El Mecanismo de La Ficcion (Gabi Pareras)

February 10, 2017 | Author: Luis Gonzalez | Category: N/A
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El mecanismo de la ficción Javier Piñeiro Como se hará evidente, este artículo sigue el hilo argumental del libro La práctica del relato (Manual de estilo literario para narradores)1 de Ángel Zapata, escritor y profesor de talleres literarios. Lo recomiendo a todo aquél que quiera pasar un buen rato y disfrutar de la sencillez y amenidad con que el autor describe el proceso de ficción mientras lo ilustra con fantásticos ejemplos rescatados de obras literarias. Me ha parecido más entretenido y útil que otros acercamientos al tema mucho más “sesudos”. El artículo surge también de que, como muchos otros, estoy hecho un lío. La primera vez que escuché la palabra “ficción” en un contexto mágico fue de la mano de Gabi Pareras. La verdad es que no era fácil entender a qué se refería Gabi con esa palabreja “comodín” que utilizaba como estandarte de su teoría mágica, pero de la que huía siempre que se le preguntaba directamente. Enseguida, como muchos otros, me quedé fascinado por la vehemencia con que defendía una manera de concebir la magia que parecía girar en torno a la idea de ficción. Pero sobre todo porque toda esa teoría caótica y desordenada se encarnaba en un señor que, al fin y al cabo, hacía muy bien los juegos de magia. A partir de entonces, muchos magos nos hemos apropiado del término aún con más vaguedad e inexactitud. La ficción está de moda. Hablamos de ella en general sin saber muy bien qué es, afirmamos que “la ficción de este juego es patatín o patatán”, que “la magia ficcional” es la mejor y que “la magia realista” es cosa del pasado. Así que me pongo a escribir para intentar comprender qué quiere decir todo esto y con qué mecanismos opera la ficción en el lector de una novela y, por analogía, en el espectador de un juego de magia. El runrún del frigorífico El primer signo de alivio es que el mecanismo de la ficción poco tiene que ver con lo metafísico, con el más allá o con las musas. Es una experiencia que todos estamos acostumbrados a vivir con una frecuencia casi diaria, delante de una novela o una serie de televisión. Ángel Zapata lo describe así de bien a propósito de la lectura de un relato de ciencia ficción del escritor Stanislaw Lem: “A este efecto que las buenas historias propician en sus lectores podemos llamarlo “inmersión ficcional”, y sin esta inmersión en la historia por parte del lector el Gran Juego de la literatura puede convertirse muy fácilmente en un espectáculo soso y sin magia. Apenas abre el libro, el lector ha de perder de vista la taza de café que ha llevado a la mesa, la banqueta en que apoya los pies, ha de poder olvidar el runrún del frigorífico y en sólo unos minutos habrá dejado de molestarle el tictac del reloj. Ahora se encuentra sumergido en un espacio paralelo. Hoy es lunes, día dos de abril, y un meteorito acaba de perforar el blindaje de su cohete, en las cercanías de Betelgeuse. También los timones están dañados, y la nave ha perdido su capacidad de maniobra. No queda otro remedio que ponerse la escafandra, salir al espacio exterior y estudiar el alcance de la avería”.

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Ediciones y talleres de escritura creativa Fuentetaja, 1997.

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Esta vivencia del lector que se ve sumergido o capturado por una historia genera una conciencia alterada de la realidad en la que no se oye el runrún del frigorífico. Como hemos visto, caben muchas palabras para sugerir este estado: inmersión, sumergirse, ser capturado, estar absorto, “engancharse”, sueño, ensoñación, etc. Todas estas expresiones aluden a una vivencia similar a la del niño que juega, para quien la valla del parque es tanto una portería de fútbol como la barra de un saloon en una película de vaqueros. Se trata, en definitiva, de una experiencia estética2. De momento nos basta con constatar esa experiencia, que es muy común e identificable. Yo mismo, mientras tecleo en el ordenador para escribir este artículo, no soy consciente de la pantalla, de las teclas, de los movimientos de mis dedos ni del aire acondicionado que tengo detrás, porque llevo unas cuantas horas absorto en una realidad en la que sólo existen los ejemplos y razonamientos que barajo para escribir el contenido. Todo indica que estoy viviendo una experiencia de naturaleza similar a la de la ficción, a la que espero que tú también te acerques al leerme, si no te aburres mucho. En última instancia, este mecanismo opera porque el lector olvida no sólo el tictac del reloj sino también los artificios de la literatura: desaparecen las palabras, los recursos técnicos, el hecho de que quien cuenta es un narrador ajeno a la historia… en definitiva, lo que el relato tiene de engaño. Desaparece, en una palabra, el libro como objeto, del que el lector sumergido en la ficción no es consciente. Cuando esto ocurre la realidad cede ante el universo paralelo que propone el relato, donde el lector “juega a ser otro”, se identifica con las emociones de los personajes: “Nada más leer las primeras frases nos ponemos en su lugar. Y en esto, precisamente en esto, reside en definitiva la magia de la ficción […]. Esa posibilidad de introducirse en la vida y la conciencia de otros seres se llamaba, en la alta magia, “el Gran Juego” […] Empiezo a preguntarme qué haría yo mismo ante un problema parecido. Apenas me planteo esta pregunta, la magia ha funcionado. Ya estoy inmerso en el Gran Juego: soy un hombre que duda entre prestarse o no a los manejos de su madre [en un relato de Raimond Carver], o un cosmonauta con el cohete averiado [en el de Lem]. Porque las emociones que vemos retratadas en los personajes de ficción son iguales a las nuestras.”

Estas vivencias tan comunes en todo aquel que lee un libro, ve una serie en televisión o asiste a una obra de teatro, no difieren en gran medida de las de un espectador ante un juego de magia. La inmersión se produce también en el momento en que el espectador trasciende los artificios del arte mágico y experimenta lo que Coleridge llamaba “la voluntaria suspensión de la incredulidad, bien que sea momentánea”3. Es decir, cuando la técnica, la trampa, el truco –el tictac del reloj– pasan a un segundo plano y llegan a ser olvidados. Entonces el Gran Juego también se produce. En este sentido, no me cabe duda de que la primera vez que presencié “la baraja invisible” como profano no escuché el runrún de ningún frigorífico. Tampoco lo escuché ayer, cuando vi por primera vez en Youtube el número escénico completo de Tommy Wonder, con toda su carga de significado. La diferencia –y la dificultad– estriba en que el espacio que propone un juego de magia no se ubica, como el del cosmonauta del cuento de Lem, en una realidad paralela. Es una realidad superpuesta que atenta físicamente contra la cotidiana y tiene lugar en el 2

Ver Arte y experiencia, de José García Leal (Editorial Comares, 1996), que Gabi recomienda para el estudio de la experiencia estética en el arte. 3 El arte de la ficción, John Gardner (Ediciones Fuentetaja, 2001), pág. 42.

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mismo espacio. Por eso tal vez sea más difícil que el espectador se olvide de los medios técnicos y acepte adentrarse en el mundo de la ficción, porque hasta la fecha las monedas no han atravesado mesas en la vida real, los limones no se cultivan con injertos de naipes y los billetes se someten a la gravedad con la misma insistencia que los pedruscos. Pero una vez vencido este obstáculo, la vivencia es más intensa que en el caso de la ficción narrativa, por el mismo hecho de producirse en un espacio físico compartido con la realidad cotidiana. En la magia como arte de representación que le incluye como protagonista, el espectador no juega a ser otro, sino a ser él mismo, pero ubicado en un espacio donde las cartas rotas se recomponen. Si, como hemos visto, el lector se sumerge en un relato de ficción y se identifica con el protagonista (¿qué haría yo si…?), el espectador de un juego de magia lo hace sin condicionantes: ¿qué haré yo si...? y, en última instancia: ¿qué hago yo, ahora que…? Por ejemplo: ¿qué hago yo, ahora que este tipo me ha adivinado el pensamiento? No se trata de aceptar la tesis ingenua y romántica de que al espectador no le importa el truco, ni “quiere saber cómo se hace” –miente–, ni mucho menos la de confundir la realidad mágica con la verdadera, es decir, creer en los supuestos poderes del mago-brujo. Por el contrario, penetrar en el sueño de la ficción supone, insisto, la momentánea suspensión de la incredulidad: que la percepción del espectador se altere hasta el punto de olvidar que el espacio que fugazmente habita es representado. Pero no impide que, una vez terminada la representación, es decir, una vez recuperada la sana incredulidad que hace del mundo un lugar habitable, el espectador se pregunte qué medios naturales han hecho posible su experiencia del hecho mágico. O sea, que rebobine e intente satisfacer su curiosidad más racional, como el lector que, al cerrar la novela, admira la estructura de la trama y las descripciones de los personajes o, en fin, se dirige a la cocina y calza el frigorífico para atenuar su incómodo murmullo. Y bien, ¿cuáles son los elementos que favorecen el proceso de la ficción? ¿De qué se nutren las buenas historias que nos atrapan y sumergen en otros universos? Todo esto probablemente sea imposible de responder, porque depende en gran medida de las elecciones artísticas del autor. Ángel Zapata agrupa todas estas intuiciones en cuatro conceptos comunes a la mayoría de los buenos relatos y que él considera claves para activar el mecanismo de la ficción. Su libro, dirigido a los escritores que se inician en la práctica del relato, se divide en cuatro capítulos cada uno dedicado a uno de estos conceptos, que nos pueden servir también a nosotros en el estudio de la ficción en magia. A saber: naturalidad, visibilidad, continuidad y personalidad. Naturalidad Os dejo, de momento, con uno de los ejemplos que pone el mismo Zapata, a quien tendré que empezar a pagar comisión. Leed este fragmento, típico del escritor que empieza:

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“Hace casi dieciocho años, un luminoso día de primavera en que los árboles del parque exhibían, orgullosos, sus verdes variados, hasta que el sol los rozaba en una caricia de plata, salí a la terraza para despabilarme…”

Supongo que, como yo, habréis sentido un cierto rechazo inicial. Lo primero que destaca es que el estilo llama la atención sobre sí mismo. De alguna manera, sentimos que el autor quiere hacerse notar; quiere, en fin, que apreciemos su vocabulario, su sensibilidad hacia la belleza: lo bien que escribe. O lo que es lo mismo: “Apenas leídas esas palabras dejo de confiar en el personaje, porque él mismo no confía en su historia […]. El estilo natural resulta persuasivo, mientras que lo artificioso nos hace sospechar, “porque se sospecha del orador que tiene asechanzas, igual que de los vinos mezclados” [Aristóteles, Retórica, III, 2]. Antes de que las acciones que narra un texto se hagan creíbles o no, el lector ha de creer que de hecho se le está contando esa historia. […] La propia escritura ha de pasar a un segundo plano y emplearse como una herramienta al servicio de la acción. Y sabemos, en fin, que aquella narración es literatura precisamente porque nos hace olvidarlo. […] Sin reticencia alguna, sin la menor reserva, el lector deberá quedar preso en esa situación que es estar escuchando un relato de boca de un narrador o un personaje. Y en este sentido hay una verosimilitud previa a los pormenores del argumento mismo, y que depende enteramente de la fiabilidad que le otorguemos al narrador”.

Dicho de otro modo, ¿cómo puede el lector olvidarse de que está en un sillón leyendo palabras impresas con tinta, si lo primero que hace el autor es llamar la atención sobre esas palabras? Lo que, en definitiva, defiende Zapata –y supongo que otros muchos– es el valor de la naturalidad como actitud expresiva. Compárese, pues, el fragmento inicial con este otro, obtenido también de las prácticas de un taller literario: “En el sur de Galicia, cuando septiembre llega bueno puede ser uno de los mejores meses del año. Pero aquel año septiembre vino lluvioso y triste, y todos me compadecían por tanta mala suerte. No sé por qué todo el mundo desea para los visitantes que llegan a su casa un tiempo soleado. Emprender un viaje siempre ha traído para mí la esperanza de encontrar paisajes, personas y cosas sorprendentes, y poca sorpresa podían depararme un cielo limpio y un sol radiante”.

Aquí sí. Probablemente os apetezca seguir leyendo a este tipo, que sin ser nada del otro mundo parece majete, cercano y directo, y además es evidente que lo que tiene que contar sobre su verano gallego es más importante que lo bien que escribe. Es decir, es natural, confiable. Así las cosas, conviene advertir que la regla de la naturalidad no es universal, como ninguna en arte. Primero, porque hay genios –de los que, como dice Zapata, se dan cuatro o cinco en cada generación, que tienen una relación privilegiada con el lenguaje– que se pueden saltar todas las reglas (por algo son genios) y crear una literatura en el que el fondo y la forma sean inseparables e igual de relevantes. Así, cuando leemos a Umbral o Valle-Inclán, el lenguaje llama la atención sobre sí mismo sin que esto anule la confianza del lector ni la experiencia de ficción. Pídele tú a Umbral, que ha venido aquí a hablar de su libro, que sea natural. Segundo, porque no todos los géneros literarios responden a la misma intención. Por ejemplo, la poesía no debe ceder a esa misma naturalidad. El poeta se expresa a sí

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mismo directamente, sin intermediarios, a través del lenguaje. Las palabras de un poema deben llamar la atención sobre sí mismas, nunca ser transparentes, porque podríamos decir que en ellas mismas está el autor del texto, que es más importante que lo que cuente. Sin embargo, el escritor de relatos no se expresa de modo directo, sino implícitamente, a través de un rodeo: contar una historia. Por eso el estilo ha de resultar transparente, para que el lector se sumerja en el argumento sin paliativos y sin distracciones inoportunas. Y para ello el tono natural, próximo y directo de la buena conversación ha resultado ser el más eficaz, en líneas generales: “[…] darle a la escritura un tinte afectivo. Es decir: esa temperatura emocional (positiva o negativa) que siempre acompaña a una charla en directo ha de irradiar también en la página escrita […]. El texto escrito ha de guardar esa impresión de “contacto” con quien emite el mensaje. Y en este sentido, influir sobre el lector, introducirle en una historia, consistirá por parte del autor en rastrear la huella de los afectos, en subrayar –dentro de los hechos que está narrando– aquellas emociones que puedan suscitar lo antes posible la empatía del lector”. […] La escritura natural favorece de entrada una empatía sólida e intensa hacia cualquier relato. Debe sumergir a sus lectores en una especie de fantaseo plástico y ligado –casi tangible, diríamos– que resista el tictac del reloj.”

Lo mismo ocurre con el mago. Si se expresa a través de su arte, si ofrece su visión personal del mundo –y no hay duda de que esto ocurre–, lo hace indirectamente, no por su charla poética, por sus florituras o sus gestos, sino a través de un juego de magia. Se cuenta a sí mismo a través de sus magias. Por eso cabe defender la misma naturalidad formal que conviene al relato, y la misma impresión de “contacto” que pueda suscitar la empatía del espectador. Insisto en que hablamos de la naturalidad como presupuesto formal, como señal de confianza previa a cualquier argumento. Y no cabe duda de que es primordial que un espectador se fíe de quien quiera llevarlo a una realidad violenta, que atenta físicamente contra la cotidiana. Igual que sucede en la obra literaria, si el mago, a través de sus palabras o acciones, llama la atención constantemente (aunque sea para negarlos) sobre los artificios, sobre los medios técnicos, sobre el hecho de que está inmerso una situación artificial; si, en fin, el mago encarna el truco como bien decía Gabi4, pues difícilmente podrá hacer que viva el sueño de la ficción y no escuche el tictac de su reloj, porque ese tictac es precisamente el truco. La naturalidad de manejo, esa que se estudia en magia sobre todo desde Ascanio, opera también como presupuesto formal de confianza. Expresiones como la técnica que parece que no existe y conceptos como el de la soltura despistante… aluden a la misma transparencia que busca el lector en su novela, que desea que desaparezca el libro y las palabras se hagan invisibles igual que la técnica cartomágica en un juego de magia. Rescato un párrafo de La concepción estructural de Ascanio, elegido casi al azar, donde se aprecian las similitudes con lo que hemos visto sobre la naturalidad literaria:

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Ver artículo El mago frente al truco.

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“La naturalidad persigue una finalidad de camuflaje. En algunas películas de guerra hay un cañón que está muy bien camuflado con árboles y ramas, y hay un observador que está mirando con unos prismáticos; pasa su mirada por donde está el cañón, pero no lo ve; su mirada pasa de largo, resbala, porque el cañón está bien camuflado. Pues esa es la eficacia y la sustancia de la naturalidad, que hace que la mirada resbale, que nada llame la atención. Aunque el público mire, no ve nada extraño que le haga fijarse. Es la idea del resbalamiento de la mirada”.

En términos similares –si bien referidos a un detalle en la presentación– se expresa Gabi en la explicación de “Ases evanescentes”5 (su versión de “Ases McDonalds”), cuando se refiere a este efecto de camuflaje necesario para la ficción: “Lo que se logra con ello es trascender los elementos materiales (ases de doble cara) que sustentan el efecto (en este caso una aparición) al llenar de significado la pregunta que sirve de introducción: “¿Creéis en fantasmas?”. La imaginación alza el vuelo por sobre la realidad de los elementos, librada a su propia fantasía, mientras el concepto “truco” se diluye en la mente de los espectadores como una figura de cristal en un vaso de agua.”

Pero cabe advertir que la naturalidad como presupuesto de confianza es un concepto amplio, total, que no abarca sólo la técnica como estamos acostumbrados a estudiarla en magia. Esa naturalidad ha de estar no sólo en el manejo, sino también en la personalidad del mago, en su manera de decir, de moverse y, en fin, en todos los aspectos que permitan suscitar la empatía del espectador y “camuflar” los medios técnicos, para que se hagan invisibles ante quien presencia un juego de magia. Y no me refiero, claro, a la naturalidad como sinónimo de presencia anodina, rutinaria, de funcionario, sino a todo aquello –por muy espectacular que sea– que genere en el espectador la confianza suficiente para dar el salto y sumergirse en la ficción. Como la buena literatura, que lo es precisamente porque nos hace olvidarlo. Visibilidad (o “vivibilidad”) “Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas de sabor a nuez, el corazón relleno asado, tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, huevas de bacalao fritas. Sobre todo le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa” [James Joyce, Ulises]

Este escatológico fragmento del Ulises abre el capítulo sobre la visibilidad en La práctica del relato. A mí me recuerda al doctor Juvenal Urbino, personaje de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez, que antes de irse a dormir disfrutaba del placer instantáneo de la fragancia del jardín secreto de su orina purificada por los espárragos tibios. En estos ejemplos tan gráficos como repugnantes, es sencillo resaltar lo que nos interesa: las cualidades plásticas y sensoriales de la narración. La ensoñación propia de quien se encuentra sumergido en la ficción será tanto más intensa cuanto más concreta y tangible sea la realidad paralela que propone el relato. En palabras de Zapata: “Tened a la vista ese modo abrumadoramente sensorial con que el autor de Ulises nos ha introducido en la intimidad del personaje […]. ¿Cuándo notáis que un libro empieza a “engancharos”? Por lo que a mí respecta, yo diría que un relato ha capturado mi atención a partir de ese momento en que comienza a proyectarse en mi mente una especie de “película” ininterrumpida […]Al usar un lenguaje enteramente 5

La magia española del siglo XX, Miguel Ángel Gea y Juan Gallego Luque. Páginas, Madrid.

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plástico y visible, cada sintagma, diríamos, equivale aquí a un plano breve que hubiese filmado una cámara de cine. […] Huir de lo previsible […]. También en el espacio de ficción lo pre-visible no es visible. Sin visibilidad no hay emoción, ya digo; y allí donde no hay emoción el lector no se implica en la historia. Si no veo la historia no disfruto del todo, no llego a zambullirme de cuerpo entero en el espacio de la ficción. […] No sabemos en el lugar de quién hemos de colocarnos.”

Se trata, en suma, de la diferencia entre “decir” y “mostrar”. Si el relato está plagado de elementos sensoriales y si, además, la naturalidad de la que hemos hablado hace que, confiados, olvidemos que delante sólo tenemos una retahíla de palabras, más que leer una historia, se puede decir que la hemos “visto”. Para resaltar la importancia de la visibilidad en la narrativa, Zapata se inventa un ejemplo también extremo pero revelador: imaginaos que entráis en vuestro dormitorio a coger una camisa del armario. Es muy probable que, cegados por vuestro objetivo, no reparéis en la cama de la habitación, que permanece invisible por muy grande que sea. En magia hemos estudiado este tipo de jugarretas de la atención (efecto-tubo, “Y que viva la-la buena vida”, etc.). Pues bien, imaginad ahora que entráis en la habitación con la misma idea de buscar la camisa en el armario, y os encontráis un cocodrilo de dos metros roncando encima de vuestra cama. No hace falta insistir en que veríais la cama y tendríais muy presente esta visión durante semanas, o incluso meses. Entonces: “Con la misma nitidez exacerbada con que veríais vuestra cama tiene que ver el lector cada una de las acciones, los escenarios, los objetos y los personajes que hagáis aparecer en vuestros textos. […] Poned a roncar un cocodrilo en cada uno de los episodios, los párrafos y las frases.”

Quede claro que todos estos ejemplos viscosos tienen la función de exagerar la importancia de la visibilidad, para que se entienda de manera inmediata. Pero, evidentemente, los cocodrilos podrían ser también ramos de mimosas, quesos frescos o tinajas de miel. Hasta aquí la manera de entender la importancia de la visibilidad en el ámbito literario. ¿Y en magia? La respuesta inmediata a esta pregunta parece ser que en el ámbito mágico lo tenemos ya todo hecho. Como arte de representación, en un juego de magia se ve y se palpa todo, los elementos son tangibles porque son reales, no palabras o líneas. Como mucho, podemos aspirar a admirar la visibilidad que demuestran en ocasiones las buenas charlas de algunos juegos. Por ejemplo, me viene a la cabeza la frase que Gabi utiliza en su versión del “ascensor” de Vernon –Es que las cartas son como mantequilla–, tan visible como la orina de Leopold Bloom o la del doctor Urbino. Pero esto no deja de ser una traducción directa de la visibilidad literaria. Es decir, sigue siendo literatura, no magia. ¿Hay visibilidad más allá de la charla, en el “lenguaje mágico”, sea lo que sea esto último? Basta comprobar que un efecto similar puede darse también en la pintura, donde el problema de la visibilidad tampoco parece planteable. Como apunta Felix de Azúa6, Rilke admiraba las manzanas dibujadas por Cézanne, que eran siempre manzanas de 6

El aprendizaje de la decepción, Félix de Azúa (Ed. Anagrama, 1996), libro sobre el que me llamó la atención el propio Gabi.

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hacer compota7. Yo, que si soy sincero nunca he tenido una relación muy estrecha con Cézanne, no me doy cuenta de cómo eran sus manzanas, pero sí recuerdo el hambre que me provocaban los jabalíes que se comía Obélix, mucho más ricos en el cómic que en la realidad, como pude comprobar la primera vez que con desilusión probé jabalí de verdad. ¿Por qué ocurre esto? Lo que la visibilidad pone en juego no es sólo un problema exclusivo de la vista, como el del lector que ve cosas tangibles más allá de las palabras. Se trata, al fin y al cabo, de una cuestión de intensidad sensorial, en términos muy amplios. Este ímpetu con que se manifiestan las cualidades del sueño propuesto por la ficción tiene propiedades magnéticas, nos arrastra como en un tobogán hacia la realidad sugerida. Así, de un juego de magia –al igual que de las manzanas de Cézanne y del jabalí de Obélix– podemos afirmar en ocasiones que un espectador no sólo lo ha visto, sino que lo ha vivido (vivibilidad, me he inventado para el título del epígrafe): no se trata de una experiencia mágica visible, sino más bien vívida o, mejor aún, vivida, por utilizar una palabra ya acuñada en el ámbito mágico. Me acuerdo del juego que me explicó Gabi para ejemplificar su concepto de “magia vivida”, una sencilla manera de adivinar una carta. El espectador está pensando en el tres de tréboles, por ejemplo, carta que tú conoces secretamente. Le dices: Nombra tu carta en voz baja, para ti, sin mover los labios. Nómbrala muchas veces seguidas, una detrás de otra. Mientras el espectador sigue tus instrucciones, tú le miras y comienzas a mover el dedo índice en círculo, entre tu cara y la suya. Lo que haces es sugerir al espectador el ritmo con el que debe nombrar su carta mentalmente. A los pocos segundos, dices, primero en voz muy baja y subiendo el volumen poco a poco: Tres de tréboles, tres de tréboles, tres de tréboles… con el mismo ritmo que marca tu dedo índice. Estas palabras coincidirán exactamente con el pensamiento del espectador, no sólo porque efectivamente has adivinado la carta sino porque las dices superpuestas a las suyas. Qué gran ejemplo de ficción mágica pura, que no necesita apoyarse en elementos externos a los propios del lenguaje mágico. Si habéis probado el juego –yo lo he hecho muchas veces– habréis observado el impacto que provoca en el espectador (mejor espectadora). El movimiento del dedo índice que marca el ritmo de su pensamiento es un cocodrilo de dos metros, como el que antes roncaba en nuestra cama. La adivinación es tan “vivible”, tan “vivida”, que la espectadora la experimenta desde dentro, involucrada en el suceso que la envuelve por completo y le produce una inmersión total en la “película”, como los buenos relatos. Entonces se esfuman el runrún de todos los frigoríficos y el tictac de todos los relojes. Incluso podríamos asegurar que, fugazmente, el truco –la trampa– se le hace invisible, porque está sumergida en un espacio ficcional perfectamente concreto y tangible en el instante presente, donde ella, personaje protagonista del relato, acaba de sufrir una violación en su intimidad que probablemente le deje en su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa o quizás algo más agradable pero no menos intimidatorio. Luego sí, se preguntará: ¿Cómo lo ha hecho? y te dirá ¿Qué haces, que no estás en la tele?, pero ya fuera de la ensoñación, algo que no debe preocuparnos porque es lo más sano que puede hacer. 7

Cartas sobre Cézanne (R. M. Rilke, ed. Paidos).

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Continuidad Una vez el lector ha decidido confiar en el narrador y en su voz directa y natural, y se ha visto fascinado por el mundo que le propone, un espacio visible, concreto y tangible (cargado de intensidad sensorial), es tarea del escritor que el estado de ficción dure en el tiempo. Que la historia se proyecte en la mente del lector de un modo ligado y continuo. Es decir, no debe haber distracciones incómodas o viajes entre la realidad cotidiana y el espacio paralelo, para que el runrún no llame la atención de cuando en cuando desde la cocina. Que no se vea nunca el truco. Aquí entra en juego el concepto de atención: “La amenidad, ya digo, es un efecto de la atención. Escribir es conquistar el interés de los lectores. […] El escritor y la escritora que empiezan no deben contar nunca con un lector sacrificado, que va a leerles hasta el final. […] El lector ha de verse implicado en los afectos y las emociones que el argumento pone en juego […]. Habrán de tener atractivo, plantearle un conflicto al lector; ponerle en aprietos apenas se asome a la historia. […] Cuando leo esas páginas no necesito “seguir” al autor. Él se me ha anticipado, diríamos. Ha previsto dónde puedo perderme, y ha llenado el texto de pequeñas flechitas, indicaciones, rampas, aceras automáticas. […] Que sople por lo párrafos un vientecillo suelto y aliviador. Esa especie de “engrudo” textual que va fijando la atención lectora de frase en frase.”

En el relato, esta sensación de continuidad se consigue a través de las repeticiones. Según parece, en cada acto de atención lectora una persona sólo abarca un máximo de quince palabras. Por eso, el narrador debe recordarle constantemente el contexto en el que se desarrolla la historia, para que no pierda el “hilo ficcional” y se distraiga. Esto se consigue a través de numerosas redundancias y repeticiones que se dan a lo largo de todos los párrafos de un relato. Como es lógico, de la pericia del escritor depende que esas redundancias pasen desapercibidas, sean invisibles como cualquier otro artificio técnico. ¿Qué ocurre en magia? Como antes ocurría con la visibilidad, es evidente que el contexto de un juego no deja de estar a la vista del espectador, porque tiene lugar en el mismo espacio que la realidad cotidiana (es un espacio superpuesto, como decíamos). Parece que no hace falta repetir que la baraja está sobre la mesa o que las monedas están en la mano, porque el espectador puede verlo en cada momento. Y es verdad8. Por otra parte, la importancia de mantener la atención resulta evidente para cualquier actuante que se haya enfrentado con cierto criterio a un público profano, así que no insistiré sobre ello, aunque la redundancia venga ahora más a cuento que nunca. Qué menos que el público no se distraiga o se aburra ante lo que el mago le ofrece. De igual modo, una vez hayamos conseguido que el espectador penetre en el espacio de ficción –con todo lo que nos ha costado–, en esa otra realidad en la que no se tienen en cuenta los medios materiales y técnicos como ocurre con el lector que se olvida de las palabras, pues parece fácil concluir que no conviene despertarlo mediante 8

Aunque ahora me viene a la mente la teoría de Tamariz, que afirma que repite tres veces los detalles importantes de un juego (dos verbalmente y otra por gestos) para que se graben en la consciencia del espectador. Es un artificio muy similar al que apuntábamos para la continuidad en un texto literario.

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continuas referencias al truco. Digo “parece fácil” porque no lo es. Estas referencias explícitas al truco –mediante su negación, muchas veces– son constantes en la forma de presentar la magia a la que estamos acostumbrados. Más sobre esto en el epígrafe “Magia ficcional y magia realista”. Por último, a un nivel un poco más sutil, la continuidad en la experiencia del espectador depende también de la solidez del contexto ficcional. Es decir, que el mundo generado por una representación mágica, ya sea más o menos ambicioso, más o menos parecido al cotidiano, ha de mantenerse en pie. Dicho de otro modo: que las reglas que rigen en el espacio de ficción, cualesquiera que sean, han de respetarse para garantizar que la ensoñación se manifieste de un modo ligado y continuo. Y si no, el espectador se “despertará” por sentirse engañado. Un ejemplo práctico y simplón: si en un juego el mago se atribuye una increíble capacidad memorística y adivina una carta elegida por eliminación, porque se ha aprendido toda la baraja de memoria (este es el contexto ficcional), pues no sirve que chasquee los dedos a modo de gesto mágico en el momento de la adivinación, o que le pida al espectador que piense en la carta para concentrarse en su mente. Esto supondría una discontinuidad en el desarrollo de la ficción y llamaría la atención de cualquier espectador mínimamente avezado. Para entendernos, es como si en un relato leemos que el protagonista “se arrojó por la vorda del varco”. A poco que uno tenga una cierta sensibilidad ortográfica, las palabras volverían a aparecer con toda claridad ante sus ojos. El “varco” funcionaría como un estridente despertador a las siete de la mañana. Personalidad Y ya por último, llegamos al cuarto de los elementos que favorecen la ficción narrativa, el más difícil de razonar: la personalidad del escritor, esa cualidad inasible que en última instancia hace que la historia que cuenta nos implique y fascine, que esté plagada de descubrimientos –de cosas que no sabemos–. En definitiva, lo que un lector busca cada vez que abre un libro de Borges, Cortázar u otro escritor portentoso: encontrar delante de sus ojos esa escritura magnética, recorrida por una extraña intensidad. No me extenderé más en esto, que bien puede ser el quid de la cuestión. Que la ensoñación que provoca en el espectador un acto mágico depende del magnetismo personal del actuante es algo tan evidente como difícil de descifrar. No es necesario insistir en que cualquier espectador se entregará sin reservas al mundo que le propongan Juan Tamariz, René Lavand o Fred Kaps, por citar sólo algunas de las grandes personalidades en magia. Magia ficcional y magia realista Como puede deducirse de lo hasta aquí escrito, propongo, en magia igual que en el arte narrativo, una concepción amplia de la idea de “ficción”, que alude al mecanismo –sea psicológico o de otra naturaleza, no lo sé– mediante el cual un lector o espectador se desliga de la realidad común para ocupar sensorialmente otro espacio, paralelo o superpuesto. Hemos visto también que todo esto tiene poco de metafísico, ya que se produce a través de una simple distracción o percepción alterada de la realidad –donde no se oye el runrún del frigorífico– o, dicho de otro modo, mediante el olvido de los

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artificios técnicos que posibilitan la literatura o la magia para centrarse en la experiencia estética que generen cualesquiera de estas disciplinas. En este sentido, resulta revelador ser consciente de que este mecanismo opera en el lector tanto en el género fantástico como en el hiperrealista. Cuando leemos un relato o novela de corte realista –de Galdós, por ejemplo, en el que no encontraremos nada que no pudiera ocurrir en el mundo real–, experimentamos la misma experiencia de ficción que cuando nos enfrentamos a un cuento fantástico en un planeta imaginario de Ray Bradbury o en El Aleph de Borges. Lo que cambia es que el espacio paralelo es más o menos parecido al cotidiano. Pero el tictac del reloj se esfuma por igual en uno y otro caso. Para complicar la cuestión, resulta que en magia no se utiliza la palabra “ficción” de manera unívoca, sino que adopta varias acepciones. Sirve no sólo para definir el mecanismo descrito en términos generales, sino también como género mágico, del mismo modo que son géneros narrativos la “literatura fantástica” o “realista”. En efecto, han quedado establecidas dos grandes categorías en la práctica de la magia: la magia ficcional (defendida principalmente por “los buenos”) y la magia realista (a la que se adscriben casi todos “los malos”). Pues bien, a partir de lo expuesto, podemos concluir sin arriesgarnos mucho que la magia ficcional es la que por cualquier expediente produce en el espectador la inmersión ficcional. Es decir, la que le hace olvidar que asiste a una representación – como el lector ante el que desaparecen las palabras de su libro– y le distrae de los artificios técnicos que hacen posible el hecho mágico para centrarse en un espacio donde lo insólito cabe como posibilidad. Y accede a esto como vivencia de los sentidos, no como experiencia racional. La definición no brilla por su atrevimiento (la magia ficcional es la que provoca la ficción) y podría calificarse de inútil. Más que yo se ha atrevido Ricardo Rodríguez, y además lo dice mejor9: “La ficción mágica es aquel tipo de magia que defiende que el efecto es tan sólo una pieza más de la ficción que representa todo juego de magia. El juego de magia procede del resultado de escoger elementos que provienen de la realidad que los espectadores comparten con el mago y el objetivo del efecto es conseguir que los espectadores experimenten otras percepciones de esa realidad. En la ficción mágica el truco no importa, no porque el mago pretenda negar su existencia, sino porque cuestionarse la posibilidad o no de truco no tiene sentido. […]”

Y Gabi, en su artículo Realismo & Ficción (Una aproximación), profundiza sobre esto. En su manera de concebir la magia ficcional, la dualidad “prestímano/mago” resulta fundamental. El prestímano es un personaje “realista”, previo a la experiencia de ficción: es quien toma las decisiones técnicas a la hora de componer el juego, quien elige si conviene utilizar la cuenta Elmsley en un momento determinado de la rutina o si debe devolver las cartas empalmadas antes o después del efecto. Pero en la actuación el prestímano desaparece y deja paso a la presencia viva del mago, protagonista del espacio de ficción, a quien se encuentra el espectador una vez sumergido en la “película”. Como personaje que habita una realidad donde no se oye el tictac del reloj, 9

Ver “La propuesta conciliadora”, pág. 35: Magia de altura, Notas de Conferencia 2008. Y antes, en su artículo Un intento de conciliación (Circular E.M.M.).

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el mago no conoce la cuenta Elmsley: sólo sabe contar cartas10. A partir de esta idea define Gabi la magia ficcional: “La magia ficcional prescinde del prestímano, reivindicando la presencia del mago como totalidad, una presencia ficcionalizada capaz de reinventarse a sí misma en cada representación. […] Se fundamenta en una conciencia de la magia donde no cabe el concepto de truco y, por ende, donde nunca está garantizada de antemano la experiencia mágica, fundamentando su posibilidad en la interacción del mago y el espectador como co-creadores de la misma, siempre renovada y siempre distinta. […] Apela al espectador como co-creador, concibiendo al público como un rostro de múltiples sensibilidades abiertas, por vía imaginaria que no racional, a la supresión de la incredulidad.”

A la vista de lo explicado en estos textos y en los epígrafes precedentes, se puede llegar a conclusiones clarificadoras. Por ejemplo, que la magia de ficción no es la que se cuenta a través de una historia, ni la que tiene poesía, ni una presentación fantasiosa, ni metáforas, ni referencias simbólicas, ni músicas intimistas, ni velas o gestos mágicos… aunque no excluya todos estos elementos, que además pueden favorecerla. El resultado ficcional puede alcanzarse por cualquiera de estos expedientes, o por otros muchos. En mi opinión, nuestro reto –aunque sea ahora, cuando todo esto es todavía muy nuevo para nosotros– es intentar provocarla de la manera más pura posible, con los mínimos elementos externos. Es decir, mediante el “lenguaje mágico”, sea cuál sea el significado de esta palabreja11. Es lo que ocurre, creo, en el ejemplo descrito de la adivinación de la carta “al ritmo”. Esta pureza es defendible aunque sólo sea para conocer las cualidades que le son propias al arte mágico y que no tiene que pedir prestadas en otros ámbitos. Por el contrario, la magia realista es aquella en la que el espectador no deja de ser consciente de los medios técnicos que posibilitan el hecho mágico, por lo que no abandona el espacio común y real en que se desarrolla la actuación. Y esto puede ocurrir por incapacidad del mago –porque se le vea o sospeche el truco–, o por decisión consciente –un ejemplo gráfico: el de Vernon, cuando explica el falso depósito poco antes de las cargas finales de los cubiletes–. En palabras de Ricardo Rodríguez: “La magia realista es aquella tendencia mágica en la cual, la existencia de truco no sólo no se oculta sino que además se hace explícita. Es común en esta forma de entender la magia aludir constantemente al truco, a ella se adscribe la escuela heredera de la magia de Dai Vernon. Este tipo de magia se basa en el choque intelectual. El espectador sabe que detrás de lo que contempla hay un artificio, el misterio tiene lugar porque se desconoce en qué consiste el contenido del mismo.”

Y Gabi: “La tendencia más evidente es, sin ningún género de dudas, la de carácter realista basada en la negación del truco como desafío a la realidad común a mago y espectador. […] La magia realista tiende a mostrarse desde la perspectiva no de un mago sino de un prestímano disfrazado de mago en el que se encarna el concepto de truco. […] Da por supuesto que si el juego no rebela su truco, la magia como experiencia hace acto de presencia. Es decir: si no hay truco, hay magia. Su concepción mágica es, así, de corte racionalista antes que imaginaria.

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Esta misma dualidad se da también en la obra literaria (escritor/narrador) y más acusadamente en el teatro (actor/personaje). 11 ¿Tema del Encuentro Mágico de Montegrande 2009?

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[…] La magia realista tiende a anular la presencia del espectador concreto (colabore directamente o no en la representación mágica) y con él al público en general, objetivándolos y generando así potenciales críticos. Su presencia se reduce a ser meros contempladores bajo la fórmula más o menos disimulada del “ver, oír y callar”, pues el aplauso se da por supuesto.”12

Quede claro que “magia realista” me parece un término inexacto y confuso para definir este género. Hemos visto que en el ámbito narrativo, el mecanismo de la ficción se activa con independencia de si el relato que leemos es fantástico o realista, porque lo que importa es la vivencia de otra realidad y no que ésta sea más o menos parecida a la cotidiana. También en magia sucede lo mismo. Por ejemplo, el mago que recurre al “reto”, un contexto ciertamente apegado a la realidad, puede generar la inmersión ficcional igual que el que se vale de la presentación más fantasiosa, siempre que la idea de truco permanezca invisible. No creo que fuera raro en Slydini crear experiencias de ficción a través de su tratamiento del reto. En este caso, estamos ante verdadera “magia ficcional” (de corte realista) y no ante “magia realista”. Esta última se da sólo cuando el mago llama la atención sobre los artificios de su oficio, aunque sea para negarlos, interrumpiendo el sueño de la ficción. Y no creo que sea conveniente que el género realista cargue con la maldición de ser inferior, menos válido o profundo que el ficcional, aunque sólo sea porque es la opción realista la que hasta la fecha ha servido a la magia, como regla general, y la que ha demostrado ser más eficaz en un mayor número de ocasiones. Con todo, sí es cierto que en las todavía incipientes manifestaciones mágicas de lo ficcional –desde que Gabi las hiciera conscientes–, hemos percibido esa misma sensación de la escritura magnética, recorrida por una extraña intensidad que a veces echamos de menos en la manida opción realista. En esta dirección apunta Gabi: “Entre ambos extremos caben múltiples posturas. Sin embargo, la concepción ficcional de la magia sirve, además, como contrapunto crítico de la magia de concepción realista, sobre todo, en su exacerbada conciencia del truco.”13

Con todo, la opción realista no es tan descabellada como pueda parecer a nivel teórico. Igual que en magia, también en la literatura se dan casos de escritores que utilizan como herramienta expresiva el propio hecho de despertar al lector de su sueño de ficción, igual que hacía Vernon en los cubiletes. Muchos de estos ejemplos pertenecen a lo que los críticos han llamado –con ciertos tintes despectivos– “metaficción”. Así la define John Gardner14: un relato que llame la atención sobre sus métodos y que muestre al lector qué es lo que le está ocurriendo a la vez que lee. En este caso, la ley del “sueño vívido y prolongado” deja de ser operativa; muy por el contrario, las rupturas en la continuidad del sueño son tan importantes como el sueño mismo. Y por si no nos parece suficientemente aplicable a nuestro oficio, añade: La metaficción deconstruye llamando directamente la atención sobre los trucos propios de la ficción. Incluyo un fragmento de Rayuela (Capítulo 90), en el que creo que resulta evidente cómo Cortázar se vale de este recurso, no por su impericia –como la falta

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Realismo & Ficción. Una aproximación, Gabi. Realismo & ficción, pág. 2. 14 El arte de la ficción, John Gardner (Ediciones Fuentetaja, 2001), pág. 114. No confundir con el libro, del mismo título, de David Lodge (Ediciones Península) 13

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ortográfica de antes– sino muy conscientemente, para romper la continuidad ficcional y que las palabras del texto reaparezcan ante el lector: “En esos casos Oliveira agarraba una hoja de papel y escribía las grandes palabras por las que iba resbalando su rumia. Escribía, por ejemplo: "El gran hasunto", o "la hencrucijada". Era suficiente para ponerse a reír y cebar otro mate con más ganas. "La hunidad", hescribía Holiveira. "El hego y el hotro". Usaba las haches como otros la penicilina. Después volvía más despacio al asunto, se sentía mejor. "Lo himportante es no hinflarse", se decía Holiveira. A partir de esos momentos se sentía capaz de pensar sin que las palabras le jugaran sucio”.

Dicho esto, y sin perder de vista las ventajas e inconvenientes que presentan estos géneros mágicos (ficcional y realista), quizás la opción más reveladora, la que más conviene a la magia, sea la posible conciliación de ambos. El estudio más exhaustivo hasta la fecha para aunar los dos mundos es el de Ricardo Rodríguez, en la referencia ya citada: “La propuesta conciliadora” (Magia de altura, Notas de Conferencia 2008), versión corregida de su artículo Un intento de conciliación (Circular E.M.M.). Continuidad de los parques Aquí lo dejo. Creo que todo esto puede servir al menos como punto de partida. Una vez sumergidos en el sueño de la ficción, entran en juego muchos otros conceptos – la mayoría apuntados por Gabi– que se orientan a regir el comportamiento del actuante desde el momento en que deja de ser prestímano para convertirse en mago. Y al fin y al cabo lo que falta son los juegos, porque es muy fácil y cómodo recorrer los conceptos encasillados de la teoría sin salirse del papel. Sea lo que sea la magia ficcional tendrá que estudiarse no por definiciones teóricas a priori, sino a partir de un conjunto de juegos de magia, algo que todavía es difícil por lo incipiente del concepto. Para descansar de tanto argumento “sesudo”, me despido con un relato de Cortázar, probablemente el más corto de sus cuentos, titulado Continuidad de los parques, en el que el autor argentino fantasea con el proceso mismo de la ficción y las inquietantes posibilidades de la ensoñación de un lector. Os recomiendo que lo leáis en vuestro sillón favorito (a poder ser, de terciopelo verde): “Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada.

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Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. La luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.” Continuidad de los parques, Julio Cortázar (“Final del juego”, 1956)

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