EL MAPA DEL TESORO. Descubrir la verdad de nosotros mismos - GABRIEL MAGALHAES.pdf

October 17, 2017 | Author: Libros Católicos | Category: Happiness & Self-Help, Love, Soul, Psychological Egoism, Fear
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GABRIEL MAGALHÃES

El mapa del tesoro Descubrir la verdad de nosotros mismos

2 SAL TERRAE

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Título original: O mapa do tesouro. Para chegar à verdade de nós memos © Inst. Miss, Filhas de São Paulo – Paulinas Editora, 2015 Rua Francisco Salgado Zenha, 11 2685-332 Prior Velho – Portugal www.paulinas.pt Traducción: Jesús García-Abril,

SJ

© Editorial Sal Terrae, 2017 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.gcloyola.com Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 04-04-2017 Diseño de cubierta: Vicente Aznar Mengual,

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Edición Digital ISBN: 978-84-293-2673-4

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Índice Portada Créditos Introducción: La moneda de oro Primera parte: LA GEOGRAFÍA DE LA TRISTEZA 1. El vicio de la infelicidad 2. La gran pregunta 3. El siseo de la serpiente Segunda parte: PRIMEROS VUELOS 1. Las flores de Dios 2. La libertad por fuera 3. La libertad por dentro 4. Las alas de la cruz Tercera parte: LAS HERRAMIENTAS DEL ALMA 1. La escalinata de la oración 2. Comer con Dios 3. Conversar con Dios 4. Teoría de los abrazos Cuarta parte: TRANSFIGURACIONES 1. El encuentro con nosotros mismos 2. Los infiernos de la Fe Quinta parte: LA RELIGIÓN EN LA SOCIEDAD 1. Religión y cultura 2. El alma de Occidente 3. La tribu de Melquisedec y el palacio de la Bella Durmiente Conclusión: Ciudadano de la eternidad

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Para Rosario y Teresa, mis tesoros. Para mis padres: mi primer mapa.

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«El Reino de los Cielos es también semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra el campo aquel». – Mateo 13,44

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Introducción:

La moneda de oro Hay circunstancias en la vida, momentos dichosos, en los que sentimos cómo una moneda de oro brilla en nuestra alma. Esa moneda somos nosotros, y en esos instantes el rostro se nos ilumina sin darnos cuenta siquiera. ¿Quién no ha experimentado una emoción de este tipo en una noche de Navidad? También el amor, cuando surge, nos transforma en un cofre lleno de riquezas. Cuando estamos enamorados, se diría que nos hemos hecho millonarios. Y las horas que pasamos alegremente con nuestra familia o con nuestros amigos también son como si en su interior brillara un diamante. Y entonces uno piensa: «¿Por qué no será siempre Navidad?» «¡Ojalá el amor durara siempre!» «¡Qué maravilla, si la amistad no acabara nunca!» Con los años, sin embargo, la mayoría de nosotros vamos aprendiendo lo que es la tristeza. Donde había Navidad, comenzamos a saber acerca de la muerte; donde anidaba el amor, surge la desilusión; y la propia amistad da paso a la desconfianza. La vida, que al principio era como un cuento de hadas, se convierte en una película de terror. Debo decir al lector, no obstante, que en nuestra existencia hay un cuento de hadas que es verdadero. Todos son falsos, menos uno. Existe una historia maravillosa que se confunde con la realidad; que es, de hecho, la realidad. Y si conseguimos entrar en ese sueño concreto, un sueño que se puede tocar como si fuese el pomo de una puerta, seremos más felices que los personajes de los cuentos infantiles. Este libro, querido lector, pretende ayudarte a regresar a esa esfera tan mágica como real. Está formado por una serie de ensayos espirituales dirigidos a dos tipos de personas: a los que han dejado de creer, para que aprendan a creer de nuevo, y a los creyentes, para que crean en serio. Porque existen hoy dos tipos de soledad: la de quienes ya no confían en nada y la de quienes confían sin confiar y creen sin creer. La idea es esbozar un «mapa del tesoro» que permita a cada cual descubrir su propia riqueza. Comenzaremos elaborando una breve geografía de la tristeza, porque solo a partir de ese catálogo de sombras aprenderemos a dar los pasos de la luz. Son tantas las melancolías contemporáneas que es muy posible que el lector habite en una de esas 8

residencias de dolor. En una segunda parte, caminaremos ya por los senderos de la claridad. Estudiaremos lo que llamamos «alquimias iniciales», es decir, transformaciones que ocurren en nos-otros cuando se produce un cambio inesperado en nuestra alma. Sin embargo, si alguien protagoniza una revolución interior, la única que realmente altera nuestra vida, el camino no es fácil. Por eso, en la tercera parte presentamos una serie de herramientas que podrán ser útiles. Lo cierto es que, paso a paso, seremos capaces de cambiar nuestros horizontes, como veremos en la cuarta parte del libro. En la quinta parte trataremos de explicar cómo nuestra metamorfosis interior transfigura también el universo social. Cuando nos convertimos en personas nuevas, en seres renacidos, cuando dejamos de ser larvas y nos transformamos en mariposas, no somos únicamente nosotros los que nos volvemos más ligeros y llenos de color, sino que también el mundo y la sociedad se acercan a su arco iris. ¿Quién es la persona que escribe? Básicamente, soy alguien que recorre los mismos territorios de infelicidad que el lector conoce. Comparto con él todos los atolladeros contemporáneos. Sé del lodazal de los días y de los pasos que se hunden en el barro. No tengo mérito alguno. Sin embargo, hay algo que me ha sido dado para darlo yo a mi vez. Lo cual no me hace superior a nadie, sino absolutamente igual a todo el mundo. Y es desde esa igualdad desde donde hablo al lector. Aquí queda, pues, este mapa, esta carta náutica para las singladuras del alma: quiera Dios que ella permita al lector llegar a la verdad de sí mismo. Es esta una obra de inspiración cristiana, pero abierta a la espiritualidad universal. Ha sido escrita por el simple hecho de que hoy en día se enseñan muchas cosas, pero al mismo tiempo se habla cada vez menos del alma. El hombre contemporáneo se ha convertido en un buen gestor de su cuerpo, que es para él como una cuenta bancaria de calorías que da intereses cuando se realizan análisis clínicos. Pero ese mismo hombre contemporáneo derrapa, ¡y de qué manera!, en las veredas interiores, hasta el punto de que hay muchas personas que ni siquiera saben ya en qué lugar de ellas mismas se encuentra el camino del alma que las conduce a la alegría y a la felicidad. Y ha surgido algo que podríamos denominar «analfabetismo espiritual». Aquí queda, pues, esta rosa de los vientos con uno de los caminos, de los muchos que existen, para que aprendamos de nuevo el abecedario de nuestra interioridad. Acuérdese el lector de aquella moneda de

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oro de las noches de Navidad. Lo que entonces sintió es como una casa donde podrá quedarse a vivir para siempre.

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Primera parte:

LA GEOGRAFÍA DE LA TRISTEZA

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1. El vicio de la infelicidad La infelicidad nos rodea hoy como una niebla. Basta con ver el modo tan absurdo en que las personas, a veces, se miran unas a otras con silenciosa hostilidad mientras guardan cola para pagar en el hipermercado. Occidente es un paisaje en el que llueve la tristeza, y todos acabamos quedando empapados de esa melancolía. Por eso resulta tentador asomarse a la intimidad de las personas, con una especie de sonda espiritual, para ver lo que ocurre en sus almas. De hecho, sería interesante radiografiar el mecanismo psíquico que nos hace desgraciados. ¿Cómo funcionan esos motores interiores que fabrican sin cesar inquietud y tristeza? Todos tenemos un sentimiento nuclear: una divisa inscrita en el alma. Dicho sentimiento es el punto a partir del cual, con el compás del vivir, se traza después la circunferencia de nuestro obrar. Ahora bien, en muchos de nosotros ese núcleo se encuentra envenenado por una emoción maligna. Una de las más comunes es el miedo. Vivimos en una sociedad de gente asustada por el temor a perder su empleo o por el pánico ante una nueva enfermedad, por ejemplo. Todos los días, los medios de comunicación nos ofrecen más cromos para nuestra colección de aprensiones. Y una persona habitada interiormente por el escorpión del miedo es una persona cuya vida se va resecando. Pero no es solo el miedo lo que envenena nuestro espíritu. El catálogo de las serpientes que se arrastran por el alma contemporánea se ha hecho sumamente variado. Voy a referirme tan solo a otras dos emociones negativas que pueden contaminar nuestra biografía, la primera de las cuales es el complejo de inferioridad. Esta víbora, que nos hace sentirnos inferiores si le permitimos que se esconda en nuestro interior, envenena nuestros días, haciéndonos agresivos, enormemente agresivos. El miedo, los complejos de inferioridad... y además el egoísmo. Este sentimiento transforma nuestra vida en un onanismo constante que no proporciona ninguna alegría. El egoísta funciona como un desgraciado que siempre tiene hambre después de haber comido. Alguien que engorda de satisfacción con todas las comodidades de que se rodea.

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Pero tal vez lo peor es que la infelicidad envicia. La persona con miedo tiende a hacerse más miedosa; el individuo que se siente inferior ve cómo se graba para siempre en su alma la sospecha de su inferioridad; el egoísta va hundiéndose cada vez más en su egoísmo, en lo que podríamos llamar «indigestión de sí mismo». Puede que este vicio de ser infelices lo contraigamos porque cada una de esas emociones negativas va asociada a un falso espejismo: quien tiene miedo considera que, si obedece a sus recelos, alcanzará un nirvana de seguridad; quien se considera inferior cree que despreciando a los demás podrá al fin tener seguridad en sí mismo; en cuanto al egoísta, piensa que todas sus muestras de egolatría le proporcionarán la felicidad. Por consiguiente, nos hacen daño tanto nuestros sentimientos como nuestras falsas esperanzas. Todos conocemos a personas enviciadas en su propia infelicidad. Permítame el lector confesarle que yo he sido una de ellas. Pues bien, son personas cuyas lágrimas únicamente sirven para ahondar aún más el agujero en el que se meten un día tras otro. No obstante, quisiera subrayar aquí que, por grande que sea nuestro vicio de ser infelices, el día siguiente siempre es una nueva jornada en la que todo puede cambiar. En cuanto a mí, me envicié en mis miedos y, como le ocurre a la legión de los miedosos, vi cómo la vida menguaba a mi alrededor. Se trata de algo terrible, porque cuando recelamos de algo, los horizontes comienzan a reducirse, hasta que llega un momento en que nos vemos bloqueados por nuestros pavores. Sin embargo, en cuanto el miedo se apoderaba de mí, yo soñaba con todo tipo de seguridades. Imaginaba incesantemente escenarios libres de peligro. Me complacía en controlar al máximo mi mundo. Me aferraba a los más mínimos detalles de mi vida diaria para no caer en el abismo de cada gesto que realizaba. Y todo ese esfuerzo no hacía sino incrementar mi impotencia. Pues bien, cuando sentimos que se forma el pantano de la infelicidad en nuestro interior, conviene averiguar cuanto antes cuál es la emoción negativa que se ha apoderado de nosotros, cuál es ese veneno que, de manera lenta pero inexorable, está invadiendo nuestro espíritu. Pueden incluso ser varios los venenos que se infiltran en nosotros. El miedo se mezcla con el complejo de inferioridad; el egoísmo, con la pereza. Cuanto antes borremos esos puntos, tanto mejor será la circunferencia diseñada por 13

nuestras vidas. Y así como identificamos esas emociones negativas, así también debemos tratar de descubrir los espejismos relacionados con ellas. Sometidos a tan nefastos sentimientos y a sus correspondientes engaños, somos como hamsters pedaleando en la rueda del sufrimiento. ¡Triste destino para un ser humano...! Por lo demás, no es casual que en las sociedades contemporáneas abunden los trucos y mecanismos capaces de aliviar la infelicidad de los ciudadanos. Los centros comerciales garantizan un sosiego generado por la morfina del consumo. La televisión propicia una hipnosis sedativa. Y el ordenador, finalmente, es esa pequeña ventana a través de la cual las personas muy solitarias se entretienen mirando lo que ocurre en la calle. Propongo al lector que elimine tales emociones negativas y desactive lo antes posible los correspondientes espejismos. Ahora bien, en cuanto a los mencionados mecanismos de alivio, debo decirle que a veces constituyen el esbozo de una solución. De hecho, ver la televisión como quien mastica una hamburguesa es una estupidez; pero el programa que estamos viendo tal vez nos diga algo acerca de nosotros mismos. Pasar horas y horas ante el ordenador resulta tan absurdo como permanecer todo el día sentado en la sala de espera de un dentista hojeando revistas; pero también es cierto que en Internet tal vez vislumbremos un atisbo de lo que somos. Por último, pasearse por un centro comercial es existir como un perro que no se resiste a husmear aquí y allá; pero en lo que husmeamos podemos tener un espejo en el que descubrirnos. Cuando contraje el vicio del miedo y comencé a perseguir mis quimeras de seguridad, tuve ocasión de amar el arte. Compré muchos libros que tardé años y años en leer. De hecho, aún no los he leído todos. También adquirí muchas películas y ediciones de arte. Pues bien, todo ello fue una estupidez; pero en medio de esa estupidez estaba ya encaminándome hacia la salida del laberinto. Por consiguiente, el lector que se encuentre enviciado en su propia infelicidad no debe desesperar. Y ello por una sencilla razón: porque todos los seres humanos hemos sido hechos para ser felices. Si lo pensamos un poco, enseguida recordamos casos de personas que se han librado de sus meandros de dolor. Seres humanos cuya vida ilumina todo cuanto les rodea; gente cuya existencia se desarrolla en escenarios de alegría. De este modo, por muy grande que sea nuestro apego a nuestras emociones destructivas y a

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los engañosos espejismos que generan, todo conspira en el universo para liberarnos de ello. Y todos los días eso que nos ama nos reclamará para sí.

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2. La gran pregunta Ya que estamos aquí, en el fondo más oscuro de nuestra alma contemporánea, sumerjámonos un poco más en ese pozo para entender mejor sus tinieblas. ¿A qué se debe el miedo? La respuesta es fácil: a que no tenemos la certeza del amor. Es decir: lo que introduce toda una variedad de recelos en el centro mismo de nuestro ser es el hecho de creer que no somos amados. Del mismo modo, ¿cuál será la razón del complejo de inferioridad? Pensemos en casos que conozcamos y llegaremos a una conclusión semejante. Todos los que se sienten humillados por dentro, como si la vida les hubiera puesto de cuclillas, están también convencidísimos de no ser amados. Pasemos al tercer ejemplo: el del egoísmo. Quien tiene una central nuclear de narcisismo en el centro mismo de su espíritu, ¿por qué vive de esa manera? También por falta de amor. Conozco muchos casos de personas egocéntricas que se han criado en familias ricas, pero que no han recibido verdadero cariño, sino que les han enseñado a compensar ese vacío mediante el disfrute de todas las ventajas propias del medio social en que nacieron. Por consiguiente, tener un vacío de amor en el alma es peligroso. Ese agujero negro funciona como un imán que atrae las emociones negativas. Dicho de otro modo: quien no goza de cariño en su espíritu tenderá a suplirlo por una falsa moneda de felicidad. Y a partir de ahí, poco a poco, va edificándose el horror en nuestra vida. O el amor o el horror: he ahí la elección que hacemos como seres humanos. Pero tratemos de probar mejor nuestra idea. Hablamos del miedo, del complejo de inferioridad y del egoísmo como emociones dañinas nacidas de la ausencia de ternura. Veamos tres emociones más que pueden contaminar el alma, arruinando por completo nuestra vida. Por ejemplo, el resentimiento. Hay personas muy sensibles a todas las ofensas, en cuya memoria quedan grabadas a hierro y fuego. ¿Por qué sucede esto? Pues también porque no han sido suficientemente amadas, y estas nuevas heridas vienen a avivar la llaga original de la falta de amor. ¿Y qué ocurre con los hipócritas? También ellos en algún momento, por falta de cariño, han dejado de creer en sí mismos. Por eso 16

comenzaron a representar un perpetuo teatro de máscaras: en el fondo, se desprecian de tal modo que no creen poder obtener lo que desean siendo, lisa y llanamente, lo que son. ¿Y qué decir de los amargados, de los pesimistas? Pues que también ellos tienen en el alma el inmenso agujero de no sentirse amados. Pero, atención: no niego que la personalidad de cada uno de nosotros nos conduzca a emociones negativas distintas. Ante la falta de amor, unos tienden a ser resentidos, otros se vuelven más miedosos, y otros recurren a la hipocresía. Lo que afirmo es que esos defectos, esas infelicidades que vician la vida, surgen como consecuencia del desamor. Quien redescubre a lo largo de su vida lo que significa ser amado va aminorando, poco a poco, esos defectos que le atravesaban el alma. Y este es el momento de hacerle al lector «la gran pregunta», como hemos titulado este capítulo: ¿Cree usted en el amor? ¿Cree que el mundo y el universo entero están regidos por una energía amorosa, una Fuerza que le ama también a usted? Hago esta pregunta perfectamente consciente de que muchas personas lo desearían, pero ya no consiguen creer en lo que tanto desean. ¿Y por qué no creemos en el amor? Hay, en primer lugar, motivos sociales. Cada época piensa sus propias simplezas. Si hubiéramos nacido en la época de los romanos, pensaríamos que el Sol se mueve alrededor de la Tierra y hablaríamos de gladiadores que se matan unos a otros, como hoy hablamos de fútbol. En el Portugal del siglo XVII, tal vez iríamos a ver autos de fe. Como digo, cada momento histórico piensa muchos disparates y comete muchos errores. Y lo más curioso es que cada época conoce las necedades de los siglos que la han precedido, pero hace cuanto puede para ignorar las suyas propias. Sabemos de los crímenes de los romanos, conocemos los daños producidos por la intolerancia religiosa, pero corremos un tupido velo sobre nuestras propias faltas, tratando de no pensar en ellas. Pues bien, uno de los mayores errores de nuestro tiempo lo constituye, precisamente, el lugar secundario que concedemos al amor en nuestra visión del mundo. De hecho, en la sociedad en que vivimos todo conspira para convencernos de que el amor no tiene poder alguno. Antiguamente, se miraba a la Creación y se sentía su ternura: esa caricia que nos dispensa un rayo de sol o ese encanto propio de una noche estrellada. Hoy día, por lo que hace al mundo de la Naturaleza, se exhibe el horror: los animales que se devoran unos a otros; la trágica vida de los pingüinos, llena de atroces 17

dificultades; la infinita crueldad de algunos insectos, capaces de tender las trampas más maléficas... Conclusión: nos convencemos de que en la Naturaleza palpita sobre todo la crueldad de la lucha por la vida. Este espectáculo que nos ofrecen los documentales, por lo que hace a la Naturaleza, nos es ofrecido también por los «telediarios», en lo que respecta a la Humanidad. Las noticias de cada día nos describen todo tipo de guerras y barbaridades, y después de ver en la programación vespertina cómo los leones se comen a las gacelas, contemplamos durante la cena cómo unos individuos asesinan a otros en la franja de Gaza. Las sociedades humanas, por tanto, no parecen mejores que la Naturaleza, cuya crueldad se prolonga en nosotros. Y de ahí a pensar que debemos nosotros mismos ser malos aunque queramos zafarnos, no hay más que un paso: la maldad de los animales y de los humanos, exhibida sin cesar, nos invita a optar también por lo peor de nosotros mismos. Después de años de esta pedagogía del horror que nuestro tiempo nos inflige, estamos convencidos de que no es ni puede ser el amor, sino el egoísmo, el que gobierna el mundo. Y que obedecer a ese egoísmo, dejarnos guiar por él, constituye, a fin de cuentas, la mejor manera de vivir y la única que, de hecho, puede proporcionarnos alguna felicidad. Y que todo lo que no sea esto nos lleva a ser devorados por los otros. En este punto, podría decirle al lector que, aun cuando vea en los documentales cómo los leones atacan a los antílopes, la realidad natural que le rodea suele ser suave y agradable desde la madrugada hasta la noche, y que lo que siente en su piel es ciertamente más real que lo que ve en la televisión. Podría decirle también que, en este mundo de personas malas del que hablan los telediarios, hay mucha gente buena: tal vez sus propios vecinos o sus compañeros de trabajo. Quizás incluso personas de su familia que se encuentran a su lado mientras lee este libro. ¿Y no serán esos seres humanos concretos y tan próximos mucho más reales que los terroristas encapuchados que aparecen en el noticiario? Pero no voy a decirle nada de eso. Por el contrario, voy a seguir dándole argumentos contra la ternura. Voy a descender hasta el fondo del pozo de desamor contemporáneo. Ya que estamos en la sombra, viajemos hasta lo más negro de la oscuridad. Y después de explicarle cómo la sociedad actual nos convence de que la 18

ternura no es posible, sino que, como mucho, constituye una mínima parte de nuestra vida, permítame ahora hablarle de algunos motivos ya no sociales, sino personales, que se dan en nuestras biografías respectivas y que nos llevan con frecuencia a dejar de creer en el poder del amor. En primer lugar, cuando hemos sido educados en el seno de una familia en la que abundaba todo tipo de rencores, cuando nuestros ascendientes tenían un cubo de hielo en lugar de un corazón, la verdad es que nos cuesta, y nos cuesta muchísimo, creer en un amor cósmico. De hecho, si no tuvimos ternura en nuestra propia casa, ¿cómo podemos creer que vaya a haberla en el universo? En este sentido, cuando los padres nos aman, entonces nos conducen al amor de Dios. Y el mismo tipo de dudas surge cuando padecemos una grave enfermedad, una de esas enfermedades que son como una sombra que nos acompaña a lo largo de toda la vida. ¿Cómo puede entonces existir bondad en el cosmos? ¿Acaso ese amor universal quiere que yo sufra la enfermedad que sufro? Pero entonces, lógicamente, ni es amor ni es nada. Y estas dudas que nos ocasionan los problemas relacionados con la salud equivalen a las que nos suscita la pérdida de un ser querido: ¿cómo es que ha permitido Dios la muerte de alguien al que tanto amábamos? Finalmente, ante determinadas situaciones dramáticas de tipo económico, como son la pobreza o el paro, podemos también reaccionar afirmando la incompatibilidad del dolor que padecemos con la existencia de una bondad que rige el devenir del mundo. En la actual crisis, son muchas las personas que tienen que hacer frente a este tipo de perplejidades. También en este punto tendría yo una serie de cosas que objetar: de hecho, muchas veces los problemas –ya sean de tipo económico, de salud o de pérdida de un ser querido– nos transforman en mejores personas; con el paso de los años, constatamos que tales problemas nos han servido para construir una felicidad mucho más consistente. De manera que el absoluto de ser felices suele surgir después del relativo de los sufrimientos que nos ha tocado padecer. Pero el argumento decisivo que trato de presentar al lector es muy diferente. De hecho, no tengo más que una única prueba en favor del poder inconmensurable del Bien en el mundo. Y esa prueba es la historia de una persona que nació hace más de 19

dos mil años. Ya se imaginará el lector que estoy refiriéndome a una figura que aparece crucificada en las iglesias. Pero no es de esas imágenes de las que estoy hablando. En realidad, no sabemos cómo era el rostro de Jesús: nadie le hizo un retrato, nadie plasmó su imagen en un cuadro, y en su tiempo no existía la fotografía ni había cámaras de video. Si el lector desea conocer a Jesús, no se centre en esas imágenes, sino observe el interior de sí mismo y, si siente cómo le invade la paz, comenzará a verlo. Fue Él quien respondió a todas las preguntas que he venido haciendo. Como he dicho, no disponemos de su imagen, pero las palabras que pronunció y las cosas que hizo fueron registradas por distintas personas. Y en sus palabras y en sus actitudes encontramos una respuesta a todas las dudas que podamos tener. Jesús estuvo siempre, total y absolutamente, del lado de los pobres, de los desfavorecidos. Él mismo nuca poseyó nada: no tuvo casa ni dispuso de muchos bienes. Curó a muchos enfermos. Llegó incluso a devolver la vida a personas que habían muerto. Jesús fue amor, amor, amor... y más amor. Él nos enseñó también a mirar el mundo de la Naturaleza y sentir sus caricias: porque las flores del campo se visten mejor que los reyes. Él nos explicó que el universo entero está regido por un Padre infinitamente tierno y cariñoso, del que todos, incluido Él mismo, somos hijos. Él nos dijo que todos y cada uno de nosotros llevamos dentro una perla, una moneda perdida...: un auténtico tesoro que, si somos capaces de encontrarlo, nos permitirá alcanzar una felicidad sin fin. Como era previsible, se creó muchos enemigos porque criticaba duramente toda clase de injusticias. Por otro lado, al ver lo que Jesús hacía y decía, muchas personas llegaron a considerar que era la persona indicada para gobernar su país, Israel. Pero Él rechazó ese papel político y acabó siendo juzgado, crucificado y muerto. Y cuando parecía que todo se había perdido, que el mal había triunfado sobre el bien, se apareció de nuevo a sus discípulos, que pudieron entonces entender que para Jesús era más importante vencer a la muerte que solucionar los problemas de este mundo. Vencida y aplastada esa terrible muerte, que es la principal sombra que nos aguarda, habían sido también derrotados todos los problemas de nuestra vida. Hay muchas, muchísimas personas buenas que nos ayudan a creer en el Bien, y algunas de ellas han perdurado en la memoria de los pueblos, como es el caso de Buda,

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de Confucio, de Sócrates... Pero únicamente Jesús se identificó con el amor de una forma total y absoluta. Por eso, quienes vieron al Resucitado después de su suplicio no pudieron resistirse a contárselo a todo el mundo. Tenían una noticia importantísima que dar: la de la superioridad del Bien sobre el Mal. No hablaban de una ilusión, de un sueño, sino de algo que habían presenciado personalmente, lo cual les proporcionaba una fuerza inmensa. El mensaje del poder del Bien y de su infinita energía recorrió el espacio, divulgándose por todo el mundo, y voló a lo largo del tiempo, llegando a nosotros a través de los siglos. A causa de Jesús, muchas personas perdieron el miedo. Y fueron muchos también los que dejaron de sentirse inferiores a nadie, porque todos somos hermanos de Jesús, hermanos unos de otros y, además, hijos de Dios. El egoísmo se convirtió en un vicio innecesario. Y también el resentimiento se apagó en el corazón de los resentidos, y la amargura en el corazón de los amargados. Al mismo tiempo, la hipocresía dejó de ser necesaria, porque nadie que crea en Jesús se desprecia a sí mismo hasta el punto de coleccionar máscaras de su propia persona. Llevada del entusiasmo, la gente construyó catedrales y creó instituciones destinadas a ayudar a los demás. Es cierto que también se cometieron errores, pero la noticia de que el Bien dominaba el mundo dio un auténtico vuelco a la historia de los hombres: por eso mismo, una buena parte de la humanidad empezó a contar el tiempo a partir de Jesús. Aun cuando la realidad siga siendo complicada –y recordemos que Jesús no quiso solucionarla–, se abrió una puerta en la pared del vivir, y a través de esa abertura accedemos a la alegría del amor. Y vuelvo a la pregunta del comienzo: ¿Cree el lector en esa puerta? ¿Cree en el poder del Bien, muy superior al del Mal? Ciertamente, todo en su interior desea profundamente ese amor, pero le cuesta aceptar la buena noticia que lleva anunciándose desde hace cerca de dos milenios. Con todo, si a pesar de sus dudas reconoce el lector que es esa bondad y esa ternura lo que él querría para sí, que ese sería el camino ideal, entonces, sin quizá darse cuenta de ello, ha dado ya los primeros pasos y está caminando ya rumbo al amor.

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3. El siseo de la serpiente Cuando yo mismo inicié el camino que el lector tal vez esté a punto de emprender, me costó dar cada uno de los pasos y me vi asaltado por todo tipo de dudas. Algo dentro de nosotros nos dice: «¿No estarás siendo un necio al creer en el amor? En estos tiempos de la ciencia y del conocimiento, ¿cómo puedes creer tal cosa?; ¿es que no ves que estás volviendo hacia atrás en la historia de la humanidad, regresando a la Edad Media?» Estas preguntas resuenan en nosotros, y lo más impresionante es que, en un determinado momento, percibimos que pretenden, por encima de todo, hacernos retornar a las emociones negativas y a los falsos espejismos que envenenan nuestros días. Simplemente, tratan de que el miedo, la amargura o el resentimiento permanezcan en nuestro interior. Pretenden que sigamos siendo egoístas, hipócritas, enfermizamente asertivos. Dicho de otro modo: en nuestro interior hay algo que no nos quiere bien. Algo que, si se lo permitimos, hará de nuestra vida un infierno. Esa presencia fue detectada, hace ya milenios, en diversas culturas humanas, que la representaron y la nombraron de diferentes maneras. Nos-otros vamos a llamarle, simplemente, «serpiente». Pues bien, esa serpiente tiene la posibilidad de morder emociones, de susurrar pensamientos dentro de nosotros. No se trata de un poder excesivamente grande; pero, ¡cuidado!, tampoco es una nadería el hecho de que sea capaz de emponzoñar lo que sentimos, siseándonos ideas sombrías. Cuanto mejor aprendamos a decir «no» a este siseo interior, tanto más felices seremos. Es decir, que el descubrimiento del Bien, que brilla en nosotros y que puede extenderse por toda nuestra vida como un sol que nos bendice, va en paralelo con la conciencia de que también existe algo malo en nuestro interior: para decir «sí» a la bondad del cosmos tenemos que decir «no» a lo que en nosotros hay de maligno. Sin embargo, debemos ser conscientes de que esa serpiente consigue enredarse y confundirse con nosotros, de tal manera que pensamos lo que ella piensa, creyendo que somos nosotros mismos quienes meditamos lo que nos está siendo susurrado. Y cuando

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ese reptil consigue infiltrarse de ese modo en nuestra alma, somos infelices y esparcimos infelicidad en el mundo que nos rodea. Seguro que todos conocemos a muchas personas que viven de este modo. Y lo más escalofriante es que, en la mayoría de los casos, no son conscientes de lo que les sucede. Es como si hubieran sido hipnotizadas. Cuando nos cruzamos con ellas, tratamos de no dejarnos llevar por el torrente de mal que las arrastra. Y esto solo se consigue practicando la bondad: una actitud que a veces sorprende a esos hermanos nuestros, que descubren que hay algo en ellos que no funciona debidamente y empiezan a percibir los nudos de serpiente que atan su alma. Por tanto, la pregunta que hice al lector en el anterior capítulo se desdobla a su vez en dos: ¿qué es lo que quiere para sí: esa serpiente que le sugiere una visión negativa de la realidad y un modo amargo de sentir el universo o, por el contrario, escogería el amor, la bondad y la felicidad como destino de sus días? Y fíjense en que no andamos aquí con medias tintas. Decir «no» a una cosa significa decir «sí» a otra, y viceversa. Y que nadie piense que esta serpiente no es más que un antiguo mito nacido, hace miles de años, en un texto tan arcaico como el Génesis. En el siglo XIX, Charles Baudelaire, un gran poeta francés, se interesó por el estudio de estas «cobras interiores», por las que sintió auténtica fascinación, hasta el punto de publicar un extraordinario libro titulado Las Flores del Mal. Y permítaseme citar algo que este especialista en cuestiones «malignas» dice en otra obra suya: «La mayor bellaquería del diablo consiste en persuadirnos de que no existe» [1] . Por consiguiente, y según Baudelaire, lo mejor es conocer a esta serpiente que nos habita interiormente y estar preparados para conversar con ella, algo que no suele ser fácil. Por lo demás, el psicoanálisis mismo surgió para ayudarnos en estos diálogos íntimos. Curiosamente, los psicoanalistas dieron otros nombres al «bicho», prefiriendo hablar de «traumas», «complejos», «pulsiones»..., vocablos que también hacen pensar en cobras. Me imagino incluso que alguien, con una mentalidad propia del siglo XIX, me objetaría: «Mi querido amigo, todo eso de lo que está usted hablando es la conciencia de cada ser humano». A nuestro gran Eça de Queirós también le gustaba mucho esta palabra: la «conciencia» [2] . Y no negaré que se trata de un término adecuado para 24

referirse al escenario en que se producen tales coloquios. Pero repito que no conviene olvidar que en ese teatro íntimo se mueven reptiles. Repare el lector en que eso que llama «conciencia» puede funcionar como una trampa perfectamente montada en su interior. Es lo que ocurre cuando algo suscita en nosotros emociones negativas a la vez que nos propone soluciones que no son tales. Esta presencia en nuestra intimidad tratará de manipularnos a través de los sentimientos que despierta y hará todo lo posible por guiar nuestros pasos. Se trata, pues, de algo sutil, astuto e inteligente que juega una partida de ajedrez en el tablero del alma. Y una partida decisiva para nuestro destino. A menudo nos perdemos en esa disputa, sin saber, en un determinado momento, cuál es la mejor opción. Pero siempre tenemos a nuestra disposición un jaque mate que consiste, simplemente, en decirle «no» a esa serpiente. Tendremos que decirlo más de una vez, incluso muchas veces; pero no olvidemos que también tendremos que decirle «sí» al Bien todos los días. En contra de lo que muchos piensan, la vida espiritual no es una prisión, sino el principal lugar de nuestra libertad: aquel en el que más cuentan nuestro «sí» y nuestro «no» y donde las decisiones que tomamos son más nuestras. Sophia de Mello Breyner Andresen escribió un bellísimo texto titulado «Retrato de Mónica» [3] , donde se afirma que la poesía les es ofrecida a las personas una sola vez en la vida, y el amor muy pocas veces. Sin embargo, la invitación a la santidad se produce en todos y cada uno de los días de nuestra vida. En palabras de la autora, «... pero la santidad se le ofrece de nuevo a cada persona cada día, y por eso quienes renuncian a la santidad están obligados a repetir la negación un día tras otro». Tal vez sea este texto, pues, la invitación de hoy o, por lo menos, de este momento. Ya he presentado al lector la cobra, una serpiente que se ha confundido conmigo durante años y años a lo largo de mi vida. Hice incluso la experiencia de vivir enroscado en ella. También he hablado del amplio vuelo que llevamos dentro: esa posibilidad de ser el ave de nosotros mismos. Vuelvo, pues, a preguntar: ¿Qué es lo que quiere el lector para sí: el horror progresivo de una vida sin amor o la libertad creciente de saberse amado? La elección es suya. En el caso de que prefiera la aventura de amar, voy a tratar de exponer a continuación cómo pueden comenzar a abrirse las alas del alma.

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Notas [1] La frase, que figura en Petits poèmes en prose, cap. 29, es atribuida en la obra a un predicador y citada por el propio diablo: Charles BAUDELAIRE, Oeuvres complètes, Seuil, Paris 1968, p. 169 [2] La conciencia funciona como una aparición de la mayor importancia en el capítulo final de Eça QUEIRÓS , A Relíquia, Livros do Brasil, Lisboa s/f., pp. 266-267. [3] Sophia DE MELLO BREYNER ANDRESEN , Contos Exemplares, s/l., Figueirinhas 1989, pp. 129-133.

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DE

Segunda parte:

PRIMEROS VUELOS

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1. Las flores de Dios En el momento en que decimos «sí» al amor, nuestra vida cambia y, sobre todo, nuestros ojos se transforman. Porque quien observa el mundo amando lee en la partitura de la realidad la música de que estamos siendo amados. Antes de descubrir el amor, nuestros días son un boceto aún por pintar; después de habernos afirmado como parte de un proyecto de amor, ese mismo boceto queda lleno de color. Pero, ¡ojo!: aunque no hayamos dicho que amamos el amor, también somos amados. Lo que ocurre, simplemente, es que no vemos eso que nos ama. Dios ama a todos los seres humanos, incluso a los que nada saben o nada quieren saber al respecto. El sol sale cada día para justos y para injustos, y cuando la lluvia cae, fertiliza tanto las vidas de quienes creen en el amor como las de quienes no creen [1] . La vida recuerda un libro con imágenes y texto. Quien no cree en el amor va pasando las páginas entreteniéndose con los dibujos. Pero quien cree en el amor, además de ver los grabados, es también capaz de leer lo que dice el texto. Y créame el lector si le digo que la vida se vive mucho más cuando conseguimos descifrar lo que en ella está escrito, no limitándonos a verla como si fuera una película sin subtítulos y hablada en una lengua desconocida. Por consiguiente, para quien ama, el mundo es de cristal. Y Dios nos da flores todos los días, entendiendo por «flores» las señales con que tropezamos. Cosas que ocurren y que son como notas de piano a la espera de que cantemos nuestra biografía. En la fase que sigue a nuestra conversión al amor, esas señales y esos mensajes acostumbran a ser vehementes, auténticos girasoles que surgen en las encrucijadas de los distintos momentos. Son flores que nos indican el camino. Porque pasar a creer en el amor implica también pasar a tener una misión. Pero no empleemos una palabra tan solemne. Digamos tan solo que quien ama tiene cosas que hacer, tareas que realizar. Y tales girasoles de Dios funcionan como señales de carretera que nos indican por dónde debemos seguir. A veces, el girasol es una persona que hemos conocido y con la que hemos mantenido una conversación apasionante: una de esas conversaciones que nos 29

transforman en un estuche en cuyo interior resulta que había una joya. Pero el girasol también puede ser cualquier cosa que acontezca, algo que sucede y que interpretamos como un telegrama de Dios. De hecho, quien nos ama nos envía numerosas postales a lo largo del día que son otros tantos mensajes al teléfono móvil de nuestra alma. En la parte inicial del recorrido hacia el amor y la felicidad, esos mensajes, esos girasoles, son muy necesarios, porque nuestros primeros pasos en la ruta de la ternura se pierden fácilmente. En realidad, quien comienza a amar es como un niño que tropieza al andar. Y resulta posible, y hasta bastante probable, que los primeros pasos de quien ama se extravíen y se alejen de ese mismo amor. De hecho, las personas persisten en manifestar los defectos que ya tenían y los proyectan en la nueva realidad que han descubierto. Los medrosos recelan de Dios de manera enfermiza, y los egoístas contabilizan instintivamente las ventajas de la Fe que profesan. Los resentidos muestra su resentimiento contra quienes no creen, y los hipócritas practican la hipocresía de la creencia, una de las peores que hay. Todo ello acontece porque nuestros pasos iniciales en el camino del amor los damos con las piernas de nuestros pecados. Y es también por eso por lo que las señales de quien nos quiere surgen en nuestra vida con la energía paisajística de los girasoles. Incluso, en ocasiones, tales señales son un tanto ásperas: auténticas reprimendas de Dios, que tanto nos ama. No nos admiremos por el hecho de ser reprendidos por un amor que se complace enormemente en nosotros: así son los padres, que reprenden a sus hijos cuando es preciso [2] . En cualquier caso, quien ha comenzado a recorrer la ruta del amor dispone de una señal, de una alarma que salta siempre que se desvía del camino: la infelicidad. En efecto, cuando reaparece la tristeza como una lluvia que cae sin cesar, impregnándolo todo, significa que en un momento determinado hemos perdido de vista nuestra estrella polar; que en una encrucijada anterior optamos por seguir el sendero equivocado. Basta entonces con volver atrás, regresar a esa encrucijada y ver de nuevo los posibles caminos. Si escogemos uno de ellos, y nos invade una inmensa paz, significa que volvemos a flotar en la nube que conduce al amor. La felicidad y la melancolía, por consiguiente, dejan de ser otros tantos caprichos de nuestra alma y funcionan como la

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torre de una iglesia o la sirena de una fábrica, que nos informan sobre lo que acontece en nosotros. Cuando se emprende el camino del amor, existe incluso un peligro muy concreto, respecto del cual es preciso ser muy cautelosos. Me refiero a la megalomanía de la conversión. La persona que se ha descubierto amada se considera muy importante, particularmente profética. ¡Ojo con ello, mucho ojo!, porque quien se aproxima al amor, quien se acerca realmente a él, debe empequeñecer como un niño. Prestemos atención, por tanto, a los girasoles de Dios, que nos enseñan a abrir las alas ahora que estamos al comienzo de nuestro vuelo. Y si no es de nuestro agrado la metáfora del girasol, podemos hablar de señales o de pistas. Lo cierto es que amar y ser amado implica asumir un camino que nuestra vida debe recorrer. Y cuando se comienza a hacer ese trayecto, cuando una parte de él ya ha sido recorrida, se produce una nueva transformación. Las flores de Dios se ofrecen a nuestros ojos en los jarrones de la vida diaria. Estamos realizando nuestro trabajo y, de improviso, tenemos ante nosotros las camelias de la alegría; ante nosotros o en nuestra alma: da lo mismo. O bien nos encontramos con nuestra familia y, de pronto, toda la gente tiene una rosa en la mano; una rosa que no se ve, pero que está ahí. En esos momentos debemos agradecer silenciosamente tales dádivas. Finalmente, llega un momento en que las margaritas de Dios invaden nuestra vida, como si todo en nosotros fuese primavera. De hecho, con los años las señales se hacen más pequeñas, pero también más cercanas y amorosas. Hasta los rayos del Sol conversan con nosotros. Los días, en lugar de alzarse como un muro contra el que topamos, se transforman en una terraza que favorece el diálogo. Ciertamente, volveremos a engañarnos en el camino, pero ahora el retorno al sendero apropiado se producirá más rápidamente que al principio. Un error enmendado por segunda vez es más fácil de rectificar que cuando fue corregido en la primera ocasión. De hecho, nuestros fallos, tan molestos tantas veces, se van haciendo menos duros de combatir. Poco a poco, aumentará nuestra constancia a la hora de recorrer la vereda de nuestra verdad.

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Alguien que fue pura y absoluta bondad, Jesús, nos dijo que el Bien estaría con nosotros hasta el fin del mundo [3] . Así pues, su compañía amorosa es un hecho a lo largo de nuestra vida. Y por eso puede esta transformarse en un tapiz de libertad: un hermoso tapiz en el que comenzamos a ver nuestro rostro simultáneamente tejido por nosotros día a día, pero también por quien nos ama en todo momento. Somos libres precisamente por habernos hecho prisioneros del amor. Ruego se me disculpe, no obstante, este juego de palabras petrarquista. Tal vez sea preferible, en lugar de jugar con las palabras, explicarle al lector del mejor modo posible la libertad de quien, amando, se siente amado.

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2. La libertad por fuera Al comenzar a dialogar con los signos o señales que se nos ofrecen cada día –esas flores de Dios que nacen a nuestros pies–, empezamos a descubrir que, al final, dependemos de ese jardinero de bondades, que es quien realmente teje nuestra biografía, y no de poderes humanos. Dicho de otro modo: gozamos del amparo de la ternura divina, y la sociedad tiene en nuestra vida un peso que dista de ser decisivo. Ello supone un inmenso alivio porque, de hecho, estar sometido al mundo de los hombres significaría la posibilidad de ser víctima de grandes iniquidades, de las mayores injusticias. Por lo pronto, el amor nos enseña que es tan solo del amor del que dependemos, y que la vida en sociedad no derrota lo que somos profundamente ni, mucho menos, tiene poder alguno sobre quien nos ama. Por consiguiente, esa certeza de ser amados se convierte en la raíz de nuestra libertad. Como ya he dicho, quien se pronuncia en favor del amor tiene un montón de cosas que realizar y que definen una vocación. Y esa vocación fluye a través de una serie de trabajos, todos los cuales, sin embargo, se desarrollarán en la inmensa libertad de ser hijos de alguien que nos ama. Lo cual no significa que tengamos menor dedicación ni que seamos descuidados. Al contrario: el amor nos obliga a ser cuidadosos y diligentes. No obstante, el rigor, el esfuerzo y la responsabilidad no tienen por qué significar esclavitud, sino tan solo ternura que se ofrece a los otros como un eco del amor que nos ha sido dado. ¿Acaso no se dejan esclavizar muchos de nosotros por las instituciones en las que trabajan? Estas se convierten en dioses tiránicos de nuestros días. El empleo adquiere el carácter de un ídolo al que debe sacrificarse todo, incluidas nuestra alegría y nuestra dignidad. Como nos consideramos no amados por el amor, procedemos de ese modo, juzgando que es sobre todo de las mencionadas instituciones de las que depende nuestra vida. Y, curiosamente, tal actitud no nos convierte en mejores profesionales: Al contrario: nos hará ineficaces. Y ello por una sencilla razón: porque estamos dispuestos a transigir con todos los errores que a veces cometen las organizaciones. Mentiremos cuando 33

nuestra empresa mienta, aun cuando lo mejor, también para la empresa, habría sido no mentir. Defraudaremos cuando la institución en la que trabajamos defrauda, aun cuando lo mejor, también para esa institución, habría sido no defraudar. Un empleado fanático de una empresa acaba siendo un auténtico peligro, porque tiende a agravar los engaños e incluso los disparates que en esa empresa se cometen, en lugar de tener la independencia moral que permitiría enmendarlos. Fue con empleados de este tipo como se ahondó el agujero de la crisis en que estamos sumidos. Muchos profesionales de la banca habían percibido el abismo que se abría bajo sus pies, al ver cómo las instituciones a las que pertenecían prestaban dinero de un modo claramente imprudente. Pero la mayoría de ellos cerraron los ojos, debido a esa esclavitud profesional a la que estamos refiriéndonos. Un profesional con sentido de su libertad y de la dignidad de su trabajo habría llamado la atención acerca de este deslizamiento financiero. Y, ciertamente, habría habido menos quiebras y menos desempleo. Una persona que se ve a sí misma como servidora del Bien es mejor trabajadora que otra que mira a su patrón como si fuera su Moloch profesional. Y esta libertad en el trabajo que el amor proporciona se extiende al ámbito de las cosas materiales. Por eso, nuestra tarea consiste en hacer todo el bien que podamos, a través de nuestro esfuerzo laboral, y entonces nada nos faltará. Que no te preocupen los bienes ni el dinero ni los contratos blindados, sino tan solo que tu camino sea el apropiado. Si tus pasos van en la dirección correcta, cada uno de ellos te conducirá a un pequeño tesoro. La verdadera riqueza de tus días reside en la limpidez de lo que haces. El dinero irá a tu encuentro si tú vas al encuentro de la bondad. No hablo del dinero excesivo de los ricos, sino del que necesitas para ser feliz [4] . Todos tenemos pruebas suficientes de esta especie de «banco sobrenatural» que determina el aspecto económico de la vida de quienes creen en el amor. En algún momento, todos hemos visto cómo los problemas materiales se resuelven de un modo inesperado que revela la intervención de alguien que cuida con ternura de nuestra vida. Pero, aun cuando todos, de una manera o de otra, tengamos pruebas de lo que estoy diciendo, fácilmente volvemos a dudar. Al igual que el empleo, también el dinero nos intimida, y tendemos a dejarnos subyugar por él.

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Es curioso, sin embargo, que quien se hace esclavo del dinero siempre sentirá que posee pocas riquezas, aun cuando tenga muchas. Vivirá con la sensación de que le falta de todo, aun cuando no carezca de nada; de que en cualquier momento puede desaparecerle cuanto ha acumulado. Por tanto, aun siendo rico, será pobre. Del mismo modo que el funcionario fanático de su trabajo acaba siendo un mal trabajador, así también quien se aferra a todo cuanto tiene vive en una inmensa pobreza, aunque disfrute de muchas cosas. ¡Qué triste es la vida humana cuando es mal vivida...! Y es que existir de un modo completamente equivocado tal vez sea peor que morir. Al describir esa «libertad por fuera», ese modo de vivir que nos libera de las esclavitudes del trabajo y de la obsesión por lo material, siento que se trata de algo realmente difícil. Y es difícil porque exige Fe y confianza en el amor: una Fe y una confianza de las que a menudo carecemos. Por eso es natural que reaparezcan las servidumbres después de habernos liberado de ellas durante algún tiempo. Volvemos de nuevo a ser trabajadores aterrados y a hacer una y otra vez cálculos monetarios, como si nuestras cuentas fueran el aire que respiramos. Pero, aparte de estas miserias, existe otra no menos terrible: el modo en que algunas personas pueden convertirse para nosotros en señores de nuestra vida y de nuestra muerte. Personas con las que establecemos la misma relación que los gladiadores mantenían con el emperador romano. Personas cuyo más mínimo gesto hace que nos estremezcamos por dentro y nos preguntemos si estarán o no contentas con nosotros, si hicimos debidamente lo que teníamos que hacer, si podemos intentar algo más por agradarles. ¡Qué tristes son esas relaciones que no tienen nada de abrazo humano, sino que consisten tan solo en un modo de ponernos en cuclillas! Por lo demás, si el fanatismo en el trabajo arruina las labores que realizamos, si la avaricia destruye nuestra relación con las cosas, también este servilismo corrompe la vida en sociedad: nuestros amigos ya no son verdaderamente amigos nuestros, sino que se transforman en «contactos», es decir, en personas que se aprovechan de nosotros, para después aprovecharnos nosotros de ellas. Y todo ello debidamente anotado en un libro de contabilidad cuyo balance se refleja en las sonrisas y en los rostros.

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Resulta fundamental, pues, construir esa libertad por fuera, esa manera de gozar de nuestro trabajo, de las cosas que tenemos y de las personas con las que nos relacionamos. ¿Es fácil? Por supuesto que no. Resulta incluso natural que a veces reculemos. Sin embargo, siempre que esto suceda, vendrá acompañado de la melancolía y percibiremos que tenemos que retornar al aprendizaje de nuestra libertad. Si insistimos en ese modo de ser libres, llegará un momento en que la alegría se instalará en nosotros de una vez por todas. Como si, estando aquí, tuviéramos ya un pie en la eternidad. Y esa alegría sentida por dentro nos hará ver que existe en nuestro interior algo que no muere. Y en ese momento comprenderemos que no nos hemos liberado tan solo de las esclavitudes institucionales, humanas o económicas, porque la propia muerte ya no tiene poder alguno sobre nosotros.

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3. La libertad por dentro Si es difícil, a la vez que maravillosa, la liberación por fuera, más difícil y fascinante aún es la liberación por dentro. De hecho, somos esclavizados por las realidades exteriores, pero lo somos todavía más por los laberintos de nuestro interior. Y las alas que abrimos sobre el mundo únicamente serán capaces de volar si tenemos abiertas también las alas de nuestra alma. Quien vuela sobre su centro vuela sobre su entorno. La primera liberación interior es la liberación del vertedero de todas las emociones que nos hacen daño y que son como serpientes que serpean sobre nuestros azulejos íntimos: las víboras del miedo; la cascabel del odio y de la rabia; la pitón de la envidia, que estrangula la felicidad. En realidad, toda esa basura emocional ha de ser barrida con la escoba de nuestra adhesión al amor. Cuanto más nos invade el amor, tanto más se esfuman esas sombras íntimas. No se trata de un proceso fácil, y en un próximo capítulo explicaremos algunos métodos que nos permiten intensificar esta liberación de las prisiones interiores. De momento, tenga muy presente el lector que no está condenado a ser víctima de los alacranes que pueda tener en su intimidad. Pero no es solo de esas emociones de lo que debemos liberarnos. Esos sentimientos negativos, efectivamente, se transforman a menudo en un pensamiento obsesivo que es como la noria de un pozo en torno al cual giramos sin descanso, haciendo que nuestra mente se transforme en un carrusel de tristezas muy meditadas. No terminamos jamás de darles vueltas a nuestros miedos, nuestras aflicciones y nuestras angustias. Me refiero a esa forma enfermiza de cavilar que está siempre rompiendo las vidrieras del escaparate del futuro. Siempre sospechando de la realidad, como si esta estuviera tramando nuestro fracaso a cada segundo que pasa. Un pensamiento que, propiamente, es más la enfermedad de sí mismo que un modo digno de meditación. En suma, manías que ensombrecen el alma. En el fondo, el amor nos enseña que no es preciso pensar mucho para pensar bien. Lo que necesitamos, por el contrario, es tan solo meditar limpiamente, reflexionando en paz a través del transparente cristal de la serenidad. El estar siempre cavilando acaba 37

destruyendo el pensamiento y transformándolo en un estúpido juego de naipes en el que el triunfo es el miedo o cualquier otra emoción negativa que haga que nuestras ideas giren y giren sin parar. Si es bueno imaginarnos libres de las esclavitudes sociales, aún mejor será sabernos liberados de esos tormentos íntimos, de esas arañas interiores que van de un lado para otro por nuestro espíritu tejiendo sus telas, en las que quedamos atrapados. Sentir emociones semejantes al fluir de un río y al soplo de la brisa en una tarde de verano; pensar con la inmensa serenidad con que meditan los paisajes: ¿habrá algo mejor que esto? De entre esas libertades interiores, hay una que querría destacar: la de no juzgar a nadie [5] . Nos pasamos la vida opinando sobre los demás, que en el fondo es el modo que tenemos de opinar sobre nosotros mismos. Porque quien habla mal del prójimo suele hablar bien de sí mismo. Básicamente, el conjunto de nuestros juicios funciona como una fuente de alimentación de nuestro ego. Si yo creo ser un excelente escritor, tal vez tienda a juzgar muy críticamente a otros escritores. Mi juicio no tiene nada de objetivo: no es más que una manera que tengo de ser más yo mismo, haciendo que los otros sean menos de lo que yo soy. ¡Qué bueno sería que no nos comparáramos con los demás! ¡Qué delicia, si no nos deleitáramos en las emociones negativas de nuestra alma! ¡Qué maravilla, si nuestro pensamiento fuera transparente como el cristal! Toda esa liberación íntima hemos de llevarla a cabo absolutamente convencidos del amor, confiando plenamente en el amor, que es el que limpia nuestro interior de la basura emotiva e intelectual y nos permite contemplar el mundo con lucidez. Por lo demás, el amor también nos libera del tiempo. Nos libera de ese avispero de preocupaciones que suele ser el futuro. De hecho, para muchos de nosotros el porvenir funciona como un escenario de tormentas en permanente formación. Miramos al horizonte y vemos cómo se amontonan negros nubarrones. También el pasado puede constituir para nosotros una auténtica obsesión: lo que sucedió y lo que podría haber sucedido; lo que conseguimos y todo lo que no pudimos conseguir. Hay quienes hacen de lo que ya quedó atrás una enorme enciclopedia de

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tristezas, y el presente consiste para ellos en hojear constantemente ese «tocho» de melancolías. Pues bien, el amor hace que cicatricen las heridas de antaño y ayuda a abrir en paz las puertas de cada nuevo día. Y de pronto el presente se convierte en una auténtica maravilla. Los momentos que pasan son como un vaso de agua fresca en una tarde de verano. Navegamos entonces en esa ausencia de tiempo que es propia de la infancia. Y si queremos que un minuto se eternice, basta con que respiremos de una determinada manera. Todas estas libertades nos son dadas por el amor que nos ama, por el amor que nosotros amamos. Y en esa inmensa libertad del amor comenzamos a ver con nitidez nuestro rostro. De hecho, esta es una de las promesas de las presentes páginas. Todos nos buscamos a nos-otros mismos, y muchas veces nos encontramos tan solo con la aflicción que en silencio vamos experimentando por no ser quienes somos. Para disponer de un espejo en el que podamos vernos con nitidez necesitamos liberarnos de las cadenas que hemos descrito: las exteriores, que son sociales y materiales, y las interiores, que son emocionales y mentales. Mientras vivamos en el ámbito de esas limitaciones, todo nuestro ser estará también encadenado. Pero tal liberación no es fácil. A veces, nosotros mismos volvemos a ponernos los grilletes de los que nos habíamos librado, porque nos parecen una forma de seguridad, una garantía. Da la impresión de que hay quienes viven como si buscaran, dentro de la gran cárcel de la existencia, una celda que sea suya propia. En otras ocasiones, sin embargo, lo que nos hace recular en el viaje del amor es la evidencia del sufrimiento y de la muerte. Hablemos, pues, sobre la presencia del dolor en la vida de todos y cada uno de nosotros.

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4. Las alas de la cruz De hecho, si no nos resulta fácil liberarnos de las prisiones, tanto interiores como exteriores, todo se vuelve aún más difícil cuando nos encontramos con el sufrimiento y la muerte. El dolor, al que parecemos fatalmente destinados por nuestro progresivo envejecimiento, constituye uno de los grandes problemas de nuestra existencia. Y la evidencia de una vida que, a partir de un determinado punto, constituye todo un muestrario de decadencias no parece compatible con la idea de que el amor rige el mundo. ¿Cómo podría alguien que nos amara haber inventado este convoy que rueda imparablemente hacia nuestra desaparición, pasando por tantas etapas de ocaso? Convencidos de que el sufrimiento humano representa un puro absurdo, muchos contemporáneos huyen de él como de la peste. Y esa huida, en algunos casos, se concreta en un rechazo absoluto de todo cuanto pueda doler. Nos referimos a individuos que tratan de permanecer siempre en una dulce esfera de gozo, rechazando hasta la más mínima sombra de sufrimiento. Pero lo sorprendente es que quien así procede ve cómo su existencia acaba siendo devorada por los tormentos que trataba de evitar. Un ejemplo apropiado lo constituye la persona tóxicodependiente: alguien que vive hipnotizado por el planeta de placeres que prometen las sustancias que consume. Nada hay para él más valioso que eso. Los deleites momentáneos de su vicio le insinúan que tal delicia podría ser eterna: bastaría para ello una nueva dosis. Y entonces se sumerge en un modo de vida que, como todos sabemos, constituye una interminable pesadilla. Y el dolor que deseaba evitar a toda costa se ensaña con él con mayor violencia aún. Lo mismo puede decirse de tantos jóvenes que, educados en una suave permisividad y una molicie constante, son incapaces de abandonar el reino encantado de su niñez y, cuando crecen, permanecen en una luna infantil totalmente alejada del mundo real, con lo que la vida no llega a acontecerles. El rechazo del dolor acaba significando la incapacidad de alcanzar la felicidad de todo lo que podrían llegar a ser. Y no hablo solo de los jóvenes contemporáneos. El gran poeta Mário de Sá-Carneiro, nacido en 1890, representa un terrible ejemplo de lo que venimos diciendo: negándose por completo a

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salir del cuento de hadas de su infancia, que en su caso derivó hacia la magia de la literatura, acabó teniendo que refugiarse en el suicidio. Como resulta evidente que huir de todo dolor en absoluto desemboca tan solo en más dolor aún, muchos buscan otra salida, otra solución: sufrir lo menos posible, sufrir tan solo lo indispensable, tratando de consumir el máximo de gozos que la vida pueda ofrecer. Podemos afirmar que en la historia occidental la mayoría de las personas viven basándose en este principio, en esta gestión racionalizada del placer. Consiguientemente, parten de una infancia y una adolescencia principescas, a las que sucede una juventud aristocrática. Posteriormente, tratan de conseguir un trabajo lucrativo y disfrutar al máximo las fiestas y los fines de semana. Para lo cual evitan compromisos humanos más profundos: van pasando por las personas que pasan cerca de ellas. Y a partir de un punto determinado, ya piensan únicamente en una reforma que será un enorme orgasmo de ociosidad. Sin embargo, transcurren los años, y su vida –que puede muy bien ser la nuestra– no llega a acontecer verdaderamente. No ocurre nada serio, concreto y profundo en una existencia que tan solo ha disfrutado de sí misma. Y llega la vejez, como una mancha de sombra que va transformándose en una noche definitiva. El cuerpo se convierte en una colección de problemas. Y el sufrimiento del que pretendíamos huir nos envuelve para siempre. Cuando morimos, no pasamos de ser un paquete que no ha sido depositado en el correo de la vida que tenía para vivir. En el fondo, lo que en el tóxicodependiente se produce rápidamente, porque el placer se devora a toda velocidad, en la persona «normal» acontece lentamente; pero, en esencia, el proceso es muy similar. Ambos se narcotizan con deleites que, en el drogadicto, surgen «en catarata», mientras que en el caso del ciudadano común se disfrutan con la mesura propia de quien tiene que gestionar su cuenta corriente. De todos modos, unos y otros acaban siendo deglutidos por el dolor que tanto pretendían evitar. Es debido a este tipo de actitudes, ferozmente predadoras de placer, por lo que nuestra sociedad contemporánea presenta las tres siguientes características: En primer lugar, la práctica del disfrute sustituye a la vida espiritual. La juerga o el viaje del fin de semana aparecen en lugar de cualquier hábito de carácter religioso.

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Por otro lado, las personas que militan en esta cultura del deleite imprimen a la vida social un segundo atributo: un egoísmo silencioso que llena la realidad de todo tipo de ineficiencias. Pero como, con el paso de los años, el oasis de delicias en que existimos nada puede contra el dolor, se manifiesta entonces la tercera característica: una blanda melancolía, una sonámbula tristeza que deriva en una honda desesperación. Bien pensado, tanto el tóxicodependiente como la persona «normal» tratan de mantenerse más acá del sufrimiento, sin recorrer los territorios de dolor, o pasando por ellos lo menos posible. Y ese es precisamente el error: quien huye del dolor acaba siendo perseguido, capturado y devorado por él. ¿Cuál es, entonces, la solución? Simplemente, hacerle frente, caminar por sus senderos hasta conseguir pasar al lado de allá. Desde niños, a todos nosotros nos han enseñado que de este modo las cosas funcionan mejor. Atravesar el dolor –el dolor de estudiar, el dolor de los exámenes, el dolor de las responsabilidades...– nos permite llegar a un país de pura paz. Y el engaño de los hedonistas contemporáneos consiste en que intentan frenéticamente permanecer en el más acá del sufrimiento de vivir, cuando la verdadera solución consiste en pasar al otro lado del sufrimiento, llegando así a un más allá que habrá de proporcionarnos, de hecho, una límpida felicidad. Así es el dolor: como un perro que ladra. Si huimos de él, nos perseguirá y acabará mordiéndonos la vida entera. Si, por el contrario, le hacemos frente, pasaremos al otro lado, abandonando el mundo de sus ladridos y descubriendo una vía de paz por la que podrá transcurrir nuestra vida. ¡Dichoso aquel que consiga atravesar sus sufrimientos, porque alcanzará la libertad! ¡Y ay de aquel que no les haga frente! En este modo de ver las cosas, que es el modo cristiano de considerarlas, el sufrimiento ya no constituye un puro absurdo, como sucede con la banal visión de la persona en nuestros días. Al contrario: el dolor sirve para perfeccionarnos, pues nos abre el acceso a lo mejor que había en nuestro destino. Y todo ello con la garantía de que nuestro sufrir será transitorio: de que el dolor se produce en determinados momentos, pero es la alegría la que reina en la eternidad. Si sabemos que los contratiempos son puramente episódicos, ¿cuál es el problema de vivir esos instantes, conscientes como somos de que el temple de nuestra alma se verá 42

robustecido en tales ocasiones? Jesús habló con frecuencia del dolor, que Él llamaba «cruz» [6] , aludiendo a su propia muerte: el mensaje de Cristo contiene casi siempre la idea de que las horas de sufrimiento y tristeza son el trampolín para la alegría total de la vida eterna [7] . Ahora bien, eso no significa que vayamos a ser adictos al sufrimiento (porque también existen los tóxicodependientes de la penitencia). Lo que quiero decir es que, como sabemos que el dolor puede ser positivo, porque después de él viene la felicidad, sería posible que nos aficionáramos al sufrimiento, incrementando su intensidad. Se produciría así lo que podríamos llamar un «masoquismo espiritual» que es completamente ajeno a la práctica de Jesús. Él aceptaba el ayuno, por ejemplo, pero siempre fue extremadamente suave y moderado en relación con el sufrimiento. No se presenta en absoluto como un capitalista de penas y pesares. Si muere en la Cruz, es para darnos la vida eterna, demostrando así que el dolor es pasajero. Tal vez podamos sintetizarlo diciendo que el sufrimiento se produce en la vida como un apoyo a nuestra evolución, siendo siempre transitorio y conduciendo siempre a la felicidad. Pero, ¡ojo!, no es exclusiva del cristianismo la idea de la importancia de un dolor transitorio para la alegría del mundo. A la misma conclusión llegó, por ejemplo, el hinduismo cuando definió el sacrificio como motor que permite avanzar a la Creación [8] . E incluso los profetas de las «tierras prometidas» de la izquierda hablaban de una revolución previa, no exenta de sacrificios. En el fondo, el sufrimiento constituye el modo en que se revela lo que somos para obtener lo mejor de nosotros mismos. Cuando escuchamos a una orquesta, ¿cuánto esfuerzo no hay detrás de esa armonía? Cuando leemos una obra maestra, ¿acaso no somos conscientes del trabajo que el autor tuvo que realizar para producir esa maravilla? ¿No se debe la belleza de nuestra infancia a la abnegación de nuestros padres? ¿Acaso todo cuanto es bello no nace de un momento de dolor que se convierte en una eternidad de alegría? ¿Por qué tenemos miedo, entonces? Esta aceptación del dolor y del papel que este desempeña como camino hacia la plenitud es el único modo de resolver el fastidio de que nuestro destino de felicidad deba pasar por el sufrimiento. Obviamente, podríamos desear una existencia hecha tan solo de delicias; pero eso, tal vez, no sería más que un modo de corrompernos en vida, como

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ocurre con las personas que, pretendiendo corregir el universo, crean para sí mismas una existencia llena de gozo y de disfrute. Sea como fuere, ya vemos que el camino de nuestra libertad no es nada fácil: por un lado, exige esfuerzo, constancia para liberarnos de las esposas, tanto exteriores como interiores, a las que antes nos referíamos. Por otro lado, tampoco los senderos del sufrimiento se recorren con demasiada facilidad. Quien emprende la ruta de su alegría, de su liberación, de su felicidad, necesita equiparse para el viaje. Tanto más cuanto que a la persona que cree le esperan dos tipos de sufrimiento: por un lado, los propios de la condición humana –obstáculos como la enfermedad, las dificultades materiales, la propia muerte...–; por otro, los problemas derivados del ejercicio de su libertad. Porque quien recorre los caminos del amor se mueve al borde del abismo. Y aunque no caiga, dado que algo le sostiene siempre, no deja de sentir vértigo. En un determinado momento de su andadura, Jesús se encontró con una multitud que quería seguir el camino del amor. Debían de ser personas arrastradas por un exceso de sufrimiento. Y ante aquella gente desesperada Jesús pronunció uno de sus más bellos discursos [9] , el de las bienaventuranzas: dichosos los que lloran, los pobres, los que están exhaustos, los que tienen hambre y sed de justicia, los que perdonan y construyen la paz... Y lo que Jesús habrá querido decir es que la ruta hacia la alegría más absoluta tiene un relativo componente de sufrimiento. Nos dirigimos hacia la felicidad a través de una misteriosa senda de dificultades. Obviamente, hay en todo esto un enigma. Nuestra pobre mente se pregunta: ¿por qué no podemos alcanzar la alegría partiendo de la alegría y pasando por la alegría? Todos desearíamos ser niños mimados de Dios. Pero, entonces, tal vez no creceríamos, no llegaríamos a lo mejor de nosotros mismos, sino que seríamos como pájaros que no han aprendido a volar. Más aún: ni siquiera naceríamos verdaderamente [10] . Por lo demás, el propio Jesús asumió todo nuestro sufrimiento: murió en la Cruz, esa Cruz de la que tanto había hablado; y fue en ella donde abrió sus brazos y alzó el vuelo. Porque, de hecho, cuando murió violentamente y más tarde resucitó, nos confirmó de una vez por todas esas dos verdades de las que venimos hablando: que el sufrimiento es transitorio y que, si sabemos vivir nuestro dolor, él será la puerta de

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acceso a la felicidad. Y esa alegría final, ese puro y definitivo júbilo, no se verán ensombrecidos en modo alguno. Dicho de otro modo: para ser capaces de hacer realidad todos nuestros sueños hemos de ser también capaces de soportar el sufrimiento que conllevan. No hay en la vida sueños que sean tan solo lo que uno sueña para sí mismo. La felicidad se realiza sudando, sufriendo, trabajando... Pero debemos estar tranquilos: quien nos ama nos ama más aún en nuestro dolor. Por consiguiente, cuando llegue el sufrimiento, solo tendremos que soportarlo y, a continuación, seremos más felices de lo que éramos. Sin embargo, para conseguir afrontar ese dolor, para tener el coraje de asumir la libertad a que nos invita quien nos ama, necesitamos ayuda. Vamos a hablar, entonces, de esos apoyos con que contamos en el camino hacia la felicidad.

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Notas [1] Mateo 5,45. Al citar el Nuevo Testamento, nos referiremos tan solo a un evangelista, aun cuando la frase o el pasaje en cuestión aparezca en más de un evangelio. [2] Hebreos 12,6-7. [3] Mateo 28,20. [4] Lucas 12,22-34. [5] Lucas 6,37. [6] Marcos 8,34 [7] Juan 12,23-28. [8] Cybelle SHAT T UCK, Hinduísmo, Edições 70, Lisboa 2008, pp. 24-26. [9] Mateo 5-7. [10] Juan 3,1-8.

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Tercera parte:

LAS HERRAMIENTAS DEL ALMA

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1. La escalinata de la oración Acabamos de ver una serie de páginas sobre el sufrimiento. Y debo confesar que hasta los creyentes, los que saben que el dolor hace la función de puente hacia la felicidad, se transforman a veces, a causa de todas esas dificultades, en un triste pozo de amarguras. Cuando tal cosa sucede, significa que algo no va como es debido en nuestra vida espiritual. Porque existen mecanismos –llamémoslos «técnicas»– que hacen posible que, aun cuando tengamos que atravesar los territorios del sufrimiento, seamos más felices que desgraciados. La primera de dichas «técnicas» es la oración individual. Comencemos diciendo que esta actividad humana no constituye un patrimonio exclusivo de los cristianos. También rezan los judíos, los hindúes, los budistas, los musulmanes... Rezan incluso muchas personas que no saben que están rezando. Nos hallamos, pues, ante una dimensión del ser humano que es conocida en las más diversas culturas. Unas hablan de «oración»; otras, de «meditación» o de «meditación trascendental». Pero, básicamente, el proceso es bastante similar. ¿En qué consiste tal proceso? En un mágico diálogo privado con el amor que nos ama y rige el universo. Si optamos por ese amor, tenemos que encontrarnos con Él, del mismo modo que nos gusta estar con quien amamos. Llamemos, pues, a la oración «enamorarse del propio amor». Y uno de los pasos de tal enamoramiento consiste en escoger un lugar donde podamos convivir con esa presencia amorosa. Ese lugar puede ser cualquiera, pero convendría que fuese lo bastante reservado: nuestra habitación, una iglesia medio desierta, una casa donde en un determinado momento del día no haya casi nadie... Destinamos entonces un de esos lugares para nuestro encuentro con el amor. En el fondo, sin embargo, el lugar no importa demasiado: será el amor el que determine el lugar, y no el lugar el que determine el amor. Todas las culturas que han investigado ese amoroso viaje que es la oración nos hablan de un progreso, de una escalinata que es necesario subir. Tanto los hindúes como los budistas o los cristianos ven la oración como un ascenso constante que nos conduce

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al séptimo cielo de nosotros mismos. Porque todos, aunque lo olvidemos con frecuencia, tenemos en nuestro interior un cosmos que nos permite realizar inmensos viajes. Los primeros peldaños de dicha escalinata suelen estar hechos de palabras de cumplido que, en el fondo, constituyen una charla algo insustancial. Cuando comienza una historia de amor, se habla de cualquier cosa: del tiempo o de cualquier otra banalidad. Y es así como comienza también la historia de amor que es la oración. Dichas palabras de cumplido pueden concretarse en ciertos mantras del hinduismo, del budismo o también en las fórmulas verbales del cristianismo. A veces, esos mantras y esas oraciones encierran algo sumamente elevado. Son palabras que funcionan como estrellas: cada plegaria es una constelación pronunciada. Pensemos, por ejemplo, en el Padrenuestro. Se trata de una tierna declaración de amor que quedó grabada en aquellas frases que Jesús nos enseñó. Con todo, dada la distracción o la rutina con que recitamos muchas veces esta oración, corremos el riesgo de transformarla, también a ella, en palabrería vana. Sin embargo, no tiene mayor importancia el hecho de que estos primeros peldaños de la escalinata estén hechos de palabras aprendidas de memoria. Pero sí es importante que no nos quedemos ahí. Conformarnos con la mera repetición de unas fórmulas es lo mismo que sentarnos en los primeros peldaños y no seguir subiendo, con lo cual dejamos de ver todos los paisajes que nuestra alma es capaz de contemplar. Y he aquí que algunas de esas frases nos atraviesan como si fuesen un cometa. Entonces dejamos de repetir palabras, vocablos, y empezamos a flotar. Lo cual significa que hemos llegado al primer rellano, al momento en que las palabras se dicen sin necesidad de lenguaje. El vuelo ha comenzado. Y tenemos la sensación de que algo nos ha visitado y nos ha tomado de la mano, y todo cuanto somos se emociona por el hecho de ir de la mano con el amor. Una de las mayores especialistas del cristianismo en el arte de orar fue Teresa de Jesús. A ese estado de fluctuación, a esa actitud de mantener las alas abiertas cuando rezamos, lo llamamos «oración mental». Teresa nos explica en sus obras [1] , tan espontáneas como la mejor música de jazz, los rumbos de tales ascensiones. Nos dice Teresa que esos vuelos no son mérito nuestro, sino de quien nos arrastra en el aire de su viento; es decir, que es al propio amor al que corresponde el mérito de la 49

altura que alcanzamos. Y nos enseña, además, que a lo largo de ese camino nadie debe desanimarse si a veces se queda en tierra. Del mismo modo que la capacidad de planear en la oración no constituye mérito alguno, así tampoco es un pecado por nuestra parte la ausencia de tal ligereza. En realidad, la persona que ora adquiere un alma de acero, capaz de soportar todas las asperezas cotidianas. En este sentido, tener el hábito de orar, y orar de ese modo que consiste en volar, nos ayuda inmensamente a resistir el dolor en nuestro viaje rumbo a la felicidad. Y sin la oración es muy difícil que alguien pueda gozar de todas las dimensiones de su libertad. La oración, por lo demás, constituye un gesto libre: cada persona ora como quiere y en el momento del día que prefiere. Es verdad que algunas religiones imponen unas normas un tanto rígidas: los musulmanes, por ejemplo, deben orar cinco veces al día y de una determinada manera, siguiendo el ejemplo del profeta Mahoma [2] . Los cristianos, en cambio, no estamos obligados a someternos a un horario riguroso. Sin embargo, la idea es que cada cual vaya llenando su vida de plegarias, porque cada plegaria no es un peso con el que hay que cargar, sino unas alas que se abren. Así como hay personas que acostumbran a ir a tomar café, del mismo modo y con igual naturalidad debemos nosotros ir a departir con el amor que nos ama. Podemos hacerlo a mediodía, llenando de luz ese momento. Podemos también proceder así muy de mañana, después de despertarnos, con lo que nuestra jornada se iniciará con un íntimo amanecer. Si oramos al anochecer, todo en nosotros se convierte en agradecimiento por lo vivido durante el día. Cada una de estas oraciones no constituye un impuesto que hay que pagar, sino un beso que se da de manera voluntaria. Poco a poco, la oración va incrementando nuestro temple, y el hecho mismo de rezar se hace más leve, más relajado, más respirado al ritmo de nuestro corazón. A partir de un determinado momento, si no hacemos nuestras oraciones cotidianas, sentimos cómo nuestra alma se turba y cómo algo comienza a oscurecerse dentro de nosotros. Entonces volvemos a dirigir al amor nuestros ojos de orar, y todo cuanto somos se ilumina de nuevo. Nuestra práctica de la oración no debe reducirse al rosario, que, de hecho, nos permite disponer de una guía, de un cordón de cuentas al que agarrarnos en el alpinismo 50

de la oración. El rosario es algo así como el abc del rezar. En cierto sentido, representa un posible modo de comenzar ese viaje espiritual. Pero solo reza verdaderamente el rosario quien, en Dios, se olvida del rosario que está rezando. Uno de los modos de profundizar nuestra oración consiste en leer las cartas que el amor nos escribe. Del mismo modo que los amantes alimentan su pasión con mensajes, así también quien nos ama nos ha remitido todo tipo de correo espiritual. Como afirma el padre Gonçalo Portocarrero de Almada [3] , los Evangelios constituyen una larga carta de amor escrita por Dios a la humanidad: leer la Biblia también debe ser rezar. Esta oración de la que hablo –que comienza por ser pronunciada, pero que puede también ser objeto de lectura y que, sobre todo, acaba existiendo como el vuelo de sí misma– se transforma, con el tiempo, en una forma de refugiarse en los brazos de Dios, de ir de la mano del amor. Afirmaba san Ignacio, hablando de la vida espiritual, que en el alma se van alternando periodos de júbilo, que él llamaba «consolación», y épocas de tristeza, que él designaba con el nombre de «desolación» [4] . Sin embargo, pienso con Santa Teresa que es posible adquirir una alegría serena que permanece y no nos abandona [5] . La oración consiste en vivir siempre con esa alegría, con esa esperanza. Vivir, en definitiva, sin perder jamás altura. Ahora bien, ese estado de pura levedad solo es posible si existimos en el amor. Lo que transforma nuestra alma para siempre, cuando rezamos, es la intensa experiencia de esa presencia amorosa en nosotros. Gracias a la oración, alcanzamos las estrellas más altas de nuestro espíritu. Por eso mismo decía Edith Stein que la oración constituye la más alta hazaña de la que es capaz el alma humana [6] . De hecho, ocurre en lo más íntimo de nosotros, pero tiene el tamaño del universo.

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2. Comer con Dios Como ya hemos dicho, la práctica de la oración no es exclusiva del cristianismo. Las técnicas de meditación del hinduismo y del budismo se asemejan a nuestras plegarias occidentales. Por consiguiente, esta primera herramienta del alma a que estamos refiriéndonos fue descubierta por diversas culturas en diversos puntos de la Tierra y en diversas épocas de la historia. Existen incluso personas que rezan inconscientemente: a través de la convivencia con la belleza, que conmueve a nuestro espíritu, o a través del sabor de la bondad, que revela la presencia del amor en un simple gesto. Del mismo modo que son diversas las religiones que conocen la oración, así también son muchas las que realizan actos de culto público. Se trata de ceremonias que tienen lugar en las mezquitas, en las sinagogas, en las iglesias cristianas o en los templos hindúes. También ellas constituyen una importante herramienta espiritual que, sin embargo, debemos aprender a usar correctamente. En efecto, acudir a una iglesia en actitud «ausente» y por mera convención social es casi peor que no poner los pies en ella. Estas celebraciones colectivas sirven, ante todo, para que nuestra vida espiritual no se transforme en una forma de egoísmo como cualquier otra. Es decir, el encuentro con el amor que se produce en la oración íntima se alarga y se profundiza festejando esa misma presencia amorosa en compañía de nuestro prójimo. Quien vive su relación con el amor en una especie de seco aislamiento no llega a amar verdaderamente. Hay muchas personas que, cerrándose en la intimidad de sus prácticas espirituales, permanecen en ellas como en un exilio. La vida del alma no puede ser un destierro, sino que ha de ser un encuentro. Los actos públicos de culto constituyen, precisamente, un modo de socializar el amor que sentimos, dándole un mayor espesor. No obstante, tanto en nuestras oraciones individuales como en un templo lleno de gente debemos sentir la presencia de Dios en nosotros: la alegría y el esplendor que esa compañía íntima provoca. Por lo demás, en una iglesia podemos contar con varias ayudas de las que no disponemos en nuestra oración privada. Hablemos, en primer lugar, de los sacerdotes. 52

Ellos son maestros, especialistas en la geografía del Espíritu. Y aun cuando una cierta arrogancia, una cierta megalomanía de nuestra alma pueda inducirnos a pensar que sabemos más que ellos, la verdad es que los sacerdotes poseen, por lo general, una riquísima experiencia del amor divino, Ellos son quienes traducen la ternura divina al lenguaje cotidiano. Y esta experiencia, debidamente transmitida, enriquece nuestra aventura interior. Pero, además de los sacerdotes, debemos tener también en cuenta los propios templos, que son el lugar en la Tierra donde se refleja el cielo de felicidad que andamos buscando. A veces, esas proyecciones de lo divino que son los templos adoptan formas arquitectónicas que inundan de belleza nuestra alma. Pensemos, por ejemplo, en las pequeñas iglesias románicas, que son como la oración de un niño, o en las grandes y espectaculares catedrales góticas. Recordemos también la Sagrada Familia de Barcelona, un edificio que ha atraído esa oración de los no creyentes que es la visita turística a un espacio sagrado: oración inconsciente, oración que no sabe de sí misma, pero de la que sí sabe Dios. Finalmente, siempre estará esa iglesia que, sin tener nada de especial, constituye para nosotros una referencia por la razón que sea, por cualquier acontecimiento acaecido en nuestra vida. Las celebraciones de los templos, como ya hemos dicho, ponen nuestra vida espiritual en contacto con los demás, sin lo cual no pasaremos de ser una simple planta en una maceta. Solo el abrazo dado al prójimo nos transforma absolutamente en jardín. Por otro lado, el lugar sagrado es, en sí mismo, una antecámara de la felicidad, una puerta que da acceso a todos los misterios. Y, además, en él tiene lugar el diálogo con los sacerdotes. Todo ello hace de las ceremonias religiosas un complemento esencial de la oración privada. Sin embargo, y aun siendo fundamentales todos esos encuentros, lo más importante que debe acaecer en los templos consiste en que profundicemos el abrazo que damos al amor. Resulta crucial insistir en esto, porque en las actuales Eucaristías católicas el sacerdote ocupa en exceso el centro del diálogo con lo divino, hasta el punto de que hay quienes oyen al cura y aprecian su retórica, pero no se acuerdan de escuchar al Dios amoroso que les habla a través de dicho sacerdote. De hecho, en la misa es el Señor quien viene a estar con nosotros, y es su amor lo que debemos sentir. El sacerdote equivale a un altavoz a la hora de escuchar música. 53

Resumiendo: durante la oración privada, es Dios quien nos visita en nuestra casa, mientras que en las ceremonias religiosas somos nosotros quienes acudimos a visitarlo a Él en su morada. Este intercambio de cortesías funciona como un sistema de gentilezas espirituales. Por consiguiente, ir a misa es un modo de manifestar nuestro cariño por Aquel a quien tanto y tanto gustamos. Al entrar en un templo, damos siempre un paso más al frente en el misterio del amor. Los actos de culto varían según las religiones. Los hindúes no conocen lo que los católicos llamamos «misa», sino que cada cual se dirige a un santuario, donde realiza sus gestos o sus plegarias de acuerdo con su situación anímica. No obstante, el creyente hindú acude a los lugares sagrados con el objetivo de gozar de una intensa sensación de la presencia divina [7] . En este sentido, su gesto es muy semejante al nuestro: Dios se le hace presente en el templo, del mismo modo que a los católicos se nos hace presente lo divino en la Eucaristía. Es una lástima, sin embargo, que muchos cristianos asistan a la misa en un estado de somnolencia, sin percibir siquiera que toda su alma debería despertar a lo largo de la ceremonia. La Eucaristía católica, después del saludo de entrada, comienza con la asunción de nuestras culpas. Se trata de un momento muy hermoso: pronunciando las palabras de arrepentimiento, todo lo que nos constituye se purifica. Se produce una especie de nuevo bautismo en este momento inicial de la celebración. Después, en los días festivos, agradecemos a Dios el hecho de encontrarnos allí recitando o cantando el «Gloria», que es una serie de promesas de amor que hacemos a quien nos ama. Sigue a continuación la respuesta de Dios a nuestras palabras, a través de las lecturas, que son las cartas de amor de las que hablábamos en el capítulo anterior. Una vez que hemos expresado nuestra ternura, Dios nos expresa la suya propia, y luego, mediante la homilía, el sacerdote prosigue y profundiza este diálogo amoroso. En los días de fiesta, todo ello desemboca en el gran río del «Credo», con el que reafirmamos nuestra Fe. Llegamos ahora al gran momento. En el altar, que recuerda la mesa de la cena pascual, va a suceder de nuevo lo que ya ocurrió hace cerca de dos mil años: Jesús vendrá a estar con nosotros dentro de unos instantes. Él, que es a la vez divino y humano, nos hará compañía. Aunque no lo veamos, sentiremos sus caricias y su ternura,

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que se derramarán en nuestros corazones y en la levedad de nuestros gestos. Dios va a hacerse presente: Dios va a hacerse presente a nosotros, y nosotros a Él. Todos los creyentes, aun los más somnolientos, sienten el prodigio de este instante, que tiene lugar durante la consagración. Y en el momento en que comulgamos, el milagro que se ha producido queda grabado en nuestra alma, esculpido en lo que somos. Y cada participante es como un espejo en el que puede percibirse un destello divino. Si asistimos a la Eucaristía con regularidad, la luz que nos habita no deja de crecer. Como si fuéramos una vela que arde cada vez más y mejor. Quien asiste a misa por mera convención social, tal vez sería mejor que no asistiera. Porque es por amor, y sólo por amor y más amor, por lo que debemos frecuentar la iglesia. Sin embargo, puede que en determinados momentos de la vida la Eucaristía produzca en nosotros un efecto más tenue. No nos preocupemos cuando nuestra llama vacila: echemos mano de la paciencia para protegerla, y acabará recobrando su vivacidad. ¿Cómo comparar la oración personal y la asistencia a los servicios religiosos? Tal vez podríamos decir que rezar en casa es sentir cómo pasa la luz de Dios a través de la cortina de nuestra vida cotidiana, produciendo en nosotros un estado anímico semejante al de quien observa una vidriera en el interior de una iglesia. Asistir a una Eucaristía, en cambio, es como descorrer esa cortina, abrir una ventana y vislumbrar los bellos y serenos paisajes de la luz de Dios. En ocasiones, la religión complica el culto. Hemos de tener cuidado con esto, porque podemos sentir la tentación de pensar que una ceremonia religiosa escrupulosamente realizada nos justifica, salva nuestra vida. En realidad, lo que importa es lo que hagamos al salir de la iglesia. Lo fundamental de la misa es ser capaces de proseguir esa misma misa fuera de dicha iglesia. El principal templo de Dios es el mundo, el universo entero.

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3. Conversar con Dios Sé perfectamente que uno de los sacramentos más desprestigiados entre los católicos es la confesión. Pero, si la oración personal y la Eucaristía constituyen importantes herramientas del alma, actividades que nos fortalecen, también lo es la reconciliación con el amor. Y lo primero que debemos saber es que nadie debe acudir a confesarse como quien se presenta en una comisaría de policía para entregarse tras haber cometido un delito. Esa es una forma equivocada de percibir el sacramento de la reconciliación. Tal vez pueda comprenderse mejor recurriendo a un juego de palabras: acudimos al confesionario a conversar; a «conversar» tanto como a «confesar». La confesión es, ante todo, un diálogo con alguien que nos ama. En ese intercambio de impresiones reconocemos nuestros errores, por supuesto, pero sobre todo logramos entender mucho mejor quiénes somos y cuál es el sentido de nuestra vida. ¿No es para eso, por lo demás, para lo que sirven muchas conversaciones? En realidad, cuando nos encontramos con un amigo y le hablamos de nosotros, se diría que, al término de esa «confesión» laica –porque en el fondo de trata de una confesión–, tenemos una idea más clara de lo que ocurre con nosotros. Pues bien, la confesión religiosa funciona del mismo modo: conversando con el sacerdote llegamos a percibir mejor el sentido de nuestros días. El sacramento de la reconciliación genera, pues, un aumento de nuestra conciencia, una mejor comprensión de los meandros de nuestra alma [8] . Pero, además de vernos reflejados en ese espejo, nos hallamos además ante un mecanismo de liberación. Y liberarnos de nuestros errores nos resulta difícil: nos cuesta en el día a día y nos cuesta en el momento de confesarnos. Por eso, el dolor que va asociado a este sacramento y que lo hace tan antipático constituye un sufrimiento perfectamente natural. En cierto sentido, se trata de la misma dificultad que experimentamos al nacer, dado que la confesión nos permite, de hecho, renacer como individuos. En efecto, el sacramento de la reconciliación representa uno de los momentos más delicados de la vida espiritual, tanto para el sacerdote como para el creyente: si es difícil 56

para este, no lo es menos para aquel. Pongámonos en su lugar, abdicando de ese egoísmo, tan propio del ser humano, que nos hace ver únicamente ventajas en la existencia de los demás e inconvenientes en la nuestra. ¿Le gustaría al lector, sentado en un banco, hacerse cargo de la basura espiritual susurrada por personas que le convierten a usted en un auténtico vertedero de los residuos de su alma? Bien pensado, no debe de ser nada agradable. Pero meditemos aún sobre otra cuestión: con bastante frecuencia, los creyentes presentan delicados problemas de conciencia, asuntos difíciles de resolver. Imagínese el lector en el papel del sacerdote, obligado a ayudar a la gente a encontrar una solución en medio de tantos dilemas. Realmente, debe de ser muy difícil. Luego, el cura se va a su casa a rumiar todas esas cosas, que se convierten para él en motivo de oración. De hecho, resulta muy probable que se sienta obligado a rezar por todos esos infelices de cuyas desgracias ha tenido que enterarse. El buen confesor es un mártir anónimo, crucificado a diario por las maldades que se ve obligado a escuchar. Inquietudes, angustias y dudas de los otros, que se convierten en inquietudes, angustias y dudas propias. Quien ejerce el ministerio de la reconciliación tiene que vérselas con una riada de infiernos, lo cual le obliga después a rezar incansablemente. Los grandes confesores de la tradición católica, como el padre Pío, acabaron viviendo atormentados, orando sin descanso por un mundo cuyas sombras conocían demasiado bien [9] . Pienso que esta es una forma de ver la confesión más correcta que la que propugna la increencia al reducirla a un mecanismo de control de las conciencias, a un instrumento de poder social empleado por la Iglesia. En realidad, el pobre confesor tiene muy poco control sobre la vida de los demás, que le cae encima como una losa de tristeza. El sacramento de la reconciliación constituye una prolongación en el presente de multitud de conversaciones que Jesús mantuvo con personas como nosotros. Recordemos cómo el joven rico le hizo partícipe de su melancolía [10] , del mismo modo que una mujer con la que Jesús se encontró junto a un pozo le contó su vida [11] , y cómo Jesús dialogó con ellos con toda naturalidad. Nuestra confesión es, pues, una continuación de esos cambios de impresiones, en que el sacerdote actúa como representante de Cristo.

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Por lo demás, como anteriormente subrayábamos, son muchas las prácticas religiosas que fomentan la convivencia entre personas más avanzadas en la vida espiritual –los llamados «maestros»– y personas que aún no han tallado el diamante en bruto que es cada una de ellas. La confesión cristiana no dista mucho del diálogo que Confucio mantenía con sus discípulos, ni de los coloquios que Sócrates solía tener con los jóvenes que le acompañaban. ¿Será tan difícil conversar con alguien que nos ama y que únicamente quiere nuestro bien?

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4. Teoría de los abrazos Recibir al amor en nuestra casa: eso es la oración. Visitar al amor en un lugar donde él se ha citado con todos sus amigos: eso es la ceremonia religiosa. Conversar con el amor: en esto consiste la confesión. Sin embargo, este amor del que hablo apenas significará nada si no ocurre también en nuestra relación con los demás. Actualmente, se ha perdido bastante el sentido sagrado de la convivencia humana. Las personas pasan unas junto a otras como quien circula por una estación de autobuses o de ferrocarril. En realidad, nuestras relaciones con el prójimo son un modo de relacionarnos con Dios, un encuentro más con el amor. De este modo, si nuestra vida espiritual no desemboca en los demás, es porque no ha llegado a ningún lugar. Esto lo saben las principales religiones, que subrayan la importancia de la humanidad entera como destino y vocación de cada ser humano. Y lo más curioso es que también nos-otros lo sabemos en nuestro interior: nuestro amor busca amor en otras personas. Y esta constante búsqueda de ternura para nuestra propia ternura nos dice que hemos sido creados para amar. En este sentido adquiere particular importancia otro ser humano que nos está destinado y con quien vamos a construir un templo en común. Me refiero al matrimonio, la revelación del amor de Dios en el cariño que une a dos personas. Podemos decir que casarse consiste en orar dando la mano al otro. Consiste en ir a misa mirando a ese otro. Consiste en confesarnos ante nuestra pareja, aunque solo sea a través del embelesamiento de nuestro silencio. Sé perfectamente que el matrimonio está muy desprestigiado en la sociedad occidental. Y ello se debe, en parte, al hecho de que en las generaciones anteriores las parejas se apoyaban en la convención y no en la esencia de lo que los unía. Los más jóvenes han crecido viendo, con esa mirada sumamente lúcida de los niños, el pragmatismo ateo de sus progenitores, cristianos solo de nombre. Ha sido así como los padres han hecho que los hijos no vean con buenos ojos el matrimonio. Al no casarse, muchos jóvenes tratan de evitar la mascarada de la boda de sus mayores. No quieren hacer de su vida sentimental una función de títeres. Obviamente, la 59

disminución del número de matrimonios revela también la crisis de la espiritualidad cristiana en Occidente y un cierto egoísmo por parte de la juventud. Pero, ¡ojo!: una gran parte de esa crisis se debe a que las parejas solo eran creyentes en apariencia. Creo haber dicho en alguna ocasión una de esas máximas presuntuosas capaces de animar una conversación; y aunque la mayoría de ese tipo de afirmaciones sirvan de poco, voy a referir la frase en cuestión: «el mayor enemigo del matrimonio cristiano es el vestido de novia». De hecho, la unión divina de dos personas se ha visto falsificada por tanto maquillaje social. Y el traje nupcial constituye un buen ejemplo de hasta qué punto una prenda de vestir puede desteñir el alma en un momento tan importante de nuestra vida. Cásese la gente con lo que siente, no con lo que viste. Lo más hermoso del amor entre dos personas no es tan solo el cariño y la ternura en que ambas se funden, sino la emoción más profunda de sentirse amadas por el universo entero. Es bueno el amor del otro, y es bueno también el impulso amante que me une a ese otro; pero todo ello vive envuelto en un inmenso amor que está por todas partes, rodeando a cada matrimonio. Y cuando alguien se casa por la Iglesia, dice simplemente «gracias» a esa ternura infinita de la que es reflejo el cariño compartido por la pareja. Quien se casa en virtud de una convención social manifiesta su agradecimiento a las personas equivocadas: escribe al mundo de los humanos una carta que solo al amor, solo a Dios, debía ser remitida. Y este desacierto inicial tiende a prolongarse en más errores a lo largo de la relación, hasta que esta se transforma en el absurdo de sí misma. Si, por el contrario, alguien se casa sabiendo el papel que un amor mayor desempeña en el cariño que el hombre siente por la mujer, y viceversa, ve cómo la ternura de la pareja de que forma parte se robustece con el tiempo. Por lo demás, la pareja que se ha constituido se convierte, ella misma, en una pequeña iglesia de tantos afectos: un lugar donde el amor ocurre cada día como una misa privada. No es forzoso que toda la sociedad haya de seguir este modelo de encuentro con el otro, que es también encuentro con el absoluto. Sin embargo, conviene que sepan acerca de la felicidad que proporciona esta vivencia, mil veces mayor que la del consumismo erótico. Y conviene además que en esa pareja la única norma realmente vigente sea la de amarse. Vuelvo a repetirlo: no permitan que su matrimonio se rija por convenciones 60

sociales. Únanse en el amor por causa del amor, y que las únicas leyes de ese amarse sean las que se derivan del hecho de vivir amando. Y en todo momento, finalmente, consideren que es el propio amor el que los mantiene unidos: jamás debe una pareja cristiana creer que su vida de relación se basa en su propia virtud. Es el amor, en efecto, y no nosotros, el que mantiene nuestro amor [12] . Y esta vivencia del encuentro con el otro y con un cosmos amoroso, en el matrimonio, constituye también una herramienta espiritual, porque la pareja que formamos da vida a nuestra alma. Quien ha encontrado a la persona que será como una caracola en la que podrá escuchar toda la música del amor es alguien que tiene a Dios viviendo en su casa. Son igualmente importantes las relaciones entre padres e hijos. De hecho, y hablando en términos espirituales, no podemos huir del diálogo con quien nos ha creado, aun cuando ahí exista tan solo un vacío por resolver. Según nos comportemos con nuestros progenitores, así nos comportaremos con el amor. Por eso es por lo que la convivencia familiar se revela fundamental: en efecto, abrazándonos a quienes llamamos «padres», aprenderemos a abrazarnos a Dios. Y por eso, quien no ha resuelto aún los problemas que haya podido tener con su padre o con su madre, trate de solucionarlos cuanto antes, pues solo tendremos sosiego cuando se cierren todas las cicatrices de una familia que no ha funcionado debidamente. Jesús llamaba «Padre» a Dios; pero para poder decir nosotros que el amor es nuestra figura paterna tendremos que conseguir que esa misma energía amorosa impere en nuestro modo de relacionarnos con nuestros padres terrenos. Todos solemos tener al menos tres oportunidades de dar con la salida de ese laberinto que significan a veces las relaciones entre progenitores y descendientes. La primera es cuando somos hijos; la segunda, cuando nos convertimos en padres; la tercera, cuando nuestros hijos nos convierten en abuelos. A quien no ha conseguido ser un buen hijo ni ha ejercido debidamente su paternidad le queda todavía la oportunidad de ser un excelente abuelo. De hecho, hay personas que solo en la «tercera edad» consiguen resolver sus problemas con el amor familiar. Sea como fuere, si no tomamos en brazos a nuestros hijos, no percibiremos hasta qué punto estamos en brazos de Dios; y si desconocemos el regazo de nuestra madre,

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nos resultará complicado entender las caricias que Dios nos dispensa cada día. Vivir plenamente nuestra vida familiar nos enseña a comprender el movimiento del cosmos. No obstante, yo no defiendo el valor espiritual de esa red de intereses y complicidades que constituye una familia ampliada, una de esas familias «a la portuguesa» formadas por una multitud de tíos, primos y toda clase de misteriosos grados de parentesco. En realidad, más allá de la persona que nos ha sido destinada y con la que nos casamos, más allá de nuestros padres y de nuestros hijos, tan solo tenemos un destino social, que es la humanidad entera. De este modo, las relaciones con los hermanos sirven para adiestrarnos en el ejercicio de nuestra fraternidad con todo el mundo. Y esa maravillosa amistad que tenemos con los primos debe ser la misma que dedicamos a muchas de las personas con las que nos cruzamos. De este modo, la bondad vivida con nuestro cónyuge, con nuestros hijos y con nuestros padres, la ternura que mostramos en el encuentro con los demás, será una herramienta espiritual más, porque estos amores humanos permiten a nuestra alma amante elevarse hacia el gran amor de Dios. Vive, pues, tus relaciones como si fueran plegarias, como si fueran misas, porque funcionan como un complemento fundamental de tu vida espiritual. El abrazo que damos a nuestro cónyuge todos los días antes de ir a trabajar nos reviste de una armadura que completa las oraciones cotidianas. Y un beso de nuestra hija o de nuestro hijo pone en nuestra cabeza un yelmo absolutamente indestructible.

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Notas [1] Las obras de Teresa de Jesús en las que me he inspirado para la sinopsis que presento a continuación son el Libro de la vida y el Castillo interior o Las moradas. [2] Ziauddin SARDAR , Em que acreditam os Muçulmanos, Publicações D. Quixote, Lisboa 2007, pp. 98100. [3] Gonçalo PORTOCARRERO DE ALMADA , entrevistado por Zita SEABRA, As palavras da Palavra: Dicas sobre as parábolas de Jesus, Alètheia, Lisboa 2013, p. 217. [4] IGNACIO pp. 167-174.

DE

LOYOLA, Ejercicios espirituales, ed. de Cándido de Dalmases, Sal Terrae, Santander 1990,

[5] T ERESA DE J ESÚS , Castillo interior o Las Moradas, ed. de José Vicente Rodríguez, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1999, p. 24. Se trata del punto 10 del capítulo 3 de la parte dedicada a las «séptimas moradas». [6] Francisco Javier SANCHO, Las páginas más bellas de Edith Stein, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1998, p. 58. [7] Cybelle SHAT T UCK, op. cit., pp. 70-71. [8] Jacques LE GOFF , entrevistado por Jean-Maurice Lisboa 2004, p. 63.

DE

MONT REMY, Em Busca da Idade Média, Teorema,

[9] Renzo ALLEGRI, Padre Pio: um santo entre nós, Paulinas, Lisboa 1999, p. 471-472. [10] Marcos 10,17-27. [11] Juan 4,5-42. [12] Marcos 10,6-9.

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Cuarta parte:

TRANSFIGURACIONES

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1. El encuentro con nosotros mismos Muchos entre nosotros existen a la espera de sí mismos. En nuestra alma transcurre una dolorosa historia de amor con lo que somos. De este modo, vivimos con la nostalgia de algo que tintinea en nuestro interior y que podríamos denominar «nuestra esencia». Sin embargo, para muchas personas la espiritualidad significa un paso atrás en ese viaje hacia nuestro verdadero ser, porque ven los caminos del alma como un vasto código de limitaciones que no les permite circular a su gusto por la autopista de su personalidad. He de confesar que por este motivo llegué a sentir horror por las cosas espirituales, que se me antojaban como ese vapor de agua que empaña los espejos y no nos permite vernos en nuestro reflejo. Si una persona tenía fe, permanecía como de cuclillas en la vida, obligada a pensar lo que pensaban los demás, forzada a hacer lo que los demás hacían. Pero me engañaba. En realidad, quien estaba de cuclillas era yo, agachado en mi increencia. Y fue el descubrimiento de la vida del Espíritu lo que me puso en pie, lo que me liberó. Al final, allí donde yo pensaba que iba a desaparecer, a desvanecerme, me revelé a mí mismo. Tenemos en los Evangelios el episodio de la transfiguración de Jesús, el cual, junto con algunos discípulos, subió a un monte y sufrió una metamorfosis delante de ellos, para su asombro [1] . También nosotros podemos transformarnos en lo mejor de nosotros mismos. Y la espiritualidad pretende, precisamente, que lleguemos a transparentar lo que somos. Una buena parte de este proceso ya ha sido explicado en capítulos anteriores: la confianza en el amor nos libra del angustioso «ajedrez» de los cálculos humanos, de las servidumbres estratégicas...; en fin, de los pactos con todos los demonios de la sociedad. Esta liberación va en paralelo con nuestra autonomía por lo que hace a las materias del mundo: nuestra vida tampoco depende de poseer y acumular muchas cosas. Sabemos que realizando nuestro trabajo, recorriendo el camino de nuestra vocación, aparecerá todo cuanto necesitamos.

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Además de esta liberación exterior, hemos de hablar de una liberación interior. Porque nuestra alma está llena de telas de araña tejidas por nuestras peores emociones y nuestros pensamientos enfermizos. ¡Llevamos con nosotros tanta basura íntima...! Somos a veces la marea negra de nuestros disgustos y recelos, que oscurecen nuestros ocultos océanos espirituales. Pero querría ahora tratar de una última liberación, a la que aún no me he referido. Todos los humanos suelen elaborar una utopía de sí mismos, el gran sueño acerca de su persona que alimenta y vivifica sus pasos. Podemos denominarlo «automitología». Aun cuando la expresión tal vez le resulte extraña al lector, estoy seguro de que este percibe lo que quiero decir. Hablo de esos sueños infantiles en que los niños se imaginan que son grandes futbolistas, y las niñas primeras bailarinas. En realidad, también nosotros tenemos tales fantasías, quizás un tanto diferentes, pero todavía infantilmente brillantes, cuando somos adultos: estas dulces quimeras persisten y llenan de encanto nuestros días. De hecho, tales fantasías pueden ayudarnos a soportar la dureza de la vida. Unos se ven a sí mismos con un buen trabajo, una vivienda llena de toda clase de comodidades, pasando los veranos acariciados por la suave brisa de una isla tropical. Otros sueñan que son empresarios, dueños de una gran fábrica, mientras que otros se imaginan trabajando en una gran ciudad del extranjero y sintiendo sus palpitaciones urbanas. Todos llevamos dentro esta pequeña piedra preciosa. Cada cual sabe cuál es la suya. ¿De dónde proceden estas dulces fantasías que tantas veces, con su irrealidad, nos consuelan de las penurias de cada día? En mi opinión, tienen su origen en el amor, pero muchas veces surgen contaminadas por un deseo de gloria que nada tiene que ver con ese amor. Dicho de otro modo: que nadie se inquiete, porque Dios no va a destruir o fulminar el encanto de lo que soñamos, sino que va a ayudarnos a dar a esos sueños una forma más pura. De este modo, las quimeras que engendramos funcionan como alucinaciones que nos guían hasta que lleguemos a una realización concreta, que es siempre algo diferente del espejismo inicial. Tal vez lo que digo se entienda mejor con el siguiente ejemplo: un muchacho que soñó con ser jugador del Benfica acabará siendo profesor de gimnasia y entrenando a los juveniles del club de su ciudad, lo cual le hará sentirse muy feliz. Más feliz incluso de lo que sería jugando en los estadios de sus sueños, donde transformar un penalty puede ser

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como una auténtica pesadilla. En este pequeño ejemplo podemos ver cómo nuestro destino, que soñábamos tan espléndido, va siendo lapidado por el amor, dejando al final de ser glorioso y adquiriendo, al mismo tiempo, la forma de un diamante perfecto. Quiere esto decir que existe una tercera liberación, la más sutil de todas: no habremos de hacer realidad nuestros sueños exactamente igual que como los habíamos imaginado, sino de otra manera que, curiosamente, nos hará más felices. Porque los anhelos que sentíamos intuían ya nuestra vocación, pero seguían estando influenciados por el colorido de la «gloria» social. Eran verdaderos, porque en ellos latía ya una llamada, pero los falseaba ese halo de éxito que todos anhelamos como un seguro de vida de nuestra personalidad. Nada mejor que referir mi caso. Como tantos ingenuos, yo deseaba ser un escritor famoso. No lo soy, pero el amor de Dios me ha concedido la gracia de poder escribir libros. Mi vocación está cumpliéndose, no como yo había supuesto, sino, en realidad, de un modo mucho mejor. Porque la falta de un éxito fulminante permite a mis palabras una mayor libertad. Lo que yo imaginé se ha visto mejorado por la manera en que Dios ha corregido y pulido mis quimeras. Por consiguiente, para vivir de veras tienen que morir nuestros sueños. Pero la muerte de esas ilusiones instala en nuestra vida una utopía mayor que, esta vez sí, va a hacerse realidad. El proyecto que Dios tiene para cada uno se materializa en cuanto se desvanecen las fantasías que anteriormente nos guiaban. ¿Acaso fueron inútiles tales fantasías? En modo alguno, porque sirvieron para ir abriéndonos camino. Como una estrella, guiaron nuestros pasos hasta que llegamos a un inesperado belén personal. En realidad, solo cuando nos libramos de esas quimeras iniciales, reconociendo al mismo tiempo la forma en que el amor acabó dando forma a nuestros anhelos, solo entonces descubrimos quiénes somos profesionalmente. Y ya ni siquiera puede hablarse de una profesión: cada día avanzamos hacia aquello a lo que fuimos llamados y que es algo que nos aguarda. De este modo, la realización de lo que hacemos permite, en buena parte, el pleno encuentro con nuestra más honda esencia. Con todo, para que este encontrarnos funcione debidamente es preciso aceptar una serie de frustraciones. El verdadero éxito es fruto siempre de un secreto aprendizaje del fracaso. Y si queremos ser capaces de recorrer este camino necesitamos las herramientas 67

a las que me refería anteriormente: la oración, las celebraciones religiosas, la confesión, el cariño de los otros... Porque no es fácil morir para resucitar: no es sencillo vivir todas las vidas de nuestra vida. En efecto, el encuentro con nosotros mismos, el descubrimiento profundo de lo que somos, se produce a través del desencuentro con algunas megalomanías que nos habíamos inventado. Una vez más, confirmamos que el dolor, vivido con mesura y no con mórbida atracción, conduce a la más pura de las alegrías. San Ignacio de Loyola establecía en la vida espiritual una alternancia entre «consolación» y «desolación»: tiempos de alegría y épocas de tristeza, optimismo y melancolía, luces y sombras sucediéndose en nuestra alma [2] . Pero pienso que puede llegar un momento en que todos los días amanezca en nosotros nuestra paz, y en que cada hora se pose en nuestro espíritu la leve mariposa de la felicidad. Lo cierto es que, cuando alcanzamos ese estado, no triunfamos en términos sociales, pero sí realizamos absolutamente nuestra vida, hasta el punto de que ya ni siquiera necesitamos el caramelo del éxito con que endulzábamos la boca de la imaginación. No deja de ser curioso observar una radiografía espiritual de este excelente resultado de la evolución, del crecimiento de nuestro espíritu. Lo primero que esa radiografía nos muestra es la capacidad que desarrollamos de elegir emociones: en el campo de nuestra alma, tomamos las flores y nos deshacemos de las malas hierbas. Porque hay personas que están constantemente componiendo bouquets con las peores emociones que albergan en su interior. Por el contrario, quien se ha encontrado a sí mismo sabe pasar al lado de sus sombras más secretas, viviendo siempre a la luz de lo que en él hay de bueno, de suave, de positivo. Por otro lado, en ese individuo se desencadena una energía infatigable. Es capaz de estar actuando constantemente, pero lo hace con la serenidad con que trabajan el cielo y los paisajes. No hay cansancio que le afecte, porque no existe desánimo alguno que arraigue en él. Y cuando anochece, se acuesta susurrando versos de Caeiro, sin pensar que son de Caeiro, porque en realidad provienen del amor que lo ama intensamente y le musita esa nana de unas últimas meditaciones antes del sosiego que proporciona el sueño. Además, otra de las gracias de haber dado con nosotros, porque nos hemos encontrado con el amor, consiste en que poseemos un pensamiento limpio, cristalino: en

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nuestra mente, todas las cosas poseen una nitidez que es, al mismo tiempo, transparencia espiritual. Si el mundo les parece confuso a los demás, nosotros percibimos en él la maravillosa matemática de la presencia divina, y todo son cuentas que acaban dando un resultado seguro. Y como consecuencia de este pensamiento transparente, de estas emociones luminosa, de esta energía sin fin, se instalan en quien ama y es amado dos sentimientos que son, por así decirlo, su carné de identidad. Me refiero, por una parte, a una leve, leve alegría, que es como el temblor interior de una hoja en una mañana primaveral, y, por otra, a una paz que nos inunda por completo, como un océano espiritual. De hecho, la paz y la alegría resultantes de tanto amor constituyen el final de este camino. Es evidente que en cualquier momento podemos retroceder. No hay instante alguno en que tengamos la absoluta certeza de que nuestra sombra ha quedado atrás de una vez por todas. Pero, cuanto más avanzamos, tanto más fácil resulta retomar el camino, en el caso de que nos hayamos desviado de él. Los primeros pasos son pesados; los siguientes, cada vez más ligeros, hasta que, pura y simplemente, lo que hacemos lo hacemos volando. Y llega un momento en que cambia nuestro modo de encarar la muerte: ya no le tenemos miedo, sino que, por el contrario, la miramos conscientes de que se trata de un merecido descanso. Esta es una idea fundamental: una vida que se ha cumplido a sí misma, que se ha realizado en todo cuanto tenía que dar de sí, no teme extinguirse. Solo siente pavor ante la muerte quien ha vivido de manera imperfecta e incompleta. Y es en ese momento cuando percibimos que la vida nos ha hecho ver nuestro verdadero rostro, pero nuestro final nos hará ver un rostro aún más puro de nosotros mismos. En el instante en que desaparezcamos, apareceremos por completo. ¿Puro juego de palabras? Nada de eso: se trata de una conclusión a la que llegamos porque morimos tantas veces a lo largo de la vida que vivimos, sufrimos tantas transformaciones en busca de nosotros mismos, que comprendemos que, en definitiva, la muerte es una más de esas metamorfosis. Y nuestra vida duerme su final con una sonrisa.

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2. Los infiernos de la Fe En el capítulo anterior hemos descrito una parte considerable de los cielos que aguardan a quienes crecen en el amor. Pero es justo que hablemos también de los infiernos a que puede conducir una vivencia religiosa incorrecta. Con la espiritualidad ocurre lo mismo que con la ciencia y la técnica: incrementan nuestra felicidad, mejoran la vida humana; pero, mal empleadas, destruyen nuestra existencia. ¿Cómo sucede tal cosa? Ante todo, siempre que una religión se vincula a un sistema de control social. Este fenómeno se produce cuando política y espiritualidad van de la mano, lo cual constituye uno de los más terribles emparejamientos a que podemos asistir. Algo en absoluto deseable, porque envenena la pureza de la vida espiritual, contaminándola de poder. Los principios del islam encierran una gran bondad que la mayoría de los occidentales desconoce. Nos hallamos ante una religión preocupada por la igualdad, por la justicia social [3] . Si nos fijamos en ella con detenimiento, vemos un producto de raíz judeo-cristiana que optó por ser una revolución política. En el fondo, se trata de la primera ideología de «izquierda» inventada por la humanidad y que en su momento representó una poderosa innovación. El problema del islam es el mismo que el de los antiguos regímenes socialistas: al pretender transformar por completo la sociedad, acaban enredándose en proyectos de control colectivo que desvirtúan la pureza de sus intenciones. Por lo demás, este defecto, que se da en el islamismo actual, se encuentra también muy presente en el cristianismo del pasado. Una religión que se hace política deja de ser verdaderamente religiosa. Sin embargo, en contra de lo que sucedía en los sistemas comunistas, la fe islámica contiene verdades espirituales de fondo. Por eso, no va, pura y simplemente, a desmoronarse, sino que parece, por el contrario, destinada a sufrir una larga penitencia que permitirá, si es bien comprendida por sus fieles, corregir lo que está mal para salvar lo que está bien. Uno de los efectos más perversos de la alianza entre religión y política pasa por el modo en que este casamiento tiende a detener la evolución del conocimiento humano, 70

censurando otras formas de buscar el sentido de las cosas: el arte, la ciencia o la filosofía. De este modo, esa vivencia espiritual politizada impone un discurso único que encubre la riqueza de voces propia de una comunidad humana. Otro error de las religiones, y muy considerable, lo constituye la violencia de unas guerras que se piensa que Dios desea, cuando lo único que Dios desea es la paz y el amor. No cometamos la ingenuidad de olvidar que, en ocasiones, surgen conflictos necesarios, como aquel tan devastador que condujo al derrocamiento de Hitler. En determinados momentos, un hombre de fe puede verse con una metralleta en las manos. Pero incluso esas guerras justas no son un deseo del amor, sino un modo que tiene el hombre de librarse de los males que él mismo provoca. No existen, pues, «guerras santas», aun cuando en determinadas situaciones sea evidente que a una de las partes le asiste la razón. Pero tener la razón en un conflicto bélico no significa que las matanzas que se producen sean producto del amor. Dios no ha querido tal guerra, sino que esta se produce mucho más a causa de nuestros pecados y de nuestro feroz egoísmo que a causa de algún proyecto divino. Otro de los problemas provocados por una espiritualidad mal entendida tiene que ver con la exclusión. De hecho, los sistemas religiosos pueden a veces menospreciar determinadas dimensiones de la humanidad, como es el caso de las mujeres, por ejemplo. Lo cual constituye un enorme error. Una vez más, las creencias se transforman, dentro de un grupo humano, en mecanismos de control; es decir, se dejan contaminar por prejuicios, por ideas preconcebidas de los universos culturales en que esas mismas espiritualidades se mueven. No obstante, permítaseme apuntar lo siguiente: el concepto de una semejanza absoluta de lo masculino y lo femenino, esa uniformización de los sexos en que actualmente vive Occidente, no es la manera más lúcida de afrontar la diversidad biológica del ser humano. Lo correcto sería defender una igualdad en la diferencia, proponiendo dimensiones específicas para cada género y afirmando, a la vez, la existencia de un territorio común de derechos cívicos rigurosamente idénticos. Hemos apuntado aquí diversos problemas que surgen cuando una práctica religiosa se desvía de su camino. Pero teniendo siempre muy en cuenta que tales desviaciones no son inevitables. A lo largo de la historia, han sido muchos los que han demostrado que la 71

vida espiritual puede ser su propia limpidez y claridad. Pensemos en Jesús, que rehusó todo poder político y nunca impuso nada; simplemente, ofreció una serie de ideas y enseñanzas que siempre debatió con los demás. Por otro lado, condenó la violencia y no excluyó a nadie: de hecho, estuvo siempre muy cerca de aquellos a quienes la sociedad de su tiempo marginaba. Lo que Jesús hizo ha sido seguido por una multitud innumerable de hombres y mujeres que se han dejado conducir por el Espíritu. Pensar que una religión degenera fatalmente en poder político, atraso en el conocimiento, violencia y exclusión significa ignorar la historia de la humanidad. Porque Galileo, Newton o el propio Einstein fueron religiosos, cada uno a su manera. Y lo fueron también escritores como nuestro Camões, por ejemplo, y tantos otros nombres que, desde su fe, han construido nuestra libertad. El cristianismo debe, en términos sociales, tender a lo que Jesús llamaba «Reino de Dios» [4] , es decir, una presencia sutil y misteriosa que atraviesa la realidad, sin llegar nunca a convertirse en una estructura política. El «Reino de Dios» va aconteciendo y embebiéndolo todo, sin necesidad de tronos ni dominaciones. En el fondo, se trata de una suave y apacible conjura de hombres justos en pro de la bondad del mundo, y esa confabulación del amor va siendo discretamente guiada por la ternura divina. ¿Cómo podemos saber que nuestra práctica religiosa se ha degradado? A través de dos criterios muy sencillos. Por un lado, la sensación de bienestar que nos invade: porque quien vive una existencia espiritual como es debido siente una brisa en su interior. En un capítulo previo veíamos cómo los viajes del alma no excluyen el sufrimiento, sino que la felicidad debe envolver el dolor, y no al contrario. Un hombre de fe que sienta cómo la tristeza enmascara su alegría, de tal modo que haya en él más amargura que júbilo, es porque está haciendo algo de un modo equivocado. En determinados momentos más castigados por los problemas, estas tempestades de tristeza pueden alcanzarnos. Pero nadie debe culparse por ello cuando tal cosa sucede: hay horas peores que traen consigo auténticos aguaceros de lágrimas. Sin embargo, en nuestra meteorología íntima, por lo general tiene que dominar el cielo limpio, venturosamente azul. Mucho cuidado, por tanto, con las vivencias espirituales que degeneran en un constante padecimiento, hasta el punto de no ser más que un puro infierno. Eso 72

únicamente significa que nos alejamos del amor creyendo que practicamos la fe. En realidad, en algún momento hemos errado el rumbo a seguir. Conviene, pues, volver atrás, examinar las encrucijadas y descubrir dónde nos hemos desviado. Pensemos de nuevo en Jesús, que nos dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave, y mi carga ligera» [5] . Por tanto, las dificultades diarias no deben empañar mi alegría de vivir. De hecho, el propio Jesús padeció el dolor de existir hasta el punto de sufrir la Pasión en la Cruz, pero casi siempre resolvió las aflicciones de la gente a base de gestos milagrosos, y su resurrección derrotó al horror de la muerte. Nuestra espiritualidad, por consiguiente, debe tener siempre más de milagro que de sinsabor, más de resurrección que de muerte. Sin este estado de paz interior, algo no va bien: probablemente, comenzamos a sumergirnos en las mencionadas patologías del alma. Por eso, porque irradiamos felicidad, quien trata con nosotros es invitado a experimentar la alegría, el sosiego y la confianza. No difundamos, por tanto, una sombra progresiva, sino iluminémoslo todo con la luz más clara. El segundo criterio que nos permite saber si andamos errados o no en nuestra trayectoria espiritual es la humildad. Y es que casi todos los infiernos de la fe surgen cuando un alma se enorgullece de sí misma. Quien aplasta a los demás basándose en preceptos religiosos se siente orgullosísimo de sus convicciones. Quien pretende impedir las rutas más irisadas del conocimiento, argumentando con su devoción fanática, demuestra igualmente ser un megalómano espiritual. Y lo mismo ocurre con quienes practican la violencia y la exclusión. Los cristianos hablan, y con razón, de la Fe, la Esperanza y la Caridad [6] ; pero también la humildad, aunque se escriba con minúscula, es un sentimiento crucial en los senderos que conducen al encuentro con nuestra alma. Quien comienza a sentir soberbia en su interior a causa de su espiritualidad ya ha errado el camino. «Manso y humilde de corazón»: así veíamos hace un momento cómo se definía Jesús. Mantener, pues, siempre encendida en nosotros la vela de la modestia nos evita caer en los abismos de la

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creencia, en esos infiernos que puede fabricar aquello que estaba destinado a ser únicamente cielo.

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Notas [1] Lucas 9,28-36. [2] Véase la nota 17. [3] Ziauddin SADAR , op. cit., pp. 22-23 y 114. [4] Lucas 17,20-21. [5] Mateo 11,28-30. [6] 1 Corintios 13,13.

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Quinta parte:

LA RELIGIÓN EN LA SOCIEDAD

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1. Religión y cultura A estas alturas del libro, puede que el lector considere que lo he metido en un lío. En caso de sentirse atraído por el amor, tal vez tema que ha dejado de ser «contemporáneo». Es cierto que hay en nuestros tiempos quienes consideran que las religiones –y hasta el mismísimo amor– están pasadas de moda y nada tienen que ver con el progreso. Para esas personas la ciencia, la técnica y el sabio ejercicio de un egoísmo que acaba siendo el único destino sensato de un ser humano nos conducen a toda la felicidad que puede obtenerse en este mundo. Y quien así piensa afirma que las creencias se reducen a una mera estupidez, a una forma de arruinar la vida. Por lo demás, se afirma que todas las religiones son iguales: una misma necedad. Comencemos, pues, por corregir este punto: en el ámbito de la práctica religiosa no todo es, en efecto, lo mismo. Debemos poner aparte los «tics» de la superstición, es decir, aquellos ritos que, dirigidos eventualmente a un dios, tratan de propiciar la buena suerte. A esto hay que llamarlo «magia», no «religión». De hecho, todos esos catálogos de fetiches y amuletos no pueden, en rigor, ser considerados sistemas espirituales. Una religión no es un modo de procurarnos una especie de protección o seguro de vida. Se trata, por el contrario, de una visión del mundo, de una filosofía que explica la realidad y el universo entero. Y, además de todo eso, da lugar a una ética, a un modelo humano de comportamiento correcto. Finalmente, no trata de alejarnos de los problemas que nos rodean, sino de redimir al hombre, es decir, de salvar lo más precioso que cada uno de nosotros tiene en su esencia. ¿Por qué tendemos a confundir «religión» con «magia»? Ante todo, porque no son pocos los creyentes que viven su fe como si esta fuese un sistema mágico. Se implican en permanentes negociaciones con Dios, sin percibir que el amor no existe para negociar con él, sino para vivir en él. Por consiguiente, a veces somos nosotros mismos quienes damos a la fe la forma de un sortilegio, que es precisamente lo no que no es ni debe ser. Por otro lado, ciertas prácticas mágicas resultan tan complejas que incluso parecen religiones. Un buen ejemplo al respecto lo constituye la mitología greco-latina. He de confesar que, observando el panteón helénico y romano, lo que en realidad veo en él es 77

un catálogo de protectores especializados en las diferentes áreas de la vida humana. Por consiguiente, se trata de magia; una magia exquisita, sí, pero magia a fin de cuentas. ¿Vivían los griegos y los romanos totalmente alejados de la espiritualidad? No. Pero los caminos que recorrían en ese ámbito etéreo habían sido sobre todo cartografiados por los filósofos, más que por la mitología: hay más alma en Sócrates que en Zeus. ¿Cómo distinguir, pues, la magia de la religión? Acabamos de decirlo: una creencia religiosa supone una ética, un proyecto de redención que implica una compleja filosofía. Pero hay todavía otra manera de diferenciar ambas cosas. Los sistemas espirituales serios duran en el tiempo y no mueren nunca, mientras que las magias desaparecen, dando paso a nuevas prácticas supersticiosas que vienen a sustituir a las anteriores. Y es por eso por lo que hoy en día ya no se rinde culto a Hermes o a Osiris, mientras que hindúes, judíos y cristianos conservan vivas sus milenarias liturgias. Las religiones, al estar relacionadas con la verdad, subsisten, mientras que los ritos mágicos van sufriendo constantes metamorfosis. ¿Cuáles son nuestras magias actuales? Ya nadie consulta al oráculo de Delfos, que cerró su consultorio hace mucho tiempo; pero hay quienes acuden a las echadoras de cartas para verse en la galería de espejos del Tarot. Están, además, los «Mestres Bimba» y los «Professores Congo», cuyas molestas octavillas son colocadas en los parabrisas de los coches. La misma magia de siempre sobrevive en nuevas modalidades. Tal vez el rito mágico más impresionante de nuestros días sea el juego, en su forma de «premio gordo» de la lotería o del «euromillón», por ejemplo. Comprar el décimo o rellenar el boleto, pagando la apuesta que se hace, es una especie de sacrificio, una ofrenda que se hace a la diosa Matemática, la cual, en su retablo de probabilidades, tal vez tenga un nicho para nuestra felicidad. ¡Cuántas personas confían en esta práctica mágica para cambiar por completo su vida! Y basta con ver el modo en que se escogen los números, componiendo todo tipo de hechizos con los distintos guarismos, para percibir que nos hallamos ante una pura y simple superstición: hay quien escoge la fecha de nacimiento de algún ser querido, mientras que otros cierran los ojos y marcan con una cruz las casillas del boleto como si estuvieran practicando meditación trascendental con el bolígrafo.

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Ya hemos dicho que una religión es algo muy diferente, algo que va mucho más allá: una realidad que permanece y se desarrolla en el tiempo. El hinduismo, que es un sistema religioso dignísimo de tal nombre, existe desde hace miles de años. Se trata, sin duda, de un proyecto continuo que engendró una visión del universo y de los deberes del hombre, así como un camino hacia la felicidad eterna. Y lo mismo hizo el judaísmo, otra práctica realmente religiosa, al igual que el cristianismo, en todas sus variantes, e incluso el islam. En realidad, las distintas fes –israelita, cristiana e islámica– forman parte de un mismo y frondoso árbol: un viejo roble espiritual que, tal como el hinduismo, es milenario. Admito que puede haber otras religiones, pero mi exposición se centra en estas, que son las que mejor conozco. Pues bien, estas diversas visiones religiosas llegaron, a lo largo de siglos y siglos, a conclusiones de la mayor importancia. Todas ellas descubrieron que existe un principio de amor en el universo: algo que siente predilección por nosotros, que nos llama y nos ama. Incluso el propio hinduismo –a pesar de su politeísmo, más aparente que real– habla de una fuerza original, de un Brahmán que todo lo explica [1] . Por otro lado, también todas ellas identificaron algo negativo que pretende destruir al hombre. Y percibieron, además, que en la esencia misma del movimiento del universo se encuentra el sacrificio, es decir, la transformación de cada cosa en otra cosa distinta, pasando por un momento de dolor, definiéndose así un viaje que puede conducir a la felicidad eterna. En este sentido, las religiones son la primera piedra del edificio del conocimiento. La Biblia, en sus libros dedicados a los reyes de Israel, por ejemplo, ya hace historia. Y en los libros sapienciales ya hace filosofía. Y ya crea también poesía tanto en los libros de los profetas como en el Cantar de los Cantares. Además, la Biblia contiene códigos que representan una de las primeras fuentes de Derecho. Toda la aventura del conocimiento tiene como punto de partida la vida espiritual. Y ocurre algo muy curioso: si el conocimiento se aleja de su raíz primera, que es esta raíz etérea, tiende, con el tiempo, a convertirse en el vacío de sí mismo. De hecho, nuestra ciencia occidental, tan orgullosa de sus logros, está padeciendo una erosión de este género. En buena parte, la decadencia de nuestros países se debe a que la investigación científica que promueven no es verdadera investigación, sino tan solo el crecimiento de un sistema parasitario de multitud de «sacerdotes» científicos. De ahí que se haya instalado el culto enfermizo de la evaluación, cuando lo que habría que hacer 79

sería, pura y simplemente, poner de nuevo en relación ciencia y espiritualidad. Una relación en la que el trabajo científico se realice con plena libertad, en busca de respuestas a las cuestiones que el alma suscita libremente. Pero las religiones, cuando son bien vividas, no constituyen tan solo un soporte, una raíz vigorosa de toda la aventura del conocimiento, sino que en ellas late también un profundo anhelo de justicia social, un deseo de que el mundo funcione mejor. El hinduismo propone que cada cual cultive el «dharma», es decir, un sentido ético que hace la realidad más habitable [2] . En el fondo, la persona con «dharma» equivale al «hombre justo» de la Biblia. Y el islam se muestra muy riguroso en este aspecto, estableciendo por ley un impuesto anual, llamado «zakat», que pretende corregir las desigualdades materiales existentes entre los seres humanos [3] . Lo cual significa que todos nuestros sistemas de seguridad social tienen una base espiritual y solo funcionarán mientras esa matriz primera permanezca viva. Las propias ideas socialistas y comunistas fueron, como veremos en el próximo capítulo, uno de los más recientes pasos de estos viajes del alma. De ahí que, en nuestro mundo occidental, varias ayudas a los más necesitados estén a punto de desaparecer, haciendo que para mucha gente sea inminente la situación de desamparo. Y ello sucede porque, muerta la espiritualidad, tenderá también a morir la solidaridad. Finalmente, las religiones confieren al hombre el máximo de su dignidad, en la medida en que lo relacionan filialmente con lo divino, proyectando así su pobre vida humana en un horizonte eterno. Hoy, sin embargo, son muchos los que piensan que la actividad religiosa nos degrada. Pero lo cierto es que no hay nada que nos eleve más. Un mundo en el que prevalezca la espiritualidad tenderá a transformar a cada hombre en el vuelo de sí mismo. Aun cuando a veces puedan derivar hacia sus infiernos, la verdad es que las creencias religiosas han hecho del mundo algo mejor, mucho mejor incluso. Y a quienes no lo crean debo decirles que la ideología de «izquierda» fue una última religión, la cual negó a las restantes para afirmarse a sí misma. Por consiguiente, quien se opone a la vida general de la espiritualidad para afirmar su visión izquierdista de las cosas se asemeja mucho al típico fanático –islámico o cristiano– que rechaza las otras fes porque únicamente la suya es verdadera. Lo más acertado que podemos hacer es aceptar y

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defender el fluir de la corriente del Espíritu en la historia del hombre, prefiriendo, dentro de ese mapa, un continente determinado, pero sin negar otros paisajes del alma. Entonces, si la espiritualidad mejora el mundo, ¿qué pasa con nosotros? ¿No estábamos, a fin de cuentas, en una época superior que conseguía vivir en un «más allá» del desarrollo, sin necesidad de religiones atrasadas? En realidad, está sucediendo justamente lo contrario: porque nos olvidamos de esta tradición espiritual, nos sumimos en el vacío. Nuestras sociedades desfallecen y se atrofian, y todo cuanto hacemos se marchita y muere. Por otra parte, ni siquiera lo que ahora nos depara Occidente es original. En otros momentos de la historia humana ya se ha producido esta erosión de la fe, que trajo consigo enormes problemas sociales. El judaísmo ha registrado, con conmovedora sinceridad, muchos de esos periodos de decadencia colectiva provocada por un languidecimiento del Espíritu entre los israelitas [4] . De hecho, nuestra civilización occidental se debilita porque nuestra alma es cada vez más mínima. Siempre que se desdibuja lo más íntimo de las personas, se reduce también el vigor sociológico. Lo cierto es que cuanto nos ocurre ya ha pasado muchas veces a lo largo de la historia de la humanidad. Por lo tanto, el lector que se haya decidido por el amor no ha retrocedido, sino que, por el contrario, ha readquirido el único futuro que se nos depara, el único porvenir que siempre tuvo Occidente. Podemos afirmar, pues, que su decisión no le sitúa en un «antaño», en una especie de museo de ideas antiguas, sino que le posiciona en lo mejor que está aún por suceder. Quien cree en el amor tiene más una vida de futuros que de pasados. Pero, con el fin de que todo esto quede más claro, vamos a ver brevemente la historia del alma occidental.

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2. El alma de Occidente Por algún motivo providencial que no entendemos del todo, san Pablo viajó hacia poniente, siendo así que en los primeros tiempos de su predicación pretendía ir hacia oriente. A lo que parece, una serie de enigmáticos imprevistos determinaron el rumbo de su misión evangelizadora [5] . La idea de Pablo era la siguiente: el mensaje cristiano se destinaba a todos, y no solo a los israelitas. Y ese «todos» abarcó, en un primer momento, a los pueblos europeos. Fue un proceso que duró siglos. Lo que había antes al norte del continente era, hablando en general, una serie de pueblos «bárbaros» que se vieron transfigurados por la revelación cristiana, un cambio sumamente civilizador para ellos. En aquellos lugares donde el Imperio Romano había gozado de vigor, todo ocurrió de forma algo diferente. Una civilización greco-latina no era ninguna tontería, y lo que se produjo fue la fusión que era posible entre el legado de los romanos y las nuevas ideas del cristianismo. Un encuentro que produjo un curioso mestizaje que todavía hoy sigue marcando a los europeos meridionales. Tenemos, pues, una Europa del norte evangelizada y una Europa del sur también cristiana, pero con notables vestigios de una previa romanidad. Más o menos hacia la primera mitad del siglo XVI, los pueblos europeos inventaron algo sumamente original: se trataba de dar al cristianismo un nuevo impulso que haría que el progreso y el conocimiento se aliaran con el contenido inicial del mensaje de Jesús. Galileo Galilei era un creyente, pero para él los movimientos de la Tierra, si se estudiaban y se comprendían, ayudaban a entender mejor los misterios divinos [6] . Posteriormente, Newton vio el universo como un reloj creado por Dios [7] . Un científico equivalía, en el fondo, a un aprendiz del funcionamiento de esa máquina mística. La propia Palabra de Dios pasó a vivirse, en el norte de Europa, de un modo inédito: toda persona tenía acceso a ella de una manera personal, de tal forma que los textos sagrados se transformaban en una brújula preciosa que cada familia poseía en su casa. Por consiguiente, más que una revolución atea y escéptica, el siglo XVI significó una reinvención total del modo occidental de creer.

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Lo que surgió fue una mezcla única de Espíritu y libertad: he ahí nuestra gran contribución a la historia del alma del hombre. Todo lo que hicimos después –nuestros descubrimientos científicos y técnicos, nuestros sistemas políticos y sociales– arranca de aquí: de este proyecto de vivir nuestra alma tanto libre como espiritualmente. Y Portugal, dueño de una religiosidad sumamente abierta hasta 1536 [8] , desempeñó en ello un importante papel. Fuimos tal vez las primeras golondrinas de esa hermosa y etérea primavera que inventó Europa. Sin embargo, a partir del siglo XVIII y, sobre todo, del XIX, estos nuevos conocimientos incurrieron en el fundamentalismo: la ciencia y la técnica aspiraron a ser, ellas mismas, divinas. Surgió así un curioso fanatismo científico-técnico. En efecto, incluso las ideas de «izquierda» –como ya dijimos en el capítulo anterior– funcionaron como una religión inédita. Pensemos en esa cosa tan extraordinaria que fue el «socialismo científico». En realidad, embriagado por los éxitos conseguidos gracias a los avances de la ciencia y la técnica, Occidente quiso construir el Reino de Dios en este mundo. Después de los tiempos de pacífica convivencia entre espiritualidad y libertad, nos engañamos al transformar la revolución, la ciencia y la técnica en otro radicalismo. A ello se debió, en buena medida, la decadencia de Europa: los Estados Unidos se quedaron con nuestra principal herencia: la de ser libres y espirituales; en cuanto a los soviéticos, les correspondió la peor parte: la utopía de la realización de una sociedad perfecta. Durante algún tiempo, como decíamos, en el universo norteamericano brilló lo mejor de nosotros mismos. Sin embargo, al venirse abajo la URSS, llegó un momento en que los Estados Unidos se dejaron también vaciar espiritualmente. ¿De cuándo data este vacío? De los años ochenta del pasado siglo. En contra de lo que podríamos pensar, se trata de un fenómeno reciente. Los jóvenes de la década de los sesenta seguían siendo espirituales a su manera. Igualmente lo fueron los revolucionarios, seducidos por la mística del izquierdismo. Y lo fueron también, ¡y de qué forma!, muchos hombres de ciencia, incluido el propio Einstein, que decía que Dios no jugaba a los dados [9] , lo cual permitía a este físico, tan extravagante como sorprendente, entretenerse con el puzzle de los misterios divinos.

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Solo en los años ochenta se generó este vacío en que hoy nos encontramos y que está corroyendo a nuestros países. Poco a poco, ha dado lugar a una grave decadencia social, debido a que los grupos humanos que se engañan en sus convicciones tienden a desaparecer. Las civilizaciones que se han extinguido habían muerto primero mentalmente. No fueron tan solo las circunstancias externas las que acabaron con ellas. Es desde dentro desde donde se desintegra una cultura: cuando una sociedad se aleja de la lucidez, comienza a deslizarse lentamente hacia su propia destrucción. Hoy en día, Occidente está experimentando uno de tales deslizamientos. Convencidos de que no existe el alma, nos instalamos en el cuerpo, que es tanto como vivir en la muerte. Nuestra productividad como seres humanos se ha visto reducida, porque hay cosas que solo se hacen si creemos que tenemos un alma capaz de hacerlas. Occidente, antaño tan rico interiormente, vegeta en la indigencia de su actual espíritu. Quisiera señalar tan solo dos síntomas de esta situación; se trata únicamente de un par de ejemplos a los que podríamos añadir muchos otros. En primer lugar, me refiero a la muerte de la cultura en cuanto lugar de excelencia de la vida social. De hecho, lo que llamábamos «cultura» no era más que espiritualidad laica. Era amor a la belleza, que se reflejaba en el gusto por el arte; amor a la verdad, que se proyectaba en inquietudes científicas y filosóficas; y amor a la humanidad, que instilaba en nosotros el deseo de justicia y el compromiso con causas cívicas. Decretada la muerte del alma, y decretado igualmente el final del amor como principio del cosmos, todas esas realidades languidecieron: nuestra ciencia es hoy mediocre; nuestra creación artística, también, agonizando en muchos casos en la caricatura de sí misma; nuestra filosofía, finalmente, que tanto iluminó al mundo, no propone hoy gran cosa a la humanidad. El ciudadano de Occidente está olvidando vertiginosamente todo cuanto sabía desde hacía siglos. Y el final de la fe en el Espíritu acaba desembocando en un extraño Alzheimer cultural. Este vacío que corroe a las naciones occidentales ha dado lugar al mecanismo de la evaluación. En la actualidad, todo –los empleados, las instituciones y los propios países– es objeto de evaluación. Pero esa vigilancia que se ejerce desde fuera trata de corregir, inútilmente, un vacío que existe por dentro. Y lo correcto sería tratar de resolver el problema desde el interior, desde ese lugar íntimo de los ciudadanos en el que antes había

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ideas, filosofías, inquietudes –toda un alma en movimiento, en definitiva– y en el que hoy no hay nada o casi nada. Lo que debemos hacer es repoblar el desierto espiritual de las personas y no limitarnos a evaluar ese yermo, esperando que venga alguien a reverdecer un alma que nosotros mismos hemos desecado. El clima obsesivo de evaluación en que vivimos no sirve de nada, o de casi nada. Lo que realmente interesaba era crear ciudadanos con una intimidad rica y bien formada que se proyectara en todo lo que hicieran, sin necesidad de tantas fiscalizaciones. Un sistema social debe producir hombres de buena voluntad. No tiene ningún sentido formar crápulas y tratar luego de intimidarlos con una red de vigilancia. Otro de los indicios del vacío del alma occidental es la situación económica. Toda esa pobreza que se propaga se produce primero en el interior de cada uno de nosotros: en el interior de los empresarios, que en su inmensa mayoría han dejado de tener noción alguna del significado ético y social de lo que hacen; en el interior de los trabajadores y empleados, que se dedican a coleccionar egoísmos sin preocuparse verdaderamente por el bien de todos; en el interior de las figuras de referencia, ya sean políticos o personajes mediáticos, que tan solo tratan de satisfacer su egoísmo gestionando el egoísmo de los demás. Todo ello hace que la economía esté plagada de cortocircuitos que, verdaderamente, solo se solucionan con un cambio de actitud. Pienso que todos percibimos ya que la actual situación económica no se resuelve, por así decirlo, económicamente. Lo que está ocurriendo es el simple reflejo de la ética putrefacta en que vivimos. En realidad, para salir de este atolladero tenemos que cambiar por dentro, y solo entonces irá todo transformándose, poco a poco, por fuera. Quien retorne al amor, quien vuelva a vivir libremente la espiritualidad propia del mundo occidental, estará en el lugar apropiado para luchar por el futuro de todos nosotros. Por lo demás, quienes se decidan por este regreso a su alma tendrán muchas cosas que podrán revivir: un arte que sea auténtica belleza y no puro éxito comercial; una ciencia que sea búsqueda de la verdad y no puesto de trabajo o carrera académica; una acción política que sea exigencia de justicia y no cinismo individual que se alimenta del cinismo colectivo.

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Y esto significará regresar también a los nombres más importantes de nuestra cultura, a las vetas más ricas de nuestra tradición. No negamos que haya habido en Occidente grandes figuras que han rechazado el amor, como por ejemplo Nietzsche, tal vez el caso más sobresaliente; pero, en general, la inmensa mayoría ha afirmado ese principio amoroso, y lo ha hecho de una forma muy diversificada. Esa misma diversidad, que incluye el arte, la ciencia, la política, las espiritualidades, ha sido la mina de oro que hemos descubierto en nuestra alma. Volviendo a la cuestión del capítulo anterior, no piense el lector que retornando al Espíritu –y al amor que en él se trasluce– está volviendo a las tinieblas del pasado. Por el contrario, está construyendo el único futuro que tenemos a nuestro alcance. Está contribuyendo, y mucho, al bien común. Cada persona que redescubre su alma en el presente de Europa, en el presente del mundo occidental, se convierte en algo precioso: una vela que brilla en la oscuridad.

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3. La tribu de Melquisedec y el palacio de la Bella Durmiente A lo largo de estas páginas creo haber mostrado una gran apertura con respecto a otras religiones, a otras espiritualidades distintas de la cristiana y católica, que es la mía. Pero nadie piense que ello significa que creo a medias en aquello en lo que creo. Hace ya muchos años que abracé a Jesús, porque percibí en él un regazo de amor: una ternura sin fin que lo transportaba, desde su muerte y resurrección, hasta mi propia vida. Descubrí también que, en ciertos momentos de ligereza, abrimos las alas por dentro a ese vuelo que es pura alegría de ser y que yo llamo «Espíritu Santo». Por otro lado, me acostumbré a percibir en muchas cosas la presencia del Padre revelado por Jesús: un Padre que es, también Él, amor, amor y más amor. Una ternura, en fin, que ha acogido mi vida y habrá de acoger la vida de todos cuantos quieran entregársela. A pesar de todos sus errores –por los que ha pedido perdón–, creo en la Iglesia Católica. Sé que hay en ella algo que no va a morir mientras el mundo sea mundo. Es una casa que, de una manera o de otra, se mantendrá firme hasta el final de los tiempos. Y siento un enorme agradecimiento por todos aquellos que, más humildes o más eminentes, han contribuido a mantener en pie ese edificio. Si estoy abierto a todas las demás espiritualidades, es porque así me ha enseñado a proceder el propio Jesús. El cristianismo solo será cristiano si es tolerante. Repárese en que el Salvador acabó definiéndose como una exterioridad del judaísmo; y si todo comenzó por la superación de una frontera religiosa, ¿qué motivo podemos tener nosotros para imponer nuevas y reforzadas aduanas a la aventura del Espíritu? El Antiguo Testamento refiere un episodio muy curioso [10] : Abrahán, padre de todos los creyentes, es bendecido en un determinado momento por Melquisedec, una enigmática figura que, en mi opinión, simboliza a quienes, fuera de las creencias oficiales, también han encontrado la salvación. O sea, quien escoge el camino del amor abrazándose a Jesús acaba descubriendo que otros hermanos, en otras partes del mundo, siguen esa misma senda.

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Es lo que yo llamo «la tribu de Melquisedec», de la que forman parte personas como Sócrates o Confucio, un hombre de bien, por emplear una expresión de la que se servía el propio filósofo chino en sus coloquios [11] . En dicha tribu se integra también mucha gente que, lejos de las iglesias cristianas, ha practicado la bondad. ¿Significa esto que la venida de Jesús no era indispensable? En modo alguno, porque quien ha visto a Jesús ha visto en persona, en carne y hueso, lo que los demás únicamente han podido intuir. Y ese ver en un cuerpo, en un rostro humano, el puro amor que fluye en el universo representa algo que va más allá, mucho más allá que los presentimientos que hayan podido tenerse con anterioridad. Jesús es la única fotografía de Dios de que disponemos en el álbum de la humanidad. Confucio, por ejemplo, adivinando el amor que regía la vida, se negó a efectuar, sin embargo, grandes especulaciones metafísicas [12] y enseñó que debemos obrar de acuerdo con unos principios de humanidad, es decir, de acuerdo con criterios de justicia, de verdad y de belleza, que eran otros nombres que el filósofo chino daba a la esencia amorosa que él percibía que atravesaba todas las cosas [13] . Pero, aun cuando supiera de esta raíz amorosa de la realidad, Confucio nunca vio el amor como nosotros hemos tenido el privilegio de presenciarlo en la figura de Jesús. Quienes creen en Cristo viven gracias al recuerdo de quienes lo conocieron y, de ese modo, tuvieron ante sí al amor personificado. Y esta experiencia única representó un maravilloso upgrade en la historia espiritual de la humanidad. ¿Qué habría hecho Sócrates si hubiera podido conversar con Jesús? Abrazarlo con inmensa alegría, ciertamente. Por otra parte, fue eso lo que la filosofía greco-latina acabó haciendo con el cristianismo. Resumiendo: ha habido y hay muchos seres humanos que, en las más diversas partes del mundo, han sabido del amor sin saber de Jesús. Porque quien nos ama no se escondió en un cajón hasta que Cristo llegó. Porque es ternura, ternura y más ternura, el amor fue siempre amor, y quien lo ha buscado ha podido abrazarse a él. Con la llegada de Jesús fue esa misma ternura la que, en definitiva, se abrazó infinitamente a nosotros. Vive, pues, en nuestro mundo una gran «tribu de Melquisedec» constituida por hombres de bien. Lo cual significa que el lector, si escoge el amor, va a encontrarse con más complicidades de lo que podría esperar en esta tan áspera realidad de nuestro 88

presente. Van a surgirle compañeros en los ámbitos más imprevistos: a veces serán personas cultas, pero en la mayoría de las ocasiones se tratará de gente humilde [14] . Tales compañeros procederán incluso de religiones diferentes de la suya. Debemos tener cuidado, mucho cuidado, con los muros de Berlín que se alzan entre las espiritualidades. Todos nosotros, católicos europeos, tenemos más o menos definido, en nuestro interior, un prejuicio con respecto a judíos y musulmanes. Un prejuicio algo atenuado quizá, pero que está ahí. Y está ahí exactamente del mismo modo en que se encuentra arraigado en la historia de nuestras respectivas culturas. Se trata de un sentimiento de naturaleza casi arqueológica enterrado en nuestro interior. En realidad, existe un judaísmo justo al que podemos tender la mano. Y lo mismo ocurre con el islam. Confieso que el mundo musulmán me ha resultado siempre un tanto incómodo, como les ocurre a tantos occidentales. Sin embargo, la lectura de un libro de Ziauddin Sardar, varias veces citado en capítulos anteriores, me ha enseñado que en el islam existe un profundo deseo de amor al prójimo, de justicia y de igualdad. También los israelitas del tiempo de Jesús pensaban que las prostitutas, los samaritanos y los recaudadores de impuestos eran pésimas personas. Pero Cristo les enseñó que, en contra de lo que creían, muchas de esas personas se comportaban, a fin de cuentas, mejor que los observantes fariseos [15] . Por eso es por lo que afirmo que, entre los judíos y los musulmanes, muchas veces toparemos con la sorpresa de la santidad. Lo cual no significa negar que, en ocasiones, en esas creencias impera un aterrador fanatismo; pero no es menos cierto que en esas espiritualidades se dan también otros muchos contenidos semejantes a los cristianos. Y del mismo modo que podemos encontrarnos con verdaderos hermanos entre los judíos y los musulmanes, otro tanto sucede entre las llamadas personas «de izquierda». Hombres de buena voluntad que luchan por un mundo mejor. Individuos que, con su espíritu crítico, nos ayudan a detectar las injusticias y asumirlas como errores que debemos corregir. Gentes «de izquierda» entre las que muchas veces surgen buenos samaritanos. Repárese en que la complicidad que vengo defendiendo con respecto a las personas buenas de este mundo, la tolerancia para con las otras religiones y para con la «izquierda», no significa que yo considere que todo es correcto en estas teorías. Por lo 89

que hace al islam, creo que se han engañado al hacer imperativa –y, sobre todo, sumamente reglamentada– la aplicación social de su proyecto. Considero que Jesús acertó de lleno cuando dijo [16] : «Mi Reino no es de este mundo». Uno de los problemas del islam consiste en que es demasiado de este mundo. En el fondo, como ya hemos dicho en estas páginas, los musulmanes promovieron la primera gran revolución socialista en la historia del hombre: quisieron crear una sociedad de personas iguales que practicaran una justicia absoluta. Los árabes fueron los soviéticos de la Edad Media: Mahoma fue una especie de Marx avant la lettre. Las revoluciones comunistas acabaron fracasando, y el propio islam se hunde en los atrasos de su modelo social. Todo esto puede ser un error, tanto por lo que se refiere al ámbito musulmán como en lo que respecta a los universos izquierdistas; pero sigo afirmando que tanto en aquel como en estos podemos encontrarnos con muchas buenas personas. Y esta comprensión mutua se justifica más aún si hablamos de católicos y protestantes. Hoy día, la Iglesia de Roma ha asumido muchas de las prácticas propuestas por Lutero: el catolicismo ha ido, poco a poco y casi sin darse cuenta, haciéndose protestante de algún modo. La lectura de los Evangelios en lengua vernácula es un buen ejemplo de un cierto luteranismo de la Iglesia Católica actual. Por supuesto que sigue habiendo cosas en las que diferimos, pero no sería complicado ceder unos y otros. Y lo mismo puede decirse respecto de las iglesias ortodoxas. La contemplación de los iconos, la visita al dulce laberinto de los templos cristianos griegos u orientales, nos dicen que unos y otros estamos más cerca de lo que pueda parecer. En realidad, en las divisiones entre los cristianos se manifiestan más diferencias culturales que divergencias religiosas: estas últimas, en efecto, son mínimas. Jesús nos une a todos en un gran abrazo, y lo que nos separa pasa, sobre todo, por nuestros respectivos telones de fondo civilizacionales. Existe, pues, una gran «tribu de Melquisedec» formada por buenas personas procedentes de todas partes: cristianos (católicos o no), judíos y musulmanes, así como hindúes e incluso personas sin religión alguna. De hecho, la etiqueta de católico, de israelita, de musulmán o de hindú no garantiza el libre acceso al país de la bondad. A veces, las creencias hacen nacer en nosotros el monstruo de nosotros mismos, como ya

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veíamos en un capítulo anterior. Pero también es verdad que, con frecuencia, configuran un polo de generosidad humana. Con todo, y a pesar de esta gran «tribu de Melquisedec», lo cierto es que la mayoría de la humanidad sigue viviendo adormecida. En efecto, el ejemplo de ese gran número de buenas personas no parece suficiente: son muchos los que existen de un modo somnoliento, con la cabeza cómodamente acurrucada sobre la almohada de los días. Por eso, nuestro deber consiste en despertar a esos hermanos nuestros, en la medida de lo posible. Siempre será para mí un gran misterio la razón por la que tanta gente se conforma con vegetar a ras del suelo de su humanidad. Personas que viven la vida a medias y acaban padeciendo una muerte entera, en la que expira todo cuanto son. No nos resulta fácil asumir nuestra verdad humana hasta el fondo, por completo. Por eso muchos se desvían de sí mismos, morando en los alrededores de su propia persona. Esto es lo que yo llamo «el palacio de la Bella Durmiente», habitado por seres humanos que se contentan con durar, sin atreverse a afrontar la aventura de vivir. Este palacio ha existido en todas las épocas de la historia de la humanidad, y fue a causa de él por lo que Jesús dijo a uno de sus discípulos [17] : «Deja que los muertos entierren a sus muertos». Porque hay vivos que no están vivos; hay vidas que no llegan a ser vividas. Actualmente, es la clase media la que duerme un sueño profundo sobre los lechos de este «palacio de la Bella Durmiente». Podemos incluso afirmar que en estos tiempos ha surgido una ideología de la somnolencia que se cultiva frente al televisor o el ordenador, o también en la fluctuación onírica del «ir de compras». Y en realidad son muchísimas las personas que viven de este modo, permitiendo que su conciencia se deslice suavemente hacia toda clase de olvidos durmientes. De este modo, y aun cuando exista la mencionada y gran «tribu de Melquisedec», es quizá mayor el número de los que duermen en sus comodidades condenadas a muerte. Por eso se impone despertarlos, pero no con la violencia de un estridente despertador, sino con la suavidad matinal de la luz que se filtra entre las láminas de una persiana. No será tanto exhibiendo la fe como reanimaremos a nuestros hermanos, sino practicando nosotros nuestra fe. Si vivimos de una determinada manera amada y amante, nuestro prójimo comprenderá que también puede haber una vida así para él. 91

Por tanto, y volviendo sobre la pregunta que ha orientado la quinta parte de este libro, quien cree en el amor no está solo, sino que, por el contrario, vivirá inmensamente acompañado. De hecho, militando en el verbo «amar» se integrará en una antiquísima tradición de las culturas humanas. Por otro lado, si pertenece a Occidente, esa persona se encontrará en el lugar adecuado para ofrecer algún futuro a los países de esa parte del mundo. En su trayectoria se encontrará con muchos compañeros pertenecientes a esa «tribu de Melquisedec» de la que venimos hablando. Y, finalmente, todos los hombres olvidados de sí mismos serán para él una obligación y un destino.

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Conclusión:

Ciudadano de la eternidad Creer en el amor, practicar ese mismo amor (pues solo practicándolo creemos realmente en él), acaba conduciéndonos a vivir en la eternidad. Y vivir en la eternidad aun cuando residamos todavía en el tiempo que desembocará en nuestra muerte. Con todo, la alegría, la energía y la confianza que nos habitan son tales que, en nuestro interior, ya existimos más allá del final que un día habrá de producirse. Estamos aquí y estamos al otro lado del río de la vida. Todavía en esta vida, nos convertimos en ciudadanos de la eternidad. Pasamos por la Tierra como por un país extraño que sentimos que constituye el primer escenario de un viaje que no ha de acabar en este mundo. Y habitando en nuestra alegría, en el júbilo de nuestro amor, nos volveremos nítidos y transparentes, a la vez que pequeños e intensamente nosotros mismos. No sería equivocado afirmar que todo cuanto somos se transforma en un mármol inmortal. Este libro ha sido escrito con el fin de ser un mapa que nos ayude a vivir esos viajes. Sin embargo, no se trata de un manual de instrucciones. Hay algo maravilloso en la espiritualidad, y es que toda persona tendrá siempre que realizar su propio recorrido. Me atrevería a decir que no existen autopistas para los rumbos del alma. En la aventura del Espíritu, todo son veredas, todo son senderos. Por eso, el lector tiene aquí un mapa, uno de esos planos mal dibujados que se esbozan sobre la mesa de un café; pero, más que esta cartografía, quien lea el libro tendrá esperándole una ruta propia. Dar los pasos que le han sido exigidos por esa realidad que tanto le ama proporcionará a sus días un horizonte sin fin. Y su vida consistirá en mucho más que simplemente vivir. «Simplemente vivir» acaba siendo «simplemente morir». Todo en usted clama por esos caminos que le aguardan. El lector sabe perfectamente que nunca será feliz si no los recorre. Así como los animales tienen un instinto que les dice cómo llegar a su destino, así también nuestra alma posee una brújula cuya trémula aguja apunta siempre a la estrella polar de nuestra vocación. Faltar al

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encuentro de esa vocación es realmente terrible, porque convierte nuestra vida en el drama de vivir in haber verdaderamente haber nacido. Lo que digo ya lo dijeron, mucho mejor que yo, otras personas en muchas lenguas y en muchas épocas. Lo que el lector tiene en sus manos es un frágil eco de una canción que recorre la historia de los seres humanos. Una melodía entonada por artistas, filósofos, hombres de ciencia e infinidad de personas que buscaron un futuro mejor para la humanidad. Una canción cantada por Jesús con la voz de Dios. Si me he atrevido a escribir estas páginas, ha sido porque, en Occidente y en Portugal, dicha canción está dejando de escucharse. Y el silencio que empieza a imponerse es muy triste: un auténtico mutismo fúnebre que va adueñándose de nuestras vidas. Por eso decidí tararear, silbar bajito la melodía del amor que, por otra parte, el lector puede escuchar en esos gigantescos altavoces que son, por ejemplo, las catedrales. Todo el que habla del amor es indigno del tema que trata. Todos cuantos intentamos fluir en la gran corriente amorosa de la Creación, en algún momento de nuestras vidas menospreciamos esa ternura divina. Todos hemos sido traidores. Y tal vez todos volveremos a serlo. Pero la canción que entonamos y que queda flotando en el aire, esa melodía que decimos, esa misma, puede el lector estar seguro de que no morirá. Si quien lee desea cantar con nosotros, pasará a pertenecer a este feliz y humilde coro de claridades. Finalizo con una cita de san Agustín, uno de los más inspirados cantores de la música del amor: «Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes arraigado en ti el amor, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos» [18] . Aprenda, pues, el lector esta abundante y maravillosa ternura que empapa el mundo entero, y su vida estará llena de sentido: eternamente viva. Covilhã, 10 de julio de 2015.

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[1] Cybelle SHAT T UCK, op. cit., pp. 27-28. [2] Op. cit., p. 14. [3] Ziauddin SARDAR , op. cit., pp. 102-103. [4] Baste pensar en los textos de Isaías o de Ezequiel, entre otros muchos profetas a los que podríamos referirnos, para ejemplificar esta fuerte conciencia autocrítica del judaísmo. [5] Hechos de los Apóstoles 16,6-10. [6] Manuel José LOPES Idade Moderna».

DA

SILVA, Quatro Cosmovisões, Quidnovi, Matosinhos 2004, cap. 3: «Galileu Galilei:

[7] Stephen D. SNOBELEN, «The Myth of the Clockwork Universe: Newton, Newtonianismn and the Enlightenment», en Chris L. FIRESTONE y Nathan A. J ACOBS (eds.), The Persistence of the Sacred in Modern Thought, University of Notre Dame Press, Notre Dame/Indiana 2012, pp. 149-184. [8] Este es el año en que la Inquisición pasó a tomar verdadera fuerza en nuestro país (Portugal). [9] Johannes WICKERT , Albert Einstein, Expresso, Lisboa 2011, p. 60. [10] Génesis 14,17-20. [11] CONFUCIO, Analectas: 7,37, 13,23 y 13,26 (he usado la traducción portuguesa de António Gonçalves). [12] Op. cit., 5,13 y 11,12. [13] Op. cit., 7,6. [14] Mateo 11,25-26. [15] Mateo 21,31. [16] Juan 18,36. [17] Lucas 9,60. [18] Esta reflexión de san Agustín se encuentra en la séptima de las diez homilías que el obispo de Hipona dedicó a comentar la Primera Carta de Juan. En concreto, la cita figura al final de la sección 8 de dicha homilía.

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Índice Portada Créditos Índice Introducción: La moneda de oro Primera parte: LA GEOGRAFÍA DE LA TRISTEZA 1. El vicio de la infelicidad 2. La gran pregunta 3. El siseo de la serpiente

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Segunda parte: PRIMEROS VUELOS 1. 2. 3. 4.

Las flores de Dios La libertad por fuera La libertad por dentro Las alas de la cruz

28 29 33 37 40

Tercera parte: LAS HERRAMIENTAS DEL ALMA 1. 2. 3. 4.

2 4 5 8 11

La escalinata de la oración Comer con Dios Conversar con Dios Teoría de los abrazos

47 48 52 56 59

Cuarta parte: TRANSFIGURACIONES 1. El encuentro con nosotros mismos 2. Los infiernos de la Fe

64 65 70

Quinta parte: LA RELIGIÓN EN LA SOCIEDAD 1. Religión y cultura 2. El alma de Occidente 3. La tribu de Melquisedec y el palacio de la Bella Durmiente

Conclusión: Ciudadano de la eternidad

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76 77 82 87

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