El Mercader de Londres

January 21, 2018 | Author: egruiz2238 | Category: Love, Happiness & Self-Help, Forgiveness, William Shakespeare, Soul
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George Lillo (1691-1739)

El mercader de Londres, o la historia de George Barnwell 1

Traducción de Alejandro Goldzycher 2

A Sir John Eyles, baronet, diputado y concejal de la ciudad de Londres, y vicegobernador de la Compañía de los Mares del Sur.3 Señor: Si la poesía trágica ha de ser, como el Sr. Dryden lo afirma en algún lugar, el tipo de escritura más útil y excelente, cuanto más ampliamente útil sea la moraleja de una tragedia, más excelente será esa obra dentro de su género. Espero que nadie piense que insinúo que es el caso de esta obra, a la que me he jactado de anteponer su nombre. Eso dependerá de su aptitud para dar respuesta a la finalidad de la tragedia: 1

The London Merchant, or, The History of George Barnwell (1731). Traducción especial para uso interno del seminario y actualmente en revisión para su publicación en la colección “Arte y Estética”, editorial Prometeo. 3 Sir John Eyles (1683-1745), Segundo Baronet de Gidea Hall, Essex. Ocupó cargos directivos en el Banco de Inglaterra y en las Compañías de los Mares del Sur y de India Oriental. Concejal, aguacil y alcalde de Londres, fue elegido dos veces para una banca en el Parlamento británico: primero como representante de Chippenham y luego de Londres. 2

estimular las pasiones con el fin de corregir aquellas que sean de índole criminal, ya sea en su naturaleza misma o en su exceso. Si las escenas que siguen lo hacen en un grado aceptable es algo que, con la deferencia que cabe a quien no ha de estimarse vanidoso, queda sometido a su juicio franco e imparcial. Yo deduciría esta verdad, creo, evidente: que la tragedia está muy lejos de perder su dignidad por acomodarse a las circunstancias de la generalidad humana, y que es en verdad más majestuosa conforme al alcance de su influencia y la cantidad de aquellos a quienes afecta debidamente. Pues realmente es más grandioso ser el instrumento del bien para muchos que necesitan nuestra ayuda que para una parte muy reducida. Si los príncipes, etc., fueran los únicos pasibles de desgracias surgidas del vicio o de la debilidad en ellos mismos o en los demás, sobrarían motivos para confinar los personajes trágicos a las personas de rango superior. Pero como lo opuesto es tan evidente, nada sería más razonable que dosificar el remedio para la enfermedad. Lejos estoy de negar que carezcan de utilidad, incluso para la mayor parte del público, las tragedias basadas en sucesos históricos instructivos y extraordinarios o en fábulas inventivas y en las que se presenta gente de la máxima jerarquía. El fuerte contraste entre un Tamerlán y un Bajazet puede actuar sobre un pueblo inestable, contribuyendo así a estabilizarlo en interés de un príncipe del carácter del primero, cuando dicho pueblo, merced a su propia liviandad o a las artes de hombres ingeniosos, se volviera faccioso e inquieto, aun si tuviera toda la razón en sus reclamos. Los sentimientos y el ejemplo de un Catón pueden inspirar un justo sentido del valor de la libertad en los espectadores, cuando estos ven que ese honesto patriota prefiere la muerte a la imposición de un tirano capaz de sacrificar la constitución de su país y las libertades de la humanidad a favor de la ambición o la venganza. Ciertamente he intentado ampliar la provincia de la clase más seria de poesía, y me alegrará ver que manos más hábiles prosiguen mi labor. Aportando a nuestro espíritu una convicción tan irresistible que compromete todas las facultades y poderes del alma al servicio de la virtud, sofocando al vicio en sus principios elementales, las obras que se basan en relatos morales de la vida privada pueden tener una utilidad admirable. Los que creen que esto es atribuirle demasiado a una tragedia deben ser ajenos a la energía propia de esa noble especie de poesía. Shakespeare, que nos diera pruebas tan asombrosas de su genio, tanto en la tragedia como en la comedia, escribe los versos siguientes en su Hamlet: Si él tuviera igual motivo e impulso para la pasión Que yo, inundaría el escenario con lágrimas, Y rasgaría los oídos de todos con palabras horrendas; Enloquecería al culpable y espantaría al hombre libre; Confundiría al ignorante y sin duda asombraría A nuestras facultades mismas de ver y de oír.

Y más adelante, en el mismo parlamento: He oído que criaturas culpables, en el teatro, Por el solo ingenio de la escena, Se han sentido tan tocadas que, de pronto, Han hecho públicos sus delitos.

¡Prodigioso! Pero estrictamente justo. Mas no he de consumir su valioso tiempo con mis comentarios: sólo permítaseme observar que está tan convencido del poder que un drama bien escrito tiene de surtir el efecto que aquí se le atribuye que hace que Hamlet se juegue el alma en

el suceso, confiando más en eso que en un mensajero del más allá, aun cuando éste ha asumido, tal como se dice, la noble forma de su padre, y le ha asegurado que es su espíritu. “Quiero tener”, dice Hamlet, “pruebas más pertinentes”: …La obra es con lo que Captaré la conciencia del rey.

Obras así son las mejores respuestas para quienes niegan la legalidad de la escena. Considerando la novedad del intento, asumí que se esperaban de mí unas palabras para disculparla. Y no quise perder la oportunidad de decir algo sobre la utilidad de la tragedia en general y sobre lo que sería lógico esperar del mayor desarrollo de este excelente tipo de poesía. Sir, ojalá no piense Ud. que he hablado demasiado sobre un arte de uno de cuyos bajos especímenes soy tan ambicioso como para encomendarlo a su favor y protección. Una mente consciente de los méritos superiores desprecia el halago tanto como se sitúa por encima de él. De tener yo alguna proclividad a ese vicio tan desdeñable, no habría elegido a SIR JOHN EYLES como patrono. Y por cierto, aun el mejor panegírico, por muy estricto que sea, ha de ponerlo en un nivel mucho más bajo que aquel donde está desde tiempo gracias al amor y la estima de sus conciudadanos, cuya elección de su persona como representante en el Parlamento ha sabido probar cómo perciben ellos su mérito. Y el conocimiento de su valor no se ha circunscripto a nuestra ciudad. Los propietarios de la Compañía de los Mares del Sur, entre quienes se cuentan muchos de los mejores en todo el reino en términos de rango, fortuna y comprensión, dieron buena prueba de la confianza que tienen en su capacidad y probidad cuando lo designaron vicegobernador de la empresa, en momentos en que sus asuntos se sumían en la máxima confusión y sus propiedades corrían el mayor riesgo. Tampoco en la Corte pasa desapercibida su importancia. Por ende, no ensayaré caracterizar a alguien tan bien conocido, ni he de añadir algo a una reputación tan bien establecida. Lo que otros puedan pensar de una dedicatoria donde se habla tanto de cosas diversas y tan poco de la persona a quien está dirigida, tengo motivos para pensar que Ud. sabrá perdonarlo justamente por eso. Quedo a su servicio, señor, con toda obediencia y humildad, George Lillo

Prólogo La musa trágica, sublime, goza mostrando Príncipes afligidos y escenas de reyes dolidos; Con pompa tremenda, narra, majestuosa, La caída de naciones y el destino de un héroe; Para que aquellos con cetro vean, mediante ejemplos, La extraña vicisitud de las cosas terrenales: Qué peligros acompañan a la seguridad; Cómo se derrumban el orgullo y la crueldad; Y así conozcan la suprema Providencia, Y sepan que lo humano le da gloria al trono. En épocas pasadas y en lenguas extranjeras Así cantó la diosa, con autóctona grandeza. En nuestro escenario, ojalá que con éxito, Ustedes ya la vieron, con prendas humildes: Grande sólo en la desgracia. Cuando se queja, Movida por un Southern, un Rowe o un Otway, Las gotas brillantes que caen de los ojos Dan a la pompa ausente gemas más relucientes. Perdón, entonces, si pretendemos mostrar, Con rasgos más simples, un relato de dolor privado. El tema es un pobre aprendiz de Londres, Tomado de la vieja canción que lleva su nombre. Ojalá su gusto no sea tan fino como para desdeñar Una cuento con moraleja, preciado desde antaño, Y que en el curso de un centenar de años Hizo desbordar miles de ojos con lágrimas. Si advertir al joven irreflexivo y avergonzar al adulto Ante el vicio destructivo le sienta al escenario; Si este ejemplo protege a la inocencia, Evita nuestra culpa, o cura por reflejo; Si el horrible crimen y la triste angustia de Millwood Elogian la virtud de los buenos y justos: Aunque falte arte y las cuentas no cierren, ¡perdónese este intento, en honor al relato!

Dramatis Personae Varones: Thorowgood Barnwell, tío de George George Barnwell Trueman Blunt Mujeres: María Millwood Lucy Oficiales con sus Auxiliares, Guardián y Sirvientes. Escena: Londres y un pueblo cercano.

Aprende del daño del otro a ser sabio Y te irá perfectamente bien. Vieja balada de la caída de la dama

Acto I Escena 1 Una habitación en casa de Thorowgood. Entran Thorowgood y Trueman. TR. Señor, el paquete desde Génova ha llegado. (Le entrega las cartas.) THOR. ¡Alabado sea el Cielo! La tormenta que amenazó a nuestra real señora, la religión pura, la libertad y las leyes ha sido desviada por un tiempo; el arrogante y vengativo Español, defraudado del préstamo por el que dependía de Génova, debe aguardar ahora el lento regreso de la riqueza de su nuevo mundo para alimentar sus arcas vacías antes de poder llevar a cabo la proyectada invasión de nuestra feliz isla. Así hemos ganado tiempo para realizar los preparativos necesarios para, si lo quiere el Cielo, frustrar su malvada intención, o volver contra él mismo la meditada jugarreta. TR. Debe ser en verdad insensible quien no se conmueve cuando está en juego la seguridad de su país. Señor, ¿podría saber de qué forma – si me permite el atrevimiento. THOR. Tu curiosidad es loable y la gratifico con el mayor placer, puesto que de allí tal vez descubras cómo los mercaderes honestos, como tales, pueden a veces contribuir a la seguridad de su país, así como contribuyen siempre a la felicidad de éste; que si, en lo sucesivo, te ves tentado hacia cualquier acción que posea la apariencia del vicio o de la maldad, reflexionando sobre la dignidad de nuestra profesión acaso puedas, con honesto desprecio, rechazar todo lo que sea indigno de ella. TR. Si Barnwell o yo mismo, que tenemos la ventaja de tu ejemplo, llegásemos por nuestra mala conducta a atraer cualquier imputación contra ese honorable nombre, habremos de ser dejados sin excusa. THOR. Haces cumplidos, muchacho. (Trueman se inclina respetuosamente.) No, no estoy ofendido. Así como el nombre de “mercader” no degrada nunca al caballero, así tampoco lo excluye en absoluto; sólo atiende a no adquirir un carácter complaciente a expensas de tu sinceridad. Pero para responder a tu pregunta. El banco de Génova había acordado, a un interés desmesurado y bajo una buena fianza, adelantar al rey de España una suma de dinero suficiente para equipar su vasta Armada. Hallándose bien informada de esto nuestra incomparable Elizabeth (madre de sus gentes más que de palabra), envió a Walsingham, su sabio y fiel ministro, a consultar a los mercaderes de esta leal ciudad, todos los cuales accedieron a dirigir sus diversos agentes para influir, en lo posible, sobre los genoveses con el fin de que rompiesen su contrato con la corte española. Está hecho; el estado y el banco de Génova, habiéndola evaluado con madurez y juzgado justamente de su interés, prefieren la amistad de los mercaderes de Londres a la de un monarca que orgullosamente se proclama Rey de las dos Indias. TR. ¡Feliz éxito de prudentes consejeros! ¡Qué gasto de sangre y de dinero se ahorra con ello; excelente Reina! ¡Oh, cuán distinto de aquellos príncipes que hacen del peligro de enemigos extranjeros un pretexto para oprimir a sus súbditos con impuestos demasiado altos y penosos para soportarse! THOR. No así nuestra graciosa reina, cuyo más rico tesoro es el amor de sus gentes, así como la felicidad de éstas, su mayor gloria.

TR. Defendernos en estos términos implica hacer de nuestra protección un beneficio digno de aquella que lo confiere y muy merecedor de nuestra aceptación. – Señor, ¿tienes algún encargo para mí en este momento? THOR. Sólo examina atentamente los expedientes para comprobar si hay cuentas de algún comerciante sin pagar; si las hay, envíalas y sáldalas. No debemos dejar que los artesanos pierdan su tiempo, tan útil al público y a sus familias, en espera innecesaria. (Sale Trueman. Entra María.) Bueno, María, ¿has impartido órdenes para el entretenimiento? Deseo ofrecerla en una medida digna de los huéspedes. Que haya en abundancia y del mejor, de forma que los cortesanos puedan, como mínimo, elogiar nuestra hospitalidad. MA. Señor, me he esforzado en no faltar a tu renombrada generosidad a través de una inoportuna parsimonia. THOR. No, fue una precaución innecesaria; no tengo razón para dudar de tu prudencia. MA. Señor, me siento por ahora indispuesta a la conversación; no haré más que incrementar en número la comitiva sin contribuir a su satisfacción. THOR. No, niña mía, esta melancolía no puede permitirse. MA. La compañía no hará más que aumentarla. Desearía que te arreglases con mi ausencia; la soledad se adecua mejor a mi estado de ánimo actual. THOR. No ignoras que es, sobre todo, por ti que estos nobles señores honran tan frecuentemente mi mesa. Si te ausentases, la decepción podría hacerlos arrepentirse de su condescendencia y considerarán desperdiciado su esfuerzo. MA. Nadie que crea perdido su tiempo o su honor en visitarte puede realmente estimar la compañía de tu hija, cuyo único mérito es ser tuya. El hombre de alcurnia que elige conversar con un caballero y un mercader de tu valía y carácter bien podrá conferir un honor al hacerlo, pero no perderá ninguno. THOR. Vamos, vamos, María; no necesito decirte que un joven caballero preferirá tu conversación a la mía, sin pretender, sin embargo, faltarme en absoluto el respeto; puesto que, aunque pueda no deshonrarse en mi compañía, es muy natural para él aguardar mayor placer en la tuya. Recuerdo el tiempo en que la compañía del hombre más grande y más sabio del reino me hubiera resultado insípida y tediosa, si me hubiera privado de alguna ocasión de disfrutar la de tu madre. MA. La tuya fue, sin duda, igualmente agradable para ella, puesto que las mentes generosas no conocen placer en sociedad sino cuando es mutuo. THOR. Sabes que no tengo otro heredero, otro hijo más que tú; los frutos de un próspero trabajo de muchos años deben ser todos tuyos. Ahora bien, me daría un placer tan grande como mi amor ver a quién has te otorgárselo. Todos los días, hombres del más alto rango y mérito solicitan mi permiso para dirigirse a ti; pero hasta ahora lo he declinado, esperando que, a través de la observación, pueda descubrir hacia dónde tiende tu inclinación; puesto que, sabiendo que el amor es esencial a la felicidad en el matrimonio, prefiero que mi aprobación confirme tu elección antes que la dirija. MA. ¿Qué puedo decir? ¿Cómo responder, como debo, a este cariño, tan poco común incluso en los mejores de los padres? Pero tú no tienes par; de haber sido menos benévolo, no obstante, me habría sentido la más desgraciada. Has observado que valoro la multitud de cortesanos que nos visitan con igual estima e igual indiferencia. Sin embargo, si hubieras afirmado tu autoridad, e insistido en el derecho del padre a ser obedecido, yo me hubiera rendido, y a mi deber sacrificado mi paz.

THOR. Así me lo temía, habida cuenta de tu perfecta obediencia en cualquier otro caso, y por ello no me impondré a ti en un asunto en que tu felicidad se encuentra tan inmediatamente comprometida. MA. Ignoro si aquello convendría a tu hija, ya por una necesidad de esa justa ambición, ya por algún otro interés; pero pienso que la cuna elevada y los títulos no aconsejan a mis afectos al hombre que los posee. THOR. No quisiera que lo hicieran a menos que sus méritos lo aconsejaran más. Una cuna noble y una fortuna, aunque no hacen bueno a un hombre malo, constituyen, sin embargo, una verdadera ventaja para uno digno, y ubica sus virtudes bajo la luz más hermosa. MA. No puedo responder de mis afectos, pero siempre estarán rendidos a tu sabiduría y a tu autoridad; y, en la medida en que no me forzarás a casarme con aquel a quien no puedo amar, el amor nunca me hará actuar contra mi deber. Señor, ¿tengo tu permiso para retirarme? THOR. Te acompañaré a tu habitación. (Salen.)

Escena 2 Una habitación en casa de Millwood. Millwood en su tocador. Lucy, esperando. MILL. ¿Cómo me veo hoy, Lucy? LUCY. ¡Oh, tremendamente, señora! ¡Un poco más de rojo y te verás irresistible! Pero, ¿por qué este más que acostumbrado cuidado de tu vestido y de tu complexión? ¿A qué nueva conquista estás aspirando? MILL. ¡Una conquista sería algo nuevo, en verdad! LUCY. No para ti, quien las logra todos los días, – pero para mí – ¡bueno! Es algo que jamás podría esperar, desafortunada como soy. Pero tu ingenio y tu belleza… MILL. Primero me hicieron desgraciada, y todavía continúan haciéndolo. Los hombres, no importa cuán generosos o sinceros sean los unos con los otros, son todos hipócritas egoístas cuando de nosotras se trata. No nos estiman ni nos consideran de ningún modo, salvo en la medida en que contribuimos a su satisfacción. LUCY. Sin duda estás, señora, en el lado equivocado de esta discusión. ¿No es el coste todo de ellos? Y estoy segura de que es por nuestra propia culpa si no obtenemos nuestra parte del placer. MILL. No somos sino esclavas para los hombres. LUCY. No, son ellos, no lo dudes, quienes son esclavos; puesto que les exigimos un precio. MILL. Los esclavos no tienen propiedad – no, ni siquiera en ellos mismos. Es toda del vencedor. LUCY. Eres extrañamente arbitraria en tus principios, señora. MILL. Deseo que mis conquistas sean completas, como las de los españoles en el Nuevo Mundo, que primero despojaron a los nativos de toda la riqueza que tenían y luego condenaron a los desdichados a las minas de por vida, para que trabajasen por más. LUCY. Bueno, yo nunca aprobaría tu plan de gobierno; consideraría mucho más prudente, así como más justo, buscar para mis súbditos un empleo más fácil. MILL. Es una máxima general entre la parte sabia de la humanidad que una mujer sin virtud, al igual que un hombre sin honor u honestidad, es capaz de cualquier acción, aunque nunca tan vil. Y, aun así, ¡qué esfuerzos no harán, a qué artes no recurrirán, con el fin apartarnos seductoramente de nuestra inocencia, y volvernos depreciables y malvadas, incluso en sus

propias opiniones! ¿No es entonces justo que los villanos, por experiencia propia, nos vean del mismo modo? Pero la culpa los vuelve suspicaces y los mantiene en guardia, de modo que podemos tomar ventaja sólo de la parte joven e inocente de su sexo, la cual, no habiendo nunca herido a las mujeres, no recibe herida alguna de parte de ellas. LUCY. Sí, deben ser jóvenes, en efecto. MILL. He encontrado, pienso, uno así. Atravesando la ciudad, a menudo lo he observado, recibiendo y pagando considerables sumas de dinero. De esto concluyo que está empleado en cuestiones de cierto peso. LUCY. ¿Es apuesto? MILL. Sí, sí, el muchacho está bien constituido y tiene un bonito rostro. LUCY. Edad. MILL. Dieciocho. LUCY. Inocente, apuesto, y de unos dieciocho años. Estarás contenta de sobra. ¡Vaya! Si dispones bien de él, lo tendrás para ti sola por dos o tres años. MILL. Si dispongo bien del muchacho, habré terminado mucho antes con él. Habiendo tenido por largo tiempo planes para él, y habiéndolo encontrado ayer, me detuve por completo y, contemplando deseante su rostro, le pregunté su nombre. Se ruborizó e, inclinándose muy bajo, respondió: “George Barnwell”. Le pedí perdón por la libertad que me había tomado y le dije que él era la persona a quien durante largo tiempo había deseado ver, y a quien tenía un importante asunto que comunicar en tiempo y en lugar adecuados. Mencionó una taberna; yo hablé de honor y de reputación y lo invité a mi casa. Picó la carnada, prometió venir, y es ahora cuando lo espero. (Golpean la puerta.) Alguien golpea; – escucha; hoy no estoy en casa para nadie, salvo para él. (Sale Lucy.) Asuntos ligeros deben dar lugar a los de mayor importancia, y estoy extrañamente equivocada si este no prueba ser de gran relevancia para mí y también para él, antes de que haya terminado con el muchacho. Ahora bien, ¿de qué manera debo recibirlo? Consideremos – ¿qué clase de persona voy a recibir? Es joven, inocente y tímido; por eso debo cuidarme de no hacerle perder de entrada la compostura. Pero entonces, si tengo yo alguna habilidad en fisiognomía, es apasionado, y, con un poco de ayuda, pronto podrá más que su recato. – Confiaré en Naturaleza, quien hace maravillas en estas cuestiones. Si parecer lo que una no es, con el fin de ser la más querida por lo que una realmente es, si decir una cosa y significar exactamente la contraria son arte en una mujer – nada sé de la naturaleza. (Entra Barnwell, se inclina muy bajo. Lucy a cierta distancia.) MILL. ¡Señor! La sorpresa y la alegría… BAR. Señora… MILL. (Todavía avanza). Es tan inesperado… (Barnwell la saluda.) BARN. Discúlpame, señora… MILL. (Todavía avanza.) Es tan inesperado – (Barnwell la saluda y retrocede confundido.) – encontrarte aquí. Perdona el desconcierto. BARN. Temo resultar demasiado atrevido. MILL. ¡Vaya, señor! Puedo justamente temer que seas tú quien me considere de ese modo. Ten el gusto, señor, de tomar asiento. – Estoy desconcertada en cuanto a cómo recibir este honor como debería y me sorprende lo bien que lo confieres. BARN. Pensé que me habías esperado –. Prometí venir. MILL. Eso es lo más sorprendente; pocos hombres observan tan religiosamente su palabra. BARN. Todos los honestos lo hacen.

MILL. Los unos a los otros. Pero nosotras, simples mujeres, rara vez somos un pensamiento de suficiente peso para ganar un lugar en la memoria de ustedes. (Pone su mano sobre la de él como por accidente.) BARN. (Aparte.) Su trastorno es tal que no percibe que ha puesto su mano sobre la mía. ¡Cielos! ¡Cómo tiembla! ¿Qué puede significar esto? MILL. El interés que siento por todo lo que se relaciona contigo (la razón del cual la sabrás más adelante) excita mi curiosidad; y, si estuviese segura de que disculparías mi presunción, desearía conocer tu verdadero parecer sobre una cuestión muy particular. BARN. Señora, puedes comandar mis pobres ideas en cualquier cuestión; no hay ninguna que quiera ocultar. MILL. Me creerás atrevida. BARN. De ningún modo. MILL. ¿Cuáles son, entonces, tus ideas sobre el amor? BARN. Si quieres decir el amor por las mujeres, no pienso nada en absoluto en relación con ello. Mi juventud y mis circunstancias vuelven aún impropias en mí tales ideas. Pero si te refieres al amor general que debemos a la humanidad, creo que no hay nadie que lo tenga en su carácter más que yo. No conozco persona en el mundo cuya felicidad no desee ni promoviera, si esto último se hallase en mi poder. Amo especialmente a mi tío y a mi maestro, pero, sobre todo, a mi amigo. MILL. ¿Tienes entonces un amigo a quien amas? BARN. Como él, con sinceridad, me ama a mí. MILL. ¿Él, sin duda, se ve frecuentemente bendecido con tu compañía y con tu conversación? BARN. Vivimos en la misma casa y ambos servimos al mismo noble mercader. MILL. ¡Feliz, feliz joven! Cualquiera sea tu arte, te lo envidio, y así deben hacerlo todos los que ven y conocen a este muchacho. ¡Lo que he perdido por haber nacido mujer! Odio mi sexo, – a mí misma. De haber sido hombre, tal vez podría haber sido feliz en tu amistad, como aquel que ahora la disfruta; pero, así las cosas – ¡oh! BARN. (Aparte.) ¡Nunca antes he contemplado a las mujeres, o esta es, con seguridad, la más bella de su sexo! – ¡Pareces perturbada, señora! ¿Puedo saber la causa? MILL. No me preguntes. Nunca puedo decirla, cualquiera sea el motivo. Deseo cosas imposibles. Sería sirvienta, atada al mismo amo, con tal de vivir en la misma casa que tú. BARN. (Aparte.) ¡Cuán extrañas, y sin embargo cuán amables, son sus palabras y sus acciones! Y el efecto que producen sobre mi es extraño. Siento deseos que nunca antes conocí; debo irme, mientras tenga el poder de hacerlo. (Aparte.) – Señora, humildemente me retiro. MILL. ¡Sin duda no me dejarás tan pronto! BARN. Debo hacerlo, en efecto. MILL. ¡No puedes ser tan cruel! He preparado una pobre cena, para la que me he prometido tu compañía. BARN. Lamento tener que rechazar el honor que planeaste para mí, pero el deber a mi maestro me llama. Todavía nunca he descuidado el servirle; es tan gentil y un maestro tan bueno que, llegase yo a faltarle, aunque él me perdonase nunca podría perdonarme a mí mismo. MILL. ¿Es que me rechaza, el primer hombre, el segundo favor que alguna vez me atreví, humildemente, a solicitar? ¡Ve, entonces, joven orgulloso y de corazón duro! Pero sabe que eres el único hombre en la tierra que podría hacerme pedir dos veces mayores favores. BARN. ¿Qué debo hacer? ¿Debo irme o quedarme?

MILL. ¡Y sin embargo no me dejes, no lo hagas! Yo, con el orgullo de mi sexo, me enfrentaría a tu desprecio, pero cuando te miro, – cuando contemplo esos ojos – ¡oh! refrénese mi lengua y conténganse mis rubores – este desbordamiento de lágrimas los forzará a declarar, a su modo, lo que el pudor femenino debería ocultar. BARN (Aparte.) ¡Oh! ¡Cielos! Me ama, pobre diablo como soy; ¡su apariencia, sus palabras, sus fluyentes lágrimas lo confiesan! – ¿Puedo, entonces, dejarla? ¡Oh, nunca, nunca! – ¡Señora, seca tus lágrimas! Siempre has de comandarme; me quedaré para siempre, si así lo deseas. LUCY. (Aparte.) ¡Pues bien! Ya lo ha engatusado para que falte a su virtud de obediencia, y lo despojará del resto, una después de la otra, hasta que le haya dejado tan escasas como su propia condición de dama, o la mía. MILL. Eres ahora gentil, sin duda; pero no era mi intención retenerte por siempre. Preferiría que te librases de toda servil obediencia a tu maestro, pero aún podrás servirle. LUCY (Aparte.) ¡Que lo sirva todavía! Que lo haga, o no tendrá oportunidad de manotear su monedero, y entonces no servirá a tus fines, lo juro. – (Entra Blunt.) BLUNT. Señora, la cena está servida. MILL. Ven, señor, disculparás todos los defectos. Mis pensamientos estaban demasiado concentrados en mi invitado para atender la recepción. (Salen Millwood y Barnwell.) BLUNT. ¿Son entonces estos preparativos, esta elegante cena, esta variedad de vinos y esta música para disfrute de ese muchacho? LUCY. Así lo parece. BLUNT. ¡Vaya! ¿Finalmente se ha vuelto loca nuestra ama? Está enamorada de él, supongo. LUCY. No lo creo; pero sí planea que él se enamore de ella, si puede conseguirlo. BLUNT. ¿Qué obtendrá de ese modo? Parece menor de edad y no puede suponerse que tenga mucho dinero. LUCY. Pero su maestro sí lo tiene, y eso es lo mismo, tal como ella lo dispondrá. BLUNT. No me gustan estas artimañas con un apuesto muchacho. Mientras ella se esfuerza en tenderle una trampa, ella misma puede quedar atrapada. LUCY. No; si ella fuera como yo, ese sería sin duda el resultado, puesto que, lo confieso, hay algo en la juventud y en la inocencia que me conmueve grandemente. BLUNT. Sí, así también la suavidad y la gordura de una perdiz mueven un gran deseo en el halcón de ser la perdición de ella. LUCY. ¡Pues claro! Los pájaros son su presa, así como los hombres son las nuestras; – si bien, como has observado, a veces quedamos nosotras mismas atrapadas; pero ese – me aventuro a decir – no será nunca el caso de nuestra ama. BLUNT. Deseo que así quede demostrado, puesto que, como sabes, todos dependemos de ella. Si llegase a desperdiciar su tiempo con un muchacho de quien nada puede obtenerse, todos sufriremos hambre. LUCY. No hay peligro de ello, pues estoy segura de que ella no ve otra cosa en este asunto que su propio interés. BLUNT. Bueno, ¿y qué esperanzas hay de que todo tenga éxito? LUCY. Las más prometedoras posible. Es verdad, el joven tiene sus escrúpulos; pero ella pronto le enseñará a responder a éstos sofocando su conciencia. Oh, el muchacho marcha por un camino prometedor, cuenta con ello. (Salen.) (Se corre el telón y descubre a Barnwell y Millwood a la cena. Una recepción de música y canto. Luego de lo cual se adelantan.)

BARN. ¿Qué puedo responder? Todo cuanto sé es que tú eres hermosa y yo, miserable. MILL. Ambos lo somos, y sin embargo la culpa es nuestra. BARN. Aliviar nuestra angustia sumergiéndonos en la culpa es comprar un placer pasajero por una vida de dolor. MILL. Imaginaba las alegrías del amor tan duraderas como grandes. Si las nuestras probasen lo contrario, será por culpa de tu inconstancia. BARN. No ha de contrariarse la ley del Cielo, y eso requiere de nosotros que gobernemos nuestras pasiones. MILL. Que se nos dé sentido de la belleza y de los deseos, y aun así se nos prohíba probar y ser felices, es una crueldad para con la naturaleza. ¿Tenemos pasiones sólo para atormentarnos? BARN. Escucharte hablar, aun en la causa del vicio; contemplar tu belleza, oprimir tu mano y ver tu níveo seno suspirar y caer inflama mis anhelos. Mi pulso está acelerado; mis sentidos se mueven a toda prisa, y yo me encuentro en el potro de un deseo salvaje. Y sin embargo, ¿perderé mi inocencia, la paz de mi mente y mis esperanzas de una sólida felicidad por un culpable placer pasajero? MILL. ¡Todas quimeras! Ven conmigo y prueba: Ninguna alegría es como la de una mujer, ni hay cielo como el amor. BARN. Preferiría no hacerlo, aunque es inevitable. Así reacio, el mercader renuncia a su comodidad, Y confía en rocas, y en arenas, y en mares tormentosos; Con esperanzas de hallar alguna ignota playa dorada Se entrega, aunque con dudas, al viento; Mucho anhela alegrías por venir, pero llora las que dejó atrás.

Fin del Primer Acto.

Acto II Escena 1 Una habitación en casa de Thorowgood. Entra Barnwell.

BARN. ¡Qué extrañas son todas las cosas a mi alrededor! Como un ladrón que pisa suelo prohibido y de buen grado merodearía sin ser visto, temeroso entro en cada habitación de esta casa tan familiar. Al amor culpable, como si eso fuera demasiado poco, he añadido ya la violación de la confianza. – ¡Un ladrón! – ¿Puedo saberme esa miserable criatura y mirar al rostro a mi honesto amigo y a mi ofendido maestro? Aunque la hipocresía encubra mi culpa por un tiempo, a la larga será conocida, y la vergüenza pública y la ruina deben sobrevenir. Mientras tanto, ¿qué debe ser mi vida? Hablar siempre un lenguaje extraño a mi corazón; aumentar a cada hora el número de mis crímenes con el fin de ocultarlos. Tal fue, con seguridad, la condición del gran apóstata, cuando por vez primera perdió su pureza. Como yo, vagó desconsolado y, aunque todavía en el cielo, cargaba ya consigo su futuro infierno. – (Entra Trueman.) TR. ¡Barnwell! ¡Oh, cuánto me alegra verte a salvo! Así también lo harán nuestro maestro y su dulce hija, quienes durante tu ausencia a menudo preguntaron por ti. BARN (Aparte.) ¡Si no estuviera él aquí! Su amor entrometido se inmiscuirá en los secretos de mi alma. TR. A menos que sepas el dolor que la familia toda ha sentido por tu causa, no es posible que comprendas cuánto eres amado. ¿Pero por qué tan frío y callado? Cuando mi corazón está lleno de alegría por tu regreso, ¿por qué apartas la vista, por qué me evitas de este modo? ¿Qué he hecho? ¿En qué he cambiado desde que me viste por última vez? O más bien, ¿qué has hecho tú? ¿Y por qué has cambiado de este modo, si yo aún soy el mismo? BARN (Aparte.) ¡Qué he hecho, en efecto! TR. ¡No hablas ni me miras a la cara! BARN. Por mi rostro descubrirá todo lo que yo quisiera ocultar; creo que ya empiezo a odiarlo. TR. No puedo soportar este tratamiento por parte de un amigo, uno a quien hasta ahora he encontrado siempre tan cariñoso, a quien todavía amo, aunque esta falta de amabilidad ataque la raíz de la amistad, y sería capaz de destruirla en cualquier pecho salvo en el mío. BARN (Volviéndose a él.) No me encuentro bien. El sueño ha sido extraño a estos ojos desde que los miraste por última vez. TR. Pesados se ven, en efecto, e hinchados de lágrimas; ahora se desbordan. Con justicia presintió mi corazón compasivo, anoche, cuando estabas ausente, algo fatal para nuestra paz. BARN. Tu amistad se involucra demasiado lejos. Mis penas, cualesquiera sean, son solamente mías; no tienes interés jugando en ellas ni debe tu preocupación por mí ocasionarte una pena pasajera. TR. Hablas como si de la amistad nada supieras salvo el nombre. Sentí tu aflicción antes de verla. Desde que nos separamos, no he dormido más que ti; en cambio, permanecí solo y pensativo en mi habitación, y pasé la noche tediosa deseando tu seguridad y tu regreso; incluso ahora, aunque ignorante de su causa, tu dolor me hiere hasta el corazón.

BARN. No siempre será así. La amistad y todos los compromisos cesan, puesto que cambian las circunstancias y los motivos; y, siendo posible que alguna vez me odies, acaso sería mejor para ambos que ahora me amases menos. TR. ¡Debo estar soñando! ¿Es que sin razón me trataría Barnwell de este modo? ¡Adiós, joven mezquino y desagradecido! Me esforzaré por seguir tu consejo. (Se va. Aparte.) Pero contengámonos, tal vez esté siendo yo demasiado impulsivo, y me enoje cuando la causa exige compasión. Alguna desgracia imprevista, demasiado grande para soportar, puede haberle ocurrido. BARN (Aparte.) ¡Qué papel me veo obligado a interpretar! Conmover de este modo su ánimo es algo vil y rastrero – ¡el mejor de los amigos y de los hombres! TR. Yo tengo la culpa; perdóname, Barnwell, te lo suplico. Intenta componer tu mente agitada y dime la causa que de tal forma te aleja de ti mismo: puede que mi consejo de amigo restablezca tu paz. BARN. Todo lo que el hombre es capaz de hacer por el hombre, tu generosa amistad puede llevarlo a cabo; pero, aquí, incluso eso es vano. TR. Algo terrible está naciendo en tu pecho. Oh, dale respiro, y déjame compartir tu pena; al menos facilitará tu dolor, en caso de que éste no admita cura, y lo aliviará de la parte que me corresponderá. BARN. ¡Vana suposición! Mis males aumentan al ser observado; de conocerse su causa, excederían aquéllos todo límite. TR. Tan bien conozco tu sincero corazón que la culpa no encuentra allí lugar. BARN (Aparte.) ¡Oh, tortura insoportable! TR. ¿Entonces por qué me veo excluido? ¿Te ocultaría yo un solo pensamiento? BARN. Si sigues insistiendo en esta odiosa cuestión, nunca más entraré bajo este techo, ni te veré el rostro de nuevo. TR. Es extraño. Pero he terminado, ¡dime sólo que no me odias! BARN. ¡Odiarte! No soy todavía monstruo semejante. TR. ¿Puede continuar nuestra amistad? BARN. Es una bendición que nunca he merecido, aunque no puede mantenerse ahora más que bajo condiciones. TR. ¿Qué condiciones son esas? BARN. De aquí en adelante, nunca, aunque te asombres de mi conducta, desearás saber más de lo que yo mismo estoy dispuesto a revelar. TR. Es duro; pero debo ser tu amigo, cualesquiera sean las condiciones. BARN. Entonces soy tuyo, tanto como alguien perdido para sí mismo puede serlo de otro. (Se abrazan.) TR. ¡Que así sea siempre, y restablezca el cielo tu paz! BARN. ¿Es que volverá a ser ayer? Hemos oído que el sol glorioso, que hasta entonces rodara incesante, detuvo una vez su rápido curso, y que una vez retrocedió. Los muertos se han levantado, y rocas resecas manaron un torrente líquido para aplacar la sed de las gentes; se dividió el mar y formó murallas de agua, mientras una nación entera pasaba con seguridad a través de su lecho arenoso; leones hambrientos rechazaron su presa, y hombres caminaron indemnes entre llamas voraces. Pero nunca el tiempo regresó, una vez pasado. TR. Sin embargo, la continuada cadena del tiempo no se ha visto rota una sola vez, ni jamás ha de hacerlo; en cambio, ininterrumpida seguirá su curso, hasta que, perdida en la eternidad, concluya donde en un principio había comenzado, si bien, así como el Cielo puede reparar

cualesquiera males el tiempo puede provocarnos, quien confía en el Cielo no debe nunca desesperar. Pero el negocio requiere nuestra presencia – el negocio, que al joven resguarda del mal, así como la ociosidad es la peor de sus trampas. ¿Vienes conmigo? BRAN. Me tomaré un instante para reflexionar sobre lo que ha pasado y luego te seguiré. (Sale Trueman.) – Tal vez debí confiar en Trueman y pedir su asistencia para solicitar a mi tío la reparación del mal que he hecho a mi maestro – ¿Pero qué de Willwood? ¿Debo exponerla también a ella? ¡Cosa desagradecida y vil! Entonces el Cielo no la demanda. Pero el cielo demanda que la abandone. ¡Cómo! ¡No verla nunca más! ¿Demanda tal cosa el Cielo? Espero poder verla sin ofender al cielo. Insolente esperanza – muchísimo he demostrado ya mi flaqueza; tiente yo al cielo una vez más, y quizás sea dejado caer para nunca levantarme de nuevo. Y sin embargo, ¿debo dejarla, dejarla para siempre, y no permitirle saber la causa? – Ella, que me ama con tan ilimitada pasión. ¿Puede la crueldad ser un deber? Juzgo lo que entonces ha de sentir ella a partir de lo que yo mismo padezco ahora. El amor por la vida y el temor a la vergüenza, opuestos a un deseo tan fuerte como la muerte o la vergüenza, al igual que viento y marea se enfrentan en lucha furiosa, cuando ninguno logra prevalecer, me preservan en la duda. ¿Cómo puedo, entonces, decidir? (Entra Thorowgood.) THOR. Ausentarte la noche pasada, sin dar razones ni dejar aviso, fue un error, muchacho, y he venido a reprenderte por ello, pero espero no tener que hacerlo. Ese discreto rubor, esa confusión tan visible en tu rostro, denuncian aflicción y remordimiento. Cuando hemos ofendido al Cielo, nada más se requiere. ¿Y podría el hombre, quien necesita él mismo ser perdonado, ser más difícil de apaciguar? Si mi perdón o mi amor son de valor para tu tranquilidad, ponte mejor, seguro del uno y del otro. BARN (Aparte.) Esta bondad me ha vencido. – ¡Oh, señor! No conoces la naturaleza ni el alcance de mi ofensa, y abusaría yo de tu equivocada generosidad si los recibiera. Aunque hubiera preferido morir a expresar mi vergüenza, aunque ni el potro podría haber arrancado el culpable secreto de mi pecho, lo ha hecho tu bondad. THOR. Basta, basta; cualquiera sea aquél, esta preocupación demuestra que estás convencido, y yo estoy satisfecho. (Aparte.) Cuán doloroso es el sentimiento de culpa en una menta cándida – alguna estupidez juvenil que sería prudente no averiguar. Cuando consideramos la frágil condición de la humanidad, puede inspirar nuestra compasión, no nuestra sorpresa, el que la juventud marche por mal camino cuando la razón, en el mejor de los casos débil en oposición al deseo, poco formada y sin ningún auxilio de la experiencia, se debate débilmente o por propia voluntad se vuelve esclava de los sentidos. Hay mucho que deplorar en el estado de juventud, tanto más cuanto ellos mismos no lo perciben, viéndose más expuestos al peligro cuando menos preparados están para defenderse. BARN. Será conocido, y tú recordarás tu perdón y me aborrecerás. THOR. Nunca lo haré. Aun así, mantente en guardia en esta alegre e irreflexiva estación de tu vida; cuando el sentido del placer es rápido y la pasión elevada, cuando los rabiosos y fieros apetitos de la voluptuosidad reclaman el más fuerte dominio, cuídate de una recaída: cuando el vicio se vuelve habitual, el poder mismo de abandonarlo se pierde. BARN. Escúchame, entonces, confesar de rodillas –. THOR. No escucharé una sílaba más acerca de esta cuestión; no sería clemencia, sino crueldad, escuchar lo que tan grande tormento debe provocarte revelar.

BARN. Esta generosidad me maravilla y me deja perplejo. THOR. Este remordimiento te hace más querido a mí que si nunca me hubieras ofendido. Cualquiera sea tu culpa, de esto estoy seguro: que fue para ti más duro ofenderme que para mí perdonarte. – (Sale Thorowgood.) BARN. ¡Malvado, malvado, malvado! ¡Faltar tan vilmente a un hombre tan excelente! ¿Caeré de nuevo en la estupidez? – ¡abominable pensamiento! – ¿Pero qué, entonces, de Millwood? ¡Pues bien! Renuncio a ella – rompo con ella – La lucha ha concluido y la virtud ha prevalecido. La razón puede convencer, pero la gratitud obliga. Esta generosidad inesperada me ha salvado de la destrucción. (Saliendo.) (Entra un Criado.) CRIADO. Señor, dos damas de parte de su tío en el campo desean verlo. BARN. ¿Quiénes serán? – Diles que las espero. (Sale el Criado.) Me parece que temo verlas. Ahora todo me alarma. ¡Culpa, en qué cobarde me has convertido!

Escena II Otra habitación en casa de Thorowgood. Millwood y Lucy se descubren. Entra el Criado. CRIADO. Damas, enseguida les presentará sus respetos. MILL. Muy bien. Te agradezco. (Sale el Criado.) (Entra Barnwell.) BARN. ¡Desastre! – ¡Millwood! MILL. Esa irritada mirada me dice que soy aquí un huésped tan poco bienvenido como me lo temía – los infelices lo están en todas partes. BARN. ¿Es que nada te conformará sino mi ruina? MILL. ¡Antipático y cruel! Perdida yo misma, tu felicidad es ahora mi única preocupación. BARN. ¿Cómo es que han sido admitidas? MILL. Diciendo que tu tío deseaba que te visitásemos y te transmitiésemos un mensaje, fuimos recibidas sin sospecha por la familia y con mucho respeto dirigidas hacia aquí. BARN. ¿Por qué han venido en absoluto? MILL. Nunca más volveré a causarte molestias; he venido a despedirme para siempre. Tal es la mezquindad de mi destino. Me voy sin esperanzas, desesperando de volver alguna vez. Esta hora es todo lo que me resta. Una breve hora es todo lo que tengo para conceder al amor y a ti, de quien consideré demasiado corta la vida más larga. BARN. ¿Entonces nos encontramos para separarnos para siempre? MILL. Así debe ser. Pero no pienses que el tiempo o la ausencia podrán alguna vez dar descanso a mi dolor o hacerme amarte menos. ¡No me condenes, aunque deba dejarte! BARN. ¿Condenarte? No, apruebo tu resolución y me alegra oírla. Es justo; es necesario; lo he sopesado bien y así lo he encontrado. LUCY (Aparte.) Temo que el joven tenga más juicio que el que ella creyó.

BARN. Antes de que vinieras, había decidido no verte nunca más. MILL (Aparte.) ¡Desastre! LUCY. (Aparte.) Sí, ¡estamos todos fuera! Es este un giro tan inesperado que no haré nada por mi parte; deben, sin duda, llevar adelante la escena entre ellos. MILL. Fue de algún alivio pensar que, aunque ausente, me amarías todavía. Pero encontrar, aunque la Fortuna hubiese sido indulgente, que tú, más cruel e inconstante, habías resuelto deshacerte de mí – esto, no habiendo podido esperarlo nunca, no he aprendido a soportarlo. BARN. Lamento escucharte recriminarme a mí una decisión que tanto nos conviene a ambos. MILL. Tengo razón para hacer lo que hago, pero tú no tienes ninguna. BARN. ¿Podemos querer una razón para separarnos, nosotros que tantas tenemos para desear no habernos encontrado jamás? MILL. ¡Mírame, Barnwell! ¿Soy deforme o vieja, que la hartura tan pronto sucede al goce? No, mira de nuevo. ¿No soy aquella que ayer te pareció la más bella y la más cariñosa de su sexo? ¿Aquella cuya mano, temblando de goce, tomaste y apretujaste de este modo, mientras me mirabas a los ojos con tanto deleite como si el deseo creciera al verse alimentado? BARN. ¡Basta ya! Déjame arrepentirme de mis antiguos disparates, de ser posible, sin recordar de cuáles se trataba. MILL. ¿Por qué? BARN. Es tal mi flaqueza que resulta peligrosa. MILL. ¿Dónde está el peligro, si hemos de separarnos? BARN. El pensar en ello resulta ya demasiado doloroso. MILL. Si partir debe ser doloroso, ¿puedo al menos esperar que, al menos, no me odies? BARN. No – no – nunca dije que lo hiciera. – ¡Oh, mi corazón! MILL. ¿Acaso me compadeces? BARN. Lo hago – lo hago – en efecto, lo hago. MILL. ¿Pensarás en mí? BARN. ¡No lo dudes, mientras pueda pensar en absoluto! MILL. ¿Tal vez juzgarás un abrazo en la separación un favor demasiado grande – aunque hubiese de ser el último? (Él retrocede.) Una mirada bastará, pues – adiós para siempre. (Salen Millwood y Lucy.) BARN. Si optar por sufrir es vencer, he vencido. ¡Penosa victoria! (Vuelven a entrar Millwood y Lucy.) MILL. Había olvidado una cosa; nunca he de regresar a mi propio hogar. Me pareció apropiado hacértelo saber, no sea que cambie tu parecer y vayas en vano a encontrarme allí. Perdóname esta segunda intrusión; he venido sólo para hacerte esta advertencia, y eso tal vez haya sido innecesario. BARN. Espero que lo haya sido; y sin embargo es amable de tu parte, y debo agradecerte por ello. MILL (A Lucy.). Amiga mía, tu brazo. – Ahora me he ido para siempre. (Saliendo.). BARN. Una cosa más: ¿de seguro no hay peligro en saber yo adónde vas? Si te parece de otro modo –. MILL (Llorando.) ¡Ay! LUCY (Aparte.) Estamos listos, por lo que veo; esta es mi entrada. – Ah, estimado señor, ella no sabe adónde va; pero debe partir.

BARN. La compasión me obliga a desearte bien: ¿por qué entonces te expondrás a penas innecesarias? LUCY. No, no hay remedio para ello. Debe dejar la ciudad inmediatamente, y el reino lo más pronto posible; puedes estar seguro de que no fue un asunte leve el que ha podido decidirla a abandonarte. MILL. No más de eso, amiga mía; puesto que él, por cuya sola querida causa sufro, y estoy contenta de sufrir, es amable y me compadece. Toda vez que vague por tierras salvajes y por desiertos, perdida y desamparada, ese pensamiento habrá de confortarme. BARN. ¿Por mi causa? Oh, dime cómo, en qué manera estoy tan maldecido para llevarles a ustedes semejante ruina. MILL. No importa; me conformo con mi suerte. BARN. ¡No me dejes en esta incertidumbre! MILL. He dicho demasiado. BARN. ¿Cómo, cómo soy yo la causa de tu perdición? MILL. Saberlo no hará más que aumentar tus penas. BARN. Mis penas no pueden ser mayores de lo que son. LUCY. Bueno, bueno, señor; si ella no te complace, yo lo haré. BARN. Estoy atado a ti más de lo que podría expresarse. MILL. Recuerda, señor, que no quise que lo escuchases. BARN. ¡Comienza, y alivia mi angustiosa espera! LUCY. Pues debes saber que esta, mi señora, fue hija única; pero sus padres, habiendo muerto cuando ella era niña, la dejaron a ella y a su fortuna (no insignificante, te lo aseguro) al cuidado de un caballero que posee, él mismo, un importante patrimonio. MILL. Sí, sí, el bárbaro hombre es suficientemente rico – pero ¿qué es la riqueza comparada con el amor? LUCY. Por un tiempo desempeñó el papel de fiel protector, la estableció en una casa, contrató a sus sirvientes – pero has visto ya de qué manera vive ahora, por lo que no necesito decir más que eso. MILL. ¡Sabe el cielo cómo he de vivir a partir de ahora! LUCY. Todo prosiguió tal como uno podría desearlo hasta que, hace algún tiempo, al fallecer su esposa, él se enamoró violentamente de su pupila y de buen grado se hubiese casado con ella. Ahora bien, el hombre no es ni viejo ni feo, sino de un tipo bondadoso y amable; pero no sé por qué razón nunca pudo tolerarlo. En resumen, las malas maneras de ella a tal punto lo provocaron que presentó un registro de su albaceazgo, donde hace de ella su deudora. MILL. Una nimiedad en sí misma, pero más que suficiente para arruinarme, a mí a quien, por este injusto registro, él había despojado antes de todo. LUCY. Ahora bien, no teniendo ella dinero ni otro amigo más que yo, tan desgraciada como ella misma, él la obligó a aceptar su registro y a dar garantía de la suma reclamada; pero aun así la mantuvo muy bien, y prosiguió su cortejo hasta que, informado por sus espías (sospecho, en verdad, de algunos en la propia familia de ella) de que habías sido recibido en su casa y permanecido con ella toda la noche, vino esta mañana desvariando y acometiendo como un loco; no habla más de matrimonio – por lo que no hay esperanza de resolver las cosas de ese modo – pero jura su ruina a menos que ella le conceda el mismo favor que él supone te otorgó a ti. BARN. ¿Debe ella arruinarse o encontrar refugio en brazos de otro? MILL. Me dio no más que una hora para decidirme. He pasado la misma alegremente contigo – y ahora me voy.

BARN. Verse expuesta a todos los rigores de las diversas estaciones, el calor secante del verano y el frío del invierno; vagar sin hogar ni amigos a través del mundo inhóspito, en la miseria y en la necesidad, acompañada por el temor y el peligro, y perseguida por la malicia y la venganza. Todo esto soportarás por mí, ¿y yo no puedo hacer nada, nada para impedirlo? LUCY. Es realmente una lástima que no pueda encontrarse una salida. BARN. Oh, ¿dónde se han ido ahora todas mis decisiones? Como vapores precoces, o como el rocío matinal, perseguidos por los rayos cálidos del sol, se han desvanecido y perdido, como si nunca hubieran existido. LUCY. Pues bien, le he aconsejado a ella, señor, obedecer al caballero; ello no sólo pondría fin a sus penas, sino que al mismo tiempo haría su fortuna. BARN. Atormentador demonio, ¡atrás! Preferiría morir, no, verla a ella morir, que dejar que sea él quien la rescate; yo mismo impediré su ruina, incluso a través de la mía. Un momento de paciencia; volveré de inmediato. (Sale Barnwell.) LUCY. Estuvo bien que vinieses; de lo contrario, por lo que puedo notar, lo habrías perdido. MILL. Ese, debo confesarlo, era un peligro que yo no había previsto; sólo temía que él hubiese venido sin dinero. Sabes que una casa de diversión como la mía no se mantiene sin gasto. LUCY. Eso es muy cierto; pero entonces debes ser razonable en tus exigencias. Es una lástima desanimar a un joven. (Vuelve Barnwell con una bolsa de dinero.) BARN (Aparte.) ¿Qué debo hacer? Pónganse ahora ustedes mismos, que presumen de su razón autosuficiente, en una situación como la mía, y decidan por mí qué es lo correcto: si dejarla sufrir a ella a causa de mis faltas o, por esta pequeña adición a mi culpa, impedir los malos efectos de lo que está hecho. LUCY. Estos jóvenes pecadores conciben como muy extraño todo cuanto se relaciona con las vías de la maldad, aunque yo podría decirle que esto no es más que lo muy común, puesto que un vicio engendra otro tan naturalmente como un padre a un hijo. Pero pronto lo descubrirá él mismo, si es que vive lo suficiente. BARN. Aquí, tomen esto, y con ello compren su liberación; vuelvan a su casa y vivan en paz y seguridad. MILL. Entonces puedo esperar verte allí de nuevo. BARN. No me respondas, pero en cambio huyan – ¡no sea que, en la agonía de mi remordimiento, tome de vuelta lo que no es mío para dar y las abandone a la necesidad y la miseria! MILL. ¡Nada más di que vendrás! BARN. Tú eres mi destino, mi cielo o mi infierno, sólo déjame ahora. En adelante, dispón de mí como plazcas. (Salen Millwood y Lucy.) ¡Qué he hecho! Si mis decisiones estaban fundadas en la razón y tomadas con sinceridad, ¿por qué entonces me ha dejado el cielo caer? No busqué la ocasión y, si mi corazón no me engaña, la compasión y la generosidad fueron mis motivos. ¿Es la virtud inconsistente consigo misma, o no son la virtud y el vicio más que nombres vacíos? ¿O dependen de accidentes que exceden nuestro poder de actuar o prevenir – en los que no tenemos parte, viéndonos, sin embargo, determinados

por el suceso? ¿Pero por qué debería yo intentar razonar? Todo es confusión, horror y remordimiento. Descubro que estoy perdido, arrojado de todas mis esperanzas recientemente elevadas, y sumergido de nuevo en la culpa, aunque todavía casi sin saber cómo o por qué: Tan bajos horrores hacen de mi cerebro, Como el Infierno, la casa de la oscuridad y del dolor. Fin del Segundo Acto.

Acto III Escena 1 Una habitación en casa de Thorowgood Entran Thorowgood y Trueman. THOR. Paréceme que no quisiera que sólo aprendieses el método del comercio, y que lo practicaras en lo sucesivo, como un simple medio para obtener riqueza. Bien valdrá tus esfuerzos estudiarlo como ciencia, para descubrir cómo está fundado en la razón y en la naturaleza de las cosas; cómo ha hecho avanzar a la humanidad, abriendo y todavía conservando un vínculo entre naciones muy remotas entre sí en cuanto a situación, costumbres y religión, promoviendo las artes, la industria, la paz y la abundancia, difundiendo el amor mutuo de polo a polo en pos de mutuos beneficios. TR. He considerado algo de esto y espero, a través de tu tutela, extender mucho más lejos mis pensamientos. He observado que aquellos países donde el comercio es promovido y alentado no realizan descubrimientos para destruir la humanidad, sino para mejorarla; a través del amor y la amistad, para amansar a los fieros y pulir a los más salvajes; para enseñarles las ventajas del comercio honesto tomando de ellos, con su propio consentimiento, sus superfluidades inútiles y dándoles a cambio aquello que necesitan a causa de su ignorancia de las artes manuales, de su situación o de algún otro accidente. THOR. Con justicia se observa que el populoso Oriente, exuberante, abunda en gemas relucientes, en perlas brillantes, en especias aromáticas y en drogas que restablecen la salud. La tierra, tardíamente descubierta, del mundo occidental resplandece con innumerables vetas de oro y mineral de plata. En todo clima y en todo país el cielo ha otorgado a éstos algún bien particular. Es la industriosa empresa del mercader recolectar las diversas bendiciones de cada tierra y de cada clima y, con el producto de todo ello, enriquecer su país natal. – ¡Bien! He examinado tus cuentas: no sólo son exactas, como siempre las he hallado, sino que son mantenidas con regularidad y limpiamente registradas. Alabo tu diligencia. El método en los negocios es la guía más segura. Aquel que lo rechaza, con frecuencia tropieza, y vaga siempre perplejo, inseguro y en peligro. ¿Están listas las cuentas de Barnwell para mi inspección? No suele ser el último en estas ocasiones. TR. En cuanto recibió tus órdenes se retiró, me pareció entonces, con cierta confusión. Si te place, yo iré y lo apresuraré. Espero que no haya sido culpable de alguna negligencia. THOR. Voy ahora al Mercado; hazle saber que espero encontrarlo listo a mi regreso. (Salen.) (Entra María con un libro; se sienta y lee.) MARÍA. ¡Cuán convincente es la verdad! La mente más débil, inspirada por el amor a ella, concentrada y recogida sobre sí misma, con indiferencia contempla la fuerza conjunta de la tierra y el Infierno oponiéndose. Semejantes almas son elevadas por encima del sentido del dolor, o bien son tan fuertes que lo ignoran. El mártir compra a bajo precio su cielo. Pequeños son sus sufrimientos, grande su recompensa. No ocurre lo mismo con el desgraciado que combate el amor con el deber, cuando la mente, debilitada y disuelta por la suave pasión, floja y sin esperanza se opone a sus propios deseos. ¿Qué es una hora, un día, un año de dolor, para una vida entera de torturas como esas?

(Entra Trueman.) TR. ¡Oh, Barnwell! ¡Oh, amigo mío, cómo has caído! MA. ¡Ah! ¡Barnwell! ¿Qué ocurre con él? ¡Habla! – di, ¡qué ocurre con Barnwell! TR. No ha de ocultarse. Tengo noticias que transmitir acerca de él que afligirán a tu generoso padre, a ti misma y a todos quienes lo conocen. MA. ¡Que el cielo nos proteja! TR. No puedo decirlo. Mira ahí. (Le da una carta. María lee.) “Trueman, Sé que mi ausencia sorprenderá a mi honrado maestro y a ti mismo, tanto más cuanto sepas que la razón de mi retiro es haber malversado parte del dinero que me fue confiado. Después de esto, es innecesario informarte que no tengo intención de volver jamás. Aunque esto podría haber sido descubierto examinando mis cuentas, para evitar esa preocupación innecesaria y cortar toda infructuosa esperanza en cuanto a mi regreso, he dejado esto de parte de quien se ha perdido. George Barnwell.” TR. ¡Perdido, en efecto! Aun así, el hecho de que sea culpable de aquello que se atribuye a sí mismo eleva mi asombro al nivel de mi aflicción. Ningún muchacho tuvo nunca un más alto sentido del honor; con justicia pensó, y así como pensó, actuó; nunca fue una vida más regular que la suya – un juicio poco común para su edad – una hombría de temperamento abierta y generosa – sus maneras fáciles, espontáneas y encantadoras. MA. Con veracidad podrías haber dicho esto y mucho más. Él era la delicia de todo ojo y la alegría de todo corazón que lo conociera. TR. Puesto que así era, y que se trataba de mi amigo, ¿puedo soportar su pérdida? ¡Mira! La dama más bella y más afortunada de la que presume esta rica ciudad condesciende amablemente a llorar por tu triste destino, ¡pobre, arruinado Barnwell! MA. Trueman, ¿piensas que un alma tan delicada como la suya, tan sensible a la vergüenza, podría alguna vez rendirse a vivir como esclava del vicio? TR. ¡Nunca, nunca! Tan bien lo conozco que estoy seguro de que este acto suyo, tan contrario a su naturaleza, debe haber sido provocado por necesidad inevitable. MA. ¿No hay todavía alguna forma de protegerlo? TR. ¡Oh, si la hubiese! Pero pocos hombres recuperan la reputación perdida – un mercader, nunca. Ni lo haría, según temo, aunque me fuera concedido encontrarlo, conducido alguna vez a mirar a su agraviado maestro a la cara. MA. Lo mismo temo – y por ello nunca dejaría que mi padre lo supiera. TR. Eso es imposible. MA. ¿Cuál es la suma? TR. Es considerable. La he marcado aquí, para mostrarla, junto con la carta, a tu padre, a su regreso. MA. Si fuera yo quien aportase el dinero, ¿serías capaz de disponer de él, así como de la cuenta, con el fin de ocultar a mi padre esta mala, infeliz gestión? TR. Nada más sencillo. ¿Pero es que puedes tener intención de hacerlo? ¿Salvarás a un indefenso desgraciado de la ruina? ¡Oh! Sería aquél un acto digno de virtud tan elevada como la de María. ¡De seguro el cielo, por piedad a mi amigo, inspiró ese generoso pensamiento! MA. No dudes que compraría yo una alegría tan grande a un precio mucho más alto: – ¿pero cómo podrá ser hallado?

TR. Confía en mi diligencia para eso. Mientras tanto, ocultaré su ausencia a tu padre, o buscaré tales excusas para ello de modo que la causa real no sea nunca sospechada. MA. Intentando salvar de la vergüenza a alguien de quien esperamos pueda aún retornar a la virtud, imploro al cielo y a ti, los únicos testigos de esta acción, en caso de hacer yo alguna cosa impropia de mi sexo y de mi reputación. TR. La tierra sin duda aprueba la acción, y el Cielo, no lo dudo, ha de recompensarla. MA. Si el cielo la sigue en ello, he sido bien recompensada. La fama de una virgen es mancillada por el más ligero aliento de sospecha, y es por ello que este debe ser un secreto para mi padre y para el mundo, ¡por el bien de Barnwell, por el mío, y que también lo sea para el de él! – (Salen.)

Escena II Una habitación en casa de Millwood Entran Lucy y Blunt. LUCY. ¡Bueno! ¿Qué piensas ahora de la conducta de Millwood? BLUNT. Confieso que es sorprendente. No sé cuál de sus pasiones admirar más, si la fingida o la real – aunque a veces he temido que su avaricia la descubriera. Pero la juventud y la falta de experiencia del muchacho hacen más fácil imponérsele. LUCY. No, es su amor. Para hacerle justicia, no le falta entendimiento, a pesar de su juventud; pero ustedes, los hombres, son mucho más fáciles de manejar, en estos asuntos, que lo que su vanidad les permitiría creer. Déjame ver al más sabio de todos ustedes tan enamorado de mí como Barnwell lo está de Millwood, y me empeñaré en tomarle el pelo en igual medida. BLUNT. Y consideradas todas las circunstancias, ¿también a obtener a través de él una semejante cantidad de dinero? LUCY. No puedo responder de eso. Su astucia para hacerle robar a su maestro, en primer lugar, y las distintas estratagemas por las que lo ha obligado a proseguir ese camino me asombran incluso a mí, que tan bien la conozco. BLUNT. Pero debes entonces tener en cuenta que el dinero era el de su maestro. LUCY. Eso era lo difícil del asunto. No habría sido nada, de haber sido suyo el dinero. Si el mundo fuese de él, ella podría obtenerlo a cambio de una sonrisa. Pero aquellos días dorados se han terminado; él está arruinado, y las esperanzas de Millwood en cuanto ha conseguir mayores beneficios se han acabado. BLUNT. Esto no es más que lo que todos temimos. LUCY. Llamado por su maestro a arreglar sus cuentas, se vio forzado a abandonar su casa y su servicio, y sabiamente huye adonde Millwood en busca de alivio y distracción. BLUNT. ¡No me había enterado de eso! ¿Cómo lo recibió ella? LUCY. Como podrías esperarlo. Quiso saber qué pretendía él; quedó pasmada ante su impudicia y, con un aire de recato propio de ella, juró tan sentidamente no haberlo visto nunca antes, que me hizo perder la compostura. BLUNT. ¡Eso es mucho, en efecto! ¿Pero cómo reaccionó Barnwell? LUCY. Se afligió y, finalmente, enfurecido ante este bárbaro tratamiento, estaba a punto de desaparecer cuando, atravesando la puerta, mostró una suma de dinero que había robado de casa de su maestro – probablemente lo último le sea posible obtener de allí. BLUNT. ¿Pero entonces, Millwood?

LUCY. Sí, ella, con su destreza habitual, volvió a sus viejas artes de la mentira, jurando y disimulando – Colgada de su cuello, lloró y juró que lo había hecho como una broma, hasta que el apasionado muchacho, deshecho en lágrimas, arrojó el dinero sobre el regazo de Millwood y juró que preferiría morir a pensar mal de ella. BLUNT. ¡Extraña obsesión! LUCY. Pero lo que siguió fue todavía más extraño. Así como las dudas y los temores, sucedidos por la reconciliación, siempre intensifican el amor, allí donde la pasión es sincera, así también provocó en él tan salvaje arrebato de desmesurado cariño, tal alegría, tal pena, tal placer y tal angustia, que su naturaleza pareció hundirse con el peso, y el alma encantada se dispuso a escapar desde su pecho hacia el de ella. Justo entonces, cuando toda pasión prevalecía en anarquía sin ley, y la razón se encontraba perdida en la furiosa tempestad, la cruel, artera Millwood obligó al desdichado joven a prometer algo que me hace temblar de sólo pensarlo. BLUNT. ¡Estoy alucinado! ¿Qué puede ser? LUCY. Lo estarás más todavía al escuchar que se trata de atentar contra la vida de su más cercano pariente y su mayor benefactor. BLUNT. ¿Su tío, de quien a menudo he escuchado hablar, en la región donde vive, como un caballero de gran fortuna y recto carácter? LUCY. El mismo. No se había apoderado aún del último, preciado producto de la ruina del muchacho, cuando ya su avaricia, insaciable como la tumba, reclamó este horrendo sacrificio. El cercano parentesco de Barnwell y la insospechada virtud han de proporcionar medios demasiado fáciles para apoderarse del tesoro del buen hombre, cuya sangre debe sellar el espantoso secreto y evitar los terrores de las culpables aprensiones de Millwood. BLUNT. ¿Es posible que ella pudiese persuadirlo de llevar a cabo una acción semejante? Él, por naturaleza, es honesto, agradecido, compasivo y generoso, y si bien el amor de él y las astutas persuasiones de ella lo han llevado a hacer lo que más aborrece, ¡todos podemos, sin embargo, atestiguar con qué renuencia ha obedecido todavía! Tantas lágrimas ha derramado por cada afrenta, que acaso sería capaz, de ser tal cosa posible, de santificar el robo y de volver meritorio un crimen. LUCY. Es cierto; al mencionarse el asesinato de su tío estalló de furia y, apartándose de los brazos de ella, donde hasta entonces lo habían retenido con bien fingido amor y falsas palabras de cariño, la llamó “cruel, monstruo, demonio” y le dijo que había nacido para su propia destrucción. Millwood no consideró afín a su propósito enfrentarse a la furia de Barwell, y en cambio afectó el más apasionado arranque de pena – clamó contra su propio destino y maldijo su caprichosa estrella: que todavía sus necesidades la forzaban a empujarlo a cometer tales acciones, puesto que ella debía aborrecer las necesidades tanto como él; pero le dijo que la necesidad carece de ley, y el amor, de límites; que, por consiguiente, el nunca la había amado, sino que tenía la intención de abandonarla en su situación de necesidad; luego se puso de rodillas y juró que, en la medida en que él, a través de su rechazo, le diera razón a ella para dudar de su amor, nunca más volvería a verlo a menos que, para probar la verdad de su amor, le robase a su tío con el fin de satisfacer las necesidades de ella y lo asesinase para ocultar el hecho. BLUNT. ¡Estoy atónito! ¿Qué dijo él? LUCY. Se mantuvo de pie, sin habla; pero en su rostro podrías haber leído que distintas pasiones desgarraban su misma alma. A menudo, en su angustia, elevaba sus ojos hacia el Cielo y luego, con idéntica frecuencia, dirigía hacia ella el brillo de aquéllos; luego lloró y gimió, y se golpeó el pecho atribulado. Por fin, con un horror imposible de expresar, exclamó: “¡Tú, hermosa maldita! ¿No he dado ya terribles pruebas de amor? ¿Qué me apartó de mi juvenil inocencia para

mancillar mi alma, pura entonces, sino el amor? ¿Qué me empujó a robar a mi noble y dulce maestro, sino un maldito amor? ¿Qué me convierte ahora en un fugitivo de su servicio, asqueado de mí mismo y despreciado por el mundo entero, sino el amor? ¿Qué colma mis ojos de lágrimas y mi alma, de un tormento nunca antes sentido de este lado de la muerte? ¡Vaya: el amor, el amor, el amor! ¿Y por qué, por sobre todas las cosas, he decidido (puesto que, arrancándose el cabello, exclamó: “Lo he decidido”) matar a mi tío?” BLUNT. ¿Es que ella no se conmovió? Oír este triste relato me hace llorar. LUCY. Sí – de felicidad, por cuanto había logrado su propósito. No le dio a él tiempo de calmarse, sino que lo instó a intentarlo de inmediato. Ahora se ha ido; si logra su cometido y escapa, habrá dinero para ella; si no, nunca más regresará, y entonces ella se habrá librado limpiamente de él. BLUNT. Es hora de que el mundo se vea librado de monstruo semejante. LUCY. Si no nos empeñamos en impedir este asesinato, entonces somos tan malvados como ella. BLUNT. Temo que sea demasiado tarde. LUCY. Tal vez no. Su brutalidad para con Barnwell me hace odiarla. Hemos andado ya demasiado lejos junto a ella. No la concebía a ella ni a mí misma como tan malvadas, tal como, tras reflexionar, descubro que lo somos. BLUNT. En verdad, todos hemos sido muy malvados. Pero hay algo tan horrendo en el asesinato, que todos los otros crímenes no parecen nada en comparación con él. Ni por todo el mundo quisiera verme implicado en esa culpa. LUCY. Tampoco yo, lo sabe el Cielo. Por consiguiente, purguémonos haciendo todo lo que esté en nuestro poder para impedirlo. Se me acaba de ocurrir una forma que, en mi opinión, parece viable. ¿Vendrás conmigo a revelar este propósito maldito? BLUNT. Con todo mi corazón. Aquel que sabe de un asesinato a ser cometido y no lo descubre, es un asesino a los ojos de la ley y de la razón. LUCY. No perdamos tiempo; te pondré al tanto de los particulares mientras vamos. (Salen.)

Escena III Un camino a poca distancia de una casa solariega. Entra Barnwell. BARN. Una sombra lúgubre oscurece el rostro del día; o el sol se ha escurrido detrás de una nube, o desciende hacia el oeste del Cielo con rapidez poco común, para evitar el espectáculo de lo que estoy destinado a cometer. Desde que emprendí este propósito maldito, me parece que allí donde camino la tierra sólida tiembla bajo mis pies. Aquel límpido torrente, cuyo cano declive forma una cascada natural, con dolido énfasis pareció murmurar, al pasar yo a su lado: “Asesino”. La tierra, el aire, el agua, parecían afectados – pero esto no es extraño; ¡el mundo es castigado y la naturaleza siente una conmoción cuando la Providencia permite la caída de un hombre bueno! ¡Cielo justo! ¿Qué haré, pues, de mí? – puesto que él era el hermano único de mi padre, y desde la muerte de éste ha sido como un padre para mí, que me acogió siendo niño y huérfano, que me crió con el más tierno cuidado, e incluso me consintió con el cariño más paternal. Y sin embargo, aquí estoy, declarado su fatal asesino. Me tenso de terror ante mi propia impiedad. Aun así, todavía no está hecho. ¿Qué si abandono mi sangriento propósito y huyo del

lugar? (Se va, luego se detiene.) ¿Pero si, oh, si escapase? Las otrora amistosas puertas de mi maestro me están cerradas para siempre; y, sin dinero, Millwood nunca más me volverá a ver, y la vida no puede sobrellevarse sin ella. Ejerce tan firme posesión de mi corazón, y gobierna allí con tan despótico influjo – ¡sí, allí está la causa de todo mi pecado y de toda mi pena! Es más que amor; es la fiebre del alma y la locura del deseo. En vano la naturaleza, la razón, la conciencia, se le oponen todas; la pasión impetuosa aplasta todo cuanto se le interpone y me conduce a la lujuria, al robo y al asesinato. ¡Oh, conciencia! Débil guía hacia la virtud, sólo te muestras a nosotros cuando vamos por mal camino, pero te falta poder para detenernos en nuestro rumbo. Ah, en aquel camino sombrío veo a mi tío. Está solo. ¡Ahora, por mi disfraz! (Saca un antifaz.) Esta es la hora de la meditación solitaria. Así prepara diariamente su alma para el Cielo – mientras yo – ¿pero que tengo que ver yo con el Cielo! ¡Ah! ¡Sin conflictos, conciencia! Fuera, fuera, remordimiento, y todo buen pensamiento: La tormenta que la lujuria inició debe concluir en sangre. (Se coloca el antifaz, desenfunda una pistola y sale.)

Escena IV Un camino cercano, en un bosque. Entra el Tío. TÍO. Si fuera supersticioso, temería que algún peligro estuviera al acecho, invisible, o que la muerte se hallara cerca. Una pesada melancolía nubla mi ánimo; colman mi imaginación las formas espantosas de sombrías sepulturas y de cuerpos transformados por la muerte, cuando el rostro pálido, alargado, llama la atención de cada ojo lloroso y llena el alma meditabunda de dolor y a la vez de horror, de compasión y a la vez de aversión. Me dejaré llevar por ese pensamiento. El hombre sabio se prepara para la muerte volviéndola familiar a su propia mente. Cuando fuertes reflexiones sostienen cerca el espejo, y los vivos contemplan su yo futuro en los muertos, ¡cómo cesa cada pasión desorbitada y cada deseo, o se asquean ante el espectáculo! La mente poco se mueve; la sangre, cuajándose y helada, se desliza lentamente por las venas; fijos, todavía, e inmóviles nos mantenemos, de suerte que, emulando el solemne objeto de nuestros pensamientos, ahora somos casi lo que debemos ser en la tumba, hasta que la curiosidad despierta el alma y la empuja a la búsqueda. (Entra George Barnwell a cierta distancia.) Oh, Muerte, tú, extraño, misterioso poder, vista todos los días, aunque nunca comprendida salvo por los silenciosos muertos, ¿qué eres tú? La grandiosa mente del hombre, aquella que con sólo pensarlo rodea el vasto globo del mundo, se hunde hasta su núcleo o asciende por encima de las estrellas; que mundos extraños encuentra, o cree encontrar, en vano intenta traspasar tus densas nubes: perdida y apabullada en la penumbra horrible regresa, vencida, más dubitativa que antes; segura nada más que de la futilidad del esfuerzo.

(Durante este discurso, a veces Barnwell empuña la pistola y la retira nuevamente.) BARN. ¡Oh, es imposible! (El Tío se alarma y se arriesga a desenvainar su espada, arrojando la pistola.) TÍO. Un hombre tan cerca de mí, armado y enmascarado. BARN. No, entonces no hay retirada. (Saca un puñal de su seno y lo apuñala.) TÍO. ¡Oh! ¡Muerto soy! ¡Cielo misericordioso, escucha la plegaria de tu servidor agonizante! ¡Bendice, con las mayores bendiciones, a mi amado sobrino, perdona a mi asesino y conduce mi alma efímera a la eterna misericordia! (Barnwell se quita la máscara, corre hacia él y, poniéndose de rodillas, lo alza y le da calor.) BARN. ¡Santo agonizante! ¡Oh, asesinado, martirizado tío! Alza tus ojos moribundos y contempla a tu sobrino en tu asesino! ¡Oh, no me mires tan tiernamente! Deja que la indignación arda en tus ojos y me acribille antes de morir! – Cielos, llora compadecido de mis males. ¡Lágrimas, – lágrimas, por sangre! La víctima, entre los estertores de la muerte, llora por su asesino. – Oh, di tu piadoso propósito – declara mi perdón, pues – ¡y llévame contigo! – Lo haría, pero no puede. – Oh, ¿por qué, con tan cariñoso afecto, aprietas mi mano asesina? – ¡Qué! ¿Me besarás? Barnwell besa a su tío, que gime y muere. La vida, que merodeó en sus labios hasta que hubo sellado mi perdón, en ese beso expiro. Se ha ido para siempre – y ¡oh! Yo lo sigo. Se desvanece sobre el cuerpo muerto de su tío. – ¿Vivo aún para poblar el dolorido seno de la tierra? ¿Respiro todavía, y corrompo el aire sano con mi hálito infecto? Que el cielo desde su alto trono, por justicia o por misericordia, descienda ahora su mirada hacia ese querido santo asesinado y hacia mí, el asesino. Y, si su venganza se refrena, ¡que la misericordia golpee y aniquile mi desgraciado ser! – ¡El asesinato, el peor de los crímenes, y el parricidio, el peor de los asesinatos, y este el peor de los parricidios! Caín, quien ha quedado marcado desde el nacimiento del tiempo, y así ha de permanecer hasta su momento final, como maldito, mató a un hermano favorecido por encima de él. El aborrecido Nerón eliminó, por mano ajena, a una madre a quien él temía y odiaba. Pero yo, con mi propia mano, he asesinado a un hermano, a una madre, a un padre y a un amigo, los más amantes y amados. Este execrable acto mío no tiene parangón. ¡Oh, que para siempre se alce, el solo, como el último de los asesinatos, puesto que es el peor! El hombre rico, así, en el tormento y la desesperación, Ofreció su vana pero caritativa oración. El loco, perdida su propia alma, de buen grado habría sido sabio Por el bien de otro; pero el Cielo rechaza su petición. Por leyes y medios bien conocidos resistimos o caemos, Y una sola ley eterna permanece para todos. Fin del Tercer Acto.

Acto IV Escena 1 Una habitación en casa de Thorowgood Entra María. MA. ¡Cuán erróneamente juzgan quienes censuran o aplauden mientras somos afligidos o recompensados aquí arriba! Sé que soy infeliz, y aun así no puedo atribuirme ningún crimen, más allá de las flaquezas comunes a nuestro género, que debiese provocar al justo Cielo a destinarme a tan inusitados y severos sufrimientos. El cielo debe aborrecer el culparnos falsamente; por consiguiente, es justo y correcto que la inocencia se mantenga, puesto que el Cielo ha de ser justo en todos sus caminos. Acaso de ese modo seamos protegidos de males morales mucho peores que los penales, o engrandecidos más en la virtud. ¿O no pueden los males menores que soportamos constituir el medio de mayores bienes para otros? Que todos los días tristes y las noches en vela que he pasado no hagan sino comprar la paz para ti, Tú querida, querida causa de toda mi pena y mi dolor, Ojalá pequeña fuera la pérdida, e infinito lo ganado; Aunque hacia la tumba en amor secreto languidezca, Para que la vida y la fama y la felicidad sean tuyas. (Entra Trueman.) ¿Qué noticias de Barnwell? TR. Ninguna. Lo he buscado con la mayor diligencia, pero en vano. MA. ¿Sospecha ya mi padre la razón de su ausencia? TR. Si todo le pareciese a él tan justo y claro, no es posible que alguna vez lo hiciera; pero su ausencia ya no será disimulada. Tu padre es sabio; y, aunque parece atender las excusas amistosas que ofrecí por Barnwell, temo sin embargo que las perciba sólo como tales, sin dejar que influyan sobre su juicio. MA. ¡Cómo frustra el infeliz joven todos nuestros planes para ayudarlo! De todas formas, nunca podré lamentar lo que hemos hecho. Si él llegase a volver, ello hará más fácil su reconciliación con mi padre y lo resguardará de futuros reproches por parte de un mundo malvado y despiadado. (Entran Thorowgood y Lucy.) THOR. Esta mujer, aquí, me ha dado una triste y (al margen de algunos incidentes) demasiado probable explicación de la defección de Barnwell. LUCY. Lamento, señor, que mi franca confesión en cuanto mi antiguo, infeliz cauce de vida te hagan sospechar de mi verdad en esta oportunidad. THOR. No es eso; tu confesión posee toda la apariencia de la verdad. (A ellos.) Entre otros particulares, me informa que Barnwell ha sido empujado a quebrantar su deber, y a sustraerme,

en varias ocasiones, considerables sumas de dinero. Ahora, al saber que esto es falso, de buen grado dudaría de la totalidad de su relato, demasiado espantoso para ser creído voluntariamente. MA. Señor, te ruego me excuses; me encuentro de repente tan indispuesta que debo retirarme. (Aparte.) La Providencia se opone a todos los intentos por salvarlo. ¡Pobre arruinado Barnwell! ¡Desgraciada, perdida María! (Sale María.) THOR. ¡Cuán afligido estoy en todo sentido! Pena por ese desgraciado joven, temor por la vida de un amigo muy valorado – y luego mi niña, ¡la única esperanza y alegría de mi declinante vida! Su melancolía aumenta a cada hora y me induce dolorosas aprensiones en cuanto a su pérdida. ¡Oh, Trueman! Esta persona me informa que tu amigo, instigado por una mujer impiadosa, se ha ido a robar y asesinar a su venerable tío. TR. ¡Oh, acción execrable! Me siento apabullado por el horror de esa idea. LUCY. Esta demora puede arruinar todo. THOR. Ignoro qué hacer o pensar. Que me haya faltado alguna vez, eso sé que es falso; el resto puede que sea así – allí reside toda mi esperanza. TR. No confíes en ello; es preferible suponer que todo es cierto antes que perder un instante, ahora cuando la horrible hazaña puede estar realizándose – espantosa idea – o estar ya realizada, y entonces estaremos discutiendo vanamente sobre cómo impedir lo que ya ha sucedido. THOR (Aparte.) Esta seriedad me convence de que sabe más de lo que ya ha descubierto. – ¡Hola! ¡Allí afuera! ¿Quién aguarda? (Entra un Criado.) ¡Ordena al peón ensillar el caballo más veloz y prepararse a partir con rapidez! Una cuestión de vida y muerte reclama su diligencia. (Sale el Criado.) (A Lucy.) En cuanto ti, cuya conducta en esta ocasión no tengo tiempo de alabar como lo merece, debo pedirte más ayuda. Vuelve y observa a esta Millwood hasta que yo llegue. Tengo la dirección de ustedes y te seguiré lo más pronto que pueda. (Sale Lucy.) Trueman, tú, estoy seguro, no querrás permanecer ocioso en esta ocasión. (Sale Thorowgood.) TR. Sólo aquel que es un amigo puede juzgar mi angustia.

Escena II Casa de Millwood. Entra Millwood. MILL. Desearía conocer cómo ha resultado su plan; la tentativa sin éxito lo arruinaría. – ¡Bueno! ¿Qué debería preocuparme de ello? Me temo que demasiado. De quedar en la intención la jugarreta, sus amigos, por piedad hacia su juventud, volverán toda su furia contra mí. Debí haber pensado antes en ello. Supóngase concretado el acto: entonces, y sólo entonces, podré estar segura. ¿O qué si vuelve sin haberlo intentado en absoluto? Pero aquí está, y he dudado de él sin razón; sus manos ensangrentadas muestran que ha llevado a cabo la acción, pero también que desea prudencia para ocultarla. BARN. ¿Dónde puedo esconderme? ¿O debo huir para evitar la rápida, infalible mano de la Justicia?

MILL. Haz caso omiso de tus temores. Aunque miles te hubiesen perseguido hasta la puerta, e incluso pasado a través de ella, estás tan a salvo como la inocencia. Tengo una caverna tal, con artificio tan astutamente diseñada, que los ojos penetrantes de la Envidia y de la Venganza buscarán en vano, y no encontrarán la entrada al seguro refugio. Allí te esconderé si hay algún peligro cerca. BARN. Oh, escóndeme de mí mismo, de ser posible; puesto que, mientras cargue mi conciencia en mi pecho, aunque estuviese escondido donde el ojo del hombre nunca miró ni luz alguna alumbró jamás, todo sería en vano. Ya que, ¡oh!, ese recluso – ese juez imparcial, me juzgará, me condenará y me sentenciará por asesinato; y me ejecutará con tormentos interminables. ¡Mira estas manos, todas enrojecidas con la sangre de mi querido tío! He aquí una vista para hacer a una estatua sobresaltarse de horror, o convertir a un hombre viviente en una estatua. MILL. ¡Ridículo! Entonces parece que estás asustado de tu sombra o, lo que es menos que tu sombra, de tu conciencia. BARN. Aunque desconociese el hombre que fui yo quien cometió la acción maldita, ¿qué podemos esconder al ojo del Cielo, que todo lo ve? MILL. ¡Basta de todo esto! ¿Qué beneficio has sacado de su muerte? ¿O qué beneficio puede aún sacarse de ella? ¿Obtuviste las llaves de su tesoro? – sin duda, las llevaba consigo. ¿Qué oro, qué joyas, o qué otra cosa de valor me has traído? BARN. ¿Crees que al asesinato añadí el sacrilegio? ¡Oh! ¡Si lo hubieses visto mientras su vida manaba de él en un río carmesí, y lo hubieses escuchado rezar por mí bajo el doble nombre de sobrino y asesino! ¡Cuánto hubieses deseado, como yo, aunque tuvieses mil años de vida por delante, entregarlos todos para extender la suya una sola hora! Pero, una vez que hubo muerto, huí del espectáculo de lo que mis manos habían hecho; de ningún modo hubiera podido, para lograr el imperio de mundo, profanar a través del robo su sagrado cadáver. MILL. ¡Llorón, ridículo, hipócrita villano, asesinar a tu tío, robarle la vida, la primera, última, querida prerrogativa de la naturaleza, después de la cual no hay perjuicio, para luego tener miedo de tomar lo que él ya no necesitaba! ¡Y traerme a mí tu penuria y tu culpa! ¿Piensas que arriesgaré mi reputación – no, mi vida, para divertirte? BARN. ¡Oh! ¡Millwood! ¡Esto de ti! – Pero lo he hecho; si me odias, si me deseas muerto, entonces alégrate, puesto que, ¡oh!, de seguro mi dolor pronto acabará conmigo. MILL. (Aparte.) En su locura revelará todo, y me involucrará en su ruina. Estamos en un precipicio del que no hay retirada para los dos – entonces, preservarme a mí misma. (Hace una pausa.) No hay otro modo; es espantoso, pero la reflexión llega demasiado tarde cuando el peligro apremia y no hay lugar para la elección. Debe hacerse. (Hace sonar una campana. Entra un Criado.) Ve a buscar un oficial y sujeta a este villano: se ha confesado asesino. Si lo dejara escapar, con justicia sería, acaso, tan malvada como él. BARN. ¡Oh, Millwood! Sin duda no quieres, no puedes decir eso. ¡Detén al mensajero! – de rodillas te suplico, ¡llámalo de vuelta! Sin duda es apropiado que yo muera, pero no a través de ti. Ahora mismo me pondré en manos de la justicia; por cierto que lo haré; puesto que la muerte es lo único que deseo. Pero tu ingratitud a tal punto desgarra mi alma herida, que es diez mil veces peor que la muerte bajo tortura. MILL. Llámalo como desees, yo deseo vivir, y vivir a salvo – lo que nada, salvo tu muerte, puede garantizar. BARN. Si hay algún grado de maldad capaz de colocar al autor más allá del alcance de la venganza, entonces estarás a salvo. ¿Pero qué queda para mí sino un lúgubre calabozo, muy

mortificantes grilletes, un terrible juicio y una muerte ignominiosa – para, con justicia, caer sin inspirar compasión y aborrecido – para, luego mi la muerte, quedar suspendido entre el Cielo y la tierra, un espantoso espectáculo, advertencia y horror de una multitud boquiabierta? Esto, podría soportarlo, y no desearía evitarlo, si hubiese llegado de cualquier mano excepto la tuya. (Entra Blunt. Oficial y Auxiliares.) MILL. ¡El Cielo me proteja! ¿Esconder a un asesino? Aquí, señor; tome a este muchacho bajo su custodia. Lo acuso de asesinato, y compareceré para que mi acusación tenga éxito. (Lo sujetan.) BARN. ¿A quién, sobre qué, o cómo debo reclamar? No la acusaré: la mano del Cielo está en ello, y este es el castigo por lujuria y parricidio. Y sin embargo el Cielo, que con justicia me abandona, todavía le permite vivir, tal vez para castigar a otros. ¡Tremenda misericordia! Así los demonios son maldecidos con la inmortalidad, para ser los verdugos del cielo. Estén advertidos, jóvenes que ven mi triste desesperanza, Eviten a las mujeres indecentes, tan falsas como hermosas; Guiados por la razón, persigan alegrías honestas; La hermosa fiel al honor y a la virtud, Justa para sí misma, nunca será falsa para ustedes. Por mi ejemplo aprendan a evitar mi destino; (¡Qué desgraciado es el hombre que demasiado tarde es sabio!) Antes de que la inocencia y la fama y la vida se pierdan, ¡Adquieran aquí sabiduría, a bajo precio, a costa mía! (Salen Barnwell, el Oficial y los Auxiliares.) MILL. ¿Dónde está Lucy? ¿Por qué está ausente en semejante momento? BLUNT. Hubiese querido estarlo yo también. ¡Lucy pronto estará aquí, espero, para desastre tuyo, tú, demonio! MILL. ¡Insolente! ¿Esto a mí? BLUNT. Lo peor que conocemos del demonio es que primero lleva seductoramente al pecado y luego, traicioneramente, al castigo. (Sale Blunt.) MILL. Desaprueban mi conducta, entonces, y planean aprovechar esta oportunidad para asegurarse ellos mismos. Mi ruina está decidida. Veo mi peligro, pero lo desprecio tanto como a ellos; no he nacido para caer a causa de tan débiles instrumentos. (Se va.) (Entra Thorowgood.) THOR. ¿Dónde está el oprobio de su propio sexo y la maldición del nuestro? MILL. ¿Qué significa esta insolencia? ¿A quién buscas? THOR. A Millwood. MILL. Bueno, entonces la has encontrado. Yo soy Millwood. THOR. Entonces tú eres la más impía desgraciada que alguna vez contempló el sol. MILL. Por tu apariencia hubiera esperado sabiduría y moderación, pero tus modales contradicen tu aspecto. ¿Qué tienes que hacer aquí? No te conozco. THOR. De aquí en adelante me conocerás mejor; soy el maestro de Barnwell.

MILL. Eres entonces maestro de un villano, lo que, pienso, no habla muy bien de ti. THOR. Si hubiera estado él por encima de tus artes tanto como mi mérito es superior a tu malicia, no hubiese necesitado enrojecer para reconocerlo. MILL. ¿Mis artes? No te entiendo, señor. Si él se ha equivocado, ¿qué tiene eso que ver conmigo? ¿Era mi sirviente, o el tuyo? Debiste enseñarle mejor. THOR. ¿Por qué debería maravillarme de encontrar tan insólito descaro en una que ha alcanzado tales alturas de maldad? Cuando la inocencia es desterrada, pronto le sigue la modestia. Sabe, hechicera, que no ignoro ninguna de las artes por las que en principio engañaste al incauto joven. Sé cómo, paso a paso, lo has guiado, reacio y reticente, de un crimen a otro hasta esta última, horrenda acción, que has planeado e incluso lo has forzado a cometer a través de tus malditas artimañas. MILL. (Aparte.) ¡Ajá! Lucy ha tomado ventaja y me ha acusado primero. A menos que pueda torcer la acusación y dirigirla hacia ella y Blunt, estoy perdida. THOR. De haber yo conocido antes tu cruel propósito, hubiese sido impedido. Verte castigada como lo ordena la ley es todo cuanto resta ahora. ¡Mezquina satisfacción! Puesto que él, inocente como es, en comparación contigo, debe sufrir también. Pero el Cielo, que conoce nuestra constitución y generosamente distingue entre la flaqueza y la osadía, hará la diferencia, aunque el hombre, que no ve el corazón, no pueda hacerlo, sino sólo los jueces por la acción exterior. MILL. Encuentro, señor, que ambos estamos insatisfechos con nuestros sirvientes. Me sorprendí ante un tratamiento tan malo e infundado, de parte de un caballero de tu apariencia, y es por ello que demasiado apresuradamente lo devolví, por lo cual solicito tu perdón. Noto ahora que has sido movido a creerme implicada en una antigua relación con tu sirviente y, de un modo u otro, cómplice de su perdición. THOR. Te acuso de ser la causa, la única causa, de toda su culpa y de todo su sufrimiento – de todo lo que ahora padece, y debe padecer, hasta que una muerte violenta y vergonzosa ponga terrible final a su vida y, al mismo tiempo, a sus miserias. MILL. ¡Es muy extraño! ¿Pero quién está a salvo del escándalo y la difamación? Lejos de contribuir a su ruina, nunca hablé con él hasta ese fatal accidente, que lamento tanto como tú. Es cierto, tengo una sirvienta, por cuenta de la cual ha frecuentado últimamente mi casa. Si ha abusado de mi buena opinión sobre ella, ¿tengo yo la culpa? ¿No te ha hecho Barnwell lo mismo a ti? THOR. Te oigo; ¡ruega, sigue adelante! MILL. He sido informada que él sentía una violenta pasión por ella, y ella por él; pero hasta ahora siempre la consideré inocente. Sé que es pobre y dada a placeres costosos. Ahora, ¿quién nos dice que indujese al apasionado joven a cometer este asesinato para satisfacer sus extravagancias? Debe haber sido eso; ahora recuerdo mil circunstancias que lo confirman. Me encargaré de que ella y un ayuda de cámara que sospecho cómplice sean detenidos inmediatamente. Espero, señor, que apartes de mí tus mal fundadas sospechas y ayudes a castigar a los verdaderos artífices de esta acción sangrienta. (Ofrece irse.) THOR. Señora, no te salvarás de este modo; veo tu plan, pero los protegeré de tu malicia. MILL. Espero que no uses tu influencia y el prestigio de tu nombre para proteger a tan culpables desgraciados. ¡Considera, señor, la maldad de inducir un joven irreflexivo a semejante crimen! THOR. Lo hago – y de traicionarlo cuando estuvo hecho. MILL. Puede que eso que llamas traicionarlo te convenza de mi inocencia. Ella, que lo ama, aunque planeó el asesinato, nunca lo hubiera entregado en las manos de la justicia, como yo, impactada por el horror de sus crímenes, lo he hecho.

THOR (Aparte.) ¿Cómo podría un muchacho sin experiencia eludir sus trampas? El mágico poder de su ingenio y de su belleza podría descubrir al más sabio como un simple viejo senil, y encender la sangre que la edad había congelado mucho antes. Incluso yo, que con justificado prejuicio vine preparado, había sido engañado por su artera historia, pero mi fuerte convicción en cuanto a su culpabilidad vuelve imposible siquiera una duda. – Aquellos a quienes sutilmente deseas acusar, sabes que son tus acusadores; y, lo que prueba irrefutablemente la inocencia de ellos y tu propia culpabilidad, ellos te acusaron antes de que la acción fuese cometida, e hicieron todo cuanto estuvo en su poder para impedirla. MILL. Señor, eres muy difícil de convencer; pero poseo una evidencia tal que, salida a la luz, silenciará todas las objeciones. (Sale Millwood.) (Entran Lucy, Trueman, Blunt, los Oficiales, etc.) LUCY. Caballeros, ocupen sus puestos, algunos de un lado de esa puerta y algunos del otro; vigilen su entrada y actúen como lo dicte su prudencia. (A Thorowgood.) ¡Por aquí! Y pon atención a su comportamiento. La he observado; ha sido llevada a una situación extrema, y está concibiendo alguna desesperada decisión. Me pregunto cuál será su plan. (Vuelve a entrar Millwood con una pistola. Trueman la sujeta.) TR. ¡Aquí termina tu poder de hacer maldades, mentirosa, cruel, sanguinaria mujer! MILL. ¡Loco, hipócrita, malvado – hombre! No puedes llamarme así. TR. ¡Llamarte mujer sería faltar a tu sexo, tú, demonio! MILL. Ese ser imaginario es un emblema de tu maldito sexo en su conjunto – un espejo en el que cada hombre particular podrá ver su propio parecido y el de todos los hombres. TR. ¡No creas que agravando las faltas de los otros mitigarás las tuyas, de las que el abuso de tan poco comunes perfecciones de mente y de cuerpo no es la menor! MILL. ¡Si tales tuviese, bien podré maldecir tu bárbaro sexo, que me despojó de ellas antes de conocer yo su valor! Después me dejaron, demasiado tarde, ponderar su valor a partir de su pérdida. Vino un expoliador tras otro, y toda mi recompensa fue la pobreza y el reproche. Mi alma desdeñaba, y todavía desdeña, la dependencia y el menosprecio. Vi que la riqueza, sin importar los medios por los que fuera obtenida, protegía a los peores hombres tanto de la una como del otro; encontré, por lo tanto, que era necesario ser rica, y a ese fin orienté todas mis artes. Las llamas malvadas; ¡que así sea! Se trataba, a pesar de todo, de aquellas de las que equipó mi comercio con tu sexo. THOR. Sin duda, sólo los peores hombres han tratado contigo. MILL. He conocido hombres de todos los niveles y de todas las profesiones, y sin embargo no he hallado diferencia alguna salvo en sus diversas aptitudes; todos eran igualmente malvados a más no poder. En orgullo, en contienda, en avaricia, en crueldad y en venganza, el venerable sacerdocio fue mi guía infalible. De magistrados de suburbios, que viven de reputaciones arruinadas, al igual que lo hacen los inhospitalarios nativos de Cornwall con los naufragios, aprendí que culpar a mis inocentes vecinos de mis crímenes significaba merecer su protección; puesto que cubrir la culpa es lo menos escandaloso, cuando muchos caen bajo sospecha, y la difamación, como la oscuridad y la muerte, ennegrece todos los objetos y confunde toda distinción. Tales son sus venales magistrados, que no favorecen a ninguno salvo a aquellos a

quienes, por su cargo, han jurado castigar. Con ello, no ser culpable es el peor de los crímenes, y las grandes tarifan pagadas en privado son la única virtud necesaria. THOR. Tus actos han revelado suficientemente tu desprecio por las leyes, tanto la humana como la divina; no sorprende, pues, que odies a los representantes de ambas. MILL. Los conozco a ustedes, y los odio a todos. No espero clemencia y pido ninguna; seguí mis inclinaciones, y eso, los mejores de ustedes lo hacen cada día. Todas las acciones parecen igualmente naturales e indiferentes al hombre y a la bestia, que devoran, o son devoradas, conforme se encuentran con otros más débiles o más fuertes que ellos mismos. THOR. ¡Qué pena que una mente tan completa, tan audaz y tan curiosa sea extraña a los dulces y poderosos encantos de la religión! MILL. No estoy lo bastante loca para ser atea, pero he visto suficiente de la hipocresía de los hombres para convertir en tales a mil mujeres. Sea cuanto sea la religión en sí misma, tal como es practicada por los hombres ha causado los males mismos que, según dices, se proponía sanar. La guerra, la plaga y la hambruna no han destruido tanto de la raza humana como lo ha hecho esta pretendida piedad, y con tan bárbara crueldad, como si la única forma de honrar al Cielo fuera convertir el mundo presente en el infierno. THOR. La verdad es la verdad, incluso en boca de un enemigo y pronunciada con malicia. Ustedes, sanguinarios, ciegos, supersticiosos fanáticos, ¿cómo responderán a esto? MILL. ¿Qué son las leyes de ustedes, de las que hacen alarde, sino la sabiduría del loco y el valor del cobarde: el instrumento y la protección de todas sus villanías, por las que castigan en otros lo que hacen ustedes mismos, o lo hubieran hecho de haber estado en tales circunstancias? El juez que condena al pobre por ser un ladrón, hubiera sido él mismo un ladrón, de haber sido pobre. De este modo siguen engañando, y se siguen engañando, hostigando y fastidiando los unos a los otros: pero las mujeres son su presa universal. A las mujeres, por quienes existen, la fuente de la felicidad, Con crueles artes se esfuerzan ustedes por destruir; De mil maneras persiguen nuestra ruina, Pero nos culpan de aquellas artes primero enseñadas por ustedes. Oh, que, en lo sucesivo, cada muchacha violada, Traicionada por hombre adulador, desleal, bárbaro, Cuando despojada de inocencia y de fama virginal, Encumbre con su destrucción un nombre más noble: Que consagren su mente a enmendar los males de su sexo, ¡Y que se revelen como futuras Millwood, para infestar a todos los hombres!

Fin del Cuarto Acto.

Acto V Escena 1 Una habitación en una prisión. Entran Thorowgood, Blunt y Lucy. THOR. He recomendado a Barnwell un excelente sacerdote, cuyo juicio y cuya integridad me son bien conocidos. Tampoco Millwood ha sido abandonada; pero ella, infeliz mujer, todavía obstinada, rechaza la ayuda de aquél. LUCY. Esta piadosa caridad hacia los afligidos bien sienta a tu carácter; pero excúsame, señor, si me pregunto por qué no estuviste en su juicio. THOR. Sabía que era imposible salvarlo, y tanto cargamos, yo y mi familia, de esta aflicción, que estar presente hubiera agravado nuestras penas sin aliviar las suyas. BLUNT. Fue triste, en efecto. La juventud de Barnell y su recatada conducta, al pasar, hicieron brotar lágrimas de todo ojo; puesto en el banquillo de los acusados y procesado ante los venerables jueces, con muchas lágrimas e interrumpiéndose con gemidos confesó y agravó sus ofensas, sin acusar ni recaer una sola vez sobre Millwood, la desvergonzada autora de su ruina, quien, valiente y despreocupada, se mantenía de pie a su lado, mirando con orgullo y desprecio evidentes la gran concurrencia, que lloraba toda, con pena compasiva, por el desgraciado muchacho. Millwood, al ser llamada a responder, insistió vehementemente en su inocencia, y llevó adelante una astuta y audaz defensa; pero, al descubrir que todo era en vano, coincidiendo el jurado imparcial y los doctos tribunales en hallarla culpable, ¡cómo se maldijo a sí misma, al pobre Barnwell, a nosotros, a sus jueces, a todos los hombres! ¿Pero qué podría eso aprovechar? Fue condenada y este día ha de sufrir con él. THOR. El tiempo corre. Iré a ver a Barnwell, como tú a Millwood. LUCY. No le he faltado, y aun así esta entrevista me amedrenta. Es orgullosa, impaciente, iracunda y despiadada. Ser los estigmatizados instrumentos de la venganza, sufrir por su vergüenza y simpatizar con ella en todo lo que sufre es el precio que debemos pagar por nuestras mal llevadas vidas de antaño y por nuestra larga comunión con ella en la maldad. THOR. ¡Qué afortunado para ustedes que terminara cuando lo hizo! Lo que han hecho contra Millwood, sé que procedió de un justo aborrecimiento de sus crímenes, libre de interés, de malicia o de venganza. Los prosélitos de la virtud deben verse animados. Prosigan la reforma que se han propuesto y conózcanme en adelante como su amigo. LUCY. Esta es una bendición tan inesperada como inmerecida; pero el Cielo, al arrancarnos de una ruina inminente, seguramente pretende hacer de ti un instrumento para resguardarnos de la apostasía. THOR. Es justo que, con gratitud, atribuyan su salvación al Cielo. Muchos, menos virtuosamente dispuestos que cuanto Barnwell lo estaba, nunca han caído de la manera en que él lo ha hecho; ¿es que aquellos no deben su seguridad a la Providencia, antes que a sí mismos? ¡Juzguémoslo con piedad y compasión! Grandes fueron sus faltas, pero fuerte era la tentación. Que su ruina nos enseñe retraimiento, humanidad y circunspección; puesto que nosotros, que nos asombramos de su destino – tal vez, de haber sido probados como él lo ha sido, como él también hubiésemos caído. (Salen.)

Escena II Un calabozo. Una mesa y una lámpara. Barnwell, leyendo. Entra Thorowgood a cierta distancia. THOR. He allí los frutos amargos del detestable reinado de la pasión y el apetito sensual consentido: reflexiones severas, penitencia y lágrimas. BARN. ¡Mi honrado, injuriado maestro, cuya bondad me ha cubierto mil veces de vergüenza, disculpa este última, involuntaria falta de respeto! En verdad, no te vi. THOR. Está bien; espero que fuese más provechoso el que te vieras a ti mismo. Tu viaje es largo, tu tiempo de preparación está casi agotado. He enviado un excelente sacerdote a enseñarte a mejorarlo y estará contento de conocer su éxito. BARN. La palabra de la verdad, a quien aconsejó como mi compañera constante en este mi triste retiro, me ha sacado por fin las dudas que me agobiaban. De allí he aprendido el alcance infinito de la misericordia divina; que mis ofensas, aunque grandes, no son imperdonables; y que no es sólo mi interés, sino también mi deber, creer en esa esperanza y alegrarme por ella: así ha de recibir el Cielo la gloria, y los futuros penitentes, el provecho de mi ejemplo. THOR. ¡Continúa! BARN. ¡Es asombroso que las palabras puedan fortalecer contra la desesperación, hablar de paz y de perdón a la conciencia de un asesino! Pero la verdad y la misericordia fluyen en cada oración, asistidas por fuerza y energía divinas. ¿Cómo podría yo describir mi actual estado de ánimo? Me esperanzo en la duda y me regocijo temblando. Siento aumentar mi dolor, conforme incluso se alejan mis temores. La alegría y la gratitud ahora proveen más lágrimas que antes el horror y la angustia de la desesperación. THOR. Esos son los signos genuinos del verdadero arrepentimiento, el único camino preparatorio y seguro a una paz eterna. ¡Oh, la alegría que me produce contemplar un alma armada y dispuesta para el Cielo! Para esto el fiel ministro se entrega a la meditación, a la abstinencia y a la oración, rehuyendo los vanos deleites de los placeres sensuales, y diariamente muere para que otros vivan para siempre. Para esto reflexiona sobre los libros sagrados y consagra su vida a una penosa búsqueda de la verdad. Contempla el amor a la riqueza y el deseo de poder con justo desprecio y aborrecimiento, aquel que sólo considera como riqueza las almas que conquista y aquel cuya ambición más alta es servir a la humanidad. Si la recompensa de todos sus esfuerzos es la de preservar una sola alma de deambular, o hacer renegar a otra del error de sus costumbres, ¡cuánto se regocija entonces, y reconoce sus pequeños esfuerzos como retribuidos en exceso! BARN. ¿Qué debería dar yo a cambio de toda tu generosa bondad? Pero aunque yo no pueda hacerlo, el Cielo puede y ha de recompensarte. THOR. Verte así es una alegría demasiado grande para las palabras. ¡Adiós! ¡Que el Cielo te dé fuerzas! ¡Adiós! BARN. Oh, señor, hay algo que yo diría si mi triste, inflamado corazón me lo permitiera. THOR. Dale respiro un momento e inténtalo. BARN. Tenía yo un amigo – es verdad que soy indigno de él, pero me parece que tu ejemplo generoso podría persuadirlo – ¿podría verlo una sola vez antes de partir hacia allí de donde no hay retorno? THOR. Está viniendo, y tan amigo tuyo como siempre, pero no anticiparé su tristeza; demasiado pronto verá el triste efecto de su contagiosa ruina. (Aparte.) Este torrente de doméstica miseria

me pesa demasiado; debo retirarme a satisfacer una debilidad que encuentro imposible superar. – Muy amado y muy lamentado muchacho, ¡adiós! ¡Que el Cielo te dé fuerzas! ¡Adiós eternamente! BARN. El mejor de los maestros y de los hombres, ¡adiós! ¡Mientras viva, que no falte en tus plegarias! THOR. No lo harás: hecha tu paz con el Cielo, la muerte ha sido ya derrotada; soporta un poco más los dolores que acompañan esta vida transitoria, y líbrate del dolor para siempre. (Sale Thorowgood.) BARN. Tal vez lo haré. Encuentro un poder dentro de mí que impulsa mi alma por encima de los temores de la muerte y, a pesar de una vergüenza y una culpa concientes, me da de probar un placer más que mortal. (Entran Trueman y el Guardián.) GUAR. Señor, allí está el prisionero. (Sale el Guardián.) BARN. ¡Trueman – amigo mío, a quien tanto deseaba ver! Aunque ahora que está aquí no me atrevo a mirarlo. (Llora.) TR. ¡Oh, Barnwell! ¡Barnwell! BARN. ¡Piedad, piedad, Cielo clemente! ¡Para la muerte, pero no para esto, estaba yo preparado! TR. ¡Cuánto he sufrido desde que te vi por última vez! ¡Qué dolor me ha provocado la ausencia! Pero, ¡oh! ¡Verte así! BARN. Sé que es terrible; siento la angustia de tu alma generosa – pero nací para asesinar a todos lo que me aman. (Ambos lloran.) TR. No he venido a amonestarte; mi intención era darte consuelo. Pero estoy engañado, puesto que no te he dado ninguno. Vine para compartir tu tristeza, pero no puedo soportar la mía. BARN. Mi sentimiento de culpa, en efecto, no puedes conocerlo: es algo que los buenos e inocentes, como tú, no podrían nunca concebir. Pero no tengo ahora otra pena que la que siento por ti. En tu tristeza observo que todavía me amas. Pero me parece aún extraño, al considerar qué soy yo. TR. ¡Nada más de eso! No recuerdo más que tus virtudes, más que tu honesta, tierna amistad, más que nuestra antigua alegría y que nuestra presente miseria. Oh, si hubieses confiado en mí cuando por primera vez te tentó la hermosa seductora, todo habría podido evitarse. BARN. ¡Pero es que no sabes lo despreciable que he sido! El quebrantamiento de la amistad fue mi primera y mi menor ofensa: a tal punto me hallaba perdido para la bondad, tan entregado a la autora de mi ruina que, de haber insistido ella que te asesinase a ti, creo que lo hubiera hecho. TR. ¡Te lo ruego, deja de agravar tus faltas! BARN. ¡Creo que debo hacerlo! – De ese modo, bueno y generoso como eres, ¡te hubiera asesinado! TR. No nos hemos abrazado aún, y podemos vernos interrumpidos. ¡Ven a mis brazos! BARN. ¡Nunca! ¡Nunca probaré tales alegrías en la tierra; nunca aliviaré mi justo remordimiento! ¿Conviene a esos honestos brazos y a ese pecho leal abrazar y apoyar a un asesino? Sólo estos grilletes de hierro han de abrazarme, y cargar conmigo el duro suelo. (Se arroja al suelo.) – incluso estos son demasiado buenos para tan sanguinario monstruo. TR. ¿Ha de separar la fortuna a quienes ha unido la amistad? Tus miserias no pueden rebajarte en tal medida, sino que el amor te encontrará. ¡Aquí ofrendaremos a la dura calamidad, este lugar como altar, y nosotros mismos como sacrificio! Nuestros gemidos compartidos se harán eco el

uno del otro a través de la sombría bóveda. Nuestros suspiros contarán los momentos mientras pasan, y lágrimas mezcladas comunicarán una angustia tan grande como las palabras fueron hechas para expresar. BARN. ¡Que así sea, entonces! (Se pone de pie.) Ya que propones un intercambio de congoja, ¡vierte todas tus penas en mi pecho, y a cambio toma las mías! (Se abrazan.) ¿Dónde está ahora la angustia que prometiste? Has tomado la mía, y nada das a cambio. ¡La paz y el consuelo moran entre estos brazos, sin duda, y la tristeza no puede aproximarse a mí mientras me encuentro aquí! También esto es obra del Cielo, el que, habiéndome antes comunicado la paz y el perdón, me envía ahora a ti para confirmarlo. ¡Oh, toma, toma algo de la alegría que desborda mi pecho! TR. Lo hago, lo hago. Poder omnipotente, ¿cómo es que nos has hecho capaces de cargar, al mismo tiempo, los extremos del placer y del dolor? (Entra el Guardián.) GUA. ¡Señor! TR. Voy. (Sale el Guardián.) BARN. ¿Debes dejarme? Pronto la muerte nos habría separado para siempre. TR. Oh, mi Barnwell, hay todavía una cosa más; otra vez tu corazón debe sangrar por los infortunios de otros. BARN. ¡Pensé que encontrarme y separarme de ti era todo lo que me quedaba por hacer en la tierra! ¿Qué más debo hacer o sufrir? TR. Temo decírtelo; ¡pero debe ser sabido! – María –. BARN. ¿La hermosa y virtuosa hija de nuestro maestro? TR. La misma. BARN. ¡Ninguna desgracia, espero, ha alcanzado a esa adorable muchacha! ¡Resguárdala, Cielo, de todo mal, para mostrar a la humanidad que tu preocupación es la bondad! TR. Tus desgracias, las tuyas, mi desdichado amigo, la han alcanzado. Cuanto tú y yo hemos sentido, y más, si más fuera posible, lo siente ella por ti. BARN (Aparte.) Sé que aborrece la mentira, y que no jugaría con su moribundo amigo. ¡Esta es, en verdad, la amargura de la muerte! TR. Recordarás, puesto que todos lo observamos, que, hace algún tiempo, la oprimió una pesada melancolía. Parecía desconsolada, y se encerraba y languidecía por una razón desconocida; hasta que, habiendo conocido tu terrible destino, ardió la llama largo tiempo sofocada: lloró, retorció sus manos y se arrancó los cabellos, y en el éxtasis de su pena descubrió su propia perdición mientras lamentaba la tuya. BARN. ¿Podrá todo el dolor que siento restablecer tu alivio, encantadora, infeliz doncella? (Llorando.) ¿Por qué no me dejaste morir y no saberlo jamás? TR. Era imposible; ella no hace de su pasión un secreto para ti y está determinada a verte antes de tu muerte. Está esperando que yo la introduzca. (Sale Trueman.)

BARN. Vanos, ocupados pensamientos, ¡estén quietos! ¿De qué sirve pensar lo que podría haber sido? Ahora soy – lo que he hecho de mí. (Entra Trueman con María.) TR. Señora, con renuencia te conduzco a esta funesta escena. Esta es la casa de la miseria y de la culpa. Aquí retiene la terrible justicia a sus víctimas notorias. Esta es la entrada a una muerte vergonzosa. MA. A este triste lugar, entonces, una visitante no inapropiada, la abandonada, perdida María, trae desesperación – ¡y a ver al agente y la causa de todo este mundo de aflicción! Silencioso e inmóvil está de pie, como si su alma hubiese dejado su morada, y sólo la forma visible hubiese sido dejado atrás – y sin embargo tan perfecta que la belleza y la muerte, siempre enemigas, parecen ahora unirse allí. BARN. Gimo pero no me quejo. Justo Cielo, soy tuyo; haz de mí lo que te plazca. MA. ¿Por qué están tus llorosos ojos todavía fijos hacia abajo, como si entregaras tus penas a la tierra codiciosa, privándome de la parte que merezco? Si la felicidad estuviera en tu poder, serías libre de concederla a quien te pluguiera; pero, en tu miseria, ¡debo tomar parte y lo haré! BARN. ¡Oh! No digas eso, ¡en cambio huye, aborréceme y abandóname a mi destino! ¡Considera qué eres – cuán vasta es tu fortuna, y cuán radiante tu llama! ¡Ten piedad de tu juventud, de tu belleza y de tu virtud sin igual, por las que tantos nobles caballeros han suspirado en vano! ¡Bendice con tus encantos a algún honorable señor! ¡Adorna con tu belleza y engrandece con tu ejemplo la corte inglesa, que con justicia reclama galardón semejante! Para ti, entonces, muy pronto será como si yo nunca hubiese existido. MA. Cuando te olvide, sin duda yo también deberé serlo. La razón, la voluntad, la virtud, todas ellas lo prohíben. ¡Deja a mujeres como Millwood, si es que hay más mujeres como ella, sonreír en la prosperidad y renunciar en la adversidad! Que sea orgullo de la virtud reparar la ruina que han hecho, o bien ser alcanzada por ella. TR. ¡Encantadora, malhadada doncella! ¿Existió alguna vez aflicción tan generosa? ¡Cuánto ha de perforar esto el agradecido corazón de Barnwell y de agravar sus penas! BARN. Antes de conocer yo la culpa o la vergüenza, cuando la fortuna sonreía, y cuando la esperanza juvenil se hallaba en lo más alto – si elevar entonces mis pensamientos hacia ti hubiera sido presunción en mí, destinada a no ser perdonada jamás, piensa cuán por debajo de ti condesciendes al considerarme ahora! MA. ¡Ruborícese aquella que, profesando amor, invade la libertad de la elección de tu sexo, y miserablemente demanda ser correspondida! Tu destino inevitable ha revelado la esperanza como imposible, al igual que como vana. ¿Por qué debería temer, entonces, declarar una pasión tan justa y tan desinteresada? TR. Si alguno aprovechara la ocasión de los crímenes de Millwood para infamar la mejor y más hermosa parte de la creación, ¡que vea aquí su error! Las más remotas esperanzas de una pasión tan tierna por parte de tan resplandeciente doncella podrán contribuir a la felicidad de los más felices y enorgullecer a los más grandes. Aquí, no obstante, en vano se ve prodigada: aunque el generoso donante se vea destrozado a causa del generoso obsequio, aquel a quien fue éste concedido no recibe beneficio alguno. BARN. Así las especias aromáticas del Este, que todos los vivos codician y estiman, son, con vana amabilidad, desperdiciadas en los muertos.

MA. Sí, estéril es mi amor, y vanos todos mis suspiros y todas mis lágrimas. ¿Pueden éstos salvarte de la inminente muerte – de semejante muerte? ¡Oh, terrible idea! ¿Qué son la miseria y la angustia de aquella que ve el primer, el mayor objeto de su amor, a quien sería capaz de consagrar por completo su vida, por quien moriría mil, mil muertes, expirar en sus propios brazos? Y sin embargo aquella es feliz, si se la compara conmigo. Si millones de mundos fuesen míos, los daría gustosa a cambio de su condición. La aflicción más completa es liviana en relación con la mía. La última de las maldiciones para otras doncellas miserables es todo cuanto pido, e incluso eso me es negado. TR. El tiempo y la reflexión curan todos los males. MA. Todos menos este; la terrible catástrofe de Barnwell, la virtud misma la aborrece. ¡Que deba ofrecer una fiesta a sirvientes de suburbio y divertir, en su marcha al cadalso, a la salvaje manada, la cual, dándose codazos por un vistazo, lo acosará y lo oprimirá al igual que el destino! Es posible que una mente armada de piedad y de resolución sonría a la muerte. Pero la ignominia pública, la vergüenza perpetua, la vergüenza, muerte de las almas – morir mil veces, y sin embargo sobrevivir incluso a la misma muerte en infamia imperecedera – ¿puede esto soportarse? ¿Puedo yo, que vivo en él, y que debo, cada hora de mi devota vida, sentir renovadas todas estas aflicciones, puedo yo soportar esto? TR. El dolor ha socavado el espíritu de ella, jadea como en las agonías de la muerte. BARN. Protégela, Cielo, y restablece su paz; ¡y no dejes que su muerte se añada a mis crímenes! (Repica una campana.) Soy convocado a mi destino. (Entran el Guardián y los Oficiales.) GUA. Los oficiales te esperan. Millwood ha sido ya convocada. BARN. Diles que estoy listo. – Y ahora, amigo mío, ¡adiós! (Se abrazan.) Apoya y conforta lo mejor que puedas a esta hermosa enlutada. ¡Nada más! ¡No olvides rezar por mí! (Volviéndose a María.) ¿Me concederías, radiante excelencia, el honor de un casto abrazo, la alegría máxima que este mundo podría darme si fuera mío? (Se inclina hacia él; se abrazan.) ¡Bondad exaltada! Oh, eleva tus ojos desde la tierra y desde mí hacia el Cielo, donde virtud como la tuya se escucha siempre. ¡Reza por la paz de mi alma a punto de partir! Temprano comenzó mi carrera de maldad, y pronto alcanzó la cumbre. Antes de que la naturaleza concluya su trabajo y me haga hombre – justo en el momento en que otros comienzan a descarriarse – mi curso ha terminado. Aunque breve mi tiempo de vida, y escasos mis días, mis crímenes cuentan, sin embargo, por años, y he vivido edades enteras. Así la justicia, por compasión a la humanidad, aparta a un pobre diablo como yo, para, a través de un ejemplo tal, proteger a miles de futura ruina. Justicia y misericordia son, en el Cielo, lo mismo: su máxima severidad es misericordia para el conjunto, para de esta forma curar la locura y la presunción del hombre, las cuales, de otro modo, revelarían incluso la misericordia infinita como vana e ineficaz. Si cualquier muchacho, como tú, en tiempos futuros, Llorase mi destino, aunque aborreciese mis crímenes; O una tierna doncella, como tú, escuchara mi historia, Y dedicase a mis penas una lágrima compasiva; Que a cada uno de esos ojos humedecidos y de esos corazones palpitantes Conceda el clemente Cielo este beneficio – No conocer nunca mi culpa, ni sentir mi dolor.

Entonces reconocerás que no debes quejarte; Puesto que no llorarás tú, ni habré muerto yo, en vano. (Salen Barnwell y los Oficiales.)

Última escena El lugar de la ejecución. La horca y las escaleras en el borde más lejano del escenario. Una multitud de espectadores. Blunt y Lucy. LUCY. ¡Cielos! ¡Qué muchedumbre! BLUNT. ¡Qué horrible es la muerte cuando se encuentra así preparada! LUCY. Asístelos, Cielo; sólo tú puede asistirlos; toda otra ayuda es vana. OFICIAL (En el interior.) Abran paso, allí; abran paso, y den lugar a los prisioneros. LUCY. Allí están; obsérvalos bien. ¡Cuán humilde y sereno parece el joven Barnwell! Pero Millwood se ve salvaje, aturdida de pasión, confundida y asombrada. (Entran Barnwell, Millwood, los Oficiales y el Verdugo.) BARN. Mira, Millwood, mira; nuestro viaje ha concluido. La vida, como una historia que se cuenta, ha transcurrido; ese corto pero oscuro y desconocido pasaje, la muerte, es todo lo que queda entre nosotros y alegrías interminables, o bien dolores eternos. MILL. ¿Es este el fin de todas mis halagüeñas esperanzas? ¿Es que la juventud y la belleza me fueron dadas como una maldición, y la sabiduría, tan solo para asegurarme la ruina? ¡Así fue, así fue! Cielo, has dado lo peor de ti. O, si tienes reservada alguna peste jamás ensayada, de alguna manera peor que la vergüenza, la desesperación y la muerte, una muerte no lamentada, una desesperación completa y una vergüenza que consterna el alma, algo que ni hombres ni ángeles pueden describir, y que sólo los demonios que la cargan son capaces de concebir, ¡derrámala sobre esta devota cabeza, sienta yo lo peor que puedes infligir, y declare mi desafío a tu supremo poder! BARN. Y sin embargo, antes de atravesar el terrible abismo de la muerte, antes, sin embargo, de verte sumergida en aflicción sin término, ¡oh, dobla tus tercas rodillas y tu más duro corazón, para implorar piedad, humildemente, ante la cólera divina! ¿Quién sabe si el Cielo, en los instantes de tu muerte, concederá esa gracia y esa misericordia que tu vida despreció? MILL. ¿Por qué hablas de misericordia a una desgraciada como yo? La misericordia se encuentra más allá de mi esperanza, casi más allá de mi deseo. No puedo arrepentirme ni pido ser perdonada. BARN. Oh, piensa qué es ser para siempre, siempre miserable; ni con vano orgullo te opongas a un poder capaz de destruirte. MILL. Ese poder me destruirá; siento que lo hará. Un diluvio de cólera se está derramando sobre mi alma. Cadenas, oscuridad, ruedas, potros, escorpiones de punzantes aguijones, plomo fundido y océanos de azufre son livianos comparados con lo que siento. BARN. Oh, no añadas a tu cuenta la desesperación, un pecado más injurioso al Cielo que todos los que has cometido. MILL. ¡Oh! He pecado hasta más allá del alcance de la misericordia.

BARN. Oh, no digas eso; es blasfemia pensarlo. Así como aquel brillante tejado se encuentra más alto que la tierra, así también, y mucho más, la bondad del Cielo rebasa nuestra comprensión. Oh, ¿qué criatura presumirá de circunscribir la misericordia, que no conoce límites? MILL. Esto no admite esperanza alguna. Aunque la misericordia sea ilimitada, aun así es libre; y yo fui destinada, antes de que comenzara el mundo, a dolores interminables, y tú a alegrías eternas! BARN. ¡Oh, Cielo clemente! ¡Extiende a ella tu compasión! Deja que tu rica misericordia fluya en copiosos torrentes para ahuyentar sus temores y sanar su herida alma! MILL. No será así. Tus oraciones se perdieron en el aire, o si no regresaron, acaso doblemente bendecidas, a tu pecho; pero a mí no me ayudan. BARN. ¡No obstante escúchame, Millwood! MILL. ¡Atrás! No te escucharé: te digo, muchacho, que el Cielo me ha destinado a ser un ejemplo terrible de su poder para castigar. (Barnwell parece rezar.) Si has de rezar, ¡reza por ti mismo, no por mí! ¡Cómo se eleva su alma fervorosa con sus palabras, y ascienden ambas al Cielo! Ese cielo cuyas puertas están cerradas con inquebrantables barrotes a mis oraciones. Tuviera yo la voluntad de rezar. No puedo soportarlo – ¡es, sin duda, el peor de los tormentos contemplar a otros disfrutar ese gozo que no hemos de probar jamás! OFICIAL. El límite último de su tiempo ha expirado. MILL. Colmada de horror, ¿a dónde debo ir? No quisiera vivir – ni morir. ¡Si pudiera dejar de existir, o no haber existido nunca! BARN. Puesto que la paz y el consuelo le son negadas aquí, ¡que encuentre misericordia donde menos la espera, y que este sea todo su infierno! Que de nuestro ejemplo aprendan todos a evitar la primera aproximación al vicio, y que si, a pesar de todo, se viesen superados Por la fuerte tentación, la debilidad o la sorpresa, Lamenten su culpa, y se alcen a través del arrepentimiento; Sólo el impenitente muere sin perdón; Pecar corresponde al hombre y perdonar, al cielo. (Salen. Entra Trueman) LUCY. ¡Desgarrador espectáculo! ¡Oh, desdichada, desdichada Millwood! TR. ¿Cómo se dispone a enfrentar su destino? BLUNT. ¿Quién puede describir una indecible aflicción? LUCY. Marcha a la muerte colmada de horror – odiando la vida, y sin embargo temerosa de morir; no hay lengua capaz de expresar su angustia y su desesperación. TR. Ojalá el cielo le sea más bondadoso que sus temores. ¡Que sea ella una advertencia a los demás, un monumento, ella misma, a la misericordia! LUCY. ¡Oh, tristeza insoportable! ¡Rompe, rompe mi corazón! TR. En vano. Con sangrantes corazones y ojos llorosos mostramos Un humano y generoso sentir de la aflicción de los otros, A menos que señalemos lo que atrajo su ruina Y, evitando aquello – prevengamos la nuestra.

Fin.

Epílogo Escrito por Colley Cibber, don, poeta laureado y recitado por la señora Cibber. Puesto que el destino me ha arrebatado al joven desamparado Para quien mi corazón había acopiado su virtud, Por todas las leyes del amor y del honor, ahora Soy libre de elegir – y a uno de ustedes. Pero suavemente – con cautela redondearé, primero, mi ojeada; Las doncellas, en mi caso, deberían mirar antes de saltar. Hay aquí variedad suficiente de tipos y de tintes distintos, El ciudadano, el ingenioso, el libertino, revueltos en fila, El rubio, pulcro mercero y el leonado judío. ¿Suponen que inspecciono la sobria galería? – No, No hay allí más que aprendices y cornudos, todos en línea; Y son éstas, me temo, las que los hacen tales. (Señalando las gradas.) Está muy bien, ¡disfruten la broma! Pero a ustedes, Espléndidos, empolvados galanes – no, me dicen que es cierto – Sus felices esposas – pueden también hacerlos cornudos. Entre ustedes y ellas, el conflicto tal vez sea éste: La ciudad se avergüenza cada vez que él pesca a su amorcito. Pero ustedes, cuando la dama es ligera, déjenla caer, Colóquense, petulantes, los sombreros, y no se hagan problema en absoluto. ¿Qué si yo pudiera encontrar algún poeta favorecido Cuyo amor pusiese sus laureles a mis pies? No; el verdadero amor aborrece la pasión pintada: Su llama se revelaría como la demanda de los acreedores. Para no demorarlos, pues, con pausa más extensa Mi corazón arriba, en suma, a esta conclusión: Lo rindo a la mano que más ruidosa sea en el aplauso.

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