El Padre Pío - Laureano Benítez

May 3, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Descripción: El Padre Pío - Laureano Benítez...

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El Padre Pío

Laureano Benítez José Antionio Benítez

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A Manoli, que me descubrió al Padre Pío, a todos los devotos del bienaventurado Padre Pío, y a los cristianos perseguidos por sus ideas.

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«Pero, ¿tiene todavía valor y sentido un Salvador para el hombre del tercer milenio? ¿Es aún necesario un Salvador para el hombre que ha alcanzado la Luna y Marte? A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte. Es precisamente en su intimidad, en lo que la Biblia llama el “corazón”, donde siempre necesita ser salvado. ¿Quién puede defenderlo sino Aquél que lo ama hasta sacrificar en la Cruz a su Hijo unigénito como Salvador del mundo? No temáis: abridle el corazón, acogedlo, para que su Reino de amor y de paz se convierta en herencia común de todos» (B ENEDICTO XVI, Mensaje de Navidad, 2006).

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Introducción El misterio del Padre Pío

«¡Mirad qué fama ha tenido, qué clientela mundial ha reunido en torno a sí! ¿Por qué? ¿Quizá porque era filósofo o sabio o tenía medios a disposición?... No, sino porque decía Misa humildemente, confesaba desde la mañana hasta la noche y era –es difícil decirlo– el representante de nuestro Señor, marcado por las llagas de nuestra redención. Un hombre de oración y sufrimiento» (Pablo VI).

El Santo del pueblo El Padre Pío de Pietrelcina (1887-1968), fraile capuchino durante 61 años, y sacerdote durante 58, es mundialmente conocido porque llevó los estigmas de Cristo durante cincuenta años exactos, siendo el único sacerdote estigmatizado de la historia de la Iglesia, y el que más tiempo llevó los estigmas. Además, fue portador de otros muchos dones místicos: éxtasis, visiones, clarividencia, bilocaciones, olor de santidad, sanaciones milagrosas... Aunque las gracias sobrenaturales son comunes a muchos santos, en el Padre Pío llama la atención el hecho de que las tuviera todas, en una concentración de carismas única en la historia de la Iglesia. Sin embargo, el verdadero carisma de santidad del Padre Pío no radica en la espectacularidad de los hechos paranormales que protagonizó en su vida, sino en la perfección admirable y heroica con la que vivió en su existencia las virtudes cristianas: humildad, paciencia, prudencia, resignación, abandono, confianza, obediencia, caridad, perdón, etc. «No son esos dones del Espíritu Santo los que hacen su grandeza pues, como todas las gracias, son dones gratuitos que el Señor distribuye como le place, por el bien de la Iglesia. Su más auténtico timbre de gloria fue su participación en la Cruz... Sufría con Cristo, poniendo con su sufrimiento lo que faltaba a su Pasión» (Cardenal Lercaro). Hace años –en 2004– tuvimos la ocasión de publicar una obra sobre la figura del capuchino estigmatizado, titulada Orar con el Padre Pío, centrada especialmente en su espiritualidad. En ese momento casi no había obras publicadas en castellano sobre él. Posteriormente, a medida que su fama se extendía entre los países de habla hispana, han ido apareciendo más títulos en el mercado, de carácter biográfico casi siempre. Por ello, una vez que damos por conocidas las circunstancias más relevantes de su vida a todos aquellos interesados en conocer su figura, hemos creído conveniente escribir una obra en la que se reflexione sobre los mensajes que un santo de tan extraordinarias dimensiones ofrece al mundo de hoy, sobre los contenidos fundamentales de su carisma de santidad, sobre la misión importantísima para la historia de la Iglesia que desempeñó un alma de tan colosal espiritualidad, y sobre los motivos por los que se encarnó en nuestros tiempos el que es, sin duda, el mayor santo que ha dado la Iglesia en sus 20 siglos de existencia. 5

El mayor... y el más popular, porque el Padre Pío es hoy día el santo más multitudinario de la cristiandad, el que suscita más devoción entre los creyentes, el más aclamado, el santo a quien más gracias se le piden, hasta el punto de que un conocido escritor asevera que «si hubiera un óscar a la simpatía para los santos, hoy lo ganaría sin duda el Padre Pío. Raras veces se ha visto un religioso tan amado y celebrado. Es muy popular y querido, no sólo entre los creyentes». «Fue y es el santo del pueblo, el santo de todos, hasta el punto de que todos y cada uno podéis decir: “El Padre Pío es mío”. El santo de los religiosos, el santo de los sacerdotes, el santo de los enfermos, el santo de los niños, el santo de las mujeres piadosas, el santo de los matrimonios, el santo de agentes de pastoral de la salud, el santo del pueblo, el santo de todos».[1] Una fabulosa marea de gracia y misericordia fluye sobre el mundo a través de los estigmas del Padre Pío, como lo demuestran unas estadísticas realmente impactantes: Según algunos cálculos, aproximadamente veinte millones de personas han visto al Padre Pío celebrando Misa. En 1967, el año anterior a su muerte, se calcula que confesó a unas 15.000 mujeres y 10.000 hombres. En sus 50 años como sacerdote, se estima que más de 2 millones de personas tuvieron contacto personal con él. Entre los años 1968 –el año de su muerte– y 1993, la tumba del Padre Pío fue visitada por cerca de 50 millones de peregrinos, a pesar de que todavía no había sido beatificado. Esta cifra se multiplicó después de su beatificación y canonización, hasta el punto de que al santuario del Padre Pío acuden cada año unos 8 millones de peregrinos, lo cual le convierte en el más visitado de la cristiandad, después del de la Virgen de Guadalupe –que recibió en 2007 10 millones de peregrinos–, y por delante de Lourdes y la mismísima basílica del Vaticano. Juan Pablo II lo visitó en 1987, y Benedicto XVI en 2009. Entre los años 1954 y 1959 recibió más de 1 millón de cartas. El número total de las que recibió durante toda su vida sacerdotal es realmente incalculable. A San Giovanni Rotondo llegaba todo el sufrimiento del mundo. Sólo en Italia hay 2.714 grupos oficiales de oración del Padre Pío, y en el resto del mundo se cuentan otros 793. En 2001 había cerca de 3.000 páginas web sobre el Padre Pío. 210 monumentos se han levantado en todo mundo en honor a su figura, no sólo en Italia, sino también en otros países como Estados Unidos, Alemania, Costa Rica, Venezuela, Bélgica, Ucrania... Las obras del Padre Pío siguen adelante por medio de sus hijos espirituales. Cerca de treinta obras asistenciales y de caridad lleva a cabo en la actualidad la Fundación «San Padre Pío», obras que atienden a niños enfermos, a discapacitados, a ancianos, a sacerdotes mayores y a tantas y tantas personas necesitadas. Otras obras promovidas por él fueron el santuario de santa María de las Gracias, inaugurado en 1959, y una nueva iglesia para 10.000 personas. Durante su visita en 1987 el Papa Juan Pablo II inauguró varias obras. Pero más importante que todas estas estadísticas son los innumerables testimonios de 6

personas que afirman haber recibido alguna gracia a través de su intercesión, hasta el punto de que se puede asegurar que la asombrosa cantidad de milagros que realizó en vida se ha visto multiplicada después de su muerte en 1968. Estos datos parecen dar la razón a la profecía que sobre él mismo realizó poco antes de su muerte, cuando dijo: «Tú les dirás a todos que, después de muerto, estaré más vivo que nunca. Y a todos los que vengan a pedir, nada me costará darles. ¡De los que asciendan a este monte, nadie volverá con las manos vacías!». La dimensión más conocida de su vida legendaria es la increíble cantidad de prodigios que protagonizó, en especial su enorme poder taumatúrgico, y los estigmas que le llagaron durante 50 años exactos. Para la mayoría de los santos, la causa de canonización recoge casi cinco cajones de documentación, que se presentan a la Congregación para las Causas de los Santos. En el caso del Padre Pío, ¡más de cien cajones de documentación se presentaron al inicio de su causa! Pero es inexacto emplear el pasado para referirse a esta fabulosa concentración de dones místicos y carismas sobrenaturales, porque si el Padre Pío goza hoy de una popularidad tan portentosa es debido a que –como ya hemos señalado– estos maravillosos dones que Dios le concedió los sigue derramando a manos llenas hoy día a todo aquel que le invoca con fe, y en cantidad incluso mayor que cuando vivía entre nosotros. Ciertamente, hay que reconocer que el principal atractivo del Padre Pío es la vistosa fenomenología mística que le acompaña, pero eso no serviría de nada –o, en el mejor de los casos, sólo constituiría un cebo para atraer a los inevitables curiosos y buscadores de misterios– si no hubiera en las multitudes que peregrinan a su tumba y le profesan veneración una verdadera «hambre» de Dios. Para saciar esta «hambre» se encarnó el Padre Pío entre nosotros, que representa para una humanidad sumida en las tinieblas el abrazo misericordioso de Dios. ¿Por qué el Padre Pío? Éste es el interrogante que origina las reflexiones de este libro, que van encaminadas a intentar responderlo. Sí, «¿por qué a ti, Padre Pío?», podíamos preguntar, parafraseando aquella pregunta que fray Maseo le hizo a san Francisco de Asís, cuando parecía quejarse de que se le hubieran dado tantas gracias, y a él no. ¿Por qué Dios derramó una cantidad tan abrumadora de gracias sobre un humilde fraile capuchino, que vivió toda su vida encerrado entre las paredes del convento más ignorado de Italia, ubicado en una región inhóspita, lejana y olvidada? Un pobre fraile que dedicó su vida a decir Misa y a confesar, que no escribió libros, que no fundó ninguna congregación, que no organizó campañas mediáticas, que no poseía ningún título ni dignidad. ¿Por qué este hombre ha sido el protagonista del más formidable movimiento de conversión de masas que ha conocido la cristiandad, ejerciendo una influencia espiritual inmensa sobre la Iglesia, trayendo la «luz de la resurrección» a una época marcada por el laicismo, por el materialismo craso, por la descristianización, por la crisis de fe? Y de este interrogante surge otro, su corolario, que apunta hacia el fin teleológico de su vida entre nosotros: ¿Para qué el Padre Pío? ¿Para qué modeló Dios un alma tan 7

exquisita y nos la regaló a nosotros, los creyentes de esta época y de este mundo, amenazado y zarandeado por la mayor crisis de fe que ha sufrido la Iglesia? ¿Para qué vino a este mundo, para qué se encarnó en estos tiempos el mayor santo de la historia? ¿Qué plan misterioso y secreto se oculta bajo la vida del humilde fraile capuchino? ¿Cuáles son los mensajes y las enseñanzas que nos ofrece una vida tan extraordinaria a nosotros, los creyentes del tercer milenio? ¿Qué respuestas podemos encontrar en su testimonio de santidad a los problemas que asedian la Iglesia en nuestros días? Jesús vive El Padre Pío (Francesco Forgione era su nombre antes de hacer sus votos como capuchino), nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, un humilde pueblo del sur de Italia, enclavado en una zona rural y agreste. Hizo profesión de sus votos perpetuos como fraile capuchino en 1907, y recibió la ordenación sacerdotal en agosto de 1910. Sin embargo, repetidos problemas de salud le obligaron a exclaustrarse durante un período de 6 años. Reintegrado a la vida en el convento, permanecería allí hasta su muerte, sin salir nunca de San Giovanni Rotondo. Dentro de su vocación sacerdotal, descubrió muy pronto que su carisma particular era entregarse para la salvación de las almas, en una auténtica misión corredentora. Su compasión, y su ferviente deseo de imitar a Jesús crucificado, fueron los pilares de su vocación: sufrir por la salvación de las almas. Para él, éste era el más acabado ejemplo de caridad. «Mi misión es consolar y aconsejar a los afligidos, especialmente a los afligidos de espíritu. ¡Oh, si pudiera barrer el dolor de la faz de la tierra!». Esa vocación sacrificial del Padre Pío tendrá su consumación en los estigmas. A finales de agosto de 1910, es decir, a los pocos días de su ordenación, empieza a sentir los primeros dolores en las manos y en los pies. Aunque al principio eran ocasionales, estos estigmas invisibles se hicieron permanentes más tarde, pero sin mostrarse al exterior, hasta que el 20 de septiembre de 1918 se hicieron sangrantes y continuos. Estuvo como «un crucificado sin Cruz», participando en los padecimientos de Cristo, durante cincuenta años exactos, ya que los estigmas le desaparecieron el 20 de septiembre de 1968. Desde el fenómeno de la estigmatización comenzaron a acudir multitudes de peregrinos a San Giovanni Rotondo, hasta que, al cabo de poco tiempo, el capuchino de los estigmas era mundialmente conocido. Entre esas masas de peregrinos el Padre Pío pudo llevar a cabo su tarea de salvar almas, pues muchos de los que acudían atraídos por lo sobrenatural o por pura curiosidad acababan de rodillas a sus pies, en conversiones fulminantes. Para desempeñar esa vocación, tuvo dos armas poderosas: los extraordinarios carismas que le concedió la gracia divina, y un amor «devorador» por Jesús y María, que le sostuvieron en el difícil desempeño de su misión sacrificial, la cual tenía su punto culminante en la celebración de la Eucaristía. Si la Misa es la renovación del sacrificio redentor de Cristo en la Cruz, el Padre Pío encarnó durante toda su vida esa actualización de la Pasión del Señor en el sacrificio eucarístico, que constituyó el eje de 8

su ministerio sacerdotal, pues su asombrosa manera de celebrarla movía a la confesión y a la conversión. Pablo VI dijo que «una Misa del Padre Pío vale más que toda una misión». El Padre Pío pudo ejercer su misión sacrificial porque durante toda su vida fue un auténtico «varón de dolores». Se confirmaba así la intuición de sus primeros tiempos de sacerdote, cuando afirmaba: «El Señor me hace ver, como en un espejo, que mi vida futura no será más que un martirio». A los sufrimientos corporales que le causaban las continuas y misteriosas enfermedades que arrastraba desde la infancia, se añadirán las agotadoras jornadas en el confesionario (de hasta 16 horas diarias), que debilitaban un cuerpo ya de por sí martirizado por los estigmas, y por la escasez de comida y descanso. Por otro lado, empezó a padecer bien pronto los devastadores efectos de una «noche oscura» persistente, que le producía sufrimientos morales y espirituales. La otra gran prueba que experimentó fueron las dos persecuciones que sufrió en dos etapas de su vida (de 1923 a 1933, y de 1960 a 1964), obra de personas con autoridad que, guiadas unas veces por la lógica prudencia de la Iglesia ante los fenómenos sobrenaturales, y otras por pecados de envidia, calumnia, soberbia y codicia, fueron el instrumento del que Dios se valió para sacar a la luz otros dones extraordinarios del estigmatizado: la total obediencia a sus superiores, su perfecta humildad y su increíble paciencia. Como consecuencia de estas incomprensiones, se le impusieron una serie de medidas que limitaron mucho su ministerio sacerdotal: cambiar con frecuencia el horario de sus Misas, limitando su duración a 30 minutos, para dificultar la asistencia de los fieles; celebrar la eucaristía a solas, en la capilla del convento; no mantener correspondencia; poner impedimentos a su labor en el confesionario, prohibiéndole incluso confesar durante dos años, en los cuales llegó a ser un verdadero prisionero. Esta dura prueba hará que el Padre Pío añada a sus estigmas otra señal más de su conformidad con el Cristo doliente de la Pasión: la del justo perseguido, vejado y humillado. Con esta experiencia de ser un «varón de dolores» el Padre Pío elaboró una mística de la Cruz, que constituye el centro de su espiritualidad, el tema fundamental de su magisterio, y el núcleo de su misión. «El prototipo, el ejemplar en el cual es preciso mirarse y modelar nuestra vida es Jesucristo; pero Jesús ha escogido por bandera la Cruz, y por ello quiere que todos sus discípulos sigan la senda del Calvario, llevando la Cruz para después morir en ella. Sólo por este camino se llega a la salvación». En esta teología de la Cruz afirma que el sufrimiento, aceptado en la fe y ofrecido en el amor, se convierte en una Cruz que nos purifica de nuestros pecados, nos conforma con Jesús, y nos hace participar en la misión de redimir almas. Junto a la celebración de la Eucaristía, confesar era su principal vocación, la que le permitía apaciguar su insaciable sed de almas. El confesionario será el lugar donde desarrollará su verdadero carisma: salvar almas. Sus innumerables conversiones constituyen sin duda el más grande de sus milagros, ya que puso todos sus dones 9

místicos al servicio de su vocación de convertir almas. El Padre Pío nunca salió de su convento, no escribió libros, no era un teólogo erudito, ni tuvo títulos de dignidad... su existencia fue la de un simple sacerdote que decía Misa y confesaba. «Sólo soy un fraile que reza», decía de sí mismo. Falleció el 23 de septiembre de 1968. El 2 de mayo de 1999, Juan Pablo II ofició la ceremonia de su beatificación en la Plaza de San Pedro. El 16 de junio de 2002, fue canonizado. Pero esta misión corredentora del Padre Pío no acabó con su muerte, ni se circunscribe solamente a este mundo espaciotemporal, sino que adquiere caracteres «cósmicos» y ultraterrenos, tal era la magnitud de su obra salvadora. Al igual que el río de misericordia que fluye a través de él llega al mundo en forma de milagros, persiste también en el más allá, donde ofrece los frutos de la redención y la salvación a todo el que crea en su mensaje y siga su ejemplo: «Si fuera posible querría conseguir del Señor solamente esto: “No me dejes ir al paraíso mientras el último de mis hijos, la última persona encomendada a mis cuidados sacerdotales, no haya ido delante de mí...”. He hecho con el Señor un pacto de que, cuando mi alma se haya purificado en las llamas del purgatorio y se haya hecho digna de entrar en el cielo, yo me coloque a la puerta y no pase dentro hasta que no haya visto entrar al último de mis hijos e hijas». Al conocer la prodigiosa vida del fraile capuchino de los estigmas, es casi seguro que la primera impresión que produce es la de una alegre certeza, derivada de la comprobación palpable de que las creencias sobre las que se asienta el cristianismo son verdaderas, pues se han encarnado en un hombre que las vivió hasta el extremo, que las llevó hasta sus últimas consecuencias. Sus obras milagrosas y sus virtudes heroicas constituyen una prueba incontestable de que el camino espiritual que propone el cristianismo es capaz de llevar al hombre hasta las más altas cimas de realización y perfección. En último término, la figura del Padre Pío es un testimonio veraz no sólo de que Jesús se encarnó en este planeta y dio su vida por la salvación del mundo, sino que también –y sobre todo– es una prueba incuestionable de que Jesús sigue vivo, presente entre nosotros, protagonizando su obra redentora aquí y ahora, en este mismo momento, como se demuestra en las conversiones y fenómenos extraordinarios que sigue protagonizando a través de él. Este fenómeno es algo que ocurre con la vida de todos los santos, pero que en el caso del Padre Pío adquiere una especial significación y relevancia, por la enormidad de sus dones místicos, y por la especial importancia de la época en que vivió. Lo que verdaderamente emociona y cautiva de la vida del Padre Pío es el comprobar con pasmo que un humilde capuchino perdido en una zona marginada de Italia, en un convento olvidado, alcanzara tan elevado grado de santidad y una cantidad tan portentosa de dones sobrenaturales y carismas místicos por el simple hecho de vivir en su plenitud las devociones tradicionales del cristianismo, utilizando solamente el sencillo medio de practicar a fondo la espiritualidad más genuina de la Iglesia: una espiritualidad que comprenda el inmenso significado de la Misa como actualización del sacrificio del 10

Calvario, al cual debemos asistir –para decirlo con las palabras del mismo Padre Pío– «como asistieron María y san Juan al pie de la Cruz»; que ponga en práctica el enorme poder de la simple recitación del Rosario; que tome conciencia del enemigo que nos acecha, de las trampas que el Diablo opone a nuestro progreso; que redoble el amor a la Virgen María, corredentora con Cristo; que se arroje a los pies de Jesús misericordioso en el confesonario como penitente contrito; que experimente la necesidad de contactar con el ángel custodio; que haga de la meditación en la Pasión el eje de la vida de oración; una espiritualidad, en suma, que llame al pecado por su nombre, sin componendas ni artificios, a la vez que se esfuerce en practicar las virtudes heroicas que deben ser el distintivo de todo cristiano... En una palabra, que viva la pureza de la fe en toda su radicalidad. Sobre el Padre Pío se han escrito cientos de libros (unos 500 en italiano, aunque un escaso número en castellano), y hay millones de entradas en internet que explican su figura y su mensaje. Aquí y allá, se pueden encontrar cientos de frases que pretenden condensar en pocas palabras lo esencial de su mensaje y de su misión en el mundo. He aquí algunas:

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«Icono vivo de Cristo crucificado» (cardenal Ángelo Sodano). «El Padre Pío: un crucificado sin Cruz». «El Padre Pío representó el abrazo de Cristo que hace renacer al hombre». «El Padre Pío vivió en su propia vida la Pasión de Jesús» (Cardenal Ursi). «El Padre Pío, un Getsemaní que abraza al mundo» (Padre Fidel González). «Crucifijo viviente» (Renzo Allegri). «El Padre Pío ha sido el mayor místico de nuestro tiempo y uno de los hombres más grandes de la historia de la Iglesia» (Cardenal Siri).



«El Padre Pío recuerda a los cristianos y a toda la humanidad que Jesucristo es el único Salvador del mundo» (Juan Pablo II).



«El Padre Pío, un hombre sencillo, un “pobre fraile” –como decía él– al que Dios encomendó el mensaje perenne de su Amor crucificado por toda la humanidad» (Benedicto XVI).

En esta línea, hemos elaborado otra frase, que pretende explicar su misterio, su misión esencial en este mundo, el mensaje que ha querido traernos desde el Cielo a este mundo torturado: «El Padre Pío: un Cristo entre nosotros». Este libro no pretende otra cosa que demostrar la certeza y veracidad de esa frase, y a este objetivo apuntan todas las reflexiones que aportamos en las páginas que siguen. Madrid, 21 de octubre de 2013

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1 Sacerdote santo y víctima perfecta

«Desde hace tiempo siento una necesidad: la de ofrecerme al Señor como víctima por los pobres pecadores y por las almas del purgatorio. Este deseo ha ido creciendo cada vez más en mi corazón, hasta el punto de que se ha convertido, por así decir, en una fuerte pasión. Ya he hecho varias veces ese ofrecimiento al Señor, presionándole para que vierta sobre mí los castigos que están preparados para los pecadores y las almas del purgatorio, incluso multiplicándolos por cien en mí, con tal de que convierta y salve a los pecadores, y que acoja pronto en el paraíso a las almas del purgatorio» (Padre Pío). «Os exhorto, hermanos, a que os ofrezcáis vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12,1).

El sufrimiento vicario ¿Cómo se definió a sí mismo el Padre Pío? Él mismo confesaba que no era tarea fácil comprenderle, a pesar de la aparente sencillez de su persona: «¿Qué os puedo decir de mí?: soy un misterio para mí mismo». Solía referirse a él mismo diciendo: «Sólo soy un fraile que reza». Pero donde explica mejor la verdadera naturaleza de su misión es en el texto que transcribió en un billete con motivo de su ordenación sacerdotal, el 10 de agosto de 1910, en el cual hace una declaración de principios sobre lo que él deseaba que fuera su más genuina vocación como sacerdote: «Jesús, mi aliento y mi vida, te elevo en un misterio de amor; que contigo yo sea para el mundo Camino, Verdad y Vida; y, para ti, sacerdote Santo y víctima perfecta». El fraile estigmatizado del Gargano confesaba así desde el comienzo de su ministerio pastoral lo que constituía su carisma más auténtico, su misión esencial en este mundo: ser un alma víctima, compartir la pasión de Cristo para colaborar con Él en la redención del mundo y la salvación de las almas. El 12 de abril de 1912 escribió a su director espiritual: «Jesús se escoge las almas, y entre éstas, sin ningún mérito mío, ha escogido también a la mía para ser ayudado en el gran negocio de la salvación humana... ¿No le dije que Jesús quiere que yo sufra sin consuelo alguno? ¿No me ha escogido Él para ser una de sus víctimas? Jesús dulcísimo me ha hecho entender todo el significado de víctima... ¡Oh, qué gran cosa es ser víctima de amor!». El 15 de agosto de 1915 escribió: «Yo no soy capaz de entenderlo; sólo sé con certeza que siento una necesidad continua de decir al Señor: ¡O padecer o morir! Mejor dicho: ¡Siempre padecer y nunca morir!». Refiriéndose a su entrada en la Orden capuchina, en noviembre de 1922, escribió: «Oh Dios... hasta ahora habías encomendado a tu hijo una misión grandísima, misión que sólo era conocida por ti y por mí... Oh Dios... escucho en mi interior una voz que 12

asiduamente me dice: santifícate y santifica» (Epistolario III, p. 1010). Santificarse en sentido moral, pero también en sentido sacrificial: «Sacrifícate por la santificación y la salvación de las almas». Así pues, tenía conciencia de haber sido elegido por Dios para colaborar en la obra redentora de Cristo, a través del amor y la Cruz. Después de 25 años de sacerdocio, el Padre Pío volvió a escribir en un billete conmemorativo: «¡Oh Jesús, mi víctima, mi amor! Hazme altar para tu cruz, cáliz de oro para tu sangre, ofrecimiento, amor, oración». Para él, el sacerdote debe ser otro Cristo, una víctima que entrega su vida para colaborar con el divino Redentor en la salvación de las almas: «No te pido otra cosa que tu Corazón para reposar. No deseo sino participar en tu santa Agonía. ¡Ojalá pudiera mi alma emborracharse con tu sangre y sustentarse con el pan de tu dolor!». «Enciende, Jesús, aquel fuego que viniste a traer a la tierra, para que, consumido por él, me inmole sobre el altar de tu caridad, como holocausto de amor, para que reines en mi corazón y en el corazón de todos». El 22 de enero de 1953, al celebrar sus cincuenta años de vida religiosa, podrá decir que su vocación se ha cumplido: «Cincuenta años de vida religiosa, cincuenta años fijos en la Cruz, cincuenta años de fuego devorador por Ti, Señor, y por tus rescatados. ¿Qué otra cosa podía desear mi alma, sino llevarlos todos a Ti, y esperar con paciencia que ese fuego devorador queme todas mis entrañas?». En la teología cristiana suele llamarse sufrimiento vicario al sufrimiento expiatorio de una persona por otra, la cual queda libre de castigo y «redimida» por el sacrificio de la que hace de víctima. El término vicario significa en lugar de, pues la persona que desempeña el papel de víctima asume la representación de la culpable, convirtiéndose así en víctima sustitutoria de castigos que no ha merecido. La hagiografía cristiana abunda en ejemplos de santos que tuvieron como carisma de santidad su vocación expiatoria, entre los cuales el Padre Pío ocupa un lugar destacado. Las personas que se ofrecen como víctimas propiciatorias suelen llevar una vida llena de padecimientos y tribulaciones: enfermedades físicas, incomprensiones, persecuciones, «noches oscuras», tentaciones... Muchas de ellas recibieron los estigmas de Cristo, y llama la atención el elevado número que murió a una edad temprana. En este sentido el Padre Pío, que vivió 81 años, constituye una excepción. El fuerte arraigo que tiene esta práctica en el mundo cristiano no es óbice para que muchos creyentes duden de ella, pues les resulta conceptualmente no muy comprensible. En efecto, si partimos de la creencia que afirma que gran parte de nuestros sufrimientos son expiatorios, pues son la consecuencia inexorable de nuestras malas acciones –en el sentido kármico de que toda acción tiene su reacción y toda causa su consecuencia–, sería aparentemente imposible la pretensión de ayudar a nuestros semejantes, ya que éstos deben necesariamente pagar por sus errores, sufriendo íntegramente las consecuencias de sus conductas desviadas. Incluso podría resultar contraproducente, ya que quitarles sufrimientos con nuestra ayuda supondría privarles de las lecciones que necesitan aprender a través del dolor para purificarse y desarrollarse. Se llega a la misma conclusión si creemos que los sufrimientos son un castigo divino 13

por nuestros pecados: ¿Cómo vamos nosotros a inmiscuirnos en el cumplimiento de la justicia divina? ¿Qué podemos hacer nosotros ante el poder divino, que castiga por su bien a quienes incumplen sus mandatos? Mas todos sabemos que estas objeciones no tienen una base real, aunque las utilicemos para justificar nuestra indiferencia ante el mal ajeno. Es indudable que las pruebas deben seguir el curso que Dios ha trazado para cada uno de nosotros, mas, ¿acaso sabemos cuál es ese curso? ¿No podría suceder que la Divina Providencia nos hubiera elegido para ser bálsamo de consuelo con el que aliviar las llagas de nuestro prójimo? Si partimos además de la creencia en un Dios cuya misericordia está por encima muchas veces de su justicia, que consuela al que sufre en el mismo desierto de la prueba, ¿no podría ser que necesitara de nosotros para ejercer su misericordia? El sufrimiento vicario es característico de la tradición cristiana debido a que su hecho central es la experiencia vicaria de un alma víctima de especial relevancia: la del Hijo de Dios, encarnado en Jesús de Nazaret. El Padre Pío, como todos los santos cuyo carisma fue el sufrimiento vicario, se ofreció como alma víctima para imitar a Cristo, para ser alter Christus, y colaborar así en la obra de la redención del mundo. Las doce horas que transcurrieron entre Getsemaní y el Gólgota, durante las cuales Jesús vivió la tortura de su Pasión y Muerte, conforman un cuadro trágico donde asistimos a una inaudita concentración de dolores y penalidades, donde el sufrimiento alcanzó cotas elevadísimas de crueldad y martirio. Torturado, masacrado, vejado y humillado, Jesús muere en un patíbulo infame, abandonado de todos –incluso de su mismo Padre–, como un malhechor, totalmente fracasado. Su figura patética recuerda al Siervo de Yavé. Juan Pablo II explicaba en el ángelus del 10 de septiembre de 1989 cómo el Corazón de Jesús se hace víctima por los pecadores: «Jesús, según la palabra del Apóstol Pablo, “fue entregado por nuestros pecados” (Rom 4,25); pues, aunque Él no había cometido pecado, “Dios le hizo pecado por nosotros” (2Cor 5,21). Sobre el Corazón de Cristo cae el peso del pecado del mundo. En Él se cumplió de modo perfecto la figura del “cordero pascual”, víctima ofrecida a Dios para que en el signo de su sangre fuesen librados de la muerte los primogénitos de los hebreos (Éx 12,21-27). Por tanto, justamente Juan Bautista reconoció en Él al verdadero “Cordero de Dios” (Jn 1,29): cordero inocente, que ha tomado sobre Sí el pecado del mundo para sumergirlo en las aguas saludables del Jordán (Mt 3,13-16 y paralelos); Cordero Manso, “al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda” (Is 53,7), para que por su divino silencio quedase confundida la palabra soberbia de los hombres inicuos». Si traducimos «pecado» por la idea oriental de «karma», esta visión de Cristo como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» también es compartida –aunque parezca sorprendente– por gran parte del esoterismo de lo que se ha venido en llamar «Nueva Era»: «Jesús, por su naturaleza divina, estaba libre del karma colectivo de la raza y del mundo. La absoluta carencia de karma le eximía de la necesidad de pasar por los dolores 14

humanos que son parte del karma colectivo [...]. Pero él quiso sufrir todo ello de su propia voluntad, para cumplir la obra que ante sí veía como Salvador del Mundo. Para que Jesús desempeñara su función como Redentor y Salvador de la humanidad era necesario que cargara sobre sí el karma de la raza, o sea que acumulara sobre su cabeza “los pecados del mundo”. Antes de levantar la carga que pesaba sobre el linaje humano, debía ser un hombre entre los hombres [...]. Le era necesario cargar con el peso de la vida terrena para salvar a los moradores de la tierra. Después de su prolongado ayuno y los días de meditación, tuvo ocasión de asumir el karma del mundo. En aquella formidable lucha espiritual, la más tremenda que presenció la tierra, Jesús encorvó delicadamente sus hombros para cargar sobre su espalda el peso del pecado. En aquel momento, las almas de los hombres recibieron un beneficio incomprensible para el ordinario entendimiento. La potente alma de Jesús se ligó voluntariamente al karma humano, alentada por el puro Espíritu, con objeto de aliviar parte del peso kármico y emprender la obra de adelantamiento y redención de la humanidad».[2] El Cuerpo Místico Aunque la práctica del sufrimiento vicario se asocia tradicionalmente con el cristianismo, no es exclusivo de él. Por más que parezca asombroso, también existe en las tradiciones orientales, aparentemente regidas por la implacable ley kármica de causa-efecto que asigna un carácter estrictamente individual al sufrimiento, el cual, a simple vista, no puede ser perdonado, mitigado, ni redimido. En la doctrina del Budismo Mahayana –una de las dos ramas en que se escinde el budismo. Significa «Gran Camino», y consiste en una interpretación del budismo menos estricta que la contenida en el Budismo Hinayana, o «Pequeño Camino»– se formula con claridad la teoría del sacrificio vicario, al cual se le da el nombre de Parinamana. Literalmente, Parinamana significa «doblar hacia», «liberar», «transferir» o «renunciar». Consiste, pues, en renunciar en bien de otro, en sacrificar los propios intereses en beneficio de los demás, en expiar el mal karma del prójimo mediante las buenas acciones propias, o en cambiarse por el que debería padecer su propio karma. Al ser que realiza el Parinamana se le llama en la terminología budista Boddhisattva, el cual renuncia a su propio nirvana para ayudar a los demás a liberarse de su sufrimiento. Esta es la idea que late en las siguientes palabras del Padre Pío: «Mi misión es consolar y aconsejar a los afligidos, especialmente a los afligidos de espíritu. ¡Oh, si pudiera barrer el dolor de la faz de la tierra! Amo a mis hijos espirituales tanto como a mi alma, y aún más. Al final de los tiempos me pondré en la puerta del Paraíso, y no entraré hasta que no haya entrado el último de mis hijos». En tanto que quiere volcar sobre la humanidad doliente cualquier mérito que puede corresponderle por sus actos de bondad, cargando sobre sí el peso del mal que pueda sobrevenir a sus ignorantes y autodestructores hermanos, recuerda a los «siervos de Yavé». El Boddhisattva es equivalente, pues, a la misericordia divina de las religiones teístas. La doctrina del karma es implacable: es la ley de la naturaleza, inflexible y 15

despiadada, la justicia absoluta; Parinamana es como el corazón de un ser religioso llenado con lágrimas, el amor absoluto. Es el equivalente budista del sacrificio crístico, del sufrimiento vicario. La base de esta teoría –que sirve también para explicar el misterio del sufrimiento vicario– consiste en considerar al Universo como un gran sistema espiritual compuesto de seres que son los múltiples reflejos fragmentarios del Absoluto –Dios–. Si «Todo es el Uno», las partes de este sistema están tan íntimamente unidas e interrelacionadas que, cuando alguna de las unidades que lo componen es afectada en alguna forma, ya sea buena o mala, todas las demás partes o unidades son arrastradas en la conmoción general que se produce, compartiendo un destino común. Cuando se vive en esta conciencia cósmica –crística, para decirlo con lenguaje cristiano– se siente que los demás forman parte de uno mismo, o que son repeticiones diversas de uno mismo, el mismo yo modificado por la naturaleza en otros cuerpos. «El que hace sufrir al prójimo se causa daño a sí mismo. El que ayuda a los demás se ayuda a sí mismo» (León Tolstoi). Incluso existe una corriente de pensamiento que considera a nuestro planeta como un organismo vivo, al cual se le da el nombre de Gaia, formado por la totalidad de los seres vivos que pueblan la Tierra, unidos por lazos que superan los vínculos puramente ecológicos. Si en nuestro plano espiritual de existencia las cosas están tan íntimamente relacionadas unas con otras, ¿por qué no podría el mérito de nuestras propias acciones compensar o destruir el efecto de un mal karma creado por una mente ignorante? ¿Por qué no podríamos sufrir por la causa de otros y aligerar, aunque sea en escasa medida, el peso del mal karma bajo el que gimen el débil y el ignorante, salvándoles así de la maldición que ellos mismos generaron? Todas las cosas proceden de una misma fuente; cuando otros sufren, también yo sufro; ¿por qué no podría entonces el sacrificio mitigar de algún modo la severidad del karma? En esto consiste el Parinamana. Aunque esta teoría monista basada en la No-dualidad puede parecer exclusiva de la filosofía oriental, una modalidad de ella ha pasado a la teología cristiana, donde se la conoce bajo el nombre de «Cuerpo Místico de Cristo», fundamentada en la creencia de que la comunidad de los creyentes forma un organismo vivo cohesionado por relaciones de interdependencia, donde lo que le sucede a una parte repercute en toda la Iglesia, del mismo modo que todo cuanto afecta a un miembro del cuerpo físico tiene influencias en todo el organismo San Pablo, en su primera Carta a los corintios, formula claramente esta doctrina: «Porque así como, siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo [...]. De esta suerte, si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan» (1Cor 12,26). En el ser humano existe una predisposición innata a la expiación, al sufrimiento como redención de faltas. Los psicólogos pueden llamarla alienación o masoquismo. Para un cristiano o cualquier creyente de otras religiones es más una necesidad de trascendencia, de apertura a un misterio, a una realidad que nos sobrepasa. Cada ser humano tiene en 16

su interior un «pequeño salvador» latente. «He conocido innumerables personas, acosadas por enfermedades y desgracias, que sentían paz y serenidad solamente pensando que estaban colaborando con Jesús en la redención del mundo. Les daba infinito alivio ofrecer sus dolores por la solidaridad salvadora. En cuántos enfermos incurables, postrados en los hospitales, al mirar ellos el Crucificado y pensar que compartían sus dolores por la salvación del mundo, he visto en sus ojos una paz profunda y una extraña alegría. Todos los bautizados del mundo estamos misteriosamente intercomunicados. El misterio opera por debajo de nuestra conciencia. Una vez injertados en este árbol de la Iglesia, la vida funciona a pesar de nosotros [...]. Si gano, gana toda la Iglesia; pero si pierdo, pierde toda la Iglesia. Si amo mucho, crece el amor en el torrente vital de la Iglesia. Si soy un “muerto”, es la Iglesia entera la que tiene que arrastrar este muerto. Hay, pues, interdependencia. Dios necesita poner equilibrio entre las ganancias y las pérdidas, entre la cantidad de bien y de mal. Vivimos en una sociedad singular en que ganamos en común y perdemos en común. Y como en esta “sociedad” hay tanta hemorragia o pérdida de vitalidad por parte de los bautizados inconsecuentes, tendrán que equilibrarse las pérdidas de unos con las ganancias de los otros. Ahora bien, como los bautizados que hacen perder vitalidad no serían capaces de hacer rendir vida a las “cruces”, por eso Dios se ve “forzado” a poner a los buenos en oportunidades dolientes para que les hagan rendir mérito y vida».[3] El sufrimiento vicario tiene como eje y leitmotiv la aceptación plena de la cruz de Cristo como símbolo del sufrimiento redentor. Pero si el cristiano abraza la Cruz, no es porque le atraigan las torturas, sino porque su Redentor, el objeto de su amor, está ahí, en la Cruz. Los que aman de verdad a alguien desean compartir sus sufrimientos, como prueba suprema de su amor, y por tanto comparten gozosamente su Cruz. Las almas víctimas pretenden, por tanto, la imitatio Dei: si amamos verdaderamente a Cristo, y Cristo está en la Cruz, la mejor prueba de amor que le podemos dar es subir con él a esa Cruz para que, allí crucificados, podamos ser uno con Cristo y colaborar en su obra redentora. «Hermanos: Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,1418). ¿Por qué Cristo necesita almas víctimas? ¿Es que acaso la obra de la Redención no quedó clausurada en el Gólgota? Está claro que Jesús no necesita de ninguna criatura, pero en sus designios eternos ha preferido servirse de los miembros de su Cuerpo Místico para realizar el plan de la redención. Como afirmó el Papa Pío XII: «Eso realmente no sucede por necesidad o debilidad, sino más bien porque Cristo lo dispuso así para mayor honor de su inmaculada Esposa». Un día, un discípulo preguntó a su Maestro —Maestro, ¿por qué los buenos sufren más que los malos? El Maestro respondió: —Una vez un labrador tenía dos vacas, una robusta y otra débil. ¿A cuál pondrá el 17

yugo? —Supongo que a la fuerte –contestó el discípulo. —Así hace el Misericordioso –respondió el Maestro–: para que el mundo siga adelante, pone el yugo a los buenos. Quien mejor expresó la unión con Cristo a través del dolor fue el apóstol san Pablo, con una frase famosa que vuelve a incidir en su doctrina del Cuerpo Místico: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Juan Pablo II, en su encíclica Salvifici doloris, explica así las anteriores palabras del apóstol: «Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención, y por el que todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también participe del sufrimiento redentor de Cristo. [...] En cuanto el hombre se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo –en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia–, completa a su manera aquel sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo. Este sufrimiento es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. Esto significa que la redención permanece constantemente abierta a todo amor que se expresa en el sufrimiento humano».[4] Estas palabras ponen de relieve que, al participar en los sufrimientos de Cristo, también participamos en la redención que se ha efectuado a través de ellos. Esto quiere decir que, al ofrecer nuestros padecimientos para «completar» la pasión de Jesús, también estamos ofreciendo nuestros sufrimientos para completar su obra redentora. Este ofrecimiento convierte nuestra Cruz, por tanto, en un sufrimiento vicario. Decía el Padre Pío de Pietrelcina, que «el Calvario es el monte de los santos, pero de allí se pasa a otro monte, que se llama Tabor». El cristianismo afirma que, cuando el sufrimiento se vive desde la fe –en la conformidad con la voluntad de Dios, en el abandono en sus manos–, y desde el amor –uniéndonos a Jesús en la Cruz y ofreciendo nuestras pruebas con el fin de conseguir misericordia para los que sufren–, se convierte entonces en una Cruz que nos llevará a la visión beatífica del Salvador, al sagrado monte de la transfiguración, al Tabor. En el Gólgota La clave de esta victimación vicaria es el amor, y no una querencia por el sufrimiento. El Padre Pío aceptó ser escogido por Jesús como víctima de amor para realizar su tarea redentora, que llevó a cabo con gran misericordia hacia nosotros, sus hermanos, durante toda su vida y aun en los actos cotidianos más sencillos, pero, sobre todo, a través de la santa Misa, donde participaba realmente en la pasión de Jesús. 18

«Amor, sufrimiento y salvación, esa fue la misión de Cristo en la tierra, y esa debía ser la misión del Padre Pío en la tierra, imitando a su señor Jesús. Imitación por participación otorgada por pura gracia, y no por imitación a fuerza de voluntad y de perfección alcanzada».[5] El Padre Pío creía que su destino en la Tierra era amar a Dios y a su prójimo a través del dolor, igual que Jesús crucificado, con la intención no sólo de quedarse al pie del monte Calvario, sino de subir a la misma cruz de Cristo, para vivir allí crucificado con Él: «¡O amar a Dios o morir! ¡Dios mío!: yo te pido fuerza para sufrir, desnudo de todo consuelo humano. Me siento ahogado en el piélago inmenso del amor al amado». Guiado por ese amor, el Padre Pío eligió la Cruz: «Sed amantes de la Cruz. La prueba de amor más segura consiste en padecer por el amado y si un Dios padeció por amor tantos dolores, el dolor que se padece por Él se vuelve tan amable cuanto el amor». Desde los comienzos de su vocación, el Padre Pío estuvo convencido de que la Cruz no es sólo una condición que Jesús nos impone para seguirle, sino que es la ocasión más real y autentica de pertenecer a su reino: uno es en verdad cristiano sólo en la medida en que acepta la cruz como deseo fundamental de vida, para imitar a Jesús: «El prototipo, el ejemplar en el cual es preciso mirarse y modelar nuestra vida es Jesucristo; pero Jesús ha escogido por bandera la cruz, y por ello quiere que todos sus discípulos sigan la senda del Calvario, llevando la cruz para después morir en ella. Sólo por este camino se llega a la salvación». Ya en sus primeros tiempos había aceptado plenamente la invitación a cargar con la cruz y subir al Calvario, para compartir así los dolores de ese Cristo sufriente a quien tanto amaba. Esto escribía en una carta de 1913: «Sí, yo amo la cruz, la cruz sola, y la amo porque la veo siempre sobre las espaldas de Jesús. Y Jesús sabe muy bien que toda mi vida, que todo mi corazón se ha entregado completamente a Él y a sus penas. Solamente Jesús puede comprender mi pena cuando se presenta a mi vista la escena dolorosa del Calvario. Nunca entenderemos del todo el alivio que se da a Jesús no solamente al compadecerse de sus dolores, sino también cuando encuentra un alma que por amor suyo no le pide consuelos, sino ser partícipe de sus mismos dolores». «Se le preguntó en una ocasión: “¡Padre! Usted sufre lo indecible porque ha cometido la imprudencia de ofrecerse víctima, y víctima por toda la humanidad. Usted, Padre, intenta llevar sobre una parte de sus espaldas a la Iglesia, y sobre la otra al mundo corrompido y desconcertado por las fuerzas del mal”. El Padre Pío no negó nada de lo propuesto, y se limitó a responder: “¡Sí! ¡Sí! ¡Rogad, pues, mucho para que finalmente no termine aplastado por tanto peso!”».[6] El estigmatizado de San Giovanni Rotondo es para Jesús –como todas las almas víctimas– una «Humanidad suplementaria», en la que Cristo puede seguir sufriendo para gloria del Padre y las necesidades de la Iglesia. «La Iglesia nace de la muerte de Cristo. Este dato fundamental nos recuerda también un principio de vida eclesial, que precisamente los santos ponen de relieve: un cristiano, cuanto más revive en sí el misterio del Gólgota, tanto más se hace instrumento de Cristo, para que la Iglesia, en él y en torno a él, pueda “renacer” continuamente en la fe, en la 19

santidad y en la comunión».[7] Salvando almas El verdadero objetivo del sufrimiento vicario supera ampliamente la asunción puntual de enfermedades y tribulaciones pertenecientes a otra persona, sino que se abre a un panorama mucho más amplio, pues persigue el perdón de las faltas y la conversión de la persona a la que sustituye. Se trata, ni más ni menos, que de satisfacer a la justicia divina para que la misericordia de Dios salve al pecador y le libre de los castigos que había merecido, ya que éstos han sido reparados por el sufrimiento del inocente. «Oh, Jesús, dame las almas de los pecadores. Que tu misericordia descanse en ellas; quítame todo, pero dame las almas. Deseo convertirme en hostia expiatoria por los pecadores. Transfórmame en Ti, oh Jesús, para que sea una víctima viva y agradable a ti. Deseo satisfacerte por los pecadores en cada momento».[8] Salvar almas: he aquí el objetivo por el que las almas víctimas ofrecen su sufrimiento reparador, pues el rescate de las almas tiene un precio, un precio muy caro: la sangre de las víctimas. El Padre Pío a veces hacía esta confidencia: «Las almas no se nos dan como regalo: se compran. ¿Ignoráis lo que le costaron a Jesús? Derramó y sigue derramando todos los días lágrimas de sangre por la ingratitud humana. Pues bien, siempre es preciso pagar con esa misma moneda. Repítele continuamente también tú al dulcísimo Jesús: quiero vivir muriendo, para que de la muerte surja la vida que ya no muere, y la vida resucite a los muertos». Ardiendo de sed para salvar a las almas, el 20 de febrero de 1921 escribió a su superior: «¡Pobre de mí! No logro descansar. Vivo sumergido en la extrema amargura, en la desolación más deprimente por no ganar todos los hermanos al Señor. Siento el vértigo de vivir por los hermanos... todo se reduce a esto: estoy consumiéndome por el amor a Dios y por el amor al prójimo... ¡Cuántas veces, por no decir siempre, me toca repetir: Señor, perdona a este pueblo, o bórrame del libro de la vida!». Se puede decir que el Padre Pío vivió para salvar a los pecadores. Sentía un gran amor por ellos, hasta el punto de pedir al Señor sus sufrimientos, que muchas veces el Señor le concedía. En una carta del 26 de marzo de 1914, escribía: «Si sé que una persona está afligida, sea en el alma o en el cuerpo, ¿qué no haría ante el Señor para verla libre de sus males? Con mucho gusto cargaría con todas tus aflicciones, con tal de verla a salvo, cediendo a su favor el fruto de tales sufrimientos, si el Señor me lo permitiera». Teresa Neumann, una estigmatizada alemana del siglo pasado, que ofreció su vida a sufrir por la salvación de las almas, explicaba así su misión: «Mira, el Salvador es justo, y por eso tiene que castigar. Pero es también bondadoso y quiere ayudar. El pecado que se ha cometido tiene que ser castigado. Mas, cuando otro asume el sufrimiento, se satisface a la justicia y el Salvador es libre para desplegar su bondad».[9] Ante estas palabras, lo más fácil es calificar esta actitud como propia de una debilidad masoquista, que se suele hacer extensiva a toda práctica penitencial basada en infligirse sufrimiento. Pero los testimonios de las almas vicarias contradicen este prejuicio. A pesar de su ofrecimiento como alma víctima, Teresa Neumann nunca escondía su temor a 20

sufrir. A quienes le llamaban la atención sobre este hecho, les respondía: «Mira, el sufrimiento no puede gustarle a nadie. Tampoco a mí me gusta. Ninguna persona ama el dolor, y yo también soy una persona. Pero amo la voluntad del Salvador y, cuando Él me envía un sufrimiento, lo acepto porque Él lo quiere así. Pero el sufrimiento a mí no me gusta».[10] Parecidas palabras le dirigió el Padre Pío a su hija espiritual Cleonice Morcaldi en cierta ocasión, cuando ésta le interrogaba sobre el sentido de su sufrimiento: «No creas que a mí me gusta el sufrimiento en sí mismo; me gusta y se lo pido a Jesús por los frutos que produce: da gloria a Dios, salva a las almas, libera las del Purgatorio. ¿Qué más puedo querer?». Todas las almas víctimas tienen como misión salvar a través del amor, no del sufrimiento, pero sólo se consigue la salvación entregándose al sufrimiento para redimir a los demás, como hizo Jesús entregando su vida por amor a nosotros. El Padre Pío también donó su vida para este fin, plenamente aceptado: «Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo. ¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece ante el mal y no entristecerse de igual modo? Yo no soy capaz de nada que no sea tener y querer lo que quiere Dios. Y en Él me encuentro descansado, siempre al menos en lo interior, y también en lo exterior, aunque a veces con alguna incomodidad. Jesús se escoge algunas almas y, entre ellas, en contra de mi total desmérito, ha elegido también la mía para ser ayudado en el gran proyecto de la salvación humana. Y cuanto más sufren estas almas sin alivio alguno, tanto más se mitigan los dolores del buen Jesús. Éste es el único motivo por el que deseo sufrir cada vez más y sufrir sin alivio; y en esto encuentro toda mi alegría». El apostolado del sufrimiento Pedir voluntariamente padecer penalidades en lugar de otra persona es la forma más pura de ejercer el sufrimiento vicario, sin duda la más perfecta y difícil, y por eso parece reservada a las almas elegidas de los santos, hasta el punto de que constituye uno de los caminos más directos para alcanzar la santidad. Consciente de que la dureza de este camino no lo hace adecuado ni asumible por la mayoría de los creyentes, el Padre Pío en su correspondencia desaconsejaba a muchas personas que se ofrecieran como almas víctimas, pues conocía las enormes dificultades de este carisma. Sin embargo, el carisma de alma víctima dentro de la Iglesia no está destinado solamente a los santos, o a personas de extraordinaria categoría espiritual, aptas para resistir las duras pruebas del sufrimiento vicario. Más bien podemos decir que está abierto y disponible para todos aquellos creyentes que son llamados a esta misión sacrificial por el mismo Cristo, ya que hay otra modalidad más sencilla y asequible de sufrimiento reparador para el común de los mortales, que consiste en ofrecer nuestros propios sufrimientos, es decir, aquellos que nos corresponden por prueba o expiación, con la intención de aliviar o eliminar los padecimientos de otras personas, incluyendo la petición de misericordia para sus pecados, y la conversión y salvación de sus almas. 21

«A vosotros que sufrís, os pido que nos ayudéis. Pido que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión a la cruz de Cristo».[11] «Muchos hombres y mujeres en la historia de la Iglesia han sido llamados a abrazar esta fuerza del evangelio del sufrimiento en grados altísimos de oblación y ofrecimiento. Estos, llamados almas víctimas, cooperan de manera particular con la obra redentora de Cristo en cada generación. La Cruz es reproducida en sus vidas transformándolos en víctimas de amor. Ellos abrazan la Cruz por amor a Cristo, en plena comunión con Él y en imitación plena del Maestro, ofreciéndose como Él, con Él y en Él, por la salvación de la humanidad y para el bien de toda la Iglesia».[12] Santa Teresita del Niño Jesús decía: «Ofrezcamos nuestros sufrimientos a Jesús para salvar almas. Pobres almas... Jesús quiere hacer depender su salvación de un suspiro de nuestro corazón ¡Qué misterio! No rehusemos nada a Jesús» (Carta 85). «No perdamos las pruebas que nos envía, son una mina de oro sin explotar» (Carta 82). En sus apariciones, María ha hecho continuos llamamientos a la necesidad de sacrificarse por la salvación de las almas. Por ejemplo, en la revelación en Fátima del 13 de agosto de 1917: «Orad y haced sacrificios por los pecadores, porque hay muchas almas que van al infierno, porque no hay quien se sacrifique ni ore por ellas». Esta modalidad de victimación está abierta a todos los creyentes, aunque suponga indudablemente un cierto grado de heroísmo: «Por eso, debemos tomar partido en esta lucha permanente contra el mal y contribuir con nuestro granito de arena en la construcción de un mundo mejor. Ofrezcamos con amor nuestros sufrimientos por la salvación de los pecadores. ¿No querrías ser tú de esas almas heroicas que se han consagrado al Señor para salvar a los pecadores? Estas personas ofrecen su vida y sus sufrimientos por la salvación del mundo. Son almas enteramente disponibles para cumplir en ellas la voluntad de Dios. Quieren arrancar a los pecadores de las garras de Satanás para devolvérselas a Dios. Pero ello no es posible sin amor y sin dolor. Algunos las llaman almas víctimas. Ellas son verdaderas maravillas de Dios, joyas de su amor, perlas preciosas, flores hermosas de su jardín. Son hostias inmaculadas y puras, como lo han sido todos los santos».[13] Fruto de esta corriente de espiritualidad ha sido la creación en los últimos tiempos de un número cada vez mayor de grupos institucionalizados y fundaciones que nacen con el exclusivo propósito de hacer del sufrimiento reparador su vocación y carisma más genuino. El conjunto de estas instituciones ha desembocado en el ámbito de la fe cristiana en lo que se conviene en llamar el «Apostolado del Sufrimiento», cuya idea motriz hay que buscarla en santa María Magdalena de Pazzi (1566-1607), que llevó una vida de continuo martirio por las almas –«¡almas, dadme almas!», decía continuamente–. Suyas son algunas de las frases más famosas sobre el sufrimiento vicario: «Padecer y no morir», «no morir, sino sufrir», «ni morir ni curar, sino vivir para sufrir». Por supuesto, también recibió los estigmas. Además de éstos, recibió los consiguientes e intensísimos dolores, violentas jaquecas y 22

parálisis frecuentes, acompañados de una catarata de tentaciones de todo tipo: de fe, de ira, egoísmo, tristeza, falta de confianza en Dios, abandono de vida religiosa, todo tipo de pensamientos impuros... tan es así que pedía insistentemente:«Ya que me has dado el dolor, concédeme también el valor». Pero aun así seguía repitiendo: «Ni sanar ni morir, sino vivir para sufrir». Esta experiencia del apostolado del sufrimiento fue recogida y perfeccionada algo más tarde por santa Margarita María de Alacoque: «Todo mi apostolado consistió principalmente en abrazarme gozosa a la Cruz y en abandonarme amorosamente al Crucificado divino con gratitud del alma y con sed inmensa de su gloria. ¡Oh, aprended, pues, ante todo, la ciencia sublime de sufrir! ¡Sí, de sufrir amando y de cantar sufriendo para gloria del divino Corazón! Dejaos atraer desde el Calvario a su Calvario, sin vacilaciones ni cobardías... Ceded al imán de su Corazón crucificado... Y no temáis, porque Aquél que os ha inspirado el deseo ardiente, y el querer, sabrá también daros el poder con gracia superabundante. Acercaos, pues, al Tabernáculo del Rey de amor... Venid, llevándole gozosos, como ofrenda de apostolado, las dolencias... Ofrecedle, como rico tesoro, las flaquezas dolorosas de la salud quebrantada... Presentadle este precioso obsequio, y, colocándolo en la herida de su Corazón adorable, decidle con toda resignación, con celo ardiente y con amor apasionado: “Acepto Señor, la gloria incomparable de ser una partícula de la Hostia redentora que eres Tú mismo... Pero, en recompensa, sana las almas enfermas, y, a cambio de este Calvario nuestro, sube al Tabor de tu gloria, Jesús”». El caso quizá más conocido dentro de este apostolado del sufrimiento fue el que llevó a cabo la mística francesa Marta Robin. Aquejada desde la infancia por muchas enfermedades incurables, que la produjeron parálisis, trastornos digestivos y ceguera, pasó cincuenta y tres años inmovilizada en su lecho, sin tomar otro alimento que la Hostia. A raíz de una revelación en 1928, ofreció su vida al Corazón de Jesús en la Cruz. Desde entonces, comenzó a sufrir también los estigmas. A medida que su fama aumentaba, recibía innumerables visitas –llegó a recibir a más de 100.000 personas– y mantenía una intensa correspondencia con personas de todo el mundo. Cambió la vida de muchas personas escuchándolas, aconsejándolas, alentándolas... Incluso fue capaz de realizar numerosas obras de caridad con los pobres, y de fundar una congregación, la Foyer de Charité, hoy extendida por varios países. Resumía su misión en dos palabras: «Ofrecerse y sufrir». Otra alma víctima de especial relevancia en los tiempos actuales lo constituyó la beata Luisa Piccarretta (1865-1947), que mantuvo frecuentes contacto con el Padre Pío por bilocación. Siendo todavía niña, comenzó a manifestar una misteriosa enfermedad que la obligaba a quedarse en cama. Alrededor de los dieciocho años, mientras se encontraba haciendo la meditación sobre la pasión de Jesús en su habitación, sintió su corazón oprimido y que le faltaba la respiración. Asustada, salió al balcón y desde allí vio que la calle estaba llena de personas que empujaban a Jesús llevando la Cruz. Sufriente y ensangrentado, Jesús alzó los ojos hacia ella pronunciando estas palabras: «¡Alma, ¡ayúdame!». 23

Luisa entró a su habitación con el corazón desgarrado por el dolor, y llorando le dijo: «¡Cuánto sufres, oh mi buen Jesús! ¡Si pudiera yo al menos ayudarte y librarte de esos lobos rabiosos, o cuando menos sufrir yo tus penas, tus dolores y tus fatigas en tu lugar, para así darte el más grande alivio...! ¡Ah, Bien mío!, haz que yo también sufra, porque no es justo que tú debas sufrir tanto por amor a mí y que yo, pecadora, esté sin sufrir nada por ti». Y desde aquel momento repitiendo siempre su fiat, se hicieron más frecuentes los períodos transcurridos en cama, hasta el punto que estuvo postrada sufriendo una completa inmovilidad durante 62 años. Luisa murió antes de cumplir los ochenta y dos años de edad, el 4 de marzo de 1947, después de una corta pero fatal pulmonía –¡la única enfermedad diagnosticada en su vida!–.

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2 La sangre del Cordero

«¿Un hombre que ha permanecido crucificado durante medio siglo? Todo eso, ¿qué quiere decir? ¿Sabéis por qué subió Jesucristo a la Cruz? Subió a la Cruz por los pecados de los hombres, y cuando en la historia aparece algún crucifijo, eso quiere decir que el pecado de los hombres es grande y que para salvarlo es necesario que alguien regrese otra vez al Calvario, vuelva a subir a la Cruz y allí permanezca sufriendo por sus hermanos. Nuestro tiempo tiene necesidad de gente que ofrezca lo que el Hijo Unigénito sufrió. En eso consiste toda la cuestión del Padre Pío». [14] «El Padre Pío recibió los estigmas en su cuerpo, como Cristo, para destruir los pecados y los sufrimientos del mundo contemporáneo» (Cardenal Corrado Ursi). «Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20).

Viacrucis Como todas las almas víctimas, el Padre Pío realizó su misión vicaria de expiación a través del sufrimiento. En el mes de junio de 1913 escribía al Padre Benedetto, su director espiritual: «El Señor me hace ver, como en un espejo, que mi vida futura no será más que un martirio» (Epistolario I, p. 368). Esta premonición del Padre Pío se cumplió plenamente a lo largo de toda su vida, que se convirtió en un auténtico viacrucis bajo el peso de sufrimientos abrumadores, tanto físicos como morales y espirituales. «Me encuentro levantado no sé cómo en el ara de la Cruz desde el día de la fiesta de los santos Apóstoles, sin jamás descender ni por un instante. Anteriormente era interrumpido el suplicio algún instante, pero, desde aquel día hasta aquí, el sufrimiento es continuo, sin interrupción alguna. Y este penar va siempre en aumento. ¡Fiat!» (carta del 21 de julio de 1918). Las enfermedades sufridas por el Padre Pío fueron documentadas en un memorial enviado al Vaticano por el doctor Miguel Capuano, su último médico. El doctor Capuano ejerció su profesión en San Giovanni Rotondo durante cincuenta años, cuarenta de los cuales al lado del Padre Pío y, poco antes de morir, firmó página por página un largo informe científico, en el que anotó con escrupulosidad una larga serie de enfermedades padecidas por el fraile de los estigmas: «El Padre Pío –se lee en el informe– perdía algo así como un vaso de sangre cada día. Tenía fiebres que a veces alcanzaban los 44-45 grados, las cuales se podían medir solamente con termómetros especiales. A la bronquitis crónica, que tuvo desde niño, se habían añadido el asma y una pleuritis exudativa, enfermedad que dejaba al Padre Pío sin respiración a causa de las terribles punzadas en el costado. Sufría también de pulmonía y bronco-pulmonía dos veces al año, en las estaciones intermedias; de úlcera péptica, con espasmos, vómito y ayuno forzoso. Más tarde aparecieron los cólicos de los 25

cálculos renales, que le hacían gritar durante horas al punto de invocar la muerte. No faltaban las enfermedades –por así decirlo– ligeras, como la artritis, la artrosis, la descalcificación de los huesos de toda la columna, la rinitis hipertrófica, la faringitis y la laringitis purulenta, la otitis, la sinusitis, y las fuertes migrañas. Además, el Padre Pío no veía bien, al punto que no podía releer sus propios escritos y, en los últimos años de su vida, fue afligido por un epitelioma en el oído izquierdo que no le permitía dormir de aquel lado. Tenía un quiste en la parte derecha del cuello, que le impedía girar la cabeza, y luego aquella hernia en la ingle derecha que en 1925 le llevó a la operación, la cual le fue practicada sin anestesia, porque el Padre Pío tenía miedo a que, bajo los efectos de los fármacos, los médicos aprovecharan para escudriñar sus llagas, que llevaba rigurosamente cubiertas».[15] A este terrible cuadro clínico hay que añadirle los dolores continuos que padecía debido a sus estigmas, la escasísima cantidad de comida que ingería –a todas luces insuficiente para cubrir sus necesidades diarias, hasta el punto de que durante períodos largos de tiempo solamente se alimentaba de la Hostia–, sus mortificaciones, las largas horas de permanencia en el confesionario, y el hecho de que apenas dormía. Un médico llegó a decir, asombrado ante la pasmosa resistencia de aquel fraile que llevaba una vida increíblemente activa a pesar de sus sufrimientos físicos, que para la medicina «el Padre Pío está biológicamente muerto». Junto a estos sufrimientos físicos, el Padre Pío también padeció sufrimientos de orden moral y espiritual. Aparte del dolor que experimentaba viendo la decadencia moral del mundo, durante toda su vida fue asaltado por unos lacerantes escrúpulos, que le atormentaban de tal manera que incluso –aunque parezca increíble decirlo– ¡le llevaron a albergar serias dudas sobre si se iba a salvar o no! Esta prueba, inexplicable en alguien tan tocado de gracias sobrenaturales, era aceptada por él como venida de Dios, y tenía por objeto preservarle de la soberbia. «No se trata de desesperanza –le decía en una carta a su confesor–, pero no lo entiendo. Es terrible. No sé cómo el Señor puede permitir todo esto. Me veo a disgusto en todo, y no sé si obro bien o mal. No se trata de escrúpulos, sino de que la incertidumbre de agradar o no al Señor me aplasta. Y eso en todo y en todas partes, en el altar, en el confesionario, en todas partes. Avanzo casi por milagro, pero no entiendo nada». Como trasfondo de todos sus sufrimientos, sufrió durante amplios períodos lo que viene a llamarse, desde san Juan de la Cruz, una terrible «noche espiritual», que le sumió en crisis, sequedades, incertidumbres y angustias indecibles. ¡Quién lo diría, cuando se le veía bromear y atender con tanto amor y entrega a su ministerio sacerdotal! «Las tinieblas se van intensificando cada vez más; las tempestades se suceden a las tempestades y en lo íntimo de mí mismo van haciendo un vacío cada vez más espantoso, que me hace morir de terror en cada instante. Dondequiera vago encuentro espinas, que todo me penetran. Mis sufrimientos interiores crecen y crecen cada vez más sin el menor descanso. Así lo quiere el Señor, porque así desea ser amado de sus criaturas». «La noche se va haciendo cada vez más profunda; la tempestad, cada vez más 26

áspera; la lucha, cada vez más apremiante, y todo amenaza una inundación de la pobre nave de mi espíritu. Ningún consuelo baja a mi alma. Sólo veo con claridad mi nulidad, de una parte; y de la otra la bondad y el tamaño de Dios. Veo a Dios en mí mismo y, lejos de satisfacer mi afán, mayor deseo siento». En el fondo de sus sufrimientos morales latía la creencia de su radical incapacidad, que le hacía sentirse indigno de los dones que el Cielo había volcado sobre él con tanta abundancia. Frecuentemente se quejaba de que cualquier otra persona, en su lugar, habría hecho más que él, acusándose de no haber sabido corresponder adecuadamente a tantas gracias como se le habían dado. Llegó a decir que no entendía por qué su hábito de capuchino no salía huyendo de él, escandalizado de su indignidad como siervo de san Francisco. ¡Cosas raras de los santos!, pues esta actitud de considerarse radicalmente indignos de la gracia de Dios fue común a muchos de ellos. Llevaba sus sufrimientos en secreto, pero a veces abría su alma atribulada ante personas de su confianza. En agosto de 1922 el Padre Rómulo Pennisi, director del pequeño seminario capuchino de San Giovanni Rotondo, rodeado de sus alumnos, tuvo este diálogo con el Padre Pío: —Padre Pío, hoy veo que sufres mucho. Dime: ¿Te duelen mucho tus llagas? —Hijo mío, cuando tú tienes una llaga, ¿te duele? Ahora piensa que yo tengo cinco, y... ¡qué llagas! —Entonces, dame un poco de tu sufrimiento. El sufrimiento compartido es menor. —Eso nunca, hijo mío. Soy celoso de mis sufrimientos. Si Dios te diera una centésima parte de lo que yo sufro, no resistirías ni siquiera un minuto. Morirías al instante. —Padre Pío, aquí están los seminaristas que quieren aligerarte un poco el peso de tu Cruz. ¿Por qué no pides al Señor que distribuya un poco de tus sufrimientos en cada uno? —No reparto con nadie mis joyas. Así era el Padre Pío. Él sabía que había sido escogido por Dios como colaborador de la obra de la redención de Cristo y que esta colaboración se realizaba a través de la Cruz. Bajo un jefe coronado de espinas, él no quiso ser menos. Y esto duró durante toda su vida. Un confidente un día le preguntó: —Padre, ¿cuándo sufre? —Siempre, hijo mío. Desde el seno de mi madre. —¿Sufre mucho, Padre? —Todo lo que puede sufrir quien carga con la humanidad entera. Cleonice Morcaldi, su hija espiritual predilecta, unos días antes que el Padre Pío muriera le preguntó: —¿Cómo se siente, Padre? —¡Mal, mal, mal! –le respondió. —¿Qué sufre? –volvió a preguntarle la hija espiritual. —¡Todo, todo, todo! 27

—¿Al fin está usted saciado de tanto sufrimiento? —¡Todavía no! —Pero, ¿qué es para usted este bendito sufrimiento? —¡Es el pan de cada día, es mi delicia! —Pero, Padre, la culpa es de usted, porque tuvo la imprudencia de ofrecerse víctima no sólo por la Iglesia y por Italia, sino por todo el mundo. —Bueno, era también necesario encontrar a un tonto como yo que aceptara. Así, con una broma, este hombre de Dios intentaba ocultar el drama de sus heroicos sufrimientos. Holocausto final Aparte de su sufrimiento como víctima general de expiación para la salvación de las almas, el Padre Pío también desarrollaba actos de inmolación por personas concretas y circunstancias determinadas, asumiendo conflictos y crisis que muchas veces superaban la dimensión personal, y apuntaban a hechos de relevancia para la Iglesia o que incluso podían referirse a un horizonte mundial. Una parte de su actividad como alma víctima nos es conocida en su intimidad a través de los éxtasis que experimentaba, especialmente en sus primeros tiempos como capuchino, pues en este estado de trance expresaba en detalle su lucha con Dios con el fin de conseguir misericordia para alguien. Son éxtasis parecidos a los de santa Gema Galgani, otra alma víctima. Siendo todavía joven el Padre Pío, un religioso entró en su celda para hablar con él. Estaba en profundo recogimiento, hablando con el Señor, y no se dio cuenta de que el religioso había entrado. Éste, sorprendido por la oración que estaba haciendo, empezó a transcribir aquella plegaria: «¡Oh Jesús, te encomiendo a aquella persona! ¡Conviértela, sálvala! No sólo conviértela, ¡sino sálvala! Si se tratara de castigar a los hombres, castígame a mí... ¡Oh Jesús, convierte a aquel hombre! Tú lo puedes... sí, eres poderoso. Me ofrezco a Ti, Señor, todo por él... Jesús, ¿es fea aquella persona?... Abuso de tu bondad... eres Padre... la gracia se la debes conceder Tú... Aquél será malo, pero tú puedes cambiarlo... te voy a cansar hasta lograrlo. Quiero que sepas, Jesús, que si no lo conviertes, ¡te voy llamar “malo”! ¿Cómo?... ¿Por tantos y tantos no te mides en dar tu sangre?.. La gracia se la debes hacer Tú... hasta que no sepa que ya se la concediste, no me cansaré de pedírtela. Jesús mío, no me digas que no. Recuerda que por todos derramaste tu sangre... y, ¿qué tiene que ver si aquél es duro? Jesús, otra gracia... A los sacerdotes los debes ayudar, especialmente en nuestros días... son espectáculo y blanco de todos... Mientras se trata de mí, haz lo que quieras, de lo de ellos, no...». Ya desde sus primeros tiempos como capuchino se había ofrecido como víctima por todos los Papas, a los que aseguraba una obediencia y lealtad sin límites, aunque hubo algunos que, fiándose de consejeros que le proporcionaban informaciones falseadas sobre el fraile estigmatizado –como fue el caso de Juan XXIII–, cayeron en incomprensiones hacia él, autorizando severas restricciones a su ministerio sacerdotal. 28

Después del Concordato de 1929 entre el Vaticano y el Estado italiano, hubo un período de relativa paz, que se rompió dos años después por las tensiones provocadas por las organizaciones fascistas contra la Acción Católica que Pío XI consideraba como la niña de sus ojos. El Papa no se doblegó frente a las vejaciones fascistas y, el 5 de junio de 1931, intervino enérgicamente con una encíclica contra la ideología fascista, que consideraba como «estatolatría pagana». Las fuertes palabras del Papa ocasionaron un enorme revuelo. En el convento de San Giovanni Rotondo el mismo Padre Pío comentó la encíclica papal y se refirió a los malos propósitos de Mussolini; pero dijo que, a pesar del peligro en que se encontraba Pío XI, el Papa estaba a salvo, «porque algunas personas se habían ofrecido como víctimas por la Santa Iglesia». No dijo más, pero todos entendieron que una de esas almas víctimas era precisamente él. Al entrar los alemanes en Roma el 10 de septiembre de 1943, al Padre Pío le sobrevino una extraña enfermedad, quizá presintiendo que el Santo Padre estaba en peligro. Son innumerables los casos en los que el Padre Pío se apropió vicariamente de los sufrimientos de otras personas. Durante la Cuaresma de 1956, un joven afectado de un tumor en la sien fue a hablar con el Padre Pío. El Padre Atilio Negrisolo le preguntó después al joven qué le había dicho, a lo que respondió: «Me ha dicho: suframos juntos». Este sacerdote se encontró después el Viernes Santo con el Padre Pío, y éste le confesó –a la vez que se señalaba la sien– que «me da la impresión como de tener un taladro que me penetra en la cabeza». Entonces el Padre Negrisolo observó: «¡A la fuerza ha de ser, Padre, cargáis con el mal de todos!». El Padre Pío entonces respondió: «¡Ojalá fuera verdad que pudiera cargar con el mal de todos para verlos a todos contentos!». Por supuesto, el joven no tardó en curarse. En general, podemos decir que el Padre Pío cargaba sobre sus espaldas una enorme Cruz, hecha de los sufrimientos de todos sus devotos, de todos sus hijos espirituales, a los que nunca abandonaba, y a los que tenía siempre presente. En una de sus cartas a Raffaelina Cerase encontramos estas palabras: «Por mi parte, no puedo menos que compartir de buen grado con usted el dolor que la oprime, pedir más asiduamente a Dios por usted y desearle que el dulcísimo Jesús le conceda la fuerza espiritual y material para atravesar la última prueba de su paterno amor a usted [...]. ¡Cuánto quisiera estar cerca de usted en estos momentos para aliviar de alguna manera el dolor que la oprime! Pero estaré espiritualmente cerca de usted. Haré míos todos sus dolores y los ofreceré todos en holocausto al Señor por usted».[16] Un aspecto poco conocido de la vida del Padre Pío es el hecho de que hubo en su vida varias personas que se ofrecieron como víctimas por él, con el fin de conseguirle el cese de sus tribulaciones en circunstancias especialmente difíciles de su existencia. La víctima por excelencia fue así salvada y beneficiada por otras almas víctimas, en una emocionante cadena de reciprocidad. Una de estas almas generosas fue la ya mencionada Rafaelina Cerase, de la ciudad de 29

Foggia. Esta mujer, muy enferma, se ofreció en 1916 como víctima para que el Padre Pío –que estaba exclaustrado en Pietrelcina por causa de extrañas enfermedades– sanara de sus dolencias y regresara a su comunidad. En efecto el Padre sanó, se despidió de su tierra y fue destinado al convento de los capuchinos de Foggia, en donde pudo atender espiritualmente a Rafaelina. En los años de segregación absoluta en San Giovanni Rotondo (l923-1933) hubo otra hija espiritual del Padre Pío que ofreció su vida para que cesara la persecución contra el estigmatizado. Se llamaba Lucía Fiorentino. El Señor le tomó la palabra y Lucía murió en 1934, pocos meses después de que el Papa Pío reconociese públicamente la inocencia del Padre Pío. Lucía Fiorentino era un alma excepcional que tenía frecuentes fenómenos místicos, entre ellos locuciones interiores. Ya desde 1906 el Señor le había anunciado que vendría de lejos un sacerdote, simbolizado por un gran árbol cuya sombra cubriría todo el mundo. Quien con fe se refugiara bajo él, obtendría la verdadera salvación. Por el contrario, quien se burlara sería castigado. El Padre Pío era este árbol, hermoso y rico en hojas y frutos de santidad y salvación para muchos. También el Padre Pío contó en su titánica empresa como alma víctima con la colaboración de algunas personas, la mayoría hijas espirituales de él, que se asociaron libremente en su obra reparadora y expiatoria. De entre ellas destaca con luz propia Cristina Montella, que contaba sólo 14 años de edad cuando se le apareció en bilocación el Padre Pío, y que desde ese momento tuvo una especial relación con él. El capuchino la tomó bajo su protección y la hizo su hija espiritual, llamándola la «Niña», apodo cariñoso que empleó con ella durante toda su vida. Cristina recibió los estigmas en la fiesta de la exaltación de la Cruz –14 de septiembre de 1935–. Primero fueron visibles, pero ella pidió que se le retiraran, lo cual le fue concedido, aunque siempre sufrirá los dolores de los estigmas invisibles. Habiendo profesado como monja bajo el nombre de Rita, cada noche revivía durante tres horas con el Padre Pío, presente en su celda por bilocación, los sufrimientos del Señor en lo que ella llamaba «la obra santa para los sacerdotes». Según confesaba ella misma, ella y el Padre Pío «se mantenían ambos de rodillas con los brazos extendidos, aunque sostenidos por dos ángeles, mientras un círculo de espíritus celestes formaban una orante corona en torno a las dos víctimas inmoladas para la reparación de los pecados del mundo contemporáneo». En su libro El secreto del Padre Pío, Antonio Socci sostiene que sor Rita estuvo presente mediante bilocación en la plaza de San Pedro el 13 mayo de 1981, cuando Alí Agca intentó acabar con la vida de Juan Pablo II. Según sus palabras textuales, «junto a la Virgen, desvié el disparo del agresor del Papa».[17] Socci también afirma en su libro que la misión victimaria del Padre Pío se inspiró en san Pío X –primer Papa canonizado el siglo XX–, Papa al que admiraba profundamente, calificándole de «alma verdaderamente noble y santa, que en Roma no tuvo nunca a nadie igual». Pío X –quien ya en sus encíclicas había condenado sin ambages las corrientes modernistas que comenzaban a invadir la Iglesia– invitaba a los religiosos a ofrecerse como víctimas a Dios para la salvación de la humanidad, sabiendo que la 30

respuesta a un mundo sumido en las tinieblas era la santidad del sacerdocio. Para él, el sacerdote tiene la vocación divina de ser un «hombre crucificado en el mundo». Él mismo dará un escalofriante ejemplo de este llamamiento cuando falleció precisamente al ofrecerse como víctima tras el estallido de la I Guerra mundial. Pero lo más impresionante es cuando Socci explica que los estigmas que recibió el Padre Pío el 20 de septiembre de 1918 fueron el precio que pagó ante el Cielo por la concesión de un deseo que manifestó repetidamente en sus oraciones: el final de la I Guerra mundial. También resulta misteriosa la extraña muerte del Padre Pío el 23 de septiembre de 1968. Ciertamente, tenía ya 81 años y estaba débil y achacoso, pero no mucho más que lo había estado durante las largas, raras y penosas enfermedades que sufrió en el transcurso de su existencia. La diferencia estaba, obviamente, en que era más anciano. Pero unos días antes de su fallecimiento nada hacía presagiar ese desenlace. Su mismo óbito tuvo lugar de manera dulce, suave y tranquila, casi como si se durmiera por propia voluntad. Sobre este respecto, hay muchos autores que mantienen que ese fue el último acto del Padre Pío como alma víctima, ya que había ofrecido previamente su vida por la causa de la Iglesia, que en ese año de 1968 estaba en plena crisis posconciliar, amenazando un derrumbe por la crisis del sacerdocio. En apoyo de esta teoría, hay que decir que el Padre Pío con frecuencia manifestó su preocupación por los nuevos derroteros que estaba tomando la Iglesia después del Concilio, hecho que comentaremos más adelante. Un personaje del Vaticano llegó a decir, contemplando el cadáver del Padre Pío en el ataúd: «El Padre Pío ha muerto de dolor por lo que está ocurriendo en la Iglesia». «El sacrificio del Padre Pío supuso para la Iglesia la liberación de algo terrorífico, acaso una desintegración para la que, en esos momentos, se daban todas las premisas. Y probablemente propició grandes gracias (como el pontificado de Juan Pablo II). A Luigina Siapina, una hija espiritual del Padre Pío con dones sobrenaturales, la Virgen le explicó así la muerte del Padre Pío en aquel momento: «Hacía falta una gran víctima en los momentos actuales de la Iglesia».[18] Pero su misión victimaria no finalizó con su fallecimiento, sino que se prolonga mucho más allá en el tiempo. Monseñor Pietro Galeone nos dejó en su obra Padre Pío mío Padre una revelación asombrosa: el Padre Pío había pedido al Señor ser una víctima perenne, con el fin de que su misión redentora perdurara hasta el fin de los tiempos. Ni que decir tiene que su solicitud fue aceptada. «Te asocio a mi Pasión» Pablo VI dijo el 25 de febrero de 1970: «También la Iglesia tiene necesidad de ser salvada por alguien que sufra, por alguien que lleve escrita dentro de él la pasión de Cristo». La manera más sublime de vivir el sufrimiento vicario, de practicar el carisma de alma víctima, es, como lo atestiguan muchos santos, participar en la pasión de Jesús, la experiencia victimaria más completa y reparadora, ya que tuvo como fruto la redención 31

de la humanidad. Éste fue el centro de la espiritualidad y del ministerio del Padre Pío: la participación total en los dolores físicos y espirituales de la pasión de Cristo. Por eso le fueron concedidos los estigmas. El Padre Pío fue un alma víctima de especiales características, las cuales hicieron que su misión expiatoria fuera de una importancia excepcional en la historia de la Iglesia, pues esta misión tuvo como manifestación sensible nada más y nada menos que las llagas de Cristo: los estigmas. Las heridas de Cristo son la más pura y auténtica prueba de una misión victimaria, pues asocian a quien las tiene a la víctima perfecta por excelencia: el mismo Cristo. «Jesús es víctima eterna. Resucitado de la muerte y glorificado a la derecha del Padre, Él conserva en su Cuerpo inmortal las señales de las llagas de las manos y de los pies taladrados, del costado traspasado (Jn 20,27; Lc 24, 39-40) y los presenta al Padre en su incesante plegaria de intercesión a favor nuestro (Heb 7,25; 8,34). La admirable Secuencia de la Misa de Pascua proclama: “Cristo es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”». [19]

Desde su Cuerpo inmortal, Cristo otorga sus eternas y permanentes llagas a un número reducido de creyentes, para que estos estigmas sean presentados ante el trono de Dios como una continua plegaria de intercesión y mediación. Aquí radica el verdadero sentido de los estigmas; ésta será la extraordinaria misión del Padre Pío en su encarnación en esta tierra. Una reflexión del Cardenal Siri descubre el núcleo fundamental de esta experiencia carismática del Padre Pío: «La agonía de nuestro Señor Jesucristo en el Huerto de los Olivos representa el punto espiritual más profundo e íntimo del Padre Pío... Su misión era renovar la Pasión». Éste es el punto esencial de la experiencia del Padre Pío, que emerge continuamente en una lectura atenta de la documentación y de sus escritos. «El Padre Pío tiene plena conciencia de participar, con sus sufrimientos físicos e interiores, en el misterio salvífico de Cristo en favor de la salvación del mundo. Tiene conciencia de continuar la Pasión en favor de la Iglesia, al igual que san Pablo: “Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”» (Col 1,24).[20] Participar en la pasión de Cristo exige amar la cruz. Como escribía el Padre Pío: «Sí, yo amo la Cruz, la Cruz sola, y la amo porque la veo siempre sobre las espaldas de Jesús. Y Jesús sabe muy bien que toda mi vida, que todo mi corazón se ha entregado completamente a Él y a sus penas. Solamente Jesús puede comprender mi pena cuando se presenta a mi vista la escena dolorosa del Calvario. Nunca entenderemos del todo el alivio que se da a Jesús, no solamente al compadecerse de sus dolores, sino también cuando encuentra un alma que por amor suyo no le pide consuelos, sino ser partícipe de sus mismos dolores. Jesús glorificado es hermoso; pero a mí me parece todavía más hermoso cuando está crucificado. Busca más estar en la Cruz, que al pie de la misma; desea más agonizar con Jesús en el huerto, que compadecerlo, porque así te asemejas más al divino prototipo». 32

Tenemos aquí, por tanto, una modalidad especial de sufrimiento vicario, que busca asumir los sufrimientos que Cristo experimentó durante su Pasión y Muerte, como medio de testimoniarle su amor, de aliviarle en sus tribulaciones, y con el fin último de colaborar en su obra redentora. No se pretende sufrir en lugar de Él, sino compartir sus dolores. Esta actitud destaca especialmente en los estigmatizados, los cuales sufrieron los estigmas, entre otras razones, debido a su ferviente deseo de participar en la pasión de Cristo. «Los iniciados, místicos y esotéricos estudian el significado simbólico y místico de la crucifixión. En el momento en que Jesús atravesó la llamada Pasión de Cristo, Él vivió una experiencia de tomar para sí mismo el sufrimiento o karma de la humanidad. Ese proceso haría que, en vez de que el karma de la humanidad se abatiese contra millones y millones de personas, solamente Jesús, en el acto de la crucifixión, sentiría los dolores, enfermedades y sufrimiento del mundo. Es eso lo que es llamado la “remisión de los pecados” por la Iglesia católica y que en el esoterismo es conocido como “transmutación del karma de la humanidad”. Se dice que cada uno de los avatares, grandes almas y redentores que vinieron a la Tierra transmutó una porción del karma planetario, tomando para sí mismo el sufrimiento de las masas y de cierta forma “salvando” a las personas de sus errores de vidas pasadas. Esto permite a la humanidad sufridora aprender por la sabiduría y no por las experiencias o, en última instancia, por el sufrimiento. Cuando un santo recibe las llagas de Cristo, acepta íntimamente dar continuidad a ese proceso de purgación del karma planetario. En la medida en que siente el dolor de las llagas, él en verdad está sintiendo el dolor del karma de millares o millones de individuos y ayudando a aliviar el sufrimiento humano. Fue así primero con San Francisco de Asís, y con varios otros individuos que lo sucedieron. Una de esas almas fue el Padre Pío».[21] El primer estigmatizado del que se tiene noticia es san Francisco de Asís. Desde entonces, en la historia de la Iglesia se conocen más de 350 casos comprobados de estigmatizados, pero de entre ellos solamente unas sesenta instancias han sido aceptadas como de carácter sobrenatural por la Iglesia católica. Setenta y dos estigmatizados han sido declarados santos. En esta lista destacan nombres como Ángela de Foligno, Catalina de Siena, Rita de Cascia, Catalina de Génova, San Juan de Dios, María Magdalena de Pazzi, Margarita María de Alacoque, Ana Catalina Emmerich, Ana María Taigi, Gema Galgani, Teresa Neumann, el Padre Pío de Pietrelcina, etc. El caso más espectacular lo constituye, sin duda, el Padre Pío, por varias razones: en primer lugar, es el primer sacerdote estigmatizado de la historia de la Iglesia; en segundo lugar, por su extraordinaria duración, 50 años exactos; finalmente, porque sus estigmas fueron visibles y se manifestaron continuamente desde su aparición, y no solamente los jueves y los viernes, como ocurre en muchos estigmatizados. En la actualidad se siguen produciendo casos de estigmatizados, frecuentemente asociados a apariciones marianas, entre los que pueden destacarse los de Irma Izquierdo, Gladys Herminia Quiroga de Motta, Mirna Nazour, Julia Kim y, sobre todo, el controvertido caso de Giorgio Bongiovanni. 33

Sin embargo, la Iglesia nunca ha usado estos hechos maravillosos para captar adeptos, más bien todo lo contrario: ha potenciado las virtudes y el testimonio de una vida piadosa y consagrada como muestra de la veracidad de sus creencias de fe. Hasta tal punto llega esta reserva y esta cautela que, a pesar de las abrumadoras pruebas que demostraban el origen sobrenatural de los estigmas del Padre Pío, ¡la Iglesia nunca declaró oficialmente que fueran de origen divino! Aunque la cantidad y calidad de sus maravillosos dones místicos fue abrumadora, el Padre Pío fue –y sigue siendo– el «fraile de los estigmas». La adquisición de las llagas del Señor fue un proceso gradual y paulatino, que siguió una evolución del todo punto lógica desde una menor a una mayor espectacularidad, en un proceso de intensificación que duró varios años, especialmente por la resistencia que opuso el Padre Pío, que quería los sufrimientos de los estigmas, pero no su manifestación sensible: «La primera vez que Jesús quiso honrarme con ese favor, los estigmas fueron visibles, especialmente en una mano; después, porque mi alma quedaba bastante aterrada por tal fenómeno, rogué al Señor que retirara ese fenómeno visible. Desde entonces ya no ha aparecido; pero, si las heridas han desaparecido, no ha desaparecido el dolor agudo, que se deja sentir particularmente en ciertas circunstancias y en días determinados. Levantaré con fuerza mi voz hasta Él, y no cesaré de suplicarle que, por su misericordia, retire de mí no el desgarramiento ni el dolor, porque lo veo imposible y yo siento deseos de embriagarme de dolor, sino estas señales que me traen una confusión y una humillación indescriptibles e inaguantables» (Carta del Padre Pío del 10 de octubre de 1915 al Padre Agostino). Su estigmatización permanente y visible tuvo lugar el 20 de septiembre de 1918. El testimonio más pormenorizado sobre aquella milagrosa experiencia lo dio el fraile estigmatizado en junio de 1921 a monseñor Raffaello Carlo Rossi, obispo de Volterra y Visitador Apostólico enviado por el Santo Oficio para «inquirir» en secreto al Padre Pío, el cual manifestó que tuvo un coloquio con Jesús crucificado, que le comunicó previamente a la recepción de los estigmas unas palabras reveladoras: «Te asocio a mi Pasión». Era una invitación para participar en la salvación de los hermanos, en especial de los consagrados. Si bien algunos «expertos» dudaban de la veracidad de los estigmas guiados por sus prejuicios antirreligiosos, y las jerarquías eclesiásticas –como es habitual– guiadas por una prudencia a veces patológica se hacían las reticentes antes de proclamar la sobrenaturalidad de las llagas, el pueblo llano –también como es habitual– entendió enseguida la naturaleza divina del fenómeno: la enorme multitud de personas que acudían a san Giovanni Rotondo no tardó en identificar los estigmas con señales enviadas por Cristo para consumar la salvación de la humanidad en estos tiempos oscuros. «En el misterio de la resurrección de Jesús, el Evangelio muestra cómo no han quedado canceladas sus llagas. Los estigmas representan un signo de lo que sufrió Cristo durante la Pasión, y por tanto constituyen un dato teológico en el que hay que profundizar mucho más de lo que hemos hecho hasta ahora. En el evangelio de Juan, cuando Jesús entra en el Cenáculo con las puertas cerradas y saluda a los discípulos, 34

muestra los estigmas para identificarse. A santo Tomás le dice: “Mete tu dedo en mi costado”. La consternación de los apóstoles es también un hecho revelador de este misterio. Este fenómeno muestra la eficacia de la salvación de Cristo en la Cruz y permanece de manera particular en el signo de los estigmas, convirtiéndose en un dato distintivo de la eficacia redentora y salvadora de la fe».[22] Pero, ¿qué significan esas llagas dolorosas en las manos y en los pies de personajes que en algunos casos, con su espiritualidad, han cambiado la historia del mundo y del cristianismo? Se ha analizado muy poco el papel que estos santos y beatos han desempeñado en la Iglesia, no se ha reflexionado suficientemente en la misión particular que está ligada a los estigmas. Transcribimos a continuación algunos textos que aportan distintos puntos de vista a la hora de considerar la trascendencia de los estigmas en general, y de los del Padre Pío en particular, intentando responder al interrogante: ¿por qué y para qué da el Señor esta «gracia» a ciertas personas? «La respuesta está precisamente en su misión. Es un servicio que la Iglesia necesita en un momento particular de su historia. Es como un signo profético, un llamamiento, un dato sorprendente capaz de recordar a los hombres las cosas esenciales, es decir, la conformación con Cristo y la salvación de Cristo, que con sus llagas nos ha rescatado. En cierto sentido, todos nosotros llevamos los estigmas, pues con el bautismo estamos sumergidos en la vida de Cristo, que nos permite participar en el misterio pascual de su muerte y resurrección. En su pequeñez, cada uno de nosotros lleva los estigmas. Si los llevamos con espíritu de fe, esperanza, valentía y fortaleza, estas llagas pueden servir para curar a los demás. En definitiva, los estigmas representan la aceptación consciente de la Cruz vivida espiritualmente».[23] «El Padre Pío llevaba la convicción íntima de que Dios se las dio, en primer lugar, para recordar ante los hombres la verdad de Cristo crucificado y resucitado, y para que él fuera, en su persona y en toda su existencia, testimonio indicativo de los misterios de la muerte y resurrección de Cristo. Las llagas son también, en la convicción del Padre Pío, signos externos de su crucifixión interior».[24] María Winowska describe así este aspecto pragmático o acreditativo de las llagas del Padre Pío: «Dios sabe muy bien que nosotros, los mortales, estamos siempre ávidos y golosos de testimonios externos y de signos visibles para creer. Al Padre Pío, destinado a ser pescador de hombres, le va a ser muy necesario el reclamo, la propaganda [...]. Los carismas nos sirven a nosotros como reclamo para creer, para hacernos caminar. Si los hombres, si muchedumbres inmensas se han llegado hasta este lugar olvidado, tiene que haber una causa que convoque a este lugar... y esta causa, este reclamo, son las llagas de manos, pies y costado del Padre Pío».[25] «Quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su Misa, para pedirle consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva de Cristo doliente y resucitado. En el rostro del Padre Pío resplandecía la luz de la resurrección. Su cuerpo, marcado por los estigmas, mostraba la íntima conexión entre la muerte y la resurrección que caracteriza el 35

misterio pascual. Para el beato de Pietrelcina la participación en la Pasión tuvo notas de especial intensidad: los dones singulares que le fueron concedidos, y los consiguientes sufrimientos interiores y místicos le permitieron vivir una experiencia plena y constante de los padecimientos del Señor, convencido firmemente de que “el Calvario es el monte de los santos”».[26] «La divina Providencia ha querido que el Padre Pío sea proclamado beato en vísperas del gran jubileo del año 2000, al concluir un siglo dramático. ¿Cuál es el mensaje que, con este acontecimiento de gran importancia espiritual, el Señor quiere ofrecer a los creyentes y a toda la humanidad? El testimonio del Padre Pío, legible en su vida y en su misma persona física, nos induce a creer que este mensaje coincide con el contenido esencial del jubileo ya cercano: Jesucristo es el único Salvador del mundo. En Él, en la plenitud de los tiempos, la misericordia de Dios se hizo carne para salvar a la humanidad, herida mortalmente por el pecado. “Con sus heridas habéis sido curados” (1Pe 2,24), repite a todos el beato Padre Pío, con las palabras del apóstol san Pedro, precisamente porque tenía esas heridas impresas en su cuerpo».[27] «Nunca debemos olvidar que san Pablo nos enseña cómo supera él con alegría sus tribulaciones: “Suplo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo”. ¿Es que no fue completa?: superabundante. Pero en la cabeza, y ahora es a nosotros, los miembros del Cuerpo, a quienes nos corresponde ayudarle a corredimir las almas del pecado con nuestros propios padecimientos por su amor y el de los hombres, que nos vendrán dados o que con generosidad habremos de proporcionarnos nosotros de acuerdo con nuestra diligencia amorosa. Los dolores del Padre Pío no son sólo fisiológicos e incómodos. Sus llagas no estaban allí de adorno. Su sufrimiento misterioso es una participación del de Cristo agonizante. Es un miembro eminente de la Iglesia que compadece con el Redentor y que con Él redime. Su eficacia en el Cuerpo Místico de Jesús es enorme. Visiblemente contemplamos el día de su canonización la extensión, si no la intensidad de su dimensión. Ejemplar lección para este mundo nuestro de eficacia y de ejecución, que sólo cuenta lo que aparece y lo que se ve y lo que se cuenta. El Padre Pío de Pietrelcina, “el pobre fraile que reza”, completa en su cuerpo lo que le falta a la Pasión de Cristo».[28] «El hombre moderno, observando los estigmas del Padre Pío, viendo aquellas manos y aquellos pies perforados, experimenta un sentido de horror. Pero esas heridas hay que verlas en su significado místico. Se llaman el “misterio del sufrimiento”, que es un elemento esencial de la vida cristiana. Jesús, el hijo de Dios, para cumplir la redención del mundo eligió el sufrimiento físico. Habría podido venir entre los hombres como un triunfador, un conquistador y derrotar a las fuerzas del mal con su potencia sobrenatural. En cambio eligió la vida humilde, escondida, anónima, la condición humana y, al final, la muerte en la Cruz, la humillación, el suplicio reservado a los malhechores».[29] «Pero, ¿por qué recibió el Padre Pío los estigmas visibles, algo que hizo de él una señal pública y que desencadenó un amplio movimiento de conversión? Hay toda una historia que nos queda por contar. Porque esa oferta propiciatoria de la víctima fue la 36

semilla plantada en el momento inicial del más colosal cataclismo espiritual de la historia cristiana. Tendrá que ver con la I Guerra mundial, la gran catástrofe a partir de la que se desencadenó todo (las ideologías del mal, los totalitarismos con sus genocidios, la II Guerra mundial, esas persecuciones contra la Iglesia nunca vistas en la historia). Y tendrá que ver con la gravísima crisis de la Iglesia, la apostasía de nuestro tiempo, el apocalíptico derrumbe del sacerdocio [...]. El haber podido ver y tocar hoy –al cabo de 2.000 años– esas llagas que vuelven a sanarnos en la carne de un hombre de Dios, en la carne visible de la Iglesia, es la señal más clamorosa de que la cabeza, Jesús, quien nos sanó a través de esas llagas, sigue vivo y activo hoy. He aquí su respuesta divina frente a la incredulidad de nuestros días: meted vuestros dedos en mis heridas [...]. Esas llagas, en efecto, vienen representadas en el Evangelio como la prueba suprema de la resurrección y de la divinidad de Jesús. Por eso exclama san Bernardo: “¡Afortunadas esas heridas, que nos confirman la fe en la resurrección y en la divinidad de Jesús!”».[30] Resumiendo y concluyendo las reflexiones de este capítulo, todos los testimonios parecen apuntar claramente a que la figura extraordinaria del Padre Pío es la respuesta divina a unos tiempos difíciles, oscuros, pudiendo decirse que la concentración de virtudes y dones sobrenaturales en su persona es un hecho con el que la divina Providencia quiere hacer una llamada a la conversión en una época marcada por el laicismo y el materialismo, promoviendo esos dones maravillosos con el fin de contrarrestar el poder omnipresente y retador de las sombras que hoy acechan a la humanidad. «La misión del Padre Pío fue el sufrimiento por el pecado de los hombres. Quizá si el pecado del mundo no se manifestara en todas direcciones, grave, pesado, opresor, con malicia satánica, su caso habría sido otro, y quizá Dios le hubiera otorgado sus dones místicos sin obligarle a estar medio siglo en la Cruz. Pero no ha sido así: ha sido un signo de Dios».[31]

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3 Guerra contra Cristo

«Entonces os entregarán a tribulación, y os matarán, y seréis aborrecidos de todas las gentes por causa de mi nombre. Muchos tropezarán entonces, y se entregarán unos a otros, y unos a otros se aborrecerán. Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos; y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará. Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo» (Mt 24,9-13). «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: por causa de ti somos muertos todo el tiempo, somos contados como ovejas del matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Rom 8,35-37).

Una crisis de fe «La vida, obras y virtudes de un santo tienen una unidad que expresa el misterio de Cristo. Un santo es el desvelarse del rostro de Cristo para la gente en un cierto momento histórico» (Cardenal Siri).

Hemos visto que la misión victimaria del Padre Pío es común a muchos santos en la historia de la Iglesia, donde el sufrimiento vicario aparece como el más fidedigno fruto de la santidad. Por lo tanto, si queremos entender la verdadera naturaleza de su misión y de sus mensajes, lo que constituye su rasgo más distintivo y carismático, su originalidad, deberemos preguntarnos cuál fue la naturaleza profunda de la vocación victimaria del fraile del Gargano, a qué intención obedecía, hacia qué fin se encaminaba. En una primera aproximación, tampoco la respuesta a esta pregunta debería arrojar luz sobre este interrogante, pues las almas víctimas siempre ofrecen sus sufrimientos por la misma causa: la salvación de las almas, la conversión de los pecadores. Partiendo de esta premisa, para encontrar el auténtico carisma victimario del Padre Pío sólo nos queda plantearnos un último interrogante: ¿A qué necesidad de su tiempo respondía la tremenda realidad de un sacerdote estigmatizado –el primero en la historia de la Iglesia–, y que, además, estuvo «crucificado sin cruz» durante 50 años, un verdadero record? Para decirlo con otras palabras, interrogarnos por la naturaleza de la misión realizada en la Iglesia por un santo equivale a preguntarse por el mensaje del que Dios quiere hacernos participar en un momento concreto de la historia, con el fin de responder a los desafíos que el cristiano tiene planteados en esas determinadas circunstancias históricas. En este sentido, los diversos carismas de los santos son aquellas gracias que el Señor derrama sobre sus almas predilectas con el fin de ayudar a satisfacer las necesidades espirituales que los creyentes presentan en cada época del devenir del cristianismo sobre el mundo. Son, pues, como sus «canales», el puente entre el Cielo y la Tierra, verdaderas «escalas de Jacob» a través de las cuales las gracias y los dones sobrenaturales se derraman sobre los creyentes. «En el transcurso de los siglos, Dios envía hombres que son como un poderoso llamamiento dirigido al pueblo de Dios, para que realice el rostro social del Cristo redentor y renovador del mundo» (Corrado Ursi, 38

Arzobispo de Nápoles). Para comprender en toda su profundidad y complejidad la misión y el testimonio de un santo, por tanto, será necesario investigar en las necesidades espirituales más perentorias que presenta su época, para entender por qué Dios ha suscitado precisamente una figura de su naturaleza y sus carismas en ese justo momento y en ese lugar determinado, ya que en el plan salvador de Dios sobre el mundo no puede haber nada casual ni accidental, sino que todo obedece a una estrategia sabiamente planificada por Él, que dirige amorosa y misericordiosamente a la humanidad hacia la parusía final. ¿Por qué apareció el Padre Pío justamente en nuestros tiempos? La misión del fraile estigmatizado debe tener en el plan divino de la salvación un papel muy especial, a juzgar por la asombrosa cantidad de dones que Dios le otorgó, según la lógica ecuación de que a mayor dificultad e importancia de la misión de un santo, más se le dota de carismas y dones. Desde luego que no podemos hablar de casualidad, y menos en el caso del Padre Pío, indudablemente el santo más importante que ha dado la Iglesia. En la increíble historia del fraile de los estigmas destacan tres aspectos fundamentales, los cuales conforman la asombrosa originalidad de sus carismas, y cuya conjunción nos puede ayudar a delinear el perfil de la misión que vino a realizar en este mundo: en primer lugar, el Padre Pío fue dotado con la más portentosa concentración de dones místicos y gracias sobrenaturales que es posible encontrar en la hagiografía cristiana, hasta el punto de que sus milagros son incontables y abrumadores, multiplicándose incluso después de su muerte; en segundo lugar, es el primer sacerdote estigmatizado de la historia; y, por último, es la persona que más tiempo ha llevado los estigmas de Cristo, 50 años exactos. En estos tres fenómenos, nunca vistos antes, y menos teniendo al mismo santo como protagonista, habrá que empezar a buscar el centro más profundo de la misión del fraile de Pietrelcina. ¿Por qué una figura tan colosal de la santidad cristiana apareció justo en ese momento, finales del siglo XIX y dos primeros tercios del XX? Al plantearnos esta cuestión, desembocamos en esta otra: ¿Qué sucedió en el mundo cristiano en esta época? ¿Podemos abstraer algo así como una característica general, un sello distintivo de esos tiempos en los que encarnó el fraile del Gargano, algún paradigma espiritual cuya problemática justificara y explicara la aparición en esa época del mayor santo que ha producido la cristiandad? ¿A qué estaba intentando Dios dar respuesta con esa sobreabundancia de dones sobrenaturales con que colmó al capuchino estigmatizado? Si la victimación del Padre Pío fue tan sobrecogedora que le tuvo 50 años estigmatizado, clavado en la Cruz: ¿a qué finalidad iba encaminada? ¿A qué realidad y necesidad de la Iglesia intentaba dar respuesta un sacrificio de tal magnitud? Sin duda alguna, el rasgo distintivo más importante y característico del mundo cristiano durante la época en que vivió el Padre Pío (1887-1968) se puede concentrar y resumir en un solo término: crisis de fe. En efecto, el siglo XX constituye uno de los períodos más críticos –si no el que más– de la historia de la Iglesia, zarandeada en estos tiempos por una acumulación de problemas, por unas plagas apocalípticas que llegan a amenazar incluso su misma supervivencia: secularización de muchos sacerdotes, 39

escándalos internos y externos (la pederastia es el más sangrante de ellos), ruina de muchos seminarios, vaciamiento de las iglesias, desvirtuación de la liturgia, desprestigio generalizado y, sobrevolando todo este cúmulo de amenazas, una pavorosa descristianización de la sociedad –sobre todo de Europa occidental–, embaucada por un consumismo hedonista que la ha echado en las garras de un materialismo craso y atroz, expresado con frecuencia en un laicismo agresivo que persigue cada vez más a las claras las manifestaciones cristianas. Esta crisis tiene causas variadas y complejas y es un fenómeno que, a pesar de haberse manifestado con toda su crudeza en el siglo XX, se venía incubando en Europa desde tiempos lejanos, siguiendo un proceso que arranca con el humanismo renacentista, se continúa con el racionalismo del pensamiento de la Ilustración, se comienza a encarnar en el laicismo de la Revolución Francesa, sigue con el positivismo y el materialismo de algunas ideologías del XIX, tiene otra floración con el estallido del comunismo, ya plenamente ateo, y se desarrolla en toda su magnitud en el materialismo consumista de la actualidad, que desacraliza al ser humano, llevándole a vivir como si Dios no existiera. El 28 de junio de 2003 Juan Pablo II publicó la exhortación apostólica Ecclesia de Europa, que recogía las reflexiones sobre el cristianismo que habían tenido lugar en las dos asambleas especiales sobre el continente que se habían celebrado en los años 1991 y 1999. En este documento, el Papa polaco reflexionaba sobre lo que llamaba el «oscurecimiento de la esperanza», expresión que se puede hacer equiparable a la de «crisis de fe»: «Esta palabra se dirige hoy también a las Iglesias en Europa, afectadas a menudo por un oscurecimiento de la esperanza. Entre los muchos aspectos indicados con ocasión del Sínodo, quisiera recordar la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia. [...] Muchos ya no logran integrar el mensaje evangélico en la experiencia cotidiana; aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado; en muchos ambientes públicos es más fácil declararse agnóstico que creyente; se tiene la impresión de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social que no es indiscutible ni puede darse por descontada. En la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. [...] La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente, que vive como si Dios no existiera».[32] Pero la razón última de este oscurecimiento de la esperanza no hay que buscarla en lo que Juan Pablo II llamaba «el materialismo craso», ya que hay una causa más profunda que explica esa «apostasía silenciosa» de la sociedad actual, un factor que justamente ha sido el estímulo que ha llevado al hombre a arrojarse en brazos del hedonismo consumista, y que está en la base de su indiferencia religiosa: el silencio de Dios. 40

«Vivimos en un mundo profundamente marcado por la indiferencia. Cada día es mayor el número de hombres y mujeres que viven prácticamente sin Dios. Siempre ha existido un ateísmo intelectual y filosófico que era cuestión de minorías; pero la indiferencia masiva en la que ahora nos hallamos inmersos tiene otro significado: no se confunde necesariamente con indiferencia o rechazo, sino que expresa más bien la dolorosa constatación del silencio y la ausencia de Dios. El hombre actual no duda de la existencia de Dios en sí misma; lo que duda es de que sea obra de Dios el mundo en el que vive: un mundo duro, violento, injusto e inhumano; un mundo en el que es más fácil creer en el demonio que en Dios; un mundo en el que todo grita la ausencia de Dios. [...] Citando unas líneas del novelista alemán E. Wiechert, que también conoció la noche de los campos de concentración: “El hombre, impotente, estaba solo. Había pasado el tiempo de la infancia, en el que tendía su mano para asir otra mano, la de su madre, la de la ley o la de Dios. Es verdad que podía seguir tendiendo su mano, pero ahora lo hacía en el vacío. Todas las víctimas de aquellos años habían extendido su mano hasta el último instante, en el que habían gritado o rezado bajo la horca, bajo el hacha o bajo la tortura; pero nadie había asido su mano tendida, que hasta el momento mismo de la muerte siguió tendida, abierta, acartonada, sola”».[33] El Padre Pío vino precisamente a llenar ese «vacío de Dios», a hacer presente al Jesús vivo y resucitado, que se manifestaba a través de él, que volvía a sangrar en sus estigmas, que volvía al Calvario en sus eucaristías, que retornaba para sanar a los enfermos, para salvar almas. El fraile estigmatizado fue «palabra de Dios», que atronó en el mundo e hizo pedazos el silencio «existencialista» que primero sepultó al hombre en la desesperación del absurdo y la «náusea», y posteriormente le arrojó en el abismo de un materialismo atroz y deshumanizador. El Padre Pío fue la demostración palpable y viviente de que Dios sigue hablando al hombre de hoy, interviniendo en su historia para llenarla de esperanza. En palabras de Fidel González, Consultor de la Congregación para las Causas de los Santos, «para muchos pecadores, el Padre Pío representó el abrazo de Cristo que hace renacer al hombre». El corolario final de esta crisis de fe es la descristianización de la sociedad, no sólo manifestada en la disminución del número de practicantes, sino también en la marginación de los valores cristianos en las culturas actuales, valores que han sido arrumbados y arrinconados por ideologías materialistas y relativistas, que practican un laicismo agresivo frecuentemente concretado en legislaciones «liberales» cuyos postulados se afirman al margen –y en contra– de la ética cristiana. Así, hoy no se acepta más que la Iglesia católica quiera influir en el debate de cuestiones de candente actualidad relacionadas con la moral, tales como el aborto, la eutanasia, las investigaciones con embriones, el divorcio, las uniones conyugales libres, el matrimonio entre personas del mismo sexo, etc. «La Iglesia es intolerante en los principios porque cree; pero es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en los principios porque no creen, pero son intolerantes en la práctica porque no aman».[34]

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Una Iglesia perseguida El papa san Pío X, en las lecciones dominicales de catecismo, pedía a los niños de Roma que aprendieran de memoria sus enseñanzas. Un día preguntó las características esenciales de la Iglesia y los niños respondieron: «Una, Santa, Católica, Apostólica». Al decirles que faltaba una, se miraron sorprendidos. Al instante, Su Santidad dijo: «¡Mártir!». Como la Iglesia es la única instancia que trata de interpelar las conciencias, convirtiéndose en el último baluarte de la verdad y del bien, recordando a la sociedad que hay una Ley superior, todos los ataques laicos se lanzan contra ella. Este fenómeno acaba frecuentemente transformándose en una persecución abierta y descarada contra el cristianismo, que se desarrolla frecuentemente a plena luz, bajo focos mediáticos, de forma insolente y provocadora, con titulares en primera página, con acontecimientos que forman parte de la actualidad cotidiana. Nos referimos a las nuevas persecuciones que desde hace tiempo amenazan a los creyentes de todas las culturas y países, y que se recrudecen más a medida que pasan los años. Persecuciones que son indudablemente mucho más dañinas que las que tuvieron lugar en los primeros tiempos del cristianismo, pues, aparte de producir muchos más mártires, se ejecutan en nombre de la libertad, del progreso y de los derechos del hombre (¡!), y no se desarrollan en un ambiente cultural de propagación de la fe –como en el caso de Roma–, sino en un mundo donde el cristianismo está en franco retroceso, amenazado por muchos otros factores y circunstancias. «Pero nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios. Estamos atribulados por todas partes, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados. Siempre y a todas partes llevamos en nuestro cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Y así, aunque vivimos, estamos siempre enfrentando a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De esa manera, la muerte hace su obra en nosotros, y en vosotros, la vida» (2Cor 4,7-12). Hoy la Iglesia no tiene que luchar contra herejías que no existen –no se pueden considerar bajo este calificativo los planteamientos heterodoxos de algunos teólogos–, o que tienen escasa importancia, sino que tiene que enfrentarse a la indiferencia y la impiedad que querrían arrancar la fe del corazón cristiano, y que no busca sino minar los fundamentos de la Iglesia de Jesucristo. Durante el jubileo del año 2000, el 7 de mayo Juan Pablo II realizó en el Coliseo de Roma una ceremonia solemne y emocionante para conmemorar a los testigos de la fe, a los mártires de todos los tiempos que habían dado su vida por testimoniar su amor a Cristo, pero especialmente se conmemoró el recuerdo de los mártires del siglo XX, de aquellos cristianos, muchos de ellos anónimos, que habían sufrido la marginación, la persecución, la tortura y la muerte a manos de los sistemas del odio, la intolerancia y la opresión. 42

Dos escritores y periodistas franceses, René Guitton (Cristianofobia. La nueva persecución) y Thomas Grimaux, (El libro negro de las nuevas persecuciones anticristianas) han publicado sendos libros de investigación donde muestran hasta qué punto la persecución a la Iglesia está activa en la actualidad. Según diversos estudios, en el siglo XX habrían sido asesinados unos 45 millones de cristianos. En cuanto al número de creyentes muertos anualmente por su fe, según una declaración hecha pública en junio de 2011 por Massimo Introvigne, representante de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) para la lucha contra la intolerancia y la discriminación contra los cristianos, se trataría de aproximadamente 105.000 muertos al año. En el año 2001, por ejemplo, el número de cristianos asesinados por motivos de su fe sería superior a 160.000. En el año 2010, de cada 100 personas que mueren al año por persecución religiosa, 75 fueron cristianos. Habría, según los datos de ese año, unos 200 millones de cristianos en situaciones de persecución. Pero es cada vez más frecuente la intolerancia al cristianismo en Europa, donde existe una persecución subliminal en muchos países que, a pesar de pertenecer al ámbito cristiano, están sometidos a un laicismo frecuentemente belicoso e intolerante, ejecutado por la intolerancia secularista de la izquierda, que llega a amenazar la libertad religiosa. Asimismo, sobreabundan en Europa libros, films, canciones, supuestas obras de arte, publicidad, sitios de Internet, programas televisivos que se burlan y ofenden gravemente todo lo que es cristiano. Acabada la guerra fría, derruido el muro de Berlín, los soviéticos ya no son los malos de las novelas, ya que el Kremlin ha sido sustituido por el Vaticano, lugar que, según la imaginación de los novelistas, está infestado de espías, asesinos y conspiradores de toda calaña. ¿Y qué decir de esas novelas de contenido repetitivo, de muy dudosa calidad literaria y rigor documental, donde el Vaticano o alguna secta pseudocatólica trata de impedir que salga a la luz algún documento u objeto pseudoarqueológico cuyo contenido puede demostrar la falsedad de las creencias cristianas y poner en jaque a la Iglesia? Gudrun Kugler, abogada y directora del Observatorio de la Intolerancia y la Discriminación contra los cristianos en Europa, denuncia esta «manía persecutoria»: «El cristianismo es odiado en Europa porque es el último obstáculo para una nueva visión del secularismo que es tan políticamente correcto que raya en el totalitarismo. Los cristianos son cada vez más marginados y están apareciendo con más frecuencia en los tribunales sobre asuntos relacionados con la fe. Así que pienso que nos estamos dirigiendo a una persecución sin derramamiento de sangre, más sutil que en los países donde son perseguidos en forma total, pero es real. En privado, usted puede orar y pensar como quiera, pero en el ámbito público hay cada vez más restricciones. Judíos y musulmanes experimentan intolerancia y discriminación. Pero también lo sufren los cristianos, inclusive si constituyen aquí una mayoría nominal».[35] Aunque la crisis de fe estuviera latente y larvada desde mucho antes –como veremos más adelante–, fue después del concilio Vaticano cuando se manifestó en toda su virulencia. A pesar de que el Padre Pío murió en 1968, su especial clarividencia le 43

permitió distinguir nítidamente los síntomas de esa crisis: frecuentemente denunciaba la tibieza y el mal ejemplo de los sacerdotes, a la vez que se quejaba amargamente porque su número iba disminuyendo paulatinamente. El trasfondo general de sus lamentos era la pérdida de la fe, la apostasía creciente, la hecatombe moral causada por los pecados, la degradación de una sociedad que había perdido su norte y su brújula, y por ello se oponía con firmeza a cualquier modernidad que a sus ojos pusiera en peligro los cimientos de la fe. Hablando sobre los pecados de la humanidad, el Padre Pío decía: «Él (Jesús) ve toda la fealdad y la maldad de sus criaturas al cometerlos. Él sabe en qué medida estos pecados ofenden y ultrajan la majestad de Dios. Él ve todas las infamias, inmodestias y blasfemias que proceden de los labios de criaturas acompañadas con la maldad de sus corazones, de esos corazones y esos labios que fueron creados para dar himnos de alabanza y bendición al Creador. Él ve los sacrilegios por los cuales sacerdotes y fieles se envilecen, sin cuidado de esos sacramentos instituidos para nuestra salvación como medios necesarios de ella; ahora, en cambio, son hechos ocasiones de pecado y condenación de almas». Con respecto a su Provincia Franciscana, en una carta de 29 de diciembre de 1912, escribía: «Por un tiempo a Él, Nuestro Señor, no le placía contestarme cuando trata de materias que tienen relación con nuestra provincia, porque está muy indignado con la manera en que nuestra provincia se comporta». El 25 de abril de 1914 decía en otra carta: «Oremos a nuestro más misericordioso Jesús que venga en auxilio de su Iglesia, porque sus necesidades se han puesto extremas». En su labor de director espiritual que desarrollaba a través de la correspondencia epistolar, se lamentaba a menudo de lo complicado que era encontrar directores espirituales competentes. En una carta del 16 de febrero de 1915 manifestaba: «Ella debería tener un director espiritual muy iluminado en las vías de Dios, pero, ¿dónde se puede encontrar uno en estos tiempos espantosos? El misericordioso Jesús mismo se ha quejado por esto. Oh, mi querido Padre, ¡qué tiempos tan tristes son estos!... ¡Que el divino Padre ponga fin pronto a esta situación desastrosa!». Pero lo que más le hería el corazón al franciscano estigmatizado era el crecimiento de la apostasía, que hacía disminuir de forma amenazadora el número de los ministros del Señor encargados de la salvación de las almas. En una carta el 20 de abril de 1914 escribió: «Me aqueja el corazón ver tantas almas apostatando de Jesús. Lo que me hiela la sangre en el corazón es el hecho de que muchas de estas almas se distancian de Dios solamente porque están privados del verbo divino. La cosecha es grande, pero los trabajadores son pocos. Entonces, ¿quién cosechará la cosecha en los campos de la Iglesia cuando esté casi madura? ¿Será cosechada por los emisarios de Satanás, quienes son, desafortunadamente, numerosos y sumamente activos? ¡Ah, que el más dulce Dios nunca permita que esto pase! Que Él sea conmovido a compasión por la pobreza del hombre, que llega a ser extrema». Aparte de sus quejas por el deterioro moral de la sociedad y la situación de crisis de la Iglesia, el Padre Pío también sufrió de otra forma más dramática esta «guerra contra 44

Cristo», pues lo más lacerante de las persecuciones contra la Iglesia es que también se producen de manera endógena, es decir, que con demasiada frecuencia es la misma Iglesia quien persigue a sus fieles, especialmente si éstos están dotados del carisma de la santidad. La historia de la hagiografía cristiana abunda desgraciadamente en casos de santos acosados y perseguidos por las mismas jerarquías eclesiásticas. El Padre Pío, por supuesto, no fue ninguna excepción. Es más, podemos decir que ha sido el santo más perseguido y maltratado de y por la Iglesia. No es de extrañar, si tenemos en cuenta la terrible amenaza que suponía su misión y su mensaje para el Príncipe de las Tinieblas. Si en sus asaltos siempre salía derrotado ante el Santo de Pietrelcina, Barbazul, como le llamaba el Padre Pío despectivamente, pronto se buscó otros caminos, mucho más insidiosos y peligrosos, que tenían como fin obstaculizar todo lo posible su ministerio de salvar almas. El 6 de febrero de 1926 la mística Lucia Fiorentina registraba en su diario lo que el Señor le había revelado respecto al Padre Pío: «Le he enviado –decía– para purificar las malas hierbas, para convertir a los pecadores, y no con otro fin». Precedentemente, el 8 diciembre de 1923, el Señor le había ya revelado: «Soy yo quien actúa en esta alma; en él he encontrado todas las disposiciones y he descendido con él. Me excedí en ver la corrupción del mundo. He hecho un último esfuerzo para salvarlo, y por medio de uno de mis fieles servidores llamo a las almas de todos los rincones de la tierra». Finalmente, en vísperas de la primera persecución, el 28 de agosto de 1923, el Señor le reveló a la mística que «la misión reparadora se la he dado a tu Padre... Así pues, no debes extrañarte si los enemigos lanzan sobre tu Padre y sobre ti las calumnias más impuras, pues reparáis los pecados impuros del prójimo. Si tu Padre sufre horriblemente es porque la reparación es dolorosa y el pecado enorme. Y cuando todo pecado se expulse y las almas se enmienden, vendrá la calma y tu Padre, el alma víctima que me es querida, será reconfortada». La táctica de «Barba Azul» para acabar con el Padre Pío era la misma de siempre: envenenar los corazones de determinadas personas, ya fuesen superiores religiosos, – tanto canónigos como de su misma Orden–, ya fuesen laicos de cierto relieve, para suscitar en ellos animadversión contra el fraile. Como consecuencia de estas insidias, el Padre Pío experimentó dos persecuciones, que sufrió en dos etapas de su vida (de 1923 a 1933, y de 1960 a 1964), obra de personas con autoridad que –tentadas por «el cosaco»–, guiadas unas veces por la lógica prudencia de la iglesia ante los fenómenos sobrenaturales, y otras por pecados de envidia, calumnia, soberbia y codicia, fueron el instrumento del que Dios se valió para sacar a la luz otros dones extraordinarios del estigmatizado: la total obediencia a sus superiores, su perfecta humildad y su increíble paciencia. Sin embargo, esta indiferencia religiosa respecto a la fe cristiana no ha sido el fenómeno más preocupante de la crisis de fe que avasalla al cristianismo en la actualidad, pues paralelamente al desprestigio de la ideología cristiana se ha ido desarrollando un fenómeno alarmante de «traspaso de poderes» desde el cristianismo minusvalorado a un 45

conjunto de ideologías orientales conocido bajo el nombre común de «Nueva Era», que ha usurpado poco a poco una parte importante del lugar privilegiado que siempre había ocupado la fe cristiana a la hora de dirigir las conciencias. Este movimiento de la «Nueva Era» pretende satisfacer la necesidad de trascendencia del ser humano actual ofreciéndole un «batiburrillo mix» de ideas variopintas, exóticas y multiculturales –pero con una clara querencia por el orientalismo–, una «macedonia» pseudoespiritual donde tienen cabida casi todas las mancias y terapias: reencarnación, yoga, artes marciales, búsqueda de ovnis y extraterrestres, astrología, espiritismo, medicinas alternativas, chamanismo, angelología, vegetarianismo, ecologismo, etc., conforman un «baúl de sastre» extravagante, un mundo multicolor donde sectores cada vez más amplios de la población –que no se han molestado, por cierto, en buscar la esencia del cristianismo– buscan desesperadamente dar un sentido a su vida. En su obra Masonería, religión y política Manuel Guerra denuncia el sincretismo espúreo con ínfulas modernistas que enarbolan algunos heterodoxos «progres» que pretenden ser representantes de una supuesta «conciencia planetaria» de la que se consideran portavoces cualificados: «En el día aniversario de la fundación de la masonería moderna, 25 de junio de 1995, William Ed. Swing, obispo presbiteriano/anglicano de San Francisco (EE.UU.), anunció la fundación de la U.R.I. (sigla inglesa de Iniciativa de las Religiones Unidas). Lo hizo en su catedral durante un acto de signo sincrético con ocasión del 50 Aniversario de la Carta de la ONU. En el año anterior, en la misma catedral, un colaborador de Swing, el dominico apóstata Matthew Fox había celebrado una “Misa planetaria” consistente en un sincretismo o mezcolanza de la Sagrada Cena protestante, de gnosticismo, ecologismo, adoración de la diosa Madre Tierra (Nueva Era). Han celebrado esta ceremonia, que suele prolongarse durante toda la noche, en otras ciudades (Dallas, etc.). En la Conferencia, celebrada en la Universidad de Stanford en junio de 1997, se revistió de organización de naturaleza permanente y adoptó el nombre: The One-World Church, que puede traducirse por “La Iglesia del Mundo Unificado”, con la aprobación de 200 delegados entre los personajes más destacados del mundialismo, entre ellos Hans Küng...».[36] «Decía un escritor contemporáneo: “Quitad a Dios del mundo y se llenará de ídolos”. El santo cura de Ars decía: “Quitad al sacerdote de una parroquia y, en pocos años, adorarán a las bestias”. ¿Exagerado? Lo cierto es que cuanto más se alejan de Dios los hombres actuales, más buscan desesperadamente a magos, espiritistas, adivinadores, brujos... En la medida en que disminuye la fe en Dios, aumenta la creencia en supersticiones. Todo lo que se refiere al ocultismo o esoterismo tiene cada día más aceptación, porque los hombres buscan ayuda para poder liberarse de sus males y ser felices».[37] Lo moderno hoy día es lo oriental, el laicismo, la pretendida libertad de pensamiento para poder expresar todo aquello que critique y desautorice los valores cristianos, el amordazamiento del ideal cristiano, el «todo vale», todas las religiones son iguales, ninguna posee la verdad, luego ésta no existe y la sociedad puede vivir perfectamente sin 46

ella, por lo que Dios no es necesario y sus mensajeros e intermediarios tampoco. Es, pues, la victoria final del ateísmo, la licencia para abrir la puerta a todo lo que el hombre piense o haga, pues se considerará fruto válido de su libertad de expresión, no aceptando ninguna reconsideración moral por desviarse del camino de salvación marcado en el cristianismo. Ante la apocalíptica conjunción de estos fenómenos contrarios a la Iglesia y a la fe cristiana, cabe preguntarse si tras este demoledor fenómeno de descristianización hay alguna fuerza oculta, un poder invisible e inteligente que maneja los hilos desde la sombra, una estrategia sabiamente planificada por alguien o algunos encaminada a la destrucción de la Iglesia, suscitando ideologías contrarias, provocando fenómenos adversos, promoviendo estructuras anticristianas, fomentando organizaciones enemistadas con la fe cristiana, sembrando cizaña en los territorios ideológicos de la fe, tentando y confundiendo a los creyentes... En último término, este poder en la sombra sería una fuerza maligna que conspira contra la Iglesia para provocar su derribo, de igual manera que, en el campo contrario, la cristiandad tiene fuerzas luminosas a su favor que le comunican la gracia divina que impulsa su crecimiento y perfección en la historia. Así, pues, preguntémonos: ¿Existe este poder? ¿Por qué estas persecuciones? ¿Por qué se ha pasado de la indiferencia al ataque declarado, a la agresión sin tapujos, a una especie de mobbing contra los católicos? ¿Qué fuerzas oscuras están dirigiendo esta guerra contra Cristo? La respuesta a este interrogante aparece clara: la persecución que sufre actualmente la Iglesia por poderes laicos está desencadenada por el Señor del Mal, disfrazándola de conquista social y de falso humanismo. Como dice san Pablo, la lucha es «contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef 6,12). «Lo que más debería llamarnos la atención es que estas persecuciones a escala global y de parte de distintas religiones y regímenes no pueden tener una explicación meramente natural. ¿Cómo explicar tal convergencia de objetivo y de ataques? ¿Por qué todos disparan contra los cristianos? ¿Por qué esta simultaneidad y extensión planetaria? ¿No resulta sugestivo que sea así? ¿Acaso hay un plan que algunas mentes humanas estén llevando a cabo? ¿Puede la mente humana llevar a cabo una coordinación, una simultaneidad de este tipo, sobre todo cuando se trata de culturas y condiciones tan dispares? ¿Qué hay por detrás de todo esto? O, más bien, ¿quién está detrás de toda esta gran persecución a la Iglesia? Puesto que no se trata de un plan o de planes gestados por mente humana (ya que si buscamos antecedentes nos debemos remontar por lo menos a dos siglos atrás), sino que hay algo más. Más profundo y poderoso. Ese algo más son las potencias de las tinieblas que desde siempre han combatido contra Cristo y su Iglesia, y que ahora inspiran e impulsan estos ataques. El monstruo, la bestia apocalíptica, tiene muchas cabezas pero un solo objetivo: acabar con todo lo que es cristiano para acabar con Cristo, valiéndose de sus armas más conocidas: las pasiones humanas, ese lado oscuro e infernal del ser humano que se revuelve airado contra la luz. ¿Qué hacer, entonces, ante todo esto a lo que asistimos y a lo que hemos de ver? 47

¿Resignarnos, quizás? No, nuestra lucha es con las armas espirituales. Debemos intensificar nuestra propia conversión y profundizar, además de aumentar nuestra oración, nuestra adoración, nuestro estar con el Señor y nuestra vida sacramental. Y también alertar, denunciar, mostrar cuáles son las armas del Enemigo. Las principales armas de Satanás no son las bombas nucleares, sino las pasiones humanas en lo que tienen de más oscuro. Por estas pasiones se cometen las aberraciones más grandes y se cae esclavo del demonio. Sin embargo, lo fundamental es no olvidar que, como decía Mons. Fulton Sheen con unas palabras que podrían expresar perfectamente el “programa” del Padre Pío “en la vida tendrás muchas batallas, pero la guerra la has de vencer de rodillas frente al Santísimo. Sí, adorando, rezando nuestros Rosarios, viviendo el sacrificio de la santa Misa, purificando nuestro corazón con el sacramento de la reconciliación, confesando nuestros pecados y cambiando, así venceremos. Tiempos duros son estos; tiempos de necesaria purificación, de combate pero, sobre todo, de grandes gracias”».[38] La visión de un Papa El 13 de octubre de 1884 el papa León XIII, después de celebrar la Eucaristía, estaba consultando sobre ciertos temas con sus cardenales en la capilla privada del Vaticano cuando, de pronto, se detuvo al pie del altar y quedó absorto en una realidad que solamente él veía. Su rostro tenía expresión de horror y de impacto. De repente, se incorporó, levantó su mano como saludando y se fue a su estudio privado. Le siguieron y le preguntaron: «¿Qué le sucede, Santidad? ¿Se siente mal?». Él respondió: «¡Oh, que imágenes tan terribles se me han permitido ver y escuchar!», y se encerró en su despacho. ¿Qué vio León XIII? Éste fue su terrorífico testimonio: «Vi demonios y oí sus crujidos, sus blasfemias, sus burlas. Oí la espeluznante voz de Satanás desafiando a Dios, diciendo que él podía destruir la Iglesia y llevar todo el mundo al infierno si se le daba suficiente tiempo y poder. Satanás pidió el permiso a Dios de tener 100 años para poder influenciar al mundo como nunca antes había podido hacerlo... Y Dios, en sus inescrutables designios, se lo concedió, a la vez que le citaba al final de ese tiempo». León XIII confesó posteriormente que, en efecto, había visto a Nuestro Señor hablando con Satanás. En el transcurso de esa terrible visión, había asistido a la horrible escena de ver legiones de demonios saliendo del Infierno, que como negras sombras invadieron toda la tierra durante un siglo. Comprendió el Papa la gran importancia que tendría en la lucha el Arcángel san Miguel (Dan 12,1), el destinado a encadenar y encerrar con las llaves del abismo a todos los demonios (Ap 20,1-3). También vio a san Miguel Arcángel aparecer y lanzar a Satanás con sus legiones en el abismo del infierno. Después de media hora, llamó al Secretario para la Congregación de Ritos, y le entregó una oración que había redactado, un verdadero exorcismo, con el mandato de que la enviara a todos los obispos del mundo para que fuera leída tras cada Misa: «San Miguel arcángel, defiéndenos en la batalla; contra las maldades y las insidias del Diablo sé nuestra ayuda. Te lo rogamos suplicantes: que el Señor le reprima. Y tú, príncipe de las 48

milicias celestiales, con el poder que te viene de Dios, vuelve a lanzar al infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo para perdición de las almas». Con las reformas conciliares, este exorcismo dejó de leerse después de las Misas. ¿Casualidad? Esta visión diabólica de León XIII en la que se anuncia un ataque satánico contra la Iglesia no puede considerarse en absoluto como una revelación aislada y original, como un hecho extraordinario sin parangón en la historia del cristianismo profético, ya que los hechos que anuncia son extraordinariamente semejantes a los que se muestran en profecías muy anteriores a esa revelación. Aparte de las referencias apocalípticas que el Nuevo Testamento pone en boca del mismo Jesús, la primera profecía corresponde al mismísimo san Pablo, el cual, en su segunda Carta a los tesalonicenses, afirma: «Hermanos, por lo que respecta al advenimiento del señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, os suplicamos que no os alarméis con supuestas revelaciones, discursos o cartas que se suponga enviadas por nosotros, como si el día del Señor estuviera ya cercano. Que nadie os engañe, porque antes ha de venir la apostasía y se ha de manifestar el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición» (2Tes 2,1-3). En esta profecía, san Pablo hace coincidir en el tiempo el fenómeno de la apostasía que ya comentábamos al comienzo de este capítulo con la cercanía del Juicio Final y el entronizamiento del Anticristo, «el cual –continúa san Pablo– se alzará contra todo lo que lleva el sello de Dios, o es objeto de su culto, hasta el extremo de llegar a sentarse él mismo en el santuario de Dios, dando a entender que él mismo es Dios» (2Tes 2,4). Desde luego, este templo de Dios desde donde ejercerá su dominio el Hijo de la Iniquidad no será otro que el Vaticano, el templo de san Pedro en Roma. En la segunda Carta a Timoteo describe con todo lujo de detalles las abominaciones de los hijos de la apostasía, diseñando un cuadro dantesco que se corresponde fielmente con lo que estamos viviendo en la actualidad: «También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a éstos evita» (2Tim 3,1-5). Desde su origen neotestamentario, las profecías escatológicas sobre el final de los tiempos –referidas al Juicio Final– entre las que se incluye esa visión de León XIII son extrañamente recurrentes. Por supuesto, al ser realizadas en un contexto de fe, el interés de las profecías se centra especialmente en el destino de la Iglesia, y en el gigantesco combate entre el Bien, que aquella simboliza, y el Mal, representado por Satanás. Pero, además, estos mensajes tienen la asombrosa particularidad de que son sorprendentemente parecidos a los mensajes recientemente recibidos durante algunas de las supuestas apariciones marianas en los últimos treinta años. Esta fiabilidad aumenta si 49

tenemos en cuenta que suelen describir secuencias de acontecimientos muy similares, aunque fueron realizadas en tiempos y lugares muy distintos. Transcribimos seguidamente algunas profecías escatológicas realizadas por santos, donde se anuncia una gran apostasía de origen satánico como preludio del fin de los tiempos, a partir de la liberación de Satanás en unas fechas asombrosamente concordantes en la mayoría de las revelaciones, incluida la de León XIII. Como se verá, no se sabe bien qué asombra más: si su contenido apocalíptico, las extrañas coincidencias que guardan todas ellas... o lo acertado de sus predicciones, porque no nos será difícil reconocer que se están cumpliendo ya muchas de ellas en los tiempos actuales. «Después del 1900, hacia mediados del siglo 20, las personas de ese tiempo se volverán irreconocibles. Cuando el tiempo del advenimiento del Anticristo se acerque, las mentes de las personas crecerán en confusión por las pasiones carnales, y el deshonor y la injusticia se volverán más fuertes. La apariencia de las personas cambiará, y será imposible distinguir a los hombres de las mujeres debido a su inmodestia en el vestido y estilo de pelo. Estas personas serán crueles y serán como los animales salvajes debido a las tentaciones del Anticristo. No habrá respeto por padres ni superiores, el amor desaparecerá y los pastores cristianos, obispos y sacerdotes se volverán hombres vanos, fallando completamente en distinguir el camino recto del errado. En ese momento, las morales y tradiciones de los cristianos y de la Iglesia cambiarán. Las personas abandonarán la modestia, y la dispersión reinará. La falsedad y la codicia alcanzarán grandes proporciones, y desgracias vendrán a aquéllos que amontonen tesoros. Lujuria, adulterio, homosexualidad, hechos secretos y asesinatos gobernarán en la sociedad. En ese momento del futuro, debido al poder de tan grandes crímenes y libertinajes, se privarán las personas de la gracia del Espíritu Santo que recibieron en el santo Bautismo, e igualmente del remordimiento. Las iglesias de Dios serán privadas del temor de Dios y de pastores piadosos, y la desgracia vendrá a los cristianos que permanezcan en el mundo en ese momento; ellos perderán su fe completamente, porque les faltará la oportunidad de ver la luz del conocimiento en ninguna persona. Y todo esto resultará del hecho de que el Anticristo quiere ser señor de todo y convertirse en gobernante del universo entero. Producirá milagros y señales fantásticas. Dará también sabiduría depravada a un infeliz para que descubra una manera de que el hombre pueda mantener una conversación con alguien de un extremo de la tierra al otro. En aquel tiempo, los hombres también volarán a través del aire como los pájaros y descenderán al fondo del mar como los peces. Y cuando hayan logrado todo eso, estas personas infelices gastarán sus vidas en medio del confort sin saber, pobres almas, que esto es un engaño del Anticristo. Entonces el bondadoso Dios verá la caída de la raza humana y acortará los días por causa de esos pocos que serán salvados, porque el enemigo quiere incluso llevar al escogido a la tentación, si eso fuera posible... entonces la espada del castigo aparecerá de repente matando a los pervertidores y a sus sirvientes» (Profecía de san Nilo, siglo V). «Cuarenta años antes del año 2000, el demonio será dejado suelto por un tiempo para tentar a los hombres. Cuando todo parezca perdido, de improviso se pondrá fin a toda 50

maldad. La señal de estos eventos será: cuando los sacerdotes hayan dejado el hábito santo y se vistan como gente común, las mujeres como hombres y los hombres como mujeres» (santa Brígida de Suecia). «Vi la Iglesia de San Pedro y una cantidad enorme de gente que trabajaba para derribarla, pero a la vez vi a otros que la reparaban. Los demoledores se llevaban grandes pedazos; eran sobre todo sectarios y apóstatas en gran número. Vi con horror que entre ellos había también sacerdotes católicos; vi al Papa en oración, rodeado de falsos amigos, que a menudo hacían lo contrario de lo que él ordenaba. Vi a varios eclesiásticos. Algunos rezaban descuidadamente el breviario. Parecía faltarles confianza, entusiasmo, ideas claras. Era algo que daba lástima. Cincuenta o sesenta años antes del año 2000 será desencadenado Satanás por algún tiempo. En violentos combates con escuadrones de espíritus celestiales, san Miguel defenderá a la Iglesia contra los asaltos del mundo. En el momento más terrible de la batalla, san Miguel en persona herirá a los enemigos, siguiendo al instante una derrota general. La espada de fuego aparecerá entonces por encima de la cabeza de los triunfantes. Cuando hubo terminado el combate, sobre la Iglesia apreció una mujer alta y resplandeciente, María, que extendía sobre ella su manto radiante de oro. En la Iglesia se observaron actos de reconciliación acompañados de muestras de humildad; las sectas reconocían a la Iglesia en su admirable victoria y en las luces de la revelación que por sí mismas habían visto refulgir sobre ella. Sentí un resplandor y una vida superior en toda la naturaleza, y en todos los hombres una santa alegría como cuando estaba próximo el nacimiento del Señor...» (Ana Catalina Emmerich). «En el año 1864, Lucifer y un gran número de demonios serán liberados del infierno; ellos abolirán la fe poco a poco, hasta en las personas consagradas a Dios; ellos las cegarán de tal modo que, salvo una gracia particular, adquirirán el espíritu de esos malos ángeles; muchas casas religiosas perderán completamente la fe y se perderán muchas almas. Los malos libros abundarán sobre la tierra y los espíritus de las tinieblas difundirán por todas partes un relajamiento universal en todo lo que se refiere al servicio de Dios; el vicario de mi Hijo tendrá mucho que sufrir, porque durante un tiempo la Iglesia será entregada a grandes persecuciones; será el tiempo de las tinieblas y la Iglesia pasará por una crisis pavorosa. Los gobernantes civiles tendrán todos un mismo objetivo, que consistirá en abolir y hacer desaparecer todo principio religioso, para dar lugar al materialismo, al ateísmo, al espiritismo y a toda suerte de vicios. En el año 1865 se verá la abominación en los lugares santos; en los conventos las flores de la Iglesia se pudrirán y el demonio se volverá por así decir el rey de los corazones. Que los dirigentes de las comunidades religiosas estén atentos con relación a las personas que deban recibir, porque el demonio usará toda su malicia para introducir en las órdenes religiosas personas entregadas al pecado, pues los desórdenes y el amor a los placeres carnales estarán difundidos por toda la tierra. (La Virgen de La Salette, 51

1846). La conspiración del silencio Mucha gente niega hoy la existencia del Diablo. Sin embargo, un gran número de personas han tenido experiencia de él, especialmente muchos santos. ¿Cómo explicarle al Padre Pío, que sufrió su acoso durante muchos años, que sus experiencias con el Maligno no eran ciertas, que eran pura ilusión? Pero negar la existencia del Diablo no significa –paradójicamente– que su presencia haya desaparecido de nuestro mundo diario. Basta echar hoy una ojeada superficial a nuestra cultura para descubrir con estupor de qué manera el Diablo se ha instalado cómodamente entre nosotros, como algo que forma ya parte de nuestra sociedad, de nuestra cotidianeidad, hasta el punto de que se ha llegado a crear una cultura icónica que utiliza como elemento comercial la imagen más o menos estereotipada del Diablo, que aparece en multitud de objetos y mercancías, incluso muñecos de peluche y juguetes para niños. Camuflado entre vampiros, zombies, aliens, licántropos y monstruos de todo pelaje y condición, equiparado a efectos prácticos a una especie de «hombre del saco» más o menos folklórico, el Diablo nos acaba por pasar desapercibido, inoculándonos el virus de la indiferencia, anestesiando nuestras defensas frente al mal, derribando nuestras barreras ante el pecado. El culmen de esta tendencia lo constituyen aquellas imágenes donde un ángel y un Diablo se dan la mano en actitud amistosa, en cuyo trasfondo hay que ver una pretensión deliberada de equiparar lo angélico y lo diabólico, como si fueran la cara y la moneda, el reverso y el anverso, de la misma categoría, del mismo fenómeno mítico. El resultado final es que, aprovechándose de esta increencia, lo diabólico ha llegado a introducirse en muchas instancias de nuestra cultura, pasando por algo completamente inofensivo. Pero lo más trágico de esta increencia actual en el Maligno radica en el hecho de que una parte sustancial de la misma ha sido incubada y diseñada precisamente en el mismo seno de la Iglesia, al amparo de ciertas corrientes teológicas racionalistas que pretenden expurgar de la doctrina cristiana principios supuestamente anticuados, propios, en su opinión, de épocas pasadas cuya mentalidad era muy distinta a la actual. «Los teólogos, desde hace algunos siglos, sólo murmuran de él, casi como si se avergonzaran de creer en su presencia real o tuviesen miedo de mirarlo a la cara, de examinar la esencia. Los Padres de la Iglesia y los escolásticos hablaron ampliamente de él y le dedicaron enteros tratados. Hoy, en cambio, sus tímidos sucesores se contentan con hablar de él marginalmente, en el capítulo de los ángeles y del pecado original, casi con discreción o pudor, como si temieran escandalizar a los “espíritus libres” que han expulsado de la “buena sociedad” de la intellighenzia las “supersticiones medievales”». [39]

Esta corriente teológica no hace sino reflejar el «espíritu de los tiempos», el punto de vista de la sociedad contemporánea, muy poco dada a creer en las realidades preternaturales y sobrenaturales, tales como el infierno, los ángeles, los novísimos, los 52

milagros, la transustanciación eucarística... «Infortunadamente en estos últimos decenios hemos tenido que constatar esa negación, como prueba de una vasta crisis doctrinal que se está extendiendo entre el clero. En efecto, sobre todo en el período posconciliar se ha ido formando una corriente teológica que, aun en abierto contraste con la enseñanza bíblica, con el magisterio eclesiástico y con el común sentir de siempre, va afirmando y propagando la muerte de Satanás. Y los religiosos, las religiosas, los eclesiásticos, sin una formación demonológica, siguen absorbiendo un veneno que se les proporciona con artes y astucias que no se descubren fácilmente. Los mismos teólogos de esta corriente no se dan cuenta de haberse convertido así en colaboradores e instrumentos de ese Diablo a quien creen haberle dado el ¡adiós!».[40] Anteriormente a la memorable intervención de Pablo VI sobre el Diablo en junio de 1972 –que comentaremos en el siguiente capítulo–, el cardenal Gabriel-Marie Garrone ya había denunciado la «conspiración de silencio» que existe sobre la existencia de los demonios: «Hoy en día apenas si se osa hablar. Reina sobre este tema una especie de conspiración del silencio. Y cuando este silencio se rompe es por personas que se hacen los entendidos o que plantean, con una temeridad sorprendente, la cuestión de la existencia del Demonio. Ahora bien, la Iglesia posee sobre este punto una certeza que no se puede rechazar sin temeridad, y que reposa sobre una enseñanza constante que tiene su fuente en el Evangelio y más allá. La existencia, la naturaleza, la acción del Demonio constituyen un dominio profundamente misterioso en el que la única actitud sabia consistiría en aceptar las afirmaciones de la fe, sin pretender saber más de lo que la Revelación ha considerado bueno decirnos».[41] El denominador común de casi todas estas teorías que niegan al Diablo una existencia real es la premisa de que éste no es sino una «personificación del mal», (o las fuerzas perversas, el pecado, las malas inclinaciones de la naturaleza caída) atribuyéndole así una especie de existencia separada de toda corporeidad, de cualquier entidad personal. El Diablo pasaría a ser algo así como una simple «metáfora» del pecado. En la práctica, este postulado equivale a negar su realidad, con lo que Satanás podría ser identificado como un «arquetipo» más del «inconsciente colectivo», utilizando la terminología de Jung, para el que un arquetipo consiste en un símbolo primitivo con el que se expresa un contenido de la psique que está más allá de la razón. «La mayoría de los escritores contemporáneos, sin excluir a los teólogos católicos, aunque no niegan la existencia de Satanás y de los demás ángeles rebeldes, son propensos a subestimar la entidad de su influencia sobre las cosas humanas. Tratándose además de influencia en el campo físico, el descrédito es considerado como un deber y una demostración de sabiduría. La cultura contemporánea, en su conjunto, considera como una ilusión de épocas primitivas atribuir a agentes distintos de los de orden natural la causa de los fenómenos que acaecen a nuestro alrededor. Es evidente que la obra del Maligno se ve enormemente facilitada por esta postura, sobre todo cuando la comparten precisamente aquellos que, por su ministerio, tendrían el deber de impedir su maléfica actividad».[42] 53

Otra teoría que niega la existencia del diablo proviene del campo de la psicología y la sociología. Según esta corriente de opinión, todo mal proviene del hombre, y los demonios serían figuras creadas para autoexculparnos. Desde este punto de vista, el Maligno pasaría a ser algo así como un «chivo expiatorio», una «cabeza de turco», un mito perteneciente al inconsciente colectivo sobre el cual proyectamos los sentimientos de culpabilidad para liberarnos de ellos, haciéndolo el responsable último de nuestras desviaciones de conducta. La insidia más peligrosa con la que Satanás ataca y amenaza a la Iglesia en los tiempos actuales es precisamente ésta: la estratagema sabiamente concebida de hacer creer que no existe, porque, confiados y seguros en esta inexistencia, los ministros y los fieles tienden a bajar los brazos, a desmontar sus defensas, a debilitar sus barreras frente al mal. Ésta es la gran tragedia que amenaza hoy a la Iglesia: justo en los tiempos donde la conspiración satánica es más intensa, más amenazante, más «apocalíptica», justo entonces es cuando se difunde la idea de que el Diablo no existe. ¿Casualidad? «Cuando los nuevos tiempos exigían salir en defensa por el aumento de la incredulidad en el Diablo, algunos se dedicaron al estudio del Demonio precisamente para justificar dicha incredulidad».[43] Y cabría preguntarse: ¿es casual esta extraña coincidencia de que no se crea en el Diablo justo en su época de mayor actividad? ¿No será esta increencia su arma más amenazadora y eficaz? Baudelaire afirmó que la obra maestra de Satanás, en la era moderna, es la de hacernos creer que no existe. Sin duda, ésta es la más decisiva victoria de Satanás en los últimos siglos.

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4 El humo de Satanás

«Como lo fue para Jesús, la verdadera lucha, el combate radical del Padre Pío tuvo que sostenerlo no contra enemigos terrenales, sino contra el espíritu del mal (cf Ef 6,12). Las más grandes “tempestades” que lo amenazaban eran los asaltos del Diablo, de los cuales él se defendió con la “armadura de Dios”, con “el escudo de la fe” y “la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios”» (Ef 6,16-18). [44] «Acuden aquí innumerables personas [...] no tengo ni un minuto libre; todo el tiempo empleado en liberar a los hermanos laicos de los lazos de Satanás. Bendito sea Dios» (Padre Pío).

El Príncipe de este mundo A finales de 1902, en los días que precedieron a su ingreso en el noviciado de Morcone, el 6 de enero de 1903, el Padre Pío tuvo una visión reveladora, que escribió más tarde (en tercera persona) por orden de sus superiores. El momento en el cual sucedió era especialmente importante, porque en esos días el aspirante a capuchino estaba meditando sobre su vocación y preparándose para su inmediata marcha al convento: «Cierto día, mientras estaba meditando en el problema de su vocación y sobre cómo podría resolverse para dar el adiós definitivo al mundo y dedicarse todo a Dios, su alma fue arrebatada y llegó a ver con los ojos de la inteligencia objetos diferentes de los que se ven con los ojos del cuerpo. Vio a su lado un hombre de presencia majestuosa, de extraordinaria belleza, esplendente como el sol. Lo tomó de la mano y le dijo: “Ven conmigo, porque tienes que combatir como un guerrero valiente”. Lo condujo después a un campo extensísimo donde había una gran multitud de hombres. Eran dos ejércitos colocados frente a frente. De una parte había hombres de rostros bellísimos, vestidos con vestiduras blancas; y de otra, hombres de aspecto horrible, vestidos todos de negro y que aparecían como sombras oscuras. Entre unos y otros había un gran espacio. Y he aquí que el guía lo coloca en medio de ellos. Entonces ve cómo se aproxima un hombre de extraordinaria estatura, tan alto que parecía tocar con su frente las mismas nubes, de rostro feísimo. El personaje luminoso le advierte que debe combatir con ese terrible monstruo, pero él sintió un pavor indecible. Entonces oyó que le dijo: “Es inútil toda resistencia. Tienes que luchar con él. Avanza valerosamente, yo estaré junto a ti. Yo te ayudaré. ¡No permitiré que te derrote! Como premio de la victoria te regalaré una espléndida corona”. Fue aceptado el combate. El choque fue espantoso, terrible; pero, al fin, con la ayuda del guía luminoso, lo derrotó y lo puso en vergonzosa huida. El monstruo, rabioso, se refugió detrás de la multitud de hombres de horrible aspecto. La otra muchedumbre de hombres de hermoso aspecto explotó en aplausos y gritos de júbilo. Y le pusieron una espléndida corona sobre la cabeza, pero fue mandada quitar por el personaje luminoso 55

mientras le decía: “Tengo reservada para ti otra mucho más hermosa, si consigues luchar siempre bien contra este perverso personaje contra el que has combatido hoy. Ten presente que ha de volver una y otra vez al asalto. Combate valerosamente y no dudes nunca de mi ayuda”».[45] La visión del guerrero, metiéndole en medio de la batalla, marcó un hito indeleble para toda su vida: «Pero Tú, que me mantenías oculto a los ojos de todos, tenías confiada a tu hijo una “misión grandísima” que sólo a Ti y a mí se nos ha dado conocer».[46] El significado de esta visión lo entendió mejor cinco días antes de su partida para el noviciado. En una visión, su alma se vio envuelta en una luz interior muy intensa. Penetrado de esta luz purísima, comprendió de forma notoria que la entrada al convento para dedicarse al servicio del celestial Rey implicaba exponerse a la lucha contra aquel hombre, monstruo del infierno, con el que había trabado una dura batalla en la visión anterior. El sentido de su vocación y su misión estaba claro: la vida del futuro capuchino sería como una lucha continua y encarnizada contra el demonio. «Toda la vida del Padre Pío fue una lucha “cuerpo a cuerpo” con Satanás. A veces, una lucha cruel, de la que salía con los huesos prácticamente rotos. Mucha gente, al escuchar estos conflictos, sonríe incrédula. Pero hay que recordar que el Padre Pío ahora es santo y que la Iglesia lo pone como ejemplo extraordinario para todos los cristianos. Por lo tanto, también los aspectos “incómodos” de su existencia tienen que ser tomados con justa consideración. Sacarlos de su historia, significa falsear la verdad de su vida y de su mensaje».[47] Sabido es que una de las principales devociones del Padre Pío era san Miguel arcángel, al cual rezaba diariamente. Cuando fundó sus Grupos de Oración, los puso bajo su especial protección como entidad titular. No es difícil suponer que el amor del Padre Pío por ese arcángel tenía como objetivo claro buscar su protección contra las fuerzas malignas del Demonio. Sobre este respecto, señalaremos un hecho aparentemente curioso sobre el que no se ha reparado lo suficiente. A poco más de 20 minutos de san Giovanni Rotondo se encuentra el santuario de san Miguel, en una gruta del monte Gargano, lugar repleto de leyendas donde tuvieron lugar varias apariciones del arcángel. Lo que resulta sobrecogedor, sin embargo, no es esa cercanía –que motivaba que muchos peregrinos que se dirigían a ver al Padre Pío se desviaran para visitar el santuario–, sino las extrañísimas circunstancias en las que se produjo la instalación definitiva del Padre Pío en san Giovanni Rotondo, convento del que nunca volvería a salir desde su llegada. Durante su noviciado y sus primeros años de vida consagrada estuvo rodando por varios conventos de la región (Morcone, Montefusco, Sant’Elia a Pianisi, Venafro...), pero en ninguno lograba acomodamiento definitivo, en parte por necesidades derivadas de sus estudios teológicos, pero sobre todo por sus misteriosos y continuos problemas de salud, que le obligaban a cambiar de residencia para buscarle un destino donde aquellos se mitigasen. Después de una estancia de 6 años en su pueblo natal de Pietrelcina, llegó a san 56

Giovanni, y desde entonces experimentó una clara mejoría que llevó a sus superiores a tomar la decisión de no moverle más. ¿Es simplemente una anécdota que al lado de ese monasterio se ubicase el gran santuario del protector contra Satanás, el Príncipe de las milicias celestiales, donde están documentadas hasta cuatro apariciones de san Miguel, hecho completamente insólito? La primera ocurrió el 8 de mayo del 490 d.C. En el monte Gargano el rico propietario de aquellas tierras perdió su mejor toro. Al cabo de un rato lo encontraron en una cueva y le lanzaron allí una flecha envenenada, la cual regresó e hirió al que la lanzó. El obispo san Lorenzo Maiorano ordenó 3 días de ayuno y oración para comprender el significado de aquel misterio. El 8 de Mayo el arcángel san Miguel se apareció al obispo y le confirmó que Dios le había constituido protector y defensor de ese lugar. El lugar era el palacio real terrenal del gran Príncipe de los arcángeles. Santa Brígida llegó a visitar la cueva y profetizó el ateísmo secularizante de nuestros días. La segunda ocurrió el 19 de septiembre del 492 d.C. Ante el temor de una invasión por el rey Odoacro, el obispo san Lorenzo subió al Monte Sagrado para suplicar la protección de san Miguel. En septiembre, ante la petición de los godos de que se rindieran, el obispo ordena otros tres días de ayuno y oración, solicitando tres días de tregua a Odoacro. El 19 de septiembre, al alba, san Miguel ordena al obispo que ataque a los godos en la 4ª hora del día. A esa hora una terrible tormenta sembró el caos en el campo godo, que emprendieron la huída entre rayos, truenos, relámpagos, barro y una impenetrable oscuridad. El que no pudo escapar fue derrotado por los sipontinos. Tras la victoria, hubo una peregrinación a la cueva en acción de gracias. La tercera ocurrió un 29 de septiembre del año 493. Sucedió durante una subida al Monte para celebrar el tercer aniversario de la primera aparición. San Lorenzo pidió consejo al Papa Gelasio I, quien ordenó a los 7 obispos de las cercanías que se reunieran allí y con 3 días de ayuno y oraciones comunitarias preguntaran al Arcángel qué debían hacer respecto a la consagración de la gruta. La respuesta en su aparición a san Lorenzo fue que no era preciso pues ya estaba consagrada a él con su presencia. Los obispos entraron en la caverna y hallaron sobre un bloque de piedra la huella de san Miguel, un altar cubierto con palio dorado y una cruz de cristal. San Lorenzo ofició allí la primera misa. En el año 1655 se desató la peste en Nápoles y la muerte negra llegó al monte Gargano. El obispo Giovanni Alfonso Puccinelli convocó una peregrinación a la sagrada Gruta para solicitar su protección. Tras largas horas de oraciones y súplicas, al alba del 22 de septiembre el Arcángel se apareció al obispo y le aseguró que si esculpían en las piedras de la gruta la señal de la cruz con su nombre, no sufrirían daño alguno. Liberado de la peste, el pueblo erigió un obelisco en la antigua plaza de la ciudad que aún persiste. Armageddon Maximiliano Kolbe, el sacerdote polaco que dio su vida por un preso en un campo de concentración, y que fue elevado a los altares por Juan Pablo II, se encontraba estudiando en 1912 en Roma, ciudad que, por aquellos tiempos, estaba llena de masones. 57

Un día asistió horrorizado al tenebroso espectáculo de una comitiva de masones que iban por la calle portando un estandarte donde se veía al arcángel san Miguel vencido por Lucifer. En un letrero se podía leer lo siguiente: «Satanás tendrá que reinar desde el Vaticano. El Papa será siervo de Satanás». Durante una alocución en la Basílica de San Pedro el 29 de junio de 1972, Pablo VI, en el noveno aniversario de su coronación, refiriéndose a la situación de crisis que vivía entonces la Iglesia, se preguntaba: «¿Cómo se ha podido llegar a esta situación? Se creía que, después del Concilio, el sol iba a brillar sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Sí, ¿cómo se ha podido llegar a esta situación?». Hacía pocos años que el concilio Vaticano se había clausurado; sin embargo, la realidad eclesial posconciliar había dado un sorprendente giro hacia el pesimismo derrotista, que sumía en el estupor y el desconcierto al mismo Pontífice que había liderado una parte importante de la reforma conciliar. La crisis de la Iglesia era endógena y arrancaba en las tensiones y conflictos posconciliares. La Iglesia jerárquica institucional, rígida y centralista, era combatida por una serie de movimientos y grupos doctrinales que ponían en tela de juicio hasta algunos principios dogmáticos. En este clima, se producía una disminución alarmante de las vocaciones sacerdotales, una oleada nunca vista de secularizaciones, una reducción preocupante de la asistencia de los fieles a Misa y, en general, un desinterés por la participación en la liturgia. El fenómeno global en el que se enmarcaba esta crisis era «el avance imparable, a escala global, de los procesos de laicización en el mundo cristiano; con el proceso de abandono de la norma moral tradicional en los países católicos; con el fracaso general, por agotamiento, de la utilización de las formas democristianas para influir en la política en los países democráticos; con la profunda división interna de la Iglesia entre quienes querían mantener la ortodoxia doctrinal y quienes defendían la imposición de un progresismo, derivado de la influencia de la teología de la liberación y del relativismo moral, que amenazaba la propia estructura eclesial; con la cada vez mayor confusión de los católicos, que veían cómo la propia Iglesia o políticos apoyados por la Iglesia o que promocionaban el denominado humanismo cristiano defendían o mantenían posturas dubitativas ante lo que había sido la doctrina tradicional».[48] En el mismo discurso antes mencionado, Pablo VI dio la respuesta a ese interrogante sobre las causas que habían hecho posible una crisis tan sorprendente, con unas palabras que conmocionaron al mundo: «A través de una fisura el humo de Satanás entró en el templo de Dios. Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el Diablo, ese ser misterioso del que san Pedro habla en su primera Carta. ¿Cuántas veces, en el Evangelio, Cristo nos habla de este enemigo de los hombres? [...] Nosotros creemos que un ser preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar la paz, para ahogar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir a la Iglesia cantar su alegría por haber retomado plenamente conciencia de ella misma». 58

El 15 de noviembre de 1972, Pablo VI retomaba el tema en el transcurso de una audiencia que dedicó completamente a explicar el papel del Diablo: «El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo: el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehúsa reconocerla como inexistente; e igualmente se aparta quien la considera como un principio autónomo, algo que no tiene su origen en Dios como toda criatura; o bien quien la explica como una pseudorrealidad, como una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias [...]. El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofisticadamente el equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de las confusas acciones sociales, para introducir en nuestros actos desviaciones muy nocivas y que, sin embargo, parecen corresponder a nuestras estructuras físicas o síquicas o a nuestras aspiraciones más profundas». Esta llamada de atención de Pablo VI sobre la amenaza del Diablo tuvo lugar, recordemos, en 1972. Volviendo sobre el tema de las profecías, resulta asombroso comprobar que el 7 de octubre de 1951 la mística Teresa Musco había profetizado exactamente el año en que el Vaticano volvía a hacerse eco de la presencia del Maligno en la Iglesia: «A partir de 1972 se iniciará el tiempo de Satanás; el tiempo de las grandes pruebas. Hija mía, se atraviesa un tiempo muy delicado. Los cardenales se opondrán a los cardenales, los obispos a los obispos. Entre ellos no hay amor. Muchos hijos se encuentran sin amor y se han descarriado. No saben ya cómo dirigir las almas, pero no son capaces de acercarse a la oración». Un año antes de su muerte, Pablo VI volvió sobre este tema en otra audiencia general: «No hay que extrañarse de que nuestra sociedad vaya degradándose, ni de que la Escritura nos advierta con toda crudeza que “todo el mundo –en el sentido peyorativo del término– yace bajo el poder del Maligno”, de aquel al que la misma Escritura llama “el Príncipe de este mundo”». Todas las alusiones de Pablo VI al poder del Maligno fueron seguidas de clamores y protestas, que curiosamente se elevaron con más frecuencia y hostilidad desde aquellas tribunas públicas marcadas por el laicismo y el anticlericalismo, a las que parece que no debería importarles nada la reafirmación de un aspecto de la fe que dicen recusar en su totalidad. En esta perspectiva, la ironía puede justificarse, pero, ¿por qué se desató tanto furor? «Mal le fue al papa Pablo VI hace algún tiempo por haber aludido al Diablo en el sentido del Antiguo y del Nuevo Testamento. Fue acusado de retorno al Medievo, de oscurantismo, de superstición, de ofensa en pleno 1974 a la ciencia y al espíritu científico racionalista y progresista».[49] «¿Quién lo habría previsto? La catequesis de Pablo VI sobre la existencia e influencia 59

del demonio produjo un resentimiento inesperado por parte de la prensa. Una vez más, se acusó al cabeza de la Iglesia de retornar a creencias ya superadas por la ciencia. ¡El diablo está muerto y enterrado! Raramente los periódicos se habían levantado con una vehemencia tan ácida contra el soberano Pontífice. ¿Cómo explicar la violencia de estas reacciones? Que periódicos hostiles a la fe cristiana ironicen sobre una enseñanza del Papa no suscita ninguna extrañeza. Es coherente con sus posiciones. Pero que al mismo tiempo se dejen llevar de la cólera, esto es lo que sorprende... ¿Cómo no presentir bajo estas reacciones la cólera del Maligno? En efecto, Satanás necesita el anonimato para poder actuar de manera eficaz. ¿Cuál no será su irritación, por tanto, cuando ve al Papa denunciar urbi et orbi sus artimañas en la Iglesia? Es la cólera del enemigo que se siente desenmascarado y que exhala su despecho a través de estos secuaces inconscientes».[50] Quizás no se ha puesto suficientemente de relieve que la misión crística era en gran parte una verdadera batalla contra el Maligno, en el sentido de que la redención del género humano pasaba por rescatarlo de las garras de Satanás, responsable de su caída y, por tanto, el adversario al que tenía que enfrentarse Jesús. «Jesús, un hombre entre los hombres, vino y cuando apareció tuvo lugar una tremenda batalla entre él y Satanás. Todo el destino del mundo y de la raza humana dependía del resultado de dicha batalla. Si Satanás podía encontrar o producir una pequeñísima grieta en la vida y el carácter de aquel hombre, entonces le controlaría y seguiría siendo el soberano indisputable del mundo y de la raza humana».[51] De hecho, Jesucristo es el personaje bíblico que más habla del Diablo y prácticamente siempre lo hace llamándolo Satanás. En los evangelios, su papel va más allá del que ejercía en el Antiguo Testamento (como «acusador» y «tentador»), ya que en los textos neotestamentarios el Diablo aparece como un ser que se opone a Dios, convirtiéndose también en un enemigo personal de su Hijo y por tanto de Él mismo. Es sumamente revelador que antes de comenzar su misión pública se enfrente a sus tentaciones durante el retiro de 40 días en el desierto (Mt 4,1-11). Vencido, Satanás volverá a aparecer durante la agonía de Jesús en Getsemani, tentándole para que desistiera de su sacrificio redentor con la excusa de que los hombres por los que iba a entregar su vida no eran merecedores de su holocausto. «Jesús vino “para deshacer las obras del diablo” (1Jn 3,8), para liberar al hombre de la esclavitud de Satanás e instaurar el reino de Dios después de haber destruido el reino de Satanás. Pero entre la primera venida de Cristo y la parusía (la segunda venida triunfal de Cristo como juez) el Demonio intenta atraer hacia él a tanta gente como puede; es una lucha que lleva a cabo por desesperación, sabiéndose ya derrotado y “sabiendo que le queda poco tiempo” (Ap 12,12). Por eso Pablo nos dice con toda sinceridad que “nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus del mal (los demonios) que están en las alturas” (Ef 6,12)».[52] La derrota de Satanás tuvo lugar en el Gólgota. Ésta fue la final y más grande victoria de Cristo sobre el príncipe de las tinieblas: «Mediante su sacrificio en la cruz, el Señor 60

Jesús nos libró del reino de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados» (Col 1,13-14). Cristo venció sobre las tinieblas al clavar en la cruz todos los decretos que Satanás tenía en contra de nosotros (Col 2,13-14). «No puede haber una victoria permanente en las vidas de los hijos de Dios hasta que ellos puedan ver y apreciar el hecho de que Satanás fue derrotado en la cruz del Calvario. La Iglesia de Dios, como una unidad, no puede enfrentarse a la oleada satánica con la que es atacada si no aprende primero a someterse al poder y la victoria que el Calvario nos da en el claro testimonio de la derrota del Diablo. La Iglesia de Dios se encuentra en su última batalla y esto quiere decir un último conflicto con Satanás. [...]. Alrededor nuestro vemos los poderes satánicos creciendo, amenazando arrasar con todo lo que encuentra a su paso. Podemos ver la inquietud de las naciones. Los asuntos cosmopolitas están fuera de control y los hombres perplejos en cuanto a lo que va a suceder. El concilio Vaticano II ya había abordado con claridad el tema de la eterna batalla entre el bien y el mal: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo» [53]. Gabriel Amorth, en su libro El último exorcista afirma que «la ira de Satanás ha existido desde el principio del mundo. Pero cuando Dios ha enviado al mundo a su Hijo, Jesús, esta rabia ha aumentado. Con la venida de Cristo el choque entre los dos ejércitos se hace directo. Satanás incita al pueblo contra Cristo y se las arregla para convencerlo de que debe matarlo. Hoy en día, dos mil años después de la venida de Cristo, la lucha es más feroz. Estamos en un choque final. Por un lado, el ejército de Satanás. Por el otro, el ejército de Dios con todos sus santos y mártires, que derramaron su sangre en beneficio de los que permanecen en el combate. Cada gota de sangre de los mártires es usada por Dios en esa lucha continua contra el Diablo». En el mundo actual vemos por todas partes el del poder de las tinieblas que amenaza y pone en peligro hasta el mismo fundamento de nuestra fe, pero «vendrá el enemigo como río, mas el Espíritu de Jehová levantará bandera contra él» (Is 59,19). Cuando el torrente amenaza con arrasarlo todo entonces Dios interviene. ¿Cómo lo detiene? ¿Qué métodos usa? El Padre Pío, en su misión de alter Christus, estuvo en la Cruz durante 50 años. ¿Por qué?: porque es allí donde se combate a Satanás, porque el Calvario es el lugar de la victoria sobre las fuerzas del mal, triunfo que nos redime de la oscuridad, del sufrimiento y del pecado. El guerrero de luz Junto a la batalla que podríamos llamar «cósmica» entre Cristo y el Diablo, entre la Luz y las tinieblas, que tendrá su Armageddon en el juicio final, paralelamente a esa «guerra 61

santa», todo creyente libra otro combate en su interior, en el centro de su propia alma. El Padre Pío –cuya santidad era de tal magnitud que la guerra que libró individualmente con Satanás era la misma que se operaba a nivel universal, en el sentido de que su combate era parte fundamental de la pugna entre la cristiandad y el Diablo– lo explicaba con estas palabras: «El alma es un campo de batalla, donde Dios y Satanás no cesan de luchar. Es necesario abrir al Señor las puertas de nuestra alma de par en par, entregársela totalmente, fortificarla con toda clase de armamento, iluminarla con su luz para combatir las tinieblas del error, revestirla de Jesús, con su verdad y justicia, con el escudo de la fe, con la Palabra de Dios, sólo así triunfaremos sobre el enemigo». Esta es la advertencia que nos da san Pedro: «Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, os acorrala buscando presa» (1Pe 5,8). Si la pavorosa crisis de fe que ha llevado a la descristianización del mundo actual es realmente el resultado de la intervención masiva de los poderes del Maligno, es lógico suponer que, en estricta justicia, también el mismo Dios habrá suscitado y promovido fuerzas de luz contrarias a ellos, poderes luminosos, gracias extraordinarias derramadas desde el cielo para contrarrestar la maléfica influencia de Satanás, capaces de presentar batalla a sus insidiosos planes destructivos, pues de lo contrario la batalla sería sumamente desigual. Para decirlo con otras palabras: ¿Cuál fue la respuesta del cielo a este ataque terrible a la Iglesia, a esta liberación de los poderes satánicos que iban a poner a prueba al cuerpo de Cristo que conforma la comunidad de los creyentes? ¿Qué fuerza iba a oponer la providencia divina a estos poderes de las tinieblas? ¿Con qué armas iba a combatir la Iglesia para resultar vencedora del cataclismo que causó en sus cimientos la irrupción de esas energías malignas que «vagan por el mundo buscando la perdición de las almas»? «La humanidad está acosada por una multitud de espíritus malos, conscientes de sí mismos, llamados demonios, los cuales son responsables de gran parte, por no decir de la mayoría, de las complejas dificultades de la personalidad, las presiones espirituales, las tensiones y las formas de perversidad agravadas que caracterizan a nuestro orden social moderno. La condición caída de la humanidad, el pecado del corazón del hombre, por sí solo, no explica las psicosis anormales y la maraña y corrupción generales de las relaciones humanas. Este constante y diabólico desbaratamiento de nuestro orden social, sólo se explica mediante la actividad masiva, entre bastidores, de una hueste grande y bien organizada de espíritus malvados, gobernados por su príncipe. Cualquier método o técnica espiritual que ignora la presencia y actividad de estas fuerzas ocultas no puede, de ninguna manera, ofrecer una solución adecuada a los problemas que azotan a la humanidad. Una vez que se comprende la estrategia para alcanzar la victoria, ésta puede ser utilizada con eficacia, sea cual fuere la forma que adapte la actividad demoníaca. El método de Dios para vencer se expone específicamente en Apocalipsis 12,11. Allí, después de describir la batalla en el cielo y la expulsión de Satanás y de sus ángeles, los cuales son lanzados a la tierra, el escritor explica que en la contienda establecida contra 62

los hermanos como resultado de dicha expulsión del diablo, la victoria se consiguió “por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos”: “Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche. Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y con el mensaje que ellos proclamaron; no tuvieron miedo de perder la vida, sino que estuvieron dispuestos a morir” (Ap 12,10-11)».[54] La sangre del Cordero es el arma contra los ataques de los poderes de las tinieblas. La sangre derramada en el Gólgota, la sangre que lava los pecados del mundo, la sangre divina que nos cubre con su fuerza protectora. La misma sangre que derraman los santos en su entrega incondicional a Cristo, la misma sangre que brotaba de las llagas del estigmatizado del Gargano. Por esa sangre hemos sido comprados y rescatados de la muerte. Y, como el ataque de las fuerzas del Mal es abrumador, hacía falta un mayor derramamiento de sangre... ¿Cuál fue el resultado? 50 años de estigmas. «Fátima y el Padre Pío, juntos, son la gran respuesta del cielo al horrible siglo del mal».[55] Una reserva de gracia Éste es uno de los más importantes mensajes del Padre Pío al mundo de hoy: sí, el Diablo existe. Frente a la creencia cada vez más extendida entre los creyentes que considera al Diablo como un mito, la tradición de la Iglesia afirma tajantemente que el Maligno existe, y que no es un dogma teórico, sino una realidad que puede comprobarse experimentalmente, porque el cristianismo siempre ha tenido pruebas irrefutables de su existencia. Sí, el Diablo existe, aunque algunos –cada vez más– no crean en él. Pero, como decía el Padre Pío, «ya creerán más tarde, pues algún día morirán y se encontrarán con la terrible realidad de haber malgastado su vida, viviendo sólo para el placer, y haber sido engañados miserablemente por el Demonio». Un penitente, al confesarse de malos pensamientos, le preguntó al Padre Pío: «Padre, ¿habrá sido el Demonio?». El Padre, riendo, repuso: «¿Qué crees tú, que las tentaciones son cosa del Espíritu Santo?». Un día, un señor, tal vez bromeando, le dijo al Padre Pío: —Padre, yo no creo en el infierno: es una invención de los curas. —No te preocupes, hermano –le contestó pronto el Padre–: cuando vayas allá, te darás cuenta si existe o no. Un hijo espiritual dijo al Padre Pío en cierta ocasión: «Padre, algunas personas niegan la existencia del Diablo». Él respondió: «¿Cómo se puede dudar de su existencia cuando le veo alrededor de mí todo el tiempo?». En otra ocasión dijo a un grupo de personas que el número de diablos activos en el mundo es más grande que todas las personas que habían vivido desde Adán. Y, con cierto humor, confesó una vez que «si todos los diablos que están aquí se pusieran en forma corporal, ¡taparían la luz del Sol!». Según Corrado Balducci, teólogo del Vaticano y uno de los más reputados demonólogos, en el 63

mundo hay exactamente... ¡1.758.640.176 demonios! Todo el ministerio sacerdotal del Padre Pío estuvo encaminado a la lucha contra Satanás. Sus carismas, sus dones sobrenaturales, su labor como ministro del Señor – expresada principalmente en la celebración de la santa Misa y en el sacramento de la confesión– todo en él tendía a un objetivo unidireccional: arrancar a las almas de las garras del Maligno. En el fondo, ¿no debería ser ésta la más auténtica y genuina vocación de todo sacerdote: salvar almas? «La mayor caridad es arrancar almas atraídas por Satanás y ganarlas para Cristo», decía. En una ocasión –antes de su ordenación sacerdotal–, su futura batalla contra el mal le fue revelada: En una visión se vio él mismo en medio de un gran salón entre dos grupos de personas. Un grupo tenía semblantes preciosos, mientras los otros eran horrorosos. En ese momento, un monstruo enorme salió del fondo del salón hacia él, pero Jesús se apareció para darle fuerzas y el monstruo desapareció. Nuestro Señor le dijo: «Éste es el malvado con quien tienes que batallar». Las tentaciones de Satanás que pretendieron hacer caer al padre Pío se manifestaron de muchos modos. El Padre Agostino, su director espiritual durante muchos años, y con el que mantuvo una intensa correspondencia, afirmaba que Satanás se le aparecía bajo las formas más variadas: «Bajo forma de jovencitas desnudas que bailaban; en forma de animales (gatos y, en especial, perros negros); bajo forma del Padre espiritual, o del Padre Provincial; incluso llegó a revestirse de la apariencia del papa Pío X, del Ángel de la guarda, de san Francisco... y de ¡María Santísima! Pero también se materializaba con semblantes horribles, con un ejército de espíritus infernales. A veces no había ninguna aparición, pero el pobre Padre era golpeado hasta salirle sangre. Logró librarse de estas agresiones invocando el nombre de Jesús». Pero estas agresiones físicas, esta violencia diabólica no es, desde luego, la manifestación más común de los ataques del demonio, ya que sólo es perceptible en la vida de algunos santos muy especiales. Las insidias del Maligno suelen ser mucho más discretas, más oscuras y misteriosas, más subrepticias, ya que operan a niveles generalmente subconscientes, en forma de insinuaciones y sugestiones a la voluntad para tentarnos a actuar de una manera determinada: o ejecutando acciones negativas y contrarias a nuestro progreso espiritual, o abrumándonos con sentimientos y emociones perniciosas que nos disuadan de emprender acciones positivas para nosotros y para el mundo. Satanás pocas veces aparece de modo formal, sino que prefiere actuar sibilinamente, socavando poco a poco la fe de los creyentes, sugiriendo al oído acciones, deseos, omisiones de actos buenos, egoísmo, pereza, dejadez, falta de oración... quitando importancia a los pecados, convirtiéndolos en conquista de la libertad y la razón. Su intención no es otra que apartarnos del camino que conduce a la salvación, apartar a las almas de la vista de Dios. Desde luego, los santos son las víctimas favoritas de estos ataques, que tienen como objetivo disuadirles de acometer empresas de importancia para el futuro de la Iglesia, pero también son bien conocidos por muchos creyentes, que frecuentemente se ven 64

obstaculizados por sugestiones negativas cuando se deciden a emprender cualquier proyecto de importancia para su vida espiritual. Aparte de la violencia física, el Padre Pío también sufrió este tipo de ataques más sutiles, que nos son conocidos gracias a la correspondencia que tenía con su director espiritual, el padre Agostino. Los engaños y trampas de Satanás dieron lugar a esta extraordinaria y espeluznante historia que contaba don Pierino, sacerdote y uno de los hijos espirituales del padre Pío: «Un día el Padre Pío estaba en el confesionario tras las cortinas, que no estaban cerradas totalmente, y yo tuve la oportunidad de observarle. Los hombres se colocaron formando una sola fila. Yo leía el Breviario, intentando siempre ver al Padre. Por la puerta de la iglesia pequeña entró un hombre apuesto, con los ojos pequeños y negros, pelo canoso, con una chaqueta oscura y los pantalones bien arreglados. Yo no quise distraerme, y seguí recitando el Breviario, pero una voz interior me dijo: “¡Detente y mira!”. Yo miraba al Padre Pío. Ese hombre se detuvo delante del confesionario, después de que el penitente anterior se marchó, pero desapareció rápidamente entre las cortinas, mientras estaba de pie, delante del Padre Pío. Algunos minutos después, el hombre se hundió en el suelo y en el confesionario ya no vi al Padre Pío; en su lugar vi a Jesús, un Jesús rubio, joven y guapo que miró fijamente al hombre, que tuvo por tumba el suelo. Entonces de nuevo logré ver al Padre Pío que apareció otra vez para tomar su asiento en el confesionario». Pero, sin duda, el encuentro más espectacular e increíble que tuvo el Padre Pío con el Diablo fue el siguiente, en el que Satanás traspasó todos los límites de la provocación y el engaño. «Un día, mientras yo estaba en el confesionario, se acercó un hombre donde yo estaba. Era alto, guapo, vestido con elegancia, amable y cortés. Comenzó a confesar sus pecados, de todo tipo: contra Dios, contra el hombre y contra la moral. ¡Todos los pecados eran muy graves! Yo estaba desorientado, por la gran cantidad y clase de sus pecados. Pero le respondí. Yo le llevé la palabra de Dios, el ejemplo de la Iglesia, la moral de los Santos; pero el penitente enigmático se opuso a mis palabras justificando, con habilidad y extrema cortesía, todos los tipos de pecados e intentó hacer normales, naturales y humanamente comprensibles todas sus acciones pecadoras. Las respuestas que me dio con experimentada malicia me sorprendieron. Yo me pregunté: ¿Quién es? ¿De qué mundo viene? Intenté mirarle bien, descubrir algo en su rostro. Al mismo tiempo concentré mis oídos en cada palabra, para darle el juicio correcto que merecían. Pero de repente, a través de una luz vívida, radiante e interior reconocí claramente quién era. Con autoridad divina le dije: “Diga... ‘Viva Jesús por siempre’. ‘Viva María eternamente’”». En cuanto pronuncié estos nombres dulces y poderosos, Satanás desapareció al instante en un goteo de fuego, mientras dejaba un hedor insoportable». «¿Por qué el Padre Pío era así maltratado y golpeado por Satán?: porque el Demonio 65

quería poner obstáculos a su vocación e impedir su misión. ¿Por qué dejaba Dios sufrir así a su servidor con los golpes del adversario? Para ponerlo a prueba. Pero más allá de estas explicaciones inmediatas, podemos considerar esas persecuciones padecidas por el Padre Pío, añadidas a sus sufrimientos físicos, como una “reserva de gracia” para el futuro. En virtud de los misterios de la compensación espiritual y de la comunión de los santos, cada sufrimiento vale un bien espiritual y permite rescatar un alma. Misterios divinos en los que el sufrimiento y el amor son indisociables, prodigados juntos. El Padre Pío lo entendía así cuando escribía: “Puede usted creer, Padre, que me gozo en los padecimientos. Jesús mismo quiere mis padecimientos, los necesita para las almas”».[56] (En nuestra web http://www.grandecaballero.com/oraciones_de_proteccion.pdf pueden encontrarse oraciones de protección pertenecientes a la tradición de la Iglesia que los creyentes de todas las épocas han utilizado como «arma» en el combate contra las fuerzas del mal).

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5 Alter Christus

«Quedaos cerca de mi Corazón y luchad por la salvación de las almas. Ofreced vuestras pruebas, vuestras tentaciones, las vejaciones que os atormentan, todo por la salvación de los pobres pecadores y de los sacerdotes infieles que se dejan llevar por el error. Ellos siempre son muy queridos de mi Corazón» (Revelación de Jesús al Padre Pío). «¿Qué es el sacerdote? Un hombre que está en el lugar de Dios. Un hombre que está revestido de todos los poderes de Dios (...). Mira el poder del sacerdote: la lengua del sacerdote hace, de un trozo de pan, un Dios. Eso es más que crear un mundo (...). Si me encontrara a la vez a un sacerdote y a un ángel, saludaría el sacerdote antes de saludar al ángel» (CURA DE ARS ).

Kirie eleyson El 7 de abril de 1913, el Padre Pío escribió a su director espiritual, Agostino de San Marco in Lamis, una carta en la que le relataba una experiencia visionaria que había tenido el 28 de marzo de ese mismo año (Viernes Santo), muy significativa respecto a cuál iba a ser su misión en la historia de la Iglesia: «La mañana del viernes todavía estaba acostado cuando Jesús se apareció ante mí. Estaba muy triste y disgustado. Me mostró una multitud de sacerdotes regulares y seglares, entre ellos varios dignatarios eclesiásticos. Algunos estaban celebrando el santo Sacrificio de la Misa. Otros se estaban poniendo las vestiduras sagradas; otros se las quitaban. La visión de Jesús tan afligido me dio tanto dolor que le pregunté por qué estaba sufriendo tanto. Él no me respondió, pero seguía mirando hacia esos sacerdotes. Cuando se cansó de mirar, apartó la vista. Levantó los ojos hacia mí y dos lágrimas corrieron por sus mejillas. Él caminó apartándose de la multitud de sacerdotes con una expresión de indignación y desdén, gritando: “¡Carniceros!”. Volviéndose hacia mí dijo: “Hijo mío, no creas que mi agonía duró solamente tres horas, no: estaré en agonía hasta el fin del mundo por causa de aquellos por quienes más he hecho. Durante mi agonía, hijo, no deberíamos dormir. Mi alma busca unas gotas de piedad humana. Pero muy a mi pesar me dejan solo bajo el peso de la indiferencia. La ingratitud y el sueño de mis ministros hacen mi agonía más difícil de soportar. Lo que me duele aun más es que añaden desdén y descreimiento a su indiferencia”».[57] Esta revelación continuó unos días más tarde, el 12 de abril de 1913. Mientras se encontraba en oración después de Misa, tuvo un vislumbre claro de lo que sería su misión a través del mensaje que el mismo Jesús le dio en otra aparición sobrecogedora, en la que denuncia que su amor hacia los hombres no es correspondido y, especialmente, se lamenta –hasta prorrumpir en llanto– de la traición de las almas consagradas, que 67

desvirtúan con su tibieza el sagrado sacrificio de la Misa: «¡Con cuánta ingratitud es correspondido mi amor por los hombres! Habría sido menos ofendido por ellos si los hubiera amado menos. ¡Mi Padre ya no quiere soportarles por más tiempo! [...]. Yo mismo quiero parar de amarles, pero ¡mi corazón está hecho para amar! Débiles y cobardes, los hombres no hacen ningún esfuerzo para superar la tentación y de verdad disfrutan su maldad. Las almas por quienes tengo una predilección especial me fallan cuando están puestos a prueba, los débiles ceden al desánimo y desesperación, mientras que los fuertes se están relajando gradualmente. Me dejan solo por la noche, solo por el día en las iglesias. No les importa nada el sacramento del altar. Casi nadie habla de este sacramento de amor, y los que sí lo hacen hablan, lamentablemente, con gran indiferencia y frialdad. Mi corazón está olvidado; nadie piensa en mi amor y estoy continuamente apenado. Mi casa se ha convertido para muchos en un teatro de entretenimiento; incluso mis ministros, a quienes siempre he estimado con predilección, a quienes he amado como a las pupilas de mis ojos, ellos, que deberían consolar mi corazón repleto de amargura, que deberían ayudarme en la redención de las almas, sólo me dan ingratitud y desagradecimiento. Veo, hijo mío, a muchos de ellos que bajo hipócritas apariencias me traicionan con comuniones sacrílegas, pisoteando bajo sus pies la luz y la fuerza que les doy continuamente». Esta terrible visión culmina con unas palabras en las que Jesús, ante esta situación problemática que vive la Iglesia y el mundo, le hace una clara invitación a una misión de sacrificio para corredimir a las almas, que será inmediatamente aceptada por el Padre Pío: «Ayuda en esto, hijo mío: me hacen falta víctimas para calmar la ira justa de mi Padre; haz el sacrificio de ti mismo, y hazlo sin reserva alguna». Pero la visión no acabó ahí. El mismo Padre Pío confiesa que Jesús prosiguió, pero que sus palabras finales no podrá revelarlas nunca a nadie, con lo cual el sentido último de la misión que le encargó quedará oculto para siempre. Cada vez que se refería a este tema, el Padre Pío confesaba que no le estaba permitido decir nada más. Sin embargo, a raíz de los mensajes transmitidos por las imágenes que Jesús le muestra y las palabras que las acompañan, no es difícil suponer que esa extraordinaria misión tenía que ver mucho con la situación presente y futura de la Iglesia. El sentido global de estas dos visiones señala que algo terrible y dramático le sucederá a la Iglesia, especialmente al sacerdocio y a las jerarquías eclesiásticas, y que el Padre Pío ha sido llamado a una importantísima misión: mostrar el auténtico rostro del sacerdocio en unos tiempos tan tenebrosos para la cristiandad. «Esta visión espantosa de los sacerdotes infieles a su misión es uno de los mensajes repetidos por Dios a sus almas privilegiadas en la época contemporánea. El desarrollo de la impiedad y de la indiferencia religiosa ha sido espectacular porque, a veces, los sacerdotes se han mostrado por debajo de su misión en sus costumbres, en su piedad o en el desvío de la doctrina. La misión del Padre Pío va a ser en gran parte una especie de reto lanzado al racionalismo moderno y a la incredulidad. Va a llevar hasta un punto sublime los 68

misterios de la Misa y de la confesión, los dos sacramentos en los que el sacerdote es más visiblemente alter Christus. Va a añadir a ese ministerio tradicional del sacerdote los estigmas que, en su carne, le identificarán todavía más con Cristo crucificado. Esos estigmas eran una gracia que el señor le concedía, pero también un testimonio para el mundo: recordar los sufrimientos padecidos por Cristo por la salvación del mundo, y defender la eminente dignidad del sacerdocio» [58]. Este mensaje de denuncia y condena del mismo Cristo hacia los sacerdotes indignos ha tenido continuidad en otras revelaciones testimoniadas por una serie de videntes, especialmente frecuentes a partir del último cuarto del siglo pasado, hasta el punto de que la crisis de la Iglesia se identifica muchas veces en estas visiones con la crisis motivada por un sacerdocio que se ha desviado más de lo debido de su auténtica misión: salvar almas a través de una función corredentora con Cristo: «¡Oh, pastores de la casa de mi Padre!: mi rebaño se está perdiendo por vuestra displicencia y falta de compromiso a mi Evangelio. Cada sacerdote que se pierde hace estremecer mi Iglesia y mi sangre brota a borbotones, viéndoles caer en el abismo. Muchos ya no creen en mí, muchos ponen en duda el misterio de la transustanciación de mi Cuerpo y de mi Sangre, encerrados en la sencillez de una hostia consagrada, y celebran mi santo Sacrificio sólo por cumplir [...]. Apacentad mis ovejas, pastores de mi rebaño, y cumplid con vuestro ministerio sacerdotal como os lo enseñé; no sigáis descuidando mi rebaño, para que no tengáis de qué lamentaros».[59] La ya mencionada Teresa Musco también experimentó revelaciones sobre el mismo tema en una revelación del 23 de julio de 1973: «Lo que yo necesito son sacerdotes humildes y valientes, dispuestos a ser sacrificados, burlados y pisoteados, sin temor a perder su vida, su sangre, para que a través de ellos pueda brillar la Iglesia después de la gran purificación. Hija mía, ofrece tus sufrimientos por los sacerdotes, porque la mayoría no entiende cuál es la voluntad de Dios. Los pocos que permanecieron fieles a mí, tienen miedo a exponerse y así seguir viviendo hasta cuando mi Hijo lo decida. Podrás ver cómo muchos sacerdotes, hijos predilectos de mi querido Hijo, niegan la presencia de Él. Muchos no quieren seguir. Sabes, hija, que se necesitan muchas almas que se ofrezcan de víctimas por los sacerdotes. Muchos de ellos se oponen a sus obispos, y muchos ni siquiera admiten que se habían equivocado. Ofrece, sufre, reza por ellos». Este mismo mensaje de denuncia de la desvirtuación del ministerio sacerdotal es el que resuena con toda crudeza en el memorable discurso que el todavía cardenal Joseph Ratzinger pronunció durante el Vía Crucis del año 2005, una semana antes de la muerte del Papa polaco, con unas palabras que muy posiblemente estaban consensuadas con el ya moribundo Pontífice. Este impresionante discurso produjo una dramática sorpresa en todo el mundo, pues una declaración así era la primera vez que se daba en la historia de la Iglesia: «¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la Cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que 69

debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? ¿En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo? ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de Él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco respetamos el sacramento de la reconciliación, en el cual Él nos espera para levantarnos de nuestras caídas! También esto está presente en su Pasión. La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison (Señor, sálvanos)» (cf. Mt 8,25). Este texto escalofriante que exponía en toda su aspereza la crisis de la Iglesia alcanzó su culmen, sin embargo, en la oración que seguía a este paso del Vía Crucis: «Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo. Nos abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Pero los empañamos nosotros mismos. Nosotros mismos somos quienes te traicionamos, no obstante los gestos ampulosos y las palabras altisonantes. Ten piedad de tu Iglesia: también en ella Adán, el hombre, cae una y otra vez. Al caer, quedamos en tierra y Satanás se alegra, porque espera que ya nunca podamos levantarnos; espera que Tú, siendo arrastrado en la caída de tu Iglesia, quedes abatido para siempre. Pero Tú te levantarás. Tú te has reincorporado, has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia. Sálvanos y santifícanos a todos». La crisis del sacerdocio «¡Oh, Padre!, ¿cómo puedes consentir que tu Hijo permanezca todavía en medio de nosotros para verlo cada día en las manos indignas de tantos pésimos sacerdotes? ¿Cómo se mantiene, oh Padre, tu piadoso corazón al ver a tu Unigénito descuidado y quizás también despreciado por tantos cristianos ultrajantes? ¿Cómo, oh Padre, puedes consentir que Él sea recibido sacrílegamente por tantos cristianos indignos?»: (Padre Pío). Si –como parecen anunciar los testimonios de papas y de creyentes de confirmada integridad como los santos, y como lo demuestran estos tiempos sombríos que vivimos– la providencia divina ha dejado libertad al Diablo para poner a prueba a la Iglesia en los tiempos modernos, cabría interrogarse por los mecanismos de que se han servido los poderes de las tinieblas para desarrollar su ataque, por las formas de que se revistieron las insidias del Maligno para desencadenar sobre la comunidad de los creyentes y sobre las estructuras eclesiásticas una embestida tan devastadora. La piedra angular de este ataque, el ariete con el que Satanás pretende derribar las murallas de la Iglesia es, por un lado, fomentar la creencia de que él no existe, lo que llamábamos «la conspiración del silencio», la cual constituye el trasfondo de esta dramática persecución, su sello distintivo. En segundo lugar, el Maligno ha planificado sabiamente su estrategia de asalto y derribo a la Iglesia promoviendo la crisis del 70

sacerdocio, socavando con una oscura labor de zapa los mismos cimientos de la Iglesia. La Iglesia es la dispensadora de la salvación a través de los sacramentos, los cuales son celebrados en las prácticas litúrgicas, ritos establecidos por la tradición generalmente desde tiempos inmemoriales. Los sacerdotes, en cuanto que oficiantes de esa liturgia, tienen la enorme responsabilidad de ser agentes de la gracia divina en el cuerpo místico de Cristo, viviendo su ministerio como si fueran alter Christus. Siendo así, es lógico suponer que los ataques de Satanás contra la Iglesia vayan dirigidos especialmente a los sacerdotes, pues constituyen los auténticos cimientos, las más profundas raíces de la Iglesia. Si, como vimos en el capítulo anterior, esta crisis profunda de la Iglesia empieza nada más clausurarse el concilio Vaticano, es lógico preguntarse si hay que buscar sus causas en las reformas que emprendió. La apreciación más generalizada sobre este controvertido aspecto es que el Concilio, que debía haber traído un nuevo amanecer a la Iglesia, tuvo sin embargo una serie de consecuencias imprevistas, que no hay que achacar al nuevo paradigma que creó, sino a unas desviadas y erróneas interpretaciones del mismo. El entonces cardenal Ratzinger afirmaba en el año 1984, en un libro-entrevista con Vittorio Messori, que «el balance de estos veinte años posconciliares es claramente desfavorable para la Iglesia». El resultado final de este proceso ha sido la cristalización de un «neopaganismo», que tiene como características la indiferencia religiosa, el materialismo hedonista y consumista, el nihilismo existencial, y un anticlericalismo concretado en el rechazo de los dogmas esenciales de la Iglesia. En 1985, en una entrevista titulada Informe sobre la fe niega que el Concilio provocara la crisis posterior del sacerdocio: «En sus expresiones oficiales, en sus documentos auténticos, el Vaticano II no puede considerarse responsable de una evolución que –muy al contrario– contradice radicalmente tanto la letra como el espíritu de los Padres conciliares. Estoy convencido de que los males que hemos experimentado en estos veinte años no se deben al Concilio “verdadero”, sino al hecho de haberse desatado en el interior de la Iglesia ocultas fuerzas agresivas, centrífugas, irresponsables o simplemente ingenuas, de un optimismo fácil, de un énfasis en la modernidad, que ha confundido el progreso técnico actual con un progreso auténtico e integral. Y, en el exterior, al choque con una revolución cultural: la afirmación en Occidente del estamento medio-superior, de la nueva “burguesía del terciario”, con su ideología radicalmente liberal de sello individualista, racionalista y hedonista». Lo que sucedió fue que si la crisis estalló con virulencia inmediatamente después del Concilio es porque sus gérmenes ya estaban incubados con anterioridad. Se pretendía un aggiornamento de la Iglesia, es decir, una adaptación a la realidad del mundo, una adecuación de sus postulados y estructuras a las demandas de los nuevos tiempos, pero el análisis de esa realidad había sido inexacto, pues había pasado por alto un aspecto esencial de la mentalidad de ese tiempo: una crisis de fe, larvada y latente, sí, pero que hubiera sido detectada de haber dejado de lado el clima de entusiasmo que presidió la apertura del Concilio. Y esa crisis de fe venía de antiguo, abarcando prácticamente todo el siglo XX. Este 71

panorama de crisis en la Iglesia había sido advertido también por Pío XII en la exhortación que dirigió a los fieles de Roma (y de todo el mundo), el 10 de febrero de 1952. El contenido de este mensaje se podría aplicar sin ningún problema a los tiempos actuales, en los que este paisaje desolador que denuncia Pío XII no ha hecho más que agravarse: «La persistencia de una situación general, que no dudamos en calificar de explosiva a cada instante y cuyo origen tiene que buscarse en la tibieza religiosa de tantos, en el bajo tono moral de la vida pública y privada, en la sistemática obra de intoxicación de las almas sencillas a las que se les propina el veneno después de haberles narcotizado – digámoslo así– el sentido de la verdadera libertad, no puede dejar a los buenos inmóviles en el mismo surco, contemplando con los brazos cruzados un porvenir arrollador. [...] Quede bien claro, amados hijos, que en la raíz de los males actuales y de sus funestas consecuencias no está, como en los tiempos precristianos o en las regiones aún paganas, la invencible ignorancia sobre los destinos eternos del hombre y sobre los verdaderos caminos para conseguirlos: sino el letargo del espíritu, la anemia de la voluntad, la frialdad de los corazones. Los hombres, infectados por semejante peste, intentan, como justificación, el rodearse con las tinieblas antiguas y buscan una disculpa en nuevos y viejos errores. Necesario es, por lo tanto, actuar sobre sus voluntades». Sin embargo, esta situación crítica y esta llamada angustiosa de Pío XII no pareció ser recogida ni valorada en su justa medida en el clima preconciliar, que pasó por alto lo que constituía el meollo de los «signos de los tiempos»: una pavorosa crisis de fe. «Aunque se vivía el Concilio con mucha euforia y optimismo por parte de una gran mayoría de los asistentes, y existía una buenísima voluntad en el corazón apostólicamente entregado de muchos sacerdotes, de muchos religiosos y religiosas, y de muchos fieles laicos, ciertamente la crisis espiritual estaba ahí. Y era una crisis de fe, una crisis de fe en Dios».[60] Este espíritu disgregador se contagió también de la inseguridad provocada en todos los estamentos sociales por la revolución de Mayo del 68, proponiendo al cristianismo moderno participar activamente en política para transformar estructuras injustas. El problema fue que, partiendo de esta óptica constructivista, el carácter sagrado de los sacerdotes dejó de considerarse como esencial, subrayándose excesivamente su compromiso con el trabajo social, con lo que se desdibujó su función primordial de salvar almas. Esta secularización llevó a la pérdida de vocaciones y al abandono de conventos y seminarios. Como consecuencia de esta «mundanización» del sacerdocio se produjo una anemia progresiva de la vida espiritual del sacerdote, lastrada por el abandono de las prácticas devocionales que la alimentan, pues éstas tienen como misión fomentar el contacto personal del sacerdote con la presencia de Cristo, meollo de la fe de todo creyente, y muy especialmente de la gracia santificante que debe inocular en las entrañas de la Iglesia todo ministro del Señor. El resultado final fue una dramática crisis de fe que generó a su vez un efecto colateral de devastadoras consecuencias para la crisis de la Iglesia, ya que, a impulsos de ese abandono de la vida espiritual, el sacerdote deja de tener conciencia de 72

que su ministerio debe arrancar desde la premisa de que él es un alter Christus, un ministro de la presencia del Resucitado en la Iglesia para ser testigo y maestro de su Palabra: «Lo que falta hoy al sacerdote, no es mundo –según el Padre Julio Meinviell–, lo que le falta es ciencia y santidad sacerdotal» [61]. En una conferencia sobre la dirección espiritual pronunciada en la Facultad de Teología de Valencia, Rouco Varela reivindicó la vuelta al clericalismo «clásico», profundamente enraizado en la riqueza de la tradición sacerdotal. La secularización del sacerdocio ha originado, en su opinión, un nuevo cristianismo sin Cristo, en el cual se ha olvidado el modo de vida clásico del sacerdocio: «Levantarse temprano, meditación en la capilla, Misa, oración, visita al Santísimo, rezo del Rosario, vísperas, completas, confesión semanal, ejercicios espirituales, retiro mensual...». La clave final para la recuperación del sacerdote tradicional, según sus palabras, es muy simple: «Recuperar la paternidad propia del sacerdote, y creer en Dios de verdad». Como veremos más adelante, este clericalismo clásico, este sacerdocio tradicional enraizado en la espiritualidad es lo que el Padre Pío viene a testimoniar, a mostrar con su ejemplo como la riqueza más genuina de la Iglesia. Éste es posiblemente su mensaje más importante a la Iglesia de hoy, pues muestra el camino para la superación de todos sus problemas. La santidad sacerdotal –y la de los laicos– debe estar fundamentada en la práctica de las virtudes heroicas, y estas virtudes el sacerdote debe buscarlas en aquellas actividades de su ministerio que expresan sus carismas más genuinos: el altar y el confesionario. Aquí enraizó su santidad el Padre Pío, más que en sus incomparables y maravillosos prodigios, y su testimonio y su mensaje es un claro ejemplo que está ahí para mostrar el camino del auténtico sacerdocio. «El sacerdote debe tratar de ser santo. Los lugares en los que se circunscribe esta santidad que busca el sacerdote serían el altar y el ambón, el breviario y el sagrario, el confesionario y también el Rosario. Aquí estaría el secreto de la santidad del sacerdote, tal como ilustró el modélico cura de Ars. En cualquier caso, queda claro que Benedicto XVI estaba convencido de que la “nueva primavera” de la Iglesia empezaba por los sacerdotes».[62] Ante esta crisis de la Iglesia motivada por la crisis del sacerdocio, la misión del Padre Pío va a ser de una importancia excepcional. La visión de este problema que Jesús le transmitió en la revelación que transcribimos al comienzo de este capítulo, cuando llamaba «carniceros» a los sacerdotes indignos, se constituye inmediatamente en una invitación a que el Padre Pío realice una tarea de gigantescas proporciones, en una llamada a que el fraile estigmatizado dedicara su ministerio a una misión de extrema importancia para el futuro de la Iglesia: la dignificación del sacerdocio. «Jesús, una vez más, repetía a sus almas privilegiadas el mensaje de su sufrimiento viendo la escalada espectacular de impiedad e indiferencia religiosa, porque algunos sacerdotes se han mostrado por debajo de su misión en sus costumbres, en su piedad o en el desvío de la doctrina. La misión del Padre Pío va a ser en gran parte una especie de reto lanzado al racionalismo moderno y a la incredulidad. Va a llevar hasta un punto 73

sublime los misterios de la Misa y de la confesión, ocasiones ambas en las que el sacerdote es más visiblemente otro Cristo. Le acompañarán los estigmas, que no sólo son una gracia del Señor, sino también un testimonio para el mundo entero».[63] Dentro de su vocación sacerdotal, descubrió muy pronto que su carisma particular era ser víctima corredentora con Cristo. Para él, el sacerdote debe ser otro Cristo, una víctima que entrega su vida para colaborar con el divino Redentor en la salvación de las almas. «Y vosotras, almas consagradas, os ruego que os dediquéis a mi Voluntad, como víctimas para la salvación de vuestros hermanos. Ninguna aflicción os será ahorrada. Estad en guardia, resistid al mundo, pues los espíritus malignos tratarán de seduciros» (Revelación de Cristo al Padre Pío). Salvar almas, rescatándolas de las garras de Satanás: éste fue el objetivo último de todo su ministerio sacerdotal. Para desarrollar esa labor, dedicó su ministerio a los dos sacramentos salvíficos por excelencia: la Eucaristía y la Confesión. «El Padre Pío es un santo extraordinario que ha manifestado ante el mundo moderno, incrédulo ante las cosas sobrenaturales, que todavía existen los milagros y que Dios no ha abandonado a los hombres, sino que todavía sigue confiando en ellos. Las abundantes conversiones realizadas a través de la confesión nos indican que este sacramento no está pasado de moda ni lo estará nunca. Tampoco la Misa lo estará. La Misa es el memorial del amor infinito de Jesús, es decir, una actualización viva y real del amor infinito de Jesús que se hace realmente presente en medio de nosotros, vivo y resucitado».[64] El mensaje del Padre Pío al sacerdote de hoy aparece meridianamente claro: «Dar testimonio ante el mundo del sufrimiento salvador de Jesucristo y participar en su obra de redención. Los dos lugares privilegiados de esta misión eran el altar y el confesionario».[65] Es justo en esta misión sacrificial victimaria del Padre Pío donde hay que buscar la razón profunda de que el Padre Pío sea el primer sacerdote estigmatizado de la historia de la Iglesia. Porque el sentido último de esas llagas es exaltar la figura del Padre Pío como sacerdote, para que sea un paradigma, un ejemplo a seguir, para que marque el camino al sacerdocio en una época especialmente crítica para los ministros del Señor. Ésta es la razón que explica por qué el fraile del Gargano estuvo durante 50 años como un «crucifijo viviente»: «Enseña a los sacerdotes a convertirse en instrumentos dóciles y generosos de la gracia divina, que cura a las personas en la raíz de sus males, devolviéndoles la paz del corazón. El altar y el confesonario fueron los dos polos de su vida: la intensidad carismática con que celebraba los misterios divinos es testimonio muy saludable para alejar a los presbíteros de la tentación de la rutina y ayudarles a redescubrir día a día el inagotable tesoro de renovación espiritual, moral y social puesto en sus manos».[66] Un hijo espiritual del Padre Pío le oyó en cierta ocasión susurrar ante una estatua de san Francisco que había en unas escaleras del convento: «¡Bienaventurado tú, Padre Francisco [...] pero mi misión de sacerdote crucificado es única en el mundo!». Pero la misión del Padre Pío no apunta sólo hacia la dignificación del sacerdocio, sino 74

que era mucho más amplia, en el sentido de que su llamada a la santificación era universal, interpelando con el ejemplo de su vida a todos y cada uno de los creyentes. Podría hablarse así de una «dignificación del cristiano», paralela a la del sacerdocio: «¡Séante dadas infinitas gracias y alabanzas, oh mi Dios! ¡Tenías encomendada a tu Hijo una gran misión, misión que sólo a mí y a ti nos es conocida! ¡Oh, Dios! ¡Hazme sentirte cada vez más y más en este mi pobre corazón y cumple en mí la obra por ti comenzada! Siento una voz que me repite sin cesar: ¡Santifícate y santifica a los demás!». Un fraile que reza Benedicto XVI formó parte de la corriente que se conoce bajo el nombre de «restauración», la cual trata de retomar los auténticos textos del Vaticano II y, lo que es más importante, restablecer una relación profunda e íntima con Cristo. En palabras del propio Benedicto XVI: «Ante todo, quiero simplemente recordar lo que he dicho en realidad: no se da ningún retorno al pasado; una restauración así entendida no sólo es imposible, sino que ni siquiera es deseable. La Iglesia avanza hacia el cumplimiento de la historia, teniendo ante su mirada al Señor que viene. Pero si el término “restauración” se entiende según su contenido semántico, es decir, como recuperación de valores perdidos en el interior de una nueva totalidad, diría entonces que es precisamente este el cometido que hoy se impone, en el segundo período del posconcilio [...]. Lo que verdaderamente cuenta es restablecer esta integral relación con Cristo. De esta relación integral con Cristo no se puede convencer a nadie sólo con argumentos; pero se la puede vivir y, a través de esta vivencia, hacerla creíble a los otros, invitándoles a compartirla».[67] Como se trasluce en estas palabras, este espíritu de «restauración» tiene su eje vertebrador en promover una experiencia personal de Cristo, ya que lo que convierte a las masas, hoy como ayer, es el contacto con personas que manifiestan a Cristo en su vida, que le «encarnan» con virtudes heroicas y dones carismáticos. Éste debe ser el fermento, la semilla de la «nueva evangelización» que necesita y demanda hoy la Iglesia. A este respecto, en ningún creyente de la historia –a excepción de los apóstoles– se ha expresado con más claridad la cercanía a Cristo que en el capuchino de los estigmas. Frente a la anemia espiritual que había provocado la crisis en el sacerdocio, la actividad sacerdotal del Padre Pío va a constituir un modelo y un ejemplo a seguir para alcanzar la santidad del sacerdote en el ejercicio de su ministerio. Lo que debiera ser la piedra angular de este ministerio pastoral estaba meridianamente clara para él: la vida de oración. En este sentido, el Padre Pío hizo de la plegaria continua el pilar de su actividad sacerdotal. Solía decir de sí mismo: «Sólo soy un fraile que reza». Para él el único camino para vencer al mundo era la oración, el sufrimiento, la pobreza, la castidad y la obediencia al Evangelio. Un amigo suyo e hijo espiritual, el ya mencionado Padre Gabriel Amorth escribió: «El Padre Pío, cuanto más avanzaba en edad, más sentía la necesidad de aumentar la oración. Ya al final de los años 40 me di cuenta de que el tiempo que dedicaba a las 75

confesiones era bastante reducido. Quedaba lejana la época en que confesaba durante 16 horas al día. Un día le dije: “Querido Padre, ¿no podrías confesar un poco más de tiempo? Aquí hay personas que vienen de muy lejos, incluso del extranjero, y para poder confesarse contigo deben esperar muchos días”. El Padre Pío le respondió: “Querido Padre, ¿crees que la gente viene aquí por el Padre Pío? La gente viene para oír una palabra del Señor. Y si yo no rezo, ¿qué voy a decir a la gente?”. La necesidad de la oración le era también sugerida por la conciencia de saberse indigno: se sentía un gran pecador, con el riesgo continuo de poder perder la fe. Por ello ha sido siempre un gran pedigüeño de oración. Yo sabía que, si quería verlo iluminado de gozo, no tenía más que decirle: “Padre, rezo por usted”». Este mensaje del santo del Gargano señala un camino a seguir para que tenga éxito la «nueva evangelización» en la que la Iglesia del tercer milenio está embarcada, la cual no puede realizarse solamente a base de campañas sabiamente organizadas y planes rigurosamente diseñados, que son necesarios y útiles, por supuesto, pero que necesitan para su plena eficacia la gracia que sólo puede proporcionar el contacto con Cristo en la oración personal y comunitaria. «Lo que falta a la humanidad –repetía con frecuencia el Padre Pío– es la oración». Su profunda espiritualidad, que le llevó a la santidad sacerdotal, debería ser un ejemplo y un modelo a imitar para superar esa anemia espiritual que ha llevado a la crisis del sacerdocio en nuestros días. «La estrategia más efectiva que tiene Satanás para debilitar un ministerio es mantener ocupado al siervo de Dios leyendo los últimos éxitos de librería, organizando campañas evangelísticas, estudiando métodos eficaces para que la iglesia crezca, y logrando así que esté tan atareado con la administración, la visitación, el servicio social, las actividades deportivas, el aconsejar, y apagar los fuegos de oposición y crítica, que su vida devocional se muera de hambre. El activismo tiene su lugar, pero dicho lugar está después de la oración. Como dijo Gordon: “Usted puede hacer algo más que orar después de haber orado, pero no hasta que lo haya hecho»”.[68] Durante la visita que realizó al santuario de San Giovanni Rotondo, Benedicto XVI advirtió sobre los peligros que tiene para la vida de fe un activismo descontrolado y separado del manantial de gracia que nos proporciona la oración: «Muchos de vosotros, religiosos, religiosas y laicos –dijo–, estáis tan absorbidos por las miles de tareas que conlleva el servicio a los peregrinos o a los enfermos del hospital que corréis el riesgo de descuidar lo que es verdaderamente necesario: escuchar a Cristo para cumplir la voluntad de Dios. Cuando os deis cuenta de que corréis este riesgo, mirad al Padre Pío, su ejemplo, sus sufrimientos; e invocad su intercesión, para que os alcance del Señor la luz y la fuerza que necesitáis para continuar su misma misión, empapada de amor por Dios y de caridad fraterna». «El Padre Pío es el hombre del sufrimiento, el taumaturgo, el estigmatizado, el sacerdote apóstol del confesionario y un catequista silencioso de la santa Misa, pero es 76

un místico de extraordinario tamaño, un “fraile que reza”».[69] En el Diario que comenzó a escribir en julio de 1929 había redactado con brevedad en un billete manuscrito el plan de vida que llevaba. Nada hace suponer que lo cambió en el transcurso de los años. Desde luego, los carismas no le fueron concedidos por casualidad. Al referirse a las «devociones particulares diarias», señalaba: «No menos de cuatro horas diarias de meditación, de ordinario sobre la vida de Nuestro Señor: nacimiento, pasión y muerte. Novenas: a la Madonna de Pompei, a san José, a san Miguel Arcángel, a san Antonio, al Padre san Francisco, al Sacratísimo Corazón de Jesús, a santa Rita, a santa Teresa de Jesús. Cada día, no menos de cinco rosarios completos». «Hoy se vive sin fe, o con fe tibia»: ése era el diagnóstico que el Padre Pío hacía de su tiempo, en la primera mitad del siglo pasado. La causa de esta poca vitalidad de la fe sigue siendo, ayer y hoy, la misma, y el Padre Pío lo advirtió claramente: la falta de oración: «Se ha perdido la ruta por no querer emplear un poquito de tiempo con Dios. El orar os provoca fastidio. Estáis muy apegados al mundo y ya no sentís necesidad de Dios. Lo imagináis lejos de vosotros, y por eso lo mantenéis arrinconado como si no existiese. Halláis solamente tiempo para vuestro mortal entretenimiento, el televisor, ofuscando siempre más y más vuestras mentes, contagiadas con tantas revueltas malsanas y pecaminosas. ¡Reavivad vuestra fe! La oración es el gran negocio de la salvación humana. El que ora se salva; el que no ora, se condena. La oración es nuestra mejor arma. Es la llave que abre el corazón de Dios. No se consigue la salud espiritual sino con la oración; no se gana la batalla sino con la oración». «Es la plegaria, esta fuerza unida de todas las almas buenas, la que mueve el mundo, la que renueva las conciencias, la que sostiene la casa, la que consuela a los que sufren, la que cura a los enfermos, la que santifica el trabajo, la que eleva la asistencia sanitaria, la que da la fuerza moral y la cristiana resignación al sufrimiento humano, la que expande la sonrisa y la bendición de Dios sobre toda flaqueza y debilidad».[70] Su vida devocional, por tanto, pertenecía a la más pura tradición de la Iglesia. Y esas devociones fueron las que le llevaron a la santidad, a él y a tantos otros santos que las practicaron, lo cual prueba su eterna validez, ayer, hoy y mañana. Justamente el abandono de esta espiritualidad enraizada en la oración es lo que ha abocado al sacerdocio y a los creyentes a una crisis tan catastrófica. El Padre Pío siempre llevaba consigo la santa reliquia de la Cruz. Quería que sus hijos espirituales llevasen también permanentemente un crucifijo alrededor del cuello. Tenía una devoción especial a la Pasión de Nuestro Señor, a Nuestra Señora y a san Miguel el Arcángel. Exhortaba a otros a estas devociones. Insistía en que san Miguel es nuestro protector contra las trampas del Diablo, y recomendaba las almas a su protección, aconsejándoles recurrir a él siempre durante las tentaciones. También recomendaba peregrinar al Monte San Angelo para venerarle. Jesús, María y su ángel se le aparecían constantemente. También san Francisco, a quien rezaba con frecuencia. San José era otro de sus santos preferidos. Eran los que le defendían en su dormitorio cuando era asaltado por el Diablo. 77

Una devoción particular a la que prestaba gran importancia era la veneración del Niño Jesús. El Padre Rafael de S. Elia a Pianisi en su escrito Acceni manifiesta: «Llegué a san Giovanni Rotondo el 17 de setiembre de 1919. Dormía en una celda angosta frente a la celda número 5 del Padre Pío. La noche del l9 al 20 de septiembre no podía dormir por el calor. Hacia medianoche me levanto de la cama y abro la puerta. Todo estaba oscuro, apenas se veía la lucecita de una lamparita de petróleo. Mientras estaba en la puerta para salir, veo que llega el Padre Pío del coro, donde había estado rezando. El Padre Pío estaba todo luminoso con una imagen del niño Jesús en sus brazos. Andaba lentamente y murmuraba alguna oración. Pasó delante de mí todo radiante de luz y no se dio cuenta de mi presencia. Sólo algunos años después me di cuenta de que era el primer aniversario de haber recibido los estigmas». Un santo mariano El Padre Pío fue un santo esencialmente mariano. Su amor y devoción por la Santísima Virgen son legendarios. Nunca se cansaba de ensalzar sus virtudes, emplazando a todos los católicos a recurrir a su misericordiosa intercesión. Según confesaba, detrás de todos sus dones maravillosos estaba Nuestra Señora, quien lo quería como una madre quiere a su hijo. «Todas las gracias pasan por sus manos», afirmaba con frecuencia. «Esta Madre tan tierna, en su gran misericordia, sabiduría y bondad ha querido verter en mi corazón tantas y tales gracias que, cuando me hallo en su presencia y en la de Jesús, me siento estrechamente unido y ligado al Hijo por medio de esta Madre». Consideraba a la Virgen Santísima especialmente como Madre, la Madre de Jesús, y después como Madre espiritual de los creyentes. En multitud de ocasiones la llamaba con el dulce nombre de Madre, expresado en muchos apelativos cariñosos: mamma, mammina mia, mammina bella, etc. Ya desde pequeño la Virgen se le manifestaba. Él no decía nada de estas visiones porque pensaba que todo el mundo las tenía. Cuando celebraba la Misa, era muy normal que la Virgen y su hijo asistieran a ella todo el tiempo. Se dice haberle escuchado decir que [Nuestra Señora] «me acompaña al altar y permanece a mi lado cuando ofrezco la santa Misa». Un día Cleonice Morcaldi, su hija espiritual, le preguntó: —Padre, ¿la Virgen viene algún que otro día a su celda? —Mejor di –le contestó Padre Pío– si algún día no viene... —¿Se le aparece como en Lourdes? –siguió preguntando Cleonice. —¿Eh?... Sí. Allá se apareció... pero aquí, nada. —¡Oh, qué paraíso, Padre! Dígame un pensamiento sobre la grandeza de María para que me anime a amarla. —¿No te basta saber que es Madre de Dios? ¿Que todos los ángeles y santos no llegan a alabarla dignamente? Dios es el Padre del Verbo, María es la Madre del Verbo hecho carne. Nada nos concede el Señor si no pasa por las manos de la Reina del Cielo. Si Dios es la fuente de agua viva, María es el acueducto que la lleva a nosotros. Ámala en la tierra y la contemplarás en el cielo. 78

Esta presencia tan habitual de la Virgen junto al Padre Pío fue aseverada también por otros testigos. Uno de ellos fue el Padre Alessio Parente: «En los últimos años de su vida el Padre Pío se hacía lavar la cara por mí o por el Padre Honorato. Una tarde le dije: “Padre, yo no he estado nunca en Lourdes, ¿por qué no vamos juntos a ver a la Virgen?”. Y me respondió: “No es necesario que vaya, porque a la Virgen la veo todas las noches”. Yo entonces le sonreí, diciendo: “Ah, ¿por esto es por lo que se pone guapo y se lava la cara por la tarde y no por la mañana?”. Y él no respondió, pero sonrió». Pero otras veces el fenómeno ocurría al revés: era el Padre Pío quien se desplazaba por bilocación para ver a su querida Madre. El Padre Honorato Marcucci cuenta que un día de julio de 1968 le dijo al Padre Pío: —Padre, mañana voy de viaje a Lourdes; le ruego que me dé la bendición y me asista en el viaje. ¿Quiere venir a visitar a la Virgen conmigo? —He estado tantas veces... —Pero... ¡qué dice!, usted no ha salido nunca del convento. ¿Está diciendo mentiras? —No, no, a Lourdes no se va sólo en tren o en coche: también se va de otros modos. Muchos otros testigos revelaron que en su intensa vida de oración María ocupaba un papel central: «¿Quién no recuerda –escribe Curci– la oración de la “Visita de María Santísima” que el Padre Pío rezaba todas la tardes, delante del Santísimo Sacramento? Su corazón latía por Ella, y su alma se enternecía hasta las lágrimas cuando llegaba a aquella palabras: “No me desampares mientras no me veas a salvo en el cielo, bendiciéndote y cantando tus misericordias por toda la eternidad”». «El Padre Pío, con su enseñanza y su ejemplo, nos invita a orar, a recurrir a la misericordia divina en el sacramento de la penitencia, y a amar al prójimo. Nos invita, de manera especial, a amar y venerar a la Virgen María. Su devoción a la Virgen se manifiesta en todas las circunstancias de su vida: en sus palabras y en sus escritos, en sus enseñanzas y en sus consejos, que ofrecía a sus numerosos hijos espirituales».[71] Naturalmente, la oración mariana por excelencia, el Rosario, ocupó un lugar central en la vida devocional del santo de los estigmas. Un día le pidieron sus hijos espirituales que les dejara su herencia espiritual. Él respondió inmediatamente, sin pensar siquiera: «El Rosario». Poco antes de su muerte, le dijo a su amigo y hermano Fray Modestino: «¡Amen a la Virgen y háganla amar! ¡Reciten siempre el Rosario!». Después de la santa Misa el rezo del Rosario es la devoción más practicada por los fieles. Es una oración que puede tener poderosos efectos en la transformación del mundo, si somos capaces de rezarlo extrayendo de sus misterios la llamada a la caridad que contienen, integrando en ellos los problemas de una humanidad que sufre, y que son un desafío para el compromiso cristiano de ayuda a los demás. Pero, además, el rosario es «el arma» de la Iglesia en su combate frente al Mal. En estos tiempos preapocalípticos que estamos viviendo, bajo la tremenda intimidación de un «mundo sin Dios» que corroe los cimientos de la Iglesia, amenazada la cristiandad por la herejía del materialismo craso, la «lluvia de oración» que la Virgen recomendaba a Santo Domingo nos es más necesaria que nunca, y para eso no tenemos otra arma más sencilla y eficaz para llevar al mundo a la conversión que la recitación del Rosario. Hoy 79

como ayer. Los testimonios y revelaciones de los videntes apuntan con rara unanimidad al esencial papel protagonista que María desempeñará en los últimos tiempos, aquellos en los que se decida el futuro de la Iglesia. En ese combate, que ya se está produciendo, María enarbolará su arma predilecta: el santo Rosario. En esa tremenda y apocalíptica batalla, el rezo de esta sencilla oración es garantía de victoria total, según la misma Virgen lo ha manifestado en multitud de ocasiones: «Hija mía, las calamidades ya han comenzado. La influencia del Príncipe de las tinieblas amenaza por todas partes. Ármense con mi Rosario. Mi Iglesia será sacudida hasta sus cimientos. Aquellos de mis hijos que deseen salvarse deben arrepentirse. Todos mis hijos deben arrepentirse. Ármense con mi Rosario. No lo alejen jamás de su corazón. Hijos míos, mis elegidos, ahora son ustedes como ovejas entre lobos. Manténganse firmes y no teman, porque la mano del Todopoderoso está con ustedes».[72] «Me veneráis como la Señora del santo Rosario. El Rosario es mi oración; es la oración que he venido a pediros desde el cielo, porque es el arma que debéis usar en estos tiempos de la gran batalla y el signo de mi segura victoria».[73] Pero además de rosas, el Rosario también derrama algo más sobre los fieles que lo rezan: algunos videntes afirman que, cuando se reza cada cuenta, una gota de la sangre de Jesús cae sobre la persona por quien se dice, o sobre aquellas almas que Jesús quisiera salvar. El 26 de diciembre de 1957, el Padre Agustín Fuentes, Postulador de la Causa de Beatificación de Francisco y Jacinta Marto, entrevistó a sor Lucía Dos Santos, vidente de las apariciones de Fátima, ya fallecida. Esta entrevista tuvo lugar en el Convento de las Religiosas Carmelitas Descalzas de Santa Teresa, en Coímbra, Portugal. En el curso de esa entrevista, le dijo sor Lucía al Padre Fuentes: «La Santísima Virgen nos dijo, tanto a mis primos como a mí, que dos eran los últimos remedios que Dios daba al mundo: el santo Rosario y el Inmaculado Corazón de María... Mire, Padre, la Santísima Virgen, en estos últimos tiempos que estamos viviendo, nos ha dado una nueva ayuda: el rezo del santo Rosario, de tal manera que ahora no hay problema, por más difícil que sea –temporal y, sobre todo, espiritual; sea que se refiera a la vida personal de cada uno de nosotros o a la vida de nuestras familias, del mundo o comunidades religiosas, o a la vida de los pueblos y naciones–, no hay problema, repito, por más difícil que sea, que no podamos resolver ahora con el rezo del santo Rosario. Con el santo Rosario nos salvaremos, nos santificaremos, consolaremos a Nuestro Señor y obtendremos la salvación de muchas almas. Por eso, el demonio hará todo lo posible para distraernos de esta devoción poniéndonos multitud de pretextos: cansancio, ocupaciones, etc., para que no recemos el santo Rosario. Si nos dieran un programa más difícil de salvación, muchas almas que se condenarán tendrían el pretexto de que no pudieron realizar dicho programa. Pero ahora el programa es brevísimo y fácil: rezar el santo Rosario. Con el Rosario practicaremos los santos Mandamientos, aprovecharemos la frecuencia de los sacramentos, procuraremos cumplir 80

perfectamente nuestros deberes de estado y hacer lo que Dios quiere de cada uno de nosotros. El Rosario es el arma de combate de las batallas espirituales de los últimos tiempos». Esta recomendación por parte de la Virgen del resto del Rosario es un lugar común en todas las supuestas apariciones marianas. En Medjugorje es quizá donde más énfasis ha puesto en la necesidad de practicar esta oración: «Su arma es la oración, empiecen el combate contra Satanás con la oración. Ármense contra Satanás y triunfen con el Rosario en la mano. Con el Rosario vencerán todas las dificultades que Satanás quiere causar en la Iglesia Católica» (8.8.85-24.1.85-26.6.85). Una de las videntes, Marija Pavlovic, pidió a Nuestra Señora de la Paz: «¿Qué desea decir a los sacerdotes?». La Virgen contestó: «Les pido que inviten a todo el mundo a la oración del Rosario. Con el Rosario vencerán todas las dificultades que Satanás quiere causar a la Iglesia católica. Todos ustedes, sacerdotes, recen el Rosario, dediquen tiempo al Rosario». En su libro A los sacerdotes, hijos predilectos de la santísima Virgen Esteban Gobbi –fundador del Movimiento Sacerdotal Mariano– transcribe locuciones interiores de la Virgen María, que el vidente sostiene haber tenido desde 1973 hasta 1997. Una parte de estas locuciones se refieren a la gran batalla de los últimos tiempos, y en ellas María no cesa de recomendar el rezo del Rosario como el arma decisiva que decidirá el triunfo final: «Mi victoria se hará efectiva cuando Satanás, con su potente ejército de todos los espíritus infernales, sea encerrado en su reino de tinieblas y de muerte, de donde no podrá salir jamás para dañar al mundo [...]. La cadena, con la que el gran dragón debe ser atado, está formada por la oración hecha conmigo y por medio de mí. Esta oración es la del santo Rosario.



La cadena del santo Rosario tiene ante todo la misión de limitar la acción de mi adversario. Cada Rosario que recitáis conmigo, tiene el efecto de restringir la acción del Maligno, de substraer las almas de su maléfico influjo y de dar mayor fuerza a la expansión del bien en la vida de muchos hijos míos.



La cadena del santo Rosario tiene también el efecto de aprisionar a Satanás, esto es, de hacer impotente su acción y de disminuir y debilitar cada vez más la fuerza de su diabólico poder. Por esto cada Rosario bien recitado es un duro golpe dado a la potencia del mal, es una parte de su reino que es demolida.



La cadena del santo Rosario obtiene en fin el resultado de hacer a Satanás completamente inofensivo. Su gran poder es destruido. Todos los espíritus malignos son arrojados dentro del estanque de fuego y azufre, cierro la puerta con la llave del poder de Cristo, y así ya no podrán salir al mundo para dañar a las almas.

Comprended ahora, mis hijos predilectos, por qué en estos últimos tiempos de la batalla entre mí, mujer vestida del sol, y el gran dragón, os pido que multipliquéis por todas partes los cenáculos de oración, con el rezo del santo Rosario, la meditación de mi 81

palabra y vuestra consagración a mi Corazón Inmaculado. Con ello dais a vuestra Madre celeste la posibilidad de intervenir para atar a Satanás, para que así pueda llevar a cabo mi misión de aplastarle la cabeza, esto es, de derrotarlo para siempre, encerrándolo dentro de su abismo de fuego y azufre. La humilde y frágil cuerda del santo Rosario forma la fuerte cadena con la cual haré mi prisionero al tenebroso dominador del mundo, al enemigo de Dios y de sus siervos fieles. Así, una vez más, la soberbia de Satanás será derrotada por la potencia de los pequeños, de los humildes, de los pobres. Mientras hoy os anuncio que está próxima esta gran victoria mía, que os llevará a vuestra segura liberación, os doy el consuelo de mi materna presencia entre vosotros y os bendigo» (Revelación del 7 de octubre de 1992). El Padre Pío llevaba siempre el Rosario enrollado en la mano o en el brazo, como si fuera un arma siempre empuñada. Una tarde estaba en cama y lo asistía su sobrino Mario. El tío le dijo: —Mario, tráeme el arma. El sobrino, con cara de sorpresa por aquel requerimiento tan extraño, buscó por aquí y por allá en la celda, sobre la mesa, en el cajón... pero sus pesquisas no daban resultado. —Pero, tío... no encuentro ningún arma. —Mira en el bolsillo de mi hábito. El sobrino hurgó en el amplio bolsillo... y nada. —Tío, sólo está la corona del Rosario. —Tonto... ¿no es esa el arma? «Toma esta arma» le había dicho una vez en sueños la Virgen. Su batalla contra Satanás, el mundo y la carne las libró en modo eficaz a través de la recitación del santo Rosario. Sus cohermanos llamaban al Padre Pío «el Rosario viviente». «¿Hay oración más bella –decía– que aquella que nos enseñó Ella misma? Recen siempre el Rosario». No cesaba de recomendar su rezo para cualquier situación desesperada o como acción de gracias. Después de que la Virgen recomendara el rezo del Rosario en sus apariciones en Fátima, solía decir: «Si la Virgen santa siempre lo ha recomendado calurosamente donde quiera que ha aparecido, ¿no os parece que debe ser por un motivo especial?». Siempre se le veía con su Rosario en la mano: en el monasterio, en los pasillos, en las escaleras, en la sacristía, en la Iglesia, aun en el breve intervalo de salir y regresar al confesionario. Ordenaba a sus hijos espirituales: «En todo tiempo libre que tengáis, cuando hayáis terminado vuestros deberes de estado, deberíais poneros de rodillas y rezar el Rosario. Rezad el Rosario ante el bendito Sacramento o ante un crucifijo». Llegó a recitar un número incalculable de rosarios. Afirma el Padre Tarsicio Zullo que una vez le preguntó al Padre Pío cuántos rosarios rezaba cada día y le dijo: «Si las cosas van mal, unos 30 rosarios». Su oración asidua lo hizo un «Hombre hecho Rosario» y podría ser llamado el «santo del Rosario». Una vez lo oyeron decir: «Quisiera que los días tuvieran 48 horas para poder redoblar los Rosarios». Todos los dones y prodigios para las almas los obtenía a través del santo Rosario. En una oportunidad lo visitó el obispo monseñor Pablo Corta, que iba acompañado de 82

un oficial del ejército. El obispo le pidió, bromeando, un billete de entrada al paraíso para el militar. Y el Padre Pío, sonriente, le dijo: «Sí, sí, para entrar al paraíso es preciso contar con el billete de acceso a María Santísima». Le alargó un Rosario y le dijo: «Este es el billete para entrar en el paraíso: récelo». El Padre Eusebio Notte manifestó: «Una vez que me encontraba en su celda con otros hermanos sonó la campana para ir a rezar el Rosario. Los otros hermanos fueron, pero yo me quedé. Me preguntó por qué no iba y le respondí que aquel día me sentía dispensado, porque había rezado tres rosarios. Y él me dijo: “Yo he rezado cuarenta y, si pudiera caminar, iría”». Stefano Manelli, uno de sus hijos espirituales y gran conocedor de su espiritualidad, contaba la siguiente historia de cuando aún era un seminarista capuchino: «El Padre Pío oraba mucho, aun fuera de las horas de oración comunitaria. Encontrarlo en el coro o en su celda haciendo oración era una cosa normal. Le gustaba mucho ya entonces la oración del santo Rosario. En sus propósitos espirituales escribió que rezaría cada día quince rosarios, pero no es raro que llegase hasta los 35». «Ante todo, la oración... Sus jornadas eran un Rosario vivido, es decir, una continua meditación y asimilación de los misterios de Cristo en unión espiritual con la Virgen María. Se explica así la singular presencia en él de dones sobrenaturales y de sentido práctico humano. Y todo tenía su cumbre en la celebración de la santa Misa...» (Benedicto XVI). Como hemos visto anteriormente, el Padre Pío estuvo presente en Lourdes en numerosas ocasiones por bilocación, y siguió muy de cerca las apariciones de Fátima. Sin embargo, un hecho poco conocido de su vida es el especial vínculo que tuvo con las apariciones de la virgen en Garabandal. En este hecho se manifestó, una vez más, su especial predilección por el rezo del Rosario. El 3 de marzo de 1962, las cuatro niñas de Garabandal recibieron una carta anónima. Conchita, una de las videntes, al no entenderla, le pidió a Félix López, que fue maestro de la escuela de Garabandal, que se la tradujera, ya que estaba escrita en italiano y él había estudiado en el seminario de Derio, en Bilbao. Enseguida supuso por la redacción que sería del Padre Pío. Conchita escribió en respuesta a la misiva dándole las gracias. La dejaron abierta sobre la mesa de la cocina. Al poco, Conchita entró en éxtasis y rezó el Rosario. Al acabar su iluminación dijo a Félix que la Virgen le había dado un mensaje para el Padre Pío. Subió rápidamente a su cuarto y bajó con un papel manuscrito doblado que introdujo en el sobre y lo cerró. La carta que había llegado a Conchita, sin firma y sin dirección de regreso pero con estampilla italiana, decía lo siguiente: «Mis queridas niñas: A las nueve de la mañana, la Santísima Virgen me encomendó que les dijera lo siguiente: “¡Oh benditas niñas de San Sebastián de Garabandal! Yo les prometo que estaré con ustedes hasta el fin de los siglos y que ustedes estarán conmigo durante el fin del mundo y después, unidos conmigo en la gloria del Paraíso”. Estoy enviándoles una copia del santo Rosario de Fátima, que la Virgen me pidió les 83

enviara. El Rosario fue compuesto por la Virgen y debe ser propagado para la salvación de los pecadores y para la preservación de la humanidad de los terribles castigos con los que el buen Dios la amenaza. Les doy un consejo: recen y hagan que los demás recen porque el mundo está a comienzos de la perdición. No creen en ustedes ni en sus conversaciones con la Dama de Blanco; lo harán cuando ya sea demasiado tarde». Y con el Rosario en la mano, pronunciando dulcemente los nombres de Jesús y María, entregó su hermosa alma a Dios.

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6 Subida al Monte Calvario

«Subía al altar como si subiera al mismo monte Calvario, para participar allí, de forma presente y viva, en los misterios sangrientos de Cristo y recoger los tesoros de la Redención, a fin de repartirlos entre los humanos». [74] «En el siglo XX, dentro de la propia Iglesia, una sombra terrible ha caído sobre la santa liturgia, y tal vez fuera que, para iluminar a los cristianos, el cielo quiso conceder a nuestros tiempos el primer sacerdote estigmatizado de la historia cristiana, un sacerdote que revivía en sus propias carnes el misterio del Calvario durante la santa Misa». [75]

Una ceremonia sagrada ¿Dónde se derrama día a día la sangre del Cordero? ¿En qué lugar se ofrece al Padre por la remisión de los pecados? ¿Bajo qué rito fluye esa sangre poderosa que quita los pecados del mundo y disipa las tinieblas que nos acechan?: en la Eucaristía, actualización del sacrificio redentor del Calvario. Por eso, el Padre Pío hará de la santa Misa el centro de su ministerio, el eje de su vida... en ese Calvario es en donde se ofrendará como víctima, donde derramará sobre todos los creyentes aquella sangre sanadora, protectora y liberadora que fluía de sus estigmas. Y por eso también los ataques de los poderes de las tinieblas al sacerdocio tienen como fin desvirtuar la liturgia, adulterando su auténtico sentido con el fin de vaciarla de toda gracia divina, intentando privarla de su carácter trascendente, promoviendo una práctica devaluada en la que lo sacramental pase a ser algo funcionarial, algo puramente simbólico y metafórico del que pocos serán capaces de extraer la gracia salvadora. Como era de esperar, el asalto más furibundo de las fuerzas del mal contra la liturgia se cebará en su perla más preciada, en su sancta sanctórum: la santa Misa, hasta el punto de que la crisis del sacerdocio se puede identificar con la devaluación de la Eucaristía. Como decía el santo cura de Ars, «la causa de la relajación del sacerdote es el descuido de la Misa». En especial, el ataque ha tenido como blanco el carácter de sacrificio expiatorio de la santa Misa, precisamente el que la Providencia ha querido recordarnos con el Padre Pío. ¿A qué se refería concretamente Pablo VI con su tremenda advertencia sobre el «humo de Satanás?». El cardenal Virgilio Noé, que trabajó durante muchos años en la entonces Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino bajo Pablo VI y después, ya con Juan Pablo II, fue arcipreste de la Basílica Vaticana hasta su jubilación, afirmó que Pablo VI quería expresar con esas palabras su gran preocupación por la propagación de abusos litúrgicos que violaban las reformas conciliares que pretendidamente querían llevar a cabo. El cardenal italiano aseguraba que el Papa se refería a «todos esos sacerdotes, obispos 85

y cardenales que no adoraban correctamente a Dios al celebrar mal la santa Misa debido a una interpretación equivocada de lo que quiso implementar el concilio Vaticano II. El Papa habló del “humo de Satanás” porque él sostenía que aquellos sacerdotes que convirtieron la santa Misa en basura en nombre de la creatividad, en realidad estaban poseídos de la vanagloria y el orgullo del Maligno. Por tanto, el “humo de Satanás” no era otra cosa que la mentalidad que quería distorsionar los cánones litúrgicos de la ceremonia eucarística. Él condenaba la sed de protagonismo y el delirio de omnipotencia que siguieron a nivel litúrgico al Concilio. “La Misa es una ceremonia sagrada –repetía con frecuencia–: todo debe ser preparado y estudiado adecuadamente respetando los cánones, nadie es dominus de la Misa”. Desgraciadamente muchos después del Vaticano II no lo han entendido y Pablo VI sufría viendo el fenómeno como un ataque del demonio». Cuarenta años después de estas palabras de Pablo VI, el problema persiste, pero agravado por su permanencia en el tiempo, y por la crisis de fe que ha vaciado las iglesias. Sin duda que en este fenómeno ha tenido mucho que ver el «materialismo craso» de la sociedad contemporánea que denunciaba Juan Pablo II, pero este hecho no debe ser tomado como excusa para negarse a ver otro hecho evidente, que ha coadyuvado decisivamente a la adulteración del verdadero sentido del sacrifico eucarístico: el olvido de que la Misa es una renovación del sacrifico de Cristo en la Cruz, una actualización de su Pasión redentora. Justamente para recordar esa esencial verdad –que celebrar la Misa es volver a subir al Gólgota y unirse allí a Cristo crucificado, ofreciéndose como víctima propiciatoria–, para transmitir ese mensaje de que al celebrar la Misa renovamos la Pasión redentora de Cristo, es para lo que vino el Padre Pío en nuestros tiempos, pues él encarnó como nadie esa importantísima función del sacerdote, el cual, al oficiar la Misa y su misterio, es un canal de comunicación entre Dios y los hombres; el sacerdote es, pues, «otro Cristo» (alther Christus) o como dicen algunos «el mismo Cristo» (ipso Christo). El cardenal Siri, ferviente seguidor del Padre Pío, y uno de los pocos jerarcas de la Iglesia que meditó seriamente en la trascendencia del capuchino estigmatizado, explicaba con estas emocionantes palabras la enorme y misteriosa importancia salvífica de la celebración eucarística: «Mientras se celebra la santa Misa todo el mundo recibe algo de esa celebración. Incluso la más humilde de las celebraciones eucarísticas en el más apartado pueblecito de la cristiandad, ante unas cuantas humildes mujeres, acarrea a la humanidad beneficios que ninguna gran iniciativa humana, ni conferencia, ni manifestación, ni acción política o social pueda acarrear. Ninguna revolución humana, ninguna diplomacia ni gobierno, partido o fuerza terrena puede hacer por la paz y el bien de los hombres como lo hace la Misa celebrada en la más apartada parroquia de la cristiandad». Con parecidas palabras explicaba Juan Pablo II, en su encíclica Ecclesia de Eucharistia, del año 2003, que «la Iglesia vive de la Eucaristía», centro de la vida cristiana en este mundo: «Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1Cor 5,7) se realiza la obra de nuestra 86

redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo (cf. 1Cor 10,17). [...] En efecto, el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio. Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: “Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo [...]. También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá”». «Como ministros sagrados, sobre todo en el sacrificio de la Misa, los presbíteros ocupan especialmente el lugar de Cristo, que se sacrificó a sí mismo para santificar a los hombres; y por eso son invitados a imitar lo que administran [...]. Rigiendo y apacentando el pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas» [76]. El secreto del Padre Pío El escenario donde el Padre Pío desarrolló su tarea, su misión de salvar almas, se concretó en el confesionario y en la santa Misa. «El altar era como una hoguera sobre la cual la santa víctima se consumía en un éxtasis de amor doloroso. Un día me dijo: “¡Oh, qué hermoso es estar sobre la hoguera y arder! Pero del altar no desearía bajar jamás”» (CLEONICE MORCALDI). «El Padre Pío no celebró congresos, ni pronunció discursos, no promovió concentraciones, manifestaciones, documentos, proyectos pastorales... Para cambiar el mundo, para salvar a la humanidad, celebró la santa Misa. Es éste el único acontecimiento que cambia el mundo: el Calvario, con el que Dios ha derrotado todo el Mal de los hombres y del Maligno».[77] El altar fue el calvario personal del Padre Pío, donde vivió el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. Por lo tanto, para entenderle se debe entrar en el misterio de su misa. El Cardenal Ursi escribió que «el Padre Pío vivió en su propia vida la Pasión de Jesús. Expresó esto en su misa, que renovaba los corazones, las familias, y la sociedad. Éste es el secreto, el misterio del Padre Pío». Celebraba como mediador entre Dios y los fieles, pero también oficiaba ofreciéndose a sí mismo como hostia. Un obispo que asistió a su misa confesó después con asombro que sobre el altar había visto a dos víctimas: el Padre Pío se ofrecía a sí mismo como víctima, igual que Cristo, para expiar los pecados de los hombres. «El Padre Pío vivía realmente en su carne y en su alma los misterios que celebraba en el altar. La teología católica nos enseña que la Misa es la renovación incruenta del sacrificio de Cristo. En una de sus oraciones solemnes, la Iglesia dice que “cada vez que renovamos la celebración de este sacrificio, operamos la obra de nuestra salvación”. Así, la Misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza y acción de gracias, memorial del sacrificio ofrecido en la Cruz, pero también “verdadero sacrificio de propiciación para aplacar a Dios y hacerlo favorable a nosotros”. Esta teología de la Misa como sacrificio fue la del Padre Pío durante sus cincuenta y ocho años de sacerdocio. Y él, a quien Dios había querido marcar con los signos visibles 87

de su Pasión, celebraba la Misa experimentando un dolor semejante, pero no igual, que el de Jesús en la Cruz. Sí, ciertamente la misa del Padre Pío no era ordinaria. Y si duraba tanto tiempo, comprendemos un poco más por qué. Pero no era en absoluto un cara a cara entre un sacerdote y su Dios, un encuentro más allá del tiempo y del espacio, una aventura mística que se repetía a diario: era un sacerdote ofreciendo un Sacrificio y ofreciéndose a sí mismo en sacrificio, de manera no igual, por la salvación de los fieles y por su propia salvación. Los fieles no estaban ausentes del pensamiento del Padre Pío cuando se hallaba en el altar. Muy al contrario. Un día dijo: “En el altar veo a todos mis hijos como en un espejo”. Rezaba por sus intenciones, rezaba por su salvación y les entregaba el alimento de la vida eterna».[78] Cierta vez que le preguntaron qué significaba la Misa para él, respondió: «Es una sagrada participación en la Pasión de Jesús. Todo lo que el Señor sufrió en su Pasión, yo lo sufro, todo lo que es posible para un ser humano. Y eso no es por mérito mío, sino totalmente por causa de su bondad». Muchos de sus fieles afirmaban que quien dudase de la presencia real de Cristo en la Eucaristía no tenía sino que asistir a su Misa, porque conservando intacta la sublime gracia del sacerdocio se configuró totalmente con Cristo en la Eucaristía viviendo con Él y en Él su Pasión, Muerte y Resurrección. En cierta ocasión, una mujer dijo a su prometido que no podría cumplir el matrimonio a menos que él aceptara volver a la Iglesia. Disgustado y cínico, aceptó ir con ella al monasterio del Padre Pío. Fueron juntos a Misa muy temprano. Durante la Misa la chica estaba asombrada de ver a su prometido mirando fijamente al altar, pálido y pareciendo asustado. «¿Esto ocurre cada día?» le dijo a ella en voz baja. «Sí», respondió ella con perplejidad, ignorante de la causa de su pregunta inusual. Sólo después de salir de la Iglesia le explicó lo sucedido: él vio una corona de espinas sobre la cabeza del Padre Pío y sangre corriendo por su cara... y pensó que todos vieron lo que él vio. Algo parecido le ocurrió a un joven universitario que asistió varios días a la misa del Padre Pío, que estallaba en un llanto incontenible. Su novia, hija espiritual del Padre Pío, confesó que el joven le había dicho que todas las mañanas veía una corona de espinas sobre la cabeza del Padre Pío. Decía que la Eucaristía era «una unión completa entre Jesús y yo». Para él el sacrificio de la Misa era una actualización del sacrificio redentor de la Cruz y por eso era capaz de proporcionarnos abundantes frutos de salvación, a condición de que la viviéramos con fe. «Cada Misa –afirmaba–, escuchada con devoción, produce en nuestras almas efectos maravillosos, abundantes gracias espirituales y materiales que no podemos ni imaginar. Es más fácil que la tierra exista sin sol, que sin el santo sacrificio de la Misa. Si nos sobreviene alguna languidez de espíritu, corramos a los pies de Jesús en el Sacramento, pongámonos entre los celestes perfumes y seremos, indudablemente, revigorizados. La santa Misa es como un vale que nos ha dejado Cristo, y con el cual nos presentamos al Padre para alcanzar del tesoro de los frutos de la Cruz y cuanto necesitamos para nuestra salvación. En la santa Misa Cristo acoge nuestras súplicas, las rectifica y mejora según su sabiduría y luego, personalmente, las presenta al Padre, 88

refiriéndose al sacrificio infinito ofrecido en la Cruz». No cesaba de recomendar la asistencia frecuente a la Eucaristía: —¿Cuántas veces has faltado a misa? –le preguntó el Padre Pío una vez a un penitente. —Padre, ¿cómo puedo yo recordar cuántas? ¡Han sido muchas! —¿Cuántas veces has faltado, te repito, desde la última confesión? —Pero, Padre, yo no puedo saberlo. —Bueno, vete de aquí y vuelve conmigo cuando recuerdes cuántas veces has faltado a misa –y le despidió sin darle la absolución. «Una vez –cuenta una penitente– me confesé con el Padre Pío y con una cierta desenvoltura le dije: —Padre, yo el domingo falto a Misa con frecuencia. No tengo ninguna gana, y hasta me pesa ir. —¿Ah sí?, pues yo tampoco tengo ganas de darte la absolución. ¡Vete! –y cerró la ventanilla. En relación al valor de la Misa, afirmaba: «Si los hombres solamente apreciaran el valor de una santa Misa se necesitarían policías de tráfico a las puertas de las iglesias cada día para mantener las multitudes en orden». Para él, asistir a Misa era subir al Calvario a acompañar a Cristo en su Pasión, compartiendo sus dolores y colaborando así en su obra redentora: «Cuando vayas a Misa concéntrate al máximo en el tremendo misterio que se está celebrando en tu presencia: la redención de tu alma y la reconciliación con Dios. Asistan a la Misa como asistieron la Santísima Virgen, las piadosas mujeres y san Juan». Cuando alguien le confesaba su distracción durante la santa Misa, no vacilaba en reprenderle: «¡Pero, hijo mío, esto te ha sucedido porque no sabes qué es la Misa! La Misa es Cristo en el Calvario, con María y Juan a los pies de la Cruz, y los ángeles en permanente adoración... ¡Lloremos de amor y de adoración en esta contemplación!». La noticia de los estigmas del Padre Pío se difundió bien pronto por todo el mundo. A San Giovanni Rotondo llegaban auténticas multitudes que querían ser testigos de la presencia de Dios en un hombre escogido por Él para sufrir en su cuerpo los dolores de la pasión de su Hijo. Los hoteles cambiaban sus horarios para acompasarlos a las misas del Padre Pío, pues las colas ante la iglesia a las cuatro de la madrugada, tres horas antes de su apertura, así lo aconsejaban. Quizá porque la Misa y el confesionario eran las únicas posibilidades de poder ver al franciscano. Según algunos cálculos, aproximadamente veinte millones de personas vieron al Padre Pío ofreciendo la Misa. ¿Qué es lo que realmente buscaban esas muchedumbres que se agolpaban al pie de su altar? ¿Solamente una curiosidad morbosa por ver los estigmas de sus manos, que solamente eran visibles cuando se quitaba los mitones para la celebración de la Eucaristía? «Cuando las riadas de peregrinos llegaban de todo el mundo a san Giovanni Rotondo buscaban, sí, al Padre Pío... pero le buscaban y le querían en dos ministerios: para recibir la absolución sacramental de sus pecados, y para oír su Misa tan llena de emociones y 89

misterios» (Cardenal Lercaro). Veinte millones de personas... sin contar las miríadas de seres celestiales que también asistían a su Misa, anonadados ante el maravilloso misterio que se desplegaba ante ellos. El Padre Pío solía repetir que todo un mundo celestial participaba también en sus Eucaristías. En cierta ocasión, le preguntaron: —Los ángeles, ¿asisten a su Misa? —¡En legiones! —¿Qué hacen? —Adoran y aman. Debemos recordar, cuando vayamos a una iglesia, que alrededor del sagrario hay miríadas de ángeles adorando a Jesús en su misterio eucarístico. Durante la celebración de la Eucaristía, debemos unirnos a esa adoración celestial. «Los ángeles rodean al sacerdote. Todo el santuario y el espacio que circunda al altar están ocupados por ellos». [79] «No hemos de dudar que hay siempre ángeles presentes cuando se presenta el mismo Jesucristo, cuando es sacrificado Jesucristo».[80] Un día, algunos frailes vieron que el Padre Pío se levantó súbitamente de la mesa y empezó a hablar, como si se estuviera dirigiendo a alguien. Pero no había nadie cerca de él con quien pudiera estar hablando. Los frailes pensaron que se había vuelto loco y le preguntaron con quién dialogaba. «Oh, no os preocupéis, estuve hablando con unas almas que estaban pasando desde el Purgatorio al Cielo. Se pararon aquí para darme las gracias porque les recordé en mi misa esta mañana». En otra ocasión, hablando del mismo tema, manifestó que «más almas de los muertos del Purgatorio que de los vivos suben a este monte para asistir a mis misas y escuchar mis oraciones». En cuanto a su forma ritual de celebrar la Misa, guardaba las normas litúrgicas establecidas por la Iglesia, pues la Misa no era la misa del Padre Pío, sino la Misa de Jesús, que era quien la celebraba, y el sacerdote es sólo ministro de Jesús y ministro de la Iglesia en la celebración. Al llegar la reforma del Vaticano II, pidió dispensa para poder oficiar la ceremonia por el rito antiguo, que le fue concedida. El Padre Pellegrino declaró: «El día en que le llegó la dispensa me mandó a la capilla para traerle el cáliz y la patena y ver cómo se levantaban los dos juntos, porque decía que “las cosas hay que hacerlas bien”». Ya desde el comienzo de su ministerio sacerdotal, las misas del Padre Pío eran especiales, por su duración (2 horas de media) y por su conmovedora intensidad. Giuseppe Orlando, su colega en la iglesia de Santa Ana de su Pietrelcina natal, explicaba con asombro aquellas increíbles eucaristías: «Su misa era un misterio incomprensible [...]. En el memento, el Padre Pío estaba de tal modo absorto en sus oraciones, que pasaba más de una hora sin que continuara. Su misa era tan larga, que la gente la evitaba, porque todos tenían que ir al campo a trabajar. Pietrelcina es una comarca agrícola y no podían quedarse horas y horas rezando con él... El Padre guardián le sugirió entonces al párroco que lo llamara al orden mentalmente y así, por santa obediencia, el Padre Pío obedecería inmediatamente [...]. Todos los días 90

que el Padre Pío decía misa, el arcipreste se colocaba en la Iglesia y, desde lejos, le dirigía mentalmente... y el Padre Pío obedecía inmediatamente».[81] El 25 de diciembre de 1932, durante su primera persecución, celebró la Misa de Navidad solo en la capilla interior del convento, por segundo año consecutivo. Duró... ¡cinco horas! Un abismo de amor y luz Los peregrinos que se apiñaban alrededor del altar del Padre Pío no conocían los pormenores de su preparación al santo sacrificio de la Misa. Pasaba las horas silenciosas de la noche disponiéndose a la Pasión de Jesús que iba a repetir en la Misa la mañana siguiente. Para celebrar bien la Misa se preparaba con mucha oración. Se levantaba muy temprano y se pasaba un par de horas en oración. El Padre Buenaventura de Pavullo le hizo algunas preguntas sobre este tema en noviembre de 1939: —Padre Pío, ¿cómo se debe preparar uno bien para celebrar la Misa? —Pensando en la Pasión de Cristo que se renovará poco después. —Padre, cuando por la noche se retira a la celda después de las oraciones, ¿qué hace? —Sigo rezando y sufriendo. —Usted duerme poco, ¿qué hace durante la noche? —La voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios era que reviviera paso a paso la agonía de Jesús en el Huerto del Getsemaní, el proceso ante Pilatos, el camino al Calvario y el sacrificio de la Cruz. El Padre Pío empezaba la pasión del Señor desde el Huerto de los Olivos. —Padre, ¿agoniza usted como Jesús en el huerto? —Sí, por cierto. —¿También a usted viene a consolarlo el ángel, lo mismo que a Jesús? —Sí. —¿Qué fiat pronuncia usted? —El de sufrir, sufrir siempre por mis hermanos de destierro y por el reino de Dios. La camisa usada de noche por el Padre Pío amanecía empapada de sangre, prueba de la durísima flagelación que de noche sufría el Padre. —Padre, durante la flagelación nocturna, ¿está usted solo o lo asiste alguien? —Me asiste la Santísima Virgen... Todo el paraíso está presente. También usaba vendas para enjugar la sangre que le brotaba de la cabeza, la cual aparecía con surcos de la sangre de la corona de espinas. —Con la coronación de espinas, ¿qué pecados expió Jesús? —Todos, especialmente los que se cometen con el pensamiento, sin excluir los pensamientos vanos e inútiles. —Padre, ¿tiene usted las espinas en la frente o alrededor de la cabeza? —Todo alrededor de la cabeza. —Padre, ¿cuántas espinas forman su corona? ¿Treinta? —¡Ya lo creo! 91

—Padre, ¿es cierto que durante la Misa usted sufre el suplicio de la coronación de espinas? —¿Lo pones en duda? La diadema no se deja nunca. Como en el proceso civil de Cristo, tampoco podía faltar en torno al Padre Pío una muchedumbre alborotada gritando el «¡crucifícalo!». Le preguntaron: —Padre, usted dijo también: «Y gritarán: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”». ¿Quiénes gritarán? —Los hijos de los hombres, y precisamente los que han recibido favores. Con el Rosario en la mano, apoyado siempre en el brazo de un hermano, el Padre Pío entraba en la sacristía de madrugada para revestirse con los sagrados ornamentos y dirigirse al altar. Era éste su camino al Calvario. —Padre, ¿sufre también usted lo que sufrió Jesús en el camino del Calvario? —Lo sufro, sí, pero falta mucho para llegar a lo que sufrió el Divino Maestro. Empezaba con: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» intentando reprimir un llanto que no lograba refrenar del todo. Acompañaba el mea culpa del «yo confieso» con golpes de pecho, sordos y acompasados, para confesar ante la comunidad de los hermanos que era el mayor pecador del mundo. Durante las lecturas era fácil verle llorar. La consagración era el momento más esperado por los presentes, en el que más sufría. Todos podían ver sus manos, los estigmas, la sangre que le caía lenta por los dedos. Sobre todo, impresionaba su sonrisa al levantar el cuerpo de Cristo, quedando arrobado varios minutos. Acerca del misterio de la Eucaristía explicaba: «¿No es cada Misa una invitación que Cristo hace a sus miembros para hacerse con su parte en la Pasión redentora? La Misa debe ser para nosotros una ocasión de transubstancializar nuestros dolores que, incorporados a Cristo, adquieren valor de eternidad». En cierta ocasión, el Padre Pío explicó a un hijo espiritual suyo, el Padre Derobert, el significado de las distintas partes de la Misa, testimonio que constituye una auténtica catequesis que sirve para entender en su plenitud los tesoros espirituales de la celebración eucarística: «Él me había explicado poco después de mi ordenación sacerdotal que celebrando la Eucaristía había que poner en paralelo la cronología de la Misa y la de la Pasión. Se trataba de comprender y de darse cuenta, en primer lugar, de que el sacerdote en el altar es Jesucristo. Desde ese momento, Jesús en su sacerdote revive indefinidamente la Pasión. Desde la señal de la Cruz inicial hasta el ofertorio es necesario reunirse con Jesús en Getsemaní, hay que seguir a Jesús en su agonía, sufriendo ante esta “marea negra” de pecado. Hay que unirse a él en el dolor de ver que la palabra del Padre, que él había venido a traernos, no sería recibida o sería recibida muy mal por los hombres. Y desde esta óptica había que escuchar las lecturas de la Misa como estando dirigidas personalmente a nosotros. El Ofertorio es el arresto. La Hora ha llegado... 92

El Prefacio es el canto de alabanza y de agradecimiento que Jesús dirige al Padre, que le ha permitido llegar por fin a esta hora. Desde el comienzo de la Plegaria Eucarística hasta la Consagración nos encontramos rápidamente con Jesús en la prisión, en su atroz flagelación, su coronación de espinas y su camino de la Cruz por las callejuelas de Jerusalén, teniendo presente a todos los que están allí y a todos aquellos por los que pedimos especialmente. La Consagración nos da el Cuerpo entregado ahora, la Sangre derramada ahora. Es, místicamente, la crucifixión del Señor. Y por eso el Padre Pío de Pietrelcina sufría atrozmente en este momento de la Misa. Nos reunimos enseguida con Jesús en la Cruz y ofrecemos desde este instante al Padre el sacrificio redentor. Es el sentido de la oración litúrgica que sigue inmediatamente a la Consagración. El “por Él, con Él y en Él” corresponde al grito de Jesús: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Desde ese momento, el Sacrificio es consumado y aceptado por el Padre. Los hombres, en adelante, ya no están separados de Dios y se vuelven a encontrar unidos. Es la razón por la que, en este momento, se recita la oración de todos los hijos: “Padre Nuestro...”. La fracción del Pan marca la muerte de Jesús... El instante en el que el sacerdote, habiendo quebrado la Hostia (símbolo de la muerte) deja caer una partícula del Cuerpo de Cristo en el Cáliz de la preciosa Sangre, marca el momento de la Resurrección, pues el Cuerpo y la Sangre se reúnen de nuevo y es a Cristo vivo a quien vamos a recibir en la comunión. La bendición del Sacerdote marca a los fieles con la Cruz, como signo distintivo y a la vez como escudo protector contra las astucias del Maligno.... Se comprenderá que después de haber oído de la boca del Padre Pío tal explicación, sabiendo bien que él vivía dolorosamente esto, me haya pedido seguirle por este camino... lo que hago cada día... ¡y con cuánta alegría!». Escribe uno de sus biógrafos: «Puedo afirmar que en San Giovanni Rotondo he descubierto en el santo sacrificio de la Misa abismos de amor y de luz que antes apenas vislumbraba. En los anales de la Iglesia el Padre Pío es el primer cura estigmatizado; pero él fue esencialmente sacerdote y su santidad fue esencialmente sacerdotal. Toda su vida gravitaba alrededor de estas horas en las cuales prestaba a Cristo su boca, sus manos, sus ojos. Él no inventaba nada, ni añadía nada. Solamente decía lo prescrito por la liturgia. Pero cuando decía: “Esto es mi cuerpo... Ésta es mi sangre”, su rostro se transfiguraba. Olas de emoción lo sacudían como si el debate con que lo aprisionaban invisibles presencias lo llenara a veces de temor, de alegría, de tristeza, de congoja, de dolor... Se podía seguir en la expresión de su rostro el misterioso diálogo: ahora protesta, ahora mueve la cabeza para decir que no, y ahora espera una respuesta... Todo su cuerpo se proyecta en una muda imploración. Yo continúo observándole con un nudo en la garganta. El tiempo parece detenerse. Digamos mejor: no cuenta más. Este sacerdote, que se detiene delante del altar, parece llevarnos a todos a un mundo nuevo, en el cual la duración del tiempo 93

cambia de sentido. De repente unas lágrimas surcan sus mejillas, y las espaldas, sacudidas por sollozos, parecen ceder bajo un peso oprimente. En la santa Misa, el Padre Pío vuelve a vivir la tragedia de Cristo. Yo miro el rostro del Padre Pío irrigado de lágrimas y pienso en los pecados que él carga sobre sí, cada día, después de interminables horas de confesionario. Él no confiesa y absuelve de broma. “¡El servidor no es más que su amo!”. ¡Ahora comprendo por qué las muchedumbres se vuelcan apretadas alrededor del altar deteniendo la respiración!». Viendo a Jesús crucificado Cleonice Morcaldi, una de las hijas espirituales del Padre Pío, le preguntó repetidas veces lo que vivía y sentía en cada una de sus misas, escribiendo sus preguntas en billetes que dejaba al Padre Pío por todas partes. Anotó cuidadosamente cada una de las respuestas, y gracias a esto tenemos un testimonio único del propio Padre sobre su misa. Este testimonio fue recogido en la obra Cosí parlò Padre Pio (Así habló el Padre Pío), Tradición Católica, 1998: —Padre, quiero hacerle una pregunta. —Dime, hija. —Padre, quisiera preguntarle qué es la Misa. —¿Por qué me preguntas eso? —Para entenderla mejor, Padre. —Hija, te puedo decir lo que es mi misa. —Pues eso es lo que quiero saber, Padre. —Hija mía, estamos siempre en la Cruz y la Misa es una continua agonía. —Padre, ¿ama el Señor el sacrificio? —Sí, porque con él regenera el mundo. —¿Cuánta gloria le da la Misa a Dios? —Una gloria infinita. —¿Qué debemos hacer durante la santa Misa? —Compadecernos y amar. —Padre, ¿cómo debemos asistir a la santa Misa? —Como asistieron la Santísima Virgen y las piadosas mujeres. Como asistió san Juan al Sacrificio Eucarístico y al Sacrificio cruento de la Cruz. —Padre, ¿qué beneficios recibimos al asistir a la santa Misa? —No se pueden contar. Los veréis en el Paraíso. Cuando asistas a la santa Misa, renueva tu fe y medita en la Víctima que se inmola por ti a la Divina Justicia, para aplacarla y hacerla propicia. No te alejes del altar sin derramar lágrimas de dolor y de amor a Jesús, crucificado por tu salvación. La Virgen Dolorosa te acompañará y será tu dulce inspiración. —Padre, ¿qué es su misa? —Una unión sagrada con la Pasión de Jesús. Mi responsabilidad es única en el mundo. 94

—¿Qué tengo que descubrir en su santa misa? —Todo el Calvario. —Padre, dígame todo lo que sufre Vd. durante la santa Misa. —Sufro todo lo que Jesús sufrió en su Pasión, aunque sin proporción, sólo en cuanto lo puede hacer una criatura humana. Y esto, a pesar de mis faltas y por su sola bondad. —Padre, durante el Sacrificio Divino, ¿carga Vd. nuestros pecados? —No puedo dejar de hacerlo, puesto que es una parte del Santo Sacrificio. —¿El Señor le considera a Vd. como un pecador? —No lo sé, pero me temo que así es. —Yo lo he visto temblar a Vd. cuando sube las gradas del altar. ¿Por qué? ¿Por lo que tiene que sufrir? —No por lo que tengo que sufrir, sino por lo que tengo que ofrecer. —¿En qué momento de la Misa sufre Vd. más? —En la Consagración y en la Comunión. —Padre, ¿por qué llora Vd. casi siempre cuando lee el Evangelio en la Misa? —¿Nos parece que no tiene importancia el que un Dios le hable a sus criaturas, y que ellas lo contradigan y que continuamente lo ofendan con su ingratitud e incredulidad? —Su misa, Padre, ¿es un sacrificio cruento? —¡Hereje! —Perdón, Padre, quise decir que en la Misa el Sacrificio de Jesús no es cruento, pero que la participación de Vd. en toda la Pasión sí lo es. ¿Me equivoco? —Pues no, en eso no te equivocas. Creo que seguramente tienes razón. —¿Quien le limpia la sangre durante la santa Misa? —Nadie. —Padre, ¿por qué llora en el Ofertorio? —¿Quieres saber el secreto? Pues bien: porque es el momento en que el alma se separa de las cosas profanas. —Durante su misa, Padre, la gente hace un poco de ruido. —Si estuvieses en el Calvario, ¿no escucharías gritos, blasfemias, ruidos y amenazas? Había un alboroto enorme. —¿No le distraen los ruidos? —Para nada. —Padre, ¿por qué sufre tanto durante la consagración? —¿Me preguntas por qué sufro? Quisiera derramar no lágrimas, sino torrentes de lágrimas. ¿No te das cuenta del tremendo misterio? ¡Dios, víctima de nuestros pecados!... Y nosotros somos sus verdugos. —Padre, ¿por qué llora en el altar y qué significan las palabras que dice Vd. en la elevación? Se lo pregunto por curiosidad, pero también porque quiero repetirlas con Vd. —Los secretos del Rey supremo no pueden revelarse sin profanarlos. Me preguntas por qué lloro, pero yo no quisiera derramar esas pobres lagrimitas sino torrentes de ellas. ¿No meditas en este grandioso misterio? —Padre, ¿sufre Vd. durante la Misa la amargura de la hiel? 95

—Sí, muy a menudo... —Padre, ¿cómo puede estarse de pie en el altar? —Como estaba Jesús en la Cruz. —En el altar, ¿está Vd. clavado en la Cruz como Jesús en el Calvario? —¿Y aún me lo preguntas? —¿Cómo puede usted sostenerse? —Te repito, como se sostenía Jesús en el Calvario —Los verdugos, para remachar los clavos, ¿dieron vuelta a la Cruz? —Naturalmente. —¿También a usted le remachan los clavos? —¡Ya lo creo! —¿También acuestan la Cruz para Vd.? —Sí, pero no hay que tener miedo. —Padre, durante la Misa, ¿dice Vd. las siete palabras que Jesús dijo en la Cruz? —Sí, indignamente, pero también yo las digo. —Y ¿a quién le dice: «Mujer, he aquí a tu hijo»? —Se lo digo a Ella: «He aquí a los hijos de Tu Hijo». —Padre, ¿asiste a su Misa la Santísima Virgen? — ¿Crees tú que la Madre no se interesa por su Hijo? —¿Sufre Vd. la sed y el abandono de Jesús? —Sí. —¿En qué momento? —Después de la Consagración. —¿Hasta qué momento? —Suele ser hasta la Comunión. —Vd. ha dicho que le avergüenza decir: «Busqué quien me consolase y no lo hallé». ¿Por qué? —Porque nuestro sufrimiento, de verdaderos culpables, no es nada en comparación con el de Jesús. —¿Ante quién siente vergüenza? —Ante Dios y mi conciencia. —Los ángeles del Señor, ¿lo reconfortan en el Altar en el que se inmola Vd.? —Pues... no lo siento. —Si el consuelo no llega hasta su alma durante el Santo Sacrificio y Vd. sufre, como Jesús, el abandono total, nuestra presencia no sirve de nada. —La utilidad es para vosotros. ¿Acaso fue inútil la presencia de la Virgen Dolorosa, de san Juan y de las piadosas mujeres a los pies de Jesús agonizante? —Padre, ¿Jesús desclava los brazos de la Cruz para descansar en Vd.? —¡Soy yo quien descansa en Él! —Padre, ¿dónde dirigió su última mirada Jesús agonizante? —Hacia su Madre. —Y usted, ¿dónde la dirige? 96

—Hacia mis hermanos. —¿Cuánto ama a Jesús? —Mi deseo es infinito, pero la verdad es que, por desgracia, tengo que decir que nada, y me da mucha pena. —Padre, ¿por qué llora Vd. al pronunciar la última frase del evangelio de san Juan: «Y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad»? —¿Te parece poco? Si los apóstoles, con sus ojos de carne, han visto esa gloria, ¿cómo será la que veremos en el Hijo de Dios, en Jesús, cuando se manifieste en el Cielo? —¿Qué unión tendremos entonces con Jesús? —La Eucaristía nos da una idea. —Padre, ¿quién está más cerca de su altar? —Todo el Paraíso. —¿Le gustaría decir más de una Misa cada día? —Si yo pudiese, no querría bajar nunca del altar. —Me ha dicho que Vd. trae consigo su propio altar... —Sí, porque se realizan estas palabras del Apóstol: «Llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús» (Gál 6,17), «estoy crucificado con Cristo» (Gál 2,19) y «castigo mi cuerpo y lo esclavizo» (1Cor 9,27). —¡En ese caso, no me equivoco cuando digo que estoy viendo a Jesús Crucificado! (No contesta). Un acontecimiento que cambia el mundo Consideraba a la Eucaristía el alimento y el sostén de la vida cristiana, animando a tener verdadera hambre y sed de la presencia de Jesús sacramentado, especialmente en los momentos de crisis. En una carta del 8 septiembre 1911 al Padre Benedetto, el Padre Pío le confesaba que «los latidos de mi corazón, cuando me encuentro con el santísimo Sacramento, son muy violentos. A veces me parece que se me va a salir del pecho. En el altar, siento a veces un ardor tan grande de toda mi persona que no puedo describirlo. Sobre todo, el rostro me parece como si se me encendiera todo entero. Qué sean estas señales, Padre, lo ignoro». «Me pregunto cómo es posible que haya almas que no sientan quemar en su pecho el fuego divino, especialmente cuando se encuentran delante de Él en el santísimo Sacramento. ¡Que se sienta esta gratitud hacia Jesús Eucaristía y que se ponga en práctica! ¡El sagrario es la fuente de la vida! ¡Es sostén, paz, ayuda y consuelo de las almas fatigadas!». Recomendaba insistentemente a sus dirigidos la Misa y la comunión diaria y solía decir: «La Misa es lo más grande del mundo, cada día salva al mundo de la perdición. Por nada del mundo deje la comunión de cada día. Desprecie todas las dudas que le asalten sobre el particular. Mientras no se esté seguro de haber cometido una falta grave, 97

no hay por qué renunciar a la comunión». La eucaristía era para él el alimento para su cuerpo y para su alma. Decía: «Un día sin comunión es como un día sin sol. ¿Cómo podría vivir un solo día sin acercarme a recibir a Jesús?». Se dio el caso frecuente de que durante algunos períodos de tiempo no probaba ningún alimento, sustentándose sólo con la forma eucarística. Cuando estaba enfermo, debían llevarle la comunión sin falta, porque no podía vivir sin ella. Está comprobado por numerosos testigos que mientras permaneció en el convento de Venafro no se alimentó de otra cosa que de la Eucaristía. El Padre Agustín refiere que, estando el Padre Pío enfermo en aquel convento, le llevaban la comunión a su celda. Un día estaba muy afligido, porque no sabía si había comulgado. Le dijo que le había dado él mismo la comunión, pero no se convencía. Entonces, el Superior le pidió ayuda a su ángel custodio y, al instante, el Padre Pío se acordó de haber comulgado. Dos veces le ocurrió esto por haber comulgado en éxtasis sin darse cuenta. En la obra ya citada Cosí parlò Padre Pio también se recoge el siguiente diálogo sobre el significado de la Comunión eucarística: —¿Qué es la sagrada Comunión? —Es toda una misericordia interior y exterior, todo un abrazo. Pídele a Jesús que se deje sentir sensiblemente. —Cuando viene Jesús, ¿visita solamente el alma? —El ser entero. —Padre, ¿dónde lo besa Jesús? —Me besa todo entero. —Cuando se une a Jesús en la santa Comunión, ¿qué quiere que le pidamos al Señor por Vd.? —Que sea otro Jesús, todo Jesús y siempre Jesús. —¿Qué hace Jesús en la comunión? —Se deleita con su criatura. La comunión es como una fusión, como dos cirios que se funden juntos y ya no se pueden distinguir. —Padre, ¿por qué llora al hacer la comunión? —Si la Iglesia, al hablar de la Encarnación, exclama: «Tú no desdeñaste el seno de la Virgen», ¡qué decir de nosotros, miserables! — ¿Sufre también durante la comunión? —Es el punto culminante. —Y después de la comunión, ¿sus sufrimientos continúan? —Sí, pero son sufrimientos de amor. —Padre, usted dijo que en la comunión la víctima muere. ¿Lo depositan a usted en los brazos de la Virgen, como a Jesús? —No, en los de san Francisco. —Si Vd. muere en la Comunión... ¿Ya no está en el altar? ¿Por qué? —Jesús, muerto, seguía estando en el Calvario. Así pues, la misión del Padre Pío se realizaba de la manera más sencilla, humilde y poderosa de que dispone el cristiano: la confesión, la misa y la comunión. Aquí se 98

realizaba el milagro de la conversión de los pecadores, de la Redención y salvación de sus almas. «Los católicos parecen haber olvidado que no hay nada, absolutamente nada, que pueda ser equiparable a la Misa en cuanto a fuerza y eficacia de salvación y cambio de la historia. Efectivamente, desde que la fe en ella ha disminuido, se ha multiplicado el afanoso atarearse, el hablar, el hablar de más por parte de los cristianos, acaso arrastrados aquí y allá por una ráfaga cualquiera de la doctrina. Los católicos se han hecho la ilusión de que la redención de la humanidad, o aunque no fuera más que un cambio del mundo, podría ser llevada a cabo por el hombre mediante su compromiso de cristianos, o mediante el compromiso de los hombres a favor de los últimos, de los penúltimos, de la justicia, del bien. Si el mundo, inmerso en el mal y en la más feroz violencia, no ha sido aún reducido a cenizas, ha sido sólo gracias a la santa Misa. Por eso nos da a entender el Padre Pío que no hay desastre, guerra o catástrofe que sea un mal mayor que la desaparición de la Misa: “El mundo podría quedarse incluso sin sol, pero no sin la santa Misa”».[82]

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7 La montaña santa

Alguien le preguntó un día: —Padre, ¿cuál es verdaderamente su misión, la misión que Cristo le ha encomendado? —¿Yo? Yo soy confesor. En cierta ocasión, Pío XII preguntó a Mons. Cesarano, arzobispo de Manfredonia, que solía visitar al Padre Pío: «¡Bueno! ¿Y qué hace el Padre Pío!». «¡Santidad! –le respondió el señor arzobispo–, ¡el Padre Pío quita los pecados del mundo!».

Dormidos ante el mal Si en un capítulo anterior comentábamos que el principal engaño del diablo es hacer creer que no existe, el segundo lugar de sus tretas e insidias lo ocupa otra trampa enormemente agresiva: hacernos creer que nada es pecado, que todo depende de cómo se mire, que todo es relativo. Pío XII dijo una frase muy famosa, a finales de los años 40, que es bastante significativa para hacer el diagnóstico del mundo que vivimos: «Se ha perdido la conciencia del pecado». Juan Pablo II habló en repetidas ocasiones sobre este tema, condenando siempre la perniciosa ideología del relativismo: «El pecado adquirió un fuerte derecho de ciudadanía, y la negación de Dios se difundió en las ideologías, en las concepciones y en los programas humanos». Lo que antiguamente era pecado hoy es libertad de elegir lo que cada uno crea conveniente, considerado como un avance de las libertades y derechos inalienables de la humanidad: todo lo que hagamos escogiéndolo libremente está bien, no es pecado, ya que cada uno puede hacer con su vida lo que quiera. Aunque la Iglesia como estructura y como conjunto de personas consagradas haya sido la principal víctima de los ataques de los poderes de las tinieblas, el «humo de Satanás» también ha desplegado su acción corrosiva y venenosa sobre el conjunto de la sociedad, favoreciendo la creación de «estructuras de pecado» que, a la vez que degradan la condición humana, producen un debilitamiento peligroso de la conciencia de pecado, una degradación alarmante de los valores por los que regimos nuestras conductas, y un conjunto de males sociales que amenazan la misma supervivencia de las sociedades modernas: drogas, banalización del sexo, corrupción de la juventud, violencias, fanatismos, divorcios, abortos, destrucción de las familias, explotación de las personas, pobreza y miseria... todo bajo el denominador común de una sociedad cada vez más secularizada y desacralizada. ¿Cómo se ha llegado a esta situación, que produce una degradación de la conciencia moral de la sociedad? Este fenómeno de perversión tiene varias causas, entre las cuales la primera puede ser la tolerancia, que ha debilitado y desdramatizado el concepto de 100

pecado; también influye que hoy se tiende a considerar muchos pecados como debilidades justificables porque constituyen una vía de escape a los problemas de una sociedad superindustrializada y en crisis que nos agobia con sus exigencias y su competitividad. En este sentido, sería bueno todo aquello que nos permite «desconectar» y liberar tensiones. La conciencia de pecado o, si se prefiere, la conciencia de la culpabilidad, se ha desvanecido también por canales relacionados generalmente con las aportaciones de las modernas ciencias humanas, que pretenden estudiar lo que tradicionalmente se consideraba como pecado desde distintos puntos de vista. Así, desde un enfoque economicista se considera al pecado como fruto de la injusticia social, la cual es a su vez provocada por los desajustes económicos de una sociedad basada en el mercado; la psicología atribuirá el pecado a estados neuróticos y alienados, los considerará como defectos de la personalidad, y llegará a afirmar que no es conveniente reprimir y controlar pasiones e instintos porque eso da lugar a estados de neurosis; para la medicina, muchos pecados podrían considerarse como enfermedades o síntomas de un trastorno en el bienestar holístico de la persona, llegando incluso a considerarlos como simples adicciones; la ciencia sociológica considera al pecado como un comportamiento no adecuado del individuo en el grupo social. El resultado final de esta metamorfosis de valores es que ahora prácticamente ninguno de los pecados tradicionales son considerados como tales por muchos de los mismos creyentes. Por ejemplo, los pecados capitales no son ya considerados así: según una encuesta realizada en Inglaterra, los antiguos pecados de soberbia, envidia, ira, avaricia, gula, pereza y lujuria han dejado paso a la crueldad, el adulterio, el fanatismo, la deshonestidad, la hipocresía, la codicia y el egoísmo. ¿Qué se puede hacer para corregir este estado de cosas? Más bien poco, pues el ser humano ha demostrado con creces a lo largo de la historia la veracidad del dicho de «cometer viejos pecados en nuevas maneras». Sean cuales sean nuestros códigos éticos, siempre encontraremos trampas y artificios para incumplirlos, hasta que la fuerza de la costumbre acaba por conferir la impunidad a nuestras conductas extraviadas. Estos distintos enfoques pueden enriquecer el debate sobre el pecado, aportando informaciones que pueden complementar la visión cristiana, pero sin olvidar que la naturaleza del pecado es una ofensa al proyecto de Dios sobre la persona y sobre el mundo. Así lo afirma Juan Pablo II en la encíclica Veritatis splendor (VS 111). El pensamiento tradicional de la Iglesia opone a estos enfoques la creencia de que el pecado origina muchos males sociales, pues tiene una dimensión comunitaria, invirtiendo la relación entre sociedad y pecado, de tal modo que, por ejemplo, no se puede afirmar que las situaciones de pobreza son una justificación del pecado por la degradación ética y moral que suponen, sino que sucede más bien al contrario: hay situaciones de pobreza debidas al pecado de la codicia, en un principio de carácter personal, pero que cuando se generaliza pasa a ser globalizado y comunitario, al crear unas estructuras de pecado que apoyan esas conductas pecaminosas. El Padre Pío era consciente de esto: «No son las personas las malas, sino los viejos sistemas que usan para organizarse. La gente ha 101

evolucionado, los sistemas han quedado atrasados. Malos sistemas hacen sufrir a las personas, las van volviendo infelices, y, al final, las llevan a cometer errores. Pero un buen sistema de organización mundial es capaz de transformar a los malos en buenos». El Concilio ha dedicado muchas referencias a la dimensión social y comunitaria del pecado, afirmando que los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano (GS l0a), ya que el pecado ha roto la armonía en las relaciones del hombre con sus semejantes (GS 13) e introduce las perturbaciones que agitan a la sociedad (GS 25c): las diversas esclavitudes en la sociedad actual (GS 27c), la discriminación (GS 29bc), la indiferencia y los fraudes a las normas sociales (GS 30ab), el aborto y el infanticidio (GS 51c), las violaciones del derecho de gentes y los abusos del poder (GS 75). La raíz de estas ofensas contra la dignidad humana se encuentra en el pecado (GS 40b). Gravitando sobre todas estas causas que han motivado una corrupción de la conciencia de pecado está la ideología relativista, denunciada enérgicamente desde la Iglesia, pero que hoy en día se ha entronizado como la máxima norma moral para las conductas individuales, orientadas por una falsa idea de libertad que va encaminada a buscar el mayor placer a cualquier precio, por lo cual tacha de represora cualquier norma de conducta o principio ético que menoscabe su objetivo y le ponga cortapisas en su loca persecución de una felicidad mal entendida. «La descristianización, que gravita sobre pueblos enteros y comunidades en otro tiempo ricos de fe y vida cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su falta de relevancia para la vida, sino también y necesariamente una decadencia u oscurecimiento del sentido moral, debido a la disolución de la conciencia de la originalidad de la moral evangélica, y al eclipse de los mismos principios y valores éticos fundamentales. Las tendencias subjetivistas, utilitaristas y relativistas, hoy ampliamente difundidas, se presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas, sino como concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico, que reivindican una plena legitimidad cultural y social».[83] «De hecho, la influencia real y oculta se da a todo nivel: en las naciones, instituciones, familias... a nivel nacional e internacional. En política vemos cuánta mentira y sed de poder, que no son precisamente de Dios. Vemos también su influencia en manifestaciones inmorales y pornográficas en revistas, vídeos, televisión, cine... y no hablemos de ciertas músicas rock y ciertas modas. ¡Cuánta indecencia en el vestir! ¡Cuánta mentira y violencia e inmoralidad en la sociedad! Los medios de comunicación, muchas veces, fomentan actitudes anticristianas como si fueran aceptables y normales. Por otra parte, estamos rodeados de infinidad de sectas que, por doquier, van confundiendo el bien con el mal, la verdad con el error. Y muchos incautos caen fácilmente en sus redes [...]. De hecho, todos los pecados personales son, de algún modo, una puerta de entrada al poder del Diablo en nuestra vida. Pero hay algunos pecados como el odio, la soberbia, la desesperación... que nos lanzan a los brazos de Satanás».[84] El texto que transcribimos a continuación –«¡Qué ironía!: dormidos ante el Mal» 102

(paráfrasis del artículo Dormidos ante el mal, de Jordi Rivero, http://www.corazones. org/articulos/dormidos.htm)– ilustra claramente el proceso de descristianización que ha tenido lugar en nuestra cultura, un fenómeno claro y evidente, pero que misteriosamente se ha llevado a cabo sin grandes estridencias, de una manera subliminal, ante las conciencias de los mismos cristianos, que hemos ido cediendo por indiferencia y cobardía, guiados por una extraña pasividad, por un conformismo aterrador que ha destruido una gran parte del patrimonio de valores que la Iglesia había forjado a lo largo de tantos siglos. Así se ha producido la «mundanizacion» de la fe cristiana... así se ha infiltrado en nuestro mundo y en nuestras conciencias el humo de Satanás. Así se ha ido fraguando la apostasía. Así trabajan los poderes de las tinieblas... «La rebelión contra las enseñanzas de Dios se infiltró en la Iglesia. Comenzaron a presionar para que se elimine toda enseñanza divina que se opone a la mentalidad del mundo. Repetían una gran verdad: “Dios nos ama como somos”. Pero falsamente deducían que Dios no requiere conversión. Se interpretó el amor de Dios como complacencia divina ante nuestro estado de pecado. Se propuso que toda actividad sexual, sea cual fuese, antes o después del matrimonio debía ser aceptada mientras que los participantes “se amen”. Ya no se habla de esposos porque ahora son “pareja”. Muchos católicos adoptaron el estilo de vida del mundo: los anticonceptivos, el aborto, la infidelidad conyugal. La “liberación” no sólo ocurrió en el ámbito sexual. Se llegó a creer que ya no existe ningún pecado. Como consecuencia, se comprendió que no hay necesidad de dominar los instintos bajos... ¿Qué instintos bajos? Todo empezó cuando algunos se quejaron porque no querían que se orara en las escuelas... Y todos dijimos: “Vale, no oremos en las escuelas”. Después, alguien dijo que no deberíamos leer ni explicar la Biblia en las escuelas. La Biblia dice que no debemos matar, que no debemos robar y que hay que amar... Y nosotros dijimos: “Vale, saquemos las Biblias de la escuelas”. Los psicólogos y expertos dijeron que no debíamos corregir a nuestros hijos cuando se portaran mal, porque podíamos herir su personalidad y dañaríamos su autoestima... Y todos dijimos: “Vale, no les corregiremos más”. Luego mujeres y hombres dijeron que debíamos permitir que la mujer eligiera libremente si quería abortar o no... Y dijimos: “Vale, buena idea”. Otra persona brillante dijo que si los jóvenes son jóvenes y van a hacer lo que van a hacer, vamos a darles todos los condones que quieran para que puedan divertirse “sin riesgos” todo lo que deseen... Y también dijimos: “¡Vale, ésa es otra buena idea!”. Más tarde algunos empresarios dijeron: “Vamos a hacer revistas con mujeres desnudas y le llamaremos: “la apreciación de la belleza del cuerpo de la mujer” o, simplemente, “Arte”... Y dijimos: “Vale, a fin de cuentas el cuerpo es bello”. La industria del “entretenimiento” dijo después: “Hagamos películas y shows que promuevan la profanación, la violencia, el sexo ilícito y hasta el culto al satanismo. Vamos a grabar música que incite a drogarse, al asesinato, al suicidio, a masturbarse, a violar...”. Y dijimos: “Vale, es la libertad de expresión. ¡El que no quiera, que no escuche 103

o que no vea!”. Se cambió la definición de lo que antes era pecado: al robo se le llama: “saber aprovechar la situación”; al aborto, una “interrupción”; al mentir, “el derecho a mi opinión”; a la charlatanería, “elocuencia”; a la arrogancia, “saber imponer criterios”; a la cobardía, “prudencia”; a la gula se le llama “apetito”; a la avaricia, “ser emprendedor”; a la vagancia se le llama “descanso”; al adulterio, “tener muchas amistades”. Ahora nos preguntamos por qué tanta violencia, divorcio, depresión, suicidio, enfermedades mentales, caos... Pero en realidad somos nosotros los que hemos excluido a Dios de nuestro ambiente. Ahora, nos preguntamos por qué nuestros hijos no tienen conciencia, por qué no distinguen entre el bien y el mal y por qué no tienen valores. Por qué tantos embarazos no deseados, niñas burladas, SIDA, abortos, enfermedades venéreas, rebeldía... Probablemente, si lo pensáramos lo suficiente, sabríamos el porqué... y creo que tiene mucho que ver con nosotros, porque finalmente cosechamos lo que hemos estado sembrando... Qué ironía es que creemos todo lo que otros y el periódico dicen, pero cuestionamos lo que Dios dice... Qué ironía es querer ir al cielo, pero no queremos creer, pensar, decir o hacer lo que Dios nos dice que debemos creer, pensar, decir y hacer para llegar allá... Qué ironía cuando decimos “creo en Dios” pero vemos, oímos y hacemos todo lo que no tiene que ver con Dios y nos separa de Él. Qué ironía que aceptamos lo obsceno, lo vulgar y lo violento de la música y de los vídeos; pero el mencionar a Dios o a Jesús en una escuela o en un lugar de trabajo es reprimido y censurado fuertemente. Qué ironía que podemos ser “muy religiosos” el domingo, pero nos olvidamos de Cristo el resto de la semana, contando obscenidades, escuchando vulgaridades y chismorreando de los demás Qué ironía es dejar a Dios fuera de nuestra vida y de la de nuestros hijos, y luego preguntarnos por qué el mundo va rumbo al infierno... ¿Cuándo despertaremos los cristianos y comprenderemos la urgencia de nuestros tiempos? No es suficiente creerse bueno, hace falta amar lo suficiente a Cristo como para luchar por su Reino hasta entregar la vida». El monje benedictino Marcello Pellegrino Ernetti, quien murió en 1994 en Venecia, fue en vida uno de los mayores exorcistas italianos. En una de sus obras recogió respuestas que obtuvo del mismo Satanás durante todas las veces que se lo encontró a lo largo de su extensa carrera como exorcista. La lista es ésta: Lo que más le agrada a Satanás:

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La profanación de las hostias consagradas. El aborto, porque trae la muerte de niños inocentes. La droga, porque priva a los jóvenes de la cordura. 104

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El divorcio, porque destruye la armonía familiar. Los atuendos exhibicionistas (escotes generosos, minifaldas, etc.) de las mujeres (por obvias razones...). Los eclesiásticos que niegan su existencia, ya que así le dan más poder de influir...

Lo que más le desagrada a Satanás:

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La confesión, porque libra de culpa a los sujetos y la culpa los acerca a él. La Eucaristía, ya que vuelve a los sujetos más resistentes a su influencia. La adoración eucarística, porque los acerca a Dios. El amor a María y el rezo del rosario, ya que la Virgen es la mayor adversaria de él después de Dios. Las apariciones de la Virgen, ya que causan conversiones masivas. La obediencia al Papa, puesto que conserva la unidad cristiana. La oración de las almas contemplativas, puesto eleva espiritualmente a los hombres.

Un santo muy anticuado A pesar de que Juan Pablo II definió al Padre Pío como «un santo para el tercer milenio», el capuchino aferrado a su Rosario, que confesaba todo el día, incansable recitador de novenas, que oficiaba la Misa según el rito tridentino, insobornable en su denuncia de la degradación moral y la laxitud en las costumbres representa más bien un modelo de santidad aquilatado en la más genuina tradición de la Iglesia. Guiado por esa mentalidad tradicional, ortodoxa y clásica que siempre tuvo, el Padre Pío fustigó incansablemente la degradación de las costumbres, anatematizando con gran dureza y rigor cualquier desviación, por mínima que fuera, de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, siendo un feroz guardián de la ortodoxia, un centinela insobornable que veló durante toda su vida porque los creyentes practicaran conductas virtuosas, condenando con firmeza cualquier tipo de ideología moderna que pretendiera hacer pasar por conducta normal lo que era pecado, simple y llanamente. Enarboló la bandera de la virtud y de la honestidad en el confesionario, desenmascarando hasta el más venial de los vicios que se presentaba ante él, purificando las conciencias de sus penitentes, a los que exigía no sólo arrepentimiento, sino una verdadera conversión que les llevara a evitar el pecado en el futuro. De lo contrario, su grito era bien claro y terminante: « ¡Fuera!, ¡fuera!»... y se negaba a absolver. Grandes mensajes que harían bien en asimilar los tiempos actuales, para los que poco o casi nada merece el sospechoso título de «pecado», pues «no hay que reprimirse, porque eso produce neurosis y angustia», porque «debemos ser libres de las normas 105

impuestas», ya que «todo es relativo», carpe diem, etc. En una palabra, el testimonio del Padre Pío es un serio aldabonazo para un mundo que ha perdido la conciencia de pecado y un claro mensaje. «La vida no consiste en placeres: es lucha contra las pasiones, contra Satanás y las máximas perversas del mundo. Para vencer se necesita la gracia de Dios, que se obtiene con la oración y los Sacramentos. Fruto de la vida cristiana es la paz del corazón, la resignación en el dolor y la gloria en el Paraíso». En las cartas que escribía ejerciendo la dirección de sus hijos espirituales, el Padre Pío se quejaba a menudo del avance de las fuerzas del mal en el mundo, al que veía bajo el imperio de un pecado cada vez más mortífero, situación causada por una fe tibia, y por la inconsciencia de no querer ver el peligro de una humanidad cada vez más oscurecida por las tinieblas y la ignorancia: «Que Jesús y María te ayuden siempre y que den a tus palabras el poder de convertir y detener la desbandada precipitada de muchas almas hacia el precipicio». «¿No sabes que debemos estar alertas en el camino a la salvación? ¡Sólo los fervientes la logran, nunca los tibios o los que duermen!». «¡Oh buen Dios! Si todos fueran conscientes de tu severidad además de tu ternura, ¿qué criatura sería tan insensata que se atrevería a ofenderte?». Uno de los hermanos preguntó al Padre Pío: «¿Por qué llora usted?». Él respondió: «¿Cómo no llorar, viendo a la humanidad condenándose a toda costa?». Hablando de la Sangre divina de Jesús, dijo: «Solamente pocos se beneficiarán de ella, el mayor número corren la vía de perdición». «Mantente muy lejos de reuniones profanas, de corruptos y corrompedores entretenimientos, de toda compañía impía». «El mundo está lleno de maldad, y ninguna prudencia y vigilancia son suficientes para evitar contaminarse. Sólo huyendo de él puede ser vencido». Quizá la frase más lapidaria que se puede entresacar de esta correspondencia es la siguiente, que muestra la radicalidad de las creencias del Padre Pío: «Padre, te suplico: pon rápidamente fin al mundo, o pon fin a los pecados cometidos continuamente contra la Persona adorable de tu Hijo unigénito». La dantesca situación que vive el mundo actual, sumido en las tinieblas y en la oscuridad del pecado, es proclamada por muchos videntes, que coinciden con el diagnóstico pesimista que había hecho el Padre Pío desde los albores del siglo pasado: «Los días están ya anunciando mi próxima venida. Padre mío, perdónalos porque no saben lo que hacen; ¿cuántos ultrajes más a mi Divinidad tendré que soportar? Mi Pasión se revive y mi Calvario es más doloroso por tanta ingratitud y tantísimo pecado de la inmensa mayoría de la humanidad de estos últimos tiempos. Cada aborto, cada inocente que muere, despedaza mi carne; las manos criminales me azotan; los niños y ancianos que mueren de hambre, son espinas que se clavan en mi cabeza; mi ser se estremece de dolor cuando el hombre, con su tecnología de muerte, manipula la vida; la Cruz que tengo que cargar en estos tiempos es más pesada que la que cargué camino del Gólgota. ¡Cuánto me duele ver a mis jóvenes sumidos en la 106

oscuridad y la muerte, cuánto me duele ver los hogares destruidos, las viudas y los huérfanos desamparados! Lágrimas corren por mis ojos al ver que derramé mi sangre para redimirlos y todo parece que fue en vano. ¡Oh, qué pesada es mi Cruz, y qué lenta es mi agonía! Venid, cirineos, y ayudadme a cargar esta Cruz; llorad conmigo, hijas de Jerusalén, enjugad mi rostro con vuestras lágrimas y os dejaré grabada en vuestra alma mi retrato. Yo soy el Cristo de todos los tiempos, que yace moribundo y triste, viendo tanta miseria humana, tanta ingratitud y tanto pecado de esta generación impía».[85] La montaña santa Si el relativismo ético es un factor que explica la degradación de la conciencia de pecado, otra causa del progresivo deterioro del sacramento de la penitencia es la creencia de que la misericordia de Dios nos perdonará todo lo que hagamos, así que –concluimos– eso nos da derecho a hacer lo que queramos, pues siempre vamos a ser amnistiados. Esta creencia está propiciando indirectamente que se niegue la existencia del mal y de Satán, su instigador, confiados en la bondad infinita de Dios, que nos salvará hagamos lo que hagamos. Esta degradación de la conciencia del pecado en la sociedad actual ha influido, como es lógico, en la devaluación del sacramento de la misericordia. Si en un capítulo anterior explicábamos la depreciación que ha producido en el sacerdocio la celebración de la santa Misa de forma inapropiada, sin verdadera conciencia de su enorme trascendencia redentora y sacrificial, lo mismo podríamos decir de la confesión, un sacramento íntimamente ligado a la celebración eucarística, que ha sufrido un proceso corrosivo de igual intensidad, lo cual ha contribuido a la crisis identitaria del sacerdote, ya que el carisma sacerdotal tiene dos polos sustanciales, sin las cuales no puede entenderse su ministerio y su servicio a la comunidad de los creyentes: la Misa y la confesión. «Una de las pérdidas más trágicas que nuestra Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es la pérdida del Espíritu Santo en el sacramento de la Reconciliación. Para nosotros, los sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil interior. Cuando los fieles cristianos me preguntan: “¿Cómo podemos ayudar a nuestros sacerdotes?”, entonces siempre respondo: “¡Id a confesaros con ellos!”. Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un trabajador social religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del éxito pastoral más grande, es decir, cuando puede colaborar para que un pecador, también gracias a su ayuda, deje el confesionario siendo nuevamente una persona santificada. En el confesionario, el sacerdote puede echar una mirada al corazón de muchas personas y de esto le surgen impulsos, estímulos e inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo. [...] Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse “en su casa” en ambos lados 107

de la rejilla del confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo».[86] Santa Faustina Kowalska recoge en su Diario una revelación que le hizo Jesús sobre la verdadera naturaleza de la confesión. Al leerla, no podemos dejar de sentirnos confundidos sobre la colosal irresponsabilidad que nos lleva a huir de ella, o a no hacerla de la forma reverencial debida a este maravilloso don celestial que se nos regala con total gratuidad: «Cuando vayas a la confesión, a esta fuente de Misericordia, la Sangre y Agua que fluyó de mi Corazón siempre fluyen sobre tu alma. En el tribunal de la Misericordia (el Sacramento de la Reconciliación), los milagros más grandes toman lugar y se repiten incesantemente. Aquí la miseria del alma se encuentra con el Dios de Misericordia. Vengan con fe a los pies de mi representante. Yo mismo estoy esperándoles allí. Yo tan sólo estoy escondido en el sacerdote. Yo mismo actúo en tu alma, haz tu confesión ante Mí. La persona del sacerdote es, para mí, solamente una pantalla. Nunca analices qué clase de sacerdote es el que yo estoy usando. Ábrele tu alma en la confesión como si lo hicieras conmigo, y yo te llenaré con mi luz. Así estuviera allí un alma, o un cadáver descompuesto, de tal manera que desde el punto de vista humano no hubiera esperanza de restauración y que todo ya estuviera perdido, no es así con Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura esa alma en plenitud. Desde esta fuente de Misericordia las almas atraen gracias solamente con la vasija de la confianza. Si su confianza es grande, no hay limite a mi generosidad». El Padre Pío solía sentarse a confesar después de la santa Misa. «Después de una acción de gracias prolongada, toma un vaso de agua y pasa a la sacristía a confesar a los hombres. Algunos lo abordan deseando exponerles sus propias ideas o pedirle consejo, pero desde el instante en que se arrodillan y se confiesan todo queda claro: lo quieran o no, todo queda al desnudo bajo aquella mirada. El Padre Pío persigue al alma para descubrir sus heridas más o menos ocultas, más o menos confesables, para curarlas, para sanarlas con su benevolencia y su celo ardiente, según las necesidades de cada cual. Porque no debemos olvidar que el Padre Pío, antes de ser taumaturgo, es un confesor: sana los cuerpos, pero sobre todo las almas».[87] Admitía a los hombres hasta las nueve. A las once y media a las mujeres. Durante toda su vida de confesor dio preferencia a los hombres, porque decía que «son los que más lo necesitan». Dentro de estos, se ocupaba especialmente con celo incansable de lo que llamaba «peces gordos»: es decir, de los grandes pecadores. Al ser tantas las personas que esperaban para la confesión, desde enero de 1950 todas las penitentes deben conseguir un número de orden para evitar confusiones. En 1952 hubo que adoptar el mismo sistema también para los hombres. Era tal la avalancha de penitentes, que la espera podía llevar desde varias horas hasta varios días. Se calcula que, en 50 años, se arrodillaron a sus pies millón y medio de penitentes. 108

Todos salían de allí convertidos, y al que no iba de buena fe lo descubría. Durante el año 1967, cuando ya era octogenario, llegó a confesar cerca de 70 personas al día. La confesión era la auténtica vocación del Padre Pío, pues a través de ella abrazaba a todas las almas posibles, transmitiéndoles el amor incondicional de Dios y de su Hijo, para ayudar a levantarlas, para vencer las caídas y la desesperanza. La confesión era el abrazo de Cristo a los hombres. Muchos de los penitentes del Padre Pío hacían la declaración asombrosa de que cuando estaban en su confesionario experimentaban la imponente impresión de estar ante la cátedra del juicio de Dios. A través del sacramento de la misericordia expresaba su más íntima vocación, que a su vez debe ser la de todo sacerdote: convertir a los pecadores, salvar las almas. Deseaba ser considerado exclusivamente como confesor. No era un predicador, no escribió libros, e incluso su correspondencia epistolar le estaba vetada por un decreto del Santo Oficio, así que pasaba sus días en el confesionario. Durante muchos años llegó a permanecer allí hasta 16 horas. En este aspecto es equiparable a otro gran confesor, el santo Cura de Ars, también encadenado al confesonario durante jornadas agotadoras. «Me siento perfectamente bien, pero estoy ocupadísimo día y noche por los cientos de confesiones que tengo que escuchar. No dispongo ni de un minuto libre; todo el tiempo lo dedico a liberar a los hermanos de las garras de Satanás, pero tengo que agradecer a Dios, pues me ayuda intensamente en mi ministerio. ¡Bendito sea Dios! Siento la fuerza para renunciar a todo, con tal que las almas regresen a Jesús y amen a Jesús. Vienen aquí innumerables almas de toda clase social, de ambos sexos, con el único objeto de confesarse. Se dan espléndidas conversiones».[88] Ya desde sus primeros tiempo de sacerdote se dejó entrever esta misión. El domingo 14 de agosto de 1910 el Padre Pío cantaba su primera misa solemne en la iglesia de Santa Ana, en su Pietrelcina natal. Durante el sermón, el Padre Agostino manifestó un deseo que resultó profético: «No tienes mucha salud, no puedes ser un predicador. Te deseo, pues, que seas un gran confesor». «Parecía desarrollar su vida entre las cuatro tablas que forman su confesionario, de forma semejante al molusco que vive encerrado en las valvas de su concha. Salía de él para tomar una cantidad insignificante de alimento, para aspirar cuatro sorbos de aire libre en el huerto del convento, para tomarse un momento de reposo al mediodía o a la noche, en el coro o en su celda, desahogando su alma atribulada ante Dios. Innumerables gentes de todo el mundo llegaban a ese rincón de San Giovanni, aislado, pequeño, privado de toda comodidad, ¡sólo para confesarse! Este agreste rincón del Gargano se va a transformar en la montaña santa por obra del penitente confesor, el Padre Pío. ¡Montaña santa, consagrada por tantas y tantas absoluciones impartidas mediante los que ríos y ríos de gracias de reconciliación han descendido sobre la tierra!».[89] El confesonario fue el lugar por excelencia en el que el Padre Pío realizó sus milagros más sorprendentes, pues no de otro modo se pueden calificar las asombrosas conversiones que obró en ese reducido escenario, conversiones prodigiosas e inexplicables, fuera de toda lógica, imposibles de entender si la gracia de Dios no se 109

hubiera volcado generosamente a través de las manos estigmatizadas del Padre Pío. Como decía san Pablo: «Cada conversión es un hecho sobrenatural debido a la gracia de Jesús». La lista de sus conversiones, al igual que la de sus milagros, es asombrosa. Realmente, todos los portentosos dones que Dios le regaló no tenían otra función que atraer a las multitudes al confesonario para, una vez allí, arrodillados ante un santo revestido de la misericordia divina, experimentar conversiones fulminantes, que llenaron de pasmo a quienes las presenciaron. Atraía con el reclamo de los estigmas increíbles, encandilaba espiritualmente con una Misa sobrecogedora por su intensidad, sanaba los cuerpos enfermos... y, como final, esperaba a los pecadores en el confesonario para reconciliarlos con Dios, para traerlos de vuelta a la Madre Iglesia, al Cuerpo Místico de Cristo, operando sorprendentes metamorfosis incluso en las almas más desviadas de la Iglesia: comunistas, ateos, masones, curiosos, anticlericales, grandes pecadores... todos sucumbieron ante el gigantesco poder persuasivo del Padre Pío. «Es uno de esos hombres extraordinarios que Dios envía a la tierra de vez en cuando para la conversión de los hombres», dijo Monseñor Damiani, obispo de la diócesis de Salto, Uruguay, al papa Benedicto XV después de conocer personalmente al Padre Pío. «Dios envía a sus profetas según los tiempos. Para los nuestros Dios envió al Padre Pío, verdadero hombre de Dios y hombre para los demás, que actuó y enseñó en el nombre y con el ejemplo de Jesús. La misión del Padre Pío en esta tierra fue la de despertar en las conciencias el sentido del pecado, y a través de la misa y del sacramento de la confesión, llevar a los hombres a la conversión».[90]

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8 El abrazo de Cristo

Una clientela mundial Durante las dos persecuciones que sufrió, su mayor sufrimiento era no poder ejercer el ministerio de la confesión. Después de los 3 años de duras restricciones a su ministerio que le impusiera el Santo Oficio durante la primera persecución, Cleonice Morcaldi, su hija espiritual predilecta, tuvo con él el siguiente diálogo: —Padre –le dijo una de sus hijas espirituales–, ¡qué largos se me han hecho estos tres años sin poderme confesar con usted! —A usted.... ¡y a mí! Jesús me ha enviado para la salud de las almas. ¿Y qué he hecho durante esos tres años? He rezado. Pero la oración no es suficiente para la misión que me ha sido confiada. Ayúdeme, necesito su ayuda. Pidamos a Jesús que eso no se repita. Jesús necesita almas, Jesús necesita salvar las almas. Salvar almas... esta fue la obsesión del Padre Pío durante toda su vida: rescatar almas de las garras de Satanás, aunque fuera al precio de su sufrimiento. Y esa salvación la realizaba a través de la conversión que operaba en los penitentes en el confesionario. El 20 de febrero de 1921 escribía: «¡Pobre de mí! No logro descansar. Vivo sumergido en la extrema amargura, en la desolación más deprimente por no ganar todos los hermanos al Señor. Siento el vértigo de vivir por los hermanos... todo se reduce a esto: estoy consumiéndome por el amor a Dios y por el amor al prójimo... ¡Cuántas veces, por no decir siempre, me toca repetir: Señor, perdona a este pueblo, o bórrame del libro de la vida!». Su confesionario era una clínica para las almas según las necesidades de cada uno. Severo con los curiosos, hipócritas y mentirosos, y amoroso y compasivo con los verdaderamente arrepentidos. A unos los recibía con alegría, y a otros los llenaba de reproches, los amonestaba y hasta los trataba con rudeza; a algunos se negaba a recibirlos y les decía que volvieran más adelante, cuando estuviesen mejor preparados. No soportaba a los que iban a confesarse movidos por la curiosidad o sin el debido arrepentimiento. A menudo cerraba la mirilla del confesionario en la cara de un penitente sin interrogarlo. El Padre Pío, a no dudarlo, sufría una verdadera agonía cuando el Señor le ordenaba tratar con dureza a un alma; pero lo hacía así para que su penitente tomase conciencia y comprendiera que los sacramentos y la Comunión no eran cosa de juego; que era algo grave lavar su alma y recibir a Cristo. Si echaba a alguien de su confesionario, rezaba por ellos y acababan volviendo bien preparados: «Los echo –decía–, pero los acompaño con la oración y el sufrimiento, y regresarán». El enfado era solamente superficial. 111

El Padre Pío creía que la confesión sólo era válida si se cambiaba de vida, por eso advertía que era una profanación del sacramento dar la absolución a la ligera. Un día no dio la absolución a un penitente y luego le dijo: «Si vas a confesarte con otro sacerdote, te vas al infierno junto con el otro que te dé la absolución». Era tal su celo porque los penitentes cambiaran de vida para evitar el pecado, que también echaba a ciertos sacerdotes y obispos de su confesionario, cuando éstos administraban la absolución de manera demasiado indulgente. Una vez dijo a un sacerdote: «¡Si supieras del todo qué tremenda cosa es sentarse en el tribunal del confesionario! Estamos administrando la sangre de Cristo. Deberíamos tener cuidado de no tirarla por todas partes por ser demasiado indulgentes o negligentes». El Padre Pío exigía que toda confesión fuera una verdadera conversión. No toleraba una falta de franqueza en la explicación de los pecados. Era muy duro con los que se excusaban, hablaban sin sinceridad, o no tenían una firme resolución de cambiar. Exigía autenticidad y honestidad completa del penitente. También exigía un verdadero y sincero dolor en el corazón, y una firmeza absoluta en las resoluciones por el futuro. «¿Qué es lo que pide Él? Humildad y sinceridad. Bien poca cosa es, ya que sería absurdo mentirle, pues nada de nuestro fuero interno escapa a su penetración. Antes que nosotros mismos, ha tanteado nuestro punto débil. Desde la primera pregunta, comprendemos que lo sabe todo, que todo lo ve. Los penitentes que asedian su confesionario salen tan consolados, tan desprendidos de sí mismos, que detallan a quien quiere oírlos, en la calle, en la plaza o en el café, la lista completa de sus faltas. Yo mismo he oído a un hindú de Calcuta que hablaba correctamente el italiano, hacer en pleno restaurante un cuadro detallado de su culpable existencia».[91] Por paradójico que pueda parecer, frecuentemente tenía más indulgencia con un gran pecador que le conmueve por su ignorancia de las leyes divinas, que con un creyente instalado en la tibieza que no cumple con sus deberes religiosos, una de esas personas que se dicen católicas «no practicantes», que por pereza y desidia no dedican a Dios ni una hora por semana. ¿Por qué acudían las multitudes al confesionario del Padre Pío? Durante cincuenta años acudieron a San Giovanni a confesarse gentes de cualquier edad, condición social, política, raza, de cualquier lugar de la tierra, y el que no podía visitarle le escribía cartas en mil idiomas. Esta «clientela mundial» (como llamaba Pablo VI a las multitudes que iban a verle) acudía bajo el reclamo de la dirección de las almas, la confesión y la Misa. Era una muchedumbre de peregrinos hambrientos y sedientos del Dios vivo, que buscaban un pastor que les guiase, un camino seguro que seguir, un modelo al que imitar... Buscaban, para decirlo con palabras de Juan Pablo II, «la luz de la resurrección». Esta inmensa marea de penitentes que se abatió sobre aquel convento olvidado en una remota zona de Italia, a la que era difícil acceder dado su carácter agreste y las dificultades del transporte en aquellos tiempos; esas multitudes de peregrinos que debían pasar noches a la intemperie mientras esperaban su turno para confesarse, pues no había suficientes infraestructuras para alojarlos a todos en una localidad de tan reducidas 112

dimensiones; ese río de personas que abandonaban sus trabajos para aguardar durante días –incluso semanas– a que aquel confesor les absolviese de sus pecados con sus manos llagadas, entre los cuales había muchos enfermos que esperaban ser sanados por aquel poderoso taumaturgo, y muchos que habían abandonado el sacramento de la confesión durante muchos años... ¿Qué es lo que realmente buscaban? ¿Cuál era el verdadero objetivo de tanto sacrificio?: ver a un auténtico hombre de Dios, experimentar cara a cara el contacto con una persona que había encarnado la misericordia divina, la cual derramaba desde sus estigmas sangrantes. Querían, en suma, por encima del morbo que da la posibilidad de asistir a hechos extraordinarios, por encima de la curiosidad de ser testigos de lo maravilloso y sobrenatural, encontrarse con Cristo, verle cara a cara. En palabras de Fidel González, Consultor de la Congregación para las Causas de los Santos, «para muchos pecadores, el Padre Pío representó el abrazo de Cristo que hace renacer al hombre». «La gente que acudía al confesonario del Padre Pío buscaba un ministerio de misericordia que, en cuanto tal, podría haber encontrado en otras muchas iglesias del mundo, pues los sacramentos actúan ex opere operato, o sea, por la intrínseca eficacia que les garantiza la presencia de Cristo y de su Espíritu. Pero la experiencia demuestra la importancia que tiene, para quien recibe los sacramentos, el hecho de contar con la ayuda de la santidad del ministro. Y cuando esta santidad es grande, envuelve al penitente como una especie de seno materno, en el que es más fácil percibir la presencia de Dios. Lo notaban claramente los que se acercaban a ese humilde fraile de San Giovanni Rotondo que vivía, como dijo el Papa, “plantado” al pie de la Cruz».[92] «Las masas que acudían a San Giovanni Rotondo eran atraídas ante todo por dos actos del Padre Pío: su Misa y la confesión, los dos sacramentos en los que el sacerdote más se muestra como “otro Cristo”. Presencia corporal de Cristo dado en alimento y perdón de los pecados para una vida nueva. El Padre Pío dispensaba estos dos sacramentos con gestos que, ya de por sí, eran oraciones y actos sobrenaturales».[93] Se puede decir que el Padre Pío vivió para salvar a los pecadores. Mas el perdón que el Padre Pío otorgaba en el confesonario no era gratuito. Sentía tanto amor por ellos, que muchas veces pedía al Señor sus sufrimientos, lo cual se le concedía con frecuencia. En efecto, a cambio de este torrente de misericordia que fluía de sus manos debía pagar un precio, como correspondía a un alma víctima. Así, al igual que a cambio de la redención que se efectuaba en el altar durante la Misa se le exigía dolor y sacrificio, mediante la participación en los sufrimientos de Cristo durante su Pasión, también el Padre Pío sufría en su persona vicariamente los sufrimientos de las almas contritas que se arrodillaban ante él en el confesonario, a las cuales rescataba asumiendo él mismo las expiaciones que Dios pedía a cambio de su perdón. El Padre Pío perdonaba, sí, muchos pecados en nombre de Dios, pero, al mismo tiempo, Dios le exigía por ellos una compensación amarguísima en su cuerpo y en su alma. Es un aspecto poco conocido del sacramento de la misericordia que ejerció, sin duda el carisma más importante de su misión corredentora, pues es en este sacramento donde tiene lugar la salvación del alma. Con frecuencia, después de haber estado escuchando durante horas todas las miserias 113

humanas, todos los pecados que se cometían contra la Majestad divina, abandonaba el confesonario empapado de sudor, completamente exhausto y abatido, exclamando que no podía más, que todo aquello era más de lo que podía resistir, pues toda aquella enorme carga de pecados caía sobre sus hombros. El Padre Pío recogía los pecados de los penitentes, con el sufrimiento que eso conlleva: sudor de sangre, palidez al escuchar los relatos de pecados, blasfemias, infidelidades... Solía decir que se tiene poca conciencia del hecho de que la salvación de las almas no es fácil, ni gratuita, sino que cuesta mucho, pues las almas han sido compradas al precio de la sangre de Cristo. Un día, un médico vio cómo se le crispaba el rostro y le oyó exclamar: «¡Oh, almas, almas! ¡Qué precio cuesta vuestra salvación!». «El Padre Pío, precisamente a causa del confesionario, pasaba por los tormentos y amarguras de un verdadero Viernes Santo, sumergido en un baño de sangre y de tribulaciones, a fin de dar la vida por los pecadores y hacerles participar después de la gloria del Resucitado».[94] Después de una confesión especialmente difícil, se acercó otro penitente para confesarse con él, pero el Padre, bañado en sudor y pareciendo sufrir las más grandes torturas, se levantó extendiendo los brazos: «¡Basta, basta por ahora!». No podía soportar más. El centinela El aborto, la murmuración, el adulterio, la blasfemia, la impureza, el divorcio, el trabajo en domingo, la inmodestia en el vestir, la mentira, la mala educación de los hijos, las malas lecturas, la no asistencia a misa los domingos... ninguna conducta pecaminosa, grave o venial –aunque con frecuencia careciese de importancia a los ojos de los penitentes– escapaba a su gran poder de penetración de las conciencias, a su estricta moralidad capuchina aquilatada en la más severa ortodoxia cristiana. El Padre Pío no se apartó jamás ni un ápice de la doctrina católica tradicional. Son numerosos los testimonios que el Padre Pío dio en su vida sobre su incansable vigilancia acerca de la moralidad y la ética de los creyentes, guardián insomne que denunciaba los peligros de una fe demasiado contemporizadora con las contaminaciones de ideologías mundanas que amenazaban con hacer perder la conciencia del pecado. Este modo de pensar es una contundente llamada de advertencia a nuestras conciencias adormecidas, instaladas en un cómodo laissez faire, laissez passer, un mensaje concluyente que debería ayudarnos a replantearnos muchas conductas de nuestros actuales códigos éticos, viciados por el prurito de parecer «modernos»... Este mensaje innegociable debe hacernos comprender que no existe tal cosa como un cristianismo «a la carta», un zapping moral que nos permite cumplir solamente los preceptos y normas éticas que nos interesan, aquellas que no nos suponen ningún sacrificio. Una vez, cuando era niño, vio a una chica a quien conocía trabajando duro con su aguja, cosiendo una banda a un vestido. Le dijo: «Andrianella, hoy no trabajamos. Es domingo». Mostrando su irritación, la chica respondió: «Niño, eres demasiado pequeño para hablarme así». Francesco se fue y regresó con tijeras. Entonces agarró la banda en 114

que ella había estado trabajando y la cortó en pedazos. Cuando Francesco Forgione (Padre Pío) tenía catorce años (1901), fue enviado a trabajar en un programa de escuela secundaria bajo la dirección de Angelo Caccavo. En 1902, Caccavo asignó a Francesco la tarea de escribir un comentario titulado «Si yo fuera Rey». Esto es lo que Francesco Forgione, de quince años, escribió bajo el tema «Si yo fuera Rey»: «(Si yo fuera Rey) lucharía en primer lugar contra los divorcios, y haría que todos respeten lo más posible el sacramento del matrimonio». «El divorcio es el pasaporte para el infierno», se le escuchó decir en más de una ocasión. El Padre Pío requería a las mujeres que fueran a confesarse con el debido decoro en el vestir, llegando a no recibirlas si consideraba que sus vestidos eran inapropiados. Muchas mañanas sacaba a una tras otra, terminando por escuchar sólo unas cuantas confesiones. También tenía puesto un rótulo en la puerta de la iglesia que declaraba: «Por deseo explícito del Padre Pío, las mujeres deben entrar en su confesionario usando faldas que lleguen por lo menos a ocho pulgadas (20 cm) por debajo de las rodillas. Está prohibido prestar vestidos más largos en la iglesia y usarlos para el confesionario». Toda mujer que se viniera a su confesionario vestida de una falda que no fuera conforme con esa medida era despedida inmediatamente sin poder ir a confesión. Otras mujeres, que lograron entrar vestidas incorrectamente, fueron rechazadas por el Padre Pío, que les gritaba: «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!», o «¡Vete y vístete!». A veces agregaba: «¡Payasas!». En muchos casos, las faldas estaban muchas pulgadas debajo de la rodilla pero, aun así, ¡no eran suficientemente largas para el Padre Pío! Los niños y los hombres también tenían que usar pantalones largos, si no querían que los sacaran de la iglesia. Una mujer intentó cambiar la falda antes de ir a confesarse y le pidió prestada una más larga a una amiga. Cuando entró al confesionario, él descorrió el postigo pequeño, y entonces lo corrió otra vez, diciendo: «¡Qué!... ¿Hemos venido disfrazados para un carnaval, verdad?». Esta actitud severísima del Padre Pío con la moda femenina puede parecer exagerada y «retrógrada» a nuestra mentalidad moderna, como tantas otras ideas y conductas del capuchino de los estigmas. Para la «modernidad», a cuyos ojos casi nada es pecado, mucho menos pueden considerarse pecaminosas las modas femeninas basadas en la «liberalidad», por no emplear otro término más «contundente», que sin recato –nunca mejor dicho– van encaminadas a una pretendida «comodidad» donde se insinúa y se muestra más de lo conveniente. Modas tentadoras, sugerentes, insinuantes, «sexys», que también han acabado contagiando a muchas mujeres creyentes, inconscientes de lo que verdaderamente significan. En muchas de sus revelaciones, la misma Virgen María llamaba la atención sobre los peligros de estas modas. Ya en Fátima advertía que «más almas se van al infierno por pecados de la carne –es decir, pecados en contra del 6º y 9º mandamientos– que por cualquier otra razón». En una revelación le dijo a Jacinta: «Se introducirán ciertas modas que ofenderán gravemente a Mi Hijo». Jacinta también dijo a este respecto, mientras agonizaba en un hospital de Lisboa: «Las personas que sirven a Dios no deberían seguir las modas. La Iglesia no tiene modas; Nuestro Señor es siempre el mismo». 115

Verónica Lueken, la vidente de Bayside, recibió muchos mensajes de María sobre el tema de la modestia: «Padres de familia, seréis juzgados por la destrucción, por medio de la tolerancia, de las almas de vuestros hijos. Vestidlos en bondad, santidad y piedad, y haced que la modestia sea una manera de vida para los jóvenes» (21 de agosto de 1975). «La modestia debe ser mantenida. La modestia debe ser enseñada a los jóvenes. Mantened pensamientos puros y santos en vuestras mentes y en las mentes de vuestros hijos, porque vuestros ojos son el espejo de vuestra alma». (Jesús, 18 de mayo de 1977). «Las mujeres no se acercarán al Cuerpo sagrado vestidas como paganas, ¡exponiendo los templos de sus espíritus a vergüenza! ¡Cubriros, hijas mías, u os quemaréis! (18 de marzo de 1975). «Repito: las mujeres se vestirán como corresponde a una esposa y madre, vistiéndose con modestia y santidad. Los niños seguirán el ejemplo de sus padres; por lo tanto, si vuestro ejemplo es malo, vuestros hijos serán vuestras espinas. Los pecados de los padres de familia seguramente son repetidos por los hijos» (18 de marzo de 1975). Es un asunto bastante descuidado por los sacerdotes y, desde luego, por los educadores. En cierta ocasión, salió en una importante cadena de televisión una noticia en la que se pedía a los padres que educaran a sus hijas adolescentes en el aspecto de la vestimenta, para que fuera adecuada y apropiada, evitando procacidades innecesarias. La respuesta desde las filas de la «progresía» no se hizo esperar, denunciando que poco más o menos se pretendía que las adolescentes fueran vestidas como ¡Carmen Polo de Franco! (sic). Pero muchos papas ya habían denunciado las modas excesivamente mundanas: «Se toman severas medidas para luchar contra el hambre, las pestes, la pobreza, y las impurezas de la atmósfera, pero se contempla, inclusive con complacencia, la contaminación de los espíritus» (Pablo VI). A una mujer joven que había cometido adulterio no la absolvió hasta que contrajo el firme propósito de no pecar más y de enmendar su vida. Entonces pensó: «Prefiero morirme antes que cometer este pecado otra vez», y pensaba esto durante toda su confesión. El Padre Pío la examinó detenidamente, y entonces la absolvió por fin. Una mujer confesó que había leído libros inmorales. El Padre Pío le dijo: «¿Has confesado esto antes?». «Sí», respondió ella. «¿Qué te dijo tu confesor?», preguntó el Padre Pío. «Que no debería hacerlo nunca más» respondió ella. Sin decir una palabra, corrió la puerta del confesionario en su cara y empezó a oír la siguiente confesión. Un día un sacerdote llevó un matrimonio al Padre Pío para que les bendijera. Tres de sus hijos estaban en prisión por robo. El Padre Pío les dijo: «¡Absolutamente me niego a bendeciros a vosotros! No educasteis a vuestros hijos cuando se criaban, así que no vengáis ahora cuando están en la cárcel a pedir mi bendición». Una mujer cuya hija había muerto al dar a luz vino a ver al Padre Pío. La mujer no podía pensar en nada excepto en la pérdida de su hija. El Padre Pío le dijo: «¿Y por qué estás llorando tanto por ella cuando ya está en el Paraíso? Sería mucho mejor dedicar más atención a las actividades de tu hija de diecisiete años, que vuelve a casa a altas 116

horas de la noche después de bailes y entretenimientos». Un día, un señor le dijo al Padre Pío: «Padre, yo digo mentiras cuándo estoy con mis amigos. Lo hago para mantenerlos alegres». Y el Padre Pío contestó: « ¡Vaya!, ¿así que quieres ir al infierno bromeando?». Un día le presentaron un ciego al Padre Pío para pedirle que le devolviera la vista. Al llegar a su presencia, le recibió con un: —¡Vete de aquí, mugriento! Humillado y lleno de coraje, el pobre ciego fue a quejarse con otro religioso. —Realmente el Padre Pío fue muy duro contigo –le dijo el religioso–. Pero yo creo que habrá tenido alguna razón para tratarte así. —¡Ninguna, Padre! Entonces el capuchino empezó a interrogarle sobre su vida y resultó que el ciego vivía en concubinato. Entonces el Padre le dijo: —Con razón te rechazó el Padre Pío: sintió el olor apestoso de tus pecados y te humilló para que te arrepintieras. A una señora que tenía en su conciencia un aborto y empezaba a confesarse le gritó: «¡Asesina, has matado a tu hijo!», y cerró la ventanilla del confesionario. «Volví a casa y se lo conté a mi esposo», escribió más tarde la señora. «Pasamos varios días llorando juntos. Luego fuimos los dos a confesarnos con el Padre Pío, que nos acogió bondadosamente». Una mujer que abortó se encontró con el Padre Pío. Ella dijo: «Nunca supuse que abortar fuera pecado». Él respondió: «¿Qué quieres decir? ¿No sabías que esto fuera un pecado? Es matar... es un pecado, un gran pecado». Un día, el Padre Romero le preguntó al Padre Pío: «Padre, esta mañana le ha negado la absolución a una señora por haberse hecho un aborto. ¿Por qué ha sido tan riguroso con aquella pobre desgraciada?». El Padre Pío contestó: «El día en que los hombres pierdan el horror del aborto, será un día terrible para la humanidad. El aborto no es solamente homicidio, sino que también es suicidio». «¿Por qué suicidio?», preguntó el Padre Romero. «Tú comprenderías este suicidio de la raza humana si con el ojo de la razón vieras “la belleza y la alegría” de la tierra poblada de viejos y despoblada de niños: quemada como un desierto. Entonces entenderías la doble gravedad del aborto: con el aborto siempre se mutila también la vida de los padres». A los nueve o diez años prefería mirar las imágenes de los libros de piedad a jugar con sus amigos: «No quiero ir con ellos –decía– porque son unos blasfemadores». Siendo todavía joven, el Padre Pío escuchó a un campesino soltar una blasfemia contra la santísima Virgen, excitado al ver lo buena que se presentaba la cosecha. Quedó consternado y se indignó. Se acercó al grupo donde se encontraba el blasfemo y no tardó en localizarle, pues seguía blasfemando. En cuanto llegó a su lado, le dio una bofetada con toda la fuerza de su brazo. Cuando el agredido le preguntó por qué lo hacía, respondió: «¿No ves que te faltaba poco para volver a blasfemar?». 117

Un transportista llevaba muebles cerca de San Giovanni y, al averiarse el camión, blasfemó. Al día siguiente, con su hermana, se acercó a ver al Padre Pío para confesarse. Entró y le dijo al Padre Pío: «Me he irritado». Pero el Padre Pío gritó: «¡Desdichado, has blasfemado a nuestra Mamá! ¿Qué te ha hecho la Virgen?». Y lo mandó fuera. Un día dijo a un penitente: «Cuando tú murmuras de una persona, eso quiere decir que tú no quieres a aquella persona, que la has sacado de tu corazón. Pero debes sabes que, cuando sacas a un hombre de tu corazón, también Jesús se va fuera de tu corazón junto con aquel hombre». Una vez, fue invitado a bendecir una casa. Pero cuando llegó a la entrada de la cocina él dijo: «Aquí hay serpientes, yo no entro». Luego le dijo a un sacerdote que a menudo frecuentaba aquella casa para comer: «No vayas a esa casa porque ellos dicen cosas feas de sus hermanos». Normalmente, los pecadores vuelven a recaer, pero al final siempre triunfa el Señor. El Padre Pío nunca abandonaba a sus fieles y seguía rezando por todos ellos hasta que se convertían definitivamente. Pedía una lucha constante, con fe, con afán de superar nuestras debilidades, con paciencia para volver a levantarnos si caemos hasta llegar a habitar en la gracia de Dios. ¿Qué proponía el Padre Pío? Contra la tibieza de la fe y la moralidad relajada, invitaba a los creyentes a que se esforzaran por la santidad, meta última de todo cristiano. El camino para llegar a ella, a su entender, era bien sencillo: la oración. «Yo invito a las almas a orar y esto ciertamente fastidia a Satanás. Siempre recomiendo a los grupos de Oración la vida cristiana, las buenas obras y, especialmente, la obediencia a la santa Iglesia». Estaba convencido de que, como asegura san Alfonso María de Ligorio, «el que ora ciertamente se salva; el que no ora se condena». Sabía que no hay cosa que deteste tanto el demonio como la comunicación y el contacto con Dios, que eso es la oración. La dirección espiritual que ejercía con sus hijos espirituales se basaba en cinco obligaciones principales: la confesión semanal, la comunión diaria, la lectura espiritual, el examen de conciencia por la noche y la meditación dos veces al día con la frente contra el suelo. «La meditación –les explicaba– es la clave del progreso en el conocimiento de sí mismo y en el de Dios, y permite alcanzar la finalidad de la vida espiritual, que es la transformación del alma en Dios». Él se confesaba por lo menos una vez a la semana. A los que se extrañaban de la frecuencia con que aconsejaba confesarse, les decía que «la confesión es el baño del alma. Hay que hacerla menos cada ocho días». También solía decir que «aunque una habitación quede cerrada, es necesario quitarle el polvo después de una semana». En una carta a Raffaelina Cerase le decía sobre la santidad: «Santidad quiere decir ser superiores a nosotros mismos; significa victoria perfecta sobre todas nuestras pasiones; significa desprecio real y constante de nosotros mismos y de las cosas del mundo hasta el punto de preferir la pobreza a la riqueza, la humillación a la gloria, el dolor al placer. La santidad es amar al prójimo como a nosotros mismos, por amor a Dios. La santidad es 118

amar, incluso a quien nos maldice, nos odia y nos persigue. La santidad es vivir humildes, desinteresados, prudentes, justos, pacientes, caritativos, castos, mansos, laboriosos y cumplidores de los propios deberes... No por otro fin sino por agradar a Dios y por recibir de Él solo la merecida recompensa. En resumen, la santidad tiene en sí el poder de transformar al hombre en Dios». En estas palabras del Padre Pío resuena el programa de vida que proponía el mismo san Pablo cuando exhortaba a los creyentes a la imitación de Dios mediante la purificación de las costumbres y la práctica de una vida virtuosa: «Traten de imitar a Dios, como hijos suyos muy queridos. Vivan en el amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio agradable a Dios. En cuanto al pecado carnal y cualquier clase de impureza o avaricia, ni siquiera se los mencione entre ustedes, como conviene a los santos. Lo mismo digo acerca de las obscenidades, de las malas conversaciones y de las bromas groseras: todo esto está fuera de lugar. Lo que deben hacer es dar gracias a Dios. Y sépanlo bien: ni el hombre lujurioso, ni el impuro, ni el avaro –que es un idólatra– tendrán parte en la herencia del reino de Cristo y de Dios. No se dejen engañar por falsas razones: todo eso atrae la ira de Dios sobre los que se resisten a obedecerle. ¡No se hagan cómplices de los que obran así!» (Ef 5,1-7).

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9 El hombre que hace milagros

«Cuando le vi, recordé las palabras de Nicodemo a Cristo: “Maestro, sabemos que tú has sido enviado por Dios para instruirnos, porque nadie más que Él puede realizar los milagros que tú haces”» (Alberto del Fante).

Una llamada a la conversión El 21 de junio de 1919 apareció el primer artículo periodístico sobre el Padre Pío, que se publicó en Il Mattino de Nápoles. Su título era revelador: El hombre que hace milagros. Ya por esas tempranas fechas obraba en poder de la Curia Provincial de los capuchinos en Foggia un nutrido dossier sobre hechos milagrosos atribuidos al fraile del Gargano. Hoy, en la segunda década del tercer milenio, ese dossier ha adquirido unas proporciones tan abrumadoras, que se puede afirmar sin exageración que el Padre Pío es el santo más «milagrero» de la historia de la cristiandad. Como dijimos en otro lugar de esta obra, después de muerto sus hechos prodigiosos se han multiplicado de manera increíble, de ahí que haya que hablar en presente: el hombre que hace milagros. No faltan voces que critican la increíble popularidad del santo del Gargano, argumentando que se ha convertido en un santo de «consumo», fenómeno que puede producir una comercialización demasiado excesiva en la que se diluyan sus mensajes, en la que sólo se perciba la superficialidad del «maravillosismo» más o menos supersticioso, olvidando el reconocimiento de sus virtudes heroicas. Pero la realidad es que la enorme fama del Padre Pío se debe, en primer lugar, a la increíble cantidad y variedad de sus milagros, que prueba a los ojos de sus devotos que Dios está con él, que es posible encontrarse con el Señor a través del capuchino estigmatizado. «El mundo percibía claramente la respuesta alternativa al problema fundamental de su siglo: no se puede ser santo sin Dios, no se puede vivir sin la gracia. Con intuición maravillosa la gente de todo el mundo comprendía rápidamente que las señales en las manos, en los pies y en el costado del primer sacerdote estigmatizado no podían ser interpretadas sino como “motivos de credibilidad” de la misión del Padre Pío de ser clavado en la Cruz para actualizar la redención; y comprendía más pronto todavía que los dones carismáticos concedidos por Dios al Padre Pío –como el discernimiento de espíritus, la profecía, el don de la bilocación, los efluvios y perfumes olorosos– no eran otra cosa que medios providenciales para acreditar el misterio de la reconciliación con Dios».[95] De la cita anterior entresacamos una idea fundamental: los milagros, en la vida del Padre Pío y en la historia del cristianismo, son motivos de credibilidad que prueban la verdad de la doctrina cristiana, que acreditan que la gracia divina –sin la cual es imposible cualquier milagro– fluye ahora y siempre a través de la Iglesia, en las vidas de sus santos 120

especialmente, pero también en nuestra realidad cotidiana, con la condición de que tengamos fe, de que estemos abiertos a recibir el poder de Dios que, aquí y ahora, actúa entre nosotros. En una palabra, todo milagro quiere decir que Cristo sigue vivo, pues es él quien otorga los dones místicos y los carismas sobrenaturales. Todo poder para realizar milagros viene por delegación de Él, pues es Él quien concede esa potestad. «El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún [...] y todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14,12-13). «Para la Teología Mística el milagro, además de ser una intervención misericordiosa de Dios para satisfacer una necesidad humana, tiene la función de indicarnos a las claras la predilección divina por aquellos que se santificaron, que vivieron una existencia de entrega total a la voluntad de Dios. Cuando Dios marca a alguien con carismas extraordinarios, los utiliza como “reclamo” para llamar la atención del mundo sobre la vida de esa persona, deseando que la espectacularidad de esos milagros dé a conocer valores y virtudes que podrían correr el riesgo de no ser suficientemente conocidos. En este sentido, los milagros tienen la función de ser las pruebas exteriores de la revelación [...] son signos ciertos de ella, adaptados a la inteligencia de todos, motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu».[96] En el Evangelio Jesús señala la salvación de los hombres como señal y demostración de su mesianismo. Esa salvación se realiza en gran parte a través de los milagros que realizó, pues la redención que tiene lugar en Cristo destruye el pecado a la vez que el sufrimiento. Para decirlo de otra manera, la redención se opera frecuentemente en el Evangelio a través de un milagro que opera una conversión, y ésta produce el fruto de la remisión de los pecados. Cuando le preguntaron de parte de san Juan Bautista de si Él era el que había de venir, contestó: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena nueva» (Mt 11,5). Al final del evangelio de san Juan, el apóstol afirma claramente que la finalidad de estas señales prodigiosas era demostrar la divinidad de Jesús: «Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20,30-31). En los evangelios se recogen 18 curaciones, 3 resucitaciones, 5 exorcismos y 8 milagros controlando la naturaleza. A primera vista, la causa fundamental de los milagros que realizó Jesús –especialmente de los prodigios taumatúrgicos– fue la compasión, la profunda empatía que Jesús sentía por todos los que sufrían –(Mc 1,41; 8,2; Mt 9,35-36; 14,14; 20,34)–. Sin embargo, la verdadera motivación de las sanaciones era promover una metanoia, una conversión: Jesús percibe la fe del que le suplica la sanación, lleva a cabo la sanación y, simultáneamente, le perdona los pecados. Esto era lo que realmente llamaba la atención a sus contemporáneos, más que sus facultades prodigiosas: que se abrogara el poder de perdonar los pecados, algo que correspondía sólo a Dios. Este maravillosismo evangélico perpetrador de milagros se ha perpetuado en la historia 121

de la Iglesia como uno de sus carismas fundamentales, junto al sacramental y al ejercicio de la caridad, y es una de las pruebas que demuestran que Jesús –que es en última instancia el hacedor de todos los milagros– sigue vivo y presente en su Iglesia «todos los días hasta el fin del mundo». Junto a la misión de predicar el evangelio del Reino, Cristo también encomienda a los doce apóstoles la tarea de «exorcizar» (es decir, destruir el origen del mal) y «curar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10,1): «Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán» (Mc 16,17-18). «La salvación, habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron, testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad» (Heb 2,3-4). Además de su mesianismo y su divinidad, los milagros que se realizaron después de su Ascensión prueban –como decíamos anteriormente– otra realidad fundamental: Jesús resucitó y está vivo, por lo cual sigue haciendo milagros, hoy como ayer. Pues todo prodigio no es sino una prueba de su realidad viva y operante entre nosotros. «Fue el propio Cristo quien nos otorgó los milagros como signo de reconocimiento de su presencia operante, a lo largo de los siglos, a través de los cristianos [...]. Por lo tanto, si observamos –por ejemplo, a través de un santo como el Padre Pío– el obrar de un Ser viviente que manifiesta un poder tan grande sobre la naturaleza, capaz de realizar milagros extraordinarios e incluso de reproducir en la carne del santo que lo ama, prodigiosa e inexplicablemente, sus mismas señales de crucifixión, ¿no deberíamos concluir que Él está vivo? ¿No deberíamos estar convencidos de que Él está realmente presente aquí y ahora porque obra visiblemente?.[97] El escepticismo sobre los milagros es otra de las características de esa corriente racionalista que impregna a ciertos sectores de la Iglesia actual, de esa tendencia que margina los aspectos sobrenaturales y preternaturales de la fe cristiana en aras de una sospechosa «modernidad» que, revestida de un pretendido afán científico y racionalista, pone en tela de juicio principios fundamentales del dogma cristiano. Entre la hipercrítica y la incredulidad, la Iglesia juzga con cierta frecuencia a toda esta fenomenología «maravillosista» con espíritu inquisidor, basándose además en el principio de que, aunque son ciertos, los fenómenos místicos extraordinarios son secundarios y accidentales en la escala de la santidad. Pero negar la evidencia de los milagros equivale en cierto sentido a pretender eliminar la acción de Dios en nuestra vida: «Quien por principio niega el milagro, tiende a eliminar a Dios de la visión del mundo y de la vida; quien mantiene su negación frente a la evidencia, muestra su servilismo hacia los prejuicios, las mentiras convencionales de la sociedad; no piensa ya con su propio cerebro» (Alberto del Fante). Se suele definir el milagro como un hecho sensible operado por Dios fuera de las leyes de la naturaleza. El gran desarrollo de la ciencia actual parece haber acabado con la existencia de los milagros, afirmando que todo tiene una explicación lógica y conforme a las leyes de la naturaleza. Todos los milagros de épocas pasadas que la ciencia no ha 122

podido estudiar se explican sin recurrir a hechos extraordinarios ni a fuerzas sobrenaturales o intervenciones divinas. Si un hecho extraordinario no se ha podido investigar por razones de antigüedad o falta de condiciones para su estudio, se descarta por falta de pruebas, rechazándose desde los postulados científicos cualquier debate sobre el mismo, descalificando a los creyentes en la fe precisamente por esa condición, con la típica y tópica excusa de que al ser creyentes no podemos razonar con base científica, lo cual nos incapacita para mantener un debate constructivo y argumentativo. Pero la realidad es terca y constante, y los hechos extraordinarios que llamamos milagros siguen produciéndose ante los ojos de los que los quieran ver libres de prejuicios: curaciones inexplicables, cuerpos centenarios incorruptos, profecías, bilocaciones, apariciones... una realidad que la ciencia no puede explicar. Otro viejo tópico es acusar a la Iglesia de entorpecer las investigaciones científicas sobre los hechos pretendidamente milagrosos, poniendo trabas a la consecución de la verdad. Argumento risible, pues olvida que la Iglesia es la más estricta en la consideración de milagros, ya que es de todos conocido que es el tribunal más duro que existe, pues para certificar un hecho extraordinario como milagro pide unos procedimientos exhaustivos, lentos y muy complejos, con varias opiniones y estudios médicos, clínicos, psicológicos y de todo tipo antes de siquiera pasar a comprobar la veracidad de tal suceso. Renzo Allegri [98] afirma que desde 1858, en Lourdes han ocurrido millones de pequeñas gracias divinas concedidas a los devotos que con fe se acercan a su basílica, pero sólo 70 han sido declaradas por la Iglesia como milagros. ¿Por qué solamente este pequeño número?: pues justo porque los trámites necesarios para elevar una gracia a la categoría de milagro son tan largos y complejos que es imposible considerar estudios en profundidad de todos los fenómenos extraordinarios que merecerían investigar. Lo mismo ocurre con la beatificación o canonización, al exigir la Iglesia milagros atribuidos a los candidatos. Estos pasan no por uno, si no por varios tribunales: civiles, penales, médicos, psicológicos y, una vez superados éstos, por los eclesiásticos, mucho más rigurosos. Cuando todo parece proclamar la santidad del candidato, la Iglesia espera y pide a Dios que «demuestre» con un milagro que los jueces eclesiásticos han acertado con su juicio. Debido a que la mayoría de los milagros son curaciones médicas que la ciencia no ha podido explicar según los procedimientos establecidos en los protocolos, estudios e investigaciones bajo control médico que se le practicaron a los enfermos en los propios hospitales donde eran tratados los enfermos, la Iglesia encarga exhaustivos estudios a distintas comisiones médicas formadas por científicos de reconocido prestigio internacional –ateos muchos de ellos o, por lo menos, no creyentes–. Si también declaran en un informe por escrito que no encuentran explicación alguna a tal hecho, entonces es cuando interviene la Iglesia con nuevos estudios de otros expertos. También examinan estos fenómenos tribunales formados por teólogos para eliminar fuerzas extrañas y diabólicas. Si quedan excluidas el fenómeno pasa ser considerado un posible milagro. El papa Juan Pablo II proclamó a unos 1.000 beatos y 500 santos, lo que supone unos 123

2.000 casos de curaciones inexplicables en sólo 25 años catalogadas como milagros después de haber sido estudiadas teniendo en cuenta rigurosamente esos protocolos complejos y exhaustivos. Así pues, por mucho que la ciencia los ignore, se siguen produciendo, y es anticientífico negar una evidencia, una realidad que no sólo no desaparece sino que aumenta. El Padre Pío es el santo de los prodigios: sanaciones, visiones, profecías, olores de santidad, bilocaciones, éxtasis, estigmas... Fue protagonista de una lista inacabable de sucesos maravillosos, de hechos extraordinarios sin parangón en la historia de la Iglesia. Esa enormidad de prodigios de que le dotó tan abundantemente el Cielo tenía la función de que a través de su persona el santo de los estigmas transparentara y encarnara más fielmente la persona de Cristo, de quien provienen todos los milagros. ¿Por qué 8 millones de peregrinos visitan anualmente la tumba del Padre Pío? ¿Por qué el Padre Pío es el santo que ha ocasionado uno de los fenómenos de masas más impresionantes en la historia de la Iglesia? A su ceremonia de canonización acudieron medio millón de peregrinos, la multitud más numerosa que se había congregado nunca en la plaza de San Pedro. ¿Por qué? ¿Qué buscaba esa enorme muchedumbre con este homenaje tan multitudinario a un sencillo fraile capuchino? ¿Por qué este inaudito reconocimiento a un santo más de la Iglesia? Buscan a Dios, sí, pero a través de los prodigios que se manifiestan a través del Padre Pío, porque esos hechos maravillosos prueban a las claras que Dios se manifiesta en él. «Pero no vamos a ser tan ingenuos de pensar que las multitudes que llenaban la plaza de San Pedro hasta el Tíber lo hacían movidas por la veneración de las llagas del Padre Pío. Eran los innumerables milagros suyos, los favores que las almas habían recibido y reciben. Insisto: ¿cala el pensamiento de que tantos milagros y misericordia y frutos de su apostolado han sido comprados con sangre humana, lágrimas de un hombre, sufrimientos indecibles de una persona doliente durante su larga vida? ¿Estamos los cristianos dispuestos a pagar el precio de la extensión del reino de Dios, aunque no sea tan alto como el que pagó san Pío de Pietrelcina y, más aún, el Maestro, el Crucificado del Calvario? ¿O, por el contrario, buscamos el Reino, pero también nuestro éxito y nuestro triunfo? ¿Somos capaces de posponer nuestro medro personal al éxito del Reino? De todas formas, su apoteosis fue un plebiscito de cariño al que tanto debían y de cuyo dolor sigue viviendo la Iglesia, que tiene una Cabeza coronada de espinas y el Corazón roto, y sus miembros dolientes tratando de hacerse cada vez más conscientes por el estudio y la formación de su deber de suplir en su carne lo que le falta a la Pasión de Cristo».[99] ¿Cuál es el sentido y la finalidad de los milagros?: motivar al hombre para su conversión reconciliándole con Dios, y mostrar el amor misericordioso de Dios hacia los que sufren, derrotando el mal y el pecado, fuente de todo dolor. «Los milagros, las bilocaciones, el discernimiento de las conciencias, la sanaciones, etc., ¿qué significado tienen? Mediante todos estos fenómenos, el Padre Pío ha obrado como instrumento del 124

amor infinito de Dios. Son medios providenciales, establecidos por Dios para acreditar el ministerio de la reconciliación. Todo cuanto ha realizado el Padre Pío entre los hombres, todo cuanto ha podido merecer ante Dios con su maravillosa vida, todo va dirigido a conseguir la reconciliación de los hombres con Dios, con particular referencia al sacramento de la confesión».[100] El Padre Pío repetía con frecuencia que la finalidad de un milagro era estrechar los vínculos entre el hombre y Dios. Tenía claro que el poder divino que se manifestaba en esas señales milagrosas tenía por objeto la salvación de las almas, aumentando la fe de los creyentes y moviendo hacia la conversión a quienes vivían alejados de Dios. «Signos de la omnipotencia divina y del poder salvífico del Hijo del hombre, los milagros de Cristo –narrados en los evangelios– son también la revelación del amor de Dios hacia el hombre, particularmente hacia el hombre que sufre, que tiene necesidad, que implora la curación, el perdón, la piedad. Son, pues, “signos” del amor misericordioso proclamado en el Antiguo y Nuevo Testamento. Especialmente, la lectura del Evangelio nos hace comprender y casi “sentir” que los milagros de Jesús tienen su fuente en el corazón amoroso y misericordioso de Dios que vive y vibra en su mismo corazón humano. Jesús los realiza para superar toda clase de mal existente en el mundo: el mal físico, el mal moral, es decir, el pecado, y, finalmente, a aquél que es “Padre del pecado” en la historia del hombre: a Satanás».[101] Elías Cabodevila, fraile capuchino, la máxima autoridad en España en el Padre Pío, afirma que «sería absolutamente equivocado presentar al Padre Pío como un santo milagrero, porque siempre que interviene el Señor a través del Padre Pío tiene lugar un cambio de rumbo en la persona: una conversión, una vuelta al rumbo que se estaba perdiendo, un compromiso más firme con la fe».[102] Siempre dejó claro que, para que suceda un milagro, hacían falta dos cosas: en primer lugar, la fe –«Dios no realiza milagros donde no hay fe»–; en segundo lugar, que sea provechoso para la salud del alma, que reporte un bien espiritual al que pide el milagro y a quienes le rodean. Quizá por eso tengamos la sensación hoy día de que se acabó el tiempo de los milagros: porque nos falta fe. El santo de los prodigios De la abrumadora cantidad de hechos portentosos que protagonizó el Padre Pío, seleccionamos a continuación unos cuantos, especialmente los que tienen que ver con sanaciones milagrosas, que son los fenómenos extraordinarios que más cautivan a sus fieles. ¿Cómo no recordar con estos milagros tantos sucesos parecidos que Jesús protagonizó en el Evangelio? El primer milagro conocido del Padre Pío fue con su tía Diana, que se quemó la cara después de comer castañas de una bolsa que le dio el Padre Pío. Al bajar al sótano, tropezó y la lámpara prendió en pólvora y quemó la cara de su tía. Se puso la bolsa de las castañas en la cara e, inmediatamente, desapareció el dolor y las quemaduras del rostro. A los nueve años, Francesco fue con su Padre a Altavilla Irpina, una localidad distante 125

27 km de Pietrelcina, con el fin de participar en la feria y en la fiesta que se celebraba allí en honor de su santo patrón, san Pellegrino mártir. Después de la Misa celebrada por el obispo, muchos peregrinos se quedaron en el santuario para implorar favores al Santo. Entre ellos destacaba una joven madre que suplicaba ardientemente la curación de un niño deforme que tenía en sus brazos, a la vez que lo tendía hacia la imagen del santo. Iban a marcharse ya, cuando Francesco detuvo a su Padre y le pidió permanecer allí, para unirse en la oración al dolor de aquella madre. La escena que siguió conmovería profundamente al joven durante muchos años. Aquella madre, presa de un arrebato de desesperación, depositó a su hijo a los pies de la imagen de san Pellegrino, a la vez que gritaba: «¡Si no quieres curarlo, quédate con él!». Nada más caer a sus pies, aquella criatura deforme anduvo por primera vez en su vida, aparentemente curada. El alboroto y el estupor que se produjo en los peregrinos fue increíble, y enseguida se elevó un coro de voces que gritaban: «¡Milagro!». Cuando el Padre Pío contó esta historia al Padre Raffaele da Sant’Elia a Pianisi, derramó abundantes lágrimas, incapaz de añadir palabra. En palabras del Padre Raffaele, este milagro fue «como el anuncio de tantas cosas misteriosas que Dios realizó más adelante por medio del futuro Padre Pío». El periodista Alberto del Fante despreciaba al Padre Pío en sus artículos, tildándole de farsante y charlatán de feria que se aprovechaba de los ignorantes. Un día a su nieto le descubrieron un cáncer de hígado y tuberculosis. Sus esperanzas de vida eran de semanas. Sus familiares rogaron al Padre Pío que rezara por él. Del Fante, al enterarse, prometió riéndose: «Si Enrico se cura, yo mismo haré una peregrinación a San Giovanni Rotondo». Enrico se curó y Del Fante se convirtió en uno de los más acérrimos defensores del Padre Pío. Estamos en 1925. Una mujer llamada María tenía su bebé enfermo de nacimiento, y después de una visita médica le dijeron que no había esperanzas para él: jamás se podría recuperar. María decidió ir en tren a San Giovanni Rotondo, pero durante el trayecto el bebé murió. Ella cuidó su cuerpecito toda la noche, lo puso en la maleta y la cerró... Al día siguiente estaba en el convento de San Giovanni Rotondo. ¡Ya no había ninguna esperanza! El niño estaba muerto. Pero María no había perdido su fe. Por la tarde estaba delante del Padre Pío. Se encontraba en la fila de la confesión y tenía en sus manos la maleta que contenía el cadáver de su hijo. Había muerto veinticuatro horas antes. Se arrodilló delante del Padre Pío y lloró desesperadamente suplicándole ayuda. Él la miró profundamente. La madre abrió la maleta, y le mostró el cadáver de su hijo al Padre Pío. El pobre Padre se condolió hasta las entrañas por el dolor de esta madre. Tomó el pequeño cuerpo, puso sus manos estigmatizadas en su cabeza, y entonces oró mirando al cielo. Después de un rato, la pobre criatura estaba viva de nuevo. Un gesto, un movimiento de los pies, los brazos... parecía dormido y simplemente se despertó después de un sueño largo. Hablando a la madre le dijo: «¿Mima, por qué está llorando? Su hijo está durmiendo». La madre y los gritos de la muchedumbre llenaron la iglesia. ¡Todos hablaban sobre el gran milagro! 126

Víctor Felisato, capellán militar del sanatorio de Marina Giottaglio (Taranto) durante la II Guerra mundial, dio en una memorable carta el siguiente testimonio sobre la asombrosa capacidad taumatúrgica, protectora y asistencial del capuchino de los estigmas: «Desde 1942 me esfuerzo por secundar en la Marina el apostolado del Padre Pío, para hacerle conocer y lograr que las almas vuelvan a Dios por su intermedio. Estoy dispuesto a jurar la autenticidad de los hechos que relato a continuación. Conocí al Padre en 1934, por intermedio de la esposa de un médico de Ferrara. Su único hijo, de ocho años, había sufrido un ataque de parálisis infantil localizado en el cerebro; los médicos le daban dos meses de vida. La madre se lo presentó al Padre Pío, quien lo bendijo y declaró: “La enfermedad está declinando”. Actualmente, el niño enfermo goza de perfecta salud. Le acompaño a menudo a San Giovanni; siempre lleva una Cruz bendecida por el Padre Pío. Yo mismo he puesto a mi familia bajo su protección. Cuando los bombardeos eran frecuentes, los míos permanecían tranquilos en su casa, rezando. Mis sobrinos, capitanes de infantería, estuvieron en grandes peligros, pero siempre volvieron a su hogar sanos y salvos. Durante la guerra de España, la Cruz Roja me envió como capellán allí, al más importante hospital de guerra (1.500 camas). No bien llegué, llamé en mi auxilio a mi amigo celestial: “Mira esta carnicería, Padre Pío. Si eres realmente un santo, escúchame, protege a estos despojos, a estos heridos”. Al punto tuve una prueba de que la corriente estaba establecida entre nosotros. Me llamaron a la cabecera de un moribundo. “¿De dónde eres?”, le pregunté, y una voz apenas inteligible me contestó: “De Foggia”. “¡Entonces, estás salvado!”, le aseguré, a pesar de sus negativas. Veinte días después se le repatriaba. Dos hombres con el cráneo trepanado y ya en coma; un oficial atacado en la médula espinal, fueron arrancados a las garras de la muerte –¡y tantos otros! – por intercesión del Padre Pío. Podría declarar bajo juramento que, durante mis veinticuatro meses de ministerio, murieron cincuenta y cinco sobre treinta y cinco mil hospitalizados. Mi franciscano no me abandonó nunca. Había colocado bajo su protección el barcohospital “Città de Trapani”, en el que hice varias travesías entre Italia y África. El 29 de julio de 1940, entre Derna y Tobruk, un avión enemigo dejó caer sus cinco bombas en un radio de cincuenta metros sin tocarnos. En la travesía nº. 38, a algunas millas de Bizerta, el barco, torpedeado, se hundió en nueve minutos. ¡Sobre ciento veinte pasajeros, sólo nueve se ahogaron! Acababa yo de decir Misa, cuando un golpe de inconcebible violencia me arrojó al suelo. ¿Cómo, después de semejante conmoción, tuve fuerzas para abrirme paso entre el montón de escombros que me abrumaban? ¿Cómo una chispa de mi conciencia me guió hasta mi cabina para buscar mi salvavidas y mis documentos, sin saber casi lo que hacía? ¿Cómo, sin ayuda alguna, pasé sobre la borda y empecé a bajar por la escala de cuerdas, sosteniendo en mi mano mi portafolio? ¿Cómo oí que me interpelaban como en un sueño: “¡Padre, Padre, tírese al agua: el barco esta partido en dos!”? ¿Cómo me pescó 127

un marinero? ¿Cómo volví en mí dos o tres horas después en un bote? Todo esto... ¿no es extraordinario? El 31 de enero de 1943, me embarcaron a petición mía en el buque-hospital Principessa Giovanna. El 20 de agosto por la mañana, mientras se estaba embarcando a las víctimas de un raid aéreo sobre Túnez, el barco fue bombardeado. Hubo algunos desperfectos y muertos; yo salí ileso, aunque estaba a dos pasos del estallido. El 5 de mayo de 1943, embarcamos en Túnez ochocientos heridos, setenta mujeres y niños. En alta mar, atacaron dos veces el barco, y se declaró un incendio que duró doce horas. Una bomba estalló a pocos metros de mí: no tuve ni un rasguño, y me di maña, entre el humo y el tumulto, para administrar los sacramentos a los moribundos y socorrer a los demás. Tendría mucho más que decir, pero eso sería el cuento de nunca acabar....». Uno de los milagros más conocidos y estremecedores del Padre Pío fue la sanación de Gemma di Giorgi, una niña ciega debido a que había nacido sin pupilas. Los días 18 y 19 de junio de 1947, el Curriere d’Informazione, de Milán, publicó un artículo espectacular: «Gracias a la intervención del Padre Pío, una niña recobra la vista». Después, el Sicilia del Popolo, del 1 de julio del mismo año, dio a la publicidad una información mucho más autorizada, debida al cura de Rivera, ciudad natal de la heroína: «Gemma di Giorgi había nacido sin pupilas. Los especialistas Bonifacio, Cucco y Continuo, y otros oftalmólogos de renombre, habían declarado formalmente que era imposible hacer absolutamente nada por la criatura; toda tentativa de operación sería inútil». El cura párroco de Rivera seguía diciendo: «La niña veía en el silencio y las tinieblas, junto a sus inconsolables padres y bajo la vigilancia bondadosa de su abuela, a la que amaba con predilección; ésta es la única que seguía rezando y esperando con una fe única. Cuando la ciencia se declara impotente, a veces lo prodigioso hace caer las barreras y trastorna todas las leyes. Gemma ahora tiene siete años. En junio, su abuela, con el corazón oprimido, lleva a la niña a San Giovanni. Ambas oyen allí la Misa del alba. En el silencio de los corazones que palpitan, al final de la Misa, de pronto una voz suave llama a la niña: “Gemma ven acá”. La niña ciega, sumergida e invisible entre la muchedumbre, tiembla y suspira, pero la mano firme y segura de su abuela la lleva hasta el Padre Pío. Un millar de personas contempla la escena y envidian a Gemma, que es la primera en acercarse al Santo. —Tú tienes que hacer la primera comunión, ¿no es verdad? —Sí, Padre –murmura la niña. Entonces, sin perder un instante, la confiesa y le toca suavemente los párpados. La niña se arrodilla ante el reclinatorio, bajo la mirada de su abuela impresionada. Unos instantes después, ésta le pregunta: —¿Pediste alguna gracia, mi querida? —No, abuelita, no me acordé. —¡Oh, Padre! –suspiró la abuela–. ¡Hemos venido de tan lejos! 128

El sacerdote vuelve a dirigir bondadosas palabras a la niña y la acaricia. —Que la Virgen te bendiga, Gemma; pórtate siempre muy bien. Entonces la niña, como saliendo de una prolongada letargia, se siente inundada de una vida nueva: se le ilumina la carita, sus ojos muertos se mueven, captan la luz. Gemma ya no es ciega. Lanza un grito de emoción. Ve, ve al Padre Pío, ve a su querida abuelita; ve la hermosa estatua de la Virgen rodeada de flores. La niña sin pupilas “que jamás podría ver”, sigue sin pupilas, pero ve». Una señora muy devota del Padre Pío quería ir a visitarle, pero su esposo no consentía en acompañarla, al ser ateo. Sin embargo, en vista de su insistencia accedió. Al llegar a San Giovanni Rotondo se quedó fuera de la iglesia mientras su mujer iba a confesarse, junto a su hijo, con el Padre Pío. Al acabar la confesión, el Padre le dijo al niño: «Dile a tu papá que entre y hable conmigo». El chico fue a buscar a su padre y le transmitió lo que le había pedido el Padre Pío, hecho que le dejó asombrado, ¡pues su hijo había nacido sordomudo! El padre, naturalmente, se convirtió. La profesora Wanda Poltawska, polaca, a causa de una grave enfermedad estaba en el hospital esperando ser operada. La operación, según los médicos, aunque tuviera éxito, no le iba a dar más que un año de vida. La señora Wanda enseñaba psiquiatría en la Universidad de Cracovia, y en aquel tiempo era colaboradora del arzobispo Karol Wojtyla y estaba ligada a él por una profunda estima. En aquellos meses el arzobispo estaba en Roma con ocasión del sínodo de obispos. Cuando supo de la gravísima enfermedad de la doctora, se acordó que en San Giovanni Rotondo tenía a su gran amigo, el Padre Pío, que había conocido y visitado en el lejano año de 1947, durante unas vacaciones de verano. El 17 de noviembre de 1962 le escribió la siguiente carta: «Venerable Padre, te ruego que eleves a Dios una oración por una madre de cuatro hijas, de Cracovia, que pasó cinco años en un campo de concentración de Alemania. Está en gravísimo peligro de perder la vida por un cáncer en la garganta. Ruega para que Dios, por la intercesión de la Santísima Virgen, le muestre su misericordia a ella y a su familia». La carta le fue entregada personalmente al Padre Pío por mano del señor Angelo Battisti, administrador de las obras sociales de San Giovanni Rotondo. El Padre Pío, después de haber leído la carta, dijo a don Ángel: —¡A éste no se le puede decir que no! Luego, después de un silencio pensativo, añadió: —Angelillo, guarda esta carta, porque un día será importante. Once días más tarde, precisamente el 28 de noviembre, el arzobispo de Cracovia (Karol Wojtyla) volvía a enviar a San Giovanni Rotondo una segunda carta en la que daba gracias a Dios y al Padre Pío porque en los últimos exámenes clínicos que le practicaron a la doctora Wanda, poco antes de la operación, los médicos habían descubierto que el tumor maligno había desaparecido. «En nombre de la señora Wanda, de su esposo, de sus hijas y mío –decía la carta– le agradezco, venerable Padre. Deo gratias». 129

Paolina, una mujer noble y buena, al final de la Cuaresma estaba tremendamente enferma. Los doctores no le daban esperanzas. Su marido y sus cinco niños fueron al convento a orar al Padre Pío y pedirle ayuda. Algunos días después, pidió por Paulina, para que sanara, y dijo a todos: «Ella se recuperará el día de Pascua». Pero durante el viernes santo, Paolina perdió la conciencia, y el sábado entró en estado de coma. Finalmente, después de algunas horas, Paolina murió. Algunos parientes corrieron al convento para pedirle un milagro al Padre Pío. Él les contestó: «Ella resucitará» y fue al altar para celebrar la santa Misa. Cuando empezó a cantar el Gloria y se elevó el sonido de las campanillas que anuncian la resurrección de Cristo, la voz del Padre Pío rompió en llanto y sus ojos se llenaron de lágrimas. En el mismo momento, Paolina resucitó y sin ninguna ayuda bajó de la cama. Se arrodilló y rezó tres veces el Credo. Cuando le preguntaron qué le pasó durante el tiempo que ella estaba muerta contestó: «Yo subí, subí, subí hasta que entré en una gran luz, y de pronto regresé». En la ciudad de Salerno vivía Consiglia De Martino, de 52 años, casada, ama de casa, madre de tres hijos, en casa de una tía suya viuda. El 31 de octubre de 1995 comenzó a sentir un fuerte dolor en el pecho, al igual que en su estómago. Sintió que le faltaba el aire, como si se ahogase; el cuello se le hinchó y, a la altura de la clavícula izquierda, se le formó un gran bulto, del tamaño de una naranja. Además tenía escalofríos. Se fue a la cama sin cenar y no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Al día siguiente el dolor persistía. Aun así, Consiglia hizo su trabajo doméstico habitual e incluso acompañó a su hija Daniela a la escuela. Después, cuando se dirigía a Misa, se sintió cada vez más enferma y se acercó a casa de su hermana quien, al verle el bulto, se asustó mucho y llamó a su marido para que las acompañara al Hospital Riuniti, en Salerno. El médico de guardia la examinó y, de inmediato, la envió a la sala de emergencias. Allí, la sometieron a distintas pruebas y exámenes, incluso un TAC. Descubrieron un depósito de líquido en el lado izquierdo de su cuello. Después de un segundo TAC, los médicos le diagnosticaron una rotura traumática del canal torácico con la consiguiente expansión del líquido linfático. Había que operar para cerrar la perforación, pues en caso contrario Consiglia moriría. La operación se fijó para el 2 de noviembre. Por la noche, Consiglia rezó mucho al Padre Pío, del que era muy devota. De pronto sintió un perfume muy fuerte y pensó: el Padre Pío está cerca de mí y me protegerá durante la operación. Se durmió y soñó con él, que le decía: «No te preocupes, te opero yo», y le puso la mano estigmatizada sobre el corazón. Cuando por la mañana Consiglia se despertó, estaba completamente curada. Los médicos, en lugar de operarla, constataron que la rotura del canal torácico había desaparecido, como si no hubiera existido nunca». Ese mismo día, antes de que Consiglia se durmiera, después de salir del hospital dejando ingresada a Consiglia, un devoto del Padre Pío, su familia y un miembro de uno de los grupos de oración del Padre Pío se acordaron del Padre. Ella cogió su teléfono móvil y llamó a Fra Modestino Fucci en San Giovanni Rotondo para solicitarle que dijera 130

oraciones al Padre Pío en su nombre. También su marido y su hija hicieron lo mismo y llamaron a Fra Modestino. Éste rezó ante la tumba del Padre Pío por su recuperación. Padre Pío le había prometido escucharle hasta en su muerte por el tiempo que habían pasado juntos en el monasterio. El 2 de noviembre, el depósito de líquido en el cuello de Consiglia había empezado a reducirse y sintió una notable disminución del dolor. Al día siguiente la examinaron de nuevo en el hospital. Los médicos que lo hicieron notaron la desaparición casi completa de la hinchazón en el cuello. Una radiografía abdominal y el examen no mostró evidencia de más líquido inusual en el sistema.Otro TAC el 6 de noviembre confirmó la desaparición completa de los depósitos líquidos. Se despidió con un certificado de buena salud. Los sucesivos exámenes no revelaron secuelas de la enfermedad. El 30 de abril de 1998, dos expertos de oficio y un consultor médico, después de haber estudiado durante un tiempo que la documentación sobre el caso, proclamaron por unanimidad que la sanación de Consiglia era «extraordinaria e inexplicable científicamente», lo cual sirvió para la beatificación del Padre Pío el día 2 de mayo de 1999. El 20 de diciembre de 2001 se divulgó en la Ciudad del Vaticano un milagro atribuido al Padre Pío, que constituyó la prueba decisiva para su canonización por Juan Pablo II el 16 de junio de 2002. Se trataba de la curación inexplicable de un niño de siete años. En la noche del 20 de junio de 2000, Matteo Pio Colella, hijo de un médico que trabajaba en el hospital que fundó el mismo fraile capuchino, la Casa de alivio del sufrimiento (Casa Sollievo della Soferenza), fue internado urgentemente en la unidad de cuidados intensivos del hospital, a causa de una meningitis fulminante. Al día siguiente, por la mañana, los médicos habían perdido toda esperanza de vida para el pequeño. Ulteriores intervenciones fueron consideradas por el equipo médico como un ensañamiento, pues nueve órganos vitales habían dejado de dar señales de vida. En la noche de ese día, durante una vigilia de oración en la que participaron la madre de Matteo y algunos frailes capuchinos del convento en el que vivió el Padre Pío, las condiciones del niño mejoraron repentinamente, provocando una inusitada sorpresa en los médicos, que habían perdido toda esperanza. Al despertar del coma, Matteo reveló que había visto a un anciano con la barba blanca y el vestido largo y marrón, que le decía: «No te preocupes, te curarás pronto». Bilocaciones Aparte de las sanaciones, los milagros más «típicos» del Padre Pío fueron sus numerosísimas bilocaciones, de las que recogemos unas cuantas, en las que, sobre un fondo de asombro, lo dramático se entremezcla a veces con lo cómico: La señora Giovanna Boschi Rizzani declaró en el Proceso: «Nací en Udine el 18 de enero de 1905. Mi Padre era masón y vivía como masón. En su última enfermedad, la casa era vigilada día y noche por los hermanos masones para que no entrase ningún sacerdote. Algunas horas antes de su muerte mi madre, muy piadosa, estaba junto a su cabecera llorando y orando. De pronto, vio salir de la habitación la figura de un fraile 131

capuchino. En aquel momento sintió que el perro daba gritos lastimeros como presintiendo la muerte de su patrón. Entonces, mi madre bajó por las escaleras al jardín para soltar al perro. Fue en ese momento cuando le vinieron con fuerza los dolores del parto y allí mismo me dio a luz a mí con ayuda del mayordomo. Después del parto, tuvo el valor de subir las escaleras conmigo en brazos y correr a la cama del esposo moribundo. Los masones, que estaban de guardia, y el párroco de san Quirino, que había llegado para atender al moribundo, vieron la escena del parto a distancia. El mayordomo, sabiendo que había un sacerdote a la puerta esperando, gritó a los masones que, si no querían que atendiera al moribundo, que consintieran al menos en que atendiera a la niña para bautizarla, pues podía morir siendo prematura. Así pudo entrar el sacerdote y atender al moribundo, que murió confesándose y pidiendo perdón. Mi madre, después de la muerte de mi padre, se trasladó a Roma. Durante mis estudios del Liceo yo estaba atormentada con dudas de fe, debido a lo que nos decían algunos profesores incrédulos y racionalistas. Una tarde de 1922, junto con una amiga, fui a la basílica de san Pedro para que algún sacerdote aclarara mis dudas, pero a esa hora no había ninguno. Faltaba media hora para cerrar. Dando unas vueltas por la basílica, encontramos a un joven capuchino y le pedí que me confesara. El Padre me aclaró mis dudas. Después de confesarme, esperé con mi amiga a que saliera del confesonario para despedirme, pero no salía. Cuando llegó el sacristán, abrió el confesonario y no había nadie. ¡Era un misterio! En las vacaciones estivales de 1923, me acerqué con una tía a san Giovanni Rotondo para conocer al famoso Padre Pío. Cuando pasó el Padre Pío, me miró y dijo: “Giovanna, te conozco, naciste el día en que murió tu Padre”. Al día siguiente pude confesarme y me dijo: “Hija mía, por fin has venido. ¡Cuántos años te estoy esperando! El año pasado te acercaste con una amiga a la basílica de san Pedro y te confesaste con un Padre capuchino. ¿Recuerdas? Aquel capuchino era yo. Hija mía, escúchame: cuando estabas para nacer, la Virgen me llevó a tu casa y me hizo asistir a la muerte de tu padre. Él se salvó por las oraciones y lágrimas de su esposa y mi intercesión. Reza por él. Hija mía, tú me perteneces. Me has sido confiada por la Virgen María. Ella me dijo que vendrías a mí, pero que primero te encontraría en san Pedro. Eso fue el año pasado, y ahora estás aquí. Así que vendrás frecuentemente a san Giovanni Rotondo y yo tendré cuidado de tu alma para que conozcas la voluntad de Dios”». Giovanna Rizzani llegó a ser terciaria franciscana e hija espiritual del Padre Pío. El Padre Dámaso de Sant’Elia a Pianisi, superior del convento, contó la siguiente historia de bilocación: «Diversos pilotos de la aviación angloamericana de varias nacionalidades (ingleses, americanos, polacos, canadienses, etc.) y de diversas religiones (católicos, ortodoxos, musulmanes, protestantes, judíos), que durante la II Guerra Mundial, después del 8 de setiembre de 1943, se encontraban en la zona de Bari para cumplir misiones en territorio italiano, fueron testigos de un hecho maravilloso: cada vez que en el cumplimiento de sus misiones militares se acercaban a la zona de Gárgano, cerca de san Giovanni Rotondo, veían en el cielo a un fraile que con los brazos extendidos les prohibía tirar allí las bombas. Foggia y casi todos los centros de la región 132

de la Puglia sufrieron repetidos bombardeos, pero sobre san Giovanni Rotondo no cayó ni una bomba. De este hecho fue testigo directo el general de la fuerza aérea italiana, Bernardo Rosini, que entonces formaba parte del Comando de unidad aérea, cooperando en Bari con las fuerzas aliadas. El general Rosini me contó que entre ellos hablaban de ese fraile que se aparecía en el cielo y que hacía que sus aviones volvieran atrás. Todos los que lo oían se reían incrédulos; pero, como el episodio se repetía y con pilotos diversos, intervino el comandante general en persona. Tomó el comando de una escuadrilla de bombarderos para destruir un depósito de material bélico alemán que estaba precisamente en san Giovanni Rotondo. Todos estábamos ansiosos por conocer el resultado de aquella misión. Cuando la cuadrilla regresó, todos fuimos de inmediato a pedir información. El general americano estaba desconcertado. Contó que, apenas llegaron cerca del pueblo, él y sus pilotos vieron surgir en el cielo la figura del fraile con las manos levantadas. Las bombas se soltaron solas, cayendo en los bosques, y los aviones dieron vuelta atrás sin ninguna intervención de los pilotos. Todos se preguntaban quién era aquel fantasma a quien los aviones le obedecían misteriosamente. Alguien le dijo al general que en san Giovanni Rotondo había un fraile con las llagas, considerado un santo, y que quizás podía ser él. El general, incrédulo, dijo que apenas fuera posible iría a comprobarlo. Después de la guerra, el general, acompañado de algunos pilotos, se acercó al convento de los capuchinos. Apenas entró en la sacristía, se encontró con varios religiosos, entre los que reconoció de inmediato a quien habían obedecido los aviones. El Padre Pío se le acercó y, poniéndole la mano en la espalda, le dijo: “¡Así que eres tú quien nos quería matar a todos!”. El general se arrodilló delante de él. El Padre había hablado como de costumbre en dialecto de Benevento, pero el general estaba convencido de que había hablado en inglés. Los dos se hicieron amigos y el general, que era protestante, se convirtió, haciéndose católico. En una ciudad del centro de Italia, una joven profesora, ex secretaria de una sociedad fascista, fue acusada de haber procurado armas y bombas a los fascistas para provocar una explosión que mató a militares y civiles. Pero la joven era inocente. Cuando fueron a arrestarla, logró llevar consigo su Rosario y una fotografía del Padre Pío. Primero la llevaron al lugar de su supuesto crimen, y luego a aquel en que debía ser fusilada. Mientras tanto, algunos soldados fueron a su casa, so pretexto de buscar armas, cuando su verdadera intención era robar. De pronto, se escuchó una orden terminante: «¡Basta ya!», que hizo huir a los soldados, abandonando su botín. La hermana de la víctima, acurrucada en un rincón, presenció la escena y creyó reconocer el timbre de la voz del santo Capuchino. En el lugar de la ejecución, la orden de hacer fuego fue interrumpida por la llegada repentina de una interminable columna de autos blindados, caballerías, ambulancias y tropas de infantería. El Comandante del piquete de ejecución permanecía de pie en su coche, como hipnotizado. La joven miraba sin aliento, loca de angustia: cuando pasara el último soldado, sonaría 133

su última hora. Se puso a rezar al Padre Pío, para que le alcanzara de Dios el valor y resignación necesarios. Entonces, un señor se acercó a ella y le preguntó qué se había decidido. —No sé nada –contestó la muchacha–, y no entiendo nada. Todos los soldados del piquete se han ido, y no queda nadie más que el Comandante, que está inmóvil y como petrificado. —En tal caso, considérese libre y venga conmigo. El desconocido la llevó a su casa en su coche. Una vez allí, vio que un grupo de vecinos rodeaban a su hermana. Ambas mujeres se abrazaron; luego, la condenada a muerte, tomando una foto del Padre Pío colgada en la pared, la besó y la estrechó contra su corazón. Al mismo tiempo, sintió que una mano le acariciaba la mejilla con suavidad. Unos meses más tarde, pudo al fin expresarle su agradecimiento: —Padre –le dijo–, no me bastaría toda la vida para darle las gracias. —Hija mía –contestó el Padre–, es inaudito lo que tu fe ha podido hacerme correr. En un tren que hacía el recorrido desde Nápoles hasta Pompeya, unos jóvenes estaban molestando con sus vulgaridades a una muchacha, que se sentía bastante incómoda ante aquel acoso. Por suerte, entró el revisor y se sentó cerca de la joven pasajera, permaneciendo allí hasta que ésta abandonó el tren. Algunos días más tarde, la muchacha fue a san Giovanni Rotondo y, al encontrarse ante el Padre Pío, le confió en el curso de la conversación que mantenía con él: —Padre, la juventud de hoy está degenerando. —Dígamelo a mí –repuso el santo sonriendo–, que tuve que hacer de revisor durante más de dos horas en aquel tren. Hacia fines de 1919 el Padre Pío estaba un día quitándose los ornamentos en la sacristía y había un señor que lo miraba fijamente. Decía: —Sí, es él, no me equivoco. Cuando la gente salió, se acercó, se puso de rodillas y llorando le dijo: —Padre Pío, gracias por haberme salvado de la muerte. El Padre Pío le puso la mano en la cabeza y le dijo: —No a mí, hijo mío, sino a Nuestro Señor y a la Virgen dale las gracias. Después estuvieron hablando unos minutos. Al salir, algunos le preguntaron qué había sucedido y relató: —Yo era capitán de infantería, y un día en el campo de batalla había un terrible fuego. Cerca de mí vi un fraile pálido, de ojos vivos y bellos, que no tenía el distintivo de capellán y que me llamó diciendo: «Capitán, aléjese de ese lugar, venga aquí». Voy hacia él y en ese momento, en el lugar donde estaba primero, explotó una granada que abrió un gran hoyo. Si hubiese estado allí hubiera volado por los aires. Quise agradecerle al fraile, pero ya había desaparecido. Otro colega, ese mismo día, me contó que un fraile le había salvado también de un grave peligro de muerte y lo mismo dijeron algunos soldados. Entre ellos había uno que dijo que era el Padre Pío, el santo del convento de san Giovanni Rotondo, que se hacía 134

ver en los campos de batalla. Y yo por curiosidad, más que por fe, vine a ver si el fraile que me había salvado era él, porque tenía su figura bien grabada en mi mente. Ahora que lo he visto, pueden imaginar mi sorpresa y la gratitud que siento por él. Soy feliz de haberle podido agradecer personalmente y de besarle sus manos sagradas. Las mil maravillas Entre sus numerosos carismas, el Padre Pío también tuvo el de la levitación, los efluvios de santidad, la ierognosia –facultad de reconocer los objetos consagrados–, el don de la penetración de las conciencias –que ya estudiamos el capítulo sobre la confesión–, el don de profecía, etc. Espigamos a continuación un pequeño muestrario, a modo de «florecillas» del santo de los estigmas. Después de la Misa, un grupo de personas esperaban al Padre Pío, que tenía que ir a confesar a los penitentes. La sacristía estaba llena de gente y todos estaban pendientes de la puerta para ver cuando entrara el Padre Pío. La puerta estaba cerrada cuando, de repente, se vio al Padre Pío caminar sobre las cabezas de las personas, dirigiéndose luego al confesionario. Posteriormente, desapareció. Después de algunos minutos, comenzó a confesar. Un asistente a aquel prodigio le preguntó más tarde: —Padre, ¿cómo ha logrado usted caminar sobre las cabezas de las personas? Ésta fue su respuesta: —Puedo asegurarte que es igual que caminar en el suelo. Los efluvios de santidad fueron otro de los prodigios más característicos del santo capuchino, y exhibieron una rara originalidad: en muchas ocasiones este perfume que manaba el Padre Pío se bilocaba, hasta el punto de que mucha gente se daba cuenta de que el Padre Pío estaba presente entre ellos cuando percibían su efluvio inconfundible. Según innumerables testimonios, este aroma era una mezcla de perfumes de violetas, lirios, rosas, incienso y tabaco fresco, y parecía provenir de sus estigmas. El Dr. Romanelli contaba así su experiencia: «En junio de 1919, cuando mi primera visita al Padre Pío, un perfume tan violento me llenó las fosas nasales, que no puede menos de decir al Padre Valenzano, que me acompañaba, que consideraba indecente que un fraile se perfumara. Sin embargo, no percibí nada más ni a su lado ni en su celda; sólo en el momento de salir volví a sentir una bocanada intensa en el descansillo de la escalera. He conferenciado con muchos sabios sobre este caso: todos están concordes en declarar que la sangre no puede despedir perfumes. Sin embargo, la que trasudan los estigmas tiene un aroma muy característico y lo conserva aunque esté coagulada o seca en alguna tela. Esto es contrario a todas las propiedades naturales de la sangre, pero, lo quieran o no, es un hecho experimentado». Otro doctor, el Dr. Festa, que examinó sus estigmas en algunas ocasiones, dice al respecto: «Cuando examiné por primera vez el costado del Padre Pío, guardé un trocito de género manchado de sangre, pensando examinarlo en el microscopio. Como carezco de olfato, no observé nada extraño; pero un personaje de importancia y otros señores que volvían conmigo de San Giovanni a Roma, y que nada sabían del pedacito de tela 135

guardado en mi caja de instrumentos, percibieron –pese al viento que entraba por la ventanilla del coche– un olor muy marcado, igual al que según ellos emanaba del Padre Pío. En Roma, durante largo tiempo, conservé ese fragmento de tela en un armario de mi consultorio, y llenaba de tal modo de efluvios la habitación, que muchos de mis pacientes me preguntaban espontáneamente de dónde venía ese perfume». Cuando al Padre Pío le presentaban los objetos, coronas del Rosario, medallas, imágenes sagradas, con la solicitud de bendecirlos, el Padre devolvía al solicitante algún objeto con la aclaración: «Éste ya ha sido bendecido». Y era cierto. También reconocía a los sacerdotes que iban a confesarse con él, aunque no llevaran puestos los hábitos. También entre los dones que se le atribuyen al Padre Pío se cuenta la posibilidad de tornarse invisible, facultad que la Iglesia católica ha aceptado en muy pocos santos, entre ellos san Vicente de Paúl, san Luciano y san Vicente Ferrer. En cierta ocasión, una delegación de escépticos quiso burlarse del monje y pidió hablar con él. Los monjes les indicaron que el fraile se encontraba en la sacristía, pero no lo encontraron allí y, cuando ya están por marcharse, se materializó delante del grupo. —Lo hemos estado buscando, Padre –alcanzó a balbucear aterrorizado el que encabezaba el grupo. —Pero, señores, ¡yo he estado aquí mismo todo el tiempo! Ustedes han pasado delante de mí varias veces, pero aparentemente no me han visto –les replicó el religioso con su acostumbrada bondad y comprensión. El Padre Pío tuvo también el don de profecía. Recordemos algunos ejemplos: El señor Alberto Galletti, muy amigo del cardenal Montini, arzobispo de Milán, en junio de 1956 fue a San Giovanni Rotondo y llevó los saludos del cardenal al Padre Pío y le pidió una bendición especial para su arzobispo. —No una bendición, sino un río de bendiciones –respondió el capuchino. Y añadió–: Debes decirle al cardenal Montini que, después de éste, él será Papa. ¿Has entendido? Tienes que decírselo, para que se prepare. Cuando le llevó el mensaje al cardenal Montini, el futuro Pablo VI se limitó a responder: «¡Qué cosas tienen los santos!». En el verano de 1947, durante su visita al convento, Karol Wojtyla fue sujeto de la misma profecía, pero con una particularidad más dramática: «Serás obispo y llegarás a ser Papa, pero en tu vida veo sangre», le profetizó el Padre Pío al joven sacerdote. Actualmente, este hecho se ha puesto en duda, pero el Vaticano nunca ha llegado a desmentirlo oficialmente. Pero este don de profecía no lo usaba sólo para acontecimientos importantes, ya que también lo utilizaba para ayudar en los pequeños casos de la vida familiar. Un día, un oficial de policía le dijo al Padre: —Padre, mi esposa está embarazada. ¿Qué nombre le ponemos al bebé? —¡Pónganle Pío! —Y, ¿si es una niña? —¡Pónganle Pío, he dicho! 136

Dos años más tarde, el mismo oficial, que ya se había hecho hijo espiritual del Padre Pío, volvió de nuevo. Antes que abriera la boca, el Padre Pío le dijo: —¡Póngale Francisco! Y otra vez fue niño. Los ministros de Dios Esta pequeña muestra de los milagros realizados por el fraile del Gargano, además de asombro, sin duda nos suscitará algunos interrogantes, que se pueden hacer extensivos a todos los incontables hechos extraordinarios protagonizados por tantos santos en la historia de la Iglesia. La pregunta más elemental salta por sí misma a nuestra conciencia: ¿Cómo hacían esos prodigios? Evidentemente, para un creyente la respuesta está clara: con el poder divino. Por supuesto, pero lo más probable es que nuestra curiosidad no quede totalmente satisfecha con esa respuesta: lo que realmente queremos saber es bajo qué formas concretas realizaban esos fenómenos portentosos; qué mecanismos, qué instrumentos, qué estrategias, qué capacidades concretas ponían en juego para poder superar las inmutables leyes naturales. En primer lugar, hay que partir del hecho evidente de que muchos de los fenómenos paranormales que solemos llamar milagros pueden ser realizados con un entrenamiento específico, con una rigurosa disciplina de ejercitamiento, con prácticas orientadas al desarrollo de las capacidades internas e infrautilizadas del ser humano. Tal es el caso de los famosos fakires de la tradición ascética musulmana-hindú. En 1902 el fakir Agastiya de Bengala (India) alzó un brazo en forma recta por encima de su cabeza. Ni siquiera la muerte del fakir, ocurrida en 1912, logró que el brazo descendiera a descansar en su costado. Cuando Agastiya fue depositado en su fosa para su último descanso, el brazo seguía extendido y con la palma abierta. En ella, para dar mayor espectáculo, incluso un pájaro había construido su nido. Otro fakir se había mantenido día y noche durante 20 años sobre la punta de los dedos de los pies. Ya no podía enderezarse ni desplazarse, por lo cual sus discípulos lo transportaban y lo llevaban al río, donde lo lavaban como a un objeto. En la tradición cristiana tenemos también ejemplos de santos que sometieron su vida a una disciplina tan rigurosa de ascetismo que recuerdan el fakirismo oriental. Uno de los casos más llamativos fue el de los eremitas conocidos bajo el nombre de estilitas, monjes cristianos solitarios que vivían en el Medio Oriente a partir del siglo V y tenían la particularidad de transcurrir su vida de oración y penitencia sobre una plataforma colocada en la cima de una columna (stylos en griego) permaneciendo allí durante muchos años e incluso hasta la muerte. Su iniciador fue Simón «el estilita». Pero estas prácticas estrafalarias se dan más frecuentemente en las tradiciones orientales, donde se proponen técnicas de meditación y concentración que buscan despertar los centros de energía del ser humano –los famosos chakras–, no con vistas a la milagrería, pero sí con una intención clara, directa y manifiesta de abrir la conciencia al poder divino. Y un «efecto colateral» de esa apertura a la divinidad es la manifestación – generalmente no buscada– de una serie de poderes psíquicos extraordinarios, llamados 137

siddhis. El fakir es un devoto que renuncia al mundo y busca su autorrealización cultivando esos siddhis de manera sistemática. Sin embargo, el faquirismo es un fenómeno que está justo en las antípodas del santoral cristiano. Es bien sabido que los santos –entre ellos el Padre Pío–, con mucha frecuencia eran personas sencillas, de extracción humilde, muchos de ellos sin ningún título ni preparación académica alguna, que jamás hicieron ningún entrenamiento para adquirir capacidades paranormales, y que –lo que es más importante– jamás buscaron deliberadamente asombrar con sus prestidigitaciones maravillosas, sino que toda su obsesión era permanecer en el más humilde anonimato. Todos se limitaban a llevar una vida virtuosa dentro de los parámetros de su fe cristiana, hasta el punto de que cuesta trabajo creer que con esas sencillas prácticas –el Rosario, la eucaristía, las novenas, la asistencia a los necesitados, penitencias y mortificaciones, etc.– desplegaran una cantidad tan inusitada de prodigios. El Padre Pío, por ejemplo, sin duda el santo más «milagrero» de la historia, era un simple sacerdote que solamente rezaba, confesaba y decía Misa, y el número de sus milagros y hechos extraordinarios es incalculable. Hoy en día este hecho nos causa verdadero asombro y –por qué no decirlo– cierta incomodidad. Estamos en la era del new age, hiperinflacionada de gurús, mancias, esoterismos extraños, expedientes X, terapias exóticas y sofisticadas... y, sin embargo, tenemos a personas normales y corrientes que, con sólo seguir el camino de su fe cristiana hasta sus últimas consecuencias, sin otros títulos, sin cursillos ni estudios previos... y, lo que es más curioso, sin proponérselo, eran capaces de realizar prodigios asombrosos, como sin querer –y, realmente, todos los santos «pasaron» mucho de sus capacidades milagreras, viéndolas más como una molestia de la que pedían ser librados–. ¿Cómo explicar esto, sin recurrir a la presencia en estas personas «especiales» de algún tipo de don divino –dones, pues hay que hablar en plural–? Aunque el adjetivo «divino» puede chirriar en muchas conciencias agnósticas y ateas, a nuestro juicio esos f.m.e. (fenómenos místicos extraordinarios) son producidos indudablemente por algún tipo de entidad o entidades que ejecutan esos prodigios en nombre de las personas a través de las cuales actúan. La misma Parapsicología atribuye muchos de los fenómenos psi a la intervención más o menos clara de una serie de entidades, de las cuales el agente sensitivo se limita a hacer de médium. ¿Qué entidades son éstas, cuando nos referimos a los milagros protagonizados por los santos? Si la tradición cristiana admite tres tipos de entidades desencarnadas (ángeles, demonios y fallecidos), y descartamos, naturalmente, a las entidades demoníacas y a los fantasmas, nos queda una única respuesta: las entidades que operan los milagros son, ni más ni menos, las entidades celestiales a las que solemos llamar ángeles. No es ahora el caso de exponer un tratado de angelología, pero baste decir que son los «ministros» de Dios, en el sentido de que Dios actúa a su través, otorgándoles el poder de ejecutar sus designios y voluntades con los mortales. Investidos del poder divino, estas entidades pueden realizar cualquier cosa, aun sin nuestro consentimiento, porque «para Dios todo es posible», y marca con esos milagros su complacencia en un determinado siervo/a, con el fin de llamar la atención del mundo sobre su vida virtuosa, y 138

con la intención explícita de que esa vida sea imitada. En este sentido, los milagros sirven para indicar que los santos son verdaderamente santos, los cuales, asistidos por una legión de ángeles, serafines, querubines y otras huestes celestiales prontas a obedecer las órdenes divinas, son capaces de realizar esos prodigios que demuestran su santidad, a la vez que ponen de manifiesto que hay otras fuerzas actuando en nuestro mundo, y de que hay personas que pueden conjurarlas con una vida virtuosa que es preciso conocer e imitar. Por poner un ejemplo, el 8 de mayo de 1931 el párroco de Teresa Neumann, Josef Naber, dio el siguiente testimonio: «Alguien, a quien yo no conocía en absoluto, me contó ayer que el sábado pasado había pensado en quitarse la vida por dificultades morales y económicas que le parecían insoportables. Entonces, se le había aparecido de repente Teresa y le había amonestado, con lo que evitó el suicidio. En su estado normal contó Teresa que el sábado había sufrido mucho y que se sentía desesperada. En estado de quietud superior dijo que su ángel de la guarda había tomado su figura y había amonestado a aquel hombre, que varias veces había intervenido resueltamente en favor de lo que aquí obra el Salvador». Una vez que alguien ha avanzado lo suficiente por el camino de la santidad –sea de la religión que sea–, a medida que se aproxima a Dios, y que su conciencia se abre a la «conciencia cósmica» de la divinidad, el poder divino fluye libremente por ese ser humano, y florece en un sinfín de hechos portentosos que, aparte de señalar al devoto de que está en el camino correcto, son una llamada de atención para el resto del mundo, como queriendo decir con esos milagros aquellas famosas palabras evangélicas. «Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias». Y entre los ángeles que ministran a las órdenes de Dios, hay un grupo que destaca especialmente por su contacto cercano con los seres humanos, de los cuales es posible sospechar que sean los ejecutores –por mandato divino– de esos prodigios que llamamos milagros: los ángeles guardianes.

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10 El Padre Pío y su Ángel Custodio

Una especie en vías de extinción Debido a las inclemencias de la guerra, en el año 1941 el pan estaba racionado, y esto motivó que en San Giovanni Rotondo no hubiera pan ni para los diez monjes que lo habitaban ni para dar limosna a los pobres del lugar. El Padre Paolino refería el siguiente hecho que tuvo lugar por entonces: «Fuimos al comedor y comenzamos a comer la menestra, mientras el Padre Pío estaba orando en el coro. De pronto, aparece el Padre Pío con bastante pan fresco. Lo miramos sorprendidos y yo le digo: “Padre Pío, ¿de dónde ha sacado este pan?”. Me responde: “Me lo ha dado una peregrina de Bolonia en la puerta”. Le respondo: “Gracias a Dios”. Ninguno de los religiosos dijo una palabra: Habían comprendido que se trataba de una intervención de su Ángel Custodio». Muchos de los milagros del Padre Pío se debieron a la intervención de su Ángel Custodio, cuya devoción aconsejaba con mucho énfasis: «Invoca a tu Ángel de la guarda, que te iluminará y te conducirá por el camino verdadero a Dios. Es Dios el que te lo ha puesto, cercano está de ti; por tanto, debes valerte de él». En sus cartas se refiere al Ángel de la Guarda con multitud de títulos, en los que se trasluce el gran amor que le profesaba: angelito, buen angelito, celeste personaje, inseparable compañero, insigne guerrero, el buen Ángel Custodio, benéfico ángel, mensajero celeste, como un hermano, como un amigo, como un familiar, buen secretario, pequeño compañero de mi infancia... Está perfectamente comprobado por diversidad de autores que el Padre Pío veía diariamente a la Virgen María, san Francisco de Asís, su ángel de la Guarda, e incluso al Arcángel San Miguel. En repetidas ocasiones manifestó que tenía estas visiones desde niño, desde el tiempo en el que le alcanzaba la memoria, pero no decía nada al respecto porque pensaba que todo el mundo las tenía también. Al poco de ser ordenado sacerdote, al confesarse, el Padre Pío relató una vez a su confesor lo siguiente: «Por la noche, cuando los ojos están a punto de cerrarse, veo el Paraíso que se abre delante de mí. Y yo, me siento tan feliz por esta visión, que duermo con una sonrisa de dulce beatitud sobre los labios y con una perfecta calma sobre la frente, esperando que el pequeño compañero de mi infancia venga a despertarme para cantar juntos las alabanzas matutinas al querido y gran amor de nuestros corazones». Decía una de las hijas espirituales del Padre Pío: «Una de las devociones que más nos inculcaba era la del Ángel Custodio, porque, como él decía, es nuestro compañero invisible que está siempre junto a nosotros desde el nacimiento hasta la muerte, por lo que nuestra soledad es sólo aparente. Nuestro ángel está siempre a nuestro lado desde la 140

mañana, apenas te despiertas, y durante toda la jornada hasta la noche, siempre, siempre, siempre. ¡Cuántos servicios nos hace nuestro ángel sin saberlo ni advertirlo!». A otra hija espiritual le escribía el 15 de julio de 1915: «Que el buen Ángel Custodio vele sobre ti. Él es tu conductor, que te guía por el áspero sendero de la vida. Que te guarde siempre en la gracia de Jesús, te sostenga con sus manos para que no tropieces en cualquier piedra, te proteja bajo sus alas de las insidias del mundo, del Demonio y de la carne. Tenle gran devoción a este ángel bienhechor. ¡Qué consolador es el pensamiento de que junto a nosotros hay un espíritu que, desde la cuna hasta la tumba, no nos deja ni un instante ni siquiera cuando nos atrevemos a pecar! Este espíritu celeste nos guía y nos protege como un amigo o un hermano. Es también consolador saber que este ángel reza incesantemente por nosotros, ofrece a Dios todas las buenas acciones y obras que hacemos; y nuestros pensamientos y deseos, si son puros. Por caridad, no te olvides de este compañero invisible, siempre presente y siempre pronto a escucharnos y más todavía para consolarnos. ¡Oh, feliz compañía, si supiésemos comprenderla! Tenlo siempre delante de los ojos de la mente, acuérdate frecuentemente de su presencia, agradéceselo. Ábrete y confíale todos tus sufrimientos. Ten constante temor de ofender la pureza de su mirada. Él es tan delicado ¡y tan sensible! Pídele ayuda en los momentos de suprema angustia y experimentarás sus benéficos efectos. No digas nunca que estás sola para luchar contra tus enemigos. Nunca digas que no tienes a quién abrirte y confiarte. Sería una grave ofensa a este mensajero celeste». Seguramente muchos de nosotros hemos oído hablar durante nuestra infancia del Ángel Custodio. Es también muy posible que las primeras oraciones cristianas que aprendimos de nuestros padres estuvieran dirigidas a él. Y es bastante probable que esa relación afectuosa por el ángel se haya ido enfriando en nosotros con el tiempo, a partir de la etapa en que dejamos atrás la infancia y entramos en la adolescencia, hasta llegar a la situación actual, marcada por el escepticismo sobre la realidad de esa entidad celestial. Esta evolución dista mucho de ser un fenómeno ocasional. Si preguntáramos a un creyente de hoy si cree en la existencia de los ángeles, es bastante posible que su respuesta fuera una sonrisa escéptica, argumentando que esa es una historia para hacer dormir bien a los niños, o que son entidades puramente simbólicas y metafóricas... En el caso de que respondiera afirmativamente, es muy probable que confesara que, a pesar de creer en su realidad, «pasa» de ellos, en el sentido de que no tiene en cuenta a los ángeles en su vida cotidiana, viviendo como si no existieran. Este escepticismo sobre la existencia de los ángeles no es sino la consecuencia inevitable de poner en tela de juicio la existencia de los demonios. Realmente, negar a los demonios conlleva la negación de los ángeles, pues, a fin de cuentas, los demonios son también ángeles, aunque caídos. Así, los ángeles corren serio peligro de ser, «una especie en peligro de extinción», frase que Malcom Godwin utiliza como subtítulo de su obra sobre los ángeles.[103] Pero en este tema ocurre lo mismo que ya planteamos al hablar de la negación del Diablo: se afirma que no existe desde unos postulados presuntamente científicos, 141

racionales y pseudoteológicos, pero en la realidad cotidiana se le da carta de ciudadanía a la creencia en los ángeles, la cual se inmiscuye en nuestra vida diaria de mil maneras subrepticias y subliminales, hasta constituir un ancestro arquetípico presente en todas las culturas, tradiciones y épocas. Esta creencia siempre ha estado firmemente arraigada en la cultura popular, aunque curiosamente hoy se ponga en duda por algunos sectores de la misma Iglesia que adoptó su existencia como una verdad de fe, hasta el punto de que los mismos teólogos que hablan de la existencia metafórica del Diablo sienten vergüenza al referirse a los ángeles, otra creencia que parece entrar dentro de las reliquias de una superchería medieval que ya debería estar superada. Este escepticismo sobre la realidad de los ángeles se combina explosivamente con las dudas que ya comentamos sobre la existencia del Diablo, produciendo esta mezcla un resultado catastrófico: por un lado, estamos asediados por fuerzas malignas cuya existencia ignoramos, lo cual las hace más peligrosas; por otra parte, no queremos aceptar la realidad de aquellas fuerzas positivas, luminosas y celestiales de las que son portadoras los ángeles, las cuales podrían servirnos como armas eficaces en el combate despiadado que la humanidad mantiene contra las entidades malignas. No queremos ver al enemigo, no somos conscientes de la guerra, y no queremos creer en las armas que se nos han dado. Con estas premisas, si el resultado final del combate dependiera solamente de las fuerzas humanas, sería una derrota inevitable. «Vivimos en un mundo “invadido” por millones de enemigos invisibles, que buscan nuestra ruina temporal y eterna: los demonios. ¿Nos imaginamos que nuestro planeta fuera invadido por extraterrestres más inteligentes y poderosos que nosotros? La ruina sería segura, y esto es lo que pasaría, si no tuviéramos a nuestro lado la ayuda de Dios, de los santos y de los ángeles. Lamentablemente, muchos hombres no creen en la existencia de los demonios, seres perversos, enemigos implacables, que así pueden trabajar impunemente en el silencio y en la sombra. Todas las guerras, asesinatos, odios y violencias son, de alguna manera, promovidos por ellos. Su influencia maléfica abarca a todas las áreas de la actividad humana. Y nosotros, ¿qué hacemos para contrarrestar a tan poderoso enemigo? ¿Nos protegemos con la oración y las armas de Dios (objetos benditos, etc.)? Debemos saber que no estamos nunca solos. Tenemos un guardaespaldas que nos cuida: el Ángel Custodio».[104] La situación actual de la angelología resulta cuanto menos chocante: puesta en entredicho en algunos sectores de la misma Iglesia que la creó, desde la cultura popular donde ha pervivido como una creencia folclórica la angelología ha pasado a convertirse en un producto más de la cultura de consumo, integrada plenamente en las corrientes de la New Age, que ha hecho de la creencia en los ángeles uno de sus pilares esotéricos. Aunque, claro está, su concepto del mundo angélico difiere bastante del tradicional católico. Para algunos autores de la llamada «Nueva Era» el Ángel de la Guarda no es otra cosa que la chispa divina encerrada en el corazón de cada hombre, emanada directamente de la divinidad, y que tiene como misión guiarle en su vida. Para otros, son seres parecidos a los duendes, los elfos, las hadas y otras criaturas mágicas similares. 142

Incluso hay autores que dicen que los ángeles son como extraterrestres (¡!). En su obra Los ángeles y la Nueva Era[105], el Padre Daniel Gagnon desarrolla una investigación sobre la gran popularidad que la angelología tiene actualmente dentro de las corrientes de pensamiento integradas en el movimiento de la Nueva Era, a la vez que demuestra que esta nueva visión de los ángeles no tiene mucho que ver con las enseñanzas sobre este punto de la doctrina cristiana, siendo claramente anti-bíblica en muchos aspectos. El objetivo de esta angelología de la Nueva Era no es tanto teorizar sobre los ángeles como comunicarse con ellos. Este contacto se suele hacer fundamentalmente a través de la meditación, o siguiendo protocolos específicos para conectar con esas entidades; muchos de los cuales utilizan cristales, gemas y otros objetos más o menos mágicos. Se puede incluso tener contacto con los ángeles por medio de coordinar los colores de la ropa (¡!). El resultado es la aparición de una moda en la que los ángeles se están comercializando masivamente, en forma de un gran número de libros dedicados a ellos, de joyas y baratijas religiosas y pseudorreligiosas, la mayoría de los cuales entran en la categoría de amuletos, entre los cuales el más famoso es una campanilla que, al parecer, llama a esos seres celestiales. Esoterismo y superstición se dan la mano en esta corriente, como en tantas otras realidades que, más o menos expulsadas de la fe cristiana, son «adoptadas» por la sociedad de consumo, por ideologías exóticas, por supersticiones, por un mercado siempre ávido por lo raro, curioso y misterioso, triste sucedáneo de lo espiritual y religioso. En la música, el cine, la televisión y, en general, en los medios de comunicación también son cada vez más frecuentes las referencias a los ángeles, incluso existen clubes de personas interesadas en compartir sus experiencias con ángeles y cómo comunicarse con ellos. En Internet se puede comprar una variada parafernalia referida a los ángeles, y hasta existen revistas especializadas sobre ellos en algunos países, como la llamada Angels times (Tiempos de Ángeles). Lo paradójico es que esta moda no refleja una real creencia en los ángeles: en una encuesta realizada por Gallup en Estados Unidos en 1978, más de la mitad de las personas afirmaron creer en la existencia de ángeles y Demonios. Para la otra mitad, sin duda que esta creencia les parecería una anticuada superstición medieval. Con todo, la causa real de este brote paradójico de angelología hay que buscarla en una corriente inacabable de piedad popular, que tiene raíces arquetípicas profundas. Estas concepciones arcaicas, bastante más antiguas que las religiones monoteístas, expresan claramente un ancestro de nuestro inconsciente colectivo. Samuel Butler, escritor inglés del siglo XIX, tenía toda la razón al afirmar sobre la creencia en los ángeles: «Tienen toda la razón en contra, y todo el sano instinto a su favor». El compañero invisible La existencia de las entidades espirituales conocidas como ángeles forma parte de las verdades de nuestra fe católica, y como tal se explica en el Catecismo: «La existencia de 143

seres espirituales no corporales que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles es una verdad de fe» (Cat 328); los ángeles «son servidores y mensajeros de Dios» (Cat 329); «son criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales e inmortales y superan en perfección a todas las criaturas visibles» (Cat 330). El término ángel se deriva de la palabra griega angelos, que puede traducirse como «mensajero». Este mismo vocablo forma parte del término evangelio, que consta de eu («bueno, bien»), y ángelos («mensajero», «anuncio»). En al A.T. la palabra que sirve para designarlos es mal’akh, que antiguamente quería decir «la cara oculta de Dios», pero más tarde pasó a significar «mensajero». «¿No son todos ellos espíritus ministradores, enviados para servir por causa de los que heredarán la salvación?» (Heb 1,14). Encontramos la palabra ángel en 24 libros de las Sagradas Escrituras: 148 veces en el Antiguo Testamento y 74 en el nuevo. Muchas de las intervenciones angélicas descritas en la Biblia parecen corresponder a las funciones típicas del Ángel Custodio, pero quizás el episodio bíblico más espectacular y determinante sobre la existencia del Ángel de la Guarda sea el de la milagrosa liberación de Pedro de la cárcel en la que había sido encerrado por orden de Herodes Agripa, relatado en Hechos 12,7-10: «De pronto se presentó el ángel del Señor y la celda se llenó de luz. Le dio el ángel a Pedro en el costado, le despertó y le dijo: “Levántate aprisa”. Y cayeron las cadenas de sus manos. Le dijo el ángel: “Cíñete y cálzate las sandalias”. Así lo hizo. Añadió: “Ponte el manto y sígueme”. Y salió siguiéndole. No acababa de darse cuenta de que era verdad cuanto hacía el ángel, sino que se figuraba contemplar una visión. Pasaron la primera y segunda guardia y llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad. Esta se les abrió por sí misma. Salieron y anduvieron hasta el final de una calle. Y de pronto el ángel le dejó. Pedro volvió en sí y dijo: “Ahora me doy cuenta realmente de que el Señor ha enviado su ángel y me ha arrancado de las manos de Herodes y de todo lo que esperaba el pueblo de los judíos”». Cuando Pedro golpea la puerta de la sala donde se han reunido los apóstoles y les dice quién es, éstos, incrédulos ante el hecho de que hubiera podido liberarse de la cárcel, comentan entre ellos que no podía ser él, sino que sería más bien su Ángel de la Guarda. El Ángel Custodio o Ángel de la Guarda es el grado más inferior dentro de la jerarquía de los ángeles, divididos en «coros» según las distintas funciones que realizan, y según su grado de santidad: arcángeles, ángeles, querubines, serafines, virtudes, potestades, tronos y dominaciones constituyen los distintos grados angélicos. A este respecto, cabe comentar que para todos los autores la Virgen María es superior a todos los ángeles, no por su naturaleza humana inferior, sino por su grado mayor de santidad. Incluso los sacerdotes tienen una jerarquía superior a los ángeles en cuanto a su dignidad, tal y como aseveró la misma virgen María durante sus apariciones en Fátima. Con razón confesaba el cura de Ars que, si se encontrara a la vez a un sacerdote y a un ángel, sin dudar saludaría antes al sacerdote. La misión del Ángel Custodio es acompañar durante toda su vida al alma que se le ha 144

asignado –sea o no creyente–, ayudándola en su camino hacia la salvación, permaneciendo junto al alma que tutela en todo momento, hasta el punto de que esta compañía se extiende al más allá, ya que también estará a nuestro lado en el purgatorio, para ayudarnos en este tiempo difícil. Afirma a este respecto san Jerónimo: «Grande es la dignidad de las almas cuando cada una de ellas, desde el momento de nacer, tiene un ángel destinado para su custodia». ¿Por qué no podemos verlos?: porque, al ser entidades incorpóreas, su nivel de vibración es más elevado que el nuestro, lo cual les hace estar en otro plano de existencia. En circunstancias excepcionales –enfermedad grave, momentos de especial peligro, inminencia de la muerte, etc.– es más frecuente visualizarlos. Es de todos conocido que los niños tienen una capacidad especial para verlos, la cual se oscurece con la adolescencia. «Los ángeles de los niños ven continuamente el rostro de mi Padre celestial» (Mt 8,10). Sin embargo, pueden tomar a voluntad una determinada forma física, si fuera necesario para asistirnos. Cuando se materializan, pueden hacerlo en forma de personas, sin importar su edad ni su sexo, con alas o sin alas, con vestiduras normales o especiales. También pueden aparecer, aunque menos frecuentemente, bajo la forma de un animal, como sucedió con el famoso perro Gris de san Juan Bosco, con el pajarito que le llevaba las cartas al correo a santa Gema Galgani, o como el cuervo que le llevaba pan y carne al profeta Elías al torrente Querit. Gema Galgani veía habitualmente a su lado al Ángel de la Guarda. Unas veces lo contemplaba en acto de adoración a Dios; otras, con las alas plegadas y extendiendo sus manos sobre ella en señal de protección; otras, en actitud de defenderla contra los ataques del Demonio; en ocasiones, arrodillado junto a ella y sugiriéndole los puntos de la meditación. Pero Gema no sólo recibía de su Ángel Custodio servicios espirituales, sino que también le brindaba ayuda en otros menesteres: a veces la despertaba por la mañana y le daba las buenas noches antes de que Gema se retirase para dormir; le daba besos cariñosos; era su fiel enfermero, ya que bastaba que sufriese la más ligera dolencia para que lo tuviese a su cabecera toda la noche, dándole incluso la vuelta en el lecho cuando ella no podía hacerlo; le gastaba bromas; le preparaba café; le curaba las llagas de los estigmas; incluso a veces ¡le llevaba y le traía la correspondencia! Su confesor, el Padre Germán, da sobre este punto el siguiente testimonio: «Le daba al Ángel de la Guarda encargos para el Señor, la Virgen y sus santos protectores, entregándole cartas cerradas y selladas para ellos, con el encargo de traerle la contestación, que efectivamente llegaba. ¡Qué de pruebas no hice para cerciorarme de si un hecho tan insólito se realizaba por virtud sobrenatural! Ni una sola me falló, debiendo persuadirme de que en esto, como en tantas otras cosas, quería el cielo divertirse, digámoslo así». Estos episodios de contacto con el Ángel Custodio son abundantes en la vida de los santos, aunque puedan resultar cómicos: a san Raimundo de Peñafort le despertaba para la oración; a la beata Francisca de las Cinco Llagas, con ocasión de tener una mano 145

enferma, le partía el pan en la mesa; a santa Rosa de Lima le servía de recadero para cuanto deseaba ordenarle, y encontrándose enferma le preparó en más de una ocasión una suculenta taza de chocolate; a la beata Crescencia de Hos le encendía el fuego y cuidaba de las ollas para que pudiera permanecer más tiempo en oración; a san Isidro le araban el campo... Es conocida la historia de san Juan Bosco, a quien se le apareció por espacio de 30 años un perro, a quien llamaba Gris, y que le protegía de los peligros, cuando sus enemigos querían matarlo. Incluso no es raro en la vida de los santos que se manifiesten bajo forma de bilocaciones, es decir, «duplicando» al santo para que realice una misión en un lugar distante del que realmente se encuentra, fenómeno místico que ocurrió con mucha frecuencia en la vida del Padre Pío. El Padre Gabriel Bove contaba la siguiente anécdota: «Para mí era sorprendente lo que decía la gente de que el Padre Pío tenía mucha familiaridad con su Ángel Custodio y le pedía que fuera durante la noche a confortar a los enfermos y socorrer a los pecadores. Esto me lo confirmó el mismo Padre. Un día de verano de 1956, después de bendecir a los fieles, salía el Padre Pío de la iglesia muy fatigado. Aquel día parecía que estaba más cansado que de ordinario. Caminaba apoyado del brazo del Padre Giambattista y se parecía a san Francisco estigmatizado bajando del monte. Yo lo tomé del otro brazo, preguntándole: —Padre, ¿está muy cansado? —Sí, hijo mío, estoy aplastado por tanto calor. —Esta noche descansará. Además pediremos a su Ángel Custodio que venga a aliviarlo. Detuvo el paso y con fuerte voz me gritó: —Pero, ¿qué dices? Debe ir de viaje. Era eso precisamente lo que yo quería saber. Disimulando mi sorpresa, le respondí: —¿Qué? ¿Su ángel debe viajar? —Cierto. Entonces, le dije: —Padre, si su ángel debe viajar para confortar a los enfermos y socorrer a los pecadores, permita que nuestros dos ángeles, al menos tomen su puesto. —No, que cada uno de sus ángeles esté con su protegido. –Y, sonriendo, añadió–: ¿Y si estos ángeles se ponen celosos?». Aunque no siempre su Ángel Custodio se materializaba bajo su apariencia física. El general Tarsicio Quarti declaró el 30 de junio de 1943 lo que le contó un joven ingeniero: «Había bajado en la estación de San Severo y, al no encontrar medios de comunicación, se dirigía a pie hacia San Marco in Lamis. Estando en pleno campo se le acercaron unos campesinos con aire amenazante con horcas y palas. Aquellos días estaba la gente alterada, porque habían caído varios paracaidistas ingleses y lo confundieron con uno de ellos, que había escondido su paracaídas muy cerca del lugar. Pero él se puso a rezar, viendo que se acercaban hacia él y, de pronto, apareció un perro feroz, amenazando a los 146

campesinos que, espantados, desistieron de seguirlo. Pudo a la mañana siguiente llegar a san Giovanni Rotondo. Cuando lo vio el Padre Pío, le dijo de inmediato: “Lo hubieras pasado mal si no te hubiese enviado a mi Ángel Custodio”». Mensajeros de Dios Como todo ángel, la misión principal del Ángel Custodio es la de dar gloria a Dios cumpliendo sus órdenes, siendo sus mensajeros. Pero, en lo que respecta a su naturaleza más distintiva, su función principal es protectora, en el sentido de que vela por rescatar al alma de los peligros de esta vida, de las tentaciones que la pueden hacer caer. «Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida» (SAN BASILIO, Contra Eunomio 3, 1). En este sentido, su amparo, su asistencia y su defensa contra las insidias del Maligno es probablemente su trabajo más importante. «Pues a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en todos tus caminos. Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra» (Salmo 91,11-12). Cuando le preguntaron al exorcista Gabriele Amorth si había que tener miedo al Demonio, respondió sin dudar: «¡Para nada!: cuando el Demonio ve a una persona buena, sabe que tiene muy poco que hacer. Las acciones buenas, la oración y el Ángel de la Guarda que cada uno tenemos son un autentico muro para él». A su hija espiritual Raffaelina Cerase le escribía el 20 de abril de 1915: «Toma el hermoso hábito de pensar siempre en tu ángel. A nuestro lado hay un espíritu celeste que, desde la cuna hasta la tumba, no nos abandona nunca, ni un instante. Nos guía, nos protege como un amigo, como un hermano, y nos consuela siempre, especialmente en las horas que son más tristes para nosotros. Debes saber, Raffaelina, que este buen ángel ruega por ti, ofrece a Dios las buenas obras que haces y tus deseos más santos y puros. En las horas en que te parezca estar sola y abandonada, no olvides a este compañero invisible, siempre presente para escucharnos, siempre rápido para consolarnos. ¡Oh, deliciosa intimidad, oh, feliz compañía! [...] Cuánto consuela el saber que siempre estamos bajo la custodia de un espíritu celestial, que no nos abandona ni siquiera aunque demos un disgusto a Dios. ¡Qué dulce es para el creyente esta gran verdad! ¿De qué puede temer un alma que trata de amar a Jesús, teniendo siempre consigo tan insigne guerrero? ¿Acaso no fue él uno de aquellos que junto a san Miguel defendieron el honor de Dios contra Satanás y contra los espíritus rebeldes, a quienes arrojaron al infierno? Ten en cuenta que él es todavía poderoso contra Satanás y sus satélites. Su amor no ha disminuido ni jamás disminuirá para defendernos. Toma la costumbre de pensar siempre en él. ¡Oh, si los hombres supieran comprender y apreciar este grandísimo don! ¡Dios, en un exceso de amor nos ha asignado un espíritu celeste! Invoquen frecuentemente a este Ángel Custodio y repitan muchas veces la bella oración: “Ángel de Dios, que eres mi custodio, ilumíname, custódiame, guíame ahora y siempre”. ¡Qué gran consuelo, cuando en el momento de la muerte el alma vea a este ángel tan bueno, que nos acompañó a lo largo de la vida con tantos cuidados maternales!». Esta función protectora contra las perversidades de Satanás brilló con luz propia en un 147

santo tan maltratado por Satanás como el Padre Pío. Según se puede colegir de su mismo testimonio, la primera vez que su Ángel Custodio se materializó para él tuvo lugar a través de un incidente dado a conocer por don Nicolás Caruso, un sacerdote que llegó a darle clases particulares, el cual afirmaba que en cierta ocasión le oyó contar esta sorprendente historia: «Al volver de la escuela el Padre Pío, encontraba frecuentemente plantado, en el mismo dintel de su casa, a un hombre vestido de sacerdote que le impedía el paso. Sin saber por qué, su aspecto le daba miedo y le obligaba a detenerse y a apartarse de aquel lugar, hasta que llegaba una criatura pequeña, descalza, que hacía la señal de la cruz sobre el fingido sacerdote y lo ahuyentaba; entonces quedaba el joven tranquilo y entraba en la casa sin dificultad».[106] A menudo confesaba este auxilio de su Ángel Custodio: «Después de las apariciones diabólicas casi siempre se aparecen Jesús, María o el Ángel Custodio». También era socorrido frecuentemente por el mismo arcángel san Miguel, que se convertiría en su guardián especial de por vida. Esta misma protección nos recomienda la Virgen de Garabandal para los tiempos actuales en que las fuerzas oscuras parecen intentar adueñarse de la humanidad. Una vez recibió una carta ilegible por la tinta emborronada y ennegrecida por el Diablo. El 13 de diciembre de 1912 le escribe al Padre Agustín: «Con ayuda del angelito he triunfado esta vez sobre el pérfido cosaco. He leído su carta. El angelito me sugirió que a la llegada de su carta le echara agua bendita antes de abrirla. Así hice con la última, pero, ¿quién puede describir la rabia de Barbazul?» Aparte de su labor protectora, la otra función más preponderante del Ángel Custodio es –como comentamos anteriormente– la de servir de mensajero, su competencia más «típica», que está en el origen de la creación de todos los ángeles por el poder divino. Para un santo tan solicitado por las muchedumbres, protagonista de una labor misionera tan extraordinaria en su propio convento, y que tenía la dificultad añadida que le imponía su vida en el claustro para acceder a todas las personas que requerían su auxilio, la dedicación de su Ángel Custodio como mensajero revistió una importancia excepcional. El Padre Pío siempre aconsejaba a sus fieles que no dudaran en enviarle a su ángel cuando necesitaran ayuda o consejo. «Manda el Ángel de la guarda, que no paga el tren y no consume los zapatos», recomendaba con su característico humor socarrón. En muchas ocasiones, los fieles que no podían acercarse personalmente a San Giovanni Rotondo le enviaban a su Ángel de la Guarda y, más tarde, al encontrarse con el Padre Pío le preguntaban si había llegado su ángel, a lo cual él siempre respondía: «Son más obedientes que vosotros: cuando se les dice que hagan algo, lo hacen». Son innumerables las anécdotas narradas por testigos que acreditan la excepcional intervención del Ángel Custodio en la vida del Padre Pío. El Padre Alessio contaba: «Una tarde, después de haberle ayudado a acostarse, me senté en el sillón, esperando que llegara el Padre Pellegrino a cuidarlo. Mientras estaba esperando, sentía que el Padre Pío rezaba el Rosario y, a veces, interrumpía el rezo y decía frases como: “Dile que rezaré por él. Dile que intensificaré mis plegarias para 148

obtener su salvación. Dile que llamaré al Corazón de Jesús para conseguir esa gracia. Dile que la Virgen no le negará esa gracia”». En otra ocasión, el mismo Padre Alessio le quiso pedir unos consejos para responder a unas cartas que había recibido, pero fue despedido con brusquedad por él: «¿Pero no ves lo que estoy haciendo? Déjame en paz, ¿no ves que tengo mucho que hacer?». El Padre Alessio quedó confundido, pues no veía a nadie con el Padre Pío, ni nada que justificara que estuviese muy ocupado. Poco después se le acercó el Padre Pío y le dijo: «¿No has visto a todos aquellos ángeles a mi alrededor? Eran los de mis hijos espirituales que vinieron a traerme sus mensajes y tenía que darles la respuesta inmediatamente». El Padre Pierino Galeone cuenta que en 1947 estuvo 20 días en san Giovanni Rotondo: «Mucha gente, viéndome siempre cerca del Padre Pío, me pedían encomendarle sus penas: la suerte de familiares desaparecidos en Rusia, la curación de un hijo, la solución de sus problemas, encontrar trabajo, etc. El Padre siempre me respondía con dulzura y amor. Un día me dijo: “Cuando tengas necesidad de algo, mándame tu ángel y yo te responderé”. Una mañana una madre se me acercó llorando, antes de la Misa, para recomendarme a su hijo. El Padre ya había subido al altar y yo no me atreví a hablarle, así que, como me había aconsejado, le mandé a mi ángel para encomendarle el hijo de aquella madre. Terminada la Misa, me acerco al Padre Pío y le encomiendo al joven. Y él me responde: “Hijo mío, ya me lo has dicho”. Entendí entonces que mi Ángel Custodio le había advertido oportunamente y el Padre Pío había orado por él». Un americano de origen italiano de California comentó que, una vez, envió a su Ángel de la Guarda a darle un recado al Padre Pío. Varios días después, al confesarse con él, preguntó si su ángel le había dado el recado, a lo que el Padre Pío replicó: «¿Tú crees que estoy sordo?». Una hija espiritual del Padre Pío se encaminaba al convento cuando, en mitad del campo, empezó a nevar copiosamente. Llegó a temer que no llegaría. En ese instante se acordó del consejo del Padre y pidió a su ángel que avisara al Padre que llegaría con retraso por ese motivo. Cuando llegó, vio que el Padre Pío estaba esperándola tras la ventana y la saludaba con la mano. Un sacerdote rogó a su Ángel de la Guarda para que intercediera ante el Padre Pío por una señora que estaba muy mal. Después de un tiempo, al ver que la situación no mejoraba, se dirigió personalmente al Padre Pío, diciéndole: «Padre, he rogado al Ángel de la Guarda para que le recomendara a aquella señora, ¿es posible que no lo haya hecho? La respuesta del capuchino fue tajante: «¿Qué te crees, que tu ángel es tan desobediente como tú y yo?». Una tarde que llegaron muchos peregrinos a San Giovanni Rotondo, pidieron a sus ángeles de la Guarda que le llevaran mensajes al Padre Pío. Al siguiente día, tras la Misa, el Padre se acercó a ellos y les regañó dulcemente: «¡Bribones! ¡Tampoco por la noche me dejan tranquilo!». Enseguida comprendieron que el mensaje le había sido transmitido por el ángel. Una mujer cuya hermana estaba muy enferma llegó a la plaza de San Giovanni y, al 149

ver la iglesia cerrada, se sentó y pidió con el pensamiento al Padre Pío que la ayudara. Su ángel guardián acudió al Padre Pío, el cual se asomó inmediatamente a la ventana, y dijo: «¿Quién me llama? ¿Qué sucede? La mujer le dijo el problema al Padre Pío, el cual esa noche se trasladó en bilocación y curó a su hermana». Una señora llamada Pía Garella, en 1945, se hallaba en el campo a unos kilómetros de Turín y deseó enviarle al Padre Pío un telegrama para felicitarle por el aniversario de sus llagas. Al no encontrar manera de enviársela, se acordó de la recomendación del Padre Pío: «Cuando tengas necesidad, mándame a tu ángel». Entonces, personalmente pidió a su ángel que le hiciera llegar su felicitación. A los pocos días recibía una carta de una amiga de San Giovanni Rotondo, Rosinella Placentino, en la que le informaba que el Padre Pío le había dicho: «Escribe a la señora Garella y dile que le doy las gracias por la felicitación espiritual que me ha mandado». Mientras un autobús de peregrinos se dirigía a ver al Padre Pío, se desató una tremenda tempestad que provocó que, temerosos y asustados, pidieran a sus ángeles que le dijeran al Padre Pío que rezara para que pudiesen llegar sanos y salvos. Al día siguiente, en la audiencia, el Padre Pío les dijo: «Esta noche me habéis despertado y he tenido que rezar por vosotros. Hacedlo siempre así y os ayudaré». Una mujer cuyo hijo había desaparecido durante el transcurso de la II Guerra mundial pidió al Padre Pío que la ayudara. Él le dijo que escribiera una carta, pero la mujer dijo que no sabía dónde enviarla. El Padre Pío la tranquilizó: «En eso pensará tu Ángel Custodio». Así lo hizo la mujer. Dejó la carta en su mesilla de noche y, a la mañana siguiente, ya no estaba. Al cabo de unos meses recibió noticias de su hijo. El Padre Pío le dijo: «Agradece este servicio a tu ángel». El inglés Cecil Humphrey Smith tuvo un accidente y quedó gravemente herido. Un amigo suyo pidió por telegrama al Padre Pío que rezara por él. Pero en la oficina de correos, al terminar de enviar el suyo, recibió la contestación del Padre Pío, diciéndole que ya lo sabía y que estaba rezando por él. El ciudadano inglés, al recuperarse, le preguntó cómo se enteró de lo que le había ocurrido y él contestó: «¿Piensas que los ángeles son tan lentos como los aviones?». El amigo más fiel Otra función importante del Ángel Custodio es la consejera, pues nos orienta con sugerencias y admoniciones, recomendándonos conductas provechosas y ayudándonos en nuestras dudas. Sin embargo, no pueden influir en nuestras decisiones, ya que deben respetar nuestra libertad de conducta. A pesar de que ignoran los secretos de Dios, y tampoco pueden saber lo que pensamos (sólo Dios puede) ni conocer nuestro futuro, nos susurra al oído inspiraciones elevadas para nuestro progreso espiritual. «El ángel de la justicia es delicado, y pudoroso, y manso, y tranquilo. Así pues, cuando subiere a tu corazón este ángel, al punto se pondrá a hablar contigo sobre la justicia, la castidad, la santidad, sobre la mortificación y sobre toda obra justa y sobre toda virtud gloriosa. Cuando todas estas cosas subieren a tu corazón, entiende que el ángel de la justicia está contigo. He ahí, pues, las obras del ángel de la justicia. Cree, por 150

tanto, a éste y a sus obras».[107] El ángel no sólo defendía al Padre Pío de los asaltos del Maligno, sino que también le aconsejaba en cuestiones espirituales dándole consejos o apoyo en momentos en que su fe pudiera resentirse debido a las continuas luchas y asaltos del Demonio en su celda cada noche. Le recordaba que, aunque tardara en ayudarle cuando el Diablo se presentaba, era porque así comprobaba la fortaleza espiritual del Padre Pío, seguro de que acabaría venciendo al Demonio que le atacaba tan furiosamente. En una carta del 18 de enero de 1913 le escribe al Padre Agustín: «Jesús, a la prueba de temores espirituales, une la larga prueba del malestar físico, sirviéndose de los brutos cosacos... Me quejé a mi ángel y él, después de haberme dado una pequeña prédica, me dijo: “Agradece a Jesús que te ha escogido para seguirlo de cerca en la senda del Calvario. Yo veo con alegría esta conducta de Jesús hacia ti. ¿Crees que estaría tan contento, si no te viese tan golpeado? Yo, que deseo tu progreso, gozo de verte en este estado. Jesús permite los asaltos del Demonio, porque quiere que te asemejes a Él en las angustias del desierto y de la Cruz. Tú, defiéndete, aleja de ti las malignas insinuaciones y, donde tus fuerzas no alcancen, no te aflijas, amado de mi corazón, pues yo estoy a tu lado”. Oh, Padre mío, ¿qué he hecho yo para merecer tanta amabilidad de mi angelito?». Juan XXIII le confesó en cierta ocasión a un obispo canadiense que la inspiración para convocar el concilio Vaticano II vino de su Ángel Custodio. Consideraba muy importante que los padres fomentaran en sus hijos la devoción al Ángel de la Guarda. «El Ángel Custodio es un buen consejero, intercede ante Dios a favor nuestro; nos ayuda en nuestras necesidades, nos defiende de los peligros y de los accidentes. Me gustaría que los fieles sintieran toda la grandeza de esta asistencia de los ángeles» (24 de octubre de 1962). Pero no es necesario que el Ángel Custodio se materialice para que cumpla con su fiel trabajo de ayudarnos y asistirnos en nuestras dificultades, de asesorarnos y aconsejarnos sobre circunstancias concretas de nuestra vida cotidiana. Es nuestro amigo más fiel, y no nos deja solos ni un solo momento –ni siquiera cuando perdemos la gracia de Dios por el pecado–, acompañándonos siempre, hagamos lo que hagamos y estemos donde estemos. Sin embargo, cuando nos sentimos solos y desgraciados nos olvidamos de que ahí al lado está nuestro ángel sufriendo por nuestro dolor. Son incondicionales y fieles y esperan constantemente que les pidamos ayuda, aun cuando vean que no les tenemos en cuenta. Con mucha frecuencia, las «casualidades» que nos suceden de forma misteriosa, y que parecen darnos una solución a un problema, o un impulso claro a nuestro progreso espiritual, han sido generadas por la asistencia de nuestro ángel, aunque se camuflen como actos simples casuales que parecen sucedernos por simple y pura suerte. Por ejemplo, poniendo en nuestras manos un libro del que tenemos necesidad para solucionar algo en nuestra vida, susurrando sus consejos a través de alguien que nos encontramos de manera fortuita, guiándonos hacia la persona que nos puede guiar en una situación en que necesitamos ayuda... A medida que contactemos más frecuentemente con nuestro ángel, esos consejos que nos susurra al oído se nos harán progresivamente más comprensibles y claros. 151

El Padre Pío afirmaba repetidamente que hay que invocar el auxilio del Ángel Custodio no sólo para que nos defienda de los asaltos del enemigo o en necesidades graves, sino que también se puede recurrir a él para que nos acompañe aun cuando no tengamos ningún problema acuciante, con el fin de buscar su auxilio en muchas de las tareas de nuestra vida espiritual y material, en nuestras faenas diarias, por sencillas, rutinarias y prosaicas que sean. Henry Lawrence, en A Treatise of our Communion and War with Angels afirma que «estoy convencido de que cuando estemos con el Señor, sabremos de cuántos peligros nos han librado estos espíritus ministradores: en la carretera, en nuestros trabajos, en nuestra vida cotidiana y, lo sé, incluso cuando aún no lo había aceptado todavía como mi Salvador personal». Joan Wester Anderson, en su libro Donde los ángeles caminan, recoge testimonios de personas normales que contactaron con ángeles, los cuales irrumpieron en sus vidas bajo apariencia humana para socorrerles en situaciones difíciles, salvándoles de muchos peligros. Es considerado «el ángel de los objetos perdidos»; nos da intuiciones; nos recuerda cosas, tareas, citas; nos susurra al oído cuál es la mejor opción cuando tenemos dudas; aconseja a los suicidas que no lo hagan; nos ayuda en el tránsito al más allá; nos defiende de las acechanzas del Demonio; presenta nuestras oraciones al Padre celestial, con el que tienen mayor cercanía que nosotros... «Es una verdad fundada en la infalible autoridad de la Escritura, que los ángeles están establecidos sobre nuestra conducta y que ofrecen todos los días a Dios las oraciones de los que son salvos por Jesucristo».[108] Podemos ponerle un nombre para llamarle con más confianza. También es importante invocar a los ángeles de los familiares con quienes vivimos en nuestra casa. Además, podemos pedirle ayuda antes de viajar, invocando al ángel del chófer y de los pasajeros o de los alumnos antes de dictar una clase o del médico, cuando vamos a la consulta, o del equipo médico que nos va a operar, para que todo salga bien. Con frecuencia, no es necesario ni siquiera solicitar su ayuda, pues nuestro Ángel Custodio conoce perfectamente nuestras necesidades e interviene continuamente en nuestras vidas, aunque no nos demos cuenta. El abogado Atilio de Sanctis contó un hecho que le ocurrió a él mismo: «El 23 de diciembre de 1949 debía ir de Fano a Bolonia con mi mujer y dos de mis hijos (Guido y Juan Luis) para traer a nuestro tercer hijo, Luciano, que estaba estudiando en el colegio Pascoli de Bolonia. Salimos a las seis de la mañana pero, como no había dormido bien, estaba en malas condiciones físicas. Conduje hasta Forlí y cedí el volante a mi hijo Guido. Una vez que recogimos a Luciano del colegio, nos detuvimos algo en Bolonia y decidimos volver a Fano. A las dos de la tarde, después de haber cedido el volante a Guido, quise conducir otra vez. Una vez pasada la zona de san Lorenzo, me encontré más cansado. Varias veces cerré los ojos y cabeceé. Quise dejar el volante a Guido, pero se había dormido. Después, ya no me acuerdo de nada. En cierto momento recobré el conocimiento bruscamente por el ruido de otro coche. Miré y faltaban sólo dos kilómetros para llegar a Imola. ¿Qué había sucedido? Los míos estaban charlando tranquilamente. Les expliqué lo sucedido. No me creían. ¿Podían creer que el coche 152

había ido solo? Después admitieron que yo había estado inmóvil un largo rato y no había respondido a sus preguntas ni intervenido en la conversación. Hecho el cálculo, mi sueño al volante había durado el tiempo empleado en recorrer unos 27 kilómetros. Dos meses después, volví a san Giovanni Rotondo y le pedí una explicación al Padre Pío, que me respondió: “Tú dormías y tú ángel guiaba el coche. Sí, tú dormías y tu ángel guiaba el coche”». Un caso parecido le sucedió a Piergiorgio Biavate, quien iba en su coche desde Florencia a San Giovanni Rotondo. Cuando había recorrido aproximadamente la mitad de camino, al sentirse un poco cansado, decidió parar en una gasolinera a estirar las piernas y tomar un café. Al poco de emprender el viaje, el conductor no recuerda lo que ocurrió: «Sólo recuerdo una cosa: encendí el motor y me puse al volante; después no me acuerdo de nada más. No recuerdo ni un segundo de las tres horas pasadas manejando al volante. Cuando ya estaba frente a la iglesia de san Giovanni Rotondo, alguien me sacudió y me dijo: “Ahora toma tú mi puesto”. El Padre Pío, después de la Misa, me confirmó: “Has dormido durante todo el viaje y el cansancio lo ha tenido mi ángel, que ha conducido por ti”». Un ángel pluriempleado Según recoge Ángel Peña en su obra Padre Pío, el estigmatizado, el ángel del Padre Pío ejercía muchas y variadas funciones, tantas como se le encomendaran: mensajero, proveedor, enfermero, traductor, chófer, protector, acólito, perro guardián... Pero todas estas ocupaciones no son un caso especial de dedicación de un Ángel Custodio a un santo de valía tan excepcional, que requería un auxilio también excepcional, sino que son trabajos que también entran dentro de la competencia de nuestros ángeles guardianes, con la condición de que estrechemos nuestra relación con él y le pidamos con confianza su colaboración. El Padre Pío, que no conocía ninguna lengua extranjera y debía recibir a personas de todo el mundo, tuvo en su ángel de la gurda a un inestimable y fiel traductor, lo cual le llevó a decir que «si la misión de nuestro Ángel de la Guarda es grande, la del mío es ciertamente más grande, pues como un maestro tiene que explicarme otros idiomas». El Padre Tarsicio Zullo atestigua que cuando llegaban a san Giovanni Rotondo peregrinos de distintas lenguas el Padre Pío los comprendía. Una vez le preguntó: «¿Padre, cómo hace para entender tantas lenguas y dialectos?». «Mi ángel me ayuda y me traduce todo», fue su respuesta. Este trabajo políglota de su ángel le fue enormemente útil, sobre todo, en el confesonario. Un sacerdote suizo fue a San Giovanni Rotondo en 1940, donde habló en latín con el Padre Pío. Antes de irse, le encomendó a una enferma. El Padre Pío le respondió en perfecto alemán: Ich werde Sie an die gottliche Barmherzigkeit empfehlen («la encomendaré a la divina misericordia»). El sacerdote quedó admirado del hecho. Cierto día acudieron cinco austríacos al confesionario del Padre Pío, a pesar de que no tenían ni idea de italiano. Un fraile que lo vio, pensó que serían rechazados de allí debido a las dificultades del idioma, pero su sorpresa fue grande cuando los vio salir muy 153

contentos. Cuando le preguntó al Padre Pío días después cómo había hecho para entender aquellas confesiones en otro idioma, respondió: «Cuando quiero, entiendo todo». Además de traducirle el idioma de sus penitentes, también el Padre Pío se sirvió de las facultades de su Ángel de la Guarda para conocer los pecados ocultos de quien se arrodillaba ante él en el confesionario, proporcionándose la capacidad ya comentada de leer en las conciencias. Una señora llamada María Pompilio atestiguó que el Padre Pío la vio una mañana en la sacristía. La llamó, y le manifestó un pecado que había cometido. Desde luego, era cierto y la señora no pudo negarlo. Ante su insistencia, el Padre Pío le dijo que se lo había dicho su Ángel Custodio. La asistencia políglota de su Ángel Custodio le facultó incluso el escribir en lenguas extranjeras: hay cartas suyas dictadas por su Ángel de la Guarda en lengua francesa, inglesa, hebrea y muchos otros idiomas poco hablados y muy minoritarios. A comienzo de 1912, el Padre Agustín de San Marco, confesor del Padre Pío, para valorar su santidad y para librarse de los engaños del Demonio, decidió escribirle en griego y en francés, lenguas que el Padre no conocía. El Padre Pío superó brillantemente la prueba porque su Ángel de la Guarda se lo traducía. El Padre Salvatore Pannullo, párroco de Pietrelcina, confirmó bajo juramento que el Padre Pío consiguió traducir una carta escrita en griego. «Interrogado por mí – cuenta el Padre Salvatore– sobre cómo pudo leerla y explicarla sin conocer siquiera el alfabeto griego, me respondió: “¡Ya sabe! El Ángel de la guarda me lo explica todo”». Cuando estaba enfermo y no había nadie que le pudiera ayudar en un momento determinado, era su ángel quien le hacía pequeños servicios. El Padre Paolino cuenta al respecto: «Viviendo con el Padre Pío, llegué a tenerle cierta confianza. Cuando estaba enfermo, sudaba mucho y tenía necesidad de ayuda para cambiarse. Muchas veces yo estaba tan cansado que, apenas iba a la cama, me quedaba dormido. Un día le dije: —Si quieres que te ayude de noche, mándame tu ángel para que despierte. —Está bien. Ese día a medianoche fui despertado bruscamente. Pensé de inmediato en el Padre Pío, pero me quedé dormido de nuevo. A la mañana siguiente, le dije que había sentido que me despertaban y de nuevo me había dormido. Le dije: —¿Para qué ha venido su ángel a despertarme, si me ha dejado dormir otra vez? Si viene, que me despierte de modo que me levante. En la tarde de ese mismo día, le recordé lo mismo. En la noche me desperté y de nuevo me dormí. La tercera noche desperté de nuevo y me levanté corriendo para ir a la celda del Padre Pío. Le pregunté qué necesitaba y me respondió: —Estoy lleno de sudor y no puedo cambiarme solo. Las otras noches, ¿quién lo cambiaba?: con seguridad, su ángel». Muchas veces, cuando en misa el Padre Pío no podía soportar el dolor de los estigmas, los ángeles le ayudaban pasando las hojas de la Biblia. También era frecuente que mantuviese despierto al Padre Pío despierto por la noche para salmodiar juntos las 154

alabanzas de Dios. En el año 1917, en plena guerra mundial, vestido de militar, había ido a Nápoles a una revisión médica. Al acabar, le concedieron 8 días de permiso y, como militar, tenía el billete de tren gratuito, pero sólo disponía de una lira para el viaje: «A la salida del hospital, atravesé una plaza donde había mercado. Me detuve un poco para observar lo que vendían y se me acercó un hombre que vendía sombrillas de papel por 50 céntimos. Viendo a aquel hombre que tanto me insistía para llevar el pan a sus hijos, le tomé una y le di 50 céntimos. Él, feliz, se fue. Yo estaba cansado y afiebrado. El tren llegó a Benevento con mucho retraso. Apenas bajé del tren fui a la estación para tomar el autobús para Pietrelcina, pero ya había salido. Tuve que hacer noche en Benevento y pensé en quedarme en la estación para no importunar a los amigos que conocía. Busqué un lugar en la sala de espera, pero estaba llena de gente. La fiebre aumentaba cada vez más y no tenía fuerzas ni para tenerme en pie. Cuando me cansaba de estar quieto, caminaba un poco dentro y fuera de la estación. El frío y la humedad penetraban en mis huesos y así pasaron muchas horas. Me vino la tentación de entrar en el bar de la estación, porque allí el local estaba caliente, pero estaba lleno de oficiales y soldados, esperando trenes y cada uno gastaba su consumo. Yo sólo tenía 50 céntimos y pensaba: “Si entro, ¿cómo hago?”. El frío se hacía sentir cada vez más y la fiebre me consumía. Eran las dos de la mañana y no había ni un sitio vacío en la sala de espera ni para echarme a descansar en el suelo. Me encomendé a Dios y a nuestra Madre celeste. No pudiendo aguantar más, entré en el bar. Las mesas estaban ocupadas y esperaba con ansia que alguno se levantara para dejarme un sitio vacío. Hacia las tres y media llegó el tren Foggia-Nápoles, y varias mesas quedaron vacías, pero por mi timidez no me dio tiempo para ocupar ni siquiera una silla. Yo pensaba: “No tengo dinero ni para consumir más de un café y, si me siento, ¿qué ganaría este pobre propietario que se pasa toda la noche trabajando?”. A las cuatro llegaron algunos trenes y quedaron dos mesas vacías. Me acomodé en un rincón, esperando que no lo notaran los camareros. Después de unos minutos, llegaron un oficial y dos suboficiales y se sentaron en la mesa vecina. De inmediato se acercó el camarero y también a mí me preguntó qué quería. Tuve que pedir un café. Los tres tomaron algo y de inmediato se fueron, pero yo me decía: “Si lo bebo pronto, tendré que salir y quiero que el café me dure hasta que llegue el autobús”. Cuando el camarero me miraba, trataba de mover la cucharilla como para mover el azúcar en el café. Por fin llegó la hora, me levanté y fui a pagar. El camarero me dijo gentilmente: “Gracias, militar, pero todo está pagado”. Pensé: “Como el camarero es anciano, quizás me conoce y me quiere hacer una cortesía”. También pensé: “¿Habrá pagado el oficial?”. De todos modos lo agradecí y salí. Llegué al lugar del autobús y no encontré a ninguna persona conocida que me prestara para pagar el billete de Benevento a Pietrelcina, sólo tenía 50 céntimos y el billete costaba 1,80. Confiando en la providencia de Dios, subí al autobús y tomé lugar en uno de los últimos lugares para poder hablar con el cobrador y asegurarle que pagaría el porte a la llegada. A mi costado tomó lugar un hombre grande, de bello aspecto. Tenía consigo una maletita nueva y la apoyó sobre sus rodillas. 155

Partió el autobús y el cobrador se iba acercando a mi puesto. El señor que estaba a mi lado sacó de su maletín un termo y un vaso, echando en el vaso café con leche bien caliente. Me lo ofreció, pero, agradeciéndoselo, traté de no aceptar. Dada su insistencia, acepté mientras él se servía en el vaso del mismo termo. En ese momento llegó el cobrador y nos preguntó adónde íbamos. Todavía no había abierto yo la boca, cuando el cobrador me dijo: “Militar, su billete a Pietrelcina ya ha sido pagado”. Yo pensé: “¿quién lo habrá pagado?”. Y le agradecí a Dios por aquel que había hecho esa buena obra. Por fin llegamos a Pietrelcina. Varios pasajeros bajaron y también bajó antes que yo el señor que estaba a mi lado. Cuando me doy la vuelta para saludarlo y agradecerle, no lo vi más. Había desaparecido como por encanto. Caminando, me volví varias veces en todas las direcciones, pero no le vi más» (Positio IV, problemi storici, pp. 533-534). También el Ángel Custodio del Padre Pío le hacía de acólito en la Misa, como no podía ser menos, dada la gran asistencia de ángeles que rodeaban el altar durante la celebración de la Eucaristía. Sabemos por el Padre Pío que las iglesias, en la celebración de la Santa Misa, están llenas de ángeles y de almas que, al pedir por ellas, abandonan el Purgatorio y marchan, agradecidos y contentos, hacia el cielo en medio de cantos jubilosos de los coros angélicos. También que podemos mandarles mensajes a nuestros seres queridos ya fallecidos a través de ellos, al Purgatorio o donde estén, sabiendo que lo harán inmediatamente. En todos los sagrarios del mundo, aun en los más abandonados y con menos culto –es más, especialmente en ellos–, hay una presencia de millones de ángeles que adoran a Jesús. En nuestras visitas al Santísimo, deberíamos abrir los ojos de la fe y unirnos a este culto angélico. Una noche, los frailes del convento oyeron una música extraña en la iglesia, ya que en ese momento no había nadie allí. Cuando le preguntaron al Padre Pío, éste respondió: «¿De qué se maravillan? Son las voces de los ángeles, que llevan las almas del purgatorio al paraíso». El Padre Alessio Parente relató el siguiente caso: «Una mañana, al dar la comunión, se terminaron las hostias de mi copón. Cuando lo estaba purificando, del lado derecho de mi espalda vi una hostia que, como una flecha, fue a meterse en el copón. Después de las confesiones, fui a la celda del Padre Pío y le conté el hecho. El Padre, en tono severo, me dijo: “Agradece a tu Ángel Custodio que no te ha hecho caer a tierra a Jesús. Aprende que la comunión se distribuye con amor”». En este sentido, la minuciosidad de los ángeles custodios era proverbial. Cierta vez que un religioso le preguntaba por aquellos fragmentos de Hostia consagrada que caen al distribuir la Comunión, el Padre Pío le respondió: «¿Qué crees que hacen los ángeles en torno al altar?», dando a entender que recogen esos pedacitos y los vuelven a llevar al copón. (En la Iglesia se celebra la fiesta de los ángeles custodios el 2 de octubre. Al parecer, esta celebración se originó en España en el siglo V. En el siguiente link podremos encontrar un devocionario completo sobre los ángeles guardianes, que nos puede ayudar a contactar más fácilmente con ellos: http://www.devocionario.com/varias/angeles 156

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11 El sermón del claustro

Salvo una pequeña reflexión titulada La Agonía en Getsemaní de Nuestro Señor Jesucristo y un breve comentario a la Noche oscura del alma de san Juan de la Cruz, el Padre Pío no nos ha dejado ningún escrito. Sin embargo, mantuvo una abundante correspondencia epistolar, en su mayor parte con anterioridad a 1924, ya que desde esa fecha se le impusieron restricciones. Publicada en italiano en cuatro volúmenes[109], estas cartas, dirigidas a sus directores y a sus hijas espirituales, constituyen, junto a los testimonios de particulares que le conocieron, la más valiosa fuente de información sobre su vida y su pensamiento. De entre esas cartas y testimonios hemos entresacado los siguientes pensamientos, que conforman lo que podríamos llamar el «sermón del claustro», parafraseando el «sermón de la montaña» que predicó Jesús, y donde hemos pretendido condensar lo esencial de su mensaje. Dios • Preferiría ser hecho mil pedazos antes que ofender a Dios, lo más mínimo, una sola vez. • El peor insulto que se puede hacer a Dios es dudar de Él. • No te afanes buscando a Dios lejos de ti: está dentro de ti, contigo, en tus gemidos; mientras le buscas, Él está como una madre, que incita a su hijo a que le busque mientras ella se encuentra detrás, y con sus manos le impide que llegue. • Dios está en ti y contigo: ¿qué temes? El temor angustioso de haberlo perdido es un argumento cierto y evidente de que mora en ti. • Que el mundo se trastorne de arriba abajo, que todo sea anegado en tinieblas... ¿qué importa?: entre los truenos y nubarrones, Dios está contigo. • El buen Dios me encontró a mí, solitario y en oración. Llamó a la puerta de mi corazón y yo lo acogí, pensando que era un deber el hospedar al Señor que me había creado. • ¡Problemas importantísimos son éstos de los últimos tiempos, tan pecaminosos y tan llenos de escándalos! Se vive como si Dios no existiese y aquellos que conocen la existencia divina intentan huir de la mirada de Dios, a fin de ahorrarse preocupaciones en la justificación de su conducta extraviada. • Amar a Dios es complacerle, y no vale la pena preocuparse por el resto, sabiendo que Dios tendrá cuidado de nosotros más de lo que se puede decir o imaginar. • ¿Qué teméis, hijos míos? Escuchad lo que el Señor dijo a Abrahán y, en él, a vosotros: «No temáis, soy vuestro protector». ¿No buscáis a Dios? Lo poseéis, no 158

miento. Se deben al demonio las perplejidades del espíritu que experimentáis. Dios las permite no porque os odie, sino porque os ama. • Vengan cataclismos y se sumerja el mundo en tinieblas, humos y estrépitos... Dios está con vosotros. • Si Dios nos quita todo lo que nos ha dado, quedamos sólo con nuestros harapos. • No dejo de recordar siempre que Dios todo lo ve y al final juzga. • Es cierto que nunca sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos... También es cierto que nunca sabremos lo que nos hemos perdido hasta que Él llega. Jesús • El corazón de Jesús sea el centro de todas tus inspiraciones. • No, no temáis. Camináis por el mar entre los vientos y las olas, pero acordaos de que estáis con Jesús. ¿Quién puede temer? Pero si el temor os sorprende, gritad fuerte: «¡Señor, sálvame!». Él extenderá su mano: agarradla fuertemente, y caminad con alegría. • Jesús, te quiero muchísimo; es inútil que te lo repita: te quiero mucho. • Sé constantemente risueño en la abnegación y la inmolación, y Jesús te sonreirá siempre más. • Pensemos en el amor que Jesús nos tiene y en su interés por nuestro bienestar, y estemos tranquilos, no dudando que Él, con cuidado paternal, nos asistirá siempre contra todos nuestros enemigos. • No te pido otra cosa que tu Corazón para reposar. No deseo sino participar en tu santa Agonía. ¡Ojalá pudiera mi alma emborracharse con tu sangre y sustentarse con el pan de tu dolor! • Jesús derramó y sigue derramando todos los días lágrimas de sangre por la ingratitud humana. • Mi vida es Cristo: vivo para Jesús, para su gloria, para servirlo, para quererlo. • Mi corazón es tuyo. ¡Oh, Jesús mío: toma, pues, mi corazón, llénalo de tu amor, y después mándame lo que quieras! • Jesús, mi suspiro y mi vida, mientras hoy te elevo en un misterio de amor, te pido poder ser, para ti, un sacerdote santo y una víctima perfecta. • ¡Cuántas veces me dijo Jesús: «Hace poco me habrías abandonado, hijo mío, si no te hubiera crucificado»! • Las almas no se nos dan como regalo: se compran. ¿Ignoráis lo que le costaron a Jesús? Pues bien, siempre es preciso pagar con esa misma moneda. • Te recomiendo insistir para hacer progresar el amor y la preocupación hacia aquel acto supremo del infinito amor que prodigó Jesús dándose a sí mismo, todo entero y sin límites, a las almas. • Jesús está siempre contigo, incluso cuando te parezca que no lo sientes. Y nunca está más cerca de ti que en las luchas espirituales. Siempre está allí, cerca de ti, animándote a librar con valentía la batalla; está allí para parar los golpes del enemigo, a fin de que no te alcancen. • ¡Que se sienta esta gratitud hacia Jesús eucaristía y que se ponga en práctica! ¡El 159

sagrario es la fuente de la vida! ¡Es sostén, paz, ayuda y consuelo de las almas fatigadas! • Se ha enamorado Él tanto de mi corazón, que me hace arder todo en su fuego divino, en su fuego de amor. ¿Qué es este fuego que me consume todo? Si Jesús nos hace estar así de felices en la tierra... ¿Cómo será en el cielo? • Jesús sea el consuelo, la fortaleza y la recompensa en el tiempo y por toda la eternidad bienaventurada, no sólo para mí, sino también para todas aquellas almas a quienes yo quiero con ternura paternal. • En todo pobre está Jesús agonizante; en todo enfermo está Jesús sufriente; en todo enfermo pobre está Jesús dos veces presente. • Me pregunto cómo es posible que haya almas que no sientan quemar en su pecho el fuego divino, especialmente cuando se encuentran delante de Él en el Santísimo Sacramento. • Tengo tanta confianza en Jesús que, si viera el infierno abierto delante de mí, no desesperaría, confiaría en Él. • Mi corazón está rebosante de alegría y se siente cada vez más fuerte al encontrar cualquier aflicción, en caso de que se trate de obedecer a Jesús. • Lo importante es caminar con sencillez ante el Señor. No pidas cuenta a Dios, ni le preguntes jamás «¿por qué?», aunque te haga pasar por el desierto. Una sola cosa es necesaria: estar cerca de Jesús. Si nos cita en la noche, no rehusemos las tinieblas. • ¡Oh, si las almas conociesen bien y apreciasen el gran don de Dios que se quedó viviente en la tierra, cómo vivirían la vida de otro modo! • El amor no se esconde sino para fomentar el amor. Jesús no pide imposibles. Dile: «¿Quieres que te ame más? Dame más amor y te ofreceré más amor». • ¿Puede alguien sentirse infeliz, si Jesús se le ha dado en herencia? • Lo que más me hiere es el pensamiento de Jesús sacramentado. El corazón se siente como atraído por una fuerza superior. Tengo tal hambre y sed antes de recibirlo, que poco me falta para morir de preocupación. • En la vida espiritual, cuanto más se corre menos se nota el cansancio. Más aún, la paz, preludio del gozo eterno, nos inundará, seremos verdaderamente dichosos y fuertes a medida que, esforzándonos constantemente, dejemos vivir a Cristo en nosotros, despojándonos de nosotros mismos. • Camina siempre bajo la mirada del Buen Pastor, y evitarás pastizales envenenados. • Sed constantes, permaneced en la nave en que os ha embarcado y, aunque vengan tempestades, Jesús está con vosotros, y no pereceréis. • Hijos míos, Jesús sea siempre el centro de nuestras aspiraciones, nos consuele en las tristezas, nos sostenga con su gracia, ilumine nuestra mente e inflame nuestro corazón de amor divino: Esta es, en síntesis, mi asidua plegaria por vosotros y por mí ante Jesús. Él, con su infinita bondad, se digne escucharla y atenderla. • Si nos sobreviene alguna languidez de espíritu, corramos a los pies de Jesús en el Sacramento, pongámonos entre los celestes perfumes y seremos, indudablemente, revigorizados. • Respecto a dudar de si en vosotros está el divino amor, os suplico que no os 160

preocupéis, porque Jesús está con vosotros y, donde Él está, no puede no encontrarse el reino de su amor. Para convenceros baste vuestro continuo aspirar a Él. ¿Es posible que Jesús esté lejos, mientras le llamáis, le rezáis y le buscáis? ¿Cómo es posible que el amor divino no esté en vosotros, mientras, como el ciervo sediento, corréis a la fuente eterna de agua viva? Desechad, por lo tanto, toda duda. Calmad vuestras ansias. • Repítele continuamente también tú al dulcísimo Jesús: quiero vivir muriendo, para que de la muerte surja la vida que ya no muere, y la vida resucite a los muertos. • Confieso que para mí es una gran desgracia no saber expresar y explicar este volcán eternamente encendido que me quema, y que Jesús hizo nacer en este corazón tan pequeño. • Sé que nadie puede amar dignamente a Dios, pero cuando alguien se esfuerza al máximo y confía en la divina Misericordia, ¿por qué va a rechazarlo el Señor? ¿No nos ha mandado Él amar a Dios como mejor podamos? Si le habéis entregado y consagrado todo a Dios, ¿por qué temer? ¿Tal vez por no poder amarle más? ¡Jesús no pide cosas imposibles! Por otra parte, decidle al buen Dios que supla Él lo que os falta, y sin duda le complaceréis. • Las almas que aman a Jesús deben tratar de asemejarse a su eterno y divino modelo. Jesús llegó a sentirse solo. En su humanidad quiso experimentar la incomprensible pena de sentirse abandonado hasta de su Padre celestial. • No temáis, Jesús es más poderoso que el infierno. Al solo recuerdo de su nombre, todos, en el cielo y en la tierra, caen de rodillas ante Jesús, consuelo de los buenos y terror de los impíos. • Caminad entre vientos y mareas, pero con Jesús. • Sed constantes en vuestros propósitos, permaneced en la nave en que os ha embarcado y, aunque vengan tempestades, Jesús está con vosotros, y no pereceréis. Él dormirá, pero en el momento de peligro se despertará y os calmará. • Para revestirse de Jesús, es necesario despojarse de uno mismo. • Pon dulcemente tu corazón en las llagas de nuestro Señor. • Jesús conforta siempre al que confía y espera en Él. • Jesús y tú, de mutuo acuerdo, tenéis que cultivar la viña: tú debes quitar y transportar las piedras, y arrancar las espinas; Jesús sembrará, plantará, cultivará, regará... También en tu trabajo colabora Jesús. Sin Él nada podrías hacer. • ¿Os acongojáis si Jesús, para conduciros a la patria celestial, os hace caminar a campo traviesa o por desiertos, cuando por unos y otros conseguiréis igualmente la felicidad eterna? • ¡Se debe ir a Jesús con verdadera fe, y no por rutina, como para olvidarlo cuanto antes! ¡Vivid de la fe, de aquella fe viva que eleva las almas a las cosas sublimes, en vez de sumergirse demasiado en la tierra! • Si las almas no se acercan con frecuencia al fuego eucarístico, permanecen frías, sin aliento, tibias, sin méritos. Y ¿qué consuelo puede recibir Jesús de esas almas que no tienen la fuerza de volar sobre todo lo creado? 161

• Si Jesús se manifiesta a vosotros, dadle gracias; si se oculta a vuestra vista, dadle también las gracias. Todo esto compone el yugo del amor. María • Te recomiendo ocuparte actualmente de cómo poder honrar siempre más a la gran Madre de Dios y Madre nuestra. • Oye, Madre, yo te quiero más que a todas las criaturas de la tierra y del cielo... después de Jesús, claro. Te quiero tanto... Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte... Sí, eres hermosa, Madre mía... Si no hubiera fe los hombres te llamarían diosa. Tus ojos resplandecen más que el sol. Eres hermosa, Madre: ¡te quiero! • Nuestro común enemigo sigue haciéndome la guerra y hasta la fecha no ha dado ninguna señal de querer retirarse y darse por vencido. Me quiere perder a toda costa, pero me siento muy obligado a nuestra Madre María al rechazar estas insidias del enemigo. • En el cielo estoy en constante coloquio con Dios para salvar las almas, pero especialmente recurro a la Reina del Cielo y de la tierra, María. Junto a ella desempeño mi misión. • ¡Implorad la protección de mi Madre y tened confianza en Mí!... Mi Madre os ha dicho que ella es la Mediadora de todas las gracias. • Seamos inmensamente gratos a la Virgen: ¡Ella nos dio a Jesús! • Te dejo, ¡oh, hermano!, este legado: el Crucifijo, la Eucaristía, el Corazón Inmaculado de María y las almas que hay que salvar. • No os entreguéis de tal manera a la actividad de Marta que lleguéis a olvidar el silencio y la entrega de María. La Virgen, que tan bien encarna a una y a otra, os sirva de suave modelo y os inspire. • ¡Que la Virgen, clemente y piadosa, os continúe obteniendo de la inefable bondad del Señor fuerza para afrontar hasta el final las pruebas de amor que os sobrevengan! • ¡Amen a la Virgen y háganla amar! ¡Reciten siempre el Rosario! • Si estuvieses en el cielo y vieras todo lo impuro que hay en el corazón del hombre, y cómo el hombre quisiera desbaratar los planes de Dios manifestados en la Redención humana por medio de María Inmaculada, desearías precipitarte, si te fuese posible, sobre la tierra, para manifestar al mundo la verdad infalible del Verbo Encarnado en el seno purísimo de la Virgen María, por obra y virtud del Espíritu Santo. La Cruz • La vida es un Calvario. Conviene subirlo alegremente. Que siempre seamos amigos de la Cruz, que nunca huyamos de Ella, porque quien huye de la Cruz huye de Jesús, y quien huye de Jesús nunca encontrará la felicidad. • Ten sobre tu corazón a Jesucristo crucificado, y todas las cruces de este mundo te parecerán rosas. • ¿No es acaso la Cruz la prueba infalible del gran amor de Dios a un alma? • Es una gracia de Dios el tener la sabiduría de la Cruz. Y, cuando tengamos la 162

sabiduría de la Cruz, tendremos esa otra gran cosa que sólo la Cruz da: la alegría de la Cruz. • Si Dios nos somete a una Cruz muy pesada, y nos da la fuerza necesaria para soportarla con mérito, son signos inequívocos y únicos de su amor por nosotros. Esa Cruz muy pesada a veces pueden ser problemas de salud, problemas familiares... también pueden ser incomprensiones, tentaciones, o tribulaciones de distinto tipo... Nosotros debemos pedir esas cruces. Pensemos esto: son signos inequívocos y únicos de su amor por nosotros. • Sigamos al Divino Maestro a lo largo de la cuesta del Calvario cargando con nuestra Cruz, y, cuando él crea conveniente clavarnos en la Cruz, démosle gracias, y considerémonos afortunados por tanto honor que nos ha sido concedido, sabiendo que el estar crucificado con Jesús es un acto mucho más perfecto que el simple contemplar a Jesús en la Cruz. Por eso, no hay que asustarse por la Cruz. Hay almas que no avanzan en la vida espiritual por miedo a la Cruz. Más aún, hay almas que retroceden, incluso hay almas que abandonan a Cristo porque tienen miedo a la Cruz. • Que la Cruz no te asuste. La más grande prueba de amor consiste en padecer por el amado; y si Dios, por tanto amor, sufrió tanto dolor, el dolor que se sufre por Él se vuelve amable en cuanto al amor. • Jesús nunca está sin la Cruz, pero la Cruz no lo está nunca sin Jesús. • El madero no os aplastará: si alguna vez vaciláis bajo su peso, su poder os volverá a enderezar. • Yo amo la Cruz, la Cruz sola. • La Virgen de los Dolores nos consiga de su santo Hijo la gracia de hacernos penetrar cada vez más en el misterio de la Cruz y asociarnos con ella a los padecimientos de Jesús. • La más cierta prueba del amor consiste en padecer por lo querido y, después de que el Hijo de Dios padeció por puro amor tantos dolores, no queda ninguna duda que la Cruz, llevada para Él, se hace amable por el amor. • Apelad a Dios cuando vuestra cruz os martiriza. Así imitareis a su hijo que, en Getsemaní, imploró algún alivio. Pero, como Él, estad dispuesto a decir: ¡Fíat! • Perseverad hasta la muerte, hasta la muerte con Cristo en la Cruz. • El Calvario es el monte de los santos, pero de allí se pasa a otro monte, que se llama Tabor. • Gólgota: una cima cuya ascensión nos reserva una visión beatifica de nuestro amado Salvador. • Casi todos vienen a mí para que les alivie la Cruz: son muy pocos los que se me acercan para que les enseñe a llevarla. • No temas las adversidades, ya que ponen el alma al pie de la Cruz, y la Cruz nos pone en las puertas del cielo, donde se hallará Él, que triunfa sobre la muerte y te introducirá en el gozo eterno. • Para crecer, necesitamos del pan básico: la Cruz, la humillación, las pruebas y las negaciones. 163

• Andas excesivamente preocupado en la búsqueda del Sumo Bien: verdaderamente lo tienes dentro de ti, y te tiene extendido en la desnuda Cruz, alentándote para que puedas resistir el inaguantable martirio e, incluso, para que ames amargamente el dolor. • No te aplaste la Cruz: si su peso te hace tambalear, su potencia te sostiene. El peso te parece intolerable, pero lo sobrellevas porque el Señor, por amor y misericordia, te ayuda con su fuerza. • Subamos al Calvario con la Cruz a cuestas. No dudemos. Nuestra ascensión terminará con la visión celeste del dulcísimo Salvador. • Mi deseo es que lleguéis a expirar en la Cruz con Jesús, y con Él podáis dulcemente exclamar: «¡Consummatum est!» (Todo está cumplido). • La Cruz es la bandera de los elegidos. No nos separemos de ella y cantaremos victoria en toda batalla. • En la vida, cada uno tiene su Cruz. Tenemos que conseguir ser el buen ladrón, no el malo. • Para llegar a nuestro último fin es preciso seguir al jefe divino, el cual no quiere llevar al alma por ninguna otra senda que no sea la que él recorrió, es decir, la de la abnegación y la Cruz. • Sí, amad la cuna del Niño, pero amad el Calvario del Dios crucificado entre tinieblas. Apretujaos a Él, estad seguros de que Jesús se halla en vuestros corazones más de cuanto pensáis e imagináis. A esto os exhorto. • Cuando notéis que aumenta el peso de la Cruz, insistid en la oración, para que Dios os consuele. Si os comportáis de esa manera no obráis en absoluto contra la voluntad de Dios, sino que acompañáis, para obtener alivio, a su mismo Hijo, que también oró a su Padre en el Huerto. • Vivimos en un valle de lágrimas donde cada uno lleva su Cruz. No encontraremos la felicidad aquí en la tierra. • Esta vida es breve, mientras que las recompensas que nos esperan en el ejercicio de la Cruz son eternas. • Mi Purgatorio lo hice en vida sobre la tierra, signado con las llagas de Jesús Crucificado y con el alma continuamente en penosa congoja, semejante a la que padeció Jesús en la Cruz en su dolorosa agonía. He podido vivir tanto, gracias a la asistencia que me proporcionaba el Señor. Sufrimiento • No es faltar a la paciencia el implorar a Jesús el fin de nuestros sufrimientos cuando exceden nuestras fuerzas: siempre nos quedará el mérito de haber ofrecido nuestros dolores. • Quien comienza a amar debe estar dispuesto a sufrir. • El Señor me hace ver, como en un espejo, que toda mi vida futura no será más que un martirio. • El más hermoso acto de fe brota de nuestros labios en la oscuridad, en la inmolación, en el sufrimiento, en el esfuerzo inflexible hacia el bien; él rompe como un 164

rayo las tinieblas de tu alma y te lleva a través de la tempestad hasta el Corazón de Dios. • En tus dolores está Jesús, precisamente en el centro de tu corazón. El que ama, sufre. El amor no satisfecho del todo es un tormento, aunque un tormento dulcísimo. • El sufrimiento, ¿no es acaso signo cierto de que Dios te ama? • Padezco, pero no me quejo, porque ésa es la voluntad de Dios. Nada deseo, excepto amar y sufrir. • Os consuele saber que las alegrías de la eternidad serán tanto más profundas y más íntimas, cuantos más días de humillación y años infelices contemos en nuestra vida presente. • Entre muchos sufrimientos soy feliz, porque me parece sentir mi corazón palpitar con el de Jesús. • ¡Oh, peregrino! ¡Te he comprado con el precio de mi sangre! • Las tentaciones emanan de lo innoble y de las tinieblas; los sufrimientos, del seno de Dios: las madres vienen de Babilonia, las hijas, de Jerusalén. Despreciad las tentaciones, y recibid las vicisitudes con los brazos abiertos. • Mis sufrimientos interiores crecen y crecen cada vez más sin el menor descanso. Así lo quiere el Señor, porque así desea ser amado por sus criaturas. • Las almas más afligidas son las predilectas del divino Corazón. • Caminad con sencillez por los caminos del Señor: no torturéis vuestras almas. • Estás en una zarza ardiendo. La llama se agita, el cielo está lleno de nubarrones, el espíritu no ve ni entiende nada: mas Dios habla, presente al alma que escucha, atiende, ama y se estremece. • Los mártires no sólo sufrieron, sino que murieron en el dolor y no encontraron a Dios más que en la muerte. • No creáis que vuestros sufrimientos son infligidos en reparación de culpas cometidas: el Señor sólo os aflige para adornar la diadema de las perlas concedidas. • «Sufrir y no morir» era el leitmotiv de santa Teresa. El Purgatorio es un lugar de delicias, cuando se lo soporta voluntariamente. • Debes humillarte ante Dios y no deprimirte si Él te reserva los sufrimientos de su Hijo y quiere hacerte experimentar tu debilidad. Cuando por fragilidad te caes, tienes que elevar hacia Él la oración de la resignación y de la esperanza, y agradecerle los beneficios con los que te enriquece día a día. • El corazón bueno es siempre fuerte: sufre, pero disimula sus lágrimas y se consuela sacrificándose por el prójimo y por Dios. • El más sublime acto de fe es el que sube a nuestros labios en la noche, en la inmolación, en el dolor, en el esfuerzo inflexible hacia el bien. • Muchos sufren, pero pocos saben sufrir bien. El sufrimiento es un don de Dios. Bendito quien sabe sufrir, bendito quien sabe sacarle provecho al sufrimiento. • Sufres, es verdad, pero hazlo resignadamente y no temas, pues Dios está contigo. Tú no lo ofendes, lo amas. Sufres, pero convéncete que también Jesús sufre contigo y por ti. • Si me fuera posible, hubiera preferido quedarme en la Tierra para sufrir hasta el fin 165

del mundo con el fin de reparar por la gran Majestad de Dios, tan ultrajada, y para poder salvar todavía más almas. • Bendita sea la caridad del Señor, que sabe mezclar lo dulce con lo amargo, y transformar en premio eterno las transitorias penas de la vida terrenal. • Si Dios te reserva los sufrimientos de su Hijo y quiere hacerte experimentar tu debilidad, humíllate ante Él y no te desanimes. Dirígete a Él, incluso cuando caigas por debilidad, con plegarias de resignación y de esperanza. Agradécele los beneficios con que te enriquece. • Es necesario que os familiaricéis con los sufrimientos que Jesús os envíe; debéis vivir siempre con ellos. Si os comportáis de esta manera, cuando menos lo esperéis, Jesús, que sufre cuando os ve largo tiempo afligidos, os reconfortará e infundirá nuevo valor en vuestro espíritu. • ¡Dios mío, Dios mío, perdóname! No te he ofrecido jamás nada y ahora, a poco que sufro, por la nimiedad de mis sufrimientos comparados con los tuyos, me quejo injustamente. • Quien empiece a amar a Dios, debe estar dispuesto a sufrir. • Ateneos a lo que Él os dice: no hay más que creer, doblegando nuestro espíritu. También los mártires creían sufriendo. El Credo más hermoso es el que florece en vuestros labios en los momentos más negros, más sacrificados, más dolorosos. • Que mi alma se eleve en los momentos de dolor, sabiendo que, si no hubiera sombra, nunca podría resplandecer el sol. • Todas las almas que aman a Jesús deben ir pareciéndose cada vez más al divino y eterno modelo. Por tanto, quien haya elegido tan óptimo modelo, debe sufrir, más o menos, todos los dolores de Cristo. • Incluso el destierro es bonito, anhelando el Paraíso. • Hace falta mucha oración, un poco de penitencia, mayor unión con Jesús eucaristía, mayor dedicación al desagravio. Se necesitan víctimas de reparación, almas Hostias, almas puras. El sufrimiento de las almas puras penetra en los cielos. • La vida del cristiano no es más que una lucha continua contra sí mismo. No se consigue la felicidad sino por medio del dolor. • La tribulación es señal clarísima de que el alma está unida a Dios: «Con Él estoy en la tribulación». • El destino de las almas elegidas es el sufrimiento, condición que Dios, autor de todo y de todos los dones que conducen a la salvación, ha fijado para darnos la gloria. Pruebas • Ofreced vuestras pruebas, vuestras tentaciones, las vejaciones que os atormentan, todo, por la salvación de los pobres pecadores y de los sacerdotes infieles que se dejan llevar por el error. Ellos siempre son muy queridos de mi Corazón. • En medio de las tribulaciones que pueden afligiros, poned toda solicitud en nuestro Bien, sabiendo que Él cuida de nosotros más que una madre de sus hijos. • Se hace día y el alma se recrea al sol; se hace noche y vienen las tinieblas. Se pierde 166

la memoria. El Señor, para lograr un oscurecimiento total, nos hace olvidar hasta las consolaciones recibidas. ¡Calma! Y convéncete de que estas tinieblas y tentaciones no son un castigo por tu iniquidad: no eres ni un impío ni un obstinado malicioso, sino uno entre los elegidos, probado como el oro al fuego. • Por los golpes reiterados de su martillo, el Artista divino talla las piedras que servirán para construir el edificio eterno. Esos golpes de cincel son las sombras, los miedos, las tentaciones, las penas, los temores espirituales y también las enfermedades corporales. Dad, pues, gracias al Padre celestial por todo lo que impone a vuestra alma. Abandonaos al Él totalmente: os trata como trató a Jesús en el Calvario. • «Con repetidos golpes de saludable cincel y con diligente limpieza suelo preparar las piedras que tendrán que entrar en la composición del edificio eterno». Estas palabras va repitiéndome Jesús cada vez que me regala nuevas cruces. Ahora me parece que las palabras de nuestro Dios, que me parecieron muy oscuras, van haciendo luz en mi mente. • Cuando un constructor quiere levantar una casa, debe ante todo limpiar y nivelar el terreno; el Padre celestial procede de igual manera con el alma elegida que, desde toda la eternidad, ha sido concebida para el fin que Él se propone; por eso tiene que emplear el martillo y el cincel. • Anímate también tú con este pensamiento: tus penas, espirituales y físicas, son pruebas que te envía el Señor. • Cuanto mayores son las penas, es tanto mayor el amor que Dios os tiene; conocéis el amor de Dios por este signo: por las penas que os manda. • ¡Ánimo! No esperéis llegar al Tabor para contemplar a Dios. Ya lo veis y contempláis en el Sinaí. • Cuanto más dura sea la prueba que Dios envía a sus elegidos, tanto más abundantemente los conforta durante la opresión y los exalta después de la lucha. • Desechad toda preocupación excesiva que provenga de las penas con que Dios quiere probaros. Si esto no os fuese posible, alejad la idea y vivid sometidos en todo al querer divino. • Acomodaos a las pruebas que Él quiera enviaros, como si debieran ser vuestras compañeras para toda la vida: cuando menos lo esperéis, quizás queden resueltas. • Las pruebas a las que Dios os somete y os someterá, todas son signos del amor Divino y perlas para el alma. • Ten por cierto que si a Dios un alma le es grata, más la pondrá a prueba. Por tanto, ¡coraje! Y adelante siempre. • Acaricia y besa dulcemente la mano de Dios que te castiga: es siempre la mano de un Padre que te pega porque te quiere. • Para consolar al afligido, no hay nada como recordarle el bien que todavía puede realizar. • Cuando os sobrevenga alguna prueba, física o moral, el mejor remedio es pensar en Aquél que es nuestra vida. Jamás pensar en la prueba sin pensar contemporáneamente en el Otro. 167

• El grano de trigo no da fruto si no sufre, descomponiéndose: así las almas necesitan la prueba del dolor para quedar purificadas. • El Señor, por su piedad, añade a otras pruebas la de los miedos y temores espirituales, hechos de desolación y tinieblas, pero dichas tinieblas son luz en el cielo de nuestras almas. • Las pruebas que os envía y os enviará el Señor son signos palpables del aprecio divino y joyas del alma. Pasará, hijos míos, el invierno y llegará una interminable primavera cuyas bellezas superarán en mucho las duras tempestades. Tentaciones • Si logras vencer la tentación, es como si lavaras tu ropa sucia. • Si teméis por el arreciar de la tempestad, gritad con san Pedro: «¡Señor, sálvame!». Os dará su mano: acogeos a ella con fuerza y caminad alegremente. • Tus tentaciones provienen del demonio, del infierno; tus penas y aflicciones, de Dios, del paraíso. • Desdeña las tentaciones y abraza las tribulaciones. • Aborreced las tentaciones y no os entretengáis en ellas. • Si llegáramos a saber los méritos que obtenemos por las tentaciones sufridas con paciencia y vencidas, casi exclamaríamos: «¡Señor, envíanos tentaciones!». • Pensar que es imposible amar sinceramente al Señor, después de haberlo ofendido, es una insinuación del Maligno. • El simple hecho de sufrir la tentación de pensamientos impuros, no es pecado. Rechazándolos se practica la virtud. • Es Dios mismo quien advierte que la tentación es una prueba de que el alma se está uniendo con Dios: «Hijo, si te aprestas a servir a Dios, prepara tu alma para la tribulación». • Dios permite, para el bien de su servidor, horribles tentaciones en contra de la fe, hasta el punto en que el alma parece ya no creer. Pecado • El demonio no tiene más que una puerta para entrar en nuestra alma: la voluntad. No existen entradas secretas. Ningún pecado es pecado sin nuestro consentimiento. Cuando falta la participación del libre albedrío, no hay pecado sino debilidad humana. • En general la gente es más buena que mala. Todos creen estar haciendo un bien con lo que hacen. Algunos se equivocan, pero no es maldad, es error. Es cierto que a veces se ponen serios y hasta peligrosos, pero si les llegas por el lado bueno, te devuelven lo bueno de ellos; si le llegas por el lado malo, te devuelven lo malo. • Los castigos se los procura el hombre con sus actos de rebelión contra el Dios altísimo. El hombre, abandonado a sí mismo por parte de Dios, se encamina hacia el abismo de toda clase de perdición. • Si obras bien, alaba y dale gracias al Señor por ello; si te acaece obrar mal, humíllate, sonrójate ante Dios de tu infidelidad, pero sin desanimarte: pide perdón, haz 168

propósito, vuelve al buen camino y tira derecho con mayor vigilancia. Él sabe muy bien que no quieres obrar mal dándote cuenta, y las faltas que cometes inadvertidamente sólo deben servirte para adquirir humildad. • No ofendemos a Dios más que cuando, conociendo la maldad de una acción, la realizamos con deliberada y plena voluntad. • Aprended a odiar vuestros defectos, pero siempre con serenidad. • Si Dios permite que tropieces con alguna debilidad, no es para abandonarte, es sólo para reafirmar tu humildad y hacerte más atento para el futuro. • No hay culpa sino en lo que el alma quiere, o bien, no habiéndolo querido, lo aprueba o no se esfuerza por alejarlo de sí. • En el disco del gramófono quedan impresas las ondas sonoras con cantos delicados o groseros y con palabras santas o indecentes... Del mismo modo quedan escritos en el libro de la vida los buenos pensamientos o los malos, las conversaciones morales o las inmorales, las obras buenas o las perversas. ¡De ti depende escribir sólo el bien! • Sabes que el alma vale más que el cuerpo. ¿Por qué tanta solicitud por el mísero cuerpo y tanta negligencia con el alma? ¡Aprende a ser más sabio! • Quien se apega a la tierra, a ella permanece pegado. Debemos arrancarnos de ella por la fuerza. Mejor es despegarse poco a poco que de un tirón. Anhelemos constantemente el cielo. • Caminad sencillamente por la senda del Señor, no os torturéis el espíritu. Debéis detestar vuestros pecados, pero con una serena seguridad, no con una punzante inquietud. • Un pecador que le dijo: «¡Padre, he pecado tanto!», escuchó esta contestación del Padre Pío: «Hijo mío, le has costado muy caro a Dios para que te abandone». • Recuerda: está más cerca de Dios el pecador que se avergüenza de sus malas acciones, que el justo que se sonroja por hacer el bien. • Aunque hayas cometido todos los pecados del mundo, Jesús te repite: se te perdonarán muchos pecados, porque has amado mucho. • En el mundo sólo se piensa en gozar, y se peca mucho. ¡Hay amenazas por parte de Dios que se van a cumplir inexorablemente! Toda la corte celestial adora a la omnipotencia divina y le suplica que se aplaque. ¡Por eso mismo, rogad todos y ofreced sacrificios! • Es la pérdida del tiempo pasado inútilmente en el pecado lo que gradualmente arrastra al infierno. Este es el primer problema: evitar la pérdida del tiempo. • La charlatanería nunca está limpia de pecado. • Si esto os conforta, recordad las ofensas hechas a la justicia, a la sabiduría, a la infinita misericordia de Dios, pero sólo para llorarlas con arrepentimiento y amor. Después, con fe sencilla, con el mismo amor ardiente con que Él cerca y persigue nuestras almas, humillemos a sus pies nuestra frente impura. • Despertemos, pues la dejadez lo destruye todo... realmente destruye todo. • Es menester distinguir entre el temor de Dios y el miedo de Judas: el demasiado miedo nos hace obrar sin amor; la demasiada confianza nos impide observar con 169

inteligente atención aquel peligro que debemos vencer. Ambos deben ayudarse uno a otro como dos hermanos. • La casta Susana, invitada a pecar, al pensamiento de «¡Dios me ve!», pronunció su «no» rotundo. Los tentadores, burlados, inventaron una calumnia y la condenaron a muerte. • El amor propio es hijo de la soberbia y más malicioso que su madre. Perdón • Perdonad y os será perdonado, de otro modo la balanza se precipitará al suelo y os encontraréis mal frente al divino Juez. • La divina solicitud no sólo no rechaza a las almas arrepentidas, sino que sale en busca de la más empedernida. • Recuerda que Dios puede rechazar todo lo que proviene de nuestro ser contaminado, pero no puede rechazar (sin rechazarse a Sí mismo, lo que sería una monstruosidad) el deseo sincero de quien quiere amarlo y abjura, por tanto, del mal. • Los grandes corazones ignoran los agravios mezquinos. • La misericordia del Señor, hijo mío, supera infinitamente tu malicia. • San Pedro, apóstol del Señor, de quien recibió la potestad sobre los doce Apóstoles, ¿no negó a su Maestro?; ¿no se arrepintió y amó al Salvador y la Iglesia lo venera como santo? • Un hombre pidió al Padre Pío que curase a su madre, le mostró su retrato y le dijo: «Padre, si yo lo merezco, bendígala». «Ma che merito?», respondió: «En este mundo, ninguno de nosotros merecemos nada. Es el Señor, en su infinita bondad quien es tan amable como para colmarnos de sus dones, porque todo lo perdona». • A un penitente que había vivido en el vicio, y que le preguntaba si, cambiando de vida, alcanzaría el perdón y moriría en la fe, le contestó: «Las puertas del paraíso están abiertas a toda criatura. Acuérdate de María Magdalena». • Hay gozos paradisíacos que se descubren siempre de nuevo, y uno queda siempre extasiado... Pero no hay para todos la misma gloria: el alma que ha amado más, que ha sufrido más y que se mantuvo en la verdadera pureza, esa alma es capaz de saborear mucho mejor el misterio incomparable de la celestial Jerusalén. Gracia • La vida no consiste en placeres: es lucha contra las pasiones, contra Satanás y las máximas perversas del mundo. Para vencer se necesita la gracia de Dios, que se obtiene con la oración y los sacramentos. Fruto de la vida cristiana es la paz del corazón, la resignación en el dolor y la gloria en el paraíso. • ¿Somos capaces de un solo deseo santo sin la gracia? No, ciertamente. Nos lo enseña la fe. • Sin la lluvia que cae del cielo, la tierra no produce más que cardos y espinas. • Dejad plena libertad a la gracia que actúa en vosotros y tened cuidado para no turbaros jamás por cualquier cosa adversa que pueda sobreveniros, conscientes de que 170

todo esto es un obstáculo al divino Espíritu. • Sé dócil a los impulsos de la gracia, siguiendo sus inspiraciones. • Muertos son los que viven alejados de Dios, sin vivir la verdadera vida, esto es, la gracia divina. • Os suplico, en nombre de Cristo, que no os dejéis ganar por la tibieza para el bien, y que os atengáis a mis sugerencias: por amor de Dios, no dejéis inactivas las gracias, derramadas en abundancia sobre vosotros por los sacramentos. Adelantad en la caridad, dilatad vuestros corazones, llenos de confianza en el Espíritu Santo. • No escuchéis lo que os dice vuestra imaginación. Por ejemplo, que la vida que lleváis es incapaz de guiaros al bien. La gracia de Jesús vela y os hará obrar para ese bien. Estad seguros que cuanto más ama a Dios un alma, menos le siente. La cosa parece extraña e imposible, si se la considera desde el punto de la criatura caída, pero en el reino del amor todo es diferente. La oración • Quien no medita me recuerda al hombre que no echa una mirada al espejo antes de salir y, poco cuidadoso de su aspecto, aparece en público desaliñado, sin darse cuenta. • Resígnate y no temas ante la noche que cae; mientras tanto, haz lo que dice David: elevad en la noche vuestras manos hacia el santuario y bendecid al Señor. Sí, bendigamos de todo corazón al Señor, bendigámoslo sin cesar y pidámosle que sea nuestro guía, nuestra nave, nuestro puerto. • El alma que busca y desea la visita de Dios, tiene que apartarse del bullicio del mundo. • Os equivocáis al querer medir el amor del alma a su creador por la dulzura sensible que experimenta al amar a Dios. Ese amor es propio de las almas que se encuentran todavía en la simplicidad de la infancia espiritual. El amor, en cambio, de las almas que ya han superado esta infancia espiritual es el de amar sin sentir gusto ni dulzura en lo que se llama alma sensitiva. • ¡Reavivad vuestra Fe!: ¡orando, os salvaréis! • El que medita, dirige sus pensamientos a Dios, espejo de su alma; trata de conocer sus defectos; hace lo posible por corregirlos; frena sus impulsos, y ordena su conciencia. • La meditación no es un medio para elevarse hacia Dios, sino un fin. Tiende a amar a Dios y al prójimo. Amad a Dios con toda vuestra alma y sin reservas. • Determinad cuánto durará la meditación y no capituléis antes de tiempo, incluso a costa de grandes sacrificios. • Todas las oraciones son buenas, siempre que vayan acompañadas por la recta intención y la buena voluntad. • Acordaos, hijos míos, que soy tan enemigo de los deseos inútiles como de los deseos peligrosos y malos, pues, aunque sea bueno lo que se desea, nuestros anhelos son siempre defectuosos, especialmente si están animados de excesiva solicitud, pues Dios no nos exige este género de bienes, sino otros en los que quiere que nos ejercitemos. Si Él quiere hablarnos, como a Moisés, entre espinas, desde la zarza, entre nubes y 171

relámpagos, no nos obstinemos en desear que Dios nos hable entre suaves y frescas brisas, como habló a Elías. • El que ora se salva; el que no ora, se condena. • Reza, espera y no te preocupes. La preocupación es inútil. Dios es misericordioso y escuchará tu oración... La oración es la mejor arma que tenemos; es la llave al corazón de Dios. Debes hablarle a Jesús no sólo con tus labios, sino con tu corazón. En realidad, en algunas ocasiones debes hablarle sólo con el corazón. • Toda oración es buena cuando es sincera y continua. • El don sagrado de la oración está a la derecha del Verbo, nuestro Salvador. En la medida en que vaciéis vuestro «yo» de sí mismo, es decir, del apego a los sentidos y a vuestra propia voluntad, echando raíces en la santa humildad, el Señor hablará a vuestro corazón. • No se consigue la salud espiritual sino con la oración; no se gana la batalla sino con la oración. • Sólo deseo ser un pobre monje que reza. • Si vuestro espíritu no se concentra, vuestro corazón está vacío de amor. Cuando se busca sea lo que sea con avidez y prisa, puede uno tocar cientos de veces el objeto sin ni siquiera darse cuenta. La ansiedad vana e inútil os fatigará espiritualmente, y vuestro espíritu no podrá dominar su sujeto. Hay que liberarse de toda ansiedad, porque ella es la peor enemiga de la devoción sincera y auténtica. Y esto principalmente cuando se ora. Recordad que la gracia y el gusto de la oración no provienen de la tierra, sino del cielo, y que es en vano utilizar una fuerza que sólo podría perjudicaros. • Esforzaos por orar, pero con la humildad y la sinceridad; abrid vuestro corazón cara a los cielos, para que descienda sobre él el rocío benéfico. • En los libros se busca a Dios, en la oración se lo encuentra. • Las gracias y los gozos de la oración no son aguas de la tierra, sino del cielo. Todos nuestros esfuerzos no son suficientes para hacerlas caer, pero es igualmente necesario preparamos con la mayor diligencia, serena y humildemente. Hay que tener el corazón constantemente abierto en espera del rocío celestial. No olvides este consejo en la oración, pues te acercará a Dios y te ayudará a mantenerte en su presencia. • Cuando os distraigáis en la oración, no aumentéis la distracción entreteniéndoos en averiguar el porqué y el cómo. Haced como el caminante extraviado que, apenas se da cuenta de haberse equivocado de camino, inmediatamente busca el justo. Así vosotros, continuad vuestra oración sin entreteneros en las distracciones. • Practicad con perseverancia la meditación a pequeños pasos, hasta que tengáis piernas fuertes, o más bien alas. Tal como el huevo puesto en la colmena se transforma, a su debido tiempo, en una abeja, industriosa obrera de la miel. • Las plegarias de los santos en el cielo y de los justos en la tierra, son cual perfume de duración eterna. • La oración debe ser insistente, pues la insistencia denota fe. • Hay que progresar, jamás retroceder en la vida espiritual. Si no, nos acaece como a la nave que, en vez de adelantar, se para. El viento se encargará de hacerla retroceder. 172

• La oración es nuestra mejor arma. Es la llave que abre el corazón de Dios. • ¡Qué error! Lo que el alma toma por abandono es un favor insigne. Es la transición de lo inteligible a lo contemplativo, a la que uno no llega sino purificado. • Cuando la zarza arde, en su derredor se forma una aureola. El espíritu, desconcertado, teme no ver, no comprende absolutamente nada. Es entonces cuando se presenta Dios y habla al alma que oye, entiende, ama y tiembla... • Amad al prójimo como a vosotros mismos, y habréis conseguido el fin principal de la oración. • ¿No son muchos los cortesanos que van y vienen continuamente ante el Rey, no para hablarle o escucharle, sino simplemente para que los vea y los reconozca como sus verdaderos servidores? Esta manera de estar en la presencia de Dios, sólo para manifestarle, con nuestra asiduidad, que somos sus siervos, es santísima, excelentísima, purísima y de extraordinaria perfección. • Si puedes hablar al Señor, háblale, alábalo, escúchalo; si, por sentirte principiante en los caminos del espíritu, no te atreves a hablarle, no te disgustes: entretente, a guisa de cortesano, en la cámara regia, y reveréncialo. Él, viéndote, agradecerá tu presencia, tu silencio, y otra vez te consolará, tomará tu mano, saldrá contigo de paseo por su jardín de oración. • Limpia tu corazón de toda pasión terrenal. ¡Humíllate en el polvo y reza! Así encontrarás con certeza a Dios, que te dará serenidad y paz en esta vida y eterna beatitud en la otra. • Aunque no logréis hacer una meditación perfecta, no desistáis por ello. Si las distracciones se multiplican, no os desaniméis. Ejercitaos en la paciencia, os enriquecéis lo mismo. Amor • Antes no existía; dentro de cien años, ¿dónde estaré?... ¡En el paraíso, o en el infierno! Tu vida, ¿qué finalidad tiene?: dar al Creador pruebas de amor mediante la observancia de su ley. • Debemos, ciertamente, amar la soledad, pero amemos al prójimo. • A nosotros, miserables y desventurados mortales, el amor en su plenitud sólo se nos concederá en la otra vida. • Es necesario amar, amar, amar y nada más. • Cuanto un alma ama más a Dios, tanto menos lo siente. • El amor lo olvida todo, lo perdona todo, lo da todo sin reservarse nada. • Quien ama, sufre. El amor no satisfecho es un tormento, pero un tormento dulcísimo. • El deseo de amar es amor. ¿Quién ha puesto en vuestros corazones este deseo de amar al Señor? ¿Acaso nosotros somos suficientes para formar un solo deseo santo sin la gracia? • El signo cierto para saber si las almas aman de verdad a Dios es el saber si están siempre prontas para la observancia de la ley santa de Dios. 173

• Nuestro Señor te ama, y con ternura; y, si no te hace sentir la dulcedumbre de su amor, es para hacerte más humilde y vil a tus ojos. •¿No se nos ha mandado amar a Dios según nuestras fuerzas? Ahora bien, si habéis dado y consagrado todo a Dios, ¿por qué teméis? • Dios nos manda amarlo no cuanto y como él merece, porque sabe hasta dónde llega nuestra capacidad, sino según nuestras fuerzas, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, con todo nuestro cuerpo. • Decid a Jesús que haga Él mismo lo que no podéis hacer. Decid a Jesús, como solía decir san Agustín: «¡Oh, Jesús! ¿Quieres de mí mayor amor? ¡Dame más amor, y yo te lo ofreceré!». • Nuestro anhelo: amar a Dios. Contento Él, todos felices. • Si un alma no tuviera más que anhelos de amar a Dios, podría estar satisfecha, pues Dios está donde se le desea, donde se le anhela. • No lo olvidéis: el eje de la perfección es el amor. Quien está centrado en el amor, vive en Dios, porque Dios es Amor, como lo dice el Apóstol. • Tengamos siempre encendida en nuestro corazón la llama de la caridad. • Todo lo podría resumir así: me siento devorado por el amor a Dios y el amor por el prójimo. Dios está siempre presente en mi mente, y lo llevo impreso en mi corazón. Nunca lo pierdo de vista: me toca admirar su belleza, sus sonrisas y sus emociones, su misericordia, su venganza o, más bien, el rigor de su justicia. • Pecar contra la caridad es como destrozar la pupila de Dios. ¿Qué hay más delicado que la pupila del ojo? El pecado contra la caridad equivale a un crimen contra natura. • La caridad es la vara con la que nuestro Señor mide todas las cosas. • Procurad siempre avanzar cada vez más en el camino de la perfección y abundad siempre más en la caridad. • La caridad es la reina de las virtudes. Como el hilo entrelaza las perlas, así la caridad a las otras virtudes; cuando se rompe el hilo caen las perlas. Por eso cuando falta la caridad, las virtudes se pierden. La caridad es la medida con la que el Señor nos juzgará a todos. • Las cosas humanas necesitan ser conocidas para ser amadas; las divinas necesitan ser amadas para ser conocidas. • La caridad es la medida con la que el Señor nos juzgará a todos. • Tengamos siempre encendida en nuestro corazón la llama de la caridad. • Amo a mis hijos espirituales tanto como a mi alma, y aún más. • Al final de los tiempos me pondré en la puerta del paraíso, y no entraré hasta que no haya entrado el último de mis hijos. • El amor no es más que una chispa de Dios en los hombres, la esencia misma de Dios personificada en el Espíritu Santo; nosotros, pobres mortales, deberíamos entregarnos a Dios con toda la capacidad de nuestro amor. • Nuestro amor, para ser digno de Dios, tendría que ser infinito, pero sólo Dios es infinito... No obstante, tenemos que amar con todas nuestras energías; así, un día, el Señor podrá decirnos: «Tuve sed y me diste de beber; hambre y me diste de comer, 174

sufría y me consolaste...». • Dios puede rechazar absolutamente todo de una criatura concebida en pecado y marcada con la huella imborrable de la herencia de Adán, pero nunca rechazará el deseo sincero de amarlo. • Si queremos cosechar, no es tan necesario sembrar mucho como sembrar en tierra buena y, cuando esta semilla crezca y sea planta, debemos tener cuidado para que no la sofoque la cizaña. • ¿Es que no has amado desde hace tiempo al Señor? ¿Es que no lo amas todavía? ¿Es que no deseas amarlo eternamente? • Estad tranquilos, pues el amor habita en vuestros corazones. Si anheláis todavía más amor, hasta llegar a poseer el amor perfecto, esto significa que no podemos pararnos en el camino del amor y de la perfección. Bien sabéis que el amor perfecto lo tendréis poseyendo el objeto de este amor; ¿a qué, entonces, tantas preocupaciones y desalientos inútiles? Llenos de confianza, suspirad confiadamente y no temáis. • El amor y el temor tienen que ir juntos. Son inseparables: el temor sin amor degenera en violencia; el amor sin temor, en presunción. El amor sin temor corre como caballo desbocado. No sabe a dónde se dirige. • Yo, por la gracia de Dios, he cumplido mi jornada y creo haber cumplido con mi deber en dar al Amor todo lo que Él, por amor, me ha dado a mí a lo largo de su Calvario. • ¡Si supiéramos cómo resulta cien veces centuplicado por Dios todo acto, aún el más mínimo, hecho por su amor! • En conclusión, el amor de Dios es una ofrenda de nuestra voluntad a Dios, quien la coloca por encima de todo, en razón de su bondad infinita.

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12 ¡Es el Señor! (Un Cristo entre nosotros)

Testigo de Dios A manera de conclusión, recogemos en este último capítulo una selección de textos sobre el Padre Pío de distintos autores, en los que se reflexiona sobre su misión y sus mensajes al mundo de hoy, con la intención de que esta visión panorámica que estudia la figura del santo desde distintos puntos de vista complete y enriquezca las reflexiones que hemos aportado en las páginas precedentes. Una figura de la extraordinaria magnitud del Padre Pío no puede ser aprehendida desde un solo punto de vista, y es tal la complejidad y la riqueza de matices que encierra, que correríamos el peligro de cercenar partes sustanciales de su mensaje si no ofreciéramos una visión más contrastada desde distintos enfoques que, aunque no agoten sus enseñanzas, sí pueden ayudarnos a profundizar más en ellas. Jesucristo es el único salvador del mundo (Juan Pablo II)[110] «La divina Providencia ha querido que el Padre Pío sea proclamado beato en vísperas del gran jubileo del año 2000, al concluir un siglo dramático. ¿Cuál es el mensaje que, con este acontecimiento de gran importancia espiritual, el Señor quiere ofrecer a los creyentes y a toda la humanidad? El testimonio del Padre Pío, legible en su vida y en su misma persona física, nos induce a creer que este mensaje coincide con el contenido esencial del jubileo ya cercano: Jesucristo es el único Salvador del mundo. En él, en la plenitud de los tiempos, la misericordia de Dios se hizo carne para salvar a la humanidad, herida mortalmente por el pecado. “Con sus heridas habéis sido curados” (1Pe 2,24), repite a todos el beato Padre Pío, con las palabras del apóstol san Pedro, precisamente porque tenía esas heridas impresas en su cuerpo. Durante sesenta años de vida religiosa, pasados casi todos en San Giovanni Rotondo, se dedicó completamente a la oración y al ministerio de la reconciliación y de la dirección espiritual [...]. Recogido completamente en Dios, y llevando siempre en su cuerpo la pasión de Jesús, fue pan partido para los hombres hambrientos del perdón de Dios Padre. Sus estigmas, como los de san Francisco de Asís, eran obra y signo de la misericordia divina que, mediante la cruz de Cristo, redimió el mundo. Esas heridas abiertas y sangrantes hablaban del amor de Dios a todos, especialmente a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu. 176

¿Qué decir de su vida, combate espiritual incesante librado con las armas de la oración y centrada en los gestos sagrados diarios de la confesión y de la Misa? La celebración eucarística era el centro de toda su jornada, la preocupación casi ansiosa de todas las horas, el momento de mayor comunión con Jesús, sacerdote y víctima. Se sentía llamado a participar en la agonía de Cristo, agonía que continúa hasta el fin del mundo. Enseña a los sacerdotes a convertirse en instrumentos dóciles y generosos de la gracia divina, que cura a las personas en la raíz de sus males, devolviéndoles la paz del corazón. El altar y el confesonario fueron los dos polos de su vida: la intensidad carismática con que celebraba los misterios divinos es testimonio muy saludable para alejar a los presbíteros de la tentación de la rutina y ayudarles a redescubrir día a día el inagotable tesoro de renovación espiritual, moral y social puesto en sus manos». Oración y caridad (Benedicto XVI)[111] «El Padre Pío, un hombre sencillo, un “pobre fraile” –como decía él– al que Dios encomendó el mensaje perenne de su Amor crucificado por toda la humanidad. Su primera preocupación, su ansia sacerdotal y paterna era siempre que las personas regresaran a Dios, que pudieran experimentar su misericordia y, una vez renovadas interiormente, redescubriesen la belleza y la alegría de ser cristianos, de vivir en comunión con Jesús, de pertenecer a su Iglesia y practicar el Evangelio. Para el santo fraile del Gargano, el cuidado de las almas y la conversión de los pecadores fueron un anhelo que lo consumió hasta su muerte. ¡Cuántas personas han cambiado de vida gracias a su paciente ministerio sacerdotal!, ¡cuántas largas horas transcurría en el confesionario! Ante todo, la oración... Sus jornadas eran un rosario vivido, es decir, una continua meditación y asimilación de los misterios de Cristo en unión espiritual con la Virgen María. Se explica así la singular presencia en él de dones sobrenaturales y de sentido práctico humano. Y todo tenía su cumbre en la celebración de la santa Misa... De la oración, como de una fuente siempre viva, brotaba la caridad. El amor que llevaba en el corazón y transmitía a los demás estaba lleno de ternura, siempre atento a las situaciones reales de las personas y de las familias. Sostenía que especialmente los enfermos y los que sufrían eran los predilectos del corazón de Cristo, y gracias a ello surgió el proyecto de una gran obra dedicada al “alivio del sufrimiento”. No se puede entender ni interpretar adecuadamente esta institución si se la separa de su fuente inspiradora, que es la caridad evangélica, animada a su vez por la oración». El misterio del sufrimiento (Renzo Allegri)[112] «Se ha escrito que el Padre Pío es un “santo de la Edad media”, pensando quizás en su aspecto severo, a veces tosco, en su fidelidad a las tradiciones y sobre todo en el hecho de que, con los estigmas en su cuerpo, era la imagen del extremo sufrimiento físico y, por tanto, una figura que no se entiende en la cultura contemporánea. Pero otros estudiosos y teólogos, que en estos últimos años se han interesado por él y por las características de su santidad, han llegado a conclusiones opuestas. Han demostrado cómo el Padre Pío es 177

un santo extraordinariamente moderno, fuertemente arraigado en la esencia de la fe cristiana, y cómo estas características le hacen un santo muy actual, un auténtico maestro para nuestra cultura moderna. Y es por esto, de hecho, que Juan Pablo II en varias ocasiones lo ha definido como el “santo para el Tercer Milenio cristiano”. El hombre moderno, observando sus estigmas, viendo aquellas manos y aquellos pies perforados, siente algo parecido al horror. Pero esas heridas hay que verlas en su significado místico. Se llaman el “misterio del sufrimiento”, que es un elemento esencial de la vida cristiana. Jesús, el hijo de Dios, para cumplir la Redención del mundo eligió el sufrimiento físico. Habría podido venir entre los hombres como un triunfador, como un conquistador y derrotar a las fuerzas del mal con su potencia sobrenatural. En cambio eligió la vida humilde, escondida, anónima, la condición humana y, al final, la muerte en la Cruz, la humillación, el suplicio reservado a los malhechores. El cristiano es seguidor de Cristo. Imitar al Maestro es la prueba del más grande amor. El Padre Pío decía: “Como sacerdote mi misión es de propiciación: propiciar a Dios en relación con la familia humana”. “Propiciador” es el que intercede ante Dios y, en la cultura cristiana, es un término atribuido sobre todo a Jesús y a la Virgen. Padre Pío eligió ser lo más parecido posible a ellos y Dios aceptó su deseo convirtiéndole en un “crucifijo” viviente». El cuerpo de Cristo (Cardenal Giuseppe Siri) «Con los estigmas que ha llevado durante toda su vida y con los otros sufrimientos físicos y morales, el Padre Pío llama la atención de los hombres sobre el cuerpo de Cristo como medio de salvación. Cristo murió en la Cruz por los hombres y sobre esta verdad, una de las principales de la religión cristiana, se apoya toda la teología de la redención. Es una verdad tan importante que cuando los hombres, a lo largo de la historia, la han olvidado o han intentado desfigurarla, Dios ha intervenido siempre con sucesos, hechos, milagros. La historia de la Iglesia está llena de estas intervenciones divinas para llamar la atención sobre el cuerpo de Cristo. En nuestro tiempo la tentación de olvidar la realidad del cuerpo de Cristo es muy grande. Muchos teólogos modernos, sobre todo con mentalidad hegeliana, han sido promotores de teorías equivocadas y deletéreas, pero Dios ha intervenido y sigue interviniendo con muchas señales. Una de éstas, sin duda la más evidente, ha sido el Padre Pío, que durante más de medio siglo llevó en su cuerpo los estigmas de Cristo para significar que el sufrimiento no es una cosa absurda y estéril, sino el medio para la redención». Imagen viva de Cristo (Renzo Allegri)[113] «Con su existencia llena de hechos prodigiosos, el Padre Pío fue el apóstol del más allá, el predicador de la existencia concreta de aquella dimensión, que es la vida para siempre y para todos. Y con los prodigios que la gente sigue recibiendo a través de su intervención, sigue siendo un testimonio y un predicador de aquella realidad. 178

Con intuición maravillosa la gente de todo el mundo comprendía rápidamente que las señales en las manos, en los pies y en el costado del primer sacerdote estigmatizado no podían ser interpretadas sino como “motivos de credibilidad” de la misión del Padre Pío en el mundo contemporáneo de ser clavado en la Cruz para actualizar la redención; y comprendía más pronto todavía que los dones carismáticos concedidos por Dios al Padre Pío: el discernimiento de espíritus, la profecía, el don de la bilocación, los efluvios y perfumes olorosos, etc. no eran otra cosa que medios providenciales para acreditar el misterio de la reconciliación con Dios. Sin embargo, al mismo tiempo que la “clientela mundial”, crecía en torno al Padre Pío otra línea de fuerza, de naturaleza esencialmente espiritual: la dirección de las almas, la confesión sacramental y la celebración de la Misa. Quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su Misa, para pedirle consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva de Cristo doliente y resucitado. En el rostro del Padre Pío resplandecía la luz de la resurrección. Su cuerpo, marcado por los estigmas, mostraba la íntima conexión entre la muerte y la resurrección que caracteriza el misterio pascual. Para el santo de Pietrelcina la participación en la Pasión tuvo notas de especial intensidad: los dones singulares que le fueron concedidos y los consiguientes sufrimientos interiores y místicos le permitieron vivir una experiencia plena y constante de los padecimientos del Señor, convencido firmemente de que “el Calvario es el monte de los santos”. Si la Providencia divina quiso que realizase su apostolado sin salir nunca de su convento, casi “plantado” al pie de la Cruz, esto tiene un significado. Un día, en un momento de gran prueba, el Maestro divino le consoló, diciéndole que “junto a la Cruz se aprende a amar” (Epist. I, Padre 339). Sí, la Cruz de Cristo es la insigne escuela del amor; más aún, el “manantial” mismo del amor. El amor de este fiel discípulo, purificado por el dolor, atraía los corazones a Cristo y a su exigente evangelio de salvación». Ejemplo de virtudes heroicas (Miguel Ángel Egea)[114] «Jesús advirtió que la gente quiere señales para creer. Y éste ha sido el caso del Padre Pío, que señales dio y en abundancia. Pero conviene no olvidar la lección que la Iglesia, buena madre, da a sus hijos, cuando les recuerda que si hoy Pío de Pietrelcina es finalmente santo, no lo debe a los estigmas, la bilocación, las visiones o premoniciones, los éxtasis... dones que Dios concede con cuentagotas, fuera del alcance de la mayoría de los mortales, sino por haber practicado –eso sí, en grado heroico– virtudes exigibles a todos los cristianos: la fe, la esperanza, la caridad, la justicia, la fortaleza, la prudencia, la templanza y, en su caso de religioso consagrado, la pobreza, la castidad y la obediencia. Instrumento de Dios (Jesús de las Heras Muela)[115] «San Pío de Pietrelcina fue un instrumento dócil y fecundísimo de Dios en su providencia amorosa hacia los hombres, una imagen inequívoca de su presencia solidaria en medio de nosotros, un testigo cualificado y gratuito de su amor, de su misericordia y de sus continuas llamadas a nuestra conversión. 179

¿Pero qué hizo el Padre Pío? El Padre Pío, san Pío de Pietrelcina, no hizo sino recibir las gracias de Dios y dar respuesta a ellas mediante su vida de oración, sufrimiento y caridad. Confesaba de mañana a la noche; celebraba humildemente la eucaristía y allí, en la Misa de cada día, como así nos testimonian quienes participaban en ellas, se hacía visible y sentido el misterio del Calvario; recibía cartas y peticiones sin cesar, que él guardaba junto con sus llagas y respondía, iluminando tantas veces el sentido del dolor que aquellas peticiones expedían; rezaba constantemente el Rosario con tierno amor a la Madre, e inculcaba la devoción mariana como privilegiado camino de vida cristiana y de santidad; tenía siempre abierto su corazón lacerado a todas las necesidades que le llegaban y ejerció la caridad de modo eminente, heroico y fecundo». Testigo de Dios (Jean Guitton)[116] «Emitir un juicio sobre el Padre Pío será algo largo y complejo, pero habrá millares de testigos que dirán que acrecentó en ellos la convicción de la presencia divina y de la verdad del Evangelio. Efectivamente, en un siglo marcado fuertemente por el ateísmo teórico y práctico, Dios se dignó presentarnos una señal manifiesta de su presencia, y ese hermano capuchino, en quien Jesucristo quiso renovar el misterio de su Pasión durante medio siglo, es un testigo excepcional. El Padre Pío recuerda a los cristianos y a toda la humanidad que Jesucristo es el único Salvador del mundo». Dios existe (Wanda Poltawska)[117] «Lo que me impresiona de la persona del Padre Pío es ante todo su testimonio de vida interior, de vida unida a Dios. El Padre Pío, con cada fibra de su ser, nos muestra que el verdadero nivel, la auténtica dimensión que tenemos que alcanzar es la vida espiritual: vivir en comunión de espíritu con el Señor Jesús para recibir su misma vida. En nuestro tiempo, muchos olvidan que la verdadera dimensión humana es la eterna, porque es Dios quien nos ha creado, y Dios es eterno. El Padre Pío, al igual que todo santo, testimonia al mundo que la vida no termina con la muerte, sino que, en realidad, después de la muerte inicia una vida más auténtica, pues está totalmente sumergida en Dios. El lenguaje de quien no cree en Dios se detiene en las pobres categorías psicológicas, sociológicas y corporales... El Padre Pío nos habla de la verdadera dimensión del hombre, de la verdadera medida de la persona humana, porque nos habla de Dios: sí, Dios existe y el Padre Pío lo testimonia». Luz en las tinieblas (Ángel Peña, O.A.R)[118] «El Padre Pío es un santo extraordinario que ha manifestado ante el mundo moderno, incrédulo ante las cosas sobrenaturales, que todavía existen los milagros y que Dios no ha abandonado a los hombres, sino que todavía sigue confiando en ellos. Las abundantes conversiones realizadas a través de la confesión nos indican que este sacramento no está pasado de moda ni lo estará nunca. Tampoco la Misa lo estará. La Misa es el memorial del amor infinito de Jesús, es 180

decir, una actualización viva y real del amor de Jesús que se hace realmente presente en medio de nosotros, vivo y resucitado. ¿Cómo entender la presencia de un personaje tan “medieval” en nuestro mundo contemporáneo? Quizá no debiera extrañarnos tanto que Dios actúe de forma especialmente dramática para llamar nuestra atención cuando ve que perdemos de vista las realidades espirituales. Dios nos mandó al Padre Pío como una luz para combatir a las tinieblas de mitad del siglo XX, y ofrecer esperanza a un mundo atormentado por la depresión y la guerra». Un santo para tiempos de secularización (José Ignacio Munilla Aguirre)[119] «Una figura como la del Padre Pío, con su costado sangrante, con los estigmas en pies y manos durante cincuenta años; que se enfrentaba físicamente al demonio con frecuencia; que tenía el don sobrenatural de profetizar y de conocer el interior de las conciencias; el don de bilocación en repetidas ocasiones, etc.; un santo con estas características ha sido suscitado por Dios para sacudir la incredulidad de nuestro siglo y para escándalo de las mentes secularizadas. ¿Qué explicación cabe dar al fenómeno popular suscitado por el Padre Pío? Vittorio Messori ha visto en esta devoción popular hacia al Padre Pío una especie de “rebelión” de los laicos hacia una parte del clero que ha caído en una trampa racionalista. No podemos olvidar que es Dios quien suscita todos y cada uno de los modelos de santidad. Algo querrá decirnos con los dones místicos que ha dado el Padre Pío, poniéndolo como “signo de la prioridad de lo sobrenatural”, ante los ojos de este mundo. ¡El Padre Pío es un santo para tiempos de secularización!». Despertando la conciencia del pecado [120] «Dios envía a sus profetas según los tiempos. Para los nuestros Dios envió al Padre Pío, verdadero hombre de Dios y hombre para los demás, que actuó y enseñó en el nombre y con el ejemplo de Jesús. La misión del Padre Pío en esta tierra fue la de despertar en las conciencias el sentido del pecado y, a través de la Misa y del sacramento de la confesión, llevar a los hombres a la conversión. Los santos son una llamada de Dios que quiere ofrecer un remedio a la crisis de la Iglesia y de la humanidad. No llegan al mundo por casualidad, sino porque traen un mensaje de parte de Dios. El mensaje del Padre Pío es el ejemplo de su cercanía con Dios y su cercanía a los hombres. Él ha sido un protagonista de nuestro siglo, pues ha sabido transmitir un mensaje de reconciliación con Dios y con los hermanos». El poder inmenso del sacerdocio (Ángel Peña O.A.R)[121]

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«Ha sido uno de los grandes regalos que Dios da, de vez en cuando, a la humanidad para acercarse a Él y descubrir el mundo sobrenatural. Nosotros vivimos tan inmersos en este mundo material que nos olvidamos fácilmente de que existe ese otro mundo del espíritu y, a veces, dudamos de las verdades de nuestra fe y queremos interpretar el Evangelio con ideas modernistas. Por eso, Dios envía a los santos para recordarnos que Él no ha muerto, que sigue vivo y pendiente de cada uno de nosotros. ¿Hasta cuándo seguiremos sordos sin oír la voz de Dios, que nos habla a través de nuestra conciencia, del Magisterio de la Iglesia, de la Sagrada Escritura y de los milagros y experiencias de los santos? Los santos no hablan de interpretaciones personales de la Escritura, sino que son la verdadera interpretación de la Escritura, en el sentido de que ellos ratifican con su vida y sus experiencias que todas las verdades que la Iglesia nos propone son verdad. Y, si nosotros las creemos por pura fe, ellos las creen también por experiencia personal. El Padre Pío veía a Jesús en la Eucaristía, veía a su ángel custodio y a la Virgen María, a quien quería como a una madre y quien se le aparecía frecuentemente. Él nos descubre con su vida el valor de la confesión y de la Misa, al igual que el poder inmenso del sacerdocio católico. Concluyendo, digamos que el Padre Pío de Pietrelcina es un santo de nuestros días, que nos habla de un Dios amoroso, que nos espera en la Eucaristía y también en la confesión, como el Padre del hijo pródigo». Un sol que ilumina todo (Nello Castello)[122] «Mil veces he vivido la experiencia y he captado la experiencia ajena de los efectos aunque sea solamente de un contacto con él: una mirada, un beso a aquella mano, una Misa, una confesión, una palabra o una bendición, significaban de ordinario conversión, lágrimas de arrepentimiento, apertura interior a la fe, cambio de existencia, alma llena de la ciencia del bien y del mal. Existe, en efecto, un nexo muy estrecho que une la sangre derramada por el Padre Pío con el credo cristiano. Contra la opinión de muchos, según los cuales la verdadera fe sería la que prescinde de las señales visibles, es como si la señal que fue el Padre Pío nos hubiera llevado constantemente a la memoria del apóstol Tomás, al cual Jesús dijo: “Porque me has visto, has creído”. Desde el principio hasta el final todo consistía en celebrar Misa, la “palabra del Calvario”, con el lenguaje de los estigmas, confesar, aconsejar en los pasillos al bajar o subir desde la celda a la iglesia y, tras la bendición vespertina, charlar con sus hijos espirituales unos minutos. Eso era todo, sencillo, rutinario pero lleno del misterio del amor, donde vivía siempre recogido. Su figura desprende vida dentro del sufrimiento, como un sol que lo ilumina todo y a todos [...]. Sus palabras eran el lenguaje humano de la sangre derramada. El Padre Pío no predicaba, ya que él era la Buena Nueva que manifestaba la vida de Jesús: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (cf. Gál 2,20). Nada de homilías, nada de instrucciones, su ejemplo sólo: vida, verdad y santidad. 182

Nosotros debemos atestiguar que la vida del Padre Pío es la historia de un sacerdote que ha encarnado las maravillosas parábolas del evangelio de Lucas acerca de la misericordia divina. Él es historia perenne de conversiones y de santidad». ¡Es el Señor! Terminamos con unos textos de naturaleza especial donde se expone claramente el pensamiento central de este libro: el Padre Pío fue otro Cristo sobre esta tierra, un Cristo entre nosotros, que se ofreció como víctima para quitar los pecados del mundo y reconciliar a los hombres con Dios, identificado a través de sus estigmas con el Cordero inmolado, crucificado sin Cruz, asociado a la Pasión salvadora de Cristo, mártir de la misericordia... sacerdote santo y víctima perfecta. Cuando los discípulos de Juan acuden ante Jesús para preguntarle si es realmente el Mesías, se limita a hacer una lista de las situaciones de sufrimiento que él remediaba: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio» (Mt 11,5). Este mensaje de liberación de los oprimidos como prueba de su misión mesiánica resuena también en aquel memorable discurso en la sinagoga: «El espíritu del Señor está sobre mí: me envió a dar la buena nueva a los pobres, a predicar la libertad a los cautivos, a dar la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Estos dos textos evangélicos pueden aplicarse con toda propiedad al Padre Pío, que se encarnó en este mundo para proclamar la gracia y la misericordia de Dios, y que para hacer creíble esta misión recibió la más extraordinaria concentración de dones y carismas sobrenaturales de la historia de la Iglesia, los cuales constituyeron a los ojos de los fieles y peregrinos la prueba incontrovertible de que la gracia de Dios estaba con él, que sus obras estaban bendecidas por el cielo, de que el mismo Cristo, 20 siglos después, volvió a caminar entre nosotros para derramar su poder sanador sobre nuestras enfermedades, su misericordia sobre nuestros pecados, su gracia sobre los corazones rotos por el sufrimiento... para hacer cercano y palpable el amor de Dios a este mundo atribulado por el mal y el dolor. «El Padre Pío prolongó la obra de Cristo: anunciar el Evangelio, perdonar los pecados y curar a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu [...]. Guiar a las almas y aliviar el sufrimiento: así se puede resumir la misión de san Pío de Pietrelcina».[123] La gente que peregrina aun hoy por millones a San Giovanni Rotondo quiere ver a Dios en la figura del Padre Pío para que les libere de sus pecados. Con la sabiduría de que suele hacer gala la gente sencilla, con la fe que manifiestan frecuentemente los «pobres de espíritu», el pueblo creyente entendió enseguida lo que los sabios, los expertos y los jerarcas no supieron o no quisieron entender: que en la persona de aquel pobre fraile estigmatizado se manifestaba el misterio de Cristo, que era el mismo Cristo quien vivía en él, redivivo para continuar su obra redentora. «Manifiesto mi deseo de que Cristo, el Señor, tenga a bien vivir y manifestarse en la persona y en el ministerio de Vuestra Paternidad, según la expresión de san Pablo: “Para 183

que la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal”».[124] Fue y es el cordero de Dios, el cirineo de Cristo, el profeta de la Cruz. Cristo siempre vivió en él, pero esa identificación se hacía estremecedoramente íntima en el sacrificio de la Misa, cuando más resplandecía en el Padre Pío su misión victimaria. Vicente de Casacalenda recuerda así su Misa: «Sobre su rostro no se refleja ninguna manifestación de no sé qué esplendor luminoso o poder sobrenatural que se podía esperar: más bien ofrece una impresión de dolor, de sufrimiento intenso. Era lento en todos sus movimientos, natural en todos sus gestos, pausado en las lecturas. Sus actitudes eran siempre mesuradas. Nadie se cansaba de mirarle. ¡Parecía haber sido formado a medida, ni más ni menos, que para decir la santa Misa! Después de la elevación y de la consagración era cuando se podía observar en aquel rostro algo verdaderamente insólito: ¡no se sabía qué!, pero allí había ocurrido algo. No pocos de los presentes, subyugados, terminaban por comentar entre sí: “¡Pero si parece el mismo Jesús!”. Y seguían todos atentos, sin pestañear, como en suspenso, como medio evadidos de este mundo y sumidos en la contemplación de algo que no veían, pero cuya existencia palpaban».[125] Siempre se ofreció como víctima de amor en el altar, donde vivía la Pasión de Cristo, y en el confesonario, donde vivía la compasión (precisamente en el sentido etimológico de «padecer con») con el pecador. Se identificaba con Cristo en la inmolación eucarística, y se identificaba con Cristo con el penitente en el confesonario, para reconciliar a las almas con Dios. Fue un icono viviente de Cristo crucificado. Crucificado con Cristo, ya no era él quien vivía: era Cristo quien vivía en él, como sucedió con el apóstol san Pablo (cf Gál 2,19). «Cristo crucificado se hacía presente visiblemente en la persona de su ministro: su pasión y muerte se reflejaba durante la celebración del sacrificio del Calvario, celebrada por su sacerdote, que en aquel momento le prestaba voz, manos y corazón. El Padre Pío, llevando continuamente en su cuerpo los padecimientos de Jesús, vivía en su carne una vida que era signo visible de la vida que vivía en la fe; ya no era él quien vivía, era el Señor quien vivía con él de forma tan completa, que estaba físicamente clavado con Cristo en la Cruz».[126] «Todas las extraordinarias cosas acaecidas (y que siguen acaeciendo) a través del Padre Pío, son obra visible y clamorosa de Jesucristo viviente (como las marcas en su propia carne). Y son la prueba de que Jesús resucitó verdaderamente al alba de aquel 9 abril del año 30, y está verdaderamente presente, de forma poderosa, entre nosotros. Esta es la gran prueba. Como las heridas en las manos, en los pies, en el costado del fraile, en las que los hombres de esta generación han podido meter sus dedos, al igual que el incrédulo Tomás».[127] «Cristo habita en el Padre Pío y el Padre Pío hace suya la encarnación de Cristo. Si el Padre Pío no estuviese modelado por Cristo, ¿cómo explicar los sufrimientos que se reflejan en su rostro, las contracciones de su cuerpo, sus esfuerzos para levantarse después de sus genuflexiones, como si el peso de la Cruz lo abrumara? Y, ¿qué decir de 184

sus prolongados éxtasis y arrobamientos, que lo transportan lejos de este mundo caótico?».[128] «Quien ha asistido una vez a la famosa Misa del Padre Pío no puede olvidarla jamás, tan viva era la impresión de ver superada toda distancia de tiempo y espacio entre el altar y el Calvario. La Hostia divina, elevada por sus manos, hacía más sensible a los ojos de los fieles la mística unión del sacerdote oferente con el Sacerdote eterno. Ante aquella vista, aun los que intervenían por curiosidad a menudo se sentían profundamente impresionados. Estaba en él y con él Jesús vivo y sufriente, presente y operante, para darle fuerzas y fecundidad de bien. El Padre Pío, heroico en el sufrimiento, incansable en el trabajo, estuvo elevadísimo en la unión con Dios. Yo lo retendría entre los más grandes místicos de nuestros días. Modelo excepcional de devoción al Misterio eucarístico y a la Pasión, consigue que su Misa sea el centro de atracción de las almas venidas a San Giovanni Rotondo».[129] Algunos asistentes a su Misa creen haber visto transfigurarse el rostro del Padre Pío en el del mismo Jesús, tal era su identificación con Cristo para salvar almas para Dios. Monseñor Piero Galeone fue uno de los que experimentaron este fenómeno, en el momento en que el Padre Pío le iba a dar la comunión: «Después el Padre Pío se colocó delante de mí y, tomando entre sus dedos la partícula, la miraba con tal intensidad que la sostuvo un buen rato quieta, elevada ligeramente sobre la píxide. Esos momentos de espera me obligaron a mirar atentamente cualquier movimiento del Padre Pío. Pero, para mi sorpresa, vi claramente cómo sus rasgos se alteraban, adoptando los de Jesús. Era de estatura normal, con hábitos sacerdotales, tenía los ojos serenos, un rostro dulce, y labios con un gesto de sonrisa». «Los santos son reflejos del misterio de Cristo, y cada uno de ellos interpreta, con mayor intensidad, uno de los rasgos de ese misterio. El Padre Pío de Pietrelcina fue llamado, con un don especialísimo, a reproducir el rostro de Cristo crucificado. Como icono vivo de Cristo crucificado, podía repetir de forma singular las palabras de san Pablo: “Llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús” (Gál 6,17). Desde luego, más importante que las señales físicas fue la experiencia constante y profunda que tuvo de la Pasión de Cristo. El santo Pío de Pietrelcina vivió de modo ejemplar las palabras de san Pablo: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Gál 6,14). Quienes se encontraban con él, sobre todo los que participaban en su Misa, tenían la impresión de que en su espíritu y casi en sus miembros se manifestaba el misterio del Dios Amor. Y no podía ser de otra manera, pues se había consagrado a Cristo como víctima de amor».[130] En su Diario, Cleonice Morcaldi, una de las primeras hijas espirituales del Padre Pío, relata uno de sus primeros encuentros con él, antes de que recibiera los estigmas, antes de que la irrupción de los dones sobrenaturales en su vida hiciera de la persona del fraile un modelo evidente de santidad: «El Padre Pío me habló de Jesús, de su amor. Sus palabras eran como chispas que incendiaron un delicioso fuego en mi corazón. Un amor 185

tan fuerte y suave como jamás lo había experimentado en mi vida hasta ese día. Estaba en ayunas, pero no sentía necesidad de comer. Bajé al pueblo para ir a ver a mi madre: estaba sola y me sentí acompañada. Por el camino no me encontré con nadie. Me sentía en un mundo nuevo. Dios mío, pero, este Padre, ¿quién es? ¿Qué tiene para atraer como un potente imán e inflamar de tal manera el corazón? ¿No será que Jesús ha vuelto otra vez a este mundo bajo la apariencia de fraile?».[131] Después de una vida entera bajo su dirección espiritual, Cleonice se reafirmará sin titubeos en esta idea en uno de los textos más impresionantes que se hayan escrito nunca sobre el Padre Pío: «Era siempre Jesús: en la confesión, en el altar, conversando, en oración... Nuestros corazones no se equivocaban, viendo en ti a Jesús; por eso no se saciaban jamás de contemplarte, no podían separarse de ti, por lo que te veías obligado a limitarnos y a mostrarte arisco para hacer que nos alejáramos; y, lejos de ti, ¡que martirio sufríamos! Afectuoso Padre mío, tenías razón al decir: “Estoy atormentado de almas”, porque poseías al Todo, a nuestro amabilísimo Redentor. Eras el tabernáculo de Jesús. [...] No nos percatamos lo suficiente de que, bajo el nombre de Padre Pío, se ocultaba el más hermoso de entre los hijos de los hombres, que por su inextinguible caridad quiso caminar de nuevo en medio de sus redimidos. En Palestina vivió antes de su muerte; aquí, en Italia, vivió visiblemente, al cabo de 20 siglos de su muerte».[132] La sierva de Dios María Francesca Foresti, que conoció al Padre Pío en 1919, explica en su diario que Jesús le comunicó en visión las siguientes palabras sobre el Padre Pío: «El alma del Padre Pío es una fortaleza inexpugnable. [...] Es mi refugio ante las ingratitudes de los hombres. [...] Tiene mi mismo imperio porque yo, Jesús, vivo en él. [...] Es la obra maestra de mi misericordia. A él le he conferido todos los dones de mi espíritu, como a ninguna otra criatura. ¡Es mi perfecto imitador, mi altar, mi sacrificio, mi complacencia, mi gloria!».[133] Cuando Jesús resucitó y se mostró visiblemente a sus discípulos, éstos no solían reconocerlo en su cuerpo transfigurado hasta que alguno de ellos, a través de alguna pista, de algún detalle inconfundible que demostraba que aquel era Cristo, acertaba a decir: «¡Es el Señor!». ¿Seríamos capaces nosotros, en el tercer milenio, de reconocer a Cristo si se encarnase entre nosotros, si caminase a nuestro lado, si viviera aquí y ahora compartiendo nuestras vidas, si nos mirase a los ojos, si sanara nuestras enfermedades, si nos diera su paz, su fuerza y su gozo, la alegría de su infinito amor? ¿Seríamos capaces de reconocerle, de arrojarnos a sus pies y decirle: «¡Señor mío y Dios mío!»? ¿Qué más necesitaríamos para creer en aquellas esperanzadoras palabras que se cumplieron en el Padre Pío: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo»? Porque Él está con nosotros en la Iglesia, en los sacramentos... está en todos nosotros, en lo más profundo de nuestro corazón, donde tiene su morada por don del Espíritu Santo. Pero se hace especialmente presente entre nosotros –hasta el fin del mundo– encarnado en los santos, en aquellos que se entregaron a Él sin reservas, en oblación absoluta. En aquellos que, como el Padre Pío, dieron la vida guiados por un amor devorador a Cristo Jesús. «El domingo 25 de abril tuve el honor y privilegio de poder celebrar la eucaristía en la 186

pequeña capilla del convento capuchino de San Giovanni Rotondo, donde el Padre Pío decía Misa durante los dos años en que fue apartado del ministerio sacerdotal. En el evangelio de aquel día, el apóstol Juan, al reconocer a Jesucristo Resucitado, dice a Pedro: “¡Es el Señor!”. El Padre Pío de Pietrelcina es testigo del Señor, su historia es la historia del Señor, lo que en él aconteció es obra del Señor. Fue, es el Señor quien lo hizo y quien sigue haciéndolo».[134] Concluimos: Sí, es el Señor, es el Señor, es el Señor... Oraciones al Padre Pío pidiendo su intercesión Amado Señor, Padre Eterno en la Santísima Trinidad: te damos gracias y te glorificamos, porque de tu Divina Voluntad glorificada por los méritos del sacrificio perpetuo de tu amado Hijo en la Cruz y en el sagrario hemos recibido, según su promesa, los dones del Santo Espíritu, el amor, la paz y la gracia de la vida eterna. Así como miraste con misericordia al amado Padre Pío de Pietrelcina y lo llamaste a tu servicio, para hacerlo a tus ojos víctima de amor, imprimiendo en su cuerpo las huellas de la pasión de tu amado Hijo, te pedimos humildemente aceptes por su entrega y servicio a tu Hijo, y por su intercesión, las súplicas que nosotros elevamos a Ti por el Papa, por la santa Iglesia católica, por nuestros obispos y sacerdotes, por nuestra comunidad, por las almas, por nosotros pecadores, por los más humildes, menesterosos y abandonados, y por la necesidad que ahora te presentamos con la luz del Espíritu Santo desde el fondo de nuestros corazones... (Hacer la petición). Confiados en tu bondad e infinita misericordia te suplicamos que, según tu santa voluntad, nos concedas lo que te pedimos por intercesión del Santo Padre Pío, si es para nuestro bien y salvación. Gracias, Dios mío. Danos entonces la fe para glorificarte, danos la esperanza para adorarte y danos la caridad para amarte, haciendo con nuestros hermanos según tú palabra (Padre Nuestro, Ave María y Gloria). Oh, Dios, que concediste a San Pío de Pietrelcina el insigne privilegio de participar de modo admirable en la Pasión de Tu Hijo, concédeme, por su santa intercesión, la gracia de_________________, que ardientemente deseo; y otórgame, sobre todo, que yo me conforme a la muerte de Jesús, para alcanzar después la gloria de la Resurrección. Gloria al Padre... (tres veces). Oración para pedir una sanación Padre Pío, acudimos a ti como intercesor de los desvalidos y de los enfermos; tú que en vida tuviste la suerte de contar con el beneplácito del Señor y de portar sus estigmas, haz que, por tu poderosa intercesión, esta persona (decir nombre) que está enferma sane. Nosotros daremos grandemente gracias a Dios, si quisieras escucharnos. Amén. (Más oraciones al Padre Pío en nuestra web: http://www.grandecaballero.com/ oraciones_al_Padre_pio.pdf).

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estigmas, Libros Libres, Madrid, 2010.

190

Índice

El Padre Pío Introducción El misterio del Padre Pío El Santo del pueblo Jesús vive 1 Sacerdote santo y víctima perfecta El sufrimiento vicario El Cuerpo Místico En el Gólgota Salvando almas El apostolado del sufrimiento 2 La sangre del Cordero Viacrucis Holocausto final «Te asocio a mi Pasión» 3 Guerra contra Cristo Una crisis de fe Una Iglesia perseguida La visión de un Papa La conspiración del silencio 4 El humo de Satanás El Príncipe de este mundo Armageddon El guerrero de luz Una reserva de gracia 5 Alter Christus Kirie eleyson La crisis del sacerdocio Un fraile que reza Un santo mariano 6 Subida al Monte Calvario Una ceremonia sagrada El secreto del Padre Pío Un abismo de amor y luz Viendo a Jesús crucificado Un acontecimiento que cambia el mundo 7 La montaña santa Dormidos ante el mal Un santo muy anticuado La montaña santa 8 El abrazo de Cristo Una clientela mundial El centinela 9 El hombre que hace milagros Una llamada a la conversión El santo de los prodigios Bilocaciones

191

Las mil maravillas Los ministros de Dios 10 El Padre Pío y su Ángel Custodio Una especie en vías de extinción El compañero invisible Mensajeros de Dios El amigo más fiel Un ángel pluriempleado 11 El sermón del claustro Dios Jesús María La Cruz Sufrimiento Pruebas Tentaciones Pecado Perdón Gracia La oración Amor 12 ¡Es el Señor! (Un Cristo entre nosotros) Testigo de Dios Jesucristo es el único salvador del mundo (Juan Pablo II)[110] Oración y caridad (Benedicto XVI)[111] El misterio del sufrimiento (Renzo Allegri)[112] El cuerpo de Cristo (Cardenal Giuseppe Siri) Imagen viva de Cristo (Renzo Allegri)[113] Ejemplo de virtudes heroicas (Miguel Ángel Egea)[114] Instrumento de Dios (Jesús de las Heras Muela)[115] Testigo de Dios (Jean Guitton)[116] Dios existe (Wanda Poltawska)[117] Luz en las tinieblas (Ángel Peña, O.A.R)[118] Un santo para tiempos de secularización (José Ignacio Munilla Aguirre)[119] Despertando la conciencia del pecado[120] El poder inmenso del sacerdocio (Ángel Peña O.A.R)[121] Un sol que ilumina todo (Nello Castello)[122] ¡Es el Señor! Oraciones al Padre Pío pidiendo su intercesión Oración para pedir una sanación Bibliografía

192

193

[1] [2]

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Homilía del Cardenal Ángelo Sodano en la ceremonia de gratitud por la beatificación del Padre Pío, el 3 de mayo de 1999. [8] SANTA FAUST INA KOWALSKA, Diario: la Divina Misericordia en mi alma, Editorial de los Padres Marianos de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, Stockbridge, USA, 1996, 714 páginas, 908. [9]

J OHANNES ST EINER , Teresa Neumann, la estigmatizada de Konnersreuth, Herder, Barcelona, 1991, p. 173. Ibid., p. 174. [11] J UAN PABLO II, op. cit., 31. [12] MADRE ADELA GALINDO, www.corazones.org. [13] ÁNGEL PEÑA, La vida es una lucha contra el mal, formato PDF, p. 64. [14] CARDENAL SIRI, citado por ANTONIO SOCCI, El secreto del Padre Pío, La Esfera de los Libros, Madrid, 2009, p. 35. [10]

[15]

[http://www.fratefrancesco.org/ biogr/ PadrePio.pdf].

[16] PADRE PÍO, Epistolario III: correspondencia con sus hijos espirituales (1915-1923), 4ª edición, a cargo del Padre Gerardo di Flumeri, San Giovanni Rotondo, 1984. [17] ANTONIO SOCCI, op. cit., p. 21. [18] Ibid., p. 333. [19] J UAN PABLO II, Ángelus del 10 de septiembre de 1989. [20]

Entrevista de la revista Fides al Padre Fidel González, Consultor de la Congregación para las Causas de los Santos. [21] HUGO LAPA, [http://somostodosum.ig.com.br/conteudo/conteudo. asp?id=09311]. [22] [23] [24]

T ITO PAOLO ZECCA, entrevista en ZENIT.ORG. Ibid. LEANDRO SÁEZ

DE

OCARIZ, OFM, Cap.: Pío De Pietrelcina: Místico y Apóstol, Ed. San Pablo, Madrid, p.

271. [25] M. WINOWSKA-C. LIZARRAGA, Un estigmatizado de nuestros días: El Padre Pío de Pietrelcina, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1977, p.77. [26]

J UAN PABLO II, Homilía de en la beatificación del Padre Pío, el domingo 2 de mayo de 1999. J UAN PABLO II, Homilía a los peregrinos que asistieron a la beatificación del Padre Pío, Lunes 3 de mayo de 1999. [27]

[28]

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[35]

[www.religionenlibertad.com]. Citado por J OSÉ MARÍA ZAVALA en: [http://www.religionenlibertad.com/articulo.asp?idarticulo= 31467 &mes=&ano]. [37] ÁNGEL PEÑA, Líbranos del Maligno, Lima, Perú, 2007, p. 4. [38] CRIST INA FAGIANI, Esta guerra es contra Cristo: [http://espanol.dir. groups.yahoo. com/ group/ todo bien/message/9014]. [36]

[39]

GIOVANNI PAPINI, El Diablo; citado por Balducci: El diablo existe y se le puede reconocer, San Pablo,

194

Madrid, 1990, pp. 11-12. [40] [41]

Ibid., p. 11. GABRIEL GARRONE, ¿Qué hemos de creer?, San Pablo, 1967.

[42]

PADRE CANDIDO AMANT INI , exorcista, en el prólogo al libro Habla un exorcista, del Padre Gabriel Amorth, Planeta, Barcelona, 1998, pp. 4-5. [43]

CORRADO BALDUCCI, op. cit., pp. 81-82.

[44]

BENEDICTO XVI, Homilía durante la concelebración eucarística ante la fachada de la Iglesia de San Pío de Pietrelcina en su visita a San Giovanni Rotondo, el 21 de junio de 2009. [45]

Epistolario, 4ª edición, San Giovanni Rotondo, 2007, p. 1279-1284.

[46]

Carta a las hermanas Campanile, en Epistolario III, op. cit., p. 1009.

[47]

RENZO ALLEGRI , Padre Pío: un santo para nuestro tiempo, op. cit.

[48]

Revista Arbil, Los viajes en silencio de Juan Pablo II, www.es.catholic.net.

[49]

Cf. MICHELE FEDERICO SCIACCA, Il magnifico oggi, Roma, Città Nuova, 1976, pp. 283 y ss.

[50]

GEORGES HUBER , El diablo hoy: ¡apártate Satanás!, Ed. Palabra, Madrid, p. 143.

[51]

PAUL E. BILLHEIMER , Destinados a vencer, Betania, Miami (USA), 1984, p. 18.

[52]

P. AMORT H , Habla un exorcista, op. cit., p. 15.

[53]

Gaudium et spes, 37.

[54]

PAUL E. BILLHEIMER , op. cit., pp. 13-14.

[55]

ANTONIO SOCCI, op. cit., p. 75.

[56]

YVES CHIRON, El Padre Pío, el capuchino de los estigmas, op. cit., pp. 64- 65.

[57] PADRE PÍO DE PIET RELCINA: Epistolario I [1910-1922], San Giovanni Rotondo, edición a cargo de Melchiore da Pobladura y Alessandro da Riapabottoni. [58] YVES CHIRON, op. cit., p. 81. [59]

Revelación dada por Jesús a un alma llamada Enoc, el 25 de octubre de 2011.

[60]

ANTONIO MARÍA ROUCO VARELA, Cardenal Arzobispo de Madrid, Diálogos de Teología 2011, 1 de abril de

2011. [61]

La Iglesia y el Mundo Moderno, pág. 48. PABLO BLANCO, sacerdote y profesor de Teología de la Universidad de Navarra, El sacerdocio en tiempos de crisis: el Año Sacerdotal en diez puntos: Benedicto XVI a los sacerdotes, [http://www.revista ecclesia.com]. [62]

[63] ENRIQUE CALICÓ, Vida del Padre Pío, Fundación Gratis Date, 2002, p. 3, [http://www.fratefrancesco.org/ santos/ofmcap/Vida%20del%20Padre%20P%C3%ADo.pdf]. [64]

ÁNGEL PEÑA, San Pío de Pietrelcina, un estigmatizado del siglo XX, Lima, Perú, p. 120.

[65]

YVES CHIRON, op. cit., p. 223.

[66]

J UAN PABLO II, Homilía a los peregrinos que asistieron a la beatificación del Padre Pío, lunes 3 de mayo de 1999. [67]

Informe sobre la fe, cap. II.

[68]

PAUL BILLHEIMER , op. cit., p. 63-64. M. WINOWSKA, Un estigmatizado de nuestros días, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1977.

[69]

[70] Discurso del Padre Pío del 5 de mayo de 1966, con ocasión del X aniversario de la inauguración de la Casa Sollievo della Sofferenza. [71]

J UAN PABLO II, Regina coeli, 2 de mayo de 1999.

195

[72]

Revelación de la Virgen a Cristina Gallagher.

[73]

Revelación a Esteban Gobbi, 7 de octubre de 1992.

[74]

G. DE FLUMERI, Il mistero Della croce in Padre Pio da Pietrelcina, San Giovanni Rotondo, 1978, p. 20.

[75]

ANTONIO SOCCI, op. cit, pp. 274-275. Decreto Presbyterorum ordinis, 13. [77] ANTONIO SOCCI, op. cit., p. 271. [76]

[78]

YVES CHIRON, op. cit., p. 60.

[79]

SAN J UAN CRISÓSTOMO, Homilía sobre el sacerdocio, 6. SAN AMBROSIO , Comentario al evangelio de san Lucas, 1,95.

[80] [81] [82]

Citado en F. CHIOCCI-L. CIRRI, Padre Pío, storia d’una vittima, t. III, p. 19. ANTONIO SOCCI, op. cit., pp. 271 y ss.

[83] [84]

J UAN PABLO II, Veritatis splendori, p. 106. PADRE ÁNGEL PEÑA O.A.R., La vida es una lucha contra el mal, op. cit., p. 14.

[85]

Revelación dada por Jesús a un alma llamada Enoc, el 25 de octubre de 2011.

[86]

CARDENAL J OACHIM MEISNER , arzobispo de Colonia, 19 de junio de 2010, ZENIT.org.

[87]

FRANCISCO NAPOLITANO, Padre Pío, el estigmatizado, Ediciones Padre Pío da Pietrelcina, 1977.

[88]

Epistolario, op. cit., carta del 3 de junio de 1919.

[89]

F.

[90]

[http://www.fratefrancesco.org/biogr/PadrePio].

[91]

FRANCISCO NAPOLITANO, op. cit.

[92]

CARDENAL ÁNGELO SODANO, El Padre Pío, icono vivo de Cristo crucificado, 3 de mayo de 1999.

[93]

YVES CHIRON, op. cit., p. 59.

[94]

F.

DE

DE

RIESE PÍO X, Padre Pío da Pietrelcina, Un crucificado sin Cruz, Roma 1975, pp. 201-203.

RIESE PÍO X, op.cit., p. 211.

[95] ALEJANDRO DE RIPABOT TONI, O.F.M. Cap., Pío de Pietrelcina. Una vocación «expiatoria», en AA.VV.: «...el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos, Tomo II, Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, p. 321-348. [96]

CC . VAT ICANO I, DS 3008-10.

[97]

ANTONIO SOCCI, op. cit., pp. 135-136.

[98]

[http://foro.univision.com/t5/Lo-Curioso-y-lo-Insolito/realmente-existen-los-milagros/td-p/396728315]. J ESÚS MART Í BALLEST ER , [http://www.ciberia.es/~jmarti/ SANPIO Y SAN VICENTE.htm].

[99] [100] [101]

CARDENAL C. URSI, Il messaggio di Padre Pio, Voce di Padre Pio 2, 1971, 4s. Los Milagros: Signos del amor de Dios, Audiencia general de SS Juan Pablo II el 9 de diciembre de 1987.

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[109]

196

Padre Pio da Pietrelcina, Foggia, 2002. [110] Discurso de Juan Pablo II a los peregrinos del 3 de mayo de 1999. [111] Fragmentos de un discurso que pronunció Benedicto XVI el 14 de octubre a una peregrinación de personas vinculadas a las obras del Padre Pío de Pietrelcina. [112]

RENZO ALLEGRI , Padre Pío: Un santo para nuestro tiempo, op. cit.

[113]

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[114] [115] [116] [117]

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[118]

ÁNGEL PEÑA, San Pío de Pietrelcina, un estigmatizado el siglo XX, op. cit., p. 102.

[119]

José Ignacio Munilla Aguirre, Parroquia de El Salvador, Zumárraga, Guipúzcoa, [www.gratis date.org].

[120]

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[121]

ÁNGEL PEÑA, San Pío de Pietrelcina, estigmatizado del siglo XX, op. cit., p. 107.

[122]

NELLO CAST ELLO, Los estigmas de la fe, San Pablo, Bogotá, 1995, págs. 7-8.

[123]

BENEDICTO XVI, homilía de en el atrio de la iglesia de San Pío de Pietrelcina, 21 de junio de 2009.

[124]

Telegrama del cardenal Montini –futuro Pablo VI– con motivo de las bodas de oro sacerdotales del Padre Pío, 10 de agosto de 1960. [125]

[http://www.fraynelson.net/profiles/blogs/1699103:BlogPost:4850]. PADRE T IBERIO MUNARI, Misionero javeriano, El beato Padre Pío, Profeta de nuestro tiempo, [http://www.fratefrancesco.org/biogr/PadrePio.pdf]. [126]

[127]

ANTONIO SOCCI, op. cit., p. 133.

[128]

FRANCISCO NAPOLITANO, op. cit.

[129]

PADRE pio.html].

DOMENICO

MONDRONE,

[http://agolpesdecincel.blogspot.com.es/2010/09/la-misa-del-padre-

[130]

Cardenal Ángelo Sodano, durante la ceremonia de beatificación del Padre Pío, 3-V-99.

[131]

CLEONICE MORCALDI, Positio IV, Padre 214, citado por ANTONIO SOCCI, op. cit., p. 58. Ibid. ANTONIO SOCCI, op. cit., pp. 34-35.

[132] [133]

[134] J ESÚS DE LAS HERAS MUELA, Ecclesia Digital, [http://www.revistaecclesia.com/san-Padre-pio-depietrelcina-el-santo-de-todos-el-santo -del-pueblo/].

197

Index El Padre Pío Introducción El misterio del Padre Pío El Santo del pueblo Jesús vive

2 5 5 8

1 Sacerdote santo y víctima perfecta El sufrimiento vicario El Cuerpo Místico En el Gólgota Salvando almas El apostolado del sufrimiento

12 12 15 18 20 21

2 La sangre del Cordero

25

Viacrucis Holocausto final «Te asocio a mi Pasión»

25 28 31

3 Guerra contra Cristo

38

Una crisis de fe Una Iglesia perseguida La visión de un Papa La conspiración del silencio

38 42 48 52

4 El humo de Satanás

55

El Príncipe de este mundo Armageddon El guerrero de luz Una reserva de gracia

55 57 61 63

5 Alter Christus

67

Kirie eleyson La crisis del sacerdocio Un fraile que reza Un santo mariano

67 70 75 78

6 Subida al Monte Calvario

85

Una ceremonia sagrada El secreto del Padre Pío

85 87 198

Un abismo de amor y luz Viendo a Jesús crucificado Un acontecimiento que cambia el mundo

7 La montaña santa

91 94 97

100

Dormidos ante el mal Un santo muy anticuado La montaña santa

100 105 107

8 El abrazo de Cristo

111

Una clientela mundial El centinela

111 114

9 El hombre que hace milagros

120

Una llamada a la conversión El santo de los prodigios Bilocaciones Las mil maravillas Los ministros de Dios

120 125 131 135 137

10 El Padre Pío y su Ángel Custodio Una especie en vías de extinción El compañero invisible Mensajeros de Dios El amigo más fiel Un ángel pluriempleado

140 140 143 147 150 153

11 El sermón del claustro

158

Dios Jesús María La Cruz Sufrimiento Pruebas Tentaciones Pecado Perdón Gracia La oración

158 159 162 162 164 166 168 168 170 170 171

199

Amor

173

12 ¡Es el Señor! (Un Cristo entre nosotros) Testigo de Dios Jesucristo es el único salvador del mundo (Juan Pablo II)[110] Oración y caridad (Benedicto XVI)[111] El misterio del sufrimiento (Renzo Allegri)[112] El cuerpo de Cristo (Cardenal Giuseppe Siri) Imagen viva de Cristo (Renzo Allegri)[113] Ejemplo de virtudes heroicas (Miguel Ángel Egea)[114] Instrumento de Dios (Jesús de las Heras Muela)[115] Testigo de Dios (Jean Guitton)[116] Dios existe (Wanda Poltawska)[117] Luz en las tinieblas (Ángel Peña, O.A.R)[118] Un santo para tiempos de secularización (José Ignacio Munilla Aguirre)[119] Despertando la conciencia del pecado[120] El poder inmenso del sacerdocio (Ángel Peña O.A.R)[121] Un sol que ilumina todo (Nello Castello)[122] ¡Es el Señor! Oraciones al Padre Pío pidiendo su intercesión Oración para pedir una sanación

Bibliografía

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