El Palacio Del Vacio de Thomas Merton. Encontrar a Dios: Despertar Al Verdadero Yo - James Finley

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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JAMES FINLEY

EL Palacio del vacío de Thomas Merton Encontrar a Dios: despertar al verdadero yo

SAL TERRAE 2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

Título original: Merton's Palace of Nowhere: by James Finley © Ave Maria Press, 1978 Notre Dame, Indiana 4656 Traducción: Fernando Beltrán Llavador © Editorial Sal Terrae, 2014 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 23-10-2014 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2410-5

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«Esta puerta es la entrada al Palacio del Vacío. Es la puerta de Dios. Es nuestro mismo yo, el yo verdadero llamado por Dios a una unión perfecta con Él. Y cruzamos secretamente esta puerta al responder a la llamada de salvación: “Ven conmigo al Palacio del Vacío donde la miríada de cosas son una”». (Véase infra, Capítulo 5, p. 199).

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Abreviaturas de los libros de Thomas Merton empleadas en las notas AC = Acción y contemplación A-V = Amar y vivir CEC = Conjeturas de un espectador culpable DA = Diario de Asia EI = La experiencia interior HN = El hombre nuevo MMZ = Místicos y maestros zen NSC = Nuevas semillas de contemplación OC = La oración contemplativa PS = Pensamientos en la soledad PV = El Pan vivo SJ = El signo de Jonás. Diarios (1946-1952) ZPD = El zen y los pájaros del deseo

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Agradecimientos MI sincero agradecimiento se dirige a las siguientes personas sin cuyo apoyo y guía este libro no hubiera resultado posible: Mi buen amigo, el Padre Flavian Burns, ocso, ejerció una gran influencia en la dirección y el tono que subyacen a esta obra. Compartió conmigo, de manera generosa, su perspicaz comprensión de la espiritualidad de Thomas Merton. El Hermano Patrick Hart, ocso, también alentó mi esfuerzo desde el principio hasta el final. Sus sugerencias editoriales fueron sumamente útiles. El Padre Henri Nouwen fue generoso tanto con su tiempo como con su estímulo entusiasta. John Mogabgab, de Yale Divinity School, hizo numerosas sugerencias para la edición que fueron incorporadas en la versión final del texto. James Andrews desempeñó un papel significativo en mi decisión inicial de emprender este proyecto. El Padre John Eudes Bamberger, ocso, me ayudó en los estadios iniciales de la preparación del manuscrito. También me siento en deuda con Dom Timothy Kelly, ocso, abad de Getsemaní, por su cooperación a la hora de permitirme seguir visitando la Abadía. Quisiera expresar mi gratitud igualmente a Martha Oakes por su ayuda en la preparación de los primeros borradores de los manuscritos. Los siguientes amigos y compañeros leyeron y comentaron mi trabajo: Michael Pennock, el Padre Don Cozzens, la Hermana Cathy Hilkert, el Padre Felix Donahue, ocso, el Padre Charles McCabe, el Padre Edward Prendergast, John Hules y Bill Plato. Debo mi reconocimiento a cuantas personas han escuchado mis conferencias sobre la espiritualidad de Thomas Merton y han formulado preguntas y sugerido críticas constructivas que me han alentado a clarificar mis pensamientos.

JAMES FINLEY

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Nota preliminar: POR

FERNANDO BELTRÁN LLAVADOR

THOMAS Merton (Francia, 1915 – Bangkok, 1968) alcanzó su popularidad con La Montaña de los Siete Círculos, que pronto se convertiría en un éxito de ventas sin precedentes en el que su joven autor relataba, desde el claustro del monasterio trapense de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, en los Estados Unidos, su propio proceso de conversión al catolicismo. Hijo de artistas, Merton heredó una fina sensibilidad hacia la naturaleza y el arte, y tuvo frecuentes ocasiones de convivir con ambos. En sus diarios prosiguió una tarea de escrutinio interior que ya iniciara su propia madre al tomar notas del progreso del bebé desde su nacimiento. Cuando apenas contaba con seis años, esta murió, y con su padre inició una serie de cambios de residencia que le hicieron conocer en muy poco tiempo experiencias educativas diferentes en Francia e Inglaterra, y familiarizarse por igual con los idiomas de ambos países. A los dieciséis años, Thomas Merton quedó huérfano al morir su padre de un tumor cerebral en Londres. Dos años más tarde, el joven Merton emprende un breve viaje a Roma y, después de pasar el verano en los Estados Unidos, regresa a Cambridge para estudiar francés e italiano. En 1935 se desplaza definitivamente a Estados Unidos; allí reside con sus abuelos maternos y estudia en la Universidad de Columbia donde colabora en diversas publicaciones y finaliza una tesina sobre el arte y la naturaleza en William Blake. En 1938, por propia decisión, y tras un periodo juvenil inquieto y febril, es bautizado en la Iglesia católica y comienza sus estudios de doctorado interesándose por la obra del poeta Gerard Manley Hopkins. Ese mismo año viaja a Cuba, donde una profunda experiencia religiosa, que relata en su precoz autobiografía, le hace considerar seriamente la opción por el noviciado; después de conocer la obra social de Catherine de Hueck en Harlem, pasa un tiempo de retiro en la Abadía de Getsemaní siguiendo el consejo de su profesor Daniel Walsh, y finalmente, en diciembre de 1941, es admitido como novicio en la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia, donde encontrará su auténtico hogar espiritual, una «comunidad de perdón», de la que estaba necesitado, y una «escuela de caridad». Su periodo monástico comprende varias etapas netamente diferenciadas: noviciado (1942-1944), primeros votos hasta la ordenación sacerdotal (1944-1949), maestro de escolásticos (1951-1955), maestro de novicios (1955-1966) y finalmente una etapa eremítica (1966-1968) que concluye con lo que algunos estudiosos han denominado «monacato universal» (1968). Diez años después de su ingreso en la abadía adopta la ciudadanía norteamericana, y a través de sus escritos comienza a manifestarse en torno a la discriminación racial, cuestionando desde su fidelidad al Evangelio la intervención del gigante americano en Vietnam y su uso de la fuerza nuclear. En 1965 se le concede un permiso largamente esperado para vivir como ermitaño en los terrenos de la abadía, a 7

una milla escasa de esta; tres años más tarde, en 1968, se le invita a buscar nuevas ubicaciones para futuras ermitas y se desplaza a Nuevo México, California y Alaska. Ese mismo año viaja por distintos puntos de Asia con motivo de un encuentro de monjes benedictinos y cistercienses en Bangkok, donde muere de forma inesperada electrocutado por un ventilador. Apenas una década después de su muerte ya se habían publicado más de cuarenta libros suyos en prosa, once libros de poesía, cerca de quinientos artículos y numerosas traducciones del latín, del francés y del español. Su prosa, que emerge de un fructífero voto de silencio, comprende siete categorías de escritos: hagiografías, diarios, estudios teológicos, colecciones de ensayos, traducciones de autores clásicos, una novela, y correspondencia epistolar publicada temáticamente en cinco volúmenes y en libros monográficos que recogen las cartas con diversos corresponsales (Ernesto Cardenal, Robert Lax, Rosemary Radford Ruether, Jean Leclercq, Czeslaw Milosz, James Laughlin, Victoria Ocampo, Robert Giroux, y Victor y Carolyn Hammer). El compromiso con la sociedad de su tiempo ha quedado bien patente en sus escritos sobre la amenaza nuclear, la discriminación racial y la alternativa de la noviolencia, sobre los habitantes nativos del suelo americano, y sobre numerosos temas de interés nacional y mundial: los campos de concentración, el existencialismo, la contribución de Oriente a la civilización humana, el papel de la ciencia y de la tecnología en el mundo contemporáneo, y un largo etcétera, que no fueron sino el corolario, y una derivación natural, de todos aquellos otros escritos e incursiones en temas de carácter estrictamente monástico: meditaciones, lecturas de la Biblia, directrices sobre la vida monástica, la espiritualidad de san Juan de la Cruz, san Bernardo, Juliana de Norwich...; estudios de las figuras del escolasticismo, los padres del desierto, así como del misticismo sufí, la espiritualidad zen, el taoísmo, etc. Desde el recinto claustral supo romper barreras temporales, geográficas y disciplinares, y hoy su reconocimiento procede tanto del ecumenismo, como del diálogo interreligioso y del encuentro de la fe con la ciencia, la cultura y el humanismo. La paradoja de Merton, y la del solitario solidario, consiste en que al retirarse del mundo, redescubre el corazón del mundo. En ese no-lugar en el ápice del alma no hay separación entre uno mismo, los semejantes y Dios. La soledad no es, en consecuencia, un repudio de la sociedad, pues, al decir de Merton, a lo que el solitario renuncia no es a su unión con los semejantes sino a las ficciones engañosas y a los símbolos equívocos que usualmente sustituyen la auténtica cohesión social. Para Thomas Merton, la visión del nuevo mundo y su consiguiente transformación desde la experiencia de la trascendencia y orientada a ella entraña un impulso renovador en los ámbitos de la sociedad y de la naturaleza. Entre los incontables problemas que padece nuestra sociedad, Merton menciona los siguientes: leyes laborales injustas, distribución desigual de vivienda y alimentos, conflictos raciales, dificultades económicas en el tercer mundo, tensión e incomunicación entre las naciones más poderosas, 8

materialismo y consumismo desorbitados, brutalidades, abusos y asimetrías en el ejercicio del poder, la carrera armamentista, el deterioro medioambiental, etc. Como remedio radical a esos problemas, y siempre guiando la acción social desde su fuente contemplativa para garantizar su rectitud, Merton propone, en primer lugar, la humanización de la sociedad, lo que pasa por la transformación de los espacios colectivos (en tanto que mero agregado de individuos aislados) en lugares realmente comunitarios (donde hay comunión de personas como seres de, y en, relación) y que requiere, de forma concreta, la humanización de cada sujeto, convirtiendo las pulsiones individuales, superficiales y egoístas en impulsos personales profundos y creativos; a continuación, la restauración de la verdadera comunicación humana más allá de la uniformización y superficialidad de los medios de difusión de masas; derivada de la anterior, el fomento de un auténtico diálogo de culturas, así como una apertura ecuménica tanto más necesaria cuanto más aguda se hace la crisis de estructuras y mayor alcance tiene la situación de diáspora del cristianismo; y finalmente, la extensión de la paz mediante el ejercicio de una auténtica no-violencia, que busca en Dios, e inspirado en las enseñanzas de Mahatma Gandhi, el impulso de cualquier legítima protesta. En cuanto al segundo ámbito, la responsabilidad del hombre para con la naturaleza se desprende del propio papel del hombre en el universo como locus de la epifanía divina, porque el universo se hace consciente de sí a través del ser humano. Este, para Merton, es al universo lo que el ojo al cuerpo. Con la mirada limpia, y la visión unificada, el cuerpo (personal y universal, social y cósmico) se llena de luz, y la creación entera predica, en explosión silenciosa, la presencia de Dios. Esa luz se extiende en el hombre, y a través de él a toda la tierra: desde el corazón humano se elevan, en comunión con la naturaleza, cantos de alabanza al Creador. La nueva humanidad es, no solamente contemplativa, sino heredera con Cristo y copartícipe de la creación. Su acción contemplativa, además de ser redentora y salvífica, es, por tanto, creadora y se despliega bien mediante el trabajo, que así deviene liturgia y quehacer laudatorio, bien mediante la creación artística que, cuando brota de un corazón purificado, como en el caso de la pintura de iconos, hace transparente al espectador la realidad luminosa de las cosas. Diversos factores pueden explicar el profundo interés de Merton por las cuestiones sociales. En primer lugar, la naturaleza profética de la profesión monástica, pues para Merton, en última instancia todo ser humano está llamado a ser monje, esto es, mónos: uno, interiormente unificado y no alienado. Merton entiende por profecía una comprensión directa de la realidad en su momento de mayor tensión y pulsión hacia lo nuevo, y ello a la luz de la experiencia cotidiana, es decir, una lectura de la Noticia evangélica entre las líneas de las noticias del mundo. En segundo lugar, como crítico implacable de su propia persona, Merton estaba acostumbrado a cuestionar las motivaciones últimas de su conducta y eso le ayudó a discernir sutiles mecanismos de comportamiento social extremadamente estereotipados y rutinarios, en suma, el conformismo tibio y acomodaticio de una ciudadanía acrítica. En tercer lugar, la propia definición del cristianismo obliga a la Iglesia y a sus creyentes a tomar parte responsable en el curso de la historia. Un cuarto factor de no pequeña importancia fue el deseo 9

ardiente, expresado de manera explícita en su joven autobiografía, de alcanzar la santidad; en sus estudios hagiográficos, Thomas Merton descubrió como un distintivo común a los santos de todos los tiempos su inmensa compasión hacia los semejantes, fruto de la conversión en el yo mismo verdadero –el tema central de la obra entera de Merton–. También fue decisiva la apertura del propio monasterio, con un acceso cada vez mayor a fuentes de información del otro lado del espejo monástico, precisamente para superar el riesgo de incurrir en espejismos solipsistas. Otro factor relevante es que Merton habría de adoptar con inmensa fidelidad el mensaje del papa Juan XXIII en su encíclica Pacem in Terris, llevando hasta el final sus implicaciones sociales. Hay que destacar en este contexto, y como elemento axial para apreciar en todo su calado el excelente libro de Finley, una experiencia de iluminación y comunión profundas de Merton que tuvo lugar el 18 de marzo de 1958 en la esquina de una ajetreada calle de Louisville, un episodio de enormes consecuencias que relata en la tercera parte de Conjeturas de un espectador culpable, en el que claramente se testimonia que el júbilo de despertar a la propia naturaleza esencial va acompañado de un deseo sincero de compartir ese descubrimiento con los otros, ya no otros, sino nos/otros, «nuestros otros», miembros de un mismo Cuerpo: «No hay manera de hacer ver a los humanos que todos ellos deambulan por el mundo brillando como un sol...; cuando estoy solo, ellos no son “ellos” sino mi propio yo... Es como si, de pronto, me hubiera percatado de la secreta belleza y la profundidad de sus corazones…: el corazón mismo de su realidad, la persona que cada cual es a los ojos de Dios. ¡Si pudieran verse a sí mismos tal como realmente son! ¡Si pudiéramos vernos siempre así unos a otros! No habría entonces más guerra, ni más odio, ni más crueldad, ni más codicia» 1.

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Cronología del autor y su obra El cuadro cronológico de este apartado ofrece una panorámica, inevitablemente reducida, de los acontecimientos más relevantes de la vida de Thomas Merton y de las fechas de publicación de su obra. Hasta el año 1952 quedan señaladas entre paréntesis las páginas de su obra The Seven Storey Mountain [SSM] que hacen mención a los episodios referidos, porque ella misma ya constituye un testimonio a la vez personal e histórico de ese dilatado momento del pasado siglo que alcanza sus dos grandes guerras. La relación bio/bibliográfica llega hasta el año 2015, coincidiendo con el centenario de su nacimiento, para dejar constancia de la publicación póstuma de algunas de sus obras, y en ella se añaden entre corchetes los títulos publicados en español por esta editorial seguidos del año de su publicación. 1915 = 31 de enero: Nace en Prades, Francia, hijo de Owen Merton, pintor de Nueva Zelanda, y de Ruth Jenkins, artista de Ohio (Seven Storey Mountain, HB&J 1948: pp. 3-4). 1916 = Se traslada a los Estados Unidos (Maryland y Nueva York) (SSM: 6). 1918 = 2 de noviembre: Nace su hermano John Paul (SSM: 8). 1919 = Gertrude Hannah Merton, su abuela neozelandesa, le enseña a rezar, así como el nombre de las estrellas y las constelaciones (SSM: 9). 1920 = La madre de Thomas Merton enferma (SSM: 13). 1921 = 3 de octubre: Su madre, Ruth Jenkins, muere de cáncer de estómago en el hospital Bellevue de Nueva York (SSM: 14). 1922 = 22 de octubre: Se traslada con su padre a Bermuda, donde asiste a una escuela primaria (SSM: 17). 1923 = Regresa a Douglaston (Nueva York) a vivir con los padres de R. J. Merton (SSM: 20). 1924 = Su padre, gravemente enfermo, ha de regresar a Londres (SSM: 27). 1925 = Se traslada a Francia con su padre, y se establecen en St. Antonin (SSM: 28-44); dos primeros intentos de escritura (52). 1926 = Comienza a estudiar en el Liceo Ingres, en Montauban, Francia (SSM: 48). 1927 = Pasa el verano con la familia de los Privats en Murat, Francia (SSM: 55).

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1928 = En mayo viaja a Inglaterra: continúa sus estudios en Ripley Court (SSM: 63). 1929 = Pasa las Pascuas en Canterbury con su padre. En agosto viaja a Aberdeen, Escocia (SSM: 68) y su padre ingresa en un hospital en Londres (69). En agosto entra como estudiante en Oakham Public School en Ruthland, Inglaterra (72). 1930 = En junio, su abuelo Jenkins le proporciona independencia económica (SSM: 77). En las vacaciones navideñas viaja a Estrasburgo (83). 1931 = El 18 de enero, su padre, Owen Merton, muere de un tumor cerebral en el hospital Middlesex, de Londres (SSM: 84). En las vacaciones de Pascua viaja a Roma y Florencia. Durante el verano visita los Estados Unidos. En otoño, editor de The Oakhanian; escribe acerca de Gandhi. 1932 = En Pascua visita Alemania (SSM: 95). En septiembre obtiene su certificado académico (100). En diciembre obtiene una beca para estudiar en Clare College, de la Universidad de Cambridge (102). 1933 = En febrero atraviesa Francia hacia Roma, para una visita prolongada (SSM: 103). En verano va a los EE.UU. (114). Otoño: estudios en Cambridge (118). 1934 = Verano en EE.UU. (SSM: 126). En otoño vuelve a Inglaterra para obtener su visa de residente en EE.UU. En noviembre se traslada a vivir con sus abuelos maternos. 1935 = Enero: Univ. de Columbia (SSM: 138). En primavera ingresa en el Partido Comunista y lo abandona. Colabora en Spectator, The Columbian Review, Jester... 1936 = Muere su abuelo, S. Jenkins. Encuentro con Lax, Rice, Freedgood (SSM: 158). 1937 = Editor de Columbia Yearbook; escogido «Best Writer of the Senior Class» (SSM: 164). En febrero lee El espíritu de la filosofía medieval, de Étienne Gilson (171). En agosto muere su abuela, Martha Jenkins (160). 1938 = B.A. en Lit. Inglesa; inicia su tesis de M.A., Nature and Art in W. Blake: An Essay in Interpretation (SSM: 204). En agosto asiste a misa en Corpus Christi (206-207). En otoño comienza a estudiar con Daniel Walsh (218). 16 de noviembre: recibe el bautismo en la Iglesia católica, con Ed Rice como padrino (221). 1939 = 22 de febrero: recibe su M.A. de la Univ. de Columbia (SSM: 234). Clases en una extensión de la Univ. de Columbia; artículos en periódicos neoyorquinos 12

(236). 29 de mayo: recibe el sacramento de la confirmación. Verano en Olean, N.Y., con Bob Lax y Edward Rice; escribe The Labyrinth (240). Otoño: clases en St. Bonaventure’s College (252). En noviembre solicita unirse a la orden franciscana (261). 1940 = Abril-mayo: Cuba; experiencia religiosa (SSM: 278-284). En junio los franciscanos rechazan su solicitud (297). Verano en Olean (301). 1941 = Pascua: retiro en Getsemaní. Agosto: trabajo social en Harlem con Catherine de Hueck, en Friendship House. Septiembre: retiro en Our Lady of the Valley Monastery, Cumberland, Rhode Island (SSM: 351). El 10 de diciembre ingresa, como trapense, en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, Kentucky (363). 1942 = El 21 de febrero toma el hábito de novicio y adopta el nombre monástico de Father Louis. Su hermano John Paul es bautizado en Getsemaní (SSM: 394). 1943 = Muerte de J. Paul; escribe «For My Brother, Missing in Action» (SSM: 404). 1944 = 19 de marzo: primeros votos. Publicación de Thirty Poems (SSM: 410). 1945 = Escribe con más frecuencia, bajo permiso, a su editor (SSM: 413). 1946 = A Man in the Divided Sea (Sign of Jonas, HB&J 1981: 13). 1947 = 19 de marzo: profesión solemne, consagración como monje (SJ: 31-32). 1948 = 4 de agosto: muerte de Dom Frederic Dunne (SJ: 113). 23 de agosto: elección de Dom James Fox como nuevo abad (SJ: 117). 21 de diciembre: ordenación como subdiácono (SJ: 145). Exile Ends in Glory; Figures from an Apocalypse; The Seven Storey Mountain; The Spirit of Simplicity; What is Contemplation? 1949 = Mayo: ordenación sacerdotal (SJ: 181). Van Doren, Lax, Rice y Freedgood están presentes. Noviembre: instrucción sobre orientación contemplativa a novicios. The Tears of the Blind Lions, Seeds of Contemplation, The Waters of Siloe. 1950 = Selected Poems; What are These Wounds? 1951 = 22 junio: ciudadanía norteamericana (SJ: 330). The Ascent to Truth. Casi todo su tiempo dedicado a la dirección espiritual y a la instrucción. 1952 = En julio visita Ohio. Bread in the Wilderness (SJ: 313).

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1953 = The Sign of Jonas. 1954 = The Last of the Fathers. 1955 = Maestro de novicios, desde entonces y durante diez años. No Man is an Island. 1956 = The Living Bread; Praying the Psalms; Silence in Heaven. 1957 = The Basic Principles of Monastic Spirituality; The Silent Life; The Strange Islands; The Tower of Babel. Encuentro con Ernesto Cardenal como postulante. 1958 = Monastic Peace; Nativity Kerygma; Thoughts in Solitude. 1959 = The Secular Journal of Thomas Merton; Selected Poems of Thomas Merton. 1960 = Octubre: construcción de una ermita para Thomas Merton en Mount Olivet. Disputed Questions; Spiritual Direction and Meditation; The Wisdom of the Desert. 1961 = The Behaviour of the Titans; The New Man; New Seeds of Contemplation [Nuevas semillas de contemplación, 2003]. 1962 = Clement of Alexandria; Original Child Bomb; A Thomas Merton Reader. Dirige un retiro para la plantilla de The Catholic Worker. 1963 = Reconocimiento académico de la Univ. de Columbia. Break through to Peace; Emblems of a Season of Fury; Life and Holiness [Vida y santidad, 2006]. 1964 = La Univ. de Kentucky le otorga un «Honorary Doctorate of Letters». Come to the Mountain; Seeds of Destruction. Encuentro con el Dr. Suzuki en Nueva York. 1965 = 20 de agosto: entra formalmente en su ermita. Gandhi on Non-Violence; Seasons of Celebration [Tiempos de Celebración, 2013]; The Way of Chuang-Tzu. 1966 = Conjectures of a Guilty Bystander [Conjeturas de un espectador culpable, 2011]; Hagia Sophia; Raids on the Unspeakable [Incursiones en lo Indecible, 2004]. 1967 = Mystics and Zen Masters. Concelebración en la ordenación de Dan Walsh. 1968 = 13 de enero: elección del Padre Flavian Burns como nuevo abad del monasterio. En mayo visita California y Arizona. En septiembre visita distintos puntos del 14

país. Viaja a Asia: encuentro de benedictinos asiáticos y de abades cistercienses en Bangkok. El 10 de diciembre muere electrocutado en Bangkok. Cables to the Ace; Faith and Violence; Zen and the Birds of Appetite. 1969 = The Climate of Monastic Prayer; The Geography of Lograire; My Argument with the Gestapo; The True Solitude. 1970 = Opening the Bible. 1971 = Contemplation in a World of Action; Early Poems: 1940-1941; Thomas Merton on Peace. 1973 = The Asian Journal. 1974 = Cistercian Life; The Jaguar and the Moon. 1975 = He is Risen. 1976 = Ishi Means Man; Meditations on Liturgy. 1977 = The Collected Poems of Thomas Merton; A Hidden Wholeness; The Monastic Journey. 1978 = A Catch of Anti-Letters (with Robert Lax). 1979 = Love and Living. 1980 = The Nonviolent Alternative; Thomas Merton on St. Bernard. 1981 = Day of a Stranger; Introductions East and West; The Literary Essays of Thomas Merton; The Niles-Merton Songs. 1982 = The Hidden Ground of Love: Letters; Eighteen Poems. 1983 = The Alaskan Journal of Thomas Merton. 1985 A Vow of Conversation: Journal 1964-65; 1986 = Encounter: Thomas Merton & D. T. Suzuki; 39 cassettes on Monastic Lessons. 1988 =Reflections on My Work; The Road to Joy; Nicholas of Cusa. 1989 = Preview of the Asian Journey. 1990 = The School of Charity: Letters. 15

1992 = Springs of Contemplation: A Retreat at the Abbey of Getsemaní. 1993 = The Courage for Truth: Letters. 1994 = Witness to Freedom: Letters. 1995 = Passion for Peace: The Social Essays of Thomas Merton; Run to the Mountain: Journals, vol. 1; At Home in the World (Letters with Rosemary Radford Ruether). 1996 = Journals, vols. 2, 3 and 4; Thomas Merton’s Four Poems in French. 1997 = Journals, vols. 5 and 6; Thomas Merton and James Laughlin: Selected Letters; The Letters of Thomas Merton and Czeslaw Milosz. 1998 = Journals, vol. 7. 1999 = The Intimate Merton: His Life from his Journals [Diarios (1939-1968), 2014]. 2001 = Writings (Selected with an Introduction by Christine M. Bochen); Dialogues with Silence [Diálogos con el Silencio, 2005]. 2002 = Survival or Prophecy? The Letters of Thomas Merton and Jean Leclercq. 2003 = Seeking Paradise: The Spirit of the Shakers; The Inner Experience: Notes on Contemplation; Thomas Merton-Ernesto Cardenal: Correspondencia (19591968). 2004 = Peace in a Post-Christian Era; A Year with Thomas Merton: Daily Meditations from His Journals [Un año con Thomas Merton: Meditaciones de sus «Diarios», 2006]. 2005 = Cassian and the Fathers: Initiation into the Monastic Tradition 1; In the Dark before Dawn: New Selected Poems. 2006 = Pre-Benedictine Monasticism: Initiation into the Monastic Tradition 2; The Cold War Letters; Signs of Peace: The Interfaith Letters of Thomas Merton. 2007 = A Book of Hours [El Libro de las Horas, 2009]. 2008 = An Introduction to Christian Mysticism: Initiation into the Monastic Tradition 3.

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2009 = The Rule of St. Benedict: Initiation into the Monastic Tradition 4; Compassionate Fire: The Letters of Thomas Merton and Catherine de Hueck Doherty. 2010 = Monastic Observances: Initiation into the Monastic Tradition 5. 2011 = Fragmentos de un regalo: La correspondencia entre Thomas Merton y Victoria Ocampo. 2012 = The Life of the Vows: Initiation into the Monastic Tradition 6. 2013 = In the Valley of Wormwood: Cistercian Blessed and Saints of the Golden Age; Selected Essays. 2015 = Ad Majorem Dei Gloriam Dei: The Correspondence of Thomas Merton and Victor and Carolyn Hammer; The Letters of Thomas Merton and Robert Giroux.

FERNANDO BELTRÁN LLAVADOR International Advisor International Thomas Merton Society (ITMS)

1. Thomas MERTON, Conjeturas de un espectador culpable. Santander: Sal Terrae, 2011, 192 [en adelante CEC].

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Del autor, 25 años más tarde ESCRIBIR esta nota para el 25 aniversario de la publicación de El Palacio del Vacío de Thomas Merton me brinda una oportunidad para reflexionar sobre lo que este libro significa para mí personalmente. Lo primero que me viene a la mente es hasta qué punto la gracia que supuso escribir este libro surgió directamente de la bendición de haber vivido cerca de seis años como monje en la Abadía de Getsemaní en Kentucky en la primera mitad de la década de los años 60 del siglo pasado. De un modo más específico, su redacción encuentra su raíz en la enorme suerte de haber tenido a Thomas Merton como mi director espiritual. Fue un maestro vivo de la vida espiritual, alguien que encarnaba las primitivas tradiciones contemplativas de la Iglesia y las que les sucederían. Ingresé en el monasterio en julio de 1961 y salí de él en 1967, un año antes de la muerte de Merton en Bangkok, Tailandia. Algunos años más tarde, comencé a escribir El Palacio del Vacío de Thomas Merton. Cada mañana, me levantaba temprano, preparaba café, ponía los «Nocturnos» de Chopin, y me sentaba entre citas apiladas de Merton sobre el tema del verdadero yo. Empleé cinco años en la escritura de este libro, cinco años durante los cuales su redacción llegó a constituir un ejercicio espiritual; fue una práctica meditativa que me permitió apreciar de una manera nueva y más honda la profundidad y claridad de las enseñanzas espirituales de Merton. El libro bendijo mi vida al crear muchas oportunidades. Poco después de su publicación en 1978, comencé a recibir invitaciones para dirigir retiros de fin de semana en Estados Unidos y Canadá. Las invitaciones siguieron llegando, y han cimentado veinticinco años dedicados a esos retiros. Mi viaje espiritual se ha visto enriquecido de manera incalculable merced a la sinceridad y apertura de muchos hombres y mujeres que participaron en tales jornadas y compartieron conmigo su andadura. Estoy agradecido, igualmente, por un momento que sigue sucediendo por lo general al término de esos eventos. Normalmente, quienes han participado en ellos, hombres y mujeres, se aproximan y aguardan ordenadamente para intercambiar unas palabras de despedida conmigo. Cada vez que se acerca una nueva persona, me pide que le firme el ejemplar que tiene de mi libro, profusamente subrayado. Mientras escribo, usualmente comentan lo mucho que este les ha ayudado. Por mi parte, les suelo expresar lo agradecido que me siento por haber podido tener la oportunidad de escribirlo. Lo digo con la misma sinceridad con la que se expresan las personas a quienes les firmo el libro.

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Este pequeño cruce de saludos me recuerda que el valor básico del mensaje del mismo no radica únicamente en el modo brillante de Merton de arrojar luz sobre el tema tan sumamente rico del yo verdadero, que es uno con Dios. Se trata, antes bien, de las múltiples formas en las que los atisbos de Merton pueden inspirarnos para manifestar el yo verdadero al transmitir a los demás todo lo que Dios incesantemente nos está comunicando. El proceso de manifestación del verdadero yo al extender las gracias que nosotros mismos hemos recibido sucede de muchas maneras. Puede ocurrir de una forma tan sencilla como la de tener la gentileza de acercarse al autor al final de un retiro para expresarle su gratitud por haber leído un libro por el que este se siente a su vez muy agradecido de haber podido escribirlo.

JAMES FINLEY

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Del autor, a la edición española ME sorprendió gratamente saber que Fernando Beltrán estaba traduciendo El Palacio del Vacío de Thomas Merton para la Editorial Sal Terrae con el fin de darlo a conocer a los lectores de habla española. Acepté complacido la invitación a escribir una presentación para esta edición. Eso me brinda la oportunidad de compartir cómo las enseñanzas de Thomas Merton sobre el verdadero yo que se exploran en este libro se han hecho presentes una y otra vez en la presencia de personas que me han confiado hasta qué punto este libro había tocado su vida. La siguiente historia mostrará lo que quiero decir. Una vez una mujer de avanzada edad se me acercó al final de una conferencia que di en un retiro de silencio en torno a Thomas Merton y a los místicos cristianos. Me dijo que mis palabras le trajeron al presente el tiempo en que, siendo niña, vivía en una granja. En verano solía ir sola a un campo donde se tumbaba en medio de las altas hierbas para ver pasar las nubes en el cielo. Mientras me lo contaba, la mirada de sus ojos y el tono de su voz mostraban que los momentos de los que hablaba guardaban la misma novedad y frescura que cuando sucedieron de verdad. Y me di cuenta de que para ella era importante que comprendiera de qué me estaba hablando. Por eso, mi primera sugerencia para quienes lean este libro es que cobren conciencia de la medida en que ya han experimentado al menos algún destello fugaz de la experiencia unitiva a la que se refiere Merton cuando habla del verdadero yo. A veces los momentos en que despertamos al verdadero yo constituyen experiencias muy intensas tras las cuales jamás podemos volver a ser los mismos. Sin embargo, a menudo estos momentos de despertar son vislumbres sutiles y delicados que nos acontecen de las formas más diversas. Esos suaves asomos íntimos a nuestro verdadero yo en ocasiones sobrevienen en medio de la naturaleza, recostados sobre la tierra y viendo pasar las nubes en lo alto, o tal vez al inclinarnos para apreciar la fragancia de una rosa de color intenso, o en la soledad de la noche, al escuchar el sonido de la lluvia desde el interior de la casa. O quizás el verdadero yo haga su irrupción en esos momentos en que las personas que se aman se pierden para encontrarse en una unidad oceánica que escapa a su comprensión. Los momentos en que saboreamos algo sobre el misterio de nuestro verdadero yo unas veces sobrevienen en esa pausa entre dos líneas de un poema mientras que otras este se hace manifiesto en la interioridad íntima de la oración y de la meditación. Y accedemos a atisbos personales de nuestro yo auténtico en encuentros compasivos en los que, al ayudar o ser ayudados por otros, vemos algo de nuestra interconexión esencial, un subyacente estar entreverados con los demás. Y también puede aparecer en momentos de verdadera soledad, cuando no nos encontramos solos para huir de nada o 20

movidos por algún tipo de adicción. En una conferencia a los novicios del monasterio, Merton les dijo una vez que cuando nos llega la hora de la muerte, aun cuando en nuestro lecho estemos rodeados de muchas personas, morimos en soledad. Y añadió, con palabras muy similares a estas: «Esa misma soledad es la que tenéis ahora mismo y jamás encontraréis la intimidad que buscáis evitándola sino aceptándola y aprendiendo a vivir con ella». Los momentos en que despertamos fugazmente llegan cuando llegan y esos momentos les son dados a quienes les son dados, pero lo que parece claro es que el mundo sería un lugar apagado si no fuera por la luminosidad de esos efímeros destellos de despertar. Cuando esos momentos suceden, sin embargo, al tiempo que su hondura desborda nuestra comprensión, resultan demasiado evidentes como para dudar de los mismos. Empero, una vez han tenido lugar, tendemos a regresar a la experiencia acostumbrada de nosotros mismos en la que se pierde la conciencia viva del misterio del que fugazmente caímos en la cuenta. Y al volver a atender las exigencias cotidianas, tenemos tendencia a mostrarnos escépticos respecto al misterio unitivo al que se nos permitió asomarnos, siquiera de forma breve. Es esa inclinación a extrañarnos de la experiencia contemplativa del hondón de nuestro ser, en lugar de entrañarnos en ella, lo que Merton denomina el falso yo. Para Merton el falso yo no es nuestro ego, si por ello entendemos el modo acostumbrado de experimentarnos como seres humanos. Al leer este libro, se hará evidente que Merton nos anima a cobrar conciencia de que Dios quiere que tengamos un ego saludable puesto que cuando este no está sano, sufrimos tanto nosotros como quienes nos rodean. El falso yo es, más bien, un engaño de nuestro ego con respecto a sí mismo por cuanto se atribuye la prerrogativa de definir quiénes somos en última instancia. Y lo que Merton trata de ayudarnos a ver es que, sin duda, somos ego, pero no solo eso sino mucho más. Somos seres espirituales creados por Dios a Su imagen y semejanza. Y es esa identidad, otorgada por Dios, la que en cualquier momento puede asomar en la inmediatez íntima de nuestra conciencia cotidiana. En nuestros momentos de despertar espiritual se nos conceden atisbos súbitos de nuestro yo verdadero como un misterio unitivo que es a un tiempo todo lo que Dios es y lo que somos nosotros en el fondo de nuestro ser. De ese modo comenzamos a ver el camino y el modo de vida que Merton nos invita a seguir. Es un sendero en el que pedimos a Dios la gracia de no sucumbir al cinismo ni desfallecer a la fe avivada de nuestro corazón despierto. Es un modo de vida en el que nos damos cuenta de que nuestro dilema es la tendencia a pasar superficialmente sobre la hondura de nuestra propia vida, un dilema tanto más perturbador por cuanto la profundidad por cuya superficie transitamos está abierta al abismo insondable de Dios, que emerge y se nos regala como el don y milagro del simple estar de pie cuando estamos de pie, el presente y la maravilla de sencillamente estar sentados cuando estamos sentados.

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Lo que ahora comparto aquí es un intento de dar testimonio del fuego que las enseñanzas de Merton sobre el verdadero yo aspiran a encender en nuestro corazón. No se limitan a atestiguar la revelación bíblica de que somos creados por Dios a Su imagen y semejanza. El mensaje de Merton nos invita a reconocer los momentos en que hemos saboreado, siquiera de forma tenue, algo del misterio de Dios, que se nos regala y se manifiesta en nosotros mismos tal y como somos en el fondo abisal de nuestro ser. Por eso, al detenernos a considerar la condición despierta de nuestro corazón, Merton nos invita a buscar señales de que comenzamos a sentir un descontento sagrado por seguir atrapados en el perímetro exterior de una circunferencia en cuyo interior se esconde toda la riqueza de nuestra vida. Las palabras de Merton sobre el verdadero yo buscan avivar la llama de aquella insatisfacción que precisamente nos dispone a aprender a preguntar a Dios cómo encontrar a diario una conciencia constante de la naturaleza divina –Su propia donación– de nuestra propia vida y de quienes nos rodean. La enseñanza de Thomas Merton sobre el verdadero yo representa una guía fiable en el proceso transformador de aprender a superar –y morir a– los engaños, tan queridos como temidos, de nuestro falso yo. Al leer este libro comprobaremos que las orientaciones de Merton encaminadas a morir al falso yo consisten en verdades hondas y sencillas que, de alguna forma, todos conocemos si bien a menudo caen en el olvido. Sus consejos para la vida diaria pasan por renovar y cultivar actitudes y modos de tratarnos a nosotros y a nuestro prójimo cuya utilidad admitimos pero que, con todo, tendemos a eludir. Por eso, al leer a Merton, lo descubriremos animándonos a ser humildes y pacientes, compasivos y agradecidos, y cuantas actitudes y formas de actuar para con nosotros y para con los demás ofrecen en su desnudez, y de forma transparente, lo que de verdad importa en el don y milagro de cada momento pasajero de nuestras vidas. Para concluir este prefacio me gustaría expresar cuán relevante es para mí que este libro esté traducido al idioma español. Una de las cosas más importantes sobre Thomas Merton es que estuvo inmerso en la sabiduría primitiva del cristianismo contemplativo. Estudió e hizo suyas no solo la diversidad cultural del cristianismo sino la riqueza y la verdad de las tradiciones contemplativas de todas las grandes religiones del mundo. En ese contexto amplio de los escritos de Merton puedo destacar que sus enseñanzas sobre el verdadero yo se vieron inspiradas y profundamente enriquecidas por la lectura y el estudio de los dos grandes santos y místicos españoles, Juan de la Cruz y Teresa de Ávila. Jamás olvidaré la primera vez que comencé a leer a san Juan de la Cruz como novicio en el monasterio. Cuando leí lo que Juan de la Cruz dice acerca de nuestro paso por una noche oscura en la que la amada en el amado queda transformada, inmediatamente sentí la resonancia entre Juan de la Cruz y Thomas Merton. Lo mismo sucedió cuando leí a Teresa de Ávila. Esa resonancia es, de hecho, la cualidad tonal de la herencia mística de la tradición cristiana que nos invita a despertar y a entregarnos al misterio unitivo del verdadero yo que se nos revela en Cristo. Es sumamente grato constatar la coincidencia feliz de la publicación de este libro con las celebraciones del 22

quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa y del primer centenario de Thomas Merton en 2015. Espero que la exploración de la comprensión de Thomas Merton sobre el verdadero yo, en atención orante, resulte de utilidad para experimentar y responder a la presencia de Dios en nuestras vidas. También abrigo la esperanza de que, en ese proceso de descubrimiento, las personas que lean estas páginas lleguen a ser alguien en cuya presencia las demás puedan reconocer mejor algo de la dignidad y valor que Dios otorga a su propia vida, para que a su vez ellas puedan transmitir la energía contagiosa del despertar espiritual a su prójimo, esta vez entrañado y ya no extraño.

JAMES FINLEY

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Prefacio POCO después de haber completado sus estudios preuniversitarios, James Finley salió de su hogar en Akron, Ohio, y se dirigió a Getsemaní en las colinas de Nelson County, cerca de Bardstown, en Kentucky. Había leído La Montaña de los Siete Círculos de Thomas Merton y deseaba unirse a la comunidad de trapenses en la que Merton, o el Padre Louis, como se le conocía en el monasterio, era maestro de novicios. Finley llegó el 25 de julio de 1961 y llamó al timbre de la vieja entrada que daba al monasterio de piedra gris, construido durante la guerra civil. Un hermano con barba le recibió y le indicó el camino hasta la casa de retiros aneja al cuadrangular recinto monacal. Un par de días más tarde tuvo su primer encuentro con el maestro de novicios y con el abad, que entonces era Dom James Fox, y fue introducido en el noviciado donde había aproximadamente una docena de novicios. Unos días después recibió un hábito de postulante y el nuevo nombre de Hermano Finbar. Todos coinciden en que el Hermano Finbar era inteligente e impresionable, y se encontró pronto en condiciones de entrar en la realidad de la vida contemplativa tal y como la observaban los monjes de Getsemaní en los años precedentes a los cambios que posteriormente habría de introducir el concilio Vaticano II. Una de las características que le aguardaban era la fusión de los novicios del coro (candidatos al sacerdocio) con los hermanos legos. Allí, el Padre Louis tenía bajo su responsabilidad tanto a los monjes de hábito blanco propio de los novicios del coro como a los de hábito marrón característico de los hermanos legos. Todavía habrían de pasar algunos años más antes de que esta última distinción fuera suprimida y todos llevaran el mismo hábito blanco con el escapulario negro y cinturón de cuero de los profesos temporales. Tras dos años y medio de noviciado, el Hermano Finbar tomó sus votos temporales. Pasó tres años más con votos temporales antes de que se decidiera que su vocación era la de proseguir su educación previamente a un compromiso perpetuo. Tras haber finalizado sus estudios en la Universidad de Akron, Finley contrajo matrimonio, trabajó como profesor de enseñanza secundaria, tuvo dos hijos y realizó un doctorado en psicología clínica. Mientras estuvo viviendo y trabajando en Cleveland, Ohio, y en South Bend, Indiana, a menudo visitaba el monasterio y se mantuvo en contacto con los monjes, especialmente con el anterior abad, Flavian Burns, un discípulo de Thomas Merton, quien hablaba con frecuencia acerca del camino espiritual de Merton con los monjes cuando estaban reunidos en capítulo. Finley se sintió estimulado por las palabras del Padre Flavian y no tardó en comenzar a escribir acerca de Merton como un guía para nuestro viaje hacia Dios. En su exploración del pensamiento de Merton en El Palacio del Vacío de Thomas Merton,Finley ofrecía una comprensión renovada de la espiritualidad de Merton, especialmente en lo que respecta a su enfoque sobre la oración y la contemplación. 24

Ahora, veinticinco años después, este primer libro de Finley ha llegado a erigirse en una suerte de «clásico», en el sentido en el que el conocido editor Robert Giroux define al libro clásico: un libro que, sencillamente, no deja de publicarse. Hay que felicitar a la Editorial Ave Maria Press por haber publicado esta edición en el aniversario de plata de la obra, tal y como viera la luz por primera vez hace cinco lustros y como ha seguido imprimiéndose durante todos estos años. Está muy cerca de ser considerada una fuente primaria para quienes estudian los escritos de Merton, puesto que Finley tuvo contacto diario con Merton durante cerca de seis años. Cuando se me pidió que escribiera un prefacio a esta edición especial reflexioné sobre qué es lo que hacía que el libro de Finley tuviera un valor duradero para las personas interesadas en el pensamiento de Merton sobre la oración contemplativa, una de las preocupaciones centrales de Merton en sus propios escritos a lo largo de los años. Junto a sus hermanos de noviciado, Finley tuvo la buena suerte de recibir a diario dirección espiritual del propio Merton. Además de escuchar las experiencias de cada novicio, Merton les ofrecía sus propios comentarios y reflexiones. Una vez, Finley preguntó a Merton acerca de los estadios más avanzados de la oración mística. El Padre Louis rápidamente dio un giro deliberado a la conversación y pidió al Hermano Finbar que le pusiera al corriente de su trabajo con los terneros y que le dijera cómo encontraba la tarea de estar al cuidado de sus necesidades. Sabia persona. Revelamos nuestro verdadero ser, así como nuestro crecimiento en la vida espiritual, por el modo en que desempeñamos los trabajos cotidianos y, ante todo, por la forma de relacionarnos con nuestros hermanos y hermanas. No se encuentran técnicas de oración y meditación en El Palacio del Vacío de Thomas Merton,sino una búsqueda genuina de Dios a través del despertar al verdadero yo. Tras su clarificadora introducción, «Aprender a ver», Finley explora uno de los temas centrales en los escritos de Merton, el falso y el verdadero yo, esto es, el ego empírico en contraste con el yo real, el más profundo yo, allí donde nos encontramos desnudos ante el Dios vivo. Merton, y Finley tras él, no diseñaron un plan para un tipo de misticismo instantáneo que requiriera técnicas complicadas. Ambos se adhieren al proceder monástico tradicional de trabajo, estudio y oración, lectura sagrada, meditación y contemplación. Ojalá que el mensaje claro y urgente de este libro nos anime a recorrer el verdadero sendero del discipulado cristiano.

PATRICK HART, OCSO Abadía de Getsemaní Invierno de 2003

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Prólogo LA única vez que me encontré con Thomas Merton me impresionó su actitud llana, propia de alguien con los pies bien puestos en la tierra. Durante un retiro en la Abadía de Getsemaní, dos estudiantes de la Universidad de Notre Dame que habían concertado un encuentro con Merton a orillas del lago me pidieron que me sumara al mismo. La conversación fue muy animada. Hablamos un poco sobre los abades, otro tanto sobre Camus, y todavía un poco más sobre la escritura. Tomamos cerveza, contemplamos el agua y dejamos transcurrir momentos de silencio; nada muy especial, profundo ni «espiritual». De hecho, fue un poco decepcionante. Probablemente hubiera esperado algo fuera de lo usual, algo que pudiera comentar con otras personas o que pudiera contar cuando escribiera a casa. Sin embargo, Thomas Merton se comportó como un ser humano cabal, sano, alguien que no estaba dispuesto a actuar para satisfacer nuestra curiosidad. Era uno más entre nosotros. Más tarde, cuando estudié los libros de Merton y pude impartir un curso sobre su vida y sus escritos y escribir una pequeña introducción a su pensamiento, agradecí mucho ese encuentro que no había tenido nada de espectacular. Me di cuenta de que cada vez que me sentía tentado a dejarme llevar por ideas sublimes o aspiraciones etéreas, me bastaba con acordarme de aquella tarde para volver a pisar tierra. Siempre que traía de nuevo a mi mente la imagen de aquel hombre sencillo, de vaqueros gastados, abierto, expansivo, risueño, amistoso y natural, me daba cuenta de que Merton no fue y no es sino una ventana a través de la cual quizás podamos captar un atisbo de Aquel que le había llamado a una vida de oración y soledad. Cualquier intento de ponerlo en un pedestal no solo le horrorizaría sino que está en las antípodas de lo que Merton representaba. El mismo Merton lo expresó de forma inequívoca cuando, después de veinte años de vida monacal, escribió: «Mi monasterio… es un lugar en el que desaparezco del mundo como un objeto de interés a fin de estar en todas partes por medio del ocultamiento y la compasión» (Prefacio a la edición japonesa de La Montaña de los Siete Círculos). Volver a hacer de Merton un objeto de interés sería como usurparle póstumamente su vocación. Pertenecía a la esencia de su vocación dejar morir a su «interesado e interesante» viejo yo para recibir un nuevo yo que se halla oculto en Dios. ¿Por qué, pues, otro libro sobre Merton? No porque Merton fuera tan interesante e inusual, sino porque fue y todavía lo es, un excelente guía en nuestra búsqueda de Dios. James Finley vivió con Merton cerca de seis años y ha «usado» a Merton del único modo en el que Merton deseaba ser utilizado: como guía en nuestro camino hacia Dios. Este libro, así pues, no es tanto sobre Merton como acerca de nuestro viaje espiritual, para el que Merton ofrece las ideas, sugerencias y el aliento necesarios, pero en el que él mismo nunca se convierte en objeto de interés. 26

Merton es un buen guía. Fue sensible a nuestro tiempo y un observador sumamente perceptivo de las cumbres y las depresiones que acompañan a la lucha de los hombres y mujeres de la actualidad. Con su destacado talento literario, Merton pudo articular sus mundos externos e internos de tal modo que sus compañeros de viaje descubrieron en él a un excelente intérprete de sus propias experiencias y a un buen amigo capaz de abrirse paso en territorio a menudo desconocido. En este libro se ha tomado una opción. James Finley ha escogido sacar a la luz, de entre las obras de Merton, la cuestión de nuestra búsqueda de la identidad espiritual, un tema que puede encontrarse en los escritos espirituales de todos los siglos del cristianismo, pero que ha recibido un nuevo énfasis en nuestros días. James Finley describe la vida espiritual como ese viaje largo y con frecuencia arduo en el que lentamente nos desprendemos de nuestro yo falso y engañoso –un yo que se reduce a poco más que las evaluaciones y afirmaciones colectivas de nuestro entorno– y nos abrimos a fin de poder recibir un nuevo yo que participa de la vida de Dios. En este viaje que todos debemos emprender si nos tomamos en serio nuestra búsqueda de Dios, Merton ha demostrado ser un guía excelente no solo porque conoce muy bien la tradición cristiana sino porque, además, su estudio del misticismo oriental le ha dado palabras para articular de manera nueva, y a menudo salpicada de humor y creatividad, esta búsqueda eterna de nuestra verdadera identidad. James Finley ha hecho uso del rico conocimiento que Merton poseía de Oriente y Occidente y por eso ha podido imprimir a su estudio la misma perspectiva dilatada característica de los últimos escritos de quien fuera su maestro. Espero que quienes lean este libro de tanta hondura y finura puedan desprenderse cada vez más del deseo de conocer a Merton y así disponerse, con esa misma apertura, a recibir el conocimiento de la presencia de Dios en sus vidas. Estoy seguro de que eso complacería tanto a Thomas Merton como a James Finley.

HENRI J. M. NOUWEN

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Introducción: Aprender a ver I

ESTE libro es una serie de incursiones meditativas en la espiritualidad de Thomas Merton. De manera más específica, es un intento de compartir un don que recibí durante cerca de seis años como monje trapense en el monasterio de Nuestra Señora de Getsemaní. La vida monástica y mi contacto diario con el Padre Louis (el nombre monacal de Merton) como mi maestro de novicios fueron regalos de valor incalculable que me siento movido a compartir con cuantas personas se sienten llamadas a algún grado de unión contemplativa con Dios. Quienes buscan la unión con Dios en la oración han encontrado una luz y guía en la persona de Thomas Merton. Él dijo de sí mismo que no tenía sino un solo deseo que no era otro que el «deseo de soledad, de desaparecer en Dios…de perderme en el secreto de su Faz» 1. La vida entera de Merton fue una traducción de ese deseo, actualizado a través de la fidelidad diaria a la soledad, el silencio y la oración. Escribió desde la misma sustancia de su vida y fue conocido en el mundo por su carisma para articular algo de la inefable realidad del Dios vivo. Con el paso del tiempo, muchos lectores han extraído fuerza de sus palabras reconociendo en Merton su propio anhelo de Dios. Merton pone en palabras lo que ellos mismos han experimentado pero no saben cómo expresar. En breve, para sus numerosos lectores, Merton se muestra como un hermano mayor en el sendero solitario hacia Dios, un místico, alguien en quien la alteridad de Dios se transforma en Emmanuel. Acudimos a Merton con la esperanza de que nos pueda ayudar en la vida de oración. Esa esperanza puede llegar a cumplirse solo si aceptamos de antemano la sutil y delicada naturaleza de la oración. La oración brota de, y nos lleva a, cierta forma de conocer que es muy difícil de comunicar en palabras. La inmediatez de la experiencia hace la comunicación de la misma del todo imposible. Es como si tratásemos de describir el sabor de la sal a alguien que jamás la hubiera probado. En el caso de la oración, esta dificultad se hace todavía mayor, pues el encuentro con Dios en la oración es siempre, como el amor y la muerte, un acontecimiento del todo inesperado y sin precedentes. Aquí debemos respetar la cualidad inefable de la realidad que queremos explorar. En otras palabras, no debemos buscar una clase de certidumbre equívoca al aproximarnos a Merton como un guía en los caminos de la oración. Como él mismo nos dice:

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«La contemplación no “encuentra” simplemente una idea clara de Dios, Lo encierra dentro de los límites de esa idea y Lo mantiene allí como un prisionero al que siempre puede volver. Todo lo contrario: la contemplación es llevada por Dios a Su reino, Su misterio y Su libertad. Es un conocimiento puro y virginal, pobre en conceptos, más pobre todavía en razonamientos, pero capaz, por su misma pobreza y pureza, de seguir a la Palabra “dondequiera que vaya”» 2. Abusaríamos, sin duda, de la tolerancia del lector si sugiriéramos que vamos a trabajar en círculos interminables, de una paradoja a otra. No obstante, para los lectores no supondrá mayor problema aceptar el simple hecho de que los caminos de la oración a menudo exigen una clase de conocimiento que va más allá de las ideas claras y de la forma usual de pensar. Cualquier práctica seria, diaria, de oración interior nos dará a gustar algo de la siguiente experiencia: nos sentamos en actitud orante. En la superficie no hay nada. Con todo, a medida que el ruido del siguiente pensamiento se desvanece, al dejar que el silencio se haga más hondo a nuestro alrededor y en nuestro interior, nos percatamos de que nos hallamos sobre esas aguas sin surco alguno sobre las que Jesús pidió a Pedro que caminara para estar junto a él. Para usar la imagen de san Juan de la Cruz, hay que recorrer un camino en el que no hay «otra luz ni guía sino la que en el corazón arde». Vamos al encuentro de Quien nos llama a salir de nuestra nada para unirnos con Él. Salimos sabiendo que hemos de encontrar a Dios y, sin embargo, el primer paso nos deja perdidos. Una sabiduría interior nos dice que «para alcanzar a quien no conoces debes seguir por un sendero que no conoces». La oración que aquí se describe nunca nos llega a tocar si permanece en la superficie de nuestra vida, si no es más que una entre el sinfín de cosas que hay que hacer. Solo cuando la oración llega a ser «la única cosa necesaria», podemos decir que esta comienza realmente. Orar empieza a adquirir su plena dimensión cuando comenzamos a intuir que la nada sutil de la oración es todo. La oración se inicia cuando vamos a nuestro lugar de oración con la misma disposición con la que nos dirigimos a un lugar sagrado, cuando nos damos cuenta de que nuestro corazón es el lugar en el que la escalera de Jacob toca la tierra. Al orar, nos sentamos y estamos perdidos antes siquiera de empezar. La oración se nos presenta como una suerte de palacio sin puerta alguna. El palacio no está en ningún lugar y el sendero que conduce hasta él no tiene ningún signo que diga: «Entra aquí». Nos encontramos en un silencio solitario que bordea ese abismo que es a un tiempo nuestra propia nada y la plenitud de Dios. En la oración, si seguimos adentrándonos en ella, llega un momento en que nos enfrentamos a la pregunta fundamental de la vida: ¿cómo encontrarnos con Quien es la plenitud de todas las cosas y aun así escapa a nuestra comprensión? ¿Cómo podemos encontrar nuestro camino al Padre?

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Por supuesto, para los cristianos, Jesús es el Camino al Padre. Eso es algo que sabemos y celebramos en la liturgia, y damos gracias por el don de la fe que nos permite decir que «Jesús es Señor» y experimentar su presencia en nuestra vida. Aun así, el cristianismo es más que dar gracias a Dios porque Él sale a nuestro encuentro para unirse a nosotros en Cristo. También nosotros hemos de salir al encuentro de Cristo. Y salir a encontrarnos con Cristo no se limita a ponerse al servicio de los demás y seguir fielmente las observancias externas. Estamos llamados a seguir la vida de Cristo. Estamos llamados a entrar en el desierto y a encontrarnos con nuestro demonio interior. Estamos convocados a encontrarnos con Dios cara a cara, solos, en la noche de nuestra propia soledad. Se nos insta a morir con Jesús para poder vivir con él. Se nos pide perderlo todo, vaciarnos de todo, para poder ser colmados con la plenitud misma de Dios. Por eso, las personas cristianas sin duda conocen el camino al Padre, pero para que ese conocimiento sea verdadero y portador de vida, cada una de ellas ha de encontrar su propio camino hasta el Camino que es Cristo. El cristianismo es mucho más que una expresión de amor fraterno envuelta en jerga religiosa. Es mucho más que filantropía salpicada de agua bendita. Es esencial que cada persona ofrezca una respuesta personal a Dios en Cristo. Hay que asumir un riesgo. Hay que emprender un viaje. Aquí, en la tierra, son pocas las personas llamadas a una plena conciencia contemplativa de la realidad que nos espera tras la muerte. Pero cuantas deseen unirse a Cristo tienen que buscar el grado de oración que Dios quiere para ellas. Para algunas, su respuesta a Cristo quizás implique un grado mínimo de aprehensión interior de su unión con Dios y con sus semejantes en Cristo. Otras, no obstante, saben que simplemente han de orar continuamente con todo su corazón si aspiran a ser la persona que Dios quiere que sean. Es a ellas a quienes Merton habló con su voz más clara. Pero, al disponerse a orar, tales personas se ven enfrentadas a la perplejidad anteriormente mencionada. En la oración solitaria nos encontramos ante el dilema de tener que hacer lo que somos incapaces de hacer. Es como la situación provocada por el maestro zen cuando insta al aspirante a «simplemente sentarse». El aspirante pronto se da cuenta de que puede sentarse y hacer muchas cosas: sentarse y dormitar, sentarse y pensar, sentarse y hacerse preguntas, sentarse y preguntarse por qué no puede dejar de hacerse preguntas. Pero simplemente sentarse es algo que nos supera. Nuestra propia complejidad, tan hondamente arraigada, hace que los actos más sencillos sean los más difíciles de llevar a cabo. Es esa misma necesidad urgente, práctica, la que ha hecho que sean muchas las personas que han buscado orientación en los escritos de Merton sobre la oración. Y de más está decir que son numerosas las que han encontrado lo que buscaban. Merton satisface los criterios que él mismo juzgaba necesarios para ser director, como el de ser alguien que ofrece «ayuda bondadosa y consejo juicioso», «que nos permite aceptar de un modo más perfecto lo que ya sabíamos y veíamos de forma un tanto oscura», o que a 30

veces nos ayuda a ver «cosas que hasta entonces no habíamos sido capaces de ver aun cuando saltaban a la vista» 3. Pero en el nivel fundamental de la oración en sí, Merton no ofrece soluciones a los problemas de la oración. Nos dice francamente que «solo Dios puede enseñarme a encontrar a Dios. Solo Él» 4. Merton nunca nos proporciona técnicas a prueba de fuego como solución al arte de orar. No hay ningún método Merton para la oración. Deja muy claro que la cuestión de encontrar a Dios no reside tanto en preguntarle a Dios como en tener una disposición lo suficientemente abierta y humilde como para abandonarnos a la cuestión de vida y muerte que Dios pone ante nosotros. Merton escribe acerca de su propia experiencia de Dios: «Oh, Dios, mi Dios, a Quien descubro en la oscuridad, ¡contigo siempre es lo mismo! ¡Siempre la misma pregunta que nadie sabe cómo responder! Yo te he orado durante el día con pensamientos y razonamientos, y por la noche Tú te has encarado conmigo desvaneciendo pensamiento y razonamiento. He acudido a Ti al amanecer con luz y con deseo, y Tú has descendido hasta mí con enorme gentileza, con el más paciente de los silencios, en esta inexplicable noche, dispersando la luz, frustrando todo deseo. Te he explicado centenares de veces mis motivos para entrar en el monasterio, y Tú has escuchado sin decirme nada, y yo me he retirado llorando de vergüenza» 5. No se podría prestar más flaco servicio que el de privar a alguien de esa necesaria y a menudo dolorosa dimensión de la oración. Merton escribe: «Que nadie conciba la contemplación como una evasión del conflicto, de la angustia o de la duda. Todo lo contrario: la profunda e inexpresable certeza de la experiencia contemplativa despierta una angustia trágica y abre en lo profundo del corazón muchas preguntas que son como heridas que no pueden dejar de sangrar» 6. Merton no nos quiere librar de esa oscuridad purificadora, pues en su seno se esconde la luz que buscamos. En ella descubrimos que la pregunta que formulamos «es, ella misma, la respuesta. Y nosotros somos ambas cosas (la pregunta y la respuesta)» 7. En esta oscuridad nos desangramos como Cristo, quien, vaciándose en la cruz, transformó el vacío en plenitud y la muerte en vida. Merton nos diría que las técnicas y espiritualidades son apropiadas y necesarias en sí mismas, pero que no debemos pedirles lo que solo podemos recibir de Dios. Cantar OM con entusiasmo durante horas puede ser un ejercicio meditativo muy eficaz. Sin embargo, también podría constituir un indicio de ser una persona rara. O, peor todavía, podría ser una forma de autoengaño al hacernos creer que algún recurso de nuestra propia hechura puede, de por sí, llevarnos a Dios. 31

Merton nos aseguraría que el progreso en la oración siempre es un regalo. Dios siempre supera nuestros planes más sofisticados. No provocaremos la irrupción de Dios en nuestra vida haciendo cábalas, por muy bien fraguadas que estén. Empero, cuando simplemente nos abandonamos a Su voluntad, nos percatamos de que, como nuestra siguiente respiración, Él está sobre nosotros, nos envuelve y nos sostiene. Merton se mueve como el viento. Como una suerte de aguijón espiritual, como un ladrón en la noche, sus Incursiones en lo Indecible arrojan pocas claves, salvo la de reavivar nuestra conciencia de Dios. Sume en la pobreza al planificador y al organizador que albergamos en nuestro interior. Mas el niño en nosotros, el yo que ora en nuestro interior, ve colmada su hambre con Pan en el desierto8. No hay aquí intento alguno de aliviar el lenguaje paradójico ni la cualidad evasiva de las palabras de Merton. Por eso, las primeras líneas de esta introducción identifican de forma intencionada la tarea que nos proponemos aquí como la de efectuar incursiones espirituales en el pensamiento de Merton. No buscamos analizar las enseñanzas de Merton sino saborear sus palabras con la misma receptividad intuitiva con la que sus escritos emergieron a la luz de la conciencia desde lo más profundo de su propia alma. No vamos, pues, a diseccionar el pensamiento de Merton sino, antes bien, a amasar, por así decir, sus palabras con nuestras propias manos para captar ahora esta y después aquella otra zona luminosa en medio de la oscuridad que rodea el lugar del encuentro con Dios. Tan solo podemos aspirar a crear ese espacio vacío, ese contexto para la comprensión íntima, donde el todo inesperado pueda surgir de manera misteriosa y sin esfuerzo desde la nada en la que esperamos a Dios. Leer de esa manera nos conduce al corazón de lo que tradicionalmente se conoce como lectura espiritual. La lectura espiritual tiene el potencial de llegar a constituir, en sí, una plegaria, una forma de acontecer en cuyo seno tiene lugar una auténtica transformación de la conciencia. En momentos así la lectura asume una fuerza sacramental que transforma el silencio de una habitación, el viento, una flor, o el tictac de un reloj en manifestaciones súbitas, sutiles e inesperadas de Dios, Quien nos llama silenciosamente en medio de las cosas a «estar quietos y saber que Yo soy Dios». En el deseo de Dios que albergan los lectores, las palabras adquieren la capacidad de desvelar un vislumbre del significado más secreto de la vida. Nuestros hallazgos más internos, la comprensión callada y el deseo más recóndito de repente se encuentran expresados en la página impresa. La respuesta es que esa misma sed se hace más honda y adquirimos un coraje renovado para disponernos a navegar por aguas cada vez más profundas. II

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La tesis que subyace a esta obra es que la espiritualidad de Merton de una u otra forma gira enteramente en torno a la cuestión de la identidad última del ser humano. El mensaje de Merton es que somos uno con Dios. A lo que Merton repetidamente nos conduce es a percatarnos de que nuestro yo más profundo no es tanto nuestro propio yo como el yo que es uno con «el Cristo Resucitado e Inmortal en quien todo está realizado en el Uno» 9. Merton nos lleva a un viaje a Dios en el que el yo que emprende la andadura no es el yo que llega. El yo que inicia el viaje es alguien que creíamos ser. Es el yo que va muriendo en el camino hasta que al final no queda «nadie». Ese «no yo» que queda es nuestro verdadero yo. Es el yo previo a esto o aquello. Es el yo en Dios, el yo más grande que la muerte y que, con todo, nace del morir. Es el yo que el Padre ama sin fin. Ahora podemos decir que un propósito más específico que subyace a este libro es el de explorar espiritualmente la noción crucial de Merton, pese a haber sido escasamente considerada, de «el verdadero yo en Dios»en oposición a «elfalso yo de los deseos egocéntricos».La tarea que nos aguarda es la de preguntarnos, en actitud orante, Quién Soy Yo, no en relación con este o aquel aspecto de mi ser sino más bien quién soy yo en última instancia ante Dios. En otras palabras, la pregunta es: ¿quién soy yo de forma absoluta? Es obvio que a partir de mi experiencia sé quién soy en virtud de mis relaciones con los demás: en relación con mis padres, me reconozco como hijo; en relación con mi esposa, soy su marido, y así cabe decir de cada una de las relaciones, tanto en el pasado como en el presente, que han contribuido a conformar lo que denomino mi personalidad. La identidad que configuran dichas relaciones es ciertamente real, pero ninguna de ellas, ni de forma individual ni colectiva, constituye la totalidad de mi ser. Ninguna de esas relaciones me otorgó mi propia existencia, sino que más bien se forjaron sobre alguien que ya existía y a partir de ahí me ayudaron a moldear, para bien o para mal, mi identidad empírica. Ni tan siquiera mis padres, aun habiendo sido los causantes de mi existencia biológica, crearon el núcleo singular de mi ser, sino que más bien me descubrieron como un misterio nuevo que se iba desplegando en medio de ellos. Merton no se propone cuestionar la realidad e importancia de ese yo empírico que llamamos personalidad. De hecho, en la vida espiritual se ha de mostrar un respeto profundo a toda nuestra persona, y eso incluye las realidades del día a día, y el yo que se ve conformado por ellas. Lo que Merton dice, sin embargo, es que cuando la identidad relativa del ego se toma como mi identidad más honda y la única existente, cuando se considera que no soy sino la suma total de todas mis relaciones, cuando me aferro a este yo y hago de él el centro alrededor del cual y para el cual vivo, entonces convierto mi identidad empírica en el falso yo. Ese yo entonces se erige en el mayor obstáculo para despertar a mi verdadero yo. El verdadero yo no es ninguna identidad oscura y oculta que debamos arrancar de la oscuridad como si sacáramos un conejo de la chistera. Ni se trata de alguna entidad evasiva que se haya extraviado en los laberintos de nuestra mente. El verdadero yo es, 33

antes bien, la totalidad de nuestro ser ante Dios. Es el yo que hemos de llegar a ser y para lo que el Padre nos creó. Es el yo en Cristo. Es el yo que respira, que se levanta y que se sienta. Es el yo que es. Del yo verdadero, siendo simple como Dios, tan solo podemos percatarnos en esa misma modalidad de conciencia simple y del todo consonante con Su simplicidad. Esta modalidad de conciencia no es otra sino la conciencia contemplativa a la que se hacía referencia en la primera parte de esta introducción. Por eso, ambos elementos, tanto el de la conciencia contemplativa como el de la búsqueda del yo verdadero, están indisociablemente entreverados. Una exploración del verdadero yo nos llevará a una comprensión de la oración y una atención orante nos conducirá a una comprensión del verdadero yo. Es decir, el yo que ora de verdad es el verdadero yo. Es en la oración donde descubrimos nuestra realidad más honda, de la que nos hemos extraviado, cual niños que hubieran huido de casa, convirtiéndonos en extraños para nosotros mismos. La espiritualidad de Thomas Merton se centra en el hecho de que la vida espiritual, en su totalidad, encuentra su cumplimiento llevando nuestra vida entera a una comunión transformadora y llena de amor con el Dios inefable. Esta comunión es a un tiempo la razón de ser y la fruición de nuestro ser más profundo. De hecho, esta comunión revela que nosotros mismos somos inefables, al haber sido hechos a imagen y semejanza de Dios y llamados a una unión de identidad con Dios para siempre. Tal comunión está más allá de lo que pueden decir las palabras, pero una búsqueda respetuosa y orante de la comprensión que Merton tenía del verdadero yo nos puede llevar hasta el borde del abismo de la comprensión de nuestra propia identidad última como radicalmente una con Dios en Cristo. Esta comprensión, que constituye en sí misma un don, nos proporcionará la visión unificadora que encuentra expresión no solo en Merton sino también en las grandes tradiciones místicas. Lo que Merton dice en relación con la comprensión del zen es igualmente aplicable a nuestra presente tarea: «No se trata [...] de definir el zen a priori, aplicando luego la definición [...] El verdadero estudio del zen consiste en penetrar una concha exterior para paladear la pulpa interna, que carece de definición. Solo entonces comprende uno, en sí mismo, la realidad de que estamos hablando» 10. En ese mismo pasaje, Merton continúa ofreciendo un mondo zen para ilustrar lo anterior: «Dijo a su discípulo un maestro zen: “Ve y tráeme mi abanico de cuerno de rinoceronte”. Discípulo: “Lo siento, maestro. Está roto”. Maestro: “Pues vas y me traes el rinoceronte”».

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Si podemos darnos cuenta desde el principio de que nos hallamos ante una tarea imposible, si podemos ahorrarnos el engaño de que nos basta con oír unas pocas palabras para encontrar la realidad simplemente porque nos hemos imaginado lo que se ha dicho con ellas, entonces tal vez podamos permitirnos ser lo suficientemente humildes, pacientes y silenciosos como para que al leer acerca del rinoceronte sintamos el calor de su aliento en nuestra nuca. Esa es la disposición de descubrimiento que mejor se corresponde con el encuentro del verdadero yo. Como el mismo Merton nos aconseja sabiamente: «El yo interior es tan secreto como Dios y, al igual que Él, elude cualquier concepto que intente penetrarlo por completo. Es una vida que no puede sujetarse ni estudiarse como un objeto porque no es “una cosa”. No puede alcanzarse ni obligársela a salir a través de ningún proceso existente, ni siquiera con la meditación. Todo cuanto podemos hacer con cualquier disciplina espiritual es producir en nuestro interior parte del silencio, la humildad, el desapego, la pureza de corazón y la indiferencia necesarios para que el yo interior haga alguna tímida e imprevisible manifestación de su presencia» 11. Una última cautela nos puede ayudar a evitar posibles malentendidos más adelante. La búsqueda de Dios se centra enteramente en Dios y no en los pensamientos y sentimientos que podamos abrigar durante el camino. La oración nos lleva a la participación vital, inefable y actualizada, en la cruz y resurrección de Jesús. El espectro entero de la experiencia humana entra en juego en este encuentro de fe. Con todo, las experiencias no son sino las olas que se desvanecen en una orilla lejana. No son sino las ondulaciones de arena que deja la marea en la playa al retirarse. Nuestras reacciones y experiencias psicológicas han de tomarse en consideración de forma juiciosa, pero en ningún momento han de cegar la visión de aquello a lo que apuntan y que expresan, que es precisamente esa unión más allá de toda posible experiencia y expresión. Así, en las páginas que siguen hablaremos a menudo del pesar, pero ese dolor no ha de identificarse en modo alguno con el abatimiento emocional. De similar manera, el júbilo que brota del interior no es un alborozo incontrolado que nos hace dar brincos de alegría. La alegría y la pena, y expresiones de ese tipo a las que podamos referirnos en las páginas que siguen, no se refieren a estados emocionales sino a hallazgos penetrantes, sutiles, de nuestra relación más fundamental con Dios. El dolor y el gozo pueden a veces desbordarse y encontrar expresión emocional, pero eso depende del temperamento de cada cual. Todo ello es accidental a la realidad del Dios lleno de amor, que se mueve misteriosamente en nuestro interior y transforma nuestro corazón a semejanza de Su Hijo. La vida espiritual se ha de seguir con toda seriedad como si no hubiera vida espiritual. Esa es la única forma sana y segura de adentrarse en las aguas profundas del Espíritu. Y de hecho, esa sencillez propia de los niños ante Dios expresa la realidad, que 35

no debemos perder de vista, de que, en verdad, no hay vida espiritual alguna como tal que se halle separada de la misma vida. Solo hay una vida, y esa es la vida de Dios, que Él nos da momento tras momento, atrayéndonos hacia Sí con cada aliento sagrado que tomamos. El propósito de nuestra oración es ayudarnos a encontrar a Dios para que podamos vivir la vida a conciencia y con gratitud, y a través de nuestra presencia, invitar a otros a vivirla igualmente.

1. Thomas MERTON, El signo de Jonás. Diarios (1946-1952). Bilbao: Desclée de Brouwer, 2007, 36 [en adelante SJ ]. 2. Thomas MERTON, Nuevas semillas de contemplación. Santander: Sal Terrae, 2003, 27 [en adelante NSC ]. 3. Thomas MERTON, Dirección espiritual y meditación. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2005, 30-31. 4. NSC, 57. 5. SJ, 395. 6. NSC, 34. 7. NSC, 26. 8. Ambos son títulos de obras de Merton: Incursiones en lo Indecible (Santander: Sal Terrae, 2004); Pan en el desierto (Buenos Aires: Sudamericana, 1955; Buenos Aires: Lumen, 1998). 9. Thomas MERTON, Místicos y maestros zen. Buenos Aires, México: Lumen, 2001, 51 [en adelante MMZ ]. 10. Thomas MERTON, El zen y los pájaros del deseo. Barcelona: Kairós, 1972, 27 [en adelante ZPD ]. 11. Thomas MERTON, La experiencia interior. Barcelona: Oniro, 2004, 27-28 [en adelante EI ].

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CAPÍTULO 1:

El fundamento del falso yo I

LOS términos «verdadero yo» y «falso yo» no son creaciones de Merton; no lo son en el sentido en que podemos decir que el término «inconsciente» debe su origen a Freud o la expresión «cogito ergo sum» está asociada a Descartes. La espiritualidad de Merton está firmemente asentada en la revelación y en la tradición cristiana. Su genialidad no consiste en haber fundado una nueva espiritualidad o en haber acuñado sus propios conceptos novedosos, sino en haber sacado a la luz elementos no reconocidos ni apreciados, pese a ser vitalmente importantes, de diversas tradiciones. Merton hace converger esos elementos dando lugar a configuraciones de mayor significación para la mujer y el hombre contemporáneos. Comenzaremos este capítulo señalando brevemente las bases sacramentales y las fuentes bíblicas de lo que Merton identifica como el falso yo. En el Libro del Génesis vemos que el fundamento de nuestra vida y de nuestra identidad reside en nuestra relación única –a su vez dadora de vida– con Dios. De la misma manera, también el Génesis muestra que la desobediencia arquetípica de Adán y Eva ha sido la causa de nuestra muerte espiritual al dañar nuestra relación con Dios. Desde muy pronto en la historia de Israel ha quedado plantada en su corazón una semilla de esperanza en la liberación de esa autoimpuesta atadura a la muerte. Israel anhela un Mesías. Clama a Dios implorando su liberación, y su grito encuentra respuesta en la persona de Jesús. «En el principio»; esa primera línea del Evangelio de Juan resuena claramente como un eco de la línea con la que se abre el Génesis. El Nuevo Testamento deja claro que, en Jesús, nuestros orígenes conocen un nuevo principio. Habiendo aceptado Jesús la voluntad del Padre, ha restaurado nuestra relación con Dios. Jesús, el Nuevo Adán, alumbra al Hombre Nuevo al dar a la humanidad el Espíritu en Quien Jesús es uno con el Padre. Jesús toma sobre sí las consecuencias de la desobediencia de Adán y con su muerte, «muere la muerte». Jesús, en la gloria de la resurrección, aparece ante nosotros como el primer fruto de una nueva humanidad cuya vida se encuentra nuevamente cimentada en Dios, en Quien no hay muerte. La vida cristiana se presenta claramente en el Nuevo Testamento, de forma primordial, como una participación en la vida de Cristo. Somos llamados a «morir con Él», «muriendo al pecado», para poder «resucitar con Él». La vida en Cristo no comienza, pues, con la muerte biológica sino que, por el contrario, comienza ahora con una muerte del yo, con una conversión, una metánoia, en la que «nos revestimos con la 37

mente de Cristo» y vivimos a través de Cristo en el Espíritu. Así, Pablo dice que «el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17). Esta realidad se hace sacramentalmente presente a la comunidad creyente por medio del rito de iniciación del bautismo. La temprana práctica cristiana del bautismo adulto mediante la inmersión imprimía una gráfica expresión simbólica a esta participación en la muerte y resurrección de Cristo. Los escritos de los Padres hablan de las aguas del bautismo como de un útero y de una tumba. La persona que está siendo bautizada se sumerge en el agua al igual que Cristo descendió al interior de la tierra en la muerte. Emerger del agua representa a Cristo resucitando en gloria, habiendo salido victorioso sobre la muerte. En el bautismo, el Espíritu, a Quien damos entrada a través de la fe, incorpora al cristiano a la vida de Cristo. La vida de Cristo pasa a ser nuestra propia vida y así podemos decir con Pablo, «para mí, vivir es Cristo». Con todo, la vida diaria y nuestra oración rápidamente nos muestran que nuestra vida en Cristo es una vida en proceso. Cristo es la puerta que lleva a la vida, pero somos nosotros quienes hemos de atravesar ese umbral siendo partícipes de su muerte para compartir su vida. Eso exige una lucha diaria, que con frecuencia es ardua, y cargar con nuestra cruz que es, sobre todo, nuestra propia rebeldía contra Dios, de muy hondo arraigo, y de la que se deriva nuestra tendencia a la muerte. Esta tendencia hacia el pecado y la muerte es en sí un misterio. Es la oscuridad que ha sido redimida por Cristo pero que constantemente y con esfuerzo tenemos que exponer a su mirada sanadora. Es el pecado. Es lo que Merton llama el falso yo. II Vamos en pos de la vida espiritual como hijos de Adán pugnando por dar nacimiento a ese yo nuevo y original que Dios nos ha dado y que nos ha restaurado por medio de Cristo. Luchamos como si estuviéramos de parto. Del rico suelo de nuestras esperanzas solo brotan espinas. La flor más diminuta exige nuestro sudor antes de despuntar en el terreno pedregoso. Pasamos nuestras noches sollozando y nuestros días entre fatigas. Perseguimos ir más allá de nuestros límites para que la vida de Cristo nazca en nuestro interior. Somos como el hombre deformado que Merton nos presenta en El camino de Chuang Tzu: «Cuando un hombre feísimo se convierte en padre, y le nace un hijo, en medio de la noche tiembla y enciende una lámpara, y corre angustiado a ver

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en la cara del bebé a quién se parece» 1. Cada día nos levantamos de la oración y corremos hasta el espejo de nuestra autoconciencia esperando descubrir que nuestros esfuerzos han dado a luz la imagen de alguien que no soporta la marca de nuestra desfiguración. Cada día esperamos descubrir el rostro de un recién nacido. Pero, fiados a nuestros propios recursos, tan solo descubrimos al hombre viejo buscándose erradamente a sí mismo. Adán vive en nuestro interior. Nos vemos reflejados en su desobediencia, que trajo la muerte. Nuestro actuar diario y nuestra ceguera en la oración nos revelan que la herida infligida al corazón humano todavía sigue abierta y continúa supurando en nuestro interior. El núcleo de nuestro ser se ve impelido como una piedra hacia las silentes simas que son todos y cada uno de los momentos en los que Dios nos espera con solicitud eterna. Mas el falso yo no nos permitirá adentrarnos hasta esas aguas abisales. Como piedras lanzadas horizontalmente sobre la superficie del agua, seguimos dando tumbos por la vida por sus orillas periféricas y unidimensionales. Hundirse es desaparecer. Sumergirse en las ignotas profundidades de la llamada de Dios a unirse con él es perder todo lo que el falso yo conoce y atesora. Así, el falso yo no se enfrenta a la oscuridad que le habita y ni tan siquiera la reconoce. Por el contrario, proclama que la oscuridad es la luz más brillante. El falso yo, cual déspota regente, exige obediencia ciega. Todo ha de seguir moviéndose en un ritual inacabable de dominio y explotación. Mas, al abandonar los caminos del falso yo y emprender los de la oración interior, nos encontramos en medio de un dilema que finalmente solo se resuelve en un abandono, semejante al de los niños, a la misericordia de Dios. Por un lado, nos encontramos con la gran verdad de que desde el primer momento de nuestra existencia la dimensión más honda de la vida es que hemos sido creados por Dios para unirnos con Él. La dimensión más profunda de mi identidad como persona humana es la de ser partícipe de la propia vida de Dios tanto ahora como en la eternidad en una relación de intimidad para la que no caben palabras. Por otro lado, mi propia experiencia cotidiana impone sobre mí la verdad dolorosa de que mi corazón ha escuchado a la serpiente antes que a Dios. Hay algo en mí que se reviste con hojas de higuera para ocultar mi desnudez, que mata a mi hermano, que construye torres de confusión y que atrae el caos cósmico sobre la tierra. Hay algo en mí que ama la oscuridad antes que la luz, que rechaza a Dios y que, por consiguiente, repudia mi propia realidad más honda en tanto que persona humana hecha a imagen y semejanza de Dios. Pecado es la palabra que usamos con más frecuencia para referirnos a ese último aspecto de la existencia humana en el que nos encontramos negando nuestra propia relación intrínseca con Dios. Por descontado, el pecado, así visto, no se refiere tan solo a 39

los actos aislados que consideramos pecaminosos. Antes bien, tales actos no son sino síntomas o manifestaciones del pecado que es considerado como el estado o la condición de alienación en la que estamos sumidos. Como Pablo lo expresa en Romanos: «Yo soy de carne, vendido al pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco [...] no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy quien lo obra, sino el pecado que habita en mí» (Rom 7,14-20). Acerca del pecado, así considerado, Merton escribe: «Decir que he nacido en pecado es afirmar que vine al mundo con un falso yo. Nací con una máscara. Vine a la existencia bajo el signo de la contradicción, pues era alguien que nunca estuvo destinado a ser y, por tanto, una negación de lo que debería ser. De ese modo vine a la vez a la existencia y a la no existencia, porque desde el primer momento era algo que no era» 2. Aquí Merton equipara el pecado a las estructuras que confieren la identidad al falso yo. Eso, en sí, ya es significativo. El foco del pecado se desplaza desde el ámbito de la moralidad al de la ontología. Para Merton, la cuestión de quién somos siempre precede a qué hacemos. Así, el pecado no es esencialmente un acto sino una identidad. El pecado es la disposición fundamental de querer ser lo que no somos. Por eso, el pecado es una orientación hacia la falsedad, una mentira básica que atañe a nuestra más profunda realidad. Del mismo modo, a la inversa, apartarse del pecado es, sobre todo, abandonar un caso trágico de identidad errada en lo concerniente a nuestro propio ser. Ese es, pues, el falso yo. Es un yo trágico por cuanto termina con menos que nada al intentar obtener más que el todo que Dios concede libremente a Sus hijos. Este falso yo es todo un síndrome de mentiras y engaños que surgen de un rechazo radical de Dios en Quien únicamente encontramos nuestra propia verdad y nuestra identidad última. Con este trasfondo en mente, ahora podemos proceder a reflexionar sobre el modo en que Merton concebía a Adán como paradigma del falso yo. Estaremos en mejor disposición de comprender qué se entiende por el término «verdadero yo» si podemos señalar con precisión lo que es falso en el falso yo. Antes, empero, de proseguir con estas y otras reflexiones sobre Adán en los escritos de Merton, conviene tener presente que Merton se aproxima a Adán no como un estudioso de la Biblia sino como un representante de las tradiciones contemplativas cristianas. El mismo texto del Génesis nos dice que somos partícipes de la vida divina en tanto que somos criaturas de Dios, y que fuimos creados para llegar a la plenitud en nuestra respuesta fiel a Dios. El significado bíblico de este texto permanece intacto si bien ha sido desarrollado con posterioridad mediante las reflexiones elaboradas por escritores cristianos de diversas tradiciones patrísticas, monacales y contemplativas. A la luz de Cristo (el Nuevo Adán) y desde el propio contexto de la experiencia contemplativa (en el Espíritu), la narración de Adán y Eva supone una fuente muy rica en símbolos que nos muestran el modo en que 40

Dios nos convoca en la creación para asemejarnos de forma perfecta a Él a través de Cristo en el Espíritu. Merton se acerca a Adán siguiendo esas tradiciones cristianas en sus reflexiones sobre el verdadero yo. III La oración, entendida como la conciencia destilada de nuestra vida entera ante Dios, es un viaje hacia delante, una respuesta a la llamada del Padre para asemejarnos de modo perfecto a Su Hijo a través de la fuerza del Espíritu Santo. Pero este viaje hacia delante también puede verse como una suerte de itinerario de vuelta, en el que buscamos acceder a la relación original que Adán tuvo con Dios. En la oración viajamos hacia delante hasta nuestro origen. Cerramos los ojos en recogimiento orante y los abrimos en el momento prístino de la creación. Abrimos los ojos para encontrar a Dios –Sus manos llenas de barro– cubriéndonos con su presencia, insuflando su vida divina en nosotros, sonriendo al reconocer en nuestro ser un reflejo de Sí. Nos dirigimos a nuestro lugar de oración con la confianza de que al orar trascendemos tiempo y espacio. Distinciones entre fuera y dentro, pasado y futuro, ya no sirven en la oración. Cuando oramos, nos sentamos ante las puertas del Edén y aparece el yo que el Padre creó, liberado de capas y capas de falsedad y distorsiones en las que hemos quedado enmarañados y en cuyo interior nos hemos perdido. En la oración, experimentamos este regreso a nuestros orígenes como una inmersión en el centro de nuestro ser, allí donde Dios contiene nuestro principio y nuestro fin en un momento eterno. Nuestra travesía de regreso no es, pues, de orden cronológico; no se trata de una regresión como la que un psiquiatra podría inducir en su paciente hasta un acontecimiento pasado que motivó algún tipo de desorientación en el nivel psicológico. Hay que señalar, no obstante, que nuestro crecimiento en la oración de ninguna manera elimina nuestra integridad psicológica. El yo verdadero es el yo en su totalidad. Una vida de oración implica una totalidad integrada de nuestra vida entera ante Dios. Hemos de aprender a descubrir al padre y a la madre heridos en nuestro interior. Hemos de aprender a sanarlos y al mismo tiempo a «odiarlos», para no extraer nuestra vida y nuestra identidad de ellos sino del Padre que siempre nos empuja hacia una tierra «que no conocemos» pero que es nuestro verdadero hogar. Tampoco a Adán se le da la consideración de una figura histórica que cometió un hecho particular e introdujo de ese modo una suerte de defecto de nacimiento que se va pasando de una a otra generación. Por el contrario, Adán es ahora. Adán somos nosotros en nuestra desobediencia a Dios. El jardín del Edén antes de la caída pertenece tanto al futuro como al pasado. Como hemos dicho, la hondura abisal del corazón no conoce tiempo. El cielo y el infierno no solo se encuentran más allá de nosotros sino también en nuestro interior, y nos adentramos en ellos por la puerta de nuestro ser. 41

Al considerar a Adán un espejo arquetípico de nosotros mismos, vemos a Dios llamándonos a salir de nuestra nada, y sacándonos del caos para otorgarnos una relación de semejanza con él. Nos insufla su propia vida divina y la hace nuestra. Pero Dios no nos arrastra como las olas de pleamar. Lejos de ello, en lugar de empujarnos, nos invita a responder a su llamada, con tanta fuerza como docilidad divina, para que nos confiemos a Él con el mismo abandono con el que Él mismo se entrega a nosotros. Es nuestro amor a Dios lo que más nos hace asemejarnos a Él. Dios nos pide nuestro amor y nuestra entrega en el encuentro con Él, a la vez íntimo y portador de vida, algo que más adelante quedará expresado de manera más precisa con los términos fe y alianza. El Génesis también nos habla de una serpiente que miente acerca de una promesa de divinidad a los hijos de Dios. La promesa de la serpiente es un veneno que penetra en el vínculo vibrante y delicado de fe que existe entre nosotros y Dios. La serpiente, partera del falso yo, inocula sus promesas envenenadas en el deseo de Adán de ser como Dios. Este hecho revela algo de la paradoja y del misterio del mal, porque la mentira de la serpiente es un eco oscuro y torcido del acto creador de Dios por el que nos hizo partícipes de su propia vida divina. De hecho, que nosotros ambicionemos ser como Dios es simplemente querer ser aquellos a quienes Dios llamó en su creación a ser a su imagen y semejanza. En breve, el deseo de Adán de ser como Dios brota del mismo núcleo de la identidad regalada y creada por Dios. El punto crucial en todo esto, sin embargo, es que no podemos ser como Dios sin Dios. No podemos ser como Dios usurpándole su soberanía trascendente en una suerte de golpe espiritual que viola la voluntad de Dios. No podemos tomar nuestro yo más profundo, que es un don de Dios, arrebatándoselo para reclamarlo como nuestra codiciada posesión. Cualquier expresión encaminada a autoproclamar nuestra semejanza con Dios nos está prohibida, no porque esta quebrante alguna ley decretada arbitrariamente por Dios sino porque ese acto supone una mentira fundamental, ontológica, preñada de muerte. No somos Dios. No somos nuestro propio origen ni somos nuestra última plenitud. Pretender eso es un acto suicida que hiere nuestra relación de fe con el Dios vivo y que la reemplaza por una fe fútil en un yo que jamás puede existir. Y con todo, es ese acto suicida el que el desvergonzado mentiroso tienta a Adán a cometer ¡y Adán acepta su oferta! Al hacer eso, Adán, en efecto, se condena a sí mismo y cae decapitado. Se arranca su propio corazón. Da a luz a ese engendro siniestro de la oscuridad y de la muerte al que aquí denominamos el falso yo, la identidad que Merton describe como «Alguien que nunca estuvo destinado a ser y, por tanto, una negación de lo que debería ser». La vida espiritual para Merton se mueve en el contexto de una identidad que Dios nos ha dado, y que ha sido distorsionada y ha quedado oculta por el pecado para sernos devuelta nuevamente por medio de Cristo. La vida espiritual para Merton es un viaje en el que nos descubrimos a nosotros al descubrir a Dios, y en el que descubrimos a Dios al 42

descubrir nuestro verdadero yo escondido en Dios. Merton nos recuerda repetidamente que hemos de descubrir por nosotros mismos lo que ese Adán caído que habita en nuestro interior nunca puede ver, esto es, que: «El secreto de mi identidad está escondido en el amor y la misericordia de Dios. Pero todo lo que hay en Dios es realmente idéntico a Él, pues Su infinita sencillez no admite división ni distinción. Por eso no puedo esperar encontrarme en ninguna parte más que en Él. En definitiva, la única manera de poder ser yo mismo es identificarme con Aquel en quien están escondidas la razón y la plenitud de mi existencia. Por consiguiente, solo hay un problema del que depende toda mi existencia, mi paz y mi felicidad: descubrirme descubriendo a Dios. Si encuentro a Dios, me encontraré a mí mismo; y si encuentro mi verdadero yo, encontraré a Dios» 3. Nuestro único problema reside en apartarnos, como Adán, de la relación establecida en la total entrega de la fe. Escogemos libremente rechazar la forma en que Dios quiere que lleguemos a ser quienes estamos llamados a ser, y en ese rechazo, nos extraviamos del camino. Perdemos a Dios y nos perdemos a nosotros mismos. Escogemos una vida fuera del amor de Dios y de ese modo escogemos la muerte. Escogemos una libertad fuera de la voluntad de Dios y de ese modo perdemos toda libertad en los estrechos confines de un yo que nunca puede existir. De modo que la vida espiritual se centra en el problema de una identidad que se encuentra en la fe. Nuestro yo verdadero es un yo en comunión. Es un yo que subsiste en el amor eterno de Dios. De la misma manera, el falso yo es un yo que se queda fuera de esta creada comunión subsistente con Dios y que conforma nuestra misma identidad. En las palabras de Merton: «Cuando nos parece que poseemos y nos servimos de nuestro ser y de nuestras facultades naturales de una forma absolutamente autónoma, como si nuestro ego individual fuera la pura fuente y el fin de nuestros actos, entonces vivimos en la ilusión y nuestros actos, por muy espontáneos que puedan parecer, carecen de sentido espiritual y de autenticidad» 4. En nuestro celo por ser los dueños de nuestro propio ser, nos aferramos a cada logro como una suerte de verificación de nuestra autoproclamada realidad. Nos convertimos en el centro, y Dios de alguna manera queda relegado a un margen invisible. Otros llegan a hacerse reales hasta el punto de que se vuelven significativos para los designios de nuestro propio ego. Y en todo ese proceso el TODO de Dios muere en nosotros y la nada estéril de nuestros deseos se convierte en nuestro Dios. En el siguiente texto, Merton deja claro que esa pretendida autonomía que el falso yo proclama como suya no es sino una ilusión. También identifica este engaño ilusorio con el pecado y con la ceguera del mundo, entendido en términos cristianos como el

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lugar que no fue capaz de reconocer a Cristo. Esta ilusión, esta sombra, este pecado, este mundo, afirma Merton, habita en el interior de todos nosotros: «A cada uno de nosotros nos sigue una persona ilusoria: un falso yo. Esa es la persona que yo deseo ser, pero que no puede existir, porque Dios no sabe nada sobre ella. Y ser desconocido de Dios es pasar completamente desapercibido. Mi yo falso y privado es el que quiere existir fuera del alcance de la voluntad de Dios y del amor de Dios: fuera de la realidad y fuera de la vida. Y tal yo no puede ser más que una ilusión. No estamos muy dotados para reconocer las ilusiones, sobre todo las que abrigamos acerca de nosotros mismos, con las que hemos nacido y que nutren las raíces del pecado. Para la mayoría de las personas, en el mundo no hay realidad subjetiva más grande que su falso yo, que no puede existir. Una vida dedicada al culto de esta sombra recibe el nombre de “vida de pecado”» 5. El acontecimiento primordial de la caída de Adán sigue viviendo en cada acto que hacemos al servicio del falso yo. Por el contrario, la vida espiritual de los cristianos es una vida en Cristo, a través de quien hemos podido librarnos del yo del pecado y de la máscara de la ilusión. En Cristo encontramos la esperanza de una relación con Dios cara a cara, en Quien se esconde el yo que quiso que llegáramos a ser al crearnos. El descubrimiento del verdadero yo en Dios tiene lugar en el despliegue diario de la vida cristiana. Se nos revela oscuramente en la fe a través del servicio desinteresado a los demás y en el desierto interior de la oración sin palabras. IV En ocasiones, Merton habla de la caída de Adán mediante la imagen de Adán cayendo a través del centro de sí mismo, interponiéndose así entre él y Dios. Siguiendo esa analogía, podemos decir que el falso yo no solo se sitúa entre el verdadero yo y Dios, sino que rápidamente comienza a construir su propio universo oscuro a partir de una nada desorientada que se atribuye, ufano, como su preciada creación y la joya de su corona. Merton escribe: «Después que Adán pasó por el centro de sí mismo y emergió al otro lado para escapar de Dios poniéndose entre él mismo y Dios, reconstruyó mentalmente todo el universo a su propia imagen y semejanza. Ese es el penoso e inútil esfuerzo que han heredado sus descendientes: el esfuerzo de la ciencia sin sabiduría; el afán mental que reúne fragmentos que nunca se las arreglan para juntarse en un conjunto completamente integrado; el esfuerzo de acción sin contemplación, que nunca acaba

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en paz o satisfacción, ya que ninguna tarea se termina sin abrir otro camino a otras diez tareas más que hay que hacer» 6. Corremos y corremos como ardillas enjauladas, creyendo que el chirrido constante de la rueda de nuestros logros es una verificación de nuestra realidad y de nuestra valía. Pero en realidad, nuestros esfuerzos frenéticos para seguir con las siguientes diez tareas que reclaman nuestra atención urgente no son sino el último recurso para sofocar los temores que nos persiguen y que subrepticiamente nos acechan incluso en nuestras horas más felices. El falso yo, sintiendo su fundamental irrealidad, comienza a revestirse de símbolos y mitos de poder. Puesto que intuye que no es sino una sombra, que no es nada, comienza a convencerse de que es lo que hace. De ahí que cuanto más hace, consigue y experimenta, tanto más real se vuelve. Merton escribe: «Todo pecado brota de la asunción de que mi falso yo, que solo existe en mis deseos egocéntricos, es la realidad fundamental de la vida a la que se ordenan todas las demás realidades del universo. Así, consumo mi vida en el deseo de placeres y en la sed de experiencias, poder, honor, conocimiento y amor, para revestir este falso yo y hacer de su nada algo objetivamente real. Me rodeo de experiencias y me cubro de placeres y gloria, a modo de vendas, a fin de hacerme perceptible a mí mismo y al mundo como si fuera un cuerpo invisible que solo pudiera resultar visible cuando algo visible cubriera su superficie» 7. Pero el éxito de esta aventura es siempre temporal. Estamos solos como ese niño en la oscuridad que tiene miedo de que haya un monstruo escondido debajo de la cama. Al niño le asusta asomarse a mirar porque sabe muy bien que si lo hiciera y se encontrara de verdad con un monstruo se enfrentaría a una crisis impensable e irreversible. Y por eso prefiere silbar una tonadilla a mirar. Del mismo modo, el falso yo sabe que si se quedara quieto interior y exteriormente, se descubriría como nada. Se quedaría sin nada salvo su propia nada, y para el falso yo que pretende serlo todo, ese descubrimiento le acarrearía su fatal desenlace. Así, a casi todos nos resulta difícil soportar mucha autorreflexión misantrópica. Buena parte del tiempo, el disfraz queda a buen recaudo. Pero al final, la muerte desvela en nosotros lo que ni tan siquiera podíamos reconocer –nuestra radical contingencia–. Eventualmente, y de modo inevitable, eso en lo que nos resultaba demasiado difícil siquiera ponernos a pensar, termina por suceder. La muerte nos revela que, querámoslo o no, el mañana ha llegado hoy y nos hemos quedado sin tiempo. A fuerza de morir, descubrimos que: «... las cosas que me revisten carecen de sustancia. Estoy vacío, y mi estructura de placeres y ambiciones no tiene fundamento. Estoy objetivado en ellos. Pero están todos destinados, por su misma contingencia, a ser destruidos. Y cuando hayan 45

desaparecido, no quedará de mí más que mi desnudez, mi nada y mi vacío, para indicarme que soy mi propio error» 8. El siguiente texto sobre Adán vincula directamente la «amenaza de muerte» con la amenaza principal al falso yo: «Una vez que decidió depender de sí mismo sin contacto con Dios, Adán hubo de convertirse en su propio y pobre diosecillo falible. Ahora todo tenía que servirle a él, porque ya no se ajustaba perfectamente al orden en que todos habían quedado establecidos juntos, todas las criaturas se rebelaron contra Adán, y se encontró rodeado, no de apoyos, sino de razones de angustia, de inseguridad y de miedo. Ya no era capaz de dominar su cuerpo, que hasta cierto punto se hizo dueño de su alma. Su mente, ahora, como ya no servía a Dios, se fatigaba en la servidumbre al cuerpo, agotándose en cavilaciones para alimentar y nutrir y contentar a la carne, y proteger su frágil existencia contra la constante amenaza de muerte» 9. Al situar el nacimiento del falso yo en el contexto del viaje de Adán a través del centro de sí mismo, resulta razonable que el modo de recuperar nuestra propia identidad verdadera sea desandar ese pasaje a través de nuestro centro. Y eso es precisamente lo que, en suma, Merton viene a decirnos: que toda la vida espiritual puede ser considerada como un modo de deshacer el viaje destructivo de Adán que trajo consigo la existencia dualista y esquizoide del falso yo, al alzarse frente a sí mismo, enfrentándose tanto contra sí como contra Dios: «Si volviéramos a Dios y nos encontráramos en Él, haríamos al revés el camino de Adán, tendríamos que volver por el camino por donde él vino. El sendero pasa por el centro de nuestra alma. Adán se retiró a sí mismo desde Dios y luego pasó a través de sí mismo y salió a la creación. Hemos de retirarnos (en el sentido justo y cristiano) de las cosas exteriores y pasar por el centro de nuestras almas para encontrar a Dios. Hemos de recobrar la posesión de nuestros verdaderos Yos liberándonos de la ansiedad y el miedo y el deseo desordenado» 10. Aquí Merton convierte la búsqueda de nuestra identidad original en la dinámica básica de la vida espiritual: si en lo más hondo de mi ser soy una relación con Dios –por Quien, en Quien y para Quien existo– y si, desde donde ahora me encuentro, soy ignorante de esa relación que tiene a Dios como fundamento, de ello se desprende que permanezco en una radical alienación y desorientado con respecto a mi identidad más profunda. Todas las iniciativas ascéticas pueden reducirse a la experiencia del hijo pródigo que intenta regresar a casa, seriamente resuelto a volver al hogar del Padre. Mediante este viaje encaminado a regresar a la identidad original en Dios, revertimos el viaje de Adán al permitir que Dios nos purifique de todo cuanto se alza como un obstáculo al cumplimiento de Su voluntad. 46

Una llama no se prende por sí sola. Pero nosotros, siendo distintos de lo que somos, nos quemamos solos. Nos devoramos y nos consumimos a nosotros mismos odiándonos y dudando de nosotros. Vivimos en una existencia en la sombra en la que nos descubrimos interponiéndonos entre nosotros mismos y Dios. Como observadores impotentes, vemos cómo conducimos vidas que sabemos que solo son tragedias fragmentadas. Al separarse de Dios, Adán nos infligió una herida que cada uno de nosotros hace suya y mantiene viva en nuestra rueda diaria de autoengaños y evasiones. En el texto antes citado, Merton ofrece algún indicio de la necesidad de silencio y soledad en la vida espiritual. Por medio del silencio y de la soledad viajamos a nuestro interior. Nos adentramos en ámbitos cada vez más recónditos, oscuros y desconocidos del corazón humano, allí donde se encuentra la puerta que cruzó el Adán que habita en nuestro interior dando así nacimiento al falso yo. ¿Cómo podemos encontrar esa puerta? ¿Cómo la abriremos? Todavía más misterioso es preguntarnos quién quedará cuando el yo que creemos ser atraviese su umbral. Esas son cuestiones sobre las que trataremos de reflexionar al hablar del nacimiento del verdadero yo y de la naturaleza de la unión contemplativa con Dios. Pero en primer lugar hemos de dirigir nuestra atención a la forma en que el verdadero yo se manifiesta en el contexto de nuestro comportamiento social con los demás.

1. Thomas MERTON, El camino de Chuang Tzu. Madrid: Debate, 1999, 62. 2. NSC,54-55. 3. NSC,56. 4. Thomas MERTON, La oración contemplativa. Madrid: PPC, 1996, 89 [en adelante OC]. 5. NSC,55. 6. Thomas MERTON, El hombre nuevo. Barcelona: Pomaire, 1966 (73), 113 [en adelante HN]. 7. NSC,55-56. 8. NSC,56. 9. HN (68), 106-107. 10. HN (74), 114.

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CAPÍTULO 2:

El verdadero yo en el mundo I

EL mundo es el lugar donde encontramos a Dios porque es el lugar donde Dios nos encuentra en la persona de Jesucristo. Cristo no se limitó a habitar la carne humana; se hizo carne. Siendo Dios, se hizo uno con la humanidad en las realidades concretas e históricas de la vida humana. Verdaderamente, Dios ha entrado en el mundo y es en el mundo donde los cristianos han de dirigirse al encuentro con Dios. Mas el mundo es también un lugar en el que hay iniquidad. El mundo, aunque haya sido castigado con la furia de un diluvio y purificado con el fuego del cielo, sigue siendo un lugar donde los profetas son apedreados y en el que se crucifica a Cristo; un lugar en el que los seguidores de Cristo serán perseguidos y sufrirán difamación hasta el fin del tiempo. Hay, por tanto, una ambivalencia inherente al término «el mundo». Es el lugar al que Cristo vino, el lugar que Dios amó tanto que envió a Su único hijo (Jn 3,16). Y es, no obstante lo anterior, al mismo tiempo, un lugar ciego que no ve a Cristo, y «que no lo recibió». Es el reino que Satán ofreció a Jesús si tan solo hubiera accedido a saltar y a adorarle. Es esta ambivalencia del mundo la que llama al cristiano a «estar en el mundo sin ser del mundo». Un cristiano debe amar al mundo, existir en el mundo como el lugar que Dios ama, pero al mismo tiempo ha de rechazar aquellos aspectos del mundo que representan un repudio irreflexivo y comunitario de Dios, es decir, el cristiano debe rechazar aquellos aspectos del mundo que son la expresión colectiva del falso yo. En nuestras reflexiones sobre el verdadero yo en el mundo, comenzaremos reflexionando sobre el mundo como el lugar donde encontramos a Dios en y por medio de las experiencias cotidianas y en el trato con los otros. El falso yo a menudo rechaza este mundo so pretexto de «espiritualidad», esgrimiendo como coartada la búsqueda de realidades invisibles en otros ámbitos «más espirituales». Merton escribe acerca de la locura de tales pretensiones: «Muy a menudo, la inercia y la repugnancia que caracteriza la llamada “vida espiritual” de muchos cristianos podría quizá curarse con un sencillo respeto por las realidades concretas de la vida diaria, de la naturaleza, del cuerpo, del trabajo que uno desempeña, de sus amigos, de todo lo que le rodea, etc. Un falso sobrenaturalismo, que imagina que “lo sobrenatural” es una especie de reino platónico de esencias abstractas, totalmente apartadas y opuestas al mundo concreto de la naturaleza, no ofrece un apoyo real a la auténtica vida de meditación y de oración. La meditación se ve sin punto de apoyo alguno y no responde a ninguna 48

realidad, si no está firmemente enraizada en la vida. Sin estas raíces, no puede producir más que frutos perdidos en la nada del disgusto, la acedia, e incluso una introversión morbosa y peligrosa» 1. Lo espiritual es aquello que está ordenado hacia Dios. Por el contrario, los frutos no espirituales del falso yo, carentes de savia vital y degenerados, consisten en cuanto tiene por objeto la deificación del ego y el consecuente rechazo del mundo de Dios. Merton siempre se cuidó de evitar la identificación de lo espiritual y lo no espiritual con lo visible y lo invisible. Intentar concentrarse en obtener una visión de cosas invisibles podría, de hecho, llegar a constituir una empresa demoníaca. Dios es El Que Es y su mundo es el mundo que es. Lo que resulta extraordinario son las mismas realidades concretas, corrientes, de la vida diaria. Y es nuestro deseo de ser extraordinarios lo que, en definitiva, nos hace menos que ordinarios toda vez que tal aspiración nos conmina a apartarnos, rechazar o incluso ignorar a Dios cuando Él se manifiesta en una tarde calurosa de agosto o en el viento frío de una tarde invernal. La verdad básica de la vida en el mundo se vuelve, si cabe, más importante en el trato con los demás: «Desde el mismo momento en que pones un trozo de pan en la boca eres parte del mundo [...] ¿Quién hizo el pan? ¿De dónde vino? Estás en relación con la persona que lo hizo. ¿Y cuál es tu relación con ella? ¿Mereces estar tomando este alimento, [...] tienes derecho a ello? Eso es el mundo y eso no es ilusorio» 2. La contemplación puede transportar a una persona a ámbitos desconocidos. Dios es, con seguridad, «Otro» y su alteridad nos cautiva y nos llama a una inefable comunión con Él. Del mismo modo, nuestro verdadero yo es más que cualquiera de los roles que podamos desempeñar en la sociedad. Pero la cuestión es que todo eso no amenaza ni aniquila nuestro trato concreto, cotidiano, con los demás, sino que confirma estas relaciones y compromisos diarios y los sitúa en su lugar adecuado. Esas relaciones actúan como heraldos del falso yo únicamente cuando alguien llega a creer que su yo no es sino la suma total de tales relaciones. En otras palabras, cuando comienza a asumir que la base misma que sustenta su identidad se deriva solamente de lo que hace en y a través del papel que desempeña en la sociedad. Pero aquí es donde también hay que mostrarse vigilantes ante el peligro contrario. En otras palabras, encontramos también un ejemplo del falso yo en aquella mentalidad escapista que nos mueve a tomar el pan prescindiendo de considerar las obligaciones que tenemos contraídas con las personas que trabajaron para producirlo. Una cara del falso yo nos llama, entre sonrisas, a no preocuparnos por los semejantes ni por las realidades concretas de la vida. La otra cara del falso yo nos insta, de forma seductora, a hacer de tales compromisos un fetiche, moviéndonos a dar vueltas a los mismos con gran ansiedad, como mosquitos alrededor de una llama. 49

El mundo de la productividad y del intercambio social es básicamente bueno. Es un lugar en el que me encuentro «en» el momento en que me llevo un pedazo de pan a la boca. Debo contribuir al mismo si quiero ser verdadero ante Dios, ante mí mismo y ante mi prójimo. El punto es, no obstante, que mi contribución tiene que ser esencialmente de carácter cualitativo. Quien yo soy nunca ha de ser prostituido por las demandas de lo que otros me dicen que tengo que hacer. Sin esa prioridad básica quedo reducido a un objeto de consumo y hay poco que pueda hacer para promover el propósito, a menudo semienterrado aunque esencial, de la sociedad, que no es otro que el de llevar a sus miembros a su plena actualización como personas creadas. Esto revela un aspecto importante de la vocación de la persona mística o contemplativa en el conjunto de la familia humana. En cierto modo, la contribución de la contemplación reside en el hecho de que la persona contemplativa no hace una contribución tal y como el mundo entiende esa palabra. Merton escribe: «En cierto sentido, se supone que él (el monje) ha de ser “inútil” porque su misión no es desempeñar este o aquel trabajo sino ser un hombre de Dios. No vive para llevar a cabo una función específica: lo que le ocupa es la vida misma» 3. Eso no se aplica tan solo a personas contemplativas que viven ex profeso en monasterios. Sirve por igual para todos los cristianos que lleven una vida de oración. En la oración somos «inútiles». No «hacemos» nada salvo abrirnos para disponernos a ser la persona que Dios nos llama a ser. Los musulmanes dicen: «Dios no hace nada y por eso no hay nada que Dios no haga». Dios está más allá de cualquier función pragmática. Él es inútil y, sin embargo, precisamente por ello, hace todas las cosas. Como somos semejantes a Dios, en lo más hondo, también nosotros somos inútiles. Al igual que lo son los niños, los atardeceres, o el simple reconocimiento del canto de un pájaro. La muerte es inútil, como también lo es una sencilla mirada de amor. La vida misma es inútil, porque la vida está para vivirla y no para ser calculada, procesada, empaquetada, vendida o patentada. El yo que ora en nosotros es inútil y es la oración la que nos permite descubrir el uso positivo de la vida en Dios. Es asimismo cierta ceguera ante la oración la que nos expone al peligro de llegar a ser como algunas personas de las que habla Merton: «Existen hombres para quienes un árbol carece de realidad mientras no están pensando en cortarlo, para quienes un animal carece de valor mientras no ha entrado al matadero: hombres que no paran la vista en nada sino hasta que deciden abusar de ello, y que ni siquiera perciben lo que no desean destruir» 4.

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Ese es el tipo de amor más grosero, el amor que, para llevarse a cumplimiento, destruye el objeto mismo de su querencia. Ese es el amor del falso yo que puede apreciar y reconocer solo lo que devora para alimentar y propiciar su propia existencia frágil y sombría. Mas el contemplativo no es útil en el sentido en que el mundo pueda interpretar ese término. Siendo fiel a esa inutilidad, no obstante, la persona de oración aporta al mundo la dimensión cualitativa que salva a la humanidad de quedar reducida a un paquete que cada generación continúa envolviendo en eslóganes y proyectos diseñados de manera cada vez más sofisticada. La combinación de la vida de Merton en la ermita con su creciente preocupación por los problemas del mundo comporta para muchas personas un enigma. En el monasterio, algunos no entendían su preocupación por los asuntos del mundo. En una ocasión, cuando fui a verle, estaba muy bajo de ánimo porque los censores de la Orden acababan de rechazar las secciones de su libro Semillas de destrucción que abordaban la cuestión de la guerra atómica. Me decía, medio en broma medio en serio, quejándose: «¿Cómo voy a titularlo Semillas de destrucción si eliminan la destrucción?». Al mismo tiempo, eran muchas las personas en el mundo que se identificaban con lo que decía acerca de temas de índole social, pero no podían entender por qué vivía en un monasterio apartado del mundo. La respuesta a ambos reside en la paradoja de que en soledad redescubrió el corazón del mundo. Se trata de la paradoja de que la verdadera soledad nos hace comulgar con los demás y la verdadera comunión con los demás nos lleva a la soledad. Su vocación fue encontrarse con el prójimo en soledad. La vocación de las personas que viven en el mundo es encontrar la soledad en medio de los demás. El verdadero yo abraza tanto la soledad como a los otros. El falso yo rechaza tanto la soledad como a los demás. Convierte la soledad en aislamiento egocéntrico, y reduce la comunión con los semejantes al insensible «hombre masificado» que se nutre de la explotación y de la externalización de la conciencia. La visión del verdadero yo que eventualmente confiamos en obtener merced a estas reflexiones es una visión que supera esta polaridad y división. Ya sea en soledad ya con el prójimo, estamos llamados a encontrar a Dios, y al encontrar a Dios, a encontrarnos a nosotros mismos y a nuestros semejantes. Sumergidos en las simas más hondas de la soledad, nos damos cuenta de que no hay otros «ahí fuera» sino que tan solo existe la Persona en la unidad de amor perfecto que es Dios. Este amor perfecto no rechaza nada que sea de Dios y abraza a todas las cosas sin dirigirse a ninguna parte. II Nos acercamos a pasos agigantados a la comprensión del lugar del mundo en la espiritualidad de Merton cuando comenzamos a apreciar lo que quiere decir que nosotros 51

y el mundo estamos entreverados, que estamos en el mundo como la sal en el océano. Merton escribe: «La forma de encontrar el “mundo” real no es meramente midiendo y observando lo que está fuera de nosotros, sino descubriendo nuestro suelo interno, pues es ahí donde se encuentra el mundo en primer lugar, en mi yo más profundo [...] Este “terreno”, este “mundo” en el que estoy misteriosamente presente a un tiempo a mí mismo y a las libertades de todos los demás hombres, no es una estructura visible, objetiva y determinada con leyes y exigencias fijas. Es misterio vivo, en continuo proceso de creación propia, del que yo mismo soy una parte, para el que yo mismo soy la única puerta» 5. En otras palabras, el mundo no está «allí, fuera de mí» sujeto a mi aceptación o a mi rechazo. Un aspecto de la interpenetración que existe entre nosotros y el mundo ya lo vimos al referirnos a nuestra interdependencia con respecto a los bienes que producimos y consumimos. Cuando me como el pan que ha hecho mi hermano, en cierto modo estoy interrelacionado con la labor de mi hermano. Y él a su vez lo está con la recompensa que pueda recibir a cambio. Como vimos, esta misma interpenetración entre los trabajos y las necesidades de unos y otros está a su vez transida de Dios, esto es, no podemos rechazar al hermano necesitado y a la vez pretender que mantenemos una relación íntima con Dios. Esta verdad es básica en la vida cristiana. El mismo Jesús nos dijo: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El falso yo, encapsulado en el duro caparazón de la conciencia egocéntrica, rechaza tal interpenetración con Dios (con Quien nuestro verdadero yo está vinculado en una unión que es nuestra identidad última) y con el prójimo (con quien nuestro verdadero yo mantiene el vínculo de una unión de perfecta caridad). Así, el falso yo se encuentra en un estado fragmentado que pretende superar por medio de su adhesión a la quimera de los mitos sociales. Por medio de los mitos sociales, el falso yo se proyecta en la mentira compartida del mundo, entendido este ahora de forma negativa como el ámbito que proyecta la mentira más grande sobre nosotros mismos: «La madre de todas las mentiras es la mentira que nos empeñamos en decirnos a nosotros mismos sobre nosotros. Y puesto que no somos unos embusteros tan cínicos como para hacernos creer individualmente nuestra mentira, reunimos todas nuestras mentiras y las creemos porque se han convertido en la gran mentira pronunciada por la vox populi, y ese tipo de mentira lo aceptamos como verdad definitiva» 6. Por medio de los mitos sociales, el falso yo se hace presente en expresiones concretas de distracción y explotación. Esta oscura camaradería cristaliza y se endurece en un muro que nos separa de nosotros mismos, de Dios y de los otros. Esto sucede siempre que la sociedad hace un culto de alguna interpretación relativa 52

de la vida o enarbola algún bien relativo como la finalidad de la misma vida. El éxito, el progreso y metas similares son expresiones mundanas del falso yo. Estos imperativos sociales se alzan como absolutos hasta el punto de que se nos lleva a creer que la vida no consiste en otra cosa. Y en esa exclusión reside la falsedad. Se nos induce a pensar que solo el mundo puede salvarnos. Se nos dice que la irrelevancia, según el criterio del mundo, equivale a la no existencia. Somos lo que somos a los ojos del mundo y todo lo demás no existe. Ese es el mundo que hemos de abandonar para seguir a Cristo. Ese es el mundo que Satán mostró a Cristo en el desierto. Satán es el padre de este mundo porque es el padre de las mentiras. Así, decir que no somos sino aquello que el mundo nos hace ser, que tan solo el mundo nos crea y nos sostiene, es con seguridad la gran mentira de Satán contenida en esa sonriente vox populi. Para Merton, los tentáculos de los mitos sociales, que se extienden a todos los ámbitos, han de ser transcendidos si queremos llegar a ser libres para, de ese modo, ser capaces de amar y existir con nuestros hermanos y hermanas en Espíritu y en verdad. Merton mantiene que ese es uno de los importantes principios de la soledad cristiana por el cual mantenemos nuestra integridad y nuestra totalidad como personas creadas. Y nos dice que el verdadero solitario es aquel que: «... comprende, quizás de manera confusa, que ha entrado en una soledad compartida realmente por todo el mundo [...] A lo que el solitario renuncia no es a su unión con los otros, sino más bien a las ficciones engañosas y a los símbolos inadecuados que tienden a ocupar el lugar de la verdadera unidad social [...] Él comprende que es uno con ellos en el peligro y la angustia de su soledad común: no la soledad del individuo solamente, sino la radical y esencial soledad del ser humano, una soledad que fue asumida por Cristo y que, en Cristo, llega a identificarse misteriosamente con la soledad de Dios» 7. No oramos para cargar baterías al objeto de disponernos a volver al trasiego de las preocupaciones de la vida diaria, sino para ser transformados por Dios a fin de que los mitos y las ficciones de nuestra vida puedan caer rotos cual grilletes que antaño nos hubieran tenido maniatados. Si nos recogemos en el interior no es para retirarnos de la vida sino de la constante evasión, de la huida permanente y temerosa de cuanto es real a los ojos de Dios. El desierto en el que florece la oración es el desierto de nuestro propio corazón desnudo de cualquier eslogan que pudiéramos haber sido inducidos a confundir con nuestra identidad y salvación. Orar es morir a toda identidad que no proceda de Dios. Y por eso la oración nos libera y nos devuelve a nosotros mismos. En la oración aprendemos de Dios a «odiar a nuestro padre y a nuestra madre», quienes, mediante el culto al mito y al símbolo, representan al mundo que se alza ante nosotros como la única fuente de nuestra identidad. Y en la oración aprendemos también a amar a nuestro padre 53

y a nuestra madre con un corazón puro. En la oración aprendemos a llorar por Jerusalén, a amarla, a caminar por sus calles, a sostener a sus niños en nuestro regazo, incluso a morir por ella sin una sola palabra de lamento. Pero en la oración también aprendemos que tenemos un pan que Jerusalén no conoce. Aprendemos que amar a Jerusalén es una cosa; y que prostituirnos por ella es otra. Y en otra dimensión todavía más honda, aprendemos que nosotros mismos somos Jerusalén. Somos Jerusalén redimida. Con Cristo lloramos por haber fracasado a la hora de responder a su llamada. Y con Cristo nos encontramos perdonados y restaurados a la vida mediante la fuerza de su cruz. Y en ello reside el significado de lo que se dijo antes. Nosotros y el mundo estamos entreverados. Somos en el mundo como la sal en el océano. Yo mismo soy mi única puerta al mundo y en cierto sentido el mundo es la puerta a mí mismo. Un simple paseo bajo los árboles, un niño necesitado, mis obligaciones para con quienes se afanan en hacer mi pan, todas estas cosas habrían de conducirme a mi verdadero yo y por tanto a Dios. Soy un miembro de la sociedad y de mi particular cultura, y ella me impregna como el aceite lo hace al paño, hasta el extremo de que resulta inconcebible otro «yo» en un tiempo y lugar diferentes. Nacer, amar, morir y realidades de la vida de ese orden han adquirido un significado particular a través de mi cultura. A mí mismo me ha sido dada una identidad, un papel que desempeñar, un modo de comprenderme a mí mismo y a los demás. Lo que más puedo hacer por el mundo, empero, es trascender todo ello para poder prestarle algún servicio como una persona, no como un esclavo. La única forma de servicio genuino es seguir la voluntad de Dios, pues únicamente en ella encuentra el mundo su valía. Y una importante expresión de la voluntad de Dios es la fidelidad a algún grado de oración en la que descubro y actualizo un yo trascendente enraizado en el amor. III ¿Qué sucede si aceptamos de todo corazón al mundo como maestro y garante de nuestra identidad? ¿Qué dinámica se precipita en el momento en que creo que nunca seré otra cosa sino lo que el mundo me dice que soy, y por eso creo que la clave para ser real reside siempre en ajustarme a las demandas sociales? «“Tratar de ajustarse” implica toda una constelación de ilusiones. Primero, te tomas muy en serio como individuo, como yo autónomo, como aislado mundillo de realidad, algo bastante definitivo, algo establecido conforme a su propio derecho: el sujeto pensante... Esa realidad pensante se aplica a considerar qué es todo lo que la rodea, a enfocarlo todo. Ideas claras. ¿Ideas claras de qué? Por favor, no hagas demasiadas preguntas embarazosas. Lo importante es establecer que A es A, y dentro de cien 54

años... uno ya tiene que empezar a ajustarse. Dentro de cien años, A se habrá desvanecido para siempre, pero la afirmación “A es A” seguirá siendo verdadera, aunque, por supuesto, ajustada a que “A era A”. Entonces podrías tener que ajustarla para que se leyera que, por lo menos, tú pensabas que “A era A”. Sin embargo, como tú mismo ya no andas por ahí, y a nadie le importa qué pensaste en absoluto...» 8. Este texto nos permite comprender una de las expresiones más comunes del falso yo en el mundo. El proceso comienza con el individuo concibiéndose a sí mismo como una pequeña existencia amurallada y separada de otras existencias igualmente aisladas, aunque conviviendo con ellas y cuya agregación conforma la sociedad. La meta principal de esta existencia encerrada en su aislamiento que creemos ser es la de ajustarnos a las demandas de la sociedad. Eso es esencial, pues este pequeño yo deriva su sentido total (llamémosle relevancia) de los mitos que mantienen otras mónadas aisladas como yo mismo. Como ellas no dejan de cambiar, ajustándose y reajustándose a tales mitos, el individuo aislado debe acompasar su existencia para evitar caer en la no existencia. Merton señala que el problema es que este flujo de cambio encamina a todos hacia la inevitable extinción. Quienes saben morirán. Todo lo que era conocido se perderá o será reorganizado y ofrecido a nuevas generaciones de expertos que presentarán como nuevo lo que ya ha sido viejo muchas veces. Cada sociedad padece el síndrome de creer que ha alcanzado su cénit, lo que provoca que las actitudes, logros y opiniones que mantiene adquieran una significación colosal que sobresale muy por encima de lo que otras sociedades dicen, piensan y hacen. Eso no supone negar que nuestra sociedad, por ejemplo, haya alcanzado auténtico progreso sino que el concepto mismo de progreso está investido de tal magnitud en el orden de las prioridades que nos resulta difícil comprender a los denominados países «atrasados», que no lo aceptan. Se sabe que los primeros cartógrafos siempre situaban a su propio país en el centro del mundo. Los países, en su totalidad, siguen haciendo lo mismo hoy en día. Y se espera que los individuos de cada sociedad crean y apoyen lo que esta última determina que es significativo. Si alguna persona deja de hacerlo, ella misma se vuelve insignificante. Y en este contexto, no significar nada en la sociedad equivale a no ser nada. Para Merton, una de las tareas primordiales de las tradiciones religiosas es precisamente la de liberarnos de la tiranía que convierte al mundo en un lugar que realiza demandas absolutas a las que hemos de plegarnos para seguir siendo reales. Aplicando eso a la propia tradición monacal de Merton, este se hallaba en condiciones de señalar al monje como la persona marginal por excelencia, puesto que, por dicha condición, queda liberado de las demandas desordenadas del mundo. 55

Merton dice de sí que este mundo es precisamente el que dejó atrás cuando ingresó en el monasterio: «¿Qué quiere uno decir con eso del “mundo”, en general? [...] Mi respuesta concreta es: ¿qué dejé yo al entrar en el monasterio? En lo que soy capaz de ver, lo que abandoné cuando “dejé el mundo” y vine al monasterio fue la comprensión de mí mismo que había llegado a adquirir en el contexto de la sociedad civil: mi identificación con lo que me parecían sus objetivos [...] “el mundo” [...] significaba un cierto conjunto de servidumbres que ya no podía seguir aceptando [...] Algunos deseos eran triviales, otros eran onerosos, todos ellos están emparentados de cerca. La imagen de una sociedad que es feliz porque bebe Coca-Cola o Seagram o las dos cosas, y está protegida por la bomba» 9. La dimensión profética de la función (o no función) contemplativa se basa en gran medida en la negación del contemplativo a abrazar el mundo como si este fuera un dios que da sentido a la vida sin haber aceptado y recibido antes la vida de Dios. El contemplativo, el profeta es, por eso, para Merton, esa persona marginal sobre la que escribe: «No forma parte del “sistema”. Es una persona marginal que se sitúa deliberadamente en los márgenes de la sociedad con la intención de profundizar en la experiencia fundamental del hombre [...] Somos deliberadamente irrelevantes. Vivimos con una irrelevancia arraigada, propia de todo ser humano. El hombre marginal acepta la irrelevancia básica de la condición humana, una irrelevancia que se manifiesta sobre todo por el hecho de la muerte. La persona marginal, el monje, la persona desplazada, el condenado, todos ellos viven en presencia de la muerte, que plantea la cuestión fundamental del significado de la vida» 10. Merton señala que eso no produce desesperación sino esperanza. Continúa: «Somos llamados por la voz de Dios, por la voz de ese Ser fundamental que nos invita a penetrar a través de la irrelevancia de nuestra vida –aceptando y admitiendo que nuestra vida es totalmente irrelevante– para encontrar nuestra importancia en Él. Y esta relevancia en Él no es algo que podamos adquirir o poseer. Es algo que solamente puede ser recibido como un don» 11. La disposición a vivir confrontando la muerte es esencial para la contemplación. Sin exponerse a la muerte para encontrar vida en la muerte, la persona contemplativa –desde la atalaya profética y marginal– se convierte en otra expresión del falso yo, que en algún momento el propio Merton se reprochó haber representado: «Me he convertido en una especie de estereotipo del contemplativo que niega el mundo: el hombre que desapareció a Nueva York, escupió sobre Chicago y 56

arremetió contra Louisville, y que se fue a los bosques con Thoreau en un bolsillo, san Juan en el otro y con la Biblia abierta en el Apocalipsis» 12. Tal vez sea verdad que todo profeta es una persona incómoda y molesta pero no toda persona molesta es un profeta. No hay una expresión más firmemente arraigada en el falso yo que la de quien se proclama profeta a sí mismo. Se trata de alguien cuyo yo no muere sino que se afirma en sus críticas proféticas. Vive en su propio mundo y es rara la persona capaz de estar a la altura de sus exigencias. Concluiremos esta sección presentando dos incidentes tomados de la vida monástica que ayudarán a ilustrar el sentido en que la religión, que debería liberarnos del mundo, se convierte ella misma fácilmente en el propio mundo bajo guisa religiosa. Cuando estuve en Getsemaní había un monje muy anciano que cada año pedía al abad que anunciara su cumpleaños a la comunidad entera. Cuando el abad procedía a hacer el anuncio a la comunidad congregada, el anciano monje se levantaba y hacía una lenta y solemne inclinación para agradecer el reconocimiento de los monjes por los muchos años que llevaba viviendo en el monasterio. Merton era muy bueno a la hora de hacer imitaciones improvisadas de algunos de los miembros más peculiares de la comunidad. Y en una ocasión saqué a colación el tema del viejo monje, esperando que me hiciera una pequeña caracterización del mismo. En vez de eso, Merton me dijo que el monje era un hombre santo, e instándome a mí mismo a tener cuidado y darme cuenta de que cualquier expresión de orgullo podía encontrar un peligroso potencial en la vida espiritual. Y dijo de sí mismo: «Si me creo algo por el hecho de ser Thomas Merton, estoy muerto». Y añadió: «Y si tú te crees algo por el hecho de estar al cargo de los cerdos en la granja (una dudosa distinción que había recibido recientemente y que creía que implicaba algún tipo de promoción en mi estatus de monje), tú estás muerto. En el momento en que se te suba cualquier cosa a la cabeza, estás muerto». La lección para mí fue que una forma segura de contarme entre los muertos sería proponerme, a toda costa, no dar importancia a ninguna cosa. La ironía trágica de esa iniciativa es que, en caso de salir airoso, eso se convertiría en el «importante logro»... ¡de convertirme en alguien que se jacta de no haberse jactado nunca de nada! Ese retorcido laberinto se parece sospechosamente al dilema de la persona humilde que se enorgullece de ser humilde. La solución que sugiere Merton es que dejemos de evaluar nuestros actos a cada instante y nos encomendemos con todas nuestras miserias a Dios, Quien no pone su mirada sobre nuestras conquistas ni sobre sus artífices sino tan solo sobre Sus hijos redimidos por Cristo. En otra ocasión fui a ver a Merton cuando este estaba ordenando algunas caligrafías que acaba de terminar. Me explicó que cada una de ellas la había hecho en no más de un par de segundos: al surgir directamente del inconsciente, uno o dos brochazos, sin interferencia alguna de la mente consciente, habían producido el resultado perseguido. 57

Revisó los dibujos conmigo y comentamos los aspectos que consideraba más significativos de cada uno de ellos. Después añadió que lo único que le ofrecía alguna seria duda era la pequeña marca «TM» en el rincón inferior de cada dibujo. Tales iniciales, añadió, eran el único elemento extraño en lo que, salvo por ellas, constituía una manifestación espontánea de la mente inconsciente. Además, añadió, muchos comprarán las copias, tanto si son buenas como si no lo son, «por esas dos letras que representan a alguien que ni siquiera existe». Fama y éxito son el mito del ego que, como el bellotero, hunde sus raíces en la tierra del mundo. El mito asume proporciones gigantescas. En ese punto, Merton nos cuenta acerca de un episodio en su propia vida: «Hace unos pocos años un hombre que estaba recopilando un libro titulado Éxito, me escribió pidiéndome que contribuyera con una declaración sobre cómo tener éxito. Le contesté indignado que no estaba en condiciones de considerarme “un éxito” en ningún término que tuviera significado para mí. Juro que me he pasado la vida evitando el éxito enérgicamente. Si una vez escribí un best seller, fue puro accidente, debido a la falta de atención y a la ingenuidad, y tendré buen cuidado de no volverlo a hacer en el futuro. Si tenía un mensaje para mis contemporáneos, le dije, sería seguramente este: sed cualquier cosa que os guste, locos, borrachos, bastardos y malos de cualquier clase y condición, pero a toda costa evitad una cosa: el éxito. Tras esta respuesta, no volví a saber nada más de él y no tengo constancia de que mi respuesta fuera publicada con los otros testimonios» 13. Lo que se está diciendo aquí no supone una condena del éxito sino una advertencia contra lo que se implica en el culto, la fascinación, la tendencia intranquila al éxito. El éxito nos convierte en alguien que existe solo en el reflejo del espejo que son los ojos de nuestros admiradores. Ese «alguien» asomó por primera vez en los ojos de Adán y Eva cuando se vieron a sí mismos reflejados en los ojos de su pareja desnuda. Se trata de ese «alguien» que se hace rico por haberse creído alguna cosa, es decir, por haber tomado una verdad relativa y haberse aferrado a ella como causa absoluta de una identidad imaginada. Y, sin embargo, esa riqueza es, ella misma, su pobreza, la pobreza ontológica de haberse separado de Dios como única fuente de plenitud para el corazón humano. Es este «alguien» que se creía «algo» el que muere en la oración y, habiendo muerto, nos deja libres para recibir nuestra verdadera gloria y nuestra plenitud auténtica que llega a nosotros de manos de Dios. Sin duda, no reconocer el bien que hemos hecho es la imagen inversa del éxito como fuente de identidad última. Tanto aferrarse al éxito como rechazarlo son expresiones del falso yo, que es falso precisamente porque deja de ver las cosas tal como son. En la oración nos ponemos ante Dios, y en silencio quedamos limpios de esas pretensiones imaginarias. No poseemos dinero alguno que pueda comprar la mercancía de Dios. Y en nuestra pobreza, Él nos dice que no necesitamos ningún dinero porque, 58

aun cuando no tengamos nada, somos los herederos de todo. Poseemos en Él la perla de valor incalculable que es nuestro propio yo, uno con Él en el amor. Vacíos, somos colmados. Pobres, poseemos el Reino cuyos límites no pueden ser conocidos por nadie salvo por Dios, pues tales límites son uno con la vida infinita de Dios, que él nos da en tanto que personas redimidas por Cristo. IV ¿Qué hacemos cuando el mundo amenaza con hurtar nuestra integridad esencial ante Dios? ¿Qué solución puede haber para una ilusión que afecta a toda la existencia? ¿Cómo nos libraremos de ella? Merton responde diciendo: «La cruz es la gran respuesta cristiana al mundo como problema. La cruz es la liberación. La cruz es la única liberación de la servidumbre a los engaños que se empaquetan y se venden como el mundo [...] la cruz transforma el mundo [...] y una vez que aceptamos la cruz por completo en nuestra vida, entonces podemos empezar a encontrar sentido a toda esta entidad, el mundo» 14. Mas, ¿qué significa permitir que la cruz sea totalmente aceptada en nuestras vidas? La cruz es donde Cristo lo ganó todo perdiéndolo todo. Es donde, como dice Pablo, Cristo «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,6-7). Jesús tomó el mundo sobre sí. Se hizo carne y en su muerte sanó la carne y la redimió. Se entrelazó con nuestra debilidad colectiva. Se dejó verse inmerso en ella, ser reducido a la nada, vertido en un vacío del que se alzó victorioso, llamándonos a compartir su cruz para poder participar de su vida eterna. Así, cargando con la cruz en nuestra vida podemos aceptar que nuestra falsedad ha sido curada. Y de ese modo llegamos a acceder a la acción del Espíritu en nosotros, el Espíritu que nos llama a morir con Cristo para poder levantarnos con Él. Merton escribe: «Una vez que hemos aceptado la cruz [...] entonces podemos percatarnos de que el mundo está en nuestro interior y de que el mundo en nuestro interior es bueno y está redimido. Y podemos aceptar en nosotros tanto lo malo como lo bueno que está en nosotros y en todos los demás y que es lo que conforma el mundo [...] Somos el mundo [...] pero somos el mundo en tanto que está redimido. Entonces nos damos cuenta de inmediato de que el mundo es una cuestión de interpenetración» 15. La vida espiritual es la vida de Cristo viviendo en nosotros. Y Cristo es Dios, Quien se ha entrelazado con toda nuestra falsedad y ha hecho suya nuestra propia debilidad. Mediante nuestra muerte al yo, entendida como participación en la muerte de Cristo, 59

caemos en la cuenta de que la cuestión de elegir entre el mundo o Cristo es, de hecho, una pregunta del todo errada: «¿Elegimos realmente entre el mundo y Cristo como entre dos realidades conflictivas y absolutamente opuestas? ¿O elegimos a Cristo al elegir el mundo tal como realmente es en él, es decir, creado y redimido por él, y enfrentado en el campo de nuestra propia libertad personal y de nuestro amor? ¿Renunciamos realmente a nosotros mismos y al mundo a fin de encontrar a Cristo o renunciamos a nuestros seres enajenados y falsos para elegir nuestra propia verdad profunda eligiendo al mundo y a Cristo al mismo tiempo? Si el fundamento más profundo de mi ser es el amor, entonces en ese mismo amor y en ningún otro lugar me encontraré a mí mismo, y al mundo, a mi hermano y a Cristo. No se trata de una alternativa, sino de una cuestión de todo en uno [...] de integridad, buen corazón, unidad [...] que encuentra el mismo fundamento de amor en todo» 16. En la oración, nos situamos en la cruz con el ladrón a la derecha de Cristo. Mientras Cristo agoniza, oímos cómo nos dice: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». De repente, en medio de nuestra miseria y nuestro dolor, la cruz de Cristo se hace nuestra y descubrimos que su muerte se convierte en nuestra vida. Tomando la cruz de Cristo sobre nosotros ya no hay un mundo ahí fuera que hayamos de rechazar, ni ningún mundo interior que sea objeto de nuestro repudio. No hay oposición dualista de ningún tipo. Nos percatamos de que el mundo como enemigo desaparece en una integridad total en la que somos recreados en el amor redentor de Cristo. Nuestra plegaria y nuestra vida se transforman en nuestro asentimiento a esta totalidad salvífica. En Cristo se encuentra la totalidad escondida que trae a la unidad todo cuanto llamamos el mundo y lo hace uno con todo lo que somos. Cristo, con sus brazos a un tiempo extendidos en la cruz y alzados en la gloria, abraza todo cuanto es débil, y sin dejar de ser débil, lo llena de fuerza. Aun siendo pecaminoso y pobre, lo eleva a la mirada del Padre, y Él no ve nuestra flaqueza sino a Su Hijo.

1. OC,44. 2. Thomas MERTON, «Conscience of a Christian Monk», en Life and Contemplation, Tape 4A.Norm Kramer (ed.), The Thomas Merton Tapes. Chappaqua, New York: Electronic Paperbacks, 1972 [cinta de audio]. 3. Thomas MERTON, Contemplation in a World of Action.New York: Doubleday and Co., 1971, 7. 4. Thomas MERTON, «Silencio», en Los hombres no son islas. Buenos Aires: Sudamericana, 1962 (7), 250. 5. CWA,154-155. 6. CEC,106. 7. Thomas MERTON, «Notas para una filosofía de la soledad», en Humanismo cristiano: cuestiones disputadas. Barcelona: Kairós, 2001, 127. 8. CEC,316-317.

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9. CEC,63. 10. Thomas MERTON, «Visión del monacato», Apéndice III en Diario de Asia. Madrid: Trotta, 2000, 267-268 [en adelante DA]. 11. DA,268. 12. Thomas MERTON, «El mundo, ¿es un problema?», en Acción y contemplación. Barcelona: Kairós, 1982, 71 [en adelante AC]. 13. Thomas MERTON, «Aprendiendo a vivir», en Amar y vivir. Barcelona: Oniro, 1997, 18-19 [en adelante A-V]. 14. Thomas MERTON, «Obstacles to Union with God», en Life and God’s Love,Tape 6B, Norm Kramer (ed.), The Thomas Merton Tapes. Chappaqua, New York: Electronic Paperbacks, 1972 [cinta de audio]. 15. Loc. cit. 16. AC,78-79.

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CAPÍTULO 3:

El verdadero yo en la búsqueda religiosa I

MIENTRAS Dietrich Bonhoeffer se hallaba en prisión esperando ser ejecutado por los nazis, escribió sobre el tema casi proverbial de la necesidad de un cristianismo sin religión. Observó que si san Pablo pudo preguntar: «¿No podemos salvarnos sin la Ley?», acaso debiéramos preguntarnos ahora: «¿No podemos salvarnos sin religión?». No es difícil encontrar la razón tras esta pregunta. Con el olor de carne humana en el aire, los hombres de Iglesia de su tiempo se dedicaban a predicar acerca de temas espirituales. Su silencio sobre las atrocidades de Hitler hablaba más alto que las palabras respecto a la impotencia de la religión como expresión vital de la actuación de Dios en el mundo. La comprensión de Bonhoeffer puso voz contemporánea a algo que siempre hemos sabido que era verdad, esto es, que en nombre de la religión, hombres y mujeres podemos desviarnos de Dios. La religión no nos conduce únicamente al cielo. También nos lleva a los asilos para enfermos mentales y a los campos de batalla. También nos hace dar un rodeo cuando vemos al samaritano medio muerto en la cuneta o al niño en el gueto. En su tiempo, era a las personas religiosas, a los fariseos, y no a las prostitutas o a los recaudadores de impuestos a quienes Jesús imprecaba de manera cáustica. Y fueron los «sepulcros blanqueados», las personas religiosas, quienes llevaron a Jesús a la muerte. Claro que, siendo religiosos, no se sentían culpables porque actuaban en nombre de Dios. No es de extrañar, pues, que el término «religioso» sea peyorativo y se emplee como sinónimo de actitudes escapistas y posturas de superioridad moral, ultramundanas o quizás supersticiosas. Ni tampoco debiera sorprendernos, a la vista de todo lo que ya hemos dicho acerca del alcance del falso yo. Como la religión aborda las realidades últimas de la vida, es comprensible que la religión sea el exponente extremo de la desorientación y la ceguera básicas del falso yo. El falso yo no puede sino tener falsos dioses, y todos ellos en última instancia no son más que reflejos de su propia egolatría, la única razón de su propia existencia. Esas y otras formas similares de pensamiento y actuación religiosas suponen un contraste ostentoso con la auténtica religiosidad, que sigue siendo la expresión más elevada del deseo y la conciencia humanas. Eso es muy claro en el caso de Merton. En ocasiones, sus escritos son de carácter filosófico o teológico, tal vez sean poéticos o 62

antropológicos, pero siempre son religiosos. De hecho, su vida entera fue fundamentalmente religiosa, es decir, que todos sus actos, talentos y ambiciones tuvieron como foco definitivo la meta de lograr la unión transformadora con Dios. Como él mismo resumió: «Todo cuanto he escrito, creo que puede reducirse al final a esta verdad en la raíz de todo lo demás: que Dios llama a las personas humanas a su unión con Él y entre sí, en Cristo» 1. Podemos decir que, para Merton, la religión se refiere a nuestra más honda realidad, que yace oculta en nuestra propensión innata a la unión con Dios. Nuestra vida, en otras palabras, simplemente no tiene sentido excepto en la medida en que se dirige a la unión con Dios, esto es, en tanto en cuanto es auténticamente religiosa. Las siguientes palabras de Johannes B. Metz nos ayudarán a clarificar la dimensión de la religión, en su totalidad, como una manifestación de la realidad más honda del ser humano: «Cuando el hombre vuelve sobre sí después de todos los ensueños y firmamentos imaginados, cuando, detrás de todas las máscaras aparece su corazón desnudo y anhelante, entonces se pone de manifiesto que “por naturaleza” es religioso, que la religión es la dote secreta de su ser. Ve que en el centro de su existencia permanece asentada aquella “trascendental indigencia” que despierta todas sus necesidades, todas sus ansias y deseos. Desde su temporal interinidad descubre dolorosamente toda plenitud, se siente vinculado (re-ligio) al sobrecogedor misterio de Dios, terriblemente interesado por el absoluto que mantiene siempre intranquilo y extranjero su corazón, hasta el momento del supremo despojo, de aquella desconsolada “pobreza” de la muerte, puerta obligada de acceso al Reino de los cielos. Esta infinitud de la pobreza esencial es, en definitiva, la única innata riqueza del hombre» 2. Las palabras de Metz recuerdan a las de Agustín: «Nos has hecho para ti, y nuestro corazón no halla sosiego hasta que descansa en ti». Es obvio que la religión, así entendida, lejos de ser un apéndice añadido o alguna superestructura cultural impuesta a nuestro ser, es una manifestación de su realidad más profunda. Para la persona religiosa, la vida es esencialmente un viaje que emprende para colmar un anhelo; no simplemente para tener conocimiento de la existencia de Dios sino para beber directamente de la misma vida de Dios, a la que el ser humano está ligado (re-ligio) en lo más hondo de su ser. La religión es, de ese modo, el deseo, intuitivamente conocido y simbólicamente articulado, de llegar a ser quienes somos en Dios. El cumplimiento de ese anhelo es la realización del verdadero yo. La vida religiosa se mueve en dos direcciones que, en última instancia, se revelan como una sola. Hay una dirección vertical que brota de la conciencia básica de un nexo 63

con la trascendencia, tal y como lo describe Metz. También hay otra dirección, horizontal, que surge del hecho de que no nos dirigimos a Dios de forma aislada, prescindiendo de los demás, sino que lo hacemos con nuestros semejantes, en su condición de hermanas y hermanos. Y subyace tanto a la orientación vertical como a la horizontal de la experiencia religiosa la paradoja de que en Cristo ambas se encuentran y se hacen una. Al tomar conciencia de que la unión con Dios se alcanza en y a través de la unión con los demás, vemos que la persona religiosa es básicamente una persona que ama. Ama a los demás no simplemente como una inclinación personal o en obediencia a alguna ley externa de carácter arbitrario, sino más bien porque intuye la presencia de Dios en la presencia del otro. La regla de oro encierra una piedra de toque en relación con Dios. En el rostro del otro, ese «Tú más cercano», a nuestro alcance, se encuentra lo eterno. El amor desprendido a los demás hace libre a la persona religiosa y la devuelve a su ser en la misma medida en que ella se da a los demás con compasión y muestra un genuino interés por la suerte de los mismos. Mas la conciencia de la necesidad de amar a otros no conlleva la fuerza que se requiere para ello, y en ese hecho mismo hallamos una expresión básica de la pobreza de la persona religiosa. Estamos hechos por Dios para crecer y unirnos a Él en y a través de nuestra unión amorosa con otros, y aun así estamos llenos de egoísmo. Descubrimos una herida honda en nuestro interior. Soportamos el peso de una desorientación ontológica, una incapacidad temible de desterrar el narcisismo mortífero que impregna nuestro ser, reduciendo a la impotencia nuestras mejores intenciones. Y por eso la persona religiosa grita pidiendo auxilio. Intuye y experimenta su pobreza, en la que se encuentra desprovista de la luz y de la fuerza para ser, por sí sola, una criatura de Dios. Jesús es la respuesta de Dios a nuestro clamor. El cristiano creyente sabe que mientras permanece solo, no puede hacer nada; sin embargo, está lleno de esperanza porque a la vez se reconoce acompañado, pues ya no está solo. Cristo ha venido. Se ha identificado con nosotros para siempre. Nos ha transformado desde dentro, amando nuestra debilidad y, mediante su cruz, trocando nuestra flaqueza en fortaleza. Jesús nos da el Espíritu y de ese modo nos hace uno con Dios. Este don revela las dimensiones más hondas de nuestro amor por los semejantes y nos capacita para alcanzar tales abismos de profundidad. El Espíritu nos permite ver que amar al prójimo es amar a Cristo. Cristo se ha identificado con la familia humana, especialmente con los pobres y olvidados. Al amarlos, le amamos en ellos. Y ellos, a su vez, Le encuentran en el amor que les deparamos. De ese modo se forja el vínculo de la caridad, por el que Cristo, Uno, es elevado a la gloria eterna del Padre. En Merton encontramos las características básicas de la confluencia de las dimensiones vertical y horizontal que constituyen la experiencia y la respuesta religiosa. Escribe, por ejemplo: 64

«En realidad existimos solamente para esto, para ser el lugar que Él ha escogido para hacerse presente y manifiesto en el mundo, para ser Su epifanía [...] El amor de nuestro hermano es un modo de tomar conciencia de ello [...] Es el mismo amor de la persona que me ama, de mi hermano, o el de mi hijo el que ve a Dios en mí, haciendo que Dios me resulte creíble en mí. Y es amar a la persona que amo, a mi hijo, a mi hermano lo que me permite mostrarles a ellos a Dios en su interior. El amor es la epifanía de Dios en nuestra indigencia» 3. Merton asumió que la auténtica experiencia religiosa nos desafía constantemente a vivir a la altura de las continuas demandas cotidianas del amor, encarnadas en nuestros hermanos y hermanas necesitados. El fundamento de este amor es Cristo que llena nuestra humanidad con la vida misma de Dios. Así como Cristo nos ama con el mismo amor que profesa al Padre, así también nosotros hemos de amar a los demás con el mismo amor con el que amamos a Dios. Es el Espíritu en nosotros el que nos hace ver que «no es cuestión de escoger entre Dios o el hombre, sino de encontrar a Dios amando al hombre, y de descubrir el verdadero significado del hombre en nuestro amor por Dios» 4. Amar a Dios y amar a los demás no constituyen dos lealtades distintas en el orden del amor sino dos manifestaciones de un único amor. Esas dos manifestaciones están tan estrechamente unidas entre sí que cada una de ellas es imposible sin la otra. Con la misma fuerza con la que subraya la realidad y la importancia de amar a Dios en la oración contemplativa, Merton pone el acento en el siguiente hecho fundamental de la vida espiritual: «Una persona no puede entrar en el centro más profundo de sí misma y pasar a través de este centro hasta Dios si no es capaz de salir por completo de sí misma, vaciarse y darse a otras personas en la pureza de un amor desinteresado» 5. Una vez, Merton me dijo que la oración ha de hacernos más sensibles a la suerte de los otros. Dijo: «Mientras una persona sufre, tú sufres también. Si no es así, tu oración sirve de poco». Lo que dice san Pablo: «Completo en mi carne los sufrimientos de Cristo», está en plena consonancia con esas palabras de Merton. Es muy fácil malinterpretar cosas relativas al éxtasis, al yo más allá del yo, a la unión mística, o expresiones similares, como si ello entrañara una especie de distancia entre nuestro ser y los simples problemas cotidianos de los demás. En cierto modo es así. Hay una distancia que es propia de la oración. Nos retiramos y oramos en secreto. Nos quedamos solos. Salimos, y dejamos atrás incluso lo que somos tal y como normalmente lo concebimos. Pero esa distancia está al servicio de la unión. La soledad, si es genuina, nos lleva a una profunda comunión con otros en su realidad más profunda, que hunde sus raíces en Dios. Una imagen útil para comprender la noción monacal de la soledad y de la unión con los otros es la de un grupo grande de personas formando un círculo. A medida que cada individuo comienza a andar, a la par que el resto, hacia el centro del círculo, descubren 65

que inevitablemente están cada vez más cerca de los demás. Físicamente, es imposible que todos ellos puedan estar a la vez en el centro, pero una cosa así resulta posible en la oración. Cristo es ese centro y, cuando salimos de nosotros para adentrarnos en Cristo en oración solitaria, salimos también de nosotros y nos adentramos en la dimensión más real de los demás, no en el yo individual, que puede ser circunscrito y es empírico, que cambia y se mueve como las nubes en una tormenta, sino en su verdadero yo, el yo enraizado en el amor de Dios. En la cruz de Jesús, lo vertical y lo horizontal se hacen uno. En un gesto de compasión, Cristo toca a Cristo. En un momento de unión en soledad con Dios llegamos al centro que está escondido y que a la vez se encuentra en todas partes, y desde el cual, la humanidad, sabedora o ignorante de ello, clama y recibe el toque sanador de Dios. En la oración, haciéndonos uno con Cristo, sostenemos a todos en nuestro corazón y sus anhelos más secretos pasan a ser nuestro propio anhelo. La unión con los demás resulta esencial para nuestra unión con Dios, y nuestra unión con Dios lo es para nuestra comunión con los otros. Ninguna se impone a la otra, sino que, por el contrario, ambas se presuponen. Cualquiera de ellas, si se la persigue de forma adecuada, conduce a la otra. Si el servicio cristiano es auténtico, gradualmente hace más profundo nuestro deseo de ver directamente la faz de Dios reflejada en el rostro de nuestros hermanos y hermanas. Cada vez quedamos más imbuidos del clamor del salmista: «Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agotada, sin agua» (Sal 63,1). Cristo sirvió a muchas personas de muchas maneras. Sin embargo, su mayor servicio, su mayor signo de grandeza en esta ladera de la muerte, fue su misma muerte. Clavado en la cruz, en total indefensión, nos salvó abandonándose al Padre. La plegaria es una expresión vital de nuestra participación en ese abandono, esa liberación, ese paso de la muerte a la vida. Sabemos con toda seguridad que resulta central al mensaje evangélico que Cristo vino no solo para que nos uniéramos al prójimo sino para conducirnos en el Espíritu hasta el Padre. En la oración encontramos el terreno para ese servicio, la última razón que se esconde tras la verdad de que ayudar a otros es estar más cerca de Cristo. El Padre Daniel Walsh, mentor y amigo de Merton el resto de su vida, expresaba la relación entre la oración y el servicio diciendo: «Muchos son llamados a la salvación en primer lugar mediante el testimonio de Dios en el ser humano a través del servicio amoroso a los demás. El contemplativo, sin que por ello se le exima de servir con amor a sus semejantes, encuentra la salvación en primer lugar por medio del testimonio del ser humano en Dios a través de una vida de fidelidad a la oración contemplativa». La visión del contemplativo es una visión de unidad perfecta más allá de toda división, más allá incluso de cualquier amago de falsa división entre oración y servicio. Hasta qué punto cada persona pueda ofrecer uno u otro tipo de testimonio es una cuestión de carisma. 66

Tanto el amor desprendido como la oración revelan al verdadero yo. Ambos, pues, son el dominio propio de la persona religiosa y es esta la que reconoce en los dos su dignidad última, así como el yo definitivo que expresan y actualizan. II Vimos en un capítulo anterior cómo, tras haber pasado por el centro de su ser, interponiéndose entre sí mismo y Dios, Adán comenzó de inmediato a reconstruir el universo a su propia imagen y semejanza. Careciendo del poder de Dios para crear cosas tangibles, el falso yo crea por medio de ideologías, definiciones, mitos sociales y palabras. El falso yo da su propio nombre a la vida y entonces, cual autoproclamado demiurgo, exige que la vida entera se pliegue a sus deseos. El drama que aquí se representa es el trágico error de dar nombre al elefante para tratar de volver a casa montados en el nombre que se le ha conferido en lugar de hacerlo sobre el mismo elefante. Este proceso frecuentemente se da también en la religión. Damos un nombre a Dios. Equiparamos a Dios con el nombre que le hemos dado, y al hacer eso, nos erigimos, en efecto, en el dios de Dios. En lugar de reconocer a Dios como fuente de nuestra identidad y existencia, nos arrogamos la autoría de la identidad de Dios y pretendemos ser fuente de la misma. Dios, de esa forma, es creado a nuestra imagen y semejanza. Quienes se empeñan en dar nombre a Dios se consideran a sí mismos partícipes de una iniciativa sagrada. Su cometido es definir a Dios; son, pues, los definidores de Dios. Trazan los parámetros definidos –o lo que es igual, definitivos–, de la vida. Por supuesto, uno de los principios procedimentales es que Dios es todo y nosotros no somos nada. Mas ellos definen lo que eso significa. Separan netamente a quienes entienden tal cosa de aquellos otros que no lo hacen. Así, a la vez que mantienen que no son nada, convierten su nulidad en una nada que se define a sí misma y por tanto hacen de ella una suerte de todo que deben escuchar quienes desean conocer la verdad. Eso está muy lejos de la verdadera indagación teológica, pero no se encuentra tan alejado de la actitud farisaica que nos acompaña siempre y que es una tendencia hondamente arraigada en nuestro interior. Se trata del falso yo expresando su grito de protesta fútil y odioso contra la soberanía creativa de la libertad divina. El modo en que Merton veía este aspecto del falso yo comienza de nuevo con el yo concebido como la unidad aislada del ego: «Considerándose a sí mismo como una unidad autónoma en sí misma [...] actúa como el jefe de su vida [...] extraviado en medio de todas las cosas, tiene que encontrarle sentido a todo [...] En todo momento se sitúa en el centro [...] Lo

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decide todo, defendiéndose de la realidad con ese pequeño muro que constituye, como cree, su individualidad» 6. Una vez que el falso yo ha dado nacimiento a su propia existencia tenebrosa, palidecida al estar segregada de Dios, comienza a funcionar como su propio dios dictaminando sus decisiones y juicios concluyentes sobre todo cuanto existe bajo el sol. Todo un sistema de fórmulas, leyes e ideologías se alzan hasta conformar no solo su propia relación con los demás sino también con Dios. Ambos, el propio yo y Dios, se funden y se confunden con las definiciones que se da de ellos. Uno y otro pasan a ser piezas de un engranaje eficaz en una suerte de sistema de auto-creación. Merton señala la futilidad de todo este proceso: «La idea de que uno puede elegirse a sí mismo, aprobarse a sí mismo y luego ofrecerse (plenamente “elegido” y “aprobado”) a Dios, aplica contra Dios esa aserción de uno mismo. De esa raíz de error surge todo el amargo follaje y fruto de una vida de auto-examen, de interminables problemas e inacabables decisiones, siempre tomando opciones justas, andando por el filo de una ética imposiblemente sutil [...] Todo eso implica la convicción demencial de que uno puede ser su propia luz y su propia justificación, y de que Dios está ahí con un propósito: poner el sello de confirmación en mi propia conciencia de que soy justo. En tal religión, la Cruz pierde significado, excepto como el certificado (blasfemo) de que, porque uno sufre, porque uno es malentendido, queda doblemente justificado: uno es un mártir. Mártir significa testigo. Entonces ¿uno es testigo? ¿De qué? De su propia luz infalible y de su justicia, que uno ha elegido. Eso es exactamente lo contrario de todo lo que hizo o enseñó Jesús» 7. Para desvelar la locura de esta tendencia a reducir e identificar la voluntad de Dios con ideologías y leyes morales, Merton observa con humor: «¡Pontífices! ¡Pontífices! ¡Somos todos pontífices arengándonos unos a otros, blandiendo nuestros báculos unos contra otros, dogmatizando, amenazando con anatemas! Recientemente, en el breviario, leíamos sobre un santo que, a punto de morir, se quitó las vestiduras pontificales y se bajó de la cama. Murió en el suelo, lo cual está muy bien; pero apenas hay tiempo de sentirse edificado con eso, porque uno está todavía cavilando sobre el hecho de que llevara vestiduras pontificales en la cama. Examinemos nuestra conciencia, hermanos: ¿llevamos la mitra puesta hasta en la cama? Me temo que a veces sí» 8. Merton también habla de la vida religiosa, y de forma particular de la vida monástica, por ser presa de este ejercicio frenético de proyectos autodefinidos: 68

«La vida monástica es, en conjunto, un entorno muy cargado. Está lleno de palabras como “deber”, “tener que” y “estar obligado a”. Las comunidades se dedican a proyectos de alta definición: que todo quede claro. Cuanto más claro esté, más claro tiene que hacerse. Se ramifica. Hay que seguir cortando las ramas. Cuantas más ramas se cortan, más crecen. Por cada una que se corta, salen otras tres. Al final de cada rama sale un interrogante envuelto en follaje. Todo el mundo da vueltas corriendo con grandes paquetes de sentido. Todos están ansiosos de saber si los otros han recibido los últimos mensajes. ¿Ha recibido alguien un mensaje que no te haya llegado a ti? ¿Querrán pasártelo? ¿Lo entenderás cuando te lo pasen? ¿Tendrás que comentarlo? ¿Se esperará que aclares tu garganta, te levantes y digas... “Bien, tal y como yo lo veo...”?» 9 . Una triste urgencia y una ansiedad evasiva operan aquí. Hay algún tesoro que se nos escapa y al que hay que proteger no sabemos de qué fuerzas. A los profetas se les apedrea con entusiasmo. Su último aliento se recibe con un suspiro de enorme alivio, pues aquel que amenazaba con derribar el objeto sagrado ha sido destruido. Y el Dios que está más allá del alcance de nuestras definiciones, de nuestra moral y de nuestros principios sociales es un Dios temido hasta tal extremo que incluso la mera posibilidad de su existencia se descarta como irrelevante. Eso no implica que no se afirme que Dios es trascendente, pero la misma trascendencia es definida y de ese modo queda neutralizada como amenaza. Merton pone el dedo en la llaga de lo trágico de todo este montaje cuando dice: «En lugar de entrar en relación con Dios, lo hacemos con este gran sistema [...] En última instancia, lo hacemos con nosotros mismos [...] Estamos atascados en nosotros mismos y nada más que nosotros» 10. Lo más cerca del cielo que puede estar un participante en este juego es mirándose al espejo. Su dios es realmente «su dios» por cuanto no es otra cosa sino las definiciones que hace de él. Y el modo de darle alcance no es otro sino el de los preceptos morales de su propia factura. La noción de valor ocupa a menudo un lugar prominente en esta expresión de la religión. Y la fuerza que motiva buena parte del establecimiento de principios es la de obtener la seguridad de que somos valorados por Dios, dignos de Él. Tal conocimiento es posible porque ese dios no va más allá de nuestras definiciones. Y aunque pudiéramos fracasar moralmente (y a menudo lo hacemos porque las reglas suponen un estándar muy alto que exige un esfuerzo titánico incluso para alcanzar un resultado mediocre), estamos seguros. Nuestra estima no queda amenazada porque hemos construido un conjunto de principios que definen exactamente por qué hemos fallado, así como otro conjunto de principios diseñado expresamente para volver a recuperar las gracias que Dios nos otorga.

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Merton deja muy claro que de ningún modo quiere atacar la necesidad de vivir conforme a principios en todas las áreas de la vida humana, incluso en la religiosa. La historia nos enseña que cuando las personas rechazan de forma temeraria cualquier principio moral y religioso para ser «libres», con demasiada frecuencia se ven irremediablemente envueltas en las repercusiones imprevistas de su entusiasta estrechez. Una de las tareas de cualquier revolución es siempre la de establecer un nuevo (y es de esperar que mejor) conjunto de estructuras con nuevas leyes y principios. Sin principios, reinaría el caos. Solo la santidad puede hacernos libres para abandonar los principios, en tanto que absolutos, a fin de seguir la exhortación de Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Pero de lo que está hablando Merton es de la absolutización de un bien relativo. En lugar de apuntar a la realidad, los principios se convierten en la misma realidad. En lugar de obrar como normas de comportamiento, las leyes morales se convierten en férreas verificaciones de la «valía» y dignidad humana. Merton sostiene que el modo de evitar este error es darse cuenta de que: «Dios me pide a mí, el indigno, que olvide mi indignidad y la de mis hermanos, y me atreva a ir adelante por el amor que nos ha redimido y renovado a todos en la semejanza de Dios. Y reírnos, al fin y al cabo, de todas las ridículas ideas de “dignidad”» 11. Mas, por supuesto, el falso yo no se ríe. No puede permitírselo, pues ha basado su existencia entera en erigirse como un centro autónomo creador de sí mismo y de «su» dios, firmemente sujetos a sus propios principios e identificados con ellos, y cuya aquiescencia les hace garantes de «valor». Y el falso yo tiene que ser «merecedor de estima» puesto que así lo ha decretado. Para Merton, el modo de escapar de todo este dilema es regresando a nuestra más fundamental relación con Dios en la que «tanto en la vida como en la muerte dependemos enteramente de Él» 12. Al darnos cuenta de nuestra dependencia nos percatamos de que la tarea que tenemos para con Él es la de «entregarnos totalmente a Dios para dejar que Él obre en nosotros» 13. Merton deja claro que no son nuestros pecados de debilidad los que nos apartan de Dios. Toda nuestra flaqueza ha sido redimida por Cristo. Nos basta con poner ante él nuestras caídas con sincero arrepentimiento para ser perdonados. Lo que pone en peligro nuestra relación con Dios es, empero, esa actitud moralizante que hemos comentado aquí. Merton afirma que la manera de romper con el confinamiento atenazador de cualquier ideología es encontrando a Dios en la misma vida. Cristo ha tomado sobre sí la condición humana en su simple concreción. Mi propia humanidad me pone en unión con Dios. Por tanto, Merton sostiene: 70

«La vida llana, tal y como la vive la persona cristiana [...] en un espíritu de fe, es una vida redimida por Cristo. Es la vida de Cristo [...] Cuando desayunas, Cristo desayuna. Cuando vas a trabajar, Cristo va a trabajar. Cuando te encuentras con tu hermano [...] Cristo se encuentra con Cristo» 14. En Jesús, Dios ha hecho de nuestra vida la suya propia. Una simple apertura al siguiente momento humano nos lleva a la unión con Dios en Cristo. Esta verdad central es la expresión cristocéntrica de nuestra relación más fundamental con Dios como criaturas. En referencia a ese punto, Merton introduce las palabras de Meister Eckhart: «Para Dios, ser es dar el ser, y para el ser humano ser es recibir el ser» 15. Nuestro verdadero ser es recibido. Momento tras momento, existimos en la medida en que recibimos existencia de Quien es existencia. Como dijimos antes, nuestra libertad más honda reposa no tanto en la prerrogativa de hacer lo que queramos sino en la de ser quienes Dios quiere que seamos. Esta persona, este yo que en última instancia Dios quiere que sea, no es un molde predeterminado y estático al que hayamos de conformarnos. Más bien se trata de una posibilidad infinita de crecimiento. Es nuestro verdadero yo, esto es, un yo secreto escondido en, y uno con, la libertad divina. Al obedecer a Dios, al disponernos a hacer Su voluntad, cobramos conciencia de que Él nos quiere libres. Nos creó para la libertad, es decir, nos creó para Él. Expresado de otra manera, podemos decir que Dios no puede escuchar la oración de alguien que no existe. El yo construido a base de ideologías y de principios sociales, el yo que se define a sí mismo y que proclama su propia valía es el menos digno de aspirar a ser real ante Dios. Nuestra liberación de la cárcel de nuestras propias ilusiones engañosas se produce al darnos cuenta plenamente de que, después de todo, todas las cosas son un regalo. Por encima de todo, nosotros mismos somos un don que en primer lugar hemos de aceptar antes de llegar a ser quienes somos devolviendo el ser que somos al Padre. Una cosa así se alcanza muriendo día a día a nosotros mismos mediante nuestra disponibilidad compasiva para con los más necesitados, y en un deseo desprendido de entregarnos a la oración contemplativa, silenciosa e inefable. Se alcanza haciendo nuestra la oración de Jesús: «Padre [...] que se haga, no mi voluntad, sino la Tuya». III Hemos examinado una manifestación del falso yo a la búsqueda de Dios a través de una forma de expresión religiosa que a la vez se mantiene a distancia de Dios. De hecho, encontrar al mismo Dios sería intolerable, porque su libertad infinita echaría por tierra toda la carga de anquilosados principios morales y conclusiones teológicas tan cuidadosamente establecidas por el falso yo. Lo más cerca de la realidad que al falso yo 71

puede importarle o se puede permitir estar lo constituyen las definiciones que él mismo ha fabricado. Merton escribe acerca de este tipo de religiosidad: «Que afirmen que el mundo tiene su significado definido, pero que no quieran saber cuál es ese significado. Que afirmen que la vida tiene sus obligaciones, pero que no quieran averiguar cuáles son. Ellos afirman que los dioses son completamente reales, pero no quieren tener nada que ver, de ninguna manera, con la divinidad. La rectitud, la piedad, la justicia, la religión, para ellos consisten en la definición de diversas esencias» 16. Merton denomina a ese grupo los «biempensantes». Dios les deja impasibles, pues tan solo se inmutan cuando alguna de sus definiciones se ve amenazada, o tal vez se conmuevan ante la propuesta de alguna nueva definición que resulta de su especial agrado. Hay, sin embargo, otro enfoque contrario que el falso yo también puede adoptar frente a Dios. Este enfoque es lo que Merton dio en llamar «teología prometeica». Prometeo, por supuesto, hace alusión a la figura mítica que robó el fuego de los dioses y, al ser descubierto, fue obligado a sufrir un tormento interminable. La teología prometeica no es característica del propio yo cuando este hace gala de la reserva fría del pensamiento correcto, que se protege de Dios con capa sobre capa de principios de su propia hechura. Por el contrario, en la teología prometeica vemos al falso yo arriesgándolo todo a fin de saborear directamente la vida misma de Dios. Aquí, el falso yo no trata de hacer de su nada algo real; en vez eso, y puesto que se reconoce como nada ante Dios, trata de robar algo de la infinita realidad de Dios. Merton afirma que algunos elementos de esta modalidad del falso yo se encuentran en todos nosotros: «El instinto prometeico es tan profundo como la debilidad del hombre. Es decir, es casi infinito. Tiene raíces en el insondable abismo de la propia nada del hombre. Es el clamor desesperado que surge de la tiniebla de la soledad metafísica del hombre: la expresión inarticulada de un terror que el hombre no quiere admitir ante sí mismo: su terror de tener que ser él mismo, de tener que ser persona» 17. La falsedad surge aquí no en una distorsionada comprensión de lo que soy, pues por mí mismo, realmente no soy nada. La falsedad radica en hacer de Dios un falso yo infinito, un ego infinito que celosamente protege su vida frente a cuantos pudieran aproximársele. Es verdad que sin Dios no somos nada, pero el dios que nos abandona a nuestra nada simplemente no existe. El dios que pudiera crearnos para ser colmados únicamente por él, y que a la vez nos castiga por aproximarnos a él, es un dios que tan solo resulta concebible en nuestra imaginación pervertida. El yo hecho a imagen de tal dios solo puede ser un falso yo, un yo que tiene que robar la vida de Dios mientras Dios no está mirando. 72

Una expresión común de la teología prometeica es la espiritualidad que mantiene que la vida cristiana es el esfuerzo por «salvar mi alma» que se lleva a cabo frente a obstáculos tan difíciles que su superación resulta inconcebible. La vida cristiana sería, así, semejante al esfuerzo de Sísifo tratando de subir inútilmente la piedra por la montaña hasta su cima. Para dicha teología, es Dios el que ha hecho pronunciada esa montaña. Es Dios el que ha hecho pesada la piedra. Es Dios el que se asegura de que esa piedra jamás llegue a la cima. El fuego de la vida de Dios se funde con el fuego del infierno que supuestamente interpone, cual esfinge flamígera, entre Sí mismo y las criaturas que tienen la osadía de acercarse a Él. La entrada al cielo se obtendría engañando al diablo, «entrando en el cielo media hora antes de que el diablo sepa que estás muerto». En este sistema, la salvación solo se obtiene engañando a Dios. Nuestros pecados nos sitúan en un poste engrasado que se hunde directamente en el infierno. Mas, por medio de un esfuerzo sobrehumano y ejecutando una batería de oraciones altamente eficaces, podemos arreglárnoslas para engañar a Dios y hacer que este permita a un pecador indeseado acceder a su reino. La persona prometeica es plenamente consciente del misterio de su soledad. Una lechuza sentada en soledad en el bosque, en medio de la noche, no está sola. La lechuza es el bosque. La negrura de la noche es su madre. Limpia su plumaje sin necesidad de que nadie la observe o comente su belleza solitaria. Pero un hombre solo en el bosque, cuando es de noche, está realmente solo. El manto de la noche no es su madre sino un espejo de su propia soledad, una vastedad desconocida de vacío que por un lado habita en su interior y ante la que, por otro lado, se encuentra como un extraño asustado. El hombre prometeico no tiene la superficialidad del biempensante. Intuye la hondura de las cosas y en sus profundidades se experimenta como nada. Busca su liberación y por ello se dispone a robársela a Dios. Merton, de nuevo, pone el dedo en la llaga del problema inherente a este tipo de espiritualidad diciendo que el error reside en la total mala interpretación de la posesión. Así, escribe: «En cualquier forma que tome, la espiritualidad prometeica está obsesionada con “lo mío” y “lo tuyo”, con la distinción entre lo que es “mío” y lo que pertenece a Dios» 18. Lo que no se le ocurre a Prometeo es que la vida de Dios es, de hecho, regalada como un don libre. La primera razón de que Dios nos creara fue para compartir este don. Para Prometeo, por el contrario, una vida dada libremente no es reconocida como vida. Un don libremente donado de ese modo no responde a la necesidad intrínseca al falso yo de poseer la vida de forma autónoma. Prometeo no acepta como válida la participación en la vida de Dios a menos que sea robándola, a menos que pueda decir que es «mía». Merton escribe: «No puede disfrutar el don de Dios a no ser que lo arrebate cuando Dios no mira. Eso es necesario, pues Prometeo pide que el fuego sea suyo por derecho de 73

conquista. De otro modo, no creerá que sea realmente suyo» 19. Para Prometeo, la visión de la vida de Dios es su infierno. Eso es así porque no reconoce la vida de Dios que le ha sido dada libremente como un don. Esa presencia de Dios dada libremente no es reconocida porque no guarda conformidad con el yo en su esfera egocéntrica. Dios tan solo puede ser adorado si se abriga la oculta esperanza de arrebatarle de algún modo Su secreto y de ese modo poder rendir culto a uno mismo. Como Merton señala: «El fuego que Prometeo roba a los dioses es su propia realidad incomunicable, su propio espíritu [...] Pero este ser es un don de Dios, y no ha de ser robado. Solo se puede tener por libre donación: la misma esperanza de obtenerlo por hurto es una pura ilusión» 20. Nos encontramos ante una paradoja básica: la experiencia de retorcernos atormentados sobre el eje de nuestros propios deseos mientras Dios, la culminación de nuestro anhelo, que habita en nosotros como un don libremente otorgado, pasa desapercibido. Merton expresa esta experiencia preguntándose: «Quizá soy más fuerte de lo que pienso. Quizás hasta tengo miedo de mi fuerza, y la dirijo contra mí mismo, haciéndome así débil. Haciéndome seguro. Haciéndome culpable. Quizá de lo que tengo más miedo es de la fuerza de Dios en mí. Quizá preferiría ser culpable y débil en mí mismo antes que fuerte en Aquel a quien no puedo entender» 21. A partir de la experiencia de esta paradoja, Merton despeja su aparente contradicción señalando una primera clave para comprender cómo librarnos de ella: «Es una cosa más grande y una oración mejor vivir en Él Que es Infinito, y regocijarse de que es Infinito, que el luchar siempre para comprimir Su infinidad en el estrecho espacio de nuestros corazones. Mientras me contente con saber que Dios es infinitamente más grande que yo, y que no puedo conocerlo, a menos que Él se muestre a mí, tendré Paz y Él estará cerca de mí y en mí, y yo descansaré en Él. Pero en cuanto desee conocerlo y gozar de Él para mí, trataré de violentar al que me evita, y al hacerlo me violentaré y me replegaré en mí, lleno de dolor y angustia, sabedor de que Él ha seguido Su camino» 22. En otro lugar dice que quedar libres de la futilidad de Prometeo consiste en revertir sus premisas más básicas en lo concerniente tanto a la propiedad y la conquista como a la forma de tratar a Dios cual si de una posesión se tratara: «Solo cuando somos capaces de “dejar que salgan” todas las cosas de nuestro interior, todos los deseos de ver, saber, gustar y experimentar la presencia de Dios, entonces es cuando realmente nos hacemos capaces de experimentar la presencia 74

con una convicción y una realidad abrumadoras, que revolucionan toda nuestra vida interior» 23. Este dejarse hacer entraña, en el orden moral, vivir según las bienaventuranzas. En el orden de la oración, es una kénosis radical, un vaciar los contenidos de nuestra atención consciente para transformarnos en una vasija vacía, un recipiente roto, un vacío abierto ante Dios que Él llena con Su propia vida. Este don de Dios se revela como la base y la raíz de nuestra misma existencia. Es nuestro verdadero yo. Cuando nos percatamos de ello, las nociones de «tuyo» y «mío» desaparecen. Tal y como Merton lo expresa bellamente: «Todo es mío precisamente porque todo es Suyo. Si no fuera Suyo, nunca podría ser mío. Si no pudiera ser mío, Él tampoco lo querría para Sí mismo. Y todo lo que es Suyo, es Su mismo ser. Y todo lo que él me da, en cierto modo, se convierte en mi propio ser. ¿Cómo, entonces, es mío? ¿Y qué es Suyo? Yo soy Suyo» 24. IV Merton a menudo se lamentaba de las reticencias de los monjes frente al misticismo, compartidas por personas de otros entornos. Son demasiadas las personas que ya no creen ni tan siquiera en la posibilidad de una genuina unión mística con Dios, y menos todavía quienes consideran que esta constituye una dimensión vital de la santidad de la Iglesia. Merton decía que no debiéramos poner límite alguno a las posibilidades de la oración. No habríamos de dudar de esa fe que, con el candor de los niños, sabe sin reserva alguna que todas las cosas son posibles en la oración. Hay que señalar, no obstante, que lo que buscamos al orar no es la misma oración sino a Dios. Lo que buscamos no es una experiencia de Dios sino al Dios vivo, inherente, a la par que trascendente, a toda experiencia. En una ocasión, Merton me habló de todo ello: «El problema de la vida monástica es que son muchos quienes la emprenden albergando la esperanza de llegar a ser místicos. De lo que no se dan cuenta es de que siendo místico no eres más de lo que eras antes, sino menos. De hecho, no queda nadie salvo Dios». No hay contemplación sin deseo. Pero el deseo propio de la contemplación queda ensombrecido por el sutil sucedáneo de ese anhelo característico del falso yo cuando busca afirmarse por medio de la contemplación. El falso yo desea «convertirse en un místico» para ampliar las fronteras de sus dominios, a fin de poder arrogarse una nueva victoria. La dificultad reside en el hecho de que, en el nivel de las apariencias, la verdadera búsqueda de Dios en la oración y el esfuerzo del falso yo por afirmarse en la oración constituyen dos metas difíciles de distinguir. De ahí que el don del discernimiento sea tan importante en los caminos de la oración. Poder diferenciar esos dos objetivos tan 75

opuestos a la vez que de tan similar apariencia es un don del Espíritu. Por medio del discernimiento descubrimos que, si bien de apariencia parecida, uno lleva al cielo y el otro al infierno. Uno lleva a la persona hasta Dios. El otro produce ilusiones y no revela nada salvo una figura encogida, escondida entre las sombras, comiendo de un fruto prohibido que resulta ser venenoso. La siguiente experiencia me ayudó a formarme una imagen concreta de la verdadera y de la falsa búsqueda de la oración contemplativa. Todos los domingos, a los novicios se nos permitía salir del recinto monacal para caminar en el bosque, donde podíamos leer y orar. La ermita de Merton está situada en el borde de un claro en lo alto de una colina desde la que se divisan los terrenos de la granja del monasterio. Se me hacía tarde para regresar de mi paseo y, para ahorrar tiempo, pensé que podría atravesar ese claro frente a la ermita de Merton. Antes de llegar a su linde, vi a Merton en la postura del loto frente a su ermita. Se hallaba sentado, inmóvil, con la espalda erguida y los ojos cerrados. Me detuve, en silencio, mientras le veía, como un Buda, sobre la hierba. En aquel momento, eso representó una imagen vigorosa, concreta, de todo lo que Merton representaba, la realidad existencial, viva, de la unión contemplativa con Dios, la gran verdad de que la intimidad con Dios es una realidad viviente para cuantos la persiguen de todo corazón, la gran verdad de que todas las cosas son posibles para quienes oran. Así sentado, Merton, por decirlo de algún modo, representaba una apertura transparente a Dios, que nos llama a todos a nuestra unión con Él. Pero dentro de esa apertura de luz y vacío se esconde el peligro de adorar a un ídolo opaco. El propio ego, como un ídolo que busca ser adorado, proyecta sus oscuros deseos sobre otro que realmente «lo ha conseguido». En ese marco, la oración deja de ser un abandono confiado a Dios, como el de los niños en el regazo materno, para convertirse en una persecución esotérica de una experiencia que no servirá para nada más que para ensanchar el perímetro de la prisión de la conciencia egótica hasta confines de orden místico. Bajo la guisa de la oración se esconde un proyecto ejecutado por alguien de quien Dios no tiene noticia. Debemos acudir a la oración del mismo modo que un niño toma un vaso de agua. Tenemos que sentarnos a orar con la misma sencillez con la que el reflejo de una nube se posa suavemente sobre la superficie de un estanque. Nuestra oración no nos confiere ninguna identidad. No embellece ni añade un solo miligramo al ego que anda a la búsqueda de recompensas. De hecho, dice Merton, lo que es cierto es justamente lo contrario. El camino de unión con Dios «... es un sendero de auto-vaciamiento ascético y “negación de sí”, lejano a toda auto-afirmación o auto-satisfacción, o “logro de lo perfecto”» 25. 76

Por esa razón, cualquier expresión de búsqueda celosa de algún logro espiritual con toda probabilidad procede del falso yo. Es nuestro falso yo el que nos considera «sujetos potenciales de experiencia únicas y especiales, o como candidatos para la realización, la satisfacción y el éxito» 26. Aquí, Merton considera que uno de los principales cometidos de un buen director espiritual es el de librar «una batalla incesante contra todas las formas de ilusión que surjan de la ambición espiritual y la auto-complacencia, encaminadas a establecer la gloria espiritual del ego» 27. Es verdad que es difícil encontrar un buen director espiritual. Pero también es cierto que nuestros verdaderos directores espirituales, nuestros auténticos gurús, son las personas que amamos, aquellas que ponen sobre nosotros tareas inexplicables y nos obligan a salir de nuestras prisiones narcisistas para encontrarnos con ellas con un amor desprendido. Nuestros gurús son todos los lugares de nuestro corazón en los que corremos el riesgo de perderlo todo. Nuestro gurú es el niño interior –pequeño, sencillo, sin ninguna pretensión–, que nos hace salir de nosotros mismos con presteza, dispuestos a dar un tierno toque sanador sin que nuestra mano izquierda sepa lo que ha hecho la derecha. Nuestro gurú es la muerte que nos enseña que lo ganamos todo al perderlo todo. V Hoy en día existe una tremenda fascinación ante las espiritualidades orientales. Para concluir este capítulo reflexionaremos sobre los hallazgos de Merton relativos a la forma en que bajo la persecución de las técnicas de meditación orientales con frecuencia se encubre otra expresión del falso yo. El material que manejamos aparece en Místicos y maestros zen, donde Merton menciona lo que considera que son tres actitudes erróneas con respecto a la meditación oriental. La primera actitud equivocada es una que ya hemos visto con anterioridad, a saber, la de acercarnos a la meditación como un ego, «un yo empírico, un “Yo” que, con todas las buenas intenciones del mundo, se predispone a “lograr la liberación”» 28. La preocupación y necesidad central de este «Yo» es siempre la de afirmarse; ahora, mediante la meditación, busca su afirmación última. Merton dice que la segunda actitud errada es la de considerar la mente como un objeto que ha de ser poseído. La meta de la meditación se convierte entonces en descubrir y atrapar nuestra propia «mente interior» oculta. Merton escribe: «Así, la mente no es considerada como algo que soy, sino como algo que poseo. Entonces, se vuelve necesario que me sienta quieta y calmamente, recordando mis facultades y tratando de experimentar mi “mente”» 29. 77

Aquí, el que busca la iluminación se convierte en un cazador que se esconde entre los arbustos con una red aguardando a que su víctima se acerque inesperadamente por el camino. La víctima es, en este símil, nuestra propia mente desconocida y la red es nuestro yo empírico, observable, que expondrá su trofeo en la pared de sus logros. Esa será la mayor pieza jamás cazada: ¡nuestra propia mente! El acto de meditación que aquí se presenta puede compararse también al ejercicio de estar sentado solo ante una puerta cerrada en el centro de nuestra cabeza, en el mismo lugar que separa la mente observable, a la que tenemos acceso, de la mente interna, secreta, inconsciente, e inaccesible. Uno se sienta y se sienta. Observa y observa. El pomo de la puerta lentamente comienza a girar. Contenemos la respiración, expectantes. De repente, la puerta se abre de par en par y hete aquí que tras ella se encuentra el invitado oculto: el propio yo, finalmente expuesto y listo para poder llevárselo y ser exhibido ante nuestros amigos. La tercera actitud equivocada atañe al error más fundamental del falso yo en relación con el vacío en el que acontece la iluminación. Este error de nuevo se centra en la insistencia del falso yo en mantener que únicamente lo que se posee es real. Merton dice que uno se sienta en meditación afanosamente entregado al ejercicio de vaciar la mente de todos los pensamientos para alcanzar un estado ilusorio de vacío. Pero, sostiene, ese mismo empeño es en realidad «esta conciencia del ego, adherente y posesiva, al intentar afirmarse a sí misma en la “liberación”» 30. Esta afirmación de la mente es un intento de: «... ser más lista que la realidad, rechazando los pensamientos que “posee” y vaciando el espejo de la mente, que también “posee”. Así, “la mente” logrará la “vacuidad” y la “pobreza”. Pero, en realidad, la “vacuidad” en sí es considerada una posesión, un “logro”. De ese modo, la conciencia del ego será capaz, eso cree, de comer la torta y quedarse con ella [...] para disfrutar de su propio narcisismo bajo un disfraz de “vacuidad” y “contemplación”» 31. Vemos aquí que la palabra «vacío» es una trampa para el falso yo que, en vez de hacerse asertivo en el mercado de valores o batiendo un récord, busca afirmarse en el vacío. Mas el vacío que el falso yo imagina haber alcanzado se busca erradamente como un logro, y por ese mismo hecho, se convierte justamente en lo contrario de lo que en realidad significa, una plenitud más allá de toda posesión, una vacuidad «tan plena que está vacía». En El zen y los pájaros del deseo, Merton subraya de nuevo la locura en el centro de esta noción distorsionada del vacío:

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«Admitimos sin sombra de duda que, trascendiéndose, el ego va efectivamente “más allá” de sí mismo, aunque esta demostración de elasticidad espiritual se sume, finalmente, a su cúmulo de méritos y servicios. Cuanto más lejos llega sin quebrarse, tanto mejor y más respetable es un ego. En realidad, el ego se adiestra a sí mismo para llegar a un grado de elasticidad que le permita estirarse casi hasta el punto de la desaparición, para luego regresar, apuntándose un nuevo tanto en su papeleta. Este no es ni remotamente un caso de auto-trascendencia. Solo se ha efectuado un “viaje”, que en última instancia no hace más que refrescar e intensificar la conciencia del ego» 32. Es en Dios en Quien redescubrimos y volvemos a recuperar todo lo que le entregamos para unirnos a Él. Y es en la oración donde nos descubrimos en Dios. La oración es un viaje en el que –si Dios desea que solo demos un paso– un paso nos lleva al Paraíso. Del mismo modo, si Dios quiere que solo demos un paso, pero damos dos, nos encontramos en el pozo del infierno, el infierno del falso yo que ora, no para encontrar a Dios sino únicamente para hallar y establecer otro modo de encontrarse a sí mismo. La búsqueda entusiasta de experiencias y logros tiene poco o nada que ver con la verdadera oración. Esos intentos casi siempre representan el «Objeto Sagrado» que «es necesario destruir [...] en tanto que ídolo, encarnación de los deseos, aspiraciones y poderes secretos del ego» 33. La unión mística es una realidad. Es una gracia. Forma parte de la santidad de la Iglesia, pero el yo que la alcanza no es el ego, sino «un espacio a través del que se manifiestan la luz y la gloria de Dios, radiación plena de la infinita realidad de Su Ser y Amor» 34. La unión mística es un tesoro, pero solo si Dios es nuestro tesoro porque nosotros somos el tesoro de Dios. El tesoro es el amor dado libremente. Se conoce saliendo de nosotros mismos, no para volver y anotarnos el tanto de otra experiencia en nuestro marcador sino para darnos cuenta de que ese marcador es un becerro de oro al que rinde culto alguien que ni tan siquiera existe. Así, Merton mantiene que hay una entrada a la conciencia de Dios, pero la cuestión que plantea es: ¿Quién entra en ella? Nos dice que no se trata del yo que saca algún provecho de tal logro. No es el yo que imaginamos ser. Se trata, antes bien, del verdadero yo, el yo cuya identidad yace oculta en Dios y cuya identidad únicamente se revela en unión con Dios. Y en esta revelación no hay observador alguno, sino tan solo comunión y consumación en el amor.

1. Thomas MERTON, «Concerning the Collection in the Bellarmine College Library – A statement, November 10, 1963», en Thomas Merton Studies Center, I. Santa Barbara: Unicorn Press, 1971, 14.

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2. Johannes Baptist Metz, Poverty of Spirit.New York: Newman Press, 1968, 28. [N. de T.: cita traducida por Juan Costa: http://www.seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol4/14/014_metz.pdf]. 3. Thomas MERTON, «As Man to Man», Cistercian Studies, IV, 1969, 93-94. 4. Thomas MERTON, Redeeming the Time.London: Burns and Oates, 1966, 40. 5. NSC, 82. 6. Thomas MERTON, «Obstacles to Union with God», en Life and God’s Love [cinta de audio]. 7. CEC, 212. 8. CEC, 85. 9. Thomas MERTON, «Day of a Stranger», en A Thomas Merton Reader.New York: Doubleday and Co., 1961, 4 [en versión del texto no publicada, para uso exclusivo de circulación interna]. 10. Thomas MERTON, «Obstacles to Union with God» [cinta de audio]. 11. CEC, 211. 12. Thomas MERTON, Pensamientos en la soledad. Barcelona, Buenos Aires: Edhasa, 1961, 37 [en adelante PS]. 13. Thomas MERTON, «Obstacles to Union with God» [cinta de audio]. 14. Loc. cit. 15. Loc. cit. 16. HN (17), 31. 17. HN (10), 26. 18. HN (22), 37. 19. HN (21), 36-37. 20. HN (10), 26. 21. CEC, 178-179. 22. PS, 62. 23. OC, 117. 24. HN (23), 39. 25. ZPD, 101. 26. ZPD, 101. 27. ZPD, 102. 28. MMZ, 31. 29. MMZ, 31. 30. MMZ, 32. 31. MMZ, 32. 32. ZPD, 97-98. 33. ZPD, 102. 34. ZPD, 100.

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CAPÍTULO 4:

El alumbramiento del verdadero yo I

LA presencia imperecedera de Dios sitúa al falso yo en una bienaventurada inseguridad. El falso yo es como una gota de agua estancada arrojada en el fuego vivo del amor de Dios. Incluso en nuestros pecados, a los ojos de Dios seguimos siendo la gran perla por la que ha perdido todo en la cruz a fin de hacernos Suyos. Aun en medio de nuestra rebeldía, seguimos siendo su oveja perdida por la que ha estado dispuesto a adentrarse en la ciénaga de la muerte para devolvernos a su rebaño. Dios nunca ejerce violencia sobre la libertad esencial que hace posible que neguemos nuestra misma condición de personas hechas a Su imagen. Pero la naturaleza de Su amor es tal que la afirmación que Él hace de nosotros siempre supera la negación que nosotros hacemos de Él. Su avance amoroso, el amor de su alianza (ḥesed) nos envuelve y nos sostiene de manera más cierta que nuestra próxima respiración. En ello reside nuestra esperanza de que nada podrá «separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8,39). En eso hallamos el gozo de saber que, aun cuando nuestro corazón se haya desfigurado, aunque nuestra conciencia tenga motivos para acusarnos, «Dios es mayor que nuestra conciencia» (1 Jn 3,20). Tras una simple mirada de amor, nuestro falso yo, a pesar de su aparente arraigo en nuestro ser, se desvanece como un mal sueño. Después de todo, eso es lo que es, un mal sueño que desaparece con el amanecer del amor de Dios. Nuestra flaqueza continúa, pero es una debilidad que está encomendada, que se hace fuerte al abrirse y rendirse a la misericordia de Dios. La presencia simultánea de luz y oscuridad, de verdad y falsedad, es una de las paradojas de la vida espiritual. Refiriéndose en primer lugar al verdadero yo, Merton dice: «Como nuestro “yo” más íntimo es la imagen perfecta de Dios, cuando ese “yo” despierta, descubre en su interior la Presencia de Él, de cuya imagen está hecho. Y, por una paradoja que trasciende cualquier expresión humana, Dios y el alma parecen no tener más que un único “yo”. Son (por la gracia divina) como una sola persona. Respiran, viven y actúan como una sola. “Ninguna” de las “dos” es vista como un objeto» 1.

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Pero a continuación añade el contexto de experiencia en el que tiene lugar la conciencia de este verdadero yo y la solución al aparente dilema que tal experiencia entraña: «Para cualquiera que sea plenamente consciente de nuestro “exilio” de Dios, de nuestra alienación de este yo más íntimo y de nuestro ciego errar por la “región de la desemejanza”, esta afirmación apenas parece creíble. Sin embargo, no es más que el mensaje de Cristo pidiéndonos que despertemos de nuestro sueño, que volvamos del exilio y encontremos nuestro verdadero yo dentro de nosotros, en ese santuario interior que es el templo y el cielo de Dios, y (cuando el hijo pródigo regresa a casa) la “Casa del Padre”» 2. Y así, hemos de reconocer y asumir nuestro falso yo, pero todavía más hemos de admitir la existencia del verdadero yo que duerme en nosotros como Lázaro en el sepulcro, esperando que la voz de Jesús nos despierte a la vida. Nadie sabe qué es lo primero que se mueve en las tumbas de aquellos a quienes despierta la incesante llamada de Dios. El primer momento de conversión (metánoia) es el don oculto que, como a Pablo, puede hacernos caer al suelo o, como a Agustín, arrancarnos lágrimas al escuchar a unos niños cantar o una palabra de las Escrituras. O, como sucede con frecuencia, esta llamada de Dios puede actuar como una agitación gradual y sutil que crece en nuestro interior, tal vez sin que reparemos en ella, como cuando una flor pequeña se abre en un jardín. Dios planta su semilla. Es Él Quien la hace crecer, pero solo lo hace con nuestra cooperación. Debemos ayudar a que este despertar tenga lugar en nuestro interior. II ¿Cómo podemos hacer que nazca el verdadero yo? ¿Cómo podemos salir de nuestra falsedad y asumir nuestra verdadera identidad, abolida toda búsqueda ilusoria de nosotros mismos? La pregunta revela el carácter sumamente práctico de la vida espiritual, tan práctico como le resulta al hombre que se está ahogando no dudar en soltar su tesoro para agarrarse a una cuerda. El famoso sermón sobre el fuego, de Buda, habla del mundo entero, y de cómo todo cuanto este contiene está ardiendo. La gran cuestión, dice, es si podemos escapar mientras todavía estamos a tiempo. La pregunta crucial de la vida es esta: ¿Podemos escoger la vida en lugar de la muerte y llevar nuestra elección a una conclusión efectiva? Aquí los métodos, técnicas, ideas y espiritualidades, en sí mismas, son de poca utilidad. No podemos quedarnos en medio de la casa envuelta en llamas consultando un diccionario pensando que estamos seguros... ¡porque buscamos desesperadamente la definición de «extintor»!

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Merton me dijo una vez que hay muy pocas personas que de verdad quieran ser seres de oración porque son muy escasas las que estén dispuestas a ir más allá de conceptos y definiciones para enterarse de la misma vida. Llega un momento en el que uno ha de decidirse, con seriedad, a regresar a la casa del Padre, saliendo de la casa que está ardiendo, escogiendo la vida en lugar de la muerte. Pero una vez que nos hemos preguntado cómo tomar una opción existencial efectiva que se incline por la vida, y no por la muerte, nos enfrentamos con la pregunta, igualmente perturbadora, de quién es el que pregunta. En otras palabras, el peligro siempre es que las preguntas proceden del falso yo y, por tanto, no entrañan el menor deseo de liberación sino que son un intento, ligeramente velado, del ego por establecer nuevos y más amplios límites espirituales en sus dominios. En el siguiente texto, Merton habla acerca del zen, pero lo que comenta atañe directamente a lo que abordamos aquí: «Cuando en algún lugar se pudre la carroña, los pájaros carnívoros vuelan en círculos; descienden. Vida y muerte son dos. Los vivos atacan a los muertos para su propio beneficio. Nada pierden, con esto, los muertos. Salen gananciosos, tal vez, cuando de ellos alguien se sirve. O por lo menos así parece, si es que debemos considerar esto en términos de ganar y perder. ¿Nos abocaremos al estudio del zen, entonces, en la creencia de que con ello ganaremos algo? [...] Allí donde se alborota en torno a la “espiritualidad”, la “iluminación” o simplemente la “puesta en onda”, a menudo no hay más que buitres bajando sobre un cadáver. Sus merodeos, su vuelo circular, su descenso, esta celebración de una victoria, en fin, no son lo que pretende el estudio del zen, aunque en otro contexto puedan resultar ejercicios de singular utilidad, porque enriquecen a los pájaros del deseo. El zen nada enriquece. No hay cuerpo alguno que podamos hallar. Las aves pueden acudir y volar en círculos, durante un tiempo, sobre el lugar donde se cree que está el cadáver. Pero muy pronto se marchan hacia otros parajes. Cuando ya no están, aparece de pronto la “nada”, el “no-cuerpo” que allí estaba. Este es el zen. Lo que no ha cesado de estar allí, todo el tiempo, sin que se apercibieran las aves devoradoras de carroña: no es el tipo de presa que ellas codician» 3. Los pájaros del deseo sobrevuelan sin rumbo alguno en nuestro interior. Son aves de carroña y rápidamente se abaten sobre cualquier logro que crean que pueda saciar su apetito insaciable. El deseo de dar alumbramiento al verdadero yo llama su atención y se congregan, volando en círculos alrededor de nuestra espera de liberación, esperando hacer presa del verdadero yo y devorarlo, consumir esta liberación, que confían en encontrar expuesta a su vista. Pero Merton nos dice que este verdadero yo es un «nocuerpo» y las aves pronto se van a otra parte. Solo entonces aparece el verdadero yo. Merton pone el acento en este mismo punto en otro lugar, diciendo lo siguiente del falso yo: 83

«Si semejante “yo” oye hablar un día de la “contemplación”, es posible que decida “convertirse en un contemplativo”, es decir, deseará admirar, en sí mismo, algo llamado contemplación. Y para verlo se pondrá a reflexionar en su alienado yo. Se mirará a sí mismo con expresiones contemplativas como lo haría un niño ante un espejo [...] Triste es el caso del yo exterior que cree ser un contemplativo [...] Adoptará diversas actitudes, meditará sobre el significado interior de sus propias posturas e intentará fabricarse una identidad contemplativa, y todo eso lo hará mientras no hay nadie ahí, solo un falso “yo” ilusorio y ficticio que se busca a sí mismo y se esfuerza por crearse de la nada, perseverando en dejarse llevar por su compulsión y en ser prisionero de su propia ilusión» 4. Así, es comprensible que Merton pudiera decir: «Quizá la mejor forma de convertirse en contemplativo sería desear con todo el corazón ser cualquier cosa menos contemplativo. ¿Quién sabe?» 5. La vida espiritual debe ser abordada sin que la mano derecha sepa lo que está haciendo la izquierda. La persona mística conoce poco o no sabe nada sobre el misticismo en el sentido de ocuparse de experiencias o técnicas. En vez de ello, el místico es simplemente alguien que ve las cosas como son; ve toda la vida procediendo de Dios, sostenida por Dios y regresando a Dios. Solo con este desapego con respecto a nuestro propio progreso, y solo siendo libres de toda técnica que sirva de carnaza para las aves de carroña, nos cabe albergar la esperanza de encontrar a nuestro yo verdadero en Dios. Merton escribe: «El yo interior es precisamente ese yo que nadie puede engañar ni manipular, ni siquiera el mismo diablo. Es como un animal salvaje muy asustadizo, que nunca sale cuando hay cerca una presencia desconocida, solo sale cuando todo está perfectamente en calma, en silencio, cuando está tranquilo y solo. Nadie ni nada puede seducirlo, porque lo único a lo que responde es a la atracción que siente por la libertad divina» 6. Esta hermosa imagen del verdadero yo como un «animal huidizo» evoca la imagen del Cantar de los Cantares, tan cara a san Juan de la Cruz: «Semejante es mi amado a una gacela, o un joven cervatillo. Vedle ya que se para detrás de nuestra cerca, mira por las ventanas, atisba por las rejas» (Ct 2,9). A la tímida y asustadiza gacela no le asusta su propia imagen reflejada en la superficie del lago, ni teme el viento que mece a los árboles, pero una pisada, aun cuando sea distante, del falso yo la lleva a esconderse en una oscuridad inalcanzable. La menor insinuación de búsqueda de sí, apenas una traza de las acres artimañas del falso yo bastan para que el verdadero yo se convierta en el no-cuerpo que no se encuentra ahí.

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III Mas, ¿acaso no es el amor lo que atrae al redil a nuestro escurridizo yo interno? «Dios es amor» y el verdadero yo es un yo «en-amor-dado». Dios nos ama con un amor imperecedero y es Su amor el que en primer lugar nos crea. Es Su amor el que nos busca para que salgamos a Su encuentro, para consumar los esponsales en los que llegamos a ser quienes somos. Pero, ¿cómo evitar ahuyentarlo? La impostura, los ardides y mentiras, todo cuanto hace o dice el falso yo, cierra el acceso al redil, nos impide ver al Amado y Lo mantiene lejos de nosotros. ¿Cómo podemos evitar esas tácticas que obstaculizan y hacen lejano el alumbramiento del verdadero yo? El falso yo trataría de convencernos de que la respuesta reside en algún secreto lejano, en alguna técnica extraña y extenuante capaz de obligar al yo interno a salir a la luz. Pero Merton nos asegura que ocurre justamente lo contrario. Quiere que nos demos cuenta de que el alumbramiento del verdadero yo es tan secreto como el nacimiento de un cervatillo. Tiene lugar en lo oculto. El secreto nacimiento es un acto de Dios y por eso ninguna intervención nuestra puede forzar a Dios a revelarse ante nosotros. Como tampoco podemos obligar a Dios a revelar Su tesoro más secreto, que es nuestro mismísimo yo verdadero. Merton nos dice que al perseguir despertar a nuestro verdadero yo en la oración: «No debemos buscar un “método” o “sistema”, sino cultivar una “actitud”, una “visión general”, hecha de fe, apertura, atención, reverencia, expectación, súplica, confianza y gozo. Todas estas realidades embeben nuestro ser de amor, en la medida en que nuestra fe nos dice que estamos en presencia de Dios, que vivimos en Cristo, que en el Espíritu de Dios “vemos” a Dios nuestro Padre sin “verle”. Lo conocemos en lo “desconocido”. La fe es el vínculo que nos une a él en el Espíritu que nos da la luz y el amor» 7. El acento aquí recae sobre la fe. La fe en sí es un don del Espíritu que se nos da en Cristo. Y es la fe la que en primer lugar nos permite dar inicio a nuestra vida espiritual que no es sino «Cristo viviendo en nosotros por el Espíritu Santo» 8. El nacimiento de este descubrimiento interior es uno con el nacimiento de la fe en nosotros. Mediante la fe encontramos un cierto, aunque oscuro, conocimiento de esa relación que encierra el secreto de nuestra identidad última. La fe nos libra del yugo de nuestro pobre ego y nos orienta ahora al abismo infinito de Dios, en Quien únicamente podemos encontrar nuestro yo definitivo y la consumación de nuestra alegría. En la fe, aunque seguimos a oscuras, nos sabemos llevados de la mano de Dios. Escuchamos su aliento silencioso, uno con el nuestro propio, y en oscura luminosidad sentimos que sus ojos alcanzan el hontanar de nuestra alma. Acerca de la fe y de su importancia en nuestra vida, Merton escribe lo siguiente a una comunidad de religiosas: 85

«Aunque todo lo demás desapareciera... si conservan su fe, y permanecen unidas con otros en la fe en alguna comunidad cristiana de algún tipo, lo tienen todo. Nada puede arrebatarles eso. Nada puede usurparles lo que son. Tienen que desarrollarlo en su interior con la gracia de Dios. En lo que tienen que trabajar es en su oración [...] Lo que tienen que hacer es sencillo. Se centra en la fe. Desarrollen su fe» 9. Nuestro falso yo mora en la oscuridad que proclama como la verdadera luz –«y la Luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la conocieron»–. Así, la fe deja a nuestro falso yo perplejo, confundido y perdido en una luz que no puede resistir ni comprender. Esta luz, sin embargo, es intuitivamente reconocida por nuestro verdadero yo como la luz verdadera que restaura nuestra visión, que nos cura y nos devuelve al Padre. Es la luz suave antes del amanecer en cuya claridad nuestro tímido y huidizo yo interno mira a través de la verja, comunicándonos las primeras sílabas silenciosas de ese inefable secreto: «El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo a través del cual Dios me ve a mí» 10. Sobre esta fe, Merton escribe: «Cuanto más perfecta es la fe, tanto más oscura se hace [...] Nuestra certeza aumenta con esta oscuridad, pero no sin angustia e incluso duda material, porque no nos resulta fácil subsistir en un vacío donde nuestras facultades naturales no tienen nada propio que les sirva de apoyo. Y es en las tinieblas más profundas donde nosotros poseemos más plenamente a Dios en la tierra, porque es entonces cuando nuestras mentes están más verdaderamente liberadas; [...] es entonces cuando estamos llenos de Su infinita Luz, que a nuestra razón le parece pura oscuridad. En esta suprema perfección de la fe, el Dios infinito se convierte en la Luz del alma rodeada de tinieblas y la posee completamente con Su Verdad. Y en este inexplicable momento, la noche más profunda se hace día y la fe se transforma en entendimiento» 11. Una vez, Merton señaló que por la noche nuestra visión se invierte con respecto a la que tenemos durante el día. Durante el día, las cosas que están más cerca de nuestro campo de visión son claras y visibles. Por la noche, sin embargo, a la vez que tropezamos con las cosas que están más cerca de nosotros, las estrellas (invisibles a la luz del día) brillan en el cielo con una claridad diáfana y delicada. La fe es así. En la noche oscura de la fe encontramos a nuestro ego dándose de bruces consigo mismo, extraviado de todo cuanto antaño le daba seguridad y le resultaba familiar. Y con todo, el yo último, el que estamos llamados a ser, el yo verdadero en Dios, encuentra una claridad que en esta orilla de la muerte solo puede proporcionar la fe. Por la fe se nos da una oscura visión del secreto de nuestro más profundo yo, que es uno con Dios a través de Cristo. La honda y oscura promesa de la fe es la fuente de la esperanza que, en sí, es también un don de Dios y otra importante actitud característica de la vida espiritual. La 86

esperanza es la muerte de la desesperación, y su base descansa sobre la fe. La promesa de Dios no nos ofrece ningún tesoro que se encuentre «ahí fuera», más allá de la muerte, como si la vida fuera un sendero lineal sembrado de espinas que tiene por final algún tesoro desconocido. Antes bien, nuestra fe nos llama a morir incluso ahora, para que, al hacerlo, nos demos cuenta de que la fruición de nuestra esperanza, sostenida por la fe, es la fruición que incluso ahora se despliega ante nosotros. Dios contiene la vida y la muerte en su único momento, que es eterno. Solo existe el momento, y el momento es de Dios. Ahora, incluso, ya nos cernimos sobre el abismo insondable del amor de Dios. Es ahora cuando dejamos de hacer pie y caemos en un centro nuevo, que no conoce fin y en el que somos sostenidos por Dios y no por la base estrecha de la autoafirmación de nuestro ego. Habiendo dejado de extraer nuestra identidad y nuestra vida de lo que ha quedado atrás e impulsados hacia delante en pos de nuestra meta, vemos que la fe y la esperanza convergen, se abrazan y nos sostienen. Se transforman en los pies con los que caminamos atravesando el vacío en el que, con abandono, nos sumimos, perdidos para todo salvo para Dios. Esta caída en Dios a través de la fe es un regreso del viaje de Adán, por el que este cayó fuera de la fe al negarse a creer en Dios. Adán atravesó el centro de su ser, interponiéndose entre sí mismo y Dios. De ese modo ganó a alguien a quien atrapar, ver y controlar, alguien que confundió con su propio ser. En realidad, no se trataba sino de una sombra tras la cual se había escondido de Dios. Nuestra fe es un don de Dios. Cuando es aceptada y vivida, disuelve la sombra del falso yo. La fe y la esperanza solo se ven colmadas en el amor. En la expresión de san Pablo: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1 Cor 13,13). Este amor, que es la consumación final del verdadero yo, es en primer lugar Dios mismo. Dios es amor. Cuando Dios nos da el Espíritu, recibimos la fuerza para amar a Dios por el mismo amor de Dios. Se nos da una nueva identidad, porque ese amor que Dios nos ha dado es en última instancia nuestro mismo ser creado a imagen del amor. La contemplación no es otra cosa que esa confianza, entrega y abandono del yo al amor para dar alumbramiento a un ser más profundo nacido del amor. «¿Quién soy yo?», se preguntaba Merton, a lo que responde: «Soy alguien amado por Cristo» 12. Es el amor de Cristo por nosotros el que establece la realidad del verdadero yo. El hijo contempla eternamente al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Al darnos su amor, Cristo nos da su Espíritu y nos hallamos participando, ahora, en la misma vida divina de Dios por medio de la caridad. Merton se mantiene aquí cauteloso para no violar el misterio revelado de la creación. No propugna alguna forma vaga de panteísmo. Sostiene que nuestra naturaleza creada se preserva diferenciada de Dios. Como dice al hablar de la unión mística:

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«Incluso aunque el alma esté místicamente unida a Dios, permanece, de acuerdo a la teología cristiana, una distinción entre la naturaleza del alma y la naturaleza de Dios. Su perfecta unidad no es, pues, una fusión de naturalezas, sino una unidad de amor y experiencia» 13. A la vez que mantiene una cuidadosa distinción de naturalezas, Merton defiende una unidad perfecta del amor que no es otra sino la identificación mística con Dios. El amor nos hace un espíritu con Dios. Dios es amor y solo en ese amor encontraremos la plena significación de lo que supone ser una persona, esto es, ser como Dios. El amor del que hablamos no nos une solo a Dios sino también a nuestros hermanos y hermanas. La encarnación de Jesús nos enseña que hemos de buscar el amor de Dios en la carne y la debilidad humana. El «prójimo» más próximo es una epifanía, una manifestación del amor de Dios. El Samaritano que desde Jerusalén se dirigía a Jericó encontró a un hombre medio muerto que había sido golpeado por ladrones. Cuando el Samaritano vendó sus heridas, Cristo se encontró con Cristo. La debilidad se encontró con la fuerza y ambos vieron motivo de esperanza en la vida por encima de toda división y temor. En la formulación de Merton: «El amor es la epifanía de Dios en nuestra pobreza» 14. Por nuestro amor y por nuestra necesidad de amor nos convertimos en parteros, los unos de los otros, de nuestro verdadero yo. En nuestra respuesta a la mano tendida hacia nosotros tocamos el infinito. Y por eso resulta posible decir que nuestros verdaderos gurús, nuestros auténticos maestros espirituales son las personas que, en nuestras vidas, hacen recaer sobre nosotros tareas inexplicables. Y encontramos un gurú en nuestro interior cuando nos vemos en nuestra pobreza, necesitados de amistad, de apoyo o de la simple presencia de otros. En los ojos del amado y en los ojos de quien nos ama vemos reflejado un destello del verdadero yo. Cuando nuestro amor por los otros es genuino, salimos de nosotros mismos y descubrimos un nuevo centro en el centro del amado que se presenta ante nosotros como una epifanía de Dios. Este amor manifiesta nuestro verdadero yo porque no surge del ego sino de Dios. Es un amor «desinteresado». Acerca de este amor, Merton escribe: «Hay en la voluntad humana una innata tendencia, una capacidad intrínseca para el amor desinteresado. Esta capacidad de amar a otro por sí mismo es una de las cosas que nos hace como Dios, porque esta fuerza es la única cosa que nos hace libres de todo determinismo. Es una fuerza que trasciende y escapa a la inevitabilidad del amor propio» 15. Este amor, aunque hondamente arraigado en nuestra identidad como personas, nos resulta inaccesible. Es como un tesoro oculto en los lugares más recónditos de nuestro corazón, allí donde no podemos llegar. El don del Espíritu de amor hace posible acceder 88

a él. En la Unidad del Espíritu Santo las tres personas de la Trinidad son una. Compartiendo el Espíritu, también nosotros somos uno con Dios en Cristo. Y es en la encarnación de Cristo donde nuestro amor a Dios se hace uno con nuestro amor a los demás. Aunque el amor a Dios en la contemplación llama a una interioridad esencial y a una quietud interior, tal silencio y comunión con Dios no se opone a nuestro amor a los semejantes sino que es su misma fuente. La agitación de las hojas en el viento hace que el viento resulte visible. Su revuelo es el movimiento del viento, su susurro es el del viento. Y así con el amor. Nuestros actos de amor tornan visible lo invisible. Nuestras obras de caridad transforman el amor en presente, trocado en presencia para nosotros y para los otros. Al salir de nosotros mismos en amor, y perdernos, por así decir, en aquellos a quienes amamos, descubrimos un yo más grande que nuestro ego aislado. Asistimos al alumbramiento de ese yo que nace de morir a nuestro autocentramiento. Este amor procede de, y está anclado en, el amor de Cristo. Él, en la oración, nos revela que Su amor es nuestra más profunda identidad. Es ese amor que surge de Cristo, pues «Cristo es nuestro “yo” más profundo e íntimo» 16, el que fundamenta tanto la oración interior como el amor al prójimo. Ni la verdadera oración ni el amor por los otros se pueden considerar egoístas, por cuanto proceden de una muerte simultánea al yo y de un descubrimiento de un nuevo ser alumbrado por Dios, al tiempo que nos conducen a ellos. Ambos, oración y servicio, nos revelan la tremenda verdad de que ser una persona es un don y hacer donación de tal regalo es recibir el don mismo de ser persona. IV Un niño no nacido que pudiera pensar y decidir su propio camino tal vez escogiera no nacer. Ser arrancado desde ese mundo cálido en penumbra hasta un horizonte más allá de lo que alcanzaba su propia persona quizás podría parecer una transición demasiado difícil de soportar. Sin embargo, por fortuna, no tiene opción. La criatura, agarrada por los talones, se ve introducida, entre llantos de protesta, en un mundo desconocido. La vida espiritual es una suerte de alumbramiento. De hecho, Jesús proclamó que si no nacemos de nuevo no podremos entrar en esa vida que no conoce la muerte. Pero cada nacimiento supone alguna forma de muerte. Cada nuevo estadio de crecimiento exige que soltemos el que le ha precedido. Y ese soltar es doloroso. La cruz es la fuente de la vida pero nos atraviesa de forma punzante y se lleva por delante la única vida que conocemos. El Padre, dijo Jesús, poda la viña para que dé frutos más abundantes. La oración desvela nuestro corazón, haciendo posible que Dios introduzca sus cortes con toque delicado. No hay crecimiento en la oración sin algún tipo de exposición a este proceso de purificación que hará que el verdadero yo florezca en su inesperado esplendor.

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El viaje en oración es una incursión que se dirige a una fundamental «“vuelta al corazón”, encontrando el centro más profundo de uno mismo, despertando las profundidades más hondas de nuestro ser y de nuestra vida» 17. Hacemos asiento en la oración solos y vacíos. Aunque nada sucede, un velo se descorre sutilmente. De forma tan suave como una flor cuando cae sobre el agua, nos posamos en el reino del corazón. Entramos en un dominio del espíritu que está a la vez dentro de nosotros y más allá de todo cuanto es observable, y por encima de toda lógica. Sentándonos en soledad, quedamos expuestos a la gravitación de un tiempo que no está aligerado por las distracciones y a un silencio envolvente no interrumpido por ninguna clase de cháchara. Sobre todo, nos sentamos con un deseo creciente, que va desplegándose, en medio de una vasta espera. Ni tan siquiera la persona que espera con paciente urgencia conoce o trata siquiera de anticipar qué es lo que ha de aparecer. El deseo, propiciado por la gracia de Dios, nos lleva al vacío, que a la postre será la cámara nupcial de la oración silenciosa. Merton lo expresa diciendo: «Todas las paradojas acerca del camino contemplativo se reducen a esta: estar sin deseos significa ser llevado por un deseo tan grande que es incomprensible. Es demasiado grande para ser completamente sentido. Es un deseo ciego, que parece un deseo de “la vaciedad”, solo porque nada puede contentarlo. Y porque es capaz de descansar en la vaciedad, entonces, relativamente hablando, descansa en la vaciedad» 18. Un espíritu contemplativo no se contenta con nada que pueda ser sentido o comprehendido: cuanto es periférico y pasajero, las medias o penúltimas verdades, todo ello acabará, en lugar de encontrar plenitud, en la muerte. Todo eso, por decirlo de algún modo, palidece y desfallece ante el único deseo que brilla tenuemente en el vacío. Esta oración nos llama a caminar sin que nos moje el agua mientras cruzamos el mar por su lecho, que ha quedado despejado. Como un «hombre en un mar dividido» hacemos la travesía, dejando atrás la orilla de la certidumbre. Mientras, a ambos lados se alzan muros de agua que en cualquier momento podrían anegarnos, dejándonos sepultados en las profundidades desconocidas de nuestro inescrutable misterio. Aquí es donde aprendemos el significado de la fe. Aquí descubrimos que la fe nos permite seguir, solos y perdidos, mas sabiendo en todo momento que el Padre nos sostiene y jamás nos abandonará. Un aspecto esencial de nuestra purificación en la oración es la aceptación callada de este vaciamiento enigmático que frustra todos nuestros planes y nos deja confusos respecto a la certidumbre incluso de tener que preocuparnos de seguir siquiera una vida espiritual. Descubrimos que se nos llama a perderlo todo, incluso a Dios, y a la imagen e imaginación que pudieran inducirnos a vernos como una vasija que algún día poseerá a Dios. En la quietud purificadora de la oración reconocemos lo que Merton quiere decir cuando nos dice:

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«No podemos llegar a la perfecta posesión de Dios en esta vida, por eso viajamos en la oscuridad. Pero ya le poseemos por la gracia y, por lo tanto, en ese sentido hemos llegado y vivimos en la luz. Pero, ¡ah, qué lejos he de ir para encontrarte a Ti, a quien he llegado ya! Por ahora, ¡oh Dios mío!, es a Ti solo a quien hablo, porque nadie más quiere entender. No puedo traer a ningún hombre de esta tierra a la nube donde vivo en Tu luz, es decir, Tu oscuridad, en la que me siento perdido y confundido. No puedo explicar a ningún otro hombre la angustia que es Tu gozo ni la pérdida que es la posesión de Ti, ni la muerte que es el nacimiento en Ti, porque yo mismo no sé nada acerca de ello y todo lo que sé es que quisiera que hubiese terminado... quisiera que hubieses empezado. Tú lo has contradicho todo. Me has dejado en la tierra de nadie» 19. Volver una y otra vez a Cristo es hacer como las olas del océano que se disuelven contra las rocas escarpadas de la escollera, suavizando sus contornos. Nuestra fidelidad a la quietud de la oración disuelve el limo del falso yo, exponiendo ante nuestros ojos la oscura promesa de ese momento inesperado «que nos permite encontrar en nosotros no solo a nosotros mismos, sino a Él» 20. El falso yo recela de esa transformación, «ya que el yo interior teme y rehúye aquello que está más allá y por encima de él. Le aterra el aparente vacío y la oscuridad del yo interior» 21. Aquí estoy, solo. La mano de Dios se posa sobre mí, en mi mismo corazón, en el eje que une al «mí» y al «yo». En esta quietud silenciosa en el centro del mundo me percato de que la vida y la muerte están en juego. Me doy cuenta de que no basta con cambiar o encomendar a Dios este o aquel otro aspecto de mi vida. Dios me pide mi corazón. Me pide que cambie el corazón para descubrir la oscuridad por la que puedo ser transformado y convertido en uno con Su luz. Este cambio de corazón es una metánoia en profundidad que tiene como resultado lo que los padres del monacato denominan pureza de corazón. En el siguiente pasaje, Merton no solo describe la pureza de corazón, sino que equipara esta pureza a una nueva identidad, la del yo verdadero. Habla de la pureza de corazón diciéndonos que se trata de «... una total aceptación de nosotros y de nuestra situación como querida por él. Esto significa la renuncia a todas las ilusiones sobre nosotros mismos, toda estima exagerada de nuestras propias capacidades, para obedecer a la voluntad de Dios [...] La pureza del corazón es el reconocimiento iluminado del hombre nuevo, como opuesto a las complejas y lamentables fantasías del hombre viejo» 22. A medida que luchamos, con creciente denuedo, para exponer nuestros corazones a la acción purificadora de Dios en nuestro interior, descubrimos por nosotros mismos que incluso ahora, de manera misteriosa, lo último es lo primero, lo más pequeño se convierte 91

en lo más grande, lo que se desecha por inútil constituye nuestro único tesoro. Y ello es así debido a nuestra identidad más secreta que nos ha sido conferida por Dios. Como Merton lo expone: «Decir que he sido creado a imagen de Dios es decir que el amor es la razón de mi existencia, ya que Dios es amor. El amor es mi verdadera identidad. El desinterés es mi verdadero yo. El amor es mi verdadera personalidad. El amor es mi nombre» 23. Pero esta revelación que se nos da oscuramente en el silencio de la oración solitaria viene acompañada de la correspondiente revelación de nuestra propia alienación de este amor que forma nuestra misma identidad. Descubrimos en la luz del amor de Dios una noche oscura, un quiasmo, un bosque al que Dios nos convoca para purificar la resistencia opaca y la irrealidad del falso yo. Mediante la compunción y el temor llegamos a reconocer en nosotros «... el profundo, confuso, metafísico reconocimiento del antagonismo básico entre el ser mismo y Dios, debido a la sensación de haberse alejado de él por un perverso apego a “uno mismo”, que es misterioso e ilusorio» 24. Todo esto puede parecer muy oscuro, ciertamente. Y, de hecho, Merton no tiene reservas a la hora de expresar cuán oscuro puede volverse todo cuando nos exponemos a la acción purificadora de Dios en nosotros: «La única total y auténtica purificación es aquella que vuelve al hombre completamente de dentro hacia fuera, de tal forma que ya no tenga que defender su ser mismo, ni proteger una íntima herencia contra el miedo a ser robado o a no saber administrar sus bienes [...] La total madurez de la vida espiritual no puede alcanzarse sin pasar primero por el pavor, la angustia, la preocupación y el miedo que acompañan necesariamente la crisis interior de la muerte espiritual, en la que finalmente abandonamos nuestro apego a nuestro yo exterior y nos rendimos completamente a Cristo» 25. Merton habla de aquellos a quienes Dios llama a la oración contemplativa diciendo: «Dios conduce a estas personas al camino de la vida quitándoles la luz y el consuelo que buscan impidiendo el resultado de sus esfuerzos, confundiéndolas y privándolas de las satisfacciones que intentan conseguir a base de sus esfuerzos. Y por eso, bloqueadas y frustradas, incapaces de llevar a cabo sus proyectos, se encuentran en una situación muy penosa en la que sus propios deseos, su autoestima, su presunción, su agresividad, y otros mil factores, son sometidos a un proceso sistemático de humillación. Y lo que es peor, son incapaces de entender lo que sucede. No saben lo que les pasa. Aquí es donde deben decidir avanzar por el 92

camino de la oración, dirigidas por la gracia, en la noche de la fe pura, o bien volver atrás a una forma de existencia en la que pueden gozar de las actitudes rutinarias que les eran familiares, y mantener la sensación ilusoria de su perfecta autonomía en reinos que les son perfectamente conocidos, sin necesidad de permanecer sometidas a la obediencia en la fe en esas circunstancias de intentos desconcertantes, propias de la “noche oscura”» 26. La oración genuina nos llama a responder a nuestro lote con mayor fe, aguardando expectantes la liberación de Dios. Pero los sucedáneos del verdadero misticismo nada quieren saber de tal espera, ni de todo el proceso de purificación que hemos introducido aquí. Frente a este vacío, el falso yo responde tratando de alcanzar el fruto prohibido. Este gesto es ejemplificado por el: «... pseudomístico que se refugia en su propia oscuridad y se atrinchera en su silencio. Allí intenta disfrutar de la falsa dulzura de una reclusión narcisista y de hecho goza de ella durante un tiempo, hasta que descubre, cuando ya es demasiado tarde, que se ha envenenado con el fruto de un árbol prohibido [...] En realidad, esto es el árbol prohibido: el árbol del yo, que crece en medio del Paraíso, pero que se supone que no debemos ver ni advertir. En él hay también toda clase de otros árboles y nos refrescan con sus frutos. A ellos sí podemos conocerlos y están ahí para que los gocemos por amor de Dios. Pero si nos fijamos demasiado en nosotros mismos, si nos centramos demasiado en nuestro ser e intentamos apoyarnos en nosotros mismos, comeremos del fruto prohibido: seremos “como los dioses, conocedores del bien y del mal”, ya que vemos división en nuestro interior y al mismo tiempo nos aislamos de la realidad exterior» 27. Mas la noche oscura no se limita a movernos para desprendernos de toda forma de búsqueda narcisista de nosotros mismos. Todos estos comentarios acerca de la purificación no son simplemente cuestión de darse cuenta de que «la vida contemplativa comporta un intenso conflicto interior. La paz que confiere es una paz precedida de una guerra y con frecuencia aparece en medio de ella» 28. Ni es esta noche oscura un terror esotérico insoportable. El Dios que nos purifica, lo hace con amor. Esta purificación es algo sutil, tanto que en ocasiones resulta imperceptible. Aunque ciertamente se atraviesan horas de intensa oscuridad, estas están transidas de un tono general que no es en absoluto trágico. La vida continúa. Sigue habiendo un nivel fundamental de felicidad que permanece no afectado, y que a veces gana en hondura mediante el vacío purificador de la oración. La obra de Dios es una suave limpieza efectuada por un Dios que nos ama y que solo desea nuestra felicidad a través de nuestra unión con Él. La noche no solo nos purifica del apego a nuestros propios planes espirituales; no solo nos revela ese yugo que es ligero y fácil de llevar. También preludia el júbilo 93

perfecto. Con el tiempo, y con la gracia de Dios, llegamos a darnos cuenta de que la oscuridad que nos rodea es, de hecho, la misma luz de Dios. Es la conciencia de nuestra miseria la que nos revela cuán buena es realmente la Buena Nueva. Ahora vemos que, sin que nos diéramos cuenta, la noche oscura nos había vaciado de todas nuestras pequeñas preocupaciones, e incluso de nuestro yo mezquino, para que pudiéramos llenarnos de ese modo del anhelo por la única cosa necesaria. De esa oscuridad emerge nuestro verdadero yo, el yo que atesora esa sola cosa y se deleita incesantemente en ella. En la oración solitaria nos vemos inmersos en una oscura lucha interior. Es como si Miguel y Lucifer habitaran en nuestro interior y libraran su batalla en los campos de nuestro corazón. Una profunda comprensión de esta batalla se encuentra en la reflexión de Merton sobre el texto del Génesis en el que se describe el enfrentamiento de Jacob con Dios. Merton se refiere a este combate como «prototípico de este tipo de batallas espirituales» 29. «Quedose Jacob solo, y hasta rayar la aurora estuvo luchando con él un hombre, el cual, viendo que no le podía, le dio un golpe en la articulación del muslo, y se relajó el tendón del muslo de Jacob luchando con él. El hombre dijo a Jacob: “Déjame que me vaya, que sale la aurora”. Pero Jacob respondió: “No te dejaré ir si no me bendices”. Él le preguntó: “¿Cuál es tu nombre?”. “Jacob”, contestó este. Y él le dijo: “No te llamarás ya en adelante Jacob, sino Israel, pues has luchado con Dios y con hombres, y has vencido”. Rogole Jacob: “Dame, por favor, a conocer tu nombre”; pero él le contestó: “¿Para qué preguntas por mi nombre?”. Y le bendijo allí» (Gen 32,24-29)30. Jacob está solo, como en la soledad de la noche oscura, y súbitamente sin aviso alguno se ve envuelto en un conflicto. Su adversario es misterioso –hombre a la vez que Dios–. Su adversario le inflige una herida, pero le bendice. Lo que es más, le da una nueva identidad. Merton aplica de manera hermosa este prototipo bíblico a la noche oscura de la oración y describe su forma de entender este relato en términos del verdadero y del falso yo: «La batalla la mantiene con “un hombre” y, sin embargo, es con Dios, ya que se trata de la batalla de nuestro yo exterior con el yo interior, el “agente” que es la semejanza de Dios en nuestra alma y que parece a simple vista ser totalmente opuesto al único yo que conocemos. Es la batalla que mantiene nuestra propia fuerza, almacenada en el yo exterior, con la fuerza de Dios, que es la vida y la realidad del yo interior. Y en esta batalla, lidiada en la oscuridad de la noche, el ángel, el yo interior, nos hiere en una articulación del muslo y a partir de entonces andamos cojeando, ya que nuestras facultades naturales han quedado reducidas y lesionadas. Se nos ha dado una lección de humildad y reconocemos nuestra propia ignorancia. Descubrimos que nos hemos vuelto ridículos y que incluso en las buenas acciones cojeamos y somos débiles. Pero aunque nos sintamos atraídos por el mal, 94

ya no tenemos el poder para lanzarnos a perseguirlo como antes. Y, no obstante, ahora podemos enfrentarnos a nuestro adversario hasta el punto de que, aunque no podamos vencerlo, no le dejamos ir hasta que nos haya bendecido. Este poder es superior a nuestra propia fuerza, es el poder del amor y brota secretamente del interior, del Mismo adversario. Es el poder de Dios que Él desea que tengamos. Es el poder por medio del cual Él es “captado y retenido” según La nube del no saber. Nos “hace fuertes contra Dios” y merecedores de un nuevo nombre, el de Israel, que significa “El que ve a Dios”. Y este nuevo nombre es el que nos hace ser unos contemplativos: es el nuevo ser y una nueva capacidad de experimentar. Y, no obstante, cuando preguntamos el nombre de nuestro adversario, no podemos saberlo, ya que incluso desconocemos nuestro yo más íntimo, al igual que desconocemos a Dios» 31. Y así, la verdadera naturaleza de la lucha de la noche oscura comienza a aparecer. La gran revelación es que, si nuestra confrontación es auténtica, cobramos conciencia de que no estamos solos. Luchamos en soledad con un yo que es más que nosotros mismos y este secreto antagonista al que se enfrenta nuestro yo externo es a la vez uno mismo y Dios. La lucha en sí es, de hecho, una bendición que alumbra un nuevo ser y una nueva capacidad de experiencia. Este nuevo ser es nuestro yo verdadero en Cristo y esta nueva experiencia es la contemplación de Dios en Cristo. O, todavía mejor, es nuestra capacidad de participar en la contemplación del Padre por Cristo en la unidad del Espíritu Santo. Y de tal suerte, la noche oscura ha resultado ser, en realidad, la cámara nupcial en cuya oscuridad Cristo, el antagonista con el nombre de Dios y hombre, nos hiere y nos da un nuevo ser. Nos hiere haciéndonos así partícipes de su desolación y muerte en la cruz. Y se desposa con nosotros para que, con Él y en Él, Su vida llegue a ser la nuestra. V Cuando estaba en su ermita preparándose para ir al monasterio a dar una charla sobre poesía a los monjes, Merton escribió: «Escucharán con atención, pensando que alguna otra persona está hablando sobre algún otro poema» 32. En cierto sentido, podemos decir que esta otra persona era una versión más o menos inocente del falso yo. Esta otra persona es Merton el autor, Merton el poeta, Merton el hombre que había logrado algo. El verdadero Merton no había alcanzado nada, y aun así, lo había conseguido todo. El Merton real empleaba sus días viviendo el «día de un extraño» y ese extraño legó para sí su propia herencia cuando escribió: «Lo que hago es vivir. Mi modo de orar es respirar» 33, un logro colosal que pocos pueden alcanzar conscientemente.

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Merton, el hombre de rango, dirige un sermón a los pájaros, diciéndoles: «Estimados amigos, aves de noble linaje, no tengo ningún mensaje que transmitiros salvo este: sed lo que sois. Sed pájaros. ¡Entonces seréis vuestro propio sermón!». Pero es Merton el extraño el que reconoce en todo su calado la gentil reprimenda de los pájaros: «¡Incluso este sermón está de sobra!» 34. No podemos alcanzar las estrellas en una barca de remos, ni podemos bebernos el océano entero con un tamiz. Todavía menos podemos decir con palabras lo que tan solo puede escucharse cuando todas las palabras han enmudecido. Y por eso, la validez de las palabras de Merton descansa en la esperanza de que ellas propiciarán la ocasión en la que Dios nos otorgará ese misterioso «“algo” que nace del silencio» 35. O quizás, lo que resulta más pertinente, el valor del mensaje de Merton se cifra en la esperanza de que las palabras apunten a un yo que habla en silencio y que tan solo en silencio escucha su propio nombre secreto. Como todas las grandes figuras religiosas, la grandeza de Merton se encuentra en el hecho de haber apuntado hacia lo único que reviste grandeza en todos nosotros. Su vida y sus palabras son una suerte de espejo en el que todos podemos reconocer nuestro más profundo, aunque olvidado, ser. Con certeza, todo lo que hemos dicho de Merton indica que, más allá de sus talentos y sus logros, hemos de ver un ser más allá del yo, en el que se fundamenta la validez última, y la verificación de todo cuanto hizo y dijo. La vida entera de Merton puede verse como un testimonio de este mensaje central: «Si estás dispuesto a penetrar en tu propio silencio y te atreves a avanzar sin temor en la soledad de tu propio corazón, y si te arriesgas a compartir esa soledad con tu prójimo solitario que busca a Dios a través de ti y contigo, entonces verdaderamente recobrarás la luz y la capacidad de entender que lo que está más allá de las palabras [...] es la unión íntima en lo más hondo de tu propio corazón del espíritu de Dios con tu yo interior más secreto, que os hace en verdad un solo Espíritu» 36. Es en la contemplación donde penetramos en nuestro propio silencio, donde nos atrevemos a avanzar sin temor en la soledad de nuestro propio corazón. Como si nos hundiéramos bajo las olas de un mar turbulento, al volvernos hacia nuestro interior, descubrimos el Alfa y el Omega, la Presencia imperecedera que abraza todo cuanto es real. Esta incursión en nuestro interior es una gracia y no una técnica. Es temible y extraña, pero es el origen de una paz y plenitud que desbordan toda expresión. Es algo nuevo, si bien por primera vez nos sentimos en casa. Es una perfecta quietud y, sin embargo, es la fuente de toda acción. Confirma todo lo que hacemos que es genuino, pero en sí no tiene necesidad de afirmarse. Está en nuestro interior como la raíz de nuestro ser, mas está siempre por encima de nosotros, convocándonos a éxtasis desconocidos. No tiene nombre ni conoce logros, pero solo ella nos enriquece. Es pobre, y está vacía, aunque solo Ella nos constituye en la realeza del Reino de Dios.

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¿Con qué podríamos comparar esta unión entre el Espíritu de Dios y nuestro propio espíritu en nuestro secreto y más oculto yo? No cabe comparación alguna. Quizá, con todo, una parábola podría ofrecer algún atisbo: la campana en la torre oscila, en un movimiento pendular que va de la vida a la muerte, de la derrota a la victoria, de la alegría a la tristeza. Pero a la sombra de la torre se alza un árbol solitario. No hunde sus raíces en el tañido de la campana sino en la tierra silente. Sus hojas no se mueven para proclamar mensaje alguno sino simplemente porque sopla el viento. El árbol guarda silencio. No tiene nombre. No tiene nada que decir. No tiene nada que ofrecer excepto su mismo estar ahí. Es a su sombra donde los niños acuden a jugar. Las ropas de estos se impregnan del dulce y sutil aroma del árbol. Respiran su aire, pues el elemento del árbol es el suyo propio. Sin saberlo, como el cielo, sus ojos brillan con la secreta promesa del árbol. Los adultos se congregan a la sombra del árbol –no quienes Merton decía que tenían una mentalidad de «taladores», porque este árbol ni siquiera sirve como leña–. Pero los adultos acuden. Acuden a él cuando el tañido incesante de la campana se convierte en ese estruendo insoportable que hace política de la religión, del crecimiento una forma de explotación y de la búsqueda de una vida mejor, una muerte en vida. Quienes desean sentarse bajo este árbol no pueden negar el mundo, ni a sí mismos, porque al hacerlo, sus cabezas, ladeándose de uno a otro lado, responden a las cadencias de la campana y el árbol se marchita, desvaneciéndose ante sus ojos. Quienes deseen sentarse no deben afirmar ni negar nada sino ir más allá de toda afirmación y negación en Presencia pura. Y así también, los cristianos que se sientan bajo este árbol no son quienes niegan que haya mensaje alguno que tenga que proclamarse. Son, por el contrario, quienes saben que en última instancia la Buena Noticia es que en Cristo, Dios nos ha hecho suyos, desposándonos con Él en la realidad simple, concreta de nuestra vida diaria. Ahora, en su realidad sencilla, nuestras vidas son actos divinos en el orden del ser, tocado por la gracia. Debemos proclamar la Buena Nueva, pero ante todo debemos ser quienes somos en Dios. Debemos abrirnos a la obra de Cristo en nosotros para recibir el alumbramiento transformador de nuestro verdadero yo en Dios, que es una «... identidad que no anula la nuestra, que es nuestra y, sin embargo, es “recibida”. Es una Persona eternamente distinta de nosotros que se identifica perfectamente con nosotros. Esa Identidad es Cristo, Dios» 37. Cristo es Dios en cuyas venas fluye nuestra sangre y en cuyo corazón se recogen todos nuestros temores y esperanzas. Cristo es Dios, que acabó con la muerte, nos dio el Espíritu y, Uno con nosotros en espíritu, hace que la vida que tiene en el Padre sea nuestra por medio de la gracia.

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El mensaje de Merton es que los cristianos, cada cual a su manera según la voluntad de Dios, por medio de una fe simple, de un amor desprendido y de una humilde oración, se han de percatar de que la nada que temen es, de hecho, el tesoro que anhelan. Hemos de darnos cuenta de que Dios está con nosotros en grado tal que nuestra relación trasciende la división yo-tú. En «transubjetividad» 38, se encuentra en nosotros, y en la oración nos invita a encontrarnos en Él. Antes de emprender ningún proyecto, de asumir postura alguna, de llevar a cabo alguna resolución, se nos llama a morar en nosotros, a hacer lo que hayamos de hacer, a «simplemente vivir», y en una sencilla presencia a la vida, se nos insta a aprender a no esperar nada de ninguna cosa y a esperarlo todo de la nada. La oración no añade ni una coma a esta presencia. Por el contrario, en la oscuridad de la fe todas las superestructuras se disuelven. Al soltarlo todo, en el abandono a la plegaria silenciosa, vemos que en realidad todas las cosas ya son nuestras si tan solo aceptamos ser quien somos en Cristo. Merton afirma: «En la oración descubrimos lo que ya poseemos. Comenzamos donde estamos y vamos profundizando en lo que ya tenemos, y nos damos cuenta de que ya estamos ahí. Ya lo tenemos todo, pero no lo sabemos y no lo experimentamos. Todo se nos ha dado en Cristo. Todo lo que necesitamos es experimentar lo que ya poseemos» 39. Cristo vivía en la ermita de Merton porque en su ermita, este no era nadie excepto alguien amado por Cristo. Antes que la redacción de sus libros, su simple estar ahí fue testimonio oculto de la sencilla realidad vital de la que cada cual ha de caer en la cuenta: «Que no somos totalmente lo que parecemos, y que pronto desaparecerá en la nada lo que parece ser nuestro “yo”» 40. Cuando Merton me dijo que «una cosa segura respecto al cielo es que no va a quedar mucho de ti allí», creo que se refería al misterio de que incluso ahora ya estamos en el Reino de Dios. Y que podemos empezar a darnos cuenta de ello ahora mismo si estamos dispuestos a morir a cualquier búsqueda de nosotros mismos para buscar, en su lugar, la voluntad de Dios con pureza de corazón. Así como Dios está en todas partes, también está en ningún lugar, en el sentido de que no hay «lugar» alguno en el que podamos verlo «ahí fuera». Más cerca de nosotros que nosotros mismos, está demasiado cerca para poder verlo. Es el corazón de nuestro corazón, la esperanza de nuestras esperanzas, el amor de nuestro amor, el seno de nuestro ser. ¿Dónde habremos de ir para encontrarlo? ¡A ninguna parte! ¿Qué podemos hacer para poseerlo? ¡Nada! Todo lo que podemos hacer, al menos por un momento (un momento eterno), es abandonar todo quehacer y ser quienes somos en Él y abrir nuestras vidas a Su vida en nuestro interior. Es entonces cuando podremos verlo a Él y 98

vernos a nosotros mismos, porque entonces estaremos a un tiempo con Él y con nosotros en una unidad de amor divino. En fidelidad a la oración silenciosa se desvela la posibilidad de que nuestra unión con Él crezca infinitamente. Podemos ser transformados a través de este desvelamiento en grado tal que estemos en posición de constatar existencialmente en nuestro interior que «para mí, vivir es Cristo». Nos damos cuenta oscuramente en nuestro ser de que nuestros actos simples y concretos son susceptibles de una transformación que hace que estos lleguen a ser «no solo semejantes a los de Dios, sino que sean realmente los hechos mismos de Dios» 41. No hay ningún «dónde» al que ir. No hay nada que hacer. Dios está sobre nosotros y en nosotros. En medio de nuestros humildes deberes, en nuestro pequeño y débil ser, en nuestro simple ser lo que somos, podemos decir con Jacob, con gratitud desbordada: «¡Así pues, está Yahvé en este lugar y yo no lo sabía! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo!». La vida de Merton no fue una vida romántica con un hagiógrafo escondido tras cada árbol tomando nota cada vez que Merton se sonaba la nariz. Su vida solitaria fue pobre, como han de serlo todas las vidas solitarias. Se levantaba antes del amanecer con una mentalidad «no del todo reconciliada con estar fuera de la cama» 42. Comía, trabajaba, caminaba en el bosque y oraba. En el invierno pasaba frío y en el verano, calor. Y ese es el verdadero yo. Es un yo que no es nadie, que es común y pobre. Es ese yo ordinario el que es extraordinario porque, uno con el momento, uno con la realidad concreta de cada día, es el yo que Dios creó, el yo pobre que se hace rico en la indigencia de la cruz. El mensaje que Merton nos propone es que cada cual viva en la ermita de su vida diaria. Por debajo de todos nuestros logros, planes, viajes y conquistas, no tenemos nada salvo la vida. Cuando tomamos agua, cuando en silencio vemos jugar a los niños, cuando caminamos mientras hace frío y sentimos frío, estamos en la vida, somos uno con ella y por eso somos uno con Dios. Por consiguiente, tengamos lo que tengamos, siempre es suficiente, porque ninguna cosa basta. No importa dónde estemos, porque no estamos en ningún lugar. No importa lo que lleguemos a ser, porque no somos nadie. Pues en el terreno de nuestro ser, vivimos la vida de Cristo. En la base misma de nuestro corazón, Dios se hace presente en nuestra simple presencia a la vida. El gran peligro de toda espiritualidad es que esta puede llegar a convertirse fácilmente en un sucedáneo de la presencia a la vida. Con demasiada frecuencia la búsqueda de experiencias religiosas y la promoción de espiritualidades han acabado por ser formas de ejercitarnos en cuidar y alimentar vacas sagradas. Las vacas sagradas son importantes; son las estructuras simbólicas y míticas que nos otorgan identidad social. No hay que negarlas ni abusar de ellas, porque podrían volverse en nuestra contra asumiendo formas de barbarie y destrucción introyectadas a la par que proyectadas socialmente. Pero contamos con la puerta de la oración. Disponemos de la verja del amor desprendido, el acceso a la Presencia. Es un umbral estrecho. Se encuentra en el centro mismo de nuestro ser. Y cuando entramos en esta tierra de «música callada» y 99

«soledad sonora», las vacas sagradas deben contentarse con pastar fuera de la verja. Al entrar en esta tierra aprendemos a distanciarnos de lo que las vacas sagradas querrían de nosotros. Aprendemos a pastorearlas en lugar de ser domesticados por ellas. En esta tierra aprendemos que la entrega de nuestra vida entera a Dios es lo que nos permite alcanzar la libertad de los hijos de Dios. En esta tierra descubrimos que «no somos nada. Lo somos todo» 43. Y eso es así porque Dios lo es Todo en todo y nos ha atraído hasta Sí y vive y se deleita en nosotros. No necesitamos nada que nos sostenga más de lo que necesita la luna o una simple brizna de hierba húmeda con el rocío de la mañana. Pero esto vale solo a la luz de la paradoja de la cruz. Únicamente al morir al yo podemos encontrar la vida en la que no hay muerte. Y solamente un ardiente deseo, la determinación en la oración y el amor no egoísta pueden acceder a esta libertad de la que hablamos. El hombre viejo no se deja morir fácilmente. Nuestro corazón nos elude y su oscuridad reacciona con resentimiento a nuestra intrusión. La fe es una muerte a cuanto antaño conocíamos. La esperanza es una muerte a todos nuestros logros del pasado, que nos habían conferido nuestra identidad. Y la caridad entraña la muerte del amor propio. Como Jacob, hemos de luchar en la noche si queremos que el amanecer nos traiga una bendición y un nombre nuevo. Nuestra lucha no elimina nuestro sencillo y cotidiano ser sino que confirma sus dimensiones últimas. Nuestra oración no nos lleva a lugares remotos sino que revela las profundidades desconocidas de cada una de nuestras horas. No obstante, la lucha es real. La realización del verdadero yo no cae en nuestros brazos como la fruta madura. Es verdad que en Dios vivimos sin esfuerzo, pero también lo es que eso pide un despojamiento radical. El siguiente texto no se refiere solo a la realidad presente de la presencia de Dios sino, además, al único camino para poder ser conscientes de la misma: «El desierto se convierte en un paraíso cuando lo aceptamos como desierto. El desierto no puede dejar de ser un desierto si tratamos de huir de él. Pero una vez que lo aceptamos con la pasión de Cristo, se transforma en un paraíso [...] Este descubrimiento de lo que ya tenemos solo puede darse mediante la completa aceptación de la cruz» 44. Cualquiera que se haya esforzado seriamente en la oración silenciosa sabe por experiencia cuán desolado puede llegar a tornarse el desierto del corazón. Aguantar una hora sin salir corriendo, resistirse a dejar de hacer alguna cosa práctica, simplemente mantener silencio, puede entrañar un trabajo más arduo que cualquier tarea externa. Hay que evitar dos errores. Por un lado, hemos de evitar el quietismo, esa forma de inercia por la que nos sentamos con los brazos cruzados esperando que Dios nos sorprenda con alguna clase de experiencia imprevisible. Y, por otro lado, hemos de evitar ese tipo de activismo espiritual que nos conmina a cerrar los ojos, prepararnos y dolorosamente lanzarnos en pos de una meta que previamente nos habíamos propuesto alcanzar para conseguir algo que todavía no poseemos. 100

Una vez más, el modo de evitar los dos errores es una simple pureza de corazón que nos dispone a orar buscando a Dios y no la propia oración. Seguimos confiando en una sabiduría interior que nos guía por el camino de un deseo más allá de todo deseo, de una visión sin ilusiones. Merton una vez me dijo que dejara de poner tanto empeño en la oración. Me comentó: «¿Cómo madura una manzana? Simplemente quedando expuesta al sol». Una pequeña manzana verde no puede madurar en una sola noche contrayendo todos sus músculos, forzando sus ojos y apretando su mandíbula para encontrarse al día siguiente milagrosamente grande, roja, madura y jugosa, junto al resto de manzanas verdes. Al igual que el nacimiento de un niño o como le sucede a la flor que se abre, el nacimiento del verdadero yo tiene lugar en el tiempo de Dios. Hemos de esperar a Dios, y permanecer despiertos; tenemos que confiar en su acción oculta en nuestro interior. En ocasiones, se produce algún conato de incendio en las colinas boscosas que rodean el monasterio. Cuando eso ocurría, los monjes generalmente se sumaban a los granjeros de la vecindad para apagar las llamas. En una de tales ocasiones, formé parte de un grupo de novicios dirigidos por Merton y nos encaminamos a las montañas con las palas y utillajes necesarios para sofocar el fuego. De repente, justamente cuando más cerca estábamos del fuego, pudimos escuchar el tañido del Ángelus en la distancia. En aquel entonces era costumbre que los monjes rezaran el Ángelus de cara a la iglesia, de rodillas, inclinados, y con los nudillos en tierra. Para mi sorpresa, al oír el Ángelus, Merton gritó: «¡Alto! ¡Recemos el Ángelus!». Y así, con las llamas a escasa distancia de donde nos hallábamos, nos postramos en tierra y oramos en silencio. La idea misma de todo aquello me hizo reír. Todo me parecía tan incongruente: ¿detenernos a rezar mientras las llamas crepitaban y se abrían paso devorando la maleza y la hojarasca detrás de nosotros? Pero entonces, de repente me sorprendí ante el hecho de que la oración siempre resulta incongruente. A menos que estemos dispuestos a arrodillarnos ante las llamas, nunca oraremos de verdad. El boscaje de nuestras actividades, planes y proyectos arde con exigencias y plazos, y amenaza con consumirnos. Hemos de abrir un claro para Dios. Ha de haber un tiempo para que quien es nadie en nosotros se siente en esa nada de la simple atención y la plegaria humilde. Merton una vez señaló que la Iglesia y el mundo no estaban faltos de personas que hablen, mediten o escriban acerca de la oración, sino de personas de oración. No hay oración hasta el momento en que nos disponemos a orar. Y cuando oramos, nos situamos frente a nuestra pobreza y nuestra impotencia. Tan solo podemos ofrecer el óbolo de la viuda que, si bien escaso, es grande a los ojos de Dios pues es todo cuanto tenemos. No podemos forzar las cosas en este terreno. Obstinarnos en seguir rezando ante la adversidad, la sequedad y el vacío tal vez no sea otra cosa sino un intento del falso yo para demostrar su resistencia. Tiene que haber un simple deseo de Dios y un humilde desprendimiento de toda experiencia o falta de experiencias. Una vez, Merton me dijo 101

que «en la oración silenciosa, simplemente hemos de tomar conciencia de que el agua nos cubre la cabeza». En estas aguas, al falso yo le entra el pánico y se dirige a la orilla. Pero el verdadero yo, seguro en su humildad, encuentra que esas aguas son como una matriz de la que, en un inesperado momento eterno, somos sacados por Aquel que hace nuevas todas las cosas. Y por eso, preguntar cómo dar alumbramiento al verdadero yo se asemeja mucho a situarse frente a un campo inmenso cubierto de nieve que todavía no ha sido hollado y preguntar: «¿Dónde está el camino?». La respuesta consiste en ponerse a caminar y de ese modo abrir un sendero. Uno no puede averiguar primero cómo despertar al verdadero yo y después disponerse a alcanzar la meta claramente divisada. Más bien, hay que ponerse a caminar con fe y la meta aparece al andar, pero no antes, ni dentro, ni más allá de nosotros, sino que aparece... y no se le aparece a nadie. No aparece en ningún lugar. No aparece como la revelación de un hecho sino como un cambio de corazón en el que, sin saber cómo, Dios nos transforma en Él mismo y comenzamos a despertar, oscura pero profundamente, al hecho de que nuestras vidas están escondidas con Cristo en Dios. ¿A qué se asemejaría este descubrimiento? Es como la experiencia de un hombre que, mientras camina a solas en medio de un frío implacable y en una noche sin estrellas, de repente se encuentra frente a una casa grande, de apariencia acogedora. Al acercarse a la casa y apretar su cara contra la ventana, ¡se ve a sí mismo durmiendo apaciblemente ante el fuego del hogar! De repente, se da cuenta de que está atrapado «fuera» de su propia casa. Se da cuenta de que su vida es rica, pero él se ha empobrecido. Está seguro y, sin embargo, se encuentra al filo de la muerte. Aunque colmado, permanece estéril y vacío. Desesperadamente, empieza a golpear la ventana, pidiendo a gritos poder entrar. Pero el ser que está dentro no lo oye y, a medida que da golpes, el cristal que le separa de su vida se hace más grueso y sus puños cerrados se quedan entumecidos de dolor. Finalmente, dándose cuenta de que con la mera fuerza bruta no va a lograr nada, se sienta en la nieve, quieto, sobrecogido por ese único y creciente deseo, y con la esperanza inconmovible de poder ser uno consigo mismo. Este deseo, aunque aparentemente nimio en su impotencia, despierta al yo interior y con ese despertar el cristal desaparece. La casa se desvanece y descubre que en realidad siempre había estado en casa pero no lo sabía. De hecho, la noche era su luz y el frío glacial no era sino un fuego de pura alegría y plenitud. Ese descubrimiento no es otro que el del camino de la contemplación. Es un hallazgo que supera a tal punto nuestra comprensión, que exige la fe de un Juan Bautista. Mientras estaba en prisión, Juan recibió de Jesús la palabra de que es «dichoso el que no se escandaliza de mí». En efecto, Juan se dio cuenta de que perder la cabeza, de por sí, no era causa de alarma. Solo se trata de su cabeza. Si tenemos fe, quizás lo perdamos todo, incluso la cabeza, pero por esa pérdida llegamos a ser más ricos que los reyes. 102

Todo eso ayuda a subrayar la sabiduría de las palabras de Merton, cuando escribe: «Uno de los mayores obstáculos en tu crecimiento es el temor a hacer el ridículo. Cualquier paso adelante entraña el riesgo de fracasar. Y los pasos realmente importantes suponen el riesgo de un fracaso total. Aun así, hemos de darlos, confiando en Cristo. Si doy este paso, todo cuanto he hecho hasta ahora se puede ir al garete. En una situación así necesitamos una especie de mentalidad budista. Y entonces, lo vemos claramente: ¿al garete? ¿y qué? [...] Hemos de tener el valor de hacer el ridículo y a la vez tener sumo cuidado de no incurrir en el ridículo» 45. Necesitamos sentido común en la oración. Necesitamos tener los pies en la tierra porque si perdemos contacto con la realidad cotidiana, nuestra capacidad de ayudar a los demás quedará muy menguada, al igual que nuestro crecimiento en la genuina unión con Cristo. Pero dentro de esa sabiduría todavía se esconde otra que es locura para el mundo que existe en nuestro interior y a nuestro alrededor. Hemos de tener los pies en la tierra respecto a nuestro bienestar físico y psicológico. Hemos de intentar desempeñar nuestros deberes cotidianos cada día mejor. Tenemos que tratar de mostrar mayor preocupación y amor por los demás. Pero en, y a través de todo ello, no hemos de temer caer por el centro de todo ello: no hemos de tener miedo a caer a través del centro del mundo que se oculta en lo profundo de nuestro ser. No debemos esperar que el sentido común, nuestros conocidos y familiares, o nuestras ocupadas agendas nos concedan espacio para la oración ni alienten nuestros esfuerzos. Si aguardamos todo eso, la oración nunca llegará. Si esperamos disponer de tiempo para quedar a la espera de Dios, nunca esperaremos. Nunca descubriremos en la oración nuestro yo verdadero en Dios. Se da una paradoja, desde la óptica contemplativa, relativa a lo que se entiende por los términos, aparentemente excluyentes, de locura y sabiduría. La persona contemplativa se ve atraída hacia una visión en la que la dicotomía entre ambas deviene irrelevante y carece de sentido: se nos llama a ser lo suficientemente prudentes como para abrazar la locura de la cruz, y lo bastante sabios como para ser locos en nombre de Cristo. Sobre todo, hemos de ver que la resolución final de la tensión entre la sabiduría y la locura reside en nuestra comprensión existencial, por medio de la fe, de la distinción entre nuestro yo exterior y nuestro verdadero yo interno: «El “yo” superficial del individualismo puede ser poseído, desarrollado, cultivado, consentido, satisfecho; es el centro de todos nuestros esfuerzos por el beneficio y la satisfacción, sea material o espiritual. Pero el “yo” profundo del espíritu, de la soledad y el amor, no puede ser “tenido”, poseído, desarrollado, perfeccionado. Solamente puede ser y puede actuar según leyes interiores profundas que no son creación del ser humano, sino que proceden de Dios. Son las leyes del Espíritu, que, como el viento, sopla donde quiere. Este “yo” interior, que está siempre solo, es siempre universal, pues en este “yo” más íntimo, mi propia soledad encuentra la 103

soledad de cada ser humano y la soledad de Dios. Por tanto, está más allá de la división, más allá de la limitación, más allá de la afirmación egoísta. Es únicamente este “yo” íntimo y solitario el que ama verdaderamente con el amor y el espíritu de Cristo. Este “yo” es Cristo mismo, viviendo en nosotros; y nosotros, en Él, viviendo en el Padre» 46.

1. EI, 41. 2. EI, 41-42. 3. ZPD, 9. 4. EI, 25-26. 5. OC, 124. 6. EI, 26. 7. OC, 37. 8. Thomas MERTON, El Pan vivo. Madrid: Rialp, 1963, 50 [en adelante PV]. 9. Thomas MERTON, «Conference on Prayer»: Sisters Today XLI (1970), 2 [para exclusivo uso privado]. 10. ZPD, 77 [una cita de Eckhart, a su vez citada por D. T. Suzuki y recogida por Merton]. 11. NSC, 148-149. 12. Thomas MERTON, «Conference on Prayer». 13. Thomas MERTON, A Thomas Merton Reader, 515. 14. Thomas MERTON, «As Man to Man», 94. 15. Thomas MERTON, A Thomas Merton Reader, 314. 16. PV, 129. 17. OC, 31. 18. OC, 124. 19. Thomas MERTON, La montaña de los siete círculos. Barcelona, Buenos Aires: Edhasa, 1961, 415. 20. EI, 86. 21. EI, 85. 22. OC, 86. 23. NSC, 79. 24. OC, 129. 25. OC, 145-146. 26. OC, 50. 27. EI, 154. 28. EI, 152. 29. EI, 133. 30. Merton comenta este texto utilizando la versión de la Biblia Vulgata, que se mantiene aquí para seguir su comentario a partir de la misma. 31. EI, 133-134.

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32. Thomas MERTON, «Day of a Stranger», en A Thomas Merton Reader. New York: Doubleday and Co., 1961, 436. 33. Thomas MERTON, «Day of a Stranger», 433. 34. Thomas MERTON, «Day of a Stranger», 7 [fragmento de una versión para exclusivo uso privado]. 35. OC, 30. Aquí Merton está citando a Isaac de Nínive. 36. Thomas MERTON, «As Man to Man», 94. 37. Thomas MERTON, Pan en el desierto. Buenos Aires: Sudamericana, 1955, 93. 38. Este término fue utilizado por el Padre Daniel Walsh, que desempeñó un papel significativo en el proceso de conversión de Merton a la Iglesia, en su ingreso en Getsemaní y en el desarrollo de su noción del verdadero yo. Para el Padre Walsh, el término transubjetividades aplicable no solo a las tres personas divinas de la Trinidad (subsistiendo en una unidad transubjetiva perfecta en la Divina Esencia), sino también a nuestra identidad como personas creadas y con arraigo en una unidad transubjetiva con Dios. Esa unidad transubjetiva es lo que Merton denomina el verdadero yo. 39. David Steindl-Rast, «Man of Prayer», en Brother Patrick Hart (ed.), Thomas Merton, Monk: A Monastic Tribute. New York: Sheed and Ward, Inc., 1974, 80. 40. NSC, 286. 41. Thomas MERTON, What Are These Wounds? The Life of a Cistercian Mystic, Saint Lugarde of Aywi’eres. Milwaukee: Bruce, 1950, 14. Esto mismo dice san Juan de la Cruz en Subida del Monte Carmelo, Libro 2, Capítulo 5, 7, cuando dice: «Y se hace tal unión cuando Dios hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación; aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto, se le tiene del de Dios como antes...». 42. Thomas MERTON, «Day of a Stranger», 433. 43. CEC, 179. 44. David Steindl-Rast, «Man of Prayer», 83-84. 45. David Steindl-Rast, «Man of Prayer», 82. 46. Thomas MERTON, «Notas para una filosofía de la soledad», en Humanismo cristiano: cuestiones disputadas. Barcelona: Kairós, 2001, 144.

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CAPÍTULO 5:

La visión interior I

LAS escrituras de las grandes tradiciones del mundo contienen numerosos ejemplos que ilustran la importancia de la relación entre el maestro y el discípulo. El discípulo se acerca con una pregunta, una cuestión vital que durante años, semanas o escasos momentos (eso no importa), se ha topado con un muro de silencio. Entonces, de repente, el maestro dice una sola palabra y el muro se viene abajo. Hace un gesto con la mano y la pared se esfuma al instante. ¿Cómo es posible? De manera más precisa, ¿cómo es posible que una persona pueda ser el medio de dar a otra la conciencia transformadora de la presencia de Dios? La pregunta es aplicable a cualquier comunicación directa de una auténtica experiencia religiosa. Leemos un libro, escuchamos un sermón, pasamos nuestro dedo ligeramente sobre los cristales que forman dibujos en una ventana tras una helada y un asomo de Dios irrumpe en la conciencia. Se abre paso a través de una rendija oculta y Aquel a quien buscábamos en vano, de repente nos sorprende, compartiendo con nosotros su secreta presencia. ¿Cómo es posible que una persona escuche mil palabras y se aburra, mientras que a otra le baste una sola para encontrar la vida eterna? ¿Cómo es posible que cualquier persona pueda encontrar la entrada al palacio del vacío? ¿Qué misterioso acontecimiento tiene lugar cada vez que alguien tiene un encuentro genuino con Dios a través de una experiencia, de un libro o de una persona? Merton se acerca a tales preguntas distinguiendo entre la comunicación y la comunión como dos modos fundamentalmente diferentes de conocer. La comunicación es lógica, cuantitativa y práctica en su aplicación. Es una forma lineal de intercambio humano en la que cada pieza de información se proporciona en momentos diferenciados y lleva a alguna conclusión particular. Las matemáticas son el lenguaje por excelencia de la comunicación. Y los ordenadores son el epítome del lenguaje matemático. Los ordenadores pueden comunicar cantidades ingentes de datos usables, verificables, que no se ven alterados ni por el pensamiento subjetivo ni por los sentimientos. No podríamos vivir sin esta forma unidimensional de conocimiento. Pero, en sí mismo, carece de la capacidad de transmitir las más hondas esperanzas y aspiraciones de la existencia humana. Cuando una mujer le dice a su esposo «te quiero», no es para comunicar una pieza de información desconocida, lógica y verificable, sino para articular lo que le vincula a su esposo. La repetición de tales palabras no es redundante. Por el contrario, como ante cada diferente amanecer, cada nuevo «te quiero» ofrece 106

posibilidades sin precedentes, todavía inexploradas. Cada «te quiero» encierra en sí la promesa de niveles renovados y cada vez más hondos de unión e intimidad. Decir «te quiero» desprende su fuerza de la capacidad de expresar la comunión de la mujer con su marido. Las palabras, en sí, evocan ocasiones de esa comunión, que es una modalidad de conocimiento a la que no puede acceder lo que es comunicable en términos cuantitativos y susceptibles de constatación. Las palabras son a la comunión lo que el cielo a las estrellas. El cielo no conoce a las estrellas ni las contiene de la forma en que se guarda el dinero en un monedero. Más bien, el cielo es la matriz en la que aparecen las estrellas. Así también, el contenido lógico de las palabras «te quiero» no puede explicar lo que estas expresan. Ellas proporcionan la ocasión para que el amor al que aluden se haga manifiesto. El fracaso en la comunicación conduce a la frustración. Cuando falla la comunicación, el resultado es la desesperación. Acerca de la comunión, Merton dice que «es eso por lo que suspira el fundamento más profundo de nuestro ser, y es además algo que toda una vida de esfuerzo no conseguiría alcanzar» 1. En Hechos leemos acerca de un eunuco que regresaba sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías. Felipe corre hasta él y le pregunta si entiende lo que va leyendo. Y el eunuco le responde: «¿Cómo lo puedo entender si nadie me hace de guía?». Felipe sube al carro, le habla y el eunuco no recibe información sino que entra en comunión con Dios. No responde tomando notas sino bajando al agua para ser bautizado. Las palabras de Felipe no fueron recibidas por el eunuco como si fueran portadoras de información sino como símbolos evocadores de un encuentro con Dios. El lenguaje religioso tal vez no sea lógico, pero es siempre simbólico. Opera como un símbolo que en todo momento encierra una promesa de comunión que el discípulo ansía descubrir. El propósito del símbolo no es transmitir información sino abrir hondones desconocidos en la conciencia que permitan al discípulo «expresar y animar la aceptación [...] de su propio centro, sus propias raíces ontológicas en un misterio del ser que trasciende a su ego individual» 2. Acerca de los símbolos y de su papel en el despertar religioso, Merton escribe: «Tradicionalmente, el valor del símbolo es, precisamente, su aparente inutilidad como medio de comunicación sencillo. Porque no es un modo eficiente de comunicar información, el símbolo puede alcanzar un elevado propósito, el propósito de ir, práctica y deliberadamente, más allá de la causa y el efecto. En lugar de establecer un nuevo contacto mental en el reparto de noticias, el símbolo no dice nada nuevo; revive nuestra conciencia de lo que ya sabemos y profundiza esta conciencia. Lo que es “nuevo” en el símbolo es el descubrimiento de una nueva dimensión de profundidad y una nueva actualidad en lo que es y siempre ha sido. La función del símbolo no es simplemente conseguir una unión de mentes y voluntades como causa productora de un efecto; la función del símbolo es 107

manifestar una unión que ya existía pero no estaba completamente realizada. El símbolo despierta la conciencia o la restaura. Por lo tanto, no busca la comunicación sino la comunión. La comunión es la conciencia de participación en una realidad ontológica o religiosa; en el misterio del ser, del amor humano, de la verdad contemplativa» 3. La «unión que ya existe» es el verdadero yo, oculto por el pecado. Es nuestra condición de personas en tanto que seres de relación, nuestra misma existencia como una capacidad creada para la unión perfecta con Dios. El símbolo evoca nuestra identidad como una «verdad contemplativa» que es conocida por una participación en lo que es conocido. ¿Qué se puede decir entonces que pueda evocar de forma más directa este despertar religioso? La respuesta es que tanto todo como nada de lo que pueda decirse puede suscitarlo. Nuestra unión con Dios es nuestra persona, es quienes somos, pero no lo es cosa alguna susceptible de ser conocida. Es precisamente nuestra identidad, que emerge una vez liberados por la muerte de todas las cosas que creíamos ser. Por tanto, no hay nada que pueda decirse que, por su mero contenido informativo, pueda conducirnos a una relación con el Dios vivo, que es la que nos otorga nuestra identidad. Las aseveraciones puramente objetivas nunca darán en el clavo, porque Dios no es objeto alguno. Él es Persona. Tampoco nosotros, en tanto que personas, somos objetos. Aquí todo es Sujeto. No hay ningún «objeto» «ahí fuera» que se haya de «ver». Aquí todo es presencia y comunión. Aquí todo, incluida nuestra propia individualidad, permanece en su ser o, quizás más acertadamente pudiera decirse que por primera vez llega a ser lo que es, pero lo hace solamente en la medida en que se abre a la unidad que es Dios. Solo los símbolos pueden despertar nuestra conciencia de Dios. Y un símbolo es cualquier realidad que llega hasta nosotros vacía y colmada de Dios. Tocamos el símbolo y estalla en una teofanía de presencia. Mas ni un libro, ni un director espiritual, ni tan siquiera un momento de silencio podrán transformarse en símbolos a menos que nos preparemos para la venida de Dios. Si no nos disponemos para la manifestación de Dios, su alumbramiento en nosotros será como la semilla en un terreno pedregoso. Es la fe la que permite que el símbolo actúe como tal. Y la fe ha de ser nutrida y desarrollada para prepararnos la llegada de Dios. Acerca de esta preparación, Merton escribe: «El nivel pre-verbal [...] de la “preparación” sin palabras, indefinible, (la) “predisposición” de la mente y del corazón [...] requiere, entre otras cosas, una “liberación de los automatismos y las rutinas” y la total independencia de los dictámenes sociales externos [...] que restringen la comprensión e inhiben la experiencia de lo nuevo, de lo inesperado» 4.

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En tanto que personas, somos una comunión con Dios. Como seres humanos, uno con Cristo en el Espíritu, somos un símbolo supremo de Dios. No cabe añadir nada al todo que se nos ha dado en nuestra condición de personas redimidas por Cristo. Pero el todo nunca violenta nuestra libertad y todo puede ser añadido por nuestra decisión de aceptar cuanto se nos ha dado. Nuestra vida espiritual es, por entero, nuestra disposición de apertura a la plenitud existencial, para ser colmados conscientemente y de forma concreta por la comunión con Dios, que no es sino nuestra propia realidad más profunda. Dios es nuestro todo. No obstante, a menudo nuestras agresivas rutinas diarias hacen añicos el tesoro delicado de la presencia de Dios. Nuestros hábitos son como cataratas en los ojos que nublan nuestra visión. Nuestra labor inútil nos encallece hasta el punto de impedirnos sentir el toque delicado de la mano de Dios. Mediante la fidelidad diaria al silencio y a la soledad interiores, el Espíritu nos libera de esas tiranías. En silencio, permitimos a Dios arar el suelo del alma. En silencio descubrimos que un mero parpadeo es la puerta del cielo. En el silencio no hay rutinas, porque en él todas las cosas son todo en un único y mismo momento. Todo es nuevo. Leemos en silencio; leemos buscando a Dios. Pero leemos de una determinada manera. A un hombre se le cae un diamante precioso sobre las hojas del bosque. Con sumo cuidado, una a una va levantando cada hoja. Busca lentamente, sabiendo que su tesoro perdido se encuentra entre ellas. Y así es como debemos leer, así hemos de escuchar a otra persona, y esa es la forma de esperar en quietud. Nuestra expectación atenta, sostenida por la fe, nos lleva al filo del atisbo del verdadero yo en Dios. Es esa preparación la que nos permite darnos cuenta de que la creación entera es un símbolo de Aquel Que Es. Es esa preparación, como un proceso a lo largo de la vida, la que nos llena con la luz de Dios aunque viajemos a oscuras. La comprensión del verdadero yo no es esencialmente una cuestión de agudeza intelectual. No es cuestión de sesudas consideraciones como las que exige la resolución de un enigma. Eso es algo que queda ilustrado en el siguiente episodio que Merton recoge en Místicos y maestros zen: «Un maestro vio a un discípulo muy entusiasmado en la meditación. El maestro dijo: “Oye, virtuoso, ¿cuál es tu objetivo al practicar el zazen (meditación)?”. El discípulo respondió: “Mi meta es llegar a ser un Buda”. Entonces el maestro alzó una teja y comenzó a pulirla contra una piedra frente a la ermita. El discípulo dijo: “Maestro, ¿qué está haciendo?”. El maestro respondió: “Estoy puliendo esta teja para convertirla en un espejo”. El discípulo dijo: “¿Cómo puede hacer un espejo puliendo esa teja?”. El maestro replicó: “¿Cómo puedes convertirte en un Buda haciendo zazen?”» 5. 109

Aunque nos herniemos puliendo tejas, el fuego de Dios nunca prenderá frotando un pensamiento contra otro. De hecho, la tradición contemplativa en su totalidad se orienta a que el aspirante caiga en la cuenta de ello: «No hay tragedia alguna en alcanzar el punto en que vacila nuestra comprensión: esto nos anima a dejar de pensar para comenzar a mirar. Después de todo, tal vez no sea necesario que se nos “ocurra” nada: tal vez solo debemos despertar de nuestro sueño» 6. Jesús le pidió a Lázaro que despertara y Lázaro, levantándose de su tumba, es un símbolo concreto de lo que se nos pide que hagamos al oír la voz de Cristo. Hemos de salir del sepulcro del letargo, de la ceguera, de la duda y de la duplicidad hacia la luz simple de la llamada de Dios. La oración, en su calidad de conciencia destilada de toda nuestra vida ante Dios, ha de provocar una completa transformación de la conciencia que convierte a la vida entera en un símbolo. La totalidad de la vida es vista como Dios la ve. La vida se ve simplemente tal como es. La oración es el suelo fértil en el que la penetración en el verdadero yo en Dios echa raíces y crece. A medida que aumenta nuestra atención verdadera, y al ver a través de los ojos de la Persona que somos, se nos da una nueva visión. Vemos la Presencia de Dios en todo cuanto existe. Todas y cada una de las cosas se tornan símbolo de comunión con Dios por el mero hecho de ser lo que son. Merton afirma eso mismo de manera hermosa cuando en un momento de silencio en la capilla del noviciado reflexiona sobre la «... belleza del sol cayendo sobre un alto vaso de claveles rojos y hojas verdes en el altar de la capilla del noviciado. La luz y la sombra. La sombra de la fresca flor rugosa: luz, cálida y roja, en torno a la sombra. La flor es del mismo color que la sangre, pero en ningún sentido es “tan roja como la sangre”. ¡De ningún modo! Es tan roja como un clavel. Solo eso. Esta flor, esta luz, este momento, este silencio. Dominus est [“El Señor es/está”]. Eternidad. Él pasa y se queda. Nosotros pasamos. Entramos y salimos. Él pasa. Nosotros nos quedamos. No somos nada. Lo somos todo. Él está en nosotros. Se ha ido de nosotros. No está aquí. Estamos aquí en Él. Se pueden decir todas estas cosas, pero ¿por qué decirlas? La flor es ella misma. La luz es ella misma. El silencio es él mismo. Yo soy yo mismo. Todo, quizá, ilusión. Pero no importa, pues la ilusión es la sombra de la realidad y la realidad es la gracia y el don que sustenta todas estas luces, estos colores, este silencio. ¿Sustenta? ¿Es eso verdad? Son sencillamente reales. Estas cosas mismas son Su don» 7. Este texto revela un modo de atención consciente que no necesita fórmulas ni 110

explicaciones. Ninguna idea se interpone entre las flores y quien se sienta frente a ellas. Cada cosa es simplemente «ella misma». En esta modalidad de conciencia las cosas quedan sin nombre, salvo por el secreto nombre que Dios les da. Merton escribe: «Aunque veo las estrellas, no pretendo ya conocerlas. Aunque he caminado por esos bosques, ¿cómo puedo pretender amarlos? Uno tras otro, olvidaré los nombres de cada una de las cosas. A ti, que duermes en mi pecho, no se te encuentra con palabras, sino en la aparición de la vida dentro de la vida, y de la sabiduría dentro de la sabiduría. A Ti se te encuentra en la comunión: Tú en mí, y yo en Ti, y Tú en ellos y ellos en mí: desasimiento dentro del desasimiento, desapasionamiento dentro del desapasionamiento, vacuidad dentro de la vacuidad, libertad dentro de la libertad. Estoy solo. Tú estás solo. El Padre y Yo somos Uno» 8. Eso es haber calado el hondón del verdadero yo. Es un modo de conocer, o mejor todavía, un modo de existir, que se parece mucho a la noche, que no necesita lugar alguno en el que ocultarse, pues es ella la que esconde a cuantos cubre su manto. Esta comunión con Dios mediante una simple atención a la vida tal como es se parece mucho al agua que no necesita mojarse pues es ella la que empapa a cuantas cosas se le aproximan. Si un hombre emprende un viaje para buscar la punta de su nariz, su primer paso ya delata una total ceguera respecto a lo que busca. De la misma manera, Merton nos recuerda que Dios está en todas partes y por eso nunca está en otro lugar más que en aquel en el que nosotros estamos en cada instante. Así pues, «no es preciso que abandonemos el punto donde estamos y la busquemos (la presencia de Dios) en otro lugar, pero sí es necesario olvidar todos los puntos como igualmente irrelevantes, porque buscar lo ilimitado en un lugar definido es limitarlo y, por consiguiente, no encontrarlo» 9. Una vez que nos damos cuenta de ello, todo pasa a ser un símbolo potencial que hace posible la comunión con Dios. Una sola frase leída en silencio, una única palabra, un pájaro solitario surcando un cielo sin nubes, un niño removiendo el agua con un palo –cualquier cosa, todas ellas sin excepción, puede llevar al verdadero yo a la visión y la vivencia claras de que «para mí, vivir es Cristo»–. II La contemplación es el verdadero yo emergiendo a la conciencia. Es la eclosión consciente de nuestra persona, o lo que es igual, de la subsistente relación con Dios, fuente de identidad. Pero esta conciencia de la que hablamos no es la que caracteriza al yo exterior. La aurora de la contemplación no trae consigo una nueva posesión para el ego. De hecho, como Merton nos asegura:

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«El verdadero yo interior, la verdadera persona indestructible e inmortal, el verdadero “yo” que responde a un nuevo y secreto nombre conocido solo por él y por Dios, no “tiene” nada, ni siquiera “contemplación”. Este “yo” no es la clase de sujeto que puede acumular experiencias, reflexionar sobre ellas y reflexionar sobre sí mismo, ya que este “yo” no es el yo superficial y empírico que conocemos en nuestra vida diaria» 10. Y no se trata solo de que la atención consciente a la presencia de Dios en contemplación no es una posesión de la conciencia del ego, sino que Merton todavía añade lo siguiente: «Mientras haya un “yo” que sea el sujeto preciso de una experiencia contemplativa, un “yo” que pueda poseer un “cierto grado de espiritualidad”, aún no hemos atravesado el mar Rojo, no hemos “salido de Egipto”. Permanecemos en el ámbito de la multiplicidad, de la actividad, de la imperfección, de los afanes y los deseos» 11. La conciencia de la contemplación entraña una ontología del amor. Dios se manifiesta a Sí mismo y a nosotros como Trinidad. Y la Trinidad es la contemplación de Dios sobre Sí mismo, Su unión subsistente con Él en la perfecta actualidad de Su divina existencia. Esta manifestación de Dios se da en el orden de la Persona, del yo verdadero, increado. Nuestra creación como personas es nuestra llamada a llegar a ser de modo perfecto la misma semejanza de Dios consigo mismo. Nuestra propia existencia como personas creadas es una subsistente relación creada de amor al Amor, de conciencia de la Conciencia. La contemplación puede ser concebida de forma válida como una acción humana que un individuo específico desarrolla en un momento dado. De la misma forma, la contemplación ciertamente tiene implicaciones hondas en el diario vivir para quien está comprometido con ella. Pero, en relación con todo eso, la contemplación no es de por sí «... algo infundido por Dios en un sujeto creado, sino Dios viviendo en Dios e identificando una vida creada con Su propia Vida, de manera que ya no queda nada significativo, sino Dios viviendo en Dios [...] No queda más que Dios. Él es el “yo” que actúa allí. Él es el que ama, conoce y se regocija» 12. ¿Quién puede alcanzar una unión así? Parece algo tan esotérico, tan fuera del alcance del promedio de personas, que diríase exclusivamente reservado a quienes viven en cumbres inaccesibles y son alimentados a diario por cuervos. Parece, de hecho, algo imposible de alcanzar. En realidad, esta observación no está desencaminada, porque ciertamente se trata de algo imposible si lo vemos desde nuestra indigencia y ceguera. Pero «con Dios, todas las cosas son posibles».

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La contemplación es un don de Dios y Dios da sus dones a los pobres y a los pequeños. Las personas contemplativas son pobres no porque se den cuenta de que son pecadoras, débiles, totalmente dependientes de Dios sino, además, porque en la contemplación no hay ningún posible embellecimiento del ego. Merton observa: «La entidad separada que soy yo aparentemente desaparece y, al parecer, no queda nada más que una pura libertad indistinguible de la infinita Libertad, un amor identificado con el Amor. No dos amores, uno que espera al otro, que tiende hacia el otro, que busca al otro, sino el Amor que Ama en Libertad» 13. Una persona llevada a contemplación es una persona atraída hacia el borde de un abismo invisible. Espera, retenida por una barrera que no existe, aguardándolo todo de la nada. Está oscuro, y en la tiniebla, una presencia agita las aguas y crea un insondable vacío abisal. Dios despoja alego de su contenido, hasta que todo se reduce a una expectación desnuda. Y es entonces cuando finalmente el don se recibe: «Cuando llega el paso siguiente, no lo damos, no conocemos la transición, no caemos en la nada. No vamos a ninguna parte, y tampoco conocemos el camino por donde llegamos allí ni el camino por donde regresaremos después. Ciertamente, no estamos perdidos. No volamos. No hay espacio, o todo es espacio: no tiene ninguna importancia» 14. «No tiene importancia». Mas tiene toda la importancia del mundo. Eres quien eres, pero a la vez eres «arrastrado por el mismo viento que empuja a todas esas personas por la calle, como trozos de papel y hojas muertas volando en todas direcciones» 15. Simplemente somos quienes somos, pero quienes somos es Dios siendo Dios. Dios amándose y conociéndose a Sí mismo a través de nosotros, no como vasijas de su conocimiento y amor, sino como Su mismo amor y conocimiento, Su mismo ser, creado en nosotros como personas. La comprensión surge de un despertar oscuro pero profundo, teniendo fe en que nuestra identidad última está oculta en el secreto de la identidad de Dios. Aunque ya no encerrados en los perímetros restrictivos de preguntas y respuestas, nos descubrimos a nosotros mismos como una suerte de interrogante, una pregunta que solo Dios puede responder: «El Padre es un Espíritu Santo, pero es llamado Padre. El Hijo es un Espíritu Santo, pero es llamado Hijo. El Espíritu Santo tiene un nombre que solo el Padre y el Hijo conocen. Pero ¿podría ser que cuando Él nos conduzca ante Sí mismo y nos una con el Padre por medio del Hijo, asuma, en nosotros, nuestro nombre secreto? ¿Es posible que su inefable Nombre se convierta en el nuestro? ¿Es posible que 113

lleguemos a conocer, por nosotros mismos, el Nombre del Espíritu Santo cuando recibamos de Él la revelación de nuestra propia identidad en Él? Aunque plantee estas preguntas, nadie puede responderlas» 16. La visión interior es la aplastante realización de que Dios es Dios, de que Él se conoce a Sí mismo de un modo perfecto en nosotros y que nos llama a conocernos con la misma perfección en Él. Se nos llama, como personas, a conocer a Dios con la «mente de Cristo», es decir, a conocerlo en virtud de nuestra existencia como una relación de perfecta semejanza con el Padre. La visión interior es una luz en la tiniebla. Es un anticipo de nuestro yo definitivo que incluso ahora, aunque de forma oculta e incipiente, ya es uno con Dios. Así oramos, aunque no sepamos si en el cuerpo o fuera del cuerpo, porque solo «Dios lo sabe» (2 Cor 12,2). Oramos en el nuevo cuerpo del yo-Cristo que ha surgido del viejo yo, una vez abolida la corrupción (1 Cor 15). Oramos con la esperanza de que lo que hoy somos, un día será llevado a plena perfección. Un día (cuya aurora surge desde el horizonte del sepulcro de Cristo) «seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Nunca obtendremos tal visión del verdadero yo si tratamos de «tener» una visión y nos aferramos a lo que creemos que tenemos. Tratar de tener la visión interna es como intentar tragarnos el cielo. La visión es que nosotros somos la visión. La visión verdadera es que no hay nada que adquirir, pues no hay nadie que pueda adquirir nada. No hay otra visión salvo la del yo que siempre hemos sido pero que no reconocíamos. Súbitamente, nos percatamos de que siempre lo habíamos sido. De repente, vemos al yo verdadero en la anciana que arranca hierbas, en un rosal lleno de brotes que caen, sacudidos por una tormenta estival. Escuchamos al verdadero yo en el chirrido de una verja empujada por el viento. Lo oímos en nuestra respiración. Lo tocamos cuando tendemos la mano a nuestro hermano y hermana. Y vemos, oímos y tocamos al verdadero yo, no envolviendo las cosas en nuestra propia confusión sino dejando que las cosas sean lo que son. Cada cosa es solo lo que es, y eso, en sí, ya es una manifestación del TODO del que todos procedemos, en Quien todo se sostiene y a Quien todo regresa. La historia del rey Midas y su toque mágico es una imagen útil para retratar al falso místico que desea obtener algo que los demás no tienen, ver lo que otros no ven. Midas obtuvo su codiciado deseo. Todo lo que tocaba se convertía en oro, ¡incluso su hija! Pero una hija de oro no es una hija. Una hija de oro es una hija muerta. Es un molde dorado, el vestigio de una pesadilla infernal. La contemplación no es una experiencia que hayamos de obtener sino una identidad eterna que tenemos que reconocer y actualizar. Esto «solo se hace experiencia en la memoria de un ser humano» 17. Visto en retrospectiva en el contexto del yo experiencial, se parece a «algo que sucedió». Pero esta aparición no ha de ser proclamada como una

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victoria, o todo se pierde de nuevo, y Adán vuelve a comer del fruto perdido una vez más. Encontramos alguna clave sobre la naturaleza de la visión contemplativa del yo verdadero en las siguientes palabras de Merton, que este escribió en la soledad de su ermita en medio de la noche: «Podría decirse que he decidido desposarme con el silencio del bosque. La dulce calidez oscura del mundo entero será mi esposa. Del corazón de ese oscuro calor surge el secreto que solo en silencio puede escucharse, pero que está en la raíz de todos los secretos que murmuran todos los amantes en sus lechos en todo el mundo. Por eso, quizá esté en la obligación de preservar esa quietud, ese silencio, esa pobreza, el punto virginal de pura nada que está en el centro de todos los amores. Trato de cultivar esa planta sin comentario en medio de la noche y de regarla con salmos y profecías en silencio. Se convierte en el árbol más preciado del jardín, a la vez el árbol primordial del paraíso, axis mundi, eje cósmico y el árbol de la Cruz. Nulla silva talem profert. Tan solo hay un árbol así. No puede multiplicarse. Carece de interés» 18. Este árbol, este centro, no es interesante. Las cosas interesantes se encuentran en la circunferencia periférica del círculo y se desarrollan a la vez que se ven amenazadas por otras cosas interesantes. Nuestro falso yo se alimenta y necesita tales cosas. Se vuelve, en sí, interesante en la forma de deleitarse con esta conquista y hundirse ante aquella derrota. Pero el verdadero yo se cansa fácilmente de esas cosas tan interesantes. No las niega. No niega nada, como tampoco afirma nada, sino que permanece en ese punto que es el centro más allá de afirmación y negación. El verdadero yo tiene sed de su propio elemento. Está sediento del agua que mana de nuestro interior. Quisiera sentarse bajo el árbol del paraíso que No es cosa alguna, ni esto ni aquello otro, sino la realidad subyacente y el sentido final de todo cuanto existe. Nuestra oración silenciosa es pobre, y con todo, su pobreza es su misma riqueza siempre que ofrezcamos nuestra indigencia a Dios. Nuestra oración silenciosa está vacía, pero su vacío se colma si nos abrimos a Dios, Quien, en la cruz, nos mostró la plenitud de su nada –y todas las cosas dependen de esa vacuidad–. III Nada es solamente lo que parece ser. Las apariencias son solo apariencias y quien se detiene en ellas se parece a un hombre hambriento que tan solo se comiera la piel de la manzana. Un espíritu contemplativo no se contenta con una superficialidad que depende de lo que parece ser. Por el contrario, iluminada por la fe, purificada por la compunción y 115

el temor, la persona contemplativa viaja al interior de sí misma, para descubrir que «si desciendes a las profundidades de tu propio espíritu [...] y te acercas al centro de lo que eres, te ves confrontado con la verdad ineludible de que, en la raíz de tu propia existencia, estás en constante, inmediato e irremisible contacto con la fuerza Infinita de Dios» 19. ¿Y cómo despliega Dios su poder? Sobre todo, a través de la misma existencia. Las raíces de tu existencia encuentran su alimento extrayéndolo de Dios, como «Aquel Que Es Existencia». «El Que Es» nos sostiene de muchas formas, pero sobre todo nos sostiene en la existencia. Nuestra realidad verdaderamente nos pertenece, habiéndonos sido dada por Dios, pero es, no obstante, una realidad recibida, y el don de nuestra misma existencia se sustenta en la Existencia. Al igual que el agua se vierte desde un cántaro, así también nosotros nos vertimos desde Dios en el vacío. Él nos dice que «seamos», y su palabra es el don que nos hace ser. Esto tiene profundas implicaciones en lo que atañe a un aspecto central de la vida de oración, pues supone que si nos acercamos a la raíz de nuestra existencia, al ser desnudo que somos, nos encontraremos en ese punto en el que Dios y nosotros estamos unidos en comunión ontológica. Hay un pueblo pequeño atravesado por un río del que todos sus habitantes obtienen su sustento. Un día, un niño sale a buscar el origen del río a través de las colinas boscosas. Después de muchas horas, solo y exhausto, persigue su caudal y, adentrándose en la umbría, llega hasta una cañada solitaria. Y ahí está la Fuente. Allí, de la oquedad oculta y virginal mana silenciosa el agua portadora de vida que ha sido su sustento y su refresco todos los días de su vida. Se inclina lentamente y bebe de ella a sorbos, con cuidado, conociendo el río plenamente por primera vez, pues es ahora cuando comulga con él en su fuente. Al entrar en nuestro interior y descubrir una intimación de nuestra propia existencia nos situamos en otra atalaya desde la que podemos divisar el mundo como si lo conociéramos por primera vez. Descubrimos que un árbol simplemente es, antes de ser alto o bajo, antes de ser incluso un árbol. El árbol es, porque El que es le comunica algo de su propia actualidad infinita. Dios comunica al árbol su ser, esto es, tanto el hecho de su existencia como su cualidad arbórea, su identidad singular creada por Dios. Esta visión no es aprehendida como una teoría sino como una intuición inmediata e irreversible: «No olvidemos que hay otra conciencia metafísica al alcance del hombre moderno. No parte del sujeto pensante y auto-perceptivo del Ser, ontológicamente considerado como anterior y englobante de la división sujeto-objeto. Por debajo de la experiencia subjetiva del yo individual hay una experiencia inmediata del Ser. Esta última es totalmente distinta de la experiencia consciente del yo. Resulta definidamente no-objetiva. Carece de la alienación y las lagunas características del 116

sujeto que se percibe a sí mismo como un casi-objeto. La conciencia del Ser [...] es una experiencia inmediata que va más allá de la percepción reflexiva. No es “conciencia de” algo sino conciencia pura, en el seno de la cual “desaparece” el sujeto como tal» 20. En la inmediata conciencia intuitiva de la existencia, un árbol y yo somos percibidos como uno, porque el acto por el que el árbol es y el acto por el que yo soy son uno y el mismo, a saber, el hecho mismo de la existencia. Ciertamente, el acto de existencia propio del árbol es el de ser árbol; es el árbol lo que existe. Del mismo modo, mi existencia me es propia y es única en su singularidad. Pero la existencia en sí es el común denominador que nos vincula en la unidad del ser. Así, en este modo de visión, no hay división alguna entre sujeto y objeto, pues la visión entra en el flujo del ser que «está más allá y es previo a la división sujeto-objeto». Entra en el flujo de la existencia en tanto que Aquel-Que-Es-Existencia da existencia a todo cuanto existe. Así, este modo de visión es la visión del verdadero yo que subsiste en Dios como presencia creada en Presencia, como amor creado en Amor. No debemos relegar esta conciencia a los salones de la academia, donde los filósofos se plantean preguntas metafísicas con una densidad y complejidad que supera la comprensión de la mayoría. De hecho, ningún ejercicio académico o científico puede producir la visión a la que se refiere Merton. Es verdad que el estudio académico puede servir para hacer más precisa la visión. Proporciona el vocabulario que permite comentarlo con otras personas. Con todo, Merton advierte lo siguiente: «Quien aprehende el ser como tal, lo aprehende como un acto que está absolutamente más allá de una completa explicación científica. Aprehender el ser es un acto de contemplación y de sabiduría filosófica más que el fruto del análisis científico. De hecho, es un don que se concede a pocos. Cualquiera puede decir: “Esto es un árbol, esto es un hombre”. Pero, ¡qué pocos se encuentran alguna vez dándose cuenta del alcance real de lo que significa realmente “es”! A veces se les da a los niños y a gente sencilla (y los “intelectuales”, en efecto, pueden ser personas esencialmente sencillas, en contra de todos los mitos sobre ellos, pues solo los estúpidos están privados de la verdadera sencillez) experimentar una intuición directa del ser. Tal intuición es sencillamente una captación inmediata de la propia e inexplicable realidad personal en el propio acto incomunicable de existir» 21. En el momento de esta captación existencial de ser, la aseveración «Yo Soy» adquiere una fuerza explosiva, devastadora, aunque a la vez aporta paz. Con toda simplicidad, intuitivamente, con la mirada interior, vemos que nuestra existencia, aunque realmente nos es propia, es a Aquel-Que-Es lo que las olas al mar, lo que la luz a la llama. Nuestra oración deviene el deleite en esta luz, con nuestro ser cálidamente 117

envuelto en su silencio, consumidos por ella. Nuestra oración se convierte en una silenciosa inmersión en el océano del ser que es a la vez Dios y nosotros. La contemplación es ese modo de atención consciente en la que acontece esta realización: «La presencia divina está presente en mi presencia. Si yo soy, entonces Él es. Y al saber que yo soy, entonces Él es. Y al saber que yo soy, si penetro hasta las profundidades de mi existencia y de mi presente realidad, el indefinible “soy” que es yo en sus raíces más profundas, entonces, a través de ese profundo centro paso al infinito “Yo Soy” que es el propio Nombre del Todopoderoso. El conocimiento de mí en el silencio (no por reflexión acerca de mí, sino por la penetración del misterio de mi verdadero yo que está más allá de las palabras y los conceptos porque es totalmente particular) se abre en el silencio y la “subjetividad” del propio ser de Dios. La gracia de Cristo me identifica con la “palabra sembrada” (insitum verbum), que es Cristo que vive en mí. Vivit in me Christus. La identificación mediante el amor lleva al conocimiento, al reconocimiento, íntimo y oscuro, pero dotado de una certeza inexpresable que solo se conoce en la contemplación» 22. Por caminos que solo Dios conoce, la persona que busca a Dios en silencio inesperadamente atraviesa las barreras de división y duplicidad para descubrir que «... donde la contemplación se hace lo que de verdad estaba destinada a ser, ya no es algo infundido por Dios en un sujeto creado, sino Dios viviendo en Dios e identificando una vida creada con Su propia Vida, de manera que ya no queda nada significativo, sino Dios viviendo en Dios» 23. Esta «desaparición» es la antítesis de cualquier forma de pérdida del yo. Más bien es una expresión de la consumación final del verdadero yo en tanto que capacidad creada para la unión perfecta con Dios. El único yo que en realidad desaparece es nuestro falso yo, el yo que creíamos ser, el que fue concebido cuando Adán aceptó la odiosa mentira de la serpiente. En el contexto de esta atención contemplativa, la verdad de las palabras de Jesús cobra actualidad en las raíces de nuestra conciencia: «El que pierda su vida, la encontrará». Nuestro falso yo se extingue con esta realización. Y nuestro yo externo, social, psicológico, emocional, adquiere una nueva libertad, porque somos capaces de situar ese yo observable en su adecuada relación con Dios: «El yo empírico, por comparación, es como “nada”, contingente, evanescente, relativamente irreal, o solo real en relación a su fuente y fin en Dios, considerado no ya como objeto sino como libre fuente ontológica de la propia existencia y de la subjetividad» 24.

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El contemplativo se da cuenta de que el ego «... no es final o absoluto; es una construcción provisional, una individualidad que solo existe a efectos prácticos y en una esfera de relatividad. Su existencia solo tiene sentido mientras no se la fija, o se la centra en sí misma como último fin, y siempre que aprenda a funcionar ya no en torno a su propio centro sino alrededor “de Dios” o “de los otros”» 25. Estas reflexiones sobre el ser y nuestra aparente «desaparición» derivada de la oración contemplativa nos sirven para recordar de nuevo los temas de la muerte, el temor, el vacío y la «noche oscura» tan frecuentes en los escritos de Merton. Acercarnos a esos temas en el nivel del ser y desde el punto de vista de la visión contemplativa del verdadero yo puede ayudarnos a comprender con mayor profundidad, si cabe, las nociones de Merton acerca del verdadero yo y de la naturaleza de la unión contemplativa. IV La muerte es el nudo gordiano de la existencia humana. Una vez aceptado el hecho de que nuestro ego no es definitivo o absoluto, abrimos la puerta a un pleno reconocimiento existencial de la inminencia de nuestra propia muerte. Merton escribe: «Poniéndolo en forma de pregunta, resulta algo como: “¿Quién eres cuando no existes?”. ¿Es absurda esa cuestión? Al contrario, pienso que es muy atractiva y fascinadora por las oscuras promesas que contiene, y porque su respuesta nunca puede ser captada por la mente. Es una pregunta en que hay que sumergirse por entero para que tenga algún sentido: y que significa, en cierto modo, sumergirse por entero en la nada, no solo luchar con la idea de la nada. Cuando se presenta la cuestión como un escalofrío extraño, dice algo importante: es una acusación. Me dice que estoy demasiado preocupado con trivialidades. Que la vida se pierde en tonterías que no resisten a un examen ante los ojos de la muerte. Que eludo mi principal responsabilidad. Que debo empezar a mirar de frente la más profunda de todas las decisiones: la “respuesta de muerte”, la aceptación de la sentencia de muerte, y con gozo, por la victoria de Cristo» 26. Como hemos visto repetidamente en las páginas de este libro, los temas de la muerte, del vacío, del temor y la pérdida constituyen un leitmotiv de la espiritualidad de Merton, lo cual no tiene nada que ver con una macabra fascinación necrófila sino que representa una forma implacable de negarse a ceder a todas las «nimiedades que no resisten el examen ante los ojos de la muerte». Tampoco es cuestión de convertirse en un superhombre espiritual que se alza por encima de las trivialidades de las masas. La vida 119

contemplativa incluye el sinfín de pequeñas ocupaciones y preocupaciones que son arte y parte del diario existir humano. Pero la frecuente mención de la muerte por parte de Merton tiene que ver, ante todo, con que no se quiebre nuestra confianza en la llamada de Dios que surge de las profundidades oscuras de la oración silenciosa. Su preocupación por la muerte supone reconocer cada cosa por lo que es y admitir que ningún objeto, experiencia o logro puede sostener mi existencia y que, por tanto, para ser una persona auténtica debo luchar, fiel a «mi primera y principal responsabilidad» de ir en pos de una vida capaz de «superar el examen en el umbral de la muerte». Mas la preocupación de Merton por la muerte abarca más que una búsqueda existencialista de autenticidad. Esta se deriva ante todo de la centralidad del amor. Cualquier amante, toda persona que haya saboreado algo del tesoro de la amistad, conoce por propia experiencia la paradoja de que la comunión con la persona amada necesita un soltar, una entrega, una forma de muerte al ego autocontenido y autónomo. Se requiere desnudez, un riesgo que acompaña a nuestra aceptación de la otra persona en los recintos más profundos de nuestro corazón a la par que nuestro éxtasis simultáneo, nuestra salida fuera de nosotros para acceder a la interioridad de la otra persona, de modo que nuestro «tú y yo» se convierta en un «nosotros». Así, los dos se hacen uno en un amor mutuo que se despliega y hace posible una simultánea consumación de un «yo» desconocido nacido del amor. Esta aproximación fenomenológica a la inherente relación entre la muerte del yo y la comunión puede ser de aplicación, análogamente, a la experiencia de unión contemplativa con Dios. Douglas Steer hace una observación perspicaz al respecto en su introducción al libro de Merton que lleva por título La oración contemplativa. Merton escribe: «La oración más profunda en su culminación es un perpetuo rendirse a Dios, [...] toda meditación y los actos específicos de la oración pueden verse como preparaciones y purificaciones para disponernos a entrar en ese camino que nunca acaba. Efectivamente, lo que a menudo está oculto es que hay en nosotros un miedo terrible, que se adueña de nosotros ante tal expectativa. Si soy como creo ser y Dios es como me lo he imaginado, entonces, quizás pueda soportar arriesgarme a ello. ¿Pero qué pasará si al final me doy cuenta de que es distinto a como me lo había imaginado, y qué si, en su presencia terrible, todas las capas de lo que yo había pensado que era yo mismo se disuelven y tiene lugar un encuentro aterrador e impredecible?» 27. En la oración nuestro ser entero aguarda ser «tomado por Dios y no vuelto a ver jamás». En la oración contemplativa, como las estrellas antes de la salida del sol, toda la pesadumbre de nuestro yo autónomo se desvanece ante la «presencia penetrante» de Dios. Dios nos despoja de todo, nos deshace, «poda todas las ramas que no son portadoras de fruto». Incluso nos arrebata a nuestro Dios (esto es, todas nuestras premisas, convicciones e ideas que nos hubiéramos forjado sobre Él). Nos priva, incluso, 120

de nuestro mismo yo (esto es, de todo cuanto creíamos ser). Nos lleva a una esfera de vacío en la que no parece quedar nadie, ni Dios ni yo alguno que pueda tener conocimiento alguno de Él. En palabras de Merton: «La contemplación es la forma más elevada y paradójica de auto-conciencia, alcanzada por una aparente auto-aniquilación» 28. En otro lugar, Merton nos asegura, empero, lo siguiente: «Esto no implica una pérdida de estatus metafísico, ni siquiera físico, por parte de la persona, o un regreso a la no-identidad, sino más bien el concepto de que su estatus real no concuerda con lo que empíricamente nos ha parecido a través de la vida cotidiana» 29. Esta desaparición, esta aniquilación, atañe a las apariencias tal y como son vistas por los ojos del falso yo. La aniquilación es solo aparente porque el yo abolido es solo aparente. Es un yo sin Dios, es decir, un yo que jamás puede existir. Lo que se aniquila es nuestro falso yo, nuestro yo externo que habíamos absolutizado, el impostor, la máscara (persona), el mentiroso que creemos ser pero que en realidad no somos. La aniquilación, así pues, no es en realidad extinción alguna, pues nada real o genuino puede desaparecer. Por el contrario, lo que es genuino se afirma en tanto que yo psicológico, histórico y social, y se sitúa en auténtica relación con Dios. Lo que es aniquilado, por el contrario, es la ilusión de ese yo que no soporta la presencia de Dios salvo como un ídolo fabricado para la propia glorificación del ego. Es ese «yo» el que es «aniquilado» por el amor misericordioso de Dios. La aniquilación es misericordiosa porque, de hecho, es la antítesis de una desaparición. Es, antes bien, un pregusto oscuro e inexplicable, envuelto en fe, de nuestra consumación final como personas creadas. Es el misterio de la cruz operando creativamente en los cimientos mismos de la conciencia, recreando nuestra percepción interna y despertándola para hacerla capaz de conocer a Dios como Él mismo se conoce. Por eso vino Cristo, para que por Él y en el Espíritu pudiéramos alcanzar nuestra plenitud en unión con el Padre. Merton sitúa esta transformación contemplativa de la conciencia en relación con la vida cristiana en su totalidad, diciendo: «Esta dinámica de vaciamiento y trascendencia expresa con toda veracidad la transformación de la conciencia cristiana en Cristo. Se trata de una transformación kenótica: vacía todo el contenido de la conciencia del ego, convirtiéndola en un espacio a través del que se manifiestan la luz y la gloria de Dios, radiación plena de la infinita realidad de Su Ser y Amor» 30. La persona que somos no se limita al individuo que somos. La identidad del individuo está determinada por una constelación de factores históricos, culturales, 121

psicológicos y genéticos. La persona, si bien los abraza y es una con todos ellos, no está determinada por cosa alguna sino que lo trasciende todo en su unión radical con Dios. La contemplación es ese acto en el que lo que hacemos es lo que somos. La contemplación es nuestra persona, nuestro yo verdadero en verdad (aunque a oscuras) actualizando su ser como un ser creado para volverse perfectamente semejante a Dios. Esta actualización afirma en nosotros todo cuanto es genuino en relación con nuestra conciencia cotidiana e histórica. Esta autoactualización de nuestro ser como uno con Dios se experimenta como una muerte mística que nos lleva a despertar al hecho de que «... cuando perdemos nuestra identidad religiosa y cultural, especial y separada –el “yo” o “persona”, sujeto de virtudes tanto como de visiones, que se perfecciona por las buenas acciones y progresa en la práctica piadosa–, Cristo nace por fin en nosotros, en el sentido más elevado» 31. Esta pérdida, esta salida de nosotros mismos, este éxtasis, no consiste en un salir de una forma de autocontención para entrar en otra, como si vertiéramos el fluido precioso de nuestro ser en otro recipiente más grande y más bello, identificado con la etiqueta «misticismo». No. Salir de nosotros es adentrarse en el mismo Ser. La conciencia de que nuestro ser se hace uno con el Ser de Dios. Es en la contemplación donde Dios se convierte en el TODO en TODO en nosotros en nuestra calidad de personas creadas llamadas a la unión perfecta con Dios. «La transformación de la conciencia cristiana en Cristo» y el «vaciamiento de todos los contenidos de la conciencia del ego» no son, pues, un asunto de orden psicológico sino ontológico. La «experiencia» de vaciamiento de la persona contemplativa es una manifestación, una revelación del «vacío» de Dios. Merton escribe: «El TODO es nada, porque si hubiera una cosa separada del resto de cosas, no sería TODO. Esa es precisamente la libertad que siempre he buscado: la libertad de no estar sujeto a nada y por tanto vivir en TODO, a través de TODO, para TODO, por Quien es TODO. En términos cristianos, esto es vivir “en Cristo” y por el “Espíritu de Cristo”, porque el Espíritu es como el viento, que sopla donde quiere, y Él es el Espíritu de la Verdad. La “Verdad os hará libres”. Pero para que la verdad me haga libre, debo dejar de estar aferrado a mí mismo, y retener la semblanza de un yo que es un objeto de una “cosa”. También yo he de dejar de ser cosa alguna. Y cuando no soy nada, estoy en el TODO, y Cristo vive en mí» 32. Si Dios fuera algo (alguna cosa), no sería TODO, pues bastaría con encontrar un grano de arena que no fuera Él para impedirle ser TODO. Pero como Dios no es nada (esto es, no es cosa alguna) actúa en perfecta libertad como el suelo, fuente, plenitud y nada que, no siendo cosa alguna, sostiene todas las cosas. Somos «reales» porque 122

estamos en la existencia. Dios, sin embargo, no está en la existencia sino que es la misma Existencia. Él es eso por lo que nosotros somos. En el hecho de que Dios no es cosa alguna reside su libertad perfecta. No es esto ni es aquello. Es TODO en todo. Merton nos dice, en efecto, que la llamada a la oración contemplativa es una llamada de Dios para que captemos el hecho de que, como personas creadas a imagen de Dios, tampoco nosotros somos cosa alguna. Como personas, en definitiva, no encontraremos nuestra plenitud en ninguna cosa salvo en una total unión e identificación de amor con Dios. El vacío, el temor y la oscuridad de la oración son ecos de esta llamada de Dios. Nuestra impotencia, nuestra condición pecaminosa y nuestra mezquindad son invitaciones, gracias y llamadas, no a la desesperación sino a un total abandono y vaciamiento de nuestro ser en la fuerza y presencia infinitas de Dios que se manifiestan por medio de nuestra participación en la cruz de Cristo. ¡Qué extraños son los caminos de Dios! Nos llama a una unión que no comprendemos. Nos llama a un lugar de encuentro que no podemos encontrar. Buscamos y buscamos. Nuestro silencio, lejos de revelarnos un jardín de delicias, nos descubre una nada espantosa. Dios nos deja en un vacío terrible. Las entusiastas ideas iniciales que nos habíamos forjado en torno a la oración se deterioran al reconocer nuestra completa superficialidad y falta de autenticidad ante Dios. Solo podemos entregarnos sin reservas a su misericordia. Solo nos cabe esperar en oscuridad y clamar por nuestra salvación. Mas está en nosotros confiar en que el amor de Dios es tan grande que ni siquiera importan nuestros pecados. Solo podemos tener fe. Basta creer que, en Cristo, Dios ya nos ha visto, todavía distantes pero de regreso, arrepentidos, a Su hogar. En Cristo, Dios ya ha salido corriendo a nuestro encuentro, nos ha abrazado y besado. Solo podemos aceptar que nuestra pobreza es tan extrema que el mismo Dios tendrá que ser nuestra heredad. Nuestra oscuridad es tan negra que el mismo Dios tendrá que ser nuestra luz. Y es a eso a lo que Dios nos conduce. Es aquí, en este no lugar en el que nos vemos reducidos a nada, pues no somos cosa alguna. Es aquí donde Dios nos revela que Él es, en verdad, Dios, y que nosotros hemos sido creados y somos recreados para ser quienes somos de verdad llegando a ser perfectamente a semejanza Suya. Es aquí donde la pobreza alcanza su momento supremo, porque ya no queda nadie que pueda poseer ninguna cosa. Aquí solo hay Presencia, un vacío lleno de gracia, una Libertad y un Amor que forman «un círculo cuya circunferencia está en ninguna parte y cuyo centro se encuentra en todas partes» 33. La persona contemplativa se ve llevada a este No lugar fontal para que se le dé Todo siendo desposeída de todo cuanto es parcial y pasajero. Aquí entendemos con una nueva claridad lo que todos, al menos de forma vaga e inconsciente, sospechamos, que

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«... solo hay un problema del que depende toda mi existencia, mi paz y mi felicidad: descubrirme descubriendo a Dios. Si encuentro a Dios, me encuentro a mí mismo; y si encuentro mi verdadero yo, encontraré a Dios» 34. Las palabras no aciertan a describir este desvelamiento del vacío del Ser increado que forma la raíz de nuestra identidad como personas hechas a imagen de Dios: «Desierto y vacío. Lo increado es yermo y vacío para la criatura. Ni tan siquiera arena. Ni piedra. No hay oscuridad ni noche, incluso. Un desierto ardiente al menos sería “algo”. Arde y es desierto. Pero lo Increado no es algo. Desecho. Vacuidad. Total pobreza del Creador: mas de esa pobreza nace todo. El desecho es inagotable. Cero Infinito. Todo quiere retornar ahí y no puede. Pues, ¿quién podría volver a “ninguna parte”? Pero para cada uno de nosotros hay un punto de no ubicuidad en medio del movimiento, un punto de nada en medio del ser: el punto incomparable, que ninguna visión puede descubrir. Si lo buscas, no lo encuentras. Si dejas de buscar, está ahí. Pero no debes volverte a él. Una vez que te haces consciente de ti mismo como buscador, estás perdido. Pero si te contentas con estar perdido, serás encontrando sin saberlo, precisamente porque estás perdido, porque, estás, al fin, en ningún lugar» 35. Una vida de oración contemplativa es, ante todo, una vida. Pero es vivida de tal modo que llegamos a darnos cuenta de que «sea lo que sea que hagamos, cada acto, por pequeño que sea, puede enseñarnos todo [...] suponiendo que veamos quién es el que está actuando» 36. Y ver quién es el que actúa se hace posible con el reconocimiento de que: «En el centro de nuestro ser hay un punto de nada que no ha sido tocado por el pecado ni por la falacia, un punto de pura verdad, un punto o chispa que pertenece enteramente a Dios, que nunca está a nuestra disposición, desde el cual Dios dispone de nuestras vidas, y que es inaccesible a las fantasías de nuestra mente y a las brutalidades de nuestra voluntad. Este puntito de nada y de absoluta pobreza es la pura gloria de Dios en nosotros. Es, por así decirlo, Su nombre escrito en nosotros, como nuestra pobreza, como nuestra indigencia, como nuestra dependencia, como nuestra filiación. Es como un diamante puro, al que arranca sus destellos la invisible luz del cielo. Está en todos, y si pudiéramos verlo, percibiríamos cómo esos miles de millones de puntos de luz se unen en el rostro y el fulgor de un sol capaz de hacer que se desvanezca por completo la oscuridad y la crueldad de la vida... No tengo programa para esa visión. Se da, simplemente. Pero la puerta del cielo está en todas partes» 37. La siguiente cita larga, escrita por Merton justo antes de su muerte, reverbera con la visión del verdadero yo. El texto concluye adecuadamente este pequeño libro y el 124

mensaje que ha tratado de comunicar: «Las tres puertas (son una puerta). 1) La puerta del vacío. De ningún lugar. De ninguna parte para un yo, por la cual ningún yo puede pasar. Y por lo tanto de nada le sirve a aquel que se dirija a algún lugar. ¿Es en verdad una puerta? La puerta de ninguna puerta. 2) La puerta sin ningún signo, sin indicador, sin información. No particularizada. De ahí que nadie pueda decir: “¡Esta es! ¡Esta es la puerta!”. No es reconocible como puerta. No se llega a ella siguiendo otras cosas que la señalen así: “Nosotras no somos, pero esa sí, esa es la puerta”. Ningún letrero que diga: “Salida”. Es inútil buscar indicio alguno. Ninguna de las puertas con letreros en ella, ninguna puerta que diga de sí misma que es una puerta, es la puerta. Pero no busquemos tampoco una señal que diga: “No-puerta”. Ni siquiera: “No-salida”. 3) La puerta sin deseo. La no deseada. La puerta no planificada. La puerta nunca esperada. Nunca querida. No deseable como puerta. No es ninguna broma, ni ninguna trampa. No es selecta. No es excluyente. No es para unos pocos. Ni para muchos. No es para. Puerta sin finalidad. No responde a llave alguna; por tanto, mejor dejar de imaginar que tenemos una llave. No depositemos nuestra esperanza en la posesión de la llave. De nada sirve pedirla. Y aun así hay que pedir. ¿A quién? ¿Qué? Una vez que se ha pedido una lista de todas las puertas, no tiene número. No te dejes engañar pensando que la puerta simplemente es difícil de encontrar y cuesta abrirla. Si se la busca, desaparece. Retrocede. Disminuye. No es nada. No hay umbral. No hay paso. Mas no es espacio vacío. No es ni este mundo ni otro. No se basa en nada. Como no tiene fundamento, es el final del dolor. Nada queda por hacer. Por eso no hay dintel, ni paso, ni avance, ni retroceso, ni entrada ni no-entrada. Tal es la puerta que acaba todas las puertas; la no construida, la imposible, la no destruida, la que atraviesan todos los fuegos cuando se han “extinguido”. Cristo dijo: “Yo soy la puerta”. La puerta clavada. La cruz; clavándola, clausuran la puerta con la muerte. La resurrección. “¿Veis? No soy una puerta”. “¿Por qué eleváis la vista al cielo?”. Attollite porta principes vestras [“¡Puertas, levantad vuestros dinteles!” (Salmo 23,9)] ¿Para qué? El Rey de la Gloria. Ego sum ostium [“Yo soy la puerta” (Jn 10,7)]. Yo soy la apertura, la “visión”, la revelación, la puerta de luz, la Luz misma. “Yo soy la Luz”, y la luz está en el mundo desde el principio (bajo la apariencia de oscuridad)» 38. Esta puerta es la entrada al Palacio del Vacío. Es la puerta de Dios. Es nuestro mismo yo, el yo verdadero llamado por Dios a una unión perfecta con Él. Y cruzamos secretamente esta puerta al responder a la llamada de salvación: «Ven conmigo al Palacio del Vacío donde la miríada de cosas son una».

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1. DA, 277. 2. Thomas MERTON, «Simbolismo: ¿comunicación o comunión?», en A-V, 96. 3. A-V, 99-100. 4. DA, 276-277. 5. MMZ, 29. 6. ZPD, 72. 7. CEC, 179. 8. SJ, 405. 9. MMZ, 43. 10. NSC, 285. 11. NSC, 285. 12. NSC, 290, 292. 13. NSC, 288-289. 14. NSC, 288. 15. Edward RICE, The Man in the Sycamore Tree: the Good Times and Hard Life of Thomas Merton. New York: Doubleday and Co., 1970, 141. 16. EI, 65. 17. NSC, 289. 18. Thomas MERTON, «Day of a Stranger», 434-435. 19. Thomas MERTON, «The Contemplative Life: Its Meaning and Necessity», Dublin Review, CCXXII, 1949, 28. 20. ZPD, 38-39. 21. CEC, 265. 22. PS, 46-47. 23. NSC, 290. 24. ZPD, 41. 25. ZPD, 39. 26. CEC, 314. 27. OC, 12. 28. HN (8), 23. 29. ZPD, 101. 30. ZPD, 100. 31. ZPD, 26. 32. Thomas MERTON, «Introducing a Book», Queens Work, LVI, 1964, 10. 33. ZPD, 86. 34. NSC, 56. 35. Thomas MERTON, Cables to the Ace or Familiar Liturgies of Misunderstanding. New York: New Directions, 1967, 58. 36. A-V, 23. 37. CEC, 192-193. 38. DA, 158-159.

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Epílogo PROLOGAR un libro, a mi parecer, es algo así como despedir a un amigo antes de emprender un viaje, dándole algunas recomendaciones que le ayuden y le sirvan de guía y viático por la senda que va a emprender. Por eso, en un prólogo se indican los puntos esenciales de un libro, sus encrucijadas, los paisajes que no hay que perderse, los detalles a los que hay que prestar atención... añadiendo la indicación de que el lector se deje guiar por la sabia mano de quien ha escrito el libro (que es quien, de verdad, ha hecho antes que nadie el viaje). Porque también me parece que empezar a leer un libro es como empezar un viaje, desear al amigo: «¡Que te vaya bien!». Pero un epílogo tiene, en mi opinión, un matiz diferente. En primer lugar y, lógicamente, porque prólogo y epílogo son expresiones que responden a dos conceptos distintos. Después, también a mi juicio, porque un prólogo se escribe con cierta ilusión, cierta efervescencia interior, cierto deseo de ser útil. Un epílogo supone otra actitud y cierta impaciencia, como la del padre que oteaba el horizonte esperando ver aparecer la silueta del hijo pródigo: «¿Cómo vendrá mi hijo?». Si yo hubiera escrito el prólogo de este libro, algo que ha hecho extraordinariamente otro, hubiera recurrido fácilmente a unas palabras de Merton: «Nuestro verdadero viaje en la vida es interior, es cuestión de crecimiento, de profundización, y de una entrega cada vez mayor a la acción creadora del amor y de la gracia en nuestros corazones. Nunca como ahora fue tan necesario para nosotros el responder a esa acción» («Carta circular a los amigos», de septiembre de 1968. Citado por Patrick Hart, ocso, en Diario de Asia)1. Y hubiera dicho, en consecuencia, que el camino interior es hacia el amor y la entrega de uno mismo. Pero el libro tiene su propio título, y resulta que el camino es «hacia el Palacio del Vacío». ¿Un palacio que está vacío –y en el que posiblemente habría muchas cosas de valor que observar, como lo hace el turista–, o un palacio que está lleno de vacío, o en el que habita el vacío y lo demás no importa? Por eso en este epílogo siento cierta impaciencia, pues lo importante ya no es lo que yo diga, sino lo que el viajero de regreso tiene que decirme, y que ciertamente es lo más cabal. El hijo pródigo habitó al principio en palacios llenos de distracciones; pero se vació él mismo, y al llegar a los brazos de su padre solamente era vacío. El amor del padre, descubierto de nuevo tras una experiencia tremenda, le devolvió lo que él era y no había sabido ver. Como cisterciense –también lo era Merton–, nos enseñaron en nuestros años de formación monástica que la mística cisterciense consideraba al monje, a la persona, como capax Dei, es decir, capaz de Dios, un ser capaz de llenarse de Dios por gracia del mismo Dios. No es que, por la gracia de Dios, el monje desaloje de su vida lo que la naturaleza ha puesto en él hasta «quedarse vacío» (¡mal entendimiento de la ascesis 128

cristiana!), y una vez que esté vacío empiece a «llenarse» de amor de Dios y de virtudes (¡tarea inútil!). Los cistercienses, siguiendo a san Benito, quieren que el monje «vuelva a su interior»... porque ahí es donde le espera el trabajo y el arte espiritual. En su interior, en su capacidad de Dios –y no en la «posesión» de Dios– es donde empieza la entrada al Palacio del Vacío. Merton lo dijo en «¿Qué es la contemplación?»: «La contemplación no “encuentra” simplemente una idea clara de Dios [...] y Lo mantiene allí como un prisionero al que siempre puede volver. Todo lo contrario: la contemplación es llevada por Dios a Su reino, Su misterio y Su libertad» 2. Yo espero, querido lector, no que vuelvas del Palacio del Vacío como el turista que de verdad cree haberlo «descubierto», aunque la lectura de este libro te haya proporcionado momentos inexpresables (que quedan solo para ti); creo que habrás logrado una gracia nueva, o te habrás afianzado más en ella: la de haber sido alcanzado por la libertad de Dios despertándose en tu propio interior e iluminando ese inmenso reino de Dios en cuyo centro estás tú con Él, fundido en un abrazo como el hijo pródigo con su padre. ¡Bienvenido!

FRANCISCO R. DE PASCUAL, OCSO Abadía de Viaceli, Cóbreces (Cantabria) 27 de septiembre de 2014

1. Thomas MERTON, Apéndice I en Diario de Asia. Madrid: Trotta, 2000, 258. 2. Thomas MERTON, Nuevas semillas de contemplación. Santander: Sal Terrae, 2003, 27.

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Libros y escritos de Thomas Merton publicados por el Grupo de Comunicación Loyola –– Conjeturas de un espectador culpable, 2011. –– Diálogos con el Silencio, 2005 (2.ª ed.: 2009). –– Diarios (1939-1968), 2014. –– El Libro de las Horas, 2009. –– Escritos esenciales de Thomas Merton. Introducción y edición de Francisco R. de Pascual, OCSO, 2006 (2.ª ed.: 2007). –– Incursiones en lo Indecible, 2004. –– «Introducción de Thomas Merton», en Alfred Delp, 2012.

SJ ,

Escritos desde la prisión,

–– Nuevas semillas de contemplación, 2003 (3.ª ed.: 2008). –– Tiempos de celebración, 2013. –– Un año con Thomas Merton. Meditaciones de sus «Diarios», 2006. –– Vida y santidad, 2006 (1.ª ed., 3.ª reimpr.: 2014).

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Índice Portada Créditos Abreviaturas de los libros de Thomas Merton empleadas en las notas Agradecimientos Nota preliminar: por Fernando Beltrán Llavador Cronología del autor y su obra

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Del autor, 25 años más tarde Del autor, a la edición española Prefacio Prólogo Introducción: Aprender a ver Capítulo 1: El fundamento del falso yo Capítulo 2: El verdadero yo en el mundo Capítulo 3: El verdadero yo en la búsqueda religiosa Capítulo 4: El alumbramiento del verdadero yo Capítulo 5: La visión interior Epílogo Libros y escritos de Thomas Merton publicados por el Grupo de Comunicación Loyola

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