EL PODER de TRES. Descubrir Lo Que Realmente Importa en La Vida - NORMAN DRUMMOND

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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NORMAN DRUMMOND

El poder de tres Descubrir lo que realmente importa en la vida

2 MENSAJERO

Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Título original: The Power of Three. Discovering what really matters in Life © Hodder & Stoughton Ltd, 2010 www.hodderfaith.com Traducción: José Pérez Escobar © Ediciones Mensajero, 2015 Grupo de Comunicación Loyola Sancho de Azpeitia 2, bajo 48014 Bilbao – España Tfno.: +34 944 470 358 / Fax: +34 944 472 630 [email protected] / www.mensajero.com Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-271-3663-2

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A mi madre y a mi padre, con gratitud por su temprana y permanente influencia en mi vida.

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Agradecimientos EN su libro Martes con mi viejo profesor, Mitch Albom cuenta que su queridísimo profesor Morrie Schwartz le dio el siguiente consejo: «Una familia se construye manteniéndose unida». En este sentido, puedo decir que he sido bendecido por muchas familias que se han mantenido unidas a mi alrededor y cuyo sabio consejo y aliento, nutrido de oración, ha sido un constante apoyo, consuelo y seguridad para mí a lo largo de los años. Dedico este libro a mi madre, la encantadora Jill Walker, que fue tan bella por dentro como por fuera y cuyo afectuoso ejemplo de lo que significa ser una buena persona, madre y abuela, sigue inspirándome. También lo dedico a la memoria de mi padre, Edwin Drummond, que, a pesar su prematura muerte, inspiró a esta generación y a la siguiente con palabras válidas para siempre, palabras de amor incondicional que exhortan a seguir adelante y a intentarlo, porque, según él, «¡tú puedes hacerlo!». Las vidas y las palabras de mi madre y de mi padre me inspiraron para crear Columba 1400, que actualmente inspira a miles de jóvenes de todas las edades para que descubran su propia grandeza interior y tengan, así, una oportunidad, porque también se han sentido amados y apreciados y se ha creído en ellos, quizá por primera vez en su vida. Regresando al libro Martes con mi viejo profesor, el profesor Morrie Schwartz, sabiendo que estaba muriéndose, organizó lo que él y Mitch Albom denominaron un «funeral en vida», para dar las gracias a todos los que habían sido amables con él en el pasado. Si pudiera, reuniría en una gran «cena familiar de gratitud» a Bill y Gina Christman, con quienes trabajé inicialmente en el suburbio mafioso de Easterhouse en Glasgow; a Colin y Helen Anderson, de la Old Kirk de West Pilton, en Edimburgo; a Andrew e Irene McLellan, originalmente de la Cartsburn Augustine Church en Greenock; a David y Meg Ogston de la parroquia de Balerno; a Jim y Anne Lawson, como también a John y Elma Stuart, de la Saint Andrew’s Garrison Church en Aldershot; al doctor Iain Gray, un teólogo práctico extraordinario; al profesor Alec Cheyne, una autoridad en historia de la Iglesia; al profesor Bill Shaw, cuyo amor por la vida y por las nuevas posibilidades hizo posible mi paso de joven aspirante a la abogacía a ministro de la Iglesia; y a Larry Parsons, que fue el primero en advertir en mí la visión que llegaría a convertirse en Columba 1400. Lamentablemente, la triste pérdida de algunos de estos amigos que me inspiraron durante años ha impedido que tuviera lugar un encuentro como el pretendido; pero quiero aprovechar esta oportunidad para expresar a todos ellos mis sinceros sentimientos de gratitud. Sigo estando permanentemente agradecido a mi incomparable agente literario, Kay McCauley, de la Pimlico Agency de Nueva York, así como, por supuesto, a Tom 5

Farmer, Charlie Miller, Des Farmer y a Peter y Margaret Vardy, cuyo apoyo y ánimo a lo largo del camino ha significado tanto para mí. Debo también dar las gracias particularmente a la infatigable Wilma Shalliday, mi extraordinaria asistente durante los años pasados en Loretto, en Drummond International y en Columba 1400; y a mi valioso asesor de confianza Caro Handley, que han hecho posible que la desafiante experiencia de escribir este libro no solo haya sido agradable, sino también apasionante e inspiradora. La deuda que he contraído con ellos es enorme. Se ha hecho todo lo posible para buscar y obtener el permiso del material que citamos. Pido disculpas por los errores que puedan haberse cometido, y que los editores procurarán corregir en la primera oportunidad que tengan. Si «una familia se construye manteniéndose unida», entonces toda la familia Drummond –ahora, con la feliz y gozosa llegada de Beau, que la expande a la tercera generación– sigue siendo mi «roca»; a Elizabeth, Andrew y Rhona, Maggie y Mark y Beau, Marie Clare, Christian y Ruaraidh: muchas gracias a todos por mostrarme la efectividad de El poder de tres en vuestras propias vidas.

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Comienza el viaje ESTA obra comenzó a existir como un libro «sensato». Quería ofrecer una síntesis tranquila y racional de la irresistible fuerza y poder interior de Jesús de Nazaret. Basándome en los altibajos de la vida y la esperanza humanas, pensaba escribir lo que los teólogos, a lo largo de los años, han descrito como una «apología» de mi sencilla, pero profunda, fe en la historia y las enseñanzas de Jesús. Y entonces ocurrió algo. Cuando la recesión global se difundió durante la segunda mitad del 2008, el mundo de nuestro entorno cambió, más rápida y dramáticamente de que lo podíamos haber imaginado. A medida que se iban sintiendo sus efectos, desaparecían tiendas de renombre, se hundían empresas –grandes y pequeñas–, la gente tenía grandes problemas para conservar sus casas, casi todas las familias del país tenían que recortar sus gastos, y jóvenes que habían trabajado duro para conseguir sus títulos no podían encontrar trabajo. Se produjo una enorme ansiedad, incertidumbre y temor. Durante el 2009, nadie sabía quién sería el siguiente en perder su trabajo, su casa, su negocio o sus ingresos. Sin embargo, en medio de todas estas desalentadoras consecuencias de la recesión se estaba produciendo un cambio profundo. No solo el cambio en las circunstancias materiales de mucha gente, sino un cambio más amplio con respecto a la actitud. De repente, las «cosas» ya no importaban tanto y el interés comenzó a desplazarse desde lo exterior –adquirir «objetos»– hacia lo interior, hacia la búsqueda de sentido en un mundo cada vez más incierto. En la época de prosperidad material previa a la recesión pensábamos que teníamos todas las respuestas. El dinero y las posesiones eran lo que más importaba. Comprar se había convertido en un fin, no en un medio: una forma de sentirnos bien y llenar nuestras casas y armarios con exquisiteces que luego usábamos para medir nuestra valía y éxito. Aun cuando tuviéramos nuestras dudas, creíamos que nuestros dirigentes políticos y financieros debían saber algo que nosotros desconocíamos, así que confiábamos en ellos. La invasión de Iraq, con las desacreditadas acusaciones de que este país poseía armas de destrucción masiva y que podía activarlas para atacar en cuarenta y cinco minutos, seguida por la masiva crisis crediticia global, por no mencionar el escándalo de las acusaciones de gastos enormemente hinchados de parlamentarios británicos, pusieron fin a esta ingenua forma de pensar. En lugar de esto, la gente comenzó a hacerse muchas más preguntas sobre quienes mandan y toman decisiones –y también sobre ellos mismos–. Al tener que hacer frente a los problemas que han dado la vuelta a su forma de entender lo que está bien y lo que 7

está mal, y a la incertidumbre material y financiera, muchas personas han comenzado a preguntarse qué es lo que realmente significa llevar una vida buena, digna y valiosa, cuál es nuestra verdadera finalidad y qué tenemos que hacer para encontrar la satisfacción y la paz interiores. En palabras del doctor Jonathan Sacks, el gran rabino del Reino Unido y de la Commonwealth, «el pueblo del Antiguo Testamento se daba cuenta de la razón de ser de las fiestas solo en las hambrunas». En otras palabras, cuando las cosas se ponen difíciles, comenzamos a apreciar lo que importa realmente. En mi vida profesional, entro en contacto con muchas personas de todo tipo. Como antiguo director, responsable de dos colegios internacionales y ahora profesor visitante en la Universidad de Edimburgo, donde imparto un curso de liderazgo en educación, me interesa muchísimo la vida de los jóvenes. Me gusta ver los senderos que los antiguos alumnos han optado por seguir, y nunca dejo de sentirme conmovido por la valentía y la determinación que observo en jóvenes de todas las procedencias. En 1997 cumplí un sueño largamente deseado y fundé Columba 1400, un centro dedicado específicamente al liderazgo comunitario e internacional en la bella isla de Skye, cerca de la costa occidental de Escocia, donde impartimos cursos de liderazgo para jóvenes procedentes de «realidades duras» –de entornos problemáticos, de familias rotas, de las pandillas callejeras–, y les alentamos para que crean en su propio potencial. A lo largo de los años, desde la apertura del centro, hemos visto surgir muchas historias maravillosas, conmovedoras y estimulantes. Columba 1400 no es solo un centro para los jóvenes o para quienes proceden de realidades conflictivas, sino que también ofrece cursos de liderazgo a maestros, educadores y empresarios: personas de alto nivel que quieren salir por un tiempo de su vida diaria y analizar con nuevos planteamientos su forma de vivir y trabajar. Nuestro segundo centro de liderazgo, construido a orillas del lago Lomond, fue inaugurado oficialmente por nuestra presidenta de honor, su alteza real la princesa Ana, en junio de 2010. Los programas basados en el modelo de Columba 1400 se realizan también en colaboración con Activate Australia y Heartlines de Sudáfrica. Si bien estoy realmente apasionado con el trabajo en Columba 1400, que se fundó gracias a la aportación de muchos generosos donativos, dedico otra parte de la semana a trabajar como orientador empresarial en Drummond International, desarrollando mi actividad en varias partes del mundo con individuos y grupos de diversas organizaciones y abordando todo tipo de asuntos. También ejerzo como capellán y ministro de la Iglesia. Es la función que más aprecio, porque es una parte de mí que está tan profundamente arraigada que fundamenta todo lo demás. De joven, ejercí mi ministerio en los suburbios mafiosos de Glasgow, y luego con los soldados del regimiento de paracaidistas y de The Black Watch.

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En la actualidad no trabajo para una iglesia, una agrupación o una comunidad de vecinos determinada, pero acudo allí donde se me necesita o se me invita. En todas estas actividades entro en contacto con ancianos y jóvenes, con ricos y pobres, con personas ambiciosas y modestas, con gente motivada y con gente insegura. Y cada vez más, aquellos que voy conociendo en mi trabajo de orientador, en Columba 1400 y en mi ejercicio ministerial, manifiestan hambre de sentido y de finalidad en sus vidas, y me hacen las mismas preguntas: * ¿Qué es lo más importante para mí? * ¿Dónde se encuentra la satisfacción más profunda de la vida? * ¿Cómo quiero vivir mi existencia? * ¿Es el momento de bajarse de la cinta sin fin y encontrar una nueva dirección? * De ser así, ¿a quién y a qué volverme? Creo que las respuestas a estas preguntas pueden encontrarse en la vida y el ejemplo de Jesús de Nazaret. Yo no soy un tipo «religioso», es decir, no creo que tengamos que pertenecer a una u otra Iglesia, o que ir a la iglesia te haga «mejor» que quienes no van, o incluso que tengas que ir a la iglesia en absoluto para entender algo de lo que significa ser espiritual. Sospecho que la confesión religiosa a la que pertenece uno es más bien cuestión de «dónde aterrizamos» que de cualquier otra cosa. Nunca he estado de acuerdo con los dirigentes religiosos cuya actitud se expresa en la frase «Nosotros tenemos la razón y vosotros no». Por casualidad yo nací en una familia que frecuentaba la Iglesia de Escocia, pero para mí la confesión a la que pertenecemos es mucho menos importante que el espíritu con el que vivimos nuestras creencias. Lo que para mí tiene sentido, y siempre lo tuvo, es Jesús, su vida y sus enseñanzas: un ser extraordinario que habló contra sectas o grupos de adversarios y que enseñó con el ejemplo. Creo que las lecciones que dio siguen siendo hoy tan relevantes, estimulantes y reconfortantes como cuando fueron dadas por vez primera. Durante cierto tiempo me ha preocupado y entristecido el modo en que, con tanta frecuencia, los que se consideran «racionales» han llegado a desechar y a ignorar la bondad sencilla y práctica de la vida de Jesús de Nazaret. Me parece que es enormemente sensato seguir el ejemplo de alguien con un amor tan profundo por los demás, tanta sabiduría natural y una entrega tan desinteresada. La vida y las enseñanzas de Jesús de Nazaret siguen siendo tan relevantes y significativas en el contexto del mundo de hoy como lo han sido siempre. Sin embargo, el cristianismo, junto con muchos otros elementos que constituyen predominantemente el alimento del espíritu, ha sido desechado y ridiculizado. Desde hace tiempo, la actitud que impregna nuestra sociedad es la de que solo es real lo que puedes sentir, tocar y 9

demostrar. Ahora veo muestras en mi entorno de que esto está cambiando. Mucha gente se está cansando cada vez más de vivir con ambigüedad, de colocar las pruebas por encima de todo lo demás, y del vacío espiritual que este modo de pensar deja a su paso. En tiempos recios puede haber pocas adversidades peores que sentirse aislado y solo, sin comprender ni ser comprendido y, al parecer, sin poder hacer nada. Todos tenemos el anhelo profundo de sentirnos aceptados, de pertenecer, de saber en qué podemos confiar y en qué consiste un conjunto coherente de valores sólidos y acreditados. Esta es la oportunidad que emerge de un tiempo de recesión económica. Tenemos la ocasión de afrontar de forma novedosa las cuestiones fundamentales de la vida y la muerte, del bien y el mal, de la vida como la conocemos… y de lo que aún podría llegar a ser. Jesús de Nazaret dijo: «¿De qué te servirá ganar el mundo entero si pierdes tu alma?» (Mt 16,26). Hemos olvidado durante demasiado tiempo nuestras almas, presionados por la vida moderna –las listas de «cosas que hacer», las largas horas de trabajo, la interminable necesidad de adquirir más y de hacer más–. Ha llegado la hora de equilibrar la balanza y de reconocer que, sin alimento para el alma, no hay ninguna otra cosa que nos nutra realmente. Creo que ha llegado el momento de reexaminar nuestros principios más fundamentales. Como dice un antiguo proverbio gaélico: «Para entender adónde vas, muchas veces es necesario recordar de dónde vienes». La gente de todas partes está preparada para preguntar y para que se le dé respuesta a las cuestiones más profundas y desafiantes de todas. Rara vez ha habido un momento tan significativo en la historia moderna para que los hombres y mujeres corrientes defiendan y reconozcan públicamente aquello en lo que creen. De repente, los hombres y mujeres de todas las religiones y los que no tienen religión son de nuevo conscientes de la necesidad de los valores, algo que alienta a los cristianos a afirmar los suyos sin temor y a dejar de pedir disculpas. ¿Por qué «tres»? Porque, como seres humanos, estamos hechos de tres partes – mente, cuerpo y espíritu–. Y si no logramos abordar las tres en igual medida, seremos como sillas de dos patas, inestables y desequilibrados. Somos muchos, en efecto, quienes hemos alimentado bien nuestro cuerpo con comida y nuestra mente con alimento intelectual, pero hemos olvidado nuestro espíritu y la necesidad que igualmente tiene de ser alimentado. El tres es un número enormemente significativo: representa el equilibro al máximo nivel de nuestro ser. En mi caso, ciertamente, las respuestas a las preguntas más importantes de la vida se me han dado también en la modalidad de tres. Con el tiempo he llegado a creer que existen tres sabidurías, tres principios y tres cualidades sin los que es imposible equilibrar nuestro espíritu con el resto de nuestro ser, tener el corazón en paz o llevar una vida plena y valiosa. 10

En El poder de tres voy a compartir estas sabidurías, principios y cualidades, con la esperanza de que sean interesantes y valiosos para ustedes como lo han sido para mí. Las tres sabidurías cimientan cada aspecto de nuestra vida y el modo que elegimos para vivir. Los tres principios nos guiarán y ayudarán a llevar una vida con una finalidad y un significado –no meramente para nosotros mismos y nuestras familias, sino también para todos aquellos de quienes somos responsables y que acuden a nosotros en busca de ayuda u orientación–. Y las tres cualidades, con su resonante atemporalidad, serán cada vez más necesarias en estos tiempos de desafío y de oportunidad. En cierto sentido, estos elementos constituyen lo que me gusta concebir como un «kit» espiritual que puede aplicarse a toda situación, en casa, en el trabajo y en las relaciones con los demás. Espero que recorramos juntos este libro como compañeros de viaje. Miraremos juntos al pasado, al presente y al futuro. Examinaremos las prioridades y las posibilidades, y seremos valientes y honestos, con nosotros mismos y con los demás, consiguiendo así ser más profundamente autoconscientes de quiénes somos realmente y de lo que podríamos llegar a ser y a hacer con el resto de nuestra vida, basándonos en la inspiración que nos viene de la vida de Jesús y de los tres definitivos: la Trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús dijo: «He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Eso es lo que todos deseamos: vivir la vida en abundancia y descubrir la plenitud y la riqueza que se encuentran en una vida vivida plenamente. Confío en que esta obra permita al agobiado y al inseguro, así como a la persona de fe, descubrir su fuerza interior, para encontrar una finalidad en la vida y explorar su capacidad de alegría, y para ver y creer en el nuevo camino que se abre ante nosotros.

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PRIMERA PARTE:

LAS TRES SABIDURÍAS «Porque la sabiduría vale más que los rubíes, y nada de lo que desees se le puede comparar». Proverbios 8,11

LAS tres sabidurías –serenidad, finalidad y servicio– son tan fundamentales para vivir una vida con sentido que sin ellas somos como edificios sin cimientos, susceptibles de ser derribados si el viento sopla demasiado fuerte. Necesitamos estas sabidurías para anclarnos, para que nos mantengan fundamentados y nos proporcionen el coraje y el compromiso para hacer lo que se necesita hacer, aun cuando las cosas se pongan difíciles. La primera sabiduría es la serenidad. Esta sabiduría se encuentra principalmente en el corazón. Cuando tu corazón se siente en paz y sereno, todo tu ser está tranquilo y centrado. Cuando tu corazón está lleno de preocupaciones y temores, entonces te sientes mal y este mal afecta a tu mente y a tu cuerpo. Dejas de ser útil para ti mismo y para los demás, tomas decisiones incorrectas y pierdes el sentido de la alegría en tu vida. Cuando tu corazón está sereno, tienes esperanza. Eres capaz de despertarte sabiendo que encontrarás una salida en medio de cualesquiera dificultades que tengas que afrontar. La serenidad trae paz interior; nos permite escuchar totalmente a los demás y a nuestra propia orientación interior. La segunda sabiduría es la finalidad, que reside en el alma –la fuerza vital profunda e interior que nos hace humanos–. Nuestra finalidad está enraizada en el sentido de la dirección en la vida. No me refiero con esto a la ambición, sino, más bien, a la dirección que nos aportará satisfacción y un sentido de plenitud, cualquiera que sea la que tomemos. Son muchas las personas que hacen lo que sienten que deberían hacer, o lo que les ha tocado hacer porque no parecía haber otra opción. Se han subido a una cinta sin fin y no saben cómo bajarse de ella. Encuentra tu sentido de finalidad y se te abrirán opciones. Sin una finalidad te tambaleas, pero con ella el mundo se convierte en un lugar apasionante y con sentido. La última sabiduría es el servicio, y esta se halla arraigada en nuestro propio ser. Las personas nos necesitamos unos a otros: no somos criaturas solitarias. Sin embargo, si estamos con los demás solamente de un modo egoísta, dominante y arrogante, no se encontrará felicidad alguna, ni sentido alguno de conexión, ni dentro de nosotros ni con ellos. Cuando desarrollamos un sentido de servicio, encontramos un profundo sentido de

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alegría al ver que somos capaces de ayudar, orientar, recuperar y cuidar a quienes nos rodean. Cuando vivimos nuestras vidas según estas tres sabidurías, vivimos con entendimiento, sabiendo que habrá siempre un sendero que seguir y que la confianza y la orientación interior nos conducirán hacia él.

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1. Serenidad «No pierdas tu paz interior por nada en absoluto, aun si todo tu mundo parece venirse abajo». San Francisco de Sales

NINGUNA búsqueda es más apremiante, en nuestro mundo actual, que la búsqueda de la serenidad. Piensa en cuánta gente conoces, jóvenes y no tan jóvenes, ricos y no tan ricos, felices y no tan felices, que pasan su vida apresurados. Todos estamos implicados en esta forma de vivir: corriendo para ponernos al día con nosotros mismos, haciendo dos o tres cosas a la vez, acortando nuestras horas de sueño para hacer hueco a todo en nuestra jornada, y sintiendo siempre que nunca tenemos suficiente tiempo. Tan frenético ha llegado a ser el ritmo de la vida moderna, de trabajar y de ganar dinero, de comprar y adquirir productos, que muy pocos de nosotros tienen tiempo real y de calidad para sí mismos y sus familias, tiempo para ser más que para hacer. La mayoría de los dispositivos que se suponía que nos harían más fácil la vida parecen haber conseguido justo lo contrario. Los e-mails han añadido otra tarea a nuestra lista diaria y, sin embargo, de alguna manera parece que seguimos necesitando hacer el mismo número de llamadas telefónicas y escribir el mismo número de cartas que antes de que apareciera internet. Nuestras casas están llenas de aparatos que ahorran tiempo, pero que, de hecho, no nos ahorran tiempo alguno. O, tal vez, simplemente encontramos tareas extra para llenar el tiempo que realmente ahorramos. La falta de sueño, el estrés y el exceso de trabajo están enfermando a muchos, pero estar enfermo ya no es siempre una excusa suficientemente buena como para tomarse un descanso. En un estudio reciente sobre la calidad de la vida laboral, basado en entrevistas a más de 1.500 directivos, casi la mitad opinaba que las tasas de enfermedad estaban aumentando en sus empresas, y uno de cada tres afirmaba que en sus empresas se esperaba que los empleados trabajaran aunque estuvieran enfermos. Todos sabemos que con el cansancio cometemos errores. En 2008 se produjeron más de 4.000 errores evitables en los hospitales del Reino Unido, debido al exceso de trabajo y al cansancio extremo de un personal médico que, ofuscado por el agotamiento, se equivocó en los diagnósticos, operó en partes equivocadas o prescribió tratamientos erróneos, en ocasiones con trágicas consecuencias[1].

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El impacto de esta cultura de la sobrecarga de trabajo no solo se está sintiendo en las economías occidentales, sino que está rebotando en todo el mundo. Por ejemplo, en la India, donde la economía está creciendo rápidamente, el auge se ha traducido en una espiral de beneficios empresariales, pero están aumentando las tasas de enfermedades coronarias, de derrames cerebrales y de diabetes, que anteriormente eran muy bajas. La sobrecarga laboral puede matar. En 2008 murió en Gran Bretaña un médico residente por exceso de horas de trabajo y por dormir muy poco; en Japón se suicidó recientemente un hombre que llevaba trabajando diecisiete meses sin un día de descanso; y en Francia, según se ha informado, durante el 2008 y principios del 2009 se han suicidado veinticinco empleados de la empresa gigante France Telecom. Mientras avanza esta sobrecarga laboral, las alegrías de la vida familiar se están perdiendo. Por ejemplo, ¿qué podría ser más maravilloso que el nacimiento de un niño? En el Reino Unido, los padres actualmente tienen derecho a una baja de paternidad de dos semanas pagadas y hasta trece semanas más no pagadas, un avance en las condiciones laborales del que en realidad pocos se aprovechan, aludiendo al temor de perder el trabajo, de dañar sus perspectivas profesionales o de que parezca que no están suficientemente comprometidos. Así, el compromiso con la familia cede ante el compromiso con el trabajo, y todos –excepto, quizá, los accionistas de la empresa– salen perdiendo. El gran economista John Maynard Keynes escribió en 1928: «Supongamos, por ejemplo, que dentro de cien años estamos ocho veces mejor que hoy económicamente». Y la verdad es que se acercó bastante: el PIB de los Estados Unidos es actualmente 6,5 veces mayor que en 1928 y sigue creciendo, y la situación en el Reino Unido es semejante. Pero Keynes también creía que, con este crecimiento de riqueza, tendríamos cada vez más tiempo de ocio. Pensaba que en esta fase trabajaríamos dos horas al día y el problema sería qué hacer con el tiempo libre. Durante algunas décadas después de haber escrito esto, la gente parecía estar trabajando menos horas, puesto que más personas tenían derecho a días festivos y vacaciones anuales remuneradas. Pero desde 1985, tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos –dos de las economías líderes del mundo–, ha ido aumentando el número de horas de trabajo. Actualmente, los trabajadores británicos a tiempo completo tienen la jornada laboral más larga de Europa, con un promedio de 43,6 horas por semana en comparación con las 40,3 de promedio en la Unión Europea. El siguiente fragmento de un artículo de Gaby Hinsliff, antigua redactora política del Observer, que lo escribió en otoño del 2009, hablando de la decisión de renunciar a su trabajo, es un buen resumen de la situación: «Cada día se convirtió en una lucha contra el reloj. Nunca escuchaba adecuadamente las conversaciones telefónicas con mis amigos, porque siempre estaba haciendo al mismo tiempo otra cosa. Estaba tan nerviosa que me indignaba por el más mínimo retraso –porque los turistas bloqueaban las escaleras mecánicas del metro, porque el ordenador iba lento al abrirse por la mañana…–. Corriendo para coger el tren con tacones

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de aguja, me torcí el tobillo; el médico me prescribió algunos ejercicios, pero ¿quién tenía tiempo para hacerlos? Me puse zapatos bajos y tomé analgésicos. La recompensa fue que en dos años locos pero fantásticos lo tuvo todo –según el manido cliché–: un trabajo estupendo, y además un niño… pero lo que perdí con las prisas fue una vida, si la vida significa tener tiempo para la gente que quieres, relacionarte con el mundo que te rodea, construir un hogar más que llevar simplemente una casa»[2].

Entonces, ¿qué está pasando? ¿Por qué estamos mejor que nuestros predecesores (incluso en tiempos de recesión) pero trabajamos más duro? ¿Es que una cultura de la sobrecarga de trabajo nos ha cerrado los ojos al hecho de que no necesitamos trabajar tantas horas? Muchos expertos creen que se trata efectivamente de esto, es decir, que la sobrecarga de trabajo se ha hecho parte de nuestra cultura. Ciertamente que hay jefes tiránicos, pero sobre todo trabajamos porque nos decimos que tenemos que hacerlo, y en consecuencia nos esclavizamos voluntariamente, poniendo en peligro nuestra salud, nuestras relaciones y nuestra felicidad solo por hacer horas. Somos nosotros quienes nos motivamos y llegamos a creer que más es mejor –más trabajo, más adquisiciones, más autoexigencias– hasta que finalmente nos sentimos fuera de control. Nos vemos impotentes y, sin embargo, anhelamos encontrar un modo de parar, de descansar y simplificar nuestras vidas. Es verdad que hay personas a las que les encanta su trabajo y no cambiarían nada. Pero no es verdad que sean la mayoría. La inmensa mayoría de la gente –el 87%, según una encuesta reciente– dejaría de trabajar mañana mismo si pudiera permitírselo. Otra encuesta nos dice que a tres cuartas partes de los entrevistados les gustaría reducir el número de horas, y otra nos informa de que la mitad de las madres que trabajan preferiría quedarse en casa con sus hijos. Cuando Gaby Hinsliff renunció a su trabajo, se quedó asombrada ante la reacción de la gente de su entorno: «Nunca me esperé el desbordamiento emocional que siguió. “Ojalá tuviera agallas para hacer lo mismo”, escribió un secretario de Estado. Una ejecutiva de relaciones públicas, aparentemente imperturbable, confesó en secreto lo que le atormentaba “no ser el tipo de madre que se merece mi hijo”; una colega de la que siempre había envidiado su habilidad para equilibrar la vida y el trabajo, admitió que estaba “al límite de sus fuerzas” y que se moría por dejar el trabajo. Se precipitaron compulsivamente confesiones de personas a las que apenas conocía: historias de matrimonios rotos, de abortos espontáneos, de hijos únicos que estaban destinados a tener hermanos, pero una carrera se interpuso en el camino. “Demasiados de nosotros tuvimos una vez relaciones que ahora no tenemos por culpa de este trabajo”, decía un periodista veterano»[3].

Cuando vivimos con un ritmo frenético, el equilibrio de nuestras vidas se resiente. Llega a ser imposible equilibrar las necesidades del trabajo, el ocio, la familia y los amigos, como también resulta imposible equilibrar la mente, el cuerpo y el espíritu. Somos seres tridimensionales, y cada una de nuestras dimensiones necesita la misma atención. Si esto no se produce, sencillamente no podemos crear equilibrio en nuestras vidas. Para encontrar el equilibrio exterior, tenemos que crear antes el interior.

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Resulta más fácil ocuparse de las necesidades físicas exteriores de nuestra vida que de las necesidades interiores más profundas, por no decir más esenciales. Sin embargo, estas necesidades profundas –de reflexión, serenidad, diálogo interior y sustento espiritual– no desaparecen cuando se las ignora. Más bien, nos seguirán atosigando, manifestándose en un sentido de descontento y vacío, en un sentimiento de que «falta algo», o incluso desarrollándose en forma de depresión, que, según la OMS, está aumentando dramáticamente. Interiormente desconcertados, buscamos soluciones rápidas: nueva ropa o un nuevo coche, vacaciones, un ascenso o una noche de juerga. No hay nada malo en estas cosas; pueden ser todas ellas maravillosamente alentadoras y divertidas. Pero si no abordamos nuestras verdaderas necesidades interiores, estos arreglos exteriores son como vaciar un vaso de agua en un cubo con un agujero… simplemente no funcionan.

Podemos elegir Cuando vivimos de forma frenética y acelerada, es fácil sentir que no hay elección. Pero, sean cuales sean nuestras circunstancias, siempre podemos elegir. Podemos mantenernos en el ajetreo, arrojarnos a otro tema, sumergirnos en otra copa, comprarnos otro vestido o camisa, o podemos optar por dar un paso atrás y examinar detenidamente nuestra vida y hábitos, y comenzar a hacer cambios. Mark era aparentemente un ejecutivo con éxito en una empresa pujante. Casado y con dos hijos pequeños, trabajaba doce horas al día, y veía a sus hijos solo los fines de semana –si no tenía que salir corriendo hacia la oficina para hacer unas horas extra–. Cuando vino a verme para una consulta, estaba encanecido y demacrado, con ojeras y rigidez de mandíbula. «Me siento atrapado», me dijo. «Me encanta mi trabajo, pero está absorbiendo mi vida. Estoy agotado. Apenas veo a mis hijos, mi mujer está sola y yo me estoy hundiendo intentado mantener contento a mi exigente jefe. No quiero dejar mi trabajo, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?».

Mark representa el tipo de hombres y mujeres brillantes y con éxito que atraviesan mi puerta buscando respuestas. Tienen talento y están llenos de energía y ambición y, aunque no están buscando un cambio total de su estilo de vida, su existencia está desequilibrada y absorbida por el trabajo, y parecen estar siempre en un estado agitado, ansioso y tenso. Como tantos otros, Mark estaba buscando una «solución» fuera de sí mismo. Pero no se encontrará ninguna solución duradera hasta que miremos hacia dentro y conectemos nuestra cabeza y nuestro corazón. En una reciente comparecencia, se le preguntó al Dalai Lama, el líder espiritual del Tíbet, qué soluciones tenía para los problemas de la sociedad en los niveles local, nacional e internacional. Él respondió: «Siempre recurrimos a los de fuera, a los otros, a los gobiernos, para resolver las cosas. La verdadera respuesta eres tú». Y después, señalando a su corazón y a los corazones del nutrido grupo que estaba ante él, dijo una y otra vez: «Aquí, aquí, en tu corazón… y en el mío».

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El Dalai Lama transmite calma, serenidad centrada. También se ríe mucho y se lo pasa claramente bien cuando habla con la gente. Su serenidad es contagiosa y consigue atraer a otros, tanto si son budistas como si no. Pero no son solo los líderes espirituales o religiosos quienes pueden transmitir serenidad. Mucha gente lo logra. Pensemos en todas las personas que conocemos que se mantienen tranquilas en el ojo del huracán, que son lúcidas y nunca parecen sentir pánico, que dan la impresión de saber algo que desconocen los de alrededor. Y cuando nos encontramos con una persona así, normalmente nos sentimos intrigados y queremos saber más. ¿Cómo podemos ser como ellos? ¿Cómo lo consiguen? Hace algún tiempo, fui invitado a Bombay, en la India, para asesorar sobre la creación de un colegio internacional. Mi anfitrión era el patrono del colegio, un rico indio que había hecho una gran fortuna. Nada más encontrarme con él, me impactó su calidez y su sosiego. Pocos días después de trabajar conjuntamente y de conversar, supe que había tomado la decisión de cambiar su vida y vivir para los demás. Ya no vivía extravagantemente como solía hacerlo antes; ahora se vestía con una simple túnica blanca, iba a pie a todas partes y nunca llevaba consigo más de veinte dólares. Con las palabras de su venerado Mahatma («alma grande») Gandhi, había tomado la decisión, me dijo, de «convertirse en el cambio que uno quiere ver». Dedicó su dinero, su tiempo y su energía a crear proyectos de ayuda a los demás y a unir a la gente para propósitos comunes. Observé que este padre hindú tenía dos hijos que estaban casados con musulmanas. Sin embargo, tal situación no parecía presentar problemas especiales, así que le pregunté cómo, en un país tan escindido, lograba mantener unida a una familia dividida por la religión. Se volvió hacia mí y me dijo: «En sus países occidentales se les da muy bien “aprender”. Pero en mi país, aquí en Oriente, cultivamos también la “sabiduría”». Luego se rio y me dijo que quería mucho a sus nueras y que nunca vio la religión como una causa de división.

Al igual que mi amigo indio, quienes han decidido lo que es más importante para ellos y transmiten la alegría que se sigue de ello, han hecho una elección activa. Han elegido tomarse tiempo para mirar en su interior y seguir un sendero que llena de serenidad su corazón. No es una elección sencilla ni siempre resulta fácil, pero lleva a grandes recompensas. Pocas cosas son tan valiosas como la paz de la mente, la tranquilidad interior y la sensación de bienestar con tu mundo.

Mirar hacia dentro ¿A quién recurrir para buscar esta profunda sabiduría interior de la serenidad? En la actualidad hay todo tipo de personas y organismos de ayuda que están ahí para escuchar y recetar. Sin embargo, si bien pueden a menudo servir de ayuda en problemas particulares, con la misma frecuencia se trata de intervenciones transitorias, por lo que vuelve de nuevo el vacío y la sensación de estar solos con nuestros problemas. De ahí que, para encontrar un sentido de serenidad duradero y accesible, tengamos que volvernos hacia dentro, aprovechando al máximo nuestros propios recursos y 18

avanzando hacia el amor y el apoyo permanente de Dios. Jesús de Nazaret dijo: «El reino de Dios [o de los cielos] está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Todos tenemos la oportunidad de encontrar el cielo en esta tierra si estamos dispuestos a trabajar para hallar la tranquilidad interior que nos permite conectarnos con nosotros mismos y conocer a Dios. Cuando Jesús dijo a quienes le rodeaban que miraran dentro de ellos para encontrar el reino de los cielos, sus palabras resultarían radicales. Pues para muchos era impensable que este joven maestro brillante, atrayente y poco común, con un creciente grupo de seguidores, pusiera en cuestión las normas de su tiempo. Para la inmensa mayoría, las respuestas a las preguntas fundamentales de la vida se hallaban en rollos, en pesados y valiosos volúmenes que los sabios estudiaban minuciosamente. La interpretación que hacían de lo que estaba escrito se consideraba definitiva, y lamentablemente contenía muchos más «no harás» que «¿por qué no?». Entonces llegó Jesús y, literalmente, le dio la vuelta a todo. Tenemos que dejar de culpar a los demás o de recurrir siempre a los otros para encontrar soluciones, decía. Tenemos que dejar de «hablar de imposibilidades», renunciar a nuestras actitudes de «pobre de mí», y comenzar a pensar en lo posible y en la perspectiva del «¿por qué no?». Este pensamiento revolucionario puso del revés la visión judía del mundo y para muchos iba varios pasos demasiado lejos. Sin embargo, otros –aquellos para quienes la ley era opresiva y demasiado dura– lo encontraron liberador y alentador. Para ellos fue toda una iluminación saber que la vida y la fe, el sentido y la importancia no dependían de un Dios distante y a veces despótico. Aquí, en carne humana, había alguien que hablaba de otro modo de ser y de una forma mejor de conocer a Dios. En la enseñanza de Jesús Nazaret había un sentido más intenso de la relación entre lo humano y lo divino. No es extraño que la gente dijera después de oírlo: «Nadie ha hablado nunca como este hombre». Así pues, ¿qué pasa con el aquí y ahora de tu vida? ¿Cómo aplicamos las extraordinarias lecciones que Jesús enseñó, y que tantos otros han repetido desde entonces, de una u otra forma? ¿Estás dispuesto a afirmar o a reclamar la parte espiritual, la verdadera esencia, la tercera dimensión de tu vida y de tu ser interior? Si lo estás, entonces tendremos que examinar, desde dentro hacia fuera y viceversa, lo que significa la serenidad del corazón. Lo primero que les digo a quienes vienen a mí, como Mark, solicitando asesoramiento, es que si quieren de verdad estar más calmados y tranquilos en su cuerpo y en su alma, necesitan ante todo darse cuenta de que tienen que trabajar en ello. Puede que esto suene a contradicción, dado que ya están trabajando muy duro y lo que les gustaría es mitigar esa carga, pero se necesita un esfuerzo para llevar a cabo un cambio en su modo de ser y de actuar. 19

El hermano Roger, fundador de la mundialmente famosa comunidad monástica ecuménica de Taizé, en Francia, que acoge a gentes de todas religiones y convicciones, decía: «Nada bueno se consigue sin algo de lucha».

Salir de la oscuridad Dijo Jesús a sus seguidores: «Tu ojo es la lámpara de tu cuerpo. Si tus ojos están sanos, tu cuerpo entero es luminoso, pero si están enfermos, tu cuerpo es oscuro. Procura, pues, que tu luz interior no se vuelva oscuridad. Así pues, si tu cuerpo entero es luminoso, sin mezcla de oscuridad, será tan luminoso como cuando un candil te ilumina con su resplandor» (Lc 11,34-36).

La oscuridad de nuestro pasado, nuestros pensamientos y acciones, nuestros errores y las heridas que nos hemos hecho a nosotros mismos y a los demás pueden abrumarnos. Todo esto tiene un modo curioso de agobiarnos y de oscurecernos interiormente. ¿Qué oscuridad alojas en lo más profundo de ti? Tal vez tienes antiguas heridas que no se han curado. Es posible que fueras objeto de abuso, física o mentalmente, cuando eras niño, o que sufrieras una perdida que nunca has abordado de forma completa. Quizá sea solo ahora cuando puedes empezar a dar sentido a lo que ocurrió. O puede que sea justo ahora cuando te encuentras con dificultades en tu vida. Quizá tu marido o tu mujer o tu pareja tienen la idea de dejarte; tal vez estás profundamente preocupado por la dirección en la que otra persona está orientando su vida. Si te preocupas por otras personas, probablemente deseas poder ayudarlas y, sin embargo, eres incapaz de lograr la calma de mente que te capacitaría para dar sentido a lo que está ocurriendo a fin de que puedas ocuparte de ellas. Al fin y al cabo, ¿cómo es posible que les seas de alguna utilidad si tu vida interior está convulsionada? También puede ocurrir que te preocupes por algunos aspectos de tu comportamiento. ¿Eres impaciente, criticón y juzgas a los demás? ¿No eres del todo honesto en tus relaciones, o desprecias los sentimientos y las necesidades de otros? Si es así, entonces es el momento de que te mires bien en el espejo. ¿Qué reflejan tus ojos? ¿Serenidad interior o convulsión? En esta experiencia de «mirarse al espejo» tenemos que empezar a hacernos cargo de nuestra vida, o, incluso mejor, a abandonarla totalmente a nuestra fuerza espiritual superior, a Dios, tal como lo conocemos por la expresión física de la vida, los relatos y la sabiduría de Jesús de Nazaret.

Perdonar 20

Jesús consiguió mantener la serenidad en su corazón pasando por lo peor que el mundo podía hacer contra él. Imaginemos cómo le sentaría ser «rastreado» por las autoridades religiosas en cada una de sus palabras y acciones. En cierto modo, era un precedente de la exhibición mediática moderna (posiblemente incluso peor, teniendo en cuenta la sorprendente eficacia de la tradición oral de su tiempo). Pocos eran los que sabían leer y escribir, pero sí sabían hablar y escuchar y volver a contar historias, y en esta cadena todos se sentirían personalmente comprometidos. Un adecuado chismorreo en un callejón oscuro podía convertirse rápidamente en una «verdad» transmitida a la luz del día en la plaza del mercado. «Mirad la gente con la que habla y se junta», dirían. «Pasa el tiempo con los publicanos, las prostitutas y los pecadores». Al optar por romper con todas la convenciones, pasó tiempo incluso hablando junto a un pozo con una samaritana. Los samaritanos y sus prácticas religiosas estaban en contraposición con las de los judíos, y ningún judío que se precie hablaría con una mujer extraña en público. Imaginemos también la reacción cuando optó por no condenar a la mujer sorprendida en adulterio, a quien le dijo: «Ve y en adelante no peques más». Y volviéndose a la multitud, dijo: «Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra» (Jn 8,7-11). Esto era algo extraordinario para la mayoría de la gente de entonces. El impacto de lo que Jesús decía y hacía provocó que mucha gente se cuestionara seriamente sus propias actitudes heredadas y aceptadas. Su tranquila seguridad alentaba al debate y al diálogo. La vida de aquellos primeros discípulos estaba llena de luchas, igual que la tuya y la mía. También tenían sus dudas, temores e incertidumbres. También tuvieron que hacer frente a tiempos buenos y malos. Y también buscaban una presencia espiritual que les pudiera hacer sentirse más tranquilos interiormente y descubrir la sabiduría de la serenidad. Imaginémoslos hablando entre ellos: «Cuánto me gustaría ser así. Parece tan real, tan lleno de vida y amor, y tan seguro de quién es y de qué va esto de la vida…». Pero también hubo quienes se atemorizaron y desconfiaron de lo que decía, porque no lo entendían, sobre todo las autoridades del momento, que lo condenaron rotundamente. Incluso en medio de su sufrimiento, siguió adelante con su mensaje: «No importa lo que haya pasado, no importa lo desesperado que te sientas, no importa lo inseguro que estés de ti mismo o de los demás, yo estoy contigo en todo momento. Te amo y te perdono tanto que lo primero que tienes que ser capaz de hacer es aprender a perdonarte a ti mismo». Todos cometemos errores, y seguro que seguiremos cometiéndolos, errores de los que deseamos ser perdonados y recuperarnos. Y también todos hemos sido heridos por las acciones de otros. Pero cuando empiezas a aprender a perdonarte a ti mismo y a los demás, te distancias de la situación anterior y avanzas por el camino acertado hacia el encuentro de la serenidad en tu corazón y la satisfacción y la alegría de conocer a Dios. 21

Desde este sentido de su presencia, su perdón y su amor, surge una sabiduría interior que aprovecha todas tus experiencias previas y, así, te permite sentirte sereno en tu corazón. Mientras me llevaban en coche para impartir unas conferencias en Estados Unidos, comencé a sentirme claramente nervioso e inseguro de mí. El coche se paró en un semáforo y, mirando a la izquierda, vi una iglesia que tenía un cartel que decía: «Dios te ama… pase lo que pase». Era el mensaje que necesitaba, y a partir de ese momento comencé a relajarme y a confiar en que todo saldría bien.

Es algo maravilloso saber que nunca estamos verdaderamente solos. Y son ese amor y ese perdón profundos los que nos capacitan, parafraseando las palabras del autor de la carta a los Filipenses, para «olvidar lo que queda atrás y avanzar hacia lo que se encuentra delante» (cf. Flp 3,13-14). El perdón es algo extraordinario. Crea espacio en nuestros corazones para la paz y la serenidad, y cuanto más serenos estemos en nuestros corazones es menos probable que repitamos nuestros errores. Pregúntate: ¿a quién necesitas perdonar en tu vida? ¿De qué necesitas perdonarte a ti mismo? ¿Hay alguien a quien tengas que pedir perdón o reparar el daño cometido? Autoaceptarse, dejar atrás el pasado, creer en las promesas del amor y del perdón de Dios –si podemos hacer todas estas cosas, seguro que ellas nos permitirán «estar tranquilos y conocer… a Dios» (Sal 46,11) y, tal vez, entender mejor cómo debieron sentirse aquellos primeros discípulos cuando Jesús les dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo–. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27).

Pasar tiempo a solas Para deshacer toda la «oscuridad» interior, para aprender a perdonarte a ti mismo y a los demás, y para encontrar la serenidad en tu corazón, necesitas encontrar un modo, en una vida ya ajetreada, de crear un tiempo de desahogo y de paz. Jesús pasó mucho tiempo en solitario, tal vez mucho más tiempo que el que nos sugieren los comentaristas o los relatos. En todo caso, hay suficientes referencias sobre cómo se retiraba tranquilamente y con calma, sin duda reflexionando sobre las palabras de Isaías: «Tú mantendrás en la paz perfecta a aquellos cuya voluntad es firme, porque confían en ti» (Is 26,3). Este retiro habitual para escuchar, para estar tranquilo y para orar, era una característica específica de la vida y del ministerio de Jesús. En efecto, instaba a los discípulos diciéndoles: «Venid conmigo vosotros solos a un lugar tranquilo, a descansar un rato» (Mc 6,31).

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Estoy firmemente convencido de que ninguna persona real y persistentemente buena e importante puede conseguirlo sin esta práctica. A menudo me pregunto cómo los estadistas o los políticos pueden mantener alguna forma de integridad de mente y de propósito, dada la implacable presión a la que se ven sometidos en su vida pública por los medios de comunicación, que quieren respuestas las veinticuatro horas del día. ¿Cómo puedes «estar ahí» constantemente para otros si nunca tienes tiempo para ti mismo? ¿Cuánto tiempo te das a ti mismo para estar en paz, para respirar profundamente y sentarte tranquilamente, haciendo una pausa en tu jornada y optando por no permitir que las presiones que afrontas perturben tu corazón? El desarrollo de la práctica habitual de un tiempo tranquilo a solas es el trampolín más valioso que existe para conseguir la paz y la serenidad interiores. Presentamos a continuación un ejercicio que puede ser de gran ayuda. Siéntate en un lugar tranquilo con bolígrafo y papel, y piensa en las siguientes preguntas: ¿De

qué modo te distraes para no estar simplemente contigo mismo? ¿Qué te impide pasar diez o quince minutos «sin hacer nada»? Haz una lista de todas las cosas que te distraen, que puede incluir ver la televisión, navegar por internet, leer un periódico, hablar por teléfono, realizar tareas domésticas o trabajo de oficina, centrarte en otros, hacer algo para comer, etc. Todos tenemos mil y una distracciones. Piensa ahora en un lugar, o en una actividad, en que te hayas sentido conectado contigo mismo, es decir, en donde podías entregarte todo tú en lo que estabas haciendo. Puede que sea cuidar el jardín, dar un paseo por un lugar bonito, tomar un baño caliente o hacer algo creativo, como pintar. Piensa ahora en cómo te experimentaste en esa ocasión. Quizá te sentiste más cómodo, más relajado, más a gusto y abierto. Puede que haya pasado bastante tiempo desde que hiciste alguna de esas cosas, pero recuerda aún la sensación de calma y unidad que sentías mientras estabas totalmente absorbido en ella. Recordar esto es valioso, pues te muestra lo que es posible, y ahora que sabes que ha habido un tiempo en el que te sentías tranquilo y conectado, puedes trabajar para recrear esto y ampliarlo, o bien repitiendo la actividad o bien simplemente deteniéndote en los sentimientos que la acompañaron.

O intenta hacer este segundo ejercicio: Busca un lugar silencioso, lejos de toda distracción, donde puedas estar tranquilo. Podría ser una habitación de tu casa, un rincón apacible de tu jardín, o tu banco favorito en el sitio adonde llevas a pasear al perro. Lo que importa es que sea un lugar donde te guste estar y donde no se produzcan interrupciones, ruidos fuertes o claras distracciones. Siéntate tranquilamente unos minutos, y en el silencio permite que tu mente se serene y se calme. Esto requiere práctica. Calmar la mente puede suscitar resistencia mediante el parloteo interior –sucesión de pensamientos y preocupaciones–. No te preocupes por eso, solo distánciate internamente de ello, y, sin emitir juicios de valor, advierte lo ocupada que está tu mente. Deja que se vaya cada nuevo pensamiento que llega a tu mente y no te dediques a examinarlo. Convierte este ejercicio en una práctica diaria, o, si no puedes hacerlo cada día, practícalo con la frecuencia que puedas. Intenta hacerlo a la misma hora cada día; de este modo, este pequeño segmento de tiempo llega a ser tuyo, un tiempo especial en el que sencillamente eres tú mismo.

En la medida en que te acostumbres más a desprenderte del «parloteo mental», comenzarás a sentir una sensación de desahogo y de paz. Es en este espacio donde podrás encontrar sentido a aquello de donde vienes y a las cargas que has estado

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llevando y aceptar cualquier sensación de soledad, así como el dolor de cualquier culpa o decepción en ti mismo o en los demás. Prepárate también para que en tu silencio puedan manar las lágrimas. Deja que broten; forma parte de tu purificación interior. Lavar los ojos con lágrimas es el modo en que nuestro corazón dice a nuestra cabeza que es el momento de resolver la situación y comenzar de nuevo. En estos momentos de reflexión serena es donde podemos ver con más claridad y encontrar las respuestas que buscamos. Este es el momento para comenzar a hacerse las preguntas fundamentales: * ¿Adónde me dirijo –y qué puedo llegar a ser aún–? * ¿Qué, y quién, es lo que más me importa?

Conectar con lo divino Este tiempo de tranquilidad podría ser también una oportunidad para reflexionar sobre la fuerza de lo divino, una magnífica ocasión para abrir tu corazón a Dios, incluso si hasta ahora él es un desconocido para ti o no lo has reconocido. Pues cada uno de nosotros, en la búsqueda de la sabiduría de la serenidad, tenemos dentro de nosotros el «estar tranquilos y conocer a Dios». John O’Donoghue, un escritor celta de Irlanda muy apreciado, describía a Dios como «el agujero que no puede llenarse en nuestra vida». A lo largo de la historia se han propugnado con gran seriedad diversos caminos de acceso a Dios –incluso dentro del cristianismo–. El estudio de la teología, la fe y la praxis, la práctica de obras buenas, el compromiso con un objetivo y su realización, la ayuda a los demás, la dedicación a hacer el bien: todo ello se menciona, y todo puede ser válido. Sin embargo, ninguna de estas cosas es tan central o importante como estar bien interiormente contigo mismo y empezar así a llenar «el agujero que no puede llenarse» y que conocemos con el nombre de Dios. Puede parecer que son muchos los agujeros en tu vida que supuestamente no pueden llenarse. Todos los tenemos, y tratamos de llenarlos de muchos modos diferentes. A menudo, el más profundo de estos «agujeros irrellenables» para la mayoría de nosotros es que no nos gustamos realmente a nosotros mismos, es decir, no nos gusta quiénes o qué hemos llegado a ser. De hecho, es posible que hayas estado tan ocupado intentando ser alguien o algo que no eres que has perdido de vista fundamentalmente quién eres y quién estás llamado a ser. Hace años, recibí una invitación para dar un retiro dirigido a un grupo de empresarios y empresarias de alto nivel con sobrecarga de trabajo en Pluscarden Abbey, el

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monasterio benedictino cerda de Elgin, en el norte de Escocia. En la sesión de introducción, cuando el monje que nos hospedaba dijo que si había alguna pregunta, un señor le hizo la siguiente: «¿Cuál es su plan quinquenal?». El monje sonrió afectuosamente y dijo: «No tenemos ninguno, salvo orar, vivir y ayudar a los demás». Otro le preguntó: «¿Dónde estará dentro de un año?», a lo que el monje respondió: «¡Aquí!». Estas preguntas, bastante irreflexivas y arrogantes, no perturbaron en absoluto a los monjes. Y durante el siguiente par de días, la rica, constante y tranquila autodisciplina de sus vidas impresionó tanto a los visitantes que, al final de nuestra estancia, se pidieron disculpas y más de uno dijo a los monjes: «¡Ojalá tuviéramos la serenidad de corazón que tienen ustedes!».

Sin embargo, por mucho que estos empresarios pudieran llegar a admirar la vida tranquila y la disciplina de aquellos monjes benedictinos, no era esa la vida que podían llevar ellos. La mayoría de nosotros tenemos ya fijada o elegida nuestra forma de vivir, y nos encontramos en circunstancias muy diferentes y lejos de la tranquila vida monástica. Precisamente por eso, tenemos que encontrar nuestros propios caminos para crear espacios tranquilos y apacibles, en los que podamos hallar una conexión con nosotros mismos y con Dios y recuperar la visión de quiénes somos realmente, el diamante escondido, quitando las oscuras capas exteriores de la desconsideración, la arrogancia y la estrechez de miras. Así pues, cierra los ojos y visualiza la presencia y la fuerza envolventes del Espíritu Santo, que anhela calmarte y tranquilizar tu corazón. Al practicar esto durante los momentos de quietud, reiniciarás tu brújula y encontrarás claridad en el pensamiento, el entendimiento y la orientación.

Serenidad con los demás Si el punto de partida es aprender a cultivar la serenidad mientras estás solo, el siguiente paso consiste en aprender a mantenerla cuando estás con los demás. En el caso de Jesús, una cosa seguía a la otra. Para estar sereno y encontrarse totalmente presente para los demás y entre ellos, sabía que tenía que tener tiempo para sí mismo, a solas, reflexionando tranquilamente y orando a su Padre. De haber existido en aquella época, la prensa sensacionalista diaria se habría llenado fácilmente con titulares que dijeran «La energía de Jesús confunde a sus críticos» o «Poderes sobrenaturales de curación». Pero para él, como nos ocurre tan a menudo a todos nosotros, estos retiros personales no siempre se realizaban según lo previsto. Por ejemplo, cuando, al final de una larga jornada calurosa, justo cuando los discípulos estaban deseando descansar y comer, se encontraron con una enorme muchedumbre que esperaba oír hablar a Jesús, los discípulos le instaron a que despidiera a la multitud. Sin embargo, Jesús, que debía de ser el que estaba más cansado de todos, se mantuvo sereno. Tuvo compasión de aquella 25

enorme muchedumbre, pues eran «como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). Y así comenzó lo que la historia recuerda ahora como el «dar de comer a cinco mil», que podría no haber sucedido nunca si Jesús no hubiera demostrado tal serenidad de corazón en unas circunstancias difíciles e inesperadas. Su tiempo habitual de oración, a solas, le permitía recurrir profundamente a sus reservas espirituales, que, de ese modo, le capacitaban para mantenerse tranquilo cuando era necesario, y asegurar que una gran muchedumbre fuera atendida, escuchada y alimentada. Lo que Jesús nos enseñó fue que la serenidad del corazón en tiempos de crisis no se expresa en lo que decimos, sino en quiénes y cómo somos en esas circunstancias. La persona que es serena en su corazón no necesita, y no debe necesitar, bonitas palabras, ni líneas programadas ni gestos ensayados. Un corazón sereno, asentado durante tus momentos de reflexión tranquila y de conexión espiritual, te permitirá vivir el momento y confiar en tus instintos y juicios. Pueden darse momentos en los que otras personas, tal vez inesperadamente, acudan a ti para pedirte una orientación. Entonces es cuando te encuentras en el «país de la respiración profunda», cuando, a la manera de las patas de un cisne, tu mente puede estar remando rápidamente bajo la superficie, pero tu plumaje exterior tiene que mantenerse en calma, de modo que parezca que te deslizas sin ningún esfuerzo. No temas tomarte tu tiempo dentro de un grupo: puedes tomar la iniciativa y pedir unos minutos de silencio. Anima a quienes están reunidos contigo a que se escuchen unos a otros y a que compartan sus conocimientos, en lugar de retarse entre sí con la superioridad de sus propias ideas. Lo más extraño y fascinante de la práctica de la sabiduría de la serenidad, tanto a solas como en grupo, es que puedes y logras mejorar en ella. La visualización de la presencia acompañante de Jesús de Nazaret y de su Espíritu Santo te guiará, alentará y sostendrá «pase lo que pase». Y sabiendo esto, tal vez podamos aceptar más fácilmente que no existe la perfección en esta vida y que está «bien estar bien».

Reflexiones Si no puedes ir físicamente al lugar tranquilo que sea especial o sagrado para ti, visualízalo en tu mente. Respira profundamente y permítete descansar allí durante unos momentos y, si puedes, sentir la presencia acompañante de Jesús de Nazaret, con el fin de renovar tu energía y mantener tu corazón lleno de serenidad. Si sabes que quieres hacer cambios en tu vida –grandes o pequeños–, pero no sabes por dónde empezar, comienza cambiando un hábito. Por ejemplo, camina en lugar de ir en coche, come el almuerzo en el parque en lugar de hacerlo en tu despacho, levántate media hora más temprano para evitar las prisas, telefonea a las personas que quieres

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cuando menos lo esperan, o apaga la televisión y escucha, en su lugar, una música estimulante. Cuando entres en una habitación o te encuentres en una nueva situación, tómate tu tiempo, respira profundamente y camina más lentamente de lo habitual. Intenta no apresurarte en tus palabras y movimientos, y permite, así, que los demás se sientan más tranquilos y cómodos en torno a ti. Deja que la paz reemplace al pánico y que la toma de decisiones ponderada sustituya a la reacción irreflexiva ante circunstancias urgentes.

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2. Finalidad «Dios habla en el silencio y solo los que callan pueden oír lo que dice». Inscripción sobre la entrada a la abadía de Pluscarden

SI la sabiduría de la serenidad nos ayuda a profundizar en nuestro corazón y descubrir quiénes somos realmente, la sabiduría de la finalidad nos posibilita averiguar por qué estamos aquí. Para cada uno de nosotros existe un sendero por el que podemos caminar con una dirección y una finalidad firmes, no importa lo grandes que sean los obstáculos. Encontrar ese sendero y recorrerlo da sentido a nuestra vida y es fuente de una sensación de alegría profunda y duradera. Muchísimas personas pasan su vida haciendo algo que no les inspira, no les alienta o incluso no les interesa. Se levantan, van al trabajo, pasan el día, agradable o desagradablemente, y luego vuelven a casa. Se les niega la satisfacción que procede de sentir que no hay nada en lo que les hubiera gustado más pasar el día. Conscientes de que preferirían estar en otro lugar, haciendo otra cosa, aguardan y esperan que se presente algo mejor, pero se conforman con más de lo mismo si no se presenta. Con demasiada frecuencia, el sentido de decepción y frustración que surge inevitablemente se amortigua con actividades que fascinan al principio pero que a la postre no son gratificantes, como ir de fiesta, tomar drogas, beber en exceso, realizar deportes de riesgo, gastar demasiado o buscar el entusiasmo que puede producir una casa nueva, una nueva relación o un nuevo trabajo. Es enorme el esfuerzo que puede invertirse para evitar tener que encontrar respuesta a la pregunta «¿por qué estoy aquí?». Los que vienen a consultarme me dicen con frecuencia que buscan sentido a sus vidas. En muchos casos, algo –tal vez un momento de crisis– les ha hecho detenerse y plantearse preguntas inquisitivas sobre qué es lo que realmente quieren hacer con su vida. Es como estar de viaje, hacer una parada para descansar y darte cuenta de que no sabes adónde te lleva el viaje que estás haciendo. ¿Cómo puedes sentirte orientado e inspirado si no sabes adónde vas? «Siento el impulso de hacer algo», me dijo recientemente una joven, «pero no sé lo que es». «Es un excelente punto de partida», le dije. «Ya has dado el primer paso; sabes que ahí fuera hay algo que te espera. Ahora tienes que averiguar qué es».

Lamentablemente, en esta época influenciada por los medios de comunicación social y las celebridades, muchos jóvenes (y algunos no tan jóvenes) deciden que su objetivo es 28

ser ricos, o famosos, o las dos cosas. Pero si bien esto puede ser una meta excitante, la verdad es que no tiene nada que ver con una finalidad auténtica. Si descubres que tu verdadera finalidad es cantar, te apasiona cantar y pones en ello todo tu corazón y tu esfuerzo, y luego resulta que tienes mucho éxito, entonces estupendo, eso es maravilloso. Hay quienes siguen su verdadera finalidad, ya sea cantar, escribir, pintar, dedicarse a la medicina o a la ciencia o a la política, y al hacerlo encuentran un gran éxito. Pero este éxito será siempre secundario, un beneficio inesperado, no la auténtica finalidad. Los científicos, médicos y escritores que consiguen el premio Nobel no tienen como objetivo ganar el premio; su objetivo es investigar, experimentar, curar, progresar en el conocimiento o escribir el mejor libro del que son capaces, tanto si ello les trae reconocimiento público, riquezas o fama, como si no es así. La finalidad verdadera está enraizada en el alma. Pero ¿qué es el alma? Intentando acercarme lo más posible a su descripción, diría que es esa fuerza vital interior profunda que está en nuestro mismo centro, la esencia de nosotros, que es sabia y ve la verdad, la parte más profunda y auténtica de nosotros. Descubrir tu alma es aprender lo que significa ser verdaderamente humano y estar plenamente vivo, darte cuenta de tu fuerza interior, encontrar tus alas espirituales y tu verdadero potencial. Jesús dijo: «¿Qué te aprovecha ganar todo el mundo si pierdes tu alma?» (Mt 16,26). Quería decir que ninguna cantidad de riquezas o de éxito exterior puede compensarte si no estás conectado con tu alma y su finalidad verdadera. Todos poseemos el potencial para hacer cosas extraordinarias cuando tenemos un sentido intenso y profundo de finalidad. Y esta finalidad es diferente para cada uno de nosotros. La primera vez que sentí cuál podría ser mi finalidad en la vida estaba en la catequesis. Nuestra catequista, la señora Roy, nos contó la historia del buen samaritano. Mientras nos contaba la historia que Jesús había contado –la de un judío atacado por unos bandidos y dado por muerto, ignorado por el sacerdote y el levita que pasaron de largo por el otro lado del camino, y del despreciado samaritano que ayudó al hombre, lavó sus heridas y lo llevó a una posada, donde pagó para que lo cuidaran– yo escuchaba embelesado. Aquí, en este sencillo pero poderoso relato, había algo que me parecía tener perfecto sentido para mí. Una luz se encendió en mi interior y supe que quería ser el tipo de persona que actuaría como actuó el samaritano. El sentido de finalidad que aquel día amaneció en mí nunca me ha abandonado. No siempre me ha resultado fácil de seguir, pero ha seguido siendo la luz que ha orientado mi vida. Años después de aquella catequesis, cuando había terminado mi licenciatura en derecho en la universidad de Cambridge, tuve la oportunidad de pasar el verano trabajando en un bufete excepcional y prestigioso de mi ciudad. Mi madre estaba encantada: esperaba que me ofrecieran un puesto permanente y que llegara a ser un abogado de éxito. Un día, uno de los miembros del bufete salió a almorzar y me pidió que tomara declaración preliminar a un cliente. Me pasé las dos horas siguientes con una joven nerviosa que quería divorciarse, tomando nota de los detalles del maltrato de que era víctima por parte de su marido. Mientras ella hablaba, me di cuenta, en un momento de total claridad, de que yo no quería estar ahí, en una oficina, ayudándola a desmantelar su matrimonio. Quería llegar

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a ser parte de su historia mucho antes. Quería involucrarme en la vida de la gente de un modo en el que nunca podría hacerlo como abogado, ofreciendo ayuda, apoyo, consejo y ánimo. La pasión que había sentido cuando tenía siete años, al escuchar el relato del buen samaritano, volvió a aflorar y supe, una vez más, cuál era mi verdadera finalidad. Después de aquel verano, di la espalda a la abogacía y entré en la Iglesia, trabajando en una parroquia del centro de Glasgow, donde pude hacer el tipo de contribución que sentía real y significativo para mí. Mi decisión fue una desilusión para mi madre, algo que no fue fácil, pero me enseñó que a veces, para perseguir tu meta, vas a tener que decepcionar a otros.

Fui muy afortunado al descubrir tan pronto en la vida mi sentido de finalidad. Para algunos de nosotros la finalidad de nuestra vida está delante de nuestras narices, mientras que para otros encontrarla resulta una tarea más compleja. En ese caso, la tentación es aferrarse a algo, a cualquier cosa. «Me sentiré mejor cuando consiga ese ascenso», dicen algunos, o bien «Creo que seré más feliz cuando nos mudemos», o «Voy a intentar conseguir un trabajo totalmente distinto». No hay nada malo en ninguna de estas cosas, siempre que sea lo que la persona verdaderamente quiere hacer y no un simple modo de pasar el tiempo y llenar los huecos dejados por la ausencia de una finalidad. Sin el sentido de finalidad podemos sentirnos a menudo vacíos, desorientados y desmotivados. Entonces, ¿cómo encuentras tu finalidad en la vida? La primera clave es que será parte de tu esencia, algo que encaje con quien eres de verdad y con tus creencias y principios en la vida. Y será algo que beneficie a la humanidad. No quiero decir que necesariamente consista en trabajar directamente para el bien de los demás, aunque puede implicar esto, sino que será algo que, desde un punto de vista global, sea bueno para la comunidad humana. Podría tratarse de algo a gran escala –por ejemplo, ampliar las fronteras de la medicina o la exploración– o de algo muy sencillo y común, como es el caso para la mayoría de nosotros. Es posible que te atraiga enseñar a los demás, hacer nuevas leyes o que se cumplan las que ya existen, sobresalir físicamente mediante la danza o el deporte, actuar o cantar, divertir al público, hacer comidas exquisitas o diseñar casas preciosas. La clave es que nuestra finalidad real nunca servirá para hacer daño o herir a otros, y, en última instancia, será siempre buena para nosotros y para quienes nos rodean. No todos encontrarán o realizarán su finalidad en la vida laboral. Puede que lo que hagas fuera de tu trabajo sea lo que más te importa en el fondo. Para algunos esto empieza como una actividad de voluntariado o como un hobby que se va haciendo cada vez más central en su vida, y al final encuentran la forma de convertirlo en su ocupación principal. Cuando encuentras tu finalidad, quieres seguirla en todo momento, porque es algo que te apasiona. En efecto, la finalidad genera pasión. Y lo que resulta maravilloso es que todos seamos tan diferentes. James Dyson se apasionó por inventar un nuevo tipo de aspiradora. Jamie Oliver, por alimentar a los niños con comida sana. Ellen MacArthur, por navegar. David Attenborough, por explorar y mostrar al mundo las maravillas del reino animal. 30

Hay quien podría objetar que la vida es simplemente para divertirse, es decir, para comer, beber y disfrutar, y no nos preocupemos de nada más. Pero quien así piensa pasa por alto algo fundamental: carecer de finalidad no es vivir verdaderamente, sino simplemente existir. La finalidad consiste en realizar plenamente nuestro verdadero potencial, en superarnos, en atrevernos a experimentar, en trabajar muy duro para lograrlo, en intentarlo y volverlo a intentar cuando todo sale mal, en levantarse de nuevo después de cada fracaso y en hacer realidad nuestras esperanzas y sueños. Así pues, ¿cuál es tu finalidad?

Comienza hoy Si sientes que no tienes ni idea, o quizá solo una vaga idea, de cuál podría ser tu finalidad, comienza entonces apreciando todo lo que tienes y todo lo que hay de bueno en tu mundo. Ábrete a las posibilidades de tu alrededor. De este modo, reconoces y aprecias lo que tiene valor para ti, y puedes comenzar a reconocer y apreciar tu propio potencial. El Dalai Lama lo expresa bellamente cuando dice: «Cada día, piensa al despertarte: hoy soy afortunado por haberme despertado, estoy vivo, tengo una vida humana muy valiosa, no voy a desperdiciarla. Voy a usar todas mis energías para desarrollarme, para expandir mi corazón a los demás, para lograr la iluminación en beneficio de todos los seres. Voy a tener pensamientos amables para con los demás, no voy a enfadarme o a pensar mal de otros, y voy a hacerles todo el bien que pueda»[4].

Hay en las enseñanzas del Dalai Lama una sencillez, una autenticidad, una agradable suavidad, que las hacen enormemente atractivas y accesibles. Miles de personas –gente de todas las religiones y de ninguna– se congregan para oírle hablar cuando viaja por el mundo. Comunica verdades elementales que van directas al corazón. Así pues, en la serenidad de tu corazón, nutre pensamientos de ternura y afecto, de gratitud y de buena voluntad, y luego pregúntate lo siguiente: * Si supiera cuál es mi finalidad, ¿cuál sería? Esta pregunta te exige dar un salto de fe. No pienses antes de responder, di solamente lo que te venga a la cabeza –podrías sorprendente a ti mismo–. Y recuerda que la percepción de nuestra verdadera dirección no surge necesariamente en los grandes momentos o los grandes gestos. Al contrario, a menudo es en los momentos más silenciosos y en los gestos más apacibles donde encontramos nuestra verdadera finalidad en la vida.

Sal del cajón 31

Un viejo proverbio danés dice: «Es difícil abrir el cajón cuando estás dentro de él». A veces podemos encerrarnos dentro de nuestros cajones mentales interiores y descubrir lo difícil que es abrirse y mirar fuera de lo que inmediatamente vivimos para ver sencillamente lo que podría ser posible. Todos necesitamos a veces «salir del cajón», mirarnos desde fuera a nosotros mismos y a nuestra vida. De ahí la enorme importancia de pasar a solas tiempos de silencio, practicando y adoptando la sabiduría de la serenidad. Durante los períodos silenciosos y reflexivos es cuando podemos vernos a nosotros mismos con más claridad. En ocasiones, salir del cajón puede ser aterrador. ¿Qué encontrarás? ¿Qué se te podría pedir? ¿Estarás a la altura de los desafíos que te marcas para ti o te decepcionarás a ti mismo y a los demás? Cuando indagamos en la vida de los grandes hombres y mujeres, en particular en la Biblia, nos encontramos con muchas almas desconcertadas y agónicas que estaban por lo general asustadas y rígidas ante la perspectiva de lo que podría pedírseles. En ninguna otra parte encontramos un cuadro más expresivo de esta situación que en el momento en que Jesús estaba afrontando su prueba definitiva en el huerto de Getsemaní. En la agonía de su humanidad se vio impulsado a orar: «Padre, si es posible, pase de mí esta copa» (Mt 26,39). Unas semanas antes había tomado la decisión de ir a Jerusalén, sabiendo que tenía que hacer lo que tenía que hacer para una finalidad más elevada y más noble. No es de extrañar que los comentaristas digan que Jesús estuvo en su momento más valiente y victorioso la noche antes de morir. Había un intencionado fuego ardiente en el corazón de Jesús, una llama inextinguible. Y muchos otros han sentido esa llama en su corazón. En el caso de Moisés, nos cuenta el Antiguo Testamento, adquirió la forma de una zarza ardiente que podía verse. Así pues, no tengas miedo a «salir del cajón» y descubrir qué es lo que te llena de pasión o te prende fuego. Recuerda también, si te sientes inseguro o con miedo, que todos formamos parte de la finalidad más grande de Dios. Cuando Jesús dijo: «El reino de Dios [o de los cielos] está dentro de vosotros» (Lc 17,21), estaba diciendo unas palabras que resultarían válidas para siempre. En el capítulo anterior dije que Jesús nos exhortaba a mirar dentro de nosotros mismos para encontrar las respuestas que buscamos. Pero también estaba diciendo algo más, algo lleno de desafío, interés y finalidad. Jesús sugería que en nuestro reino terrenal hemos llegado a apartarnos de las verdaderas finalidades de bondad, amor y generosidad –el reino de los cielos– que describen la voluntad definitiva de Dios. La codicia y la mediocridad han conquistado tanto nuestro corazón y nuestra vida que a veces parece que se han perdido la valentía y la integridad. Solo tenemos que leer los periódicos o echar un vistazo a un telediario para ver lo apartados que hemos llegado a estar de la bondad, el amor y la generosidad, que deberían ser valores comunes permanentes de nuestra vida cotidiana. 32

Lejos de ser simplemente otro término religioso obsoleto, «el reino de los cielos», tal como lo describe Jesús, es un concepto tremendamente apasionante, desafiante y vigorizante. Es algo de lo que formar parte y algo por lo que trabajar. Y comienza contigo y conmigo. Cuando pides orientación en tu oración durante tus momentos de serenidad, te sentirás llevado a cualquier papel que puedas ser llamado a desempeñar para contribuir a la construcción del reino de los cielos en el marco de la vida tal como la conocemos. Este «pensar en el reino», como yo lo describiría, comienza por encontrar un terreno fértil en tu corazón en el que crecer. Entonces, puedes comenzar a sentirte menos sobrecargado por cualquier cosa que previamente te haya refrenado, y embarcarte en una revisión radical de tu vida y de tus perspectivas, de modo que puedas empezar a ver exactamente qué es lo que estás destinado a hacer con el resto de tu vida. Recuerda también no sumirte tanto en las preocupaciones y ansiedades de cada día que olvides levantar la mirada y ver el cuadro más amplio. Jesús conocía todo esto, porque en varias ocasiones exhortó a sus oyentes diciéndoles: «No es preocupéis». En una de estas ocasiones dijo: «Yo os digo: no estéis preocupados por la vida, qué vais a comer o a beber, ni por el cuerpo, con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el sustento y el cuerpo más que el vestido? […] ¿Quién de vosotros puede, a fuerza de preocuparse, prolongar una sola hora su vida? […] En conclusión, no os angustiéis pensando: qué comeremos, qué beberemos, con qué nos vestiremos […]. Buscad primero su reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,25.27.31.33).

Todos tenemos preocupaciones, grandes y pequeñas. Todos experimentamos de vez en cuando la angustia de no saber cómo se resolverán las cosas o qué camino seguir. Es entonces cuando esta búsqueda del reino de los cielos puede ayudar a centrarnos y permitirnos separar las finalidades significativas de las insignificantes, concentrarnos en lo importante en lugar de en lo trivial. Así lo expresa la maravillosa oración, siempre válida, del doctor Reinhold Niebuhr: «Señor, danos la gracia para aceptar con serenidad las cosas que no pueden cambiarse, la valentía para cambiar las cosas que deben cambiarse, y la sabiduría para distinguir lo uno de lo otro».

A veces, cuando las cosas van mal de verdad es cuando encontramos nuestra verdadera dirección. Anna era una antigua alumna mía que no logró conseguir su anhelada plaza en la universidad de Oxford para estudiar la licenciatura en Letras. Desconsolada, vino a verme, insegura de qué camino tomar. Por entonces, yo tenía algún contacto con los refugiados vietnamitas que llegaban en pateras hasta Hong Kong, y le sugerí que podría gustarle pasar un tiempo allí trabajando con ellos. Ella aceptó, y se fue a Hong Kong para varios meses. Al regresar, contactó conmigo para decirme que había decidido matricularse en la universidad en Londres para estudiar medicina. Se había sentido tan conmovida por la experiencia de ver tanta pobreza y enfermedades en tan pésimas condiciones que se sentía obligada a hacer algo para ayudar. Anna había encontrado su finalidad; se licenció en medicina y ahora es una experta de fama mundial en su campo.

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El rumbo de la vida de Anna cambió cuando tuvo que afrontar no ser aceptada y encontrar un modo de recuperarse y seguir adelante. Para otros su finalidad puede estar clara desde el principio. Otro antiguo alumno mío, Alan, era un apasionado de su club de futbol, el Dundee. Cuando tenía dieciséis años y aún estaba en el instituto, Alan investigaba, escribía y vendía regularmente un fanzine para su club. Un día se dirigió a mí y me pidió que lo eximiera de un partido de rugby para ir a vender su revista. Brillaban en él su entusiasmo y compromiso, así que acepté concederle ese tiempo extra. Actualmente, Alan Pattullo es un importante y prestigioso corresponsal deportivo del periódico Scotsman.

Uno de mis grandes mentores fue George Thomas, lord Tonypandy, antiguo portavoz de la Cámara de los Comunes –la primera persona de la historia que ostentó ese ilustre cargo por petición de dos gobiernos diferentes–. George, como se le conocía habitualmente en todo Gales, e incluso fuera de Gales, era un hombre extraordinario: modesto, sabio y amable. Siempre decía que debía mucho a su madre y a su profunda y permanente sabiduría, a la que él recurría cada día de su vida. Después de que su padre abandonara a la familia, la madre tuvo que criar sola a George y sus hermanos. En su autobiografía, Mr Speaker, George recuerda cómo ella estaba siempre alegre, superando las circunstancias de pobreza en las que vivían. Uno de sus recuerdos más queridos es cuando ella se ponía a lavar los platos después de comer y cantaba «Cuenta tus numerosas bendiciones y nómbralas una por una» mientras trabajaba. George comenzó poco a poco a darse cuenta, ya de joven, de que su madre estaba trabajando, a pesar de todas sus dificultades, para crear «el reino de los cielos» en su parte de esta tierra. No sorprende, entonces, que, ya de mayor, él, con su voz maravillosamente melódica, dijera: «Aún no ha nacido el hombre que no necesite un ancla en su vida. Nadie alcanza su verdadera estatura mientras no tenga una percepción de valores espirituales profundos y duraderos para la vida». El ancla de la vida de George Thomas era el ejemplo vivo de Jesús de Nazaret. Tras ver tanto desamor y desaliento durante su juventud en los valles de Gales, George «salió del cajón» y se propuso hacer del mundo un lugar mejor, más excelente y más justo. Y a pesar de sus difíciles comienzos, se hizo maestro y luego, más tarde, llegó a ser miembro del Parlamento, representando a su amado distrito de Tonypandy. Hombre profundamente espiritual, George se dio cuenta del permanente sentido común de Jesús de Nazaret cuando contaba la parábola de los hombres que construyeron sus respectivas casas en la inestable arena o en la roca sólida. Para George, como antes para su madre, no importaba lo que el mundo le deparara en cuanto a las circunstancias o las necesidades de otros, pues su «roca» fue el ser siempre consciente de que «el reino de los cielos en la tierra» era algo por lo que merecía la pena trabajar. Esa fue la finalidad de su alma.

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Que se enciendan las luces Así pues, ¿cuáles podrían ser los pasos que te encaminen a descubrir o redescubrir tu finalidad? En primer lugar, cae en la cuenta de que ninguna experiencia, por difícil o lamentable que haya podido ser, cae en saco roto. Cada uno de nosotros somos como un trozo de mármol en las manos del gran Escultor, que ve y discierne nuestra forma y belleza interiores incluso antes de que hayamos nacido. Si somos capaces de «soltar las riendas y dárselas a Dios», entonces pondremos nuestra vida en sus manos. En la calma que nos produce estar tranquilos y conocer a Dios, nuestro corazón se serena –y en esa serenidad y calma interior, permitimos que Dios nos hable–. Tal vez nos esté llamando a realizar cambios fundamentales en nuestra perspectiva, en la compañía que mantenemos, o en los conceptos que parecemos valorar. Cuando Cliff Morgan, que había sido jugador internacional de rugby y después se hizo locutor de la BBC, estaba entrevistando a la actriz Liv Ullman, le preguntó: «Liv, ¿cuándo te diste cuenta de que podrías llegar a ser una gran actriz?». Se produjo entonces una pausa un tanto larga, y luego ella respondió: «¿Sabes, Cliff? Creo que fue cuando estaba rodeada por mi familia y amigos, aquellos a quienes podía dirigirme en cualquier momento sabiendo que no se reirían de mis sueños ni se mofarían de mis fracasos. Fue entonces cuando me di cuenta de que podría llegar a ser buena». Se produjo otro breve silencio antes de que añadiera: «Fue casi como si las luces se encendieran».

Esa puede ser también tu experiencia, por muy inseguro que te sientas, por muy refrenado que te encuentres por un comentario anterior o un incidente o un «fracaso». Están ahí los que te conocen y te aman y quieren lo mejor para ti, y desean que te des cuenta de cuál es la finalidad de tu alma. Más que eso: en lo profundo de tu corazón, el gran Oyente y Escultor espera simplemente tu primera toma de aliento que te permita decir abierta y honestamente, sin reservas: «Ayúdame, te lo ruego, a dar sentido a todo esto. Tú me has mostrado quién soy; ahora, te pido, guíame adonde y a lo que quieres que yo sea». Que se enciendan las luces dentro de ti.

Conviene que te hagas cuatro preguntas Hace poco me invitaron a hablar en un coloquio más bien teórico sobre el tema del liderazgo en Londres. Sabiendo que tenía un público que debatiría todo hasta la muerte y aún no llegaría a entender la cuestión, uno de los ponentes percibió la necesidad de un enfoque diferente. Así que, de forma genial, dijo simplemente: «Tengo cuatro preguntas que hacerles: ¿Por qué luchan?

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¿Qué esperan? ¿Cómo les gustaría ser recordados? ¿Qué harían con su vida si no corrieran el riesgo de fracasar?». Luego, se pidió al público que compartieran las respuestas con quienes tenían a su lado. El local se llenó de murmullos que manifestaban interés y entusiasmo. ¡El cambio de rumbo había sido altamente efectivo!

Después de aquello, pensé mucho e intensamente en esas preguntas y en lo eficazmente que se pueden utilizar para acercarnos a descubrir nuestra verdadera finalidad. Así que, con el amable permiso de mi amigo el del coloquio, te las planteo ahora a ti.

¿Por qué luchas? Fue el escritor Mark Twain quien dijo: «Un verdadero amigo es alguien que conoce todo de ti y le sigues gustando». ¿Cómo de bien te conocen tus amigos y tu familia? Si tus hijos o tus familiares o amigos tuvieran que describirte en tu ausencia, ¿qué dirían de ti? ¿Hablarían de tus creencias esenciales, de tus principios fundamentales y de los valores por los que y mediante los que intentas vivir tu vida? Podría ser que no estuvieran tan seguros, en cuyo caso sería de sabios reflexionar sobre el porqué. ¿Eres demasiado cauto para definirte a ti mismo y las cosas en las que crees? ¿A qué límites y fronteras das tu adhesión? Con otras palabras, ¿cuáles son tus aspectos «no negociables»? A veces, en este mundo de diversidad y complejidad, es difícil saber por qué luchar y cuándo, particularmente dada la progresiva influencia de lo políticamente correcto, que en gran parte es útil y adecuado, pero que al imponer reglas estrictas puede parecer tan innecesario y debilitador frente a los impulsos de la generosidad humana. Durante el tiempo que pasé como capellán del ejército, primero con el regimiento de paracaidistas y después con The Black Watch, un catequista, tremendamente impresionante, me dijo una vez, en un momento en que había que tomar decisiones difíciles y en el que diferencias y discusiones mezquinas oscurecían los problemas importantes: «¡Padre, esto no lo voy a tolerar!». Es importante saber qué nos lleva demasiado lejos y qué es lo que no vamos a tolerar. Cuando sabemos por lo que luchamos, podemos comenzar a construir en la dirección de aquello que esperamos.

¿Qué esperas? ¿Qué es lo que más esperas? Para muchos de nosotros tiene que ver con la felicidad y el bienestar de nuestra familia. Hay un viejo dicho tejano que dice: «Solo puedes ser tan feliz como el menos feliz de tus hijos», y pienso que tiene mucha razón. Si tienes un hijo que sufre o tienes problemas de algún tipo, eso será más importante para ti que 36

prácticamente todo lo demás en tu vida y será la base de tus esperanzas. Pero si todo el mundo parece contento, podemos olvidar que estas cosas tienen una importancia tan fundamental para nosotros. No permitas que eso ocurra. Otros pueden tener puesta su esperanza en un mundo más limpio, más seguro, más respetuoso con el medio ambiente; o en que el mundo sea un lugar mejor, más responsable, más lúcido, más lleno de amor y de bondad.

¿Cómo te gustaría ser recordado? Si sabes por qué luchas y qué esperas, ahora puedes pensar en cómo te gustaría más ser recordado. Muchos coloquios o talleres sobre la vida profesional y empresarial se han parado en seco cuando se ha hecho esta pregunta. * «Escribe en unas pocas frases cómo te gustaría ser recordado». * «Imagínate tu funeral. ¿Qué dirán de ti?». * «Vuela con tu imaginación al futuro y visita tu lápida funeraria. ¿Qué estará escrito en ella?». Estas preguntas nos asignan la tarea de encontrar un modo sucinto de sintetizar lo que ha sido más importante en nuestra vida. En esta misma línea, cuando miras atrás, ¿de qué te arrepientes o qué desearías haber hecho de forma diferente? La gente afirma con frecuencia que nadie que mira hacia atrás dice: «Ojalá hubiera pasado más tiempo en la oficina», lo cual es claramente cierto. Pero ¿qué es lo que desearías haber estado haciendo? ¿Pasar tiempo con tu familia? ¿Ser creativo? ¿Estudiar? ¿Implicarte en algo que mereciera la pena o con algún grupo particular de personas?

¿Qué harías con tu vida si no corrieras el riesgo de fracasar? Con gran facilidad las palabras o los comentarios de nuestro pasado pueden refrenar nuestra vida. Las ofensas verbales tienden a clavarse en nuestra mente, de modo que, como si se pulsara un interruptor, podemos oír de nuevo el juicio negativo de un maestro, al amigo irreflexivo o al enemigo inteligente que nos hirieron profundamente con una frase o un comentario, provocándonos pánico o paralizándonos. Y como consecuencia, puede resultar bastante fácil que nos repleguemos y justifiquemos nuestra falta de acción diciendo: «¿Por qué yo? Hay otros que son mucho mejores y están más cualificados. ¿Por qué darle a la gente la posibilidad de que se ría de mis sueños y se mofe de mis fracasos?». Pensar en lo que harías si no hubiera posibilidad de fracasar o de ser criticado puede abrirte los ojos, porque te mostraría lo mucho que has permitido que las cosas te

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refrenen. Si no existiera el riesgo de fracaso, podríamos subir a las altas cumbres, logrando éxitos extraordinarios. ¿Qué es lo que estás evitando porque tienes miedo a fracasar? Ha llegado el momento de ser valiente, de sentirte orgulloso de ser tú mismo y, con palabras de Susan Jeffers, de «sentir el miedo… y hacerlo de todas formas». Nelson Mandela recurrió a las hermosas palabras de la autora norteamericana y líder espiritual Marianne Williamson cuando, en su discurso de investidura en 1994, dijo: «Nuestro miedo más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro miedo más profundo es que somos poderosos, más allá de toda medida. Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que más nos asusta. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, fantástico, inteligente, fabuloso? En realidad, ¿quién eres tú para no serlo? Eres hijo de Dios. Que te hagas el pequeño no le sirve al mundo para nada. Encogerse para que los demás no sientan inseguridad junto a ti no es ningún signo de inteligencia. Todos nosotros estamos destinados a brillar, como lo hacen los niños. Nacemos para manifestar la gloria de Dios que tenemos en nuestro interior, y que no está solo en algunos, sino en todos. Y en cuanto dejamos que brille nuestra luz, permitimos, inconscientemente, a los demás hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro miedo, nuestra presencia libera automáticamente a los demás».

Años después, parafraseaba con frecuencia estas palabras diciendo: «¿Quién eres tú para ser excepcional? En realidad, ¿quién eres tú para NO serlo?».

Las respuestas a estas cuatro preguntas te darán mucha información que ayudará a clarificar la finalidad en tu alma. Todos y cada uno de nosotros tenemos una finalidad que Dios nos ha dado y debemos decidirnos por comprenderla, y es en nuestra excepcionalidad, como seres humanos diferentes y diversos pero todos amados por Dios, donde podemos ciertamente encontrar la finalidad verdadera de nuestra alma y, por consiguiente, de nuestra vida. Cuando aquello por lo que luchas, lo que esperas, el modo en que te gustaría ser recordado y lo que harías si no pudieras fracasar se unen para buscar primero el reino de los cielos, sin reservas ni complejos, entonces encontrarás la valentía, la sabiduría y la finalidad que vigorizan tu mente y fluyen a través de tu corazón. En ese momento es como si tu corazón y tu mente se conectaran de tal modo que mentalmente sabes, emocionalmente sientes y espiritualmente reconoces la finalidad última de tu alma. Cuando yo estudiaba en la universidad de Cambridge, el capellán del Fitzwilliam College, Martin Baddeley, siempre nos daba, al finalizar la celebración litúrgica vespertina, la siguiente bendición: «And now, let go and let God» («Y ahora, soltad las riendas y que sea Dios quien las lleve»). Era sencilla y, sin embargo, enérgica; nunca la he olvidado. Me parecía como un recordatorio de que cada una de nuestras vidas era un don que podíamos elegir vivir de forma decidida al servicio de los demás. Esa elección no era tan diferente de la experiencia de los primeros discípulos, que, habiendo oído hablar del notable y singular hombre de Nazaret, un día se lo encontraron observándolos mientras arreglaban las redes al final de un largo día de pesca. «Venid

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conmigo, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). Ellos dejaron las redes, y su vida ya no volvió a ser la misma. Hay un momento, una encrucijada interior en nuestra vida, en el que todo lo que podemos hacer en la serenidad, duramente conseguida, de nuestro corazón, es «to let go and let God», en silencio y oración.

No te rindas nunca El gran fabricante de coches Henry Ford dijo una vez: «Puedes hacerlo todo si tienes entusiasmo. El entusiasmo es la levadura que hace que tus esperanzas lleguen hasta las estrellas. El entusiasmo es el destello en tus ojos, el impulso en tu caminar, el agarre de tu mano, el irresistible arranque de voluntad y energía para realizar tus ideas. Los entusiastas son luchadores. Tienen fortaleza. Poseen cualidades de resistencia. El entusiasmo está en el fondo de todo progreso. Con él, hay logros. Sin él, solo hay excusas».

El famoso escritor Ralph Waldo Emerson llegó incluso más lejos, al decir: «Nada grande se ha logrado nunca sin entusiasmo». Para encontrar tu verdadera finalidad y llevarla a cabo, necesitas entusiasmo. No cabe duda de que habrá momentos en los que frenes el paso, te sientas desalentado y quieras rendirte. Cuando eso ocurra, recuerda lo que dijo Abraham Lincoln: «Camino lentamente, pero nunca camino hacia atrás». Tenía razón. Perseguir la finalidad de nuestra vida puede, a veces, pesarnos y lentificarnos, pero siempre nos hará seguir adelante si mantenemos el entusiasmo. Y cuando la justicia, la bondad y la fidelidad se acompañan de entusiasmo, caminaremos con paso ligero y un dinamismo interior nos rescatará de nuestras preocupaciones y pesares, y seremos capaces de mirar con valentía hacia delante. El cómico Michael McIntyre es un artista del entusiasmo. ¿Quién puede evitar sonreír cuando sale al escenario con una sonrisa enorme y dando saltos con alegría y energía? Es el cómico con más éxito en el Reino Unido; tiene su propio programa en televisión y es capaz de llenar el inmenso O2 Arena de Londres cinco veces en su reciente tour. Sin embargo, hasta hace poco, Michael se sentía totalmente desalentado. Después de años de dejarse la vida en los márgenes del circuito de la comedia, pensó en abandonar. Cuenta cómo estaba sentado en un café de Edimburgo con su esposa, después de haber pasado desapercibido un año más en el famoso festival de verano, y lloraba. Tuvo la suerte de que lo contrataran como cómico sustituto en salas mediocres de Londres, a las que solo podía ir si fallaba uno de los otros artistas, y no sabía cómo llegaría a abrirse paso alguna vez. Pero tomó la decisión de seguir intentándolo, y, al correrse la voz de su extraordinaria forma de humor basado en la vida diaria, su éxito comenzó a multiplicarse.

Cuando Michael McIntyre habla de su trabajo, dice lo siguiente: «Siempre pensé que la palabra “actuar” era una palabra extraña, porque lo que yo hago no es actuar, sino ser yo mismo». Esta frase resume perfectamente lo que significa encontrar tu finalidad. No es algo que eliges hacer; es la esencia de tu propia vida. 39

Eric Liddell, el gran corredor olímpico, lo expresa maravillosamente bien en la película Carros de fuego cuando dice: «Han venido hoy a ver una carrera. A ver a un ganador. Ha resultado que he sido yo. Pero quiero que hagan más que ver una carrera. Quiero que participen en ella. Quiero comparar la fe con correr en una carrera. Es duro. Exige concentración de voluntad, la energía del alma. Experimentan la euforia cuando el ganador rompe la cinta –especialmente si han apostado por él–. Pero ¿cuánto dura? Después, vuelven a casa. Quizá la cena se ha quemado. Tal vez no tienen un empleo. Así que ¿quién soy yo para decirles “creed, tened fe”, frente a las realidades de la vida? Me gustaría darles algo más permanente, pero solo puedo señalar el camino. No tengo ninguna fórmula para ganar la carrera. Cada uno o cada una la hace a su modo. ¿Y de dónde procede la fuerza para ver el final? Del interior. Jesús dijo: “Mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros. Si de verdad me buscáis con todo el corazón, tened seguro que siempre me encontraréis”. Si se comprometen con el amor de Cristo, entonces conseguirán hacer una buena carrera»[5].

Cada uno a nuestro modo, todos participamos en una carrera. Cada uno tiene que tomar una opción: o vivir meramente para nosotros mismos persiguiendo un beneficio egoísta y material, o vivir para el bien común, para nuestras familias, para nuestra comunidad, para nuestro país, para la construcción del reino de los cielos en la tierra. John F. Kennedy, en el discurso de investidura como presidente de los Estados Unidos, lo expresó de este modo: «No penséis en lo que vuestro país puede hacer por vosotros, sino en lo que vosotros podéis hacer por vuestro país». Otro de mis antiguos mentores, un hombre extraordinario, el reverendísimo doctor Ronald Selby-Wright, uno de los más famosos ministros de la Iglesia de Escocia de su generación, lo expresó en forma de un bello poema: «No pidas una vida fácil, pide ser más fuerte. No pidas tareas iguales a tus fuerzas, pide fuerzas iguales a tus tareas. Entonces tu quehacer y vida no serán un milagro, el milagro lo serás tú. Cada día te sorprenderás de la riqueza de vida que te ha llegado mediante la gracia de Dios».

Reflexiones La verdadera finalidad está enraizada en el alma. Pasa un tiempo en silencio reflexionando sobre cuál es tu finalidad, y luego «suelta las riendas y que sea Dios quien las lleve». Confía en que, con tranquila determinación, encontrarás lo que estás destinado a hacer, y prepárate para lo que se te pida. Dijo Jesús: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé» (Jn 15,12). Cuando asumimos estas palabras en nuestro corazón y las dejamos destilar suave y silenciosamente, llegamos a llenarnos y entusiasmarnos con una profunda calidad de finalidad. Nuestros corazones se renuevan, nuestras almas se reaniman, porque ahora 40

sabemos que podemos vivir con integridad y autenticidad en la presencia de Jesús de Nazaret, de acuerdo con las finalidades que él tiene para nuestra vida. Recuerda practicar «el pensamiento del reino» y deja crecer en tu corazón la bondad y la fe, al tiempo que trabajas por hacer de este mundo un lugar mejor, más seguro y más lleno de amor.

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3. Servicio «Desconozco cuál será vuestro destino, pero sí estoy seguro de una cosa: los únicos de entre vosotros que llegarán a ser realmente felices, serán los que hayan buscado y encontrado cómo servir». Doctor Albert Schweitzer

EL servicio es la sabiduría que une los aspectos más nobles de la serenidad y la finalidad. Con la serenidad para proceder con calma y conocernos a nosotros mismos, y un seguro sentido de la finalidad que tenemos en este mundo, podemos dejar de lado los deseos egoístas y encontrar modos de ofrecer a los demás nuestro amor y apoyo. Y al actuar así somos bendecidos, pues no hay mayor fuente de alegría, plenitud y significado en la vida que aquella que se obtiene mediante el servicio a los demás. Es como si, al ponernos al servicio de los demás, algo previamente latente en nuestras almas recibiera el oxígeno que necesitaba para cobrar vida. Una y otra vez, quienes se sienten vacíos interiormente y ven su vida como algo en última instancia fútil, aun cuando con frecuencia vivan con abundancia y bienestar, logran encontrar sentido y alegría mediante el servicio a los demás. No hay mejor solución para los deprimidos, para los que se autocompadecen, para los que están obsesionados consigo mismos o carecen de una orientación en su vida, que trabajar por el bien ajeno. En quienes han hecho del servicio parte de su ser percibimos frecuentemente una satisfacción interior que es tangible y fuerte. Joseph Campbell, psicopedagogo norteamericano, decía: «Cuando dejamos de pensar principalmente en nosotros mismos y en nuestra supervivencia, experimentamos una transformación verdaderamente heroica de la conciencia». Es un modo bello de resumir lo que acontece cuando damos a los otros, especialmente cuando lo que les damos es nuestro tiempo, nuestra energía y nuestro esfuerzo. Vivimos en una época en la que hay disponible una gran cantidad de actividad que carece de sentido –sentarse ante el ordenador para navegar por la red o frente a la televisión para ver los «reality» shows, puede ser entretenido por un rato, pero en última instancia muy poca es la satisfacción que encontramos en ello–. Tampoco es tanta la satisfacción de los que participan en estos shows; muchos terminan desilusionados y sintiéndose perdedores, e incluso los ganadores a veces desearían no haber participado en ellos. Bart Spring in’t Veld ganó en 1999 la primera temporada de Gran Hermano en la televisión holandesa. La fama los siguió a él y a Sabine, la mujer con la que tuvo

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relaciones sexuales en la pantalla ante una audiencia de 15 millones de telespectadores. Su «relación» duró un mes. Tres días después de salir de la casa, Bart tuvo su primera depresión. Pasó los dos años siguientes en lo que él llamó «olvido». Había hecho «una demencial cantidad de dinero», pero quemó la mayor parte de lo ganado. «Yo era un santo falso», dice, «sentí que todo el país se había vuelto loco. Encontré a toda la nación embrutecida… Despreciaba a una sociedad para la que la fama es un fin en sí mismo». Llegó a aislarse y sufrió más depresiones, buscando refugio en la bebida, en las mujeres y en las drogas blandas, que él llamaba «mi rescate de la locura». En su continuo dolor y desengaño, Bart decía a los demás: «Haced algo de provecho, leed un libro, haced algún servicio comunitario».

Lo que resulta esperanzador es que son muchas las personas que en todo el mundo son receptivas precisamente a esta llamada. Uno de los aspectos más alentadores de la recesión económica ha sido que las personas están reconsiderando sus vidas, descubriendo que las cosas materiales no son realmente tan importantes y optando por dedicar parte de su tiempo a ayudar a los demás. A pesar de que son muchos los que están económicamente mucho peor de lo que estaban hace uno o dos años, están dando más. Aquellos que han comenzado a dar, han descubierto el maravilloso sentido de plenitud que se obtiene del duro trabajo que implica servir a quienes necesitan ayuda. Y esto está ocurriendo en todos los niveles de la sociedad. Incluso los famosos están aportando su granito de arena, participando en programas de ayuda a los países en vías de desarrollo no solo con dinero sino poniéndose un casco y ayudando a construir una escuela o un hospital donde se necesitan desesperadamente. Mucha gente está descubriendo que, si bien es encomiable dar dinero, existe un sentido mucho más real del dar que la mera entrega de un donativo. No importa lo mucho o lo poco que tengas, no importa lo llena o lo vacía que esté tu vida, siempre merece la pena dedicar tiempo para servir a los demás. Nada puede sustituir este tipo de donación y nada es más importante para el bienestar de nuestra alma. Esto es lo que enseñamos en Columba 1400, la Comunidad y Centro de Liderazgo Internacional que tenemos en la isla de Skye (Escocia). El elemento más importante de nuestros cursos es el servicio, que lo mismo es aplicable a los jóvenes que proceden de la dura realidad de los barrios de Glasgow o Londres que a quienes son altos ejecutivos de empresas prósperas. A Columba 1400 llegan cada semana jóvenes que proceden de situaciones duras. Cada día debaten y se centran en uno de nuestro valores esenciales: consciencia, enfoque, creatividad, integridad y perseverancia. Pero es el último valor principal, el servicio, el que da unidad a toda la experiencia. Después de reflexionar sobre el lugar de donde proceden y el modo en que han llegado a ser el resultado de su educación y ambiente, estos valientes jóvenes deciden ser ellos mismos, ser aquello para lo que han sido creados. Y lo más frecuente es que esto suceda cuando, por tomar prestadas las

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palabras del primer concursante «ganador» de la versión holandesa de Gran Hermano, hacen algo de provecho y se comprometen en algún servicio. En general, mediante el servicio a los demás se dan cuenta de que no son simplemente «una pérdida de espacio», que no son solamente personas que aman, sino que también son amados y amables, y «la luz se enciende». El extraordinario autodescubrimiento que se produce al encontrarse con su yo real por primera vez, hace posible que un alma joven anteriormente dañada y problematizada se dé cuenta de quién es en realidad.

Yo creo que, parafraseando una antigua oración, «en el servicio verdadero está la perfecta libertad». Creo que servimos mejor a Dios sirviendo a los demás. El hermano Roger de la comunidad de Taizé lo describía así: «Todos los que eligen amar y expresarlo con su vida se ven abocados a hacerse la más imperiosa de todas las preguntas: ¿cómo puedo aliviar el dolor y el tormento de los demás, tanto si están a mi lado como si están lejos?»[6].

Quizá ya te encuentres en este viaje, o tal vez necesitas regresar a la base para reconfigurar la brújula en una nueva dirección. Si lo haces, puede parecer desalentador. ¿Por dónde empezar? Si dudas, recuerda entonces las palabras de aquel gran pionero del alpinismo que fue el escocés W. H. Murray: «Todo comienza con el primer paso». No tienes que encontrar todas las respuestas de una vez; comienza solo con un paso en la dirección a la que quieres ir. Recuerda que hay otros que han hecho este camino antes, así que no estás nunca solo. Y recuerda a Jesús de Nazaret, que nos mostró lo que significa dar de verdad.

La inspiración de Jesús Con frecuencia, cuando tomamos la decisión de servir es porque hemos visto algún ejemplo, que puede ser el de personas a quienes hemos conocido y querido, y que vivieron de un modo tan bello y generoso que quisiéramos ser como ellas. Conocer a personas así enriquece y alienta. Pero el ejemplo más inspirador de todos es Jesús de Nazaret. Vivió su vida al servicio de los demás, poniendo sus necesidades por encima de las propias, sin jamás defraudar a quienes necesitaban su ayuda, su apoyo y su fe. La suya fue una original llamada al servicio, y al responder a esta llamada y cambiar la vida de los demás, también cambiaremos nuestra vida. El ejemplo perfecto de Jesús de Nazaret nos alienta a ser sinceros en nuestro amor y a practicar la hospitalidad y el servicio en todo lugar y momento que podamos. Él fue extraordinariamente valiente e intervino en medio de todas las hostilidades a las que tuvo que hacer frente por parte de los judíos, que lo rechazaban, y de los romanos, que simplemente rechazaban a los judíos, viviendo, no obstante, una existencia altamente representativa de lo que es la bondad y el amor incondicional. Y por esta razón fueron tantos los hombres y las mujeres que se sintieron atraídos irresistiblemente hacia él.

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Su bondad y amor incondicional eran tan auténticos y transparentes que destellaban en contraste con las apagadas mediocridades de quienes con sus prácticas desfasadas podían infundir el miedo en el corazón de los demás. En aquellos días los pocos que se tenían por justos podían «dominar» de modos inimaginables a los muchos desposeídos. El mundo al que vino Jesús de Nazaret hace más de dos mil años estaba tan fragmentado y desorientado como lo está el nuestro. Los hombres y las mujeres de entonces estaban tan insatisfechos como muchos lo están hoy. La sociedad se encontraba igual de rota y, sin embargo, altamente controlada, obviamente por las autoridades religiosas, hasta el punto de que los hombres, las mujeres y las familias corrientes buscaban a alguien o algo que uniera las piezas rotas. Jesús llegó a un mundo de una religiosidad tan compleja que el culto divino había llegado a ser más importante que el comportamiento en la tierra, y su enseñanza y su actitud con respecto a la vida eran tan diferentes de las de las autoridades religiosas de su tiempo que crearon una conmoción. Nos resulta difícil ahora imaginar el extraordinario impacto de las enseñanzas comunicadas por Jesús en el sermón del monte. Constituye un auténtico manifiesto de cómo los hombres y las mujeres deberían aspirar a tratarse entre sí y a afrontar los constantes problemas de cada día. Hay en él lecciones y reflexiones sobre la pobreza, la tristeza, la humildad, la bondad y la pureza, la paz y la persecución. Los delicados temas del asesinato, el adulterio, el divorcio, la venganza, la filantropía, el ayuno y la oración cobran vida en un pensamiento claro, práctico y fácilmente aplicable. Jesús exhorta a quienes lo escuchan, entonces y ahora, a oponerse a las seducciones del materialismo y a acumular un «tesoro en el cielo». Así, no habrá necesidad de preocuparse tanto como lo hacemos ni de juzgar a los demás. En nuestras oraciones tenemos que «pedir, buscar, llamar», pues así encontraremos el modo de cimentar nuestra vida en la roca y no en la arena. No sorprende, pues, que el comienzo del ministerio de Jesús fuera acogido con tanto asombro y encomio. Era un hombre corriente que hablaba con una autoridad extraordinaria. Sus palabras estaban llenas de bondad y comprensión y, sin embargo, no había en ellas el mínimo indicio de un beneficio personal o de vanagloria. El acercamiento de Jesús posibilitó que hombres, mujeres y niños sintieran que les hablaba muy personalmente, casi uno a uno, a cada uno de ellos. Y hablaba de curación y de enmienda, de arrepentimiento y perdón, de renovación e inspiración. Lo que más inspiración provocaba es que él hacía lo que predicaba. Imaginemos la sorpresa de los primeros discípulos cuando Jesús, en la última cena, insistió en lavarles los pies: el acto más humilde, pero también el más relajante, de cuidado y atención al cuerpo, como fácilmente confirmarían actualmente innumerables fisioterapeutas y reflexólogos, y sus pacientes. De esta forma, y de muchas otras, Jesús vivió a la altura de lo mejor y más auténtico de la enseñanza bíblica. En este sentido, dijo: «Tratad a los demás como 45

queréis que os traten a vosotros. En eso consiste la ley y los profetas» (Mt 7,12). Era un líder con cuyas palabras y acciones podía identificarse la gente corriente. Su manifiesto era exigente, pero él tenía también una inmensa compasión: «Acudid a mí, los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Jesús hablaba a lo profundo del corazón y de la mente de quienes llegaran a escucharle, como en efecto lo sigue haciendo hasta el día de hoy. El amor que dio Jesús a todos los que estaban a su alrededor transformó su insatisfacción en asombro, inspiración y fe en el poder del amor. Y así ha sido para todos los que hemos venido desde entonces. El amor que dio Jesús nos posibilita sentirnos amados y, por consiguiente, amables, lo que a su vez nos lleva a un irresistible deseo interior de ser útiles y servir a los demás. En 2 Cor 5 leemos: «Porque el amor de Cristo nos apremia […]. Él murió por todos para que los que viven no vivan para sí» (vv. 14-15). La inspiración puede encontrarse con frecuencia en un versículo, en un relato o en una de sus memorables parábolas, que nos lleva a revisar nuestra vida y a elegir el sendero que queremos seguir. En mi caso fue esto lo que ocurrió. Todo lo que he intentado hacer en mi vida, incluido mi esfuerzo por apoyar a los demás en las dificultades y los retos de la vida diaria, puede remontarse a la verdad resonante y poderosa de una simple historia de amor y solicitud que fue contada por el que quizá haya sido el más grande narrador de todos los tiempos. Ya he contado anteriormente la historia de mi asombro y emoción cuando, siendo un niño, oí en la catequesis la parábola del buen samaritano. Sé que no soy el único que ha encontrado en ella la inspiración para encauzar el camino que quería en mi vida, pues son muchos los que, a lo largo de los siglos, han hallado en esta parábola, o en otros de los relatos y parábolas contados por Jesús, lo que modeló su conducta futura y el sendero de su vida. Algo que no tiene nada que ver con la insistencia doctrinaria de los saduceos y los fariseos en creer todo según la «letra de la ley». ¿Qué fuerzas positivas se han liberado a lo largo de las generaciones gracias a la simple escucha de las palabras de Jesús de Nazaret y a la respuesta dada? Tal vez fuera esto lo que tenía en mente el famoso profesor de ciencias y religión del siglo XIX Henry Drummond, cuando escribió: «Oímos hablar mucho de amar a Dios; Cristo habló mucho de amar al hombre. Damos mucha importancia a estar en paz con el cielo; Cristo dio mucha importancia a la paz en la tierra».

¿Qué es servir? Hay una trillada expresión coloquial que dice: «Cuanto más pienses en el cielo, menos útil serás en la tierra». Pero ¿qué significa ser útil o servir a los demás en la tierra?

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Creo que el modo más simple de resumir la verdadera naturaleza del servicio es decir que es «amor en acción». Cuando actúas con los demás con amor, entonces puedes servir. Busca qué puedes hacer para aliviar el peso y el sufrimiento de los demás, tanto si son conocidos como si son extranjeros. Cuando manifiestas a otros que no están solos en sus dificultades, entonces sirves. Cuando alivias la carga de otro, compartiéndola, sirves. Puedes servir cada día, hablando con amabilidad y siendo generoso, considerado y alentador con quienes te rodean. Y puedes servir, específicamente, implicándote en algo que hay que hacer. Elige siempre ayudar a aquellos cuya necesidad es auténtica y que no pueden ayudarse a sí mismos. Busca aquellas áreas en las que seas más útil. Tal vez quieras involucrarte en un proyecto a favor de tu comunidad, o bien trabajar con los ancianos, los enfermos o los impedidos. Quizá puedas dedicar un tiempo cada semana, o una semana entera ocasionalmente, a prestar un servicio, o solo ayudar de manera puntual. Hay muchas maneras distintas de servir a los demás, y no todas son evidentes. Busca algo en lo que implicarte que te interese realmente y con lo que disfrutes –servir no consiste necesariamente en la «nobleza» de hacer algo que no quieras; puede ser divertido, y una fuente de interés y conocimiento–. Hazlo con un corazón voluntarioso y abierto, dándote a ti mismo y aportando tu conocimiento y tu experiencia. Tom decidió que quería hacer algo por su comunidad local. Después de echar un vistazo a algunos proyectos que necesitaban ayuda, optó por hacerse guía turístico del Highgate Cemetery, que está situado en la zona norte de Londres. En este extraordinario cementerio están enterrados muchos de los más grandes personajes de la época victoriana. Cientos de personas, de todas las partes del mundo, lo visitan cada año, no solo para ver la tumba de Karl Marx, el gran pensador socialista, historiador y revolucionario, sino también las de escritores como George Eliot y artistas como Christina Rossetti y Henry Moore. Es un lugar de gran paz y belleza, lleno de estatuas y monumentos apiñados. Está gestionado totalmente por voluntarios, que no solo le dedican su tiempo, sino que estudian su historia y la de que quienes yacen en él, para poder informar así a los visitantes. Tom pasó dos sábados cada mes durante varios años como voluntario, y confirmó que esta implicación y compromiso habituales le ayudaron a recuperarse de las frecuentes depresiones que habían asolado previamente su vida. Annie, una mujer tímida que vivía sola, decidió que quería dedicarse a la naturaleza, y se hizo voluntaria de un grupo ecologista que operaba en New Forest, donde ella vivía. Se reunían habitualmente para trabajar juntos en proyectos fundamentales para la conservación de este hermoso parque nacional, limpiando estanques, protegiendo la flora y cuidando los hábitats de los animales salvajes que viven allí. Trabajando varias horas seguidas junto con otras personas, Annie encontraba que el duro esfuerzo físico la dejaba exhausta pero le resultaba apasionante. Hizo amistades con otros voluntarios y, como consecuencia, poco a poco fue ganando confianza y haciéndose más extrovertida. Finalmente, después de vivir sola muchos años, decidió compartir un piso con uno de sus nuevos amigos. Sue era una madre ocupada que tenía tres niños y un trabajo a tiempo parcial, pero no obstante encontraba unas pocas horas a la semana para trabajar como voluntaria en un hospital para enfermos terminales: se sentaba y charlaba con ellos, y ayudaba a cuidarlos. «¿No te resulta duro estar rodeada por personas que se están

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muriendo?», le preguntó un amigo. «No», respondió Sue, «me resulta extraordinario. Cada vez que estoy allí, veo la valentía, el humor, la aceptación, la alegría y la amistad en los pacientes, en el personal y en quienes los visitan. Es un lugar de paz y sabiduría, y me siento muy contenta de formar parte de ello».

Estos voluntarios, y muchos miles como ellos, trabajan para los demás como parte de su vida diaria. Todos ellos se sienten enriquecidos, más sabios y más felices con estas experiencias. El servicio es un don que haces a los demás, pero mucho más grande es el don que recibes a través de él. El doctor Robert Holden, un psicólogo que fundó el «Happiness Project» con un enorme éxito, y que imparte cursos que forman a la gente para que sean felices, dice: «Hay una fuerte conexión entre la felicidad y el bienestar de los demás. Cuando sufrimos ansiedad, depresión y neurosis, tendemos a volvernos totalmente preocupados de nosotros mismos y a mantenernos encerrados. Sin embargo, podemos contrarrestar ese vacío interior implicándonos y dándonos, y cuando dejamos de estar centrados en poseer para centrarnos en dar, llegamos a ser más felices».

¿Estás listo para cambiar? Cada uno de nosotros podemos producir cambios en la vida de los demás. Algunos eligen lo que desean hacer; otros sienten que la tarea los elige a ellos. Puede suceder que, al ver algo que exige actuar, pienses: «¿Por qué nadie hace nada al respecto? Con toda seguridad, si unos pocos nos reuniéramos, podríamos hacer que cambiara». Algunos de los grandes reformadores sociales del pasado demostraron este tipo de sentimientos: la sensación de saber que algo tiene que cambiar, aunque sin estar totalmente seguros de lo que se necesitaba para empezar. William Wilberforce era un joven político que aún carecía de relieve cuando recibió una carta de John Newton, un anterior traficante de esclavos que se hizo posteriormente sacerdote anglicano en Londres y fue un famoso autor de muchos himnos, incluido el «Amazing Grace». Newton le escribió: «Creo que eres el siervo del Señor y te encuentras en el puesto que te ha asignado; y aunque a mí me parece que es más arduo y requiere más sacrificio que el mío, sé que el que te ha llamado a realizarlo puede darte la fuerza que necesitas para cada día».

Este estímulo recibido de una persona respetada, que de ser traficante de esclavos se había convertido en ministro de la Iglesia, que había estado literalmente en el infierno y había regresado, inspiró al joven William a ponerse en camino para obtener la finalidad de su vida. Tras recibir esta carta en otoño de 1786, escribió en su diario: «¡Qué locura!, me dije, ¡se trata de esto! ¡Cuánto tiempo he desperdiciado en toda mi vida pasada!».

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Pero no volvió a desperdiciarlo más. Dedicó el resto de su vida a liberar a los esclavos, y, décadas después, su lucha produjo la abolición legal de la trata de esclavos. A lo largo de la historia ha habido innumerables momentos, algunos bien recordados y otros menos, en los que ha acontecido en la vida de un individuo una conexión, una conversión, que le ha hecho decir: «Esto es para mí. Estoy dispuesto a comprometerme. Estoy preparado para servir». Giovanni Francesco di Bernadone era hijo de un rico mercader italiano y vivía una existencia vacía y ociosa, dedicada a pasarlo bien y a disfrutar. Pero Giovanni tenía ciertos reparos con respecto a su estilo de vida de ricachón, y un día se sintió forzado a bajar de su caballo para precipitarse a abrazar a un hombre que sufría de lepra. Así comenzó la vida de servicio de san Francisco de Asís, que, en contra de todo tipo de oposiciones, de sus padres, de sí mismo y del gobierno, siguió la vida que sentía que estaba destinado a seguir y fundó la orden de los franciscanos, que viven hasta el día de hoy en completa pobreza, sirviendo a los demás.

Fue san Francisco quien escribió: «Olvidándose de sí mismo es como uno se encuentra»; y en esto hay una gran verdad. Cuando eres capaz de olvidarte de ti mismo y dejas de centrarte en tus necesidades y carencias, al final encuentras tu verdadero yo, el yo interior que conecta con lo divino. Estos momentos en los que uno cae en la cuenta de todo, como el de san Francisco, son profundos, pero esto no significa que sean tan claros y simples. Las dudas, los temores y las incertidumbres forman parte del viaje de quienes deciden entregar su vida al servicio. Tales eran los sentimientos de una joven india que pertenecía a una familia acaudalada y de casta superior, que comenzó a darse cuenta del vacío de gran parte de su vida. Fue a los barrios pobres de Calcuta para encontrarse con las Hermanas de la Caridad, una congregación dirigida por la Madre Teresa, y preguntó si podía ayudarlas. La Madre Teresa y las hermanas la acogieron calurosamente, y luego le preguntaron si le gustaría pasar varios días trabajando con ellas en las calles de Calcuta. Ella aceptó con mucho gusto. Pero no pasó mucho tiempo antes de que esta privilegiada joven se hallara realmente forcejeando contra sí misma. Horrorizada por la miseria y las enfermedades que encontró, llegó a no estar segura de si podría continuar, hasta el punto de que pidió hablar directamente con la Madre Teresa. Algo debe haber ocurrido en esa conversación, porque la joven regresó al día siguiente al trabajo que hacía en las calles, donde, sin duda ni queja, curaba las llagas de los que no podían caminar, limpiaba de parásitos las heridas que quienes no tenían cura, y lavaba los cuerpos de quienes no podían llegar al agua o carecían de ella. Cuando la Madre Teresa le preguntó posteriormente cómo seguía, ella le respondió: «Madre, tenía razón. Contando simplemente con mi propia fuerza o poder, no podía haber hecho nada de lo que ahora estoy realizando. Fue el amor de Cristo en mi interior el que me posibilitó hacerlo, y ahora estoy preparada para servir».

Esta joven había descubierto en sí misma, desde dentro hacia fuera, la inexpresable alegría de lo que significa «estar ahí» sin reservas, sin quejas y sin condiciones, para servir a los demás. En su libro In My Own Words, escribe la Madre Teresa: 49

«Hay personas que para no orar usan como excusa el hecho de que la vida es tan ajetreada que no tienen tiempo. Esto no se sostiene. La oración no exige que interrumpamos nuestro trabajo, sino que sigamos trabajando como si fuera oración. No es necesario estar meditando siempre ni experimentar conscientemente la sensación de estar hablando con Dios, no importa lo hermoso que sea. Lo que importa es estar con él, en su voluntad. Amar con un corazón puro, amar a todos, especialmente a los pobres, es estar en oración las veinticuatro horas del día».

Y tanto el que tenga una gran fe como el que tenga poca o ninguna, puede escuchar una voz interior que le dice: «Tienes a tu disposición este camino: dar para servir a los demás». Cuando llega ese momento, ¿lo agarramos fuertemente con las dos manos o lo dejamos pasar? Cada uno de nosotros tiene la elección; cada vez que vemos en cualquier parte que podríamos cambiar la situación, tenemos esa elección. A Ken Carter, empresario con éxito y antiguo campeón de baloncesto en el instituto, se le pedía constantemente que entrenara a su antiguo equipo. Una y otra vez se negó, hasta que, viendo jugar al equipo en un partido, se dio cuenta de su potencial y del cambio que su entrenamiento podría producir en sus vidas, tanto dentro como fuera de la cancha. Cambió de parecer y dijo que le daría lo mejor de sí. Las dificultades con que se encontró Ken se describen magistralmente en la película Entrenador Carter. En medio de todas las pruebas y de los obstáculos –que eran muchos–, Ken se mantuvo él mismo, y mantuvo al equipo, fiel a valores y principios fundamentales, como el respeto de unos a otros y a sí mismos. Al aumentar la disciplina y el respeto a sí mismos, los miembros del equipo comenzaron a creer en sí mismos y unos en otros, y llegaron a conseguir notables éxitos.

El entrenador Ken Carter no solo logró crear un equipo de campeones del baloncesto en la cancha, sino también varios campeones en la cancha de la vida. Unos jóvenes que anteriormente, casi con toda seguridad, habrían estado condenados a una vida de maltrato, drogadicción y desesperación, encontraron su propia «grandeza interior» y continuaron llevando una vida feliz y de éxito. Aunque parezca increíble, creo que cada uno de nosotros tiene dentro de sí mismo la posibilidad de ser un entrenador Carter, o al menos un miembro de su equipo. Uno de los ejemplos más simpáticos y reconfortantes de los efectos del servicio puede encontrarse en el reciente programa de la televisión británica titulado Secret Millionaire. Cada semana, alguien que se ha hecho millonario trabajando duro va, sin ser reconocido, a una comunidad pobre de algún lugar del Reino Unido, a menudo aquella de la que procede el rico, y pasa en ella aproximadamente una semana. Durante este tiempo, presentándose como un voluntario, el millonario se involucra en proyectos locales. Al final de este tiempo pasado de incógnito, elige a las personas o los proyectos que siente que merecen una ayuda especial y contribuye con una donación monetaria. Pero la fuerza del programa no reside en ver quién recibe el dinero, sino en contemplar el efecto que produce en el rico el hecho de implicarse con los necesitados. Semana tras semana, vemos a alguien que anteriormente apenas había pensado en otra cosa que en el duro trabajo de dirigir una empresa, transformado por el hecho de dar –no dinero, sino tiempo y compromiso–. Es frecuente que el rico opte por seguir implicado en los proyectos que le han conmovido. Al ayudar a quienes son menos afortunados, estos millonarios enriquecen su vida. 50

Lo que muchos de estos millonarios descubren por primera vez es la alegría auténtica que produce dar. El dinero que han hecho adquiere un nuevo sentido cuando son capaces de usarlo para ayudar a los necesitados. Y su propia implicación significa que comienzan a replantearse su vida. Uno de los participantes fue Liz Jackson, de Basingstoke, que tiene una empresa de mercadotecnia. Casada y con una hija pequeña, comenzó el negocio cuando tenía veinticinco años y lo convirtió en un enorme éxito, a pesar de quedarse ciega a los veintiséis años. Liz fue a Lewisham, en la zona sur de Londres, para realizar el programa, y las experiencias que allí tuvo la cambiaron. Llegó a implicarse con tres organizaciones benéficas y, después, comentó que la participación en el programa había transformado profundamente su vida. «Me reafirmó en mi convicción de lo inspirador que puede resultar servir a los demás», dijo. «Indudablemente, me siento más feliz desde que participé en el programa, pues me enseñó a sentir una mayor gratitud, y esta es, con toda seguridad, el camino hacia la alegría».

Enciende una vela en la oscuridad A veces, los desafíos globales de la economía, la pobreza, el hambre, la injusticia, el medio ambiente y el clima pueden producir, aparentemente, una interminable lista de desesperaciones y desesperanzas, y podemos llegar a sentirnos abrumados por la magnitud de los problemas que tenemos delante. Pueden parecer demasiado enormes, demasiado imposibles. Podrías preguntarte: «¿pero qué puedo hacer para cambiar un problema tan enorme?». Sin embargo, nunca deberíamos abatirnos, pues a menudo son las cosas pequeñas las que, en última instancia, tienen más importancia. En tiempos como estos, es de gran utilidad que nos recordemos que sí podemos hacer cambios, «tú en tu pequeño rincón, y yo en el mío». Como también tiene una gran fuerza darnos cuenta de que cuando unimos tu luz y la mía con otras, más allá de las fronteras de las creencias, las procedencias y los continentes, podemos proporcionar una verdadera antorcha de bondad, amor y luz, para alentar e inspirar a otros que están en la oscuridad. He estado varias veces, con nuestra familia o con un pequeño grupo, en la comunidad de Taizé, en el este de Francia. Uno de los momentos más conmovedores, si la visita se realiza en Semana Santa, es la celebración vespertina del Viernes Santo, cuando toda la zona dedicada al culto –repleta literalmente de miles de individuos y de familias procedentes de todos los continentes– se sume en la oscuridad, a la que sigue un tiempo de silencio. A continuación, se enciende una vela, y esta enciende otra, y así sucesivamente hasta que son miles las que lucen en la oscuridad, irradiando un brillo y una belleza que ninguna luz eléctrica podría imitar nunca, como tampoco podrían describirla adecuadamente ningún poeta o escritor.

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Lo que vemos en esta comunidad multinacional reunida en Taizé es una representación viva de cómo interpretaba san Pablo la vida y el ejemplo de Jesús de Nazaret para los primitivos seguidores perseguidos de Roma: «No os ajustéis a este mundo, antes transformaos con una mentalidad nueva, para discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno y aceptable y perfecto» (Rom 12,2).

Un proverbio chino lo expresa así: «Mejor es encender una vela que maldecir la oscuridad». Pero los hay que viven en la oscuridad porque tienen miedo o creen que encender una vela –dar ese primer paso– es demasiado difícil, demasiado complicado o sencillamente imposible. Pregúntate: ¿estás dispuesto para este desafío? ¿Estás dispuesto a apoyar y a estar junto a los demás, y a encender una vela en la oscuridad?

«Al que te obligue a andar una milla, vete con él dos» (Mt 5,41) A veces es duro «andar las dos millas» o «dar también el manto», como Jesús nos exhorta a hacer. No es fácil desprenderse de lo que nos resulta valioso o hacer un esfuerzo adicional a favor de los demás. La mayoría de nosotros estamos muy ocupados con los mil quehaceres de nuestra vida –trabajo, pareja, padres, hijos y las numerosas exigencias que se nos imponen–. Sentimos que lo llevamos bien, que las cosas van solucionándose, pero no tenemos tiempo o espacio para pensar en servir a los demás. Es algo importante que hay que hacer, pensamos, pero tendré que dejarlo de lado por ahora y lo retomaré después. Sin embargo, cuando hacemos la milla extra de bondad y servicio, o cuando somos nosotros sus destinatarios, entonces llega a ser inimaginable la profundidad y la riqueza de nuestros sentimientos. Puede que para muchos de nosotros constituya una gran sorpresa caer en la cuenta de que, a pesar de las exigencias de nuestra vida, tenemos realmente el tiempo, la capacidad y la facultad de llegar a recorrer la «segunda milla», esa milla extra recorrida para ayudar y apoyar a los demás. Un día vino a verme un padre afectuoso y amable, cuyo hijo había sufrido un accidente grave. Me dijo que, aun cuando respetaba la fe y la práctica religiosa de sus padres en su vida familiar, él se sentía agnóstico, casi rozando el ateísmo. Sin embargo, se había sentido emocionalmente derribado por el amor, el afecto y la bondad que le habían mostrado a él y a su familia en el momento de mayor necesidad. Quienes recorrieron esta «segunda milla» le habían conmovido tanto el corazón que en su alma estaba aconteciendo algo profundamente espiritual, una transformación que no había pensado que fuera posible.

Nelson Mandela ha sido uno de los ejemplos más extraordinarios y edificantes en los últimos años. A lo largo de sus veintisiete años de encarcelamiento, después con la 52

presidencia de su país y con su vida a partir de entonces, ha sido un ejemplo viviente de lo que significa, como alguien que «recorre la segunda milla», descubrir que la perfecta libertad es el servicio verdadero. John Carlin, el corresponsal del Independent en Sudáfrica, escribió en 1994: «Uno de los numerosos acontecimientos tristes que han acompañado el nacimiento de la democracia en Sudáfrica ha sido la muerte, el mes pasado, de John Harrison, el corresponsal de la BBC Television en este país. Una hora y media después de que nos llegara a Johannesburgo la noticia de que John había muerto en un accidente de coche, sonó el teléfono en su casa. Lo cogió una amiga de Penny, la mujer de John. “Hola. Soy Nelson Mandela. Por favor, ¿podría hablar con la señora Harrison?”. La primera reacción de la amiga fue suponer que se trataba de una llamada de broma de muy mal gusto. Pero el hombre que estaba al otro lado del teléfono insistió y al final la convenció de que era quien decía ser. Penny cogió el teléfono. Mandela estaba por entonces viviendo a un ritmo frenético, con la campaña electoral y la crisis de Bophuthatswana al mismo tiempo, por no mencionar el perenne problema que constituía Buthelezi y la masacre de Natal, pero no se trataba de un gesto meramente formal, ni mucho menos para conseguir votos. Mandela habló con Penny casi media hora. No tengo la menor idea del contenido de la conversación, ni tengo deseo alguno de curiosear. Pero imaginaría que hizo la única cosa de valor que puede hacerse en esas circunstancias. Le transmitiría su solidaridad en el sufrimiento, recordándole que también él había perdido a un ser querido en un accidente de coche, a uno de sus hijos, mientras estaba encarcelado en Robben Island. Un mes después, durante un mitin del ANC [Congreso Nacional Africano] en Durban, Mandela divisó a la amiga de la señora Harrison entre los periodistas. Se acercó a ella, la saludó y le preguntó: “¿Cómo se encuentra Penny?”»[7].

Todo un ejemplo extraordinario de amor en acción: sacar tiempo y tomarse la molestia de recorrer la segunda milla. Hay muchos ejemplos como estos en la vida de Nelson Mandela, un hombre a quien podría perdonársele el resentimiento, pero que, sin embargo, solo muestra amor. Su ejemplo, y el de muchos otros que llevan vidas dedicadas al servicio, nos proporcionan los pasos que debemos seguir. Cada vez que haces algo por otro ser humano, combates contra la oscuridad. No hay meta que merezca más la pena en la vida.

Reflexiones Recuerda alguna vez en que alguien te ayudó, ofreciéndote un oído para escucharte, afecto o cualquier otro apoyo, y deja que tu corazón rebose de gratitud por su generosidad. Pasa un tiempo en silencio, reflexionando sobre qué significa el servicio para ti y la parte que juega en tu vida. ¿De qué formas ayudas a los demás, a los más cercanos y a la comunidad en general? ¿Podrías hacer más? ¿Has cruzado el camino o has caminado una milla más para ayudar a otros? ¿Saben que deseas ayudarles y cambiar las cosas? Recuerda que el auténtico cambio que perdura no se produce necesariamente con grandes iniciativas, sino con una cosa tras otra, progresivamente, y en colaboración con 53

los demás. Y todo comienza con el primer paso. Escuchemos las palabras pronunciadas por el arzobispo Óscar Romero: «Esto es lo que proponemos: plantamos las semillas que algún día brotarán. Regamos las semillas que ya han sido plantadas, sabiendo que contienen una promesa futura. Echamos los cimientos que necesitarán posterior desarrollo. Proveemos la levadura que produce efectos más allá de nuestras aptitudes. No podemos hacer todo, y al darnos cuenta de ello nos sentimos liberados. Esto nos permite hacer algo, y hacerlo muy bien. Será incompleto, pero es un comienzo, un paso a lo largo del camino, y una oportunidad para que la gracia del Señor entre y haga el resto. Quizá nunca veremos los resultados finales, pero ahí está la diferencia entre el maestro de obras y el albañil. Somos albañiles, no maestros de obra; ministros, no mesías. Somos los profetas de un futuro que no es nuestro»[8].

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SEGUNDA PARTE:

LOS TRES PRINCIPIOS «Lo único que necesita el mal para triunfar en el mundo es que los buenos no digan ni hagan nada». Edmund Burke

SI las tres sabidurías son los pilares para tener una vida con sentido, los tres principios aportan la orientación que necesitamos para elegir nuestras prioridades y objetivos, y para recorrer el sendero de la vida. Al igual que las tres sabidurías nos brindan los cimientos que necesitamos, dándonos valentía y compromiso, y manteniéndonos firmes frente a todo lo que nos haría perder el rumbo, los tres principios nos ofrecen los instrumentos con los que podemos construir una vida valiosa y con una finalidad, orientada a la consecución de lo que es bueno y merece la pena. El primer principio reza así: La persona está antes que el procedimiento. Con ello queremos decir que nunca debemos llegar a estar tan embrollados en las normas y los papeleos que nos olvidemos de la persona. La vida actual está llena de controles y medidas, de trámites e impresos que hay que cumplimentar. Pero lo que importa es la gente que nos rodea, sus sentimientos, necesidades y derechos, y toda organización, grande o pequeña, tiene que mantener su corazón, igual que su cabeza, y atender a las personas que forman parte de ella. El segundo principio reza: La sabiduría está antes que el conocimiento. Vivimos en una sociedad que considera el conocimiento como lo más importante, y se encomia a quienes lo demuestran aprobando exámenes y obteniendo buenas calificaciones. Ahora bien, el conocimiento no es lo mismo que la sabiduría, que se toma a sí misma mucho menos en serio y que, sin embargo, posee una profundidad y una perspectiva mayores, como también más capacidad de amar y de comprender. Todos necesitamos aprender a confiar en nuestra sabiduría interior y en la de los demás, así como a valorarla y apreciarla, puesto que ella nos lleva, con seguridad infalible, en la dirección correcta. Finalmente, el tercer principio dice así: La integridad está antes que la política. Muy frecuentemente, sabemos cuándo algo no es recto o justo, pero nos sentimos impotentes para «ir en contra del sistema» y actuar en consecuencia. Tener integridad significa estar dispuesto a poner en práctica lo que es recto, equitativo y justo, antes que lo conveniente, lo que impone el sistema o lo que se espera de nosotros. Cuando la integridad ocupa el primer lugar, tenemos la valentía de defendernos a nosotros mismos y a los demás, y de luchar por la verdad. 55

Unidos, estos tres principios nos dan una herramienta con la que podemos abordar las elecciones y decisiones difíciles que afrontamos en la vida. Cuando ponemos en primer lugar a la persona, la sabiduría y la integridad, viajamos ligeros, sabiendo que todo irá bien.

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4. La persona antes que el procedimiento «Una organización que se preocupa excesivamente de los procedimientos ha perdido la fe en sus fines últimos». Hegel

VIVIMOS en una época en la que parece que alguien en alguna parte está siempre controlándonos, con el deseo de saber más de nuestra vida. Somos monitorizados; se nos dan normas que tenemos que acatar; los gobiernos, los medios de comunicación, las innumerables asociaciones y comisiones nos dan consejos y nos reprenden. La salud y la seguridad han asumido la función del Gran Hermano y se han convertido en la causa de un sinfín de leyes aguafiestas: se retiran los árboles de Navidad de las plazas públicas para evitar que caigan encima de alguien, se prohíbe el juego del tiro de castaña para que los niños no se hagan daño, se dan directrices a los empleados del ayuntamiento sobre cómo apoyarse adecuadamente en una barandilla, y los padres tienen que ser chequeados por la policía para ayudar en el colegio de sus hijos. Ciertamente, hay momentos en los que la seguridad constituye un verdadero problema. Entendemos por qué hay cámaras de circuito cerrado de televisión en los centros urbanos, como también la razón por la que tenemos que ser registrados e inspeccionados en los aeropuertos. Pero, ¿de verdad necesitamos que se nos vigile a cada instante o que se nos diga qué alimentos tenemos que comer, o que nuestros niños sean evaluados, examinados, regulados y categorizados una y otra vez? Hemos llegado a valorar tanto los objetivos que hemos olvidado considerar los valores como objetivo. Y muchos de nosotros hemos llegado a creer que las personas ocupan un segundo lugar con respecto a los procedimientos. Esto sucede también a menudo en los lugares de trabajo. Con demasiada frecuencia, en efecto, la burocracia asfixia la creatividad. Cuando se convocan reuniones para discutir sobre otras reuniones y las directrices se lanzan al aire como confeti, la fuerza laboral se siente a menudo desvalorada, descuidada y, por eso, desmotivada. Es difícil darlo todo cuando sientes que los responsables no reconocen o no se preocupan de quién eres o de lo que haces. Vivimos en un tiempo en el que mucha gente trabaja una cantidad increíble de horas al día, en su mayor parte porque creen que tienen que hacerlo para conservar su trabajo. Pero, ¿se aprovechan esas horas de forma productiva y creativa, o simplemente se soportan en una atmósfera de temor o resentimiento?

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El procedimiento ha llegado a hincharse como algo tan importante por sí mismo que ha surgido todo un nuevo vocabulario asociado con él. Se habla mucho de transparencia, responsabilidad, gestión, ejecución de proyectos y objetivos de rendimiento, si bien estas palabras apenas tienen significado alguno para la mayoría de la gente. Y muy frecuentemente, cuando se utilizan con proliferación, lo que delatan es la falta de cualquier espíritu de integridad, de autenticidad y confianza, por no mencionar la ausencia de sentido común. El principio según el cual la persona está antes que el procedimiento constituye un desafío hoy más que nunca, pero es de importancia capital, porque nos recuerda que, por encima de todo, somos seres humanos, y que todos formamos parte conjuntamente del género humano. Lo que más importancia tiene, en toda situación y en todo lugar de trabajo, son las personas. Y las personas son individuos, con una inmensa variedad de ideas, creencias y aptitudes. No encajan exactamente en categorías, pueden pensar por sí mismos, les gusta ser apreciados y valorados, y las organizaciones, las comisiones y los departamentos gubernamentales que reconocen esto son realmente sabios. Sin embargo, estos mismos departamentos gubernamentales, comisiones y organizaciones están formados también por personas. Así que, al final, es a cada uno de nosotros, en cuanto individuos, a quien le corresponde contar con este principio de orientación en la vida diaria: la persona está antes que el procedimiento. Con este principio en primer lugar, trataremos a todos aquellos con quienes nos encontremos con respeto y consideración, y nunca permitiremos que los procedimientos –las normas, los reglamentos y el papeleo– tengan prioridad con respecto a las necesidades y los derechos de los demás.

En tiempos de Jesús Eran muchos los que en tiempos de Jesús situaban el procedimiento antes que la persona. Entre ellos destacaban los fariseos. El nombre significa en hebreo «separados», y constituían una de las tres sectas, o escuelas, en que se dividían los judíos por entonces. Eran los burócratas de la época; poco era lo que podía hacerse si no daban el visto bueno. A los fariseos también se los conocía con el término hasidim, que significa «fieles a Dios», pero con el tiempo se convirtieron en fervientes extremistas de algunas partes muy estrictas de su ley religiosa, de modo que adherirse a estos aspectos de la ley y aplicarlos llegó a ser más importante que la justicia y la equidad, que era lo que se suponía que defendía la ley. Dicho con otras palabras, los fariseos llegaron a obsesionarse con el procedimiento de la ley y no podían ver ya más allá de esto. Olvidaron que la razón de ser de toda ley justa y justificable es beneficiar a las personas. Puesto que estaban absorbidos por la ley como un fin en sí mismo, fueron ciegos al mensaje de Jesús, cuando él se encontraba entre ellos. En lugar de reconocer que todo lo 58

que hacía era dar prioridad a la persona, se convirtieron en adversarios encarnizados y mortales de él y de su mensaje, e hicieron cuanto pudieron para pararle los pies. Jesús disponía de poco tiempo o paciencia para tratar con los fariseos, o con los saduceos, que eran otra secta más elitista y que estaban enfrentados a los primeros, si bien tan atados como ellos a la ley por encima de las necesidades o los derechos de las personas. Con frecuencia, Jesús denunciaba con dureza lo que hacían estos grupos supuestamente religiosos. «Porque os digo que si vuestra justicia no supera a la de los letrados y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos», decía Jesús a quienes acudían a escucharlo (Mt 5,20). En el Nuevo Testamento, Mateo describe la actitud de Jesús en los siguientes términos: «“¿Cómo no entendéis que no me refería a los panes? Absteneos de la levadura de los fariseos y saduceos”. Entonces entendieron que no hablaba de abstenerse de la levadura del pan, sino de la enseñanza de fariseos y saduceos» (Mt 16,11-12).

Puesto que la función de la levadura es aumentar la masa del pan, era a veces usada como símbolo del orgullo pecaminoso que convertía a la gente en arrogante e «hinchada». Mateo clarifica en este pasaje que era esto lo que quería decir Jesús. En el siguiente pasaje, también de Mateo, Jesús explicita más aún lo que siente sobre estos legisladores: «En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos […]. No hagáis lo que ellos predican. Lían fardos pesados y se los cargan en la espalda a la gente, mientras ellos se niegan a moverlos con el dedo. Todo lo hacen para exhibirse ante la gente: llevan cintas anchas y borlas grandes. Les gusta ocupar los primeros puestos en las comidas y los primeros asientos en las sinagogas; que los salude la gente por la calle y los llame maestros. Vosotros no os hagáis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, mientras que todos vosotros sois hermanos. En la tierra a nadie llaméis padre, pues uno solo es vuestro Padre, el del cielo» (Mt 23,2-9).

Y de nuevo: «¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas!, que cerráis a los hombres el reino de los cielos. Vosotros no entráis ni dejáis entrar a los que lo intentan» (Mt 23,13).

Jesús llama hipócritas a los fariseos, pues les gustaba ser admirados y honrados por la gente, pero ellos, a su vez, no honraban a Dios ni se comportaban como él querría. Dice que la autojustificación no es justicia y que el verdadero pueblo de Dios tiene que vivir de acuerdo con toda la palabra divina, no solo con ciertas partes que resultan más convenientes o responden más al propio gusto. A través de estos pasajes, y de muchos otros también, Jesús dejó claro que no tenía tiempo para quienes daban prioridad a sus limitados puntos de vista antes que a las necesidades y derechos de las personas reales. Dios quería que todos se amaran entre sí, como hermanos, decía Jesús, y esto estaba por encima de cualquier otra ley.

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Las palabras que Jesús dirige a los burócratas procedimentales de su tiempo descuellan entre las más valientes y contundentes recogidas por la historiografía. Qué fuerza y qué valentía debe haber tenido para oponerse a las costumbres religiosas y civiles de su tiempo. Sabía que se estaba poniendo en peligro al suscitar su ira, pero se negó a doblegarse ante ellos y siguió proclamando la verdad. Cuando los fariseos comentaron que Jesús no observaba el rito de lavarse las manos, respondió con claridad y yendo directamente al grano: «Vosotros los fariseos limpiáis por fuera la copa y el plato, cuando por dentro estáis llenos de robo y malicia. ¡Necios! El que hizo lo de fuera ¿no hizo también lo de dentro? Dad, más bien, lo interior en limosna y tendréis todo limpio» (Lc 11,39-41).

Jesús llegó incluso a cuestionar el procedimiento por el que se gastaba mucho tiempo calculando lo que tenían que ofrecer a Dios: «Ofrecéis a Dios el diezmo de la hierbabuena, la ruda y de toda clase de verduras y descuidáis la justicia y el amor de Dios. Esto es lo que hay que observar sin descuidar lo otro» (Lc 11,42).

En sus valientes invectivas contra las rígidas convenciones de su época, Jesús intentaba poner de relieve cómo el mundo exterior del procedimiento y de hacer las cosas correctamente se había antepuesto al mundo interior de la gente y de hacer las cosas con justicia. Más aún, apoyaba a quienes estaban a merced de los legisladores y defendía a quienes carecían de poder y de protección. No sorprende que uno de los especialistas de la ley dijera a Jesús: «“Maestro, al decir eso, nos ofendes”. Jesús replicó: “¡Ay de vosotros también, juristas, que cargáis a los hombres con cargas insoportables mientras vosotros no arrimáis un dedo a las cargas!”» (Lc 11,45-46). Desde cualquier punto de vista, estas palabras son duras y claramente pronunciadas con todo el corazón. Sin embargo, puede que no estén tan lejos de nuestros sentimientos cuando nos encontramos atrapados, desconcertados y frustrados por una burocracia que amenaza con asfixiar las buenas intenciones y obstaculizar toda acción valiosa y que merezca la pena; lo que a menudo nos falta es la valentía para expresarlos. La razón principal por la que Dios eligió intervenir en la historia a través de la presencia y el ejemplo de Jesús de Nazaret fue que la antigua alianza que había hecho con su pueblo se había roto una y otra vez, hasta el punto de que a esas alturas los maestros de entonces, organizados en jerarquía dictatorial, habían logrado coser todo perfectamente –o al menos es lo que pensaban–. Para sentirte bien contigo mismo, para estar seguro de tu rectitud y grandeza, el modo más seguro y eficaz era seguir la ley. Los fariseos y los saduceos competían entre sí para ser más importantes, más estrictos, más severos y más expertos, y de este modo ser más respetados. De hecho, los gobiernos de personas del tipo de los fariseos y saduceos, como ciertamente ocurre en los movimientos fundamentalistas desde entonces, simplemente sirven para proteger a unos pocos y aterrorizar a la mayoría. 60

Cuando Jesús vino, la sociedad era, de muchas maneras, un lugar medroso para vivir, puesto que las diferentes autoridades religiosas, políticas y militares eran tan duras y tan severos los posibles castigos que, como ha ocurrido en las naciones ocupadas a lo largo de la historia, las personas no sentían que podían confiar los unos en los otros o estar seguros de algo. No sorprende, entonces, que las sencillas enseñanzas y las frases memorables de Jesús hayan nutrido interiormente de tal manera a la gente que luchaba por dar un sentido a las pesadas y detalladas normas teológicas de quienes eran tenidos por sabios. Muchedumbres de oyentes y seguidores acudían a él superando con creces en número a quienes visitaban el templo cada día. No extraña que las autoridades se preocuparan y desearan silenciarlo (aunque también había, incluso entre los legistas, quienes escuchaban lo que decía). En una ocasión, un maestro de la ley, que había quedado impresionado por el nivel del debate, le preguntó a Jesús: «¿Cuál es el más importante de todos los mandamientos?» (Mc 12,28). Jesús replicó que el mandamiento más importante era amar a Dios con todo el corazón, el alma, la mente y las fuerzas, y que el segundo era amar al prójimo como a sí mismo, añadiendo: «No hay mandamiento mayor que estos» (v. 31). El maestro de la ley, que veía claramente la revolución que estaba aconteciendo en el corazón de los hombres y las mujeres que escuchaban a Jesús de Nazaret, le dijo que tenía razón. Y añadió a continuación: «Amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (v. 33). En aquellos días, decir esto era algo realmente increíble. Jesús le dijo: «No estás lejos del reino de Dios» (v. 34).

La crisis crediticia La crisis crediticia mundial, o la recesión, que tuvo una gran incidencia durante los años 2008 y 2009 en la economía internacional y global, fue un claro ejemplo del error que se comete cuando los que tienen la autoridad anteponen el procedimiento a la persona. Los banqueros priorizaron sus beneficios y de este modo se convirtieron en una amenaza para el futuro y el sustento de muchas personas; en realidad, no son tan diferentes de los fariseos y los saduceos de tiempos de Jesús. Recuerdo que estaba visitando a un anciano caballero una tarde de 2009 cuando en el telediario se dijo una vez más que «lo peor estaba aún por llegar». Este empresario jubilado, un hombre de principios y respetado, se quedó mirando atónito con lágrimas en los ojos. Como veterano de la Segunda Guerra Mundial y empresario de un negocio familiar de cierta relevancia, simplemente no podía creer lo que estaba oyendo. «Solíamos confiar en los bancos», dijo. «Se suponía que los banqueros eran personas

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prudentes que nos mantendrían por el camino correcto. ¿Cómo han podido actuar de ese modo cuando sabían que la espiral de la deuda beneficiaba a sus bolsillos y en última instancia solo llevaría a la pérdida de miles de puestos de trabajo, del sustento de la gente y de la vida familiar, a la quiebra y a la desesperación?».

En efecto, ¿cómo? Estos banqueros estaban protegidos por la mentalidad generalizada de «teflón antiadherente» con respecto a la culpa, una cultura irresponsable basada en la búsqueda del propio interés y en escurrir el bulto, sobre un telón de fondo de enormes sueldos y beneficios a corto plazo. Al contemplar el mundo de los negocios, me pregunto a veces en qué medida nuestras elogiadas escuelas de ciencias empresariales han sido responsables de anteponer el procedimiento a la gente y la selectiva prosperidad material individual a la riqueza de la nación. Afortunadamente, parece que algunos profesores de ciencias empresariales están comenzando a darse cuenta de que, como sucede con tantas cosas en la vida, si comienzas contando con la persona, los procedimientos fluyen más fácil y eficazmente que cuando se imponen desde arriba sin tener en cuenta los efectos que producirán en la gente. Un famoso profesor especializado en desarrollo del liderazgo, de una de las prestigiosas universidades norteamericanas, estaba hablando en un congreso al que asistí cuando, en un memorable paréntesis mientras pronunciaba su conferencia, pasó al costado del podio y dijo: «Me ha llevado todo este tiempo caer en la cuenta de que las organizaciones son como motores, y los motores necesitan aceite, y el aceite de una organización es su personal». A continuación, con un amplia sonrisa, añadió: «¿Saben? Me ha llevado todos estos años darme cuenta de que para la mayoría de la gente lo más suave es lo más duro».

Esto es algo que todo individuo, dentro de cada organización y comunidad, necesita poner en práctica. Cuida lo suave y lo duro saldrá bien. La crisis crediticia ha traído consigo el gran mensaje de que la persona está antes que el procedimiento, y si queremos recuperarnos, reconstruirnos y hacer las cosas de forma diferente en el futuro, tenemos que asumir ese mensaje.

Procedimiento en la educación No hay mejor ejemplo del predominio del procedimiento sobre la persona que el que hallamos en el sistema educativo británico. En un congreso internacional sobre educación celebrado en la universidad de Edimburgo, uno de los asistentes preguntó al Dalai Lama: «¿Qué opina de nuestro sistema educativo?». El Dalai Lama comenzó a reírse, hasta el punto de que todos los asistentes empezaron a reír también. Tras la risa, dijo: «Hace poco estuve de visita en la India, que tiene el mismo sistema educativo victoriano que el Reino Unido». Y comenzó a reírse de nuevo. La breve respuesta comedida del Dalai Lama, enmarcada por la risa, consiguió que el tema resonara con fuerza y eficacia. Tal vez, en nuestras democracias del primer

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mundo, hemos sido formados con una didáctica tan piramidal que, casi inconscientemente, hemos exaltado solo lo que podemos medir, en vez de detenernos a considerar y a apreciar las necesidades esenciales y las capacidades creativas de nuestros niños.

La palabra latina educare significa «llevar fuera» o «sacar lo mejor», o, como John Buchan solía decir, «suscitar la grandeza interior». Sin embargo, casi todo cuanto se les enseña a nuestros niños está destinado simplemente a que aprueben los exámenes y a satisfacer las exigencias de los organismos de inspección y de los gobiernos. Cuando se la invitó a intervenir en la reunión general anual del Consejo General de Enseñanza, la baronesa Helena Kennedy, una de las destacadas criminólogas del mundo, pronunció un discurso lleno de inspiración. De todo cuanto dijo lo más estimulante fue la respuesta que dio a la última pregunta de la tarde. Un veterano director de escuela, muy respetado en su profesión, se puso de pie y le preguntó: «Lady Kennedy, si usted fuera ministra de educación por un día, ¿qué es lo único que haría?». Como un galgo que se libera de su trampa, la baronesa Kennedy regresó al atril y replicó: «Si fuera ministra de educación por un día, lo único que haría es dejar de medir todo. Les daría a los maestros la oportunidad de hacer aquello para lo que están bien capacitados, de poner en práctica aquello para lo que fueron preparados: influir, desafiar e inspirar a los niños de los demás». La respuesta que recibió fue tan entusiasta que hubiera sido digna de la ovación de una ópera en la Scala de Milán. La baronesa Kennedy había tocado claramente las fibras sensibles del amplio auditorio formado por grandes profesionales, muchos de los cuales se sentían frustrados por la exigencia de tener que someter a sus alumnos a un sinfín de pruebas, evaluaciones y exámenes.

Produce alivio cuando alguien tiene la valentía de decir lo que muchos piensan y sienten. Hay una cierta impotencia cuando lo que domina todo es el pensamiento analítico orientado a la medición, y decir: «¡Esto no tiene sentido!», nos da la oportunidad de recuperar el poder y abrir otras opciones. La siguiente carta, atribuida frecuentemente a Abraham Lincoln, el gran presidente de los Estados Unidos, fue enviada por un padre al director de la nueva escuela secundaria de su hijo: «Sé que tendrá que aprender que no todos los hombres son justos y sinceros. Pero enséñele, si puede, el milagro de los libros […]. Concédale también un tiempo de silencio para que pondere el eterno misterio de los pájaros en el cielo, de las abejas al sol y de las flores en la verde ladera. En la escuela, enséñele que es mucho más honorable fracasar que engañar […]. Enséñele a tener fe en sus ideas, aunque todos le digan que está equivocado. Enséñele a ser amable con los amables y duro con los duros. Intente darle a mi hijo la fuerza para no seguir a la masa como un borrego […]. Enséñele a escuchar a todos los hombres; pero enséñele también a filtrar todo lo que oye con aspecto de verdad y a quedarse solo con lo que de bueno le llegue. Enséñele, si puede, a reír cuando esté triste […]. Enséñele que llorar no es vergonzoso. Enséñele a mofarse de los cínicos y a desconfiar del exceso de dulzura […]. Enséñele a vender su fuerza física e intelectual al mejor postor, pero que nunca ponga precio a su corazón y su alma. Enséñele a cerrar sus oídos a los aullidos de la turba […] y a permanecer de pie y luchar si cree que él tiene razón. Trátelo con tacto, pero no lo mime, porque solo la prueba del fuego produce acero de calidad. Deje que tenga la valentía de ser impaciente […]. Deje que tenga la paciencia de ser valiente. Enséñele siempre a tener

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una fe sublime en sí mismo, porque así tendrá fe en la humanidad. Es mucho lo que pido, pero vea qué puede hacer… Ya se dará cuenta de que mi hijo es un chico excelente».

Lo que el escritor quería para su hijo era que estuviera abierto a sus sueños y a la finalidad de su vida, y que no se encerrara, por una rígida conformidad, en ningún sistema particular. ¡Qué relevancia tienen estas palabras para nuestro actual sistema educativo! Cuando podamos anteponer el bien de los niños a los meros resultados de unos exámenes, seremos una sociedad verdaderamente ilustrada. En mi propia experiencia personal y laboral con jóvenes de todas las edades durante mis años pasados como director de colegio, padre y mentor, me he dado cuenta, una y otra vez, de que lo que realmente importa en la experiencia humana es animar a las personas a que se hagan con sus soluciones y realizaciones interiores para su provecho, y, sobre todo, a que crean en sí mismas. La preciosa historia que sigue nos servirá de recordatorio convincente. Un día, el director de un colegio llamó a tres maestros y les dijo: «Ustedes tres son los mejores del sistema, así que les confiaremos noventa estudiantes con un alto coeficiente intelectual para ver qué pueden hacer con ellos». Al final del curso, estos estudiantes obtuvieron unos resultados que aventajaban al resto del colegio en un treinta por ciento. El director convocó a los tres maestros y les dijo: «Tengo que hacerles una confesión. A ustedes no se les confiaron noventa de los estudiantes más prometedores; los elegimos de forma aleatoria». Los maestros, lógicamente, llegaron a la conclusión de que el extraordinario progreso de los estudiantes se debía a sus excepcionales facultades didácticas. «Tengo otra confesión que hacerles», les dijo el director. «Ustedes tampoco son los maestros más brillantes; sus nombres fueron los tres primeros que salieron en un sorteo».

¿Por qué esos maestros, y sus alumnos, llegaron a alcanzar tal nivel de excelencia? Porque se les dio la oportunidad de que creyeran en sí mismos y se les animó a creer que podían lograrlo. Todos los buenos educadores y comunicadores llegan pronto a darse cuenta de que la verdadera educación y comunicación comienzan cuando estamos dispuestos a empezar a partir de donde la otra persona está, en vez de donde nos gustaría que estuviera, y cuando la animamos con toda nuestra fuerza a ser lo mejor que pueda. Fue el escritor Mark Twain quien dijo: «Un cumplido me da para aguantar todo un mes». Una palabra de aliento puede cambiar la vida de un niño. Como dice la Biblia: «Panal de miel son las palabras amables, dulzura en la garganta, salud de los huesos» (Prov 16,24).

Evitar las complicaciones ¿Cómo podemos anteponer la persona al procedimiento? La respuesta se encuentra frecuentemente simplificando las cosas. El procedimiento tiene un modo de complicar en 64

exceso las cosas, obstruyendo nuestro camino con los términos «debes» o «deberías» y haciéndonos tropezar con el papeleo. Vernon Bogdanor, profesor de administración pública en la universidad de Oxford, decía: «Si uno se hace miembro de un club de críquet, no espera pasar el tiempo discutiendo los estatutos del club». Más breve y mejor dicho, imposible. El exceso de procedimiento y de burocracia puede llevarnos a la desesperación. Nos preguntamos si alguien entiende lo que intentamos hacer. Desperdiciamos mucho tiempo y energía en cumplimentar formularios, en comprobar qué hacen los demás, en organizar y asistir a reuniones y poner por escrito lo que se dice en ellas. Sin embargo, como muestran la vida y el ejemplo de Jesús de Nazaret, nuestras verdaderas responsabilidades consisten en estar con las personas y junto a ellas. Es muy frecuente que pueda parecer en nuestra sociedad que aquellos en quienes debemos confiar y apoyarnos son los que conocen los detalles, los que están familiarizados con los procedimientos y son capaces de obtener conocimientos, al menos hasta que descubramos otra modalidad. El estratega consultor de una de las principales líneas aéreas del mundo era un portento formado en Harvard que había sido siempre el primero de la clase. Su éxito se basaba en el procedimiento de entregar buenos trabajos a sus tutores, y ahora a su empresa, obteniendo así el prestigio de unas buenas notas y gozando en consecuencia de una buena reputación. Pero a este joven brillante y trabajador le faltaba algo. La línea aérea para la que trabajaba estaba pensando en hacer una negociación de gran trascendencia con otra compañía aérea internacional, a saber, una posible fusión que tendría efectos duraderos. El joven estratega consultor había estudiado el asunto y sabía que era una buena idea. Todo lo que tenía que hacer era convencer al consejo de sus argumentos. Lamentablemente, al llegar el momento, el consejo no quedó convencido, y la operación fracasó. ¿Qué fue lo que falló? El joven estratega había presentado un informe excelente al consejo, después de todo. Pero había estado tan ocupado preparando la documentación que no tuvo en cuenta la necesidad de dedicar tiempo a relacionarse con los miembros del consejo, y en particular con el director general y el presidente, para debatir con ellos y explicarles la negociación. De haberlo hecho, podría haber abordado las cuestiones, las dudas y las preocupaciones de cada uno. Se esforzó mucho en perfeccionar el procedimiento, pero pasó por alto la necesidad de poner en primer lugar a la persona y no llegó a caer en la cuenta de que el cambio verdadero y duradero no procede de una documentación impresionante, no obstante lo bien preparada que esté y la excelente presentación que se haga de ella, sino que se produce con la relación individual, uno a uno, y, después, en grupos. Poco después, una compañía internacional rival, de otro país, «se abalanzó» a la oportunidad de una fusión, que desde entonces ha llevado a la creación de una imponente asociación transatlántica. Si el joven estratega hubiera sido menos académico en su enfoque y hubiera dedicado más tiempo y esfuerzo a tratar con las personas que al procedimiento, la historia de nuestra compañía aérea internacional podría haber sido radicalmente distinta.

En nuestra época no encontramos un ejemplo más elocuente de cómo evitar complicar las cosas que el que nos dio la Madre Teresa de Calcuta. Siempre procuró anteponer la persona a los procedimientos, gubernamentales o de otro tipo. Cuando recibió el Premio Nobel de la Paz, una personalidad de prestigio mundial le preguntó: 65

«¿Qué podemos hacer para promover la paz en el mundo?». Su respuesta fue simple: «Vaya a casa y ame a su familia». Una respuesta tan simple y tan llena de sentido. Un buen amigo mío, el muy respetado autor Charles Handy, cofundador de la London Business School, especializado en escribir sobre el comportamiento y la gestión en organizaciones, tiene un modo extraordinario de simplificar lo que los seres humanos han procurado hacer complicado. En general, sus libros y discursos se describen como balizas de luz en el crepúsculo, de la misma manera que los barcos avanzan con seguridad entre los remolinos de niebla con la ayuda de los faros. Una de las expresiones más útiles de Charles es la del «mínimo indispensable»: se pide a cada individuo que examine su vida atendiendo a sus necesidades, posesiones y aspiraciones, y que reduzca estas a lo que considere imprescindible. Se trata de un extraordinario ejercicio de clarificación que considero increíblemente provechoso. Con él he conseguido volver a evaluar mis propias necesidades personales y las de mi familia, aprendiendo así a vivir y a trabajar de un modo mucho más equilibrado. Este enfoque exige una constante revisión, calculando cuánto necesitamos ganar para llegar a fin de mes y luego (algo que puede ser deliciosamente sorprendente) qué proporción de la propia vida puede dedicarse a otros intereses –sobre todo a ser de utilidad y de ayuda para los demás–. «Sigue a tu corazón», podría ser un fructífero modo de sintetizar el «mínimo indispensable» de Charles. En un tiempo en el que aumenta el número de funcionarios públicos en nuestras democracias occidentales del primer mundo, creando burocracias cada vez más abultadas, no cabe duda de que ha llegado el momento de poner fin a este proceso y, en su lugar, comenzar a hacer que las cosas avancen en otra dirección, hacia el mínimo indispensable que será suficiente para que todo se mantenga funcionando de manera efectiva y ágil, pero sin obstaculizar ni impedir la imaginación y la innovación. Tal vez nuestros líderes y funcionarios públicos necesiten a veces reírse un poco más, como el Dalai Lama, tomarse las cosas con más ligereza y apreciar la oportunidad de simplificarlas más de lo que lo han sido hasta la fecha. Una de las consecuencias del exceso de prescripciones sobre cómo debemos vivir nuestra existencia es que corremos el peligro de que las personas dejen de confiar en sí mismas o unas en otras. Reducir al mínimo los mensajes prescriptivos, las normas y las leyes expresa la tendencia a confiar en que la gente hace bien las cosas, conoce su corazón y consulta su sabiduría interior. Jesús siguió a su corazón y si esto le exigía quebrantar una norma para poner en primer lugar a una persona, no dudaba en hacerlo. En su época, el día de sábado era sagrado, y, por tanto, no podía hacerse trabajo alguno en ese día. Según la letra estricta de la ley, cuando Jesús curó a un hombre que tenía la mano paralizada, violó el sábado. Se produjeron grandes gritos de indignación: «¿Es lícito curar en sábado?». Jesús replicó: «Supongamos que uno de vosotros tiene una oveja y un sábado se le cae en un hoyo: ¿no la agarrará y la sacará? Pues cuánto más vale un hombre que una oveja. Por tanto, está permitido en sábado hacer bien» (Mt 12,11-12). 66

Para quienes hacen las cosas de forma sencilla, el sentido común y la justicia serán siempre la medida de lo que es correcto o no. La desesperación y el dolor eran la carga de un pequeño grupo de cristianos que vivía en una zona conflictiva de Irlanda del Norte en el momento de mayor agravamiento de los conflictos. Así que decidieron concentrarse en la oración: no en oraciones llenas de palabras recitadas desde un púlpito o un atril, sino en grupo reducido, escuchando en silencio y escuchando al silencio, dejando que fluyeran al exterior las profundas emociones individuales y colectivas, y meditándolas a continuación. Después de varias semanas, este pequeño grupo de presbiterianos comenzó a crecer. La oración, hecha en silencio y con fuerza, se había convertido en un acontecimiento comunitario. ¿Somos débiles y estamos agobiados, cargados con un peso de preocupación? Nunca deberíamos desanimarnos, llevémoslo al Señor en la oración. Una tarde, un anciano se levantó y dijo: «Lo que tenemos que hacer simplemente es cruzar la carretera». Se refería a la desierta tierra de nadie de una carretera que separaba las partes protestante y católica de la ciudad. El anciano estaba tan seguro de su convicción que convenció a los demás y aquella misma tarde, en efecto, «cruzaron la carretera». Y ¿qué encontraron? En su primera parada llamaron a la puerta de una iglesia católica, donde fueron calurosamente recibidos, les ofrecieron tazas de té y los acogieron diciéndoles emocionadamente: «Hemos estado orando todos estos meses para que cruzarais la carretera».

Esta simple acción –levantarse y cruzar la carretera hasta el «territorio» de la otra parte– logró lo que no puede conseguir la burocracia, las teorías, las organizaciones o las reuniones: unió a dos grupos de personas en una relación de amistad, en lugar de la guerra. Haríamos bien en hacer una pausa y recordar con aquellas buenas gentes de Irlanda del Norte que «la fuerza de la oración puede y consigue mucho». Estas palabras habrían conmovido a san Columba en su viaje a través del mar desde Irlanda del Norte hasta Escocia, en cuya de isla de Iona estableció su abadía y monasterio. Desde Iona, los monjes de Columba zarparon en el año 563, con sus diminutos barquichuelos, para llevar el evangelio y la civilización a la tierra firme de Escocia, y mucho más allá. San Columba y sus monjes celtas, hace ya más de 1.400 años, pusieron un acento particular en las personas; en sus monasterios todos tenían que ser acogidos y sentirse como en casa, por así decirlo, en una travesía compartida en común. Estos han sido los principios fundacionales de Columba 1400, es decir, de nuestra Comunidad y Centro de Liderazgo Internacional, creados en la isla de Skye (Escocia), en la que se ha puesto mucho más énfasis en las personas que en los procedimientos. Este aspecto ha sido especialmente valioso en las Academias de Liderazgo para directores de escuela, en las que más de trescientos directores procedentes del sector público, tanto de primaria como de secundaria, se han tomado un tiempo para examinarse interiormente sobre qué fue lo que les llevó a la profesión docente en primer lugar. Tras redescubrir su misión y pasión, han vuelto a sus escuelas, muchas de ellas situadas en lugares difíciles, y 67

han puesto su mirada más allá de los trámites y la burocracia de la vida escolar cotidiana, comenzando así un nuevo proceso de compromiso renovado. Algunos han sido lo suficientemente honestos como para reconocer que han hecho intencionadamente caso omiso de ciertos documentos supuestamente «importantes» que se han cruzado por sus mesas de despacho y que su «falta de respuesta» no ha sido ni siquiera advertida por las autoridades. El tiempo pasado en Columba 1400, en la mágica y brumosa isla de Skye, los ha capacitado para reafirmar las motivaciones de su vida y su deseo de ser útiles y servir a los hijos de otras personas, poniendo, así, a «la persona antes que el procedimiento». Profundamente motivados, estos directores de escuela reunieron a sus equipos directivos y a una selección de alumnos por grupos de edad y los apuntaron en una Academia de Liderazgo de Embajadores, lo que condujo posteriormente a impartir Academias de Liderazgo por edades e incluso en las escuelas de primaria locales que preparan a sus alumnos para ingresar en una escuela específica de secundaria. Es como si los baremos restrictivos se hubieran abandonado colectivamente y estos maestros hubieran redescubierto gozosamente los motivos genuinos y admirables por los que dedicarse a la enseñanza en primer lugar. Tal vez, también esto es lo que está ocurriendo en muchas iglesias, donde se están reconfigurando y revitalizando la fuerza y la visión en los lugares más pequeños y personales de las iglesias domésticas y en los pequeños grupos dentro de las grandes iglesias. Es casi como si los procedimientos de la vida eclesial obstaculizaran la atención a las necesidades espirituales y personales de los individuos, y estos estuvieran descubriendo su propio camino para abrazar la totalidad de la vida en lugar del angosto camino verticalista formado por culto y creencias.

Poner a la persona en primer lugar Cuando Jesús de Nazaret, del que no cabe duda de que era el maestro del «mínimo indispensable» en su propia vida, entró en el templo un día de ajetreado comercio, siguió a su corazón. Algo dentro de él le dijo que «el vaso se había colmado». Las prioridades se habían vuelto del revés; el comercio y la economía ocupaban el lugar de las necesidades diarias de los enfermos y los afligidos, de los pobres, los cojos y los desafortunados, que no se sentían capaces ni dignos de subir las escaleras del templo. En aquel instante, Jesús supo lo que tenía que hacer. Al igual que Jesús purificó el templo entonces, así nosotros tenemos que purificar los templos de nuestras vidas. Y cuando, tras una atenta reflexión y oración, estemos preparados para hacer esto, se producirá un fuego ardiente en nuestro corazón que nos dirá que es el momento de actuar.

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El primer paso para poner a la persona en primer lugar tal vez sea tener la valentía de decir no a las cosas que bloquean tu día, tu semana o tu vida. * ¿Estás implicado en demasiadas reuniones? * ¿Escribes informes sobre informes? * ¿Puedes atravesar el pasillo y tener una conversación en lugar de mandar un mensaje? * ¿Te esfuerzas tanto en que tus hijos lleven bien sus uniformes y hagan sus deberes que olvidas prestarles atención cuando necesitan contarte lo que importa en su vida? * ¿Estás tan ocupado organizando tu vida que olvidas detenerte de vez en cuando y simplemente disfrutarla –oler una rosa en lugar de preocuparte por el aspecto del jardín–? Todos olvidamos, a veces, cómo poner a la persona antes que el procedimiento, pero cuando lo hacemos, la vida se hace más rica, más satisfactoria y más digna de ser vivida. Con menos organización y menos cumplimentación de formularios, y dando más importancia a nuestra permanente humanidad común, nos daremos cuenta de que «hacer las cosas bien» no es lo mismo que «hacer lo correcto». Mark Twain decía: «Haz siempre lo correcto; gratificarás a algunos y asombrarás al resto». Si tienes dudas sobre qué es lo correcto en cualquier situación, busca la opción que pone a la persona en primer lugar.

Reflexiones Hay un proverbio de los indígenas americanos que dice: «Para andar con los zapatos de otro, primero tienes que quitarte los tuyos». Mira a tu entorno, quítate los zapatos y pruébate los de quien está a tu lado. Así llegarás a saber lo que es comprender y tener compasión. ¿Cuál sería tu «mínimo indispensable»? ¿Cuánto desorden hay en tu vida, en tu familia o en tu organización? ¿Qué puedes hacer para eliminar parte de este desorden y concentrarte en lo que importa realmente? ¿Deseas realmente aceptar los cambios, comenzando en primer lugar contigo mismo? ¿Te centras de verdad en los demás y en sus necesidades, en lugar de centrarte en tus preocupaciones? ¿Te consideras preparado para seguir a tu corazón y ver el propósito de Dios en la bondad de los demás y a través de ella? 69

«Vete a casa y ama a tu familia», como te exhorta a hacer la Madre Teresa. Ayúdalos a que sigan a sus corazones. De vez en cuando, purifica los templos de tu vida y abre las ventanas y las puertas de tu desván; pues cuando dejes entrar la luz del Espíritu Santo, entonces estarás haciendo «lo correcto».

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5. La sabiduría antes que el conocimiento «Lo propio de la filosofía es comenzar con algo tan simple que no parece digno de mencionarse y terminar con algo tan paradójico que nadie lo cree». Bertrand Russell

EN el mundo actual parece darse la búsqueda constante de una respuesta intelectual para todo. Si tenemos un problema, pensamos en cómo solucionarlo. Si el problema es del gobierno, se crea un «departamento de estudios» para resolverlo. El modo en que abordamos los problemas que la vida nos presenta tiende a ser académico, analítico y científico. Confiamos en lo que sabemos y despreciamos lo que no puede probarse. A nuestros niños se los juzga normalmente por las notas que sacan en sus exámenes y por su rendimiento académico. Hacemos juicios de valor sobre la gente según la universidad a la que fueron o la profesión que tienen. Nos encantan las personas que son brillantes, inteligentes, listas y agudas. Nos gustan aquellos que pueden desenvolverse con montones de datos en los programas Mastermind, Brain of Britain o en los innumerables concursos de preguntas y respuestas. Y disfrutamos al ver cómo los presentadores de televisión de afilada lengua reprenden a quienes no lo saben todo o se equivocan en sus respuestas. Evidentemente, el conocimiento es algo maravilloso, y quienes lo poseen en gran cantidad son justamente respetados y recompensados. Pero la acumulación de información y de datos no lo es todo. Satya Narayan Goenka, el famoso maestro de meditación vipassana –un sistema que se remonta a miles de años en la India y del que se dice que cura todas las enfermedades– y fundador de centros de meditación en todo el mundo, afirma que en Occidente gastamos demasiado tiempo dedicados al aprendizaje y el conocimiento. En su opinión, y en la práctica de gran parte del mundo oriental, el deseo de buscar y reconocer la sabiduría es mucho más vital y más importante en las interacciones humanas. Pero, ¿qué es la sabiduría? Tal vez el mejor modo de describirla es afirmando que se trata de la capacidad de darse cuenta de qué es lo que vale en la vida, de reconocer la interconexión fundamental de todas las personas y todas las cosas, y de hacer uso de este reconocimiento para elegir y tomar decisiones. Una persona sabia es perceptiva, escucha bien, observa mucho, intenta siempre comprender todos los aspectos de una situación, y actúa con cuidado, discernimiento y lucidez.

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Cuando cultivamos adecuadamente la sabiduría nos sorprenderemos inmediatamente, y a menudo asombrosamente, del valor y la seguridad superior que posee con respecto a la mera posesión de conocimientos o de datos, sobre todo en situaciones de complejidad o perplejidad. Un sabio usará su conocimiento con cuidado, sin jactarse nunca ni menospreciar o juzgar a los demás, y sin comportarse de manera ambiciosa; más bien, lo comunicará suavemente, usando el humor y la compasión para obtener resultados o producir el cambio cuando sea necesario. La sabiduría puede adquirirse con la experiencia, aprendiendo de lo que la vida nos aporta. Pero también puede cultivarse mediante un esfuerzo consciente. Algunas personas parecen haber nacido sabias, pero la mayoría han aprendido y practicado su arte. El mejor lugar para empezar es comprender más qué es realmente la sabiduría, aprender de los sabios y descubrir cómo cultivar la sabiduría interior que poseemos todos.

El tesoro escondido Salomón, en el libro de los Proverbios, dice que si buscas la sabiduría como «un tesoro escondido», entonces «encontrarás el conocimiento de Dios» (Prov 2,4-5). La sabiduría es para él un concepto espiritual, inextricablemente vinculado con una conexión profunda e interior con Dios. E igual lo era para Jesús, quien dijo: «Buscad primero el reino [de Dios…] y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,33). Como ya hemos visto, también dijo: «El reino de Dios [o de los cielos] está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Así pues, tendríamos que mirar dentro, encontrar la bondad y el amor en nuestro interior, y ahí encontraremos también la verdadera sabiduría. Una y otra vez vemos cómo Jesús alaba y alienta a quienes estaban preparados para buscar la sabiduría como el tesoro escondido. Cuando los primeros discípulos le preguntaron sobre la importancia jerárquica en el orden celestial, diciéndole: «¿Quién es, pues, el mayor en el reino de los cielos?», Jesús les replicó: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,1-3). Llegó incluso a decir: «Yo te alabo, Padre, […] porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). Las referencias de Jesús a los niños pequeños indican que él quería que encontráramos en nosotros mismos aquellas cualidades que ellos poseen de forma natural, a saber, la transparencia, la sencillez, el amor y la ternura. Un niño pequeño no te juzga por tu forma de vestir, tu género, tu color o tu riqueza, sino que te responderá solamente según la forma en que te comportes con él. Esta sabiduría esencial está en todos nosotros, pero muchos la han tapado con todo tipo de complicaciones, al aprender a juzgar a los demás no por lo que son, sino por lo que poseen o por su apariencia. Lo que Jesús nos dice es que regresemos a lo esencial, a lo sencillo, a mirar a los demás por lo que son, si queremos ser sabios. 72

Muchos de nosotros hemos llegado a estar demasiados absortos en amasar conocimientos, riquezas o posesiones como un fin en sí mismo, de modo que nuestros graneros están a reventar, al igual que el joven rico que había pasado su vida acumulando riquezas. Pero no le bastaba con haber observado todos los mandamientos desde que era un niño. Jesús lo miró con cariño y afecto, y le dijo: «Una cosa te falta […]. Ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme». Entonces, el joven frunció el ceño y «se marchó triste, pues era muy rico» (Mc 10,21-22). Lo que Jesús decía a sus primeros discípulos –y el mensaje que nos dejó a nosotros– era que tuvieran cuidado con apegarse a las posesiones. Hay cosas mucho más grandes e importantes que hacer y por las que preocuparse en esta vida, que son, ciertamente, mucho más satisfactorias que pagar una hipoteca o mantener el nivel de la cuenta bancaria, sea esta grande o pequeña. La riqueza puede llegar a ser una barrera para la apertura espiritual y la sabiduría. Los sabios saben cuándo tienen lo suficiente para cubrir sus necesidades esenciales, y solo buscan eso. Muchos ricos que han disfrutado haciendo dinero llegan a darse cuenta de que en la vida hay cosas mucho más importantes que la riqueza –y en todo caso, ¡no te la llevarás contigo!–. Entonces es cuando un espíritu de filantropía, de amor a la humanidad, capacita a estas personas para sentirse liberadas y reconocer que hay, efectivamente, mucha más alegría en dar que en acaparar y recibir. Bill Gates, uno de los más famosos empresarios del mundo, se convirtió en el hombre más rico de Norteamérica tras haber fundado lo que llegó a convertirse en la gigantesca Microsoft Corporation. Durante muchos años, Bill disfrutó siendo el director de la empresa e inventando nuevos programas de ordenador, pero en los últimos años ha realizado un cambio significativo. En enero del 2000 dimitió como director general de Microsoft para trabajar a tiempo parcial y consagrar así la mayor parte de sus energías a la Bill and Melinda Gates Foundation, que creó con su esposa para realizar proyectos filantrópicos. Desde entonces, ha donado enormes cantidades de dinero a diversas organizaciones benéficas y programas de investigación científica, anunciando públicamente su intención de hacer cuanto pueda para reducir la pobreza extrema en el mundo y promover la disponibilidad de asistencia sanitaria.

Bill ha realizado algo sabio y generoso. No contento con apoltronarse y disfrutar de un estilo de vida con un lujo inimaginable, quiere sentir que su riqueza tiene una finalidad y una utilidad, y que puede usarse para beneficiar a otras personas. Lo maravilloso es que todos y cada uno de nosotros podemos experimentar qué significa la filantropía, es decir, la generosidad, la donación. Probablemente no tenemos grandes riquezas, pero, independientemente de lo que tengamos, podemos encontrar algo que dar, y podemos dar algo de nosotros mismos: nuestro tiempo, nuestro esfuerzo y nuestro amor. Jesús sabía que lo importante es dar lo que podamos. Cuando la viuda pobre fue al templo y, tímidamente, dio su óbolo –la moneda de la época–, Jesús la observaba. Debe haber visto lo humilde que se sentía al lado de aquellos que exhibían su riqueza y hacían 73

ostentación de sus donativos, y dijo: «Os aseguro que esa viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos esos han echado donativos de lo que les sobraba; esta, aunque necesitada, ha echado cuanto tenía para vivir» (Lc 21,3-4). A menudo, Jesús dirigía su mensaje a quienes se habían hecho arrogantes e indiferentes adquiriendo privilegios y posesiones, y les recordaba: «El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor, conocer al Santo es inteligencia. Por la sabiduría tus años serán muchos y se añadirán años a tu vida. Si eres sabio, tu sabiduría te recompensará; si eres cínico, tú solo lo sufrirás» (Prov 9,10-12). Estas palabras llegaron al corazón de muchos de los que le oyeron, pues les decía que cualquiera de ellos podía, al igual que la viuda generosa, elegir el sabio sendero de la humildad, es decir, dar todo lo que pudo por su profundo amor a Dios, sabiduría que traería su propia recompensa.

La importancia de lo espiritual Lo que Jesús dejó claro en tantas cosas que decía y hacía es que no es posible llegar a ser sabio sin desarrollar tu dimensión espiritual. Esto no significa que los ateos no puedan ser sabios, pues es evidente que pueden serlo, sino más bien que, cualquiera que sea tu fe, necesitas una conexión espiritual con la maravilla, la belleza y el esplendor de este mundo extraordinario. Para muchos, a lo largo de la historia y en la actualidad, especialmente aquellos que se sienten conmovidos por la verdad, la claridad y la sabiduría de lo que Jesús enseñó, esta conexión más elevada es con Dios. Algunos descubren, o redescubren, las enseñanzas de Jesús de forma muy sencilla, mediante un relato o una experiencia iluminadora, tras una desilusión anterior. Puede que alguna experiencia religiosa anterior te haya hecho daño. O puede que te hayas sentido herido por alguien o algo relacionado con las Iglesias oficiales y con lo que los demás llaman religión. Es comprensible que, con el daño o la herida sufrida, uno desee defenderse y no implicarse con ningún «absurdo religioso». De este modo, muchos de nosotros nos cerramos a la tercera dimensión vital de nuestra vida, la espiritual, y decidimos centrarnos exclusivamente en lo que podemos ver, tocar, manipular y verificar, combinando lo mental y lo físico. Pero, aunque esta reacción es totalmente comprensible, espero que, si esta ha sido tu experiencia, abras tu corazón a nuevas posibilidades, pues vivir sin conexión espiritual es vivir una vida empobrecida. Jesús era totalmente consciente del deseo de tener certezas verificables en la vida, y a menudo tuvo que hacerle frente. Como respuesta a este asunto contó la parábola del sembrador: «Salió un sembrador a sembrar. Al sembrar, unos granos cayeron junto al camino, vinieron los pájaros y se los comieron. Otros cayeron en terreno pedregoso con poca tierra. Al faltarles profundidad, brotaron enseguida; pero, al salir el sol, se 74

abrasaron, y, como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre cardos: crecieron los cardos y los ahogaron. Otros cayeron en tierra fértil y dieron fruto: unos ciento, otros sesenta, otros treinta» (Mt 13,3-8). Y Jesús terminó esta parábola diciendo: «Quien tenga oídos, que escuche» (v. 9). Lo que quería decir, como posteriormente explicó a sus discípulos, era que los granos del relato se referían a palabras y que el sembrador era él mismo. Algunos lo ignorarían, otros escucharían pero enseguida olvidarían, y otros se verían «asfixiados» por sus riquezas y bienes materiales. Pero algunos escucharían sus palabras, las entenderían, las aceptarían y caminarían viviendo según la sabiduría de sus corazones, multiplicándola al transmitirla a otros. El reto que se nos plantea es encontrar la «tierra fértil» en nosotros mismos, dejar que las palabras de sabiduría pronunciadas por Jesús echen raíces, y hallar la sabiduría en nuestros corazones, de modo que podamos ser sabios para nosotros mismos y nuestra vida, y para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. Jean Vanier tenía solo diecisiete años cuando acompañó a su madre a conocer a las hambrientas víctimas del holocausto. La visión de estos seres humanos esqueléticos y las pruebas de tal crueldad humana lo impactaron tanto que, después de una breve carrera en la marina, se puso a estudiar filosofía en París. A través de la amistad con un sacerdote, llamado Thomas Philippe, llegó a tomar conciencia del drama de las miles de personas con discapacidades que vivían en instituciones de todo tipo. Jean Vanier se sintió guiado por Dios para invitar a dos hombres a que dejaran las instituciones en las que vivían y compartieran con él una pequeña casa en un pueblo de Francia. Esta primera comunidad llegó finalmente a conocerse como El Arca, por el arca de Noé, y desembocaría en la creación de otras 130 comunidades de El Arca en todo el mundo, donde las personas con discapacidades y quienes las ayudan comparten la vida. En 1971 co-fundó Fe y Luz, un movimiento internacional en el que los discapacitados, sus familias y amigos se reúnen periódicamente para hablar de sus esperanzas y dificultades, y para orar juntos. Vanier, que ha recibido numerosos premios internacionales por su larga vida dedicada a la atención, el bienestar y la independencia de los discapacitados, constituye todo un ejemplo de cómo cuando uno afronta la quiebra y la debilidad humana, a menudo se encuentra con Dios, cuyo amor no conoce límites. Actualmente hay más de 1.400 comunidades Fe y Luz en todo el mundo.

La sabiduría compartida de Jean Vanier ha provocado un cambio importante en la vida de innumerables personas en todo el mundo –en los discapacitados, en sus familias y en tantos jóvenes que a lo largo de los años han elegido ayudar en las comunidades de El Arca–. Vanier ha enseñado una sabiduría permanente, a saber, que los necesitados –en una sociedad que tan frecuentemente los excluye– no solo quieren que se sea generoso con ellos, sino que los demás se relacionen y entren en comunión con ellos, y que los seres humanos, todos, aprendemos a ocultar nuestra quiebra y vulnerabilidad interiores tras las impenetrables pantallas de nuestras capacidades y de nuestro poder. Pero dejemos que retome el relato de la historia de Vanier el galardonado autor y columnista Ron Ferguson:

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«El Dios de Jean Vanier es una divinidad vulnerable, una divinidad que se desliza de incógnito por los márgenes de la vida humana, donde la gente sangra y llora. En su experiencia y en sus reflexiones expresa una religión del corazón, una religión que encarna la teología del teólogo del siglo II Ireneo: “La gloria de Dios es que el hombre viva plenamente”. Vanier es un profeta irreverentemente jovial de nuestro tiempo […]. Ofrece una visión alternativa de cómo ser religioso. Sus comunidades de El Arca en la India, con ayudantes hindúes, cristianos, musulmanes y sin religión alguna, son signos frágiles de esperanza de una vida basada en la compasión y en el respeto»[9].

Jean Vanier es un hombre alto, de sonrisa generosa, que irradia compasión, y su «visión alternativa de cómo ser religioso» evoca la de Jesús, que nos mostró que el amor a los demás es el fundamento de la sabiduría y la alegría. En la carta de Santiago, en el Nuevo Testamento, leemos lo siguiente: «¿Hay entre vosotros alguien sabio y prudente? Demuestre con su buena conducta que actúa guiado por la modestia de la sabiduría. Pero si dentro lleváis una envidia resentida y rivalidad, no os gloriéis engañándoos contra la verdad. Esa no es sabiduría que baja del cielo, sino terrena, animal, demoníaca. Donde hay envidia y rivalidad, allí hay desorden y toda clase de maldad. La sabiduría que procede del cielo es ante todo limpia; además es pacífica, comprensiva, dócil, llena de piedad y buenos resultados, sin discriminación ni fingimiento. Los constructores de la paz que siembran en paz recogen una cosecha de justicia» (Sant 3,1318).

En su traducción de la Biblia titulada The Message, Eugene Peterson, que es pastor, estudioso, escritor y poeta, parafrasea los últimos versículos con términos más actuales: «La verdadera sabiduría, la sabiduría de Dios, comienza con una vida santa y se caracteriza por llevarse bien con los demás. Es amable y sensata, desborda misericordia y bendición, no se calienta un día y se enfría al siguiente, no es hipócrita. Podéis desarrollar una comunidad sana y robusta que viva rectamente con Dios y disfrute de sus resultados solamente si lleváis a cabo el duro trabajo de llevaros bien unos con otros, tratándoos unos a otros con dignidad y honor» (Sant 3,17-18, The Message).

Sabios para nosotros mismos Para ser sabios con los demás, para llevar a cabo el duro trabajo de llevarse bien con ellos, debemos ser sabios con nosotros mismos. No puedes cuidar y ayudar a los demás, estar a su lado, escucharles y darles tu tiempo y energía, si estás agobiado y agotado. Jesús dijo a sus discípulos: «Vosotros venid aparte, a un lugar tranquilo, a descansar un rato» (Mc 6,31). Jesús reconocía el gran valor del «tiempo libre», una ruptura en la rutina para hacer una pausa, reflexionar y renovar las energías. Esto es particularmente efectivo cuando afrontamos dilemas o elecciones. Con gran frecuencia, solo tras una pausa o un descanso en un «lugar tranquilo» se clarifican los caminos que debemos seguir y podemos tomar decisiones. En ese tiempo de pausa, una vista preciosa o un cuadro pueden conmover el alma, el argumento de una novela podría alentarnos a examinar más profundamente la constante complejidad de la vida humana, o una evocadora pieza musical puede describir 76

lo mejor de lo que somos y de lo que podríamos todavía llegar a ser. Renovados e inspirados, podemos volver a lo que tenemos que hacer con nuevas ideas y energías. Es posible que te encuentres pasando por un período de tensión e indecisión en tu vida. Que te sientas dividido y arrastrado en varias direcciones, y añores sentir de nuevo que controlas tu vida. Ciertamente, a veces nos encontramos así todos, y en esos momentos podemos sentir y oír el latido de nuestro corazón que corre a tal velocidad que nuestras mentes pueden llegar a ser, como decimos en Escocia, como carne picada. El corazón nos late con rapidez, la cabeza nos zumba, no sabemos qué hacer –en esos momentos no pueden ayudarnos todas las bibliotecas del mundo–. Solo cuando elegimos, con serenidad en nuestro corazón, reajustar nuestra orientación y renovar nuestro sentido de finalidad y servicio, hemos encontrado de verdad nuestra sabiduría interior. Ahora sí que podemos acumular todos los recursos que nos capacitan para llegar a estar tranquilos y mantener la calma. Son muchos los autores que han escrito y hablado sobre esta capacidad humana extraordinaria que está dentro de nuestra alma. Todos la poseemos, y podemos usarla y fortalecerla en nosotros mismos. Encontrar la calma en medio del caos, nutrir en nosotros la capacidad de retroceder y distanciarnos, de modo que podamos mantenernos centrados ocurra lo que ocurra, tal es la meta, si lo que deseamos es cultivar la sabiduría. Los sabios saben que todos somos imperfectos, que la vida misma es imperfecta, pero que es en esos defectos donde encontramos esperanza, iluminación y entendimiento. Leonard Cohen, el poeta, escritor y músico canadiense, cuya obra es enormemente influyente, reflexiva y profunda, hizo y perdió toda una fortuna en dos ocasiones –una de ellas en beneficio de su anterior representante, que le estafó millones de dólares–. Cohen, un hombre profundamente espiritual, pasó cinco años en un monasterio budista zen en la década de los noventa, retirado completamente del espectáculo. Pero, sin un euro en el bolsillo, volvió a actuar a sus setenta años y de nuevo logró tener un enorme éxito. En su emocionante canción «Anthem» dice: «Toca las campanas que aún pueden sonar, olvida tu ofrenda perfecta. Hay una grieta en todo, así es como entra la luz»[10].

Lo que Cohen quiere decir es que tenemos que olvidarnos de la perfección: no la encontraremos. Pero en las imperfecciones inevitables –en nosotros mismos, en la vida, en el mundo que nos rodea– encontraremos la «luz» de la intuición, del optimismo, del amor y de la relación. La relación con los demás, que tan vital es para nosotros como seres humanos, es una fuente potencial de gran alegría, no solo por lo que podemos hacer por ellos, sino por lo que ellos pueden hacer por nosotros. Pues los sabios aprenden cuándo pedir ayuda. No es sabio luchar solo, como no es valentía permanecer aislado y negarse a pedir a 77

ayuda a quienes están en tu entorno. De hecho, la opción más valiente es, con frecuencia, pedir ayuda, pues esto significa admitir la vulnerabilidad, la necesidad de los demás y el hecho de que luchamos para superarnos. Esta sabiduría se encuentra bellamente resumida en la historia que nos cuenta Cliff Schimmels, un famoso profesor de pedagogía, conferenciante y escritor norteamericano, perteneciente a la Iglesia baptista. «Cuando era joven, mi padre tenía un carruaje con caballos. Un día me dijo: “Hijo, ¿te gustaría conducirlo?”. Así que tomé las riendas. Tenía todo controlado. Estaba conduciendo el carruaje. Pero el paso pesado me fastidiaba, era demasiado lento. Así que espoleé a los caballos, que se llamaban Babe y Blue, y comenzaron a trotar. Entonces, a los dos se les ocurrió una idea mejor. Decidieron que si corrían llegaríamos a casa más rápidamente. De pronto, corrían tan rápido como nunca había visto correr a unos caballos. Como pasábamos silbando por encima de los agujeros de los perritos de la pradera, llegué a la conclusión de que estábamos en una situación peligrosa; así que hice cuanto pude para frenar el tiro desbocado. Tiré de las riendas hasta tener calambres en las manos. Grité y supliqué, pero no funcionó. Los viejos Babe y Blue seguían corriendo. Miré a mi padre, que estaba sentado a mi lado, sin inmutarse. Yo estaba ya frenético. Mis manos se soltaron de las riendas, las lágrimas bañaban mi cara, congelada por el frío del invierno. Finalmente, desesperado, me volví a mi padre y le dije: “Mira, coge las riendas”. Ahora que ya tengo más edad y la gente me llama abuelo, recreo aquella escena al menos una vez al día».

Lo que Cliff aprendió aquel día era que llega un momento en el que simplemente tienes que pedir ayuda. Su padre era lo suficientemente sabio como para dejar que lo aprendiera por experiencia, cuando muchos otros padres se hubieran hecho cargo de la situación antes de que se lo pidieran. Lo que a Cliff se le quedó grabado fue el convincente mensaje de que cuando las cosas se ponen muy difíciles tienes una ayuda a mano, con tal de que simplemente quieras pedirla. Se trata de una simple verdad que muchos han descubierto mediante la fuerza de la oración. No tenemos que sufrir solos, podemos pedir ayuda, y si la pedimos se nos dará. También mediante nuestra relación con los demás descubrimos lo que tiene o no valor, y aprendemos a confiar en nuestro juicio. John Alexander Smith, profesor de filosofía moral en la universidad de Oxford, lo expresó de forma muy sucinta cuando dijo a sus estudiantes en la lección inaugural de 1914: «Nada de cuanto aprendan a lo largo de sus estudios les será de la más mínima utilidad para su vida posterior, salvo lo siguiente: si trabajan duro e inteligentemente, podrán detectar cuándo una persona dice disparates. Y, a mi parecer, esta es la principal, o tal vez la única, finalidad de la educación». Con qué claridad y belleza expresó que la vida no se reduce a conocimiento y a la mera acumulación o procesamiento de datos. La educación tiene una aspiración mucho más importante: la búsqueda constante de la sabiduría, que, en su simplicidad, atraviesa todo el relleno intelectual de cualquier cuestión para llegar a su esencia real. Lo que John Alexander Smith puntualizaba era que para ser sabios necesitamos ser capaces de distinguir lo que es genuino, verídico y real, de lo que es mentira, incierto y

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falso. Para poder hacerlo, necesitamos confiar en nosotros mismos y en nuestro juicio; tal era, a su parecer, el digno resultado final de la educación. Si no confiamos en nuestro propio juicio, no podemos seguir a nuestro corazón en la dirección de nuestra verdadera finalidad. R. S. Thomas, el gran poeta cristiano de Gales, escribió: «Es demasiado tarde para salir hacia destinos que no sean los del corazón»[11].

Sus conmovedoras palabras sintetizan perfectamente lo importante que es para nosotros hacer todo cuanto hagamos en la vida con el corazón. De lo contrario, nuestro espíritu no puede elevarse. Mi padre estaba a punto de ingresar en Cambridge en 1939, cuando estalló la guerra. Aplazó su ingreso y se fue a la guerra, donde fue el oficial más joven que regresó a casa desde las playas de Dunkerque, en Francia. Al finalizar la guerra, estaba seguro de que aún contaba con su plaza en la universidad y se entusiasmaba al pensar que finalmente reanudaría sus estudios. Había decidido ser dentista o ministro de la Iglesia, y ansiaba seguir a su corazón para descubrir en qué campo estaba su futuro. Pero cuando se acercó a su padre con la carta de Cambridge confirmando su plaza, mi abuelo le dijo: «No creo que quieras hacer eso después de todo aquello por lo que has pasado. ¿Por qué no te unes a la empresa familiar con tus hermanos y conmigo?». La mayoría de la gente en el Reino Unido de la posguerra le habría dicho que lo «correcto», lo sensato, era meterse en la empresa familiar con su padre y sus hermanos, y en aquel momento, deseoso de agradar a su padre, se dejó convencer para seguir la carrera empresarial. Sin embargo, en su interior sabía que no era este el camino por el que se sentía verdaderamente atraído, y que nunca llegaría a disfrutar plenamente de su trabajo. La opción que tomó, a pesar de una vida familiar llena de felicidad, contribuyó, en última instancia, a su muerte prematura por un fulminante ataque al corazón. La tensión interior en que vivía era insoportable, como supimos tras su muerte al enterarnos de que, sin saberlo mi madre, había realizado varias visitas a altas horas de la noche a nuestro ministro para discernir con él si tenía o no realmente vocación al ministerio eclesial.

Los que lo amamos, sentimos un profundo pesar de que no hubiera podido cumplir ese sueño. Era un padre maravilloso, que nos dio mucho, y que habría sido un ministro profundamente humano e inspirador. En contraste con el relato anterior, el siguiente trata de otro joven que regresó de la misma guerra. Un marine altamente condecorado regresó a los Estados Unidos tras la guerra y se encontró ante la disyuntiva de cuál era la carrera que quería hacer. Como famoso héroe de guerra y joven muy brillante, podría fácilmente haberse hecho diplomático, político, abogado o empresario, carreras todas que le conducirían a una alta probabilidad de éxito y a un sueldo seguro. Sin embargo, no lograba decidirse, pues, según reconocía, había una voz interior que parecía estar guiándolo y a la que sentía que tenía que obedecer. Una noche fue a una revista musical de su localidad, y ya al final del espectáculo salió al escenario una joven ciega que cantó «Qué será, será» («Whatever will be, will be»). Al escuchar su preciosa voz, se dio finalmente cuenta de lo que tenía en su

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corazón, y poco después aceptó un empleo en el departamento de asuntos sociales de su ciudad. No muchos años después, llegó a ser jefe del departamento de asuntos sociales de su Estado. Finalmente, en los últimos días de su carrera fue elegido consejero principal de asuntos sociales del presidente de los Estados Unidos.

Con toda seguridad, estos dos héroes de guerra, el joven marine de los Estados Unidos y mi padre, habrían entendido lo que la célebre autora y poetisa neozelandesa Joy Cowley tenía en mente en su libro Psalms Down Under cuando escribió este poema titulado «Tension». «Dos caminos tiran de mí. Una voz en mi corazón me llama a viajar fuera, hacia aguas profundas; otra voz en mi cabeza me dice que me quede cerca de una orilla segura y familiar. La voz del corazón es como marea fuerte que me arrastra a lo infinito. La voz de la cabeza me amarra a un seguro puerto de posesiones e ideas. Sé que la voz de mi cabeza viene de mi naturaleza humana y forma parte de mi instinto de supervivencia en este planeta. Es alta la voz, y dice de maneras muy diversas: “¿Y yo? ¿Y yo?”. La voz del corazón es apacible y tan tranquila como luz de luna. Todo cuanto dice es: “¡Ven!”, pero su influencia es muy fuerte y mi corazón se libera de mi cabeza con anhelo profundo. Sé que hay una estación para esperar en puertos seguros, un tiempo para la seguridad material, para nutrir el yo humano con cosas e ideas de cosas. Lo que pido en este momento es el don del discernimiento. Que aprenda a leer las mareas, y sepa cuándo romper los amarres para poner rumbo a las profundas e inexploradas aguas del infinito amor de Dios»[12].

«El infinito amor de Dios», del que habla este bello poema, encuentra su mejor ejemplo en la vida y las enseñanzas de Jesús de Nazaret, cuya sabiduría profunda le 80

posibilitó sacar lo esencial de lo trivial.

Visión de conjunto Si bien el conocimiento puede informarnos de los detalles de una situación, es la sabiduría la que nos permite ver el conjunto. Posiblemente, esta constatación fue la que provocó que Robert Kennedy, fiscal general de Estados Unidos, candidato presidencial y hermano menor del presidente Jack Kennedy, hace unas cuatro décadas, descartara el uso de los meros datos, como las cifras del PIB, para fijar las prioridades de la nación. En un discurso pronunciado el 18 de marzo de 1968, supuestamente escrito por el economista Edgar Cahn, fundador del Time Banks, Robert Kennedy dijo que ese conocimiento fáctico «no tiene en cuenta la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o la alegría de sus juegos. No incluye la belleza de nuestra poesía o la fortaleza de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestro debate público o la integridad de nuestros funcionarios públicos. No mide nuestro ingenio ni nuestra valentía, ni nuestra sabiduría ni nuestro aprendizaje […]. Lo mide todo, en suma, menos lo que hace que merezca la pena vivir».

Poco sorprende, entonces, que muchos de nosotros demos la espalda a los informativos o a los comentarios de los expertos políticos de los partidos, cuyos «hechos» resultan ser frecuentemente estimaciones muy por encima de lo posible, conduciendo, en última instancia, a que se rompan más promesas cada vez que llega el momento de las elecciones. Cuando un gobierno ha perdido el rumbo o una organización está desesperada, reaccionan por defecto creando un grupo de estudio, una comisión o una investigación. Sin embargo, por muy buenas que sean las intenciones de los participantes, la urgencia competitiva entre quienes son considerados más inteligentes o expertos –que, sin embargo, es posible que tengan poca experiencia de lo que realmente está pasando en las bases– puede conducir a lo que podría describirse como una «academia de deliberación» con una enorme cantidad de documentos y directrices sobre actuaciones políticas, muchos de los cuales se archivan con demasiada facilidad sin ser leídos. Mientras tanto, los que están comprometidos en encontrar soluciones concretas solo piden que la gente hable simple y auténticamente con el corazón y no participen en los regateos de ideas académicas políticamente inspiradas. En la Sudáfrica del período posterior al apartheid, el arzobispo Desmond Tutu fue uno de los que tuvieron la visión de conjunto, a saber, que la reconciliación era la única vía para unir a todos los partidos en esta nación de muchas facciones. Desmond Tutu, un hombre valientemente franco y con sentido del humor, ha suministrado siempre un enorme potencial de sabiduría para que otros le consultaran y 81

confiaran en él durante la larga lucha de Sudáfrica para liberarse del apartheid. En medio de todo cuanto estaba sucediendo dentro y fuera del país, durante el encarcelamiento de Nelson Mandela y el «largo camino hacia la libertad», Desmond Tutu era la voz apacible que hablaba contra la cacofonía de los que animaban a la represalia y la violencia. En los primeros años de la Rainbow Nation[13], tras la eliminación del apartheid, Desmond Tutu fue uno de los que crearon la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, sin la que nunca habría seguido adelante la nación. Esta comisión fue poco menos que un milagro espiritual. Casi con toda certeza, un mero conocimiento fáctico de los acontecimientos previos habría indicado que tal idea sería un desastre, pero fue la sabiduría espiritual de Desmond Tutu la que condujo el proceso hasta su triunfo definitivo. La Comisión para la Verdad y la Reconciliación, que se creó en 1990, era similar a un órgano judicial al que se invitaba a declarar a los testigos identificados como víctimas de violaciones de los derechos humanos, pero también los autores de la violencia podían hacer sus declaraciones y solicitar la amnistía para evitar ser procesados civil y criminalmente. A menudo, lo que acontecía en esta comisión era profundamente conmovedor. ¿Quién se habría imaginado que un afrikáner blanco confesaría a una viuda negra que había matado a su marido, o que un «terrorista» negro pediría perdón por el daño, la violencia y las muertes que había causado, pidiéndose perdón recíprocamente y perdonándose a su vez? En una entrevista concedida a la NPR en 1994, Desmond Tutu decía: «Fuimos hechos para disfrutar de la música, para disfrutar de las bellas puestas de sol, para disfrutar mirando las olas del mar y para estremecernos con una rosa adornada de rocío […]. Los seres humanos estamos realmente creados para lo trascendente, para lo sublime, para lo bello, para lo verdadero […] y todos tenemos la tarea de intentar hacer este mundo un poco más acogedor para estas cosas hermosas»[14].

Él tenía la visión de conjunto, la belleza que hay en el mundo que nos rodea y en el alma humana, y sabía que el perdón era el único camino para avanzar. Poseía la sabiduría que nos capacita para ver por encima y más allá de todas y cada una de las aparentes desgracias o dificultades y para saber, recurriendo a las famosas palabras de Juliana de Norwich, que «todo saldrá bien, todas las cosas saldrán bien». Juliana de Norwich era una gran mística y escritora medieval, que vivió en una celda anexa a la iglesia de San Julián en Norwich, pasando sus días en oración contemplativa. Aunque vivió en tiempos turbulentos –la peste negra y varias revueltas del campesinado– tenía una teología optimista. El sufrimiento no era para Juliana un castigo que Dios infligía, que era como se entendía habitualmente entonces. Ella creía que Dios amaba y quería salvar a todos, y hablaba del amor divino recurriendo a la alegría y a la compasión, en contraposición a la ley y al deber. En su sabiduría, Juliana de Norwich

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sostenía que, si pudiéramos dar un paso atrás y tener la visión de conjunto, entonces todo saldría realmente bien.

Construir la sabiduría Sabemos por quienes son sabios que la sabiduría es una importante cualidad de fuerza y crecimiento interiores, y que exige que se trabaje en ella. Necesitamos guardar y recordar los momentos de sabiduría, cuándo nos llegaron y quién nos los inspiró. Esos momentos aparecerán frecuentemente cuando menos los esperemos. Más que la acumulación de hechos y de conocimientos, será la sabiduría la que nos inspirará cómo vivir nuestra existencia en un terreno bueno, rico y fértil. Entonces, en nuestras relaciones con los demás, reflejando nuestras intenciones más íntimas, podremos comenzar a comprender lo que quiso decir Jesús de Nazaret cuando dijo a sus discípulos antes de morir: «Os he dicho esto mientras estoy con vosotros. El Valedor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os dije» (Jn 14,25-26). De este modo, Jesús indicaba a sus primeros discípulos, y a todos cuantos le escucharan y siguieran desde entonces, que hay un camino más elevado de sabiduría que sobrepasa efectivamente todo nuestro entendimiento humano. A veces, este camino más elevado de sabiduría se nos dará de las formas más improbables y menos esperadas. Puede que veamos algo bello, que oigamos un comentario que resuena profundamente dentro de nosotros o que recordemos un verso o un pensamiento que, de algún modo, nos da fuerza y confianza para continuar. Pensemos, por ejemplo, en la siguiente cita que con gran frecuencia se atribuye al novelista francés Albert Camus: «No camines delante de mí, puede que no te siga. No camines detrás de mí, puede que no te guíe. Camina a mi lado y sé mi amigo».

En esta misma línea, nunca olvidaré cómo, hace ya unos años, nuestro hijo Ruaraidh, que entonces tenía once años, mientras estaba de visita con nosotros en Australia, le pasó una nota a su hermana mayor Maggie. Nosotros teníamos que regresar a Escocia, y Maggie tenía que comenzar una nueva vida a miles de kilómetros de distancia de casa. En su nota, Ruaraidh le decía a Maggie: «Acuérdate de correr con el corazón, no con la mente», y así lo hizo. Las palabras sabias pueden apaciguar y confortar, elevar y dar fuerza, y no hay ningunas que fortalezcan y alienten más que las de Jesús de Nazaret cuando dijo: «La paz os dejo, os doy mi paz, y no os la doy como la da el mundo. No os turbéis ni os acobardéis» (Jn 14,27).

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Estas palabras son un don que nos posibilita vivir con paz en nuestro corazón. Esta paz tiene su comienzo y su final en la sabiduría de aquel que nos amó tanto que estuvo dispuesto a dar su vida en una cruz y a morir por nosotros; aquel que en su vida terrenal estuvo dispuesto a ser ridiculizado por quienes conocían perfectamente sus hechos pero cuyas almas estaban totalmente desnutridas. El magnífico escritor norteamericano Mitch Albom, citando a su profesor Morrie Schwartz en su libro Martes con mi viejo profesor, escribió: «¿Recuerda lo que dije sobre encontrar una vida que tenga sentido? Dedíquese a la comunidad de su entorno, a algo que le dé sentido y finalidad. La posición social no le llevará a ninguna parte. Solo un corazón abierto le permitirá flotar equitativamente entre todos».

El conocimiento tiene la curiosa costumbre de animarnos a ver la vida como un fin en sí mismo. La sabiduría, por el contrario, ve la vida como un viaje, un proceso de aprendizaje permanente y una extraordinaria aventura eterna.

Reflexiones ¿Estás dispuesto a cambiar tu forma de pensar? ¿Estás preparado, cuando se presente la ocasión, para ir en contra de la búsqueda constante del conocimiento fáctico y buscar el «tesoro escondido», la sabiduría para todas y cada una de las situaciones? Esta sabiduría te alentará a encontrar tu libertad en la simplicidad y a evitar el exceso de apegos, materiales o personales. Si corres con tu corazón y no solo con tu mente precavida, serás capaz de «entregar las riendas». Y si escuchas y aprendes en tus oraciones, oirás la voz de Dios «en un susurro silencioso». Saca tiempo de tu ocupada vida para descansar, renovarte y conectar con la belleza de este mundo maravilloso. Así podrás ayudar mejor a los demás.

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6. La integridad antes que la política «El modo tan propiamente vuestro de infundir con el espíritu cristiano el conocimiento sobre los seres humanos y la sociedad en que vivimos, posee una extraordinaria fuerza liberadora». Palabras de un visitante internacional a Columba 1400

UNA vez le preguntaron a Mahatma Gandhi: «Señor Gandhi, ¿qué piensa de la civilización occidental?». Hizo una breve pausa y replicó: «Creo que sería una idea muy buena». Todos se rieron con el chiste, pero Gandhi, el líder de la resistencia no violenta de la India contra el gobierno británico, estaba claramente insinuando, con su habitualmente apacible sentido del humor, que no creía que Occidente estuviera en modo alguno civilizado. Y tal vez sea esta, en parte, la razón por la que los occidentales confiamos tanto en la política. Es evidente que toda nación necesita una política y unos políticos. Pero yo me refiero al término en su más amplia y peor acepción, es decir, a los tratos interesados que a menudo ocultan otro motivo tras una declaración de honestidad y manipulan a los demás. En todas las esferas de la vida actual hay hombres que urden planes, que son astutos y que juegan con todo para conseguir lo que quieren, o que declaran un programa de acción pero luego tienen otro oculto, que es el que persiguen. Este tipo de política puede ser muy sutil e incluso aparentar que es bien intencionada. Puede ser difícil de descubrir, aunque, en última instancia, siempre sabemos cuándo hemos sido objeto de ella. Al igual que un político en campaña electoral hará declaraciones y promesas, solo para decir después que no es culpa suya su incumplimiento, de igual modo, un «jugador» político, en cualquier otro campo, puede prometer lo que bien sabe que no es posible cumplir. En contraposición, la integridad consiste en ser sensato, responsable y honesto. Cuando hay integridad, lo que ves es lo que obtienes, lo que se promete es lo que se cumple y los tratos se caracterizan por la justicia, la consideración y la honestidad. El tercero de nuestros principios es situar la integridad antes que la política, porque creo que es fundamental que todos pongamos la decencia y la honestidad por encima de los objetivos egoístas. Donde hay integridad, las personas se sienten respetadas y consideradas. Es cierto que hay políticos que son íntegros; las dos realidades no se 85

excluyen. Muchos hombres responsables y honestos han hecho todo cuanto han podido para lograr el bien en el mundo de la política y en otras partes. Pero, lamentablemente, son muchos los que no actúan con integridad, y para quienes unos turbios fines son justificados por medios incluso más turbios. Fue el difunto George MacLeod, el fundador de la comunidad ecuménica de Iona, quien, cuando se le preguntó si creía en los milagros, respondió: «Si no crees en los milagros, te deseo una vida continuamente insulsa». Ciertamente que los milagros pueden ocurrir y, de hecho, ocurren, y nunca tanto como cuando se deja de lado la política y los hombres íntegros actúan con su corazón y su conciencia.

Codicia y mediocridad Cliff Morgan, el famoso jugador internacional de rugby galés, que tras dejar la competición continuó su trayectoria profesional como jefe de la sección de deportes de Radio 4 de la BBC, intervenía hace unos años en una gala deportiva internacional repleta de estrellas. Los comensales esperaban que hablara de anécdotas divertidas del mundo del deporte, así que se quedaron estupefactos cuando Cliff comenzó diciendo: «El problema de nuestra sociedad actual es que carecemos de líderes que nos inspiren. Y este problema tiene una doble causa: en primer lugar, la codicia, y, en segundo lugar, la mediocridad». Muchos de los asistentes se quedaron impactados por cuanto estaba diciendo este brillante e inteligente deportista. Las noticias por entonces estaban saturadas con los escándalos de corrupción protagonizados por WorldCom y Enron en Estados Unidos. Y, como poco después se hizo patente, nos dirigíamos a una recesión mundial; Gran Bretaña acusaría pronto las consecuencias de la crisis crediticia, que en opinión de muchas personas se debía a la codicia de los banqueros. Durante aquellos oscuros días era como si se hubiera permitido que la codicia y la mediocridad dominaran todo hasta el punto de hacer desaparecer toda valentía e integridad de las juntas directivas de los bancos, de las instituciones financieras y de los gobiernos de nuestro mundo. Esta crisis hizo que muchas personas se replantearan su vida y sus prioridades, y pensaran en el equilibrio entre la política y la integridad. Todos sabemos que cuando hay problemas en nuestra vida personal o profesional, es frecuente que sus raíces se encuentren en nuestra propia codicia y mediocridad o en las de otros. Si permitimos que estas dos actitudes predominen en nuestra vida profesional, nos veremos tentados a engrosar las filas de los cansados y agobiados, y así a confiar aún más en los procedimientos, que son lo contrario de la fuerza indómita del espíritu humano. Nos encontraremos tratando a las personas como objetos para conseguir un fin, en lugar de situarlas en primer lugar. 86

Y si mostramos codicia y mediocridad en nuestra vida familiar y personal, les fallaremos entonces a aquellos que más nos preocupan. Lord Sacks, el gran rabino de las Congregaciones Hebreas Unidas de la Commonwealth, comentó en los primeros días de la crisis que había encontrado un gran consuelo en sus estudios y reflexiones sobre el Antiguo Testamento. Una vez más, se había dado cuenta de que el pueblo del Antiguo Testamento «solo comprendía la razón de ser de las fiestas durante las hambrunas». Le mencioné la reflexión de Lord Sacks a una destacada experta financiera y analista en inversiones, y, sin pensarlo un segundo, replicó: «¡Y ojalá pudiéramos volver a las fiestas!». Cuando le sugerí que tal vez Lord Sacks quería decir algo más, me dijo: «Claro que entiendo lo que quiere decir. Cuando pienso ahora en lo sucedido, veo que solo actuamos así porque pensamos que todos los demás lo estaban haciendo». Al reflexionar sobre esa frase, «todos los demás lo estaban haciendo», recordé mis días de director de colegio, cuando un alumno, al verse desafiado o confrontado sobre una determinada acción, o una falta de acción, dio la consabida y poco convincente respuesta: «Pensaba que estaba bien… porque todos los demás lo hacían». Si perdemos nuestro sentido de la responsabilidad individual, nos convertimos en borregos que se siguen ciegamente entre sí, y aquí está la raíz de la mediocridad. Solo cuando pensamos y actuamos por nosotros mismos, siguiendo lo que sabemos y creemos que es correcto, podemos elevarnos por encima de la mediocridad. En nuestras manos está pronunciarnos a favor de la justicia y de la verdad, para el bien de todos. El tiempo de hambruna nos proporciona la oportunidad de recapacitar sobre los excesos de nuestra vida y de volver a sopesar qué es lo verdaderamente importante, duradero y bueno, y en este sentido es una bendición. Decía el profeta Isaías: «Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia […]. Los pueblos verán tu justicia […]; te pondrán un nombre nuevo impuesto por la boca del Señor»

(Is 62,1-2). Tal vez, este antiguo pasaje profético describe de forma concisa nuestro principio «la integridad antes que la política». Cuando encontramos nuestra voz interior, llegamos a obtener la fuerza para encontrar las mejores oportunidades y ocasiones en las que expresar nuestro amor, nuestra alegría, paz, paciencia, bondad, valentía e integridad. Según Isaías, se nos pondrá un nombre nuevo, el valioso nombre interior de saber quiénes somos y por qué luchamos, llegando a ser cada día más plenamente humanos y 87

más totalmente conscientes de lo que, en su sabiduría, Dios nos ha llamado a cada uno a ser y a hacer. Cuando John F. Kennedy llegó a ser presidente de los Estados Unidos no tenía la más remota idea de que en breve se vería llamado a afrontar la crisis de los misiles en Cuba. En efecto, en septiembre de 1962, el gobierno cubano y el soviético instalaron misiles nucleares en territorio cubano. Cuando la inteligencia militar estadounidense descubrió las armas, el gobierno trató de hacer cuanto pudo para asegurar que se desmantelaran. En general, se considera que esta crisis fue el momento en el que la guerra fría estuvo más cerca de una guerra nuclear. La crisis terminó el 28 de octubre de 1962, cuando el presidente Kennedy y el secretario general de Naciones Unidas llegaron a un acuerdo con los rusos para que quitaran los misiles a cambio del compromiso estadounidense de no invadir Cuba. Fue un extraordinario tiempo de prueba para el presidente estadounidense, quien, por el bien de su pueblo y por la paz del mundo, no descansó en su lucha por la paz. Su valentía e integridad en la peligrosa situación política de su tiempo se sintetizaron cuando se dirigió al pueblo norteamericano diciendo: «Los chinos utilizan dos trazos para escribir la palabra “crisis”. Uno de ellos representa el peligro; el otro, la oportunidad. En una crisis hay que tener en cuenta el peligro, pero también reconocer la oportunidad». Esto se aplica a todos los que afrontan una crisis. Toda situación de prueba, junto con todas las presiones y dificultades que contenga, presentará una oportunidad de actuar con integridad y hacer lo correcto. A menudo, hacer lo correcto significa decir la verdad, no obstante lo difícil de tragar que pueda ser para algunos. Fue otro norteamericano, el historiador y escritor Henry Brooks Adams, quien dijo: «Prefiero morir de hambre y pudrirme y mantener el privilegio de decir la verdad, tal como la veo, que ostentar todos los cargos que el capital puede otorgar, comenzando con la presidencia».

Defender lo que importa Nunca podemos decir cuándo se nos pedirá recurrir a nuestra valentía e integridad en medio de la vorágine de la política de nuestra vida personal y laboral cotidiana. Fue Martin Luther King quien dijo la célebre frase: «Nuestras vidas empiezan a terminar cuando no logramos defender las cosas que importan». No es fácil arriesgarse, pero una maravillosa fuerza liberadora puede invadir tu corazón y tu mente cuando tienes la valentía de decir públicamente lo que piensas. En ese momento sabes lo que importa de verdad y que todo lo demás es secundario. Y en la medida en que te liberas del miedo, también se liberan los demás, gracias precisamente a tus acciones valientes y honestas.

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Confucio decía: «La peor cobardía es saber lo que es justo y no hacerlo». Sin embargo, todos hemos sido cobardes en un momento u otro, y todos tenemos que hacer frente en nuestras vidas a los «si yo hubiera», es decir, esos momentos en los que desearíamos haber dicho o hecho algo que ahora, retrospectivamente, sabemos que hubiera cambiado nuestra situación, la de nuestra familia o las vidas de muchas personas a lo largo de nuestra organización, nuestra comunidad o incluso nuestro país. ¿Quién fue el que dijo: «El infierno en la tierra es otro modo de expresar una oportunidad perdida»? ¿Qué fue lo que nos frenó? ¿El miedo, la incertidumbre, la ansiedad? Cualquiera que fuera la causa, nos prometemos que la próxima vez haremos las cosas de forma diferente. Y podemos hacerlo, una vez que tomemos la decisión y la tengamos clara en el corazón. Cuando, siendo un joven abogado con futuro, me di cuenta de que quería ser ministro de la Iglesia, tuve pavor a decepcionar a mi madre, que acababa de quedarse viuda, pues estaba entusiasmada con mi futura carrera en la abogacía. Mi padre acababa de morir y yo temía que la noticia rompiera el corazón a mi madre. Le daba vueltas al tema, oraba y me sentía preocupado, hasta que encontré unas palabras de Jesús en el Evangelio de Lucas, palabras que, desde entonces, han permanecido conmigo en todos los momentos en que he sentido «temblar mis rodillas». «Os llevarán a las sinagogas y las cárceles, os conducirán ante reyes y magistrados […]. Haced resolución de no preparar la defensa; yo os daré una elocuencia y una prudencia que ningún adversario podrá resistir ni refutar» (Lc 21,12-15).

Cuando leí este pasaje, pude liberarme de mis miedos y confiar en que, llegado el momento, sabría qué decirle a mi madre. Si esas palabras me dieron valor en una crisis personal, cuando mi propia integridad estaba siendo probada contra la política más razonable del momento, entonces qué alentadoras tuvieron que ser para quienes escucharon el mensaje de Jesús en su época. Sus palabras eran enérgicas, una energía que aumentó aún más cuando le llegó el momento de afrontar su última prueba. La mejor comprobación de las palabras de un hombre es verlas hechas realidad, y, ciertamente, llegó el momento de su verificación. No muchos meses después, Jesús fue llamado a demostrar la integridad de su mensaje ante la política de su tiempo. Cuando fue arrestado por las autoridades religiosas, el sumo sacerdote le preguntó sobre su enseñanza. Hubiera sido fácil ceder a ciertas argucias políticas con palabras inteligentes para evitar la confrontación. Sin embargo, Jesús eligió responder directamente. «Le contestó Jesús: “Yo he hablado públicamente al mundo; yo he enseñado siempre en sinagogas o en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas? Interroga a los que me han oído hablar, que ellos saben lo que les dije”. Cuando dijo aquello, uno de los guardias presentes dio un bofetón a Jesús y le dijo: “¿Así respondes al sumo sacerdote?”. Contestó Jesús: “Si he hablado mal, demuéstrame la maldad; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpeas?”» (Jn 18,20-23).

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Vemos aquí una actuación especial representativa de cómo Jesús realizó su vida y su fe con una completa integridad en medio del mezquino debate político de su época. La integridad de la vida, muerte y resurrección de Jesús suministró un fundamento de fortaleza y seguridad para muchos que han retado al statu quo. Y cuando los hombres y las mujeres valientes defienden las cosas que importan y dan voz a quienes no pueden hablar por sí mismos, entonces la codicia y la mediocridad se repliegan en las sombras. Algunas personas dan luz y valentía a todos los que las rodean. Paul Moore ejercía de abogado y, tras siete años dedicados a la abogacía, se mudó en 2002 al HBOS (Halifax Bank of Scotland), donde fue director del grupo de regulación de riesgos, con la importante responsabilidad de que el banco cumpliera con las normas de la Financial Standards Authority [Autoridad de Vigilancia Financiera]. En noviembre de 2004 fue destituido por el director general de la entidad bancaria, sir James Crosby. Moore declaró que su destitución se debía a que repetidamente había advertido a sus jefes sobre los temerarios comportamientos del banco y el exceso de los préstamos al consumo. «Me sentía como un hombre en una barca de remos intentado impedir que el Titanic avanzara hacia el iceberg», afirma. Demandó al HBOS por despido injusto y el banco le pagó una indemnización de más de medio millón de libras. Moore aceptó no divulgar el acuerdo como parte de la solución amistosa, pero se sentía profundamente infeliz con esto y, durante tiempo, estuvo dándole vueltas a qué podía hacer. Católico comprometido, decía que siempre se había orientado por su fe, su conciencia y la ley moral. Finalmente decidió, tras muchas noches sin dormir y largas discusiones con su esposa, hablar. Esto implicaba tener que devolver el dinero, pero sentía que el problema era demasiado importante como para silenciarlo; tenía que contar la verdad. El 10 de febrero de 2009 le presentó las pruebas al Treasury Select Committee del Reino Unido, que estaba investigando los riesgos asumidos por los bancos británicos en la marcha que condujo a la crisis crediticia. Como resultado de las pruebas aportadas por Paul Moore, sir James Crosby, que había dejado el HBOS para ser vicepresidente de la FSA [Autoridad de Vigilancia Financiera], tuvo que dimitir. Después, Paul Moore dijo: «Me siento en paz conmigo. Me siento como David contra Goliat, pero, como David, corro hacia Goliat y no cierro la boca. Sir James es una buena persona, pero como tantos otros en el mundo de la banca, estaba afectado por un tipo de ceguera con respecto a lo que estaba ocurriendo».

Como Paul Moore experimentó, a veces puede ser increíblemente duro defender lo que es correcto, cuando son tantos los que preferirían que te callaras. Al final, respondió solo a su conciencia, un signo certero de su profunda integridad.

Un poco de cielo A veces, exige una enorme determinación e integridad evitar todos los obstáculos políticos y seguir un sueño. Fue George Bernard Shaw quien dijo: «Tú ves cosas que existen y dices: “¿Por qué?”. Sin embargo, yo sueño con cosas que nunca existieron y me pregunto: “¿Por qué no?”». Las personas que dicen «¿por qué no?» en esta vida y se deciden a ello son las que están dispuestas a vadear el río de la política para llegar a la otra ribera –y lograr sus metas–. Para ellos «mañana es el primer día del resto de 90

nuestras vidas». Su energía y entusiasmo pueden menguar de vez en cuando, pero nunca se pierden. Como dice Abba en la letra de una de sus canciones: «Tengo un sueño, una canción para cantar que me ayuda a afrontar todo. Si ves lo maravilloso en un cuento de hadas, puedes aceptar el futuro, aunque fracases. Yo creo en los ángeles. Algo bueno en todo veo. Yo creo en los ángeles. Cuando sepa que es mi momento oportuno, cruzaré la corriente… tengo un sueño»[15]. A mediados del siglo XIX, una joven enfermera llamada Florence Nightingale tuvo un sueño y en los años siguientes transformó literalmente hospitales sucios, peligrosos y deficientes en lugares de esperanza y de curación. Aceptó con valentía el desafío de modernizar las normas hospitalarias, mejorar la atención a los pacientes, intensificar la higiene y promover la formación de las enfermeras. Afrontó muchos retos y les hizo frente. En primer lugar, se impuso a la dura oposición de su madre, que no quería que fuera enfermera. Después, llevó a cabo todo cuanto hizo a pesar de padecer una enfermedad que tuvo que hacerle muy difícil la vida. Y además, rehusó el matrimonio, temiendo que pudiera interferir con su dedicación a la enfermería. Con veinte años, Florence escribió en su diario: «Dios me ha llamado esta mañana y me ha pedido que hiciera algo bueno solamente para él, sin buscar fama alguna». Y eso es lo que hizo, y siguió haciéndolo durante el resto de su vida. Durante su larga carrera se encontró con políticas inimaginablemente mezquinas en todos los niveles, mientras luchaba por mejorar los niveles de atención a los pacientes y por organizar una mejor preparación para las enfermeras. Sin embargo, poco le importaba lo que tuviera que afrontar; ella estaba profundamente comprometida en dar respuestas al desafío de cuidar a los heridos, los enfermos y los moribundos. No podía hacer otra cosa, pues su corazón íntegro estaba lleno de amor y compasión hacia sus semejantes. Florence Nightingale y su contingente de enfermeras, bien formadas, salvaron muchas vidas en la guerra de Crimea. Cuando su frágil salud la obligó a regresar a Inglaterra, se vio confinada a su lecho. Las autoridades políticas del momento se sintieron aliviadas, pensando que podría ser el final de su interferencia. Pero no fue así, pues esta valiente alma logró, de un modo u otro, ya con sus cuarenta años, crear la Nightingale School and Home for Nurses en Londres. Desde su lecho creó una revolución en el mundo de la medicina y siguió planeando y dirigiendo esos esfuerzos hasta su muerte, ¡a la edad de noventa años!

Florence Nightingale procedía de una familia pudiente y podía haber elegido un estilo de vida privilegiado; sin embargo, siguió a su corazón y se elevó por encima de los miopes políticos y de los argumentos convincentes de su época. Su fuerza y su visión aliviaron el dolor de muchas personas, hasta el punto de que, desde entonces, ha sido reconocida como la fundadora de la enfermería como una verdadera profesión, una de las más nobles y respetadas en todo el mundo. Es evidente que Florence Nightingale «trajo un poco de cielo a la tierra» para sus pacientes de entonces, y desde entonces. Otra extraordinaria mujer que trae «un poco de cielo a la tierra» es Camila Batmanghelidjh, la fundadora de la organización benéfica Kids Company. Camila, una 91

psicoterapeuta iraní, pasa su vida atendiendo y ayudando a jóvenes, principalmente afrocaribeños, en las zonas del sur de Londres para que se den cuenta de su verdadero potencial. Camila, que recauda millones de libras al año para financiar su organización, ha creado albergues juveniles literalmente debajo de las arcadas de las vías del ferrocarril, a los que los jóvenes pueden ir y donde pueden hablar de sus temores y angustias más profundos; el objetivo es que estos chicos lleguen a darse cuenta de sus esperanzas y aspiraciones más íntimas. En un discurso pronunciado en el Centre for Social Justice de Londres, Camila señaló que en 1968 solo se producían nueve muertes al año por causa de la droga en el Reino Unido, y que el ritmo actual de delitos relacionados con la droga se ha acelerado tanto, según su opinión, que «los jóvenes están logrando destruirnos a los demás». «Hay», dijo, «algunas cuestiones humanitarias profundas que deben responderse en medio de la necesidad de afrontar una crisis emocional y espiritual». Y, después, con su típica valentía y honestidad, dijo también: «Cuando los políticos se van, somos la gente como tú y como yo quienes salimos y hacemos realidad las cosas». Y así es, efectivamente. Gracias a Dios, ninguna política extinguirá jamás la dignidad y el dinamismo del espíritu humano –o su integridad intrínseca–. Siempre quedaremos aquellos que, mediante la serenidad de nuestro corazón, la finalidad de nuestra alma y un servicio verdadero, nos daremos cuenta de que, si ponemos a la persona antes que el procedimiento y la sabiduría antes que el conocimiento, nuestra integridad se elevará por encima de la mera política y nos llevará a elegir el camino más difícil, pero, en definitiva, también el más satisfactorio. Cuando san Pablo escribió a los hermanos de Éfeso, estaba pasando por tiempos difíciles. Sus creencias habían sido severamente probadas y lo habían torturado; había estado enfermo y en la cárcel. Sin embargo, en medio de su sufrimiento pudo escribir a sus amigos de Éfeso, animándolos, con sus propias palabras, a «ponerse la armadura de Dios». Y prosiguió diciéndoles: «No peleáis contra seres de carne y hueso, sino contra las autoridades, contra las potestades, contra los soberanos de estas tinieblas, contra espíritus malignos del aire» (Ef 6,12).

En esas circunstancias, su exhortación era clara y concreta. «Por tanto, requerid las armas de Dios para poder resistir el día funesto y manteneros venciendo a todos. Ceñíos los lomos con la verdad, revestid la coraza de la justicia, calzad las sandalias de la prontitud para el evangelio de la paz. Para todo llevad el escudo de la fe, en el que se apagarán los dardos incendiarios del maligno. Poneos el casco de la salvación, empuñad la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Y orad en el Espíritu en todas las ocasiones con todo tipo de oraciones y súplicas» (Ef 6,13-18).

Estas palabras de san Pablo han mostrado ser una enorme fuente de valentía para generaciones de hombres y mujeres que han pasado por momentos duros, en los que se puso en duda y a prueba su integridad frente a opciones políticas más pragmáticas y aparentemente más fáciles. 92

Tal fue la experiencia de un ministro eclesiástico muy respetado de Edimburgo, que tenía enormes dificultades, noche tras noche, en el club que dirigía para los más jóvenes de la zona. Había un joven problemático que lograba molestar a todos, desde los colegas del club hasta los monitores y a varios padres también. Al final de una noche, un grupo de monitores, padres y miembros se quedaron rezagados para hablar con el ministro e intentar presionarlo, diciéndole que habría que cerrar el club a menos que expulsara al gamberro que había causado tantos problemas. Una profunda integridad interior le indicó al ministro que lo defendiera, que siguiera empleando más tiempo con él y con su familia, y que animara a los monitores del club (a los que creía que debería haber conocido mejor) a estar a la altura de su vocación y actuar igual. Aunque distaran de la perfección, las cosas empezaron a ir mejor, hasta que el joven problemático acabó la escuela y dejó el club. Lo que nadie podía saber entonces era que este gamberro llegaría a ser un día el primer escocés de la historia en llegar a la cima del Everest. Se llamaba Dougal Haston. Si el ministro hubiera cedido y expulsado a Dougal, el joven podría un camino muy diferente en la vida, creyendo que era un inadaptado querido. La firme posición del ministro, frente a la oposición, mostró que creía en el joven, y respaldó esa fe pasando tiempo con Dougal e confianza en él.

haber tomado o que no era tenía fe y que infundiéndole

Todos podemos mirar a nuestro alrededor y ver a personas para quienes las cosas podrían ser diferentes si tuvieran a alguien que creyera en ellas, que las escuchara, que las apoyara, que tuviera fe y las alentara. Cada uno de nosotros podemos, con un poco de integridad, cambiar algo de verdad en la vida de alguna otra persona.

Encontrar conexiones A veces, las diferencias y las divisiones son creaciones de nuestra mente y del modo en que hemos sido educados. Puede causar mucha alegría descubrir que, a pesar de la aparente diferencia y división, estás realmente en la misma onda o comprometido en la misma búsqueda que otra persona. Durante un reciente retiro dedicado al liderazgo con el equipo directivo de una gran organización educativa, me tocó formar pareja con el director ejecutivo en una sesión de entrenamiento. A primera vista, teníamos poco en común. Cuando comenzamos a explorar en nuestra infancia, descubrimos, para sorpresa nuestra, que nos habíamos criado a un kilómetro más o menos el uno del otro, en una ciudad con astilleros al oeste de Escocia. No solo habíamos crecido cerca, sino que teníamos exactamente la misma edad y los dos habíamos perdido a nuestros padres cuando solo teníamos diecinueve años. Fue extraordinario pensar en que tuvimos que haber pasado la misma pena al mismo tiempo y a escasa distancia. Al seguir hablando, descubrimos que teníamos aún más cosas en común, a pesar de nuestras procedencias familiares tan diferentes. Cuando le pregunté: «¿Cuál ha sido su mayor pasión en la vida?», me dijo: «La justicia social». A la misma pregunta yo

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respondí: «La responsabilidad social». Conforme avanzábamos en la conversación, descubrimos que teníamos tantos puntos de vista y creencias en común que comenzamos a sentir que podríamos cambiar juntos el mundo.

Fue profunda la experiencia de encontrarte y trabajar con alguien que, aparentemente, procedía de un contexto diferente y había hecho diferentes opciones de vida. Me recordó que juzgar a las personas por su apariencia exterior es perder la posibilidad de descubrir quiénes son realmente y crear con ellas una conexión profunda y valiosa. Hace varios veranos, me invitaron a oficiar un servicio religioso los miembros judíos e hindúes de una peregrinación multirreligiosa a la remota isla de Iona, en Escocia. Esta isla es el lugar donde está enterrado el príncipe irlandés del siglo VI que llegó a convertirse en san Columba y desde cuyos monasterios se propagó la civilización por toda Escocia. Mi primera reacción a esta invitación fue indicar que había pensado en un encuentro de oración que fuera abierto y que integrara en lo posible todas las religiones y tradiciones presentes en el grupo. Sin embargo, los miembros de la peregrinación insistieron en que celebrara la eucaristía, y accedí con mucho gusto. Cuando llegó el momento, muchos de nosotros nos emocionamos profundamente, porque no solo los cristianos de diversas confesiones se acercaron para recibir el sacramento, sino que los judíos, los musulmanes y los hindúes también se acercaron para recibir una bendición. Apenas dijimos una palabra en el camino desde la abadía de Iona hasta el embarcadero para hacer el corto viaje en barca hasta el transbordador Hebridean Princess, que estaba anclado mar adentro. Un profundo sentido de paz, que sobrepasa todo cuanto humanamente podamos pensar, se había instalado perceptiblemente en cada uno de nosotros. Algo verdaderamente extraordinario había ocurrido en nuestras vidas.

Cuando recuerdo aquel mágico servicio religioso de comunión cristiana, reconozco que no habría tenido lugar sin la persuasión e insistencia de los miembros de otras religiones que participaron en nuestra celebración. ¿Qué nos dice esto? Tanto en lo privado como a la luz pública de nuestras democracias occidentalizadas del primer mundo nos hemos hecho más bien tímidos; tímidos a la hora de reconocer nuestra herencia y de dónde procedemos. Tal vez, lo «políticamente correcto» ha llegado tan lejos que nos resulta más fácil no ser fieles a nosotros mismos y a nuestras creencias para así evitar cualquier posible ofensa a los demás. Suponemos con frecuencia que podrían ofenderse por nuestros pensamientos y creencias, y tendemos a adoptar una filosofía de la paz y la armonía a cualquier precio. La realidad, tal como comprobamos en Iona, puede ser muy diferente. El ánimo que las personas de otras religiones nos dieron para celebrar la eucaristía hizo que los cristianos presentes tomaran conciencia de la valiosa realidad de su fe y su praxis. Más aún, alentó a que se entablaran bonitas conversaciones, llenas de paz y armonía. En el momento más álgido de su obra de reconciliación, dijo una vez Martin Luther King: «Nadie puede creer en el poder de la oración y en su efectividad, salvo quienes lo han aprendido por propia experiencia». 94

Cuando oras con valentía e integridad y no te guardas nada, entonces surge en tu corazón un sentido de libertad para llegar a ser quien eres y quien estás llamado a ser, y para aceptar a los demás por lo que son, acogiendo tanto las diferencias como las semejanzas. No es de extrañar que el salmista pudiera escribir: «Corro por el camino de tus mandatos, pues has liberado mi corazón» (Sal 119,32).

Cultivar la integridad Cada uno de nosotros es un hijo especial de Dios, un ser humano singular, en cuya alma hay un núcleo de bondad e integridad. El viaje de nuestra vida es una oportunidad para erradicar los «si yo hubiera» que conducen al remordimiento y a la decepción personal. Nosotros somos creaciones individuales, que venimos a este mundo con un papel en blanco; solo las marcas y las notas, que con frecuencia proceden de las convicciones y los prejuicios de otras personas, dan el colorido a las formas de nuestra vida y pensamiento. Retrocede mentalmente por un momento, coge un papel en blanco y elige selectivamente lo que es bueno, correcto y verdadero para ti y para tu conciencia. Albert Einstein dijo: «No intentes llegar a ser un hombre de éxito; intenta, más bien, llegar a ser un hombre de valor». William Shakespeare expresó este mismo punto de vista en Hamlet: «Sé sincero contigo mismo, y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedas ser falso con nadie». Este es el fundamento de la integridad y de ser una persona de valor –la total honestidad contigo mismo y la valentía de atenerte al camino que tú creas que es el correcto, aun cuando este camino parezca desviarte del aparente «éxito»–. Para hacer esto, tenemos que aplicarnos a veces una rigurosa autoevaluación y abandonar todo autoengaño, evasión y negación. El esfuerzo merece la pena, porque, al hacerlo, descubrimos nuestra propia fuerza y valentía. Todos los errores, los «si yo hubiera», los momentos en que podríamos haber actuado mejor, nos van hundiendo, como si tuviéramos piedras en los bolsillos. Así que persigue tu integridad y afronta esas piedras, para seguir adelante sintiéndote más ligero y tranquilo en tu corazón. ¿Hay algo en tu vida personal o familiar que necesite la integridad de una respuesta clara o una pregunta pertinentemente abordada? ¿Hay alguien que conozcas en el trabajo que esté siendo acosado o maltratado verbalmente, o, peor aún, hostigado físicamente, y sabes que te corresponde a ti dar la cara por esa persona? ¿Arrastras un fardo de culpabilidad o remordimiento y por eso has esquivado durante un tiempo a otra persona o situación para no mostrar tu debilidad? ¿Necesitas resarcir a alguien a quien has hecho daño? Tal vez haya llegado el momento de actuar, de abandonar todo orgullo y arrogancia y de «cruzar la carretera» con humildad y respeto mutuo, de pedir perdón sinceramente, de tender la mano en señal de reconciliación, de defender a alguien que nos necesita, o simplemente deshacernos de la culpabilidad y el remordimiento. 95

Cuando eres capaz de hacer estas cosas, llegas a ser más persona. Renuncias a las mezquindades, las cicaterías, las nimiedades, los rencores y las venganzas, y comienzas a ver lo bueno que hay en todos, y que toda persona merece una oportunidad en la vida, el reconocimiento sincero y el respeto de los demás. Y aprendes a quitar los escombros – políticos o de otro tipo– de tu vida y a aferrarte a tu sincera intencionalidad y finalidad. En 1942, en los días más oscuros de la Segunda Guerra Mundial, todo soldado norteamericano soñaba con ser invitado a unirse a la Easy Company. Tal asignación no era «fácil» en modo alguno; de ahí la ironía del nombre. La compañía tenía su sede en Atlanta (Georgia) y su objetivo específico era formar un equipo de expertos cuyos soldados fueran los más preparados y los mejores para lo que, dos años después, la historia llamaría el día D. Si esa valiente compañía de hombres no hubiera estado preparada al llegar la hora, la historia del mundo tal como la conocemos, sobre todo en Europa, podría haber sido ciertamente muy diferente. Stephen Ambrose, en su maravilloso relato, que llegó a ser un libro galardonado y una serie de televisión, Band of Brothers, contó cómo se formó la Easy Company y cómo se entrenaba en las colinas de Georgia. El régimen era duro, las expectativas eran altas, y todo el que no fuera fiel y leal a la finalidad esencial no era seleccionado. El término «chicken-shit»[16] se usaba para describir todo cuanto obstaculizaba el camino hacia su finalidad última. Y así es como consiguieron y rebasaron con creces sus objetivos.

He contado la historia de la Easy Company en conferencias y retiros de liderazgo, y después he preguntado a los participantes: «¿Cuánta “chicken-shit” hay en vuestra vida o en la vida de vuestra familia, de vuestra empresa, organización o profesión?» Esta pregunta ha llevado a una cierta autoevaluación seria y honesta, lo que, a su vez, ha conducido a verdaderos beneficios y, en algunos casos, a nuevos modos de hacer las cosas. En muchos casos, los que dirigen una organización se han preguntado sobre cada uno de los miembros del personal: «¿Por qué hemos contratado a esa persona, y qué está aportando a la organización?». Y a menudo se han encontrado con que, sin que nadie notara nada, todo un montón de «chicken-shit» ha obstaculizado el camino del personal que realiza el trabajo para el que fue contratado, y con que dentro de la organización el procedimiento ha predominado sobre la persona, el conocimiento ha parecido vencer a la sabiduría y la política se ha considerado mejor que la integridad. Caer en la cuenta de esto presenta una extraordinaria oportunidad para limpiar los escombros, quitar la «chicken-shit» y volver a comenzar con nuevas prioridades. Abraham Lincoln, uno de los más eminentes y valerosos presidentes de los Estados Unidos, sintetizó su filosofía de vida con bella simplicidad cuando dijo: «Nunca he tenido una política; solo he intentado esforzarme todo cuanto he podido cada día». ¿Qué mejor guía podríamos encontrar para que cada uno la lleve consigo a través de la vida diaria? Y al hacerlo así, la fuerza del Espíritu Santo estará con nosotros, dentro de nosotros y junto a nosotros, en un sentido profundo de continuidad espiritual ininterrumpida. De ese modo, experimentaremos la vida en toda su plenitud y no importa 96

lo que el mundo pueda pensar o decir o arrojarnos, pues seremos capaces de ponernos de pie, de mirar cara a cara al mundo y amar, reír y vivir.

Reflexiones ¿Hay codicia y mediocridad en tu vida personal y laboral? Es tan fácil criticar a los demás por estas enfermedades de la sociedad a las que nosotros, tal vez sin darnos cuenta, podemos estar contribuyendo. Un tiempo de «hambruna» es una buena ocasión para limpiar los establos de nuestras propias vidas. ¿Cuáles son los «si yo hubiera» de tu vida y dónde podrían la valentía y la integridad exigirte que «cruces la carretera» con humildad y respeto a ti mismo? Cuando otros te han dicho: «¿por qué?», ¿has aprovechado la oportunidad para decir: «¿y por qué no?»? Los milagros pueden ocurrir, y de hecho ocurren, particularmente cuando estamos dispuestos a defender lo que sabemos que es bueno y verdadero. Con valentía e integridad, las diferencias y las divisiones pueden llegar a convertirse en finalidades y compromisos compartidos. ¿Cómo podemos quedarnos callados si nuestras vidas empiezan a terminar cuando no logramos defender las cosas que importan? Piensa con atención en aquellas personas y situaciones que podrían cambiar totalmente con una palabra oportuna tuya.

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TERCERA PARTE:

LAS TRES CUALIDADES «Lo único que necesita el mal para triunfar en el mundo es que los buenos no digan ni hagan nada». Edmund Burke

LA literatura antigua nos recuerda cómo los hombres y las mujeres del pasado afrontaron y superaron circunstancias difíciles, buscando aquellas cualidades y características que han resistido la prueba del tiempo (cualidades que han hecho posible que el espíritu humano haya soportado valientemente cualquiera de los «tsunamis» de un tiempo determinado o de una generación). Creo que hay tres cualidades que destacan sobre las demás por lo necesarias que son para nuestra supervivencia y crecimiento espiritual. Aparecen resumidas por san Pablo en su conmovedora y preciosa primera carta a los Corintios. El apóstol había creado una comunidad cristiana en Corinto (Grecia) y estaba preocupado por los enfrentamientos que había entre sus miembros. Hacia el final de una larga carta de súplica por la unidad, escribió: «Y ahora nos quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande de todas es el amor» (1 Cor 13,13). San Pablo tenía razón. Cuando todo lo demás nos falla, si tenemos estas tres cualidades, entonces podemos sobrevivir a todo, reconstruir lo que ha caído y soportar lo que haya que soportar. En nuestro viaje conjunto hasta ahora, hemos pasado un tiempo reflexionando sobre las tres sabidurías y cómo los elementos esenciales de la serenidad y la finalidad pueden capacitarnos para descubrir, tal vez por primera vez en nuestra vida, quiénes somos realmente, por qué estamos aquí y dónde y a quién estamos llamados a servir. Con estas sabidurías profundamente incrustadas en nuestro corazón, llegamos a ser más fuertes en la defensa de aquellos principios que conocemos y sabemos que son verdaderos, correctos y duraderos, a saber: no anteponer nunca el procedimiento a la persona, el conocimiento a la sabiduría o la política a la integridad. Al reflexionar sobre las ocasiones en las que no hemos logrado adoptar y encarnar estos principios, es cuando nos damos cuenta más claramente de la gran necesidad que tenemos de las cualidades de la fe, la esperanza y el amor. Al final del día, si solo quedan estas tres, entonces se hará más fuerte nuestra necesidad de ellas y el deseo de abrazarlas.

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Estas tres cualidades, que tan fundamentales son para la fortaleza del espíritu humano y para lo que es ser humano, son, en definitiva, el cimiento de todo lo demás en nuestra vida. Y esta es la razón por la que, en nuestro viaje conjunto, he dejado lo mejor para el final. En su simplicidad divina, son todo cuanto necesitamos para sobrevivir a las horas más oscuras de nuestra vida, para alimentarnos a nosotros y a los demás, para crecer en sabiduría y comprensión, y para dar generosamente de nuestro tiempo y a nosotros mismos.

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7. Fe «Si estás en la dirección correcta, todo lo que tienes que hacer es seguir caminando». Proverbio antiguo

LA fe es lo que sostiene nuestro espíritu cuando todo lo demás se desvanece. Cuando tenemos fe, sabemos que todo es como debería ser con respecto a nosotros, y que, sea lo que sea lo que tengamos que afrontar, lo superaremos y tendremos la fuerza para hacerlo. La fe nos mantiene firmes cuando nos vemos tentados a abandonar. Con fe podemos confiar en nosotros mismos, en los demás y en Dios, el poder más alto que nos llevará hacia delante y nos dará la fuerza para sobrevivir. Rudyard Kipling se refería a la fe cuando escribió lo siguiente en el poema titulado «If» («Si»): «Si puedes forzar tu corazón y tus nervios y tus tendones, para seguir adelante mucho después de haberlos perdido, y así resistir cuando no haya nada en ti salvo la voluntad que te dice: “¡Resiste!”».

La fe consiste en resistir y en mantenerse en camino, aun cuando este parezca sembrado de temores y dudas. La fe es la certeza que nos queda cuando todo lo demás es incierto. Y es la fe la que nos ayuda a valorar más las personas y la salud que las posesiones y el poder. Muchas personas asocian la fe sobre todo con la creencia religiosa. Ciertamente, la fe en Dios ha capacitado a muchos grandes personajes de la historia para realizar cosas extraordinarias y soportar lo insoportable. Sin embargo, la fe no es exclusivamente religiosa. Es una cualidad del espíritu que caracteriza a todos aquellos que creen en sí mismos y en los demás, en la rectitud, la bondad y la justicia. Es la fe la que nos hace optimistas frente a circunstancias difíciles, la que nos hace seguir adelante cuando, de lo contrario, podríamos desanimarnos y la que, con frecuencia, nos permite lograr lo aparentemente imposible. Pensemos, por ejemplo, en Lance Armstrong, uno de los más grandes ciclistas de todos los tiempos, que, tras superar la extirpación de un tumor cerebral y un cáncer de testículos, siguió adelante y consiguió ganar seis tours de Francia consecutivos. Lance decía: «Sin fe no nos queda nada más que un aplastante sentido de desesperación cada día, y eso acaba derrotándote. No me di cuenta totalmente hasta que tuve cáncer de cómo luchamos cada día contra las

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sigilosas negatividades del mundo y contra el lento chapaleteo del cinismo. El desánimo y la desilusión son los verdaderos peligros de la vida, no una enfermedad repentina»[17].

El tipo de fe mostrado por Lance Armstrong es una amalgama profunda de cualidades y recursos hasta ahora desconocidos o sin explotar, que puede elevarnos a nuevas cumbres de logros y energía, y que otros encuentran irresistible. Sus palabras resuenan con el sonido de la verdad: es la falta de fe la que nos conduce a la duda, al desánimo y la desilusión. Cuando eso sucede, nos sentimos perdidos, no podemos encontrar una forma de avanzar, no sabemos cómo dar el siguiente paso. Por consiguiente, la fe es fundamental para la supervivencia del espíritu humano, como la comida lo es para nuestros cuerpos. Con fe todo es posible; sin ella no hay nada. Así pues, cultiva tu fe en ti mismo, en los demás y en las maravillosas posibilidades que la vida nos ofrece cada día. Uno de los momentos más desafiantes de mi vida como capellán de The Black Watch, el más famoso de los regimientos escoceses, aconteció durante una estancia de seis meses en Belice, cuando nuestras familias, que ya habían vuelto a casa, parecían tan lejanas. La comunicación telefónica era cara y difícil, por lo que siempre se producía una oleada de impaciencia cuando llegaba la saca con el correo. Dentro de la vida del regimiento se había producido una situación sobre la que sentí la necesidad de adoptar una posición inflexible e incómoda –no era fácil en absoluto y, sin embargo, yo sentía fuertemente, con Martin Luther King, que «nuestras vidas comienzan a terminar cuando no logramos defender las cosas que importan»–. Había puesto en riesgo mi reputación, al situarme contra lo que parecía ser la opinión más aceptada. En consecuencia, me sentí muy solo y preocupado por si había actuado correctamente dadas las circunstancias. Imaginen mi regocijo y alivio cuando, una noche calurosa y bochornosa, vi un sobre, entre el correo ansiosamente esperado, en el que reconocí la letra de mi esposa Elizabeth. Era imposible que conociera las pruebas y tribulaciones por las que yo estaba pasando entonces, pero su carta me aseguraba lo mucho que me amaba y lo afortunada que se sentía de que The Black Watch contara con alguien de mi fe y mis principios entre ellos. Era como si la confianza que tenía en mí hubiera atravesado los océanos para fortalecer mi fe y ayudarme así a tener muy en cuenta las palabras con que Dios se dirigió a Josué, cuando le dijo: «¡Ánimo, sé valiente! […] Pues el Señor, tu Dios, estará contigo en todas tus empresas» (Jos 1,9). Así pues, la fe, con mucha frecuencia, procede de la seguridad, del hecho de amar y de ser amado, de saber que en algunas cosas, y en algunas personas, se puede confiar siempre y que siempre estarán ahí, y de creencias que son inquebrantables. Deja que tu fe brote y crezca. La fe no es un resultado de lo que ha ocurrido, sino una certeza confiada que nos capacita para asumir lo que tenemos que afrontar. 101

Fe en nuestras creencias En nuestra sociedad actual, a menudo se siente recelo o vergüenza ante quienes manifiestan su fe profunda en sus creencias religiosas. No «mola» ser religioso, creer en Dios, hacer referencia a la fe en los debates televisivos y radiofónicos. Frecuentemente, a quienes creen en Dios se los considera personas contrarias a la razón, a la ciencia y a la libertad. Sin embargo, esta actitud no tiene en cuenta el hecho de que vivimos en una cultura que tiene su base en su fundamento religioso y de que el cristianismo, lejos de ser irracional, es la piedra angular de gran parte de los logros de la civilización occidental, en la que ha hecho enormes aportaciones al desarrollo de la ciencia, la democracia, la igualdad de derechos y las artes. La fe religiosa es aún una parte profundamente arraigada de nuestra psique nacional, y son innumerables los hombres y las mujeres que poseen una fe profunda, constante y creciente. Quienes dan pruebas de la fuerza espiritual interior que es la fe, sacan esa fuerza de sus creencias. Y quienes no tienen esta fe, expresan a menudo el deseo de tenerla. Todos hemos dicho o hemos oído a alguien decir: «Ojalá tuviera tu fe». Así pues, ¿cómo se puede encontrar la fe? No hay mejor camino para llegar a la fe que aprender del ejemplo de Jesús de Nazaret. Soportó un terrible sufrimiento, en el que pudo mantenerse por su fe en Dios, su Padre. Y pudo inspirar la fe en quienes lo rodearon, cuando estaban temerosos y perdidos. Los mares embravecidos y las experiencias turbulentas eran algo habitual en la vida de los primeros seguidores de Jesús. Los hermanos Pedro y Andrés, y sus amigos Santiago y Juan, no desconocían el miedo –cuando el viento soplaba y el mar comenzaba a revolverse, tienen que haber temido por sus vidas–. Sin embargo, nada en su vida hasta entonces los había preparado para la tormenta de todas las tormentas en el mar de Galilea, mientras su líder dormía profundamente en el fondo de la barca. Al final, lo despertaron y le dijeron: «¿No vas a salvarnos?». Y así comenzó el milagro de la tempestad calmada, a cuyo término unos se volvieron a otros y se dijeron: «¿Quién es este, que hasta el viento y las olas le obedecen?».

Independientemente de cuál pueda ser la realidad meteorológica o sobrenatural de este relato de la vida de Jesús y de sus primeros discípulos, lo que en modo alguno puede ocultarse es la simple verdad de que unos corazones llenos de temor y pánico se calmaron, y que el tenor tumultuoso de sus vidas se aquietó mediante la presencia de Jesús, con su determinante fe personal. También nosotros podemos llegar hasta Jesús en medio de las tormentas y las convulsiones de nuestra vida. Y es la fe la que nos posibilita dar el primer paso hacia él. Cuando permitimos que su ayuda espiritual y su presencia llenen nuestros corazones, entonces podemos encontrar la fe, y con ella la serenidad, la finalidad y la comprensión. Somos enriquecidos y capacitados para seguir nuestra vida con una confianza y una seguridad renovadas.

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Como nos recuerda la carta a los Hebreos: «Fe es estar seguros de lo que esperamos y ciertos de lo que no vemos» (Heb 11,1). Dicho de otro modo, la fe no es una transacción religiosa automatizada, sino una firme y contundente renovación de las profundas realidades de la vida interior. Pablo hizo una lista de estas cualidades cuando escribió, en otra ocasión, a sus amigos de Galacia diciéndoles: «El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio. Contra eso no hay ley que valga» (Gal 5,22-23). Y a sus amigos de Filipos les escribió: «Por lo demás, hermanos, ocupaos de cuanto es verdadero, noble, justo, puro, amable y loable, de toda virtud y de todo valor. Lo que aprendisteis y recibisteis y escuchasteis y visteis en mí ponedlo en práctica. Y el Dios de la paz estará con vosotros» (Flp 4,8-9).

Los valores que se describen en estas cartas son intemporales, y para quienes viven según ellos, la fe es tanto la suma de las partes como también el todo que hace que exista cada parte. Con fe es posible creer en los milagros. Muchas veces, según parece, Jesús realizó actos milagrosos gracias a la fuerza de su fe. Y quienes eran testigos de estos milagros recibían la fe. «Mientras caminaba, la gente lo apretujaba. Una mujer que llevaba doce años padeciendo hemorragias sin que nadie pudiera curarla, se le acercó por detrás y le tocó la orla del manto. Al punto se le cortó la hemorragia. Jesús preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Y, como todos lo negaban, Pedro dijo: “Maestro, la multitud te cerca y te estruja”. Pero Jesús replicó: “Alguien me ha tocado, pues yo he sentido una fuerza salir de mí”. Viéndose descubierta, la mujer se acercó temblando, se postró ante él y explicó delante de todos por qué lo había tocado y cómo se había curado inmediatamente. Jesús le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz”» (Lc 8,42-48).

Para las muchedumbres que presenciaron momentos extraordinarios como estos, la fe en este joven maestro, con su extraordinaria presencia y su don sanador, debe haber surgido de forma voluntaria y gozosa. Hoy no podemos presenciar directamente los milagros de Jesús. Pero sí poseemos los milagros, pequeños y grandes, que acontecen diariamente en nuestra vida. La Biblia está llena de historias de gente común que con su fe superó grandes obstáculos, ¡pero así es también el mundo de hoy! Todo a nuestro alrededor nos habla de actos de heroísmo, de determinación, de valentía y perseverancia, que brotan de la fe absoluta en que «puede hacerse». Hay muchas historias maravillosas de milagros y de fe nueva o redescubierta que proceden de Lourdes, la pequeña ciudad situada en las estribaciones de los Pirineos, famosa por las apariciones de la Virgen María a la joven hija de un molinero, Bernadette Soubirous, que se dice tuvieron lugar en 1858. La ciudad se convirtió en meta de peregrinos y en sede donde han acontecido grandes curaciones, y sé que, aun cuando no todos los que van pueden ser curados físicamente, nadie deja Lourdes sin ganar algo en fe. Es un lugar de una extraordinaria energía de paz que es bálsamo para el alma más

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atormentada y aporta una gran serenidad y alegría a todos los que lo visitan. Lourdes es un centro de fe, y es muy fuerte el sentido compartido de fe que puede encontrarse allí. No obstante, no hay que ir a Lourdes para encontrar milagros. Lo maravilloso es que podemos hallarlos en nuestra vida cuando los buscamos, y cada milagro se convierte en una piedra angular de la fe. Todo padre o madre sabe que criar a un hijo es presenciar un milagro diario: desde el nacimiento a las primeras sonrisas, y desde los primeros pasos hasta que se gradúan y les dan nietos a sus padres. También nos encontramos con el milagro de la amistad. Qué fe inspira un amigo verdadero; pocas cosas hay más valiosas en la vida que esto. El ámbito de la salud y de la curación están llenos también de prodigios. Cada vez que nos recuperamos de una enfermedad o se cura una herida, es otro milagro que acontece. Si nos detenemos a mirar a nuestro alrededor y percibimos los milagros diarios en nuestra vida, veremos entonces fe en cada momento y nuestra propia fe no puede dejar de crecer.

Cuando otros tienen fe en nosotros Si bien la fe en nuestras creencias puede llegar a ser una piedra angular de una vida bien vivida, nada es más maravilloso o más positivo que encontrar a alguien que tenga fe en ti. La mayoría de quienes han logrado triunfar en la vida pueden mirar hacia atrás y señalar a uno o dos adultos que los animaron y creyeron en ellos cuando eran niños. A menudo, fue un maestro especial, un pariente o un amigo de la familia, que invirtieron tiempo y esfuerzo en interesarse en el pequeño y tuvieron fe en él, aun cuando el panorama no pareciera tan prometedor. Y como adultos también, saber que hay una persona que tiene una fe total en ti puede darte la autoconfianza para transformar tu vida. Jack, un hombre de unos cuarenta años, se quedó desolado al perder su empleo en una fábrica de herramientas en la que había trabajo muchos años. Temía decirle a su esposa, Rose, que se quedarían sin ingresos, y se preguntaba cómo diablos encontraría otro empleo. Al llegar a casa, su mujer lo vio con los hombros caídos y el rostro cansado, y le preguntó qué ocurría. Jack se lo contó con gran pesar, pero, para su asombro, su mujer, en lugar de parecer preocupada, comenzó a sonreír. Fue al dormitorio y trajo una cajita que guardaba en un cajón. Al abrirla, él vio que estaba llena de dinero. «Hay suficiente dinero aquí para mantenernos un año», dijo Rose. «Ahora puedes escribir la novela que siempre has soñado con escribir. Siempre he sabido que podías hacerlo; por eso he ahorrado este dinero». Jack se quedó atónito de la generosidad de su esposa y de la fe que tenía en él. Comenzó a trabajar en su libro a la semana siguiente, y llegó a convertirse en un escritor de gran éxito.

La fe que le mostró su esposa inspiró a Jack para tomar un camino en la vida totalmente nuevo y mucho más satisfactorio. Sin su apoyo, podría haber seguido con otro empleo aburrido y nunca habría conocido sus verdaderas posibilidades. Cuando 104

dudamos de nosotros mismos, la fe de los demás que creen en nosotros puede ser el combustible que nos permita seguir adelante. Descubrí esto en mi vida cuando era un joven capellán en el regimiento de paracaidistas y en The Black Watch. Sabía que los hombres de ambos regimientos estaban afrontando tiempos muy difíciles y que contarían conmigo para que los ayudara a mantener su fe en Dios, por muy duras que se pusiesen las cosas. Muchas veces venían a verme, dolidos, llenos de dudas e inseguros de su finalidad o dirección. Echaban de menos a sus familias y temían decepcionar a sus colegas cuando lo tenían todo en contra. A veces, era difícil saber cómo ayudarlos, qué decir que pudiera restaurar su fortaleza y su finalidad. ¿Podía realmente cumplir yo con esta desafiante tarea? Lo que más me ayudaba, junto con la fe en Jesús, era saber que aquellos hombres tenían fe en mí y creían que podía ayudarlos. La fe en mí, que mostraron viniendo en primer lugar a mi puerta, me dio la sabiduría y el valor que necesitaba para ser capaz de ayudarlos.

Fe en tiempos recios Cuando somos probados es cuando descubrimos si tenemos fe o no en nosotros mismos. Y todos somos probados durante nuestra vida, y la mayoría, además, muchas veces. Todos tenemos que afrontar pérdidas, fracasos, decepciones, heridas y angustias. En esos momentos podemos sentir incertidumbre sobre cómo seguir adelante. El esfuerzo de levantarse de la cama o de poner un pie delante del otro puede parecernos insoportable. Es entonces cuando más se necesita la fe. Si la encontramos, podemos aguantar, con convicción y esperanza y confianza, y saber que todo irá bien y que, en definitiva, serán sanados nuestro corazón y nuestro espíritu. A veces la fe es simplemente cuestión de una determinación categórica, como ilustra bellamente la historia de Irwin Rosenberg. Irwin Rosenberg era un joven oficial de la marina de los Estados Unidos cuando le diagnosticaron cáncer. De acuerdo con las normas militares vigentes entonces, fue licenciado. A Irwin le encantaba la marina, y por eso decidió luchar por su salud y recuperar su empleo. La enfermedad avanzó hasta el punto de que llegaron a darle dos semanas de vida. Sin embargo, con su fe y su férrea determinación, Irwin logró sobrevivir –y comenzó a recuperarse–. Una vez que tuvo controlada la enfermedad, empezó a soñar con ser de nuevo oficial de la marina. Se le dijo que eso era imposible. Las normas prohibían readmitir a quien había sido licenciado por cáncer. Todos le dijeron: «Olvídate del tema». «Sería necesaria una ley del Congreso para readmitirte». Pero Irwin no se dio por vencido. Si hacía falta una ley del Congreso, haría campaña para conseguirla. Le llevó años de espera, de peticiones y de lucha burocrática. Al final, el presidente Truman firmó una ley con un derecho especial que permitió a Irwin Rosenberg alistarse de nuevo en la marina. Así lo hizo y llegó a ser contraalmirante de la séptima flota de la marina de los Estados Unidos.

Irwin Rosenberg amaba tanto su trabajo que encontró la determinación y la fe que necesitaba para vencer la enfermedad y recuperar su empleo –fe en sí mismo, en la justicia y en Dios–. Historias como la suya, historias de una categórica determinación, inspiran y edifican a todos los que las oyen. 105

Irwin luchó por un objetivo que era todo para él. Pero a veces necesitamos una fuerte determinación junto con la fe simplemente para sobrevivir. Terry Waite fue secuestrado en 1987 por un grupo de milicianos islamistas en Beirut. Había viajado hasta la conflictiva ciudad como delegado de la Iglesia de Inglaterra con la esperanza de asegurar la liberación de varios rehenes occidentales. Pero en lugar de eso, lo hicieron también rehén durante casi cinco años y lo tuvieron aislado durante cuatro años. Aguantó el miedo, la soledad y duras privaciones, pero su fe lo sostuvo, y cuando fue liberado dijo: «Mis sufrimientos no son nada comparados a los de mucha gente de esa región». Doce años después, volvió a Beirut para visitar unos proyectos en los campamentos de refugiados palestinos situados al norte del Líbano que estaban financiados por la Y-Care International, el departamento para el desarrollo del movimiento YMCA, que Waite había ayudado a fundar. Dijo al partir de nuevo para Beirut: «El Líbano no es para mí un lugar lleno de fantasmas y horrores». Su fe no solo lo había sostenido, sino que le había permitido recordar sus experiencias anteriores sin amargura ni odio.

Al pensar en historias como las de Terry Waite y las de otros rehenes en Beirut, como también en otras partes del mundo, comenzamos a entender mejor las palabras de san Pablo, cuando decía: «Por tanto, no nos acobardamos: si nuestro exterior se va deshaciendo, nuestro interior se va renovando día a día. A nosotros, que tenemos la mira puesta en lo invisible, no en lo visible, la tribulación presente, liviana, nos produce una carga incalculable de gloria. Pues lo visible es transitorio, lo invisible es eterno» (2 Cor 4,16-18).

De qué forma tan sublime expresa esta sencilla verdad: si miramos más allá de las circunstancias presentes, encontraremos la valentía para sobrevivir. Y es la fe la que nos permite mirar más allá, ver lo «invisible», lo que se encuentra ante nosotros y por lo que podemos luchar.

Fe en acción Si la fe nos ayuda a sobrellevar terribles sufrimientos e inspirar a otros, también puede confortarnos y apoyarnos cuando iniciamos una nueva empresa o un nuevo proyecto. Podría tratarse de la idea de un negocio que has estado cuidando y alimentando durante varios meses o incluso años. O también de una aventura que planeas –escalar una montaña, participar en un maratón destinado a recaudar fondos, viajar por el desierto–. Pero podría ser también uno de los proyectos de nuestra vida diaria. Tal vez comprometerte en una relación, traer un niño al mundo con la esperanza de llegar a ser un buen padre o madre, o querer ser un hijo o una hija mejor y más solícito o solícita. En tiempos como el nuestro, es la voz de los demás la que, por preocupación o envidia, puede ponernos en duda, o cuya mofa puede parecer que suena más alta que nuestra propia voz interior de fe y confianza. Bien es cierto que también nosotros podemos tener nuestra propias incertidumbres interiores, una voz interior de duda y 106

miedo que, en palabras de Ben Zander, el famoso director de la Boston Philharmonic Orchestra, «se sienta sobre nuestro hombro como diciéndonos: Y ahora te llega lo difícil». ¿Cómo vencer la confrontación con las fuerzas de la duda –exteriores e interiores– y encontrar la fortaleza de nuestra propia creencia en nosotros mismos? Entonces es cuando interviene la fe. Si nuestra fe es fuerte, podemos vencer el miedo y la duda, tranquilizar a quienes temen por nosotros y dar la espalda a quienes se mofan. Teniendo fe en nosotros mismos, en nuestras metas, en el poder de la aventura, podemos hacer cosas extraordinarias. William Hutchison Murray, conocido para siempre como W. H. Murray, fue el pionero del alpinismo en Escocia y en Europa. W. H. Murray era un escocés que anhelaba compartir su amor por las colinas y montañas con hombres y mujeres que sintieran lo mismo que él. Durante sus ochenta y tres años, desde 1913 hasta 1996, Murray aprovechó todas las oportunidades, a pesar del gran peso de su equipo de escalada y de los limitados utensilios de que entonces se disponía, para intentar hacer cosas nuevas. Fue él quien, junto con sus amigos, abrió muchas rutas que ahora han llegado a ser casi lugares trillados para senderistas y montañistas, siendo considerable la deuda que los actuales alpinistas tienen contraída con él. W. H. Murray fue un hombre brillante, pensador y escritor, que dejó escrito este maravilloso pasaje sobre el comienzo de un nuevo proyecto arriesgado: «Hasta que uno llega a comprometerse reina la indecisión, la posibilidad de retroceder […]. Con respecto a los actos de iniciativa (y creación) hay que tener en cuenta una verdad elemental que, si se desconoce, echa por tierra innumerables ideas y planes fantásticos, a saber: que en el momento en que uno se compromete definitivamente, la Providencia también se mueve. Suceden entonces todo tipo de cosas que te ayudan y que, de otro modo, nunca hubieran ocurrido. Toda una corriente de acontecimientos fluye de la decisión, suscitando a tu favor todo tipo de acontecimientos y encuentros y ayuda material imprevistos, que nadie podría haber soñado que le llegarían para su camino. “Comienza ya cualquier cosa que puedas hacer o sueñes con poder hacer. La osadía tiene su genio, su poder y su magia”. Empieza ya ahora»[18].

Qué modo tan maravilloso de resumir el poder de la fe. Una vez que encuentres la fe para poner en marcha tu proyecto, sea cual sea, sea un viaje hacia fuera o hacia dentro, una vez que lo comiences con osadía, encontrarás el camino hasta tu meta, siempre que estés preparado para seguir adelante. Un párroco de la Iglesia de Inglaterra volvió por primera vez en mucho tiempo a una parroquia en la que había sido muy feliz durante varios años. Al finalizar la celebración del aniversario especial que presidía, se le acercó una señora mayor y le dijo: «Siempre me acuerdo de una de sus homilías e intento ponerla en práctica cada día». El párroco, encantado no solo de ser reconocido sino también recordado por una de sus homilías, preguntó con ansiedad de qué trataba la homilía. La señora le respondió: «Realmente no me acuerdo de qué trataba, pero al final dijo que a veces simplemente tenemos que seguir adelante. Me quedé con esa frase».

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Hace unos años, al decidir hacer realidad un sueño que tenía desde hacía tiempo, aprendí por mí mismo que, además de la osadía que nace de la fe, a veces no hay otra alternativa que «seguir adelante». Quería construir un centro al que pudieran venir personas de toda condición para aprender la grandeza interior de sus aptitudes de liderazgo y profundizar en ellas para desarrollar su potencial. Así nació Columba 1400, la organización benéfica a la que bautizamos con el nombre de san Columba, el monje que huyó desde Irlanda hasta Escocia en el año 563 y fundó un monasterio en Iona, que se convirtió en la cuna del cristianismo celta en Escocia. Cuando comenzamos a recaudar fondos para el proyecto en 1997, se cumplían exactamente 1.400 años de la muerte de este impresionante hombre. Cuando se recaudaron los fondos suficientes para construir nuestro centro y se encontró el lugar perfecto para su ubicación en Staffin, en la bella isla de Skye, comenzaron las obras. Todo parecía marchar bien, hasta que un día recibí una llamada para decirme que los constructores habían ido a la quiebra y que no podía terminarse el edificio que aún estaba a medio construir. Fue un momento de desesperación. Meses y meses de esfuerzo se habían necesitado para recaudar el dinero y creíamos que ya estábamos casi allí, para encontrarnos al final con que los acreedores anteriores de la empresa habían convocado a sus síndicos. En efecto, los constructores habían «quebrado». Por un instante pensé en abandonar. Pero antes de colgar el teléfono supe que no podía, y que no debía. Me puse de nuevo a recaudar fondos, y unos pocos meses después se reanudó la obra. Cuando finalmente se abrió el centro, tres años después de su comienzo, supe que había merecido la pena cada momento de agotador y desgarrador esfuerzo. Desde entonces, hemos estado realizando seminarios y retiros de liderazgo para personas de todas las edades y procedencias, pero sobre todo para jóvenes que viven en realidades duras y que necesitan y merecen una oportunidad para descubrir su propia grandeza interior, para que dejen de ser la víctima o el producto de su ambiente y opten, en cambio, por ser las personas que han sido creadas para ser. Vemos llegar a jóvenes retraídos y sin una pizca de autoestima, y, días después, los vemos salir con la cabeza bien alta y llenos de planes para el futuro. Es toda una experiencia de humildad. Fue la visión de lo que podría ocurrir en el futuro lo que me ayudó a seguir adelante, y eso ha ayudado a que muchos miles de personas sigan también adelante, aun cuando las cosas se pongan difíciles.

Mantener la fe Si buscas la fe, recuerda que a veces la encontrarás donde menos la esperas. Podemos orar para pedirla, pero recuerda también que la fe es inspirada por nuestro amor y 108

solicitud con respecto a quienes están a nuestro alrededor, como lo muestra este relato seleccionado de la antología Pathways towards Heaven on Earth de sir John Templeton. Nos cuenta la historia de un monje que oraba fervientemente para que Jesús se le manifestara en una visión. «Después de orar muchas horas, el monje oyó una voz que le dijo que la visión acontecería al día siguiente al amanecer. Antes de que salieran los primeros rayos del sol de esa mañana, el monje estaba arrodillado ante el altar. Una fuerte tormenta se estaba acercando, pero el monje no le prestó atención. Vigilaba, oraba y esperaba la visión. Mientras la tormenta descargaba con gran fuerza, se oyó un leve golpe en la puerta. Interrumpido en sus devociones, el monje dejó el altar para abrir la puerta. Sabía que algún pobre viajero estaría buscando un lugar donde refugiarse de la terrible tormenta. Al volverse hacia la puerta, captó un destello de la visión por que la había estado orando. Dividido entre su deseo de quedarse y experimentar la visión –que sentía que solo duraría un instante– y su deseo de ayudar a un hermano en necesidad, el monje decidió inmediatamente que lo primero era el deber. Al abrir la puerta, se encontró con los ojos de color azul intenso de una niñita que parecía haberse extraviado. Estaba cansada, temblaba de frío y tenía hambre. El monje extendió suavemente su mano y llevó a la pequeña a una habitación caldeada. Puso ante ella un cuenco de leche y un trozo de pan recién hecho, e hizo todo lo que se le ocurrió para hacerla sentirse a gusto. Calentita, alimentada y a gusto, la niña se quedó dormida en la silla. Entonces, con gran pesar, el monje regresó al altar temiendo que se hubiera desvanecido la visión. Para su alegría y sorpresa, estaba allí –clara y brillante y luminosa con gloria resplandeciente–. Mientras que el monje estaba extasiado contemplando la hermosa visión durante un largo tiempo, oyó una voz que suavemente le decía: “Si no hubieras atendido a mi pequeña, no podría haberme quedado”»[19].

El reconocimiento de un vínculo entre esta vida, tal y como la conocemos, y el poder de Dios, que nos alienta y nos guía, posibilita al buscador espiritual, a pesar de todas las incertidumbres, heridas y decepciones de la vida diaria, ver sus circunstancias de un modo completamente nuevo y diferente. Y esta debe haber sido la sobrecogedora experiencia de todos los que oyeron las palabras transformadoras de Jesús de Nazaret. Tomemos, por ejemplo, la parábola del hijo perdido, más conocida como la parábola del hijo pródigo. Es una de las parábolas más famosas de Jesús, y ha ejercido una enorme influencia a lo largo de los siglos. Jesús nos describe en este relato a un padre que tenía dos hijos. El más joven exigió su parte de la herencia y, después de recibirla, dejó la casa y se marchó a un país lejano donde despilfarró el dinero viviendo desenfrenadamente. Una vez que se quedó sin blanca, tuvo que trabajar de porquero, cuidando cerdos «impuros». Al final decidió regresar a casa y arrojarse a la misericordia de su padre, pensando que mejor que estar cuidando cerdos era preferible volver, aunque solo se le permitiera ser uno de los siervos de su padre. Pero mientras el joven retornaba a casa, el padre lo vio llegar y lo recibió con los brazos abiertos, matando al ternero cebado para celebrarlo. El hermano mayor, que había permanecido en la casa todo el tiempo, se ofendió por este tratamiento de favor y se quejó de que su lealtad no fuera recompensada. Pero el padre le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Había que hacer fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado» (Lc 15,31-32). 109

Los que escucharon por primera vez este relato de labios de Jesús deben haber sentido, al igual que hermano mayor, que el hijo debería haber recibido una buena reprimenda en lugar de una fiesta. Pero lo que Jesús quería decir con esta historia es profundo. Por entonces, él era objeto de crítica de los fariseos por enseñar y comer con pecadores, tratándolos como iguales. Jesús contó esta historia para decir que su Padre amoroso nunca perdería la fe y la confianza en nosotros, y que siempre nos acogería en sus brazos amorosos. Al igual que pasa con el hijo perdido, las historias de una fuerza espiritual trascendente más extraordinarias y conmovedoras son las de aquellos que luchan con la fe, los personajes aparentemente menos probables. El doctor Albert Schweitzer, el gran médico de la fe, describía la experiencia de este modo: «La afirmación de la vida es el acto espiritual por el que el hombre deja de vivir irreflexivamente y comienza a dedicarse a su vida con reverencia para elevarla a su verdadero valor». Ray Charles, el brillante pianista de jazz que era ciego, a pesar de que tomaba drogas a mansalva y vivía como un libertino a comienzos de su carrera, oyó la voz interior de la fe que lo alentaba a vivir una existencia libre de adicciones. Limpio y sobrio durante los últimos treinta y cinco años de su vida, su momento más memorable llegó en el Parlamento Nacional de Georgia, con sede en Atlanta, cuando el gobernador le pidió disculpas a Ray por haberle prohibido de por vida visitar su propio Estado varios años antes, porque se había negado a tocar en un concierto «solo para blancos». Cuando Ray aceptó amablemente las disculpas y el levantamiento de la prohibición, el gobernador le pidió permiso para que uno de sus más memorables éxitos, «Georgia on my mind», se convirtiera en el himno del Estado. Ray estuvo encantado de darle el permiso. La esposa de Ray, que estaba a su lado, se volvió hacia él y le dijo: «¿No sería maravilloso que tu madre pudiera verte ahora?». Ray replicó: «Ella no se ha ido nunca. Ha estado aquí todo el tiempo». A lo largo de todas sus pruebas y tribulaciones, nunca le había dejado la constante presencia de su madre, que tanto le había enseñado y que le dio la valentía para superar el miedo a su ceguera. La profunda fe que ella tenía en el poder de la resurrección de Jesús de Nazaret fue, en última instancia, la que lo sacó adelante y lo ayudó a dar sentido a su vida.

La madre de Ray Charles era la madre amante que espera, y que nunca perdería la fe en la bondad de su hijo. Todos necesitamos mantener la fe, pues es el cimiento de la vida, el ancla que nos acompañará en los momentos bajos y nos inspirará para alcanzar las alturas. A pesar de todo cuanto acontezca en nuestro camino, si tenemos fe –en nosotros mismos, en aquellos a quienes amamos y en Jesús de Nazaret–, entonces todo saldrá bien.

Reflexiones Piensa en los momentos en que las cosas iban mal. ¿Quién estuvo realmente contigo entonces, quién estuvo a tu lado, te escuchó, te animó y te apoyó? Recuerda con gratitud 110

a las personas, y las cualidades que mostraron, que hicieron cambiar la situación, permitiéndote salir adelante con una fe renovada. Piensa en la fe como un renacimiento osado y enérgico de tus profundas cualidades interiores dadas por Dios –o si te encuentras ahora «persistiendo» en un proyecto o «iniciando» algo, recuerda la fuerza inagotable de los frutos del Espíritu y ponlos en práctica–. El amor, el gozo, la paz, la paciencia, la amabilidad, la bondad, la fidelidad, la modestia y el dominio propio pueden cambiar con una fe plena tu vida y la vida de los demás. Habrá también días malos, en los que resultará difícil ver, oír o encontrar dentro de ti la diferencia, llena de fe, que procede de los frutos del Espíritu. Saca algún tiempo para estar solo y en silencio, un tiempo dedicado a reflexionar en el perdón y en el deseo ferviente de un cambio de rumbo, que pueda llevarte a un asombroso nuevo comienzo con la familia, los amigos y los colegas. Comienza cada día diciendo: «Padre nuestro, que estás en cielo, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria por siempre. Amén».

Y después, en el silencio lleno de fe, espera, escucha y permite que esas profundas cualidades interiores llenen tu alma y entusiasmen tu corazón, de modo que puedas continuar tu viaje con más fuerza.

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8. Esperanza «La esperanza es como un ancla firme y segura del alma». Hebreos 6,19

LA esperanza es como una llama que no puede ni podrá extinguirse en el espíritu humano. Nosotros esperamos, a menudo enfrentándonos a grandes contratiempos, y esa esperanza nos da la energía, la motivación y la determinación para seguir adelante. Muchos de nosotros hemos pasado por momentos duros. Puede que hayamos visto a un ser querido que ha perdido el rumbo, o que el cáncer, la demencia o cualquier otra enfermedad aterradora y debilitante haya golpeado a nuestra familia. Puede que hayamos perdido la casa, el trabajo o los ingresos por circunstancias que escapan a nuestro control. En ocasiones así, sentimos desesperación y desaliento, no sabemos adónde acudir, pasamos la noche despiertos dando vueltas en la cama, o tal vez sentados junto a una cama de hospital, luchando por seguir dando ánimos. En estas ocasiones, la esperanza es toda una bendición. Nos ayuda a sonreír cuando pensábamos que solo volveríamos a llorar, consigue que volvamos a levantarnos, nos llena de ideas novedosas, de nuevo entusiasmo y de la voluntad de seguir adelante o de volver a intentarlo. La esperanza es algo realmente maravilloso, tan mágica como una flor en terreno espinoso o un amanecer tras una noche intensamente oscura. Cuando pensamos que lo hemos perdido todo, descubrimos que no es así, pues siempre hay esperanza. De ahí que el gran poeta inglés Alexander Pope escribiera en 1733 en An Essay on Man: «Florece en el pecho humano la esperanza eterna; jamás es feliz el hombre, pero siempre va a serlo. El alma, inquieta y confinada lejos de casa, descansa y deambula en una vida venidera».

Cuando las cosas son difíciles o dolorosas, necesitamos mirar adelante, hacia la vida venidera, creyendo que volverán de nuevo las cosas buenas, los buenos tiempos y la felicidad. Necesitamos redescubrir la esperanza y, con ella, nuestra valentía, y aferrarnos a ella como a un bote salvavidas, sabiendo que nos devolverá sanos y salvos a la orilla. Václav Havel, poeta, dramaturgo, político y disidente checo, que fue encarcelado durante el régimen comunista pero que al final llegó a ser el último presidente de

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Checoslovaquia (1989-1992) y el primer presidente de la República Checa (1993-2003), escribió un extraordinario poema sobre la esperanza. «Puede que tengamos esperanza dentro de nosotros o puede que no; es una dimensión del alma, y no depende de ninguna observación del mundo. La esperanza es una orientación del espíritu, una orientación del corazón; trasciende el mundo que inmediatamente experimentamos, y está anclada en alguna parte más allá de sus horizontes. La esperanza, en este sentido profundo y poderoso, no es la alegría porque las cosas vayan bien, ni la disposición a invertir en empresas que obviamente están encaminadas al éxito, sino más bien una aptitud para trabajar por algo porque es bueno, no solo porque representa una oportunidad para el éxito. La esperanza, decididamente, no es el optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, salga como salga. Es la esperanza, por encima de todo, la que nos da la fuerza para vivir e intentar continuamente cosas nuevas»[20].

Como Václav Havel dice tan bellamente, la esperanza no es lo mismo que la alegría o el optimismo –aunque tenga mucho en común con ellos–, sino que, más bien, es una «dimensión del alma» que nos da la certeza de que algo tiene sentido, y la fuerza para vivir e intentar continuamente cosas nuevas. Todos tenemos esperanza en nuestro interior, y podemos aprovecharla para que nos dé fortaleza cuando más la necesitamos, para compartirla con los demás cuando más la necesitan, y para saber, en lo profundo de nuestro corazón, qué es lo que necesitamos hacer.

La valiente esperanza de Jesús En toda la historia y en toda la literatura no encontramos un ejemplo más resistente de valiente esperanza que el de Jesús de Nazaret en el huerto de Getsemaní. Como se ha comentado con frecuencia, Jesucristo no llegó nunca a tener tanta firmeza y esperanza como en la noche previa a su muerte. Él habría sido bien consciente de sus responsabilidades y del enorme desafío que afrontaba. Sin embargo, sus amigos y 113

discípulos dormían, mientras que él se angustiaba, y se despertaron solo cuando llegaron las autoridades para arrestarlo y llevárselo preso. Los acontecimientos de aquella triste noche y de los días que le siguieron se habrían transmitido, con la extraordinaria precisión de la tradición oral de aquel tiempo, de unos a otros durante décadas, hasta que llegó el momento en que se pusieron por escrito los primeros relatos evangélicos. Sin embargo, ni siquiera la agonía y el dolor de la crucifixión de Jesús el Viernes Santo pudieron impedir el gozoso resurgir de la esperanza y del reencuentro con sus discípulos en el día de Pascua. Quienes siguieron entonces a Jesús se preguntarían, como nosotros ahora, cómo pudo haber soportado tanto y, sin embargo, haber mantenido la esperanza. Sin duda, san Pablo se inspiraría en la experiencia de Jesús en Getsemaní para mantenerse en sus tribulaciones, hasta el punto de que posteriormente pudo llegar a escribir: «Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no tienen proporción con la gloria que se ha de revelar en nosotros […]. El Espíritu socorre nuestra debilidad. Aunque no sabemos pedir como es debido, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inarticulados. […] Sabemos que todo concurre al bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio» (Rom 8,18.26.28).

En su carta a los cristianos de Roma, san Pablo, recordando a sus lectores que ellos eran herederos espirituales y, por consiguiente, embajadores del abnegado amor ejemplar de Jesús de Nazaret, les decía: «Con esa esperanza nos han salvado. Una esperanza que ya se ve, no es esperanza; pues, si ya lo ve uno, ¿a qué esperarlo? Pero, si esperamos lo que no vemos, aguardamos con paciencia. De ese modo el Espíritu socorre nuestra debilidad. Aunque no sabemos pedir como es debido, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inarticulados» (Rom 8,24-26).

Al escribir de un modo tan profundamente personal y delicado, san Pablo fue capaz de transmitir a sus lectores que él los entendía y sabía por lo que estaban pasando. Una y otra vez, les resalta la cualidad de la esperanza, la permanente disposición a ver las cosas a largo plazo, puesto que «sabemos que todo concurre al bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio» (Rom 8,28). San Pablo llegó incluso a escribir: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada? […] En todas esas circunstancias vencemos de sobra gracias al que nos amó. Estoy persuadido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8,35.37-39).

A menudo me he preguntado si san Pablo era totalmente consciente de lo alentadoras que sus palabras resultarían no solo para los destinatarios directos de sus cartas, sino también para innumerables lectores que, desde entonces, se han dejado inspirar por él para no perder la esperanza. Al escribir sus cartas, san Pablo asumía un

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gran riesgo personal, pero también daba pruebas intensas de la fe y la esperanza que anidaban en él, una fe que perduraría y se mantendría. En años posteriores, san Pablo mandaría no una sino dos cartas, llenas de esperanzada exhortación y de aliento, al joven Timoteo, con las que pretendía recordarle que «Dios no nos dio un espíritu de cobardía, sino de fuerza, amor y templanza» (2 Tim 1,7). En efecto, esta fuente de fuerza, amor y templanza puede ser, para cada uno de nosotros, una fuerza interior que aguarda ser reconocida y desencadenada.

Cultivar un corazón esperanzado Si bien todos tenemos las semillas de la esperanza en nosotros, es mucho cuanto podemos hacer para nutrirlas y que se hagan más grandes y fuertes, de modo que puedan sostenernos cuando más lo necesitemos. A veces, cuando parecen destruirse nuestros sueños, podemos vernos tentados a perder la esperanza, a preguntarnos de qué va esta vida. En nuestra sociedad consumista, en la que reina la confección y la comida rápida, podemos sentirnos inútiles, como si nuestras vidas no se diferenciaran en nada de las vidas de nuestros semejantes. Sin embargo, en nuestro entorno hay sorprendentes historias de gran esperanza y aliento que nos ayudan a cultivar la esperanza en nuestro corazón. W. F. Deedes, en su libro Brief Lives, nos cuenta la historia de cómo un niño ilegítimo de Lossiemouth, en el norte de Escocia, hijo de una criada, llegó a convertirse en el primer ministro laborista de Gran Bretaña en 1924. Se llamaba Ramsay MacDonald. Tras apenas un año en el cargo, su partido perdió el poder. MacDonald se encontraba agotado después de las pruebas y tribulaciones de la vida política, y lo que escribió tras la derrota nos dice mucho sobre él y sus raíces de las tierras altas escocesas. «A veces uno tiene que huir de las cosas, los rostros y la voces familiares, del entorno diario y del trabajo habitual, porque la mente se convierte en hierba demasiado pisoteada. Tiene que ser protegida y cuidada, y tiene que quedarse a solas. Así que dadme el camino de la montaña, el balido de las ovejas, las nubes, el sol y la lluvia, las tumbas de las razas muertas, los techos de paja de los vivos, una pipa y una chimenea cuando el día decline, y una cama limpia en la que yacer hasta que el sol llame por la mañana. Si los amigos fallan, el camino de la montaña nunca lo hará».

El «camino de la montaña» le posibilitó a Ramsay MacDonald recuperarse y volver a ser primer ministro, en esta ocasión durante seis años, durante la gran depresión de los años treinta, encabezando un gobierno de coalición. Sin duda, gracias a su «camino de la montaña», el lugar familiar al que podía regresar para encontrar paz y curación, su sentido de esperanza vio de nuevo la luz del día y, así, pudo seguir animando a los demás una vez más.

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Todos necesitamos encontrar nuestro propio «camino de la montaña»: un lugar de paz y de renovación, de calma y claridad, en el que podamos recuperar nuestra energía y nuestra esperanza. Jesús de Nazaret tenía varios lugares en los que podía estar solo y en comunión, sin interrupción, con la poderosa presencia, curativa y alentadora, de su siempre amante Padre. Desde pequeño, cuando tranquilizó a sus padres para que no se preocuparan por él porque tenía que pasar tiempo en el templo y «dedicarse a las cosas de su Padre», debe haber practicado el arte del silencio, la meditación y la oración y, sin duda alguna, esos tiempos fortalecieron su fe y su esperanza ante lo que le esperaba. Jesús conocía bien las Escrituras hebreas, y sacaría un gran consuelo de ellas a lo largo de sus pruebas y tentaciones. Conociendo de memoria las profecías de Isaías, podía recitarlas interiormente y con asiduidad: «¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído? El Señor es un Dios eterno y creó los confines del orbe. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. Él da fuerza al cansado, acrecienta el vigor del inválido; aun los muchachos se cansan, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse» (Is 40,28-31).

Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas. Solo podemos imaginarnos el desaliento y el abatimiento de los discípulos al presenciar cómo su amigo y líder fue humillado, crucificado y, finalmente, colocado en una tumba. Con toda seguridad, deben haberse sentido apesadumbrados al descansar, tras su muerte, el día del sábado, según la costumbre judía. Al día siguiente, dos de ellos decidieron partir para una aldea llamada Emaús, distante unos once kilómetros de Jerusalén, y durante el camino comentaban todo cuanto había pasado. Mientras hablaban, Jesús mismo se les acercó y los acompañó, pero ellos no lo reconocieron. Con gran pesar le expusieron lo que había sucedido y cómo Jesús fue crucificado y murió, y le dijeron: «Nosotros esperábamos que sería el que rescataría a Israel». Al acercarse a Emaús, Jesús los adelantó como para seguir su camino, pero ellos lo convencieron para que se quedara y cenara con ellos. Cuando Jesús estaba a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo y lo partió y se lo dio, y entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron… y al hacerlo se renovó su esperanza. 116

«¿No ardían nuestros corazones mientras hablaba con nosotros en el camino?». Esta cita tan repetida del Nuevo Testamento condensa en una frase muchas de nuestras experiencias de «desesperanza» que, sin embargo, pueden convertirse, sin esperarlo, en experiencias de «esperanza». Nos recuerda que aun cuando sentimos la ausencia de esperanza, esta volverá y que podemos confiar en ello. Así pues, cultivar un corazón esperanzado es recordar que la esperanza se renovará siempre y que debe haber siempre un lugar para ella en el espíritu humano. William Duff es un joven cuyo espíritu nunca ha flaqueado y que, incluso cuando afrontó grandes dificultades, nunca perdió la esperanza. Lo conocí hace unos pocos años con ocasión de la concesión de premios de su escuela. Durante años había estado enfermo del síndrome de fatiga crónica y del síndrome de Gilbert. Su enfermedad eran tan severa que no podía ir a la escuela. Confinado a una silla de ruedas y a veces completamente postrado en la cama, sufría de un fuerte desgaste muscular, junto con otros numerosos síntomas. Recibía clases de un maestro que iba a su casa una vez a la semana dos horas, y después tenía que arreglárselas él solo. William soñaba con ir a la universidad para estudiar contabilidad, pero dado que su enfermedad seguía debilitándolo, su sueño parecía imposible. Aun así, perseveraba, estudiando y aprobando los exámenes necesarios. Con una fisioterapia intensiva, William pudo finalmente dejar la silla de ruedas para usar un andador con ruedas, y después unas muletas. Para su satisfacción, y la de su familia, obtuvo una plaza en la Caledonian University de Glasgow para estudiar contabilidad. William se entregó a fondo a su vida universitaria durante su primer curso, y consiguió trabajar en las vacaciones de verano en una empresa de contabilidad de su ciudad natal, Tain. Los jefes de la empresa estaban tan impresionados con él que la oferta de dos semanas de trabajo no remunerado se transformó en seis semanas de trabajo remunerado, y le invitaron a regresar al verano siguiente; para entonces ya podía caminar sin muletas. En su tercer año de universidad, William obtuvo una beca para trabajar durante el verano con la PricewaterhouseCoopers, una de las cuatro grandes firmas de contabilidad en Gran Bretaña. William se negó a abandonar su sueño, a pesar de la enfermedad. Trabajó de forma extraordinariamente dura, e incluso cuando tenía que quedarse en la cama, seguía esperando conseguirlo. Su éxito está bien merecido, y da esperanza a otros que se encuentran en circunstancias semejantes.

Terminar la carrera Las palabras de Václav Havel, a saber, que la esperanza es «una dimensión del alma», suscitan una imagen de la esperanza como algo que debe ser apreciado, cuidado y entrenado –al modo de un atleta olímpico, cuyo juramento, desde los primeros juegos en la antigua Olimpia, dice así: «Me he preparado. He cumplido las normas. No abandonaré»–. No se trata de un espurio concepto de salón, ni tiene nada que ver con un repentino movimiento hacia afuera para ver en qué dirección sopla el viento. En absoluto, esta definición de la esperanza, como una dimensión del alma, es lo que nos mantiene corriendo cuando a alguien puede parecerle que ha terminado la carrera, o incluso que los espectadores se han ido del estadio. Como muestra la maravillosa historia 117

que contamos a continuación, a veces la carrera no ha terminado y los espectadores se mantienen a la espera: Una hora después de que el vencedor hubiera cruzado la línea de meta en el maratón de las Olimpiadas de 1968 en la ciudad de México, un hombre seguía aún corriendo. De repente, un pequeño hombre delgado entró cojeando lentamente en el estadio. Se paraba a cada dos pasos por el dolor que sentía en la pierna derecha. Una venda rápidamente preparada cubría su rodilla derecha. ¿Su nombre? John Stephen Akhwari, de Tanzania. Se había caído durante la carrera, se hizo un corte en la rodilla y se dislocó la articulación. Sangraba y cada paso le enviaba una oleada de dolor a todo su cuerpo agotado. Intentó correr, pero el dolor era demasiado fuerte. Decidió caminar a paso lento intercalándolo con breves intentos de correr que le resultaban dolorosos. La muchedumbre, que ya empezaba a irse, decidió quedarse conmovida por la valentía de aquel septuagésimo cuarto competidor. El silencio se rompió por el sincero aplauso que alentaba a Akhwari a terminar la carrera. Y con cada paso que daba, el vitoreo se hacía cada vez más alto, hasta que el estadio bramaba de admiración por este hombre que no había abandonado. Al cruzar la línea de meta, la multitud estalló en gritos de júbilo, como si hubiera ganado la medalla de oro. Los periodistas le preguntaron por qué había optado por resistir el dolor lacerante y por qué no se había retirado, una vez que no tenía oportunidad alguna de ganar. Se quedó sorprendido por la pregunta, pensó un momento y dijo: «No creo que me entiendan. Mi país no me envió a la ciudad de México a comenzar la carrera, sino a terminarla».

Esta historia de coraje y resistencia auténticos nos recuerda el poder de la esperanza inquebrantable, y el honor que merecen quienes «terminan la carrera» y hacen lo que tienen que hacer, no importa a qué precio. La historia está llena de historias de este tipo, en las que la esperanza ha triunfado sobre el agotamiento, el fracaso, los contratiempos y las decepciones. El gran escritor norteamericano William Faulkner soportó más de un rechazo en su deseo de llegar a ser un novelista. En aquellos momentos experimentó la desesperanza de la desesperación. ¿Llegaría alguna vez a merecer la pena todo el sacrificio personal de tiempo y energías que estaba haciendo? ¿Estaba siendo justo con aquellos que confiaban en él y que lo amaban? Sin embargo, Faulkner comenzó a ver poco a poco que la «desesperanza» puede transformarse en «esperanza», así que cuando al final recibió el mayor premio de su vida, el Nobel de Literatura en 1949, dijo en su discurso: «Creo que el hombre no solamente resistirá, sino que prevalecerá. Es inmortal, no porque sea solo él entre las criaturas el que tiene una voz inagotable, sino porque tiene alma, un espíritu capaz de compasión y de sacrificio y de aguante».

El hermano Roger de Taizé escribió las siguientes palabras maravillosamente esperanzadoras, exaltando la compasión y el aguante del hombre, poco antes de morir: «La búsqueda de la reconciliación y de la paz implica luchar en nuestro interior. No significa adoptar la ley del mínimo esfuerzo. No se crea nada que perdure cuando las cosas son demasiado fáciles. El espíritu de comunión no es ingenuo. Hace que el corazón se haga más incluyente; es bondad profunda; no atiende a desconfianzas. ¿Estamos dispuestos a caminar hacia delante en nuestra vida de confianza y de bondad constantemente renovada para ser mensajeros de comunión? En este camino habrá fallos a veces. Entonces es cuando tenemos que recordar que la fuente de la paz y la comunión está en Dios. En lugar de desanimarnos, invoquemos su Espíritu Santo sobre nuestras

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debilidades. Y, a lo largo de nuestra vida, el Espíritu Santo nos posibilitará ponernos en camino una y otra vez, yendo de un comienzo a otro en dirección hacia un futuro de paz»[21].

Es suficiente con contemplar a los grandes personajes de la historia reciente para ver la esperanza en acción. A menudo se habla del espíritu de sir Winston Churchill, el gran líder británico en la época de la Segunda Guerra Mundial; cuando los demás estaban atemorizados y preocupados, él parecía encontrar sus más grandes recursos interiores. En efecto, sin su valentía la historia del Reino Unido y la del mundo civilizado podría haber sido muy diferente. En octubre de 1941, en los días más oscuros de la guerra, le invitaron a visitar Harrow, su antigua escuela, para hablar a los alumnos. Allí fue donde dijo su memorable frase: «Solo tengo siete palabras que deciros. Nunca, nunca, nunca jamás, nunca jamás sucumbáis». La mayoría sabemos lo que significa ponerse en marcha una y otra vez, pero si podemos encontrar el coraje de volver a levantarnos después de cada golpe o duda y no sucumbir, entonces podremos seguir a la esperanza, como si fuera una luz que resplandece ante nosotros para iluminar nuestro camino. Tres jóvenes norteamericanos, llenos de esperanza y resiliencia, tenían cada uno su propia idea de lo que es un negocio. Uno tenía una idea creativa sobre la elaboración del queso, y comenzó su negocio con un caballo y un carro vendiendo su queso de puerta en puerta. Otro iba con su bicicleta de puerta en puerta vendiendo tarjetas de felicitación pintadas a mano. El tercero abrió una tienda a la que llamó «Golden Rule Store», y todos los que entraban en ella eran tratados de acuerdo con esa máxima, es decir, que el joven empresario se comportaba con ellos como deseaba que se comportaran con él. Los tres jóvenes tenían una cosa en común –comenzaron con nada y llegaron a ser mundialmente famosos–. Pero el señor Kraft, el señor Hall y el señor Penney compartían algo mucho más importante que su éxito final –ellos aplicaron literalmente su fe y esperanza a su trabajo–. Nadie que trabajara para ellos desconocía que sus fundadores tenían en cuenta su fe y su esperanza en Dios cuando tomaban decisiones empresariales. Y nunca permitieron a sus familias, amigos y socios que olvidaran que sus empresas tenían que ser «ministerios de servicio» para los demás.

Aunque al final llegaron a tener un éxito enorme, los tres pasaron muchas pruebas y tribulaciones en el camino, y necesitaron profundos recursos interiores de coraje y tenacidad, esperanza y perseverancia para «terminar la carrera» que habían empezado. Otro ejemplo inspirador de un hombre que «terminó la carrera» es Nelson Mandela. Cuando fue juzgado y condenado a cadena perpetua en 1963, por «delitos» cometidos como uno de los líderes del movimiento contrario al apartheid, le dijo al tribunal: «Regresaré». Hasta veintisiete años más tarde –dieciocho de ellos pasados en Robben Island y nueve en aislamiento total– no fue puesto en libertad y, en efecto, regresó para continuar lo que había empezado, es decir, para concluir el largo camino que trajera la libertad, la igualdad y la paz al pueblo de Sudáfrica. En el primer Día de la Reconciliación, celebrado el 16 de diciembre de 1995, Nelson Mandela, que entonces era el presidente de Sudáfrica, dijo:

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«Hemos declarado realmente que compartimos nuestra lealtad a la justicia, que estamos en contra del racismo y que somos leales a la democracia, así como nuestro anhelo de ser una nación pacífica y armoniosa basada en la igualdad. El arcoíris ha llegado a ser el símbolo de nuestra nación. Estamos convirtiendo la variedad de nuestras lenguas y culturas, una vez usada para dividirnos, en una fuente de fortaleza y riqueza. Pero sabemos que la curación de las heridas del pasado y nuestra liberación de su carga serán una tarea larga y exigente. En este día de la reconciliación celebramos el progreso que hemos hecho; reafirma nuestro compromiso y mide nuestros desafíos. Debemos usar nuestras fuerzas colectivas para seguir construyendo la nación y mejorando su calidad de vida. Así nos liberaremos de la carga de antaño, no para seguir dándole vueltas, sino para avanzar con la confianza de los hombres y las mujeres libres, comprometidos en lograr lo mejor para nosotros mismos y las generaciones futuras».

¿Qué mejor mensaje de esperanza para el pueblo de Sudáfrica y para el mundo? ¿Y qué mejor símbolo de esperanza que el arcoíris? Unos años antes de su liberación, Sudáfrica tenía todas las papeletas para convertirse en uno de los lugares más sangrientos de la tierra. Nelson Mandela no perdió nunca su personal sentido de la esperanza, a pesar de todos aquellos años en los que tuvo que preguntarse si llegaría a ser libre alguna vez, y dio esperanza a muchos millones de personas y ayudó a transformar su nación en un lugar en el que, en lugar del derramamiento de sangre y los enfrentamientos, sus gentes compartieran un futuro común en el que todos creían.

Infundir esperanza a los demás Con gran frecuencia, el tiempo en que nos vemos tentados a abandonar o pensamos que hemos fracasado resulta preceder inmediatamente al momento en que la vida comenzará a tener sentido o a cobrar forma –con tal de que no perdamos la esperanza–. En efecto, a menudo se dice que «el sol brilla con más fuerza justo antes del amanecer». En la medida en que seamos capaces de dar sentido a nuestra vida y de crear nuestra serenidad y sabiduría mediante la esperanza y la fe, descubriremos que podemos apoyar y alentar a los demás. Recuerdo que hace varios años sentí que tenía que posicionarme públicamente en un asunto sobre el que estaba muy concienciado. En consecuencia, los periodistas más importantes de la prensa nacional me criticaron, desde su cómoda distancia habitual. Por mucho que quienes me querían y apoyaban me recordaran que «los periódicos de hoy son mañana papel para envolver el pescado con patatas», los comentarios me hicieron daño inevitablemente. Imaginad mi grata sorpresa cuando, en esos momentos agitados y difíciles, recibí una Biblia firmada por dos amigos con la nota «Filipenses 4,4-9 es el obsequio que te hacemos». Nunca olvidaré lo que me ayudó y confortó la lectura de esos versículos: «Tened siempre la alegría del Señor; lo repito, estad alegres. Que todos reconozcan vuestra clemencia. El Señor está cerca. Nada os preocupe. Antes bien, en vuestras oraciones y súplicas, con acción de gracias,

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presentad a Dios vuestras peticiones. Y la paz de Dios, que supera la inteligencia humana, custodie vuestros corazones y mentes por medio de Cristo Jesús».

El pasaje concluye con estas memorables y esperanzadoras palabras para todos los que están dispuestos a posicionarse por algo que saben en el fondo de su corazón que es verdadero, justo y valioso: «Por lo demás, hermanos, ocupaos de cuanto es verdadero, noble, justo, puro, amable y loable, de toda virtud y todo valor» (Flp 4,8).

Ese generoso obsequio me ayudó mucho y, junto con el apoyo de quienes estaban en mi entorno, me dio la fortaleza de espíritu para aferrarme a lo que creía que era justo. La oportunidad de animar a alguien que temporalmente se encuentra decaído, desanimado o no está seguro de cómo seguir adelante, es algo realmente maravilloso –un don que recibes al darte a ti mismo–. Mira a tu alrededor y observa quién hay en tu vida que necesite una palabra de aliento o algún apoyo material o moral. Haz lo que puedas para ayudar a quienes necesitan esperanza, y cuando la recobren y comiencen a prosperar sentirás un poderoso sentimiento de paz, de amor y de plenitud. Dos hombres, gravemente enfermos, ocupaban la misma habitación del hospital. Uno tenía permiso para incorporarse en la cama una hora por la tarde para ayudar a expulsar líquido del pulmón. Su cama estaba al lado de la única ventana de la habitación. El otro hombre tenía que pasar todo el tiempo tendido de espaldas. Los dos charlaban durante horas. Hablaban de sus mujeres y familias, de sus casas, de sus trabajos, de su servicio militar y de dónde habían pasado sus vacaciones. Y cada tarde, cuando el que tenía la cama junto a la ventana se incorporaba, dedicaba ese tiempo a describirle a su compañero de cuarto todo lo que podía ver desde la ventana. El hombre de la otra cama comenzó a vivir para aquellos períodos de una hora, en los que su mundo se ensanchaba y se animaba con toda la actividad y el colorido del mundo exterior. La ventana daba a un parque con un lago precioso. Los patos y los cisnes se deslizaban sobre el agua, mientras que los niños jugaban con sus barcos. Los jóvenes enamorados paseaban cogidos del brazo entre flores de todos los colores del arcoíris. Grandes árboles con muchos años adornaban el paisaje y en la distancia podía divisarse una vista espectacular del perfil de la ciudad. Mientras el hombre que estaba junto a la ventana describía todo aquello con exquisito detalle, el otro hombre cerraba los ojos e imaginaba la escena pintoresca y, poco a poco, comenzó a sentirse mejor y a curarse. Pasaron días y semanas. Una mañana, la enfermera llegó y descubrió que el hombre de la ventana había muerto pacíficamente mientras dormía. Tan pronto como pareció oportuno, el otro hombre preguntó si podían moverlo junto a la ventana. La enfermera aceptó encantada hacer el cambio, y tras asegurarse de que estaba a gusto, lo dejó solo. Lentamente, se apoyó en un codo para echar su primera ojeada al mundo exterior. Finalmente, tendría la alegría de verlo por sí mismo. Se giró para mirar por la ventana. Esta daba a una pared en blanco. Todas las escenas maravillosas que le había descrito su compañero de habitación habían sido inventadas por él. Con gran emoción, el hombre se dio cuenta de la gran generosidad que le había mostrado su amigo para darle ánimos y esperanza.

Mahatma Gandhi, el gran político y líder espiritual de la India durante el movimiento de independencia, dijo en cierta ocasión: «Sé el cambio que quieres ver en el mundo».

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Para dar esperanza, sé esperanzador. Aun cuando parezca que apenas hay razones para esperar, puedes encontrar esperanza y compartirla y enriquecer, así, a los demás. A veces, todo cuanto se necesita para reavivar la esperanza es una simple palabra de ánimo. Cuando el gran compositor Rachmaninov se encontraba en la cima del éxito, adorado por el público y por los críticos, compuso una sinfonía que resultó ser un completo desastre. Debió impactarle mucho, pues se quedó desconsolado, desanimado y lleno de autocompasión. Estaba tan alicaído que incluso sus íntimos y su familia no podían ayudarle, y su carrera musical parecía haber llegado a un fin prematuro. Desesperado, uno de sus primos lo llevó a ver al doctor Nikolai Dahl, que, tras escucharle, comenzó a dedicarle tiempo repitiéndole frases memorables como «dentro de ti hay grandes cosas latentes que esperan salir al mundo», «comenzarás a componer un concierto; lo harás con enorme facilidad y la composición tendrá una excelente calidad». Estas frases marcaron un punto de inflexión. Rachmaninov tomó en serio este estímulo a la esperanza y comenzó a repetirse una y otra vez la frase «dentro de ti hay grandes cosas latentes que esperan salir al mundo» hasta que sintió un renovado sentido de esperanza y finalidad. Sintió que recuperaba su confianza y talento musicales al igual que los músculos atrofiados comienzan a desarrollarse y a fortalecerse tras una lesión. Varios meses después, se sintió capaz de componer un concierto completo, que dedicó al doctor Nikolai Dahl; este concierto llegaría a ser el famoso Concierto para piano nº 2 en do menor. Cuando se interpretó por primera vez, en el Salón de la Casa de la Nobleza de Moscú, el público, puesto en pie, dio a Rachmaninov una entusiasta, prolongada y clamorosa ovación.

Qué importante fue para el gran compositor, que estaba desesperado, detenerse un poco, reavivar su fe y redescubrir la esperanza que estaba latente en su alma. Lo que san Pablo fue para el joven Timoteo, lo fue el doctor Dahl para el joven Rachmaninov. Sin embargo, no todos nosotros podemos componer sinfonías. A veces, estamos tan ocupados en conseguir objetivos lejanos que nos olvidamos de lo que tenemos delante de las narices. En otra bellísima historia se nos cuenta cómo tuvo que recordársele a un maestro al final de su carrera todo cuanto había logrado y toda la esperanza que había dado a sus alumnos a lo largo de los años. La película Profesor Holland nos cuenta la historia de un profesor de música de un instituto, que soñaba con componer una sinfonía de primera categoría y, mediante su música, llegar a ser famoso y rico. Cuando aceptó trabajar en la enseñanza, pensaba usar su tiempo libre para componer, pero, de un modo u otro, la enseñanza le ocupaba todo su tiempo y la composición tuvo que postergarse. Cuando, tras una larga carrera, le llegó el tiempo de jubilarse, el profesor Holland se sentía abatido, un fracasado. Después de todo, ¿qué había sido de su vida? El último día, cuando se disponía a dejar finalmente las instalaciones escolares, su esposa lo encaminó hacia el gimnasio, donde cientos de ex-alumnos habían preparado una fiesta sorpresa en su honor. La organizadora principal era una mujer que, de escolar, había carecido de confianza y se consideraba un fracaso. Gracias al ánimo que le había infundido el profesor Holland, llegó a encontrar su propio valor y prosiguió su camino hasta convertirse en la gobernadora de su Estado. En su discurso, que hizo en nombre de todos los que se habían reunido, dijo: «Nosotros somos su sinfonía, profesor Holland. Nosotros somos las melodías y las notas de su opus. Nosotros somos la música de su vida».

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Esta afirmación maravillosa de una vida bien vivida y llena de generosidad es un recordatorio conmovedor del buen trabajo que hacen tantas personas, sin aplausos ni elogios, sin premios ni reconocimientos públicos. Sin embargo, hay momentos en los que no son suficientes unas palabras de esperanza o de ánimo. Las frases dichas con la mejor intención del mundo pueden sonarle huecas a alguien que esté profundamente angustiado, que podría pensar «¿pero cómo es posible que entiendan por lo que estoy pasando? No podrían hablar así si supieran realmente lo desesperanzado que me siento». A veces, en nuestro dolor y desesperación nos cerramos a quienes nos aman e incluso a la posibilidad de ayuda, apoyo u orientación espiritual. Pero, por muy solos que podamos sentirnos, no cabe duda de que es entonces cuando Dios está más cerca de nosotros, como un autor anónimo bellamente escribió: «Una noche tuve un sueño. Caminaba por la playa con el Señor. Muchas escenas de mi vida brillaban fugazmente en el cielo. En cada escena notaba huellas en la arena. A veces había dos pares de huellas, otras veces solo uno. Esto me preocupaba, porque advertí que durante los períodos bajos de mi vida, cuando sufría de angustia, pena o fracaso, solo podía ver un par de huellas. Así que le dije al Señor: “Señor, tú me prometiste que, si te seguía, tú caminarías siempre conmigo. Pero he notado que durante los períodos más difíciles de mi vida solo había un par de huellas en la arena. ¿Por qué, cuando más te necesitaba, no has estado conmigo?”. El Señor replicó: “Hijo mío, las veces en las que veías solamente un par de huellas era porque yo te llevaba”»[22].

Aun cuando parezca haber pocas razones para esperar y el mundo tenga el aspecto de un lugar oscuro, la esperanza, la ayuda y el amor están a tu alcance. En su hora más tenebrosa, Jesús sabía que su Padre estaba con él, al igual que Jesús está con nosotros cuando más lo necesitamos. Con ese gozoso conocimiento, la esperanza puede florecer y podemos encontrar fuerza, resiliencia y ánimo para perseverar. En nuestros momentos más tenebrosos es cuando el poder de la oración se convierte en un recurso extraordinario. Al orar, nos damos cuenta de que no estamos 123

solos, y el sentimiento de que contamos con un poder superior con quien compartir nuestra carga es enormemente consolador. Y así, mientras edificamos nuestra fe y restauramos nuestra esperanza, podemos centrarnos en la cualidad que es más poderosa incluso que estas dos, a saber, el amor.

Reflexiones Recuerda una historia en la que la esperanza triunfó sobre la desesperación. Vuelve a contar esa historia cuando se presente la oportunidad –y recuerda que también tú tienes historias llenas de esperanza–. Valóralas, recuérdalas, vuelve a contarlas; de este modo, llegarás a ser una persona llena de esperanza y pasarás a otros un estandarte de esperanza basado en la vida real. Encuentra tu «camino de la montaña», un sencillo lugar tranquilo donde puedan ser alimentadas y restauradas tus cualidades esperanzadoras. Recuerda que cuando te sientas más falto de esperanza, entonces Dios te está llevando y, así, restableciéndote para llenar de esperanza la siguiente etapa de tu viaje. Piensa en cómo puedes cambiar positivamente a la siguiente persona que te encuentres hoy y mañana y en los días venideros. Ofrece apoyo, aliento y esperanza a quienes lo necesitan. Recuerda que nuestras vidas son como arcilla en manos del alfarero y que cada día se nos perfecciona mediante las experiencias que tenemos para llegar a ser plenamente humanos y a estar totalmente vivos, y ser así las personas que Dios nos creó para ser. Esta consciencia será el manantial de nuestra esperanza. Ora con esta plegaria del soldado confederado anónimo: «Pedí a Dios fuerza para conseguir mis metas, se me dio debilidad para que aprendiera humildemente a obedecer. Pedí a Dios salud para hacer cosas más grandes, se me dio enfermedad para poder hacer cosas mejores. Pedí riquezas para ser feliz, se me dio pobreza para ser sabio. Pedí poder para ser alabado por los hombres, se me dio debilidad para sentir la necesidad de Dios. Pedí todo para disfrutar la vida, se me dio vida para disfrutarlo todo. No tengo nada de cuanto pedí, pero sí todo cuanto esperaba. Casi a pesar de mí mismo, mis oraciones no dichas fueron escuchadas. Estoy entre los hombres, riquísimamente bendecido».

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9. Amor «En su primera carta, con deslumbrante intuición, expresa san Juan quién es Dios con tres palabras: “Dios es amor”. Si pudiéramos entender solo estas tres palabras, llegaríamos lejos, muy lejos». Hermano Roger de Taizé[23]

EL amor está en todo cuanto nos rodea –en canciones, historias, obras de teatro, en la radio, en la televisión, en las películas y en las obras de arte–. En el mundo occidental nos centramos sobre todo en el amor romántico, el amor entre un hombre y una mujer, jóvenes por lo general, guapos y destinados a vivir «felices para siempre» o a un fracaso irreversible. Nos encantan los extremos, es decir, que las historias románticas nos hagan felices o nos hagan llorar. Pero en nuestro entusiasmo por el amor romántico, podemos olvidar que el amor es mucho más que esto. Cuando miramos el mundo y echamos un vistazo a la historia, nos encontramos con muchas interpretaciones y versiones diferentes del amor. Por ejemplo, los antiguos griegos definían el amor de tres modos. En primer lugar, la philía, que nosotros interpretamos como filantropía, amor y generosidad que mostramos a nuestros semejantes, y que se fundamenta en la amistad. En segundo lugar, el éros, que se refiere a los aspectos sensuales y eróticos del amor, y que se basa en el deseo. Y en tercer lugar, el agápē, el amor que sostiene y mantiene y que denota un sentimiento general de satisfacción y bienestar. Los primitivos pueblos cristianos celtas también definían el amor de tres modos diferentes, que resultan muy afines y relevantes para nuestra sensibilidad actual. El amor es sobre todo calidez: primero, calidez de acogida; segundo, calidez de hospitalidad; y tercero, calidez de hallarse en un viaje compartido. Son los valores que usamos como base de Columba 1400 cuando comenzamos con ello y que nos sostienen al continuar nuestro trabajo. En muchas sociedades, pasadas y presentes, el amor romántico ha sido acertadamente considerado como un aspecto pequeño del amor en su totalidad. El amor era, y es, mucho más grande; abarca la calidez, la humanidad, el sentimiento de fraternidad, la alegría y la generosidad que nos hace humanos. El amor, que esencialmente es buena voluntad y sentimiento de fraternidad hacia el resto de la humanidad, es el fundamento de todo lo que importa de verdad y de todo lo que es bueno en el mundo.

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El hermano Roger de Taizé preguntaba: «¿Qué significa amar? ¿Será compartir el sufrimiento de los más maltratados? Sí, en efecto. ¿Podría significar tener una infinita bondad de corazón y olvidarse de uno mismo por los otros, con desinterés? Sí, ciertamente. ¿Qué significa amar? Amar significa perdonar, vivir como personas reconciliadas. Y la reconciliación es siempre una primavera del alma»[24].

Esta gozosa imagen, «una primavera del alma», es lo que todos anhelamos descubrir y experimentar. La primavera es despertar, florecer y crecer, y esto es lo que acontece en nuestras almas cuando experimentamos el amor: a nosotros mismos, a los que están cerca de nosotros y a toda la humanidad. Bien es verdad que amar es arriesgarse a que te hagan daño y te decepcionen, a perder y a temer, y por eso hay personas que se cierran a amar, que no se atreven a arriesgarse. Es triste realmente, porque amar es un riesgo que merece la pena. Sí, en efecto, a veces el amor significa pérdida; puede significar tener que renunciar a la persona que amas; ciertamente, amar implica con frecuencia dejar irse al otro. Pero los que aman plena y profundamente son los más ricos por eso, sea cual sea el resultado. Cuando llegas a amar plena y auténticamente a ti mismo y a los demás, comienzas a darte cuenta de que tu vida no se cuenta por los años que vivas, sino por el amor que has dado y las experiencias que has compartido. Así pues, ábrete al amor, deja que tu corazón se llene de amor y regocíjate en los dones que te aporta amar y ser amado.

Construir sobre roca Antes de poder amar a los demás, tienes que amarte a ti mismo. Y por amar entiendo aquí aceptar. Cuando puedes decir «me gusto, estoy bien, estoy haciendo cuanto puedo, soy lo suficientemente bueno», y lo sientes en tu corazón, entonces has logrado algo maravilloso. Pues son muchas las personas que, por su educación o las influencias recibidas en su infancia, sienten que no son lo suficientemente buenas y pasan una enorme cantidad de tiempo criticándose a sí mismas. En la psicoterapia humanista se denomina «opresor» a la parte de uno mismo que juzga, critica, condena, atormenta, que se fija en lo que no has hecho hoy, no en lo que has hecho, y, en general, te hace pasar un mal rato. La parte «oprimida» de ti gimotea y acepta que eres realmente una mala persona, y se siente culpable y despreciable. En psicoterapia se anima a los pacientes a fortalecer la parte oprimida y hacer frente a la parte opresora diciendo «realmente me siento bien, lo he hecho bien hoy, soy lo suficientemente bueno». Este tipo de afirmación positiva es simple y efectiva. Decirte a ti mismo, lo más alto posible, que te gustas y que te apruebas a ti mismo, es algo que funciona. Hazlo a menudo, muchas veces al día, porque de ese modo el mensaje cala bien hondo y la parte opresora tiene menos espacio para ladrarte y gruñirte.

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Otro camino con muchas posibilidades para que te aceptes a ti mismo y tengas un mayor sentido del amor es fomentar la gratitud. Cuando estamos agradecidos por todo lo que tenemos, cuando apreciamos las pequeñas bendiciones y alegrías en nuestras vidas, entonces nuestros corazones se abren y se llenan de amor. Es imposible sentirte agradecido sin sentir amor. Practica, pues, la gratitud, cada día. Una actitud de gratitud es una actitud de felicidad que puede, y en efecto lo consigue, aportarte oportunidades. Da gracias, en voz alta, en un periódico, en las oraciones, o simplemente con abrazos y sonrisas, por todo cuanto tienes y eres. Aceptarse a uno mismo no es orgullo ni obsesión con uno mismo. Es estar en paz contigo mismo, a gusto contigo mismo, liberando tu energía para cosas más constructivas e importantes que tirarte mordiscos en los talones. Tal vez era en eso en lo que pensaba Jesús cuando comparó los destinos de las casas que dos hombres construyeron, una sobre roca y otra sobre arena. Si, como el segundo constructor, tu amor está construido sobre las arenas movedizas de tu desconfianza sobre ti mismo y de tu aversión, entonces será difícil que puedas ser fiel a cualquier cosa o a cualquier persona, y menos aún nutrir tu propia alma. En cambio, si tu amor está construido en el terreno más firme de la aceptación de ti mismo, entonces tendrás el mejor cimiento de todos para tu vida y para tu futuro y para cuantos te rodean. Cuando tenemos un sano amor propio, somos capaces de amar a los demás y de dar generosamente algo de nosotros mismos y dar nuestro amor. Y somos capaces de recibir amor. La aversión contra uno mismo y la duda cierran la puerta al amor, aun cuando se nos ofrezca. Si no nos sentimos dignos de ser amados, ¿cómo podemos sentirnos amados? Muchas personas rechazan el amor cuando se les da, creyendo que no es posible que puedan ser amadas, porque son tan poco merecedoras de amor. El segundo mandamiento más importante, «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31), no significa amar a nuestros prójimos en lugar de a nosotros mismos. Significa amar a nuestros prójimos –es decir, a los otros– como nos gustaría que nos amaran a nosotros. Es decir, emplea primero el tiempo para conseguir conocerte y aceptarte a ti mismo, y así podrás demostrar amor y comprensión para con los demás. Para crear un cimiento rocoso de amor en nuestra vida, tenemos que aprender a amarnos a nosotros mismos, para dar y recibir el amor de los demás. San Ireneo, obispo y escritor del siglo II, decía: «La gloria de Dios es que el hombre viva plenamente». Esta maravillosa afirmación es tan cierta hoy como lo fue hace casi dos mil años. Vivir plenamente es sentir que amas con todo tu ser. Cuando amamos estamos despiertos, en alerta, con alegría y agradecidos de estar vivos. Jesús de Nazaret dijo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Él trajo amor, en toda su riqueza y jovialidad. Jesús amó, profunda y plenamente, a todos los que entraron en contacto con él, y mediante ese don de amor dio vida en toda su plenitud.

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Cuando seas capaz de aceptarte a ti mismo, descubrirás que también puedes dejar todos los hábitos que te detienen. Las adicciones de todo tipo son un modo de distanciarnos de los sentimientos que nos resultan incómodos o difíciles de aceptar. Pero sentir es estar vivo, y cuando nos aceptamos, aceptamos nuestros sentimientos, cualesquiera que puedan ser. Un sentimiento no es una acción. Sentirte enfadado o herido no es lo mismo que herir o hacer daño a otros. Podemos aceptar nuestros sentimientos «negativos» sin juzgarnos y sin actuar según esos sentimientos. Aceptarse a sí mismo, que es amarse a sí mismo, permite que veamos nuestros sentimientos sin temerlos y sin necesidad de ser crueles, mordaces, violentos o desagradables con los demás. Piensa en ti como si fueras un recién nacido, con todo el potencial de una nueva vida. Todos hemos nacido con este potencial de limpieza y de realización, y deberíamos aferrarnos a ese potencial, no importa lo que pueda haber ocurrido en nuestra vida. Nuestros cimientos nuevos y sólidamente puestos en la roca se basarán en el amor cuando nos demos cuenta de que todos y cada uno de nosotros somos preciosos a los ojos de Dios y que hemos sido hechos, como dice Souza, para danzar, amar, cantar y vivir. «Baila como si nadie te estuviera viendo. Ama como si nunca te hubieran herido. Canta como si nadie te estuviera oyendo. Vive como si el cielo estuviera en la tierra»[25].

Ser amado Cuando estás con alguien a quien amas y que te ama incondicionalmente, sientes que puedes hacer cualquier cosa y afrontarlo todo. No hay ningún sentimiento más maravilloso en el mundo que ser amado, y a un niño pequeño le da una seguridad que nada más puede igualar. Recuerdo que siendo niño regresaba a casa por la noche en bicicleta después de practicar rugby. Iba deprisa porque llegaba tarde, y pedaleaba frenéticamente –tan rápido que choqué contra el señor Wilkinson, el encargado del campo del club de rugby, que iba de camino a coger el autobús–. Por suerte, no sufrió heridas graves, pero yo salí volando de la bicicleta y me golpeé contra la grava. Llegué a casa cojeando, con las rodillas ensangrentadas y los codos rasguñados, lamentando mucho mi estado. Al llegar a casa, mi madre no dijo nada; simplemente me levantó entre sus brazos y me subió por las escaleras para darme el regalo más preciado, un baño de agua caliente con abundante espuma en el cuarto de baño de mis padres. Aún hoy puedo ver el amor y la compasión en sus ojos, y sentir cómo me quitaba con sus tiernos dedos la gravilla de mis rodillas y cara y vendaba mis codos.

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Aunque me llevó algún tiempo recuperarme exteriormente, por dentro me sentía firme y seguro, porque sabía que, no importaba lo que hubiera ocurrido o lo que pudiera ocurrir, mi madre me amaba. Si somos lo bastante afortunados como para tener el amor de un padre o de una madre, entonces tenemos una ventaja en la vida. Y si después podemos encontrar una pareja que nos ame y nos acepte ocurra lo que ocurra, somos doblemente bendecidos. Cuando Duncan se iba a trabajar un viernes por la mañana, le dijo a su mujer que finalmente había decidido pedirle a su jefe un aumento de sueldo. Todo el día Duncan se sintió nervioso e inquieto al pensar en el momento decisivo. ¿Y si el jefe se negaba a concederle lo que pedía? Duncan había trabajado muy duro durante los dos últimos años en la agencia de publicidad. Pensaba que merecía un aumento salarial. Al final de la tarde, se armó de valor para dirigirse al jefe, quien, para su gozo y sorpresa, aceptó darle a Duncan el aumento solicitado. Duncan llegó a casa aquella noche –saltándose todos los límites de velocidad– y vio una linda mesa montada con la mejor vajilla que tenían y con velas. Su mujer, Tina, había preparado su comida favorita. ¡Alguien de la oficina tenía que habérselo dicho! Junto a su plato, Duncan encontró una preciosa nota de su esposa, en la que decía: «Felicidades, amor. Sabía que conseguirías el aumento. He preparado esta cena para mostrarte cuánto te amo. Estoy muy orgullosa de tus logros». Él la leyó y se paró a pensar en lo sensible y atenta que era Tina. Después de cenar, Duncan iba a la cocina a por el postre cuando notó que se había caído al suelo una segunda tarjeta del bolsillo de Tina. Se agachó para recogerla y leyó lo que ponía: «No te preocupes por no haber conseguido el aumento. De todos modos, lo mereces. Eres un maravilloso proveedor; he preparado esta cena para mostrarte cuánto te quiero aunque no hayas conseguido el aumento que esperabas». De repente, a Duncan se le llenaron los ojos de lágrimas. El amor y el apoyo de Tina no estaban supeditados a su éxito laboral.

A menudo, el temor al rechazo se mitiga cuando sabemos que alguien nos ama independientemente de nuestro éxito o fracaso. De hecho, el conocimiento de que somos amados puede darnos la valentía para intentarlo una y otra vez y resistir todo contratiempo o rechazo. Piensa en aquellos que te aman –amigos, pareja, familia, hijos– y permítete por un momento sentir su amor en tu corazón y tu alma. Ser amado es un honor y una alegría. El don más grande de todos es saber que eres amado simplemente por ser tú. Aquellos valores de los primeros celtas cristianos, la calidez de la acogida y de la hospitalidad y del sentimiento de estar compartiendo un mismo viaje, sostienen la obra de Columba 1400. Jóvenes de todas las edades y procedencias, y en particular quienes vienen de realidades duras, encuentran una verdadera calidez en el amor que se da a todos y cada uno de ellos. Algunos de los que terminan los programas de liderazgo en Columba 1400 sienten, por primera vez en su vida, que algo arde en su corazón, un sentimiento que nunca han sentido o advertido antes. Como un capullo que florece, los participantes reconocen que algo importante les ha pasado; en este sentido, uno comentaba: «¡Hay otras personas que no solo me conocen, sino a las que también les gusto, y confían en mí y me dicen que 130

me quieren!», y otro decía: «La vida puede comenzar de nuevo, pues ahora me siento parte de algo que realmente vale la pena». También se produce un sentimiento de comunidad y de bienestar al saber que hay otros que sienten de forma semejante. Como un joven graduado dijo recientemente: «Después de todo lo que he pasado, aquí hay finalmente un grupo de personas, una comunidad cariñosa y comprensiva, que confían en mí y me respetan, y en quienes puedo confiar y a los que puedo respetar». Las ceremonias de graduación en Columba 1400 reflejan, a menudo, la incredulidad que todos podemos sentir cuando aparece en nuestro corazón algo que pensábamos haber perdido o que nunca descubriríamos. Cuando sabes que eres amado, entonces puedes darte cuenta de que eres de verdad una persona digna de amor. Los primitivos cristianos celtas tenían una frase para referirse a este sentirse amado y amable: Anam Cara, que traducido libremente significa «querida alma», y que actualmente se traduce a menudo por «compañero del alma». Con la expresión Anam Cara se describía a un alma querida que te conocía y te amaba casi mejor de cuanto tú te conocías o te amabas a ti mismo; alguien a quien podías acudir en cualquier momento y nunca sentirte un estorbo, alguien que podía leer en tus ojos y saber en un instante cómo te sentías. Este Anam Cara está presente en las palabras del profeta Isaías: «Te he llamado por tu nombre, tú eres mío. Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo, y cuando atravieses los ríos, la corriente no te anegará. Cuando pases por el fuego, no te quemarás; la llama no te abrasará. […] Te aprecio y eres valioso a mis ojos […] y yo te quiero» (Is 43,1-4).

En Billy Elliot (en español, «Quiero bailar»), la película galardonada con múltiples premios, y en el musical correspondiente, el Anam Cara de Billy es su profesora de danza, la señora Wilkinson, que estuvo en la brecha con él. Billy era el hijo de un minero; su madre había muerto, y aprendió a bailar a pesar de la burla de la mayoría de los chicos y los hombres de su entorno. La señora Wilkinson creía en él, lo animó y, al final, lo convenció para que se presentara a una prueba de actuación en la Royal School of Ballet. Durante la prueba, un examinador le preguntó a Billy qué sentía cuando bailaba. Billy le respondió que no tenía palabras para poder realmente explicarlo. Era un sentimiento que no podía controlar, como olvidar y perder tu identidad, pero, al mismo tiempo, sentirla totalmente. Mirando irónicamente a los examinadores, dijo que era como 131

la primera vez que oyes música y la escuchas y vuelves a escucharla y luego desaparece hasta sentir algo profundamente interior, como un fuego interno, algo que se desborda, imposible de ocultar. Con gran tranquilidad, añadió que le hacía sentirse como si volara, como un pájaro, como electricidad que despedía chispas dentro de él y, así, era libre. Cuando sabemos que amamos, que somos amados y amables, surge en nuestro espíritu una electricidad que nos capacita, como a Billy Elliot, para sentirnos libres: libres de nuestro pasado, liberados para llegar a ser quienes estamos llamados a ser. El famoso profesor de ciencia y religión del siglo XIX, Henry Drummond, describió esos sentimientos de electricidad en su bestseller The Greatest Thing in the World: «Cuando mires retrospectivamente tu vida, te darás cuenta de que los momentos sobresalientes, los momentos en los que realmente has vivido, son aquellos en los que has hecho las cosas con espíritu de amor».

Amar a los demás En su libro Martes con mi viejo profesor, Mitch Albom escribió: «Un día pasado con alguien a quien amas puede cambiar todo». Cuando amamos a los demás, nos hacemos generosos, estamos dispuestos a sacrificarnos, movemos montañas y podemos hacer lo imposible. Georgina Blackwell quería ser abogada, pero cuando su madre, una esteticista, se quebró la muñeca, dejó su sueño a un lado y se dedicó a que siguiera funcionando el salón de belleza. Cinco años después, la casa y el negocio de su madre corrieron peligro por un litigio de acceso con una inmobiliaria multinacional que quería construir viviendas de lujo justo al lado. El promotor pensaba que tenía derecho de acceso por el jardín de los Blackwell y puso en él el andamio para derribar la fábrica colindante. Los Blackwell se encontraron el jardín cubierto de madera, sus plantas destruidas, su negocio interrumpido y su casa llena de polvo. La madre de Georgina llevó a juicio al promotor, y lo perdió. Obligada a pagar los daños y los costes legales, estaba abocada a la ruina. Fue entonces cuando Georgina decidió que no iba a seguir viendo sufrir a su madre si ella podía evitarlo. Así que se armó de valor, cogió libros jurídicos de la biblioteca y defendió el caso ella misma. Abrió el caso en el tribunal, adujo pruebas e interrogó al abogado del promotor. Al final del juicio, el juez dictó sentencia a favor de los Blackwell y ordenó al promotor que pagara una indemnización.

Georgina Blackwell demostró que amaba a su madre no una vez, sino dos; primero, asumiendo el trabajo cuando su madre se quebró la muñeca, y después, enfrentándose al promotor y defendiendo su caso en los tribunales. Después de su valiente intervención, declaró que ahora podría, después de todo, ir a la universidad y estudiar derecho. Con su compasión, valentía y aguda inteligencia, sería una excelente abogada. Con gran frecuencia, vemos que podemos hacer cosas extraordinarias por aquellos a quienes amamos. Como padres, removeríamos cielo y tierra por nuestros hijos. He conocido muchos ejemplos de padres de niños discapacitados, que han mostrado una valentía, una tenacidad, una resistencia y una capacidad de sacrificio realmente 132

extraordinarios, todo en nombre del amor. El amor saca lo mejor de nosotros, y como padres somos recompensados con gran alegría al ver crecer a nuestros hijos. Pero el amor también exige que dejemos marcharse a quienes amamos, y esto es especialmente cierto en el caso de los padres. Mi esposa Elizabeth y yo somos muy afortunados de tener cinco hijos sanos y responsables. La vida y el amor de nuestra familia ha sido para nosotros el verdadero norte de nuestra brújula. A menudo, hablamos de nuestros hijos como de «dones de Dios», dones que debemos mantener y nutrir hasta que estén preparados, con sus propias fuerzas y alas, para volar fuera del nido. Si has sido bendecido con el don de los hijos, entonces, mientras saboreas y valoras todos y cada uno de los días que están contigo, tu tarea principal consiste en prepararlos para que dejen la casa y salgan al mundo como adultos seguros y responsables. Mi esposa es sabia cuando me recuerda que si los mantenemos demasiado protegidos y no logramos enseñarlos a volar, entonces nunca tendrán las alas para regresar. Son muchos los tipos de desprendimiento que se nos exigen cuando amamos. Mandar a nuestros hijos al mundo cuando están preparados es uno de ellos. Dejar libre a un amante, una pareja o un amigo cuando la relación no prospera o no es sana, es otro. Otra forma es permitir que alguien que es innecesariamente dependiente llegue a valerse por sí mismo. Y perdonar a quienes nos han hecho daño es también otro modo desprendimiento, pues cuando perdonamos nos desprendemos de la amargura, del resentimiento y del odio. A lo largo de nuestra vida todos cometemos errores. A veces son enormes. Pensamos, en efecto, quién no ha llegado a preguntarse: «¿Por qué demonios hice eso? ¿Cómo pude ser tan estúpido?». Un remordimiento profundo se aferra a nosotros y nos preguntamos cómo es posible que alguien pueda confiar en nosotros o respetarnos de nuevo. Pero puede aflorar una actitud diferente si nos acercamos a quienes hemos hecho daño o abandonamos nuestro orgullo y pedimos perdón y buscamos una solución. Jesús dijo que si tú y otra persona tenéis algo entre vosotros que necesita ser resuelto, entonces te dirijas a ella y pidas su comprensión y su perdón. Y cuando finalmente reunimos el coraje para actuar así, independientemente de la respuesta que consigamos, poseemos el conocimiento interior de que hemos cruzado la carretera y hemos hecho el esfuerzo de reconciliarnos y ser perdonados. Cuando afrontamos nuestros errores y hacemos todo lo posible por enmendarlos, nos inunda un sentimiento de paz. Y si la otra persona, de igual forma, cruza la carretera para encontrarse con nosotros a mitad de camino, entonces manará a través de todo nuestro ser un sentimiento de alivio, de limpieza, de perdón y renovación. Si es difícil admitir los errores y pedir perdón, puede que perdonar sea incluso más difícil aún. Si es a nosotros a quienes se nos pide perdón, entonces se nos está dando una oportunidad para mostrar amor, desprendiéndonos de nuestro dolor e ira y optando por la 133

reconciliación. Cuando perdonamos a quienes han cometido errores, reconocemos que también nosotros somos humanos y cometemos errores, y creamos, así, un vínculo de humanidad con ellos. Tal vez no exista un acto más difícil de perdonar que el asesinato de un hijo tuyo. Gordon Wilson, un padre de familia que tenía un negocio de telas en su ciudad natal de Enniskillen (Irlanda del Norte), a pesar de todo, perdonó a los asesinos de su hija Marie. Lo hizo con tan buena voluntad y generosidad que conmovió a gente de todo el mundo e incluso la reina habló de él en su discurso de Navidad. El Remembrance Day[26] de 1987, Gordon y su hija menor Marie, que era enfermera, se encontraban en el cenotafio de Enniskillen con sus amigos y vecinos de la ciudad. En mitad de la celebración explotó una bomba. Gordon y Marie quedaron sepultados bajo los escombros de los edificios cercanos que se habían desplomado. Gordon describió lo que ocurrió después en una entrevista que concedió a la BBC un poco más tarde ese mismo día. «Ella sujetó firmemente mi mano y me agarró con toda la fuerza que pudo. Y me dijo: “Papá, te quiero muchísimo”. Esas son las palabras que me dijo exactamente, y fueron las últimas palabras que le escuché decir». Y para asombro de quienes lo escuchaban, añadió: «Pero no siento inquina ni rencor. Las groserías no van a devolverle la vida. Era una gran chica. Le encantaba su trabajo. Era todo un capricho de hija. Ha muerto. Está en el cielo, y volveremos a encontrarnos. Rezaré por esos hombres esta noche y todas las noches». Como el historiador Jonathan Bardon dijo posteriormente: «Durante los más de veinticinco años de violencia en Irlanda del Norte, no hemos escuchado unas palabras con tan poderoso impacto emocional». Marie Wilson era una de las once personas que murieron aquel día. Su pérdida destrozó a Gordon y a su esposa Joan, pero estaban muy preocupados de que el rencor y el odio no desgarraran a la ciudad. Antes del atentado, los protestantes y los católicos de Enniskillen vivían en paz, y los Wilson querían que la situación siguiera así. Posteriormente, Gordon suplicó a los «lealistas» que no se vengaran de los miembros del Ejército Republicano Irlandés, que estaban detrás del atentado. A lo largo del resto de su vida trabajó duro por la reconciliación entre los bandos opuestos de Irlanda del Norte. Se reunió varias veces con los paramilitares «lealistas» para intentar convencerlos de que abandonaran la violencia y, finalmente, llegó a encontrarse con quienes habían planeado el atentado de Enniskillen. Le pidieron perdón por haber matado a Marie. Gordon Wilson murió en 1995, pero incluso después de su muerte mucha gente continuó su labor. Actualmente, los atentados y los tiroteos han cesado en Irlanda del Norte, en gran medida gracias a la labor realizada por personas como Gordon Wilson.

Mostrar el amor a tus enemigos es un acto de gran humanidad y compasión. Aquellos que, como Gordon Wilson, pueden perdonar donde el perdón parece imposible, marcan una pauta que solo podemos intentar seguir. En su discurso durante el National Prayer Breakfast, en Washington DC, poco después de su toma de posesión, el presidente Barack Obama describió la necesidad de cuidar unos de otros, de convivir en paz y, cuando sea necesario, de reconciliarnos con nuestros semejantes. Estas son sus palabras: «Jesús nos dijo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”; la Torah judía ordena: “Lo que es odioso para ti, no se lo hagas a tu prójimo”; en el islam hay un hadiz que dice: “Ninguno de vosotros cree de verdad hasta que desea a su hermano lo que desea para sí”; y lo mismo cabe decir de los budistas y los hindúes, de los

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seguidores de Confucio y de los humanistas. Ciertamente, se trata de la regla de oro, la llamada a amarnos unos a otros; a comprendernos unos a otros; a tratar con dignidad y respeto a aquellos con quienes compartimos un breve instante en esta tierra. Es una regla antigua; una regla sencilla; pero también una de las más desafiantes. Pues nos pide a cada uno de nosotros que nos responsabilicemos del bienestar de gente que tal vez no conocemos, que no son de nuestra religión, y con quienes no estamos de acuerdo en todo. A veces, nos pide que nos reconciliemos con enemigos acérrimos o que resolvamos antiguos odios. Y eso exige una fe viva, que respire, que sea activa. No solo nos exige creer, sino hacer: dar algo de nosotros mismos en beneficio de otras personas y para mejorar nuestro mundo».

Dios es amor El hermano Roger de Taizé nos dijo: «“Dios es amor”. Si pudiéramos entender solo estas tres palabras, llegaríamos lejos, muy lejos». Es decir, cada uno de nosotros, en cualquier edad o etapa de nuestra vida, tenemos la oportunidad de reexaminar nuestra vida y así, quizá por primera vez, llegar a nuestras propias conclusiones y decisiones, y darnos cuenta de que nunca es demasiado pronto o demasiado tarde para llegar a ser la persona que Dios, que nos creó, quiere que seamos. Jesús hizo increíbles esfuerzos para convencer a quienes lo escuchaban y lo seguían de cuánto los amaba Dios. Una y otra vez, exhortaba a hombres y mujeres a reconocer la urgencia e importancia de sentirse conocidos y amados por Dios. Entre aquellos dichos que recogieron los escritores de los Evangelios se encuentran los siguientes: «El reinado de Dios se parece a un tesoro escondido en un campo: lo descubre un hombre, lo vuelve a esconder y, todo contento, vende todas sus posesiones para comprar aquel campo. El reinado de Dios se parece a un mercader en busca de perlas finas; al descubrir una de gran valor, va, vende todas sus posesiones y la compra» (Mt 13,44-46).

Cuando caes en la cuenta, quizá por primera vez, de que tú eres conocido y amado por Dios, y de que él tiene un proyecto para tu vida, ese es el momento en el que el amor incondicional conecta con el corazón humano. Regresando al discurso del presidente Obama en el National Prayer Breakfast, él describía su experiencia de esta conexión de amor en los siguientes términos: «Creo que el bien es posible, porque mi fe me enseña que todo es posible. Y también lo creo por cuanto he visto y he vivido. Yo no crecí en un hogar particularmente religioso. Mi padre era musulmán de nacimiento pero después se hizo ateo; mis abuelos eran metodistas y baptistas no practicantes, y mi madre no creía en las religiones institucionalizadas, aun cuando era la persona más bondadosa y espiritual que jamás he conocido. Ella fue la que me enseñó de niño a amar y a comprender, y a hacer a los demás lo que yo quería que me hicieran. No me hice cristiano hasta muchos años después, cuando me trasladé al sur de Chicago tras concluir mis estudios universitarios. Y no llegué a serlo porque me adoctrinaran o tuviera una revelación repentina, sino porque pasé mes tras mes trabajando con gente de Iglesia que simplemente quería ayudar a los vecinos que estaban pasando por un mal momento –sin que importara su aspecto, su procedencia o su religión–. Fue en aquellas calles, en aquellos vecindarios, donde por primera vez oí la llamada del Espíritu de Dios. Fue allí donde me sentí llamado a una finalidad más alta: su finalidad».

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Cuando me preparaba para ser ministro de la Iglesia de Escocia, uno de mis mentores fue el legendario capellán militar de la Segunda Guerra Mundial y capellán de la reina en Escocia, el doctor Ronnie Selby Wright. Nos reunía para discutir sobre cómo iban las cosas en la parroquia y nos habló muchas veces sobre san Lorenzo, un antiguo mártir cristiano de Roma, a quien la noche antes de morir le ordenaron juntar todas las riquezas de la Iglesia. A la mañana siguiente, en las escaleras del templo, juntó a los enfermos físicos y psíquicos, a los ciegos y los cojos, a los pobres y desamparados. «Estos», dijo san Lorenzo a sus perseguidores, «son los tesoros de la Iglesia». Y también lo somos nosotros, pues en su amor infinito Dios nos recuerda, mediante la vida de Jesús de Nazaret, su gran amor. El reconocimiento de que ya no eres un ser bidimensional formado solamente por alma y cuerpo, sino que posees también una profunda necesidad y capacidad espiritual interior, es enormemente fascinante. Pues es entonces cuando, según la vida y el ejemplo de Jesús de Nazaret, puedes de verdad amar, ser amado y ser amable. Uno de los más hermosos pasajes sobre el amor que jamás se han escrito lo encontramos en la primera carta de san Pablo a los Corintios. «Aunque hable todas las lenguas humanas y angélicas, si no tengo amor, soy un metal estridente o un platillo estruendoso. Aunque posea el don de profecía y conozca los misterios todos y la ciencia entera, aunque tenga una fe como para mover montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque reparta todos mis bienes y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente, es amable, el amor no es envidioso ni fanfarrón, no es orgulloso ni destemplado, no busca su interés, no se irrita, no apunta las ofensas, no se alegra de la injusticia, se alegra de la verdad. Todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca acabará […]. Ahora nos quedan la fe, la esperanza, el amor, estas tres. La más grande de todas es el amor» (1 Cor 13,1-13).

Reflexionando sobre este gran himno al amor, Henry Drummond escribió: «El hombre no será examinado con la pregunta: “¿Cómo has creído?”, sino: “¿Cómo has amado?”. El examen de la religión, la prueba final de la religión, no es la religiosidad, sino el amor […], no lo que he hecho ni lo que he creído ni lo que he logrado, sino cómo he desempeñado los actos de caridad comunes de la vida. No nos engañemos. Las palabras que todos nosotros oiremos un día no suenan a teología sino a vida, no a iglesias y santos sino a hambrientos y pobres, no a credos y doctrinas sino a acogida y a vestidos, no a Biblias ni devocionarios sino a vasos de agua fresca en el nombre de Cristo. ¿Quién es Cristo? El que dio de comer al hambriento, el que vistió al desnudo, el que visitó al enfermo. Y ¿dónde está Cristo? ¿Dónde? –el que acoge a un pequeño en mi nombre, me acoge a mí–. Y ¿quiénes son de Cristo? Todo el que ama ha nacido de Dios»[27].

Al final, la cualidad y el poder del amor, del amor de Dios, es el recurso espiritual más grande de todos.

Reflexiones

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Para sentirnos plenamente vivos, no solo necesitamos saber que amamos, sino también que somos amados porque somos verdaderamente amables. Dedica tiempo a desechar las negatividades de tu trasfondo y de tu pasado, que pueden estar refrenándote. Acepta un modo totalmente nuevo de mirar la realidad, como un niño recién nacido que grita: «Quiero amar y ser amado». Da generosamente tu amor a los demás, cuidándolos, escuchándolos, ayudándolos y apoyándolos. Y nunca tengas miedo a dejar que se vayan, cuando dejarlos ir es lo correcto. Da gracias a Dios porque te conoce, cada parte de ti, por dentro y por fuera – porque te sigue amando y quiere lo mejor para ti y para tu vida–. Pídele, después, que te ayude a entender la inmensidad de la fe, la esperanza y el amor que ha depositado en ti. «Fortaleza con los débiles, mansedumbre con los violentos. Danos, oh Dios, el liderazgo de Columba: amor para los que no son amados, esperanza para quienes no la tienen. Danos, oh Dios, el liderazgo de Cristo: lo que nunca arriesgamos, lo que nunca intentamos, lo que nunca creímos. Danos, oh Dios, el liderazgo que pueda ser el nuestro. Que este lugar conmueva a todos los que vengan aquí con el espíritu de Cristo, que nos mostró el camino hacia el verdadero liderazgo mediante el servicio humilde. Amén».

(esta oración de consagración del centro columbano, compuesta por el reverendísimo señor Andrew McLellan, presidente de la asamblea general de la Iglesia de Escocia, fue pronunciada por primera vez en presencia de S.A.R. la princesa Ana, con ocasión de la apertura oficial de Columba 1400 el 3 de junio de 2000).

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Notas [1]

«Overwork Blamed for Medical Errors», Daily Telegraph, http://www.telegraph.co.uk/health/healthnews/5147744/Overwork-blamed.

[2]

«Gaby Hinsliff Quits Work», Observer, 1 de noviembre de http://www.guardian.co.uk/culture/2009/nov/01/gaby-hinsliff-quits-work. Utilizado con permiso.

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abril

de

2009; 2009;

[3] Ibid. [4] Cita del Dalai Lama, fuente desconocida. [5] Carros de fuego, 20th Century Fox Home Entertainment / Enigma Productions 1981. [6] Frère ROGER , Letter from Taizé, Ateliers et Presses de Taizé, 71250 Taizé, France. [7] John CARLIN, The Independent, 1994. Utilizado con permiso. [8] Citado por el obispo Ken Untener de Saginaw (Michigan), 1979. [9] Ron FERGUSON, The Herald, 5 de marzo de 2007. Utilizado con permiso. [10] Leonard COHEN, Anthem, Sony/ATV Music Publishing (UK) Limited, 2009. [11] R. S. T HOMAS , Hope, Orion Publishing Group, 1981. Utilizado con permiso. [12] J. COWLEY, «Tension», en Psalms Down Under, Pleroma Press, Otane 1996. [13] N. del T. «Nación arcoíris», término acuñado por el arzobispo Tutu para referirse a la Sudáfrica posterior al apartheid. [14] Entrevista en la NPR (National Public Radio) en 1994. [15] «I have a dream...», Andersson/Ulvaeus, Bocu Music. Utilizado con permiso. [16] N. del T. Literalmente «mierda de gallina», con el significado de «insignificancia o nimiedad». [17] Lance ARMST RONG, It’s Not About the Bike: My Journey Back to Life, G. P. Putnam’s Sons 2000. [18] W. H. MURRAY, The Scottish Himalayan Experience, J. M. Dent & Sons, London 1951. [19] J. T EMPLETON, Wisdom from World Religions: Pathways towards Heaven on Earth, Templeton Foundation Press, 2002. [20] Václav HAVEL, www.vaclavehavel.cz. [21] Frère ROGER , Letter from Taizé, Ateliers et Presses de Taizé, 71250 Taizé, France. [22] «Huellas», autor desconocido. [23] Frère ROGER , Letter from Taizé, Ateliers et Presses de Taizé, 71250 Taizé, France. [24] Ibid. [25] Cita atribuida al Padre Alfred D’Souza († 2004). [26] N. del T. Día en el que se recuerda a todos los caídos durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial en los países de la Commonwealth. [27] H. DRUMMOND, The Greatest Thing in the World, Hodder & Stoughton, 2009. Utilizado con permiso.

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Índice Portada Créditos Agradecimientos Comienza el viaje Primera parte: LAS TRES SABIDURÍAS 1. Serenidad Podemos elegir Mirar hacia dentro Salir de la oscuridad Perdonar Pasar tiempo a solas Conectar con lo divino Serenidad con los demás Reflexiones 2. Finalidad Comienza hoy Sal del cajón Que se enciendan las luces Conviene que te hagas cuatro preguntas ¿Por qué luchas? ¿Qué esperas? ¿Cómo te gustaría ser recordado? ¿Qué harías con tu vida si no corrieras el riesgo de fracasar? No te rindas nunca Reflexiones 3. Servicio La inspiración de Jesús ¿Qué es servir? ¿Estás listo para cambiar? Enciende una vela en la oscuridad «Al que te obligue a andar una milla, vete con él dos» (Mt 5,41) Reflexiones 139

2 3 5 7 12 14 17 18 20 20 22 24 25 26 28 31 31 35 35 36 36 37 37 39 40 42 44 46 48 51 52 53

Segunda parte: LOS TRES PRINCIPIOS 4. La persona antes que el procedimiento En tiempos de Jesús La crisis crediticia Procedimiento en la educación Evitar las complicaciones Poner a la persona en primer lugar Reflexiones 5. La sabiduría antes que el conocimiento El tesoro escondido La importancia de lo espiritual Sabios para nosotros mismos Visión de conjunto Construir la sabiduría Reflexiones 6. La integridad antes que la política Codicia y mediocridad Defender lo que importa Un poco de cielo Encontrar conexiones Cultivar la integridad Reflexiones

Tercera parte: LAS TRES CUALIDADES 7. Fe Fe en nuestras creencias Cuando otros tienen fe en nosotros Fe en tiempos recios Fe en acción Mantener la fe Reflexiones 8. Esperanza La valiente esperanza de Jesús Cultivar un corazón esperanzado Terminar la carrera Infundir esperanza a los demás 140

55 57 58 61 62 64 68 69 71 72 74 76 81 83 84 85 86 88 90 93 95 97

98 100 102 104 105 106 108 110 112 113 115 117 120

Reflexiones 9. Amor Construir sobre roca Ser amado Amar a los demás Dios es amor Reflexiones

124 126 127 129 132 135 136

Notas

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141

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