El Jardin de Nora
August 3, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Colección Almendra
Blanca Wiethüchter Ediciones de la Mujercita Sentada Calle 1, Los Pinos # 102 Primera Edición Tapa: Adán y Eva de Rafael D. L.: 4-1-443-98
El jardín de Nora
Lo descubrió el jardinero cerca del mediodía. Nora almidonaba con infinito cuidado el cuello de una camisa celeste de Franz. El jardinero se había acercado despacioso, diciéndose tal vez cómo podía mostrar aquello que sabía iba a matar de pena a la señora, aunque quizás dentro de sí no decía «señora, » sino más bien qh'ara, blanca, extranjera, pero no rubia y todavía no gringa, tal vez sólo diría señora; esa señora que bien nomás lo trataba y que no se enojaba y que le decía a veces «gracias» y también «por favor» y a la que ahoah ora tenía que anunciar, así, de golpe, lo que le había pasado al jardín, y a la que iba a dolerle el corazón cuando supiera... al hermoso jardín de la señora, del que tanto ella se ocupaba porque ella sólo en el jardín paraba; y no como las otras qh'aras, pues ella ya temprano durante el invierno salía de su casa para regar, antes de que el sol quemara el pasto, quemara con el agua peor el pasto y en las tardes otra vez, cuando el sol se ocultaba, ella otra vez a darle agua al jardín para que se quede verde y brille bien lindo. Y el jardinero «aymara, » como dictaminaría Franz, siempre atento a los rasgos étnicos de los indígenas: «alto, flaco, nariz aguileña y pómulos salientes, sí, sin lugar a dudas, aymara, » el jardinero con el día dejado detrás de los ojos, con la noche de los tiempos en la mirada se acercó a la puerta entornada del pequeño cuarto de planchar. Tocando primero, empujando después la puerta que cedió levemente y asomando casi nada la cabeza: —Señora... —Espera un momento que ya termino —le murmuró Nora, acompañando el murmullo con un gesto repetido de la palma de la mano, para que esperara, cuando lo vio asomar la cabeza, apenas pronunciando como un eco entre las palabras de Nora: —Señora, a ver, ven; a ver, ven!
Ella nunca sabía con certeza si esta gente la entendía, como no entendió del todo por qué retiraba la mano súbitamente al oír su propia voz como un murmullo, al sentir el latido del miedo volver con un galope sonoro, aunque sólo ella lo percibía, y comprender en un instante, sin saber sabiendo que «¡algo ha sucedido al jardín!, por la vozlos delojos jardinero, pordeelrespirar modo deprofundo, decir «señora, de manera queleconvencida y en voz alta,» cerrando a tiempo sólo le »que-
dó suspirar atemorizada, balbuceante: —¡Dios mío, mi jardín, mi jardín!
Deslizando las palabras de a poco, apenas, como en agonía. Por tercera noche consecutiva «tengo miedo a no sé qué, » le había dicho a Franz como en un lamento y ahora se le ocurrió, tal como pasa en las premoniciones, que el jardinero con su piel seca y oscura podía ser esta el emisario perfecto aquel alsuceder que la inquietaba hacía mientras volvía tímidamente vez, como en underuego, gesto inaugural de la mano paradías, evitar que el jardinero se fuera porque «todo menos quedarme sola ahora, » ahora que tenía tanto miedo, ahora que almidonaba la camisa con tanto cuidado, sintiendo otra vez ese algo que resistía su presencia en la casa, que resistía su presencia en el jardín, ahora que de pronto se le ocurrió que era urgente, urgentísimo terminar de planchar el cuello de la camisa celeste, pues «en realidad, » se dijo acordándose, tratando de explicar la urgencia, «claro, sólo quedan en el cajón de Franz tres camisas. » Camisas bien lavadas y bien alisadas y almidonadas por ella misma, pues no podía confiar a nadie este trabajo que complacía tanto al marido que ella hiciera, como si se tratara de un regalo amoroso al que Nora no podía negarse de ninguna manera, porque, «sólo tú puedes lograr un planchado de camisa perfecto, » decía él, «sólo tú; » él, siempre tan cuidadoso en su vestir, él, tan gracias a ella, no sé cómo: elegante, bien visto con sus s us ojos azules, su metro setenta y tres, con su cabello ondulado y castaño que brillaba tanto por esos champúes especiales traídos desde Austria, con sus labios carnosos, su saber sobre todo lo que pasaba en el mundo, finalmente, su ligera y sobria coquetería. Y la imagen del hombre, de su hombre recorrió sus ojos encantados por el recuerdo, sus ojos perdidos en la tela. «Franz», comentó enamorada en voz baja pero también como queriendo hacer ruido a tiempo de estirar la última manga celeste agua y mirar al jardinero y volver de su buscada ensoñación y hacerle esta vez un gesto con la cabeza para anunciar que ya iba, que ya terminaba, ella con sus grandes ojos de un color y de otro color. Aún aguardó un poco antes de echar a andar, en espera de sentir el rumor en su pecho, pecho, ese rumor que la venía acosando desde hacía años y que últimamente había cobrado una frecuencia inusitada, como para advertirle de ese algo que tenía que ver con el miedo que ahora percibía, ese miedo atroz, que no es sino una forma de resistir al mal; al mal que de una manera o de otra ya se espera como a una visita y que Nora vigila desde el día en el que decidió forzar la tierra a producir un jardín como si estuviera en Viena. Retuvo en el olvido al jardinero, metida en sí misma, se hizo otra vez de la plancha, introdujo el pulgar, el índice y el dedo medio en el agua fría para esparcirla mecánicamente sobre un ropaje inexistente, hasta que el chisporroteo del agua sobre la palma caliente de la plancha la despertó de sus divagaciones, pero sin el rumor en el pecho, sin ese dolor que menos que un dolor era una presión que le hinchaba los senos con una amenaza de explosión, y que a veces, sobre todo cuando sentada en plena contemplación del rosal de fuego, «el rosal de rosas que viajó en maceta desde Viena a La Paz, el rosal que amo como a ninguna otra planta de todo el inmenso jardín, » presionaba con una angustia sin límites y empujaba hasta hacer brotar no sangre, como ella imaginó la primera vez, sino una especie de leche o suero amarillento, tal vez leche agria, aunque el médico había declarado enfáticamente: «es cuestión de nervios, señora» y ella sin argumentos, pero con el rumor plantado en la huerta del pecho «¿quién puede renegar de la autoridad de un médico, después de tantos análisis?» había regresado a casa, sabiendo que lo que sucedía no era a causa de sus nervios sino «un modo de expresarse de las cosas, Franz, de las cosas de las que no se habla.» Había dejado la plancha nuevamente en su lugar, pero no acababa de decidirse a dar el paso necesario para acudir de una vez al llamado del paciente jardinero que esperaba ignorante de todo, como ella había esperado con innegable paciencia a que desapareciera ese siete de espadas entercado en cerrarle el paso, y el que, a pesar de su insistencia una y otra vez en el juego, como ocho, veinte, cien veces jugando el solitario durante una sola mañana, no parecía conmoverse de su sufrida ansiedad y sin clemencia alguna, volvía a aparecer; ese siete negro amurallando toda posibilidad de alivio, haciendo fracasar todo intento de abrir los naipes al orden natural. Había que ser ciega de corazón para admitir ignorancia sobre tan clara señal del adentro, que es el lugar
donde suceden las cosas antes de suceder... Es cierto que lo que Nora verdaderamente desconocía era la manera, el cómo, el dónde, el cuándo iba a asestar el golpe aquello. Hace no más de tres noches, con el desasosiego de las manos heladas, frotándose una con la otra, con los ojos parpadeantes de un color y de otro color —que trae suerte— como le habían sugerido en Viena, con los dientes mordiendo el frío de los labios ya finos de tanto cerrarse y apretar, le había confesado a Franz, ya en la cama de cielo de los dos y a punto de darse las buenas noches y el hasta mañana y entregarse al último beso del día: «algo terrible va a pasar. » y en la voz temblorosa y queda, Franz percibió el espanto atroz de su mujer, el miedo a lo que parecía tramarse en lo invisible, en a los hilos que setampoco tejían según Nora adentro adivinar ninguno yde que él como no comprendía absoluto, pero le quedaron ganassin de poder burlarse cariñosamente ella, lo hizo con frecuencia en el pasado, cuando observaba sus debilidades frente a la vida, intuyendo tal vez su propia responsabilidad en esa manifiesta sensibilidad tortuosa por traerla a vivir a un país tan ajeno al suyo; entonces, sin decir nada y nada por decir, la guardó con suavidad entre sus brazos. Nora acarició la camisa pálida apilada ya sobre las otras camisas planchadas, no todas celestes; mordió el miedo en los labios y fijando una mirada sobre el jardinero, que expresaba estar dispuesta a enfrentar lo que sea, le dijo mientras salía: —¡Vamos! —iniciando el breve camino que conducía al jardín de manera lenta, pausada y sin apu-
ro, ¿para qué?: lo horrible no se marcha por hacerlo esperar. El jardinero por delante, abrió la pequeña puerta de la verja, mientras Nora lo seguía, presas los ojos de un color y otro color de las negras ojotas confeccionadas con goma de llantas Firestone, de esos pies desnudos, secos y blanquecinos, de los surcos del descuido en esa presencia distante, silenciosa pero diligente del jardinero que q ue ella ahora y siempre había ignorado, pero que al contrario de los pies cubiertos de Nora avanzaban con paso seguro sobre la reluciente oscuridad de las piedras laja, que graciosas construían el sendero que atravesaba su enorme jardín y que ella hubiese querido más bien llenarlo de menudos guijarros blancos, tal como se hace allá, en los hermosos parques de Viena. Nora tenía razón. Ahí estaba: un tajo, una grieta de línea temblorosa, una cicatriz abierta en pleno rostro verde, ahí estaba: «la venganza, » pensó. —Es una venganza —repitió, casi en voz alta; expresada finalmente ahí, en la voracidad de la tierra, ahí, en la grieta, ahí, en la falta del rosal, sí, en la ausencia del rojo rosal de rosas de fuego. También el guardián del rosal faltaba, aquel gnomo de madera con nombre de hijo, encargado específicamente del cuidado de la planta tragada ahora por la tierra. El rosal, orgullo de sus manos provechosas, comparado mil veces con las llamas del fuego porque eran rojas como un crepúsculo llameante en el mar; el preferido por sus pétalos amplios y tersos, con flores que no se abrían lo suficiente como para no perder el encanto del centro escondido del cáliz; el rosal de rosas rojas traídas cuidadosamente desde Viena, plantado con esmero en una pequeña maceta primorosa que viajó de Viena vía Air France a París, cubierto de celofanes transparentes y protectores, adornados de pequeños agujeritos oxigenantes, en conexión Lloyd Aéreo Boliviano en tránsito Lima para llegar a La Paz; ese rosal, ya no estaba. Miró anonadada el no hay de la nada que ahora ocupaba el lugar del rosal: ni un pétalo rojo, ni una brizna verde de lo que fue amorosamente traído, cuidado, protegido, a tiempo de vigilar con todos los sentidos puestos en el pecho, atenta al rumor que extrañamente no se manifestaba, ahora, en pleno golpe, mirando con un ojo gris y otro verde que trae suerte, el enorme hueco, que a decir verdad no era muy ancho pero sí profundo y áspero, irreverente mientras exhibía impúdicamente a la intemperie sus secretas capas interiores, las que ellos mismos habían añadido al pedregoso lecho de río y que, quién sabe cuándo y por qué oculta razón, había desviado su curso, pues al comprar el terreno ya seco y áspero, despeñado en arena, no mostraba ninguna vocación vegetal, pensó, parada ahí, delante del pozo. Supuso que iba a llorar de un momento a otro, pero no asomó ninguna gana siquiera de llorar, sólo esa nada que se extendía adentro y horadaba también adentro su jardín interior, borrando el rosal de la lista de lo
que existe, aumentando la hilera de los ya no, de los imposibles, de lo muerto. Cuántos gajos había desprendido ella misma de estos tallos tiernos llegados vía aérea en todos estos años. Pedía
primero permiso a la planta, para luego contar los nudos, aquéllos que iba a enterrar e nterrar y que siempre debían ser tres. De pronto vio la mano ajada del jardinero preocupado por la rubia señora siempre tan señora e incómodo por sus pantalones de bayeta arremangados hasta por debajo de la rodilla, avergonzado por no haberse puesto el buzo azul especialmente comprado por la señora ahora empequeñecida por el hueco, ahora que ella vio esa su mano deslucida haciendo gestos para que retrocediera y Nora, todavía anonadada, comprendió que el suelo cercano a la nada podía ceder, pero con el paso que dio hacia atrás le pareció que el hueco se tornaba todavía más grande, enorme, tan pedregoso a pesar de todo el trabajo que se habían dado para purificarlo de piedras hacebarranco, veinte años talgesto vez más. El hueco, ahoracuenta ahí, endesulojardín, dueño delmañana universo,había sin perfume, sólo sinoun siquiera que diera que hasta esta existido en ese lugar como un altar al fondo del jardín; el ahí, ahora, en silencio sepulcral y sin una explicación sobre la ausencia de lo que había despertado tantas apasionadas palabras por su hermosura, pero también por los pinchudos aguijones que hicieron llorar a los niños por orden de edad, llorar de dolor, pero también de estupor, y Nora, todavía sin rebeldía por el golpe del adentro, ahora que necesitaba de la cólera para reaccionar de alguna manera, simplemente retrocedió mecánicamente hasta el banco de las sagradas contemplaciones del rosal, como lo llamaba la pareja vienesa medio en broma y medio en serio, a pocos pasos de lo que ahí se erguía como la nada, no obstante ella, llena del sin sentir, tan sola ella, sentada y entregada ahora a las aguas de la memoria. Nora había insistido en comprar ese terreno. Sí. En el extremo sur de la ciudad, en aquella época, todavía poco habitado, les habían ofrecido, después de tanto buscar por los cañadones de Irpavi, de Achumani e inclusive de Aranjuez, les habían ofrecido un enorme lote extendido sobre pleno lecho de río a un precio irrisorio. ¿Quién podría querer ese terreno? Apenas reunía las condiciones que ella había impuesto para poder cumplir con su deseo de paraíso: —Plano, porque el edén nunca fue representado entre montañas, Franz; y también grande, muy
grande, porque, ¿cómo se puede construir el primer jardín del mundo en un lugar reducido? es pues natural que los límites del paraíso se pierdan entre los árboles; y mejor clima, como en los barrios del sur, porque en el sur, Franz, existe una diferencia de 4 grados más de temperatura respecto del centro de la ciudad, Franz, y ni hablar de lo que significan los 300 metros menos de altura para nosotros, Franz, que no somos de aquí, Franz.
Nora no se asustó gran cosa por la ingente cantidad de piedras que el terreno soportaba, y si así hubiera sido, advertida por la mirada dubitativa del marido que buscaba la suya, seguramente para confirmar el desacuerdo con el lote, ignoró cualquier residuo de vacilación propio sobre si era o no era este terreno el posible edén adecuado, y teniendo en cuenta la imposibilidad de la ciudad rodeada de montañas de mejorar la oferta después de lo ya contemplado, visto y estudiado, impaciente y presa del afán de fundar ese paraíso prometido a los dos para ser el espacio primigenio de su unión perfecta, pues se sentían en todo los primeros, se lanzó terreno adentro con todo ímpetu, anunciando con un voluntarioso entusiasmo: —¡Voy a convertir cada piedra en planta!
Y para borrar definitivamente cualquier tentativa de oposición de la mente del marido se puso a levantar las piedras invernales, calientes y secas, como una muestra inobjetable de su intenso deseo de vida húmeda, verde y vegetal, a tiempo de contradecir con pasión la naturaleza áspera y montañosa de la ciudad: — Esta será una rosa y aquélla un clavel; escoge, Franz, escoge, porque en lugar de esto que ves habrá tulipanes y también margaritas y volarán por aquí golondrinas y tordos — casi cantó, obviando las moscas, revoloteando empeñadas sobre un paquete rosado al borde de un hilo de agua que en invierno sustituía al río. Pero bruscamente detenida por su propia intensidad, ruborizada al representarse con tanta voluptuosidad picaflores y gorriones, tal vez cardenales y palomas, y sin aquel rumor que comenzaría a acosarla pocos años después, terminó murmurando, arrimándose a
él: —Éste será el jardín sagrado en el que viviremos tú y yo. Será nuestro paraíso. —¡Demasiadas piedras! —advirtieron aquella vez los entendidos. —¡Demasiadas piedras! —repitió sobresaltada Nora, ahora sentada ante el hueco con el fresco re-
cuerdo aprisionándole el corazón.
—Las raíces no podrán entrar tierra adentro, y al crecer superficialmente van a destrozar jardín y casa —le habían dicho—. —Pero esto no es asunto de raíces, ni de piedras, ni de nada que tuviera que ver con la ecología
profunda de los suelos del jardín. Se trata de una embestida, de una agresión a mi jardín, a mi jardín, —se respondió ella misma, esta vez sí llorosa, levantándose como empujada por el vigor de un nuevo descubrimiento para acercarse con cuidado a la grieta, presa todavía del pálido furor que la movía. El hueco, más que un grito, le pareció una diabólica sonrisa torcida en la armónica y luminosa placidez de pasto, hojas verdes y variedad de flores. —¿Cuánto mide? —había preguntado el hombrecito especialista aquella vez, levantando la cabe-
za, sombrero y todo, hacia Nora quien ahora lo recordaba con una claridad sorprendente a pesar del tiempo transcurrido, con su holgado terno color tierra, las manos enterradas en los bolsillos y el sombrero borsalino sobre la cabeza.
—Debe ser un descendiente de los Urus —comentaría luego Franz— a pesar de haberlo observa-
do sólo un momento y de lejos. Aunque bajito, era imposible pasarlo por alto: tan pequeño y perfecto. Los ojos vivaces y algo rasgados, las manos gorditas y móviles cuando hablaba, sacándolas de los bolsillos profundos del pantalón. Todo era pequeño en él, menos la voz. Lo recomendó — quién sería— tal vez un colega de Franz, como un legítimo conocedor de suelos. Admirado por la extensión del terreno: —¿Cuánto mide? —había repetido. —No sé con exactitud —replicó— pero debe de andar por los 3. 000 metros cuadrados. —¡Bonito terrenito! ¿Y para qué quiere jardín la señora?
Inclinándose un poco hacia el hombrecito, Nora, estupefacta por la pregunta, no atinaba a comprenderuna quérespuesta es lo quecertera, esperaba hombrecito que contestara, no podía aobtener sí misma sinoeltan sólo un sentir, una emociónpues que ella la trasladaba jardinesdevistos y soñados en otro país, en otro continente; y cómo explicar aquella vez que el jardín era más, mucho más que un simple jardín; que se trataba de replicar el paraíso, allí donde comenzó todo, allí donde los primeros habitantes, como Franz y Nora iniciarían otro linaje, sembrarían un árbol que debía irradiar su amor absoluto, inaugurar un lugar de origen poblado de nombres, nombres que hacían posible que el universo entero existiera a la vez en un mismo espacio, nombres como azalea y nomeolvides, como violetas y coquetas, adonis, dedalera y flor de lis, nombres que tenían su eco en la historia y que, con toda seguridad, formaban parte del primer paraíso. Cómo decirle que ella y él creaban un mundo espejo de otro mundo del que conocían el nombre grande y también el pequeño. De modo que entre sorprendida y vacilante respondió: —¿Cómo dice? Es que yo soy de Viena. — Pero aquí no es..., ¿cómo dijo?, Viena. ¿Para qué quiere jardín aquí? Viajar a La Paz para traer a Viena. Tener otro país aquí, en otro país... extraño —comentó el hombrecito, moviendo la cabeza
hacia abajo con pequeños gestos afirmativos. Para luego entusiasmado repetir:
—¡Tan lindo terrenito! Y avanzar lote adentro con pasitos cortos, con dificultad entre la cantidad in-
finita de piedras, y pasar por encima de raídos hilos de paja amarilla que orgullosos se habían abierto paso entre los resquicios pétreos: —Mire, mire —casi cantó inspirado extendiendo sus bracitos, y de un tirón: — Aquí la casa con su garaje al lado. Más allá pone usted un corralito con su gallo, sus gallinas y
sus pollitos. Más allacito otro corral con sus chanchitos. Entre los dos hay campo para poner pues
agua como lagunita con tiene, sus patos. Ahípuede pueden hurgar los chicosde sinlos molestar. cosas y ocupaciones que uno pues uno no andar ocupándose chicos aTantas cada rato ¿no ve? Ud. seguro que tiene hijos ¿no ve? —Sí, sí... —Y ahora, ¿no están por aquí? —No, no... —Entonces, ¡qué difícil hacer jardín! Y la señora olvida los problemas de la altura: los rayos cósmi-
cos, los rayos ultravioletas que queman las plantas; la tierra aquí, señora, es alcalina, salina y gredosa; la falta de humedad, los cambios repentinos de temperatura en el día como en la noche y las heladas simultáneas con el sol radiante. Aquí se vive arriba, pero también se vive abajo, señora. Arriba a 4. 000 metros al lado de los cerros se vive, abajo dentro de un cráter señora, que es como vivir de una ¿nodeve? Cuando llueve hace somossolcomo balde dentro del carbones. que cae toda el agua,dentro y también cae olla, el agua la nieve y cuando nos quemamos como Entonces, difícil hacer jardín, porque saca las piedras, queda hueco, llueve, se raja la tierra, ¿con qué tapa el hueco? con otra piedra. No sirve. No hay solución. Del árbol las raíces van a fregar el pasto. Y las raíces no pueden estirarse por dentro. Mucha piedra. Y bien adentro, seguro que sigue habiendo río. Mucha piedra ¡tanta piedra! No es cosa de dedo verde señora. No hay caso. Imposible, imposible siempre. —Imposible —repitió ahora Nora como aquella vez. —Imposible!
Mientras miraba con ojos de un color y de otro color el vacío. —¡Sin embargo este hueco no lo ha producido ese río! —casi gritó para sus adentros, jadeante,
mirando, siempre mirando, como si los ojos quisieran apresar el sentido oculto de ese aire hueco. Sí, después de la conversación con el hombrecito había decidido tomar el jardín entre sus manos. m anos. —La naturaleza es perfecta, lo que pretendemos nosotros siempre es torpe, hay que darle su oportunidad... —había exclamado Nora— y nadie, ni siquiera un especialista iba a detenerla en la construcción del paraíso, y sin pensarlo dos veces contrató camiones, contrató albañiles, contrató jardineros que del suelo sacaron montañas m ontañas de piedras afiladas, redondas, angulares, todas talladas por el agua viva que en algún momento las había arrastrado solidariamente consigo en su aventura, y que aquella vez les sirvieron a ellos para cercar alto todo el terreno, para amurallar de seco paisaje a la ya amurallada ciudad por la montaña. Y los jardineros trajeron camionadas de tierra negra, turba, abonos de estiércol elegido, mantos de humus para formar una capa y otra y otra, para engendrar tierra fértil. Reconoció en la capa oscura la tierra negra trabajosamente trasladada, «la más clara debe de ser el abono mezclado, » advirtió, a tiempo que descubría de súbito una mancha oscura, identificada ahora con el recuerdo de un cuerpo pequeño, reseco, violáceo y brillante, lisa cascara de lo que nunca llegó a ser piel, adherida a una entraña que no conoció el abrigo del pelo suave,
—¡Oh Dios! —recordó— ¡habían excavado un hueco para colocar aquel feto! —Eusebia, Eusebia —apeló alarmada ante el abismo de la idea. ¿Dónde fue que cavaron el hueco
para enterrar esa llama?
—¿El sullu? No Señora, aquí no es, en la casa es. El sullu en la casa va, no pues en el jardín, para
que la casa no se coma a los vivos. Aquí no es. —¿Entonces, qué es lo que es? —Tal vez una piedra es.
— ¡Una piedra! —comentó Nora ya para sí misma, fijando el pálido rostro descompuesto en los in-
teriores de la tierra pensada pura y perfecta y por ello mismo profundamente amada. Y de pronto: —¡Los perros!, —se le ocurrió ya totalmente fuera de sí. s í. —¿Qué perros? ¡no hay perros! —se preguntaba y respondía a la vez.
Lo cierto es que hacía tiempo que ella misma había desterrado a los perros del jardín, precisamente porque no dejaban sitio sin cavar. Según Eusebia, los perros comunicados con el adentro cavaban de esa manera para desenterrar los huesos de una muerte por ocurrir en la casa. Pero no fue por ello por lo que sentenció Nora: —O perros o plantas.
Ella decía amar a todos los seres vivos, pero siempre y cuando pudieran habitar juntos sin destrui destruirrse mutuamente. —Si el perro no respeta el jardín, tiene que irse a otra parte —había dicho.
Fue Eusebia la que la ayudó a yudó a sentarse, en realidad, acurrucarse nuevamente en el banco ban co de claro pino oregón, en el famoso banco de las contemplaciones; la cabeza entre las manos, sumergida en dilatadas explicaciones sobre una razón «porque ni siquiera son épocas de lluvia para justificar semejante grieta. » Sí, una sola razón que diera cuenta de aquel hueco mientras esperaba la presencia de Franz que retornaba al mediodía y que tenía la facultad de dar razones para todo y de todo lo que sucedía. En eso, percibió por su ya antiguo hábito de observar para ordenar y limpiar, un papelito lustroso de colores a un paso del banco. Mecánicamente se levantó a recogerlo, casi cansada, tristemente perezosa: una defigura esas estúpida: cubiertas de caricaturas que envolvían losdesplegándolo chicles Bazooka. Fijó la mirada en esaera alargada —¡Los mudos! —exclamó, sintiendo alzarse la ira en la sangre. —Estos desalmados han estado por el jardín. ¡Están prohibidos de pisar el jardín! ¡Está terminan-
temente prohibido que los niños siquiera asomen por el jardín! ¡Esta desobediencia les va a costar caro!... ¡Eusebia anda a ver por dónde andan!
Retornó al banco con una fatiga de siglos, tratando de poner orden en lo que a esa altura era ya el total desorden; y a la vista del hueco volvió a apoyarse en e n el espaldar duro, y de manera natural retrocedió mentalmente hacia el cuarto íntimo y más acogedor de la casa, al rincón en el que ellos, marido y mujer, conversaban, se tomaban un trago, miraban hermosos libros de reproducciones de pinturas, el ámbito en el que ella tocaba el piano de media cola sólo para él, y que fue regalo de matrimonio de Franz; el recinto en el que escuchaban a Beethoven, el compositor más grande de todos los tiempos, muerto en Viena. Allí, en ese lugar, juntos como siempre una noche como cualquier otra, mientras miraban entusiastas las reproducciones de un libro recién adquirido, mientras
ella escogía el Adán de Durero por su nobleza y equilibrio de estatua antigua para dar con su propia imagen perfecta de Adán, y Franz elegía para sí la Eva de Cranach, sensual y magnífica; esa noche habían reparado en la serpiente, no sin espanto por la revelación en aquel fresco de Rafael que representaba a la pareja paradisíaca, separada por el manzano en el que se enroscaba la serpiente cuya cabeza parecía una niña o tal vez un niño, y en la escena logró de pronto ver más allá, ver el nuevo sentido que se proponía tan claro y exclamar con espanto: —Franz, mira la serpiente, Franz, sabes lo que significa, ¿te das cuenta? La serpiente es el mal, es
el pecado, son los hijos, ¡Franz! ¡Son los hijos! Exaltada por el descubrimiento que había alucinado su cerebro y enfriado su corazón, mientras Franz, conmovido por la revelación afirmaba lento y reflexivo con la cabeza. —Te das cuenta, Franz, que nunca, nunca en todos los lienzos que hemos visto del paraíso existen niños. Porque en la felicidad no están los niños. Porque dios no quiso niños en el edén. Por eso, ellos vienen con la serpiente, son serpientes con cabezas de tiernos hijos. Son la manzana de la discordia. Son ellos los que separan, son ellos la causa de la expulsión del paraíso. Son los eternamente expulsados. Los causantes del dolor, del sufrimiento y de la muerte. Sin ellos no habría muerte, Franz, no habría dolor. Oh, Franz, no deben destruir nuestro paraíso. pa raíso. —Calma, Nora, tranquilízate. En verdad es extraordinaria esta revelación —dijo Franz, cauteloso,
sin saber a ciencia cierta qué decir y tratando de reflexionar sobre lo que acababan de descubrir. —
No hay porhan quéfracasado preocuparse, te das al cuenta que ellos, ¡ellos jamás podido al jardín! Ellos en sunoingreso jjardín. ardín.deNuestros hijos, Nora, nohan sé por qué,acceder son unas pobres aves que ni siquiera saben hablar. Y no sé si ha sido la altura y la falta de oxígeno o las montañas que obligan a los chicos a vivir con otra mentalidad, las que tal vez los ha dej dejado ado mudos. Son muy altas estas montañas. —Pero ríen, Franz —le interrumpió vehemente la mujer —, siempre ríen como si no estuvieran mu-
dos. Y eso es a veces peor que poder hablar.
—Estos niños no han nacido en Austria, Nora.
Se quedaron silenciosos mirando el paraíso de Rafael como si necesitaran observar con más cuidado el lienzo por si les revelara algo más, algo más... Pero el cuadro quedó callado, de algún modo había cumplido su misión con ellos. —No sé por qué —dijo Franz después de un momento —, no sé por qué asocio este instante con
Franz Kafka. Pero él, él sí sabía, sí ha entendido algo de todo esto, por eso condenan los padres a los hijos. 30
Fue a la semana siguiente que comenzaron con la construcción de la casa del fondo. Once dormitorios, once baños y un gran comedor. Delante de la casa una pequeña huerta en la que los mudos plantaron kiswaras, retamas y kantutas, pero también sembraron sembraron papas y algo de quinua, por el color. —Los hijos deben estar fuera del paraíso, —repitió Nora ahora desde su banco, en una especie de paroxismo, levantándose para echar el papel del chicle Bazooka al basurero, al lado l ado de la encina, y desesperar por la presencia de Franz justo el momento en el que escuchó la bocina del automóvil del marido en señal de su llegada. Corrió a abrir el enorme portón de madera del garaje. —Son los indios— le dijo a Franz, apenas habían visitado el hueco juntos.
— Pero mujer, un poco más de cordura, qué te imaginas, que ¿sin ni siquiera saber la existencia de tu jardín, vienen por aquí los indios para destruirlo, con el único objeto de dañarte y hacerte un hueco en el jardín? Por favor, recapacita, Nora. N ora. —Hay algo encubierto en todo esto, ¿no te das cuenta? —respondió ella casi con furia. —Qué quieres decir ¿que encubrimos algo? —dijo Franz en tono duro.
Calló porque era evidente le costaba esfuerzo que en su cabeza había pugnado porella, abrirse camino hacia los que labios durante todo el díaarticular sin ella lo permitirlo: —Entonces, no hay otra —mencionó apenas— entonces... son ellos, son los mudos...
Un silencio de palabras no dichas cayó entre ellos como una piedra. Las miradas fijaron un horizonte repleto de un insonoro exceso de justificaciones. —Franz —reanudó Nora con un murmullo tembloroso, los mudos han aprendido a decir cosas. La gente por ahí, dice que los mudos pueden ver los pies de las serpientes, Franz, dicen que los mudos aquí también pueden ver los pies de las piedras, ¡Franz!
Sin despegar los labios, suspiró el esposo con profundidad, y tomando impulso al ver a su mujer cada vez más entregada a sus terrores, la asió por la mano y la llevó a almorzar. Ya era la hora. Junto a los vapores de lacoliflores crema desetomates queelascendían plato delos porcelana austríaco adornado de blancas respiraba aire densodel deceleste un hueco que devoraba como una culpa angustiosa y turbia. Era imposible comer, como imposible era deshacerse de esa brecha que interrumpía la perfección de su jardín que los alimentaba más que las chuletas ahumadas preparadas con tanto esmero como segundo plato, heridos como estaban en el espesor sagrado de su amor que no admitía intromisiones. Con esfuerzo Franz tragaba el budín hecho con el ruibarbo de la casa y que en otra ocasión hubiese degustado con frases de admiración por la tierra del jardín, pero aquel principio pronunciado por su madre m adre después de la segunda guerra mundial no se lo permitía: «existe tanta hambre en el mundo que es pecado dejar algo en el plato, y no quiera Dios que alguna vez nos falte alimento y echemos de menos ese pedazo que ahora botamos a la basura, » de manera que haciendo tripas de corazón deglutía en silencio, la mirada fija y seria sobre el postrero que contenía el rojo potaje. —Y bien, vamos a cerrarlo —afirmó Franz, pretendiendo apaciguar el círculo recurrente que había
capturado a la mujer e intentando dar curso a una normalidad ahora imposible. Se levantó apresurado y salió casi corriendo en busca del jardinero para volver poco después con el aire ligero de quien había redimido al mundo.
—Ya hablé con el jardinero, Nora; prometió conseguir para mañana lo necesario: tierra negra y abono y estiércol, humus y un trozo ya maduro de césped y hasta el sábado todo olvidado, — ocultándole a su mujer su sorpresiva visita a la casa de los hijos. Estaban almorzando al cuidado de Frau Wunderlich. Apenas vieron al padre, los mudos dejaron en su sitio tenedor y cuchillo cohibidos ante la presencia paterna, entre asombrados y atemorizados. El padre no venía nunca o más bien tan sólo cuando celebraban algún cumpleaños, y eso exclusivamente por un momento porque siempre tenía mucho trabajo y poco tiempo que perder. Un silencio denso invadió el comedor como una amenaza que no permitía a los hijos levantar la cabeza del plato. Frau Wunderlich se levantó de su silla para recibirlo, tratando de romper la tensión, pero un gesto autoritario de la mano de Franz la envió a sentarse de nuevo. Miró a sus hijos uno por uno sin recibir una sola mirada destinada a su encuentro. Sintió el pánico de esos seres envueltos en su sangre y una rabia infinita lo invadió hasta los huesos. —¿Quién de ustedes ha osado ir por el jardín? —preguntó con un rencor insólito, sintiendo el poder de su presencia.
—Nadie, ni uno de ellos —oyó por toda respuesta decir a Frau Wunderlich —, ellos han estado conmigo. —No me interrumpa, por favor, Trudi, les pregunto a ellos.
Y al terminar la frase se dio cuenta del absurdo de la situación, ¿qué podían responder estas pobres aves presas del miedo? Miró los choclos a medio comer, las vainas vacías de las habas, el queso derretido y una especie de repugnancia le atacó el estómago por esa debilidad a la vista, por esosamantes seres negados al lenguaje, pormixturas, tanto a la porde esos pasivos del mundo, de las serpentinas y las decultura, los globos agua... Sus espectadores hijos, estos niños que no pertenecían a ningún lugar. ¿O se trataba de algún error de lectura?, ¿O podía él haber perdido el manuscrito al venir a La Paz?, ¿Y si en este país existía otro manuscrito? Otro, que él desconocía y que había vuelto mudos a sus hijos. Sorprendido por sus propios pensamientos dio media vuelta y se fue. Sí, ¿para qué contar esta vana historia a su mujer? De modo que tan sólo repitió tomándole con dulzura la mano, atrayéndola hacia él: —Ya el sábado todo estará olvidado y el domingo caminaremos los dos por nuestro jardín y por aquí nada pasó.
Asintió Nora, como recogida en el interior de una roca, de la que q ue se ignora si quiere acogerse a la lucidez de una verdad o mantenerse cerrada, inmóvil, atemorizada ante la oscura razón de lo desconocido. no soportaba estaserrante caídas eldede suellos, mujerconsagrado en una ausencia que lo excluían como una rama Franz seca. Era un amor nada como estaba solamente a losa dos. Venidos de otras letras, de otros nombres, no deseaban en lo más mínimo retornar a la sombra del árbol dejado atrás sino ser entre ambos el tronco húmedo de uno nuevo y comenzar un libro de hojas relucientes, pero sin renunciar por ello a las páginas escritas por sus antepasados. —Tampoco es muy grande, —susurró conciliador Franz en el abrazo, asociando sin querer a lo dicho la primera frase que le nació a Nora al mirar por vez primera la ciudad. «¡Si parece un hueco!», había exclamado con real sorpresa cuando descendían de El Alto a la ciudad, bajo una lluvia torrencial a pesar de ser invierno. Entonces, un río de aguas espesas se deslizaba sinuoso hacia un dique huidizo, se precipitaba persiguiendo en el descenso piedras y desperdicios, buscando ansioso, con esa corriente casi pétrea, inolvidable, densa y barrosa un centro, una plaza, un lugar de acogida, en esta ciudad siempre fugitiva de sí misma. Cuando para aquel día primerizo, el deseo de Franz había sido la proeza del azul, el filoso paisaje inmóvil, la cordillera resplandeciente, ese callado desfile de las blancas monturas de los guardianes de la luz.
Lo cerraron con ansiedad, con un deseo de nunca visto. Después de unos días Nora volvió volv ió a regar, turbada en un principio, disimuladamente atenta a la consistencia de los suelos, y sólo con el respaldo de los días fue encontrando la calma antigua que la unía amorosamente am orosamente confiada a su jardín. Creció un nuevo entusiasmo que la inducía a regar más horas, y que la empujaba invisiblemente a visitar con más frecuencia a los mudos, cruzar hasta el fondo, hacia la otra casa, llevando regalos y dulces, chicles y sobre todo cremalines, que tanto les gustaba a ellos, sobreponiéndose a su perceptible vacilación cuando estaba por cruzar la verja, causada por las inquietudes de ese rumor que le traía a la memoria el hueco en el jardín y el que siempre la llevaba a pensar en que los mudos tenían algo que ver con ello. Llegó el tiempo de la poda. Los árboles desnudos o disminuidos en el follaje, entristecían a Nora; sobre todo por la campanilla china tan buscada por los pájaros en verano y que ahora aparecía huesuda y descolorida. Nora transitaba por su jardín con tristes pasos, se consolaba melancólicamente imaginando un diciembre anaranjado de campanillas abiertas, libadas por un tornasolado colibrí que había hecho nido en algún lugar íntimo de su jardín. «Como Franz en mi cáliz.» pensó, recordando la apasionada manera que tenían Franz y ella de amarse, siempre necesitados de espacio para gozar entrelazados en un rincón o entre risas de persecuciones erotizadas por un deseo
siempre resurrecto, en todas las habitaciones de la casa, que a esta altura ya estaba diseñada al servicio secreto de la fiesta sexual. Y paseando por su verde sonrió levemente, «hacían bien en vivir solos, lejos de esas miradas impertinentes que tanto los molestaban. » Y de súbito, ocurrió por los extremos del verde, en su pecho, la furia alzada de aquel rumor con el ardor de un dardo triunfal, pretendiendo avanzar con todo para abrirse en el grito, mojando de leche marchita la blusa de seda. Cerró los ojos, apretó los labios hasta el violeta y esperó a que amainara el caudal para correr a cambiarse. Ya lo sabía. podía tratarsepunto de otra El segundo enlapleno jardín. Mordió justo No en el imaginario quecosa. separaba la casahueco de losapareció mudos de suya.centro Nora del reconoció la fuerza destructiva en el tamaño. La grieta no sólo era más abierta que la anterior, sino más honda. Un pesado sentimiento de impotencia cogió su cuerpo y sólo un profundo sollozo nacido más de la voracidad de lo vivo que de su propio sentir expresó la rebeldía. Se negó a vestirse. Encerrada en uno de los cuartos de estar se entregó delirante a la mesa de juego de superficie verde aterciopelada y como desflorando margaritas desfloraba naipes de dos barajas, contándolos en voz alta: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, revistiendo el solitario doble de su retiro a la ausencia. Eusebia le traía innumerables tazas de café para acompañarla con buena intención disimulada. Franz sufría. Si bien Nora ya no comía con él en señal de hundimiento, sí compartía la cama de cielo, pero no permitía ninguna observación, hablaba y hablaba sin dejar resquicio de silencio, hablaba de cosas insulsas, hasta que Franz, agotado por el exceso de palabras y sin armas para detener la fuga de su mujer, caía derrotado en un frágil sueño. Nora sólo admitía a Eusebia, y había días en los que pasaban juntas la tarde entera, conversando no se sabe de qué. Se negó definitivamente a salir al jardín y dejó de visitar a los mudos. Entretanto, como invitados a un festín negro, continuaron coléricos los huecos mordiendo el pasto, precisamente en los lugares más dolorosos para Nora. Lo cierto es que la situación se tornó insostenible cuando Frau Wunderlich se cayó en uno de ellos. Nora reapareció, guerrera entonces, bien vestida y meticulosamente peinada, decidida, según consejo de Eusebia, para batallar con otras armas y buscar a un brujo muy famoso por sus diversas curaciones, y que residía en el barrio de Villa Copacabana. A Frau Wunderlich la salvaron a duras penas de desaparecer cuando ésta gritaba en todos los idiomas, aferrada, en lo que le parecieron horas, a una tabla aledaña a un hueco que se le abrió de modo imprevisto cuando cruzaba el jardín, y en el que había caído estrepitosamente. No se hundió por un deseo de conservación que sólo puede explicarse por una voluntad heredada a través de una historia que había sobrevivido a peores desastres. No obstante, se fracturó una pierna. Frau Wunderlich era una austríaca que cuidaba con esmero a los mudos. Era eficaz, Frau WunderWunde rlich. Y durante la larga estadía que ya tenía junto a los mudos tan sólo hubo un conflicto entre ellos, y éste no muy anterior al primer hueco causado por una costumbre nada feliz de la Frau. Los mudos se atribuían toda la razón del mundo, y cuando entraron en huelga, negándose a obedecer las órdenes de la Frau, hasta Franz se puso del lado de los mudos, y «no por solidaridad, sino por justicia. » Todas las noches, antes de irse a dormir, debían los mudos pasar por el dormitorio de la austríaca, decorado de pared a pared por una serie de cuadros, desde miniaturas hasta enormes tablas de dos metros por tres, enmarcados en toda clase de maderas de blancas flores de nieve o Edelweiss, como decía gozosa la Frau, prolijamente secadas y enumeradas según el año de la cosecha, dormitorio al cuál debían acudir los mudos para ofrecerle el beso de buenas noches. Frau Wunderlich tenía el hábito de acostarse temprano, pero ello no significaba que se durmiera enseguida, sino que se había iniciado la hora del descanso, y la aprovechaba para leer con vehemencia interminables relatos de viajes. Pero todas las noches, llegadas las 10, se levantaba otra vez y efectuaba una ronda de control de dormitorios para ver si todo estaba en su lugar. A las ocho en punto, los mudos ingresaban en fila al dormitorio para cumplir con el ritual del beso. Sobre la mesa de noche se amontonaban voluminosos libros empastados en azul, grabados con gruesos huecos dorados de letras góticas, donde se leía el nombre del autor: Friedrich Heinrich Alexander barón von Humboldt y que probablemente por el grosor de los lomos reunía lo más importante de sus aventuras por Sud América —como sus Viajes Equinocciales al Nuevo Continente — con las que
probablemente Frau Wunderlich se identifícaba en su aventura por Bolivia, y también estaban las famosas Consideraciones sobre la Naturaleza, que le ofrecían material de conversación sobre el jardín. Al lado de los relucientes libros, en un vaso lleno de agua y bicarbonato de sodio, Frau Wunderlich hacía, a su vez, dormir su dentadura que, a la pálida luz de la pequeña lámpara, y tal vez por la amplificación que sufrían los dientes, ya sea por el vidrio, el agua o el bicarbonato de sodio, mostraba con descaro la sonrisa congelada y esquelética de una boca ausente, que por su llamado del otro mundo, desquiciaba a los mudos que arrastraban luego la cadavérica sensación hacia la blanda pared hueca de los labios de la Frau, lugar en el que el beso alcanzaba el éxtasis, contenido de la austríaca, ciega a las según impresiones demuchas los mudos, insistía en aelduras beso penas, tradicional derepugnancia. boca a boca La entre parientes, porque, aseguró veces, se sentía muy mamá de ellos, «tantos años, al fin y al cabo. » decía orgullosamente, convencida de un lazo consanguíneo creado por la proximidad. Sucedió una noche. n oche. Los mudos ingresaron como llamados por lista, uno tras otro de mayor a menor. Al inclinarse el penúltimo hacia los labios pálidos de la boca desdentada perdió el equilibrio y, obedeciendo al instinto, alargó veloz el brazo hacia la mesa de noche en busca del apoyo preciso para no ceder al propio peso y desplomarse sobre ese cuerpo temido; hizo caer en el braceo el vaso que arrojó dentadura, agua turbia y bicarbonato por el suelo de gruesa alfombra, imitación persa, ante el grito espantado de Frau Wunderlich, quien no pretendía de ninguna manera comenzar nuevamente con las impresiones dentales para una nueva y similar placa. Se propagó el espanto, silencioso y tumultuoso el de los mudos, que salieron corriendo sin desahogo y se negaron a volver al ritual; escandaloso y en exceso indignado el de la Frau. Habló Franz, intervino Nora, pero los mudos no capitularon ante la presión que sobre ellos ejercían: baja la cabeza en señal de sumisión, pero no así de aceptación. Finalmente, Frau Wunderlich concedió despojarse de la dentadura después del beso de buenas noches, a cambio de que los mudos confeccionaran nuevos marcos para la interminable colección de Edelweiss de la austríaca y la promesa de pronunciar Leontopodium Alpinium, Edelweiss, apenas supiesen hablar, y de esa manera los hábitos impusieron nuevamente su poder. Cierto es que a la hora de su caída ninguno de los mudos había siquiera logrado balbucear el Leontopodium Alpinium y menos aún Edelweiss, y ahora, rota la pierna derecha, Frau Trudi, como llamaban los allegados a la señora Wunderlich, advertía, desde la cama de la Clínica Alemana, a toda persona que venía solidariamente a verla, de los extraños peligros que conlleva la naturaleza de esta ciudad a la vez que su irrevocable decisión de dejar «ciudad, país, continente.» —Nada es veneno, todo es veneno, la diferencia está en la dosis, —repetía con la soberbia de la
sabiduría aprendida en las lecturas.
—Esa máxima no es mía, es de nuestro Aureola Paracelsus, y quienes entienden el mensaje,
comprenden por qué me voy. Mi dosis ha alcanzado los límites de la sobrevivencia. Ahora, finalmente, me explico por qué el Barón Friedrich Heinrich Alexander von Humboldt, hallándose en la frontera de este país, no quiso otorgarle nunca a estas tierras una sola pisada. Él sabía. Él sabía que esta empobrecida geografía llena de huecos no era apta para sus importantes investigaciones botánicas. Él sabía. Comprueben por ustedes mismos, ¡tanta montaña alrededor y no crece ni un solo Edelweiss sobre estas miserables rocas! No, señores míos. Ahora yo lo sé: todo está en la dosis. Yo regreso a los bosques de Viena... Con la decisión de marcharse se quebró para ella toda posible futura recompensa a sus esfuerzos, como la de oír pronunciar el nombre de su amada flor alpina por los mudos, tantas veces declarados hijos suyos. Su cólera tan sólo fue aplacada en cantado alemán por Franz y después de una importante suma que la llevó de vuelta a su patria con toda su colección cuidadosamente empaquetada y, esta vez, para siempre. El yatiri llegó a la casa a pesar de Franz y, al rato de haber llegado, se paseó serio y muy sereno por entre las tablas improvisadas a manera ma nera de puentes sobre los vacíos, para estudiar el misterio. Dos horas estuvo don Casiano, hombre viejo, inclinado y cortés, estudiando el jardín; equilibrando por los estrechos puentes. —Hay exceso de mal, —sentenció en su idioma, traducido luego por Eusebia al castellano.
—Hay que hacer un lavado. Purificación —afirmó convencida, Eusebia. —Cómo vas a creer en esas cosas —ironizó Franz, a pesar de saber que tenía la batalla perdida,
pues tanto Nora como él no ignoraban que los deseos de su mujer eran para Franz una angustia y no podía dejar de cumplirlos sin caeren un estado de ansiedad obsesiva que le impedía cualquier desviación de aquel deseo aún no realizado.
—Estamos en un país que no es el nuestro, y otras son las costumbres, —dijo Nora con extraordi-
naria firmeza— y más vale creer en esas cosas; además, no hay otra alternativa. No fue fácil conseguir los ingredientes necesarios para el baño. No eran pocos los mudos y tampoco los materiales fáciles de hallar. Diez eran en total. Y para cada uno urgía una receta completa: ramas de retama florecidas, jalea real, Chanel 19, hojas de coca, incienso, sal, agua de rosas, manzanilla, claveles, alcohol blanco y una botella de Whisky Etiqueta Negra. Nora se pasó varios días buscando afanosamente por toda la ciudad hasta el día en que tuvo diez veces todo completo. Esperaron el viernes y se lanzaron cautelosos por entre los huecos a la casa del fondo, donde moraban silenciosamente los diez hijos de Franz y Nora que, por una rara enfermedad, habían perdido el habla cuando cumplieron sucesivamente los siete años. Nadie supo explicar nunca el extraño fenómeno. Eusebia se remitía a una explicación concisa: —Es que la señora había regado cuando estaba enferma.
Era que en ni un solo había podidoque refrenar ansia devarias cuidargeneraciones el jardín. Los ymédicos cierto apostaban indecisos porembarazo una oscura herencia habíasuignorado que ahora, en la unión de Nora y Franz, había encontrado la temperatura ideal para expresarse nuevamente. Se desconocía también en cuál de los dos residía el raro gen. «Tal vez en ambos, » murmuraban los científicos, como un diagnóstico adelantado a su época, que descubría que una determinada mezcla de sustancias genéticas en la penumbra de la unión de los cuerpos, porque «quién sabe lo que sucede ahí, » podía ocasionar desviaciones insólitas. Tampoco Nora y Franz podían dar cuenta de algo anormal, anterior a la mudez de sus hijos. No se detectaba ningún mal fisiológico, y si bien no hablaban, no eran sordos y expresaban a través de largas y continuadas sesiones un gran amor por la música. Los esposos no conversaban sobre ello y, a medida que les nacían los hijos, no bien enmudecían, los enviaban a la casa del fondo, especialmente construida para ellos, al cuidado primero de Frau Wunderlich y ahora de un especialista que aseguraba que un revolucionario método suizo, consistente en masajes y vibraciones eléctricas aplicadas directamente sobre la glotis, prometía grandes resultados. Entre vapores de agua, olores de alcohol, incienso y flores, los mudos miraban asustados y angustiados el agua de color de barro en la que debían sumergirse sin previa explicación. Las ramas de retama servían al brujo para golpear enérgicamente las silenciosas espaldas; las flores amarillas de retama mezcladas con jalea y clavel, para frotarlos y en parte para adornarlos, mientras ritualmente murmuraba don Casiano, con extraordinario fervor, oraciones en aymara, de las cuales, tan sólo de vez en cuando, los mudos entreoían algunas palabras como diosito, achachilas phutunku, huirgina, espíritu santo, phutunku, desgracia, desgracia, desgracia. Los chicos pasaban uno a uno a la tina que había pertenecido por tantos años a Frau Wunderlich. Los metían casi a la fuerza en agua siempre renovada y preparada para cada cual con esmero, llorosos todos, —si es que podía entenderse esos quejidos lastimosos y accidentados como un sollozo púdico por la desnudez a la que los obligaba el lavado, y sorprendidos a la vez porque nadie les había dicho una sola palabra acerca del baño purificador y por eso mismo, en el estupor, impotentes para la l a rebeldía—, mientras Nora desaparecía cautelosamente, acosada por el rumor de las voces que a ella le sonaban como de alkamaris graznando como cuervos. Cuando el brujo hubo terminado con los diez, sudaba copiosamente. Envueltos en una sábana blanca de algodón fueron llevados cada uno a su dormitorio bajo la estricta prohibición de salir de la habitación durante una semana, pues siete días tardaría el mal en desprenderse de sus cuerpos,
de otro modo, según don Casiano, podía dañarse el jardín de un modo definitivo y convertirse en tierra de nadie, desierto, sin pájaros, sin plantas, sin árboles, sin pasto, sólo barranco y barro. El brujo advirtió adecuadamente, en traducción de Eusebia, del peligro que corrían animales y plantas, y que de ninguna manera debían contravenir sus órdenes, pues de no obedecer sus mandatos, todo el trabajo se iría al demonio. Si por un momento sintió Nora la ráfaga de un desquicio sense ntimental por los mudos, la imagen de los huecos la mantuvo finalmente fría y dispuso, el cierre de las puertas con llave. Fueron llevados los alimentos a diario por un empleado que los dejaba delandela nte de la puerta de cada uno de los diez dormitorios, y antes de dar los tres toques de contraseña, desbloqueaba la puerta desaparecer continuación y buscarrecoger protección ante cualquier extraño mal emanado por los para mudos, para luegoade una hora retornar, los platos siempre vacíos y cerrar prolijamente la puerta. Transcurrida la cuarentena de los mudos, el jardín resplandecía con furor. Las lesiones de la tierra fueron cicatrizando desde lo profundo de la roca madre hacia arriba, para cerrarse definitivamente y mostrar el verde de una belleza natural inasible. Los colores, más brillantes que nunca, otorgaban al jardín un fulgor incorpóreo, incorp óreo, de otro mundo. —Es sencillamente increíble, extraordinario, —murmuraba anonadado Franz, como si la evidencia
de la cura del jardín no fuera real.
Nora resplandecía persiguiendo como una niña sus asombros por el jardín: —La encina que hace 20 años hemos plantado, mira eso, cómo ha crecido en una semana: 5 cen-
tímetros nada menos. Lo que más de los 10 centímetros había logrado crecer todo este tiempo en la altura de significa, La Paz. ¿Impresionante, verdad? Y laque mimosa, una de las másen afectadas, ¿recuerdas? Y haciéndose con una flor amarilla, pequeñita, la puso dulcemente en la ahuecada mano: —Redondita y aterciopelada, ¡es un milagro!; y ¿ya viste los lirios?, ¿la iris germánica? ¡tan vistosa
y bella!
Hablaba y hablaba sin detenerse nunca y, cubriendo el pozo de los sucesos pasados, saltaba de una planta a otra entusiasmando a Franz que la seguía fascinado, prendido del movimiento casi rítmico de la boca de su mujer, de sus blancos dientes, apenas visibles entre los labios entreabiertos, y de su lengua, que de vez en cuando rebasaba su morada, saliendo para humedecer los labios finos y enardecidos por el fervor vegetal, y que prometían en ese estado de excitación una corta luna de miel, que, pensó Franz, podía pasarse en los Yungas: —Sólo un fin de semana, Nora, para un merecido descanso y aprovechar para traer plantas exóti-
cas.
También aquel rumor en el pecho había desaparecido como por obra de magia. Nora, siempre atenta a su presencia, no sentía sino una leve inquietud causada más por el miedo a que se repitiera su oscuro lamento que a lo que realmente percibía. Se sabía insólitamente libre. Recordó la primera vez que ese rumor se hizo presente como una corriente ansiosa y asfixiante. Fue el primer domingo de todos los domingos de aquel año en el que llevaron al primogénito a conocer el jardín. Acababa de entrar en el colegio y pronto sabría leer. Franz decidió que estaba maduro para incorporarlo a sus costumbres, a los que el chico por su corta edad no había accedido nunca. Tomaron al niño de las manos, uno de cada lado. Era un día húmedo y nublado. Con la voz de quien reconoce el momento de comunicar algo muy importante, y que Franz adoptaba en sus trances pedagógicos, el marido de Nora sentenció solemnemente a tiempo de empujar la pequeña puerta de la verja de madera pintada de verde y dejar pasar al hijo: —Es hora de hacer de ti un hombre al servicio de nuestro jardín, como lo estamos nosotros, para
que éste sea una mitad dichosa de tu vida y puedas entregarte de lleno a tu trabajo escolar cuyos
frutos recogerás luego, para bien tuyo y de tu patria. Ingresaron caminando silenciosos sobre el sendero reluciente y húmedo de piedra laja, directamente hasta el fondo, ahí donde reposaba el banco de las sagradas contemplaciones y se alzaba a pocos metros la piedra de La Concordia, hasta el lugar donde crecía el rosal de fuego como un altar y que ahora ya no existía. Contagiado del frío y de la frescura del verde en domingo con dalias color fucsia abiertas como soles, el niño, incapaz de guardar pensamientos graves, comenzó a correr sobre la hierba y saltar por encima de los pequeños setos disciplinados; a cada salto profería un grito júbilo. Noravez se asustó tal libertad l ibertad que podía molesta y se quedó mirando de cada reojo una vez de al niño y otra a Franz.deConocedora amplia delser rostro del marido y por eso mismo vez más anhelante, quedó finalmente colgada del cable interior de alta tensión sin poder adivinar aquella vez la reacción inmediata del esposo ante semejante expansión infantil que profanaba los pastos recién segados. Pero Franz no expresó nada más que el esforzado apretón de mandíbulas que ella conocía tan bien y cuyo latido Nora había observado hipnotizada en el ya pálido rostro del esposo, coincidiendo con él al pensar que el peso del chico no podría destruir gran cosa del jardín. Pero lo que no era cosa de peso, lo que era un atentado que amenazaba la paz siempre buscada por ellos y lograda renunciando a la música y a los niños para vivir en estado de paraíso, eran los gritos gozosos, extraños, enajenantes en la atmósfera beatífica, era el alboroto de aquel niño que había perdido a esa altura toda compostura y que inesperadamente se lanzó, mientras Nora horrorizada comentaba para sí misma: «y ahora qué, » a tiempo de ladear la cabeza para no ver, pero viendo como el infante suyo se lanzaba, inesperadamente con todo sobre la enorme piedra de La Concordia, como la llamaron por su serena belleza de piedra, pero no sólo por eso, sino porque reconocían en ella la piedra fundamental y filosofal traída de una cantera de basalto del cañadón de Achumani, la única de estas tierras digna de su jardín, y que más que una piedra era un túmulo en forma de tobogán de basalto negro y pulido, sobre la cuál el niño, atraído por la altura y la posibilidad de convertirse en resbalín, se había precipitado con un entusiasmo imparable. Ya sin titubear, Nora corrió tras el niño el mismo instante en el que lo hacía Franz, ya en trance de no poder detener su disgusto mientras el niño aún con tiempo, daba de gritos: —¡Kala, kala!
Encaramándose sobre el basalto negro pulido —¡Kala, kala!
Con k oclusiva, pura, sorda y postvelar, y Nora, ya cerca, corregía suplicante: —¡No!, ¡piedra!, ¡piedra!
Y Franz, ya sobre el niño: — ¡Nein, Stein, Stein!
Y el chico despistado, montado sobre la parte alta de la piedra de La Concordia, animado por lo que leía como entusiasmo familiar; —¡Kala, kala!
Otra vez con la k oclusiva, pura, sorda y postvelar, mientras Nora intermediaria: — ¡Piedra, piedra!
Y Franz fanático: —¡Stein, Stein! a tiempo de impulsar el brazo, para fortalecer la palma de la mano que restalló se-
ca en una bofetada sobre la pequeña mejilla blanca del niño, mientras repetía fuera de sí: —¡Stein, Stein!,
Sin aclarar si se trataba de un conflicto de lenguas o de la profanación de la piedra fundamental de La Concordia o las dos cosas a la vez. El niño salió disparado y sorprendido cayendo sobre el pasto, y silencioso y asombrado miró al padre que lo había maltratado, bajando los ojos de inmediato inmed iato a la tierra humilde para protegerse de la l a mirada azul. Era evidente que en esas condiciones no podía formar estrecha deleningún lazouna vegetal edénico. Si Nora sintió alguna rebeldía enen eseelinstante no laparte recordaba, sólo quedaba sensación de entrega, un naufragio silencioso río del deseo de hacer feliz al hombre que amaba, de hundir sumisa cualquier reclamo que podría llevar a la pareja a las orillas de la discordia en un país tan lejano en la geografía y, además, pensó ahora sin remordimientos, ¿no habían descubierto juntos, siempre juntos, la extraña naturaleza de los hi jos? No había terminado ahí la cosa, pues una vez recuperado el sentido de su estancia en el jardín se acercaron calmosos al rosal de fuego: el hijo, la mirada baja, seguía los zapatos blancos y deportivos del progenitor, presa de las letras incomprensibles que bailaban delante de él a cada paso del padre —seguramente decían Salamander que era el sello nuevo de aquellos tiempos austríacos —; la madre sin saber si debía o no debía tocar al hijo sin lágrimas; y el padre, ya ante el rosal de fuego, embargado por una extraña exaltación provocada tal vez por el percance ocurrido o por la tercera presencia en la siempre callada perfección del jardín o, tal vez, movido por el recuerdo de un antiguo canto no perdido del todo en la memoria, a pesar de habitar otro continente, o precisamente por ello, moduló con voz ronca y desconocida para el hijo: —Ribesprunos, Ribesprunus Pisum Satinum Betula Alba Trifolium Trifolium Trifolium Clepsidra est, Clepsidra est Clepsidra saró. Con el silencio respetuoso otorgado por Nora al instante convocado y el absoluto y alarmado desconcierto del muchacho que no atinaba a mirar a su padre que parecía envuelto en un aire sagrado, sólo comprensible al jardín, hicieron una venia. —Ha llegado el momento —dijo Franz— y acercándose al niño le mostró un enano todo tallado en
madera y luego pintado y que parecía hacer guardia al lado del rosal.
—Hemos traído este centinela de Viena expresamente para ti, pero para que sea imagen tuya en el jardín deberás decirnos primero su nombre. —Explicó Franz al niño.
Calló el hijo. Franz le repitió lo mismo. Silencio. —¿Cómo se llama? —insistió.
El vástago nervioso quedó en silencio. Franz impaciente: —¿Cómo se llama?
Intervino Nora:
—Míralo, es tuyo, ¿cuál es su nombre?
Silencio. El chico parecía una piedra más. Hasta que totalmente fuera de sí Franz le grito: —¿Cuál es tu nombre? ¿Cómo te llamas, idiota?
Pero el niño no respondió. Se miraron Franz y Nora, Nora y Franz, rendidos por la mudez. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer con este niño que se resistía a comprometerse con las claves de la integración al jardín? Entre la lástima y la decepción decidieron que lo mejor era seguir el rito. De manera que se pusieron a dar una vuelta en redondo por todos los rincones íntimos y vegetales construidos bajo el mando de Nora. Franz daba complicadas explicaciones aquí y allá sobre las plantas, las cortezas, las raíces. Vacilantes, sin saber si ese hijo suyo podría en realidad apretar un botón después que ni siquiera había logrado decir su nombre, le entregaron una pequeña máquina fotográfica, algo pesada para su edad y, a tiempo de enseñarle el fácil mecanismo del obturador, le encomendaron la tarea de sacar fotos de Franz y Nora por doquier: delante del álamo dulce aparecían sonrientes y ambos vestidos de blanco, delante del gran pino con cara de circunstancias y al lado de las margaritas y también de las dalias, y en primer plano aparecían con las buganvillas lilas al fondo. Con sorpresa observaron que el niño apretaba el gatillo con entusiasmo, y las imágenes que Franz iba luego a revelar a su comentarios laboratorio enamorosos el tercer opiso la casaayAustria que luego entre los dos salieron en el salón íntimo entre las de enviarían a loscolarían parientes y amigos, estupendas. Cosa extraña, ni uno solo de los hijos apareció nunca en los álbumes de fotos. La habilidad del hijo para apretar el obturador les dio el valor de volver a intentar integrarlo al jardín, de manera que al terminar la ronda y alcanzar nuevamente el rosal de fuego, con gesto otra vez solemne y haciendo uso de unas gruesas tijeras negras traídas especialmente para la ocasión, Franz cortó, como pidiendo permiso, tocando delicado el sensible tallo de una de las rosas, ya abiertas por cierto, y se la dio al niño, que habiendo ya comprendido oscuramente la alta significación del lugar y del momento, recibió el tallo tenso y tembloroso, soltándolo de inmediato, pinchado por el filoso aguijón de rosa. Culpable el niño observaba espantado la caída de la dichosa rosa fogosa en el cuidado círculo de tierra alrededor de la planta. Instintivamente y sin atinar a mirar a los progenitores, la alzó veloz y lloroso por el penetrante dolor del aguijón en el índice, ante la siempre silenciosa desaprobación del ojo del padre, y cuando el hijo, para no molestar, intentó chuparse la sangre que le brotaba, el padre tomó bruscamente el dedo e hizo escurrir dos gotas penosas a la tierra. Fue en ese preciso momento, tal vez exactamente el instante en el que la sangre tocaba tierra, con un ritmo que crece oscuro y alado, como un viento afilado buscando expandir su bronca, como murciélagos sorprendidos, que apareció aquel rumor por vez primera en la jaula del pecho exprimiendo la leche. Luego Nora conocería todas sus formas, ya sea preso en la garganta dentro de un anillo de hierro o sordo y seco cuando calmado reposaba tal vez justo debajo del corazón, asido al hueso como a una rama, como un búho esperando el surgir de las corrientes enceguecidas de la noche; ese rumor de domingo en domingo. Nora lo recordaba bien. Y fue de domingo en domingo: —Ribes-prunos Ribesprunus, Pisum Satinum, Betula Alba, Trifolium Trifolium Trifolium, Clepsidra est, Clepsidra est, Clepsidra saró— que cumplieron con el jardín. Al cabo del año, el hijo enmudeció completamente. Y al cabo de los años y las mismas costumbres, también los nueve siguientes quedaron sin palabra. Ni uno de los niños pudo jamás pronunciar su propio nombre en el jardín. Tal vez porque para lucir un nombre hay que pertenecer a un lugar y ellos habían perdido el territorio que abarca la sombra de un árbol antecesor. Lo cierto es que con el transcurrir del tiempo el jardín de Nora quedó poblado por diez enanos de madera vienesa. Suspiró ahora aliviada por el recuerdo acabado. Qué importaba ya; con el milagro del jardín el ru-
mor se había ido, esfumado, evaporado, lo sentía con claridad en las manos que tocaban los ahora blandos senos blancos. Suspiró otra vez. La vida era buena con ellos. Habían recuperado el paraíso que en algún momento creyeron perdido. Invitaron a los hijos a su casa para celebrar una pequeña despedida antes del viaje a los Yungas y de paso, y por deseo expreso del profesor nuevo, que ya no era nuevo, evaluar los avances que los mudos habían podido lograr en tan corto tiempo. notorio y notable,se—van sentenció seriedad elcomo profesor que en cual—El progreso — y pienso quier momento,esestos muchachos a ponercon a conversar si nunca hubieran perdido el habla. Franz y Nora se sentaron en un hermoso sofá floreado para recibir a los mudos. Eusebia había acomodado en semicírculo diez sillas alrededor del sofá, pertenecientes al comedor: de espaldar alto y forradas de rojo vino aterciopelado. Los mudos no tardaron en cruzar el jardín y llegar a la casa vestidos con lo mejor que tenían. Ternos azules, algo brillosos por la frecuencia de una plancha descuidada, los hombres, y vestidas de falda amplia y de pequeñas flores celestes y hojitas blancas las mujeres, con medias también celestes y mocasines de charol. A los mayores les quedaban visiblemente cortos los pantalones y los calcetines, celestes y raídos, mostraban los tobillos fuertes y jóvenes. Herederos casi todos de la ropa del inmediato superior, no siempre ajustados por la costurera al nuevo cuerpo, producían la sensación, con el pelo casi rubio y ensortijado, los ojos azules, grandes, de una mirada que surgía directamente de una concavidad profunda y asombrada por el terror de estar en un mundo que no tocaban; sí, producían la sensación de unos áng ángeeles inasible venidos aire a menos, que Redondos, se equivocaron de planeta. tendencia a laseobesidad un de globo. de rostro blanco Una y labios rojos yclara sanos, parabanles undaba algo inclinados hacia atrás por el peso, la desconfianza y el miedo, como evadiendo golpe y realidad. «A mi vuelta les compraré algo de ropa» se hace sentir la ausencia de Frau Wunderlich, tendré que contratar a una mujer, » pensó Nora al verlos, intimidada a causa de una nueva piedad interior, avergonzada, no se sabe si por la ropa o por ese rigor de soledad que emanaba silencioso del cuerpo de los mudos, o tal vez por ambos. Obedientes a un gesto amable de Franz, tomaron asiento por orden de edad. Franz había puesto en la mañana dos botellas de champagne francés, Moët Chandon, al hielo. En unas hermosas copas de cristal checoslovaco vertió Franz el líquido espumante, y Nora trajo de la cocina, envueltas en una blanca servilleta para evitar que se enfríen, tostadas recién hechas y cortaditas en pequeños cuadraditos, abrillantadas por una leve capa de mantequilla, junto a dos frasquitos pequeños de caviar gris Beluga. Cada uno recibió un platito de porcelana floreada para que no cayeran las migas sobre la alfombra. Brindaron varias veces entre el silencio indescifrable que provenía de los rostros de los mudos que a veces afirmaban con la cabeza nerviosos y sin saber cómo responder a los chistes cada vez más débiles de d e Franz, quien, algo desquiciado por lla a forzada circunstancia, no encontraba sino descanso en la risa clara de su mujer que se reía de todo lo que él decía, comentándolo con cariño burlón, intentando una complicidad con los mudos que correspondían con un leve levantamiento de las comisuras de los labios y un achinamiento de los ojos, equivalente a una intención de cara feliz. Los mudos comieron voraces y bebieron veloces y no se sabe si para abreviar el trance o porque, poco acostumbrados a estas expresiones de cariño, ignoraban cómo conducirse. — El profesor nos ha informado de los progresos que han hecho en este último tiempo, y nosotros, muy complacidos por ello, queremos verlos, o mejor, escucharlos, —pidió con amabilidad Franz.
Era el momento. Hubo como un batir de inquietas alas entre los mudos. Se paró el mayor: un leve estertor, seguido por una especie de hipo que se tragaba el aire como para darse un impulso a tiempo de cerrar los labios y emitir un extraño soplo que sonaba bbbbbb. Tomó aliento y —Bbbbbaabbbá... Y cerrando los labios —Mmmmaammmá... Aplaudieron todos.
—»Bravo» —comentó Franz entusiasmado. Pero a tiempo de expresar cada uno de los hijos su
mamá, papá, percibió Nora de improviso la furia del caudal rumoroso, como vuelo de thaparakus, mariposas negras, alkamaris como cuervos, juntándose en la sangre, hinchando los senos endurecidos por una leche memoriosa, mientras Franz, ajeno a ese rumor negro y alado celebraba:
—¡Excelente!
Y los chicos estimulados por el reconocimiento se ponían de pie para repetir el estertor, ese impulso que puja por expresar, y Nora desencajada no atinaba a gritar, en tanto Franz: —¿Qué másprimitivo han aprendido? Y los muchachos concentrando los labios en un círculo hueco se esforzaban en dar paso al aire, que por la redondez abierta debía explotar en sentidos, mientras Nora bañada en leche espesa, incapaz de frenar la corriente del río de oscuras aguas de limo subterráneo, percibió que se rompía el antiguo dique adversario, el mismo instante en el que las diez bocas se abrían al unísono, soplando roncas y rencorosas: —¡Bbbbuuuueeeeccccoooooo!
El que se abrió ahí mismo, abismal y profundo, que se abrió con el viento de voces como una garganta que al despeñarse hacia el fondo dejaba al descubierto los negados jugos de un jardín oculto, que se destapó con un tumulto de piedras como frutos resecos, que ahora despeñadas sobre Franz y Nora los hundían sin oportunidad de voz en aquel hueco negro, despejado por aquella decena de bocas desbocadas, diseñadas con seguridad para otra cosa. Al otro lado del hueco, no había había nada. Phutunhuicu, pronunciaron correctamente cuando aprendieron a hablar los mudos, Phutunhuicu, que en buen aymara es phutunku y en buen castellano, hueco. Pero, nadie los entendió.
Este libro se terminó de imprimir en abril de 1998 en los talleres de Plural Editores Pasaje Jáuregui N° 2248 Telf.: 311708/Fax: 321713 e-mail: plural@caoba. entelnet. bo La Paz - Bolivia
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