El Pan vivo, THOMAS MERTON

March 19, 2017 | Author: escatolico | Category: N/A
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THOMAS MERTON

El pan vivo

Madrid 1957

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Título original inglés: The Living Bread 1955, New York

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“Yo soy el Pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre.” Io., VI, 51.

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ÍNDICE

NOTA PRELIMINAR.........................................................................................................5 PRÓLOGO.......................................................................................................................8 I. — HASTA EL FIN.......................................................................................................21 I. El Amor de Cristo por nosotros................................................................................21 2. Nuestra correspondencia.........................................................................................25 II. — HACED ESTO EN MEMORIA MÍA..........................................................................30 1. El Sacrificio cristiano..............................................................................................30 2. Adoración................................................................................................................35 3. Expiación.................................................................................................................37 4. Agape.......................................................................................................................44 III. — VED QUE ESTOY CON VOSOTROS......................................................................49 1. La presencia real......................................................................................................49 2. Contemplación sacramental....................................................................................51 3. El Alma de Cristo en la Eucaristía...........................................................................55 IV. — Y SOY EL CAMINO.............................................................................................67 1. Nuestro camino hacia Dios......................................................................................67 2. El pan de Dios.........................................................................................................71 3. La Comunión y sus efectos.....................................................................................77 V. — O SACRUM CONVIVIUM......................................................................................87 I. ¡Venid al banquete de bodas!...................................................................................87 2. La Eucaristía y la Iglesia.........................................................................................91 3. “Os he llamado mis amigos.”..................................................................................95 4. El Mandamiento Nuevo...........................................................................................98 5. Hacia la Parusía.....................................................................................................101

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NOTA PRELIMINAR

Ni el asunto de este libro, ni su autor, necesitan introducción: por sí solos se introducen. Efectivamente, el asunto es tan atractivo como inagotable es siempre su fecundidad. En cuanto al autor, es bien conocido, tanto por las circunstancias de su vida, como por sus escritos anteriores, que han merecido una alta estimación. El libro trata de la Eucaristía en cuanto sacrificio y sacramento, perpetuación de la presencia real de Jesús a través del tiempo y del espacio, centro de la vida y de la adoración del cristiano, símbolo y causa de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo. La teología y la piedad cristianas nunca se cansarán de adorar y penetrar, cada vez más profundamente, en el más divino de los misterios, el misterio de la fe par excellence, la culminación del amor efusivo de Cristo por sus seguidores. No en vano canta la Iglesia las palabras del gran teólogo de la Eucaristía, Santo Tomás de A quino: Quantum potes Tantum aude, Quia major omni laude Nec laudare sufficis. En El Pan vivo, su autor expone, con alusiones y aplicaciones adecuadas a la vida moderna, la doctrina católica, apoyándola en los sólidos fundamentos de la Sagrada Escritura, los Santos Padres, los Concilios, los documentos pontificios y los juicios de los teólogos, y todo esto, no tanto en un estilo escolástico o apologético, cuanto en forma de fruto maduro de largas horas de contemplación ferviente de plegaria y adoración ante el Santísimo Sacramento. Damos, pues, la bienvenida a esta nueva contribución a la literatura eucarística, y esperamos que sea ampliamente leída para gloría de Cristo sacramentado y bien de las almas. 5

Desearíamos asimismo llamar la atención sobre el hecho de que este libro haya sido escrito a instancias y atendiendo la sugerencia de los directores de un movimiento de creación reciente y conocido bajo el nombre de Adoratio Quotidiana et Perpetua Sanctissimi Eucharistiae Sacramenti inter Sacerdotes Cleri Saecularis (Adoración cotidiana y perpetua del Santísimo Sacramento de la Eucaristía entre los sacerdotes del clero secular), movimiento canónicamente erigido y cuyo centro director se encuentra en Roma. Debería saberse también que los monjes de la Abadía de Nuestra Señora de Gethsemaní ofrecen cada día una hora y media de adoración eucarística para la difusión del mencionado movimiento y su verdadero espíritu, a fin de que los sacerdotes seculares puedan, incluso en medio de la multiplicidad de preocupaciones de su vida apostólica, tener la gracia de una hora “diaria” de adoración eucarística. Así, pues, vayan al Padre Merton y a su gran monasterio, que en 1954 tuvimos el placer de visitar, nuestros más vivos elogios y nuestra felicitación agradecida. Como el libro llegará a las manos de no pocos sacerdotes nuevos, es seguro que lo recibirán casi como un eco y continuación de los años felices que pasaron inmersos en el estudio y el amor de la Eucaristía. Y permítaseme exhortar a todos para que dispongan las cosas de forma que la hora diaria de adoración eucarística se convierta en una práctica esperada con ansia y sentida como una necesidad de nuestro día sacerdotal. Inmensos serán los beneficios en orden a nutrir nuestra vida interior e inmensos también serán los frutos de nuestro apostolado. Pero más peso que mis humildes palabras tiene la perentoria exhortación del Vicario de Cristo, Pío XII, el cual, en la memorable alocución pronunciada con motivo de la canonización de su santo predecesor Pío X, el Papa de la Eucaristía, y teniendo en cuenta cómo las condiciones de la vida moderna distraen excesivamente a los sacerdotes en la actividad exterior, les recordó su Vocación eucarística con las siguientes palabras: “Vuestra propia obra dejará de ser sacerdotal si, aun llevados del celo por la salvación de las almas, ponéis vuestra vocación eucarística en segundo lugar. Es en la Eucaristía donde el alma debe hundir sus raíces para extraer el alimento sobrenatural de la vida interior, sin la cual toda actividad, incluso la más preciosa, queda reducida, por decirlo así, a meras acciones mecánicas, sin la eficacia de una operación vital”. 6

En el estudio y en la adoración de la Eucaristía, a los que, por su parte, el P. Merton ha contribuido con este libro, hagamos nuestro el grito de la Iglesia: Jesu quem velatum nuc aspicio, Oro fiat illud quod tam sitio, Ut te revelata cernens facie, visu sim beatus tuae gloriae. Gregorio Pedro XV Cardenal Agagianiano Patriarca de Cilicia y Armenia Beirut. Diciembre, 1955.

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PRÓLOGO

El Cristianismo es más que una doctrina. Es Cristo mismo viviendo en aquellos que ha unido consigo en un Cuerpo Místico. Es el misterio en virtud del cual la Encarnación del Verbo de Dios continúa y se propaga a través de la historia del mundo, penetrando en el alma y en la vida de todos los hombres, hasta la plenitud final del plan de Dios. El Cristianismo es la “reunión de todas las cosas en Cristo” (Eph., XV, 10). Ahora bien, Cristo vive y actúa en los hombres por medio de la fe y por los sacramentos de la fe. El más grande de todos los sacramentos, la coronación de toda la vida cristiana en la tierra, es el Sacramento de la caridad, la Santa Eucaristía, en la cual Cristo, no solo nos da la gracia, sino que se nos da realmente a sí mismo. Pues en este Santísimo Sacramento Jesucristo mismo está verdadera y sustancialmente presente todo el tiempo que las especies consagradas de pan y vino continúan existiendo. La Santa Eucaristía es, por consiguiente, el corazón mismo del Cristianismo, ya que contiene al propio Cristo y es el medio principal por el que Cristo, místicamente, une consigo a los fieles en un solo cuerpo. Más aún: siendo la Pasión de Cristo el centro de la historia humana, y como el sacrificio eucarístico hace presente sobre el altar el Sacrificio del Calvario, por el cual el hombre es redimido, la Eucaristía revalida el acontecimiento más importante en la historia de la humanidad. Comunica a todos los hombres los frutos de la Redención. Pero hay algo más. La Santa Eucaristía, no sólo perpetúa la Encarnación del Hijo de Dios, y preserva su presencia, incluso corporal, entre nosotros, no sólo hace presente la muerte por la cual se sacrificó a sí mismo, por amor nuestro, en la Cruz, sino que, penetrando en el futuro, representa la consumación de la historia humana: la Eucaristía es un signo profético del Juicio Final, de la resurrección de la carne y de nuestro ingreso en la gloria. El Santísimo Sacramento es, pues, un memorial de todas la obras maravillosas de Dios, su epítome, el único misterio que contiene en sí 8

mismo todos los otros misterios. Es el misterio central del Cristianismo. “Gracias a este Sacramento continúa existiendo la Iglesia, gracias a este Sacramento la fe se fortalece, la religión cristiana y la adoración divina florecen. A este Sacramento se refiere Cristo cuando dice: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt., XXVIII, 20)1. En este admirable misterio, Cristo permanece en medio de nosotros como “uno a quien no conocemos”. “Viene a los suyos” y a veces resulta demasiado cierto que incluso “los suyos no le reciben”. Pero si estudiamos lo que nuestra fe nos enseña sobre la Santa Eucaristía, apreciaremos cada vez más cuán cierto es que éste es el Pan vivo, el “Pan de Dios que bajo del cielo y da la vida al mundo” (Io., VI, 33). El Cristianismo es una religión de vida, no de muerte. Es la religión del Dios trascendente y vivo, tan por encima de nuestros conceptos sobre Él, que sólo remota e indirectamente, por analogía, podemos rozarle, y que, sin embargo, está tan próximo a nosotros, que nuestro más íntimo conocimiento de Él está estrechamente relacionado con el secreto conocimiento que poseemos de nuestro yo más profundo. El Dios vivo, trascendente e inmanente, el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el único que está en todas partes y en ninguna parte, se hace visible y tangible y se nos da a sí mismo como alimento espiritual en la Santa Eucaristía. La Santa Eucaristía no es, por ende, un simple objeto de estudio y especulación. Es nuestra misma vida. Y por lo mismo que es nuestra vida, si redujésemos la Eucaristía a un mero objeto de estudio, nunca penetraríamos realmente en su inefable misterio. Pues el misterio de la vida sólo viviéndolo puede ser conocido. Y el misterio de la Eucaristía, la fuente de nuestra vida en Dios, la fuente de toda caridad, sólo puede penetrarse viviéndolo y amándolo. Cristo en la Santa Eucaristía empieza por revelarse a aquellos que le adoran con fe humilde y le reciben en corazones puros con una caridad verdadera y sincera. Y todavía se revela más a aquellos que lo dejan todo por amor a Él. Pero sólo se revela plenamente a aquellos que entran en el misterio mismo de su Pasión, Muerte y Resurrección amando a sus hermanos con el mismo amor de Él, que es el hontanar de todo el misterio. Para que entendamos algo de lo que significa la Santa Eucaristía, hemos de ver y adorar a Dios en este Sacramento. Hemos de ver en él la Pasión de Cristo. Pero, sobre todo, hemos de vivir el misterio 1

San Buenaventura, De preparatione ad Missam, I, 3. 9

de la Eucaristía ofreciéndonos a nosotros mismos al Padre con Jesús y amando a los otros como Cristo nos ha amado. Todo el problema de nuestro tiempo es el problema del amor: ¿cómo podremos recobrar la capacidad de amarnos a nosotros mismos y de amarnos unos a otros? La razón por la que nos odiamos y nos tememos unos a otros es que, secreta o abiertamente, nos odiamos y nos tememos a nosotros mismos. Y nos odiamos a nosotros mismos porque las profundidades de nuestro ser son un caos de frustración y de miseria espiritual. Solitarios y desvalidos, no podemos estar en paz con los otros porque no estamos en paz con nosotros mismos, y no podemos estar en paz con nosotros mismos porque no estamos en paz con Dios. El materialismo moderno ha llegado a un punto en que, sistemáticamente o no, todas sus técnicas tienden a convergir en la desintegración del hombre en sí mismo y en la sociedad. Los Estados totalitarios manipulan inhumanamente a los seres humanos, degradándolos y destruyéndolos a discreción, sacrificando cuerpos y espíritus en el altar del oportunismo político, sin el más mínimo respeto por el valor de la persona humana. Realmente, casi se puede decir que las modernas dictaduras han desplegado por dondequiera un odio deliberado y calculado por la naturaleza humana en cuanto tal. Las técnicas de degradación empleadas en campos de concentración y en procesos espectaculares son demasiado conocidas para que hablemos aquí de ellas minuciosamente. Todas tienen un solo propósito: violar la persona humana hasta dejarla irreconocible, con objeto de transformar las mentiras en evidencias. La caridad y la confianza que nos unen a los otros hombres, sólo por este hecho, nos hacen crecer y desarrollarnos dentro de nosotros mismos. Gracias a un contacto bien ordenado y a la relación con los demás, nos convertimos en personas maduras y responsables. Las técnicas de degradación fomentan sistemáticamente la desconfianza, el resentimiento, la separación y el odio. Mantienen al los hombres espiritualmente aislados unos de otros, mientras los hacen agolparse físicamente en un nivel superficial, el plano de los encuentros masivos. Tienden a corroer, por el miedo y la sospecha, todas las relaciones personales entre los hombres, de suerte que el vecino, el compañero de trabajo no sea un amigo y una ayuda, sino siempre un rival, una amenaza, un perseguidor, un embaucador que, si no andamos con cuidado, terminará por meternos en la cárcel. Hasta en aquellos lugares en que el totalitarismo no ha desterrado completamente todo vestigio de libertad, están los hombres sometidos a los efectos corruptores del materialismo. El mundo ha sido siempre 10

egoísta, pero el mundo moderno ha perdido toda capacidad de dominio sobre su egoísmo. Y, sin embargo, habiendo adquirido el poder de satisfacer sus necesidades materiales y sus deseos de placeres y bienestar, ha descubierto que todas estas satisfacciones no bastan. No le traen la paz, no le traen la felicidad. No traen la seguridad, ni para el individuo, ni para la sociedad. Vivimos en el momento preciso en que el exorbitante optimismo del mundo materialista se ha hundido en una ruina espiritual. Nos encontramos viviendo en una sociedad de hombres que han descubierto su propia nulidad donde menos podían imaginárselo: en medio del poder y de las conquistas de la técnica. El resultado es una ambivalencia agónica en la que cada hombre se ve forzado a proyectar sobre su vecino una carga de odio a sí mismo demasiado grande para ser soportada por su propia alma. Sometidos constantemente al inexorable proceso de erosión espiritual que destruye gradualmente el entendimiento y la voluntad, sabemos, en lo más profundo de nuestro ser, que nuestra vida debe recobrar alguna unidad, estabilidad y sentido. Instintivamente, sentimos que esto sólo puede venir de la unión con Dios y de unos con otros. Pero bajo el continuo bombardeo de propagandas insensatas, abdicamos nuestro privilegio de pensar, esperar y decidir por nosotros mismos. Pasivos y desesperados, nos dejamos caer en la inerte masa de objetos humanos que sólo existen para ser manipulados por los dictadores o por los grandes poderes anónimos que dirigen el mundo del negocio. Pero nunca encontraremos a Dios si no somos personas maduras. Para encontrar a Dios, hay que ser antes libre. Cuando el Cristo resucitado fundó su Iglesia y mandó a sus Apóstoles a predicar a todas las naciones, estaba ofreciendo a la humanidad su única esperanza de paz verdadera. La Iglesia es la continuación de la vida encarnada de Cristo sobre la tierra, y Cristo es nuestra paz (Eph., II, 14). La Iglesia es igualmente la única institución en el mundo capaz de proteger la verdadera libertad. Está en posesión de la verdad que, sólo ella, puede hacernos libres (Io., VIII, 32), pues es el Cuerpo vivo de Cristo, y Cristo dijo: “Yo soy la verdad” (Io., XIV, 6). Sólo el que abraza la fe y entra verdaderamente en la vida sacramental de la Iglesia puede ser libre con esa “libertad con la cual Cristo nos hizo libres” (Gal., IV, 31) y, en verdad, ningún cristiano puede, en conciencia, permitirse el renunciar a esa libertad espiritual que constituye su herencia más preciosa. No puede permitirse, ni permitir a sus hermanos en Cristo, que pierdan el deseo de la vida y del gozo en la posesión de la verdad. Ningún cristiano puede abandonarse pasivamente a las fuerzas inhumanas que están destruyendo la unidad y el espíritu de toda la humanidad. 11

Si, pues, queremos encontrar la paz, la esperanza, la certeza, la seguridad espiritual, hemos de buscar a Cristo. Pero ¿cómo? ¿Por un simple alistamiento externo en la Iglesia, como*si fuese una organización más? ¿Por la mera aceptación de ciertos ritos, costumbres y prácticas? ¿Suscribiéndose simplemente a ciertas fórmulas de creencia religiosa? No. Todo eso no basta. La Iglesia no es sólo una organización social, sino también y principalmente, un Cuerpo Místico viviente. La Iglesia es Cristo. Para ser cristianos, tenemos que vivir en Cristo. Para vencer a las fuerzas de la muerte y de la desesperación, hemos de unirnos místicamente a Cristo, que triunfó de la muerte y nos trae la vida y la esperanza. Para vencer al mundo, hemos de unirnos a Él por la fe, pues la victoria que ha vencido al mundo es nuestra fe (I Io., V, 4). Hemos de unirnos a Él en aquel supremo sacrificio de Sí mismo por el cual nos trajo la paz con Dios y la paz de los unos con los otros. Hemos de morir místicamente con Él en la Cruz con aquella misma muerte por la cual “nos reconcilió a todos en un cuerpo con Dios, dando muerte en Sí mismo a la enemistad” (Eph., II, 16). En una palabra, para encontrar a Cristo debemos, no sólo creer y ser bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, convirtiéndonos de esta forma en miembros suyos; debemos ir más allá, hasta coronar nuestra vida sacramental en Cristo por la participación del Pan vivo de la Eucaristía, el pan supersustancial que otorga, a aquellos que lo reciben, una vida perdurable. ¡Vida en Cristo! ¡Cristo viviendo en nosotros! ¡Incorporación a Cristo! ¡Unidad en Cristo! Estas expresiones nos dicen algo de lo que significa el más grande de todos los sacramentos, la Santa Eucaristía, el Sacramento de la caridad, el Sacramento de la paz. La Eucaristía es el Sacramento del Cuerpo y Sangre de Jesucristo. Al prometernos este Sacramento, Jesús lo describió en términos claros y sencillos, pero que encierran un misterio tremendo: “El pan que yo daré es mi carne, vida del mundo” (Io., VI, 51). Los que comemos su Cuerpo y bebemos su Sangre recibimos la vida en Él y de Él. Pero, al vivir gracias a este Pan milagroso, nos encontramos también unidos unos a otros. Pues, como dice San Pablo, “porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (I Cor., X, 17). Al comer el Cuerpo sacramental de Cristo, quedamos absorbidos en el Cuerpo Místico de Cristo. En la sagrada Comunión, cuando le recibimos en el gran misterio sacrificial que es la suprema expresión de la caridad divina, vemos que su caridad toma posesión de nuestras almas y nos une a unos con otros en un amor tan puro, tan espiritual y tan intenso, que trasciende 12

todas las posibilidades del amor natural del hombre por su hermano y por su amigo. La caridad de Cristo en la Eucaristía, apoderándose de los mejores instintos naturales del alma humana, los eleva y diviniza, uniendo entre sí a los hombres en una caridad y en una paz que este mundo no puede dar nunca. Un teólogo moderno escribe: “Cristo Redentor, que incorpora a los cristianos a Sí mismo, es Cristo en su más grande acto de amor... Este amor penetra en los cristianos y los transforma en Él mismo: por consiguiente, la Eucaristía es el sacramento de la caridad. Más le honramos con el afecto a nuestros hermanos, que por medio de ceremonias ornamentales, aunque también esto último sea necesario. El amor que engendra hacia Dios y hacia nuestros prójimos, al asimilarnos al amor total de Cristo e incorporarnos a Él, es, a su vez, un amor total, un amor que no puede detenerse hasta la entrega completa de sí mismo”2. La participación activa en la Misa, la recepción inteligente y humilde del Santísimo Sacramento en un corazón puro y el deseo de una caridad perfecta: tales son los grandes remedios contra el resentimiento y la desunión propagados por el materialismo. Aquí, en el más grande de los sacramentos, podemos encontrar la medicina que purificará nuestros corazones del contagio que inevitablemente contraen en un mundo que desconoce a Dios. Pero, a fin de protegernos más aún, para vigorizar nuestra posición y hundir más profundamente nuestras raíces en la caridad de Cristo, es preciso que, fuera del tiempo de la Misa, busquemos oportunidades de adorar a Cristo en su Santísimo Sacramento y de dar testimonio de nuestra fe. Por eso visitamos nuestras iglesias para rezarle en silencio y soledad. Asistimos a la bendición del Santísimo Sacramento. Hacemos Horas Santas o pasamos el tiempo en adoración, de día o de noche, ante el Cristo sacramental entronizado en el altar. Todos estos contactos ahondan nuestra conciencia del gran misterio que es el corazón mismo de la iglesia y abren nuestras almas a la influencia del Hijo de Dios que “a los que quiere da vida” (Io., V, 21). El Espíritu de Dios, actuando en la Iglesia y llenando a sus miembros cada vez más abundantemente con la luz y la fuerza de Cristo, en proporción a los ataques y persecuciones que hayan sufrido por parte de los enemigos de la verdad, ha inspirado a los hombres la manera de 2

E. Mersch, The Theology of The Mystical Body. p. 592.

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reaccionar contra los males de nuestro tiempo mediante un renacimiento de todos los aspectos de la vida católica de oración. Ante todo, el Espíritu Santo ha venido enseñándonos, principalmente a través de las encíclicas del Padre Santo, que la vida cristiana de oración es y debe seguir siéndolo una unidad orgánica, cuyo verdadero corazón es el misterio de la Eucaristía. La gracia divina que, desde este centro, se difunde a través de todo el cuerpo de la vida de oración, corre por las arterias constituidas por las diversas formas de adoración litúrgica: los sacramentos y los sacramentales. Para que esta corriente sanguínea de la gracia sea saludable y abundante, nuestra mente debe penetrar hondamente en la oración de la iglesia mediante la participación activa en sus actos litúrgicos, en los que reza y adora en unidad con Cristo, el gran Sumo Sacerdote. Esta participación activa implica necesariamente el conocimiento, y el conocimiento es normalmente imposible sin lectura y meditación. De aquí que no haya en absoluto ninguna oposición entre la oración pública y la privada del cristiano, antes bien se completan y penetran mutuamente en una unión armoniosa y orgánica. La expresión plena de la vida cristiana de oración no se termina con la participación en la liturgia, sino que va más allá, hasta incluir formas extralitúrgicas de oración, tal el Rosario, así como la meditación y la oración mental. Todo cuanto pueda abrir el espíritu del hombre a la influencia de la fe en el amor y sea capaz de inspirar a su corazón deseos sobrenaturales debe encontrar un sitio en su vida de oración. De ahí que el amor de la Iglesia por su más grande tesoro, la Santa Eucaristía, no se termina con la celebración solemne y devota de la Misa, sino que rebasa sobre muchas otras expresiones públicas, aunque no litúrgicas, de su devoción. Asimismo, la Iglesia urge a sus fieles, y en particular a sus sacerdotes, para que hagan visitas al Santísimo Sacramento reservado en los tabernáculos, para que pasen largos períodos del día y de la noche en adoración ante el Santísimo Sacramento expuesto y entronizado sobre el altar. En una palabra, la vida eucarística de la Iglesia, públicamente manifestada y expresada en el gran misterio litúrgico, encuentra también expresión en otras formas de adoración en las cuales la vida devota del individuo cristiano evoluciona de acuerdo con las necesidades e inclinaciones de cada uno en particular. La combinación feliz de oración litúrgica y devoción y meditación extralitúrgicas contribuye a la perfecta formación del cristiano en cuanto miembro e imagen de Cristo, con tal de 14

que sus oraciones y devociones al margen de la liturgia estén en armonía con el espíritu de la liturgia y con la mente de la Iglesia. Nada hay que mate tan eficazmente nuestra estima por el Santísimo Sacramento como la rutina. Decir la misa y recibir la comunión de un modo automático, acercarse a los sacramentos de una forma negligente y distraída, es dar por supuestos los grandes dones y misterios de Dios, cual si se tratase de objetos hechos como todas las cosas materiales que entran en nuestra vida. En semejantes circunstancias nuestra fe tiende a degenerar en superstición y en vanas observancias, y, en realidad, a convertirse en una suerte de escepticismo práctico bajo una apariencia exterior de piadosa conformidad. Dios se aparta de nuestra vida, y su apartamiento se hace cada vez más evidente para todos excepto para nosotros mismos. La gran tragedia de nuestro tiempo es, atrevámonos a decirlo, el hecho de que existan tantos cristianos impíos, es decir, cristianos cuya religión es un asunto de puro conformismo y conveniencia. Su “fe” es poco más que una permanente evasión de la realidad, un compromiso con la vida. A fin de evitar el verse obligados a admitir la desagradable verdad de que ya no sienten ninguna necesidad real de Dios, o una fe vital en Él, se amoldan a la conducta exterior de los demás como si la viviesen realmente. Y luego estos “creyentes” se unen entre sí, ofreciéndose mutuamente una aparente justificación de una vida que es esencialmente la misma que la de sus vecinos materialistas, cuyos horizontes son puramente los del mundo y sus valores transitorios. A fin de contrarrestar el peligro de esta parálisis espiritual, el Padre Santo urge a los cristianos a renovar el fervor de su fe y a cultivar la vida interior. Para esto, debemos leer, debemos rezar, debemos meditar, debemos buscar todos los contactos posibles con ese Dios que envió su Hijo al mundo para que librase a los hombres de la frialdad y la vanidad de las formas religiosas puramente humanas. Acentuando, sobre todo, el valor de la meditación, Pío XII ha escrito: “Por encima de todo, la Iglesia nos exhorta a la práctica de la meditación, que levanta el espíritu a la contemplación de las cosas celestiales, que llena el corazón de amor a Dios y lo conduce por un camino recto hacia Él” (Mentí Nostrae). La vida interior del cristiano ordinario depende en gran medida de la instrucción, las oraciones y el ejemplo de los sacerdotes. Si el fiel ha de entrar en la liturgia, necesario es que el sacerdote aprecie y entienda la liturgia. Y si el sacerdote ha de apreciar los grandes misterios litúrgicos, 15

está obligado a meditar en ellos, a sumergirse en ellos en todo tiempo. Así, el sacerdote aprende pronto lo que dice Pío XII: “Exactamente como el deseo de perfección sacerdotal está nutrido y vigorizado por la meditación diaria, así su negligencia es la fuente del hastío por las cosas espirituales... Por consiguiente, hay que dejar firmemente establecido que ningún otro medio posee la eficacia única de la meditación, y que, en consecuencia, no es prudente sustituir por otra cosa su práctica diaria” (Menti Nostrae). Fortalecido por la meditación, el sacerdote es capaz de levantarse hasta el nivel de su gran vocación para “orientar su vida hacia aquel sacrificio en el que ha de ofrecerse e inmolarse a sí mismo con Cristo. Consecuentemente, no sólo celebrará la santa misa, sino que la vivirá íntimamente en su vida diaria” (Menti Nostrae). En una palabra, el sacerdote debe esforzarse en pos de una vida de santidad que requiere una '“continua comunicación con Dios” (Ibíd.). Es, pues, completamente natural que, en su exhortación apostólica a los sacerdotes del mundo, de la que ya hemos citado algunos fragmentos, el Padre Santo urja a los sacerdotes a que cada día pasen un tiempo en adoración ante el Santísimo Sacramento: “Antes de concluir su trabajo diario, el sacerdote debe acudir al Tabernáculo y pasar al menos un poco de tiempo adorando a Jesús en el sacramento de su amor, en reparación por la ingratitud de tantos hombres, para encender en sí mismo más y más el amor de Dios y para permanecer, de alguna manera, incluso durante el tiempo de reposo nocturno, que trae a nuestra mente el silencio de la muerte, presente en su Santísimo Corazón” (Mentí Nostrae). En respuesta a estas llamadas del Sumo Pontífice, se ha constituido entre los sacerdotes seculares la Sociedad para la Adoración Perpetua del Santísimo Sacramento. El propósito de esta sociedad es doble. Ante todo, sus miembros pasan una hora diaria en adoración ante el Santísimo Sacramento. En segundo lugar, lo hacen así con una conciencia especial de su unión con Cristo, el gran Sumo Sacerdote. Es, pues, una sociedad en la que la adoración eucarística se cumple en el espíritu de la liturgia y de la misa, y, por encima de todo, en la perspectiva de la unidad del sacerdocio cristiano en Cristo. Esta sociedad nació en la diócesis de Aosta, en los Alpes italianos, durante la segunda guerra mundial. Aislados en sus valles y montañas, los sacerdotes de esta región se unieron en una liga de oración, en la que cada 16

miembro escogía una hora distinta del día o de la noche, con objeto de que, en todo tiempo, estuviese alguno de ellos en adoración ante el Santísimo Sacramento, consciente de la unidad de todo el grupo en Cristo, y rezando al Señor por sus compañeros, por todos los sacerdotes y por toda la iglesia de Dios. Muy pronto, esta espléndida institución se difundió por todas las partes del mundo. Su centro se trasladó de Aosta a Turín, y desde aquí a Roma, Via Urbano VIII, 16. Fue canónicamente establecida por el Cardenal Gilroy de Sydney en 1950. Calurosamente aprobada por el Padre Santo, que se adhirió a ella en noviembre de 1955, la sociedad ha recibido entre sus miembros a cardenales, arzobispos y obispos de todas las partes del mundo, y continúa atrayendo a sus filas un número cada vez mayor entre los sacerdotes del Clero secular. Fue enriquecida con indulgencias en 1953. El fin de esta sociedad es evidentemente más amplio que el de otros grupos análogos que existen para alentar la devoción al Santísimo Sacramento. Aquí no se trata únicamente de hacer que sus miembros se consagren a la práctica piadosa de la adoración. Es, ante todo, un ahondar en la conciencia que la Iglesia tiene del misterio de su sacerdocio y en la unidad de sus sacerdotes en el Señor eucarístico. El amor de Jesús en la Santa Eucaristía —un amor que es la vida y la fuerza de todo el movimiento— se abre a un profundo sentido de unidad en Cristo, que es, de hecho, el fin para el cual Dios nos entregó este gran sacramento. Un corolario de esta unidad mística entre los sacerdotes es el sentido de una obligación moral para conseguir una más estrecha unión con los superiores y hermanos en el sacerdocio a través de la obediencia y la cooperación fraternal. La sociedad es, pues, no sólo eucarística, sino “papal” —dos características que resultan una sola cuando nos damos cuenta de que la sociedad está centrada en Jesús como Sumo Sacerdote. Jesús vive y está presente en el mundo por mediación de sus sacerdotes: sacramentalmente presente en el misterio eucarístico, jurídicamente presente en el Padre Santo y en la jerarquía que a él está unida. De ahí que la esencia de esta especial sociedad esté centrada en la inexpresable relación entre la Eucaristía y el sacerdocio. La idea de una sociedad de sacerdotes adoradores no es completamente nueva. Por el contrario, desde 1879 ha existido una liga Eucarística de Sacerdotes, cuya fundación fue inspirada por el “Apóstol de la Eucaristía”, el bienaventurado Pedro Julián Eymard. Este devoto sacerdote del siglo XIX, cuya vida se centró totalmente en su amor por 17

Jesús en el Santísimo Sacramento, fundó dos órdenes religiosas exclusivamente dedicadas a la Eucaristía, e inspiró el movimiento de los congresos eucarísticos que constituyen un rasgo notable de la moderna piedad católica. Su influencia en la devoción eucarística no ha tenido paralelo. La Liga Eucarística de Sacerdotes tiene como objeto, como dijo el mismo bienaventurado Eymard, “capacitar a los sacerdotes para que se consagren más valerosamente a la mayor gloria del Santísimo Sacramento”. Asimismo, de acuerdo con el bienaventurado Eymard, pretendía recordar al sacerdote que, ante todo, “es un adorador del Santísimo Sacramento”. Por consiguiente, el objeto principal de la liga consiste en promover una más honda vida interior de unión con Jesús, mediante visitas más demoradas y frecuentes al Santísimo Sacramento, en llamar a las armas a una legión de celosos apóstoles de la Eucaristía, sacerdotes que deberán estar unidos entre sí con los más estrechos lazos de caridad fraternal en Cristo. En lugar de una hora diaria de adoración, la Liga Eucarística obliga a sus miembros a hacer una hora santa a la semana, empleada preferentemente en oración mental; la recitación del breviario durante esta hora es desaconsejada por los seguidores del bienaventurado Eymard. Los miembros dicen también una misa cada año a intención de aquellos miembros de la Liga que han pasado a descansar en el Señor. Estos movimientos han tenido un efecto tremendo en la vida de aquellos sacerdotes que se han alistado en ellos. Por todas partes en el mundo, en cada momento, cada día y cada noche, hay sacerdotes que se arrodillan en silencio y solos ante el Cristo eucarístico, profundamente conscientes de su unión con todos los demás sacerdotes a través del mundo. Dondequiera que uno de estos sacerdotes esté rezando, todos sus hermanos están rezando, la Iglesia entera está rezando. Es el suyo un ejemplo altamente inspirador y fructífero, y los efectos de su oración se hacen sentir sin duda hasta un grado que nadie es capaz de medir. Pero, por encima de todo, es cierto que cada uno de estos sacerdotes podría decir gozosamente a sus hermanos en el sacerdocio que en sus horas de oración eucarística ha experimentado su más honda felicidad, más aún que en el propio sacrificio de la misa. Pues, en verdad, aquí ha estado próximo al Dios Vivo y, por propia experiencia, ha conocido la verdad de la promesa de Cristo: “Venid a mí, todos los que estéis fatigados y cargados, que yo os aliviaré” (Mt., XI, 28). La Liga Eucarística del Pueblo, fundada también por el bienaventurado Pedro Julián Eymard, empezó en la ciudad marítima de 18

Marsella. El centro director se estableció más tarde en Roma, en la Iglesia de San Andrés y San Claudio, atendida por los Padres del Santísimo Sacramento. La principal obligación de sus miembros es la de pasar al menos una hora al mes en adoración ante el Santísimo Sacramento, ya expuesto, ya oculto en el tabernáculo. La adoración puede ofrecerse en cualquier hora, en cualquier día del mes, privada o públicamente, según la conveniencia de los miembros. Hoy, la Liga Eucarística del Pueblo está establecida prácticamente en todos los países del mundo. El propósito del movimiento es, no solo estimular la vida interior de oración en los individuos, sino también promover una conciencia más profunda de la unidad de todos los fieles en la caridad. La unidad en Cristo: he ahí el más importante de los frutos de la Santa Eucaristía. Primeramente, este libro se escribió como un guión de la enseñanza de la Iglesia sobre la Eucaristía. Confío en que el guión no resulte demasiado superficial. En el desarrollo del tema ha sido inevitable que ciertas opiniones teológicas sujetas a discusión se deslizasen en el texto. El autor no intenta imponer estas opiniones al lector, y si se alude discretamente a ellas, es sólo con el propósito de arrojar más luz sobre el tema central del libro, que es el de la íntima conexión entre los dos misterios de la Eucaristía y de la Iglesia. La razón por la que cultivamos una vida de oración ante el Santísimo Sacramento es no sólo la de convertirnos en hombres de oración y en sacerdotes más santos, sino, sobre todo, la de convertirnos en hombres de caridad, pacificadores del mundo, mediadores entre Dios y los hombres, instrumentos del divino sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo. Nuestra misión no es sólo la de ofrecer a Cristo al Padre en el sacrificio eucarístico, no sólo la de predicar la palabra de Dios a todas las naciones, sino, por encima de todo, mediante la predicación y el sacrificio, unir todos los hombres en un Cuerpo Místico y ofrecerlos a todos, en Cristo, al Padre. Probablemente, el libro no será leído sólo por sacerdotes y seminaristas, sino también por los católicos en general, y hasta quizá por muchos completamente extraños a la enseñanza de la Iglesia sobre este gran misterio. A estos últimos querría advertirles solamente que es ésta una materia que, durante siglos, la Iglesia nunca trató de explicar a aquellos que no estaban dentro de ella, tratándose de cosas que no pueden ser entendidas sin fe. Sin duda, Dios dará la luz que necesita a todo hombre de buena voluntad que lee con mente abierta y humilde. Pero si el lector se ha 19

propuesto de antemano no aceptar la enseñanza católica sobre la Eucaristía, entonces este libro no es para él. En ningún momento nos hemos permitido hacer apologética. Este libro no es la defensa de una doctrina, sino una meditación sobre un misterio sagrado.

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I. — HASTA EL FIN

I. El Amor de Cristo por nosotros Al escribir o hablar sobre el Santísimo Sacramento, verdadero corazón y foco de toda la vida cristiana, conviene evitar dos extremos. Por una parte, no debemos rebajar el gran misterio sacramental al nivel de un mero sentimentalismo por un abuso de imaginación piadosa, y, de otro lado, no hemos de estudiar el misterio con tales abstracciones puramente teológicas, que olvidemos que se trata del gran sacramento del amor de Dios por nosotros. De ambos extremos nos salva la sencillez de los Evangelios. Los Evangelios nos cuentan los más sublimes misterios de nuestra fe en términos concretos y fáciles de entender para cualquier inteligencia. De los cuatro evangelistas, ninguno ha dado a las más altas verdades reveladas una encarnación más concreta que San Juan, el autor del cuarto Evangelio. El discípulo a quien Jesús amó abre su relato de la última Cena y de la Pasión con estas palabras hondamente conmovedoras: “Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al fin extremadamente los amó” (Io., XIII, 1). Y de estas palabras se deduce con inmediata claridad que el sacramento y el sacrificio de la Eucaristía instituidos por Jesús en la última Cena, son, lo mismo que la Pasión y Resurrección que ellos perpetúan hasta el fin de los tiempos, la encamación inefablemente perfecta de su amor por nosotros. La vida cristiana no es otra cosa que Cristo viviendo en nosotros por el Espíritu Santo. Es el amor de Cristo, compartiéndose con nosotros en la caridad. Es Cristo en nosotros, amando al Padre por el Espíritu. Es Cristo uniéndonos a nuestros hermanos por la caridad con el vínculo del mismo Espíritu.

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Jesús expresó frecuentemente su deseo de compartir con nosotros el misterio de su vida divina. Él dijo que había venido para que tuviéramos vida y la tuviéramos abundante (Io., X, 10). Vino a arrojar, como un fuego, esa vida de caridad sobre el mundo, y deseaba verlo ardiendo. Deseaba, sobre todo, poder sufrir el “Bautismo” de su Pasión y muerte, porque sabía que sólo así sería capaz de incorporarnos a su misterio y hacernos, con Él, hijos de Dios. No es maravilla, pues, que dijese que estaba “constreñido”, es decir, que se sentía como atado y confinado, como un prisionero en sus cadenas, hasta que su bautismo se cumpliese. Su infinita caridad, aprisionada en su sagrado Corazón, anhelaba romper su confinamiento y comunicarse a la humanidad, pues, en cuanto Dios, Él es bondad sustancial, y la naturaleza misma del bien es la de ser difusivo de sí mismo. Por eso la Iglesia, en su liturgia, continúa aplicando a Cristo en la Santa Eucaristía aquellas palabras que Jesús dirigió a los hombres dolientes de su tiempo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré” (Mt., XI, 28). Porque, en la Eucaristía, el Cristo de la última Cena todavía parte el pan con sus discípulos, todavía lava sus pies para mostrarles que, si Él no se abaja y les sirve, no tendrán parte en Él (Io., XIII, 8). En la Eucaristía, todavía bendice el sagrado cáliz y se lo ofrece a aquellos que ama. Sólo hay una diferencia. En la última Cena, Cristo aún no ha padecido muerte y resucitado. Ahora, en nuestra misa diaria, el Cristo que entra silenciosa e invisiblemente para presentarse en medio de sus discípulos es el Cristo que se sienta gloriosamente a la diestra del Padre en los cielos. Es Cristo Rey inmortal y Conquistador. Es el Cristo que, habiendo muerto una vez por nosotros, “ya no muere más” (Rom., VI, 9). Al mismo tiempo, llega hasta nosotros con toda la sencillez, pobreza y oscuridad que, en los Evangelios, hemos aprendido a asociar con su Encarnación. Al resucitar de entre los muertos, Jesús no perdió nada de su humanidad. Al descender gloriosamente hasta el inaccesible misterio de su divinidad, su trono, no cesó de amarnos con la misma humana ternura y perfección que San Juan describe en tres sencillas palabras: “hasta el fin”. La Santa Eucaristía nos descubre las profundidades del significado que contienen estas tres palabras. Al decir que Jesús amó a los suyos “hasta el fin”, el evangelista no nos dice simplemente que Nuestro Salvador nos amó hasta el termino de su vida en la tierra, que nos amó tanto, que murió por nosotros, Jesús dijo: “Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos” (Io., 22

XV, 13). Y, sin embargo, Jesús mismo ha hecho más que dar su vida por nosotros. Nos ha amado con un amor que no puede ser confinado en los límites corrientes de la vida humana. Al darnos la Eucaristía como un “memorial” de su pasión, muerte y resurrección, ha hecho presente, para todos los tiempos, el amor que le hizo morir por nosotros. Más aún, ha hecho que la Pasión misma esté presente en el misterio. Y Él mismo, que nos conocía y nos veía con su divina presencia cuando bendecía el pan en el Cenáculo y cuando tomó su Cruz, quiere estar sustancialmente presente en la Eucaristía, para conocernos y amarnos, para compartir sacramentalmente con nosotros su presencia y su amor hasta el fin de los tiempos. Ahora bien, este deseo de Cristo fue mucho más que una expresión de la más pura ternura humana. Su permanencia con nosotros en la Eucaristía no es sólo un gesto de apasionado amor. Su obra divina quedó objetivamente cumplida cuando expiró su alma en la Cruz. Pero, como Él dijo por boca del Salmista (Ps., XV, 10) no tendría valor su sangre si se corrompiese en el sepulcro. Se santifico a Sí mismo (Io., XVII, 19) para que nosotros podamos ser “santificados por la verdad” (ídem). Si viene hasta nosotros en el Santísimo Sacramento, viene a realizar una obra, no en Sí mismo, sino en nosotros. ¿Cuál es esta obra? Dice Juan, en el gran capítulo eucarístico del Cuarto Evangelio: “La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado” (Io., VI, 29). Si conocemos los Evangelios, nos percataremos de que la palabra “creáis” implica aquí mucho más que un simple asentimiento intelectual a la verdad revelada. Significa la sincera aceptación no sólo del mensaje evangélico, sino de la persona misma de Cristo. Significa hacer las obras de Cristo, pues “el que cree en mí, ése hará también las obras que yo hago” (Io., XIV, 12). Significa amar a Cristo y, en virtud de este amor, recibir el Espíritu de Cristo en nuestros corazones. Significa guardar sus mandamientos, y especialmente el amor de unos a otros (Io., XIV, 21). Significa darse cuenta de que Cristo está en el Padre, y nosotros en Cristo y Cristo en nosotros (Io., XIV, 20). En una palabra, la obra de Cristo en el mundo, a través de la acción de su Espíritu, a través de su Iglesia, y a través de sus santos sacramentos, es la obra de nuestra incorporación y transformación en Él mismo por la candad. Esta es la obra por excelencia de la Santa Eucaristía. Ahora bien, al recibir los sacramentos, lo primero que se necesita es, naturalmente, que creamos en Cristo, el cual nos santifica a través de los sacramentos. Debemos ser bautizados como cristianos. Debemos vivir de acuerdo con las promesas bautismales y renunciar al pecado. Debemos 23

consagrarnos a Dios y a su divina caridad. Debemos vivir desinteresadamente, esto es, hemos de buscar nuestra realización en el amor a Dios y a nuestro prójimo. Pero a fin de que los sacramentos produzcan en nosotros su efecto plenario, a fin, sobre todo, de que nuestra vida eucarística sea realmente una vida y no una pura formalidad externa, hemos de esforzarnos por aumentar no sólo nuestra apreciación del misterio sacramental, sino también nuestra comprensión del amor de Cristo que está presente y actúa sobre nosotros en el Sacramento. Estas dos cosas son, simplemente, dos aspectos distintos de la misma cosa: el amolde Cristo por nosotros. Por otra parte, la maravillosa realidad de la presencia sacramental de Cristo, un misterio de la sabiduría y el poder de Dios, baña y purifica nuestra inteligencia con una limpia luz que despierta las profundidades de nuestra voluntad hacia un amor más allá de todo afecto humano. Por otra parte, su amor por nosotros despierta en nuestros corazones un instinto espiritual que nos impulsa a amarle a nuestra vez, y este amor nos lleva al conocimiento de Dios. El amor a Dios es la más profunda realización de las capacidades implantadas por Dios en la naturaleza humana, destinada a unirse con Él mismo. Al amarle, descubrimos, no solo el íntimo significado de verdades que, de otra forma, nunca hubiéramos podido entender, sino que, además, encontramos en Él nuestra verdadera identidad. La caridad que despierta en nuestros corazones el Espíritu de Cristo, actuando en las profundidades de nuestro ser, nos hace empezar a ser las personas que, en los designios inescrutables de su Providencia, Él dispuso que fuéramos. Movidos por la gracia de Cristo, empezamos a descubrir y a conocer a Cristo como un amigo conoce a su amigo: por la interior simpatía y el entendimiento que sólo la amistad puede otorgar. Este amoroso conocimiento de Dios es uno de los más importantes frutos de la comunión eucarística con Dios en Cristo. San Pablo, en sus epístolas, resume repetidas veces el sentido cabal de la vida cristiana perfecta. Escribiendo a los efesios, les dice cuán importante es para ellos “ser poderosamente fortalecidos en el hombre interior por su espíritu, que habita Cristo por la fe en nuestros corazones, y arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender en unión con todos los santos... y conocer la caridad de Cristo, que supera toda Ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Eph., III, 16-19). Aquí, en pocas palabras vemos algo de la finalidad de la Sagrada Comunión, considerada como el ápice de la vida de fe y de los sacramentos. Nutrido por el mensaje evangélico, por la vida de fraterna solidaridad en Cristo, 24

por la oración litúrgica y privada, el cristiano encuentra que su vida interior alcanza su punto más alto y su intensidad máxima cuando, en su comunión eucarística con el Señor, se une directa y sacramentalmente al Verbo Encarnado. En la comunión, no sólo está penetrado de parte a parte por el fuego místico de la caridad de Cristo, sino que permanece en contacto inmediato con la Persona misma del Verbo hecho carne. En una unión así, ¿cómo aquel cuya caridad permanece despierta en las tinieblas de la fe podrá dejar de conseguir un conocí miento más profundo y más íntimo del alma misma de Jesús? Este amor, este conocimiento del Señor, a la vez el más puro y el más secreto efecto de la Sagrada Comunión, es, indudablemente, de una importancia grandísima a los ojos de Cristo misino. Pues su intención al instituir el Santísimo Sacramento fue la de darnos esta alta y misteriosa participación en su vida divina. “En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Io., VI, 53). Pero es absolutamente claro que esta vida de la que habla Jesús es, en el más alto sentido, la vida del espíritu, no meramente la vida de la carne. La Comunión es un contacto con el Espíritu que “da vida, la carne no aprovecha para nada”. Las verdaderas palabras de esta doctrina son, dice Él, “Espíritu y vida” (Io., VI, 63). Pero la realización más perfecta de esta vida que empieza con la fe, es la contemplación de Dios. Nuestro progreso en la vida es un progreso en el conocimiento y el amor de Dios por Jesucristo. “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios ver dadero, y a tu enviado Jesucristo;) (Io., XVII, 3).

2. Nuestra correspondencia. Si de verdad somos cristiano”, desearemos crecer y desarrollarnos dentro de esta vida eucarística, que no es mas que la vida cristiana en su perfección. Intentaremos comprender cada vez más lo que significa el recibir a Cristo sacramentalmente y el tenerle viviendo en nosotros, lo que significa el ser miembros de su Cuerpo Místico, unidos unos a otros en Él por medio de nuestras comuniones. Pediremos el entendimiento cada vez más profundo de gran misterio que resume el plan de Dios para el mundo: la recapitulación de todas las cosas en Cristo, la obra de la candad que nos transforma a todos en Él, de tal forma que seamos una sola cosa en Él, como Él es uno con el Padre y el Espíritu Santo. Nuestras comuniones lo serán más verdadera y perfectamente cuando sean una participación en la vida divina de contemplación que Cristo vive 25

en la Santísima Trinidad. Nuestras comuniones serán más fructíferas cuando, además de acrecentar nuestra caridad por los demás y ahondar nuestra fe, nos traigan un conocimiento más íntimo y puro del misterio de Cristo en quien todos estamos. De tres maneras principalmente puede esto realizarse. La primera es por medio de la participación activa en la liturgia. La segunda, por una vida de caridad más profunda y más pura, como resultado de nuestra participación en la misa. La tercera, por la meditación, la adoración y la oración contemplativa ante el Santísimo Sacramento. De las tres, las dos primeras son absolutamente esenciales, y la tercera tiene una gran importancia. Todas tres son simplemente aspectos de nuestra comunión eucarística. La participación más perfecta en el sacrificio de la misa consiste en recibir la comunión en la misa que se ha seguido inteligente y activamente a través de sus partes principales. Nuestra vida de caridad es —o debería ser— la prolongación y la expresión de nuestras comuniones. Es un testimonio de la realidad de nuestra unidad en Cristo, significada y efectuada por el mismo sacramento que recibimos, y uno de los frutos principales de la Comunión sacramental, Jesús, al darnos su propio Cuerpo en el Misterio, nos hace un Cuerpo con Él y miembros unos de otro3. La adoración eucarística y la oración mental en silencio ante el tabernáculo constituyen otra forma fructífera de prolongar nuestra comunión. Todas estas tres maneras de desarrollar nuestra vida eucarística son necesarias. Se completan mutuamente. La adoración y la oración mental sin ningún interés en la misa sería una perversión del espíritu cristiano. La caridad fraterna y las buenas obras, aun cuando estén unidas con la misa y procedan de ella, si no implican algunos momentos de silenciosa acción de gracias después de la comunión y de meditación y adoración ante el tabernáculo, pueden llevar a una desviación del recto camino. Actualmente, la tendencia es a hacer hincapié sobre nuestra participación en el Santo Sacrificio, y que nuestra acción apostólica y las demás obras de caridad sean un desbordamiento de nuestra vida eucarística. Esto es excelente. Durante mucho tiempo se sintió su necesidad, y en el momento de crisis en que nos hallamos es mucho más necesario aún. El acento sobre la adoración eucarística ha sido largo tiempo popular y constituía uno de los rasgos característicos de la devoción cristiana en la época que terminó con las dos guerras mundiales. Pero ¿hemos de pensar que se trata meramente de un rasgo pasajero, algo 26

que desaparecerá gradualmente a medida que el sentido pleno de la acción central de la vida litúrgica de la Iglesia alcance su completa preeminencia? En cualquier caso, nuestra respuesta al amor de Cristo por nosotros en la Santa Eucaristía es vivir una vida eucarística plena y bien integrada. En una vida así, la comunión, la adoración, la caridad fraterna y la participación activa en la liturgia no han de verse como “prácticas” separadas y sin relación unas con otras. Deberán reunirse en un foco supremo sobre el misterio central de nuestra fe: nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesucristo. Cuando de verdad empecemos a rastrear el significado de este gran Misterio, ya no nos preocuparemos con la aparente contradicción entre la devoción litúrgica y la no litúrgica a Cristo en el Santísimo Sacramento. La una fluirá naturalmente de la otra, y cada una ocupará con respecto a la otra su puesto adecuado. Las llamadas devociones “extralitúrgicas” al Santísimo Sacramento se verán como una prolongación fructífera de la liturgia, y nuestra meditación ante el tabernáculo nos ayudará a entrar más profundamente en la verdad de la presencia real de Cristo bajo los velos sacramentales: una presencia sin la cual no podría cumplirse el misterio ritual de la misa. Si Cristo no está sacramentalmente presente en la misa, entonces la misa ya no es más que una ceremonia, una piadosa conmemoración de un suceso pasado. Si Cristo no está realmente presente en la Hostia consagrada, entonces el sacerdote no es más que un predicador, no un hombre elegido por Dios para ofrecer el sacrificio. En verdad, si Cristo no está real y sustancialmente presente en la Santa Eucaristía, entonces la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, pierde también su significado y se reduce a una simple metáfora: pues el Cristo sacramental es la Cabeza y el soporte del Cuerpo Místico. Es la Eucaristía la que nos une en un Cuerpo a Cristo, nuestra Cabeza: “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (I Cor., X, 17). Es necesario que conozcamos y amemos a Cristo como Él realmente es. Ahora bien, el Cristo real es el Cristo total, el Cristo Místico, la Cabeza y los Miembros. El Cristo real es también la Cabeza que los miembros deben conocer si han de ser miembros suyos. Esta gloriosa Cabeza y Rey de la humanidad y Sumo Sacerdote de la Unica Iglesia está entronizado en la majestad de su divino poder en los cielos. Pero también está presente bajo los velos del sacramento reservado y adorado en nuestros tabernáculos. Y también es el Cristo real el Cristo que fue pobre, que trabajo y sufrió por nosotros en la tierra, que murió por nosotros en la Cruz. 27

Este Cristo doloroso está presente en el Santísimo Sacramento, no en la forma en que lo está su Cuerpo glorificado, sino en virtud del hecho de que en su vida y Pasión supo por anticipado y previo todo cuanto ocurriría en el mundo en torno a Él en los siglos venideros, cuando este sacramento fuese adorado, alabado y amado por los hombres. Así, pues, cuando busquemos a Cristo en el Santísimo Sacramento, hemos de buscarle tal como realmente es. Debemos reconocerle como el Redentor que ha sufrido por nosotros, como el Rey que reina sobre nosotros, como la Vida que vive en todos los cristianos. Podemos acentuar libremente alguno de los aspectos del Cristo viviente que ante nosotros está en el tabernáculo, con tal de que recordemos que uno de ellos es más esencial que los otros. Si tuviéramos que contestar a la pregunta de quién está presente en el Sacramento, debemos decir: el Cristo glorioso que reina en los cielos. Tal es la respuesta de la fe católica. Este Cristo glorioso es, ciertamente, el Cristo que sufrió. Pero aunque sus sufrimientos estén todavía presentes a Él, no es, rigurosamente hablando, el Cristo paciente el que está presente en el Santísimo Sacramento. Y aunque Él vive por la gracia en todos los miembros de su Cuerpo Místico, m es el Cuerpo Místico de Cristo (en el sentido moderno) el que está presente en el altar. La mejor manera de unir estas tres concepciones —pues en realidad, son todas una en Aquel que está presente ante nosotros— es darse cuenta de que el Cristo glorioso que viene hasta nosotros oculto bajo las especies sacramentales es el mismo Cristo, que habiéndonos redimido y santificado, será nuestro gozo perdurable en los cielos. Nuestra vida de oración y adoración eucarísticas es, de hecho, el comienzo de aquella contemplación de Dios en Cristo que será nuestra vida total cuando entremos en su gloría. Cuando comprendamos el significado de esta verdad, entenderemos que, aunque estemos rezando solos en una pequeña iglesia, oscura y vacía, rezando con dificultad, secos y distraídos, en realidad estamos no sólo unidos por el amor a Cristo en su Pasión, no solamente postrados en adoración ante Cristo glorioso, sino que constituimos un solo cuerpo con todos aquellos que están rezando en sitios distintos y a distintas horas. Todos los que rezamos ante el tabernáculo, aun aquellos que no pueden rezar allí, pero se encuentran entregados a diversos deberes por amor a Cristo, están de hecho unidos misteriosamente en una profunda y secreta “liturgia”; en un acto de adoración ofrecido a Dios por Cristo —aunque no oficialmente— en su Cuerpo místico. Nuestra contemplación es una adoración que anticipa la visión y la alabanza de los cielos. Aunque difícilmente podamos sentir algo de esto, 28

debemos darnos cuenta de que la meditación que prolonga nuestra misa y nuestra comunión es también una misteriosa reproducción en la tierra del gran coro de adoración que continúa elevándose en los cielos ante Dios. ¿Qué es lo que vemos ante nosotros en la iglesia vacía? ¿Un pequeño altar, un santuario pobremente decorado, un par de esculturas de dudoso gusto artístico, una pared desconchada y ennegrecida por el humo de las velas y sucia de humedad? ¿Un tabernáculo que nadie consideraría digno de ser la habitación de una muñeca, no digamos de un rey? No, no es esto lo que vemos. Miremos mejor con los ojos de San Juan: “Y vi en medio del trono y de los cuatro vivientes y en medio de los ancianos, un Cordero, que estaba en pie como degollado, que tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios, enviados a toda la tierra... Y los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos cayeron delante del Cordero, teniendo cada uno su cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. Y cantaron un cántico nuevo que decía: Digno eres de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación, y los hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes, y reinan sobre la tierra.” (Apoc., V, 6-10). En ese gran acto de adoración, nosotros tenemos nuestro puesto. Por pobres que seamos, somos los miembros de Cristo y, por consiguiente, nuestras oraciones contribuyen algo a la nube de incienso que se eleva de las copas de oro. Estamos en presencia del Cristo vivo. Nuestras oraciones están unidas a las oraciones de sus santos.

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II. — HACED ESTO EN MEMORIA MÍA

1. El Sacrificio cristiano. La Eucaristía es el sacrificio cristiano. Es la “oblación pura” profetizada por Malaquías, ofrecida en todos los lugares de la tierra, en sustitución de los antiguos sacrificios, que por sí solos no podían alcanzar ningún efecto sobrenatural y que, por ende, estaban condenados a frustrarse, excepto en la medida en que eran tipos que prefiguraban el único sacrificio verdadero. En la Eucaristía, Jesucristo, por medio del Sacerdote, hace presente la oblación y la inmolación por las cuales Dios se ofreció a Sí mismo en la cruz. En el misterio de esta acción litúrgica, la Iglesia se une a sí misma con el divino Sumo Sacerdote y, con Él, ofrece a Dios sus miembros. Recibiendo la Eucaristía en la comunión, el fiel completa su acto de homenaje a Dios, que es, al mismo tiempo, el eterno acto de homenaje de Cristo. Renueva y ahonda su relación sobrenatural con Dios, recibiendo de Él un aumento de la vida divina de caridad que Dios derrama sobre todos aquellos que han venido a ser, en Cristo, sus hijos adoptivos. Aunque el sacrificio de la misa no sea exactamente el tema de este libro, es imposible no hablar de la misa cuando hablamos de la Eucaristía como Sacramento. El Sacramento y el sacrificio de la Eucaristía son inseparables. La presencia real de Cristo en la Hostia es la consecuencia necesaria e inmediata de la transustanciación. Pero el fin de la transustanciación es, ante todo, el hacer a Cristo presente en el altar en un estado de sacrificio o inmolación, mediante la consagración de las especies de pan y vino. Al mismo tiempo, el sacrificio no está completo antes de que los elementos consagrados se reciban en comunión, al menos por el sacerdote celebrante. Finalmente, la Hostia consagrada se guarda en reserva en el tabernáculo, a fin de que los enfermos y cuantos no puedan recibirla durante la misa puedan recibir el Cuerpo del Señor en cualquier momento y, de esta forma, tener su participación en el sacrificio de Cristo. 30

Así, pues, lo que adoramos en nuestras visitas al Santísimo Sacramento es Jesucristo mismo, permanentemente presente en la Hostia consagrada en el Santo Sacrificio y que, eventualmente, puede ser recibido en comunión. San Pablo dice bien claro que el Nuevo Testamento considera la muerte de Cristo en la Cruz, ratificada por su Resurrección subsiguiente, como un sacrificio. En verdad, es el único sacrificio perfectamente grato a Dios. ¿Qué queremos decir con un sacrificio “grato a Dios”? ¿Es que Dios necesita nuestros sacrificios? Responde San Ireneo: “Se llama un sacrificio grato a Dios, no porque Dios necesite nuestros sacrificios, sino porque el que ofrece el sacrificio queda glorificado en lo que ofrece si su don es aceptado”3. Y San Ireneo continúa explicando que el don que es realmente grato a Dios es el amor que nos tenemos unos a otros, amor significado por la Eucaristía y efecto principal de este gran Sacramentó. Cuando nos amamos unos a otros, Dios recibe verdaderamente de nosotros la Sagrada Eucaristía como un don agradable de sus amigos y como la gloria que le es debida. Dice otra vez San Ireneo: “Dios no necesita nuestras cosas, pero, por otra parte, nosotros necesitamos ofrecer sacrificios a Dios... y Dios, que de nada necesita, recibe nuestras buenas obras para recompensarnos con el tesoro de sus propios dones... Así, aunque Él no necesite nuestros sacrificios, desea que nosotros le ofrezcamos sacrificios, para que nuestras vidas no sean infructuosas.” Estas dos citas nos recuerdan el deseo de los Santos Padres de afirmar la trascendencia infinita de Dios y de preservarla frente a todo intento de confusión entre Él y los dioses de los paganos que pedían sacrificios porque los necesitaban. Los Santos Padres acentuaron también el hecho de que Dios es glorificado por el sacrificio de Jesús, no sólo porque tal sacrificio es infinitamente perfecto y puro en sí mismo, sino porque es un medio por el cual Dios muestra su amor por nosotros y, de esta forma, manifiesta su bondad sobre nuestra vida. Jesús mismo dejó esto bien claro en su oración de Sumo Sacerdote, cuando dijo: “Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique... Yo he sido glorificado en ellos (los que tú me diste)... Yo por ellos me sacrifico, para que ellos sean santificados por la verdad... Y yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno... Quiero que donde yo esté, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria” (Io., XVII, 1, 10, 19, 22, 24).

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San Ireneo, Adversus Haereses, IV, 18.

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En esta enseñanza de Jesús podemos encontrar los cuatro fines del sacrificio de la misa inextricablemente entrelazados entre sí. La primera y más importante función del Santo Sacrificio es la de dar gloría infinita a Dios, y la segunda está estrechamente relacionada con ésta: darle una correspondencia perfecta de oración y acción de gracias por toda su bondad para con los hombres. Luego, debe ofrecerle una digna propiciación por nuestros pecados, y obtener para nosotros, no sólo el perdón de nuestras ofensas y del castigo que merecen, sino también todas las gracias, todas las ayudas temporales y espirituales que necesitamos, a fin de que su voluntad se cumpla en la tierra y nos unamos con Él en el cielo. Ahora bien, es verdad que Dios es glorificado por todos los efectos y frutos del Santo Sacrificio, pero hemos de recalcar el hecho de que, antes que todo lo demás, el infinito valor objetivo de la Divina Víctima ofrecida a Dios le da una gloria y una adoración infinita, no importa las disposiciones de los que ofrecen el sacrificio y aparte de los frutos que puedan obtener de él. Por consiguiente, la razón primaria de que este sacrificio sea aceptable a Dios reside en la persona de la Víctima, el Verbo Encarnado. Todos los demás frutos y efectos del Santo Sacrificio se derivan de esta gran verdad, que la inmolación de Jesús mismo, el Hijo de Dios, es infinitamente grata a Dios y le da toda la gloria que le es debida. Después de describir con algún detalle los imperfectos sacrificios de la Antigua Ley, San Pablo continúa contrastándolos con el sacrificio de Cristo, en el cual la tipología de aquéllos queda finalmente revelada y explicada. Cristo es el verdadero Sumo Sacerdote, el sacerdote de ese “nuevo testamento” que ha dejado anticuada a la vieja alianza y la ha remplazado (Hebr., VIII, 13). En su único sacrificio verdadero, Cristo ha ofrecido al Padre que está en los cielos, no la sangre de las ovejas o de los machos cabríos, sino su propio Cuerpo y Sangre. Al hacerlo así, entra, no en un “tabernáculo hecho por manos de hombres”, como hacía el sumo pontífice judío cuando entraba en el santo de los santos a ofrecer la sangre de la víctima a Dios, sino en el increado Santuario de los cielos (Hebr., IX, 11). El efecto del sacrificio de Cristo es el lavar nuestras almas del pecado y el traernos otra vez a la amistad de Dios: “¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo!” (Hebr., IX, 14). “Una sola vez en la plenitud de los tiempos se manifestó para destruir el pecado por el sacrificio de Sí mismo” (ídem, 16.) 32

Este sacrificio, consumado una vez por todas en el Calvario, está representado y renovado en el Sacrificio de la Eucaristía. En verdad, durante la Ultima Cena Jesús ofreció este Santo Sacrificio que había de consumarse al día siguiente con el derramamiento de su preciosísima Sangre, y desde aquella primera misa en el Cenáculo, no ha cesado de hacer presente su sacrificio en todas partes, día tras día, por intermedio de sus sacerdotes. De aquí que la misa sea un verdadero sacrificio en el más estricto sentido del término, constituyendo un solo sacrificio con el del Calvario. No es un sacrificio únicamente en el sentido de un acto de alabanza, de acción de gracias, un sacrificium laudis, sino la oblación e inmolación por el pecado de una víctima que es Cristo mismo. Por consiguiente, este sacrificio es algo más que una oración para impetrar el perdón. Es una propiciación infinita por todas las ofensas que hayan sido cometidas contra Dios. Y cada vez que la misa sea ofrecida, los frutos de nuestra Redención se derraman de nuevo sobre nuestras almas. Uniéndonos con el sagrado rito de la misa, y, sobre todo, recibiendo la Sagrada Comunión, entramos en el sacrificio de Cristo. Morimos místicamente con la Víctima divina y resucitamos de nuevo con Él a una nueva vida en Dios. Estamos libres de nuestros pecados, somos, una vez más, gratos a Dios y recibimos gracia para seguirle más generosamente en la vida de caridad y de unión fraternal que es la vida de su Cuerpo Místico. Sólo a la luz de esta doctrina de la vida eucarística como plena participación en el sacrificio de Cristo podemos entender la teología moral y mística de San Pablo. “Porque vuestra Pascua, Cristo, ya ha sido inmolado”, dice. “Así, pues, festejémosla, no con la vieja levadura, con la levadura de la molicie y la maldad, sino con los ázimos de la pureza y la verdad” (I Cor., V, 7-8). “Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis con Él en gloría” (Col., III, 1-4). Por lo que se refiere a este último pensamiento, recordemos que San Juan establece una relación explícita entre la comunión eucarística y la resurrección del último día. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (Io., VI, 54). La misa es, pues, la Pascua de la Nueva Ley. En la sangre de la Víctima divina no sólo somos librados del ángel vengador que mató a los 33

primogénitos de Egipto, no sólo salvados del poder del Faraón, sino que, con Cristo, pasamos “de este mundo al Padre” (Io., XIII, 1). El sacrificio de la misa, es, por consiguiente, la renovación del sacrificio del Calvario. El mismo Sumo Sacerdote, Jesucristo, ofrece la misma Víctima. Él mismo. La única diferencia está en la manera como se ofrece el sacrificio. En el Calvario, Jesús entregó su vida sufriendo, derramando su sangre por los pecados de los hombres. Resucitado de entre los muertos, ya no morirá más. En los altares de su sacrificio, Él mismo habla cuando el sacerdote que consagra pronuncia las palabras que efectúan el milagro de la transustanciación. Son las mismas palabras que Jesús pronunció por primera vez sobre el pan y el vino de la Ultima Cena. “Este es mi Cuerpo” (Lc., XXII, 19). “Esta es mi sangre del Nuevo Testamento” (Mc., XIV, 24). En la misa, Jesús cumple su promesa de que Él beberá del fruto nuevo de la vid “con vosotros en el reino de mi Padre” (Mt., XXVI, 29). Cuando nos acercamos al altar a recibir la Hostia de las manos del sacerdote, estamos místicamente presentes en aquella Ultima Cena en la cual Jesús, con sus propias manos, partió el pan que había sido transformado en su sagrado cuerpo y lo distribuyó entre sus Apóstoles. En virtud de nuestra participación en este banquete sacrificial, entramos con plena realidad, si bien todavía sacramental y místicamente, en el sacrificio de la Cruz. Participando de los frutos de este Santísimo Sacrificio por medio de la comunión, nos identificamos con la Víctima divina, y por este solo hecho pasamos con Él, desde el mundo del pecado, hasta el perdón del Padre y la luz de su divino favor. He aquí cómo uno de los Padres de la Iglesia, San Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV, describe el sacrificio de la misa: “Entonces, habiéndonos santificado por medio de himnos espirituales (el trisagion), invocamos al Dios misericordioso para que envíe su Espíritu Santo sobre los dones depositados ante Él (las especies sin consagrar de pan y vino), para que transforme el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en la Sangre de Cristo, ya que todo lo que el Espíritu Santo ha tocado queda santificado y cambiado. Entonces, luego que el sacrificio espiritual se ha realizado, imploramos a Dios la paz de la Iglesia, la tranquilidad del mundo..., en una palabra, por todos cuantos necesitan ayuda suplicamos y ofrecemos este sacrificio... Recordamos también a todos los que duermen... en la creencia de que será un gran beneficio para sus almas... Cuando le ofrecemos nuestras súplicas por los que duermen... levantamos 34

en ofrenda a Cristo, sacrificado por nuestros pecados, aplacando a nuestro Dios misericordioso tanto por ellos como por nosotros mismos”4.

2. Adoración. El mundo moderno no está demasiado familiarizado con la noción de sacrificio ritual. Es preciso decir unas cuantas palabras sobre la naturaleza del sacrificio para mostrar que la Eucaristía es un sacrificio en el sentido más alto y puro, De hecho, no se puede comparar con cualquier otro rito sacrificial. En general, el sacrificio es un acto por el cual el hombre satisface la ley de su naturaleza, que exige que exprese externamente, en un acto significativo, su sumisión interior y su dependencia de un poder “numinoso”. La idea de sacrificio es incomprensible si dejamos de verla como la respuesta a un profundo sentido religioso de lo sagrado, de lo “santo”. Si no es una expresión de una conciencia, al menos incipiente, de la realidad de lo divino, el sacrificio no es más que un gesto vacío, incluso en el plano natural. Y por lo mismo que la respuesta del hombre a lo santo es tan tenue e inconstante, el sacrificio ritual en el plano natural tiende justamente a degenerar en una vana observancia. Es este un signo de que la acción externa no siempre corresponde a las realidades interiores y espirituales de las que se supone es expresión, o, por lo menos, que la respuesta interior del adorador ha sido falsificada y corrompida de una manera que quizá no ha sido percibida por la conciencia moral del oferente. La respuesta psicológica normal a una conciencia de lo santo es la sumisión y la adoración. El sacrificio es la expresión externa más poderosa de la adoración interior. Es el ofrecimiento, la consagración, el “poner aparte” un objeto que nos es necesario y precioso, de suerte que ya no sea nuestro, sino que pertenezca a Dios. La manera normal de “poner aparte” un objeto consiste en destruirlo, de modo que implique su “entrega” a Dios al tiempo que nuestra renuncia a él. Mientras más alta y pura sea la religión, más profundo es el sentido del acto sacrificial. Si una persona tiene una idea pequeña de Dios, pequeña será también su idea del sacrificio, y, en tal circunstancia, su sacrificio tendrá algo del carácter de un “trato) con la divinidad, a la que se imagina necesitando y deseando las cosas que los hombres necesitan y desean. La divinidad es considerada así 4

San Cirilo de Jerusalén, Catechesis Mystagogica, 5.

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como alguien un poco más poderoso que el hombre, pero con los mismos instintos y apetitos. En tales circunstancias, difícilmente se puede separar la religión de la superstición. Cuanto más ascendemos en la escala religiosa y nuestra noción de Dios se hace más espiritual, más percibimos la infinita distancia que hay entre Él y nosotros. Somos cada vez más conscientes de su absoluta trascendencia, aunque, al mismo tiempo, no podamos menos de sentir su omnipresente inmanencia. En el Antiguo Testamento se ofrecían al Dios vivo sacrificios animales porque la mentalidad del pueblo era aun propensa a la adoración idolátrica y se necesitaba algo que, impresionándole vivamente impidiese deslizarse hacia los excitantes ritos de los dioses terrestres de Canaán. Pero los profetas de Israel no vacilaron en reprochar al complaciente sacerdocio levítico por su confianza en tales sacrificios. Isaías preparó el camino para el nuevo testamento cuando dijo en nombre de Yavé: “¿A mí que la muchedumbre de vuestros sacrificios?, dice Yavé. Harto estoy de holocaustos de carnes”, del sebo de vuestros bueyes cebados, no quiero sanare de toros ni de ovejas ni de machos cabríos... No me traigáis más varias ofrendas. El incienso me es abominable, neomenias, sábados, fiestas solemnes; las fiestas con crimen me son insoportables. Detesto vuestras ceremonias y vuestras festividades me son pesadas, estoy cansado de soportarlas. Cuando alzáis vuestras manos, yo cierro mis ojos; cuando hacéis vuestras muchas plegarias, no escucho. Vuestras manos están llenas de sangre” (Is., I, 11-15). Aquí empezamos a ver el desarrollo de una idea del sacrificio interior en el cual el hombre se ofrece a sí mismo a Dios en lugar de ofrecerle víctimas. Y, como lo explica el contexto del profeta, este ofrecimiento interior de nosotros mismos consiste en la justicia, la misericordia y la bondad para con los demás, actos de virtud por los cuales nuestra propia alma, la parte más noble de nuestro ser, se consagra a Dios a través de las intenciones buenas y espirituales. Sin embargo, este sacrificio interior exige todavía ser expresado externamente en una acción ritual, porque el hombre, siendo una criatura compuesta de alma y cuerpo, necesita ritos exteriores. Estos ritos pueden hacer mucho por su vida interior y espiritual. Además, el hombre es un ser social y el sacrificio es también un acto social, un reconocimiento, por parte de la misma sociedad, de ciertos valores espirituales que son el sine qua non de nuestra dedicación a Dios como individuos y como grupo. 36

Actualmente, la idea de sacrificio que prevalece, aun entre ciertos cristianos, les lleva a acentuar los aspectos morales y subjetivos de este gran acto. El sacrificio tiende a ser considerado como la realización de un acto difícil, que requiere valor y desprendimiento, y que trae consigo un fruto y un aumento del mérito personal. Esto puede ser verdad en un sentido, pero no debemos olvidar que la nota esencial del sacrificio reside en su objetiva orientación a Dios. No es algo difícil que realizamos por nosotros mismos o por nuestro pueblo. No es algo difícil que hacemos por Dios con la exclusiva intención de mejorar nuestras relaciones con Él. Es un acto de adoración estrictamente debido a Dios, una expresión, una manifestación, un “testimonio” de nuestra posición real con respecto a Él y, por consiguiente, un testimonio de su infinita santidad, bondad y poder. En una palabra, el sacrificio no es un acto de templanza o de fortaleza que nos hace subjetivamente más santos (aunque, en un sentido lato, también puede suceder esto). Es, por encima de todo, un acto de justicia, de adoración. Es un reconocimiento de la realidad, una aceptación de nuestro puesto como criaturas que pertenecen a su Creador y que deben usar de su libertad para conocer y cumplir el destino que Él les ha señalado. Es un reconocimiento del pecado, un intento de reparación. Es una demanda de perdón. Da gloria a Dios.

3. Expiación. Sería un grave error el construir una teoría a priori del sacrificio basada en nociones tomadas del orden natural y tratar luego de explicar el sacrificio de la misa, fundándose en que se adapta a una definición común aplicable a todos los sacrificios. El Sacrificio de la Eucaristía es de una clase completamente aparte, y aunque posea ciertos rasgos comunes con los otros sacrificios, no es porque deba nada al orden natural. Más bien, lo que ocurre es que los sacrificios naturales, por el hecho de ser ordenados por el Dios de la naturaleza, reflejaban algo oculto en la mente de Dios, algo que Él intentaba manifestar con más perfección en el sacrificio único que el Hijo de Dios mismo ofrecería al Padre. Podría decirse, sin embargo, que el elemento común a todos los sacrificios es el es fuerzo por reconciliarse con Dios; es decir, la expiación. De hecho, la pureza de un sacrificio corresponde a la pureza de la noción de reconciliación que implica. Y, a su vez, esto depende del concepto de apartamiento de Dios que nos hace desear el reconciliar nos con Él. 37

Con objeto de entender mejor nuestra necesidad de reconciliación con Dios, conviene distinguir entre sentimiento contrito del pecado y sentimiento de culpabilidad. No siempre la distinción entre ambos aparecerá claramente, ya que a veces se superpone. Hasta cierto punto se confunden. Sin embargo, por sentimiento contrito del pecado entiendo una cosa verdadera y saludable, y por sentimiento de culpabilidad entiendo algo que tiende a ser falso y, por consiguiente, patológico. Ambos a dos nos producen un sentimiento de apartamiento de las fuentes de nuestra vida. Manifiestan dos reacciones diferentes a la conciencia de que no somos lo que debíamos ser. Lo que llamo sentimiento del pecado implica el reconocimiento doloroso de que hemos usado nuestra libertad contra nosotros mismos y contra Dios. Que hemos hecho de nosotros mismos algo para lo que no estábamos destinados, desobedeciendo así la voz de la verdad divina que nos hablaba en lo recóndito de la conciencia. Entiendo también por sentimiento de pecado la percepción de un hecho positivo, no una ilusión. Es la señal de que estarnos, de hecho, apartados de la verdad y del amor de Dios. Hasta cierto punto nos muestra la causa de este apartamiento. El sentimiento contrito del pecado nos mueve a buscar el perdón y la reconciliación con Dios mediante una nueva adaptación a la realidad. En consecuencia, hace que deseemos cambiarnos a nosotros mismos. Nos lleva a transformarnos en seres nuevos. Y nos torna a Dios en la esperanza de que Aquel que nos hizo nos pondrá otra vez de acuerdo con la verdad que Él conoce mejor que nosotros, ya que Él es esa Verdad. Por su parte, el sentimiento de culpabilidad puede muy bien surgir de la percepción de un desorden moral positivo en nuestra vida. Pero en el sentido peyorativo que yo le doy, se trata de algo completamente diferente del sentimiento del pecado. En primer lugar, no implica ningún deseo eficaz de cambiar, ningún impulso real para convertirse en algo bueno. No busca la verdad y sí únicamente la posesión indiscutible de sus propias ilusiones. De aquí que sea morbosamente servil y no se atreva a enfrentarse con la realidad. El hombre que experimenta el sentimiento de culpabilidad, de ninguna manera quiere sentirse culpable. Pero tampoco quiere ser inocente. Quiere hacer lo que sabe que no debe hacer, sin tener que sufrir las consecuencias. Ahora bien, con mucha frecuencia este sentimiento de culpabilidad no es más que una ilusión. Es de experiencia común que uno puede “sentirse” mucho más manchado y degradado por una falta que es objetivamente trivial que por un pecado verdaderamente 38

serio, y la emoción de vergüenza no siempre es señal cierta de ofensa moral. Al contrario, un hombre puede a veces sentirse avergonzado de algo que, de hecho, debería ser un motivo de satisfacción. El tipo de “sacrificio” dictado por este particular sentimiento de culpabilidad será, por consiguiente, un acto fútil y supersticioso, cuyo principal objeto no es el agradar a Dios, sino, simplemente, el calmar la ansiedad. Puede ocurrir que se considere a Dios como aquel a quien se ofrece el sacrificio, pero entonces aparecerá desfigurado bajo nuestros temores proyectados. Cuanto más intenso sea el sentimiento de culpabilidad y más profundo el conflicto en el que la culpa misma arraigue, tanto más violenta, sangrienta y perversa será la naturaleza del sacrificio. La historia de nuestro tiempo ha sido forjada por dictadores cuyos caracteres, con frecuencia transparentes, estaban llenos de culpabilidad reprimida, odio a sí mismos y sentimientos de inferioridad. Se las han arreglado para atraerse el apoyo de sólidas masas de hombres movidos por los mismos impulsos reprimidos que ellos. Las guerras que han emprendido unos centra otros han sido el sacrificio que las masas, degradadas por el totalitarismo, han ofrecido en una autoidolatría fanática, que nunca logra calmar completamente la náusea producida por el odio a sí mismo. Era necesaria esta digresión sobre los indecibles males morales de nuestro tiempo. Para una mentalidad como la que hemos descrito, posiblemente la Eucaristía no tendrá gran significado. Cierto es que no puede revelarnos su profundo sentido a menos que, objetivamente, deseemos reconciliarnos con Dios, en lugar de un simple calmar nuestro sentimiento subjetivo de culpa y de ansiedad. Lógicamente, esto requeriría hablar del bautismo antes de seguir adelante con la Eucaristía, pero sería demasiado largo. Basta decir que el efecto curativo del bautismo, la confirmación y la penitencia —y, en los casos necesarios, la extremaunción— nos ha sido dado para reparar y resistir este gran mal del pecado en nuestras almas y para adaptamos objetivamente a la realidad sobrenatural. El significado del sacrificio de la Eucaristía sólo es accesible al que tiene conciencia de quién es Dios, qué es el pecado, qué somos nosotros, quién es Cristo y qué es lo que ha hecho por nosotros. Esto presupone una formación espiritual que no es posible sin el don de la fe. A su vez, la vida sacramental de la Iglesia promueve y ensancha la vida de fe. La fe y los sacramentos son dos canales por los que los méritos de la Pasión de Cristo se aplican a nuestras almas. En palabras de Santo Tomás, una fuerza espiritual irradia del Cuerpo de Cristo, hipostáticamente unido al Verbo. 39

Esta fuerza actúa en nuestra alma si entramos en contacto con Él, un contacto que se realiza por medio de “la fe y de los sacramentos” 5. En otra parte, nos recuerda Santo Tomás que la Eucaristía no sólo aplica a nuestras almas los méritos de la Pasión, sino que contiene a Cristo mismo que sufrió por nosotros. Es claro que en el sacrificio de la misa entramos en el contacto más estrecho posible con el Cuerpo de Cristo, autor de toda santificación en el acto mismo por el cual Él quita los pecados del mundo. Es, en verdad, una expiación objetiva. Y ¿cuál es la fuente de la fecundidad de este sacrificio? El infinito valor del Cuerpo y Sangre de Cristo y el poder infinito de su caridad. Para empezar, Él es una persona divina, el Verbo de Dios. El valor de sus actos es infinito, pues que son divinos. Pero desde el momento que son realizados por un hombre —una naturaleza humana unida a Dios— y para hombres, son todos aceptables a Dios como una ofrenda de la propia humanidad. En Cristo, la humanidad vuelve a ser sobrenaturalmente grata a Dios y capaz de unirse con Él. Mientras menos conciencia tengamos de la realidad de Dios, tanto menos sentiremos la necesidad de reconciliarnos con Él, La idea objetiva del sacrificio como acto de adoración debido a Dios en justicia se pierde mucho antes que el sentido subjetivo del valor de los “sacrificios” que exigen fortaleza moral y nos hacen más perfectos y mas virtuosos. Incluso entre los católicos que meditan en su fe, es frecuente que la misa se considere, ante torio, más como una exposición de las virtudes y sufrimientos que uno puede ver en la Pasión de Cristo, que como un acto de adoración y de satisfacción objetiva ofrecido por Él a su Padre. Las virtudes y sufrimientos de Cristo, de ningún modo deben ser ignorados, fiero tampoco debernos olvidar que el valor objetivo de su sacrificio y este valor objetivo es infinito en si mismo— proviene del hecho de que su oferta fue aceptable a Dios y recibida por Él “en olor de suavidad”. En otras palabras, la cosa más importante en el sacrificio del Calvario y en la misa, no es el hecho de que sean una exposición del sublime heroísmo de Cristo, sino, ante todo, el que ello sea grato a Dios. La incapacidad para comprender esto mostraría claramente que nuestra espiritualidad no está fundada tanto en el deseo de agradar a Dios, cuanto en el deseo de un heroísmo personal. Y esto podría degenerar fácilmente en puro narcisismo y en el deseo de exhibirnos a nosotros mismos a los ojos de los hombres. 5

Passio Christi, licet sit corporalis, habet tamen spiritualem virtutem ex divinitate unita: et ideo per spiritualem contactum efficaciam sortitur, scilicet per fidem et fidei sacramentum. Summa Theologica, III. Q. 48, a. 6, ad. 2.

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Practiquemos, pues, una honda estimación de los elementos, tanto objetivos como subjetivos, del sacrificio de la misa. Pero, ante todo, pongamos en primer lugar lo que tiene el primer lugar. La misa es el más grande de todos los actos de adoración, no sólo porque es el que más nos santifica, sino también, y ante todo, porque es el que más gloria da a Dios y le agraria más que todas las cosas del mundo. Por supuesto, ambas cosas son realmente una, en el sentido de que Dios se complace por excelencia en el acto en el que ha decretado mostrarnos, de la manera más eficaz, su misericordia; y tal es, justamente, la misa. La Resurrección de Cristo fue el signo de que Dios había aceptado su sacrificio; de ahí que, cuanto más objetiva sea nuestra apreciación de la misa, tanto mejor comprenderemos que, como dice bien el sacerdote después de la Consagración, es un memorial de la Pasión, Resurrección y Ascensión de Cristo. Lejos de dividir nuestra atención y “distraernos” del gran hecho redentor de la muerte de Cristo en la Cruz, esta perspectiva más amplia lo que hace es darnos una conciencia más profunda aún del poder y significado de la Cruz. Pues, como dice San Pablo, fue porque Jesús se hizo obediente hasta la muerte de Cruz, por lo que Dios le exalto y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos y en la tierra y en los abismos (Phil, II, 9). Mejor que nada, la liturgia nos enseña cómo guardar un perfecto equilibrio entre los aspectos objetivo y subjetivo de la misa, conservando un perfecto sentido de la proporción y de la armonía entre la virtud y lo ascético, que es lo propio de la vida cristiana. No hay sino consultar algunas oraciones del misal, especialmente las oraciones secretas de las misas más antiguas, para darse cuenta de esta gran verdad. Por ejemplo. El sacrificio de la misa santifica nuestro ayuno cuaresmal y le da un carácter más profundo, más interior, más espiritual6. Gracias a la poderosa virtud de este sacrificio nos volvernos, purificados, a la fuente de su acción: Haec sacrificia nos, omnipotens Deus, potenti virtute mundatos, ad suum faciant purioren venire principium7. De este sacrificio recibimos “remedios eternos” 8 para todas nuestras debilidades y pecados. La acción del sacrificio nos convierte también en víctimas 6

Praesentibus sacrificiis, quaesumus Domine, jejunia nostra sanctifica, ut quod observantia nostra profitetur extrinasecus, interius operetur. Secreta, Sábado de Témporas de Cuaresma. 7 Secreta, Lunes Santo. 8 Poscomunión. Sábado de Témporas de Cuaresma

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espirituales dignas de ser ofrecidas a Dios9. En una palabra, “siempre que esta salvadora víctima es ofrecida, la obra de nuestra Redención se realiza”10. Todo lo que la liturgia dice o puede decir sobre el valor de la misa está resumido en las palabras con las que Jesús entregó a sus Apóstoles este gran sacrificio y les ordenó sacerdotes para siempre: “Haced esto — dijo— en memoria de mí” (Luc., XXII, 19). Si ofrecemos el sacrificio de la misa plenamente conscientes de que es el sacrificio del Hijo de Dios hecho hombre, recordaremos ante todo su infinito valor objetivo a la vista de Dios, y recordaremos al propio tiempo el amor con que Jesús “nos amó hasta el fin”. La misa es el ofrecimiento de la sangre del nuevo “testamento”. A San Pablo le gusta jugar con la palabra testamento, que no sólo significa alianza o pacto, sino también testamento en el sentido de última voluntad. La misa es el supremo don y legado de Cristo a su iglesia. Aquí nos encontramos otra vez enfrentados con una noción muy concreta y objetiva del carácter de este único verdadero sacrificio. La liturgia nunca se cansa de recordarnos que la misa es nuestra posesión, nuestra herencia. Es nuestro sacrificio. ¡Qué caro es este sentimiento al corazón católico! Una mañana tras otra estamos acostumbrados a oír al sacerdote que, al final del ofertorio, se vuelve hacia nosotros y nos pide: (“Rogad, hermanos, para que vuestro sacrificio y el mío sea aceptable” a los ojos de Dios. También en el momento antes de la consagración, el sacerdote extiende sus manos sobre la oblata y ruega a Dios que acepte (“esta oblación de nuestro servicio y de toda tu familia”. Nunca podemos olvidar, por consiguiente, que si Jesús se entregó a Sí mismo para gloria de Dios en el Calvario, también, al mismo tiempo, se entregó por nuestra salvación. En su oración de Sumo Sacerdote, que parece ser el modelo sobre el cual se compuso el Canon de la misa, dice Jesús: “Y yo por ellos me santifico (es decir, me ofrezco a mí mismo como sacrificio santo), para que ellos sean santificados por la verdad. Pero no ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno” (Io., XVII, 19-20). Y los Apóstoles a los que ordenó aquella noche no sólo salieron a predicar su palabra, sino que ordenaron a otros sacerdotes que transmitieran, a su vez, el sacerdocio de Cristo a nuevas generaciones, de suerte que en todas las edades el mundo 9

Secreta, Lunes de Pentecostés. Serreta, Lunes 9 después de Pentecostés

10H

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participase en el sacrificio que Cristo legó, como su tesoro más preciado, a su amada Esposa la Iglesia. En ningún sitio como en la misa vemos tantos aspectos de la multiforme caridad del Verbo hecho carne. Ante todo, ahí está el amor que le llevó, siendo igual al Padre, a anonadarse y a tomar forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres (Phil., II, 7). Pero no sólo se hizo hombre para vivir con nosotros, enseñarnos, formarnos, sanar nuestras enfermedades, darnos esperanza. Vino también para morir por nosotros la muerte más ignominiosa y en medio de los más grandes tormentos. Por nosotros acepta todas las injusticias e ignominias posibles. Pero también aquí vemos su amor por el Padre. Pues al morir para salvarnos, satisfizo también el amor de su Padre por nosotros y efectuó nuestra unión con el Padre. Y, finalmente, satisfizo a su propio amor por su Padre. Esto lo hizo, no solamente muriendo en obediencia a la voluntad del Padre, como todos sabemos, sino, ante todo, aceptando la muerte con plena conciencia de que, al tercer día, resucitaría, por el poder de Dios, de entre los muertos. En las misteriosas palabras que brotan de labios del Salvador en el Evangelio que cuenta el momento que preceden inmediatamente a la Pasión, vemos este motivo, el más profundo de los que Cristo tuvo para aceptar su Cruz: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y que diré? ¡Padre, líbrame de esta hora! ¡Mas, para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Io., XII, 27). “Pariré, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique... Yo le he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora tú, Padre, glorifícame en ti mismo con la gloria que tuve en ti, antes que el mundo existiese” (Io., XVII, 1-5). Esta glorificación del Padre en el Hijo consiste, principalmente, en la resurrección de Cristo de entre los muertos y en su ascensión a los cielos. Pero consiste también, y esto es esencial, en compartir la resurrección con todos aquellos a los que el Padre ha “escogido” para ser miembros de su Hijo. El Padre debe ser glorificado en nosotros a través de la misa, que nos comunica los méritos de la Cruz y la gloria de la Resurrección. “He manifestado tu nombre a los hombres que me has dado de este mundo. Tuyos eran y tú me los diste, y han guardado tu palabra... Y yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la 43

unidad y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como tú me amaste” (Io., XVII, 6, 22-24). El sacrificio de la Eucaristía es, por ende, infinitamente glorioso, no sólo por el hecho de que representa la inmolación del Hijo Encarnado de Dios, sino porque trae al Cristo resucitado, en su carne glorificada y transfigurada, a los miembros de su Cuerpo Místico. Los junta en unidad, como Él es uno con el Padre. Los suelda en la llama de una caridad infinita, el Espíritu que procede del Padre y del Hijo. Al hacerlo así, manifiesta, bien que misteriosamente, la gloria del Padre. Hasta aquí, sólo vemos el misterio a través de un cristal, oscuramente; a través de los velos de la fe. Pero día a día nos vamos acercando a la hora final en que se revelará ante nosotros, y entonces veremos la gloria total del “sacrificio” eterno que se perpetúa en los cielos en la gloría de la visión beatífica. “Pero Jesús, habiendo ofrecido un sacrificio por los pecados para siempre, se sentó a la diestra de Dios... Con una sola oblación perfeccionó para siempre a los santificados. Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Santuario que Él nos abría como camino nuevo y vivo a través del velo, esto es, de su carne... acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta, purificados los corazones de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el agua pura” (Hebr., X, 12, 14, 19-22).

4. Agape. Todo cuanto se ha dicho sobre la Eucaristía como sacrificio es insuficiente para darnos una idea real de este misterio. En la medida en que confinamos nuestros pensamientos dentro de las perspectivas y limitaciones de la virtud de la religión, que es una parte de la justicia, no podemos ver el significado real del sacrificio y del sacramento de la Eucaristía. El sacrificio de la misa es, ciertamente, un supremo acto de adoración. Pero es algo más. Y si somos incapaces de ver este “algo más”, seremos también incapaces de hacer perfecta nuestra adoración. Y así, es preciso dejar claramente establecido que, para adorar a Dios perfectamente en el sacrificio y en el sacramento de la Eucaristía, hemos de amarle a Él. Hemos de entrar por el amor en una unión íntima con Él. Hemos de ser conscientes del hecho de que este sacrificio nos sumerge en la vida misma de Dios, que es amor. Hemos de ver que la adoración y el homenaje que 44

Dios nos pide no puede ser nada menos que una unión completa de amor con Él. Una vez más, debemos recordar que nuestra visión del sacrificio de la misa no debe quedar torcida y caricaturizada por un contacto demasiado próximo con las ideas paganas y naturales de sacrificio. En todas las ideas naturales del sacrificio y aun en los sacrificios de la Vieja Ley, encontramos que la función del sacrificio es la de aportar un testimonio de la grandeza y el poder de Dios al cual se oí rece. Y tiende también el sacrificio a propiciar el poder divino y a efectuar una unión moral entre Dios y aquellos que lo ofrecen. El sacrificio es un signo de que Dios y el hombre están de acuerdo; de que el hombre reconoce el hecho de que Dios puede ser bueno para él. El hombre muestra su deseo de que la benevolencia de Dios para con él continúe. Y promete vivir una vida digna de esa benevolencia. El sacrificio pascual de los judíos es, con tocio, algo mucho más preciso y definido que el vago reconocimiento de un poder divino. Conmemora un particular hecho histórico, por el cual Dios manifestó, no sólo su poder, sino también, y sobre todo, su voluntad de escoger para Sí, de entre los hombres, un pueblo particular que habría de ser su pueblo. El sacrificio pascual conmemora, pues, no sólo el rescate de los judíos de Egipto, sino también la creación del pueblo escogido, el pueblo de Dios, la nación que iba a ser gobernada directamente por El, apreciada, guiada, enseñada, formada, nutrida, vestirla y defendida por El. De aquí que los sacrificios de la Antigua Ley tengan una significación especial. No sólo expresan el deseo de los hombres de adorar a Dios, Ser Supremo. Testifican el hecho de que el pueblo de Dios es, de verdad, su pueblo, que ellos le pertenecen y viven por la voluntad de leí. Son la expresión de una unión particularísima con Dios: una unión con El que Es. Son el signo de que Israel es fiel al Dios vivo, fiel a la realidad, mientras que la adoración del idólatra es una adoración de algo irreal. En todo esto, los sacrificios de la Antigua Ley prefiguran el perfecto sacrificio de la Nueva. Hemos dicho que la prueba de nuestras ideas sobre el sacrificio reside en el grado de pureza de la idea de Dios al cual se o frece el sacrificio. El Dios del Cristianismo no es el dios del animismo o el fetichismo, ni el espíritu que habita en una cosa, ni la objetivación de una fuerza natural, ni la personificación de algo. Ni es únicamente el Dios de la filosofía: el “Sor Supremo”, el “Absoluto”, el “Primer Motor”, la inteligencia infinita que se conoce a sí misma y en cuyo conocimiento 45

todos los demás seres son conocidos. La enseñanza cristiana sobre Dios está basada en una revelación que brota de la oscuridad de un miste no trascendente, una revelación redactarla en términos humanos porque se dirige a hombres, pero manifestando un misterio que los conceptos humanos no podrán nunca delimitar o contener. La idea cristiana de Dios está contenida en tres palabras del Apóstol San Juan: O Theós agape estín. “Dios es amor” (I Io., IV, 8). Con objeto de darnos alguna idea acerca de lo que es Dios, San Juan apela a la actividad más alta y más pura del espíritu humano, la expresión más noble de la vida del hombre en tanto que es ser inteligente. De esta forma, nos da un cierto punto de partida desde el que podemos llegar hasta un conocimiento experimental de Dios. “¿Sabéis qué es el amor? ¿Sabéis lo que es levantarse por encima de vosotros mismos mediante una desinteresada entrega al bien de los demás, de suerte que os volváis a encontrar en los otros más allá y por encima de vosotros mismos? ¿Sabéis lo que significa realizar la plenitud de vuestra vida dedicándoos al bien de todos los hermanos unidos, con los cuales formáis una sola cosa? ¿Conocéis esa actividad pura, espiritual, que une a muchos individuos en una sola persona mística, al tiempo que los eleva a una nueva perfección de su propia personalidad individual? Entonces podéis empezar a comprender algo de lo que Dios es.” La palabra que emplea San Juan para designar al amor no es eros, sino agape. La palabra no designa una pasión que brota de las profundidades de nuestra propia indigencia y grita a los otros para que satisfagan nuestro deseo. Agape es el amor que rebosa y da de su plenitud, no el hambre que vocea desde las profundidades de su propio vacío. El amor humano, por naturaleza, no puede ser nunca puro agape. Por lo mismo que somos contingentes e insuficientes, nuestro amor contiene necesariamente un elemento de eros, o de pasión, surgiendo de nuestra pobreza y anhelando la satisfacción de nuestras necesidades. Dios, que nada necesita, puede darse a Sí mismo sin límite, y su amor —el amor que Él es— es una donación infinita de Sí mismo, eternamente henchida de la plenitud de su propia donación. Por eso Dios es a la vez infinitamente rico e infinitamente pobre, infinitamente grande e infinitamente humilde, tan por encima de todas las cosas, que puede colocarse debajo de todo sin que nadie vea la diferencia, porque, dondequiera que esté, está a la vez arriba y abajo, a la vez a nuestro lado y más allá de nosotros, dentro de nosotros y fuera de nosotros, más profundo en nosotros que nosotros mismos, y, sin 46

embargo, tan infinitamente más allá de nosotros que jamás podremos alcanzarle. Para que el agape entre en el espíritu del hombre. Dios debe revelar y dar su propio amor, su propia vida al hombre. La caridad (agape) del cristiano es, pues, algo esencialmente distinto y mucho más puro que el más puro y desinteresado amor natural del hombre por sus semejantes. Es algo completamente nuevo, una manifestación de Dios viviendo en la humanidad y revelando su propia naturaleza por el amor con el que decretó unir a Sí y entre ellos mismos a todos los hombres, incorporados a su misterio. ¿Qué es el agape divino? ¿Qué es esta caridad que constituye la verdadera naturaleza de Dios? La teología describe el Amor que es la naturaleza de Dios cuando nos expone el dogma de las tres Personas de Dios unidas en una sola Naturaleza. La sublime doctrina de la Trinidad es una elucidación de lo que está contenido en las palabras de San Juan: “Dios es amor”. Decir que Dios es un Padre del cual procede un Hijo que está unido a Él en un Espíritu, es decir que Dios es una “donación” infinita de vida, en la que las tres divinas Personas subsisten dándose a sí mismas mutuamente. Más que en ningún otro sitio, es aquí importante el evitar que se mezclen imágenes humanas en los misterios de Dios. La Iglesia permite indulgentemente la representación pictórica de la Santísima Trinidad, pero si realmente queremos comprender algo de este misterio inefable, lo mejor que podemos hacer es empezar por alejar todos esos cuadros de nuestra imaginación. Precisamente, el gran medio que la Iglesia nos ha dado para entrar en el misterio de la Santísima Trinidad es el sacramento y el sacrificio de la Eucaristía. En lugar de intentar imaginar el Padre, Hijo y Espíritu Santo, debemos fijar nuestros ojos en la Sagrada Hostia y recordar las palabras de Jesús en la última Cena: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” (Io., XIV, 9-10). Entramos en el misterio de la Santísima Trinidad, no tanto pensando e imaginando, como amando. El pensamiento y la imaginación llegan pronto a los límites más allá de los cuales ya no pueden pasar, y estos límites son infinitamente pequeños ante la realidad de Dios. Pero el amor, traspasando todos los términos y volando más allá de las limitaciones con las alas del mismo Espíritu de Dios, penetra en las verdaderas profundidades del misterio y aprehende a Aquel que nuestra inteligencia es incapaz de captar. “Pues Dios nos la ha revelado (la sabiduría) por su Espíritu, que el Espíritu 47

todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios” (I Cor., II, 10). “Todo el que vive es nacido de Dios y a Dios conoce... A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto. Conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros en que nos dio su Espíritu” (/Io., IV, 7, 12, 13). El sacrificio de la misa es el misterio ritual que reproduce y hace presente entre nosotros el gran acto del Verbo Encarnado que más libre y plenamente manifiesta sobre la tierra y en el tiempo la intemporal y suprema perfección del agape divino. Este acto fue el misterio de su muerte en la cruz. El amor del Padre por el Hijo irrumpe desde las profundidades del misterio de la Trinidad y se manifestó fuera de Dios cuando el Padre dio a su Hijo bienamado por la humanidad. En la Encarnación, el amor del Padre por el Hijo se prolongó hasta abrazar a la humanidad en la misma unidad del Espíritu en el cual el Hijo es uno con el Padre. Jesús, a su vez, muriendo en la cruz, manifestó al mismo tiempo su amor por el Padre y su amor por la humanidad; pues era al mismo tiempo la voluntad de Dios y nuestro mejor interés que Él muriese por nosotros, ya que de ello dependía nuestra salvación. En la muerte de Jesús en la cruz vemos al único amor, que es Dios, y vemos a las tres divinas Personas amándonos mutuamente, y nosotros mismos quedamos cogidos en el lazo del amor, el circuito de mutua donación que las une entre sí. “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo” (Io., III, 16). “En esto hemos conocido la caridad, en que Él dio su vida por nosotros; y nosotros debemos dar nuestras vidas por nuestros hermanos” (I Io., III, 16). “La caridad de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para que nosotros vivamos por Él... y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo” (I Io., IV, 9, 14). El amor por el cual el Hijo lo recibe todo del Padre y se da a Sí mismo en retorno al Padre es, en el corazón de Dios, el eterno “sacrificio” en el que el Hijo reconoce el amor del Padre. Este sacrificio perfecto se consuma en el fuego del Espíritu Santo, un sacrificio, no de muerte, sino de vida; no de pena y destrucción, sino de alegría suprema y fecunda; de esta alegría brota, no sólo la creación entera, sino también todas las demás obras en las que se manifiesta externamente el agape divino. La más perfecta de tales obras es la muerte redentora de Cristo en la cruz, y esta obra se perpetua en nuestros altares por el sacrificio y el sacramento de la Eucaristía. 48

Resulta claro, por consiguiente, que, para apreciar el sentido pleno del sacrificio eucarístico, debemos recordar que la misa, al hacer presente el gran misterio redentor de la Cruz, por ese mismo hecho manifiesta, en misterio, el agape que constituye la esencia secreta e inefable de Dios mismo. Lo que en la misa contemplamos es la realidad misma del amor de Dios. Y nosotros entramos en esta realidad. Estamos encerrados en el abrazo del Espíritu Santo de verdad y amor, el lazo que une al Verbo y al Padre. Adquirimos la capacidad de unirnos a nosotros mismos con el Verbo en el gran acto de amor sacrificial por el cual Él dio testimonio sobre la cruz de su amor por el Padre y por nosotros. Y, al mismo tiempo, nos unimos —en el corazón mismo del Misterio— con el amor eterno en virtud del cual el Verbo ofrece su infinito “sacrificio” de alabanza al Padre en las profundidades de la Santísima Trinidad.

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III. — VED QUE ESTOY CON VOSOTROS

1. La presencia real. Es hora ya de mirar más de cerca el dogma de la presencia real de Jesucristo en la Santa Eucaristía. El Concilio de Trento (sesión XIII, canon I) define claramente la verdad que es el verdadero fundamento de toda la vida y la adoración cristianas. “En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía se contienen verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, junto con su alma y divinidad, es decir, todo Cristo.” Así, pues, la presencia de Cristo en este sacramento es a la vez real e integral. Es una presencia real porque el Santísimo Sacramento no es meramente un signo o símbolo de Cristo en cuanto “Pan de vida”. Ni es simplemente una figura que despierta nuestra fe y devoción y mueve nuestros corazones a una caridad mayor para con Dios y nuestros semejantes. Ni simplemente actúa sobre nosotros a través del sacramento. Está presente en las especies consagradas, no sólo por su actividad, sino en sustancia, y esto es justamente lo que diferencia a la Eucaristía de todos los demás sacramentos y la eleva tan por encima de todos ellos. El Santísimo Sacramento no sólo da gracia como instrumento de Cristo Santificados sino que contiene al que es la fuente y autor de toda santidad: ipsum sanctitatis fontem et auctorem continet11. Esta es la única forma en que la Iglesia ha interpretado siempre la clara afirmación de Jesucristo cuando Él mismo bendijo el pan, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: “Este es mi cuerpo”. Sólo cuando ya habían pasados varios siglos se empezó a poner en duda la presencia real de Cristo en la Eucaristía por alguien que se proclamaba cristiano. Más aún: las especies consagradas de pan y vino contienen el Cuerpo de Cristo como efecto directo de las palabras de la consagración. Pero no 11

Catechismus Concilii Tridentini, II, 4, I.

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sólo el Cuerpo de Cristo está allí. Todo cuanto pertenece a la integridad de su Persona está también presente con su Cuerpo, por virtud de la concomitancia. Al enumerar el Cuerpo y la Sangre, Alma y Divinidad del Señor, el Concilio de Trento no reducía a Cristo a una colección de fragmentos, y menos aún a abstracciones, sino cumpliendo solamente su deber de establecer claramente la creencia de la Iglesia en la totalidad de la presencia real de Cristo. Lo que tenemos en la Eucaristía no es simplemente un objeto mental compuesto de seis o siete conceptos fundidos en uno. Tenemos una Persona, y aun mucho más de lo que podemos concebir por la palabra “persona”. Aun en sentido humano, toda persona viviente es, en virtud de su espiritualidad y concreción, un misterio existencial que no podemos penetrar mediante el análisis. Pero aquí tenemos no sólo el misterio de un alma humana en toda su intimidad espiritual única, no ya la persona humana en su inefable concreción de la vida y autodeterminación espiritual, sino una naturaleza humana unida al Verbo de Dios, subsistiendo en una Persona divina. El misterio de la Encarnación ya es bastante profundo en sí mismo; pero cuando Cristo vivió entre nosotros como una Persona histórica, al menos era evidente su humanidad, aunque la divinidad permaneciese oculta. Pero aquí, en este admirable Sacramento, tanto la humanidad como la divinidad están ocultas. Y, sin embargo, el sacramento es Cristo, todo Cristo, real e integralmente presente en cuanto a Persona. Todo cuanto pertenece a la realidad del cuerpo humano está aquí. Todo cuanto es propio de su alma, todo cuanto hace de Él una Persona, todo cuanto es en cuanto Cristo, Hijo del Hombre, Hijo de Dios; todo está presente aquí. Como la iglesia nos enseña, en este sacramento tenemos al mismo Cristo que nació de la Virgen María y que ahora se sienta en la gloria a la diestra del Padre12. Cuando todo esto ha sido dicho, nos encontramos todavía en el umbral del misterio de la Eucaristía en cuanto sacramento. En los sacramentos, nos encontramos con un orden de realidad absolutamente único, y hemos de tener esto en cuenta para apreciar el misterio de la Eucaristía. La Eucaristía no es una oblea de pan ázimo que, de alguna forma, contiene el Cuerpo de Cristo. Ya no es pan. Ya no posee el ser o naturaleza de un objeto material. Cierto es que permanecen los accidentes 12

Verum Christi Domini Corpus, illud, quod natum ex virgine in coelis sedet ad dexteram Patris, hoc Sacramento contineri. Catechismus Concilii Trideniini, II, 4, 26.

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sensibles del pan, pero no son inherentes a ninguna sustancia. El Ser que está presente es totalmente invisible, pues Cristo, en este sacramento, sólo está presente en el modo de la sustancia. La sustancia de una cosa es su aptitud para existir por sí misma, su poder de ser ella misma. La sustancia es lo que responde a la pregunta: ¿qué es? Ahora bien, precisamente en la Santa Eucaristía cuando hacemos esta pregunta con respecto a la Hostia consagrada, hemos de escuchar la respuesta de la fe, que responde con las palabras de Cristo: “Este es mi cuerpo”. Las palabras “mi cuerpo” designan el único ser sustancial que ahora está presente. Ya no queda nada de la sustancia del pan. Vemos los accidentes del pan, pero la sustancia que contienen es el Cuerpo de Cristo. Ahora podemos entender perfectamente las palabras de un profundo teólogo moderno de la Eucaristía, Dom Anscar Vonier, cuando dice: “Los sacramentos tienen un modo propio de existencia, una psicología propia, una gracia propia. Si no son seres en el sentido en que un hombre es un ser, o un ángel es un ser, son, con todo, seres que guardan una semejanza muy estrecha con la naturaleza de Dios. Hay, sin duda, en nosotros una constante tendencia a hacer de los sacramentos cosas fácilmente clasificadas bajo las ordinarias etiquetas de los conceptos humanos; pero recordemos que el pensamiento sacramental es algo completamente sui generis, y cuanto menos antropomorfismo, y aun espiritismo, introduzcamos en ellos, tanto mejor para nuestra teología.” 13. Agrega después que el mundo de los sacramentos no se nos revelará sin que por nuestra parte medie un duro esfuerzo para conseguir un pensamiento verdaderamente sacramental, pero tal esfuerzo será bien recompensado. Hará de nosotros, como él dice, “verdaderos místicos”14.

2. Contemplación sacramental. En último análisis, si no resistimos las tentaciones de antropomorfismo o de espiritismo que nos acosan cuando tratamos de explicarnos la presencia real y sus consecuencias, no es posible la verdadera contemplación del misterio de la Eucaristía. El antropomorfismo, en este caso, consiste generalmente en confundir el concepto de la presencia natural, local o física de Cristo (con la que está presente en los cielos) y su presencia sacramental en la Eucaristía. El espiritismo es una 13 14

The key to the Doctrine o f the Eucharist, Londres, 1925, p. 36. Idem, p. 41.

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tentación más sutil que, o bien ignora las especies sacramentales completamente, o bien considera la presencia de Cristo en el sacramento como si fuese igual que la presencia del alma en el cuerpo. Es cierto que el Cuerpo de Cristo, estando presente en el Sacramento a modo de sustancia, está totalmente presente en cada parte de la Hostia y en toda la Hostia al mismo tiempo, habiendo aquí una analogía con la presencia del alma en el cuerpo. Pero Cristo no está presente en la Hostia como una nueva forma sustancial. Es también importantísimo recordar que un sacramento no es una cosa puramente espiritual: es sensible y, por ende, su elemento material es esencial a su realidad. Cuanto más exactas sean nuestras consideraciones, tanto más fácilmente podremos evitar los errores en torno a la presencia real. Volvamos al Concilio de Trento. Después de decirnos que el Cuerpo de Cristo está realmente presente en el Santísimo Sacramento, y que este Cuerpo de Cristo es el mismo que está sentado en el cielo, la Iglesia nos explica que no hay en ello ninguna contradicción. “No hay ningún conflicto en el hecho de que Nuestro Salvador esté siempre sentado a la diestra del Padre en su modo natural de ser y que, al mismo tiempo, esté, sin embargo, presente en muchos sitios sacramentalmente en su sustancia, en un modo de ser que, aunque apenas podamos expresarlo en palabras, es, no obstante, posible para Dios”15. Aquí nos importa acentuar la distinción hecha por la Iglesia entre la presencia natural de Cristo y su presencia en el sacramento. Ambas presencias son reales, ambas son igualmente reales, pero, sin embargo, sólo la primera es estrictamente una presencia “local”. Pues sólo en sus dimensiones cuantitativas está el cuerpo de Cristo directamente localizado, y esta localización directa se realiza en los cielos, pero no así en nuestros altares, donde Él está indirectamente localizado por virtud de las dimensiones cuantitativas de la Hostia. Estas dimensiones no son suyas, y, por ende, Él no está en contacto físico inmediato con su entorno material. Su contacto con nosotros es espiritual y místico. La presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento no es, pues, una presencia local. Se hace presente en la Hostia, no por un cambio en Sí mismo, sino por un cambio que Él efectúa, con su divino poder, en el pan, convirtiendo su sustancia en su propio Cuerpo. La transustanciación no es una “producción” del Cuerpo de Cristo, o una “aducción” local de su Carne. Esto no resulta tan difícil de concebir si recordamos que Él hizo 15

Sesión XIII, capítulo I

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exactamente lo mismo en la Ultima Cena. Nada ocurrió a su divina Persona cuando pronunció las palabras que cambiaron el pan en su Cuerpo. Permaneció localmente presente a la cabecera de la mesa y se hizo sacramentalmente presente en el pan que había cambiado, en virtud de la transustanciación en Él mismo, en el pan que sus discípulos comieron. Sin embargo, aquí conviene hacer una importante distinción. Como quiera que los accidentes del pan que “contienen” la sustancia del Cuerpo de Cristo están localizados, determinan la presencia sacramental de Cristo dentro de los límites espaciales que ellos ocupan. Por esto decimos que el Cuerpo de Cristo está “en el tabernáculo”, o “en la custodia”, o “en la patena”. El está sustancialmente donde estuvo el pan. Repitamos una vez más que la presencia sacramental de Cristo no es menos real que su presencia natural. Está tan verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento como lo está en los cielos; pero el modo de su presencia es completamente distinto, hecho este último que con frecuencia se olvida por escritores piadosos que tratan la presencia sacramental como si fuese una presencia local un poco disfrazada. De hecho, es un tipo de presencia completamente distinto, único y sin paralelo en el orden natural. En la metafísica aristotélica, una sustancia material entra sólo en contacto con la realidad externa a través de los accidentes que la completan. Ahora bien, los accidentes propios del Cuerpo de Cristo están ocultos, como si dijéramos, dentro de su sustancia. Por consiguiente, Él no está en contacto directo con ninguna realidad material o espacial, ni puede realizar ninguna acción corporal o soportar ningún sufrimiento que implique ese tipo de contacto. Cuando, al Pax Domini, la Hostia es dividida, el Cuerpo de Cristo no se divide, y, por supuesto, no sufre ningún dolor. Si la Hostia se corrompe en el tabernáculo, el Cuerpo de Cristo no se corrompe. Cuando los accidentes de pan y vino se disuelven dentro del comulgante, el Cuerpo de Cristo no se disuelve. Pero cuando se le recibe en la Comunión, su recepción es literalmente verdad, ya que en la comunión se da la sustancia de su Cuerpo y su Sangre. Al propio tiempo, debemos recordar que la devoción cristiana nunca separa en la práctica los accidentes del pan de la sustancia de Cristo bajo las especies sacramentales. El Sacramento es una unidad integral, y es asimismo una cosa sensible. La adoración que se ofrece a la Santa Eucaristía se ofrece a Jesucristo, realmente presente en el Sacramento, y el hecho de que su Cuerpo no sufra cuando los accidentes del pan se parten no es una razón para tratar las especies sacramentales con descuido o indiferencia. Deben ser respetados por amor de Aquel a quien contienen y 54

a quien, en ellas, adoramos. Si todas las criaturas de Dios son buenas y santas por haber sentido el tacto de su mano creadora, ¿cuánto más santos serán estos humildes elementos materiales que el poder divino elevó a la sublime función de desempeñar una parte instrumental en su obra de santificación? Y, sobre todo, ¿cuánta reverencia’ debemos sentir por estas sencillas, humildes especies que Él se dignó tomar como su vestidura sagrada al venir a nosotros como el alimento de nuestra alma? Y todavía debemos llevar más lejos este sentido de la unidad de ser sacramental. La Eucaristía no es un símbolo de algo más grande que ella misma. No es meramente un “signo” del Cuerpo de Cristo, es el Cuerpo de Cristo. Esto es algo que nunca se repetirá bastante. De aquí que no tengamos por qué esforzar nuestra mente o nuestra imaginación para ver a través del Sacramento. La contemplación eucarística no es un juego del escondite en el que, si logramos dar con la fórmula secreta de oración, podemos descubrir al Cristo oculto. Es éste un error perjudicial para nuestra alma y que no tributa un auténtico honor al Santísimo Sacramento. En realidad, implica un error fundamental en lo que el sacramento es. Presupone que el sacramento es un ser que encubre otro ser, y que esta otra realidad es la presencia natural de Cristo. ¡En absoluto! Como dice Santo Tomás: “Nuestros ojos corporales no pueden tener una visión directa del Cuerpo de Cristo a través de las especies sacramentales bajo las que existe, no sólo como a través de una especie de envoltura, como no podemos ver lo que está oculto a través de un velo corporal, sino porque el Cuerpo de Cristo dice una relación al medio que rodea a este sacramento, no a través de sus propios accidentes, sino de las especies sacramentales”16. Y Dom Vonier añade que los sacramentos de la Nueva Ley no son de ninguna manera los “elementos débiles y bajos” que despreciaba San Pablo, es decir, los velos de realidades más altas. “Ellos no están velando nada, sino que son realidades completas en sí mismas, existiendo con pleno derecho... Nada hay semejante a los sacramentos en los cielos o en la tierra, y sería un gran desprecio de su carácter el mirarlos como simples velos de realidades espirituales más sustanciales”17. Agrega que los sacramentos no son sustitutos de ninguna otra cosa, y que la presencia sacramental de Cristo no es una capa bajo la que se oculta 166 17

Summa Theologica III, Q, 76, art. 7. ad. 1. Op. cii., p. 36.

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su presencia natural. Llega a decir que si Cristo estuviese naturalmente presente sobre el altar en el momento de la consagración, el sacramento perdería su sentido, su verdad y su razón de existir. Cristo está presente bajo la apariencia de pan y no en la presencia natural, precisamente para salvaguardar la verdad y el misterio del sacramento. Su presencia debe ser tal, que sea esencialmente invisible, que transcienda todas las posibilidades de nuestros sentidos exteriores e interiores, y que sea accesible sólo a nuestra fe. “Se está en lo justo al decir que pertenece a la condición misma de la presencia sacramental el transcender toda visión y toda experiencia aun del orden más elevado, porque, en verdad, no existe en el hombre, ni siquiera en el ángel, ninguna especie de poder perceptivo que corresponda a ese estado del ser que es propiamente el estado sacramental”18. Vonier parece coincidir aquí con esos teólogos tomistas que sostienen que ni siquiera un milagro podría: nunca capacitarnos para percibir el verdadero Cuerpo de Cristo en este sacramento con nuestros ojos corporales, por la sencilla razón de que no hay manera de que la sustancia sacramental pueda verse con los ojos. Hemos de ver a Cristo con los ojos de nuestro espíritu iluminados por la fe.

3. El Alma de Cristo en la Eucaristía. Hemos dicho que el Cuerpo de Cristo está presente en virtud de las palabras de la consagración, y, por concomitancia, también su alma y divinidad. Esta distinción, aunque importante, no debe llevarnos a introducir una división en la Persona de Cristo sacramentalmente presente en la Eucaristía. Su alma y divinidad no están simplemente en el interior, de una manera latente, inerte y más o menos abstracta. En este sacramento de su amor. Cristo está presente con todos sus poderes y todas sus capacidades dispuestas para actuar y obrar con todas las acciones y “pasiones” (en sentido metafísico) que pertenece a su vida gloriosa en los cielos. Sólo hay una excepción. Como su cuerpo no está en contacto con la realidad material mediante las dimensiones cuantitativas, en este sacramento Cristo no ejerce sus facultades sensibles, al menos de una forma natural. No nos ve con sus ojos corporales; pero, después de todo, tampoco necesita hacerlo, ya que su divina visión ilumina su mente humana con un conocimiento de nosotros mucho más profundo e íntimo de lo que podemos concebir. 18

Vonier, op. cit., p. 33.

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Cristo en el tabernáculo nos ve y nos conoce mucho más claramente de lo que nosotros nos vemos y conocemos a nosotros mismos. El conocimiento de nosotros que tiene el Cristo sacramental que recibimos en la comunión es un conocimiento que Él ha obtenido ya de las profundidades de nuestro ser. Por eso Cristo, en el Santísimo Sacramento, no nos escruta fríamente como si fuésemos objetos, como seres alejados de Él y conservando todavía ciertos rasgos enigmáticos. Nos conoce en Sí mismo como a sus “otros yos”. Nos conoce subjetivamente, como si fuésemos una prolongación de su propia Persona (y en efecto, lo somos). Este conocimiento por identidad no es sólo el conocimiento de la ciencia, sino el del amor. Le psicología moderna ha acuñado el término “empatía”: el conocimiento de una persona por otra desde “dentro”, por una proyección simpática que vive las experiencias del conocido tal como aparecen al cognoscente. Pero esta empatía humana es todavía una cosa remota e incierta que no puede salvar completamente el abismo entre dos espíritus separados. La “empatía” por la que somos conocidos por Cristo proviene de las profundidades de nuestro propio ser, y es tan profunda, que si queremos encontrar la verdad sobre nosotros mismos, debemos buscarla en Él, en el momento de la sagrada comunión. Pues Cristo es nuestro “yo” más profundo e íntimo, nuestro más alto yo, nuestro nuevo yo como hijos de Dios. Esto es lo que significa para nosotros el decir con San Pablo: “Que para mí la vida es Cristo” (Phil., I, 21). La paz que se extiende en las profundidades de nuestra alma, el silencio espiritual, el descanso, la seguridad, la certidumbre que viene a nosotros en la comunión con la íntima conciencia de su presencia, es una señal de que hemos abierto la puerta que conduce al interior santuario de nuestro propio ser, el lugar secreto en el que estamos unidos con Dios. Es la “cámara” en que entraremos cuando vayamos a rezar a nuestro Padre en secreto (Mt., VI, 6). En realidad sólo Aquel que nos enseñó que ése es el lugar adonde debemos retirarnos a rezar, puede abrírnosla. A los ojos humanos, Cristo en el Santísimo Sacramento parecerá totalmente inerte y pasivo. Sin embargo, es Él el que nos llama a la Comunión en virtud de inspiraciones interiores y secretas, porque sabe que necesitamos este místico alimento. Y cuando recibimos la Sagrada Hostia, no es sólo porque tengamos el deseo de recibirle, sino también, y sobre todo, porque Cristo, en este Sacramento, desea darse a nosotros. Para decirlo con San Ambrosio: “¿Has venido al altar? Es el Señor Jesús el que te llama,-diciendo: “Bésame con el beso de tu boca”... Te ve libre de 57

pecados, porque han sido lavados. Por eso te juzga digno de los sacramentos celestiales y por eso te invita al banquete celestial”. La caridad de Cristo que mueve su voluntad, oculta en la Eucaristía, es el mismo amor infinito por torios los hombres que les arrastra a la unión con el Padre en Él mismo, por la gracia del Espíritu Santo. Y este amor no es meramente una caridad universal que abraza a torios sin excepción, sino que alcanza también a cada uno en el inescrutable secreto de su propia y única individualidad, iradamente como Cristo en la Cruz “me amó y se entregó por mí) (Gal., II, 20), así también aquí me ama y viene a mí en el Santísimo Sacramento. Cuando en la comunión se encuentra unido conmigo, de ninguna manera se sorprende al conocer que yo soy un pecador. Viene a mí porque Él es todavía el amigo, el refugio y el Salvador de los pecadores. Por mi parte, yo deberé hacer todo lo que pueda para responder a su amor, aun cuando yo sea indigno de Él. Y la respuesta mejor es creer en su inexpresable realidad y actuar de acuerdo con mi creencia. La acción del Santísimo Sacramento sobre mi alma en el momento de la comunión es, como veremos, la acción de la energía divina y espiritual que reside en el cuerpo de Cristo. Esta energía espiritual es, primeramente, luz divina, y luego caridad perfecta. Irradia del Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión y penetra todo nuestro ser, transformándonos y divinizándonos con su poder. Pero la acción de esta energía espiritual que irradia del Cuerpo transfigurado y glorioso del Salvador no se ejerce sin el movimiento de la voluntad. La gracia que recibimos en el contacto con Él es una gracia que Él quiere que recibamos, y se derrama con una generosidad proporcionada a su amor personal por nosotros y a su íntimo conocimiento de nuestras personales necesidades. Nunca es tan cierto como aquí que las gracias que recibimos están estrictamente de acuerdo con la medida del don de Cristo. (secundum mensuram donationis Christi, Eph., IV, 7). El amor de Cristo en este sacramento ensancha nuestra capacidad de gracia, y nos mueve a actos de una caridad más ferviente y más espiritual. Gracias a la acción de la voluntad de Cristo recibimos la gracia del Espíritu Santo que, como dice Scheeben, es el fuego espiritual que brota del Cordero inmolado en la Eucaristía. He aquí algunos textos en los que este gran teólogo del siglo XIX nos presenta el verdadero corazón de la doctrina de los Santos Padres: “En su estado glorioso, el cuerpo de Cristo es todavía el trigo vivificado por el Espíritu Santo, mientras que en la Eucaristía es el pan 58

tostado por el fuego del Espíritu Santo, mediante el cual la virtud del Espíritu Santo ha de vivificar a otros”... “La carne de Cristo vivifica, no como una carne muerta y sangrienta, sino como carne viva, empapada del Espíritu de Dios”... “La carne del Señor —dice San Atanasio— es espíritu vivificante ya por el hecho de ser concebido por obra del Espíritu vivificador; porque lo que nace del Espíritu, espíritu es”... “El Cordero inmolado ante los ojos de Dios desde el principio del mundo, debe estar presente ante el acatamiento divino como holocausto eterno, que arde con el fuego del Espíritu Santo”19. La voluntad humana de Cristo, Salvador del mundo, perfectamente unida por siempre con la voluntad de Dios Padre en este sacrificio, realiza espontáneamente cada movimiento por el cual el Espíritu Santo se adentra en nuestros corazones y nos atrae a la unión con el Logos. El Espíritu, a su vez, despierta en nuestros corazones una profunda respuesta mística a la acción del Verbo Encarnado que ha venido a nosotros en la comunión. El Espíritu nos revela la realidad de la presencia de Cristo y la inmensidad de su amor por nosotros. El Espíritu abre el secreto, íntimo oído de nuestro propio espíritu, de suerte que seamos capaces de discernir los acentos puros de la voz de Cristo, el Hombre-Dios, hablando dentro de nuestras almas, que Él ha unido tan íntimamente a su propia alma. Finalmente, gracias a nuestra respuesta a este movimiento del Espíritu de Dios, adentrado en nuestros corazones por la acción del amor personal de Cristo por nosotros, unimos perfectamente nuestra voluntad con la voluntad de Cristo, nuestra mente con su mente, nuestro corazón con su Sagrado Corazón, y nos hacemos “un espíritu con Él”, según dice San Pablo: “El que se allega al Señor se hace un espíritu con Él” (I Cor., VI, 17). Entonces el Padre, al dirigir su mirada sobre nosotros, sólo ve a Cristo, su Hijo muy amado, en el cual se complace. Hemos visto que Cristo se hace presente, por el milagro de la transustanciación, en la Hostia consagrada, por un acto de su propia voluntad. Scheeben nos dice que sólo hay una razón por la que Cristo quiere hacerse presente en la Eucaristía: “Para que en la comunión se una con cada hombre, para que sea un mismo cuerpo con todos, para que el Logos se encarne, por decirlo así, nuevamente en cada hombre, asumiendo la naturaleza humana de cada uno mediante la unidad con la suya” 20. Es, por consiguiente, claro que Cristo, en este sacramento, viene a nosotros 19

Scheeben, Los misterios del Cristianismo. Herder, segunda edición, Barcelona, 1957: págs. 545-549. 20 Scheeben, Op. cit.. pág. 510.

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con un amor ardentísimo y personal por cada uno de nosotros y que nuestra recepción del sacramento no significa nada si no implica un reconocimiento de este amor y un deseo sincero de darnos a Él como Él se da a nosotros, mediante la unión de nuestra voluntad con la suya en un puro acto de caridad. Y no sólo están la inteligencia divinamente iluminada de Cristo y su voluntad vivientes y activas en este sacramento, sino también su memoria. Y aquí también nos encontramos en presencia de una acción que trasciende todo lo que podemos imaginar según nuestra propia experiencia. Recordemos que la misa nos pone en presencia del sacrificio del Calvario. Jesús no necesita el misterio sacramental para hacer presente a Sí mismo el Calvario. La misa no es para Él, como lo es para nosotros, un recuerdo de la Pasión, ya que, en virtud de la unión hipostática, Él ve ahora, como las vio entonces, todas las cosas y todas las edades en cuanto que presentes en la eternidad de Dios. En consecuencia, aunque Él reine ahora glorioso e impasible en el cielo, ello no obstante, la Pasión está presente ante ÉL Pero también, y esto es más digno que lo recordemos, la misa nos trae a Cristo en su Pasión. Es decir, que los que asistimos a la misa y los que le recibimos en la comunión estamos asistiendo a su Pasión. Las profundidades de nuestras almas, con todos sus pecados, flaquezas, sufrimientos, limitaciones y desgracias están plenamente abiertas a la mirada del Espíritu del Salvador en Gethsemaní y en la Cruz. Lo que ahora somos, nuestras disposiciones, nuestras fragilidades, nuestros deseos buenos y malos, estuvieron entonces vividamente presentes ante su espíritu. Sobre la base de esta aturdidora verdad, pudo el Papa Pío XI decir que nuestros esfuerzos actuales para amar a Cristo, y especialmente nuestro deseo de consolar al Redentor por medio de comuniones de reparación, puede creerse que le consolaron de hecho en su Pasión hace dos mil años. “Pues si por causa de nuestros pecados, futuros, pero previstos, el alma de Cristo —en la agonía— se puso triste hasta la muerte, no hay duda de que también entonces recibió no poco consuelo de nuestros actos de reparación, previstos también cuando el ángel de los cielos se apareció ante Él para consolar su Corazón oprimido de angustia y de dolor.” (Miserentissimus Redemptor, mayo 8, 1928.) Esto nos lleva a una distinción necesaria si hemos de entender correctamente la Santa Eucaristía. La ausencia de esta distinción envuelve a teólogos, predicadores y hombres de oración en no pocas confusiones y dificultades. Y lo que es peor, a veces les lleva a fútiles discusiones y falta de inteligencia entre ellos. Ocurre que algunos de ellos parecen creer que 60

el Cristo de la Eucaristía es sólo el Cristo glorioso que reina en los cielos, mientras otros hablan como si sólo fuese el Cristo del Calvario. En realidad, Él es ambas cosas al mismo tiempo. La sustancia del Cuerpo de Cristo hecha presente por las palabras de la consagración es la sustancia viviente y actual del Cuerpo con el que Cristo está naturalmente presente en los cielos. Es, pues, la sustancia de un cuerpo glorioso. No es un Cuerpo muerto, crucificado, ni siquiera un Cuerpo paciente dotado de vida mortal. El Cristo de la Eucaristía es inmortal. Es el Cuerpo del Rey de la Gloria. Sin embargo, recordemos que en la misa hay una consagración doble. Las especies de pan y vino son consagradas separadamente, de suerte que el Cuerpo de Cristo está presente en el altar místicamente separado de su sangre. Por virtud de esta separación, Cristo es inmolado y ofrecido al Padre en estado de víctima. Y por eso el Cuerpo glorioso de Cristo, sin sufrimientos, sin cambio físico ninguno en su propio ser, está místicamente situado en la misma condición en la que expió los pecados del mundo en la Cruz. Así, pues, en la misa, es Cristo crucificado el que está presen te sobre el altar. Es el Cristo que sufrió por nosotros, Christum passum, el que ofrecemos al Padre, no el Cristo glorioso, a pesar de que sea el Cuerpo glorioso de Cristo el que está colocado aquí en estado de inmolación. ¿Cuál es la diferencia? Cristo Rey y Sumo Sacerdote, reina en la gloria, actuando a través de la persona de su ministro consagrado, hace presente su Carne y Sangre gloriosas bajo los velos sacramentales. El Cuerpo que está presente es el verdadero, viviente Cuerpo de Cristo en la gloria. Esta es la presencia real efectuada por la transustanciación. Pero además de esta presencia real sacramental efectuada por las palabras de la consagración, hay también la presencia de Cristo crucificado, efectuada por la separación simbólica del Cuerpo y la Sangre del Señor. Presente en su Cuerpo glorioso por la transustanciación, está presente en cuanto “crucificado” en un rito representativo. Y esta segunda presencia, la que más propiamente podemos llamar presencia “en el misterio”, empleando la palabra misterio no sólo en el sentido de algo incomprensible, sino en el antiguo sentido de una acción divina que manifiesta la intervención del Dios eterno en el mundo espacial y temporal para unir a los hombres consigo mismo. Discuten los teólogos sobre si esta presencia de Cristo en el misterio es la presencia del Cristo que ha sufrido (Christum Passum) o, más estrictamente aún, de la Pasión de Cristo (Passio Christi). Y entre los que sostienen que está presente la Pasión misma, unos declaran que está 61

presente como una “eficacia real más que como una realidad eficaz”, mientras que Dom Odo Casel declara que, en la misa, la Pasión de Cristo se hace presente en un sentido real, supratemporal y objetivo, y que el misterio ritual hace presente la obra de nuestra Redención, no sólo en sus efectos, sino en su sustancia21. El sacrificio de la Eucaristía no es otro acto de Cristo repitiendo su inmolación en la Cruz, ni siquiera una repetición del mismo acto; es el mismo acto, anticipado en la Ultima Cena y perpetuado sobre nuestros altares y hasta —añadiría Casel— en la administración de los demás sacramentos. Sea cual fuere la conclusión eventual de la Iglesia en esta disputa de teólogos, deben todos estar de acuerdo con el Papa Pío XII, quien, en Mediator Dei, dice que, en la misa, “el sacrificio del Redentor se manifiesta admirablemente por medio de signos externos que son símbolos de su muerte”, que “la Santísima Eucaristía es la culminación y el centro de la religión cristiana” y que deben todos percatarse de que su principal deber y su dignidad consiste en ser capaces de participar, a través del misterio de la Eucaristía, en el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz. Aunque, en tiempos recientes, la Santa Sede ha decretado que el pan destinado a la misa debe estar sellado con una imagen del Crucificado, es evidente que tal representación no es necesaria para la devoción de un sacerdote que tenga un sentido elemental del significado de los ritos sagrados. No hay en toda la liturgia acto de simbolismo más claro, más sencillo ni más elocuente o literal, que la separación sacramental del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el altar durante la celebración de la misa. La severidad de la liturgia queda aquí transfigurada por su propia sencillez, de suerte que vemos ante nosotros, sobre el altar, la sublime sencillez de Cristo mismo. La elocuencia de este rito tremendo, aunque silencioso, es la perfecta elocuencia con la que Dios mismo, con la más sencilla de las palabras humanas y con la más común y ordinaria de las cosas humanas, instituyó el sacramento que nos abre las puertas del cielo. O salutaris hostia, quae coeli pandis ostium! Por eso, aunque el Cristo de la Eucaristía sea con plena verdad el Cristo total, el Cristo viviente y glorioso con todo lo que tiene y todo lo que es, cuerpo y alma, hombre y Dios, sin embargo, en el sentido más especial de la Eucaristía, tenemos aquí ante nosotros a Cristo crucificado, a Cristo Redentor. Su verdadera presencia nos habla con las palabras de San 21

Cf. Dom Eloi Dekkers, La Maison Dieu, 14.

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Pablo, amonestándonos: “Sed, en fin, imitadores de Dios, como hijos amados suyos, y vivid en caridad, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor suave” (Eph., V, I). Es claro que si el Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos muestran aquí en estado de inmolación, también su alma estará presente de una manera particularísima, con aquellas disposiciones con las que fue inmolado por nosotros. En la misa, estamos frente al Cristo que asiendo Dios por la forma, no reputó codiciable tesoro mostrarse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Phil., II, 5-8). Si queremos unirnos en su sacrificio de la manera más perfecta, debemos esforzarnos lo más posible para unirnos con esas disposiciones de su alma. Es este uno de los temas principales de Mediator Dei. Citando a San Agustín, dice Pío XII que, en el sacramento del altar, (da Iglesia se ofrece a sí misma en todo lo que ofrece” 22. Pero, a fin de que los sacramentos de la misa alcancen su plena eficacia en el corazón de los fieles, cada uno debe hacer esfuerzos personales e interiores para disponer su propio corazón y llevarlo a la unión con el Corazón de Cristo. “A fin de que la oblación por la que el fiel ofrece la divina víctima en este sacrificio... pueda alcanzar su plena eficacia, es necesario que el fiel añada... el ofrecimiento de sí mismo como víctima.” (Mediator Dei.) ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir, ante todo, que “la fe de cada cual debe estar más pronta a manifestarse en obras de caridad”, que la piedad de cada uno debe hacerse más ferviente y más real y, finalmente, que cada uno debe, no sólo compartir el deseo abrasador de Cristo por la gloria de su Padre, sino también asemejarse lo más posible a Él en la paciencia, mansedumbre, obediencia, humildad y amor con los que soportó los más terribles sufrimientos. Estos esfuerzos de todo cristiano para reproducir las virtudes y disposiciones de Cristo no terminan en la perfección moral del individuo solitario. Debemos recordar siempre que no somos santificados en cuanto unidades aisladas, sino como miembros de un organismo viviente: la Iglesia; somos santificados como “miembros unos de otros”. El progreso de cada persona individual en la semejanza con Cristo contribuye a la semejanza con Cristo de la Iglesia toda y perfecciona su unión con su Esposo divino. Se trata, pues, no sólo de una cuestión de individuos que 22

La Ciudad de Dios, X, 6.

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imitan al divino Redentor y de esta forma perfeccionan su vida, sino, ante todo, de Cristo viviendo cada vez más perfectamente en su Iglesia, en virtud del hecho de que su Espíritu Santo toma una posesión más plena y profunda de todos sus miembros individuales, uniéndolos más perfectamente a ellos entre sí y a todos consigo mismo. Por consiguiente, todas las virtudes de Cristo crucificado deberán ser reproducidas en el fiel con una orientación particular: deben dirigirse a la unión del fiel con Cristo. La paciencia del Redentor debe reproducirse en nuestra vida, no sólo por el hecho de que nos soportemos mutuamente, sino porque mutuamente nos perdonemos, a fin de estar más estrechamente unidos con Cristo. Su caridad debe arder en nuestros corazones, no simplemente para que así seamos más perfectos, sino también para que podamos compartir más perfectamente con nuestros hermanos, y aun con nuestros enemigos, la paz y el gozo de Cristo resucitado. Nuestra humildad debe dirigirse no sólo a adornar nuestra propia alma con la belleza espiritual que esta virtud produce en nosotros, sino, ante todo, a conservarnos firmemente unidos con nuestros hermanos y nuestros superiores en el vínculo de la paz. Y lo mismo dígase de nuestra obediencia, nuestra longanimidad, nuestra mansedumbre, nuestra generosidad, nuestra misericordia, y todas las demás. Todo está ordenado a la edificación del Cuerpo de Cristo. Las disposiciones del alma de Cristo presente sobre los altares en el Santísimo Sacramento se desprenden fácilmente de los pasajes en los que la Epístola de los Hebreos describe a Cristo Sumo Sacerdote y Víctima de un verdadero sacrificio. Es fiel, ante todo, a Dios (Hebr., III, 2). Pero es fiel asimismo a los que Él escogió, a “su propia casa”, y “nosotros somos su casa si retenemos firmemente hasta el final la confianza”. (III, 6). Él ha “entrado en su descanso” (IV, 10), pero nos ve a todos, pues “no hay cosa creada que no sea manifiesta a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta” (IV, 13). No nos mira con los ojos fríos y críticos de un juez severo, pues “no es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado” (IV, 13). Es humilde en su sacerdocio (V, 3) que es perfecto y eterno y “puede salvar a los que por él se acercan a Dios” (VII, 25). Por encima de todo, “vive siempre para interceder por nosotros” (ídem). Naturalmente, Él es “santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores v más alto que los cielos” (VII, 26). Esto es necesario, pues si Él morara en la tierra, no podría ser sacerdote” (VIII, 4). Al ofrecer por nosotros su sangre, Cristo conserva para siempre en los cielos las 64

disposiciones que el salmista predijo de Él y que hicieron anticuados los inútiles sacrificios de la Antigua Ley; son las disposiciones con las que asimismo se ofreció en el Calvario: “No deseas tú el sacrificio y la ofrenda, pero me has dado oído abierto. No buscas el holocausto y el sacrificio expiatorio. Y me dije: Heme aquí. En el rollo de la ley se escribió para mí que haga yo tu voluntad, j oh Yavé!” (Ps., XXXIX, 7 y ss.). Esta obediencia perfecta a la voluntad de Dios es el corazón mismo del sacrificio de Cristo por nosotros. “En virtud de esta voluntad somos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez” (x, 10). Por eso ya no hay necesidad de sacrificios sangrientos sobre la tierra, ni de cualquier otro sacrificio más que el que Cristo ofreció una vez por todos, “pues donde hay remisión ya no hay oblación por el pecado” (x, 8). Por último, estos versículos, hermosos entre todos: “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor. Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia, y por ser consumado, vino a ser para todos los que le obedecen la causa de su salud eterna.” (Hebr., V, 79.) Aquí, en pocas palabras, tenemos el retrato del Redentor que a Sí mismo se hace presente en su único y perfecto sacrificio sobre el altar de la misa. Tenemos también el modelo al cual debemos conformarnos, de la misma manera que nos unimos a Él. Pues, conforme nos acercamos al altar, los mismos actos que realizamos nos recuerdan que debemos obedecer a Cristo como Él obedeció al Padre, pues, como el Padre le envió al mundo, así Jesús nos ha enviado a nosotros (Io., XVII, 18). Otra razón más en pro del significado especial de la Eucaristía como memorial de la Pasión de Cristo. Pero es que hay más todavía. Pues la Santa Eucaristía tiene también, en común con los demás sacramentos, una triple significación que no sólo afecta al presente y alcanza hasta el pasado, sino que avanza hasta el futuro. Para decirlo con palabras de Santo Tomás: “Propiamente hablando, el sacramento es un signo de nuestra santificación en el que conviene distinguir tres aspectos: lo primero, la Pasión de Cristo, causa de nuestra santificación; la forma de nuestra santificación, que consiste en la gracia y las virtudes; y, finalmente, el fin de nuestra santificación, que es la vida eterna.”23 23u

Summa Theologica, III Q. 60, a. 3.

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De aquí que, en el Sacramento de la Eucaristía, tengamos el Cuerpo de Cristo presente, ante todo, como causa de nuestra santificación, ya que se encuentra en un estado de inmolación mística que trae a presencia el sacrificio redentor del Calvario. Después, tenemos el Cuerpo de Cristo en cuanto “forma” de la gracia presente, que es el efecto de la Pasión. Más tarde hablaremos de esto. Finalmente, tenemos el Cuerpo de Cristo presente en cuanto que fuente de nuestra bienaventuranza en los cielos. Pues el mismo Cuerpo oculto en el sacramento es la fuente de luz y gloria que, por un acto de su voluntad y de su amor para con nosotros, nos comunicará la visión de Dios. Así, pues, encontraremos que en este inefable ministerio del amor de Dios podemos tener, literalmente, un anticipo de nuestra felicidad en el cielo, ya que recibimos en comunión al que es la fuente misma y la sustancia de nuestra felicidad en Dios. Cuando, después de la misa, nos arrodillamos para la acción de gracias, ¿cómo dejaremos de oír en nuestros corazones algún débil sonido de la voz que un día nos dirá, si somos fieles a Él, “venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”? (Mt., XV, 34). La posesión del cielo es la posesión de la gloria de Cristo. En la comunión —y éste es, en verdad, uno de los efectos más notables, al tiempo que menos apreciados, de la comunión— Cristo se nos da a Sí mismo en su Cuerpo y Alma gloriosos y en su divinidad para ser nuestra bienaventuranza. Todavía no le poseemos en visión clara, sino sólo por la virtud de la esperanza. De aquí la importancia de acercarse a la comunión con el corazón purificado, no sólo de pecados y afectos mundanos, sino también de ideas de felicidad demasiado bajas y materiales y que por ello obstaculizan la perfección de nuestra unión con Él. Es asimismo muy importante que, para purificar nuestros corazones y entrar más perfectamente en el gozo de la comunión con el Cristo Resucitado, nos esforcemos por liberarnos de las estrechas limitaciones de una piedad individualista que considera la comunión como si fuese refugio de las aflicciones y pesares del vivir común y que termina desgajándonos, espiritualmente, del Cuerpo Místico. Existe un infantilismo inconsciente y no confesado que mueve a ciertas almas piadosas a ver en la comunión sólo la fuente de consuelos personales; estas almas suelen considerar su encuentro con el Cristo eucarístico como una ocasión para sumergirse en la oscuridad y dulzura de su propia subjetividad, descansando en el olvido de todo lo demás. 66

Es perfectamente cierto que la comunión nos levanta sobre los cuidados y confusiones de la vida diaria, y es cierto igualmente que el Cristo eucarístico, cuando viene a nosotros, nos trae una paz y una silenciosa iluminación del espíritu que elevan la mente más allá del nivel de conceptos e imágenes y lo deja descansar, como si dijéramos, en la luminosa tiniebla de la ignorancia espiritual. Pero este “sueño” místico de una mente de verdad iluminada, es, en realidad, la vigilia de un alma madura y perfecta que ha encontrado a Cristo, encontrando, al propio tiempo, la multiplicidad reducida, en Él, a la unidad. Es, de hecho, la aprehensión de la sublime realidad objetiva que nos hace uno, con Cristo. Pero convertir la comunión en un refugio contra la realidad, contra la responsabilidad social, contra el dolor de ser una persona adulta, es, de hecho, apartarse de Cristo hacia la oscuridad y la inercia de nuestra propia subjetividad. La comunión no es una evasión de la vida, ni una huida de la realidad, sino la aceptación plena de las responsabilidades de nuestra condición de miembros de Cristo y la entrega total de nosotros mismos a las vidas y fines del Cuerpo Místico. El supremo consuelo de la Comunión eucarística es la esperanza que posee en el misterio la gloria total de Cristo que un día será revelada en su Iglesia. Como la Eucaristía significa, no sólo el Cuerpo de Cristo, sino también su Cuerpo Místico, se sigue de aquí que hay igualmente tres presencias del Cuerpo Místico en la misa; lo primero, que participa en su Pasión; lo segundo, que participa en la gracia que Él derrama sobre él a fin de santificarle, y, finalmente, que todo el Cuerpo Místico está presente en la misa en una gloria anticipada, en virtud de la esperanza que anima a la Iglesia toda y la mueve a exclamar, como al fin del Apocalipsis, “Ven, Señor Jesús”. “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido; y el mar no existía ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo. Y oí una voz grande, que del trono venía: He aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres, y erigirá su tabernáculo entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado...” (Apoc., XXI, 1-4.)

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IV. — Y SOY EL CAMINO

1. Nuestro camino hacia Dios. Toda acción sacramental realizada por el Verbo Encarnado en y con su Iglesia, es una intervención directa y sobrenatural de Dios en los asuntos de los hombres y en el tiempo. La palabra “intervención” no es suficientemente enérgica para expresar cómo los movimientos y orientaciones de la voluntad humana son literalmente levantados sobre su propia esfera mediante una acción que pertenece a un tipo totalmente distinto, con una dirección completamente diferente. El Logos no inserta meramente su acción en el movimiento del tiempo, orientándolo en un nuevo sentido. Hace mucho más que aplicar una influencia externa al algo que está ya en vías de alcanzar su fin. Ni se limita simplemente a cortar la corriente de la historia con una desviación que tiene implicaciones inesperadas. La Escritura, que nos revela el modo característico de la acción sobrenatural de Dios en el mundo para la salvación de los hombres, lo expresa siempre en lenguaje figurativo, ya que, rigurosamente hablando, tales divinas intervenciones son misterios que sobrepasan todo concepto humano. Sin embargo, aunque estos misterios trasciendan nuestras ideas y nuestra capacidad de raciocinio sobre ellos, están, con todo, muy próximos a nosotros, muy accesibles, concretos y tangibles en toda su realidad espiritual. En efecto, ellos entran en la sustancia misma de nuestra vida ordinaria. Aun cuando la más sublime teología sea incapaz de explicar plenamente el misterio por el cual Dios se da a los hombres a Sí mismo en la Eucaristía, la realidad de nuestra unión con Él es algo que puede ser experimentado y, hasta cierto punto, apreciado en su pureza espiritual, por la mente del niño más ingenuo. Como lo explica Santo Tomás, aplicando al oficio del Corpus Christi un texto del Antiguo Testamento: “¿Que pueblo hay que tenga sus dioses tan cerca de sí como lo está nuestro Dios de nosotros?” 68

La puerta de esta experiencia de las realidades espirituales es la fe; una fe que empieza con conceptos, pero que luego los trasciende y llega hasta la luminosa tiniebla que no sólo está “más allá” de los conceptos, sino también, por así decirlo, más acá del conocimiento conceptual; es la inefable oscuridad de la realidad que es demasiado familiar, demasiado íntima para ser analizada. Experimentamos las cosas de Dios en forma muy semejante a como experimentamos nuestra propia realidad íntima; le descubrimos en forma muy semejante a como descubrimos las inesperadas profundidades de nuestro propio yo. Los sacramentos, al surgir a la luz del ser, al moverse y actuar entre nosotros con un movimiento y una acción que están a medio camino entre lo creado y lo divino, tocan levemente nuestros varios sentidos con sus sencillas significaciones y, de ese modo, encienden en lo profundo de nuestras almas el fuego secreto de Dios. Entonces desaparecen Los signos sacramentales, y nos dejan en posesión de realidades que no pueden explicarse completamente en el lenguaje humano. Más aun, nos dejan profundamente modificados gracias al contacto con esas realidades. Como la columna de fuego que, en la oscuridad de la noche, guiaba a los israelitas en su salida de Egipto, como la columna de humo que les señalaba el camino durante el día, las gracias sacramentales nos sacan de este mundo hacia el desierto que tenemos que atravesar antes de alcanzar la Tierra Prometida. Por medio de sus sacramentos, Dios nos conduce a través del mar Rojo que divide el mundo de la carne del mundo del espíritu. Por los sacramentos, nos guía a través del yermo espiritual en el que debemos purificarnos y transformarnos en su pueblo escogido. En sus sacramentos nos da, ya desde hoy, un anticipo de la paz que será nuestra cuando lleguemos al país que mana leche y miel, el país de delicia y de contemplación espirituales en el que, libres de los frágiles y pobres elementos de esta vida, viviremos enteramente con el espíritu y seremos una sola cosa con Dios en Cristo. Sin embargo, no debemos olvidar nunca la paradoja de que, permaneciendo en el mundo, estamos fuera del mundo. Nuestro viaje por el desierto no es un viaje por el espacio, sino por el espíritu. Jesús no pide al Padre que nos separe físicamente del mundo (Io., XVII, 15), sino que, permaneciendo en el mundo, podamos guardarnos del mal. Permaneciendo en el mundo, no pertenecemos, sin embargo, “al mundo”, porque somos una cosa con Cristo, que no es del mundo (Io., XVII, 14), y hemos recibido su Espíritu, que “el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce” (Io., XIV, 17). Esta vida en espíritu y en verdad, esta vida en Dios que vivimos mientras estamos en el mundo, no disminuye nuestra 69

apreciación de la realidad creada que Dios ha puesto en torno nuestro. Antes da hace más real para nosotros, ya que ahora vemos todas las cosas ordinarias con una luz nueva. Las vemos y las amamos y las conocemos en Cristo. Las vemos en Dios y las amamos por Él, y sabemos que “toda criatura de Dios es buena y nada hay reprobable, pues está santificado” en Cristo (I Tim., IV, 4) y en Él y por Él posee su verdadera existencia. Pues “todo subsiste en Él” (Col., I, 17). Nuestra huida de Faraón y de Egipto no es, pues, una huida del universo material considerado como malo, sino una huida de la ceguera, la ilusión y el mal que habitaban en nuestro propio corazón y nos impedían ver y apreciar lo bueno que hay en el mundo y hasta el verdadero bien que hay en nosotros mismos. Cristo nos libera de nosotros mismos para que podamos encontrarle en nosotros mismos. Nuestro viaje hacia Él es un viaje hacia las profundidades de nuestra propia realidad y la realidad que está en torno nuestro. Como diría San Bernardo: Usque ad temetipsum occurre Dea tuo24. Traducido libremente, esto quiere decir que, para encontrar a Dios, debemos antes encontrarnos de verdad a nosotros mismos. Toda la economía sacramental por la que Dios interviene en el mundo a fin de “separar” o “santificar” a su pueblo escogido para Sí mismo, se expresa en este misterioso pasaje del libro de la Sabiduría, en el que la Iglesia ve una figura de la Encarnación: “Un profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de la medianoche, tu palabra omnipotente, de los cielos, de tu trono real, cual invencible guerrero se lanzó en medio de la tierra... y caminando por la tierra, tocaba el cielo.” (Sap., XVIII, 14-16.) Esta visión del ángel exterminador se aplica justamente a la Encarnación en la liturgia, ya que él vino no sólo a destruir a los enemigos del pueblo de Dios, sino a liberar a aquellos cuyos dinteles estuviesen marcados con la sangre del Cordero pascual. Por ello, este cuadro tremendo dice una relación muy íntima a nuestra comunión eucarística con Dios. Nos recuerda que nuestras comuniones son la intervención de Dios en nuestra alma, adonde entra para dar a nuestra vida una dimensión totalmente nueva, incorporándonos a Sí mismo y haciendo de nosotros su pueblo. Cuando Elías huía de Jezabel, se echó bajo un árbol en la soledad y deseó la muerte. 24

San Bernardo, Sermón I para Adviento , núm 10.

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“Y echándose bajo la planta de retama, se quedó dormido. Y he aquí que un ángel le tocó dictándole: “Levántate y come”. Miró él, y vio a su cabecera una torta cocida y una vasija de agua. Comió y bebió, y luego volvió a acostarse; pero el ángel de Yavé vino por segunda vez, y le tocó diciendo: “Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino**. Levantóse, pues, comió v bebió, y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches, hasta el monte de Dios, Horeb.” (I Reg., XIX, 5-8.) De esta forma, Dios intervino en la vida de Elías en un momento de crisis en medio de su carrera, le envió un alimento y una bebida milagrosos y luego le envió a un viaje de cuarenta días a través del desierto hasta el monte en que el profeta oyó la voz divina y recibió su misión definitiva. Así también, en la Santa Eucaristía, el Logos interviene en nuestra vida, dándola un nuevo significado, una dirección que nosotros no hubiésemos podido nunca escoger o imaginar, y conduciéndonos hasta el cumplimiento de nuestra vocación. Así, toda comunión es el alimento y bebida que nos sostiene en nuestro viaje hacia Dios. Pero, en tanto que el alimento y bebida ordinarios sólo sostienen nuestra vida corporal, este alimento es también nuestro guía de viaje. Pues Jesús, que se da a Sí mismo en la Eucaristía, es “el camino, la verdad y la vida” (Io., XIV, 6). Como dice San Bernardo: “Él es el camino que lleva a la verdad; Él es la verdad que promete la vida, y Él es la vida que Él mismo da”25. Y San Agustín dice: “Si buscas la verdad, toma el camino recto; pues el camino es el mismo que la verdad... vienes por Cristo a Cristo... a través de Cristo como hombre, a Cristo como Dios”26. Loa israelitas tenían que comer el cordero pascual de pie, vestidos como para un viaje. “Lo habéis de comer así: Ceñidos los lomos, calzados los pies, el báculo en la mano, y comiendo de prisa, pues es el paso de Yavé” (Ex., XII, 11). La Pascua, figura del verdadero sacrificio que la iglesia ofrece en la misa, y figura de la comunión en la cual somos alimentados por el Cordero místico, el pueblo escogido debía guardarla “como rito perpetuo” en memoria de la intervención de Dios que los libró de Egipto. Debía ser para ellos un recordatorio perpetuo de quien es Dios. La misa perpetúa para nosotros la gran “intervención” de Dios en nuestro mundo por medio de su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección, y nos pone siempre ante la 25 26

De gradibus humilitatis, i, I. Tractatus XIII in Joannem, n. 4.

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mente el hecho de que El es un Dios de poder y misericordia, que nos libró de la carne y nos dio la libertad de hijos suyos. Hizo de nosotros un pueblo con el mandato de que nos pusiéramos en camino hasta encontrarle en la Tierra Prometida de los Cielos.

2. El pan de Dios. El maná que alimento al pueblo escogido en el desierto era una figura de la Eucaristía, el alimento espiritual que nos sustenta e ilumina en el desierto de este mundo. En un discurso sobre el Pan de vida en la sinagoga de Cafarnaum (Io., VI), proclamó Jesús que Él era el verdadero maná, “el alimento que dura hasta la vida eterna”, el “pan de Dios que bajó del cielo y da la vida al mundo” (Io., VI, 27, 33). La extraordinaria fuerza de este capítulo, uno de los más grandes del Evangelio, no puede ser valorada a menos de ver en Él los diferentes niveles de significación mediante los cuales hace ver Jesús que el pan de vida es, ante todo, su propia Persona, y luego su comunicación a nosotros en dos formas: en la Escritura, “palabra de Dios”, y en la Eucaristía. Todo lo que el hombre debe hacer en esta vida es buscar a Dios. No hemos de afanarnos por el alimento perecedero, sino por el pan de vida eterna, por el Logos. “La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado” (v. 29). Los judíos le desafían a que pruebe que Él es el Mesías haciendo un milagro. Moisés rogó a Dios, y el maná descendió para alimentar al pueblo de Israel en el desierto, ¿Qué señal va a hacer Jesús para probar sus afirmaciones? Jesús responde que lo que ellos necesitan no son signos externos, sino la fe en lo profundo de sus corazones. Ellos han visto ya el milagro con el que Él alimentó a cinco mil hombres con cinco panes de cebada y algunos pececillos, pero esto no sirvió para abrir sus ojos: “Yo soy el pan de vida”, dice Jesús; “el que viene a mí no tendrá ya más hambre, y el que cree en mí jamás tendrá sed. Pero yo os digo que vosotros me habéis visto y no me creéis” (v. 35-36). Todos los sacramentos, y especialmente el de la Eucaristía, son protestas de fe en el Hijo de Dios. Si no son una expresión de nuestra fe, entonces estamos manchando su verdad con una mentira. El discurso en el que, lisa y llanamente, les dijo Jesús a los judíos que no podían salvarse si no comían su carne y bebían su sangre, llevaba la intención deliberada de sorprenderlos, de chocarlos en el más alto grado y —efectivamente— 72

escandalizarlos. Era necesario que los judíos se percatasen de que no poseían, como ellos se imaginaban, la verdadera luz; al contrario, la Ley, la Escritura, las tradiciones de sus mayores que ellos creían la fuente de la Luz de la Vida, estaban, de hecho, cegando los ojos de su espíritu y ahogando la verdadera vida en sus corazones, porque estos corazones se negaban a abrirse al Espíritu de Dios. “Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna, pues ellas dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para tener la vida” (Io., V, 39-40). “¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia r y no entráis vosotros ni dejáis entrar!” (Lc., XI, 52). Las intervenciones de Dios en la vida de los hombres no tienen nada que ver con el formalismo y la rutina pietística. Dios viene a nosotros siempre a “hacer nuevas todas las cosas” (Apoc., XXI, 5), y siempre que Él viene a nosotros, es necesario, en cierto sentido, que lo dejemos todo y le sigamos. Por eso, no acentuaremos nunca bastante este carácter dinámico de la Eucaristía en la que Cristo viene a nosotros como una fuerza que desarraiga nuestra mente y nuestra voluntad de este mundo, transportándonos con Él “de este mundo al Padre” (Io., XIII, 1). Al recibir la comunión, no basta simplemente realizar una acción distraída y externa. Debe existir un movimiento interior de nuestra voluntad que, al menos con el deseo, nos arranque de nosotros mismos. El hecho de que Cristo “viene a nosotros” en la comunión nos resulta familiar, pero olvidamos un aspecto mucho más importante del gran misterio: para que Él venga a nosotros, debemos nosotros “ir a Él”, hemos de consentir en “ser arrebatados hacia Él” por el Padre. Es decir, debemos tener conciencia en nuestras comuniones de que estamos rindiéndonos a la acción divina que nos arrastra hacia el misterio de Cristo. Hemos de percatarnos de que, al buscar a Jesús, estamos obedeciendo la voluntad del Padre y las secretas inspiraciones del Espíritu Santo que, en cuanto miembros del Cuerpo de Cristo, nos urgen hacia la vida eterna. “Porque esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él, tenga la vida eterna” (Io., VI, 40). Los que intentamos mirar el rostro de Cristo nos damos cuenta, por este simple hecho, de que pertenecemos al número de los que el Padre ha “dado” al Hijo. “Y ésta es la voluntad del que me envió, que yo no pierda nada de lo que me ha dado, sino que lo resucite en el último día” (id. 39). “Todo lo que el Padre me da viene a mí, y al que viene a mí yo no le echaré fuera” (id. 37). 73

Al someternos a la voluntad del Padre, estamos, de hecho, obedeciendo al mismo poder que Jesús obedece cuando viene a nosotros. Nuestra comunión es así una unión con la voluntad del Padre Eterno, y una participación en el mismo misterio de Dios, en compañía de Cristo, el Verbo Encarnado. En cuanto Verbo, su voluntad es, por naturaleza, una con la del Padre. Mediante la comunión con Él, nos hacemos una voluntad y un espíritu con el Padre por la caridad. La caridad nos identifica con el Hijo que prometió que no nos echaría fuera, porque, según sus palabras, “yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y ésta es la voluntad del que me envió, que yo no pierda nada de lo que me ha dado” (id., 38-39). Continúa Jesús: “Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no le trae... Todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza viene a mí” (id., 44, 43). Aquí, Jesús cita a Isaías, el cual profetizó que, en los tiempos mesiánicos, “serán adoctrinados por Ya ve” (Is., LIV, 13). Todo a lo largo de la oración sacerdotal de Jesús en el capítulo diecisiete de San Juan, Nuestro Señor habla al Padre de aquellos “que el Padre le ha dado”. “Padre, llegó la hora; glorifica a tu hijo, para que el Hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que Tú le diste, les dé Él la vida eterna... He manifestado tu nombre a los hombres que me has dado en este mundo. Tuyos eran y Tú me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de Ti... Yo ruego por los que Tú me diste; porque son tuyos, y todo lo mío es Tuyo, y lo Tuyo mío, y yo he sido glorificado en ellos... Padre, los que Tú me has dado, quiero yo que donde yo esté, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que Tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo.” (Io., XVII, 2, 6-8, 9, 10, 24.) No nos damos bastante cuenta de este aspecto de nuestras comuniones. Pensamos quizá en ellas tan sólo como actos virtuales de devoción con los que intentamos agradar a Dios, ofrecerle homenaje y ganar mérito para nuestras almas. Todo esto es verdad, sin duda, pero miremos más profundamente, y entonces descubriremos que nos hallamos cara a cara con el misterio del amor de Dios por nuestras almas estamos llamados a ser, por nuestra propia, inefable y personal vocación, “otros Cristos” —, nos enfrentaremos con el hecho de que esta Comunión es el signo de que pertenecemos a Dios, de que somos su posesión, sus 74

elegidos, y por esto viene a nosotros y se nos da a Sí mismo como posesión nuestra. Pensamos igualmente muy poco en el hecho de que en la comunión estamos uniendo nos libremente con los supremos designios de la voluntad de Dios sobre nosotros, entregándonos en el sentido más alto y perfecto a su omnisciente Providencia, y cumpliendo los designios de su amor con más plenitud de lo que sería posible por cualquier otro camino. No sólo estarnos realizando un acto de adoración soberanamente puro del Ser divino, sino mucho más: estamos colaborando en el plan de Dios de “restaurar todas las cosas en Cristo”. Es el abandonarnos a la voluntad salvífica, cuando los ojos de nuestra alma se abren al fin para entender el pleno sentido del amor de Dios por nosotros en el misterio de Cristo. Para agradar a Dios perfectamente, es preciso que recibamos esta iluminación. El bautismo es el sacramento vivificante que nos hace partes de su Cuerpo místico y es, al propio tiempo, el sacramento de la iluminación. La Eucaristía lleva hasta su perfección la obra iluminadora y vivificadora en Cristo que empezaron los otros sacramentos. Es voluntad de Dios que seamos iluminados por Cristo, puesto que, de hecho, son inseparables en sus designios el don de la luz sobrenatural y la comunicación de la vida sobrenatural. “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Io., XVII, 3). “El nos llamó de las tinieblas a la luz admirable” (I Pet., II, 9) y, “Dios que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo” (II Cor., IV, 6). Todo el Evangelio de San Juan es un recuerdo de la luz de Dios luchando con las tinieblas del mundo, la victoria del Verbo sobre la muerte, de forma que los hombres puedan llegar hasta Él y tener luz y vida. En Él, la luz y vida trascendentes que son su misma naturaleza vivifican e iluminan a los hombres. “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron... La luz verdadera era ya, e ilumina a todo hombre viniendo a este mundo... Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron (Io., I, 4, 5, 9, 11). Todo a lo largo del cuarto Evangelio, Cristo repite la queja de que los hombres amaron las tinieblas en lugar de la luz (Io., III, 10), y ya hemos visto que los que más amaban las tinieblas eran los que escudriñaban las Escrituras y se creían en plena posesión de la verdad (Io., V, 3940). 75

Conocer a Cristo, el Verbo, es “recibirle”, y recibirle es convertirse en hijo de Dios. Esta regeneración es la obra de la fe y del bautismo. Nos convertimos en hijos de Dios naciendo “no de la sangre ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios” (Io., I, 13) y “quien no naciese del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos” (Io., III, 5). Jesús hubo de reprochar a Nicodemo, un “maestro de Israel” que, aunque había estudiado la Ley y los Profetas, ignoraba esta verdad espiritual importante sobre todas (Io., III, 10). Ahora bien, esta vida sobrenatural sólo a través de Cristo se nos comunica. El es la luz del mundo, y todo el que le sigue no camina en las tinieblas, sino que tiene la luz de la vida (Io., VIII, 12). Por eso nos dice Jesús: “mientras tenéis luz, creed en la luz, para ser hijos de la luz” (Io., XII, 36). ¿Podemos decir que caminamos en la luz cuando, en realidad, no la conocemos? Hasta en la Ultima Cena, Jesús reprochó a los discípulos porque todavía no le conocían. Pues, si le hubieran conocido, Felipe no le hubiera pedido que le enseñase al Padre, “¿tanto ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” (Io., XIV, 9, 10). Y a Tomás le dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto” (Io., XIV, 6-7). Esto nos remite otra vez al discurso eucarístico del Evangelio de San Juan, y a la “voluntad del Padre” de que nos unamos a Cristo y seamos iluminados por Él, de suerte que, en Él, conozcamos al Padre. Sólo cuando vemos que el Padre está en Cristo y Cristo en el Padre, entendemos realmente el misterio del pan de vida. “Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Io., VI, 57). Así como el Hijo es engendrado enteramente en el seno del Padre, así nosotros, los que el Padre ha dado al Hijo, si vivimos por el Hijo, viviremos para siempre” (Io., VI, 59). La vida que Cristo da al mundo es la vida que Él recibe del Padre, la vida del Padre en Él. No necesitamos más que ver a Cristo para “ver” la fuente invisible de la Vida. A la vista de la sencillez de los evangelios, el falso misticismo es imposible. Cristo nos ha liberado para siempre de lo esotérico y de lo extraño. Ha traído la luz de Dios hasta nuestro nivel, a fin de transfigurar nuestra existencia ordinaria. 76

El Dios invisible se ha hecho hombre para que podamos verle y, a través del hombre Cristo, llegar al conocimiento del Padre Eterno. Pero, una vez más, esto no es un asunto de pura especulación. Es haciendo la voluntad de Cristo como llegamos a conocer al Padre. “El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama... Si alguno me ama, es que guarda mi palabra y mi padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada” (Io., XIV, 21, 23). Pero ¿cuál es la voluntad de Cristo? Que nos amemos los unos a los otros. “Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutuamente” (Io., XIII, 34). No es éste un tema nuevo, sino parte de la misma idea. Amándonos unos a otros, es como somos incorporados a Cristo e iluminados por Cristo. Si no nos amamos unos a otros no podemos comer el pan de vida, no podemos ir al Padre. Sólo amándonos mutuamente dejamos que el Padre nos lleve hasta Cristo, pues por amor nos convertimos en Cuerpo Místico, en un Cristo. Y sólo “siendo Cristo” podemos llegar a conocer a Cristo. Este último pensamiento es central en el comentario de San Agustín sobre el discurso eucarístico. “Conocerán los fieles el cuerpo de Cristo si no se olvidan de ser el cuerpo de Cristo: háganse el cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo; pues sólo el Cuerpo de Cristo vive del Espíritu de Cristo”27. Aquí empezamos a ver la conexión inseparable que existe entre la Eucaristía y la Iglesia. A ambas se las ha llamado el “Cuerpo Místico de Cristo”. En efecto, en la época patrística, era un privilegio de la Iglesia el que se la llamase simplemente el “Cuerpo de Cristo”, sin ningún otro adjetivo, en tanto que la expresión Corpus Mysticum se aplicaba a la Eucaristía, un hecho que nos recuerda que la Iglesia es la “realidad” (res) significada por el Santísimo Sacramento. El hecho de que los Padres hablen con tanta frecuencia de nuestra unidad en Cristo, más bien que de la Eucaristía misma, cuando se refieren al Santísimo Sacramento, no nos debe hacer pensar que ellos sólo consideraban a la Eucaristía como un símbolo. Conocían demasiado bien las Escrituras para pensar una cosa semejante, y, en verdad, Jesús dice claramente que la Eucaristía es con plena verdad su Cuerpo y Sangre. “Yo soy bajado del cielo”... el pan que yo le daré es mi carne, para vida del mundo, (Io., VI, 51). Y cuando los judíos disputaban que esto es imposible, Jesús, en lugar de explicar sus palabras en sentido simbólico, 27

S. Agustín, Tractatus XXVI in Joannem.

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insistió en su sentido literal, pero sin revelar el modo sacramental en que daría su carne como alimento. “En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él” (Io., VI, 53-56). Sin embargo, Jesús nos da su cuerpo, no sólo como el principio de nuestra vida y de nuestra santificación individual, sino también como principio de unidad en su Cuerpo Místico. Nos une no sólo consigo mismo, no sólo como el Padre en Él, sino también unos con otros. Este es el Misterio total de la Eucaristía, y nosotros debemos ver siempre el Santísimo Sacramento a la luz de estas ideas. Hemos de ver siempre el misterio como un todo. Hemos de ver el “Cristo total” la Res Sacramenti, pues sin nuestra unidad en la caridad, el Santísimo Sacramento perderá su sentido real. San Pablo nos da la visión completa del Santísimo Sacramento —de la presencia real tanto como de la Res Sacramenti— cuando dice: “Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (I Cor., X, 16-17). Vemos aquí que tanto la Eucaristía como la Iglesia son el Cuerpo de Cristo, y la Eucaristía es el principio de unidad que nos junta en un Espíritu, en perfecta caridad. En su oración de Sumo Sacerdote, Jesús nos revela todo el sentido de nuestra unidad en Él: “Yo en ellos y tú (el Padre) en mí, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como tú me amaste” (Io., XVII, 23). San Cirilo de Alejandría resume el sentido de las palabras “yo soy el pan de vida” en una fórmula sucinta: Verbum secundum naturam vita, cuncta vivificans. El Verbo, que es por naturaleza vida, todo lo vivifica... Es engendrado por el Padre vivo... Y, como la función de lo que por naturaleza es vida consiste en dar vida a todas las cosas, Cristo todo lo vivifica28.

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In Joannis Evangelium, lib. 3, c. 6.

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3. La Comunión y sus efectos. Consideremos ahora un poco más detalladamente los frutos de la comunión en el alma individual antes de seguir con la unidad de todos los fieles en Cristo como efecto principal de la Eucaristía. Ante todo, ¿cómo produce la santa Eucaristía sus frutos en nosotros? Cuando un alma convenientemente dispuesta recibe este sacramento, entra en contacto con el Logos, el Verbo de vida, y, por este solo hecho, se llena de vida espiritual. Cristo instituyó este sacramento precisamente para poder unirse a cada uno de nosotros como fuente de toda vida, fuerza, luz y fecundidad espiritual. Viene a nosotros en este sacramento de tal forma, que puede estar presente al mismo tiempo en cada uno y en todos los que le reciben. De aquí que, ante todo, viene a unirnos con Él como miembros con su cabeza, formando un solo Cuerpo Místico. De éste, que es el más importante, se derivan todos los demás frutos del Sacramento. Esta es la razón principal de la presencia de Cristo en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, en cuanto que sustancia, está presente bajo los accidentes del pan, de suerte que puede darse íntegro a cada uno de los que reciben una Hostia consagrada y, al propio tiempo, estar presente en todos. Ahora bien, el Cuerpo de Cristo que en la Eucaristía recibimos, es el cuerpo vivo del Verbo Encarnado. Actuando, pues, como un instrumento de la naturaleza divina, este Cuerpo de Cristo viene basta nosotros lleno del poder y de la realidad del Verbo y del Espíritu Santo. Cuando recibimos la Eucaristía, nuestras almas se llenan del Espíritu de Dios y nos unimos tan íntimamente al Verbo como si Él fuese el alma de nuestra alma y el ser de nuestro ser. Dice Scheeben: “La carne de Cristo no ha de alimentarnos como simple carne para la vida carnal, sino como carne empapada del Espíritu de Dios para una vida divino-espiritual”... “Lo que son para el cuerpo la comida y la bebida, esto viene a ser para el alma la luz de la verdad y de la gloria, y el ígneo río del amor”... “En el sacramento de la sangre de Cristo el Espíritu de la vida divina, que brota del Logos como la sangre de su corazón corpóreo, se desparrama en nuestra alma como la sangre vital de la divinidad, para ungirla y refrigerarla”... “La divinidad del Logos es con toda propiedad el panis superessentialis oculto bajo la sustancia eucarística del cuerpo.”29

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Scheeben, Los misterios del Cristianismo. Herder, secunda edición, Barcelona, 1957; paga. 550, 554 (nota 4).

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Gracias a este derramarse de la vida divina en nuestras almas, Cristo nos une de la forma más perfecta a su sacrificio. La caridad que se nos comunica en la Eucaristía, procedente del Corazón de Cristo, es a la vez la causa eficiente y formal del amor que puede brotar en nuestros corazones. Y nuestra respuesta de caridad es como la llama que se nos comunica desde la Víctima divina que se quema en el fuego del Espíritu Santo. Unidos a El, nos consumimos en la gloria de una llama única. Continúa Scheeben, de acuerdo con el espíritu de los Padres: “La carne de Cristo, deificada por la unión hipostática, empapada del Espíritu Santo, ha de suscitar entre nosotros precisamente la verdadera intención espiritual de sacrificio, ha de difundir en nuestra alma el fuego consumidor del amor; de ella hemos de sacar nosotros fuerza para sacrificar a Dios nuestras almas, y en unión con ella —que descansa en el seno de Dios— hemos de presentarlas ante el augusto trono como sacrificio digno y de suave olor. Con el aroma del Espíritu Santo, de que está llena ella misma, ha de empapar nuestras almas, para que sean realmente espirituales y divinas y envíen a Dios la más agradable fragancia.”30 Así, pues, al unirnos a su sacrificio, lo que Jesús quiere, ante todo, es llenarnos del mismo Espíritu Santo de amor del que Él está lleno, y aquí vemos a la vez el sentido total de la Eucaristía. Jesús viene a nosotros en este divino misterio para divinizarnos y transformamos enteramente en Sí mismo. Los Padres nunca vieron la Eucaristía de otro modo que como la más alta unión mística con Dios. El Cantar de los Cantares, que es el Cántico nupcial de las bodas del Verbo con la humanidad, lo aplica San Ambrosio especialmente a nuestra unión con Cristo en la Eucaristía. Dice: “Habéis venido, pues, al Altar y habéis recibido la gracia de Cristo, sus Sacramentos celestiales. La Iglesia se regocija por la redención de tantos y exulta de gozo espiritual a la vista de la familia vestida de blanco. (Se está dirigiendo a los recién bautizados que han recibido por primera vez la Eucaristía.) Todo esto lo encontraréis en el Cantar de los Cantares. En su gozo, la Iglesia llama a Cristo, pues tiene un banquete preparado lo bastante espléndido para ser el banquete del mismo Cielo. Por eso, dice: “Baje mi hermano a su jardín a coger los frutos de sus árboles” (Can.t V, 1). ¿Qué árboles son éstos? En Adán, os habíais convertido en leña seca, pero ahora, habiendo venido a ser árboles frutales en Cristo, estáis 30

Ibid., págs. 550-551.

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recogiendo vuestra cosecha, y el Señor Jesús acepta complacidamente la invitación y le replica a su Iglesia con una bondad celestial: “Voy, voy — dice— a mi jardín, a coger de mi mirra y de mi bálsamo; a comer la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche”. “Venid, amigos — dice—, embriagaos, carísimos.” (Can., ibíd.)31. Continúa el Santo mostrando cómo el vino con el que nos alegramos es el Espíritu Santo, pues cada vez que recibimos la Eucaristía, quedamos limpios de nuestros pecados y embriagados del Espíritu de Dios, de acuerdo con el mandato del Apóstol, que nos dijo que no nos embriagásemos de vino, sino del Espíritu Santo. San Ambrosio añade: “El que se embriaga de vino, se tambalea. El que se embriaga del Espíritu está arraigado en Cristo. Es, pues, una buena embriaguez cuando tal sobriedad produce en el alma”. Está claro que, entre los frutos más preciosos de la Sagrada Comunión, está el gozo y la pureza de corazón que fluyen de la unión íntima y casi física con el Verbo hecho carne, y que cada comunión puede proporcionarnos la sobria ebrietas que encontramos constantemente en los Santos Padres. San Cipriano, por ejemplo, la describe con todo detalle. Arguye él que en el sacrificio debe ofrecerse vino y no agua, porque el agua no simboliza la sangre ni embriaga. “El cáliz del Señor embriaga a los hombres de tal modo, que se vuelven sobrios. Comunica a sus mentes una sabiduría celestial, de suerte que pierden el gusto por este mundo y se despiertan al entendimiento de Dios. Y así como el vino ordinario alegra la mente, rebaja el alma y aleja toda pena, así, cuando hemos bebido la sangre del Señor y el cáliz Salvador, el recuerdo del hombre viejo se aparta de nuestra mente y olvidamos nuestra conducta anterior en el mundo, y el corazón triste y afligido, cargado con el peso de pecados y ansiedades, se llena con la felicidad del divino perdón”32. Esta “sobriedad” no es otra cosa que el signo de nuestra transformación en Cristo. Porque, cuando lo recibimos, no queda absorbido en nuestro cuerpo como el alimento ordinario, sino que nos transforma en él mismo. Cierto que las especies de pan se disuelven dentro de nosotros, pero la sustancia del Verbo se convierte en alimento de nuestras almas, de suerte que ya no vivimos con nuestra propia vida, sino con la de ÉL “Este es el Pan bajado del Cielo, no como el pan que comieron los Padres y murieron; el que come de este Pan vivirá para 31 32

De Sacramentis, V, 14-15. Epístola 63, XI.

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siempre... El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada” (Io., VI, 58, 63). Sin tocar el problema de la gracia mística, el Papa Pío XII describe nuestra unión con Cristo en la Eucaristía con un lenguaje muy semejante: “La naturaleza misma del Sacramento pide que su recepción produzca ricos frutos de santidad cristiana... Entremos, pues, todos en la unión más estrecha con Cristo y esforcémonos por perdernos, por decirlo así, en su alma santísima, uniéndonos así a Él de forma que podamos participar en aquellos actos por los que Él adora a la Santísima Trinidad con el más aceptable de los homenajes, ofreciendo al Padre Eterno una suprema oración de acción de gracias que encuentra un eco armonioso a través de cielos y tierra, según las palabras del profeta: “Todas las obras del Señor alaban al Señor”33. No temamos multiplicar las citas y autoridades al hablar de este gran misterio. Dado que la Eucaristía es el corazón mismo de la vida cristiana y del misticismo cristiano, y puesto que toda nuestra alegría y fuerza están fundadas en el Cristo Sacramental, que nos abre la puerta de retorno al Paraíso, justo es que meditemos las palabras con que la Iglesia nos propone esta enseñanza por medio de su magisterio solemne y ordinario. El Concilio de Florencia nos enseña que la Eucaristía produce en nuestras almas todos los efectos que el alimento material produce en nuestros cuerpos. Nos proporciona alimento espiritual, promueve nuestro crecimiento espiritual, refresca y cura nuestras almas, repara las pérdidas y, finalmente, nos procura gozo espiritual; quedamos apartados del mal, fortalecidos en el bien y con un nuevo progreso en gracia y en virtud. Todo esto es efecto, no sólo de nuestro amoroso recuerdo de Cristo, sino de nuestra unión real con Él, nuestra incorporación a Él por la gracia y nuestra unión con los demás miembros suyos por el fervor de la caridad34. El Concilio de Trento nos recuerda que Cristo es recibido en la comunión como remedio y antídoto del pecado, librándonos de las faltas de la fragilidad humana que nos acosan diariamente y preservándonos de caer en pecado mortal. San Ignacio de Antioquía fue más lejos, hasta llamar al Santísimo Sacramento la medicina de la inmortalidad, Pharmacum inmortalitis, idea que incorpora el Concilio de Trento en el

33 34

Mediator Dei. Decretum pro Armeniis, DB. 698.

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mismo capítulo, enseñándonos que la Eucaristía es “una prenda de la gloria futura y de la felicidad eterna.”35 En el mismo espíritu, añade el Concilio que la “Eucaristía es el símbolo de aquel Cuerpo cuya cabeza es Él y del cual quiso que nosotros fuésemos miembros con la más estrecha unión posible de fe, esperanza y caridad”. Estos textos familiares, citados en todos los manuales de Teología, no siempre revelan su plena significación. Deben ser considerados en el silencio de la oración. Las verdades que contienen son de la mayor importancia y de consecuencias incalculables para nuestra vida espiritual y nuestra actividad pastoral. Dice el Concilio que la Eucaristía es remedio del pecado, pero de ninguna manera dice que sea meramente un remedio del pecado. El Sacramento es una prenda de gloria futura y, como tal, nos da ya, aquí y ahora, algo de la alegría del cielo, aunque sea en la oscuridad de la esperanza teologal. No sólo nos proporciona la gracia de la más íntima unión con Cristo como cabeza del Cuerpo Místico, sino que nos une también con los demás miembros del Cuerpo. Para decirlo con más precisión: nos da como gracia sacramental aquel fervor de caridad por el que podemos, si hacemos buen uso de él, unirnos más firmemente a Cristo y a nuestros hermanos. Debemos darnos cuenta de que nuestra unión en el Cuerpo Místico, esto es, con los miembros lo mismo que con la cabeza, es una parte integral de nuestra vida eucarística y un aspecto importantísimo de ella. A través de nuestra unión con los miembros, recibimos consuelo y fuerza como los recibiríamos directamente de Cristo mismo. La presencia de Cristo dentro de nosotros, del “autor de los sacramentos y manantial de todos los sacramentos y dones celestiales” 36, se convierte en una fuente de agua viva que mana hasta la vida eterna, un principio permanente de caridad y una fuente de ardoroso amor que pugna por transformarle en acción cristiana y en oración a Dios. La gracia de la comunión no está confinada en los momentos de acción de gracias después de la misa y la comunión, sino que invade la totalidad del día y los asuntos todos de nuestra vida, para santificarlos y transformarlos en Cristo37. Los Santos Padres gustaban de detenerse en el hecho de que Cristo, presente en nosotros como fuente de vida, viene a nosotros en la comunión no sólo en prenda de la vida futura, sino también para preparar nuestras almas y cuerpos a la resurrección de la carne. Este efecto de la Eucaristía 35

Sesión XIII, Cap. 2. DB. 875 Catechismus Concilii Tridentini, II, IV, q. 45. 37 Medíator Dei. 36

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no es tanto una consecuencia física del contacto con la carne resucitada y transfigurada de Cristo, como un efecto lateral de la caridad derramada en nuestras almas por el Verbo y por la esperanza de resurrección que dimana de la presencia de Cristo dentro de nosotros. Dice San Ireneo: “Así como el pan que la tierra produce, en cuanto oye la invocación del Espíritu Santo, deja de ser pan para convertirse en Eucaristía, compuesta de dos elementos, el terreno y el celestial, así también nuestros cuerpos, al recibir la Eucaristía, ya no son corruptibles, pues poseen la esperanza de la resurrección”38. Todos estos pensamientos sobre la Eucaristía nos dicen claramente que, en este sacras mentó, en el que Cristo no sólo nos da su gracia, sino que se nos da a Sí mismo, somos conducidos a la cumbre suprema de nuestra plenitud espiritual. Se nos da este sacramento, no sólo para que hagamos algo, sino para que podamos ser alguien: para que podamos ser Cristo. Para que podamos ser perfectamente idénticos con Él. Comparando la Eucaristía con la confirmación, dice Santo Tomás que la confirmación nos proporciona un aumento de gracia para resistir la tentación, pero que la Eucaristía nos da mucho más: aumenta y perfecciona nuestra vida espiritual misma, a fin de que seamos perfectos en nuestro propio ser, en nuestra propia personalidad, por medio de nuestra unión con Dios: per hoc sacramentum augetur gracia et perficitur spiritualis vita ad hoc quod homo in seipso perfectus existat per conjunctionem ad Deum 39. Con otras palabras: por medio de nuestra unión con Cristo en la Eucaristía, encontramos nuestro verdadero yo. Nuestro falso yo, el “hombre viejo”, queda consumido en el fervor de la caridad engendrada por su íntima presencia en nuestra alma. Y el “hombre nuevo” llega a la plena posesión de sí mismo, como que “vivimos, mas no nosotros, sino Cristo vive en nosotros”. Esto explica por qué resulta a veces difícil, y hasta imposible, para ciertas almas verdaderamente fervientes el conversar con Cristo en sí mismas después de la comunión con palabras y “actos”, como si Él fuese una persona separada. Su unión con Él es, de hecho, mucho más profunda que esto, y mucho más estrecha. Tan próximo está Él de ellos, que ya no pueden distinguirle claramente a través de los conceptos. Pero tan próximo está, que ya no pueden seguir siendo conscientes de sí mismos. ¿Qué les queda? ¿Deben intentar verse a sí mismos claramente, o verle a Él? De ninguna manera. Con palabras del Papa Pío XII, arriba citadas, lo que 38 39

Contra Haereses, IV, 18, 5. Summa Theologica III, Q. 79, a. I, ad I.

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mejor pueden hacer es dejar que el Espíritu les arrebate, de suerte que pierdan toda noción de la diferencia entre ellos y Él y queden momentáneamente absorbidos en la tremenda realidad de su presencia, que desafía el análisis y de la cual no hay descripción posible. Lo que mejor pueden hacer es regocijarse en la sobria ebrietas mencionada por San Ambrosio. Si quisiéramos un texto para meditar en él después de la comunión, difícilmente encontraríamos uno mejor o más apropiado que el Cantar de los Cantares, a no ser que escojamos algún pasaje del discurso de la Ultima Cena tal como lo recuerda San Juan. En las oraciones de la Sagrada Liturgia, encontramos claramente y con todo detalle todos estos frutos de la comunión eucarística. Las postcomuniones y las oraciones secretas de la misa nos recuerdan constantemente el gran misterio de nuestra renovación y transformación en Cristo. En el Ordinario de la misa, el sacerdote reflexiona después de la Comunión que ha sido “alimentado por puros y santos sacramentos” (quem pura et sancta refecerunt sacramenta) y que lo que ha recibido como un “don temporal” se convertirá para él en un “remedio eterno” (y aquí oímos, una vez más, el eco de Ignacio de Antioquía con su pharmacum inmortalitatis). En las fiestas mayores del año litúrgico, la Navidad y la Pascua, la Iglesia ora para que seamos “purificados de la vieja vida y podamos convertirnos en criaturas nuevas”40 y para que “el nuevo nacimiento en la carne del verbo de Dios nos libre del viejo yugo del pecado”41. Por todas partes nos encontramos en el año litúrgico con expresiones como ésta: “Nosotros, a quien Tú has restaurado con tus celestiales sacramentos”, “Nosotros, a quien Tú confortas en tus sagrados misterios”, y con breves, vividas frases, tan sucintas que resultan intraducibles: cujus laetemur gustu, renovemus effectu. Esta transformación, sin embargo, no es en manera alguna perfecta. El Sacramento nos otorga gracias que nosotros debemos usar para aumentar nuestra caridad y ganar la vida eterna. La gracia sacramental es el medio por el que llevamos a cabo la obra de nuestra salvación y santificación, la diaria renovación de nuestro “hombre interior” (Cor., II, 4, 6). Por eso la Eucaristía nos limpia de pecado y nos conduce al reino celestial42, y nos fortalece de forma que “de día en día, eleve nuestra vida

40

Postcomunión, miércoles de Pascua. Colecta de Navidad, tercera misa. 42 Poscomunión, miércoles de la 4.ª semana de Cuaresma. 41

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hasta el nivel de la vida celeste” (de die in die ad caelestis vitae transferat actionem)43. Por eso las gracias sacramentales de la Eucaristía fortalecen nuestra debilidad y nos ayudan a lograr la estabilidad de la virtud. Por medio de este sacramento, Dios “guía nuestros fluctuantes corazones”44, nos hace más capaces de refrenar nuestros apetitos desordenados45 y nos guarda de todos los poderes maléficos46. La Eucaristía nos defiende especialmente ante los ataques del demonio47. En particular, la Eucaristía nos ayuda a evitar las engañosas abstracciones del error y nos confirma en la fe: ut errorum circumventione depulsa, fidei firmitatem consequamur48. Nos fortifica en el amor al Nombre de Cristo49y nos enseña a despreciar las cosas terrestres y a amar las celestiales50. No es, pues, extraño que la Eucaristía sea el alimento que fortaleció a los mártires. En realidad, la liturgia la llama “el sacrificio del cual todos los mártires tomaron su origen”51. Por el martirio desearon San Ignacio de Antioquía, San Policarpo, San Cipriano y otros, consumar su vida eucarística y “encontrar a Cristo”, y este hecho es uno de los testimonios más impresionantes del poder de la gracia que se vierte sobre nosotros en el Santísimo Sacramento. Podemos cerrar este capítulo con las palabras en las que San Cipriano declara cuán importante es la Eucaristía para aquellos que han de enfrentarse con el martirio. Está hablando del deber del obispo de permanecer junto a su grey en tiempo de persecución. “La comunión no la debemos dar al que muere, sino al que vive, para que los que exhortan a la batalla no nos quedemos Inermes y desnudos” sino que podamos fortalecerles con la protección del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y puesto que el fin de la Eucaristía es proteger a los que la reciben, debemos proveer a los que deseen verse libres del adversario con la protección de la Sagrada Comunión. Pues ¿cómo les enseñaremos y 4341

Secreta, Domingo de la octava del Corpus Christi. Nutantia corda tu dirigas. Secreta, miércoles de la 1.a semana de Cuaresma. 4532 Continentia promptioris tribuat effectum, Secreta, jueves después del miércoles de ceniza. 46 Poscomunión, viernes de la Semana de Pasión. 47 Secreta, Domingo 15 después de Pentecostés. 48 Colecta, Fiesta de San Justino mártir (14 de abril). 49 In tui Nominis amore roboremur. Común de mártires. 50 Terrena despicere et amare coelestia. Tema frecuente en las oraciones litúrgicas. 5150 Secreta, jueves de la 3.a semana de Cuaresma. 44

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urgiremos a que derramen su sangre en testimonio de su Nombre si, cuando están a punto de iniciar la batalla por Cristo, les negamos la Sangre del Señor? O ¿cómo les prepararemos para el cáliz del misterio si primero no les admitimos a beber el cáliz del Señor en la Iglesia…?52 Porque debéis saber y tener por cierto que el día de la persecución ha empezado a descender sobre nosotros, y el fin del mundo y el tiempo del Anticristo, de suerte que debemos estar todos dispuestos para la batalla, y ninguno de nosotros debe pensar en otra cosa que en la gloria de la vida eterna y en la corona prometida a los que sufrieron en nombre del Señor. Ni pensamos que las cosas que están por venir van a ser como las que ya conocemos. Mucho peor y mucho más salvaje es la batalla que ahora se nos viene encima, y los soldados de Cristo deben prepararse con la más pura fe y con un valor sin tacha, pensando que el motivo por el que cada día bebemos el cáliz de la Sangre de Cristo es que puedan derramar su sangre por Cristo. Esto es lo que significa el querer encontrarse con Cristo, según las palabras del Apóstol: “El que dice que permanece en Cristo, debe andar como anduvo Cristo”; y el santo Apóstol Pablo nos exhorta y enseña diciendo: “Somos hijos. Si somos hijos de Dios, somos también herederos de Dios, coherederos de Cristo, con tal de que suframos juntos con Él, a fin de que seamos glorificados con Él”53.

52 53

San Cipriano, Epístola Synodica ad Cornelium Papam, P. L. 3.865. Epístola 56. P. L. 4. 350.

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V. — O SACRUM CONVIVIUM

I. ¡Venid al banquete de bodas! En los Evangelios, Cristo compara frecuentemente el reino de los cielos a una fiesta nupcial. “El reino de los cielos es semejante a un rey que preparó el banquete de bodas de su hijo” (Mt., XX, 2). Pero en las parábolas de las fiestas siempre surge alguna dificultad para reunir a los invitados. El rey envía a sus criados con este mensaje: “Decid a los invitados: mi comida está preparada, los becerros y cebones muertos, todo está pronto, venid a las bodas”. Pero los invitados no responden a la invitación. No tienen ningún deseo de asistir a la boda. El rey insiste en buscar invitados para llenar su sala de bodas. De nuevo envía a sus criados, diciéndoles: “Salid aprisa a las plazas y calles de la ciudad, y a los pobres, tullidos, ciegos y cojos traedlos aquí... Salid a los caminos y a los cercados, y obligad a entrar, a fin de que se llene mi casa” (Lc., XIV, 21, 23). Aunque esta parábola no se refiere directamente a la Eucaristía, tiene una conexión muy precisa con el misterio. Porque el banquete eucarístico es el verdadero corazón y centro de esa vida cristiana que ha de culminar en el banquete de los cielos. Ahora bien, recordemos que un banquete no es un banquete si sólo asisten una o dos personas. Una fiesta es una ocasión de alegría para mucha gente. Igualmente, una fiesta es algo de tal naturaleza, que arrastra a las gentes y hace que lo dejen todo para participar en su alegría. Festejar algo juntos es testimoniar la alegría que uno siente al encontrarse entre amigos. El simple hecho de comer juntos, sin hablar de un banquete o de cualquier otra ocasión festiva, es, en sí, un signo de amistad y de “comunión”. En nuestra época hemos perdido de vista el hecho de que, hasta las acciones más corrientes de nuestra vida diaria, están investidas, por naturaleza, de una profunda significación espiritual. La mesa es, en cierto 88

sentido, el centro de la vida familiar, la expresión de la vida familiar. Aquí, los hijos se reúnen con sus padres para comer el alimento que el amor de sus padres les ha procurado. En la mesa, los hijos participan agradecidamente en los trabajos y sacrificios de sus padres. La comida común es bendecida por las oraciones del padre y animada por la conversación de toda la familia. En este acto común, la familia toma conciencia de sí como tal familia, es como si se hiciese consciente de su propia existencia, dignidad y vitalidad. La comida de la familia cristiana no es tanto una mera satisfacción de las necesidades corporales, como la celebración de un misterio de caridad, el misterio del hogar cristiano. Un misterio hondísimo, pues Cristo mismo está presente en la unión del esposo y la esposa, así como en los hijos de su unión santificada. Es Cristo el que alimenta a los que se reúnen y les procura todas las demás bendiciones sin las cuales la vida sería imposible o, al menos, desgraciada. Lo mismo ocurre con un banquete. La palabra latina convivium expresa mejor el misterio que nuestras palabras “banquete” o “fiesta”. Llamar a una fiesta un convivium es llamarla un “misterio de participación vital”, un misterio en el que los invitados comparten las buenas cosas preparadas y ofrecidas por amor de su huésped, y en el que la atmósfera de amistad y gratitud se expande en una participación de ideas y sentimientos, terminando en un común regocijo. En la perspectiva de la sabiduría antigua, y lo mismo en la de la caridad cristiana, al invitado se le consideraba como un enviado de Dios, como un ángel disfrazado. El huésped, a su vez, es una imagen de Dios Padre. En el contexto cristiano, los invitados y los huéspedes juntos son el signo del regocijo del “Unico Cristo, que se ama a Sí mismo”. En una época como la nuestra, en que el individualismo del burgués del siglo XIX se ha corrompido hasta terminar en la sumersión totalitaria del individuo en la masa, la saludable conciencia natural del convivium — la participación en una vida y unos intereses comunes por parte de un grupo pequeño, realmente unido por una simpatía espontánea e instintiva — ha sucumbido al vasto, amargo anonimato de las agrupaciones de masas. El respeto por una idea común en la que muchas personas individuales se juntan para ofrecer sus diversas contribuciones a las comunes alegrías, penas y responsabilidades de todos, ha cedido su puesto a la necesidad servil de una sociedad “masificada” en la que un solo hombre impone violentamente sus particulares puntos de vista y sus opiniones a toda la colectividad. A los hombres no se les pide que contribuyan con otra cosa que con la conformidad servil y el aplauso La 89

sociedad totalitaria disuelve sistemáticamente los firmes lazos que unen a los hombres en las unidades sociales básicas —familias y comunidades parroquiales—, con objeto de desarraigar al individuo de sus espontáneos intereses humanos y transplantarle a organizaciones centradas en el culto a la totalidad y a sus aspiraciones, encarnadas en el jefe. Toda clase de presiones se ejercen sobre el individuo para despojarle de su verdadera personalidad y de sus intereses sociales normales. Sistemáticamente se le obliga a desconfiar y a temer a los demás y a transferir su confianza desde aquellos con quienes vive —personas concretas de carne y hueso— a la persona del jefe a quien jamás ve y oye de cerca, sino, todo lo más, en la radio y en la pantalla cinematográfica. El amor queda destruido y reemplazado por el fanatismo. Y lo que es cierto de los Estados totalitarios, es cierto en grado menor —pero cierto, no obstante— de las grandes democracias capitalistas, en las que tienen lugar idénticos procesos, más lentamente, menos sistemáticamente, pero no menos implacablemente, bajo la presión de una democracia materialista cada vez más desarrollada. En un tiempo como el nuestro es, pues, de la máxima importancia recordar que la Eucaristía es un convivium, un banquete sagrado. Es la celebración en que la familia cristiana, la Iglesia, se regocija en la mesa común con los Apóstoles y todos los santos v creyentes. No se trata, por un lado, de un encuentro puramente individual y subjetivo con Dios, ni, por otra parte, de una reunión de masas, una especie de enorme concentración religiosa en la que la totalidad de los fieles no tienen otra conciencia que la de su propia totalidad La comunión es un sacrum convivium. Es un banquete en el que el fiel no sólo goza, personalmente, de los beneficios y satisfacciones espirituales de la unión con el Cristo eucarístico, sino que tiene también conciencia de su común participación en la vida divina. La alegría de la comunión es algo que compartimos unos con otros. Y no se trata de un mero compartir psicológico, sino que hay una objetiva participación en los frutos espirituales del sacramento. La Eucaristía es el sacramento de la caridad, el sacramentum unitatis, el sacramento de nuestra unión con Cristo. Esta conciencia de unidad, de participación en la vida de Cristo, es necesaria para que la Eucaristía cumpla su función de sacrificio perfecto de alabanzas para honor y gloria de Dios. Escuchemos la voz de la iglesia. Nos dice el Concilio de Trento que el Sacramento de la Eucaristía, en el que Jesús dejó a su Iglesia la plenitud de su amor por los hombres, no es sólo un alimento espiritual por el que somos fortalecidos y absueltos del pecado, no es sólo el sacramento en el 90

que vivimos la propia vida de Cristo mismo, no es sólo una prenda de vida futura, sino también el “símbolo” de aquel Cuerpo suyo cuya cabeza es Él y al cual nosotros nos unimos como miembros con los más estrechos lazos de fe, esperanza y caridad, a fin de que podamos todos “hablar igualmente y no haya cismas entre nosotros” (I Cor., I, 10)54. En el lenguaje de Santo Tomás de Aquino, la res sacramenti o realidad espiritual significada y efectuada por la Eucaristía, es la unión de los fieles en caridad. Res hujus sacramenti est unitas corporis mystici sine qua non potest esse salus55. La recepción sacramental del Cuerpo de Cristo no conseguiría sus efectos principales si nosotros, por medio de la comunión con el Verbo Encarnado, no estuviéramos unidos al Cristo Místico, a la Iglesia. Poco significaría para un individuo el estar unido con la Cabeza del Cuerpo Místico si, por este mismo hecho, no estuviese unido también con los miembros. No hay vita sin convivium. El Cristianismo no es sólo un contacto con Cristo, sino una incorporación al Cristo total. En la Eucaristía, Jesús nos ha dado el único medio perfectamente satisfactorio de cumplir el gran mandamiento que nos dejó al tiempo mismo de instituir el sacramento. “Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros” (Io., XIII, 34). Porque en la Eucaristía Jesús nos ha dado la expresión suprema de aquel amor con el que nos amó, el amor con el que Él mismo es amado por el Padre y con el que tenemos que amarnos unos a otros. El “nuevo mandamiento” es el resumen y corona de todas las Escrituras. En esas cuatro palabras, “amaos unos a otros”, están incluidas todas las enseñanzas del Antiguo y del Nuevo Testamento, pues, como San Pablo nos dice, “toda la Ley se resume en este solo precepto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal., V, 14) y “el amor es el cumplimiento de la Ley” (Rom., XIII, 10). Pero Jesús completó su enseñanza dándonos en el Santísimo Sacramento mucho más de lo que las palabras podrían expresar o comunicar nunca: su mismo yo, su propio amor, su Espíritu divino comunicándose a las profundidades de nuestra alma por medio de su Alma y su Cuerpo. El propósito de ambos, del mandamiento y del Sacramento, es el mismo: que, amándonos mutuamente, pudiéramos ser uno, como Cristo y el Padre son uno (Io., XVII, 21-22). Con todo el amor que Jesús nos tiene, su amor por nosotros y un deseo de unión personal con nuestras almas no constituyen el fin de este 54

Sesión XIII, cap. 2, DB. 875. Summa Theologica, II!, Q 73, a. 3.

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Sacramento. Lo que ante todo pretende es la gloria del Padre, La gloria de Dios es Dios mismo, y nuestra unión en la caridad de Cristo es la manifestación externa más perfecta de la oculta gloria de Dios. Pues, por medio de la caridad desinteresada, reproducimos en la tierra y en el tiempo la circumincesión de las tres divinas Personas, donde cada una está en las otras, lo cual constituye la gloria y el gozo de los bienaventurados en la eternidad, porque es el gozo del mismo Dios. Por eso, si 'deseamos entrar más profundamente en el misterio de la Eucaristía, debemos tener conciencia de una “realidad” que va más allá de la presencia real de Cristo bajo las especies y es la razón última de esa presencia.

2. La Eucaristía y la Iglesia. Nunca apreciaremos la presencia Real hasta que veamos la conexión íntima que existe entre el misterio de la Eucaristía y el misterio de la Iglesia, dos realidades sagradas que se interpenetran completamente para formar un todo único; dos misterios que, separados, somos absolutamente incapaces de entender. Porque nunca apreciamos realmente la Eucaristía o la Iglesia si las concebimos como dos “cuerpos de Cristo” por completo diferentes. En un sentido, es perfectamente cierto que sólo hay un Corpus Mysticum. Hay un Cuerpo que se hace sutancialmente presente a las palabras de la consagración. Es el Cuerpo de Cristo, con el que nosotros, unidos en la comunión, formamos una Persona mística. La Eucaristía, que prolonga la Encarnación entre nosotros, es signo y causa del Cuerpo Místico que Cristo tomó por Sí. El comentario más antiguo sobre la misma, que data del siglo noveno, explica tersamente las palabras de la epiclesis: “Que se convierta para nosotros en el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo muy amado”, diciendo que estas palabras no sólo aluden a la transustanciación del pan y el vino, sino también a nuestra incorporación a Cristo: significan “que nosotros nos convirtamos en su Cuerpo y nos dé divinamente en el misterio de la gracia divina el pan que descendió del cielo” 56. Estas palabras recuerdan la expresión de San Agustín en su exégesis del capítulo sexto de San Juan: “El fiel conocerá el cuerpo de Cristo si antes se convierte en el Cuerpo de Cristo”57. 56

Ut nobis corpus et sanguinis fiat dilectissimi Filii: id est ut nos efficiamur corpus ejus, et nobis divinitas tradat in mysterio divinae gratiae panem qui de caelo descendit. Citado por De Lubac, Corpus Mysticum, p. 33. cf. P. L. 138:1180. 57 Ver pág. 160.

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Todavía la liturgia, en la secreta de la misa del Corpus Christi, nos dice esta verdad: “Te rogamos, Señor, que concedas benignamente a tu Iglesia los dones de la unidad y la paz místicamente representados en los dones que te ofrecemos.” Como la oración se dice al fin del ofertorio, lo probable es que haga referencia a la enseñanza de los Santos Padres, representados por San Agustín, el cual dice: “Nuestro Señor nos dio convenientemente su Cuerpo y Sangre bajo las especies de unas cosas que son el resultado de muchas. Pues el pan es uno, aunque hecho de muchos granos; y el vino es uno, aunque hecho de muchos racimos”58. De aquí que la naturaleza misma del pan y el vino proclamen el sentido del “Sacramentum unitatis”. No obstante, está claro que el solo hecho de que el pan esté hecho de muchos granos y el vino de muchos racimos, no influye para nada en nuestra unidad. Es nada más que un aspecto de la pedagogía del Sacramento. Lo que efectúa nuestra mística unión mutua es el hecho de comer sacramentalmente el verdadero Cuerpo de Cristo. Por eso, es inútil buscar en las especies de pan y vino la señal sacramental de la unión del cuerpo místico. En cuanto a la unidad de la Iglesia, las especies sacramentales son sólo símbolos en el sentido ordinario, no signos eficaces. El signo de nuestra unidad en Cristo es la unidad del propio Cuerpo de Cristo hecha presente en cada momento y en cada lugar en que las especies son consagradas y recibidas en comunión. Por eso, como los teólogos modernos han señalado, “Cristo es un signo de Cristo... Cristo Hombre es el signo del Cristo al que serán incorporados la multitud de los elegidos”59. San Juan Crisóstomo esclareció en un pasaje notable la íntima conexión entre el Cuerpo eucarístico de Cristo y el Cuerpo Místico que es la Iglesia. Hablando de los preciosos vasos del altar y de los demás objetos litúrgicos con los que honramos al Santísimo Sacramento, el Padre de la Iglesia griega observaba que más importante era honrar el cuerpo de Cristo dando limosna a los pobres. De esta forma, no sólo estamos haciendo un bien a Cristo en la persona del pobre, sino que estamos convirtiendo nuestras propias almas en vasos de oro para la mayor gloria de Él. Tesis ésta que más tarde encontraría un ardiente defensor en San Bernardo de Claraval. Escribe San Juan Crisóstomo: 58

Tractatus 26, in Joannem, P. L. 35:1614, citado por Santo Tomás, Summa Theologica, III, Q. 69, a. 1. 59 El Misterio de la Fe, de De la Taille, citado por A.-M. Roguet, O. P., en La Maison Dieu, 24. “L’Unité dans la Chanté—Res de l’Eucharistie”, p, 27.

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“Si queréis honrar a la Víctima eucarística, ofrecedle vuestra propia alma, por la cual la víctima fue inmolada. Haced de oro vuestra alma. Si vuestra alma es más vil que el plomo o la arcilla, ¿de qué sirve tener un cáliz de oro...? ¿Queréis honrar el Cuerpo de Cristo? Entonces, no lo desdeñéis cuando lo veáis cubierto de harapos. Después de haberle honrado en la Iglesia ataviado de vestiduras de seda, no le dejéis afuera muriendo de frío por falta de ropa. Pues el mismo Cristo es el que dice: “Este es mi cuerpo” y el que dice: “Me visteis hambriento y no me disteis de comer; lo que habéis negado al ultimo de estos pequeños, a mí me lo habéis negado”. El Cuerpo de Cristo en la Eucaristía pide almas puras, no costosos atavíos. Pero en la persona del pobre nos pide todos nuestros cuidados. Obremos juiciosamente; honremos a Cristo como Él quiere ser honrado: el honor más grato para el que queremos honrar es el que Él desea, no el que nosotros imaginamos. Pedro se figuró que honraba a su Maestro no permitiéndole que le lavase los pies y, sin embargo, era justamente lo opuesto. Dadle, pues, el bonos que Él mismo ha pedido. Una vez más, lo que Dios desea no son cálices de oro, sino almas de oro.”60 El resumen más lúcido de esta enseñanza se encuentra en la Summa Theologica de Santo Tomás. Nos dice Santo Tomás que la Eucaristía es “la consumación de la vida espiritual y el fin de todos los demás sacramentos”61, ya que todos los demás sacramentos no hacen más que prepararnos para la recepción de la Eucaristía, lo cual significa que nos conducen hasta la realidad sagrada que sólo la Eucaristía puede producir en nosotros: la caridad perfecta, la unión consumada en Cristo. Decir que todos los sacramentos culminan en la Eucaristía, no es decir meramente que son ritos que sirven de preliminares al gran rito, el misterio del culto. Significa, sobre todo, que los otros sacramentos nos dan una parte de la caridad de Cristo, con la que llenar ciertas necesidades particulares de nuestra alma o del alma de los demás, pero que la Eucaristía nos da la plenitud de su caridad, nos incorpora perfectamente a su Cuerpo Místico —que vive por la caridad— y nos capacita no solo para recibir la caridad directamente de Cristo, nuestra Cabeza mística, sino para regocijarnos en la vital corriente de caridad que fluye a través de todo el organismo, de un miembro a otro62. Por eso es la Eucaristía, en el sentido más estricto, el Sacramentum pietatis, el “sacramento de caridad”. Porque mientras en el bautismo el 60

San Juan Crisóstomo, Homilía 50, sobre San Mateo, 3 III, Q. 73, a. 2. 62 III, Q. 73, a. 4. 61

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hombre es regenerado por la Pasión de Cristo, en la Eucaristía su caridad se hace perfecta por la participación sacramental en la caridad de Cristo. Por la Eucaristía, “el hombre alcanza su perfección unido con Cristo en la Cruz”: homo perficitur in unione ad Christum passum63. Así, pues, en la santa comunión no somos nosotros los que transformamos el Cuerpo de Cristo en nuestra propia sustancia, como ocurre con el alimento ordinario; por el contrario, es Él quien nos asimila y transforma en Sí mismo. Pero ¿cómo? Incorporándonos, por medio de la caridad, a su Cuerpo Místico. Mientras “comemos” la sustancia del verdadero Cuerpo de Cristo bajo las especies sacramentales, nosotros mismos somos comidos y absorbidos por el Cuerpo Místico de Cristo. Nos hacemos, por decir así, parte de este Cuerpo, asimilados por Él, unos con su organismo espiritual64. He aquí lo que quería decir San Agustín cuando exclamaba: O sacramentum pietatis, “oh Sacramento de Amor, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad. El que quiera vida, aquí encontrará una vida en la que vivir y una vida por la que vivir”. Y añade: Cuando los hombres comen y beben, lo que desean es no tener hambre ni sed. Pero este efecto no lo produce en realidad más que el alimento y la bebida que hace inmortal e incorruptible al que lo consume, y este alimento es la saciedad de los santos, en la que habrá paz y unidad plena y perfecta 65. El “sagrado banquete” es, pues, un banquete de caridad, de unidad fraterna en Cristo. Es el compartir unos con otros el amor de Cristo, de suerte que el fuerte ayude al débil a encontrar a Cristo y el débil, a su vez, dé al fuerte una oportunidad para amar más a Jesús amándole en sus miembros. Fuera de esta perspectiva, nuestras comuniones no pueden alcanzar la plenitud de gozo que Cristo desea para ellas. En la medida en que nuestro amor a Jesús en el sacramento de su amor sea sólo un amor a la Cabeza, sin un afecto sincero y cálido por nuestros hermanos, desprovisto de interés por las necesidades espirituales y físicas de sus miembros, nuestra vida espiritual quedará inutilizada e incompleta.

63

III, Q. 73, a. 3, 3 ad. 3. Ibid., ad. 3. 65 Tractatus 26 in Joannem. P. L. 35:1613. 1614. 64

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3. “Os he llamado mis amigos.” Todo el que lea atentamente el discurso de la Ultima Cena no puede menos que quedar vivamente impresionado por el amor especial de Jesús a los apóstoles que había escogido. Les ama a cada uno de ellos individualmente, y les ama en grupo. Les llama “los suyos”, a los que ha amado “extremadamente” (Io., XIII, 1). Les lava los pies no sólo como una expresión de humildad, sino también y sobre todo, porque, si no son “lavados” con su propia humilde caridad, no tendrán parte con Él (Io., XIII, 8). Y luego, sentándose a la mesa, y disponiéndose a partir por vez primera el pan de la Eucaristía que es su propio Cuerpo, les dice solemnemente cuán importante es que se amen unos a otros como Él les ha amado. En verdad, este es su gran mandamiento, el que resume todo el resto de su enseñanza y contiene la plena expresión de la voluntad del Padre respecto de nosotros, que seamos uno en ÉL “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros” (Io., XIII, 33). “Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo guardé los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor... Este es mi precepto, que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Io., XV, 1012). De esta manera dio Jesús el último toque a la formación de sus apóstoles, una obra que se había convertido en su mayor interés durante el último año de su vida pública. El sacerdote no encontrará un manual más puro y más perfecto de espiritualidad sacerdotal que este discurso de la Ultima Cena, que contiene todo cuanto Cristo Nuestro Señor deseó más fervientemente para los sacerdotes que ordenó aquella noche en el Cenáculo. Todo el programa de la vida sacerdotal, tal como Jesús lo expresó aquí, queda resumido en estas dos ideas: Amadme como yo he amado a mi Padre; amaos unos a otros como yo os he amado: Permaneced en mi amor (Io., XV, 9). Es perfectamente cierto que Jesús dejó este testamento de caridad a toda su Iglesia, pero se lo dejó de una manera más especial a los sacerdotes, cuya vida debe ser enteramente una vida de caridad eucarística, de unión con Cristo y de unos con otros en Cristo. La vida de todo hombre es un misterio de soledad y de comunión: soledad en el secreto de su propia alma, donde está a solas con Dios; comunión con sus hermanos, que comparten la misma naturaleza, cuya soledad reproduce la suya, que son sus “otros yos” aislados de él y, sin embargo, unos con él. En el plano natural, la vida, del hombre es más 96

soledad que comunión. El hombre teme a la soledad, pero la sociedad en la que busca un refugio de su aislamiento no le protege lo bastante de su propia insuficiencia. Con la venida de Cristo, la soledad del hombre se ha hecho más perfecta y más pura, en el sentido de que el hombre se ha hecho más persona; pero se ha hecho más persona en virtud de su unión más profunda con los otros hombres en la caridad de Cristo. En el corazón del sacerdote, este misterio de soledad y comunión alcanza profundidades aún mayores. Nadie estuvo jamás tan terriblemente solo como Jesús entre los hombres, a quienes había venido a salvar. No podían entenderle, y, a medida que el tiempo pasaba, le entendían cada vez menos. El Pueblo Escogido al cual había sido enviado, le rechazó, y le rechazó a través de los sacerdotes y doctores de la Ley, que debían de ser los únicos que le conociesen y recibiesen. Los Apóstoles a los que amó no podían penetrar sus enseñanzas y, al final, le abandonaron y le dejaron morir solo. Todo sacerdote participa, hasta cierto punto, en la soledad del corazón sacerdotal de Jesucristo. Aislado de los demás hombres por el carácter sacerdotal y por el elevado nivel de su vida consagrada, el sacerdote nunca debe olvidar que para él no hay en esta tierra, estrictamente hablando, ningún consuelo pro fundo y durable que sea puramente natural y humano. Puede, ciertamente, gozar de la amistad, pero él sabe muy bien, que, a me nos de que ésta sea espiritual y, por consiguiente, marcada en algún sentido por el signo de la Cruz, le servirá solamente para acentuar su soledad y amargar su pobre corazón. Al propio tiempo, el sacerdote disfruta de una especial autorización espiritual sobre su pueblo y, humanamente hablando, puede sentir la tentación de querer encontrar en esto un consuelo natural a la soledad de su corazón. En este caso, quiere estar “solo” en el ejercicio de su ministerio. Pretende ser el único padre de las almas a él confiadas. Quiere que nadie olvide que él, y sólo él, es el pastor. Y, así, puede ser tentado a desear para sí sólo los consuelos y recompensas de su ministerio sacerdotal. Es el designio de Cristo que la vida sacerdotal sea una unidad eucarística en todos sus aspectos. Nunca es el ministro individual el que de verdad importa, sino Cristo mismo, el único Sacerdote, que emplea a cada sacerdote como instrumento suyo en su acción sobre las almas. Por consiguiente, no quiere Cristo que sus sacerdotes sean hombres am97

biciosos, ávidos de gloria y reconocimiento para sí mismos y su obra, diciendo como el fariseo: “¡Yo no soy como los demás hombres! ¡Yo no soy como los demás sacerdotes!” Y, así, un aspecto esencial de la vida eucarística del sacerdote es su unión, en caridad sacerdotal, con todos los otros sacerdotes con los que él es uno en el gran Sumo Sacerdote. Jesús formó a sus apóstoles como un grupo íntimo que le rodeaba en todo momento durante su vida pública. No sólo era cada uno de ellos un amigo querido y confiado del Señor, sino que intentaban formar un círculo de amigos, de hermanos que se amaban unos a otros porque todos eran amados por Él. Este programa no se realizó perfectamente. Los Evangelios nos cuentan de varios casos de celos y rivalidad entre ellos, siendo severamente reprendidos por Jesús. Lo cual nos enseña dos cosas: que aunque los sacerdotes sean siempre tan humanos como los mismos apóstoles y sujetos a la misma fragilidad, la voluntad de Cristo respecto de ellos continúa siendo la misma. Sigue repitiéndonos la misma lección de humildad y de unión paterna. Si no aprendemos esta lección, no podemos permanecer perfectamente en su amor. Y si no permanecemos en su amor, la gloria del Padre no podrá manifestarse perfectamente en nuestra vida (Io., XV, 1-8). Los que hemos sido elegidos por Cristo para la más alta de todas las vocaciones debemos recordar siempre que sólo hay Un Sacerdote: Jesús mismo. Cada uno de nosotros es un instrumento no más, un ministro, del Sacerdocio de Cristo. Cada uno de nosotros es, por supuesto, otro Cristo; pero todos juntos nos unimos para formar un “Cristo”, un sacerdote ungido, y éste es el “Unico Sacerdote” que verdaderamente glorifica al Padre con un homenaje de sacrificio y de oración. Debemos poner gran cuidado en purificar nuestros corazones de conceptos humanos e inconscientemente paganos del sacerdocio, como si fuese algo que pudiéramos conseguir por nosotros mismos gracias a alguna virtud o poder particular. Nuestro sacerdocio no es un poder adquirido como resultado de un largo entrenamiento o iniciación esotéricos. Es más bien, la admisión de cada uno de nosotros a participar místicamente en el sacerdocio de Cristo. Somos sacerdotes, no para nosotros, sino para Él. En consecuencia, somos también sacerdotes unos para otros. Por eso debe existir siempre la armonía más perfecta entre nosotros. Hemos de amarnos mutuamente, obedecernos unos a otros cuando la ocasión lo permita o lo exija, ceder humildemente unos a otros, respetarnos unos a otros con un profundo y sincero respeto sobrenatural. Intentaremos purificar lo más posible 98

nuestros corazones hasta de aquellas emociones inconscientes y ocultas que pueden deslizarse en nuestra vida bajo capa de cordialidad y de buena voluntad paterna y con las cuales mantenemos la apariencia de una cooperación amistosa. Todo esto exige de nosotros grandes sacrificios, sacrificios más difíciles que muchos de los que voluntariamente aceptamos en nuestra obra por la salvación de las almas. Pero también nos procurará grandes y sobrenaturales consuelos. Nos procurará fuerza en Cristo, un nuevo sentido de la unidad y el fin de nuestra vocación, una conciencia del poder de Cristo viviendo y actuando en su Iglesia. Por todos estos motivos, nuestras meditaciones ante el Santísimo Sacramento, nuestros instantes de recogimiento después de la misa, nuestra recitación del oficio divino y. sobre todo, nuestra misa diaria deben estar penetrados de este espíritu de caridad sacerdotal, de este sentido de unidad con nuestros hermanos sacerdotes en todas las partes del mundo, de verdadera sumisión a nuestros superiores y de abandono total de nosotros mismos a la voluntad de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote. Esto significa la más constante renuncia de sí mismo, algo completamente imposible sin una fe profunda y hasta heroica, en el Cristo eucarístico.

4. El Mandamiento Nuevo. Si amamos al Santísimo Sacramento, si encontramos nuestra delicia en el tiempo que pasamos adorando este tremendo misterio de amor, no podemos menos de averiguar más y más cosas sobre la caridad de Cristo. No podremos menos de buscar un conocimiento íntimo y personal de Jesús oculto bajo los velos sacramentales. Pero en la medida en que aumenta nuestro conocimiento y amor de Él, aumentará necesariamente nuestro conocimiento de lo que Él quiere de nosotros entenderemos así cada vez más cuán seriamente quiere Él que tomemos su “nuevo mandamiento” de que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado. En efecto, si dejamos de tomar seriamente este mandamiento y concentramos nuestra vida de devoción en un deseo egoísta de píos sentimientos que nos encierra dentro de nosotros mismos y contrae nuestro corazón, haciéndonos insensibles a los demás, o incluso despreciándolos, podemos estar seguros de que nuestra devoción es pura ilusión. No conocemos a Cristo, por lo mismo que no guardamos su palabra. Pues Él 99

sólo se manifiesta a aquellos que cumplen su voluntad. Y Él quiere venir a nosotros en este sacramento de su amor, no sólo para consolarnos como individuos, sino para que podamos darle nuestros corazones y dejarle que more en ellos, de suerte que, a través de nosotros, pueda amar a nuestros hermanos con nuestro propio amor. Puesto que la voluntad del Padre, todo el plan salvífico de Dios, culmina en la resurrección y glorificación del Cuerpo Místico, es claro que la Eucaristía se nos ha dado, primero para que lleguemos a ser perfectos en la caridad nosotros mismos, y luego para que nuestra caridad se comunique, a modo de una energía espiritual vivificante, a las otras almas a través de toda la Iglesia. Ni espera Cristo que alcancemos la perfección en el amor antes de que nuestro amor fructifique en la vida de los demás. Es amando a los otros como progresamos en nuestro amor hacia Él, y amándole a Él, sobre todo, entrando profundamente en el misterio de la cruz y de la Eucaristía, es como aumentaremos nuestra capacidad de amor a los demás. De ahí que el sagrado banquete de la Eucaristía sea la expresión no sólo del crecimiento y gozo espiritual de los individuos, sino de vitalidad de la Iglesia toda. En torno a la mesa en la que Cristo parte de nuevo el pan a sus discípulos, es donde los hijos de la Iglesia crecen en edad y gracia ante Dios y ante los hombres y alcanzan la plena estatura de la madurez de Cristo. Comentando algunos de los grandes textos de San Pablo sobre la unidad del Cuerpo Místico (por ejemplo, I Cor., X, 17 y Eph., IV, 15-16), distingue Santo Tomás entre los diferentes aspectos de nuestra unidad en Cristo. Somos unos con Él por la fe que nos incorpora a Él, por la esperanza y la caridad que nos hacen crecer en Él. Por encima de esto, somos uno en Él en una unidad de vida y de pensamiento (vitae et sensus) que se manifiesta en las obras de caridad con las que nos ayudamos mutuamente y por la aceptación de las verdades dogmáticas y morales. Por último, la unión más íntima entre nosotros está sellada por la acción particular de cada uno, de acuerdo con su vocación en Cristo. Cada uno de nosotros está llamado a desempeñar un papel especial —aun en el caso de que este papel pueda parecer oculto y sin importancia — en la edificación del cuerpo de Cristo. Los actos sobrenaturales por los que llevamos a cabo la obra que se nos ha confiado nos ligan cada vez más estrechamente con los otros miembros del cuerpo en una cooperación fraternal. 100

Y estos actos proceden de la oculta acción de Cristo en nuestras almas; la acción de las gracias especiales, gracias de estado, gracias propias de nuestra vocación peculiar e individual dentro de la Iglesia. Es de advertir que la acción de las gracias especiales por las que cumplimos nuestros deberes de estado y llevamos a cabo nuestra obra en Cristo están orientadas desde nuestro bien privado y particular hacia el bien de todos; es decir, hacia la caridad y hacia Dios. Pero, al mismo tiempo, es precisamente esta acción de la gracia la que nos capacita para realizar de la manera más perfecta nuestro destino personal. Llegamos a ser realmente lo que somos viviendo para los demás en Cristo. Viviendo para Cristo y su Iglesia, estamos al mismo tiempo viviendo para otros y para nosotros mismos. El mayor bien es Cristo, viviente en todos y cada uno de nosotros, y actuando en todos nosotros para suscitar en nuestros corazones una caridad común por la acción del Espíritu que nos junta cada vez más perfectamente a Cristo. Esta caridad que se vierte sobre nuestros corazones procede, ante todo, de la santa Eucaristía. Es el efecto de nuestros contactos sobrenaturales con el sagrado Cuerpo de Cristo, el fruto de nuestra unión con su alma santísima y con la divinidad del Verbo en el más grande de los sacramentos. Dice San Buenaventura: “Así como Dios cuida los cuerpos de todas las criaturas vivientes, proveyéndolas del conveniente alimento, así también tiene cuidado del nobilísimo Cuerpo de su Hijo, que es la Iglesia, y cuya cabeza es Cristo, el Hijo de Dios. Este Cuerpo no puede vivir y alimentarse de otra fuente que la de su cabeza, de suerte que todos los miembros, que son todos los hombres juntos unidos e integrados en Cristo como Cabeza, se nutren de su Espíritu v su amor a través del sacramento de la unidad y la paz. Y por ello, lo mismo que ningún cuerpo puede vivir sin tomar el alimento que le conviene, así también el alma racional no puede vivir si no come este alimento espiritual, que es el que ella necesita. Por eso dice Cristo: “El que me come vive por mí”66. En resumen: Cristo viene a nosotros en este sacramento a completar lo que el Padre le encomendó. Viene a nosotros a llenar nuestras almas de aquella caridad que le llevó a morir por nosotros en la Cruz. Viene a vivir en nuestros corazones y a conducirnos al único fin al que todas las actividades humanas tienden: el amor de Dios y el amor de nuestros prójimos en Dios. Si respondemos a su amor, si dejamos que este divino 66

De Praeparatione ad Missam, i. 13.

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sacramento purifique nuestros corazones de todo apego a las cosas mundanas, Él nos hará más fuertes y resueltos en su amor. Nos enseñará a comprender, no sólo su amor por nosotros, sino su amor por nuestro semejante. Nos enseñará a ver en lo profundo del corazón de nuestro hermano, por medio de la humildad y de la comprensión desinteresada. Nos enseñará que no basta soportar las flaquezas y pecados de los demás, que debemos también amarles hasta la muerte, y muerte de cruz. Si Cristo vino a morir por nosotros cuando todos éramos enemigos suyos, ya no tenemos ninguna excusa para odiar salvajemente a ningún hombre. Como Cristo vino a vencer el mal con el bien, también nosotros, nutridos por este sacramento, aprenderemos que la caridad de Cristo es lo bastante fuerte para tender la mano y abrazar incluso a nuestros enemigos y los suyos, lo bastante fuerte para conquistarlos y tornarlos de enemigos en amigos.

5. Hacia la Parusía. En tanto vivimos en el mundo, nuestra vida en Cristo permanece oculta. Oculta también permanece nuestra unión con Él. Oculta, la realidad de Cristo en la Eucaristía y en su Iglesia. Su presencia, negada tantas veces y escarnecida por la razón pura, sólo para la fe es evidente. Pero nuestras meditaciones sobre el Santísimo Sacramento quedarían”, incompletas si no recordásemos que esto es sólo una condición transitoria. Oculto como está, Él ha dicho que se manifestaría a Sí mismo. Nuestro conocimiento de Cristo por la fe, nuestra unión oculta con Él, no son el fin de la jornada, sino su comienzo. Esperamos la venida de Cristo. Nosotros somos aquellos que, como dice San Pablo, “deseamos su venida” (II Tim., IV, 8). Esto quiere decir que los que le poseemos por la fe y por la fe estamos unidos a Él, esperamos siempre el día en que lo que es oculta presencia se revelará abiertamente, y lo que es secreto se manifestará. En una palabra, vivimos en la esperanza de una gloriosa manifestación del gran misterio de Cristo. Esperamos la aparición de Cristo total: la Parusía. Juzgado ante el Sanedrín, Jesús declaró solemnemente que un día verían al Hijo del hombre “sentado a la diestra del Padre y viniendo sobre las nubes del cielo” (Mat. XXVI, 64). El misterioso lenguaje figurativo en el que los sinópticos hablan de la Segunda venida de Cristo y del Juicio Final se aclara, hasta cierto punto, en la elaboración teológica que recibe de San Pablo. En el sentir del apóstol de las Gentes, la Parusía y el Juicio Final serán la clara manifestación de Cristo en la Iglesia, su Cuerpo. En 102

otras palabras, el Juicio Final será la consumación y la revelación final del “misterio”, la restauración de todas las cosas en Cristo, secretamente cumplida bajo la sobrehaz de la historia humana. Existe cierto falso misticismo que se regocija ante la perspectiva de un Juicio Final en el que toda la historia de la humanidad se hundirá en el olvido bajo el anatema de un Dios encolerizado. Pero el verdadero punto de vista cristiano es el que considera el Juicio Final como la clasificación y vindicación de la historia humana. La Parusía es el gran acaecimiento que no destruirá la historia humana, sino que la completará, explicando todo lo que no estaba claro, mostrando cómo todas las cosas conspiraban para el bien de Cristo y realizaban los designios del Padre. Entonces veremos la sabiduría de las disposiciones providenciales de Dios permitiendo lo que parecían males incomprensibles. Veremos que los juicios de Dios son más sabios y misericordiosos que los juicios de los hombres, y que su sabiduría era más profunda que la sabiduría del sabio y del poderoso. Toda la verdad será vindicada, todos los valores reales serán reconocidos y mostrados en lo que eran, no importa donde pudieran encontrarse. Cristo nos dijo que no esperásemos que la Parusía fuese la glorificación de todos los respetables ciudadanos que recibían saludos en la plaza y ocupaban los primeros puestos en los banquetes. En verdad, muchos vendrán del Este y del Oeste y se sentarán al banquete de los cielos, mientras que aquellos que sólo exteriormente son respetables oirán que Cristo les dice: “los publícanos y las meretrices os precederán en el reino de los cielos” (Mt. XXI, 31). La Parusía será al mismo tiempo el juicio del bien y del mal y la manifestación total del Cristo. Los que fueron verdaderamente buenos estarán en la luz de Cristo; los que fueron verdaderamente malos estarán en las tinieblas sin Cristo, no importa cuáles hubieran sido sus reputaciones respectivas entre los hombres* Y la diferencia entre ellos residirá, ante todo, en la diferencia de la calidad de su amor. ¿Amaron a Dios y a los demás hombres? ¿Buscaron de verdad el verdadero bien? ¿Lo buscaron en Dios? En este caso, se encontrarán en “Cristo” y Él será revelado en ellos. La Parusía será, efectivamente, la manifestación de Cristo en nosotros y de nosotros en Cristo. Realizará las palabras del Espíritu hablando a través de San Pablo: “Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestarán con Él en gloria”. (Col., III, 4). 103

Dijimos al comienzo de este libro que la Eucaristía es un signo de esta consumación final. Esto no es más que otra manera de decir que, en la Parusía, la res sacramenti de la Eucaristía se manifestará completamente. El Cuerpo Místico de Cristo, cuyo “signo” es su cuerpo sacramental, será visto en lo que es. La oculta interconexión entre ambos misterios se resolverá por fin en la luz de la visión con la que veremos cómo los dos cuerpos de Cristo son, en realidad, uno; cómo el Cristo sacramental es el corazón viviente de su cuerpo Místico, y cómo todos cuantos están unidos mediante la participación en la sustancia de su Cuerpo constituyen, en realidad, un solo Cuerpo en Él. Este será el comienzo de aquel sagrado banquete en el que nuestra alegría ya no permanecerá oculta en la oscuridad de la fe y enmudecida por el silencio de la esperanza, sino que prorrumpirá en la eterna canción de gloria y de victoria que es el Alleluia de la Iglesia Triunfante. Entretanto, démonos cuenta de que, incluso en medio de la batalla, la sola presencia de la Eucaristía en el mundo ha convertido la historia del hombre —al menos, la historia de los elegidos— en un sacrum convivium. No hay razón para desesperar del hombre o de la sociedad humana. El hecho de que el misterio de iniquidad esté actuando en el mundo no es razón para que el cristiano adopte la actitud de que la sociedad humana, en cuanto tal, está irremediablemente condenada y que ha llegado el tiempo de que los gentiles serán aplastados y pisados en el lugar del terrible castigo. Ningún cristiano verdadero puede enfrentar tranquilamente el Juicio Final con la satisfecha convicción de que el malo es “cualquier otro” y que “ciertas gentes” —nunca él— están predestinadas a encontrarse entre los cabritos. Si somos miembros de Cristo, vivamos como miembros de Cristo. Hemos de ser como Aquel que vino, no a condenar a los hombres en su miseria y confusión, sino a iluminarlos y a salvarlos. Así pues, nuestra vida en Cristo exige un apostolado plenamente eucarístico; una acción enérgica y de largo alcance, basada en la oración y en la unión interior con Dios y capaz de trascender las limitaciones de clase, nación y cultura y de continuar edificando un nuevo mundo sobre las ruinas de lo que sin cesar está hundiéndose en la decadencia. Si el futuro nos parece sombrío, ¿no será quizá porque estamos asistiendo a la aurora de una luz que nunca antes ha sido vista? Vivimos una época en que la caridad puede llegar a ser heroica como nunca lo ha sido antes. Vivimos, acaso, en el umbral de la más grande era eucarística 104

del mundo, la era que muy bien pudiera presenciar la unión final de toda la humanidad. Si esto es verdad, entonces es que estamos ante la posibilidad de una empresa tremenda; la unión visible del mundo, a un paso de la unión de todo el mundo en Cristo. Esta empresa, lejos de ser ajena a la espiritualidad eucarística, pertenece a su misma esencia. La misa y la comunión no tienen sentido si no recordamos que la Eucaristía es el gran medio dispuesto por Dios para juntar y unificar a la humanidad, dispersa por el pecado original y actual. La Eucaristía es el sacramento de la unidad, y la vida eucarística, por su misma naturaleza, se orienta hacia un apostolado de caridad que tiende a realizar la unión visible de toda la humanidad. ¿Será esta unión una unión política? ¿Debemos poner la esperanza en esto, o más bien se tratará de una de las tentaciones de los últimos tiempos? Preguntas que yo no estoy preparado para contestar, y quizá el final de un libro no sea él lugar más adecuado para plantearlas. El reino de Cristo “no es de este mundo”, y es bien cierto que muchos de los que pretenden trabajar por una humanidad políticamente unida son también implacables enemigos de la Eucaristía, el sacerdocio y la iglesia. Quizá los últimos tiempos serán eucarísticos en el sentido de que la Iglesia misma dará gloria y alabanza a Dios siendo crucificada. Pero, en este caso, ella obrará como antes lo hizo el Redentor: abriendo sus brazos a toda la humanidad y trayéndola a la unidad y a la victoria en su misma derrota aparente. El hombre que puede decir con verdad que espera con esperanza y alegría la Parusía del Hijo de Dios, es un hombre cuya vida eucarística produce frutos de oración y de acción para la unidad de todos los hombres en Cristo. Trabajando para unir a todos los hombres en la caridad, estamos, por decirlo así, preparando la Hostia, compuesta de muchos granos, para que finalmente sea consagrada y transformada en la gloria de Cristo al final de los tiempos. Por esto fue por lo que Jesús rogó al Padre en la Ultima Cena (Io., XVII. 20, 23). “Pero no ruego sólo por éstos, sino por cuantos creen en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que tú me has enviado. Y yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como tú me amaste.” 105

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