El Poder de La Belleza - Magdalena Bosch

February 1, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Índice Presentación Claves conceptuales del presente libro I. Un poder que perdura Poder de consolar Cuando la belleza se ausentó Más fuerte que el tiempo Sobre gustos hay mucho escrito Excesiva estetificación Proporción áurea. II. El esplendor de la verdad Música celestial Las hijas del Sol La luz Contemplación Esplendor de ideas y formas Tu alma se extasía Urania se hace niña III. El impulso más libre Manifestación de la libertad De la libertad nace el amor Inútil y valioso a la vez Saber mirar lo bello Complejidad y sencillez Abrumadoramente cotidiana Un embeleso IV. Fuerza del alma Metafísica y complacencia Al conocerlo, agrada Inteligencia y afectos Integridad y unidad 11 Educación moral y estética La belleza del amor V. Virtud del alma bella 3

Belleza humana Belleza del alma Belleza moral Belleza del cuerpo Belleza y gesto Gestos del espíritu Hombre de belleza singular VI. Belleza y forma Fondo y forma Elegancia Belleza en el arte Belleza en la naturaleza La fuerza de lo feo Aproximación a algunos conceptos Bibliografía básica

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¡Oh vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre?, ¿el nombre de lo que es uno y todo? Su nombre es belleza.

Hölderlin, Hiperión, vol. I, l. 2, carta 3

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Presentación La belleza se presenta siempre como encanto y descubrimos en ella un poder oculto. Quizá su poder de seducir sea lo primero en lo que pensamos; pero posee otros poderes: de consolar, de humanizar y elevar el espíritu, de regalar el gozo espiritual, de transmitir alegría. El poder de la belleza es múltiple. Uno de sus aspectos más profundos y tal vez menos considerados es su influjo en el alma humana, en la que establece unidad y orden, a la que otorga paz. La unidad del alma es quebradiza: la razón y las pasiones se enfrentan; la inteligencia pugna, a veces, contra la voluntad. Estas divisiones pueden ser dolorosas cuando se viven como una ruptura interior, cuando se rompe el corazón. Esta expresión puede resultar muy cursi, pero es muy cierta. Nos rompemos por dentro cuando los sentimientos anhelan algo inalcanzable, o cuando, en su búsqueda del amor, se confunden, se desorientan y acaban estrellándose contra una realidad hostil. La belleza es un bálsamo que puede conciliar ambos frentes en esta guerra entre hermanos. Y puede hacerlo porque ella es a la vez espiritual y sensible, es a la vez inteligible y deseable. Por esto puede restablecer la unidad interior y, con ella, la serenidad y la paz.

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Claves conceptuales del presente libro Este libro nace de un descubrimiento personal. Hace quince años, cuando estaba finalizando mi tesis doctoral sobre Metafísica de la intencionalidad, descubrí el poder de la belleza. Comprendí que solo ella era capaz de conciliar los polos que se oponen en dos modos de dualismo: la pugna cuerpo-alma, y el enfrentamiento conocimiento-deseo. Descubrí que el alma humana está estructurada en algo así como dos ejes perpendiculares. El eje vertical señala dos niveles del conocimiento y del amor que le sigue: el sensible (adquirido por medio de los sentidos externos e internos) y el intelectual (por el entendimiento o inteligencia). El eje horizontal, une los dos modos en que el alma interacciona con el mundo: conocer y querer. Esta simetría está presente en toda la antropología occidental, pero nunca se explicita adecuadamente, y por eso persisten los dualismos y las dificultades de comprensión. Concretamente, lo que casi nadie explica es que hay un tipo de amor que está en el nivel intelectual. Lo llamamos normalmente amor espiritual, porque amor intelectual – que sería lo correcto– suena muy raro. Como consecuencia de esta aclaración se entiende mejor que el amor o deseo puede darse en dos niveles, uno más elevado que otro: el de la voluntad (amor hacia lo que conocemos con la inteligencia, amor espiritual), y el de los apetitos sensibles (amor hacia lo que conocemos con los sentidos externos e internos). Lo que aporta la belleza al problema de las divisiones, incluso luchas, dentro del ser humano es la capacidad de unir, de reconciliar. Y esto es posible porque solo ella es objeto de conocimiento y de amor a la vez; y también, de gozo sensible y de gozo intelectual.

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I. Un poder que perdura Poder de consolar ¿Ha desaparecido la belleza del mundo y del arte en el siglo xx? ¿Es, quizás, una de esas cuestiones sobre las que Wittgenstein diría que más vale callarse? ¿Se ha convertido en residuo infantil, algo presente en el lenguaje de los niños, pero de lo que debemos olvidarnos para ser serios, adultos y modernos? Resulta innegable que la belleza ha sufrido una crisis en su comprensión, en su valoración y en su reconocimiento. A finales de agosto de 1999 volaba yo de Boston a Barcelona, terminada una estancia de investigación en la universidad de Boston. Iba leyendo una publicación divulgativa que recogí en la Universidad de Harvard. El editorial de esa revista se titulaba algo así como «El despertar de la belleza», y analizaba el desprecio que esta había sufrido durante años, especialmente a partir de la segunda guerra mundial: había sido asociada a lo burgués en su sentido más deplorable. «Bello» había adquirido connotaciones como «prepotente» y «conservador». Pero en el mismo texto se llamaba la atención sobre el creciente interés por la belleza y la estética. Afirmaba que era un despertar de algo dormido que recuperaba vitalidad, salía de su letargo y llenaba nuevamente páginas de revistas y proyectos de investigación. Al cabo de unos años y tras la destrucción del World Trade Center, Terry Teachout 1 publicaba un artículo con el título «El retorno de la belleza», en el que señalaba la desaparición de la categoría de belleza en el pensamiento posmoderno: «Los posmodernistas son relativistas. No creen en la verdad y la belleza; sostienen, en cambio, que nada es bueno, cierto o bello por sí mismo». Pero unas líneas después, su artículo daba un vuelco y narraba un acontecimiento: el regreso de la belleza. Su ausencia al final del siglo xx y dentro de las posturas posmodernas justifica este modo de decir. ¿Y cuál es el síntoma que manifiesta el regreso de la belleza? El dolor. Mejor dicho, los recursos a los que acudimos las personas humanas para afrontar el dolor. Los sucesos a los que alude Teachout son los encuentros que se produjeron como forma de duelo público común tras los atentados del 11-S. Se trataba de un intento de compartir sentimientos profundos y pesarosos: Los músicos de Nueva York y de otros lugares empezaron a dar conciertos conmemorativos, a los que el público acudía en tropel. ¿Qué iba a escuchar? Yo-Yo Ma interpretó a Bach en el Carnegie Hall; Plácido Domingo cantó Otelo en el Metropolitan Opera House; Kurt Masur y la Filarmónica de Nueva York transmitieron el Requiem de Brahms a todo el país a través del Sistema de Radiodifusión Público. ¿Se quejó alguien

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de que el Metropolitan presentara a Verdi en vez de Arnold Schoenberg? La pregunta lleva consigo la respuesta. «Se siente una necesidad imperiosa de belleza cuando la muerte está tan cerca», canta el anciano rey Arkel en la ópera de Debussy Peleas y Melisenda. Lo que los estadounidenses deseaban escuchar en su hora de tribulación era belleza, y no dudaron un momento de su existencia. Este suceso lleva la fuerza de la experiencia vital. No es una teoría estética, es un testimonio histórico. En las situaciones límite se manifiesta lo más auténtico, y la necesidad dificulta el disimulo o fingimiento. Nada quedaba a los norteamericanos más que un sincero deseo de consuelo, de compartir su abatimiento. A la hora de la verdad –podríamos decir–, buscamos la belleza aunque no se lleve o pueda parecer poco moderno, quizás poco maduro. ¿Por qué? Porque solo la armonía es verdaderamente pacificadora, y únicamente la belleza tiene ese efecto balsámico en el alma humana. La armonía infunde paz porque restablece el equilibrio, y el dolor se vive como una herida interna que ha de ser restañada. Las heridas en el corazón solo las cura la paz, y la paz emerge del orden. Ese es el poder de la belleza.

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Cuando la belleza se ausentó Es un hecho constatable que el arte de la segunda mitad de siglo xx deja de interesarse por la belleza. La irrupción del arte abstracto y del pop, la búsqueda prioritaria de la transgresión y de la crítica, relegan a la belleza al rincón del sueño o al pasado. Lo interesante de este fenómeno es que el arte deja de ser un objeto para la contemplación gozosa y trata de convertirse en un revulsivo, en un medio para la denuncia. Es decir, el arte deja de ser bello porque ya no le interesa serlo. Uno de los motivos es el estado de honda decepción moral que se produce a partir de finales de 1945. La guerra ha terminado, pero las atrocidades que los humanos hemos cometido pesan en los corazones. A esta frustración por la atrocidad perpetrada, se une la tristeza por los familiares muertos, la miseria material y el hambre. Ante una desmoralización tan honda, se hace necesario expresar el horror. Este es uno de los aspectos del duelo: antes de poder restañar una herida, debe sacarse todo lo malo que ha quedado dentro de ella. Durante esos años, la producción artística se tomó como instrumento de protesta o denuncia, pero no como posible terapia o consuelo. Por eso se huye de lo bello y de la armonía. Otro factor decisivo son las ideas nihilistas que emergen a principios del siglo xx, pero que se divulgan y toman fuerza especialmente a partir de los años cincuenta. Un detonante de estos cambios ideológicos es la filosofía de Nietzsche y su reacción contra la Ilustración y el Romanticismo. El ideal romántico surgido en el círculo de Jena había tomado cuerpo en algunas de las propuestas más vigorosas del idealismo alemán. La belleza, considerada la más alta capacidad del entendimiento humano, el zenit de la elevación del espíritu, era ensalzada por Schelling y Hegel como nunca antes lo había sido. La apuesta nietzscheana por lo dionisíaco consiste en abogar por un arte del impulso ciego de las pulsiones más viscerales, lejano a la razón, ajeno a todo orden y armonía. Además de los elementos sociales y filosóficos hubo también causas políticas. En este caso, unidas a la filosofía marxista. Paradójicamente, el marxismo se inspira fuertemente en el hegelianismo, pero la lucha de clases se impone a las teorías sobre lo bello, y prevalece el ímpetu con el que es rechazada la burguesía y todo lo que la acompaña. Como ejemplo, se puede recordar que el régimen de Mao, en una de sus etapas, toma la forma de destrucción del arte y de toda manifestación bella de la cultura anterior. Se arrasan monumentos de preciosa factura y larga tradición, se demuelen edificios, esculturas, lienzos. Toda China vive durante unos años la persecución y devastación del arte bello. De modo menos violento, también en Occidente calaron estos valores y sentimientos. Una causa importante de la retirada de la belleza, concretamente en el arte, ha sido el nacimiento del arte conceptual. El arte figurativo pretendía atrapar la belleza en sus

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formas y representaciones, aspiraba a ser gozado visualmente, a ser contemplado con agrado. El arte abstracto no. Su propósito es emitir un mensaje, ser cauce de expresión; pero considera que las formas concretas de la obra artística no tienen por qué ser bellas. De hecho, el arte abstracto sustituye el discurso plástico por el discurso racional: la imagen y las figuras son solo vehículo de comunicación, sin necesidad de valor estético en sí mismas. Así lo plantea Kandinsky. Al hablar de lo espiritual en el arte, afirma precisamente que lo espiritual se manifiesta más allá de las formas, y que estas tienen un valor instrumental respecto del espíritu. Para manifestar lo invisible, se eclipsa lo visible; para dar protagonismo a lo inmaterial, ha de ser desplazado lo material. Esta es la razón por la que lo abstracto desplaza a lo figurativo. Se prescinde de formas conocidas porque se quiere centrar la atención en una idea. La figura no tiene un significado en sí misma, sino que todo su sentido está en la alusión a algo abstracto. Sin embargo, y precisamente por recurrir a formas desligadas de su significado convencional, suele ser difícil captar el mensaje que el artista quiere expresar. Resulta más fácil comprender las formas que están directamente vinculadas a su significado, porque es lo más adecuado para el conocimiento humano. El arte abstracto es una aportación de riqueza indiscutible, como también lo es toda la reflexión que genera sobre el arte; pero cabe objetar que las formas pictóricas son en sí mismas, por su materialidad, objeto de visión sensible, mientras que el medio propio de expresión intelectual es el discurso verbal. Prueba de que el arte abstracto padece un desajuste entre el contenido que quiere expresar y el lenguaje que emplea, es la necesidad de mil explicaciones para que un cuadro abstracto pueda ser comprendido. Ante tantas disquisiciones parece que, en lugar de pintar un cuadro de difícil comprensión, habría sido mejor escribir un ensayo que todos pudieran entender con una simple lectura. Por otro lado, existe también una belleza formal propia del arte abstracto, pues hay una belleza conceptual: no se advierte en figuras reconocibles, sino en la armonía de volumen, geometría, color.

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Más fuerte que el tiempo Uno de los tópicos más corrientes sobre la belleza consiste en decir que su valoración ha cambiado enormemente a lo largo de la historia. A partir de esta observación se suele deducir que nadie se ha puesto de acuerdo acerca de qué sea bello, y que, por tanto, nada lo es realmente, que cada cual tiene sus gustos y nada más. Esta visión tan superficial se viene abajo nada más asomarse un poco al concepto de lo bello. Muy al contrario de lo que parece, a lo largo de toda la historia se ha mantenido una idea muy estable sobre la belleza.

Lo que ha cambiado visiblemente, y lógicamente, es la valoración de las manifestaciones del arte, de los modos de vestir y del ornamento personal. Cambian los gustos y los usos, porque cambia la cultura, el modo concreto en que se ven las relaciones con la sociedad, con la naturaleza, con la técnica… Pero a pesar de todos esos cambios, se mantiene el concepto de belleza como armonía.

En efecto, todas las culturas, con sus modos variados de adornar las viviendas y de confeccionar atuendos, coinciden en considerar la belleza como armonía. Pero no solo eso, también coinciden –hasta el siglo xx– en valorar la belleza como algo importante. El amor por lo bello ha movido a los artistas a construir edificios de enorme dificultad, desafiando los grandes obstáculos que presentaban; las pirámides egipcias, los templos griegos, el templo de Jerusalén –que conocemos solo por descripciones–, son ejemplos de la necesidad de belleza que han sentido los seres humanos desde muy antiguo. Hay ejemplos aún más remotos: la arqueología ha encontrado pruebas, desde las primeras civilizaciones, del empeño en la ornamentación. Y aunque sea verdad que no solo les movía la belleza, que también había ambición, deseo de demostrar poder o superioridad, es innegable que la belleza se consideraba necesaria en todo lo que se valoraba como importante. Contemplando grandes obras de arte de distintas épocas, vemos precisamente de qué maneras tan distintas se puede representar lo bello. No es más hermosa la Piedad de Miguel Ángel que el Partenón; o el Pantocrátor de Taüll, que la Victoria de Samotracia; o la pirámide de Keops, que el museo Guggenheim de Nueva York. Pertenecen a culturas diferentes, pero todas sin excepción traslucen armonía. Más fuerte que el tiempo es la armonía, y prevalece sobre las edades y las civilizaciones. Pero si la armonía es aquello que de universal tiene la belleza, si de algún modo viene a ser su esencia, más allá de las formas concretas que adopte a través de los años y de los países, habrá que especificar su significado. Armonía es equilibrio y proporción, y suele definirse como unidad en la variedad. En todo lo armónico

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hay una diversidad de elementos que se relacionan entre sí de modo unitario.

Se hace presente un orden en las partes, y la relación que guardan hace que formen un todo: como las distintas ramas de un mismo árbol, las diferentes facetas de un edificio o los variados elementos que componen un cuadro. La armonía es la correcta relación entre las notas musicales, las proporciones de una escultura, la disposición de los muebles en una habitación.

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Sobre gustos hay mucho escrito Hace bastantes años me contaron una anécdota que me quedó grabada en la memoria: estaba un conocido catedrático dando una conferencia sobre la belleza, cuando una mujer de entre los asistentes le hizo la siguiente observación: «En realidad, sobre gustos no hay nada escrito». El profesor respondió rápidamente: «Señora, sobre gustos hay mucho escrito, lo que ocurre es que usted lee muy poco». Sobre lo bello y sobre el juicio estético se ha escrito mucho y con mucha profundidad: desde los pitagóricos que estudiaron la armonía celeste, hasta Hegel y Baumgarten, pasando por Platón, Plotino, Ficino, Kant y Hölderlin, por señalar solo unos hitos en toda la historia de la estética. A pesar de todo, sigue siendo un tópico que cada cual tiene su idea de lo bello, que no hay razones para afirmar que unas son mejores que otras, y que, por tanto, la belleza es algo completamente subjetivo. ¿Qué hay de subjetivo y qué de objetivo en la belleza? Lo subjetivo es lo que se advierte más fácilmente, y tiene que ver con lo que se acaba de explicar. Cada persona tiene gustos diferentes y hace valoraciones estéticas muy diversas sobre las mismas cosas. Una obra de arte, un vestido, un personaje famoso, gustan a unos y no a otros. Lo subjetivo es, por tanto, el juicio, la valoración. Cuando decimos «me gusta» estamos haciendo, implícitamente, un juicio estético: «Lo considero bello». Pero que las valoraciones sean subjetivas no significa que puedan ser arbitrarias. También en estética hay expertos y legos. En algunas cuestiones tan discutibles como el vestir y, en general, la imagen personal, hay personas que adquieren una formación y pericia sobresalientes y se dedican con éxito a ser asesores de imagen. De igual modo, un especialista reconoce la buena composición en obras de arte de muy diverso estilo. Es decir, el gusto es subjetivo: el de cada uno; pero se puede formar, y unos juicios se ajustan más que otros a la realidad. De esta última afirmación se desprende que la belleza está vinculada a la realidad, que tiene una dimensión objetiva. ¿Es esto posible? Sí, y su fundamento es algo tan poco subjetivo como el cálculo y la relación entre los números; tan contundente, por ejemplo, como que 1,618 es el mismo número para todos y no varía lo mire quien lo mire. Pero esto exige una explicación. Del concepto de belleza como armonía, deriva el principio de que lo bello es lo proporcionado. Las proporciones son relaciones numéricas, exactas y universales; y pueden estar en perfecto equilibrio o no. Lo que los seres humanos percibimos como bello es aquello en cuya composición hay orden y proporción. Esto se cumple respecto del espacio, de la música, del color.

Perfección que fascina o proporción áurea Euclides en su obra Los elementos definió así la proporción áurea: «Se dice que una

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línea recta está dividida entre el extremo y su proporcional cuando la línea entera es al segmento mayor como el mayor es al menor». El resultado de resolver la ecuación que genera esa relación es 1, 618: el llamado número «Fi» (en honor a Fidias). Esta correspondencia tan sencilla se ha considerado perfecta desde tiempos remostos.

La ecuación es uno más raíz de cinco, partido por dos:

La perfección de la proporción áurea ha admirado a matemáticos de diversas épocas por las muchísimas correspondencias que tiene con resultados de variadas operaciones. Y ha fascinado a los artistas desde la más remota antigüedad. Un calendario de la época caldea muestra indicios de haber sido confeccionado utilizando la proporción áurea, y lo mismo se puede decir de las pirámides egipcias, del Partenón y de infinidad de obras artísticas a lo largo de la historia. Pero no se trata solo de una preferencia clásica, en el sentido temporal o cronológico; en la actualidad, su uso es habitual en diseño gráfico, en fotografía o en publicidad. Toda imagen que pretenda ser mirada suele recurrir a la proporción áurea para conseguirlo, porque su perfección capta la mirada con mayor fuerza que cualquier otra. Su equilibrio contundente retiene la visión, que encuentra en él un agrado indefectible. Las formas geométricas de proporción áurea se imponen, aunque a veces pasen desapercibidas. Las tarjetas de crédito son un rectángulo perfecto, y muchas de las fotos publicitarias de marcas de lujo siguen formas inspiradas en «Fi». La reiterada presencia de esta razón numérica no significa que sea aplicada siempre de modo consciente y deliberado. Pero quizá eso sea lo más sorprendente: que se utilice una y otra vez sin pretenderlo y que se plasme constantemente sin ser buscada. De todo esto se puede concluir la existencia de un orden que gusta a todos, que es objetivamente hermoso. Y aquí la excepción sería –utilizando una expresión aristotélica– el que tiene el gusto trastocado y percibe como dulce lo amargo, y al revés.

Cabe preguntarse cómo ha podido crear el ser humano algo tan logrado. Y habría que responder que no lo ha creado, sino más bien «descubierto». La naturaleza reproduce esta proporción a diversa escala y en múltiples elementos. Se puede ver fácilmente su presencia en ciertas estructuras de la naturaleza, como la distribución de las hojas en un

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tallo, o la espiral logarítmica de la concha de Nautilus. El ejemplo de la concha se ha utilizado mucho para explicar este fenómeno, y es muy fácil –por poner un ejemplo– establecer un paralelismo con la espiral de las escaleras internas en la Sagrada Familia de Gaudí.

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Excesiva estetificación En las últimas décadas se ha producido un fenómeno que algunos llaman la estetificación de la vida ordinaria. La expresión no es muy acertada, porque la vida ordinaria es estética de por sí. De igual manera que en nuestro día a día convivimos con la verdad y la mentira, la alegría y el dolor, la amistad y la soledad, convivimos igualmente con lo bello y lo feo; tanto si lo pensamos como si no. En este sentido no habría que decir que la vida ordinaria se ha «estetizado», porque siempre estuvo llena de fragmentos de belleza o fealdad. Lo que normalmente se quiere decir cuando se usa esa expresión es que la preocupación por la imagen lo invade todo. Y eso es otra cosa. La experiencia estética ha sido siempre algo omnipresente, sin hacer ningún daño: continuamente experimentamos agrado o disgusto ante las formas que vemos en las cosas y en las personas. Una persona guapa o fea, una calle agradable, un paisaje hermoso, coches feos, industrias mostrencas, gente agresiva o desagradable… el encuentro con lo feo y lo hermoso es constante, aunque en muchas ocasiones no es consciente, y en sí mismo no es perjudicial. En cambio, lo que sí puede hacer daño es la presencia pertinaz de determinados estereotipos, porque suponen cierta imposición y porque no emergen de la verdad variada de las cosas. Hay demasiadas ocasiones en las que algunos modelos son propuestos de modo invasivo, como si cualquier otra cosa fuera rechazable. Estos modos de difundir lo que ha de gustar, lo que se lleva, lo aceptable, que ponen tanta atención –siempre excesiva– en la imagen, resultan avasalladores. Ella, la imagen, la apariencia externa desvinculada de todo lo demás, es lo único que importa. Y así se acaba haciendo valoraciones muy superficiales de las cosas y de las personas. Al final ya no importa quién eres sino solo qué aspecto tienes, si vistes a la moda, si tienes una imagen «in». Pero esto no es «estetificación», sino más bien «exteriorización». Es decir, no es la belleza la que invade todo, sino la pura valoración de lo externo, aislado del ser en el que debería estar arraigado. Lo que hace daño a las personas es precisamente esa ruptura entre quiénes son y cómo deben presentarse, porque la presentación acaba relegando la identidad a un ínfimo lugar. No es la belleza la que vulnera la interioridad, sino el exceso de lo externo y su desvinculación de la realidad interior. La belleza verdadera, muy al contrario, une ambas cosas. La belleza de las personas emerge de dentro a fuera. La identidad buena se presenta con apariencia armoniosa y agradable.

La excesiva preocupación por lo externo suele indicar falta de interioridad. La personalidad madura o completa exige un mundo interior profundo y fértil. Si faltan objetivos altos, intereses culturales, solidaridad y dedicación a los demás, es fácil que la imagen y el cuerpo pasen a ocupar el protagonismo que corresponde a la persona. Así se

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produce una búsqueda de falsa belleza, que no soluciona nada, porque intenta llenar un hueco que solo se llena de verdad cuando hay equilibrio interno, riqueza de intereses, hondura en los afectos. No se puede paliar la falta de personalidad con la abundancia de adornos externos. Si una apariencia cuidada no está vinculada a un carácter noble, siempre defrauda.

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Proporción áurea. Toda imagen que pretenda ser mirada suele recurrir a la proporción áurea, porque su perfección capta la mirada con mayor fuerza que cualquier otra. Su equilibrio contundente retiene la visión, que encuentra en él un agrado indefectible.

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II. El esplendor de la verdad Música celestial A veces se utiliza la expresión «música celestial» para decir irónicamente que alguien no se entera de algo que le incumbe o intentan decirle. Se presupone que la «música celestial» es inaudible y, por tanto, se toma en sentido de «hacer oídos sordos». Pero el origen de esta expresión es muy serio. Los primeros en hablar de la música celestial fueron los pitagóricos, pero querían decir algo que no tiene nada que ver con lo que solemos pensar los ciudadanos de siglo xxi. Hace años, el pitagorismo era tema obligatorio en bachillerato. Todos los estudiantes oían contar que, según Pitágoras, había una música en el universo generada por las órbitas de los planetas. A la mayoría de los alumnos nos parecía absurdo, pues imaginábamos una música presente en el cielo, que no se podía oír. Yo solo comprendí algo de la verdad de todo esto cuando lo estudié con un poco de detenimiento. Hay que reconocer que una música inaudible es un sinsentido, pero todo cambia si se piensa en una armonía, en un orden vigoroso, en un gobierno que conduce las órbitas celestes. Es un equilibrio, pero no es un sonido; y esto sí se entiende. El modo en que los pitagóricos concibieron el orden cósmico es de tal fuerza y penetración que puede equipararse a la música, porque su presencia es contundente y configura las relaciones entre los planetas. Configura una relación de proporción perfecta, como la de las diversas notas dentro de la octava musical. La armonía que intuyeron los pitagóricos fue la base de una religión. Se tiene por cierto que Pitágoras aprendió astronomía y matemáticas en Egipto, que consiguió iniciarse en una secta sapiencial, y que luego llevó esa doctrina a Grecia. La sabiduría era un don precioso del que había que hacerse digno. De ahí que, para ser aceptado en estas comunidades, fueran necesarios ritos de purificación y el seguimiento de una exigente disciplina. Este es uno de los primeros testimonios de que disponemos para ver la relación entre verdad y belleza. El equilibrio de los planetas y su profundo misterio es una verdad para indagar en ella, y es a la vez lo más hermoso. La verdad del universo es el equilibrio que lo gobierna, que es la armonía. La verdad es belleza. La verdad es lo que las cosas son. La verdad del universo es su orden: es un cosmos, no un caos, es decir, se rige por leyes, se ordena a un fin. La belleza es la apariencia que resulta de esa realidad, el modo en que se presenta, su aspecto visible. La belleza del universo, de la naturaleza que nos rodea, es consecuencia del orden y armonía que lo gobierna todo.

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Las hijas del Sol Cuenta Parménides (s. vi a. C.) en uno de los fragmentos conservados de su obra, que las hijas del Sol le acompañaron por el camino de la verdad hasta llevarle a la luz. La narración es como sigue: Las yeguas que me transportaban me llevaron tan lejos cuanto mi ánimo podría desear, cuando, en su conducción, me pusieron en el famosísimo camino de la diosa, que guía al hombre que sabe a través de todas las ciudades. Por este camino era yo llevado; pues por él me acarreaban las hábiles yeguas que tiraban del carro, mientras unas doncellas mostraban el camino. Y el eje rechinaba en los cubos ardientes, pues lo presionaban fuertemente a uno y otro lado dos ruedas bien torneadas, cuando las hijas del Sol, después de abandonar la morada de la Noche y quitados los velos de sus cabezas con sus manos se apresuraron a llevarme a la luz 2. La luz es la verdad sobre el ser, una esfera bien redonda –según Parménides–, que ha de entenderse como el concepto correspondiente a lo que es pleno y perfecto. El círculo es, desde la antigüedad, la representación de la perfección porque es completo: no hay líneas interrumpidas, trayectos iniciados y luego rotos. Como el círculo o la esfera, el ser no admite grados ni partes, es un absoluto y está fuera del camino de los hombres. Sin la guía de los dioses, jamás podría alcanzarse el conocimiento o verdad sobre el ser. Pero esa luz a la que las hijas del Sol llevan a Parménides es también la belleza. La diosa que acoge al viajero, las doncellas que le acompañan, las gráciles yeguas que llevan su carruaje, son imágenes de la belleza. Solo el ser es la verdad, y Parménides llama a ese sendero vía de la verdad; pero, a la vez, se refleja su esplendor. Por contraste, la senda de los mortales es camino de apariencias, de engaño. Se podría concluir que, para Parménides, la perfección es la esencia de todo lo hermoso que pueda existir. La luz es la verdad y la belleza a la vez. Se ha llamado a veces a la belleza esplendor de la verdad. Aunque la verdad resplandece con su propia luz, la belleza es a veces más visible o próxima, porque está en las formas y en la presentación: se nos acerca. La verdad requiere recorrer un camino hasta llegar a ella.

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La luz También para Platón (428-427 a. C.–347 a. C.) la luz es la verdad y la belleza… y el bien. Uno de los mitos platónicos más conocidos es el de la caverna. La caverna en la que viven algunos hombres, mirando siempre hacia la pared del fondo, está iluminada por una hoguera que refleja, sobre ese fondo, las sombras de las personas y las cosas que pasan por el exterior. La verdad está en el exterior y solo se ve con la luz del sol. El prisionero que escapa de la caverna consigue ver la realidad gracias a esa luz. Con esta comparación, Platón quiere enseñar que solo podemos conocer la verdad de las cosas si tratamos de ver más allá de lo que nos muestran nuestros ojos, si vemos las cosas a la luz de las Ideas. De estas, la más elevada y luminosa es el Bien, que se identifica con la Verdad y con la Belleza. Esta identidad de bien, verdad y belleza perdura a través de la antigüedad y la modernidad, hasta el Romanticismo y hasta hoy. Salir de la caverna supone vencer el engaño de las apariencias, las sombras, el mundo sensible. La verdad es invisible. Este mito platónico es un intento de explicar que el ser y la verdad de las cosas no son observables con los ojos, sino con el alma. Solo el más alto grado de la inteligencia puede penetrar profundamente lo que las cosas son. Sin embargo, la mayoría de los mortales somos prisioneros en el mundo de las sombras, y rechazamos lo que cuenta el prisionero que salió al exterior como si fueran historias fantásticas. Solo nos fiamos de lo que vemos con nuestros ojos: las sombras, lo tangible, lo sensible. Este es el reto del filósofo y de la vida intelectual más exigente: superar las apariencias. También la contemplación de la belleza requiere superar apariencias y engaños. En El Banquete narra Platón el ascenso del alma hacia la idea de Belleza. Se trata de un itinerario ascendente, desde lo más tangible a lo más espiritual. Se empieza por un cuerpo hermoso que despierta la admiración y el amor; y si el alma es capaz de amar lo bello más allá del cuerpo, consigue elevarse hasta contemplar la belleza en sí. Si se enamorara del cuerpo y no de la belleza que hay en él, jamás ascenderá hasta las Ideas, hasta lo verdaderamente bello. La belleza en sí tiene la perfección de ser verdadera: Existe siempre y ni nace ni perece, ni crece ni decrece; en segundo lugar, no es bello en un aspecto y feo en otro, ni unas veces bello y otras no, ni bello respecto a una cosa y feo respecto a otra, ni aquí bello y allí feo, como si fuera para unos bello y para otros feo. Ni tampoco se le aparecerá esta belleza bajo la forma de un rostro ni de unas manos ni de cualquier otra cosa de las que participa un cuerpo, ni como un razonamiento, ni como una ciencia, ni como existente en otra cosa, por ejemplo, en un ser vivo, en la tierra, en el cielo o en algún otro, sino la belleza en sí, que es siempre consigo misma específicamente única, mientras que todas las otras cosas bellas participan de ella de una manera tal que el nacimiento y muerte de estas no le causa ni aumento ni disminución, ni le ocurre absolutamente nada» (El Banquete, 210b-211d).

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Contemplación Platón nos instruye acerca de la contemplación. Plotino (205-270) ahonda en ella y expone con detalle el modo en que el alma mira lo bello mirando al Uno, del que emana todo lo bueno, verdadero y bello. El ser se mantiene gracias a la unidad, y la unidad es una armonía que hace que las cosas sean lo que son. Cuando no hay unidad hay desintegración, destrucción y nada subsiste. Un coro –o una orquesta, podríamos decir nosotros– lo son en la medida en que mantienen una unidad. Si esta falla, ya no hay coro ni orquesta. En la naturaleza ocurre algo parecido: cada uno de sus elementos tiene cierta unidad interna, y la naturaleza toda permanece en un orden que sustenta su ser. Ese orden es la armonía, que es la unidad y la belleza. Y esto solo el alma puede verlo. El alma, por medio de la inteligencia, ve la unidad, que no es figura alguna concreta ni elemento material determinado, sino orden y relación de equilibrio entre las cosas, vínculo invisible pero firme, un lazo que une dando vida. La contemplación exige trascender los sentidos, que ven solo lo sensible y múltiple. También ha de trascender el discurso de la razón, que en sus argumentos recorre diversas etapas y fragmentos de verdad. Solo el entendimiento entiende de modo intuitivo la unidad de la belleza: su poder de unir, su ser uno, su perfección. Por eso la contemplación se parece más a una mirada que a un discurso. Es ver con los ojos del alma, pero estos han de ser puros para ver la pureza de lo incorpóreo. La armonía no es un cuerpo, pero es verdadera; no es mensurable, pero vemos sus efectos; no es observable de modo sensible, pero seduce y cautiva el alma.

La pureza de la mirada no es siempre espontánea. Lo es para los niños, tantas veces más sensibles a la belleza sencilla que los adultos. Los mayores hemos de despojarnos de muchos prejuicios acumulados, de muchos vicios en nuestro modo de mirar. Necesitamos limpiar nuestra visión llena de impactos sensuales, violentos, burdos. Plotino cuenta que el alma procede de la Esencia superior, del Uno; y tiene por ello afinidad con la belleza en sí, con la perfección. La contemplación es posible porque el alma humana tiene un origen celeste, divino. Por eso puede reconocer lo verdaderamente hermoso, lo que es bello de un modo espiritual; puede reconocer algo que pertenece a su origen bienaventurado. Y tiene su parte de razón, porque ciertamente la región más elevada del alma, la capacidad espiritual de intuir lo eterno, es lo que hace al hombre idóneo para contemplar lo bello en sí.

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Esplendor de ideas y formas Lo que hay de divino en la belleza lo trató Marsilio Ficino (1433-1499) con cierta exhaustividad. Entendiendo que Dios es el origen de todo y el rey del universo, se ha de reconocer que es bueno, bello y justo. Se considera a Dios bueno como creador; justo, porque hace las cosas perfectas según los méritos de cada uno; y entre la bondad y la justicia de Dios está su belleza, la cual se la atribuimos «en cuanto que infunde en las cosas su aliento». La belleza despierta una inclinación, mueve al que la contempla; mueve su corazón, suscita el amor. Y esta fuerza que mueve el afecto es el aliento divino. Sin duda, la exposición de Ficino es algo panteísta; pero se puede afirmar la existencia de un Dios personal y mantener que la participación en el ser divino comporta belleza, y que es propio de ella atraer y despertar sentimientos. El modo en que la belleza atrae es, sin embargo, peculiar. Es una atracción anímica, no física. Es posible que lo que emerge como amor por lo bello derive en otra emoción; pero lo propio de la belleza es infundir el gozo contemplativo. Por eso podemos decir que hay algo divino en el gozo estético, porque mueve a mirar, por encima de inclinaciones instintivas o pasionales, que mueven más bien a poseer.

Ficino considera que Dios atrae el mundo hacia sí, y el mundo es atraído por Él. Esa atracción es la belleza. Pero el gozo de lo bello es algo dinámico, que encierra en sí momentos diversos, aspectos distintos: «En cuanto comienza en Dios y deleita, se llama belleza; en cuanto pasa al mundo y lo extasía, se llama Amor; y en cuanto vuelve a su Autor y enlaza su obra con él, se llama delectación». (Ficino, De Amore, Discurso II, cap. II). La belleza comienza en Dios, lo mismo que el amor; y todas las formas bellas son reflejo de lo divino, como también lo son las formas de amor verdadero. Contemplar cosas hermosas despierta el amor, que es cierta atracción y que mueve al deseo de unión. Cuando nos quedamos embelesados por un paisaje o por un rostro, por ejemplo, y sentimos la necesidad de seguir mirando, es como si quisiéramos introducir aquello en nuestra alma, que se grave su reflejo en nuestro corazón, que se dé una unión espiritual.

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Tu alma se extasía No solo Platón pensó en la elevación del alma hasta la región celeste para contemplar lo precioso en sí y en plenitud. Platón no vio sino lo que todos vemos, al menos un poco, y que muchos han comprendido y puesto por escrito de mil modos diferentes. Existen numerosos ejemplos en la literatura clásica. Quizás el más destacado sea Shakespeare (1564-1616). En la escena tercera de El mercader de Venecia, dos enamorados –Jessica y Lorenzo– pasean por un jardín. Ya ha anochecido, están esperando al amigo que regresa de un viaje. De pronto se oye una música y ambos se acercan a escucharla. Se trata de una música apacible. Jessica confiesa que este tipo de música le transmite cierta melancolía. La respuesta de Lorenzo es la siguiente: Estás triste porque tu alma se extasía. Contempla un rebaño indómito y silvestre o una yeguada que la mano del hombre no ha domado y mira sus alegres saltos, sus gritos y sus relinchos sonoros, efecto natural del ardor de la sangre; pero que la trompa guerrera o cualquiera otra música llegue a sus oídos y verás a los jóvenes potros pararse de pronto, suavizándose sus hoscas miradas con la dulce influencia de la armonía. Por eso supusieron los poetas que Orfeo atraía en pos de sí los árboles, los peñascos y las flores, pues no existe nada tan insensible, tan empedernido y tan cruel que no transforme, por algún tiempo al menos, la magia de la música. El hombre que no tiene en sí música alguna ni le conmueve el acorde de los sonidos armoniosos es inclinado a la traición, al robo y a las culpables asechanzas; los movimientos de su alma son lúgubres como la noche y sus afectos negros como el Erebo. No te fíes de tales hombres. Escucha la música. En efecto, la armonía del universo, la del alma y la de la música guardan un parentesco entre sí. Los seres humanos son capaces de gozar de esa música –audible o no, no importa– y entonces su alma se extasía, se eleva. Lo que Lorenzo dice de la música se podría decir de la belleza en cualquiera de sus formas y representaciones. En el universo, en los vivientes, en el alma humana, la melodía de lo bello encuentra eco y emite sonidos nuevos. Si alguien estuviera inmunizado ante esa música, si alguien no la oyera o no fuera capaz de extasiarse, sería señal cierta de alguna dolencia, de alguna enfermedad del alma. O manifestación de un corazón vil y mezquino, en el que no cabe la armonía porque su fondo oscuro ya no puede reflejar ninguna luz.

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Urania se hace niña En torno al año mil ochocientos, Friedrich Schiller (1759-1805) escribió un poema que tituló Los artistas (Die Künstler). Se puede considerar un breve tratado sobre la belleza y el arte. A lo largo de sus versos se describe la figura del artista como un sacerdote que media entre los dioses y los hombres. Solo él tiene la intuición de lo bello, la inspiración, la capacidad de elevarse. También tiene la facultad de transmitir a sus hermanos mortales lo que ve, reflejándolo en la música, la arquitectura, las figuras de sus obras. La belleza, según Schiller, libera el corazón del hombre de los deseos impuros. Lo bajo y lo vil es desterrado por la belleza, como toda tiniebla es alejada por la luz. Nada tenebroso puede albergar un corazón entregado a ella, pues la diosa Urania toma el gobierno de los sentimientos y expulsa toda mezquindad. Urania se distingue de Venus especialmente en este rasgo: trascender la sensualidad. Venus es diosa de la Belleza y del Amor, pero sus lazos sensibles se mezclan con las sombras de la pasión. Urania, en cambio, es la belleza más elevada, no voluptuosa, espiritual. Estas condiciones otorgan a Urania la virtud de elevar hacia lo más alto a las almas que la contemplan. Así se convierte en puerta del conocimiento de la verdad. Y como adentrarse en lo verdadero es a veces arduo, la belleza allana el camino con su amabilidad. La aridez del conocimiento intelectual es suavizada por la benevolencia de esta diosa. El afecto que despierta lo bello ofrece al entendimiento una senda más hacedera. Urania, en la majestad de su condición sublime, no es altiva. Su dignidad no es lejanía. Al contrario, «depone su corona de fuego y se hace niña para que los niños la entiendan». Niños son los humanos de corazón limpio. La belleza más alta no es lejana, porque el contenido último de su magnificencia es la bondad. La más alta belleza forma una unidad con el mayor bien. La bondad de Urania le hace abandonar la región celestial para hacerse asequible a los mortales. En ocasiones es la belleza el único camino transitable para ascender de lo material a lo espiritual, de las sombras a la luz, de la confusión a la claridad. Muchas veces los humanos nos quedamos en la región oscura de las dudas, como los prisioneros de la caverna de Platón. Pero la luz exterior puede reflejarse y resplandecer ante nuestros ojos, y ese destello es el arte. En todas las artes, en sus formas más diversas, resplandece la luz de lo bello. El artista aparece «con la frente despejada»: capaz de ver, entender y reproducir lo hermoso. Así es el genio creador.

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José Ortiz Echagüe, Mis hijas. La voz de la hermosura es sutil. Lo propio de la experiencia estética es su libertad: no se impone. Es solo una sugerencia que requiere atención para ser percibida. Urania, en la majestad de su condición sublime, no es altiva. Su dignidad no es lejanía. Al contrario, «depone su corona de fuego y se hace niña para que los niños la entiendan». Niños son los humanos de corazón limpio. La belleza más alta no es lejana, porque el contenido último de su magnificencia es la bondad.

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III. El impulso más libre Manifestación de la libertad La belleza es la manifestación de la libertad. Si la libertad es realmente la verdad de cada cosa, si a cada ser le corresponde una excelencia que se realiza libremente, y son libres las formas verdaderas, la libertad es hermosa en su figura. Es decir, por la unión de la libertad con la verdad, la presentación de la libertad es bella. En sentido figurado, esto se ve en los seres inertes: la belleza de un río que se desliza «libremente» por la ladera de la montaña. Con mayor claridad se ve en los animales: la libre carrera de un caballo salvaje es preciosa. Lo maravilloso es la gracia de los movimientos libres, como expresión de vida y de verdad. Todo lo falso y forzado, en cambio, resulta grotesco y feo. Es el orden del ser que brilla en su armonía, y es también la vida que se manifiesta sin cortapisa, sin engaño ni fingimiento. Pero la libertad se manifiesta como belleza también en sentido propio. La verdadera libertad se halla en las decisiones humanas. La elección es el acto de libertad por excelencia y cuando es elección de lo mejor, cuando responde a la verdad, cuando lo que se elige es el bien, su manifestación es bella. La claridad fue siempre atributo de lo bello, y la sinceridad de lo que es, la verdad que entraña y se refleja sencillamente, es preciosa. Así ocurre de modo especialmente visible en las personas: es la revelación del alma lo que las hace atractivas, porque las hace cercanas, asequibles, amables; y la proximidad engendra el cariño. Schiller explicó muy bien en las Cartas para la educación estética del hombre que «la libertad en apariencia es belleza». Es un modo de decir que los actos verdaderamente libres se manifiestan como algo hermoso. Lo contrario sería la expresión violentada, la insinceridad en las personas, la artificiosidad o torpeza en otras figuras. Por eso los niños son tan graciosos, por la franqueza con que manifiestan sus deseos. Por eso también en el arte hay composiciones más afortunadas que otras. Gaudí lamentaba los contrafuertes de las catedrales góticas como un elemento no del todo integrado en el edificio; decía que eran como muletas. Las formas de la naturaleza, en cambio, son fuertes y resistentes de modo espontáneo. Son libres, y por eso más bellas. Un ejemplo que emplea Schiller para explicar todo esto de modo gráfico es la comparación de la línea ondulada con la línea angulosa. Suponiendo un mismo trayecto para estas dos líneas, un recorrido de la misma distancia entre los mismos puntos, la línea que cambia de dirección sinuosamente es más armoniosa que la que cambia de dirección con un ángulo que evidencia una ruptura. Cada esquina de la línea angulosa, cada uno de los triángulos que la forman, no deja de ser el encuentro entre dos líneas oblicuas que se

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cortan e interrumpen recíproca y bruscamente. La ondulación, por el contrario, consigue un cambio de dirección suave, continuo, sin violencia. Esta libertad de la belleza tiene un fuerte paralelismo con el juego. Alguien que juega es un ser libre que se emplea en una actividad innecesaria. Por eso jugar es algo genuinamente humano. También Schiller, en el mencionado texto, expone la importancia de la actividad lúdica: en su inutilidad, el juego manifiesta el espíritu libre de ataduras físicas y de dependencias instintivas o biológicas. El juego es completamente libre, como las formas bellas lo son.

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De la libertad nace el amor La contemplación y el placer estéticos se viven desde el yo interior, ya de modo sensible, ya de modo espiritual, o de ambos a la vez. Y esa complacencia se goza en el cuerpo, en los afectos, en el alma. Se siente de modos diversos según sea aquello que está inspirando nuestra contemplación y gozo. Es un hecho unitario análogo a la experiencia de la libertad. Al ejercerla y elegir, intervienen también diversos factores, que se distinguen bien en la teoría, pero que en la práctica se viven de modo unitario. Tampoco es fácil discernir en la actuación las distinciones que usamos en los análisis teóricos de los actos libres. La capacidad de querer conociendo, que es la libertad, está fundada sobre la estrecha unión de las facultades que la constituyen. Libertad es, a la vez, conocer lo que se quiere, advertir su bondad, quererlo como fin. Pero en cada acto libre todo eso se funde en un elegir que comprende todos los elementos y no es ninguno. No es solo conocer, ni es solo querer. Y de la libertad nace el amor. Esa conjugación de conocimiento y tendencias, de sensibilidad y espíritu, tiene lugar en la experiencia amorosa, igual que en los actos libres. En realidad, la libertad es un primer momento del amor: su posibilidad de ser, su condición previa. Libertad es posibilidad de amar, y el amor es la realización de la libertad. En los actos libres y amorosos el espíritu realiza su vida. El desplegarse de la vida del espíritu en la libertad y el amor es análogo al despliegue que se produce en la vivencia estética: tan compleja de analizar, pero tan elemental en su ser. Lo que nos ocurre normalmente es algo tan sencillo como sentirnos embebidos y cautivados por aquello que nos está resultando, de repente, sugerente, llamativo, bonito.

Esa experiencia interior es tan intrincada y tan humilde como enamorarse. El gozo por lo bello es un tipo de amor. Y en todo hecho amoroso está presente, de algún modo, el encanto, casi embriaguez, que produce descubrir algo hermoso. Al amar, se unen conocimiento y deseo: ya no se dice separadamente «conozco» y «quiero», sino «amo», que supone ambas cosas. Amando se mira y, a la vez, se desea. Se quiere lo que se contempla, se conoce lo que se apetece. Por eso el amor inunda al alma enteramente. Por eso es una experiencia unitaria y total. Toda el alma pronuncia «amo», con la concurrencia del «conozco», «veo», «apetezco», «quiero». Amar no es solo contemplar. No es solo la mirada que conoce, descubre, se entretiene, penetra. No es solo el conocimiento, ni siquiera en esa faceta suya que es como jugar mirando una y otra vez algo que resulta agradable. Porque si resulta agradable, si conocer ya no es solo una actividad científica, sino también lúdica, divertida, entonces resulta que además del conocimiento se ha hecho ya presente el apetito, el gozo. Si la contemplación se prolonga es por la inclinación a ello, por el deseo de prolongarla. Así es la contemplación amorosa, un modo especial de tomar algo para

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sí, de provocar y mantener su presencia en nosotros. Si en el amor se unen, se funden, esas dos actividades del alma que son conocer y querer, el amor ha de ser de lo bello, porque es lo que se conoce con agrado, lo que se conoce a la vez que se goza. La verdad se conoce, el bien se quiere, y a la belleza se la mira disfrutándola. La mirada y el gozo van juntos, se dan a la vez. La mirada y el gozo se compenetran en su objeto, en el que ambos se recrean. La mirada se hace deseo y el deseo contemplación. El agrado se da no solo en razón del conocimiento, sino con él y por él. Por eso el objeto de la experiencia estética es una forma o presencia, y distinguirla del objeto del amor sería tan difícil como distinguir lo que amamos de su presentación y conocimiento. Cuando amamos a alguien, lo amamos por cómo es, por lo que hemos visto de esa persona. El amor es de la persona, pero a través de su manifestación; y, a la vez, es un gozo de cada aspecto de la persona, de la persona misma. Porque nunca conocemos de una sola vez, sino progresivamente, como progresiva es también la ternura y las demás formas de amor. Podemos concluir que el objeto del amor es la belleza, y que el amor es lo más libre. Así lo explica Ficino en De Amore: «Ni los dones de los ricos compran el amor, ni las amenazas y violencias de los poderosos pueden obligarnos a amar, o hacer que dejemos de amar. En efecto, el amor es libre y nace espontáneamente de una voluntad libre, que Dios, que ya determinó desde el principio que sería libre, no fuerza».

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Inútil y valioso a la vez Hay al menos dos razones para considerar la experiencia estética como genuinamente humana. Una es la exclusividad. De entre todos los seres del cosmos, solo las personas tienen capacidad de gozo estético. Otra es la plenitud: la experiencia estética supone la plenitud de realización de los seres humanos. En efecto, en el descubrimiento y aprecio de lo bello no solamente pueden intervenir todas las funciones del alma humana, sino que a través del alma podemos descubrir y apreciar la belleza en sus formas más altas. La forma de la belleza solo es advertida por los seres humanos; no hay una experiencia estética animal, porque no hay ninguna función biológica unida directamente a ella. No podemos negar la posibilidad de que acompañe a las funciones propias de los instintos básicos de supervivencia y reproducción: actividad sexual y alimentación. Pero podemos afirmar que se distingue claramente de ellas. Quizás sirvan un par de ejemplos. Hay ocasiones en que los alimentos pueden ser objeto de experiencia estética: la fruta de verano es bonita; las cerezas, ya maduras, rojas, son hermosas, brillantes. Sin embargo, distinguimos el placer que nos produce mirarlas, del placer que nos produce comerlas. Son dos tipos de placer distintos. La belleza mueve a su contemplación y admiración. Las necesidades biológicas mueven a realizar las funciones necesarias. Disfrutar con los colores de la fruta madura no es ninguna necesidad, ni exige ninguna actividad distinta de la propia admiración. Lo mismo sucede con la belleza de las personas y la atracción sexual. Se trata de dos tipos de atractivo distinto, que mueven a algo también distinto. La experiencia estética que podemos sentir por la belleza física o moral de alguien tiene su gozo en la contemplación y mueve a ella. El placer estético consiste en la contemplación misma, en admirar las proporciones físicas o espirituales de alguien hermoso en uno de esos dos aspectos, o en ambos. En cambio, la atracción sexual mueve a su función propia, que lleva consigo un placer distinto. Ambos ejemplos quedan abiertos a la posibilidad de reconocer en un mismo objeto la causa de placer estético y la posibilidad de satisfacer inclinaciones instintivas y biológicas. Esta posibilidad no desmiente sino que reafirma la consideración del modo humano de vivir lo bello. La experiencia de lo bello puede acompañar a lo biológico. Lo biológico humano no es solo fisiología, sino que está penetrado de afecto, sensibilidad, espíritu. La inutilidad de la belleza hace de ella un factor humanizador: La belleza es algo bastante irreal y desde luego inútil: literalmente no sirve para nada. Cierta perfección corporal podrá ser promesa de salud, longevidad, capacidad reproductora: pero todo esto es compatible con la ausencia de la belleza; basta con la normalidad, con un satisfactorio estado somático. Y no es eso lo que cuenta, lo que se

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busca siglo tras siglo, lo que orienta las conductas humanas y las condiciona. Y eso que me refiero por lo pronto a la belleza física, corporal. Bastaría esto para descartar todo materialismo en vista de la radical inutilidad biológica de la belleza como tal 3. Es también esa inutilidad la que deja abierta la interpretación de lo bello, su definición, los objetos con que se identifica. Precisamente por no tratarse de algo biológico, cabe la interpretación libre, personal. Lo biológico es necesariamente, casi materialmente, universal. La apreciación de lo bello es universal solo por su carácter humano. Pero la vivencia, por lo que tiene de interpretativo y cultural, es personal. Y personal, además, por la dimensión de intimidad que participa en ella. Personalmente vivida, universalmente buscada y gozada, esta es la peculiar universalidad de la belleza: todos la deseamos, todos la gozamos, con más o menos frecuencia, de modos diversos.

Esta virtud de hacernos superar el utilitarismo, de hacernos menos pragmáticos, convierte a la belleza en algo excepcionalmente atractivo, insospechadamente formativo, calladamente eficaz. Es muy agresiva, a veces, la presión materialista. Parece que únicamente nos movemos por el provecho inmediato o por placer, por lo que se ve y se mide. Es el polo opuesto a la magnanimidad, tan propia del alma que sabe apreciar lo bello. La capacidad estética, la sensibilidad bien orientada, propicia relaciones interpersonales verdaderamente humanas: porque se quiere lo bueno como tal, por la belleza del bien, y se entiende que cada persona es valiosa por el solo hecho de serlo. Así también se hace más humano el trabajo, revelándose contra el egoísmo de buscar únicamente un sueldo o un título. La belleza nos enseña que algunas cosas inútiles son muy valiosas.

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Saber mirar lo bello Un resplandor sublime necesita un espectador adecuado. Ser capaz de gozar lo bello exige una mirada pura, un espíritu dispuesto.

Si la pasión invade el alma, sea con la sensualidad, la violencia o el egoísmo, difícilmente podrá la belleza insinuarse en ella. La voz de la hermosura es sutil. Lo propio de la experiencia estética es su libertad: no se impone. Es solo una sugerencia que requiere atención para ser percibida. La valoración estética exige mirar lo bello, que es distinto del solo ver. La belleza requiere la contemplación, análogamente a como el deseo quiere poseer el bien que descubre, o como el conocimiento gusta de conocer mejor. En una fuerte conjunción de voluntad y conocimiento, en la experiencia estética se da el deseo de ver mejor, de mirar. La satisfacción de la voluntad está en la consecución de algún bien conocido previamente. La satisfacción estética está en la mirada misma. Mirar lo bello es lo que produce el placer estético. Ver corresponde al primer momento, al asombro. Ver es el primer encuentro con lo bello y su descubrimiento en cuanto tal. Mirarlo es colmar el deseo de belleza que despierta ese primer encuentro. Pero ambos momentos de la experiencia estética se dan en los dos tipos de belleza a que se ha hecho referencia, y ello requiere una mirada distinta en uno y otro caso. Es decir, no se ven con los ojos los dos modos de lo bello, o en todo caso, no solo con los ojos del cuerpo. La belleza del espíritu no se ve más que desde el espíritu. Y esto confirma que no solo en lo bello caben dos niveles o ámbitos distintos, sino también en la experiencia estética. En cada uno de esos niveles y en su unión se da la tendencia que anhela lo bello. El ser humano tiene la capacidad de acoger dentro de sí los movimientos o tendencias que acompañan al desvelamiento de la belleza. Esa acogida, la experiencia estética que consiste en la mirada, en recrearse admirando lo bello, puede llamarse también intuición.

La intuición estética parece reunir todos los momentos que comprende la experiencia de lo bello: verlo, mirarlo, recrearse en su contemplación; y también la tendencia, el afecto... Además, se da como vivencia común a todos los hombres, lo que no significa en absoluto que las vivencias estéticas sean repetibles o que puedan compartirse totalmente. En tener esa capacidad y ese modo de aprehender lo bello –intuyéndolo– coinciden todos los seres humanos. En lo que no coinciden es en el modo concreto de «vivenciar» la aprehensión, ni en el modo concreto en que se realiza la experiencia estética, que es personal e íntima y, por tanto, no del todo comunicable.

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La intuición estética es una potencia espiritual que, en mayor o menor grado, poseen todas las personas; y de hecho, todas tienen experiencia de lo bello, aunque sea diversa en cada una y en los distintos momentos de su vida. Porque la intuición estética de la misma persona puede cambiar según las ocasiones; y no solo porque cambie lo intuido, sino porque cambian sus disposiciones y todo lo que las acompaña. Los aspectos que confluyen en la experiencia estética son variables, como lo son el afecto, el sentimiento u otros elementos de tipo perceptivo: los sentidos internos y externos.

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Complejidad y sencillez Todo ello forma parte del juicio estético, que es el juicio del gusto y la apreciación de la belleza. La experiencia estética, de hecho, se identifica con el juicio estético, porque es en el encuentro con la belleza cuando el gusto reconoce: «Es bello». De modo que se da un encuentro con la belleza y, a la vez, un reconocimiento del encuentro. Pero en ese momento en el que se descubre la belleza y su captación, en ese momento en el que se realiza el juicio del gusto, ¿se da un proceso o es más bien un acto espontáneo? Porque considerando la complejidad de la experiencia y que tal complejidad es debida a la concurrencia de tan variados factores, podría pensarse que se trata de algo discursivo. Ahí es donde se presenta el conflicto: intentar descubrir el punto de inflexión entre la simplicidad y espontaneidad del acto en que se capta lo bello, y la complejidad que supone la confluencia de tantos factores que intervienen en o acompañan a ese acto. Precisamente en esos dos modos de entenderlo –como intervención de los factores o como acompañamiento de los mismos– puede descubrirse algún matiz que aporte luz a lo que sucede en el juicio estético. Si se considera que solo se trata de un acompañamiento, es más fácil ver la espontaneidad del juicio mismo o del despertar de la fruición estética. El juicio estético sería un acto espontáneo al que se unen varios elementos de tipo afectivo. Si se considera, en cambio, que la intervención de los elementos afectivos es constitutiva del mismo acto estético, puede ser más difícil definirlo y reconocer su espontaneidad. En todo caso, y desde la experiencia subjetiva, podríamos afirmar que el juicio del gusto requiere una sucesión de momentos o pasos, que son los siguientes: 1. El primero es el estímulo sensorial. Es imprescindible en la belleza de tipo sensible; es la primera condición del encuentro estético: ver lo bello. 2. Al primer estímulo sigue la reacción afectiva. Tras la primera visión (visión en su sentido amplio), viene una segunda visión (visión en un sentido más específico), que es lo que se ve con el afecto, lo que aparece a los sentimientos, y la reacción de estos ante lo bello concreto que se contempla. 3. La influencia sentimental es un paso más que sigue a la primera reacción afectiva. Se añaden a aquella las connotaciones sentimentales que el objeto bello despierta en nuestra interioridad, que pueden ser muchas, casi innumerables: todos los sentimientos que pueden relacionarse con recuerdos, ilusiones, vivencias de todo género que están afectivamente referidas a la actual vivencia estética. Aquí entran en juego, por tanto, las relaciones representativas –a las que se asocian los sentimientos o afectos–, que desempeñan un papel decisivo en esta cadena que lleva al juicio estético.

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4. El juicio estético es el resultado de los pasos precedentes. La influencia de esos pasos es decisiva en el juicio, porque constituyen los datos a partir de los cuales se puede juzgar. La síntesis entre lo racional y lo sensible queda reflejada en el paso de la percepción sensible a la percepción racional. La existencia o realización de ese paso, la unión de ambos tipos de impresión, resulta indispensable en el juicio del gusto. A pesar de la enumeración sucesiva y de la distinción entre unos momentos y otros, la experiencia estética tiene lugar de un modo unitario. Es el conjunto de todos esos elementos lo que constituye el encuentro con la belleza. No se ha de ver en todo ello un proceso artificioso. La descripción que se ha hecho puede llevar a pensar que se olvida la espontaneidad y, por tanto, la autenticidad del juicio del gusto. La sucesión de tan complejos elementos no parece muy compatible con la sencillez del acto simple de decir: «Es bello, me gusta». Y es esta aparente contradicción la que hay que salvar. La comprensión del juicio estético pasa por la superación de la aparente paradoja entre complejidad y sencillez. Se han de rechazar dos posiciones opuestas: a) considerar el juicio estético como un gesto automático, sin sentido o, al menos, sin otro sentido que el de un acto puramente reflejo; y b) considerarlo como un complejo proceso psicológico que va desde las más elementales percepciones a las más hondas reflexiones racionales. Hay quienes piensan que no somos nosotros quienes juzgamos la obra de arte, sino que es la obra de arte la que nos juzga a nosotros. Lo mismo podría decirse de la belleza en general. No la juzgamos nosotros a ella, sino ella a nosotros, aunque resultaría muy difícil conocer su juicio. Sin embargo, es cierto que en el modo en que nosotros nos acercamos a la belleza ponemos en evidencia nuestra capacidad de descubrirla, apreciarla y valorarla. Si sabemos descubrir la belleza, también cuando se deja ver de modo sutil, demostramos nuestra sensibilidad para con ella. Su juicio es evidenciar nuestra capacidad de juicio. Lo ideal sería que, en nuestra reacción inicial ante un objeto de contemplación, nuestro juicio tuviese ya, de modo inmediato y completo, la solidez y la exactitud precisas, al mismo tiempo que la emoción delicada y profunda, que es la síntesis exigida para el refinamiento de toda experiencia estética. Pero no se llega fácilmente a tal grado de finura; es necesaria la acumulación de experiencias y de meditaciones imparciales y desinteresadas. Toda persona puede, por tanto, llegar a tener esa capacidad de juicio, de buen gusto, si lo educa. Si se educan otras tendencias o habilidades, ¿por qué no se va a poder educar una tendencia del espíritu como es su amor a la belleza y su capacidad de apreciarla?

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Esta pregunta nos enfrenta de nuevo con la intuición. Según Mirabent, Bergson (1859-1941) consigue la más fértil y la más grande de las explicaciones de la intuición estética. Aún más, para concretar el concepto de intuición filosófica, utiliza una definición familiar a los esteticistas: «La intuición es una especie de simpatía intelectual en virtud de la cual nos transportamos al interior de un objeto para coincidir con lo que este objeto tiene de único y, por consiguiente, de inefable» 4. Es en esa simpatía donde han de quedar comprendidos todos los elementos que componen el juicio estético. En este caso, «componer» quiere decir que no hay un solo acto; pero esto es compatible con decir que el acto del juicio es simple, con una simplicidad hecha de la unión de los actos que lo componen. La unión o cohesión entre ellos consigue que el acto del juicio estético o de gusto, la intuición estética, sea, a pesar de todos los factores que intervienen en él, simple. Rica, profunda y complejamente simple. La intuición estética se constituye en fundamento del gusto y del juicio: es la captación inmediata del valor esencial de los objetos que llamamos bellos. La intuición, tal como la ha entendido y expuesto Bergson, puede dar cuenta de la unión de sentimiento y juicio.

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Abrumadoramente cotidiana Son muchas las implicaciones de lo que hemos afirmado. Porque son muchas las facetas y aspectos que componen ese acontecimiento que consiste en gozar de la belleza. Es necesario mirar adecuadamente, ser capaz de cobijar el sentimiento estético, tener un corazón sensible a él. La belleza exige entenderla un poco, y dejarla escapar en parte; respetar su misterio, a la vez que se busca cierta posesión sobre ella. No existe, por tanto, un solo factor o una única cualidad que hagan posible ese acontecimiento, sino que son muchas y profundas las actitudes que la belleza nos pide para dejarse ver. A la vez, la vivencia estética es abrumadoramente cotidiana. No es visitar un museo ni reflexionar sobre el arte. Es encontrar bellas o feas las cosas que nos rodean. Y esto sucede cada día, a cada momento. Constantemente nos relacionamos con personas y cosas que nos parecen hermosas o desaliñadas. También advertir lo feo es una vivencia estética, y exige cierta sensibilidad. Solo que en lugar de un encuentro agradable es un encuentro desagradable. Poder ver lo bello tiene como consecuencia ver también lo que no lo es. La atención y la apertura, salir al encuentro de las cosas bellas, tropieza a veces con el desequilibrio. Fealdad la hay de muchas maneras, tantas como hermosura. Solo que ésta produce variedad de formas agradables, y aquella, en cambio, es causa de variados sentimientos negativos. Lo feo son esas notas fuera de tono, como algo que chirría o estalla. Lo feo es decepcionante cuando es zafio. Y puede ser hasta irritante o indignante cuando es estridente. Lo feo es dejadez, resultado de la desidia. Es falta de equilibrio, resultado de la agitación. Feo es el atropello y la exageración. Lo artificial o forzado, el pesimismo y lo brutal, son feos. La fealdad se muestra inexpresiva o atroz: por falta de definición o por recargamiento. Lo feo está para no mirarlo, para arreglarlo, o para contrastarlo con lo bello y contribuir a su resplandor. Lo bello es el cuidado y el esmero. Es equilibrada delicadeza, fruto de la atención. Es la pausa y la medida. Lo natural y espontáneo, la alegría y el optimismo, son bellos. El cotidiano encuentro con la belleza es, a veces, discreto, y otras, eufórico. Nos encandila su modestia o nos embarga su inmensidad. En ocasiones, silenciosa como un susurro; en otras, bulliciosa como una fiesta. Belleza la hay transparente, casi imperceptible, pero también radiante y encendida. Hay una belleza que es solemne, para grandes ocasiones, y otra que es casera y asequible. La cotidianidad de la vivencia estética penetra todas esas situaciones. Alegra mucho la vida descubrir cosas bonitas, hermosas o sublimes que nos resultan cercanas. Las cosas más corrientes son objeto de esas experiencias: la calle por la que vamos al trabajo o el lapicero que hay sobre la mesa. Y las personas también: su saludo, su mirada, su personalidad. Estar abierto a la vivencia estética y dispuesto a disfrutar de ella, es algo que contribuye enormemente al buen humor. Se disfruta más la vida si en cada uno de

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sus fragmentos sabemos mirar, entretenernos y atender a cosas bellas. No hay que esperar grandes ocasiones –que son siempre escasas– ni hay que fomentar grandes expectativas en la búsqueda de la vivencia estética. Es suficiente que los ojos del alma estén abiertos a los juegos de un niño, a una sonrisa, a unas flores, a la arquitectura del barrio gótico.

Un entorno agradable facilita cualquier actividad. Las empresas se benefician de un mayor rendimiento cuando procuran una atmósfera grata. En el ámbito laboral o familiar, en cualquiera de los ambientes en que se desarrolla la vida cotidiana, la belleza del entorno añade amabilidad a las tareas que llevamos a cabo.

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Un embeleso La mayor parte de las veces, la vivencia estética es solo eso: una vivencia. Y con ella podemos considerar que la belleza ha cumplido su misión. Casi siempre, la experiencia estética comienza y acaba en el sujeto. Así sucede en muchas de las situaciones cotidianas a las que se ha aludido. Pero también hay personas que sienten la necesidad de contar sus vivencias, y dejan su testimonio 5. El eco de su experiencia llega hasta nosotros, y asistimos al acontecimiento desde una distancia quizá secular, pero notando la cercanía de lo afectivo, espiritual y humano. Eso sí, vivido de un modo singular, personal, acentuando un aspecto u otro, cada cual según su sensibilidad. Platón, al escuchar a los oradores alabando bellamente la grandeza de quienes cayeron en el combate, de los antepasados, siente que le «embrujan el alma». Se contagia de esa grandeza, toma conciencia de una nueva dignidad y se siente reconocido por los extranjeros. Esta experiencia de Platón consiste en un embeleso tan profundo que toma cuerpo de arrebato, de ausencia: «Apenas vuelvo a mi sentido el cuarto o quinto día (...). Hasta entonces me creo, o poco menos, que habito en las islas de los bienaventurados» 6. Dante (1265-1321) ha descrito con detalle el estado en que se encuentra el alma «cuando una cosa [la música o cualquier forma bella] nos colma de intenso gozo...». Así subraya la intensidad y plenitud de la vivencia: cuando una forma bella llena al alma, lo hace de un modo tan pleno, total, absorbente, que «el alma resulta incapaz de atender a ninguna otra facultad o actividad». Es ese efecto cautivante de la belleza lo que fuerza la exclusividad. Porque el alma entera se ocupa en ella. Ninguna facultad del alma queda libre ni puede desentenderse de lo que la está afectando. Y como el alma ya no puede atender a ninguna otra cosa, tampoco puede advertir el transcurso del tiempo. «Pasa el tiempo, y ella no se da cuenta, pues el espíritu que percibe el fluir del tiempo difiere de la facultad en que el alma se encuentra entonces» 7. Cuando Van Gogh (1853-1890) hace su confidencia sobre este asunto, es tal la hondura y vibración de su relato que parece beber, de la belleza, su fondo: «Cuando el crepúsculo caía, imagínate el silencio, la paz de esa hora. Imagínate una pequeña avenida de grandes álamos con su follaje otoñal. Imagínate un ancho camino hecho de barro, de barro negro, teniendo a la derecha un brezal hasta el infinito; a la izquierda, otro brezal hasta el infinito...» 8. Su narración sigue, y se le nota tan cautivado en su descripción, que entendemos que se olvidara de sí un día entero: «La jornada pasó como un sueño; de la mañana a la tarde estuve tan absorto en aquella música melancólica, que me olvidé de comer y de beber». El estado de su alma no es muy distinto al del «alma embrujada» de Platón, o a la pérdida del sentido del tiempo de Dante. Es ambas cosas: un éxtasis. Salir de sí mismo, o llenarse tanto a sí mismo de otra cosa, que deja de ser él para hacerse aquello otro totalmente.

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El alma se hace tan a la forma de lo bello, que se inunda o se deja invadir del todo. El alma se olvida de su propia forma, no se mira en absoluto a sí misma. La única voz que le queda es para decir: «¡Qué bello es esto!». Y el único sonido que escucha es la armonía de lo que contempla. Una música nueva que percute en cada fibra del espíritu y se adueña de él.

Victoria de Samotracia, hacia 190 a. c. En su inutilidad, el juego manifiesta el espíritu libre de ataduras físicas y de dependencias instintivas o biológicas. El juego es completamente libre, como las formas bellas lo son.

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IV. Fuerza del alma Metafísica y complacencia La metafísica descubre que la verdad, el bien y la belleza son propiedades trascendentales del ser, lo que significa que todos los seres, por el solo hecho de ser, son en alguna medida verdaderos, buenos y bellos. Pero esta observación tan teórica corresponde a una realidad muy práctica que se realiza en lo cotidiano y se vive constante, prosaica, fascinantemente... Cuando la metafísica recuerda que la belleza es una propiedad trascendental (o, más sencillamente, un trascendental), no parece muy vinculada a la vida. Su aportación parece demasiado abstracta o lejana. Y, sin embargo, es el fundamento de todas las consideraciones más ciertas y vivas sobre lo bello. Para comprender el encuentro humano con las cosas bellas, hay que atender primero a la belleza misma. Al menos para decir que tiene una entidad propia –aunque de muy difícil definición– y que, por tanto, podemos averiguar qué significa que el alma se encuentre con ella. La metafísica también arroja luz sobre este encuentro entre lo hermoso y el espíritu, al que llamamos experiencia estética. Es decir, ofrece conceptos para estudiar cómo se relacionan los trascendentales con el sujeto humano. Cuando la metafísica define ese encuentro como cierta correspondencia entre un ente (cualquier ser) y el alma, ya abre la vía que lleva a la comprensión de este fenómeno humano. Y da paso, por tanto, a las cuestiones propias de la condición humana: el amor por la belleza, el placer, el gozo, el rechazo de la fealdad. Decir que todo ser, por el hecho de ser, es bello, quiere decir que es capaz de presentarse, de dejarse conocer; que es permeable al alma humana; que puede ser penetrado por ella. Y, por otra parte, que puede conseguir la fascinación o encantamiento de la persona que lo mira, esa cautividad propia de la experiencia estética que admite grados, pero que comporta siempre cierto salir de sí, dejarse conquistar, atender, contemplar, conmoverse. La forma más sencilla y cierta de definir la vivencia estética es decir que se trata de un encuentro con la belleza: el humano descubrimiento y atención a lo bello. Vivir lo hermoso, interiorizarlo.

Es un encuentro en el que necesitamos implicarnos, y nunca nos deja indiferentes. Encontrarse con la belleza es descubrirla y admirarla. Soñar que nos pertenece un poco, que podemos poseerla de algún modo o por algún tiempo. Querer atraparla o reproducirla es el arte. Hacer arte debería consistir en el intento de expresar algo bellamente. Un

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intento que es posible porque la belleza se deja ver, se hace legible; y porque nosotros podemos captar lo bello, aunque siempre nos desborde un poco. Y como el acceso a lo bello es mediato, porque se ve a través del prisma de la propia interioridad, siempre tendrá un eco diverso según el espectador y su sensibilidad. La magnificencia de un espíritu humano puede medirse por su capacidad de amar y de gozar lo que es hermoso.

A pesar de ser inconmensurable, cabe medir de algún modo el amor y el gozo estéticos. La grandeza humana se descubre en esa capacidad. Un espíritu pobre es ciego ante los acontecimientos estéticos. La riqueza y hondura espirituales se manifiestan en ese gozo: en poder descubrir lo sutil, en la gran repercusión de lo pequeño, en captar la expresividad de lo discreto, en penetrar una insinuación o sugerencia adelantándose a su explicitación. El alma humana necesita esos goces, se recrea en ellos, está hecha para ellos y los desea como algo propio, siguiendo una íntima inclinación. Y la belleza se deja ver de los humanos, pero permite una mayor o menor posesión. Seguramente alguna criatura celeste o la misma divinidad tendrán un sentido y posesión de lo estético más profundo y hasta acabado. El modo humano no es así. Es poder gozar sintiéndose sobrepasado, excedido. Solo podemos admirar la belleza sin atraparla totalmente. Es verdad que existe una proporción o conveniencia, un lenguaje común, entre el espíritu humano y la belleza. Existe, incluso, cierta identidad entre ambos, porque hay una adhesión afectiva por parte del alma, y casi una invasión del alma por parte de la belleza. Pero, al mismo tiempo, la belleza se presenta como algo infinito, inabarcable, misterioso. La belleza es a la vez accesible e inaccesible, pero en el acceso a ella –o en el intento– se pone de manifiesto la unidad del sujeto humano. Porque es atravesado en todos sus niveles de conocimiento (intelectual y sensible) y de amor (espiritual y afectivo). En la experiencia estética queda implicada y es afectada toda la persona.

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Al conocerlo, agrada La vida humana consiste en ciertas actividades que se suceden unas a otras. Incluso durmiendo hay actividad en nuestro cuerpo, que sigue respirando y sueña. Los humanos tenemos todo tipo de vivencias que configuran la vida personal: lo que vemos y sentimos, lo que deseamos y aprendemos, lo que hacemos y omitimos. Todo lo que podemos conocer y todo lo que podemos querer va cimentando nuestra intimidad, que busca su mejor realización, su fin o bien propio. Pero hay un aspecto peculiar de la vida y del amor, de la intimidad, distinto del conocimiento, aunque relacionado con él; distinto también de la voluntad, aunque la incluye: el amor a la belleza. La búsqueda de lo bello y del gozo estético es tan básica y tan humana como la dimensión ética de los actos y su libertad. La vida humana experimenta constantemente el valor moral, el bien y el mal, y de modo parecido y con la misma constancia experimenta el valor estético. Lo experimenta dentro de sí y en todo aquello que le rodea. La valoración estética acompaña la vida humana de modo tan inevitable como la misma respiración. En cada acto decidimos algo que valoramos como bueno o malo; y también en cada acto encontramos algo que valoramos como bello o feo. La estética, más que una ciencia que estudia lo bello o su valoración, es la misma vida. Estética es la experiencia, el encuentro, el acceso a lo bello. En ese encuentro o acceso son necesarios dos elementos: conocimiento y complacencia. No es posible conocer la belleza y no gozar en ella. Ni tampoco gustar de ella sin conocerla.

Santo Tomás de Aquino (1225-1274) definió la belleza como «lo que, «al conocerlo, agrada». Esta expresión sugiere la unión de las dos vertientes del alma, que son el conocimiento y el amor. Por eso tiene la belleza un poder unificador tan fuerte: porque lo hermoso se conoce y se quiere a la vez: no es solo verdad, no es solo bien, sino que en cierto modo incluye a ambos. No es estética la experiencia del conocimiento como tal. Hay muchas cosas que se conocen sin experimentar ningún placer estético, porque no resultan agradables. No todo conocimiento comporta agrado. Lo que hace que el conocimiento de algo resulte agradable es que ese algo es bello. Luego, la belleza se encuentra en lo que conozco, no en mi conocimiento. Por otra parte, si faltara el conocimiento y se identificara la belleza con la complacencia, deberíamos considerar bello todo lo que complace. Sería tanto como decir que todos los placeres son estéticos. Pero hay placeres que no lo son o, al menos, no directamente. A un parque de atracciones, por ejemplo, no se acude en busca de experiencias estéticas, sino de emoción, de sensaciones fuertes y nuevas; son placenteras,

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pero no tienen propiamente valor estético. La experiencia estética no puede identificarse con el placer. Cuando decimos «me gusta», no siempre hacemos un juicio estético, sino solo cuando decir «me gusta» lleva implícito «me parece bello». El conocimiento y el agrado se unen profundamente en la apreciación de lo bello, porque es el conocimiento mismo de la belleza lo que resulta grato. No es un placer extrínseco al hecho mismo de conocer. Cuando se conoce algo bello, la razón del agrado que se experimenta es el conocimiento mismo. Decir de algo que no es bello «me gusta», puede deberse a dos causas: o bien se juzgó mal, o bien se omitió el juicio estético. Si se omite el juicio, sencillamente expresamos un agrado que no es estético: decimos que nos gusta algo en un sentido de «gustar» diverso del estético. Me gusta la mostaza o me gusta que llueva. A veces se consideran juicios estéticos valoraciones que no lo son: «Me gusta esta música, pero no porque es hermosa, sino porque es divertida, fácil de bailar, la canta alguien que me cae bien…». Si el error está en el juicio, es que consideramos realmente bello algo que no lo es. Realizamos un juicio estético: «Esto me parece bonito», pero nos equivocamos. También nos equivocamos, a veces, en los juicios éticos, o en valorar si una compra es rentable, o una noticia creíble. En el caso del juicio estético, se añade la dificultad de su objetividad, que se presenta como algo mucho más sutil que cualquier valoración de otro tipo. ¿Por qué? Porque en la apreciación estética tienen un papel importante los sentimientos, que son subjetivos. Siempre hay una carga emocional en el descubrimiento de lo bello y, por tanto, siempre hay una carga subjetiva en su estimación. La definición de belleza como «lo que, al conocerlo, agrada» manifiesta, por una parte, la enorme variedad de valoraciones estéticas accesibles; y, por otra, la posibilidad de que lo hermoso se presente en los más diversos ámbitos de la vida humana, porque en todos encontramos cosas cuyo conocimiento resulta agradable.

Además, en la experiencia estética intervienen muchos factores, y puede realizarse de muy diverso modo. Esta es su riqueza: la variedad de formas en que puede presentarse lo bello, y la variedad de elementos que intervienen en su percepción. Pero la belleza emerge como algo peculiar, distinto de todos los elementos que la acompañan. Y nosotros hemos de ser capaces de identificarla sin confusión, sin equívocos, respecto de otras sugestiones

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Inteligencia y afectos Se ha descrito cómo la belleza propicia la unión de conocimiento y amor, logrando una unidad profunda del alma. Pero hay una división, y hasta enfrentamiento en el alma, que afecta a los dos niveles de conocimiento y de amor que se dan en ella: el sensible y el espiritual. En efecto, podemos amar con los apetitos o con la voluntad; y podemos conocer con los sentidos o con la inteligencia. Es un asunto que hay que estudiar cuando se trata de la experiencia estética: advertir que intervienen en ella tanto el espíritu como la sensibilidad. Así lo reconocen, por ejemplo, Mirabent 9 y Plazaola 10. El placer estético resulta de la concordancia entre el plano sensible y el intelectual o espiritual. Hay una compenetración de ambos planos. Tal compenetración se puede entender bien a partir de la definición de belleza que venimos glosando («lo que, al conocerlo, agrada»), porque efectivamente tanto el conocimiento como el amor (en las dos dimensiones: sensible e intelectual) se sentirían satisfechos. Se podría decir que la experiencia estética inaugura una doble unidad en el alma: se une la parte sensible con la intelectual y la cognoscitiva con la apetitiva. Es como si hubiera dos ejes en la intimidad humana: 1. un eje vertical, que señala dos niveles de conocimiento y amor: el sensible (por medio de los sentidos externos e internos) y el intelectual o espiritual (por medio de la inteligencia); 2. un eje horizontal, que señala dos dimensiones de la interacción del alma con los demás y el mundo: el conocimiento y el deseo, es decir, la interiorización por la vía cognoscitiva y por la vía desiderativa; el saber y el querer. La razón por la que la belleza resulta ser algo cautivador, que embarga, que dice plenitud, es que en su reconocimiento y disfrute intervienen y se integran todas las dimensiones de la intimidad. Así lo experimentamos, por ejemplo, en el gozo que puede producirnos la contemplación del ocaso en una playa de la Costa Brava. No es el mar, ni el ángulo de los rayos del sol, ni la arena o las rocas. Es más bien el aspecto que adquiere todo ello, es el modo en que se nos presenta ese conjunto de elementos que nos resulta fascinante. La belleza que nos complace no es ninguno de los elementos materiales concretos que componen la escena, es la escena misma, su formalidad, la que resulta bella y cautivante. Y la experiencia estética que vivimos no es solo sensible, no son solo los sentidos los que se recrean en la luz, el color, el aroma, la brisa; es la vivencia global de todo ello, y en este sentido es espiritual. También la inteligencia puede pararse a pensar en la belleza que se está captando sensiblemente y complacerse en ella.

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Podemos decir, por tanto, que, en la experiencia estética, resulta esencial el descubrimiento de una forma bella; que un elemento necesario en la experiencia estética es el carácter formal de lo que se conoce, lo cual supone integridad. Esta integridad no impide distinguir la preponderancia de unas y otras dimensiones de la persona: la inteligencia, la voluntad, los sentidos, etc. En cada experiencia concreta puede darse el predominio de alguna de ellas en particular. Depende del tipo de belleza y del modo de mirarla. Y este es otro punto clave para la comprensión de la experiencia estética: reconocer distintos tipos de belleza. Concretamente, podemos preguntarnos: ¿Existe la belleza intelectual? ¿Es verdadera belleza? Sí. La respuesta es platónica, pues en El Banquete queda bien clara la elevación del alma hasta la belleza en sí, que no se aparece bajo ninguna forma sensible. Pero también Pitágoras, Ficino y Hegel, por mencionar solo algunos ejemplos, lo vieron así. Aristóteles dice expresamente en su Metafísica: «La belleza se da también en las cosas inmóviles», es decir, de naturaleza intelectual, pues lo móvil es lo que pertenece al mundo físico. Y añade una explicación: «Las principales especies de lo bello son el orden, la simetría y la delimitación, que se enseñan sobre todo en las ciencias matemáticas» (1078 a 25-1078 b). Reconocer la belleza intelectual es compatible con la consideración de que en toda experiencia estética hay, de hecho, un movimiento afectivo de adhesión a lo bello. La belleza tiene necesariamente una repercusión afectiva en su espectador. Lo que no es necesario es que la inclinación afectiva surja siempre y directamente de una percepción sensible. Es decir, puede ser que una idea tenga una manifestación bella propiamente suya, y que en la captación de la belleza ideal o intelectual se produzca una repercusión en la sensibilidad del espectador, en su afectividad. Es imposible establecer un modo universal de experiencia estética, porque cada vivencia es diversa y única. Lo interesante es ver que en tal experiencia el yo personal se siente identificado con el conjunto armonioso de percepciones que lo absorbe3.

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Integridad y unidad 11 Se ha dicho más arriba que en el acceso a la belleza queda implicada y es afectada toda la persona. La participación completa de la persona en la vivencia estética apoyaría la hipótesis de que el objeto propio del amor es la belleza 12, porque la experiencia amorosa también es global: convoca distintas instancias y estratos de la persona. En los estudios o análisis teóricos, tendemos a diseccionar al ser humano. Con frecuencia, hacemos divisiones y separaciones que acabamos creyendo reales. Fácilmente imaginamos que el alma está compuesta por fragmentos diversos, separables y aun separados entre sí. En cambio, en la práctica –y, por tanto, en la realidad–, el espíritu humano se despliega con una armónica unidad, compacta, a la vez que flexible y articulada. En esa unidad, lo espiritual penetra en lo sensible, y lo sensible repercute en lo espiritual. En la vivencia estética se dan esos dos momentos: el intelectual o espiritual (gozo moral, expansión del espíritu) y el sensible (percepción, visión, resonancia afectiva, gozo sensible). Pero no son dos momentos en sentido cronológico, y no son, por tanto, una sucesión. Son más bien un acontecimiento que consta de dos elementos de diversa índole que conforman un hecho único. Las tendencias y las inclinaciones no son de una facultad, sino de la persona. Es decir, no son el apetito sensible o la voluntad los que tienden a un objeto, sino la persona; no son los sentidos o la inteligencia los que conocen, sino la persona. Y no es el alma la que tiende a algo, sino tú, yo, la persona. Las tendencias e inclinaciones no son independientes, como a veces se imagina, porque a fuerza de teorizar nos hacemos dualistas. La armónica complejidad de la persona humana no está escindida. No actúan sus facultades independientemente unas de otras, sino que actúa ella, el sujeto: esta mujer, este hombre. Y actúa desde sí, desde su interior. Esta unidad interior amenazada por el utilitarismo y todos los modos de desintegración moral o afectiva, se restablece por la experiencia de lo bello, que es siempre unitaria. El amor verdadero también lo es. No hay fragmentos del alma o del corazón que queden al margen cuando se ama de veras, especialmente en un amor exclusivo y para siempre. La belleza de la persona y del amor cautiva a todas las potencias del alma y les otorga una experiencia fuerte de su unidad.

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Educación moral y estética La identificación y unión de belleza y verdad implica la unión con el bien. Por eso la contemplación de lo bello tiene un efecto beneficioso. Como la belleza es el modo en que el bien se hace visible, mirarla es un modo de orientarse al bien. Y aprender a gozar lo bello predispone a realizar el bien gustosamente.

Pero ¿por qué y cómo la belleza predispone al bien? En primer lugar, hay que advertir que el carácter ético necesita ser educado. Es decir, se requiere el cultivo de las virtudes para llegar a ser realmente bueno, para tener una alta calidad moral personal. Se necesita la educación moral, porque la bondad no se da como predisposición necesaria y única en la actuación de cada uno. Junto al deseo de bondad, existen en el ser humano inclinaciones innobles: al egoísmo y al orgullo. Como el orden interior entre el amor del bien y la posible inclinación a pasiones mezquinas no se da de modo espontáneo y seguro, es necesario aprender a reconocer lo bueno y lo malo; y es necesario aprender que lo bueno es bueno. Parece obvio, pero a veces el primer inconveniente ético es que se ve el bien como pesado, difícil, desagradable. El gran reto de la educación ética es, por tanto, enseñar que el bien vale la pena y es agradable. Uno de los escollos de la educación moral ha sido siempre el bien arduo: es decir, el esfuerzo que puede comportar la actuación recta y honesta. En esta encrucijada de malas inclinaciones, bien, educación y honestidad, desempeñan un papel decisivo los afectos. Es posible entender que algo es bueno y, a la vez, sentir que no nos apetece en absoluto. La falta de avenencia entre lo que entendemos y queremos con lo que sentimos es la causa más frecuente de las dificultades en la recta actuación. Primero es necesario que la voluntad se identifique con la inteligencia: «Entiendo que esto es bueno y, por tanto, lo quiero». Pero luego conviene que los sentimientos también se unan a esa causa. En ocasiones, la voluntad tiene que hacer violencia sobre la pasión para moderarla. Si estoy airado y deseando vivamente pegar a alguien que me ha insultado, es mejor que reprima esta pasión con un acto decidido de mi voluntad que me impone sosiego. Pero no es lo deseable que los actos buenos sean resultado de la imposición forzada de la voluntad, sino que haya verdadera armonía y acuerdo entre ella y las pasiones. ¿Qué papel desempeña la belleza en todo esto? La belleza es la presentación amable del bien, la que puede tender un puente entre los sentimientos y el bien arduo, para que no lo sea tanto. La belleza, atrayendo los afectos, allana la dificultad que estos pueden encontrar en la realización del bien.

Es lo que ocurre cuando alguien nos pide un favor amablemente o con simpatía. Cuántas veces hemos oído o dicho: «Si me lo pides así, no puedo decir que no». Los

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afectos reaccionan a la presentación de la bondad, que es la belleza. En la literatura universal hay muchos ejemplos que intentan plasmar esta misma idea. Shakespeare pone en boca de Enrique V un bellísimo discurso para animar a sus soldados desfallecidos, desolados y en desventaja numérica insalvable respecto del ejército francés: «No deseéis que haya ni un inglés más entre nosotros. Si hemos de morir, que no se derrame más sangre inglesa; si hemos de vencer, tanto mayor será nuestra gloria». Los soldados, que veían la batalla perdida como un bien arduo, excesivamente difícil, cambian su visión; la arenga ha modificado sus afectos y acuden a la batalla con brío inusitado. Y vencen. Otro ejemplo, típico del Romanticismo, es la belleza redentora de una mujer que salva el alma de un hombre corrompido. Es el argumento de Don Juan Tenorio, y el de Parsifal, de Wagner. La singular belleza de una mujer honesta despierta un deseo nuevo en el corazón de un hombre que, hasta entonces, solo se ha complacido en el amor fácil y sensual. La belleza pura de la inocencia ejerce una fuerza desconocida en el corazón de esos truhanes, que acaban por rendirse a ella, arrepentirse de su anterior mezquindad y amar de un modo nuevo. En la vida real, esto se traduce en la necesidad de educar los sentimientos y la sensibilidad. Es necesario ser sensible a la belleza para ser realmente bueno. Quien posee un mundo afectivo ordenado, capaz de gozar lo bello, tiene la predisposición a gozar del bien. Porque el gozo estético está libre de intereses utilitarios: la belleza no se consume, ni satisface necesidad biológica alguna. La belleza se goza por pura contemplación, y el amor al bien requiere esa misma disposición. La belleza, precisamente porque no es útil, produce un tipo de gozo distinto de los demás; y así propicia la libertad del espíritu, que es necesaria para descubrir la bondad del bien. La gratuidad de lo bello educa la generosidad; el gozo ante la belleza, que no es posesión ni dominio, nos enseña algo propio del amor desinteresado. En la sociedad occidental del siglo xxi resulta especialmente necesaria esta educación. El utilitarismo nos ciega para todo lo que no tenga un resultado tangible inmediato, y así nos incapacita para gustar de lo bueno, lo bello y lo verdadero. Para ver que la verdad y la belleza son buenas, para desearlas, para sentir que nos agradan, es necesario que los sentimientos sean capaces de acompañar al espíritu, y es necesario también que el espíritu sea capaz de ver dónde se encuentra lo bueno y lo hermoso. Sin esta educación del alma, de la mirada interior, lo bueno se hace por obligación, resulta pesado y acaba cansando. Otro obstáculo para la educación ética y estética es la prisa. Mientras corremos, no podemos contemplar. Los bienes del espíritu no se ven con mirada fugaz, sino que requieren la contemplación, precisamente porque no son tangibles. Lo sutil exige atención. La prisa lo invade todo, porque se mete en el corazón. Es nuestra visión la que

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deja de ver, como si al ama sufriera una miopía que hace borrosas o invisibles las cosas más valiosas. A veces es necesario pararse, callar; a veces es necesario el silencio. Como un niño pequeño que llama a su padre concentrado en leer el correo, y no recibe respuesta, la suave voz de lo bello y hermoso nos pilla muchas veces demasiado ocupados. La velocidad, cada vez mayor, con la que transcurre toda nuestra vida no favorece las actitudes contemplativas. Se necesita tiempo de desconexión, en el sentido literal, de todos los medios tecnológicos y de comunicación virtual. Se necesita tiempo para contemplar la naturaleza, para hablar «personalmente» con las personas, para pensar y reflexionar sobre todo lo bueno que la vida nos ofrece. Como estas actitudes, propias de la capacidad contemplativa, son rasgos del carácter, necesitan ser cultivadas desde la infancia. En muy temprana edad se configura el mundo afectivo, y los niños tienen una sensibilidad natural para lo bello. Pero la violencia de algunos juegos, la velocidad de otros y el exceso de actividades pueden impedir el desarrollo equilibrado del carácter. Muchos casos de hiperactividad se deben al exceso de estímulos recibidos por los niños, que necesitan espacios realmente lúdicos en los que ejercitar la imaginación. Toda posible creatividad perece bajo la fuerza de juguetes sofisticados que lo hacen todo y no dejan espacio para inventar o imaginar.

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La belleza del amor Entre todas las virtudes, destacan las que están directamente relacionadas con el amor, porque las acciones más hermosas están siempre inspiradas por él, y su presencia es siempre bella. Todas las virtudes de la convivencia, todas las ocasiones en que manifestamos respeto a los demás, todas las relaciones personales que mantenemos con afecto, se relacionan con la capacidad de amar. Los actos más hermosos son los de generosidad, cariño o comprensión; los que manifiestan que alguien es capaz de querer el bien de otra persona de modo desinteresado, por la persona misma. El alma bella ama a la persona por ser quien es, no por las cosas que tiene, no por ser guapa o tener buena figura, por vestir de marca o conducir un buen coche, sino por ella misma. Por eso solo quien aprende a amar el bien sabe amar a las personas como merecen ser amadas, y eso se traduce en querer y buscar para ellas lo bueno y lo mejor. Este modo de amar define el amor verdadero. Cuando alguien se enamora, es hermoso que el cuerpo desempeñe en ello el papel que le corresponde. Es decir, que siga los movimientos del alma y responda a ellos. Porque el único modo verdaderamente humano de amar no es querer algo, sino a alguien. Si se impone la pasión, la búsqueda desordenada del placer, el amor se corrompe y su belleza desaparece. La sola pasión no es criterio de verdadero amor, porque su dirección natural es la propia satisfacción. Si la satisfacción del cuerpo usurpa el lugar del corazón, si se busca el placer en lugar de la persona, si se busca algo pero no a alguien, toda hermosura se apaga. El lenguaje del cuerpo es bello cuando es sincero, cuando dice de verdad «te quiero solo a ti» y «te querré para siempre». Pero el amor que rehúye el compromiso, que evita mirar al futuro, que no aspira a ser eterno, queda a merced del capricho, de la apetencia del momento, y eso ya no es amor. Todo lo que conlleva este modo de amar es engañoso, porque es egocéntrico. Solo un corazón puro es hermoso. Lo es porque no es codicioso ni sensual, que es una forma de codicia. El corazón se corrompe cuando aparece cualquier forma de egoísmo, que es la mala raíz de todas las pasiones innobles. Por egoísmo puede un alma llenarse de oscuridad y de los más lúgubres deseos; de ruindad, cinismo y falta de escrúpulos. La belleza del corazón está en los afectos nobles que puede albergar, en la generosidad y la magnanimidad propias de quien ama de veras. Es lo que más embellece a las personas: su pureza interior.

Porque un corazón así se llena del gozo de ese amor, que es precioso. Y eso no se puede ocultar: un alma noble lo reconocerá siempre. Esta es quizás una belleza sutil, porque es delicada, pero tan cierta como el alma y tan profunda como el amor. Un corazón puro protege su tesoro. El amor verdadero, como bien de valor incomparable, necesita ser protegido de las bajas pasiones, de los egoísmos, de la

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tristeza. Y también ha de proteger su cuerpo, vía de acceso a su mundo interior. Los sentidos externos, la imaginación y la fantasía suscitan afectos que pueden acompañar o combatir al amor deseado. Los sentimientos más elevados pueden perder vigor por las acechanzas de pasiones burdas. Ya Platón distinguía entre un amor vergonzoso y otro honroso y elevado, y muchos autores después de él han advertido la misma diferencia.

José Ortiz Echagüe, Ternura. También en el mundo interior hay acciones y movimientos: actitudes. Ellas son los gestos del espíritu. Son reflejo no de la actitud del cuerpo, sino de la del alma misma, de los rasgos más profundos de la personalidad.

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V. Virtud del alma bella Belleza humana Un aspecto genuino de la vivencia estética es la posibilidad de que la persona humana sea objeto de esa contemplación. Lo que añade este singular objeto a cualquier otro es la posibilidad de apreciar su belleza moral o espiritual. El gozo espiritual es el modo más pleno de disfrutar la belleza, y solo el alma bella puede causarlo. La contemplación del alma humana y de su belleza moral puede hacernos gozar en un grado o nivel intelectual o espiritual. El espíritu admira al espíritu, ve y celebra su hermosura. Cada alma humana puede reconocer en otra lo que la hace bella, y experimentar el gozo espiritual que produce ese reconocimiento. Además se puede reconocer la intervención de las diversas facultades humanas en la contemplación y en el gozo ante lo bello. También se puede establecer cierta analogía entre la experiencia estética y los actos de conocer y amar, reconociendo que en la primera actúan al unísono y de modo inseparable el conocimiento y el amor. Junto a esta capacidad genuinamente humana de gozar lo bello desde el espíritu y de admirar la belleza del alma, se presenta la belleza del cuerpo humano que es también genuina, porque el cuerpo humano no es un cuerpo más, pura materia, sino el cuerpo de alguien, vehículo por el que se expresa una persona singular. Por tanto, la belleza humana es la que resplandece en la unión de alma y cuerpo. Estas observaciones demuestran la centralidad humana de la experiencia estética. En primer lugar, porque la experiencia estética es genuinamente humana y se da en ella la unidad de la persona y de su vivencia. Pero además, porque hay una genuina experiencia estética de lo humano, que comprende todos los niveles de placer estético; una experiencia que puede colmar el amor a la belleza en sus más variadas manifestaciones. Es en la contemplación de la belleza humana donde puede resultar más clara la conjugación de lo sensible y lo moral, porque esa belleza puede alcanzar, en los dos ámbitos, los máximos exponentes de lo estéticamente complaciente.

La verdadera belleza es la de la persona en cuanto tal, la de un sujeto singular, y no la mera apariencia. Es deseable que la presencia de cada uno corresponda a su verdadera identidad, a su personalidad; pero no se debe tomar la parte por el todo y atender o valorar única y aisladamente el aspecto externo. Kant lo expone claramente y como si se tratase de algo que a todos ha sucedido alguna vez: «Es frecuente encontrar figuras a primera vista sin particular interés, por no ser

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bonitas de una manera determinada, que no bien comienzan a agradar en un trato más íntimo se van apoderando del que las contempla y parecen hermosearse de continuo; en cambio una apariencia bonita que de golpe se revela es mirada después con mayor frialdad» 13. Resulta un claro ejemplo y una explicación precisa de cómo el espíritu se refleja en la persona entera, y el reflejo exterior revela la belleza interior. Esta es la que de modo más duradero puede cautivarnos, y la que se muestra más lentamente, más tímidamente. La intimidad no se exterioriza del todo, se insinúa. Su insinuación es el reflejo que embellece a la persona que contemplamos.

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Belleza del alma Esta belleza de la que hablamos ahora es la belleza del alma. Las virtudes son sus adornos: la cordialidad y la solidaridad, la generosidad y la modestia, la pureza, la templanza y la medida, un carácter equilibrado, una personalidad madura, una actitud acogedora; usar la razón sin ser racionalista, ser justo y tener coraje; ser desinteresado, trabajador, alegre. Todas ellas son actitudes interiores que embellecen el alma. La belleza moral es gozada de modo peculiar. El reconocimiento de la belleza moral de la persona a la que se ama no es idéntico al reconocimiento de la bondad moral, que no es una experiencia estética. La bondad moral consiste en la recta actuación, orientada al bien; y a veces el bien no se ve directamente. No siempre es visible. La bondad moral puede realizarse en multitud de actos internos, siempre hermosos, pero no siempre observables. La belleza moral no es vista directamente. Los actos internos de amor, generosidad, justicia, etc. No son directamente observables. Por otro lado, también puede ocurrir que una acción moralmente buena no alcance una manifestación realmente hermosa, si las condiciones materiales lo impiden. Por ejemplo, asear a un enfermo de aspecto desagradable, es una acción moralmente buena, moralmente bella; pero no lo es el aspecto externo que ofrece. Otro límite a la manifestación bella del bien moral son los posibles defectos físicos de cada uno. La bondad moral no los elimina. Y sin embargo, es cierto que siempre, a pesar de toda la fealdad física que pueda presentarse, las actitudes nobles del espíritu permanecen en las personas que las cultivan y se translucen en las conversaciones o en los hechos. Así toda persona de elevada calidad moral, aunque la naturaleza no le haya regalado una hermosa apariencia, puede resultar realmente agradable y atractiva. Lo habitual, sin embargo, es que se dé una unión de belleza moral y belleza observable. En esos casos la belleza moral consiste en el desvelamiento de la belleza que acompaña y manifiesta la bondad moral. Por ejemplo, cabe una experiencia estética de la alegría. La alegría resulta bella, radiante, atrayente. Lo bello no es la sonrisa, ni la risa, ni la luz de los ojos que sonríen: bello es cada una de esas cosas y todas ellas juntamente: el gesto. La belleza de la alegría es lo que se refleja en esos elementos que son la expresión o manifestación de la alegría. La alegría es bella de por sí, pero no la vemos si no en sus manifestaciones concretas. Dicho en otras palabras, hay una belleza interior y otra externa; y una unidad entre ambas. Todo lo bueno interior tiende a manifestarse en formas externas llenas de gracia y armonía. Por otro lado, estos dos modos de belleza se distinguen entre sí: la del alma es más verdadera y más profunda, porque el alma es la persona misma. La célebre obra de teatro Cyrano de Bergerac trata precisamente este tema y narra la historia de un personaje noble, inteligente y generoso, pero de enorme nariz que le otorga un aspecto informe. Hacia el final de la obra, Edmond Rostand escribió unos versos que rebosan ternura. Algunos de ellos escenifican ese peculiar modo de amar que es hacerlo

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espiritualmente, y muestran la diferencia respecto del amor más sensual o instintivo. Tomo solo un ejemplo: es la declaración, por parte de Roxana a Cristian, de que se ha enamorado de su alma, ya no de su belleza física: «Como nunca, mi amor es grande y puro. / No adoro lo exterior, sino la esencia, / la que en ti vale más y determina / tu verdadero ser...» 14. Distinción no quiere decir dualismo. Tan falso sería confundir estos dos tipos (físico y espiritual) de belleza y de amor, como separarlos. Y aún peor: oponerlos. Se trata más bien de descubrir la armónica unión de cuerpo y espíritu a la que el hombre aspira y de la que es capaz. Se trata de descubrir justamente la unidad de ambos, el reflejo de uno en el otro, la influencia mutua.

El cauce por el que el alma se manifiesta a través del cuerpo es el gesto, que se convierte en medio para conocer el alma. Es como una ventana entreabierta que deja asomar al espíritu como por una rendija. El espíritu solo se entrevé. Se asoma un poco. Y por eso es el gesto tan importante: porque descubre al alma parcialmente, permitiendo esa insinuación. Lo que aparece más bello no es el cuerpo en sí, que también lo es, sino lo que este oculta y muestra a la vez: las actitudes interiores que quedan reflejadas en una mirada, una sonrisa, un apretón de manos, un abrazo. Lo bello es el mensaje global y la interioridad. No es una mezcla de formas (cada una de las facciones del rostro), ni la disposición del cuerpo (la postura). El gesto nace de dentro y transmite algo desde esa región de la intimidad. El gesto es la espiritualidad penetrando el cuerpo, por eso pone de manifiesto la unión de este con el alma.

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Belleza moral Dicen los filósofos antiguos que las plantas tienen un alma vegetativa y los animales una sensitiva. Es un modo de decir que los seres vivos tienen en sí mismos una causa de su vida, que se manifiesta en unas funciones propias: nutrición y reproducción en los vegetales, y además locomoción y sensibilidad en el reino animal. Como cada especie goza de las perfecciones de los seres inferiores, vemos que en el ser humano también están presentes esas funciones, que tiene la capacidad de alimentarse, reproducirse, moverse y sentir. Pero en el alma humana hay algo más que todo esto. Lo propiamente humano es la capacidad de juicio, de entendimiento y de amor. Se ha dicho tradicionalmente que lo propio del ser humano es la razón, pero cuando los antiguos decían esto no se referían a la razón tal como se ha comprendido en la modernidad, llena de connotaciones racionalistas, a veces tiránicas, sino al entendimiento que nos hace capaces de amar el bien. Porque solo si entiendo que algo es bueno, lo amo. Es precisamente esta capacidad de querer el bien lo que hace bella al alma. Queriendo el bien, se hace semejante a él, toma su forma, lo refleja. Como el color del cielo se refleja en el mar, se refleja el bien en el alma que lo ama. Pero es más que un reflejo, porque amando, el alma interioriza lo amado. Al orientarse hacia lo bueno, desearlo y elegirlo, el bien se hace interior; el amor toma la forma de lo bueno y de la belleza que le es propia.

Pero esa belleza que el bien comunica al alma ha de ser permanente, no algo efímero o pasajero. Es decir, la orientación al bien y su elección tiene que ser estable, duradera. Solo así toma el alma una forma nueva que la configura de modo inmanente y, por tanto, verdadero. Y solo estas formas que permanecen pasan a formar parte de la personalidad o carácter. Cada acción buena es bella y refleja belleza, pero la personalidad se forja con la constancia en esas acciones. A las tendencias que se adquieren por repetición de actos se llama hábitos, y a los hábitos buenos, virtudes. Cada acción buena nos hace mejores, porque somos según actuamos. No somos generosos porque tengamos una idea clara de la generosidad, sino porque realizamos actos propios de esta virtud. Y las virtudes son preciosas por sí mismas y por la bondad de la persona que las ejerce. Las virtudes son manifestación del bien y, por tanto, reflejan su belleza. La armonía de la virtud rige en el alma bella y la hermosea. Algunas virtudes lo muestran con especial claridad. Por ejemplo, el optimismo y la alegría atraen y hacen que resulten atractivas las personas que las ejercen. Una persona habitualmente alegre transmite jovialidad, se está a gusto a su lado y agrada. Es como una ráfaga de aire fresco, como aroma suave y perfumado; o como la luz del sol cuando resplandece sin deslumbrar. Y así es también la magnanimidad: la capacidad de mirar alto, tener ideales,

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proponerse grandes objetivos. Esa elevación del espíritu hacia lo noble es hermosa vista desde fuera, y hace que las personas magnánimas resulten gratas. Es el efecto contrario al que produce alguien mezquino, vil, calculador o mediocre.

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Belleza del cuerpo La belleza del cuerpo humano no es solo la belleza de la materia. Cuerpo y materia no son lo mismo. El cuerpo de los seres humanos no es solo materia, por más que constatemos su materialidad. Porque también comprobamos que nuestras ilusiones nos hacen sentir una ligereza física, o que las penas nos aturden y hasta nos dejan como entumecidos físicamente. Y un dolor de muelas puede dejar una sombra en nuestros ánimos o empañar pasajeramente un ideal. Cuerpo y alma están tan unidos que lo que el alma siente lo acusa el cuerpo, y viceversa. Y una consecuencia de ello es el reflejo corporal del alma bella. Este hecho nos abre a una lectura más humana de la belleza corporal: lo que hace bello un rostro no es solo la disposición de sus elementos, sino más bien la expresión del conjunto, lo que transmite o comunica. Como reconoció Ficino: ... la belleza del cuerpo es un cierto gesto, vivacidad y gracia, que resplandece en él por el influjo de su idea. Este resplandor no emana de la materia si esta no está antes convenientemente preparada. Y la preparación del cuerpo viviente consiste en tres cosas: orden, medida y aspecto. Por orden se entiende la distancia entre las partes, por medida la cantidad, la apariencia se refiere a las líneas y al color 15. La belleza del cuerpo humano tiene diversas connotaciones. En primer lugar, su forma o presentación. Resulta bello en sí mismo, como cuerpo que es. Y la fascinación que puede producirnos se revela en las numerosas obras artísticas que intentan reproducir su hermosura, y también su vigor, su fuerza, su movimiento, su virilidad o feminidad: elementos que también forman parte de su belleza. La belleza del cuerpo es su figura, su forma; pero si la belleza es la manifestación o presentación bella de algo, no puede olvidarse que la belleza del cuerpo también está en el movimiento, en el gesto, en la masculinidad o feminidad que refleja. El cuerpo siempre es «de alguien». El yo espiritual penetra el cuerpo y resplandece en su belleza. (De nuevo nos encontramos con la inseparable unión de los componentes espirituales y sensibles en lo estético). La belleza de lo humano es especialmente fascinante, en parte porque hay diversos modos de deseo que se recrean en ella al mismo tiempo; y además, porque las potencias del conocimiento pueden observar la belleza humana desde varias perspectivas: intelectual, moral y sensible. Por todo ello, la experiencia estética del ser humano es globalmente satisfactoria. En el aprecio del cuerpo humano reconocemos la intervención del espíritu que lo penetra. Por eso, las más conseguidas reproducciones del cuerpo son aquellas en las que algún gesto intenta reproducir una actitud, un estado del alma del personaje. La belleza de la Victoria de Samotracia está no solo en su forma corpórea o en sus alas, sino también en ese gesto que dice «puedo volar», y que refleja el espíritu vencedor. Del

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mismo modo, la belleza del Discóbolo está en su agilidad, y gran parte de la belleza del Moisés, en su dignidad. El cuerpo humano es bello en sí mismo y por las connotaciones que lo acompañan. Es bello por sus proporciones y por su utilidad. Son bellas sus actividades más elementales: caminar, tomar algo con la mano; es bello su movimiento. Y es bello el reflejo en él del espíritu que lo penetra.

Por todo ello, puede decirse que la experiencia estética por excelencia se da en el enamoramiento. En este tipo de amor se da la experiencia estética más amplia y rica posible. Pueden intervenir y sentirse complacidas todas las potencias cognoscitivas. Ciertamente, se puede distinguir la experiencia estética del amor al que acompaña, pero esta distinción es solo teórica; en la práctica resultan inseparables, como resultan inseparables el agrado moral por la belleza moral de la persona a la que se ama y el agrado sensible por la atracción sensible que ejerce sobre quien la mira.

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Belleza y gesto Encontramos, por tanto, que el gesto añade algo a lo bello o a su presentación; porque el gesto es cierta actitud, es algo vivo, es movimiento; y, por tanto, un nuevo esplendor, una mayor manifestación. Si hay actitud o movimiento, se manifiesta algo más que la forma estática, se manifiesta aquello que puede moverla: en el gesto del cuerpo se manifiesta el alma que lo anima. En el gesto del espíritu humano se manifiesta el mismo espíritu: sus deseos y aspiraciones, su grandeza o su mezquindad. La actitud que se manifiesta en el gesto puede ser solo corpórea. Entonces, en lugar de gesto, lo llamaríamos postura, que es la disposición en la que se encuentra espacialmente situado el cuerpo. Su valor estético resulta obvio y puede influir decisivamente en la manifestación de la belleza del cuerpo. Una determinada postura puede resultar o no bella, favorecer o no que resplandezca la belleza corporal. Los gestos, además de la postura del cuerpo, dejan ver un movimiento suyo. Si el cuerpo se mueve, ya se da una manifestación del alma, por leve que sea. El movimiento de menor entidad puede ser brusco o delicado, sereno o precipitado. Y son estas actitudes las que descubren una personalidad; descubren a quien protagoniza esos movimientos: la brusquedad o la serenidad son rasgos del carácter que pueden reflejarse en actitudes muy elementales. De igual manera que puede hacerse la distinción entre la belleza de una obra de arte y la materialidad de la misma, puede precisarse o descubrirse que el gesto añade atractivo a la manifestación de la belleza. Quizás no pueda decirse que añade belleza, porque la belleza, eminentemente unitaria, no es muy propicia a las añadiduras; es el esplendor de una unidad, de algo uno bello. Pero sí puede decirse que en el gesto hay una manifestación mayor o más profunda de lo bello, la propia de la actitud o del movimiento. Y así sucede con los dos tipos de belleza de los que se ha tratado. Paralelamente a la distinción que se ha hecho entre ellos, puede hacerse también una distinción entre dos tipos de gesto: el del cuerpo y el moral. En el primer caso, el gesto expresa un movimiento; en el segundo, una actitud. El gesto se distingue de la figura, que se compone solo de los elementos materiales que lo forman. En la belleza sensible, el gesto puede atraer más, agradar más y producir una experiencia estética mayor que la sola proporción de la figura o el esplendor de los elementos que componen la obra o escena bella. Cuando advertimos la expresividad de nuestros gestos, vemos su dimensión social. Esa dimensión existe, la sintamos o no. Pero hay ocasiones en las que tomamos conciencia de ella. Habitualmente queremos «ser elegantes y atractivos como modo de merecer la estimación y el reconocimiento propio y ajeno» 16. La elegancia exterior, como manifestación de orden y equilibrio interiores, es uno de los lenguajes en los que

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nos comunicamos los seres humanos. Es una de las necesidades que sentimos y uno de los goces que disfrutamos.

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Gestos del espíritu También en el mundo interior hay acciones y movimientos: actitudes. Ellas son los gestos del espíritu. Son reflejo, no de la actitud del cuerpo, sino la del alma misma, de los rasgos más profundos de la personalidad. No son un movimiento corporal concreto, sino cualidades o actos del espíritu que trascienden lo meramente corpóreo: lo que mueve la voluntad de una persona, sus objetivos personales, su magnanimidad, los valores que rigen su conducta, la cultura que ha asimilado y cultivado. Se trata de rasgos de la personalidad, como puede ser el conjunto de actitudes que configura el espíritu paterno. Advertirlo puede dar lugar a la experiencia estética del agrado ante la paternidad. Pero eso no tiene un reflejo concreto y directo en el cuerpo, sino que se advierte por el modo de actuar; por ejemplo, por el modo de hablar o de jugar con un hijo pequeño. La paternidad no se manifiesta en un gesto concreto del cuerpo, sino como un gesto del espíritu. «Gesto del espíritu» es una expresión que muestra la estrecha relación entre lo estético y lo formal. Decimos «gesto del espíritu» para significar la manifestación de alguna actitud o cualidad suya. La manifestación viene a ser como la formalidad de la belleza moral. Y es esa belleza moral, que atrae como lo hace la belleza sensible, pero con un tipo de atracción distinta, la que corresponde al espíritu y a su manifestación. La atracción que despierta la belleza se da en los gestos del cuerpo y en los del espíritu. Pero del mismo modo que se distinguió entre apetito sensible e inteligible (voluntad), se puede distinguir entre una atracción estética sensible y otra espiritual. De ello se desprende que la relación de la belleza con el amor puede ser también de distinto tipo: la belleza corporal es principio del amor sensible; la belleza del espíritu lo es del amor espiritual. El gesto es el modo en que aparecen ambos tipos de belleza, su manifestación. Y por ello cabe el gesto en ambos casos, porque todo lo que tiene una apariencia, en cualquier sentido, puede manifestarse o presentarse. En la belleza sensible, bien puede decirse que más que la belleza de un rostro nos cautiva su sonrisa o su mirada. La mirada es un tipo de gesto. El modo de mirar refleja una actitud y un movimiento del espíritu, y aporta mayor atractivo y más profunda experiencia estética que cada una de las facciones del rostro. No es la proporción entre ellas lo que resulta más agradable, lo que se aprecia como de mayor belleza, sino la persona que sonríe o mira. Esa es la mayor belleza: la de alguien que resplandece en la mirada.

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Hombre de belleza singular Todo lo que se viene diciendo acerca de la belleza humana en sus diversos aspectos, parece apuntar a un ideal. En la belleza de las personas resplandece el alma y el corazón, la inteligencia y la simpatía, los gestos y modos de hablar. Todos aspiramos a ello, pero nadie lo realiza plenamente. No es fácil encontrar a alguien que reúna conjuntamente agudeza de ingenio, calidad moral, simpatía y buen porte; y todo en su grado máximo. Puede existir un caso excepcional: Cristo.

En efecto, hay razones para considerar a Cristo el ser humano más hermoso que jamás haya existido. En primer lugar, desde el punto de vista meramente humano y siguiendo las narraciones de los Evangelios, hay indicios de que su presencia es extremadamente agradable: por la admiración que causa entre la gente y por la facilidad con que los niños acuden a Él. Este es un detalle revelador, pues los niños son especialmente sensibles a la belleza, que suelen identificar con la bondad; de modo que generalmente les inspiran confianza las personas agraciadas. Además, siguiendo en el plano humano, la heroicidad de su figura histórica invita a atribuir un aspecto excelente a quien ha demostrado un carácter sublime. Si su alma es en extremo hermosa, como lo atestiguan las acciones que conocemos, su aspecto debía de serlo también. Es lógico pensar que un alma humana de sublimidad incomparable, se manifestará externamente en un aspecto bello. A estas razones se pueden añadir unas consideraciones sobre los indicios que tenemos de la belleza del alma y del cuerpo de Jesús. Por lo que se refiere a su alma, a su personalidad, y a la belleza con que esta se manifestaba mientras vivía en la tierra, tenemos pasajes del Evangelio muy explícitos. De la belleza de su inteligencia nos hablan las discusiones con los fariseos, la agudeza de sus respuestas a las cuestiones más complejas: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios…». Sus discursos, profundos y claros a la vez, demuestran una inteligencia finísima; y lo mismo se puede ver en su extraordinaria capacidad de adaptarse a oyentes tan diversos, como las multitudes rudas y los escribas más sagaces. Además de la belleza intelectual, destaca de modo insuperable su belleza moral. Por ejemplo, la extraordinaria calidad de su amistad. Ningún personaje, real o de ficción, encarna el ideal de la amistad como Cristo lo hace: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Y no solo por dar la vida, sino por el modo en que lo hace, la generosidad extrema que demuestra. Manifiesta excepcional comprensión y afecto a sus amigos, tiene paciencia para enseñarles, delicadeza en reprenderles, fortaleza para ser absolutamente sincero con ellos… Tampoco pasa desapercibida su capacidad de empatía y compasión, la finura de sus sentimientos: con los enfermos, los niños, las personas desvalidas.

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Así se podrían seguir analizando indefinidamente las virtudes de Jesús. Y a su belleza moral ha de añadirse la delicada sensibilidad que manifiesta su modo de hablar, la elegancia con que lo hace: con una oratoria que no puede ser más cuidada y precisa, a la vez que absolutamente sencilla. Los ejemplos que emplea revelan una persona observadora y sensible a la belleza, pues denotan admiración por la naturaleza, los pájaros y las flores: «Ni Salomón en toda su gloria vistió con la majestad de los lirios del campo…». Hasta aquí la consideración de que la belleza interior de Cristo se refleja externamente. Pero cabe preguntarse también si su constitución física concreta es bella y armoniosa. A este respecto, si se cree que Jesucristo es Dios, lo lógico es pensar que se encarnó en el más perfecto de los cuerpos. Es lo más coherente con la encarnación de una Persona divina. Si Dios se ha hecho visible al hombre, es razonable que lo hiciera en el modo más agradable posible, y Cristo es realmente Dios visible. La única descripción directa que se conserva del aspecto físico de Jesús de Nazaret es la carta de Léntulo, gobernador de Judea, a Octavio Augusto. Su historicidad no está demostrada, pero autores cristianos muy rigurosos la citan o tienen en cuenta. Dice, entre otras cosas, que su fisonomía es tan venerable que no puede despertar sino admiración o temor. Le describe de pelo castaño oscuro, ojos grises llenos de luz, facciones delicadas y sin defecto alguno. Y concluye: «Es el más hermoso de los hijos de los hombres». Pero toda esta belleza humana se desvanece en la Pasión, para dejar paso a la misteriosa belleza del amor redentor. La figura de Cristo flagelado no tiene ya apariencia alguna, y en la crucifixión queda solo el horror de un cuerpo torturado y desfigurado: «No hay en Él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, ni belleza que agrade». Este texto, del capítulo 53 de Isaías, dio pie a que en la Edad Media se creyera que Jesús era de aspecto horrendo. Pero se trata de las profecías del «Siervo de Iahvé», referidas a la Pasión. Benedicto XVI señala, en el segundo volumen dedicado a Jesús de Nazareth, que la figura de Cristo en la cruz muestra la belleza de un amor que es más fuerte que la muerte, y refleja, por tanto, la gloria de Dios. Es un lenguaje misterioso que, a través de la imagen del dolor, afirma el amor más fuerte y verdadero.

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Jane Eyre (2011), escena de la película de Cary Fukunaga. El cauce por el que el alma se manifiesta a través del cuerpo es el gesto, que se convierte en medio para conocer el alma. Es como una ventana entreabierta que deja asomar al espíritu como por una rendija.

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VI. Belleza y forma Fondo y forma También tiene que ver con la belleza la relación entre fondo y forma. Dicho de otro modo, la relación entre lo que se ve (forma) y lo que no se ve (fondo) en la acción o conducta de una persona. En el comportamiento humano es este un punto clave, porque los deseos y las actitudes interiores no son directamente observables. Por eso son necesarias las acciones visibles. Hacer un regalo es una acción visible que manifiesta un amor y aprecio en sí mismos invisibles. Gracias a nuestro cuerpo podemos manifestar todo un mundo interior que, sin el lenguaje, quedaría siempre oculto. Y el lenguaje puede ser verbal o no verbal, ambos importantes y buenos vehículos de comunicación. El inconveniente de esta relación entre lo visible y lo invisible es que su vínculo no es del todo inmediato y, por tanto, la comunicación no es infalible. Existe el riesgo de expresarse mal y no transmitir lo que uno quiere. También el riesgo de manifestar de modo no verbal algo que queríamos dejar en secreto. Otro peligro es que nuestras buenas intenciones no den con las vías de expresión adecuadas en la conducta, por encontrarnos en una situación de códigos desconocidos. Se podrían resumir todos los riesgos de la relación entre fondo y forma en una palabra: falseamiento o mentira. La importancia de la forma deriva de nuestra condición corporal. Nuestro cuerpo es la manifestación de nuestra alma, de la persona entera que somos. Por la presentación del cuerpo se adivina cómo es o está el alma, la persona interior. Las convenciones de urbanidad y respeto tienen ese sentido. Pueden ser muy vacías e incluso hipócritas: es el riesgo del que hemos hablado, pero son necesariamente el lenguaje que tenemos para expresarnos. La posibilidad de engañar y los abusos formales son algunas causas del descrédito en el que han caído las buenas maneras, y de que a veces se prefiera lo cutre como muestra de sinceridad. Pero este es un grave error. Por mucho que el lenguaje humano haya sido corrompido y se haya utilizado para insultar, mentir, vejar y manipular, no hay razón para maldecir la palabra humana, porque solo ella conserva la capacidad de expresar amor, alabanza, amistad, perdón. Las formas zafias expresan zafiedad, y la falta de cuidado es falta de cariño, como la atención es muestra de afecto.

Por otro lado, no es cierto que lo más espontáneo sea lo más sincero. Vencer la

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pereza para hacer un favor, puede ser un acto muy sincero de amistad; como poner un poco de esfuerzo en pensar qué regalo puede hacer ilusión a un amigo: no son actos espontáneos, pero son auténticos. El amor verdadero no se identifica con la espontaneidad. Puede que a veces tenga manifestaciones sinceras que emergen sin pensar y sin esfuerzo; pero, en muchos casos, pensar y esforzarse es precisamente la prueba más clara de que el cariño es verdadero. Del mismo modo, puede ocurrir que la admiración por lo espontáneo se convierta en un elogio de la pereza. Si no se pone ningún cuidado en el propio aspecto, en el entorno material, en las maneras de expresarse y comportarse, lo que crece es la desidia y, con ella, el egoísmo. La pereza siempre es una forma de egoísmo: no estar dispuesto a cierto fastidio personal por el bien de los demás. Por ejemplo, el esmero en nuestro atuendo es manifestación de respeto hacia los demás, y su ausencia manifiesta desprecio. Cuando nos importan las personas, nos arreglamos. Si somos conscientes de la importancia de un evento en el que participamos, nos vestimos mejor. El que no lo hace muestra desinterés o poca conciencia de la relevancia de la situación. Por mucho que las formas hayan podido malearse, no hay nada que pueda sustituir su expresión, lo que ellas comunican. Por otro lado, la unión de forma y fondo también se cumple en la dirección contraria. Las formas no solo manifiestan el fondo, sino que lo moldean y configuran. Si la forma no responde al fondo, tarde o temprano perecerá; pero, además, esa forma equívoca acabará por imponerse al fondo. Las buenas intenciones que no se manifiestan adecuadamente perecen, pero también acaban por malearse si las formas zafias o agresivas se imponen. Las buenas maneras protegen la bondad interior, la preservan de la corrupción a la que arrastra el descuido externo, que acaba siendo interiorizando.

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Elegancia En muchas ocasiones, la elegancia se vincula al glamour, y este a la sofisticación. Y se suele relacionar fácilmente con las ocasiones en las que hay que vestir de etiqueta o con algunos acontecimientos en los que se lucen vestidos de alta costura: la ceremonia de entrega de los Oscar, una boda real… En resumen, es frecuente pensar en la elegancia como algo externo que depende de factores también externos, especialmente del atuendo. Pero todo eso es, como mucho, uno de los aspectos de la elegancia: la esplendidez. Y como lo espléndido está siempre expuesto al peligro de los excesos, muchas celebraciones lujosas pierden primor por el despilfarro o la ostentación. La elegancia es en realidad una cualidad personal, un rasgo del carácter y la unión de varias virtudes. La más decisiva de ellas es la generosidad. Porque la elegancia se refiere a cómo nos relacionamos con los demás, cómo nos presentamos; pero el fundamento de la relación con los demás es apreciarlos, querer su bien; y, en consecuencia, ser generosos: velar por su interés sabiendo ceder el propio. Por ejemplo, ceder un sitio es siempre elegante y es un acto de generosidad. Todas las manifestaciones de la elegancia tienen que ver con la delicadeza en la consideración con los demás. De ahí deriva su importancia y su vínculo con las más variadas cuestiones. Debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que la elegancia empieza en el interior de cada persona. Solo un mundo interior sereno y de horizontes amplios puede ser fuente y soporte de una personalidad elegante. Es necesario el cultivo personal en todas las dimensiones humanas: espiritual, cultural, afectiva… Un modo de pensar mezquino se trasluce en la ordinariez; un modo de sentir primario y visceral se manifiesta en la vulgaridad. La primera condición de la elegancia es que el entendimiento gobierne la conducta, y que sea capaz de hacerlo pensando en los demás.

Las manifestaciones de respeto y atención son elegantes. Tanto más cuando constituyen hábitos arraigados y se realizan con espontaneidad: mirar a los ojos y sonreír cuando se escucha a alguien, pedir perdón por un error o por un movimiento torpe e involuntario, pedir las cosas por favor y dar las gracias. La elegancia se manifiesta de modo agradable, bello. Decía Ricardo Yepes Stork que «la presencia de lo bello y de lo feo en nosotros mismos es una parte decisiva de nuestra dignidad». En la medida en que lo agradable de nuestra persona emana de nuestra voluntad –nuestras actitudes de atención, libremente elegidas; nuestro modo de comportarnos, también deliberado–, revela nuestra persona y nuestro grado de elegancia personal, precisamente porque muestra un modo de ser, unas opciones y preferencias determinadas.

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Belleza en el arte Al considerar la belleza es muy frecuente atender prioritariamente al arte. Pero al pensar en la belleza y el arte, se abre un abanico de preguntas y polémicas: el arte que no es bello ¿sigue siendo arte? ¿Debe exigirse siempre al arte una belleza formal? ¿No es cierto que hasta el siglo xx todas las manifestaciones artísticas buscaban esa belleza formal y eran valoradas por ella? Esta cuestión se trató brevemente al estudiar la ausencia de la belleza en el pasado siglo. Sin embargo, quedan aún algunos interrogantes más concretos, como el de la necesidad o no de que el arte sea bello. En primer lugar, hay que tener en cuenta cuál ha sido la función y valoración del arte a lo largo de la historia: la búsqueda del agrado plástico es absolutamente mayoritaria. Se pretende, insistentemente, hacer cosas que se puedan ver, oír o habitar con complacencia en sus formas. Y esto resulta muy lógico, porque si el arte se hace para ser contemplado del modo que sea, corresponde a su misma esencia procurar una contemplación agradable: en eso consiste la armonía en las presentaciones más diversas. Por otro lado, valoramos como obras de arte importantes algunas composiciones que no son bellas ni pretenden serlo. En esos casos, lo que se aprecia es una belleza completamente abstracta; puede suceder, por ejemplo, que se aluda de un modo que no es bello a una idea que sí lo es, o que sea bella la habilidad para evocarla. Este es otro aspecto del mérito artístico: la capacidad de evocación y la habilidad de la buena composición. En la composición, para que sea realmente buena, sí ha de haber proporción. Lo que ocurre es que la proporción no siempre es observable de modo explícito o inmediato. Algunas obras de Dalí o Picasso siguen la proporción áurea, pero eso pasa completamente inadvertido en una primera impresión, o a la observación de quienes nunca han pensado en ello. Si se toma el arte como lenguaje y no como ocasión de placer estético, se puede considerar legítima la elaboración de obras de arte feas que consigan su objetivo comunicativo. Por otro lado, si una obra de arte requiere muchas explicaciones para ser comprendida o valorada, habría que preguntarse si su autor acertó en el género y si hubiera sido mejor que escribiera un ensayo. Además, si un lienzo, por ejemplo, se ha pintado para ser mirado, es más caritativo con el público que sea agradable de ver, puesto que se está reclamando su visión. Con la representación de lo feo cabe preguntarse lo mismo que en la representación del mal. ¿Cuál es el objetivo de esa representación? Si se va a hacer un daño a los espectadores, sería muy cuestionable su legitimidad. En la literatura clásica hay representaciones y alusiones al mal, pero generalmente con una intención aleccionadora. Se habla del mal porque está presente en nuestras vidas y forma parte de ellas, pero no se induce al mal. En el arte moderno y contemporáneo no siempre se cumple este

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principio. Al contrario, hay representaciones de lo obsceno, lo miserable y lo vil, que parecen invitar a regodearse en ello. Por este motivo, las creaciones artísticas pueden ser ocasión de elevación o degradación. El artista tiene una responsabilidad social, por el impacto que producen sus creaciones, por el mensaje que transmite, por las reacciones que puede ocasionar. En este aspecto, resulta ejemplar el sentido ético que demuestra Joan Maragall (1860-1911) en uno de sus ensayos. Reflexionando sobre la responsabilidad del artista, defiende que solo tiene razón de ser la publicación de aquello que aporta algo a los demás por su originalidad o por su belleza: «Yo dudo; luego me callo. –Yo desespero; luego me callo. –Yo no tengo que decir más que lo que otros han dicho ya; pues me callo también. –Esto es lo que la conciencia dicta a todo hombre honrado. Porque el espíritu humano vive de afirmación y de esperanza y de originalidad; y por tanto, quien no tenga una fe o un presentimiento o un amor que dar no tiene derecho a ser oído. Espere en silencio para no contagiar la tremenda vanidad a sus hermanos»1.

17Habitualmente, en el ámbito de la estética, se considera de modo predominante o casi exclusivo la belleza artística. Incluso el estudio de la estética puede verse reducido al estudio de la historia o clasificación de las obras de arte. Y sin embargo, si se entiende que la estética trata de lo bello y de su descubrimiento por parte del alma, se revela una dimensión mucho más amplia. Solo por algunos prejuicios históricos o academicistas, o por la indeleble influencia hegeliana, puede verse encerrada la estética en el reducto – siempre menor del que le corresponde, por muy amplio que sea– de la obras de arte. Aquí venimos planteando el tema con otra perspectiva. Estamos tratando de descubrir la experiencia estética en su dimensión más radical o profunda, y también más genuina: el encuentro con lo bello, el amor a lo bello. Una unión de conocimiento y gusto, de conocimiento y afectos, en la que se descubre y reconoce la belleza. Este modo de entender la experiencia estética desvela por sí misma la necesidad de incluir en ella el encuentro con distintos tipos o formas de belleza. Lo esencial, lo que constituye el acto estético, es que haya tal encuentro; el modo en que se presente la belleza no es lo más relevante. Lo relevante es descubrirla, sea cual sea su presentación.

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Belleza en la naturaleza Algunos autores han visto que hay una privilegiada manifestación de la idea en lo natural. Es más, que la idea por antonomasia es la del Creador: es divina, es la más perfecta, y está presente en la naturaleza. Ni el Creador ni sus ideas se transforman en naturaleza, pero ambos se reflejan en ella. Hay un vínculo entre Dios, la naturaleza y el ser humano, y la belleza es una de sus manifestaciones. Es fácil entender que por la participación en el ser y en la perfección de Dios, el universo y los seres creados poseen cierto ser y cierta perfección. Esa perfección se deja ver siempre como armonía, nunca como caos o agresión; siempre como orden y fuerza constructiva. Por otro lado, la belleza de los seres creados manifiesta la belleza del Creador. Lo hermoso que vemos parcialmente, en grados diferentes, ha de tener una plenitud, y habla de ella. La naturaleza tiene un enorme poder evocador de lo infinito. Ella es finita, pero trasluce infinitud. Por eso, ante un cielo sin límites, o ante el mar, experimentamos el deseo de lo eterno y, en cierto modo, el deseo de Dios. Una parte importante del Romanticismo definió la belleza como manifestación de lo infinito en lo finito, y veneró la belleza de la naturaleza.

Además de evocar lo infinito, la belleza natural desvela la pureza o inocencia propia de lo que no tiene artificio alguno. Los elementos naturales no corrompidos, el aire, el agua, la luz del sol, descubren las fuerzas auténticas y la vida verdadera. Y son admirables la destreza de los pájaros al volar o la velocidad de un jaguar al correr, porque manifiesta sinceramente su ser. Esta sinceridad y pureza resultan deslumbrantes y son gozadas intensamente por almas que también son puras. Como se señaló, la parte espiritual del alma interviene en la experiencia estética: la contemplación de la belleza tiene lugar desde el espíritu, a la vez que desde el afecto, los sentimientos y las representaciones. Por esta razón, el espíritu no solo crea, sino que también contempla lo bello. Un Espíritu absoluto y creador, al estilo de Hegel, es incompatible con un reconocimiento de la idea unida a la naturaleza, nunca podrá descubrir lo bello natural, ni contemplarlo. Lo que impide el reconocimiento de la belleza natural es el aislamiento de un alma que se repliega sobre sí misma; pero un espíritu abierto, como lo está de hecho el espíritu humano, dialoga con la naturaleza desde su intimidad, y en ese diálogo descubre lo bello de sí y del mundo. Esta apertura a la naturaleza y, a través de ella, al infinito, fue cantada por autores como Schelling, Schiller o Hölderlin. Este último, especialmente en Hiperión, descubre poco a poco la profundidad de lo hermoso. Desde el inicio del libro, se van describiendo los paisajes como reflejo fiel del alma y de todo lo que en ella acontece: la tristeza, la esperanza, la ilusión. Pero todo ese camino que transcurre a lo largo de las cartas que componen el libro tiene un punto culminante, un zenit: el momento en que Hiperión expresa, exultante, su felicidad:

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¡Hubo un tiempo en que fui feliz, Belarmino ¿No lo sigo siendo? ¿No lo sería aunque el sagrado instante en que la vi por primera vez hubiera sido el último? He visto una vez lo único, lo que mi alma buscaba, y la perfección que situamos lejos, más allá de las estrellas, que relegamos al final del tiempo, yo la he sentido presente. ¡Estaba aquí, lo más elevado estaba aquí, en el círculo de la naturaleza humana y de las cosas! Ya no pregunto dónde está; estaba en el mundo, puede volver a él, solo que ahora está más oculto en él. Ya no pregunto qué es; lo he visto, lo he conocido. (…) Su nombre es belleza.

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La fuerza de lo feo Aunque parezca una obviedad, hay que aclarar que lo feo es lo contrario de lo bello. Esta precisión tiene más implicaciones de lo que pueda parecer a primera vista. En efecto, lo feo no tiene entidad propia. Es ausencia de armonía, claridad o integridad. Percibimos como feo aquello a lo que le falta algo, o no es equilibrado o es confuso e indefinido. Lo feo puede ser accidental o elegido. Cuando es accidental, involuntario, suele significar descuido, inadvertencia, azar. Pero cuando es elegido adquiere un significado coherente con la elección. Por ejemplo, si elijo un atuendo agresivo para protestar, si me adorno con elementos belicosos u ofensivos, si decido infligir una agresión a mi cuerpo que dará como resultado un tatuaje o un piercing, cierta agresividad queda implícita en esos adornos. El significado que adquiere el maquillaje corriente es muy distinto al del tatuado, porque en este caso sabemos que ha habido un dolor, una herida en la piel, etc. La pregunta es: ¿Por qué lo feo tiene fuerza si no tiene entidad? La respuesta es muy interesante: Lo feo no tiene entidad propia porque, como se dijo, es la ausencia de belleza, la falta de sus atributos; pero tiene la fuerza de la intención que manifiesta.

Tiene fuerza en la medida en que esa falta de equilibrio y orden es elegida como modo comunicativo. Es decir: la fuerza de la agresividad que comunica, de la protesta que se quiere manifestar. Una campaña iconoclasta que destruya imágenes bellas comunica fuerza destructora. La fuerza depende del agente. No todas las fuerzas son positivas. Hay fuerzas que construyen y elevan, y otras que destruyen y rebajan o degradan. La fuerza de lo feo, generalmente, degrada; precisamente porque le es propio todo lo contrario a lo constructivo: el desequilibrio, la confusión, lo parcial. Si lo feo, por contraste, puede realzar lo bello, no por eso pasa a ser un valor positivo. Como el mal nunca es bueno por más que resalte el bien. No es bueno que muera una población entera por falta de agua, por más que ponga en evidencia lo afortunados que son todos aquellos que pueden beber lo suficiente para vivir. Lo malo es malo; y lo feo, feo. Si lo feo puede tener algún atractivo es por la fuerza del mensaje para el que se usa. Por ejemplo, la música que no sigue las leyes de la armonía puede tener el atractivo de la experimentación, de la ruptura de normas, de cierta habilidad compositiva; pero nunca tendrá la fuerza de la belleza, que solo va de la mano de la armonía. Quien se aficione a este tipo de atractivos puede perder su sensibilidad por lo bello, que nunca es agresivo y que seduce solo suavemente. La agresividad puede crear cierta adicción, y si nuestros sentidos y gustos se acostumbran a su estridencia, dejan de oír la voz leve de lo que tiene equilibrio y medida.

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Joan Miró, Autorretrato, Colección 1937/38-1960, Fundació Joan Miró, Barcelona. Valoramos como obras de arte importantes algunas composiciones que no son bellas ni pretenden serlo.

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Aproximación a algunos conceptos A continuación se exponen algunas claves para entender mejor varios conceptos relacionados con la belleza y la experiencia estética. Para remitir a las correspondencias que aparecen en el libro, se utiliza el número del capítulo en romanos, seguido del número del apartado en arábigos. Abstracción: Es importante tanto para reconocer la belleza en sus manifestaciones espirituales, como para concebirlas y plasmarlas en el proceso creativo. Aunque el arte abstracto más popular es el que recibe este calificativo en el siglo xx, también hay una fuerte abstracción en el arte de otras épocas –en el arte románico, por ejemplo– y, en general, en la dimensión simbólica de casi toda obra artística. Afectos: Su intervención en la experiencia estética es decisiva. Parte importante de la experiencia estética –sea de la naturaleza o del arte– viene dada por la repercusión afectiva que tiene en el sujeto. El artista plasma sus afectos en sus producciones, y el observador filtra su percepción a través de la resonancia sentimental que la obra le inspira. Muchas veces la experiencia estética se presenta como cierto enamoramiento (III, 3). Alma: La relación del alma con la belleza es muy estrecha. De ella emana el verdadero arte, y solo ella es capaz de contemplación. Una obra de arte –dicen los románticos– lleva la fuerza del alma del artista; sin ese aliento sería una obra muerta. La contemplación estética más elevada se hace desde las potencias superiores del alma; y la más sencilla, desde las facultades más simples. La verdadera belleza de las personas es la belleza de su alma trasluciéndose a través del cuerpo, especialmente del rostro (III). Armonía: Es el único modo de nombrar la belleza con validez universal. Esta universalidad se cumple en el tiempo y en el espacio: en diversos lugares y culturas es admirada y reproducida, y a lo largo de los siglos se mantiene su uso y su valoración. La definición más sintética de armonía es «unidad en la variedad». Se trata de una correcta relación entre elementos diversos que logra establecer cierta unidad entre ellos (I, 4 y 5). Arte: Según Aristóteles, arte es la correcta ejecución de una idea: implica habilidad práctica, pero también precisión intelectual. A lo largo del siglo xx, la definición de arte cambia hasta desaparecer: arte podría ser cualquier cosa que emana del artista (lo que dio lugar a una obra de Piero Manzoni en 1961 que se titulaba Mierda de artista y que no tenía un sentido nada abstracto). La arbitrariedad de las definiciones ha provocado intrincadas polémicas y discusiones. Se ha generalizado la opinión según la cual arte es cualquier elaboración material que quiera expresar algo. Actualmente se siguen

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denunciando abusos acerca de esta falta de definición y exigencia, a la vez que se sigue alimentando un mercado que vive precisamente de esa indefinición y de las provocaciones a las que da lugar (IV, 5). Artista: Quien es capaz de ver la belleza y transmitirla. En la actualidad, la discusión sobre el arte afecta también a la definición de artista. Muchos no estarían de acuerdo en afirmar que ser artista tiene relación con la belleza. La definición más aceptable, pero también menos significativa sería: autor de obras de arte. En el Romanticismo la figura del artista es elevadísima: la belleza es algo divino que solo un alma noble puede contemplar. El artista es en cierto modo un sacerdote que establece vínculos entre lo divino y lo humano. Schiller, en su poema Los artistas, lo describe de este modo (II, 7). Atractivo: Es una inclinación que se siente hacia algo. La belleza despierta cierta fascinación, atrae. Pero hay modos distintos de atractivo, según la facultad a que apela la atracción. No es lo mismo el atractivo físico o biológico que el afectivo, distinto también del atractivo intelectual. Belleza: Según Tomás de Aquino es lo que «al conocerlo agrada». Descubrir la belleza implica al conocimiento y al deseo. La definición universal de belleza es la de armonía. Si bien la percepción personal de la belleza puede ser muy diversa y hasta discutida, el deseo de gozarla es universal. Lo más universal de la belleza es que a todos gusta y cautiva. Lo más difícil es el acuerdo en identificar sus manifestaciones concretas. Bien: El bien se ha identificado con la belleza desde la filosofía más antigua de la que tenemos noticia. Esta identificación alcanza su punto álgido en la filosofía platónica, y perdura a lo largo de los siglos dentro y fuera del platonismo. Aristóteles también afirma esta identidad. Bien, Verdad y Belleza son «trascendentales» del ser, como lo expone Tomás de Aquino en De Veritate, es decir, características o propiedades que tienen todos los seres (II, 7). Catarsis: Dentro de la cultura antigua, y muy especialmente en la tragedia, se busca la purificación: que el alma se libere de las pasiones que la atenazan. Esta liberación se producirá al ver representadas las propias pasiones y los daños que comportan. Catarsis es el proceso de liberación a través de la representación. Contemplación: Contemplar es mirar con los ojos del alma. La actividad contemplativa es la más excelsa capacidad humana. Por ella, el hombre entra en contacto con lo divino. La contemplación de la belleza es paradigmática, pero también se utiliza la palabra «contemplación» para hablar de la relación del alma con Dios. De hecho, no son cosas distintas: cuando Platón describe la contemplación de la belleza, se refiere a una perfección divina. Aristóteles considera la capacidad de contemplar como algo divino que

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hay en el hombre. La contemplación puede ser del bien, de la verdad y de la belleza; si es de todo ello en su grado máximo, es divina; pues Dios como ser supremo es el grado máximo de estas perfecciones y causa de todas ellas (II, 4). Ética: La relación de la ética con la belleza deriva de su identificación con el bien. La belleza es buena; el bien y la bondad se manifiestan a través de lo bello. En el arte hay también una dimensión ética: es bueno si irradia bondad, si puede producir un efecto bueno en quienes lo observen. También hay un bien, o su ausencia, en el acto creador: pues el artista transmite el estado de su alma (II). Expresividad: Es lo que otorga mayor belleza al rostro humano, más hermoso por lo que expresa que por su estructura formal. También suele ser lo más valorado en la obra de arte: lo que transmite, más allá de los elementos materiales que la componen (IV, 1, 2, 3, 4). Genio: Se ha considerado siempre como alguien excepcional, que posee un don poco común. En el Romanticismo se elogia especialmente el genio poético, porque más allá de las palabras es capaz de evocar lo infinito. El genio es el alma alada platónica, pero también el artista de Schiller y el poeta de Hölderlin. Su peculiaridad es la clarividencia: intuye y ve lo que la mayoría no alcanza ver. Gusto: El gusto es subjetivo, porque es de cada persona; pero sus juicios pueden ser más o menos acertados. Del mismo modo que el conocimiento es personal, pero se puede ajustar en mayor o menor medida a la realidad, así el juicio del gusto puede declarar bellas o feas cosas que lo son realmente, independientemente de cómo las valoremos (I, 4). Idea: Una de las más célebres descripciones de la belleza es la que hace Platón en El Banquete (fragmento 210e). Lo que ahí se describe es la idea de belleza perfecta, absoluta, inmutable. La belleza es, para Platón, una idea de la que todas las cosas hermosas participan. Se puede explicar con otras palabras, pero generalmente se piensa que hay un grado máximo de belleza, y que eso, de algún modo, es una idea (II, 5). Imagen: La belleza es siempre un aparecer, una presentación, y en ese sentido es una imagen. Puede ser una imagen visible a los ojos o a la imaginación, pero siempre será sensible, objeto de los sentidos externos –vista– o internos –imaginación, fantasía, memoria–. La belleza propiamente intelectual carece de imagen sensible; más que algo representado, es algo que se entiende. Imaginación: Es la facultad de reproducir imágenes: un sentido interno por el que podemos tener presentes cosas que no se hallan frente a nosotros físicamente. Por la imaginación, se encuentran dentro de nosotros multitud de representaciones. Desempeña un papel decisivo en la experiencia estética. Ella es la que mueve los afectos.

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Inspiración: Se ha visto, en muchas ocasiones, como algo mágico y, desde luego, lejano al dominio de la voluntad. La inspiración es caprichosa y nunca se sabe cuándo se presentará. Por eso los grandes artistas han sido normalmente muy trabajadores, para que –como dijo Picasso– «cuando venga me pille trabajando». Por otro lado, es cierto que en determinados momentos parece que la creatividad fluye, que la tarea creativa se hace sencilla, espontánea; y eso tiene que ver con los sentimientos, las ideas, los estados del cerebro. La mayoría de inspiraciones surgen tras un trabajo arduo que parecía estéril, pero en el que se iba acumulando el «humus» en el que pueden crecer ideas felices. Ironía romántica: Es un tema recurrente en los manuales de estética. Por coincidir con un término que significa algo distinto, se presta a confusión. La ironía romántica no significa sarcasmo ni broma, sino más bien paradoja. Más concretamente, se refiere a la contradicción que la belleza salva entre lo finito y lo infinito. Si la belleza es la presencia y manifestación de lo infinito en lo finito, se produce cierta unión de dos elementos contrarios. Esta unión paradójica es la ironía. Inteligencia: La inteligencia es capaz de gozar la belleza más alta. Lo bello tiene formas visibles, pero en cuanto es una idea, en cuanto puede tener formas espirituales, puede ser captada por la inteligencia. Hay un tipo de belleza que, más que verse, se entiende: la belleza de un argumento, de un concepto, de los grandes ideales. A la vez, la inteligencia preside nuestros actos, también los que tienen lugar en nuestra sensibilidad (III, 2 y 3). Juego: Jugar es una capacidad genuinamente humana, porque no es necesaria, sino absolutamente libre. En esto se parece a la capacidad de captar la belleza, que es una capacidad de gozo que no está vinculada a ninguna necesidad biológica. Por eso manifiesta especialmente la libertad del espíritu, como explica Schiller en las Cartas para la educación estética del hombre (IV, 3). Mímesis: La relación de la mímesis con la belleza es fácil de ver, pues los seres humanos tenemos la tendencia a imitar lo que nos gusta. Entre las personas se da muchas veces una imitación inconsciente de formas de decir o de gestos. También se da, a veces, una imitación consciente de quienes admiramos. Normalmente el término «mímesis» se utiliza para designar la imitación de la naturaleza por parte del artista. Este tema ha sido muy discutido en el siglo xx. Anteriormente, se solía considerar la imitación de la naturaleza como la mejor garantía de la calidad de una obra de arte. Ante este fenómeno, hay que considerar al menos dos cuestiones: una, que la mímesis total es imposible; y otra, que la originalidad está presente siempre, también cuando hay imitación. En la obra mimética sigue habiendo un artista que ejecuta desde sí mismo, ser único, una creación. Modas: Son tendencias en los gustos que se generalizan por algún motivo ajeno al propio objeto. Werther inauguró e impuso una moda en el vestir: el motivo era las connotaciones de libertad y revolución que tenía el protagonista. Del mismo modo,

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actualmente se difunden preferencias de diversa índole asociadas a estilos de vida, valores, imágenes, que son apreciados por determinado factor social o cultural, muchas veces ajeno a la belleza. Las modas influyen en el juicio del gusto desvinculándolo de lo bello. Es decir, se prefieren determinadas cosas no porque sean bonitas, sino porque gustan debido a cómo han sido presentadas en los medios de comunicación. Naturaleza: La naturaleza es maestra de armonía y perfección. En ella están las formas originarias de todo lo que es o puede llegar a ser hermoso. Su imitación, por parte de los artistas, es casi inevitable, aunque haya un deseo expreso de huir de ella o ignorarla. El ser humano, al fin y al cabo, forma parte de la naturaleza, está integrado en ella, y el artista la imita en su misma capacidad creadora. Krausismo: Krause inició una corriente de pensamiento que elogiaba la naturaleza y la integración del hombre en ella. Propugnaba su bondad natural (¿la bondad natural del hombre?), su comunión espiritual con el cosmos. Parte importante de la estética romántica se vuelca en este movimiento. En España fue introducido especialmente por Francisco Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza. El modo de entender la unidad del hombre con la naturaleza y con Dios tiene bastante de hegeliano y cierto resabio panteísta, aunque la intención de sus difusores fuera mantenerse en la ortodoxia cristiana. Muchas de sus propuestas son muy afines al cristianismo, por la atención que prestan al alma humana, a la elevación del espíritu, a la fraternidad universal. Obra de arte (véase Arte). Objetividad: Hay una objetividad en la belleza, que viene dada por la armonía y proporción. Estas son categorías no solo estéticas, sino también matemáticas. La belleza tiene la objetividad de los números y las medidas, puesto que lo bello es siempre armónico o proporcionado. Las creaciones artísticas que se alejan de la armonía no pretenden ser bellas; si gustan es por otro motivo, y el objetivo de artista es ajeno a la belleza. La proporción, o su ausencia, concierne a todas las manifestaciones posibles de arte, a todo lo perceptible: al color, al sonido, a la figura. Las notas de una composición musical, los tonos cromáticos, los volúmenes dispuestos en el espacio, todos los elementos de posibles composiciones se rigen por la armonía o sucumben por carecer de ella (I, 4). Perfección: Podría considerarse sinónimo de belleza. La perfección se refiere más al ser; y la belleza, a su apariencia o manifestación; pero la unidad entre ambas es muy profunda. La belleza, también en los descubrimientos intelectuales, es prueba de verdad. Las ideas verdaderas son atrayentes, las soluciones mejores tienen más elegancia. Proporción: Se identifica con la armonía cuando es correcta. Normalmente, a una proporción errónea no la llamamos proporción, sino desproporción, o decimos de algo que es desproporcionado o mal proporcionado. La proporción es una relación entre

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varias partes; por eso puede estar presente en todo tipo de elementos, porque todos los seres están compuestos de partes. Solo Dios es simplicísimo y sin partes. Las proporciones no afectan solo a lo visible; también en lo invisible puede haber o no una buena proporción: el carácter de una persona que se rige por la inteligencia es proporcionado, el de quien se somete al imperio de la pasión no lo es. Proporción áurea: Es la más apreciada de las proporciones desde la más remota antigüedad. Se puede definir como la división de un segmento en dos partes, «siendo la línea entera al segmento mayor como el mayor al menor». Se piensa que es la proporción perfecta, y en tiempos remotos fue considerada mágica. Su perfección se manifiesta en las muchas coincidencias matemáticas a que da lugar cuando se hacen diversas operaciones con ella. La teoría contemporánea de los fractales la incluye en las estructuras naturales. La emplearon, probablemente, las primeras civilizaciones de Mesopotamia, con seguridad los egipcios al construir las pirámides, y sucesivamente en todas las grandes creaciones del arte de todos los tiempos. Actualmente se sigue empleando en diseño gráfico y en todo tipo de composiciones, pues es la proporción que percibimos con mayor agrado y, por tanto, miramos con más atención (I, 5). Psicología de la Gestalt: Esta corriente de la psicología nace en Alemania a principios de siglo xx. Su aportación más destacada es el descubrimiento de que la percepción humana es percepción de formas con significado, y que tiende a completar las figuras incompletas para aprehender algo con sentido. Actualmente estas hipótesis están demostradas y existen múltiples experimentos y ejemplos que lo evidencian. Uno muy común es la figura de un vaso o copa de perfil sofisticado que puede verse también como dos caras humanas frente a frente. Según se mire, se ve una forma u otra. Tomamos como fondo o como figura una de las dos representaciones, y ambas percepciones son coherentes. Rostro: Es la representación de la persona y el más bello de los elementos de la naturaleza. Los fisonomistas coinciden en reconocer que el mayor atractivo de un rostro es su expresividad, más que su perfección formal o estructural. En el rostro es donde mejor se refleja la belleza interior, que es la verdadera y más honda belleza de las personas (IV, 2). Sentidos: Los sentidos externos perciben las formas; los internos, las reproducen, recuerdan y recrean. Los sentidos tienen un papel importante en la captación de la belleza, pero no son solo ellos los que la ven, sino también los sentimientos y la inteligencia. Subjetividad: La apreciación de la belleza es subjetiva; su descubrimiento y su goce, también. Las valoraciones concretas de elementos bellos o feos son subjetivas. El juicio estético es siempre subjetivo, pues lo emite un sujeto; pero puede ser cierto o equivocado, en cuanto se ajuste o no a la realidad de la belleza.

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Sublime: Ya en el siglo i, Longino elaboró un tratado de lo sublime, definiéndolo como lo perfecto y más noble. Sublime es la belleza en su más alto grado. La magnificencia de lo sublime se sitúa por encima de lo humano. En el Romanticismo, lo sublime adquiere un doble significado. Uno de ellos mantiene el sentido clásico que se acaba de exponer. La otra acepción recoge más la majestuosidad y el misterio, llegando a significar lo temido y sobrecogedor. Kant considera bellas las formas afortunadas dentro de lo cotidiano, y sublimes las bellezas exóticas o enigmáticas. Para Schiller, lo sublime en el carácter de las personas es la dignidad y el heroísmo: la belleza del alma magnánima que trasciende lo meramente humano. Universalidad: En la naturaleza y en el arte existen algunas bellezas que gozan de reconocimiento universal: el busto de Nefertiti, las cataratas del Niágara, el amanecer. Sin embargo, lo más universal de la belleza es su búsqueda, el gozo que produce su descubrimiento, la fascinación que provoca. Todas las culturas de todos los tiempos la han buscado y han intentado plasmarla. Urania: Es la diosa de la Astronomía en la mitología griega. En el Romanticismo se la nombra en relación con la belleza celeste (por ejemplo, Schiller en el poema Los artistas). Es su naturaleza celestial la que la sitúa por encima de Venus, encarnación de la belleza y el amor terrenos o corporales. Urania representa la belleza absolutamente libre y espiritual, distinta de la belleza vinculada a la sensualidad. Venus: Diosa del Amor y de la Belleza en la mitología clásica. Venus es hermosa de modo seductor, pero su capacidad de atraer está en su cinturón. Esta simbología distingue la belleza del atractivo. Hera también es bella, pero para enamorar a Júpiter le pide el cinturón a Venus. Verdad: Se identifica con la belleza desde las más remotas reflexiones filosóficas. Esta identidad alcanza un punto álgido en Platón. Es presentada como uno de los trascendentales del ser en la metafísica de Tomás de Aquino. Todo lo que es, por su participación en el ser, es bueno, verdadero y bello, en alguna medida. También se identifica con la «claridad», que es una de las cualidades que definen lo bello.

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Bibliografía básica Balthasar, Hans Urs von, Gloria. Una estética teológica, Encuentro, Madrid, 19851989. Barasch, Moshe, Teorías del arte de Platón a Winckelmann, Alianza, Madrid, 1991. Burke, Edmund, Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello, Tecnos, Madrid, 1997. Croce, Benedetto, Breviario de Estética, Espasa Calpe, Madrid, 1967. Febrer, Mateo, Filosofía de la belleza y del arte, Instituto de Teología y Humanismo, Barcelona, 1993. Ficino, Marsilio, De Amore. Comentario a «El Banquete» de Platón, Tecnos, Madrid, 1994. Gombrich, Ernst Hans, La imagen y el ojo, Debate, Madrid, 2000. Hutcheson, Francis, Una investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza, Tecnos, Madrid, 1992. Jiménez, Juan Ramón, Poesía y literatura (varias ediciones). Kandinsky, Wassily, De lo espiritual en el arte, Labor, Barcelona, 1995. Kant, Immanuel, Lo bello y lo sublime, Tecnos, Madrid. Labrada, M.ª Antonia, Estética, EUNSA, Pamplona, 1998. Maragall, Joan, Elogio de la palabra (varias ediciones). Pacioli, Luca, La divina proporción, Akal, Madrid 1991. Plazaola, Juan, Introducción a la estética: historia, teoría y textos, Universidad de Deusto, Bilbao, 1991. Plotino, Enéadas, Madrid, Gredos (3 vols., diversos años). Schiller, Friedrich, Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre, Anthropos, Barcelona 1990; Sobre la gracia y la dignidad, Icaria, Barcelona, 1985.

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Schelling, Friedrich, Wilhelm Joseph von, La relación del arte con la naturaleza, Biblioteca Nueva, Madrid, 2003.

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Notas 1. Terry Teachout, crítico de música de Commentary y crítico de teatro del Wall Street Journal, escribe en Second City, también publica una columna sobre las artes en Nueva York en el Washington Post. Sus críticas de libros, danza, cine, música y artes visuales también aparecen regularmente en National Review, New York Times y otros muchos periódicos y revistas. Su último libro es The Skeptic: A Life of H. L. Mencken. 2. G. S. Kirk, J. E. Raven y M. Schofield, Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid, 2008, fragmento n. 288. 3. J. Marías, La educación sentimental, Alianza, Madrid, 1993, p. 234. 4. Cfr. F. Mirabent, «De la intervenció del sentiment en la experiència estètica», en De la bellesa, Laertes, Barcelona, 1988, p. 33. 5. J. Plazaola ha recogido algunos de ellos. Tomo algunos ejemplos de su compilación. Cfr. Introducción a la estética, Universidad de Deusto, Bilbao 1991, pp. 323-326 y 354-357. 6. Platón, Menexeno, 234c-235c. 7. Dante, Divina comedia, Purgatorio IV, 1-12. 8. V. van Gogh, Carta a su hermano Theo, desde Drenthe, septiembrenoviembre de 1883. 9. Cfr. F. Mirabent, De la bellesa, o. c., pp. 29-31. 10. Cfr. J. Plazaola, Introducción a la estética, o. c., pp. 297-301. 11. Cfr. R. Ingarden, «Aesthetic experience and aesthetic object», Philosophy and Phenomenological Research 21 (1961), pp. 289-313. 12. Así lo han visto, entre otros, Platón (cfr. El Banquete 210 e), Aristóteles («La hermosura del amado despierta el amor», Ética a Nicómaco, 89

VIII, 4, 1157a10) y Tomas De Aquino (S. Th., I-II, q. 27, a. 2, c.). 13. I. Kant, Lo bello y lo sublime, Espasa-Calpe, Madrid, 1984, p. 57. 14. E. Rostand, Cyrano de Bergerac, 12.ª ed., Col. Austral, Espasa Calpe, Madrid, 1994, p. 238. 15. M. Ficino, De Amore. Comentario a «El Banquete» de Platón, Discurso II, cap. 3, Tecnos, Madrid, 1994. 16. R. Yepes, «La elegancia: algo más que buenas maneras», Nuestro Tiempo, octubre de 1996. 17. J. Maragall; «El derecho de hablar» (30-I-1902), en Fills de Joan Maragall (eds.), Obra completa, Sala Parés Llibreria, Barcelona, 1931, vol. X, p. 170.

90

Index Presentación Claves conceptuales del presente libro I. Un poder que perdura

6 7 8

Poder de consolar Cuando la belleza se ausentó Más fuerte que el tiempo Sobre gustos hay mucho escrito Excesiva estetificación Proporción áurea.

8 10 12 14 17 19

II. El esplendor de la verdad

20

Música celestial Las hijas del Sol La luz Contemplación Esplendor de ideas y formas Tu alma se extasía Urania se hace niña

20 22 23 25 26 27 28

III. El impulso más libre

30

Manifestación de la libertad De la libertad nace el amor Inútil y valioso a la vez Saber mirar lo bello Complejidad y sencillez Abrumadoramente cotidiana Un embeleso

30 32 34 36 38 41 43

IV. Fuerza del alma

45

Metafísica y complacencia Al conocerlo, agrada Inteligencia y afectos Integridad y unidad 11 Educación moral y estética La belleza del amor

45 47 49 51 52 55 91

V. Virtud del alma bella

57

Belleza humana Belleza del alma Belleza moral Belleza del cuerpo Belleza y gesto Gestos del espíritu Hombre de belleza singular

57 59 61 63 65 67 68

VI. Belleza y forma

71

Fondo y forma Elegancia Belleza en el arte Belleza en la naturaleza La fuerza de lo feo

71 73 74 76 78

Aproximación a algunos conceptos Bibliografía básica

80 87

92

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