El Hombre Que Fue Chesterton - José Ramón Ayllón

September 12, 2017 | Author: Libros Católicos | Category: G. K. Chesterton, Walt Whitman, Love, United Kingdom, Humour
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Descripción: El Hombre Que Fue Chesterton - José Ramón Ayllón...

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JOSÉ R. AYLLÓN

El hombre que fue Chesterton

PALABRA HOY

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© José Ramón Ayllón, 2017 [email protected] © Ediciones Palabra, S.A. 2017 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.palabra.es [email protected]

Fotografía de portada: © Album Diseño de cubierta: Raúl Ostos Diseño de ePub: Rodrigo Pérez Fernández

ISBN: 978-84-9061-581-2

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares de Copyright.

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ÍNDICE

Primera parte. Su vida, su mundo 1. El joven Gilbert La aventura suprema Un colegio y un club de debate El período de locura Frances Blogg, 1896 Dígaselo con versos Belloc y el distributismo Para toda la vida, 1901 2. Fleet Street Ada Jones La tribu de Fleet Street Bernard Shaw y los fabianos John O’Connor Diez chelines y mil horas Herejes y Ortodoxia Charles Dickens De Londres a Beaconsfield, 1909 3. Periodismo en guerra Batallas políticas

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El escándalo Marconi La Gran Guerra Zepelines sobre Londres, 1915 Director del Witness El soldado Cecil, 1917 A ti que amaste esta Inglaterra La única mujer a bordo, 1919 4. Grandes viajes Palestina, 1920 Estados Unidos, 1921 El GK’s Weekly y la Liga, 1925 Dorothy Collins, 1926 Adiós a los padres Últimos viajes Segunda parte Su pensamiento 5. La revolución femenina Ganan las feministas Dentro y fuera de casa Privilegio femenino Un niño entre niños La superstición del divorcio 6. De agnóstico a católico

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El Universo, en su sitio La conciencia, en su sitio Ideas anticatólicas En la cárcel con Joseph Pearce Conversión y conversiones La llave maestra 7. La historia interpretada La prehistoria humana Grecia y Roma Cristo en la Historia Inglaterra Marx y Comte Nietzsche y el Superhombre 8. Paradojas medievales El relevo de Roma Los Siglos Oscuros Los submarinos medievales Fin de la esclavitud Asesinato en la catedral San Francisco y santo Tomás In terra viventium

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A Carlos M. Gilabert, Fran Rubio, Miguel Ángel García, Enrique Martínez y Xavi Roca, amigos de las JUP.

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Agradecimientos

Estas páginas deben mucho a las magníficas semblanzas que sobre Chesterton han escrito Ada Jones, William Titterton, Joseph Pearce y Luis Ignacio Seco.

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PRIMERA PARTE SU VIDA, SU MUNDO

A Gilbert Keith Chesterton le tocó vivir en el Londres de la época victoriana y de la primera guerra mundial, entre 1874 y 1936. La gran metrópoli era el principal centro financiero, político y cultural del mundo, y en ella brilló GKC con sus ensayos, sus novelas, sus versos, sus columnas de prensa, sus conferencias, sus debates y su micrófono en la BBC.

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1. El joven Gilbert

La aventura suprema Eso de llegar repentinamente a este planeta, de aparecer en escena recién nacido, sin ensayo previo, siempre le pareció una idea divertida y magnífica. Vino al mundo en Londres, para iniciar lo que en su Autobiografía llamó «la aventura suprema»: sesenta y dos años en los que no tuvo tiempo de aburrirse, permanentemente «admirado del milagro de estar vivo, y de haber recibido la vida del Único capaz de hacer milagros». Todo empezó un día de primavera de 1874, el mismo año en que nació Winston Churchill. La primera casa de los Chesterton estaba situada en una recoleta calle de Kensington, distrito relativamente céntrico del gran Londres victoriano. Ahí nacieron Beatrice y Gilbert. La niña murió a los ocho años, cuando su hermano acababa de cumplir tres. Edward, su padre, hizo desaparecer todos los recuerdos de su hija y rogó a su esposa que no volviese a mencionar su nombre. Había que seguir viviendo. Poco después se trasladaron al número 11 de Warwick Gardens, donde nació Cecil. La nueva casa era de ladrillo rojo, tenía pórtico neoclásico y estaba cerrada por una verja que corría paralela a la acera. Completaba la propiedad un extenso jardín trasero con árboles al fondo. Cecil, cinco años más joven que Gilbert, llegó tal vez con la misión de afinar al máximo la capacidad argumentativa de su hermano. «Él y yo no dejamos de 11

discutir en toda nuestra adolescencia y juventud, hasta convertirnos en una pesadilla para nuestro círculo social». La discusión, el debate, viene a ser entre los británicos otro deporte nacional. Pero quienes discuten, exponen y confrontan sus opiniones con educación y buen humor, hasta que todo termina, como en el rugby, en el tercer tiempo de la cerveza. Al lector español no es preciso aclararle que, en su país, discutir es otra cosa. Con Cecil dispuso Gilbert de un entrenamiento perfecto para la que sería una de sus ocupaciones favoritas durante el resto de su vida. «Puedo añadir –aunque parezca una fanfarronada– que el hombre acostumbrado a discutir con Cecil no tiene que temer el enfrentamiento con nadie». Además de discutir, el pequeño Gilbert escuchaba cuentos de hadas, leía libros de aventuras, dibujaba sobre todo papel que cayera en sus manos, observaba atentamente el mundo, y se empapaba de la integridad y la curiosidad inagotable de su padre. Edward Chesterton, familiarmente conocido como «Mister Ed», estaba al frente de una agencia inmobiliaria y de topógrafos, radicada en Kensington, que pertenecía a la familia desde hacía tres generaciones. «Era uno de esos individuos que siempre tienen suficiente éxito y no son ambiciosos». Un hombre tranquilo y lleno de ideas, cuya inagotable amabilidad también se manifestaba en el gusto por tomar el pelo a la gente. Conocía y recitaba toda la tradición literaria inglesa, y por eso Gilbert se sabía de memoria gran parte de ella mucho antes de que pudiera entenderla. De su padre también heredó un despiste crónico, que en ningún momento resultó molesto para quienes le rodeaban. Mister Ed, «hombre de muchos y entrañables talentos», aprovechó una sospechosa taquicardia para reducir su trabajo en la agencia y pasar muchas horas en casa, dedicado a la familia y a cultivar sus variadas aficiones literarias y artísticas. Una de ellas era el guiñol, al que alude el primer recuerdo de Gilbert: el de un hombre con una llave, cruzando a pie un puente que salvaba un peligroso precipicio montañoso y conducía a un castillo. En su torre, asomada a la ventana, había una doncella de belleza incomparable.

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La profesión y la inclinación artística de Edward le habían llevado a escribir e ilustrar un libro sobre antiguas casas holandesas. Uno de los juegos preferidos del pequeño Gilbert era pasar sus hojas y pensar no en lo que mostraban los dibujos, sino en todo lo que quedaba fuera de ellos: los desconocidos rincones y callejuelas de la misma ciudad pintoresca, las calles que se estiraban hacia el fondo, las traseras ocultas, las cosas que se podrían encontrar al doblar una esquina… En la casa de Warwick Gardens se vivían con pasión la política, las artes y la literatura, en un clima de libertad y constante buen humor. Edward y su esposa, Marie Louise, excelentes anfitriones, prodigaron las fiestas y tertulias, las grandes meriendas, los interminables debates y las representaciones teatrales. Así lograron que su hogar fuera una atracción irresistible, tanto para sus vecinos como para los numerosos tíos, primos, amigos y conocidos de la familia. William Titterton, un periodista que trabajará estrechamente con ambos hermanos, nos dice que tuvo el privilegio de conocer a Marie Louise y de saber de quién heredó Gilbert su ingenio. También afirma que en esa casa se criaron dos gigantes, «porque Cecil, a su manera, fue tan grande como su hermano». La casa de Warwick Gardens fue para ellos un reino de libertad, seguridad y bienestar. Nadie encontró nunca a Marie Louise cansada o preocupada. En su alegría descansaban sus hijos con sus incontables amistades. Durante esas invasiones, Míster Ed podía encerrarse ocasionalmente en su despacho, pero su esposa nunca abandonaba el barco: servía innumerables tazas de té, ofrecía bizcochos, repartía sándwiches, llenaba las jarras de cerveza, sin suspirar siquiera al descubrir quemaduras de cigarrillos o 13

manchas en la alfombra. Por haber crecido en ese ambiente, no nos sorprende que Gilbert y Cecil rindiesen culto a la familia durante toda su vida, y que la defendiesen siempre como fuente de libertad y escuela de convivencia. Gilbert escribirá que el hogar no es el rincón domesticado y manso en medio de un mundo lleno de aventuras, sino el espacio indómito y libre dentro de un mundo lleno de reglas y rutinas. Su argumentación resulta sencilla y sólida: fuera del hogar hay que aceptar las reglas estrictas de la empresa, el hotel, el club o el Gobierno. En cambio, «dentro de casa uno puede comer en el suelo si le apetece. Yo mismo lo hago a menudo: da una sensación como de picnic extraño, infantil y poético». Un colegio y un club de debate «La idea de ir a la escuela para trabajar era demasiado grotesca para que nublara mi mente un instante». Gilbert fue alumno del San Paul, un colegio de Londres donde había estudiado Milton, tan prestigioso como Eton. En las fotos vemos a un chico alto y delgado, con el pelo revuelto y la expresión seria. Aunque le gustaba sentarse al fondo del aula y dedicarse a dibujar sin tregua, los buenos profesores del St. Paul supieron apreciar sus cualidades, sobre todo el director. Se trataba del señor Walker, un hombre de cabeza leonina, cuya voz también se parecía al rugido de un león, y cuya risa hacía temblar igualmente los pasillos. Walker dirá en cierta ocasión a Marie Louise: «Más de un metro noventa de genio. Cuídelo, señora Chesterton, cuídelo». Pero el genio confiesa, con doble sentido, que se sentía «completamente feliz siendo el último de la clase». Y quizá sea verdad que no trabajó mucho. Lo que sabemos con seguridad es que logró no hacer deporte, y que fue fiel al sedentarismo durante toda su vida. Solo una vez cedió a la tentación de jugar al golf, siendo adulto, pero tuvo que desistir al poco tiempo, pues «levantaba hectáreas de césped antes de acertar a la bola», y se distraía demasiado entre hoyo y hoyo. ¿Qué hizo entonces Gilbert en el colegio? Lo que más le gustaba. Además de dibujar, fundó un club de debate con varios amigos, «y llegamos incluso a debatir, si es que a aquello se le podía llamar así». Al núcleo fundador del Junior Debating Club pertenecen Gilbert, Edmund Bentley y Lucian Oldershaw. Los tres mantuvieron esa primera amistad durante toda la vida. Bentley será, como Gilbert, poeta, novelista y periodista. Su rostro solemne contrastaba con una extremada rapidez y agilidad de movimientos. Bien dotado para casi todo, era capaz de imaginar y escribir los más ingeniosos disparates. Oldershaw, 14

hijo de un actor, dominaba los juegos de magia, conocía ciudades y países, había pasado por varios colegios, poseía dotes de organizador y «tenía sobre todo una idea fija, calenturienta, amplia y extraordinaria: la idea de hacer algo serio, como las personas mayores». En su casa nació el Club, un día de julio de 1890. Lucian fue elegido secretario por unanimidad, y Chesterton, presidente. Las criaturas tenían dieciséis años. Al principio piensan discutir solamente sobre Shakespeare, pero pronto se dan cuenta de que en la vida hay otros muchos temas interesantes, y deciden que la finalidad del Club será «reunir a unos cuantos amigos para divertirse con temas literarios y cosas por el estilo». Entonces elaboran un reglamento y lo enmarcan en la pared. Los futuros miembros no podrán pasar de doce, y lograrán ingresar si el tema que desarrollan satisface a los presentes. Se encarece seriedad, rigor y respeto a los demás en las intervenciones. Las sesiones, semanales, tendrán lugar en distintos domicilios. Se cantará el himno del Club y la única bebida permitida será el té. Los debates empezaron a sucederse y el Club creció y se consolidó en pocos meses, generando una biblioteca común, un club de ajedrez y otro de dibujo. En vista del éxito, Oldershaw tuvo la idea de crear una revista que sirviera de enlace cultural con las publicaciones de los más importantes colegios del Reino Unido. Gilbert reconoce que a ningún otro se le había pasado por la cabeza semejante posibilidad, «como tampoco se nos habría ocurrido colaborar con la Enciclopedia Británica». «Lo más escalofriante del caso es que un buen día apareció impresa de verdad». Se llamaba The Debater. Si la elección del nombre no fue difícil, en la confección de los dieciocho números que vieron la luz hubo que trabajar full time durante dos años. Vivir en la misma zona les permitió reunirse a diario en casa de cualquiera de ellos, sin desaprovechar los fines de semana y las vacaciones. La revista se tira en una imprenta de Kensington y aparece con el mismo lema en todas las portadas: ¡Abajo la odiosa melancolía! Hence, loathed melancholy! Por las crónicas de las reuniones del Club sabemos que se disertó sobre Shakespeare, Pope, Milton, las Brönte, el humor gráfico, la pena capital… También quedó constancia de reuniones acaloradas donde volaron bollos arrojadizos, de multas de uno y dos peniques, así como de la expulsión de uno de los socios por cuestión de orden, con pronta readmisión cuando reconoció que «se sentía muy solo fuera del Club». Aunque el Junior no era exactamente un Club de un colegio, semejante a otros muchos que ya existían, su auténtica originalidad consistía, sobre todo, en contar con un órgano de expresión. The Debater logró periodicidad mensual, con tiradas entre 60 y 100 ejemplares, vendidos a 6 peniques. 15

Por la razón que fuese, nuestro experimento comenzó a aflorar a la superficie de la vida escolar y mereció la atención de las autoridades académicas, lo último que yo habría deseado. El rumor de que no éramos tan estúpidos como parecíamos empezó a circular entre los profesores. Un día, con gran consternación por mi parte, el director me paró en la calle y me acompañó, mientras rugía en mis ensordecidos oídos que yo tenía un don literario que podía cuajar si alguien le daba consistencia. Frederick Walker solía estar de buen humor, hasta que de pronto montaba un escándalo por un asunto trivial. Era un hombre muy notable, con tendencia a protagonizar sabrosas anécdotas. Gilbert recuerda la de una dama muy meticulosa, que le escribió para preguntarle cuál era la posición social de los alumnos del St. Paul, a lo que él contestó: «Señora, mientras su hijo se comporte y se paguen las mensualidades, nadie le preguntará por su posición social». En el verano de 1892, el fin de la etapa colegial dispersó a los amigos. Además del trío fundador, que nos acompañará a lo largo de esta semblanza, los demás miembros triunfaron en el ámbito social o político. Hubo entre ellos un alto cargo del Ministerio de Hacienda, un director de la General Electric, un Director General de Aviación Civil, un consejero del Ministerio de Trabajo, así como tres presidentes de la Oxford Union y de la Cambridge Union. «El Club», resumirá Chesterton en su Autobiografía, «fue una estupenda prueba de la amistad ideal, la más grande de todas las cosas buenas». El período de locura Gilbert se despidió de sus amigos cuando se fueron a Oxford y Cambridge. Él, empeñado en dibujar y pintar cuadros, ingresó en una escuela de Bellas Artes y dio por concluida su adolescencia. La escuela de Bellas Artes era la prestigiosa Slade School, de rango universitario. Un año más tarde, en octubre de 1893, se matricula en el University College de Oxford, para seguir un curso de Latín, Literatura inglesa, Francés y Bellas Artes, al que añadirá otro de Literatura francesa, Historia y Economía Política. En mayo de 1895, al cumplir 21 años, su madre le envía a Oxford un poco de dinero y una nota: «Tengo el corazón lleno de agradecimiento a Dios por el día que naciste y por el día que has llegado a la mayoría de edad. Te deseo una vida larga, útil y feliz. Que Dios te la conceda. Nada de lo que yo diga o haga podría expresarte mi amor y el gozo de tener un hijo como tú». Pero ese hijo extraordinario ha dedicado dos años a leer, escribir, dibujar y pensar. 16

Quizá demasiada ociosidad, porque siente que su interior está «lleno de morbo, dudas y tentaciones», y por su imaginación pasan las más depravadas atrocidades. Llamará a ese tiempo «mi período de locura», una época en la que «iba a la deriva, no hacía nada y era incapaz de concentrarme en un trabajo regular». Todo ello favorecido por el ambiente de la escuela de arte, que para Gilbert es sinónimo de lugar donde tres personas trabajan con energía febril, mientras los demás holgazanean hasta un punto imposible de alcanzar por un ser humano. En las aulas dominaba, además, el escepticismo y el nihilismo de Nietzsche, una especie de monstruo ciego que devora un mundo que no ve, inconsciente de sus propias obras y de sus consecuencias. Ese pesimismo escéptico pesa mucho en el ánimo del joven Chesterton, hasta hundirle en «una especie de suicidio espiritual». Cuando por fin toca fondo, surge en su interior un gran impulso de rebeldía. Para librarse de aquella pesadilla se inventa entonces una teoría provisional, que consiste en ver la mera existencia como algo realmente extraordinario. Empieza a pensar que la aparición repentina en este planeta, el debut en el gran teatro del mundo para una única actuación, es una idea realmente divertida y magnífica. Al mismo tiempo, sus lecturas de Walt Whitman, Browning y Stevenson le ayudan a ver las cosas de forma positiva, y brota en él cierta gratitud misteriosa: «daba las gracias, a quienesquiera que fueran los dioses, porque había seres vivos». Whitman, el gran poeta estadounidense, reforzó su convencimiento de que el mundo es bueno, realmente bueno; de que un pájaro aletea, alto y libre, sobre la maleza de la enfermedad y el dolor, en unos aires cada vez más puros; de que los hombres son compañeros, camaradas, iguales; de que las cosas empezarían a ir bien cuando todos entendieran algo tan sencillo. Años más tarde, al dedicar a su amigo Bentley la novela El hombre que fue Jueves, Chesterton evocará con verso poderoso los días de su juventud, cuando el mundo estaba viejo y acabado, bajo el peso de una nube enfermiza sobre el alma y la frente de los hombres. Pero tú y yo, Atosigados por torpes vicios de lujuria triste, Vivíamos alegres, Y cuando todos se avergonzaban del honor, Nosotros, débiles y simples, no caímos en eso. Éramos niños y levantamos un castillo de arena Todo lo alto que pudimos, Para frenar aquella marejada amarga. 17

Alude a continuación a su descubrimiento de Whitman, el poeta… Que hace escapar un grito de las cosas más limpias, Que canta en medio de la lluvia Como un pájaro alegre y repentino. Gracias al gran poeta americano… La noche se hizo día, y nosotros vivimos para ver Cómo rompía Dios los hechizos amargos, Cómo Dios cabalgaba hacia la Ciudadela del Alma, Levantado ya el sitio. Whitman enseña a Chesterton que lo maravilloso de la infancia sigue siendo una maravilla. Pero apreciar la magia de la realidad cotidiana requiere educar la mirada, no permitir que la costumbre mate el asombro. Después de leer a Whitman, Chesterton nunca se acostumbró a la maravilla del mundo, la vida no dejó de susurrar misterio en sus oídos atentos. En junio de 1895 termina el curso. Gilbert no se ha presentado a ningún examen, ni en la Slade ni en el University College. En septiembre encuentra su primer trabajo en una editorial especializada en literatura espiritista y ocultismo. La abandona con alivio meses más tarde, contratado por otra editorial, en la que permanecerá hasta fin de siglo. Son años en los que leerá más de diez mil originales. Frances Blogg, 1896 Un día de otoño de 1896, Gilbert vio a Frances Blogg por primera vez y se enamoró de ella. Aturdido por el deslumbramiento, aquella noche escribió en la soledad de su habitación que Frances sería la delicia de un príncipe, y que Dios creó el mundo y puso en él reyes, pueblos y naciones solo para que así se lo encontrara ella. ¿Quién era la muchacha que iba a casarse con el más célebre periodista británico del siglo XX? ¿Cómo se conocieron? Frances vivía en una hermosa casa de Bedford Park, el primer barrio residencial de Londres y el más bohemio, donde se mezclaban pintores, poetas, escritores, filósofos y políticos de izquierdas. Un barrio que se animaba por las noches con estimulantes debates, reuniones literarias y discusiones políticas. Vivía con su madre, Blanche, sus hermanas Gertrude y Ethel, y su hermano Knollys. Su padre había fallecido hacía catorce años. Blanche, con ideas avanzadas sobre educación y política, había enviado a sus tres hijas al primer jardín de infancia de 18

Londres, y luego a un colegio anglocatólico, precursor de la escuela Montessori. Las tres hermanas llegaron a la Universidad después de haber sido educadas para pensar con independencia y libertad. Los Blogg estaban muy vinculados al mundo literario. Eran sobrinos del poeta Blanchard, amigo íntimo de Dickens. Una de sus tías, importante historiadora del arte, fue la primera en traducir al inglés la vida de Albert Durero. El tío Hamilton era crítico de arte y poeta. Rex Brimley, novio de Gertrude, acababa de fundar una pequeña editorial, y ella misma era secretaria de Rudyard Kipling. En 1894, los cuatro hermanos crean un club de debate en su propia casa, y lo llaman I.D.K. Debating Society. Cuando alguien les pregunta qué significan las iniciales, se encogen de hombros y responden «I Don’t Know» con displicencia. Primos, amigos y vecinos formarán parte del I.D.K., y en sus reuniones conocerán Frances, Ethel y Gertrude a sus futuros esposos. Cierto día, Lucian Oldershaw le cuenta a Gilbert que ha estado tomando el té en casa de tres hermanas extraordinariamente bellas, y le anima a acompañarle al I.D.K. En la siguiente reunión, mientras Oldershaw se fijaba en la rubia y vivaracha Ethel, Gilbert se enamoró al instante de Frances, al tiempo que su poderosa cabeza se atascaba en una sencilla idea: «Si algo tengo que hacer con esta muchacha, es caer de rodillas ante ella». Frances había estudiado dos años en el St. Stephen’s College, dirigido por las Clewer Sisters of St. John, monjas anglicanas. Allí se había familiarizado con el Cristianismo, mientras asistía al servicio dominical y participaba en las actividades sociales de la parroquia. Aunque el resto de su familia respiraba agnosticismo, ella leía la Biblia y rezaba a la Virgen. Gilbert admirará su sentido práctico, que tiene manifestaciones tan diversas como el cultivo de la jardinería y de la religión. En su ambiente bohemio, todo el mundo pregonaba su adhesión a diversas religiones, principalmente orientales, pero a nadie se la pasaba por la cabeza practicarlas. Durante un tiempo, Frances fue profesora en la escuela anglicana de Bedford Park. Si a Gilbert le sorprendió su práctica religiosa, más le admiró que no se dejara influir por las ideas en boga. A pesar de su amor por la literatura, Frances nunca estuvo bajo la influencia de Yeats, Shaw, Tolstoi o cualquier otro escritor. Adoraba a Stevenson, pero, si Stevenson hubiera expuesto en el I.D.K. sus dudas sobre la inmortalidad, ella habría lamentado su equivocación en ese punto, y no se habría sentido afectada en absoluto. Gilbert había conocido en la Slade un mundillo «lleno de sinvergüenzas progresistas», y la sociedad que rodeaba a Frances en Bedford Park era también –como nos dice Titterton– avanzada en un sentido muy concreto: el de su avanzado estado de 19

descomposición espiritual. La personalidad de la muchacha reforzó la crítica de Gilbert a ese tipo de progresismo que se rebela contra unas normas no precisamente de tráfico, sino morales. Dígaselo con versos Muy pronto advirtió Gilbert que había tenido la suerte de conocer a una chica educada, inteligente, sensata y naturalmente buena, con un gran amor por la literatura. No se atrevió a caer de rodillas ante ella, pero empezó a dedicarle poemas. Las estrellas brillan por millones Y nadie salvo Dios sabe su número. Pero una sola, ¡ella!, fue escogida Aun antes de nacer para mí solo. ¿Cómo puede un mortal tropezar con su amor Y no volverse loco? Frances trabajaba en la Parents National Educational Union. Como secretaria general, tomaba notas en todas las reuniones del comité y las redactaba en el libro de actas. Muchas mañanas, cuando Gilbert se dirigía a su trabajo y pasaba por Victoria Street, subía hasta el despacho de Frances y dejaba sobre su mesa un dibujo o unos versos, para que ella encontrara poco más tarde ese saludo de bienvenida.

Cuando dijo el predicador «¡qué vil el polvo!», Sentí resquebrajarse el mundo entero, Saltó bajo mi pie la piedra muerta Y protestó todo mi cuerpo. Baja del púlpito (que es polvo y púrpura) Y mira el polvo que está vivo: 20

Las flores, que al final de tu sermón Siguen teniendo el mismo brillo. Míralas, anda, hasta que alcances, Dando un paseo, las afueras; Allí hay un árbol que conozco bien; Y allí, una valla; y allí, a ella, La luz del sol le enciende el pelo oscuro… Tú allí también, montón de arcilla, Podrás, a lo mejor, oír la música De las trompetas de aquel día En que Dios, el Creador, juró por Dios Ante la corte celestial, Hacer con polvo y nada más Esa cara más bella que los Cielos. Así comenzó una amistad llena de esperanza y entusiasmo, en torno a los debates, la literatura, la vida espiritual, el arte y la poesía. Contra todo pronóstico, el noviazgo entre el genio excéntrico y la serena romántica estuvo equilibrado en todos los aspectos. Hablaban mucho, reían, rezaban, escribían poemas de amor, soñaban con un futuro en el campo y esperaban formar una gran familia gracias a los escritos de Gilbert. Cuando Frances conoció a Marie Louise y a Edward, inmediatamente se sintió en familia. Entonces enseñó a Mister Ed los poemas de su hijo y ambos empezaron a conspirar. Sabían que los versos eran buenos, pero Gilbert no parecía tener planes sobre su publicación. Frances ordenó los poemas y los llevó al novio de su hermana Gertrude. Rex acababa de crear una editorial, leyó el poemario y aceptó su publicación. Frances preparó entonces una segunda recopilación, The Wild Knight, que incluía poemas memorables como The Donkey, By the Babe Unborn y The Beatific Vision. En este caso acudió al editor Grant Richards. Así, en 1900, gracias al empuje de su prometida, vieron la luz los dos primeros libros de un desconocido de 26 años, que no tardaría en ser uno de los escritores más prolíficos y populares de Inglaterra. Al traducir y analizar esos poemas, Enrique García-Máiquez observa que han sido escritos a impulsos de tres entusiasmos. El primero es la pasión por la vida. Como ya sabemos, el mero hecho de existir le parece al poeta un milagro permanente, una ventura fantástica. Su segundo entusiasmo es el de un enamorado furibundo, que no dejó nunca 21

de pasmarse ante el hecho de ser correspondido. La otra gran pasión fue el Dios cristiano, Alguien lo suficientemente grande para recibir la inmensa gratitud por los regalos de la vida, de la naturaleza y del amor. Los tres entusiasmos convierten a estos versos en el himno de un guerrero de la vida ordinaria, que celebra la victoria sobre el pesimismo escéptico. Las cartas de Gilbert a Frances son constantes durante los cinco años que duró su noviazgo. En una leemos: Mi querida Frances: Conozco a un tipo que tiene siempre encendidas cuatro velas en acción de gracias. La primera, por haber sido creado en el mismo mundo que una mujer como tú. La segunda, porque a pesar de todos sus defectos, no ha ido tras mujeres extrañas. No te puedes imaginar la recompensa que esto supone para el autocontrol de un hombre. La tercera se debe a que él ha intentado querer a todo ser vivo: una torpe preparación para amarte a ti. Y la cuarta es… Bueno, no tengo palabras que puedan expresarlo. Aquí termina mi antigua vida. Tómala: me ha llevado hasta ti. El amor a Frances centra a Chesterton, le da equilibrio y seguridad en sí mismo. Mientras por complacerla lucha con el nudo de la corbata y con el pelo rebelde, sigue trabajando en la editorial, acrecienta su enorme cultura autodidacta y llama la atención en los debates de Bedford Park. Sin formación universitaria acabada, tiene un espíritu observador y una independencia de juicio sorprendentes. En 1898, un día de verano Gilbert propone a Frances el matrimonio y recibe un «sí». Esa noche escribe a su prometida: Aunque mi vida ha sido muy alegre, lo cierto es que nunca he sabido lo que significa ser feliz hasta esta noche (…). No exagero si afirmo que jamás te he contemplado sin pensar que te había subestimado antes. Con todo, hoy ha ocurrido algo fuera de lo normal: has ascendido siete cielos de un salto. No entiendo por qué no me rechazas, pero supongo que tú sabes lo que haces mejor que yo. Que Dios te bendiga, mi querida niña. Gilbert y Frances no pueden ser más felices. Pero en la vida, como es sabido, nunca falta de nada. La tragedia llegó de repente con la muerte de Gertrude, arrollada por un ómnibus cuando cruzaba la calle en bicicleta. Era la más joven de los Blogg, la confidente y preferida de Frances, que se verá sumida en una inconsolable tristeza. Un breve viaje a Italia, para cambiar de aires, ayuda a la muchacha. De su prometido recibe cartas llenas de sensatez, con dosis bien calculadas de fino humor, para que ella y su 22

madre vuelvan a sonreír. La naturalidad con que Gilbert habla de la vida y la muerte, el amor y el más allá, revelan una formación intelectual y una riqueza interior nada comunes. Un sábado de 1899, los viejos amigos del Junior Debating Club se reúnen en un almuerzo en el restaurante Pinoli. La sobremesa se alarga con una informal competición de brindis. Chesterton describe a Frances esa inolvidable velada en cinco páginas. El minucioso relato termina así: «Me gusta presentarte con viveza mi pasado, no solo porque en conjunto fue un pasado hermoso, sano, tonto, viril, entusiasta, idiota, lleno del alma misma de la juventud, sino también porque soy víctima del prejuicio –espero que común a toda la humanidad– de pensar que nadie tuvo amigos como los míos». Si la vida era, para Macbeth, un sinsentido protagonizado por idiotas, para Chesterton va a ser, hasta el final de sus días, una fiesta que merece ser celebrada a menudo, comiendo, bebiendo y cantando con los amigos. Ese mismo año Inglaterra provoca la guerra contra los bóers, colonos holandeses de la República de Transvaal y del Estado Libre de Orange, bajo la presidencia de Kruger. Ese conflicto va a coincidir con los primeros pasos de Chesterton en la prensa, y le situará en la órbita del mejor periodismo. Belloc y el distributismo En 1900, con 26 años, Gilbert empieza a colaborar con Bookman, una prestigiosa revista mensual de crítica artística y literaria. Con humor nos dice que, tras haber fracasado por completo en su propósito de aprender a dibujar y a pintar, se lanzó alegremente a criticar los puntos más débiles de Rubens o el mal encauzado genio de Tintoretto. Aunque era un estupendo dibujante, era mejor escritor y tenía muchas cosas que decir. Desde niño el dibujo le había resultado tan natural como la escritura, pero dedicarse a dibujar le habría parecido demasiado bohemio. Era muy crítico con el tipo de vida de los artistas más famosos de la época, y de su breve paso por la Slade dirá que le permitió conocer a «un significativo número de canallas».

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Al comienzo de su colaboración con Bookman apenas cobra, pero ha nacido un escritor original y brillante. Por las mismas fechas, el viejo semanario liberal The Speaker es comprado por un grupo de jóvenes, entre los que se encuentran Bentley, Oldershaw y Belloc. Chesterton acababa de conocer a Hilaire Belloc en un debate de Bedford Park, donde habló durante media hora a favor de los bóers, mezclando la aristocracia inglesa con su perro, la revolución puritana, la decadencia de Roma, la incompetencia de un funcionario conocido suyo y la doctrina católica del pecado. A Chesterton le cautivó aquel joven que, «sin levantar la voz, parecía una carga de caballería», aquel torrente de oratoria enérgica, fresca y culta. Algunas semanas más tarde fueron presentados por Oldershaw en una calle del Soho. Belloc iba cargado de periódicos franceses nacionalistas y ateos. «Un sombrero de paja ensombrecía sus ojos de marino y hacía resaltar su barbilla napoleónica». Comentó que se encontraba desanimado, pero el Belloc decaído era mucho más animado que cualquier persona pletórica, así que hizo un brillante recorrido por la historia de Inglaterra, «y siguió hablando como –para mi mayor placer– ha venido haciendo desde entonces». Belloc, cuatro años mayor que Chesterton, era hijo de un armador francés y de una inglesa de Birmingham, cuya conversión al catolicismo fue considerada por su padre como una «señal de locura». Hilaire nació francés y católico. Fue uno de los últimos alumnos de Newman, en el Oratory School que el Cardenal había fundado en Birmingham. Hizo el servicio militar en Francia. Presidió en Oxford la Unión de Estudiantes, donde su fama como orador se hizo casi legendaria. En 1895 se graduó en Historia con la máxima calificación. En 1996 se casó en California con Elodie Hogan, y ahora vivían en Londres con sus hijos. Elodie era una joven simpática y hermosa, que sabía tratar a su impetuoso marido con valentía y buen humor. Tenía, como Marie Louise, el don de la hospitalidad, y su sonrisa franca bastaba para ganarse a cualquier invitado. Ada, futura esposa de Cecil, la recordará como «la mujer más atractiva que he conocido. Cecil la adoraba, y a mí me alegra y me enorgullece haber merecido su afecto». Sobre la pareja circulaban las historias más novelescas. Lo cierto es que se habían conocido en Londres, el verano de 1890, cuando tenían veinte años. Un año más tarde, Hilaire emprendió un viaje de 10.000 kilómetros para llegar a California y pedir la mano de Elodie. Cuando regresó a Londres llevaba las manos vacías y los sueños rotos: ella estaba decidida a ser monja. Pero la vida, tan dura a veces, también puede ser la más 24

romántica de las películas: Hilaire y Elodie se casaron cinco años más tarde, en junio de 1896. Primero alquilaron un minúsculo piso de Oxford, y en 1900 una casita junto al embarcadero de Chelsea, con maravillosas vistas sobre el río londinense. La afinidad vital e intelectual entre Chesterton y Belloc hizo que surgiera una amistad espontánea que duraría toda la vida. Tan estrecha como sugiere el término Chesterbelloc, acuñado por Bernard Shaw. Algo parecido sucederá entre Gilbert y Conrad Noel, un inquieto clérigo anglicano, pacifista militante, promotor de la Unión Social Cristiana. Hijo de un poeta y nieto de un noble, tenía los rasgos típicos del aristócrata excéntrico. Además, dotado de una deliciosa retórica, solía brillar dentro y fuera de los clubes de debate, y su agudeza podía transformarse en pasión incandescente cuando luchaba contra la explotación de los pobres. Conrad y su mujer escucharon a Chesterton en un debate. La semana siguiente fue Chesterton quien escuchó a Noel rebatir con firmeza las ideas de Nietzsche. Por entonces, Gilbert solo tenía «una muy vaga religiosidad», y Cecil «era francamente antirreligioso». Gracias a Noel y a otros clérigos de la antigua High Church, Chesterton reconoce que «periodistas bohemios como mi hermano y yo nos sentimos atraídos por una seria consideración de la Iglesia». Esa atracción fue en primer lugar intelectual. En el ambiente divertido y caótico de los clubes de debate, el rigor solía brillar por su ausencia. «Tenían el pensamiento en gran consideración, pero no pensaban en absoluto», resume Chesterton. Eran escépticos que solo creían en la ciencia y se reían de los curas, a quienes consideraban representantes de una superstición moribunda. Sin embargo, el cura solía ser, como había sucedido en el debate sobre Nietzsche, quien aportaba algún criterio verdadero en el parloteo interminable, y quien mostraba las ventajas de haber sido entrenado en algún sistema de pensamiento. Gilbert reconoce abiertamente su conmoción. Espantosas semillas de duda empezaron a germinar en mi mente. Me sentía casi tentado a cuestionar la exactitud de la leyenda anticlerical (…). Me parecía que los denostados curas eran bastante más inteligentes que los demás y que únicamente ellos, en aquel mundo tan intelectual, intentaban usar su intelecto. La bohemia que frecuentaban los dos hermanos se concentraba especialmente en Pharos, un club de debate fundado por socialistas e integrado –según el testimonio de uno de sus socios– por anarquistas, conservadores, liberales, católicos, anglicanos, agnósticos, ateos, vegetarianos, abstemios, borrachos, gourmets, nudistas, feministas, adictos al ajedrez, médicos, abogados, teólogos, soldados, marinos, actores, periodistas, novelistas, ensayistas, poetas, empresarios y trabajadores. «A veces venía Gilbert a 25

comer al club, y entonces la comida era un festival», recuerda Titterton. «Yo solía sentarme a su lado, cautivado y anonadado». Si el debate lo abría en el Pharos un Chesterton y lo secundaba el otro, las carcajadas de los dos hermanos se unían al poderoso vozarrón de Belloc. Entonces se formaba el trío de los Chesterbelloc, y la diversión estaba asegurada. Gilbert abandonó el club cuando tapizaron sus muebles destartalados y subieron las cuotas.

Belloc dio a conocer a Gilbert y a Cecil la encíclica Rerum Novarum, del papa León XIII. Ese breve texto les ayudó a formular la postura social, política y económica que defendieron desde entonces, y que llamaron «distributismo». En ese aspecto Gilbert siempre se consideró discípulo de su amigo. Pensaba que dos de sus libros –El Estado servil y La restauración de la propiedad– son obras fundamentales que no deben faltar en la biblioteca de ningún distributista. Cecil –que había sido mucho más socialista que Gilbert, y que había pertenecido a la Sociedad Fabiana durante años– también acabará pensando como Belloc y discrepando abiertamente de Shaw. Si el capitalismo concentra la propiedad en manos de unos pocos empresarios, el socialismo la concentra en manos del Estado. El distributismo suponía una alternativa real a ambos abusos, porque el mayor reparto de la propiedad es la garantía esencial de la libertad económica y política de los ciudadanos. Una sociedad que reparte la tierra y el 26

capital entre todos es más libre y más justa que otra sociedad donde esos medios de producción son propiedad de unos pocos. En la práctica, eso significa que una economía compuesta por muchas pequeñas empresas es más humana que otra compuesta por pocas grandes empresas. Fichado por The Speaker, Chesterton no tarda en convertirse en la estrella de un periódico que apoya de forma beligerante a los bóers. Inglés hasta la médula, a Gilbert le duele en el alma tener que enfrentarse a su país y a su Gobierno, pero defiende a los colonos holandeses como si se tratara de campesinos de Sussex o de Kent. Como todos los niños, había nacido con un sentido de la justicia a flor de piel; a diferencia de casi todos, él jamás lo perdió. Igual que Belloc, no rechaza la guerra por pacifismo, sino porque la considera moralmente injusta, pues se trata de una pequeña comunidad rural invadida por un imperio cosmopolita, dirigido por financieros no menos cosmopolitas. En el corazón de muchos británicos de la época victoriana, Gran Bretaña era la nación más importante del mundo, y siempre lo sería. El vapor usado como energía motora de las máquinas se consideraba el mayor triunfo del hombre, y la consiguiente revolución industrial era la cima de la civilización. Los trabajadores y los socialistas no pensaban exactamente lo mismo, y soñaban con una revolución y un país en el que todos serían camaradas. Ellos veían la civilización mecánica, cuyas ruedas dentadas eran los proletarios, como una pesadilla que desaparecería pronto. A propósito de ese optimismo, se cuenta que un joven socialista se casó disponiendo solo de treinta chelines a la semana, convencido de que en primavera llegaría la revolución. Cuando dentro de poco muera la reina Victoria, Gilbert escribirá a Frances para decirle que renueva su «compromiso personal y efectivo de trabajar lo mejor que pueda por este país, al que amo con un amor superior al de los patrioteros». Y añadirá, en clara alusión a sus artículos, que «a veces es fácil dar la sangre por la patria, y más fácil dar dinero. Lo difícil, a veces, es darle la verdad». La posición de Chesterton –dispuesto a morir por su patria pero no a mentir por ella– levanta polvareda en la calle y en la prensa. Firma con sus iniciales y todo el mundo se pregunta quién es ese brillante, provocador y desconocido GKC. Gracias a esa guerra consolida su amistad con Belloc, compañero de trinchera en The Speaker, a quien acompaña a la Misa del gallo el 24 de diciembre. Es su primer contacto con la Iglesia católica. El 25, día de Navidad, comunica a Frances su firme decisión de casarse con ella antes del verano.

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Para toda la vida, 1901 En los primeros días de 1901 es fichado por el liberal Daily News. «Mi amigo Archibald Marshall tuvo la temeridad de contratarme para una colaboración semanal fija. Durante muchos años escribí para el Daily todos los sábados. Llegaron a decir que era mi púlpito, y la verdad es que tuve más feligreses que nunca antes o después». La temeridad se vio compensada con la duplicación de las ventas, y esos artículos fueron el comienzo de la controversia que alimentó Chesterton en muchos periódicos y libros hasta el día de su muerte, y que le convirtió en el periodista más influyente de Gran Bretaña. En más de un caso, su constante ironía amable será falsamente interpretada como ligereza y frivolidad. Un crítico comparará sus artículos con los fuegos artificiales del Palacio de Cristal, y le echará en cara las paradojas forzadas, la prestidigitación literaria y la lluvia inclemente de metáforas. Chesterton responderá que la diferencia entre decir la verdad en frases largas o en chistes cortos es tan escasa como decirla en francés o en alemán. Pondrá como ejemplo a Bernard Shaw, cómico y sincero, y como contraejemplo, a los ministros británicos, serios y mentirosos. Añadirá que un hombre sin una parte de humorista no es más que parte de un hombre, y que la frivolidad forma parte de la naturaleza humana. El periodismo de Chesterton, polifacético como él, será siempre original y polémico. Hace crítica de libros y de arte, retrata a sus contemporáneos, habla de historia y de política, y rebate con humor y profundidad las ideas dominantes, en especial los abusos del imperialismo británico, del capitalismo y del estatalismo socialista. De joven aceptó el socialismo porque le parecía la única alternativa al deprimente capitalismo. Pero pronto empezó a poner en duda, y más tarde a negar, el socialismo y cualquier propuesta que implicara una confianza total en el Estado. Frente a las filosofías en boga, se siente en el polo opuesto al darwinismo social, al materialismo ateo y al determinismo. «El determinismo proclamaba a gritos que yo no era responsable de mis actos. Y, puesto que prefiero que me traten como a un ser responsable y no como a un lunático que anda suelto, empecé a buscar a mi alrededor un refugio espiritual que no fuera simplemente un refugio de locos». Es claro que Chesterton no estaba loco, pero hay que reconocer que su despiste era monumental. El 28 de junio de 1901, día de su boda, se presenta en la iglesia sin corbata y tiene que ponerse una prestada. Cuando se arrodilla, todo el mundo puede ver la etiqueta del precio en la suela de sus flamantes zapatos. La boda, presidida por Conrad Noel, se celebró en la iglesia anglicana de St. Mary 28

Abbots, en Kensington. El padrino, Lucian Oldershaw, se adelantó a facturar el equipaje en la estación londinense de Liverpool, y allí estuvo esperando más de una hora a la pareja. El retraso se debió a que Gilbert se entretuvo en una armería. Cuando salió, había comprado una pistola «para defender a Frances de los piratas que sin duda infestaban Norfolk Boards, adonde nos dirigíamos, y donde sigue habiendo un número preocupante de familias con apellido danés». La luna de miel no llegó a una semana, pues el 3 de julio estaban de nuevo en Londres. Se establecieron en una tranquila casa de Edwards Square, y tres meses más tarde, en un piso junto al Támesis, en Battersea. Frances y Gilbert deseaban enlazar el resto de sus vidas. No pretendían una mera unión o un contrato. Querían el matrimonio, un sacramento que los uniera para siempre. Habían decidido atarse libremente. Tenían claro que prometerse y dejar al mismo tiempo una escapatoria, una posibilidad de retirada, hubiera sido un engaño esterilizador del amor. Por eso habían redactado unos audaces y apasionados votos, que leyeron ante el altar, en compañía de familiares y amigos. Eran conscientes de la radicalidad de las palabras «hasta que la muerte nos separe», pero era justamente lo que querían. ¿Hubiera tenido sentido caminar hasta la iglesia para decir, ante un ministro de Dios, que iban a mantener un cierto enlace mientras lo encontraran conveniente? Con su humor característico, Chesterton explicará en uno de sus artículos que el voto ante el altar sonaría ridículo si fuera provisional: «Juro por Dios, ante esta congregación, y así responderé en el tremendo día del Juicio, que Frances y yo seremos amigos hasta que nos peleemos». Sería como decir: «En nombre de los ángeles, de los arcángeles y de toda la milicia celestial, me parece que prefiero los cigarrillos turcos a los egipcios». Nadie hubiera jamás inventado una ceremonia religiosa y solemne para celebrar tal promesa. Los hombres y las mujeres habrían hecho lo que les hubiera venido en gana sin necesidad de semejante puesta en escena. Pero el lenguaje dramático y dogmático de la ceremonia del matrimonio se refiere obviamente a un tipo de realidad completamente distinta. La vida les dio la razón. Ambos cumplieron sus promesas y formaron una pareja envidiable. Él no habría llegado a ser Chesterton si ella no hubiera sido su delicada esposa, su alma gemela, su asesora literaria, su eficiente secretaria, su amante y su mejor amiga. Frances trabajará siempre entre bastidores para asegurar el éxito de su marido. Luchó con agentes y editores para que sus libros fueran bien publicados. Él dictaba contrarreloj sus columnas y ella se aseguraba de que llegaran puntualmente a las redacciones de los periódicos. Era su admiradora incondicional, prendada de sus debates, sus conferencias, sus ensayos, sus novelas y toda su poesía.

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2. Fleet Street

Por Ada Jones conocemos desde dentro la efervescencia de Fleet Street, la calle de la City donde tenían su redacción los mejores periódicos de Londres. Allí se hacía un periodismo vivo y arriesgado, que no dudaba en polemizar con el Gobierno y sus ministros a la mínima oportunidad. «Las horas eran más largas, los sueldos más pequeños, mayor la avidez de noticias, y el nivel de los reportajes muy alto». Los relatos de interés humano sobre temas locales competían con la crónica internacional, para satisfacción de un público ávido de lectura y de reformas. En Fleet Street nacían y morían publicaciones para todos los gustos. apenas tráfico, era un hervidero de trabajo y diversión. En sus tabernas y que cerraban a medianoche, coincidían a diario redactores y dibujantes, cajistas, reporteros y enviados especiales. Cecil se retratará un día en festivos: Tus vicios horrorosos te han echado a perder, 31

La calle, sin restaurantes, linotipistas y estos versos

Pero una cosa justifica tu oficio: En Fleet Street aprendiste a beber. Ada Jones Encontró trabajo como periodista cuando tenía dieciséis años. De un día para otro pasó de las muñecas a los reportajes sobre crímenes, en un ambiente ostensiblemente masculino y desordenado. En 1900 tenía 31 años cuando conoció a Cecil. Era diez años mayor que él, pero esa diferencia no impidió al muchacho enamorarse de ella. Se llamaba Ada Jones. Era una mujer inteligente, valiente y comprometida. Hacia 1940, cuando Londres sufría los salvajes bombardeos nazis, redactó un libro de memorias legendario: Los Chestertons. El manuscrito pudo desaparecer en uno de los ataques aéreos, pero su autora se jugó la vida para recuperarlo. Una vida que fue de película, aunque suene a tópico, y unas memorias que dan fe de ello. Gilbert no duda en llamarla Reina de Fleet Street, Juana de Arco de todo un ejército de francotiradores, en lucha permanente por la propiedad privada de los que no tienen ninguna propiedad. Destaca por su optimismo cargado de divertida ironía, y su trabajo es un mosaico de las cosas más extravagantes. Sin inmutarse, pasaba de la crítica de teatro al abandono de las mujeres más pobres, de la grave corrupción política al nuevo capítulo de un folletín victoriano descaradamente melodramático, lleno de inocentes heroínas e infames villanos. De sí misma dirá que nunca ha conocido el tedio, nunca ha tenido el tiempo necesario para llevar a cabo todos sus proyectos, y siempre ha estado rodeada de cariño, simpatía y amistad. En su mundo había tiempo para trabajar, para pensar, para hablar sin descanso. «Y, por encima de todo, tiempo para ese compañerismo que es el vino de la vida. Fue en el mundo de los debates donde Cecil y yo nos conocimos. Nuestra amistad maduró en la atmósfera del hogar y en las animadas aventuras de Fleet Street», la calle donde bullían casi todas las redacciones y los periodistas de Londres. A Cecil lo describirá como un muchacho fogoso y divertidísimo, gran actor, con la misma espesa y ondulada cabellera que su hermano, una sonrisa encantadora y las cejas propias de un verdadero crítico. Al ver cómo prepara los debates le sorprende su enorme capacidad para el esfuerzo prolongado y su compromiso con las reivindicaciones de los 32

trabajadores, «con quienes estaba en cordiales relaciones de igualdad social». A Gilbert lo conoció poco después, en The Moderns, un club de debate que celebraba sus reuniones en las casas de los socios. Precisamente ese día abría la sesión G.K., y si tenía que empezar a las ocho eran exactamente las nueve cuando llegó como una avalancha. «Éramos unos cincuenta aquella tarde. Allí estaban Bentley, Charles Masterman, Cecil y Conrad Noel. Ninguno de nosotros era famoso, y la mayor parte éramos pobres». La popularidad de los clubes de debate solo era igualada por las comidas que celebraban sus socios. En los restaurantes del Soho era fácil encontrar un excelente menú por dos chelines y medio, incluido el vino, y por una libra esterlina se podía dar uno un suntuoso banquete. Los clubes no solo eran frecuentados por escritores y periodistas, sino también por jóvenes de oficinas comerciales y bancarias, por abogados y profesores. Ada y los Chesterton también solían participar en los Toy Parliaments. El público tomaba muy en serio esa simulación parlamentaria que se celebraba cada dos semanas en Ham House y en la sacristía de la iglesia de Santa Ethelburga. Cuando la I.D.K., a petición de Frances, celebró una de sus reuniones en Warwick Gardens, Ada tuvo oportunidad de conocer a Edward y a Marie Louise. La madre le pareció la más hospitalaria de las mujeres, capaz de recibir encantada a las hordas invasoras. Apreció que, siendo estoica consigo misma, prodigaba simpatía a su alrededor, con un ingenio inagotable y una cordialidad llena de encanto. También intuyó que «había dado a sus hijos el cerebro y un inextinguible amor a la libertad». En Mister Ed descubrió Ada a un hombre que llenaba con aficiones artísticas su prematura jubilación. Tallaba madera, modelaba arcilla, pintaba, dibujaba, tomaba fotos, fabricaba teatrillos de juguete… De su dolencia cardiaca no se hablaba en familia, y en esa atmósfera de silencio había la misma aprensión que borró la memoria de Beatrice, la hija muerta a los ocho años. A Ada le gustó el comedor donde tenían lugar las festivas y constantes reuniones de los Chesterton, tapizado de rosa cálido, con sus puertas abiertas a un jardín donde florecían jazmines y lilas, lirios azules y rosas trepadoras. Junto a los muros, árboles altos parecían centinelas nocturnos. En ese jardín, frecuentado en las tardes de verano, Ada escuchó muchas confidencias de Cecil. Allí supo que había estado enamorado varias veces, hasta llegar a pensar que solo valía la pena el amor que pasaba por la vicaría. Ada era su última Thule, y para ella eran los versos de Swinburne que describían sus manos como flores. La visitaba con frecuencia en su casa, cuando iba a Fleet Street, siempre con un ramo de claveles. Vivía ella con su madre y su sobrina, y reconoce que «le quería muchísimo, aunque por ese 33

tiempo no tenía intención de casarme con él». La tribu de Fleet Street La primera vez que Chesterton pisó la redacción del Daily News parecía un gigante ensimismado, capaz de aislarse del bullicio y concentrarse en lo que leía y escribía. Esa impresión duró algunas semanas, hasta que, en un almuerzo con otros muchos colegas, al silencioso Gilbert se le pidió que hablase. Entonces fue tal la simpatía despertada por su intervención, que a partir de ese momento se convirtió en un personaje de referencia obligada en el periódico y en Fleet Street. Pronto fue conocido como un monumento ambulante. Si Wells daba saltitos y Shaw zancadas, Chesterton era un coloso que paseaba relajado. Se le reconoce de lejos por su estatura y su sombrero, por su capa que aletea y su bastón. La responsable del nuevo atuendo fue Frances. Cansada de ver a su marido ganar kilos, logró con un intrépido cambio de imagen hacer de la necesidad virtud. Bernard Shaw describió a su gran amigo como «una copiosa persona, un querubín gigantesco que no solo es grande de cuerpo y de espíritu hasta más allá de toda decencia, sino que parece crecer más mientras le estás mirando». Cuando Gilbert avanza por la calle, abre la multitud como la proa de un gran barco. De lejos su figura es novelesca. De cerca se aprecia su cara grande y su mirada inocente, la viveza de sus ojos y su anacrónico bigote de guerrero vikingo. La sonrisa es casi permanente en su expresión concentrada y miope. A veces suelta una carcajada en plena calle, saca de cualquier bolsillo un papel arrugado y apunta la ocurrencia. Entonces entra en un bar, pide una cerveza y se sienta a escribir con su pulcra letra gótica. Si está con un amigo, saborean la cerveza y la amistad, las ideas y la alegre conversación. Era la máxima falta de moderación de un hombre que siempre fue templado. Ada recuerda que en ese mundo masculino, donde se fuma, se bebe y se discute a todas horas, Chesterton es un líder que impacta con lo que escribe, con lo que dice, con lo que hace y con lo que es. El inocente gigante impresiona por su excelente olfato para las noticias, por su afición a la polémica y su increíble facilidad para hacer comprensibles a los lectores los asuntos más complicados. Habla en cualquier asociación que se lo pida. Su capacidad de concentración le permite escribir en el tren, en el ómnibus, en el cabriolé. Y cuando le preguntan dónde encuentra la sorprendente inspiración de sus artículos, responde que «en los pubs, por supuesto». El joven Chesterton busca el calor humano de los bares, donde pasa tardes y noches llenando cuartillas y libretas con su caligrafía de copista medieval. A mano, siempre una 34

cerveza o una copa de borgoña. No le importa si le interrumpen un rato o una hora. Sus amigos, que saben bien dónde encontrarle, empiezan a llegar a media tarde y se sientan en torno a su mesa. Allí están Bentley, Baring, Oldershaw, Cecil, Masterman, Belloc, Titterton… Los que siguen llegando no desean perderse la improvisada tertulia y se quedan de pie. Se comentan las noticias de actualidad, salpicadas con anécdotas del mundillo político y periodístico, se suceden rondas de cerveza, jerez, oporto y borgoña. De los torneos dialécticos se pasa a las baladas alegres y jocosas, con frecuencia improvisadas. Las risas y el humo de las pipas y cigarros hacen más familiar el ambiente, que a veces se alarga hasta el cierre del local. El padre Ignatius Rice dirá, de esas veladas, que eran lo más parecido a la Comunión de los Santos. Cuando los amigos se despiden, Gilbert toma un cabriolé que quizá lleva horas esperándole. Al llegar a casa, pone en la palma de la mano el dinero que lleva encima y deja que el cochero se cobre. Así suele pagar también en los pubs y en los restaurantes, sin reparar en la cuenta. Si alguna vez la cantidad no es suficiente, no importa, pues sus propinas son siempre generosas. Ese desorden, envuelto en una sonrisa, no impide que el escritor entregue a tiempo sus artículos, en muchos casos con la complicidad de Frances, que le recuerda su obligación una hora antes y se ofrece a llevarlos a su destino. Además de beber y discutir, la tribu de Fleet Street gusta de hacer teatro en un ático alquilado. Suelen llenar el Club de la Buhardilla los sábados por la tarde, y tienen debilidad por las parodias judiciales. En una de ellas se acusa al editor Cecil Palmer de haber sido descubierto sin estar bajo la influencia del alcohol. La prensa, como es lógico, reseña el estreno y señala que «anoche se celebró una deliciosa fiesta bufa donde Mr. Chesterton y una tropa de periodistas enloquecidos decidieron convertirse en actores, prescindiendo de toda prudencia». Bernard Shaw y los fabianos Creo que tengo dos amores verdaderos: el uno a la verdad, el otro al señor Shaw. Y a la verdad la sigo de mala gana. En 1903, el socialista Robert Blatchford escribe el libro Dios y mi vecino, una especie de credo racionalista. Blatchford, director del Clarion, ofrece las páginas del periódico para la discusión libre y abierta de su libro. Chesterton entra de cabeza a ese trapo y rebate, una por una, todas las acusaciones al Cristianismo. Si hasta entonces podía pasar como agnóstico, desde ahora ha izado en su mástil otra bandera. Con su gusto por la paradoja, había abierto el fuego de forma desconcertante: «Si diese todas mis razones para ser cristiano, se vería que gran número de ellas son las razones que Mr. Blatchford da para no serlo». Así, cuando Blatchford acusa al Cristianismo de ser causa 35

de guerras y persecuciones, Chesterton le da la razón con estas palabras: Naturalmente, porque cuando los hombres descubren algo valioso, la posibilidad de conseguirlo o de perderlo les puede volver locos. ¿Acaso no enloquecieron también al descubrir la libertad, la igualdad y la fraternidad, barriendo una ciudad con la guillotina y un continente con el sable? Cuando Blatchford afirma que ningún juez inglés daría por buenos los testimonios de la resurrección de Jesucristo, Chesterton contesta que no todos los cristianos tienen ese exagerado respeto por los jueces ingleses, en parte porque la experiencia del Fundador del Cristianismo nos deja serias dudas sobre la infalibilidad de los tribunales de justicia. Si Blatchford cuestiona la posibilidad racional del milagro, porque «la experiencia es contraria a tal creencia», Chesterton le recuerda el caso de aquel irlandés a quien dijeron que un testigo le había visto cometer un asesinato, y se defendió diciendo que él podía presentar a centenares de testigos que no le habían visto cometerlo. Por entonces ofrecen a Chesterton la cátedra de Literatura inglesa en la Universidad de Birmingham. Aunque a Frances le parezca una oferta sumamente atractiva, él la rechazará de plano. En esos momentos solo le interesa el toma y daca con Blatchford, que ya dura varios meses y mantiene el interés de miles de lectores, porque se tocan con amenidad muchos aspectos importantes de la vida: religión, historia, cultura, política, sociedad, familia, enseñanza… Todo acabó con una cena ofrecida por el Clarion para celebrar su éxito de ventas y lectores. Después de Blatchford entró en escena Bernard Shaw. Cierto periodista escribió que el principal sentido de la vida de Chesterton era coincidir con Bernard Shaw en un debate. Y era verdad. Shaw era un tipo tan peculiar y desconcertante como Chesterton. Había nacido en Dublín, en una familia pobre y protestante. Comenzó su carrera literaria en Londres, con novelas y crítica musical. Se volvió vegetariano radical a los veinticinco años: «Un hombre de mi intensidad espiritual no come cadáveres». Se involucró en política y fueron célebres sus aparatosos desplantes al establishment victoriano. Su pacifismo le llevó a reírse del Ejército de Salvación británico en la obra de teatro Comandante Bárbara. Al estreno, en 1905, invitó a Churchill con su típico humor ácido: «Venga usted con un amigo, si es que lo tiene». «Me es imposible asistir», respondió el joven político, «acudiré a la segunda representación, si es que la hay». Excelente dramaturgo, Shaw era el mejor polemista británico hasta que apareció 36

Chesterton. Gilbert podía romper la guardia del viejo irlandés –18 años mayor que él– en cualquier momento, y ello aportaba una emoción especial a sus encuentros en las tribunas o en la prensa. A lo largo de tres décadas debatieron «sobre casi todos los temas del mundo, sin hipocresía ni animosidad. Yo he defendido la institución familiar contra sus platónicas fantasías sobre el Estado. He defendido la institución de la chuleta y la cerveza contra la higiénica severidad de su dieta vegetariana y su abstinencia total. He defendido lo que considero las sagradas limitaciones del hombre contra lo que él considera el vuelo ilimitado del Superhombre». A pesar de esta amplia oposición, la opinión pública los consideraba como dos caras de la misma persona, como una paradoja llamada Chestershaw. El antagonismo intelectual fue compatible con el sincero afecto porque respetaban la regla de Shaw: en público vale todo si se salva la amistad en privado. Chesterton pensaba que en público no vale todo. Si Shaw, Wells y Belloc golpeaban para herir, él no pasaba de la ironía benévola. Sabía que, para que alguien acepte una crítica y pueda admitir que es justa, es necesario reconocer los méritos del oponente además de sus defectos. Estaba convencido de que se podía matar la estupidez sin herir a la persona, sin ensuciar su reputación. En una ocasión afirmó que no se puede ser moderado con un hacha de guerra. Gilbert había llegado al periodismo bien armado, y había hecho de su profesión una guerra gloriosa. Odiaba la injusticia y el error, pero amaba a su adversario, y su grito de guerra era una risa estruendosa. Siempre consideró a sus adversarios personas respetables, y ellos se comportaron noblemente con él. Su biografía sobre Shaw, publicada en 1909, rendirá el mayor homenaje al hombre con el que más había discrepado por escrito y cara a cara. «No es fácil disputar violentamente con un hombre durante veinte años sobre las cuestiones más sagradas y delicadas, sin irritarse a veces o sentir que el otro lanza golpes bajos». Sin embargo, Chesterton asegura que nunca ha leído una réplica de Bernard Shaw que no le dejara de mejor humor; que no le diera la impresión de que surgía de una inagotable fuente de equidad y agudeza intelectual; y que no le hiciera saborear de alguna manera esa grandeza innata que Aristóteles atribuía al hombre magnánimo. «Hace falta estar tan en desacuerdo con él como yo lo estoy para admirarle tanto como yo le admiro». Con su instinto infalible, Chesterton identificó muy pronto a Shaw como su verdadero antagonista. A Shaw, en cambio, le costó identificar a Chesterton. Al principio le trató con educada benevolencia. Después pasó a la irritación cordial hacia un hombre que malgastaba su tiempo y su gran talento en causas perdidas y asuntos triviales. Poco a poco fue advirtiendo que Gilbert era una torre inexpugnable. Y, desde entonces, en la historia de los debates entre caballeros –afirma Titterton– nunca ha habido nada mejor 37

que el encuentro entre estos dos ejemplos de caballerosidad. Bernard Shaw y Blatchford eran los principales representantes de la Sociedad Fabiana, un grupo de intelectuales que proponían la progresiva evolución de Gran Bretaña hacia un socialismo no marxista, por medio de la propaganda, la educación, la política y la legislación. Fundada por masones en la década de los ochenta, la Fabian Society inspiraría en 1906 el Partido Laborista. En 1895 los fabianos fundaron la London School of Economics, y desde entonces han tenido notable influencia en las universidades de Oxford, Cambridge y Harvard. Durante la Revolución Bolchevique mostraron su cercanía a Lenin, y en la Guerra Civil española apoyaron al Frente Popular. A través del Clarion, Blatchford y Shaw aglutinaban a un heterogéneo público de izquierdas, que odiaba el mundo victoriano por injusto, cruel, inhumano y feo. Con risas y canciones, con buena voluntad y buena diversión, con buena cerveza y también buenos libros, predicaban el evangelio de la alegre Inglaterra. Uno de sus periodistas reconocerá, años más tarde, que estaban «infectados por la idea del Progreso. El mundo no tenía más remedio que ir a mejor, a mejor y a mejor, aunque un poco de revolución ayudaría al proceso evolutivo». Mientras espera al Superhombre, Shaw contempla con gesto despectivo la impresionante sucesión histórica de imperios y civilizaciones. Pero su severidad con el pasado no prueba, de ninguna manera, que vea las cosas como son. Las vería correctamente –dice Gilbert– si, por ejemplo, observara con religioso asombro sus propios pies, preguntándose por el origen de tan increíble regalo. La diferencia entre ambos amigos no es solo la falta de imaginación romántica y poética de Shaw, sino algo más profundo, con raíces metafísicas. Frente a la Fabian Society estaba la Federación Democrática y Social, con obreros y artesanos de todos los oficios, implacables polemistas. Un joven marxista de la SDF resumirá así la relación entre ambos grupos: «Pedíamos el pan de la vida, y nos largaron un tratado sobre las panaderías municipales». La SDF era un partido de luchadores, partidarios de llegar al cuerpo a cuerpo, a veces con trozos de tubería envueltos en ejemplares del Daily Mail. Chesterton combatirá sin descanso, durante toda su vida, tanto el capitalismo como el socialismo. Le parecerá radicalmente injusto que los bienes de un país estén en manos de unos pocos o en manos del Estado. Él y Belloc, como sabemos, propondrán algo muy diferente: el reparto de la propiedad entre todos los ciudadanos. En una conferencia dirá que no se siente ni capitalista ni socialista: si no es bueno un sistema que concentra la propiedad en manos de empresarios, tampoco lo será el que concentra la propiedad en 38

manos del Estado. Una sociedad donde la tierra y el capital se reparten entre muchos ciudadanos será necesariamente más libre y más justa. John O’Connor En febrero de 1903 recibe Chesterton la carta de un lector que se presenta como sacerdote católico y le da sinceramente las gracias por lo que escribe. Está firmada por John O’Connor, párroco en Keighley. Un año más tarde, un notable de esa ciudad invita a Chesterton a dar una conferencia. Ha reunido en su casa a un grupo de amigos locales, entre los que se encuentra el párroco, un hombre pequeño y lampiño, con tímida expresión de duende. Al conferenciante le impresiona el tacto y el humor del sacerdote, y pronto comprueba lo muy apreciado que es por los invitados. Cuando O’Connor se arranca a recitar un célebre poema dramático, también descubre que está ante un gran animador. A la mañana siguiente, el pequeño clérigo y el corpulento periodista fueron caminando y charlando durante horas hasta Ilkley, localidad cercana donde Chesterton tenía pendiente una visita a la familia Steinhal. A partir de entonces se verían con frecuencia en esa casa, en agradables veladas amenizadas por un pianista y un cantante. Fruto de ese trato, Chesterton descubrirá que John O’Connor no solo es un sacerdote, sino también «un hombre de mundo, un hombre del otro mundo, un hombre de ciencia y un viejo amigo». En uno de sus paseos, Gilbert le manifestó su intención de apoyar en la prensa una propuesta contra ciertos problemas relacionados con hechos bastante sórdidos. El sacerdote le descubrió aspectos que ignoraba y le abrió más los ojos. Si Gilbert pensaba que, desde su paso por la Slade School, conocía todas las caras de la depravación, estaba muy equivocado. Esa conversación le dejó asombrado. Le resultaba fácil admitir que la Iglesia católica supiera más que él sobre el bien, pero que supiera más sobre el mal le parecía increíble. Al regresar, la casa estaba llena de gente, y empezaron a charlar sobre arte, música y filosofía con dos estudiantes de Cambridge. Cuando el sacerdote salió del salón, ambos expresaron su admiración por los insospechados conocimientos del clérigo, pero uno de ellos lamentó que viviera en la burbuja de su parroquia, ajeno a la verdadera maldad del mundo. Chesterton estuvo a punto de soltar una carcajada. Aquello le pareció una ironía colosal: en comparación con el padre O’Connor, aquella pareja de Cambridge sabía del misterio del mal tanto como dos niños con chupete. Entonces surgió en su mente la idea de escribir relatos policíacos resueltos por un cura que aparentaría no saber nada, conociendo la realidad del mal mejor que los mismos malhechores. 39

Así empezarían a aparecer, años más tarde, historias protagonizadas por el padre Brown, un sacerdote de aspecto simple, con cara redonda e inexpresiva, en quien ningún lector puede imaginar una inteligencia fuera de lo común. Chesterton tomó para su personaje literario algunas de las cualidades intelectuales del padre O’Connor, y ninguno de sus rasgos externos, pues el sacerdote real era ameno y educado. Hacia el final de su vida, Gilbert reconocerá en tono jocoso que, gracias al padre Brown, su nombre adquirió cierta notoriedad como escritor de narraciones sangrientas, comúnmente llamadas historias policíacas. «Y ciertos editores y revistas han llegado a contar conmigo para tales fruslerías, y son lo bastante amables para escribirme de vez en cuando y pedirme una nueva remesa de cadáveres, generalmente en lotes de ocho». Después echa la mirada atrás y calcula que ha cometido más de cincuenta asesinatos, y que ha sido cómplice de la desaparición de otro medio centenar de cadáveres con el fin de ocultar otros tantos crímenes. También se confiesa culpable de colgar a un muerto en una percha, de meter a otro en una saca de correos, de decapitar a un tercero y colocarle una cabeza que no es suya, y de un sinfín de parecidas truculencias. En un párrafo lleno de humor, barroco y sin puntos, Chesterton puntualiza que está hablando de atrocidades cometidas sobre el papel, y recomienda encarecidamente a los lectores que, salvo en casos extremos, expresen sus impulsos criminales de esa forma, sin arriesgarse a estropear una idea hermosa y bien elaborada, rebajándola al plano del vulgar experimento material, donde con frecuencia se ve sometida a las imprevistas imperfecciones y decepciones de este sucio mundo, con consecuencias legales y sociales muy desagradables. Más de una vez, los pequeños relatos protagonizados por el padre Brown sacaron a Chesterton de apuros económicos. Algunos nacieron, concretamente, para cubrir los números rojos de sus futuros periódicos, pagar una nueva casa y costear la educación de varios niños a su cargo. «Solo nos quedan cien libras en el banco», le avisaba Frances. «Está bien. Habrá que escribir otra historia del padre Brown», respondía él. Y lo lograba en dos días, a partir de unas notas a vuelapluma en el reverso de algún sobre olvidado en cualquiera de sus bolsillos. Esa producción apresurada indica que no compartía la opinión del crítico literario que consideraba al padre Brown un digno rival de Sherlock Holmes. Gilbert, por el contrario, estimará que no han existido mejores relatos policíacos que los de Sir Arthur Conan Doyle. Aunque escribió docenas de novelas a lo largo de su vida, Chesterton nunca se consideró novelista. En cambio, siempre se reconoció periodista, y su elección llevará implícita la apuesta por la discusión, el verdadero deporte de un hombre que jamás 40

practicó otro deporte. Diez chelines y mil horas Cuando realmente empecé a escribir, tenía la firme decisión de hacerlo contra los decadentes y los pesimistas que gobernaban la cultura de la época. El joven matrimonio participa en iniciativas sociales de Battersea. Ella colabora en actividades parroquiales, centros benéficos y asociaciones de mujeres. Él da charlas y habla con todo el mundo, en la calle y en los pubs. Le preocupa, como le preocupó a Dickens, la pobreza y la usura, y cree que la solución no la tienen los capitalistas, ni tampoco Bernard Shaw y los socialistas utópicos, obsesionados por la meta de un progreso ilimitado. Un día, paseando por cierta calle de Notting Hill, pasa junto a una taberna, una ferretería, una tienda de ultramarinos, un local de objetos de segunda mano, una barbería… En un extremo se alza también una iglesia. Esa pequeña calle, apenas conocida, no tiene nada que decir a las empresas multinacionales y a los ministros de economía de los grandes países. Sin embargo, ella cuenta con servicios para todas las necesidades humanas. Chesterton siente en ese momento que la vida real confirma sus ideas distributistas. El periodismo proporciona a la pareja los ingresos justos para vivir, y a veces menos. Un viernes por la mañana, Frances confiesa, con tristeza, que solo tienen diez chelines. «¿Puedes dármelos?», pregunta Gilbert. Con las monedas en el bolsillo, besó a su esposa y salió a la calle. Al llegar a su barbería habitual solicitó un servicio completo. A continuación, recién afeitado y peinado, entró en el restaurante más típico de Fleet Street, donde pidió un abundante almuerzo y vino francés. Al terminar, encendió un puro, pagó la cuenta, dejó una generosa propina y se encaminó hacia la oficina del editor John Lane. —Tengo un libro en la cabeza que puede ser un éxito –dijo al entrar. —¿Qué libro? Resumió el argumento y, cuando captó el interés de Lane, concretó sus condiciones. —Necesito veinte libras antes de empezar. —De acuerdo. Se las mandaremos el lunes.

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—Las necesito ahora, porque pienso desaparecer para escribirlo. Chesterton regresó a casa y, sin decir palabra, dejó el dinero en el regazo de Frances, que respiró aliviada. Él se puso de inmediato a fabular una guerra entre Notting Hill y las grandes empresas que pretendían la demolición de la pequeña calle. Así, en 1904, las ideas distributistas y toda la filosofía social de Chesterton son publicadas en El Napoleón de Notting Hill. El éxito de ese libro inclasificable fue grande, a pesar de su argumento dislocado, su humor surrealista y su exceso de simbolismo. Entre libros, artículos, conferencias y debates, Gilbert trabaja mucho y disfruta más. «Los días de mi marido tienen mil horas», dirá Frances. Ya era casi imposible abrir un periódico británico sin encontrar algo suyo: una columna de opinión, la reseña de un libro, un dibujo, un poema. Le han aconsejado que debe ceñirse a la línea editorial de cada uno, pero hace exactamente lo contrario. En el laborista Clarion defiende la teología medieval, y a los puntillosos lectores del Daily les habla de los cafés franceses y de las catedrales católicas. Comprobado el éxito de la fórmula, aconsejará a los periodistas principiantes que escriban un artículo para un periódico deportivo y otro para una revista religiosa, y que se equivoquen de sobre al enviarlos. Su vasta cultura le protege tanto de complejos como de prejuicios. Con honradez intelectual dice siempre lo que piensa, a menudo en forma de paradoja, jugando con las palabras y con las ideas. Para él, por ejemplo, ser progresista es ser conservador, como el árbol que, cuanto más crece, cuantas más ramas le salen, más se aferra a sus raíces. Este es el verdadero sentido del progreso –dice–, pues no es posible una evolución sin un núcleo permanente, sin un esqueleto que sostenga los cambios. Su nombre es más familiar a los tipógrafos que el de Bernard Shaw, y algunos lectores piensan que ese trabajo abrumador puede pasar factura al genio. Pero frenar a semejante torbellino es imposible. Ahora tiene entre manos, entre otros muchos asuntos, un estudio biográfico sobre Dickens, a quien atribuye circunstancias que bien se puede aplicar a sí mismo: suficiente éxito para atraer ofertas, pero no para rechazarlas, y un excesivo trabajo que no le curó de su amor al trabajo. Frances, en su casa de Battersea, se encarga de gestionar las peticiones de conferencias, entrevistas y prólogos; la entrega y devolución de manuscritos; las pruebas de imprenta… En el tablero del salón se acumulan los compromisos. A Gilbert se le pide que hable sobre mil temas diferentes en todo tipo de asociaciones, y no es extraño que se despiste a pesar de la previsión de Frances. Una tarde, en plena tertulia en un bar de Fleet Street, miró el reloj y recordó que en ese momento debería estar dando una conferencia en una Sociedad Literaria. Entonces pidió una copa de oporto, la apuró de 42

un trago y salió hacia el otro extremo de Londres. De camino, entró en casa de Noel y se puso precipitadamente la levita que tenía preparada para esas emergencias. Llegó con una hora de retraso, pero fue recibido entre risas y aplausos, quizá porque se había puesto la levita de Noel y las mangas apenas pasaban del codo. Entonces sonrió y empezó a hablar: «Algo mágico me ha ocurrido esta tarde: o la ropa ha encogido o yo me he hinchado…». Chesterton atribuyó su despiste crónico al fragor de la discusión que siempre mantuvo consigo mismo: «es la abstracción de mis pensamientos la que me impide advertir otras cosas». Un día, mientras leía en la cola de una estación, llegó su turno y el empleado de la ventanilla le preguntó qué deseaba; entonces levantó los ojos del libro y pidió «un café solo, por favor». Durante muchos años, mientras se lo permitió la salud, no paró de viajar y de dar conferencias. Se cuenta que una vez envió este telegrama a su esposa: «Estoy en Market Harborough. ¿Dónde debería estar?». La respuesta de Frances fue más lacónica: «En casa». La pareja solía pasar las tardes de los domingos en Warwick Gardens, donde Edward recortaba y archivaba los artículos de su hijo, que se multiplicaban en progresión geométrica. La madre se encargaba de la oferta de viandas y bebidas. De ella aprendió Frances a disponer siempre en Battersea de una ingente provisión de salchichas, pastas y cerveza para hacer frente a Gilbert y a lo que viniera con él. Otra relación siempre estrecha fue la que mantuvieron con los Belloc. La impetuosa amistad de los dos hombres se hizo extensiva a las esposas y a los hijos de Belloc, para quienes los Chesterton serán toda la vida «tío Gilbert» y «tía Frances». Los pequeños disfrutarán con las inolvidables sesiones de marionetas en las que Gilbert inventaba el guión, hacía las figuras y daba vida a un héroe que siempre vencía al villano y se ganaba el amor de una princesa rubia o pelirroja. Fueron vecinos por un tiempo, hasta que en 1905 los Belloc se mudaron de Chelsea a Sussex, el condado que Hilaire llevó en el corazón desde su infancia. Elodie disfruta de su nueva casa, de un «gran huerto lleno de coles y coliflores, guisantes y judías, rábanos y lechugas. Y, para paladares tan vulgares como el mío, tenemos patatas, nabos, zanahorias, chirivías y grandes cantidades de cebollas. Si no hay heladas, lograremos uvas de espino, fresas y grosellas a montones. También hay manzanas, cerezas, peras y una docena de avellanos». Poseían, además, nueve gallinas, dos gallos, diecisiete polluelos y dos cerdos a los que llamarán Ruskin y Carlyle. Sin embargo, Hilaire y Elodie querían otra cosa, y durante un año recorrerán en bicicleta toda la comarca. Al fin, después de visitar ochenta propiedades, encontrarán una 43

vieja granja en Shipley, cerca de una hermosa iglesia románica. Era un terreno de veinte mil metros cuadrados, con una casa señorial y un molino de viento en buen estado. Cuando entraron en el amplio salón, bailaron de alegría por haber descubierto la casa de sus sueños. Se llamaba King’s Land. Herejes y Ortodoxia El hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad, y hoy se han invertido los términos. Los griegos pasaron del mito al logos por el puente de la filosofía. Chesterton piensa que la filosofía de la Inglaterra victoriana ha girado sobre sus talones, ha cruzado el puente en sentido contrario y ha regresado a los mitos del materialismo, el escepticismo, el agnosticismo, el evolucionismo radical, el superhombre de Nietzsche y la sexualidad freudiana. A ellos dedicará sus dos primeras obras de pensamiento: Herejes y Ortodoxia. En 1905 aparece Herejes. El autor explica, en el prólogo, que tiene por tales a quienes cometen la osadía de mantener puntos de vista distintos del suyo. Con ese humor, constante a lo largo de todo el libro, ajusta cuentas con las ideas dominantes que encontró en sus años universitarios. Lo hace porque le parece que son superchería responsable del «envenenamiento intelectual de todo un pueblo», y porque está decidido a «volver a lo fundamental». Estamos ante un ensayo tejido con reflexión profunda, humor fino, riqueza de matices y dominio del idioma. Se aprecia la familiaridad de Chesterton con autores de todas las épocas: Milton, Eurípides, Nietzsche, Dante, Zola, Ibsen, Shakespeare, Renán, san Agustín, Yeats, Víctor Hugo… Hay facilidad pasmosa para relacionar lo más dispar, metiendo en el mismo saco, por ejemplo, el positivismo de Comte y el Ejército de Salvación. La poderosa inteligencia del autor y su vasta cultura le permiten descubrir los puntos débiles de las ideas y los tópicos que alimentan el pensamiento dominante de su época. Y disfruta en esa cacería de falacias y sofismas. Herejes viene a ser, de hecho, la radiografía minuciosa de una larga lista de sucedáneos filosóficos. Con amabilidad, a Bernard Shaw le reprocha el socialismo y el Superhombre, siempre presentes en sus excelentes comedias. A Rudyard Kipling le afea su defensa del imperialismo y de la superioridad del homo britannicus. De Wells critica su utopía socialista y su optimismo infundado. Gilbert ha descubierto que muchos de sus contemporáneos se parecen a «borregos que corren balando como locos hacia cualquier lugar donde se vislumbra a un pastor». Por eso proliferan los grupos excéntricos y las gentes ansiosas de novedades, que parecen rendir culto a la desorientación. 44

Hombres que creían ardientemente en el altruismo andaban desazonados por la necesidad de creer con fervor religioso en el darwinismo, e incluso en las conclusiones del darwinismo sobre la lucha a muerte como ley de vida. Hombres que aceptaban con naturalidad la igualdad moral de la humanidad, lo hacían tímidamente bajo la sombra gigantesca del Superhombre de Nietzsche y de Shaw. Sus corazones estaban bien colocados, pero no sus cabezas, sumergidas en gruesos volúmenes de materialismo y escepticismo. La puntería de los juicios de Chesterton quedó confirmada por la obligación que todos los periódicos sintieron de reseñar Herejes. Fue el tema obligado de conversación en los ambientes cultos, desde los lectores del Daily Mail hasta el primer ministro Balfour. Antes de que termine el año, el editor del Illustrated London News ofrece a Gilbert 350 libras anuales –el doble de lo que gana– por una sección fija semanal. El joven periodista acepta la oferta y será puntual en esa colaboración hasta su muerte. Herejes provocó un maremoto en el mundo intelectual británico. Cuando ya parecía que el oleaje se había calmado, un tal Street publicó un estudio crítico sobre Chesterton, donde se le echaba en cara la comodidad de juzgar la visión de la vida de los demás sin haber expuesto la propia, la ligereza de condenar las «herejías» de otros sin antes sentar las bases de su propia «ortodoxia». A Chesterton le faltó tiempo para responder con otro libro, sin imaginar que Street era un seudónimo tras el que se ocultaba, como se supo después, su hermano Cecil. Así surgió Ortodoxia en 1908, curioso ensayo de un autor que se confiesa apasionado por la visión cristiana de la vida, sin ser cristiano, y que se compara con un aviador inglés que, por error de cálculo, aterriza en Inglaterra pensando que se trata de una desconocida isla del mar del Sur. Era su propia historia personal: la de alguien que, buscando la mejor explicación del hombre y del mundo, encuentra el catecismo. Había querido adelantarse a su tiempo y había llegado con dos mil años de retraso. Quienes pensaron que el título podía ser otra pirueta retórica de Chesterton, se quedaron de una pieza al comprobar que Ortodoxia respondía a su significado estrictamente cristiano, y que desde esa perspectiva se abordaban las cuestiones más profundas de la condición humana. Sus páginas revelan la solidez de un joven periodista que, asesorado por Belloc y el padre O’Connor, ha leído y asimilado a Newman, a san Agustín y a Tomás de Aquino. El libro constituye también una pacífica provocación, pues Chesterton discrepa abiertamente del escepticismo dominante. Al materialista le enfrenta a sus propias contradicciones. Si cree que su propia mente ha sido hecha de barro, sangre y herencia, 45

¿cómo es que tiene y defiende una visión de la vida? Si niega la libre voluntad del hombre, entonces pierde la libertad de hablar, maldecir, agradecer, justificar, exigir, castigar, resistir, promover tumultos, perdonar, acusar… Pierde hasta la libertad de dar las gracias cuando, sentado a la mesa, le pasan la mostaza. ¿Cómo explicar en clave materialista esas enormes emociones que apenas admiten descripción? A Chesterton le parece que la más fuerte de todas es sentir que la vida es tan preciosa como enigmática; que es emocionante porque es una aventura; y que es una aventura porque toda ella es una oportunidad fugaz. Si el Universo del materialista es verdadero, resulta realmente pobre. Se podrá mover y expandir sin cesar, pero ni en su más remota galaxia encontraremos nada realmente interesante, algo que se parezca, por ejemplo, al perdón o a la libertad. Su enormidad no modifica en nada nuestra situación. ¿Acaso se alegrarán unos presos al saber que su penal ocupa media provincia? De igual modo, los defensores del Universo en expansión no pueden mostrarnos más que espacios infinitos, alumbrados por soles opacos y desiertos de todo rastro divino. En el país de las hadas éramos libres porque teníamos una ley que podía ser violada. En la maquinaria de nuestra prisión cósmica nada puede ser violado, porque nosotros mismos hemos pasado a la categoría de piezas mecánicas. A sus treinta y tres años, Chesterton tiene ya una visión profunda y coherente de la vida, que expresa con un estilo brillante e inimitable. Algunos de sus amigos pueden pensar como él, pero no escribir como él, pues les resulta imposible alcanzar la complejidad de sus circunloquios, la originalidad de sus metáforas, la osadía de sus comparaciones y la cantidad innumerable de sus inesperadas ocurrencias. Desde su salida del colegio, Chesterton sabía algo que ya el cardenal Newman había detectado medio siglo antes: que la Iglesia de Inglaterra se vaciaba de contenido, mientras sus clérigos eran con frecuencia agnósticos. Si el socialismo estaba naciendo, el agnosticismo ya había fraguado. «La incredulidad no reinaba precisamente entre gente excéntrica, sino entre gente culta, y sobre todo entre gente culta mayor que yo». Frente a ese consenso agnóstico, el mundo y la vida le parecen a Chesterton una historia que requiere la existencia de un Narrador. No abrazará la fe católica hasta 1922. Sin embargo, en el límite de la paradoja, la aparición de Ortodoxia en 1908 sostuvo en la fe o llevó hasta ella a muchos lectores. Uno de ellos fue Maurice Baring. Tenían la misma edad, Belloc los había presentado en 1900, y desde entonces habían formado un trío inseparable. Frances asegura que, entre los muchos amigos de su marido, Baring era el preferido. Se trataba de un joven diplomático agnóstico y brillante, con destinos tan variados como París, Copenhague, Roma, Moscú y Manchuria. Hablaba latín, griego, 46

francés, alemán, italiano y ruso, y tenía amplios conocimientos de la literatura en esos idiomas. En 1906 Baring le comentó a Belloc que la diplomacia del Vaticano le parecía lamentable, que no le gustaban los católicos ingleses y que tenía serias dudas sobre la educación católica. Tres años más tarde enterraba todas sus reticencias y abrazaba la fe. En esos tres años había cuajado su amistad con Chesterton y había leído Herejes y Ortodoxia, donde el entusiasmo y el cristianismo del autor resultaban contagiosos. Frances y Gilbert pasan el verano de 1908 en un pueblo de la elevada península de Rye, a medio camino entre Dover y Brighton. Allí también vivía, en una mansión comprada, Henry James, el novelista norteamericano enamorado de la tradición británica más anticuada y aristocrática. Como se conocían de Londres y James admiraba a Chesterton, le hizo una visita de cortesía con su hermano, el filósofo William James, de viaje entonces por Europa. Y lo que ocurrió, teniendo en cuenta que el novelista era más ceremonioso que cualquier británico, fue una divertida comedia de despropósitos. Podemos imaginar a Gilbert y Frances tomando el té con los dos invitados. El anciano Henry James, muy solemne y cortés, pone en cada palabra un tacto exquisito y muestra su admiración por la fecundidad literaria de Chesterton. La conversación, elevada y circunspecta, se centra después en las novelas de Walpole y los dramas de Shaw, pero es violentamente interrumpida por unos gritos que llegan del jardín: alguien vocifera el nombre de Gilbert y exige con urgencia jamón y cerveza. Mientras se miran unos a otros, irrumpen en la estancia dos hombres vestidos con sucios monos de trabajo, acusándose mutuamente de haber infringido la sagrada ley de los mendigos por haberse lavado en secreto. ¿Cómo decir al ceremonioso invitado que aquellos harapientos eran un miembro del Parlamento y un alto funcionario del Foreign Office? ¿Cómo explicarle que Belloc y su amigo estaban allí, hambrientos, sudados y sin afeitar, porque se habían quedado sin blanca en sus correrías por Francia y venían a pie desde Dover? Belloc se mostraba eufórico por haber sobrevivido como un pobre, durmiendo bajo las estrellas, pero llegaba aullando por comida y bebida. Aunque Henry James tenía fama de hombre sutil, aquella situación le superaba. Había dejado América porque amaba las formas de la cortesía europea, y lo que tenía delante eran dos andrajosos que ignoraban por completo esas formas. Les separaba una mesita de té, pero esa distancia era mayor que el Atlántico. El hereje Wells pasaba también el verano en Rye, y la lentitud artificial de Henry James le ponía los nervios de punta. Le comparaba con un elefante empeñado en atrapar un guisante. En justa correspondencia, el americano había dicho que «cualquier cosa que 47

Wells escribe no solo está viva, sino que patalea». Wells era un bromista incorregible, y esos días había ideado con Chesterton el Gype, un juego para niños sobre el que escribieron detalladamente en la prensa, explicando sus modalidades sobre mesa, hierba y agua. El Gype solo existió de nombre, como una broma inglesa que dio mucho que hablar ese verano. Wells era famoso por obras visionarias como La máquina del tiempo, La guerra de los mundos y Utopía moderna. Le gustaba la utopía social, y siempre estaba en guardia, dispuesto a oponerse a la mínima oportunidad. Era un liberal fabiano, igual que su amigo Bernard Shaw, y discrepaba con Chesterton en cuestiones importantes. Creo que él pensaba que el objetivo de abrir la mente es simplemente abrirla, mientras yo estoy absolutamente convencido de que el objetivo de abrir la mente, como el de abrir la boca, es cerrarla de nuevo sobre algo sólido. Charles Dickens ¡Ah, pero qué tacaño, cicatero, estrujador, codicioso, rapiñador, avaro, mezquino y viejo pecador era Scrooge! Desde que empezó a escribir en prensa, los artículos sobre grandes escritores proliferan en Chesterton formando enjambre. Le gusta repartir elogios y discrepancias a partes iguales, y solo para algunos muertos suele reservar una admiración reverencial sin fisuras. Le ha tocado vivir el final de la era victoriana, que en Inglaterra ha dejado un mundo narrativo singularmente rico y variopinto. Basta con pensar en Dickens y Stevenson, en Charlotte y Emiliy Brönte, en George Eliot y Thomas Hardy, en Meredith y Thackeray. La Era Victoriana en la Literatura, publicado en 1913 a petición de la Home University Library, confirmará su gran dominio sobre los escritores citados. En 1906, Entre Herejes y Ortodoxia apareció Charles Dickens, un excelente estudio crítico, alabado sin reservas por André Maurois y T. S. Eliot. Dickens y Shakespeare son los autores de la literatura inglesa más conocidos, tanto dentro como fuera de su país. En España, Pérez Galdós tradujo en 1868 los Papeles del Club Pickwick. Para Galdós, el autor de David Copperfield, Oliver Twist, Hard Times y Pickwick Club «representa el mayor grado de perfección a que ha llegado la novela de nuestro siglo».

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Pero la fama del novelista victoriano se había eclipsado tras su muerte, en 1870. La biografía de Chesterton dará un decisivo impulso a la recuperación de la celebridad perdida. La identificación de Gilbert Chesterton con Charles Dickens será total. Si hubieran tenido un Plutarco, hoy contaríamos con dos nuevas Vidas Paralelas. Para ambos, las personas pobres están muy por encima de los dogmas del capitalismo despiadado y del socialismo utópico. Ambos exprimirán sus días y escribirán sin descanso en una batalla constante por la justicia, concretada en la mejora de las condiciones de vida de los más desfavorecidos. En la Inglaterra victoriana se había impuesto el pensamiento utilitarista de Jeremy Bentham, que subordinaba la felicidad de uno a la de todos, ignorando los deseos individuales. Sus ideas inflexibles se unieron a las de Adam Smith, defensor del capitalismo radical, y a las de Malthus, que predicaba el control de la natalidad y justificaba las guerras y epidemias como sistema idóneo para equilibrar la producción. Esta combinación dio lugar a lamentables perversiones sociales, entre las que destaca la conversión del sistema educativo en correa de transmisión de estas ideas. En la primera mitad del XIX, la revolución industrial había generado en Gran Bretaña una multitud de pobres que atestaban los centros de beneficencia. En los hospicios era obligatorio trabajar, se separaba a los maridos de sus mujeres y se dispensaba una escasísima comida. El objetivo era claro: obligar al pobre a encontrar un empleo e impedir su reproducción. En Oliver Twist, David Copperfield, La pequeña Dorrit o Tiempos difíciles, el novelista denuncia esas lacras con una vigorosa narrativa llena de dramatismo y sentido del humor. Dickens había experimentado lo que es el trabajo de un niño en una fábrica, por seis peniques a la semana. La vergüenza de tener que trabajar en vez de ir a la escuela explica su profunda aversión a la pobreza, los muchos esfuerzos que hizo para huir de ella y la generosidad de su vida y de su obra. Chesterton aplaudirá las reformas sociales que pide el novelista en sus retablos de personajes inolvidables. Ambos tienen fe en el hombre concreto, dudan de los políticos y creen en el compromiso personal contra los males de la sociedad. Decidido a predicar con el ejemplo, Charles Dickens corrió con los gastos de sus numerosos parientes; dio dinero a gente necesitada; organizó funciones benéficas para las 49

familias de escritores o actores fallecidos; fundó una compañía de teatro y destinó a la beneficencia los fondos recaudados; creó una fundación para escritores y artistas pobres; y, con la administración de la fortuna de una amiga, construyó viviendas para pobres y fundó un asilo para muchachas descarriadas. Al final de su vida, como un enorme premio, el escritor pudo ver la prohibición del trabajo en las minas a niños menores de diez años y a mujeres, y la reducción de la jornada laboral de los niños, en las fábricas, a diez horas. Tras la publicación de Oliver, los pequeños mendigos recibieron más limosnas en la calle; ingleses ricos recapacitaron e hicieron generosas donaciones; el Gobierno mejoró orfanatos y asilos. Así, la compasión y la benevolencia se acrecentaron en Inglaterra gracias a las historias de un escritor, y también el buen humor y el gusto por una vida salpicada de alegrías sencillas y tranquilas. Dickens nos enseña, dice Chesterton, algo realmente importante: que la camaradería y la alegría no son pequeñas islas en medio de nuestras jornadas; más bien son nuestras jornadas islas en la camaradería y la alegría que, gracias a Dios, han de durar eternamente. Esos sentimientos, que también son virtudes, brillan especialmente en Navidad, fiesta a la que Dickens dedicó relatos inolvidables y un cuento capaz de conmover y entusiasmar a los lectores más exigentes de todos los tiempos: Canción de Navidad. Uno de esos lectores cautivados fue Stevenson, si hemos de atenernos a su insuperable elogio: «¡Qué hermoso es para un hombre haber escrito libros como esos y llenar de piedad los corazones de las gentes!». Chesterton sentía la Navidad igual que Dickens, pero, cuando habla de ella, teme quedarse en la superficie del sentimiento y bucea hasta su raíz cristiana: Que se nos diga que nos alegremos el día de Navidad es razonable e inteligente, pero solo si se entiende lo que el mismo nombre de la fiesta significa. Que se nos diga que nos alegremos el 25 de diciembre es como si alguien nos dijera que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la mañana. Uno no puede alegrarse así, de repente, a no ser que crea que existe una razón seria para estar alegre. Un hombre podría organizar una fiesta si hubiera heredado una fortuna; incluso podría hacer bromas sobre la fortuna. Pero no haría nada de eso si la fortuna fuera una broma. No se puede montar una juerga para celebrar un milagro del que se sabe que es falso. Al desechar el aspecto divino de la Navidad y exigir solo el humano, se está pidiendo demasiado a la naturaleza humana. Se está pidiendo a los ciudadanos que iluminen la ciudad por una victoria que no ha tenido lugar. Dickens conocía la política inglesa desde dentro, pues con dieciocho años trabajó 50

para un periódico como taquígrafo en el Parlamento. Allí descubrió lo que tanto repite en sus obras: que entre los políticos abundan los farsantes y los charlatanes. Esa conciencia le llevaría a fundar en 1846 el Daily News, que pronto se convertiría en el más influyente órgano liberal del país. Igual que Chesterton, Dickens poseía un gran talento histriónico. Su éxito como declamador de sus propias obras fue clamoroso. Era un lector excepcional, que seducía y hechizaba a sus oyentes, a veces con un esfuerzo sobrehumano. Durante su último viaje a Estados Unidos, actuó públicamente en 471 ocasiones. Gilbert aprendió de su padre y de Dickens el amor por las leyendas populares y los cuentos de hadas, que son narraciones elaboradas por un pueblo entero, mucho más respetables que cualquier libro escrito por un solo autor. Así entendida, la tradición viene a ser la democracia de los muertos, y entre las tradiciones de toda la humanidad encontramos en primer lugar los cuentos de hadas, defendidos por Dickens sin rubor alguno: «En una época utilitarista es un asunto de gran importancia que se respeten los cuentos de hadas. Una nación sin fantasía, sin algo de romance, nunca ocupó, nunca podrá ocupar y nunca ocupará un gran lugar bajo el sol». Chesterton dirá que ese mundo de magia y milagro no es muy diferente al nuestro, pues no deja de ser mágica y milagrosa la incansable salida del sol por las mañanas, tanto como la explosión de margaritas en primavera. Los lectores apasionados de Dickens –Bernard Shaw entre ellos– reconocieron en Chesterton al número uno de aquella gran cofradía de forofos. El libro concluye con una gloriosa profecía: Todos los caminos llevan a una última posada, donde nos encontraremos con Dickens y sus personajes. Entonces beberemos juntos otra vez, y será el vino de las grandes garrafas en la taberna del fin del mundo. La publicación del ensayo sobre Dickens coincidió con la operación quirúrgica a la que se sometió Frances con la esperanza de posibilitar su maternidad. Al mismo tiempo tuvo que enfrentarse a un suceso tristísimo: su hermano Knollys, que desde la muerte de Gertrude sufría depresiones, apareció ahogado en una playa de Newhaven, donde pasaba el verano. Durante algún tiempo Frances quedó abrumada por el dolor, rehusó ver a nadie que no fuese de la familia, y empezó a pensar en marcharse a vivir fuera de Londres, como los Belloc. El trajín excesivo de su marido no era bueno para ninguno de los dos, y la posibilidad de una Arcadia lejos del mundanal ruido siempre había estado entre sus sueños. De Londres a Beaconsfield, 1909 51

Bernard Shaw, siempre amigo, nunca dejó de ser para Chesterton «un caos de ideas raras», y entre ellas, su empeño en que Gilbert escriba teatro y «contribuya con algo a la literatura dramática». Pero Gilbert sigue su camino y publica su segunda novela en 1908: The Man Who Was Thursday. Se trata de una historia kafkiana, muy valorada por lectores como C. S. Lewis, Borges o Ronald Knox. Un psiquiatra de ideas avanzadas le comentó a Gilbert que un buen número de pacientes chiflados había recuperado el juicio gracias a la lectura de la novela. A Chesterton le llenó de orgullo que su propia chifladura no hubiera resultado del todo inútil. Después recomendarían sus obras otros psiquiatras, convencidos por sus virtualidades terapéuticas. En Inglaterra ya no hay reunión social o cultural de importancia, en la que no se aspire al lujo añadido de contar con la presencia de Chesterton. El éxito de sus libros y artículos multiplica las invitaciones a debates y conferencias por todo el país. Se paga gustosamente por verle y escucharle, hable de lo que hable. Él no sabe negarse, mientras sigue con su intensa actividad en Fleet Street. ¿Aguantará mucho ese ritmo? Frances se muestra preocupada, pues sus esfuerzos por ordenar el trabajo y las comidas de su marido no dan el resultado apetecido. El problema se agrava los domingos, por los almuerzos habituales en Warwick Gardens. Marie Louise está siempre dispuesta a llenar los platos de su hijo de salmón, chuletas y pasteles de nata, con acompañamiento generoso de buen borgoña. La inquietud de Frances es proporcional a la despreocupación de Gilbert, que se toma a broma su espectacular aumento de volumen. Ella lo acompaña en sus desplazamientos por Inglaterra, y, cuando lo ve disfrutar con los paisajes y la gente del campo, no pierde la ocasión de ponderar las excelencias de la vida en contacto con la naturaleza. Chesterton accede a mudarse a una casa de campo «cuando se jubile», pero ella duda mucho de que esa jubilación llegue algún día. Lo que sí llega es un paseo –tras un trayecto en ómnibus y otro en tren– hasta una tranquila villa donde viven algunos hombres de negocios y abogados que trabajan en la City. Aquel pueblo abierto, limpio y tranquilo, a veinticinco millas de Londres, parecía un paraíso. Se llamaba Beaconsfield. El rumor del cambio de residencia ensombreció Fleet Street. Era un doble crimen contra el mundo de las rotativas y contra el propio Gilbert, pues no podrían vivir separados. Alguien aventuró que Chesterton en el campo, sin poder hablar a diario y constantemente, podría caer en lo más abyecto: «llegar a creer lo que dicen los periódicos». La mudanza se produjo en otoño y supuso, según la exagerada percepción de Ada, el otoño de Chesterton. La ebullición diaria de Fleet Street era para él tan vital como el 52

respirar, pues Gilbert era el alma de ese mundillo. En Beaconsfield, el capitán de esa tropa «se alejó de nosotros, y aunque volvió a visitar los lares de su antigua libertad, nuca más volvió a ser el hombre alegre y optimista de sus días de Londres». La realidad, sin embargo, no concuerda con ese juicio radical. Su presencia en Fleet Street ya no es diaria, pero es regular y ordenada, pues tiene el límite nocturno del último tren. En Beaconsfield dispondrá de más horas y más orden para trabajar. Si hace buen tiempo, saldrá al jardín a pasear lentamente y a pensar. También podrá leer, escribir y dictar sin interrupciones. Eso explica, en parte, lo que Titterton no consigue explicarse: «No sé cómo hacía tantas cosas. Ni mucho menos entiendo cómo conseguía resultar siempre tranquilo y feliz de charlar con cualquiera». Titterton quizá no sabe que Frances, encantada con Overroads, su nueva casa, está empeñada en facilitar la vida de su marido: compra los billetes de tren, llama al taxi que le lleva a la estación, filtra las llamadas telefónicas, contrata a una secretaria, ordena papeles y libros, reserva hoteles, encarga comidas en los restaurantes, invita a los primeros matrimonios amigos de Beaconsfield, se ocupa de que no lleguen tarde los artículos a las redacciones ni Gilbert a las conferencias… Ada cuenta que nadie en Fleet Street aceptó de buena gana la separación de Chesterton. Entre los planes que imaginaron para rescatarle se sugirió llegar en avioneta a Beaconsfield, raptarle, aterrizar en Calais y retenerle en Francia hasta obtener su renuncia a vivir en Overroads. Pero todos sabían que ninguna tentación lograría que Gilbert accediera a separarse de su mujer, así que se consolaron pensando que, si él no venía a Londres, ellos podrían ir a Beaconsfield. Aunque muchos lo intentaron, pocos lo consiguieron, pues Chesterton no se ponía nunca al teléfono. Belloc, que sabía mucho de táctica militar, fue uno de los pocos que pudo atravesar el cerco. Se limitó a informar a Frances del día y hora en que aparecería. La conversación terminó con estas palabras: —¿Tenéis cerveza? Si no, la llevaré yo. La publicación de un libro sobre Bernard Shaw hizo pasar a un segundo plano el «exilio» en Beaconsfield. Una vez más, Chesterton ha logrado un retrato inteligente y brillante, difícilmente superable, donde el hirsuto irlandés es inesperadamente comparado con la Venus de Milo, porque «todo lo que nos queda de él es admirable». Las tres facetas principales de su amigo –crítico, dramaturgo y filósofo– son analizadas con tanta gracia y lucidez que duele llegar al final del libro. Chesterton, como hizo antes con Browning y con Dickens, ha limitado lo biográfico y se ha centrado en las ideas de su protagonista. En esas páginas descubriremos la paradoja de un irlandés que no es pobre, de un puritano que no es religioso, y de un progresista que va por delante de sus propias 53

ideas. Shaw agradece por carta el ejemplar dedicado, propone a su amigo que escriba un drama y termina con este párrafo: «Tengo un automóvil que, si hubiese suficiente provocación, podría llevarme hasta Beaconsfield, pero no sé cuánto tiempo está usted ahí y cuánto en Fleet Street… ¿Pasa usted ahí solamente el fin de semana o su sabia esposa ha tomado cartas en el asunto y le ha relegado a la vida pastoril?». Como intuye Shaw, la sabia esposa y las sucesivas secretarias defienden el necesario aislamiento de Chesterton en su trabajo, pero no siempre lo consiguen. Serán habituales las visitas de los Belloc, los Bentley, Cecil y el propio Shaw, el padre O’Connor y Wells, los Oldershaw, el doctor Pocock y su esposa. A ellos hay que añadir los periodistas que llegan casi siempre sin avisar, seguros de encontrar buena conversación y abundante cerveza. Y nunca faltan los niños –hijos de familiares, amigos y vecinos– para quienes el «tío Gilbert» era siempre una fiesta. Todo ese movimiento explica que no sea infrecuente ver trabajar a Chesterton contrarreloj, escribiendo a mano un artículo y dictando otro al mismo tiempo, mientras Frances tranquiliza por teléfono a los periódicos, asegurándoles que los artículos llegarán a tiempo. El matrimonio echa pronto raíces entre sus nuevos vecinos. El médico visita a Gilbert y siempre sale más alegre, riéndose de algo. El sastre está orgulloso de tener un cliente que le exige el doble de tela y de tiempo que cualquier otro. El gremio de comerciantes le invita a sus almuerzos. Más tarde, frente a la casa de alquiler donde viven, adquirirán una gran parcela de terreno con un bosquecillo al fondo, y empezarán construyendo un gran estudio con ventanales y chimenea. A su inauguración invitarán a muchos amigos. El padre O’Connor recordará esa fiesta por la cantidad de juegos que se improvisaron.

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3. Periodismo en guerra

Ada y Cecil fueron testigos del primer bombardeo sobre la capital. Se dirigían a un restaurante de Fleet Street cuando oyeron el estampido de los cañones. «Nadie tenía idea del daño que un zepelín podía causar, y el espectáculo de una blanca y gigantesca babosa allá arriba, en el cielo, era más excitante que alarmante. Estábamos comiendo cuando de pronto cayó la primera bomba, y toda la gente se precipitó fuera para ver lo que sucedía». En ese momento retumbó un cañón antiaéreo, y un anciano caballero apostó cinco contra uno a que el zepelín sería derribado en los próximos tres cañonazos. El cañón no acertó a la blanca babosa, que se alejó para soltar sus huevos mortales en otra parte. Pero antes de la Gran Guerra pasaron otras cosas… Batallas políticas Los políticos, como todos los hombres públicos, se vuelven imprecisos a medida que escalan puestos, hasta llegar a carecer incluso de ideas políticas. Todo periodista lleva dentro a un pequeño conspirador. Y además está armado. Chesterton habló y escribió sobre la política y los políticos desde que aprendió a hablar y a escribir. Ese interés constante no solo se pone de manifiesto en sus artículos, debates y 55

conferencias. Por el diario de Frances conocemos las cenas en las que el matrimonio coincide con ministros, diplomáticos y parlamentarios como Churchill y Lloyd George, Windham y Asquith, Haldane y Chamberlain, Rosebery y Edward Gray. Chesterton pisa la arena política cuando apoya directamente las campañas electorales de amigos como Belloc y Masterman, que alcanzarán escaños en el Parlamento. Belloc llegó a la Cámara de los Comunes en 1906. Fue diputado liberal por South Salford, cuando ya tenía cinco hijos y éxito literario. Era tan apasionado de sus ideas como escéptico respecto al Parlamento, pero esperaba influir de algún modo en Westminster y en su partido. De haber sido un obediente «hombre de partido», hubiera llegado a Ministro. Pero no lo fue. Chesterton también tuvo sus decepciones. Como demócrata convencido, quería que el gobierno se acercase realmente al pueblo, pero comprobó que los partidos enviaban a sus representantes al Parlamento para atacarse mutuamente, no para defender los intereses de la gente. Al reportero que le pregunta por qué no se presenta a las elecciones, le responde que «lo haría encantado si estuviese seguro de que no me elegían». En las campañas de Belloc y Masterman tuvo oportunidad de conocer en vivo la Inglaterra rural, con anécdotas realmente sabrosas. Recuerdo a una robusta mujer de Somerset, con mirada algo amenazadora y casi malévola, que no me dejó pasar del umbral de su casa porque su marido todavía era conservador. Me contó que había estado casada dos veces, y que sus maridos conservadores se habían vuelto liberales después de casarse con ella y antes de morir. Luego movió el pulgar por encima del hombro, señalando al invisible conservador que estaba dentro, y dijo: «Lo tendré listo para las elecciones». Tampoco Cecil fue tentado por la política activa, a pesar de formar parte durante unos años del comité ejecutivo de la Sociedad Fabiana. Su fuerte idealismo y su fogoso temperamento chocaban con la amalgama confusa de pacifistas, vegetarianos, feministas, estetas y evolucionistas que se reconocían como fabianos. Cecil abandonará esa tropa y se afiliará, con Masterman y Conrad Noel, en la Christian Social League. La lucha de ambos hermanos contra la corrupción política y los manejos extraparlamentarios de los partidos no conoce tregua. Será una de las constantes de sus artículos periodísticos, especialmente poderosos por la valentía, la independencia y la integridad insobornable de sus autores. Desde 1907 publicarán también en The New Age, el periódico recién fundado por Shaw, Wells y otros fabianos. En sus páginas se iniciará un ininterrumpido debate entre Chesterton y Shaw, que no dejará descansar ni al propio Shakespeare, acusado por Shaw de escribir obras mediocres para ganar dinero y público. 56

En 1910 tuvo Chesterton cierta implicación en la campaña electoral del candidato liberal por Beaconsfield. Disfrutó en los mítines locales, haciendo reír a la gente con sus ejemplos descabellados y su aplastante sentido común. El mismo año, Belloc, después de darse muchos cabezazos contra la pared de la política parlamentaria, tuvo claro que había perdido el tiempo. Había dicho la verdad a hombres tan deshonestos que no querían oírla, o tan tontos e ignorantes que no la entendían. Su propio partido le volvió la espalda cuando propuso en la Cámara que se hiciese pública la lista de los contribuyentes a la caja del partido. Belloc escribió entonces, con Cecil, El sistema de partidos, un libro dedicado a denunciar la naturaleza antidemocrática de la democracia parlamentaria británica. Según ellos, en su país no gobernaba el pueblo, ni siquiera el Parlamento o los partidos. El poder lo ejercía, realmente, un clan de familias con miembros en todos los partidos y en todos los gobiernos. Conservadores y liberales se fundían, pues, en una única oligarquía, y los debates parlamentarios eran una farsa. Gilbert intervino a fondo en la enconada polémica periodística que provocó el libro, haciendo causa común con los autores. Si nunca le gustaron las aristocracias, menos aún las oligarquías donde los personajes tienen más importancia que las personas. Belloc había encontrado en Cecil un excelente aliado, amigo y colaborador, que empezó a frecuentar su casa para hablar de religión y política hasta bien entrada la noche. Con el tiempo, el más joven de los Chesterton sucumbiría a la persuasión de Belloc. Después de haber sido un destacado socialista fabiano, rechazó el colectivismo y se fue acercando al distributismo. Tras sacudir de sus pies la suciedad del Parlamento, Belloc renunció a su escaño y fundó, con sus amigos, una «Liga para la limpieza del Gobierno» y un periódico semanal: The Eye Witness (El Testigo Ocular). Con Belloc en la dirección, Cecil como subdirector, un grupo solvente de accionistas y media docena de colaboradores de lujo, el semanario se situó desde el principio en el comprometido territorio de la prensa política de combate. Allí estaban embarcados Chesterton y Shaw, Wells y Phillimore, Baring y Bentley, Catherine Tynan y el excelente analista económico Raymond Radclyffe. El escándalo Marconi Daba la impresión de que Cecil no deseaba vivir mientras quedara una falacia viva. La línea del Witness era inequívoca: desenmascarar la corrupción política y económica para defender la libertad de los ciudadanos. En ese empeño aireó el escándalo 57

que marca, para Chesterton, un antes y un después en la historia de las corrupciones políticas británicas. En 1911 el Imperio Británico decidió mirar hacia el aire y comunicarse por medio de estaciones de radio. El negocio era considerable y se encargó el asunto a Herbert Samuel, Director General de Correos. Entre las empresas que compitieron estaban Telefunken, Poulsen y Marconi. Ganó esta última, pero la concesión estuvo contaminada por un turbio tráfico de influencias, información privilegiada, especulación en Bolsa y prevaricación. De la adjudicación a Marconi, decidida de antemano, se beneficiaron destacados miembros del gobierno y del partido liberal. Cecil habló, en un duro artículo, de las otras propuestas «más baratas y eficaces», y aseguró que el monopolio de Marconi era una «estafa al pueblo británico». Mientras tanto, las dificultades económicas del Eye Witness amenazaban la continuidad del semanario. Cecil pidió a su padre el dinero suficiente para comprarlo, y Edward se lo concedió. El Eye Witness pasó a llamarse New Witness, con Cecil como director, Ada como principal redactora, y los mismos colaboradores del Eye. Titterton asegura que Ada se convirtió entonces en la mejor periodista de Inglaterra. Escribía noticias semanales, dirigía a los colaboradores y ayudaba a Cecil a sacar la edición. Cuando el colaborador pasaba por las destartaladas oficinas de John Street para entregar un artículo, solía encontrar a Cecil y a Desmond McCarthy, su crítico de teatro, inmersos en el trabajo. También podía llegar Belloc, como una exhalación, para leer de pie unas galeradas. Después bajaban a tomar unas cervezas, sabiendo que Gilbert podía entrar sin resuello en cualquier momento. Entonces, mientras comentaban la campaña que sacudía la política de Inglaterra, todos parecían colegiales en día de fiesta, «más orgullosos de ser periodistas que literatos, y de ninguna manera querían ser como esos escritores que siempre están contando sus ventas o, peor aún, cultivando un estilo». El escándalo Marconi, después de acaparar los titulares británicos durante más de un año, estaba entrando en vía muerta. Para conseguir que los ministros sospechosos de corrupción declarasen en el Parlamento, Cecil tuvo que bucear en el turbio pasado de Godfrey Isaacs, director gerente de Marconi en Londres. Y lo logró, causando la conmoción de la Cámara, de Fleet Street y de todo el país. Los abogados de Godfrey amenazaron a Cecil con llevarle a los tribunales si no cejaba en sus acusaciones. Respondió que no podía tener el honor de atacar a los más poderosos sin pagar el correspondiente precio. «Hace tiempo que hemos calculado ese riesgo y nos parece que está bien, mejor que bien». La amenaza iba en serio. Una mañana, un policía llegó al periódico y entregó al director una citación por calumnia criminal contra Godfrey. Cecil enmarcó la citación, la 58

colgó en su despacho y brindó con champán. Era estable y tranquilo en sus afectos, dirá Ada, pero la batalla le volvía indomable como un toro. Intolerante con la corrupción, le guiaba «la idea, realmente extraordinaria, de decir siempre la verdad», leemos en la Autobiografía de Gilbert. A medida que se acercaba la fecha del juicio, las oficinas del New Witness se llenaban de amigos y cartas alentadoras, mientras las ventas crecían. Todo Fleet Street invitaba a Cecil a beber y a brindar, pero un día abandonó el despacho con otras intenciones. Desapareció durante unas horas para ser recibido en la Iglesia católica. Su amistad con los Belloc le había facilitado charlar a menudo con Elodie sobre la fe. Ella fue quien le sugirió ser preparado por el padre Bowdon. El carácter luchador del sacerdote, y su fama como antiguo soldado, atrajeron especialmente a Cecil. Ada dirá que, más que un converso, parecía que la religión hubiera formado parte de su personalidad durante toda su vida. El juicio duró dos semanas y tuvo en vilo a los padres, acostumbrados a otro tipo de popularidad. Sabían que Cecil estaba expuesto a ir a la cárcel si le declaraban culpable. Gilbert asistió con Frances a todas las sesiones del proceso, y salía de vez en cuando a informar a sus padres, que prefirieron no estar presentes en la sala. Cuando fue llamado como testigo, no perdió el buen humor: —¿Desde cuándo conoce al acusado? —Creo que desde que nació. —¿Qué piensa de él? —Solo puedo decir que envidio la dignidad de su actual situación. —Limítese a contestar a la pregunta. Entonces Gilbert, con frases perfectas y voz poderosa, habló de las ideas de Cecil sobre los deberes de políticos y funcionarios. Arthur Thomson, defensor de Cecil, le escuchaba con gusto mientras balanceaba su silla sobre las patas traseras. Hasta que sobrepasó el límite del equilibrio y desapareció de la vista de todos, con gran estruendo. Parecía como si el proceso también se hubiese derrumbado, y el Tribunal contuvo la respiración. Poco después, el juez Phillimore sonreía, y toda la sala con él, cuando el distinguido jurista se levantó trabajosamente y recuperó su sitio en el estrado. La última sesión del juicio tuvo lugar el 9 de junio de 1913. Antes del veredicto, 59

todas las apuestas contemplaban la cárcel. Cuando esos rumores llegaron a los padres, Marie Louise dirigió a su marido estas palabras: —Si mi hijo va a la cárcel, no debes esperar que yo vaya a casa esta noche. Me quedaré paseando delante de la prisión hasta que amanezca. ¿Verdad que me comprendes, Edward? Edward retuvo la mano de su mujer entre las suyas y sus ojos lo dijeron todo. Mientras el Jurado deliberaba, un alguacil se abrió paso entre la multitud y llegó hasta Ada. Cecil quería hablar con ella. Cuando se acercó, intrigada, él parecía despreocupado. —Estoy preparado, chiquilla. Pero, antes de que me encierren, necesito fumar. ¿Crees que podrás conseguirme un poco de Bristol Bird’s Eye, para la pipa? Ada salió volando y regresó con un pequeño paquete, que fue minuciosamente examinado para comprobar que no contenía pólvora ni veneno. El Jurado entró entonces en la sala y el Presidente, con voz baja y medrosa, dio a conocer el veredicto: culpable. La gente de Isaac no pudo reprimir un aplauso. Ahora se pronunciaría la sentencia. La opinión general se inclinaba por tres años de cárcel, aunque algunos rigurosos subían hasta cinco. Por eso, fue grande la sorpresa cuando Su Señoría impuso al culpable una multa de cien libras. Cecil respiró con alivio y se vio rodeado por una marea de gente que le abrazaba y aplaudía. Allí estaba también Belloc, recién llegado, cansado del viaje y cubierto de polvo. David había vencido al Goliath de Marconi. Por la tarde, fue recibido en Fleet Street como un héroe. Pero él no era muy consciente de su hazaña, ni le importaba su prestigio personal. Solo valoraba que el New Witness había puesto contra las cuerdas a los ministros de la Corona. La comisión parlamentaria, al concluir con un inocuo dictamen que salvaba la buena fe de los ministros implicados, salvó también su carrera política. Entre las voces que lamentaron semejante desenlace, The Times criticó el «deficiente sentido de la limpieza» de los políticos, y Rudyard Kipling, que había seguido el escándalo en las páginas del New Witness, manifestó públicamente su total desacuerdo. El 23 de diciembre, Elodie cayó repentina y gravemente enferma, sin poder tragar la comida. «Grito y pido a Dios por su curación», escribe Belloc a Baring, pero el deterioro de su esposa es rápido. Fallece en febrero de 1914, en su casa de Sussex. Gilbert y Frances la habían visitado poco antes. Ahora vuelven de nuevo para acompañar en el funeral a sus cinco hijos y a su desolado esposo. La muerte de Elodie dejó a Belloc 60

mortalmente herido, con la carga de un recuerdo dolorosamente presente el resto de sus días. Su habitación se cerró para siempre, como un santuario que guardaba la pureza de su memoria. Cada noche, antes de acostarse, él se detenía ante la puerta cerrada y hacía sobre ella la señal de la Cruz, de su cruz. La Gran Guerra Se veía venir. Aunque reinaba la paz desde 1870, era la paz armada. El colonialismo alemán, paralelo a su prodigioso desarrollo industrial, había puesto en guardia a Francia, Gran Bretaña y Rusia. La consecuente inversión de alianzas despertó en Alemania el complejo de «gato acorralado». Entonces saltó la chispa de Sarajevo y se precipitaron los hechos. Al invadir Bélgica y Francia, Alemania provoca la declaración de guerra de Londres. Era el verano de 1914. Muchos periodistas son movilizados. Otros colaboran con el Ministerio de Propaganda y el Servicio Secreto. A Gilbert le traducen La barbarie de Berlín al sueco y al castellano. A Desmond MacCarthy le disfrazan con frecuencia de almirante. Ada cuenta que John Salis, crítico de arte del New Witness, trabajó para el Servicio Naval de Desfiguración, «donde dibujó los más maravillosos disfraces para nuestros buques». Un día, la propia Ada recibe el encargo de elogiar por escrito los hospitales militares de Boulogne. Aunque la zona no era peligrosa, Cecil se empeñó en acompañarla. En la estación de Boulonge ven un tren que llega con heridos. Los soldados de las camillas tenían un color verdoso y sufrían el «pie de trinchera». Aunque Ada se había preparado para ver miembros rotos y cuerpos destrozados, la larguísima fila de camillas, desde las que miraban aquellas caras de muerte, «estaba muy por encima de todo lo que uno se puede imaginar. Cuando veo a un soldado de la última Gran Guerra sin pensión o sin trabajo, vendiendo cerillas en la calle sobre sus pies inválidos, siempre me acuerdo de aquella mañana en Boulogne». Sin embargo, Ada constata que la atmósfera, tanto en Francia como en Inglaterra, era de «un febril optimismo y una casi fanática convicción del triunfo. Todavía no había comenzado la gran matanza, y la gente aún hablaba de estar en Berlín para el día de Navidad. La escasez de municiones no había trascendido; se ocultaba la falta de armamento francés e inglés, y todo el mundo se sentía feliz y confiado». Por la tarde fueron a Vimereux. Sentados a la puerta de una pequeña taberna, Cecil le confió que se quería alistar. Sus venas varicosas se lo habían impedido hasta entonces, pero no se daba por vencido.

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—No estaré tranquilo hasta que me acepten como soldado –dijo. —Estás haciendo un trabajo mucho más importante en el New Witness –protestó Ada. —Hoy no hay nada más importante que luchar –respondió Cecil–. No me siento capaz de hablar o escribir sobre la guerra si no voy al frente. Después, cuando regrese, ¿crees que podrás casarte conmigo? Estaba tan ansioso, tan irresistible, que no pude rehusar. No podía imaginar a Cecil en una batalla, y en un repentino impulso sentimental, ganada por su aflicción, le dije que sí. Entonces vi en sus ojos una mirada de tal adoración, de tan insondable alegría, que me sentí repentina y extrañamente humillada. El día que regresaron a Londres, Cecil telefoneó a Ada desde Warwick Garden. Gilbert estaba gravemente enfermo. Llevaba tiempo aplaudiendo en el New Witness la intervención británica en el conflicto. Pensaba que el honor del país estaba a salvo, porque la ventaja moral es de quien cumple sus compromisos. Escribía sobre la barbarie de Berlín, manifestada precisamente en la violación de los compromisos y en la pretensión ridícula de superioridad racial. Su ritmo de trabajo había vuelto a dispararse. Acaba de publicar dos novelas: en enero La hostería volante, y en octubre La sabiduría del Padre Brown. Tenía cuarenta años y trabajaba mañana, tarde y noche, hasta bien entrada la madrugada. Tampoco dejaba de hacerlo cuando viajaba en tren o en coche. Pesaba más de ciento cuarenta kilos. Fumaba, bebía y comía más de lo razonable. No se cuidaba y no se quejaba nunca. Un día de noviembre, mientras Ada y Cecil están en Francia, habla en Oxford sobre la guerra, ante una multitud de estudiantes. Por la noche regresa a Beaconsfield con un malestar creciente. Cuando llega a casa, se derrumba sobre la cama y la rompe. El doctor Pocock acude de inmediato y también le encuentra roto, sin fuerzas para enderezar su posición grotesca. —Debe sentirse terriblemente incómodo, señor Chesterton. —Ahora que usted lo dice, supongo que sí. La enfermedad es muy seria. Frances comunica al padre O’Connor que fallan el corazón, el hígado y los riñones, con complicaciones de gota. El médico exige un reposo absoluto. Dos enfermeras se turnan día y noche junto al enfermo. Los períodos de sueño y sopor se alternan con algunos claros de lucidez, pero la víspera de Navidad sobreviene 62

una inconsciencia que da inicio a la gran guerra de Chesterton contra la muerte. «Estoy desesperada», reconoce Frances, aunque el 12 de enero puede escribir que, «gracias a Dios, espero que vuelva con nosotros». Los médicos suprimen las visitas y aconsejan que no se intente corregir su confusión mental, de forma que salga naturalmente de la nebulosa donde se encuentra. Un día pregunta por Frances y la abraza con suavidad, en silencio. Otro día le pregunta ella: «¿Quién te cuida?», y él responde sin abrir los ojos: «Dios». La lucidez se abre paso con una lentitud exasperante, semana a semana, como un interminable amanecer entre densas brumas. Ha de ser el propio enfermo quien marque los tiempos de su retorno. Ni siquiera su madre debe visitarle. Bernard Shaw se pone a disposición de Frances para cualquier cosa que necesite. El 15 de marzo de 1915, Frances escribe al padre O’Connor que «la cabeza de Gilbert se despeja poco a poco, aunque todavía no distingue lo real de lo irreal». Un buen día la enfermera, sabiendo que es incapaz de leer, le da un ejemplar del periódico, como quien da un muñeco a una niña. Y Gilbert, con voz potente y clara, afirma que se trata de un ejemplar atrasado, y que quiere todos los números, desde la batalla del Marne. Su mente había recobrado la claridad. En los números solicitados analizaba Belloc, con ilustraciones y mapas, las incidencias de la guerra. Gracias a esa ocupación, que le permitía visitar los frentes y escribir mucho, iba saliendo de la postración por la muerte de Elodie. El pedido de Gilbert fue atendido y en poco tiempo se puso al día, comprendiendo los hechos, las cifras y los planos. Aunque parezca increíble, se había quedado casi en los huesos, y necesitaría meses para recuperar la forma. De las secuelas dirá que le impidieron, a partir de entonces, hacer nada útil excepto escribir. A primeros de junio envió su primer artículo al New Witness, donde justificaba los seis meses de silencio y se felicitaba porque la línea del periódico era ahora la de toda la prensa. Frances le hacía seguir estrictamente las recomendaciones del doctor Pocock sobre medicinas, alimentos y reposo. Con la ayuda de su esposa y de Freda Spencer, vecina e improvisada secretaria, reanuda las relaciones epistolares con los amigos. A Bernard Shaw le agradece su disponibilidad y le habla de su recuperación: «Me temo que tendrá que resignarse a la tétrica perspectiva de encontrarme más o menos como antes». Shaw le responde que está dispuesto a correr hasta Beaconsfield para discutir con él sobre la guerra, sobre Irlanda, sobre Rusia o sobre lo que sea. Zepelines sobre Londres, 1915 Inglaterra no va a ser castigada como sus aliados, pero los heridos empiezan a llenar 63

los hospitales, mientras llueven los temidos telegramas de la Oficina de Guerra, anunciando muertos y desaparecidos en combate. Ante la escasez de leche, fruta y verduras, el Gobierno británico recomienda cultivos caseros y cría de cabras en los jardines de las casas. El pan es malo, la mantequilla casi no existe, la margarina es repulsiva, una libra de azúcar es un tesoro, hay que hacer horas de cola… Con todo, Londres sigue siendo una ciudad tranquila, solo alborotada por algunos refugiados belgas, a quienes se trata mejor que a los propios británicos. Todo cambió cuando llegaron los dirigibles. El zepelín, inventado por los alemanes como medio de transporte civil, no tuvo nunca ese buen uso. En enero de 1915, uno de ellos soltó siete bombas sobre Great Yarmouth y causó la muerte de dos lugareños, los primeros civiles muertos en la historia de Inglaterra por un bombardeo aéreo. Era el comienzo de una campaña que duraría dos años y medio. Al mando de esa flota voladora estaba Strasser, un comandante decidido a doblegar a Inglaterra desde el aire. Por entonces, los aviones británicos eran incapaces de llegar a la altura de los zepelines, y en todo el Reino Unido solo había 33 baterías antiaéreas. Pronto se convirtió Londres en objetivo principal de los zepelines. En mayo de 1915 cayeron varias bombas sobre zonas muy comerciales. Durante meses, la ciudad sufrió las visitas nocturnas de los dirigibles, dejando en evidencia la mala puntería de los artilleros británicos. Hasta que un día, refiere Ada, «un aviador ametralló la babosa y la hizo caer. Rugía y ardía como un arcángel del infierno, mientras caía cerca de Pottres Bar. Yo contemplé el fuego desde Putney Bridge, y el espectáculo fue la cosa más alentadora de aquellos cuatro años de sufrimiento». Los zepelines, bastante ineficaces, fueron relevados después de dos años. Pero las nuevas escuadrillas de aeroplanos alemanes tampoco lograron impedir el trabajo o la diversión en la gran ciudad. Los teatros hicieron un gran negocio y los cines permanecían abiertos después de las señales de alarma, con el aplauso de los espectadores. Si alguien deseaba protegerse, salía y se refugiaba en el Metro. Ada, cinéfila e indomable, solía regresar a casa entre bombas y cañonazos, de portal en portal. Aunque las desgracias fueron grandes, reconoce que «la atmósfera, en general, era alegre. Las bandas tocaban y los soldados llenaban las calles. Los clubes de noche y los cabarets estaban atestados». En el New Witness se trabajaba contrarreloj. Un día llegó Gilbert acompañado de Desmond McCarthy. Los artículos de ambos ya tenían que estar en la imprenta, pero no valía la pena echárselo en cara. Ada puso a escribir a McCarthy en el despacho del administrador, con un whisky. A Gilbert le tocó el despacho de Cecil, donde podía compartir sándwiches de pollo y una botella de Borgoña con el corrector de pruebas. Ella 64

vigilaba discretamente para que ninguno interrumpiese su trabajo y se fuese. Todo parecía controlado, hasta que Cecil telefoneó desde la imprenta. —Belloc está aquí y no para de hablar. No puedo seguir trabajando. ¿Lo llevo a la Redacción? Eso hubiera supuesto la revolución y fuga de los prisioneros. Ada tuvo entonces una idea luminosa. —Acaban de abrir un restaurante francés en Covent Garden. Se llama Boulestin, y he oído que la cocina es maravillosa. Un día Bernard Shaw envió su réplica a una crónica del New Witness. Estaba en verso, bajo el título Primera Oda de Fanny. Algo tan inusual y simpático provocó la rápida venta de la edición. Shaw solía enviar a Cecil tarjetas postales, invitándole a comer. Como era vegetariano, añadía siempre una tranquilizadora postdata: «Mi esposa proveerá con algún cadáver». Al final del verano de 1915, plenamente recuperado, Gilbert inicia en el New Witness una sección pensada para desviar la atención de los lectores, obsesionados con la guerra. El periódico ganaba dinero y prestigio. Un golpe de buena suerte hizo que Sir Thomas Beecham se incorporara a su consejo editorial, aumentando su tirada. La sola presencia del célebre y acaudalado director de orquesta revolucionaba la redacción. Los teléfonos echaban humo mucho antes de que llegara. Mujeres hermosas esperaban con paciencia en sus Rolls Royce. Aspirantes a tenor o a soprano se congregaban en las escaleras. Pero Sir Thomas nunca se dejaba atrapar. Saludaba con un gesto a las bellas, sonreía al resto, y tranquilamente pasaba entre la multitud sin volver la cabeza. El impulso de Sir Tomás exigió una pequeña ampliación de plantilla. Entró entonces una joven rubia de dieciséis años, con viva personalidad, sonrisa irresistible y el raro don de comprender rápidamente a los demás. Aunque el gerente la contrató para tareas administrativas, fue la primera mecanógrafa que alcanzó la categoría de redactora. Por sus dientes separados, Ada la llamó Bunny, y así fue conocida desde entonces. Todo iba sobre ruedas hasta que un médico declaró a Cecil apto para el servicio interior. Nadie podía imaginar las consecuencias de ese dictamen. Director del Witness Cuando Cecil se alista en el East Surrey Regiment, se despide de los lectores y le pasa a su hermano la dirección del Witness, convencido de que su prestigio beneficiará al 65

periódico. Incómodo en su nuevo puesto, Gilbert se apoya todo lo que puede en la profesionalidad del subdirector Titterton y en el nervio de Ada. Pero son sus artículos los que gozan de una popularidad extraordinaria. En América, el New York Tribune habla de él como «lo mejor que ha producido Inglaterra desde Dickens». Lo que escribe tiene repercusión mundial, y Ada se encarga de los derechos para América y para todo el Reino Unido. Eso supone una buena suma cada semana, de modo que «Gilbert –Dios le bendiga– estaba extrañadísimo, y pienso que un poco turbado, por el dinero conseguido en la reventa. Nunca pudo comprender que sus trabajos pudieran pagarse un doscientos por ciento más de lo que él pedía». Las extrañas ideas de Gilbert sobre el valor de sus artículos se extendían a la tribuna. Un magnate del cine preguntó a Ada si Chesterton podría dar una conferencia sobre el arte de la gran pantalla. Ada le respondió que le haría la proposición, pero que pediría, como poco, unos honorarios de 50 guineas. Entonces llamó a Beaconsfield. La consternación y la sorpresa de Gilbert, ante la audacia de su «agente», fueron enormes. Pero Ada no se arrugó. Precisó que solo había pedido la mitad de lo que el conferenciante merecía. La conferencia fue vigorosa y chispeante, en una sala atestada de gente, con el productor de cine feliz. Ser director de New Witness y vivir lejos de Londres no fue fácil para Gilbert. Uno de los secretos de Cecil era la cooperación estrecha entre todos los colaboradores y la plantilla. Eso no se podía lograr desde Beaconsfield. Gilbert apenas pisaba la Redacción, y cuando lo hacía sus visitas eran siempre apresuradas. Ada resume su labor con una antítesis elocuente: escribía como un ángel y dirigía como un pobre diablo. Pero Titterton, que de hecho es el director y ocupa el despacho de Chesterton, ve las cosas de otra manera. En sus recuerdos, un día a la semana hay un revuelo en la Redacción, se oye una enorme carcajada, se abre la puerta de su despacho y aparece un Papá Noel sin resuello. Es Chesterton que llega radiante, con los quevedos torcidos y un cigarro a medio fumar. Bunny se adelanta para cogerle el sombrero, la capa y el bastón. Él agradece su solicitud y anuncia que ha traído unas cosillas… Entonces saca de los bolsillos papeles y más papeles con artículos y poemas, mecanografiados o simplemente manuscritos. Después se sienta de mala gana en la silla del director, apaga el cigarrillo y se pone a charlar y a dibujar como si tuviera todo el tiempo del mundo. A veces asoma por la puerta el gerente y dice con voz queda: «Señor Chesterton, no quisiera interrumpir…». «Nada de eso, señor Gander. Solo estaba perdiendo el tiempo», responde Gilbert. Entonces pasa Gander y se zambullen en los números, y ahora es cuando Gilbert está realmente incómodo, con ganas de escapar.

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El objetivo principal de Gander era conseguir anunciantes, pero el New Witness publicaba artículos que irritaban a casi todos. «Este hombre nos traerá la ruina», decía al leer un artículo de Raymond Radclyffe, el economista mejor informado de la City. Cuando Radclyffe hacía su entrada en la Redacción como un terrateniente del XIX y empezaba a coquetear con Bunny, Gander le podía decir que Consolidated Capsules había resuelto las nóminas del siguiente número, y que por favor hablase bien de esa empresa. Radclyffe contestaba: «Si quiere usted que hable bien de esos sinvergüenzas, de acuerdo; pero me parecería de muy mal gusto hacerlo precisamente en el siguiente número». Gander le lanzaba una mirada asesina y se retiraba a su despacho. Y Radclyffe, sonriendo a Bunny y a Titterton, empezaba a hablar de su antigua vida bohemia en Londres, o de poesía, o de vino, o de China. En sus editoriales, Chesterton seguía forjando semana a semana los principios del distributismo. Belloc ofrecía de vez en cuando un capítulo de su Historia de Inglaterra. Los versos de ambos amigos, dos de los mejores poetas de su época, enriquecían las páginas culturales del periódico. También se publicaban versos de Baring, Bentley, Maynard y Tommy Pope. Scott Moncrieff, gravemente herido en la guerra, con dolores permanentes, hacía buena crítica de poesía. Poetas, artistas, colaboradores y muchos amigos pasaban por el número 20 de Essex Street para charlar, de forma que a veces el Witness parecía más un Club que una Redacción. Robert Nichols acababa de publicar su primer libro de poemas, y Moncrieff le había dedicado una magnífica reseña. Nichols, tipo vivo e impaciente, nunca esperaba a que se le abriese la puerta de la Redacción: saltaba a través de la ventanilla del descansillo, con una carcajada y un cesto de fruta para la plantilla. Gilbert tenía claro que el distributismo no era nada si se quedaba en mera teoría: tenía que ser un modo de vida, un estilo humano como el que se vivía en el periódico. El soldado Cecil, 1917 Mientras tanto, en Surrey, Cecil ponía todo el corazón en su nueva vida militar. El New Witness estaba en las mejores manos, así que él podía dedicar el tiempo libre a investigar la historia y tradiciones de su Regimiento. A petición de muchos, daba charlas sobre política y asuntos extranjeros, con amenas referencias históricas y geográficas. También colaboraba con la prensa y avanzaba en su Historia de América. Era un fumador empedernido, que se agarraba a su pipa desde primera hora de la mañana. El humo molestaba en su tienda de campaña, pero sus compañeros le apreciaban tanto que no querían decirle nada. Acabaron practicando un descosido en la lona, para que pudiera sacar la cabeza con la pipa mientras su cuerpo descansaba entre 67

las mantas. Tenían por cocinero a un artista que había interrumpido su trabajo como escultor. Le habían encargado de la cocina porque, según el sargento mayor, su conocimiento del mármol lo podía igualmente aplicar a la carne. Marie Louise y Ada aumentaban las raciones del soldado Chesterton con envíos de jamón, salchichas y grandes tartas de miel. Cuando tenía algún permiso, la fiesta en Warwick Gardens estaba asegurada. Con todo, Cecil perdió peso en Westgate, pero ganó un ascenso. Aunque había sido declarado apto solo para servir en retaguardia, no descansó hasta que pudo meterse en un destacamento con destino al frente francés: el Highland Light Infantry. Entonces viajó precipitadamente a Londres y llegó después de la medianoche al piso donde Ada vivía con su sobrina. La abrazó en el hall y le comunicó la gran noticia, lleno de excitación: «¡Ya está hecho, chiquilla! Estoy en el servicio activo y me voy al frente. Solo tengo tres días de permiso. Ahora te casarás conmigo, ¿verdad?». Ada nos ha dejado el desenlace de esa inesperada situación en estas palabras: Sus manos temblaban y en sus ojos solo había una pregunta ansiosa, que en un instante se convirtió en increíble alegría. Por fin, después de tanto luchar, había ganado una esposa. El viernes lo pasó con sus amigos. Almorzó con Bernard Shaw y no paró de entrar y salir en innumerables redacciones y tabernas. Ada, mientras tanto, se compraba el vestido de novia y hacía el equipaje. Sus padres les dieron 100 libras. El sábado comieron en la Redacción. De ahí, Cecil se fue a Warwick Gardens, olvidando en el taxi los anillos de boda y el uniforme de soldado escocés que pensaba ponerse. A la mañana siguiente compró de nuevo lo que había perdido, se dejó preparar por Bunny y se presentó en el Registro Civil. El soldado Chesterton estaba listo. Ada observó que parecía mucho más joven, como si el sonriente militar y el héroe del juicio Marconi nunca se hubiesen conocido.

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Del Registro fueron andando hasta la iglesia de los actores, bajo un sol de junio que alegraba las calles de Londres. Los novios habían invitado a pocos amigos, pero la prensa había anunciado el acontecimiento y nadie de Fleet Street quería perdérselo. Cuando llegaron a la capilla, decorada con rosas rojas, ya no cabía un alma. Además de periodistas y escritores, allí estaba representado todo el Ejército británico: la Artillería, la Infantería, la Armada y la Aviación. Conrad Noel hizo un viaje especial para estar presente, y allí se le veía con Gilbert y Frances, con Edward y Marie Louise. La madre de Belloc, una anciana señora muy distinguida, llegó en un carruaje magnífico y dio su bendición a los novios. Ya ante el altar, Cecil se inclinó para prevenir a Ada: —Te lo aviso. Nos van a salpicar con agua bendita, y vas a decir que el cura te ha estropeado el sombrero. Pero no te preocupes, que yo te compraré uno nuevo. Después de haber sido dotada con monedas de oro y plata, conforme al ritual católico, Ada salió con el sombrero indemne, del brazo de un Cecil entusiasmado, que invitó a todos los presentes a un refrigerio en Cheshire Cheese. El encargado esperaba a unos pocos invitados y se encontró con una avalancha indescriptible. No faltaron los discursos de Gilbert y Belloc, de Conrad Noel y Raymond Radclyffe. Pasaron en Waldford la noche de ese sábado inolvidable. El domingo, cuando Cecil vio a su esposa arreglada para salir, la contempló como en éxtasis y expresó su arrobamiento reconociendo que «mío es el Reino, mío el Poder y la Gloria». Ada quedó «maravillada al ver la adoración que había en sus ojos, pues siempre me ha parecido admirable que un hombre adore a una mujer hasta perder por ella la cabeza, como él lo hizo conmigo. Pero, según la observación de una campesina, los hombres no son como las demás personas, y en esa alusión podía incluirse a Cecil». Cuando Cecil partió para Francia, Ada alquiló el piso más alto del número 3 de Fleet Street, con una extraordinaria vista sobre la City y sus artísticos tejados. Eran cuatro habitaciones y un desván al que se entraba por una estrecha puerta verde, en cuyo dintel se podía leer «The Cotagge». El barrio era como un pueblo donde todos convivían estrechamente, con tenderos que sabían ignorar el racionamiento de la guerra. Los días de permiso que Cecil pasaba en su nuevo hogar eran tan cortos como intensos y sabrosos. Si cuando Ada lo vio por primera vez, vestido de soldado, «parecía un paquete envuelto en ropa militar», ahora cuidaba su apariencia, desde el peinado hasta las botas lustrosas. Se le veía muy contento, iba ansioso a los cines y sentía un enorme apetito por las tertulias en los bares. Más de una vez vino enfermo, y siempre era visitado por legiones de amigos, que llegaban con botellas de cerveza o de vino. Entre todos los hombres que conoce Ada, Cecil le parece el más valiente. Jamás 69

mostró el más leve asomo de aprensión por lo que podría sucederle, nunca se le veía apagado, no sentía compasión de sí mismo, y tampoco la buscaba en su mujer. «Su única preocupación era que yo comprendiese que todos sus pensamientos y esperanzas estaban puestos en mí, y que nunca podría dar a la vida gracias suficientes por lo que ella le había concedido». A ti que amaste esta Inglaterra Además de su responsabilidad como director, Gilbert preside la Liga del New Witness, un grupo de presión que nace en abril de 1918 con un programa de puntos muy ambiciosos: apoyar la guerra hasta la victoria final; luchar contra la corrupción política; garantizar los derechos de las nacionalidades; derogar las leyes de guerra restrictivas y restablecer las libertades individuales. Londres parecía en 1918 un campamento caqui. Los regimientos de americanos, canadienses y australianos atraían a multitud de curiosos. Durante las incursiones de la aviación, el Cotagge era el lugar de reunión de muchos periodistas. El peligro era pequeño y nadie temía estar en el piso más alto. Con Ada como anfitriona, se charlaba, se jugaba a los naipes, se tocaba el piano, se leían cartas de Cecil… En agosto de 1918 partió Louis Belloc para Francia. Su primera misión como piloto de las Fuerzas Aéreas fue bombardear las columnas de transporte alemanas. No volvió y su cuerpo nunca fue encontrado. Estaba a punto de cumplir veintiún años. Su padre quedó desolado y no quiso aceptar lo peor. Durante meses se aferró desesperadamente a la esperanza de que su hijo hubiera sobrevivido y estuviera en un campo de prisioneros. Intentó por todos los medios localizarle, pero la guerra terminó y los rescoldos de su esperanza se extinguieron. En octubre estaba Cecil en Yprés, chapoteando en el barro. Le habían dado un puesto de enlace por su francés perfecto, y eso suponía una botella de vino al día. Sus noticias eran siempre alegres, animadas con retratos muy vivos de sus compañeros, sin una palabra sobre las trincheras llenas de ratas, con agua hasta la cintura y el hedor insoportable de los muertos. Marie Louise tenía su casa abierta para todos los soldados amigos de Cecil que estaban de permiso. La visitaba con frecuencia una antigua doncella, ahora viuda de guerra con su hijo pequeño. El 11 de noviembre, cuando se anunció el armisticio, Londres se lanzó a la calle. Autobuses, camionetas y carros, todos con gente colgando, recorrían de arriba abajo el Strand. Los restaurantes estuvieron atestados por la noche, y en todos sonaron los himnos nacionales de los países aliados. Empezaba una nueva vida. 70

Ada puso un telegrama de felicitación a Cecil, pero no recibió respuesta. Si sus cartas habían llegado regularmente, llenas de cariño y esperanza, ahora pasaban los días en medio de un extraño silencio. Al fin, un domingo por la tarde llegó una nota escrita desde el hospital de Vimereux. El tono de dolor y desánimo produjo en Ada un triste presentimiento, que aumentó según iba pasando la noche. El lunes por la mañana llegó un telegrama del Ministerio de la Guerra. Cecil no estaba muerto, pero sí gravemente enfermo, y no se le podía transportar ni visitar. La situación era inhumana y absurda, sobre todo después del armisticio. Ada telefoneó al Ministerio. Si su marido fuese un oficial, ella le podría visitar, pero se trataba de un simple soldado. Todo Fleet Street aireó la historia y atacó sin piedad las discriminaciones militares, sin resultado. Ada podía viajar como corresponsal de un periódico, pero el permiso tardaría tres días. Entonces, un piloto amigo se ofreció para llevarla volando a Vimereux, exponiéndose a un Consejo de Guerra. Ya estaba telefoneando a Warwick Gardens cuando se presentó Gilbert en la Redacción. Había hablado con Maurice Baring, se habían puesto los telégrafos en movimiento y se había conseguido el permiso oficial. Después de un penoso viaje en tren, en barco y en autobús, Ada llegó a Vimereux. La oscuridad ya envolvía los pabellones cuando entró en el que le indicaron. Iba por la mitad de la sala cuando la voz de Cecil resonó clara y fuerte, con un saludo de bienvenida. Hablaron, rieron y declaró que se encontraba mucho mejor. Después de un rato se sintió cansado y cerró los ojos.

Ada pudo pasar la noche en otra habitación. La enfermera jefe le explicó que, declarado el armisticio, Cecil tuvo que ir andando unas doce millas desde Yprés, bajo una lluvia torrencial. Después, empapado, tras un largo viaje en tren y un trayecto en camión, llegó al puesto de socorro seriamente atacado de nefritis. Ada regresó junto a la cama antes del amanecer. Con los primeros rayos de sol, Cecil abrió los ojos, sonriente, y apretó su mano. Había empeorado durante la noche. —Es el final, chiquilla queridísima. 71

Había biombos en torno a la cama, y llegaban voces alegres de soldados que reían, silbaban, cantaban y limpiaban sus uniformes. Bajaron la voz cuando uno advirtió que un compañero se moría. La sonrisa de Cecil se fue apagando poco a poco, hasta que la vida se escapó con un débil suspiro. Era el 6 de diciembre. Ada tuvo que salir al aire libre, aplastada por un dolor desconocido. Llamó su atención la alfombra de espliego sobre la ladera de la colina, y pensó que las florecillas permanecían tranquilas en un mundo torturado, junto a los barracones empapados en la sangre de tantos hijos y esposos. Regresó junto a Cecil y contempló su rostro sereno, gozando ya del descanso eterno. Con él y sus pensamientos se quedó hasta la tarde. A la mañana siguiente compró un sombrero negro y unos guantes. En el cementerio, acompañada por la enfermera que más había atendido a su esposo, escuchó las oraciones fúnebres y vio cubrir de tierra el ataúd, en una ladera que parecía un mar de tumbas. El último toque de silencio se perdió entre las olas. La vida del soldado Cecil había terminado. Para él y para tantos como él escribió Edward Thomas sus versos más sentidos: Pero ahora tú, amigo, yaces muerto: La guerra –y su infernal escabechina– Se ha cobrado tu vida, y tantas otras. Tu vida, a ti que amaste esta Inglaterra Que nunca abandonó tu pensamiento. Un telegrama de Ada puso a Gilbert en la triste obligación de comunicar el fallecimiento a sus padres, antes de que la prensa diera la noticia. «Cecil ha muerto», escribió Belloc en el New Witness. «Ha dejado el único lugar que conocemos y entendemos, y se ha dirigido a cosas mejores y más permanentes, que un día entenderemos». Recordando sin duda la muerte de su esposa y la desaparición de su hijo Louis, Belloc habló de «la insoportable sensación de pérdida» que sigue a una partida como la de Cecil. Veinte años más tarde, el intenso amor de Gilbert latirá en las páginas de su Autobiografía: Mi hermano estaba destinado a demostrar en aquella hora fatal que solo él entre los hombres de nuestro tiempo poseía las dos clases de valor que siempre han nutrido a la nación: el valor del estrado y el del campo de batalla. A lo largo de los cuatro años de la Gran Guerra, como se la bautizó ya en 1915, los británicos atravesaron sucesivos estados de ánimo. Primero, la alarma general, la ira antigermánica y el fervor patriótico, en los primeros compases; después, la histeria, el miedo y el cansancio; por fin, la exasperación ante el racionamiento y el alivio del 72

armisticio. Algunos señalaron que el mundo era en 1919 un lugar peor que en 1914 porque la victoria de los aliados fue una victoria «negativa», por la que se pagó un precio desproporcionado. Mientras se escriben estas líneas se cumplen cien años del aquelarre desplegado durante cinco meses en torno al río Somme, en el noreste de Francia. Cuando concluyó la batalla y se recontaron 420.000 bajas entre los británicos, la desproporción pareció evidente. El joven Tolkien, testigo de la hecatombe, juzgó «escalofriante el profundo y estúpido desperdicio de la guerra, no solo material, sino también moral y espiritual». Tras el armisticio, muchos estimaron que se trataba en realidad de una derrota a la que alguien había colgado una medalla victoriosa alrededor del cuello. Chesterton, por el contrario, siempre pensó que el sacrificio había valido la pena. «Solo dijimos que no quedaba más remedio que aguantar algo muy malo porque la alternativa era todavía peor». ¿Qué hubiera sucedido si el Káiser prusiano, con su fuerza coercitiva y sus baladronadas de Atila, hubiera resultado victorioso? Esa es la pregunta fundamental, y la que justifica tantas bajas. Su postura no era en modo alguno sensiblera. Concebía el patriotismo como la respuesta a un deber incondicionado, comparable al matrimonio cristiano. Lo mismo que a los esposos se les pide fidelidad en la juventud y en la vejez, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, el amor a la patria se ha de demostrar en la prosperidad nacional y en la crisis, en la paz y en la guerra. El verdadero patriotismo, dirá, no consiste en viajar como pasajero en el barco del Estado, sino en hundirse con él si es necesario. Durante la Gran Guerra, Belloc, Gilbert y los hombres que se quedaron en casa no escaparon al dolor. Además de sufrir la muerte de familiares y amigos íntimos, todos padecieron el hundimiento moral que afectó a sus países. Una degradación, en palabras de Churchill, inimaginable y sin precedentes, porque todos los horrores se precipitaron sobre los ejércitos y sobre poblaciones enteras. El Secretario de Estado para la Guerra fue explícito en una hoja con membrete de la Oficina de Guerra, donde escribió que las naciones más civilizadas, conscientes de que estaba en juego su existencia misma, no pusieron límites a lo que podía ayudarles a vencer. Si Alemania desató las fuerzas infernales, las naciones contrarias la imitaron paso a paso. Todas las violaciones del Derecho internacional fueron contestadas con represalias peores. Naves neutrales, buques mercantes y barcos hospitales fueron hundidos en el mar, y abandonados a su destino los que iban a bordo. Las bombas cayeron desde el aire de forma indiscriminada. Muchos tipos de gas venenoso asfixiaron o dañaron de forma irreparable a los soldados. 73

El canibalismo fue la única perversión a la que no recurrieron los Estados civilizados, porque su utilidad era dudosa. La única mujer a bordo, 1919 Había para Ada dos maneras de sanar el corazón: continuar en el ambiente familiar hasta que el tiempo amortiguara las punzadas del recuerdo, o romper con la vida anterior y lanzarse en busca de experiencias nuevas. Escogió el segundo camino. No hubiera podido vivir en Fleet Street, donde Cecil y ella habían trabajado durante tantos años, donde se habían amado. Pensó que la mejor forma de rehacer su vida sobre cimientos firmes era alejarse temporalmente del escenario de sus recuerdos. Y eligió Polonia, porque la recién estrenada libertad del país ofrecía todas las posibilidades de renacer. En la resaca política y social de la posguerra, con las fronteras terrestres cerradas, llegar a Polonia no era tarea fácil. Había que ir por mar hasta Dantzig. Y, sobre todo, tener un buen motivo. Ada logró que el Daily Express la nombrara corresponsal. Después supo que un barco de guerra americano iba a llevar un cargamento de harina a Dantzig, haciendo escala en Falmouth. El almirante Sims, Comandante supremo de la Marina americana, permitió que embarcara la periodista. Fue más difícil el permiso del Ministerio inglés de Asuntos Exteriores, pues tanto Ada como su periódico eran símbolos de germanofobia. Si los alemanes tomaban represalias, el Foreign Office no tenía ningún deseo de verse obligado a protestar por su asesinato. Con paciencia y tesón, Ada logró el permiso. Después de hablar con Marie Louise, se fue a Beaconsfield y se lo dijo a su cuñado. Gilbert, comprensivo y cordial, le pidió crónicas para el New Witness y le sugirió que las enviara, junto con sus cartas personales, por valija diplomática. Zarpó desde Falmouth el 14 de febrero de 1919, con una maleta y su abrigo de pieles. En el barco había, entre oficiales y tripulación, 150 hombres. Ada era el único pasajero y la única mujer a bordo. El capitán, un americano de origen polaco, se mostró encantador y desconcertado, sin saber dónde alojar a la dama. Al final le cedió su propio camarote, amplio y cómodo, casi lujoso, con cuarto de baño. Él se las arregló en el contiguo. Por las mañanas solían desayunar juntos. A lo largo de la jornada, Ada podía moverse por el barco a sus anchas, y siempre había alguien dispuesto a responder a sus innumerables preguntas. Estaba en vigor la Ley Seca y no había ni una gota de alcohol a bordo. En compensación, se tomaban enormes cantidades de bombones, chocolate y caramelos. La travesía fue tormentosa. Se trataba del primer buque que surcaba el Mar del Norte después del armisticio, y navegaba a media máquina, con hombres en constante vigilancia, dispuestos a disparar sobre las minas en cuanto las localizasen. El mal tiempo 74

obligó al capitán a no abandonar el puente durante 48 horas. Al fin, Ada le oyó entrar en el camarote, sacudiendo el impermeable y tosiendo de frío. Le pareció cruel que un hombre no pudiese echar un trago en una noche así, y decidió abrir su secreta botella de coñac y ofrecerle un vaso.

Durante la semana de navegación no faltaron emociones. Vieron la entrega de los buques alemanes a Inglaterra en Dogger Bank: una impresionante hilera de barcos rápidos y esbeltos. En Rótterdam subió a bordo un piloto alemán para conducir el barco hasta la boca del canal de Kiel. Era un hombre viejo y asustado, que preguntó si sería protegido contra la tripulación, convencido de que tratarían de matarle. No se tranquilizó hasta que le ofrecieron una copiosa comida de cerdo y fiambres, queso, salchichas y mantequilla, pan tierno y café. El viejo lloró al ver la carne: hacía tres años que no la probaba. El piloto siguiente era un prusiano arrogante, que se paseaba por el puente con hosca altivez. Había estado al mando del submarino que atacó Charlestown, la única ciudad bombardeada de los Estados Unidos. El día que se atrevió a contarlo, el segundo oficial contrajo el rostro, palideció y abandonó el puente apresuradamente. Cuando se encontró con Ada, le explicó que era de Charlestown, y que su madre había muerto en aquel ataque. A lo largo del canal, el barco era mirado con odio por silenciosas multitudes, que escupían ostensiblemente a su paso. Ante sus narices estaba pasando un cargamento de harina para Polonia, no para ellos. Llegaron a Dantzig, o Gdansk como se llama en polaco, ya entrada la noche. Entonces subió a bordo el ingeniero jefe del puerto de Kiel, 75

que con toda humildad pidió un trozo de jabón. A la mañana siguiente, Ada se despidió de los norteamericanos con sincero agradecimiento, y fue invitada a almorzar por el general Webb. Después tomó un tren para Varsovia, donde la nieve alcanzaba varios pies de altura. Llegó al hotel en trineo, echando mano de tres palabras polacas: prosha (por favor) pana (caballero) y pani (señora). El entusiasmo de toda la nación había cristalizado en la adoración al pianista Paderewski, que había saltado del taburete del piano al sillón del Primer Ministro. Ada lo conoció en un piso alto del Hotel Bristol, desde el que se gozaba de una extraordinaria vista. Allí invitaba a los corresponsales extranjeros y tocaba para ellos hasta muy entrada la noche, en veladas inolvidables. Ada comenzó a enviar sus despachos al Daily Express por radio, y sus artículos para el New Witness por valija. En Londres gustaban mucho sus descripciones llenas de vida. Pasó varias semanas en Lublin, saltando de pueblo en pueblo, siempre recibida con extremada cortesía. Presenció combates cuerpo a cuerpo en la ciudad de Lwow, sitiada por los ucranianos. De ahí viajó a Vilna, abandonada medio en ruinas por los bolcheviques. Hacia finales de junio, cuando los plátanos silvestres cubren plazas y carreteras con su luminosa sombra verde, recibió una carta de Gilbert. Entonces supo que ya era tiempo de volver. Consiguió subir a un tren diplomático y llegó a París, donde pudo ver un desfile por la paz en la Plaza de la República. Los vítores que parecían llenar cielo y tierra tuvieron un eco doloroso en mi corazón. Y así regresé a Londres, a mi amada Fleet Street, a mi casa.

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4. Grandes viajes

Hasta 1920, París era la única capital extranjera que conocía Gilbert. Allí le había llevado su padre cuando era un muchacho, mientras le enseñaba a ser viajero y no turista, a mirar más que a ver. Desde 1920, muchas grandes capitales y ciudades de todo el mundo serán disfrutadas por Chesterton, en una actividad viajera que no cesará hasta el fin de sus días. Palestina, 1920 Para aliviar a Frances de su artrosis, el médico aconsejó pasar algún tiempo en un clima más cálido, adjetivo que en los oídos de un inglés suele significar Mediterráneo. Gilbert pensó en Palestina por dos buenas razones. Al interés religioso se unía el político: era la cuna del Cristianismo y estaba sometida, después de la Gran Guerra, a la ocupación militar británica, con el general Allenby como máxima autoridad en Jerusalén. A la hora de programar el viaje habló en primer lugar con Bentley. ¿Lo financiaría el Daily Telegraph a cambio de una serie de artículos? Después preguntó a sus editores si les interesaría recoger esos artículos en un libro sobre Tierra Santa. Con otros amigos sondeó la posibilidad de pronunciar algunas conferencias durante el recorrido. Por último, a Maurice Baring le planteó si sería posible contar con la colaboración del Gobierno en aquella zona de alto riesgo, convertida en un avispero después de la guerra. 77

Las credenciales de Chesterton –director del periódico que había destapado el escándalo Marconi y criticado abiertamente el pacifismo de los judíos ingleses– no eran las mejores para conseguir un salvoconducto. Pero Baring pertenecía a una familia de aristócratas y banqueros, había realizado misiones importantes para el Foreign Office, era un diplomático prestigioso, tenía amigos influyentes y se movía con soltura en los círculos más poderosos de la capital británica. Muy pronto pudo enseñar a su amigo Gilbert una carta del propio general Allenby, mostrándose encantado de poder recibir personalmente a los Chesterton, y de ofrecerles todas las facilidades durante su estancia en Palestina. Después de pasar la Navidad en Beaconsfield, rodeados de familiares, amigos y chiquillería, cruzaron el Canal el 29 de diciembre. El 1 de enero de 1920 lo pasaron en Roma y partieron hacia Brindisi, el gran puerto italiano del Adriático. El día 7 arribaron a Alejandría. En El Cairo pasarán varios días, cumplimentados por la colonia británica. El 20 de enero salen hacia Jerusalén y llegan una semana más tarde, bajo una lluvia torrencial y mucho frío. Se alojarán en una suite del Grand New Hotel hasta el 30 de marzo, y serán tratados como huéspedes especiales. Un representante del gobierno militar les acompañará en todo momento y pondrá a su disposición los medios de transporte necesarios. A lo largo de dos meses, Gilbert y Frances pudieron rezar a gusto en los Santos Lugares, seguir las huellas de los cruzados, tratar a la colonia judía y admirar sus asentamientos agrícolas. Encontraron el sol y el calor que buscaban, pero también vieron caer sobre Jerusalén una impresionante nevada, la primera en los últimos diez años. En una semana el manto blanco alcanzó medio metro de altura en las calles. Chesterton tuvo claro entonces que la nieve navideña no era precisamente un invento inglés, sino algo probable cuando Jesucristo nació en Belén. Aprovechó el viaje de regreso para escribir a Baring desde Alejandría. Le agradecía las semanas maravillosas pasadas en Palestina, le anunciaba que tenía algo muy importante que comentar con él, y le anticipaba que su pensamiento –no su sentimiento– «tuvo su estallido en la iglesia del Ecce Homo, en Jerusalén», durante la bendición solemne del Domingo de Ramos. De nuevo en Londres, el resto del año trabajará a destajo en el New Witness, «como un minero en un desprendimiento de tierras». Los apremios editoriales son resueltos con nuevos libros. En La Nueva Jerusalén, bajo la apariencia de un libro de viajes, deja entrever la profunda conmoción del pausado encuentro con su nueva fe. En La superstición del divorcio, despliega su lógica y su ingenio en defensa del matrimonio como institución natural, y como el mejor baluarte de libertad personal. 78

En los años anteriores a la Guerra habían aumentado en Gran Bretaña los suicidios y los divorcios. Con independencia de su calificación moral, Chesterton observa que esos dos consejeros de la desesperación proponen dos curiosas formas de libertad: el final de la vida y el final del amor. El divorcio quiere sacrificar lo normal en el altar de lo anormal. Con esa lógica, al desgraciado que no soporta a la mujer que ha elegido, no se le anima a que vuelva y la soporte, sino a que elija otra mujer que, con el tiempo, puede que no soporte tampoco. Estados Unidos, 1921 En medio de la presión editorial le llega a Chesterton la propuesta de una gira de conferencias por Estados Unidos y Canadá, donde es muy leído y apreciado. De nuevo se repite el esquema del viaje a Palestina y viaja con Frances los primeros diez días de enero de 1921. Un buen grupo de periodistas le espera a su llegada a Nueva York. Uno de ellos escribe que su voluminosa figura impide ver el barco a la gente que se agolpa en el muelle. Le preguntan el motivo de su viaje. Responde que sería absurdo morirse sin conocer América, y que está muy de acuerdo con la Estatua de la Libertad. En cambio, muestra su desacuerdo con la Ley Seca. Es una pena que un pueblo que surge de una gran Declaración de Independencia acabe en una gran Prohibición. Además, «Nuestro Señor transformó el agua en vino, no en limonada». Las gigantescas dimensiones de los hoteles disparan su imaginación. Son tan grandes que podrían tener su propia guerra civil y dar lugar a magníficas epopeyas que narrasen, por ejemplo, la emocionante lucha por los ascensores; la conquista del piso treinta y dos, gracias al valor del cliente 55783; el arrojo del 62017, que defendió heroicamente los champiñones que cultivaba en la escalera de incendios; la inmortal hazaña del 65991, cuyo nombre, o, mejor dicho, cuyo número, resonará en la historia para siempre… Las conferencias se suceden a un ritmo de dos por día. Nueva York, Boston, Filadelfia, Baltimore, Albany, Oklahoma City, Washington, Detroit, Chicago… El público abarrota las salas y teatros para escucharle, intrigado por los temas: La ignorancia de los cultos, La abolición de lo inevitable, Los peligros de la salud… Los periódicos recogen con generosidad todas sus intervenciones. Comparan su exhuberancia leonina con la figura leve y menuda de Frances. Concede innumerables entrevistas. Le preguntan por su inseparable puro y responde que el humo es su musa: si unos escriben a lápiz y otros a máquina, él escribe con el cigarro. Al interesado por su obra más importante le dice que no considera importante ninguna de sus obras.

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En una viñeta del Herald vemos a un Chesterton inmenso, suministrando oxígeno y paradojas al mundo. En Boston dijo que no se sentía capitalista ni socialista, y que su simpatía estaba siempre con los obreros. Le parece que los americanos le sobrevaloran, y que son la mejor audiencia del mundo. «En Inglaterra, una conferencia es un asunto muy seco, no un deporte nacional». Un columnista que le lleva la contraria en un coloquio, escribe que nunca olvidará ese incidente, ni el respeto y admiración con que salió de la sala, cautivado por un erudito profundo y sabio, amable y valeroso. No todo fueron mieles. Algunas comunidades judías le hicieron el vacío, tachándole de antisemita, como le ocurriría años más tarde a la mismísima Hannah Arendt. El Caso Marconi estaba fresco y desenfocado, porque lo cierto era que la acusación a políticos, banqueros y aristócratas británicos corruptos, de origen judío, fue simplemente un deber de justicia. Chesterton, por otra parte, tuvo íntimos amigos judíos desde su juventud, y el rabino americano Wise reconoció que fue uno de los primeros europeos en oponerse con claridad a la amenaza nazi. Frances también tuvo que responder a muchos periodistas. «Gilbert y yo tenemos la suerte de congeniar. Nuestra vida es sencilla porque somos gente normal. Claro que admiro la inteligencia de mi marido, pero ponerlo en un pedestal sería tremendamente aburrido». América le había gustado, aunque los viajes, los agasajos y las muchedumbres también cansaban. La gira americana concluyó el 10 de abril en Nueva York, después de haber reconocido que tenían «una nostalgia tremenda por nuestro hogar en Inglaterra». Poco más tarde aparecerá el libro Lo que vi en Norteamérica, con páginas de admiración hacia la democracia y los pequeños granjeros, lamentando «el insolente resplandor de la publicidad», y aplaudiendo el afán de libertad del norteamericano de a pie, que desea para su país la misma libertad con que la Iglesia católica ordena sacerdotes negros y canoniza a mendigos y labradores, porque el único fundamento sólido de una verdadera democracia es «un dogma sobre el origen divino del hombre». Con el dinero de la gira americana se pudo retrasar unos meses el hundimiento económico del New Witness. Ada se resistía a ver morir aquella criatura de Cecil, en la que tanta pasión habían puesto. Estaba dispuesta a renunciar a su sueldo y a vivir de sus colaboraciones en otros periódicos. La agonía terminó en mayo de 1923, pero en los últimos números se anunciaba el nacimiento de un nuevo semanario. La línea del New Witness, con Cecil, había sido la defensa de las libertades ciudadanas y la lucha contra la corrupción. Sin olvidar los hechos, Gilbert prefería el periodismo de ideas, y muchos amigos le animaron a aprovechar su popularidad para sacar un Chesterton’s Weekly. Gilbert rechazó la idea por un elemental pudor, pero acabó aceptando que el futuro 80

semanario llevara sus iniciales en el título de la cabecera: GK’s Weekly. Para sacar adelante el semanario se ficha de nuevo a Titterton como subdirector, a Gander como gerente, y a Bunny para todo. El primer número salió en marzo de 1925 y el director explicaba en sus páginas lo que repetiría a menudo: que lo suyo no era un programa político, sino una defensa de la libertad y el buen sentido de la gente corriente. De su diverso impacto tenemos el ejemplo curioso de un joven que malvive en París, envía una colaboración y se la publican. Se trata del primer artículo aparecido en la prensa británica del futuro George Orwell. El GK’s Weekly y la Liga, 1925 El nacimiento del nuevo semanario se celebró con el típico jolgorio de Fleet Street. En la minúscula redacción, el entusiasmo era marca de la casa. Titterton dirá que jamás ha habido nada como el GK’s Weekly, y añadirá que no se trata de una opinión, sino de un hecho. Todos tenían conciencia de que el número 20 de Essex Street era el cuartel general de un ejército muy pequeño que luchaba por una causa muy grande: el distributismo. Por supuesto, entre los colaboradores eran mayoría los distributistas, con Belloc a la cabeza. Ada se encargaba de la crítica teatral, y Gilbert escribía medio periódico. Para hacer frente al eterno problema de la financiación, el subdirector tuvo una idea feliz: solicitar la contribución de los lectores a un fondo que permitiese respirar al periódico. Así surgió la Liga Distributista. Su fundación supuso un buen incremento de la tirada, que pasó de cinco mil ejemplares a ocho mil. Gilbert fue elegido presidente, cargo que ocuparía hasta el final de su vida. Titterton estaba orgulloso de que la Liga hubiera nacido cantando. La tarde de su fundación, mientras charlaban y tomaban cerveza en el bar preferido de Cecil, él se arrancó con King Solomon’s Wives, y todos los presentes corearon el estribillo. Desde entonces, siguieron desafinando alegremente en todas las reuniones. Les parecía que cantar era esencial, porque el distributismo era un estilo de vida mucho más que una teoría económica. Titterton reconoce que los socialistas también cantaban, «pero cometieron el error de cantar canciones socialistas. Nosotros, demasiado ocupados en ser felices, no malgastábamos el tiempo haciendo propaganda». En el ambiente de Fleet Street era costumbre cantar antes de comenzar un debate, en el descanso y al terminar. A veces se seguía cantando en casa de Titterton, «un piso alto donde solo se podía molestar a los gatos y a los ángeles». En esas reuniones «mi esposa ofrecía pan y queso, yo servía cerveza, y en los pocos descansos la risa era tan alegre y 81

tan buena como la conversación. Tiempos estupendos. Tiempos felices». Un 5 de noviembre, la Liga celebró fiesta mayor en la azotea, en honor de Guy Fawkes. Alguien consiguió a buen precio un maletón de fuegos artificiales, y los encendieron en las barandillas, por tandas. Chesterton puso un telegrama felicitando a los que celebraban el día de un gran distributista, «el único que supo cómo tratar al Parlamento». Cuando Titterton lo leyó con voz ronca, la ovación fue indescriptible. Todos sabían que en los tiempos de Shakespeare y de la persecución de Jacobo I a los católicos, Guy Fawkes había participado en una conspiración ideada para asesinar al rey y volar la Cámara de los Lores, con barriles de pólvora escondidos en una bodega del edificio. Por una carta anónima, Fawkes fue arrestado el 5 de noviembre de 1605, antes de detonar los explosivos. Desde entonces celebran los ingleses en esa fecha la Bonfire Night, donde se simula la quema del conspirador en la hoguera. El Weekly y la Liga querían superar el enfrentamiento entre capitalismo y socialismo, entre patronos y obreros, entre izquierdas y derechas. Aspiraban a que hubiera una amplia clase media de pequeños propietarios, cuya independencia y vitalidad regenerase, desde una extensa base de representación directa, el podrido sistema de partidos. En la primera asamblea general de la Liga, el presidente aclaró que el distributismo pretendía la restauración de la libertad mediante la distribución de la propiedad. Añadió que se trataba de una idea social básica y sencilla: el hombre se siente más feliz y más hombre cuando el sombrero que lleva puesto es de su propiedad. Y no solo su sombrero, sino su casa, el suelo que pisa y algunas cosas más. Los capitalistas querían la esclavitud asalariada. Los socialistas querían la misma esclavitud, con los salarios pagados por el Estado. Los distributistas querían la propiedad en manos de millones de familias. A Titterton le pareció una asamblea genial, en la que todos estaban ardiendo de esperanza y ganas de hacer cosas. Asistieron representantes de los grupos distributistas que se habían formado en Birmingham, Croydon, Manchester, Liverpool, Glasgow, Cambridge, Chatham, Oxford, Worthing, Bath y Londres. A la reforma social que abanderaba el distributismo era contraria la propuesta de Malthus sobre el control de la natalidad. Chesterton escribió que el malthusianismo era la egoísta respuesta capitalista al terror que las necesarias reformas sociales producían entre los ricos: como si los dentistas eligieran la guillotina para remediar el dolor de muelas. La profecía malthusiana se había endurecido con «excusas científicas (economía política y darwinismo) inventadas por los ricos para negar justicia a los pobres». Se trataba de evitar el aumento salarial haciendo que las familias fuesen más pequeñas; las de los 82

pobres, por supuesto. Además de una mentira y un error reaccionario, Chesterton concluía que el birth-control era «sucio a la luz de los instintos; antinatural en relación con los afectos; y está mezclado con la idea marrullera de que las mujeres son libres cuando obedecen a sus jefes y esclavas cuando ayudan a sus maridos». El nacimiento del GK’s Weekly coincidió con la aparición en librerías de Bosquejo de la Historia. Wells exponía su visión del mundo y de los avatares humanos en un ensayo donde Cristo merecía muchas menos páginas que las campañas de los persas contra los griegos. Como tantos ilustrados y positivistas, Wells creía en un progreso inexorable que llegaba a su apogeo en el siglo XX, con el triunfo definitivo de la ciencia sobre la religión. Chesterton no desaprovecha la oportunidad de responder a su viejo amigo con otro libro. Así surgió en 1925 El Hombre Eterno, ensayo denso y maduro de un Chesterton que despliega toda su filosofía y teología de la Historia. Más que una respuesta a Wells, The Everlasting Man será la ocasión de contestar a Shaw, a Wells y a todos sus seguidores, apuntando a los fundamentos del debate: la diferencia entre ser cristiano o no serlo. Belloc tampoco dejó pasar la oportunidad de criticar el determinismo materialista de Bosquejo de la Historia. En sucesivos artículos que dieron origen a dos libros, analizó las diferentes tesis de Wells y le acusó de exhibir un provincianismo lleno de ignorancia y prejuicios, que le habían llevado a desconocer los últimos estudios científicos. En cuanto a la historia, nunca le enseñaron a apreciar el papel desempeñado por la cultura grecolatina y nunca le explicaron lo más básico sobre la historia de la Iglesia primitiva. Por todo esto, el Sr. Wells tiene el grave problema de no saber que no sabe. Tiene la extraña seguridad en sí mismo del hombre que solo conoce el viejo libro de texto de sus días escolares, y lo confunde con el conocimiento universal. Dorothy Collins, 1926 Dos acontecimientos familiares marcaron el año 1926: Frances y Gilbert celebran sus bodas de plata y encuentran un mirlo blanco. No es fácil ser la mujer de un genio, y Frances lo supo desde que conoció a aquel altísimo muchacho que la conquistó con su devoción, sus paseos, sus cartas y sus versos. Ahora, en su residencia definitiva de Top Meadow, el amor de Gilbert seguía tan lozano como en los albores del siglo, y lo plasmaba en versos alborozados. No tengo que decirte que aún te quiero. Recuerdas la ternura insoportable 83

Que me vapuleó cuando nos conocimos. Y ahora, cuando abres tus ojos inmortales, Consigues que nos encontremos por primera vez. Déjame que te diga que aún te temo. Cúbrete la cara, que aún te tengo miedo. El mirlo blanco tenía 32 años y nueve de experiencia como secretaria y contable en el Educational Training College. Era una muchacha eficiente, ordenada y agradable, con dominio de la taquigrafía y carnet de conducir. Se llamaba Dorothy Collins. En pocos meses se adaptará al ritmo de Chesterton y asumirá la cancillería de Top Meadow: copiará, transcribirá, pondrá orden en los papeles, llevará al día la agenda y atenderá la correspondencia. Entre las cartas más recientes encontrará muchas invitaciones para dar conferencias en distintos países: Australia, Estados Unidos, Polonia, Austria… Pero la muchacha se iba a convertir en mucho más que una secretaria perfecta. Además de poner orden en el caos, se hizo amiga íntima de Frances y de Gilbert, y llegó a ser lo que solo una hija podría haber sido. Ellos habían soñado con muchos hijos, pero el sueño no se había cumplido. Chesterton escribió en su Autobiografía que Dorothy «hacía de secretaria, chófer, guía, filósofo y, sobre todo, de amiga». Frances llegó a quererla como a una hija, y plasmó su alegría en varios poemas: Has devuelto la vida a mi esperanza De tener una hija cogida de la mano, Y de verla crecida, con la mirada seria, Respondiendo a mis ojos de júbilo. ¿Cómo es un día normal de trabajo en Top Meadow? Chesterton se acostaba y se levantaba muy tarde. Después de desayunar, hacia las diez y media, se iba al despacho y trabajaba hasta la hora de la cena, con pequeñas pausas para comer y tomar el té. Podía dictar a Dorothy en cualquier momento y en cualquier sitio en que ella pudiera mantener en equilibrio la máquina de escribir. Solía decir de improviso: «Vamos a trabajar un poco, si estás segura de que no tienes inconveniente». Cuando Dorothy completaba una hoja, Chesterton la leía y apenas hacía alguna variación de vez en cuando, pues dictaba exactamente lo que quería decir. Después de la cena, se sentaba con un cigarro y leía una novela policíaca o anotaba algunas ideas para el trabajo del día siguiente. Buscando espacios de libertad que permitan al escritor librarse de la presión diaria, Dorothy sugiere aceptar las invitaciones del Pen Club berlinés y del Gobierno polaco. A Chesterton le gusta la idea. Ella se encarga entonces de los preparativos y los tres dejan Beaconsfield en abril de 1927. Después de cumplir en Berlín con el programa 84

establecido, la tarde del día 28 llegan a la estación de Varsovia, donde son recibidos por un nutrido grupo de admiradores, periodistas, escritores, militares y políticos. Un militar de vistoso uniforme pronuncia en francés el discurso de bienvenida, y declara que las profesiones de poeta y oficial de caballería son las más hermosas. Chesterton asiente, complacido. Después los ilustres huéspedes fueron escoltados por la caballería hasta el Hotel Europyski. El mariscal Pildsusky cumplimentó a los Chesterton con especial deferencia. En días sucesivos pudieron recorrer con tranquilidad gran parte del país, sintiendo el afecto de un pueblo que agradecía al escritor su apoyo. Pronto advirtieron que todo en Polonia atestiguaba la lucha de los polacos por la libertad, y comprendieron el eterno problema del país, que consistía en tener que arrimarse a malas compañías para sobrevivir: o Rusia o Alemania. Gilbert se sintió a sus anchas cantando, bebiendo y brindando en las recepciones, a veces hasta altas horas de la noche. Frances escribió a su madre que algunos de sus anfitriones demostraron «un evidente conocimiento de las obras de Gilbert, que no posee ninguno de mis conocidos ingleses». Dorothy se convirtió esos días en una acompañante insustituible, aunque no pudo evitar la queja del director del hotel, porque todos los mendigos de Varsovia se concentraban en la puerta atraídos por la generosidad de Mister Chesterton. Cuando regresaron a Inglaterra, a Gilbert le resultó sencillo ponerse al día gracias a la ayuda de Dorothy. Su primera conferencia la dedicó a Polonia, en el Essex Hall, ante el arzobispo de Westminster y el embajador polaco. La disertación tuvo un amplio eco y acrecentó las simpatías británicas hacia los polacos. Más comentado fue el histórico debate entre Gilbert y Shaw, en el Kingsway Hall. Era la primera transmisión que hacía la BBC de un acto de ese tipo. La idea fue de Titterton, para dejar claro ante la opinión pública que el distributismo no era una forma de socialismo, como repetía Shaw. La sala estaba a rebosar mucho antes de empezar el debate, mientras «hordas salvajes de hombres y mujeres forcejeaban en los pasillos y se lanzaban contra las puertas ya cerradas. Si eso se oyó en la emisión de la BBC, debió de parecer una revolución». El sarcasmo frío y cortante del enjuto Shaw tenía como contrapunto el humor sosegado y sutil del gordo Chesterton. Ambos en plena forma, provocaron tales carcajadas que quienes se habían quedado fuera irrumpieron en la sala haciendo saltar las puertas de cristal. En 1929, los tres viajeros pasan tres meses en Roma. Se hospedan en un hotel sobre la gran escalinata que baja hacia la Plaza de España. Ser recibido por el papa Pío XI 85

supuso para Gilbert tal impresión que, según Dorothy, le dejó bloqueado los dos días anteriores y los dos días posteriores a la audiencia. También fue recibido por Mussolini, lector de sus obras. Anthony Berkeley creó por entonces, con Agatha Christie, Bentley Dorothy Sayers y otros escritores de novelas de misterio, el Detection Club. A Chesterton, elegido primer presidente, le tocó conducir la estrafalaria ceremonia de iniciación de los nuevos miembros, en el sótano del Hotel Northumberland. La oscuridad reinaba en el salón donde Gilbert ocupaba el trono, vestido con capa negra de mandarín y sombrerito cilíndrico. Cuando las puertas se abrieron de golpe entraron los miembros en procesión. El primero llevaba sobre un almohadón negro la calavera de Eric. Le flanqueaban dos portadores de antorchas y le seguían profesionales del crimen con los útiles de su oficio: puñales, pistolas, frasquitos de veneno e instrumentos contundentes. Toda la representación, a la luz de las velas, semejaba una parodia de los rituales masónicos. De hecho, cuando Chesterton describió el rito en un artículo que dedicó al Club, afirmó que era su intención «proporcionar un buen ejemplo para la Mafia, el Ku Klus Klan, los Iluminados y las demás sociedades secretas que dirigen hoy la mayor parte de la vida pública, en esta era de la Publicidad y de la Opinión Pública». Dorothy empezó a preparar en 1930 la segunda gira americana. Gilbert había sido invitado por la Universidad Notre Dame, de Indiana, a dar un curso sobre la época victoriana. Con tal motivo los tres se embarcarían al final del verano y pasarían seis meses en Estados Unidos y Canadá. Pero antes tenía que vivir Chesterton uno de los acontecimientos más divertidos de su vida: la celebración del sesenta cumpleaños de Belloc. Le tocó presidir una fiesta que congregó a unas cuarenta personas, y que le trajo a la memoria cientos de polémicas y buenos momentos. Estaba previsto que la velada fuera muy divertida, y le recalcaron que el único discurso sería el suyo, por ser presidente de la mesa. Tendría que pronunciarlo cuando entregara a Belloc el regalo de una copa de oro en la que se habían grabado versos del propio Belloc en elogio al vino. Ceñido al guión, Gilbert pronunció unas pocas palabras para elogiar una ceremonia digna de haberse celebrado dos mil años antes, en honor de algún gran poeta griego. Belloc respondió con nostálgico buen humor, y a continuación se entregaron a aquella fiesta que habría de ser tan feliz por la ausencia de aburridos discursos. El momento culminante de la noche fue la oda horaciana que compuso Ronald Knox para la ocasión. La recitó Baring, mientras mantenía una copa de borgoña sobre su calva, a pesar de los irreverentes empeñados en derribarla con proyectiles de pan. Hacia el final de la cena, alguien susurró a Chesterton que tal vez estarían bien unas 86

palabras de agradecimiento a quien supuestamente había preparado todo. Chesterton lo hizo, pero el aludido respondió que se trataba de un error, porque el autor real de la fiesta era Johnie Morton, sentado justo a su derecha. Morton se levantó solemnemente para agradecer el inesperado aplauso, miró a su derecha y agradeció a Squire la idea de haberle animado a preparar el banquete. Squire se levantó para aclarar que Herbert, sentado a su derecha, había sido el auténtico y sagaz inspirador de esa gran idea, y que era justo que se revelara el secreto. A esas alturas la broma rodaba perfectamente, y los cuarenta discursos fueron el final feliz de aquella cena feliz en la que no iba a haber discursos. La travesía del Atlántico la hicieron en septiembre, en un buque confortable, cuya cubierta –en palabras de Dorothy– resultaba tan placentera como un jardín inglés. Las primeras conferencias, en enormes salas de Montreal y Toronto, fueron auténticos acontecimientos culturales. Al hablar de La cultura y el peligro que viene, Gilbert no se refirió al comunismo ni al nazismo, sino a la superproducción económica y cultural, que inundaría el mundo de trivialidades e impediría pensar, descansar y divertirse libremente. Alguien le preguntó si Bernard Shaw era también «un peligro que viene». La respuesta fue todo un homenaje a su amistad: «De ningún modo. Es un placer que se va». En Indiana se alojaron con los Bixler, una familia americana de la que acabaron por formar parte. Estuvieron allí hasta mediados de noviembre. Las clases, un total de 36, tenían lugar a última hora de la tarde, ante auditorios de quinientas personas, en los que se mezclaban profesores y alumnos. Chesterton habló de grandes escritores y personajes victorianos. Sin papeles, con riqueza de información y anécdotas, con inimitable amenidad. Pusieron a su disposición un coche con chófer, y así pudo dedicar los fines de semana a visitar ciudades cercanas y a recorrer el inmenso paisaje. Se interesaba por los árboles, la fauna, los ríos, los lagos, las montañas… El único problema surgía al entrar y salir del coche, por su enorme envergadura. En una ocasión se quedó atascado y entabló un breve diálogo con una mujer que pretendió ayudarle: —¿Por qué no sale usted de lado? —Porque no tengo lados, señora. Cuando las conferencias en Notre Dame llegan a su fin, la Universidad le nombra Doctor Honoris Causa. En la ceremonia se le presenta como un hombre de letras, defensor de la tradición cristiana con su aguda inteligencia, su corazón honrado y su polifacético talento literario. Tres días antes de partir, anuncia a los alumnos que pueden llevarle libros a casa para firmarlos. La señora Bixler recuerda que estuvieron muy atareados abriendo la puerta. Los chicos llegaban con dos o tres libros, y a veces con 87

grandes cajas. En total, más de seiscientos. De acuerdo con Dorothy, el agente literario de Chesterton había planificado conferencias en Cincinnati, Pittsburg, Búffalo, Nueva York, Cleveland, Ohio, Albany, Syracuse, Filadelfia, Los Ángeles, San Francisco, Seattle, Portland, Vancouver y Victoria. La primera fue en Cincinnati, donde los jóvenes del Club Chesterton le recibieron con pancartas de bienvenida. Fueron hospedados en la suite real de un hotel coronado por la bandera del Reino Unido. El recibimiento más simpático se lo dedicó el Holy Cross College de Worcester. A las puertas de la biblioteca, fueron saludados por siete estudiantes ataviados como otros tantos genios de la literatura universal: Homero, Virgilio, Dante, Chaucer, Cervantes, Shakespeare y Newman. En el ecuador de su larga estancia americana pasaron la Navidad en Nueva York. Frances recordará los días neoyorquinos como una pesadilla, bajo la persecución implacable de publicistas, reporteros, entrevistadores, fotógrafos y productores de cine. Luego empezó la vertiginosa gira por la costa oeste, donde el gangsterismo provocado por la Ley Seca había alcanzado un punto crítico. Dorothy siempre recordará que un día, en Portland, «hubo un atraco y un asesinato delante del hotel y nos lo perdimos por unos minutos, con gran disgusto del taxista». El viaje de regreso a casa lo emprendieron el 29 de marzo. Se dice que hablar bien de uno mismo envilece. Quizá por eso, este baño de multitudes, que se prolongó durante medio año, merece en la Autobiografía una página escueta, a la que pertenece este párrafo: Mi último periplo americano consistió en infligir nada menos que noventa conferencias a gente que no me había hecho ningún daño. Fue una aventura de lo más estimulante, y lo que de ella quedó se dispersa como un sueño en anécdotas aisladas. Recuerdo, por ejemplo, que un conserje negro, ya mayor, con cara de nuez, al que impedí que me cepillara el sombrero, me increpó y me dijo: «Eh, joven. Está perdiendo el decoro antes de tiempo. Tiene que estar guapo para las chicas». Adiós a los padres «Mi padre es el mejor hombre que he conocido», había escrito Gilbert en 1922, cuando Mister Ed, aquejado por un catarro pertinaz, decidió no levantarse de la cama. La muerte de Cecil había acelerado su envejecimiento, aunque nada hacía presagiar un rápido desenlace. El doctor le recomendó un cambio de aires, sin lograr su aprobación. Estaba mustio y se quedaba en silencio largos ratos. Cuando se animaba, gustaba de contar cuentos de hadas al hijo de Thirza, la doncella. Ada atestigua el don que poseía 88

para inventar maravillosas historias. Marie Louise cuidaba a su esposo con abnegación, pero los remedios de sucesivos médicos no surtían efecto. Su mente se fue nublando hasta caer en un estado de sopor. Al fin, la muerte ya no sorprendió a nadie. Ada nos dice que «fue su vida feliz, y nunca le faltó el acendrado amor de Marie Louise, quien durante muchos años le sacrificó su exuberancia, adaptando su paso vivo a su pausada marcha». Después de enterrarle, todos merendaron en Warwick Gardens, de acuerdo con la tradición familiar. Si Ada quería y admiraba a su suegro, adoraba a Marie Louise. Al faltar Cecil, ella lo reemplazó cuando la madre se iba a descansar a Brighton, junto al mar. «Nos divertíamos inmensamente las dos juntas». Gilbert también disfrutaba del mar y se dejaba caer uno o dos días por el Hotel de la Reina. Marie Louise amaba las calles de Londres y gustaba de recibir y visitar a sus amigos. Algún sábado por la tarde subía hasta el Cottage, invadido por una multitud de periodistas que charlaban y tomaban el té. Su conversación era amenísima, salpicada por recuerdos que brotaban de una memoria inagotable. Sus opiniones sobre arte y literatura eran dignas de oírse, y no estaban bajo la influencia de su marido y sus hijos. La muerte de Edward no había menguado su hospitalidad, y en la casa seguían reinando las flores. Ada y Bunny pasaban con ella las tardes de los domingos. También iba a menudo Ralph Neale, con su buen humor y su avidez ante la vida. Aunque apenas comía, deseaba que todos hicieran justicia a sus sabrosos platos. En una ocasión les contó cómo le gustaban, siendo niña, los oficios religiosos del domingo, con sus himnos favoritos. Desde entonces, se hizo costumbre de esas tardes llevar una Biblia y cantar lo que ella señalaba. Ada reconoce que Bunny y Ralph tenían voces hermosas y cantaban con encantadora sencillez. Algunas veces entonaban baladas antiguas que gustaban mucho a Marie Louise, y se moría de risa cuando ellos, con estilo victoriano, se daban la mano al cantar nos encontramos, fue en una multitud, y otras letras parecidas. En el corazón de Ada permanecerían imborrables esas escenas compuestas por «el suave fuego, las cortinas de terciopelo, las dos claras voces y la tranquila figura de Marie Louise escuchando con ojos muy alegres en la penumbra». El verano que Marie Louise dejó de ir al mar, Ada y Bunny pasaron sus vacaciones en Checoslovaquia. Estando en Praga, un emisario de Correos con uniforme imponente se presentó en el hotel para entregar a las dos mujeres un giro de Marie Louise: un montón de billetes que eran coronas checas y equivalían a diez libras inglesas. Otro verano fueron a China y Japón. Partieron de Liverpool un hermoso día de agosto, en un 89

vapor con rumbo a Singapur, Hong-Kong, Shanghai y Yokohama. En la travesía pasó algo decisivo: se enamoraron Bunny y Mark Phillips, un oficial ingeniero de la tripulación. De vuelta en Londres, Ada notó que Marie Louise no estaba bien. Era evidente el enorme esfuerzo que le costaba andar, y por eso no se levantaba para acompañar hasta la puerta principal a los que se iban. Se limitaba a decir adiós desde su silla alta. Por acuerdo tácito se decidió no salir del comedor durante las tardes de los domingos. Hablaba poco del futuro y deseaba ver a Gilbert, cuyas visitas se espaciaban cada vez más. Por momentos parecía hambrienta de la compañía de su hijo, pero nunca se quejó, aunque supiera de sus frecuentes compromisos en Londres. Ya no se acostaba tarde, como siempre había hecho. Ahora se iba a la cama muy temprano, y eso alarmó a Ada. Repetía que era por pura pereza, y que se encontraba bien. Cuando Ada se dispuso a aplazar un viaje fuera de Londres, ella la tranquilizó: —Solamente me encuentro cansada. No es nada para que te inquietes. Ya te avisaré cuando me vaya a morir, querida niña. Un día se cayó por las escaleras y prohibió a Thirza decírselo a Ada, para que no se apurase. Pero el domingo reconoció que ya no quería vivir más tiempo. —He tenido una vida maravillosa, hija mía, con mucha más felicidad de la que he merecido. Ahora, en cambio, todo lo encuentro muy doloroso. Tengo que luchar para subir y bajar las escaleras, y siento que voy a ser muy pronto una carga para mí misma y para todos los demás. Creo que debo partir, cariño. Ella misma mandó llamar al doctor y consintió en tener una enfermera a su lado. Sin levantarse de la cama, más descansada y tranquila, su agudeza y su valor iluminaron aquellos días. Tenía la indomable resistencia de un árbol que ha cobijado a muchos caminantes. Una tarde pidió a Ada que abriese un cajón de la cómoda, donde guardaba su velo de desposada. Allí estaba un tul con finos bordados y perfume de azahar, como si la fragancia del día de los esponsales perdurase aún. —Llevaba yo un traje muy bonito –dijo–. De seda blanca con mangas abullonadas. Deseo que te quedes con el velo, Ada. Quiero dártelo ahora, para estar segura de que te lo llevas. La anciana empeoró esa noche. Ada permaneció junto a ella, temiendo el amanecer. Gilbert y Frances llegaron por la mañana temprano. Poco más tarde, con la sonrisa en los labios y la ternura en su mirada, Marie Louise se quedó dormida y no se despertó. Tenía 90

noventa años y habían pasado once desde la muerte de Edward. Últimos viajes Después de su segunda gira americana, Gilbert y Frances estaban tan cansados que decidieron tomarse con calma el resto del año. Dorothy cancela todo lo cancelable y Chesterton se encuentra más a gusto que nunca en su casa. El hogar siempre fue, para él, una sólida y confortable torre de observación del Universo. Llegó a decir que en casa nunca se cansó de no hacer nada. Pero esa «nada» incluía la presencia de Frances; las visitas de viejos y nuevos amigos; el trato con los vecinos; y la tentación constante de la lectura. Junto a literatura excelente, en su gran biblioteca se mezclaban gruesos tomos de historia y de filosofía, que más que leídos eran absorbidos. Gilbert se podía dedicar a «no hacer nada» solo después de cumplir con los deberes que Dorothy y Frances le imponían amablemente. Cada mañana tiene delante la lista de compromisos que deben ser atendidos. Hay que escribir libros y artículos, dar conferencias, contestar la correspondencia, responder a las invitaciones… Chesterton mira la agenda con paciencia, resopla y enciende un puro. A menudo bebe agua, té y café. A un amigo le confía que, si hay quien bebe en secreto, él en secreto es abstemio. Por la tarde, solo si el doctor no ha puesto el veto, se permite un vaso de vino o una cerveza. El día de Navidad de 1931 habla por radio por primera vez. La jovencísima BBC, consciente de su popularidad en América, le pide una emisión de quince minutos sobre Dickens y la Navidad. Se trata de un honor muy especial, pues nadie puede evitar la comparación con la alocución navideña que la Corona dirige a todo el imperio. Aunque el tema que se le pide le va como anillo al dedo, no deja de sorprender que, desde el primer momento, entusiasme a la audiencia transatlántica con su jovialidad y su voz clara.

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En enero de 1932, la National Portrait Gallery convoca a Chesterton, Belloc y Baring en el estudio del pintor James Gunn, y el resultado será un conocido lienzo que valió una viñeta del Punch con el siguiente comentario: «El señor Chesterton toma nota de otra taberna de Sussex, descubierta por el señor Belloc, en la que sirven una cerveza muy buena». En junio, Frances y Gilbert asisten en Dublín al Congreso Eucarístico. La gente reconoce y saluda al escritor por la calle. Un sacerdote de la Europa del Este le agradece vivamente sus libros y quiere una foto con él. Chesterton comenta que a lo mejor al otro lado del Telón de Acero piensan que trae suerte fotografiarse junto a un tonto. En otoño, con Dorothy al volante, los tres pasan unos días en Francia. Se hospedan en hoteles de Avignon, Nimes y Perignon. Recorren sin prisas toda la Provenza y se acercan a 92

Lourdes, donde Chesterton reconoce «la verdadera Liga de las Naciones» en los miles de peregrinos. A su regreso, uno de los pocos compromisos aceptados por Dorothy serán varias charlas de quince minutos para la BBC. Gilbert entra en directo y sin ensayo previo. Habla a los oyentes como lo haría a un grupo de amigos, en tono coloquial, con su dicción perfecta y su inagotable buen humor. Los profesionales de Broadcasting House están más que admirados. «¡El edificio retumba con sus elogios!», exclama el director del programa. Parte del secreto del éxito consiste en que Frances y Dorothy se sientan en la emisora junto a él. Entonces hablaba con toda naturalidad, dirigiéndose a ellas en el tono familiar que tanto complacía a los oyentes. En 1933 fallece Marie Louise, rodeada por Gilbert, Frances, Ada y Thirza. Después de comprobar con sorpresa que la casa de Warwick Gardens era alquilada, su hijo reparte algunas pertenencias y deja que unos basureros se ocupen del resto. La herencia dejó a Ada una generosa cantidad de dinero. Chesterton dividió su parte entre la iglesia que se estaba construyendo en Beaconsfield y los sobrinos de Frances. De vuelta a la normalidad, interviene en el guión de una película que refunde dos relatos del Padre Brown, rodada con Walter Connolly en el papel del cura detective. Cuando la BBC pide más charlas, la señorita Collins acepta. También acepta docenas de conferencias, un Garden Party real, comidas en el Inner Temple y en la Sociedad Filosófica, reuniones con la Oxford Union y la Comisión de enseñanza de Aylesbury… A Chesterton todo le parece bien, y su docilidad desconcierta a Dorothy, que piensa si no será excesiva su disciplina, y que quizá con otra secretaria las cosas marcharían mejor. Pero esa idea ha sido definitivamente descartada. Ella se siente de la familia, y para Gilbert y Frances es la hija que nunca tuvieron. Si Marie Louise pensó que Frances era la esposa más adecuada para su hijo porque «no permitía que se endeudase», Dorothy era la mejor secretaria porque, entre otras muchas razones, no permitía que se dispersase. Su gestión ordenada y tranquila hizo posible que, ese mismo año, Chesterton pudiera afrontar y culminar con éxito uno de sus retos más difíciles: la biografía de santo Tomás de Aquino. Los propios editores tenían sus dudas sobre la idoneidad del biógrafo, y las sospechas hubieran aumentado de saber la alegría con que abordaba el encargo. Dorothy recordaba que, tras despachar los asuntos diarios, Gilbert decía de pronto: «Vamos a dedicar un rato a Tommy». De este modo, sin consultar ninguna fuente, le dictó la mitad de la biografía. Después le pidió que fuera a Londres para buscarle algunos libros. «Qué libros», preguntó ella. «No lo sé», respondió él. Dorothy escribió entonces al padre 93

O’Connor y recibió una lista con los mejores trabajos sobre el santo. Cuando se los pasó a Chesterton, «los hojeó rápidamente» y procedió a dictarle el resto del libro, sin volver a consultar ninguno de ellos. Chesterton entró en 1934 con una hepatitis que le postró durante meses. El 11 de octubre sale el número quinientos del GK’s Weekly. Chesterton se reconoce mal director del único periódico de Inglaterra que está dedicado a una idea completamente normal: la propiedad privada y la libertad. Cinco años antes de que estalle la Segunda Guerra Mundial, ya repite que Hitler y los nazis representan el regreso de la barbarie, pues despotrican contra el catolicismo, persiguen a los judíos como si fueran ratas y hacen grandes discursos sobre la raza, rancios y estúpidos. Entre los reconocimientos de ese año, el Athenaeum Club de Londres le nombra miembro de honor. También recibe, con Belloc, el título de Caballero de la Orden de San Gregorio. Por entonces, su amigo empezó a quejarse de que se estaba haciendo demasiado viejo para trabajar, pero eso no le impidió realizar en 1935 dos travesías del Atlántico y dos del Mediterráneo, en ambas direcciones. El ajetreo responde a las conferencias que pronuncia en lugares tan diversos como Nueva York, Boston, Filadelfia, Washington, Baltimore, Miami, Nassau, Vigo, Bayona, Pau, Marsella, Cannes, Nápoles, Mesina, Atenas, Constantinopla, Alepo, Antioquía, Trípoli, Beirut, Damasco, Nazaret, Jerusalén, Belén, Haifa, Foggia, Bari, Pescara, Rabean, Vicenza, Milán y Lucerna. Si Belloc se recuperaba admirablemente de sus pequeños infartos, la salud de Baring sí era preocupante. Sufría las fases iniciales de la enfermedad de Parkinson, que le incapacitaría progresivamente en los años siguientes. En 1935 planifica Dorothy otro viaje por el sur de Europa, con el fin de aliviar a Frances de su artrosis. Recorren Francia en automóvil y «coronan los Pirineos como Carlomagno». Descienden hasta Tarragona, suben de nuevo y pasan los Alpes «como Aníbal y Napoleón». Después bajan hasta Florencia, suben a Suiza, atraviesan Bélgica y llegan hasta Calais. Dorothy vio los primeros semáforos de su vida en Barcelona, cuando eran desconocidos en Inglaterra. Durante su estancia en Sitges, Chesterton contempla durante horas el mar, sentado en un banco del Paseo de la Ribera. La villa, «honrada por su noble presencia», le dedicará una calle y una estela conmemorativa. De regreso, atiende los constantes requerimientos de la BBC y comienza a dictar su Autobiografía, una ventana al mundo que ama intensamente desde hace seis décadas. Su última Navidad será también una de las más felices, compartida con la familia Nicholl. Las hermanas competían cada año en la decoración de la mesa, pero esa vez participó toda la familia. Hicieron esperar a Frances y a Gilbert en el vestíbulo mientras ultimaban 94

el efecto dramático. Cuando se abrió la puerta, el comedor estaba casi a oscuras, débilmente iluminado por el fuego de la chimenea. En el centro de la mesa, el gran espejo del vestíbulo representaba una marina sobre la que navegaba a toda vela un barco que se dirigía hacia el alto puerto rocoso de Lyme Regis, orientado por un faro que lanzaba destellos intermitentes. La familia Nicholl esperaba satisfacción, sorpresa y elogio de su labor, pero no estaba preparada para la reacción de Gilbert. Entró el último, del brazo de una de las hermanas, y se detuvo en la puerta sin pronunciar palabra. —Me recuerda la Salve Regina –dijo ella, visiblemente emocionada. —Sí: nobis post hoc exilium ostende… –musitó Chesterton. La Autobiografía quedó concluida a comienzos de 1936. En la última página se muestra Chesterton convencido de que el final de su vida será su principio, porque le invade la seguridad de que existe una llave que puede abrir la última puerta. Esa idea le trae a la memoria su primer recuerdo: el de un hombre que cruza un puente llevando una llave, tal como lo vio cuando se asomó por primera vez al país de las hadas, en el teatro de juguete de su padre. Un hombre al que muchos llaman Póntifex, el constructor del puente, y también Claviger, portador de unas llaves que le fueron entregadas para atar y desatar, cuando era un pobre pescador de una provincia lejana, junto a un pequeño mar casi desconocido. Chesterton está muy cansado. Intenta trabajar al mismo ritmo, pero es evidente que pierde fuerzas. Largos silencios sustituyen a sus habituales carcajadas espontáneas. Le quedan meses de vida, y lo intuye. Pero nosotros preferimos acompañarle, vivo y en forma, durante la segunda parte de esta biografía.

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SEGUNDA PARTE SU PENSAMIENTO

Siempre periodista, Chesterton alimentó durante toda su vida la pasión por la literatura, la historia, la filosofía, el cristianismo y la política. Ese abanico de intereses se plasmará en columnas breves y artículos largos, en novelas y ensayos, en biografías y estudios críticos, en prosa y verso, en conferencias ante auditorios multitudinarios y en emisiones radiofónicas de la BBC. Bullían en Inglaterra y en Europa –como bullen en la España del siglo XXI– el socialismo y el capitalismo, las tesis del feminismo, de Marx y Malthus, de Freud y Nietzsche, de Comte y Darwin. Son las ideas que vamos a exponer en la segunda parte de esta biografía, enmarcadas en la inteligente y brillante concepción de la Historia de su autor. Amante de la polémica y el debate, con su deslumbrante forma de hablar y de escribir, Chesterton entró como un elefante en la cacharrería de esa modernidad. Y, sin embargo, solo tuvo amigos, porque su bondad y su sentido del humor fueron inagotables, 96

como su apetito.

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5. La revolución femenina

¿Qué significa ser mujer? ¿Significa lo mismo para todas las mujeres? ¿Es correcta la respuesta que ofrece el feminismo? ¿Solo hay un feminismo? Para apreciar la complejidad de estas preguntas basta con intentar responderlas. O con leer lo que escribe Julián Marías en su ensayo La mujer en el siglo XX. Chesterton murió en 1936, pero tuvo ocasión de vivir profundos cambios en la interpretación y el desempeño del protagonismo femenino. Los analizó en innumerables artículos de prensa y más de un libro. Siempre con su habitual buen humor, perspicacia y gusto por la polémica, y no siempre bien entendido. Ganan las feministas Las grandes palabras suelen tener una proyección tan generosa que a menudo significan una cosa y su contraria. Lo comprobamos a diario, sobre todo cuando los 98

políticos nos hablan de cambio y progreso, libertad y democracia, ética y valores, justicia y diálogo. También lo comprobamos con el feminismo. En 1925, los estudiantes de la Universidad de Glasgow propusieron a Chesterton como candidato a Rector. Se trataba de un cargo honorífico, concedido por votación tras debates encendidos y farándula goliárdica. Un día, Ada recibió un telegrama de la Liga Distributista de la ciudad, a la que pertenecían muchos universitarios. Se contaba con ella para una arenga a favor de Chesterton. Era una proposición extraordinaria, pues Ada sabía que «los estudiantes no cederían a la tentación de someterme a un bombardeo de hortalizas, si no eran cabezas de sardina y bolitas de azulete». Pero los retos le gustaban. Tomó el tren de la noche y durmió a pierna suelta. En Glasgow pudo comprobar que su presencia había sido requerida casi como parte del espectáculo, para echar leña al fuego. Cuando llegó a la sala del mitin, el alboroto era ensordecedor. Bentley y Jack Squire lograron el silencio del público y presentaron a la periodista. Ella misma cuenta que se encaramó al estrado en medio de la más salvaje recepción que se pueda imaginar. Allá arriba, sola ante el peligro, decidió aguantar el tipo, sonriendo en silencio. «Pero ellos eran despiadados. No querían que les hablase una mujer». Ada abrió el bolso, sacó una manzana colorada y le pegó un mordisco. Las voces y los silbidos se fueron apagando, y entonces un muchacho gritó desde el fondo: —¡Adelante, Eva! Hemos perdido. Nunca tuvo Ada un auditorio más atento, y cuando terminó fue aplaudida, ovacionada y llevada en hombros hasta una sala de reuniones, donde brindaron con vino blanco. «Pero Gilbert no fue elegido. Perdió la elección por el voto de las mujeres. Las muchachas tories, liberales y laboristas se unieron contra él. De nada le sirvieron sus profundas y fundamentadas ideas sobre el hogar y la familia», lamenta Ada. Las jóvenes habían juzgado a la ligera sus escritos y le tachaban de antifeminista. Chesterton soltó una carcajada cuando supo que habían votado a Austen Chamberlain, el candidato conservador. ¿Qué querían aquellas muchachas? Por los tiempos de la Revolución Francesa, la pretensión del primer feminismo había sido lograr la equiparación de derechos civiles entre el varón y la mujer. Principalmente, el derecho al voto, conquistado noblemente por las sufragistas. Pero a los derechos siguió la revisión de las funciones, y el feminismo comenzó a exigir la eliminación del tradicional reparto de papeles, juzgado como arbitrario. Así, el segundo feminismo rechazó la maternidad, el matrimonio y la familia, 99

como si fueran formas de esclavitud del varón sobre la mujer. Con esas ideas, que cristalizarían en El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, lidió Chesterton durante décadas. En Inglaterra, patria de Malthus, su llamada al control de la natalidad fue especialmente escuchada y defendida por el movimiento feminista. Se trata de un buen ejemplo, dice Chesterton, de que la historia de la humanidad está llena de ideas que se han vuelto locas. Y añade que, con la lógica del birth control, bastaría con cortar cabezas para ahorrarse peluqueros y dentistas. La misma expresión «control de la natalidad» le parece una cortina de humo para ocultar la verdad: que el control normal y real de la natalidad ha de ser el control de uno mismo. Por entonces, la sociedad capitalista occidental entendía por control lo contrario: que la gente no tuviera control alguno, siempre que pudiera esquivar las consecuencias de su conducta sexual. Por tanto, el nuevo control era el nombre que se daba a los métodos que permiten robar el placer que pertenece a un proceso natural, mientras se frustra de manera violenta y antinatural el proceso. Chesterton compara esa conducta con la del epicúreo romano que tomaba vomitivos para poder engullir a diario cinco o seis comilonas. Y señala que cualquier persona con sentido común ha de advertir que ese tipo de hábitos van a ser malos para la propia salud y para el propio carácter. En otros tiempos, los seres humanos sabían estas cosas. Hoy, advierte Chesterton, realizamos el esfuerzo persistente y malsano de conseguir placer sin pagar por él: tengamos los placeres de los conquistadores sin los sufrimientos de los soldados. Y añade categóricamente que esto no funciona así, pues hay una emoción que solo es conocida por el soldado que defiende su bandera, por el asceta en su alumbramiento espiritual, por el amante que entrega su libertad. Y es esa disciplina la que hace del compromiso algo verdaderamente valioso. A Chesterton le asombra la insinuación de que pueda haber algo mezquino en poner como objetivo del matrimonio el nacimiento de un niño. Piensa, por el contrario, que ese gran milagro natural es la parte más creativa, más imaginativa y más desinteresada de todo el proceso. Pues dar vida a un nuevo ser, a una isla de conciencia, de experiencia y de alegría, es un acto inmensamente más grande y divino que el mismo amor entre hombre y mujer. Y mucho más grande que una satisfacción física momentánea. Si pensamos que dar la vida a otra persona no es algo noble, Chesterton nos pregunta por qué va a ser más noble la pura indulgencia con el placer. Cuando el escritor Alan Herbert defendió en Inglaterra el control de la natalidad, Chesterton lamentó que hubiera caído en la trampa del tópico de moda: el que considera 100

el mayor poder creativo del ser humano –más asombroso que cualquier obra de arte– como si fuera una tarea ingrata y baja, demasiado degradante para ser el fin del matrimonio. «Hay, por supuesto, otros fines que pueden gozar los que no alcanzan el primero, pero soy incapaz de ver por qué los hijos no constituyen el primer fin y el más grande». Al considerar el rechazo feminista del matrimonio y la familia, Chesterton aboga por el respeto a las relaciones humanas naturales. En la medida en que los hijos son niños, siempre serán «súbditos» de alguien. Y es evidente que la mejor distribución de los súbditos es la natural, «bajo sus príncipes naturales», que normalmente sienten por ellos lo que nadie más sentirá: un amor incondicional. Admite que hay razones para criticar la vida en familia y razones para elogiar la vida en un hotel, pero le sorprende que se pueda sugerir que la ruptura de un hogar supone una liberación. Lejos de ver en ese cambio una ganancia de libertad, piensa que tal ruptura representa exactamente lo contrario. Como todo lo humano, la familia no es perfecta, pero es simple cuestión de aritmética ver que logra la mejor forma de organizar libremente al mayor número de personas, pues hay muchos más padres que profesores, policías o políticos. Y, si consideramos a los padres como príncipes independientes, y a los hijos sencillamente como súbditos, esa distribución natural da la mayor cantidad de libertad al mayor número de súbditos. Por eso, «quienes hablan contra la familia son poco inteligentes: no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen». Dentro y fuera de casa Henry Ford escribió cierto día, en un periódico muy conservador, que la mujer no debe dedicarse a los negocios porque la gente de negocios debe tomar decisiones. Chesterton recordó al señor Ford que incontables mujeres –las madres– toman constantemente decisiones más difíciles que los hombres de negocios; y que la suma de problemas que un niño plantea en veinticuatro horas haría explotar y saltar por los aires a un Ford; con la dificultad añadida de que el niño no puede ser reparado con piezas de recambio. En realidad, Chesterton ha tomado a Ford como pretexto para decir lo que realmente le interesa: «Nunca he entendido cómo surgió la superstición de considerar modesto el trabajo en casa y excelso el de fuera de casa». Después añade que puede haber razones excelentes para que cualquier mujer haga cualquiera de las dos cosas, pero no hay ninguna razón para considerar inferior la tarea doméstica. De hecho, la mayor parte de los trabajos fuera de casa son bastante rutinarios, y en gran medida sucios. En su casa, además, una persona suda y se afana por gente que aprecia y quiere, pero fuera de casa 101

se esfuerza por gente que no conoce, no aprecia y no quiere. Desde el industrialismo moderno, la vida laboral se desarrolla a menudo bajo una rígida y monótona disciplina. Cualquiera que sale por la puerta de su casa está obligado a entrar en una procesión donde todos caminan de la misma manera, muchas veces con el mismo uniforme. El mundo laboral, sobre todo en las grandes empresas, está organizado como un ejército. Es un militarismo sin derramamiento de sangre, pero con el sacrificio de la libertad. Gilbert y Cecil también sabían, por su protagonismo en la bohemia periodística, que, cuando un tipo se pasa las noches dando tumbos de un bar a otro, decimos que lleva una vida irregular. Pero eso no es cierto: lleva una vida regulada por las leyes monótonas y opresivas de tales locales, en los que no se le permite cantar, se le prohíbe fumar y se le echa a una hora determinada. La conclusión es que, al final, el ser humano solo puede hacer lo que quiere en su casa. Chesterton reconoce que las tareas domésticas tienen lugar en un espacio pequeño. Pero añade que la ciencia que se despliega en ese espacio –para la cual se queda pequeña la palabra «educación»– es enorme, pues se enfrenta nada menos que al misterio de la forja de seres humanos. En su hogar, una mujer suele ser decoradora, cuentacuentos, diseñadora de moda, experta en cocina, profesora… Como es fácil de suponer, esas tareas no la hacen rígida y estrecha de mente, sino creativa y libre. Lo que tiene entre manos la enriquece más que cualquier profesión, pues supone el desarrollo de todos sus talentos. Además, esa mujer tendrá que hacer muchos equilibrios para resolver casi todo y adaptarse a lo que haga falta. Es el tipo de equilibrios que definen a las personas de carácter noble, que siempre se ponen al lado del más débil, como el regatista que contrapesa un velero. A su manera, la mujer en su hogar echa mano, como Aristóteles, de una ética eficaz y de un sistema completo de pensamiento. Nadie duda que esa tarea, generosa y romántica, es también una carga pesada, pero la humanidad siempre tuvo claro que valía la pena echar ese peso sobre las mujeres para mantener el sentido común en el mundo. La manera más breve de resumir mi postura es afirmar que la mujer representa la salud mental, el hogar intelectual al que la mente ha de regresar después de cada excursión por la extravagancia. Corregir cada aventura y extravío con su antídoto de sentido común no es –como parecen pensar muchos– tener la posición de un esclavo. A Chesterton le parece que esa es la sustancia de lo que ha sido el papel histórico de 102

la mujer. No niega que muchas hayan sido maltratadas, pero sospecha que nunca lo han sido tanto como ahora, cuando se pretende que lleven las riendas de la familia y, al mismo tiempo, triunfen profesionalmente. Privilegio femenino Ahora que la gente se encuentra enredada y confundida con la problemática del feminismo, no conozco a nadie que se atreva a decir cuánto debe el hombre al privilegio femenino de dirigir la educación de los hijos (…). Y, si alguna vez los hombres se manifiestan en Westminster contra ese privilegio femenino, no seré yo quien se sume a la manifestación. Muchos animales requieren, al nacer, tiempo para ser criados. El hombre, más allá de esa tutela biológica, necesita algo único en la naturaleza: educación. Se trata de un cultivo complejo y con muchas facetas, que sirve para hacer frente a un mundo igualmente complejo. Para adquirirla, los pequeños humanos deben estar bajo la protección de personas responsables, durante largos períodos de crecimiento intelectual y moral. Esa tarea, misteriosa y trascendental, ha sido rodeada por virtudes como la vigilancia y la lealtad, propias de un soldado de guardia. Y, para realizarla con éxito, los socios de esa empresa llamada familia han tenido a menudo una relación sellada y sagrada. Chesterton reconoce que algunas personas se ponen nerviosas al llegar a este punto, y dicen que todo podría salir igualmente bien sin ninguna educación. «Pero mienten, porque ni siquiera podrían expresar esa opinión si no hubieran aprendido laboriosamente una lengua particular en la que poder decir desatinos». Padres más moderados piensan que es suficiente con dejar a los hijos en manos del Ministerio de Educación, «pero nos consta que el Estado siempre será demasiado grande, ancho, torpe, indirecto e inseguro para educar a sus ciudadanos». Chesterton confrontó públicamente sus ideas con Bertrand Russell, partidario de confiar la educación de los hijos a profesionales de la enseñanza. Shaw tampoco estaba de acuerdo con dejar la educación en manos de los padres: «A mí no me interesa la libertad tanto como al señor Chesterton, pues a mi juicio es evidente que la civilización está siendo destruida por la libertad monstruosamente excesiva que concedemos al individuo». En cuanto caemos en la cuenta de lo que significa educar a un niño –dirá Chesterton–, entendemos por qué las relaciones de los sexos tienden a ser permanentes. Es la conclusión de toda la humanidad, y todo el sentido común está de su parte. Sin embargo, intelectuales que podríamos calificar de ingenuos critican este modelo de matrimonio en nombre de lo que llaman «mentalidad moderna». La primera pregunta que les hace Chesterton es cómo tratan ellos el problema práctico de los niños. Y la 103

primera respuesta que obtiene es decepcionante, porque su mejor propuesta consiste en deshacerse de ellos. Una solución antinatural, ya que es la misma naturaleza la que rodea a la mujer de niños muy pequeños, que requieren que se les enseñe no cualquier cosa, sino todas las cosas. Cualquiera sabe que los hijos pequeños no necesitan aprender un oficio concreto, sino que se les introduzca a un mundo entero. Lo dejan bien claro haciendo todas las preguntas posibles, y muchas de las imposibles. Por eso, si alguien cree que responder a ese niño insaciable es una tarea agotadora, Chesterton piensa que tiene razón. Y, si alguien dice que es un cometido desagradable, Chesterton admite que puede ser tan desagradable como el de un cirujano o un bombero. En cambio, cuando la gente dice que esa tarea femenina no solo es cansada, sino trivial y odiosa, Chesterton está en total desacuerdo. Le hemos visto ajustar cuentas con Henry Ford. También las ajustará con Schopenhauer, para quien las mujeres son niñeras excelentes porque ellas mismas son como niñas: «pueriles, limitadas, insignificantes». Pero todos sabemos –replica Chesterton– lo que las mujeres hacen por los niños: casi se matan por ellos con su trabajo y solicitud. Por lo tanto, la manera más sencilla de comprobar la verdad de la comparación de Schopenhauer es preguntar qué hacen los niños por los niños. Si un pequeño de siete años es capaz de ser mártir por otro pequeño de su misma edad, entonces la comparación es adecuada. Por desgracia, la experiencia nos dice que solo es capaz de propinarle patadas en la espinilla para escapar después con sus juguetes. A Chesterton le causa perplejidad que se haya dado el nombre de filósofo a un personaje capaz de apoyar todo un argumento sobre la noción asombrosa de que la gente ama lo que se le asemeja. De hecho, toda la teoría de Schopenhauer sobre la puerilidad de las mujeres puede ser refutada con la más breve y sencilla de las respuestas: si las mujeres son pueriles porque aman a los niños, se sigue que los hombres son afeminados porque aman a las mujeres. Un niño entre niños Chesterton escribió muchos artículos sobre niños. Pensaba que su aspecto simpático es el más atractivo de los vínculos que mantienen unido el Universo, y que su misma pequeñez hace que los miremos como si fueran prodigios maravillosos, sintiendo hacia ellos el mismo tipo de obligación que podría sentir una divinidad si hubiera creado algo que no podía entender. Estaba convencido de que el mundo iría mucho mejor si la gente se tratara con la 104

misma indulgencia que reservamos para los niños. Por eso nos repite que, si lográramos aceptar de igual manera a ciertos tipos indeseables, si les reprocháramos con suavidad sus brutalidades como si fueran pintorescas equivocaciones, estaríamos eligiendo la mejor actitud que puede adoptarse ante las debilidades humanas. Su postura contra Malthus y el control de la natalidad fue muy clara. Con palabras duras, dijo que quienes prefieren los placeres de la técnica al milagro de un niño están desalentados y esclavizados; beben las heces de la vida en lugar de las fuentes originarias; prefieren las cosas últimas, torcidas, indirectas, prestadas, repetidas y exhaustas de nuestra moribunda civilización capitalista, y rechazan el único rejuvenecimiento de toda civilización. Frances habría querido tener muchos niños, pero los hijos nunca llegaron. La pareja mitigó ese dolor animando su casa con los hijos de sus amigos. A Gilbert le fascinaron siempre los niños, y los niños le encontraron siempre fascinante. Muchos de ellos, siendo ya adultos, recordaban esa entrañable afinidad. «No recuerdo a GKC como hombre importante», escribe Dorothy Fagan, «pues yo no estaba en situación de juzgarle como tal. En cambio, le recuerdo como la persona más amable que he tenido la suerte de conocer». A un hijo de Bentley le recitó Lepanto una tarde en el jardín. «Yo tendría entonces ocho o nueve años y puede que no me enterara de mucho, pero me impresionó y me entusiasmó el hecho de que él hubiera escogido mi oído, unido a las palabras deslumbrantes y sonoras del propio poema». En vacaciones de Navidad entretenían a la chiquillería con juegos interminables. El más divertido era un teatro con personajes realizados por el propio Chesterton. Una hija de Belloc le recuerda «sentado peligrosamente sobre una silla demasiado pequeña para su enorme corpachón, dando vida a sus marionetas y narrando con voz de trueno romances y trifulcas con los que se reía casi más que nosotros». Ni pequeños ni mayores olvidarán nunca esa risa, que expresaba toda la alegría de su carácter. Era espontánea, sincera, agradecida, imposible de describir cabalmente. Gilbert solía decir que jugar con los pequeños era tan glorioso como agotador. Sabía disparar su imaginación con dibujos de piratas, esgrimiendo la navaja que llevaba en el bolsillo, narrando historias inventadas sobre la marcha. Y nunca los miraba con la miopía y el despego de Rousseau. Adivinaba, tras sus ojos inocentes, «los problemas morales de monstruosa complejidad que les asedian de continuo». Seguramente fueron las cinco hermanas Nicholl quienes establecieron lazos más 105

estrechos con Gilbert y Frances. Un día de 1927 las pequeñas reconocieron al ilustre escritor y corrieron sobresaltadas a buscar a su hermana mayor: —¡Clare, hemos visto al escritor que te gusta tanto! Clare admiraba a Chesterton desde hacía mucho tiempo. De niña, había leído La cruz azul y se había dicho a sí misma que algún día conocería al autor, pues «es el amigo que siempre he estado buscando». Casi no podía creer a sus hermanas y, mientras se preguntaba si los sueños pueden convertirse en realidad, salió de casa decidida a invitar al señor Chesterton a tomar el té. Cuando las hermanas Nicholl llegaron al hotel donde se alojaban los Chesterton, al ver a Gilbert les faltó valor para abordarle. Entonces volvieron a casa y Clare le escribió una nota preguntándole si sabía que era la reencarnación de Shakespeare, y pidiéndole por favor que fuera a merendar a su casa. Regresaron al hotel, entregaron la nota y esperaron la respuesta en el vestíbulo. Entonces apareció Chesterton, como un elefante grande y amistoso. «¿De verdad soy el fantasma de Shakespeare? ¿Vamos a tomar el té?». Así nació una estupenda amistad, que pronto creció con el traslado de los Nicholl a Beaconsfield, a la misma calle que su nuevo amigo. Chesterton entendía muy bien a los pequeños y a los jóvenes. Joan Nicholl nos dice que Gilbert era el único que comprendía a su hermana Clare, y la propia Clare lo confirma: «Nuestra amistad con G. K. constituía el alimento vital de cada día. Hacía que una se sintiera en el mundo como en su propia casa. Él mismo era como una casa inmensa y cómoda, con grandes ventanas que dejaban entrar la luz del día y se abrían a unos paisajes maravillosos». La superstición del divorcio El divorcio no solo era aireado en algunos medios de comunicación de la Inglaterra de principios del XX, sino también aplaudido como si fuera una fiesta. Algo que casi merecía las mismas flores y la misma celebración que una boda, con su correspondiente tarta de divorcio, su lista de regalos, muchos brindis alegres y un montón de invitados que se dan cita para ver al marido y a la mujer desaparecer en direcciones opuestas. En 1920 recopiló Chesterton varios de sus artículos periodísticos sobre este tema, los desarrolló y escogió como título La superstición del divorcio. Su optimismo incurable le hizo creer que la nueva moda no arraigaría, y que su ensayo acabaría siendo innecesario. Se equivocó por completo, y hoy es más necesario que nunca recordar sus palabras: si chocas de noche con un obstáculo, puedes quitarlo de en medio, siempre que no sea el pilar que sostiene el techo sobre tu cabeza. Para Chesterton, los que quieren ampliar los conceptos de familia y matrimonio abren boquetes en el casco de un barco creyendo que 106

están cavando hoyos en un huerto. La cuestión de si están en un barco o en un huerto la juzgan teórica y abstracta. No imaginan la grandeza de lo que atacan, ni advierten el peligro de sus agujeros. Por eso, facilitar el divorcio le parece tan irresponsable como animar a las personas a tirarse al mar o pegarse un tiro. Piensa que el mundo capitalista está en guerra contra la familia por la misma razón por la que está en guerra contra el sindicato. Y es que el fino olfato de los plutócratas ha descubierto que la familia es el mayor obstáculo para su inhumano progreso. Porque sin familia estamos indefensos ante el Estado, como denuncia el gran Balzac en un párrafo que Chesterton aplaude sin reservas: Al perder la solidaridad de la familia, la sociedad ha perdido esa fuerza elemental que definió Montesquieu llamándola honor. La sociedad ha aislado a sus miembros para gobernarlos mejor, y los ha dividido para debilitarlos. A quienes no ven la estrecha relación entre divorcio y esclavitud, Chesterton les pide que se acuerden de La cabaña del tío Tom y se pregunten si la más antigua y más simple de las acusaciones contra la esclavitud no ha sido siempre la separación de la familia. Sin entrar en el aspecto religioso, Chesterton advierte la falta de lógica con que se plantea este asunto: puesto que hay matrimonios que desean divorciarse, los divorcistas piden una ley que lo permita. Se trata de un tipo de falacia que nos aboca a ir de mal en peor: como el puente de Londres se ha caído, reconozcamos que los puentes no sirven para unir dos orillas. La verdad, sin embargo, es que «el antiguo puente construido sobre las torres de los sexos es la más digna de las grandes obras de la tierra». En lugar de un debate racional, Chesterton lamenta que solo se oiga una especie de coro sentimental, repitiendo que el matrimonio es amor, y cuando el amor cambia, cuando muere y renace en otra parte, el matrimonio ha de hacer lo mismo. Con toda su razonable simpatía por lo sentimental, semejante planteamiento le parece pura patraña, como si un ladrón dijera que siente reverencia por la propiedad privada, pero piensa robar un Van Gogh que el Barón Tyssen ya no aprecia mucho. Es obvio que este ladrón no entiende lo que significa una ley, ni tampoco una institución. Porque el matrimonio es una institución jurídica establecida para cumplir ciertas funciones. Y la relación entre esposos, entre padres e hijos, no puede ser disuelta por un mero arrebato sentimental. Los sentimentales están en su derecho de tener los sentimientos que quieran, pero no pueden afirmar que una institución equivale a una emoción.

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Sentimentales y progresistas tienen razón al esgrimir que en toda familia hay problemas, pero se equivocan al pensar que los problemas se disuelven cuando se disuelve la familia. En realidad, se agrandan. «Si sustituyes la educación natural de los padres por profesionales a sueldo, eres como un loco que se niega a usar gratis el viento o el agua para mover su molino, y contrata para ello a jornaleros». Al preguntarnos qué es el matrimonio, es posible que caigamos en la cuenta de que se trata de una promesa. Y, si es lógico pedir a un hombre fidelidad a la comunidad que lo ha hecho a él, no es menos lógico pedirle que sea fiel a la comunidad que él ha hecho. No es muy difícil entender que esa pequeña comunidad, especialmente libre en cuanto a su causa, está radicalmente atada en cuanto a sus efectos: ningún otro contrato puede crear niños que hayan de vivir bajo el mismo techo. Por eso, la fórmula «hasta que la muerte nos separe» no es de ninguna manera irracional, pues los padres morirán antes de ver siquiera la mitad de la vida de esos seres que han engendrado. Si Ricardo o Susana desean destruir su familia porque se han cansado de convivir, Chesterton les aconseja pensarlo mejor. Y les asegura que no tienen derecho a destruirla, ni siquiera a pensarlo, hasta que entiendan bien para qué sirve. Tienen que saber que la familia realiza por amor un trabajo social necesario, imposible de realizar por dinero. Tienen que saber que es el origen de toda sociedad, constituida siempre por un conjunto de reinos pequeños en los que un hombre y una mujer se convierten en rey y reina, y en el que ejercen una autoridad razonable, sujeta al sentido común de la comunidad, hasta que quienes están bajo su cuidado crecen y son capaces de fundar reinos similares. Se trata de la estructura social de la humanidad, mucho más vieja que toda su documentación histórica, y más universal que cualquiera de sus religiones. Por eso, todos los intentos de alterarla son engaño y estupidez. En otro de los supuestos, Ricardo o Susana pueden querer una familia sin comprometerse, convencidos de que, tarde o temprano, se cansarán del pacto. Temen que, con el tiempo, se conviertan en personas diferentes. Pero es precisamente ese cambio constante –estima Chesterton– lo que constituye la esencia misma de la decadencia, aunque a esa decadencia le demos el nombre de modernidad. Uno de los más serios problemas del mundo romano fue que, por debajo de cierto nivel social, nadie estaba seguro en cuestiones de genealogía y paternidad. Por eso, «cuando las esclavas cristianas empezaron a defender su dignidad hasta llegar a la muerte, empezó un mundo nuevo». Chesterton sonríe cuando escucha que el compromiso matrimonial es un yugo impuesto a la humanidad por el diablo, pues en realidad es un yugo que quienes se aman 108

se imponen a sí mismos. La expresión «amor libre» es contradictoria, porque la naturaleza del amor es atarse a sí mismo, y la institución del matrimonio no hace otra cosa que respetar la decisión de dos personas libres, tomando en serio su palabra. Prometerse y dejar al mismo tiempo una escapatoria, una posibilidad de retirada, le parece a Chesterton un engaño esterilizador del amor. Sabemos que hablaba por experiencia. Los contrastes entre el caótico escritor y su meticulosa esposa fueron muchos y grandes, pero la convivencia fue siempre buena. Su propio matrimonio le proporcionará esta simpática argumentación: Siendo niño escuché que en Estados Unidos era posible obtener un divorcio por incompatibilidad de caracteres. Pensé que era un chiste. Ahora he descubierto que es verdad, y me parece más que un chiste. Si los casados pueden divorciarse por incompatibilidad de caracteres, no entiendo por qué no se han divorciado todos. Por la misma definición del sexo, cualquier hombre y cualquier mujer tienen caracteres incompatibles. Y precisamente de eso se trata al casarse. Más aún, de ahí resulta lo más divertido de ese compromiso. Uno no se enamora de una persona compatible. Estoy preparado para apostar que nunca un matrimonio ha tardado más de una semana en descubrir su incompatibilidad de temperamento, y que una buena y sólida incompatibilidad es garantía de estabilidad y felicidad.

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6. De agnóstico a católico

Si a los doce años era yo un pagano, a los dieciocho era un completo agnóstico. La biografía de Chesterton está marcada –sobre todo– por su conversión al catolicismo en 1922. La noticia causó estupor en los ambientes intelectuales de una Inglaterra medio anglicana y medio agnóstica. Estupor y escándalo, porque en la ortodoxia intelectual de la época había otros dogmas: primacía de los factores económicos, agnosticismo, evolucionismo radical, positivismo, relativismo moral y divorcio feliz. Frente a ese pensamiento casi oficial, que sigue imperando en la Europa del siglo XXI, la disidencia ha contado con mentes tan lúcidas como George Steiner, Viktor Frankl, C. S. Lewis, Tolkien, Evelyn Waugh, Ronald Knox, André Frossard, Jean Guitton, Hilaire Belloc, Christopher Dawson, T. S. Eliot, Salvador de Madariaga, Julián Marías, Vittorio Messori, Ernst Jünger o Robert Spaemann. Pionero y líder en esa disidencia, Chesterton también ha sido el más divertido y 110

deslumbrante de esa tropa. En su proceso de conversión, lento y racional, tuvo que empezar por los cimientos y poner algunas cosas en su sitio. En primer lugar, el Universo. El Universo, en su sitio El Universo es innegable, pero la explicación de su abrumadora presencia no es evidente. Una posible respuesta supone que es el resultado de múltiples casualidades. Otra, con Einstein a la cabeza, lo compara a una gigantesca biblioteca cuyos libros han sido necesariamente escritos por alguien. En uno y otro caso, el cosmos podría no haber existido. De hecho, como afirma Stephen Hawking, hay una pregunta radical que nunca podrá ser contestada por la ciencia: ¿Por qué el Universo se ha tomado la molestia de existir? El Big Bang no responde a esa cuestión. Chesterton, que mira el mundo desde la admiración permanente, expresará esa contingencia radical con palabras sencillas e insuperables: Hasta que comprendemos que las cosas podrían no ser, no podemos comprender que las cosas son. Filósofos y científicos llenos de matices suelen repetir que la creación no es necesaria, pues el Universo ha existido y existirá siempre. Se llevarían una buena sorpresa –observa Chesterton– si supieran que Tomás de Aquino también dijo que el mundo bien podría no tener principio ni fin. Aunque el Aquinate añadió que lo único de lo que no puede carecer es de Creador. Porque un Universo sin Creador sería como una inmensa inundación de agua saliendo de ningún sitio. Por eso, si el Big Bang es una hipótesis, la existencia de un Dios creador no lo es. En esa línea, si algo le parece claro a Chesterton, es que el mundo no se explica por sí mismo. Nada de lo que conocemos se ha dado la existencia: todos los seres –tanto vivos como inertes– son eslabones de una larguísima cadena de causas y efectos que han recibido la existencia y la transmiten. También las tuberías contienen agua porque la han recibido. Por eso, detrás del más complejo sistema de tuberías, debe haber algo que no sea tubería: un depósito. De igual manera, detrás de todo el complejo universo de seres que han recibido y transmiten la existencia, ha de haber un Ser que exista por derecho propio y comunique la existencia a los demás. Chesterton advierte la enorme falta de lógica que supone «rechazar a un Dios que hace las cosas de la nada, y en cambio creer que de la nada han salido todas las cosas». Además, le parece evidente que el Universo responde al diseño de una Voluntad personal, 111

presente en su obra como el artista en la obra de arte. Y, si tenemos derecho a investigar quién pintó las cuevas de Altamira y pulió las flechas de sílex, tenemos el mismo derecho a preguntarnos quién ha diseñado el Universo. Un diseño que, «cualquiera que sea su significado, es bello, y debemos agradecerlo con humildad y modestia, tomando borgoña y buena cerveza, sin abusar». Basta abrir los ojos para ver un mundo ordenado según ciertas leyes, y una verde arquitectura que se construye a sí misma sin ayuda de manos visibles, según un plan predeterminado, como un dibujo ya trazado en el aire por un dedo invisible. Esa constatación ha llevado a la mayoría de la humanidad a pensar que el mundo obedece a un plan. Un plan trazado por algún extraño e invisible Ser, que al mismo tiempo es un amigo, un bienhechor que ha colocado los bosques y las montañas para recibirnos, y que ha encendido el sol como un criado prepara el fuego a sus señores. La experiencia de esa gran Ausencia, muy anterior al Cristianismo, funda tanto las religiones como las ciencias. Si un juicio precipitado ve oposición entre ambos ámbitos – el religioso y el científico–, una mirada serena ve sintonía. Einstein calificó el orden cósmico como milagro y eterno misterio, pues «a priori solo cabría esperar un mundo caótico, imposible de ser comprendido». El orden pone de manifiesto uno de los componentes inmateriales de la materia: la finalidad con que ha sido diseñada. Solía decir el padre de la fisiología médica, Claude Bernard, que «no es temerario creer que el ojo está hecho para ver». Anteriores a Einstein y Bernard, científicos como Copérnico, Descartes, Newton o Galileo serán más explícitos e interpretarán el Universo –igual que Chesterton– como el espacio que Dios ha creado para encontrarse con el hombre. Con metáfora más propia de un escritor: Siempre me ha parecido que la vida es, ante todo, un cuento. Y esto supone la existencia de un narrador. La conciencia, en su sitio Además del Universo, la aceptación de Dios encuentra un segundo punto de apoyo en la conciencia moral. Lo sabemos desde antiguo, y lo hemos visto hermosamente resumido en el epitafio kantiano: «Dos cosas en el mundo me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí y el orden moral dentro de mí». Definida por Sócrates y Confucio como «luz de la inteligencia para distinguir el bien y el mal», la conciencia cumple su cometido cuando nos permite ver el orden moral, cuando su luz no está debilitada o cegada –en palabras de Hamlet– por «los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne». Precisamente Shakespeare, grande 112

entre los grandes, aborda de forma insuperable la problemática de la conciencia. Hemos oído que su genialidad radica sobre todo en su estilo, no en los personajes ni en los argumentos; que es el enorme brío de sus textos, la increíble fuerza de sus imágenes y metáforas, la elevación y nobleza de su expresión, lo que hace que sus obras sigan vivas, pujantes, inmortales. Chesterton discrepa. Le parece compatible ser brillante y superficial, tener tanta técnica como verborrea. Piensa que para estar entre los grandes no basta el dominio perfecto del lenguaje, porque la misión de la palabra –muy por encima de la brillantez, del colorido, del mero sonar bien– es comunicar, transmitir, interpretar la realidad. No nos extraña, por eso, que la profundidad y perspicacia de Chesterton brillen especialmente cuando comenta el fondo de los grandes autores. Así, en la conducta de Macbeth y su mujer, que obran fríamente contra su conciencia, descubre la inversión de valores propuesta por Nietzsche. Ese vuelco de la valoración moral lo formulan de forma insuperable las brujas que engañan al protagonista: «Lo hermoso es feo, y lo feo es hermoso». Con esa carta blanca para pisotear la conciencia, reforzada por la complicidad de su esposa, Macbeth asesina a su rey. Pero no le salen las cuentas: la conciencia pisoteada se revuelve contra él y le produce la picadura venenosa del remordimiento: —¡Oh, amor mío, mi mente está llena de escorpiones! La inolvidable tragedia de Shakespeare constituye un retrato del hombre perdido en el vértigo de una pasión, ahogado en su propia desmesura. Puede ser oportuno recordar o anticipar al lector que Macbeth y su mujer intentan alcanzar a cualquier precio el poder, pero se ven envueltos y absorbidos por su culpabilidad progresiva. Así, al mostrarnos la tragedia de dos personas con ambición sin límites, Shakespeare nos brinda una impactante reflexión sobre las consecuencias de una grave transgresión moral. El asesino siente su propia conciencia como un «potro de tortura» insoportable. Entonces empieza a desear no haber nacido y «que la máquina del Universo estalle para siempre en mil pedazos». Su mujer le anima a resistir: «Que se bloqueen todas las puertas al remordimiento», porque, «si damos a esto tanta importancia, nos volveremos locos». Palabras que se cumplen en ella al pie de la letra, pues muere loca, obsesionada porque «aún queda olor a sangre. Ni todos los perfumes de Arabia perfumarían esta pequeña mano». Al final de la tragedia, Macbeth sentenciará que «la vida es un cuento sin sentido, narrado por un idiota». En uno de sus comentarios a esta obra, Chesterton apunta que las personas estamos 113

diseñadas para lograr la concordancia entre lo que pensamos y lo que hacemos, pero esa deseable coherencia nos obliga a pagar un elevado precio por las incoherencias de nuestros actos. Un precio en forma de sufrimiento moral o psicológico. Por eso, al leer Macbeth comprobamos la gran equivocación que comete un hombre cuando supone que un acto malo le abrirá camino y le conducirá al éxito. Cuando Macbeth se da cuenta de que no hay ningún obstáculo entre él y la corona de Escocia, salvo el cuerpo durmiente del rey Duncan, piensa, que si realiza un solo acto inmoral, podrá ser feliz toda la vida. Pero el efecto del crimen será desconcertante e insoportable: un solo acto contra la moral le introduce en un ambiente mucho más sofocante que el de la ley moral. Su tragedia nos enseña que nadie debe cometer una inmoralidad con la esperanza de salir beneficiado. Observa Chesterton que Macbeth, al prescindir de la moral y la conciencia, tampoco es más libre: al contrario, se siente atrapado en un cerco que cada vez se estrecha más. Con su asesinato ha derribado una barrera, pero al saltarla ha caído en una trampa, y, cuanto más extiende su inmoralidad, más se hunde en la trampa. Al final de su vida, Macbeth no es simplemente una bestia salvaje, es una bestia acorralada. Macbeth –concluye Chesterton– encontraría una moraleja sencilla y muy útil si pudiera leer Macbeth: «No escuches a los espíritus del mal; no dejes que tu ambición te devore; no asesines a ancianos en su lecho; no asesines a las mujeres e hijos de tus enemigos por exigencias de la política; porque, si haces estas cosas, es muy probable que lo pases muy mal». Esa es la lección que Macbeth hubiera aprendido de Macbeth. Esa – concluye Chesterton– es la lección que los bárbaros de nuestros días podrían aprender de Macbeth: poner la conciencia en su sitio. Ideas anticatólicas El entorno que me rodeó durante toda mi juventud fue agnóstico. Casi se podía decir que el agnosticismo era una Iglesia establecida. La mayoría de los críticos del catolicismo hablan sin tener la menor idea de lo que dicen. Ello es tan evidente que muchas veces los católicos se ven arrastrados al comportamiento lógico y anticristiano de responder a los bobos con arreglo a sus bobadas. Sin embargo, hay que resistir esa tentación. Cuando el joven Gilbert conoció al padre O’Connor, no pudo imaginar que veinte años más tarde se confesaría con el sacerdote para ser recibido en la Iglesia católica. Semejante posibilidad le hubiera parecido –reconoce– más improbable que llegar a ser 114

«misionero mormón en las Islas Caníbal». Sin embargo, sucedió justamente lo más improbable. Durante un tiempo, su amor a Frances le llevó a vivir como anglocatólico, pero le parecía que todas las variedades del Anglicanismo eran una descolorida imitación del Catolicismo. Mucho más tarde, sus grandes amigos católicos –Bentley, Baring, Belloc, el padre O’Connor– inclinarían la balanza hacia Roma. Tras la publicación de Herejes y Ortodoxia, en los ambientes periodísticos y literarios se daba por sentado que el cristianismo del autor era una pose o una paradoja, quizá una broma. Fuera de esos ambientes, muchos lectores aceptaban la sinceridad de Chesterton y se preguntaban qué le detenía en el umbral de la Iglesia católica. Porque sus páginas ya influían sobre un creciente ejército de conversos al catolicismo, entre los que se incluían su gran amigo Baring (1909), su hermano Cecil (1913) y Ronald Knox (1917), una de las personalidades más deslumbrantes en la historia de Eton y Oxford. Su lentitud tiene que ver con la íntima necesidad de «poner al desnudo la inconsistencia racional e histórica de la mayoría de las ideas anticatólicas», que no eran pocas. Al final de Ortodoxia, nos dice que en la opinión pública de su país aprecia tres grandes convicciones equivocadas: 1. Que el ser humano es un mero animal evolucionado. 2. Que la religión primitiva nació del terror y de la ignorancia. 3. Que los sacerdotes han abrumado de amarguras y nieblas a las sociedades cristianas. Las tres convicciones le parecen legítimas, y solo les puede objetar un punto que tienen en común: que las tres son falsas. Está claro que el hombre es un animal, pero a Chesterton le resulta inexplicable el abismo que le separa de los demás animales, de suerte que «donde acaba la biología comienza la religión». En cuanto a la segunda objeción, resulta que todas las grandes culturas conservan la tradición de un antiguo pecado seguido de un castigo, pero ahora «los sabios parecen decir literalmente que esa calamidad prehistórica no puede ser verdadera, puesto que todos los pueblos la recuerdan». La Iglesia católica, lejos de ser fruto de épocas violentas e ignorantes, nació en el apogeo de la Roma mediterránea. Después, cuando Roma se hunde, la Iglesia fue el aliento de la nueva sociedad. Sabemos que congregó a los pueblos que habían olvidado cómo se levantan los arcos, y les enseñó el gótico. Inventó las Universidades y, desde Bolonia y Salamanca, organizó Europa gracias al Derecho Romano. Por eso, lo que 115

algunos dicen de ella es lo más falso que pueden decir. ¿Cómo afirmar que nos hace retroceder hasta edades oscuras, cuando nos ha enseñado a salir de ellas? Respecto a la supuesta tristeza de las sociedades cristianas, Chesterton no la ve por ninguna parte. Más bien encuentra lo contrario: que «aquellos países donde sigue siendo grande la influencia del sacerdocio son los únicos donde todavía se baila y se canta». Sabe muy bien de lo que habla, pues algunos de sus mejores amigos se habían convertido o se convertirían más tarde al catolicismo, y precisamente con ellos haría de la amistad y de las juergas todo un arte, sin separarlas nunca. En la Autobiografía recoge, entre los recuerdos más divertidos de su vida, «los banquetes enloquecidos» que ofrecía su amigo Maurice Baring. «Cantábamos muchísimas de las canciones más bonitas de la lengua inglesa, escritas por poetas antiguos y modernos». Baring, por supuesto, no era el único anfitrión. Se cuenta que una vez, cuando Herbert vivía cerca de Buckingham Palace, cantaban El tambor de Drake con un patriotismo tan apasionado, que el rey Eduardo VII envió un recado para que dejasen de alborotar. En abril de 1924, cincuenta amigos de Baring fueron invitados a una fiesta muy especial. Chesterton recordaría la «divina alegría de vivir que indujo a un caballero a celebrar su quincuagésimo cumpleaños en un hotel de Bighton, a medianoche, bailando una danza rusa con inconcebibles contorsiones, y lanzándose después al mar en traje de gala». Igual que Lewis, Chesterton también había sido cautivado por la alegría cristiana. Ortodoxia termina con estas reveladoras palabras: La alegría, que era la pequeña publicidad del pagano, se convierte en el gigantesco secreto del cristiano. Y al cerrar este volumen caótico, abro de nuevo el libro breve y asombroso de donde ha brotado todo el Cristianismo, y la convicción me deslumbra. La tremenda imagen que alienta en las frases del evangelio se alza –en esto y en todo– más allá de todos los sabios tenidos por mayores. En la cárcel con Joseph Pearce

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Un buen ejemplo de la profunda impresión que causaron y causan los libros de Chesterton lo proporciona Joseph Pearce. En 1982, el joven Pearce celebró su 21 cumpleaños en la cárcel de Chelmsford, a unos sesenta kilómetros al este de Londres. Salió en libertad a los pocos meses, para volver a ingresar en diciembre de 1985. Se le había declarado culpable de publicar material que incitaba al odio racial. Era líder del Frente Nacional, un grupo nacionalista inglés que luchaba para expulsar de Gran Bretaña a todos aquellos que no fuesen de raza blanca. También editaba The Bulldog, el periódico de dicho grupo. En la cárcel, Pearce tuvo ocasión de leer a Chesterton y a Belloc. No se identificaba con su catolicismo, pero aprobaba hasta la última coma de sus planteamientos políticos y sociales. Se sintió distributista desde que devoró Los límites de la cordura, deslumbrado por la argumentación y el optimismo de Chesterton. Le parecía que el autor saltaba de la página para colarse en la intimidad del lector, y que el distributismo era una alternativa real al socialismo y al capitalismo de las multinacionales. Cuando no estaba en la cárcel, Pearce pasaba muchas horas rebuscando en librerías de viejo –abundantes en aquellos tiempos tan literarios–, y compraba cualquier cosa escrita por Chesterton o Belloc. Ambos le ayudaron a distinguir entre Inglaterra y Gran Bretaña, entre Prusia y Alemania, y le curaron de su devoción por Prusia. Por ellos conoció el planteamiento político y económico de las encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno, y empezó a sentirse atraído por el papado, por su voz clara y sabia en medio de un mundo revuelto. Publicada en 1891, la lectura de Rerum novarum había provocado un fuerte impacto en Belloc y Chesterton, y les proporcionó sólidos argumentos para proponer el distributismo y superar el socialismo. Un prestigioso profesor de ciencias políticas aconseja a Pearce la lectura de otro texto distributista: el artículo «Reflexiones sobre una manzana podrida», de un libro de Chesterton titulado El pozo y los charcos, dedicado en su mayor parte a la defensa de la fe católica. Pearce lo compra y lo lee de cabo a rabo, no solo el artículo distributista. No está de acuerdo con todo lo que dice, pero siente que le gustaría estarlo, y no encuentra mejor modo de explicar ese extraño afecto que citar las palabras con las que C. S. Lewis explica el impacto de su primera lectura de Chesterton: No necesitaba aceptar lo que decía Chesterton para disfrutar de su lectura. Aunque pueda parecer extraño, me gustó por su bondad. Sentía el encanto de aquella 117

bondad de la misma forma que un hombre siente el encanto de una mujer con la que no tiene intención de casarse. Al leer a Chesterton no sabía dónde me estaba metiendo. Para un joven que quiere seguir siendo un perfecto ateo, toda precaución con sus lecturas es poca. Pearce y Lewis tenían una edad parecida cuando leyeron por primera vez a Chesterton, y su reacción fue la misma. En Mi carrera con el diablo, Pearce lo explica así: Cualquiera habría esperado que mi anticatolicismo hubiera causado mi rechazo de Chesterton. Sin embargo, lo mismo que con Lewis, (…) hubo una especie de enamoramiento. Me había enamorado de la agudeza y la sabiduría de Chesterton y había sucumbido al encanto de su humor y su humildad. Un día se topó Pearce con un libro titulado Cautivado por la alegría. Había oído hablar de Lewis como autor de El león, la bruja y el armario, pero no sabía nada de él. Al hojearlo, dio con el pasaje en el que Lewis relata su primera lectura de Chesterton. Así descubrió otra alma gemela, y él también fue cautivado por esa alegría. Resultaba asombroso que, sesenta años antes, un soldado en un hospital de campaña hubiera experimentado los mismos sentimientos que él al descubrir a Chesterton. Compró el libro y añadió a Lewis a la lista de sus mentores. Más tarde, al leer Mero Cristianismo –igual que al leer Ortodoxia– descubrió que el credo cristiano bien podía mostrar las credenciales de la verdad misma. Al final, bajo la guía de ambos autores, inmerso en el gozo de su compañía, cruzaría casi sin darse cuenta el umbral del gran País de Aslan. Y entonces, como un deber, por justa reciprocidad y agradecimiento, comenzó a escribir una biografía de GKC. Por un lado, no le gustaban las biografías existentes. Por otro, deseaba difundir los tesoros que él había descubierto en Chesterton. Su bondad le había atraído tanto como su pasión por la verdad. En todo lo que escribía, la verdad, la belleza y el bien formaban una unidad indivisible, sumamente atractiva. Su humor y su humildad se expresaban en una incontenible alegría de vivir, a imagen y semejanza de un Dios que, además de crear y amar, ríe. Pearce dedicó a su Chesterton sus primeros años como católico. Desde 1991 hasta 1995, después de su jornada de trabajo llegaba a casa y se sumergía en la biografía entre las seis y media de la tarde y la media noche. Ese buceo agotador entre todo tipo de fuentes era una tarea de amor. Cuando acabó, rezó para encontrar una buena editorial. Tenía la sincera esperanza de que el libro repararía, en cierta medida, el daño que había causado en su vida pasada. Si el periódico The Bulldog había llevado a mucha gente por 118

caminos equivocados, ahora Pearce ponía sus cualidades de escritor para llevar a los lectores hacia la verdad. Un día, charlando en un pub con su padre, le dijo que se moriría satisfecho después de ver la biografía de Chesterton publicada, feliz de haber logrado al menos una cosa que merecía la pena. El libro vio la luz en el verano de 1996, publicado por Hodder & Stoughton. Poco después se embarcaría Pearce en un proyecto todavía más audaz: la redacción de Escritores conversos. Quedaba, sin embargo, una importante asignatura pendiente. El Viejo Trueno apareció en el verano de 2016, veinte años después que Chesterton, para hacer justicia a la poderosa figura de Hilaire Belloc. Conversión y conversiones Soy un hombre que, armado de todo su valor, descubrió un día lo que ya estaba descubierto hacía siglos. Tras las conversiones de Baring, Knox y Cecil, resultaba sorprendente que Gilbert no siguiera sus pasos. ¿Qué era lo que durante tantos años le retenía en el pórtico y no le dejaba entrar en la Iglesia? No era otra cosa que su amor a Frances, a quien no quería «abandonar». Si su corazón y su cabeza le empujaban a Roma, la lealtad a su mujer le mantenía en la obediencia a Canterbury. Pensaba que, a base de tacto y cariño, ella podría acompañarle en ese paso. Por fin, el día de Navidad de 1921, Gilbert pide a Baring que le sugiera un sacerdote que pueda aconsejarle sobre el gran paso. Baring propuso a Ronald Knox, pero Frances pensó que más valía cura conocido que sacerdote por conocer, y prefirió al padre O’Connor. Después de tantos años de dilación, el definitivo acercamiento de Chesterton a la Iglesia cobra un ritmo acelerado. Se acaba de trasladar de Overroads a Top Meadow, también en Beaconsfield, y allí se presenta John O’Connor el 26 de julio de 1922. Cuatro días más tarde será recibido en la Iglesia católica. No hizo falta instrucción, sino consentimiento. Llevaba veinte años defendiendo la ortodoxia católica y conocía su doctrina mucho mejor que algunos católicos de nacimiento. Sin embargo, un paso que podía ser pequeño para otro hombre, fue para Chesterton un paso de gigante. El párroco de Beaconsfield reseña que «la mañana de su Primera Comunión era plenamente consciente de la inmensidad de la Presencia Real, porque el sudor le cubría por completo en el momento en que recibió a Nuestro Señor. Cuando le felicité me dijo: Ha sido la hora más feliz de mi vida». Con anterioridad, Chesterton le había confiado: «Me aterra la tremenda Realidad que se alza sobre el altar. No he crecido con ello y es 119

demasiado abrumador para mí». Frances no dejó de llorar ese día. Cuatro años más tarde, en la festividad de Todos los Santos, sería recibida también en la Iglesia católica. Chesterton celebró su conversión con un soneto. Se sentía en sus versos por encima de todos los sabios del mundo, porque mi nombre es Lázaro y estoy vivo. Baring, encantado de que el barco de su amigo «finalmente hubiera llegado a buen puerto», reconoce que «hacía años que no me alegraba tanto». Belloc, al enterarse, se queda atónito y sobrecogido. Fue así como el triunvirato formado a principios de siglo por Baring, Belloc y Chesterton consumó su unidad. Si la noticia alegró a muchos, también causó estupor y rechazo en los ambientes intelectuales cuya ortodoxia era una mezcla de materialismo, agnosticismo y relativismo moral. «Ha ido usted demasiado lejos», sentenció Shaw, después de preguntar a Chesterton si estaba borracho. Wells tampoco disimuló su irritación: «Si el catolicismo va a seguir ladrando por el mundo, no puede tener mejor portavoz que G. K. C.». Chesterton reconoce, en su Autobiografía, «haber agraviado a los que me quieren bien, y a muchos hombres sabios y prudentes, por mi insensato proceder al hacerme católico. Pero estoy orgulloso de mi religión hasta donde puede estarlo un hombre de una religión que hunde sus raíces en la humildad». Cuando la gente le pregunta por qué abrazó la Iglesia de Roma, suele responder que lo hizo para librarse de sus pecados, pues no conoce ninguna religión que ofrezca realmente ese perdón. Cuando un católico se confiesa, vuelve realmente a entrar en el amanecer de su propio nacimiento. En ese oscuro rincón y en ese breve ritual, Dios ha vuelto a crearle a su propia imagen. Sus muchos años ya no pueden asustarle. Podrá estar canoso y achacoso, pero solo tiene cinco minutos de edad. Al valorar el significado de la Iglesia, su conocimiento de la Historia le permite afirmar que no existe ninguna otra institución, estable e inteligente, que haya meditado sobre el sentido de la vida durante dos mil años. Esa enorme experiencia abarca casi todas las demás experiencias, y en particular casi todos los errores. El resultado es un plano en el que están claramente señalados los callejones sin salida y los caminos equivocados. Gracias a ese conocimiento privilegiado –avalado por el testimonio de quienes ya han recorrido antes esos caminos– la Iglesia defiende dogmáticamente a la humanidad de todo tipo de errores. Para entender a fondo el proceso de conversión de Chesterton conviene leerlo en las páginas de Escritores conversos. Joseph Pearce explica en ese magnífico libro la evolución hacia el Cristianismo de un número significativo de escritores y artistas 120

británicos. Son contemporáneos y admiradores de Chesterton, y tejen una red de amigos que se alimentan mutuamente. Ahí están Alec Guinnes, T. S. Eliot, C. S. Lewis, Evelyn Waugh, Christopher Dawson, Dorothy Sayers, Ronald Knox, Robert Benson, Edit Sitwell, Cecil, Bentley, Baring, Titterton, Malcolm Muggeridge… A raíz de la conversión de Baring, Belloc escribió que los conversos «llegan de todas partes, como un ejército donde cada uno aporta algo de su propia fuerza». Podemos comprobarlo en dos ejemplos. Ronald Knox, catorce años más joven que Baring, era hijo del obispo anglicano de Manchester. En 1903 fue cautivado por La luz invisible, primera novela del converso Robert Benson. En 1904, la lectura de El Napoleón de Notting Hill le convirtió en un adicto a la obra de Chesterton. Era todavía un estudiante de Eton, pero en el colegio le tenían por el muchacho más inteligente que había pasado por sus aulas. La misma sensación causó en Oxford, donde gozó de inmensa popularidad y fue presidente de la Oxford Union. En 1912 fue ordenado sacerdote anglicano. Durante los años de guerra, varios de sus amigos y conocidos se «pasaron al Papa» y le empujaron en la misma dirección. El golpe definitivo llegaría en 1915, a raíz de un encuentro casual con el padre Martindale, joven jesuita de trayectoria vital muy parecida a la suya. Dos años más tarde, Knox sería recibido en la Iglesia católica. Christopher Dawson llegó a Oxford en 1908, para estudiar Historia. Allí conoció a Ronald Knox y mantuvo hacia él, desde entonces, una admiración incondicional. Dawson era un muchacho tímido, reservado y agnóstico, que pertenecía a una distinguida familia anglicana. Durante las vacaciones de Pascua de 1909 viajó a Roma con su amigo Watkin, y en la Ciudad Eterna descubrió «un nuevo mundo religioso y cultural». El arte de la Contrarreforma –sobre todo las iglesias de Bernini y Borromini– le condujo a la literatura de la Contrarreforma, y así fue como leyó a san Juan de la Cruz y a santa Teresa, «al lado de los cuales hasta los más altos escritores religiosos no católicos palidecen». A su regreso a Oxford leyó Apologia pro vita sua y quedó fascinado por Newman. Después leyó a Chesterton y a san Pablo. Ese verano se enamoró perdidamente de una joven católica, Valery Mills. Se comprometieron cuatro años más tarde, y al año siguiente, en enero de 1914, él abrazó la fe de su prometida. Con el tiempo, Christopher Dawson llegaría a ser uno de los mayores especialistas en la Edad Media europea.

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Chesterton se movió siempre entre personas de todo rango y condición, y no desaprovechó la ocasión de sostener en la fe a jóvenes con dudas. Mi querida Rhoda: la fe también es un hecho y está relacionada con hechos. Yo sé razonar al menos tan bien como los que te dicen lo contrario, y me extrañaría que quede por ahí alguna duda que yo no haya albergado, examinado y disipado. Yo creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y creo en las otras cosas extraordinarias que decimos en esa oración. Y mi fe crece a medida que contemplo la experiencia humana. Cuando te digo que Dios te bendiga, mi querida niña, dudo tan poco de Él como de ti. Es claro que Belloc y Chesterton fueron los principales impulsores de la gran renovación católica en Gran Bretaña. Pero, si queremos ser justos, debemos subrayar que Belloc tuvo mucho que ver con la formación de Chesterton, mientras de Chesterton apenas tuvo que ver con la formación de Belloc. La llave maestra Cualquier piedra puede caer en cualquier zanja, pero una llave y una cerradura son tan complejas que, si encajan, es porque la llave es verdadera. La aventura intelectual expuesta por Chesterton en Ortodoxia es la de un joven que, rodeado de argumentos para no ser cristiano, encuentra en ellos las mejores razones para serlo. Sus grandes dudas serán disipadas por las grandes propuestas del Cristianismo: la Creación, el Pecado Original y la Redención. En ellas encuentra la llave maestra que abre la compleja cerradura del hombre y del Universo. Durante su noviazgo con Frances, Chesterton empieza a sospechar que los cristianos están en posesión de la única llave capaz de abrir la prisión del mundo al día luminoso de la libertad. Exprimiendo la metáfora, añade que la eficacia de una llave requiere que no se deforme, y que por eso el credo cristiano se empeña en conservar su forma. Más que adaptarse a los tiempos, la misión de la Iglesia es oponerse al arrastre descendente del mundo, apartarlo de muchas de las cosas hacia las que se inclina, y salvar toda la luz y la libertad que puedan ser salvadas. Es lo que de hecho ha sucedido. En medio de un mundo lleno de ideologías y supersticiones que luchan y se destruyen entre sí, la Iglesia atraviesa dos mil años de historia como un rayo luminoso de pensamiento y entusiasmo. Algo realmente incomparable, y tanto más nuevo cuanto más tiempo pasa. Es lógico que la llave sea compleja, pues tiene que entrar en un hueco irregular y adaptarse a él. Si el Cristianismo 122

se hubiera lanzado al mundo con cuatro simplezas sobre la tolerancia y la paz, no hubiera tenido el menor efecto sobre nuestro magnífico y laberíntico manicomio. La complejidad de la llave cristiana, además de abrir la puerta, también puede ser un motivo de orgullo, como lo son para el sabio las dificultades de la ciencia. En cualquier caso, Chesterton acepta el credo cristiano porque entra en la cerradura de la vida; porque le proporciona terreno firme bajo sus pies y un hermoso camino para andar; porque no le encarcela en el fatalismo ni en la desilusión universal; porque le descubre cielos increíbles y una tierra igualmente increíble, haciéndola creíble. Se considera católico de corazón y de cabeza, no por adorar una llave, sino por haber pasado una puerta y haber sentido la brisa de la libertad y la verdad acariciando una tierra maravillosa. A quienes afirman que la fe es irracional, Chesterton les pregunta por qué ha parecido razonable a millones de europeos cultos, a través de tantas y tantas generaciones y revoluciones. Lejos de ser irracional, piensa que el Cristianismo es la misma razón, y que surgió maduro y poderoso de la mente de Dios, como Atenea del cerebro de Zeus. No le importa que los escépticos digan que se trata de un cuento chino, mientras no expliquen cómo un cuento permanece en pie tanto tiempo, cómo ha llegado a ser el hogar de tantas personas y cómo el mundo que vive en su seno ha sido el más lúcido, el más equilibrado, el más razonable en sus esperanzas, el más sano en sus instintos, el más tranquilo y alegre ante la faz del destino y la muerte. La Historia aporta a Chesterton otro motivo de credibilidad, al enseñarle que el Cristianismo ha estado a punto de morir varias veces, para renacer en todas las ocasiones. Al menos cinco revoluciones arrojaron la fe a los perros –resumirá–, y en cada uno de los cinco casos no pereció la fe, sino que perecieron los perros. Pero la clave de su conversión –como la de casi todos los conversos– no es un argumento ni un conjunto de ideas, sino una persona: Jesucristo. Que Cristo fue y es el más misericordioso de los jueces y el más simpático de los amigos es mucho más importante, para cada uno de nosotros, que cualquier especulación histórica. Cristo es la auténtica llave maestra, como pone de manifiesto esta pequeña y delicada anécdota. Un día compró Chesterton una talla de la Virgen con el Niño, la regaló a su parroquia de Beaconsfield y fue colocada en una de las capillas. Por las tardes, el escritor solía sentarse ante la hermosa imagen, y alguna vez imaginó que la Virgen le decía: —Mira, este niño que tengo en brazos es mi hijo. Pero sobre todo es el Hijo de Dios, 123

Jesús, a quien todos necesitaréis algún día.

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7. La historia interpretada

Yo no podía ser novelista porque, en realidad, a mí me gusta ver las ideas y los conceptos forcejear desnudos, no disfrazados de hombres y de mujeres. El gusto por las ideas, cultivado desde joven con importantes lecturas filosóficas, permitirá a Chesterton entender a fondo las corrientes de pensamiento. Al mismo tiempo, por influencia de Belloc, el estudio de la Historia se convertirá en otra de sus grandes aficiones. Su amigo le brindará las claves para interpretar correctamente muchos acontecimientos y procesos del devenir humano. En ellos se detendrá con afán de admirar, comparar, valorar, comprender y juzgar. Después, con envidiable perspicacia y capacidad de síntesis, todo ese acervo histórico y filosófico lo plasmará en numerosas lecciones magistrales. Breve historia de Inglaterra y El Hombre Eterno reúnen las mejores. La prehistoria humana En 1859, la publicación de El origen de las especies, escrita por Charles Darwin, había desatado una de las controversias más ruidosas e interminables de la historia de la ciencia y del pensamiento. La explicación evolucionista de los seres vivos –reforzada doce años más tarde en La descendencia del hombre– afectaba directamente a la comprensión de Dios como creador de la vida y del hombre, a la espiritualidad humana, 125

a su libertad, a su responsabilidad moral y a su destino después de la muerte. Dicho en pocas palabras, ponía crudamente de manifiesto la gran diferencia entre ser hijos de Dios o ser solamente primos del mono. Quien se haya asomado alguna vez al debate evolucionista, habrá apreciado que es tan apasionante como enmarañado y escurridizo. Chesterton no podía ni quería ignorarlo, y lo abordó a menudo, tanto en la prensa como en ensayos, debates y conferencias. Para no perderse en sus múltiples ramificaciones, acotó el problema en una sola especie –la humana–, a la que dedicó el primer capítulo de El hombre eterno. Si Darwin sostenía que el hombre es un producto de la selección natural, Chesterton observa que estamos ante un ser muy extraño, casi un extraterrestre. Porque es un creador con manos milagrosas, y al mismo tiempo un mutilado que necesita vestidos y muebles, que no puede dormir sobre su propia piel ni fiarse de sus instintos. Por eso, concluye, «resulta antinatural considerarle como resultado de un proceso natural». Chesterton aprecia tres grandes «saltos» que no parecen obedecer a causas naturales y están envueltos en el misterio: el origen del Universo, el origen de la vida y el origen del hombre. Ese triple origen «no natural» parece más claro cuando nos enfrentamos a la inteligencia humana, que según Darwin «se ha desarrollado a partir de la mente de animales inferiores». Chesterton, por el contrario, no ve evolución en la aparición de la razón y la libertad, sino revolución: «Un salto a la cuarta dimensión, como si una vaca de pronto saltara por encima de la luna». Reconoce la existencia de una cadena muy fragmentada de huesos, que sugiere cierta evolución del cuerpo humano. Pero no encuentra un solo indicio que nos lleve a pensar que la inteligencia humana se haya formado por evolución. No existía y de pronto comenzó a existir. La falta de gradación en las pinturas rupestres refuerza este argumento, pues «nada indica que fueron comenzadas por monos y terminadas por hombres. El Pitecántropo no esbozó el reno que más tarde rectificó el Homo Sapiens». Al gusto de Chesterton por el dibujo y la pintura debemos párrafos realmente originales sobre el misterio del origen del hombre. Todo el mundo cree posible que un hombre pinte la imagen de un mono, y nadie creería que el mono más inteligente del mundo pudiera dibujar a un ser humano. Y es que el arte es la firma del hombre. La única certeza de las cavernas es que el hombre sabía pintar renos, y los renos no sabían pintar hombres. Algo original apareció en la noche de la caverna: el espejo de la inteligencia, donde se reflejan todas las cosas.

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Esa capacidad artística –pensemos en el alarde de Altamira– desbarata otros tópicos. El hombre de las cavernas nos ha dejado pinturas, y ninguna prueba de que fuera un salvaje. Por eso, es un engaño presentarlo como un cafre. Si un hombre golpea a su mujer, se le puede llamar sinvergüenza sin necesidad de buscar ninguna analogía con el hombre prehistórico, sobre el que solo podemos deducir lo que se desprende de unas agradables e inofensivas pinturas en la pared. De hecho, si alguien nos dijera que las pinturas rupestres fueron pintadas por san Francisco de Asís, no encontraríamos argumentos en contra. Si alguien objeta que los primitivos vivían desnudos, Chesterton le pregunta, con sorna, cómo ha llegado a semejante conclusión, tratándose de gentes que no han dejado más vestigio que unos guijarros y unos huesos. ¿Acaso esperaba encontrar un sombrero de sílex, o tal vez unos calzones de piedra, literalmente paleolíticos? Con un poco de sentido común y de imaginación se puede aceptar que los prehistóricos podían vestir correctamente sin que haya quedado traza de ello. Bien pudieron haber trenzado hierbas y juncos, en un trabajo exquisito pero efímero. ¿Acaso no podemos imaginar la existencia de primitivos especialistas en tejido y bordado? «Aunque yo no afirmo que los primitivos se vistiesen con tejidos vegetales. Me limito a testimoniar que no sabemos nada». En última instancia, si se admite un plan divino sobre todo lo que existe, Chesterton no ve problema en aceptar que el mono se ha podido transformar paulatinamente en hombre, porque a Dios le da lo mismo hacer las cosas de un modo súbito que con lentitud. En cambio, si se suprime a Dios, tampoco dejamos vivo a un solo ser que pueda evolucionar, pero eso ya no implica un ataque a la fe, sino a la inteligencia, porque, si las cosas sobre las que pensamos no existen, tampoco se puede pensar. Chesterton y Belloc hicieron causa común en este tema, cada uno con su estilo. Si el primero exponía con toques de genialidad imposibles de imitar, su amigo lo hacía con brillantez y rigor científico, tras estudiar los temas en profundidad. El escritor Beverly Nichols reconoce que «había sido educado, como todos nosotros, para considerar el sistema darwiniano como un hecho fundamental». Por eso, cuando charló con Belloc, le sorprendió que citara a experto tras experto en sentido contrario. Recibí casi un bombardeo de nombres de incontables profesores europeos, con sus bien pensados veredictos contra la teoría de la selección natural, todos pulcramente ordenados y con su fecha. En el vestíbulo del Reform Club resonaban los nombres del Doctor von Tal y del Profesor von Cual. El resultado fue humillante. 127

Me parecía que estaba desnudo en mi ignorancia, aunque me consolaba no ser el único. Grecia y Roma El hombre eterno es, para Jorge Luis Borges, una «extraña historia universal que prescinde de fechas y en la que casi no hay nombres propios, y que expresa la trágica hermosura del destino del hombre sobre la tierra». Chesterton resumirá todo el acontecer humano en dos partes: «Sobre la criatura llamada hombre» y «Del Hombre llamado Cristo». En la primera bosqueja la gran aventura de nuestra especie desde la Prehistoria hasta Roma. Después analiza la revolución que introdujo el Cristianismo. De Grecia nos dirá que, hace tres mil años, en un remoto montículo de la costa jónica, se elevaba una ciudadela fortificada. Gracias a un poeta al que la leyenda presenta como ciego, el nombre de Troya vibrará para siempre en la memoria de los hombres. Homero desapareció, pero al proponer –en los modelos de Ulises y Penélope– las líneas maestras de conducta, logró que la superlativa complejidad de la vida humana pudiera superar el caos. Además, su inagotable magisterio hizo posible el milagro griego: sociedades ordenadas por leyes, con formas justas de gobierno, instituciones libres, filosofía y escuela. Roma tomará el relevo de Grecia y alumbrará una cultura asombrosa en toda la cuenca del Mediterráneo, una civilización que se hará universal por la lengua, el Derecho, la religión y las vías de comunicación. Pero esa universalidad será caduca e imperfecta, como todo lo humano. En aquel mar de Ulises y san Pablo, la ola del mundo –observa Chesterton– se había elevado hasta rozar las estrellas, pero su ascenso había llegado a su límite, porque no dejaba de ser la ola del mundo. El techo de la cultura antigua es el techo de la razón humana, donde los estoicos romanos coinciden con los chinos, donde la reencarnación de los hindúes y de los pitagóricos también es la misma. Si a Roma no le quedaba nada por conquistar, parecía que tampoco había doctrina capaz de mejorarla, pues la mitología y la filosofía habían sido exprimidas. Pero no era así en absoluto. Chesterton pone como ejemplo el Libro de Job, una de las piedras angulares de la cultura universal, con una comprensión del sufrimiento muy por encima de Homero y de la tragedia griega. Por desgracia, Grecia y Roma no conocieron a Job, pues un rasgo notable del carácter hebreo fue la vigilancia feroz de las Sagradas Escrituras, que ocultó a la cultura antigua semejante monumento. 128

Como si los egipcios hubieran ocultado modestamente la gran pirámide. Aunque Grecia y Roma son generosamente politeístas, en sus mismos dioses descubre Chesterton una obsesiva ausencia de Dios. Ausencia que no significa inexistencia, como cuando brindamos por nuestros amigos ausentes. Es la inmensa paradoja de un Dios presente en el enorme vacío de su ausencia, que se aprecia en la nostalgia de la poesía, en la leyenda de la Edad de Oro, en la vaga idea de que los dioses están sometidos al Destino. Y, sobre todo, en los pasajes inmortales donde los antiguos – Sócrates, Séneca, Platón, Aristóteles, Cicerón, Marco Aurelio, Virgilio– quieren superarse a sí mismos y no encuentran una palabra mejor que Dios. Para Chesterton, la abrumadora religiosidad pagana nos grita que estamos hechos para adorar; que, si liberamos al hombre de esa necesidad, le encadenamos; si le prohibimos arrodillarse, le humillamos; si no le dejamos rezar, le amordazamos. Nos dice, en resumen, que lo más natural en el hombre es lo sobrenatural, y que esta es la última palabra sobre la condición humana. Pero el mensaje de los mitos no es el de un sacerdote o un profeta que nos asegura que «aquí está la verdad». Es la nostalgia del corazón humano que a lo largo de los siglos se pregunta dónde está esa definitiva verdad. Los paganos no niegan como los ateos, pero tampoco afirman como los cristianos. Sienten confusamente la presencia de fuerzas superiores, pero solo consiguen suponer, imaginar, nunca demostrar. De ahí el malestar que deprime al hombre antiguo, la impotencia con que eleva sus manos hacia las estrellas, mientras las civilizaciones se hunden lentamente y sin remedio. Esa constatación hace que el ateísmo, aunque represente una anomalía, también resulte razonable: si Dios hubiera existido, habría aparecido para salvar al mundo. Por eso, el poeta Lucrecio, primer evolucionista, trató de sustituir a Dios por la azarosa danza de los átomos: el cosmos creado por el caos. Cierto es que, tanto en Grecia como en Roma, algunos intuyeron un Dios por encima de los dioses. Tuvieron el presentimiento, sobrecogedor y sutil, de que el Universo tiene un origen y una finalidad, y por tanto un Autor. Los estoicos lo vieron cada vez más claro, y llegaron a proponer la unidad moral del género humano. Por desgracia, era solo una intuición, no una certeza. La misma intuición que había levantado, en el ágora de Atenas, un altar al dios desconocido. Cuando san Pablo hablo de Jesucristo junto a ese altar, quedó claro que, hasta ese día, todos los dioses habían sido realmente desconocidos. Cristo en la Historia

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En la Roma pagana, todos los mitos y todas las religiones de la tierra habían logrado tolerancia para sus cultos y libertad para adorar a sus dioses, que pasaban de treinta mil. Pero la mitología era tan poética como insuficiente, y necesitaba ser reemplazada por una teología tan inaudita como racional. Inaudita porque, como magníficamente aprecia Chesterton, nadie había imaginado la posibilidad de Dios viviendo entre los hombres, hablando con funcionarios romanos y recaudadores de impuestos. Sin embargo, la mano del Dios que había moldeado las estrellas se convirtió de pronto en la manecita de un niño que gimotea en una cuna. Ese hecho, admitido en bloque por la civilización occidental durante dos milenios, es, sin ninguna duda, el hecho más asombroso que ha conocido el hombre desde que pronunció la primera palabra articulada. Desde el primer Viernes Santo ya no será suficiente decir que Dios está en su cielo. Aquel mismo día –escribe Chesterton– se corrió el rumor de que Dios había dejado los cielos para poner las cosas de aquí abajo en su sitio. Será el primer Viernes Santo cuando el mundo antiguo sufra una crisis definitiva. Parecía defendido por los soldados del imperio más civilizado, pero el escepticismo había minado la saludable confianza de los conquistadores. Hicieron bien en sellar la tumba de Jesús con todo el secreto de las antiguas sepulturas orientales, y en custodiarla bajo la autoridad de los Césares. Porque en aquella tumba también estaba sepultado todo lo que llamamos mundo antiguo: las mitologías y las filosofías, los dioses y los héroes. Todo aquello había muerto, y, al reconocer a Jesucristo resucitado, los romanos advirtieron de pronto que no habían creído nunca en nada. Habían tocado la flauta, habían cantado, bailado y cubierto de flores los altares, pero todo había sido una comedia. Al hecho inaudito del Dios verdadero que se hace hombre, se suma otro igualmente increíble: el de su muerte y resurrección. Cuando un periodista escriba que quien cree en la resurrección de Cristo también está obligado a creer en Aladino y las mil y una noches, Chesterton responderá: No tengo ni idea de lo que pretende decir con eso, y supongo que él tampoco. Porque hay una razón clara y concreta para considerar verdadero el milagro del Evangelio, que con esa intención ha sido narrado, y hay una razón clara y concreta para apreciar que el famoso cuento árabe no solo no es verdadero, sino que ni siquiera tiene intención de serlo. Los primeros seguidores de ese Dios hecho hombre decían que había muerto, sin 130

embargo, no parecían desesperados, sino llamativamente alegres. En realidad, aseguraban que había resucitado entre truenos y relámpagos. Los romanos conocían sectas más extrañas, y en número suficiente para llenar varias casas de locos. Lo que se salía de lo ordinario era la actitud de esos chiflados. Formaban un grupo heterogéneo de bárbaros, esclavos y pobres gentes, pero su disciplina parecía militar. Estaban unidos y sabían perfectamente lo que querían. Tenían muy claro lo que permitía y lo que prohibía su religión. Y sus palabras, pronunciadas con dulzura, eran de una profundidad insospechada. En lo que se refiere a su negación de rendir culto al Emperador, todos los intentos de hacerles entrar en razón eran como predicar en el desierto. Cumplir la formalidad de quemar unos granos de incienso en honor del Divus Caesar era una obligación muy fácil, pero ellos se negaban. Aunque esa actitud no parecía preocupante, los emperadores comenzaron a alarmarse y a tomar medidas desproporcionadas. Se inventaron nuevas torturas para esos insensatos y comenzaron las persecuciones para exterminarlos. Nadie sabe explicar por qué un mundo tan equilibrado ha perdido la cabeza, y por qué los perseguidos conservan una serenidad sobrehumana. Desde entonces –dirá Chesterton–, todas las persecuciones han hecho más ilustre a ese pequeño rebaño, y también más inexplicable. La nueva religión –recibida y aceptada por medio de la fe– se presenta como una explicación de la realidad. Su diferencia con las mitologías es la misma que hay entre ver y soñar. La nueva religión –observa Chesterton– contará una historia entre muchas, pero una historia verdadera. Y su filosofía, una entre muchas, será la verdadera filosofía. «Hay mucha distancia entre el niño que juega con soldaditos y el soldado que se juega la vida, entre el adolescente enamorado y el sacramento del matrimonio. Es la distancia entre las religiones y el Cristianismo». Cristo aseguró que el cielo y la tierra pasarán, pero no sus palabras. Los romanos no podían imaginar el fin de Roma, como no podían imaginar que se apagara el sol. No obstante, vemos que Roma pasó y que no han pasado las palabras de Cristo. Después de Roma, la religión estuvo tan bien tejida en la malla del feudalismo, que nadie pudo imaginar su separación. Sin embargo, el feudalismo y la Edad Media desaparecieron, y la promesa divina perduró a través del Renacimiento. Se creyó que la religión perecería bajo la intensa y cegadora luz del Siglo de las Luces, y más aún como consecuencia del terremoto de la Revolución Francesa, pero no fue así. Y, siempre que los historiadores empiezan a estudiarla como un fenómeno del pasado, asoma la cabeza por el futuro. San Agustín lamentaba que se nos llene la boca con el sonoro nombre de Platón, y 131

no con el glorioso nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Un reproche que no podemos hacer a Chesterton, pues dedica a Cristo las páginas más inspiradas de El hombre eterno. Sabe que aquel oscuro carpintero de Galilea no vivió en el siglo de Pericles, no pisó Roma o Atenas, ni escribió la Ética a Nicómaco o la Apología de Sócrates. En cambio, se limitó a decir algo mucho más radical y escandaloso: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Por eso la Historia gira en torno a Él, no en torno a Pericles ni a Platón. Es verdad que a Cristo se le ha intentado desacreditar desde el principio y de diversas maneras, pero a Chesterton le parece que un hombre con semejante inteligencia sería el menos propenso a padecer la alucinación de creerse Dios. Ningún profeta o filósofo ha intentado nada parecido: ni Mahoma, ni Moisés, ni Buda, ni Confucio, ni Platón, ni Marco Aurelio… Sin embargo, nadie puede decir que Cristo no proclamó su divinidad, y nadie le puede tachar de pobre loco. Cualquier persona medianamente objetiva reconoce que Cristo es sensato y prudente, exactamente lo contrario a un hombre que sufre una alucinación. Basta un poco de ecuanimidad para apreciar que Cristo es también un buen juez, a veces inesperadamente moderado y magnánimo. Chesterton aporta como prueba la parábola del trigo y la cizaña, donde se unen la cordura y la sutileza, muy lejos de la simplicidad de un loco o de un fanático. Una parábola que «hubiera podido ser pronunciada por un filósofo centenario, desengañado después de un siglo de utopías». Inglaterra Saber historia no es lo mismo que entenderla. Tener datos no equivale a ser capaz de interpretarlos. Chesterton posee una notable clarividencia para comprender el pasado, junto a una peculiar habilidad para exponerlo. Es lo que aprecian los lectores de su Breve historia de Inglaterra, escrita en 1917. Un mínimo andamiaje de nombres propios, fechas y acontecimientos le resulta suficiente para reconstruir un pasado que parece revivir ante nuestros ojos. El impacto del libro fue grande en Gran Bretaña y en Europa, sin que los historiadores profesionales pudieran explicárselo. Chesterton había afrontado un tema de envergadura, que le podía echar encima a todo un ejército de especialistas, pero se había cubierto las espaldas con muchas lecturas, con abundante reflexión y con el inestimable asesoramiento de Hilaire Belloc. Al riguroso conocimiento de los hechos añadió su inconfundible originalidad, justificando cierto subjetivismo en la suposición de que casi todo lo que sabemos sobre el pasado es un acto de fe. El resultado fue una sugestiva epopeya del pueblo inglés, desde la romanización hasta los inicios de la Gran Guerra. Bernard Shaw dijo que el autor de este libro fue «el más conciso y a la vez el más 132

completo historiador que este país desamparado pudo encontrar». En diecisiete soberbios murales, semejantes a los Momentos estelares de Stefan Zweig, Chesterton desplegará, ante el asombrado lector, el legado de Roma, los Siglos Oscuros, la civilización de los monasterios, la llegada de los normandos, las Cruzadas, la desaparición de la esclavitud, el Renacimiento en Inglaterra, la Ilustración… De Britania nos dice que disfrutó durante siglos del legendario privilegio de ser el último confín del mundo. Por eso, cuando las legiones desembarcaron en sus islas para quedarse, el orgullo de Roma creció más que su dominio. La nueva provincia sería romana durante cuatrocientos años. Los britanos no se jactaban entonces de ser britanos, sino romanos, y consideraban un supremo honor que fuera isleña la gran emperatriz Helena, madre de Constantino. La romanización se concentraba en grandes ciudades como York, Chester y Londres, pues las ciudades son más antiguas que los condados y que los países. El declive de Roma supuso el abandono de las letras, las leyes y los caminos, y facilitó el regreso de la barbarie, a bordo sobre todo de las naves danesas. En cuanto a las Cruzadas, Chesterton piensa que «fueron, para todos los europeos sensatos, un asunto de la más alta política e interés público». No solo para los nobles. Cuando el Islam lanzó una carga de caballería que a punto estuvo de conquistar el mundo, los cristianos de la primera cruzada respondieron con un levantamiento popular mucho más unánime que la mayor parte de los motines y revoluciones. Chesterton es un patriota inglés, pero su patria espiritual va más allá de Inglaterra y se extiende a la Cristiandad europea. Por eso es magnánimo con los españoles, los italianos y los franceses. En el asunto de la Armada Invencible, reconoce que «fue la misma grandeza de España lo que supuso la gloria de Inglaterra». No duda en definir a España como «la civilización misma», el imperio más completo y colosal, algo desconocido desde los tiempos de Roma. En cambio, los ingleses, con su pintoresca flota de piratas, comparados con los españoles parecían «tan oscuros, tan subdesarrollados, tan insignificantes y provincianos como los bóers». Cuando la Armada de Felipe II se abalanzó sobre la isla condenada por el Papa, lo hizo con el peso y la solemnidad del Día del Juicio. Pero se levantó una gran tormenta y la gigantesca flota desapareció. Aquel inesperado prodigio hizo mortal a España e inmortal a Inglaterra. El quebranto de aquella inmensa máquina de guerra perduró como un símbolo de que los ingleses sobrevivirían a la grandeza de sus enemigos. «Y la verdad es que, en cierto modo, nunca podremos volver a ser ni tan pequeños ni tan grandes». Abundan en las páginas de esta Breve historia de Inglaterra esbozos magistrales de 133

personajes como Becket, Ricardo Corazón de León, Enrique VIII, Tomás Moro, Cromwell, Nelson, Burke… De Ricardo Corazón de León nos dirá que reyes como él proporcionaron a Inglaterra algo que conservó durante siglos: la reputación de estar en la vanguardia del arte de la guerra. El rey era un soldado fuera de serie, infatigable a caballo, capaz de caminar jornadas enteras. Merecía su sobrenombre tanto por su cabellera leonada como por su valentía y magnanimidad. Pero Ricardo era también un trovador, y de ese modo la cultura y la cortesía se asociaron al valor. Exquisito poeta y músico refinado, más de una vez se le vio abandonar su sitio en la iglesia para dirigir el coro de los monjes y animar el ritmo de su canto. En cualquier circunstancia manifestaba una insaciable sed de saber. Al partir hacia Jerusalén y embarcarse por primera vez en su vida, quiso aprender a maniobrar la vela y manejar el timón. Al poner pie en Italia, visitó las ruinas de Pompeya y subió al Vesubio con tal audacia que su séquito sintió escalofríos. De la admiración por Ricardo Plantagenet pasamos a la defensa de Ricardo III, uno de los monarcas inmortalizados por Shakespeare. Con bastante sorna, Chesterton afirma que no era el monstruo sanguinario que su mezquino sucesor pintó a su muerte, y que muchos de los hombres a los que ejecutó se lo tenían más que merecido. Ni siquiera ha podido demostrarse la historia del asesinato de sus sobrinos, contada por los mismos que aseguran que nació jorobado y con colmillos. Aunque «no podemos asegurar que no fuera capaz de hacer todas esas cosas de las que bien pudiera ser inocente». Empeñado en provocar la carcajada del lector, Chesterton concluye su pintoresca semblanza con un elogio surrealista: Ricardo III se adelantó al Renacimiento en su atípico entusiasmo por el arte y la música, y eso demuestra que, si echaba mano constantemente de la espada y el puñal, no era porque su único placer fuera degollar a la gente, «sino probablemente porque era un hombre nervioso». En el magnífico retrato de Tomás Moro, Chesterton juega con las palabras y lo presenta como humanista, humano y humanitario, utópico como Wells y Shaw, satírico con los abusos medievales, conmovido por la grandeza del mundo grecolatino, Gran Canciller del Reino, amigo íntimo de un monarca que prescindió de él como si fuera un simple mayordomo. Tomás Moro, que a veces parecía un epicúreo de la época de Augusto, sufrió la muerte de un santo de la época de Diocleciano. Murió bromeando gloriosamente y su muerte sacó a la luz los tonos más sagrados de su alma: su ternura y su fe en la verdad divina. Pero para el Humanismo debió de suponer un sacrificio monstruoso, algo así como si hubieran martirizado a Montaigne. 134

Marx y Comte C. S. Lewis resume en tres líneas el impacto que le produjo la lectura de Chesterton: «Leí El hombre eterno y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que me parecía tener sentido». Para llegar a la cima que nos permite esa visión de conjunto, el autor se abre paso en un terreno accidentado y enmarañado por la retahíla de «ismos» que ya conocemos. Con agudeza y humor, le veremos sortear esos obstáculos. Si el marxismo afirma que la ética y la política son subproductos de la economía, él denuncia la falacia de esa simplificación, como si el hecho de tener dos piernas solo nos permitiera usarlas para ir a comprar zapatos y calcetines. Las vacas y las cabras sí se preocupan exclusivamente de satisfacer sus necesidades, y por eso sus nombres no figuran entre los grandes capitanes y fundadores de imperios, ni han encontrado todavía su Plutarco. El ser humano es otra cosa. Por cada vez que una persona piensa en su sueldo, diez veces se plantea si el día es agradable, si la gente es desagradable, si vale la pena vivir, si funciona su matrimonio, si sus hijos le alegran o le preocupan, si era más feliz cuando era joven… Además, quien pretenda una interpretación económica de la Historia, nunca podrá explicar el patriotismo del soldado que muere por su bandera, ni el amor de un campesino a su tierra, ni la negativa del que invoca la objeción de conciencia. Chesterton observa que la tentación de simplificar ha hecho perder la cabeza a muchos filósofos. Comte, sin ir más lejos, resume la historia de la humanidad en tres etapas sucesivas: la religiosa, la metafísica y la científica o positiva, que se corresponden con la infancia, la juventud y la madurez humanas. El hombre primitivo ignora todo, teme todo y cree que las fuerzas de la naturaleza son dioses y espíritus superiores. Con el tiempo, la razón va depurando esta explicación politeísta hasta llegar a un solo Dios, concebido como supremo principio metafísico. El mismo proceso de depuración juzgará que la metafísica es irreal e innecesaria, pues para explicar totalmente el Universo sobra Dios y basta el conocimiento científico basado en la observación de los hechos y en la deducción matemática. El misterio desaparece y se convierte en problema, en algo que se resolverá cuando poseamos todos los datos. En esta progresión, el estadio positivo será el definitivo. En él, la ciencia lo explicará todo y sustituirá para siempre a los ídolos religiosos y a los mitos metafísicos. Esta ley de los tres estadios, muy sencilla de entender, no explica por qué los europeos de los siglos góticos sintieron al mismo tiempo una atracción irresistible por la metafísica y la religión. Si la ciencia, a su vez, entierra a la religión y a la metafísica, ¿qué decir cuando científicos como Pascal, Newton, Copérnico o Heisenberg se declaran 135

íntimamente metafísicos y religiosos? El propósito de regenerar la sociedad asume en Comte la forma de una religión en la que se sustituye el amor a Dios por el amor a la Humanidad. A imitación de la Iglesia católica, el padre del Positivismo crea un paranoico sistema eclesiástico, con dogmas filosóficos y científicos, ochenta fiestas, nueve sacramentos y un Papa positivista. Ya en su juventud agnóstica, a Chesterton le parecía ridículo abandonar el dogma de la Trinidad para adorar a cien millones de personas en un solo dios. Para hacer buena filosofía y avanzar en el conocimiento también es preciso superar la tentación del relativismo. Aplicado a las religiones, el relativismo sostiene que todas son iguales y ninguna es verdadera. Chesterton admite que pueda haber tribus que nieguen la redondez de la Tierra porque crean que es oblonga o triangular. Pero eso no altera el hecho de que la Tierra es como es, con una forma concreta y no con otras. Por eso, no le parece una conclusión inteligente decir que la diversidad de religiones impide aceptar una como verdadera. Años atrás, en Herejes había abordado el relativismo moral en su versión radical: la que afirma que la moralidad de una época puede ser enteramente diferente a la moralidad de otra. Pero esa aparente afirmación en realidad no afirma nada. Si dos moralidades son enteramente diferentes, ¿por qué llamar moralidad a las dos? Es como si un hombre dijera que los camellos de distintos países son totalmente distintos: unos tienen seis patas; otros, ninguna; algunos tienen escamas; otros, plumas; algunos tienen cuernos; otros, alas; algunos son verdes; otros son triangulares… Entonces, ¿por qué todos son camellos? ¿Qué significa camello? ¿Cómo reconocer un camello si lo veo? Nietzsche y el Superhombre Una persona sensata, observa Chesterton, puede parecer rara porque no cambia con las modas. Por contraste, millones de personas se consideran sensatas porque siguen la última insensatez que se ha puesto de moda. Un buen ejemplo –presente en numerosas páginas de Herejes– es la filosofía de Nietzsche, de la que bebe media Inglaterra a principios del siglo XX. Muerto en 1900, Nietzsche había visto en el origen del Cristianismo una conspiración intelectual de los judíos contra los romanos, una venganza cultural que permitía a los débiles invertir los valores de sus amos: ver como malos a los poderosos y como buenos a los hombres vulgares. Para ello inventan el deber moral, la conciencia, el sentimiento de culpa y los premios y castigos del más allá. Nietzsche se atribuirá, durante toda su vida, la misión filosófica de denunciar esa conspiración, de advertir –por ejemplo– que 136

«nada es más malsano que la malsana compasión cristiana, pues cuando se tiene compasión se pierde fuerza». Para enterrar definitivamente el deber moral sabe que ha de negar su fundamento divino. No duda entonces en decretar la muerte de Dios, consciente de provocar un cataclismo que dividirá la historia de la humanidad. Solo después, sobre las cenizas de Dios, se levantará el Superhombre, dominado de nuevo, como en la antigua Grecia, por el ideal hedonista. Él destruirá y creará los valores, como César, Napoleón o Barbarroja. Él encarnará la voluntad de poder, la aristocracia de la violencia, por encima del bien y del mal. Será un hombre frío y sin amigos, insensible al sufrimiento de los demás hombres. A Chesterton le asombra que Shaw y Wells, tan críticos con todas las religiones, abracen la superstición del Superhombre. No entiende que Shaw, humanitario como el que más, pueda aceptar las ideas inhumanas de Nietzsche. Cuando Shaw llega a la conclusión de que la mayor parte de la humanidad siempre será vulgar y estará reñida con el progreso, no se le ocurre prescindir del progreso o de su teoría. Por el contrario, decide tirar por la borda a la humanidad. Es –dirá Chesterton– como si una niñera hubiera dado de comer a un niño, durante años, alimentos amargos, y, al comprobar que los sigue rechazando, arrojara al niño por la ventana y pidiera otro nuevo. Para Gilbert, el hombre es amable y valioso tal y como se nos presenta: con su afición a la cerveza y su sensualidad, con sus luchas y fracasos, con su invención de credos… En cambio, el soñado Superhombre, si no es un hombre bueno, no pasará de ser una alimaña. Además, la falta de sensibilidad no hace a nadie más hombre, sino menos. Por eso, cuando Nietzsche nos exhorta a ser duros y pide una aristocracia de la violencia, en realidad nos empuja hacia la muerte, porque la sensibilidad es la definición de la vida. Nietzsche ha contagiado su profundo pesimismo a muchos escritores modernos, con un doble efecto: quienes perciben lo que está mal en el mundo lo ven cada vez con más claridad, y quienes perciben el bien lo ven cada vez más borroso, hasta volverse casi ciegos a causa de sus dudas. Unos y otros nos aconsejan correr sin alegría tras cualquier deleite fugaz, dado que todos estamos sentenciados a muerte. Es la religión del carpe diem, la de Oscar Wilde, propia de gente sin esperanza, que va mendigando pétalos de rosa en lugar de aspirar a la rosa inmortal cantada por Dante. La negación de Dios lleva consigo la negación de la inmortalidad personal. Nietzsche pretende sustituir la inmortalidad por el sucedáneo oriental del eterno retorno, pero Chesterton puntualiza que la reencarnación no es una idea religiosa, pues haber vivido en 137

Babilonia antes de nuestra existencia actual no aporta ni un gramo de trascendencia. Y añade que tampoco es una idea consoladora, pues, suponiendo que viviéramos en este valle de lágrimas docenas de vidas sucesivas, solo serían existencias humanas, sujetas a los mismos achaques. Lejos de librarnos de los caminos del destino, la reencarnación nos clavaría en ellos.

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8. Paradojas medievales

Un escaso conocimiento de la Edad Media europea nos lleva a pensar en una época oscura y semisalvaje. Por el contrario, un progresivo acercamiento a esos siglos nos depara la sorpresa de un cuadro donde las luces predominan sobre las sombras y son, a menudo, deslumbrantes. Chesterton, buen conocedor de la historia de Inglaterra, biógrafo de personalidades tan medievales como Chaucer, Francisco de Asís y Tomás de Aquino, se movió con facilidad y admiración por el Medievo. Esa familiaridad le permitió conocer que en su cuenta de resultados estaban –además de la defensa incondicional de la razón y de la fe– los orígenes del Estado y de la nación; de la ciudad y la Universidad; de los derechos del individuo y de los sindicatos; de la emancipación de la mujer y la conciencia moral; de la música de cámara y el canto Gregoriano; del molino, la máquina y la brújula; de la hora, el libro y la confesión; del tenedor y las sábanas; del Románico y el Gótico. Supo que a la gracia de esos siglos pertenece también el culto a la mujer, hasta el punto de llegar a reducir a ese significado la palabra «caballero». Y advirtió que los musulmanes, en abierto contraste, le negaban a la mujer incluso la posesión del alma, quizá por el mismo instinto que les hacía aborrecer el nacimiento de Jesucristo y la glorificación de su Madre.

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El gusto por la verdad y la polémica le llevará a pintar esa «otra» Edad Media – desconocida para la mayoría de sus lectores– en páginas ciertamente admirables. El relevo de Roma Roma había liberado al mundo tanto como lo había sometido, y ahora era incapaz de someterlo por más tiempo. Las causas de la decadencia y caída del Imperio Romano constituyen uno de los grandes enigmas de la Historia. Sabemos que estaba desmembrado mucho antes del año que marca su fin oficial: el 476. Hacía tiempo que las antiguas provincias se habían convertido en territorios dominados por pueblos bárbaros: anglos y sajones en Britania; francos en las Galias; frisones y alemanes al este del Rin; visigodos en la península Ibérica; ostrogodos y lombardos en Italia; vándalos en el norte de África. Sin restar importancia a esa ocupación, en el colapso del Imperio intervienen dos causas decisivas. Por una parte, la disolución previa de la familia, como consecuencia del hedonismo imperante. A la crisis familiar se sumó la del sistema económico, ahogado por la ineficacia impositiva sobre unas provincias cada vez más autónomas, donde la aristocracia terrateniente es capaz de sostener su propia tropa de caballería. Por eso, antes de la desaparición de Roma ya estaba naciendo una sociedad casi feudal. El relevo de poder, desde que Alarico hizo sonar la última hora en el siglo V, adoptó todas las formas posibles, de las más violentas a las pacíficas. Cuando la tormenta amainó, los invasores se dieron cuenta de que no les interesaba destruir el Imperio. El mismo Ataúlfo reconoció la incapacidad de los godos para forjar un Estado sin las leyes romanas, por lo que prefería emplear su poder en restaurar el nombre de Roma. Este programa fue realizado casi completamente en el reino ostrogodo que Teodorico fundó en Italia el año 493. Los demás pueblos ocupantes se acuartelaron en las provincias romanas como una especie de guarnición permanente, de modo análogo a como lo habían estado al norte del Danubio en el siglo anterior. Las nuevas élites militares no deseaban hacer tabla rasa del pasado y romper con la tradición. Su objetivo no era acabar con el Imperio, sino instalarse en él para disfrutar de su soleada y próspera cuenca mediterránea. Para ello hicieron algo más que tolerar la cultura romana: se convirtieron a la religión de Roma. La conversión de Clodoveo ejemplifica perfectamente este proceso. Con su bautismo, el rey de los francos inaugura en 493 la alianza entre los reyes francos y la Iglesia, y pone uno de los cimientos de la historia medieval, germen de la restauración 140

imperial de Carlomagno. Clodoveo se comportó como heredero de la tradición imperial, salvó lo que quedaba de la administración romana y quiso que los obispos fueran, en paridad con los condes, los principales representantes de la autoridad real. Apoyándose en la historia de su propio país, Chesterton explica que, desde el siglo V, a medida que los funcionarios imperiales abandonan sus tareas, se produce un grave vacío en la administración pública. En medio de esa crisis, las personas con más autoridad intelectual y moral van a ser los obispos, que en muchos casos proceden de familias aristocráticas y han ejercido –antes de ser sacerdotes– cargos políticos relevantes. La fuerza de esas circunstancias les llevará a intervenir en la vida civil y política de sus pueblos, asumiendo una función de suplencia que hubiera sido irresponsable rechazar. Además, en tiempos de grave recesión económica, las vastas propiedades eclesiásticas se van a convertir, literalmente, en «el patrimonio de los pobres», y los obispos se encargarán de crear hospitales y orfanatos. A san Ambrosio –que antes de obispo había sido gobernador de Milán, en el siglo V– le avergonzaba tener vasos de oro en los altares, mientras hubiera cautivos que rescatar. Y del Papa San Gregorio (siglo VI) se cuenta que, al ser Italia devastada por los invasores y el hambre, se abstuvo de celebrar Misa, como si hubiera cometido un asesinato, al saber que un pobre había sido encontrado en Roma muerto de hambre. El episcopado será la institución vital de la nueva edad, con una autoridad religiosa esencialmente popular, pues emergía de la libre elección del pueblo. En algunas regiones, el obispo tomó el título y el oficio de defensor civitatis y en todas partes actuó, de hecho, como defensor de su pueblo. Chesterton pone como ejemplos elocuentes las figuras de san Agustín de Canterbury y de santo Tomás Becket. Los Siglos Oscuros Los historiadores emplean esta expresión para designar el estado de sitio a que fue sometida la plaza fuerte de la Cristiandad durante los siglos IX y X. Tras la muerte de Carlomagno (814), el Occidente de Europa hubo de hacer frente a una segunda oleada de ataques devastadores: vikingos por el norte, musulmanes por el sur, eslavos y mongoles por el este. Si en esa lucha hubieran fracasado los ejércitos europeos, la civilización occidental habría sido borrada. Su salvación no deja de ser un milagro histórico, apoyado tanto en la espada como en la fe. La propia vida de Carlomagno había transcurrido sobre la silla de montar. Si una primavera lo vemos junto al Elba, en verano lo encontramos en los Pirineos. Si celebra 141

una Navidad en la Galia del Norte, la Navidad siguiente estará en Roma. Todo su largo reinado será una marcha perpetua: golpes de espada parados aquí, dados allá, en una vigilancia constante de todas las fronteras de una Cristiandad aislada y amenazada. Los piratas vikingos fueron conocidos en Francia como nordmanni, «hombres del norte». Formaron parte del asalto global que hubo de soportar la Cristiandad durante los Siglos Oscuros. Eran pocos, como lo han sido siempre los piratas, pero sus incursiones fueron constantes y devastadoras. Forzaban una y otra vez los estuarios de los grandes ríos, y subiendo por el Sena llegaron a sitiar París. La Galia amenazada recordó precedentes romanos y permitió el establecimiento de los piratas. Se les concedieron territorios y se autorizaron los matrimonios mixtos. A cambio, debían responder a las levas militares y obedecer a la corona. Así nació Normandía y terminaron las invasiones vikingas. A lo largo del siglo XI, cuando el gran Gregorio VII ocupó la sede de Pedro, cuando vascos, astures y navarros empezaron a inclinar a su favor la pugna contra el Islam, los normandos arrimaron el hombro más de lo esperado. Amaban el orden y la disciplina militar. Conquistaron y organizaron Inglaterra, Sicilia y el sur de Italia. Levantaron excelentes iglesias y castillos. Hicieron de la misma Normandía un estado ideal en una época de confusión. Chesterton subraya que los monasterios fueron una de las claves de esa heroica resistencia. Y resistieron porque –aunque podían ser quemados, y sus monjes pasados a espada– bastaba con que sobreviviese un solo monasterio para reconstruir el conjunto de la tradición, de forma que los lugares arrasados no tardaban en ser ocupados por nuevos monjes que enlazaban con el pasado fracturado, fieles a los mismos principios, cantando la misma liturgia, leyendo idénticos libros y albergando los mismos pensamientos que sus predecesores. Las casas religiosas en el campo, con sus tierras explotadas de forma modélica, fueron también granero y almacén. De no ser por los monjes, las grandes fluctuaciones económicas derivadas de la guerra habrían arruinado la economía y abierto la puerta a la barbarie. En medio de la desintegración de la época, la Iglesia fue la única institución que se mantuvo en pie. Y el papa Gregorio VII, contemporáneo del Cid, hará visible y tangible el prestigio y la autoridad del papado, único pilar cuya alteración nadie podía imaginar. Sin esa referencia última, la Cristiandad ni siquiera hubiera existido. Los submarinos medievales La historia nos enseña que todos los imperios se hunden con sus culturas: Tartesos, 142

Asiria, Babilonia, Persia, Egipto, Cartago… Pero la historia también registra dos excepciones asombrosas. Cuando Grecia es conquistada por Roma, la cultura helénica es respetada, conservada y asimilada por los conquistadores. Siglos más tarde, cuando a Roma le llega su hora, la simbiosis cultural grecolatina será milagrosamente preservada durante los Siglos Oscuros, hasta convertirse en el embrión de Europa. No pocos historiadores consideran que Europa nace con el Edicto de Milán, firmado por Constantino el año 313. Siglo y medio más tarde, cuando el viejo Imperio sea desbordado y troceado por los bárbaros, la Iglesia permanecerá en pie como una institución autónoma, no política, con sus propios principios de pensamiento y régimen interno. Esa autonomía le permitirá mantener la unidad espiritual y cultural en el mundo latino, y ser maestra y guía de los nuevos pueblos. De hecho, la gran prueba de romanización de los reyes germanos, desde Clodoveo, fue su conversión al Cristianismo. La religión común logró entonces que el nuevo conglomerado político se reconociera a sí mismo en el término y en el concepto Cristiandad, vigente hasta que en el Renacimiento se empezó a hablar de Europa. Cuando Roma se hunde, la Iglesia –dice Chesterton– transforma el barco hundido en un submarino que atraviesa los Siglos Oscuros, hasta resurgir recién pintado y deslumbrante, con la Cruz en alto. Exprimiendo esa imagen, podemos añadir que los monasterios serán también –en ese mundo atomizado, inseguro y rural– submarinos que llevarán a cabo una incomparable labor educadora. En su origen hay un personaje que no podemos olvidar: Casiodoro. Este prefecto de la ciudad de Roma, cónsul y senador en la Italia ostrogoda del siglo VI, concibió y abordó el magnífico proyecto de sistematizar la polifacética educación humanística de Grecia y Roma. Había llegado a la conclusión de que la herencia clásica solo podía ser salvada bajo la tutela de la Iglesia. Por eso abandonó la alta política y fundó un monasterio en sus tierras sicilianas de Vivarium. Acto seguido trazó un programa de estudios monásticos que reunía disciplinas religiosas y seculares. Las materias no religiosas formaban el Trivio y el Cuadrivio: tres artes relativas a la elocuencia –gramática, retórica, dialéctica– y cuatro ciencias: aritmética, música, geometría y astronomía. Así, la cultura grecolatina no se hunde con Roma, se salva de forma inverosímil gracias a esa flota de submarinos que forman los monasterios medievales. Para entender cabalmente este acontecimiento es preciso subrayar que la intención última de los monjes no fue, en realidad, crear una nueva cultura, ni siquiera conservar la antigua. Su objetivo era mucho más radical: buscar a Dios. En la incertidumbre de un tiempo turbulento, donde nada parecía quedar en pie, ellos aspiraban a lo esencial, a lo 143

que vale y permanece siempre, a trocar lo provisional por lo definitivo. Pero la búsqueda del Dios bíblico exige la cultura de la palabra, porque Él se ha manifestado precisamente en la palabra de la Biblia. Y el Libro Sagrado, con su amplísimo registro de formas literarias, se comprende mejor cuando el lector está familiarizado con los géneros y los recursos literarios. Por eso estudian los monjes gramática, retórica y dialéctica, igual que los antiguos romanos. Casiodoro tuvo la idea de introducir un cuarto tiempo –el estudio– en el ritmo de vida monacal articulado sobre el trabajo, la oración y el descanso. Un estudio abierto a la astronomía, porque la Naturaleza es obra de Dios, revelación sin palabras. Para ello, cada monasterio tendría un scriptorium para la copia de manuscritos, y una biblioteca, palabra que en origen significaba «armario para biblias». Los monjes benedictinos fueron hombres de oración, pero también de libro y arado. Progreso intelectual y progreso técnico en tiempos de los bárbaros. Los monasterios, organizados como explotaciones agrícolas y ganaderas, llegaron a ser las unidades económicas más rentables de Europa, y quizá del mundo. De su ejemplo aprendieron los campesinos que su trabajo podía ser un ejercicio de virtud, y se adaptaron en lo posible al ritmo de vida monacal, en torno al trabajo, la oración y el descanso. Así, con la adopción de esos criterios se fue forjando Europa, obra de la oración, la técnica y el trabajo de cristianos que centraban sus vidas en Dios. Fin de la esclavitud En cuanto el esclavo pasó a pertenecer a la tierra, era cuestión de tiempo que la tierra le perteneciera a él. Cuando los submarinos emergieron, inventaron el gótico y la forma superior de cultivo y transmisión de la cultura: la Universidad. Con su original y desenfadada forma de argumentar, Chesterton explica que Cristo profetizó la arquitectura gótica el día de su entrada triunfal en Jerusalén, al responder a los que protestaban contra el júbilo y las aclamaciones del pueblo. «Si estos callan, gritarán las piedras», dijo. «Y así se alzaron, como ecos clamorosos de aquellos vítores, las fachadas de las catedrales medievales, pobladas de caras chillonas y de bocas abiertas. Y así, gritando las piedras, se pudo cumplir la profecía». Por su familiaridad con los estudios de Belloc, Chesterton sabe que, en tiempos de Voltaire, el odio al Cristianismo escogió muy bien la palabra para descalificar en conjunto a la cristiana Edad Media. El éxito del adjetivo «oscurantista» es una prueba más de la habitual ignorancia de la gente, pues la pretendida oscuridad de la Edad Media está en 144

completa contradicción con el fuego de sus vidrieras y la policromía de sus imágenes, con el colorido alegre de sus vestidos y el audaz diseño de sus zapatos de punta retorcida. Calificar de «oscura» esa permanente explosión de colores y extravagancias es un insulto a la inteligencia. Sin embargo –como explica André Frossard–, generaciones de ignorantes han salido y siguen saliendo de los centros escolares, imaginando la Edad Media como un túnel lleno de murciélagos, aunque la realidad se pareciera más a la mañana de un domingo resplandeciente bajo el sol. Los críticos de la Edad Media se indignan ante el hecho de que los guerreros combatieran y los verdugos ahorcaran, al tiempo que desprecian al monje por evitar ambas ocupaciones. Habría que explicarles –sugiere Chesterton– que la guerra y la tortura son prácticas mucho más antiguas y universales. También fue más antigua la inmensa lacra de la esclavitud, con la que acabó precisamente la Edad Media. Tras la caída de Roma, los Siglos Oscuros fueron tan esclavistas como la antigua Carolina del Sur, pero el siglo XIV será un siglo de propietarios rurales. No se había promulgado ley alguna contra la esclavitud, ningún Concilio la había condenado, nadie había librado ninguna guerra contra ella, pero lo cierto es que había desaparecido. Esa transformación sorprendente y silenciosa fue empujada por incontables y anónimos Wilberforces. Si la Edad Media fue la edad de los voluntarios, erradicar la esclavitud «fue probablemente la mayor obra jamás llevada a cabo con voluntarios de ambas partes». Los feudos habían sido en su origen villas romanas, cada una con su propia población de esclavos. La cristianización de la sociedad rebajó las exigencias de los señores a sus esclavos. Esas exigencias se fueron reduciendo hasta convertirse en una serie de derechos o pagos que, una vez satisfechos, permitían al esclavo disfrutar del uso y del producto de la tierra. Es preciso recordar que muchos de los principales señores feudales eran obispos y abades, con frecuencia de procedencia campesina, y que bajo su cuidado disfrutaban las gentes de una justicia aceptable y de una libertad creciente. En Breve historia de Inglaterra reconoce Chesterton el crecimiento del poder de la Iglesia medieval a expensas del poder del Imperio, y añade que fue el lento desarrollo de ese proceso lo que acabó lentamente con la esclavitud. Aristóteles y los sabios de la Antigüedad habían considerado al esclavo como una herramienta de trabajo. La Iglesia no condenaba el trabajo, pero sentía que la herramienta era mucho más importante que el rendimiento. Si los romanos tenían a los esclavos por cosas útiles, Gregorio Magno, el Papa que envió a Agustín a Canterbury, los vio en Roma como non angli, sed angeli, y se empeñó en comprarlos para liberarlos. La transformación de los esclavos en propietarios pasa, durante siglos, por el estadio 145

intermedio de la servidumbre. Ser siervo significaba estar adscrito al servicio de la tierra, pero también protegido por ella. No se le podía desalojar y, por expresarlo en términos modernos, ni siquiera se le podía subir el alquiler. En la citada Historia de Inglaterra también leemos que al propietario de esclavos le ocurrió como a quien clava unas estacas para levantar un cercado y se encuentra con que echan raíces y crecen hasta convertirse en árboles. Así se transforman las estacas en algo más valioso y menos manejable. La diferencia entre una estaca y un árbol era exactamente la misma que entre un esclavo y un siervo, o incluso un campesino libre. Gracias a una trampa o a un vuelco de la fortuna, que ningún novelista ha osado llevar al papel, aquel prisionero se había convertido en el gobernador de su propia prisión. Durante algún tiempo fue casi cierto eso de que la casa de un inglés es su castillo, ya que había sido construida con la solidez suficiente para ser su mazmorra. Asesinato en la catedral Britania no fue la más romanizada de las provincias, pero en todo caso «se trataba de una civilización muy civilizada», que se perdió en el siglo IV, cuando las legiones romanas fueron expulsadas de la isla por los rudos daneses. La segunda empresa civilizadora tuvo que esperar hasta el siglo VII, cuando san Agustín de Canterbury volvió a cristianizar la isla. Con él llegaron los monasterios, esa institución extraordinaria que fue, en muchos sentidos, clave de toda la historia europea. Los anglos –expone Chesterton– demostraron una particular disposición a convertirse en monjes, y en sus abadías escribieron el diario del mundo, educaron a los salvajes, enseñaron las primeras artes técnicas, preservaron la literatura pagana y, por encima de todo, «mediante el perpetuo entramado de la caridad, mantuvieron a los pobres muy lejos de su moderno estado de desesperanza». Mientras tanto «iban royendo como ratones las ligaduras de la antigua servidumbre», y acabaron con la esclavitud sin necesidad de guerras ni revoluciones. El vuelco de esa situación se produjo cuando la anarquía universal del continente lanzó, a principios del siglo IX, otra de sus olas gigantescas sobre la isla. Los bárbaros recién bautizados volvieron a sucumbir ante los no bautizados: una plaga de salvajes marinos procedentes de Dinamarca y Escandinavia. Hasta que Alfredo, el hermano menor del rey, derrotó a los daneses y bautizó a su jefe. Desde entonces, «la fructífera y eficaz historia de la Inglaterra anglosajona podría reducirse casi por entero a la historia de sus monasterios. Palmo a palmo y casi hombre a hombre, ilustraron y enriquecieron al país».

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Por eso, cuando Enrique II, el primer Plantagenet, hizo asesinar a Tomás Becket, se enfrentó a la piedra fundacional de su propia civilización, pues sus súbditos no solo vivían de acuerdo con la Iglesia, sino dentro de ella. Becket, amigo inseparable y canciller del rey, era en la práctica «su único consejero». Pero sucedió lo que todo el mundo sabe. Que Enrique le nombró arzobispo de Canterbury en 1162, buscando una jugada maestra para controlar al mismo tiempo el poder eclesiástico y el temporal. Lo que ocurrió después no estaba previsto. Tomás cambió de la noche a la mañana. El encumbrado canciller quiso vestir el tosco hábito negro de los frailes agustinos y distribuyó entre los pobres sus bienes personales. Contra todo pronóstico, el brillante anfitrión de los grandes del reino en fastuosas fiestas y banquetes, multiplicó sus ayunos e hizo de los piojosos y harapientos de la ciudad sus invitados permanentes. De servidor 147

leal del rey pasó a servir a Dios en cuerpo y alma, mientras Enrique contemplaba con estupor la metamorfosis que él mismo había provocado. Pronto se presentaron los primeros desacuerdos con ocasión del proceso a un clérigo llevado ante los tribunales del monarca. Tomás exigió, según los usos de la época, que fuese juzgado por el tribunal eclesiástico. En 1164 ya había una hostilidad declarada entre Enrique y su ex canciller. Una noche, Tomás desafía al soberano más poderoso de Occidente y abandona el país sin su consentimiento. Antes de la madrugada embarca en Sandwich y cruza el Canal de la Mancha. Luis VII le ofrece asilo en la corte francesa. Seis años más tarde, cuando regrese a Inglaterra será para ser asesinado. Pero sus cuatro asesinos entrarán en la catedral de Canterbury para acabar con un traidor y crearán un santo. Sobre la tumba de Tomás germinó lo que Chesterton llama una epidemia de curaciones, a las que considera mejor documentadas que la mitad de los hechos históricos que tenemos por tales. Peregrinos de toda la isla afluyen hacia el templo profanado, en el que no se celebrarán oficios religiosos durante un año. El Papa Alejandro III excomulga a los asesinos y prohíbe al rey la entrada en las iglesias. El pueblo aplaude esas medidas porque –como explica Chesterton–, para aquellos hombres, la Iglesia no era un edificio al que acudir, sino el mundo donde vivían. Ella había creado una maquinaria de perdón allí donde el Estado solo podía funcionar como una maquinaria de castigo. El rey había violado el juramento que hizo en la ceremonia de su coronación, cuando dobló las rodillas, puso las manos sobre el Evangelio y enumeró las obligaciones a que se comprometía: velar todos los días de su vida por la paz, el honor y el respeto a Dios, a la Iglesia Santa y a sus ministros; ejercer el derecho y la justicia con los pueblos que se le confían; suprimir leyes malas y costumbres perversas; confirmar y aumentar las buenas, sin fraude ni malicia. Después del compromiso, el arzobispo de Canterbury le había dirigido una última y solemne exhortación: «Te conjuro, en nombre de Dios vivo, para que no aceptes este honor si no prometes guardar inviolablemente tu juramento». La respuesta también había sido inequívoca: «Con la ayuda de Dios, lo guardaré sin engaño». Sancionado por el Papa, Enrique pidió penitencia pública. El 21 de mayo de 1172, tras jurar sobre los Evangelios que no había ordenado ni deseado la muerte del arzobispo, se arrodilló en los peldaños de la iglesia de Avranches y ofreció su espalda desnuda a la flagelación de los monjes. Después juró solemnemente restituir toda su dignidad a la iglesia de Canterbury, ayunar, dar limosna y mantener doscientos caballeros 148

para contribuir a la defensa de Jerusalén. San Francisco y santo Tomás Entre las personalidades portentosas de la Edad Media no pueden faltar Francisco de Asís y Tomás de Aquino. A ellos dedicó Chesterton dos inspiradísimas biografías. Su admiración por el santo de Asís se remonta a la niñez, cuando sus padres le leyeron su vida en el cuarto de juegos. Muchos años más tarde podrá decir que la figura del fraile «es como un puente que enlaza mi conversión y mi infancia». Esa influencia reaparece en la juventud, como pone de manifiesto el poema que dedicó al santo en The Debater, cuando tenía dieciocho años. Esos versos revelan que el romanticismo de san Francisco actuaba como antídoto contra la oscuridad y el pesimismo del joven Gilbert. Dos años después, siendo alumno de la Slade School, redactó un cuento titulado Jongleur de Dieu. Ese mismo año, en carta a su amigo Bentley, citaba a san Francisco entre los personajes históricos que más admiraba. Se trataba de una admiración ligada a la convicción de que la inocencia, la risa y la humildad son superiores a cualquier forma de escepticismo y de sabiduría. En 1900 escribe en The Speaker que san Francisco fue, probablemente, el más dichoso de los humanos. Con esas ideas en la cabeza escribió la biografía en el verano de 1923. Para ello puso en el centro del jardín de Top Meadow una estatua del santo en actitud de predicar a los pájaros. Él paseaba mientras tanto por el sendero de tierra, absorto en sus pensamientos, y a cada poco dictaba a su secretaria, la señorita Kathleen Chesshire. Chesterton quiere demostrar que la vida de un santo puede ser una historia mucho más romántica que la mejor de las novelas. San Francisco estimaba que era «bienaventurado quien nada espera, porque de todo gozará». Esa idea deliberada de arrancar de cero le permitió gozar al máximo de cualquier cosa. En la actitud maravillada y de ojos muy abiertos que Chesterton atribuye a los franciscanos reconocemos, sin duda, al propio escritor. El libro tuvo un éxito inmediato entre los críticos y los lectores. Patrick Braybrooke se refirió al autor como el más grandioso intérprete del santo más grandioso. Diez años más tarde, los editores de San Francisco piden al autor una biografía de santo Tomás de Aquino. A Shaw le entusiasmó la noticia y escribió a Frances: «Llevo años predicando que la pasión intelectual es la más arrobadora de todas, y considero a Tomás un ser digno del mayor elogio porque me ha precedido en ese aspecto». Otros pensaron que Chesterton había aceptado un reto que le superaba. Ya había sido criticado por falta de erudición en sus otras biografías, y en este caso se enfrentaba no 149

precisamente a la figura de un escritor como él, sino a uno de los filósofos y teólogos más importantes de la Historia, «al más fuerte y viril de los intelectos que la sangre europea haya dado al mundo», en palabras de Belloc. Chesterton adoraba a santo Tomás con el corazón y la cabeza, y le comprendía igualmente con la cabeza y el corazón. Por eso quiso asistir a la misa escrita por el santo para la festividad del Corpus, y participar después en la procesión, donde cantó y desafinó con todo su vozarrón el himno Pange Lingua, compuesto también por santo Tomás. Si san Francisco fue para Chesterton un alma gemela, santo Tomás, con su enorme corpachón, fue gemelo en cuerpo y alma. La estrecha identificación del filósofo con su nuevo biógrafo empieza en las aulas, donde ambos se propusieron no llamar jamás la atención. Tomás disimuló tan bien que mereció ser llamado «buey mudo» por sus condiscípulos. Chesterton, con palabras que sin duda puede aplicarse a sí mismo, lo ve como «uno de esos estudiantes, no raros, que prefieren ser considerados zotes antes que sus sueños sean invadidos por otros zotes más activos y animados». Después nos dirá que Tomás creyó en la vida con convicción sólida y colosal. Mientras Hamlet se debate entre ser o no ser, Tomás apuesta por el ser sin dudar. No vivió la filosofía como una disciplina aburrida, «sino como una romántica aventura en busca de la verdad». Una verdad más rica cuanto más objetiva, pues la riqueza del mundo está en las mismas cosas, no en ocurrencias subjetivas. Nuestra mente no debe pintar paisajes en las ventanas y tomarlos como verdaderos, sino reconocer la realidad y casarse con ella. «Sobre ese matrimonio, o como se quiera llamarlo, está fundado todo el sistema de santo Tomás. Dios hizo al hombre de modo que pudiera ponerse en contacto con la realidad; y a quienes Dios ha juntado, que no los separe el hombre». Siempre imprevisible, Chesterton no abordará las célebres cinco vías tomistas a la existencia de Dios, aunque aludirá a ellas en varias ocasiones. Si en el Universo observamos que «ha habido desde el principio algo que acaso pueda llamarse finalidad, debe residir en algo que posea los elementos esenciales de una persona». El padre Guillet, Maestro General de los dominicos, impresionado por la biografía, solía perorar largamente sobre ella en las asambleas de la Orden. No era el único, por supuesto. Los mayores especialistas en Tomás de Aquino –Gilson, Maritain, Pegis– proclamaron que se trataba del mejor libro escrito sobre el santo. Si Etienne Gilson había dicho que Ortodoxia era la mejor apología cristiana que había producido el siglo XX, la biografía del Aquinate le llevó a reconocer que «Chesterton hace que uno se desespere. He estado estudiando a santo Tomás durante toda mi vida y jamás podría haber escrito 150

un libro como el suyo». Poco antes de escribir sobre el Aquinate, Chesterton había publicado una biografía sobre Chaucer, el mejor poeta inglés de la Edad Media. Se proponía que cualquier lector británico pudiera disfrutar de Chaucer tanto como de Dickens, y para ello reinterpreta la figura del escritor y de su época. A Chaucer, nos dice, le tocó vivir el final de la edad y el orden medievales, que ciertamente encerraron fanatismo, ferocidad, desenfrenado ascetismo y todo lo demás. Sin embargo, el poeta, hijo de esa época, fue mucho más sano, jovial y normal que la mayoría de los escritores que llegaron después. «Fue menos delirante que Shakespeare, menos áspero que Milton, menos fanático que Bunyan, menos amargado que Swift». ¿Cómo explicar ese hecho innegable? Chesterton aventura que, a pesar de todo, «en los tiempos medievales existía una filosofía equilibrada, y varias filosofías muy desequilibradas en los tiempos posteriores». In terra viventium Como el irreprochable caballero medieval que hubiera querido ser, Chesterton entendió que la muerte era la mejor y definitiva paradoja: nada menos que el pórtico de la inmortalidad. Terminó su soberbia interpretación en el gran teatro del mundo tres años después de concluir la biografía de santo Tomás, los mismos que sobrevivió a su madre. Al final de la primera parte de esta semblanza le habíamos dejado muy débil, con un persistente catarro de bronquios y brotes intermitentes de fiebre. Era febrero de 1936. Para recuperarlo, Frances y Dorothy planearon un viaje a Lourdes y Lisieux en primavera. Sabemos que la noche antes de partir cenó en casa de las hermanas Nicholl, como hacía con frecuencia. Ellas le vieron enormemente agotado, y esa debilidad hizo que la velada fuese breve. Al marcharse, antes de cruzar la verja, se volvió hacia el porche donde estaban las chicas, y extendió el brazo en un extraño y pausado gesto, mezcla de bendición y despedida. Antes de llegar a Lourdes, el enfermo teme encontrar un santuario envilecido por el comercio y la publicidad. Pero, en vez de ambiente mundano, lo que encuentra es otra cosa: pobreza evangélica y recogimiento, con cientos de exvotos que manifiestan agradecimiento por las curaciones milagrosas. De regreso a casa, mientras atraviesa en automóvil el hermoso paisaje francés, hace reír a las dos mujeres con sus canciones desafinadas, y parece revivir. En Top Meadow, Frances y Dorothy vuelven a preocuparse seriamente. Ven que se duerme con demasiada frecuencia sobre la mesa del despacho, y también cuando se sienta con un libro, en el jardín. El médico confirma una alarmante debilidad cardiaca, 151

cambia la medicación y recomienda reposo absoluto. Pero la fase crítica no tarda en llegar: retención de líquidos, lengua trabada, sopor constante, respiración difícil… Frances intuye el fatal desenlace y no se mueve de su lado. Para no alterar el reposo con timbres y visitas, la gravedad real solo la conocen el padre O’Connor, el párroco de Beaconsfield y algunos familiares. También un periodista del Daily Mail, que promete a Dorothy no revelar nada. El viernes 12 de junio, el párroco lleva al enfermo la Comunión y los santos óleos. Gilbert recupera la consciencia al recibir ambos sacramentos. Más tarde, llega el padre Vicent McNabb y entona la Salve junto al amigo inconsciente, como acostumbran los dominicos ante los frailes agonizantes. A lo largo del sábado, Gilbert solo vuelve en sí para decir «hola, cariño» a Frances, y para añadir «hola, querida» cuando advierte que Dorothy también está presente El domingo, Frances escribió al padre O’Connor: «Nuestro adorado Gilbert falleció esta mañana a las diez y cuarto». Titterton nos ha dejado una viva descripción del entierro en el Cementerio de Beaconsfield. Sigo al féretro con los restos mortales de mi capitán. Damos un rodeo por las callejuelas del pueblo, porque la policía quiere que Gilbert haga su último viaje pasando por las casas de quienes más le conocieron y le quisieron. Y allí están todos, abarrotando las aceras. Estamos de duelo, pero casi es un día de fiesta. No se ven caras largas ni lágrimas. En cambio, se escuchan risas, porque unos a otros se recuerdan lo heroicamente alegre que era. Como dice Edward MacDonald, era el señor del distrito y nunca lo supo. Al funeral del «señor del distrito» no faltaron, entre otros, Edmund Bentley, Ronald Knox, Aldoux Huxley, Fulton Sheen, Desmond MacCarthy, Vincent McNabb, Thomas Derrick, Maisie Ward, el padre Martindale, Ignatius Rice y, por supuesto, Hilaire Belloc. Maurice Baring no pudo asistir a causa de su propia enfermedad, y escribió a Frances varias cartas apenas legibles. «No hay nada que decir, ¿verdad? ¡Oh, Frances, siento como si hubiera desaparecido una roca de fortaleza y se hubiera roto nuestro apoyo en esta vida!». Belloc sintió el mismo intenso desconsuelo y, después del funeral, fue visto derramando sus lágrimas sobre una jarra de cerveza, cerca del hotel Railway de Beaconsfield. En casa de los Nicholl, Gilbert solía charlar largamente y recitar versos. Le gustaban especialmente los que escribió Tomás Moro en su Despedida: Por la noche, cuando la diversión llegue a la cima 152

Y reluzcan los corazones y las copas, Dondequiera que esté, mi corazón volará hasta vosotros Para unirse a la fiesta y a los juegos. Y, cuando vuelva a mí, cargado de sonrisas, Me llenará de gozo si me dice que, en los alegres brindis, Alguien ha musitado: ¡ojalá estuviera aquí! En versos de juventud, Chesterton había escrito que la muerte es una broma del Rey bueno, escondida con muchísimo cuidado. En el tramo final de su vida, con más teología a sus espaldas, había llegado al convencimiento de que la vida del hombre sobre la tierra es una temporada de exilio, previa a la plenitud preparada por Dios. Las hermanas Nicholl recordaban que, mientras escribía la biografía de santo Tomás, «se aprendió de memoria la secuencia del Corpus Christi, y nos recitaba las dos últimas estrofas una y otra vez». Dos de esos versos le parecían un resumen perfecto del cielo: la tierra de los vivos donde Dios colmará de bienes a los suyos. Tu nos bona fac videre In terra viventium. Frances, atendida en todo momento por Dorothy, sobrevivió a Gilbert dos años. ¿De qué murió? Según Bernard Shaw, de viudedad. En una carta desgarradora al padre O’Connor, le decía: Cada vez se me hace más difícil continuar. La sensación de que ya no me necesita es prácticamente insoportable. ¿Cómo se aman los enamorados cuando falta uno? Nosotros estuvimos siempre enamorados.

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Índice Primera parte. Su vida, su mundo

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1. El joven Gilbert La aventura suprema Un colegio y un club de debate El período de locura Frances Blogg, 1896 Dígaselo con versos Belloc y el distributismo Para toda la vida, 1901 2. Fleet Street Ada Jones La tribu de Fleet Street Bernard Shaw y los fabianos John O’Connor Diez chelines y mil horas Herejes y Ortodoxia Charles Dickens De Londres a Beaconsfield, 1909 3. Periodismo en guerra Batallas políticas El escándalo Marconi La Gran Guerra Zepelines sobre Londres, 1915 Director del Witness El soldado Cecil, 1917 A ti que amaste esta Inglaterra La única mujer a bordo, 1919 4. Grandes viajes Palestina, 1920 Estados Unidos, 1921 El GK’s Weekly y la Liga, 1925 Dorothy Collins, 1926 Adiós a los padres

11 11 14 16 18 20 23 28 31 32 34 35 39 41 44 48 51 55 55 57 61 63 65 67 70 74 77 77 79 81 83 88 154

Últimos viajes

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Segunda parte Su pensamiento

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5. La revolución femenina Ganan las feministas Dentro y fuera de casa Privilegio femenino Un niño entre niños La superstición del divorcio 6. De agnóstico a católico El Universo, en su sitio La conciencia, en su sitio Ideas anticatólicas En la cárcel con Joseph Pearce Conversión y conversiones La llave maestra 7. La historia interpretada La prehistoria humana Grecia y Roma Cristo en la Historia Inglaterra Marx y Comte Nietzsche y el Superhombre 8. Paradojas medievales El relevo de Roma Los Siglos Oscuros Los submarinos medievales Fin de la esclavitud Asesinato en la catedral San Francisco y santo Tomás In terra viventium

98 98 101 103 104 106 110 111 112 114 116 119 122 125 125 128 129 132 135 136 139 140 141 142 144 146 149 151

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