra de secesión había acelerado el proceso– como en el ámbito de los imperios coloniales de las potencias centrales e incluso en muchos países independientes de la periferia. Esta época registra, por ejemplo, el desarrollo del capitalismo en Rusia y Japón, por citar ejemplos de singular importancia. El nacionalismo secular, básicamente republicano, era la ideología política predominante en los estados centrales, aún en los que seguían siendo formalmente monarquías, y se perfilaban ya las características operativas de las democracias representativas, aun cuando las prácticas distaran bastante de lo que actualmente se entiende por democracia26. En el primer congreso sionista se reproducen las restricciones políticas propias de esta etapa del liberalismo político: las mujeres, por ejemplo, tenían voz pero no voto en las deliberaciones. Por otra parte, las más importantes potencias imperialistas ponían en juego su capacidad militar fuera de las 26
Cfr. Mendelsson, From the First Zionist Congress (1897) to the Twelfth (1921), JAI, 2000.
fronteras europeas, con el objeto de mantener el sistema colonial, fundamental en esta etapa para el proceso de reproducción ampliada de las inversiones de capital27. De ninguna de estas condiciones dejó de nutrirse el Sionismo, y con ninguna pudo evitar medirse e incluso enfrentarse. Pronto fue evidente que sólo Palestina reunía las condiciones ideológicas para constituirse en el objeto de la lucha colectiva por un territorio específico, gracias a la permanencia de las antiguas tradiciones religiosas28. Si de allí podía derivarse un Derecho a la tierra –a ese territorio en particular– es como poco dudoso, pero en cualquier caso no era menor al de quienes ostentaban el poder político en el lugar. Palestina era todavía, formalmente, parte integrante del imperio turco. Pero las potencias imperiales europeas, en particular Francia e Inglaterra,
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se apresuraban a repartirse los restos de este imperio, agregando esta parte del mundo a su ámbito de influencia y constituyéndose como los auténticos interlocutores del movimiento sionista. Hay que considerar al respecto que el Imperio Británico era todavía la principal potencia mundial. A la partición de Palestina entre judíos y árabes le precedió la repartición del cercano oriente entre Francia e Inglaterra, quedando Palestina y Transjordania bajo el mandato británico y Siria y el Líbano bajo la influencia francesa, con alguna previsible participación del Imperio Ruso, que se diluyó, por supuesto, con la Revolución de Octubre de 1917 29. Si bien la población autóctona en el área de influencia del imperio británico se hallaba sólo parcialmente sometida, de ningún modo sería 27
Cfr. Amín, Imperialismo y desarrollo desigual. Fontanella, 1976. Como se ha dicho, la propuesta de crear un territorio autónomo judío en Uganda, sobre la base de una propuesta de Joseph Chamberlain en 1903, fue largamente debatida y finalmente rechazada, lo cual produjo la primera división de considerables proporciones en el sionismo. Cfr. Mendelsson, Zionist Congresses Under the British Mandate, TAICE, 2002. 29 Véase la Partición del Cercano Oriente según el acuerdo Sykes–Picot de 1916. 28
reconocida en pie de igualdad con los súbditos de la corona victoriana. Como los hindúes o los maoríes, los beduinos y otros grupos locales que podrían, quizá, ostentar el título de “palestinos autóctonos”, eran considerados por los británicos como socios comerciales, como mano de obra barata, como medios políticos o como una molesta resistencia a la cultura europea30. Ninguna de las demás potencias coloniales ostentaba otros títulos legítimos que no fueran su interés económico y político en las tierras ocupadas. Ni aspiraban a otra cosa que a los beneficios que pudieran obtener, pues el mantenimiento de los ejércitos imperiales no se justificaba sino por el rendimiento neto que el imperialismo representaba en el aspecto económico. Pero, curiosamente, si el sionismo nace en una etapa álgida del imperialismo, su etapa realizadora se corresponde más exactamente con el pe-
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riodo posterior, el de la descolonización, cuyo resultado sería el cambio de la política de enclaves por la política de “zonas de influencia”, que alcanzara su máxima expresión durante la Guerra Fría, entre 1945 y 1985. En otras palabras, el estado judío independiente comienza a ser viable cuando se demuestra insostenible el mantenimiento del sistema imperial, un decaimiento acelerado luego de la Primera Guerra Mundial que tuvo como resultado el establecimiento de la adecuada posición de cada potencia en el panorama mundial en función de la relación de fuerzas existente. Sólo que, en vez de resultar una auténtica descolonización para Palestina, el triunfo del ideario sionista significó una recolonización de ese espacio territorial. Porque las colonias judías no desaparecieron con la descolonización, sino que esa población inmigrante pasó a ser el grupo social dominante en Palestina al retirarse la potencia mandataria. En todo caso, es necesario señalar que ni siquiera en los espacios en los que la descolo30
Weinstock (El Sionismo contra Israel, Op. Cit.) describe la mala situación de los campesinos árabes antes del advenimiento de los colonos judíos sionistas.
nización fue efectiva se produjo un completo repliegue de la cultura occidental. Aunque ya no gobernaran enviados de potencias extranjeras, los cambios sociales y económicos introducidos, que habían desarticulado y desplazado a los sistemas tradicionales de cada región, dejaron una impronta estructural que terminó por traducirse también en cambios políticos profundos. Estos cambios se podían percibir antes incluso de que finalizara formalmente el período de dominación imperial31. Dos son los legados principales, profundamente interconectados, de este período: la extensión a escala global del estado-nación como expresión política y la mundialización de las sociedades que organizaron sus economías en función de la producción de excedentes para el consumo interno o la exportación: estas son las características generales que en materia de economía comparten el estado liberal y el socialista burocratiza-
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do, así como todas las formaciones sociales intermedias. Pero una significativa diferencia separa al sionismo de otras luchas nacionales. Ésta consistía en que parte de la lucha debía darse “sobre el terreno”, en el seno mismo de la sociedad europea, al interior de sus propios canales institucionales y mediante sus propios mecanismos de influencia política. Este doble aspecto del sionismo se explica parcialmente por su carácter re-colonizador. Pero le imprime un tono singular a su lucha, pues los problemas culturales y políticos que desata estaban latentes no en una lejana isla de la Polinesia ni en el lejano oriente, sino en cada ciudad importante de Europa. La actividad sionista reasumía conflictos instalados en la propia cultura local y que al imperio británico le tocaba gestionar debido a su posición predominante en Europa y en la región en conflicto. El sionismo debía realizarse en Palestina por el peso simbólico de la Tierra de Israel, pero también, como bien lo comprendieron los fundadores del movimiento, porque no podía realizarse en Europa la emancipación 31
Cfr. Bruun, La Europa del siglo XIX (1815–1914). Op. Cit.
del judío de las tradicionales desventajas devenidas de su condición sociocultural. Ello se aplicaba igualmente al judío pequeño-burgués y al empobrecido artesano o trabajador judío de Europa oriental. Dado que no existían los instrumentos jurídicos para administrar un reclamo de éstas características el desarrollo del caso siguió el camino habitual de la lucha política y social, que es el camino mediante el cual los instrumentos jurídicos terminan por ser creados. Y ello pese a que Herzl, Pinsker y otros ideólogos sionistas aluden repetidamente a la “Ley de las Naciones”, comprendida así como una suerte de extensión de la Ley Natural aplicada a unos derechos colectivos todavía indefinidos32. Tanto las relaciones con los representantes de la potencia imperial como con los habitantes no judíos de la región terminaron siendo resueltas mediante acciones políticas, sociales y militares claramente no jurídicas, al
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margen del inmenso cúmulo de negociaciones jurídicamente encaminadas a regularlas. La legislación existente, buena o mala, terminó relegada a un segundo y ostensiblemente inútil plano. No existía una auténtica legislación internacional a la que los sionistas pudieran apelar para realizar sus objetivos y, sin embargo, todavía podía conseguirse que los poderosos de la tierra “crearan” un derecho, si se los persuadía y convencía de la utilidad de éste: “Esta es, entonces, la situación diplomática a la que el movimiento Sionista se enfrenta. Cuatro Poderes, incluyendo a los mayores del globo, se han mostrado favorablemente dispuestos, si no con el pueblo Judío, en cualquier caso sí con el movimiento Sionista. Su majestad el emperador alemán expresó su simpatía con nuestro movimiento y sus principios. El gobierno Británico está preparado para evidenciar su simpatía de una manera muy práctica y sustancial: en la forma de una garantía territorial. El gobierno Ruso ha 32
Cfr. Pinsker, Auto-emancipation, Op. Cit.; Herzl, The Jewish State. Op. Cit.; Ahad Ha´am (A. Ginsberg), Jewish State and Jewish Problem. (1897), Op. Cit.
declarado su buena voluntad hasta comprender el asentamiento Judío en Palestina. Los Estados Unidos de Norteamérica han dado recientemente dos pasos diplomáticos que justifican la esperanza de que cuando llegue el momento no reclamaremos su simpatía en vano”33. Entonces, ya en 1903 existían indicios de que no sólo las potencias mundiales apoyaban la creación de un Hogar Nacional para el pueblo judío, sino que, además, existían las bases políticas para llevarlo adelante en el territorio de Palestina. Todo ello supuso un aliciente importante para que se continuara llevando a cabo la política colonizadora judía34. En este contexto, diferentes sociedades en Europa, como la Sociedad para la Colonización Judía de Viena, y otras muchas, principalmente en Rusia, intensificaron sus actividades35. Así, combinándose la insistencia política con la persuasión económica, los líderes sionistas, como Jaim Weiz-
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mann36, consiguieron un importante logro político al emitir el gobierno británico la “Declaración Balfour” 37: “El gobierno de Su Majestad ve con favor el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo Judío, y hará su mayor esfuerzo para facilitar el cumplimiento de este objetivo, quedando bien entendido que nada se hará que pueda perjudi-
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Max Nordau, Mensaje en el Sexto Congreso Sionista, Basilea, 24 de Agosto de 1903. 34 Cfr. Ruppin, Buying the Emek. TNP, Mayo de 1929. 35 Es muy interesante al respecto el cuadro que traza para la Sociedad de Viena Ruppin en 1907, acerca del estado de los asentamientos judíos en Palestina. Buying the Emek, Op. Cit. 36 Weizmann (n. 1874) es quizás el más importante líder del Sionismo político. Tuvo una importante participación en los primeros congresos sionistas –acompañado de figuras tan representativas como Martín Buber o Leo Motzkin– siendo presidente de movimiento sionista hasta la creación del estado de Israel, del cual fue el primer presidente hasta su muerte, en 1952. 37 Nota enviada por la Oficina de Asuntos Exteriores del gobierno británico (Foreign Office) el 2 de Noviembre de 1917 al barón Rothschild, uno de los principales peticionarios. Cfr. Weizmann, Historia de la Declaración Balfour. CJM, 1967. Incluye un facsímil de la declaración.
car los derechos civiles y religiosos de las comunidades no-judías existentes en Palestina o los derechos y estatus políticos de los que disfrutan los judíos en cualquier otro país”38. Weizmann había colaborado con los ingleses en su carácter de químico en la Primera Guerra Mundial y Rothschild era un importante financiero dedicado al armamentismo39. Pero esto no debe velar que la colonización territorial sionista de Palestina ya había comenzado de hecho, en especial por la corriente migratoria del este europeo, en donde había predominado el Sionismo político-religioso de Hibat Zion40 y donde los problemas de la población judía eran materiales e inmediatos. Como nos describe Ahad Ha´am41: “En los países orientales el problema (de los judíos) es material: ellos deben luchar constantemente por satisfacer sus necesidades físicas más elementales, para ganar un mendrugo de pan o un so-
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plo de aire, cosas que les son negadas porque son judíos. En el Oeste, en las tierras de la emancipación, su condición material no es particular38
Los problemas ocasionados por la situación de los judíos a los imperios y los intentos de resolverlos son de larga data, así: “Tiberio Claudio César Augusto Germánico, sumo pontífice, investido del poder tribunicio, proclama:... Desde ahora es también derecho de los Judíos, quienes están en todo el mundo bajo nuestro poder, que podrán mantener sus costumbres ancestrales sin impedimento alguno, y así también les ordeno que usen de mi bondad de la manera más razonable, sin despreciar los ritos religiosos de otras naciones, aunque observando sus propias leyes”. Edicto de Claudio sobre los derechos de los judíos. 41 e. C. Internet Ancient History Sourcebook. Diecinueve siglos para que la historia termine por imitarse a sí misma. 39 Cfr. Weizmann, Historia de la Declaración Balfour. Op. Cit. y Lorch, Las Guerras de Israel, Plaza & Janes, 1979. 40 “Amor de Zion”. Movimiento en donde confluyeron diversas tendencias religiosas en contra del mayoritario rechazo de los Rabinos al Sionismo; en particular, la fuerte relación establecida por los “Hassidim” –movimiento renovador religioso surgido en el siglo XVII– entre Ley Judía y Trabajo, resultó fundamental para el establecimiento de las primeras comunidades agrícolas en Palestina. Cfr. Ruppin, A Picture in 1907. Ha-aretz Press, 1936. 41 Célebre intelectual sionista ruso, cuyo seudónimo significa, en hebreo, “Uno es el Pueblo” y que formó parte de la oposición al proyecto del sionismo político planteado por Herzl y su sucesor Max Nordau.
mente mala, pero el problema moral es serio: quieren tomar plena ventaja de sus derechos, pero no pueden hacerlo”42. Lo que está recusando Ahad Ha´am del sionismo político es su fuerte tendencia a la desprotección del judaísmo en tanto cultura, religión y tradición. Y ello debido precisamente a la identificación de los “Judíos del Oeste” con la cultura europea, su ethos, y su modus vivendi más que con lo que él considera importante rescatar con la creación de un estado judío: “El Judío Occidental, después de dejar el Ghetto y buscando unirse al pueblo del país en el que vive, es infeliz porque su esperanza de una cordial bienvenida es desengañada. Él retorna, reluctante, a su propio pueblo, y trata de encontrar dentro de la comunidad Judía esa vida por la cual suspira, pero en vano. La vida y los problemas comunales ya no lo satisfacen. El ya se ha acostumbrado a una más amplia vida social y polí-
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tica, y por el lado intelectual el acervo cultural judío no lo atrae, porque no formó parte de su formación primaria, y es para él un libro cerrado. Entonces, en ese dilema, se vuelve a la tierra de sus ancestros, y se figura cuán bueno sería si un Estado Judío se restableciera allí, un Estado ordenado y organizado exactamente según los parámetros de otros Estados. Entonces él podría vivir una vida plena entre su propio pueblo, encontrando en casa todo lo que ve afuera, frente a sus ojos pero fuera de su alcance”43. Al margen de la notable perspicacia demostrada, esta crítica material – respecto de la desigual condición de los judíos occidentales y orientales (que antes resumimos como un conflicto ciudad-campo, pero que es también un conflicto de carácter clasista)– se reúne con su crítica a los objetivos del sionismo, por cuanto entiende la relación orgánica entre ideología de clase e ideología política. El análisis de Ahad Ha´am es tanto 42 43
Ahad Ha´am, Jewish State and Jewish Problem. Op. Cit. Ídem.
más destacable por cuanto lo ha realizado “sobre el terreno”, sin las considerables ventajas que la perspectiva histórica nos ofrece. Si algunas de sus advertencias no fueron dichas en vano –el sionismo político terminó por comprender la necesidad ideológica de contar con los exponentes de Hibat Zion– otras nos sirven para completar el carácter ambivalente del sionismo como movimiento de emancipación, ambivalencia resultante de la presencia inextirpable de las formas ideológicas occidentales en su conformación y desarrollo. También nos ayuda a visualizar el carácter ambiguo de los comienzos de la colonización judía en Palestina: “Esta es la base del Sionismo Occidental y el secreto de su atractivo. Pero el Hibat Zion Oriental tiene un diferente origen y otro desarrollo. Originalmente, como el “Sionismo”, era un movimiento político; pero, siendo el resultado de dificultades materiales, no pudo descansar satisfecho con
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una “actividad” consistente sólo en la expresión del sentimiento y delicada fraseología. Esas cosas pueden satisfacer al corazón, pero no al estómago. Entonces, Hibat Zion comenzó a expresarse en actividades concretas: en el establecimiento de colonias en Palestina”44. No es sorprendente así que este intelectual se haya sentido decepcionado por el desarrollo de la colonización judía en Palestina45. La tensión entre ambas tendencias no alcanzó una clara resolución, aunque en el largo plazo vemos un relativo triunfo del sionismo occidental, en lo que a la organización del estado de Israel se refiere, dejando finalmente al colectivismo agrícola relegado a un papel secundario, aún cuando éste jugara un papel determinante en el largo proceso de instalación y organización material de las bases del futuro estado. Esta organización material se basaba, sobre todo, en la adquisición de tierras en Palestina, bajo el compromiso de no volver a venderlas y destinarlas al 44 45
Ídem. Cfr. Weinstock, El Sionismo Contra Israel, Op. Cit.
mantenimiento, mediante su incorporación al aparato productivo, de la colectividad judía en Palestina. Tal es el caso del Emek Izreel, el valle más amplio y fértil de la Baja Galilea, que lentamente fue adquirido y explotado por los colonos judíos, pero cuya apropiación no dejó de detonar agudos conflictos, en particular con el gobierno turco –y los grandes terratenientes locales, pues existía una marcada concentración de la propiedad de la tierra–, que rehusaba favorecer a las colonias judías mediante la venta de tierras en Palestina: “El Gobierno Turco rehusó autorizar la venta [de parte del valle], y eso aunque el permiso oficial no fue requerido por el Fondo Nacional [Judío], ni por la Compañía para el Desarrollo de Palestina, sino por un judío particular, Efraim Krause, quien era ciudadano turco. El gobernador en Nazareth, un anti-sionista rabioso, declaró que combatiría esa operación hasta las últimas consecuencias;
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además, ignoró las órdenes de su superior, el Gobernador del Distrito en Acco, quien no deseaba dificultades para la transacción. No obstante, fuimos forzados a apelar ante el Valí, el Gobernador General en Beirut. Fue necesario apresurarse mucho, porque la operación estaba comenzando a llamar la atención y círculos influyentes hacían su mejor esfuerzo para anularla”46. Ruppin no lo destaca, pero buena parte del valle era propiedad de un único terrateniente. De modo que a la lucha ideológica interna se sumaba, en las dos primeras décadas del siglo XX, la resistencia comprensible del gobierno turco a desprenderse sin más de parte de su soberanía, habida cuenta de las dificultades internas que debía soportar y que lo llevaron a tomar el peor partido posible en la Primera Guerra Mundial. El intento de modernización del imperio, que coincide con las revoluciones burguesas de mediados de siglo XIX, tuvo resultados tan desastrosos, aunque en un sentido 46
Ruppin, Buying the Emek. Op. Cit.
bien diferente, como la orientación hacia el capitalismo liderada por la dinastía de los Romanov en el imperio ruso. El problema principal, por supuesto, consistió en intentar convertir al imperio tradicional en un imperio burgués sin que se hubieran desarrollado las clases sociales propias del capitalismo. Por otra parte, ya en 1903 Nordau había advertido que la simpatía del gobierno ruso por algunos de los principios sionistas disuadiría al gobierno turco de oponerse a ellos abiertamente, por temor al enojo de “su más temible enemigo”47. Ninguna de estas disputas, no obstante, interesaba al gobierno británico en lo que a su relación con el sionismo se refiere. Para el gobierno inglés los “judíos occidentales” que conformaban los cuadros del sionismo político eran los únicos interlocutores válidos respecto del proyecto de crear una autonomía judía en Palestina, y a quienes, en defi-
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nitiva, estaba reservada la responsabilidad de resolver los problemas “jurídicos”. Así, se establece un doble camino para el sionismo: por una parte, los líderes políticos en Europa intentaban establecer el Estado Judío de Jure, mientras que en Palestina, por la otra parte, los colonos ya se apresuraban a edificarlo de Facto, utilizando las nuevas colonias y relacionándolas con las antiguas comunidades. En Palestina persistían poblaciones de judíos sefardíes, así como algunos pobladores de origen yemenita o marroquí. Estas comunidades, relacionadas con las de Siria o Alejandría, por ejemplo, se hallaban bien integradas con la población árabe y los beduinos, y era de hecho el árabe su lengua habitual. El despliegue del nacionalismo sionista y los conflictos étnicos desatados terminaron por disolver esta particular forma de convivencia48. Pero la actitud del gobierno británico, refrendada en la Declaración Balfour, no se mantuvo en relación con estos colonos, cuya presión social y política comenzaba a 47 48
Nordau, Mensaje en el Sexto Congreso Sionista, Cit. Cfr. Ruppin, A Picture in 1907. Op. Cit.
hacerse sentir y a generar conflictos con las poblaciones autóctonas del territorio de Palestina. Apenas terminada la Primera Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente que la situación geopolítica planteada por el desmembramiento del imperio turco, y en particular por la presencia prácticadel sionismo, precisaba de alguna respuesta internacional: “El 19 de abril de 1920, los aliados (Inglaterra, Francia, Italia, Grecia, Japón y Bélgica) convinieron en San Remo (Italia) discutir el tratado de paz con Turquía. En dicha conferencia se decidió asignar a Gran Bretaña el mandato sobre Palestina, en ambas márgenes del Jordán, y la responsabilidad de hacer efectiva la Declaración Balfour”49. La importancia de la conferencia de San Remo es sustancial, por cuanto se hizo evidente la voluntad de las potencias europeas de realizar, siquiera parcialmente, el proyecto sionista, lo cual motivó la inmediata re-
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acción de la población árabe –que había sido prevista por algunos de los principales actores– y algunos episodios de violencia en Jerusalén que motivaron la creación de las fuerzas paramilitares judías: “El Vaad Hatzirim50 encargó a Ze´ev (Vladimir) Jabotinsky la tarea de organizar la auto-defensa judía. Jabotinsky fue uno de los fundadores de los batallones judíos que habían servido en el ejército británico durante la Primera Guerra Mundial y había participado en la conquista de Palestina a los Turcos”51. Así, se hace evidente que la colaboración entre el movimiento sionista –en la forma de los “batallones judíos”– y el imperio británico no era una novedad, como no lo fue tampoco la existencia de regimientos judíos en el ejército rojo durante la segunda guerra mundial. De hecho, conforma49
Lapidot, The Stablishment of the Irgun, en www.us-israel.org. El Vaad Hatzirim (“Secretaría de Delegados”) era el órgano ejecutivo principal de los colonos judíos en Palestina, directamente relacionado con la Organización Sionista Mundial. 51 Lapidot, The Stablishment of the Irgun, Cit. 50
ban una alianza táctica de considerable valor para ambos, aunque las actitudes posteriores del gobierno británico demostraran que una alianza táctica no tiene valor una vez superado el objetivo inmediato por el cual es pactada. Este hecho no pudo dejar de tener importantes consecuencias, en vista del inminente establecimiento del mandato británico sobre Palestina y Transjordania. La más evidente de estas consecuencias es de carácter político, pues automáticamente los judíos quedaron mejor posicionados que la población árabe frente a la potencia mandataria. Una segunda consecuencia importante fue la formación del primer cuerpo militarizado autónomo judío de defensa, conocido como la Haganá, literalmente, “Defensa”. Los conflictos también se desplazaron al interior de las colonias judías, pues el propio Jabotinsky promovió la formación de un movimiento –
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llamado Revisionista– al interior del sionismo, cuyas posiciones se acercarían bastante al modelo corporativo-militarista de la Italia fascista. La reacción de las cooperativas agrícolas de tendencia socialista, que conformaban el segmento principal de la colonización sionista, consiguió contener esta “revisión”, que se mantuvo, sin embargo, en la tradición corporativa del movimiento Betar52, en donde puede observarse una nueva influencia de las corrientes ideológicas predominantes en occidente dentro de las múltiples líneas de pensamiento sionistas. Desde que el mandato británico se hizo efectivo, parecía claro que los pasos siguientes debían tender a efectivizar materialmente el contenido de la Declaración Balfour. No obstante, un cuarto de siglo mediaría entre la conferencia de San Remo y el proyecto de partición de Palestina propuesto primero por la potencia mandataria y, luego de que ésta decidiera abandonar su mandato, por la Organización de las Naciones Unidas en 52
Este apelativo recuerda al último reducto en caer ante los ejércitos del emperador Adriano durante la última guerra romano-judía (132-135 EC.).
1947. En este interregno, la faz geopolítica del mundo cambiaría radicalmente, sin que ninguno de los sectores participantes pudiera dejar de ser afectado por estos cambios. El fin de la Primera Guerra Mundial trajo consigo la novedad del establecimiento de la primera sociedad sostenida políticamente por la ideología socialista. Esto significó, en vista de que esta sociedad era una considerable potencia militar, una polarización de los conflictos en otras sociedades europeas53. Marcó, además, un gradual pero sostenido giro a la derecha de muchos gobiernos occidentales, tendencia a su vez contenida por la necesidad de intentar controlar, con las herramientas de la economía política de las que disponían los estados, la emergente crisis económica54. De esta combinación surge la posibilidad (acaso la necesidad) de mantener y empujar al capitalismo industrial mediante un estado fuerte,
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capaz de controlar las tensiones sociales resultantes del proceso, en vez de minimizar la acción del estado en la esfera pública, que sería la tendencia “natural” del liberalismo. Pero mientras fronteras adentro era posible mantener una regular apariencia de orden –pagando un costo social y político (en materia de protección de derechos) elevadísimo– el deterioro de los imperios como estructuras productivas y comerciales se volvió una carga demasiado pesada de mantener, pues la retracción del mercado licuaba las ganancias, mientras que se resentían las vías de comunicación comercial. En forma pareja, y no sólo en las potencias derrotadas en la guerra, el mundo liberal y progresista que los sionistas políticos habían tomado como modelo comenzaba a ceder. Se sucedieron intensas activi53
La creación del Ejército Rojo tendrá una incidencia decisiva en la derrota de la Alemania Nazi (Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Crítica, 1995). No deja de ser una ironía (trágica) que su principal promotor fuera judío: Lev Davidovich Bronstein, es decir: León Trotsky, cuya condición étnica le impidió suceder a Lenin en la Secretaría General del Partido Comunista Soviético, facilitando el ascenso de Stalin. 54 Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
dades represivas que no consiguieron más que dejar a las sociedades colonizadas en un estado deplorable para reconstituirse en sus aspectos sociales y económicos. Las regiones que no tuvieron la suerte de encontrarse flotando en petróleo –e incluso algunas que sí lo están– continúan, más de medio siglo después, pagando el costo de ese proceso. El ala socialista judía no-sionista organizada en torno al Movimiento Socialista de Trabajadores Judíos (BUND), después de una actuación destacadísima en los sucesos revolucionarios rusos de principios de siglo, terminó por fundirse en la estructura partidaria bolchevique, campeona de la Revolución de Octubre y victoriosa también –o, al menos, sobreviviente– de la guerra con los “Blancos”, conservadores y reaccionarios. La participación del BUND en este proceso es incuestionable pues: “¿Cómo olvidar que el manifiesto del congreso constitutivo del POSDR55 fue edi-
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tado en la imprenta clandestina del BUND y que los militantes del BUND participaron masivamente en las huelgas de 1903-1904”56. Los EUA y otros países con buen futuro eran todavía el objetivo de buena parte de los emigrantes, aunque el flujo se contrajo para finalmente detenerse a medida que la crisis tomaba también las grandes ciudades industriales norteamericanas57. El gobierno norteamericano llegó a imponer cuotas a la inmigración que redundaron en un crecimiento del atractivo de Palestina como destino migratorio de numerosos judíos. En Palestina, la relativa paz existente luego de los últimos disturbios de 1921, ya bajo la jurisdicción británica, se quebró con los enfrentamientos de 1929, y que se iniciaron en Hebrón, un lugar sagrado para judíos y musulmanes58. Pero ya en 1921, desde el inicio mismo de su mandato efectivo, comenzó a perfilarse (o más bien: a desdibujarse) la 55
Siglas del Partido Obrero Social-Demócrata Ruso Weinstock, El Sionismo contra Israel, Op. Cit. Pág. 85. 57 Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit. 58 Cfr. Lorch, Las Guerras de Israel. Op. Cit. 56
política británica respecto a la situación en Palestina, en una ambivalencia irritante para todas las partes y que se mantendría hasta el final del mandato, lo cual desembocaría directamente en el establecimiento del estado Judío –sin que pudiera acordarse la situación del estado Palestino– y en la llamada “Guerra de la Independencia” (desde el punto de vista de los israelíes) de 1947-49. Esta ambivalente política británica tenía sus raíces tanto en el temor que causaba la posible expansión de la revolución rusa como la endeble situación económica de casi todas las economías occidentales, que no habían, sin embargo, tocado fondo: “En sus conversaciones con los líderes judíos, Churchill59, a la vez que reafirmaba el principio reconocido en la Declaración Balfour, también hacia hincapié sobre la importancia de impedir la inmigración de gentes sospechosas de . La sensibilidad británica sobre
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este punto contribuyó sin duda al estallido de los disturbios árabes que se produjeron de nuevo tras el desfile del 1º de mayo de 1921, en Jaffa”60. La escalada de violencia y la tensión existente derivó en la emisión, a instancias del propio Churchill, del llamado Documento Blanco, que obstaculizaba la inmigración judía vinculándola a la capacidad de absorción económica que tuviera el país61, y que a largo plazo extinguiría de hecho la vigencia de la Declaración Balfour. Sin embargo, la presión migratoria de la población judía del este europeo continuaba arreciando y, a mediados de la década del 20, recibió un nuevo empujón por la conjugación de las cuotas impuestas a la inmigración por el gobierno norteamericano y al crecimiento de políticas anti-judías en el este europeo.
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Winston Churchill, a la sazón Secretario de Estado para las Colonias, visitó Palestina en marzo de 1921. 60 Lorch, Las Guerras de Israel. Op. Cit. Pág. 35. 61 Ídem. Pág. 40.
Pero, con o sin Documento Blanco, los acontecimientos políticos europeos daban constantes alientos a la emigración judía hacia Palestina. El prestigio del ideal sionista creció a medida que se hacía más evidente que el racismo del nacionalsocialismo alemán tenía al judaísmo –sea como fuere que éste fuera concebido– como un objetivo (y un medio) de su propaganda política, desarrollada desde finales de la década del 20 de un modo tan desgraciado como eficiente. El resultado de la constante presión migratoria judía hacía que la Yishuv62 creciera a la vista –hasta casi triplicarse en el quinquenio 1931-35– a pesar de las restricciones establecidas. Como no podía ser de otra forma esto contribuía, junto con la ya citada ambivalencia gubernativa, a irritar a los líderes y a la población de origen árabe. La violencia se convirtió en una actitud cotidiana en ambas partes, en un espacio en el cual las fuerzas del orden –las fuerzas de segu-
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ridad militar y policíaca británica– actuaban sin coordinación aparente. Así, la organización de las fuerzas vivas de la población árabe de Palestina, partiendo de las jefaturas de clanes a menudo enfrentadas entre sí, se gesta en un caldo de cultivo tan adverso como era posible: malestar social, acostumbramiento a la violencia, falta de canales políticos e institucionales efectivos, presión policíaca (militarizada) y una absoluta ausencia de diálogo político entre las partes. De estos disturbios se desprendió una importante consecuencia: lentamente, el desplazamiento de la población que huía de los conflictos fue dejando zonas de la región bajo el predominio de uno u otro colectivo. Eso acabó con la convivencia judeo-árabe de antaño en varias ciudades y la convirtió en una fuente de conflicto en otras. Finalmente derivó en la posibilidad de establecer “campos” para cada bando, lo cual no habría 62
En el ideario y la fraseología sionista, la Yishuv (“Asentamiento”) es la población judía en Israel, en contraposición con la Galut, es decir, la población judía en la Diáspora.
sido posible con el modelo mixturado original, en el cual las poblaciones convivían en cada ciudad, barrio y casa. El gobierno inglés tampoco decidió a favor de los árabes la organización política autónoma de Palestina. Una representación proporcional daba todavía la mayoría absoluta a los líderes árabes y, si Inglaterra no quería un estado judío, mucho menos quería un estado árabe, al menos por el momento. Con esto consiguió también postergar sine die la organización de un órgano ejecutivo político capaz de resolver pacíficamente las diferencias. La adjudicación de un estatus exclusivamente árabe para la Transjordania no tuvo en cuenta ni los intereses de la población árabe de Palestina ni las diferencias entre distintos colectivos árabes. No obstante, la inminente lucha europea y el fracaso de las negociaciones de febrero de 1939 entre árabes y judíos –por la violencia desatada
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en la región– condujo al gobierno británico a revisar su política, lo que representaba un inesperado éxito político para la parte árabe y que a punto estuvo de acabar con las realizaciones sionistas: “Tras el fracaso de la Conferencia, el Gobierno Británico vio el camino libre para publicar, el 17 de mayo de 1939, el Documento Blanco MacDonald que, en efecto, anulaba la Declaración Balfour y la obligación contraída bajo el mandato vis–a–vis del hogar Nacional Judío. Decretaba drásticas limitaciones en las ventas de terrenos en Palestina y la restricción de la inmigración judía a quince mil personas por año y para los siguientes cinco años, al final de cuyo periodo Palestina se convertiría en Estado independiente, con su permanente mayoría árabe reflejada en sus instituciones gubernamentales. El Documento Blanco señalaba el fin de lo que pudiera llamarse sociedad de veinte años entre el movimiento Sionista y Gran Bre-
taña. Trágicamente, llegó en el momento en que fue mucho mayor la necesidad de que los judíos emigrasen de Europa”63. Finalmente estalló la Segunda Guerra Mundial, cuyas consecuencias vinieron a alterar definitivamente el esquema geopolítico de la zona. El genocidio nazi, que redujo en un tercio, aproximadamente, la población judía mundial, terminó por exaltar al sionismo como principal esperanza para muchos judíos, tanto supervivientes de Europa como miembros de otras comunidades, especialmente en América64. Las fuerzas de la Haganá y de sus fuerzas especiales –el Palmaj– se reforzaron en número y en experiencia y ni el mantenimiento de las políticas restrictivas británicas consiguió detener el enfrentamiento, que ya no sólo oponía a judíos con árabes, sino también a judíos contra británicos, quienes ya no podían controlar lo que habían contribuido a crear.
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Dado que había fracasado la propuesta de partición de la “Comisión Peel” de 1936, que consideró agotada también la política del “Mandato”, el conflicto se intensificaba. Después de la anulación práctica de la Declaración Balfour, las fuerzas paramilitares judías desataron una guerra de guerrillas contra la propia potencia mandataria, en especial entre el fin de la guerra y 1948. El malherido imperio británico, que veía desmoronarse todo su “capital colonial”, dio por terminada su participación en Palestina y anunció el fin del mandato, lo cual precedería a la retirada de sus tropas del territorio. La responsabilidad de resolver la partición territorial fue delegada en las Naciones Unidas, heredera de la Sociedad de Naciones: “Este cuerpo despachó al UNSCOP –Comisión Especial de las Naciones Unidas para Palestina que (...) recomendó la partición de Palestina en tres zonas: un Estado Judío, un Estado Árabe y un enclave internacional alrededor de Jerusalén. (...) La Asamblea General de las 63 64
Lorch, Las Guerras de Israel. Op. Cit. Pág. 60. Cfr. Ben Ami y Medin, Historia del estado de Israel, Op. Cit. Págs. 53 y sstes.
Naciones Unidas adoptó una resolución sobre la partición de Palestina basada en estas recomendaciones, contra una virulenta oposición árabe, el 29 de noviembre de 1947...”65. El mandato británico, oficialmente, perduraría hasta mayo del siguiente año y, a medida que sus tropas se fueron retirando –abandonando a la fuerza de las armas un conflicto que la propia política imperial se había encargado de activar–, se intensificaron los combates por la posesión efectiva de las porciones respectivas de territorio. Sin embargo, esta etapa de la guerra fue de “baja intensidad”, considerando la posterior invasión de Palestina por parte de las tropas de los países árabes circundantes, producida al día siguiente de la declaración de independencia del Estado judío, el 14 de mayo de 1948. La guerra duraría hasta junio del siguiente año, cuando terminó con la sorprendente derrota de los ejércitos árabes.
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Con la firma del armisticio con Siria el ideal sionista quedó definitivamente establecido. A partir de la independencia del estado, el sionismo se encontró en posición de estimular su propio crecimiento a partir de ese logro indiscutible y aparentemente benéfico para los intereses de toda la Judeidad. Cualquier judío contaba a partir de entonces con una referencia política legítima y reconocida a nivel internacional Se trataba de un logro de tales proporciones que ni siquiera el estado de guerra casi permanente consiguió opacarlo.
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Lorch, Las Guerras de Israel. Op. Cit. Pág. 65.
CAPÍTULO III EL SIONISMO REALIZADOR: DEL FENÓMENO MIGRATORIO AL CONFLICTO INTERNACIONAL
A_ Apuntes sobre las migraciones humanas El período de desarrollo y concreción del sionismo político, junto con las condiciones impuestas por el anti-judaísmo en Europa y las diferentes políticas migratorias nacionales, significó un total reposicionamiento de las poblaciones judías a escala global. Por esta razón es imprescindible comprender al sionismo como fenómeno migratorio, además de político y cultural. Sin embargo, antes de dedicar nuestra atención al sionismo como
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fenómeno migratorio, debemos ocuparnos con brevedad del desplazamiento de poblaciones como objeto de estudio en general, para comprender sus condiciones de aparición, razones y variedades posibles, antes de indagar con qué tipo particular de migración humana estamos tratando. En primer lugar, una migración humana implica el desplazamiento de fracciones considerables de una población determinada, de modo tal que puedan rastrearse las causas sociales de dicho desplazamiento. No es suficiente, ni conceptualmente considerable, el desplazamiento de unos pocos individuos, pues en ese caso los motivos de la migración estarán referidos a situaciones no generalizables, remitiendo el hecho a un ámbito distinto al de nuestro marco de estudio. En segundo lugar, cabe distinguir entre las migraciones sistémicas y las migraciones coyunturales. La primera clase de migraciones identifica a los desplazamientos que forman parte de la vida cotidiana de una comunidad humana, como es el caso de los pastores trashumantes y las poblaciones nómadas en general, que hacen del desplazamiento una forma y
un medio de vida. La segunda clase de migraciones, en cambio, se verifica cuando una población se ve impulsada a desplazarse por razones excepcionales, que no se vinculan con su modo anterior de subsistencia. Desde los albores de las grandes civilizaciones, vale decir, desde la creación de los grandes estados, es este segundo tipo de desplazamiento el que atrae la atención, tanto por la paulatina desaparición de las poblaciones nómades como por el carácter invariablemente traumático de la experiencia migratoria de carácter coyuntural. Porque la migración sistémica puede poner en contacto pacífico e incluso fructífero a diferentes formaciones sociales, pero la migración coyuntural, al poner en contacto a sociedades no preparadas para el encuentro, supone siempre un cierto grado de conflictividad, que puede incluso resultar catastrófica para alguna de las partes implicadas.
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En tercer lugar, debe considerarse la posibilidad de entender los fenómenos migratorios cuyas causas eficientes no hayan sido producidas por el desenvolvimiento propio de una sociedad determinada, sino que afecten a esta sociedad por la acción de otra sociedad o por las condiciones existentes en otras sociedades, condiciones que fuerzan o estimulan el desplazamiento. Tal es el caso del desplazamiento de población en la forma de mano de obra esclava, conocida desde la antigüedad y que encontró diversas formas hasta bien entrada la modernidad. Este es también el fenómeno que se presenta detrás del “Efecto Llamada”, que promueve el desplazamiento de poblaciones de zonas pobres hacia zonas, si no ricas, al menos mejor posicionadas en términos laborales o vitales, tanto en el ámbito regional como nacional y, a partir del siglo XIX, internacional y hasta intercontinental. Este último es un factor de principal importancia, como se verá, para comprender el fenómeno sionista. Por último, debe atenderse a los casos en los que la migración de una parte de la población de una región sea producida por la expulsión gene-
rada por otro grupo social. Estos dos últimos aspectos del fenómeno migratorio son particularmente importantes en los desplazamientos de las poblaciones durante el último siglo y medio. En cualquier caso, los efectos de la migración coyuntural son inevitablemente traumáticos, como se ha dicho, e implican cambios importantes para las poblaciones desplazadas, generándose modificaciones en sus pautas sociales y culturales y dando lugar a sucesos inesperados en la historia de las culturas. Evidentemente, los resultados son traumáticos también para las poblaciones receptoras de la migración coyuntural. Todo ello no niega que pueda existir enriquecimiento cultural en el intercambio verificado pero, lógicamente, se busca aquí comprender los problemas sociales, y ello supone concentrar la mirada en los aspectos desfavorables de los procesos implicados. Queda todavía una modalidad particular de migración: la colonizado-
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ra. En este caso el proceso de desplazamiento se realiza en el marco de una cultura y una formación económico-social dominante o que pretende serlo66. Esta modalidad es importante para nuestro caso, y profundizaremos en ella más adelante, cuando hablemos del imperialismo moderno y los procesos de colonización y descolonización. No obstante, diremos que el apoyo económico, logístico y militar de una potencia imperial convierte a la colonización en un caso límite y excepcional. Se trata de un caso más cercano a las migraciones sistémicas, por cuanto se desarrollan en el marco social específico de un proceso de colonización como política imperial, que a su vez responden a necesidades económicas o demográficas de la propia potencia imperial. Hechas estas consideraciones, podemos fijar nuestra atención en las formas modernas de las migraciones para contemplarlas en perspectiva y atender a sus especificidades con mayor facilidad.
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Cfr. Amín, Imperialismo y desarrollo desigual. Op. Cit.
Al respecto, hay que señalar en primer lugar que el desarrollo de los modelos políticos exportados desde Europa a partir del siglo XV agotaron las existencias de áreas libres de jurisdicción, es decir, de zonas en las que un colectivo migratorio pudiera establecerse sin colisionar o interactuar con un marco político preexistente en la región de acogida. Por lo tanto, cualquier desplazamiento de población que se verificara desde entonces no sólo encontraría al colectivo desplazado bajo un sistema jurídico-político diferente al propio –aún cuando el colectivo decidiera permanecer aislado– sino que, en la práctica, debería adaptarse a las condiciones impuestas por el estado receptor. Por su parte, el completo éxito del modelo de estado-nación, a veces encubierto bajo el sistema colonial, imperial o de mandato, convirtió al fenómeno migratorio en un asunto de relaciones internacionales. Le confirió una entidad jurídica que no nece-
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sariamente abarcaba todas las posibilidades, ni tampoco garantizaba por ello mejores condiciones para las poblaciones desplazadas, pero que en todo caso es insoslayable para atender a las formas actuales del fenómeno. Incluso los casos de desplazamiento forzado –represiones, guerras, persecuciones, etc.– se enmarcan desde entonces en la esfera de lo nacional y se tratan como problemas de relaciones internacionales. Sobre esta base se levanta un complejo sistema de administración de las migraciones humanas cuya dimensión predominante, pero no exclusiva, es económica, sustentada sobre todo en los intereses políticos de los sectores gobernantes y los intereses económicos de las clases capitalistas de las potencias imperiales, tanto en su propio territorio como en sus colonias. La lucha inter-imperialista y los conflictos armados desatados en pro de una mejor posición en el mercado mundial habrían de convertirse, de hecho, en el principal aliciente para los desplazamientos forzados,
mientras que las condiciones económicas desiguales de diversas regiones estimulaban las migraciones coyunturales relativamente voluntarias. El desarrollo económico promovió a partir del siglo XVII la migración del campo a la ciudad, que se convirtió en la pauta dominante de distribución demográfica en muchos estados nacionales. El despliegue industrial de la segunda mitad del siglo XIX creó las condiciones para que amplias masas de población se desplazaran a los centros industriales de Europa occidental y Norteamérica. Durante el siglo XX tanto las políticas de expulsión o persecución como la re-estructuración o desaparición de los sistemas económicos tradicionales se han convertido, ante la desaparición del esclavismo y el nomadismo, en las causas principales de las migraciones coyunturales. Como veremos, ambas condiciones interactúan en el caso que nos ocupa,
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y su reconocimiento es útil para enmarcarlo y comprenderlo en el contexto de un proceso más amplio. B_ La migración judía a Palestina durante el período pre-estatal 1_ Elementos generales de la migración judía a Palestina Así como los conflictos con la población árabe de Palestina y con los países árabes vecinos no terminaron con la Guerra de 1947 a 1949, el fenómeno sionista tampoco se agotó con la creación del estado de Israel. De hecho, su particularidad como fenómeno migratorio coyuntural es la prolongación en el tiempo de su vigencia efectiva, motivada por el impacto ideológico del sionismo en la judeidad. Al día de hoy, condiciones ideológicas, políticas y jurídicas continúan alimentando la migración de diversos colectivos judíos hacia Israel, sí bien por razones bien distintas. Esto contribuyó a la vigencia del sionismo en su aspecto realizador además de ideológico-político y al variable pero reiterado afincamiento de
población judía inmigrante desde muy diversas geografías. Desde lo que se considera la primera Aliá67, la primera corriente de colonización judía en Palestina impulsada por el sionismo religioso de Hibat Zion, hasta las últimas olas migratorias de la última década del siglo XX, signada por la instalación de grandes contingentes de judíos rusos que provenían del derrumbe del imperio soviético ha pasado un periodo de tiempo significativo. Esta extensión en el tiempo puede explicarse sólo en forma multilateral, pues no es un mero impulso inercial de nacionalismo judío lo que arrastró a cada oleada migratoria. En cualquier caso, todas las oleadas migratorias que antecedieron a la formación del estado guardaban una relación particular. En ellas, en el aspecto ideológico, se combinaban un principio de acción racional con arreglo a valores que se puede denominar
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“tradicional”68, alimentado por la constante presencia de la Tierra Prometida como elemento central en la mitología judía y también en elementos de carácter escatológico, como interpretación del cumplimiento de las “promesas permanentes” que eran interpretadas de las Sagradas Escrituras: nos referimos aquí, particularmente, a la renovación del Reino Davídico como acto y símbolo de la redención del Pueblo Judío69. El advenimiento del Reino Renovado contaba, además, con una promesa esperada y temida por los creyentes de las tres religiones monoteístas: El Fin del Mundo, el Juicio Final y la Consagración del último estado de Perfección
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Aliá (pl. Aliot): Éste término es sumamente significativo, pues su traducción literal es “ascensión”, la elevación –física y espiritual– a la Tierra de Sion. El emigrante a Israel es un Olé, un “ascendente”, de modo que el sustantivo mismo adjetiva la acción social, asignándole un valor moral positivo. Como Aliot son designadas las sucesivas corrientes migratorias intensas, como se desarrolla más adelante. 68 Cfr. Weber, Economía y Sociedad, FCE, 1992. 69 Jeremías y Ezequiel son, quizá, los libros canónicos hebreos en los cuales este tema es abordado de manera más extensa.
Cósmica; de modo que el atractivo puramente místico de la empresa no puede ser descartado sin más. A este principio tradicional se une el elemento axiológico moderno, aportado principalmente por el sionismo político y su propaganda en las comunidades judías, que hemos intentado caracterizar más arriba. Por supuesto, ambos dispositivos ideológico-prácticos implicaban una actividad que podríamos caracterizar como un objetivo general: el de la creación de un estado judío en Palestina. Pero este principio teleológico es secundario, siendo una derivación necesaria de la combinación de los elementos axiológicos destacados. Pero el fermento principal de la experiencia, que cambiaba en cada caso, es quizás el mecanismo de acción racional con arreglo a fines que impulsó a cada oleada migratoria a fijar su destino en Palestina. Al repasar
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con algún detalle las cifras de los contingentes migratorios y los contextos históricos de las principales fuentes geográficas de cada caso, puede observarse como el contexto social original de cada colectivo emigrante explica los motivos de una decisión siempre difícil para una población ajena al nomadismo como modo de vida, impulsada a un proceso dificultoso de migración coyuntural. En el caso de los inmigrantes judíos a Palestina, dos son los elementos principales que influyeron en la decisión: el antisemitismo ideológico y la pobreza. Porque, exceptuando casos extremos de convencimiento ideológico, la enorme mayoría de los emigrantes que se radicaron en Palestina se enfrentaban en sus países de origen a uno de estos elementos, y en ocasiones a ambos, como ya lo destacaba Ahad Ha´am. Los componentes axiológicos de la decisión influían en el destino elegido, pero era la búsqueda de mejores condiciones sociales y económicas lo que empujaba la migración, convirtiéndola de una posibilidad en una acción.
No es adecuado, por otra parte, simplificar la cuestión relacionando uno de los factores con uno los destinos, uniendo la causa “Antisemitismo” con el destino “Palestina” o la causa “Pobreza” con otros destinos: la valoración de los ideales del Sionismo, político o religioso, tuvieron un peso importante en la selección del destino, lo cual dividió las decisiones en buena parte de las comunidades. En cualquier caso, ambas causas interactuaban generando oleadas cíclicas en las que el factor ideológico introducido por el sionismo se transformó en una causa de creciente importancia. Ello ocurrió a medida que ganaba consistencia política, lo cual le otorgaba visos de posibilidad al planteamiento utópico que, a su vez, ganaba legitimidad. Porque las condiciones de las poblaciones judías tendían a empeorar debido tanto a la paulatina destrucción de las bases económicas tradicio-
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nales, en el caso de las comunidades rurales y de las masas trabajadoras, como por el incremento del factor racista en las políticas de estado, mientras que los asentamientos judíos en Palestina ganaban en organización y capacidad de desarrollo. Posteriormente, la concreción del ideal político sionista contribuyó también a estimular oleadas posteriores de diferentes colectivos, tanto en forma pasiva, por su sola presencia como nuevo centro político del mundo judío, como en forma activa, llevando adelante políticas migratorias de diferente tipo, tanto en el aspecto de la absorción como en el de la motivación. No es casual que el estado de Israel sostenga desde mediados de la década de 1960 un “Ministerio de Absorción” de nueva población, ni que haya llevado adelante planes tan arriesgados como el “rescate”, en operaciones militares, de colectivos judíos como el iraquí o el etíope. Hasta la Segunda Guerra Mundial se cuentan cinco olas migratorias de importancia, signada cada una de ellas por uno o dos picos significativos. El análisis cualitativo de cada caso muestra que los colectivos inmigrantes
son diferentes entre sí, tanto por el lugar de origen como por su conformación. Por otra parte, la mayoría de los inmigrantes de esta época terminaron por dedicarse a las labores agrícolas. Estas labores tenían el doble objetivo de mantener a la Yishuv y de “fijar” la tierra como medio de apropiación territorial previo a la creación del estado.
2_ La Primera Aliá (1882–1903) Como se ha dicho, se conoce como “Primera Aliá” al asentamiento de las primeras comunidades europeas judías europeas a fines del siglo XIX, impulsadas ideológicamente por el pensamiento nacionalista-religioso de Hibat Zion, y prácticamente por los pogromos de 1881–8270. Más que importante en su número, apenas sumó entre 20 y 30 mil emigrantes, es
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importante como antecedente práctico para el sionismo político y realizador, pues sus comunidades rurales, conocidas como “moshavot”71, sirvieron de ejemplo para los asentamientos posteriores, que llevaban ya el signo del sionismo político. Aproximadamente al mismo tiempo que el millonario Edmond de Rothschild brindó apoyo económico a esta iniciativa, otro filántropo judío, el barón de Hirsch, prefería ayudar a los emigrantes judíos europeos para asentarse, por ejemplo, en las amplias zonas rurales de Argentina. Pese a la indudable importancia de esta “Primera Aliá”, los esfuerzos (financieros, se entiende) de Hirsch, dieron mejor resultado que los de
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Tanto la denominación de las olas migratorias judías hacia Palestina como los guarismos aproximados que ofrecemos para ellas pueden encontrarse en diversas fuentes, que aparecerán en la bibliografía. 71 El régimen de la Moshavá es diferente al del Kibutz. Este último responde a la influencia del socialismo, mientras que el modelo de la Moshavá es heredero de las comunidades-aldea de Europa oriental, los Shtetls, y se caracterizan por un cooperativismo rural o manufacturero combinado con propiedad privada.
Rothschild. Porque las dificultades con la población árabe, el gobierno turco y el propio territorio, considerado en términos económicos, contribuyeron para que aproximadamente la mitad de esos inmigrantes decidieran marcharse luego de Palestina, reafirmando la tesis de la importancia de la acción de acuerdo a fines frente a los valores involucrados. El “Amor por Sión”, en este caso, no alcanzaba el completo sacrificio, sino que se encontraba matizado por los intereses más concretos de la estabilidad, la seguridad y la supervivencia. Si se considera que la población judía estimada a escala mundial para principios del siglo XX era de unos 11 millones de personas72, la mayor parte de ella afincada todavía en Europa oriental, vemos que esta iniciativa afectó sólo a una fracción poco significativa de esta población. La mayor parte de esta ola provino de Rusia, y se trataba de campesinos con
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fuertes convicciones religiosas. Junto a ellos se trasladaron intelectuales y rabinos que contribuyeron también a la activación de la vida cultural propiamente judía en la zona. Parte de esta población emigrante se asentó en las ciudades, especialmente en aquellas en donde ya existían barrios judíos. Por ejemplo, en Jerusalén la población del sector judío creció con la llegada de emigrantes Teimanim, es decir, judíos yemenitas. Éstos se sumaron a la actividad económica como obreros de la construcción y, posteriormente, como trabajadores rurales en las Moshavot dedicadas a la producción de cítricos. Su llegada marca la primera aparición de población judía de origen noeuropeo vinculada al sionismo, y con ella la oportunidad de verificar las enormes diferencias culturales existentes entre colectivos judíos diferentes. Décadas después de creado el estado de Israel la adaptación de los Teimanim continuaba siendo considerada un problema73. El componente 72 73
Fuente: World Jewish Congress (WJC). Lerner Publications Company, 1998. Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit.
“oriental” de la población judía en Palestina, con el desarrollo del nacionalismo árabe, violentamente anti-judío en muchos casos, se incrementó notablemente hasta el momento de la creación del estado74.
3_ La Segunda Aliá (1904–1914) Sin ser tampoco impresionante en cifras el impacto social y político de la segunda oleada migratoria, con sus 40.000 personas inmigrantes, fue mucho mayor, aunque también de esta oleada casi la mitad de las familias decidieron no radicarse en Palestina. Esto destaca la circunstancial debilidad del sionismo como fuerza política efectiva, pues no sería en verdad influyente sino hasta el establecimiento del predominio británico en la zona, al finalizar la primera guerra mundial. Pero esta oleada migratoria
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marca el primer triunfo del sionismo político en su aspecto realizador, pues se suma a los indudables avances que en materia de legitimación y consenso –y también de apoyo financiero– obtenían los sucesivos congresos sionistas en Europa. Estos colonos, que inauguran realmente la etapa jalutziana75 del sionismo, llegan también principalmente desde Rusia, empujados por los grandes pogromos y portando ahora modernos principios socialistas que se ponen en práctica con la formación de los primeros Kibutzim, siendo el primero de ellos Degania, fundado en 1909, y la institución de las primeras fuerzas de autodefensa judías en Palestina: Ha-Shomer, “El Vigía”; sin embargo, este cuerpo es cualitativamente diferente de la Haganá, porque no se trata de una policía militarizada, sino de pioneros que cumplían dicha función en forma supletoria. Las diferencias religio74
Cfr. Ben Ami y Medin, Historia del estado de Israel Op. Cit. De Jalutz, pionero. El movimiento jalutziano es, en general, la fase práctica del sionismo político. 75
sas no eran obstáculo para la formación de estas particulares explotaciones colectivas, que en estos primeros tiempos eran de carácter netamente agropecuario y en conjunto desempeñaron un papel clave en el desarrollo de la colonización judía de Palestina. En esta etapa comenzarán a desarrollarse las ciudades pobladas casi exclusivamente por judíos, como Tel–Aviv, pues en el resto de la región, incluyendo Jerusalén, la población, sólo con minorías judías (o carecían completamente de judíos). Este elemento contribuirá a la larga a la conformación demográfica y por lo tanto incidirá en un aspecto clave para la distribución del territorio, como es el factor de las mayorías relativas de población. Consecuentemente, este factor fue considerado fundamental en los posteriores intentos políticos de partición del territorio. También para esta época comienza a utilizarse el hebreo, modernizado durante el siglo
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XIX, como lengua cotidiana76, pues el lenguaje principal de los judíos asquenazíes era el yiddisch (o directamente el ruso), mientras que el de los Sefardíes era el judeo-espanyol y el de los mizrahíes el árabe. Esta renovación lingüística resultó en una insignia cultural del sionismo, como símbolo frente al judaísmo arcaico, no nacionalista, con quien se enfrentaba ideológicamente. Sin duda es una ironía histórica que el yiddisch represente al “viejo judaísmo”, por cuanto es una lengua relativamente nueva, pues su historia, desde el primitivo “Laaz”, no alcanza todavía los nueve siglos de edad, frente a una lengua como el hebreo, no sólo varias veces milenaria, sino que en el siglo XIX estaba prácticamente muerta como lengua coloquial77. Para la mayor parte de las comunidades judías el hebreo se conservaba como lengua litúrgica e incluso algunos sectores la reservaban a este papel en forma imperativa, considerándola como Lashón Ha-Kodesh, la Lengua de lo Sagrado, que sólo debía usarse para 76 77
Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Cfr. Shyovitz, The History and Development of Yiddisch, www.us-israel.org.
oficiar el culto, en forma análoga a lo que ocurriera con el latín en el culto católico romano. Tanto ésta Aliá como la primera tienen en conjunto otro importante significado político, que consiste en preestablecer las bases de una población judía autónoma en Palestina, fundamental para el período de mandato británico, pues constituye una fuente de legitimación y de presión política, sin la cual difícilmente el sionismo hubiera conseguido sus objetivos. A escala mundial, no obstante, el sionismo como fenómeno migratorio continuaba siendo marginal para las poblaciones judías europeas, que seguían prefiriendo otros destinos, en especial la costa este de los EUA. Los partidos políticos y las organizaciones obreras también comienzan a hacerse presentes, consolidando la vida judía institucionalizada y llevando a la región formas de vivir (y de luchar) occidentales, convirtiéndose así
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en factores importantes de la localización en Palestina de las costumbres europeas.
4_ La Tercera Aliá (1919–1923) Al finalizar la primera guerra mundial la población judía residente en Palestina contaba con unos 50.000 miembros y, con esta tercera oleada, algo mayor que las anteriores, el número se elevó a casi 90.00078. Este incremento incorporó más de 6000 nuevos colonos por cada año y se sumaba a la creciente influencia británica en la región. Todo ello acrecentaba el riesgo de que la Declaración Balfour y la resolución de la conferencia de San Remo comenzaran a dar avisos de efectividad, y ello no podía 78
Para esta etapa, la fuente de los guarismos que indican las poblaciones parciales y el incremento debido a la inmigración ha sido The Emergence of the Palestinian-Arab National Movement, 1918-1929. Frank Cass, 1996, pp. 17-18, 39. Citado por Bard, British Restrictions on Jewish Immigration. Una fuente más fiable, aunque menos detallada, que confirma estos datos es: Statistical Abstract of Israel, CBS, 1998.
dejar de intranquilizar a la población árabe, que ninguna fuente declara que haya sido consultada respecto de la posibilidad de crear el estado judío en Palestina. Las indudables mejoras que se producen ya en ésta época en materia de explotación agrícola y diversificación de las manufacturas no compensaron el déficit político que representó este tratamiento del asunto. Algunos sectores de la población árabe notaron, sin embargo, la constante inversión en bienes de capital y la ampliación del mercado regional, que era manifiesta. Así: “el sector de los musulmanes pobres, quienes precisamente se habían beneficiado con los primeros asentamientos judíos, en general tenían buena predisposición hacia los judíos, mientras que los árabes cristianos les eran hostiles”79. Porque si bien el gobierno británico, ante la avalancha migratoria (en un quinquenio ingresaron más judíos
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que en las dos décadas anteriores), estableció “cuotas” para la Aliá, esto sólo sirvió para fomentar la inmigración ilegal. Los guarismos se dispararán de todas formas los años subsiguientes, y con ellos la excitación política, produciéndose importantes enfrentamientos judeo-árabes en 1921, que prefigurarán los graves conflictos de 1929. No obstante esto, la población árabe continuaba siendo la absoluta mayoría en el territorio: para 1922 el censo contabilizó 84.000 judíos y 643.000 árabes (incluidos los árabes cristianos)80. En el plano interno de la colonia judía, las instituciones políticas del futuro estado comienzan a prefigurarse: se crea la poderosa central obrera judía, la Histadrut, y emergen el Consejo Nacional y la Asamblea de Representantes. Las estructuras económicas comenzarán a perfilar alternativas al trabajo rural, que continuará siendo la actividad predominante, al conformarse las primeras manufacturas industriales sustitutivas. Este de79 80
Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Pág. 99. Bard, British Restrictions on Jewish Immigration. Op. Cit.
sarrollo de la colonia judía en medio de la ambivalente política imperial se interpretó –correctamente– como un avance del sionismo político, lo cual contribuyó a reforzar la capacidad política del movimiento, cuyos congresos continuaban reuniéndose en Europa. Pero también crecieron los motivos de incomodidad y sedición entre la población no-judía mayoritaria.
5_ La Cuarta Aliá (1924–1929) Aún cuando sucede en el tiempo a la oleada anterior, sin que se interrumpiera el flujo migratorio por una gran guerra (como entre la segunda y la tercera) y sin que mediaran diferencias ideológicas (como entre la primera y la segunda), este momento es crítico y cualitativamente diferen-
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te a los anteriores: empujado por una crisis económica mundial sin precedentes. La razón es que el desplazamiento alcanzó a comunidades urbanas, en especial de Alemania. En sólo tres años a partir de 1924, ingresaron cerca de 60.000 personas y, consecuentemente, muchas lo hicieron en forma clandestina. Ya no se trataba sólo de trabajadores rurales, sino también de profesionales y técnicos que contribuyeron a darle un nuevo impulso económico a la colonia judía. Al mismo tiempo, volvían más palpable su presión demográfica, pues un crecimiento tan brusco de una población que ya resultaba conflictiva no podía dejar de tener graves consecuencias, en la forma de una reacción violenta de los líderes árabes. No parece, en realidad, que éstos últimos tuvieran otros medios de influir sobre la política británica, que no obstante mantuvo en vigor el “Documento Blanco”. Nuevamente, el etnocentrismo occidental, al negar políticamente a una parte importantísima de la población, se muestra como uno de los puntos de partida de los conflictos crónicos posteriores.
Además, este brusco crecimiento puso seriamente en duda la capacidad de absorción de la tierra, pese a las importantes mejoras ya realizadas, y de hecho una cuarta parte de los inmigrantes de esta Aliá abandonaron el país. Como resultado, en 1927, dos años después del pico más alto de inmigración, la cantidad de emigrantes superó a la de nuevos inmigrantes, que apenas pasó la exigua suma de 3000 personas, si se consideran las más de 34.000 ingresadas dos años atrás. Esta etapa terminó con los violentos enfrentamientos de 1929, lo cual supuso el estrangulamiento de la paciencia imperial y el incremento de la actividad represiva en ambos “frentes” el judío y el árabe. No obstante, los acontecimientos europeos, por completo irrefrenables, pronto volverían inútiles estos esfuerzos.
6_ La Quinta Alía (1930–1939)
78 En este período de casi una década se concentran momentos cruciales marcados por el profundo deterioro de todas las relaciones políticas interétnicas e internacionales. En lo que hace al fenómeno migratorio en sí, pueden observarse dos etapas bien definidas: la primera de ellas abarca el trienio 1930-32, en el cual la inmigración judía se vio contenida por la política británica y por la propia falta de impulso del movimiento sionista. Pero con la ascensión al poder del partido nacionalsocialista en Alemania, que hizo del antisemitismo una parte central de su programa político, las cifras de inmigración volvieron a superar los índices conocidos. Si en 1932 ya se notó un fuerte incremento con respecto al quinquenio anterior, a partir de 1933 los picos se suceden hasta alcanzar la máxima expresión en 1935, con más de 66.000 inmigrantes en un sólo año. En total, desde la llegada de Hitler al poder hasta 1939, ingresaron a la región unas 235.000 personas. De este modo, para 1940 la población judía en
Palestina alcanzaba las 450.000 almas, lo cual acortó sensiblemente las diferencias respecto de la población árabe. Con esta oleada dejan de contarse las Aliot como experiencias pioneras, si bien ello de ninguna manera representó el fin del sionismo como fenómeno migratorio, Por el contrario, éste alcanzará un nuevo nivel en los años que siguieron al fin de la guerra.
C_ La activación del conflicto mediante la realización de la utopía
Sí fuera necesario marcar un período para el inicio del conflicto árabepalestino-israelí éste debe indicarse en el período comprendido entre la segunda ola migratoria y el comienzo de la quinta. Es durante este lapso que el sionismo político desarrolla su estrategia de ocupación territorial,
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mediante el asentamiento de población, la creación de órganos políticos propios y la adquisición de tierras, haciendo evidentes sus intenciones (que siempre fueron explícitas), tanto para la población autóctona como para las potencias imperiales. Al respecto deben destacarse las particularidades de la colonización sionista, que representa la base poblacional de la realización nacionalista, pues son circunstancias decisivas para comprender el tipo de enfrentamiento planteado, tanto en el ámbito político como en el ideológico. Pero, coincidentemente, este período está marcado por una fuerte inestabilidad política a escala internacional que hace difusos los límites de los hechos históricos. Esta indeterminación se ha acrecentado por causa del constante tratamiento interesado de la problemática en la bibliografía existente y en los discursos ideológico-políticos de las partes involucradas e incluso de terceros interesados en favorecer una u otra posición. Hasta tal punto llega la dificultad que no es fácil encontrar datos cruzados que corroboren las principales fuentes, incluyendo a los
datos producidos por organismos internacionales, presuntamente neutrales. Como consecuencia, es en el análisis cualitativo en donde se encuentran mejores respuestas. En primer lugar, el sionismo no representa un modo típico de colonización pues puede decirse de sus activistas que “Se trataba de colonizadores y no de colonialistas. Su objetivo no fue el de aprovechar las materias primas para enriquecerse fácilmente, sino que se dedicaron a desecar pantanos y a luchar contra la inclemencia de los desiertos. Tampoco llegaron para explotar la mano de obra de los árabes, sino que elevaron el principio del propio trabajo a fe religiosa y vieron en el mismo el medio esencial para la redención de los judíos”81. Ciertamente, este modo de expresar la cuestión no carece de contenido ideológico, pero no deja de describir adecuadamente el funcionamiento de las colonias judías pione-
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ras. En segundo lugar, se trataba de una colonización dependiente de los intereses de potencias imperiales con sus propios y característicos modos políticos. La dependencia de la jurisdicción otomana primero y de la británica después, que nunca fueron completamente pro-sionistas, implica una diferencia importante respecto de otras experiencias colonialistas, en las que la potencia dominante apoyaba con su fuerza militar el establecimiento de emprendimientos colonizadores. Un grado considerable de utopía, de intención redentora, bien diferente de la pura codicia que impulsó ideológicamente al capitalismo desde sus comienzos, subyace en el discurso fundacional del sionismo. La exaltación “del propio trabajo” no coincide sólo con la vocación socialista: ya el movimiento de los Jasidim sostenía esta tradición al menos desde un siglo antes del surgimiento del socialismo político. Pero, pese a no ser colonialista en el estricto sentido de la expansión capitalista de los siglos XVII al XIX, el sionismo realizador tampoco podía pretender ser neutral 81
Cfr. Ben Ami y Medin, Historia del estado de Israel, Op. Cit. Pág. 34.
y objetivo ante la situación social con la que se enfrentaba el emprendimiento. Parece bastante claro, considerando los discursos de los principales líderes sionistas, que el aprovechamiento de la política expansionista francesa y británica es conciente, y más todavía después de haber fracasado los intentos de negociar con el imperio otomano. Este aprovechamiento suponía obtener una posición ventajosa frente a poblaciones autóctonas relativamente indefensas. Porque era también evidente que en el territorio deseado existía una población autóctona no judía que no podía ser neutral ante la idea de vivir en un estado con una vocación etnocéntrica tan marcada como la que pretendía el ideal sionista: “Observamos que Borokhov menciona en ciertos escritos a los Fellahs de Palestina. Esta evocación de los habitantes del país es bastante ocasional en la literatura sionista de la época, cuya característica precisamente es ignorar deliberadamente
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la existencia de los autóctonos”82. Esta observación es pertinente y se corresponde con los intereses explícitos del sionismo. Pero destaca al mismo tiempo sus diferencias con el colonialismo clásico, pues éste centra su atención en el control y la explotación de las poblaciones colonizadas. La población autóctona de Palestina vivía en su mayor parte en malas condiciones, bajo la forma estructural de un capitalismo agrícola cuasi-feudal, estructuralmente arcaico y tecnológicamente atrasado, pese a los fallidos intentos modernizadores que se intentaron en el imperio otomano. Era un sistema basado en la concentración de la tierra y la riqueza y en el endeudamiento de las masas campesinas, y bajo la forma política de un imperio decadente en dónde el poder se distribuía en forma despareja y arbitraria. Por ello mismo, no tiene sentido oponer a la pintura idílica del sionismo progresista, pionero y justiciero frente a los palestinos –aunque lamentablemente incomprendido–, un cuadro bucólico de un pueblo palestino secularmente feliz y 82
Weinstock, El Sionismo contra Israel, Op. Cit. Pág. 87.
libre de las garras del sionismo. Ambas imágenes son igualmente falsas. La realidad es más similar a la de muchos pueblos que, con la llegada de los conquistadores europeos, se vieron liberados de una forma de dominación para terminar en otra forma de opresión. La ceguera de esta situación no era total en las filas del sionismo político, sin embargo: “[Martín] Buber recordó hasta qué punto el lugarteniente de Herzl, Max Nordau, fue trastornado por el descubrimiento (!) de que Palestina estaba poblada de árabes y que los sionistas cometían, de hecho, una injusticia respecto a ellos”83. Sin embargo, de esta conciencia y de esta conmoción no se siguieron unos pasos políticos destinados al diálogo con la población autóctona. Esta falta de diálogo sólo puede atribuirse a la evidencia del antagonismo de intereses, pues no podía esperarse que la población árabe (cristiana o mu-
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sulmana) se sometiera sin más a la jurisdicción de un estado étnico (y, para peor, judío) en forma pacífica y comprensiva. Las grandes potencias tampoco tuvieron en cuenta el punto de vista árabe, de modo que llegó un momento en el cual la curva de la realización política superó la de la utopía y se concentró en la consecución de su objetivo, dejando de lado los ideales pacifistas que sin dudas existieron, pero que resultaron desbordados por las necesidades inmediatas. Por otra parte, los efectos conciliadores de la modernización económica introducida por los colonos sionistas (un aspecto crónicamente olvidado por la propaganda anti-sionista, incluida la de tipo progresista) no alcanzaron a mitigar los efectos políticos a largo plazo. Porque unas mejores condiciones de vida para la población árabe campesina implicó una pérdida de poder relativo de los terratenientes árabes tradicionales y su correspondiente agitación. Con toda probabilidad, el desplazamiento prematuro de la mano de obra árabe (lo cual, de todas formas, terminó por 83
Ibídem. La bastardilla y el signo de admiración son del autor.
ocurrir) habría tenido idénticos efectos negativos. Pero la cuestión central es que, dada la preexistencia de población autóctona en Palestina, todo el proyecto sionista era inviable a largo plazo sin un enfrentamiento político de fondo, como ocurre en cualquier emprendimiento colonial. Y ello tanto con la población árabe, dado que la admisión de la creación de un estado étnicamente no-neutral en su territorio implicaba la aceptación de una ciudadanía de segunda clase (sin ir más lejos, en lo que a beneficios migratorios se refiere, afectándose ampliamente la “igualdad de oportunidades”), como con la potencia imperial que ocupara la zona. Ciertamente, de no haber contado la Yishuv con la capacidad suficiente de generar una estructura social propia, el proyecto del estado étnico podría haber fracasado, debido a la necesaria compaginación de las colonias judías con la población árabe, reconduciendo la situación a un com-
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plejo típicamente colonial y, en este sentido, étnicamente insostenible. Pero la cíclica y creciente llegada de nuevos inmigrantes judíos, una buena proporción de los cuales debía ofrecerse como mano de obra en los asentamientos rurales, supuso la aparición de una clase obrera propiamente judía en Palestina. Con ella se dieron las bases para la existencia de una sociedad estructurada en términos occidentales, pero conformada por una población casi completamente judía, con sus correspondientes conflictos y fórmulas de administración de los mismos. Con esta división social termina por hacerse posible un estado judío sin árabes o palestinos, y termina también la construcción de la utopía, abriéndose el camino de la evolución política hacia el estado nacional.
D_ El sionismo en el contexto de la segunda guerra mundial 1_ Hacia la Tierra En la práctica, cada Aliá representó una duplicación de la Yishuv, si se observan en forma homogénea sus resultados y elevando a la vez las crestas y los valles de cada ola. Pero la revolución causada por la Quinta Aliá y su entorno histórico a escala internacional es total, pues no dejó de cambiar ninguno de los parámetros geopolíticos importantes. Esta etapa marca el agotamiento de la capacidad negociadora del imperio británico. El régimen del mandato era inoperante para administrar el problema planteado en una forma que no fuera coactiva, al mismo tiempo que su propia posición en el ámbito internacional se veía amenazada y no tardaría en caer, estimulada por la inestabilidad de buena parte de su im-
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perio colonial y por la ascendente capacidad militar de Alemania y también de la Unión Soviética84. Los disturbios de 1936 y el fracaso rotundo de la propuesta de la “Comisión Peel” para la partición de Palestina, que daba a su vez por terminada la utilidad del régimen mandatario, agotaron los mecanismos políticos en este aspecto. Por otra parte, el dubitativo alineamiento de los líderes árabes frente a la inminente guerra europea no les ayudó a mantener sus posiciones políticas, pues al menos Gran Bretaña no podía dudar de la posición que tomaría cualquier colectivo judío al respecto y, de hecho, varios batallones judíos sirvieron para el Imperio en diferentes frentes. Pese a ello, las relaciones eran sumamente ásperas en este lado también, principalmente debido al mantenimiento del Documento Blanco y la liquidación práctica de la Declaración Balfour. Demasiado tarde los agentes del imperio británico decidieron darse cuenta que la población árabe 84
Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
no había sido tomada en consideración pero que, a su vez, el sionismo realizador había crecido demasiado como para anularlo sin más. Y más aún cuando no parecían quedarle al judaísmo muchas opciones de supervivencia, lo cual catapultó definitivamente al sionismo en su margen de legitimidad interna: con el terror racista nazi, los mecanismos sociales de exclusión que habían convencido a Herzl de la necesidad de separar a los judíos y brindarles la protección de su propio entorno nacional parecían una necesidad ineluctable más que una opción política. En estas condiciones, la polarización y el integrismo aparecen como un resultado indeseable, pero de ninguna manera sorprendente. Dado el desarrollo de la guerra, la atención imperial estaba puesta en su propia supervivencia, y el problema palestino quedó relegado en la lista de las prioridades políticas. Antes de la invasión a Polonia se había in-
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tentado reunir a las partes en una conferencia infructuosa, de modo que al finalizar la guerra el problema era una herida abierta de creciente extensión. Los grupos sionistas más activos continuaron la lucha contra el propio imperio británico en dos frentes. En el frente demográfico, crearon una red integral de tráfico ilegal de inmigrantes judíos (junto con otros elementos necesarios). Se la llamó Alyah Beth (literalmente “Aliá ‘B’”). En el frente militar, creando fuerzas de choque y enfrentamiento que poco tenían que ver con la autodefensa, cuyo grupo principal fue el Irgún. El fin de la guerra y la revelación del alcance del genocidio nazi (o más bien: la capacidad de medir sus efectos socio-políticos) alteraron por completo el panorama. Mientras que la restringida e ilegalizada entrada de judíos a Palestina se redujo a unos 20.000 inmigrantes al año entre 1939 y mediados de 1948 (incrementando la Yishuv hasta unas 650.000 personas), la comunidad internacional tomó conciencia de que debía darse una respuesta a la cuestión judía. Gran Bretaña decidió abandonar el régimen del mandato, acordado en 1922 con la extinta Liga de las Nacio-
nes, a la que la Organización de las Naciones Unidas vendría a suplantar respondiendo al nuevo balance estratégico global. Como no se optó por perseguir una solución consensuada (por ser considerada imposible), se prefiguraba ya –y se evaluaban los posibles resultados– el enfrentamiento entre las poblaciones árabes y judías ya fuera en términos políticos o territoriales. Para los operadores internacionales parecía claro que sólo la fuerza resolvería la cuestión, o al menos eso se deduce de las posiciones tomadas al margen de los discursos. De este modo, realmente ninguna parte actuó para evitar que el enfrentamiento ocurriera. En términos demográficos, el genocidio nazi produjo un violento rebalanceo en la distribución de las poblaciones judías, que habían desaparecido prácticamente de toda Europa oriental, excepto en la Unión Soviética, en dónde de todas formas se encontraban en una situación deplorable
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por la animadversión del régimen estalinista contra las diferencias internas de todo tipo. En particular, los intelectuales judíos en la URSS fueron víctimas de una caza de brujas, una suerte de Macartismo en versión comunista85. De todo ello resultó que el brusco descenso en el recuento de la población judía mundial fortaleciera relativamente a la población judía en Palestina, pues los que habían podido refugiarse en Palestina se habían salvado del exterminio, cumpliendo las profecías auto-realizadoras sionistas al pie de la letra: “Los supervivientes de los guetos y de los campos, aquellos que habían salido con vida de la pesadilla de la total desesperanza y abandono –como si el mundo fuera una jungla en la que a ellos les correspondiera el papel de presa inerme–, tan solo tenían un deseo, el deseo de ir allí donde jamás volvieran a ver un rostro no judío. Necesitaban la presencia de los emisarios del pueblo judío de Palestina, a fin de saber 85
Cfr. Senderey, Crónica Judía Contemporánea (1925-1950), Ed. Israel, 1950. y Sneh, Historia de un Exterminio, CJM, 1967.
que podían ir allí, legal o ilegalmente, de cualquier modo, y que allí serían bienvenidos. No, no era preciso que los emisarios los convencieran”86. Eso significó el triunfo definitivo del Sionismo como instrumento ideológico de salvación para todo lo que se pudiera denominar judío. Sólo quedaba por ver si el cuasi-estado judío sería capaz de resistir la inminente guerra.
2_ Hacia la Guerra La victoria israelí en la guerra de 1947-48 tuvo dos partes. Primero, sobre la población árabe de Palestina, que sufrió el temido desplazamiento con el que se veía amenazada desde hacía una década, que aun cuando no fuera forzado manu militari como sostiene parte de la historiografía
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israelí fue, como no podría ser de otra forma, igualmente terrible para la vida de estas poblaciones. Después, conteniendo el avance de las tropas de los países árabes vecinos sobre sus “fronteras”, que resultaron más amplias si se compara con el plan de partición presentado por la ONU en 194787. De allí resultó esta consagración final de un circuito ideológico autoafirmado: a la mayor concentración relativa de judíos en Palestina-Israel, correspondía una mayor legitimidad del sionismo, que a su vez contaba con más poder para estimular la colonización. Ahora, además, se sumó el reconocimiento de la ONU, en noviembre de 1947, de las aspiraciones sionistas, y la posterior declaración formal de independencia, el 14 de mayo de 1948, día en que terminó definitivamente el mandato británico88. 86
Cfr. Arendt, Eichmann en Jerusalén, Lumen, 2000. Pág. 343. El desarrollo de las guerras árabe-israelíes se encuentra ampliamente documentado, por lo que sólo nos referiremos a sus consecuencias sociales y políticas más significativas. Cfr. Lorch, Las guerras de Israel, Op. Cit. 88 Cfr. Warzawski, Historia de la Partición de Palestina. CJM, 1967. 87
La victoria militar, la necesidad de contar con más combatientes para futuras contiendas y el clima internacional relativamente favorable de la posguerra estimularon un nuevo impulso migratorio. Este llevó en tres años y medio, entre junio de 1948, mientras continuaba la última fase de la guerra, y 1951, a una nueva duplicación de la población israelí por el camino de la inmigración. Ello significó que, del menos del 1% de la población judía mundial comprometida con la causa sionista luego de la Segunda Aliá, debido al fenómeno migratorio y al exterminio nazi, para mediados del siglo XX más del 10% de la población judía mundial – alrededor de 1.300.000 personas– se concentraba en Israel. La concisa brutalidad aritmética de los cómputos no permite apreciar, sino apenas intuir, el completo descalabro que en materia humana y cultural significó para la judeidad este período tan cercano en el tiempo, y poco
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podemos aquí hacer más que resumirlo en unas pocas líneas: con los desplazamientos forzados, la emigración, el exterminio sistemático y la opresión cultural, formas culturales particulares quedaron reducidas a su mínima expresión, en especial en el centro y el sur de Europa. De ello se derivó una homogeneización forzada de las poblaciones judías, acelerándose la transformación hacia formas más modernas, pero también menos reconocibles, de organización comunitaria y cultural. El problema del judaísmo como cuestión biológica desapareció de todas las agendas y de casi todos los discursos occidentales, deseosos de separarse, no siempre con completa buena fe, de cualquier relación con la experiencia nazi. Se reunieron en el triunfo sionista, por un lado, la falta de pericia u opciones de los líderes árabes en materia política, producto de su desventajosa situación: muchos de sus países habían sido “creados” tanto o más
que Israel por las potencias imperiales89; y, por otro lado, la intrincada maraña estratégica extendida a escala mundial por la inminente Guerra Fría. Así fue como el estado de Israel se convirtió en un aliado estratégico de los EUA, la nueva gran potencia occidental. En condiciones bien distintas a las previstas por Herzl, realmente este pequeño país se convirtió en una avanzada de occidente frente a la “barbarie” del este. La marcada hegemonía del partido laborista (MAPAI) y de su líder, David Ben Gurión, y el poder de la central obrera judía, no representaron obstáculos serios para esta alianza, porque las necesidades políticas y económicas predominaron por sobre los valores y las ideologías, ya que la debilidad relativa del estado de Israel no dejaba mucho margen de maniobra a sus dirigentes. Debe apreciarse en este sentido el gran peso político de la población judía norteamericana, que se constituyó en un importante grupo de
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presión política. Pese a la voluntad de diálogo de algunos dirigentes judíos, la política israelí fue intransigente con sus vecinos árabes90. Esta política fue incentivada por las actitudes soviéticas y norteamericanas, que se apresuraban a convertir al mundo en un enorme tablero de ajedrez, en donde Israel y sus vecinos pronto no fueron más que una casilla más para dominar o atacar la posición del rival91. La actitud furiosamente anti-judía de los países árabes no colaboró para abrir nuevos caminos diplomáticos: “Este argumento de la defensa [de Otto Adolf Eichmann durante su juicio en Israel (1961)] estaba peligrosamente emparentado con la más reciente teoría antisemítica referente a los Padres de Sión, expuesta pocas semanas an89
Tal es el caso de Jordania, Siria, Irak y el Líbano, directamente implicados en el crónico conflicto con Israel. La influencia británica en Egipto era también importantísima. 90 Cfr. Alperin, Nahum Goldmann, CJM, 1976. También, Davis, Miths and Facts, 1985. A concise record of the Arab-Israeli conflict. NER, 1986. 91 Cfr. Maerz, Israel entre dos imperialismos, Actitudes, 1971; Gothelf, El Comunismo, el Problema Nacional y el Antisemitismo en la Unión Soviética. Actitudes, 1971.
tes, con toda seriedad, en la Asamblea Nacional Egipcia, por el ministro adjunto de Asuntos Exteriores Hussain Zulficar Sabri, según la cual, Hitler no tuvo responsabilidad alguna en la matanza de los judíos, sino que fue una víctima de los sionistas que ‘le obligaron a perpetrar crímenes que, más tarde, les permitirían alcanzar sus ambiciones, es decir, crear el Estado de Israel’”92. Por su parte, el conjunto de la población árabe de Palestina desplazada no encontró reposó: en la desgracia y por la desgracia comenzó el lento camino de la creación de una conciencia colectiva. Al finalizar la guerra93, los territorios que le habían sido asignados al todavía no configurado pueblo palestino por el plan de la ONU –en forma artificial y forzosa– se hallaban ocupados por otros poderes regionales. La zona norte, fronteriza con el Líbano, fue anexionada por Israel y ni siquiera ha sido motivo de
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disputa, en un silencio que delata también la ineficacia, e incluso la complicidad, de las resoluciones internacionales posteriores. La región de Cisjordania, reducida por la intrusión de las tropas judías hasta Jerusalén, quedó en manos de Jordania, quien la anexionó en 1950 para renunciar a ella más tarde; algo similar ocurrió con la Franja de Gaza (considerablemente más extensa en el mapa de la ONU que en su formulación posterior), que quedó durante años bajo control del ejército egipcio. Los cambios de autoridad militar de estos últimos territorios (y en los Altos del Golán) durante la guerra de los Seis Días en 1967, no hicieron 92
Cfr. Arendt, Eichmann en Jerusalén, Op. Cit. Pág. 36. Es notabilísima la diferencia entre diversos autores (Por ejemplo: Iglesias Velasco, El proceso de paz en Palestina -UAM, 2000- y Ben Ami y Medin, Historia del estado de Israel, Op. Cit.) respecto de la composición de las fuerzas militares de uno y otro bando en la primera guerra árabe-israelí y de los resultados sociales de la misma. Si se cotejan los datos que se entregan a los lectores, resultará claro que detrás de esas diferencias cuantitativas se despliega un interés ideológico. Por ello, nuevamente, nos basaremos para nuestro análisis no sólo en los datos más seguros, sino en aquellos que coincidan con las consecuencias históricas verificables, pues en este caso la verosimilitud es más fiable que la revisión cuantitativa. 93
más que empujar aún más a parte de esta población, en un problema que no encontraba solución y que tendía ya a saltar una generación. El “arrastre histórico” de la situación de los palestinos es un agravante a la situación jurídica del conflicto al que el derecho internacional es, al margen de la falta de voluntad política, completamente incapaz de responder. El derecho internacional es ciego al arrastre histórico no por error o por casualidad, sino porque los países que impusieron el actual sistema legal internacional serían los más perjudicados si se contemplaran las experiencias históricas de la población mundial de los últimos siglos en función de una reparación de los males sociales y personales causados. Al mismo tiempo, el estado de Israel se reforzaba por su persistencia en la historia contemporánea, como no lo habían supuesto ni sus propios antiguos aliados. Una situación humana como aquella no podía más que
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dar malos frutos, como la matanza producida en Jordania en 1971, conocida como el “Septiembre Negro”. Las resoluciones de la ONU y sus organismos –en especial la número 242– no fueron eficientes. Porque la anexión de tierras se produjo igualmente y no se resolvió sino por vía militar, como es el caso de la Galilea y de Cisjordania. La excepción ha sido la cuestión de la península del Sinaí. Como consecuencia del constante conflicto dos fenómenos migratorios se superpusieron, uno centrífugo, el desplazamiento de la población árabe de Palestina, y otro centrípeto, la llegada de nuevos contingentes judíos incentivados por la política poblacional sionista, que continuaba siendo uno de los ejes fundamentales del estado de Israel. Así, con las guerras se consolidó un esquema de reemplazo poblacional que terminó fijando territorialmente un orden político conflictivo. Pero junto con un tipo de población, de cultura, de gobierno y de estado se fue creando una conciencia social en la que la militarización y la violencia inter-étnica formaron parte de la vida cotidiana.
E_ La ley del retorno: la inmigración como política del estado judío
A partir de la sanción de la “Ley del Retorno”, el 5 de julio de 195094, la inmigración se convirtió en parte de la política oficial del estado de Israel, legalmente instituida. Su artículo primero asegura que: “Todo judío tiene el derecho de venir a este país en calidad de Olé [Inmigrante judío]”. Significativamente, la expresión “judío” no se encuentra desarrollada en el resto del texto, y sólo se definirá la expresión en la segunda enmienda de la ley, en marzo de 1970 (sección 4B), destacándose que: “Para los propósitos de esta ley, “Judío” significa todo aquel que haya nacido de madre judía o que se haya convertido al judaísmo y no sea miembro de otra religión”. De este modo, el estado gana en capacidad de seleccionar a los candidatos a beneficiarse de esta ley (pues su ejercicio
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comportaba el deber del estado de facilitar la absorción de los inmigrantes adscritos a la categoría de Olé –plural Olim–), reforzando su papel de árbitro en torno a la vieja definición de “judío”. Esta definición había sido relegada en los primeros tiempos, precisamente porque la voluntad de emigrar a Israel podía considerarse el mejor aval para la condición de judío; todo ello a pesar de que el grueso de la inmigración se adaptaba mejor, aunque no siempre más allá de toda duda razonable, a la primera parte de la definición. Así se diferencia el concepto de ciudadanía del estado judío respecto de los cánones habituales en las naciones occidentales, pues no se trata de un Ius Sanguinis puro, sino que se combina con una adscripción religiosa y, más precisamente, a la pertenencia a comunidades étnicamente diferenciables e identificables con el judaísmo en diversas geo94
Las fechas oficiales del “Sefer Ha-Jukim” (el Libro Oficial de las Leyes del estado, que pese a su nombre hebreo recoge buena parte de la legislación británica del Mandato), se inscriben según el calendario hebreo. Así, la Ley del Retorno se sanciona el 20 de Tamuz de 5710. Aquí se han preferido, sin embargo, las fechas en el calendario común.
grafías. Que el judaísmo y, más todavía, la judeidad sean fenómenos colectivos de carácter religioso es por lo menos tan opinable como la calificación de “raza” para cualquier colectivo judío. De hecho, la incertidumbre es preservada por la propia actitud del estado frente a grandes contingentes migratorios, como ha sido el caso de la gran inmigración desde las repúblicas soviéticas, en las cuales el elemento religioso fue omitido escrupulosamente. La inmigración continúa siendo una cuestión prioritaria para Israel luego de la fundación del estado, tanto por sus necesidades de crecimiento económico y defensa como por la necesidad de responder al menor crecimiento vegetativo relativo de la población judía secularizada respecto de las familias palestinas. Contaba, además, con estimulación financiera suficiente que se dilapidaría si no se invertía en forma productiva, y con
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su propia matriz ideológica, cuya tendencia era a concentrar, al menos potencialmente, a los casi 12 millones de personas que componían a mediados del siglo XX la población judía mundial. Semejante capacidad de absorción, que se sumaba a la creciente tasa de multiplicación de la población característica del siglo XX, componía un logro claramente imposible. Porque buena parte de la judería mundial que quedaba no tenía la menor intención de abandonar sus domicilios, lo cual es particularmente evidente en el caso de la mayor comunidad judía del mundo: la norteamericana. Conteniendo, al menos durante esta etapa, más judíos que todo el estado de Israel debido a las buenas condiciones de vida en EUA, esta comunidad proporcionó en términos relativos menos Olim que comunidades bastante menores, lo cual se explica también por las malas condiciones de vida imperantes en algunas de estas comunidades. Dicho esto de otro modo: entre 1952 y 1990, y si bien los principios axiológicos del sionismo se mantenían en pie, atrayendo a contingentes regulares de más de 30.000 inmigrantes al año de promedio, con despare-
jos picos quinquenales, no se produjeron ya esos enormes saltos poblacionales por efecto de la inmigración que caracterizaron a la primera mitad del siglo XX. La política de estado en materia de inmigración no fue pasiva. En las grandes comunidades el sionismo continuaba operando en su aspecto ideológico con particular éxito en Latinoamérica, por ejemplo, que desde la década del 60’ aportó regularmente contingentes importantes de “Aliá ideológica”, es decir, de migrantes convencidos de la centralidad de Israel en la vida judía. Se consiguió reemplazar en la educación al Yiddisch por el hebreo en buena parte de las comunidades y se hizo de la historia del sionismo parte central de la historia judía, intentando generar, y consiguiéndose en gran parte, una hegemonía consistente en muchas comunidades.
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La cuestión del judaísmo se cerró en torno del estado nacional, centralidad que no todos aceptaron, pero que pocos combatieron. Porque el recuerdo de la desprotección absoluta frente al nazismo estaba todavía demasiado fresco como para rechazar esa coraza de seis puntas en la bandera del estado judío95. Además, se implementaron políticas de atracción y a veces de “importación” de comunidades enteras de países próximos, amenazadas. Este ha sido el caso de los judíos iraquíes, sirios, yemenitas, etíopes, marroquíes y tunecinos, cuya incorporación al cuerpo social, básicamente eslavo, aportó una variedad que no fue apropiadamente respetada, pues la consigna de la igualdad en tanto que judíos, reflejada en una encomiable igualdad y progresividad de derechos, no procuró sino tangencialmente la defensa de las particularidades de cada colectivo96.
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La estrella de Seis Puntas (o los dos triángulos superpuestos) es conocida popularmente como “Maguén David”, y se dice que era el blasón del escudo del rey David. 96 Cfr. Ben Ami y Medin Historia del estado de Israel, Op. Cit.
Esta política terminó por polarizar la demografía judía, caracterizada con anterioridad por su dispersión extendida. A mediados de la primera década del siglo XXI, si bien se encuentra comunidades judías en más de 110 países, las que tienen poblaciones de más de 100.000 personas son sólo 11, que reúnen más del 92% de la población total y, de ellas, las que superan el millón no son más que dos: EUA, en primer lugar, con cerca de 6 millones; e Israel, con 5 millones de personas aproximadamente. De modo que estas dos grandes comunidades albergan al 75% de los judíos del mundo (41% y 34% respectivamente), mientras que el que era el principal depositario de su riqueza social y cultural hace un siglo, Europa, hoy sólo contiene un 14,5% de los 14.200.000 de judíos97 contabilizados para el año 2000, repartidos en partes similares entre Europa occidental (concentradas en Francia, el Reino Unido y, muy por detrás, Alemania y
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Bélgica), por un lado, y Europa oriental (Rusia, Ucrania, Hungría y Bielorrusia) por otro. Encontramos también otro 6% repartido entre las restantes comunidades de más de 100.000 personas: Canadá, Suráfrica, Brasil, Australia y Argentina; todas ellas formadas entre fines del XIX y principios del pasado siglo. Tal es la magnitud de los movimientos migratorios y las consecuencias demográficas de la combinación entre anti-judaísmo y pobreza en el lado de la emigración, y del sionismo político y realizador en el lado de la inmigración. En una fecha tan tardía como 1968 –luego de la Guerra de los Seis Días– los intereses del sionismo no habían cambiado demasiado, exceptuando, claro está, el objetivo ya alcanzado de la creación del estado: 97
Existe un desajuste entre el cómputo total de la fuente (algo más de 13 millones) y la sumatoria total; la agregación de los datos se acerca más a la sumatoria (unos 14.2 millones) por lo que elegimos este guarismo para realizar los porcentajes presentados, el cual, asimismo, se ajusta mejor a los valores agregados de otras fuentes, así como a la tasa tendencial de crecimiento vegetativo, que de todas formas es muy baja, debido principalmente a los procesos de asimilación y aculturación que se registran en muchas comunidades importantes.
“Las metas del Sionismo son: La unidad del pueblo Judío y la centralidad de [el estado de] Israel en su vida; la concentración del pueblo Judío en su Hogar Nacional histórico, Eretz [la Tierra de] Israel, por medio de la Aliá desde todas las tierras; el fortalecimiento del Estado de Israel fundado sobre los principios proféticos de Justicia y Paz; la preservación de la identidad del pueblo Judío a través del fomento de la educación judía y hebrea y de los valores espirituales y culturales Judíos; la protección de los derechos de los judíos en cualquier lugar”98. Es posible apreciar, no obstante, giros novedosos en el discurso respecto de los principios sionistas pre-estatales: la centralidad política del estado de Israel –y lo que resulta más sorprendente: su centralidad cultural– y la recuperación de valores religiosos que permanecían alejados de los principales discursos del sionismo político. Pero lo que interesa en
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este aspecto es que permanece intacta la vocación centralizadora y promotora de la inmigración que caracterizara al movimiento en la etapa realizadora, ya superada. El discurso nacionalista había calado tan profundamente –reforzado por las enormes proporciones de patriotismo y solidaridad interna necesarias para soportar un estado de guerra casi permanente– que no sólo se suponía posible reunir a toda la población judía en el “Hogar Nacional Histórico” (¡Cómo sí la idea de “hogar nacional” tuviera milenios de edad y no menos de un siglo!); esa era, en realidad, la directiva para las políticas de estado. Desde la disolución de la Unión Soviética, Israel impulsó una nueva y fuerte corriente de inmigrantes desde estos países99, alcanzando en la 98
De la Enmienda del 27º Congreso Sionista (Jerusalén, 1968) al Programa de Jerusalén de 1951, que resumía los objetivos del movimiento. 99 Aunque no es posible asegurarlo, esta política se vinculó probablemente a la intención de compensar la mayor tasa de natalidad de la población palestina o de reemplazar, siquiera parcialmente –y con escaso éxito– la creciente necesidad de mano de obra palestina.
última década del siglo XX la cifra aproximada de un millón de nuevos inmigrantes. Este desplazamiento masivo es conocido como la “Gran Aliá”, de modo que la concentración de población judía no se ha detenido, y continúa siendo impulsada por las acciones teleológicas que apuntábamos más arriba: el deseo de los emigrantes de mejorar su situación social o económica. Esta migración debió obedecer a razones de índole práctico, porque de la población judía de la ex URSS no se esperaba un convencimiento ideológico de retornar al territorio ancestral del pueblo judío ni tampoco una fuerte identidad religiosa. Analizando el fenómeno en términos demográficos y migratorios, podemos decir que el sionismo resultó una respuesta política defensiva frente al anti-judaísmo. A su vez, representó una alternativa vital estructural que lo conformó como respuesta migratoria a la pobreza. Pero también
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fue, por su momento y modo de inserción práctica, una variante tardía del colonialismo que no pudo conciliar su desarrollo con un tratamiento adecuado de los contactos con la población autóctona. De hecho, como en toda relación colonial (aunque fuera “colonizadora” y no “colonialista”), yacía en la base misma de la práctica sionista un conflicto étnico, cultural y político latente que no podía resolverse sin un enfrentamiento que resultó a la vez largo y doloroso, gravoso para todas las partes y, en definitiva, causa constante de grandes injusticias. De la combinación de estos elementos debe entenderse el relativo éxito (también el relativo fracaso) del movimiento sionista.
CAPÍTULO IV EL
SIONISMO Y EL ESTADO DE ISRAEL EN EL CONTEXTO DE LAS RELA-
CIONES INTERNACIONALES
A_ Elementos preliminares y contexto general
Las consideraciones que puedan hacerse sobre el sionismo como caso particular de migración humana son relevantes pero insuficientes para comprender el fenómeno. Es necesaria otra perspectiva de los temas con los cuales se vincula, situándolos en el proceso histórico del que forman parte a la luz de nuevas fórmulas teóricas o conceptuales, inexistentes al momento de originarse el proceso pero relevantes para interpretarlo.
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Dos son los elementos relevantes para cotejar la información reunida hasta el momento. En primer lugar, la globalización en tanto contexto y ámbito de desarrollo de los conflictos, porque se trata de una circunstancia que ya no puede dejar de ser considerada y, en segundo lugar, los instrumentos políticos en el contexto internacional pasado y presente. En relación con la globalización, el sionismo sirve de caso testigo para fenómenos que sólo muy posteriormente se comienza a analizar y, en este sentido, actúa como prueba del largo tiempo de maduración y desarrollo que requieren tanto los fenómenos sociales como su interpretación. Así, vemos como el sionismo actúa como agente particular para la expansión global del estado nacional basado en relaciones capitalistas de producción100. Sin embargo, la tendencia a la globalización del estado nacional no tiene un origen aleatorio, sino que nace con los sistemas expansivos de la modernidad (el colonialismo y el imperialismo) y se integra con los 100
Cfr. Boaventura de Sousa Santos, La globalización del derecho, ILSA, 1998.
diferentes modos de regulación del capitalismo como sistema económico, es decir, las diferentes formas en las que las relaciones entre capitalistas y trabajadores se establecen y se vinculan con los mercados y con el estado. En cuanto a los instrumentos jurídicos internacionales, si son considerados como instrumentos jurídicos positivos poco habría que agregar más que verificar el grado de su observancia por las partes en conflicto a partir de su promulgación. Porque la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue creada con posterioridad a la activación del conflicto árabeisraelí. Esta creación normativa, que no necesariamente ha tenido carácter vinculante con las acciones de los estados en general, coincide con los años de la segunda posguerra, en la que el conflicto toma proporciones supra-nacionales. Si las guerras mundiales fueron un impulso para que la ONU se deci-
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diera a elaborar un catálogo de Derechos Humanos, sin importar otra cosa que un mínimo acuerdo no exento de numerosas incongruencias derivadas del conflicto geopolítico bipolar emergente de la segunda posguerra, fue también porque se hizo evidente que los mecanismos preexistentes no habían sido efectivos para la regulación de los enfrentamientos. Por otra parte, puede considerarse a estos derechos como el resultado del mismo proceso histórico y, más que contenidos jurídicos en toda regla, se trataría de principios generales destinados a un modo de hacer en las relaciones humanas y que se dispusieron como límite a los estados y sus instituciones. En este último aspecto, sí bien su éxito, y el de las organizaciones internacionales, ha sido moderado, es difícil negar su capacidad de actuar como contralor y parámetro de las acciones que se emprenden en perjuicio de personas y colectivos. Porque sí estos derechos son básicamente individuales, en la práctica parecen haber inspirado (y contenido) más bien los comportamientos institucionales que los personales.
Ello no debe, por otra parte, sorprendernos. Porque son las instituciones jurídicas y políticas de los estados, y no los individuos, las unidades de sentido en las que el contenido material de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se dispuso para intentar hacerse efectivo. Asumiendo esta característica sí pueden valer estos instrumentos como parámetros para evaluar los comportamientos de las partes implicadas, aún los desarrollados antes de que el catálogo de los derechos humanos tuviera consistencia política. En este aspecto tiene mucha importancia la comprensión del movimiento sionista como fenómeno directamente vinculado con las tendencias ideológicas imperantes en su contexto de aparición, que conllevaban una práctica política determinada: el ambiente del Imperialismo. Sí se permite esa mirada retrospectiva, multitud de consecuencias adversas en
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relación con el catálogo de derechos: la opresión, la explotación, la expoliación y la discriminación son elementos centrales en el marco de las relaciones coloniales, que en muchos sitios consiguieron sobrevivir incluso a la caída de los imperios que les daban sustento y legitimidad, en manos de agentes locales en las esferas de la producción y del gobierno. Desde esta perspectiva parece posible comprender al sionismo como una modalidad de este movimiento ideológico-práctico general. Pero es necesario señalar que no hubiera alcanzado sus objetivos sin el apoyo, siquiera táctico y circunstancial, de la potencia dominante con la que tenía mayor contacto, pues era en sus orígenes un movimiento extremadamente débil en términos de capacidad de acción política: sin verdadera influencia en el gobierno, sin ejército propio, sin medios de financiación suficientes. Aún sí el colonialismo sionista evitó mantener las perniciosas relaciones coloniales, lo hizo en una situación particular de expansión imperialista, porque estas relaciones son también variables y tienen dimensiones singulares.
El retrato del colonizado que hace Memmi es muy ilustrativo de esta situación: “He dicho que era de nacionalidad tunecina; como los restantes tunecinos, era tratado como un ciudadano de segunda clase (...) Pero yo no era musulmán, lo que en un país donde coexisten tantos grupos humanos, pero todos muy celosos de su propia fisonomía, tenía una considerable significación. Para simplificar digamos que el judío participa tanto del colonizador como del colonizado. Sí era indiscutiblemente un indígena, como se decía entonces, muy cerca del musulmán por la insoportable miseria de su pobreza, por la lengua materna (mi propia madre no supo nunca el francés), por la sensibilidad y las costumbres (...) sin embargo, trataba desesperadamente de identificarse con el francés. En un gran impulso que le llevaba a occidente, que le parecía el parangón de toda verdadera civilización y cultura, volvía alegremente la espalda a
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Oriente...”101. El sionismo político y realizador recoge esta tensión casi en estos mismos términos y en su propio territorio, como viéramos al analizar el discurso de Herzl, y estas relaciones confusas no dejaron de influir en las relaciones con la población árabe. Así, aún cuando no lo quisiera su discurso, sus propias prácticas se hallaban marcadas, si no por el abierto desprecio, al menos sí por un acusado desinterés por las consecuencias de sus propios actos sobre los otros colectivos humanos presentes en la región. En términos de derechos humanos no cabe disculpar las consecuencias, sin importar lo imperiosas que le parecieran sus propias necesidades culturales y por muy justificables que les parecieran los medios empleados para la supervivencia nacional. Porque la característica fundamental de la categoría de Derechos Humanos es su alcance universal y toda afirmación particular de los mismos no puede (en teoría) suponer la vulneración de otros derechos de la misma categoría. 101
Retrato del colonizado, Edicusa, 1971. Pág. 45.
Esto implica, evidentemente, la violación del principio de igualdad, que se reproduce en las mismas condiciones que en su origen ideológico: sobre la base de una abstracción y a un modelo de ciudadano –y de nociudadano– indefectiblemente ligado a un modelo específico de sociedad: el estado nacional centralizado con una estructura económica capitalista. En este sentido, no tiene casi relevancia que la Declaración de los Derechos Humanos haya sido convalidada también por las potencias y países socialistas, pues compartían con las potencias capitalistas dos obsesiones interrelacionadas y fundamentales: la soberanía del estado nacional y la ampliación permanente de la capacidad productiva. En relación con estas dos obsesiones basaban también su presunta superioridad sobre cualquier otro modo de articulación social. Entonces, mientras el imperialismo tuvo como resultado secundario la
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expansión del modelo de estado-nación occidental a casi todo el mundo, el sionismo aprovechó el interés y la capacidad del imperio Británico para forzar la recolonización de Palestina, utilizando en su beneficio la brecha abierta en el imperio Turco. En todo caso, sí al imperialismo como modo de articulación del capitalismo de fines de siglo XIX y principios del siglo XX le corresponde buena parte de la responsabilidad política e ideológica por la mala gestión de los conflictos locales que tanto daño causaron a la población autóctona en Palestina, eso no supone restar las responsabilidades inmediatas que bajo los mismos supuestos le caben al sionismo en lo que a la falta de atención sobre los efectos que sobre la población no-judía de Palestina tendría el proceso de formación de un estado étnico, ni mucho menos de los efectos causados por la acción efectiva del estado creado. Es siempre un motivo de fuerte polémica, seguramente inevitable, la asignación de responsabilidades frente a una situación extendida y continuada de violación de derechos, cuando esta situación es resultado de un
proceso histórico extenso y que abarca varias generaciones. Ideológicamente, y como resultado de la aplicación del principio de responsabilidad individual y de daño individual (que son débiles e insuficientes para tratar este tipo de casos), el proceso es contemplado como una fatalidad, en donde lo histórico y lo sociológico no parecen tener sentido. Las situaciones estructurales de vulneración de derechos resultantes de procesos sociales e históricos continúan siendo un lado ciego a la hora de tratar los casos concretos. En realidad, esta debilidad es una condición necesaria para el mantenimiento del conjunto de las situaciones globales, pues poco y nada de lo que hoy existe en las relaciones internacionales terminaría sin ser “pesado en la balanza, y encontrado falto de peso”102. Considerar al sionismo en éstos términos históricos, juzgándolo como un modo de colonialismo e imperialismo, con los que sin duda está relacio-
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nado, implicaría la necesidad de extender el juicio al conjunto de las situaciones análogas y ninguna potencia de la tierra parece dispuesta a encarar semejante empresa. Se trata, en última instancia, de la comprensión de un estado de relaciones de fuerza, donde los vencedores que propugnan la universalidad de los derechos humanos se niegan a aplicar esta universalidad cuando es su propia práctica la que debe ser juzgada. A diferencia del sistema de derechos existente, la percepción judía religiosa tradicional –y también el derecho musulmán103– sí atendía a la posibilidad de comprender las situaciones trans-generacionales como objeto de juicio moral. Aún más, para justificar la colonización de Palestina esta “memoria” fue ampliamente utilizada e incluso aceptada en su momento por los propios organismos internacionales: “En vista de que se ha dado reconocimiento a la conexión histórica del pueblo judío con Pales-
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Cfr. Daniel 5, 27. Cfr. Coulson, Historia del derecho Islámico, Bellaterra, 1998.
tina y a las tierras para reconstituir su hogar nacional en ese país”104. Sí el recurso histórico vale para la práctica enunciación de un derecho colectivo ¿Por qué no ha de valer también para asignar responsabilidades frente a situaciones estructurales de vulneración de derechos, aún las causadas por generaciones anteriores? Sí el pueblo judío podía reclamar por un territorio luego de dos milenios, eso supondría el establecimiento de un peligroso precedente: casi ningún habitante del planeta dejaría de ser parte de algún proceso histórico que nunca tuvo una reparación jurídica, ya sea como víctima o descendiente de víctimas o como victimario o descendiente de victimarios, e incluso puede sospecharse que buena parte de la humanidad representaría varios casos de ambas clases. Lógicamente, al menos en el contexto presente, la discusión no tiene auténtico sentido, porque lo que realmente determina las diferentes situaciones sociales
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es el estado de las relaciones de fuerza en materia política, económica, militar e ideológica y no un sentido trascendental de justicia, tan ajeno a la modernidad. Un último punto a destacar en estos elementos preliminares es un llamado de atención acerca de los resultados del sionismo en la propia judeidad y en relación con lo que ésta contenga de cultura judía. A pesar de la concentración en Israel de buena parte de la población judía mundial existente, la población judía mundial no ha seguido durante el último medio siglo el crecimiento demográfico de la mayor parte de la población en general. Esa concentración ya parece acercarse, por otra parte, al límite de absorción medioambiental de la región, principalmente por la gran escasez de recursos hídricos. Esta debilidad relativa de la curva de crecimiento no se debe a un descenso particular de la tasa de natalidad, ni a condiciones externas de per104
Prólogo en: Resolución del consejo de la Liga de las Naciones sobre el Mandato de Palestina, del 24 de julio de 1922.
secución política, sino a una alta tasa de aculturación (reconocida generalmente como asimilación cultural o pérdida de la identidad). Conjugando ambos datos, parece claro que la creación del estado de Israel sólo ha cumplido a medias con su misión de salvar a la cultura judía. La medida en que el sionismo sea causa de este estancamiento demográfico no debe impedir observar otras causas que deben estar influyendo en este aspecto. Es probable que la tremenda presión que ejercen las ideologías dominantes, a escala global, estén mermando las fuerzas de las identidades tradicionales y para ello, no hay duda, ni el sionismo en su aspecto político ni el estado de Israel pueden ofrecer respuestas, precisamente porque desde su matriz son representantes de esa misma ideología dominante. Sobre estas cuestiones trataremos más adelante con algo más de profundidad. Así vuelven a reunirse e integrarse los elementos conflictivos que lla-
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man nuestra atención: sionismo, relaciones internacionales y globalización, pues ya no pueden considerarse aisladamente ni reducirse los conflictos a su expresión más inmediata, sino que deben ser articulados con el contexto general en que se desarrollan. El movimiento sionista y, posteriormente, el estado de Israel, dependieron en sus orígenes de la evolución de las relaciones políticas internacionales para su propio desarrollo. Debe atenderse a su relativa debilidad como movimiento político, en el primer caso, y como nuevo estado en el segundo, siempre en relación con las estructuras políticas y administrativas nacionales e imperiales relevantes en la época. En buena medida, además, su evolución o, mejor dicho, la evolución de sus circunstancias, sirve de contraste para esas mismas relaciones internacionales, como piedra de toque para la evaluación preliminar de su constitución, evolución e importancia relativa frente a otros factores, ya sean económicos, políticos, culturales e incluso militares.
En primer término, el período de desarrollo del sionismo como movimiento político y el establecimiento del estado judío coinciden –en forma no totalmente casual ni causal– con la evolución de importantes organismos e instituciones tendientes a regular y controlar, si bien no siempre con buenos resultados, las relaciones internacionales, entre los cuales destacan la Liga de las Naciones, la Organización de las Naciones Unidas y, en el marco de ésta última organización, el Consejo de Seguridad. En segundo término, la situación conflictiva planteada desde el inicio por la intención y posterior concreción de la actividad colonizadora sionista permite observar y evaluar las sucesivas acciones internacionales, la vocación y calidad negociadora de las instituciones y las relaciones de fuerza entre los bloques enfrentados en este caso concreto. La ubicación espacial y temporal del conflicto no es casual. Se trata,
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por una parte, de una época (hablamos del fin del siglo XIX) en la que los estados con capacidad de dominación imperial basada en relaciones capitalistas de producción avanzadas se encontraban en posición, antes de enfrentar sus propias crisis, de expandir su influencia, compitiendo con oponentes sumidos en un estancamiento crónico y una paulatina declinación: los imperios de Europa central y el oriente próximo y lejano. Por otra parte, la tierra de Palestina en disputa se encuentra en uno de los límites de la lucha, hasta convertirse en una trinchera más de la enorme guerra de posiciones políticas desarrollada por estos años y hasta el fin de la primera guerra mundial105. Así, ambos contextos, el local y el internacional, deben ser tenidos en cuenta. Para facilitar el análisis del largo período histórico en el que el sionismo y el estado de Israel se comunican e interactúan con las instituciones internacionales y su contexto conflictivo, hemos dispuesto el recorrido en cuatro etapas: la primera de ellas abarca el período de gestación del 105
Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
proyecto sionista, marcado por la lucha entre los imperios de diversa índole, hasta el conflicto mundial 1914-1918, en donde eclosionan nuevos actores y situaciones que influirán poderosamente en ambos contextos; la segunda etapa comprende los años de entreguerras, que es un período signado políticamente para la región por el mandato británico y por el rebalanceo de las fuerzas existentes en el sistema geopolítico mundial, una de cuyas expresiones significativas es la “Liga de las Naciones”, esta etapa concluye con la segunda guerra mundial para el panorama internacional y con la creación del estado de Israel en el contexto particular; la tercera etapa comprende un período particularmente importante en términos institucionales, pues el fin de la Segunda Gran Guerra trae consigo la institucionalización de la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, junto con la institución del Consejo
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de Seguridad, cuya importancia estratégica en la gestión del conflicto lo hace merecedor de un apartado; en el plano local esta etapa se distingue por la guerra árabe-israelí y la terminación de la posibilidad de establecer un estado palestino independiente durante muchas décadas. Esta imposibilidad es origen, a su vez, de buena parte de los conflictos que continúan activos actualmente. Por último, como parte fundamental, podremos analizar el estado actual del conflicto y de las relaciones internacionales que han cambiado y cambian en forma acelerada, aún cuando ello tarde en verificarse en términos institucionales. Dado que a la historia local hemos dedicado páginas anteriores, es al contexto internacional al que daremos ahora mayor importancia, haciendo a la realidad particular del oriente medio las referencias indispensables, además de aquellas que aporten nuevos datos. Por su parte, el análisis de las prácticas institucionales de los organismos internacionales y de las principales potencias mundiales en cada etapa no será exhaustivo ni
mucho menos. Por el contrario, estará acotado a los aspectos relacionados con nuestro tema.
B_ En la era de los imperios
Es un uso común hablar de Imperios y de intenciones y prácticas imperialistas. Si nos atenemos a la etimología latina del término, verificamos que el “Imperio” denota un área geográfica bajo control militar cuya cabeza era el emperador. Las fronteras de los imperios son habitualmente difusas y menos precisas que las del moderno Estado-nación, pues están ligadas a la capacidad de control militar y administrativo, pero no es tan claro el alcance de la jurisdicción jurídica y política. En cualquier caso, lo que define al sistema imperial es su vocación expansionista, pues no es
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otra cosa lo que lo diferencia de otros sistemas estatales. Esta vocación expansionista debe responder, a su vez, a necesidades políticas o económicas concretas, pues el expansionismo nunca deja de provocar situaciones de conflicto interno y por fuerza las causas sociales que impongan la tendencia a la expansión deben ser muy importantes. La presencia de un alto grado de militarización no es sino la consecuencia de esta vocación y, por ello mismo, un sistema imperial planteará grandes efectos en las relaciones interculturales, ya sea en la etapa de expansión o en la de consolidación de la dominación. En efecto, los imperios se han caracterizado por la concentración del poder en campos sociales fragmentados, resultando especialmente aptos para administrar sociedades cuyo sustrato productivo requiriera de grandes contingentes de trabajadores esclavos o de poblaciones tributarias. Desde la primitiva organización de los estados en torno al sistema imperial, entres tres y cuatro mil años antes de la era cristiana, que es una
característica de sociedades amplias y complejas, este sistema no ha dejado de cumplir un papel importante en la evolución histórica de la humanidad. Este hecho, debe ser tenido en cuenta porque la evolución de los imperios ha marcado el desarrollo de occidente. La causa de esta influencia no es un secreto, pues la vocación expansionista que caracteriza a los imperios se explica a partir de sus necesidades estructurales. Todo imperio debe mantener un elevado nivel de gasto interno en materia de manutención de las clases dominantes y de vastos contingentes militares, que son, en primera instancia y desde un punto de vista económico, consumidores improductivos. En el caso de los imperios antiguos, la constante necesidad de nuevos contingentes tributarios, en dinero, especias o mano de obra, suponía el incremento de ambos factores de consumo, lo cual abría las puertas para una futura y necesaria etapa de ex-
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pansión imperial. A diferencia de este modelo, que puede calificarse como “tradicional”, el imperialismo moderno, basado económicamente en la producción masiva e industrializada, no tiene en la base de sus necesidades expansionistas una relativa debilidad interna en materia de capacidad de producción de excedentes. Por el contrario, muestra la urgente necesidad de encontrar válvulas de escape y desarrollo para sus fuerzas productivas, que son extraordinariamente dinámicas. En cualquier caso, ambos modelos tienen en común unas marcadas tendencias expansionistas cuyo principal motor se encuentra en las necesidades materiales objetivas de sus clases y sectores dominantes. Estos sectores se ven periódicamente obligados a romper el statu quo de las relaciones sociales internas o externas a fin de conseguir los medios para su reproducción social. En el caso de los imperios apoyados en relaciones capitalistas de producción es también una reproducción necesariamente ampliada y no, como en el caso de
los imperios tradicionales, una ampliación de las propias clases dominantes o de sus contingentes armados. Hemos apuntado ya que toda organización estatal ligada a un sistema imperial debe desarrollarse en una sociedad compleja. En relación proporcional a esta complejidad, dichos estados deben poseer una estructura jurídica en dónde representan un papel sustancial la jerarquía de las personas jurídicas vinculadas recíprocamente por contrato y la expresión legal de las relaciones productivas (las condiciones de propiedad que hacen a la apropiación de la riqueza producida socialmente). Así, cada imperio configura un particular estado administrativo de las regiones y espacios sociales bajo su mandato, articulados en una jerarquía específica. Por otra parte, las características del sistema imperial implicaban que, dados dos imperios, las aspiraciones expansionistas de uno y otro casi
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siempre concluían con un enfrentamiento por el control de las zonas limítrofes o, eventualmente, por el conjunto del territorio. Esta caracterización que hemos esbozado servirá para ubicarnos en el problema específico que debemos tratar para comprender la particular situación del sionismo en el momento de su aparición como agente político. Cuando esto ocurre, ya asomándose en el horizonte el siglo XX, el imperialismo se encuentra en su apogeo, pues casi cualquier fracción del planeta se hallaba afectada por sus relaciones con un estado imperial o por su pertenencia a algún imperio106. El régimen de mandato, que tantas complicaciones traería para el caso de Palestina, fue ampliamente utilizado en este período. El estado actual de buena parte de África, por ejemplo, es una prueba más de la inoperancia de los organismos internacionales de la época, pues esta región fue la más afectada por las malas prácticas de los imperios modernos. También es ejemplo de la perversión existente en todos los casos de dominación 106
Cfr. Bruun, La Europa del Siglo XIX. Op. Cit.
imperial, agravada por la figura hipócrita de la “protección” implícita en la fórmula del mandato y que la Carta de la ONU asume con naturalidad. En los años que precedieron a la primera Guerra Mundial el mapa del mundo era un tablero de juego para los intereses imperiales enfrentados. Las cambiantes relaciones de fuerza implicaban una complicada maraña de alianzas y oposiciones que desatarían el conflicto bélico más feroz del que se tuviera noticia, tanto por su extensión geográfica, como por la cantidad de víctimas y la mortífera tecnificación de las armas utilizadas107. Con la primera guerra mundial se determinó el posicionamiento de los imperios europeos en el mundo y es en el proceso que prepara este desenlace cuando aparece el sionismo. Pero ni la alineación de las fuerzas en este conflicto ni el resultado del mismo es casual. La primera guerra mundial trajo consigo la seguridad de que, si existía una forma de domi-
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nación imperial que tuviera futuro, ésta sería la del imperio basado en poderosas fuerzas productivas internas, dándose por terminada la era de los imperios “tradicionales” tributarios, esclavistas o semi-feudales. Al terminar la guerra los imperios centrales fueron divididos y privados de buena parte de sus colonias y su organización interna se vio forzada a la semejanza respecto de las potencias centrales. La Rusia zarista se había convertido en el núcleo de la Unión Soviética, ejemplo de una nueva forma de imperialismo burocrático, pero sustentada por una productividad promedio muy superior a la de los imperios tradicionales, ya que terminó por incorporar con facilidad los principios de racionalización instrumental de la producción. Finalmente, en el aspecto que más interesa aquí, el Imperio Otomano fue desmembrado y su área de influencia en oriente medio se repartió entre Francia e Inglaterra, aparentemente los grandes vencedores de la guerra. En esta repartición de oriente medio las potencias imperiales europeas terminaron con una larga 107
Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
tradición y fijaron los límites de los estados modernos, convirtiendo a los territorios bajo su jurisdicción política o militar en potenciales mercados para las manufacturas o en proveedores de materias primas y mano de obra barata108. La dominación inglesa en Palestina tuvo como consecuencia introducir al movimiento nacionalista judío en el centro de un enfrentamiento de un rango más amplio y con profundas consecuencias sociales. Al eliminar al Imperio Otomano como factor regional de poder y asistir al mismo tiempo a la realización del ideal sionista, el imperio británico instaló un mecanismo conflictivo en donde la cobertura ideológica del “progreso de la civilización”, en la forma más concreta del etnocentrismo europeo, ocultó estas mismas condiciones conflictivas. No obstante, una vez eliminado como enemigo el imperialismo tradicional, los antiguos aliados se volvieron enemigos, pues competían por la
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ampliación de los mercados y las zonas de influencia. El obligado cambio político y económico dentro del desmembrado imperio alemán, sumado a las opresivas condiciones impuestas por los vencedores y a las dificultades para controlar las contradicciones sociales dentro de la propia Europa, instalaron las condiciones que conducirían al auge del nacionalsocialismo y a la Segunda Guerra Mundial. En la etapa previa a la Primera Guerra Mundial, el sionismo político no representó un papel relevante, ni fue realmente tenido en cuenta pese a los constantes intentos de los líderes sionistas por aproximar sus reivindicaciones a los gobernantes de todos los imperios implicados. La consolidación de los imperios y los conflictos inter-imperialistas no eran asuntos en los que un grupo insignificante de intelectuales que no actuaban realmente en representación del colectivo implicado –pues dicho colectivo era una construcción ideológica y no una realidad sociológica– pudieran intervenir con alguna posibilidad de éxito. Esta posibilidad se presentaría, 108
Cfr. Amín, Imperialismo y desarrollo desigual. Op. Cit.
no obstante, una vez que el conflicto se encontraba en vías de definición y se tornaba importante delinear una política que atendiera a la administración de las regiones y poblaciones reconfiguradas por el resultado de la guerra. A pesar de la escasa información documental acerca de las razones que llevaron al gobierno británico a apoyar la causa sionista entre 1917 y mediados de la década de 1920, podemos analizar algunos aspectos a la luz de sus consecuencias y considerando el tipo específico de relaciones sociopolíticas que se desarrollaron entonces.
C_ El período de transición colonialista
Colonización y descolonización no son, como podría parecer, dos procesos sucesivos, dos etapas que implicarían modos distintos de regulación
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política para la etapa expansiva del capitalismo, aunque esta segunda caracterización se encuentra más cerca de captar el fenómeno. Sí mediante la colonización se procura un modo extensivo de acumulación de capital, el proceso de descolonización marca el agotamiento del modelo, que pasa a centrarse en la intensificación de la acumulación por otros medios. Pero no se trata de dos etapas diferenciadas por completo en la historia efectiva. Porque mientras en algunos lugares del mundo se retrocedía en la vocación colonialista, en otras regiones la colonización misma comenzó en forma tardía. Cada región del mundo no-europeo ha seguido un ritmo distinto en sus procesos de colonización y descolonización. El colonialismo es un modelo político general y un modo de valorización del capital, pero ha presentado numerosas variantes dependiendo de las características de la población local y de los colonos –e incluso de los recursos y medios de producción que se pretendían extraer de cada región–, y también del momento histórico, lógicamente.
El proceso puede rastrearse verificando las fechas de las declaraciones de independencia de los países por región, donde encontraremos que en una fecha tan tardía como la década de 1970 continúan apareciendo estados en África; e incluso después, si se considera la reaparición de estados incorporados al mundo soviético, que recuperaron su autonomía a partir de 1990. A pesar de que la independencia de cada estado particular solía suponer un fracaso para el imperio mandatario y para el imperialismo como sistema, en realidad se produce una reafirmación importante del sistema capitalista mundial. Porque la “independencia nacional” supuso normalmente la aceptación de las reglas políticas de la modernidad, condensadas en la forma del estado-nación vinculado a relaciones de producción de tipo capitalista (o, al menos, a la producción masiva de excedentes), pues de otro modo se difi-
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cultaba el acceso al mercado mundial. Esta es una condición necesaria para la globalización como acontecimiento general, pues para la relativa superación progresiva del estado-nación tradicional a escala mundial este modelo debía imponerse primero a la misma escala. En el cercano oriente, por otra parte, dichos procesos se producirán en forma tardía, pues no hay que confundir la dominación de una región por parte de un imperio tradicional con la dominación de una potencia imperialista: sus modos de funcionamiento y sus efectos son por completo diferentes. Palestina debió esperar a que las condiciones geopolíticas maduraran y que cayera en la zona de influencia de los imperios coloniales para que estos introdujeran las condiciones que la transformarían en una parte integrante del mercado capitalista mundial. Pero los efectos no son sólo políticos, económicos o culturales, sino también demográficos. El desarrollo de las relaciones capitalistas de producción trajo consigo un explosivo incremento de la población a escala mundial. En realidad, el crecimiento de la población humana acompañó el
desarrollo de las grandes sociedades, por la sencilla razón de que sólo podía producirse un aumento de población en aquellas estructuras sociales que aseguraran, a un ritmo mayor o menor, el incremento de la productividad. En el caso europeo, la población había crecido ininterrumpidamente desde comienzos de la edad media, exceptuando la crisis demográfica del siglo XIV, producida por la peste negra. Desde los albores de la modernidad el crecimiento se acelera notablemente para pasar de 52 millones a principios del siglo XV a 95 millones a principios del XVIII, es decir, trescientos años para aproximarse a su duplicación. Pero en los doscientos años siguientes, la población se triplicaría hasta alcanzar los 295 millones en 1900109. Esto significa que el período de mayor crecimiento de la población europea se corresponde con la etapa de expansión imperial, pues
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la tasa de crecimiento en Europa desciende con bastante brusquedad a partir de 1950110. Pero el efecto de este crecimiento es mayor en términos relativos pues, aunque el subcontinente indio y el sudeste asiático albergaban históricamente mucha más población absoluta que Europa (entre 4 y 5 veces más), su crecimiento explosivo característico es propio del siglo XX, cuando el colonialismo ya había desarticulado los sistemas económico-sociales tradicionales de estas regiones111: “Las cifras correspondientes a Europa, por sí solas, no son suficientes para indicar toda la magnitud del logro europeo en materia de crecimiento de la población. Entre la caída de Napoleón, en 1815, y el estallido de la primera Guerra Mundial, en 1914, más de 40.000.000 de emigrantes abandonaron sus patrias europeas para establecerse en otros continentes. Las consecuencias de esta vasta migración hicieron que los europeos se convirtieran, en gran parte, 109
Cfr. Livi–Bacci, A Concise History of World Population. Blackwell, 1992. Ídem. Pág. 31. 111 Ibídem. 110
en una raza extra-europea. En 1814 había menos de 20.000.000 de personas nacidas en Europa o de sangre predominantemente europea del otro lado de los mares. Hacia 1914, el total se había multiplicado diez veces, hasta sumar cerca de 200.000.000. Este incremento y dispersión de los europeos durante el siglo XIX fue un reflejo fiel de su espíritu imperial. Hacia 1914 había tantas personas de ascendencia europea fuera de Europa, como habitantes había tenido este continente el siglo anterior”112. Lo que nos interesa de estos datos demográficos es constatar que el proceso de colonización sionista de Palestina se encuentra, en este sentido, completamente integrado al proceso general de colonización como “exportación” de la población europea. No obstante, se trata también de un caso específico y que presenta importantes singularidades.
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Si puede considerarse a la colonización como un tipo particular de migración, sustentado en un sistema imperialista, inmediatamente debemos decir que se trata, sobre todo, de un mecanismo idóneo para la transformación estructural de las áreas afectadas. A diferencia de una fuerza militar de ocupación, cuya tarea es mantener un territorio bajo el control jurisdiccional de un estado (sean o no imperialistas o expansionistas sus intenciones), la población colonizadora tiene por objeto general transformar una estructura económica, ya sea importando a una región determinadas poblaciones socializadas en un contexto específico de relaciones sociales o transformando las relaciones preexistentes en la región. En estas condiciones, la relación con la población autóctona de una región, implicará su dominación, su expulsión e incluso un eventual exterminio. Porque la colonización es, ante todo, un tejido de relaciones intersociales e inter-culturales que persigue un fin específico que está relacionado con la estructura social de la que parte el colonizador: no es simple112
Cfr. Bruun, La Europa del Siglo XIX. Op. Cit.
mente un abandono del país de origen. Por el contrario, la colonización, desde la perspectiva del colonizador, implica la transformación de un nuevo espacio social a la imagen y semejanza de la sociedad de origen, aunque otro, y muy distinto, es el destino de los colonizados: “El colonizador marcha a la colonia porque es el medio con el que cuenta para lograr un estatuto económico superior al metropolitano y porque, además, al vivir en un sistema basado en la opresión, puede alcanzar rápidamente un ascenso social que tampoco habría obtenido en la Metrópoli. En el extremo inferior de la escala social colonial, ya fuera de ella, se encuentra el indígena; en el superior, el colonizador, ya sea comerciante (con más pingües ganancias y beneficios menos controlados), ya sea funcionario (trabajando no en una mediocre prefectura, sino en un auténtico virreinato), ya sea militar (liberado de la observación de los políticos y do-
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tado permanentemente de facultades excepcionales)”113. Esta caracterización del colonizador contribuye a acercarnos una idea importante: que no todas las áreas por las que un imperio podía extenderse eran zonas aptas para la colonización. Sí el primer paso para lograr la incorporación de un territorio era la conquista militar –sea cual fuese la excusa para tal ocupación– la lógica de la expansión es fundamentalmente económica, y los pasos que siguen a la ocupación militar implican la incorporación del nuevo territorio al área de acción económica de la potencia imperial. El primer paso es dado por el estado, que es entonces un estado volcado al servicio de una clase social. Pero la colonización debe ser desarrollada por particulares con apoyo de este estado. Por lo tanto, para que existan candidatos a desplazarse de la metrópoli a la colonia deben existir oportunidades efectivas de crecimiento económico y social para estos candidatos. Porque el militar de carrera y el funcionario continúan formando parte del aparato del estado imperialista, pero no hacen a la 113
Sartre, Prólogo en Memmi, Retrato del Colonizado. Op. Cit. Pág. 14.
transformación de la estructura económica de la colonia sino como fuerzas auxiliares. Ahora bien, en aquellas zonas ocupadas militarmente que no ofrecían este tipo de incentivo resultaba entonces mucho más difícil establecer una colonización efectiva. A largo plazo, la ocupación no resultaba rentable para el imperio. De hecho, ciertas zonas eran ocupadas por su importancia estratégica y no por su valor económico, para conservar el sistema imperial. De esta forma, las colonias de América, por ejemplo, representaron desde el primer momento una fuente de riquezas fácilmente extraíbles para los conquistadores, atrayendo de inmediato la atención de los imperios y facilitando la atracción de colonos, junto con adelantados, misioneros y aventureros de toda índole. En otras regiones, como el sudeste asiático, la presencia de grandes sociedades refrenó la presencia colonial, que
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se concentró en enclaves urbanos, antes que en grandes extensiones de propiedad rural, resultando el comercio desigual la mayor fuente de ganancias. No hace falta insistir en el particular beneficio que se obtuvo de África. Pero Palestina, como otras partes del cercano oriente, no ofrecía las oportunidades de otras regiones. Como resultado, la victoria sobre el Imperio Otomano no garantizó un convincente botín para la instalación de contingentes migratorios europeos que colonizaran este territorio. Por otra parte, esta conquista se obtuvo en forma tardía –porque tampoco había sido deseada antes– en relación con otras zonas del mundo. El cercano oriente no se encontraba “maduro” para la independencia nacional, vale decir, no existían todavía las condiciones sociales en la forma concreta del beneficio colonial para la implantación del estado-nación. Pero precisamente era esta la ambición política de los estados imperiales europeos en las regiones que no anexionaban y de dónde no obtenían suficientes beneficios directos: la implantación global del sistema del estado-nación, con
vistas a crear y obtener nuevos mercados y fuentes de ganancias o materias primas. Por ello no es sorprendente que el imperialismo británico y el francés se retiraran sólo después de crear una serie de estados nacionales cuya población se encontraba sometida a los designios de las clases dominantes –a menudo en forma de clanes poderosos– apoyadas por los imperios salientes. Uno de los grandes éxitos del capitalismo como sistema social es su tendencia a la “clonación” política. Porque, a diferencia de las sociedades estamentales, se basa en la liberalización de las individualidades económicas (sea cual fuere la posición en el mercado de cada individuo) y en la expansión continua de sus mercados. Con ello, al enfrentarse con otras formaciones sociales complejas, le basta con destruir el tejido social existente en las tierras invadidas, mediante el uso de la violencia imperial,
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para que el capitalismo, buscando oportunidades de crecimiento, llene el vacío dejado por la vieja estructura. La instalación controlada de las relaciones mercantiles capitalistas induce a la articulación política local a copiar o adaptar paulatinamente el modelo de los países centrales. Si la operación sale mal, y la estructura política no es copiada, siempre quedan como opciones el saqueo y el abandono posterior. El reparto del cercano oriente entre Francia –que ocupó la zona de influencia Sirio-Libanesa– y Gran Bretaña –que ocupó el resto de la región– fue relativamente sencillo, precisamente porque la zona no era demasiado prometedora: el arreglo pacífico implicaba que no valía la pena una guerra por el control de esa zona. Pero, dado que el esclavismo estaba agotado y que el modelo imperial se hallaba ya en retroceso, las posibilidades efectivas del sistema colonial apenas fueron aplicadas a la región. Por otra parte, el sistema colonial es efectivo si el intercambio con la metrópoli es fluido y constante, vale decir, si el capitalismo central se encuentra en buenas condiciones. Pero la salida de la Primera Guerra Mundial encontró
una Europa occidental a las puertas de la paralización económica que frenaba cualquier fluidez en los intercambios. El estado no había desarrollado todavía toda su capacidad de intervención interna en el manejo de la economía114, que sólo sería desarrollada por el Fascismo y el Nazismo (como se hacía ya en la Rusia Soviética) y, posteriormente, por el Keynesianismo práctico. Esta relación entre el estado fascista y el estado de bienestar no debe sorprender: se trata en ambos casos de un modelo corporativista de estado intervencionista, y es en este sentido en el que debe realizarse la equiparación, no en cuanto a las formas políticas y los discursos implicados. Frente a este estado de cosas, el sionismo vino a resolver parcialmente este problema para Gran Bretaña en lo que a la colonización de Palestina se refería, ofreciendo una masa colonizadora importante, motivada y que
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no pedía de la metrópoli sino que la dejaran instalarse allí. El hecho de que este movimiento procurara su propia independencia nacional no constituía en realidad un inconveniente, pues al menos tendería a establecer la forma políticamente correcta en la región para el establecimiento de relaciones económicamente provechosas y, además, se podía esperar mantener el poder en la región manu militari, de modo que dicha “independencia” siguiera bajo su control. La Segunda Guerra Mundial se encargaría de destruir esta última percepción, aunque el principio sigue siendo válido: en la actualidad Israel es considerada una nación moderna (en el sentido europeísta) en contraste con sus vecinos de la región. Así se comprende que, de todos los estados creados por las potencias europeas por aquellos años en la región (Siria, Líbano, Iraq, Jordania, etc.), sólo Israel acabara teniendo, durante varias décadas, la forma de estado característica de los estados nacionales europeos avanzados y también que sólo en Palestina se produjera un auténtico recambio poblacio114
Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
nal. Las corrientes migratorias sionistas actuaron como los colonizadores que la escasa atracción de la región impidió desarrollar eficientemente en los países vecinos. Bien distintas habrían sido las cosas, puede suponerse, de haberse sabido y comprendido el valor geopolítico y económico de los yacimientos petrolíferos de la región. Como se ha visto, de todas formas existió un elemento económico importante para dicho desplazamiento, derivado de la situación sociopolítica inestable en Europa oriental. Pero a la potencia imperial, en principio, poco le importaban estas causas: de los pioneros sionistas, pocos y ninguno era ciudadano inglés. El imperio proveyó a la zona de soldados y gobernadores. Sin embargo, hasta el fin de la guerra era otro imperio el que dominaba en la zona, y sólo el Gran Sultán tenía entonces peso en ella. La actuación “internacional” comenzó cuando este dominio llegó a su fin.
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Como hemos visto, la política imperial europea de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, a diferencia del viejo imperialismo, no se basaba en la anexión territorial directa sino en el control colonial. Esta política encontró su sanción jurídica, también tardía, en el régimen de Mandato, según el cual se otorgaba a una potencia imperial el control jurisdiccional de un territorio, refrendado por el envío de tropas y funcionarios115. El cambio en las relaciones internacionales que siguió a la Primera Guerra Mundial produjo una rearticulación de este sistema. Mientras que antes de 1914 la conquista imperial se basaba en el dominio militar, con la consiguiente posibilidad de desatar conflictos de interés con otros conquistadores, con la creación de la Liga de las Naciones se incorporaron, al menos en apariencia, los marcos jurídicos para administrar mejor esos conflictos. La guerra había puesto en evidencia que la ausencia de un marco de regulación para las relaciones internacionales –y, más precisamente, inter-imperiales– podía acarrear serios problemas de supervivencia 115
Cfr. Bruun, La Europa del siglo XIX. Op. Cit.
para los propios imperios. Además, ahí estaba la revolución bolchevique como muestra y advertencia de lo que los conflictos podían llegar a representar para los imperios capitalistas. Esto no significó que los imperios renunciaran a ejercer su poder. Se encontraban implicados en la tensión que existía entre la necesidad de desarrollo (que hemos destacado como una característica general del imperialismo) y la necesidad de asegurar un marco de subsistencia política que tendía a refrenar este mismo desarrollo. Esto ocurría en un momento histórico en el que el despliegue capitalista europeo se hallaba detenido y hasta en retroceso, porque el sistema expansivo utilizado hasta el momento, que se apoyaba en el régimen “colonialista” de acumulación, mostraba ya claramente sus limitaciones. Por otra parte, la necesidad existente luego de 1918 de establecer canales de comunicación política se hizo eviden-
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te pues: “Para quienes se habían hecho adultos antes de 1914, el contraste era tan brutal que muchos de ellos, incluida la generación de los padres de este historiador o, en cualquier caso, aquellos de sus miembros que vivían en Europa Central, rechazaban cualquier continuidad con el pasado. significaba , y cuanto venía después de esa fecha no merecía ese nombre (...) en la Primera Guerra Mundial participaron todas las grandes potencias y todos los estados europeos excepto España, los Países Bajos, los tres países escandinavos y Suiza”116. La primera guerra mundial abre también la era de los genocidios, con la matanza de 1.500.000 armenios por parte del imperio turco. La virtual ruina económica que resultó para los países “vencedores” del conflicto acentuó la sensación de brutalidad del conflicto, y sin duda contribuyó a acelerar la desintegración de los sistemas imperiales. Esto, como se ha dicho, no fue obstáculo para que resultara en una conquista para el capitalismo, en la forma de la globalización del modelo de estado-nación. 116
Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit. Págs. 30-31.
No obstante, el organismo creado para de contener el conflicto mediante el diálogo multilateral, la Liga de las Naciones, en ningún momento tuvo una capacidad política efectiva, e incluso se transformó en un medio cuasi-legal para la aplicación de políticas imperialistas. De esta forma, cuando en 1922 se promulgó el mandato de Palestina, que daba la concesión política de la zona al imperio británico: “La mayoría árabe objetó que el mandato inconstitucionalmente violaba el Convenio, frustrando la independencia nacional que el artículo 22 había reconocido provisionalmente para aquellos que fueran habitantes indígenas de Palestina desde antes de 1919. Pero la perspectiva inglesa del Mandato no puso un énfasis semejante en el rol legal del artículo 22 o, ciertamente, de la Liga de las Naciones en general”117. Así se señala la improcedencia legal del mandato en relación con las atribuciones británicas, y destaca su contra-
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dicción con el Pacto de la Sociedad de Naciones. En este sentido, es evidente que el imperio no estaba intentando disminuir su propio poder, y ninguna atribución concreta había sido atribuida a la Liga: la función de ésta parece haber sido crear los canales de comunicación necesarios entre las potencias, pero en ningún caso limitar su poder como lo haría un organismo auténticamente supranacional. David Ott recoge al respecto unas declaraciones esclarecedoras de Lord Balfour, que mantiene una actitud soberbia e imperialista: “. Él [Balfour] Concluye que ”118. Semejante postura excluye toda consideración sobre la capacidad de la Liga de las Naciones no ya de regular, sino siquiera de condicionar las acciones de los estados imperiales. De todas formas, repasando el texto mismo del Mandato, nos encontramos con que éste ha sido redactado para mayor gloria de la potencia mandataria, de modo que en la práctica la Liga de las Naciones funcionó, en este sentido, como un instrumento “internacional” de legitimación de la política imperial, sin importar lo que dijeran sus estatutos fundacionales. Es un antecedente que debe tenerse en consideración para el futuro desarrollo de las relaciones internacionales por medio de organismos multinacionales. De la misma forma que el Mandato establece en su artículo primero la
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casi completa discrecionalidad de la potencia mandataria que “tendrá plenos poderes de legislación y administración”, asimismo el texto completo asume como propia la Declaración Balfour de 1917. Lo hace en su preámbulo, en donde se la cita expresamente como decisión de los poderes aliados el acuerdo de que “el mandatario será responsable de poner en efecto la declaración originalmente hecha (...) por el gobierno de su majestad Británica (...) en favor del establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo Judío”; y en el artículo segundo declara directamente que “el Mandatario será responsable de poner el país bajo condiciones políticas, administrativas y económicas tales que aseguren el establecimiento del hogar nacional judío (...) y el desarrollo de instituciones de auto-gobierno, así como salvaguardar los derechos civiles y religiosos de todos los habitantes de Palestina, sin consideración de su raza y religión”.
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Íbidem.
El remate político de este documento consiste en establecer una Agencia Judía encargada de mantener las relaciones con la potencia mandataria. Dicha Agencia no sería otra que la Organización Sionista (Art. 4). En cuanto a la estructuración jurídica “El Mandatario será responsable de observar que el sistema judicial establecido en Palestina asegurará a los extranjeros, tanto como a los nativos, una completa garantía para sus derechos” (Art. 9). Dado que estos artículos protegen los derechos “civiles y religiosos” de los habitantes de Palestina, hay que aclarar que quedan fuera de la discusión los derechos políticos de los mismos. Sea cual fuere el país que se construyera a partir del Mandato, desde la óptica británica los habitantes no-judíos de Palestina no tendrían nada que decir acerca de la constitución política o judicial, por no hablar de la estructura económica y admi-
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nistrativa. Lo que se considerara desarrollo o no desarrollo quedaba también bajo la jurisdicción británica hasta nuevo aviso, pues el mandato tiene fecha de inicio pero no de terminación. Muy pobre es el aporte efectivo de la Liga de las Naciones a la situación regional que nos ocupa, como pobre era en realidad el diálogo entre las potencias. Los EUA se encontraban más preocupados por su propio desarrollo que por los problemas europeos, y su inmenso territorio le permitía por el momento esquivar la necesidad de expansión colonial. De hecho, Hobsbawm señala que esa es una de las causas por las que los EUA no pudieron tomar el relevo de Gran Bretaña como impulsores del capitalismo internacional119. En realidad, ya había desarrollado tal experiencia contra la población indígena norteamericana, México y España durante el siglo XIX. A su vez, las potencias derrotadas de Europa central fueron tratadas con una impiedad y un rigor que no podía dejar de sentar las bases para un futuro 119
En Historia del siglo XX, Op. Cit.
conflicto regional. Los veinte años que mediaron entre el fin de la primera Guerra Mundial y el comienzo de la segunda no resultaron más que una larga espera en materia de acción bélica internacional. Sin embargo, esta espera política no era posible en términos socioeconómicos ya que, luego de terminada la guerra: “la mundialización de la economía parecía haberse interrumpido. Según todos los parámetros, la integración de la economía mundial se estancó o retrocedió. En los años anteriores a la guerra se había registrado la migración más masiva de la historia, pero esos flujos migratorios habían cesado, o más bien habían sido restringidos por las guerras y las restricciones políticas”120. De hecho, entre mediados de la década de 1920 y mediados de la siguiente el sistema económico mundial se derrumbó y con él, por largo tiempo, el ideal liberal de funcionamiento de la economía doméstica de los países
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centrales, que debieron buscar otros sistemas distributivos ya fuera en la izquierda o en la derecha, con resultados similares. Pero el auténtico colapso político lo experimentaron las relaciones coloniales, pues era ese el régimen de acumulación capitalista que se encontraba en crisis. Declinaba la era de las gigantescas ganancias producidas por el intercambio desigual, basado en el constante detrimento de los términos de intercambio, al menos bajo la forma política del imperialismo decimonónico. La posesión de vastos territorios ultramarinos ya no representaba para los imperios una razón de prosperidad, mientras que el mantenimiento de la administración de las colonias se volvía proporcionalmente más oneroso y difícil de mantener. En este contexto, el mantenimiento de Mandatos improductivos era fuente de problemas y no de soluciones para los gobernantes imperiales, y sí eran mantenidos era por su presunta importancia estratégica. Por su parte, la Liga de las Naciones no contaba con ninguna facultad u orga120
Hobsbawm, Historia del Siglo XX, Op. Cit. Pág. 95.
nismo subsidiario que pudiera siquiera ocuparse del problema económico, pues el “sistema mundial” se había desarrollado sin ninguna dirección que no fuera la constante persecución de nuevas ganancias. Uno de los motivos principales de la desarticulación del mercado mundial consistía en que el sistema imperial no preveía que las colonias o los países dependientes de las economías centrales se convirtieran en demandantes de producción, reactivando la economía desde el “eslabón débil” de la cadena. No obstante, fue necesario que la Segunda Guerra Mundial desplegara toda su capacidad destructiva para que se comprendiese que la era de los imperios coloniales, y con ella la de los Mandatos, había llegado a su fin.
D_ Los cambios en las relaciones internacionales
128 Una de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial fue el intento –fallido– de “humanizar” los conflictos armados, intento que tuviera por herramienta principal a la convención de Ginebra (1925)121. El recuerdo de los horribles efectos del gas tóxico –en realidad, apenas un comentario acerca de los horrores vividos– condujeron a la prohibición de este tipo de armamento, por lo demás bastante ineficaz como elemento de destrucción masiva, aunque algunas potencias imperiales no dudarían en utilizarlos contra colonias poco sumisas122. Todavía más terrible, más extensa e inhumana que la primera, la Segunda Guerra Mundial hizo comprender que lo que debían humanizarse 121
Cfr. Ott, Public International Law in the Modern World. Op. Cit. Lo cual constituyó la verdadera razón de su abandono. El desarrollo de los auténticos gases letales debió esperar a la guerra fría, con su alucinante repertorio de “armamento no convencional” y su uso en “guerras sucias”, como Vietnam. Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX, Op. Cit.
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no eran los conflictos armados, sino las relaciones internacionales y, al menos entre las potencias mundiales, qué es lo que podía y qué es lo que no podía ser destruido sin más. Para agilizar las relaciones entre los países se crea la Organización de las Naciones Unidas, y para aproximar un acuerdo acerca de lo que debía defenderse desde este ámbito se redacta la Declaración Universal de los Derechos Humanos como un catálogo de acuerdos mínimos para encarar las relaciones internacionales. Las profundas críticas que merecen ambas instituciones, especialmente en lo que a sus usos políticos se refiere, no deben ocultarnos su marco histórico, signado por la experiencia traumática de dos guerras descomunales y un interregno que, para el mundo capitalista al menos, estuvo marcado por un continuo vivir al borde del abismo social y económico antes de caer en el precipicio bélico. Así, la propia Carta de las Naciones
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Unidas se presenta a sí misma como un producto del trauma causado por esa época terrible: “Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles...”123. Siendo un producto de las potencias mundiales más que de la humanidad a quien estaba dirigida, la Carta consintió en omitir los sufrimientos indecibles infligidos a la humanidad por esas mismas potencias antes de los conflictos armados a los que alude la carta. La Carta de las Naciones Unidas, si bien pretende que el alcance de sus buenas intenciones sea universal, tiene un efecto inmediato, que es el de sancionar definitivamente la figura del estado nacional como la forma organizativa por excelencia de las sociedades humanas. Se trata de un acto de un etnocentrismo tan apabullante que pasa por lo general desapercibido y resulta tanto más paradójico por cuanto se apoya, en términos mo-
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Carta de las Naciones Unidas (San Francisco, junio de 1945).
rales, en un marcado individualismo ético, que inmediatamente entra en conflicto con la forma de organización impuesta. La fórmula política de la organización para la toma de deisiones: “un estado, un voto” –que, como veremos, será de inmediato inoperante– tiende a sancionar un estado de cosas mediante el cual se ratifican los triunfos europeos sobre el resto de la humanidad. En este sentido, la “historia” también ha operado en favor del ideal sionista. Porque, dadas las diferentes concepciones de lo “judío”, la única que encontrará un estatuto de máximo nivel en este contexto será precisamente la que se apoye en la idea del estado nacional, que es precisamente lo por aquellos años que intentaba concretar en Palestina el movimiento sionista. Y la construcción se hallaba en un estado bastante avanzado de desarrollo, por otra parte, si se consideran las dificultades a las que se enfrentaba. Cualquier colectivo
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humano que lograra su independencia y se organizara en torno a un estado nacional pasaría automáticamente a ser un ente protegido por la Carta, ciega en la práctica para cualquier otra forma de colectivización humana, acorazando los flancos políticos del nuevo estado. En su defensa de la paz internacional, no le quedaría a la Organización de las Naciones Unidas más remedio que la de apoyar su subsistencia, dado que la alternativa implicaría necesariamente un conflicto armado de gran envergadura relativa, como efectivamente ocurrió, de todas formas. Pero la Carta tiene otros efectos de capital importancia, pues instituye organismos clave que se sustentan en una base bastante contradictoria. Mientras su artículo 2.1 destaca que “La Organización esta basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros”, su desarrollo posterior instala en el centro del poder político que la ONU pudiera tener un mecanismo de toma de decisiones derivado de la Segunda Gran Guerra y de las nuevas condiciones geopolíticas, marcadas por el enfrentamiento bipolar: el Consejo de Seguridad.
Bajo el dominio de las potencias coloniales e imperiales los mapas políticos del mundo se dibujaron más de una vez, incluso en el propio territorio europeo. Cada una de las “correcciones” de las fronteras trazadas implicó algún conflicto bélico o social. La Paz entre Estados es el hilo argumental, casi obsesivo, de toda la experiencia institucional de la ONU en su etapa fundacional. Sin embargo, otros temas se le presentaban también como amenazas al orden mundial. Así, la experiencia de la ONU nace con un conjunto de instituciones que funcionaban supuestamente bajo su órbita o en relación con ella: ellos son el Consejo Económico y Social, la Corte Internacional de Justicia y, principalmente, el Consejo de Seguridad. El núcleo formal de todo el aparato es, no obstante, la Asamblea General de las NU, bosquejo moderno de Ágora en donde cada estado miembro presenta sus situaciones, opciones y opiniones frente a los de-
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más y en igualdad de condiciones. La máxima autoridad adquirida por este organismo da especial relevancia a su documento más extendido: la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que fue consensuado por el conjunto de los países miembros cerca de dos años después de la Carta. Con todos estos instrumentos, se esperaba hacer de las Naciones Unidas –suponemos– una herramienta eficaz para alcanzar un estado de cosas a escala mundial acorde con los “valores universales” volcados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, desde un primer momento la ONU se pierde en el desconcierto implicado en las diferencias ideológicas y políticas instaladas en su seno, en especial en el desarrollo de la bipolaridad creciente. Por esta razón el conflicto desatado en oriente medio es útil como situación para evaluar la actuación de las instituciones internacionales Por otra parte, al momento de desarrollarse las instituciones internacionales y a pesar de la extensión del modelo de estado nacional como modo de organización política y económica, quedaban numerosos rema-
nentes coloniales, subordinados a las potencias dominantes que ejercían la soberanía en esos territorios. Así lo refleja, por ejemplo, el artículo 2.2 de la Declaración de los Derechos Humanos: “No se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía”. Por otro lado, el artículo 15.1 asegura que: “Toda persona tiene derecho a una nacionalidad”, de modo tal que depender de la jurisdicción de un estado nacional se convierte en una condición necesaria para disfrutar realmente de los posibles beneficios de la Declaración. Para los habitantes autóctonos de Palestina esta posibilidad llegó demasiado tarde, pues para entonces Gran Bretaña se había retirado virtualmente de la región, mien-
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tras que la persistencia del estado de Israel, mediante la victoria militar sobre los países árabes en 1948, implicó la aparición de nuevas fronteras para los habitantes de la zona y la denegación de una nacionalidad mediante la cual vincularse a la ONU. El problema de Palestina fue uno de los primeros con los que la flamante organización debió enfrentarse. El caso era particular, aunque estaba lejos de ser único: era un territorio que quedaba fuera de toda jurisdicción nacional, dado que la potencia mandataria, en forma unilateral, abandonaba la región dejándola librada a su –mala– suerte política y a un más que probable enfrentamiento armado con una organización militarmente superior que dio como resultado un amplio desplazamiento poblacional, acompañado de una considerable incapacidad de organización social de los palestinos. Como en realidad no existían mecanismos de legislación internacional para la resolución de un conflicto de estas características, la Asamblea General de la ONU recurrió al único dispositivo político del que disponía
pese a que los capítulos XI, XII y XIII de la Carta intentan resolver la situación de los “territorios no autónomos o fideicometidos”. Eso supuso una pésima solución del conflicto y una grave auto-atribución de jurisdicción que sentaba un pasmoso precedente. La ONU, sin competencias ni atribuciones legítimas y sin más apoyo que las convicciones ideológicas imperantes, continuó la política de sus predecesores políticos en la región, e impulsó la constitución de dos estados, mediante la resolución 181 de la Asamblea General: “En 1947, la Liga Árabe propuso referir el caso Palestina a la Corte Internacional de Justicia (...) pero la Asamblea General se negó a hacer tal cosa, decidiendo entonces (en un acto que trasgredía su poder de acuerdo con la Carta de las NU) la partición del país en un estado judío y otro árabe”124. La causa de esta decisión es, evidentemente, política: se había acorda-
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do, por diversos precedentes, tales como el Mandato de Palestina de 1922, otorgar al pueblo judío su Hogar Nacional, y la continuidad de la comunión territorial significaba anular esta decisión si no se aseguraba un marco territorial para una mayoría judía importante. Las Naciones Unidas asumen así, con legitimidad más que dudosa, el punto de vista sionista, según el cual la condición judía era una condición nacional, posición nada fácil de sostener en 1947 o en cualquier otro momento. Sin mayores miramientos la ONU asume lo mismo para la población árabe de Palestina (que ni siquiera tenía una representación propia ante la Asamblea, ni podía tenerla, por cuanto era un colectivo débilmente constituido en aquél momento), aunque tanto posteriormente la Organización para la Liberación de Palestina como muchos defensores de la causa del pueblo palestino hayan intentado construir retroactivamente una imagen nacionalista del mismo, ¡imitando al sionismo en sus postulados básicos!
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Ott, Public International Law in the Modern World. Op. Cit. Pág. 61.
Así, la ceguera sociológica y la incapacidad política de la ONU hundieron a la población autóctona de Palestina en el limbo de la indeterminación jurisdiccional, pues la obligó a tomar por un camino que no había elegido, y para el cual no se encontraba preparada ideológica, económica ni políticamente, porque las sociedades no se articulan automáticamente siguiendo las instrucciones de una resolución. El resultado de esta pésima estrategia fue una guerra inmediata –precisamente lo que la ONU habían querido a evitar– y la súbita creación de un inmenso número de refugiados cuya desgracia se transformaría en un problema crónico y que ha trascendido las generaciones. Sin resolver el problema heredado del Mandato Británico y conformando un eslabón más, y no el último, en una triste cadena de desinteligencias (o excesos de malintencionada astucia) la partición de Palestina signa un gran fracaso de la nueva organización.
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Desde entonces, en lo que a la Asamblea General se refiere, el problema “Palestina” continuó apareciendo periódicamente en las resoluciones y preocupaciones generales de sus sesiones. Pero a medida que el tiempo pasaba este organismo pasó a ocuparse del tema preferentemente desde el punto de vista del asistencialismo humanitario. El conflicto árabe-israelí, que produciría al menos tres guerras abiertas, sumadas a una pacificación intermedia siempre inestable, siguió el mismo camino frente a la organización. Sin embargo, las causas de la permanencia del conflicto no se encuentran en este caso en una mala política de la ONU, sino en la articulación del conflicto con la situación global, cuyo epicentro institucional no era la Asamblea General de la ONU, sino su Consejo de Seguridad. Resulta sumamente ilustrativo repasar el principal documento emitido por la ONU respecto al intento de Partición de Palestina y contrastar sus objetivos y mecanismos con lo que efectivamente ocurrió, de modo que pueda medirse, siquiera aproximadamente, el alcance del fracaso de la
organización. Dicho fracaso no es, por cierto, motivo de la menor alegría para ninguna de las partes. Pero la fuerza de las organizaciones internacionales en términos de legitimidad institucional obliga a tenerlas en consideración para cualquier análisis consecuente de la situación, enmarcada todavía en el proceso de descolonización que ya hemos caracterizado y con independencia de su auténtica capacidad de resolución de conflictos. La Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU es emitida el 29 de noviembre de 1947, es decir, cuando la primera fase del conflicto ya se había desatado ante la retirada progresiva de las tropas británicas. De este modo, la primera parte de la resolución nace ya muerta, pues en ella se prevé que “las fuerzas armadas de la potencia mandataria serán progresivamente retiradas de Palestina, la retirada se completará lo antes posible y en cualquier caso no después del 1 de agosto de 1948”. Para
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dicha fecha el conflicto ya había crecido en intensidad y, pese a que ello supuso la anulación de toda la arquitectura institucional que sigue el texto, la resolución fue emitida. No obstante este descarado intento de la realidad por abortar los planes de la organización, un mapa político e institucional bastante completo se traza para la región. Se asegura que una comisión especial facilitará el tránsito del mandato a la independencia, la libertad de cultos (con la explícita protección de todos los lugares santos) y, en consonancia con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se asegura a todos los habitantes de Palestina la ciudadanía. Pero el punto más interesante en términos institucionales es el intento de crear un país sui generis, novedoso y refrescante para la activa vida de la zona. Se trató de separar políticamente el país –aunque siguiendo un criterio marcadamente étnico– manteniendo una unión económica íntima, lo cual incluía el manejo común de las finanzas, la libre circulación, la unidad aduanera y otras condiciones de máxima importancia para el manejo de la economía, como
el control justo y equitativo de los importantísimos, por escasos, recursos hídricos. De este modo, la separación es sólo relativa, pues las exigencias de una unión económica terminan siempre por imponer importantes coincidencias políticas e institucionales o la subordinación de un grupo étnico respecto del otro, como ocurrió finalmente en este caso. Sólo en el marco de esta unión económica es posible comprender el rompecabezas de las fronteras propuestas para ambos estados en la parte II de la Resolución 181. Dicha propuesta consiguió disponer una frontera extensísima en un territorio pequeñísimo, a lo que se agrega la condición especial prevista para la ciudad de Jerusalén, dividida de tal modo que resultara una mala opción para cada una de las partes implicadas. Esta solución “noconflictiva” sólo es comparable, por su ingeniosa idiotez, con la división
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de Alemania en la segunda posguerra y la construcción del Muro de Berlín, cuya caída supuso tantas alegrías para el mundo occidental. El mapa resultante de la resolución es un garabato insostenible. Al concluir la guerra pudieron apreciarse mejor las distancias que separaban a la decisión de las Naciones Unidas de la realidad: Israel había declarado su independencia, anexionando la franja del norte que hubiera correspondido al estado árabe y también un pasillo que lo conectaba con su parte de Jerusalén; Jordania había hecho lo propio con el Banco Occidental, que pasaría a formar parte del reino Hadremita hasta la Guerra de los Seis Días de 1967; la “Franja de Gaza”, también dividida, sería controlada por Egipto hasta la misma fecha. Toda posibilidad de crear un estado palestino había quedado abortada, al igual que toda posibilidad de pacificar la región. La sistemática negativa a atender la posición de los países árabes no había sido un hecho menor en la ONU, pues sus consecuencias fueron graves y nocivas para todos los implicados.
Una pregunta clave al respecto gira en torno a la sinceridad institucional de la Resolución 181. ¿Realmente se creyó que el plan era viable en las condiciones que se presentaban? ¿Podía ignorarse el inminente enfrentamiento? No parece haber una respuesta clara para esta “ceguera”, no ya ideológica, sino política. Sin embargo, el poder mandatario saliente parecía prever el conflicto, hasta el punto de presuponer un resultado desfavorable a Israel que finalmente no se dio125. En este punto, nuevamente, las fuentes históricas no se ponen de acuerdo por razones ideológicas: para unos, las potencias y organismos internacionales favorecieron a Israel claramente, para otros, actuaron a favor de las fuerzas árabes con la misma claridad. Más probablemente, en el aspecto diplomático fueron incapaces de encontrar una solución institucional acertada; en el aspecto político, fueron observando interesadamente
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el curso de los acontecimientos, para hacer las paces con el vencedor; y, por último, en el aspecto humanitario, fueron indiferentes hasta la complicidad con las consecuencias del enfrentamiento. Sólo en marzo de 1948 la Resolución 181 encuentra un nuevo lugar en la ONU, con la emisión de la resolución 42 del Consejo de Seguridad, que a partir de entonces sería el órgano encargado de administrar, o al menos de considerar, el problema de Palestina. Así, el conflicto local se abrirá definitivamente al orden mundial, pues estar en el centro de las discusiones del Consejo de Seguridad implicaba formar parte del juego diplomático de la recién estrenada bipolaridad mundial. Aún cuando formalmente no sea sino una parte de la estructura de la ONU, el papel protagónico del Consejo de Seguridad, al menos hasta el fin del siglo XX, es difícil de sobreestimar. La propia Carta de las Naciones Unidos le dedica un espacio más que considerable, pues aparece en la misma ocupando una posición clave en buena parte de las funciones eje125
Cfr. Lorch, Las guerras de Israel. Op. Cit.
cutivas. La comprensión de su importancia para el caso que nos ocupa, tanto cuando actúa como cuando se abstiene de hacerlo, requiere de algún detalle previo de su estructura y modo de funcionamiento. Se trata de un producto directo de la Segunda Guerra Mundial, pues intenta equilibrar las tensiones existentes a escala global de acuerdo con el resultado de dicho conflicto. La guerra fría, aún antes de comenzar en forma efectiva, encuentra un espacio de desarrollo idóneo en el particular sistema organizativo de este cuerpo. Según cualquier parámetro que se desee tomar, se trata también de un organismo increíblemente antidemocrático, en contraposición con el principio de “igualdad entre las naciones” que rige para la Asamblea General. La primera evidencia de esto radica en su composición, que originalmente se reducía a 11 miembros antes de ampliarse a 15 en 1963. Por otra parte, el altísimo nivel diplomá-
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tico del Consejo comporta en general un secretismo en sus negociaciones que escapa a cualquier control de la opinión pública incluso de los países más profundamente democráticos que puedan encontrarse. El “núcleo duro” estaba originalmente compuesto por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial (EUA, Gran Bretaña, Francia y la URSS) a las que se sumaba China. Estos cinco estados eran los miembros permanentes del cuerpo y sin duda el espacio interior de las decisiones de máximo nivel. El resto de los integrantes eran no-permanentes, y carecían de las capacidades especiales de estas potencias. Con bastante prontitud se desarrolló este núcleo en torno a otra cuestión elemental, pues los Miembros Permanentes del Consejo eran, además, los encargados de hecho de mantener a raya la posibilidad de un conflicto en el que se implicara el uso de armamento nuclear. Pero la característica más interesante es el modo implícito que este cuerpo tuvo históricamente para dibujar la agenda internacional. Sus enormes atribuciones frente a la Asamblea General y el Consejo Econó-
mico y Social –y también frente a la Corte Internacional de Justicia– incluían la posibilidad de vetar el tratamiento de asuntos que a cada uno de los miembros permanentes le resultaría inmediatamente molesto poner sobre la mesa de discusiones. De este modo, los asuntos tratados en forma efectiva por el Consejo y, por extensión, por la ONU en su conjunto, invariablemente se desentendían de los aspectos que afectaran directamente a alguna de las potencias principales. Los conflictos políticos tratados se desplazaban entonces hacia los márgenes de este sistema126. Esta situación, por una parte, contribuyó a alejar el peligro de un enfrentamiento directo entre los dos grandes bloques y, por otra parte, supuso que vastas regiones terminaran incluidas en la pugna maniquea esteoeste, en general para su propio perjuicio. Así, cada potencia podía realizar las acciones que considerara pertinentes en su ámbito de influencia,
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pero la cobertura del veto en el Consejo de Seguridad impedía que el tema llegara a tratarse en forma efectiva, lo cual tendía a no ocurrir con los acontecimientos que no implicaban directamente a estos poderes. Argelia, Corea, Vietnam, Afganistán, Nicaragua, Nepal, etc. y, sobre todo, las políticas internas de las grandes potencias se convirtieron, junto con muchos otros, en temas tabú para el Consejo, secretos a voces que todos escuchaban y sobre los que nadie podía hablar. Este es el motivo por el cual casi no aparecen resoluciones del cuerpo respecto de los mayores conflictos armados de la segunda mitad del siglo XX. Dónde la influencia de estos poderes menguaba o se mantenía oculta, por otra parte, existía una mayor posibilidad de acción, un rango diplomático más amplio. Por supuesto, esto coloca a la capacidad de acción de toda la ONU muy lejos del marco de colaboración y diálogo que había venido supues126
Huntington, en su obra Choque de Civilizaciones (Paidos, 1997), esboza una hipótesis similar, aunque consideramos insostenible la línea ideológica que defiende este autor, orientada a la construcción de enemigos políticos más que a una interpretación socio-histórica equilibrada.
tamente a conseguir. Eso repercutió en un hecho notable: si bien no se presentaron nuevas contiendas armadas a gran escala, el mundo sufrió numerosos conflictos locales durante varias décadas. Porque si la guerra fue fría para los países centrales, no lo fue para el mundo que se mantenía en su periferia. América Latina, África, el Oriente Medio y el Sudeste Asiático ardieron alternativamente y con diferentes modalidades (Guerras Civiles, Guerras Secretas, Guerras Sucias, Guerra de Guerrillas, etc.), acumulando un desparejo pero constante goteo de atrocidades. Uno de estos conflictos avivados constantemente por las grandes potencias en esa guerra de desgaste que duró entre la rendición de Japón y la caída del Muro de Berlín, fue el enfrentamiento árabe-israelí, en el que quedó atrapada la población palestina. En esta dura fragua de sufrimiento esta población fue moldeando buena parte de su identidad.
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Cuando el Consejo de Seguridad comienza a intervenir en el conflicto árabe-israelí, por intermedio de su Resolución 42 de marzo de 1948, inicia una extensa relación con este conflicto, que habrá de convertirlo en gran protagonista de las disputas internacionales. El sistema de tratamiento de los problemas entre las potencias, que derivaba la atención hacia la periferia, sumado a la política auto-restrictiva que desarrollaron en sus relaciones recíprocas, pueden ayudar a explicar la notable presencia de este asunto particular en las prácticas de las organizaciones internacionales de máximo nivel. Sin tener en cuenta este sistema y su contexto, puede sorprender que un área geográfica limitada y una población implicada relativamente reducida acapararan tanto la atención de estas organizaciones. Si se contabiliza el total de resoluciones del Consejo de Seguridad desde su creación hasta el comienzo del siglo XXI resulta que, de algo más de 1400 resoluciones unas 250 se relacionan directamente con este
conflicto, es decir, cerca de un 17,5% del total127. Asimismo, la Asamblea General –y también el Consejo Económico y Social– recoge un número muy importante de resoluciones relacionadas. Sólo desde la perspectiva de la acción humanitaria esta importancia relativa se aproxima a la realidad. Sobre las razones que contribuyen a explicar esta desmedida atención, por otra parte crónicamente ineficaz, y como conjetura razonable, puede sugerirse que, paradójicamente, la relativa falta de importancia estratégica de la región puede ser una razón principal. Porque las grandes potencias carecían de auténticos intereses en la zona, excepto como un mercado para el tráfico de armas, de tal manera que el juego de la guerra era bastante inocuo en términos de amenaza para la paz mundial. Esta situación se prolongó hasta que la crisis del Canal de Suez en 1956 y la crisis del petróleo de comienzos de la década de 1970
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obligaron a replantear estas políticas. A diferencia de los hechos en los que las potencias estaban inmediatamente implicadas, y por lo cual las posibles intervenciones del Consejo de Seguridad eran o serían con seguridad vetadas por alguno de los miembros permanentes, la cuestión árabeisraelí podía ser discutida hasta el hartazgo sin que ello implicara ninguna posibilidad de “contagio” en materia de conflictos internacionales. Esto no significa que los bandos enfrentaos no tuvieran preferencias, pues el mundo se había convertido en un inmenso tablero de ejercicios y maniobras encubiertas, pero sí que preferían medir sus fuerzas en un campo cuya pérdida no significaría una auténtica derrota para ninguno de ellos. De aquí, posiblemente, la inutilidad de tantas resoluciones tomadas a lo largo de cuarenta años, y el olvido de los principios enumerados en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. 127
El dato, de cuya producción primaria somos responsables, corresponde a julio de 2002, pero sigue siendo muy significativo casi una década después.
Otra razón posible de la permanencia de la contienda puede rastrearse en el intento irreflexivo de resolver cuestiones internas –como había sido la cuestión judía en el siglo XIX europeo– recurriendo a herramientas legadas de la conquista territorial y el ejercicio del colonialismo y el imperialismo. La “creación” de estados no ha dado precisamente un buen resultado, como puede apreciarse no sólo en este caso. También en la división de Corea o Alemania, en el eterno conflicto Indio-Pakistaní, en los Balcanes y en la partición de África se observan resultados crónicamente desastrosos. La exposición de estos sucesos como si fueran inevitables tiende a ocultar que son el fruto de una imposición ideológica y política. Particularmente sorprendente y paradójica es al respecto la Resolución 242 del Consejo de noviembre de 1967, motivada por el resultado de la Guerra de los seis Días, considerando que: “Israel, al final de la corta
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guerra, poseía 68.672 kilómetros cuadrados de territorio que antes se hallaban en manos de los árabes o lo que era igual a unos 1.115 kilómetros cuadrados en los Altos del Golán, 5.870 en Judea y Samaria, 360 en la franja de Gaza y 61.175 en el Sinaí”128. Este hecho constituye el corazón de la Resolución 242, pues en ella se rechaza la posibilidad de obtener soberanía sobre una región conquistada por medios militares. Lo que las potencias habían desarrollado durante varios siglos y que había conformado el mundo tal como se lo conocía, suponía ahora una grave violación a la ley internacional, dado que el Consejo de Seguridad se hallaba en posición de determinarlo así. No obstante, la misma resolución recoge una de las principales consignas de la política israelí desde entonces: la importancia de la seguridad y el derecho a disponer de unas fronteras defendibles, lo que era totalmente impensable para Israel con el mapa de la partición propuesta en 1947, “dónde cada estado pueda vivir en seguridad”, según la jerga de una resolución que era: 128
Lorch, Las guerras de Israel, Op. Cit. Pág. 108.
“necesariamente vaga, como resultado de la necesidad de conseguir tanto el apoyo de los Estados Unidos como el de la Unión Soviética”129. Cuarenta años más tarde, de los conflictos existentes al final de la Guerra de 1967, sólo la cuestión del Sinaí ha sido resuelta satisfactoriamente –y se ha agregado, como contrapartida, la cuestión del Líbano–, producto de la decisión de Egipto de abandonar la política nacionalista seguida por Nasser. Pero la resolución tampoco se acercaba, siquiera remotamente, al problema humanitario con el que debían lidiar los palestinos desde hacía al menos 20 años. Una nueva generación había nacido y crecido entre la ineficacia de la Resolución 181 y la ambigüedad paralizante de la Resolución 242. En estas condiciones, no es sorprendente que se hayan desarrollado movimientos insurreccionales que recurrirían a la violencia inmediata de acuerdo con los medios de los que dispusieran.
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La ayuda militar prestada por los soviéticos a los países árabes, así como la ayuda occidental prestada a Israel, se enmarcaba en el amplio conflicto internacional que mantenía ocupadas a las potencias, es decir: los conflictos derivados de la última etapa de la descolonización en diversas regiones del globo y que había llegado a coagular (pero no a cristalizar) en el movimiento del Tercer Mundo –por entonces una denominación política más que económica– que reunía situaciones diferentes y no equidistantes del conflicto bipolar principal. El éxito de la revolución cubana y la experiencia de la lucha insurreccional en Argelia y Vietnam fueron escuela para los movimientos independentistas palestinos de carácter nacionalista, como Al-Fatah y no dejaron de tener una fuerte influencia en los movimientos de carácter político-religioso. Por otro lado, estas experiencias sirvieron también de antecedentes para los aparatos represivos “antisubversivos” o “antiterroristas” de muchas regiones planeta en las décadas de 1960 y 1970. 129
Íbidem.
Los movimientos independentistas palestinos intentaron adaptar el modelo insurreccional a su situación particular, pues el estado de Israel era considerado una potencia invasora (como sí hubiera una potencia imperialista judía en otra región) y no un país vecino y rival. De esta manera, se aprecia que en oriente medio se combinaron varias modalidades conflictivas. Luego de esta época convulsionada, en particular luego de la caída del comunismo de estado en la URSS –cuyo lugar en el Consejo fue ocupado por Rusia–, varias resoluciones del Consejo de Seguridad (338, 1397, 1402, 1403 y 1405, por ejemplo) recogen infructuosamente el espíritu de la resolución 242. Se incorpora ahora la necesidad de resolver los problemas vitales de los palestinos, luego del relativo avance en la situación que constituyera, después de 1990, la afirmación de la Autoridad Palestina,
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que pasaría, sin embargo, por numerosas situaciones de inestabilidad en la siguiente década y hasta el presente. En resumen, si bien el Consejo resultó una válvula útil para administrar los conflictos entre las potencias nucleares, su acción efectiva, más que resolver los conflictos, contribuía a desplazarlos hacia los márgenes del sistema y de allí que el equilibrio logrado por esta vía institucional fuera la fuente perenne de enfrentamientos en oriente medio y otras regiones. Pero aún cuando finalmente se contuvo, ya que no se resolvió realmente, el conflicto árabe-israelí, que había sido provocado por la decisión unilateral de las potencias de occidente de crear estados “étnicos” en la región, el problema de los palestinos –en realidad, el problema para los palestinos que se refleja en problemas para los israelíes– continuó sin solución alguna. El apoyo que recibieron durante su lucha armada contra Israel de los países árabes, sin medios adecuados y sin auténticas esperanzas de victoria, fue atenuándose más y más, hasta que el alineamiento de varios de esos países con los EUA y el temor de los demás a represalias
militares (como terminó por ocurrir) implicó que sólo recibieran alguna ayuda económica en forma de donativos. Tanto como las resoluciones de la Asamblea General, las del Consejo de Seguridad tienden a obtener escasos resultados cuando las potencias no se deciden a imponer realmente sus determinaciones. Esto denota un déficit en la máxima organización internacional, y marca una profunda distancia respecto del estado-nación. Porque este último modelo, que se ha ido modificando pero que, en esencia, sigue siendo la base del sistema político en casi todo el planeta, cuenta siempre con los medios –más o menos limitados– para imponer su voluntad política y legislativa, mientras que en el ámbito de la ONU eso depende todavía de los intereses particulares de las potencias implicadas.
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E_ En el “nuevo orden”
Lógicamente, la causa principal por las que las resoluciones de los diferentes órganos de la ONU no han tenido el efecto que declaraba su contenido, es necesario señalar en primer lugar la falta de decisión política de las potencias implicadas de hacer valer ese contenido. El hecho de que más sesenta años después de emitida la resolución del Consejo 242 (1948) las resoluciones siguientes de este órgano respecto de la situación de los territorios ocupados por Israel no hayan cambiado demasiado en su contenido, es prueba suficiente de ello. Sí resulta sorprendente que las instituciones destinadas a proteger los Derechos Humanos no hagan demasiados esfuerzos por hacer acatar sus resoluciones y que la legitimidad de este sistema, por no hablar de su utilidad, no sea puesta en duda por quienes tienen el poder para alterarlo, es forzoso concluir que esos poderes se encuentran satisfechos con el fun-
cionamiento existente. En estas condiciones, el sistema no es solamente ineficaz, sino también perverso, en el sentido de que no pretende en realidad defender a las personas de acuerdo a los derechos que les son atribuidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos sino a los intereses de ciertos estados e incluso de ciertos grupos de presión dentro de los estados. Caso por caso, año por año, tal vez resultaría difícil sostener esta tesis, considerando las dificultades de cada evento particular. Sin embargo, se han acumulado ya seis décadas de buenas intenciones, omisiones interesadas y desacatos sin castigo alguno –del que la Resolución 242 es un caso preclaro– que, por mera acumulación, señalan la tendencia general del dispositivo. No obstante, esta imputación no implica desmerecer los valores implícitos en los Derechos Humanos. Es sólo que parece que se ha producido una profunda brecha, una dislocación entre su
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uso político y su significación axiológica: en general, el pragmatismo político, económico o militar se ha impuesto sobre los valores humanitarios. A todo ello se ha sumado en las últimas décadas, por una parte, la crisis financiera de la ONU, sostenida de manera poco convincente por los estados miembros, pues se encuentra atravesada transversalmente por intereses económicos que nunca invierten por nada y, por otra parte, el desequilibrio de poder producido en el Consejo de Seguridad por el derrumbe del socialismo de estado. La responsabilidad de este proceso no puede, evidentemente, achacársele a la ONU, aunque sí abre la posibilidad para sostener el carácter relativo de los Derechos Humanos, resultado de la forma unilateral de ejercer el poder, que exige rápidos alineamientos y escaso sentido crítico de las políticas decididas de esta forma. De esto resulta un quiebre, una fractura en la incipiente organización del orden socio-jurídico, como lo señaló Chomsky: “si tomamos la definición –un estado que rechaza sus
obligaciones internacionales, que actúa unilateralmente, que se abre paso violentamente– Estados Unidos es el “estado ilegal”, por ser de lejos el país más poderoso y extremo en la violación de la ley internacional, en su rechazo de las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La posición oficial es que Estados Unidos no está limitado por convenciones internacionales. (...) El Departamento de Estado dijo que antes podíamos contar con que la mayor parte del mundo estaría de acuerdo con nosotros, si no sufrirían las consecuencias. Cuando llegó la descolonización el mundo se diversificó y no podíamos esperar más que todos estuviesen de acuerdo. En consecuencia nos reservamos el derecho de decidir lo que está dentro de nuestra jurisdicción”130. De esta forma puede profundizarse el mal funcionamiento del sistema “universal” de protección de los derechos, incluyéndolo como parte en un
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proceso más amplio y convirtiendo los valores absolutos que se pretendía defender en variables al servicio de la política del poder político o económico. La alineación tradicional del estado de Israel con los EUA sin duda contribuyó también a la polarización del conflicto, pues en toda actividad política en donde existen “socios”, el socio menor queda inmediatamente implicado en las decisiones tomadas por el socio más poderoso. Situada al borde del mecanismo neo-imperial, que ya no usa en general de la ocupación militar sino del control político-económico de cada región, Palestina, pese al fin de la Guerra Fría, se encuentra todavía en una de las fronteras más conflictivas del sistema. En otras palabras, Israel ha contado con el apoyo de la mayor potencia mundial, pero a condición de seguir ligado a los intereses políticos o económicos de esta potencia aliada. Esta posición subordinada se ha convertido en una premisa de la 130
Chomsky, Noam, Entrevista, en diario Página 12, Bs. As, 13 de noviembre de 2000.
política israelí y redunda en un continuo deterioro de su imagen internacional, que no deja de reflejarse, a su vez, en la reaparición crónica de prejuicios anti-judíos cuyo origen es, no obstante, parcialmente independiente de la situación en el oriente medio, porque los prejuicios étnicos muestran una notable resistencia a la desaparición. Considerando el grado de mundialización de la política actual, este régimen no puede ser pasado por alto al intentar analizar el estado de la cuestión en Israel-Palestina. Porque no es razonable intentar describir –y menos aún prescribir– la política que sigue o debería seguir un estado en un asunto que implica problemas de derechos humanos si no se atiende al peso específico del contexto. Por ello, cuando se juzguen los procedimientos políticos del estado de Israel, no puede hacerse abstracción de las condiciones globales que contribuyen a determinarlos. La relativa in-
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eficacia de la Derechos Humanos no es exclusiva de la cuestión Palestina, sino que afecta a la mayor parte de la población mundial. Este proceso de acumulación y concentración de la riqueza, confirmado por los datos oficiales de los organismos internacionales, no habla precisamente en favor del éxito de estos mismos organismos, así como tampoco pueden presumir de haber conseguido atenuar otras formas de conflictividad. Las relaciones económicas entre el estado de Israel y los territorios palestinos que ocupó desde 1967 –si bien con diferentes grados de intervención– no son sólo estrechas, sino que marcan un grado de integración “de hecho” notable, aunque bien distinta que la prevista por la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU en 1947. Estas relaciones deben ser comprendidas también dentro de los movimientos generales de la economía mundial. En este sentido, el enfrentamiento palestino-israelí se entrelaza con las condiciones de la globalización como fenómeno, con marcados y trascendentales efectos sobre los derechos humanos y sobre la condición de
ciudadanía, que se convierte en un mecanismo que establece la condición de una persona dentro de un marco jurisdiccional nacional, atendiendo al uso común del derecho administrativo: “El problema y los conflictos surgen precisamente cuando se constata que los ya no se encuentran solamente , sino también de una misma y supuestamente homogénea organización política”131. Este parece ser, precisamente, el resultado de la crónica relación israelí-palestina: la conjugación de una interacción económica fortísima y sumamente desigual con la acusada diferencia en el estado de ciudadanía de las poblaciones condujo al distanciamiento permanente de la situación de ambas poblaciones, en beneficio, claro está, del aparato gubernamental mejor establecido y de la población mejor situada para aprovechar este desequilibrio jurídico: “Las desigualdades extremas en la distribu-
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ción de distintivos fundamentales como son los ingresos, la riqueza, el status, la instrucción y los grados militares equivalen a desigualdades extremas en las fuentes de poder político. Obviamente el país que mantenga desigualdades extremas en el acceso a los resortes políticos tiene grandes posibilidades de producir tremendas desigualdades en el ejercicio del poder, de ser un régimen hegemónico”132. En líneas generales, la regionalización de la economía en permanente conflicto ha estructurado una relación que ha colocado a la parte más débil, en función de la falta de una estructura estatal autónoma, en una posición sumamente desventajosa. De ninguna manera se trata de un caso aislado. De la misma manera, otras sociedades han sido sometidas a la discrecionalidad de organismos internacionales o nacionales verificada en una similar ausencia de autonomía política. Estos organismos se 131
Fariñas Dulce, Globalización Ciudadanía y Derechos Humanos. Dykinson, 2000. Pág. 38. 132 Dahl, La Poliarquía. Participación y oposición, Tecnos, 1989. Pág. 84.
hallan encargados de introducir las políticas públicas que faciliten la ruptura de las condiciones sociopolíticas preexistentes para reemplazarlas por otras más convenientes al régimen de acumulación que pretende imponerse a escala mundial, lo que en buena medida se ha conseguido ya, conduciéndose al ya indicado incremento de la desigualdad: “La globalización, por supuesto, no está evolucionando equitativamente, y de ninguna manera es totalmente benigna en sus consecuencias. Muchas personas que viven fuera de Europa y Norteamérica la consideran, y les desagrada, una occidentalización (…) La mayoría de las multinacionales gigantes están también instaladas en EUA y las que no, vienen de los países ricos, no de las zonas más pobres del mundo. Una visión pesimista de la globalización la tendría mayormente por un asunto del norte industrial, en el que las sociedades en desarrollo del sur tienen poco o
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ningún peso. La vería destrozando culturas locales, ampliando las desigualdades mundiales y empeorando la suerte de los marginados. La globalización, razonan algunos, crea un mundo de ganadores y perdedores, unos pocos en el camino rápido hacia la prosperidad, la mayoría condenada a una vida de miseria y desesperación. En efecto, las estadísticas son angustiosas (…) En lugar de una aldea global, alguien podría decir, esto parece más el saqueo global. Junto al riesgo ecológico, con el que está relacionado, la creciente desigualdad es el mayor problema que afronta la sociedad mundial”133. En consecuencia, en este contexto de globalización corresponde analizar el estado actual del conflicto en Palestina, porque es el contexto en el que se desarrollan las restantes variables. No obstante, esto no implica de ninguna manera que el estado desaparezca como agente político, aunque hayan cambiado sus funciones.
133
Giddens, Un mundo desbocado. Taurus, 2000. Pág. 27.
CAPÍTULO V EL CONFLICTO LOCAL Y SU INSERCIÓN EN EL ÁMBITO GLOBAL A_ la globalización como contexto de la situación local
Aunque el sionismo como experiencia general es nuestro objeto de estudio y no el conflicto palestino-israelí, resulta imposible no dedicarle una mirada atenta a la persistente lucha regional. Porque esta lucha crónica es ya parte constitutiva no sólo de la historia, sino también de las instituciones del estado de Israel y, a la vez, afecta todos los aspectos comunitarios y culturales en la judeidad en su conjunto. No obstante, es fácil perderse en las complicaciones del problema sin llegar a conclusiones útiles, debi-
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do sobre todo a la gran cantidad de apreciaciones diferentes y antagónicas que se han hecho sobre los mismos hechos. Medio siglo de guerras supone una formación particular de la conciencia y las instituciones; medio siglo, además, en el que el mundo no ha dejado de cambiar. Aunque son elementos bien diferentes los que pueden recogerse, en este capítulo el análisis se centrará en las condiciones estructurales del conflicto, es decir, en sus aspectos políticos y económicos. Queda hecha, no obstante, la advertencia de que difícilmente se hallarán aquí respuestas a los interrogantes que un observador cualquiera pudiera tener pues la descripción del conflicto se desarrolla aquí no para explicarlo, ya que no es el objeto de nuestro análisis, sino como contexto del sionismo desde el momento de la independencia de Israel. Cuando se habla de la globalización resulta más fácil captar los efectos puntuales de este fenómeno que construir una definición capaz de abarcar todos esos efectos y que al mismo tiempo no sea tan ambigua que el concepto mismo pierda valor. Por otra parte, la ausencia de definicio-
nes totalmente aceptadas o precisas no es, como podría parecer, síntoma de ninguna deficiencia teórica: se trata simplemente de reconocer que la globalización es un proceso socio-histórico muy complejo que funciona como un sistema. No se trata de un acontecimiento que pueda resumirse en una fórmula o en una ecuación. A eso se agrega que: “el término aparece siempre envuelto en cierto grado de indeterminación conceptual, cuando no de obviedad y de evidencia, es decir, la globalización forma parte ya de nuestro lenguaje y nuestra comprensión comunes y se nos presenta como algo inevitable”134, lo cual no contribuye a hacer más claro el panorama, sino que obliga a prestar atención al intentar referirse a situaciones afectadas por el mismo proceso. Por otra parte, sí podemos apreciar que el sistema que se está desarrollando causa tantas y tan diferentes transformaciones que puede requerir
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–o estimular– el establecimiento de nuevas pautas de observación de las múltiples realidades sociales que involucra. Así: “La universalización no se refiere sólo a la creación de grandes sistemas, sino a la transformación de los contextos locales, e incluso personales, de experiencia social”135; esta predisposición amplia para la comprensión del fenómeno no es incompatible con una interpretación crítica del proceso, ni tampoco es obstáculo para entenderlo como a un régimen autónomo pues: “Algunas de las tendencias que se suponía harían la vida más segura y predecible para nosotros, incluido el progreso de la ciencia y la tecnología, tienen a menudo el efecto contrario”136. No obstante, la globalización no es un fenómeno carente de orientación ni de origen incierto. Por el contrario, parece tener fuentes específicas y una orientación clara. Porque aunque no se trate “sólo, ni siquiera 134
Fariñas Dulce, Globalización, Ciudadanía y Derechos Humanos. Op. Cit. Pág. 5. Giddens, Más allá de la izquierda y la derecha, Cátedra, 1996. Pág. 14. 136 Giddens, Un mundo desbocado. Op. Cit. Pág. 14. 135
principalmente, de un fenómeno económico”, ya que en él “las tradiciones tienen que explicarse, abrirse a preguntas y a debates”137, es indudable que sus alcances económicos son enormes. Muchas interpretaciones que le dan forma giran en torno a las condiciones de vida que se generan en su seno o que son alteradas por él y en las que el componente económico es inextirpable y fundamental. Por ejemplo, la definición que propone Castells postula que la globalización: “En sentido estricto es el proceso resultante de la capacidad de ciertas actividades de funcionar como unidad en tiempo real a escala planetaria”, lo cual supone un hecho de fundamental importancia pues “la economía global no es, en términos de empleo, sino una pequeña parte de la economía mundial. Pero es la parte decisiva” 138. Por un lado, se verifica un continuo y acelerado proceso de transna-
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cionalización de los factores económicos, ya sean productivos, financieros e incluso políticos, en lo que respecta todavía a las políticas económicas nacionales y regionales que ya no pueden, en general, abstraerse del contexto global. No obstante, por otro lado, deben apreciarse las profundas diferencias y yuxtaposiciones que se presentan en el sistema globalizado en cuanto a formas y políticas económicas que se superponen, complementan y contraponen en la enorme complejidad del sistema. Esto hace de la globalización un sistema no sólo complejo, sino que opera en diversas secuencias simultáneas y no en un único sentido: así, por ejemplo, una compañía multinacional puede funcionar dentro de un conjunto de referencias jurídico-económicas en su país-sede, mientras que al mismo tiempo lo hace en otras “coordenadas” jurídicas en un país
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Giddens, Más allá de la izquierda y la derecha. Op. Cit. Pág. 15. Globalización, estado y sociedad civil: el nuevo contexto histórico de los derechos humanos. Isegoria nº22, 2000. Pp. 5–17. 138
periférico139. Sin embargo, pese a este desdoblamiento, ambos procesos funcionan de manera simultánea, por ejemplo, para determinar el precio total de una empresa, y ambos contextos son tenidos en cuenta al evaluar los ejercicios financieros y al proyectar las estrategias de la compañía. La competencia ya no ocurre en un espacio acotado, en el mercado de trabajo o en el mercado de bienes y servicios a escala nacional o regional. En el contexto de la globalización es posible ver que la competencia ocurre en varios espacios simultáneos y que los aliados en un mercado son adversarios en otros. Por otra parte, la globalización se origina no sólo en un desarrollo socioeconómico que no había sido previsto, sino en una revolución tecnológica –o, mejor dicho, a una serie de ellas– que en las primeras etapas de la era industrial nadie podía siquiera imaginar. Lo que podemos observar hoy con claridad es que la globalización se desarrolla
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en diferentes secuencias que se entrecruzan e interactúan a distintos niveles. De este modo, la explicación de un caso particular puede servir como punto de partida para otro análisis, pero no como parámetro explicativo de situaciones “similares”, porque la pluralidad de los contextos es lo que caracteriza a este momento histórico. Lo cierto es que, sí se comparan las condiciones mundiales desde 1945 hasta comienzos de la década de 1970 con la actualidad, podremos verificar que dichas condiciones no sólo se mantienen sino que incluso se han fortalecido. Es posible destacar al respecto algunos elementos sustanciales. a) El estado-nación, pese a la crítica y la presión económica de otras corporaciones, no ha sido eliminado ni superado como modelo de organización de las sociedades. En la actualidad no existe un auténtico sistema jurídico supranacional eficiente, ni los estados han cedido sus principales atribuciones ni abandonado sus principales funciones, aunque está 139
Cfr. Castells, La era de la información, Alianza, 2000.
claro que existen estados subordinados y con escasa autonomía. Para apreciar este aspecto de la cuestión debe observarse que las formas alternativas de organizar las sociedades que persistieron hasta mediados de siglo XX –imperios tradicionales, sistemas de aldeas o de castas–, han quedado reducidas a su mínima expresión. b) Con el derrumbe del socialismo de estado la economía de mercado se ha consolidado como sistema económico hegemónico, e incluso una potencia socialista sobreviviente como China puede parecer más como una variable híbrida de capitalismo de estado, que avanza, como lo ha hecho ya la URSS, hacia su extinción como ejemplo de “socialismo real”. c) En el ámbito ideológico y cultural, la “profesionalización”, la estandarización de las industrias culturales y el culto de la individualidad no
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han cedido casi terreno alguno, a pesar de las inagotables promesas de revolución artística y vanguardismo. d) Los modelos educativos directos e indirectos, fundamentales para la reproducción y adaptación de la división social del trabajo, se han mantenido de acuerdo a premisas ya tradicionales y, en todo caso, se han acentuado las tendencias preexistentes. e) Los modelos jurídicos basados en el constitucionalismo y los derechos liberales –y con ellos la existencia de cuadros burocráticos especializados– se han extendido en forma imparable hasta que sus principios éticos han alcanzado una hegemonía de considerable fortaleza en el ámbito mundial. La indeterminación que existía en la Declaración de los Derechos Humanos por la convivencia forzada con el Socialismo de Estado se ha resuelto en favor de este mismo modelo liberal de derechos. f) La democracia formal se ha transformado en el único modelo legítimo de administración del estado. Sin embargo, la mayor parte de las democracias actuales son sistemas corporativos y burocratizados en donde
elección periódica de los mismos es un mecanismo formal con escasa capacidad de decisión popular sobre los actos de gobierno o sobre las políticas corporativas, tanto privadas como públicas: “Desde la perspectiva subjetiva del ciudadano del sistema económico, el compromiso del estado social consiste en que se gane lo suficiente y se obtenga la suficiente seguridad social para poder reconciliarnos con las tensiones de un trabajo más o menos alienado, con las frustraciones de una función más o menos neutralizada como ciudadano sin más, con las paradojas del consumo de masas (...) con el fin de reconciliarse con la miseria de una relación clientelista con la burocracia”140. Por causa del predominio del modelo político occidental y la estructura de la economía de mercado pareciera que la globalización no ha hecho otra cosa que extender el predominio de las formaciones culturales,
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económicas y políticas de los países centrales, herederos todos ellos de la Europa de la modernidad. Las necesidades de este sistema encuentran su marco institucional en las políticas de los organismos financieros y comerciales internacionales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio), que articulan mecanismos completos y complejos en materia de políticas económicas que se imponen a los países periféricos. Israel y los países del oriente medio no son, en este sentido, ninguna excepción.
B_ Principales lineamientos de la articulación económica y política del conflicto palestino-israelí
La guerra árabe-israelí de 1948 y los conflictos que le sucedieron extinguieron toda posibilidad de creación de un estado palestino hasta el 140
Habermas, Ensayos Políticos, Península, 1988. Pág. 35.
presente cuando, en medio de una situación caótica y desastrosa en términos humanitarios, vuelve a plantearse esa posibilidad141. Las potencias occidentales, sumidas en el universo conspirativo de la Guerra Fría, no hicieron gran cosa para subsanar el problema, pues casi de inmediato Israel se convirtió en su único aliado en la región. La insegura posición de los jefes de estado de los países árabes, que no acertaron a ponerse bajo el ámbito de influencia de la unión soviética, contribuyó al mantenimiento de la ocupación israelí y al fermento de la conflictividad de la zona. En 1964 se crea la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en cuyo quinto congreso es nombrado Yasser Arafat presidente del comité ejecutivo. Este movimiento político palestino termina por plasmar las intenciones nacionalistas palestinas, en medio de una retórica característica de los grupos revolucionarios africanos y latinoamericanos
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y fuertemente marcada de un mesianismo arabista que contribuyó a su desenvolvimiento coactivo. La inmediatez geográfica de su enemigo político contribuyó decisivamente a la eclosión de la oposición orienteoccidente, que determinó, andando el tiempo, que fuera el Islam un factor geopolítico relevante a escala mundial en tanto “problema” para el desenvolvimiento de los mercados. Por supuesto, a esto se suma el decisivo factor del control del precio del petróleo. Pero la lucha de la OLP no dio buenos frutos y, finalmente, la conjunción de varios procesos regionales desmembró el bloque anti-israelí. Para finales de la década de 1970, hace ya treinta años, los palestinos 141
La versión original de este texto fue redactada antes de las “Hojas de ruta”, los preacuerdos de Madrid y la desocupación de la Franja de Gaza. Pero cuando llegamos a revisarlo se han perdido de vista las soluciones pacíficas y se ha retornado a un momento anterior, luego de sostenerse los ataques en el Líbano y de desestabilizarse la situación interna entre las facciones políticas palestinas. Los constantes cambios políticos hacen imposible por el momento fijar un periodo de paz lo bastante largo como para abrigar auténticas esperanzas al respecto, a pesar de lo que aparenta ser un giro en la política exterior estadounidense a partir de comienzos del año 2009.
quedaron prácticamente aislados frente a la realidad de un país inexistente y la ocupación militar de sus tierras –es decir, de las tierras en las que finalmente se les permitió vivir– por parte de una potencia extranjera: “El debilitamiento de la OLP, delimitado por los cambios en la escena internacional, la llevó a aceptar que el 60% de la Franja de Gaza junto con las reservas de las tierras agrícolas permanecieran en manos de cuatro mil colonos israelíes”142. Pero ni siquiera la retirada unilateral de Israel de la franja, que altera lo que parece ser el contenido central de esta noticia, ha cambiado el panorama d manera significativa. Entre los procesos históricos que se desarrollaron deben destacarse a) la guerra del Líbano, que se extendería por muchos años siguiendo el modelo de la guerra fría, es decir, evitando el enfrentamiento directo entre tropas israelíes y sirias; b) el acuerdo egipcio-israelí, que cerraría ese frente, hasta
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ahora en forma definitiva, con la devolución del Sinaí a la soberanía egipcia; c) la alineación de los algunos de los principales países árabes productores de petróleo con occidente; d) la guerra iraquí-iraní y, más recientemente, e) la invasión norteamericana a Irak. Se han acumulado así más de cuatro décadas de ocupación o intervención militar israelí en los territorios de Cisjordania y la Franja de Gaza. Es previsible que una pésima relación tan prolongada haya determinado consecuencias importantes para ambas partes, pues sólo con el apaciguamiento del conflicto árabe-israelí el “elemento palestino” queda aislado. De este modo, aún cuando fuera cierto que los palestinos carecían de un impulso nacionalista análogo al del sionismo, este largo período de tiempo bastó para que fraguara un sentimiento general de pertenencia colectiva, aunque las tensiones internas continúan siendo muy intensas. A pesar de que la OLP y la Autoridad Palestina (AP) continuaron recibiendo apoyo financiero, éste no alcanza para definir una política cla142
Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 118.
ramente pro-palestina, pues otros intereses (los de cada país, los de la OPEP) tienen un peso decisivo. Además, luego de una convivencia forzada tan prolongada ni la percepción de Israel como un remanente colonial ni la descripción de la resistencia palestina como un grupo terrorista resultan ser perspectivas útiles para comprender la situación. Cuando los ideólogos sionistas pretenden descubrir en la OLP, en Hamás o en Hezbollah una organización terrorista que tiene por único objetivo la desaparición del estado de Israel, deliberadamente culpabilizan al pueblo palestino, como quiera que éste sea concebido, y principalmente a sus dirigentes, de su actual situación de pobreza material y marginación política. Reservan así a Israel el papel de nación que intenta sobrevivir en el hogar ancestral de su pueblo y que se ve permanentemente obligada a defenderse de ataques injustificados.
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Este discurso es falaz pero, por su parte, durante mucho tiempo la retórica palestina y árabe en general se revistió de un fuerte carácter antijudío en general y anti-sionista en particular, lo cual no puede ser visto por la población israelí sino como una amenaza constante a su existencia. La población israelí también ha cambiado de generación en este período, lo cual nos hace retroceder a un problema que hemos tratado con anterioridad: la completa ineficacia de la legislación internacional para tratar cuestiones que se extienden históricamente, afectando no sólo a grandes poblaciones sino también a diferentes generaciones de cada población. Por otra parte, la prolongación del problema político original ha dado como resultado complicaciones extremas en otros aspectos, habida cuenta del particular tipo de relaciones establecidas entre uno y otro colectivo. A los problemas específicos de la ocupación militar y la batalla por la legitimidad de las respectivas actividades políticas se suma la forzada integración económica y, singularmente observables, los grandes pro-
blemas que no afectan sólo a las poblaciones, sino a todo su entramado simbólico y vital. A las complicaciones políticas derivadas del conflicto se agregan las relaciones económicas forzadas y restringidas, cuyas variables fueron y son manejadas también como herramientas políticas y por ello ineficientes en relación con la distribución de la riqueza y la producción. Las condiciones impuestas a la vida económica en los territorios palestinos ocupados derivan en un singular estado de atraso tecnológico, de estructura y de infraestructura y en una composición macroeconómica poco desarrollada. Esta situación es causa constante de nuevos conflictos pues, considerando la superficie ocupada por el antiguo Mandato Británico, el país se ha dividido en dos zonas económicamente muy diferenciadas. En el lado israelí se encuentra una economía desarrollada y bastante
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sólida, basada en la producción agro-intensiva pero también en la aplicación y desarrollo de alta tecnología en diversos campos. Sus números macroeconómicos nos muestran una sociedad muy similar en sus parámetros principales a los de muchas naciones de Europa Occidental. Para fines del siglo pasado, por ejemplo, Israel tenía un Producto Nacional Bruto per cápita de 18.648 dólares, es decir, levemente superior al de España y bastante superior al de las naciones del este europeo, aunque inferior al de las economías principales en materia de producción industrial y tecnológica143. Su tasa de desocupación ha seguido una tendencia creciente pero es también similar a los valores que se registran en Europa occidental y es inferior al de buena parte de las economías “emergentes”, al menos hasta la etapa previa a la última gran crisis mundial. Según todos los parámetros –considerados a escala–, la economía israelí es mucho más dinámica y sólida que la de todos los países de la región que no son productores de petróleo, lo cual incluye a Egipto, Turquía, Siria, Líbano y Jordania. Estos 143
Fuente: CBS, Israel.
datos no significan, ni mucho menos, que la economía israelí no tenga problemas, en especial en la debilidad de su balanza comercial (que termina significando una crónica debilidad en su sector externo, vía balanza de pagos) y se trata de una economía tan débil a las crisis internacionales como cualquier otra en la actualidad. Pero en todo caso puede verse la enorme diferencia con el sector palestino, en donde la desocupación es muy superior y el producto bruto per cápita es muy inferior. En este sector, las condiciones políticas, que se tradujeron en ausencia casi total de políticas para el desarrollo, contribuyeron a definir un espacio económico atrasado, basado en la producción de materias primas o de manufacturas con escaso valor agregado, que se agregan a la “exportación” de su mano de obra de mediana o baja calificación. El principio de desarrollo mostrado desde mediados de la década de 1990 puede haberse truncado o dislo-
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cado seriamente desde el estallido de la Segunda Intifada (Septiembreoctubre de 2000) y la última década no ha visto mejoras tan significativas en este rubro que permitan hablar de un cambio en los parámetros generales. No obstante este desequilibrio regional y las diferencias políticas, que pareciera mostrar dos mundos distintos, la economía israelí y la palestina se encuentran fuertemente interrelacionadas. De hecho, si se considera el régimen de intercambios recíprocos la economía palestina aparece como una bolsa de atraso empotrada en el sistema productivo israelí, tal como existen bolsas de miseria en muchas economías desarrolladas. Para mantener los bajos estándares de vida palestinos un alto porcentaje de los trabajadores necesitaban trabajar dentro de las fronteras israelíes, en especial en los sectores de la construcción y en la agricultura. Haciendo una retrospectiva de los últimos lustros, para 1994 más de 38 mil habitantes del Judea y Samaria (Cisjordania), la Franja de Gaza y el sur del Líbano, cruzaban la frontera para trabajar en Israel, en total cerca de un 15% de la población económica activa palestina. Por supuesto que
esta situación no deja de afectar a la propia economía israelí pues resultaba“cada vez más difícil sostener la creciente dependencia de la barata mano de obra palestina”144. No debe descartarse –ni afirmarse sin más– que el descenso de esta ocupación –26.600 en 1996– haya motivado parcialmente el levantamiento palestino, pues la Autoridad Palestina no contaba (ni cuenta) con auténticas posibilidades de manejar grandes y bruscos cambios en la situación laboral de los territorios que controla nominalmente, porque carece de medios para establecer una política económica o social autónoma. Pese a la recuperación de estos números –35.000 de promedio entre 1997 y 1999– precisamente en el año 2000 se verificó un nuevo descenso en este singular tráfico de servicios en forma de mano de obra barata. La política de cierres fronterizos intermitentes se transformó en una política de pre-
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sión del gobierno israelí, pues resultaba en una inmediata amenaza para la economía doméstica palestina, ya que repercutía rápidamente en un buen número de hogares, lo cual lo convierte en un sistema represivo de “estado de sitio” particularmente odioso. La debilidad económica de los países árabes de la región, por su parte, estimuló naturalmente esta relación desigual. Ni Siria, ni Jordania, ni mucho menos el Líbano, se hallaron nunca en condiciones de absorber y compartir las necesidades de la población palestina radicada en los territorios ocupados. Al mismo tiempo, son algunos de los principales centros de absorción de refugiados palestinos (Para el año 2000, en Jordania se contabilizaron 1.570.192 refugiados palestinos, 383.199 en Siria y 376.472 en el Líbano, el 56% de ellos menor de 25 años)145.
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Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Pág. 117. Informe de la UNRWA sobre la situación de los refugiados palestinos, datos hasta el año 2000.
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De este modo, Israel se convirtió en el único agente económico con cierto dinamismo en la región, hasta que se consolidó una relación completamente despareja pero sólidamente integrada entre los dos subsectores de la economía regional. En esta relación, el “socio menor”, se encuentra completamente subordinado a las políticas económicas israelíes. Poco tiene que ver esta articulación con la proyectada por la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU de 1947. Se trata de un desarrollo posterior y circunstancial, derivado de los conflictos militares precedentes y es un resultado de las invasiones egipcia y jordana, y no sólo de la israelí. Pero también es un desarrollo dislocado, en el que la situación administrativa (ser palestino o israelí) ha resultado en una diferencia enorme en cuanto al acceso a bienes y servicios materiales y simbólicos. Esto se agrega al diferente acceso a la defensa de los derechos de cada
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colectivo, puestos en relación con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La economía palestina paso a depender ampliamente de la israelí, en un proceso que no se detendría en seco con la creación o independencia próxima o lejana del estado palestino. Más del 90% de las exportaciones palestinas tuvieron como destino a Israel en 1997146, que a su vez fue el emisor de más del 80% de sus importaciones. Esta relación deja un importante saldo a favor de Israel, pues el desigual intercambio permitió a este último país cubrir una parte considerable de su propio déficit comercial147. Por el otro lado, acentúa la dependencia de la economía palestina, que para cubrir parte de su propio déficit debe recurrir a una importante porción de donativos, que no crecen a lo largo del tiempo y que no estimulan tampoco la productividad local. El tráfico de este dinero “libre”, a
146 147
UNCTAD, The Palestinian economy. Fuente: CBS, Israel.
su vez, unido a la delicada situación política, fomentó la existencia de un grado de corrupción importantísimo en la Autoridad Palestina148. El establecimiento de políticas económicas de largo alcance no ha sido posible por la situación política y, de hecho, sólo teniendo en cuenta a Israel podría establecerse una política de desarrollo económico viable para Palestina. Esta misma inestabilidad ha redundado en un serio perjuicio para el comercio exterior israelí: la importación de “bienes de defensa”, es decir, armamentos y tecnología militar, ha representado una parte considerable de la importación149, y deben contarse las pérdidas causadas cíclicamente por el descenso del turismo, una importante fuente de ingresos para Israel y el más afectado por las acciones de los militantes palestinos. El conjunto de factores supone un gasto superior incluso a los beneficios obtenidos del tráfico con los territorios de la Autoridad Palestina e impli-
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ca una carga tremenda para la economía regional. En cualquier caso, son los palestinos quienes pagan mucho más caro los resultados de la inestabilidad política resultante de la ocupación150. El establecimiento de una tan desigual relación económica no hace sino agravar las relaciones recíprocas, pues a las diferencias étnicas y políticas vienen a sumarse diferencias de tipo clasista que enfrentan directamente a los intereses de las dos poblaciones implicadas. En cualquier caso, el mantenimiento de este último aspecto diferenciador es incompatible con el establecimiento de una paz duradera y estable y permite suponer, además, que existen intereses económicos preocupados por la posible resolución del conflicto, pues obtienen de él beneficios y oportunidades económicas. Política y economía son, en definitiva, dos aspectos del 148
Cfr. Said, Crónicas Palestinas, Grijalbo, 2001. Fuente: CBS, Israel. 150 La primera Intifada (1987-92): “Destrozó la ilusión de una ocupación humana: la Intifada llevó al hogar de los israelíes el precio absolutamente desalentador de la ocupación”, dice Ben Ami en Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 116. 149
mismo fenómeno: “Los israelíes pueden seguir sin reflexionar acerca de lo que hicieron en 1948 y, después, en 1967, cuando la ocupación. El movimiento de los nuevos historiadores lo ha intentado, pero no ha penetrado en la sociedad israelí. Ésta sigue sin saber que en 1948 un pueblo fue desposeído y una sociedad destruida. La mayor parte de los israelíes desconoce esta parte de la historia, viven en una burbuja. (...) La realidad es que la mayoría de los palestinos vive hoy con menos de dos dólares al día. Los israelíes no lo saben, y nos corresponde a nosotros, a los palestinos, el que tomen conciencia de lo que nos están haciendo. Pero en lugar de avanzar por está vía, ponemos bombas en restaurantes, lo que produce el efecto exactamente contrario”151. En la práctica, el sistema resultante reprodujo en el ámbito local el régimen de acumulación transnacional que impera en muchas relaciones
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internacionales supuestamente interdependientes. Se trata de mecanismos de expoliación en gran escala que suponen la implantación de un imperialismo reticular (pues más que ningún otro mecanismo la “integración” económica funciona en una red de nodos interconectados pero asimétricos152) de nuevo cuño pero no menos destructivo que lo que fue su antepasado colonialista. Las consideraciones precedentes deben servir para comprender que la situación planteada en Palestina no es ya sólo un conflicto entre partes políticamente separadas, sino también un conflicto entre partes económicamente interdependientes. De hecho, durante el período en el que la Autoridad Palestina tuvo en sus manos algunos aspectos de la política económica de los territorios ocupados (entre 1994 y 2000) esta relación no se diluyó. De hecho, se reforzó mediante la implantación de una regulación macroeconómica conjunta en cuanto al comercio exterior, lo que 151 152
Said, Entrevista, Diario Página 12, Bs. As., 9 de diciembre de 2001. Cfr. Castells, La era de la información. Op. Cit.
en la práctica significó que la Autoridad Palestina seguiría en forma automática la política israelí en la materia153. En consecuencia, una auténtica resolución del conflicto no pasará sólo por la rearticulación política, sino también por la reubicación de los factores económicos, lo cual implicaría una reestructuración profunda que resultaría ya difícil para un estado sin conflictos étnicos tan marcados. Pero este aspecto se agrava porque la región en su conjunto se encuentra ligada a un sistema transnacional de relaciones económicas y políticas que no puede ser omitido, y sobre el cual las partes implicadas no tienen control alguno. Siendo como es el conflicto árabe-israelí en general y el problema palestino en particular uno de los campos de batalla más persistentes ante la opinión pública mundial, y alrededor del cual se han tejido tantas con-
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tiendas con buena y con mala fe, nos llegan desde esta pequeña porción del mundo, periódicamente, malas nuevas para recordarnos y asombrarnos de lo que somos capaces los seres humanos. Sin embargo, pese a todo, sin intentar minimizar en ningún grado sus efectos, las bombas, el tanque y los helicópteros artillados no son sino síntomas, medios o resultados; rara vez son en sí mismos causas para el análisis y nunca son, en cualquier caso, los procesos sociales de los que participan. Considerándolos en perspectiva, los Hombres-bomba y los tanques han tenido muchas formas a lo largo de la historia y, así, es fácil caer en el maniqueísmo y la demonización. Más arduo y menos compensatorio es intentar comprender por qué algunos hombres se ven en la situación de convertirse en homicidas u ocupantes, en qué contexto se instalan unas actuaciones moralmente reprobables porque “la violencia revolucionaria no necesitó tener éxito para ser eficaz. Sólo fue necesario que produjera divisiones sustanciales
153
UNCTAD, The palestinian economy. Op. Cit.
dentro de la sociedad dominante, de modo que quedara comprometida la capacidad del gobierno para emplear su fuerza”154. Hasta aquí nos hemos ocupado de buena parte del contexto histórico y social del conflicto en forma amplia, pero para continuar debemos fijar nuestra atención en los acontecimientos de los cuales estos hechos forman parte y en situaciones en las cuales ocurren e influyen de manera directa. Tres problemas reclaman nuestra atención al respecto, tres asuntos sin solución que se entremezclan con la situación social, política y económica a la que hemos intentado dar forma hasta aquí y con esas imágenes que todavía nos rodean: a)
La existencia de varios millones de refugiados palestinos, dentro y
fuera de los territorios ocupados por Israel en junio de 1967. b)
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Los Asentamientos de “colonos” judíos en los territorios ocupados,
tanto en los que debiera imperar la Autoridad Palestina –Judea, Samaria y, hasta hace relativamente poco tiempo, la Franja de Gaza– como en los Altos del Golán, tomados a Siria. c)
La Cuestión de Jerusalén, ciudad reclamada por ambos colectivos
como ciudad capital, que guarda también importantes elementos religiosos para el islamismo, el judaísmo y el cristianismo.
a_ Los refugiados palestinos.
De acuerdo con los datos de la UNRWA, los refugiados palestinos, diseminados por muchos países, en especial en los países limítrofes, cons154
Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Pág. 116. Esto es parcialmente aplicable también a la segunda Intifada, aunque la “Guerra contra el Terror” desatada por los EUA desde el año 2001 con la invasión de Afganistán e Irak, que será recordadas, tal vez, como uno de los mayores engaños de la historia en razón de las excusas que intentaron legitimarlas.
tituían a fines del siglo pasado cerca de un 18% del total de los refugiados contabilizados en el mundo. Este organismo tiene registrados cerca de 3.740.000 refugiados palestinos y considera que esta cifra representa tres cuartas partes del total de refugiados palestinos existentes, alrededor de 5 millones de personas. La categoría de “refugiado” es muchas veces confusa en la práctica, y mucho más en circunstancias en las que no existía, como en este caso, un punto de partida jurisdiccionalmente adecuado para situar a la población. Según el uso convencional del término un refugiado es aquella persona que “debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal
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país; o que, careciendo de nacionalidad y hallándose fuera del país donde antes tuviera su residencia habitual, no pueda, o a causa de dichos temores, no quiera regresar a él”155. Dado que no existe un estado palestino, no deja de ser refugiado –y apátrida– cada palestino que sea reconocido como tal. El problema que se plantea aquí mezcla a las poblaciones distribuidas dentro de los territorios ocupados, que desde la resolución 242 del Consejo de Seguridad es motivo de reclamo contra Israel. Existen campos de refugiados de la UNRWA –de un total de 59 para junio del 2000– dentro de los territorios ocupados (19 en el Banco Occidental y 8 en la franja de Gaza) y fuera de ellos (10 en Jordania, 12 en el Líbano y 10 en Siria). Más de 1.200.000 personas, un 32% del total de los refugiados registrados, soportan esta situación, dependiendo en buena medida de la ayuda internacional y en partes simi-
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Peral Fernández, Éxodos masivos, supervivencia y mantenimiento de la paz. Trotta, 2001. Pág. 36.
lares en los territorios ocupados y en los tres países limítrofes citados, aunque existen palestinos en muchos otros países156. Aunque el desplazamiento de la población árabe pudo haber comenzado de manera efectiva como resultado de los enfrentamientos árabejudíos inmediatamente previos a la declaración de independencia del estado de Israel, debemos tomar el año 1948 como el comienzo del problema en sí mismo, como resultado del violento re-acomodamiento de las fuerzas resultante de la retirada de la potencia mandataria. Para 1953, y hasta comienzos del siglo XXI, los primeros datos que aporta la UNRWA contabiliza algo más de 870.000 refugiados, de modo que en 50 años la población se ha cuadruplicado; en este mismo período la población israelí ha pasado de 650.000 a 4.955.000 (un incremento de factor 7,6)157, empujada violentamente en la última década por la política
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migratoria israelí orientada hacia los judíos residentes en la ex URSS. Esta política migratoria ha resultado fundamental para equilibrar la balanza demográfica. Así se ha constituido un mecanismo de “lucha de poblaciones” de tipo demográfico, pero que tiene profundas connotaciones políticas y culturales además de sociales. El reclamo del retorno de ésta población a su tierra “original” implica un grave problema político, dado que ello determinaría el fin de Israel como “Estado Judío”, pues su carácter étnico está asegurado, en un sistema de mayorías democrático como el que sustenta, en la mayoría absoluta de judíos frente a otras minorías étnicas. El reclamo incluye, entonces, un dilema vital: Israel ha adquirido sus “derechos” sobre el territorio de Palestina con todo el apoyo de la legalidad internacional, aunque esta misma legalidad pueda ser puesta en duda, pero sobre 156
UNRWA, Palestine Refugees, Op. Cit. Las cifras para la población refugiada ha sido obtenida del citado informe de la UNRWA, mientras que los datos para Israel han sido tomados de la CBS Israel.
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la base de unas necesidades y unas condiciones no del todo compatibles con el modelo de estado nacional que mantiene. ´ Pero, por eso mismo, guarda esta contradicción con la regla de las mayorías, que deben ser mayorías “cualificadas” en función de una categoría, la de judío, que, como hemos visto, tampoco respeta íntegramente las diferencias que pueden encontrarse bajo esta misma denominación. En cualquier caso, resulta inaceptable, desde la perspectiva del estado judío, el retorno de una población que supondría la eliminación de esta calificación poblacional. Sí la respuesta a este dilema es moralmente confusa, al menos podemos tener la seguridad de que Israel no cederá a este reclamo y es como poco dudoso que la comunidad internacional, sabedora del problema, apoye a los palestinos en este punto. Sin embargo, la solución “nacional”
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para la cuestión judía siempre entrañó estos problemas y, dado que la formación del estado fue acompañada por el uso de la fuerza (primero la de la potencia imperial y luego la del estado judío), ello no podía tener más que malas consecuencias. Porque la inserción en el mercado mundial y el carácter de las relaciones sociales e internacionales que se imponen conducen a que el propio modelo de socialización estatal-nacional resulte a mediano o largo plazo incompatible con las necesidades étnicas y los intereses culturales de la población, cuando esta no es homogénea. En otras palabras, a largo plazo el elemento étnico del estado deberá ceder a su contenido propiamente político, porque así lo exigen las estructuras internas y externas de las que depende su funcionamiento. No obstante, el problema de los refugiados palestinos permanece activado, pues no han sido tomados en cuenta de manera realista por las soluciones planteadas hasta el momento. Sin contar los problemas relacionados con la violencia y la ocupación, la Autoridad Palestina no es capaz de mantener a su propia población sin concurso de la economía israelí y sin
la ayuda internacional. Mucho menos sería capaz, entonces, de incorporar en estas condiciones a los refugiados que se encuentran en terceros países y que requieren, a su vez, mucha ayuda internacional. Los países que albergan grandes poblaciones palestinas, en especial Jordania, son países relativamente pobres y con situaciones socio-políticas internas delicadas. Los territorios ocupados muestran ya una preocupante densidad de población y en Israel mismo ésta es de 277 habitantes por Km2, una densidad que requiere de una economía dinámica y bien organizada, y que permite suponer graves problemas ambientales futuros158. En realidad, los refugiados suponen un problema de difícil solución para cualquiera de los colectivos implicados. Pero, sobre todo, constituyen un problema actual porque no se intentó seriamente dar una respuesta a su situación cuando el momento histórico lo requería. Las políticas que
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al respecto desarrollan los organismos internacionales no son hoy en día más que paliativos; y paliativos bastante pobres, además, a la situación de extendida pobreza y carencia de recursos. Como ocurre con el problema de la debilidad estructural y de la dependencia económica, la solución de este problema supone la alteración profunda de las condiciones existentes, mucho más allá del mero establecimiento de una paz armada. Pues aún con ella las situaciones sociales conflictivas no se solucionan, sino que tan sólo se posponen; requieren en realidad de una gestión de largo rango y no un súbito cambio de denominación.
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Fuente: CBS, Israel.
b_ Los asentamientos judíos.
Así como la cuestión de los refugiados es un arma demográfica de presión política, también lo son los asentamientos judíos dispuestos en los territorios ocupados por Israel, con el ingrediente de que son acompañados de una considerable fuerza de ocupación militar permanente destinada a su “protección”, complementando a las tropas que controlan las poblaciones palestinas. La cantidad y distribución de estos asentamientos denota claramente el apoyo gubernamental con que han contado, de modo que su instrumentación como estrategia de ocupación no es meramente especulativa. La pertenencia a estos asentamientos sólo puede deberse a un estrecho convencimiento ideológico o a algún estímulo estatal. En el mejor de los casos, la cercanía de la relación entre el estado judío y la ten-
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dencia anexionista que conlleva el establecimiento de estas poblaciones no es un buen síntoma. Los asentamientos y la fuerza de ocupación que implican constituyen un permanente motivo de irritación. Aun cuando el pueblo palestino no hubiera existido antes de 1967 –lo cual no es así– esta presencia sería motivo suficiente para agrupar a la población local invadida y recluida, constantemente humillada por la presencia de esos colonos que gozan de derechos, libertades y oportunidades (sociales, económicas y políticas) que les son vedadas. Nuevamente se trata de una reproducción en pequeña escala del sistema colonial, que no tiene otro fundamento que la fuerza y el interés y que, con certeza, no supone ninguna “seguridad” para Israel. En su institución se encuentran presentes el mesianismo nacionalista que con tanta frecuencia se pretende asignar a la otra parte, y una forma nada sutil de terrorismo de estado. La solución política del conflicto es difícil, y hablar de expulsión es la forma más fácil de atenderlo (se trata de una población estimada en casi
un cuarto de millón de colonos). Pero cabe también la posibilidad de incorporarlos como minoría, en un futuro estado palestino. No parece probable, por otra parte, que esta segunda solución, más racional, sea aceptada por estos mismos colonos, que consideran la tierra que ocupan como parte integrante de la tierra sagrada en su conjunto. La retirada de los asentamientos de la Franja de Gaza no ha sido sino una solución mínima para este problema, porque el grueso de los asentamientos, y los más sólidamente establecidos, se encuentran en Cisjordania.
c_ La cuestión de Jerusalén.
La Resolución 181 de las Naciones Unidas preveía para la ciudad de Jerusalén un estatus particular, pues se tenía en consideración su impor-
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tancia simbólica y cultural tanto para las partes árabe y judía como para los cristianos (católicos, ortodoxos y protestantes, es decir, sectores importantes en muchas de las grandes potencias). Aquella intención de internacionalizar la ciudad terminó, como todo el proyecto, con la guerra de 1948. El estado Judío elevó a categoría de ley su ancestral anhelo de retorno a la ciudad proclamándola su Capital, sede del Parlamento y de la Suprema Corte de Justicia, aunque hasta 1967 sólo controló de manera efectiva su parte occidental, es decir, la Jerusalén “nueva”. Pero al plantearse nuevamente el conflicto con el pueblo palestino –relegado durante la ocupación Jordana de la ciudad vieja– no existe la menor intención de retomar el camino de la internacionalización de la ciudad que contiene tantos símbolos sagrados. No debemos olvidar al respecto que “símbolo, mito, imagen, pertenecen a la sustancia de la vida espiritual; que pueden camuflarse, mutilarse, degradarse, pero jamás extinguirse (...) El lengua-
je simbólico (...) es consustancial al ser humano, precede al lenguaje y a la razón discursiva”159. Pero no es sólo el símbolo religioso, sino también el político el que se defiende aquí. El mantenimiento de Jerusalén como capital le asegura a Israel la conservación de un pasillo territorial que constriñe bastante las fronteras de Judea y Samaria (regiones sur y norte de la Cisjordania), manteniendo, además, dividido al territorio palestino: unos 25 Km. separan a la Franja de Gaza del punto más cercano de Judea. Ninguna de las propuestas israelíes, incluyendo la de Taba de enero de 2001 (que mejoraba considerablemente la propuesta de Camp David de julio de 2000), renunciaba a este embudo, pues su base se ensancha a medida que se aleja de Jerusalén160. De los tres problemas planteados en este apartado, no obstante, el
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problema de Jerusalén, a pesar de su peso simbólico, pareciera ser el menos arduo de resolver. Pero ello no es motivo de alegría, pues esto sólo quiere decir que “sería” más fácil de resolver si se resolvieran también los otros puntos conflictivos. El problema de Jerusalén se enlaza con el de los asentamientos pues se han construido algunos particularmente importantes –en especial Ma´ale Adumim– al oriente de la ciudad vieja (es decir, en la dirección opuesta al pasillo), cuyo mantenimiento parece incompatible con una división apropiada o de la coparticipación de la soberanía de la ciudad161. A estos tres elementos conflictivos debe sumarse una “constante” regional: la problemática relativa a la administración y distribución de los escasos recursos hídricos. Podemos concentrarnos después en los fenómenos más inmediatos que son los detonantes de la observación pero que 159
Eliade, Mito y Realidad, Kairós, 1999. Pág. 11. Cfr. Dossier, Le Monde, Paris, abril de 2002. 161 Ídem. 160
corren el riesgo de transformarse en los árboles que oculten el bosque. No es difícil apreciar que, en este caso, los hechos de violencia pasados contribuyen a desencadenar actos violentos en el presente. Un régimen de alta violencia recíproca se ha instalado como modus vivendi en la región, desatando una interminable cadena de represalias y fraguando las ideologías respectivas en el resentimiento, el odio, la desconfianza y el prejuicio. Como resultado, y habiendo estado su formación tan influida por los acontecimientos violentos del siglo XX, y su supervivencia amenazada con frecuencia, el estado de Israel es la sociedad occidental en donde puede desarrollarse con mayor plenitud el concepto de “Guerra total”162. Es decir, aquel estado en el cual los recursos de una región, humanos y materiales, se vuelcan por completo al acto de guerra. Prácticamente la totalidad de la población se encuentra en alguna medida capacitada para
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actuar en caso de necesidad y el período durante el cual un reservista cuenta como efectivo es más largo que en la mayor parte de las naciones formalmente democráticas. La distinción de sexo no ha supuesto una menor participación en el esfuerzo bélico. Por otra parte, hasta una edad más avanzada de lo habitual los ciudadanos con periódicamente convocados para reacondicionar su capacidad militar operativa. Todo este esfuerzo, que tiene un componente económico nada despreciable, no puede dejar de tener efectos sociales destacados. Las Fuerzas de Defensa israelíes gozan de un prestigio que rara vez se encuentra en sociedades democráticas y que trasciende en el plano interno su capacidad militar: la mayor parte de los líderes políticos israelíes de peso, fueran de izquierdas o de derechas, han tenido alguna importante participación en alguna de las guerras libradas por Israel desde su independencia. Ser uno de los fundadores del estado o haber participado activamente en la defen-
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Cfr. Hobsbawm, Historia del siglo XX. Op. Cit.
sa de éste han sido condiciones importantes, aunque no siempre necesarias, para acceder a la jefatura del gobierno163. Aunque la autoconciencia de estas fuerzas armadas se expresa sobre todo como fuerzas defensivas del estado, basadas en la propia ciudadanía, lo cierto es que un poder militar es siempre, básicamente, un poder de destrucción o de control. Pero ello da lugar a interesantes paradojas: sólo en Israel una parte considerable de los reservistas militarmente capacitados pueden considerarse a sí mismos pacifistas sin que ello suponga un estado de esquizofrenia. La defensa del país es un valor en sí que no se contrapone con opiniones políticas no belicistas164. No obstante, toda fuerza armada es utilizada con un fin político, incluso cuando no se encuentra operativa, y en este caso lo es de la manera más concreta posible, es decir, como fuerza de ocupación destinada a imponer el imperio de un
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estado. La cesión de parte de la soberanía efectiva a la policía de la Autoridad Palestina terminó con encontrarse con la realidad de que estas fuerzas policiales acababan por representar el oponente militar más visible de las fuerzas de ocupación. Los tanques israelíes rodeando u ocupando las ciudades palestinas no son sino la culminación, amplificada por su impacto visual inmediato, de la red militar montada en los territorios bajo la excusa de proteger a los colonos judíos asentados en ellos, de modo que su 163
Según la Ley Básica Israelí el primer ministro debe pertenecer, además, al parlamento unicameral israelí (Knesset) y suele formar su gabinete siguiendo la relación de fuerzas políticas existentes, en donde cada partido lucha por el control de una cartera de su interés. De este modo, cada primer ministro se encuentra refrendado por un cierto caudal de votos. Esto quiere decir que el prestigio militar suele representar un capital político importante. 164 En abril-mayo de 2002 un grupo de oficiales israelíes firmó un comunicado mediante el cual declaraba que no estaban dispuestos a seguir la política beligerante de su gobierno en lo que a la ocupación y el control del territorio palestino se refería. Dicha actitud no conllevaba una renuncia a la participación en la defensa del territorio israelí.
retirada no significa, ni mucho menos, el fin de la ocupación. Pero por ello mismo la presencia de los tanques no debe confundirnos, se trata de una forma más de ejercer el poder sobre la población palestina, pero no se trata de la única ni de la peor. La política de cierres preventivos de la frontera y la construcción del muro de seguridad, destinados a impedir el paso de hombres-bomba u otros agentes “terroristas”165, determina de manera inmediata un violento descenso en el nivel de vida de la población en general, estrangulando la capacidad económica de los territorios ocupados. La ocupación como política de largo rango es lo que contribuye a mantener en un punto muerto el desarrollo indispensable para superar las condiciones de pobreza de la población palestina, y la retiene bajo condiciones desiguales de intercambio de bienes y servicios, de las cuales el estado de Israel es el principal beneficiario.
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En consecuencia, así como la sociedad israelí se ha militarizado y se comprende esta militarización como el efecto de medio siglo de guerras y luchas casi continuas, así también los palestinos han vivido este tiempo entre la ocupación y la falta de autonomía, entre la pobreza extendida y el rencor social. Han desarrollado su ideología frente a un estado que proclama a viva voz su constitución como estado étnico, y de una etnia de la que los palestinos están formalmente excluidos. En estas condiciones, resulta casi imposible que el conflicto no sea percibido por sectores palestinos como una lucha vital y, según parece, le corresponde al estado más beneficiado por el desarrollo histórico precedente llevar adelante los mayores esfuerzos por desactivar esta lucha ex165
El término terrorismo, que ha adquirido un signo político particular, es siempre, no obstante, el resultado de una manipulación política. Por ello es peligrosa su utilización, pues dentro de esta categoría terminan por caber fenómenos tan disímiles entre sí como las bandas ocupadas de realizar secuestros o atentados que implican extorsión, grupos nacionalistas independentistas, sectores religiosos e incluso países enteros. Por lo tanto, sociológicamente, es un término insostenible.
trema. Así lo han comprendido incluso sectores bastante amplios de la población israelí, movilizados a favor de una paz que implica renuncias, en algunos casos importantes166. Pero también es cierto que se ha producido el efecto contrario, en la forma de una radicalización de los sentimientos religiosos o nacionalistas, en otra parte de esta misma población. Para empeorar las cosas, cuanto más se extienda en el tiempo la situación, más se profundizarán las diferencias a menos que se produzca un giro dramático en las condiciones existentes. Y más crecerán entonces las renuncias necesarias para alcanzar una solución razonable al conflicto, lo cual redundará en un aumento de los intereses e ideologías existentes para no alcanzar una paz duradera basada en relaciones armoniosas: “se trata de la lucha de dos mitologías nacionalistas que reclaman el monopolio del sufrimiento y el martirio”167.
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La lucha que se establece sobre el terreno es acompañada de una considerable lucha simbólica que fluye mucho más allá de las fronteras del oriente medio. Así, “los conceptos de expulsión, exilio, Diáspora y Holocausto son en la actualidad parte de la ideología nacionalista palestina”168. Uno de los principales valores que sustentaron la creación del estado judío fue el reconocimiento de algún mecanismo de protección de los colectivos judíos históricamente despreciados y perseguidos en Europa, sensación que se volvió perentoria con el genocidio nazi. Pero el reconocimiento de un derecho de protección ante un genocidio o la destrucción cultural excluye la posibilidad de realizar estos actos en perjuicio de un tercer colectivo. No obstante esto, el mantenimiento de las pésimas condiciones de vida para los palestinos acercan periódicamente esta acusación al propio estado de Israel. Ello despierta viejos odios y prejuicios 166
Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Ídem. Pág. 112. 168 Íbidem. 167
igualmente injustificables, pues tiende a confundir la identidad cultural con la acción estatal, ya que ni ser alemán implica ser nazi, ni ser estadounidense implica ser imperialista, ni tampoco ser judío (o sionista) implica mantener una ideología anti-palestina, anti-arabista o xenófoba en general. El sionismo corre el riesgo de engendrar, si no ha engendrado ya, un nuevo tipo de anti-judaísmo, basado en las evidencias del mal uso que se realiza del estado nacional que se le ha concedido. El método histórico que hemos ensayado en la primera parte se impone para la comprensión de las situaciones dadas en la región aún cuando no se esté dispuesto a conceder el estado de racionalidad a algunos de los actos que se contemplan con horror. La cita de Said que volcamos más arriba también destaca el olvido histórico que actúa en perjuicio de la resolución del conflicto, y al respecto es también la población más benefi-
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ciada por la historia local quien tiene mayores probabilidades de “recordar” con menos rencor las acciones pasadas.
C_ La globalización del conflicto local
El carácter local del conflicto se diluye no sólo por la difusión mediática de sus acontecimientos sino también porque ha estado históricamente situado en el centro de problemas de algunas situaciones fundamentales. La descolonización, la lucha entre bloques ideológico-políticos y el choque de culturas son factores que pesan en la balanza de esta pequeña región y que han colocado a una población que representa a bastante menos del 0,2% de la humanidad en el centro de debates enconados. Se trata de un caso testigo que, si no habilita analogías directas, al menos resulta un episodio que nos permiten acercarnos a nuevas alternativas analíticas. Dicho de otra forma, este proceso relativamente acotado está ligado a tantos
problemas importantes a escala mundial a lo largo de la historia reciente que se ha convertido en sujeto de experiencia global. De cómo se intenta resolver –o no resolver– los problemas existentes en esta región se desprenden consecuencias de gran escala para buena parte de la humanidad. En otras palabras, la incapacidad que israelíes, palestinos y árabes expresan para resolver sus diferencias de manera no violenta refleja la incapacidad de las sociedades contemporáneas de gestionar grandes conflictos sociales. Así, puede prestarse atención a las políticas que diferentes partes dedican a este fenómeno y a las reacciones que despierta para comprender, sobre todo, cuales son las políticas predominantes que afectan a ese colectivo mayor que es la humanidad comprometida con el proceso de globalización. El problema palestino-israelí se presenta como un problema de
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todos porque los problemas de todos en alguna medida se representan en él, incluidos algunos problemas relacionados con sistemas de prejuicios sociales y culturales que ni siquiera son reconocidos como tales. El conflicto local se globaliza no sólo por su presencia mediática, sino porque se ha instalado a partir de conflictos que son también globales. La lucha ideológica entre la izquierda y la derecha, la función de las creencias religiosas en la lucha política, la intolerancia y el diálogo intercultural, o el desarrollo de las relaciones de poder en el marco de la hegemonía de la economía transnacional de mercado, son algunos de estos factores globales que operan en el ámbito local. Sobre el terreno, en cambio, la percepción de los problemas es bien distinta. Desde la perspectiva local el problema es local con consecuencias globales; en cambio, desde la perspectiva global, el problema es global, con características locales. Otros conflictos importantes, en África, en Asia Central, en América Latina, se mantienen más ligados a su “localidad”, menos presentes en el discurso “universal”, aunque no por ello son
menos destructivos y abominables. En el ámbito político a escala global es posible componer un cuadro en el cual se vean las posiciones adoptadas por grandes agentes con capacidad de operar en el desarrollo del conflicto. Así, puede observarse con qué apoyos externos cuenta cada colectivo y trazar una semblanza de la auténtica correlación de fuerzas existente. El estado de Israel lleva también en este terreno una amplia ventaja, pues mientras que sus aliados históricos se han visto favorecidos en las últimas décadas, el pueblo palestino ha quedado prácticamente privado de firmes apoyos externos más allá de un ejercicio insuficiente de caridad internacional. Las simpatías que despierta la resistencia de los palestinos entre intelectuales y movimientos de izquierda occidentales no tienen consecuencias políticas prácticas, ya que los partidos socialdemócratas
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con fuerte presencia en los aparatos de los estados occidentales no han traducido en hechos esta simpatía excepto en la forma de una ineficiente y, se diría, deliberadamente torpe asistencia diplomática. La preocupación global no significa en modo alguno la posibilidad ni la voluntad efectiva de una acción global. Por su parte, los EUA, la gran potencia emergente de las últimas décadas, tiene en Israel un aliado firme aún cuando parece que ese territorio le causa problemas. La alianza es comprensible porque: a)
Existe una fuerte relación económica entre ambos estados, de la que
el socio mayor obtiene beneficios; b)
Existe una importante comunidad judía en los EUA que tiene vías
directas de comunicación con el gobierno norteamericano y una considerable capacidad operativa; c)
Existe una considerable coincidencia táctica frente a la determina-
ción del enemigo político, que se combina con una separación cultural: la determinación del “factor islámico” como amenaza. Los intentos de cambiar esta percepción no han dado hasta ahora resultados apreciables.
d)
A diferencia de lo que ocurre con otros colectivos políticos, como
Japón, China, Rusia o la Unión Europea, Israel no puede representar para los EUA una competencia económica seria; e)
Por último, Israel es el único país de la región cuyo sistema político
es discursivamente aceptable para el ideario norteamericano declarado (con la excepción del Irak post-Saddam Hussein, remodelado a base de tanques y bombarderos), aunque en la práctica otros regímenes son tolerados. Por su parte, no existen entidades pro-palestinas que contrapesen esta alianza, a menos que se destaque ciertas circunstancias puntuales que no garantizan una acción conjunta efectiva. El bloque árabe y el mundo islámico se encuentran divididos, y sus miembros menos dóciles están permanentemente amenazados por los posibles exabruptos bélicos de los
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EUA. En lo que se refiere a intervención efectiva, el resto de los países centrales, incluso cuando no se alineen detrás de la política exterior norteamericana, tienen otras prioridades y objetivos cuando cualquier crisis económica global o cualquier escándalo mediático de sus políticos de línea aparecen en los titulares. En definitiva, el problema palestino y el sufrimiento de los palestinos despiertan auténticas simpatías en aquellos sectores que critican la acción de los poderes imperantes en la globalización, pero que tienen escaso o nulo peso político. Por ello no puede sorprender que entre los múltiples problemas que se reúnen en torno a la lucha contra esta forma de universalización incluyan la cuestión de Palestina, porque al menos en ese ámbito no se olvida lo que la política oficial relega en la práctica: que allí se están afectando valores relativos a los Derechos Humanos, al menos en lo que a sus contenidos axiológicos se refiere, si no a los normativos. Por otra parte, existe una oscilación derivada de la imposibilidad de definir una solución práctica que no viole los derechos de otros implicados. Una
vez más, el carácter individualista del catálogo de derechos humanos se muestra como un obstáculo que vuelve al sistema incapaz de abordar problemas de larga trayectoria histórica, que afectan a colectivos humanos complejos. En lo que se refiere al papel de los estados, si bien es cierto que puede hablarse de modificaciones de gran importancia producidas por la globalización en la organización y funciones de los aparatos gubernamentales, persiste la idea de que, en realidad, se trata una gradual extinción de las funciones del estado, una agonía que comienza por el descontrol económico y que terminará en un irremediable colapso político. Por supuesto, no diremos aquí que el estado nacional tal como lo conocemos –basado en el control jurisdiccional y territorial, burocratizado, centralizado, etc.– sobrevivirá y perdurará eternamente. Sólo señalamos que aún no está
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muerto y que no es seguro que lo estará próximamente. Sí el estado pierde sus funciones como organizador de las actividades relacionadas con el control de los mercados, entre ellas la potencia de control jurídico de los mismos, bien puede dárselo por muerto. Pero no es esto lo que ocurre con los estados: sus funciones económicas han cambiado, pero no han desaparecido. Sí se han perdido posibilidades de “controlar” al gran capital transnacional, y de hecho muchos estados parecen decisivamente influidos por él, al estado le corresponden todavía dos funciones económicas esenciales en cualquier lugar del planeta y ambas están íntimamente relacionadas. La primera de ellas es el control económico de las poblaciones, pues éstas – que constituyen la práctica totalidad de la humanidad– siguen atadas en su inmensa mayoría a su espacio económico local y a sus vicisitudes: pagan impuestos (e intentan evadirlos), adquieren y se desprenden de bienes y servicios, se enfrentan judicialmente, se quieren y se matan por dinero. En estas relaciones específicas los estados cumplen su misión controladora y,
en ocasiones, distribuidora, a escala local. Incluso las mayores corporaciones transnacionales necesitan que el estado mantenga esta función, pues conseguir beneficios en una población sin control estatal es inviable en las actuales condiciones de comportamiento capitalista. De hecho, las entidades financieras internacionales no conocen otro interlocutor que el estado y los propios integrantes de esas corporaciones viven en entornos signados por el imperio jurisdiccional de un estado que garantiza en menor o mayor medida sus derechos. La segunda función irrenunciable del estado consiste en mantener el control coactivo de las poblaciones, en especial de aquellos sectores que se oponen al propio poder del estado: el crimen y la insurrección popular son dos formas diferentes del conflicto. El estado moderno puede adoptar todas las formas posibles mientras estas dos necesidades funcionales se encuentren cubiertas. En este senti-
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do, el estado en Israel las cumple ampliamente y para su población es tanto estado-distribuidor como estado-policía. Pero desde 1967 estas tareas se ejercen en forma diferenciada en dos sub-regiones, pues el mismo aparato estatal actúa de forma desigual con la población israelí que con la población de los territorios ocupados, e incluso en ocasiones en los países limítrofes, como es el caso del Líbano. El estado, que es todavía de un relativo bienestar en Israel, garantizando educación y justicia al menos, es de un decisivo malestar en los territorios ocupados –y también para los trabajadores palestinos en Israel, pues la distinción es administrativa–; la Ley Básica de Dignidad Humana y Libertad169 no tiene una auténtica aplicación en la sub-región más desfavorecida, y aún cuando la Autoridad Palestina ha ganado algunas funciones, éstas no excluyen en la práctica la intervención del estado israelí en asuntos esenciales. En estas circunstancias considérese si,es posible hablar de debilidad del aparato estatal. La dislocación política israelí es, en este sentido, su169
Fuente: Ministerio de asuntos exteriores de Israel, MFA.gov.il
mamente aguda: un kilómetro más acá es un modelo de estado democrático de derecho, tolerante, que impulsa la renovación científica y tecnológica; un kilómetro más allá y se ha transformado en un monstruo de prepotencia y discriminación, que mantiene unas condiciones que impiden a las personas salir de la marginación y la pobreza. Pero la inmediatez del cambio no debe confundirnos: este sistema se encuentra funcionando ampliamente a escala mundial y ni siquiera la independencia de un estado palestino supone necesariamente un cambio radical en la situación de su población aunque parezca deseable, de todas formas. Ya que un estado palestino reforzado frente a Israel puede ser, con todo, un estado muy débil frente a poderes económicos que exceden largamente la pequeñez del estado judío. La inmediatez del conflicto oculta a la propia población israelí este riesgo cierto.
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La mercantilización y colonización de la vida privada no es un fenómeno que predomine entre las poblaciones más pobres sino en los estratos medios y altos, y a veces redunda incluso en la pauperización de amplias capas de clases medias170. Integrándose con el sistema local de dominación sub–regional, el sistema global de control actúa sobre ambas poblaciones a niveles diferentes pero interconectados. En este sentido el problema local es también problema global, pues sus características particulares terminan por confluir por la poderosa dinámica de las relaciones económicas internacionales. Lo que por un lado se hace transnacional implica por otro una desintegración y recomposición de identidades, que no por ello desaparecen y que resultan a veces en perjuicios y peligros inesperados. La conclusión que podemos proponer respecto a estos problemas es que la globalización tal como se presenta no constituye un agente eficaz para alcanzar el cosmopolitismo –suponiendo que se lo valore positiva170
Cfr. Habermas, Autonomy and solidarity, Verso (New Left Books), 1992.
mente– o la resolución de conflictos internacionales, por no hablar de una solución o una correcta gestión de los mismos. Pero con ello no hemos agotado los efectos del sistema que se impone. Sí el sistema global es relativamente nuevo, muchos de sus factores fundamentales se han desarrollado al menos desde el siglo XIX. La experiencia sionista, aparecida y desarrollada en este entorno, ha quedado indisolublemente ligada a esos factores y al proceso de globalización en general. De esta manera, muchas de las responsabilidades históricas que pueden ligarse a este fenómeno son compartidas –y generadas– por procesos más amplios y decisivos, con el imperialismo, el colonialismo y el multifacético régimen de acumulación transnacional como ejemplos más destacados. De hecho, el sionismo no es sino un desprendimiento particular del proceso histórico precedente.
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CAPÍTULO VI EL SIONISMO Y EL PROCESO DE ADAPTACIÓN CULTURAL DE LA JUDEIDAD A_ Los elementos básicos del fenómeno cultural
En las páginas que siguen nos desviaremos brevemente de nuestro tema principal para dejar constancia de los elementos conceptuales que conforman parte del análisis en esta sección de nuestro trabajo. La importancia del fenómeno cultural y de sus condiciones queda frecuentemente empañada por la necesidad de dar respuestas a problemas de otra índole. Por ello creemos que está justificada su introducción aquí, en la medida en que forma parte de la experiencia sionista la modificación de la vida cultural judía a escala mundial desde la aparición del movimiento nacio-
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nalista. El término “cultura” no sólo tiene diversos significados, sino que en ninguna de sus posibles acepciones se encuentra un sentido unívoco como instrumento de reconocimiento analítico. No obstante, el fenómeno cultural existe y es relevante, pues no todo cabe en el análisis político o económico de un hecho social, no obstante lo cual los estudios culturales no pueden –ni deben– omitir las categorías relativas a estos campos: “Siempre está el peligro de que el análisis cultural (...) pierda el contacto con las duras superficies de la vida, con las realidades políticas y económicas dentro de las cuales los hombres están contenidos siempre, y pierda contacto con las necesidades físicas en que se basan esas duras superficies. La única defensa contra ese peligro (...) es realizar el análisis de esas realidades y de esas necesidades en primer término”171. Así, puede observarse que la extensión de la indeterminación se extiende has171
Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, 1997. Pág. 40.
ta la metodología misma de la ciencia antropológica: “Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser, por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones”172. Además de esta dificultad general (de la que advertimos más arriba) nos hallamos frente al problema específico planteado por una doble particularidad del sionismo: en primer lugar, es una práctica específica que se ha desenvuelto dentro de un colectivo humano genérico, el de la judeidad, que no es homogéneo, pues ni siquiera es posible hallarlo desligado de fuertes vínculos con otros colectivos. La multiculturalidad se transforma así en una de las pocas coincidencias entre colectividades judías diferentes. En segundo lugar, el sionismo y la judeidad como conjuntos
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se encuentran afectados, en forma diferenciada, por el proceso de globalización, que modifica algunas de sus características culturales en la medida que modifica la estructura social en la que éstas necesariamente se sitúan. A pesar de estas dificultades, la cuestión cultural continúa presente. Teniéndola en cuenta, se debe expresar como punto de partida qué concepción del fenómeno cultural se utilizará en relación con los problemas referidos al sionismo y a la judeidad. A describir la aproximación utilizada aquí nos dedicaremos a continuación. En el contexto de nuestro universo biológico los seres humanos no somos, en términos orgánicos, demasiado diferentes de otras especies animales. Pero sólo nosotros reunimos en una única especie modos de vida muy diferentes sin renunciar a ninguna de las actividades necesarias para mantenernos con vida y sin que se diferencien biológicamente unos colectivos humanos de otros. Debemos preguntarnos para empezar acerca del por qué de esta variedad en los modos humanos de asociación, es de172
Ídem, Pág. 20.
cir, indagar en la función biológica de esta diferenciación. La respuesta inicial es relativamente sencilla: las conductas específicas difieren porque la adaptación a contextos diferentes debe ser diferente a fin de asegurar la supervivencia de un colectivo humano en particular. Una vez separada específicamente la adaptación biológica de la adaptación cultural, ésta sustituye parcialmente a aquella en la tarea de permitir la reproducción de las generaciones humanas. Esta diferente adaptación al medio, que incluye la posibilidad de encarar la supervivencia en contextos similares por medio de estrategias diferentes, afecta tanto a los procesos económicos como a los políticos en formas ideológicas y simbólicas particulares y, en líneas extremadamente generales, eso lo que percibimos como “diferencias culturales”. La magnificencia de la vida moderna a menudo hace olvidar que no fue hace tan-
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to tiempo, desde el punto de vista de la vida de una especie, que el ser humano abandonó el nivel de vida promedio de una horda de babuinos, sin considerar las ocasiones en que recaemos a niveles bastante más bajos. En conjunto, hace unos doscientos mil años no constituíamos todavía un ejemplar biológico demasiado impresionante. Pero aquello cambiaría, pues nuestra supervivencia dejó de estar inmediatamente ligada a la adaptación natural al medio, para pasar a depender de la más veloz adaptación de las conductas, espacio de la existencia en el que resultó determinante la capacidad de comprensión y creación comunicativa, el lenguaje, sin el cual no habría existido ningún desarrollo cultural. Este sistema de adaptación particular es el que ha permitido que pasemos de depender para nuestra subsistencia de un régimen de la organización social biológicamente adaptado a un régimen de la organización social culturalmente adaptado, organización que, naturalmente, nunca puede desatender las necesidades biológicas.
Pero pese a la persistencia de nuestras necesidades fisiológicas en esta nueva situación, con el despegue cultural se ha abierto una posibilidad no biológica para que se multiplique el número de adaptaciones posibles a las circunstancias en que dichas necesidades deben satisfacerse, no sólo adaptando la cultura al medio ambiente sino también cambiando el medio ambiente mediante los recursos culturalmente generados. Esto significa que los seres humanos son capaces de “crear” alternativas de adaptación independientes de nuestras capacidades individuales estrictamente biológicas. Pero la importancia de la identificación de las necesidades radica en que sobre ellas se abre no sólo la posibilidad de identificar el origen de las similitudes y diferencias culturales entre sociedades diferentes, sino también las razones por las cuales llegan a producirse enfrentamientos y disputas.
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El proceso de adaptación cultural no sólo contribuye a la supervivencia de la especie humana, sino que también genera los rasgos más característicos de la concepción del mundo en la que un ser humano particular es introducido y de la que pasará a formar parte en el futuro. En este sentido, el espacio cultural es también un espacio ético, al que corresponden unas apreciaciones morales particulares y dinámicas. En conjunto, el sistema funciona de acuerdo no sólo a las condiciones materiales, sino también en estrecho vínculo con las relaciones simbólicas características de una comunidad humana, relaciones que suelen sobrevivir y cambiar aún cuando el espacio de relaciones materiales en el que ha surgido se haya desintegrado o desaparecido173. Esto hace posible que pueda rastrearse una continuidad histórica extensa, aunque el resultado de un proceso particular sea una organización social completamente diferente a su fuente social más antigua identificada. Los cambios serán tanto más significativos en cuanto los bienes 173
Cfr. Geertz, La interpretación de las culturas. Op. Cit.
simbólicos que mantienen el imaginario de una comunidad mantendrán su imagen pero cambiando profundamente de significado. Los integrantes de un colectivo histórico así identificado darán en cada momento una dimensión particular a los elementos propios de la cultura que integran, muchas veces importando o intercambiando bienes simbólicos u modos de organización con otras culturas. Así, “la tradición nos permite pensar en nuestra inserción en la historicidad, en el hecho de estar constituidos como sujetos a través de una serie de discursos ya existentes, y de que precisamente a través de esa tradición que nos constituye nos es dado el mundo y es posible toda acción política”174. La vida social es impensable sin las manifestaciones simbólicas y, al mismo tiempo, los fenómenos simbólicos son aquellos que tienden a ser más característicos de una cultura en comparación con otras, precisamente
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porque es en el campo de lo simbólico y de la significación en donde las necesidades tienen mayor posibilidad de encontrar formas diferentes de interpretación y satisfacción. A su vez, a medida que avanza la historia de cada cultura, y en la medida en que se presenten cambios en sus capacidades y necesidades, es en este terreno en el que las características culturales encontrarán mayores oportunidades de diferenciarse. Y es en su relación con la organización social que los contenidos simbólicos de cada cultura ganan en “densidad”, son identificados y pasan a ser necesidades y bienes que resultan ser mecanismos tan importantes y fundamentales como aquellas funciones ligadas a la integridad biológica de los individuos. De esta forma, el espacio simbólico constituye también un ámbito de satisfacción de necesidades y de lucha por el control de bienes estratégicos. Los diferentes procesos de adaptación cultural desatan una multiplicación de las relaciones en el terreno de lo simbólico que, desde la perspectiva de los miembros de una cultura particular en relación consigo 174
Mouffe, El retorno de lo político, Paidós, 1999. Pág. 128.
mismos o con los integrantes de otras culturas, pueden llegar a representar valores tanto o más importantes que los bienes de carácter material. No obstante, todo intento de hallar elementos culturales “puros”, ajenos a la política o la economía, por ejemplo, está condenado al fracaso. Las adaptaciones culturales resultan de una estrategia de supervivencia integral e inconsciente, de modo que tiende precisamente a cruzar e integrar los elementos relacionados con la organización social y económica. De aquí también que toda declaración de respeto hacia una cultura que pretenda, sin embargo, imponerle cambios institucionales (jurídicos, políticos o económicos) redundará en un cambio de la estrategia de supervivencia de esa cultura. En estos términos resulta difícil trazar una frontera clara entre una “cultura” y una “sociedad”, pero es que hasta ahora sólo hemos tratado a
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las culturas en forma abstracta, como si se tratara de elementos de sociedades aisladas. Pero la realidad es que las sociedades se relacionan entre sí, provocando fusiones, contradicciones e incluso yuxtaposiciones entre los elementos que componían su estructura cultural “original”, que se contamina también, pues puede ser el fruto histórico de fusiones, contradicciones y yuxtaposiciones precedentes. Este proceso de sedimentación cultural se encuentra particularmente presente en la judeidad, con su experiencia adaptativa de constante “re-sedimentación” de la experiencia histórica175. Es en las relaciones entre miembros de sociedades diferentes donde la identificación de un rasgo cultural cobra importancia política, al convertirse en objeto de antagonismo, pues dicho rasgo aflora desde la estructura en donde resultaba funcional para instalarse en otro universo social, en donde puede resultar un rasgo conflictivo, como vimos que ocurría en el caso de las migraciones. 175
Cfr. Berger y Luckmann, La construcción social de la realidad, AmorrurtuMurguia, 1984.
Aunque no existan jerarquías objetivas entre culturas, son abundantes las “jerarquías” ideológicas, que provienen de un interés por fundamentar o justificar una posición en las relaciones interculturales. Las consecuencias prácticas del establecimiento de jerarquías culturales suelen ser la desaparición de la cultura más débil, lo cual conlleva cambios más o menos profundos en la cultura vencedora. No obstante, no es la estratificación cultural el único tipo de relaciones entre dos culturas. Es posible hallar ejemplos de adaptaciones unilaterales o recíprocas más pacíficas, e incluso de cohabitación funcional, en la forma simbiótica de la división cultural del trabajo, en donde a un colectivo culturalmente diferenciado le corresponde una tarea socialmente necesaria no realizada por ningún otro estamento en un universo cultural. Indudablemente, un contacto prolongado entre dos culturas supondrá
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cambios en ambas partes –aunque no en el mismo grado–, e incluso dicho cambio puede ser buscado por una de las partes para garantizar la cohabitación. Pero no debe perderse de vista que existen elementos sustancialmente importantes, como los relacionados con el sistema productivo o el político, que resultan decisivos a la hora de evaluar qué cultura desarrollará los mayores cambios en sus estructuras. Entre las comunidades judías, la multi-culturación, que consistió en el aprovechamiento de los rasgos culturales de la sociedad huésped, es decir, su aprendizaje e incorporación pacífica con la condición tácita de no renunciar (al menos de manera inmediata y explícita) a rasgos básicos de identidad, constituye un ejemplo notable de relación intercultural. De hecho, durante dos milenios la característica social más relevante de las comunidades judías fue su estructura social incompleta, que se complementaba necesariamente con la cultura dominante en el entorno. En buena medida, el discurso nacionalista del sionismo es una forma más de completar dicha estructura incompleta, al mismo tiempo que permitió
ideológicamente a muchos judíos cambiar rasgos culturales que ya no resultaban importantes por otros valorados precisamente por su adaptabilidad a las condiciones sociales modernas. Durante la misma modernidad, el éxito militar, comercial, productivo y demográfico de las sociedades occidentales implicó una aguda sensación de superioridad que no dejó de afectar al conjunto de las relaciones internacionales, mediante la imposición de los rasgos característicos de este universo cultural, en donde subsisten, evidentemente, múltiples formas compatibles. Ello supuso un extendido proceso de empobrecimiento de la humanidad respecto de su diversidad cultural y también una amenaza para las formas culturalmente diferenciadas observables en la judeidad.
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B_ La adaptación cultural de la condición judía 1_ De la crisis de supervivencia a la adaptación cultural Al analizar la estrategia política del sionismo respecto de los propios colectivos judíos, señalamos que una de sus tácticas consistió en establecer la posibilidad de unificar la noción arquetípica de “judío”. Intentaremos explicar brevemente por qué puede considerarse que este empeño no se adecuaba a la realidad de las diferentes comunidades judías de acuerdo con la interpretación cultural que estamos desarrollando. Desde el siglo segundo de la era cristiana el judaísmo perdió consistencia como cuerpo social monolítico. Sí ya existían colonias judías importantes fuera del territorio de la provincia romana de Judea, la destrucción causada en la guerra de 132 a 135 e. C. dejó a estas comunidades, y al mínimo remanente judío en la región, en situación de ejercitar un nuevo tipo de adaptación cultural en su lucha por la supervivencia. Este ca-
mino ya había debido iniciarse en el siglo anterior, cuando la destrucción del templo de Jerusalén y la extinción del sacerdocio supuso un cambio notable en las estructuras jurídicas y religiosas judías. Los momentos de crisis vital, como el planteado en el siglo II, obligan naturalmente a un forzoso replanteo de las condiciones culturales. La eliminación de la población judía de Judea forzó el desarrollo de una percepción diferente de su propia existencia a los colectivos de tradición religiosa y jurídica judía de otras regiones (Persia, Egipto, Roma, etc.). La estrategia seguida hasta el momento, que consistía en referir la identidad judía a la centralidad de Jerusalén y su culto religioso, no resultaba ya la más conveniente para sobrevivir culturalmente y fue necesario tomar nuevos caminos. Nace entonces el judaísmo descentralizado, en el cual las escuelas rabínicas de interpretación legal –cuyo resultado directo es el Talmud, el gran cuerpo
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legal y filosófico del judaísmo, que ha contribuido a mantener la unidad conceptual de la cultura–, representaron un papel fundamental176. Las comunidades judías que pervivieron solventaron la crisis vital convirtiéndose, en resumidas cuentas, en sub-culturas jurídicamente organizadas. La organización estatal imperial tributaria que predominaba en la época, si bien restringía la autonomía de los colectivos subordinados a su autoridad, no exigía sino en casos límite la adscripción al sistema legal-religioso imperial. En otras palabras, mientras pagaran sus impuestos y respetaran a los agentes políticos imperiales, las provincias y los súbditos podían profesar la fe y las costumbres que mejor les parecieran, regulando los comportamientos sociales de acuerdo con sus propias tradiciones jurídicas. Por supuesto, la “libertad de cultos” se hallaba condicionada por dos constantes: el sometimiento político y la opresión económica, 176
Cfr. Soltonovich, Judea después de la destrucción del templo. Estrategias de supervivencia y fragmentación cultural, mimeo, 1999.
que afectaban con mucha más intensidad a los sectores sociales subordinados. De modo que incluso las prácticas jurídicas propias podían volverse, en estas circunstancias, instrumentos de opresión. Porque los sectores dominantes locales, como en toda sociedad estratificada verticalmente, tendían a utilizarlas para proteger sus propios intereses inmediatos, más que para solventar problemas culturales o desigualdades sociales. Debido a la dispersión de las escuelas jurídicas judías, éstas ya contaban con características singulares que las diferenciaban unas de otras, si no en la fuente legal, al menos sí en la interpretación de las mismas. Cada comunidad debía adaptarse a las circunstancias de la región en la que estuvieren asentadas. Así, no era lo mismo lo que la comunidad judía de Alejandría debía cambiar o re-evolucionar para pervivir que la de Roma o la de Persia, tanto en sus rasgos folklóricos como en sus costumbres jurí-
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dicas. Con el paso del tiempo y la aparición de nuevos contextos sociales interculturales las diferencias se acentuaron. Cambiaron las costumbres gastronómicas, la entonación de las oraciones religiosas, la interpretación de los mismos párrafos de las Escrituras consideradas sagradas, el lenguaje popular. El resultado de dieciocho siglos de transformaciones es una serie bien definida de diferentes culturas judaicas. En este sentido, la multi-culturación como adaptación sistemática de la condición judía a las necesidades y posibilidades de las sociedades en las que habitaban, se convirtió en una estrategia excelente durante este largo período. Porque el colectivo judío continúa siendo perfectamente reconocible. En parte esto se debió a la consistencia ideológica del núcleo de la ideología judía: la referencia continua a un texto complejo como es el Tanaj, conocido como Antiguo Testamento, un texto capaz de desarrollar una historia mítica completa al mismo tiempo que, a la manera de las constituciones modernas, fija los principios éticos y morales para el comportamiento interpersonal.
Sin embargo, consideradas individualmente, no todas las adaptaciones culturales judías corrieron la misma suerte, ni resultaron ser igualmente efectivas. Por ejemplo, la táctica del “encriptamiento”, el ocultamiento de las características culturales judías, bajo la aparente aceptación de elementos culturales impuestos por la cultura dominante, fue la estrategia adoptada por una parte de las familias sefardíes durante las persecuciones religiosas de la inquisición a finales de la edad media. Pero esta estrategia resultó a largo plazo un fracaso tanto en Europa como en América, pues estas comunidades terminaron por ser asimiladas en términos culturales. En cambio, para este mismo colectivo original resultó efectiva la táctica de la dispersión territorial, que a su vez contribuyó al enriquecimiento de la propia cultura sefardí177. Pero en un marco de relaciones culturales múltiples y muchas veces
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peligrosa, toda supervivencia exitosa debía pagarse igualmente con la adaptación, es decir, con la renuncia a elementos culturales que resultaran prescindibles e incompatibles con el entorno social, respetando el difuso límite de la identidad, que hasta el siglo XIX era principalmente religioso. Así, el siglo XIX encuentra multitud de comunidades dispersas que no pueden, excepto formando un arquetipo limitado, resumirse en una única identidad, aun cuando conservaran los elementos característicos centrales de la religiosidad y la regulación de las conductas interpersonales propia de la Ley Mosaica. La estrategia sociocultural de fragmentación desarrollada en el judaísmo para superar la crisis del siglo II es bien distinta de la de otras etapas. De este modo, cada circunstancia histórica general y cada ámbito social específico determinó la existencia de diversas experiencias de adapta-
177
Cfr. Soltonovich, Dispersión y encriptamiento: estrategias de supervivencia de la cultura sefardí, mimeo, 2000.
ción que significaron cambios culturales correlativos, Estos cambios se ubicaron en procesos divergentes que podían ser contemporáneos entre sí. Pero el judaísmo no sólo debía producir las características que le permitirían subsistir en cada contexto social. Muchas veces no podía sino aceptar las condiciones que este espacio le imponía como colectivo y adaptarse a existir con ese condicionamiento externo. Tal es la experiencia de muchas comunidades judías del occidente europeo durante la edad media. A diferencia de la modernidad, que intentó disolver las diferencias culturales para construir a partir de allí un modelo de ciudadano y de nación, en los estados que predominaron en el ámbito europeo durante la edad media la diferenciación estamental constituía la base misma de la organización social. Sin las distinciones que separaban al hombre laico
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del religioso, al noble del plebeyo, al cristiano del infiel, el orden feudal sencillamente no habría existido. Con respecto a la última distinción, los judíos ocupaban un lugar particular. Se trataba de uno de los colectivos que, siendo considerados infieles y ser por ende repudiados y abominados, cumplía, sin embargo, funciones sociales importantes y características. Es de hecho este desprecio radical la base que hizo posible construir el modelo de judío apto, en términos estamentales, para funcionar en el mundo feudal cristiano178. Sí nos extendemos sobre este punto, tan anterior a nuestro tema, es porque el reconocimiento simbólico del judaísmo en la modernidad y en particular respecto de los prejuicios que afectaron a sus comunidades tomaron forma en esta etapa previa. Analizando brevemente la estructura del orden feudal cristiano podremos comprender mejor en qué consistía la función de “los judíos”, aunque la generalización es ciertamente inadecuada. Dicho orden social se sustentaba en una base económica que era predominantemente no mer178
Cfr. Delacampagne, Racismo y occidente, Arcos Vergara, 1983.
cantil, es decir, que el grueso de la producción no se transformaba en mercancías, sino que era consumida en las mismas unidades productivas en concepto de bienes de consumo que satisfacían necesidades básicas. Este sistema tampoco concentraba su atención en la producción regular y masiva de excedentes ni daba prioridad a los intercambios. Esta configuración restringía el desarrollo monetario y entorpecía así, por la vía productiva y la distributiva, el desarrollo del comercio. Pero que la acumulación monetaria y el comercio entre feudos, regiones y áreas de influencia imperiales no fueran las prioridades económicas del sistema, esto está muy lejos de significar que no existieran o que fueran indeseables179. Por el contrario, quienes tenían acceso a los bienes excedentes los apreciaban en gran medida, pues eran a la vez bienes materiales y simbólicos que destacaban y protegían su dignidad y su poder.
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El sistema, por otra parte, carecía de medios institucionales para administrar las necesidades y la distribución de estos bienes, y era particularmente sensible a las carencias de dinero en efectivo para cubrir necesidades urgentes. Los propios estamentos feudales y religiosos no se proveían a sí mismos de un sistema eficaz para subsanar estas deficiencias porque las tareas necesarias para solventarlas eran, por una parte, indignas desde el punto de vista de los estamentos ideológicos, militares y administrativos dominantes y, por otra parte, requerían de una capacidad para el despliegue geográfico y ciertos conocimientos específicos de los que carecían. Dos elementos correlacionados, originalmente independientes de esta evolución histórica, determinaron que a los judíos les fuera reservada, aunque no en forma exclusiva, la responsabilidad y la obligación de per179
Cfr. Le Goff, Mercaderes y Banqueros de la Edad Media. Eudeba, 1962. El autor deliberadamente no acepta distinguir entre mercaderes de diversas etnias, porque considera el hecho irrelevante para comprender el funcionamiento comercial y financiero medieval.
mitir el funcionamiento de este subsistema económico de gran importancia. En primer lugar, la prohibición de que este colectivo tuviera tierras en propiedad o sirvientes cristianos restringían sus oportunidades de integrarse al escalafón social en forma plena y, en segundo lugar, el desprecio religioso los convertía en los factores sociales ideales para desarrollar tareas consideradas “indignas”. Sin ser los únicos ni los principales poseedores de conocimientos comerciales –que obligaban a veces a construir complejas redes de tráfico interregionales– o de dinero metálico acumulado, sirvieron de enlace para las tareas que los estamentos superiores delegaron en ellos o – mejor dicho– en el subsector de la población judía que contaba con los medios para desarrollar estas actividades. Aunque no existen estadísticas para saber qué proporción de la población judía existente se dedicaba a estas actividades, las restricciones de la época en ma-
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teria de producción y consumo debía acotarla bastante. Resultaba así que, en realidad, sólo una fracción de la población judía podía, en realidad, realizarlas. De estas actividades la que ha tenido mayor repercusión, por razones ideológicas, ha sido el ejercicio de la usura que, a diferencia del enorme prestigio conque cuenta hoy en día –bajo la denominación de “capital financiero”–, era una actividad repudiada en la edad media180. De hecho los judíos, a partir de la ley Mosaica, también la repudiaban en lo que a sus relaciones intracomunitarias se refería y uno de los principales tratados legales judíos bajo-medievales, el citado Shulján Aruj de Yosef Caro, la condena explícitamente. Sin embargo, recurrir a este estamento como intermediario era una necesidad cuando existían excedentes para comerciar o se precisaban urgentemente sumas de dinero considerables.
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Cfr. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo en Ensayos para una sociología de la religión, Taurus, 1988.
La adaptación cultural propia de este período y estos espacios sociales consistió entonces en aceptar las condiciones impuestas siempre que se permitiera continuar profesando la fe judía, lo cual implicaba un cierto grado de independencia jurídica, evitando en lo posible las conversiones masivas y forzosas o las matanzas ocasionales que caracterizaron, no obstante, a la etapa de las cruzadas181. De esta forma, puede apreciarse cómo la organización social e ideológica del contexto social dominante terminó por ser decisiva en la transformación adaptativa de la cultura judía europea, proceso bien distinto al desarrollado paralelamente en las comunidades judías afincadas en territorios controlados por el Islam. Consecuentemente, estos hechos terminan por confluir en la conformación de rasgos culturales característicos que no eran compartidos por todas las comunidades judías.
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Porque sin que dejara de existir la distinción religiosa, en el Islam la situación social del judío no se encontró tan desfavorecida como en el orden feudal cristiano. La organización de los imperios musulmanes, más similar a la del antiguo imperio persa, al que las comunidades judías se habían adaptado notablemente antes y después de la crisis del siglo II, explica parcialmente esta situación diferenciada, mientras que la tradicional tolerancia de la religión mahometana respecto de sus “ancestros” monoteístas hizo el resto182. En el Islam, la conversión religiosa a la Fe del Mahoma no tiende a ser compulsiva, como sí ocurriera en la cristiandad medieval. De este modo, una diferente combinación ideológico-estructural explica también la situación del judaísmo en este contexto. Al respecto debe recordarse que la cultura sefardí encuentra en estas relaciones, al menos en Occidente y en Egipto, un clima más propicio para un desarrollo am181 182
Cfr. Delacampagne, Racismo y occidente. Op. Cit. Cfr. Coulson, El derecho Islámico. Op. Cit.
plio y autónomo, y que habría de influir notablemente en el resto de las juderías en los siglos siguientes183. En este caso, la transformación del pensamiento y las culturas judías, transformación igual o mayor que en la cristiandad, se deslizó por los caminos más fáciles del aprendizaje y el intercambio: el racionalismo aristotélico, el metodismo jurídico y las matemáticas avanzadas, por ejemplo, penetran así en el universo judío, en donde adquirieron un sabor original184. Desde el siglo VII al menos y hasta bien entrada la modernidad, grandes familias comerciales judías prosperaron en los califatos más importantes185. Así reconoceremos la última instancia que corresponde destacar aquí de este sistema de adaptaciones e intercambios culturales que presentamos de la manera más simplificada posible antes de entrar en los problemas de adaptación cultural específicos de la modernidad. Se trata sim-
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plemente de señalar la importancia de los comerciantes judíos en las relaciones entre sociedades, más aún tratándose de civilizaciones crónicamente enfrentadas, entre las que el monoteísmo y la existencia de comunidades judías constituían los más destacados rasgos culturales comunes. Hay que señalar esta situación para destacar a la ley mosaica y rabínica como norma válida para el tejido comercial judío en el mediterráneo medieval. En buena medida, entonces, esta tradición jurídica se transformó en una lex mercatoria de la época en buena parte de la cuenca mediterránea.
183
Cfr. Stavroulakis, The Jews in Greece, Talos press, 1990. Tal es el ambiente original del pensamiento racionalista de Maimónides o del cabalismo. Cfr. Barnatán, El Zohar. Introducción a la Cábala (Del Dragón, 1986) y Soltonovich, Ontología de la Cábala, mimeo, 2001. 185 Cfr. Stavroulakis, The Jews in Greece. Op. Cit. 184
2_ La adaptación cultural en la modernidad “Ser Judío es Ser Judío en el Exilio”. El filósofo judío lituano Levinas supo dar esta definición críptica de una condición particular para abrirnos las puertas a un debate general sobre la ontología de las identidades socio-culturales en la modernidad. Dos desarrollos se sucederán a partir de esta proposición. Uno, que no seguiremos, se relaciona con una tradición de seguridad mesiánica y formato mítico-religioso. Según esta corriente de pensamiento, que condujo al anti-sionismo religioso, el pueblo judío fue expulsado de la tierra prometida por voluntad de dios y a causa de las faltas cometidas por el pueblo de Israel. Así, lo que dios ha sentenciado no debe desafiarse con una voluntad política, de modo que la presunta “sentencia” –el Exilio y la Diáspora– debe cumplirse voluntariamente hasta que, por me-
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dio del Mesías, se alcance la redención o la perdición definitiva186. Otro camino consiste en comprender al “Ser en el Exilio” con una intención sociológica, es decir, interpretarlo como un desarrollo cultural característico de una historia singular. Es una interpretación que, por otra parte, también le cabe al sionismo, en tanto movimiento desarrollado originalmente en Europa. En el marco del ideario mesiánico descripto, la vocación sionista es claramente reprobable. En cambio, en el segundo camino se trata de un episodio más, que a su vez puede colaborar a bifurcar los caminos hacia atrás en esta definición del “Ser Judío”. Por un lado, el Ser en el exilio puede considerarse una situación contingente, resultado de un proceso histórico pero, por otro lado, puede consistir en una característica intrínseca del Ser, por devenir con el paso del tiempo en un elemento estructural, de modo tal que acabar con el Exilio –con la condi-
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Cfr. Segal, Varieties of orthodox judaism. Calgary Univ., 2002.
ción de pertenecer y no pertenecer a la vez a un cuerpo social– es acabar con el Judío. El sionismo sostuvo y sostiene –sobre todo a través de sus prácticas– que esto no es así y que, por el contrario, acabar con el exilio es salvar al judaísmo de los peligros que acechan en el mundo para la condición judía elaborada, eso sí, en torno a la figura arquetípica del judío europeo moderno. Existe, por lo tanto, una interpretación divergente y antinómica de una condición particular. Suponer que el ser judío se confunde necesariamente con la condición de exiliado supone decir también que existen rasgos comunes a cualquier judío que se definen en esta condición y sólo en esta condición. El pensamiento sociopolítico moderno, atrincherado en el estado-nación, puede contemplar una definición así con una mezcla de escepticismo cínico e
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incredulidad antropológica y, por supuesto, el sionista convencido no puede menos que rechazarla de plano: para él, la condición judía no puede realizarse mejor, más libremente, más decisivamente que dentro de las fronteras protectoras del estado judío, al punto de suponerse la creación de un “Nuevo judío”187. Aún cuando admita que existen judíos fuera de Israel y que pueden, si lo desean, seguir así, la idea de que el exilio es parte inextirpable de la condición judía habrá de parecerle siempre extraña, contradictoria y, en alguna medida, peligrosa. Porque el Ser en el exilio contradice la creencia ideológica en la necesidad de conformar un estado nacional en donde realizar la condición judía. Una concepción estrictamente sociológica de esta condición judía impide tomar la definición de Levinas en un sentido literal. Porque debe asumirse que una condición propia de cualquier colectivo humano es su historicidad, fraguada y expuesta a través de rasgos culturales relativos a su supervivencia, identificables pero dinámicos. En este sentido, “Sio187
Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit.
nismo” y “Diáspora” son, en principio, dos alternativas culturalmente válidas de adaptación, que encierran peligros y oportunidades diferentes. No obstante, la definición es atractiva como desafío intelectual. Porque es en el espacio del exilio en donde los rasgos de la tradición judía se han diversificado y multiplicado. A diferencia de otros colectivos –y a semejanza de otros–, no se ha fijado a un único marco territorial, y en buena medida se ha distinguido hasta el siglo XX como cultura no solo no-nacional, sino también no-imperial. Es la dispersión resultante de un proceso histórico concreto lo que ha permitido que la cultura judía, observada en perspectiva, adquiera esa imagen plural. Buena parte de las combinaciones en cuanto al peso relativo de los rasgos culturales característicos pueden hallarse en la judeidad como conjunto: la combinación es también el resultado de la interacción con la sociedad en que cada co-
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munidad se encuentra situada. Como introdujimos en el primer capítulo, la materialización del ideal sionista condujo, partiendo de sus premisas éticas, a la construcción de un judío modélico, una criatura social que nunca había existido: el judío nacionalista, hebreo-parlante, moderno en términos políticos y, sobre todo, diferente de ese judío del exilio, segregado y sin protección en un ambiente radicalmente hostil a su particularidad. En resumen, pretendió construir un judaísmo sin exilio, saltando dieciocho siglos de historia para reiniciarla en su propio “hogar nacional”. Se trata de una construcción racional, pues era políticamente necesaria, que derivó en una vocación apta para resolver problemas existentes y cuyo peso no puede negarse, pero que no podía dejar de tener profundas consecuencias, por cuanto implicó un cambio revolucionario en la ideología y la forma de vida de muchas comunidades. El judaísmo como hecho social no-nacional persiste. La reproducción innumerable de los mitos hebreos y de los textos sagrados; la presencia
indeleble de los judíos en la historia de occidente y en su herencia cultural –ahora mundializada–; la amplitud de su dispersión geográfica; por último, la multitud de reacciones que sobre el judaísmo se han generado; todos estos son hechos que parecen probar la existencia de un colectivo singular. A este colectivo deben estar ligadas determinadas pautas culturales y definen a sus integrantes, conocidos con el nombre genérico de “judíos”. Sin embargo, la pluralidad de las formas y costumbres que caracterizan a este colectivo convierten a menudo en una tarea difícil identificar sí un individuo en el que estén presentes algunos de estos rasgos culturales puede separarse de su entorno social específico sin que queden anuladas no sólo las características de este entorno, sino la propia manera de ser judío. La definición de Levinas encierra precisamente este secreto: que lo
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que pueda existir como propiamente judío es inseparable de una relación pero también de un extrañamiento con su entorno. Sí se separa al judío de ese entorno particular, su propio judaísmo, adaptado singularmente, se pierde. Pero también se pierde sí se acerca demasiado a él. Por eso, tal como se ha dado históricamente, “Ser Judío” ha significado exactamente eso: ser un exiliado en su lugar de origen. Ahora bien, esto es cierto sólo parcialmente, porque el grado de integración al entorno social ha variado significativamente de una comunidad judía a otra y de un individuo a otro, de modo que la pluralidad de comportamientos prescinde de toda norma en este aspecto. De esta manera, el judaísmo se ha presentado –e incluso auto-representado– como cultura mixta. Y la razón de que ello ocurra reside en que la estrategia de supervivencia cultural eficiente obliga a cualquier colectivo judío –incluyendo a los existentes en el estado judío– a “completar” con las prácticas aprendidas y desarrolladas en otros entornos sociales las instituciones que garanticen la continuidad social.
Pero las innovaciones ideológicas traídas por las revoluciones burguesas, que incluyen el intento de considerar al hombre como un ser abstracto, susceptible de ser considerado genérico o universal, han tocado la línea de flotación del mecanismo de cultura mixta. Porque tiende a privar a los sujetos de toda determinación previa para subsumirlo luego en la categoría general de “ciudadano”. Sí el judío acepta esa carta de ciudadanía, debe hacerlo sin reservas, porque es una imposición política y no una materia sujeta a la elección comunitaria o individual, quedando sujeto a los derechos y deberes generales y a la jurisdicción de la nación a la que está ligado. Esto es así porque la modernidad termina con el pluralismo jurídico medieval en donde la ley no era igual para todos, para sustituirlo por otro pluralismo ligado a la funcionalidad de la justicia más que a la situación social del material humano considerado administrati-
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vamente. Pero, justamente, lo que permitía al judío mantenerse sólo a medias en relación con el entorno era la separación parcial que significaba poseer una ley y una historia, propias de su comunidad particular. Lo que distinguía al judío era su adscripción a la ley de Moisés, los talmudistas y los rabinos, y el respeto de sus instituciones. No obstante, el poder avasallador de las sociedades occidentales ha configurado una situación en la que todo sistema jurídico que difiera de sus principios funcionales es automáticamente invalidado, considerado inferior y apto para ser destruido188. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es el punto culminante de este proceso, y por eso es declarada Humana y Universal, es decir, que abarca a la mayor cantidad de individuos en el espacio jurisdiccional más amplio posible. Con todo, el sistema jurídico extendido entre las comunidades judías se vio sólo parcialmente afectado por este sistema impuesto, sí se lo 188
Cfr. Foucault, Genealogía del Racismo, Op. Cit.
compara con los de otras sociedades, y ello por una razón muy sencilla: los valores subyacentes en esta declaración general de derechos representan parte de la herencia que el judaísmo pretérito legara a las culturas que pasaron a predominar en el mundo desde el siglo XVI, a través del ejercicio continuado de la iglesia cristiana como fuente moral y legal más importante. Sin embargo, la exigencia inmediata para cualquier ciudadano es que renuncie a cualquier sistema jurídico incompatible con el del estado nacional, y no sólo a los contenidos normativos incompatibles con los propios, borrando así la diferencia en términos legales entre estos individuos y el resto de la población. Por su propia lógica jurídica estructural, que se manifiesta en efectos sociopolíticos concretos, los mecanismos legales de los estados nacionales tienden a extinguir la posibilidad de que existan “exiliados” en su sistema, donde “ilegal”, “irregular” o “indocu-
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mentado” ocupan las más bajas posiciones sociales posibles. Las particularidades de los colectivos judíos rara vez se limitaron al aspecto jurídico de la organización social, y muchos de sus mecanismos de integración e interacción específicos quedaron al margen de la sentencia de extinción. En cualquier caso, debe atenderse a este fenómeno porque con el triunfo de la modernidad europea la sujeción alcanzó por igual a casi todas las comunidades judías importantes. Así, las disparidades de los diferentes entornos tendieron a disolverse y la posición unificadora sionista encontró una justificación ideológica importante. En el contexto de esta tensión la combinación entre la segregación cultural y la presión de los cambios sociales ha dado lugar en la judeidad a la aparición de una estrategia novedosa, notable por su perspectiva radical: la estrategia nacionalista. Desde esta perspectiva cultural, el sionismo representó un intento de compensar, mediante la masiva introducción de valores “modernos”, la debilidad relativa de los judíos europeos en relación con las condiciones precedentes de supervivencia. La tremenda pre-
sión de los sistemas administrativos nacionales, al menos desde el modélico Código Napoleónico, para borrar las diferencias jurídicas, incluían la “necesidad” sistémica de desarticular la identidad jurídica de los colectivos minoritarios, en particular de la ley judía189. Se sumaba a esta presión la persistencia de las ideologías anti-judías que no sólo no desaparecieron con la modernidad, sino que se adaptaron las percepciones de lo judío para convertirlo no ya en enemigos de la cristiandad, sino en enemigos de la nación, como quedó retratado en el famoso caso Dreyfuss; algo más tarde, el judío terminó siendo clasificado como enemigos de la propia “raza humana”, y no sólo por los ideólogos del nazismo alemán. Ya se ha tratado en los primeros capítulos de la organización política y las condiciones sociales de aparición de este fenómeno, de modo que sólo pretendemos articularlo aquí con las consideraciones que hemos venido realizando so-
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bre los fenómenos relativos a la adaptación cultural.
C_ Las estrategias actuales de adaptación cultural y sus debilidades
La dispersión comunitaria resistente de tipo multi-cultural y el nacionalismo sionista constituyen entonces las dos principales estrategias culturales de supervivencia que pueden encontrarse hoy en la judeidad. Pero, a su vez, no debe olvidarse que existen en ambos espacios múltiples posibilidades: la pertenencia a diferentes comunidades religiosas o la existencia de diferentes ideologías políticas conducen a la existencia de diferentes tipos de instituciones y organizaciones.
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Napoleón Bonaparte combinó una estrategia de presión política al Sanedrín francés (máximo tribunal judío) con promesas conciliatorias de difícil cumplimiento, que incluían la reconstrucción del Templo de Jerusalén o, al menos, la restauración de la ciudad.
En el primer caso, aunque cada comunidad judía se revista con características específicas, incorporando un localismo o adaptándolo a las prácticas tradicionales, queda abierta la posibilidad de hallar otros muchos cruces culturales en cada sector. Los diferentes sectores pueden optar por continuar con las tradiciones religiosas de manera ortodoxa, conservadora o reformista, pueden participar de la vida política de su comunidad o de la sociedad que actúa como entorno, o pueden sentirse más ligados en forma emocional o ideológica a una corriente política. Las alternativas de reconfiguración cultural son prácticamente ilimitadas, de modo que nos hallamos frente a una gran variedad de posibilidades para ese “Ser” que no es posible analizar rápidamente. Ni siquiera el análisis de cada caso daría una idea de las combinaciones posibles y cualquier síntesis representaría así una simplificación inaceptable. Pero sí puede apreciarse co-
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mo, en conjunto, diversas comunidades han optado por mantener sus relaciones con las sociedades en las que se encuentran instaladas sin renunciar por ello a su identidad judaica, aún cuando esa identidad no sea homogénea. Esta estrategia se opone en la práctica a la concentración territorial propuesta por el sionismo, que será en la misma medida cultural, y hemos visto a su vez como se producen tensiones entre este esquema y la lógica del estado-nación moderno, que tiende a borrar toda característica étnica de sus integrantes, aunque casi siempre en forma incompleta. No obstante, la oposición conceptual no impide que exista un determinado grado de negociación entre ambas tendencias, que compiten frente al mismo “auditorio”, gracias a que las condiciones globales de comunicación intercultural se han modificado profundamente durante el último siglo. Básicamente, se trata de presentarse como opciones vitales, que implican diferentes renuncias y alternativas para los individuos que opten por una u otra. Porque es posible elegir entre vivir en una comunidad instalada en otra socie-
dad, conservando así los rasgos característicos –y también cambiantes– de la cultura-marco, o trasladarse a un espacio territorial cuyo estado defiende una particular forma de ser judío, aunque nunca a lo judío en general, por mucho que lo pretenda el discurso legitimador. En la materialización del sionismo se conjugaron los ideales con una evaluación racional de las condiciones de vida de los individuos y las familias, a veces, incluso, de las comunidades. Así, lógicamente, en una comunidad judía despreciada, pauperizada o perseguida la estrategia de la concentración territorial, que al parecer asegura mejores condiciones para la defensa de los individuos judíos, tenderá a encontrar una mayor proporción de adeptos, mientras que en comunidades bien adaptadas y aceptadas dicha tendencia será menor. Por supuesto, esto no es una regla, pues la propaganda política puede elevar la proporción de sionistas en una co-
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munidad mediante el convencimiento ideológico. No obstante, como se reveló al analizar las migraciones judías en el capítulo tercero, hay que señalar que esta propaganda ha resultado sólo marginalmente efectiva. Ha contribuido a decidir el destino de un sujeto decidido a abandonar su lugar de origen, pero sólo en pocos casos ha estimulando la emigración en sí. Por otra parte, entre los judíos que no sean anti-sionistas religiosos o que no reparen en los riesgos y las consecuencias implícitas en la adopción de la estrategia sionista, difícilmente no ha despertado ésta alguna simpatía, aun cuando la estrategia vital del individuo particular no opte por la emigración a Israel. Los crímenes cometidos contra las comunidades judías durante al menos diez siglos no son fantasías. Son hechos documentados, sea cual sea el uso político que de esta realidad histórica se haga en el presente, al punto tal que su recuerdo ha llegado, en algunos casos, a formar parte integrante de la identidad judía. Al mismo tiempo, el sionismo –al menos desde las políticas de estado, si no desde la perspectiva de la defensa del pluralismo cultural– es capaz de apreciar que una ex-
cesiva concentración le restaría apoyos externos, al margen de la insuficiencia territorial del estado judío existente para absorber una cantidad ilimitada de judíos. Así, se ha alcanzado en las últimas décadas un delicado equilibrio entre ambas estrategias. La segunda mitad del siglo XX ha visto como el sionismo ha ganado una inmensa fuerza relativa en función de la concentración territorial y la extensión de la ideología sionista, o al menos prosionista, en muchas comunidades. A esto se ha sumado el estado de Israel como vía de escape para muchos judíos que se encontraron en situaciones sociales o políticas peligrosas en sus países de origen. Por otro lado, la capacidad de absorción demográfica del estado judío muestra ya claramente sus límites, de modo que no debe esperarse un éxito completo en este objetivo, a menos que se considere como un éxito la desaparición de
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otras formas de judaísmo. Hasta la aparición del sionismo la dispersión de las comunidades, desarrollada desde la destrucción del segundo templo en el siglo I de la era común, fue la gran estrategia de supervivencia de la judeidad. Hay buenas razones, sin embargo, para pensar que se encuentra hoy en día amenazada. Evaluando las tasas de reproducción de las diferentes comunidades la amenaza principal no parece surgir de la competencia con el sionismo, aunque la emigración a Israel de grandes contingentes judíos debilite demográficamente a sus comunidades de origen. Por el contrario, el sionismo como ideología judía no parece ser aquí más que un síntoma del problema central: la debilidad de la estrategia multi-cultural característica de la judeidad hasta el fin del siglo XIX, problema que afecta también a la cultura judía radicada en el propio estado de Israel. Los efectos de la globalización son impresionantes en el terreno de la política y la economía, y lo son también en el ámbito de la cultura. Frente a la presión de la economía expansiva de mercado y sus instituciones
políticas anexas, el aislacionismo cultural o el repliegue identitario –que representan otras posibilidades de supervivencia cultural– son poco viables para unos colectivos habituados a intercambiar información y modos de vida con otras culturas, como es el caso de las comunidades judías. A los efectos generales de la globalización, la economía de mercado y las condiciones políticas resultantes de su expansión característica sobre las estrategias de supervivencia cultural y a las relaciones entre estas estrategias se dedica el último capítulo de este trabajo. Porque sólo analizando este contexto podremos recomponer una imagen general del estado actual del problema y los efectos particulares del fenómeno sionista.
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CAPÍTULO VII PROYECCIONES: EL
IMPACTO DEL SIONISMO EN LA CULTURA JUDÍA
MUNDIAL
A_ La lucha por la supervivencia cultural del judaísmo 1_ Reproducción social y cambio cultural
Para la observación de objetos inanimados, existir significa simplemente que permanezcan en una continuidad espacio-temporal; para los animales y plantas, no dotados de auto-conciencia, consiste en verificar la satisfacción mecánica de necesidades orgánicas predeterminadas. Para los seres humanos, en cambio, existir significa más que eso, pues “existir”
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incluye la percepción de ser reconocido y reconocer a sus semejantes. La existencia física y psíquica de un ser humano depende de su integración en una estructura social, lo cual se logra por medio de la socialización y el ejercicio de la acción comunicativa y la experiencia simbólica. El complejo animal humano incluye entre sus condiciones de existencia la autopercepción y el reflejo de la percepción de otros, satisfaciendo la necesidad existencial de reconocimiento de los demás miembros de su comunidad (más o menos orgánica, más o menos integrada), y que supone una doble conexión entre la identidad y la diferencia. En resumidas cuentas, el “Yo” se auto-reconoce porque existe un “otro” social, límite y continuidad a la vez, a tal punto que la mente humana puede considerarse una función de esta relación social: “La mente no es un componente de sistema, es el producto emergente de la interacción entre las personas, objetos y artefactos en la actividad. La mente no existe bajo la piel del sujeto
ni está inscrita en los instrumentos culturales. La mente es una cualidad sistémica de la actividad humana mediada culturalmente” 190. A su vez, esta relación vendrá a producirse siempre entre seres humanos que se reconozcan recíprocamente, independientemente de que hayan sido educados o no en la misma estrategia cultural de supervivencia biológica. De modo que “la cultura proporciona estrategias cognitivas que contribuyen a organizar, interpretar y representar el mundo físico y social”191. La base biológica común a todas las culturas humanas posibles – mientras los genetistas no nos conviertan en otra cosa–, está vinculada con la capacidad de mantener con vida al colectivo humano concreto, de individuo a individuo pero también de generación en generación. Esto tiene como consecuencia que una estrategia cultural de supervivencia es
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reconocible por otra según las funciones que realiza para alcanzar su propia continuidad, en la forma de analogías funcionales, para responder de diversas formas a la satisfacción de sus necesidades vitales. La percepción de estas analogías abre el espacio del diálogo intercultural, para que exista la posibilidad de articularlas en una estrategia común, aunque esto no dice nada del mantenimiento de las relaciones sociales preexistentes ni de la justicia o bondad de las relaciones pretéritas o de las resultantes, reflejadas en sus respectivas estructuras jurídico-políticas. En este contexto, para una cultura “existir” significa que sus integrantes se reconozcan, en menor o en mayor medida, dentro de los límites de una determinada estrategia de supervivencia, lo cual no significa que sean necesariamente conscientes de ella como tal. Significa también que se esfuercen, en el medio natural o social en el que se encuentran (o en los que 190
Cole y Engestrom, Commentary. Human Development, 38 pp. 19–24.Citado en Herranz Ybarra y Sierra García. Psicología Evolutiva I, UNED, 2002. Pág. 39. 191 Ídem. Pág. 42.
son incorporados), por conservar los elementos característicos –siempre históricamente cambiantes– de esa estrategia general. Compartir una estrategia de supervivencia es, entonces, la base social de la identidad, que es el dispositivo principal del auto-reconocimiento cultural. No obstante, los miembros de una cultura, o una parte de ellos, pueden optar por modificar o ser obligados a cambiar, incluso sistemáticamente en ambos casos, algunos de los dispositivos culturales de satisfacción de necesidades por otros, construyendo un nuevo modelo cultural en el cual la siguiente generación será socializada. Así, una cultura, tal como se la reconoce en un momento dado, puede desaparecer, efecto que se consigue también mediante la opresión sistemática o el genocidio. Sin ser seres vivos o conscientes, las culturas que han demostrado a sus integrantes ser capaces de mantenerlos con vida y reproducirse se comportan ani-
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madamente: cambiando, persistiendo y, en definitiva, luchando por sobrevivir. Y sobreviven precisamente porque los individuos socialmente integrados que las componen consideran, sean cuales fueren las fuentes de sus creencias éticas e ideológicas o las consecuencias de aplicarlas en la vida cotidiana, que esa es una forma adecuada de vivir. Aún así, el mero conocimiento de la existencia de otras culturas puede conllevar el replanteo de la propia en ciertos aspectos de su desarrollo. Prácticamente toda cultura –a menos que se encuentre en una fase próxima a la extinción– dará respuesta a las necesidades básicas de sus integrantes y se organizará en torno a un conjunto de reglas de comportamiento para intentar garantizar la reproducción de las instituciones destinadas a ello. Esto explica por qué, para muchas culturas, dichas instituciones suponen la vida misma de la comunidad, y que sean consideradas muchas veces más importantes que los propios individuos, que son casi siempre reemplazables en sus funciones sociales.
Aunque es difícil de apreciar desde el presente, esta situación es más bien la regla que la excepción en la conformación de las sociedades humanas. El individualismo ético de matriz liberal rompe parcialmente con esta tendencia cambiando la cultura deontológica del deber ser del sujeto en la sociedad por la cultura ontológica del deber hacia el sujeto propietario de derechos inalienables. Pero, a pesar de su éxito ideológico, es todavía demasiado pronto para considerar todas sus consecuencias. Unos pocos siglos de existencia social no garantizan a una cultura ningún éxito de adaptación seguro. Además de la historia de las civilizaciones, los peligros medioambientales y sociales a los que nos vemos expuestos y que son sufridos por buena parte de la humanidad nos advierten sobre los límites del modelo económico y social vinculado a este entorno cultural. Con todo, difícilmente habrá una relación simétrica entre culturas. En
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este sentido, la sociedad cuyos sistemas internos favorezcan, estimulen o necesiten una mayor obtención de bienes materiales tenderá a expandirse y, si lo consigue, a imponerse sobre otras formaciones sociales. Y mucho más cuando, como es el caso de la economía de mercado moderna, precisan de la constante ampliación de sus fronteras económicas para sobrevivir, ya sea hacia fuera, colonizando poblaciones y territorios, o hacia dentro, mercantilizando ámbitos de lo social anteriormente excluidos del sistema económico. De modo que las relaciones culturales entre diferentes sociedades no sólo no son simétricas, sino que pueden tener entre sus mecanismos internos los medios para producir agentes específicamente preparados para producir cambios en otras culturas además de en la cultura propia, cuyas características variarán de acuerdo a las concepciones. En realidad, este mismo proceso, desde el punto de vista económico y político, es el que hemos caracterizado anteriormente acerca del imperialismo como régimen político expansionista y del colonialismo como práctica acumulativa
particular. En el campo cultural el proceso es menos evidente y continuo, pero no menos efectivo, y en este sentido la judeidad no ha constituido una excepción.
2_ Judeidad y modernidad
Buena parte de la judeidad no sólo se desarrolló en los últimos siglos vinculada a los procesos característicos de la modernidad, sino que en buena medida se desarrolló en el interior de los mismos. Porque muchas comunidades eran ya expresiones multiculturales que contaban con una parte de su “matriz” judaica, junto con otra parte seleccionada –o impuesta– desde las culturas existentes dentro de las sociedades en las que se desarrollaban los motores de la “cultura occidental”. En términos socioló-
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gicos, no hay posibilidad de afirmar la existencia de una única o verdadera cultura judía, ni mucho menos de identificar sus elementos “puros”, “esenciales” “permanentes” o “eternos”. Para la cultura judía existe, apenas, la posibilidad de identificar elementos que han evolucionado, dado que la consistencia de las culturas es material, social e histórica, no metafísica. El resultado, sin embargo, no es que no exista la judeidad como cultura sino que, al contrario, existen –y persisten– numerosas formas culturales dentro de la judeidad. Todas ellas se hallaban ligadas en alguna medida, hasta el advenimiento del sionismo al menos, a la atención en la vida comunitaria de los relatos y preceptos –localmente reinterpretados– de las Escrituras Canónicas y de sus interpretaciones admitidas. Esta centralidad conduce inevitablemente a la existencia de instituciones propias y características en donde se desarrollen sus efectos prácticos, como la sinagoga, el rabinato, el centro de estudios judaicos, los tribunales rabínicos, etc. La
multiplicidad de las culturas judías en ámbitos multiculturales implica una consecuente pluralidad de culturas “con” judíos, con formas diferenciadas, a su vez, de atender a los conflictos derivados de dicha identidad multicultural. No obstante, ser un elemento integrante o yuxtapuesto con la cultura dominante y expansiva, para el caso de las comunidades judías inmersas en las sociedades occidentales, no asegura de por sí la inmunidad frente a la “colonización” interna, que supone el establecimiento de una hegemonía ideológico-práctica en el manejo y control de las relaciones sociales. Por el contrario, el peligro y la lucha por sobrevivir se vuelven inmediatos y constantes, hasta el punto de convertirse en una necesidad consciente. Como otras culturas y sub-culturas locales, como otras sociedades, la judeidad de todo el mundo, sea cual fuere su forma original, recibió el impacto multidimensional de la expansión europea. Como
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no podía ser de otra manera, una de las manifestaciones de este impacto fue el propio sionismo. Con todo, el desarrollo completamente desigual de la globalización obliga a no exagerar el papel de la homogeneización cultural, pues toda cultura se desarrolla en un medio ambiente socioeconómico particular, decisivo a la hora de determinar diferencias culturales. Así, hay culturas afectadas por la globalización que no se benefician de su despliegue económico, como se ha visto en el quinto capítulo. Esas experiencias culturales son constantemente degradadas y, en forma eventual, destruidas. Toda interpretación jurídico-política que, en el análisis de las relaciones interculturales, no tenga en cuenta esta asimetría parece condenada a sesgar las opiniones. Simplemente, en las nuevas condiciones dejan de responder positivamente a la necesidad de reproducirse a sí mismas, garantizando el éxito reproductor de sus integrantes, y son abandonadas. A menudo el “folklore” no resulta ser más que un triste remanente local, que pudo sobrevivir por su escasa importancia en el ámbito mercantil o preci-
samente porque se lo ha convertido en atracción turística o en artesanía comercializable192. Actualmente, la destrucción cultural ocasiona que amplios sectores de diversas poblaciones sean incapaces de articularse socialmente, y continúan sumergidos en la marginación, la miseria y la violencia recíproca. Con la gran diversidad de situaciones adversas que las comunidades judías europeas debieron transitar durante siglos, hay que decir que muchas de ellas sobrevivieron. Sin embargo, la cultura sefardí, por ejemplo, no sobrevivió sino con enormes cambios a la experiencia de la expulsión de España en 1492, no obstante lo cual su “matriz judaica” tendió a permanecer, como así también su sabor ibérico. Que la cultura judía contiene importantes elementos jurídicos propios y que constituyen una de sus principales singularidades no es algo que se
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discuta fácilmente, luego de dos milenios de influencia en Europa, Asia y África de sus principios éticos y morales. Sin embargo, una de las más crudas características de la globalización (porque es algo propio de las economías de mercado a escala) es que no tolera conductas que se opongan a la mercantilización de la vida en general, de modo que incluso la dureza de este núcleo jurídico, que supo ser también el núcleo de la resistencia cultural judía desde la edad antigua, se encuentra amenazada. Existen dos elementos fundamentales que contribuyen a comprender los alcances de la globalización en cuanto a la injerencia cultural de la modernidad en el universo cultural judío. El primero de ellos es el marcado retroceso de la capacidad organizadora de los discursos tradicionalmente unidos a lo religioso a lo largo de toda la modernidad. Sobre todo, importa el abandono de la Trascendencia como elemento central del simbolismo religioso, atando a las ideologías imperantes a la “realidad” del 192
Cfr. García Canclini, Las culturas populares en el capitalismo, Casa de las Américas, 1982.
“aquí y ahora”, elemento que se conjuga perfectamente con el modelo antropológico individualista y egoísta característico del pensamiento liberal y que se entreteje con todo el marco efectivo de la globalización. El segundo elemento está dado por la imposición de un sistema económico versátil y multifacético, como es el capitalista, que siempre ha exigido de las sociedades en las que se instala profundos cambios que no pueden dejar de afectar a la estrategia de supervivencia cultural que anteriormente se manifestara en cada colectivo. Una postura excesivamente relativista tiene también dos aristas. La crítica habitual a este pensamiento consiste en que excederse en esta tesitura implica caer en un abstencionismo moral frente a las atrocidades cometidas en nombre de la autonomía cultural. No obstante, este planteo se deriva a su vez de un comportamiento etnocéntrico marcado: existe un
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peligro que consiste en imponerse la tarea ideológica de juzgar a otros colectivos a través de la matriz jurídica y moral propia. Esta es una herencia ecuménica de la tradición religiosa occidental. El capitalismo-liberal, como bloque cultural, considera ideológicamente que tiene el deber, además del derecho, de imponerse por doquier, dado que supone que su sistema productivo y su sistema de derechos son incontestablemente superiores, según su propia evaluación, adherida al sistema políticamente infalible de buscar la paja en el ojo ajeno antes que intentar quitar la viga del propio. Juzgar, antes que comprender y, peor aún, destruir antes que conocer, son dos características que han acompañado a la expansión comercial y política de los países centrales desde el período de formación de los imperios coloniales, es decir, desde bastante antes incluso de que se impusiera el modelo ético-jurídico liberal y, también, mucho antes de la aparición del sionismo. Por otra parte, la carga de la imposición cultural se incrementa por la gran expansión productiva del capitalismo, que suele descomponer a otros
sistemas económicos sin que se pueda constituir una reacción eficaz que permita equilibrar las relaciones sociales, económicas y culturales. De este modo, se descubre un profundo interés, ajeno a los valores humanitarios, en las acciones que supusieron y suponen la expansión de la ideología dominante. En el caso de la judeidad, es el proceso de debilitamiento de la religión como discurso de legitimación institucional lo que posibilita la conmoción de sus propios sistemas de supervivencia multi-culturales, y lo que abrió la posibilidad de que una nueva ideología, signada por el predominio del nacionalismo, se abriera paso en sus estructuras culturales. Por ello el sionismo resultó una opción ideológica tan eficaz. Por un lado, ofreció una alternativa a una identidad religiosa amenazada por las tendencias imperantes en la modernidad; por otro lado, encontró las vías
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políticas para materializar su propuesta. Pero que el resultado de todo el proceso sea la supervivencia cultural de la judeidad es todavía una cuestión incierta. El sionismo no sólo introduce una nueva forma de identidad, sino que debe, por sus propios contenidos y por el entorno social que asume y reproduce, disolver permanentemente las formas y signos de identidad cultural que hay más allá del icono y la referencia política puntual. Y el punto más grave de este proceso es que sus protagonistas suelen ser completamente inconscientes del mismo y sus consecuencias.
3_ Nacionalismo sionista y religión
Sin embargo, a pesar del debilitamiento de los discursos religiosos en tanto representaciones ideológicas consideradas válidas, los fenómenos nacionalistas presentan diversos puntos de contacto con aquellos porque, en realidad, la vinculación ética con el mundo tiene siempre un aspecto
moral que no escapa, sociológicamente hablando, de una determinada concepción de lo sagrado y lo profano, es decir, de las fronteras sociológicas del ser colectivo y su interpretación particular del bien y del mal, del tótem que habilita la integración social y el tabú que previene su desintegración. Esto es particularmente cierto en la concepción de los discursos organizadores de la vida social. Dicho de otra forma: el cambio en el modo discursivo no necesariamente implicó en todos los casos un cambio de los dispositivos de integración, interacción y control social. Uno de los principales puntos de contacto es que ambos fenómenos, el religioso y el nacionalista, permiten el desarrollo de formas de reconocimiento e integración social, de inclusión y exclusión de una comunidad determinada, más o menos amplia y con características particulares. Esto implica un conjunto de actitudes y expectativas frente a las acciones de
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los correligionarios o compatriotas entre sí. Tienen así una capacidad importante para determinar los tipos de comportamiento considerados lícitos o ilícitos, enmarcados dentro de determinados marcos éticos, que consisten en una juridicidad determinada, aún cuando no se encuentre en normas legales, y dan “sensibilidad” al tejido social. Esta sensibilidad lo hace comprensible para sus integrantes y les permite organizar sus discursos y acciones relativos a la posición y función que cada cual ocupa en las estructuras sociales. Aunque la identidad religiosa, por supuesto, puede volcarse en formas de reconocimiento más amplias que las fronteras políticas nacionales, esta capacidad también se encuentra enmarcada en las condiciones históricas de auge, conflicto y preeminencia efectiva entre ambas formas discursivas. Históricamente, y en occidente, sólo en tiempos modernos se ha dado una contradicción política radical entre estos dos términos de identidad y legitimación de las instituciones sociales, debido al retraso de las religiones dominantes para adaptarse a las reglas de juego capitalistas en parte,
también por el papel central que cumplía la fe religiosa en la organización social medieval pero, en alguna medida, por la contradicción entre los principios éticos de la religión humanista y la ciega instrumentación mercantilista que persigue el beneficio particular. Al combatir los aspectos políticos de la religión socialmente dominante en el sistema feudal como organizadora del ethos colectivo, la burguesía, en su posterior expansión y por las formas éticas e ideológicas que debió desarrollar en la lucha contra el feudalismo, extendió su desprecio político por las religiones a todo lo largo y ancho del mundo. Del triunfo de este discurso se desprenden muchas posiciones contemporáneas respecto de otras sociedades y formaciones políticas. No obstante, esto no implicó la abolición de las creencias, actitudes y sentimientos religiosos de las nuevas clases sociales en el poder, sino que
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limitó y redujo el campo de aplicación de los discursos religiosos tradicionales como organizadores de la vida social, relegándolos a aspectos relativos a la privacidad de los individuos o, como mucho, de algunos grupos minoritarios. Pero, no obstante el enfrentamiento, el nacionalismo se asemeja a algunos fenómenos religiosos, en especial en lo que hace a la organización jurídica de los estados burocratizados. Esto hace posible que, en muchos casos, ambos discursos –aparentemente escindidos de manera definitiva por la modernidad– vuelvan a reunirse, cuando aparecen intereses confluentes o cuando no se encuentran mejores vías discursivas de legitimación para una estrategia política. Las identidades nacionales, al igual que las religiones, también precisan para su confirmación de la existencia de momentos fundacionales y figuras heroicas, y no parece haber un obstáculo serio para que una identidad de matriz religiosa derive en una nacional. Este es parcialmente el caso del sionismo, siempre y cuando se verifiquen las demás condiciones que definirían la existencia de una identidad nacional en términos moder-
nos. Sí en algunos estados antiguos y medievales la religión ocupaba un lugar central en la conformación del estado, especialmente en el ámbito de la generación de discursos que dieran sentido a las estructuras sociales existentes, la razón positiva moderna parecería dar otra forma al sentido utilizado para comprender al estado. Sin embargo, en muchas sociedades modernas, y en especial en el ámbito europeo, el tránsito de la sociedad feudal a la moderna produjo un desplazamiento de las formas de pensamiento religiosas ligadas a lo institucional, por lo que las nuevas instituciones no dejaron de presentarse sacralizadas: “La Patria”, “El partido”, “La Nación”, “El Estado”, “La Democracia”, incluso “los Derechos Humanos” son nuevas formas que, si bien desplazan al señor, al rey, a la tierra, al viejo estado, a la iglesia, en definitiva, a la antigua expresión de los estratos sociales, no por ello alteran la lógica de sustentación discursi-
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va de esas instituciones sociales pretéritas. Porque estos nuevos discursos tampoco son ajenos a la estructura de clases ni al estado de la lucha entre ellas, ni al modo de producción sostenido por una sociedad determinada, aunque presenten profundas diferencias socioculturales frente a otras sociedades. Así, la nación moderna no es el resultado de la aplicación inteligente de un sistema social racional, sino el resultado de la maduración histórica de procesos económicos, sociales y culturales coligados, representados en diversos discursos que no alteran fundamentalmente las razones por las que los sujetos individuales o colectivos los sustentan aunque cambien sus formas externas. En este sentido, la nación moderna no es más “racional” que el estado feudal, lo cual no quiere decir que no lo sea, por ejemplo, la utilización de los recursos o el desarrollo de los medios y factores de producción, aunque siempre en términos instrumentales mediados por la maximización esperada de la ganancia.
Atender al discurso religioso como dador de sentido y en algunos casos como organizador legítimo de las relaciones sociales nos habla de formas históricas de organización del estado, no necesariamente de diferencias de grado entre aquel discurso y los discursos políticos que organizan el estado moderno. Estos discursos políticos, además, nacen también de la observación de los cambios que ocurren en los sistemas anteriores, de la necesidad de dar sentido a las nuevas realidades sociales. Como en todos los discursos tendientes a organizar sociedades y grupos humanos, más que la veracidad técnica importa comprender la plausibilidad social, la capacidad del discurso de dar sentido de manera coherente y comprensiva a las realidades sociales a las que se enfrente. El estado moderno es el que ha resultado del proceso de ascensión y asentamiento del capitalismo como forma productiva dominante. Sobre
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él, entonces, debieron concentrarse los discursos para darle forma, legalidad y legitimidad, aspectos que los discursos de tipo religioso (lo que se entendía entonces por religioso) no podían satisfacer, precisamente por estar ligados a las viejas formas de organización social. Una vez asentada en las potencias dominantes, ya desde los primeros momentos de la expansión colonial, los estados centralizados europeos sólo reconocieron como organizaciones sociales precisamente a aquellas que presentaban un estado centralizado. Extendido el modelo en forma global por su propia lógica material, todo grupo o comunidad que pretendiera regirse autónomamente frente a las potencias dominantes (las nuevas potencias imperialistas) debió manejarse en el marco de esta órbita discursiva. Esto es lo que ocurrió con el sionismo, con la variante de que las premisas religiosas que sustentaban a la ideología judía tradicional y plural no habían estado ligadas a las formas políticas medievales dominantes. Por el contrario, habían estado ligadas a las formaciones sociales subordinadas, por lo que pudieron acoplarse sin tantas fricciones con el nuevo
modelo. No obstante, el contenido político de la religión judía, que se expresa en sus normas jurídicas, resultó sumamente restringido, como hemos visto, en el desarrollo del sionismo político y en el período fundacional del estado de Israel: la ideología nacionalista secular resultó ampliamente vencedora en el reparto del poder legítimo, principalmente porque los contingentes pioneros más poderosos y activos eran seculares. De otro modo, la creación del estado habría resultado inviable. Esto ubicó al conflicto en el seno mismo del planteo ideológico sionista en particular y judío en general. El conflicto nación-religión instalado es de difícil solución, dado que la ideología judía nacionalista no podía en ningún caso prescindir del todo de los elementos religiosos si se pretendía lograr la permanencia de la identidad nacional étnica. Aún los judíos más afectos al laicismo tendían
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a mantener, aunque fuera en forma de tradiciones y costumbres, elementos simbólicos y religiosos –relatos, rituales, mitos, arquetipos, ceremonias– que constituían el marco en el cual se desplegaran las formas tradicionales de estudio y comprensión del mundo desde el judaísmo, al menos entre la compilación de la Mishná hasta la modernidad: una múltiple herencia de más de 1500 años de edad. Según la manera moderna de comprender el estado, el profesar una religión no es un elemento válido para pretender tener un estado propio, pues el estado abarca funciones específicas y enfáticamente no-religiosas. Así lo entendieron también muchos judíos ortodoxos, que prefirieron la acentuación de sus modalidades religiosas y culturales para enfrentar el riesgo de la asimilación cultural en vez de la lucha por la creación de un estado propio. Los sectores judíos más secularizados también podían entenderlo así, pero la particular situación de discriminación y persecución los obligaba a plantear el problema y buscar una solución, que sólo pudo darse política-
mente en los canales de las líneas discursivas dominantes en las potencias que controlaban el flujo del capital expansionista. Desarrollado en los centros mismos de este poder imperial en sus expresiones más acabadas hasta ese momento (Inglaterra y Francia), no eran muchas las opciones ideológicas que pudiera tener un movimiento judío autonomista, lo cual no significa que pudieran dejarse de lado las formas de identidad cultural arrastradas y modificadas durante generaciones. La relación entre ambos aspectos fue, al mismo tiempo, conflictiva y necesaria tal como se revela en el discurso de los fundadores del sionismo político que analizamos en el capítulo segundo. Los primeros sionistas entendieron claramente que su acción tendía a ser una estrategia de supervivencia pero sin poder plantearse demasiado profundamente qué era lo que se pretendía salvar (si tradición, pueblo,
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cultura o espíritu), más allá de los sujetos humanos que componían las comunidades. Sólo la tradición jurídico-religiosa podía dar, todavía, un sentido coherente y comprensivo a las orientaciones políticas judías, porque la teoría social y antropológica que podría haber ayudado a comprender sus circunstancias no se hallaba todavía lo bastante desarrollada o extendida y, por otra parte, no son los discursos científicos los que suelen predominar en las formaciones ideológicas, porque la ciencia se ocupa del conocimiento predispuesto al cambio histórico, mientras que la ideología tiende a establecer como sentido común presupuestos que tienden a la conservación, negando su propia historicidad. El estado nacional moderno que debían fundar, tal como era comprendido por el sentido común (y aún lo es), debía entonces estar ligado al control jurisdiccional de un territorio habitado mayoritariamente por los miembros ciudadanos del mismo y regido autónomamente por éstos: un estado étnico que, en realidad, el modelo nacional moderno no puede soportar indefinidamente. El pensamiento dominante judío podía adaptarse
a la idea de perseguir un estado, pero no de un estado que renunciara por completo a los discursos tradicionales que daban sentido a su historia y a su existencia, es decir, a sus condiciones previas de identidad. Por otra parte, una vez consolidado este objetivo nada pudo impedir que la historia de este estado no se viera regida por las condiciones que marcan el desarrollo de cualquier otro estado nacional contemporáneo, así como las comunidades judías no pudieron desvincularse de sus contextos sociales. Sí los estados modernos, para pasar de los modelos ideológicos medievales a formas discursivas basadas en la razón, debieron ir desplazando lentamente a los discursos religiosos, los intelectuales orgánicos sionistas debieron, para imponer su ideología política, revalorizar y recuperar perdidas ideas “religiosas” para legitimar sus pretensiones nacionales: “Israel, como toda nación, está basada sobre una serie de mitos fun-
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dacionales cuya esencia es la adopción de tradiciones arcaicas y atávicas al servicio de un renovado nacionalismo”193. En el caso del sionismo, evidentemente, la ideología religiosa es la que da forma y contenido a la posibilidad de un reconocimiento nacional, configurándose en un caso de coagulación religiosa-nacional posterior al asentamiento del capitalismo en su etapa descolonizadora. No obstante, el fundamento último del reconocimiento “nacional” judío sionista es la existencia de una historia, real o mítica, común. Sólo que en la selección de los mitos fundacionales fueron preferidos aquellos relativos al control territorial que a acontecimientos religiosos y jurídicos del pasado mítico, que habían llegado a desprenderse de la necesidad de establecerse en un contexto territorial específico. Relatos épicos de las guerras judeoromanas, como la resistencia de Masada (siglo I) o de Betar (siglo II) y, principalmente, la advertencia implícita en el recuerdo constante del genocidio nazi (a pesar de que ocurriera medio siglo después de la funda193
Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 69.
ción del sionismo político), pasan a conformar el cuerpo mismo de la identidad estatal: “El Holocausto del judaísmo europeo fue y sigue siendo una piedra fundamental en la construcción de la nueva nación. El Holocausto no sólo reivindica la necesidad de un estado judío soberano e independiente, sino que al mismo tiempo subraya una de las tensiones más esenciales de la nueva sociedad israelí, la tensión entre el judío diaspórico, perseguido y aniquilado, y el judío israelí, el hombre nuevo del renacimiento nacional. El Sabra, el israelí nacido en Israel, es retratado por la joven literatura hebrea como quien lleva sobre sus robustas espaldas la carga de la derrota histórica del judaísmo diaspórico”194. La identidad mítica del sionismo no es entonces tampoco exclusivamente religiosa, dado que es interpretada no como un suceso religioso en sí, sino como un acontecimiento histórico, plenamente ligado al mundo
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sensible, con todas las características de un mito fundacional que es reconfigurado para ser un mito de fundación nacional.
B_ La judeidad en el proceso de cambios culturales
En su libro “El País de las Últimas Cosas” el novelista norteamericano Paul Auster hizo notar que cada generación de judíos se considera a sí misma la última. Una esperanza mesiánica, un deseo de conocer el final, sea terrible o dichoso, puede esconderse detrás de esta sensación íntima. No obstante, está claro que, en cuanto a la identidad cultural al menos, las estrategias de las poblaciones judías han resultado, hasta el presente, eficaces. Puede sostenerse esa afirmación porque existe todavía un cierto número de personas que se identifican con esta condición aunque, indu194
Ibídem. Ben Amí no lo anota, pero la propia expresión “holocausto” remite a contenidos de orden religioso: al sacrificio ritual y al castigo divino. Por eso en el texto preferimos utilizar sistemáticamente la idea de genocidio.
dablemente y con completa independencia de lo que ellos mismos crean, sus tradiciones y costumbres no se parecerán a ninguna de las que existieron en los tiempos en que reinaba la Casa de David. La selección cultural ha jugado, en los últimos siglos, en contra de las pequeñas sociedades y las culturas de escasa extensión. Y no porque se haya multiplicado la población mundial sino porque las grandes sociedades contemporáneas representan un peligro inmediato, ya que tienden a seguir expandiéndose. Las formaciones sociopolíticas ligadas a la economía de mercado han saltado, no obstante, los niveles de cualquier escala acerca de sus efectos inmediatamente observables. Nunca antes, en sus muchos siglos de existencia –considerando la continuidad histórica más general– la judeidad, con sus diversas adaptaciones culturales, debió enfrentarse a un enemigo tan poderoso. Y debe
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considerarse que los judíos sobrevivieron como cultura a las ciudadesestado griegas, a los imperios persa y romano, a la expansión del Islam y al feudalismo, todas ellas formaciones sociales sólidas y muchísimo más extensas que los reinos judíos o las comunidades dispersas. El precio de esta permanencia ha sido el de la adaptación constante, pero con la condición de preservar un conjunto de contenidos mínimos reconocibles. Por otra parte, si han sobrevivido varias formaciones culturales judías, muchas otras se han extinguido también, al punto que las transformaciones existentes dificultan la apreciación del pasado, pues éste se recicla y es reinterpretado constantemente, de modo que hay elementos que parecen haber desaparecido pero perviven en nuevas formas y otros elementos que, por el contrario, parecen subsistir, aunque en realidad han perdido su contenido social y cultural. El precio que reclaman las actuales condiciones para la adaptación puede resultar, con todo, demasiado alto, y el sionismo, en especial en su aspecto realizador y en su estructuración estatal, se muestra dispuesto a
pagar ese precio, que nunca es una garantía. La judeidad, al aceptar la forma del estado nacional, debe incorporarse también a unos circuitos de integración e interacción sociales incompatibles, en términos jurídicos, con los que sostuvieron la estrategia cultural emergente de la crisis del siglo II, que hemos descripto como multi-culturación. Si es posible “medir” la riqueza cultural de la humanidad considerando la variedad de adaptaciones culturales, hay que decir que estas mismas condiciones que amenazan a la judeidad representaron un empobrecimiento violento y radical para prácticamente todas las sociedades existentes, razón por la cual hemos insistido en la importancia de comprender el proceso de globalización. En este marco, la alteración continua del ethos de cada sociedad en general y de las formas judías de socialización no parece ser un hecho que se pueda juzgar a la vez en términos morales, al
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menos no sin caer en una contradicción con los términos de análisis propuestos. La incomodidad ante la desaparición de formas culturales no puede ser, en este sentido, más que estética, pues no hay derecho positivo que defienda a las culturas como valores en sí mismos. En el mejor de los casos, se las trata como valores y bienes de individuos dignos de recibir protección. El problema moral aparece, de todas formas, cuando esta tendencia a la homogeneización de las prácticas sociales a escala mundial viola y corrompe constantemente y de forma sistemática los propios valores en los que reclama apoyarse y que se encuentra lista a defender en la forma del poder militar de sus formaciones políticas predominantes. Al crear un estado moderno para el pueblo judío, el sionismo ha abierto una puerta que parece conducir a un tipo de adaptación cultural en la cual los elementos que se pretendía defender no serán más que un recuerdo ocasional. En las actuales condiciones de conflicto crónico, dicha elección es objeto de críticas no sólo culturales, sino también morales. En la actualidad, mien-
tras aparentemente se refuerzan Israel y la comunidad judía norteamericana, el resto de la judeidad mundial languidece y tiende a desaparecer, despojada de sus singularidades y disminuida en su capacidad de reproducirse, principalmente porque cada generación de sujetos que la componen renuncia crecientemente a identificarse con las estrategias de supervivencia propiamente judías que perviven, incluyendo la sionista. Cuando se crea el sionismo como movimiento político, la judeidad europea carecía de un centro de poder desde el cual se establecieran directivas hacia todas las comunidades. Coincidentemente, las masivas migraciones hacia América diversificaban aún más la distribución demográfica judía. No existía una institución que tuviera poder suficiente para imponer una identidad legítima “absoluta”, frente a la cual disciplinar o expulsar disidentes. Esta ausencia de un modelo central, entonces, eliminó la disi-
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dencia como problema político, aunque las diferencias se profundizaban: judíos ortodoxos, conservadores o reformistas religiosos se diferenciaban entre sí, tanto como los asquenazíes de los sefardíes. Pero los antagonismos no derivaban hacia intentos importantes de imponer una determinada legitimidad frente a las sociedades contingentes o frente a los demás grupos. En este sentido, y al margen de las opiniones sobre la validez o justicia, necesidad o mandato, de construir –o reconstruir– un estado judío, el sionismo fue un poderoso agente para la reflexión, sí como fue un agente de ruptura con los marcos tradicionales de identidad, restringidos a acceder a una totalidad por la profundización de sus particularidades. El sionismo permitió que las poblaciones judías dispersas se repensaran a sí mismas y que se admitiera la existencia de diferentes tradiciones dentro de un marco común. Al mismo tiempo, el sionismo como ideología permitió a muchos judíos comprender su condición en términos que podían considerar “modernos”, es decir, legítimos. Porque una de las condiciones
impuestas por la modernidad es la sensación de que las formas precedentes de comprender la vida social, basadas en discursos religiosos o tradicionales, carecían de un auténtico sentido. El nuevo judaísmo propuesto por el sionismo brindaba así, en esta línea de ideas, la oportunidad de revalidar la propia condición judía. Sin embargo, esta es una postura puramente ideológica, ni más ni menos racional que otras, y su pretensión de centralidad derivó en un empobrecimiento de las opciones de lucha por la supervivencia cultural entre las comunidades judías en donde el sionismo resultó ser influyente. Durante el extenso período de dispersión de las comunidades, la ley de Moisés, extendida y complementada con el Talmud y sucesivos intentos de re-codificación de la ley halájica, había permitido no sólo establecer una base para el reconocimiento colectivo. La elaboración de una juri-
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dicidad amplia y autónoma había permitido el establecimiento de una poderosa red comercial, cuyo funcionamiento se regía precisamente en ese marco legal, unido en forma indistinguible a una religión, pues el ambiente ideológico de la época no exigía su separación sino su integración. En la baja edad media y la modernidad esos lazos se deshicieron por la lucha y los procesos de cambio social y ahora, en la modernidad, debían comprenderse nuevamente. Pero, precisamente, la ruptura de la modernidad con las formas tradicionales religiosas de articulación social, se instalaba ahora en el seno mismo de la judeidad. Se establecieron así los principios para una lucha, a veces casi imperceptible y manifiesta en otras ocasiones, por crear una historia legítima, un relato oficial que expresara las nuevas ideologías e intereses de los grupos involucrados. Los defensores de la fe no necesitaban más que los relatos comprendidos en los ya antiquísimos textos y los códices jurídicos que pautaban sus vidas. Pero los precursores del estado necesitaban más que eso: necesitaban una historia, un relato que validara los derechos so-
bre el territorio. Esta necesidad obligó a la imposición de la historiografía ideológica sionista, según la cual la condición judía era, hasta ese momento, la del exilio y la diáspora, la de la ausencia forzada de una tierra a la que se pertenecía en cuerpo y en espíritu. Los casi dos milenios de historia (en realidad, de historias) se reducirían drásticamente entonces, en el discurso sionista, a una condición dolorosa a la cual debería oponérsele el bálsamo de la independencia nacional. Sí los primeros sionistas tenían claro que su búsqueda era la de la salvación, para las siguientes generaciones esa búsqueda sería ya una necesidad inherente a la condición judía. Que ello implicara la destrucción del “viejo judaísmo” no es más que la consecuencia necesaria de la extensión de esta forma ideológica. Debido a sus condiciones ideológicas, entonces, el nacionalismo judío imponía límites a sus vínculos con otras formas posibles de concebir el judaísmo.
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Lógicamente, el conservadurismo y la ortodoxia en materia religiosa tampoco proveían un discurso que permitiera una mejor comprensión recíproca. Sí el distanciamiento no derivó en una ruptura, ello se debió principalmente a que las diferentes tendencias no estuvieron nunca lo bastante integradas como para tener un espacio político común en el cual desarrollar la lucha. Para los judíos no involucrados en el proyecto sionista este desarrollo intelectual no resultaba necesario ni evidente, pues su pertenencia e identidad seguían definidas por cánones religiosos o tradicionales en relaciones multi-culturales históricamente eficientes. Estas posturas no eran indiferentes para el discurso sionista. Por el contrario, resultaban necesariamente peligrosas para el activismo sionista, porque le restaban a la vez legitimidad y fuerza política frente a los estados nacionales que cada vez más admitían la libertad de culto dentro de los marcos jurídicos impuestos por sus organismos legislativos en el ámbito de lo privado. La desaparición, aun gradual e incompleta, de la discriminación con motivos religio-
sos no jugaba a favor del ideal sionista, sino más bien lo contrario. Esto se verifica en la decadencia de la emigración ideológica hacia Israel en las últimas décadas. Por supuesto, el acceso a la igualdad ante la ley burguesa equivalía a la renuncia parcial a las propias leyes (y a su subordinación efectiva) y por lo tanto a la autonomía relativa que había sido una característica central del judaísmo en occidente. No obstante esto, los procesos de asimilación, iniciados con la propia modernidad, habían dejado su profunda huella, y no fue por el mantenimiento de la autonomía jurídica que los judíos sionistas se pusieron en marcha. Lógicamente, una nación nacida de europeos precisaba para ser reconocida por Europa y Norteamérica de la existencia de una ley que le permitiera tratar en términos compatibles con las potencias centrales, aún con todas sus restricciones y particularidades.
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Los derechos del Hombre, su Vida, su Propiedad, su Capacidad Individual de Desarrollo Económico, las Posibilidades de Asociación Con Fines de Lucro, la Permeabilidad a los Mercados Externos, debían presentarse de una forma moderna para ser legítima. Y ni la ley antigua, ni la talmúdica o la halájica respondían a estos cánones. Y no sólo por su antigüedad y posible falta de actualización, sino, fundamentalmente, por los problemas éticos que acarrearía su incorporación a las reglas modernas de las relaciones sociales. Cualquier estado judío viable debería necesariamente responder a las condiciones impuestas por las relaciones internacionales y el mercado mundial y todo aquello que implicara entorpecer esta respuesta, por muy importante que fuera, debía ser relegado a un segundo plano para mantener la viabilidad del proyecto nacionalista.
C_ Características generales de los efectos del sionismo en la judeidad 1_ De la Religión sin Estado a la Religión para el Estado
Como discurso que debe organizar al menos una parte del pensamiento social, la religión no puede abstraerse de los cambios que ocurren con el paso del tiempo. Sí la religión no consigue adaptarse a esos cambios, o adaptarlos a sus propias formas, difícilmente podrá seguir cumpliendo su función como mecanismo de integración social. Con el advenimiento de la modernidad y el predominio de la economía de mercado la religión perdió espacios en dónde dar sentido a la vida cotidiana. Sin embargo, importantes segmentos de las relaciones humanas siguieron ligadas a ella, en especial en lo que se refiere a las relaciones consideradas correctas en-
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tre las personas, que es nada menos que la base sobre la que se asienta toda estructura jurídica o moral. La religión judía, que desde fines de la Edad Media sostuvo normas de comportamiento muy rígidas en sus expresiones más conservadoras y muy permeables en otras, no es ajena a los cambios ocurridos en Europa y América. Pero aún mantenía, hacia mediados del siglo XIX, gran influencia ética entre sus seguidores y también una relativa autonomía frente a los estados nacionales. Pero sólo con la creación del estado de Israel el judaísmo como religión tuvo oportunidad de ser “religión del estado”. No obstante, como se ha dicho, las fuerzas predominantes en la formación del estado fueron las tendencias políticas seculares y los sectores religiosos lograron consolidarse como fuerza política bastante después de la independencia y sólo gracias a un fuerte proceso de reorientación de sus discursos (especialmente hacia un nacionalismo-teológico fundamentalista), lo cual ha dado como resultado situaciones pasmosas: la televisión israelí
ha llegado a mostrar a rabinos conminando a enfermos hospitalizados a votar a sus partidos políticos, a cambio de asegurar la protección divina en el trance de la enfermedad. La visita, compañía y asistencia a los enfermos es un importante precepto de solidaridad judío, pero difícilmente su sentido original haya sido presionar a los enfermos para conseguir un rédito político. Así, desde una perspectiva laica: “el mesianismo político religioso, con su violento desafío a la democracia en nombre de una absoluta e intransigente religión, representa uno de los actuales peligros de la realidad israelí”195. Pero debe considerarse que el carácter “absoluto e intransigente” del mesianismo religioso ha sido estimulado por la necesidad de enfrentarse a una absoluta e intransigente secularización de la política, mientras que las posturas nacionalistas y militaristas han tenido en Israel consecuencias igualmente graves en este sentido.
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Los creadores del estado judío, en donde predominaron políticos modernistas de inspiración socialista o liberal-corporativista, tuvieron mucho interés y cuidado en no fundar una nación basada en una religión que no era capaz de dar por sí sola respuestas a las condiciones sociales de un estado nacional moderno. Las necesidades ideológicas del sionismo tendieron –infructuosamente– a intentar negar o atenuar las diferencias étnicas con respecto al que consideraban “judaísmo verdadero”, encarnado por el ideal sionista que tendía a coincidir con los relatos y creencias religiosas, destacando la importancia de los textos recopilados durante la experiencia “nacional” pre-cristiana, que muy poco podía parecerse a la estructura de los estados nacionales modernos. Sin querer ser religioso, entonces, el sionismo tomó para sí la religión, en una relación debida a la necesidad que tenía de sus matrices discursivas. Pero a la vez la relación implicaba el rechazo, por lo que “lo religioso” representaba de arcaico y perimido para su matriz moderna, racional y occidental. 195
Ben Ami, Israel, entre la Guerra y la paz. Op. Cit. Pág. 22.
La religión judía, que no había tenido estado, se transformó, modificada a conveniencia, en religión para el estado, aportando principalmente su capacidad discursiva de consolidar identidades partiendo de componentes dispersos, lo cual se consigue sacralizando determinados aspectos de la vida social o, como ocurre en este caso, diversos símbolos y rituales ligados a lo nacional: la bandera, el himno, el servicio militar son ejemplos de esta renovación ideológica. Persistía igualmente en el mundo el judaísmo como religión sin estado, como expresión de la fe y la conciencia de diversos grupos humanos. Otros grupos de la misma fe optaron por aceptar ese estado pero no lo eligieron como propio, prefiriendo continuar sus vidas en los espacios que ocupaban de la forma en que lo habían hecho hasta el momento. Otros consideraron que esos actos humanos provenían del plan de Dios para la redención del pueblo de Israel. Sin embar-
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go, ninguna de estas posturas puede investirse como oposición al nacionalismo secular representado por el sionismo político, que es la fuerza que emerge con la capacidad de orientar realmente el contenido de la ideología judía respecto del estado de Israel. La antigua religión, ya fragmentada, se dividió todavía más con el proyecto de estado primero y con el estado ya creado luego. Y le quedaba todavía una forma más para adoptar. El sionismo sigue la tradición nacionalista porque establece para los ciudadanos una relación fuertemente emotiva y trascendente con el estado judío. Se vuelve indispensable el “amor a la patria” para que tenga sentido dar la vida por defenderla tanto como debía darse para los creyentes por la ley y la fe de Moisés. Esta situación se acentuó por el alto grado de militarización de la sociedad israelí, que implicaba una profunda conciencia del “adentro” y del “afuera” para identificar con rapidez y eficacia a los enemigos y a los aliados. Por supuesto, cuanto más alto sea el grado de esta cohesión, más cerca estaremos de hablar de aquello que se conoce por integrismo,
que no es sino un eufemismo para nombrar al fanatis-
mo político. Las etapas de colonización, fundación y lucha por la supervivencia del estado de Israel estuvieron ciertamente marcadas por estas características, y todavía más lo están los discursos contemporáneos para justificar o defender las políticas desarrolladas por el estado en materia interior o exterior. De otra forma, los objetivos no hubieran podido ser llevados a cabo, tanto en lo que se refiere a la organización productiva de las colonias o la organización militar de las fuerzas de autodefensa o las fuerzas armadas israelíes. Vale la pena recordar que casi todos los movimientos revolucionarios socialistas del siglo XX, y también el corporativismo de Europa y los EUA, estuvieron marcados fuertemente por esta condición de “religión del estado” implícita en todos los discursos patrióticos nacionalistas. En ella los destinos del estado nacional estaban indisolublemente ligados
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con los de la revolución o el destino del pueblo, y que requerían la aceptación de los principios establecidos. De modo que al sionismo no le tocó innovar nada en este sentido, sino colorear con su tinta el dibujo ya trazado por la historia. El estado judío, sacralizado de esta manera, tenía, sin embargo, una característica particular: la mayor parte de las personas y comunidades capaces de sentirse, al menos potencialmente, vinculadas a esta forma sacra vivían todavía fuera de sus fronteras. Aún más, durante las primeras décadas de existencia de este estado, estas comunidades fueron importantes para el mantenimiento y renovación del cuerpo social del mismo, que consumía recursos en mantener su impulso migratorio a la vez que buscaba constantemente apoyo financiero: se solicitaba de las comunidades o los judíos pobres que aportaran inmigrantes y, de los sectores más favorecidos, recursos. Para el sionismo extremo, el judío no sionista era tan sospechoso como para el ortodoxo lo era el judío ateo o reformista, y por lo tanto lo era
todo aquel que se sintiera ligado a su país de origen o al que sus padres hubieran decidido emigrar. Se repudió incluso al yiddisch o al ladino como formas impuras o arcaicas de la vida judía, remanentes de un triste pasado o síntomas de la adulteración del judaísmo nacionalista “auténtico”. Pero, al margen de casos límite, ésta “fe del estado”, que en muchos casos menospreciara a la antigua religión, se obligó a fundar sus propios centros de absorción ideológica y a influir fuertemente en el desarrollo de las comunidades dispersas. A partir de entonces estas comunidades fueron concebidas principalmente como “diáspora” y “exilio”, y no como unidades socioculturales valiosas por sí mismas. Este es probablemente el problema más importante que la aparición del sionismo introdujo en la judeidad porque obstruye y dificulta mucho el mantenimiento de las comunidades judías y, tal vez sin quererlo, con-
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tribuye a la desaparición gradual de muchas formas culturalmente apreciables y a debilitar sus propios recursos simbólicos (y, a la larga, prácticos) para mantener la cohesión de Israel como un estado diferente, dedicado a la condición judía.
2_ Efectos del triunfo sionista. a_ La modernización del judaísmo
Ningún pueblo, religión o cultura que haya entrado en contacto con el capitalismo y sus exponentes nacionales o imperiales pudo salir indemne de esa relación, y ni el judaísmo ni la judeidad fueron una excepción, ni siquiera en sus expresiones más conservadoras. El capitalismo es la estructura social y económica más dinámica que se conoce, pero tal dinamismo no es siempre progresivo en lo económico o lo humano, porque es
también fuente de numerosos problemas, desde la resistencia ecológica del medio ambiente a la resistencia de la diversidad biológica o cultural. La aparición del sionismo, si bien estaba condicionada profundamente por las ideologías emergentes, introdujo las modificaciones impuestas por la economía de mercado en seno mismo de la judeidad, volviendo internos sus conflictos y convirtiendo en propiamente judías a las condiciones que hasta ese momento habían afectado a los judíos como factores parcialmente externos a su cultura. Esto no significa de ninguna manera que sin el sionismo el judaísmo hubiera quedado protegido de las consecuencias de la expansión del capitalismo, sino simplemente que el discurso nacionalista le dio un nuevo impulso y una forma muy eficiente de transformación social para las comunidades judías. Las diversas reacciones de las comunidades judías ante los procesos
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de cambio, desde la secularización de su cultura a la exacerbación de las costumbres, dieron mayor fluidez a unas relaciones sociales internas que nunca habían sido realmente estáticas, pero que ahora están sometidas a procesos de transformación muy violentos. Sí antes los cambios se producían de generación en generación, ahora acontecen muchas veces y en muchos sentidos durante una misma generación. De esta forma, el sionismo no viene a destruir una organización construida para edificar una nueva sobre los escombros, sino que continúa, en uno de los caminos posibles, el proceso constante de cambio del judaísmo y de bifurcación de sus posibilidades de adaptación sociocultural. Sin embargo, lo hace cambiando formas de resistencia cultural debilitadas pero sólidas por estrategias coyunturalmente fortalecidas, pero que son estructuralmente débiles, porque no se deben a los factores internos de la cultura judía, sino a factores externos a la misma. Sí algo de magnífico tiene la judeidad histórica para ofrecer a los pensadores sociales es su capacidad para fragmentarse y elegir todos los ca-
minos posibles, lo cual implica la constante lucha por el reconocimiento y el auto-conocimiento, el permanente diálogo sobre la ontología y deontología de cada grupo judío y cada judío en particular. Habituadas a pensarse como pueblos dentro de pueblos, las comunidades judías supieron ser, al menos en el pasado, instrumentos versátiles y eficaces para superar la selección cultural. Dada la relativa debilidad de cada corriente de pensamiento judío respecto de las sociedades en las que se hallaran, los conflictos internos permanentes pocas veces pudieron ser resueltos mediante la eliminación de la ideología judía rival. Por ello predominaron la pluralidad, el diálogo y las composiciones antes que las resoluciones unidireccionales o totalitarias, los cismas antes que las victorias facciosas y los cambios culturales antes que la consolidación de una única forma legítima para el ser social
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de cada comunidad196. Al mismo tiempo, la debilidad de esas comunidades obligó a encontrar dispositivos de adaptación y supervivencia que imprimían nuevas formas de multiplicidad. Este desarrollo fue posible dentro de sociedades que desconocían los derechos individuales y que se apoyaban en excluyentes discursos religiosos y políticas de coacción directa. Paradójicamente, las posibilidades de desarrollo cultural se ven trabadas en un sistema mucho más dinámico y persuasivo, con discursos más abiertos a la pluralidad y con respeto formal por las formas de vida individuales, como es el modelo imperante en la modernidad occidental. Su dinámica constantemente expansiva tiende a construir un mundo a su imagen y semejanza, dado que la “esencia natural” de los hombres se confunde entre su carácter de productores de bienes tangibles e intangibles con su condición de consumidores compulsi196
Lo cual está lejos de significar que no existieran sanciones para lo que se consideraran excesos de “resignificación”. Allí está, para recordarlo, la figura y la vida del filósofo Baruj Spinoza.
vos, conductores de necesidades nuevas dentro de un sistema todavía basado en la desigualdad económica y social. La aceptación tolerante de las diferencias individuales y culturales se sofoca en la contradicción que supone un deber excluyente: el de comportarse de acuerdo a las relaciones de mercado que dominan la vida social. Y como las culturas no son estructuras ajenas a las formas productivas en la vida social, el cambio de las formas productivas implica la mutación o destrucción de esas culturas, en el caso extremo de que no consigan adaptarse. El fenómeno, en general, no guarda demasiados secretos: la expansión de la economía de mercado requiere la eliminación de las formas no capitalistas de producción, proceso que prácticamente ya ha alcanzado a todo el planeta. Quizá es verdad que actualmente cualquier religión o cultura es dejada en paz. Pero eso es siempre y cuando su concepción del
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mundo no se oponga al mercado o interfiera en su avance. Esto implica también, obviamente, que todos y cada uno deben renunciar a leyes escritas o normas tácitas que no avalen las formas jurídicas y las prácticas propias de la economía de libre mercado en cualquiera de sus expresiones, lo cual alcanza a sociedades en cuyas bases jurídicas rija un “exceso de solidaridad distributiva”, que entorpezca la obtención de ganancias. Por otro lado, no cualquier forma política alcanza el reconocimiento formal, sino sólo aquellas implícitas en los marcos del liberalismo. En el caso del sionismo se producen los dos movimientos en forma paralela, que en relación con sus principios motores implican una cierta contradicción. Con el sionismo, la judeidad alcanza una forma legítima dentro de estos límites, transformándose en una forma más moderna y aceptable de judaísmo. Pero al mismo tiempo esto implicó dejar de lado, para quienes apoyaron el proyecto, las formas tradicionales de comportamiento individual y colectivo. Este abandono no es consecuencia de procesos internos de creación y superación, sino de la influencia implacable de la ideología
dominante y sus formas legítimas de actuar en términos políticos. La contradicción radica en que, siendo un movimiento iniciado para asegurar la existencia del judaísmo, sólo puede alcanzar su objetivo renunciando a buena parte él, abandonando sus señas de identidad, negando otras y exagerando otras más, pero no necesariamente superándolas. El precio de la eficacia política es alto (en el futuro sabremos si no es quizá demasiado alto), porque implica la renuncia a la autonomía de una manera tan profunda como sutil. Pero también se paga con horror, porque con el estado judío parte de la judeidad se vuelve capaz de materializar horrores que en el pasado sólo la habían tenido como víctima: la posibilidad cierta de oprimir a poblaciones enteras mediante el ejercicio de la violencia estatal. El judaísmo asiste a una modernización forzada de sus expresiones
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políticas tradicionales, sin que explícitamente se reniegue de ellas, pero restándoles su fuerza vital, que radicaba en su capacidad de organizar los discursos y prácticas sociales, ya fuera mediante las formas religiosas o rituales y las jurídicas o morales derivadas de ellas. Por supuesto, el sionismo no es sino el punto culminante, en este sentido, de los procesos que ya se habían ido gestando desde la disolución del régimen feudal, y es así más una consecuencia que una causa. Sin embargo, parece cierto que su aparición, y sobre todo la creación efectiva del estado de Israel, sirvieron para acelerar e incrementar el proceso. Desde la perspectiva externa, los judíos, contando con un estado propio, no tendrían ya más derecho a considerarse diferentes dentro de otras sociedades, pues tienen ahora la opción de trasladarse a un territorio que pueden considerar propio. Con esto se negaban de hecho las particularidades de los siglos de desarrollo interactivo, acomodando las decenas de manifestaciones dentro del molde único del estado nacional, tendencia
que al día de hoy se manifiesta en muchos países en relación con sus respectivas minorías culturales. Independientemente de las influencias y presiones ejercidas sobre cada sector y comunidad judía, el sionismo se transformó, sin proponérselo, en el principal agente ideológico del pensamiento dominante al interior de la judeidad, dado que propendía a la institucionalización de sus prácticas en el conjunto de las comunidades y ejercer su representación legítima frente a organizaciones más amplias e influyentes.
b_ El sionismo y la reconstrucción del pasado
Con la globalización creciente como contexto ideológico y político, el sionismo, por sus propias necesidades históricas, comenzó a ejercer una
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fuerte presión sobre las formas de pensar el pasado judío y la condición judía. El “recuerdo” de la vida pretérita del pueblo judío como conjunto en la tierra que fuera el reino de David y Salomón, se fue tornando más fuerte y preciso que la “vaguedad histórica” de los dos milenios de dispersión cultural; la unidad del pueblo se volvió más importante que su diversidad y se achacó a esta diversidad la debilidad histórica de los judíos frente a los demás pueblos. Después del genocidio nazi en particular, el sionismo pudo plantear la inseguridad de vivir fuera de las fronteras nacionales aún con las normas liberales de comportamiento interétnico, dado el estado de profunda desprotección de los judíos en el resto del mundo. El pasado de decenas de experiencias judías en cuatro continentes pasó a ser una muerta recopilación de dolorosas crónicas frente al vivo, glorioso y luminoso presente nacional y muy pronto el Día de la Independencia de Israel (Iom Haatzmaut) y la conmemoración del genocidio (Iom Hashoá), se convirtieron en ceremonias del ritual colectivo, unidas en el
calendario litúrgico a costumbres milenarias. El idioma hebreo se transformó en la lengua oficial judía no sólo en Israel sino en todas las comunidades con fuerte presencia del ideario sionista. Las lenguas que habían crecido con el judaísmo fueron expuestas como lenguas muertas por el sionismo ideológico: “El gran logro del Sionismo, la rehabilitación de la lengua hebrea, estaba también aparentemente ligado a la principal idea nacional europea del siglo XIX. El renacimiento lingüístico y literario del idioma nacional era un prerrequisito ideológico para la existencia de una nación según el modelo europeo”197. La historia en el exilio, convertida en un extenso martirologio por la ideología sionista, encontraba su redención en la aparición del estado. Reconstruida la historia, no podía dejar de reconstruirse la identidad y un supuesto judío eternamente sufriente y errante tenía la oportunidad de
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convertirse ahora en parte activa del renacimiento judío, participando en la construcción del estado. La Ausencia de Sión, el exilio, que pocas veces había estado presente como tal y nunca fue dominante en las idas y venidas de los judíos por el mundo, era ahora la condición principal a superar. Por supuesto, la ideología sionista nunca pudo imponerse por completo, ni siquiera al interior del movimiento o del estado. Porque no tuvo más opción que recoger sus principios idealistas del legado de dos mil años de transformaciones, y no pudo recuperarlos inmaculados desde el estado davídico antiguo, en donde pueblo y nación tenían sentidos completamente diferentes a sus formas modernas. La predominancia europea y secular en el movimiento político devino en su preeminencia en la forma del estado y en sus políticas internas y externas, tendiendo a la homogeneización de la cultura nacional con preponderancia de su propia ideología. La cultura occidental predominó y recompuso el “atraso” representado por las comunidades iraquíes, turcas o 197
Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 14.
yemenitas “repatriadas” desde sus lugares de origen y a su vez amenazadas en ellos precisamente por la existencia del estado judío, dado que existe también “el fracaso del socialismo israelí en su intento de incorporar a los judíos orientales en el sistema social”198. Se incrementó de esta manera la visión dominante del judaísmo occidental y moderno frente a las “arcaicas” formas de expresión orientales, ligadas culturalmente al mundo árabe y musulmán. Esta división no dejó de tener importantes consecuencias en la distribución de la riqueza social generada dentro de las fronteras israelíes. El sionismo expansivo se expresó en una política de centralidad del estado, frente al pasivo desorden de la judeidad como conjunto, para establecer los cánones de lealtad al exterior de las fronteras de Israel. Las políticas sionistas hacia las comunidades dispersas, empapadas de una
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vocación de liderazgo con matices culturales ligados a la ideología norteamericana, no sólo impulsaban dudosas definiciones de identidad. Forzaban también una división taxativa de la autoridad que resultó repelente e impermeable a formas de relación más flexibles y horizontales, si bien el poder real que el estado judío tenía para imponerse en las comunidades estaba limitado por su propia falta de recursos ideológicos y materiales. Su vocación de predominio ideológico chocó con la posibilidad política de éste, en función de su debilidad y del peso específico de los localismos, lo cual fue notable incluso dentro de las fronteras de Israel durante las primeras décadas de su existencia. Al intentar modernizar y unificar al judaísmo el sionismo abrió una brecha por donde ingresaron las fuertes corrientes de desintegración cultural de la modernidad occidental. La autonomía religiosa y la jurídica no sólo dejaron de ser características centrales en la ideología judía, sino que paulatinamente dejaron de ser pensadas como categorías relevantes, dado 198
Idem. Pág. 86.
que se las supuso subsumidas en la autonomía nacional. La historia de dos milenios de juridicidad interna terminó por disolverse en un cúmulo de anécdotas sobre una riqueza cultural endurecida en códigos sumamente restrictivos, ligados a una ortodoxia defensiva, tanto menos creativa cuánto más carente de flexibilidad. Como ni siquiera esta forma de cristalización de las creencias religiosas y morales, por sí misma tan válida como cualquiera otra, quedó fuera de la construcción o engrandecimiento del estado, no tardaron en reclamar a éste por sus propias perspectivas ideológicas, instalando el conflicto entre la religión y la secularización en su propio seno. Por principio, siendo la religión, o más precisamente los relatos asociados a ella, el substrato básico de la justificación de su existencia, el estado de Israel no puede librarse de sus reclamos restringiendo esos inter-
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eses a una esfera propia y limitada, como ocurrió parcialmente en el resto de la cultura política de occidente, en donde la influencia religiosa se movió en general por canales más indirectos a lo largo del siglo XX al menos, sino que debió admitirlos como parte integrante legítima de sí mismo. Durante el largo período de defensa militar del país, este conflicto permaneció latente, cubierto por las necesidades inmediatas de organización total requerida para el mantenimiento de la posición militar. Pero al estabilizarse los conflictos exteriores, todavía en el marco de la Paz Armada y con el problema de la relación con el pueblo palestino aún vigente, el panorama interno comenzó a complicarse por la presión de cada sector ideológico por obtener posiciones preeminentes. No obstante la influencia parcialmente nociva del predominio de la ideología sionista sobre la herencia cultural judía, no han aparecido corrientes influyentes en la judeidad que tiendan a contrarrestar sus efectos, sin que esto implique necesariamente la negación del estado, sino la apreciación de sus circunstancias y consecuencias. Para comprender este proceso, que es quizá la
razón principal de todo este trabajo, es necesario ordenar las consideraciones ya expuestas. En primer lugar se encuentra el avance de la globalización, en cuyo contexto la modernidad no representó una solución para los problemas medievales judíos de segregación, sino sólo una mutación en sus formas y acaso la salvación de unos pocos y la pérdida de la mayoría. En segundo lugar, derivado directamente de la primera cuestión, se encuentra el triunfo ideológico del sionismo al interior de la judeidad, provisto de las herramientas discursivas y prácticas de lo más dinámico de las ideologías dominantes. En tercer lugar, la pasividad en la judeidad no sionista derivada de la conexión íntima, emocional, que prevalece frente a la lucha sionista, aunque no se compartieran sus objetivos, y la ignorancia frente a las implicancias de la expansión ideológica del nacionalismo judío. La
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razón es que dicha expansión fue entendida en general como una modernización del judaísmo, no como la intromisión de una cultura dominante al interior de los propios contenidos populares. Ciertamente, sólo el análisis sociológico revela esta situación. El predominio político de los sectores económicamente más poderosos al interior de las principales comunidades judías, expresados incluso en movimientos sociales de cierta importancia, es una muestra tangible de este proceso de absorción y sumisión del judaísmo. La judeidad no sionista debió enfrentarse al capitalismo de la misma manera que todos los pueblos sometidos debieron enfrentarse a él. Como en otros, aparecieron fracciones que, con las mejores intenciones, tomaron lo que en él hay de progreso, de desenvolvimiento de las potencialidades, interiorizando esa dominación sutil que el discurso libertario e igualitario oculta del capital. Obviamente, no son muchas las opciones dejadas a las culturas dominadas, porque la resistencia es interpretada como bestialidad, fanatismo o arcaísmo, tres formas modernas, siguiendo a Foucault,
de distinguir al inferior, al monstruo, al que debe morir o desaparecer. Dado que ha sido el particular sistema jurídico judío uno de los principales agentes de autonomía judía en el pasado y uno de los elementos más codiciados, por su capacidad formativa y performativa, para cualquier pensamiento que busque la hegemonía, se puede utilizar el sistema judicial de una nación para verificar el grado de “ajuste” a las exigencias modernas, en relación con los mecanismos tradicionales característicos.
c_ Ley antigua y ley moderna: el ajuste del sistema judicial israelí
Para comenzar hay que decir que el sistema judicial del estado de Israel, instituido mediante una Ley Básica, no es demasiado diferente del de otros países occidentales199, en el sentido de que se trata de una organiza-
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ción profesionalizada y burocratizada, en donde los herederos de la legalidad judaica tradicional, basada en los textos rabínicos más importantes y en los comentarios innumerables acumulados durante más de un milenio, tienen, con todo, dos vías de entrada. Una es por la vía legislativa, en donde pueden proponer leyes de acuerdo con su interpretación tradicional de la legalidad hebrea. La otra es por intermedio de los tribunales rabínicos –existen también tribunales musulmanes, de diez comunidades cristianas, Ba´hai y druzos– que constituyen una instancia optativa, funcionando así como las cortes rabínicas de las comunidades del largo periplo europeo pre–estatal. Estas instancias judiciales están supeditadas a los estamentos superiores del sistema judicial (lo cual es una exigencia para la estabilidad de cualquier estado nacional), en dónde existe una Corte Suprema que puede actuar por propia resolución en los casos graves o 199
Véase el claro retrato que de su funcionamiento -y de sus defectos- hizo Arendt (Eichmann en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal, Op. Cit.).
urgentes que se le presenten y que actúa asimismo como Tribunal Superior y de última instancia. Este tribunal se asienta en Jerusalén –al igual que el Knesset (parlamento legislativo unicameral)–, y por debajo de él se encuentran las Cortes de Distrito y las Magistraturas; en el último escalón, lógicamente, se encuentran los tribunales administrativos y laborales de primera instancia, y también los tribunales religiosos, que no tienen en realidad más atribuciones que las de resolver en casos de derecho de familia. Existen también tribunales militares, de gran importancia relativa debido a la casi constante movilización militar de una parte proporcionalmente elevada de la población adulta. No por casualidad, la herencia “multicultural” en materia de cortes de justicia, no es herencia del mandato británico, sino que constituye un legado del anterior dominio otomano, que el Mandato de 1922 de la Liga de las Naciones recoge en forma
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pragmática para anticiparse a los conflictos legales que podrían surgir de la imposición de un sistema legal monolítico en la región, lo cual no implicó nunca observarlo como un modelo multicultural de aplicación judicial que pudiera aplicarse, por ejemplo, dentro de las propias fronteras europeas. "Mientras que las cortes militares y laborales no son exclusivas del sistema legal israelí, sí lo son las cortes religiosas. El sistema legal israelí es único entre los sistemas legales modernos en la utilización de varios estatus legales personales en el área del derecho de familia, aplicado por cortes religiosas. Este fenómeno tiene raíces históricas y políticas: existía bajo el dominio otomano y fue mantenido por el británico después de conquistar el territorio"200. La experiencia resulta sin duda interesante, aunque bien pronto se observa que poco hay más allá que la confianza depositada en estos tribunales por las partes. En general, las sentencias sobre las apelaciones son resueltas por un tribunal (por un cuerpo judicial que acaba en una instancia 200
Cfr. VVAA, The Judiciary, mfa.gov.il. Pág. 6.
superior al tribunal de primera instancia en lo familiar) cuyas leyes y principios poco tienen que ver con valores religiosos, y sí mucho con los valores burgueses desplegados con la revolución francesa. Libertad y Dignidad Personal y Defensa de la Propiedad son las consignas básicas del sistema con la notable excepción de las tierras, cuya enajenación del cuerpo del estado esta vedada por una ley Básica, resultado del sistema original de adquisición de territorios para la causa sionista por el sencillo expediente de ser adquirida por las instituciones sionistas pre-estatales, y con la menos notable excepción de los momentos de crisis militar o de seguridad. El sistema judicial israelí se presenta como una organización sumamente independiente, aunque su jurisdicción no alcanza, por ejemplo, a los territorios ocupados –a menos que así lo decida arbitrariamente el po-
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der ejecutivo– por lo cual los derechos básicos de la población palestina no se encuentran protegidos, en general, por ninguna institución soberana. Y es bien sabido que un derecho, por humano o fundamental que sea y evidente que resulte su necesidad de protección o tutela, vale muy poco sin una auténtica fuerza estatal que lo respalde. La globalización ha causado un daño en la forma de la degradación cultural, y esto no podía dejar de reflejarse en la organización judicial de las sociedades afectadas. En este aspecto, lógicamente, Israel no fue tampoco una excepción, sino más bien una experiencia pionera. En pocos países independizados durante el proceso de descolonización tardío se produjo una asimilación tan completa y compatible con los sistemas judiciales existentes en occidente, y ello a su vez es el resultado del predominio de posturas políticas no sólo laicas, sino también progresistas y defensoras de la “modernización”, que en este aspecto significa la eliminación o subordinación de organizaciones e instituciones incompatibles con las que predominan en el mundo actual.
d_ Efectos del “problema palestino”
La situación planteada por el conflicto abierto con el pueblo palestino, sumado a la política militar del estado de Israel, particularmente desde la Guerra de los Seis Días, han tenido importantes consecuencias, algunas de ellas previsibles, pero otras por completo inesperadas. La conjugación de la permanencia crónica del conflicto con la extensión de instituciones en casi todas las comunidades importantes que simpatizan con el ideal sionista o el estado de Israel, ha contribuido a expandir los límites geográficos del enfrentamiento ideológico por la cuestión palestina, llevando incluso a confundir sus límites y convirtiendo el problema en un conflicto cultural, cuando lo cierto es que no existen diferencias culturales que por
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sí mismas expliquen o inciten el enfrentamiento, cuyas causas son fundamentalmente políticas y económicas. Los elementos que pudieran provenir del ámbito religioso son los que menos tendrían que importar en una relación judeo-musulmana: ninguna de las dos formaciones culturales (ambas plurales y multi-étnicas) contiene elementos que supongan la eliminación ideológica o física de los representantes del otro colectivo. El judaísmo ha tenido históricamente una escasa vocación ecuménica, mientras que para el Islam, con múltiples vicisitudes, el judaísmo ha tenido casi siempre un status privilegiado respecto de otros “infieles”, pues si bien los judíos no han aceptado al Sello de la Profecía que es el Corán y la Doctrina del Profeta, al menos se los considera como precedentes importantes en el monoteísmo y, al fin y al cabo, el mito bíblico mantiene una estrecha relación de parentesco entre los colectivos étnicos presuntamente “originales” de ambas religiones, en las figuras ancestrales de los hermanos Ismael e Isaac, hijos de Abraham, el ancestro mítico común. No
obstante ello, en la actualidad los más activos referentes del enfrentamiento local son integristas religiosos de uno y otro bando, pues mientras son los Mártires de Al-Aqsa, los integrantes de Hamas o de la Jihad Islámica (grupos que responden a diferentes tradiciones internas) los sindicados como “terroristas” por excelencia del lado palestino, son los integristas judíos de Gush Emunim (Cuerpo de los Creyentes) y otros colonos religiosos los principales referentes de la ocupación civil de los territorios que ha adoptado la forma del Asentamiento y la ocupación en nombre del “Israel bíblico”. Sin embargo, el elemento religioso se ha convertido más bien en un instrumento de la lucha política que en su causa efectiva, y esto debe tenerse en cuenta pues a menudo los observadores externos no han sabido –o no han querido– evaluar correctamente estos elementos. En verdad no debería sorprender que los fanatismos religiosos ocupen
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las primeras líneas en las batallas, precisamente porque la fe los convierte en fervientes defensores de una causa –aún cuando no la entiendan con profundidad, o la entiendan en términos que ningún estado moderno estaría en condiciones de aceptar para la vida política nacional– y se encuentran a la vez protegidos del miedo a la muerte en virtud de las recompensas que se esperan recibir de dios una vez cumplido el rito del martirio, que no tiene para las sociedades en las que actúan sino motivaciones políticas201. En cambio, las comunidades judías en general se han encontrado a medio camino entre sus simpatías por Israel y las acusaciones de tolerar, solventar o promover la opresión del pueblo palestino, acusaciones que indudablemente no deben en conciencia ni pueden razonablemente plantearse a ningún judío no sionista por el sólo hecho de ser judío, mientras que incluso para los sionistas más convencidos debería caber el beneficio 201
Curiosamente, el Islam y la Cristiandad han aprovechado mucho más la figura del Mártir en su dinamismo doctrinal y ecuménico que el judaísmo, en donde, en general, no se ha estimulado la mortificación terrenal con fines político-religiosos.
de la duda, como lo demuestra la existencia de amplios movimientos israelíes pacifistas y resistentes a la ocupación, si no a la intervención constante de las fuerzas armadas israelíes en los territorios ocupados. Cualquiera sea la evaluación del fenómeno sionista, y no hemos ahorrado críticas al respecto, la actual situación no ha sido buscada por la ideología sionista en sí, pues la sujeción de otro pueblo no era un componente de su ideología original. Sí alguna crítica puede hacerse es al excesivo apego a ciertos valores occidentales comprendidos como “auténticos rasgos civilizados” que mostraron los fundadores del movimiento político y también la excesiva condescendencia con las políticas de las potencias occidentales en las relaciones ulteriores con los países vecinos desarrollada por la mayor parte de los líderes del estado judío, fueran de una u otra facción política.
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Básicamente, no existen en el plano doctrinal razones para que un país étnicamente dispuesto en torno a valores judaicos no pueda convivir con otros países de matriz islámica. Todo esto no excluye, por supuesto, la valoración política y moral de las acciones del estado israelí o de los integrantes de los movimientos armados palestinos, sino que se pretende considerarlas dentro de su contexto histórico, al margen de consideraciones de tipo sentimental, generalmente cargadas de prejuicios intransigentes. Siempre resulta difícil, en una situación estructuralmente compleja, determinar la causa de un fenómeno, pues suele ser resultado de procesos amplios y recíprocamente influyentes. Y en este caso debió haber habido un particular cuidado en identificar las razones del enfrentamiento. Todo ello no es un obstáculo, lamentablemente, para que el desarrollo de los procesos no desemboque en un auténtico odio intercultural, porque las culturas, no lo olvidemos, continúan desarrollándose en un universo de complejas relaciones multilaterales e incorporan constantemente nue-
vos elementos ideológicos a sus estructuras cuando tienen oportunidad y necesidad. Nuevamente es necesario destacar la influencia del contexto histórico en el que el sionismo político de desarrolló y que culminó con la independencia del estado de Israel y el conflicto con los países árabes. Incluso actualmente, la reunión táctica entre la comunidad judía más importante del mundo y los intereses de los EUA en su política intercultural no contribuye sino a dificultar el diálogo, pues los acontecimientos políticos contingentes y los omnipresentes intereses y necesidades económicas no apuntan a la reconstrucción del diálogo entre dos ideologías religiosas que han experimentado momentos de convivencia pacífica altamente significativos. El cuerpo social israelí no ha asimilado el conflicto, sin embargo, co-
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mo un enfrentamiento cultural, pese a que no ha gestionado correctamente las propias diferencias internas, mientras que el espíritu militar sí ha calado hondamente en su imagen nacional y su auto-percepción. El prestigio de su capacidad militar y de sus servicios de inteligencia, ha trascendido ampliamente las fronteras del pequeño estado judío, lo cual, de alguna manera, ha contribuido a agravar la situación, exportando la imagen belicista del país. Dado que el debate acerca de las consecuencias de este proceso ha sido constantemente postergado por la constante crisis regional, exportada a las comunidades judías y al resto del mundo –aunque en forma mucho más mediatizada–, más de medio siglo después de producida la primera guerra árabe–israelí incluso el frente cultural permanece abierto, aunque es significativo que nunca haya formado parte de la agenda en las discusiones. Las comunidades judías en los países árabes “enemigos” han sido en general “rescatadas” mediante operaciones de gran envergadura, mientras que las minorías árabes israelíes han sido medianamente respetadas e
integradas políticamente al cuerpo de la sociedad israelí, lo cual no significa que estén exentas de discriminación negativa. Discriminar al judío del no judío es una premisa administrativa de Israel en tanto estado étnico, como lo es, por otra parte en la mayoría de los países democráticos occidentales especialmente en materia de inmigración. En términos culturales, esto ha dado lugar a fuertes contrasentidos: muchos inmigrantes de pobre e incluso dudosa cultura judía son beneficiados por su “presunción de judeidad”, mientras que la población árabe, mucho más integrada y afín al universo cultural israelí, sufre la condición de ciudadanía de segunda clase. Por último, el conflicto no deja de poner en evidencia procesos de otro tipo, que comprenden a las relaciones entre las comunidades judías asentadas en otros países: en Francia, por ejemplo, la opresión del pueblo pa-
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lestino ha sido excusa para la destrucción de sinagogas y ya es usual en calles y pancartas ver carteles, presuntamente pro-palestinos, en los cuales la estrella de David es equiparada a la esvástica nazi. La confusión es injustificable y no puede ser atribuida sino a remanentes ideológicos relativos a prejuicios en parte religiosos y en parte raciales que no han sido del todo superados, al menos en occidente. Estos remanentes discriminatorios han impedido también, al menos hasta el momento, una lectura profunda del fenómeno sionista desde el pensamiento crítico y progresista. La alineación de la política israelí con la agenda exterior norteamericana es también una razón que explica que la situación del pueblo palestino se haya convertido en una bandera de segmentos ligados a la antiglobalización y la constante reedición de las disputas políticas –que han alcanzado los máximos niveles institucionales– respecto de un problema indiscutiblemente grave y crónicamente pendiente de solución, pero que no es el único ni mucho menos el más grave en términos de déficit humanitario de los muchos que aquejan actualmente a la humanidad.
Pero, pese a los conflictos, hoy Israel es uno más entre los países del mundo. A todos los efectos prácticos, su condición étnica no representa ninguna diferencia. Esto es especialmente cierto en el plano estructural y económico, pues no sólo posee las características políticas que se esperan de las naciones modernas, sino que también posee una economía basada en relaciones mercantiles y una notable inserción en el mercado mundial, pese a su pequeñez relativa. Evidentemente, en términos culturales también se han introducido cambios significativos, pues justamente no se trata de un estado étnico combinado con un distanciamiento del mercado mundial de bienes y servicios. Sin ninguna duda, se trata de uno de esos países serios y previsibles con los que el mercado prefiere tratar, pues esa seriedad, reflejada en la estabilidad económica o, al menos, en la coincidencia con las vicisitudes del capitalismo central en tiempos revueltos.
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También en este sentido se presenta Israel como una experiencia exitosa, pues ha superado los temores que para el mercado mundial estaban implícitos en el peso de sus organizaciones sindicales y sus partidos de izquierda, pues incluso las coaliciones de centro-izquierda de la última década y media no dejan de representar a esa variante moderada que se acerca a la “tercera vía”, bien conocida –aunque en la práctica bastante indefinida– en Europa; sin embargo: “El concepto de la sociedad israelí como solidaria y preocupada por el bienestar público se ha ido deteriorando; las empresas colectivas de la experiencia sionista –histadrut, kibutz, moshav y la política de partidos– como instrumentos de socialización y movilización se encuentran en estado de descomposición total; el debate público ha perdido las agendas coherentes del pasado”202. En este sentido, la organización política israelí es mucho más europea que americana, aunque siempre está marcada por toques particulares. “La conexión simbiótica entre la política sionista y la herencia europea aparece como 202
Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 114.
un rasgo constante –si bien no exento de problemas y dificultades– en cada una de las etapas del movimiento sionista”203. ¿De qué otra forma podría ocurrir en una población dominante europea asentada en un contexto no-europeo? El peso de los partidos religiosos judíos es considerable, y su influencia ha tendido a aumentar en los últimos tiempos, lo que asegura a estos sectores cierta presencia en el gobierno ejecutivo, si bien están muy lejos de tener una mayoría, siquiera relativa. Con la permanencia del conflicto con el pueblo palestino, que se ha alimentado últimamente con una vertiginosa espiral de violencia y en donde los sucesivos experimentos de resolución política se suceden siempre en una posición permanentemente inferior de los defensores de la causa palestina, el estado de Israel ha cargado sobre sí con buena parte del antiamericanismo que se ha extendido
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en otras regiones del mundo. Por supuesto, este conflicto ha supuesto un lastre importante para el desarrollo de la ideología y el discurso sionista actual, pues ha derivado en una defensa más o menos orgánica de las acciones del estado de Israel respecto de esta cuestión, en forma no siempre justificable o tan siquiera argumentable, pues de inmediato se recurre al expediente de las “necesidades” de supervivencia, la política pragmática, o al presunto antisemitismo latente de quien mantenga una postura crítica. En este sentido, al menos parcialmente, el discurso sionista se ha transformado, más que en un discurso a favor del estado judío como mecanismo de supervivencia de la cultura judía, en discurso legitimador de unas políticas estatales determinadas. Por otra parte es también un error (o una tendenciosa perspectiva analítica), confundir una fase del discurso con la otra, pues en ese caso se cargaría retrospectivamente al movimiento sionista con las culpas de una 203
Ídem. Pág. 13
ambición de dominio étnico sobre la población palestina, lo cual no se infiere de la revisión de los planteamientos sionistas que derivaron en la creación del estado, confundiendo totalmente, al mismo tiempo, la vocación sionista con la vocación imperialista o colonialista. Las relaciones entre ambos discursos, como hemos mostrado, no son inexistentes, pero no pueden traducirse simplemente como una ecuación, resultando así que el sionismo sea interpretado como una “extensión judía” del imperialismo inglés o norteamericano, aunque sus intereses hayan coincidido muchas veces. No obstante, la tendencia simplificadora de muchos propagandistas –sionistas y anti-sionistas– ha inducido a la confusión de la multitud de factores sociales e históricos en unos pocos argumentos relativos a las “intenciones” del sionismo. Dichos discursos simplificados, aunque ocupen cientos de páginas, no terminan nunca de salir de sus prejuicios axia-
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les (palestinos [buenos-malos] vs. sionismo [bueno-malo]), derivados de una posición política irreflexiva, y también de una falta de información sobre algunos aspectos históricos y sociales del fenómeno. A este último grupo de problemas hemos intentado acercar alguna claridad, pues frente al maniqueísmo es bien poco lo que puede hacerse desde el discurso que planteamos aquí, que intenta atender más a la exposición informativa que a la convicción ideológica. Esta última nota, por otra parte, debe entenderse en el contexto ideológico que asigna una gran importancia relativa al problema palestino-israelí en el análisis del fenómeno sionista.
3_ Los efectos del sionismo en las comunidades judías a_ Israel como nueva comunidad judía
Indudablemente, poco más de un siglo ha sido suficiente para que Israel se convirtiera en una comunidad judía sumamente importante –tal como se desprende de los procesos demográficos retratados en el capítulo III–, en donde imperan, además, condiciones novedosas para un colectivo derivado de la judeidad. En principio, este hecho afecta al conjunto de las comunidades existentes, influenciadas en forma simbólica y política por el ejercicio del sionismo político. Pero una de las características de esta “nueva comunidad” consiste en encontrarse perfectamente adaptada al modelo socio-político dominante y, como se dijo al analizar la dinámica general de las culturas en un ambiente determinado, esto conduce necesa-
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riamente a modificaciones estructurales y a la aparición de nuevos hábitos y costumbres, que afectan a todos los niveles de la “cultura”. Particularmente, deseamos destacar los efectos del cambio producido por la organización social en torno a un aparato estatal complejo en circunstancias históricas particulares. Ya se ha dicho que la militarización resultante de los conflictos crónicos con colectivos vecinos introdujo un tipo particular de relaciones socio-políticas. A ello se agrega la virtual renuncia a sostener un sistema jurídico propio y autónomo, lo cual no significa que no tenga la organización jurídica israelí rasgos particulares. Sólo que el estado nacional requiere de una organización judicial particular, que vincula el derecho administrativo a las conductas cotidianas a un nivel inalcanzable para las formas tradicionales judías de organización social, que complementaban sus mecanismos legales con los de la sociedad en la que cada comunidad se encontraba situada y que se desarrollaron en contextos sociales en
cualquier caso mucho más reducidos y menos complejos que las actuales sociedades. Así, por ejemplo, las cortes rabínicas –entre otras instituciones de matriz “religiosa”– ocupan su lugar en la organización judicial israelí, pero subordinadas a las tareas de control de un sistema judicial heredado principalmente del período de dominación británica, lo cual explica la inexistencia de una “constitución” israelí, reemplazándola por una serie de “leyes básicas”, que incluyen una ley sobre dignidad humana y libertad personal que no recoge los valores de la ley antigua, sino los derivados de las revoluciones burguesas, en los que la Propiedad ocupa un lugar superlativo. De este modo, junto con la organización estatal se imponen también unos mecanismos judiciales que portan valores fundamentales que terminan por subordinar a los valores tradicionales, pues el tribunal superior
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israelí no puede sino basarse en estas leyes básicas con preferencia sobre las leyes utilizadas, por ejemplo, por los tribunales rabínicos. Sí bien los valores que se imponen desde el estado no son una novedad para las comunidades judías, en este caso la perspectiva cambia porque se trata de un estado legitimado en términos étnicos y culturales, pese a que sus mecanismos generales de acción sean idénticos a los de muchos otros estados disolviendo, en este sentido, toda particularidad de la comunidad judía israelí. El estado pasa a ser parte de la propia “tradición” cultural, que es a su vez re-significada para incorporar las novedades sociopolíticas. Así, por ejemplo, ha surgido un nuevo tipo de “religiosidad” nacionalista judía, diferente del nacionalismo religioso decimonónico, cuyos exponentes más radicales, como hemos dicho, conforman el cuerpo principal de los asentamientos judíos en los territorios ocupados. Este mecanismo particular sería casi anecdótico dentro de la multitud de circunstancias particulares de las diferentes comunidades judías, si no fuera por
las proporciones que ha alcanzado el fenómeno sionista en éstas, proporciones que redundan en efectos sumamente significativos.
b_ Los efectos del sionismo en las comunidades dispersas
Además de los efectos relativos a la distribución demográfica y a las consecuencias políticas de la existencia del estado judío, que ya hemos analizado, el sionismo ha determinado una serie de cambios y efectos ideológicos e institucionales en las comunidades dispersas, diferentes pero afines a las características que han adoptado en el propio estado de Israel. Entre estos efectos podemos contabilizar los derivados de la intensa propaganda política y de la acción efectiva del sionismo frente a algunas comunidades amenazadas que, conducidas por las políticas migratorias del
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estado judío, han terminado por incorporarse al cuerpo del estado judío hasta disolverse en él. Casi todas las comunidades importantes cuentan con sistemas ya sea de divulgación del ideal centralizador sionista o de apoyo incondicional y activo al estado de Israel, cuyo caso más significativo es el de los grupos de presión norteamericanos204. También en ellas existen consecuencias derivadas del éxito del ideal sionista, lo cual se ha sumado a la destrucción o desaparición de muchas comunidades europeas y orientales durante el último siglo. Así, el estado se ha integrado culturalmente a tradiciones muy variadas, y este proceso ha sido estimulado por la aceptación internacional de esta forma de judaísmo. A su vez, el marcado y creciente debilitamiento de la ley judía tradicional como mecanismo de integración social en comparación con los sistemas jurídicos estatales de matriz liberal ha determi204
El principal de ellos, AIPAC, reúne a 50.000 miembros de 50 estados de la unión y está considerado por The New York Times y la influyente revista Fortune como uno de los cinco grupos de presión más importantes en los EUA.
nado la posibilidad de que el nacionalismo judío representado por el sionismo se transforme en el cuerpo de valores preferido para sectores importantes de cada comunidad, produciéndose un reemplazo de los ejes de la vida judía: los relatos bíblicos, la ley Halájica, las tradiciones particulares de cada comunidad, ceden espacios simbólicos de legitimación e integración a la centralidad ideológica y simbólica del estado judío. Sin embargo, este carácter central no refleja una capacidad paralela de integración y reproducción social y, por esta razón, las comunidades tienden a empobrecerse en lo simbólico y en lo cultural, facilitando los procesos de asimilación y aculturación que se derivan de las condiciones sociales existentes. En un período muy corto de tiempo, entonces, la diversidad cultural de la judeidad, como ha ocurrido con la diversidad cultural de la humani-
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dad, se ha empobrecido tanto en extensión geográfica como en contenidos característicos. Esto no se debe a un dispositivo perversamente diseñado, sino a las consecuencias de un largo proceso de degradación cultural. Una de las razones que explicarían el virtual estancamiento demográfico de la población judía mundial sería, en este contexto, no tanto la imposición de otras culturas –pues estar subordinada a ellas es el modo “tradicional” de ser judío en muchos países centrales– sino más bien la carencia de incentivos para mantener la identidad judía en términos culturales. El reemplazo de los bienes simbólicos y culturales por otros representados en el mercado facilita la transición, que se acelera de generación en generación. El estado judío es partícipe principal de este proceso, pues ha subordinado a su condición de estado moderno cualquier característica particular y, así, para muchos judíos resulta lo mismo ser nacional de este estado o de otro, mientras que la intransigencia de los sistemas jurídicos occidentales y su incapacidad para registrar y tolerar las diferencias han hecho el resto.
En el ámbito discursivo, esto se ha expresado como la creación de un “nuevo judaísmo”, pero también de un nuevo judío arquetípico, capaz de defenderse y prosperar bajo el manto del estado nacional judío. Aunque estamos hablando de una tendencia, y no de un hecho consumado, las circunstancias que describimos no son tampoco un diagnóstico de lo que puede ocurrir en el futuro, sino de una concatenación de hechos que se verifican en casos concretos, en términos demográficos y culturales. El problema no consiste tanto en que los judíos no “pueden” seguir siendo judíos, sino en que no existe ninguna ventaja cultural en serlo en términos de supervivencia y adaptación, mientras que la presión de la cultura del mercado, del consumo y del individualismo homogéneo, minan las resistencias subjetivas a este proceso. Los judíos dejan de ser judíos porque se diluye su interés en pasar sus vidas realizando actividades culturalmente
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reconocibles como judías, y este tiempo es utilizado para la práctica del consumo de masas. Paradójicamente, luego de enfrentarse con bastante éxito a las sociedades cerradas que explícitamente excluían a lo judío, las sociedades abiertas, que protegen la libertad de culto y que se sustentan en una economía de mercado con gran dinamismo socio-cultural, están minando la fuerza vital del judaísmo, al convertir a una parte importante de las tradiciones y costumbres en bienes mercantiles y, en cuanto tales, en mercancías que pueden reemplazarse por otras, perdiendo así fuerza como elementos para la integración de las comunidades judías.
D_ Epílogo: El Polvo del Santuario
En el camino que hemos recorrido para aproximarnos al fenómeno sionista prestamos especial atención a sus aspectos problemáticos, a sus inconsistencias, a sus incongruencias. Y, sin embargo, no es difícil apreciar que, detrás de estos problemas, hay también aspectos luminosos, hay sueños cumplidos y esperanzas realizadas. Porque el camino hacia el Santuario Desolado, según los nuevos mitos, fue duro y doloroso, y ciertamente no se trata leyendas sin fundamento. El sionismo, a través del discurso y de la práctica, recuperó una sensación de seguridad en la condición judía y en sus posibilidades futuras que ningún otro camino en la judeidad ha tomado con fuerza semejante en el camino muchas veces violento de la modernidad. Ha alcanzado a crear parcialmente a ese nuevo
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judío, aún cuando se juzgue innecesaria o incluso deplorable y contraproducente la oposición al “viejo”. Es sin duda alguna, por otra parte, una forma legítima del ser y no podemos imponer un juicio a este fenómeno por consecuencias que nadie supo prever, y mucho más cuando no se trata sino de un ejemplo de lo que ha ocurrido con buena parte de la humanidad, debido a la imposición de mecanismos mucho más amplios y dinámicos a los que debe responder de una u otra manera. Aunque consideramos necesaria la evaluación moral y política de estas consecuencias y la reacción ante los daños causados, y no hemos ahorrado al respecto crítica alguna, en especial cuando se ven afectadas personas y poblaciones, en lo que a los efectos que causa el empuje ideológico sionista en el propio tejido social de la judeidad no presentamos objeciones de tipo moral, pues ya nos hemos desviado tanto del mítico camino original que la desviación nos impide incluso “saber de qué nos estamos desviando”. Nos preocupa, eso sí, lo que el ideario sionista deja por el
camino, lo que intenta abandonar en el pasado como una carga inútil, esas experiencias que atraviesan siglos de aprendizaje, a las que seguimos ligados parcialmente, por motivos culturales, sentimentales y acaso estéticos. La ciencia puede penetrar profundamente en el tejido social y psicológico de esta condición, pero no sin desagregar y debilitar estas mismas sensaciones, pues los discursos que se hacen sobre el mundo no son el mundo –ni mucho menos la percepción sensible del mundo–, al punto que podemos intuir –pero no exactamente saber– que deshacernos de ellas, desbrozándolas con la observación metódica y la práctica analítica, u olvidándolas definitivamente en favor de otras opciones culturales, es una de las peores cosas que pudieran ocurrirnos si no pudiéramos recuperar el aspecto sensible de esa forma de ser, aún cuando comprendamos
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que se trata de opciones legítimas y respetables. Por eso persiste, al lado de la preocupación por los males sociales y personales, la preocupación por la destrucción cultural y el empobrecimiento de identidades que pasan cada vez más veloces, pues ya las generaciones no parecen querer reflejarse en las que las precedieron –como si tal abandono fuera posible–, buscando en una inmediatez de egoísmo absoluto y de consumo –que es también una dependencia extrema– la satisfacción de las necesidades físicas y psicológicas. Curioso y triste destino para el único animal que parece capaz de pensar en recrear el mundo a la medida de sus utopías. Como, a pesar de los cambios y de las diferencias, hay en el sionismo y en la sociedad israelí mucho de lo que todavía podemos considerar propio o afín, duelen más y causan más enojo las injusticias que se cometen en nombre de ese colectivo que, de alguna manera, nos incluye y nos integra. Sí a eso se le agrega la degradación de los elementos que nos permiten reconocernos en el peligroso caos del mundo actual, quedarán cla-
ras las motivaciones para intentar comprender este fenómeno. Puede ocurrir también, y tal vez sea pronto para saberlo, que alcanzar el Polvo del Santuario por el camino de la Independencia Nacional no sea el destino que buscan los corazones puestos en Oriente y éstos deberán decidir alguna vez –si pueden– entre seguir andando o atravesar las puertas del eterno olvido. Pero mientras nos quede mundo bajo los pies, hayamos elegido o no ese camino, debemos respetar nuestro sentido del bien, sin rendirnos ni cerrar los ojos ante la injusticia, en especial aquella que se cometa en nuestro nombre y en nuestro presunto beneficio. “¿Te has comportado justicieramente con tus semejantes?”, es la primera pregunta que se nos haría a los judíos al morir y, quizá, “es una pena que no exista dios” para formularla. En cualquier caso, esa es la pregunta que debemos hacernos
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ante cada decisión colectiva, antes de entrar en la leyenda.
“Este es el fin de nuestra historia, la cual prometimos contar con toda verdad (...) La manera y el orden que en contar la verdad de ella se ha guardado, la dejaremos para que los lectores la juzguen...”
Flavio Josefo, De la Guerra de los Judíos y la Destrucción de Jerusalén.
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