January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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CARLO MARIA MARTINI
El jardín interior Un camino para creyentes y no creyentes
SAL T2ERRAE
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447 Título original: Il giardino interiore © Carlo Maria Martini © Edizioni Piemme, S.P.A., 2014 Segrate – Milano www.edizpiemme.it La traducción de esta obra ha sido negociada con Ute Körner Literary Agent - Barcelona www.uklitag.com Traducción: José Pérez Escobar © Editorial Sal Terrae, 2015 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
[email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 22-06-2015 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2499-0
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Prólogo
Este libro se dirige a quien –creyente o no– considere una dimensión inalienable de la propia experiencia aquella interioridad que no cesa de interrogarse y de reflexionar. Los creyentes encontrarán en él un alimento sólido para meditar sobre su propio itinerario espiritual, para que la fe pueda ser una fe madura, adulta, que se hace preguntas y, al mismo tiempo, sabe dar razones de sí misma. Quien no cree puede sentirse invitado a confrontarse con la propia interioridad y con preguntas espirituales que tienen una enorme actualidad para todos: el silencio y la soledad son realidades que muchos buscan hoy, como quiera que se interprete esta búsqueda; la reconciliación resulta dramática como condición irrenunciable para la supervivencia de las personas y de las sociedades; y así también la identificación, la denuncia y la lucha contra el mal –sea personal, estructural o ideológico–, es decir, contra todo aquello que degrada y humilla la dignidad del ser humano.
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1. El amor de Dios al ser humano
Para explicar quién es Dios tenemos que remitirnos a la Biblia, ese conjunto de libros del Antiguo y del Nuevo Testamento –escritos durante más de un milenio– que contienen la única Palabra de Dios y la explicitación de su plan de salvación. Obviamente, la Escritura no trata el problema de la existencia de Dios, sino que, más bien, nos narra cuál es el rostro del Dios verdadero. No es un Dios vengativo, susceptible, exigente, que exige al ser humano lo que este no puede dar, y mucho menos un Dios lejano que se desinteresa del mundo. El Dios de la Biblia es un Dios rico en amor y misericordia, que sale a buscar al ser humano que ha creado y al que desea hacer feliz. La vida, la muerte, la amistad, el dolor, el amor, la familia, el trabajo, las diversas situaciones personales, la soledad, los movimientos secretos del corazón, los grandes fenómenos sociales y de época...: toda esta vida humana nos la entrega la Palabra de Dios escrita en la Biblia bajo una luz nueva y verdadera. No es casual que la Escritura constituya la insustituible fuente cultural de la Iglesia, su primera expresión cultural privilegiada y perenne, la norma de referencia de todo cambio cultural. Quiero presentar, por consiguiente, el verdadero rostro de Dios en los evangelios de Marcos, de Juan y de Lucas. Los evangelios se transmitieron oralmente antes de ponerse por escrito. El término griego «evangelio» significa, literalmente, «el anuncio feliz» que lleva un mensajero, «la buena noticia»; y esta buena noticia, llevada y predicada por Jesús, es Jesús mismo, se identifica con la persona de Cristo como cumplimiento de las promesas mesiánicas e intervención definitiva de Dios en la historia. La designación de «evangelio» para las obras escritas por Mateo, Marcos, Lucas y Juan, que comienza en el siglo II, quiere expresar la íntima vinculación que tienen dichas obras con el mensaje de Jesús y de los apóstoles.
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El misterio de Dios en el Evangelio de Marcos Es interesante reflexionar sobre el misterio de Dios en el evangelio de Marcos; mejor aún, ver qué parte tiene el sentido de Dios en el camino que Marcos propone al catecúmeno, es decir, a quien se prepara para abrazar la fe. Notemos, en primer lugar, lo poco que, de hecho, se habla de Dios en este evangelio, lo escasa que parece la enseñanza sobre Dios. Si tenemos en cuenta sus menciones, constataremos que el nombre de Dios aparece treinta y siete veces en Marcos, mientras que en Mateo se encuentra cuarenta y seis veces, y en Lucas ciento ocho. Lo mismo sucede en el caso del término Padre: aparece trece veces en Marcos, pero solo en cinco ocasiones se refiere a Dios, mientras que en Juan son centenares las veces que aparece la palabra «Padre» referida a Dios, porque, evidentemente, una catequesis sobre Dios Padre forma parte de la instrucción del cristiano iluminado. ¿A qué se debe este silencio sobre Dios? ¿Por qué se habla poco de él? Tenemos que remitirnos a la situación concreta de los catecúmenos en la Iglesia primitiva, los cuales, sobre todo aquellos a quienes se dirige el evangelio de Marcos – procedentes en su mayor parte del paganismo–, tenían ya un gran sentido religioso. No les resultaba extraño el pensamiento, la palabra, el vocablo, la mención continua de Dios; como bien dice san Pablo hablando precisamente de los paganos: «Aunque existiesen en el cielo o en la tierra los llamados dioses, y hay muchos dioses y señores (kyrioi)...» (1 Cor 8,5). Tan cierto era que Pablo, al entrar en Atenas, se irrita por la presencia constante de imágenes de la divinidad y califica a los atenienses de «extremadamente supersticiosos». El catecumenado se impartía, por consiguiente, a personas que, en el fondo, tenían a Dios en los labios, incluso en exceso. El problema no residía tanto en formar en el sentido de lo divino, cuanto en luchar contra una religiosidad errónea. Podemos preguntarnos entonces: ¿es realmente peor nuestra situación actual de ateísmo difuso? Tal vez es más fácil hablar del Dios verdadero en una situación de ateísmo que en otra de superstición, en la que cuanto se diga sobre él puede ser tergiversado y malinterpretado. ¿Cómo se instruía entonces al catecúmeno en la realidad de Dios? Probablemente, se hacía basándose en gran parte en el Antiguo Testamento, particularmente en los Salmos. El libro de los Salmos formaba al catecúmeno en el verdadero sentido de Dios, y la comunidad primitiva –formada también por cristianos procedentes del paganismo– leía a menudo y conocía muy bien cada salmo. Lo
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atestiguan las frecuentes citas que de ellos hace el Nuevo Testamento, algo que no se explicaría de otro modo. Queremos, por consiguiente, repasar brevemente los textos principales del evangelio de Marcos –unos quince– en los que se hace referencia directa o indirecta a Dios, para comprender así los aspectos que se subrayan porque se consideran los más importantes en el camino inicial hacia él y hacia la intimidad con el Señor Jesús. La misteriosa iniciativa de Dios ¿Quién es Dios? Es aquel que toma una misteriosa iniciativa: «Mira, envío por delante a mi mensajero» (Mc 1,2). Dios no es nombrado, pero es aquel que toma una iniciativa misteriosa, no bien definida; algo está a punto de suceder; de alguna manera, Dios viene a nuestro encuentro. Él es el Dios que viene: «Preparad el camino al Señor» (1,3): Dios está viniendo. Esta indicación, clara y misteriosa al mismo tiempo, sobre Dios, que se mueve por propia iniciativa hacia nosotros, reaparece más adelante: «[Jesús] vio el cielo abierto...» (1,10). El Padre que está en el cielo se hace presente en nuestra realidad, en nuestra experiencia, se pone en comunicación con nosotros desde el cielo. Y se comunica con nosotros mediante el Hijo: «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» (1,11). Es en el Hijo en quien entenderemos algo del incognoscible misterio de Dios. Dios aparece como misterio incognoscible que, en un determinado momento, toma una iniciativa misteriosa con respecto a nosotros y se nos acerca para estremecernos. No es mucho; pero se dice todo lo que puede suscitar un sentido de espera, de preparación. Al catecúmeno no se le invita a decir inmediatamente: «Dios está aquí; Dios es esto o aquello», sino a comprender que Dios es aquel que está a punto de tomar posesión de su vida y le sale al encuentro con una misteriosa iniciativa. Un Dios que perdona «Jesús se dirigió a Galilea a proclamar el evangelio de Dios» (1,14); indirectamente sabemos que Dios es el Dios del Evangelio. «El Reino de Dios está cerca» (1,15); Dios es el Dios del Reino. Encontramos aquí dos indicaciones muy importantes: Dios te trae una buena noticia que va a cambiar tu situación; Dios va a poner, misteriosamente, las cosas en su sitio. Por consiguiente, Dios es aquel que entra en tu vida con un mensaje impresionante, lleno de alegría, y que viene a reordenar las cosas de tu vida. No sabemos aún lo que Dios quiere, pero se nos prepara con plena disponibilidad para una novedad misteriosa que debe entrar en nuestro interior. 7
Otra referencia misteriosa, totalmente indirecta, la encontramos más adelante: «[Jesús] muy de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, se levantó, salió y se dirigió a un lugar despoblado, donde estuvo orando» (1,35). Dios es aquel a quien ora Cristo. Jesús, presentado como Hijo modelo, está en unión misteriosa con Dios; y nosotros, aun sin saber mucho más, nos encontramos inmersos en una atmósfera de espera, de respeto, de reverencia y de tensión por el misterio de Dios que, en Cristo, se nos está revelando. De nuevo, en el capítulo siguiente leemos: «¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?» (2,7). La frase es proferida por los adversarios, pero sirve para subrayar que Dios es aquel que puede perdonar. Por estas pocas referencias vemos que se produce un cambio radical de la mentalidad pagana, para la que Dios era el ser a disposición del ser humano, sobre el que este podía poner sus manos, hacérselo propicio, pidiendo y obteniendo de él lo que quería; un Dios al que podía manipular el ser humano. Ahora, en cambio, el ser humano es colocado en un estado de total pasividad, de espera, escucha, reverencia y respeto. Y Dios está a punto de intervenir, de hacer realidad su Reino. Nosotros debemos, humildemente, escuchar sin entender, estar preparados para ir allí adonde quiere llevarnos. A partir del capítulo 2 son muy pocas las menciones de Dios, porque quien actúa es Jesús, que se dispone a revelarnos el misterio en su persona; en consecuencia, la catequesis sobre Dios no aparece en primer plano. Una vez que el ser humano se ha hecho disponible, comienza el camino del seguimiento del Hijo, que nos permite purificarnos de un falso modo de comprender a Dios para llegar a conocerlo de verdad. Un Dios bueno y fiel No obstante, en los capítulos 11, 12 y 13 del evangelio de Marcos encontramos cuatro menciones de Dios que retoman determinados temas veterotestamentarios que nos permiten constatar que en este evangelio no se perdían de vista algunos temas fundamentales, como puntos de partida para una catequesis sobre el «Dios de nuestro Señor Jesucristo». El primer tema fundamental lo leemos en la respuesta de Jesús: «Nadie es bueno, sino solo Dios» (10,18), que revela al catecúmeno la bondad de Dios, el único bueno al que amar «con todo tu corazón y con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas», como se dice en 12,30. Otro pasaje de catequesis veterotestamentaria lo encontramos en el capítulo siguiente, en la exhortación o indicación «tened fe en Dios» (11,22). Notemos que el texto griego es bastante más misterioso, porque dice: échete pístin Theoû; es decir, 8
invierte la pregunta ¿quién es Dios? Es aquel que merece fe y confianza, aquel que merece un abandono total: el catecúmeno debe abandonarse al misterio de Dios, que quiere actuar en él. De nuevo encontramos una referencia veterotestamentaria en el capítulo 13; se recuerda al Dios de la creación de manera muy indirecta: «Desde el comienzo de la creación... hasta ahora» (13,19). Los temas bíblicos del Dios Único, Bueno, Fiel, Creador, Realidad suprema a la que amar, estaban entonces muy presentes; de hecho, Marcos nos da un modelo de catequesis para personas que creían en estos valores. Sobre ellos se construye la idea evangélica del Dios que viene y toma una iniciativa llena de misterio, del Dios al que hay que abandonarse y que nos guía por medio de Cristo. Un Dios para quien todo es posible Para terminar presentamos dos textos esenciales y reveladores de la identidad de Dios en Marcos. En el capítulo 14 encontramos esta oración: «Abba, Padre, tú lo puedes todo; aparta de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (v. 36). El Dios que subyace a esta representación suministrada por las palabras de Jesús es aquel para quien todo es posible (una idea veterotestamentaria), el Dios que puede apartar la copa, pero que en realidad no lo hace. Es el Dios al que necesitamos someternos totalmente, porque dispone completamente de nosotros y nos guía por caminos misteriosos, como guió a Cristo. El catecúmeno es invitado a pasar, de una idea humanamente prefabricada de Dios, en la que todo está preparado, en la que él puede apoyarse y obtener lo que quiera realizando cualquier acto de culto, a un Dios que interviene misteriosamente, lo conduce con bondad y lo lleva adonde quiere, mediante la iniciativa evangélica de salvación, que siempre es imprevisible y desconcertante para el ser humano. El último texto en el que Jesús nos habla de Dios es el más dramático del evangelio. En la cruz grita: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (15,34). ¿Cómo es posible que concluya con este pasaje la serie de las escasas menciones del misterio de Dios en Marcos? Porque en él hallamos la cima de la revelación: el Dios que nos es presentado en el evangelio, para quien todo es posible, que tiene todo en su mano y a quien nos confiamos totalmente, no está obligado a hacer lo que esperamos y puede también exteriormente abandonarnos, como abandonó a su Hijo. Está claro que en las palabras de Jesús hay también un fuerte sentido de esperanza, pero no olvidemos que son palabras
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de abandono. Dios dejó a Cristo en una situación de amargura, de desolación exterior, de desamparo humano, como si le hubiera abandonado efectivamente. Al catecúmeno se le pide que reflexione con atención: mira que el camino en el que te adentras no es fácil; no es un camino en el que Dios te asegurará, de éxito en éxito, un resultado ya programado por ti; te pones en manos de un Dios misterioso que es bueno, que quiere lo mejor para ti, pero no a tu modo.
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El rostro de Dios en el Evangelio de Juan Punto de partida y de llegada de la predicación joánica 1) El punto de partida de la predicación joánica lo tenemos en el Prólogo evangelio, el cual, a diferencia del de Marcos, está escrito para el cristiano que entendido el sentido de la fe, que ya ha realizado un camino en el seguimiento de La predicación de Juan es una disciplina espiritual que ayuda a reconocer las implicaciones que se derivan de la presencia del Verbo entre nosotros.
de su ya ha Jesús. serias
En efecto, él nos narra los orígenes, lo que existía al principio, lo que explica todo y da razón de todo cuanto existe. Nos relata el sentido del mundo, debido a aquel que es el Lógos, la Palabra, el Verbo de Dios (porque Lógos también significa «sentido»). En el Prólogo, Juan pone en relación el origen del mundo con la venida de Jesús a la Tierra: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (1,14), y esta es la síntesis de la penetración más elevada en el misterio de la preexistencia de Jesús en el Nuevo Testamento. El término Lógos, que es el protagonista en la acción del drama contenido en los dieciocho versículos del Prólogo, es realmente desesperante, porque tiene muchos significados: la mente, la razón, la cuenta de la compra... y muchas otras cosas diferentes. Tenemos que preguntarnos por qué eligió Juan esta palabra en lugar de elegir otras más precisas. Por ejemplo, si quería decir la «palabra de Dios», ¿por qué no eligió rēma, que quizá fuera el término más adecuado para referirse a la palabra creadora de Dios? Si quería decir «sabiduría», ¿por qué no eligió sophía o alguna otra palabra análoga? En cambio, nos encontramos ante un verdadero torbellino de significados; no obstante, me parece útil abordar los principales, sin pretender situarnos en el plano exegético, sino más bien en el de la meditación existencial. El significado más evidente para un griego, que recibía por el difundido contexto filosófico, era el del lógos de las cosas; es decir, la razón última del ser de la realidad. Los exegetas, habitualmente, no insisten en este significado y sostienen que el lógos joánico habría que entenderlo más bien de forma sapiencial o, en general, de forma veterotestamentaria. Sin embargo, de hecho es imposible imaginar que un cristiano de Éfeso de aquel tiempo, al escuchar hablar del lógos en sentido absoluto, no pensara en la razón última de las cosas, en el porqué del mundo, y no comenzara su reflexión a partir de este punto. Así pues, enumero los cinco significados fundamentales: razón de ser de la realidad; palabra creadora (Dios creó todo con la palabra); sabiduría que preside la creación; sabiduría ordenadora; palabra iluminadora y vivificadora; palabra reveladora: el Hijo de Dios llega entre nosotros en Jesús (se encarna), y es él quien revela al Padre. 11
Me parece que Juan ve la serie entera de estos significados como si estuvieran insertos ordenadamente uno dentro del otro; nosotros podemos abordarlos uno a uno para reconstruir el proyecto joánico. – El lógos es la razón última de todas las cosas, la razón última de mi existencia tal como se encuentra en Dios. Ciertamente, se trata de una primera idea, tal vez implícita, pero muy evidente, de la que debemos partir. Mi existencia –y toda la situación humana– tiene una razón, tiene un significado en Dios. – El lógos es la palabra creadora, y el significado último de toda la realidad, de todas las cosas, de mi situación humana, depende de Dios; una dependencia que se reconoce en la alabanza y en la reverencia. Si la razón última de toda cosa es una palabra creadora de Dios, el sentido de dependencia total de Dios, admitido con profundo respeto y alabanza, es la primera actitud sobre la que pueden construirse las demás y sin la que no puede levantarse ninguna disciplina espiritual. – El lógos es la sabiduría ordenadora: en Dios está la razón última no solo del ser de todas las cosas, sino del hecho de estar «aquí y ahora». Todas las situaciones de la existencia, todo lo que ha gégonen («ha acontecido») y acontece ahora, tiene un sentido en la sabiduría ordenadora de Dios. Este aspecto es enormemente amplio y clarificador, porque a partir de él ninguna situación humana carece de sentido, ni siquiera la aparentemente más extraña. Ya sea mi situación de persona, la situación de la humanidad y del mundo o la situación de la Iglesia, todo tiene un significado en la sabiduría ordenadora de Dios. Si falta esta confianza, caemos presa del miedo que nos asalta ante la impresión del desorden ilimitado. – El lógos es phōs (luz) y zōé (vida). A pesar de las oscuridades de la situación presente del ser humano, a pesar de la tragedia humana que nos rodea, a pesar de las pruebas de la Iglesia y de las situaciones casi absurdas en que se encuentra el mundo y podemos encontrarnos también nosotros, en el fondo de todo... hay un «evangelio» que asegura la existencia de una razón luminosa y vivificante de todo esto, con tal de que sepamos captarla y nos dejemos transformar por ella. – El lógos es Jesucristo entre nosotros que nos habla del Padre. Tanto las palabras de Jesús que leemos en la Escritura como su misma realidad personal constituyen el sentido luminoso y edificante de toda la experiencia humana tal como nosotros la percibimos. Este es el fondo seguro –y necesario– sobre el que se asienta toda la construcción posterior. Sin la confianza fundamental en la sabiduría creadora, que regula las situaciones presentes y se manifiesta en Cristo como «evangelio», no hay esperanza de mejorar, de cambiar; y no hay esperanza para el mundo. Nuestra esperanza, de hecho, se encuentra totalmente en el enraizamiento de toda realidad en la razón última, que es la creación divina y la presencia entre nosotros de Jesucristo, que revela las 12
palabras de Dios y crea una situación de verdad y de gracia en el mundo: Jesús, «lleno de gracia y de verdad» (1,14). Por consiguiente, la actitud que debemos asumir ante el evangelio de Juan se inspira en el sentido de que todo depende de Dios y a él se dirige, y en que nuestra acción puede insertarse de manera sensata, razonable y justa en este movimiento, cualquiera que sea nuestra condición presente. 2) Con el deseo de captar el punto de llegada de la predicación de Juan, debemos saber que en su evangelio (que es el evangelio de los símbolos, de las semejanzas y de las figuras), la segunda parte (caps. 13–21) manifiesta la primera (caps. 1–12). Sobre todo en los discursos del cap. 13 al cap. 17 –donde se dice de Jesús: «Ahora ya no hablas en parábolas, no hablas ya con semejanzas»– es donde debemos buscar y encontrar el sentido de los signos anteriores. Entre los discursos, tomo como punto de referencia el texto de Juan 15,15: «Ya no os llamo siervos... A vosotros os he llamado amigos». Aquí se expresa concretamente el punto de llegada de la disciplina espiritual a que somete Juan al discípulo: el Verbo es recibido entre nosotros en la intimidad misteriosa de la amistad. El término «amigo» es raro en el Nuevo Testamento, donde se usa para referirse a situaciones comunes de la vida. Juan es el único evangelista que utiliza el término phílos, philéō, para designar la relación con Cristo; por eso puede ser interesante profundizar en su significado y preguntarnos cuáles son en este evangelio las figuras de los amigos del Señor, que él nos pone concretamente delante para mostrarnos de forma plástica adónde quiere conducirnos. En efecto, caemos en la cuenta de que el cuarto evangelio nos presenta una galería de retratos de amigos del Señor, y cada uno de ellos constituye un modo de profundizar en un aspecto de la intimidad con el Verbo entre nosotros. He seleccionado seis nombres principales. – El primero que se nos presenta es «el amigo del novio», es decir, Juan el Bautista (3,29), que se alegra de su cercanía. Se alegra aun cuando no vea claramente la presencia manifestada, aun cuando se queda al otro lado de la puerta, porque, como él afirma, «él debe crecer, y yo disminuir» (3,30). Hay aquí un aspecto importante de la amistad con Jesús que sería útil comparar con la figura de Nicodemo. Mientras que Nicodemo está totalmente preocupado por sí mismo, por su situación, por su respetabilidad, Juan es aquel que se alegra porque el otro se afirma: este crece, y él disminuye. – El segundo ejemplo de amistad es el de los dos discípulos de Juan a quienes Jesús acoge en su lugar de retiro: «“Venid y ved”. Fueron, pues, vieron dónde residía y se quedaron con él aquel día» (1,38ss). Se trata de otro aspecto de la amistad con Jesús: estar con él durante un largo tiempo, con gusto, gozando con él en la soledad. 13
– La tercera figura es doble: Marta y María. Cada una revela un aspecto particular de la relación de amistad. María (a diferencia del modo en que la presenta Lucas) expresa el servicio amoroso: es la que unge por dos veces los pies de Jesús. Marta es la que sale a su encuentro de forma familiar y le habla con franqueza y sencillez, en un diálogo lleno de escucha y confianza. – La cuarta figura es Lázaro, de quien se dice expresamente hòn phileîs, «aquel a quien Jesús amaba» (11,3; 11,36), ho phílos, «el amigo» de Jesús (11,11). Mientras que en los otros casos puede verse alguna explicitación del amor por Jesús (Juan le prepara el camino; a los dos discípulos les gusta estar con él; María le sirve; Marta le habla con familiaridad...), en Lázaro resulta difícil captar qué aspecto de la amistad se subraya, porque no hace nada: no habla, no actúa, no sabemos quién es, no tiene un carácter específico. Tal vez la característica típica de esta amistad nos la da el hecho de que Jesús es quien lo hace todo. En el fondo, el rasgo más profundo de la amistad es dejarse elegir: «No me elegisteis vosotros, sino que yo os elegí» (15,16). Nótese que este texto sigue inmediatamente al v. 15, que contiene un pasaje fundamental sobre la amistad. En mi opinión, Lázaro representa a la persona que es amada por Jesús porque así lo quiere él y que acepta su iniciativa. – La quinta figura, que sobresale entre todas, es el discípulo que escucha y hace camino: se trata del «discípulo al que Jesús amaba», a quien se le recuerda numerosas veces (13,23;19,26; 21,7; 21,20). Una figura que tiene en el mensaje del cuarto evangelio el valor de un punto de llegada. Nos hace ver cómo el camino de acogida del misterio de la encarnación nos lleva hasta aquella intimidad con el Señor que se nos describe sobre todo en la última cena y en la escena final del evangelio (cap. 21). – Añadamos, finalmente, una figura para la que se usan los mismos verbos philéō y agapáō: nos referimos a Pedro. En el diálogo del capítulo final (21,15ss) –que es quizá el pasaje neotestamentario en que se repiten más veces los verbos philéō y agapáō–, Pedro es imagen del amor apostólico (mientras que el «discípulo al que Jesús amaba» es, más bien, el tipo de la intimidad mística con el Señor, aquel que ha comprendido profundamente el misterio del Verbo), es decir, del amor que, habiendo intuido el misterio, se entrega al servicio apostólico, al servicio eclesial. Concluyendo, Juan nos impulsa hacia la adquisición de una intimidad con el Señor realmente nueva, una intimidad, una relación que debe cultivarse, pero que en verdad se nos ha preparado como don por Dios mismo.
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Dios es Padre El misterio de Dios entre nosotros, del Verbo hecho carne, perfilado por Juan, puede captarse recurriendo a todas nuestras fuerzas interiores de absoluto, de deseo de trascendencia y de adoración, que se resumen en el deseo de Dios. Me interesa subrayar el mensaje de Jesús sobre el Padre, porque todo cuanto dice en este evangelio tiene una sola finalidad: Dios, el Padre, su Padre. A quien acepta que solo Dios es grande, el Hijo le revela el misterio. Y cuando se le pide: «¡Muéstranos al Padre!» (14,8), Jesús responde: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (v. 9). Jesús es presencia del Dios único e inaccesible a nosotros; es decir, Dios hecho visible y puesto a nuestra disposición. Lógicamente, estas palabras son demasiado triviales para quien no ha pasado a través del crisol del deseo perfecto de Dios: parecen referirse a algo cuyo significado profundo no se ve. Y por esta razón solo Juan, entre los evangelistas, habla del Verbo hecho carne; los otros hablan, más sencillamente, del Jesús hombre que se muestra Hijo de Dios. Juan supone una religiosidad más madura y más pensada, que ha adquirido el sentido de lo absoluto. ¿Cuáles son las consecuencias de las palabras de Jesús: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre»? Las consecuencias son que Juan puede decir: «Hemos contemplado su gloria, gloria como del Hijo unigénito que viene del Padre» (1,14). Toda actitud de Jesús, por tanto, es revelación del Padre. Podemos, entonces, contemplar toda la vida de Jesús adorando el misterio del Dios entre nosotros, del Dios manifestado. Jesús, que acoge a Nicodemo, es el Dios invisible que nos acoge como amigo. Jesús, que a los discípulos que le preguntan: «¿Dónde vives?» les responde fraternalmente: «Venid y ved», es el Eterno, aquel a quien deseamos desde lo más profundo del corazón. Jesús, que transforma las situaciones humanas (el problema de Caná como la incapacidad del paralítico para moverse), es Dios, el Eterno, el Trascendente, que se acuerda de nuestra miseria y nos da libremente su fuerza. Jesús, que disipa las tinieblas del ciego de nacimiento, es Dios que ilumina benévolamente nuestro camino. En suma, Jesús es el «Dios entre nosotros», y en su rostro contemplamos la amabilidad de Dios mismo. No solo Jesús se hizo hombre, sino que se hizo hombre por mí. Él nos manifiesta el rostro del Padre, el rostro de Dios –el Dios al que queremos ver–, mostrándonos que es Dios por nosotros, que da cuanto más quiere por nosotros: tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo, y lo dio como vida entre nosotros. ¿Cuál es el sentido de nuestra situación humana que nos ha revelado Jesús, que es Dios entre nosotros y Dios por nosotros? Que nosotros somos amados por Dios. Amados por Dios, cualquiera que sea la oscuridad y la insignificancia de nuestra situación presente, a pesar del abandono en que creemos hallarnos. Es un mensaje transformador 15
que, aun sin cambiar nada exteriormente, cambia en realidad el significado de mi ser: aun cuando me sienta abandonado y disperso en un mundo sin sentido, en el que parecen dominar el azar y la necesidad, yo soy amado por Dios. Él se da por mí y da por mí cuanto más quiere. Un mensaje que, evidentemente, se ensancha. Jesús no es solo Dios entre nosotros, sino que nos llama a estar en él; cada uno de nosotros es amado por Dios, es buscado, es acogido, es llamado, es deseado en su soledad, allí donde nadie puede ayudarnos. Es más, precisamente la situación humana de abandono es redimida por el Dios entre nosotros y con nosotros y por nosotros, y se hace fecunda de comunión entre nosotros en Jesús. Me refiero al texto de Juan 11,51-52: «Jesús tenía que morir [...] para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos», es decir, para otorgarnos el sentido de que somos amados por él, bien como individuos abandonados o como grupo de personas disgregadas y recogidas en unidad. Hay aún un aspecto del misterio del Verbo hecho hombre por mí: el misterio del servicio. Lo tratamos a continuación. Dios sirve al ser humano En el episodio del lavatorio de los pies, Jesús revela, mediante un gesto, que Dios está al servicio del ser humano, un misterio realmente paradójico. «Durante la cena, cuando el diablo había puesto ya en el corazón de Judas Iscariote que lo traicionara, sabiendo que todo lo había puesto el Padre en sus manos, que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto y, tomando una toalla, se la ciñó. Después echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba ceñida. Llegó, pues, a Simón Pedro, el cual le dijo: “Señor, ¿lavarme tú los pies...?”. Jesús respondió: “Lo que yo hago no lo entiendes ahora; más tarde lo entenderás”. Replicó Pedro: “No me lavarás los pies jamás”. Le respondió Jesús: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”. Le dijo Simón Pedro: “Señor, si es así, no solo los pies, sino las manos y la cabeza”» (Juan 13,2-9). 1) «Durante la cena». Juan no dice que se trate de una cena pascual; le basta con subrayar que el episodio se desarrolla durante una cena familiar, sencilla, espontánea, amistosa. La cena evoca la atmósfera de confianza, de intimidad, de paz; se encuentran juntos porque se quieren y desean vivir un momento de serenidad en torno a una mesa. 2) «Cuando el diablo había puesto ya en el corazón de Judas Iscariote que lo traicionara». A la circunstancia exterior de serenidad se contrapone la mención de la enemistad presente en aquella escena de paz y de confianza. Una enemistad evocada por la 16
referencia al diablo y a Judas. El diablo es aquel sobre el que el evangelista Juan ha hablado ya varias veces llamándole «mentiroso y homicida desde el principio», aquel que divide, pone en contra, hace pensar mal. Y este principio maligno ha entrado ya en el corazón de Judas, suscitando el deseo, la elección, la decisión de traicionar a Jesús. Judas es uno de los Doce, un apóstol llamado, privilegiado, amado por el maestro, que ha confiado ampliamente en él. ¿Por qué se nos presenta una circunstancia tan dolorosa de la cena? Es verdad que a continuación no se mencionará más este hecho, y el relato se centrará en el gesto de Jesús que lava los pies a Simón Pedro; pero aquí se quiere hacer entender al lector que el lavatorio de los pies pondrá al Maestro arrodillado ante Judas. De rodillas, con actitud humilde y llena de ternura frente a aquel en cuyo corazón se encuentra Satanás. El episodio tiene una coloración trágica, porque contrapone la bondad de Jesús a la crueldad, la dureza y la cerrazón del apóstol. Se trata, por consiguiente, de una escena en la que entran en juego todas las grandes realidades de la historia humana: por una parte, el amor, la apertura, la atención a los demás; por otra, la cerrazón, la maldad, la perversidad. En pequeños gestos apenas perceptibles, en una atmósfera hogareña, se resalta lo que divide a la historia humana y la devasta. 3) «Sabiendo [Jesús] que todo lo había puesto el Padre en sus manos, que había salido de Dios y a Dios volvía...» La conciencia de Jesús se refiere a dos realidades. La primera es que es plenamente consciente de ser el Mesías, el Señor de la historia, aquel en cuyas manos están los destinos de la humanidad. Jesús sabe que el Padre lo había puesto todo en sus manos. La segunda se refiere a su origen divino y, por tanto, implícitamente, a su condición de Hijo de Dios: sabía que había salido de Dios y sabía que la meta de su vida era Dios, el Padre, la gloria. Jesús realiza el gesto del lavatorio siendo plenamente consciente de su origen, de su meta, de su responsabilidad y de su misión. Esta conciencia es la conciencia auténtica que uno tiene de sí como valor, como fuerza, como don. Por ella, y gracias a ella, también las acciones más pequeñas asumen un amplio horizonte y se realizan con alegría, con valentía y entusiasmo. Su contrario es la inconsciencia, que se expresa en el nerviosismo de las acciones, en la inquietud de la vida, en el derrotismo, en hacer una cosa tras otra por costumbre. Las acciones cotidianas que surgen de esta posición, e incluso las grandes, se realizan sin ganas y se degradan. En la ejemplaridad de Jesús se aborda un punto neurálgico de la persona humana. Y Juan subraya que la conciencia clara que Jesús tiene de sí da valor a la pasión. Esta tiene 17
valor no simplemente porque, de hecho, se da muerte a Jesús, sino porque este afronta los acontecimientos de forma plenamente consciente: todos sus gestos, pequeños y grandes, comenzando por el lavatorio, se sostienen y se sustentan en la conciencia. Podríamos dividir a las mujeres y los hombres de este mundo en tres categorías: – Aquellos cuya conciencia es casi nula: ignoran la llamada del Señor, la dignidad de la vida, y desperdician su existencia cada día en la pura banalidad, sin ideales, sin impulsos, sin horizontes. – Aquellos cuya conciencia es falsa, mezquina o camuflada, y pierden el sentido de los acontecimientos, de las cosas cotidianas. Por ejemplo, es una conciencia falsa y camuflada la de Pilato, que, mientras Jesús es crucificado con otros dos, mantiene una controversia con los judíos con respecto a la inscripción sobre la cruz (cf. Jn 19,17-22). La pasión de Jesús está llena de contraposiciones entre el misterio que se cumple en la dignidad de su conciencia y las miserias que, en cambio, por falsas o frustradas conciencias humanas, degeneran en torno a la cruz. – La conciencia auténtica de Jesús tiene un ejemplo admirable en la conciencia de María en el Magnificat: «el Poderoso ha hecho grandes cosas en mí». Es la alegría de ser como se es por gracia de Dios, en las realidades grandes como en las pequeñas. Las pequeñas se viven con horizontes inmensos; las grandes, con la sencillez del niño, del joven. 4) «Se levantó de la mesa, se quitó el manto y, tomando una toalla, se la ciñó. Después echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba ceñida». El cuarto momento es la descripción del gesto, una descripción que se hace de forma muy solemne, porque se resalta cada uno de sus elementos: la toalla, la jofaina, el agua..., y cómo esta se vierte y luego es secada. Mientras lo realiza, nos parece ver a Jesús con una lentitud y una dignidad litúrgica que deja sorprendidos a los discípulos, casi sin palabras, hasta que Pedro prorrumpe con su exclamación de asombro. «Llegó, pues, a Simón Pedro...». Pedro es cada ser humano que se rebela ante el misterio de un Dios que lo ama hasta el punto de servirle. Reflexionemos sobre los tres momentos de preguntas y de respuestas entre Jesús y Pedro. 5) «Señor, ¿lavarme tú a mí los pies...? No me lavarás los pies jamás». Pedro se opone rotundamente al gesto de Jesús por un motivo que consideramos justo y válido: ¡tendría que ser él quien prestara ese servicio al Maestro, no al revés! No obstante, Pedro expresa al mismo tiempo su modo de entender a Jesús: no debería actuar de forma 18
tan servil, tan humilde; no debería rebajarse hasta el punto de lavar los pies de los discípulos. Penetrando más en su conciencia, nos damos cuenta de que sustancialmente no acepta que Jesús sea siervo, que se haga siervo, porque tendría que ser el ser humano el primero en servir a Dios, y no que el Señor diera el primer paso. Esta resistencia del apóstol había aparecido de forma más clamorosa en el momento en que el Maestro anunció su pasión. Juan no recoge el episodio, y por eso transfiere al relato del lavatorio la oposición de Pedro resaltada por los otros evangelios: «A partir de entonces, Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, padecer mucho a causa de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, sufrir la muerte, y al tercer día resucitar. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: “¡Dios te libre, Señor! No te sucederá tal cosa”. Él se volvió y dijo a Pedro: “¡Aléjate, Satanás! Quieres hacerme caer. Piensas como los hombres, no como Dios”» (Mt 16,21-23; cf. Mc 8,31–9,1). Pedro no quiere aceptar que haya alguien que ame así al ser humano; expresa las dificultades reales que todos y cada uno de nosotros tenemos para dejarnos amar; la dificultad de considerar que debemos algo a alguien, de creer que Dios ame realmente tanto al ser humano. La débil conciencia de Pedro, aún oscurecida en lo tocante a sus auténticas relaciones con Jesús, es la misma que nos impide vivir de verdad el espíritu de fe, el abandono de la fe, con la certeza de que Dios nos ama infinitamente y de que es siempre Él quien da el primer paso hacia nosotros, quien toma la iniciativa del don. A Pedro, como a cada uno de nosotros, le cuesta liberarse del orgullo de la autosuficiencia, casi invencible para el ser humano, y no llega a aceptar que sea el Señor quien le salve la vida, quien la dé por él. 6) «Señor, si es así, no sólo los pies, sino las manos y la cabeza». Ahora Pedro teme perder a Jesús y querría incluso que le lavara por entero. El ser humano y la conciencia oscilan así entre los dos extremos: por una parte, la incapacidad para creer que Dios nos ama y es capaz de dar la vida por nosotros y, por otra, una cierta inseguridad de fondo. ¡Cuántas veces tememos no ser amados, no ser gratos a Dios...!; ¡cuántas veces dudamos de que Dios acoge nuestra vida...! La débil conciencia del creyente va de un lado al otro de los dos extremos sin poder detenerse, y solo Jesús puede curar, corregir y sanar. Él comienza con Pedro aquel tratamiento, que se prolongará durante toda la pasión hasta la muerte: esta, y solo ella, realizará la curación completa.
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¿De qué modo cura Jesús la conciencia débil de Pedro? Ante todo, la cura progresivamente, no pretende hacerlo todo de forma inmediata: «Lo que yo hago no lo entiendes ahora, más tarde lo entenderás». Lo que Jesús le dice a Pedro es: fíate por ahora, acéptalo, yo sé lo que necesitas y te haré comprender el misterio de mi amor. En segundo lugar, Jesús cura la conciencia débil de Pedro abriéndole el horizonte de la esperanza: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo». «Tener parte conmigo» se refiere a la herencia de Dios, el Reino, que es la palabra que indica en la Biblia la herencia de los santos, la plenitud de las promesas divinas. Ampliando los horizontes de Pedro a las grandes promesas divinas, Jesús trata de situarlo en la condición de aceptar su amor y, así, le reconduce a la sobriedad de la conciencia, que no debe oscilar entre la depresión o la presunción y la angustia, sino que debe contentarse con lo que está experimentando y cuyo sentido comprenderá gradualmente. ¿Qué significa el gesto del lavatorio de los pies? Sobre todo, se trata ciertamente de un gesto revolucionario que trastoca los comportamientos habituales, las relaciones normales entre Maestro y discípulos, entre amo y siervos. Jesús dirá que al Maestro se le suele honrar y servir; sin embargo, aquí realiza un gesto de esclavo. Además, es un gesto que nos desencaja en el plano religioso, porque, leyéndolo con la fe de la Iglesia, vemos cómo Dios sirve al ser humano. La afirmación parece blasfema y no encaja con lo que pensamos de Dios. Y, no obstante, aquel que ha venido de Dios y a Dios regresa adopta la posición de servicio humildísimo del ser humano y, más aún, del enemigo, Judas. Dios sirve al ser humano que está en contra suya, que se le opone, y asume con respecto a él una actitud indefensa, humilde, disponible. Si el episodio no nos hubiera sido transmitido por un libro evangélico, el ser humano nunca habría podido imaginar algo semejante. Entramos en el misterio del Dios revelado, del Dios que se manifiesta sirviéndonos. El lavatorio de los pies significa que servir es una acción divina, lo cual tiene consecuencias incalculables tanto desde un punto de vista antropológico como eclesiológico. El servicio es divino, no el mando, no el poder. ¿Qué tipo de ser humano y de Iglesia surge del gesto del lavatorio? Una figura que nos introduce en el misterio de la cercanía: Dios se hace prójimo sirviendo a las realidades más humildes, se hace prójimo como el buen samaritano. Este misterio es la 20
clave del misterio de la cruz, de la pasión, de toda la vida de Jesús. Es la clave del misterio de la Iglesia.
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La misericordia de Dios en el Evangelio de Lucas Lucas insiste una y otra vez en el hecho de que no es comprendido el Evangelio de la gracia, de la misericordia de Dios. En efecto, los fariseos y los escribas murmuraban porque todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo: «Este acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2). Murmuraban los que practican las normas religiosas y se consideran por ello en posesión de los derechos adquiridos con respecto al Reino de Dios; sin embargo, esta oposición a la palabra de gracia de Jesús no se expresa de forma directa, sino mediante alusiones, referencias imprecisas, frases breves que contienen medias verdades y se ponen en circulación con insinuaciones. Decir una verdad a medias, con insinuaciones, es el modo en que desde siempre se ha criticado negativamente el Evangelio de la gracia. Jesús no pronuncia una defensa; simplemente, ratifica el mensaje de la misericordia, porque la palabra de Dios es luz y no necesita que nada ni nadie la ilumine. Las parábolas de las pérdidas y los hallazgos En Lucas 15 leemos las parábolas más famosas: la de la oveja perdida y encontrada (vv. 4-7), la de la moneda perdida y encontrada (vv. 8-10), y la del hijo perdido y encontrado (vv. 11-32). Las tres muestran que hay algo perdido (un animal, una cosa o una persona) y que Dios lo busca con enorme interés. Dios quiere la salvación de cada uno de nosotros, incluso de uno solo. Quien alimenta el sueño de un cristianismo con programas predeterminados de tipo cósmico, un cristianismo que no puede demorarse buscando una oveja, una moneda o a un hijo que ha dejado la casa paterna, difícilmente comprende y acoge el Evangelio de la gracia. Pero las parábolas muestran también un aspecto relevante: una especie de empeño por parte del pastor, de la mujer y del padre. En efecto, el Dios de la misericordia se toma muy en serio al individuo, como si fuera el único, como diciendo: tú eres importante para mí, te echo de menos, por ti pongo en tela de juicio mi propia vida. Finalmente, Jesús subraya la alegría del encuentro; lo convierte en el tema dominante, en contraposición con las lágrimas de la búsqueda. Cuando el pastor encuentra a la oveja, «se la echa a los hombros contento, va a su casa y llama a los amigos» para que se alegren con él. La mujer, al encontrar la moneda, «llama a las amigas y a las vecinas». El padre dice a los sirvientes: «Enseguida, traed el mejor vestido y vestidlo; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el ternero cebado y
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matadlo. Celebremos un banquete. Y empezaron la fiesta». Alegría, fiesta, banquete, música y danzas: todo está relacionado con el encuentro de lo perdido. ¿A quién se propone esta enseñanza de Jesús en parábolas? Jesús tiene ante sí a un auditorio de murmuradores envidiosos. A ellos se refiere precisamente Lc 15,1-2 diciendo: «Todos los recaudadores y los pecadores se acercaban a escucharle, de modo que los fariseos y los letrados murmuraban: “Este recibe a pecadores y come con ellos”». – Los murmuradores son gente de casa, no extraños. En la religión judía, los fariseos son «de casa». Encontramos esta envidia doméstica, expresada de forma parabólica y dramática, en la segunda parte del relato del hijo pródigo, cuando se rebela el hijo mayor: «Le contestó el sirviente: “Es que ha regresado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano y salvo”. Irritado, se negaba a entrar» (Lucas 15,27-28). – Gente de casa que cree conocer al padre. El hermano mayor creía que conocía al padre y se queda perplejo por lo que este hace: «Mira, tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos» (v. 29). Gente que cree que conoce a Dios y dice: ¿cómo es posible que se comporte así? ¡Es injusto, no debería hacerlo en absoluto, nunca se ha comportado así conmigo, que le conozco y llevo sirviéndole muchos años! – Gente respetable: personas que presumen de ser justas y desprecian a los demás. Este es el cuadro completo que nos presenta el evangelio de las personas a las que se dirige Jesús. Podríamos caracterizar al auditorio diciendo que es gente enferma de los ojos. Tomamos la imagen de la parábola de los obreros mandados a la viña a distintas horas del día (Mt 20), concretamente donde el dueño concluye su discurso al «amigo» que se ha quejado por haber trabajado todo el día y recibir la misma paga que los demás: «¿Estás envidioso porque yo soy bueno?» (v. 15). «Envidioso» aparece en el texto griego con la expresión «ophthalmós sou ponērós», que significa «tu ojo es malo». Con la metáfora del ojo malo podemos, por consiguiente, señalar al público al que se dirige Jesús. El Evangelio de la gracia Poniéndonos ahora de parte de los murmuradores, podemos preguntarnos: ¿no se convierte al final el Evangelio de la misericordia en un evangelio de la facilidad, del permisivismo, de la falta de compromiso ético? Quizá, a veces hemos repetido las palabras de los fariseos o hemos escuchado a otros que expresan su temor hacia un mensaje que pone en peligro la observancia de las 23
leyes, el rigor de las tradiciones, la seguridad doctrinal y moral de un grupo. La pregunta es grave, y no debemos dejarla entrar en nuestro corazón, porque en tal caso no comprenderemos ya el Evangelio de la gracia. No obstante, ofrezco alguna reflexión al respecto: – Dios no cambia; cualesquiera que sean las consecuencias que nos asusten, él es el Dios de la misericordia. – Los temores con respecto a su Evangelio de la gracia expresan probablemente el miedo a someterse a este régimen. Me viene a la mente el nombre de Dietrich Bonhoeffer, a quien, dada su tradición protestante, podría imputársele que cedía al Evangelio de la gracia y, por eso, sintió la necesidad de llamarlo: «gracia cara». Puede que exista en nosotros una oculta repulsión a acoger a Dios tal como es, a dejarnos invadir por su misericordia, y prefiramos defendernos con la ley, con la justicia, con el rigor ético del evangelio. Puede que tengamos una comprensión meramente parcial del Evangelio de la gracia, y por eso lo alejamos de nosotros instintivamente. – El Evangelio de la gracia tiene, como correspondiente a quien lo recibe, el estigma de la gratuidad. No hay nada más exigente que la gratuidad, justamente porque no tiene límites, a diferencia del evangelio de la Ley –¡no estoy obligado, no soy el guardián de mi hermano!. La exigencia del Evangelio de la gracia llega a superar todas las legalidades y todos los roles, porque nos llega a lo más íntimo y nos invita a la donación de nosotros mismos hasta la muerte. – Cuando no es acogido, el Evangelio de la gracia le deja a uno con la comezón de la insatisfacción y la desesperación. No fuerza a nadie a donarse, a salir de su egoísmo, sino que deja al ser humano libre para encerrarse en su desesperación, en el rechazo total, y libre, por consiguiente, para perderse en la propia soledad personal y grupal, en la defensa a ultranza, hasta darse cuenta de que no había nada que defender.
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La dignidad de la persona humana Podemos, (PDF 35) finalmente, hacer notar que Lucas presenta el episodio del ladrón arrepentido y salvado por Jesús en la cruz como la expresión cumbre de la misericordia de Dios, como la cima de la acción evangelizadora y redentora de Jesús en su pasión. A nosotros nos resulta extraño este derroche de esfuerzo evangelizador para obtener un pequeño resultado, la salvación de un solo hombre; sin embargo, como hemos visto en las tres parábolas precedentes, es la marca de fábrica del Dios del evangelio. Entrar en el mundo de este Dios que ama significa comprender la posibilidad de que realmente nos importe la salvación de todos, de manera que nadie sea pasado por alto, ofendido, olvidado, sino que se dé pleno valor a lo que cada uno representa a los ojos de Dios. La conciencia del valor que tiene una persona humana es el reflejo de la actitud de Jesús, para quien uno solo es como noventa y nueve, como todos. Y entonces brota de aquí esa dignidad de la persona humana a la que no está habituada la sociedad civil. Tal vez sea proclamada con palabras; pero, en general, incluso en las culturas más desarrolladas, se mira al conjunto, a la totalidad, al grupo..., y con respecto al individuo se hace lo que se puede. En la acción y en las parábolas de Cristo encontramos una revelación del Dios vivo y, al mismo tiempo, una revelación de la imagen de Dios impresa en el ser humano, de la dignidad de cada ser humano, que no es posible alcanzar sin una revelación. Por eso, la ética cristiana llega a extremos sumamente exigentes que la gente no comprende, porque no consigue hacerse una idea precisa de la dignidad absoluta del ser humano en cada fase de su vida, desde su concepción hasta la debilidad extrema de la ancianidad. El evangelista Juan no recoge el episodio del ladrón arrepentido y salvado; en efecto, él contempla en el «costado traspasado» de Jesús la parábola más perfecta del Padre, la expresión máxima del amor de Dios, misterioso y oculto, hacia el ser humano pecador, solitario, sufriente y desventurado.
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El primado de Dios en la Iglesia Del primado del amor y la misericordia de Dios para con todos y cada uno de los seres humanos nace en la Iglesia la urgencia de volver a partir una y otra vez de Dios. Volver a partir de Dios requiere el coraje de hacerse las preguntas últimas, de encontrar la pasión por las cosas que se ven cuando se leen en la perspectiva del Misterio y de las cosas invisibles. Con respecto al camino personal del creyente, significa no dar nunca nada por descontado en la fe, no ilusionarse con la presunción de saber ya lo que, en cambio, está permanentemente envuelto en el misterio; significa santa inquietud y búsqueda. Volver a partir de Dios significa saber que nosotros no lo vemos, pero creemos en él y lo buscamos como la noche busca a la aurora; quiere decir, por consiguiente, vivir por uno mismo y contagiar a los demás la santa inquietud de buscar sin descanso el rostro oculto del Padre. Como hizo Pablo con los gálatas y los romanos, así también nosotros debemos denunciar ante nuestros contemporáneos la miopía que supone contentarse con todo cuanto es inferior a Dios, con todo cuanto puede convertirse en ídolo. Dios es más grande que nuestro corazón, Dios está más allá de la noche. Él está en el silencio que nos turba ante la muerte y al final de toda grandeza humana; está en la necesidad de justicia y de amor que llevamos dentro; es el Misterio santo del Totalmente Otro, nostalgia de justicia perfecta y consumada, de reconciliación, de paz. A veces presumimos de haber alcanzado la idea perfecta de lo que Dios es o hace. Gracias a la Revelación, sabemos de él algunas cosas ciertas que él mismo nos ha dicho acerca de sí, pero estas cosas están como envueltas por la niebla del profundo desconocimiento que tenemos de él. Con frecuencia me asusta escuchar o leer tantas frases que tienen por sujeto a «Dios» y dan la impresión de saber perfectamente lo que Dios es y realiza en la historia, cómo y por qué actúa de un modo y no de otro. La Escritura, como hemos visto, es más reticente, más discreta y llena de misterio, y prefiere el velo del símbolo o de la parábola, con la conciencia de que solo puede hablarse de Dios con temor y temblor, y mediante aproximaciones, como de «Alguien» que nos supera en todo. El propio Jesús mismo no elimina este velo: él, que es el Hijo; nos habla del Padre en enigmas, hasta el día en que lo haga de manera clara y definitiva. Ese día no ha llegado aún, salvo con anticipaciones que dejan muchas cosas oscuras y nos hacen caminar en la noche radiante de la fe. Con respecto a nuestra acción comunitaria y social, volver a partir de Dios significa poner todos nuestros proyectos humanos bajo el señorío de Dios y medirlos únicamente desde su Evangelio. Significa confrontar todo lo que uno es y hace con las exigencias de Su primado. Solo Dios es la medida de la verdad, de la justicia y del bien. 26
Significa retornar a la verdad de nosotros mismos, renunciando a hacer de nosotros la medida de todas las cosas, para reconocer que es Él la medida que no pasa, el ancla que da seguridad, la razón última para vivir, amar y morir. Significa mirar las cosas desde arriba, ver el todo antes que la parte, partir de la fuente para comprender el fluir de las aguas. Volver a partir de Dios significa cotejarse con Jesucristo, revelador del Padre, e inspirarse continuamente en su palabra y en su ejemplo tal como nos los presenta el evangelio. Significa abandonar al soplo del Espíritu nuestro corazón inquieto, perseverar en la noche de la adoración y de la espera. Este es el único camino para liberarse de la violencia de la ideología sin permitirse naufragar en el nihilismo, carente de ética y de esperanza. El Dios con nosotros es el Dios que puede ayudarnos a encontrar las verdaderas razones para vivir juntos. Con respecto a las aguas bajas en las que parece estancarse hoy la vida civil, social y política de nuestro país, partir de Dios significa encontrar sentido, impulso, motivación para arriesgarse y para amar. Volver a partir de Dios significa reconocer que estamos en el corazón de Dios por una experiencia real de fe y de amor: reconocer que hemos nacido para aprender a amar siempre más, a ser más osados, a ir más allá de los límites de nuestras comodidades y de nuestros pecados. Volver a partir de Dios significa hacerse peregrinos que caminan hacia él abriéndose al don de su Palabra, dejándose reconciliar y transformar por su gracia. Solo quien se reconoce amado por el Dios vivo, más grande que nuestro corazón, vence al miedo y vive el gran viaje, el éxodo de sí sin retorno, para caminar hacia los otros, hacia el Otro que es Dios mismo. Ante el Dios del amor y de la misericordia, la Iglesia, como cuerpo de Cristo presente en la historia, está llamada a hacer visible una comunidad que vive bajo el primado de Dios. Una comunidad que, aun con sus pecados, sus carencias y sus retrasos, está destinada a mostrar a una sociedad fragmentada y dividida, caracterizada por relaciones frágiles, conflictivas, competitivas, comerciales y consumistas, la posibilidad de vivir una red de relaciones fundadas en el evangelio, unas relaciones gratuitas, desinteresadas, armónicas, capaces de perdón, de acogida y de aceptación mutua. La Iglesia que está bajo el primado de Dios, Padre universal, siente el deber, más aún, la necesidad de ser hospitalaria, paciente, longánima y de amplias miras. Ciertamente, continúan siendo válidas las prescripciones disciplinares y canónicas que establecen qué es o no compatible con la pertenencia plena a la comunidad cristiana; pero sentimos que la Iglesia es como una gran red que recoge todo tipo de peces (cf. Mt 13,47-50), un árbol grande en el que hacen su nido muchas especies de aves (cf. Mt 13,31-32). No puede arrogarse el juicio definitivo sobre las personas y sobre la historia, 27
que compete solo a Dios. La Iglesia es una ciudad grande cuyas, puertas no deben cerrarse a nadie que pida sinceramente refugio.
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2. Escucha y oración
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La oración del ser Es necesario tener una visión amplia, total e inagotable de la oración. Se trata de una realidad cuyos confines nadie ha escrutado; es una experiencia cuyos umbrales últimos nadie ha atravesado. Estamos siempre en camino, y cuanto más seguimos adelante, tantos más horizontes descubrimos; cuanto más caminamos, tanto más avanzamos. La oración, en efecto, es esencialmente un misterio y, como tal, procede de Dios, creador del cielo y de la tierra. Así nos explicamos la bellísima exclamación de san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». En el momento en que el ser humano hizo su aparición en la Tierra, empezó la historia de la oración; hombres y mujeres de diversas religiones se han dirigido y se dirigen en oración al Ser supremo, al que atribuyen diferentes nombres. La oración es la respuesta inmediata que surge del corazón de la persona humana cuando se sitúa ante la verdad del ser. Esto puede suceder de muchas formas. Para algunos puede ser un paisaje de montaña, un momento de soledad en el bosque, la audición de una pieza musical que hace olvidar la realidad que nos rodea, que nos libera de la esclavitud de los entremetimientos diarios, de las cosas que nos requieren continuamente; entonces hacemos una pausa un poco más amplia que de costumbre, advertimos algo indefinible que nos mueve interiormente, nos sentimos plenamente nosotros mismos y, casi instintivamente, elevamos una oración: «Gracias, Dios mío». Pienso que cada uno de nosotros ha experimentado en su propia vida uno u otro de estos momentos. Tal vez, en una serie de circunstancias felices, se ha encontrado expresando el agradecimiento a Dios, sacándolo del fondo del propio ser: es la oración natural, la oración del ser. Toda nuestra formación en la oración parte, por consiguiente, de un principio muy elemental: el ser humano que vive profundamente la autenticidad de su existir experimenta espontáneamente la exigencia de expresarse a través de las palabras, en silencio o verbalizadas, dirigiéndose a aquel que le ha creado. Nos compete a nosotros tratar de favorecer aquellas condiciones que nos sitúan en un estado de autenticidad, de buscar dentro de nosotros la voz misteriosa de Dios para escucharla y responderle, de avivar el sentido de gratitud por el don de la vida, de la creación, de cuanto de bello y de bueno existe en el mundo. No sería justo pasar por alto la formación en la oración del ser, porque esta nos ayuda a comprender que la oración es una realidad misteriosa, pero sencillísima, que nace «de la boca de los niños y los lactantes» (cf. Sal 8,3), que brota cuando la persona
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–el niño, el adolescente, el joven, el adulto, el anciano– se sitúa ante sí misma de forma distendida, con tranquilidad, serenidad y paz.
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Silencio y escucha El silencio y la escucha son dos premisas que nos permiten entrar en la oración. El silencio ayuda, en efecto, a acallar nuestra fantasía, nuestro ser, a anular todo cuanto puede distraernos. Hemos de entrar en la oración como pobres, no como pudientes, reconociendo que no somos capaces de orar. Un silencio que escucha, que acoge, que se deja fomentar. El ser humano que ha expulsado de sus pensamientos –según los dictámenes de la cultura dominante– al Dios vivo que llena todo espacio de Sí mismo, no puede soportar el silencio. Para él, que piensa estar viviendo en los márgenes de la nada, el silencio es el signo terrorífico del vacío. Todo ruido, aun cuando sea tormentoso y obsesivo, le resulta más agradable; toda palabra, aun la más insípida, le libera de una pesadilla. Recordemos, no obstante, que este ser humano, incapaz de silencio y de confianza en el misterio, convive en cada uno de nosotros, en diversas proporciones, con el ser humano, cuyo corazón tiende y aspira al Invisible. Cada uno de nosotros es agredido exteriormente por hordas de palabras, de sonidos, de ruidos que ensordecen nuestro día e incluso nuestra noche; es asediado por un batiburrillo mundano que nos distrae y nos dispersa con miles de futilidades. Quien quiera encontrar a Dios debe luchar para asegurar en el cielo de su alma aquel prodigio de «un silencio en el cielo como de una media hora» del que nos habla el Apocalipsis (cf. 8,1). Entonces adquiere la capacidad de la escucha. La escucha es una palabra clave que caracteriza a toda la tradición del pueblo hebreo: «¡Escucha, Israel!». No obstante, me centraré en un pasaje del evangelio de Lucas donde se describe la capacidad de escucha de María de Betania. Enmarco el episodio en su contexto. Jesús está de camino hacia Jerusalén, y «mientras iban de camino, entró en un pueblo. Una mujer, llamada Marta, le dio alojamiento. Tenía una hermana, llamada María, que, sentada a los pies de Jesús, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, estaba distraída en muchos servicios. Entonces se acercó a Jesús y le dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en esta tarea? Dile que me ayude”. El Señor le replicó: “Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas, cuando una sola es necesaria. María escogió la mejor parte, y no se la quitarán”» (Lc 10,38-42). Es un relato que subraya la centralidad de la escucha: en este caso, la escucha de la Palabra; en general, la escucha de Dios, de su Espíritu. Notemos que este pasaje sigue inmediatamente al del buen samaritano, la parábola contada por Jesús a quien le 32
pregunta: «¿Quién es mi prójimo?». Y al final le invita a hacer, a moverse, a actuar: «Ve y haz tú lo mismo» (cf. Lc 10,29-37). Para que no parezca que «hacer» significa hacer cualquier cosa, sino que se trata de un «hacer» que nace de lo profundo, el evangelista narra inmediatamente después el episodio de la escucha de María. Podemos decir que se trata de una misma enseñanza. El relato del buen samaritano y el de María de Betania escuchando a Jesús están intencionadamente vinculados para permitirnos percibir la unidad que existe entre hacer y escuchar. Y, de hecho, en 11,18 dice Jesús: «Dichosos quienes escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica». Escucha y acción constituyen la plenitud del ser humano. María se sienta a los pies de Jesús, es decir, asiste públicamente su escuela, y resulta fácil comprender el escándalo, la carga explosiva de este gesto. Intentemos imaginar las murmuraciones de la gente que se encuentra alrededor: «¿Cómo esta mujer asiste a la escuela de teología, en lugar de estar en la cocina? ¿Qué pretende? ¿Quién se cree que es? ¿Qué quiere llegar a ser? ¿Qué es lo que ambiciona?». El nerviosismo del ambiente desemboca posteriormente en las palabras de Marta. Nadie hasta entonces le había hablado a María de la belleza de su vida, de la suerte de su condición. Escuchando las palabras de Jesús, se sentía privilegiada y sentía que eran importantes para ella, no solo por sí mismas; y mirando en su interior, pensaba: «Estas palabras expresan cosas realmente grandes para mí, cosas en las que nunca había pensado, y me hacen entender algo de mí misma que es magnífico, espléndido, sencillo». La riqueza, el valor nutritivo de la escucha de Jesús, que María de Betania está viviendo, es una escucha que hace palpitar, que fascina, porque me concierne, me explica. No es una escucha pasiva, no es tomar aburridamente apuntes en una clase. María de Betania está realizando en este momento la definición del ser humano. ¿Qué es, de hecho, ser hombre o mujer? Es descubrir el misterio de nosotros mismos en la escucha de la Palabra de alguien que es más grande que nosotros y que, tras haber creado nuestro corazón, nos revela sus secretos. María es la imagen del ser humano que se comprende a sí mismo, que llega a la autenticidad, a la claridad de la posesión cognitiva de sí, poniéndose a la escucha de la palabra divina que nos revela y, al mismo tiempo, nos llena. El misterio de la escucha de la mujer de Betania es, por consiguiente, una revelación –que nosotros estamos llamados a acoger– de la condición humana. Estando abiertos al discurso de Dios, gratuito y benévolo, aprendemos que somos escucha, don, y nos realizamos en la gratuidad. Marta, en cambio, ha perdido el sentido de la escucha y, en consecuencia, el sentido de su afanarse; está preocupada, ansiosa, tensa, insegura, impaciente, agresiva, cortante. 33
Es imagen de quien vive momentos de temor, de miedo, incapaz ya de ofrecer una sonrisa y sin saber cuál es exactamente su identidad. En efecto, la escucha de Dios es la roca de nuestra seguridad: «Tú, oh Dios, roca de mi salvación» (Sal 89,27). La buena noticia consiste en el hecho de que Dios tiene una palabra para mí, y yo puedo escucharla, en el silencio y en la paz; de esta escucha me alimento, crezco en la fe y me realizo como persona; crezco junto a muchos otros como Iglesia en camino. Es a la Iglesia en escucha a quien dice Jesús: «Esta parte mejor no se te quitará nunca», mediante la afirmación con que asegura a Pedro: «Las potencias de los infiernos no prevalecerán contra ella (la Iglesia)» (Mt 16,18). No prevalecerán, porque está cimentada en la roca de la Palabra y de la escucha.
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Dos momentos privilegiados de encuentro con Dios Un momento privilegiado de encuentro con Dios nos lo señala Jesús mismo: «Cuando tú vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre en lo secreto. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará» (Mt 6,6). A menudo tenemos la experiencia de este secreto que es el recogimiento. Para encontrar a Dios tenemos que aunar nuestras fuerzas en nuestro interior y concentrarnos, sustraernos, por así decirlo, al exterior. Concentración significa, de hecho, tener un centro único: si logramos situarnos así ante el Señor, de nosotros irradiará una fuerza increíble. Incluso nos parecerá que somos diferentes, que estamos dotados de una lucidez y una claridad nunca experimentadas, y comprenderemos mejor la pregunta: «¿Quién soy yo?». También fuera de la tradición cristiana, la espiritualidad oriental ha tratado extensamente el tema del recogimiento. La imagen que los orientales emplean habitualmente para expresarlo es la del tigre, o la de la pantera, que, antes de lanzarse sobre la presa, contrae sus músculos para hacer acopio de todas sus fuerzas. Yo me encuentro a menudo distraído por las visitas, las audiencias, las reuniones, las llamadas telefónicas, las noticias...; pero cuando logro finalmente recogerme, veo más claramente lo que quiere Dios de mí, lo que debo hacer, lo que realmente es importante. Y entonces recupero fuerzas. ¡Es un secreto, este del recogimiento! Por ejemplo, pude observar cómo el santo padre Juan Pablo II lo conocía y lo vivía a diario. Durante los viajes, que tanto cansancio producen, cuando estaba obligado a hablar continuamente, el papa lograba siempre encontrar aunque solo fuera unos pocos minutos para recogerse en silencio. Parecía entonces alejarse de todo y de todos, porque se mantenía inmóvil, concentrado. Lo he percibido mientras íbamos juntos en helicóptero. Así, también por la mañana, antes de comenzar una jornada intensa y cansada, se retiraba a la capilla en absoluto silencio y se quedaba allí inmóvil. Creo que, debido precisamente a esta profundidad interior, se mostraba lleno de energía cuando hablaba. Un segundo momento privilegiado para el encuentro con el Señor es el del dolor y de la prueba. Entre los numerosos personajes testigos de esta experiencia que nos presentan el Antiguo y el Nuevo Testamento, pensemos en uno de los primeros según la cronología, es decir, en Jacob. Obligado a huir de su casa, se encuentra solo, no sabe quién le ayudará, ni siquiera prevé cuál será su futuro. La angustia y la soledad le oprimen, el dolor le quema. Sin embargo, de repente intuye que Dios está con él, y oye la Palabra: «Yo soy el Señor, Dios de Abrahán tu padre y Dios de Isaac. La tierra en la que yaces te la daré a ti y a tu descendencia... Yo estoy contigo, te protegeré adonde vayas» (cf. Gn 28,10-22). 35
Todo esto sucede porque Jacob ha entendido el secreto de la prueba, del dolor, y ha sabido vivir su momento difícil ante Dios. En general, cuando nos encontramos en apuros, nos quejamos, gritamos, protestamos... En cambio, si consiguiéramos recogernos y decir: «Señor, ¿por qué permites esto? ¿Qué quieres de mí? ¿Qué pretendes hacer con mi vida? ¿Cuál es tu Palabra sobre mí?», nuestro horizonte se iluminaría, y sentiríamos que Dios está con nosotros también en la prueba. «¿Quién eres tú, Señor?». «Yo soy el que no te abandonará. Yo te protegeré adonde vayas». La resonancia de esta palabra dirigida a nosotros, dirigida a mí, nos hace superar todo miedo. Entonces ya no hay ningún camino difícil ni soledad ni sufrimiento físico o moral que no podamos superar, y aprendemos a orar, encontramos al Señor, comprendemos nuestro camino. Querría añadir que la oración, cuando brota de lo más hondo del corazón, no solo es un arma poderosa para que se cumpla en nosotros y en los demás el plan amoroso de Dios, su voluntad salvífica, sino que instaura una comunión auténtica entre las personas de religiones diferentes. Pensemos, por ejemplo, en los encuentros «Hombres y Religiones», que desde hace ya años permiten a representantes de todas las religiones del mundo reunirse para orar por la paz. Narra un midrás que «un cierto día, en una ciudad pequeña, en los tiempos en que arreciaba la violencia más ciega, los nazis masacraron en un mismo lugar y a la misma hora a cien judíos, cien católicos y cien musulmanes. Cada año, en aquella fecha, se celebra un encuentro en el lugar de la masacre para conmemorar el suceso. El burgomaestre pronuncia un discurso, y tres sacerdotes, en tres partes diferentes del campo, rezan por las almas de las víctimas. El sacerdote católico lo hace según su rito; el judío, según el suyo; y lo mismo hace el musulmán. El sabio y santo Rabí Meir, que sabe todo lo que acontece en el cielo, cuenta que un día las trescientas almas de las trescientas víctimas pidieron presentarse ante el trono celestial. Su petición fue aceptada, y se dirigieron al Santo de los Santos de este modo: “Rey de reyes, tú sabes que todos hemos sido víctimas de un mismo asesino, juntos hemos sido víctimas de una única violencia, y ahora, aquí arriba, el alma de cada uno de nosotros está estrechamente unida al alma del otro. Si los seres humanos quieren recordar lo que ocurrió aquel doloroso día, queremos que se diga por nosotros una sola oración. Las divisiones y los distanciamientos que aún se dan en la Tierra nos ofenden y nos entristecen”» (A. Sonnino, Racconti chassidici dei nostri tempi, Assisi/Roma 1978, p. 44).
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El sabio y santo Rabí Meir tenía toda la razón, porque la oración verdadera no separa, sino que une los corazones y produce un entendimiento real.
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Lo específico de la oración cristiana Se denomina «cristiana» la oración que parte de Jesucristo. Aunque a veces puede adoptar formas casi atemáticas –Cristo resucitado está presente sin que yo lo contemple con los ojos de la fantasía–, fundamentalmente la oración cristiana está siempre movida por el Espíritu y vinculada con Jesús; más aún, es participación en la oración de Jesús al Padre. Podemos decir con todo acierto que la semilla de la oración –que se desarrollará después– nos es dada en el sacramento del bautismo, que nos hace cristianos. La oración del discípulo de Cristo no es simplemente la respuesta a la realidad del ser que me rodea o a la sensación de autenticidad que a veces experimento en mí: es el Espíritu de Cristo que ora en mí. El cristiano es invitado a buscar en su interior la voz del Espíritu que ora, para dejarle espacio. Como escribe Pablo: «El Espíritu socorre nuestra debilidad. Aunque no sabemos orar como es debido, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Es el Espíritu el que nos permite gritar: «¡Abbà, Padre!». Y el objetivo, la finalidad, la cima de la oración cristiana nos la indica Jesús cuando, en el momento de la agonía en Getsemaní, dice: «Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya». O bien en la oración de Jesús en la cruz: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!». No se ora con la esperanza de que Dios se pliegue a nuestros deseos, sino para poder cumplir siempre su voluntad, para entregarnos en sus manos con confianza y con amor. Solo entonces la oración es realmente expresión de una fe verdadera y madura. La oración cristina es, por consiguiente, entrega, acción; es ser crucificados con Cristo, donados a los más pobres. He citado el pasaje donde Pablo afirma que nosotros no sabemos pedir como es debido, y por eso tenemos que abrirnos al Espíritu. Pero existe una oración, la que nos enseñó Jesús, el Padrenuestro, que nos revela cómo debe ser toda oración (de alabanza, de acción de gracias, de súplica y de intercesión).
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El Padrenuestro En el evangelio de Lucas los apóstoles piden a Jesús: «Señor, enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos» (Lucas 11,1). Observemos, ante todo, que la petición de los apóstoles no surge al comienzo de su encuentro con Jesús, sino más tarde, cuando se constatan cómo él ora, cómo se retira para orar. Análogamente, nuestra pregunta sobre la oración nace cuando vemos a otros orar intensamente, cuando en la oración común caemos en la cuenta de que en torno a nosotros hay una calidad de oración que nos seduce y querríamos hacer nuestra. Jesús respondió a los discípulos: «Cuando oréis, decid así: “Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras deudas como nosotros se las perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal”» (Mt 6,9-13). Oración sencillísima que hemos aprendido a recitar desde niños y, sin embargo, riquísima. En ella descubrimos la palabra «Padre», Dios Padre como nuevo horizonte de la vida. Y el descubrimiento de la paternidad de Dios nos lleva a comprender que el Padrenuestro sintetiza el proyecto de Dios sobre nosotros. El texto está dividido claramente en dos partes. Las palabras son sencillas –nombre, Reino, sea santificado, voluntad, pecados, tentaciones– y, al mismo tiempo, no son completamente explicables, por lo que deben percibirse como misterio. Por ejemplo, ¿qué significa «el pan de cada día»? Los exegetas llevan discutiendo durante siglos el significado del término griego que traducimos por «cada día»: unos lo traducen por «hoy», y otros por «mañana». Quizá el sentido más obvio es «cada día», pero no tenemos ninguna certeza filológica al respecto. También resulta extraña la expresión «santificado sea tu nombre», así como «no nos dejes caer en la tentación», que puede malinterpretarse en el sentido de que Dios es quien nos abandona a ella.
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De hecho, el Padrenuestro contiene afirmaciones que aluden a toda la realidad del reino de Dios; está formado por palabras que sintetizan la enseñanza de Jesús, y para comprenderlas a fondo tendríamos que releer una buena parte del evangelio. No obstante, lo que a nosotros nos interesa entender ahora es qué quiso enseñarnos Jesús y cuáles son los contenidos que él quiere de toda oración nuestra. 1) Decir «Padre» no requiere hacer un esfuerzo de imaginación o tener una cierta idea de Dios, sino, más bien, adentrarse en el modo de orar de Jesús, que siempre se dirige a Dios llamándole «Padre». Lo que significa que la invocación «Padre» es la atmósfera de la oración, el horizonte en el que esta se realiza. Este horizonte, que es suyo, Jesús nos lo pone en el corazón, nos lo da, nos lo comunica. Decir «Padre» nos hace disponibles, confiados, abandonados, seguros de ser escuchados; nos hace superar miedos e incertidumbres. Con la frase «venga tu Reino» expresamos el deseo, el anhelo de que se manifieste aquella realidad que designamos con ese nombre y que puede decirse de mil modos: justicia, fraternidad, triunfo de la vida, derrota de la muerte, situación en la que ya no habrá lágrimas ni dolor, capacidad de conocernos y de amarnos en profundidad, plenitud del Cuerpo de Cristo que se realiza en la Iglesia, unidad verdadera entre todos los seres humanos y todos los pueblos. Con esta expresión anticipamos y nos dedicamos al proyecto de Dios en la historia. Se trata de tu Reino, es decir, no del reino de Dios que me imagino, sino de aquel que el Padre prepara, me da, me pone en las manos y hace que lo realice día a día. El proyecto de Dios posee unas características que solo pueden ser suyas: la plenitud, el carácter absoluto, la pureza, la claridad y la luminosidad. Nosotros las intuimos cuando tratamos de realizarlas, porque el reino se concreta en la figura de nuestro proyecto humano, en nuestra figura de la Iglesia, de las relaciones fraternas vividas con plenitud evangélica, en nuestra figura de construcción del mundo nuevo. ¡Pero es tuyo, oh Padre! Nosotros lo aceptamos de ti, y tú nos lo revelas siempre más grande, siempre más elevado que nuestras peticiones humanas. En la dinámica entre el reino en cuanto proyecto que nosotros construimos diariamente y el Reino que Dios nos da y que es más grande que nuestro proyecto, la oración nos pone en acción. Nos hace disponibles y nos prepara para el posible conflicto que podría provocarse entre el Reino tal como nosotros lo vemos y el Reino tal como Dios nos lo da en su infinita y misteriosa sabiduría. Este es el conflicto que se produjo, por ejemplo, en la oración de Jesús en Getsemaní: «Padre, que se haga tu voluntad, no la mía», que venga no mi reino, sino el tuyo.
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Por consiguiente, la expresión «venga tu Reino» nos forma en el espíritu bautismal: con ella entramos en la realidad vivida de nuestro bautismo. 2) Nos preguntamos: ¿qué se necesita para que venga el Reino, para que se realice el proyecto de Dios? ¿Qué hace falta para que esta realización sea eficaz y posible? A esto responde la segunda parte de la oración. Si hubiéramos compuesto nosotros la oración, habríamos redactado, ciertamente, una larga lista de condiciones exteriores e interiores. Jesús, en cambio, menciona tres. Para que el Reino se realice tenemos necesidad de perseverar en el hoy a través del pan da cada día. Tenemos necesidad de mucha misericordia y de perdón recíproco, mediante la capacidad de acogernos y el perdón que Dios nos concede por nuestras continuas caídas e incapacidades a la hora de hacer realidad el Reino. Tenemos necesidad del apoyo de Dios para no ceder a la tentación cuando llega la prueba y el Reino parece oscurecerse en torno a nosotros. En la primera parte del Padrenuestro se nos describe como deseosos anticipadores del Reino: «Venga, sea santificado, hágase tu voluntad»; en la segunda parte se nos describe como pobres peregrinos del Reino. 3) Podemos comparar estos momentos de la oración con los sentimientos que albergamos en el corazón. Tenemos en el corazón, como palabra fundamental dirigida a Dios, el apelativo «Padre», y lo repetimos con confianza, con abandono, con ternura. Al recitar esta oración podríamos detenernos durante algún tiempo en esta sencillísima palabra, Padre, como hacía Teresa de Lisieux. Tenemos en el corazón, como deseo fundamental, la plenitud del proyecto de Dios al que está llamada a dedicarse nuestra vida, a través del bautismo y la presencia en todas las realidades de este mundo, en toda forma de servicio a los hermanos, a la Iglesia y a la sociedad. Tenemos en el corazón un sentimiento humilde de nosotros mismos que nos hace pedir en la oración las cosas esenciales y adecuadas a nuestra debilidad. Unámonos a todos los hermanos y hermanas que, con nosotros, sufren particularmente la debilidad y la pobreza en el camino del Reino. Pienso en quienes son víctimas de la violencia, en aquellos que tienen una vida, incluso familiar, agobiante, en los numerosos enfermos... Pienso en la necesidad que tiene tanta gente del pan diario de la esperanza, de ese aliento de fuerza que permite vivir la jornada acogiéndola. 41
Están también, además, quienes carecen de la perspectiva del Reino, quienes no creen en un proyecto de Dios en su vida y, por eso, no tienen un futuro, no saben a dónde dirigirse, no tienen nada que les atraiga o que les impulse a comprometerse por un mañana mejor. Aprendamos a orar por todos, oremos con todos, sobre todo con aquellos con quienes nos encontramos cada día y a quienes querríamos hacer partícipes de nuestro deseo y, mediante la invocación del Padre, partícipes también de esta magnífica oración y del sentido de la paternidad de Dios que nos concede vivir Jesús. La oración del Padrenuestro, tal como hemos tratado de entenderla, nos ha mostrado cómo debe ser toda nuestra oración. – Dirigirnos con Jesús, en la gracia del Espíritu, al Padre, ofreciéndole lo que somos, toda nuestra vida: eso es lo que acontece en la eucaristía y en toda celebración litúrgica de la Iglesia. – Tener presente el admirable plan de salvación de Dios, un plan en el que se inserta nuestra historia personal y que se reveló plenamente en el misterio pascual de Jesús crucificado y resucitado. En este plan la oración tiene el objetivo, que vuelvo a repetir, de conducirnos hacia la caridad activa, porque Dios es misterio de amor, de caridad. – Creer que Dios atenderá nuestras oraciones si se hacen en el nombre de Jesús, configurándonos e identificándonos con su condición de Hijo, y si tienen como peticiones, como contenidos, los deseos del Reino, el deseo de cumplir la voluntad del Padre, de dejarnos guiar por el Espíritu Santo.
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Escritura y oración: la lectio divina La escucha de Dios por parte del cristiano significa, en concreto, la escucha de la Palabra contenida en la Biblia. El contacto con esta Palabra escrita conduce, en efecto, a una riqueza de vida inesperada. A mí, que leo la Escritura desde hace muchos años, me resulta cada vez tan nueva que me provoca asombro y me produce aquel impacto de la inteligencia y de la emoción que suscita el sentido de los valores humanos y que pone en contacto con los valores mismos de Dios. Muy oportunamente el Concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática Dei Verbum, trató extensamente de este tema. Sintetizo su enseñanza en cuatro puntos: – todos los fieles deben tener acceso directo a la Escritura; – deben leerla con frecuencia y con gusto; – deben aprender a orar a partir de la lectura directa de la Biblia; – todo ello con el fin de conocer a Cristo Jesús, porque no puede conocérsele fuera de las Escrituras, y conocerle de manera sentiente. Decía san Jerónimo, y la Constitución conciliar lo cita expresamente, que «desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo». Son indispensables, por tanto, medios concretos que permitan al cristiano acercase a los textos de la Escritura, al Nuevo Testamento, de modo que pueda confrontarlos de manera realista con su existencia. Entre esos medios o métodos concretos, sugiero el método patrístico de la lectio divina, llamada «divina» precisamente porque consiste en la lectura y en la escucha de un pasaje de la Biblia. Esta lectio divina consta de varios «peldaños» –lectio, meditatio, oratio o contemplatio– que, para mayor utilidad, suelo ampliar a siete, añadiendo cuatro: consolatio, discretio, deliberatio y actio. 1) La lectio es el momento en que se lee y se relee una página del Antiguo o del Nuevo Testamento poniendo de relieve sus elementos más importantes. Es una actitud dinámica; es el esfuerzo de percibir en el texto los relieves, de tal modo que la «llanura» se convierta en «panorama de montaña», con sus zonas de luz y sus zonas de sombra. Subrayando los verbos, los sujetos y los objetos, los diversos elementos adquieren un valor insospechado. La lectio, en el marco en el que la consideramos, no es un fin en sí misma, sino que se abre a la meditatio; debe hacerse, por consiguiente, cada vez que sea necesaria, en la medida en que sirve para dar el siguiente paso. No tan poco como
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para que la meditatio sea estéril, pero tampoco demasiado como para impedir el dinamismo. 2) La meditatio es la reflexión sobre los valores del texto, especialmente los permanentes. Es un segundo modo de acercarse al pasaje, no ya para analizar los sujetos, los objetos, los símbolos, los movimientos interiores y exteriores, sino para descubrir los valores que transmite y lleva consigo el texto. La meditatio debe hacerse con la mente y también con el afecto, porque a menudo los valores están llenos de resonancias, de sentimientos. Conlleva la superación de la cantidad por la calidad, la superación de las formas exteriores, de las figuras geométricas y sintácticas, hacia sus contenidos; se trata, por consiguiente, de un paso importante. ¿Qué valores expresa Jesús con este modo de ser? ¿Qué valores expresa Pablo y cómo puedo hacerlos míos? El mundo de la meditatio es muy variado, porque el ser humano se confronta desde su interior con la Palabra, convirtiéndola en su modelo, propuesta, regla de vida. Sin embargo, existe un riesgo, a saber, prolongar la meditatio «ad infinitum», complaciéndose por haber entendido los valores del texto, por haberlos ordenado y vinculado con la propia vida. El riesgo consiste en creer que se viven esos valores sencillamente porque se ha conseguido entenderlos debidamente, bloqueando así el proceso dinámico de la oración y cayendo en la autocomplacencia, que en realidad es lo opuesto a la religiosidad evangélica, aun cuando se nutra de palabras del evangelio. Por consiguiente, la meditatio constituye un enorme valor que hay que aprender, y es posible que lleve años aprenderla; pero debe superarse, en un determinado momento, en dirección hacia la contemplatio. En cierto modo, la meditatio puede hacerla incluso un no creyente a quien le agraden los valores profundos expresados por la Escritura. 3) Con la contemplatio entramos en la oración específicamente cristiana, que se hace «en espíritu y en verdad». Es el paso de la consideración de los valores a la adoración de la persona de Jesús, que resume todos los valores, los sintetiza, los expresa en sí mismo y los revela. Es un momento orante por excelencia, en el que deben olvidarse precisamente las mismas cosas que han sido muy útiles para estimular la conciencia. Se adora y se ama a Jesús, se ofrece uno a él, se pide perdón, se alaba la grandeza de Dios, se intercede por la propia pobreza o por el mundo, por las personas, por la Iglesia. El centro y la referencia de la contemplatio es siempre la persona de Jesús, revelador del Padre. Desde el punto de vista más propiamente ontológico o de antropología sobrenatural, la contemplatio es la disponibilidad al don infuso de la caridad. Es decir, el ser humano se encuentra en la situación ideal para acoger de manera consciente o, al menos, con 44
plena disponibilidad el don infuso de la caridad, para dejar vibrar en sí el Espíritu de santidad. La contemplatio es, por consiguiente, en parte, ejercicio activo, de adoración, de amor, y, en parte, ejercicio pasivo, espacio dado al Espíritu Santo para que en nosotros adore, alabe y glorifique al Padre. El don infuso de la caridad está germinalmente presente, como sabemos, en todo bautizado. Pero muchas veces no tiene un espacio expresivo, es decir, un espacio corpóreo, mental, estructural: la contemplatio es exactamente el momento en que se da espacio corpóreo al Espíritu Santo. Por eso podemos llamarla también «conversión» del hombre que se dirige totalmente a Dios, que lo elige constantemente, atraído por él, que lo ama con todo su corazón, con toda su mente y con todas sus fuerzas, elevadas de forma sobrenatural por el Espíritu. Es realmente el punto culminante de las distintas etapas del dinamismo de la oración y constituye la norma y la referencia de todas ellas. La lectio es útil, y la meditatio importante, en cuanto que desembocan en la contemplatio, que es vida en sentido pleno: es la vida de Cristo que vive en quien contempla. De añadir algo en este punto del dinamismo de la oración, se trataría solamente de la experiencia infusa mística, es decir, la percepción consciente de la acción de Dios. Sin embargo, la unión con Dios a niveles místicos no forma parte necesariamente del organismo ordinario de la vida cristiana. Quisiera, no obstante, decir algo sobre el dinamismo explicativo de la contemplatio, razón por la que he indicado otros cuatro pasos, aunque no constituyen un paso adelante, porque ya ha acontecido todo. 4) Consolatio. A nosotros nos cuesta muchísimo determinar esta palabra, mientras que es una realidad altamente conocida en el Nuevo Testamento. Pablo la utiliza mucho, bien como verbo –parakaléō–, bien como sustantivo –paráklēsis–;incluso la contempla como un ministerio: «Quien tenga el ministerio de la consolación –parakalôn–, que se dedique a consolar –paraklēsei–» (cf. Rm 12,8). La consolación es un apelativo de Dios, el Dios de la paciencia y de la consolación (cf. Rm 15,4; 2 Cor 1,3), y el Nuevo Testamento la considera como realidad fundacional de la experiencia cristiana. A nosotros nos parece un apoyo adicional: la necesidad de ser consolados nos parece casi un signo de debilidad, y esto resulta bastante extraño si pensamos que el Espíritu Santo es calificado como el Paráclito, el Consolador. Así pues, ¿qué podemos entender por «consolación» como desarrollo ordinario de la contemplatio? Podemos entenderla como la alegría profunda, íntima, que procede de la unión con Dios, el reverbero luminoso, gozoso, de la comunión con él. Pensemos en la alegría que vemos transparentarse en la mirada de personas particularmente santas, en la paz, la serenidad y la tranquilidad que emiten, incluso en el sufrimiento. Es el gusto del culto de Dios, la relación con Dios vivida con gozo. 45
La persona que ha llegado a la contemplación sabe que ninguna fuerza humana podrá arrebatarle la paz, que es don de Dios. Pablo expresa esta seguridad gozosa cuando exclama: «¿Quién nos apartará del amor del Mesías? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada?... Estoy persuadido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en el Mesías Jesús Señor nuestro» (Rm 8,35.38-39). La consolación es la fuerza que sentimos brotar, con una distancia de dos mil años, de las palabras de Pablo. La consolatio tiene muchos otros nombres: en ciertos momentos de la historia de la espiritualidad ha sido llamada «fervor» o «devoción» (san Francisco de Sales), es decir, rapidez gozosa y espontánea con la que el ser humano se da a Dios. San Juan Eudes la llamó «el reino de Jesús»: la vida es el reino de Jesús que se desarrolla en nosotros. Por eso, no debemos dejar de lado la consolatio. A veces, una cierta cultura pseudoespiritual nos hace creer que lo que cuenta es cumplir con el deber, ser leales y justos. ¡Pero la persona leal y justa no puede dejar de expresar aquella plenitud de sí que es la fuerza y el entusiasmo de la alegría interior! Ciertamente, se trata de una alegría espiritual oculta en lo profundo. Si a menudo está velada y oscurecida por las pruebas, por la aridez, por las desolaciones, por las tentaciones, por el abandono, por la cruz, lo cierto es que no es a esto a lo que está llamado el ser humano. La etapa a la que está llamado es la luminosidad del Cristo resucitado difundida en la experiencia. No es un fenómeno secundario, aunque debe diferenciarse de los puros estados de entusiasmo natural. 5) Discretio o discernimiento. La consolatio sitúa a la persona en sintonía admirable con los valores evangélicos. Es gusto interior por Cristo, por estar con él, por su pobreza, por aquellos que se le asemejan en el sufrimiento, por el seguimiento generoso de la cruz junto con él. Las grandes elecciones de Cristo, su abandono en manos del Padre, su desprendimiento, su entrega al ser humano... se convierten en valores connaturales en el momento de la consolatio. El discernimiento es la capacidad de elegir, por connaturalidad interior, según y como Cristo. Su relación con la meditatio es muy estrecha, porque esta hace emerger los valores de Jesús, y la discretio los hace elegir. Francisco de Asís se encuentra con el leproso, ve en él a Cristo y, movido por el Espíritu, lo besa lleno de alegría, superando una enorme repugnancia natural: es la discretio la que le permite hacer la misma elección que Jesús. 6) Deliberatio es el acto interior por el que la persona se decide por las elecciones de Cristo y desemboca necesariamente en la actio.
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7) La actio es el modo de vivir y de actuar según el Espíritu de Cristo; es acoger totalmente dentro de nosotros la conciencia apostólica; es haberla integrado en nosotros mismos; es haber hecho de esta elección no solamente un acto de voluntad al que adaptarse con gran esfuerzo, sino una realidad que ha entrado en nosotros mediante el dinamismo de la oración. En esta perspectiva, la oración ya no es solamente algo que hacemos para realizar mejor cualquier cosa: la oración es hacer emerger la elección, formar la propia vida a partir de las elecciones evangélicas interiorizadas. Antes de concluir, deseo insistir en la importancia de la contemplación, sin la que todo se vuelve insípido, se convierte en ejecución agobiante de preceptos, en voluntarismo y moralismo. La falta de contemplación nos impide captar globalmente los varios aspectos de la experiencia cristiana y vivir realmente el «ven y sígueme» de Jesús. En la contemplación el ser humano alcanza el máximo de claridad y de fuerza; en ella, el proyecto-ser humano se verifica y se va verificando progresivamente, en la medida en que se integra en las acciones, en la cultura, en las expresiones exteriores de la persona. El paso de la meditación a la contemplación es, por consiguiente, un momento vital y determinante de la experiencia cristiana. A menudo, nuestra experiencia cristiana está, como mucho, en el nivel meditativo, de reflexión, de buenas intenciones, pero desconoce todavía muchos valores del don de Dios hecho al ser humano. Tal es la experiencia de los apóstoles en el evangelio de Marcos, que ven y no entienden, que tienen ojos y no comprenden. Por eso se encuentran inseguros, sometidos a continuos virajes y con deseos de evasión: porque no tienen como referencia la contemplación. Las preguntas que podemos hacernos ahora, por tanto, deben tratar sobre cómo practicamos la lectio y la meditatio, pero, sobre todo, si nos abrimos a la contemplatio, si la consideramos fundamental para nuestro camino de fe. Yo creo que todos nosotros hemos tenidos momentos de verdadera contemplación, en los que también hemos podido discernir la consolación de Dios. Reflexionemos, pues, sobre esos momentos y tratemos de valorarlos correctamente según los deseos del Señor.
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Observaciones importantes sobre la lectio divina Al acercarse a la Biblia mediante el método de la lectio divina hay que evitar el riesgo de un desbordamiento de la lectio fuera del álveo de la tradición y de la Iglesia. De hecho, a menudo se utiliza la Escritura no simplemente para criticar a nuestros ídolos, sino también para criticar las instituciones de una forma global y carente de discernimiento. Otro riesgo consiste en someter el texto sagrado a ideologías preexistentes (políticas, sociales, filosóficas) usándolo como prueba o apoyo. En estos casos, la lectura de la Biblia tiende a salir del contexto vital en el que nació y se ha transmitido. Y también se corre el riesgo de entender bajo el nombre de lectio cualquier lectura de la Biblia que esté en cierto modo unida con la oración. Con frecuencia, se tiende además a hacer «teología bíblica» tratando temas de uno y otro Testamentos, o se buscan actualizaciones a partir de un pasaje elegido al azar o presente en la liturgia. Todo esto forma parte de la lectio, pero no la define en su característica más profunda. Por consiguiente, me parece útil recordar unas palabras del jesuita Francesco Rossi de Gasperis escritas en un estimulante estudio (Bibbia ed esercizi spirituali, Torino 1982, p. 33): «Lectio divina es la lectura continua» (yo prefiero decir “tendencialmente” continua) «de todas las Escrituras, en la que cada libro y cada una de sus secciones son sucesivamente leídos, estudiados, meditados, comprendidos y saboreados mediante el contexto de toda la revelación bíblica, Antiguo y Nuevo Testamento. Por esta sencilla adhesión y respeto humilde a todo el texto bíblico, la lectio divina es una praxis de obediencia total e incondicionada a Dios que habla, donde el ser humano se convierte en un atento oyente de la Palabra [...] La lectio divina no hace una elección de textos idóneos en relación con temas y argumentos ya elegidos y decididos de antemano en función de necesidades o gustos ya experimentados o advertidos por el lector o por la comunidad lectora. Ni siquiera adopta el procedimiento de los “temas bíblicos”, prefiriendo mantenerse al margen de toda selección teológica del mensaje bíblico. Empieza en la Palabra de Dios y la sigue paso a paso desde el principio hasta el final. La lectio divina presupone y se toma en serio la unidad de todas las Escrituras». Así pues, si la lectio divina se vive en su dinamismo, que, partiendo de sus primeras tres etapas –lectio, meditatio, contemplatio–, se amplia y se abre a la consolatio, la discretio, la deliberatio y la actio, puede constituir una ayuda formidable frente al desafío actual del mundo occidental. Un mundo en el que el misterio de Dios está prácticamente ausente en los signos exteriores de la vida y de la sociedad; un mundo interiormente árido, que asfixia la conciencia y no hace percibir en la experiencia cotidiana el gusto del Dios verdadero. Solo si alimentamos nuestra fe en un contacto con la Palabra, podremos atravesar indemnes el desierto espiritual de la Europa contemporánea. 48
Un ejemplo de lectio divina Leamos el Salmo 23: «El Señor es mi pastor: nada me falta; en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia aguas tranquilas. Repara mis fuerzas; me guía por senderos de justicia como pide su título. Aunque camine por valles oscuros, nada temo, porque tú estás conmigo, tu vara y tu cayado me dan seguridad. Me pones delante una mesa frente a mis enemigos; me unges con perfume la cabeza, y mi copa rebosa. Tu bondad y lealtad me escoltan todos los días de mi vida; y habitaré en la casa del Señor por días sin término». Es un salmo que hemos cantado muchas veces en la liturgia eucarística dominical y semanal y que, sin embargo, quizá no conocemos en profundidad. Decía de él el gran filósofo francés Henri Bergson: «Los centenares de libros que he leído no me han dado tanta luz y consuelo como estos versículos del Salmo 23: “El Señor es mi pastor: / nada me falta. /... Aunque camine por cañadas oscuras, / nada temo, porque tú estás conmigo”». 1) En el momento de la lectio releemos el texto para poner de relieve sus elementos, tratando de responder a la pregunta: ¿qué dice el salmo? – El Salmo 23 es llamado a menudo «el salmo del pastor», porque habla de un pastor, es más, del Señor bajo la imagen del pastor, y desarrolla su simbolismo. Sin embargo, a mí me parece que el título no es adecuado, y en realidad, si leéis bien las tres primeras estrofas, os daréis cuenta de que la imagen del pastor se desarrolla solamente hasta el v. 4: «tu vara y tu cayado me sosiegan». 49
A partir del v. 5 se delinea otra imagen, la del anfitrión que invita a cenar: «Me pones delante una mesa...». Por consiguiente, los símbolos son dos: el pastor y el que nos invita a cenar tratándonos espléndidamente y permitiéndonos estar junto a él. Por eso considero más acertado otro título: «Porque tú estás conmigo», que expresa muy bien la tensión espiritual, psicológica, humana y teológica del salmo. «Porque tú estás conmigo» es una afirmación que se encuentra, casi visualmente, en la mitad del canto, de la oración del salmista, y sintetiza todo en una expresión de gran confianza: tú estás conmigo. Es claramente un salmo de confianza, y trataremos de entender qué significa concretamente. – Después del título, subrayemos los personajes, los sujetos que actúan en el texto. Son dos: el Señor y yo, es decir, el que habla. *
Las acciones atribuidas al Señor son nueve: él es mi pastor; me hace recostar; me conduce; repara; me guía; está conmigo; me da seguridad; prepara una mesa; me unge con perfume. Nueve designaciones que indican la solicitud, el cuidado, la atención, expresadas con metáforas, con parábolas, con símbolos... que definen al Señor como aquel que se hace cargo de mí.
*
Frente a este sujeto principal me encuentro yo, afirmando que no me falta nada, que no temo ningún mal, que mi copa rebosa; que siento la felicidad y la gracia como compañeras de vida, que quiero habitar en la casa del Señor. Se trata de un diálogo afectuoso, confiado, familiar, entre el Señor y yo: quién es él, qué hace por mí, qué le digo. Es una oración sencillísima, en la que no se pide nada, no se da gracias, no se alaba...; pero precisamente por eso es riquísima. Si, además, quisiéramos examinar el alcance de los símbolos que presenta, encontraríamos una enorme cantidad de aplicaciones, como demuestra la historia de la exégesis de este salmo.
– Podemos ahora releer las estrofas desde el punto de vista de las imágenes. Ya hemos hablado de las dos fundamentales: el pastor y el anfitrión; es decir, la imagen del pasto y la imagen de la convivialidad, del banquete. Cada una de ellas es desarrollada con otras que completan y enriquecen el cuadro. *
La imagen del pastor –muy utilizada en la Biblia hasta el discurso de Jesús sobre el buen pastor en Jn 10– es especificada: «en verdes praderas me hace 50
recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas». Se trata del apacentamiento del rebaño en pastos verdes y junto a aguas tranquilas. Quien ha visto las estepas de Palestina sabe lo difícil que es encontrar una pradera verde; cuando un pastor llega a descubrirla, es realmente la alegría del rebaño. Quien ha experimentado la sed en el desierto puede comprender lo que significa encontrarse con alguien que indique dónde hay una fuente de agua, a lo mejor escondida bajo las piedras. Por consiguiente, el pastor del salmo sabe hacer apacentar al rebaño en los lugares adecuados. Además, sabe hacer desplazarse: en efecto, nos encontramos con la imagen del rebaño apacentando en pastos verdes y con la del rebaño en movimiento, guiado por senderos justos, por caminos que llevan a un buen fin. En este desplazamiento se puede también «caminar por cañadas oscuras» – pensemos en el desierto de Judá y en sus valles pedregosos, encajados, embarrancados, muy peligrosos si nos perdemos en la noche o si, tropezando, caemos en algún barranco–. El pastor del salmo sabe guiar incluso por un valle oscuro, de noche. Las imágenes se multiplican: el bastón y el cayado. Probablemente, el bastón se refiere a un palo corto y adecuado para defender al rebaño de los lobos; el cayado, en cambio, es el báculo pastoral del obispo, un bastón largo y curvado sobre el que se apoya el pastor, que sirve para colgar de él el morral o para tantear el terreno, así como para mantener lejos a los perros vagabundos. Una metáfora muy pintoresca, que evoca todo cuanto hace el pastor por amor al rebaño, para conducirlo; y esto es lo que el Señor hace por nosotros. *
Siguen las imágenes conviviales: «me pones delante una mesa» (v. 5). Imaginemos que estamos en una tienda, sobre una estera extendida en el suelo, y sobre la estera manjares suculentos que se toman con las manos, se introduce un poco de pan en una salsa y se sacan trozos de carne; imaginemos gozando horas y horas en esta cena común. Antes de comenzar la comida, el que nos ha invitado nos unge con perfume, «unges con óleo la cabeza», como hizo María de Betania cuando entró Jesús en su casa. Sobre la mesa hay también una copa, un cáliz rebosante de vino espumante que da alegría. Las imágenes conviviales desembocan, en el v. 6, en la imagen de la casa del Señor: «habitaré en la casa del Señor por días sin término»; la tienda se convierte, en cierto momento, en el templo, en la casa de Dios, donde uno se siente realmente en su propia casa.
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– He recordado sencillamente algunas metáforas, pero podríamos detenernos sobre cada una de ellas para clarificar mejor su significado. ¿Qué significa «aguas tranquilas»? No solamente pozos de agua en los que se bebe tranquilamente y sin peligro; en realidad, se evoca un camino de paz, un camino espiritual hacia la paz interior, donde se reparan las fuerzas al final de un viaje peligroso. ¿Qué significa «cañadas oscuras», tenebrosas? No solo un barranco adonde no llega la luz, donde la noche es densa; en la psicología de la persona humana, se trata más bien del miedo a la oscuridad de la muerte, ese miedo que aflora en la conciencia y que no se calma a menos que venga una voz de lo alto que traiga la palabra de consuelo. Invito a cada uno a repensar y saborear todas estas imágenes poéticas; aun cuando no podamos captar la poesía y el ritmo propios del texto hebreo, no obstante, algunas asonancias resuenan también de algún modo en la traducción. 2) Pasando al peldaño de la meditatio, reformulamos la pregunta inicial pensando en nosotros: ¿cuál es el mensaje del salmista para mí, para nosotros? ¿Qué dice este poema religioso hoy? – Empezamos buscando las palabras clave del mensaje, que, en mi opinión, son cuatro: *
no me falta nada;
*
tú estás conmigo;
*
me das seguridad con tu bastón y tu cayado;
*
habitaré en la casa del Señor.
Este es el mensaje: Señor, no me falta nada, porque tú estás conmigo, me das seguridad y habito en tu casa. – Para poder decir en serio estas palabras hemos de preguntarnos sobre quién recaen; y la respuesta para mí es obvia: actualmente recaen sobre corazones ansiosos, sobre nuestras ansiedades, sobre nuestros miedos, sobre nuestras inseguridades. He seguido durante varios años a un grupo de centenares de jóvenes –entre 18 y 25 años– que han participado en el camino denominado «Samuel» y han buscado con gran disponibilidad la voluntad de Dios en su vida. Y para que realizaran un camino sólido les proponía cada año unas reglas: por ejemplo, abstenerse de ver la televisión o hacer un uso de ella muy restringido. Entre otras, se encontraba la número IV, que decía: desterrar toda forma de ansiedad sobre mi vida y sobre el futuro.
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Pues bien, a muchísimos de estos chicos y chicas no les resultaba difícil abstenerse de ver la televisión, mientras que sí les costaba desterrar la ansiedad. La han considerado la regla más dura. Lo que significa que nuestro corazón está inseguro, que necesitamos continuamente que se nos den garantías sobre nosotros mismos y sobre el mañana que nos espera, sobre nuestras relaciones, sobre nuestras capacidades, sobre el hecho de que no cometeremos equivocaciones demasiado graves al elegir el estado de vida. Desde este punto de vista, el Salmo 23 es un medicamento saludable, consolador, excelente y eficaz para todas las ansiedades del corazón humano. Es una oración magnífica para repetirla con fe ante Jesús: Señor, contigo no me falta nada; tú estás conmigo, me tranquilizas, me haces habitar en tu casa. Se trata de un ejercicio extraordinario de fe y de esperanza. – Con el deseo de profundizar en el mensaje, de indagar más en nuestro corazón, nos preguntamos: cuando pronuncio las palabras del salmo, cuando lo recito en oración, ¿soy realmente sincero? Creo que todos debemos confesar que las decimos un tanto superficialmente; a veces nos inducen a la oración si estamos viviendo momentos buenos, si en el horizonte no se perfilan cruces ni problemas. Sin embargo, en cuanto entramos en un valle oscuro, en cuanto percibimos ante nosotros la sombra de la muerte (un fracaso, la soledad, un revés de la vida, el dolor físico o moral...), se hace muy difícil decir: camino por un valle oscuro, pero estoy en paz porque tú, Señor, estás conmigo. Aun cuando son sinceras y provechosas, las palabras del salmista son difíciles de pronunciar con el corazón. – ¿Qué podemos hacer, por tanto, cuando nos encontramos en un valle oscuro, en el valle de la muerte, en la oscuridad, en el abismo? Debemos hacer lo que hizo Jesús. Entró en el valle oscuro de Getsemaní, entró en la oscuridad de la agonía sobre la cruz, se sintió abandonado y gritó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pero en aquel momento dirigió al Padre unas palabras que resuenan afines con las del Salmo: Sé que tú, Padre, estás conmigo, en tus manos encomiendo mi espíritu. Jesús, contemplado en Getsemaní y sobre la cruz, es el modelo a seguir, es aquel que nos tranquiliza diciendo: a pesar de todo, tendréis la fuerza de rezar el Salmo 23; más aún, la tenéis ya, porque yo os la doy. Me viene a la mente lo que escribe san Buenaventura a propósito de Francisco, que en el verano de 1219 fue a Palestina y fue recibido por el sultán de Egipto, atravesando así las líneas militares musulmanas. En aquel momento de gravísimo peligro, de miedo, casi de locura (habría podido renunciar a la visita, evitando un camino tan arriesgado),
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Francisco seguía su viaje repitiendo: «Aunque camine por valles oscuros, nada temo, porque tú estás conmigo». 3) En la contemplatio, confiada a cada uno personalmente, se trata de ir más allá del salmo para tocar el rostro de Jesús presente detrás de todas y cada una de las páginas de la Escritura. Tal vez partimos de una invocación, de una oración en la que expreso al Señor los sentimientos experimentados escuchando las palabras de uno o de otro versículo; pero, de pronto, la oración deja de ser ejercicio mental y se convierte en alabanza, en silencio ante aquel que se me ha revelado, que me habla como amigo, como médico, como salvador. La contemplatio es una especie de experiencia extraordinaria, misteriosa, en la que intuimos con el corazón que el Resucitado está en medio de nosotros como Señor de nuestra vida y Señor de la historia.
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3. El pecado
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El rechazo del plan de Dios «Pero el Señor Dios llamó al hombre: “¿Dónde estás?”. Él contestó: “Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí”. El Señor Dios le replicó: “¿Y quién te ha dicho que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol prohibido?”. El hombre respondió: “La mujer que me diste por compañera me alargó el fruto, y comí”. El Señor Dios dijo a la mujer: “¿Qué has hecho?”. Ella respondió: “La serpiente me engañó, y comí”. El Señor Dios dijo a la serpiente: “Por haber hecho eso, maldita tú entre todos los animales domésticos y salvajes; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: él herirá tu cabeza cuando tú hieras su talón”» (Gn 3,9-15). Este escueto diálogo entre Dios y el ser humano hace que emerjan la confusión, la oscuridad y la vergüenza del pecado. Cuatro veces habla el Señor, y las tres primeras intervenciones son preguntas concretas: ¿dónde estás?, ¿quién te ha dicho que estabas desnudo?, ¿qué has hecho? Y a las tres perentorias preguntas les sigue una profecía terrible que indica un estado de enemistad y de división dentro de la experiencia humana y de la historia. A las cuatro palabras de Dios les replican los seres humanos con respuestas tímidas, inseguras, reticentes y, en parte, mendaces. Adán afirma que tiene miedo, miedo de Dios. Revela así una relación desvirtuada con aquel Dios de amor en quien no sabe reconocer al Padre, al Misericordioso, cuyo rostro ya no reconoce. Y acusando a Eva, añade: la mujer que me diste por compañera me alargó el fruto, y comí. Manifiesta también, por consiguiente, una relación irresponsable con la compañera de su vida, echándole a ella la culpa y los remordimientos de conciencia. Por su parte, la mujer, atemorizada y confusa, responde: la serpiente me ha engañado, mostrando así una relación irresponsable consigo misma, con su culpabilidad personal, con la claridad de sus responsabilidades. En conjunto, Adán y Eva, con sus palabras, subrayan la división, la oscuridad y la confusión que le provoca al ser humano el estado de pecado, es decir, el alejamiento de Dios. Al principio, Dios sueña con una tierra de paz y de benevolencia, en la que el trabajo no oprime y la convivencia no es violenta; el ser humano se rebela contra este sueño; y el esplendor, el valor inmenso de la libertad que le ha concedido el que la ha creado y amado, se transforma, en sus manos, en un instrumento de negación, en un proyecto alternativo al que le había sido propuesto.
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Pero la pregunta dirigida por el Señor a Adán, «¿dónde estás?», es la pregunta que Dios nos hace a cada uno de nosotros, que no hemos confiado plenamente nuestra vida a su plan de amor: ¿dónde estamos a causa de la desconfianza o de la escasa confianza en él? Adán es el ser humano de todos los tiempos que no acepta el amor de Dios, que rechaza la condición de criatura y de hijo, que no quiere ser hijo adoptivo de Dios, que se rebela frente a un Dios que le sirve. Su miedo ha marcado toda la historia, ha marcado a la humanidad, que teme a Dios imaginándoselo como un terrible castigador, que tiene miedo de la muerte, del sufrimiento, de toda forma de privación o de peligro. Rechazando a Dios, nosotros y nuestra sociedad no llegaremos lejos, y las conquistas del progreso podrían ser incluso nuestra Babel y nuestra muerte. En las respuestas que Adán y Eva dan al Señor descubrimos que falta, en realidad, la única palabra adecuada, la única palabra que se resiste a salir de los labios de todo hombre, precisamente porque se ha perdido de vista el rostro verdadero de Dios: «¡He pecado contra ti!». Es la sencilla respuesta de David en el Salmo 50. En un pasaje del evangelio de Lucas podemos leer otro diálogo, correspondiente al que tuvo lugar en el jardín del Edén entre Dios, Eva, Adán y la serpiente. Se trata del relato de la anunciación: «El sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen prometida a un hombre llamado José, de la familia de David; la virgen se llamaba María. Entró el ángel adonde estaba ella y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oírlo, ella se turbó y discurría qué clase de saludo era aquel. El ángel le dijo: “No temas, María, que gozas del favor de Dios. Mira, concebirás y darás a luz un hijo, a quien llamarás Jesús. Será grande, llevará el título de Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, para que reine sobre la Casa de Jacob por siempre y su reinado no tenga fin”. María respondió al ángel: “¿Cómo sucederá eso si no convivo con un varón?”. El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con sombra; por eso, el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios”... Respondió María: “Aquí tienes a la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra”» (Lc 1,26-38). El texto del Génesis preveía que la maldición de la serpiente se prolongaría en una lucha incesante entre el miedo y la esperanza, entre el rechazo del proyecto de amor de Dios y su plena acogida. Y preveía la victoria definitiva del bien. María acoge la Palabra, el plan de Dios, y es la aurora de la salvación definitiva. Así, una mujer es la destinataria del anuncio de un comienzo nuevo; y ante este 57
inesperado protagonismo de una mujer que entra a formar parte del proyecto de redención, nos preguntamos si realmente hemos comprendido en profundidad la relevancia de este acontecimiento que sirve de eco a aquel «pongo hostilidad entre ti y la mujer». Quiere decir que se produce en María un principio de reconciliación y, en ella, en toda persona que participa en su misterio. Un poder de reconciliación que aún no ha reconocido el mundo y que la historia de la Iglesia está destinada a expresar. También el saludo, «llena de gracia», tiene múltiples significados. María es bellísima, de una belleza ontológica, y es amada por Dios con amor gratuito y redentor. Este protagonismo de la gracia, que se inclina sobre la humanidad pecadora y la rehabilita, es el fundamento de la «buena noticia» y es constitutivo no contingente, como lo es el pecado. El protagonismo del pecado era penetrante, invasor, omnipresente, pero incapaz de llegar realmente al fondo del ser humano; es decir, el pecado ataca al ser humano hasta el fondo, pero no a fondo. La gracia, en cambio, sanea hasta el fondo y a fondo, reconstituyendo por dentro al hombre y lo humano. Contemplando a esta nueva Eva, cada uno de nosotros –no obstante los pecados, las negligencias, las infidelidades, los temores– vuelve a creer en el resplandor de los orígenes, vuelve a buscar la alegría y el esplendor de aquellos días en los que Dios bajaba, con la brisa de la tarde, a pasear por el jardín. Volvemos a ser motivo de esperanza para el mundo.
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Otras tipologías del pecado en la Biblia La Biblia nos presenta también en los primeros capítulos del Génesis otras tres tipologías del pecado que muestran cómo se rechazan y se pervierten las tres relaciones fundamentales que constituyen la plenitud del ser humano, el ideal de la humanidad: la relación con Dios, la relación entre los seres humanos y la relación con la tierra. El relato de Caín y Abel «Pasado un tiempo, Caín presentó de los frutos del campo una ofrenda al Señor. También Abel presentó ofrendas de los primogénitos del rebaño y de la grasa. El Señor se fijó en Abel y en su ofrenda y se fijó menos en Caín y su ofrenda. Caín se irritó sobremanera y andaba cabizbajo. El Señor dijo a Caín: “¿Por qué te irritas, por qué andas cabizbajo? Si procedieras bien, ¿no levantarías la cabeza? Pero si no procedes bien, a la puerta acecha el pecado. Y aunque tiene ansia de ti, tú puedes dominarlo”» (Gn 4,3-7). ¿Qué ha hecho Caín? Probablemente, su ofrenda era imperfecta o tacaña, no inspirada por la reverencia y el amor al Señor. Sin embargo, el pecado adquiere en él fuerza y violencia cuando se entristece y no puede aceptar que el hermano sea mejor que él; no logra vivir en paz con alguien que tiene un destino diferente del suyo. Caín no realiza aquella unidad de los diferentes que constituye la humanidad y, en lugar de sentirse estimulado a ascender hasta el nivel de Abel, querría que el hermano descendiera al suyo. Siente la tristeza de la envidia, que es una de las causas más graves que desencadenan guerras, conflictos sociales y formas de racismo que devastan a la humanidad. Formas dramáticas en nuestros días, cuya violencia se incrementará en Europa a medida que aumente el número de personas de otras razas, de otras culturas, porque nos costará mucho vivir la fraternidad con los africanos, con los árabes, con los asiáticos, vivir la dimensión de la acogida del otro, buscar el intercambio, alegrarnos del bien del otro. Caín ha perdido el sentido, el valor de la relación con el hermano, y llega a matar. En tal situación, ya no es capaz de escuchar la voz de Dios, y llega al punto de banalizarla y burlarse de ella. «Entonces dijo el Señor a Caín: “¿Dónde está Abel, tu hermano?”. Él le respondió: “No lo sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”» (v. 9).
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El relato de los hijos de Dios y las hijas de los hombres «Cuando los hombres se fueron multiplicando sobre la tierra y engendraron hijas, los hijos de Dios vieron que las hijas del hombre eran bellas, escogieron algunas como esposas y se las llevaron. Pero el Señor se dijo: “Mi aliento no durará por siempre en el hombre; puesto que es de carne, no vivirá más que ciento veinte años”. En aquel tiempo –es decir, cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas del hombre y engendraron hijos– habitaban la tierra los gigantes, los famosos héroes de la antigüedad» (Gn 6,1-4). El pasaje evoca leyendas y sagas antiguas cuyo verdadero contenido resulta difícil de averiguar. No obstante, el autor sagrado mantiene estos jirones de recuerdos para ofrecernos un cuadro del olvido, la pérdida y la confusión de las relaciones fundamentales. El primero trata de nuevo sobre el tema de la fraternidad, sobre la relación entre hombre y mujer: «escogieron algunas como esposas y se las llevaron». Tenemos aquí el inicio de la concepción de la mujer como objeto, como una cosa, no como un «tú» con el que acontece un intercambio único e indivisible. La mujer es vista como forma de posesión, no en su dignidad igual a la del hombre. Hay otro aspecto al que hoy somos especialmente sensibles y que aparece en la mención un tanto enigmática de los gigantes, que nos sugiere que la humanidad se hubiera ilusionado y pudiera ilusionarse con crear seres humanos dotados de poderes divinos, auténticos superhombres. Pensemos en la tremenda tentación de la biotecnología: manipular la vida, multiplicarla, crear nuevas razas de humanidad, nuevas formas de vida, imaginar que la tierra pueda ser objeto de explotación total y que el ser humano tenga que vivir en naves espaciales. Proyectos todos ellos de la ciencia, que, creyéndose omnipotente, los elabora sin parar, pervirtiendo la relación equilibrada del ser humano con la tierra. Se trata, por consiguiente, de la pérdida de la relación armónica entre el ser humano y la tierra, entre el ser humano y el cuerpo; de la pérdida de la atención a los ritmos de la existencia, que ciertamente están en continua evolución y que el ser humano debe saber dominar, pero que no pueden ser destruidos impunemente.
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El relato de la torre de Babel «El mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras. Al emigrar de oriente, encontraron una llanura en el país de Senaar y se establecieron allí. Y se dijeron unos a otros: “Vamos a preparar ladrillos y a cocerlos” –empleando ladrillos en vez de piedras y alquitrán en vez de cemento–.Y dijeron: “Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra”. El Señor bajó a ver la ciudad y la torre que estaban construyendo los hombres, y se dijo: “Son un solo pueblo con una sola lengua. Si esto no es más que el comienzo de su actividad, nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Vamos a bajar y a confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo”. El Señor los dispersó por la superficie de la tierra, y dejaron de construir la ciudad. Por eso se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los dispersó por la superficie de la tierra» (Gn 11,1-9). Es este un relato misterioso, alusivo, lleno de símbolos, y se refiere a situaciones originarias de la humanidad; en este sentido, es paradigmático, es decir, expresa no solo lo que aconteció, sino lo que puede acontecer... y acontece de hecho. ¿Qué sucedió? El punto de partida es una situación de comunión perfecta: «El mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras». Pero en un determinado momento se inventa el ladrillo. Mientras que anteriormente se construía con madera o superponiendo piedras hasta hacer una casa de dos pisos como máximo, con el ladrillo, que es un instrumento manejable y de fácil elaboración, el ser humano empieza a pensar que ya no tiene límites en sus posibilidades de acción y que incluso puede llegar al cielo. En sí mismo, es un hecho técnico que no es ni bueno ni malo. Sin embargo, tras el entusiasmo descubrimos la presunción y la ambición que proceden de los descubrimientos; algo así como lo que ocurre hoy con el ordenador, con el que puedo imitar la inteligencia y tener el mundo al alcance de la mano. «Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra» (v. 4). De la satisfacción por el descubrimiento del ladrillo nace un proyecto desorbitado, la pretensión de una empresa colosal destinada a durar para siempre, a expresar la autosuficiencia humana, la capacidad que tiene la humanidad de construirse a sí misma de forma absoluta. Somos nosotros quienes nos damos gloria y somos nosotros los árbitros de nuestro destino presente y futuro. Sutilmente, sin una declaración explícita, al estilo del laicismo, se rompe el contacto con Dios. Porque, en realidad, es Dios quien da la fama, quien construye un puente hacia la humanidad.
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El pecado no consiste, por consiguiente, en el propósito de construir una torre, sino en la ruptura de la coordenada del temor de Dios, del sometimiento del ser humano al Señor del cielo y de la tierra. El texto bíblico no hace aplicaciones morales, pero las percibimos en la conclusión del castigo divino: «Vamos a bajar y a confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo. El Señor los dispersó por la superficie de la tierra, y dejaron de construir la ciudad. Por eso se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los dispersó por la superficie de la tierra» (vv. 7-9). Nosotros nos hallamos en el centro mismo de esta tentación, mucho más que en siglos pasados: de hecho, los continuos descubrimientos nos hacen pensar que no tenemos que depender ya de nadie, que podemos hacernos famosos por nosotros mismos. Cuanto más asumimos responsabilidades sociales, civiles, políticas y científicas, tanto más inmersos nos encontramos en una mentalidad que ha perdido las coordenadas, que las ha confundido, que nos impulsa a vivir situaciones que van desde la exaltación hasta la depresión, situaciones de desconfianza en la vida, de desaliento, de amargura, porque del deseo desenfrenado de poseerlo todo se pasa fácilmente al sentido de la propia pobreza física, moral y espiritual, y se termina por no entender ya nada. El relato de la torre de Babel es el relato de una culpa colectiva; mientras que el rechazo del plan de Dios por parte de Adán y Eva se expresa en términos individuales, el rechazo de la población de Babel se narra en términos colectivos. La raíz de este pecado es la pretensión del ser humano de ser el centro de todo, de no tener necesidad de Dios, de liberarse de la dependencia creadora, tal vez sin negarla, pero actuando por su propia cuenta. Es el fenómeno moderno del batiburrillo cultural: ideas, pensamientos, proyectos, filosofías... que contrastan con la idea de servir al ser humano.
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La vastedad del reino del mal Pero a la luz de los relatos bíblicos y de las reflexiones a que nos inducen, puede sorprender la pregunta que hace a menudo la gente: «Pero ¿de qué nos ha salvado el Señor? ¿Qué necesidad tenemos de ser salvados?». Y a la respuesta «nos ha liberado del mal, de la esclavitud del pecado», objeta: «Pero ¿qué es el mal? ¿Qué es concretamente el pecado?». Creo que la conciencia de ser salvados cobra realidad en nosotros cuando nos damos cuenta de la vastedad del reino del mal; es decir, que captamos sus resonancias cuando experimentamos de qué hemos sido salvados y seguimos siéndolo, cuando nos percatamos de cómo y cuánto actúan en nosotros, en mí, las fuerzas de esclavitud, de destrucción, de aniquilación interior, de privación de horizontes. Caminando hacia la madurez humana, advertimos que en nosotros y a nuestro alrededor existen formas de destrucción siempre activas; experimentamos que el egoísmo predomina sobre el altruismo, que el orgullo está ávido de poder y de éxito, que el afán de protagonismo corroe el corazón, que la fragilidad humana es en sí misma insuperable; entonces intuimos la necesidad absoluta de una salvación de lo alto. También cuando andamos por los caminos del Evangelio nos damos cuenta del peso de nuestra debilidad, de la inconsistencia de nuestros propósitos, de la incapacidad de programar nuestras jornadas como desearíamos; pero también percibimos con fuerza la grandeza del amor de Dios, que es el único que nos salva de nuestra dispersión. San Pablo describió magistralmente, con tonos doloridos, el carácter invencible del mal que hay en nosotros, en cada uno de nosotros: «Nos consta que la ley es espiritual, pero yo soy carnal y estoy vendido al pecado. Lo que realizo no lo entiendo, porque no ejecuto lo que quiero, sino que hago lo que detesto. Pero si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con que la ley es excelente. Ahora bien, no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Sé que en mí, es decir, en mi vida instintiva, no habita el bien. Querer le bien lo tengo a mi alcance; realizarlo, no. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7,14-19). Se trata de una impotencia humana histórica: el ser humano desea el bien, pero se da cuenta de que no lo hace. Condicionado por las experiencias, por las tensiones, por las dificultades, por las oposiciones que debe superar, se endurece y, al endurecerse, se encierra en sí mismo contra las dificultades, se encierra en la posesión y en la autodefensa, rechazando así la dependencia de Dios, de su Palabra, de su misericordia. En el peor de los casos, se ve trastornado y niega la trascendencia de Dios. En el mejor, consigue vivir el dualismo por el que, en los bueno momentos, le parece sentirse inclinado a la escucha de la Palabra, pero después, en la sucesión de las circunstancias, 63
especialmente adversas –decepciones, amarguras, injusticias sufridas de las que desea vengarse–, se defiende a toda costa, se opone a los demás y, sobre todo, no hace ya referencia alguna a la Palabra. Con aquel «pecado que habita en mí», Pablo tocó con sus propias manos la profunda miseria del ser humano, difícil de entenderse, pero experimentable en los efectos, en las consecuencias y en las situaciones históricas. Para entender mejor aún de qué nos ha salvado y nos salva el Señor, tenemos que tener presentes algunas realidades que nos conciernen a nosotros. Los pecados personales La primera realidad que nos concierne son nuestros pecados personales, nuestras fragilidades físicas y morales, nuestra pereza, envidia, ambición, vanidad y sensualidad. Escribe al respecto el apóstol Pablo: «Las acciones del instinto son manifiestas: fornicación, indecencia, desenfreno, idolatría, hechicería, enemistades, reyertas, envidia, cólera, ambición, discordias, facciones, celos, borracheras, comilonas y cosas semejantes. Os prevengo, como os previne, que quienes practican eso no heredarán el reino de Dios» (Gal 5,19-21). Estamos en el nivel de los pecados individuales, personales, y nos encontramos con un elenco impresionante de catorces actitudes negativas del ser humano, que Pablo saca de su experiencia y de su tiempo. Una visión muy realista, a la vez que pesimista, del ser humano que se mueve en el ámbito de sus intereses. Otro texto de Pablo retoma este cuadro con nuevas pinceladas, haciendo un listado de veintiuna actitudes negativas: «Y como no aprobaron reconocer a Dios, los entregó Dios a una mente reprobada, para que hicieran lo que no es debido. Están repletos de injusticia, maldad, codicia, malignidad; están llenos de envidia, homicidios, discordias, fraudes, perversión; son difamadores, calumniadores, enemigos de Dios, soberbios, arrogantes, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, sin juicio, desleales, crueles, despiadados» (Rm 1,28-31). Es una descripción que parece incluso retórica, debido a la abundancia de calificativos. El apóstol sabe muy bien que lo que describe tiene sus raíces también en él, según la palabra de Jesús en el evangelio de Marcos: «De dentro, del corazón del hombre, salen los malos pensamientos, fornicación, robos, asesinatos, adulterios, codicia, malicia, fraude, desenfreno, envidia, blasfemia, arrogancia, desatino. Todas estas maldades salen de dentro y contaminan al hombre» (7,21-23). No solo del corazón de una persona que accidentalmente ha nacido en una dramática situación de desgracia, sino del corazón de toda persona. 64
La necedad es propia de quien hace proyectos sin Dios, proyectos seguros, tranquilos, en los que puede navegar sin problemas, sin pensar que él no es más que una brizna en la historia y que basta una nadería para barrerlo. La soberbia es afín a la necedad: es la pretensión de salvarse por sí mismo, de conquistar la libertad verdadera con el propio esfuerzo, sin tener en cuenta a Dios. La calumnia es la consecuencia del hecho de no llegar a soportar el bien del prójimo, por lo que sentimos la necesidad de destruirlo al menos un poco, con un pequeño puyazo, con una referencia conflictiva que restablece, a nuestro parecer, nuestra integridad. Los pecados personales nos afectan a todos nosotros, y los percibimos en sus efectos de injusticias, divisiones y rivalidades; están en nosotros, enraizados en las inclinaciones negativas que padecemos y de las que no podemos liberarnos por nosotros mismos. Saber que tales pecados están dentro de nosotros nos impulsa a tomarlos en serio y a reflexionar atentamente sobre ellos. Pensemos, por ejemplo, en la envidia, un tema que aparece tanto en la lista de Pablo (Rm 1,29) como en la de Jesús (Mc 7,22). Clemente Romano escribe que Pablo fue matado por envidia: no fue la persecución, la maldad de los paganos, sino la envidia de algunos que, siendo sus rivales, lo denunciaron. Lo que significa que la comunidad cristiana estaba sometida a disensiones, rivalidades, divisiones y facciones que, en ciertos momentos, se valían de los paganos para sus maniobras y venganzas. Bien es verdad que era la autoridad pagana la que llevaba adelante la persecución, pero no habría llegado a tanto, con respecto a Pablo, si los cristianos hubieran estado más unidos. La misma muerte de Pedro se atribuye a la envidia, a denuncias e iniciativas procedentes de dentro del grupo de los creyentes judeo-cristianos o de grupos rivales. Si pensamos en otras palabras de la lista de la Carta a los Romanos –difamadores y calumniadores–, caemos en la cuenta de que a menudo también lo somos nosotros con nuestra manera de hablar de los demás. Lo que más impresiona es que Pablo, siguiendo la enseñanza de Jesús, considera que el pecado fundamental que está en la base de todos los demás es el siguiente: «Y como no consideraron reconocer a Dios, los entregó Dios a una mente depravada, para que hicieran lo que no es debido» (Rm 1,28). La mente depravada se refiere al corazón, porque lo que falla es la inteligencia del corazón, es decir, la capacidad orientativa del ser humano de ver todas las realidades en la globalidad del plan de Dios.
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Existen en nosotros fuerzas dispersivas y destructoras, y en el fondo de estas inclinaciones se encuentra una desconfianza radical respecto de Dios, una resistencia a aceptar una visión de la vida subordinada al primado, a la iniciativa de Dios. Es importante entender esto para reconocer el carácter pecaminoso del ser humano. Los santos más grandes se confesaban y se sentían pecadores, porque habían comprendido perfectamente esta enseñanza. Es evidente que las fuerzas dispersivas no siempre actúan de forma patente, por diversos motivos –a menudo, simplemente porque la presión social las inhibe–. A veces emergen tragedias que se habían reprimido durante mucho tiempo y que se manifiestan de pronto en virtud de unas circunstancias dramáticas, revelando lo que había en el corazón de la persona. Lo que realmente tiene necesidad de ser curado en el ser humano es el pecado, para que sane así la raíz de las obras de la carne. La injusticia, la maldad, la codicia, la malicia, la envidia... no son simples fragilidades y debilidades, sino que tienen un origen más profundo. Los pecados estructurales y sociales La segunda realidad que nos concierne es la del mal presente en la sociedad y en la historia. Es importante que ampliemos nuestra reflexión sobre muchos pecados estructurales y sociales que pesan sobre nosotros. Los pecados estructurales y sociales no son solamente la suma de los pecados personales, de las malicias individuales, sino aquellos insertos en los sistemas de vida, en la mentalidad, en las ideas recibidas. Es un modo de ser y de vivir que la Sagrada Escritura denomina «mundo» en un sentido negativo, en el que, más allá de las buenas palabras, predomina el interés, la necesidad de atropellar a los demás, de contraatacar, de someter. No podemos negar que la condición humana es muy dramática; es una condición conflictiva a la que no podemos escapar. Cuando examinamos la historia del pasado y nos sorprendemos de que incluso en la historia de la Iglesia se cometieran determinadas atrocidades –como la tortura y la guerra–, tendríamos que comprender que aquella gente vivía de acuerdo con unas ideas heredadas. Era prácticamente imposible sustraerse a una mentalidad que podía llevar a cometer injusticias. Todo hombre y toda mujer están condicionados por los males sociales. Y cuando nos caemos en la cuenta de los vínculos y las esclavitudes del pecado en que vivimos, y de que formamos parte de un mundo injusto, violento y malo, que nos hace corresponsables al menos psicológicamente de situaciones repugnantes, comprendemos de qué tenemos que ser salvados.
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Pensemos, por ejemplo, en el mal que se manifestó en las grandes guerras mundiales, en el antisemitismo, en los campos de concentración, en la muerte de millones de judíos, una muerte sin razón y sin sentido. Este es el peso del pecado que se cierne sobre nosotros, un peso que gravita aún en el presente por lo que sucede en otras partes del mundo, donde mueren centenares de miles de inocentes, donde las personas se ven arrastradas a volverse crueles y violentas, donde se les obliga a matar. La salvación que Dios ofrece al ser humano es volver a encontrar, en la plenitud del encuentro con Cristo, la potencialidad de aquella apertura originaria, querida por Dios, que crea la mentalidad del bien, la cultura positiva. A propósito del pecado estructural y de cómo este nos envuelve, encontramos un ejemplo en la vida de Jesús. Es el episodio que sirve de preludio a la pasión: «Estando él en Betania, invitado en casa de Simón el leproso, llegó una mujer con un frasco de perfume de nardo puro muy costoso. Quebró el frasco y lo vertió sobre su cabeza. Algunos comentaban indignados: “¿A qué viene este derroche de perfume? Se podía haber vendido por trescientos denarios para dárselos a los pobres”. Y la reprendían. Pero Jesús dijo: “Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una obra buena conmigo”» (Mc 14,3-6). Se trata de un juicio sobre una acción concreta. Jesús y la mujer se encuentran solos, y quienes están en el entorno, actuando por motivos instintivos, condenan aquel gesto, no saben entenderlo. Es un caso típico de la fuerza de la mentalidad que se comunica de uno a otro y no permite la apertura a la verdad de un gesto que tiene un significado profético. Actuando con las convicciones ordinarias, con lo que parece ser el buen sentido común, todos se oponen a Jesús, que se queda solo. Es verdad que los pecados sociales y estructurales no se nos pueden imputar desde el punto de vista moral, pero forman parte de nuestra esclavitud. El ser humano es incapaz de crear un orden social justo, donde no exista el hambre, la pobreza, la miseria, los abusos. Ni siquiera las organizaciones internacionales creadas para ayudar a las necesidades de los más débiles consiguen actuar de tal modo que el bien de unos no signifique el mal de otros. Y así avanza la historia de la humanidad de pecado en pecado, de guerra en guerra, de opresión en opresión. Quizá nos quitaría el aliento la percepción lúcida y clara de lo negativo que se cierne sobre nosotros colectivamente, y el Señor, en su bondad infinita, permite que pensemos poco en ello; en todo caso, cuando reflexionamos sobre esto, nos sale espontáneamente del corazón el grito: «¡Sálvanos, Señor, da tu salvación al mundo!».
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Los pecados colectivos racionalizados Pero eso no es todo. A los pecados personales y a nuestras fragilidades psíquicas y morales, a los pecados sociales y a las injusticias de las que todo ser humano es cómplice por el mero hecho de existir, debe añadirse una tercera realidad: el peso de los pecados colectivos elevados a doctrina. Son ideologías, filosofías, desviaciones de las religiones, corrientes culturales de todo tipo, que llaman «bien» al mal, lo racionalizan y lo justifican, confiriéndole duración y persistencia. De ahí surgen las catástrofes que destruyen a las sociedades y alteran periódicamente el curso de la historia. Pueden adoptar el aspecto de una catástrofe lenta e implacable, como una plaga que poco a poco destruye una cultura desde dentro. No se trata simplemente de estructuras organizadas de mal, de pecado, sino de estructuras de pensamiento que producen el mal. Nos encontramos ante una realidad diabólica, precisamente porque el mal es considerado como un bien por razones de Estado, de intereses económicos; estas desviaciones sociales confunden la mente, enturbian la vista e impiden juzgar con rectitud. La salvación de Dios, el hecho de hacernos pasar indemnes a través de este inmenso océano de mal, es un milagro: equivale a ser llamados, como Lázaro, fuera de la tumba, a salir, como los hebreos, de Egipto vadeando el mar Rojo.
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La idolatría de ayer y de hoy Etimológicamente, «idolatría» significa dar culto a los ídolos, adorar objetos fabricados por el ser humano y que poseen un significado religioso; objetos que pueden representar a un hombre, a una mujer o también a un animal (serpiente, becerro, águila, etc.). A ellos se les honra, se les atribuye poderes divinos, mágicos, superiores, se les venera y se les adora ofreciéndoles sacrificios. No es fácil entender por qué se comporta así el ser humano; para ello tendríamos que adentrarnos en complejos debates de antropología y de psicología religiosa. – La motivación más inmediata, que quizá fuera válida para los antiguos, debe buscarse en el hecho de que ellos pensaban que determinados objetos poseían una fuerza misteriosa. – Pero, probablemente, se trataba de algo más: pensaban en una fuerza divina que se hallaba en la persona o la realidad representada. Por consiguiente, no podemos ver siempre la idolatría como un acto por que el que alguien cambia el objeto por Dios, sino que más bien cree que dicho objeto hace referencia a una personalidad divina o a una fuerza astral, mítica. También el ídolo puede tener un valor relativo, y por eso su adoración puede indicar un cierto acto religioso hacia lo que el ser humano no consigue imaginar debidamente. Quien honra al ídolo puede querer honrar en un signo visible a una fuerza divina invisible. Esto es lo que pretendían los hebreos al construir en el desierto el becerro de oro: no pensaban en sustituir a Yahvé por otro dios, sino en darle culto de manera tangible, en tener un símbolo de la potencia propia de Yahvé, que les había sacado de Egipto. – Lógicamente, también en este caso, que es el acto más genuinamente religioso de idolatría, podríamos preguntarnos: ¿es la fuerza divina a la que se quiere dar culto una fuerza realmente trascendente o es la idealización de una realidad humana? Si los hebreos en el desierto tenían ciertamente la voluntad de adorar a Yahvé, en los cultos de Baal, en cambio, se adoraba a la fuerza de la fecundidad, de la naturaleza, con sus ciclos reproductivos de muerte y de vida, de vida que nace de la muerte, de la primavera que nace del invierno. Los adoradores de Baal expresaban un sentido religioso de reverencia y dependencia con respecto a las grandes fuerzas que rigen el mundo: el amor, el sexo, la naturaleza, la fertilidad. Por consiguiente, resulta difícil entrar a fondo en los meandros del corazón humano.
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En cualquier caso, nosotros sabemos que la Escritura es muy contraria a toda actitud que huela mínimamente a idolatría. La Biblia no admite que se reduzca la divinidad a algo humano, tangible, ni siquiera aunque se trate de un símbolo, de una referencia a una realidad más elevada. Puede que a más de uno le asombre esta rigidez de la Sagrada Escritura. En efecto, si pensamos en otras religiones, podría parecer legítimo expresar un cierto valor religioso mediante los objetos, al menos como intento de afirmar la existencia de un ser supremo al que hay que adorar. ¿Cómo se explica, entonces, que se rechace la idolatría también en sus formas más espirituales, más elevadas? La razón, en mi opinión, se encuentra en la definición que de sí mimo hace el profeta Elías: «Por la vida del Señor, Dios de Israel, en cuya presencia estoy» (1 Re 17,1). Por la vida del Señor, «Vivit Dominus», según la versión latina. Esta es la clave para entender la lucha de Elías contra los ídolos y la lucha de la Biblia contra todo lo que, por muy insignificante que sea, huela a idolatría. Yahvé es un Dios vivo. En el contexto que nos interesa, significa que Dios es imprevisible, que su acción con respecto a nosotros es libre y soberana, que nunca podemos prever nada de antemano. He aquí la enorme diferencia entre la concepción del Dios verdadero y cualquier otra forma de religiosidad. Pues el ídolo, aun cuando con él se intente personificar y venerar la justicia, la verdad y la santidad, no es aún el Dios imprevisible, el Dios vivo. El ídolo es siempre, en cierto modo, controlado por el ser humano, que puede prever sus exigencias y que, teniendo su idea de la justicia, de la santidad y de la verdad, puede, en cierto sentido, manipularlo. En cambio, Yahvé es libre, no se deja manejar por su criatura ni encapsular en nuestros razonamientos y previsiones. Nosotros no sabemos cómo se comportará Dios, porque es una persona viva y trascendente; todo depende de él, que a nadie debe rendir cuentas. Al contrario, como decía más arriba, un valor humano personificado me rinde cuentas a mí del concepto que tengo de él, y puedo, si lo deseo, exorcizarlo. Yahvé actúa como quiere, se hace presente como y donde quiere, no es un principio abstracto, sino que ama, suscita y destruye, premia y castiga, levanta y abaja, y solo él sabe por qué. Este es el Dios vivo, y por eso la Biblia no admite que pueda reducirse a una representación, a un concepto, ni siquiera a una definición, porque es «Aquel que es» (cf. Ex 3,14); es decir, se hace presente donde y como quiere, actúa donde y como le place, ama al ser humano porque desea amarlo y le salva del modo que solo él sabe. En el fondo, el nombre de Elías es la síntesis de cuanto venimos diciendo: «Mi Dios es Yahvé», a mi Dios no me lo he imaginado ni me lo he construido yo, tal vez con mi razón, con mi filosofía, con mi conceptualización; Yahvé es él, el imprevisible, el Dios que me compromete, que me atrae.
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En nuestros días existen muchas formas de superstición que nos recuerdan las del pasado; mucha gente usa los talismanes, los amuletos, la adivinación, las cartas, los horóscopos... Pero podemos afirmar que la idolatría en nuestro mundo occidental no tiene nada que ver con la antigua. Muchas personas tienen una cierta idea de un ser superior, y no son tan numerosos como podría creerse los ateos convencidos, racionales. Las estadísticas sobre la religión nos dicen que hay quienes no creen en el Dios de la Iglesia católica, pero piensan en el más allá. Sin embargo, son pocos, incluso entre los bautizados, los que han llegado a conocer al Dios vivo tal como nos lo presentan tanto la Escritura como Jesús en persona. Un Dios que no es en absoluto como yo lo pienso, que no depende de cuanto espero de él, que puede, por consiguiente, alterar mis expectativas, precisamente porque está vivo. La confirmación de que no siempre tenemos la idea justa de Dios es que a veces nos decepcionamos: me esperaba esto, me imaginaba que Dios se comportaría así, pero me he equivocado. De esta manera volvemos a recorrer el sendero de la idolatría, pretendiendo que el Señor actúe según la imagen que nos hemos hecho de él. Solo en la revelación de la Escritura, que tiene su cumbre en Jesús, podemos conocer al Dios vivo, aquel a quien no nos lo revelan ni la carne ni la sangre, ni los razonamientos ni las costumbres ni las deducciones de nuestra mente. Es verdad que podemos llegar a decir que existe alguien más allá de nosotros, más allá de todo; pero no llegamos a considerarlo tan superior a nosotros como para que pueda «decepcionarnos» o sorprendernos. Instintivamente lo reducimos a nuestra medida, mientras que la adoración del Dios vivo, la adoración propia de Elías, celosamente fuerte, incansable, ardiente hasta la crueldad, está destinada al Dios sobre el que nadie puede decir nada; al Dios que está más allá de toda imagen y pensamiento nuestro, que se revela por amor y con amor desbarata siempre y continuamente las ideas humanas. Todo el evangelio es una manifestación del gran esfuerzo realizado por los seres humanos para aceptar al Dios de Jesús, comenzando por los apóstoles, porque esperaban que fuera diferente. Y cuando el Dios de Jesús anuncia que se revelará en la cruz, se escandalizan al caer en la cuenta de que no pensaban en ese Dios. ¿Cuáles son los ídolos que nos impiden el conocimiento del Dios vivo? Son muchos, tanto personales como sociales. Personales: el orgullo, la ambición, todas las pretensiones que albergo en mi interior. Y también sociales, exteriores a mí, pero que, no obstante, me impiden el conocimiento del Dios vivo: los idola tribus, los idola fori, los idola theatri. En lenguaje moderno: la raza, la cultura de una población, que en parte es un valor, y en parte puede aprisionar la mentalidad poniendo a unos en contra de otros; el miedo a lo 71
que piensa la gente, a la opinión pública, y, por eso mismo, el miedo a atenerme tan solo a la media del pensamiento común; y, finalmente, los idola theatri, todo lo que me hace esclavo de las expectativas del otro. Se trata de pequeños ídolos, como los que las mujeres de los patriarcas se llevaban consigo, ocultos, para no perder del todo su vínculo con el pasado. Pequeños ídolos son las ataduras a las opiniones, a las costumbres de los otros, a los falsos hábitos culturales, que al final me arrebatan la libertad y la pureza de corazón. La idolatría en el Nuevo Testamento no es necesariamente la adoración de los ídolos; es, más bien, la adoración del éxito, del placer, del dinero y del poder, cueste lo que cueste. Las grandes ciudades modernas están impulsadas por estos «dioses». Es una actitud que refleja el abandono de Dios: rechazar a Dios como Señor es, al mismo tiempo, reconocer como señores de la propia vida al poder político, al poder mundano, a la riqueza. De una idolatría semejante nace la deshumanización, es decir, el no dejarse conmover por los sufrimientos del otro, el utilizarlo, el oprimir y despreciar a los pobres. Pensemos en cómo la gente se indigna ante la violencia, la opresión y la injusticia. También la cultura laica percibe en la deshumanización el rostro más comprensible del pecado. Sin embargo, la ciudad secular a menudo no se da cuenta de que el desprecio por el hermano, el odio al otro, tienen como raíz la idolatría, es decir, la adoración de uno mismo, del propio proyecto; la adoración del éxito y el dinero. Si no se comprende que es un mal la carrera hacia la autonomía, hacia el placer desenfrenado, hacia la droga, hacia la riqueza, hacia el «carrerismo» y hacia el poder, si no se comprende cómo de todo ello se deriva una tremenda deshumanización, nunca se pondrá fin a la opresión y al sufrimiento de millones y millones de personas. Hoy se da, además, un hecho nuevo en la historia humana. La libertad es un valor absolutamente exigido por la dignidad de la persona humana. La dignidad suprema de la persona reside en su ser y en su vocación ineliminable; nace de una especial intervención de Dios, causa primera y principal del ser de la persona; se manifiesta participando, de formas diferentes y misteriosas, en la soberanía del Creador sobre las cosas; se expresa en la propia capacidad de relación de amor con Dios y con los demás. Y es en la libertad como el ser humano puede dedicarse al bien. Pero ¿hasta dónde llega la libertad innata del sujeto humano, hasta qué punto puede expresarse?
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El hecho nuevo de la historia humana es el crecimiento desmesurado del sentido de la libertad: libertad de los condicionamientos naturales y biológicos, libertad de las leyes y las costumbres. Nunca ha tenido tanta libertad el ser humano, nunca ha estado más emancipado e independizado de formas de referencia que parecían obvias, obligatorias, adquiridas, evidentes. Las normas, las reglas, las tradiciones, las convenciones de referencia, son actualmente un valor relativo, no un absoluto; valen en la medida en que son negociables con respecto a una utilidad, a una finalidad; todo es negociable y opinable, todo puede ser elegido, con tal de que exista una razón contingente. Por otra parte, debemos constatar que, con el crecimiento tumultuoso del sentido prepotente de la libertad (que fascina a los niños, a los jóvenes, a la gente sencilla de los países y lugares más remotos, mediante los mensajes que llegan sobre todo por la televisión, destinados a convencer de que lo imposible hoy será posible mañana), la libertad misma nunca ha sido tan manipulable. Los grandes instrumentos del consenso social la adormecen o la guían mediante la técnica aplicada al control de la vida de las personas, mediante los medios informáticos que permiten seguir a la gente incluso en los actos más simples del ámbito privado. Este control pone de manifiesto cómo la libertad a la que ha llegado el ser humano nunca ha sido tan grande y, al mismo tiempo, tan frágil. Sobre el trasfondo de este cuadro podemos ver las repercusiones –en cierto sentido, el resultado– de aquellas relaciones armónicas rotas –del ser humano con Dios, con los hermanos y con la tierra– sobre las que hemos leído en los relatos del Génesis. Idolatría es hoy toda separación arbitraria entre libertad y verdad para construir ideales absolutos (en la línea de la libertad o de la verdad) a los que sacrificar el delicado equilibrio de la existencia creada. No bastan, por ejemplo, las llamadas a la ética para detener las experimentaciones en el campo genético y las presiones que ejercen muchos en favor de la libertad jurídica para matar vidas humanas, desde su concepción hasta la eutanasia o «muerte dulce». Estamos ante perspectivas inquietantes que deben afrontarse con respuestas pertinentes y globales, desenmascarando las idolatrías que ocultan y dejando emerger aquellas instancias de verdad y de responsabilidad a las que apelan. Es urgente y necesario, por consiguiente, percibir la fascinación engañosa de ese ídolo fundamental de nuestro tiempo que es el culto supremo a la libertad como fin en sí misma. Solo el anuncio del Evangelio llega al corazón de la libertad y la restituye en su verdad y plenitud.
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Jesús frente al mal del mundo – «Al acercarse y divisar la ciudad, Jesús dijo llorando por ella: “Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz... Pero eso ahora está oculto a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán y te cercarán por todas partes. Te derribarán por tierra a ti y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán piedra sobre piedra; porque no reconociste la ocasión de la visita divina”» (Lc 19,41-44). – En otro pasaje también lucano, que recoge unas palabras pronunciadas por Jesús mientras aún iba de camino hacia Jerusalén, leemos: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los enviados!; ¡cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a la pollada bajo sus alas, y os resististeis...! Pues bien, vuestra casa quedará desierta. Os digo que no me veréis hasta [el momento] en que digáis: “Bendito el que viene en nombre del Señor”» (Lc 13,34-35). Ambos textos están estrechamente vinculados. En ambos se habla de Jerusalén, y la realidad que en uno se dice claramente con la palabra «lo que conduce a la paz» se expresa en el otro con la metáfora «¡cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a la pollada bajo sus alas...!» En el cántico de Moisés encontramos ya una imagen semejante: Como un águila vuela sobre su nidada, así el Señor protegió a su pueblo (cf. Dt 32,10ss). Están también vinculados por un subrayado negativo, dramático: «Lo que conduce a la paz está oculto a tus ojos», dice Jesús en Jerusalén; «No habéis querido dejaros reunir bajo sus alas», afirma durante su camino hacia la ciudad. Y esa vinculación la observamos también en la idéntica profecía de una destrucción de la ciudad, expresada más gráficamente en el capítulo 19 –los enemigos, las trincheras, el derribo de Jerusalén y de sus hijos, el no dejar piedra sobre piedra–, y de manera misteriosa en el capítulo 13: «Os digo que no me veréis hasta [el momento] en que digáis: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor1”». Finalmente, los dos pasajes están íntimamente unidos, porque el «no me veréis hasta el momento en que digáis...» se realiza, en parte, justamente en el momento en que Jesús, en el capítulo 19, no puede contener el llanto, y la muchedumbre le grita: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (cf. v. 38). – Hay otras páginas del Nuevo Testamento que podemos recordar. De hecho, la palabra de amenaza de Jesús contra Jerusalén vuelve a aparecer en el capítulo 21 de Lucas, donde leemos: «Llegará un día en que todo lo que contempláis lo derribarán sin dejar piedra sobre piedra... Cuando veáis a Jerusalén cercada de ejércitos, sabed que su 74
destrucción es inminente... Caerán a filo de espada y serán llevados prisioneros a todos los países. Jerusalén será hollada por paganos, hasta que la época de los paganos se acabe» (Lc 21,6.20.24). Nosotros sabemos que todo esto es historia dramática, no literatura. La lamentación de Jesús reaparece en el capítulo 23, mientras sube al Calvario y unas cuantas mujeres lloran por él: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegará un día en que se dirá: “¡Dichosas las estériles, los vientres que no parieron, los pechos que no criaron!”» (Lc 23,28ss). Vemos, pues, que la temática del peligro de la ciudad, de la relación entre la negativa de la ciudad a aceptar la visita y su devastación, aparece varias veces en el evangelio. Y esta repetición muestra la importancia atribuida por Jesús, por los evangelistas, y también por la Iglesia primitiva, al juicio recto sobre hechos sociales y políticos, a la conexión de estos hechos con las actitudes religiosas y a la comprensión de las consecuencias, a menudo dramáticas, de una falta de respuesta al llamamiento a la paz hecho a la ciudad. El llanto de Jesús no es un gesto habitual, como no lo es en general el llanto de un adulto. Solo otra vez, en el capítulo 11 del evangelio de Juan, se dice que Jesús lloró, a propósito de Lázaro, el amigo que había muerto. Sin embargo, en el texto griego el verbo no es el que encontramos en Lucas, pues significa exactamente «derramó lágrimas». En el capítulo 19 de Lucas, Jesús «rompió a llorar» con un llanto incontenible, como la Magdalena, que, encontrándose ante el sepulcro vacío, estalla en sollozos; o como Pedro, que, al darse cuenta de haber negado por tres veces al Señor, se echó a llorar. El llanto de Jesús es un gesto profético, semejante a los gritos que los antiguos profetas lanzaron sobre el templo de la primera destrucción de Jerusalén, al largo silencio de Ezequiel, al llanto del vidente en el Apocalipsis. El llanto de Jesús no es un acto que se refiera simplemente a su psicología personal, sino que tiene un significado de manifestación de un misterio de Dios. Es un acto público, porque llora sobre la ciudad, y es preciso entender lo que significa Jerusalén para un judío: es la ciudad santa, la ciudad erigida sobre el monte, construida como ciudad sólida y compacta; la ciudad a la que llegan los exiliados después de muchos sacrificios. Nos viene enseguida a la memoria el bellísimo Salmo 121: «¡Qué alegría cuando me dijeron: / “Vamos a la casa del Señor”! / Ya están pisando nuestros pies / tus puertas, Jerusalén.../ Allá suben las tribus, / las tribus del Señor, / para alabar el nombre del Señor...». Para adentrarnos en el alma de Jesús tenemos que tratar de comprender el conjunto de tradiciones, de cultura, de historia, de afectos, de revelaciones... que significa 75
Jerusalén. Quizá podríamos preguntarle: ¿Por qué lloras, Señor? ¿Lloras solo por la destrucción religiosa de la ciudad, por las almas que se pierden, o lloras por la ciudad como tal, por este cuerpo viviente, organizado, que tiene una historia, un destino, un futuro, una esperanza? ¿Por qué lloras, Señor? ¿Por los valores religiosos perdidos o también por los valores humanos que hacen de la ciudad su historia, su gloria, su prestigio y su misión? Creo que Jesús, como buen judío, nos respondería que le cuesta distinguir entre ambas cosas, porque están la una en la otra; no hay cuerpo sin alma, no hay alma sin cuerpo, no existe la salvación espiritual que no se encarne en una realidad histórica, vivida, viviente. El destino del individuo está estrechamente unido al destino del grupo. El llanto de Jesús, que ve la cercana destrucción de Jerusalén, concierne a todo el conjunto de los valores, que, lógicamente, tiene su cumbre en el templo, pero que comprende toda la organización civil, social, cultural, política y artística. Tan cierto es esto que los comentaristas no se ponen de acuerdo acerca de cómo interpretar la frase paralela a esta de Lc 19,35: «Vuestra casa quedará desierta». Algunos piensan que la casa es el templo, y remiten para ello a la visión de Ezequiel, que contempla la gloria de Dios mientras abandona el templo de Jerusalén (cf. Ez 11,22-25). Pero es evidente que, abandonado el templo, cae la ciudad, y por eso otros comentaristas dicen que la casa es la ciudad en su conjunto, no solo en su aspecto religioso; o, en todo caso, que las dos realidades están estrechamente unidas. La paz de Jerusalén está conectada con la fe de Jerusalén, y la paz, en la mentalidad judía, significa bienestar, libertad respecto de los enemigos, seguridad, prosperidad, amistad, paz con Dios, alegría, cantos en el templo, júbilo, toque de tambores, procesiones, esplendor de las celebraciones sagradas... Este es el conjunto de la paz: contemplar el rostro de Dios en la tierra de los vivos, caminar entre los primeros hacia la casa de Dios (cf. Sal 42[43]). Jesús deseaba sinceramente la paz de la ciudad y llora porque no le puede ser concedida, pues no ha conocido el camino de la paz. «Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz...» (Lc 19,42). Se supone aquí, obviamente, una relación entre la acogida de la palabra del Señor y la paz de la ciudad, como se expresa más claramente en el otro pasaje: «¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a la pollada bajo sus alas...!» (Lc 13,34). Parece intuirse un proyecto mesiánico de Jesús que tiene también un alcance social y, a su modo, político; no, ciertamente, para sustituir ni para derrocar a las autoridades legítimas, sino para suscitar una reunión de pueblos bajo el signo de la mansedumbre, de la no violencia, del amor mutuo; para llevar a cabo así un nuevo modo de vivir juntos, un nuevo modo de ser ciudad. El proyecto mesiánico tiene siempre para la Biblia un alcance socio-político y expresa aquellas actitudes nuevas de un pueblo para el que el arado y las podaderas 76
ocupen el lugar de la espada; para el que el niño pueda jugar con la víbora, y el oso pueda pacer junto con los bueyes, y el león con la oveja (cf. Is 2; 11,6-8). Es el ideal concreto, no utópico, de una humanidad pacífica, aunque se convierte de hecho, cuando no es acogido, en un ideal conflictivo con el orden existente: «¡Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz...! Pero eso está oculto ahora a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras...». La no aceptación de las bienaventuranzas de la paz y la mansedumbre conduce a la consecuencia opuesta: no dejarse «reunir» según el gran plan que recorre todo el Antiguo Testamento, según la solicitud de Dios por su pueblo. Jesús, sin embargo, no abandona este ideal, no abandona la ciudad; más aún, entra en ella para morir en ella. Él sabe que pagando con su vida, con el testimonio de su amor inerme –rechazado por la ciudad–, llegará la victoria, aun cuando el fruto de esta no será recogido por todos. Es importante subrayar, sobre todo, el hecho de que Jesús nos salva, nos hace salir del mal, no poniéndonos al abrigo de este, sino enseñándonos a entrar en él con él para sacar el bien. Quizá sea necesaria una existencia entera para aprender este misterio cristiano fundamental, porque trasciende totalmente nuestro común modo de pensar, que querría eliminar el mal de una vez para siempre, que querría vencerlo como se vence a los enemigos en la batalla. La Iglesia primitiva había comprendido profundamente este misterio, lo había experimentado en sí misma y, por ello, podía cantar himnos a la gloria de Dios como expresión de lo que vivía. Puesto que «Él nos ha salvado», yo puedo entrar en el mal del mundo y salir de él con la libertad, la alegría y la certeza de que este mal ha sido vencido al menos en mí, y puede vencerse en la Iglesia, la cual no es una sociedad en la que ya se ha obtenido la victoria sobre el mal, sino la comunidad de quienes han aceptado entrar con Cristo en la muerte para salir de ella en su resurrección. Los primeros cristianos supieron ver que Jesús no había cambiado el destino del mundo; murió él mismo y resucitó, venció al mal con el bien. De ahí el maravilloso himno de san Pablo en la Carta a los Filipenses: «Tened en vosotros los mismos sentimientos del Mesías Jesús, el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació de sí mismo y tomó la condición de esclavo, 77
haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz. Por eso Dios lo exaltó y le concedió un nombre superior a todo nombre, para que, ante el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese para gloria de Dios Padre: ¡Jesucristo es Señor!» (2,5-11). La contemplación de la gloria de Jesús en su muerte y resurrección es la única que nos da una visión concreta de la realidad. Nos enseña que el mal existe, y es inútil fingir no verlo; pero que la verdadera libertad cristiana está llamada a luchar contra este mal del mundo en y con Jesús, para sacar de él el bien viviendo el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas y el misterio de la cruz.
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4. Reconciliación y conversión
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Hacia la conversión del corazón: el Salmo Miserere El reconocimiento del propio pecado señala el comienzo de la conversión interior. La interioridad, lugar decisivo para el ser humano en el camino hacia la verdad, es la capacidad de volver a entrar en uno mismo, de comprender el sentido de las acciones realizadas y que siguen realizándose, porque solo en lo más íntimo pueden evaluarse y juzgarse. Y la experiencia confirma que existe un nexo indisoluble entre la conversión del corazón y la relación social y política. No puede darse una verdadera, duradera y estable reconciliación social y política entre los seres humanos, los pueblos y las naciones, sin conversión del corazón; al igual que tampoco se da una conversión del corazón que no tenga una irradiación, una resonancia, en la reconciliación social y política. El tema es particularmente importante, y para comprenderlo es muy útil reflexionar sobre el Salmo 50 (o 51, según la numeración de la Biblia hebrea), que se inicia con la invocación «Miserere», ten piedad. El salmo es de una riqueza inagotable y atraviesa toda la historia de la Iglesia y de la espiritualidad: constituye el esquema interior de las Confesiones de Agustín; fue querido, meditado y contemplado por Gregorio Magno; se convirtió en señal de la vehemente defensa de la imagen de Dios en las célebres y enardecidas predicaciones de Savonarola, y en divisa de esperanza para los soldados de Juana de Arco; Martín Lutero lo estudió intensamente, dedicándole páginas inolvidables; es el espejo de la conciencia secreta de los personajes de Dostoievski y una clave de lectura de sus novelas. El Miserere es el salmo de los grandes hombres de Dios. Le han puesto música compositores como Bach, Mozart, Donizetti y otros más cercanos a nuestro tiempo, y lo han descrito con maravillosas pinceladas importantes pintores. Se trata, sobre todo, del salmo que ha acompañado a las lágrimas y los sufrimientos de muchos hombres y mujeres que han encontrado consuelo y claridad en los momentos oscuros y duros de su vida; y pertenece a la historia de la humanidad, no solo a la historia del Oriente hebreo y judío y de la cultura occidental cristiana. Al meditarlo entramos en el centro del ser humano y en el centro de la historia de la humanidad. «Piedad de mí, oh Dios, en tu amor, según tu misericordia borra mi culpa. Lava del todo mi delito y limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa y tengo siempre presente mi pecado.
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Contra ti solo pequé, cometí lo que está mal a tus ojos. Así eres justo en tu sentencia, eres recto en tu juicio. Mira, culpable nací, pecador me concibió mi madre. Tú quieres la sinceridad interior, y en lo íntimo me inculcas sabiduría. Límpiame con hisopo del pecado, lávame hasta quedar más blanco que la nieve. Anúnciame gozo y alegría, que se regocijen los huesos triturados. Tápate el rostro ante mi pecado y borra toda mi culpa. Crea en mí, Dios, un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro ni me quites tu santo espíritu; devuélveme el gozo de la salvación, afiánzame con un espíritu generoso. Enseñaré a los malvados tus caminos, y los pecadores volverán a ti. De homicidio líbrame, oh Dios y Salvador mío, y mi lengua aclamará tu justicia. Señor mío, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Un sacrificio no te satisface; si te ofrezco un holocausto, no lo aceptas. Para Dios, sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y triturado tú, Dios, no lo desprecias. Dígnate favorecer a Sion y reconstruye la muralla de Jerusalén; entonces aceptarás sacrificios legítimos, ofrendas y holocaustos, y sobre tu altar se inmolarán novillos».
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La primera parte del salmo es el reconocimiento de una situación. Todos los verbos están en indicativo y exponen y subrayan unos hechos: reconozco mi culpa, contra ti pequé, sé justo cuando hables, en lo íntimo me inculcas sabiduría. La segunda parte («Límpiame con hisopo...») expresa la súplica. El texto cambia de tono, y casi todos los verbos están en imperativo: límpiame, lávame, anúnciame gozo y alegría, tápate el rostro, borra, crea en mí, no me arrojes, devuélveme el gozo, afiánzame. La tercera parte («Enseñaré a los malvados...») es el proyecto para el porvenir y los verbos están en futuro: enseñaré, mi lengua aclamará, aceptarás. El punto de partida Los primeros versículos nos introducen con estas palabras: «Piedad de mí, oh Dios, en tu amor, / según tu misericordia / borra mi culpa. / Lava del todo mi delito / y limpia mi pecado». El punto de partida del camino de conversión del corazón es, por consiguiente, la iniciativa divina de misericordia: Dios es siempre el primero en dar la mano; el platillo de la balanza está siempre inclinado del lado de su bondad. Los términos que emplea la traducción propuesta para expresar lo que ha hecho el ser humano –culpa, pecado– no vierten adecuadamente el sentido original. En el texto hebreo, de hecho, encontramos tres palabras diversas que dirían así: «... borra mi rebelión, lávame de toda discordancia mía, purifícame, sácame de todo extravío mío». Palabras, todas ellas, ya empleadas para explicar en qué consistían los errores referidos en el libro del Génesis. El pecado es un error fundamental del ser humano, una distorsión, una discordancia, una rebelión, una voluntad de proyecto alternativo en contraposición con el proyecto de Dios. A los términos que expresan la desviación humana corresponden tres apelativos divinos: «Piedad... amor... misericordia». Nos encontramos con el pecado humano – aunque expresado en términos diversos– y con tres atributos de Dios, lo cual pone de relieve que la insistencia no recae en el pecador, en la pobreza de lo que somos todos, sino en la inmensidad de Dios. «Piedad de mí, oh Dios», traducimos; pero el texto hebreo dice sencillamente: «Gracia, hazme gracia, oh Dios». Se pide a Dios que sea gracia para nosotros, que se interese por quien está mal, por quien se encuentra en dificultad. Es la experiencia de María de Nazaret, que canta: «Señor, has mirado la pobreza de tu sierva y me has llenado de tu gracia» (cf. Lc 1,48).
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Dios es la esencia de la gratuidad, y cuando decimos que a él no le interesa pensar en nosotros, ocuparse de nosotros, estamos expresando una idea falsa. Dios goza dando algo a quien necesita ser sostenido, a quien se siente un don nadie, a quien se siente humillado; quiere derramar su valor en nosotros y no juzga el nuestro. «Según tu misericordia». Es interesante notar que se dice precisamente según tu misericordia, no «en tu misericordia» o «porque eres misericordioso». El salmista indica la desproporción infinita de la misericordia divina, que el ser humano intuye sin comprenderla. En hebreo se usa el término ḥesed, que posee una larga historia rica en significado: es la actitud típica de Dios hacia su pueblo, que implica lealtad, afabilidad, fidelidad, bondad, ternura, constancia en la atención y en el amor. Podría traducirse por «amabilidad», en el sentido de ternura que no se retracta, que no se desvanece nunca. Lo traducimos por misericordia porque la amabilidad de Dios se enternece más cuando somos débiles, frágiles, pecadores, inconstantes, y quizá pensamos que tiene razón para no acordarse de nosotros. «En tu amor». En hebreo se dice raḥammim, es decir, «el corazón, las entrañas». Es un vocablo profundamente materno que designa la capacidad de llevar a alguien dentro, de identificarse con una situación hasta el punto de vivirla en la propia carne, de sufrirla o de gozarla como algo propio. Este atributo de Dios puede entenderlo de algún modo quien ha amado a otro con un amor total, visceral, radicalmente comprometido, apasionado. Podríamos casi traducirlo del siguiente modo: «según tu gran pasión por el ser humano, ten misericordia, oh Dios». Los tres atributos de Dios nos dan el tono del Salmo 50, que es un himno al encuentro con Dios tal y como es; nos invita, ante todo, a tener una idea justa del rostro de Dios. El reconocimiento de una situación «Pues yo reconozco mi culpa / y tengo siempre presente mi pecado. / Contra ti solo pequé, / cometí lo que está mal a tus ojos. /... Mira, culpable nací, / pecador me concibió mi madre. / Tú quieres la sinceridad interior / y en lo íntimo me inculcas sabiduría». Tras haber considerado los tres atributos de Dios, nos detenemos en los tres sujetos que se presentan en acción. El sujeto que aparece más frecuentemente es la persona misma: yo. Yo reconozco mi culpa, yo pequé contra ti, yo cometí la maldad que repruebas. Otro sujeto, en tercera persona, es el pecado. El pecado y la realidad del pecado, en la que la persona se siente inserta: culpable nací, pecador me concibió mi madre.
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El tercer sujeto de la acción, que es el determinante, la clave para entender todo el significado del pasaje, es el tú. Así pues, nos encontramos con un yo que reconoce, con una determinación general de la situación de culpa y con el tú, que constituye el centro: tú quieres la sinceridad interior; tú en lo íntimo me inculcas sabiduría. La expresión «Tú quieres la sinceridad interior» resulta más difícil de entender en el texto hebreo: «Tú amas la verdad en lo oscuro», es decir, tú amas la verdad, que es la luz, incluso allí donde el ser humano está perdido en los meandros de su conciencia. «En lo íntimo me inculcas sabiduría». La sabiduría es una de las realidades más elevadas y profundas del Antiguo Testamento: significa orden, proporción, luminosidad, entusiasmo creativo, plan divino de salvación. Tal es la clave de la primera parte del salmo, a saber, que Dios, en su iniciativa de amor y de misericordia, proyecta en la oscuridad de mi psique, en lo profundo de la conciencia, la luz de su plan. Actuando así me lleva a descubrir la verdad de mí mismo, me da aliento, me ayuda a entender lo que estoy llamado a ser, lo que habría debido ser, lo que puedo ser con su gracia. La verdad y la sabiduría de Dios son luz auténtica, benéfica, afable, que, entrando en los pliegues del alma, donde ni siquiera yo me doy cuenta de lo que sucede, me instruye y me incita a la sinceridad y a la autenticidad de lo que soy realmente. Si hemos entendido, al menos someramente, la fuerza de estas palabras, podremos entender mejor las que aparecen un poco antes: «Contra ti solo pequé». He hecho lo que no se debe ante ti. A primera vista, nos resulta extraña esta expresión, sobre todo si la referimos a aquel que, históricamente, ha sido considerado el personaje de la vivencia contada en el salmo, es decir, a David y su pecado. ¿Sólo pecó contra Dios? David pecó contra un hermano, contra un amigo; le hizo morir deslealmente y le arrebató a la mujer, siendo, por consiguiente, un homicida y un traidor. Pero, aun así, se insiste en la relación con Dios que se ha establecido mediante esas acciones. Y quizá aquí intenta expresarse algo que emerge de la historia de David. En realidad, nadie conocía el pecado de David, pues había tejido perfectamente su trama, y es solo el profeta Natán quien se lo echa en cara. Sin embargo, cuando se le anuncian abiertamente sus intrigas, David se ve frente a la terrible verdad de su conciencia. Al pecar contra el amigo con la traición, con la infidelidad y con el adulterio, David se ha colocado contra Dios y contra todos aquellos a quienes defiende como algo suyo.
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Recordemos que el rey David era un hombre profundamente bueno, incapaz de querer mal a los enemigos, y profundamente leal; es más, su integridad y su lealtad quedaron proverbialmente inscritas en la historia de Israel. Cuando conoce a Betsabé, la mujer de Urías, era un hombre maduro, no carente de experiencias afectivas, y en este momento de su vida había tenido ya lo que quería, conocía sus límites, la debilidad humana. No obstante, a través de una serie de pequeñas circunstancias insignificantes, el héroe David se convierte en una persona desleal, infiel y traidora. En el Segundo Libro de Samuel, al final del capítulo 11, una de las obras de arte de la literatura, leemos la siguiente afirmación: «Pero la acción que David había cometido desagradó al Señor» (v. 27). Entonces Dios encarga al profeta Natán que visite a David y le cuente la historia de dos hombres, uno rico y otro pobre. Esta parábola reconstruye poco a poco la verdad en David, que termina confesando: «He pecado contra el Señor». «Contra ti solo pequé». La expresión es muy semejante a la palabra central de la parábola evangélica del hijo pródigo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». Todo cuanto el hijo ha hecho concierne a muchas otras cosas: su vida disoluta, su despilfarro, todos los errores, todos los abusos cometidos, los actos ilícitos realizados. Pero todo ello se resume en su relación con el padre, en su relación con Dios (cf. Lc 15,11-32). El ser humano, instruido por Dios, entra en lo profundo de su verdad, reconoce dialogando que su error, en sí mismo y en su entorno, no importa si es pequeño o grande: ha dañado la imagen de Dios, ha dañado su relación con Dios. Esta referencia es importante para nosotros, que estamos habituados, acertadamente, a subrayar los aspectos sociales del pecado; en efecto, el pecado no solo es contra Dios, sino que afecta a la Iglesia, disgrega a la sociedad y hiere a la comunidad. Aquí se nos recuerda que Dios está detrás de todo ser humano, de toda persona a la que tratamos mal, a la que engañamos o despreciamos. Nos situamos en contra de Dios cada vez que rechazamos al hermano o la hermana que están a nuestro lado y que esperan de nosotros un gesto de caridad o de justicia. Todos los problemas de la historia –el problema ético, el problema de la justicia, el de la paz, el de las relaciones familiares, personales y sociales justas...– son el problema del ser humano en su diálogo con aquel que le ama, le conoce y le ayuda a conocerse en su verdad. De hecho, no se dice: «he pecado, he errado», sino «Contra ti solo pequé». La personalización de la culpa es un acto de verdad profunda y, al mismo tiempo, un acto de claridad extrema, porque este reconocimiento de la persona que habla así, que está formada para hablar así, no tiene nada que ver con el sentimiento de culpa, que es deprimente y degradante. Todos estamos sujetos a vivir momentos de tristeza irremediable, de ira, de indignación y de venganza contra nosotros mismos: sufrimientos inútiles generados por el
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sentimiento de culpa que no se vive en un diálogo con Dios; sufrimientos que no pueden hacernos mejores. Las palabras del salmo nos revelan la diferencia entre el examen de conciencia hecho en diálogo con Dios y todo el análisis de la culpa, de las debilidades, de las bajezas que cada uno reconoce en sí mismo y que llegan a deprimir profundamente al espíritu, cansándole aún más y haciéndole incapaz de luchar. En este salmo, escrito hace más de dos mil años, vemos a la persona que ha encontrado la vía justa para el arrepentimiento, la vía del reconocimiento de culpas gravísimas, pero expresado ante aquel que cambia el corazón. Notemos también el carácter personal, afectivo, de las palabras «cometí lo que está mal a tus ojos». A tus ojos, a tu amor que me creó, me hizo, me amó y me ideó. ¡Qué diferente es esta realidad de la de los llamados «arrepentidos» judiciales! El arrepentimiento judicial puede, ciertamente, producir mejoras humanas por la colaboración a que conduce, pero no tiene la fuerza de purificar la conciencia de la sangre derramada. El «arrepentido» tendrá que decir aún: «tengo siempre presente mi pecado». A menos que entre en ese proceso misterioso de transformación del corazón que cambia totalmente al ser humano: «¡Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo!», el proceso de transformación que depende de la fuerza de Dios y que permite una existencia nueva. El dolor por los pecados El dolor por los pecados se expresa en el v. 6b: «Eres justo en tu sentencia, / eres recto en tu juicio». La palabra «dolor» puede evocar en nosotros una sensación de molestia o de descontento. Y, sin embargo, en el terreno de las experiencias corpóreas el dolor es la más inevitable, la más evidente, la menos artificial de las sensaciones: siento un dolor en el cuerpo, a pesar de que no lo quiera. Los mismos dolores morales son algo muy real dentro de nosotros: a veces nos oprimen hasta quitarnos el sueño. Así pues, ¿qué es el dolor por los pecados, que parece tener tan poco en común con la sensación, tan viva y presente, del dolor físico o moral? Parto de unas reflexiones generales: Hay actos, más o menos graves que no quisiéramos haber cometido. Hay comportamientos, tal vez poco llamativos, que no se corresponden con el modo en que 86
querríamos ser: formas de hacer, de pensar, de responder, de actuar. A veces nos damos cuenta de que no dependen ni siquiera de nosotros, sino que son, más bien, el resultado de hábitos anteriores, de algo inesperado o inadvertido. Sin embargo, poseen algo de lo que interiormente sentimos que no podemos presumir. Esta capacidad de juicio sobre uno mismo no es todavía el dolor por los pecados: es su premisa. En efecto, no puedo arrepentirme sino de algo que al mismo tiempo es mío y no está bien, lo he hecho y no lo apruebo. El camino de la purificación cristiana presupone la capacidad de juicio sobre uno mismo, implica una disociación de algún aspecto de nosotros que no aprobamos. Saber hacer esto es un signo de libertad en acción, es un signo de maduración humana y moral. Hay que dudar de la persona que acusa siempre a los demás y está satisfecha de todo cuanto ella hace. Si nos dedicamos a acusar a los demás y excusarnos a nosotros, ponemos de manifiesto que ni siquiera hemos dado el primer paso hacia el arrepentimiento cristiano. Y, por otra parte, es verdad que a veces nuestro arrepentimiento se ve bloqueado porque no estamos plenamente persuadidos de tener que imputarnos algo que no funciona bien en nosotros. Nos cuesta admitir de veras que la culpa es nuestra. Con más frecuencia, el arrepentimiento se ve obstaculizado porque no estamos en absoluto convencidos de que lo que hemos hecho tiene importancia: tal vez la tradición y la doctrina dicen que es erróneo, pero interiormente sentimos que no es verdad. En este caso, el dolor, el arrepentimiento, se convierte en algo difícil, superficial, artificial. ¿Qué debemos hacer si nos damos cuenta de que nuestro arrepentimiento no se desentumece, que está paralizado por estos motivos que conciernen al juicio preliminar sobre nosotros mismos? Está claro que el camino que hay que recorrer consiste en pasar de una evaluación apresurada de nosotros a otra más realista y ponderada, mediante la reflexión y la oración. Volvamos al versículo 6b del salmo: «Eres justo en tu sentencia, / eres recto en tu juicio». Nosotros lo interpretamos espontáneamente poniendo a Dios en el lugar de un juez; imaginamos a dos partes en un juicio, y a Dios en medio. Las dos partes son, en el caso de referencia histórica del salmo, David y Urías, el marido de Betsabé, asesinado traicioneramente por orden de David. Dios está en el medio como juez imparcial, que no da la razón a David y lo condena. El rey acepta la condena y dice entonces a Dios: Tú eres recto cuando juzgas.
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Esta interpretación no es convincente. Ve a Dios como árbitro que condena a muerte al pecador, sin posibilidad de apelación. La realidad contemplada por el salmo es mucho más profunda. Dios no es juez: es parte perjudicada. Él, que es el principio de toda fidelidad y de todo amor, ha sido mortalmente dañado por David, ha sido violentado en sus derechos. Por eso recrimina a David, y este acepta la recriminación sabiendo que el juicio divino es justo y, por consiguiente, también un juicio de perdón. Dios, como parte ofendida, reprende a David porque quiere su vida y no su muerte: si ha intentado matar a Dios, él, Dios, desea salvarlo. Justamente en este punto se desencadena el arrepentimiento bíblico, el dolor del ser humano: este se encuentra ante aquel a quien ha dañado, ante aquel cuya confianza ha rechazado y que, sin embargo, le ofrece de nuevo la mano derecha de su confianza. Si nos preguntamos de qué manera la ofensa hecha al prójimo llega y daña a Dios, él mismo nos responderá en el libro del Éxodo, en la visión de la zarza ardiente. El faraón oprime a los hebreos, y Dios, apareciéndose a Moisés, se constituye en parte perjudicada e inicia su acción contra el opresor con estas palabras: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos...» (Ex 3,7-8). De nuevo nos responderá el evangelio de Mateo, en la escena del juicio universal, donde Jesús se constituye en parte perjudicada dondequiera que no se dé de comer a un hambriento y no se visite a un encarcelado: «En verdad os digo... no me lo hicisteis a mí» (cf. Mt 25,31-46). Hay un pasaje en el evangelio de Lucas que nos puede hacer entender más profundamente la experiencia del dolor del pecado que hemos percibido en las palabras de David. Se trata del episodio en el que Pedro niega por tres veces conocer a Jesús: «Al punto, cuando aún estaba hablando, cantó el gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro; este recordó lo que le había dicho el Señor: “Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces”. Salió afuera y lloró amargamente» (Lc 22,60-62). ¿Por qué rompe a llorar Pedro? Hasta aquel momento, tenía una cierta conciencia, aunque un tanto ofuscada, de haber actuado mal, de haberse deshonrado, de haber traicionado a un amigo. Pero solo rompe a llorar cuando el Señor se encuentra con él y le mira. En aquel instante comprende solamente una cosa: ¡yo he renegado de este hombre, y él va a morir por mí!
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Lo que hace estallar el contraste es la increíble sobreabundancia de confianza y de atención de Jesús para con quien no las merece. El dolor cristiano nace de la percepción de este contraste; nace del encuentro con aquel que, ofendido en sí mismo y en su amor por el ser humano, ofrece a cambio una mirada de amistad. La revelación de la culpabilidad del cristiano procede del encuentro con Cristo, con su palabra y con su persona. Este encuentro desbloquea la rigidez del juicio sobre nosotros mismos, un juicio siempre inseguro y apurado, y la desentumece en un verdadero arrepentimiento, en la aflicción por haber ofendido a Cristo en su persona, en la pena por la falta cometida en nuestra relación de amistad, por la infracción del código de honor y de ternura, por la desconsideración y el desprecio de una relación valiosa. Pienso que la reflexión sobre algunos versículos del Miserere es suficiente para comprender la segunda parte del salmo, la de la súplica, la del grito que sube del corazón, y la tercera parte, que describe los propósitos, el proyecto para el futuro.
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La alegría del sacramento de la reconciliación Para reconocerse pecadores ante Dios y obtener su perdón, la Iglesia cuenta con el sacramento de la confesión o de la reconciliación. La práctica de este sacramento, que tan problemático resulta para el hombre contemporáneo y para los propios cristianos, nos conduce a una relación personal con Dios Padre que colma de alegría y abre en nosotros la fuerza del perdón. De no vivirlo así, se convierte en una carga, en una formalidad que hay que cumplir para eliminar algunas manchas que nos provocan cierto malestar, repulsión y vergüenza; se convierte, simplemente, en la búsqueda de una conciencia tranquila. También en este caso el sacramento hace bien, pero poco a poco nos alejamos de él sintiendo que resulta triste, agobiante y pesado. En realidad, se trata de un encuentro gozoso con Dios; se trata de repetir la exclamación de Juan en la barca que estaba en medio del lago: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7). «¡Es el Señor!», y todo cambia. «¡Es el Señor!», y todo resplandece de nuevo. «¡Es el Señor!», y todo vuelve a tener sentido en la vida: es una reconstitución del significado de todo fragmento de mi existencia. Por consiguiente, debe vivirse con serenidad y alegría; la misma penitencia, la purificación, la expiación, se convierten en apertura a una relación. ¿Cómo vivir este sacramento en cuanto momento de un camino en el que tratamos de entender quiénes somos, qué estamos llamados a ser, en qué nos hemos equivocado, qué habríamos querido no ser, qué pedimos a Dios? Sugeriría vivirlo como un coloquio penitencial. El coloquio penitencial es la confesión ordinaria, con la diferencia, sin embargo, de que mediante él queremos ampliar un poco más las mismas cosas. Este coloquio puede describirse según tres momentos fundamentales. De hecho, la palabra latina «confessio» no significa solo ir a confesar, sino también alabar, agradecer, poclamar. Confesión de alabanza El primer momento lo denomino «confessio laudis», es decir, confesión de alabanza. En lugar de comenzar la confesión diciendo: «he cometido este pecado y este otro...», puede decirse: «Señor, te doy gracias», y expresar ante Dios los hechos, aquellos por los que le estoy agradecido. Nos estimamos muy poco a nosotros mismos. Intentad reflexionar, y veréis cuántas cosas insospechadas encontráis, porque nuestra vida está llena de dones. Y esto abre el 90
alma a la verdadera relación personal. Ya no iré entonces, casi a escondidas, a expresar algún pecado para borrarlo, sino que me pondré ante Dios, Padre de mi vida, y diré, por ejemplo: «Te doy gracias porque en este mes me has reconciliado con una persona con la que estaba enojado. Te doy gracias porque me has hecho entender qué debo hacer; te doy gracias porque me has dado salud; te doy gracias porque me has permitido entender mejor en estos días la oración como valor importante para mí». Tenemos que expresar una o dos cosas por las que sentimos realmente que tenemos que dar gracias al Señor. Por consiguiente, el primer momento es una confesión de alabanza. Confesión de vida Sigue a continuación lo que yo llamo «confessio vitae». Y ello en el sentido de que no hago simplemente un listado de los pecados, sino que me hago la pregunta fundamental: «Desde la última confesión ¿qué querría yo que en mi vida, en general, no hubiera ocurrido; qué querría no haber hecho; qué me produce pena; qué me pesa?». Entonces se muestra mucho de nosotros mismos: la vida, no solo con sus pecados formales («he hecho esto, me comporto mal...»), sino, más aún, la raíz de lo que habría querido que no ocurriera. «Señor, siento en mí antipatías invencibles... que después son causa de mal humor, de maledicencias y de desprecios. Quisiera ser curado por ti, Señor, siento en mí de vez en cuando tentaciones que me arrastran; quisiera ser curado de las fuerzas de estas tentaciones. Señor, siento pesar por las cosas que hago, siento pereza, malestar, desapego de la oración; siento en mí dudas que me preocupan...». Si logramos expresar en la confesión de vida algunos de los sentimientos o emociones más profundas que nos pesan y no querríamos que existieran, encontramos también las raíces de nuestras culpas, es decir, nos conocemos por lo que somos realmente: un haz de deseos, un volcán de emociones y sentimientos, algunos de los cuales son buenos, inmensamente buenos..., y otros tan malos que no pueden dejar de pesar negativamente. Resentimientos, amarguras, tensiones, gustos morbosos que nos desagradan, los ponemos ante Dios diciendo: «Mira, soy un pecador, y solo tú puedes salvarme. Solo tú me quitas los pecados». Confesión de fe El tercero es la confesión de la fe, «confessio fidei». 91
No sirve de mucho un esfuerzo por nuestra parte. Es necesario que el propósito vaya unido a un profundo acto de fe en la fuerza sanadora y purificadora del Espíritu, en la misericordia infinita de Dios. La confesión no consiste únicamente en poner los pecados como se pone una cantidad de dinero sobre una mesa. La confesión es poner nuestro corazón en el corazón de Cristo, para que él lo cambie con su poder. La «confessio fidei» es decir al Señor: «Señor, sé que soy frágil, sé que soy débil, sé que puedo caer continuamente; pero tú, por tu misericordia, cuídame en mi fragilidad, custódiame en mi debilidad, concédeme ver cuáles son los propósitos que debo hacer para expresar mi buena voluntad de agradarte». De esta confesión nace la oración de arrepentimiento: «Señor, sé que lo que he hecho no solo me daña a mí, a mis hermanos, a las personas a las que he perjudicado e instrumentalizado, sino que también es una ofensa contra ti, Padre, que me has amado, que me has llamado». Es un acto personal: «Padre, lo reconozco y no querría haberlo hecho nunca... Padre, he comprendido que...». Una confesión así concebida no nos aburre nunca, porque es siempre diferente; cada vez vemos emerger otras raíces negativas de nuestro ser: deseos ambiguos, intenciones erróneas, sentimientos falsos. A la luz de la fuerza pascual de Cristo escuchamos la voz: «Tus pecados quedan perdonados... paz a vosotros... paz a esta casa... paz a tu espíritu». En el sacramento de la reconciliación acontece una verdadera y propia experiencia pascual: la capacidad de abrir los ojos y decir: «¡Es el Señor!». La penitencia El sacramento de la reconciliación prevé el momento denominado «penitencia» o «satisfacción». Se trata de aquellos gestos, oraciones y acciones que el sacerdote pide que se cumplan como signo, fruto y expresión de la conversión. Tengo que admitir, no obstante, que cuando, como confesor, pienso en la «penitencia», siento una cierta incomodidad, porque me pregunto: ¿qué penitencia es realmente adecuada para el camino de la persona que tengo delante? ¿Cómo puedo, en un tiempo tan corto, encontrar aquella penitencia que sea para esta persona fruto de una específica conversión, de un momento de gracia para ella? ¿Qué le es realmente útil para expresar, de modo concreto, su camino histórico?
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Habitualmente, el confesor escapa a esta dificultad proponiendo en general una oración o un acto de culto, que son realidades buenas e importantes, pero que, sin embargo, no parecen tener siempre una correspondencia inmediata con el camino que está recorriendo la persona. Esta es la inquietud concreta del momento específicamente penitencial del sacramento, cuando se desea salir de la rutina, de la costumbre, de la formalidad, y adaptarse a la persona. Por otra parte, estoy convencido de que este es uno de los momentos en los que la Iglesia está más cerca, de forma concreta, de quien realiza un itinerario de penitencia. Es verdad que está cerca en cada etapa del sacramento: en el examen de conciencia, ayudando con las preguntas; en el momento del dolor, sugiriendo las palabras; invitando al propósito con el ejemplo de los santos; y, sobre todo, haciéndose transparencia de Cristo misericordioso cuando acoge y absuelve en nombre del Señor. Pero en el momento de sugerir la «penitencia», la Iglesia quiere adaptarse de forma totalmente particular, acercándose al camino de cada persona en su individualidad irrepetible. Debería, por consiguiente, hacerse maestra del itinerario penitencial para que la persona exprese, según las palabras de Juan el Bautista, «frutos dignos de penitencia», signo de un corazón que quiere renovarse. Teniendo presente la dificultad que la «penitencia» plantea al sacerdote que administra el sacramento, quisiera meditar sobre el pasaje evangélico que habla de Zaqueo (Lc 19,1-10). Podemos definirlo, de hecho, como un pasaje de encuentro penitencial entre el ser humano y Jesús: es un relato histórico que subraya una realidad permanente. En este encuentro, el hombre Zaqueo realiza unas acciones sucesivas, interiores y exteriores, algunas de las cuales son la premisa, y otras la consecuencia de la palabra de perdón de Jesús. – La acción interna de Zaqueo es su deseo de ver a Jesús. Un deseo fuerte, intenso, que podríamos denominar casi «extático», es decir, que hace salir a Zaqueo fuera de sí mismo. No es explicable que sea la simple curiosidad la que le lleve a correr para ver a Jesús, a imponerle las cosas que está haciendo. Desde dentro le está moviendo un profundo deseo que ya es amor, un amor incoativo, incipiente, hacia Jesús y que le impulsa a una acción exterior. – La acción externa consiste en echar a correr y subirse a un árbol. Sorprende que un hombre como él, un funcionario, se ponga a correr y se suba a un árbol, algo que no habría hecho normalmente. Es una persona que está viviendo un instante de amor tan fuerte que olvida las costumbres, las convenciones, su nombre, su prestigio y su orgullo. 93
Sobre este amor intenso de Zaqueo recae entonces la palabra de amistad de Jesús: «Hoy tengo que hospedarme en tu casa». Una palabra de familiaridad que sorprende a Zaqueo y suscita en él algunas acciones nuevas que ya no son de premisa, sino de conversión. – La acción externa se produce cuando Zaqueo acoge a Jesús, lleno de alegría. – La acción interna acontece cuando Zaqueo toma la decisión, y la comunica, de querer dar a los pobres la mitad de cuanto tiene y reparar generosa y abundantemente los agravios cometidos. «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le restituyo cuatro veces más». Tal es el resultado penitencial, social, civil y comunitario del camino de Zaqueo. Es el fruto de «penitencia» de su reconciliación. Me impresiona enormemente la alegría con que actúa Zaqueo: una alegría que le hace extraordinariamente, casi diríamos que insensatamente, ser generoso más allá de todo cálculo. Se le podría hacer observar que, si da la mitad de sus bienes a los pobres, con la otra mitad no tendría suficiente para restituir el cuádruplo. En realidad, Zaqueo, por así decirlo, ha perdido el sentido de la medida, ha sido transformado por la amistad y por la reconciliación con Jesús, y por eso lo que le importa es dejar que resuene en torno a sí la alegría con abundancia, como signo de su conversión. El primer fruto del encuentro penitencial es, pues, la alegría, una alegría que inunda, que se desborda en torno a nosotros y que nos lleva a cumplir con facilidad acciones incluso difíciles que nunca nos habríamos decidido a realizar antes de haber escuchado la palabra de Jesús. El segundo subrayado del camino de Zaqueo es que él mismo propone a Jesús la «penitencia» que quiere hacer, y Jesús la aprueba. Zaqueo propone lo que es más adecuado para un hombre codicioso, estafador y deseoso de poseer, como es su caso. Ha sabido percibir su punto débil y se renueva a partir de este. El fruto de «penitencia» es para él la generosidad para con los pobres, la prontitud en reparar los agravios cometidos contra los demás (no largas oraciones, ni peregrinaciones, ni gestos exteriores que no cambian nada). Es su penitencia específica, personal e histórica. Jesús la aprueba y le dice: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa». Volviendo a la pregunta que se hace el confesor a la hora de establecer la «penitencia», me parece que la respuesta sugerida por el pasaje evangélico es muy sencilla. Quizá es el penitente quien puede ayudar al sacerdote, invirtiendo las posiciones. En lugar de preguntar qué debe hacer como penitencia, se pregunta qué obra, qué gesto de justicia y de misericordia corresponde a su camino. En vez de quejarnos de que la «penitencia» es poco adecuada, de que es exterior, formal, de que es siempre la misma, podríamos, en un diálogo más extenso y abierto, 94
sugerir qué consideramos importante como signo de la conversión que hemos pedido a Dios, como fruto del Espíritu santo de purificación, invocándolo con las palabras del salmo: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro; renuévame por dentro con espíritu firme... no me quites tu santo espíritu; devuélveme el gozo de la salvación...».
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Purificación del corazón y religiosidad verdadera Entre los muchos posibles, elijo dos textos evangélicos, uno de Marcos y otro de Mateo, que ilustran muy adecuadamente el camino hacia la purificación del corazón y hacia una verdadera religiosidad. – El primero refiere el episodio de un rico que se acerca a Jesús: «Cuando se puso en camino, llegó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Jesús le respondió: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, solo Dios. Conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no perjurarás, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre”. Él le contestó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud”. Jesús lo miró con cariño y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme”. A estas palabras, frunció el ceño y se marchó triste; pues era muy rico» (Mc 10,17-22). ¿Habría pensado alguna vez este hombre que no tenía el corazón puro, cuando desde siempre había cumplido todos los mandamientos? Este es el misterio del pasaje evangélico, a saber: todos, incluido quien observa los mandamientos, podemos no tener el corazón puro. El protagonista, aun cumpliendo la justicia humana, no sabe entrar en el plan divino, que es misericordia, solidaridad («vende cuanto tienes y dáselo a los pobres»), que es esperanza («tendrás un tesoro en el cielo»), y configuración con Jesús («ven y sígueme»). Su concepción del plan divino es racional, propio de una religiosidad humana buena, que no es aún la pureza del corazón. A menudo nos engañamos al pensar que tenemos la conciencia en paz sin haber llegado a aquella limpieza del corazón que nos permite entender el plan divino en Jesucristo y elegir, por consiguiente, según las elecciones de Cristo, y tomar, con respecto a la vida de la Iglesia y de los individuos, decisiones que respondan al espíritu evangélico de pobreza, de misericordia, de solidaridad y de seguimiento. No todos comprenden esto; de hecho, los mismos apóstoles se asustan mostrando cuánto les cuesta pasar de la justicia racional a la aceptación del proyecto que Dios tiene para ellos. «Bienaventurados los puros de corazón» porque, al no tener ataduras ocultas, inconscientes, están dispuestos a entender el plan de Dios en Jesucristo. El rico creía estar disponible («¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?») y ser libre; pero no lo era.
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Pensemos en cuántas decisiones en la vida religiosa, en la vida social y civil, se toman sin tener el corazón libre y disponible, aun cuando tal vez se respeten algunos derechos inmediatos y se suponga, por tanto, que no se hace nada mal. La señal que indica nuestra falta de libertad en el corazón es la tristeza, la amargura, la pesadez de la vida: «A estas palabras, frunció el ceño y se marchó triste». Todos vivimos momentos tristes cuando lo vemos todo oscuro, todo negativo, todo equivocado, sin saber por qué. Sigue diciendo el texto de Marcos: «Jesús mirando en torno dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil es que los ricos entren en el reino de Dios!”. Los discípulos se asombraron de lo que decía. Pero Jesús insistió: “¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios! Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios”. Ellos quedaron espantados y se decían: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”. Jesús se les quedó mirando y les dijo: “Para los hombres es imposible, no para Dios; para Dios todo es posible” (vv. 23-27). Jesús nos enseña la dificultad que entraña la libertad del corazón y, mencionando la confianza que algunos ponen en el dinero, quiere también referirse a la confianza en el propio poder, en la propia capacidad, en los propios proyectos, en la propia responsabilidad. La expresión «¡qué difícil es que los ricos entren en el reino de Dios...!» puede traducirse, por ejemplo, como «¡qué difícil es que los políticos entren en el reino de los cielos...!». Porque el político es una persona que tiene mucho poder, que domina muchas situaciones, que hace muchas elecciones y, aun suponiendo que quiera ser honesto, se encuentra atado a muchas expectativas, a muchas realidades que le condicionan. Las expectativas de la gente, el éxito, la necesidad de hacer carrera, lo atan, impidiéndole la libertad del corazón. Ampliando lo dicho por Jesús en este sentido, podemos decir: «¡qué difícil es para quienes son responsables de otros entrar en el reino de los cielos...!». ¡Qué difícil es para los obispos, para los párrocos, que tienen que responder a personas que piden, que esperan, que desean, que quieren; que deben responder a las expectativas de la prensa, de los fieles, de quienes tienen una cierta ideología y de quienes tienen otra diferente...! El esfuerzo del equilibrio es realmente grande; como dice Jesús, la libertad del corazón es muy difícil. Y nosotros, como los apóstoles, nos quedamos estupefactos: «“Entonces, ¿quién puede salvarse?”. Jesús se les quedó mirando y les dijo: “Para los hombres es imposible, no para Dios”». Lo que significa que la pureza y la libertad del corazón son dones exclusivamente de Dios, y nosotros no podemos pretender conseguirlos; ya es mucho si 97
llegamos a confesar: «Desgraciadamente, estoy condicionado por muchas cosas, y me cuesta encontrar el camino justo». Es una primera intuición de nuestra impureza de corazón y de espíritu, y el Señor quiere que la enfoquemos con seriedad, poniendo nuestra confianza en Dios, para quien nada es imposible. «Para Dios nada es imposible» son las palabras que el ángel le dice a María (Lc 1,37). Esto nos hace pensar que, así como María no podía imaginarse una concepción virginal sin la ayuda de lo alto, de igual modo nosotros, análogamente, no podemos imaginarnos ser libres en medio de las responsabilidades de este mundo sin una fuerza extraordinaria, sin una gracia del Espíritu Santo. – El segundo pasaje evangélico subraya la diferencia entre hipocresía y religiosidad verdadera: «¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de Dios! ¡Vosotros no entráis ni dejáis entrar a los que lo intentan! ¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para ganar un prosélito, y cuando lo conseguís, lo hacéis merecedor del fuego el doble que vosotros! ¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: Quien jura por el templo no se compromete, quien jura por el oro del templo queda comprometido! ¡Necios y ciegos!, ¿qué es más importante? ¿El oro o el templo que consagra el oro? Decís: “Quien jura por el altar no se compromete, quien jura por el don que hay sobre el altar queda comprometido”. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante: la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Pues quien jura por el altar jura por él y por cuanto hay sobre él; y quien jura por el templo jura por él y por quien lo habita; y quien jura por el cielo jura por el trono de Dios y por el que está sentado en él» (Mt 23,13-22). Estas palabras de Jesús se encuentran entre las más difíciles de todo el evangelio y nos sorprenden por su gran mordacidad y su carácter amenazador y tremendo. Nos dan una imagen de la violencia verbal, de la fuerza polémica, de la capacidad de desenmascarar al adversario con que llega a expresarse Jesús, en contraste con la dulzura, la delicadeza, la misericordia y la paciencia que ordinariamente encontramos en otras palabras suyas del evangelio. Por otra parte, tenemos que intentar entender esta página a partir del contexto. El evangelista Mateo la sitúa inmediatamente después de las controversias de Jesús con sus adversarios en Jerusalén: a estas alturas, la oposición ha aumentado y está a punto de llegar a sus consecuencias extremas; ya se está tramando la traición y la muerte. Las controversias se habían suscitado por las preguntas hechas a Jesús sobre el tributo al César, sobre la resurrección, afirmada por los fariseos, y sobre la ley. En el fondo, se buscaba un modo de cercarle, de ponerle entre la espada y la pared.
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Jesús había rebatido con fuerza y, en este momento, pasa al ataque. Dirige una serie de invectivas –son los siete «ay»– contra hombres de iglesia y de cultura, contra hombres de la burocracia eclesiástica de su tiempo; palabras que para nosotros adquieren una fuerza particular. ¿Qué es lo que se reprende a estas personas? La hipocresía, que es el estribillo fundamental de las palabras de Jesús. En el tercer «ay» se cambia por «guías ciegos», pero inmediatamente después retorna el término «hipócritas». Según la etimología de la palabra griega, «hipócritas» significa actores, personas que interpretan, que se cubre la cara con una máscara. Los predicadores no auténticos son hipócritas, porque tal vez saben interpretar bien y conseguir la atención de quien escucha, pero en ellos se da una discrepancia fundamental entre lo que dicen y lo que viven. Jesús afirma que los hipócritas –los predicadores no auténticos– no solo se ríen a espaldas de la gente, sino que hacen también el mal: «cerráis a los hombres el reino de Dios». Es decir, estáis tan preocupados por vuestra representación formalmente exacta que no os interesa si la gente recibe por vuestras palabras un estímulo para el camino hacia el reino, es más, lo impedís, lo cerráis. La acusación es ciertamente terrible. La segunda acusación ataca la exterioridad: «recorréis mar y tierra para ganar un prosélito». Jesús nos hace comprender que es posible una cuidada expresión exterior de los sentimientos religiosos vinculada, sin embargo, a una falsedad de vida, y que se manifiesta en un proselitismo a ultranza que nada tiene que ver con la verdadera misión, con la comunicación de la Palabra, que no le implica a uno en la profunda alegría que ha experimentado. Se busca el prestigio mediante el aumento numérico del propio grupo. Se trata, por consiguiente, de formas de prestigio mundano que sustituyen a la predicación que ofrece libremente la Palabra y que, mediante el don, puede suscitar el asentimiento. Se trata de formas autoritarias y solapadas de propaganda, de extorsión moral y espiritual La tercera invectiva es también terrible: «¡Ay de vosotros, guías ciegos!». Los guías ciegos desconocen el camino y su término; no poseen la claridad de la vía de Dios. Al no saber adónde se va, se predica a tontas y a locas, confusamente, aunque de forma agradable, tomando por esencial lo secundario, insistiendo en preceptos periféricos y olvidando los fundamentales, pervirtiendo, por tanto, el sentido religioso y moral de quienes escuchan. En el texto se nos da un ejemplo de esta perversión a través de las diversas sutilezas jurídicas que permiten zafarse de las promesas hechas, abandonando a personas necesitadas, y sustituirlas con obras que solo aparentemente son de misericordia. Es una invectiva despiadada e inmisericorde, que hunde el cuchillo en la carne de la hipocresía religiosa, moral y de la falsa espiritualidad. 99
No obstante, leemos una palabra positiva que concierne al tema de la sabiduría del corazón y de la verdadera religiosidad en la afirmación de Jesús sobre algunas realidades cultuales y naturales: «Quien jura por el altar jura por él y por cuanto hay sobre él; y quien jura por el templo jura por él y por quien lo habita; y quien jura por el cielo jura por el trono de Dios y por el que está sentado en él». Todas las realidades –naturales, históricas, sobrenaturales, cultuales y culturales– revelan el misterio de Dios, y todas ellas lo ocultan. En las palabras de Jesús descubrimos una profunda visión sapiencial. La verdadera religiosidad sabe captar por encima de todo, más allá de todo, en el fondo de todo, el misterio inefable del amor de Dios, la dulcísima presencia de un Dios que nos ama y que en todo nos comprende, que nos sale al encuentro, nos acoge, nos estimula, nos sustenta y nos consuela. Es la sabiduría del corazón, que emerge también en los momentos de la polémica más dura de Jesús, porque es una polémica que parte de la verdad, del amor, de la luz de Dios, de la profunda iluminación interior, reconduciendo así estas páginas también a las mismas cotas espirituales que todas las demás del evangelio.
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La fuerza del perdón La fuerza del perdón puede contemplarse en dos situaciones que, en esta ocasión, se nos describen en el evangelio de Lucas: la curación del paralítico y la mujer que entra en la casa de Simón. «Un día en que estaba enseñando, asistían sentados unos fariseos y doctores de la ley que habían acudido de todas las aldeas de Galilea y Judea y también de Jerusalén. Él poseía fuerza del Señor para sanar. Unos hombres, que llevaban en una camilla a un paralítico, intentaban meterlo en la casa y colocarlo delante de Jesús. Al no hallar modo de meterlo, a causa del gentío, subieron a la azotea y, por el tejado, lo descolgaron con la camilla poniéndolo en medio, delante de Jesús. Viendo su fe, le dijo: “Hombre, tus pecados te son perdonados”. Los fariseos y los letrados se pusieron a discurrir: “¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién, fuera de Dios, puede perdonar pecados?”. Jesús, leyendo sus pensamientos, les respondió: “¿Por qué pensáis así? ¿Qué es más fácil: decir ‘se te perdonan los pecados’ o decir ‘levántate y camina’? Pues para que sepáis que este Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados –dijo al paralítico–, yo te digo: ‘levántate, carga con tu camilla y vuelve a tu casa’”. Al instante se levantó delante de todos, cargó con lo que había sido su camilla y se fue a su casa dando gloria a Dios. El estupor se apoderó de todos y daban gloria a Dios; sobrecogidos, decían: “Hoy hemos visto cosas increíbles”» (Lc 5,17-26). La situación es un tanto extraña: unos hombres que se arriesgan a caer en el ridículo: «descolgaron por el tejado al paralítico con la camilla», sin saber si Jesús quiere recibirlo. ¿Hará o no el milagro? ¿Y si el enfermo regresa a casa más afligido y humillado que antes? No es algo baladí el esperar un milagro: de no producirse, harán el ridículo, la gente se burlará de ellos. Nos encontramos, por consiguiente, ante un acto de valentía no calculado; ante una iniciativa no del todo razonable, a la que se han visto llevados los portadores y el paralítico por una confianza ilimitada en ese Jesús a quien apenas conocían. Y la consecuencia es que, gracias a la actitud de valentía y de confianza, se da un vuelco completo a la situación: los pecados del paralítico son perdonados, y su enfermedad es curada. Jesús aparece como aquel que perdona y sana; podemos decir que el evangelio es fuerza de perdón y de sanación para quienes se entregan a él, para quienes se atreven a dar un paso valiente y se fían plenamente de él. Me impresiona mucho el coraje que exigen las transformaciones realizadas por Jesús, porque pertenece a la maduración de la
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persona que descubre cómo solo en un momento de atrevimiento, de salida de sí, llega a alcanzar lo que desea profundamente. Hace unos días, paseando por la montaña, contemplaba unas maravillosas cascadas de agua cayendo vertiginosamente centenares de metros y espumeando en algunos tramos. La imagen de la cascada se me quedó grabada, porque trataba, viendo aquella escena, de identificarme con el agua, y me decía: si tuviera miedo a tirarme ¿qué haría? Me quedaría paralizado, no seguiría el instinto que tiene el agua de arrojarse hacia abajo, me paralizaría el miedo, no tomaría ninguna iniciativa, no sería lo que debo ser. Soy lo que debo ser en la medida en que sigo la tendencia a confiar. De esta tendencia innata en el ser humano a ir más allá de sí mismo, a través de un acto de confianza en los demás, nace la sociedad, nace la amistad, nacen el amor y la fraternidad. Si nadie se arriesga nunca, no surge nada. Al entregarse a la palabra de Jesús nace la posibilidad de salvación. «Un fariseo lo invitó a comer. Jesús entró en casa del fariseo y se sentó a la mesa. En esto, una mujer, pecadora pública, enterada de que estaba a la mesa en casa del fariseo, acudió con un frasco de perfume de mirra, se colocó detrás, a sus pies, y llorando se puso a bañarle los pies en lágrimas y a secárselos con el cabello; le besaba los pies y se los ungía con la mirra. Al verlo, el fariseo que lo había invitado, pensó: Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer lo está tocando: una pecadora. Jesús tomó la palabra y le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. Contestó: “Dime, maestro”. Le dijo: “Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientas monedas, y otro cincuenta. Como no podían pagar, les perdonó a los dos la deuda. ¿Quién de los dos le tendrá más afecto?”. Contestó Simón: “Supongo que aquel a quien más le perdonó”. Le replicó: “Has juzgado correctamente”. Y, volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me diste agua para lavarme los pies; ella me los ha bañado en lágrimas y los ha secado con su cabello. Tú no me diste el beso de saludo; desde que entré, ella no ha cesado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con perfume; ella me ha ungido los pies con mirra. Por eso te digo que se le han perdonado numerosos pecados, porque ha amado mucho. Que al que se le perdona poco, poco afecto siente”. Y a ella le dijo: “Tus pecados te son perdonados”. Los invitados empezaron a decirse entre sí: “¿Quién es éste que hasta perdona pecados?”. Él dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz”» (Lc 7,36-50). La situación presentada por Lucas es ambigua. Nos encontramos con un hombre, Simón, que se cree importante, que tiene controlada la situación y que no ha arriesgado nada: ha recibido a Jesús, pero con el mínimo de cortesía, porque piensa que así logrará contentar a todos. Al recibir a Jesús, se muestra como un hombre abierto, capaz de afrontar las nuevas ideas; un hombre con 102
un cierto nivel intelectual y una cierta apertura de espíritu. Pero al no darle todos los honores debidos, siempre podrá decir que lo había invitado para averiguar lo que pensaba. Este salvarse con todos sin comprometerse es exactamente la imagen del comportamiento político que siempre nos amenaza: sí, hacemos algo, pero de modo que nadie pueda criticarnos, navegando así, con extremo equilibrio, entre dos partes, sin comprometernos. Es verdad que a veces puede ser necesario, y la necesidad de la vida lo exige; pero, ciertamente, la persona que vive así no vive; es decir, vive la situación de Simón, que prepara un banquete para Jesús y deja que la atmósfera sea tensa, circunspecta. Jesús se siente observado, por lo que, probablemente, no habla con mucho entusiasmo y con serenidad; los otros se sienten observados a su vez, y también ellos aventuran discursos meramente genéricos que no comprometen a ninguno. Y en este contexto entra una mujer que rompe todas las convenciones, creando un enorme malestar: todos se miran, están estupefactos, se hacen señas, preguntan, se echan para atrás... y cada uno culpa al otro de haberla invitado; nadie quiere admitir que la conoce. La mujer, mientras tanto, avanza impertérrita y, con un gesto de confesión pública, realiza con Jesús aquellos signos de afecto, de gratitud y de veneración que ninguno de ellos había sabido realizar. Esta es la situación. Ninguno de los que están allí arriesga nada; la mujer, en cambio, ha arriesgado mucho. ¿Qué hará Jesús? ¿De parte de quién se pondrá? Contemplamos una vez más la capacidad de Jesús de dar la vuelta a las posiciones: no recrimina inmediatamente; sabe bien que en esos momentos cruciales hay que actuar con una cierta prudencia y atención. Con una parábola oportuna contada a Simón y con una pregunta final, le hace reconocer al mismo Simón que la situación, en la realidad de Dios y en la realidad también de la sinceridad humana, es exactamente lo opuesto a lo que les parecía a todos. El cohibido, el extraño, el que no ha sabido actuar, es Simón; la persona que se ha comportado de manera digna de la situación, verdadera, real y humana, es la mujer: es ella la que ha entendido, es ella la que ha vivido esta realidad. Jesús conduce a la mujer al reconocimiento de la culpa, al camino de la purificación, no mediante recriminaciones amargas que ponen a la persona a la defensiva, sino suscitando en ella la valentía, la energía, la libertad de corazón. Todo esto la convierte en una imagen perfecta del hombre y la mujer que recorren la vía de la purificación y obtienen de Dios el perdón en un acto de amor y de transformación de su existencia. La palabra «amor» ocupa entonces el centro: «se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho».
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Los cuatro rostros de la conversión Conversión significa, simplemente, «viraje», cambio de rumbo, cambio de mentalidad y de horizontes. Desde el punto de vista de la fe, la conversión es un acontecimiento fundamental para la persona. Cristiano es quien que se convierte de los ídolos a Cristo Jesús, revelador del Padre, y vive su existencia de un modo nuevo: el modo nuevo de mirar la realidad que es típico de quien se reconoce pecador pero salvado, hijo de Dios amado y perdonado. Sería muy interesante reflexionar sobre el lugar que ocupa la conversión (en hebreo, tešubah) en la religión judía. Los sabios enseñaban que la tešubah es la segunda de las «siete cosas» que fueron «creadas antes de la creación del mundo» (b Pesaḥim 54a). Nosotros, no obstante, la analizaremos según el Nuevo Testamento, donde se presenta con tres características: –
la conversión cristiana es interior;
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la conversión cristiana es siempre actual, no se realiza una sola vez en la vida, sino que implica un camino largo, paciente, nunca concluido;
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la conversión cristiana es discreta, no es sensacionalista ni espectacular, porque se vive en el silencio y en la cotidianidad.
A menudo, en cambio, la gente se ve impulsada a percibir los aspectos más vistosos de la conversión. Aún hoy existen grupos que incitan al fanatismo de la conversión; por ejemplo, las sectas actúan poniendo el acento en los gestos externos llamativos, y el pueblo queda impresionado por este modo de actuar, que amenaza con introducirse también en la conversión cristiana exigiendo gestos o produciendo realidades de un camino elitista que solo unos pocos pueden, de hecho, seguir. Precisamente porque la conversión implica un camino, cada uno de nosotros experimenta –a partir de la primera decisión de retornar a Dios reconociendo que nos hemos alejado de él y de su palabra– diversos momentos o acontecimientos particulares de la vida que constituyen un paso ulterior hacia un conocimiento más profundo de Dios y de su misterio, una intuición nueva de nuestra condición de hijos pecadores, salvados, amados y perdonados. Si, además, examinamos más de cerca el acontecimiento de la conversión, caemos en la cuenta de que este tiene varios rostros, diversos aspectos que históricamente se presentan a veces separadamente. En este sentido, es posible hablar de conversión religiosa, de conversión moral, de conversión intelectual y de conversión mística. En esta perspectiva, quisiera recordar a cuatro personajes que todos conocemos, cuatro figuras de santos –Agustín, Ignacio de Loyola, Newman y Teresa de Jesús–, para
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percibir en cada uno de ellos uno de esos aspectos, teniendo en cuenta, obviamente, que en su caso este aspecto o rostro no es el único. Todo cristiano, en efecto, después de la primera conversión –la bautismal o la del redescubrimiento del bautismo–, debería llegar gradualmente también a las otras. Conversión religiosa Agustín nos muestra claramente el paso del desconocimiento del Dios de la Biblia al conocimiento del Dios de Jesucristo. Él estaba muy confuso en relación con la idea de Dios y pensaba incluso en una doble deidad: el principio del Bien y el del Mal. Por consiguiente, antes aún de una conversión moral y de una conversión mística, Agustín tuvo una conversión religiosa radical, gracias al contacto con Cicerón. Lo refiere en las Confesiones cuando habla de su lectura del Hortensio: «Este libro cambió mi visión de la vida. Y también cambió mis súplicas hacia ti, oh Señor, y me proveyó de una esperanza y unas aspiraciones nuevas. Todos mis vanos sueños perdieron de repente su encanto, y mi corazón comenzó a suspirar con febril ardor por la eterna sabiduría. Comencé a levantarme para volver a ti». El viraje, el cambio de dirección del camino, es el inicio de la conversión religiosa. «¡Cómo ardía, Dios mío, en deseos de tener alas que me remontaran hacia ti, lejos de las cosas terrenas, sin saber lo que estabas obrando en mí!» (III, 4,7-8). Aún no tenía claro el futuro, llevaba todavía una existencia desordenada; pero había intuido que, en todo caso, Dios lo es todo, está por encima de todo; que a Él le corresponde el primado. Si nos preguntamos dónde se expresa esto en las etapas de la predicación evangélica y de los evangelios escritos, respondemos que se encuentra, sin duda alguna, en el libro de Marcos, que proclama la «Buena noticia de Jesucristo, hijo de Dios» (1,1) y llama al ser humano a una elección irrevocable del Padre de Jesucristo, de este Dios de Jesús muerto en la cruz. El evangelio de Marcos representa el nivel de la conversión religiosa cristiana. Conversión moral Ignacio de Loyola nos permite ver un segundo rostro de la conversión. Creía en Dios, había sido educado en la fe cristiana, observaba una cierta práctica religiosa..., pero le gustaban las vanidades del mundo, y su vida era un tanto desordenada.
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Hallándose enfermo, con una grave herida en la pierna, se puso a leer una Vida de Cristo y algunas biografías de santos que le hicieron confrontarse consigo mismo. Reflexionando seriamente sobre su pasado, comprendió que, aún reconociendo ya el primado de Dios, para ser digno del amor de Jesús, muerto para salvarnos, tenía que cambiar su modo de comportarse. Desde aquel momento emprende un camino que le llevará a ser un verdadero hombre de Iglesia, profundamente obediente a la realidad y a la institución eclesiástica. La suya es una conversión moral, incluso en los aspectos sociales, porque desemboca en el servicio a la comunidad eclesial. A este aspecto de la conversión se refiere el evangelio de Mateo, dirigido en particular a aquellos fieles que, habiendo aceptado ya a Cristo como la plenitud de la ley y como el anunciado por los profetas, deben convertirse a la Iglesia como cuerpo de Cristo, deben acogerla en su disciplina, en sus reglas, en su estructura dogmática. Conversión intelectual La conversión intelectual es sutil y difícil de definir. La percibimos en la figura de Henry Newman. Newman creía profundamente en Dios y en Jesús, era moralmente muy recto, de gran austeridad y santidad de vida. Pero estaba intelectualmente muy confuso. No sabía cuál era la verdadera Iglesia instituida por Jesús. Y es interesante ver en su autobiografía el esfuerzo mental que tuvo que hacer. Por consiguiente, no un esfuerzo moral, ni siquiera religioso, sino precisamente el esfuerzo por entender, entre los diversos razonamientos, las diversas argumentaciones y las múltiples teologías y filosofías, cuál era la justa. En un cierto punto de su camino, reflexionando atentamente sobre las herejías del siglo IV, sobre cómo la Iglesia había superado el arrianismo y el donatismo, intuyó el principio de unidad y la centralidad de Roma. Al respecto, Newman habla de una «iluminación» que cambió su vida. Se trata de una conversación intelectual; concierne, en efecto, a la inteligencia, que, después de haber vagado por opiniones y puntos de vista confusos, diversos, contradictorios, encuentra finalmente un principio por el que llega a decidirse y a obrar, no bajo la influencia del ambiente o el parecer de los demás, sino por una iluminación clara y profunda. Quiero subrayar la idea de que la conversión intelectual forma parte del camino cristiano, aun cuando sean pocas las personas que llegan a ella, porque ciertamente es más cómodo y fácil contentarse con lo que se dice, con lo que se lee, con lo que piensa la mayoría, con la influencia del ambiente, incluso del buen ambiente. 106
Sin embargo, el cristiano maduro tiene la necesidad absoluta de adquirir convicciones personales, interiores, para ser un evangelizador serio en un mundo pluralista y caracterizado por vendavales de opiniones contrapuestas. Con otras palabras, la conversión intelectual es propia de quien ha aprendido a razonar con su cabeza, a entender la razonabilidad de la fe gracias a un camino, quizá duro, que le hace capaz de iluminar a los demás. La obra de Lucas –Evangelio y Hechos– representa aquel estadio del itinerario cristiano en el que una persona, después de la decisión religiosa de pertenecer totalmente al Dios de Jesucristo, después de vivir una existencia acorde con la moral, la disciplina y las enseñanzas de la Iglesia, quiere a toda costa entender el camino cristiano en el mundo, dentro del conjunto de filosofías y teologías diferentes entre sí, con una claridad que procede precisamente de haber aprendido a orientarse en medio de un contexto difícil. Lucas enseña a orientarse en el mundo pagano, a comparar las tradiciones religiosas paganas con las judías, a mantener la fidelidad al Dios de Israel, al Dios creador y a Jesús redentor, aun viviendo fuera del pueblo judío. La comunidad primitiva se encontraba ante graves problemas intelectuales y teológicos; por ejemplo: ¿hay que imponer las formas religiosas judías, incluidas las disciplinares, a los paganos, o es necesario realizar una nueva síntesis? El gran mérito de Lucas consiste en haber afrontado de manera directa y explícita el problema de la cultura religiosa, de la conversión intelectual; por consiguiente, también de la evangelización de las culturas. Debemos apreciar muy particularmente su obra hoy en día, porque vivimos en un universo culturalmente desordenado y confuso. También en tiempos de Lucas habían sufrido un serio revés las ideologías, y se asistía a una mezcla de filosofías antiguas y nuevas, de ritos que procedían de Oriente, de religiones mistéricas; la gente estaba perpleja e intranquila, necesitaba orientación, certezas, aprender a entender la unidad del plan divino. Quisiera, además, llamar la atención sobre la gran teología de Pablo, que es un desarrollo de las intuiciones de Lucas. El apóstol construye una teología que no se limita a rechazar los errores, sino que tiene en cuenta las concepciones positivas del rabinismo sobre la justicia de Dios y las reflexiones del gnosticismo sobre la unicidad del cosmos. Por eso es muy importante leer el Evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles según la profundización teológica de Pablo, en particular en las cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Gálatas, a los Efesios y a los Colosenses. Lucas logró realizar una síntesis entre la visión judía del mundo, partiendo de Abrahán y de las profecías, y una visión cósmica que podía ser también entendida por los paganos, partiendo de Dios creador y del primer ser humano; considerando, por tanto, toda la sucesión de la humanidad llamada a un único plan. 107
Dejemos, pues, que el mensaje lucano nos mueva a una conversión intelectual, con el deseo de utilizar nuestra inteligencia para evaluar los fenómenos y los acontecimientos que se verifican en torno a nosotros, para no ser marginados o sentirnos atemorizados por ellos. Conversión mística El evangelio de Juan esboza el cuarto rostro de la conversión cristiana, la mística, que está perfectamente ilustrada por Teresa de Jesús. Teresa creía en Dios, vivía una vida buena, pero ella misma escribe que el monasterio no la había ayudado a dar realmente un salto cualitativo. Después de veinte años de «mediocridad», entra, por gracia, en aquel estado de simplificación en el que contempla al Señor presente en ella, en cada miembro de su Cuerpo místico, en cada persona y en cada situación, y contempla toda la realidad en él. La conversión mística es, en efecto, aquella condición que nos permite captar inmediatamente la presencia de Dios en todas partes. Es el estadio contemplativo del cuarto evangelio, el más adecuado para quien tiene responsabilidades con respecto a los demás. El responsable en la Iglesia es la persona de síntesis, aquella que es capaz de ver siempre cómo el Espíritu actúa en la historia. Debe saber captar la unidad en los fragmentos, la unidad en las diversas actividades, y no puede hacerlo si no ha llegado a la conversión mística.
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5. El combate espiritual
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Los caminos del adversario La Escritura ve toda la historia del mundo como una gran lucha, como un auténtico combate espiritual, y esto lo corrobora el último libro de la Biblia, el Apocalipsis: «Se declaró la guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; el dragón luchaba asistido de sus ángeles; pero no vencía, y perdieron su puesto en el cielo. El dragón gigante, la serpiente primitiva, llamada Diablo y Satanás, que engañaba a todo el mundo, fue arrojado a la tierra con todos sus ángeles» (Ap 12,79). Podemos interpretar esta lucha como un conflicto de mentalidades: el centro lo ocupa Dios, o bien el ser humano. En el trasfondo se encuentra precisamente un adversario que acecha constantemente a la persona enmascarándole la verdad. El sustantivo «adversario» traduce el término hebreo satan; en general, le llamamos «inteligencia del mal», porque el mal no es resultado simplemente de ignorancia, de errores o de negligencia. Más bien, es oposición a Dios. Y los «caminos» del adversario son los medios que utiliza para llegar a nosotros: sus planes, sus intenciones. Todo esto no debe parecer una idea extraña y peregrina. Al meditar atentamente la Escritura, nos damos cuenta, efectivamente, de que se trata de un principio importantísimo de interpretación de la realidad. La multiplicidad de nombres que encontramos en la Biblia indica, por una parte, la dificultad de definir esa inteligencia del mal y, por otra, las múltiples formas en que actúa el adversario. Un primer nombre, a partir del capítulo 3 del Génesis, es la serpiente, que representa la astucia, la capacidad de engañar, de embaucar, de enredar con razonamientos especiosos. Un segundo nombre es el tentador, el que intenta arrojar al ser humano a la fosa, de la que ya no logra salir. También se le denomina el enemigo, el que desea el mal del hombre, a quien quiere deprimir, humillar y degradar. El homicida desde el principio es el nombre que Jesús le da al adversario para subrayar cómo este se alegra de la degradación humana. La historia registra ejemplos terribles de estas formas de crueldad humana, pero el hombre no sería capaz de ponerlas en práctica si no estuviera instigado por un plan misterioso. El acusador o el calumniador, aquel que pone siempre de relieve el mal, lo negativo, aquel que conduce a la depresión, a la autoacusación y a la autoagresión. Es 110
claramente lo opuesto al «Paráclito», que defiende, consuela, infunde valor, hace ver la meta, sugiere las posibilidades que posee el ser humano con ayuda de la gracia. Con esta denominación de «acusador» se alude a toda la realidad interior negativa que dice a la persona: no serás capaz, no llegarás, has equivocado el camino. El que divide, aquel que crea divisiones entre las personas y suscita malentendidos. Estos se producen a partir de una simple anfibología verbal y pueden llegar a provocar luchas de familias y de grupos. El mentiroso, el que dice mentiras de forma tan astuta que las hace creíbles. A veces oímos calumnias u observamos manifestaciones de la mentira humana de tal calibre que nos hacen pensar que detrás de ellas subyace una fuerza diabólica. En todas estas realidades no está necesariamente implicado Satanás, pero nos encontramos (y esta es la analogía bíblica) ante esa compleja esfera del mal del que es responsable. Los caminos del mal, por consiguiente, representan la multiplicidad de las actitudes que intentan despreciar al ser humano, deprimirlo, degradarlo, desalentarlo, traduciéndose después en teorías caracterizadas por el escepticismo, el nihilismo y la indiferencia, que llegan incluso a regocijarse con el mal ajeno. Los diversos nombres con que la Escritura denuncia la presencia del adversario se concretan en delitos, en suicidios, en diversas formas de graves vicios y de mutua eliminación y oposición entre las personas. Las intenciones del adversario Hay algunos pasajes en los Hechos de los Apóstoles que nos permiten comprender aún mejor la intención del adversario con respecto a Dios y con respecto al camino del ser humano hacia la verdad. – Veamos en primer lugar la reprimenda que Pedro le echa a Ananías: «Ananías, ¿por qué Satanás te ha llenado el corazón de tal manera que has mentido al Espíritu Santo quedándote con parte del precio del campo?» (Hch 5,3). Notemos las dos frases en paralelismo: «Satanás te ha llenado el corazón» y «has mentido al Espíritu Santo». Parece que Pedro quiere decir que la persona es incapaz de mentir al Espíritu Santo si no hay algo que le desvíe interiormente. En el texto griego encontramos una expresión densa de sentido: «¿Por qué te ha llenado Satanás el corazón?». Este mismo verbo se emplea para indicar la plenitud de la gracia: mientras que el don de Dios llena el corazón y lo hace desbordar de alegría, de entusiasmo, de creatividad, de ganas de darse, el adversario, en cambio, tiende a llenar el corazón de amargura, de miedo, de maquinación, de disgusto y de mentiras. 111
Así se descubre su intención: apoderarse del corazón antes que de las acciones. Jesús dijo que «del corazón salen los propósitos del mal» (Mc 7,22s), como también brotan de él el amor, la bondad y la entrega. Satanás pone la mira en el corazón, y ningún corazón humano está libre de sus ataques. Cada uno de nosotros experimenta ataques de amargura, de escepticismo, de disgusto... que se actualizan y se ponen al nivel y la medida de la realidad que vivimos. No existe un tiempo en nuestra vida en el que podamos sentirnos libres del peligro que supone el adversario; de ahí que la palabra evangélica insista en la vigilancia constante. Una segunda observación. La expresión de Pedro, «Satanás te ha llenado el corazón», recuerda muy claramente la descripción de la traición de Judas: «Durante la cena, cuando el diablo había puesto ya en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que le traicionara...» (Jn 13,2). Este pasaje se halla en estrecho paralelismo con el nuestro y parece decir: ¿cómo podría Judas haber traicionado a Jesús si no hubiera intervenido el adversario? En realidad, el pasaje de Juan es más complejo, y esta traducción se fundamenta en una tradición textual que no es de las más antiguas. En los códices más antiguos (Sinaítico, Vaticano y la misma Vulgata) encontramos la siguiente lectura: «cuando ya el diablo había puesto en su corazón» (en su propio corazón) «que Judas Iscariote le traicionara». Lo cual es muy interesante, porque nos revela otro aspecto del adversario y lo pone en contraposición con Jesús, el cual, por así decirlo, ya ha tomado firmemente el propósito de pasar al Padre y quiere amar a los suyos hasta el final. Satanás se ha propuesto algo diferente: Judas debe traicionar a Jesús. Ha visto que es el más débil, que está un tanto amargado y descontento, que se encuentra al borde de la ruptura definitiva, que ya ha dado pasos en esta línea..., y entonces se dedica a actuar en contra suya. El lavatorio de los pies se convierte así en la lucha entre Jesús y Satanás para salvar a Judas: Jesús realiza un gesto de humildad para llegar a conmover el alma de Judas, que está a punto de ser invadida por la tentación satánica de la traición. Jesús lucha por el ser humano: lucha por Judas, no solo por Pedro y los demás discípulos. Quiere hacer ver a Judas, con un gesto simbólico, que le ama incondicionalmente, que quiere morir por él, que le estima, que apuesta por él, que le está sometido como siervo. Trata de conquistar su corazón, de arrancárselo a la fuerza del adversario. En esta interpretación entendemos mejor el estilo dramático, de contraposición, de la experiencia cristiana según el Nuevo Testamento: la lucha entre Cristo y Satanás, la lucha entre la luz y las tinieblas por el corazón humano. – En segundo lugar, consideremos la reprimenda de Pablo, llamado aquí todavía Saulo, contra el mago Elimas, que trata de desviar al procónsul de la fe, realizando así una 112
acción típicamente diabólica. Se trata del camino del adversario contra el camino de Dios. «Saulo, llamado también Pablo» (en el momento en que asume su función profética contra el adversario comienza a ser llamado Pablo), «lleno de Espíritu Santo» (que colma su corazón de consolación y le ilumina con claridad los planes de Dios), «lo miró fijamente y le dijo: “¡Hombre lleno de todo fraude y de toda malicia, hijo del Diablo y enemigo de toda justicia! ¿Cuándo dejarás de retorcer los caminos rectos de Dios?”» (Hch 13,9-10). La fuerte invectiva de Pablo nos da el vocabulario del adversario y de sus intenciones. Es interesante, sobre todo, la expresión «retorcer los caminos rectos de Dios». El Señor tiene sus caminos, por los que quiere llegar al ser humano y que este llegue a Él. Pero hay alguien, hay unas fuerzas, unas realidades que después se convierten en situaciones, personas, grupos, culturas y mentalidades y que tratan de retorcer los caminos del Señor. Es preciso –como decía– comprender adecuadamente las analogías bíblicas y todo el tema del adversario en la Escritura. Nosotros tendemos con frecuencia a demonizar inmediatamente a las personas, las instituciones o los grupos. Se trata de un error de fondo que conduce prácticamente a caricaturizar el discurso sobre el demonio y a mofarse de este modo de interpretar las cosas. Si aprendiéramos a atenernos a la delicadeza, a la riqueza, a la multiplicidad analógica de la Escritura, comprenderíamos las actitudes y las situaciones, a veces personales, que traslucen malicia, envidia, deleite por el mal ajeno y que superan la media de la debilidad humana, mostrando así que el mal del mundo actúa con inteligencia implacable. – Otro pasaje de los Hechos, en el que no se nombra directamente a Satanás, pero sí se evoca su realidad, es el relato de Simón Mago. Pedro y Juan han ido a Samaría y, con la imposición de manos, han conferido el Espíritu Santo. Entonces, «viendo Simón que, al imponer los apóstoles las manos, se concedía el Espíritu, les ofreció dinero diciendo: “Dadme también a mí ese poder de conferir el Espíritu Santo a aquel a quien le imponga las manos”» (8,18-19). Nos hallamos ante una forma de actuación que afecta gravemente a la esencia del Evangelio y, precisamente por eso, es un signo de la presencia de una inteligencia del mal. Es interesante comparar el poder que Simón Mago desea tener y el poder que Satanás ofrece a Jesús: «Te daré todo este poder» (exousía) «y la gloria de estos reinos, porque a mí se me ha dado, y yo la doy a quien quiero» (Lc 4,6). Satanás reivindica para sí la «exousía», la conquista del poder sobre las cosas y las personas. Simón pide un poder absoluto que supera el poder de cada individuo: el poder de disponer del Espíritu 113
Santo. Se trata del mismo contexto de prevaricación. «Pedro le replicó: “¡Maldito seas tú con tu dinero, si crees que el don de Dios está en venta! En este asunto no tienes parte, porque Dios no aprueba tu actitud. Arrepiéntete de tu maldad y pide que se te perdone tu pretensión. Te veo convertido en hiel amarga y en fardo de iniquidad”» (Hch 8,20-23). La atmósfera se describe perfectamente: Simón escucha cómo se le descubre su estado interior de amargura, de encerramiento, de gusto morboso por el poder, que le bloquea y le encierra en su personalidad, y se produce como una lucha para arrancar a este hombre de la realidad del mal, que está a punto de conquistarle definitivamente. «Respondió Simón: “Rezad vosotros por mí al Señor, para que no me suceda nada de lo que habéis dicho”» (v. 24). Mientras que Judas se va con su bocado amargo, Simón tiene la fuerza de pedir que se rece por él, reconociendo que había entrado, tal vez más allá de sus intenciones inmediatas, en una situación que está a punto de arrollarlo. Quería tener éxito, prestigio, y, en cambio, ha comenzado a malograr directamente la obra de Dios. Concluyendo: el camino del Evangelio es una lucha de naturaleza contrastada. Contrastada en el corazón del ser humano y contrastada por todo aquello que, como desarrollo histórico y mundano de los caminos del adversario, llega a ser, según las palabras de Juan, el dominio del mundo, de la carne, de la concupiscencia. El crecimiento del Evangelio implica una lucha alterna en la que es preciso estar siempre alerta para vencer a un adversario más fuerte y más inteligente que nosotros; de ahí la necesidad de entregarse al poder y la fuerza del Espíritu. A menudo, nuestros programas, nuestros análisis, nuestros resultados... no tienen en cuenta la oposición que actúa en el corazón de todo ser humano, incluido el nuestro. Procedemos como si se tratara de difundir una doctrina, un conocimiento, un saber, dando prioridad sobre todo a la agudeza, la preparación, la multiplicidad de medios, la vastedad de su repercusión, pero sin prestar atención a la lucha cuerpo a cuerpo, que exige sufrir en carne propia las consecuencias. La Iglesia, en cambio, se siente plenamente a sí misma cuando lucha y sufre en carne propia; por eso, su sufrimiento es luminoso y resplandeciente. Dos ejemplos de la acción del adversario en el mundo – Hoy más que en otras épocas, la humanidad comprende que sin una cierta unidad no puede sobrevivir, y los mismos graves problemas del hambre, del subdesarrollo y de las guerras son otros tantos signos de una interdependencia económica, social, cultural y política que impulsa a la comunión entre los seres humanos y entre los pueblos y pone de relieve la obligación de la unidad.
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Otra señal de la tensión inherente a la historia la constituyen los jóvenes, que sienten profundamente la exigencia de superar toda barrera, de abatir las divisiones debidas a las diferencias de raza, lengua y cultura, y quieren sentirse a gusto en cualquier parte. Me atrevería a decir que la unidad histórica hacia la que se encamina imparablemente la humanidad, aun en medio de múltiples contiendas y vicisitudes, es la sombra, el reflejo de la Jerusalén celeste en este mundo. Una unidad que hay que construir en todos los campos como auténtica misión del ser humano, porque está relacionada con la realidad eterna de la Jerusalén celestial, que debe construirse con la fuerza de la caridad que unifica al mundo. Aquí se funden, aunque sin identificarse, la unidad como anhelo del género humano y la caridad como gemido del Espíritu: todo cuando se realiza en el ámbito civil y social en favor de la unidad es desvelado, purificado y sostenido, en sus dimensiones más profundas, en el ámbito de la caridad, que es la fuerza unitiva de la humanidad. Sin embargo, podemos constatar que la unidad, como anhelo del género humano, es una realidad conflictiva, continuamente atacada y amenazada; es una realidad inestable, frágil y sometida a pruebas dramáticas. No avanza tranquila y necesariamente, sino que corre el riesgo de la confusión total, y hay que esforzarse mucho para verla. Se requiere precisamente un espíritu sostenido por la fe para percibirla con claridad entre las divisiones humanas. Creo, por consiguiente, que las fuerzas adversas a la unidad tienen su explicación en la acción del maligno, de aquel que tiende a dividir. No es útil nombrar con tanta frecuencia al diablo, porque el equívoco puede ser tal que no permita entender realmente lo que se quiere decir; considero, no obstante, que la realidad dramática de la oposición a la unidad de la familia humana, así como sus manifestaciones –violencias, abusos, explotaciones, genocidios...–, deben entenderse, sin lugar a dudas, como un elemento espiritual de la historia. En caso contrario, no se podría en absoluto explicar cómo es posible que el mundo tienda a la unidad y, sin embargo, caiga siempre de nuevo en la división. Tenemos que ser conscientes de que conviven las dos realidades: necesidad de unidad y continuas traiciones a la misma. Entendiendo, en efecto, la inteligencia del mal, que trata de separar y dividir, podemos comprender mejor que vivimos en una conflictividad permanente, conscientes de que justamente en esta lucha se juega la fe. De ahí la necesidad de discernir las fuerzas de unión y de pacificación que contribuyen a la unidad de la historia en la sociedad, la cultura, la política, la iglesia y la religión. La cruz de Cristo, momento culminante de la lucha, es el lugar en el que se realiza la unidad del género humano en el momento de la máxima disgregación y oscuridad. La cruz es el punto más significativo del camino hacia la unidad y de la oposición dramática, donde la furia disgregadora y divisora se desencadena contra todo intento de unidad real 115
de los corazones y de las vidas. Esta es la ciudad humana; este es el sentido de la existencia afirmado por el cristianismo. Quien busque fuera del misterio de la cruz la purificación y la paz consigo mismo y con los demás, en el ámbito de una conflictividad inexorable, no llegará a entender verdaderamente la historia. – Un segundo ejemplo lo vemos en la incapacidad del ser humano para comunicarse. La persona está hecha para comunicarse y para amar, según el plan creador de Dios. Todos y cada uno de nosotros vivimos la inmensa nostalgia de poder comunicarnos profunda y auténticamente; nadie escapa a este deseo íntimo que atraviesa todas nuestras relaciones y se mantiene también allí donde todo lo demás parece depravado y corrompido. Incluso en los abismos de la más profunda desesperación y disgusto de uno mismo, aflora, como una estrella alpina sobre el abismo, el deseo de comunicarse realmente con alguien, de encontrar a una persona que, de algún modo, nos comprenda y nos acepte. Este estigma que llevamos siempre dentro es un reflejo de aquel que nos creó, a la vez que atestigua las deformaciones que le hemos impuesto a ese deseo, a ese sano derecho. El relato del descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles en el día de Pentecostés y su consiguiente capacidad para expresarse y hacerse entender en todas las lenguas (cf. Hch 2,1-47) es uno de los iconos más expresivos del don de la comunicación que generosamente nos dispensa Dios. El Espíritu suscita una extraordinaria capacidad comunicativa, reabre los canales de comunicación obstruidos en Babel y restituye la posibilidad de una relación fácil y auténtica en nombre de Jesucristo crucificado y resucitado. Suscita la Iglesia como signo e instrumento de la comunión de los seres humanos con Dios y de la unidad del género humano. Pero el don de la comunicación puede rechazarse; uno de los motivos que determinan este rechazo es, ciertamente, el de la falta de confianza en la gratuidad y sinceridad del acto comunicativo. Una vez más, en la raíz del rechazo se encuentra el adversario, el satán que había ya inculcado la sospecha en el jardín del Edén. En efecto, le había dicho a Eva: «¿Es cierto que Dios os ha mandado que no comáis el fruto de ningún árbol del jardín?» (cf. Gn 3,1). La frase del tentador, en su carácter paradójico (¿cómo es posible que Dios os haya prohibido comer todo fruto?), tiene una segunda intención: habrá también una razón de conveniencia personal por la que Dios os haya prohibido al menos uno de los frutos... ¡Tal vez su modo de actuar no es desinteresado! Es una sospecha, una tentación que se perpetúa en la historia e impregna todos los ámbitos: se truncan las amistades, se separan las familias, se rompen las relaciones, se violan los pactos sagrados entre las naciones, se producen divisiones, se falsea la comunicación social, se adulteran o se exageran las noticias... La comunicación equivocada, imperfecta, desorientadora... tiene en su base bloqueos y rupturas 116
comunicativas entre las personas y los grupos: la culpa no es de los medios de comunicación en cuanto tales. En consecuencia, es preciso, en primer lugar, volver a sanear los canales comunicativos interpersonales, grupales y sociales. El camino del saneamiento es el que nos señaló Jesús: reconocer en su rostro y en sus palabras la autocomunicación de Dios al ser humano. Todo el misterio de la creación y de la redención es un gran acto de comunicación divina que nos manifiesta a un solo Dios en tres personas, que pueden designarse también como Silencio fecundo del que nace la Palabra mediante la que se realiza el Encuentro. Si queremos aprender a comunicarnos, debemos contemplar la cruz y dejarnos iluminar por el Hijo crucificado, lo que implica un combate espiritual, una vida de fe seria y madura.
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La vida de Jesús como tentación y lucha Toda la vida de Jesús fue una lucha terrible, una toma de posición firme en el gran combate contra el adversario. Jesús tentado en el desierto Los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas describen en primer lugar el episodio de la tentación de Jesús en el desierto: «Entonces Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el Diablo. Guardó un ayuno de cuarenta días con sus noches, y al final sintió hambre. Se acercó el Tentador y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan”. Él contestó: “Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Luego el Diablo se lo llevó a la Ciudad Santa, lo colocó en el alero del templo y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, pues está escrito: Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti; te llevarán en sus palmas para que tu pie no tropiece en la piedra”. Jesús respondió: “También está escrito: No pondrás a prueba al Señor, tu Dios”. De nuevo se lo llevó el Diablo a una montaña altísima y le mostró todos los reinos del mundo en su esplendor, y le dijo: “Todo esto te lo daré si, postrado, me rindes homenaje”. Entonces Jesús le replicó: “¡Aléjate, Satanás! Que está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto”. Al punto lo dejó el Diablo, y unos ángeles vinieron a servirle» (Mt 4,111; cf. Lc 4,1-13). El pasaje sobre las tres tentaciones diabólicas que Jesús venció por nosotros, por todo hombre y mujer de la tierra, tiene un profundo significado; sobre él fijaron su mirada también los artistas, los literatos, los poetas. En Los hermanos Karamazov escribió Dostoievski: «Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reunieran todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijera: “Inventad tres preguntas que no solo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura”. ¿Crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso y sagaz espíritu del desierto? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la humanidad está predicha y condensada en ellas». En efecto, constituyen un símbolo de todas las tentaciones humanas, de las crisis y los sufrimientos de la humanidad. 118
Jesús se dirige al desierto para dejarse tentar por Satanás y da comienzo a un período de cuarenta días de ayuno. Cuarenta días evocan la marcha heroica, al límite de las fuerzas, extenuante, del pueblo de Israel que camina por el desierto. El desierto es el lugar de la soledad, del extravío, del hambre, y es también el lugar del silencio y de la oración. Jesús se refugia en la soledad y vive el ayuno, la penitencia, la austeridad, el esfuerzo, la oración, el silencio. Pero el desierto es, además, un lugar en el que se toman decisiones, porque el ser humano se ve frente a las preguntas existencialmente más dramáticas. Jesús está a punto de comenzar su vida pública y, con ocasión de este largo retiro en silencio y en soledad, quiere decidir su programa: no pensará en sí mismo, no se preocupará de su propio cuerpo, no se aprovechará de su poder milagroso, sino que será el Mesías humilde, obediente, oyente de la Palabra de Dios. Así pues, responde al tentador de tres modos: – apoyándose en la palabra de Dios: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3); – rechazando la vía fácil de los milagros espectaculares y entrando en la vida oculta y sencilla del deber diario: «No pondrás a prueba al Señor, tu Dios» (Dt 6,13). – rechazando todo poder terrenal, todo éxito mundano, toda riqueza, para proclamar el primado absoluto de Dios, que es la raíz de todo lo que es justo y recto: «Al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto» (Dt 6,13). La negación de tal primado es la raíz putrefacta de una cultura incapaz de defender los valores más esenciales de la honestidad y de promover la vida allí donde esta se ve más amenazada. Jesús venció por nosotros eligiendo el camino justo contra las adulaciones y abandonando el camino equivocado. Él vive en propia carne las tentaciones, pero para eliminar las posibles seguridades procedentes de las prerrogativas y de los privilegios que podían atribuírsele como «Rey mesiánico», de todos los intereses que la fama de taumaturgo podía procurarle. El texto de Lucas termina con las siguientes palabras: «Concluida la prueba, Diablo se alejó de él hasta otra ocasión» (Lc 4,13). Jesús es tentado al comienzo de vida pública como profecía de cuanto sucederá al final, en la última gran tentación en cruz. Su vida se desarrolla entre dos tentaciones, pero toda ella está colocada bajo signo de la prueba.
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Es también muy interesante el brevísimo pasaje del evangelista Marcos en relación con las tentaciones de Jesús en el desierto, un tanto diferente de los relatos de Mateo y de Lucas: «Inmediatamente, el Espíritu lo impulsó al desierto, donde pasó cuarenta días sometido a pruebas por Satanás. Vivía con las fieras, y los ángeles le servían» (Mc 1,1213). Dos versículos escuetos, misteriosos, pero llenos de símbolos y de alusiones. 119
El personaje principal es Jesús, situado en el centro de la narración; el segundo es el Espíritu que le impulsa al desierto (no solo lo conduce); el tercero es Satanás; el cuarto son las fieras; y el quinto, los ángeles. Así pues, en pocas líneas se nos describen el cielo, la tierra y el inframundo, y es extraño que en los textos evangélicos haya semejante riqueza de personajes terrestres, infraterrestres, humanos y animales. A los cinco personajes hay que añadir a quien escucha estas palabras, a quien las vive, y por eso también nosotros somos personajes del relato. Hemos analizado ya el tiempo de los cuarenta días y el lugar donde tiene lugar el acontecimiento: el desierto. Sin embargo, encontramos una expresión bastante significativa: inmediatamente. Marcos emplea a menudo este adverbio: «Inmediatamente, al salir del agua, Jesús vio abrirse los cielos» (1,10); Simón y Andrés son llamados por Jesús e «inmediatamente dejaron las redes y le siguieron» (1,18); Jesús vio a Santiago y Juan e «inmediatamente los llamó» (1,20); «inmediatamente fue a la sinagoga» (1,21); «inmediatamente salieron de la sinagoga y se fueron a la casa de Simón» (1,29). ¿Qué significa «inmediatamente»? Ciertamente, expresa una modalidad temporal: de forma inmediata, sin perder tiempo, sin demora, repentinamente, apresuradamente. Y al repetirse tanto se quiere subrayar también el modo de la acción: una sucesión de rápidas acciones realizadas por alguien que actúa con decisión, con energía, con fuerza; no acciones indolentes, arrastradas, forzadas. Este modo de actuar es característico de las acciones realizadas bajo el impulso del Espíritu Santo, y es esto lo que el evangelista quiere expresar. De hecho, dice que el Espíritu lo impulsó. En el original griego hallamos una palabra más fuerte: «El Espíritu lo arrojó fuera, al desierto». Para quien está familiarizado con la Escritura, como lo estaba Marcos, «arrojar fuera» recuerda la expulsión de Adán del jardín, arrojado al erial. Por consiguiente, Jesús recorre con la fuerza del Espíritu el arduo camino de la humanidad para redimirla, para solidarizarse con el ser humano expulsado del Edén, como si quisiera decirle: yo estoy contigo, en el lugar de la tentación, de la prueba, en el lugar del silencio, donde se saborea y se encuentra a Dios. «Vivía con las fieras». Es otra frase enigmática. En el contexto de la Biblia significa una convivencia armónica con las fuerzas brutas de la naturaleza y con los llamados «animales salvajes», es decir, la reconquista de aquella armonía del ser humano con la naturaleza que se había perdido con el pecado. Célebre al respecto es un pasaje de Isaías: «Entonces el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un chiquillo los pastorea; la vaca pastará con el 120
oso, sus crías se tumbarán juntas, el león comerá paja como el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente» (cf. Is 11,6-8). Al superar la prueba de las tentaciones, Jesús reconquista la armonía, la concordia con todo aquello que, externa e internamente, es destructivo para el ser humano e infunde temor. «Los ángeles le servían». Ya habíamos encontrado esta afirmación en el relato paralelo de Mateo (4,11). Expresa la plenitud de comunicación entre cielo y tierra, en cuyo centro está Jesús. El autor de la Carta a los Hebreos escribe: «Cuando Dios introduce en el mundo al primogénito, dice: “Que todos los ángeles de Dios lo adoren”» (1,6). Jesús es servido en el desierto por los ángeles como el Hijo, el primogénito. El que se ha humillado bajo la tentación es reconocido Hijo de Dios, entra en armonía con el cosmos, y por eso le sirven los ángeles. Jesús es aquí el símbolo de todo ser humano que, habiendo sido acrisolado por la prueba, es reconocido hijo y vuelve a conseguir el dominio de sí mismo, de las fuerzas oscuras de la naturaleza y de las no menos oscuras fuerzas de la propia psique, de las fuerzas destructivas que se agitan en él, y convive en armonía con ellas, en familiaridad con Dios, con las demás personas y con los ángeles. Las tentaciones de Jesús en la cruz La última gran prueba de Jesús nos ayudará a comprender mejor aún la primera. Jesús está en la cruz: «El pueblo estaba mirando, y los jefes se burlaban de él diciendo: “Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo, si es el Mesías, el predilecto de Dios”. También los soldados se burlaban de él. Se acercaban a ofrecerle vinagre y le decían: “Si eres el rey de los judíos, sálvate”. Encima de él había una inscripción que decía: “Éste es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:” ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros”» (Lucas 23,35-39). Notemos cómo reaparece el número tres: tres tentaciones en el desierto al comienzo –repito– de la vida pública de Jesús; y tres provocaciones, que representan la voz de Satanás, dirigidas cuando está a punto de morir: – «El pueblo estaba mirando, y los jefes se burlaban de él diciendo: “Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo, si es el Mesías, el predilecto de Dios”» (v. 35). – «Si eres el rey de los judíos», gritan los soldados, «sálvate» (v. 37). – Y el malhechor: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros» (v. 39).
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Es fácil intuir la agudeza, el carácter dramático de estas provocaciones. En el desierto, el diablo había intentado hacerle desistir de su programa de Hijo que obedece plenamente al Padre; ahora es tentado en su misma misión, en el programa que había elegido, es invitado a aprovecharse de su poder para no morir: ¡Ánimo! ¡Aprovéchate de tu poder! Muestra que lo posees de verdad si quieres que te creamos, si quieres que creamos en tu Evangelio, ¡sálvate! Jesús es tentado en lo que para él es fundamental, es tentado en su obra, que consiste en dar la fe. Si acepta bajar de la cruz, la gente se asombrará del milagro y creerá en Dios. Es terrible la sospecha que Satanás pretende introyectar en Jesús. Pero si baja de la cruz, ¿cómo podrá mostrar la imagen de un Dios que elige la muerte por amor al ser humano? Ciertamente, dará la imagen de un Dios poderoso, un Dios del éxito, un Dios del que uno puede servirse para nutrir las propias ambiciones; sin embargo, ya no revelará la imagen –inédita en toda la historia de las religiones y que el ser humano nunca llegaría a idear por sí solo– del Dios que sirve, que ama al ser humano hasta despojarse de todo por su amor y aceptar su propia aniquilación. Pero Jesús, lógicamente, no desciende de la cruz. Y así vence; más aún, vence desde el primer momento de las tentaciones en el desierto, cuando cita los pasajes de la Escritura que enuncian el primado absoluto de Dios y de su Palabra.
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Tiempo de lucha en el Espíritu Jesús vivió y superó las tentaciones para enseñarnos que la vida cristiana es, en sí misma, una lucha seria y peligrosa, y su resultado es incierto. Por eso, la Iglesia, durante el tiempo litúrgico llamado Cuaresma, quiere que se recupere el sentido de la vida como defensa de las tentaciones, invitándonos a la vigilancia. En el Nuevo Testamento retorna frecuentemente la exhortación: «¡Vigilad!». En concreto, la vigilancia significa sobriedad, abstinencia, capacidad de renunciar a aquellas cosas que nos hacen obtusos y sordos a la palabra de Dios, poniéndonos a merced de las tentaciones. El período de la Cuaresma, en efecto, tiende totalmente al misterio central de la Pascua, misterio al que hemos sido asociados con el bautismo y en el que podemos penetrar cada vez más profundamente mediante la conversión cotidiana. Las obras sugeridas por la Iglesia para el camino de la Cuaresma, las obras que expresan la vigilancia, el estar en guardia frente al enemigo, son la oración, la escucha prolongada de la Palabra, sobre todo en la liturgia, el silencio y el recogimiento, el ayuno y la ascesis. Al oír la palabra ayuno, nosotros sentimos una cierta incomodidad que quizá tenga su fundamento en un texto del profeta Isaías: «No ayunéis como ahora, / haciendo oír en el cielo vuestras voces. / ¿Es ese el ayuno que el Señor desea, / el día en que el hombre se mortifica? / Mover la cabeza como un junco, / acostarse sobre estera y ceniza: / ¿a eso lo llamáis ayuno, / día agradable al Señor? / El ayuno que yo quiero es este: / abrir las prisiones injustas, / hacer saltar los cerrojos de los cepos, / dejar libres a los oprimidos, / romper todos los cepos; / compartir tu pan con el hambriento, / hospedar a los pobres sin techo, / vestir al que ves desnudo / y no despreocuparte de tu hermano» (58,4b-7). El profeta advierte que el ayuno que el Señor quiere es el ayuno de la caridad. Sin duda alguna, el objetivo del ayuno es el amor, la caridad hacia todos los hermanos, porque la caridad es la plenitud de la vida cristiana, y su ejercicio es un modo formidable de prepararse para la Pascua. Sin embargo, el ayuno corporal, físico, tiene una importancia real, aunque subordinada. Hace poco más de mil seiscientos años, escribía san Ambrosio: «Llegará para nosotros el día de la fiesta, y ya se acerca [probablemente estaba comenzando la Cuaresma)... Nuestra victoria es la cruz de Cristo, nuestro triunfo es la Pascua del Señor Jesús. Pero Cristo primero combatió para vencer, no porque tuviera necesidad de combatir, sino para enseñarnos el modo de hacerlo. Nuestro combate es el ayuno. 123
También ayunó el Salvador... y dio precedencia al ayuno para cortar los lazos del tentador». Y continúa después exaltando el significado ascético cristiano del ayuno: «¡Qué grande es la fuerza del ayuno! Es una lucha tan extraordinaria que el mismo Cristo quiso ayunar; grande es su eficacia para elevar a los seres humanos hasta el cielo... ¿Qué es, en efecto, el ayuno sino la esencia y el retrato de la vida celestial? El ayuno es consuelo del alma, comida espiritual, vida de los ángeles, muerte del pecado, aniquilación de los delitos, medio de salvación, raíz de la gracia, fundamento de la castidad» (del tratado Elías y el ayuno, nn. 1, 2 y 4). Ante esta exhortación, nos preguntamos: ¿qué significado tiene exactamente para nosotros y en qué consiste el ayuno cuaresmal que estamos llamados a vivir más intensamente, aunque la Iglesia haya reducido en nuestro tiempo las rigurosas exigencias del pasado? Ya comprendemos su significado caritativo y social: tenemos que ayunar, ante todo, por los hermanos que tienen hambre, para que, privándonos de algo nosotros mismos, podamos contribuir a paliar las numerosas y graves necesidades de naciones y de pueblos que viven en la pobreza. El motivo caritativo suscita las grandes colectas cuaresmales de la caridad por las misiones, por el hambre, por los pobres... El aspecto social del ayuno tiene además un sentido de dignidad y de medida: en un mundo marcado por la miseria, no es justo exagerar con la comida y con las comodidades. No obstante, debemos recuperar la utilidad del ayuno para nosotros, la utilidad propiamente ascética para el ejercicio de nuestra santificación. ¿Cómo es posible, en una sociedad como la nuestra, hablar todavía de prácticas penitenciales como el ayuno? Para responder a esta pregunta debemos tener en cuenta que el ayuno físico tiene una vasta aplicación y que, con un poco de buena voluntad, podemos hacerle un lugar en nuestra experiencia cotidiana. El ayuno de la comida o de la lengua puede concernir, evidentemente, a las comidas, renunciando de vez en cuando a una de ellas o reduciéndolas al mínimo. Bien pensado, concierne también a muchas cosas superfluas a las que estamos demasiado habituados: pasar mucho tiempo en el bar sin un motivo real, por ejemplo; fumar, comer helados; los frecuentes cafés durante la jornada... Si en este campo hacemos alguna renuncia, no nos hará mal y recordaremos que estamos viviendo un camino con Jesús hacia la cruz y hacia la Pascua. El ayuno de los ojos o de las imágenes es otra forma de ayuno muy importante para nuestro bienestar espiritual. Deberíamos saber reaccionar durante la Cuaresma frente a una cierta epidemia de esa enfermedad llamada «videodependencia». Se trata de la obsesión por verlo todo, la 124
televisión encendida durante horas y horas en todas las casas, sin respeto alguno por el silencio y la tranquilidad, sin prestar atención a los jóvenes y a los niños... A veces me ha ocurrido, al visitar a algún enfermo o con ocasión de una visita pastoral, que al entrar en las casas me he encontrado con la televisión encendida sin que nadie se diera cuenta: parece tan obvio tenerla encendida que a nadie se le ocurre apagarla cuando llega un invitado. Todos estamos convencidos de que el uso indiscriminado de la televisión, especialmente por los jóvenes y los niños, es absolutamente desmesurado, es una forma de indigestión, de deseducación, frente a la que debemos reaccionar aprendiendo a elegir y a discernir. Si comenzáramos a hacerlo, huyendo de la tentación de pensar que es demasiado extraño o demasiado pueril, nos daríamos cuenta de la incidencia que tiene en nuestra vida, en la oración, en los nervios, en la disciplina de los sentidos, de la fantasía y de la imaginación; una incidencia que es mucho mayor de lo que creemos. Se trata de pequeñas cosas, pero de las que dependen las grandes, de las que depende la capacidad de las familias para saber educar a los hijos, que no consiste simplemente en permitirles todo indiscriminadamente. El ayuno, por tanto, puede aplicarse a muchos elementos de nuestra vida cotidiana y podemos vivirlo con sencillez todos y cada uno de nosotros. Si añadiéramos, además, momentos de recogimiento, de soledad, de oración más intensa, veríamos que todas estas cosas se conectan y crean progresivamente aquella disciplina del espíritu que es el ambiente, el contexto necesario para una vida realmente espiritual. Entonces, la caridad, el amor al prójimo, se vivirá a partir de un cierto rigor del espíritu que dará más verdad a nuestros gestos de amor; los hará más duraderos, más sinceros, más fuertes, más capaces de superar las dificultades y los momentos de aburrimiento o de cansancio, porque nacerán de una disciplina interior cultivada con asiduidad y con valentía. Una disciplina que forja al hombre interior y le prepara para la lucha de la vida, para hacer de la vida un acto real de servicio y de disponibilidad que llega, en la Iglesia, hasta la persecución y el martirio.
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La conflictividad permanente de la vida cristiana – A propósito de la lucha espiritual encontramos una parábola evangélica que trata de la competencia implacable entre la buena semilla y la cizaña: «En aquel tiempo, Jesús despidió a la muchedumbre y entró en casa; sus discípulos se le acercaron para decirle: “Explícanos la parábola de la cizaña en el campo”» (Mt 13,36). Se trata de una parábola que había suscitado perplejidad en los discípulos, que aún esperaban a un Jesús triunfador y restaurador político, porque decía así: «El reinado de Dios es como un hombre que sembró semilla buena en su campo. Pero, mientras la gente dormía, vino su enemigo y sembró cizaña en medio del trigo, y se marchó. Cuando el tallo brotó y empezó a granar, se descubrió la cizaña. Fueron entonces los siervos y le dijeron al amo: “Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿De dónde le viene la cizaña?”. Les contestó: “Un enemigo lo ha hecho”. Le dijeron los siervos: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?”. Les contestó: “No; que al arrancarla vais a arrancar con ella también el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña, atadla en gavillas y echadla al fuego; luego recoged el trigo y guardadlo en mi granero”» (Mt 13,24-30). Y a petición de los suyos, la explica seguidamente: «El que sembró la semilla buena es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los súbditos del Maligno; el enemigo que la siembra es el Diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles. Como se recoge la cizaña y se echa al fuego, así sucederá al fin del mundo: El Hijo del hombre enviará a sus ángeles para que recojan de su reino todos los escándalos y los malhechores, y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces, en el reino de su Padre, los justos brillarán como el sol. Quien tenga oídos, que escuche» (Mt 13,37-43). Tanto la buena semilla como la cizaña tienden a vivir, y la segunda intenta ahogar a la primera. La existencia cristiana no debe entenderse como un sencillo camino educativo que avanza de una luz a otra luz cada vez más grande; es una existencia conflictiva; es una lucha incesante entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal; una lucha dura y difícil que pone a prueba nuestra fe, esperanza y caridad. Al mismo tiempo, la parábola nos enseña que no nos corresponde a nosotros juzgar, sino aceptar esa situación pacientemente, resistiendo, aguantando. No es pequeña la lucha que exige el resistir al mal. Agustín de Hipona comentó a menudo esta parábola para defenderse de la acusación de ciertos radicales que tachaban de tibia e indolente a su comunidad. En 126
aquella época, terminadas las persecuciones, no solo era tolerada la religión cristiana, sino que incluso estaba protegida, y por eso a la gente le interesaba bautizarse. Comenzaban, pues, las dificultades de una Iglesia de masas, que recoge a todos: los maduros en la fe, los débiles, los desprovistos, los entusiastas y los radicales, los tibios y los lentos. Desde el principio, no obstante, Jesús nos advierte que también esta es la comunidad cristiana. Es verdad que en otros pasajes del evangelio de Mateo se nos dirá que a males extremos hay que responder con medios extremos; cuando, por ejemplo, el hermano no hace caso ni en privado, ni ante dos testigos, ni ante la asamblea, hay que alejarlo (cf. Mt 18,15-17). En todo caso, es también igualmente cierto que la Iglesia llega a la excomunión solamente por motivos gravísimos, en casos absolutamente extraordinarios. De lo contrario, soporta; y soportar es duro. Una tercera enseñanza de la parábola es que debemos percibir el drama de la lucha entre Dios y Satanás que se está librando en la historia. Un combate que no excluye los golpes más duros y hace que Cristo muera en la cruz. No hay tregua, no hay armisticio entre la luz y las tinieblas: se enfrentan constantemente, de la mañana a la noche, y de la noche a la mañana. Cuanto te levantas, la lucha ya está junto a tu lecho, y no te abandona ni siquiera de noche; se desarrolla, ante todo, dentro de nosotros, que somos el primer campo donde se siembra la buena semilla y la cizaña, y a ella tenemos que prepararnos cada día con un corazón renovado. No hay tentación ni prueba que se le ahorre a quien vive el Evangelio. – El término «prueba» posee un riquísimo vocabulario en la versión griega del Nuevo Testamento, un hecho que ya es significativo. Peirasmós, que quiere decir «tentación», se traduce frecuentemente por «prueba»: «Habéis perseverado conmigo en mis pruebas», dice Jesús a los apóstoles en Lc 22,28. El término subraya por sí mismo que somos tentados interna y externamente por nuestra sensualidad, nuestra codicia y nuestros deseos de venganza, por circunstancias externas o por el Maligno, que intenta confundirnos y arrollarnos. Otro vocablo bastante frecuente es thlîpsis, es decir, «tribulación», «opresión», y que remite al hecho de estar aplastado entre dos cargas hasta la asfixia. También hallamos en el Nuevo Testamento el término diōgmós, «persecución», con referencia a una potencia externa que persigue, acosa y da caza. Finalmente, la palabra asthéneia, que remite a todas las formas gravosas de debilidad que hacen difícil proseguir el camino. Debilidades morales como, por ejemplo, el pecado: «Cuando éramos aún débiles», asthenôn en griego, «Cristo murió por los impíos en el tiempo fijado» (Rm 5,6). 127
Debilidades físicas como las enfermedades, a veces durísimas. Todas las debilidades psíquicas, manifiestas o no, que nos oprimen; grandes o pequeñas heridas interiores que nos perturban, impidiéndonos vivir tranquilamente, que interfieren en las relaciones personales, echándolas a perder. Todas las formas de debilidad social, es decir, el hecho de no tener poder y verse obligado a depender de quien sí lo tiene. Quisiera recordar, concluyendo esta reflexión sobre la parábola de la buena semilla y la cizaña, un detalle interesante: la palabra peirasmós aparece vinculada muchas veces con hypomoné, es decir, paciencia, perseverancia. A menudo, en la prueba no se puede hacer otra cosa sino resistir, mantenerse (ménein) bajo (hypo) ella, y eso ya constituye una victoria. – Podríamos pensar en las muchas pruebas vividas por Jesús, además de las tentaciones propias del Diablo. *
Pruebas personales. Los fariseos le pidieron una señal del cielo, y Jesús «suspiró profundamente y dijo: “¿Para qué pide una señal esta generación?”» (Mc 8,12). Cuando le presentan a un epiléptico endemoniado a quien no han podido curar los discípulos, exclama: «¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?» (Mc 9,19). Resulta extraño oírle decir: «estoy harto de vosotros». El pasaje más sobrecogedor se encuentra en Mc 14,33-34, cuando Jesús se encamina hacia el monte de los Olivos, llega a un lugar llamado Getsemaní, toma consigo a Pedro, Santiago y Juan y, después, «comenzó a sentir miedo y angustia. Les dijo: “Siento una tristeza mortal; quedaos aquí velando”». Jesús ha entrado en el momento en que querría abandonarlo todo y nos pide a nosotros, a través de la petición hecha a Pedro, Santiago y Juan, que no le dejemos solo, sino que, de algún modo, compartamos su prueba.
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Pruebas políticas y sociales. Jesús tuvo en su contra a todas las autoridades. Ninguna lo entendió realmente; los jefes políticos y religiosos se sintieron al menos molestos con él ya desde el principio. Él no tiene nada en contra de la autoridad, no utiliza su popularidad para poner a la gente en contra de ella, no desobedece las leyes. La malevolencia con respecto a él y que conducirá a los jefes a la decisión de crucificarle es inexplicable y debe verse a la luz del plan divino de salvación. En todo caso, Jesús no se deja intimidar por las autoridades; por ejemplo, cuando, al terminar su difícil discurso en la sinagoga de Nazaret, es expulsado fuera de la ciudad y es llevado a un monte para arrojarle al precipicio, «él, abriéndose paso entre ellos, se marchó» (Lc 4,30).
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Pruebas familiares. Los hermanos y los parientes de Jesús no le entienden y no le dan apoyo ni consuelo. Cuando oyen decir que, a causa de la gran 128
muchedumbre que le rodeaba, no tenía ni siquiera tiempo para comer, acuden a llevárselo pensando que estaba loco (cf. Mc 3,20-21). Pero una prueba aún más dura para Jesús la constituye la incomprensión de sus discípulos, de aquellos a quienes había elegido para que estuvieran con él. Mc 14,18s nos describe perfectamente el fracaso de la amistad experimentado por Jesús. Primero, el traidor, Judas; y, después, la huída de los demás apóstoles y la negación de Pedro. Los amigos más queridos, más amados, le dejaron solo, no hicieron nada para aliviarle en la prueba. Así pues, Jesús vivió dos profundos dolores: el fracaso en la predicación y el fracaso de la amistad. Los suyos, los apóstoles, los discípulos, no habían asimilado con el corazón el mensaje de Cristo, y era necesario que diera la vida por ellos. Este es el centro del Evangelio: el Hijo de Dios tenía que dar la vida para que los seres humanos pudieran entender el amor del Padre.
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Cómo afrontar el combate espiritual Para afrontar y vivir en la vida diaria el combate espiritual propio de la fe adulta hay que acoger hasta el fondo el discurso de Jesús sobre el reino de Dios, y acogerlo como lógica divina, no simplemente como un puro hecho. Escribe san Pablo a la comunidad de Corinto: «La palabra de cruz es, en efecto, necedad para quienes se pierden, pero para quienes se salvan, o sea para nosotros, es fuerza de Dios» (1 Cor 1,18). Es una palabra capaz de dividir a la gente, de hacer efectivamente que ciertas personas se encojan de hombros y la rechacen, mientras que otras llegan a asimilar el mensaje evangélico. Nos dejamos ayudar por la figura de Pedro, que no acepta el mensaje de la cruz. Pedro es aquel que al principio se encoge de hombros y que solo después de la muerte de Jesús le comprenderá, convirtiéndose en apóstol, mártir, roca de la Iglesia. La dificultad vivida por Pedro es símbolo de todas nuestras dificultades con relación al combate, a la lucha espiritual. Una dificultad probada también por Pablo: cuando comenzó a predicar, se limitó a hablar de Jesús como un hombre extraordinario, que hacía el bien, que curaba, pero pasaba por alto el discurso de la cruz. En efecto, en Atenas, lugar de cultura refinada, se expresa de modo sabio, filosófico, sin mencionar nunca las dificultades de la vida cristiana, el compromiso de entrar en el misterio de la cruz. Su discurso, sin embargo, constituye un rotundo fracaso; deja Atenas, se va a Corinto, con el corazón afligido y decepcionado, e intuye finalmente que se ha equivocado al marginar el centro del Evangelio. Así, su Primera Carta a los Corintios es un himno extraordinario a la sabiduría de la cruz. Siguiendo con la figura de Pedro, leemos en Marcos: «Jesús emprendió el viaje con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. Por el camino preguntó a los discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Le respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que uno de los profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Respondió Pedro: “Tú eres el Mesías”. Entonces les ordenó que a nadie hablaran de esto. Y empezó a explicarles que el Hijo del hombre tenía que padecer mucho, ser rechazado por los senadores, los sumos sacerdotes y los letrados, sufrir la muerte y después de tres días resucitar. Les hablaba con franqueza. Pero Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderlo. Mas él se volvió y, viendo a los discípulos, reprendió a Pedro: “¡Aléjate de mi vista, Satanás! Tus pensamientos son los de los hombres, no los de Dios”» (8,27-33). El episodio se divide claramente en dos partes: la primera está formada por las preguntas que hace Jesús a los discípulos; la segunda la constituye el discurso de Jesús sobre la cruz y la negativa reacción de Pedro. 130
– El contexto geográfico del pasaje de Marcos se nos ofrece enseguida: Jesús parte con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. Se trata de una zona que no se nombra en los otros evangelios y que estaba habitada, al parecer, por paganos. Jesús no es conocido en aquellos lugares, y nadie le reconoce. Por eso puede tranquilamente ocuparse de sus discípulos, dedicándose a su formación. – La pregunta. Jesús les forma no solo con enseñanzas, sino también con ejercicios prácticos, haciendo emerger de cada uno de los apóstoles algo importante. Aquí hace una pregunta decisiva: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (v. 27). – La respuesta evoca algunas figuras de hombres de Dios, personas que hablan en nombre del Señor, como Juan el Bautista, Elías y otros profetas. La gente interpreta correctamente a Jesús de acuerdo con una categoría religiosa y profética: es un hombre que está entre nosotros en nombre de Dios. – La réplica. No obstante, Jesús insiste: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29). Es decir, ¿hasta dónde llega el conocimiento que tenéis de mí? Podríamos pensar que a la nueva pregunta le seguiría un silencio un tanto cohibido y medroso por parte de los apóstoles. Pero en un determinado momento se produce el rayo de luz de Pedro: «Tú eres el Mesías». Los otros son profetas parciales, mediadores para los tiempos contingentes de la historia, pero tú eres el mediador absoluto, tú eres la clave de la historia, el que sintetiza en sí toda la historia precedente y explica la futura. La respuesta de Pedro es elevadísima, es un gran acto de fe. Pero Jesús no está satisfecho. No niega la afirmación, pero quiere que no se hable de él antes de haber clarificado debidamente qué hay que entender cuando se dice «el Mesías». Viene a la mente el discurso del Monte: «No todo el que me diga “¡Señor, Señor!” entrará en el reino de Dios, sino el que haga la voluntad de mi Padre del cielo» (Mt 7,21). El que me proclama Mesías no puede pensar que está salvado si no comprende el significado de esta palabra. – «Y empezó a explicarles que el Hijo del hombre tenía que padecer mucho»(v. 31). Entramos en la segunda parte del pasaje, y Jesús da comienzo a una enseñanza nueva, nunca hecha con anterioridad y que continuará posteriormente. En el corazón de los apóstoles se crea el desconcierto, porque «Hijo del hombre» es un título tomado de un famoso pasaje del profeta Daniel donde el Hijo del hombre aparece entre las nubes del cielo como final glorioso del camino del pueblo de Dios, como la resolución de todas las tragedias históricas en una glorificación de la obra divina (cf. Dn 7,13-14).
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En cambio, según Jesús, este Hijo del hombre «tenía que padecer mucho». La expresión es dura, aun cuando sea imprecisa, y evoca el dolor; ante todo, al Mesías no le aguarda un destino de éxito, de capacidad de invertir la realidad a su favor. A continuación se especifica el sufrimiento: sufrirá en el sentido de que será rechazado. Ser rechazado es algo horrible para un ser humano: podemos tener enfermedades dolorosas, pero los otros están a nuestro lado, nos aceptan. El sufrimiento de Jesús es más doloroso, porque significa experimentar la división, el ostracismo, el rechazo de la gente. Un rechazo que no procede de los pecadores, de personas despistadas que no conocen a Dios, sino de tres categorías de hombres: los senadores, los sumos sacerdotes y los escribas; es decir, en términos comprensibles para nosotros, por parte de los poderes político, religioso, intelectual y cultural. Será rechazado por todos cuantos representan el prestigio, la responsabilidad pública y civil. – Y tendrá que «sufrir la muerte». Jesús es totalmente eliminado, y de este modo termina su misión. – «Y después de tres días, resucitar». Ahora el discurso se hace muy difícil y excede todas las experiencias posibles. ¿Por qué padecer tanto para después resucitar? ¿Qué significa «resucitar»? – Jesús «les hablaba con franqueza» (v. 32). Las palabras dirigidas a los desconcertados corazones de los discípulos hacen entender a estos que quizá el Maestro ya había aludido veladamente al tema. Comienzan a entender, por ejemplo, las parábolas anteriores: el reino de Dios es como una semilla que es pisoteada por la gente, asfixiada por las zarzas, picoteada por los pájaros. Jesús hablaba de la Palabra, pero hablaba también de sí mismo, de su camino hacia la cruz. El reino de los cielos es como un grano de mostaza que nadie aprecia, que se tira y que crece de repente, inesperadamente. Jesús estaba hablando de sí mismo (cf. Mc 4,1-7.3032). El discurso del reino de Dios se va clarificando: es el discurso de Cristo, Mesías, Señor, Salvador, que pasa a través de la pobreza y la insignificancia relacionadas con el reino. Jesús retomará constantemente este tema durante el resto de su vida, y volverá a recogerlo después de su muerte, en particular en el evangelio de Lucas, cuando habla con los discípulos de Emaús: «¡Qué necios y torpes para creer cuanto dijeron los profetas! ¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés 132
y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él» (Lc 24,25-27). No es, pues, un discurso de pocas palabras: padecer, ser rechazado, ser matado, resucitar. Es sintético y puede ampliarse recurriendo a la enseñanza de Moisés y de los profetas. Es el discurso cristiano por excelencia: leer toda la Biblia resumida en Cristo crucificado y resucitado: «“Esto es lo que os decía cuando todavía estaba con vosotros: que tenía que cumplirse en mí todo lo escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran la Escritura. Y añadió: “Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la muerte al tercer día”» (Lc 24,44-46). He aquí cómo presentan las Escrituras a Jesús. He aquí lo que significan las palabras «les hablaba con franqueza». La Iglesia primitiva lo retomará, Pablo lo repetirá y, posteriormente, constituirá la afirmación central del Credo: «Por nosotros se hizo hombre, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y resucitó según las Escrituras». Cuando decimos que Jesús es la solución de todos los problemas humanos, tal vez no entendemos realmente lo que queremos decir. Jesús resuelve los problemas humanos mediante su sufrimiento, su muerte, su resurrección; y solo si le seguimos por este camino con entrega confiada, podemos decir de verdad lo anterior. – «Pero Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderlo». Es un caso único en los evangelios el hecho de que Jesús sea reprendido por un apóstol. Un episodio semejante sucede en la casa de Betania, cuando María reprende al Maestro porque la hermana no la ayuda; pero Marta, en aquel momento, está nerviosa, irritada, y dice lo primero que le viene a la cabeza. Pero no es este el caso de Pedro, que ha hecho anteriormente una clarísima profesión de fe, aunque no hasta ese punto. ¿Cómo le reprendería Pedro? ¿Qué le diría? Pienso en argumentos que podemos encontrar, por ejemplo, en el libro de Job: «¿Por qué me sacaste del seno materno? Habría muerto, y ningún ojo me habría visto» (Job 10,18). O bien en las palabras de los discípulos de Emaús: creíamos que él redimiría a Israel, que nos daría la victoria, el triunfo, el éxito, pero no ha ocurrido nada de esto (cf. Lc 24,21). Probablemente, Pedro le diría a Jesús que estaba perdiendo a sus amigos; que hablar de aquel modo así no le ayudaría a ser reconocido; que estaba presentando una imagen de sí y de Dios que los apóstoles no habrían aceptado. Dios –diría Pedro– es el Dios de la gloria, el Dios de la capacidad de derribar a los enemigos, mientras que tú hablas de ser rechazado, de perder. 133
Estamos en el momento dramático del discurso de la cruz, porque el ser humano, incluido el hombre eclesiástico como Pedro, quiere un Dios que sea solamente éxito y triunfo, y no acepta la semilla que cae en tierra y muere, no acepta lo de la levadura en la masa ni lo del grano de mostaza. – «Pero él se volvió y, viendo a los discípulos, reprendió a Pedro: “¡Aléjate de mi vista, Satanás!”» (v.33). Es inaudito que el Señor, en los evangelios, llame «Satanás» a alguien. Nunca lo había hecho: ni con los más grandes pecadores ni con los escribas y fariseos. La suya es una palabra absolutamente increíble y cortante. ¿Qué intenta decir? Sencillamente, que, al rechazar el discurso de la cruz, Pedro se opone a abrir a la humanidad los caminos de la vida, al igual que Satanás, que no quiere el bien del ser humano, porque es desde el principio homicida y envidioso, es aquel que abre al ser humano los caminos de la muerte. Pero quiere decir aún más: tú, Pedro –prosigue Jesús–, crees entender a Dios; pero mi Dios, mi Padre, ama al ser humano hasta el punto de entregar a su Hijo a la muerte. Dios Padre ama tanto al ser humano que entrega a su Hijo aunque aquel lo rechace; ama tanto al ser humano que le ofrece igualmente el perdón. Aquí está en juego la imagen misma de Dios; una imagen que en Pedro está aún un tanto desvirtuada, caricaturizada, confusa, y que también en nosotros, de hecho, está algo distorsionada, conduciéndonos a menudo a conclusiones erróneas acerca de la vida. Nosotros, que profesamos en el Credo «Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra», no llegaremos a tener la imagen verdadera de Dios mientras no hayamos dado este paso cristiano-evangélico de la aceptación del camino de la cruz. – «Tus pensamientos son los de los hombres, no los de Dios». Se recuerda aquí la gran palabra de Isaías: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (55,8). Pedro quiere torcer los caminos de Dios y le dice a Jesús cómo debe ser, cómo espera él que sea. Pero es Dios quien se revela al ser humano: yo soy para ti, estoy contigo; yo soy Jesús crucificado y resucitado. Dios se identifica con la figura del Crucificado resucitado, no con cualquier ídolo victorioso, con cualquier símbolo del bienestar o con cualquier promesa pseudomesiánica. Dios se identifica únicamente con Jesús, crucificado, muerto y resucitado. El salto cualitativo en la fe que se pide a Pedro se nos propone a todos y cada uno de nosotros. La existencia cristiana no significa ofrecerse a la derrota o al fracaso por un 134
cierto gusto masoquista del sufrimiento. Exige, en cambio, una completa disponibilidad del corazón que acepte ser rechazada por los demás y sea perseverante hasta el final. De lo cual se sigue que el cristiano no está implicado en la pasión de Jesús por el mundo por el mero hecho de ayudar a quien sufre, por servir, por ser eficaz en la lucha contra la injusticia, sino porque está dispuesto a dejarse cuestionar como persona, a dejarse arrollar por la vocación evangélica hasta llegar a ser él mismo Palabra rechazada y silenciada. El máximo servicio que el cristiano puede desempeñar es el de Jesús: ofrecer la disponibilidad de Dios para con el ser humano, vivir la disponibilidad de la escucha y del amor, aceptando todas sus consecuencias. Con otras palabras, el sacrificio cristiano es dejarse derramar en libación –como escribe Pablo en la Segunda Carta a Timoteo (4,6)–, es el ofrecimiento de la propia vida y del propio compromiso. Esta paradoja, difícil de expresar y de cuyas formulaciones no debemos abusar nunca para hacer consideraciones fáciles, no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es suscitada por el Espíritu. Por esta razón debe pedirse en la oración, en la súplica, en la que solamente llegamos a comprender algo de la pasión de Jesús, de su vida atravesada por tentaciones y pruebas. Es la etapa decisiva de la conversión, que nos permite entrar en la pasión del mundo, dando un sentido a la lucha del ser humano por mejorar el camino de la humanidad. Es el fruto del combate espiritual cotidiano.
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La armadura de quien lucha La fragilidad y la vulnerabilidad de la criatura humana son tales que hacen necesaria una armadura para quien desee comprometerse en la lucha contra el enemigo de Dios, el adversario del Evangelio. En la Carta a los Efesios de Pablo encontramos el siguiente pasaje, que es fundamental al respecto: «Fortaleceos con el Señor y con su fuerza poderosa. Vestid la armadura de Dios para poder resistir los engaños del Diablo. Pues no peleáis contra seres de carne y hueso, sino contra las autoridades, contra las potestades, contra los soberanos de estas tinieblas, contra espíritus malignos del aire. Por tanto, tomad la armadura de Dios para poder resistir el día funesto y manteneros venciendo a todos. Estad firmes: ceñíos la cintura con la verdad, revestid la coraza de la justicia, calzad las sandalias de la prontitud para el Evangelio de la paz. Para todo embrazad el escudo de la fe, en el que se apagarán las flechas incendiarias del maligno. Poneos el yelmo de la salvación y empuñad la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Constantes en orar y suplicar, rezad en toda ocasión con espíritu; para ello velad con perseverancia orando por todos los santos; también por mí, para que cuando yo abra la boca, se me conceda el don de la palabra y pueda exponer libremente el secreto de la Buena Noticia. Mensajero suyo soy en prisión: que pueda anunciarlo libremente, como es debido» (6,10-20). Se trata de un pasaje muy denso y abundante en metáforas, y es preciso entender qué realidades quería anunciar mediante ellas a la comunidad de Éfeso, una comunidad entusiasta, según cuanto Pablo dice en los capítulos anteriores, y que se preguntaba: ¿qué podemos hacer para vivir realmente según el plan del amor salvífico de Dios? – Pablo comienza a responder con dos exhortaciones: «fortaleceos en el Espíritu» y «vestid la armadura de Dios». La exhortación a ponerse la armadura se encuentra también en otras dos cartas paulinas (Rm 13,12 y 2 Cor 10,4), pero aquí se desarrolla principalmente la metáfora de la panoplia, de la armadura completa del siervo de Dios, de aquel que quiere luchar como Jesús y con él. – En la segunda parte del texto se nos explica el motivo de ambas exhortaciones. Tenemos que vestir con armadura precisamente porque nuestra lucha es una lucha espiritual, «contra las autoridades, contra las potestades, contra los soberanos de estas tinieblas, contra espíritus malignos del aire». Podemos traducir fácilmente estas 136
expresiones en una realidad comprensible, porque esta podemos constatarla fácilmente en nuestra vida diaria. Tenemos que vivir en una atmósfera –el espacio entre la tierra y el cielo– invadida por elementos malignos, contrarios al Evangelio, enemigos de Dios. La atmósfera en la que vivimos está cargada de potencias contrarias a Cristo; por consiguiente, la lucha se prevé difícil. Esta mentalidad, esta atmósfera, fruto en parte de la potencia del mal, y en parte del ser humano sometido por ella, crea una situación en la que estamos inmersos y que nos amenaza por todos lados. – En la tercera parte se describe la armadura con seis metáforas: cinturón, coraza, sandalias, escudo, yelmo y espada. Antes de ellas encontramos otra exhortación: «Estad en pie», en actitud de disponibilidad, como alguien preparado para la batalla. La primera metáfora es el cinturón de la verdad. ¿Qué verdad es un arma para nosotros? Para entender bien el pasaje debemos tener en cuenta que esta metáfora y todas las demás proceden en gran medida del Antiguo Testamento. Quien escribe este pasaje conocía de memoria pasajes enteros y suponía que también los conocían sus lectores. Sobre todo, son dos los pasajes utilizados para la descripción. El primero es Is 11, el tocón de Jesé, de quien se describen sus vestimentas, así como su modo de presentarse y de combatir; el segundo es Is 59, donde se describe en cierto momento la armadura de Dios. Así pues, en el Antiguo Testamento se describe la armadura de Dios mismo, o bien del enviado, del predilecto de Dios. En nuestro texto se transfiere la armadura de Dios a su siervo, al que sigue a Jesús. Is 11,5 dice: «Cinturón de su cintura es la fidelidad»; en la traducción de los LXX se usa el término alētheia, la verdad, que es recogido fielmente por el texto de Efesios. La verdad de la que se ciñe como vestimenta firme el que combate es la coherencia; aquella fidelidad que es coherencia plena, estilo coherente de vivir y de actuar. Para poder combatir contra la atmósfera maligna, la atmósfera pestífera en que vivimos, hay que armarse con una coherencia profunda entre lo que proclamamos y lo que debemos sentir y vivir interiormente. Es verdad que, al comparar con seriedad la coherencia interior y exterior, tendremos que reconocer a veces que distamos mucho de practicar lo que decimos; pero la humildad que implica este reconocimiento es ya un aspecto de la coherencia, es un modo de mostrar que deseamos tenerla. La metáfora siguiente es la coraza de la justicia. En Is 59,7 se describe la armadura de Dios. Dios se ha puesto como coraza la justicia.
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Esta justicia expresa la actividad de Dios, que salva a los pobres, a los humildes y a los pecadores. Dios, que realiza impetuosamente sus obras, que es salvación y castigo. En nuestra situación deberíamos traducirla como participación en el celo de Cristo por la justicia del Padre. Esta coraza que nos ciñe por completo, que nos defiende, significa revestirnos de los sentimientos que hacen gritar a Cristo por los caminos de Palestina: «A Dios lo que es de Dios»; que le hacen proclamar la justicia del Padre y, como justicia, la obra de salvación para quien se arrepiente y el castigo para quien no se arrepiente. La participación en el celo íntimo de Cristo por la justicia del Padre es para nosotros la coraza que nos ciñe, nos envuelve, nos defiende de los enemigos. La tercera metáfora, calzad las sandalias de la prontitud para el Evangelio de la paz, describe una situación. Listos para partir y anunciar el Evangelio de la paz. El referente de la metáfora es la prontitud para llevar el Evangelio: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del heraldo que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la salvación...!» (Is 52,7). Se expresa así la vehemencia y el deseo de predicar el Evangelio, sabiendo que es beneficioso para los seres humanos y les procura la paz. Por consiguiente, también remite a la alegría de quien ha encontrado el tesoro (la mujer que encuentra la moneda y llama a las vecinas llena de alegría: Lc 15,8ss). Es una característica importante del ministerio del Evangelio, sobre todo en la actualidad, en la que el «pluralismo» –cuando se convierte en pluralismo filosófico, cultural, religioso– parece eliminar, en cierto modo, el entusiasmo de anunciar el Evangelio de la paz. Algunos querrían incluso sustituir y corregir el imperativo de Mateo, «Id y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19), con la exhortación «Id y aprended de todos los pueblos», porque hay valores en todas partes, y –se dice– lo importante no es tanto llevar el mensaje cuanto escuchar humildemente lo que los demás tienen que decirnos. Así se corre el riesgo de perder el deseo vehemente de predicar el Evangelio de la paz. Nos preguntamos si existe una solución a esta dificultad. Por supuesto que existe, y no consiste ciertamente en eliminar el pluralismo. Es más, creo que, cuanto más crece el diálogo, tanto más debe aumentar la profundización de la vida evangélica. Si ambas realidades crecen conjuntamente, entonces es posible y fácil conciliar, por una parte, un inmenso respeto hacia todas las culturas, razas y valores y, por otra, un no menos inmenso deseo de llevar el Evangelio, que es una propuesta trascendental, no comparable con ningún otro valor, pero capaz de iluminarlos y de transformarlos todos. Embrazad el escudo de la fe en todas las ocasiones, es la cuarta metáfora. Las flechas incendiarias lanzadas por el maligno (expresión tomada del Salmo 11) son la mentalidad del mundo de pecado que, desde la mañana hasta la noche y desde la noche hasta la mañana, nos rodea y nos invita a interpretar las cosas y las situaciones de nuestra
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vida con parámetros exclusivamente psicológicos, sociológicos, asaltándonos por todos lados para quitarnos el tesoro de la fe.
económicos,
El escudo para oponerse a tal mentalidad es el escudo de la fe, es decir, la visión evangélica de toda la realidad humana, que hay que recordar continuamente. La quinta metáfora la constituye la expresión el yelmo de la salvación, es más, el yelmo de la obra salvífica, como dice el texto griego. La expresión está tomada de Is 59,17, que pretende decir que Dios está preparado para salvar. El verbo déxasthe, que significa aceptar el yelmo de la salvación, expresa la siguiente idea: aceptad la acción salvífica de Dios en vosotros como vuestra única protección, como vuestra única esperanza; os protege la cabeza, porque es la parte más importante. La espada del Espíritu, sexta metáfora, es la palabra de Dios. ¿Qué es esta espada del Espíritu? Is 49,2 habla de «boca como espada», Heb 4,12, de «espada como palabra»; e Is 11,4 dice que «con el soplo de sus labios matará al impío». La palabra de Dios no es aquí el lógos, es decir, la predicación, sino el rēma, a saber, los oráculos divinos. En este sentido, «espada del Espíritu» no se refiere a la predicación de Jesús, sino, más bien, a su lucha contra Satanás, cuando se defiende citando los oráculos de Dios: «Está escrito...»; los oráculos de Dios fueron la defensa para él, y lo son para nosotros. Cuando nos vemos asediados por la mentalidad del mundo, que querría hacernos interpretar todas las cosas de un modo meramente humano, debemos recurrir a los grandes oráculos de Dios en la Biblia para tener una palabra clarividente al respecto y rechazar las interpretaciones erróneas de la historia del mundo y de nuestra existencia. – En la parte final del pasaje se lee una intensísima exhortación a la oración. Ya hemos dicho que la característica específica de la oración cristiana reside en que parte de Cristo y es impulsada y guiada por el Espíritu. Necesitamos orar incesantemente, constantemente; el término «oración» se refiere a todo cuanto hacemos para dirigirnos a Dios e incluye también la oración de petición. «Suplicar» es un verbo que aparece en el Nuevo Testamento unido a la experiencia del ayuno y subraya los momentos más intensos, más atormentados, más activos y sentidos del orante. Además, es preciso vigilar para que la oración no sea rutinaria o una especie de monólogo con uno mismo, sino conciencia de estar ante Dios. Y debe hacerse con perseverancia, porque es una lucha de verdad que hay que afrontar con valentía y constancia. Es interesante la invitación que hace Pablo a orar por todos los santos, es decir, a sentirse solidarios con todos aquellos que combaten junto a nosotros por la fe.
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Para concluir, me parece útil hacer cuatro observaciones. – En primer lugar, tenemos que constatar que nos encontramos en una situación arriesgada: es arriesgado y peligroso vivir el Evangelio hasta el final. Ser consciente del riesgo y de las dificultades es ser realista; un realismo que nos permite ver los caminos del adversario, los caminos mediante los cuales el mundo se ve conducido al mal, pero sintiéndonos llenos de la fuerza de Dios. Un análisis sintético, a la vez que profundo, del misterio de la perversión, hecho con la ayuda de la Sagrada Escritura, nos sitúa ante las adversidades sin temor alguno, porque sabemos captar, junto a la vastedad del mal, la fuerza de Cristo que actúa continuamente en la historia. – En segundo lugar, se trata de una lucha sin tregua contra un adversario astuto y terrible que está fuera y dentro de nosotros. Actualmente nos olvidamos a menudo de esta realidad, pues vivimos en una atmósfera de optimismo determinista, para el que todas las cosas deben ir de bien en mejor, sin pensar en la índole dramática y en las fracturas de la historia humana, sin saber que la historia tiene sus regresiones trágicas y sus riesgos, que amenazan precisamente a quien no se lo espera, embelesado como está con una visión de un evolucionismo histórico que avanza siempre para mejor. – Solo quien se pone toda la armadura –tercera observación– podrá resistir, pues el enemigo da vueltas en torno a nosotros para descubrir si tenemos algún resquicio por donde él pueda penetrar; si falta al menos algún elemento en la armadura, para hacernos caer en el combate. – Y, finalmente, es muy importante que todas las armas y todas las partes de la armadura se perfeccionen continuamente en el ejercicio de la oración, que no las suple –no suple el celo, el compromiso, el espíritu de fe, la capacidad de entregarse–, sino que es la realidad en la que todo está envuelto y se pone a punto para la lucha.
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6. La Pascua de Cristo
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Hacia la pasión y la resurrección de Jesús ¿Qué es la Pascua? La Pascua, como todos sabemos, es una fiesta hebrea cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos; al principio fue simplemente una fiesta de pastores con motivo del comienzo de la nueva estación, y se celebraba cuando se veía la luna llena por primera vez al comenzar el equinoccio de primavera. En esa ocasión se solía sacrificar un animal del rebaño, y en este sentido la fiesta nos recuerda los orígenes nómadas del pueblo hebreo. Pero lo que la que convierte en la fiesta característica de los hebreos es la celebración de la liberación del pueblo de Egipto, la liberación de la esclavitud del faraón, acontecida entre los años 1300 y 1250 a.C. Durante el primer plenilunio del equinoccio primaveral se recordaba el acontecimiento sacrificando un cordero. Así, la Pascua se convierte en el gran momento que recuerda el nacimiento del nuevo pueblo por la acción poderosa de Dios, que lo libera. Como tal, esta fiesta se mantiene hasta el día de hoy como la gran referencia religiosa y nacional de los judíos. Ya no se celebra con los ritos antiguos, pues el templo se destruyó definitivamente en el siglo I, y después en el siglo II, sino con una comida, con una cena. Asume su carácter de principal fiesta cristiana porque el día anterior al primer plenilunio primaveral Jesucristo fue crucificado y murió en Jerusalén, y tres días después, el primer día de la semana después del sábado, resucitó. Aquella misma fecha, que era y sigue siendo la de la liberación de los hebreos del pueblo egipcio, se convierte para el pueblo cristiano en la historia de la liberación de la muerte; por consiguiente, de la redención. Es el misterio cristiano por excelencia, el núcleo de la fe cristiana. Mil doscientos años después del Éxodo, la Pascua es vivida por los cristianos, primero en la tragedia de la cruz, y después en la proclamación del Resucitado: Cristo ha resucitado verdaderamente y se apareció a Pedro, a los Doce y a las mujeres. La Pascua cristiana es la fiesta de las fiestas, y cristiano es aquel que afirma: «El Señor ha resucitado verdaderamente». El cristianismo no es, como se piensa a veces, una doctrina moral sobre el primado del amor, por ejemplo; ni siquiera es una doctrina sobre Dios. El cristianismo surge y se desarrolla a partir de esta proclamación fundamental: Jesucristo crucificado ha resucitado verdaderamente. Si estudiamos los textos del Nuevo Testamento, los más antiguos escritos en el siglo I de nuestra era, encontramos esta certeza: Cristo crucificado ha resucitado, nosotros lo hemos visto, nosotros lo hemos encontrado. Pero si Jesús ha resucitado, es porque Dios Padre lo ha resucitado; si ha resucitado, él es el que da el Espíritu Santo al ser humano; por consiguiente, Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si Cristo ha resucitado, el ser 142
humano es liberado de sus pecados, y el cristianismo es redención, liberación del pecado. Si Cristo ha resucitado, Cristo es para todos los seres humanos. De la resurrección de Cristo deriva todo el resto del mensaje cristiano; sin la resurrección, el mensaje sería simplemente una doctrina religiosa, no lo que realmente es: un acontecimiento, un hecho que encierra una concepción de Dios y del ser humano, del Dios Trinidad y del ser humano amado, redimido y llamado a la vida para siempre. La Navidad, que en el mundo occidental se celebra tradicionalmente con gran solemnidad por motivos históricos y folclóricos, marca el comienzo de la vida de Jesús en la tierra, vida que tiene su culmen en la cruz y la resurrección. La fiesta de Pentecostés recuerda el don del Espíritu Santo que es derramado por el Crucificado resucitado. Y, del mismo modo, las fiestas de la Virgen y de los santos no hacen sino reflejar este gran misterio central. Con toda razón, la Pascua es el contenido mismo de la fe cristiana, es el corazón de la vida de la Iglesia, porque nos dice quién es Dios, quién es Jesucristo y quiénes somos nosotros. Es la manifestación gloriosa de un Dios amante de la vida, que quiere la vida y no la muerte; de un Dios que también de la muerte hace brotar la vida. La Pascua revela quién es Jesús de Nazaret, el Cristo, Hijo único del padre; proclama que en él, muerto y resucitado, convergen la historia de Israel y la historia de la humanidad. La Pascua hace descubrir quién es el ser humano y quiénes somos nosotros, llamados a resucitar con Jesús, a superar con él el drama de la muerte, a vivir junto a él para siempre. La Pascua es el nudo resolutivo, el perno en torno al cual gira todo el plan de Dios relativo al ser humano y al cosmos; es el centro al que todo mira y del que todo vuelve a partir. La liturgia de la Iglesia vive la Pascua durante una semana entera: comienza con el Domingo de Ramos, cuando se aclama a Cristo victorioso y rey, y tiene su punto álgido en el Triduo del jueves, viernes, sábado y domingo de resurrección. En el Jueves Santo contemplamos a Jesús en la última cena, donde presenta el pan y el vino como signo de su decisión de dar la vida por el ser humano; el Viernes Santo es el día de la muerte de Jesús; en el Sábado Santo recordamos el sepulcro en el que Jesús se deja encerrar para sellar su amor por el mundo. Finalmente, en el día de Pascua resuena el grito del aleluya, de la victoria definitiva del bien sobre el mal, un grito ya oculto e implícito en los ritos de las jornadas previas.
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El Domingo de Ramos El Domingo de Ramos leemos un pasaje del evangelio de Juan: «Al día siguiente, un gran gentío que había llegado para la fiesta –la fiesta de la Pascua judía–, al enterarse de que Jesús se dirigía a Jerusalén, tomaron ramas de palma y salieron a su encuentro gritando: “¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel!”. Jesús encontró un borrico y montó en él; como está escrito: “No temas, joven Sión: mira que llega tu rey cabalgando una cría de borrica”. Esto no lo entendieron los discípulos entonces. Pero cuando Jesús fue glorificado, se acordaron de que todo lo que le había sucedido era lo que estaba escrito acerca de él» (12,12-16). Puede resultar extraño comenzar aclamando a Cristo como vencedor y rey, pero la liturgia no conoce la melancolía. El acontecimiento de la pasión es, de hecho, una victoria, porque Jesús ya ha vencido a la muerte y ha superado el miedo a la misma. Esto explica por qué lo contemplamos mientras entra decidida y valientemente en la ciudad que está tramando su muerte. El episodio recogido por el evangelio de Juan indica claramente la circunstancia: una enorme multitud había acudido a Jerusalén para la fiesta judía de la Pascua, que se celebraría unos días después. Los sujetos del relato son tres: la multitud, Jesús y los discípulos. – La multitud, muy numerosa, está formada por personas buenas, sencillas, devotas; gente que ha ido a la ciudad santa con anticipación precisamente para «purificarse», es decir, para vivir la Pascua con pureza cultual, ritual y moral. Esta gente sufre por los males de siempre, por los males de todos los tiempos: las enfermedades, la pobreza, el desempleo, los dramas familiares. Sufre, además, debido a la opresión política de su país, a la presión fiscal excesiva, a las numerosas corrupciones y exacciones que contaminan la tierra. Y el sufrimiento la lleva a esperar algo más y mejor, a mirar todo acontecimiento nuevo con esperanza; por eso está dispuesta a entusiasmarse. La noticia –que Juan nos relata en el capítulo 11– de que Jesús había resucitado a su amigo Lázaro no puede dejar de reavivar los sueños mesiánicos y el deseo de volver a Jesús, que desde hacía cierto tiempo se había retirado y no se mostraba en público. De repente, la multitud se entera de que Jesús subirá a Jerusalén para la fiesta. Había estado otras veces en la ciudad santa, pero esta vez, que será la última, constituye un gesto arriesgado, audaz, lleno de peligros. Pocos días antes, el apóstol Tomás, al oír que Jesús quería ir a Betania, que se encontraba en el camino hacia Jerusalén, había exclamado: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Jn 11,16), porque comprendía 144
que aquella ciudad, cercana a Jerusalén, estaba plagada de amenazas para el Maestro. Y, sin embargo, Jesús se presenta en ella, desafiando la orden dada por los sumos sacerdotes y los fariseos de denunciar su presencia, para poder prenderlo. Así pues, Jesús acepta el peligro, y la multitud, al verlo, se conmueve y sale corriendo a su encuentro entusiasmada y agitando ramas de palma con sus manos. Desde la antigüedad, la palma es señal de victoria y solía agitarse en algunas fiestas judías para aclamar a Dios, el Dios del cielo y de la tierra, el Dios que salvaba a su pueblo. Ahora bien, esta fiesta es improvisada por la gente a lo largo de las calles en honor a Jesús, que tiene fama de ser el representante de Dios, gritando: «¡Hosanna!», que significa «Danos, Señor, tu salvación, tu victoria»; y, a continuación, «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». La acogida de Jesús, su aclamación como rey y Mesías, no es una simple exaltación religiosa, sino que es una referencia precisa a las expectativas culturales y sociales de la gente, que no teme en absoluto alabarlo públicamente en la capital, bajo la mirada de la autoridad, porque ya está harta de una política hecha a costa suya por hombres distantes del pueblo y quiere alguien en quien poder confiar plenamente. – ¿Qué hace Jesús? No se sustrae a esta manifestación, al contrario de lo que hizo en Galilea después de la multiplicación de los panes, cuando quisieron proclamarlo rey. Expresa un gesto de humildad, sin hablar, sin decir nada: en lugar de entrar en la ciudad a pie, elige montar sobre un asno, el animal más humilde que existe, un animal de carga, para hacer entender que su realeza no es de guerra o de dominio, sino de servicio. – Los discípulos, sin embargo, «no lo entendieron». Por un lado, Jesús no enfría el entusiasmo de la muchedumbre, como podían pensar al haberle visto ya escabullirse otras veces; por otro, Jesús no cede al entusiasmo. Tal vez algún discípulo esperaba que aprovechase la ocasión para ponerse a la cabeza de un movimiento popular y restaurar el reino de Israel contra los enemigos. Los apóstoles intuyen, de modo genérico, que en la vida de Jesús hay dos partes: en la primera actúa, realiza gestos de liberación del ser humano, cura, hace milagros, vence a las potencias adversas. Es la parte que nos gusta también a nosotros, que nos fascina y que nos parece entender. En una segunda parte –que comienza con el Domingo de Ramos–, Jesús no hace nada para nadie, no realiza milagros, no pronuncia discursos, no se defiende. En efecto, él acepta el sentido religioso del entusiasmo de la multitud que le aclama, no el sentido político, y realiza un atento discernimiento que los apóstoles no entienden. Solo más tarde entenderán que, al entrar en Jerusalén aquel día, Jesús se había mostrado 145
como Rey mesiánico, Señor de la historia; pero un Señor humilde y servidor de la humanidad. Es muy importante observar que Jesús entra en Jerusalén como un hombre libre, tranquilo, resuelto, sereno. Libre, porque no está sujeto a condicionamientos humanos, no teme a nadie, ni siquiera a la muerte; la suya es la soberana libertad que todos quisiéramos tener. Ser libres es ser realmente lo que somos, sin temer en absoluto lo que otros puedan hacer o decir de nosotros. Solo una existencia libre es capaz de amar, de entregarse y de darse. El misterio de Jesús que se va desvelando, misterio de humildad, de sufrimiento, y posteriormente de gloria, es también el misterio de nuestra vida si sabemos acogerlo y, por consiguiente, lo experimentamos poco a poco. Es el misterio –como dice Pablo– «oculto a todos los poderosos de este mundo, pues, de lo contrario, no habrían crucificado al rey de la gloria». Es el misterio –como dice el evangelista Mateo– «revelado a los pequeños y a los sencillos», a quienes se encuentran en situación de sufrimiento y de opresión y perciben cuál es el rostro verdadero de Dios. Pero el discurso de la pasión y de la cruz, realidad inevitable en la vida de cada uno, no constituye el primero ni el último paso: está entre de dos momentos positivos de inicio y de conclusión, de creación y de salvación definitiva. La cruz no es la última palabra, y por eso es posible experimentar al mismo tiempo el sufrimiento y la alegría El primado de la conciencia Entre los numerosos relatos bíblicos que la liturgia de la Iglesia nos propone en los días previos al triduo del jueves, viernes, sábado y domingo de resurrección, elijo preferentemente uno del Antiguo Testamento, concretamente del libro de Tobías. Tobit es un judío que, tras la destrucción de la ciudad de Jerusalén, fue deportado con otros connacionales a Oriente, a la ciudad de Nínive, en las llanuras del Tigris y del Éufrates, donde lleva como exiliado una vida modesta pero llena de esperanza. «Durante el reinado de Asaradón regresé a casa; me devolvieron a mi mujer, Ana, y a mi hijo, Tobías. En nuestra fiesta de Pentecostés, que es la fiesta de las Semanas, me prepararon una buena comida. Cuando me puse a la mesa, llena de platos variados, dije a mi hijo Tobías: “Hijo, ve a buscar entre nuestros hermanos deportados de Nínive a alguien que se acuerde de Dios con toda el alma, y tráelo para que coma con nosotros. Te espero, hijo, hasta que vuelvas”. Tobías marchó a buscar a algún israelita pobre y, cuando volvió, me dijo: “Padre”. Respondí: “¿Qué pasa, hijo?”. Agregó: “Padre, han asesinado a un israelita. Lo han estrangulado hace un momento y lo han dejado tirado ahí, en la plaza”. Yo pegué un salto, dejé la 146
comida sin haberla probado, recogí el cadáver de la plaza y lo metí en una habitación para enterrarlo cuando se pusiera el sol. Cuando volví, me lavé y comí entristecido, recordando la frase del profeta Amós contra Betel: “Sus fiestas se convertirán en duelo, y todos sus cantos en lamentaciones”. Y lloré. Cuando se puso el sol, fui a cavar una fosa y lo enterré. Los vecinos se me reían: “¡Ya no tiene miedo! Lo anduvieron buscando para matarlo por eso mismo, y entonces se escapó; y ahora ahí está, ¡otra vez enterrando a los muertos!”» (Tb 2,1-8). El texto prosigue refiriendo la larga historia de los sufrimientos de Tobit, hombre fiel, caritativo, atento a los demás, que se ve sometido a una gran prueba, de la que únicamente saldrá a través de una serie de acontecimientos relatados en el libro. El mensaje que nos llega a través del pasaje de la Escritura es el del primado de la conciencia. Tobit es un hombre pobre, exiliado, que podría tener toda la razón para temer que volvieran a buscarlo y lo encarcelaran; sin embargo, situado ante un hecho que afecta a su prójimo, un hermano asesinado al que nadie quiere ni siquiera tocar, él, obedeciendo a la conciencia, lo entierra, afrontando todas las consecuencias de su gesto. Así pues, se trata de una acción que subraya el primado de la conciencia, el primado de lo que el ser humano siente interiormente como un valor inderogable. Estaría bien poder seguir este camino hasta la descripción de la historia de la pasión, hasta el momento en que Jesús de Nazaret, compareciendo ante el sanedrín para ser interrogado sobre su identidad, obedece al testimonio de su verdad y se declara abiertamente Hijo de Dios, afrontando así la muerte. Son siempre elementos del mismo primado de la conciencia. Es un aspecto muy importante sobre el que me parece oportuno detenerme brevemente, porque retorna con vigor en la situación actual. A veces tenemos una concepción reduccionista de la conciencia y hablamos de ella en términos escépticos, un tanto despectivos, confundiéndola con el puro subjetivismo: yo obro de acuerdo con lo que a mí me parece justo, con lo que me agrada o me resulta útil. En realidad, la conciencia nos hace conocer aquella ley que encuentra su cumplimiento en el amor a Dios y al prójimo. Una ley fundamental puesta por Dios en nuestros corazones. La conciencia no es lo que se me ocurre; es el principio supremo ampliado a medida divina (podríamos llamarlo el «principio de la solidaridad», el «principio del respeto al otro», el «principio del honor, del deber», el «principio de la coherencia»). Es Dios mismo como amor, como fidelidad, como garante último de toda verdad, que entra en el interior del ser humano y se convierte en fuente de acción y de discernimiento. Por eso la conciencia es una realidad inviolable, pero no es algo fantástico, extraño o imprevisible. Es el reconocimiento del gran mandamiento del amor a Dios y al prójimo, el reconocimiento de los grandes valores –verdad, honestidad, justicia,
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caridad– en cuanto que son intuidos, comprendidos, y se convierten en fuente de vida, de juicio y de acción, en diálogo con Dios y ante Dios. Dice al respecto el Concilio Vaticano II: «La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad» (Gaudium et spes, n. 16). La conciencia no solo no es un fenómeno de dispersión, sino que obra la unidad; en nombre de la misma conciencia, creyentes y no creyentes se unen para buscar el modo de hacer realidad hoy valores como el servicio, el honor, la lealtad y el respeto al prójimo. A menudo se interpreta la conciencia simplemente como la voz que nos recuerda una ley ya establecida que basta con aplicar. Pero la conciencia nos dice que la vida del ser humano presenta situaciones inéditas, problemas nuevos, para los que no basta con apelar a una ley abstracta, sino que es preciso buscar, a partir del principio fundamental del amor a Dios y al prójimo, y de todos los valores que de ese amor se derivan, aquel modo de actuar que mejor promueva la vida, sirva a la unidad entre todos los pueblos y cree relaciones pacíficas, en constante armonía y en constante diálogo e intercambio entre todas las personas de buena voluntad. Podemos comprender entonces la razón, por ejemplo, por la que Juan XXIII comenzó a dirigir algunas de sus encíclicas, además de a los obispos y a los cristianos, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Porque, en efecto, todos los seres humanos tienen en común esta conciencia, esta percepción de valores. De ahí la necesidad de educar a las nuevas generaciones para que adopten ciertas decisiones y eviten otras, para que se guarden de ciertos comportamientos y adquieran otros. Sobre todo, es importante formar la conciencia de los jóvenes a través de todos los medios que valoran auténticamente a la persona (silencio, oración, recogimiento, reflexión...). Los medios masivos, bulliciosos y anónimos, en cambio, entorpecen la conciencia, impiden tomar conciencia de uno mismo, excluyen la posibilidad de oírse y escucharse unos a otros. Nos encontramos ante un cambio radical de la civilización occidental y de la civilización mundial, en que el futuro pertenecerá a la claridad de las conciencias. He repetido muchas veces que el futuro del mundo está en la interioridad. En efecto, puesto que el futuro estará cada vez más en manos de las informaciones, de su buena gestión, y puesto que todas las decisiones humanas se tomarán a partir de decisiones cada vez más conscientes y capaces de programar el futuro, el destino de este futuro estará en la conciencia, en la interioridad, en la capacidad de reconocer el valor. Si hubo un tiempo en que se podía pensar en guiar a las masas con eslóganes genéricos, en tenerlas sometidas simplemente a base de imposiciones, actualmente hemos asistido al
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hundimiento de sistemas que han durado décadas; la gente ha encontrado el sentido de la libertad, de la propia entidad, y se ha rebelado contra imposiciones puramente exteriores. Por consiguiente, todo cuanto mejora al ser humano de forma permanente debe pasar por la convicción interior, por la conciencia, que se educa, repito, a través de momentos de silencio, de recogimiento, de reflexión, y con todas aquellas relaciones humanas en las que predomina la razonabilidad, la actitud de una verdadera estima de la persona, la promoción de los valores y, por parte de quien exige estos comportamientos, la coherencia, la fidelidad, la lealtad. La conciencia se propaga por contagio. Las personas con conciencia se forman gracias al influjo de otras personas dotadas de una conciencia fuertemente arraigada. En los días que nos acercan a la Pascua, la Iglesia realiza, ciertamente, un gran trabajo de formación de la conciencia, al invitar a cada uno a mirar la conciencia de Cristo, que es la realización más alta de la interioridad, de la coherencia de una muerte, de la claridad de los fines, de la amplitud de visión humana y divina de los destinos del ser humano. La conciencia de Jesús es la más límpida, la más leal, hasta llegar al sacrificio de la propia vida; es aquella en la que el misterio de Dios, del amor de Dios, se traduce en lenguaje humano de manera inequívoca. La conciencia oscura de Caifás Después del pasaje del libro de Tobías, es interesante considerar otro pasaje, esta vez del evangelio de Juan, que, de hecho, precede al de la entrada de Jesús en Jerusalén aclamado por la muchedumbre. La liturgia, sin embargo, nos lo hace leer en los días posteriores al Domingo de Ramos, porque expresa la contundente decisión de matar a Jesús. «Los sumos sacerdotes y los fariseos reunieron entonces al sanedrín y dijeron: “¿Qué hacemos? Este hombre está haciendo muchas señales. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él; y entonces vendrán los romanos y nos destruirán el templo y la nación”. Uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: “No entendéis nada. ¿No veis que es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que muera toda la nación?”. No lo dijo por cuenta propia, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús moriría por la nación. Y no solo por la nación, sino para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así, a partir de aquel día, acordaron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se marchó a una región próxima al desierto, a un pueblo llamado Efraín, y se quedó allí con los discípulos» (Jn 11,47-54). Los sumos sacerdotes y los fariseos estaban muy preocupados porque Jesús había resucitado a Lázaro y por eso convocan al sanedrín, el máximo tribunal judío, instituido 149
al final del siglo II a.C. Estamos ante un texto teológicamente muy denso, quizá uno de los textos teológicos más densos de la historia. – La reacción de los jefes del pueblo es de alarma, de desorientación: ¿qué hacemos? Si sigue así ¿adónde iremos a parar? Predomina lo emocional, el miedo; la reacción carece de un análisis objetivo de la situación. No se escuchan entre sí, no intentan poner en orden los acontecimientos. Tan solo se produce una acumulación de temores que chocan entre sí durante la reunión. Las reacciones emocionales se cargan recíprocamente, hasta dejar a todos aturdidos: «Vendrán los romanos y nos destruirán el templo y la nación» (Jn 11,48). Es el caso típico del enloquecimiento de un consejo, de un parlamento, de una sesión pública, donde, perdido el control y el contacto con la situación real, las emociones chocan unas con otras. En tal situación interviene Caifás con su sugerencia. – Aparentemente, las palabras de Caifás tienden a aclarar la situación, a dar la clave de lo que está sucediendo: no entendéis nada de nada; ¡yo os lo explicaré! Vemos una luz, una solución simple que emerge de todo esto. La sugerencia de Caifás puede leerse y releerse, porque está llena de contenidos, a la luz de la historia precedente del pueblo de Israel. Nos viene a la mente, ante todo, el consejo de Ajitófel en la historia de David (cf. 2 Sam 17), el cual aconseja a Absalón, hijo de este último, algo semejante: la situación es tal que tiene que haber uno que muera por todos. En realidad, el que debe morir, según el consejo de Ajitófel, es el propio padre de Absalón. Vemos aquí ya una proyección mesiánica: uno tendría que morir por todos para que el pueblo tenga paz. Remontándonos más atrás en la historia bíblica, podemos percibir la naturaleza diabólica del consejo de Caifás comparándolo con la instigación de la serpiente en el paraíso terrenal. La serpiente habla a Eva partiendo de una hipótesis falsa: Dios os ha ordenado que no comáis de ningún árbol. Introduce, por tanto, un elemento de emoción, de repulsa, y de ello deduce una tesis falsa: en realidad, si coméis de este fruto, llegaréis a ser como dioses. Análogamente, el razonamiento de Caifás parte de una hipótesis falsa, de un dilema falso: hay que sacrificar a uno solo o a todo el pueblo.
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Nos damos cuenta del vergonzoso chantaje que implica este dilema, porque le sitúa a uno frente a esas situaciones en las que cualquiera de las decisiones que adopte le hace caer en una angustia mortal. ¿Prefieres que muera uno o todo el pueblo? ¿Cómo responder a una pregunta tan dramática? La índole diabólica del consejo se encuentra precisamente en que conduce a un callejón sin salida, y para salir de él hay que aparentar al final que se elige el mal menor. Del dilema falso se llega a la tesis falsa: si matamos a este hombre, no vendrán los romanos. La sugerencia de Caifás se tiñe de aperturas políticas, de necesidades de Estado, de necesidades de supervivencia, e implica pasionalmente a una gente tan vinculada a su pueblo, chantajeándola allí donde mayor es su sensibilidad. Aunque los representantes tal vez no sean muy dignos, quieren de veras al pueblo, a la nación, y no desean cargar con la responsabilidad de atentar contra el futuro de su gente. Pero, de hecho, están atrapados en un razonamiento falso: si queréis salvar al pueblo, habrá que sacrificar a Jesús. Nos hallamos frente a los caminos de Satanás, que nos empuja hacia auténticos callejones sin salida, nos confunde con emociones incorrectas, nos impide tomar contacto con la realidad y reflexionar sobre ella con tranquilidad, y al final nos propone acciones que parecen, si no buenas, sí al menos inevitables por razones de más peso. – Tras el dramático consejo de Caifás, nos sorprende aún más, si cabe, el comentario del evangelista. Juan no lo hace en un sentido moral, como nosotros tratamos de hacer ahora (es un consejo perverso, un chantaje), sino que da un inesperado salto teológico, doctrinal: «No lo dijo por cuenta propia, sino que... profetizó». Hay un plano de acción que es el de las contingencias humanas, donde acontecen cosas vergonzosas, innombrables; paralelamente, y sin prescindir de él, corre el plano de la providencia de Dios. Por eso decía que este pasaje constituye una de las cotas teológicas más densas de la historia. A lo largo del plano de las contingencias humanas, incluso erróneas, corre el plano de la providencia salvífica, del plan divino. Al lado del consejo diabólico se encuentra el consejo de salvación. Con un vínculo semejante, el consejo humano de Caifás se eleva incluso al rango de profecía, aunque el término tiene, en cierto sentido, un significado irónico, casi sarcástico, pero real: «No lo dijo por cuenta propia», sino en virtud de su cargo, de su capacidad como jefe del pueblo. 151
Se respetan al máximo las funciones jerárquicas y se presta una gran atención al orden de las situaciones, que la fuerza de Dios no derriba inmediatamente utilizándola para sus fines. «Profetizó que Jesús moriría por la nación. Y no solo por la nación, sino para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,51-52). No podría expresarse con palabras más fuertes el sentido de la acción de Jesús y de la teología de la redención. «Morir por la nación» es la expresión que se nos ha transmitido en el Credo como «murió por nosotros», por nuestra salvación. Y lo hizo «para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos». Deberíamos meditar largo y tendido sobre estas palabras, partiendo del término griego: congregar, unir. Vienen a la mente otras palabras de Jesús: «¡Jerusalén, Jerusalén,...¡Cuántas veces intenté reunir a tus hijos como la gallina reúne la pollada bajo sus alas, y os resististeis!» (Mt 23,37; Lc 13,34). O bien la parábola de la red misteriosa echada al mar, que recoge todo tipo de peces para la plenitud del último día (Mt 13,47). O la frase «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos» (Mt 18,20). Jesús tiende a unir a las personas, a reunirlas en unidad, y este es su plan, que podríamos llamar histórico, no solo teológico o espiritual: reunir a todos los pueblos en unidad, hacer uno solo de todos ellos. Este plan hunde sus raíces en la visión de unidad que parte del Antiguo Testamento, por ejemplo el capítulo 31 de Jeremías: «Yo os traeré del país del norte, os reuniré de los rincones del mundo» (v. 8). Ya la versión griega de los LXX había añadido a este famoso pasaje del profeta: «os reuniré de los rincones del mundo en la fiesta de Pascua». Así pues, en la tradición griega del Antiguo Testamento la congregación de los dispersos tenía un vínculo con la fiesta de la Pascua. En este contexto entendemos el trasfondo teológico, mesiánico, salvífico, en el que se pronuncian y se recogen por parte del evangelista las palabras de Caifás: la Pascua está cerca, y en el momento en que se consuma un delito político, civil y social, Dios reúne a su pueblo, según la promesa, en su Hijo, en la unidad de su vida y de su muerte, en una unidad que será como la que existe entre el Padre y el Hijo: «Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (Jn 17,21). – Como respuesta a la elevadísima perspectiva del evangelista, encontramos una frase dramática que nos recuerda las palabras del prólogo: «Vino entre los suyos, y los suyos no lo acogieron» (Jn 1,11). Aquí se dice: «A partir de aquel día acordaron darle muerte» (Jn 11,53).
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La luz y las tinieblas, la vida y la muerte, la unidad y la división, la voluntad de comunión y la oposición total a este deseo de unidad. – La frase con la que concluye el pasaje (Jn 11,54) nos indica que, en vísperas de los acontecimientos dramáticos que le conciernen estrechamente, Jesús siente la necesidad, una vez más, de retirarse en silencio para tener un momento de intimidad con los suyos y afrontar con plena conciencia los días que le aguardan. También nosotros tenemos necesidad de silencio y de recogimiento para entender si estamos de verdad con Jesús o con quienes, confusos y aturdidos por las exigencias de la fe, no consiguen ya reconocer y vivir la verdad.
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La Eucaristía La institución de la Eucaristía En el jueves previo a su muerte, Jesús se sienta a la mesa con sus apóstoles para comer con ellos la última cena, en el transcurso de la cual anticipa proféticamente, mediante gestos y palabras, la entrega de sí al ser humano, que cumplirá definitivamente en la cruz. En efecto, él quería realizar un gesto y crear un instrumento que llevara a cabo la eficacia universal de la Pascua, la energía, la fuerza de reconciliación y de comunión emanada de su Pascua histórica. Tal gesto e instrumento es la Eucaristía, que en la liturgia de la Iglesia se presenta precisamente como la manera sacramental de perpetuar en todo tiempo y lugar el sacrificio pascual de Cristo, abriendo a la humanidad el acceso a la vida sin fin. En la Eucaristía está presente no solo la voluntad de Jesús, que instituye un gesto de salvación, sino él mismo. Leamos dos pasajes del Nuevo Testamento que narran cuanto acontece en la última cena. «Mientras cenaban, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. Tomando la copa, pronunció la acción de gracias y se la dio diciendo: “Bebed todos de ella, porque esta es mi sangre de la alianza, que se derrama por muchos para el perdón de los pecados. Os digo que en adelante no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre”» (Mt 26,26-29). «Pues yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor, la noche en que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió, y dijo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Lo mismo, después de cenar, tomó la copa y dijo: “Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced esto, cada vez que la bebáis, en memoria mía”. En efecto, siempre que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,23-26). Este pasaje de Pablo forma parte de una larga exhortación dirigida a las asambleas cristianas de Corinto, en las que existían ciertos problemas, desórdenes y disensiones; y Pablo, para clarificar y poner orden, se remite a la tradición más antigua que se conozca sobre la Eucaristía, una tradición que le fue transmitida pocos años después de la muerte de Jesús. Es el primer testimonio que poseemos sobre la celebración de la Eucaristía, y notamos que consta de una tripe dimensión: una referencia al pasado («haced esto en memoria mía»), una proclamación para el presente (hoy está aquí el cuerpo y la sangre del Señor), y una orientación hacia el futuro («hasta que él vuelva»), a la espera del retorno del Señor. 154
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Memoria del pasado. La misma cena pascual judía era y es vivida como un recuerdo que actualiza los acontecimientos de la liberación del pueblo de Egipto. En la Eucaristía no solo se produce la relación con un hecho pasado, sino con una persona: Jesús salvador, crucificado y resucitado. En toda Eucaristía se anuncia su muerte, que destruyó, perdonándola, la maldad humana desencadenada contra él, y venció el miedo a la muerte; y también se anuncia su resurrección.
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En cuanto al presente, el cuerpo y la sangre de Cristo se nos dan verdaderamente a nosotros hoy; la nueva alianza en la sangre de Jesús se realiza ahora creando o reforzando la relación del ser humano con Dios, relación de filiación y de amistad. Toda la historia humana se concentra en el momento extraordinario de la celebración eucarística.
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Además, la Eucaristía proclama el futuro del ser humano y de la humanidad, preanuncia aquel día sin ocaso en el que nuestra vida consistirá en estar a la mesa con Dios, en vivir con él una familiaridad inmediata.
Por consiguiente, la Eucaristía es obediencia y fidelidad a un mandato preciso de Jesús, es comunión con Dios y entre las personas, es apertura a todas las gentes, anticipación y signo de la gloria futura. El significado de la Eucaristía Quisiera detenerme en algunas palabras de los dos relatos de Mateo y de Pablo que he reproducido y que nos ayudan a comprender mejor el misterio. – La primera es común a ambos: «mi sangre de la alianza». Jesús se sitúa sobre el trasfondo de la alianza de Dios con el pueblo de Israel, alianza que lo constituía precisamente como pueblo de Dios: el don del sacrificio de Jesús tiene como fin la creación del nuevo pueblo, que no quita nada al primero, pero se extiende a toda la humanidad. Decir «alianza» es lo mismo que decir el amor incansable con que Dios, a partir de la creación, ha tratado al ser humano como amigo, prometió una salvación después del pecado, liberó a Israel de Egipto, lo acompañó en el camino a través del desierto, lo introdujo en la tierra prometida, signo de misteriosos bienes futuros, y le abrió a la esperanza con la promesa del Mesías. Al vincular la institución de la Eucaristía con la alianza, Jesús quiere decirnos que ella nos da la fuerza para dejarnos atraer totalmente en el movimiento del amor misericordioso de Dios anunciado en el Antiguo Testamento, que se celebra definitivamente en la Pascua y que culminará en la plenitud de su retorno: «hasta que él venga», en la espera de su venida. 155
– La segunda palabra es recogida solo por Pablo: «la noche en que era entregado». Se trata de una referencia a Judas... y a todos nosotros. El Señor da su cuerpo y su sangre a quienes le traicionarán, le dejarán solo y le negarán. Nuestras traiciones, huidas e infidelidades no pueden sino exaltar la grandeza de su amor, como la profundidad del valle permite ver la altura del monte. Dios nos ama de este modo. La única medida de su amor desmesurado es la necesidad de la persona amada: el pobre, el desdichado, el pecador, el perdido... son amados incluso más que los demás. Como una madre que ama al hijo porque es su hijo, y lo ama aún más si es desgraciado, sabiendo que podrá llegar a ser más bueno si se siente muy amado. Y Dios, que es más padre que nuestro propio padre y más madre que nuestra propia madre, que nos tejió en el seno materno, hace de la misericordia la realidad que nos envuelve desde arriba y desde abajo, desde oriente hasta occidente. En su misericordia nosotros somos lo que somos, y nuestra miseria se convierte en el recipiente y la medida en los que derrama su misericordia. La Eucaristía, por consiguiente, no es un don ofrecido exclusivamente a unas personas selectas que han alcanzado la perfección. – La tercera palabra, recordada por Mateo, es, en efecto, «mi sangre, que se derrama por muchos», es decir, por todos los seres humanos y por las personas de todos los tiempos, «para el perdón de los pecados». En la noche de la desesperación, del apresamiento, de nuestro egoísmo, de la aridez, de la frialdad del corazón, Jesús se nos da para arrancarnos de las tinieblas, para invitarnos a creer en un Dios que no frunce el ceño ni está irritado, amargado o decepcionado porque no le correspondemos, sino que tiene el rostro lleno de ternura, de confianza, de pasión por cada criatura: el rostro apacible del Crucificado. La Eucaristía en la vida de los cristianos Para los cristianos es fundamental entender que el «sí» total y fiel de Jesús al Padre y a los seres humanos, que celebramos en la Eucaristía, significa nuestro «sí» al Padre y nuestro «sí» a todos los hermanos y hermanas, incluidos quienes nos critican, quienes no nos aceptan, nos desprecian y se oponen a notros. La Eucaristía sería un signo vacío si en nosotros no se transformara en fuerza de amor por los demás, porque las palabras «haced esto en memoria mía» no son mágicas. Al pronunciarlas, Jesús nos pide dar el cuerpo y la sangre, ofrecer nuestra vida por todos, entregarnos. Y entregarse significa tener una mentalidad nueva, que ocupa el lugar de la antigua mentalidad, propia de quien piensa únicamente en sí mismo, sin ocuparse de los demás. Por eso la «cena del Señor», que la Iglesia celebra cada día, no tolera ser puesta al 156
servicio de intereses mundanos, sino que exige un corazón indiviso, porque está destinada a formar en el tiempo un único cuerpo de Cristo. Ella tiene que aceptar y favorecer la acción misericordiosa de Dios. A menudo, demasiado a menudo, nos acercamos a la Eucaristía sin la seria voluntad de preguntarnos lealmente por el sentido de nuestra vida; queremos hacer un gesto religioso, pero distamos mucho de permitir que se ponga en duda nuestra existencia por el don total de Jesús. Sin embargo, Jesús nos alcanza en la misa con su Pascua; y si tomamos seriamente conciencia de ello, pone en nosotros cada vez el dinamismo del amor, la fuerza de aquella caridad que refleja el ser mismo de Dios. Porque la Eucaristía nos recoge de las regiones oscuras de nuestra lejanía espiritual y nos une a Jesús y a los seres humanos, y con ellos nos empuja hacia el Padre; es como un sol que atrae hacia sí a la humanidad y camina con ella para alcanzar una meta misteriosa, pero segura. La comida eucarística configura en el tiempo a un pueblo que expresa socialmente, no solo individualmente, la fuerza del Espíritu de Cristo, que transforma la historia. En esta perspectiva, es importante que reflexionemos sobre la unidad concreta que la vida humana encuentra en la Eucaristía. Ciertamente, hay que evitar los conformismos artificiosos entre la unidad trascendente y misteriosa que realiza la Eucaristía y las formas de unificación creadas y realizadas por los esfuerzos humanos en los diversos ámbitos de convivencia. Pero entre la primera y las segundas se dan relaciones. Los cristianos, que viven en la Eucaristía una singular experiencia de atracción de toda su existencia en el misterio unificador del amor de Dios, deben sentirse comprometidos no solo a sacar las consecuencias pertinentes para las relaciones dentro de la comunidad cristiana, sino también a favorecer la irradiación de este misterio en cualquier ámbito de convivencia. Por otra parte, todo paso dado con buena voluntad hacia un diálogo entre las personas, hacia una conducta de comprensión y de colaboración, y hacia el acuerdo en relación con una imagen del ser humano de gran envergadura, constituye un signo y una preparación de la unidad de las personas en Cristo. Así será posible llevar al interior de la celebración la riqueza de todos los esfuerzos humanos de unificación.
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Cristo muere crucificado El misterio tremendo del Viernes Santo, es decir, del momento en que muere Jesús, es tal que nos hace temer que se vea dañado por el hecho de pronunciar palabras justamente cuando calla la Palabra. No obstante, podemos dejarnos guiar por los textos bíblicos que se leen en la liturgia de la Pasión. – Los dos primeros pasajes son del profeta Isaías: «Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento», es decir una lengua propia de quien escucha cosas desconocidas para poder manifestarlas a los demás. «El Señor me abrió el oído: yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que me mesaban la barba; no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor me ayuda, por eso no me acobardaba; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado» (50,4-7). Isaías está hablando de un personaje misterioso, el Siervo de Yahvé, que acepta dolores y persecuciones confiando en Dios. De un Siervo que prefigura en sí las señales y las vivencias de la pasión de Jesús. Y prosigue el texto diciendo: «Despreciado y evitado de la gente, un hombre habituado a sufrir, curtido en el dolor; al verlo se tapaban la cara; despreciado, lo tuvimos por nada; a él, que soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, lo tuvimos por un contagiado, herido de Dios y afligido. Él, en cambio, fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Sobre él descargó el castigo que nos sana, y con sus cicatrices nos hemos sanado» (53,3-5). Estas palabras, que nos impresionan y nos consternan, y que afirman cómo un mensajero rechazado es capaz de salvar a la humanidad entera, son una clave interpretativa de la historia de Jesús y alcanzan su máxima intensidad en la muerte de Cristo. Son palabras que nos ayudan a entender el significado del fuego de la cruz, la dimensión interior del acontecimiento de la pasión. Jesús es el misterioso Siervo del Señor que se ofrece, con plena y libre obediencia, a un destino de sufrimiento y de muerte. El Cristo sufriente, cuya experiencia leemos en el relato evangélico de Mateo (cf. 27,1-55), es aquel que ora al Padre y se abandona a él. Este abandono profundo de Jesús, que se trasluce a través de algunos momentos y palabras del evangelio, está perfectamente ilustrado por las lecturas proféticas. El Siervo sufriente que se abandona al Padre no es tan solo un signo luminoso del amor de Dios a todos los seres humanos, sino que además llega a ser el representante de los seres humanos ante Dios. Es el ser humano verdadero, obediente, reconciliado 158
con su Señor; el ser humano que sufre por la tragedia del pecado, que abre a los demás el camino del retorno a Dios. Más aún, el Siervo de Yahvé es solidario con todo el pueblo, carga sobre sí todos los pecados e implica a los seres humanos en el mismo camino de amor doloroso y expiativo. – Del largo relato de la pasión de Jesús que nos presenta el evangelio de Mateo, relato que habría que leer en su totalidad y con gran atención, destacaré y comentaré solo la última parte: «Jesús, lanzando un nuevo grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo, la tierra tembló, las piedras se partieron, los sepulcros se abrieron, y muchos cadáveres de santos resucitaron... Al ver el terremoto y lo que sucedía, el centurión y la tropa que custodiaban a Jesús decían muy espantados: “Realmente, este era Hijo de Dios”» (Mt 27,50-54). El velo del templo que se rasga, la tierra que tiembla, las piedras que se parten, los sepulcros que se abren... son el símbolo de un gran trastorno cósmico y de una enorme lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. Desde el comienzo, la historia de la humanidad es historia de pecado, está caracterizada por la sucesión de numerosos males personales, sociales y cósmicos. En un momento determinado, todo el mal se condensa en la pasión de Jesús. Él es humillado, ultrajado, golpeado, flagelado, porque quiere vivir la angustia de la humanidad, su soledad; quiere sentir en sí las violencias, las crueldades, los atropellos, los engaños, las maledicencias que se producen en el mundo. Es más, Jesús quiere vivir el abandono del Padre como el dolor más grande del ser humano, para expiar todos los pecados. Su amor por nosotros le lleva al límite de la desolación humana, rescatándola en sí mismo y reconduciendo así al ser humano al amor del Padre. Por eso muere, deteniendo, por así decirlo, a la muerte, que se convierte en el triunfo del amor de Dios. Tratemos de compartir el estado de ánimo del centurión romano que, ante aquel trastorno cósmico acontecido tras la muerte de Jesús, y, sobre todo, habiendo visto personalmente la actitud inerme y de mansedumbre con que muere, exclama: «Realmente, este era Hijo de Dios». Es la primera profesión de fe ante la cruz; una profesión extraña si pensamos que la hace un hombre encargado oficialmente de llevar al Señor a la muerte. Y, sin embargo, nosotros mismos, como aquel soldado, estamos implicados en la muerte y en el calvario de Jesús; nosotros mismos somos protagonistas y no solo espectadores de este acontecimiento.
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Y, al igual que el centurión, sentimos que carecemos de las disposiciones adecuadas para comprender lo que está sucediendo. Es probable que al principio el centurión participara distraídamente en aquella serie de acontecimientos por una orden puramente formal que habría recibido. Ciertamente, se habría sorprendido al oír a la muchedumbre gritar: «¡Queremos a Barrabás!», y se habría percatado de lo absurdo de la elección: por una parte, un hombre de aspecto sereno, casi regio, que era condenado; por otra, un hombre que al centurión, experto en este tipo de personas, le parecía claramente lo que era, un malhechor al que, sin embargo, se ponía en libertad. Todo esto le habría inducido a reflexionar. Posteriormente, a lo largo del camino hacia el calvario, habría visto los maltratos que los soldados infligían a Jesús, y probablemente, habituado como estaba a ver tales crueldades, no habría entendido mucho. Pero quizá la paciencia de Jesús habría comenzado a penetrarle en el corazón. A medida que la cruz, llevada primero por Jesús y luego por Simón de Cirene, ascendía hacia el lugar de la crucifixión, algo se movía ya en el alma de este soldado testigo. En todo caso, hubo un momento en que su mirada comenzó a fijarse en Jesús de manera nueva y sorprendente, hasta llegar a intuir la misteriosa grandeza de aquel condenado. Su camino, en el fondo, es el camino de todos los que contemplamos al Crucificado, incluidos quienes no participan plenamente de la vida de la Iglesia o incluso proceden de pueblos lejanos, justamente como el centurión romano. El Viernes Santo está destinado a todo ser humano, a toda persona de este mundo, y cada uno de nosotros, aunque sea cristiano, debe rehacer el camino de contemplación de la cruz mirando a los ojos a Jesús. Porque cada uno de nosotros, hoy, puede madurar en el corazón esta exclamación como si fuera la primera vez: ¡Tú eres Jesús, el Hijo de Dios! Como el centurión, miramos el rostro de Jesús y vemos a los transeúntes que mueven la cabeza y que no creen en su divinidad. Son muchas las personas de nuestro tiempo que van apresuradas y no se detienen ante él. Quizá tienen otros compromisos, otras metas que alcanzar, y el acontecimiento Jesús les parece marginal. La Semana Santa y la Pascua son para algunos unas simples fechas del calendario que remiten a la primavera, a las vacaciones, a las fiestas. Tal vez incluso en nosotros mismos haya algo de superficial; por un lado, nos descubrimos un tanto transeúntes que pasan apresuradamente ante Jesús que muere. 160
Quizá tenemos en el corazón pensamientos, deseos, compromisos, preocupaciones... que están al margen de la salvación que se nos da hoy. Pero Jesús nos invita a detenernos y a mirarle crucificado, a actuar como el centurión, que no pasa de largo, sino que se detiene a mirarlo, se sitúa frente a él y así llega a ser capaz de vivir aquel gran viernes santo de salvación. Aquel soldado termina comprendiendo también los acontecimientos que suceden en torno a Jesús –las tinieblas, el terremoto– como vinculados a la majestad sublime de aquel que muere con amor y por amor. Porque es este amor lo que ha percibido el centurión pagano, mucho más allá de los hechos extraordinarios que habrían podido únicamente asustarle. En cambio, él se mantiene clavado ante el crucificado e intuye el misterio del amor de aquel hombre, que va al encuentro de la muerte como ningún otro lo ha hecho. Lo intuye por muchas circunstancias pequeñas: el modo en que Jesús acepta las ofensas, los fugaces gestos y señales de la cabeza hacia quien le alarga la esponja con el vinagre, la santa y suplicante plegaria al Padre, el fuerte grito con el que pasa de la vida a la muerte. Realmente, el misterio de amor que la persona de Jesús revela en cada uno de sus latidos desde la cruz es demasiado grande como para que cualquiera que tenga el valor de detenerse un momento en silencio ante él no se sienta conmovido en lo más hondo de su ser. En este momento no cuenta tanto quiénes somos o quiénes pensamos ser; lo que cuenta es lo que miramos; lo que cuenta es el misterio sublime del Crucificado. El centurión se convierte en un símbolo de la verdad del creyente; al posar su mirada en Jesús crucificado, lo demás se oscurece, ya no cuenta, y él permanece solo con aquel que es el salvador de todos. – El mensaje de Jesús crucificado es muy claro. Dios, que habría podido aniquilar el mal aniquilando a todos los malvados, prefiere entrar en él con la carne de su Hijo, en Jesús, proclamando el perdón y el retorno y cargando sobre sus hombros con las consecuencias del mal, para redimirlo en la propia carne crucificada. Es la ley de la cruz, el principio según el cual el mal no es eliminado, sino transformado en bien con el ejemplo y por la fuerza de la muerte de Cristo. De este modo, la cruz se convierte en la ley suprema del amor, y quien quiera formar parte del camino de regeneración inaugurado por Jesús debe entrar en el mal del mundo, para sacar de él el bien de la fe, de la esperanza, de la caridad, del amor a los enemigos. La ley de la cruz es imponente, tiene una eficacia soberana en el reino del espíritu y es aplicable a todas las vivencias humanas; es el misterio del reino de Dios, es el misterio del Evangelio. No es una ley 161
aceptable por la simple inteligencia humana natural, no puede demostrarse prescindiendo de Cristo. La inteligencia humana natural la rechaza, no consigue captarla mientras no se decida por la fe. Sin embargo, el Señor crucificado es centro de atracción para todo hombre o mujer que viene a este mundo, centro de atracción para la historia, centro de atracción para todas las religiones del mundo. Toda religión encuentra en esta cruz su punto de llegada, su término, el final de su eventual mandato provisional; porque todo culmina en la realeza universal y eterna de Cristo Jesús, en la alianza de Dios con la humanidad para siempre. En el corazón del crucificado, todo lo que es «no» puede convertirse en «sí», y de la traición puede nacer la amistad, de la negación el perdón, del odio el amor, y de la mentira la verdad. Esta es la fuerza de Jesús en la cruz.
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La nueva acción de Dios en el mundo El acontecimiento de la resurrección de Cristo Al desgarrador grito de abandono que brota de los labios de Jesús crucificado –«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»–, grito que sintetiza todas las situaciones de aflicción de la humanidad, responde en la noche del Sábado Santo y en el día de Pascua un gozoso grito de fe y de esperanza: ¡Cristo ha resucitado! De fe, porque anuncia lo que ha acontecido en Cristo para siempre; de esperanza, porque proclama lo que aguarda a todos los hombres y mujeres de la tierra cuando lo vean resucitado en la plenitud de su gloria resplandeciente. La resurrección de Jesús, en efecto, no es como la de Lázaro (Jn 11), que regresó por poco tiempo entre los suyos; es una nueva acción de Dios, que nunca llegaremos a imaginar con nuestra mente, con nuestra fantasía, como no podemos imaginar la admirable realidad que Dios hará de nosotros en nuestra muerte y en el momento de nuestra resurrección. Una acción de Dios en Jesús y en nosotros que la muerte no tendrá ya ningún poder. La certeza de aquel grito de alegría proclama que todo abismo de mal del mundo ha sido engullido por un abismo de bien; que toda muerte tiene ya su contrapeso de vida; que toda crisis tiene ya su superación, y toda tristeza su alegría. Nuestra existencia humana tiende a empequeñecer las esperanzas, a reducirlas de día en día frente a las decepciones, y nuestra tristeza nos lleva a menudo a rechazar palabras de consuelo, porque no tenemos una idea exacta de la liberación efectuada por Jesús resucitado. El Resucitado inauguró realmente un mundo nuevo, que llega a nosotros porque la Pascua es una recreación, una nueva creación de la humanidad. La resurrección de Jesús es un hecho histórico de significado cósmico; es el comienzo de la transformación global del mundo; es un evento de relevancia epocal, porque transforma el sentido de la historia y nos señala su verdadera dirección. Un evento único y, al mismo tiempo, un evento que revela una espera constante y universal, escrita en el corazón de todo hombre y de toda mujer. – Un evento único: nunca ha acontecido un hecho semejante de fe en la resurrección definitiva y gloriosa de un hombre cuya vida, muerte y sepultura están documentadas. No ha sucedido en ninguna otra religión, aun cuando hayan existido premisas semejantes a las que estaban presentes en la vida terrena de Jesús: líderes religiosos estimados por todos y grandes doctrinas espirituales. A lo largo de los siglos son muchas las personas de 163
las que se habría querido experimentar que seguían aún vivas. Sin embargo, solo de Jesús de Nazaret afirman los discípulos, y también los adversarios, haberle encontrado resucitado y creen que vive ahora en la plenitud de la vida divina, mientras sigue cerca de nosotros con la fuerza de su Espíritu. – Un evento extraordinario, pero que manifiesta una ley universal. Este evento revela que la resurrección de Cristo responde a las intuiciones, a las esperanzas de un destino humano abierto al futuro, sale al encuentro de nuestro deseo de que la muerte no sea la última palabra de la vida, que la colocación de la lápida no sea el último acto de nuestra existencia. Esta secreta premonición, esta esperanza irrenunciable, pertenece a la historia de los seres humanos, está en el corazón de todos y de cada uno; toda persona, prescindiendo de su fe religiosa, vive una especie de acto de esperanza en la propia duración después de la muerte, y lo vive y lo realiza aceptándolo libremente con confianza o rechazándolo también libremente con desconfianza y escepticismo. Pero el acto de confianza en la propia supervivencia, aun cuando se realice, sigue significando asomarse a un futuro desconocido; y cuando se niega, provoca un encerramiento en uno mismo, dejándolo insatisfecho, casi desesperado. El estallido histórico de la noticia de que Jesús resucitó y se apareció a los suyos transforma las trémulas esperas humanas en una luz resplandeciente, permitiéndonos ver en él la primicia de nuestra resurrección, la certeza de una vida que no acabará nunca. En el Resucitado se glorifica un fragmento de historia, de cosmos, como señal e inicio del destino del género humano y del cosmos entero, del hombre y de la mujer llamados a formar el gran cuerpo de la humanidad resucitada en Cristo. La resurrección de Jesús tiene, por consiguiente, el sentido de una salvación definitiva de la existencia humana por obra de Dios y ante él. Es verdad que en el nuevo horizonte procedente de la resurrección de Cristo está aún presente el sufrimiento, la hostilidad, la dificultad, la violencia, las guerras, por lo que nos preguntamos: ¿dónde está el cambio que se supone habría realizado el Resucitado? La respuesta es sencilla: la Pascua de Jesús no nos transfiere automáticamente al reino de los sueños; nos llega al corazón para hacernos recorrer con alegría y esperanza aquel camino de purificación y de autenticidad, de verificación de nuestro comportamiento, que tiene como meta la certeza de una vida que no muere más. La Pascua no nos devuelve a un mundo irreal, sino a una existencia auténtica, a una existencia de fe, de esperanza y de amor: una fe que es fuente de alegría y de paz interior; una esperanza que es más fuerte que las decepciones; un amor que es más fuerte que todo egoísmo. El Resucitado está con nosotros, y junto a él podemos vencer el mal con el bien, sacar del mal el bien más grande. Esta es la fuerza y la novedad de la Pascua. 164
El relato de la resurrección de Jesús Nadie fue testigo de la resurrección de Jesús; nadie estaba presente en el momento en que salió del sepulcro. El evangelista Marcos relata cómo Jesús, después de su muerte, fue sepultado en una tumba excavada en la roca. A esta tumba se acercan, pasado el día del sábado, las mujeres que quieren embalsamar el cuerpo del Señor. Llegan al sepulcro al rayar el alba, pero descubren con sorpresa que ya había sido corrida la enorme piedra colocada a la entrada de la tumba. Entran y ven a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco, que les dice: «No os espantéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. No está aquí, ha resucitado. Mirad el lugar donde lo habían puesto. Id ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de ellos a Galilea. Allí lo verán, como les había dicho» (Mc 16,6-7). Como los otros evangelistas, Marcos se preocupa de referir los hechos y las palabras; no añade nada suyo. Sin embargo, alguien podría objetar: ¿será verdad lo que dice? ¿No podría ser una leyenda la resurrección de Jesús? Las apariciones del Resucitado En realidad, tenemos testimonios históricos irrefutables que atestiguan las apariciones de Jesús resucitado. Los cuatro evangelios –Mateo, Marcos, Lucas y Juan– describen los encuentros con el Resucitado precisamente para subrayar que él vive aún en medio de nosotros, camina con la humanidad a lo largo de todos los siglos. Mateo relata el encuentro de Jesús con las mujeres (28,9-10) y los once apóstoles (28,16-20). Marcos nos cuenta el encuentro con María Magdalena, con dos discípulos y con los once apóstoles (16,9-18). Lucas nos refiere el encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús y con los apóstoles (24,13-53); y Juan el encuentro con María Magdalena, con los apóstoles, con el incrédulo Tomás y con los discípulos en el lago de Tiberíades (20,11-29; 21,1-23). Lucas, en el libro de los Hechos, escribe que Jesús se apareció a los suyos durante cuarenta días, hablándoles del reino de Dios (1,1-8). El documento más antiguo que poseemos sobre la fe cristiana en la resurrección es un pasaje de la Primera Carta a los Corintios: «Ante todo, yo os transmití lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras, que se apareció a Cefas y después a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron ya; después se apareció a Santiago, y después a todos los apóstoles. Por último, se me apareció a mí» (15,3-8). 165
En el texto original griego se predican de Cristo cuatro verbos: tres de ellos indican un hecho acontecido en el pasado (murió, fue sepultado, se apareció); en cambio, «resucitó» se encuentra en un tiempo que expresa la permanencia de un evento ocurrido en el pasado, pero que sigue teniendo efectos en el presente, en la actualidad. Por consiguiente, Jesús no solo resucitó, sino que vive aún ahora para nosotros y para el mundo entero. Podríamos decir que, si la resurrección es el momento culminante de la plenitud de la vida y del amor de Dios que se comunica a los seres humanos en Cristo Jesús, esa plenitud continúa aumentando mediante la acogida de la gracia del Resucitado que la humanidad realiza en su camino. El Resucitado se aparece reconstruyendo una serie de relaciones: con los individuos, con los grupos, con la muchedumbre, dando a todos la capacidad de vivir relaciones auténticas, de perdonar, de superar los conflictos presentes en las familias, en la sociedad, en las naciones. – Detengámonos en el episodio del encuentro de Jesús con María de Magdala: «María estaba frente al sepulcro, afuera, llorando. Llorosa, se inclinó hacia el sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados: uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cadáver de Jesús. Le dicen: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Responde: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Al decir esto, se dio media vuelta y ve a Jesús de pie; pero no lo reconoció. Jesús le dice: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo iré a buscarlo”. Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice en hebreo: “Rabbuni” –que significa maestro–. Le dice Jesús: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: “He visto al Señor y me ha dicho esto”» (Jn 20,11-18). ○ María llega al sepulcro al clarear el día, ve sorprendida la tumba vacía y se queda junto al sepulcro llorando porque su amigo y Maestro ha muerto; se contentaría con saber dónde lo han puesto. Ella representa a la humanidad que siempre busca un salvador, pero con una esperanza inhibida y estrecha, que no arriesga. Su búsqueda de Jesús es aún muy humana: lo busca entre los muertos, donde no está. A menudo buscamos nosotros a Dios donde no está, a través de modelos de eficacia humana, de éxito, de poder, de satisfacciones fáciles. La búsqueda de María Magdalena es también la imagen de una sociedad afligida y extraviada, que desearía al menos reflexionar un poco para comprender las razones de 166
sus males, para ver cuáles son los errores que ha cometido. ○ Jesús no se irrita por la búsqueda equivocada e imperfecta de la mujer, porque sabe que hay en ella mucho amor y un profundo anhelo. Y, de repente, María Magdalena ve con sus propios ojos a aquel a quien creía que no volvería a ver; escucha una voz intensa que nunca habría pensado en volver a oír; se siente llamar por su nombre: «¡María!». Es significativo que Jesús se revele a ella sin anunciarle el acontecimiento que le concierne: «He resucitado, estoy vivo», sino pronunciando el nombre: «¡María!». Se trata de una revelación personal, existencial, que infunde no solo la certeza de que Cristo está vivo, sino también la conciencia de ser conocida verdaderamente por él, en su totalidad y su dignidad. De este modo, Jesús apela discretamente a la libertad recurriendo al nombre, que expresa mejor la interioridad. Así es como Jesús quiere encontrarse con cada ser humano: acercándose, corrigiendo las búsquedas inciertas, confusas, torpes, revelando su amor y llamando a cada uno por su nombre. Cada uno de nosotros puede tener la experiencia del Resucitado, descubrir sus señales, aun cuando sienta en el corazón poca esperanza y las lágrimas surquen su rostro. Es en la interioridad donde podemos descubrir el amor de Dios; es dentro de nosotros donde podemos sentirnos llamados y restituidos en nuestra identidad profunda, en nuestra vocación de hijos de Dios. Por consiguiente, el evangelista Juan nos transmite que la primera criatura en descubrir las señales del Resucitado fue una mujer llena de sensibilidad, de afecto y de ternura. Una mujer llena de aquel anhelo, de aquel deseo de ir más allá de la muerte y de la finitud humana, que experimenta toda persona cuando, por ejemplo, en sus jornadas toma decisiones valientes y honestas, sin que de ellas no solo no le venga ventaja alguna para su vida presente, sino que, más aún, le provocan alguna pérdida e incluso graves perjuicios. Con ocasión de estos actos, comprendemos que tenemos que actuar categóricamente, sin esperar nada a cambio y sin constricciones exteriores, y afirmamos, al menos implícitamente, la existencia de algo que está más allá, que tal vez no reconocemos aún con palabras o conceptos religiosos y que, sin embargo, guía toda acción honesta y desinteresada, haciéndonos intuir cómo las cuentas, que en este mundo no salen, al final acabarán cuadrando. Esta fuerza interior y esta esperanza son un grito al Resucitado, son la búsqueda cultivada por María junto a la tumba: su búsqueda confusa e incierta es valiosa, es experiencia no eliminable de una persona humana que ha llegado a un mínimo de autenticidad y de honestidad consigo misma y con la vida.
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La fuerza interior y la esperanza son el antídoto que necesitamos contra la decadencia social, moral, civil y política; una decadencia que tiende a hacer añicos la unidad cultural y civil de un pueblo; que tiende a que se pierda el sentido de las razones para estar juntos y trabajar por el mismo objetivo, en la misma dirección. Para salir del círculo infernal de la degradación social y política es necesario que el corazón apesadumbrado, como el de María Magdalena, que llora, sea movido por una esperanza grande y concreta, no vinculada a circunstancias contingentes, a soluciones de escaso nivel, por las que con demasiada frecuencia somos llevados al escepticismo. Jesús, que se aparece a la mujer, nos invita a cambiar de modo de pensar y de ver, a aceptar que el amor de Dios disuelve el miedo, que la gracia perdona el pecado, que la iniciativa de Dios antecede a todo esfuerzo humano y nos reanima, nos regenera interiormente. – Podemos recordar otra aparición del Resucitado: el encuentro con dos discípulos: «Aquel mismo día [el del descubrimiento de la tumba vacía, el domingo de la resurrección], dos de ellos iban de camino a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén. Iban comentando todo lo sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona los alcanzó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos eran incapaces de reconocerlo. Él les preguntó: “¿De qué vais conversando por el camino?”. Ellos se detuvieron con semblante afligido, y uno de ellos, llamado Cleofás, le dijo: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que desconoce lo que ha sucedido allí estos días?”. Jesús preguntó: “¿Qué cosa?”. Le contestaron: “Lo de Jesús de Nazaret, que era un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo. Los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. ¡Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel!, pero ya hace tres días que sucedió todo esto. Es verdad que unas mujeres de nuestro grupo nos han alarmado; ellas fueron de madrugada al sepulcro y, al no encontrar el cadáver, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles asegurándoles que él está vivo. También algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como habían contado las mujeres; pero a él no lo vieron”. Jesús les dijo: “¡Qué necios y torpes para creer cuanto dijeron los profetas! ¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él. Se acercaban a la aldea adonde se dirigían, y él fingió seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, que se hace tarde, y el día va de caída”. Entró para quedarse con ellos; y mientras estaba con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo 168
reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Se dijeron el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba la Escritura?”» (Lc 24,13-32). Podemos percibir en este relato cuatro experiencias humanas fundamentales: el caminar, la hospitalidad, la fracción del pan, la apertura de los ojos. ○ Todo se desarrolla durante un camino, es decir, en la experiencia de caminar, de ir hacia un lugar: «dos de ellos iban de camino». El evangelista Lucas habla a menudo de Jesús como «aquel que camina», que está en camino. También el detalle de detenerse los dos cuando Jesús les pregunta, para volver a ponerse en camino después, revela que se da mucha importancia a esta experiencia bajo la que puede verse la historia de todo ser humano. La vida humana es un dinamismo, va hacia adelante, tiende hacia una dirección, y Dios viene al encuentro del ser humano para acompañarlo y caminar con él. ○ La hospitalidad, la acogida, es otro símbolo primario y antiquísimo del ser humano que supera el instintivo temor del viandante que llama a la puerta. Aquí se expresa con palabras maravillosas: «Quédate con nosotros», dicen los dos discípulos a Jesús, no te vayas, queremos estar juntos. Su desconfianza inicial hacia el desconocido se diluye lentamente hasta convertirse en fraternidad: ven a mi casa, sé mi invitado. La hospitalidad es en Oriente uno de los pilares de la cultura, es el modo de ser verdaderos seres humanos: saber acoger a quien sea a cualquier hora en cualquier momento, sin irritarse nunca, preparando todo inmediatamente con alegría, es un deber propio del oriental. Y es un símbolo que nos interpela, que interpela a los habitantes de nuestras grandes ciudades, que, viviendo tal vez en el mismo edificio, con los pisos en la misma planta, se desconocen durante años, no advierten la necesidad de visitarse, de conocerse, de acogerse. ○ También la fracción del pan tiene una simbología humana e histórica: «Mientras estaba con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio». Comer del mismo pan es más que hospitalidad; compartir la mesa es lo que hace realmente hermanos, es como una ceremonia de alianza, de amistad: comparto contigo el pan que es un bien mío. Con la frase «partió el pan», Lucas tiene en mente la Eucaristía, quiere subrayar que Jesús, ya resucitado y vivo, se da a los dos manifestándose en la caridad perfecta de la Eucaristía. Pero compartir es, de hecho, un símbolo humano, y por eso lo eligió Jesús como símbolo eucarístico, como signo del don de su vida al ser humano.
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○ La apertura de los ojos está en oposición al tema de los ojos cerrados: «sus ojos eran incapaces de reconocerlo», estaban como ciegos. También María de Magdala, en un primer momento, había tomado a Jesús por el hortelano. ¿Cómo es posible que, aun conociendo bien su rostro, aun siendo fieles discípulos suyos, no se dieran cuenta de que era Jesús? Los ojos de María estaban cerrados por las lágrimas, por el dolor, por la búsqueda errónea; los dos de Emaús están ofuscados por haber perdido toda esperanza, por no haber comprendido las palabras de Dios contenidas en la Escritura. De repente «se les abrieron los ojos y lo reconocieron». La persona, inmersa en la dura cotidianidad, no ve las maravillas del amor de Dios que la circundan, no sabe leer la Escritura correctamente, teme que el Dios de Jesucristo, del que oye hablar, le impida ser feliz, vivir como quiere vivir. En cambio, cuando en su arduo camino de búsqueda abre los ojos, por la gracia del Resucitado, entonces descubre con asombro y alegría que Dios es su amigo, su Padre; que Jesús es su hermano; que la fe es clave de vida verdaderamente humana. Los dos discípulos conocían las Escrituras, pero no habían entendido su significado más profundo. Jesús se las explica, explica el misterio del ser humano, de la historia, de los acontecimientos, de las vivencias, y entonces arde su corazón: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba la Escritura?». El fuego que abrasa produce una sacudida y un trastorno interiores, una emoción fuerte; es la experiencia que nace de la escucha verdadera de la Palabra de Dios. Ahora entienden que toda página de la Biblia, desde el primer libro hasta el último, contiene aquella Palabra viviente que es Jesús muerto y resucitado. De todo lo anterior se sigue una valiosa enseñanza: es fundamental conocer la Escritura para descubrir el amor de Dios al ser humano y su larga historia de amor por nosotros, que se ha desplegado en la historia de la salvación. En su conjunto, la aparición de Jesús a los dos discípulos nos recuerda que el ser humano es un ser en camino y necesitado de significado; que en este camino está llamado a reconocer la Palabra de Dios que le persigue y le interpela continuamente sobre la dirección de su viaje, para explicarle su sentido; que la libertad y la felicidad del ser humano consisten en acoger esta Palabra, en no rechazarla, en abrir los ojos y el corazón al plan de Dios, revelado plenamente en el misterio de su Hijo Jesús, muerto y resucitado por nosotros, vivo y activo en medio de nosotros. El Resucitado crucificado y la eternidad en el tiempo histórico El evento de la Pascua –que se renueva en cada celebración eucarística– exige a los cristianos ser personas capaces de decir a la humanidad: ¡No temas, mujer, no llores! Ahora sabes adónde conduce el camino de la vida, ahora sabes que tu Señor está contigo. 170
Sin embargo, no debemos olvidar que el Resucitado es por siempre el Crucificado y está ante el Padre como aquel que ha pasado, por amor, a través de la pasión y la muerte de cruz. El Resucitado, en efecto, cuando se apareció a los apóstoles «les mostró las manos y el costado» traspasados, como sabemos por el evangelio de Juan (20,1929).Y regresando junto a ellos ocho días después, al apóstol Tomás, que no estaba presente en la primera aparición de Jesús y se oponía a creer que estuviera aún vivo, le dijo: «Mete aquí tu dedo y mira mis manos; tiende tu mano y métela en mi costado, ¡y no seas incrédulo, sino creyente!». El misterio pascual, por tanto, abarcará durante toda la eternidad, inseparablemente, la muerte y la resurrección, porque Dios eligió salvarnos así, se manifestó amigo del ser humano a través del amor crucificado del Hijo, se despojó en el Hijo hecho pobre para hacer creíble su amor por nosotros. A la pregunta antigua y nueva del ser humano –¿qué será de mí tras la muerte?–, la fe cristiana no responde, por tanto, asegurando simplemente que todo continuará después del final del tiempo, que todo nos será restituido; sería una respuesta incompleta. La fe cristiana afirma que la eternidad, la vida nueva, verdadera y definitiva, ha entrado ya con la Pascua de Cristo en mi experiencia, que es vivida por mí aquí y ahora en la indestructibilidad de los gestos que realizo –de fidelidad, de paz, de amor, de perdón, de amistad, de honestidad, de libertad responsable. Son gestos en los que, en el tiempo, el ser humano supera el tiempo alcanzando la eternidad, en la medida en que se abandona a la vida y a la eternidad del Crucificado Resucitado que ha vencido a la muerte. La resurrección de Jesús no es solamente lo que nos aguarda después de la muerte; es un hecho pascual presente, que se realiza día a día en aquel que cree y que espera, que sufre y que ama, que se deja guiar por la Palabra en la vida diaria para seguir a Jesús, el cual, mediante la pasión y la muerte, lleva a cabo el paso de este mundo al Padre. Cada vez que tomamos valientemente una decisión acertada, éticamente relevante, interiorizamos la eternidad gracias a la eternidad de Jesús que ha entrado en medio de nosotros. Podemos, entonces, rescatar la angustia del tiempo sabiendo que nuestros actos de entrega poseen un valor definitivo, depositado en la plenitud del cuerpo resucitado de Cristo. Y, en cierto modo, llegamos a entender el drama de los comportamientos no éticos, porque también en ellos acontece la irrevocabilidad. Pueden ser actos realizados por el ser humano por ligereza, por inconsciencia, y entonces son rescatados de las dificultades y las aflicciones que toda vida conlleva. Pueden ser, en cambio, actos que se apoderan de la persona en su totalidad, que la «fijan» en el mal, en el rechazo de Dios y de los seres humanos. De estas actitudes globales negativas del ser humano solo nos salvamos por la 171
fuerza enorme del Crucificado Resucitado. Y si se dieran situaciones de rebelión permanente y obstinada contra Dios, el Resucitado nos deja, en todo caso, confiar, contra toda esperanza, en que la misericordia divina es infinita. Porque Dios es el Padre que nos ama el primero, que se da a nosotros en Jesús aun antes de toda espera y esperanza humanas, que nos perdona gratuitamente; Dios es aquel de quien todo procede, de quien todo depende, a quien todo tiende y todo retorna.
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Índice Portada Créditos Prólogo 1. El amor de Dios al ser humano
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El misterio de Dios en el Evangelio de Marcos La misteriosa iniciativa de Dios Un Dios que perdona Un Dios bueno y fiel Un Dios para quien todo es posible El rostro de Dios en el Evangelio de Juan Punto de partida y de llegada de la predicación joánica Dios es Padre Dios sirve al ser humano ¿De qué modo cura Jesús la conciencia débil de Pedro? ¿Qué significa el gesto del lavatorio de los pies? La misericordia de Dios en el Evangelio de Lucas Las parábolas de las pérdidas y los hallazgos ¿A quién se propone esta enseñanza de Jesús en parábolas? El Evangelio de la gracia La dignidad de la persona humana El primado de Dios en la Iglesia
2. Escucha y oración
6 7 7 8 9 11 11 15 16 20 20 22 22 23 23 25 26
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La oración del ser Silencio y escucha Dos momentos privilegiados de encuentro con Dios Lo específico de la oración cristiana El Padrenuestro Escritura y oración: la lectio divina Observaciones importantes sobre la lectio divina Un ejemplo de lectio divina
3. El pecado
30 32 35 38 39 43 48 49
55
El rechazo del plan de Dios
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Otras tipologías del pecado en la Biblia El relato de Caín y Abel El relato de los hijos de Dios y las hijas de los hombres El relato de la torre de Babel La vastedad del reino del mal Los pecados personales Los pecados estructurales y sociales Los pecados colectivos racionalizados La idolatría de ayer y de hoy Jesús frente al mal del mundo
4. Reconciliación y conversión
59 59 60 61 63 64 66 68 69 74
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Hacia la conversión del corazón: el Salmo Miserere El punto de partida El reconocimiento de una situación El dolor por los pecados La alegría del sacramento de la reconciliación Confesión de alabanza Confesión de vida Confesión de fe La penitencia Purificación del corazón y religiosidad verdadera La fuerza del perdón Los cuatro rostros de la conversión Conversión religiosa Conversión moral Conversión intelectual Conversión mística
5. El combate espiritual
80 82 83 86 90 90 91 91 92 96 101 104 105 105 106 108
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Los caminos del adversario Las intenciones del adversario Dos ejemplos de la acción del adversario en el mundo La vida de Jesús como tentación y lucha Jesús tentado en el desierto Las tentaciones de Jesús en la cruz Tiempo de lucha en el Espíritu 174
110 111 114 118 118 121 123
La conflictividad permanente de la vida cristiana Cómo afrontar el combate espiritual La armadura de quien lucha
6. La Pascua de Cristo
126 130 136
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Hacia la pasión y la resurrección de Jesús ¿Qué es la Pascua? El Domingo de Ramos El primado de la conciencia La conciencia oscura de Caifás La Eucaristía La institución de la Eucaristía El significado de la Eucaristía La Eucaristía en la vida de los cristianos Cristo muere crucificado La nueva acción de Dios en el mundo El acontecimiento de la resurrección de Cristo El relato de la resurrección de Jesús Las apariciones del Resucitado El Resucitado crucificado y la eternidad en el tiempo histórico
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142 142 144 146 149 154 154 155 156 158 163 163 165 165 170