El Personaje y El Texto en El Cine y en La Literatura

April 18, 2017 | Author: Frank_Baiz_Que_7289 | Category: N/A
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EL PERSONAJE Y EL TEXTO EN EL CINE Y LA LITERATURA

François Jost, Desiderio Blanco, Mauro Zabala, Frank Baiz Quevedo, Silvia Oroz, José María Paz Gago

El personaje y el texto en el cine y la literatura

Primera edición Caracas, mayo de 2004

© François Jost, Desiderio Blanco, Mauro Zabala, Frank Baiz Quevedo, Silvia Oroz, José María Paz Gago © Comala.com, Fundación Cinemateca Nacional de Venezuela

HECHO EL DEPÓSITO DE LEY Depósito legal ISBN 980-390-074-9

Diseño gráfico Comala.com Corrección Alcides Maldonado Impresión Pixels Comala.com Correo electrónico [email protected]

Impreso en Venezuela

Índice

Prólogo

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Propuestas para una narratología comparada François Jost

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Texto fílmico, texto literario Desiderio Blanco

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El suspenso narrativo: Del cuento policiaco al cine contemporáneo Lauro Zavala

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Del papel a la luz: personaje literario y personaje fílmico Frank Baiz Quevedo

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Anotaciones sobre el melodrama, estrellas y la eternidad de las Camelias Silvia Oroz

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Visualitura: entre el cine y la literatura José María Paz Gago

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Prólogo

Vivimos entre la palabra escrita y la imagen en movimiento. E inadvertidamente transitamos de un discurso a otro, de un mundo a otro. Historias de papel, animadas por seres de papel, nos son contadas a diario por voces tipográficas. Presencias de luces y de sombras nos transportan cotidianamente a mundos que nacen y se esconden detrás de una pantalla. Intuimos –sabemos– que lo escrito y lo audiovisual se expanden en universos disjuntos y, sin embargo, nosotros, animales del verbo y de la representación, siempre tendemos puentes. Esos puentes son a veces inconscientes, quizás irracionales; en todo caso, sitúan en ese vórtice interior en el que nos constituimos como seres de lenguaje y cuya naturaleza es asunto de psicoanalistas y filósofos. Otras veces, lo que va de la palabra a la imagen en movimiento, de la literatura al cine, de lo escrito a la pantalla, es materia de reflexión consciente y voluntaria: plantea problemas y llega, incluso, a comprometernos. El caso menos académico es el de las adaptaciones: de salida del cine nos preguntamos por las pérdidas y ganancias que ha podido sufrir la novela que inspiraba el film, interrogamos la transmutación de sus personajes, en fin, demandamos una suerte de forzosa identidad en el seno de una ecuación general que, en el fondo, nos resulta problemática. Los investigadores suelen llevar mucho más lejos estas y otras interrogantes. Se preguntan, por ejemplo, cuál es, en rigor, la diferencia entre el texto literario y el texto fílmico o hasta qué punto es posible analizar un film con el mismo instrumental con el que se analiza una novela o qué distancia hay entre la estructura de una película y la estructura

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EL PERSONAJE Y EL TEXTO EN EL CINE Y LA LITERATURA

de un cuento. O asumiendo la perspectiva de los estudios socioculturales, buscan determinar el impacto de un determinado personaje nacido en la literatura, cuando se convierte en objeto cultural, gracias a la industria del cine. O ponen en cuestión la noción de literatura en el devenir las transformaciones tecnológicas que imponen nuevos soportes de lo literario. Este es el tenor de las preguntas que, por fortuna, reciben merecido tratamiento en el presente libro. El primer frente analítico del libro es de índole teórica y dos de sus vertientes –la narratológica y la semiótica– son asumidas por un par de renombrados autores: el francés François Jost, discípulo de Gérard Genette y creador, como se sabe, de categorías esenciales dentro de la narratología del cine, y el peruano Desiderio Blanco, destacado semiótico del cine, seguidor de A. J. Greimas y de Christian Metz. Dentro de esta reflexión teórica inicial, François Jost, en su artículo «Una propuesta para una narratología comparada», emprende una fértil tarea metodológica que busca enriquecer la narratología literaria y la narratología fílmica. Tanto los razonamientos realizados por el autor –a través de una magistral ida y regreso de la literatura al cine y, de vuelta, del cine a la literatura–, como sus brillantes conclusiones constituyen una referencia obligada para quienes desean realmente profundizar en el estudio comparado entre el cine y la literatura. Desiderio Blanco, por su parte, trata de escrutar, en su esencialidad semiótica, lo fílmico y lo literario. Es esta la tarea que emprende en el ensayo «Texto literario/texto fílmico», un escrito fundamental para aquellos que se interesan por las diferencias de fondo entre la narración escrita y la narración fílmica. Fiel a sus orígenes, el maestro peruano hace uso de las teorías de los códigos de Christian Metz. Además, enriquece su trabajo con aportaciones del Grupo m y de semióticos como Jacques Fontanille y Claude Zilberberg. Un tercer autor de lujo, el mexicano Lauro Zavala –internacionalmente conocido por sus estudios sobre el relato literario breve– aborda el

PRÓLOGO

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paralelismo estructural entre literatura y cine –entre el cuento clásico y el film narrativo– desde otro ángulo: el del suspenso narrativo. Zavala no sólo se ocupa de revisar el suspenso clásico en sus acepciones y sus variantes, sino que extiende sus apreciaciones al estudio de la narrativa contemporánea en relación con el film de la actualidad. Y encuentra, en el enigma narratorial y en los juegos interpretativos, nuevas formas de manifestación del suspenso tanto en el cine como en la literatura. Haciendo uso de un abordaje sociohistórico, Silvia Oroz, la destacada investigadora argentina que entre otros muchos libros nos ha dado su esclarecedor Melodrama: el cine de lágrimas de América Latina, nos entrega el ensayo «Anotaciones sobre melodrama, estrellas y la eternidad de las camelias». Oroz explora las mutaciones que sufre un personaje literario concreto –la Margarita Gautier de Alejandro Dumas– en el tránsito que va desde su origen literario en las manos de Alejandro Dumas hijo, hasta las adaptaciones del texto dumasiano hechas para el cine tanto en Argentina como en México. La autora, fiel a su sistemática exploración de las relaciones entre público y objetos culturales en cada época, utiliza este recorrido para desentrañar el papel de la estrella femenina, y de los personajes que ella encarna, en la creación del universo simbólico latinoamericano. Una perspectiva más general es la que asume el profesor José María Paz Gago, de la Universidad de La Coruña, autor del conocido manual La estilística. Paz Gago se interesa por el problema de la noción de literatura y de su persistencia a través de los soportes que han albergado las producciones textuales de naturaleza artística. Habla Paz Gago de la «oralitura», sustentada en la voz humana y de lo que denomina la «visualitura», cuyos soportes son las tecnologías audiovisuales, desde el cine hasta la internet. Atención particular merece para Paz Gago la Nueva Narrativa Latinoamericana, en especial las novelas del escritor Gabriel García Márquez, en cuyas historias el autor cree descubrir premoniciones y metáforas de algunas tecnologías audiovisuales contemporáneas

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TEXTO FÍLMICO, TEXTO LITERARIO. MIRADAS SOBRE CINE Y LITERATURA

Complementando el abordaje teórico general, nuestro artículo «Del papel a la luz: personaje literario y personaje fílmico» intenta una puesta al día de los estudios del personaje e intenta formular una visión del personaje que lo hace ver como el producto dinámico de lo que denominamos operaciones analógicas, basadas en el calco de la «persona» y de operaciones codificadoras, que generan el personaje a partir de rasgos significativos. Fieles a nuestras obsesiones, recurrimos, una vez más, a una visión que recupera tanto la perspectiva analítica como la visión de preceptistas y teóricos del «diseño» de personajes. No nos queda más que agradecer la gentileza, la paciencia y la confianza de nuestros excepcionales colaboradores y esperar que los lectores saquen el mejor provecho del libro que tienen en sus manos. Frank Baiz Quevedo

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Propuestas para una narratología comparada* François Jost

Aunque la literatura comparada no se defina únicamente por su objeto, no nos equivocaremos si pensamos que se asigna esencialmente como tarea desgajar, entre la diversidad de un corpus constituido por diferentes autores o épocas, los grandes trazos definidores de una escuela, la permanencia o la evolución de un tema, los cambios entre los grandes medias, etc. En este sentido, se puede afirmar que esta disciplina extrae su razón de ser de tal o cual entidad literaria cuyos entornos se propone delimitar. A la inversa, lo que llamo narratología comparada aspira menos a constituir un objeto, narrativo, temático o «intermediático», que a trabajar conceptos en el sentido en que Canguilhem ha podido decir que «trabajar un concepto es hacer variar la extensión y la comprensión, generalizarla mediante rasgos de excepción, ‘exportarla’ de su región de origen». No se trata, pues, de establecer semejanzas entre varios sistemas semióticos, como podría sugerir el adjetivo «comparado», sino sobre todo de enriquecer la propia disciplina con útiles de análisis más precisos si, como afirma Bachelard (1966:7), «una noción precisa es una noción precisada». Me parece, en efecto, que se descubren en los narratólogos dos actitudes más o menos netamente formuladas. La primera, casi proteccionista, consiste en separar los dominios de estudio en función de los objetos, y tiende a considerar que los avances teóricos que conciernen a tal media no ponen nunca en cuestión la reflexión sobre tal otro. En esta * Publicado originalmente en Discurso, 2, 1988, 21-32.

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óptica se concede sin discutir que los estudios fílmicos han hecho notables progresos estos últimos años, en lo que respecta a la teoría del relato cinematográfico, pero sin pensar en sacar partido para la elaboración de una teoría del relato en general. Los teóricos del cine, poco admirativos ante la legitimidad de los métodos de investigación sobre la literatura, están, por su parte, dispuestos a menudo a importar conceptos que han sido ya probados sobre la novela, sin ponerlos mucho en cuestión. De este modo, o bien se separan los resultados en función de la diversidad de los objetos, o se adoptan instrumentos analíticos únicos para todos los medias, o no se definen los términos que se emplean porque pertenecen a otros dominios. Por el contrario, se puede intentar adoptar un dominio teórico que tenga «códigos de manifestación universal» (Metz) –el relato, la narración, el punto de vista– a la especificidad de los materiales, no sólo para discernir las diferencias entre sistemas semióticos, sino porque, a menudo, las cuestiones se resuelven mejor lejos del terreno que las ha visto surgir. Del mismo modo que el descentramiento etnológico ayuda a comprender aquello de lo que estamos más cerca, esta estrategia móvil, paradójicamente, pone orden en las ideas. Para pretender cualquier generalidad, toda narratología debería ser comparada. Esto es, en todo caso, lo que intentaré mostrar en este artículo, a partir de un solo ejemplo, tanto más interesante en la medida en que se basa en un paradigma simple: la oposición subjetivo/objetivo1 . Tras la aportación fundamental de Figures III (1972), la comunidad de los teóricos de la literatura considera muy generalmente que la pregunta ¿Quién habla? no debe ser confundida con la pregunta ¿Quién ve? o, si se prefiere, que es preciso no mezclar la narración y la focalización. Al formular este distingo, en 1972, Genette tenía sobre todo el deseo de forjar categorías 1 Este artículo informa brevemente del espíritu que anima mis investigaciones desde hace años, especialmente sobre el «punto de vista», y que han sido desarrolladas en L’oeil caméra. Entre film et roman, Presses Universitaires de Lyon, 1987.

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a priori para el análisis del relato, de marcar fronteras, más que de construir tipologías complejas tomando en cuenta los diversos parámetros que había desgajado. Por el contrario, podemos darnos cuenta rápidamente de que, cuando se intentaban esbozar las situaciones narrativas resultantes del cruce de la voz y del modo, ciertas combinaciones parecían comunes y otras más extrañas, a veces imposibles, especialmente la de la narración en primera persona con focalización externa. Así, según Linvelt: (...) la narración homodiegética excluye el tipo neutro. Incluso si el personaje intenta limitarse a un registro puro y simple del mundo interior, se tratará en todo caso de una percepción hecha bien por el personaje-narrador bien por el personaje actor, de manera que no tendremos más que dos centros de orientación posibles, que se corresponden al tipo narrativo autorial y al tipo actorial. (1981:79).

Por su parte Genette adelanta, en su obra más reciente, que (...) el narrador homodiegético está obligado a justificar (‘¿cómo lo sabes?’) las informaciones que proporciona sobre las escenas en las que está ausente como personaje, sobre los pensamientos de los demás, etc., y toda infracción a esta obligación constituye una paralepsis (...). Se podría pues afirmar que el relato homodiegético padece, como consecuencia de su elección vocal, una restricción modal a priori, que no puede ser evitada más que por efracción o contorsión perceptible. ¿Sería necesario, tal vez, hablar de prefocalización para designar esta limitación? (1983:52).

Por una parte, cuando el narrador cuenta el relato en primera persona, él no puede verse desde el exterior; por otra parte, está condenado a no conocer más que lo que él vive, a permanecer, pues, en focalización interna. Sin embargo, si se contemplan de cerca estas dos formulaciones, se constata que no son equivalentes. Según Linvelt, la imposibilidad del tipo narrativo neutro se refiere, por lo pronto, a la dificultad del registrar pura y simple-

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mente dos acontecimientos, pues el narrador no puede colocarse desde el punto de vista del erzählendes Ich («yo narrante») o desde el erzähltes Ich («yo narrado»). Para Genette, es menos un problema de percepción del mundo que entraña la prefocalización que la contradicción lógica que habría en el hecho de estar a la vez en sí mismo y en la cabeza de los otros. En otras palabras, si el teórico francés acepta que un narrador heterodiegético –en tercera persona– puede ser omnisciente, considera que es una infracción en el caso de un narrador homodiegético no tanto por la dificultad de situar el foco narrativo, como Linvelt, sino, sobre todo, porque es difícil admitir, en una diégesis que postule un mundo «realista», que se ha accedido al saber narrativo gracias a una subjetividad dotada del don de la ubicuidad. En esta doble manera de rechazar una narración en primera persona con focalización externa, se encuentra toda la ambigüedad del concepto de punto de vista, que remite a la vez a un sentido perceptivo (que yo llamo, para el plano visual, ocularización o, para el plano auditivo, auricularización), como a un sentido cognitivo (designado habitualmente por el concepto de focalización). Para comprender las sospechas que recaen sobre este tipo narrativo, no será inútil seguir, en detalle, las dos argumentaciones. La metáfora del «registro puro y simple del mundo exterior» confiere al dispositivo cinematográfico la cualidad de un modelo. Para Lintvelt –pero también para otros, antes y después de él– es posible concebir en literatura un tipo narrativo neutro en el cual «la acción narrativa no es ya percibida por los actores sino, por así decirlo, focalizada por una cámara» (1981:69). Procedente de la teoría del cine, esta formulación es curiosa, y no puede decirse que contribuya a ofrecer una idea más precisa de lo que puede ser un tipo narrativo neutro. ¿Qué significa, en efecto, que la acción no es percibida por un actor sino por la cámara? ¿No es el relevo de aquél por ésta el procedimiento más usual, más extendido, del montaje? La neutralidad conferida a este instrumento extrañará, tal vez, por otra parte, a los que erróneamente o con razón hablan de «cámara subje-

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tiva». En efecto, los teóricos de la literatura se conforman con un rasgo semiológico contestable: la cámara sería un aparato de registro objetivo, un puro útil, desprovisto de todo papel narrativo. Ella no desempeñaría, por tanto, ningún papel ni en la representación (duplicaría pura y simplemente la realidad) ni en el relato. ¿Qué teórico creería aún esto? No se trata de ofuscarse con este conocimiento aproximativo de la realidad fílmica, sino más bien de deplorarlo en la medida en que oscurece el análisis en el momento en que debía aclararlo. No hay más que volver la vista hacia las salas de cine para constatar que los relatos en primera persona de focalización interna son raramente filmados en «cámara subjetiva». Generalmente es al contrario: es desde el exterior desde donde se nos muestra al que relata la historia. Incluso, cuando el foco de la percepción está restringido a las informaciones a que ha podido acceder el narrador, como en Rashomon por ejemplo (Kurosawa), éste se ve en la imagen en tanto que personaje. Esta razón me ha llevado a distinguir entre la perspectiva según la cual se produce la selección de las informaciones del relato ( = focalización) y la relación narrativa que une cámara e instancias del mundo diegético ( = ocularización). En algunos casos, el aparato tomavista releva a un personaje (ocularización interna primaria), el resto del tiempo es pura exterioridad y su emplazamiento no remite a nadie en la diégesis. Es lo que he llamado ocularización cero. La combinación de la ocularización cero no tiene, pues, nada de excepcional; es, incluso, lo que ocurre con más frecuencia en las películas que comportan una voz en off: un narrador cuenta lo que ha visto, lo que sabe, lo que siente, y sin embargo lo vemos evolucionar en la pantalla. Se constata, pues, que razonar sobre el centro de orientación limitándose a una alternativa entre percepción por el personaje-narrador y percepción por el personaje-actor, es optar por apoyar la argumentación sobre una metáfora, incluso cuando el problema teórico que se plantea se verifica en un arte representativo y narrativo: el cine. Si el concepto de ocularización permite clarificar el papel narratológico desempeñado por la cámara, su

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importación al análisis literario permite también evitar confusiones a las que conduce inevitablemente la noción del punto de vista. A partir del momento en el que se disocia perspectiva narrativa y perspectiva perceptiva, se comprende mejor que la elección del centro de orientación cognitivo no prejuzga en nada la toma de partido adoptada por la representación. En el cine, erzähltes Ich se ofrece a la vista. No es por tanto una entidad teórica implícitamente significada, como puede serlo en el caso de la lengua. Este yo visualizado puede ser contado por un erzählendes Ich que sabe o no, que comprende o no lo que sucede al actor-personaje que evoluciona sobre la pantalla. Por tanto, es obligado constatar que la subjetividad que narra no se acompaña, forzosamente, de una subjetivización de la imagen. Por el contrario, el film hace coexistir la visión, exterior, y el pensamiento, interior; la pretendida objetividad y la subjetividad de una conciencia. Si la metáfora de la cámara debe ser expulsada del campo literario, es porque empobrece considerablemente las categorías necesarias para el análisis de las obras que pretende explicar. La expresión «cámara subjetiva» conduce, por otra parte, al mismo tipo de confusión en el cine, sin duda porque no descansa en el análisis del concepto de subjetividad, como atestigua Mitry (1965:61): La imagen es llamada subjetiva porque permite al espectador colocarse «en el lugar» de los héroes, ver y sentir «como ellos».

Una vez más, percepciones y sensaciones son asimiladas unas a otras. Hay –así lo parece– una especie de ley de transitividad implícita que nos lleva de exterior a visto por una cámara, de visto por a sentido. Esto supone olvidar que la expresión focalización externa (visión desde fuera), más o menos sinónimo de tipo narrativo recubre también –y tal vez sobre todo– la relación entre el saber del narrador y el del personaje. Se puede también caracterizar por la fórmula «Saber del narrador» < «Saber del

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personaje», a diferencia de la focalización interna en la que «Saber del narrador» = «Saber del personaje», y de la focalización cero en la que «Saber del narrador» > «Saber del personaje». Es en este sentido en el que Genette puede hablar de «prefocalización» y en el que afirma que «el narrador debe justificar las informaciones que da». El razonamiento del narratólogo francés reposa, pues, sobre una problemática diferente de la de Lintvelt. Sin embargo, cuando intenta definir, en otro momento, la posibilidad teórica de «una narración homodiegética neutra, o de focalización externa» reintroduce la idea de exterioridad: se trata, dice, de determinar una actitud narrativa caracterizada por él. (...) punto de vista de un observador exterior incapaz no sólo de conocer los pensamientos sino de abarcar su campo de percepción. Genette (1983:7).

Y de nuevo el polo cognitivo está asociado a la actitud descriptiva (la pretendida objetividad) como si, por medio del adjetivo externo, fuera legítimo considerar como equivalente la cuestión del foco (en focalización externa «el foco se encuentra en un punto del universo diegético escogido por el narrador, fuera de todo personaje»)2 y la de la modalización del mundo percibido. Un segundo recorrido por las salas oscuras no es inútil: nos convence en efecto de que hay dos maneras de modalizar el mundo diegético: (I) ya sea directamente modificando en forma cualitativa las imágenes y los sonidos; (II) ya sea indirectamente por la voz «en off». El primer tipo de modalización afecta al grado de realidad de la imagen para significar que no es una percepción, sino una imaginación, un recuerdo, una iluminación, etc. Así, en C’era una volta il West (S. Leone), cuando un cowboy vuelve a ver un recuerdo de infancia en el transcurso de

2 Genette (1983:7).

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su combate, la ausencia de puesta a punto tiñe la escena representada de una dimensión imaginaria que la desplaza del contexto inmediato. El «flou» permite trasladar esta visión hacia otra temporalidad, fuera del presente, y actúa como operador de modalización. Hablaré pues de ocularización modalizada. Durante mucho tiempo una de las condiciones de la ocularización interna secundaria había sido la de enlazar «cut» al personaje que mira y lo que ve, con lo que la visión mental estaba significada bien sea por la imposibilidad de operar tal ajuste (estando la serie de los planos disjunta por la posición o la altura del actor de 3/4, mirando al vacío o adormecido), bien sea por una puntuación o una sobreimpresión que mediatizaba la representación. Lo que ha podido perder el espectador de Hiroshima mon amour o de L’année dernière á Marienbad, ha sido la desaparición de los operadores de modalización: ya nada distinguía una percepción de un recuerdo, de una imaginación, de un sueño, etc. De tal manera que se hacía difícil, incluso imposible, definir el grado de realidad de una u otra imagen, su modalización. Habrá que recensar detalladamente, a través de la historia del cine, todos estos operadores hasta su desaparición. Pero no es éste el objetivo de este artículo3 . Lo que nos retiene aquí es que, de manera evidente, aunque la deformación cualitativa de la imagen o del sonido sugiera, en el caso de una imagen mental, que el personaje está más o menos seguro de lo que ve o de lo que oye, el relato fílmico adopta en todos los casos su punto de vista. Una vuelta a la novela confirma que este fenómeno tiene su equivalente literario. Si decimos que «Fabricio se percató de que el ruido del cañón se acercaba» o si decimos que «imaginó que el ruido del cañón se acercaba», el foco de la información narrativa está en todos los casos en el personaje, sea cual fuere la formulación adoptada. Sin embargo, cada anunciado evoca una evaluación distinta del «ambiente» sonoro. 3 Con posterioridad a la redacción de este artículo, he emprendido este trabajo expuesto en una conferencia pronunciada en el marco de un curso de M. Jurguen Muller, Medienwissenschaft in der Diskussion, en diciembre de 1986, y retomado en Fabula 9, Presses Universitaires de Lille, con el título Le vu et le dit.

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Estas expresiones verbales funcionan como indicios de subjetividad y señalan que la impresión perceptiva es específica del individuo que la recibe. Kerbrat-Orecchioni (1980:105).

Hay pues que rendirse a la evidencia: el problema de la objetividad versus subjetividad no tiene nada que ver con el del foco narrativo. Lo único que se puede afirmar es que hay focalizaciones u ocularizaciones internas más subjetivas que otras. Asimilar un relato homodiegético neutro u objetivo –o, al menos, su posibilidad teórica– a una focalización externa es desplazarse de la cuestión narratológica del modo (= ¿se está o no en la cabeza del personaje?) a la cuestión lingüística o semiológica, de la modalización de la percepción (= ¿cómo ve o piensa el personaje la realidad que lo rodea?). Es cierto que, en el caso de la novela, la modalización de la percepción y la modalización de la creencia de un locutor en su opinión se parecen mucho. De manera que evaluación intelectual de la realidad por el personaje y ocularización o auricularización acaban confundiéndose. De este modo, en francés, hay poca diferencia aparente entre el «Creí ver» del narrador de Aurelia, que da cuenta de una alucinación pasada, y una frase como «se formó un tumulto bajo el matorral, Enrique creyó ver una falda blanca que alguien bajaba rápido sobre una gruesa pantorrilla»4 expresa la incertidumbre de una percepción de la realidad. Y, sin embargo, desde el momento en que intento imaginar las transposiciones cinematográficas de estos dos enunciados me doy perfecta cuenta de que debería diferir: el primero es verdaderamente una ocularización modalizada, el segundo expresa más bien que el personaje no sabe interpretar del todo lo que ha captado de manera fugaz. En la lengua, toda ocularización modalizada se tiñe de un matiz cognitivo. Cuando leo «Enrique parecía observar algo a través de los matorra4 Maupassant: «Partie de campagne», en La maison Telier, Livre de Poche, p. 209.

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les», el foco del relato ya no está en Enrique, sino fuera de todo personaje. Como dice Genette, ya no es la percepción del personaje la que está modalizada, sino la relación del narrador con el mundo diegético: confiesa que no sabe bien si Enrique observa o no algo, y es pues el propio proceso el que aparece imbuido de incertidumbre. En ese caso, se puede hablar perfectamente de focalización externa en el sentido de que el narrador hace como si supiera menos que el personaje. Los verbos intrínsecamente modalizadores, como imaginar, pensar, saber, «que implican una evaluación cuya fuente es siempre el sujeto de enunciación»5, conllevan dos actitudes distintas con relación al mundo descrito. En los tres enunciados siguientes: I. Fabricio se imaginó que P II. Fabricio pensó que P III. Fabricio sabía que P el narrador sitúa el foco del relato en el interior del personaje. Pero en I sobreentiende que la opinión de Fabricio es falsa, y de este modo hace como si supiera más que él (lo que Genette llama focalización cero); en II se contenta con transcribir su pensamiento; en III lo plantea como cierto, dejando pensar que sabe más, o incluso que lo sabe todo. Aunque sitúe en los tres enunciados el foco narrativo en el personaje, el narrador se adhiere más o menos, según el caso, al saber de éste y construye, implícitamente, su propia posición cognitiva respecto a las informaciones diegéticas. ¿Por qué no pensar que lo que es cierto para la tercera persona, en la lengua, lo es también para la primera? Lo que oscurece la respuesta a esta pregunta, para la novela, es en el fondo la dificultad de disociar el erzählendes Ich y el erzähltes Ich. Cuando la narración está en presente («narración simultánea», según Genette), ¿cómo separar al que cuenta 5 Kerbrat-Orecchioni (1980:106).

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del personaje? Decir «estoy solo aquí bien al abrigo», como en el principio de En el laberinto, es confesar que se está al mismo tiempo en la situación que se describe. La narración simultánea superpone, pues, las instancias del relato en un enunciado performativo. La distinción es menos compleja en un film, porque puedo ver al que narra al mismo tiempo que le oigo: no tengo dificultad en separar lo que le sucede al actor-personaje y lo que es propio del relato en primera persona: Así, en E la nave va (Fellini), mientras que el narrador intenta «reconstituir» el orden de los acontecimientos que han conducido al naufragio del barco, le vemos simultáneamente ponerse un gorro de baño, y un salvavidas y finamente remar en una barca, en compañía de un rinoceronte. A partir del momento en el que se razona sobre esta disociación observable del Yo visualizado y del Yo narrante, nos damos perfecta cuenta de que existen distanciamientos variables entre la imagen y la voz en off, precisamente porque ésta modaliza el conjunto del mundo diegético. Esto es aún más claro cuando el relato está en pasado: el narrador puede adoptar diversas actitudes. La primera consiste en comentar lo que vio el Yo visualizado contentándose con entrar en su cabeza, pero sin anticipar sobre lo que va a sucederle. El narrador acompaña al personaje en el eje temporal y finge no saber más que él. Por ejemplo en The incredible shrinking man (Arnold, 1957), donde el héroe cuenta la experiencia de su empequeñecimiento en orden cronológico, la fórmula clave es yo pensaba. La voz en off padece el peso de la información visual sin poder nunca excederla: es una narración en imperfectivo, combinando la primera persona y la focalización interna. Si la historia ha culminado, este narrador puede aprovecharse de una experiencia suplementaria con relación al personaje y escoger no decir lo que sabe más que de una manera fragmentaria. «Si hubiera sabido dónde terminaría esto...», dice O’Hara al principio de The Lady of Shanghai. Claramente, el que habla sabe más que el que actúa; puede anticipar sobre lo que sigue e interpretar el sentido de las acciones a la luz del desenlace que

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conoce. Si se sitúa en la cronología, es para cuidar el suspense. Este tipo narrativo articula a la vez una restricción del foco (el narrador no puede penetrar en el pensamiento de los demás personajes ni estar en todas partes) y un conocimiento exhaustivo de la historia según este punto de vista. Llegado este punto, no es difícil concebir lo contrario: un Yo narrante que sabe menos que el Yo visualizado. En un film de R. Ruiz, Les trois couronnes du matelot (1984), se ve, en ocularización interna primaria, un puño que se abate sobre el rostro del narrador. Los planos siguientes lo muestran en prisión, mientras que se le oye comentar: No sé cómo me encontraba mezclado en la pelea del lado de los hermanos. Después me han contado que había muertos y que nos arriesgábamos a un duro castigo.

El «No sé cómo» traduce la ignorancia parcial del narrador en lo que respecta al mundo del que forma parte como personaje. Para el espectador, este desconocimiento se refuerza por la subjetividad del punto de vista visual: como la cámara está en el lugar del que da el golpe, no podemos conocer su identidad. Esto prueba, con toda certeza, que los polos cognitivo y perceptivo no funcionan obligatoriamente juntos: aquí la ignorancia es total y sin embargo el foco visual no se encuentra en «un punto del universo diegético, fuera de todo personaje». La voz en off puede en teoría modalizar el mundo representado por la imagen de múltiples maneras: introduciendo la duda sobre los pensamientos del personaje, construyendo hipótesis sobre sus objetivos, revelándose incapaz de comprender sus más simples acciones. Se podría incluso concebir un narrador que no reconociese al Yo visualizado. Los filmes que han utilizado tales combinaciones no son sin duda numerosos o están por hacerse. Importa poco: lo que confirma el rodeo por el cine es que la teoría literaria del tipo narrativo neutro reposa sobre un desplazamiento ilegítimo de lo cognitivo a lo perceptivo. Si el punto de vista visual o auditivo (ocularización o auricularización) no debe ser confun-

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dido con la distribución del saber narrativo por el narrador (focalización), no impide que estos dos conceptos puedan ser combinados. Por supuesto, la distinción entre ver y saber se impone en primer lugar para el análisis cinematográfico en la medida en que muchos filmes desarrollan situaciones en las cuales se ve al personaje evolucionar en la pantalla, mientras que su voz nos enseña lo que piensa, pero tiene también eficacia para la comprensión de la novela. Cuando se considera sobre el modelo cinematográfico, la focalización externa puede aparecer como una diferencia de saber entre el Yo narrante y Yo narrado en detrimento del primero. Debemos admitir que se encuentra bajo esta forma en una obra como La vie d’Henry Brulard, de Stendhal. Cuando el casi cincuentón que cuenta su historia dice «me veo y veo a Seraphie en el punto S», al tiempo que añade: «Creo que yo lloraba de rabia»6, subraya claramente la separación que existe entre «las imágenes muy claras»7 que tiene en la cabeza, tan vectorizadas que puede dibujarlas y los hechos que ha vivido como personaje, años antes, y cuya explicación ya no es segura. Del mismo modo, cuando leo «así que sería yo el misterio criminal de segunda mano, que vino después a los lugares para terminar el suplicio»8 , en Souvenirs du triangle d’or, de Robbe-Grillet, es innegable que el narrador, después de haber descrito la habitación que lo cobijaba de niño, concluye: «El pasaje que precede debe ser inventado por completo»9 . No es, sino «debe ser»: esta modalización ¿no es la prueba de que el Yo narrante ya no sabe bien lo que le sucedió o no al personaje? Entre film y novela, el material varía y es ilusorio querer aplicar conceptos forjados en un campo al otro. Pero es igualmente vano intentar resolver

6 La Vie d’Henry Brulard, Folio, p. 130. 7 Cf. «No tengo más que imágenes muy netas, todas mis explicaciones me vienen escribiendo esto, cuarenta y cinco años después de los sucesos», Ibid, p. 66. 8 Souvenirs du triangle d’or, París, Minuit, 1978, p. 21. 9 Le miroir que revient, París, Minuit, 1978, p.24.

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los problemas fuera del terreno en el que se plantean. Si hay que definir el punto de vista en literatura, tanto da ayudarse de las artes en las que remiten concretamente a una posición ocular. Si hay que introducir la idea de subjetividad en el lenguaje, tanto daría mirar por el lado de la lingüística en el que se sabe lo que las palabras quieren decir. En este camino sinuoso, lleno de digresiones y recodos, la sorpresa está a la vuelta de la esquina: lo que se creía inconcebible era posible, y lo posible, a fuerza de mirarlo, se hace banal.

Referencias bibliográficas Bachelard, G. (1966) Le rationalisme appliqué, París: PUF. Genette, G. (1983) Nouveau discours du récit, París: Seuil. Kerbrat-Orecchioni, C. (1980) L’énonciation, París: Colin. Lintvelt, J. (1981) Essai de typologie narrative, París: Corti. Mitry, J. (1965) Esthétique et psychologie du cinéma, t. 2, París: Ed. Universitaires.

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Texto fílmico, texto literario Desiderio Blanco

Pretendemos abordar en este trabajo el estudio de los elementos y de los procedimientos que concurren en la constitución del texto fílmico y del texto literario. Se ha dicho repetidas veces que el texto fílmico es un texto sincrético porque en su constitución concurren diversos códigos; sin embargo, hay que decir también que el texto literario es un texto sincrético, aunque de distinta manera. Los códigos que concurren en la formación del texto literario pasan todos por la lengua, y a través de la lengua y de los diversos procedimientos que la lengua pone en marcha, se hacen presentes en el texto. Al texto literario ingresan, por la palabra, códigos visuales (formas, colores, espacios…), códigos sonoros (ruidos, melodías, gritos…), códigos táctiles (consistencias, rugosidades, lisuras…), códigos olfativos (olores, perfumes…) y códigos gustativos (sabores diversos)1 . Pero no sólo ellos aparecen en el texto literario, sino también códigos más sofisticados y de mayor alcance, como los códigos de los gestos, los códigos del comportamiento ordinario, los códigos emblemáticos (banderas, símbolos, logotipos, monogramas, señales de todo tipo), los códigos del relato y tanto otros.

1 Bastaría recordar solamente a este propósito obras como la Physiologie du goût, de A. Brillat-Savarin (1825), brillantemente analizada por G. Marrone en Sémiotique gourmande. Du goût, entre esthésie et sociabilité (bajo la dirección de E. Landowski, Nouveaux Actes Sémiotiques, 55-56, 1998, PULIM, Université de Limoges), para darse cuenta de la presencia de códigos gustativos en el texto literario. Cf. igualmente los demás estudios de esa entrega de N.A.S.

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Sin embargo, es razonable establecer la diferencia con el texto fílmico. Por la sencilla razón de que esos mismos códigos se hacen igualmente presentes en el texto fílmico, pero de manera diferente. Por lo pronto, el texto fílmico se construye con códigos de textualización diferentes y no sólo con la lengua: códigos visuales, códigos sonoros: lengua, música, ruidos. La lengua vuelve a aparecer, en el estadio actual del desarrollo del cine, en el texto fílmico; pero ahora al lado de otros códigos y en interacción con ellos. Como bien señala Ch. Metz (1971:154), el «signo cinematográfico» no existe. En el cine existen múltiples «signos» que pertenecen a diferentes códigos. El más importante, sin duda, es el «signo visual». Y por él vamos a empezar nuestro análisis.

1. Signo visual 1.1 El «signo visual» está en la base de la imagen cinematográfica. La imagen cinematográfica se caracteriza, según Ch. Metz (1971:171), por los rasgos de la materia significante: imagen obtenida mecánicamente, múltiple, móvil, combinada con tres clases de elementos sonoros (palabras, música, ruidos) y con menciones escritas. Esta imagen compleja pretende copiar los rasgos significantes del «mundo natural»; pero jamás lo logra. Como tampoco lo logra la visión normal. Pues el significante del «objeto» natural es construido por la percepción. El mundo que nos rodea nos invade con una cantidad millonaria de estímulos heterogéneos y desarticulados, que afectan simultáneamente todos nuestros sentidos. Los órganos humanos de la sensación no son capaces de procesar tan ingente cantidad de estímulos. Ateniéndonos a la vista solamente, por ser el órgano que va a ponernos en contacto con los signos visuales del cine, sabemos que la luz cubre un espectro de 70 octavas, desde los rayos gama hasta las ondas hertzianas, y que los órganos de recepción visual sólo son sensibles

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a una zona media, que abarca una sola octava (Groupe µ, 1992: 62). Esta banda de estímulos, que va de 390 a 820 nanómetros, es la que actúa sobre nuestros ojos para dar origen a la sensación de luz. Por otro lado, el conjunto de estímulos recibidos, supuestamente continuo, es inmediatamente discretizado por la retina, compuesta como está de células aisladas, capaces solamente de transmitir puntos. La retina contiene dos tipos de células: los conos y los bastoncillos, las cuales se encuentran conectadas al nervio óptico y, por su intermedio, al cerebro. Si bien el número de conos asciende a siete millones y los bastoncillos pueden llegar hasta 150 millones, el nervio óptico no es capaz de transmitir al cerebro más de un millón de puntos (Encyclopaedia Britannica: Eye and Vision), lo cual supone ya una sustancial reducción de los datos recibidos. Por su parte, el cerebro introduce nuevas reducciones en función del programa cultural internalizado por los procesos de socialización a los que se ha visto expuesto durante el aprendizaje. El programa cultural internalizado no es otra cosa que lo que Eco llama códigos de reconocimiento (U. Eco, 1972: 270). En términos de la teoría de la información, el problema consiste en pasar de un caudal de 107 bits (capacidad del canal visual) a un caudal muchísimo inferior de 16 bits por segundo (capacidad de la conciencia). A estas coerciones cuantitativas se añaden exigencias de tipo cualitativo, entre ellas, la intensidad sensorial: existe un umbral mínimo y un umbral máximo de excitabilidad visual. El órgano receptor no es excitado por debajo de una millonésima de bujía por metro cuadrado, ni tampoco por un estímulo que supere las 10 mil bujías por metro cuadrado. Además, todo estímulo requiere un tiempo mínimo para producir una excitación sensorial, el cual se conoce como «tiempo útil», sin el cual la excitación no se produce. Por tanto, la percepción visual es inseparable de una actividad integradora; lo que quiere decir que el sistema perceptivo humano está programado para detectar similitudes. Pero al mismo tiempo, está capacitado para identificar diferencias. La identificación de diferencias es precisamente el primer acto de una percepción organizada.

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1.2. El análisis de los mecanismos de la percepción nos lleva a la conclusión de que la actividad visual es una actividad programada. Esta programación está ya inscrita en los detectores de figuras (tanto si el término se toma en el sentido de la Gestalt como si se lo toma en el sentido de la Glosemática). Pero desde el momento en que interviene la actividad de la memoria, pasamos de la «ocurrencia» a la «serie», del «acontecimiento» al «tipo», el cual permite introducir el concepto de «objeto». Y con eso entramos definitivamente en el ámbito cultural, y por tanto, en el campo de lo semiótico. Porque «el objeto percibido es una construcción, un conjunto de informaciones seleccionadas y estructuradas en función de la experiencia anterior, en función de necesidades, de intenciones del organismo implicado activamente en determinada situación». (M. Reuchlin: citado por Groupe µ, 1992, 80). Y el objeto, así concebido, nos conduce directamente a la noción de «signo». Y es aquí donde la función perceptiva se conecta con la función semiótica. En sus mismos fundamentos, la noción de objeto no es radicalmente separable de la noción de signo. Tanto en un caso como en el otro, es el sujeto percibiente y actuante el que impone un orden a la materia inorganizada, transformándola, por la imposición de una forma, en una sustancia (Hjelmslev, 1971: [51], [52])2 . En definitiva, resulta claro que la percepción es una operación semiotizante, y que la noción de objeto no es nada objetiva, en el sentido vulgar del término. Es, a lo sumo, un compromiso de lectura del mundo natural (Groupe µ, 1992: 81). Estas rápidas constataciones nos conducen

2 Queremos señalar aquí que en el Diccionario razonado de la teoría del lenguaje (A.J. Greimas y J. Courtés, 1979) y en la mayor parte de los integrantes de la Escuela de París, existe una permanente confusión entre materia y sustancia. Leyendo con atención los textos de Hjelmslev, queda claro que la sustancia es la materia informada o la forma materializada, como lo demuestra fácilmente el ejemplo de la sombra de la red proyectada sobre una superficie plana. No es correcto, por tanto, oponer forma a sustancia, pues la sustancia conlleva ya una forma. La oposición correcta, según Hjelmslev, es: materia vs. forma, y también, claro, sustancia de la expresión vs. sustancia del contenido.

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a una conclusión inquietantemente obvia: el mundo es como lo vemos, no lo vemos como es. 1.3. El plano de la expresión del signo visual es similar al plano de la expresión del «mundo natural», aunque no igual. Lo que quiere decir que las figuras del contenido lingüístico, propuestas por A.J. Greimas, corresponden también al plano de la expresión del código visual. Esta equivalencia ya había sido prevista por Ch. Metz al establecer la correspondencia entre código lingüístico y código visual. Reproducimos a continuación el esquema propuesto por Metz (1977:152) para ilustrar dicha correspondencia:

SIGNIFICANTE VISUAL Formas, contornos, colores

SIGNIFICANTE LINGÜÍSTICO Formas, contornos, colores

(con sus rasgos pertinentes)

(con sus rasgos pertinentes) Correspondencia profunda entre rasgos pertinentes: semas

SIGNIFICADO VISUAL Objeto reconocido

Correspondencia de superficie entre unidades globales: sememas

SIGNIFICADO LINGÜÍSTICO Semema (con sus rasgos pertinentes: semas)

Y Metz comenta: «La correspondencia entre visión y lengua se establece en dos niveles diferentes: de una parte, entre sememas y objetos identificables; de otra parte, entre semas y rasgos pertinentes del reconocimiento visual (...). En el código del reconocimiento visual, el significante no es jamás el objeto (descubierto o simplemente sospechado), sino el conjunto del material con el que se descubre (o se sospecha de ) su existencia: formas, contornos trazados, sombreados, etc.; es la sustancia

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visual misma, la materia de la expresión en el sentido de Hjelmslev (…) Gracias a los rasgos pertinentes del significante icónico, el sujeto identifica el objeto (=establece el significado visual); de aquí, pasa al semema correspondiente de su lengua materna (=significado lingüístico); éste es el momento preciso de la nominación, del tránsito intercódico. Una vez que dispone del semema, puede pronunciar la palabra o lexema al que se vincula dicho semema; y ahora puede producir el significante (fónico) del código lingüístico. El rizo queda así rizado» (Ch. Metz, 1977: 145). Como puede observarse en el esquema anterior, en el significante lingüístico, último soporte del texto literario, no existe ningún rasgo visual. No por eso la visualidad deja de existir en el texto literario; muy por el contrario, tiene una fuerte presencia, como lo hace notar con toda claridad R. Dorra en su penetrante estudio Artes de la mirada (1999), pero la dimensión visual ha pasado al plano del contenido. No olvidemos que los semas figurativos del modelo de A.J. Greimas corresponden al significante de la semiótica del «mundo natural». En consecuencia, el texto literario, cuyo instrumento de manifestación es el signo lingüístico, participa también de la dimensión visual por medio de los semas figurativos del plano del contenido. Por este camino, los códigos visuales quedan incorporados al texto literario. Es claro que la icónica literaria y la icónica cinematográfica son notablemente diferentes. Mientras que los elementos icónicos del signo visual son captados por los órganos de la visión, los elementos icónicos del signo lingüístico son captados por los órganos de la representación, de naturaleza psíquica y no visual. En eso radica la diferencia entre un paisaje descrito con palabras y un paisaje mostrado con imágenes. Para lograr la iconicidad literaria, el texto lingüístico se ve obligado a acudir a recursos retóricos como la metáfora, la comparación, la metonimia, la hipotiposis, etc. La iconicidad cinematográfica es directamente visual, despojada de giros retóricos, inmediata. Los efectos de sentido producidos por ambos textos son sensiblemente distintos: Si bien se trata del mismo paisaje, el «paisaje cinematográfico» adquiere para el observador una presencia más

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rotunda que el paisaje verbalmente descrito. La percepción simultánea de los diversos aspectos del paisaje: extensión, horizonte, formas, colores, matices…, que permite el signo visual, produce una concentración de sensaciones, de estesias, que elevan la intensidad de la emoción; mientras que la distribución temporal de la descripción, dispersa las sensaciones, las estesias, produciendo una disminución en la tonicidad de la intensidad. Es cierto que los textos literarios nos deparan descripciones felices, pero nunca podrán igualarse a la potencia icónica que proporciona el texto fílmico. El texto literario, en cambio, se halla en mejores condiciones para transmitir los semas interoceptivos, abstractos. Resulta muy difícil expresar con imágenes los procesos del razonamiento, e incluso los estados de ánimo. En este sentido, el cine y el texto fílmico que permite construir, tienen que limitarse a captar los comportamientos exteriores e inferir de ellos los estados anímicos correspondientes. Desde esta perspectiva, el texto fílmico es eminentemente conductista. Solamente por la incorporación de la palabra (de lo «literario», de algún modo), el texto fílmico, en el estadio actual del desarrollo del cine, puede expresar la dimensión interior del hombre. Como se ve, la famosa sentencia china, según la cual «una imagen vale por mil palabras», encuentra aquí su vuelta de guante, pues es igualmente cierto que «una palabra vale por mil imágenes» cuando se trata de expresar razonamientos o procesos mentales.

2. Nivel icónico En el signo visual hay que distinguir dos planos diferentes: el signo icónico y el signo plástico, con su respectivo significante y significado. Ya hemos señalado que el signo icónico no es una copia del mundo natural, sino una reconstrucción. En este sentido, podemos decir que el signo icónico es el producto de una triple relación entre tres elementos. No es suficiente

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para explicar el signo icónico la aplicación de la relación binaria, con la que se puede dar cuenta del signo lingüístico. Los tres elementos necesarios para la construcción del signo icónico son: el significante icónico, el tipo y el referente del «mundo natural», entendiendo siempre este referente como otro signo. Entre estos tres elementos se establecen relaciones de ida y vuelta, como lo indica el modelo siguiente, elaborado por el Grupo µ (1992:136):

TIPO

reconocimiento

estabilización

conformidad

conformidad

SIGNIFICANTE

REFERENTE transformaciones

El referente que aquí se propone es el objeto entendido no como la suma inorganizada de estímulos, sino como miembro de una clase, lo que no quiere decir que el referente sea necesariamente «real». Por lo pronto, ya hemos señalado que el objeto no existe como realidad empírica, sino como ente de razón, como construcción, y en último término, como signo. La existencia de esta clase de objetos es validada por la existencia del tipo. Tipo y referente son, sin embargo, distintos: el referente es particular, y posee características físicas. El tipo es una clase, y tiene características conceptuales. Por ejemplo, el referente del signo icónico «árbol» es un objeto particular, del que podemos tener la experiencia, visual o de otra naturaleza (táctil, olfativa…). Pero ese objeto sólo es referente en cuanto puede ser asociado a una categoría permanente: el ente-árbol. El significante es un conjunto modalizado de estímulos visuales que

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corresponden a un tipo estable, identificado gracias a los rasgos de dicho significante, y que puede ser asociado a un referente reconocido, el cual es a su vez hipóstasis de un tipo. El significante establece relaciones de transformación con dicho referente. El tipo es un modelo interiorizado y estabilizado que, confrontado con el producto de la percepción, se ubica en la base del proceso cognitivo. En el ámbito icónico, el tipo es una representación mental, constituida por un proceso de integración. Su función es la de garantizar la equivalencia del referente y del significante. Referente y significante se encuentran en una relación de cotipia. Por lo demás, los tipos son formas (en el sentido hjelmsleviano del término): no se trata de realidades empíricas brutas, anteriores a toda estructuración. Se trata, una vez más, de modelos teóricos. Entre una forma tipo y la forma percibida, entre el color tipo y el color percibido, entre el objeto tipo y el objeto percibido, existe la misma relación que entre el fonema y todos los sonidos que lo pueden realizar, entre el nombre y todos los objetos que se le pueden asociar. En cuanto modelos, los tipos constituyen una definición. La clase a la que se aplica esta definición es una clase de perceptos agrupados en categorías que desdeñan ciertas características consideradas no pertinentes. La presencia, por ejemplo, de una arruga no invalida ni confirma la pertenencia de un objeto a la clase de «cabeza»; una variación en la saturación no invalida ni confirma la pertenencia de tal color a la clase del «rojo», y así por el estilo. El aparato perceptivo semiotiza por medio de la acentuación de contrastes, por medio de la creación de contornos, por medio de la igualación de zonas coloreadas, etc. Con tales operaciones, lo que hace es extraer una información útil, liberar una señal de los ruidos que la rodean y evitar la creación de un repertorio infinito de tipos. Semiotizar consiste, finalmente, en constituir clases, extrayendo los rasgos invariantes (=específicos) y relegando los rasgos particulares (=individuales).

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2.1. Entre los tres elementos del signo icónico se establecen tres relaciones dobles: 2.1.1. Eje significante-referente Ese eje conecta de forma inmediata los términos de la relación, lo que señala una notable diferencia con la relación que establecen estos términos en el signo lingüístico. En este último caso, significante y referente no tienen ninguna relación inmediata ni en materia ni en forma. En el signo icónico, en cambio, por el hecho de contar ambos términos con características espaciales, son los dos igualmente mensurables. Es precisamente en esa mensurabilidad en la que descansa la famosa ilusión referencial, a la que aluden los autores más perspicaces en la descripción del signo visual. Esto quiere decir que algunos caracteres del objeto son traducidos en los signos icónicos, mientras que algunos rasgos del signo no pertenecen al objeto. En este punto, Umberto Eco (1972:234) habla más bien de homologación entre dos modelos de relaciones perceptivas. Podríamos ahora completar el esquema de Christian Metz (1977:152) relacionando el signo visual y el signo lingüístico, base del texto literario, con la semiótica del «mundo natural», referente obligado de los dos signos anteriores (ver gráfico de la pág. 35). Como puede observarse en este esquema, todos los sistemas semióticos se comunican entre sí en el nivel del significado –nivel semémico–, razón por la cual es posible la «traducción» de un sistema a otro. Pero además, el sistema visual y el sistema del «mundo natural» se interrelacionan entre sí en el nivel del significante, ya que el signo visual extrae del «mundo natural» algunos rasgos –aquellos que son necesarios y suficientes, al interior de cada cultura– para construir el significante. En cambio, el significante lingüístico no participa en nada de los rasgos del significante del «mundo natural» ni de los rasgos del significante del signo visual. Lo que sí sucede con el significado lingüístico, pues los semas figurativos del significado mantienen una correspondencia con algunos rasgos del

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significante del sistema semiótico del «mundo natural» y del orden visual. Y en esa relación profunda se fundamenta la dimensión visual del texto literario. 2.1.2. Las relaciones en las que se basa la conmensurabilidad, e incluso la homologación, que no la identidad, de los modelos perceptivos, se denominan transformaciones. El Grupo µ propone cuatro tipos fundamentales de transformaciones: 1) transformaciones geométricas; 2) transformaciones analíticas; 3) transformaciones ópticas; 4) transformaciones cinéticas (Grupo µ, 1992: 156ss). 2.1.2.1. Las transformaciones geométricas se producen sobre «formas» extendidas en un espacio, y se generan por traslación, operación por la que todos los puntos de una figura F, pasan a una figura F’ de conformidad con vectores equipolentes y paralelos; por rotación; operación por la cual todos los puntos de F’ se obtienen como en el caso anterior, pero añadiendo una operación de rotación en torno a un centro O; por simetría, operación por la que de cada punto M de F se pasa al punto correspondiente M’ de F’ por un segmento de recta, de forma tal que O sea siempre el punto medio de MM’; y por homotecia, según la cual se operan reducciones o ampliaciones de las figuras. Estas diversas transformaciones elementales pueden combinarse entre sí para generar transformaciones complejas como desplazamientos (combinación de una traslación y de una rotación), similitudes (obtenidas por un desplazamiento y una homotecia), y congruencias (composición de traslaciones, rotaciones y reflexiones). Las congruencias permiten explicar por qué dos entidades que tienen la misma «forma» (en el sentido de la Gestalt son posibles signos icónicos una de otra, como sucede en el calco y en la huella. Los reflejos en el espejo son también congruencias. Las homotecias resultan sobremanera interesantes, en la medida en que rigen las reducciones y las ampliaciones, tan frecuentes en el caso de

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la fotografía y, por tanto, del cine. Estas transformaciones conservan algunas propiedades de la figura original (en particular, los ángulos), pero no la longitud ni la orientación. Asistimos con estas operaciones a las transformaciones familiares de los triángulos iguales y, en general, a las de las figuras «semejantes». La transformación por proyección conserva sólo algunas propiedades proyectivas de la figura original (por ejemplo, «ser una línea recta» o «una curva de segundo grado») y algunas propiedades topológicas («estar dentro de»). Todos los sistemas clásicos de perspectiva entran aquí en juego. Y la proyección se encuentra igualmente en la base de aquellos signos que se producen por la proyección de objetos y figuras sobre una superficie plana, tales como fotografías y dibujos, razón fundamental del cine, tal como lo conocemos. Finalmente, las transformaciones topológicas no conservan más que algunas propiedades muy elementales como la continuidad de las líneas la relación de interior y de exterior y el orden. Y así, una línea recta puede convertirse en curva, conservando sus propios elementos; los ángulos pueden desaparecer; las superficies y las proporciones pueden cambiar. La introducción de estas transformaciones en nuestro universo icónico es muy reciente, al menos en su uso masivo. Se aplican en la elaboración de esquemas, diagramas, organigramas, etc. Como ejemplos especialmente significativos, podemos citar el plano del metro, los circuitos eléctricos integrados, los planos de las ciudades y hasta las transformaciones topológicas que se observan en algunas pinturas de J. Miró. 2.1.2.2. Las transformaciones analíticas son mucho más finas y tal vez más fundamentales para la formación del signo visual que interviene en la constitución del texto fílmico. Se trata de transformaciones tales como la diferenciación y el filtraje. La diferenciación se aplica a los fenómenos de luminancia, que varía de un punto a otro del campo de visión. La diferenciación permite pasar de una imagen «continua» a una imagen «a

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trazos». Se opera aquí una transformación diferencial del campo percibido: cada «pico» corresponde a un punto del «trazo» y entre los «trazos» no hay nada, o mejor dicho, entre los «trazos» hay un espacio neutro en cuanto vector de información. Las transformaciones por filtraje permiten analizar la información visual como una red de puntos que son explorados por medio de un «barrido» o exploración. Toda la información obtenida en un «punto» se confunde para producir un estímulo medio que afecta al ojo, el cual lo analiza y, en respuesta, produce una señal nerviosa en forma de vector con tres componentes: luminancia, saturación y cromatismo. El filtraje consiste en anular alguno de los componentes de ese vector, operando así una proyección de puntos sobre un plano (si se suprime un componente) o sobre una línea (si se suprimen dos componentes). Hablando con propiedad, los componentes no se suprimen, sólo se «fijan»: conservan un valor constante y dejan de ser «variables» Si en lugar de establecer un valor fijo para un componente, se le asignan dos o más valores discretos, excluyendo la variación continua del parámetro seleccionado, obtenemos una variante del filtraje, que se conoce como discretización. La discretización constituye una forma menos radical de filtraje, intermedia entre las degradaciones ilimitadas y la fijación arbitraria de un valor único. La transformación de filtraje en fotografía y en cine es la que conduce del color al blanco y negro por la supresión o fijación del cromatismo. La discretización, por su parte, conduce a la «estilización». 2.1.2.3. Las transformaciones ópticas afectan a las características físicas de la imagen, y son bien conocidas de los fotógrafos. Trabajan la intensidad y/o la convergencia de los rayos luminosos. Entre las principales transformaciones ópticas, se encuentra el contraste, que radica en la relación de «luminancia» entre las zonas extremas del «negativo» o del objeto, tal como es percibido por el ojo. Es evidente, sobre todo para el fotógrafo, que hay que tener en cuenta en cada toma los contrastes del «objeto», del

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negativo y del positivo, que no son necesariamente equivalentes. Por la relación de contraste podemos atenuar o acentuar las variaciones en la luminancia del objeto, produciendo efectos de sentido significativamente diferentes. El llamado «estilo negro» en el género del comic adopta el contraste máximo de que disponen los mecanismos de impresión. Del mismo modo, el expresionismo y el llamado cine negro americano utilizan los máximos contrastes que permiten los «negativos» de la época. Pero se puede trabajar con la gradación de un referente en un significante desplazando «en bloque» la luminancia hacia los valores «oscuros» o hacia los valores «claros» de la gama, como sucede en los grabados de Goya. Invirtiendo los contrastes de luminancia, se obtiene el «negativo». El efecto «negativo» es bien conocido por los fotógrafos; pero se halla igualmente presente en los dibujos a lápiz y en las siluetas o contraluces. Otro complejo de transformaciones ópticas es el comprendido por la nitidez y por la profundidad de campo. En la visión normal, existe un ángulo de visión sólido, conformado por un campo de unos 14º, en el que se distinguen las siguientes zonas fundamentales: en el centro, se sitúa la zona de visión nítida o foveal, en la que se da el máximo de discriminación de formas y de colores; alejándose hacia la periferia, se encuentran sucesivamente un campo central de 25º , y luego un entorno de 60º; el resto constituye el campo periférico de la visión. Como el ojo es móvil, puede «barrer» el campo y desplazar la zona de visión nítida hacia cualquier punto del campo. Pero en ningún caso puede ver toda la imagen con la misma nitidez. Y en esto radica el «tiempo» de la visión, que introduce la temporalidad en la comunicación visual. Finalmente, la visión binocular permite apreciar la distancia entre diversos puntos del campo visual. A partir de esta visión fisiológicamente «normal», es posible proceder a transformaciones del ángulo de visión, de la zona de visión nítida y de la profundidad de campo. La zona de visión nítida ha obligado a los artistas a inventar infinidad de «trucos» y de «trampas». Cuando todo el campo de la imagen se

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presenta con nitidez constante, como en la pintura clásica o en la fotografía corriente, el ojo sólo percibe esa nitidez localmente, a lo largo de su recorrido por el campo; el resto queda difuminado. Si, por el contrario, examinamos una pintura cuyo centro es nítido y los bordes difuminados (Renoir, por ejemplo), el ojo sólo encontrará una visión satisfactoria si se fija en el centro; todos los demás puntos de la imagen producirán una visión difuminada. Tal dispositivo pictórico tiene por efecto atraer el ojo con eficacia hacia un centro de la imagen, que no necesariamente tiene que estar en el centro del cuadro. La profundidad de campo puede ser fuertemente reducida por medio de un objetivo de «focal» largo, poco diafragmado; y puede ser acentuada por un objetivo de «gran angular». El efecto profundidad de campo, que resulta de la aplicación del «gran angular», permite apreciar en la imagen, con la misma nitidez, los primeros términos y los fondos de la imagen. 2.1.2.4. Las transformaciones cinéticas se basan en el desplazamiento del observador con respecto al objeto observado, y es ese desplazamiento el que crea la relación entre el significante y los otros elementos del signo visual. Las principales transformaciones cinéticas son la integración y la anamorfosis. La integración permite incorporar en una unidad visual elementos dispersos como los de las «tramas» y los del «sombreado». Al alejarse de la imagen, se ve emerger lo lejano, ya que el ojo abarca zonas de imagen cada vez más amplias en las que se suma y se promedia toda la información, integrándose en una totalidad. Es lo que sucede con las vallas publicitarias, confeccionadas sobre la base de tramas gruesas y discontinuas. Y es lo que sucede también en la visión normal ante fenómenos como el que Proust describe frente al surtidor de Hubert Robert 3.

3 «Se veía de lejos, en un claro cercado de magníficos árboles, algunos de los cuales eran tan antiguos como él, esbelto, inmóvil, rígido, sin permitir que la brisa lo agitara sino en la caída, más ligera, de su penacho pálido y trémulo. (...) Pero de cerca, se notaba que

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La anamorfosis se presenta en dos formas diferentes: la primera se basa en la multiestabilidad y hace ver dos imágenes en una sola; la segunda, en cambio, se apoya en un efecto cinético. Cuando desfilamos en torno a la Gioconda, la joven mujer nos sigue mirando siempre. Lo mismo sucede con las imágenes fotográficas de la moderna publicidad, que se encuentran en la vía pública. En resumen, las transformaciones permiten dar cuenta de la ilusión referencial, la cual surge de la relación entre significante y «referente», dicho ahora con mayor propiedad y rigor, entre el significante visual y el significante del referente, así como también de la equivalencia entre dos o más significantes: como la que se genera entre una fotografía y un dibujo, o entre una fotografía en color y otra en blanco y negro.

2.2. Eje referente-tipo En este eje se establece una relación de estabilización y otra de integración. Los elementos pertinentes extraídos del contacto perceptivo con el «referente» se reúnen en paradigmas, que a su vez dan origen al tipo. En la dirección del tipo al referente se produce la operación que consiste en una prueba de conformidad. La conformidad se establece entre los rasgos pertinentes que han sido seleccionados en el referente, es decir, en el significante del referente, y los rasgos paradigmáticos que integran el tipo. Los rasgos pertinentes retenidos del «referente» constituyen precisamente las «figuras» en el sentido de A.J. Greimas, que pueden descomponerse en semas figurativos (Greimas-Courtés, 1979, [sema]).

(...) eran aguas constantemente renovadas que, disparándose y queriendo obedecer las órdenes primeras del arquitecto, no las cumplían exactamente sino queriendo violarlas, pues sólo mil surtidores dispersos podían dar a distancia la impresión de un solo surtidor. En realidad, éste se interrumpía tan a menudo como la dispersión de la caída, cuando, de lejos, me había parecido inflexible, denso, de una continuidad sin lagunas...». (M. Proust, En busca del tiempo perdido: Sodoma y Gomorra, segunda parte, cap. 2.).

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Aunque el tipo, en el signo icónico, y el significado, en el signo lingüístico, ocupan distinto lugar en la estructura sígnica, existe de todos modos una cierta equivalencia entre ambos: forman parte, al menos, del significado lingüístico los semas figurativos, que son aquellos que tienen una correspondencia con los significantes del «mundo natural», los cuales intervienen activamente en la construcción del tipo. En este sentido, y ateniéndonos a la coherencia del modelo semiótico greimasiano, no se puede desalojar totalmente el referente del signo lingüístico, ya que algunos de sus rasgos (=semas figurativos) son incorporados al significado. Hay que insistir, sin embargo, en el hecho de que tal referente no es más que un elemento (=significante) de la semiótica del «mundo natural», y de lo que se trata, entonces, es de un problema de intersemioticidad (GreimasCourtés, 1979, [referente]). Es esa relación entre significado y tipo la que permite verbalizar, aunque no en todos los casos, el signo icónico. 2.3. Eje tipo-significante El tipo es un conjunto de paradigmas. En consecuencia, los estímulos visuales pueden ser sometidos, igualmente, a una prueba de conformidad, la cual permitirá o no hipostasiar los rasgos sensoriales, seleccionados por el programa cultural, con el tipo. La prueba de conformidad consiste en confrontar un objeto singular con un modelo general, es decir, los rasgos pertinentes del significante-objeto con los rasgos estabilizados del tipo. Como el modelo está estructurado a base de paradigmas, diversos objetos pueden corresponder a un tipo único, sea por la vía del significante, sea por la vía del «referente». En la dirección del significante al tipo, se produce una operación de reconocimiento del tipo. Los criterios de reconocimiento son de naturaleza cuantitativa y cualitativa: tanto el número como la naturaleza de los rasgos que autorizan el reconocimiento son importantes. Por ejemplo, el tipo «árbol» será fácilmente reconocido si los rasgos que corresponden a los tipos /«tronco»/, /«ramas»/ y /«hojas»/ están presentes, aunque no todos sean necesarios al mismo tiempo. No existe un producto

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necesario de rasgos de identificación; sólo es necesario un conjunto mínimo de tales rasgos, o sea, un conjunto de rasgos necesarios y suficientes, el cual se consigue por medio de la asociación libre de elementos, cuyos tipos son limitados en número. El reconocimiento del tipo a partir del significante es necesariamente conjetural en virtud del estatuto lógico de los conceptos, de las relaciones y de los procesos implicados en el funcionamiento del signo icónico. La producción-emisión de signos icónicos puede definirse como la producción de simulacros del «referente», gracias a una serie de transformaciones, aplicadas de tal manera que su resultado esté conforme con el modelo propuesto por el tipo correspondiente al referente (= relación de cotipia). La recepción de los signos icónicos identifica un conjunto de estímulos visuales (=significante) como si procedieran de un «referente» que les corresponde, por medio de transformaciones adecuadas. Significante y referente pueden considerarse correspondientes, ya que ambos se conforman con un tipo (=cotipia), el cual da cuenta de la organización particular de sus características espaciales.

3. Nivel plástico A. J. Greimas, en su texto fundador Sémiotique figurative et sémiotique plastique (1984), estableció la clara diferencia entre el nivel icónico y el nivel plástico del signo visual. Si en el nivel icónico se establece, como hemos visto, una necesaria relación ternaria entre /significante/ /tipo/ y / referente/, en el nivel plástico la relación se reduce de nuevo a una relación binaria: significante/significado. Ningún tipo interviene entre ambos funtivos para asegurar la identificación de algún posible «referente». Sin embargo, esta relación no es ni clara ni precisa. Postular la existencia de un sistema semiótico plástico, como señala acertadamente A.J. Greimas (1984, 13) no impide reconocer al mismo tiempo que dicho sistema nos

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es prácticamente desconocido. Desconocido en su constitución, no en existencia. Un sistema semejante sólo puede ser captado y explicitado a partir del examen de los procesos semióticos plásticos –es decir, a partir de los textos plásticos–, en los que dicho sistema se encuentra realizado. El código plástico moviliza valores excesivamente variables. Al pretender analizarlos al margen de sus actualizaciones –aparte de su presencia en los textos plásticos–, se corre el riesgo de hablar de generalidades. Un enunciado plástico puede ser analizado desde el punto de vista de las formas (en el sentido de la Gestalt), de los colores o de las texturas, así como desde el punto de vista del conjunto formado por esos elementos. En realidad, nos enfrentamos siempre a sintagmas de formas, a sintagmas de colores y a sintagmas de texturas, y los significados reposan más en sus relaciones que en las formas o en los colores en sí. El significado plástico es relacional y topológico, y sus unidades son estructuradas por el sistema textual más que por el código. De todas maneras, cualquier análisis plástico que pretendamos hacer nos obliga a utilizar determinadas oposiciones estructurales que permiten dar cuenta de las formas, de los colores y de las texturas: /alto vs. bajo/, /abierto vs. cerrado/, /simple vs. compuesto/, / claro vs. oscuro/, /liso vs. rugoso/...; tales oposiciones, que se encuentran en diversos enunciados plásticos, aparecen como la actualización en sintagmas de estructuras que existen en un paradigma general, potencializado en la competencia de los usuarios. Los objetos plásticos son verdaderos objetos semióticos, y por tanto, podemos indagar la relación que en ellos se establece entre una expresión y un contenido. En el plano del significante, constatamos que las unidades simples no existen jamás aisladas, al margen de la actualización. Una determinada / claridad/, una /rugosidad/, una /abertura/ sólo son lo que son en función de oposiciones que existen no solamente en el paradigma sino también y necesariamente en el sintagma. Pero por el hecho de que cada realización en el enunciado cristaliza experiencias anteriores en las que estímulos

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semejantes han sido ya estructurados y permanecen potencializados en la memoria de los actores semióticos, cada forma reconocida puede recibir un lugar en la pareja de opuestos que constituyen los elementos de un sistema. Y lo mismo sucede en el plano del significado. No es posible asignar un valor preestablecido a los elementos aislados, al margen de toda relación sintagmática. Por tal razón, en el nivel plástico, el dispositivo que mejor puede explicar la generación de la significación es el dispositivo de los sistemas semisimbólicos. En tal sentido, es posible descubrir tres niveles de investimiento semántico en el nivel plástico del signo visual (Grupo m, 1992:194): 3.1. Semantismo correlacional plástico Algunas oposiciones de la expresión plástica pueden aparecer frecuentemente en los enunciados plásticos, investidas de los mismos valores semánticos, en virtud de asociaciones contraídas, en otros textos, por su conexión con elementos icónicos o con otros elementos extravisuales: el cielo es azul, la hierba es verde, la sangre es roja... En una determinada cultura, esas repeticiones pueden asociar, de manera más o menos estable, oposiciones de la expresión con oposiciones del contenido. Este fenómeno es el que da origen a lo que A.J. Greimas y sus colaboradores de la Escuela de París (Türlemann, Floch, Fontanille, Courtés...) han denominado sistemas semisimbólicos. Tales sistemas se caracterizan por establecer correlaciones semióticas no entre términos aislados de la expresión y términos aislados del contenido, sino entre categorías del plano de la expresión y categorías del plano del contenido. Así, por ejemplo: Expresión : rojo : verde Contenido : guerra : paz

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Expresión : blanco: negro Contenido : vida : muerte Expresión : liso : rugoso Contenido : ternura : rudeza Lo importante es reconocer que esas homologaciones y correlaciones se establecen en el proceso del texto y no están dadas a priori. En tal sentido, cualquier otro texto las puede invertir con toda libertad, estableciendo correlaciones y homologaciones como la siguiente: Expresión : blanco : negro Contenido : muerte : vida Un ejemplo clásico de esta inversión aparece muy claramente en Alexander Nevski (S.M. Eisenstein, 1938), película en la que los teutones invasores y perversos –los «malos»– aparecen revestidos de túnicas blancas, mientras que los rusos defensores y heroicos –los «buenos»– visten ropas de tonos oscuros. El cine expresionista y el cine negro nos habían acostumbrado a la homologación siguiente: Expresión : blanco : negro Contenido: «bueno» : «malo» Contenido: [inocente : perverso] Contenido: ( y otras variantes) Eisenstein, en cambio, establece la homologación del modo siguiente: Expresión : blanco : negro Contenido: «malo»: «bueno» [invasores : defensores]

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La expresión del luto, asimismo, establece diferentes homologaciones en las distintas culturas: En Occidente, nos hemos acostumbrado a la correlación semisimbólica: Expresión : blanco : negro Contenido : alegría : luto Contenido : [boda : deceso] Mientras que en Oriente, la correlación es como sigue: Expresión: blanco : negro Contenido: luto : elegancia (Aunque, por contagio, también se estila, a veces, en Occidente, la homologación anterior). 3.2. Semantismo iconoplástico. El elemento plástico puede coexistir con signos icónicos, con los que llega a interpenetrarse con mayor o menor fuerza. Los valores semánticos, asociados por el código al sistema icónico, pueden fácilmente vincularse con elementos del sistema plástico. 3.3. Semantismo extravisual. Con base en experiencias repetidas del nivel 3.2., o por otras asociaciones culturales e históricas, se atribuyen valores semánticos más o menos permanentes a determinados elementos plásticos, al margen de su actualización en el sintagma. Se trata, en este caso, de sistemas simbólicos, en los que a cada término del plano de la expresión corresponde un término del plano del contenido. En este nivel se inscribe el tradicional «simbolismo de los colores», por ejemplo. Y así, el verde se asocia con la esperanza, el amarillo, con la traición, el rojo, con la violencia o con la revolución.

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3.4. El signo plástico incluye, como ya dijimos, tres aspectos diferentes, aunque interrelacionados entre sí: la textura, la forma (Gestalt) y el color, cada uno con su significante y su significado. 3.4.1. La textura es una propiedad de la superficie, y consiste en el tejido granulado o liso, modelado o plano, que produce una sensación táctil: esa «sensación» táctil constituye una unidad de contenido que corresponde a una expresión formada a partir de un estímulo visual. La textura de una superficie visual es una microtopografía, constituida por la repetición de elementos granulados. Los elementos y su repetición son los texturemas, que pueden aparecer bajo los aspectos de /granulado/, /liso/, /rayado/, / lustroso/, /estampado/, /pata-de-gallo/raspado/, etc. Una superficie cualquiera puede ser identificada únicamente por su textura, al margen de toda forma y de todo color. El significado global de la textura está dado por tres rasgos semánticos muy generales: 1) efecto de /tridimensionalidad/, 2) efecto de /tactilidad/, 3) efecto de /expresividad/, rasgos que serán precisados en cada caso por la estructura sintagmática del enunciado plástico. 3.4.2. Toda forma (Gestalt) aparece siempre sobre un fondo, del que destaca. Corresponde a lo que A.J. Greimas (1984, 16) ha llamado categoría eidética. La forma, sin embargo, no es nada simple, y está definida por cuatro parámetros o formemas: el contorno, la posición, la dimensión y la orientación. La noción de forma supone la existencia de características invariantes aplicadas a las figuras que aparecen en una superficie. (Figura tiene aquí el sentido que le atribuye la teoría de la Gestalt, y no la que le asigna Hjelmslev). El formema /posición/ remite al dispositivo topológico de Greimas (Ibídem, 14). La forma, con sus respectivos formemas, es una expresión (significante) que puede ser correlacionada de maneras diferentes con un contenido. Sin embargo, resulta difícil establecer el semantismo de la

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forma gestálica, ya que su campo semiótico no está rigurosamente codificado en la cultura. En primer lugar, porque es imposible aprehender una forma pura, desprovista de color y de textura: la forma es una realidad teórica. En tal sentido, no es posible establecer un inventario de contenidos asociados a formas actualizadas. Existen, no obstante, algunas formas genéricas con las que nuestra cultura ha asociado determinados valores semánticos, igualmente generales: la forma cuadrada, la forma triangular, la forma circular, por ejemplo, se asocian generalmente con valores semánticos como los siguientes: • Cuadrado: /detención/, /instante congelado/, /cosmos/. • Triángulo: /Divinidad/, /armonía/, /proporción/. • Círculo: /tiempo cíclico/, /perfección/, /mundo espiritual/, /unidad primordial/. Sin embargo, la solución más productiva para resolver esa indefinición es, otra vez, la aplicación del dispositivo semiótico de los sistemas semisimbólicos, de conformidad con la actualización de dichas categorías en el enunciado plástico. Por ejemplo, el formema /orientación/ puede relacionarse en un enunciado concreto con el semantismo del equilibrio: Expresión : horizontal : vertical Contenido : reposo : ascensión Nuevos semantismos pueden ser generados por la correlación entre formemas, por su integración en la forma global del enunciado y por la organización sintagmática de las diversas formas integradas. 3.4.3. El color aislado es un modelo teórico; no tiene existencia empírica si no se asocia, al interior del signo plástico, a una forma y a una textura. Pero aun como entidad teórica, el color no es un objeto simple. En el

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plano de la expresión, se articula con base en tres componentes, que denominamos cromemas: dominancia (tono o matiz), luminancia y saturación. Corresponde este elemento plástico a lo que Greimas (1984, 16) denomina categoría cromática. Los cromemas, así como los formemas y las texturemas, son unidades significativas. Las oposiciones que determinan en el plano de la expresión corresponden a oposiciones en el plano del contenido. Para alcanzar aquí una mínima validez en esa correlación entre expresión y contenido, será preciso acudir de nuevo a los sistemas semisimbólicos, en lugar de pretender instaurar una correlación término a término. No obstante, es cierto que en el campo de los colores precisamente es donde más ha trabajado la tradición cultural con el simbolismo. Y así, se han hecho numerosos intentos de correlacionar colores con contenidos. Pero incluso los intentos más logrados se han limitado a correlaciones entre nombres de colores y no entre colores mismos. Para una semiótica del signo plástico, lo importante es encontrar la función semiótica entre el color como expresión y el contenido que se le pueda asociar. Entre los cromemas, es evidentemente la dominancia (= tono, matiz) la que convoca correlaciones semióticas más numerosas, aunque se trate siempre de oposiciones graduales y tensivas, como [caliente vs. frío]. Por otro lado, tales oposiciones son casi siempre sinestésicas, de alcance más o menos general. La luminancia (=luminosidad) tiende a correlacionarse con contenidos tales como: Expresión: /luminoso/ : /tenebroso/ Contenido: /diurno/ : /nocturno/ /tranquilizante/ : /inquietante/ /inteligible/ : /misterioso/

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El cine negro y la comedia sofisticada serían buenos ejemplos de esos efectos de sentido, claramente polares, independientemente del color (= dominancia) utilizado. La saturación se correlaciona con la categoría tónica: Expresión : /saturado/ Contenido : /tonificante/ tónico euforia

: : : :

/desaturado/ /deprimente/ átono disforia

con todas las variantes que pueden asociarse a los términos de la categoría: /tonificante/ = «energía», «felicidad», «ostentación»... /deprimente/ = «debilidad», «aflicción», «humillación»... Es indudable que las correlaciones entre colores y contenidos se hacen más complejas a medida que de los cromemas pasamos a los colores como unidades integradas, y de éstos, a los sintagmas de colores. Y que, en definitiva, tales correlaciones sólo pueden establecerse en los enunciados concretos.

4. Nivel iconográfico Hasta ahora nos hemos detenido en la descripción del nivel icónico del signo visual. Pero a partir del nivel icónico se dibuja otro nivel de significación que conocemos como nivel iconográfico. Ya E. Panofsky (1972) había señalado estos dos niveles del texto visual. Según este autor, en el texto visual de la pintura podemos distinguir tres niveles de significación:

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1) contenido temático natural o primario, subdividido en fáctico y expresivo; 2) contenido secundario o convencional; 3) significado intrínseco o contenido propiamente dicho. •

El contenido temático natural o primario «se percibe por la identificación de formas puras, es decir, de ciertas configuraciones de línea y color, o de ciertas masas de bronce o piedra de forma peculiar, como representaciones de objetos naturales, tales como seres humanos, animales, plantas, cosas, instrumentos, etc., identificando sus relaciones mutuas como hechos, y percibiendo sus cualidades expresivas como el carácter doloroso de un gesto o una actitud, o la atmósfera hogareña y pacífica de un interior. El mundo de las formas puras, reconocidas así como portadoras de significados primarios o naturales, puede ser llamado el mundo de los motivos artísticos» (E. Panofsky: 1972, 15).



El contenido convencional o secundario «lo percibimos al comprobar que una figura masculina con un cuchillo representa a San Bartolomé, (...) que un grupo de figuras humanas sentadas a una mesa, en una disposición determinada y en unas actitudes concretas, representan la Última Cena, o que dos figuras luchando de una forma determinada, representan el Combate del Vicio y la Virtud. Al hacerlo así, relacionamos los motivos artísticos y las combinaciones de motivos artísticos (composiciones) con temas o conceptos. Los motivos, reconocidos como portadores de un significado secundario o convencional, pueden ser llamados imágenes, y las combinaciones de imágenes son lo que los antiguos teóricos del arte llamaron invenzioni; nosotros estamos acostumbrados a llamarlos historias y alegorías. La identificación de tales imágenes, historias y alegorías constituye el campo de la iconografía, en sentido estricto (...). Es

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evidente que un análisis iconográfico correcto en el sentido más estricto presupone una identificación de los motivos. Si el cuchillo que nos permite identificar a San Bartolomé no es un cuchillo sino un sacacorchos, la figura no es un San Bartolomé...» (Ibídem: 16-17). •

El significado intrínseco o contenido «lo percibimos indagando aquellos supuestos que revelan la actitud básica de una nación, un período, una clase, una creencia religiosa o filosófica (...) Apenas hace falta decir que esos principios son manifestados y, por tanto, esclarecidos a la vez por los métodos compositivos y por la significación iconográfica.» (...) Concibiendo así las formas puras, los motivos, las imágenes, las historias y las alegorías como manifestaciones de principios fundamentales, interpretamos todos esos elementos como lo que Ernst Cassirer llamó valores simbólicos» (Ibidem: 17-18).

Dejando de lado la terminología usada por Panofsky, que proviene de la historia del arte y que resulta un tanto anticuada en estos momentos, es evidente que el «contenido temático natural o primario» se identifica con nuestro nivel icónico del signo visual, que es el que nos permite reconocer las formas de los objetos. El «contenido secundario o convencional» corresponde, lo mismo que en Panofsky, al nivel iconográfico de la imagen. 4.1. Por el nivel iconográfico ingresan al texto fílmico los códigos que Ch. Metz (1971, II, X) llama no específicamente cinematográficos. Encontramos aquí códigos como el del relato, el de los gestos, el de la vestimenta, el de los colores, el código del comportamiento espontáneo, los códigos incluidos en eso que se llama vagamente «la realidad», pues «eso que se llama la realidad no es otra cosa que un conjunto de códigos. El conjunto de códigos sin los cuales esa realidad no sería ni accesible ni inteligible» (Ch. Metz: 1971, 78). Todos esos códigos que «nos hablan» la realidad se

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instalan en el nivel iconográfico del texto fílmico. En rigor, el nivel iconográfico es el que concita la atención del «gran público»; en el nivel icónico solamente se detiene el especialista, el cinéfilo, el crítico de cine y pocos más. Y sin embargo, como señala Panofsky (1972, 17), la «lectura» correcta del nivel iconográfico presupone una identificación correcta de los motivos, es decir, de los objetos naturales, de los seres humanos, animales, plantas, cosas, instrumentos, hechos, actitudes... que ofrece el nivel icónico. Toda «lectura» del nivel iconográfico pasa necesariamente por el nivel icónico del texto fílmico. En tal sentido, el nivel icónico se convierte en significante del nivel iconográfico, que funciona entonces como su significado, lo cual introduce en la reflexión semiótica el controvertido problema de la cinematografización de los códigos no cinematográficos. Ch. Metz lucha a brazo partido contra la teoría de la «cinematografización» con el argumento de que ningún código no cinematográfico que ingresa al texto fílmico cambia su naturaleza «nocinematográfica» por el hecho de incorporarse al texto fílmico. Y a demostrar esa tesis dedica interminables páginas de Langage et cinéma (1971). Sin embargo, aquí y allá, a lo largo de un recorrido laberíntico, el autor va reconociendo que, en el texto fílmico, el contacto de unos códigos con otros introduce un cierto contagio «cinematográfico», ya que el tratamiento cinematográfico de los códigos no cinematográficos, sin cambiar su naturaleza, los tiñe de cierto grado de «cinematograficidad» (V, 1). Y lo que es más contundente: bajo el principio de que «la forma habría sido diferente de haber sido inscrita en otra materia» (X, 3), resulta claro que la forma de cualquier código –el gesto, por ejemplo– adquiere un aspecto, un matiz diferente al inscribirse en un código icónico o en un código verbal. Es decir, un gesto «visto», una pelea «vista», no producen exactamente los mismos efectos de sentido que un gesto o una pelea «leídos», aunque en ambos casos mantengan su autonomía como códigos. Y la razón de ese contagio reside en el hecho, ya señalado, de que tales códigos constituyen el plano del contenido de otros códigos que son específicamente cinematográficos, que

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los invisten de ciertos rasgos específicos, como por ejemplo la iconicidad. Y es en ese sentido en el que se puede seguir hablando de cinematografización. El inventario de los códigos que se incorporan al texto fílmico a través del nivel iconográfico es un inventario abierto, pues los códigos de la «realidad» y los códigos de la cultura son innumerables 4.2. ¿Se puede hablar de un nivel iconográfico en el texto literario? Si bien el texto literario no utiliza iconos, en el sentido restringido del término, para expresar sus contenidos, como lo hace el texto fílmico, encontramos en el plano del contenido determinados rasgos que llamamos figuras (Hjelmslev) y más precisamente semas figurativos (Greimas). Los esquemas de las páginas 5 y 10 nos permiten ver ahora que la dimensión visual del texto literario no se instala en el plano de la expresión, como en el lenguaje visual o en el lenguaje del «mundo natural», sino en el plano del contenido. Este desplazamiento de nivel semiótico no impide la presencia de imágenes en el texto literario. Por el contrario, toda la tradición retórica se ha esforzado por inventar recursos para llenar de «imágenes» el texto literario. Tales dispositivos retóricos se han denominado, en términos generales, figuras del discurso. La misión de las figuras retóricas ha consistido, precisamente, en poblar de imágenes, de iconos en el sentido más amplio del término, el discurso. Más recientemente, el recorrido generativo (Greimas) culmina su productividad con las operaciones de iconización, «última etapa de la figurativización del discurso, en la que distinguimos dos fases: la figuración propiamente dicha, que da cuenta de la conversión de los temas en figuras, y la iconización, que, tomando a su cargo las figuras ya constituidas, las dota de investimientos particularizantes, capaces de producir la ilusión referencial» (A.J. Greimas y J. Courtés: 1979, 78). En tal sentido, el nivel iconográfico circunscrito por Panofsky tiene plena vigencia en el texto literario. La diferencia consiste en que las figuras, las imágenes, las historias se manifiestan por medio de significantes lingüísticos, de naturaleza fónica, o por sus delegados escriturales. Y es

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evidente que esta circunstancia determina efectos de sentido diferentes en el texto literario y en el texto fílmico, cuyo plano de la expresión es ya icónico desde un principio. Sin embargo, el nivel que hemos denominado iconográfico, por mantener la misma denominación de Panofsky, cumple en el texto literario la misma función que en el texto fílmico: por él ingresan al texto literario los mismos códigos que hemos identificado anteriormente al describir el texto fílmico. Y así, descubrimos en él códigos como el de los gestos, el de los colores, el de la música, el de las banderas, el del comportamiento, el de la acción (relato), el de la vestimenta y todos los demás: códigos de la «naturaleza» y códigos de la cultura. Con la sola diferencia de que en lugar de ser «mostrados» son «descritos», y con el consiguiente efecto de sentido que producen los dos modos de expresión, sin perjuicio de los valores semánticos propios de cada código. Aventurando una hipótesis, podríamos decir que, en el texto literario, tales códigos se «literarizan», es decir, adquieren una dimensión literaria, que no ostentan fuera de ese texto.

5. Códigos del sonido El sonido es un elemento fundamental del texto fílmico a partir de los años 30. Por el sonido ingresan al texto fílmico nuevos códigos que ostentan una autonomía indiscutible, como son los de la lengua y los de la música, principalmente. Los códigos de los llamados «ruidos» son más difíciles de precisar, aunque no por ello menos importantes. Todos ellos, juntos o por separado, se asocian a los códigos de la imagen para producir ese complejo inextricable que constituye el texto fílmico en su totalidad. Al igual que los códigos de la imagen, son códigos del plano de la expresión, distintos de aquellos códigos que, por relación con ellos, pertenecen al plano del contenido, como ya lo hemos señalado en páginas anteriores.

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5.1. El código de la lengua es suficientemente conocido como para que nos detengamos en su descripción. Sin embargo, su presencia en el texto fílmico demanda algunas observaciones: •

Las lenguas naturales pueden intervenir en el texto fílmico de múltiples maneras: la más frecuente y cuasi «natural» es la forma dialogada. Por medio de un desembrague enunciativo, el enunciador pone en escena personajes que toman la palabra para dirigirse a otros personajes, los cuales, a su vez, asumen la palabra para contestar a las propuestas y demandas de los primeros. Se «simula» así la conversación ordinaria entre dos o más personas. Las personas así representadas se convierten en «enunciadores» al interior del «mundo representado». Esta estrategia discursiva no se diferencia mucho de la utilizada en la representación teatral. Sin embargo, esas diferencias son importantes, y ellas radican en la estructura sintagmática que adoptan en el texto fílmico. Mientras que en el teatro la palabra se convierte en el vehículo fundamental de la «representación» –de donde resulta que la obra de teatro puede ser leída sin mayor pérdida de significación–, en el cine, el soporte fundamental de la significación es la imagen, y la palabra cumple un papel de «anclaje», como señalaba R. Barthes (1970), un papel de apoyo, de esclarecimiento. De ahí que el tratamiento de la palabra en el texto fílmico, aun permaneciendo siempre el mismo código, tiene que ser distinto que en el teatro. Y lo es, efectivamente. La palabra en el texto fílmico ostenta los rasgos de /brevedad/, /concisión/ y /precisión/. No se permite duplicar aquello que las imágenes muestran, administra con rigor las referencias contextuales, rehúye convertirse en conductora del relato, sacrifica las alusiones superfluas. Por otra parte, el ritmo de la imagen la obliga a adoptar soluciones rápidas y funcionales. Es decir, la palabra «dicha» en el cine es una «palabra» que no se dice en otra parte: ni en el teatro, ni en la novela, ni en la vida cotidiana.

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Podríamos decir que es una palabra «cinematográfica» por no decir «fílmica», como preferiría decir Ch. Metz. El contagio que se produce dentro del texto fílmico entre los diferentes códigos, determina las características de «textualización» de los códigos que en él intervienen. Porque hay que señalar, para hacer justicia, que también la imagen se contagia de los efectos que produce la presencia de la palabra. Basta para convencerse de eso comparar una película muda con otra de la época sonora. Se podrá observar fácilmente que las imágenes del filme mudo se esfuerzan por «decir» cosas que la película sonora dice más fácilmente con palabras. (No olvidemos que el cine, desde muy pronto, se vio obligado a acudir a la «palabra escrita» para completar lo que, a pesar de sus esfuerzos, no lograba «decir» con las solas imágenes. Esa solución dio origen a los intertítulos, textos escritos que se intercalaban entre secuencias de imágenes para conducir el relato y «explicar» la situación en la que se encontraban los personajes). La presencia de la palabra hablada obligó a las imágenes a reducir su innecesaria multiplicación, su redundancia, en favor de una mayor fluidez y economía. No se puede negar que, con todas sus limitaciones, el cine mudo hizo de la necesidad virtud, y logró obras cumbres del arte cinematográfico. En conclusión, la palabra en el texto fílmico es el resultado de un conjunto de operaciones –denominadas «tratamiento»– que le otorgan un perfil particular, un perfil que podríamos llamar «cinematográfico»; es decir, que la palabra en el cine sufre también un proceso de «cinematografización», pese a la opinión de Ch. Metz. En rigor, y para ser justos con Metz, habría que decir que la que sufre el proceso de «cinematografización» es el habla y no la lengua. 5.2. La música se construye igualmente con un conjunto de códigos específicos, que son bien conocidos de los compositores. Tampoco

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entraremos aquí en la descripción de tales códigos, por ser materia demasiado especializada en la que no tenemos competencia. Pero sí es necesario hacer algunas observaciones sobre el comportamiento de la música en el texto fílmico para poder apreciar siquiera someramente los efectos de sentido que produce al ser asociada con las imágenes. Ante todo, es preciso desterrar la opinión, instalada incluso entre los especialistas como uno de los «ídolos» de los que hablaba F. Bacon, de que la música no tiene significación, aunque produce sentido. Dicho en términos semióticos, que la música no incluye un componente semántico, que se reduce a determinadas relaciones sintácticas. Esa opinión olvida que el componente semántico de cualquier código no se reduce a los «conceptos» o ideas abstractas, sino que incluye invariablemente tres dimensiones fundamentales: (i) dimensión conceptual (ii) dimensión figurativa (iii) dimensión tímica o afectiva La teoría greimasiana es muy explícita al respecto, al señalar que el componente semántico se puede descomponer en unidades mínimas, llamadas «semas» . Y esos semas son: semas conceptuales (abstractosinteroceptivos), semas figurativos (exteroceptivos) y semas tímicos (propioceptivos) (Greimas-Courtés 1979, 333). Y ya la estilística había adelantado esa visión del significado. Dámaso Alonso dice en 1962: «Los significantes no transmiten [sólo] «conceptos», sino delicados complejos funcionales. Un «significante» emana en el hablante de una carga psíquica de tipo complejo, formada generalmente por un concepto (en algunos casos, por varios conceptos; en determinadas condiciones, por ninguno), por súbitas querencias, por oscuras, profundas sinestesias (visuales, táctiles, auditivas, etc.)» (D. Alonso, 1962, 22). Lo que sucede es que no todos los «lenguajes», y menos aún todos

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los textos que produce cada lenguaje, desarrollan de la misma manera las dimensiones semánticas del código; en unos casos por impedirlo la naturaleza del código; en otros, por opción del enunciador. Un sencillo cuadro nos permitirá observar las tendencias semánticas de aquellos códigos que nos preocupan en estos momentos:

Como se puede observar en este cuadro, en la lengua predomina la dimensión conceptual; en el cine, la dimensión figurativa y en la música, la dimensión afectiva. En la lengua, las dimensiones figurativa y tímica tienen una presencia notable; en el cine, la dimensión conceptual puede ser menor o mayor, según el «tratamiento» que obtengan en el texto fílmico los distintos elementos que lo componen, incluida la palabra que arrastra siempre una gran carga conceptual; en la música, la dimensión conceptual es prácticamente nula, mientras que la dimensión figurativa puede hacerse presente en composiciones imitativas (Pedro y el lobo, de Prokofiev) y en la llamada «música de programa», género en el que se puede incluir desde la Sexta Sinfonía de Beethoven hasta El Moldau de Smetana. En cuanto a los ruidos, nos limitaremos a decir que no conllevan ningún rasgo de la dimensión conceptual, pero que se asocian fácilmente con ciertos rasgos de la dimensión figurativa (auditiva) y con rasgos de la dimensión afectiva. Así, por ejemplo, la introducción al final de Nazarín (Buñuel, 1958) de los redobles de tambor producen una carga semántica sumamente afectiva.

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Lo más significativo, no obstante, es que textos producidos con uno sólo de los códigos pueden potenciar, por designio del enunciador, una u otra dimensión por medio de procedimientos diversos de «puesta en discurso». Así por ejemplo, el movimiento llamado conceptismo en la literatura española (B. Gracián, F. de Quevedo) acentúa sobremanera la dimensión conceptual del discurso; mientras que Góngora potencia la dimensión figurativa. En la moderna literatura peruana, Chocano desarrolla desmesuradamente la dimensión figurativa, mientras que Vallejo acentúa los valores tímicos y patémicos. En el ámbito del cine, un mismo autor como Alain Resnais, por una singular asociación entre imágenes y palabras, eleva la dimensión conceptual en El año pasado en Marienbad (1961), y por otro giro en el tratamiento de esos mismos elementos, acentúa poderosamente la dimensión afectiva en Hiroshima mon amour (1958). 5.3. Los códigos de los «ruidos» son códigos muy débiles estructuralmente hablando. Apenas conocemos algo de sus unidades constitutivas, de su morfología y de su sintaxis. Nos limitaremos a hacer unas ligeras observaciones sobre su presencia en el texto fílmico. Como ha señalado acertadamente Ch. Metz (1971,146), no podemos esperar a identificar las unidades mínimas de un código para observar su comportamiento en los textos. Es posible describir determinados efectos de sentido que su presencia textual produce sin necesidad de llegar a los niveles más finos del análisis. En ese sentido, los diversos códigos de los «ruidos» actúan por unidades «molares», es decir, como enunciados. El ruido de un motor de automóvil, el sonido de una sirena de ambulancia, un disparo, el golpeteo de una ventana movida por el viento, el barullo ruidoso de los cacharros en la cocina, unas pisadas en el corredor, etc., constituyen otros tantos enunciados sonoros. Dichos enunciados se pueden incorporar tales como son producidos,

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por medio de la grabación microfónica, al texto fílmico. La primera observación que se impone es la de que esos ruidos, en el texto fílmico, ya no son los mismos que los que se produjeron en el «mundo real». Han quedado reducidos a «imágenes» (sonoras) de aquellos ruidos iniciales, y como tales imágenes, pueden ser trabajados expresivamente: se pueden encoger o alargar; se puede manipular su intensidad y su timbre; es posible igualmente alterar su velocidad y su tempo. Con tales estrategias, el enunciador es capaz de producir una infinidad de efectos de sentido, que no se pueden reducir a un inventario cerrado. En general los «ruidos» contribuyen a crear un ambiente, una atmósfera determinada: calle, fábrica, fiesta… 5.4. Un aspecto particularmente importante de los códigos del sonido es el «tratamiento» sintagmático que pueden recibir en el texto fílmico. Además de la sintagmática propia de cada código, que le impone un orden de sucesión determinado y lo somete a determinadas combinaciones más o menos rigurosas –pensemos en las reglas sintácticas de la lengua y de la música frente a las normas relajadas o nulas de los «ruidos»–, se impone en el texto fílmico una sintagmática vertical, simultánea, en la que interviene además, y fundamentalmente, la sintagmática de las imágenes. La banda de imágenes se combina en simultaneidad con la banda sonora de manera muy variada. Un simple diagrama nos permitirá visualizar las posibilidades de combinación vertical o simultánea entre las dos bandas:

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El diagrama configura algo así como una partitura musical. La más constante es, obviamente, la banda de imágenes, ya que el texto fílmico se construye fundamentalmente con imágenes, y raras veces es interrumpida por breves momentos. El diagrama elaborado sugiere uno de esos casos excepcionales, que puede ser ilustrado con Carnal Knowledge (Ansias de amar, M. Nichols, 1971). En esa película existe un momento en el que la pantalla se queda en negro, y el acto de amor se sugiere únicamente con «ruidos»: ruidos de la cama al moverse, «ruidos» guturales de los amantes, quejidos y respiraciones entrecortadas, amplificados por los recursos técnicos de grabación y de reproducción, etc. La música, tanto la de fondo como la que surge de una fuente sonora «in» u «off», se interrumpe con frecuencia y reaparece más adelante. Los «ruidos» pueden acompañar a la música y a las palabras, conformando una «polifonía» en la que, a su vez, se integran, juntos, a las imágenes. La palabra, por su parte aparece y desaparece, según las necesidades de los personajes y del discurso, si se trata de la palabra «en off», la cual puede cumplir diversas funciones, desde la narrativa hasta la de comentario y la de «monólogo interior», hecho audible por convención. Y lo más importante, finalmente, es que el sonido permite valorar el silencio, que no era un elemento «pertinente» en el cine mudo, pues era mera carencia. Los efectos de sentido de la sintagmática vertical o simultánea han de ser observados en cada texto concreto, pues cada texto constituye un sistema singular (Ch. Metz, 1971, 69 ss). Y también aquí son aplicables los sistemas semisimbólicos para dar cuenta de tales correlaciones sintagmáticas. 5.5. ¿Podemos hablar de «sonidos» en el texto literario? La respuesta es afirmativa, evidentemente, pero desde distintos puntos de vista, desde distintas pertinencias. La materia de la expresión del texto literario es el sonido de la lengua. Entendámonos: actualmente, el texto literario se presenta bajo el ropaje gráfico de la escritura; pero no olvidemos que la

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escritura es un código vicario; que la escritura se limita a representar «sonidos», fonemas en términos lingüísticos, y que la materia prima de lo literario es la materia del signo lingüístico, que es primordialmente sonora. Esa es, pues, una presencia fundadora del «sonido» en el texto literario. Pero, por otro lado, en el plano del contenido se actualizan por medio de la palabra toda suerte de sonidos «dichos», es decir, representados: desde «otras» palabras –las palabras que se atribuyen a los personajes–, hasta músicas y «ruidos». Basta con pensar en la fuerte presencia que tiene en Proust la «representación» de la música para darse cuenta de su inserción en el texto literario4 . Pero igualmente ingresan al texto literario por medio del «mundo representado» a través de la palabra –el plano del contenido– todos los «ruidos» del universo circundante. La literatura de todos los tiempos está plagada de cantos de aves, de murmullos de aguas, de susurros de hojas, de gritos de animales, de pasos cercanos, de batidos de puertas y ventanas, de truenos y tempestades, y de miles más, que encantan u horrorizan el «oído» imaginario.

6. Tensividad del texto Los más recientes estudios sobre semiótica tensiva (J. Fontanille/Cl. Zilberberg, 1998; J. Fontanille, 1995, 1998; Cl. Zilberberg, 1998, 1999) dirigen nuestra atención a las tensiones que se producen en el texto fílmico y en el texto literario para apreciar cómo trabajan la significación, tanto en el plano de la expresión como en el plano del contenido. Hjelmslev (1987, 242) señala que el plano de la expresión está integrado por dos dimensiones: la dimensión de los «constituyentes», o sea, los fonemas, y la dimensión de los «exponentes», es decir, los «acentos» y las «modulaciones» (= variaciones de la entonación). Los acentos son intensos y localizados; las modulaciones, extensas y distribuidas. En virtud del isomorfismo entre el plano del contenido y el plano de la expresión, los «exponentes» pueden

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proyectarse al plano del contenido: «A grandes rasgos, los morfemas extensos son los morfemas «verbales»; los morfemas intensos son los morfemas «nominales» (Hjelmslev, 1987, 326). El acento y las modulaciones se manifiestan de maneras muy diversas de acuerdo con la materia significante que dichos «exponentes» informen. Así, en el texto fílmico, un acento puede ser producido por la inserción de un primer plano en la cadena sintagmática de una secuencia; por un movimiento de zoom-in; por un procedimiento de iluminación; por un ajuste focal; por la ubicación del objeto en un punto privilegiado del espacio (en primer término, apartado del grupo, en posición más alta o más baja…); por un picado o contrapicado de la cámara; por la acentuación del cromatismo; y por cualquier otro dispositivo de la puesta en escena. La modulación puede ser producida por medio de la alternancia de planos de larga duración con planos de duración más corta; de planos cercanos con planos lejanos; por medio de los movimientos de cámara (travelling y panorámica); por medio de la modulación de la luz y del color, etc. Del acento y de la modulación en el texto literario, poco es lo que tenemos que añadir, pues los dispositivos con los que actúan son ampliamente conocidos. Basta con recordar la función que ambos «exponentes» cumplen en la versificación para darnos cuenta del trabajo creativo que siempre han desempeñado en el texto literario. 6.1. Todo hecho semiótico –declara Cl. Zilberberg (1998, 10)– está constituido por la «compenetración de dos dimensiones»: la intensidad y la extensidad, que corresponden de alguna manera a lo sensible y a lo inteligible. La correlación de esas dos valencias da por resultado un valor, tanto en el plano de la expresión como en el plano del contenido. Dichas valencias configuran dos grandes campos: el espacio externo, conformado por ambas valencias, denominado espacio de control, y el espacio interno, en el que son definidos los valores (J. Fontanille, 1998, 24). El esquematismo tensivo es un dispositivo que permite pasar de un

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valor a otro del campo tensivo en forma continua, evitando la ruptura que produce la categorización. De esta forma, cualquier dispositivo cinematográfico encuentra su explicación adecuada en una correlación entre intensidad y extensidad. Así, por ejemplo, la escala de planos, que nos lleva desde el plano general al primer plano, justifica la continuidad de sus valores expresivos en un diagrama como el siguiente:

El Primer Plano (P.P.) está marcado por una fuerte intensidad perceptiva y emotiva y concentra la atención en una extensión reducida; el Plano General (P.G.), en cambio, ofrece un amplio espacio a la percepción, pero es emotivamente átono. Los planos intermedios definen sus valores en función de una mayor o menor intensidad correlacionada con una menor o mayor extensidad, respectivamente. La correlación expresada en un esquema como el anterior es una correlación inversa: a más intensidad, menos extensidad; a más extensidad, menos intensidad. El arco tensivo puede ser recorrido en ambas direcciones. En cada texto fílmico, la praxis enunciativa escogerá la dirección preferida

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para conducir la atención del espectador, con los consiguientes efectos de sentido que la acompañan. En otros casos, es posible trabajar la correlación conversa: a más intensidad, más extensidad; a menos extensidad, menos intensidad. El trabajo de la luz, como señala J. Fontanille (1998, 26), se distribuye en el campo tensivo de la manera siguiente:

La iluminación generalizada invade el espacio perceptivo con una alta intensidad luminosa; el color, en cambio, se sitúa en ciertas zonas restringidas y con baja intensidad luminosa. Afinando el análisis en aras de la exhaustividad, las dimensiones de la intensidad y de la extensidad pueden ser descompuestas en dos subdimensiones cada una. Cl. Zilberberg (1998, 24) lo aclara con el diagrama siguiente:

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La correlación entre dimensiones y subdimensiones produce en cada texto efectos particulares que es preciso captar para poderlos describir con estos dispositivos. Pensemos en el «tempo», aspecto que ha sido utilizado desde siempre tanto por el texto fílmico como por el texto literario. Por medio de ciertos recursos semióticos, el texto se acelera considerablemente, produciendo al mismo tiempo una elevada tonicidad. Volvamos los ojos a un ejemplo clásico: Acude, corre, vuela, traspasa la alta sierra, ocupa el llano, no perdones la espuela, no des paz a la mano, menea fulminante el hierro insano. [Fray Luis de León, Profecía del Tajo].

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Suprimiendo simplemente las conjunciones (asíndeton), las cuales podríamos catalizar fácilmente, el texto produce un efecto de rapidez fulgurante, acompañado de un aumento notable de tensión o tonicidad, y al mismo tiempo, el tiempo se abrevia. En cambio, el mismo Fray Luis de León, multiplicando las conjunciones a cada paso (polisíndeton), logra un texto reposado, aunque en perpetuo movimiento. Porque si cualquiera que entra en algún palacio o casa real rica y suntuosa, y ve primero la fortaleza y firmeza del muro ancho y torreado, y las muchas órdenes de las ventanas labradas, y las galerías y los chapiteles que deslumbran la vista, y luego la entrada alta y adornada con ricas labores, y después los zaguanes y patios grandes y diferentes, y las columnas de mármol, y las largas salas y las recámaras ricas, y la diversidad y muchedumbre y orden de los aposentos, hermoseados todos con peregrinas y escogidas pinturas, y con el jaspe y el pórfiro y el marfil y el oro que luce por los suelos y paredes y techos, y ve juntamente con esto la muchedumbre de los que sirven en él, y la disposición y rico aderezo de sus personas, y el orden que cada uno guarda en su ministerio y servicio, y el concierto que todos conservan entre sí, y oye también los menestriles y dulzura de música, y mira la hermosura y regalo de los lechos, y la riqueza de los aparadores, que no tienen precio, luego conoce que es incomparablemente mejor y mayor aquel para cuyo servicio todo aquello se ordena, así debemos nosotros también entender que… (Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, [Pimpollo]).

Aquí el «tempo» se lentifica, mientras que el tiempo se alarga y el espacio se abre cada vez más. Los efectos tímicos que estamos poniendo de relieve afectan al enunciatario aun antes de ingresar al conocimiento del nivel semántico propiamente dicho, aunque se hallen evidentemente en correlación con ellos. Los lexemas «acude, corre, vuela…» contienen evidentes semas de velocidad; así como en el texto de Los nombres de Cristo abundan lexemas con rasgos de «detenimiento»: «primero»…

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«después», «muchas órdenes de las ventanas», «juntamente con esto», «y luego… y luego», etc. Es indudable que todos los dispositivos del texto concurren al mismo efecto, aunque a veces lo hagan en contrapunto, como sucede frecuentemente en el texto musical. Y en el texto fílmico ocurre lo mismo. Un solo ejemplo para confirmar los efectos de la tensividad en su constitución. El suspense de las películas de A. Hitchcock surge de una operación muy simple: alargando la duración de los planos, consigue acelerar el «tempo» y la intensidad de la emoción.. Como puede observarse, el suspense de Hitchcock trabaja una correlación conversa: a mayor duración –subdimensión de la temporalidad–, mayor rapidez del «tempo» y mayor tonicidad de la intensidad.

El mismo Hitchcock es consciente de esta correlación. En sus conversaciones con F. Truffaut, explica: «La diferencia entre el suspense y la sorpresa es muy simple: estamos conversando aquí mismo tranquilamente y tal vez debajo de la mesa han dejado una bomba. Nuestra conversación

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es totalmente intrascendente, no pasa nada de especial, y de golpe, ¡bum!, ¡explosión! El público ha sido sorprendido, ciertamente; pero antes de serlo, se le ha mostrado una escena absolutamente banal, desprovista de todo interés. Veamos ahora cómo funciona el suspense. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe. Y sabe que va a explosionar a una hora determinada, y sabe que faltan unos minutos para el momento de la explosión –minutos que se irán señalando por medio de un reloj que está en el decorado. La misma conversación anodina de antes se carga súbitamente de interés porque el público forma ya parte de la escena. En el primer caso, le hemos ofrecido al público 15 segundos de sorpresa; en el segundo caso, le hemos proporcionado 15 minutos de suspense» (F. Truffaut, 1991, 61). Claro que aquí y en otros textos fílmicos de Hitchcock, intervienen otros elementos que contribuyen a crear el suspense, como el mismo director señala: la distribución del saber en el discurso fílmico, por ejemplo, dispositivo que nos llevaría necesariamente a tratar el nivel discursivo de las modalidades y que no podemos desarrollar en los límites de este trabajo. Baste con decir, para cerrar estas consideraciones, que en Intriga internacional (1959) la tensión nace del hecho de que el espectador sabe tanto como el protagonista, mientras que en Frenesí (1972), el suspense surge de que el espectador sabe más que la protagonista. En El asesinato de Rogelio Ackroyd (Agatha Christie, 1928), el lector adopta, sin saberlo, el punto de vista que le impone el asesino, punto de vista que produce un saber delimitado, a pesar de las marcas semióticas que el narrador va sembrando a lo largo del texto. La economía del saber se convierte así en una fuente constante de tensiones afectivas, tanto en el texto fílmico como en el texto literario. Y es siempre la instancia enunciativa la que gobierna esos dispositivos.

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7. Final Tanto el texto fílmico como el texto literario están constituidos por múltiples códigos que se ubican en distintos niveles de pertinencia. Los códigos que intervienen en la configuración de los textos se interrelacionan unos con otros en un tejido inconsútil, determinándose mutuamente y generando efectos de sentido particulares en cada texto singular en el que intervienen. El código dominante en el texto impone sus condiciones a los demás códigos, los cuales, sin dejar de ser lo que son, sin perder su autonomía de códigos, se contagian de ciertos rasgos de la materia y de la forma significante del código dominante. En el texto fílmico, los códigos no cinematográficos se tiñen de iconicidad, y más ampliamente, de «cinematograficidad»; en el texto literario, los códigos no lingüísticos, se contagian de «lingüisticidad» y de literariedad. Y hasta la dimensión tímica adquiere resonancias diferentes en cada uno de los textos. Porque –ya lo hemos dicho– la forma de un código se modula de acuerdo con la materia en la que se inscribe. Ésa es precisamente la razón de que «ver» una película no sea lo mismo que «leer» una novela. No son experiencias intercambiables, aunque ambos textos «relaten» la misma historia, ofrezcan los mismos comportamientos, presenten los mismos ambientes. Los efectos de sentido producidos por ambos textos son en parte los mismos y en parte distintos. La comparación se puede hacer fácilmente con dos textos clásicos de un nivel de calidad similar, cada uno en su ámbito: La dama de las camelias, novela de Alejandro Dumas (1848) y Camille, película de George Cukor (1935). La historia de un amor imposible adquiere tales rasgos específicos en cada texto, que terminan por ser diferentes, siendo siempre el mismo melodrama. Ambos textos son obras clásicas, referencia obligada en su género. Uno de los textos no es ni mejor ni peor que el otro; simplemente son

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diferentes. Y la diferencia radica precisamente en la forma en que los diferentes códigos que en ellos concurren se han entretejido, y en los rasgos de la materia significante que los soporta: rasgos icónicocinematográficos /rasgos lingüístico-literarios.

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El suspenso narrativo: Del cuento policiaco al cine contemporáneo Lauro Zavala

El suspenso es, sin duda, una de las estrategias retóricas más persistentes y ubicuas en la historia de la narrativa. En este trabajo pretendo mostrar la pertinencia de la teoría del cuento para el estudio del lenguaje cinematográfico contemporáneo y, en particular, la pertinencia de las estrategias del suspenso que están presentes en el cuento clásico para entender el poder de seducción de gran parte del cine surgido a partir de la década pasada.

Del cuento al cine: forma y estructura Estas notas parten del supuesto de que en nuestros días la forma narrativa con mayor poder de seducción es el cine. Y el cine, a su vez, debe ese poder a haber incorporado los elementos estructurales que definen al cuento corto, y muy especialmente los recursos del suspenso narrativo. De lo anterior se deriva una observación con efectos prácticos: toda buena adaptación de una novela al cine consiste en reducir aquélla a la lógica y a las proporciones del cuento clásico, y en ser infiel a la naturaleza literaria de la narración original, de modo que responda a las propiedades del lenguaje cinematográfico. Al iniciar estas notas con estas afirmaciones tomo como punto de partida el recurso narrativo llamado intriga de predestinación, que consiste en ofrecer desde las primeras líneas la conclusión a la que se dirige el texto, en este caso de manera explícita1. 1 «La intriga de predestinación consiste en dar, en los primeros minutos de la película, lo esencial

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Las similitudes entre el cine y el cuento son de dos tipos: formales y estructurales. Las formales son las más evidentes: están contenidas en lo que Poe, creador del cuento moderno y del cuento policiaco, llamó la unidad de impresión2. Las similitudes estructurales están centradas precisamente en el suspenso narrativo. La unidad de impresión, que, por cierto, el cuento y el cine comparten con la poesía, está ligada a la extensión que debe tener el texto. Esta extensión, decía Poe, debe ser tal que el relato pueda ser leído en una sentada y en un lapso menor que las dos horas. Ello significa, para el cuento, una extensión de no más de 15 mil palabras, y para el cine, de aproximadamente una hora y media de proyección. Por supuesto, esta convención exige una gran economía de recursos narrativos, y la relativa ausencia de digresiones, propias de la novela, lo mismo en el contenido que en elementos formales como el estilo y el ritmo textual. Pero la similitud más importante entre el cuento corto y el cine clásico es estructural, y consiste en el empleo de las estrategias del suspenso narrativo. Al utilizar este término me refiero no solamente al sentido literal que tiene en la narrativa policiaca, sino además, y en general, al sentido que tiene en la teoría narrativa contemporánea.

Suspenso narrativo: elementos básicos ¿Qué es, entonces, el suspenso narrativo? Básicamente, es un efecto de sentido producido en el lector o espectador de cine, que consiste en «un estado de incertidumbre, anticipación o curiosidad en relación con el desenlace de la narración»3. de la intriga y su resolución, o al menos la resolución esperada». J. Aumont et al.: Estética del cine. Barcelona, Paidós, 1983, 125. 2 Edgar Allan Poe: «Filosofía de la composición», en Ensayos y críticas. Madrid, Alianza Editorial, 1973, trad. Julio Cortázar, 67. 3 J. A. Cuddon: A dictionary of literary terms. London, New York, Penguin, 1973, 663.

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En otros términos, si tomamos el efecto por la causa, el suspenso es «una estrategia para generar y mantener el interés» del receptor4. Así, entonces, resulta evidente que el suspenso es el elemento retórico crucial que define el poder de seducción de toda narración clásica. Con el fin de mostrar cómo este elemento permite definir no sólo al cine sino también al cuento clásico, es necesario enumerar cada una de las características propias del cuento, señaladas por la teoría contemporánea: el cuento clásico se organiza textualmente alrededor del sentido epifánico de la anécdota, es decir, alrededor de la revelación súbita a la que acceden el lector y el protagonista en el momento climático del relato. Esta revelación, a su vez, puede encontrarse en un final sorpresivo pero coherente con el resto del relato, y que lleve al lector a tener la sensación de que este final era inevitable desde la perspectiva de las opciones posibles5. Estos tres elementos –la revelación epifánica, el final sorpresivo y la inevitabilidad en retrospectiva– están determinados por las reglas del suspenso narrativo. Como puede observarse, estos elementos no son exclusivos, aunque sí imprescindibles, para el relato policiaco, que no es otra cosa que una narración estructurada según el principio de un tipo particular de suspenso: el suspenso estructurado alrededor de la búsqueda (epistémica) de una verdad: el verdadero culpable del crimen.

Suspenso policiaco: estrategias retóricas Todos sabemos que la narrativa policiaca es, entre todas las formas de empleo del suspenso narrativo, la más persistente y la que ha dado sus

4 Joseph T. Shipley: Dictionary of world literary terms. Boston, The Writer, Inc., 1970, 321. 5 Rust Hills: Writing in general and the short story in particular. An informal textbook. Boston, Houghton Mifflin, 1977. Cf. esp. «Epiphany as a Literary Term», «Inevitability in retrospect» y «Ending».

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mejores resultados precisamente en el cine y en el cuento corto. En este punto de confluencia de estos tres intereses (suspenso, cuento y cine), podríamos preguntarnos ¿en qué consiste su fuerza de atracción? Tal vez todos lo sabemos, aunque sea de manera intuitiva. En primer lugar, el tema central de todo relato policiaco es la muerte, lo cual es una preocupación vital para todos, y en segundo lugar (y esto es tal vez lo más importante) el lector no juega para ganar, sino para perder. Ambos elementos se integran en una experiencia de lectura muy específica. Al estar de por medio la forma por excelencia del suspenso, el lector termina por preservar su optimismo en la vida cotidiana, relativamente alejada del mundo azaroso y agudamente conflictivo del relato policiaco, y a la vez conserva la sensación de que existe una instancia (narrativa) capaz de ofrecer una respuesta satisfactoria a las preguntas más difíciles, es decir, que siempre existe la posibilidad de responder a enigmas que tienen en el fondo un enorme peso moral6. Esto es así, independientemente de que la historia sea una variante de la tradición norteamericana, donde la explicación del misterio se ofrece al final; o que se trate de un relato-enigma, propio de la tradición británica, donde el detective busca las claves a partir de las evidencias mostradas en la acción inicial7. Y bien, a partir de estas estrategias narrativas propias del relato policiaco, podemos definir en general los elementos comunes con la narrativa clásica, y en particular los elementos comunes con el cine y con el cuento corto. Para ello, es necesario recurrir a los códigos temporales e irreversibles de toda narración (según la propuesta de Roland Barthes en su estudio sobre el realismo decimonónico): el código de las acciones, que

6 Esta tesis está expuesta de manera convincente por Judith Schoenberg en «Agatha Christie: el ¿quién fue? o la malignidad del azar» en Texto crítico 4 (1976), Universidad Veracruzana, 7888. 7 Juan José Millás: «Introducción a la novela policiaca» en E. A. Poe: El escarabajo de oro y otros cuentos. México, Red Editorial Iberoamericana, 1988, 9-31.

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debe seguir una lógica secuencial, en la que se habrá de restaurar un orden alterado al iniciarse el relato, y el código hermenéutico, que debe seguir una lógica epistémica, es decir, la lógica de la búsqueda y el develamiento de una verdad oculta para el lector, y que consiste en distinguir los términos (formales) a partir de los cuales «se centra, se plantea, se formula, luego se retrasa y finalmente se descifra un enigma»8. Por supuesto, lo que define a una narración es la existencia de una serie de acciones; pero lo que hace de esta secuencia una aventura estética es, en gran medida, el juego con los enigmas del relato. Al estudiar el cine clásico y el cuento corto podemos reconocer las estrategias clásicas del suspenso: son las estrategias del misterio, el conflicto y la tensión9.

Estrategias de reticencia: misterio, conflicto, anticipación y sorpresa En el suspenso producido como resultado del misterio, el lector o espectador sabe que hay un secreto, aunque ignora la solución que puede tener. En este caso, el narrador compite con el lector, y debe sorprenderlo. Ello atrae la curiosidad de este último, y se resuelve por medio de la explicación del narrador o del personaje que cumple el papel del investigador en la historia. Este suspenso es propio del relato policiaco, que es la narrativa epistémica por excelencia. En el suspenso definido por el conflicto se evoca la incertidumbre del lector o espectador acerca de las acciones de los personajes, y se resuelve por medio de las decisiones tomadas por ellos mismos. De estas decisiones, suspendidas por el narrador hasta el final, con el fin de mantener la atención

8 Roland Barthes: «Los cinco códigos» en S/Z. México, Siglo XXI Editores, 1980 (1970), 1415. El código hermenéutico consiste en distinguir los términos (formales) a partir de los cuales «se centra, se plantea, se formula, luego se retrasa y finalmente se descifra un enigma». Op. cit., 14. 9 Rust Hills: «Technique of suspense», op. cit., 37-43.

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del lector, depende la estructura básica del relato, y es el elemento fundamental que toda adaptación de la literatura policiaca al cine debe respetar para ser fiel a este elemento de seducción del texto literario. Finalmente, en el suspenso definido por la tensión narrativa se provoca la anticipación del lector, la cual se resuelve por el cumplimiento de las expectativas. En este último caso, el lector o espectador es un cómplice moral del protagonista, y conoce una verdad que los demás personajes ignoran. Es decir, aquí el lector conoce el qué de las acciones, y el suspenso consiste en conocer el cómo, cuándo y por qué va a ocurrir lo anunciado. Ciertamente, esta forma de suspenso es la más compleja, y es también la que exige la mayor colaboración entre el narrador y el lector o espectador. De hecho, éste es el suspenso que caracteriza al cine de Hitchcock, que a su vez tiene como antecedente directo, en su variante aún más irónica, al Edipo de Sófocles. A propósito del cine de Hitchcock, el semiólogo inglés Peter Wollen distingue entre suspenso (cuando el espectador conoce el secreto pero el personaje no), misterio (cuando el espectador no conoce el secreto pero sabe que hay un secreto) y sorpresa (cuando el espectador no sabe que hay un secreto hasta que súbitamente es revelado)10. Ahora bien, si toda historia suele utilizar estas estrategias de suspenso, las diferencias entre un relato y otro consisten en la manera de dosificar las formas de «frenado» de la solución del enigma original. Las formas de suspender esta solución son los bloqueos, los engaños, los equívocos y la presentación diferida de las respuestas. De hecho, todo texto contiene uno o varios enigmas que es posible descifrar. Y mientras el código de acciones acelera el desarrollo de la historia, el código hermenéutico dispone revueltas, detenciones y desviaciones entre la pregunta y la respuesta, es decir, reticencias (morfemas dilatorios), que

10 Peter Wollen: «The hermeneutic code», en Semiotic counter-strategies. Readings and writings. London, Verso, 1982, 10-48.

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son, entre otros, los siguientes: el engaño (especie de desvío deliberado de la verdad), el equívoco (mezcla de verdad y engaño), la respuesta suspendida (detención afásica de la revelación) y el bloqueo (constatación de la insolubilidad)11.

Género y estilo: autoridad narrativa y narratorial Todo cuento, lo mismo que toda película, es el espacio idóneo para el ejercicio del suspenso, pues, como señala Ricardo Piglia, siempre cuenta dos historias: una explícita y aparente, y otra oculta, que es la que «realmente» cuenta12. Cada cuento y cada película parece contar una historia para, al final, sorprendernos con otra cuyo sentido quedó suspendido desde la formulación del enigma inicial, que debe ser resuelto al responder a la pregunta: «¿Qué ocurrió?». A la relación que se establece entre la historia aparente y la historia profunda la llamamos «género», y al tratamiento que reciben los temas de estas historias, «estilo». Las diferencias en el empleo de las estrategias de suspenso determinan las diferencias que encontramos entre Poe y Borges, entre Conan Doyle y Chesterton, y entre Fritz Lang y John Huston o entre Hitchcock y Brian de Palma. La espera, entonces, como condición fundadora de la verdad, define al relato como un «rito iniciático erizado de dificultades»13, lo mismo en cine que en literatura. Esta espera define la paradoja de toda narración, que consiste en que la transmisión de información que da al narrador la autoridad para narrar hace que éste pierda finalmente esta misma autoridad

11 Cf. R. Barthes, op. cit., 62. 12 Ricardo Piglia: «El jugador de Chéjov. Tesis sobre el cuento». Texto incluido en el libro colectivo Techniques narratives dans le conte hispanoaméricain. Paris, CRICCAL, La Sorbonne, 1987. 13 Roland Barthes, op. cit., 62.

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al concluir la narración, es decir, al haber agotado su información.14 Hasta aquí he observado el suspenso en la narrativa clásica, es decir, en el cuento corto, cuyas reglas fueron explicitadas y practicadas por Poe y en el cine conocido en la literatura especializada como «cine clásico», es decir, el cine de géneros cuyas convenciones cristalizaron alrededor de la década de 1940. Pero en el cine y en la narrativa contemporáneos, el suspenso se desplaza al juego entre la autoridad narrativa (basada en la duplicidad del narrador, que termina por sustituir la apariencia por una realidad, descubriendo el sentido de un enigma) y la autoridad narratorial (basada en la autorreferencialidad narrativa, centrada en las estrategias mismas de seducción, es decir, en exhibir ante el lector las reglas del juego entre cubrir y descubrir el enigma que da origen al relato). En otras palabras, en la narrativa contemporánea toda narración cuenta una historia (en la voz narrativa), pero también se cuenta a sí misma (en la voz narratorial)15. Es decir, aquí se superponen el suspenso narrativo (que frena la solución de un enigma) y el suspenso narratorial (que frena la explicación acerca de cómo está construido el relato y qué otros textos están siendo aludidos).

Del cine de autor al cine de la alusión A partir de lo expuesto hasta aquí podría formularse una hipótesis de trabajo: si el género policiaco se inició en el cuento debido a su propia economía de recursos y a la proximidad del relato breve con las fuentes del suspenso16, las estrategias narrativas propias de este género serán el 14 Ross Chambers: «Narratorial authority and The purloined letter», en Story and situation. Narrative seduction and the power of fiction. Minneapolis, University of Minnesota Press, 1984, 50-72. 15 Ross Chambers, op. cit., 52-53. 16 Este argumento se encuentra expuesto por G. K. Chesterton en sus artículos y conferencias sobre el relato policiaco. Por su parte, Margarita Pinto, en «La novela policiaca y su futuro», cita un artículo de Joan Leita, sin ofrecer la fuente, en el que se concluye con la siguiente afir-

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punto de partida para el desarrollo de los géneros narrativos del cine clásico, y no sólo para el cine policiaco. Por otra parte, en el cine contemporáneo (surgido a partir de la década de 1980) seguimos aprendiendo a ver y a reconocer, en el espejo imaginario de la pantalla, los fragmentos de nuestra identidad cultural, en particular aquellos que provienen de las referencias y alusiones a películas que hemos visto, y a los textos que hemos leído, a las situaciones que hemos imaginado y, en fin, a los deseos que cotidianamente nos impulsan a actuar17. La interdiscursividad de la cultura contemporánea y, en particular, la relación irónica, retrospectiva y autorreferencial de las convenciones de distintos géneros (como el policiaco) y de distintos estilos (como el noir)18 llevan al espectador a ser un observador de sí mismo y de sus formas de reconocimiento de los códigos morales y estéticos que estos cuentos y estas películas ponen en juego. En los últimos años hemos podido observar el resurgimiento del cine policiaco, y su persistencia lo convierte en el género seminal de las estrategias de intertextualidad del cine contemporáneo. ¿Cuáles son algunas de las estrategias que adopta esta lógica de la alusión? Entre otras, podrían ser mencionadas las siguientes: adaptaciones recientes a clásicos de las tragedias hard-boiled (como El cartero siempre llama dos veces o Muerto al llegar), pastiches cuya circularidad es violentamente interminable (como Hombre muerto no paga o Cuerpos ardientes), condensaciones de los temas y el tono de denuncia política y moral del cine negro de fines de la década de

mación: «Sería bueno volver a los orígenes. La narración policiaca breve, original y trepidante es la mejor fórmula para no agotar definitivamenbte el género (...). Para seguir existiendo, la trama policiaca ha de abandonar la novela para brillar en la narración corta. Poco texto, pero bueno» (Sábado de Unomásuno, 13 de mayo de 1989). Cf. J. L. Borges: «El cuento policial» en Borges oral. Barcelona, Bruguera, 1983, 69-88. 17 Nöel Carrol: «The future of allusion: Hollywood in the seventies (and beyond)», October 20 (1983), 51-81. 18 La distinción entre el género policiaco y el estilo noir (con su carga expresionista) ha sido desarrollado por Paul Schrader en su ya clásico texto «El cine negro», reproducido en Primer Plano 1 (1981), Cineteca Nacional, 43-53.

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1940 (como Barrio chino, de Polansky, o Los intocables, de Brian de Palma), palimpsestos deliberadamente parciales de novelas enigmáticas (como El nombre de la rosa), desplazamientos de la televisión al cine y de los dibujos animados a la presencia de actores frente a la cámara, en el ambiente noir de fines de la década de 1930 (como Roger Rabbit), fusiones de elementos del film noir y la ciencia ficción en una búsqueda metafísica de la identidad (como Blade runner), y reconversiones de espacios éticos y estéticos convencionalmente excluyentes entre sí (como Blue velvet o Lost highway). Estas adaptaciones, condensaciones, pastiches, palimpsestos, desplazamientos, fusiones y reconversiones de diversas tradiciones genéricas y estilísticas del cine clásico obligan a redefinir y relativizar el concepto mismo de «género». Podría parecer entonces que después del cine de autor y del cine de género nos encontramos ahora ante un cine de la alusión y del fragmento, donde la parodia es emblemática de la mayor originalidad a la que podríamos aspirar, en este espacio definido por una intertextualidad creciente.

El suspenso de las interpretaciones Cuando toda película es un muestrario de convenciones, cuando la estética contemporánea sigue la lógica del mosaico, y cuando el marco de referencia se vuelve más importante que aquello que exhibe en su interior19, el espectador tiene todo el derecho a convertir el texto cinematográfico o literario en un pre-texto para multiplicar sus posibles interpretaciones. 19 Además de los trabajos de Umberto Eco («La innovación en el serial» en De los espejos y otros ensayos. Barcelona, Lumen, 1988, 134-156) y Thomas A. Sebeok «Entrar a la textualidad: ecos del extraterrestre», en Discurso 7 (1985), Unam, 83-90), podría mencionarse el caso paradigmático de En busca del arca perdida (S. Spielberg, 1983), que, según Omar Calabrese, ha sido construida con más de 350 remisiones a otras obras cinematográficas y de otra naturaleza. Cf. O. Calabrese: La era neobarroca. Madrid, Cátedra, 1989, 188.

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El verdadero suspenso en la narrativa contemporánea, el enigma por resolver en todo relato, ya no está en aquello que se narra (pues ya no hay una verdad única o relevante por descubrir), sino que se encuentra en la posibilidad de reconocer las fuentes utilizadas y las estrategias de estilización de las convenciones genéricas tradicionales, propias del cine y del cuento clásico, estrategias que convierten a toda película en un ejercicio neobarroco de la alusión itinerante. Como puede verse, el cine contemporáneo y, muy especialmente, el cine que retoma elementos de la tradición policiaca o de la tradición noir constituyen, por su propia naturaleza enigmática y por el lugar central que en él ocupan las estrategias de suspenso, un espacio particularmente susceptible de registrar los cambios en la sensibilidad cotidiana y en la manera de ver el mundo y de recomponerlo imaginariamente.

Del papel a la luz: personaje literario y personaje fílmico Frank Baiz Quevedo Of course, Hamlet and Macbeth are not «living people»; but that does not mean that as constructed imitations they are in any way limited to the words on the printed page. Seymour Chatman Story and discourse II faut se résigner aux conventions et aux mesonges de norte art. Mauriac Le romancier et ses personnages

Hablar del personaje –fílmico o literario– es obligarse a resucitar un viejo fantasma: aquel que (pre) ocupó a la semiótica en los setenta y parte de los años ochenta y que hoy, al influjo de otras urgencias, pareciera abandonado o, al menos, preterido. Preterición, por cierto, más relativa que absoluta, más circunstancial que sustancial, porque aquel ente de papel1 que tantas disquisiciones logró convocar en su momento, sigue hoy proponiendo sus jugarretas conceptuales. Este artículo pretende ser un recuento de esas viejas aunque vigentes interrogantes acerca del personaje y de los dos territorios en los que ellas surgieron: por un lado, el riguroso universo de la semiótica (cuyas exigencias hacia el estudio del personaje fueron inauguradas por Phillipe Hamon en 1977) y, por el otro lado, el ámbito de las apreciaciones vulgares del personaje, terreno de lo que Castilla del Pino llama la «personajeidad»2 y en el que pescan y opinan el hombre común, los creadores de personajes, y los estudiosos de la literatura y el cine.

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Quídam de luz y de sombras en el caso fílmico. Tomamos el término de Castilla del Pino (1989), quien aborda en forma penetrante un problema cuya aproximación clásica es probablemente la de Goffman (1959).

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Explorar un territorio tan explorado, sin embargo, sigue siendo riesgoso: tal vez no pueda hablarse del «personaje», sino de ópticas posibles para pensarlo. Y por tal razón el énfasis del presente artículo es el de explorar los dos polos3 conceptuales que aglutinan las visiones más conocidas de un objeto textual tan obvio como escurridizo. Estos polos son, de un lado, el de la analogía, de la «semejanza» entre el personaje y la «persona»: lugar desde el que se habla del personaje como producto de la imitación, de la mímesis en una de sus más difundidas y acaso distorsionadas acepciones. Del otro lado, el polo de lo que hoy podríamos llamar la «digitalidad», de la óptica que tiende a ver el personaje como el resultado de una operación que actúa sobre un número finito de rasgos significativos que, al estructurarse en el texto, dan lugar a un poderoso efecto de realidad. Entre los extremos, claro está, situaremos las visiones de compromiso: aquellas según las cuales el personaje es un objeto sistemáticamente construido (un sistema) con una suerte de alma personal (siempre es un poquito «persona») o, por el contrario, es más bien una «persona» degradada, simplificada (digitalizada) y proyectada en el discurso.

1. Una historia incompleta. Una historia del personaje es una empresa tan vasta como la que plantea el estudio de la dimensión narrativa de toda la cultura. El personaje está presente en todas las narraciones, ficticias, históricas, jurídicas y noticiosas del hombre. El personaje, visto en su cualidad de centro y motor del relato (de prácticamente todos los relatos), es un núcleo invariable del discurso, de casi todos los discursos. El ámbito del 3

Que podríamos identificar, respectivamente, con el realismo ingenuo y con el formalismo a ultranza.

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personaje, además, no se reduce al de los seres contados o relatados: en un sentido amplio, todo narrador es un personaje, un «ser de papel» provisto de una voz, de una mirada: de una memoria. Es un primer simulacro que anticipa y prefigura los otros simulacros. El personaje es pues, para decirlo con una metáfora semiótica, el producto de un desembrague inevitable, de una actorialización sin remedio y, por tanto, un objeto omnipresente y universal. Esta ubicuidad, sin embargo, no ha sido la garantía de una aproximación consistente: las reseñas cronológicas del personaje (teatral, literario o fílmico), sin ir muy lejos, lejos de converger en sus apreciaciones, suelen variar el punto de vista desde el cual se sitúan para analizar su objeto de estudio, traicionando no pocas veces la coherencia. Es así como muchas descripciones «históricas» parecen ser, simultáneamente: 1.1. Historias del concepto de personaje. Es decir, historias de las «variadas y polimórficas (...) definiciones de personaje»4 . Jesús García Jiménez (1993, 277), por ejemplo, hace el seguimiento del personaje teatral desde la tragedia griega hasta nuestros días y encuentra, en su inventario, que el personaje se conceptúa en Aristóteles como un «ente no definido», cuya única caracterización surge de su relación con la acción («puede haber fábula sin actores, pero no caracteres sin fábula»), mientras que el personaje de la literatura burguesa del siglo XIX corresponde, más bien, a una «esencia psicológica». Pavis, por su parte, sostiene que lo que se entiende en un principio por personaje en el teatro corresponde al simple papel dramático materializado en la máscara (sin atención al actor que representa ese papel), mientras que, posteriormente, el personaje designa al producto de una simbiosis en la que actor y personaje se confunden (1980: 354-357). 4 José María Diez Borque (1989, 98).

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1.2. Historias de los «tipos» de personaje que han sido propios de cada época Muchos estudios cronológicos incluyen un inventario de «tipos históricos» de personaje. Alonso de Santos (1998: 194-195), por ejemplo, al referirse al personaje de teatro, establece una línea que va de lo que denomina el «personaje arcaico», característico de las primeras comunidades recolectoras y agrícolas, hasta los diferentes tipos de personaje del teatro contemporáneo. Su repertorio incluye una variada tipología: «el personaje religioso, el personaje alegórico, el personaje arquetipo, el personaje romántico, el personaje naturalista» y unos cuantos más. Joan Oleza (1993:55) construye un catálogo del personaje de novela que considera, desde el personaje «clásico» «que Hegel dejara magistralmente definido en su estética como un destino dominado por una sola y esencial pasión», pasa por la consideración del «personaje civil», «(…) que engendró el realismo-naturalismo – [enfrentado] a su medio, conviviendo con él de manera problemática. (…) hasta llegar a ese héroe ironizado, patético y en ocasiones ridículo de nuestra cultura posmoderna...». 1.3. Más que historias del personaje, historias de la «persona» Las historias del personaje no se ocupan únicamente del objeto (textual) personaje, sino que, paralelamente, y en vaivén, aluden a lo que Michel Zeraffa (1971: 10) ha denominado técnicamente la «persona»5 , una construcción del «hombre y su presencia en el mundo tal como el [autor] lo percibe de entrada y, en consecuencia, lo concibe»6 . Es el caso de García Jiménez (1993, 277), quien, para hablar del nacimiento del personaje de la novela burguesa (que el autor considera merecedor del «estatuto de quasi-persona individua»), rastrea una concepción de la «persona» que nace en el Renacimiento con el descubrimiento del «universo individual» y se prolonga en el teatro y en la literatura hasta el siglo XIX. También Oscar Tacca (1973:132) hace explícita la relación

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entre la concepción de la «persona» y la construcción del personaje cuando afirma, citando a Michel Raimond, que el personaje de la novela transita una «evolución [que va] desde la observación positivista, pasando por la ‘reverie’ simbolista, a la creación de influencia bergsoniana o freudiana». Esta relación entre personaje y «persona» parece ser un producto del pensamiento preceptivo de cada época que ve los personajes (literarios, teatrales, fílmicos) como construcciones ideales del hombre y, por consiguiente, como modelos deseados de la «persona»7 . De ahí proviene la identificación entre personaje y «persona», que equipara el tipo de personaje de una época histórica dada, con el modelo de la «persona» que está vigente en ese momento. Alonso de Santos (1998:194), por ejemplo, habla del personaje romántico, «con su ansia de libertad, sus sentimientos desbordados» y se refiere al «hombre de nuestro tiempo, reconocible en las obras de Bernard Shaw, Chéjov o Strindberg». De manera similar, Boves Naves (1987:205) hace mención del «hombre-masa, cuya tragedia no está perfilada por grandes hechos, por grandes desgracias, sino por un vivir sin conceptos metafísicos». Boves Naves considera, de manera explícita, la influencia que ha tenido el psicoanálisis en la concepción 5 Boves Naves (1987:202) alude explícitamente a esta conexión entre personaje y «persona» cuando, a propósito del realismo teatral, apunta que «el personaje que ofrecen en sus textos las obras realistas tiene una génesis que se apoya en el concepto de persona dominante en la cultura del siglo XIX». 6 La definición de Zeraffa es completamente natural: tal como lo señala Pavis (1980: 358): el personaje ficticio siempre está vinculado a la sociedad en la cual se ha enraizado, puesto que se define miméticamente como un efecto de persona: sólo se comprende si lo comparamos con personas y con un estatuto social más o menos individualizado, historizado, particular de un grupo, un tipo o una condición. 7 Esto es, precisamente, lo que demuestra Boves (1987:193-194) al afirmar que «(…) Todos los movimientos culturales de este siglo acusan el peso de [las] ideas psicoanalíticas y, por de pronto, se pierde el optimismo que implicaba el considerar posible el conocimiento del hombre en su totalidad, a incluso el pensar que mediante el contraste de varias experiencias de observadores diversos se podía llegar al conocimiento ontológico (perspectivismo). Los personajes se trazarán con gran cautela a partir de estos descubrimientos: el expresionismo los concibe como siluetas vacías de contenido, o los limita a uno de sus rasgos que considera esencial, de ahí la frecuencia de la caricatura en este movimiento».

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de la «persona» y, por ende, en la formulación del personaje en el teatro contemporáneo (Boves, 1987:193). 1.4. Historias de los modos de presentación y representación de los personajes Algunos de los estudios sobre el personaje pasan revista a los modos de «encarnación» del personaje en cada momento histórico. Pavis, por ejemplo (1980:354-355) distingue, entre un momento (el del teatro clásico griego) durante el cual el personaje es una suerte virtualidad textual que se materializa en el momento de su realización, y en cuyo transcurso «el actor se diferencia netamente de su personaje, es sólo su ejecutante y no su encarnación, hasta el punto de disociar en su actuación el gesto y la palabra», y un período posterior (a partir del Renacimiento y hasta el clasicismo francés), en el cual el actor y personaje se funden «en una entidad psicológica y moral». Alonso de Santos (1998:194) echa mano de Barthes para describir el tránsito que va del personaje cuya construcción es producto de la relación entre el actor individual y el coro, hasta el personaje que nace de la interacción entre varias individualidades8 . Boves Naves (1987:194 describe el modo de presentación típico del personaje expresionista: El drama expresionista diseña sombras, apariencias, contraluces, y les atribuye un rasgo o dos que los definan visualmente: una vieja es «báculo y manto», «la madre aspa sus brazos», el afilador se define por su rueda al hombro, y todos coinciden en su caracterización interior al ser movidos por la avaricia y la lujuria.

Y Oscar Tacca (1973:132), al referirse al personaje de novela, cita un repertorio de Miriam Allott en el cual se destaca el «distinto tratamiento

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Ver la distinción que hace Kiekergaard en (Dukore: 553).

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según el novelista prefiera reflejar lo que los personajes hacen y dicen a lo que piensan». 1.5. Crónicas de los «modos de constitución» del personaje. Los estudios cronológicos del personaje buscan definir, cada cual a su modo, «el estatus semiótico del personaje». Alonso de Santos (1998:194), por ejemplo, sostiene que existen personajes construidos según la acción, basados «en el «actúo, luego existo» del pensamiento griego» y personajes insertos en una acción casi inexistente, que «tiene como finalidad servir de fondo al análisis de un carácter»9 . Pavis (1980:358) postula que el personaje de teatro se construye a partir de «un número limitado de características psicológicas, morales, sociológicas, a pesar del efecto de realidad, de totalidad que el cuerpo del actor produce naturalmente». De Mourgues (1988) piensa que la construcción del personaje cinematográfico tiene como núcleo el nombre propio10 . Y Prada Oropeza (1989:199), en el seno de un desarrollo del tema inscrito en la semiótica narrativa greimasiana, define el personaje como: El actor revestido de un nombre, de una tipificación, de una «historia» (recursividad en diferentes planos nos temporales) y de un entorno (relación con otros elementos); en suma, de una 9

A decir verdad, los comentarios de Alonso, cuando se les examina con detenimiento, revelan la fragilidad analítica de ciertos discursos sobre el personaje. Si, honrando el credo aristotélico, admitimos que los personajes son el resultado de las acciones, entonces ¿qué cosa son ellos cuando la acción «es casi inexistente» (¿Un conjunto de predicados acerca del «ser»? ¿Un conjunto de relaciones?) Se ve que el «ser» que llena todos los vacíos conceptuales del personaje está habitado, en la mente del analista, por el fantasma de la «persona», o, mejor dicho, por los fantasmas de la «persona» que habitan en su cabeza de analista. Confusión que se hace explícita en otros autores, como veremos más adelante. 10 Para De Mourgues (1988:66): «El nombre propio es un elemento determinante para el espectador, quien, entre otras cosas, debe construir semánticamente a los personajes para poder comprender el filme» (Nuestra traducción).

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caracterización semántica psicológica y axiológica intratextual, es lo que en general se llama personaje.

2. ¿De qué hablamos cuando hablamos de personaje? Vemos entonces que al personaje no solamente se le escruta desde ángulos y disímiles diversos, sino que, además, su definición padece del espejismo de la circularidad: asumimos que se trata de un objeto unívocamente definido, mientras que la práctica, el concepto de personaje suele describir objetos diversos, surgidos en el vaivén de nuestros cambios de perspectiva. Un tercer elemento de distorsión, que ya mencionamos, proviene de la influencia del pensamiento preceptivo sobre la visión del estudioso. El pensamiento preceptivo, en cada época, constituye la silueta sobre la que se dibuja el personaje posible y se hace carne el personaje realizado. Un personaje «correcto» de la comedia, del drama, o de un género cualquiera ha sido, para el ojo de cada época, un personaje que tiene derecho de existencia. Un personaje incorrectamente construido ha desmerecido no pocas veces el estatus de personaje, siendo condenado a no ser más que un error, un esbozo fallido, un manchón en el lienzo. Esa es la razón por la que, a la hora de considerar la evolución del personaje, hay que dirigir la mirada hacia el discurso preceptivo. Discurso de larga data, como se sabe, que se extiende desde la Poética de Aristóteles, con sus consideraciones acerca del personaje11 , y se despliega en una extensa serie 11 En Poética, Aristóteles sugiere cuatro condiciones para la adecuada construcción del personaje: debe ser «bueno, apropiado, semejante» y constante. Citemos el texto completo de la reputada traducción de Juan David García Bacca (1982) [14]: «Acerca de los caracteres cuatro cosas se deben intentar: 1. Una y la primera, cómo hacer que sean buenos. Y habrá carácter si, como se dijo, palabras y obras ponen de manifiesto un cierto estilo de decisión, y será bueno el carácter si tal estilo lo es. Lo cual cabe en todas las clases de personas; que una mujer puede ser buena y puede serlo un esclavo, a pesar de que, tal vez, de entre éstos sea la mujer un ser inferior, y el esclavo un ser del todo vil. 2. En segundo lugar, que el carácter sea apropiado; porque un carácter es él viril, mas no fuera apropiado a una mujer

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normativa a la cual han sumado sus aportes dramaturgos, escritores y filósofos que han querido sistematizar las condiciones de existencia del personaje de la comedia12 , de la tragedia13 , de la novela14 y, en los últimos años, del guión cinematográfico15 . Cuando hablamos de personaje, como vemos, nos referimos a muchas cosas a la vez. Y es que quizás, como dice Teresa Espar, el personaje, lo hace, lo construye cada discurso16 y no es posible, salvo

el serlo. En tercer lugar, que el carácter sea semejante [a los hombres de la vida real] cosa distinta de ser bueno y apropiado, tal como quedan explicados. 4. En cuarto lugar, que sea constante, porque, aun en el caso de que la persona que a la imitación se ofrece sea inconstante y tal carácter se le atribuya, con todo ha de ser constantemente inconstante». Véanse además las interesantes distinciones de Hardison entre el «agente» (pratton) y el «carácter» (ethos) citadas por Chatman (1978: 109). 12 Franciscus Robortellus (1516-1567) (Dukore 1973, 129-129) repite, para el personaje de comedia, el credo aristotélico: «Cuatro cosas deben ser consideradas en relación con el personaje: Hay, primero que todo, que garantizar que la bondad y la maldad aparezcan representadas en diferentes tipos de personajes (...) En segundo lugar, el personaje debe representarse apropiadamente. La fortaleza corporal es ciertamente una gran virtud, pero si le es atribuida a una mujer, como si un poeta o cualquier otro dibujara una dama de la misma manera que Homero dibuja a Aquiles, tal representación debe ser severamente censurada. En tercer lugar el personaje debe ser lo que Aristóteles llama en la Poética «como si fuera de la realidad» (...) En cuarto lugar el personaje debe ser consistente (...) Si mostramos a alguien como cobarde, ambicioso u orgulloso, debemos seguirlo mostrando como tal a lo largo del poema» (Nuestra traducción). 13 Los textos del renacentista Giovani Trissino (1948,1550) nos hablan de la permanencia del dictado aristotélico con relación a los personajes de la tragedia. Dice Trissino: «(...) Debido a que la tragedia es la imitación de la gente de mayor prestigio, el escritor de tragedias debe imitar a los mejores pintores, quienes en sus retratos, a la vez que expresan la imagen natural de las personas que pintan, las retratan, sin embargo, más bellas de lo que son...» (Dukore, 1973:132). 14 Entre los que se cuentan escritos meramente técnicos, como los de Forster (1927), con su famosa distinción entre personajes «planos» y personajes «redondos» (véase nuestro trabajo (1998:91-100) y también textos teóricos, como los de György Lukacs, que establecen que «... la historia de la novela es una búsqueda de valores auténticos por parte de un héroe ‘problemático’ en ruptura con su mundo deteriorado, conformista y convencional» (Pagnini 1992:111). Véase también Bustillo (1995: 23-25). 15 Para hablar solamente de los autores más populares dentro de la industria y en las universidades mencionaremos a Syd Field (1976), Robert McKee (1997) y Linda Seger (1990). 16 Correspondencia privada.

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por un acto de generalización abusivo, referirse a un objeto único. El personaje, como objeto independiente es producto de un tipo de mirada, de una operación de observación y construcción. Mirada que, como sostiene Pavis (1989: 357), más que observarlo, lo hace realidad. Existen, para el autor, tantas posibilidades de entender al personaje, como «capas» abstractas puedan concebirse para mirarlo, tal como el mismo autor lo ilustra en un esquema como el siguiente:

3. Las oposiciones esenciales Una manera clásica de estudiar el personaje ha consistido en acotar el sentido que lo recubre y/o lo constituye a través de la descripción de oposiciones. Las más conocidas de estas oposiciones son:

Individuo Carácter Actor Rol Tipo Estereotipo Alegoría Arquetipo Actante

3.1. La oposición personaje-«persona». El personaje nace de una identidad: aquella que lo hace equivalente a priori a la «persona». Es quizás esta operación la que le confiere su incuestionable «naturalidad» y, también, lo que conduce a no pocas

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confusiones teóricas, tal como observa Díez Borque (1989:101): La equiparación personaje-persona en que se ha apoyado la sistemática aplicación de ciertos métodos de las ciencias humanas opera también por reduccionismo violentando características intrínsecas del objeto de estudio. Hamon (1977:116-117) agrega: Las nociones de personaje y de persona se confunden perennemente. De aquí que una concepción del personaje no puede ser independiente de una concepción general de la persona, del sujeto, del individuo. Sin embargo, uno se sorprende a menudo al ver tantos análisis que intentan desarrollar (…) una metodología exigente y que terminan (…) sacrificando todo rigor al recurrir al más banal de los psicologismos…

Psicologismo que, por cierto, a veces toma la forma de una distinción teórica que disimula la confusión a la que alude Diez Borque. Este es el caso de Casetti y Di Chio (1990:177) cuando proceden a formular una aproximación «fenomenológica» del personaje la cual procede a: ... analizar el personaje en cuanto persona (…) como un individuo dotado de un perfil intelectual, emotivo y actitudinal, así como de una gama propia de comportamientos, reacciones, gestos, etc. Lo que importa es convertir al personaje en algo tendencialmente real…

Sin embargo, esta aproximación «fenomenológica» del personaje propuesta por los autores italianos es aderezada con distinciones como las de «personaje plano» y «personaje redondo», «personaje lineal» y «personaje contrastado», etc., lo cual quiere decir que Casetti y Di Chio terminan aplicando categorías formales a las «personas», dotadas, según ellos, de un «perfil intelectual, emotivo y actitudinal, así como de una gama propia de comportamientos». Hockman, citado

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por Tomasi (1988,47), es capaz de invertir el error, adjudicando al personaje características (un tanto metafísicas) de la «persona real»: Experimentamos la totalidad de un personaje cuando sus cualidades lucen conectadas de un modo tal que nos pueden convencer de que, aquello que nos es dado del personaje (...) representa el todo de ese personaje, análogo al todo de una persona.

La confusión es de otro orden en Bustillo, autora que, en el curso de discusión en torno del personaje de la novela latinoamericana, identifica los personajes «realistas» con una no definida (pero aparentemente inequívoca) noción de «persona» y, de esa identificación, extrae la conclusión de que dichos personajes son más «carnales» (es decir, menos «textuales») que aquellos personajes «ficcionales» que por ficticios son menos distantes de la mencionada «persona». La confusión surge en el seno de un juicio en contra de ciertos personajes de la novelística latinoamericana, acusados por la autora de ser demasiado «realistas»: ... falacias referenciales son también aquellos personajes calcados sobre la noción de persona que no se atreven a dar el salto a la ficcionalización definitiva. Que apelan al lector sólo en cuanto a la identificación más elemental, sin apropiarse de su cualidad de «mentira», de entidad semiótica cuya arbitrariedad y ambigüedad generan y enriquecen códigos nuevos y, por ende, sentido. Bustillo (1995:228)

Así como la identidad entre personaje y «persona» afianza el anclaje del personaje, la diferencia entre personaje y «persona» concede al primero su existencia: el personaje es todo aquello que la «persona» no es. No obstante, tanto la identidad como la diferencia, proceden de un supuesto: el de que el término «persona» alude a una suerte de concepto primitivo, intuitivamente aprehensible que –en el peor de

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los casos– describe un aspecto de la «realidad». Por esto, la formulación de una oposición rigurosa entre personaje y «persona» requiere de la definición de aquello que podemos designar, con algún rigor, mediante este último vocablo, sin que ese término aluda metafísicamente al «ser humano común», a un hombre «como tú, o como yo, o como cualquiera de nosotros». Ese deslinde ha sido expresado en términos muy sencillos por Eric Bentley: ... el carácter, aun en literatura, es sólo una idea: la idea que un hombre tiene sobre sí mismo, la que un autor tiene sobre algún hombre. Estas ideas se adaptan a esquemas establecidos, se acomodan a convenciones. Bentley (1964:66-67)

Vemos entonces que el personaje no es idéntico a la «persona» como entidad material (o psicológica o social), sino que se construye alrededor de una idea. Idea que para Zeraffa, como ya dijimos, es la del «hombre y su presencia en el mundo tal como el» [autor] «lo percibe de entrada y, en consecuencia, lo concibe» y que, además, no alude a una noción única e intemporal, sino que obedece a una dinámica evolutiva, tal como lo señala Diez Borque (1989:108) citando a Pfister: (…) me parece mucho más importante (…) recuperar el valor de la historia al admitir la importancia de los mutables modelos antropológicos: «These social stereotypes about character and personality, these anthropological models made explicit in the philosophical, sociological or psychological debate of a period, condition the constitution of dramatic figures, and with them dramatic figure changes17.

17 Esos estereotipos sociales acerca del carácter y la personalidad, esos modelos antropológicos que son hechos explícitos en el debate filosófico, sociológico o psicológico de cada período, condicionan la constitución de las figuras dramáticas y, con estos estereotipos, las figuras dramáticas también cambian. (Nuestra traducción).

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Robert Marty y C. Marty (1995:209) han utilizado la semiótica de Peirce buscando precisar la propuesta de Zeraffa. Para los autores: El personaje es [según Zeraffa] la emergencia en el texto, no del individuo directamente, sino de la persona, es decir, del individuo pasado por el filtro de la psicología, de la ideología del autor y de sus prejuicios respecto de la novela.

Esto les permite disponer los términos involucrados en la definición Los individuos y sus relaciones tanto como su relación con la sociedad

Las personas

Los personajes

El mundo real

El mundo de ficción, concepciones del autor acerca del mundo, la sociedad, de los individuos

La novela, la pieza de teatro

de «persona», en el esquema que sigue: Y ahondar en dicha definición, utilizando las categorías de Pierce. El análisis de Madame Bovary, el conocido personaje de Gustave

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La sociedad del siglo XIX, posromántica

un culisigmo

un signo icónico

Por convención social, creación de un símbolo remático

La persona: creación de una individualidad; una mujer conceptualizada por Flaubert.

El personaje: Emma Bovary, es única

Creación de un arquitipo: el bovarysmo

Flaubert, desemboca en: De la oposición personaje-«persona» derivan varias duplas. Consideraremos parte del listado que proporciona Tomasi (1988: 46)18 : 3.1.1. La oposición totalidad-fragmentación Para Tomasi (1988, 47), la «persona» está caracterizada por la «totalidad», mientras que aquellos personajes construidos únicamente por los rasgos que resultan útiles para la acción están caracterizados por la «fragmentación». Se trata de la misma oposición entre personajes a-psicológicos (aquellos que son propios de las historias centradas en la acción) y psicológicos (los correspondientes a historias centradas en los personajes) que formulara Todorov19 . La oposición totalidadfragmentación, en el fondo, corresponde a una interpretación de la polaridad ser-hacer que comentaremos más adelante. 18 Probablemente sin percatarse de que lo que parece una oposición «textual» presupone una adscripción a la concepción más ingenua de la persona. 19 Ver Chatman (1978:13).

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3.1.2. La oposición literalidad-simbolismo Tomasi (1988: 48), siguiendo a Hockman, entiende la «literalidad» como la representación de rasgos particulares de la «persona, de las particularidades que cada cual tiene», mientras que el simbolismo, para el mismo autor, constituye una generalización, la representación de un rasgo parcial, por ejemplo de «los rasgos humanos que un personaje encarna, el tipo que ejemplifica o la idea que representa»20 . Esta distinción, sin embargo, no es del todo pertinente: no es necesario adjudicar el rasgo particular a la «persona» y la «generalidad» al personaje abstracto, toda vez que, como el mismo Tomasi admite, literalidad y simbolismo, o mejor dicho, particularidad y generalización, son aspectos constituyentes de todo personaje, como comentaremos en el punto 4. 3.1.3. La oposición estilización-naturalismo Para Tomasi (1988: 46), «estilización» y «naturalismo» se oponen como la fotografía se opone a la caricatura, tal como se deduce de sus palabras: El personaje de un relato puede ser representado de un modo más o menos natural. Se va de un mínimo de estilización, en el caso de un personaje que presenta características muy cercanas a la realidad, a un máximo de estilización, propio de una figura grotesca y caricatural.

De nuevo, en la alusión a la representación de caracteres «vecinos a la realidad», se repite la idea de que aludir a la «persona» es acudir a un concepto primitivo que no requiere ninguna definición y que 20 Nuestra traducción. 21 Esta presuposición se repite en Bustillo (1995:220) cuando, al hablar de ciertos personajes del novelista Manuel Puig, afirma que (...) «son personajes que aparentemente responden a las más usuales convenciones de ‘persona’ pero cuya configuración ha sufrido un proceso previo de ficcionalización a través de la codificación de los mass media.»

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resulta presupuesto en la comparación que define la dupla21 . 3.1.4. La oposición coherencia-incoherencia. Para Tomasi (1988:46-47) la coherencia parece, en primer término, un asunto de índole «psicológica»: Un existente coherente es un personaje cuyas acciones no entran en contradicción entre sí; al contrario, es incoherente cuando actúa de una manera contradictoria. En el primer caso, el existente se presenta como unidad, en el segundo caso como escisión.

El autor advierte, no obstante, que lo que puede parecer un rasgo de carácter es, en algunos casos, el producto de una operación narrativa que esconde las motivaciones del personaje, buscando producir el efecto de sorpresa. Es indudable que la coherencia, vista de esta manera, presupone la noción de la «persona» en su interpretación de unidad psicológica discernible. Es posible, sin embargo, formular el problema de la coherencia en términos más generales, por dos vías. La primera de ellas consiste en recurrir a la perspectiva inmanentista y considerar la coherencia del personaje como un aspecto de la coherencia general del texto, lo que implica que se esté atento a las isotopías que tejen al personaje desde le estructura profunda. Se trata de ver que el personaje, en sí mismo, nace de una operación de aglutinación ya descrita por Tomashevski al afirmar que: … el personaje desempeña el papel de hilo conductor que permite orientarse en la maraña de motivos y funciona como recurso auxiliar destinado a clasificar y ordenar los motivos particulares. Prada Oropeza (1989: 222).

Al ser así, la coherencia del personaje se construye textualmente en la recurrencia isotópica que edifica su consistencia textual, pero también «psicológica». La segunda vía de formulación de la coherencia del personaje es la que, poniendo en cuestión la concepción supuestamente obvia de la «persona», permite pensar la coherencia como el producto de un com-

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promiso entre el personaje y la persona (en el sentido de Zeraffa), en su devenir histórico y cultural. Es esta la aproximación que asoma Boves Naves (1987:193-194) cuando afirma que: (...) el psicoanálisis ha mostrado que el concepto de persona no es claro, ni tan sencillo como se creía (…) no es posible el conocimiento del hombre ni a través de sus manifestaciones exteriores, que no responden a motivaciones interiores y sí muchas veces a causas sociales, ni es posible el conocimiento a través de la introspección. (…) Todos los movimientos culturales de este siglo acusan el peso de estas ideas psicoanalíticas y, por de pronto, se pierde el optimismo que implicaba el considerar posible el conocimiento del hombre en su totalidad (…) Los personajes se trazarán con gran cautela a partir de estos descubrimientos: el expresionismo los concibe como siluetas vacías de contenido, o los limita a uno de sus rasgos que considera esencial, de ahí la frecuencia de la caricatura en este movimiento. (…) El surrealismo pone en escena personajes distorsionados, cortados, compuestos de trozos (…)... muy alejada de aquellos caracteres de cuerpo entero que vivían en el drama realista y se salían de él para tomar autonomía extraliteraria. Vemos, en resumen, que la coherencia del personaje, además de ser el resultado de la coherencia del texto, es el producto de un compromiso contextual: podremos decir que un personaje es coherente, si la correspondencia entre dicho personaje y la «persona» pensada (construida) de acuerdo con un modelo vigente (el modelo «romántico», el «surrealista», el «naturalista» o cualquier otro), es, podríamos decir, biunívoca. En este caso solemos decir que el personaje representa al hombre «tal como el autor (o el imaginario de una época) lo concibe.

3.1.5. La oposición complejidad-simplicidad La distinción clásica entre personaje complejo (redondo) y personaje simple (chato), proviene de Forster (1927) y, en su raíz, curiosamente,

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no alude a personajes, sino a «personas» (people). Ducrot y Todorov (1986:262) resumen la perspectiva originaria de Forster e introducen sus propios ajustes: ... según su grado de complejidad, se oponen los personajes chatos [es decir, planos] a los personajes densos [o personajes redondos]. E. M. Forster, que insistió sobre esta oposición, los define así: «El criterio para juzgar si un personaje es denso reside en su actitud para sorprendernos de manera convincente. Si nunca nos sorprende, es chato». Tal definición se refiere, como vemos, a las opiniones del lector acerca de la psicología humana «normal»; un lector «sofisticado» se dejará sorprender con menos facilidad. Los personajes densos deberían definirse más bien por la coexistencia de atributos contradictorios...

Hay que notar, sin embargo, que esta «coexistencia de atributos contradictorios» no es el único rasgo que define al personaje redondo, y que más bien la consabida «actitud para sorprendernos de manera convincente» que lo define obedece al concurso complejo de varios factores, tal como los hemos intentado probar en otra parte22 . 3.2. La oposición ser-hacer Una segunda oposición esencial es la que puede establecerse entre el «ser» y el «hacer» del personaje. Esta oposición proviene, en gran medida, de la consideración hecha por Aristóteles en torno a la prioridad de la acción del personaje por sobre el estatismo del «ser» que lo constituye. El filósofo, como se sabe, toma tempranamente partido en el asunto, afirmando que la acción tiene precedencia sobre los personajes, tal como lo destaca el comentario de Chatman (1978:109): Agente (pratton) debe ser cuidadosamente distinguido de carácter 22 Véase nuestro trabajo ya citado (1998:91-100).

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(ethos), porque los agentes-personas, que llevan a cabo acciones son necesarios para el drama; pero el carácter, en el sentido técnico aristotélico, es algo que se añade posteriormente y, de hecho, ni siquiera es esencial para una tragedia exitosa, tal como se nos dice en el capítulo VI (1.59).

Conocemos la enorme influencia que ha tenido esta visión de Aristóteles en la dramaturgia occidental y, en particular, sobre los estudios del personaje. En nuestros días, trabajos como los de Propp (1965) han reforzado la idea de que el personaje es, en esencia, una manera de hacer y que, sin acción, el aspecto adjetivo, que califica (y constituye) al «ser» del personaje, es secundario. La postura opuesta y complementaria, sin embargo, ha venido buscando un lugar entre los teóricos del relato: Chatman (1978:126), por ejemplo, ha destacado la importancia intrínseca de los rasgos que constituyen el «ser» del personaje: Yo abogo –sin mucha originalidad, pero con firmeza– por una concepción según la cual el personaje es un paradigma de rasgos; «rasgo» en el sentido de «una cualidad personal relativamente estable o duradera», más que una cualidad permanente.

Y Boves Naves (1987:211), en su estudio de la obra dramática, llega a la conclusión de que: … el personaje puede prescindir casi por completo de su funcionalidad, pero no puede abandonar su dimensión como unidad de descripción, porque se perderían las oposiciones del ser y del parecer, es decir, de su ser interior y de su figura externa.

Chatman (1978:113), además, subraya el carácter relativo de la primacía del «hacer» sobre el «ser» a lo largo de la historia: El placer predominante en el arte narrativo moderno radica en la

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contemplación del personaje. Este placer depende de la convención que sostiene la unicidad del individuo, convención no menor que aquella vieja insistencia en la predominancia de la acción.

Pavis (1980:355-356), en su estudio de la dialéctica entre acción y personaje, refuerza esta visión y destaca, además, el hecho de que la acción y el personaje hayan dejado de ser conceptos contradictorios para la teoría. De hecho, para autores como Greimas (1966:249-269), los conceptos de «actante» y de «papel temático» obedecen a diferentes niveles de descripción del personaje, con énfasis en el «hacer» y en el «ser», respectivamente23 . 3.3. La oposición individualidad-reticularidad Una tercera oposición es la que busca, ya no equipararlo a la «persona» o estudiar la preponderancia de su «ser» con respecto a la acción, sino registrar su valor a partir del análisis de la interacción entre personajes. Es lo que sostiene Pavis (1980:357) cuando afirma que «la noción de interpersonaje [es] mucho más útil para el análisis que la antigua visión mítica de la individualidad del carácter». El principal inspirador de esta posición es, sin duda, Philippe Hamon (1977:130-133), autor que, en el esfuerzo por precisar el estatus semiológico del personaje, se ocupa de definir algunos ejes semánticos que facilitan el estudio comparado de los distintos personajes que intervienen en una determinada historia. Estos ejes, en cierta forma arbitrarios, se despliegan en múltiples sentidos: por ejemplo, en relación con las cualidades de los personajes (el origen geográfico, la ideología, etc.), en lo relativo a las funciones narrativas de cada uno de ellos (aceptación de un contrato, recepción de un ayudante, etc.) y así por el estilo.

23 Ver también Barthes (1966:9-43).

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4. Analógico-digital: la bipolaridad del personaje fílmico y el personaje literario Hemos abordado hasta aquí un universo conceptual que gira alrededor de un simulacro: el de una representación de nosotros mismos, los seres humanos. Este simulacro, veremos ahora, involucra dos modos de aproximación complementarios: la analogía, que intenta la identificación de grandes porciones semánticas de eso que hemos llamado «la persona», y la «digitalidad», entendiendo por tal la construcción de un mimetismo que tiene como base la codificación. Este proceso doble es aludido en el siguiente comentario de Pavis que repetimos y ahora citamos completo (1980:360): … el personaje ficticio siempre está vinculado a la sociedad en la cual se ha enraizado, puesto que se define miméticamente como un efecto de persona: sólo se comprende si lo comparamos con personas y con un estatuto social más o menos individualizado, historizado, particular de un grupo, un tipo o una condición. Nuestra comprensión también depende de la visión que en la actualidad nos hacemos, con una perspectiva temporal, de una acción pasada y de sus protagonistas. Pero este efecto de persona sólo se instaura al cabo de un proceso de abstracción y codificación. En efecto, el personaje se reduce siempre a un número limitado de características psicológicas, morales, sociológicas, a pesar del efecto de realidad, de totalidad que el cuerpo del actor produce «naturalmente».

Tanto en el relato literario como en el fílmico el personaje surge de este proceso de dos caras. Es, por una parte, el producto de una enunciación (el personaje es un ser «narrado») y, por otra parte, es el resultado de varias simulaciones que lo constituyen (es el producto de una «imitación»). La narratología, sin embargo, ha mirado este fenómeno dual con cierta rigidez, priorizando, a veces en términos absolutos, la narración sobre la

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imitación, como lo hace Genette (1966:197): ... la noción misma de imitación, en el plano de la lexis, es un puro espejismo que se desvanece a medida que uno se acerca: un discurso sólo puede imitarse a sí mismo. El lenguaje no puede imitar perfectamente sino al lenguaje o, más precisamente, un discurso no puede imitar perfectamente sino a un discurso idéntico; un discurso sólo puede imitarse a sí mismo.

Y, en otros casos, desterrando la narración de los discursos fílmicos y teatrales, para ver en el personaje una imitación pura. Se trata, en verdad, de dos puntos de vista incompletos y complementarios: uno logocéntrico, que hace del lenguaje la única realidad posible, y otro «materialista», que hace de la «realidad» el centro desde donde el lenguaje imita un mundo incólume. Bien mirados, ambos puntos de vista tienen razón: el relato, y con él, el personaje, está hecho de lenguaje y es un enunciado. Pero, también, lo que hace el lenguaje, todos los lenguajes, es imitación: imitación de pensamientos, de palabras, de miradas, de las acciones del hombre. Por eso es preferible pensar que el personaje –literario, fílmico, teatral– es el producto de un simulacro o, mejor dicho, de una simulación, aquella según la cual nos valemos de los lenguajes a la mano para construir una estructura autocontenida que actúa como modelo de un mundo posible. Los relatos literarios y fílmicos pueden pensarse, pues, como arquitecturas semióticas por medio de las cuales muchos procesos humanos (la observación de la realidad circundante, la descripción verbal del mundo que nos rodea, el pensamiento y la palabra pronunciada, entre los principales) son

24 El cine, como máquina simuladora, instituye, por ejemplo, diferentes niveles de «realidad», o sería mejor decir, de virtualidad. Es, en primer término, una realidad «virtual» autónoma, con sus propias reglas. Pero, en su trabajo de simulación, a veces propone niveles segundos de virtualidad. En la secuencia de créditos de un film como Red (Kieslowski, 1994), un personaje efectúa una llamada telefónica. Enseguida la cámara «penetra» en el cableado telefónico, «cruza» la intrincada red telefónica citadina, y «emerge» en otro auricular. El recorrido visual y sonoro «es» el mismo de los impulsos eléctricos, es decir, se trata de

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simulados en su acaecer por los lenguajes disponibles24 . Esa simulación, que, naturalmente, afecta también al personaje, procede de acuerdo con dos principios en tensión. Es una simulación, por un lado, todo lo exhaustiva que puede en su afán de abarcar a la «persona» y, por otro lado, todo lo económica que se requiere para que de ella brote la significación. Toda simulación tiene, pues, un aspecto analógico –que representa a la persona «mediante variables continuas, análogas a las magnitudes correspondientes»25– y un aspecto codificado que, para utilizar una metáfora de moda, podríamos denominar «digital». Esta codificación se vale de un número limitado de rasgos que buscan anclar el sentido y potenciar la significación. Analogía y codificación, por supuesto, vienen juntas y se expanden sobre un continuo subtendido por los polos de la «persona» (analogía) y de la «función» (codificación). Esta polaridad se repite, sin más, en varias de las oposiciones estudiadas como subproductos de la oposición personaje- persona, a saber: a) La oposición totalidad-fragmentación, en la que la (presumible) «totalidad» de un personaje intenta una aprehensión de la «persona» valiéndose de los recursos de la analogía, mientras que la «fragmentación» es el resultado de una subordinación a la funcionalidad narrativa del personaje. toda una simulación de un «segundo nivel de la realidad». Simulación de una simulación, virtualidad en segundo grado. En el caso del sonido, por ejemplo, la verbalización de los pensamientos de un personaje constituye el despliegue de un modelo lingüístico de un proceso mental. De nuevo, se trata de un segundo nivel de «virtualidad». Lo mismo sucede con la escucha que hace un personaje de sus recuerdos o de sus pensamientos, de lo que Jost dentro de sus categorías para el estudio del punto de escucha en el cine (1987) denomina la auricularización interna modalizada. La visualización del recuerdo o de la imaginación de un personaje es, a su vez, el despliegue de un modelo (visual) de un proceso interno (mental). El relato en imágenes de una narración oral es el despliegue de un modelo visual de un proceso verbal (que, a su vez, si se quiere, es modelo de un proceso mental). Y así por el estilo. 25 Definición del término «analógico»suministrada por el DRAE, Vigésima segunda edición.

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b) La oposición literalidad-simbolismo, en la cual lo literal es sinónimo de lo analógico, mientras que lo simbólico obedece a la intención codificadora. c) La oposición estilización-naturalismo, que intenta el calco analógico naturalista, frente a la caricaturización sintética («digital») de la estilización. d) La oposición complejidad-simplicidad –vale a decir, entre personaje «redondo» y personaje «chato»– que pretende identificar la «persona» con el personaje «redondo» y al arquetipo con el personaje «chato». Esto, aun a pesar de que, como sostiene Casti (1991:124), el personaje «redondo» obedece a una clara codificación26 : La línea que separa al personaje plano del personaje redondo es, obviamente, una línea poco clara. La diferencia es más relativa que absoluta, porque a menudo un personaje plano puede ser adornado con detalles personales realistas que tienden a hacer de él una persona más completa, mientras que el personaje redondo, a pesar de su mayor complejidad, puede consistir en una combinación convencional de rasgos. Cuando se habla en términos relativos, el personaje redondo puede interpretarse como un todo complejo, un todo que, particularmente, encierra ciertos rasgos contrastantes, e incluso contradictorios, de personalidad y de carácter. La cuestión central suele desarrollarse alrededor de sus contradicciones internas y de sus conflictos, aun cuando estos conflictos internos pueden mostrarse, en sí mismos, como estereotipos convencionales. Dentro del estilo realista del drama y del film, el personaje redondo, el cual es hasta cierto punto complejo pero mantiene un patrón definido, ha devenido en el paradigma de la caracterización efectiva.

26 Nuestra traducción.

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Como vemos, la analogía y la codificación constituyen dos extremos mutuamente presupuestos: la acumulación de rasgos propia de la analogía27 , aun en los casos que intenta ser exhaustiva, necesita del rasgo significativo para anclar el sentido: «Sus facciones eran finas y delicadas; su talle flexible y esbelto», dice Honorato de Balzac al describir a la señora de Dey, en su novela La recluta28 . Y enseguida agrega un detalle significativo: «Cuando hablaba, su pálido rostro parecía iluminarse y adquirir vida». No basta con la enumeración analógica para que se afiance «el efecto de persona». Hay que recurrir a la particularidad diferencial que potencia el sentido de individualidad del personaje (que lo «humaniza», diría un crítico). Igual sucede en el cine. La enumeración de unas cuantas contradicciones personales de Charles Foster Kane expuestas en el noticiero News on the march (Citizen Kane, Orson Welles, USA, 1941), basta para potenciar «el efecto de persona» y construir a Kane como personaje «redondo». Pero, también, el recíproco es cierto. En su novela El vizconde demediado29, Italo Calvino describe a la «mitad mala» del Vizconde de Terralba, producto, no solamente de las circunstancias que describe la anécdota, sino de una aguda operación narrativa que aísla un rasgo único del personaje para hacerlo, junto con la «mitad buena», protagonista de un relato magistralmente irónico. Esta reducción a ultranza requiere, sin embargo, del uso de la analogía en favor de la verosimilitud y, por eso, la «mitad mala» de vizconde se pasea a caballo bajo las imperativos de las mismas leyes físicas que afectan a cualquier mortal: «En aquel tiempo mi tío paseaba siempre a caballo: se había hecho construir por el alabardero Pietrochiodo una silla especial a 27 En tanto variable continua, análoga a las magnitudes correspondientes. 28 La comedia humana, traducción de Mauro F. de Dios, Alberto Barasoain, Francisco Álvarez y José Planas Palou. Madrid: Edaf. 29 Hacemos uso de la traducción de Francesc Miravitlles de la edición de Bruguera, Barcelona, 1980.

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uno de cuyos estribos podía asegurarse con correas, mientras al otro lado se le ataba un contrapeso». De la misma manera, la madre que desciende las escalinatas de Odessa (Acorazado Potemkin, Antigua URSS, 1925), es análoga, en su representación, a cualquier madre del mundo y, debido a ello, su descripción visual acusa la máxima generalidad. Y sin embargo, para que su sufrimiento sea único y solicite la identificación del espectador, el director acude al rasgo diferencial: a la vestimenta negra y al primer plano del rostro contraído y doloroso.

5. Dos modelos para la construcción de personaje. Mostraremos ahora cómo la analogía y la codificación se manifiestan también en un ámbito opuesto al del análisis: el del diseño de personajes. Los preceptores de la escritura literaria o dramática suelen abordar, al igual que los analistas, el diseño de los personajes desde la doble perspectiva de la «persona» y de la función, es decir, desde lo analógico y lo digital. Describiremos brevemente dos sistemas de construcción de personajes que corresponden a sendas metodologías. El primero se debe a Lajos Egri, renombrado maestro de varias generaciones de dramaturgos y profesores de escritura dramática cinematográfica y teatral. El segundo sistema es obra de dos escritores norteamericanos de última generación, cuyo trabajo está imbuido de las ciencias, en particular de la psicología, y de la tecnología informática: Melanie Anne Phillips y Chris Huntley. Veamos cada uno de los modelos: 5.1. Modelo analógico de Lajos Egri. El modelo de Lajos Egri (1960:32-43), como sucede con muchos de los modelos contenidos en los manuales de construcción dramatúrgica, es completamente analógico: parte de la identificación personaje = «persona» y procede, de acuerdo con ella, a formular las características

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que hacen el personaje. Entre estas características destacan las referidas a lo que el autor denomina la estructura básica y que se resuelve en la descripción de tres dimensiones que, según él, constituyen al personaje.

Dimensión física

Sexo Edad Decripción física Apariencia Defectos

Dimensión social

Clase social Ocupación Educación Religión, Raza Nacionalidad Filiación Política Hobbies

Dimensión sicológica

Autoestima Vida sexual Actitud frente a la vida Habilidades, I.Q.

Estas dimensiones son: La naturaleza del modelo salta a la vista: cada uno de los rasgos que lo integran, puede (e idealmente, debe) ser descrito «mediante variables continuas, análogas a las magnitudes correspondientes». El escritor asiste a un modelo del personaje que, por analogía, se aproxima a la «persona».

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5.2. Modelo digital de Melanie Anne y Chris Huntley Ahora describiremos un aspecto del modelo de construcción narrativa creado por los norteamericanos Melanie Anne Phillips y Chris Huntley, autores de un software destinado al uso de escritores de cine, literatura y televisión. Lo resaltante de este programa informático, llamado Dramatica Pro, es que su funcionamiento está basado en una teoría dramática completa y bastante original, la cual es, según los autores, extremadamente potente. Dicha teoría se fundamenta en el principio de que la estructura de una historia puede asimilarse a la de un modelo de resolución de problemas por parte de la mente humana. En palabras de sus creadores: Uno de los conceptos originales que separa a Dramática del resto de las teorías es la aserción de que cada historia completa es un modelo del proceso de resolución de problemas que tiene lugar dentro de la mente humana. Esta Mente Historia [Story Mind] no trabaja como las computadoras, que realizan una operación tras otra hasta obtener la solución del problema. Procede, más bien, holísticamente, tal como lo hacen las mentes, invocando muchas consideraciones en conflicto con la finalidad de hacerse cargo del problema. Phillips & Huntley (1996:11)

Extraeremos del modelo de Dramatica un único aspecto que dentro del sistema que propone se conoce como la «construcción de personajes objetivos». Para Phillips & Huntley (1996:20), un «personaje objetivo es un conjunto de funciones dramáticas que deben ser representadas para que el argumento completo de una historia pueda completarse». Veamos cómo los autores construyen, a partir de esta definición, personajes complejos que, partiendo de la digitalidad, «tienden» a la analogía. Los autores comienzan por definir lo que entienden por personajes arquetipo, plenos de funcionalidad narrativa.

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Para Phillips & Huntley (1996:11) los personajes arquetipo, agrupados en pares opuestos, son: El protagonista, proponente y conductor principal del esfuerzo por alcanzar la meta de la historia. El antagonista, cuya meta consiste en impedir el éxito del protagonista. Mientras el primero representa el impulso de resolver un problema, el antagonista representa la fuerza que busca por hacerlo fracasar. El guardián, maestro y ayudante, que representa la conciencia. Es un personaje protector que contribuye a eliminar los obstáculos e ilumina el camino hacia la meta. A manera de contrapeso del guardián, la teoría de Dramatica define un arquetipo que denomina contagonista, representante de la tentación que desvía a los personajes de la consecución de la meta de la historia. El contagonista coloca obstáculos en el camino del protagonista, obstruye su tarea y trata de hacerlo fracasar. El personaje apoyo (sidekick), espejo de la confianza, el sostén y la fe. Se le opone el escéptico (skeptic), que representa la duda, la desconfianza y la oposición frente a las iniciativas. Para Dramatica la interacción entre estos dos arquetipos ilustra la polémica racional y emocional que se da en una historia, en torno a las posibilidades de éxito. El personaje razón (reason), que representa la aproximación racional, fría y controlada a la resolución de un problema, y que resulta contrastado con el personaje emoción (emotion), que representa la aproximación emotiva, desorganizada y un tanto frenética. Adicionalmente, los personajes arquetipo están definidos por el tipo de decisiones que toman y por las modalidades de su accionar narrativo, según la siguiente repartición:

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Arquetipos

Elementos de Acción

Elementos de decisión

Protagonista

Persigue un fin.

Urge a otros personajes a reconsiderar el intento por alcanzar la meta.

Antagonista

Intenta de prevenir o evitar que el protagonista alcance la meta.

Actúa de acuerdo con la conciencia, representando la moralidad del autor.

Guardián

Ayuda en la concecución de la meta.

Representa la tentación hacia un curso equivocado de la acción en relación con la consecución de la meta.

Contagonista

Obstruye los esfuerzos por que se alcance la meta.

Decide con base en la fría lógica.

Razón

Actúa calmada y controladamente.

Urge a otros personajes a alcanzar la meta.

Emoción

Actúa frenética o desconocidamenete.

Obedece a los sentimientos, sin atender todos los aspectos prácticos.

Apoyo

Da apoyo y coraje en la concecuencia de la meta.

Acude a la fe.

Escéptico

Actúa en forma opositora.

Descree y pone en duda.

La construcción concreta de los personajes arquetipo procede en cuatro áreas que, de acuerdo con Dramatica, son las que constituyen a un personaje objetivo. Estas áreas son: 1. La motivación (Un don o una carencia esencial que impulsa al personaje a actuar). 2. El propósito (Un resultado deseado y buscado). 3. La evaluación: (Un juicio de la situación o de las circunstancias). 4. La metodología (El método empleado para alcanzar un propósito).

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Cada personaje aquetipo queda entonces definido a partir de ocho elementos, a saber: Motivación Acción

Protagonista

Persigue un fin

Antagonista

Decisión

Propósito Acción

Decisión

Busca un propósito realista

Decide según su verdad personal

Reconsidera los Evita que otro alcance sus fines hechos

Actúa de acuerdo con su percepción particular

Ve la relatividad de la verdad

Guardián

Busca ayudar

Sabe postergar

Se proyecta hacia el futuro

Se rige por la equidad

Contagonista

Procede con indulgencia

Obstruye

Persigue la iniquidad

Especula

Razón

Persigue el control

Apela a la lógica

Enfoca la Usa su habilidad innata atención hacia el exterior

Emoción

Busca satisfacer sus emociones

Es descontrolado

Quiere satisfacer sus deseos

Apoyo

Apela a la fe Da sostén al esfuerzo de otro

Busca mantener Busca el orden lo establecido o en curso

Escéptico

Descree

Es caótico

Considera los pros y contras

Se opone

Enfoca la atención hacia su interioridad

Es cambiante

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Evaluación Acción

Decisión

Metodología Acción Es proactivo

Decisión Tiene certezas

Evalúa el efecto de sus acciones

Utiliza el sentido común

Evalúa las causas los hechos

Hace conjeturas Es reactivo

Busca ponerle fin a los procesos

Anticipa resultados

Es un evaluador Procede determinando posibilidades

Determina las causas

Reincide

Determina posibilidades

Reevalúa los hechos

Confía en verdades establecidas

Acude a teorías explicativas

Se exime de actuar

Apuesta a lo probable

Sigue sus corazonadas

Ensaya y descarta soluciones

Apuesta a las posibilidades

Se protege de las intervenciones externas

Atiende al resultado final

Es tolerante

Está dispuesto a Es deductivo aceptar

Es intolerante y perfeccionista

Enfoca la atención en los procesos

Es inductivo

Tiene determinaciones

No acepta

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La disposición dinámica de las características antes mencionadas sirve de base de una suerte de «motor» que genera estructuras vacías capaces de adecuarse a diferentes tipos de historia. Aunque no abordaremos aquí el complejo sistema generativo propuesto por los autores de la teoría, podemos destacar el hecho de que la base de ese sistema viene dada por una matriz que organiza dinámicamente los elementos anteriores, como si se tratara de una tabla periódica de elementos químicos, la cual, como se sabe, es capaz de generar las fórmulas de las diferentes sustancias compuestas. La matriz original de Dramatica es:

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Los arquetipos se reparten en esta estructura de la siguiente manera:

Para Dramatica, los personajes arquetipo constituyen una suerte de «alfabeto digital» a partir del cual se generan los personajes complejos, tal como lo explican Phillips y Huntley (1996:26): Los personajes complejos son creados a partir del mismo conjunto de funciones dramáticas que sirven de base a los personajes arquetipo. La diferencia principal consiste en que los personajes arquetipo agrupan funciones que son similares o compatibles entre sí, y los personajes complejos no lo hacen. Esto quiere decir que, aunque los personajes arquetipo pueden estar en conflicto unos con los otros, un personaje arquetipo jamás está en conflicto con sus propios impulsos y actitudes. Esto es lo que hace que los

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personajes arquetipo aparezcan menos desarrollados e, incluso, menos humanos que los personajes complejos. […] Para crear personajes que representen nuestras propias inconsistencias, debemos redistribuir [las] funciones [de los personajes] de manera que [éstos] resulten menos compatibles internamente. Como esto conduce a [que se desarrollen] muchos más niveles de exploración y comprensión, nos referiremos a cualquier arreglo de funciones narrativas diferente al de agrupamiento arquetípico llamándola compleja. Un personaje que contenga un tal tipo de arreglo lo llamaremos personaje complejo.

Vemos entonces que los personajes complejos son el resultado del reacomodo de los elementos que constituyen a los personajes arquetipo. Tal como sucedería con los personajes que ilustran la siguiente versión de la tabla:

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6. Personaje literario-personaje fílmico Hemos visto que cualquiera que sea el tipo de discurso en el que se manifieste un personaje –literario, fílmico o teatral– su construcción es el resultado de operaciones reductoras, que trabajan en favor de la codificación y de operaciones expansivas, que buscan la analogía, apoyándose muchas veces en las primeras. Esto es quizás otra manera de afirmar lo que sostiene la semiótica narrativa: que existe una base común (semántica y narrativa) para la construcción del personaje, la cual, precisamente, nos permite hablar de él como si se tratara de un objeto capaz de manifestarse en cualquier discurso. Sin embargo, en lo que atañe a su constitución –en tanto objeto construido– el personaje parece ser único en cada tipo de discurso. Esto vale en particular para el personaje literario cuando se le compara con el personaje fílmico. Tal como lo afirma Vanoye (1979:140-142) el «personaje literario y el personaje fílmico son dos signos que difieren por el significante (por la sustancia y la forma de la expresión), y por la forma del contenido»30 . En relación con lo primero, el autor francés opina que un personaje literario se reduce a un conjunto de palabras y, por tanto, es de naturaleza muy distinta al personaje de un filme, encarnado por un actor, con sus particularidades físicas: «Son los avatares de [la] imagen (las actitudes, las acciones, el vestuario, los cambios físicos, las relaciones con el resto de los personajes) los que definen [sus] papeles y [sus] funciones». En relación con el segundo aspecto (el referido a la forma del contenido) Vanoye destaca que, mientras el personaje literario está, de alguna manera, confinado al cerco que le imponen las palabras que lo definen, el personaje fílmico participa, por decirlo de algún modo, en diversos grados, de la «personajeidad» del actor, de forma tal que es el resultado de lo que aporta el personaje previsto por el guión (o 30 Nuestra traducción.

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extraído de la base literaria en general) y lo que agrega el actor mismo. Esta última observación, sin embargo, no pareciera constituir un deslinde muy riguroso entre el personaje literario y el personaje fílmico en lo que atañe a la constitución de ambos. De hecho, lo que para un lector o un espectador dado termina de configurar a un personaje no está determinado a priori ni por las palabras, en el caso de la literatura, ni por la publicidad de la industria en el caso del cine, sino que es el producto de la dinámica de cada discurso. Una novela histórica, para dar un solo ejemplo, hace que sus personajes sean, cuando menos, la resultante de dos discursos concurrentes: uno ficcional y otro sociohistórico, que se imbrican para conformar un personaje único. Volvamos a Vanoye (1979:124), quien resume las diferencias entre el personaje literario y el personaje fílmico en el siguiente cuadro: Personaje

Relato escrito

Relato fílmico

Nombre y/o denominación

Nombres propios, pronombres, sustantivos.

Nombres propios, pronombres, Eventualmente: información aportada por textos escritos o por la voz en off.

Informaciones diversas

Retratos y descripción: campos semánticos, adjetivos. Diálogos; palabras del personaje, palabras sobre el personaje.

Imágenes: físico del actor, vestuario, decorados, accesorios, etc. Diálogos: parlamentos del personaje, parlamentos de otros personajes acerca el personaje en cuestión.

Evolución

Variación de campos semánticos. Verbos. Marcas temporales. Retratos y descripciones contrastadas.

Marcas temporales. Variaciones del físico del actor (maquillaje), del vestuario, del estado de un lugar, etc. (imagen).

Acciones

Verbos y adverbios. Encadenamiento de términos, narración descriptiva.

Acciones filmadas = Montaje, ritmo.

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6.1 Analogías constituyentes. El discurso literario parte de la palabra y llega a ella: detrás de la palabra está el hombre. Lo que instituye el discurso, y construye al personaje es la voz. Correlativamente, el discurso del cine nace de la mirada: el personaje fílmico es fruto de la analogía de una visión y, secundariamente, de la analogía de una audición31 . Narrador y observador visual (y/o sonoro), voz y ojo, son analogías constituyentes: conforman, cada cual en su dominio, el soporte del texto. Sin la voz que atestigua el relato literario, no hay personajes, ni siquiera mundo narrado. Sin la visión que escruta el universo creado por un film y/o sin la escucha que indaga lo que la visión no alcanza, no existe diégesis. El texto nace, pues, de analogías antropomorfas parciales o, por decirlo de algún modo, de fragmentos de la persona. El narrador literario, el observador del cine, quiérase o no, son de la misma materia del personaje. Aceptada la analogía que construye el texto literario, aceptado el hecho de que esa voz de alguien que me narra tiene autoridad para testificar, los personajes nacen en virtud de nuevas analogías soportadas por esa voz. Similarmente, una vez que acepto que ese ojo que mira tiene la humanidad de mi ojo, me atengo a que la mirada me muestre lo que entenderé como personajes.

31 En el caso de la literatura, detrás de la voz está el dador del relato, el autor implícito o, si se quiere, un observador que procede según la analogía de una cognición humana o, al menos, antropomorfa (La «omnisciencia» en la literatura y la «visión de Dios» en el cine, son, a todas luces, metáforas de actividades cognitivas netamente humanas: Dios está hecho a la medida de los hombres). Algo similar sucede en el caso de un filme: detrás de la mirada actúan un observador visual (y/o sonoro) que procede en consonancia con capacidades humanas restringidas o ampliadas. En ambos casos, la estructura de los observadores e hiperobservadores se reparte de acuerdo con limitaciones antropomorfas que refuerzan la cualidad «humana» del narrador literario o del meganarrador (para utilizar el término de Gaudreault, 1989). Para un estudio de los observadores e hiperobservadores remitimos a nuestros trabajos (1995) y (1996).

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6.2. El personaje literario. El personaje escrito es, primero que todo, el efecto de una observación y testificación cuyo vehículo es la palabra32 . La voz que me habla declara la existencia del narrador y, además, al «comportarse» como la voz de la «persona» (de ser su analogía), insuflándose vida, se la insufla al personaje. De allí surgen analogías secundarias. El personaje es descrito como lo describiría la memoria o la observación directa de una persona. Si el narrador es, a su vez, un personaje (por ejemplo, si se trata de una narración homodiegética), la narración es a la vez analogía de un pensamiento, de una reflexión o de una escritura (el narrador «habla» consigo mismo, «piensa» y «razona», «escribe»). Si el narrador, por el contrario, es omnisciente o heterodiegético33 , nos abre la puerta, con su observación descriptiva y reflexiva, a un segundo nivel de existencia en el cual los personajes se manifiestan en sus diálogos (esto es, se hacen presentes mediante analogías literarias de lo que se supone son las conversaciones humanas), en sus pensamientos (una de las analogías más conocidas es la de la «corriente de conciencia»), o a través de su escritura. Las palabras que tienen a su cargo estas analogías funcionan, podríamos decir, en ese segundo nivel: simulando, reproduciendo, sustituyendo y, en último análisis, constituyendo, al personaje. En resumen, el personaje literario es un ser de palabras. Pero no solamente porque, como sostiene Vanoye, sean las palabras las que sirven de soporte a su representación, sino, sobre todo, porque a través de las palabras nace la verosimilitud esencial que hace del personaje un producto

32 No importa que, como sostiene Kate Hamburger (1993:73), esta testificación tenga su origen lógico en una persona real o que provenga de un personaje que funciona como lo que la autora llama el «Yo-origen» (I-origo). En ambos casos el lugar ocupado por la referencia lógica es ocupado por una construcción antropomorfa análoga a la persona 33 De acuerdo con la ya muy familiar terminología introducida por Genette (1972)..

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de la «voz» de la «persona», testigo irreemplazable del personaje literario. Sobre esta primera analogía, se construyen las restantes. 6.3. El personaje fílmico El personaje fílmico es una construcción de la mirada y de la escucha (o incluso una deducción de éstas34 ). El verosímil primario que lo soporta es una suerte de «lo veo y/o lo escucho, luego existe». Este verosímil es el resultado de lo que Jost (1996:8) entiende como el doble trabajo de lo que, acuñando una terminología particular, que denomina la enunciación fílmica, y de la iconicidad, tal como lo explica en el párrafo siguiente: ... el film sugiere (...) un lazo con la realidad de dos maneras distintas, que atañen a la naturaleza polifónica de su enunciación. La primera se ancla en un yo-origen que es testigo ocular de la realidad, sumergido a punto de hacerse parte de ella (...) Esta enunciación fílmica contribuye a crear un efecto de realidad que sugiere un contacto entre ese ojo, que no hace más que deslizarse hacia seres y cosas, como en el caso del sistema clásico, y el mundo. La imagen construye un modelo semántico que identifica la verdad a la autenticidad.

Claramente, las analogías que operan en el caso del cine (y, en general, del audiovisual) son las de la visión (la cámara «mira» como la «persona») y de la audición (yo escucho lo que la cámara «escucha»). Lo que, por otra parte, termina de fabricar con rotundidad al personaje, por encima de esa visión que, en el fondo, tiene mucho de maquinal35 ,

34 Burgoyne [1986:73) suministra un magnífico ejemplo que nos hace ver cómo se construye el personaje de HAL en 2001: A space odyssey (Kubrick, 1968). 35 Ejemplos del funcionamiento naturalmente analógico del cine, han sido observados tempranamente por los teóricos, tal como apunta David Bordwell: los movimientos de

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es la imagen del actor, que, como sostiene Burgoyne (1986:71), «tiende a organizar el texto a su alrededor». Esta imagen (analógica) monopoliza el «ser» del personaje fílmico, un poco como sucede en el texto literario con el nombre propio que funciona como núcleo del personaje literario. Y sobre la convención que instala la existencia de ese «ser», se superponen las analogías secundarias correspondientes: el personaje acciona en general en un mundo visible (camina, lucha, dispara, besa, gesticula) y, sobre todo, habla, para constituir la analogía de la interacción conversacional humana, a partir de una base fuertemente codificada de sus aspectos pragmáticos36.

7. A manera de conclusión: personaje literario-personaje fílmico El personaje literario y el personaje fílmico son, en lo que se refiere a su construcción general –y no a su «naturaleza individual», la cual, como vimos, corresponde a cada discurso particular–, productos de operaciones de diferente naturaleza. Y ese hecho se debe, sobre todo, a los materiales semióticos con que se cuenta para las operaciones constructivas: mientras que el soporte literario facilita analogías con

cámara solían ser comparados con el movimiento corporal: un paneo o un tilt representaba un giro de cabeza, un desplazamiento correspondía al avance o al retroceso (de una persona) al caminar. La analogía, sin embargo, no se agota con las acciones de los seres humanos, sino que abarca el funcionamiento de todo tipo de máquinas: cámaras fotográficas (frecuentemente, a través del still shot), micrófonos y grabadores (The conversation [Francis Ford Coppola, 1974]), cámaras de video (Sex lies and videotape [Steven Soderbergh, 1989]) o cámaras de 8 mm. (París, Texas, Wim Wenders, 1984), computadora (Tron [Steven Lisberger, 1982], catalejos (Rear window [Alfred Hitchcock, 1954], telescopios (Contact [Robert Zemeckis, 1997], microscopio, estetoscopio, endoscopio y paremos de contar. En particular, la «máquina cinematográfica» puede simularse a sí misma (eso es lo que ha sido el cine dentro del cine [La nuit américaine, Francois Truffaut, 1973}). 36 El diálogo del cine constituye un poderosísimo recurso a la hora de la construcción de los personajes y de sus interrelaciones a través de la edificación de los contextos pragmáticos que se deducen de ellos. Lo hemos tratado de demostrar en Baiz (1999).

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base verbal (la voz, el pensamiento, la escritura), el soporte cinematográfico se inclina naturalmente a las analogías con base visual y auditiva (las acciones y los diálogos). Se ve claramente que esta disposición no es intercambiable: los pensamientos verbalizados resultan, por ejemplo, altamente antinaturales en el cine. Puede observarse, además, que ni en el texto literario ni en el fílmico el personaje es el producto puro de operaciones analógicas: el personaje no está más cercano a representar a la «persona» porque se le haya pretendido construir analógicamente37 . Como ya vimos en el ámbito del estudio general del personaje, la construcción de un personaje «redondo» es tanto más efectiva cuanto más aparece soportada en un conjunto contrastado de rasgos salientes. De allí que la literatura haya recurrido, desde tiempos inmemoriales, al uso del detalle significativo, buscando tomarle un atajo a la pretensión de aprehender la «persona» recurriendo únicamente al retrato pretendidamente exhaustivo de un ser humano concreto. De allí, también, que el cine, heredero del teatro, por todo lo que tiene que ver con el cuerpo del actor, haya conocido muy tempranamente el valor de los rasgos salientes en la caracterización y los haya potenciado con recursos como el uso del primer plano. Nada tiene que ver, en suma, el personaje literario con el fílmico a no ser un contacto indirecto a través de esa obligada bisagra que une a los personajes de todo tipo: la «persona». Del resto, aspirar a que una versión fílmica del Quijote retrate al «verdadero» Quijote, equivale, tal como comenta Vanoye, a creer que el alma incorrupta de los personajes habita en un limbo y que esa alma puede ser extraída de su paraíso para ser vestida por cada uno de sus ropajes materiales, apenas desciende al mundo de la representación. Lo que sí parece cierto es

37 Una buena descripción literaria de un personaje jamás equivale a la enumeración exhaustiva de sus rasgos. De igual manera, en el cine, la transcripción de una conversación entre dos personas rara vez funciona como diálogo cinematográfico efectivo.

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que el personaje fílmico y el literario y el teatral y el televisivo y el personaje de los comics, en tanto productos de un inacabable y cambiante hacer semiótico, tienen algo más en común. Y ese algo es el hecho de que todos los personajes se ocupan de dotar de significado a esa obligada construcción que hacemos de nosotros que es la «persona». El personaje, en suma, todos los personajes, son el producto de una tensión antiquísima: aquella que litiga entre la necesidad que tenemos los seres humanos de atrapar una realidad que nos (a)parece continua, y otra necesidad que le es complementaria, aquella que nos obliga a analizar esa misma realidad, a desmenuzarla y, finalmente, a plasmarla por medio de los sonidos que emanan de nuestra garganta, o de los rasguños que podamos hacer sobre una piedra o sobre una hoja de papel, manipulando una banda de acetato o un chorro de electrones, para convertir esa realidad, y con ella a nosotros mismos, en lenguaje.

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Anotaciones sobre el melodrama, estrellas y la eternidad de las Camelias Silvia Oroz Para Román Gubern Me acusan de ser vulgar, tanto mejor; eso prueba que estamos cerca de la vida. Billy Wilder

I La red informal de valores afectivos y sentimentales entrelazó Latinoamérica a través de la circulación de las narrativas populares, confundiéndose y cruzándose con mayor intensidad a partir de la década del 40, cuando el cine configuró un gran universo icónico común, en una coyuntura histórico/cultural en la cual el desarrollo y cierta prosperidad parecían una posibilidad a corto plazo. Es en el cine donde el antiguo público de espectáculos callejeros (circo, ferias) encontraba una modernidad en la cual se reconocía, sintiéndose parte de ella. En el cine latinoamericano las masas urbanas encontraron un espacio público en el cual eran comprendidas, lo que aproximó a sus integrantes, simbólicamente, a la categoría de ciudadanos. Las industrias discográfica y cinematográfica fueron la punta de lanza de la reproductibilidad/modernidad de los bienes culturales, facilitando, a través del entretenimiento, la conformación de un imaginario común y compartido. La narrativa de ambas industrias, al igual que la narrativa del resto de la cultura popular, se inspiraba en la tradición de la literatura oral, con sus adaptaciones nacionales correspondientes. Estos procesos de adaptación pueden, también, ser interpretados como transposiciones o reconstrucciones de alegorías de procesos histórico/culturales locales. Las emociones límite del amor/odio, propias del tango; la melancolía de la separación, propia del bolero; el sentimiento de angustia del amor

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complicado y culpado de Arturo de Córdova; la renuncia «por amor» de Libertad Lamarque; las piernas de Rosa Carmina, etc., pasaron a ser formas de las ideas, mentalidades, costumbres y valores, culturalmente construidas y aceptadas. Se constituyeron, entonces, en una nueva realidad, en la que participaron también, a través de adaptaciones, los clásicos de la literatura y los grandes personajes femeninos. Así, por ejemplo, la película mexicana Doña Bárbara (Fernando de Fuentes, 1943, basada en la novela homónima de Rómulo Gallegos, con adaptación del mismo autor), dio el sobrenombre popular definitivo a María Félix, su estrella, conocida hasta hoy como «La Doña». La narrativa –ordenadora de conocimiento– está integrada y/o es parte de la cultura popular, constituyendo, a través de los géneros y de las representaciones socioculturales, una estrategia de comunicación1 . Lo simbólico, como función mediadora «nos informa las diferentes modalidades de aprehender lo real»2 . En esa perspectiva vale la pena pensar las ceremonias cívicas como formas colectivas dramatizadas. Su funcionalidad es la de narrar la noción de comunidad política3 . Es en la década del 40, con el Estado Novo en Brasil, el peronismo en Argentina, el Partido Revolucionario Institucional en México, el Frente Popular en Chile –entre otros fenómenos políticos– cuando se acentúa la noción de obediencia cívica, a través de esas mismas manifestaciones de lo político. Trabajo, patria, moral, son elementos –o «personajes tema»– tanto para la derecha como para la izquierda, y se dramatizan en la práctica de las formas épicas. La narración aparece aquí como organizadora de ideología a través de dichas formas épicas y de su propio canon. El melodrama, como sucede con la generalidad de las narrativas populares, se construye en la bipolaridad: bien/mal; amor/odio; amor/

1 Mazziotti, Nora (1996). 2 Chartier, Roger (1990). 3 Parada, Mauricio (SF).

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deber; pasión/poder. Bipolaridad que, sin embargo, no excluye lecturas y contralecturas4 . Negar la posibilidad de las mismas supone también una negación autoritaria de las mediaciones5 entre género/individuo/grupo social. No obstante, le es difícil a la cultura occidental hegemónica, sustentada a partir del razonamiento socrático de la búsqueda de la verdad única, asimilar narrativas vinculadas a la «movilidad» de las mediaciones, en las cuales la verdad absoluta se hace relativa. El binomio falso/verdadero se enquistó en nuestra civilización, limitando la comprensión del melodrama desde una perspectiva dinámica. Es que éste, finalmente, se basa en la afectividad, condenada por el iluminismo y el positivismo por obstruir «la razón». Por ello el melodrama está sujeto, a lo largo de su extensa historia y mutaciones, a la «violencia invisible del canon»6 . La jerarquización de la sociedad latinoamericana de la década del 40, con su concentración de la renta y el poder en una minoría, constituye estados oligárquicos7 . Al resto de la población le quedaba, entre otros recursos, el del melodrama cinematográfico como ilusión integradora. Fue esa –entre otras– la función del género serio y «para llorar», de mayores recursos de producción y con un star system que generó grandes odios y grandes pasiones. Sin dejar de contar que el melodrama representaba la referencia a «lo culto» y a las maneras urbanas, confirmando y cuestionando su compleja y activa interrelación con el público. Nora Mazziotti señala que «como pedían los antiguos teatristas, el melodrama enseñaba deleitando» 8 .

4 Sobre ese aspecto consultar: Monsivais, Carlos. Cultura urbana y creación intelectual. Casa de las Américas, Nº 116, La Habana; Oroz, Silvia (1996); Tuñón, Julia. (1998). Autores como Roman Gubern, Julianne Burton-Carvajal, Nora Mazziotti también abordan dicho aspecto. 5 Barbero, Jesús Martín (1987). 6 El concepto «mutaciones» es tomado de Gubern, Roman (1983). 7 Helena, Lucia; Oroz, Silvia; Paixão, Sylvia (2000). 8 O’Donell, Guillermo (1990).

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II La cinematografía latinoamericana se organizó, al igual que la norteamericana, con base en el trípode género-estudios-star system. Cada estudio tenía su elenco de estrellas que impulsaba los géneros melodrama y comedia. Y es que, sin estrella, no hay narrativa cinematográfica popular «creíble». Es la estrella quien responde a las necesidades narrativas de los géneros, ya que a cada tipología (prototipos y arquetipos necesarios para la estructura del género), correspondían estrellas determinadas. El star system responde a arquetipos funcionales de las narraciones cinematográficas que ponen su acento en el melodrama. Monsivais dice «Más que los hombres, son las mujeres, divas en el inicio y estrellas de cine después, los vehículos de identificación individual y colectiva que permitirá al nuevo medio (...) renovar extraordinariamente los hábitos y ser, a su manera, elementos de liberación»9 . Es este un tópico ejemplar en lo que hace a las adaptaciones de los personajes femeninos y a la supuesta relación melodrama/mujer que contaminó la «alta cultura», generando uno de los mayores malentendidos culturales: descalificando al género, a las mujeres y también a los segmentos más pobres de la sociedad, debido a su «necesidad» sentimental10. A esto podemos sumar la brillante posición de Andreas Huyssen11, quien señala: «Lo que me interesa especialmente es la noción, que ganó fuerza durante el siglo XIX, de que la cultura de masas está, de alguna forma, asociada a la mujer, mientras que la cultura real, auténtica, permanece [como] prerrogativa del hombre. La tradición de exclusión de las mujeres del campo de la ‘high cult’ no se originó en este siglo, obviamente, pero adquirió nuevas connotaciones en la era de la Revolución Industrial y de la modernización

9 Mazziotti, Nora. Ibíd. 10 Monsivais, Carlos. (1994) 11 Ibíd. Para mayor amplitud del tema de los prototipos femeninos.

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cultural». Por otro lado, «en la codificación de tipos y personajes, le fue asignado a la mujer un vasto repertorio, ya que en el código moral en el cual se construye la industria cinematográfica, es ella quien contabiliza y contiene un halo que eventualmente puede inducir al placer»12 . La construcción de los arquetipos/modelos femeninos responderá a un código moral socialmente aceptado, y también a la díada deseo/falta, ya que la persistencia de un elemento en un modelo indica polémica con el contrario. Pero también dichos modelos cuestionaron la moral admitida, constituyendo una intertextualidad fílmica compleja y a veces amenazadora. Las estrellas femeninas son un ejemplo emblemático de lo que es aceptado y rechazado socialmente, a través de los diferentes prototipos, donde en un extremo están las «buenas» y en el otro las «malas»13 . Son las estrellas el gran motor de las adaptaciones literarias que se desarrollan en la década del 40. Las mismas constituyen un llamado a «lo culto», a la necesidad que tenía el cine de demostrarle al establishment intelectual que él también podía alcanzar la altura adecuada para ser aceptado como parte integrante/integradora de la cultura. Obviamente que, en el aspecto industrial, también se dio en esa década la necesidad de llevar a cabo dichas adaptaciones debido a razones económicas. «La relación con la literatura fue, desde el comienzo, una marca bastante traumática para el cine, como lo fue, para muchos intelectuales, la masividad del cine. La literatura le mostraba al cine –arte e industria, lenguaje y mirada– el espejo donde el acné, las irregularidades del que está creciendo, las imperfecciones del que trabaja a horario iban a reflejarse, por lo menos, sin relieve, con neutralidad»14 . Fueron adaptadas, entre otras, Casa de muñecas, la obra de Ibsen (existe una versión argentina –Alberto de Zabalía, 1943– y otra mexicana –Alberto B. Crevenna,

12 Para mayor desarrollo de este tema ver: Oroz, Silvia (1986). 13 Huissen, Andreas (1997). 14 Zeiger, Claudio (1992).

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1953); Señorita Julia, de Strindberg, que se llamó El pecado de Julia (Mario Soffici, 1946); Nuestra Natacha, de Alejandro Casona (tiene una versión argentina y otra brasileña. La primera es de Julio Saraceni de 1944; la segunda de Raúl Roulien de 1939). No se puede descontar Cumbres borrascosas, de Emily Brönte, que dirigió Luis Buñuel en México en 1953. Vale la pena comentar este caso. El filme tiene un final con toda la perversidad del «amor fou» y sin pudores, es un Buñuel en estado «puro», con violación romántica del túmulo de Catherine por su amado. Pero es un filme rechazado por Buñuel, principalmente porque Iracema Dilian, la protagonista, no reúne el plus de información con que Morin define la estrella15. Se presenta entonces una contradicción insoluble entre un personaje ya bastante popular y la actriz en cuestión. No hay simbiosis entre tema/personaje/actriz; simbiosis estelar, como sucede con María Félix en el ya mencionado filme Doña Bárbara. Decimos «estelar» en el sentido de que una estrella, en la década del 40, tiene la categoría de mito, por lo tanto configura un drama humano condensado, y un compendio histórico/cultural. Tal como señala Morin «la estrella fermenta a través de la heroína o el héroe»16.

III Es en la década del 40 cuando se plasma la idea de que la validez de la adaptación literaria para el cine reside en la fidelidad al texto; concepto abandonado en el cine de hoy, donde creemos en varias maneras de fidelidad a una obra literaria. «Del texto como fin supremo (objeto intocable, fetiche) al texto como soporte destinado a borrar sus propias huellas, el cine de estos años demuestra un cambio a tener en cuenta: la

15 Morin, Edgard (1964). 16 Ibíd.

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literatura empieza a ser, para muchos directores (Wenders, De Palma, Frears) un material más en el gran container cultural»17. Dicho material, cuando más, se junta con otros en la instrumentalización del filme. Es interesante notar que la cuestión de la fidelidad/calidad en el pasaje de un texto escrito al fílmico está tan incrustada en la mentalidad cultural, que hasta un escritor contemporáneo como Manuel Puig, cuyas raíces están en el cine –más precisamente en el cine melodramático– tuvo serias reticencias, tanto hacia las adaptaciones de sus libros como con los guiones que escribió. Dice Néstor Almendros sobre El lugar sin límites (1977, filme del mexicano Arturo Rypstein basado en una novela corta de José Donoso, que Puig adaptó): «Aunque no aparezca el nombre de Manuel Puig en los créditos de la película, él hizo la adaptación; pero, como es muy modesto, consideró que no era lo suficientemente bueno y le dio el crédito a Rypstein; y después resulta que ganó el premio al mejor guión cinematográfico del año en México»18. La relación cine/literatura, a lo largo de su historia, representó la dicotomía no absorbida de la «alta cultura» y «cultura popular». Es un ejemplo emblemático del complejo y difícil proceso de aceptación y comprensión del todo; es el rechazo a la experiencia y cultura de lo cotidiano, que en América Latina copió mecánicamente el modelo eurocentrista de modernidad. Una de las ideas de Borges sobre cine/literatura está asociada a la práctica de la narración19. Sus filmes preferidos, como Ciudadano Kane (Orson Wells, 1939) apuntalan esa perspectiva. «La clave es el relato. Eso es lo que tienen en común el cine y la literatura. Al menos cierto tipo de relato. En el sentido clásico. Porque el cine es narración, y narración tradicional. Aunque no fracture el relato como hace Godard, o lo onirice

17 Zeiger, Claudio. Ibíd. 18 García Ramos, Juan Manuel (1991). 19 Cozariusky, Eduardo (1974).

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como hace Buñuel, las secuencias son siempre momentos de un relato clásico. Hacen falta personajes, situaciones, conflictos, acción; esa máquina de hacer ficción que es el cine depende del relato tradicional»20. Vale la pena, entonces, recordar al gran Griffith: –Bien –dijo Griffith– ¿No escribe Dickens de ese modo? –Sí, pero aquello es Dickens, esto es diferente. –No tan diferente, son historias en imágenes. No es tan diferente21.

IV Cuando Dumas hijo conoció a Marie Duplessis en el teatro (la que en el texto será Margarita Gautier) ambos tenían 20 años. Ella era, como manda el melodrama, de «inverosímil» belleza, acentuada por una leve tos, que la hacía un «tanto misteriosa». Se amaron y se separaron. A diferencia de Armando Duval, a Dumas nunca le importó su salud. Como en el texto, Marie muere en la pobreza, pero sin la presencia del amado. Entonces Dumas hijo escribe La dama de las Camelias, y obtiene la eternidad que el romance «real» no tuvo. Ni tampoco lo tuvo el resto de su obra, a no ser esta sincera obra de juventud, donde puede expresar el amor y la piedad que su amada de los años jóvenes le inspira. Su texto franco, arrepentido, donde el personaje Armando redime, con sus amorosos cuidados a Dumas hijo, consiguió atravesar el tiempo. En ese sentido Bajtin (1985) dice que: «la lucha de un artista por una imagen definida y estable de su personaje es, mucho, una lucha consigo mismo». La dama de las Camelias consigue aún despertar el interés del público y de productores que, cada tanto, la retoman como llamado a la taquilla.

20 Piglia, Ricardo (1986) 21 Griffith, Mrs. D.W. (1925).

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La defensa de la sirvienta y de la prostituta constituye una revolución en la literatura del siglo XIX, abre espacio a nuevas interpretaciones de esos prototipos, y genera una contralectura social de los mismos. El mundo queda más amplio. De hecho siempre hubo heroínas, pero que la prostituta y sirvienta puedan ser «virtuosas» abre, democráticamente, la construcción de la igualdad22. Los pioneros del cine sonoro latinoamericano sabían de ello a través de su experiencia, de su sintonía con la cultura popular y la mentalidad de su tiempo23. Por otro lado, para la industria cinematográfica argentina y mexicana, siempre existió, con los clásicos de la literatura el llamado a la díada culto/taquilla. Clásicos cuyo personaje femenino constituye el «incidente» hegemónico del drama, en concordancia con las posibilidades del star system local. Y mientras se aceptaba la idea de que el gran valor de una adaptación es la fidelidad al texto literario, en América Latina cada uno hizo su propia versión, sin falso pudor intelectual y creyendo, como Aristóteles, que el personaje comanda la acción.

V Las adaptaciones argentina y mexicana de la obra da Dumas se titulan, respectivamente: La mujer de las Camelias (Ernesto Arancibia con guión de Wassen Eisen) y Camelia (Roberto Gavaldós, con guión de Gavaldós y Edmundo Báez). Ambas son de 1953, cuando la crisis económica de ambos países –a pesar de las apariencias– comenzó a roer la industria cinematográfica. La televisión ya había llegado a México y comenzaba a gestarse un cambio de valores en ambas sociedades. Por otro lado, más de 20 años de cine sonoro ya habían contribuido con el comienzo de la

22 Este tema está ampliamente desarrollado en: Watt, Sam (1990). 23 Este tema está desarrollado en: Oroz, Silvia. (1996).

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formación de una nueva subjetividad. Además, las capitales habían entrado en la «modernidad» y ya estaban estructuradas en centro/periferia. El filme argentino se concentra en el personaje de Margarita/Zully Moreno. Prostituta de lujo, con «demencia progresiva» según sus médicos, que se apasiona por un Armando que dice: «Hay una cosa a la que no renunciaré jamás: a la música». La acción transcurre en Buenos Aires, en Mar del Plata –ciudad de veraneo emblemática en la época– en el campo y en París. Mientras que los escenarios argentinos son burgueses, los de París son marginales. Mientras que la ciudad –burguesa o marginal– es contradictoria e insegura, el campo es armonía y felicidad. La modernidad mantiene, en el melodrama latinoamericano, la misma contradicción que en el período mudo: campo/felicidad, ciudad/inseguridad24 . En Camelia, María Félix es el personaje título. Es una actriz famosa, que interpreta en el teatro la obra de Dumas. Como sus caprichos son caros, tiene una colección de amantes que, entre otras cosas, la cubren de joyas. Es caprichosa y malhumorada. Es mandona. Cuando un amante le regala una joya, la desprecia, pues sólo las esmeraldas combinan con su traje –cualquier coincidencia con el anillo de esmeraldas que le regalara Agustín Lara en la «vida real» no debe ser coincidencia–. Tiene otro objetivo en la vida: es actriz famosa y se prostituyó para no padecer la miseria que marcó su infancia. Camelia sufre de cáncer y el torero por el cual se apasiona no lo sabe. Para esta pareja la ciudad también amenaza y el campo armoniza. La historia transcurre en Ciudad de México y la zona rural. El hombre lucha por la fama que le dará prestigio social y por el dinero para comprar a Camelia, y dice sobre la amada: «Es una de esas mujeres con que uno sueña en una tarde de triunfo». En La dama de las Camelias, de Dumas, Armando ama a Margarita dos años antes de conocerla y declararle su amor. Según ella, él es un

24 Para este asunto puede verse: Oroz, Silvia. (1998).

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«sentimental». Él dice: «Si le contara, Margarita, que ya pasé noches y noches debajo de su ventana, que hace seis meses guardo un botón perdido de su guante...». Armando no está interesado en su trabajo o su vocación, sólo en el amor de Margarita. La familia le importa hasta cierto punto, pues ni abre las cartas que el padre le envía. La familia es importante para ella; y para salvarla, renuncia al amor del hombre. En esta pareja no está el secreto de la enfermedad; Armando lo sabe, como también conoce la lista de amantes de Margarita. Campo y ciudad representan aquí, igual que en los filmes comentados, paz y dificultades respectivamente, reforzando esa dicotomía, a lo largo de la historia del folletín y del melodrama. No es casual que en Camelia el hermano del torero, después de salir de la cárcel y de haber sido amante de la mujer, diga: «Regreso al pueblo, de donde tú y yo no deberíamos haber salido nunca». Siguiendo características del melodrama y el star system mexicano y argentino, respectivamente25, veremos que María Félix, en Camelia, es una mujer que asume su estar en el mundo. Tiene sus razones para ser prostituta de lujo y las defiende. En la construcción del star system mexicano la actriz también defendió sus posiciones. No le importó, tampoco, ser «mala», «machona». Se defendió de la estructura con sus propias armas. En La mujer de las Camelias, por su parte, Zully Moreno siente autoconmiseración y está siempre obedeciendo los caprichos de los hombres. No controla su deseo. En el star system argentino las «malas» o «transgresoras» también eran construidas como «buenas» y «pasivas». La carrera de Zully Moreno es sustentada por su marido, el director Luis César Amadori. Vale la pena señalar, en ese sentido, las diferentes enfermedades que las dos estrellas padecen en los filmes en cuestión. María Félix tiene cáncer, enfermedad que tímidamente ella controla con morfina. Zully Moreno padece de «locura progresiva», según afirman sus médicos. La Félix muere como una estrella: en el escenario. La Moreno se suicida. 25 Este tema se encuentra en: Oroz, Silvia. (1994).

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En ambos filmes –a diferencia del original de Dumas– los hombres trabajan y tienen vocación. Jorge Mistral es torero; Carlos Thompson pianista. El Armando Duval de Dumas está colocado en una mayor relación de dependencia de la mujer amada. El autor precisaba redimirse de la situación real con Marie Duplecis. De cierta manera, los Armando del cine se aproximan al hombre de la vida real. Beatriz Sarlo dice que la «monomanía es lo que le da consistencia a eso que llamamos personaje»26 . En ambos filmes los hombres desconocen la enfermedad de la amada; la verdad es que no están comprometidos con la mujer real, sino con la idealización del otro. Por el contrario, Armando Duval no sólo sabe sino que se preocupa por la salud de Margarita. En su caso, la muerte, no será una revelación, sino consecuencia de la enfermedad. De cualquier manera, tanto en el original como en los filmes, la muerte funciona como necesidad para que la banalidad de lo cotidiano no acabe con el estado de plenitud momentáneo de la pasión romántica. Es en ese sentido que se basa la acción y construcción de los personajes. Así se acercan a la idea de que «son porque hacen e instauran su identidad sobre el universo que le diseñamos y se (…) [debaten 27 ] entre el deseo que le inventamos y la fatalidad que decidimos imponerle. El azar del personaje es la conveniencia de nuestro texto, y el mundo de casualidades en que éste se mueve no es más que la manifestación superficial de la lucha entre dos fuerzas que tensan la estructura dramática: una que se define a partir de las intenciones del personaje y otra que impone el desenlace previsto por el autor: el texto es arena para la ley del deseo tal como se enfrentan y transmutan en el imaginario del escritor»28. El personaje y la estrella son una unidad en el melodrama cinematográfico. Uno funciona a través del otro y viceversa. Son díada indisoluble

26 Sarlo, Beatriz. (1997). 27 Los corchetes son míos. 28 Baiz Quevedo, Frank (1993).

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que trae a la narración el plus de información estelar que fue plasmado en la relación estrella/sociedad. Eso, porque toda estrella cinematográfica resume, a su manera, mucho del tiempo en que fue construida, ya que la riqueza de los arquetipos reside en los niveles que subyacen bajo su condición emblemática, pues el concepto de arquetipo, en realidad, se refiere a las experiencias cotidianas y nace de sus sufrimientos y alegrías, afianzando a través de la narrativa popular una estructura mental. Es en dicha estructura donde funcionan las dos adaptaciones cinematográficas y ambas estrellas realizan su papel de modelos y mediadoras sociales. María Félix como la prostituta asumida, que actúa socialmente en un plano de igualdad económica con los hombres. Prototipo, a su vez, que caracterizó también el éxito de la actriz en el star system. Zully Moreno, la prostituta «buena», no se coloca en un plano de igualdad, sino en el de «juguete del destino»29. Es en Dios se lo pague30 (Luis César Amadori, 1948, adaptación de la obra de teatro del brasileño Juracy Camargo), donde la actriz emblematiza su prototipo. Prototipo que, a diferencia del de María Félix, entra en contradicción con su lugar en el star system argentino, en el cual la actriz ocupó el lugar de madre y esposa competente. Si, como decíamos antes, una estrella es un drama humano condensado funcionando en un determinado contexto histórico/cultural, vale la pena recordar que ella se convierte en una presencia/personaje invulnerable, impenetrable a partir de su carácter mítico. En ese sentido, las estrellas sostienen la pasión en la medida de su impenetrabilidad, y es a partir de ella que establecen una red subliminal de poder que las convierte en «mujeres araña»31. Son esas «mujeres arañas» las estrellas/personajes de las adaptaciones de los clásicos al melodrama cinematográfico, que ha sido definido por Puig, en un cuento inédito, así: 29 Término planteado por Román Gubern (1983). 30 Sobre este filme ver el excelente trabajo de Nora Mazziotti. Ibíd. 31 «Mujer Araña» según el sentido que Manuel Puig le da en la novela «El beso de la mujer araña».

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–En el melodrama hay siempre esos golpes de la mala suerte. Y los reciben personas buenas. Los protagonistas de los melodramas son siempre mujeres muy buenas. –¿Santas? –No, una cosa es ser buena y otra ser santa32.

La narración cinematográfica, en el sentido delineado por Piglia, ya citado en el presente trabajo –es decir, basándose en Aristóteles, Dickens y Griffith– requiere de personajes héroes, emblemáticos en sus acciones y en su presencia en la pantalla. Nuestro melodrama se armó de estrellas que fueron el personaje perfecto para estructurar la díada deseo/falta en su relación con el público de la época. Fueron también el motor de las adaptaciones de los clásicos; y las diferentes versiones nos dicen, también, mucho del tiempo en que fueron realizadas. El melodrama cinematográfico latinoamericano, parte integrante/ integradora de la cultura popular, emblematizó su esencia: romper jerarquías, una de las razones de su rechazo por parte de las elites. ¿Cómo saber dónde está el «orden» en una estructura que funciona a partir de la abolición de los rangos aceptados por la «alta cultura»? Y si es la afectividad la que permea la cultura popular y el melodrama, ¿dónde quedan las jerarquías del deber ser?33. En ese contexto las estrellas/personajes movilizaron las adaptaciones literarias y fueron emblematizadas, de manera tal que también causaron espanto al establishment intelectual. No así al público, que se sintió más próximo a una literatura que no siempre le correspondía amablemente, como lo hacía el melodrama y sus estrellas/prototipos/personajes. De hecho, le cabe al cine el haber acercado los lectores a los originales

32 El cuento se llama: «Un destino melodramático», título colocado por Julia Romero, una de las curadoras del acervo Puig. Fue publicado en Oroz, Silvia(1997). 33 Este asunto está desarrollando en Oroz, Silvia (1999).

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clásicos y, también, impulsado la existencia de estos clásicos en la conformación del universo simbólico latinoamericano. No es poca cosa. Aquí continúa el pensamiento de Beatriz Sarlo cuando señala que la novela de folletín ayudó a la creación de un público, hecho que es el mayor desafío de la historia de la cultura34. Las estrellas femeninas, personajes y prototipos, fueron de decisiva importancia para esa creación. En ellas se concentraron alegorías nacionales que abren uno de los caminos más ricos –y menos desarrollados– para entenderlas en su relación con el contexto histórico/ cultural de la época. Diciembre, 1999

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34 Sarlo, Beatriz (1992).

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Visualitura: entre el cine y la literatura José María Paz Gago

La imprecisión e indeterminación de la noción de literatura, desde el momento mismo de su aparición en el siglo ilustrado, se acentúa en este fin de siglo y de milenio caracterizado por la crisis generalizada de las modalidades artísticas y culturales, los sistemas filosóficos y sociales, consagrados por la modernidad. Puesto que la dimensión estética y artística es esencial y natural a la especie humana, que en buena parte encuentra en ella su diferenciación y especificidad, la literatura, lejos de sucumbir, va a buscar nuevas vías y caminos, soportes cada vez más complejos y renovados sistemas de transmisión y difusión, para hacerse un hueco privilegiado en la nueva sociedad humana regida por las comunicaciones, las tecnologías informáticas y la imagen, la ya inaugurada sociedad de la comunicación digital. Se puede ya atisbar hacia qué nuevos dominios y ámbitos, en el contexto histórico actual, puede orientarse el fenómeno literario, en esa necesario ampliación de sus fronteras, en esa ruptura con los moldes en los que la había encerrado la racionalidad moderna. La nueva era, la anunciada Edad Postmoderna, ofrece a la literatura nuevos y polimórficos soportes, multiplicidad de modalidades sígnicas que interactúan con una eficacia comunicativa insospechada, superponiendo a la escritura todo el poder de la imagen y el sonido, la felizmente reencontrada oralidad y la potenciación definitiva de la iconicidad simbólica. Capacidad de almacenamiento cuasi infinita, velocidades inimaginables de transmisión a distancia, tridimensionalidad, simulación gráfica y plástica de los mundos

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ficcionales, recepción interactiva... Las nuevas tecnologías abren a la literatura espacios ignotos que nunca antes fueron explorados, posibilidades insospechadas, horizontes infinitos... Pero todo este fenómeno arrancó hace ahora exactamente un siglo, cuando un cinematógrafo que daba sus primeros pasos descubrió maravillado su capacidad para contar historias inventadas, relatos de ficción, y acudió allí donde podía encontrarlos, la literatura. De 1902 son los primerísimos textos literarios que son llevados al cine primitivo, con todas las limitaciones de su modo de representación característico y su teatralidad, más bien teatralismo, inherente. En 1902, en efecto, Méliès realiza la versión cinematográfica de Viaje a la luna de Jules Verne, mientras que los hermanos Pathé, por su parte, llevan a cabo una asombrosa transposición del Quijote, dirigido por Lucien Nonguet y Ferdinand Zecca. Nace así un matrimonio, de conveniencia, entre dos artes y dos sistemas semióticos que se funden y se confunden, se entrelazan y se rechazan, se han amado y se han odiado irremediablemente en el transcurso de un siglo de convivencia íntima y estrecha. Si en la tradición que se remonta a Aristóteles, en la que estamos inscritos, consideramos la literatura como el conjunto de las producciones textuales de naturaleza artística, es decir, aquellas que tienen una naturaleza estética y ficcional puesto que representan la realidad natural para causar un placer en el receptor, nada impide que esa producción artística sea visual, como ocurre en las artes plásticas, además de verbal. Precisamente, al discutir las definiciones de literatura tanto formalistas como pragmáticas, basadas en la ficcionalidad, María del Carmen Bobes Naves ponía de manifiesto que, en este rasgo inherente, la literatura «coincide con el cine, el novelón no literario, las series televisivas y hasta con los programas electorales» (1994:42).

VISUALITURA. ENTRE EL CINE Y LA LITERATURA

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Oralitura, literatura, visualitura Tal como hoy la conocemos, la literatura es una noción moderna bastante reciente. Hasta el siglo XVIII, el término como poesía designaba preferentemente el conjunto de los discursos que, en prosa o en verso, narrados o dialogados, tenían una funcionalidad y una finalidad esencialmente estéticas. Es especialmente interesante indagar en la nueva noción, en ese término emparentado etimológicamente con la palabra latina littêra (letra), que empieza a utilizarse en plena modernidad para realizar la difícil sustitución del término prodigioso que hasta entonces designaba el arte verbal, la poesía. En el corazón de la empresa ilustrada, en efecto, Voltaire incluye en su célebre Diccionario filosófico (1765) la entrada léxica literatura, para definirla mediante el recurso típico a la divagación filosófica como «una de esas voces vagas que se encuentran con frecuencia en todas las lenguas... como todos los términos generales, cuya expresión exacta no determinan en ninguna lengua los objetos a los que se aplican» (1995:331). El término empieza a existir pero su significado es impreciso, vago, ambiguo. El pensador francés recurre a la negación y a la generalización: «La literatura no es un arte particular; es el ligero conocimiento que se adquiere de las bellas artes». Y aquí se encuentra uno de los puntos más significativos de este primer intento de definir la literatura, considerada como un arte en el sentido genérico de las bellas artes pero sin hacer una distinción clara entre ellas; todavía no está establecida la condición verbal de esta nueva forma artística llamada a establecer unas relaciones privilegiadas con las artes visuales como la pintura o la arquitectura. Para Voltaire, lo esencial es que la literatura tiene por objeto producir la belleza y por eso mismo la clasifica entre las artes liberales, remarcando su relación estrecha con algunas de ellas, viéndose incluso obligado a diferenciarla de la pintura, la arquitectura o la música (1995:332-333). Todavía no existía el séptimo arte pero, de haber existido, seguramente lo habría citado.

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Si esa fue la génesis de lo que hoy todos entendemos por literatura, una nebulosa en la que no están claros los límites entre el arte verbal y las artes plásticas, esencialmente visuales, dos siglos más tarde la cosa no está mucho más clara. Tras 250 años de escritura literaria, de hegemonía del libro impreso, de teorizaciones y todo tipo de intentos clasificatorios, definitorios, descriptivos e históricos, el concepto de literatura ha entrado de nuevo en crisis. Una de las empresas científicas más serias de los últimos años de construir una teoría de la literatura, coordinada por teóricos de prestigio internacional como Angenot, Bessière, Fokkema y Kuschner (1989), se detenía en amplios prolegómenos para tratar de identificar el mismo hecho literario y el sistema que constituye la literatura, planteándose la extensión misma de esta noción, evidente para todos nosotros en la vida cotidiana y en la docencia diaria. En el ensayo que consagra a la incertidumbre que hoy en día afecta a la noción de literatura, Robin (1989) reconoce la dificultad para dar una definición precisa, constatando la imposibilidad de asignarle un objeto concreto. Al afirmar que la literatura ha ido ampliando, cambiando y cuestionando sus propias fronteras, concluye que se impone la necesidad de ofrecer una nueva acepción del campo literario. También Santerres-Sarkany (1990), en una de las teorías de la literatura más difundidas en el ámbito francófono en los años 90, ponía de relieve la necesidad de progresar hacia un nuevo significado del término literatura, exigiendo también una necesaria ampliación de su campo. A la luz del giro pragmático que han experimentado las creaciones y los estudios literarios en el seno del posestructuralismo, Santerres proponía una revisión del ámbito de la literatura, regido por un criterio que ya no es la textualidad –la literariedad de los formalistas– sino el lector. En el ámbito español, un proyecto didáctico ambicioso y de gran alcance pedagógico como es el Curso de teoría de la literatura, en el que Darío Villanueva (1994) coordina a nuestros más prestigiosos teóricos de la literatura, llega a parecidas conclusiones. Constatada la crisis de la

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literariedad, Carmen Bobes abre el volumen manifestando, una vez más, el problema que hoy en día afecta al concepto de literatura al no existir ningún rasgo específicamente literario que señale límites precisos entre obras literarias y no literarias (1994:42)1. No es menos explícito Ricardo Senabre al destacar la imprecisión que afecta a una noción que designa un conjunto tan heterogéneo de obras dispares2. El problema nocional no se refiere tanto a la naturaleza misma de la literatura, su entidad lingüística, estética y ficcional, como al medio que utiliza para su producción, conservación y transmisión, su soporte material y el sistema semiótico que éste admite y explota preferentemente. Como la oralidad dio paso a la escritura y de la voz al papel; como del manuscrito se llegó al impreso, del papiro al pergamino y después al papel, se llegará al cuarzo y al cristal, pasando por la gran pantalla. Al igual que a la voz humana usada en toda su riqueza de efectos y matices, con el sugerente acompañamiento de la música, sucedió la escritura primero (y simultáneamente) manuscrita y luego la escritura impresa de los siglos modernos, así sobrevendrá la fuerza de la imagen en un futuro ya muy próximo, aunque ya estuvo muy presente desde el advenimiento del cine. La Galaxia Gutenberg deja paso a una nueva galaxia repetidamente rebautizada: Galaxia Marconi, Lumière, Edison... Jenaro Talens se preguntaba, desde su doble óptica de teórico de la literatura y del cine, si era posible «pensar la literatura desde un lugar donde aquello que la hizo posible (el modelo propio de la modernidad, en cuyo seno nació la literatura) ya no tiene lugar?». Su reflexión a modo de respuesta tocaba de lleno el núcleo mismo del problema: ... la literatura no existió siempre, sino que surgió como forma

1 Bobes Naves, M. C., «La literatura. La ciencia de la literatura. La crítica de la razón literaria», Ibídem. pp.19-45. 2 «La noción misma de literatura es huidiza y no posee contornos nítidos y definidos» (Senabre, R. 1989).

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discursiva en el interior de un modo de información determinado y, por ello, puede no tener sentido ignorar que su estatuto es histórico, es decir, que su carácter social no proviene tanto –o, al menos, no como dato fundamental– de su carácter representativo, sino del modelo de intercambio comunicativo que la constituye como literatura y permite que sea concebida como tal. Dicho modelo conlleva formas de emisión, transmisión, circulación, recepción, interpretación, etc., en el interior de circuitos en ningún caso naturales, sino producidos y construidos culturalmente a partir de un sistema, de origen cartesiano, que le otorga validez y coherencia Si dicho sistema entra en crisis, también lo hacen sus productos» (1994:133).

Lo cierto es que la escritura impresa, el libro, no sólo no es el soporte natural de la literatura, sino que es un soporte muy reciente, privativo durante siglos de una minoría culta y elitista, y condenado a una regresión necesaria por razones ecológicas, económicas y socioculturales. La hegemonía de los medios audiovisuales de los últimos años confirma la sustitución del soporte impreso por el soporte audiovisual, que integra escritura, imagen y oralidad, sistema simbólico y sistema icónico, como ocurre ya desde el momento en que el cine, desde sus orígenes, se inspiró masivamente en los textos creados por la ficción literaria. El soporte originario y original de la literatura, de lo que los folcloristas denominan desde hace décadas la oralitura, es la voz humana. Con esta oralidad intrínseca se reencontrará la literatura del futuro, lo que hoy mismo ya podemos denominar visualitura, en el nuevo soporte propiciado por las tecnologías audiovisuales, desde el cine hasta las redes informáticas, que en este sentido no significan más que un retorno a los orígenes, puesto que en el medio audiovisual la oralidad recobra toda su importancia y su función. En efecto, como recuerdan teóricos del relieve de Zumthor o Meletinsky, la literatura fue en principio un arte oral (Meletinsky 1989:18); la

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voz humana es el factor fundamental en las manifestaciones literarias hasta bien entrada la Edad Media, pues hasta el siglo XII la oralidad es el régimen dominante tanto en la transmisión como en la conservación y creación de las manifestaciones poéticas de todo tipo. Será en el siglo XIV, con la invención de la imprenta, cuando se produzca una multiplicación significativa de los textos escritos, pero la oralidad seguirá siendo hegemónica hasta bien entrado el siglo XVI, momento a partir del cual la escritura literaria comienza a aventajarla3. Habrá que esperar a nuestro siglo, este agónico siglo XX, para que sea ostensible la hegemonía de la escritura, y esto sólo es válido para el mundo occidental más desarrollado, puesto que hoy en día todavía en vastas regiones de la tierra el régimen oral es el predominante (África Occidental, Oriente, zonas rurales...) y la modalidad resultante, la oralitura, la única pertinente. No hay que olvidar que la creatividad literaria se genera de forma mental y, por tanto, se produce oralmente antes de llegar a la escritura, ya que el pensamiento humano sólo puede expresarse verbalmente (cfr. Santerres-Sarkany, 1990). Es más, la literatura escrita moderna no puede obviar todas las manifestaciones orales implícitas en el teatro, en las manifestaciones folclóricas o en la canción lírica. Entender el teatro sin el componente esencial de la representación, que implica la pronunciación real de los diálogos, o la poesía lírica sin atender aspectos esenciales como el ritmo y la declamación, son errores imperdonables que la didáctica y la historia literarias han cometido reiteradamente en los dos últimos siglos4. Pero hay más, algo que pocos teóricos de la literatura han puesto de 3 Es P. Zumthor el teórico que más ha profundizado en este aspecto de la importancia de la oralidad. Pueden verse, entre otros, Zumthor (1983) y (1987). 4 No hay que olvidar la identidad característica de medios como la radio, exclusivamente oral, o la creciente utilización de los audio-libros, poemarios o narraciones grabadas por sus autores o por prestigiosos declamadores procedentes del doblaje, la canción o el teatro. Como sostiene Stéphanie Santerres-Sarkany, la actual hegemonía de lo audiovisual da de nuevo un papel predominante a la oralidad.

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relieve: la naturaleza visual del fenómeno literario. Cuando un oyente o un lector escucha o lee un texto literario, lo que hace es imaginar la historia que se le narra, con los rostros de los personajes, su aspecto y el del mundo ficcional que pisa y le acoge. Ha transformado interiormente en imágenes el mensaje del discurso verbal, del relato, que revive en su mente, en su imaginación, con sus colores y sus contornos; reconstruye plásticamente lo que transmiten las descripciones, elemento configurador de la narración junto a los diálogos y las digresiones. Ya Eisenstein, en los inicios de la teoría del cine, pensaba que el discurso verbal era una especie de proceso secundario, siendo la imagen, el discurso visual, el nivel básico y primario del pensamiento. La famosa sentencia de Mcluhan: el medio es el mensaje funciona en la literatura como en ninguna otra institución cultural, y la literatura no ha sido ajena a su contacto íntimo e intenso con el arte cinematográfico. Si el cine clásico inspiró su modelo narrativo característico en la gran novela realista del XIX, la novela no dejó de fijarse en las diversas tendencias, estilos y escuelas fílmicas. Ya es tópico vincular la nouvelle vague al nouveau roman o la novela social al neorrealismo; la fusión de texto narrativo verbal y texto narrativo visual es consustancial a la historia de las dos modalidades, de los dos soportes y de los dos sistemas artísticos que han transmitido a lo largo del siglo esa seductora irremediable del ser humano que es la ficción. Las novelas de Manuel Puig y de Gabriel García Márquez, las de Rulfo y Fuentes, Isabel Allende o Laura Esquivel; los relatos de Juan Marsé o de Antonio Muñoz Molina, los textos de Terenci Moix y de Manuel Vázquez Montalbán, son inexplicables sin tener en cuenta los hábitos de espectador impuestos por cien años de cine y cincuenta de televisión. El cine nació cuando aquel sistema de reproducción fotográfica acudió a la literatura, a los textos narrativos de ficción, para contar historias imaginarias. Ocurrió en Francia en 1902, en el momento en que Méliès decide llevar al cine el Viaje a la luna de Verne, y otros productores, los Hermanos Pathé, encargan a Lucien Nonguet y a Ferdinand Zecca la

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realización de una versión nada menos que de Don Quijote de la Mancha, extraordinario filme que considero como la primera película de la historia de séptimo arte5. Desde entonces ambos sistemas semióticos y artísticos fueron inseparables. Se trataba de contar una historia ficcional y para ello había que recurrir al sistema narrativo existente, el discurso verbal de la novela o el cuento, y transponerlo a otro sistema narrativo no menos eficaz, porque novela y cine, texto narrativo verbal y texto narrativo visual, no son más que dos formas de narrar una historia, por medio del lenguaje verbal la primera y por medio del lenguaje visual, de la imagen, el segundo.

Nuevo cine y nueva narrativa latinoamericana Cien años de soledad (1967) es el modelo genérico de una nueva forma de relato, conocida por un barbarismo anglicista para mí innombrable (el boom), de una innovadora modalidad ficcional que surge con fuerza extraordinaria en la América de habla hispana: la nueva narrativa latinoamericana, definida por su peculiar ficcionalidad híbrida, real-maravillosa o real-fantástica. Desde los primeros capítulos, en paralelismo con la fundación de Macondo, se entabla en la novela un diálogo entre la sociedad mítica antigua y la modernidad representada por una serie de inventos y novedades tecnológicas, lo que el narrador (1996:23) llamará las máquinas del bienestar, que irrumpen en ese medio arcaico, el extenso universo narrativo diseñado por Gabriel García Márquez a lo largo de 20 años, dos décadas en las que este periodista y guionista de cine construye en cuentos, relatos, novelas cortas, reportajes o fragmentos narrativos diversos ese fantástico mundo de ficción que se llamará Macondo. Metáforas técnicas, comparaciones descriptivas o símbolos alegóricos 5 Sobre este particular puede verse nuestro trabajo (1998).

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establecen sugestivas analogías con las tecnologías de la comunicación, los medios audiovisuales convencionales o cibernéticos, analógicos o digitales, que son integrados muy eficazmente en la diégesis de la novela. La fotografía y el cine, la televisión e incluso las redes informáticas como internet son evocadas en el seno de esta ficción neofantástica. Cuando hace su aparición la peste del insomnio, que contagia inexplicablemente a los habitantes de Macondo, Úrsula hace beber a todos los de la casa un brebaje de acónito que no logrará hacerlos dormir... sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. Es ésta justamente la fórmula feliz que utilizaron tantos teóricos del cine, desde Roger Odin a Santos Zunzunegui, para explicar la experiencia estética de la recepción cinematográfica. En su sólida construcción teórica de una semiopragmática del cine, Odin recurre a la expresión soñar despiertos para describir la situación más semejante a la que vive el espectador de la proyección fílmica6. El narrador todavía es más explícito al dar cuenta del curioso comportamiento perceptivo de los afectados por el persistente insomnio, desarrollando esta espléndida metáfora del cine: «En ese estado de alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros» (pp. 134-135). Es esa la mejor descripción de esa gran fábrica de sueños, como suele conocerse el cine, en el que encontramos la versión plástica y visual de lo que otros soñaron e imaginaron, plasmándolo en letra impresa en buen número de ocasiones. Pocas páginas más atrás, la novela recoge una reflexión sobre la imagen fotográfica fija, representada por un arcaico laboratorio de daguerrotipia que explota Melquíades desde su primer regreso de la muerte: «José Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a toda su familia plasmados en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor» 6 Véase Odin, R. (1983), (1987), (1988a) y (1988b).

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(p. 140). Noël Burch (1987) se ha referido al mito de Frankenstein, al mito de la inmortalidad que encarnaba el cine de los primeros tiempos y para los primeros que teorizaron sobre él, en el entorno de Thomas Edison, fascinados por la posibilidad de conservar eternamente la imagen y la voz viva de los grandes cantantes de la Ópera de Nueva York. Ya en los umbrales de la novela encontramos una imagen metafórica de la imagen televisiva: En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa» (p. 81).

Las palabras de Melquíades constituyen una ingenua profecía de lo que hoy es y significa el medio audiovisual doméstico por excelencia, esa ventana al mundo accesible a todos, invitación al viaje visual o virtual, acceso siempre inmediato a otros mundos reales o simulados, verídicos o ficticios. En esas mismas páginas inaugurales, el novelista y su compleja proyección narratorial rizan el rizo de la retórica profética en sentido propio, pues se desliza nada más y nada menos que una descripción de lo que hoy es la red de redes, internet. En Cien años de soledad nos topamos con el siempre insólito José Arcadio Buendía, el padre del coronel Aureliano Buendía, convertido en auténtico cibernauta solitario, navegante ensimismado por las autopistas de la fibra óptica y el ciberespacio:

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Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue esa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas... (p. 83).

No son casuales estas metáforas de los medios audiovisuales tradicionales y de las nuevas tecnologías de la comunicación en este contexto ficcional, porque el arte narrativo latinoamericano es una derivación directa del arte narrativo cinematográfico, al contrario del fenómeno intertextual más frecuente. Si el cine clásico de ficción fue una consecuencia de la novela realista, es ahora el relato real-maravilloso consecuencia del nuevo cine y de su magia. Sus forjadores, los grandes creadores del realismo maravilloso como Juan Rulfo, Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes, eran antes que nada, en efecto, guionistas o, como Márquez prefiere llamarlos no sin acierto, «escritores de cine»7. Si la mayor parte de los novelistas llega al cine a través de la novela, cuando son invitados a vender sus derechos o a trabajar en un adaptación cinematográfica, la gran generación del realismo maravilloso llega a la novela a través de la escritura cinematográfica. Buena parte de ellos tenía la certeza de que los medios audiovisuales constituían un sistema de comunicación más eficaz que la escritura literaria para comunicar sus inquietudes, afanes y reivindicaciones. Tal como reconoce García Márquez, (...) desde la adolescencia, me atormentó la idea de que el cine era un medio de expresión más completo que la literatura, y esa 7 «La penumbra del escritor de cine» (17-11-1982). 1991: 338-340. Sobre la tarea del guionista, el gran olvidado del séptimo arte para él, que por esa razón habla sobre su destino de penumbra, dice García Márquez en ese texto: debe considerarse como un factor transitorio en la creación de la película y es una prueba viviente de la condición subalterna del arte del cine (necesita de un escritor) (p. 339). Tiene una larga tradición en España el todavía hoy activísimo Círculo de Escritores Cinematográficos de Madrid.

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certidumbre no me dejó dormir tranquilo en mucho tiempo. Por eso fui uno de los tantos que viajaron a Roma con la ilusión de aprender la magia secreta de Zavattini, y también uno de los que apenas lograron verlo a distancia (1981: 340).

En efecto, gran admirador del maestro italiano Cesare Zavattini, el gran guionista del neorrealismo italiano, durante su estancia en Roma en 1955, García Márquez se matriculará en el Centro Experimental de Cinematografía: «Toda una generación fanática del cine se fue a estudiar en el Centro Experimental de Cinematografía, en Roma, con la esperanza de que fuera Zavattini quien lo enseñara» (1981:339). Quien sí estudió con el guionista de Vittorio de Sica o de Rossellini fue el escritor argentino Manuel Puig, en cuya obra (El beso de la mujer araña, por ejemplo) novela y cine se confunden irremisiblemente Tras esos fulgurantes estudios de cine y después de trabajar en ciudades como París (1955), Caracas (1957) o Nueva York (1958), Bogotá o La Habana, se instala con su familia en México a partir de 1961 con la idea de dedicarse a la escritura audiovisual, en un país con una gran tradición cinematográfica: Fue también por la ilusión de hacer cine que vine a México hace más de 20 años. Aun después de haber escrito guiones que luego no reconocía en la pantalla, seguía convencido de que el cine sería la válvula de liberación de mis fantasmas. Tardé mucho tiempo para convencerme de que no. [Ya iniciada la redacción de] Cien años (1965)... comprendí que no había un acto más espléndido de libertad individual que sentarme a inventar el mundo frente a una máquina de escribir (1981:340).

El México de principios de los años 60 conoce una fascinante actividad cinematográfica, con los reflejos de la época más hollywoodiana y bajo la sombra de directores de la talla de Orson Welles o de Luis Buñuel, sin olvidar el paso de Eisenstein. Un activo grupo de jóvenes escritores y

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cineastas en ciernes desarrollan una intensa obra literaria, al mismo tiempo verbal y visual. Además de Rulfo, Fuentes y Márquez trabajan con este grupo el cineasta gallego Carlos Velo, que será guía del grupo, el productor Miguel Barbachano o los directores Roberto Gavaldón y el español Juan Antonio Bardem. Precisamente, a finales de los años 50, el productor Miguel Barbachano invita a México al maestro italiano del guión, y Cesare Zavattini esboza el guión del gran proyecto de documental México mío, en el que el exilado español Carlos Velo, uno de los más importantes documentalistas de la historia del cine, trabajará con entusiasmo, aunque sin llegar a terminarlo. En ese ambiente, uno de los textos fundadores del género realmaravilloso, Pedro Páramo de Juan Rulfo, establece desde muy pronto una relación estrecha –pero como siempre controvertida– con el arte cinematográfico. En efecto, ya en 1954, cuando todavía no estaba listo el hipotexto literario, Carlos Velo iniciaba la redacción del guión del que sería su primer largometraje de ficción con un equipo inmejorable: el propio Rulfo, el productor Miguel Barbachano Ponce y el escritor Carlos Fuentes. Con este último ya había escrito Velo el guión de Las grandes aguas (1965), dirigida por Servando González. Dos años antes, en 1964, había producido El gallo de oro8 , texto escrito por Rulfo para el cine, que dirigirá Roberto Gavaldón y en la redacción de cuyo guión se encuentran también los tres grandes novelistas, García Márquez, Fuentes y Rulfo. Estrenada en 1966, la película se filmará en los Estados de México e Hidalgo así como en los míticos Estudios Churubusco, ayudando el propio Rulfo a Velo en las localizaciones con su propia cámara fotográfica. Con su novela ambientada en Nueva Galicia, Rulfo rompía bruscamente con la narración mexicana tradicional y, evocando intertextualmente

8 Rulfo, J. El gallo de oro y otros textos para cine, Jorge Ayala Blanco ed., México: Era, 1980 y Madrid: Era, 1982.

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a Joyce y a Faulkner, abría nuevos caminos a la ficción en lengua española. Lo mismo se quería hacer con esta película que debía significar la superación del cine tradicional basado en un tratamiento costumbrista del tema mexicano, a través de la experimentación fílmica y del documentalismo del cinéma-vérité de Edgard Morin. La que debía ser la producción más cara del cine mexicano hasta entonces encontró grandes dificultades de todo tipo. En primer lugar, la propia transposición de un texto sin apenas acción ni intriga, más poemático que narrativo, fragmentario y sin estructura aparente, junto a la recreación del complejo universo ficcional con elementos maravillosos como la continuidad natural del mundo de los vivos y de los muertos y otros elementos sobrenaturales difícilmente exportables al sistema icónico. El filme mostraba una indiscutible maestría técnica con una fotografía claroscura preciosista del operador Gabriel Fugueroa, o con la escenografía de Manuel Fontanals y Julio Alejandro, pero no alcanzó ni la aceptación del público ni mucho menos el éxito comercial. La crítica, aunque reconocía una corrección insólita en el cine mexicano, ponía de relieve las limitaciones propias de un cine de adaptación más que de creación9. Velo aceptó su fracaso, debido en buena parte a haber aceptado las sugerencias de un equipo demasiado amplio de colaboradores, de modo que no pudo filmar su guión original10. Lo cierto es que tampoco Rulfo quedó satisfecho y realizó otro guión, Pedro Páramo, el hombre de la Media Luna (1976), dirigida por José Bolaños. En esos mismos años, Barbachano y Velo comienzan a organizar la Televisión Mexicana, a cuyo Centro de Producción Radiotelevisiva se incorpora Rulfo. Ya en los años 70 el gobierno mexicano crea el Centro de Capacitación Cinematográfica, donde Velo tendrá como alumnos del Departamento de Cortometrajes a algunos de los futuros cineastas

9 García Riera, E. (1969:370). 10 Fernández, M. A. (1996).

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mexicanos más destacados, también formados en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, creado en 1963 e integrado en la Unam. Entre ellos está Arturo Ripstein, Paul Leduc, Jorg Fons... A la gestación del mundo de los Buendía pertenece, al igual que La hojarasca, de 1955, la segunda novela del autor, El coronel no tiene quien le escriba, redactada en 1957 en París y publicada en libro en 196111. Acaba de ser estrenada la versión cinematográfica de este sofocante relato en el que se mezcla lo dramático y lo cómico, dirigida en México por Arturo Ripstein, con la inigualable Marisa Paredes entre sus protagonistas. Ya en sus años de dedicación al guión cinematográfico en México, Márquez había escrito el guión de Tiempo de morir (1965) la primera película dirigida por Ripstein que con Profundo carmesí (1998) obtuvo un éxito importante en Europa. La transposición de Ripstein juega, como debe hacer toda versión fílmica, con la libertad y la flexibilidad que permite el arte cinematográfico, ambientando la historia en un contexto mejicano y acentuando el papel de la protagonista femenina, cuya función era menos trascendental en el hipotexto novelesco. La modificación de la diégesis, acompañada de modismos y léxico propios del español mexicano, así como del esquema actancial, resultan eficaces y convierten el filme de Ripstein en una película notable y personal. Sobre la posibilidad de aceptar una transposición fílmica de su obra mayor, García Márquez ha desencadenado una polémica más anecdótica que de fondo, pues no se plantea ni el viejo tema de la calidad de las transposiciones fílmicas, que casi siempre defraudan a los escritores y al público, ni la imposibilidad de someter a procesos de transcodificación textos novelísticos juzgados como irrepresentables cinematográficamente. El novelista expone algunas ideas en un artículo publicado el 21 de abril de 198212, bajo el curioso título de «Una tontería de Anthony Quinn». El 11 Apareció por vez primera en la revista colombiana Mito, 4/19, 1958. México: Era, 1968, 5ª ed. Ese mismo año acaba La mala hora, editada al siguiente. 12 En 1991: 249-251.

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escritor se refería a una boutade del famoso actor de origen mexicano, quien habría declarado que Cien años de soledad sería ideal para un serial de 50 horas de televisión y que estaría dispuesto a pagar un millón de dólares por los derechos de la novela. Esta propuesta lanzada en la televisión mexicana en 1977 no se habría llevado a cabo no por la negativa del comunista García Márquez, sino porque Quinn nunca se lo propuso en serio. Antes de esa oferta, ya un consorcio de productores europeos y americanos había ofrecido dos millones de dólares por los derechos de la historia decadentista de los Buendía. El único productor y director al que García Márquez cedería con gusto los derechos de Cien años de soledad sería a Francis Ford Coppola, a quien quiso convencer de ese ambicioso proyecto su director de fotografía en Apocalypse Now. Escritor y cineasta se conocieron en el verano moscovita de 1979, momento en el que conversaron sobre el tema, aunque Coppola no pareció manifestar interés por el proyecto. Ruy Guerra adaptará en 1983, con gran fidelidad al hipotexto novelesco, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972). De hecho, y resurge aquí la tesis que vengo sosteniendo sobre la dependencia cinematográfica de la nueva novela latinoamericana, este relato había sido redactado por el escritor en forma de guión cinematográfico en una primera versión, en 1968, tal como lo recuerda en 1982: tenía en la cabeza una imagen percibida en un remoto pueblo del Caribe de una adolescente prostituida por su abuela. Sus recuerdos le llevan a plantear en toda su complejidad esa frontera borrosa que existe, desde mi perspectiva, entre texto narrativo de ficción verbal o novela y texto narrativo de ficción visual o película: «Sin embargo, no lograba sentirla como una novela, sino como un drama en imagen. Era más cine que literatura» (1991: 332)13. Desde que escribiera el guión en 1968, las diversas tentativas de realizarlo no habían fructificado, hasta que se dieron 13 «La cándida Eréndira y su abuela Irene Papas» (3-11-1982) en 1991: 332-334.

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todas las condiciones para llevarlo a cabo: «hasta convertirse en una aventura compacta, capaz de instalar en la realidad un sueño muy antiguo» (333), de la mano del director brasileño Ruy Guerra14 . La preocupación del escritor para esta coproducción franco-alemanamexicana rodada en una hacienda en ruinas no lejos de San Luis Potosí (México), era la selección de actores. Satisfecho de la niña brasileña Claudia Ohana («una réplica embellecida del original») para la protagonista, no acababa de convencerle la actriz griega Irene Papas, «demasiado joven y esbelta para el personaje inventado por mí», puesto que, tal como también declaraba en ese artículo: «siempre me había imaginado a la abuela como está escrita: con una gordura inmensa y unos enormes ojos diáfanos y unos setenta años de edad». Al no haber conseguido convencer a la que se ajustaba más a su descripción, Simone Signoret, García Márquez transmitía así sus impresiones tras la proyección de la cinta: Para mí, sin embargo, la mayor alegría me la proporcionó el tener que admitir, una vez más, que la realidad termina por imponerse a la fuerza sobre cualquier tentativa mixtificadora de la imaginación. En efecto, cuando vi a Irene Papas metida en su pellejo de abuela, confirmé lo que había pensado en Roma: era demasiado joven y esbelta para el personaje inventado por mí. Pero en cambio me bastó ese mismo golpe de vista para descubrir –no sin cierta vergüenza de mí mismo– que era idéntica a aquella abuela desalmada de la realidad que conocí hace tantos años en una noche de parranda del Caribe. (334). 14 En 1979, el productor italiano Paolo Bini propuso a Márquez llevar al cine uno de sus cuentos, dirigido por Ruy Guerra y protagonizado por Robert de Niro, pero la cosa quedó en el aire (p. 250). Ese mismo año, el chileno Miguel Littín llevará al cine La viuda de Montiel. El productor Billy Friedkin (French Connection) barajó el proyecto de transponer al cine El otoño del patriarca (1975), y logró convencer al novelista de participar de los beneficios de exhibición del filme, pagando una baja cantidad de dinero por los derechos de la obra. Finalmente, desistió del proyecto. La novela Crónica de una muerte anunciada (1981) fue llevada al cine, con escaso acierto, por Francesco Rossi, en 1987.

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Vuelta de tuerca que sorprende y subvierte al mismo tiempo las relaciones naturales entre realidad, ficción y deseo, este razonamiento enfrenta la imaginación del autor con la idea y el trabajo del director y responsable de la selección de actores, cuya decisión viene a coincidir sorprendentemente con una supuesta referencia real, aquel misterioso personaje que el escritor habría contemplado en la realidad de sus recuerdos. El propio García Márquez ha explicado las razones de su reticencia a aceptar la realización de transposiciones fílmicas de Cien años de soledad o sus otras novelas, el gran debate que se desarrolla desde el nacimiento del cine sobre las relaciones a la vez hostiles y amistosas, difíciles e inevitables entre texto literario y texto fílmico: Se debe a mi deseo de que la comunicación con mis lectores sea directa, mediante las letras que yo escribo para ellos, de modo que ellos se imaginen a los personajes como quieran, y no con la cara prestada de un actor en la pantalla. Anthony Quinn, con todo y su millón de dólares, no será nunca para mí ni para mis lectores el coronel Aureliano Buendía... Por lo demás, he visto muchas películas buenas hechas sobre novelas malas, pero nunca he visto una buena película hecha sobre una buena novela (1991: 251)15.

La tercera generación de nuevos narradores latinoamericanos está ya plenamente inserta en la revolución audiovisual actual, explotando con mucho mayor eficacia el soporte cinematográfico o televisivo para contar sus historias de siempre. Isabel Allende, chilena exiliada en Venezuela, no tuvo una suerte extraordinaria, desde el punto de vista artístico aunque sí desde el punto de vista comercial, con la transposición cinematográfica de su novela más 15 Sobre la relación novela y cine, decía refiriéndose a Viena: «Carol Reed y Grahan Greene no hubieran podido escoger un ámbito más adecuado para una gran película. Y para una gran novela, por supuesto, que es lo que queda en la casa para siempre después de que se encienden las luces del cine y sus hermosos fantasmas de carne y hueso empiezan a fugarse de la memoria» «Me alquilo para soñar» (7-9-1983). 1991: 461-463.

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importante, La casa de los espíritus (1993). Un extraordinario elenco hollywoodiense, con los mejores actores de la factoría norteamericana: Jeremy Irons, Glenn Close, Meryl Streep, Winona Ryder y el español Antonio Banderas, no consiguió transmitir el trasfondo tanto histórico como ficcional de esa novela y su honda significación moral, que el director sueco Billie August no tenía aptitudes para llegar a comprender. El cine comercial, sólo industria y sólo americana o americanizada, no tiene catadura ética ni estética para expresar (mucho menos para entender) estas grandes fábulas en las que se dan cita la historia de los pueblos y la injusticia de los gobernantes, este mundo y el otro, los que están y los que vuelven, la realidad y la ficción cuando han borrado sus fronteras artificiales. Con medios mucho más escasos y con actores más modestos, Alfonso Arau consigue un filme más logrado, artística y literariamente, con Como agua para chocolate (1992) de Laura Esquivel (1990). La historia de esta transposición es circular y paradójica, pues nunca sabremos si antes fue el huevo o la gallina, tantas claves fílmicas posee el relato verbal y tanto sabor literario inunda el texto cinematográfico. La novelista declaraba que, aprendiendo a redactar guión de cine, se lanzó a escribir esta novela con una estructura original y sugestiva, un recetario de cocina modula la sucesión espacial y cronológica de capítulos, y de ese intento habría salido la película de mi vida, que efectivamente rodará Alfonso Arau. Un fragmento de esta singular narración con una persistente voz en off nos da sus claves visuales y fílmicas muy explícitas: Ella había observado todo desde el patio donde estaba lavando los trastes. No perdió detalle a pesar de que le interferían la visión una nube de vapor rosado y las llamas del cuarto de baño. A su lado, Pedro también tuvo la suerte de contemplar el espectáculo, pues había salido al patio por su bicicleta para ir a dar un paseo. Y como mudos espectadores de una película, Pedro y Tita se emocionaron hasta las lágrimas al ver a sus héroes realizar el amor que para ellos estaba prohibido.

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Uno de los campos de experimentación más en boga actualmente es la potencialidad y la explotación de las posibilidades narrativas de las propuestas digitales interactivas (relatos-juegos): el llamado relato interactivo (interactive narrative, interactive story en el que la narración perdería su linealidad y es el receptor el que decide la continuación de la historia y su desenlace16. La llamada novela multimedia, basada en los recursos del hipertexto narrativo, cuenta con notables precedentes y cultivadores en la novela latinoamericana. Se trata de textos abiertos, interactivos, en los que participa el lector activamente, pues tales relatos se presentan como itinerarios que va construyendo el receptor a medida que los recorre, configurando de forma efectiva un relato que sólo era virtual. Si la nueva narrativa latinoamericana encuentra su referencia en mundos ficcionales híbridos, real-maravillosos, tanto Rayuela (1963) de Cortázar como La invención de Morel (1970) de Adolfo Bioy Casares, inauguran este mecanismo de la novela multimedia en la que se establece la referencia a mundos virtuales, a simulaciones sintéticas de mundos. En esa curiosa historia de amor imposible, la máquina de Morel proyecta representaciones virtuales, mientras que Rayuela, por su parte, constituye una hiperficción ofreciendo recorridos alternativos y paulatinos del mismo texto, según un inteligente tablero de dirección con secuencias lógicas y alógicas, maniobras algebraicas que permiten una lectura reticular y plural. Como cerrando un bucle creativo, La ley del amor, la última novela de Laura Esquivel (1995) se anunciaba como la primera novela multimedia de la historia, aunque en realidad no lo es17. Ficción científica ambientada en el siglo XXIII, la diégesis integra las tecnologías de la comunicación 16 El problema surge del hecho de que narración e interactividad no parecen combinarse bien, conclusión que lleva a Cameron a pensar que quizás los juegos y las historias están estructurados de manera diferente y que la interactividad pertenece al campo de los juegos y no de las historias.

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más sorprendentes y avanzadas como televisiones virtuales o cámaras fotomentales, virtuolibros o cascos de realidad virtual. Las viejas tecnologías están representadas por la ouija cibernética, un comal rulfiano rodeado por cuarzos y por artefactos antediluvianos como una computadora, un fax, un tocadiscos o un telégrafo. En un intento de crear un original hipertexto narrativo, la novela combina texto escrito, imagen (viñetas que son planos fotográficos y cinematográficos) y música mediante ilustraciones y un CD con la banda sonora compuesta por música clásica, ópera y canciones populares mexicanas para romper con la lectura lineal convencional. El multimediatismo de esta narración estribaría en la conjunción de signos verbales, acústicos e icónicos, en la integración de lenguajes y soportes, como la historia de la novela y del cine ha pretendido hacer en este largo siglo de convivencia virtual.

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17 Gutiérrez Carbajo, F. (1997).

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El personaje y el texto en el cine y la literatura es una coedición de Comala.com y la Fundación Cinemateca Nacional. Se terminó de imprimir en el mes de mayo de 2004. Caracas, Venezuela.

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