El grito del hombre. Temas de Antropología Teológica

August 10, 2017 | Author: Cristianoshoy | Category: Existence, Jesus, Existentialism, Love, God
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Descripción: La condición humana. La gratuidad del amor. El hombre, ser en el mundo. El duro camino de la libertad....

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EL GRITO DEL HOMBRE Temas de Antropología Teológica César Tejedor Sumario La condición humana La gratuidad del amor El hombre, ser en el mundo El duro camino de la libertad. LA CONDICIÓN HUMANA 1. ¿HABLAR SOBRE EL HOMBRE? Hablemos sobre el hombre. Es decir, sobre aquello acerca de lo cual todo el mundo tiene el derecho y hasta el deber de hablar. Incluso puede pretenderse que todo hablar y todo preguntar es, finalmente, un hablar y un preguntar por el hombre: el tema de nuestro hablar es, por un lado, el más vulgar de todos, y, por otro, el más serio y el más grave. Pero se habla desde un convencimiento que ya no será compartido por todos: el hombre es algo al mismo tiempo presente y futuro; realizado, y tan lejano que parece irreal e irrealizable. El hombre es, en primer lugar, algo futuro y todavía no alcanzado; no es la aurora del día del superhombre lo que aguardamos, sino la aurora del día del hombre: nuestra sociedad sigue siendo inhumana y hasta podría decirse que cada vez más. Sin embargo, y en segundo lugar, el hombre es ya realidad y por ello también promesa para todos nosotros en un caso único, pero universal: en Jesús de Nazaret, muerto y resucitado por y para todos nosotros. Por eso hablamos del hombre desde nuestra fe en el «hombre nuevo». Habla la fe y habla la esperanza, fundadas en la palabra de Dios. Hacemos algo de eso que se viene llamando «antropología teológica» (un hablar sobre el hombre desde la palabra de Dios encarnada: desde su Hijo Jesús). Este comienzo parece lleno de osadía. La antropología filosófica después de un corto período de prestigio y actualidad acusa un cierto agotamiento de perspectivas y temas, y ha pasado a un segundo plano del interés, aunque en los medios teológicos se le siga otorgando gran importancia. Ha podido decirse que para la filosofía «el hombre ha muerto»: «En nuestros días, lo que se afirma no es tanto la ausencia o la muerte de Dios, sino el fin del hombre (...); se descubre entonces que la muerte de Dios y el último hombre han partido unidos (...). Así, el último hombre es a la vez más viejo y más joven que la muerte de Dios; dado que ha matado a Dios, es él mismo quien debe responder de su propia finitud; pero dado que habla, piensa y existe en la muerte de Dios, su asesino está evocado al mismo morir; dioses nuevos, los mismos, hinchan ya el Océano futuro; el hombre va a desaparecer» (M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, México, 1968, páginas 373-74) Ese hombre del que hablan tan seriamente algunos filósofos, ¿quién es, dónde está? Porque no encontramos sino hombres concretos, angustiados por mil problemas, manipulados y alienados, unidimensionales, es decir, viviendo en un mínimo de dimensiones de lo humano, pero anhelando de un modo más o menos consciente una humanidad ideal que ninguno posee. ¡Y buscándola quizá en Dios! Con lo cual no habría sino que dar razón a Feuerbach cuando afirma que «la antropología es el secreto de la teología», que en último término Dios no es sino el producto de la proyección de los deseos del hombre, de su esencia ideal (ideal, es decir: no realizada). Si todo esto fuera así, mejor sería dejar de hablar tanto del hombre y preocuparnos más de los hombres: de sus sufrimientos y de sus problemas, precisamente los de hoy. Todo esto es verdad, pero queda una duda: ¿se puede «pasar por ser» hombre sin la esperanza y la promesa de «llegar a serlo»? No hay más remedio que seguir hablando del hombre, pero no del que somos, sino del que podríamos llegar a ser. La pregunta clásica de la antropología filosófica: «¿Qué es el hombre?» (o todo lo más: «¿Quién es el hombre?»), debería ser definitivamente abandonada por su carácter abstracto y estático. No se trata de afirmarse en lo que somos, sino de intentar superarlo y afirmar lo que podemos ser, pero afirmarlo en la esperanza: nuestras posibilidades son reales, puesto que son el mismo Jesucristo. «Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es una ilusión» (1 Cor 15, 17). Y no sólo nuestra fe en Dios, sino también y sobre todo nuestra fe en el hombre: nuestra esperanza en el hombre nuevo que podemos llegar a ser se reduciría a una utopía sin fundamento. La antropología teológica nuestro modo de hablar aquí del hombre deja entonces de ser «abstracta», puesto que se basa en un hecho concreto: la Pascua de Jesús y su existencia hoy como el hombre perfecto; y deja de ser «estática», puesto que habla del hombre hacia el que caminamos. Una antropología de este estilo se convierte en una «provocación»: nos obliga a abandonar nuestros prejuicios sobre lo que somos, el cómodo resignarse a nuestra actual situación y a nuestro limitado modo de conocernos, para enfrentarnos con posibilidadesrealesinsospechadas. Hay que volver a Dios y a sus promesas, convertidas en un «sí» gracias a Jesucristo (2 Cor 1, 20). Es verdad que a la muerte de Dios sigue irremediablemente la muerte del hombre. Heidegger Carta sobre el humanismo señaló como el mal de nuestra civilización «el olvido del ser», para caer en el dominio de las cosas. Y es que el hombre no es sólo un «olvidadizo», sino un perpetuo «fugitivo». Adán comienza huyendo de Dios, y Caín termina por huir de sí mismo y del mundo (cf. /Gn/09/09-10; /Gn/04/09-14). La Palabra que llama al hombre hacia el Creador de su existencia es también la Palabra que le llama a existir auténticamente: «¿Dónde estás»? y «¿Dónde está tu hermano?» Y, de verdad, ¿dónde estamos?, ¿qué Palabra hemos de escuchar para encontrar de nuevo el camino de nuestro ser? El hombre debe acercarse de nuevo a su Dios, en total desnudez, para no terminar por huir de sí mismo, sino para encontrar el camino hacia sí mismo, hacia el hombre. 2. ¿QUE SE PUEDE DECIR? Puesto que se debe hablar sobre el hombre, la pregunta siguiente es preguntarse qué se puede decir y cómo decirlo. Una primera posibilidad consistiría en partir de la antropología bíblica, intento absolutamente válido que ha dado lugar a numerosos libros con

títulos como El hombre en la Biblia, u otros semejantes. En la mayoría de los casos, la parte del león se la lleva el estudio de los términos bíblicos claves para hablar del hombre: carne, cuerpo, espíritu, etc. En el último apartado de este trabajo esbozaremos una breve síntesis de estos aspectos. Pero existe otra posibilidad que respeta mejor el pensamiento bíblico: «Así como la Biblia no es un libro de texto o tratado del ser de Dios, tampoco es un tratado de antropología. Lo que se conoce acerca del hombre se infiere de la manera como él actúa en respuesta a la actividad de Dios (...). Por consiguiente, es difícil hablar de una doctrina bíblica de la naturaleza del hombre, excepto cuando se concibe la doctrina en términos de teología como narración» (G. E. WRIGHT, El Dios que actúa. Teología bíblica como narración, Madrid, 1974, págs. 124 y 130). La Biblia cuenta la historia del hombre en su relación con Dios, pero sin hablar nunca del hombre en sí mismo: «esta doble relación entre Dios y el hombre no se desarrolla como doctrina, sino que más bien se realiza como acontecimiento en una historia... No es una relación intemporal y estática, partiendo del mundo de las ideas y sólo para una relación tal es la doctrina una forma adecuada, sino que más bien la relación es un acontecimiento, y por consiguiente, su forma adecuada es la narración» (E. Brunner). No se trata de volver a narrar pura y simplemente lo que la Biblia ya ha narrado, sino de hacer una narración que incluya nuestra propia experiencia y nuestra propia historia: la historia de Israel, de Jesús de Nazaret y de la primitiva comunidad cristiana sirven, así, para esclarecer nuestra propia historia como una lucha por el Reino de Dios. Una segunda posibilidad sería partir de Jesucristo. L. Malevez comienza un interesante artículo sobre «La antropología cristiana de Karl Barth» con esta cita de Pascal: «No solamente no conocemos a Dios sino por Jesucristo: tampoco nos conocemos a nosotros mismos sino por Jesucristo. Conocemos la vida y la muerte únicamente por Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es nuestra vida, ni nuestra muerte, ni lo que es Dios, ni lo que somos nosotros mismos» (Pensées, ed. Brunschvicg, núm. 548. Cf. núms. 527 y 547). Sin embargo, parece que para Pascal conocer al hombre a la luz de Cristo consiste simplemente en conocerlo a la luz de la Escritura: Cristo nos revela con su palabra el pensamiento de Dios sobre el hombre. Tal es también la postura de E. Brunner. K. Barth va mucho más lejos: no basta con escuchar a Jesucristo, hay que contemplarlo; El es el compendio y la quintaesencia (Inbegriff) de la humanidad. «Por ello, no debemos considerar y juzgar a ese hombre particular que es Jesucristo a partir de una noción general del hombre, noción previamente aceptada como la verdadera realidad humana. Todo lo contrario: debemos partir de este hombre único y particular para decidir lo que es cada hombre, lo que es el hombre en general» (K. BARTH, «L'actualité du message chrétien». Conferencia pronunciada el 13-IX-1949). No se trata, pues, de un supuesto plan de Dios sobre el hombre, plan que nos revela la palabra de Jesús. No: ese plan es Jesús mismo y todo hombre ha sido llamado y elegido en Jesucristo a realizar ese plan que es El mismo. Toda pretensión humana autónoma de decir lo que es el hombre queda así condenada. La antropología filosófica no puede ser sino radicalmente incompleta e imperfecta. Llevada hasta sus últimas consecuencias, esta postura terminaría por ignorar al hombre histórico y despreciar la experiencia humana. Como en el Evangelio, nosotros acudimos a Cristo movidos por nuestras propias necesidades y nunca podemos desprendernos del todo de ellas ni ignorarlas: «Desde lo más profundo clamo a ti, señor» (Sal 130, 1). Cristo es el liberador del hombre y el encuentro con El es un encuentro liberador. La teología no nos dice únicamente quién es Cristo, sino también de qué nos libera: de los límites de nuestra propia condición humana. Por eso conduce a la proclamación de fe y a la acción de gracias. De este modo, la Palabra de Dios que es Cristo no se dice en el vacío, sino que se dirige al hombre pecador: es siempre una respuesta al hombre. Este planteamiento abre una tercera posibilidad: partir del hombre como aquél a quien se dirige la palabra salvadora que es Cristo. EL llamado «método de la correlación» de P. Tillich, tal y como lo expone él mismo, es el mejor modelo: «La teología sistemática usa el método de la correlación (...). El método de la correlación explica los contenidos de la fe cristiana a través de la mutua interdependencia de las cuestiones existenciales y de las respuestas teológicas (...). Las respuestas implícitas en el acontecimiento de la revelación sólo son significativas en cuanto están en correlación con las cuestiones que conciernen a la totalidad de nuestra existencia, es decir, con las cuestiones existenciales» (P. TILLICH, Teología sistemática, I. Barcelona, 1972, págs. 86 y 88). Según Tillich, este método se opone a otros tres, considerados como insuficientes: el método «supranaturalista», que no contiene sino respuestas, y que se reduce a una suma de verdades que se convierten en «cuerpos extraños procedentes de un mundo extraño»; el método «naturalista» o «humanista», que parte de las preguntas del hombre e intenta deducir todo el mensaje cristiano a partir de ellas, con lo que no consigue salir de la inmanencia de lo humano; y el método «dualista», que se reduce a una especie de concordismo, ya que intenta poner en correlación las respuestas humanas con las respuestas cristianas, en vez de poner en correlación preguntas con respuestas. En rigor, lo que debería hacerse es considerar toda respuesta humana como una pregunta que se dirige a Dios. Este método tiene en cuenta el carácter propio de la Palabra de Dios: Dios no habla simplemente, sino que habla al hombre, tal y como éste existe. Dios habla al hombre porque le ha oído, porque le conoce en su situación y quiere salvarlo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces: conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle...» (/Ex/03/07-08). El contexto da a entender que Israel no se dirige a Dios en su clamor, sino que simplemente grita de desesperación. Por eso las preguntas del hombre no son necesariamente preguntas explícitas, sino las que brotan de su situación. El hombre mismo es la pregunta dirigida a Dios: «El hombre es la pregunta que se hace acerca de sí mismo, antes de que haya formulado ninguna otra pregunta.» Por eso, señala Tillich, «la teología sistemática procede de la siguiente manera: realiza un análisis de la situación humana del que surgen las cuestiones existenciales, y demuestra luego que los símbolos utilizados en el mensaje cristiano son las respuestas a tales cuestiones» (pág. 89). Pero también el método tiene en cuenta las posibilidades de recepción del mensaje: la teología y la predicación han fracasado demasiado frecuentemente porque han pronunciado palabras atemporales que a nadie podían interesar, porque se han preocupado por cuestiones sin incidencia alguna en la realidad de los hombres: ¿cómo es posible llegar a tomar en serio, cómo es posible llegar a apasionarse por lo que no me dice nada? Haremos todavía referencia a una última posibilidad: renunciar a hablar sobre el hombre. Es la posibilidad que apunta Moltmann, aunque no de un modo totalmente consecuente: «No se dice al hombre propiamente quién sea él en el fondo, qué sea lo que puede y qué lo que no puede, qué lo que debe y qué lo que no debe. Se le abre ante él una historia, hacia cuyo futuro le conduce la promesa de Dios. Se le ofrece la perspectiva de un nuevo poder-ser en

comunidad con Dios. Al hombre no se le da aquí el verse como en un nuevo espejo. Se le da una perspectiva nueva. Su determinación la experimenta él en su vocación histórica. Y si se confía a ella olvidándose de sí propio, experimentará su vida en la historia de Dios con él. No se le ofrece una imagen de sí mismo, sino que se le llena de una esperanza y un cometido que le hacen salir de la seguridad de sus imágenes, y marchar hacia la libertad y el peligro...» (J. MOLTMANN, El hombre, Salamanca, 1973, pag. 35). Bien, estas son las posibilidades. O, al menos, algunas de ellas. Y puesto que no son contrarias entre sí, se las acepta todas, aunque aparentemente se adopte sobre todo la tercera. Se va a partir, efectivamente, de la situación y condición humanas, tal y como las caracterizaremos más adelante. Por desgracia, los análisis que haremos a partir de las ciencias humanas y de la experiencia no podrán ser sino muy breves y esquemáticos. Al leerlos se requiere un cierto esfuerzo para ponerlos en relación con lo que cada uno vive y siente en su propia carne. También se darán los elementos suficientes para poder realizar una cierta relectura bíblica que permita incluir cada situación dentro de la Historia del pueblo que vivencia la presencia del Dios vivo que salva por su Palabra. La respuesta la encontraremos siempre y en cada caso en el mismo Jesús, pero será una respuesta que nos remitirá al futuro realmente posible de la esperanza. Por otro lado, el método de la correlación requiere algunas precisiones. Por ejemplo, la Palabra de Dios no es nunca sólo una pura respuesta, sino que también es una pregunta dirigida al hombre. Dios es el que nos interroga, y la actitud creyente es dejarse interrogar por Dios, constituirse en «oyente de la Palabra» (Rahner). La pregunta que transciende nuestras propias preguntas se encuentra incluso contenida en las mismas respuestas de la Palabra de Dios: quiere decirse que las respuestas de Dios modifican nuestras preguntas humanas. Este es un rasgo típico del diálogo de Jesús con sus contemporáneos. Al paralítico de Cafarnaúm (/Mc/02/01-12) no le responde con una curación inmediata, como podría esperarse, sino de un modo sorprendente: le perdona los pecados. Es como si Jesús quisiera decirle: tu pregunta tu petición de ayuda, en este caso está mal planteada, tienes que ir más lejos, al fondo de tu dolor: al pecado que te esclaviza. Respondiendo con el perdón de los pecados y luego, consecuentemente, con la curación del cuerpo, Jesús da la respuesta total que modifica la pregunta misma. Si no fuera así, la Palabra de Dios ni sería transcendente, ni nos salvaría. Por eso, el método de la correlación debe tener en cuenta, en cada caso, el peculiar y creador modo de hablar de Dios. 3. LA CONDICIÓN HUMANA Volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿hablar sobre el hombre? Pero esta pregunta ¿no implica hablar sobre el hombre, es decir, sobre el hombre en general o, más exactamente, sobre la esencia o la naturaleza del hombre? Aquí se renuncia a hablar en tales términos, no sólo porque se han hecho sospechosos para la filosofía aun en el caso de que el existencialismo está pasado de moda, sino también porque en nombre de una supuesta «naturaleza» del hombre se han cometido y se cometen los más graves atentados contra la libertad humana: se define previamente la esencia del hombre o de un pueblo, y luego se obliga a todos a acostarse en ese lecho de Procusto. Desde nuestro punto de vista, tampoco cabe tal recurso: Dios no habla a «el hombre», sino a un pueblo histórico, a hombres concretos. Y con Jesús de Nazaret el diálogo con cada hombre sobre todo en el Evangelio de Juan llega a sus últimas consecuencias: «Cuando Jesús vio que Natanael venía a su encuentro, comentó: Este es un verdadero israelita; hombre honrado y cabal. Natanael le preguntó: ¿De qué me conoces? Jesús respondió: Antes de que Felipe te llamase, ya te había visto yo cuando estabas debajo de la higuera» (/Jn/01/47-48). Los esfuerzos por interpretar este pasaje de un modo simbólico (la higuera como símbolo de la felicidad mesiánica: Miq 4, 4; Zac 3, 10; o como símbolo entre los rabinos de la sabiduría) proceden de considerar como una escandalosa trivialidad algo que, sin embargo, constituye el modo de acercarse Jesús a los hombres. Jesús, aquí, está diciendo: Me importas tú mismo, en tu aquí y ahora; no sólo en tu «ser», también en tu «estar». Natanael se siente, entonces, conocido y tomado en su realidad concreta total, hasta el mínimo detalle, y comprende que Jesús es el que habla, no al hombre en general como los rabinos de Israel, sino que tiene en cuenta a todos y cada uno de los hombres, tal y como realmente son: «Señor, Tú me sondeas y me conoces: me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos percibes mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares; no ha llegado la palabra a mi lengua y ya, Señor, te la sabes toda» (Sal 139, 1-4). Hay que hablar, pues, en términos de SITUACIÓN, ya que es así como Dios nos habla a nosotros mismos. La «situación» es, ante todo, un concepto espacial y relativo: indica el lugar que ocupa un objeto determinado respecto a algunos puntos de referencia. Expresa un determinado «estar». Pero sucede que el hombre es un ser siempre «móvil» e inestable: su situación varía continuamente. «La situación dice Jaspers 1- sólo es movimiento incesante como acontecer cósmico y como decisión en virtud de la libertad.» Es el modo, siempre distinto, de estar y de relacionarse en cada caso con el entorno, con los demás y consigo mismo. «¿Cómo estás?» o «¿cómo te encuentras?», son las preguntas por la humana situación, preguntas que una y otra vez deben volver a formularse. La preocupación por el otro es, como se ve, la preocupación por su actual situación. Y es que cada uno tiene que habérselas con su propia situación y, en muchos casos, intentar «salir de ella». Pero siempre se sale de una situación desde ella misma; puede ahogarnos, limitarnos, pero es nuestra única posibilidad o, mejor, el lugar desde el que se abren nuestras únicas posibilidades reales. Hasta cierto punto, la situación es lo único real dado que nuestra existencia es histórica y sólo eso: «La existencia empírica es un ser en situación» (Jaspers) 2. Cambiar la situación o crear situaciones nuevas es casi todo el quehacer del hombre. Para comprender cómo nos es posible esto, hay que volver a la primitiva significación del estar-situado: si me encuentro perdido en un lugar, tengo que «situarme», es decir, saber dónde me encuentro, tomar puntos de referencia, orientarme y ponerme en camino en una cierta dirección o sentido. La situación encierra siempre, por tanto, un problema de sentido y de orientación: «El ser-situación dice de nuevo Jaspers 3 no es el comienzo del ser, sino sólo el comienzo de la orientación en el mundo y del filosofar.» Resulta, entonces, que nunca una situación queda encerrada en sí misma, sino que queda abierta y se convierte en una pregunta: ¿qué sentido tiene mi situación actual?, ¿cómo orientarme en ella? La respuesta transciende la situación y lleva más allá de ella, pero sólo puede ser comprendida desde la situación misma, es decir, viviéndola y tomándola en serio. Porque siempre es posible lo contrario: contemplar las situaciones incluso las propias como desde fuera, evadiéndose hacia el ensueño, el engaño de sí mismo... o hacia el mundo de las esencias y las «visiones del mundo». Ahora bien, «el mundo de las esencias puede ser el de la 'diversión' (en el sentido que da Pascal a esta palabra), en cuanto que nos dispensa de considerar cara a cara el drama existencial de nuestra existencia concreta» (F. Alquié).

De todos modos, es posible que la situación aparezca como ineludible e insalvable, inmodificable: nos encontramos «encerrados» en ella, y lo que domina es la sensación de ahogo y de angustia. Se trata, entonces, de una «situación límite». ¿Qué me está pasando?, ¿qué nos pasa?, ¿qué le pasa al hombre (nosotros) hoy? Son preguntas que interrogan más allá del límite que nos encierra: ¿por qué nos pasa? Hay una primera respuesta, trivial en apariencia: «Somos así.» Es decir, el porqué remite al primitivo qué: no hay un porqué, las cosas son así y nada más. Bruscamente, la situación deja de ser singular y se convierte en universal: se toca fondo al encontrarse uno que su situación personal aparentemente única e irrepetible es la situación de todos los hombres: por qué me ha alcanzado el dolor, por qué tengo que morir, por qué de pronto me encuentro solo y sin fuerzas... Es algo más que una situación: es la CONDICIÓN humana. Se trata de un nuevo concepto que tenemos que analizar. «... nuestra condición. Pienso que en el dominio de la antropología filosófica este término debería de substituir cada vez más al de naturaleza. Si alguien quisiera hoy rehacer la empresa de Hume, debería titular su obra no Sobre la naturaleza humana sino Sobre la condición humana (G. Marcel) 4. Esta substitución es típica de la filosofía existencialista, que elimina el concepto de esencia o, al menos, lo pospone al de existencia. Oigamos a Sartre: «Además, si es imposible encontrar en cada hombre una esencia universal que constituya la naturaleza humana, existe, sin embargo, una universalidad humana de condición. No es un azar que los pensadores de hoy día hablen más fácilmente de la condición del hombre que de su naturaleza. Por condición entienden, con más o menos claridad, el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación fundamental en el universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o proletario. Lo que no varía es la necesidad de estar en el mundo, de estar allí en el trabajo, de estar allí en medio de los otros, y de ser allí mortal» (El existencialismo es un humanismo, Buenos Aires, 1977, págs. 17-18). Para empezar, puede decirse que cuando una situación se convierte en universal puede ya hablarse de «condición humana». El mismo «estar-en-situación», puesto que es algo ineludible, es el primer dato de la condición humana: puedo cambiar mi situación, pero no puedo hacerlo sino para pasar a otra situación. La condición tiene un cierto carácter de «no-poder»: no hay posibilidad ninguna de escapar a ella. No puedo dejar de morir, no puedo dejar de sufrir, no puedo vivir sin contar con los demás... Ese no-poder me limita y me condiciona: la condición es también lo condicionante de mi existencia. Y ahora es cuando se plantea el problema humano con toda su gravedad: en principio puedo responder al porqué de mi situación remitiéndome a un «más allá» de ella que es la condición. Pero resulta que ese "más allá" no es tal «más allá» de la situación, sino la necesidad de permanecer en los límites de una situación universal (la condición humana). El recurso a la condición se convierte en un retorno a mi mismidad. ¿No es, pues, posible ir más allá, escapar a nuestra propia condición, romper nuestros limites? ¿Nos queda algo más que la resignación? Son preguntas, efectivamente. Preguntas desde la condición humana. Sólo el silencio responde desde el hombre. Así somos. Pero quedan las preguntas. ¿Responderá la Palabra de Dios? Si hay alguna respuesta, es Jesús quien la tiene. Jesús, que murió acto definitivo de la vida preguntando: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). En él preguntó el hombre a su Dios con la pregunta definitiva: ¿estamos abandonados?, ¿abandonados a nuestra condición de hombres? Jesús muere, y nadie responde. Pero no baja el telón de la tragedia humana, sino que el velo del templo se rasga (Mt 27, 51): sí, hay algo más allá. Algo que ninguna palabra viene ya a explicar, porque todo está dicho en el que acaba de morir. Jesucristo significa para nosotros: Dios no es el espectador del mundo, sino el Dios que comparte totalmente nuestra propia condición humana, el Dios histórico que entra en situación. La cruz de Jesús es la situación clave, decisiva y decisoria del destino de la humanidad. Situación única e irrepetible, pero tal que cambia toda la condición humana. Porque quien muere es un hombre, pero también mucho más. Por eso es también el único que no vivió encerrado en su condición humana y puede hablar y vivir desde más allá de ella, sin dejar de hablar por ello al hombre situado y encerrado en su propia condición. Jesús muestra cómo el hombre puede romper sus límites, cómo la condición humana deja de ser un «no-poder». Y Jesús sigue siendo un hombre. Pero un hombre que se convierte en la respuesta a toda pregunta humana. CESAR TEJEDOR. EL GRITO DEL HOMBRE Temas de Antropología Teológica Edic. MAROVA MADRID 1980, págs. 15-27

---------------------------------------------------1. K. JASPERS, Filosofía, Madrid, 1958, vol. I, pág. XXXI. 2. Ibid., vol. II, pág. 66. 3 Ibíd., vol. I, pág. XXX. Es notable la importancia otorgada por Juan Pablo II en su encíclica Redemptor hominis al tema de la «situación» del hombre: «la Iglesia de nuestro tiempo debe ser, de manera siempre nueva consciente de la situación del hombre» (núm. 14), «todos debemos plantearnos, con absoluta lealtad, objetividad y sentido de responsabilidad moral los interrogantes esenciales que afectan a la situación del hombre hoy y en el mañana» (núm. 15); (la Iglesia desea acrecentar la solicitud por el hombre) «redescubriendo la situación del hombre en el mundo contemporáneo, según los más importantes signos de los tiempos» (núm. 15). En el número 16 vuelve a aparecer tres veces la referencia a la situación del hombre, caracterizándose como «no uniforme, sino diferenciada de múltiples modos», y como «distante de las exigencias objetivas del orden moral, de las exigencias de la justicia y del amor social». 4. G. MARCEL, Essai de philosophie concrete, París, 1967, pág. 140.

LA GRATUIDAD DEL AMOR 1. SITUACIÓN a) El hombre en relación De algún modo y desde casi todos los campos, se viene caracterizando últimamente al hombre como un ser-en-relación La insistencia es, casi, fatigosa, hasta tal punto que la denominación se ha convertido en un lugar común. Pero no por ello es menos válida... ¿o no? Especialmente se ha vulgarizado el pensamiento de Martin Buber (1878-1965) y su obra Yo y Tú (1922). En esta «filosofía del diálogo», el hecho fundamental es el «encuentro» con el otro. El hombre no es nunca el hombre solo, sino el-hombre-con-el-hombre, así como la palabra fundamental no es tampoco «Yo», sino el par de vocablos «Yo-Tú». En la misma línea se encuentra una buena parte del existencialismo y toda la filosofía personalista, ejerciendo una influencia decisiva sobre la teología y el pensamiento

cristiano en general (debe tenerse en cuenta que los pensadores personalistas son judíos como Buber o cristianos). Por lo demás, encontramos afirmaciones semejantes en las diversas ciencias del hombre. Desde el punto de vista de la psicología, y por lo que se refiere a la génesis de la conciencia del «yo», parece claro que «el tú precede al yo» (Allport). E. Fromm otro autor ampliamente conocido y vulgarizado afirma que el impulso sexual no es la fuerza más poderosa que actúa en el hombre: «Las fuerzas más poderosas que motivan la conducta del hombre nacen de las condiciones de su existencia, de la 'situación humana'» 1. La primera necesidad que nace de la existencia humana es la necesidad de relación (frente al narcisismo), que sólo puede ser satisfecha por la pasión del amor: «la condición para cualquier tipo de vida equilibrada es alguna forma de relación con el mundo. Pero entre las diversas formas de relación, sólo la productiva, el amor, llena la condición de permitir a uno conservar su libertad e integridad mientras se siente, al mismo tiempo, unido con el prójimo» 2. No es sorprendente encentrar las mismas afirmaciones en el ámbito de la antropología cultural y de la sociología: «El sí mismo es, en todos sus aspectos, predominantemente, un producto social» (M. Mead); así como en el marxismo: «el hombre es el conjunto de las relaciones sociales» (K. Marx), cualquiera que sea la interpretación de este hecho. b) La situación de la relación Todos estos datos coinciden, además, con la antropología bíblica: el hombre es un ser necesitado, una «carne» común, un «cuerpo» presente en el mundo, un «espíritu» abierto a Dios... Y, sin embargo..., la «situación» de este rasgo de la «condición» humana nos impide el perdernos en afirmaciones románticas. Nada nos hace sufrir más que el fracaso en nuestras relaciones humanas, la soledad, el aislamiento y la superficialidad en que vivimos. De un modo progresivo, podemos calificar este fracaso como: agresividad, incomunicación, cosificación y solitariedad. La agresividad es todavía una forma distorsionada de comunicación con el otro; en la incomunicación el otro está todavía ahí, pero no consigo relacionarme con él; con la cosificación el otro desaparece como «otro» y se convierte en «cosa» que se instrumentaliza; finalmente el yo queda aislado en absoluto: solitariedad. Algunos psicólogos han señalado que, en muchos casos, la AGRESIVIDAD es una forma de comunicación: se golpea al otro cuando ya no es posible hablar con él. «Le golpeé porque no me quería escuchar, porque ya no quería hablar más ni me entendía.» A menudo, después de un arrebato así se llega a los niveles más profundos en el diálogo verbal y en la comunicación afectiva. Pero en otros casos se busca ya la destrucción del otro como «otro», porque esa alteridad resulta insoportable. Es la historia de Caín, el homicida del «otro» más cercano y semejante posible: el homicida del hermano. La historia que cuenta el Génesis (Gn 04) es «historia» precisamente por no serlo, por ser el paradigma continuamente imitado por los hombres que viven ya fuera del paraíso terrenal. No hay diálogo alguno entre los dos hermanos, cada uno parece trabajar y hacer sus ofrendas a Yahvé por su cuenta. Sólo hay una lacónica frase de Caín: «Vamos afuera», que revela la violencia que se va a desencadenar: la agresión requiere un espacio en la exterioridad, «afuera» del techo familiar, «afuera» de la ley. Y Caín descarga sobre Abel la irritación que siente contra sí mismo, matando lo que él quisiera ser, la imagen obsesiva del otro que está siempre ahí y siempre le acompaña. Inútil intento: la sangre del hermano continúa clamando y es imposible acallarla; el otro se hace aún más presente después de muerto, vive en quien lo ha matado. La agresión consumada perpetúa otro tipo de presencia y de comunicación. Por eso Caín se convierte en el perpetuo fugitivo, se siente condenado a huir sin descanso, llevando consigo la huella del hermano asesinado, y por eso Caín siente ahora sobre sí la amenaza de la muerte violenta: «Cualquiera que me encuentre me matará.» Ya no se concibe otro modo de comunicación que la violencia asesina. «Los hijos de Caín» (Camus), es decir, los que se rebelan contra Dios convirtiéndose en fratricidas no han desaparecido. L. Szondi, en su estudio Caín y el cainismo en la Historia universal, afirma: «Caín rige el mundo... Ambición, envidia y vanidad son peculiares en Caín. No Dios, sino Caín, es el nombre del hombre que se manifiesta en la Historia Universal. Así piensa el psicólogo del destino. Cualquier fricción entre los hombres aun cuando sea mínima es suficiente para despertar el eterno Caín. Al cabo de miles y miles de años no ha disminuido la actividad de matar en Caín. Persiste el fratricidio». Por eso se pregunta Szondi: «¿No consistiría la señal de Caín no en que no podía ser matado, sino precisamente en que no pueda ser destruido?» Y es que como afirma también repetidamente Hermann Hesse en sus novelas, por ejemplo en Demian todo hombre es Caín y Abel, sombras y luz, comunicación afectiva y violencia agresiva. Esta dualidad interna en cada hombre revela también que Caín no es nunca un solitario, por más que asesine y destruya: precisamente porque no está solo, mata y destruye, sin conseguir jamás la solitariedad. Matando y destruyendo se relaciona con el «otro» del modo más paradójico posible. También así intenta negar y matar a Dios. Caín es un obseso de la presencia del «otro», cuya compañía es al mismo tiempo deseada e intolerable. Si la agresividad tiene un carácter eminentemente activo, la INCOMUNICACIÓN reviste la forma de la pasividad. Caín sale «fuera» para matar; el hombre incomunicado se ve cada vez más encerrado en sí mismo, en un mutismo desesperante o en una palabrería que no dice nada. A veces sería preferible que este tipo de hombre estallara con violencia; por eso, este Abel bondadoso y distante provoca la agresividad de los demás. El Abel bíblico no pronuncia una sola palabra ni provoca en su nacimiento exclamación alguna de gozo por parte de su madre. Abel no parece sino «el hermano de Caín» (Gén 4, 1-2). Es un personaje distante, cuyo sufrimiento interior se adivina y que muere en silencio, sin un solo grito. No gritará sino después de muerto y su ausencia es más expresiva que su fugaz presencia. «La comunicación existe. Pero en cada caso hay que preguntarse qué es lo que se comunica y cuánto queda por comunicar... La comunicación se verifica a modo de esferas tangentes, que contacta cada una respecto de la otra por la periferia del Yo de cada cual» (C. Castilla del Pino) 3. El espejismo de una comunicación aparente impide caer en la cuenta de lo poco que comunicamos y nos comunicamos. La masiva recepción de informaciones muchas más de las que podemos asimilar a través de los medios de comunicación, tiene como resultado que cada vez nos comuniquemos menos de un modo activo. Y el día que falta la televisión, la prensa o la radio, surge la gran tragedia del no saber qué hacer ni qué decir. Pero también la sociedad puede ser fuertemente represiva y ejercer un severo control sobre «lo que no se puede decir» o que sólo puede ser mentado mediante fórmulas disfrazadas, enmascaradas. De ahí a que cada hombre termine por llevar su propia máscara, no hay sino un paso. Jung llama «persona» a esa realidad social enmascarada, en contraposición con el yo interior o «alma». Hay que recordar que «persona» era primitivamente la palabra para designar la máscara de los histriones antiguos. La máscara surge como consecuencia de la presión social, como tendencia a conformarse a la opinión colectiva. Lo más profundo y auténtico del yo se recluye. Hay una tendencia a mostrarse eso es también una exigencia social «pero se trata de mostrarse bajo una máscara: mostrar una máscara: larvatus prodeo» (Ch. Bandouin). Finalmente uno termina por identificarse con su propia máscara, que rigurosamente no es sino una máscara colectiva. Hay

comunicación, efectivamente, pero sólo comunican entre sí los personajes de una gigantesca farsa social, que repiten el texto previamente convenido. Son las «habladurías» y las «escribidurías» de Heidegger: lo que se habla y lo que se dice. Habla y escribe un «se» impersonal, nada más. Del personaje o la máscara a la «cosa» no hay sino un pequeño umbral que transponer, porque la farsa que se representa es la de la competencia, el triunfo y la posesión. Se trata de la COSIFICACIÓN del otro. El mundo en que se vive es una gigantesca Babel en la que ya no importa la imposibilidad de comunicarse por la palabra: no hay más lenguaje que el de las cosas. Un impresionante mídrash judío lo refiere así: «Cuando los hombres se pusieron a construir la torre de Babel, sucedió que los trabajos no iban bastante deprisa. Entonces los capataces decidieron que había que trabajar incluso los sábados. Dios no dijo nada. Algunos días más tarde, resbaló un obrero del andamio y se mató. Se le enterró rápidamente, sin ceremonia alguna. En ese momento se desencadenó la cólera de Dios. Porque el pecado contra el hombre es más grave que el pecado contra Dios.» La palabra «competencia» posee una curiosa ambivalencia: significa capacidad personal, pero es también competitividad, lucha contra el otro. Necesito al otro y lo necesito cerca, pero para poder competir mejor con él. Se conservan las «formas» de relación y cortesía: ¡son necesarias para atraer al contrario! Pero han experimentado un proceso de vaciamiento cordial y se han degradado. O bien me interesa el otro para servirme de él. La relación se comercializa: se vende el trabajo y al trabajador como si fuera una cosa: tanto da un hombre como una máquina. Ya no hay «otro», hay una cosa. Y nada es gratuito: el más mínimo servicio, cualquier relación, se compra y se vende. Lo que importan son las cosas: sólo ellas cuantas más, mejor dan seguridad y satisfacción, ayudan a ser más. La amistad y el amor dejan de interesar. Se trata, naturalmente, de un cuadro muy exagerado, pero no irreal ni imposible. Es una Babel que amenaza continuamente a nuestra sociedad, una Babel que ya difícilmente -cuando falta espacio vital sobre la tierra podría ser dispersada. Queda aún un último paso: codo con codo con los demás, sin jamás poder estar realmente «solo», agresivo, incomunicado o cosificado, el hombre actual puede sentirse profundamente «solitario». La SOLITARIEDAD es la negación más radical del hombre como ser-en-relación. Job es el solitario abandonado: lo pierde todo; su propia «carne» es decir; su mujer no consigue entenderle, sus amigos le hostigan, el mismo Dios parece haberse tornado en acusador hostil. Por eso Job comienza su lamento vertiendo toda su agresividad contra el único que parece escucharle: él mismo: «¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: Un varón ha sido concebido!» (Job 3, 3). Inmediatamente viene una invocación a las tinieblas: igual que la oscuridad nos aísla y nos envuelve como una piel, así se halla encerrado en sí mismo el solitario: «El día aquél hágase tinieblas, no se acuerde de él Dios desde allá arriba ni resplandezca sobre él la luz. Lo manchen tinieblas y sombras, un nublado se cierna sobre él, le estremezca un eclipse. ¡Oh sí, la oscuridad de él se apodere, no se añada a los días del año ni entre en la cuenta de los meses! Y aquella noche hágase lúgubre, impenetrable a los clamores de alegría!» (Job 3, 4-7). Pero además del solitario abandonado, existe el solitario que abandona a los demás, el único auténtico solitario. Porque en Job hay una decidida voluntad de relación, que concluye con éxito, y su historia termina en alegría. Por el contrario, ahí está el hijo fiel de la parábola del padre que tenía dos hijos (Lc 15, 11-31). No dice palabra cuando su hermano decide abandonar la casa, no acompaña a su padre en la espera y en el salir al encuentro, está ausente cuando comienza la fiesta y, cuando llega, «se irrita y no quiere entrar». El padre se ve obligado a salir a buscarlo, y entonces le responde con altanería; lo único que parece preocuparle de su padre: las cosas, no las personas. Incluso a la expresión de su padre sin duda, intencionada «tu hermano», contesta con un despreciativo «ese hijo tuyo» y un «tu hacienda». La respuesta final es significativa: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo.» Pero el hijo «fiel» no parece haberse dado cuenta de ello nunca: su presencia en la casa no ha sido sino una ausencia; su padre, un extraño; su hermano, alguien que estaba definitivamente «muerto» y que no podía «volver a la vida». El mismo no se considera «hijo»: es un solitario que ni reconoce a Dios por padre ni ama a los demás como hermanos. No es capaz de matar como Caín, hace algo peor: ignora al otro, lo tiene condenado en su corazón. La parábola no olvidemos que va dirigida contra los fariseos y los escribas, que murmuran porque Jesús acoge a los pecadores lleva a una paradójica conclusión: ¿quién es realmente el hijo fiel y quién el pródigo?, ¿quién es el que está lejos y quién el que está cerca? «Poned atención: / un corazón solitario / no es un corazón» (A. Machado). Curiosamente, el hijo fiel no vive en soledad: tiene sus amigos. Pero es fácil suponer la relación que le liga con ellos. Desconoce la soledad, necesaria para la plenitud interior, pero es un solitario en compañía de los otros. Lo terrible del solitario es que, al no relacionarse con los demás, no se encuentra «situado» respecto a nadie. Sólo se sitúa respecto a las cosas, sus cosas. Se crea su propio mundo, fetichista y mezquino, en el que él mismo es una cosa más. En el mundo de los demás se siente extraño y extranjero (Camus). Y paradójicamente, él, que sólo goza en la posesión de cosas incluso el otro no es sino un cuerpo en la relación sexual vive en la mayor privación. Vive sólo esa vida suya «privada», es decir, carente de todo lo que es realmente bello y humano. De este modo concluye el proceso de degradación de lo humano como ser-en-relación. La descripción puede haber provocado un cierto estupor. ¿No es demasiado negativa? En realidad se trata sólo de una tipología, muy rápida y un tanto caricaturizada. Como tal, es irreal cada hombre es distinto, pero ayuda a comprender la realidad. Por otro lado, ¿es realmente una graduación? Se puede haber llegado a la solitariedad sin haber pasado por los estadios anteriores: la graduación tiene un carácter «lógico», no histórico. Por fin, ¿no es demasiado individualista? La utilización de figuras bíblicas puede haber acentuado esta impresión. Pero no se debe olvidar que por ejemplo Caín no es un individuo, sino una imagen colectiva: el cainismo es un estado de la humanidad. 2. INTERPRETACIÓN ¿Cómo es que, si el hombre es relación, pueda fracasar en eso mismo que «es»? Teóricamente, parece imposible. Y, sin embargo, así sucede. La única explicación consiste en afirmar: el hombre nace y vive siempre en relación, aun en el caso de que se convierta en un solitario o de que su modo de relacionarse sea un verdadero fracaso. Pero el que se abra a una relación plenamente humana y constructiva sólo es el término de un largo proceso de personalización. Es esto lo que hay que investigar: ¿cómo puede explicarse que ese proceso fracase? Yendo directamente al núcleo de la cuestión, debe decirse lo siguiente: hay un «antes» que determina la relación y desde el que el hombre la entabla. Se trata de la previa «disposición» de cada uno, que le orienta en uno u otro sentido. C. G. Jung ha definido muy bien este concepto en su obra Tipos psicológicos. En nuestro caso se trataría de que el hombre puede orientarse

hacia el «don de si», o bien hacia la «afirmación de si mismo». Claro que no se trata de dos orientaciones excluyentes. Pero puede darse el caso de que uno se encuentre dispuesto de forma casi exclusiva hacia la «afirmación de sí mismo». Y ahí está el problema. a) La afirmación de sí mismo Pascal habló de «amor propio» «La naturaleza del amor propio y de ese 'yo' humano es no amarse sino a si mismo y no considerarse sino a si mismo»; pero desde el siglo XVIlI se utilizó el término «egoísmo». Más tarde, Stendhal introdujo una palabra de origen inglés, «egotismo»: excesiva importancia concedida a si mismo y a su propio desarrollo, tendencia a hablar mucho de sí. La existencia de un vocabulario preciso es ya un síntoma de que «algo tiene que haber cuando se lo nombra». Profundamente, el hombre es ante todo pulsión, tendencia, deseo, acción, poder. A un cierto nivel se descubre lo que todavía suele llamarse «instinto de conservación»; a un nivel superior, conocer y querer son un poder de afirmación o negación, o un poder de decir «sí» o «no». Decimos lo que las cosas son o no-son (nos lo decimos a nosotros, y lo decimos a los demás); pero también pronunciamos el «sí» o el «no» de nuestra voluntad libre a la vida, a los hombres, al trabajo, a la alegría o al dolor, al mismo Dios... Nuestra existencia se convierte en «positiva» cuando predomina el «sí» sobre el «no», los motivos de afirmar sobre los de negar, cuando se vence toda ambigüedad del «sí, pero...» o del «quizá». En la parábola de los dos hijos (Mt 21, 28-32), ante la invitación del padre a ir a trabajar, el primero responde: «No», pero luego acude; el segundo, en cambio, dice: «Sí», pero luego no va. La pregunta a que nos lleva la parábola es: ¿dónde se encuentra el verdadero, el interior «sí» de la obediencia? Palabra, corazón y acción se encuentran aquí profundamente distorsionadas. Por eso: «que vuestro lenguaje sea un: ¿Sí?, sí; ¿No?, no» (Mt 5, 37; Sant 5, 12; 2 Cor 1, 17-20). El desagrado que suscitan en nosotros la negatividad y la renuncia procede de nuestra tendencia a dar mayor peso a la afirmación y, con ella, a la vida y al ser. El Renacimiento y la Edad Moderna se caracterizaron por una afirmación de lo humano y de lo mundano frente a la oscura negatividad que se adivinaba en el pensamiento de la Edad Media. Para Descartes, la voluntad es, ante todo, la facultad de afirmar y negar. Spinoza va mucho más lejos al decir que el hombre es esfuerzo por mantener y acrecentar la propia existencia, y que la esencia del alma consiste en la afirmación de la existencia del cuerpo: existir es auto-afirmarse. Y la virtud no es sino este mismo esfuerzo por afirmarse a sí mismo. Algunos han visto aquí el colmo del egoísmo expresado en sus fundamentos filosóficos. Aunque tal interpretación no sea justa respecto al pensamiento de Spinoza, al menos descubre por dónde pretenderá justificarse a sí misma directa o indirectamente toda forma de egoísmo. En otros filósofos, la cosa es ya más clara. De un supuesto egoísmo universal, Max Stirner concluye en la solitariedad del yo que sólo vive para sí mismo: «Dios no se ocupa más que de sí mismo, de lo suyo... La causa que defiende la humanidad, ¿no es puramente egoísta?... Yo basaré, pues, mi causa en Mí; soy, como Dios, la negación de todo lo demás; soy para mí Todo, soy el Único... Lo divino es la causa de Dios; lo humano es la causa del hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es lo verdadero, ni lo bueno ni lo justo, ni lo libre, es lo mío; no es general, sino Única como Yo soy Único. No admito nada por encima de mí» (El único y su propiedad, Barcelona, Maten, 1970, págs. 25-26). El «único» de Max Stirner (el yo egoísta), deja paso en Nietzsche a la aristocracia de los superhombres: «Aun a riesgo de desagradar a los oídos inocentes, establezco lo siguiente: el egoísmo es algo propio de la esencia de las almas nobles. Esta es mi insensata fe: a un ser como 'nosotros somos' deben someterse por naturaleza los demás seres y sacrificarse por él» (Más allá del bien y del mal, 265). Por eso concluye lógicamente: para el alma noble «el concepto 'gracia' carece de sentido y de fragancia... Su egoísmo se lo prohíbe: mira con disgusto hacia 'arriba'... ya que se sabe en la altura misma» (Ibíd.). Son expresiones que llenan de asombro. Bajo su indudable grandiosidad una titánica, una agónica afirmación de sí mismo hasta la desorbitación se oculta la solitariedad del «único» que se cree tal: «Soy demasiado orgulloso escribe Nietzsche a su hermana en 1885 para creer que alguien pueda amarme. Ello supondría que él sabe quién soy. Tampoco creo que yo pueda llegar a amar a nadie. Necesitaría encontrar a un hombre de mi condición. Para lo que me preocupa, me aflige, me eleva, no he tenido jamás un confidente ni un amigo.» Lo que asusta es la exclusividad de la autoafirmación: ¿no hay más forma de afirmarse a sí mismo que negando a todos los demás? Es claro que necesitamos poseernos a nosotros mismos para poder «ser». La historia del concepto de «persona» es ya reveladora: para los medievales es ante todo autoposesión, dominio sobre la propia realidad una realidad completa; no dispersa, sino clausurada; el ser personal es un ser «en-sí». Para los filósofos modernos, la persona se posee a sí misma por medio de una vuelta reflexiva sobre sí misma, es decir, por medio de la conciencia: ser «paraíso», es ser persona. El concepto actual de «relación» ser «para-otros»no elimina los anteriores: los completa y corrige, haciendo ver que en la orientación y apertura a los otros se encuentra la posibilidad de afirmarse a sí mismo. La psicología ha revelado cómo en determinados momentos de extremada carencia física las motivaciones humanas se reducen a lo más elemental: hambre y sed. Hasta el sexo queda relegado. No resta, pues, sino el «instinto de conservación», forma biológica de la «afirmación de sí mismo». Ahora bien, eso es lo básico; pero el hombre se encuentra más allá. Lo básico no es lo esencial, sino que el hombre lo humano es hacia arriba y hacia adelante. O como dice Pascal: «el hombre supera infinitamente al hombre». El hombre es un ser abierto al mundo y a los demás: ése es su mundo, en el que categorías como «ajuste» y «adaptación» que permiten al animal conservar su existencia en su medio ambiente son claramente insuficientes; no se trata ya de adaptarse y conservarse en la existencia, se trata de relacionarse. De este modo parece evidente que la «afirmación de sí mismo» aún a los niveles superiores, cuando se torna en exclusiva y excluyente, se contrapone a la vida en relación y a la realización de lo estrictamente humano. b) El don de sí El fracaso de la relación pone de manifiesto que hay algo más radical en el hombre que el puro ser-en-relación, un núcleo profundo de lo humano del que procede la disposición favorable a la relación. Esta deriva en solitariedad generalmente disfrazada bajo lo que Jaspers llama «el intento desesperado de una comunidad de los solitarios» cuando procede de la exclusiva afirmación de sí mismo. Sólo cuando la relación se basa en la afirmación del otro y en el «don de sí» se convierte en algo positivo y creador ya que es

manifestación del poder y de la fuerza mas radicales que posee el hombre: el amor. El amor es «el tema» del hombre: ocupa a la religión, a la filosofía, a la poesía, al arte. Cuando se le dedica un amplio discurso, se tiene finalmente la impresión de haberse perdido en cuestiones secundarias; si se habla breve y sobriamente, entonces parece que no se ha pasado del umbral del tema; si se opta por callar quizá lo más sabio, el vacío producido se torna demasiado evidente. Y es que el amor no es algo que pueda conceptualizarse sin más. Es una realidad absolutamente original, que no puede reducirse a ninguna otra. Sólo puede ser captado en la experiencia, como algo que nos sobreviene y que se nos regala inesperadamente, o como algo por completo «distinto» de todo lo demás, que surge en nosotros en el estupor de la sorpresa. Ese carácter de «lo totalmente distinto» se pone de manifiesto en el hecho de que es quizá la única experiencia ante la que uno debe preguntarse: ¿qué me está pasando? En ese momento, todo intento «explicativo» es decir, todo intento de analizar sus causas y sus elementos, y de reducirlo a otras experiencias mejor conocidas fracasa por completo: el amor es siempre otra cosa. No es emoción, ni deseo, ni sentimiento, aunque los provoque y le acompañen: «El amor lleva consigo su propia evidencia, inconmensurable con la evidencia de la razón... Por ello es accesible a la intuición, pero no puede ser definido» (M. Scheler). Es decir: el amor sólo puede ser comprendido no explicado desde dentro, desde su propia presencia, no en la objetividad de la ausencia. También han fracasado los intentos de establecer una clara distinción entre los diversos «tipos» de amor, como lo demuestran las interminables polémicas y la falta de acuerdo entre los teóricos del tema. Más bien parece que el amor es una realidad muy compleja y polivalente, que afecta a toda la persona en cuanto se dirige a otra persona, considera también en su totalidad. Por eso hay que apresurarse aquí a indicar que nuestro modo de tratar el tema es premeditadamente muy parcial: sólo se tendrán en cuenta aquellas características del amor que más directamente nos interesan. Frente al egoísmo como «afirmación de sí», el amor aparece como la incondicionada «afirmación del otro»: «En todos los casos imaginables del amor, amar quiere decir apropiar... Amar algo o alguna persona significa dar por 'bueno', llamar 'bueno' a ese algo o a ese alguien. Ponerse de cara a él y decirle: Es bueno que existas, es bueno que estés en el mundo» (J. Pieper) 4. Lo que importa es el «tú». El «yo», en cambio, se convierte en sujeto activo de un modo estricto: el sujeto que afirma al tú como lo «bueno», como lo que merece existir, como lo que debe existir. El que ama quiere hacer vivir en plenitud al otro Jesús ama a los hombres, por eso les trae «la abundancia de la vida» y da la suya propia a cambio de la de sus discípulos, incluso desearía salvarlo de la muerte. Amar es voluntad de eternización: «Amar a una persona es decirle: tú no morirás» (G. Marcel). Pero no es tanto la «permanencia» la nomuertedel otro lo que se afirma, como su continuo progreso en la vida: «El amor dice Nédoncelle en una expresión famosa es voluntad de promoción. El yo que ama desea ante todo la existencia del tú; quiere además el desarrollo autónomo del tú». Pero la fuerza creadora del amor quedaría completamente desvirtuada si se la desplazara fuera de ella misma. No son las obras del amor lo que da vida al otro: es el amor mismo. El que se siente amado y sólo él descubre que su vida tiene un sentido, descubre su propio valor, es decir, el valor de su «yo», y se ve impulsado a realizar lo que el otro espera de él. Por el contrario, la falta de amor paraliza y destruye. La mirada del que no ama esta mirada precisamente, no toda mirada del otro, como pretende Sartre «cosifica». San Juan lo intuyó y lo expresó sorprendentemente: «Todo el que no ama a su hermano, es un homicida» (1 Jn 3, 15). Nadie existe ante sí mismo, si al mismo tiempo no existe ante los demás, y sólo en la medida en que uno se siente aceptado por los demás puede llegar a aceptarse a sí mismo. No tiene otro origen la inseguridad profunda que tantas veces sentimos. Si ahora nos preguntamos cómo el amor afirma al otro, la respuesta es: no por una afirmación verbal ni por un deseo, sino por el don de sí. Afirmo al otro dándome a él, afirmo su vida entregándole la mía. De nuevo es San Juan quien mejor lo ha formulado: «El amor supremo consiste en dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). Es decir: sólo cuando uno se ha dado al otro totalmente como «vida» es cuando ha llegado a amar, cuando ha llegado al nivel del amor. Interpretar la frase de Juan en el sentido de que el amor debe llevar incluso hasta aceptar la muerte por el otro la desvirtúa parcialmente, en cuanto que convierte al amor en un acto extremo y heroico, es decir, en un acto final o un término. Amar es más bien «estarse dando» como ser vivo y personal, como realidad existente e histórica. Ortega ha descrito este aspecto de un modo excelente. No sólo el amar es «hallarse psíquicamente en movimiento, en ruta hacia el objeto», es decir, un «constante estar emigrando», sino que en contraposición con el acto de pensar y el de la voluntad que son instantáneos, que no duran, sino que son puntuales, aunque puedan requerir una larga preparación «el amor se prolonga en el tiempo»: «no se ama en serie de instantes súbitos, de puntos que se encienden y se apagan como la chispa de la magneto, sino que se está amando con continuidad... El amor es una fluencia, un chorro de materia anímica, un fluido que mana con continuidad como de una fuente» (Estudios sobre el amor, Madrid, 1970, páginas 68-69). Llevadas las cosas al extremo, podría llegar a afirmarse que el amor es un dar que excluye el recibir. E puro amor sería un dar «puro», con lo que quedaría netamente distinguido el carácter centrífugo del amor del carácter centrípeto y egoísta del eros. Pero esta distinción es artificial. El amor no puede dar sin por ello mismo recibir. Recibe, en primer lugar, de sí mismo. Si el amor es la suprema fuerza del hombre, al amar libera éste lo mejor que hay en él y alcanza la perfección de la acción. «Tú existes solamente si amas; el ser solamente es ser si es el ser del amor» (Feuerbach). Después, todo acto de amor reclama una respuesta, y lo hace con increíble energía precisamente por no reclamarla en absoluto, es decir, por ser un acto gratuito. Comprender este último aspecto es fundamental, puesto que nos lleva a la raíz misma de la relación. Puesto que el otro es libre, sólo se le puede solicitar en la libertad. La relación no puede ser impuesta, ya que la coacción por más sutil e inteligente que sea la impide o la destruye. Para recibir al otro hay que darse sin más. «Acaece con la persona individual que sólo por el acto de amor y en el acto de amor nos es dada» (Scheler). Y si sólo en el amor es posible iniciar la relación ése acto suele llamarse «encuentro» también sólo en el amor es posible mantenerla. Si intento atar al otro, lo pierdo como persona; lo tengo como cosa, pero no lo «poseo» en la libertad. Es decir, la relación se convierte en dominación alienante que puede durar únicamente a costa de ir anulando progresivamente al otro. «Sin la separación dice Tillich desaparecen el amor y la vida. Sólo la relación de persona a persona, superior a todas las demás, es la que conserva la separación de cada centro individual y, no obstante, opera su reunión en el amor» 5. El amor, pues, re-úne, no unifica. Como es creador del otro, lo ayuda a alcanzar su plenitud personal, con lo que acentúa las diferencias (lo que Tillich llama «separación»); pero «eso» que promociona el amor es «dado» al otro y no guardado para sí. Con otras palabras: es «puesto en común», ya que al ofrecerlo no se renuncia a nada. Darse no es, de ningún modo, renunciar, sino conservar y acrecentar por medio de la puesta en común. «Comunidad» es entonces la palabra más exacta y rica para expresar la

«relación» entre dos o más personas: indica ese fluir dar y recibir de vidas en crecimiento y enriquecimiento mutuo. La «afirmación de sí mismo» resulta ahora justificada dentro del contexto único de su posibilidad: la «afirmación del otro» por medio del don de sí. Si me afirmo aislándome, me pierdo. Jaspers lo ha visto con toda claridad: «Querer sustraerse a la verdadera comunicación significa renunciar a mi ser-mí-mismo; si me sustraigo a ella me traiciono a mí mismo juntamente con el otro». No es sino la gran paradoja evangélica: hay que dar «perder» la vida para poder conservarla (Mt 10, 39). Probablemente el mismo Jaspers la tuvo en cuenta cuando añade: «En la patentización me pierdo a mí mismo (como empírica existencia constituida) para recobrarme (como posible 'existencia'), en el hermetismo me conservo (como existencia empírica), pero perdiéndome (como posible 'existencia')» (Filosofía, Madrid, 1958, val. I, pág. 466). O bien me cierro herméticamente en la afirmación de mi actual existencia, y entonces pierdo la posibilidad de «existir» auténticamente; o bien renuncio a mi ser actual para que, en la comunicación amorosa, se haga patente, surja, la existencia plena a la que estoy llamado. Queda aún algo por añadir, aunque está de algún modo implícito en todo lo anterior: el amor es gratuito. La gratuidad del amor No es fácil llegar a comprender el valor de la gratuidad, ya que «lo gratuito» es hoy precisamente «lo que no vale nada». En un sistema de relaciones humanas comercializadas, todo se da «a cambio» de otra cosa, y se desconfía de aquello que se nos da por nada. Hay desde luego cosas «que no tienen precio», pero son justamente aquellas por las que no se podría nunca pagar lo suficiente, aquellas que no pueden ser vendidas y menos aún regaladas. Y he aquí que el amor es aquello que «no tiene precio», que no puede ser comprado ni cambiado por ninguna otra cosa, pero que en su esencia misma conlleva el que se regale: es un don gratuito. Todo lo más, puede imaginarse que el amor «hay que merecerlo»; sin embargo, cuando llega se comprende que es inmerecido o que supera todo lo que podría merecer. André Gide aborda con humor, en una breve novela, el tema del acto gratuito. El prólogo: un hombre devuelve en la calle a Zeus, el banquero, el pañuelo que se le acaba de caer al suelo. Zeus reacciona de un modo sorprendente: pide al hombre que le escriba una dirección cualquiera en un sobre y luego le da una bofetada. En el capítulo primero, Prometeo, sentado en la terraza de un café de París, escucha al camarero las siguientes reflexiones: «¡Una acción gratuita! ¿No le dice eso nada a usted? A mí, me parece algo extraordinario. Durante mucho tiempo pensé que era eso lo que diferenciaba al hombre de los animales: una acción gratuita. Llamaba al hombre: el animal capaz de una acción gratuita. Pero después pensé lo contrario: que era el único ser incapaz de actuar gratuitamente. ¡Gratuitamente! Imagínese: sin razón sí, ya lo entiendo digamos: sin motivo. ¡Incapaz! Entonces eso empezó a fastidiarme. Me preguntaba: ¿Por qué hará esto? ¿Por qué aquello?... Y, sin embargo, no es que yo sea determinista. Una anécdota, de cualquier modo, al respecto: Tengo un amigo, aunque le parezca increíble, que es millonario. También es inteligente. Una vez se dijo: ¿Una acción gratuita? ¿Cómo hacerla? Y fíjese que no hay que entenderlo como una acción que no reporta nada, porque si no... No, sólo gratuita: un acto que no esté motivado por nada. ¿Entiende? Ni interés, ni pasión, ni nada. El acto desinteresado, nacido de sí mismo; el acto sin tampoco objeto, por lo tanto, sin dueño; el acto libre, ¡el Acto autóctono! Ponga atención. Mi amigo sale por la mañana llevando encima un billete de 500 francos en un sobre y una bofetada dispuesta en la mano. Se trata de encontrar a alguien sin elegirlo. Así que en la calle deja caer un pañuelo, y al que lo recoge (buen hombre, puesto que recoge), el millonario: «Disculpe, caballero, ¿quizá conocerá usted a alguien?» El otro: «Sí, a varios.» El millonario: «En este caso, caballero, me figuro que será usted tan amable de escribir su nombre en este sobre; aquí tiene usted plumas, tinta, lápiz...» El otro escribe como un buen hombre; luego: «Ahora quizá pueda usted explicarme, caballero...» El millonario contesta: «Cuestión de principios.» Luego (olvidé decir que tiene mucha fuerza) le pega en la mejilla un bofetón que llevaba en la mano. Luego llama un coche de punto y desaparece. ¿Se fija usted? Dos actos gratuitos a la vez: el billete de 500 francos para un destinatario que él no ha elegido, y una bofetada para alguien que se elige por sí solo recogiéndole el pañuelo. ¡Vaya! ¿Es lo bastante gratuito? Pero, ¿y la relación? Apuesto a que no profundiza usted lo bastante en la relación; ya que siendo el acto gratuito, también es lo que por aquí llamamos: reversible. Uno que recibe 500 francos por un bofetón, otro que recibe un bofetón por 500 francos... y luego, cualquiera sabe.... ahí nos perdemos. ¡Imagínese! ¡Un acto gratuito! No hay nada que desmoralice tanto» (Prometeo mal encadenado, Barcelona, 1974, págs. 18-21). Lo importante en este texto no es su intención, ni la descripción del acto gratuito en sí mismo (prácticamente, un acto arbitrario más que gratuito), sino el modo como refleja el carácter escandaloso y sorprendente de lo gratuito. Gratuito es «lo que no se explica uno». Y aquí, en efecto, nada explica los actos de ese millonario fuerte e inteligente, empeñado en hacer un acto gratuito. Bien, olvidemos que en este caso la gratuidad se ha convertido en el absurdo y que detrás del nombre del protagonista se esconde una confusa intención religiosa. El millonario obra así porque puede hacerlo: es un lujo que sólo él es capaz de permitirse. Todos los demás hombres corren detrás de su interés; él, en cambio, no necesita nada, y nada le impide actuar así. El acto emana de su poder y de su fuerza. Asombra a todos y desequilibra las categorías del comportamiento ordinario, siempre «razonable», utilitario, justificable (al menos, pretende serlo así). Por eso, el hecho «da que hablar», crea malestar: « ¡Un acto gratuito! No hay nada que desmoralice tanto! » Pero dejemos ya el texto de Gide. Lo gratuito no puede ser deducido infaliblemente de ninguno de sus antecedentes. No surge como una conclusión cierta a partir del orden del mundo. Tiene toda la espontaneidad de la libertad humana. Goza de la coherencia interior del ser de cada uno. Por eso no es irracional, pero tampoco es previsible. El reino de lo gratuito permite una extraña seguridad: puedo confiar en el otro de un modo absoluto, pero no puedo estar seguro de lo que él va a hacer en concreto. Sólo sé que actuará desde sí mismo, que lo que haga se justificará por sí mismo, que será valioso en sí. Pero su acción no está previamente programada. Por eso no es posible conocerla con anterioridad, sólo cabe esperarla. Lo gratuito tiene así todas las características del futuro histórico: no es objeto de conocimiento, sino de esperanza.

Por parte del sujeto que lo realiza, lo gratuito es lo desinteresado: se pone en la existencia por su propio valor, sin buscar utilidad ninguna. La acción gratuita es como la creación poética o artística. Por parte del destinatario, no puede ser exigida ni provocada. En la esencia de lo gratuito se incluye el que sólo se puede gozar cuando no se ha atrevido uno a solicitarlo, cuando el recibirlo ha constituido una real sorpresa. Guardini describe en su libro Libertad, gracia y destino algunas experiencias de gratuidad. Boff (Gracia y liberación del hombre) amplía notablemente la lista. Por nuestra parte, quisiéramos señalar lo siguiente. En primer lugar, que antes que «actos gratuitos» existen «realidades gratuitas». Y esto es esencial. Porque el hombre como todo cuanto existe, toda realidad el «ser» mismo es don gratuito del Dios creador, es decir, es don de amor. Vivir esa gratuidad de cada cosa, recibirla como regalo de Dios, es el modo propio de vivir en el mundo como creación. En segundo lugar, imagen de Dios, es capaz también de obrar libre y gratuitamente, pero el don esencial de que es capaz, es el don gratuito de sí mismo realizado en la entrega de amor. Así, en este mundo totalmente gratuito, que expresa el don del mismo Dios, la gratuidad esencial está constituida por un acto esencial: el amor del hombre, y por una realidad única: el hombre mismo que se da y se deja encontrar en el amor. El «otro» es «lo gratuito: no puede ser deducido ni manipulado, sólo puede ser «encontrado» en un acto recíproco también gratuito: en el amor que crea comunidad. Pero si todo es gratuito, si «todo es gracia», ¿cómo resulta, entonces, que lo gratuito es lo inesperado y sorprendente? Eso es precisamente lo más notable del caso: si todo apareciera como gratuito, todo aparecería como sorprendente y único, es decir, precisamente como lo que es. Hasta en lo más pequeño y trivial encontraríamos motivo de admiración y asombro, y el mundo entero adquiriría una nueva fisonomía. Si esto no es así, es porque hemos perdido capacidad para contemplar la realidad: hemos cosificado y mecanizado nuestro mundo. La visión del Mundo feliz de A. Huxley una referencia casi obligada en estos momentos tiene sus raíces en los comienzos de la Edad Moderna, cuando el Universo comienza a ser concebido como una inmensa máquina regido exclusivamente por las leyes de la mecánica. Ese mundo que descansa en sí mismo y se mueve según sus propias leyes inmanentes ya no es don de ningún amor personal. Es lo vacío y lo lleno, la luz y la sombra, el frío y el calor, lo grande y lo pequeño..., pero nunca un regalo, ni el espacio infinito de lo gratuito: todo allí sucede según norma, ley y orden. El espíritu, la libertad y la gratuidad quedan recluidas en el ámbito de lo estrictamente humano, en el ámbito de la intimidad; pero también allí se encuentran ahogadas y amenazadas. En el mundo de lo mecánicoen el «Universo máquina»ya no tienen espacio. «¿En qué mundo no podría suceder algo semejante? La respuesta dice: en uno construido mecánicamente. Si todo se pudiera resolver en necesidades matemáticas, biológicas o psicológicas, no serían posibles tales fenómenos. Todo tendría el carácter de un correr necesario que pasa a través y, aunque por complicados caminos, podría ser previsto y calculado. Sería un mundo sin gracia. En ninguna parte se daría el obsequio de una benevolencia; el florecer de lo nuevo; el dichoso logro de lo perfecto; el libre abrirse del corazón. El sentimiento de un tal momento gracioso sería un engaño. Engaño procedente de falta de visión y capacidad de juicio, o engaño constitutivo, del que la naturaleza necesitaría para mantener al individuo dispuesto y capaz de vida. El consciente penetraría la trama de relaciones, situado, naturalmente, al margen de las posibilidades de la vida. Hay atmósferas humanas que dificultan lo gracioso y hasta lo asfixian. Por atmósfera se entiende ese ambiente formado por las normas en vigor, por los órdenes de valores reconocidos, por las formas de vida existentes, simpatías y antipatías involuntarias, esperas y temores, y fundado en la primacía de un determinado tipo humano ( . . . ). Otras atmósferas lo desprecian, desaniman y debilitan: la positivo-fanática, la autoritario-burócrata, la calculadora rígida; y, lo más desesperante, la de la violencia racionalista, de la inhumanidad mecanizada, como sucede a diario actualmente. Libertad, generosidad, expansión del corazón, humor, originalidad en la inspiración y confiada osadía, todo eso es notado como extraño, antipático, enojoso y aun peligroso. Hay una secreta angustia en la acción que se siente arriesgada por lo gracioso y pretende sofocarlo>> (R. GUARDINI, Libertad, gracia y destino, San Sebastián, 1964, págs. 110-11). En la vida de Jesús es donde se descubre con toda claridad el carácter «enojoso» de lo gratuito. Obra con tal libertad y de un modo tan imprevisible, que trastorna totalmente el orden establecido y lo pone en peligro inminente. Por eso Jesús «debe morir». Todo es gratuidad. Pero el hombre debe aprender de nuevo a comprenderlo así y a actuar de ese modo. Alicia tiene que descubrir de nuevo «el país de las maravillas». Mientras tanto, lo gratuito irrumpe únicamente en la existencia en contadas ocasiones, cuando su carácter es tal que no puede ser ignorado o ahogado. Sería el caso de las «experiencias de salvación»: todo parece racional y científicamente perdido, pero, de pronto, uno se encuentra fuera, a salvo y libre. Domina el sentimiento de «lo maravilloso», de «lo increíble», y brota una acción de gracias que cuando falta la fe en Dios no sabe a quién dirigirse. La Biblia está llena de experiencias de éstas, y sobre ellas parece haberse basado la fe de Israel en la presencia del Dios salvador: a orillas del mar Rojo, perseguidos por el ejército de Egipto; cercada Jerusalén por los asirios; en el destierro, lejos del templo, destruido... Esas «experiencias de salvación» se dan también en nuestra vida ordinaria, en momentos inesperados, es decir, cuando se ha hundido toda esperanza. Gracias a ellas se rompe el cerco angustioso de nuestra existencia mecanizada. Pero podrían enseñarnos a descubrir la universal presencia de lo gratuito, el carácter de «gracia» de toda la realidad. También podrían enseñarnos a responder al mundo y a los hombres por medio de actos gratuitos, es decir, a vivir en la auténtica dimensión del amor. San Pablo lo expresa por medio de una paradoja: «Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor. Con nadie tengáis otra deuda que la del amor mutuo» (Rm 13, 7-8). Todo puede ser pagado, sólo el amor es una deuda insaldable. Es lo debido-indebido, lo necesario-gratuito, lo reclamadoirreclamable. «Debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4, 11), pero el amor es un mandamiento, una orden, que supera todo orden. «La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 10). Al concluir este apartado es ya posible sacar una consecuencia importante: «gracia» o «gratuidad» es el modo propio de la existencia humana en cuanto tal, es decir, en cuanto existencia recibida y entregada gratuitamente a los demás en el acto de amor. El «ser» nos ha sido dado y existe para que lo entreguemos. CESAR TEJEDOR. EL GRITO DEL HOMBRE Temas de Antropología Teológica Edic. MAROVA MADRID 1980, págs. 37-57

........................... 1. E. FROMM, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, 1970, Página 31. 2. Ibid., Pag. 37. 3. C. CASTILLA DEL PINO, La incomunicación, Barcelona, 1970, páginas 12-13. 4. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid. 1972, pág. 436. 5. P. TILLICH, Amor, poder y justicia, Barcelona, 1970, págs. 44-45.

EL HOMBRE, SER EN EL MUNDO Hablar del hombre como «relación» e insistir sobre la «gratuidad» de su existencia es todavía una abstracción que necesita ulteriores concreciones. La primera de todas es la siguiente: relación y gratuidad son realidades necesariamente mundanas. Sólo podemos relacionarnos, expresar nuestro amor, experimentar la gratuidad, en medio del mundo. Toda experiencia humana es siempre mundana. La gracia sólo puede ser experimentada en las relaciones interhumanas en el amor y en el trabajo, en el sacrificio y en la alegría, en la fiesta y en el juego... así como en el contacto con la naturaleza. Solamente así, solamente teniendo el mundo como escenario y transfondo. Ahora bien, también es cierto lo contrario: la existencia en el mundo no puede ser comprendida sino como gratuita. El mundo es como el «argumento» de toda relación. Amar es como ha dicho Saint-Exupéry «mirar en la misma dirección». No podría amarse si no hubiera nada que hacer ni que mirar, nada «sobre lo que hablar». Al mismo tiempo, la relación sobre todo cuando se trata de una relación comunitaria «crea» mundo y lo interpreta. Esa relación será abierta en la medida que cuente con el mundo de los demás grupos humanos. De este modo, concepción del hombre y concepción del mundo vienen a fundirse y casi a confundirse. «La imagen del mundo (Weltbild) y la imagen del hombre (Menschentild) mantienen siempre una relación de recíproco intercambio» (Th. Steinbüchel). Si varía la visión del mundo, varía también la visión del hombre, y recíprocamente. E. Fromm 1 señala las cinco necesidades fundamentales del hombre. La primera es la «relación», que nos ha ocupado en el capítulo anterior. Prescindiendo de la cuarta necesidad identidad personal las otras tres se refieren claramente a la mundaneidad del hombre: creatividad, arraigo y necesidad de una estructura que oriente y vincule. Esta alusión a las «necesidades del hombre» es doblemente esclarecedora. En primer término, hace comprender que ser-en-el-mundo es algo más que una estructura abstracta: responde también a las exigencias psicológicas fundamentales del existir del hombre. Por otro lado, no es una estructura estática, un puro «estar» que nada nos diría que pueda ser de verdad interesante. El «ser» es aquí, por el contrario, un actuar, un vivir, un relacionarse. Se «es» en el mundo en la medida en que se es creativo, en que se encuentra y se da sentido a la existencia, en que se orienta uno en alguna dirección y orientarse es siempre ponerse en marcha, en que se establecen vínculos positivos con la realidad... 1. SITUACIÓN a) La mundaneidad del hombre La condición del hombre como ser-en-el-mundo ha sido puesta de manifiesto especialmente por la fenomenología y el existencialismo. Quiere decir algo más que la simple perogrullada de que «estamos» en el mundo (¿dónde, si no?). Es más bien la afirmación de que sólo somos si somos en-el-mundo, que nuestro ser es siempre ser-en, y que no es posible «salirse del mundo». No sin cierta ironía escribía Pablo: «Os decía en mi otra carta que no tuvieseis trato con gente lujuriosa. Es claro que no hablaba en plural, de todos los lujuriosos de este mundo, como tampoco de todos los avaros, ladrones e idólatras; para evitar todo trato con esta gente tendríais que vivir en otro mundo. Lo que quería deciros en la carta es que no tengáis trato con gente que presurice de cristiano y es lujurioso, avaro, idólatra, calumniador, borracho o ladrón. Con alguien así, ¡ni sentarse a la mesa!» (1 Cor 5, 9-11). Con ello se pone en evidencia la imposibilidad literal de «renunciar al mundo». La fórmula sólo es válida si se entiende como una renuncia -activa y beligerante, por supuesto- a cierto «orden» del mundo, sólo posible para aquellos que poseen una energía suficiente. Cuando la renuncia se convierte en simple «huida», se ha de pagar un fuerte precio: la creación artificial de un pequeño mundo mezquino y ridículo, en el que las cosas más pequeñas se convierten en «todo un mundo». La única solución entonces es precisamente volver al mundo... No existe, pues, un «yo puro», un aislado «yo pienso», una «pura conciencia». El «estar en» -ésta es la primera pregunta del que vuelve en sí e intenta recuperar su propia identidad: «¿dónde estoy?»- es la primera referencia del yo. Somos y estamos siempre «aquí», es decir, «fuera»: existir es ex-sistir, estar fuera, para luego poder estar «dentro», consigo mismo. Mundaneidad e intimidad se dan en continua dialéctica, el yo vive en la encrucijada del dentro y el fuera. La conocida fórmula «hemos sido arrojados a la existencia» denota no sólo el «trauma del nacimiento», cuando materialmente fuimos arrojados al mundo; supone también una experiencia de la necesidad de estar continuamente «saliendo» de sí mismo hacia los otros y hacia el mundo. Se impone ahora hacer toda una serie de precisiones. «Mundo» no se entiende aquí en un sentido absolutamente objetivo, como el conjunto de todas las cosas que me rodean. Así concebido, el mundo no puede ser captado por el hombre: no es posible captar todo, menos aún es posible captarlo como una totalidad estructurada y englobante, tampoco podemos hacerlo con una absoluta objetividad. Sólo puedo conocer el mundo parcialmente y desde mí mismo, subjetivamente (lo cual no quiere decir que no sea una visión real; incluso, es la única visión real posible). Lo único que nos es dado es partir de nuestras propias experiencias. Cada experiencia puede ser ampliada con otras nuevas, que se integran a las anteriores y las modifican. Todo ello se realiza dentro de un cierto horizonte de referencia. La aparición de ese horizonte es la aparición del mundo, que no es, entonces, sino «el horizonte último de toda experiencia y de toda posibilidad». Nada puede ser experimentado fuera de él, aunque este horizonte está siempre en transformación al ritmo del progresivo experimentar humano. Y es que, como explica uno de la Karamazov: «Todo es como las aguas del océano, todo corre y se junta; tocas un extremo, y se comunica y resuena inmediatamente en el otro extremo del mundo» (Dostovevski). Se trata de un horizonte realmente último: no puede ser rebasado en ningún caso, siempre se amplía y permanece como horizonte. No hay, en la misma dirección y dimensión, un «más allá» del mundo. Lo cual no nos impide hablar de la «transcendencia»: únicamente nos impide concebirla como una experiencia dada en un más allá en la misma dirección que el mundo. En la misma dirección no hay un punto -un «non plus ultra» del mundo- en el que comienza «otra cosa» distinta del mundo. La psicología de la Gestalt corrobora todo esto: toda percepción supone un «fondo» del que se destaca; percibir la totalidad del fondo, y percibirla a su vez sin fondo alguno, no es posible. Pero si ello fuera posible, entonces nuestra percepción cobraría un carácter de irrealidad. Cuando en el teatro contemporáneo se prescinde en absoluto del decorado -no hay sino unas cortinas negras «al fondo», por ejemplo-, o bien el espectador lo suple con su imaginación, o bien la acción resulta en absoluto fuera de toda realidad. También la lógica clásica se encuentra de acuerdo: no es posible pensar nada fuera del mundo, ya que la cópula «es» la cópula del juicio más elemental «S es P» remite a la realidad en la que es lo que se piensa. Con todo, cada uno tiene su propio mundo, construido a base de sus propias e irrepetibles experiencias. Puede ser muy estrecho (hay quienes no ven «más allá de las narices») o muy amplio; estático o móvil;

unidimensional o pluridimensional (la unidimensionalidad absoluta es prácticamente imposible; con esta expresión sólo quiere indicarse la preponderancia de una determinada dimensión en la construcción del mundo: hay unidimensionales «consumidores», pero también los hay «políticos» o «religiosos», en los que la castración de la persona coincide con la limitación de su mundo). Sin embargo, «cada uno tiene ciertamente su mundo, pero lo que éste es para él no se lo debe exclusivamente a él mismo..., sino que ha aprendido de los otros cuál es la forma de manejarse, cuál la forma de valorar, qué es preciso saber... Es siempre un mundo en común. La experiencia es experiencia en común, sólo que el individuo la recoge en sí y en lo recogido hace entonces sus nuevas experiencias propias» (Landgrebe). Es decir: mi mundo es siempre un determinado modo de vivir nuestro mundo. Pero el mundo no está «enfrente» del hombre de un modo absoluto. Yo me incluyo en mi propio mundo, y por eso es precisamente mío: es el mundo en el que yo habito y me muevo. Por eso, también, existe una permanente y mutua interpelación: mi mundo me hace cambiar y yo cambio mi mundo. Y no sólo por el conocimiento, sino sobre todo por la acción (praxis), que me lleva a nuevas experiencias concretas; o, más exactamente, a experimentar de modo distinto la realidad del mundo. Los éxitos o los fracasos, los momentos de gran intensidad, las experiencias nuevas, pueden hacer que «todo cambie» y que todo lo vea distinto. De todos modos, el hombre conserva siempre un puesto central en la experiencia del mundo (aunque no lo tenga en la visión científica del mundo). «El cuerpo del hombre es siempre la mitad posible de un atlas universal», dice M. Foucault. Mi cuerpo se convierte más bien «es» el centro de mi mundo, lo cual nada tiene que ver con una especie de ridículo egocentrismo; afirma sólo la necesidad de situarme en un mundo «en torno de mí» y por tanto de ponerme «en medio» de ese mundo y contemplarlo desde mí mismo, es decir, desde mi cuerpo. «Cuanto más se ponga el acento sobre la objetividad de las cosas, cortando el cordón umbilical que las liga a mi existencia, a lo que llamo mi presencia órgano-psíquica para mí mismo (...), tanto más este mundo así proclamado como el único real, se convertirá en un espectáculo sentido como ilusorio, un inmenso film documental ofrecido a mi curiosidad, pero que en resumidas cuentas se suprime por el simple hecho de que se ignora. Creo, por ello, que el universo tiende a anularse en la medida misma en que me sumerge y esto es, creo, lo que se olvida cada vez que se intenta aplastar al hombre bajo el peso de los datos astronómicos. Esto quiere decir que se penetra en la abstracción pura tan pronto como, por temor al antropocentrismo, se intenta romper el nexo que me une al universo el nexo de mi presencia en el mundo, no siendo mi cuerpo más que este nexo hecho manifiesto» (G. MARCRL, Filosofía concreta, Madrid, 1959, páginas 31-32). Si me coloco en el «centro» del mundo no es para que todo gire en torno mío, lo que sería propiamente el egocentrismo, sino para poder desde mi propio puesto orientarme en y hacia el mundo. «Ser centro», pues, «centrarse», no es «concentrarse», sino «descentrarse», «orientarse», lo cual supone hallar un sentido. El problema del ser-en-el-mundo se convierte, entonces, en el problema del sentido del mundo, que puede ser calificado, sin demasiadas vacilaciones, como el problema fundamental de la existencia humana. Es inevitable, pues, dedicarle algunas reflexiones. En primer lugar, el sentido aparece como una exigencia: la vida «tiene que tener» un sentido. Pero el hecho mismo de que se exija revela la no evidencia del sentido; el «tiene que» del sentido recuerda las expresiones que empleamos cuando buscamos una cosa que no está en su sitio: «tiene que estar aquí», «debería estar aquí»... pero no está. Ahora bien, V. Frankl ha demostrado que «no puede haber un hombre sano y equilibrado si carece de un sentido de la vida. Un hombre que ha perdido el sentido de la vida, la razón de existir, aunque sea sano psíquicamente, está espiritualmente enfermo y requiere un tratamiento que el psicoanálisis no puede dar» 2 La pregunta es: ¿por qué no se encuentra el sentido de la vida?, la cual nos lleva a otra pregunta más radical: ¿es que el sentido de la vida es algo que deba estar ahí para que yo pueda «encontrarlo»?, ¿o es más bien algo que yo debo poner para que mi vida lo tenga? Nuestra opinión es, sin rodeos, esta última: es el hombre el que presta sentido a la vida, y por ello se constituye en centro del mundo. Entonces, lo que se ha perdido no es el sentido, sino la capacidad de dar sentido a la vida, a la propia vida. Podemos muy bien remitirnos a lo que dice Paul Tillich acerca de la «dimensión perdida»: DIMENSIÓN: «El elemento decisivo en la actual situación del hombre occidental es la pérdida de la dimensión de profundidad (...). Significa que el hombre ha perdido la respuesta a la pregunta por el sentido de su vida, la pregunta por el dónde viene y a dónde va, la pregunta por lo que hace y debe hacer de sí en el breve lapso entre nacimiento y muerte. Estas preguntas no encuentran ya respuesta alguna; más aún, ni siquiera son planteadas cuando se ha perdido la dimensión de profundidad. Nuestra generación no tiene ya coraje para plantearse tales cuestiones con la incondicional seriedad con que lo hicieron generaciones pretéritas, y tampoco tiene ya el coraje de escuchar ninguna respuesta a estas cuestiones» (La dimensión perdida, Bilbao, 1970, pág. 12). Porque el hombre actual ha perdido esta dimensión, ha dejado también de ser «religioso», ya que, según Tillich, «ser religioso significa preguntar apasionadamente por el sentido de nuestra vida y estar abierto a una respuesta, aun cuando nos haga vacilar profundamente». No es el hombre quien debe preguntarse por el sentido de la vida, sino quien debe dejarse preguntar por la vida acerca de su sentido. Y como el hombre es, antes que nada ni nadie, la vida misma, es el hombre quien debe dejarse preguntar por él mismo y por el mundo acerca del «sentido». El hombre se convierte en responsable de sí y del mundo en la medida en que acepta el tener que dar esa respuesta. Pero hay que apresurarse a decir que aquí, más que nunca, pregunta y respuesta deben estar en correlación, que no se puede dar una respuesta al problema del sentido de la vida prescindiendo de la vida y del mundo, es decir, sin devolver a la vida continuamente su pregunta para comprobar el valor de la respuesta. b) Situación de la mundaneidad ¿Cuál es, de hecho, la situación del hombre en el mundo? Ya se habló del fracaso de la relación. Ahora habría que hablar de las formas posibles y reales del fracaso del sentido: sin-sentido y absurdo son la continua amenaza del «ser-en-el-mundo» que es el hombre. Pero antes hay que referirse a una paradójica forma de estar en el mundo: vivir fuera de él. Ya Heráclito señalaba: «Hay un mundo uno y común para los que están despiertos; pero el que duerme se reduce a su mundo propio.» Existe una gran dificultad por interesarse por algo más allá del «aquí y ahora» -rara vez nos conmociona lo que está lejos en el espacio o en el tiempo, puesto que tendemos a vivir reducidos a nuestro pequeño mundo inmediato-. También (empleando términos del actual argot) se puede vivir «pasando de» todo. Pero se puede vivir fuera del mundo. El tipo «introvertido» está tendencialmente abocado a esta conducta ya que, como observa Jung, «no se orienta por el objeto y lo objetivamente dado, sino por factores subjetivos; interpone entre la percepción del objeto y su propio obrar una opinión subjetiva que impide que el obrar tenga un carácter que responda a lo objetivamente dado. La disposición introvertida ve, ciertamente, las condiciones exteriores, pero elige como decisivas las determinantes subjetivas». Esta

situación se convierte en francamente patológica en la conducta «autista» propia del esquizofrénico. El autismo es, en efecto, la «polarización de toda la vida mental del sujeto hacia su mundo interior, con pérdida de contacto con el mundo circundante. El enfermo vive en el mundo familiar de sus deseos, angustias, sensibilidad e imaginación; éstas son para él sus únicas realidades. El mundo exterior no es más que una apariencia o, por lo menos, es un mundo que carece de conexión con el suyo propio» (Porot). El proceso puede terminar en «enclaustración»: el sujeto se encierra materialmente en su propio cuarto o casa, y teme toda salida al exterior (agorafobia). Estos comportamientos de temor y huida no hacen sino substraer al hombre de la primera de sus responsabilidades: vivir en el mundo. El que puedan adquirir formas patológicas extremas no hace sino revelar el hecho fundamental de que no se puede vivir humanamente fuera del mundo, y que toda forma de huida o negación del mundo es, de algún modo, una actitud enferma. Pero aquél que se expone a vivir en el mundo corre también un riesgo indudable. En primer lugar está la posible FRUSTRACION. El mundo es, efectivamente, un horizonte de posibilidades infinitas, pero aparece también como un límite, no sólo en cuanto que no me es posible vivir sino en mi finitud espacio-temporal (lo que supone también una finitud cultural, social, etc.), sino, sobre todo, porque supone una continua resistencia a nuestros esfuerzos de realización creativa. El hombre admite que este mundo tiene o debería tener un sentido, pero una y otra vez se ve frustrado en sus esfuerzos de realizarlo. Es, de algún modo, la experiencia de Adán: este mundo no es el paraíso, y el paraíso está guardado por querubines con espadas de fuego (Gén 3, 24), símbolos de que la vida en plenitud en el mundo encuentra obstáculos infranqueables. La añoranza de lo que debería ser persigue a Adán en su trabajar la tierra, esta tierra, el ensueño de la utopía irrealizada e irrealizable. Y Adán se siente doblemente frustrado porque su propio sudor, al regar la tierra, no obtiene sino «espinas y abrojos» (Gén 3, 18-19). Pero es que la frustración del último Adán es mayor que la del primero, porque ahora Adán -convertido en un omnipotente «homo faber»- ve cómo su increíble capacidad de construir el mundo y darle sentido se está empleando en destruir el mundo. De algún modo, el hombre, que debería ser un «creador», está realizando una creación al revés. LECTURA DEL ANTIGENESIS AL FIN EL HOMBRE ACABÓ CON EL CIELO Y CON LA TIERRA. La tierra era bella y fértil, la luz brillaba en las montañas y en los mares, y el espíritu de Dios llenaba el Universo. El hombre dijo: «Que posea yo todo el poder en el cielo y en la tierra.» Y vio que el poder era bueno, y puso el nombre de Grandes Jefes a los que tenían el poder, y llamó Desgraciados a los que buscaban la reconciliación. Y así fue el sexto día antes del fin. El hombre dijo: «Que haya gran división entre los pueblos: que se pongan de un lado las naciones a mi favor, y del otro los que están contra mí.» Y hubo Buenos y Malos. Y así fue el quinto día antes del fin. El hombre dijo: «Reunamos nuestras fortunas, todo en un lugar, y creemos instrumentos para defendernos: la radio para controlar el espíritu de los hombres, el alistamiento para controlar los pasos de los hombres, los uniformes para dominar las almas de los hombres.» Y así fue. El mundo quedó dividido en dos bloques en guerra. El hombre vio que tenía que ser así. Y así fue el cuarto día antes del fin. El hombre dijo: «Que haya censura para distinguir nuestra verdad de la de los demás.» Y así fue. El hombre creó dos grandes instituciones de censura. Una para ocultar la verdad en el extranjero, y otra para defender la verdad dentro de casa. El hombre lo vio y lo encontró normal. Y así fue el tercer día antes del fin. El hombre dijo: «Fabriquemos armas que puedan destruir grandes multitudes, millares y centenares de millones, a distancia. El hombre creó los submarinos nucleares que surcan los mares, y los misiles que cruzan el firmamento. El hombre lo vio y se enorgulleció. Entonces los bendijo diciéndoles: «Sed numerosos y grandes sobre la tierra, llenad las aguas del mar y los espacios celestes, multiplicaos.» Y así fue el segundo día antes del fin. El hombre dijo: «Hagamos a Dios a nuestra imagen y semejanza: que actúe como nosotros actuamos, que piense como pensamos nosotros, que mate como matamos nosotros.» El hombre creó un Dios a su medida y lo bendijo, diciendo: «Muéstrate a nosotros y pon la tierra a nuestros pies: no te faltará nada si haces siempre nuestra voluntad». Y así fue. El hombre vio todo lo que había hecho y estaba muy satisfecho de ello. Y así fue el día antes del fin. DE PRONTO, SE PRODUJO UN GRAN TERREMOTO EN TODA LA SUPERFICIE DE LA TIERRA. Y EL HOMBRE Y TODO LO QUE HABÍA HECHO, DEJARON DE EXISTIR. Así acabó el hombre con el cielo y con la tierra. La tierra volvió a ser un mundo vacío y sin orden. Toda la superficie del océano se cubrió de oscuridad y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas» (De Missa Jove.) . A la frustración sigue, pues, el PESIMISMO. El mundo pasa a ser una amenaza. Un mundo destruido es necesariamente un mundo que destruye al hombre. Esta es la amenaza que siente o presiente hoy, y ante la que han reaccionado los movimientos ecologistas. Lo que está sucediendo es que la unidad hombre-mundo se empieza a romper porque la mediación entre ambos la civilización y la cultura se ha vuelto destructora y separadora. Si esto es verdad, nos encontraríamos con el hecho paradójico de que estamos cayendo en un nuevo «dualismo». El hombre, que creyó ciegamente hasta ahora que podía dominar el mundo y construirlo a su propia imagen, se encuentra con que «no puede hacerlo», con que cuanto más lo intenta, más lo destruye y se separa de él. Por eso estamos angustiados, y nuestra angustia se parece demasiado a la que provocaba el dualismo primitivo. Gogarten explica así el modo de seren-el-mundo de la gnosis: «La gnosis se sirve de un pensamiento dualista de tipo cósmico. Es decir, su pensamiento está siempre determinado por el cosmos. Y precisamente por un cosmos tal y como se le manifiesta basándose en el descubrimiento 'de la diferencia radical que existe entre el ser humano y el extrahumano, el ser mundano'. En contraposición a todo pensamiento que existió hasta entonces, el pensamiento gnóstico conoce la distinción y la otreidad de todo lo mundano frente a lo humano y, de esa manera conoce la 'horrorosa inseguridad existencial, el miedo del hombre ante el mundo y ante sí mismo'. Este conocimiento y este miedo son típicos del pensamiento gnóstico, que, al no poder, por principio, adoptar otra postura distinta frente al mundo, se ve

invadido por ellos en todo aquello que piensa... Por ello esta superioridad tiene tan solo un sentido negativo, es decir, que el ser humano no es mundano, no es del mundo» 3. Sin embargo, la tragedia actual es que el hombre ni puede ni quiere separarse del mundo, pero al mismo tiempo se da cuenta de su creciente dificultad de vivir en armonía con él. De ahí que al «debe haber un sentido de la existencia», la respuesta termine por ser no negativa, sino pesimista: el mundo es un «valle de lágrimas» la tan ridiculizada expresión vuelve a reaparecer y, aún más, la tumba del hombre. La humanidad comienza a sentirse perdedora de una partida que creía tener ganada. Dentro de la «lógica» de nuestro desarrollo cabe un tercer paso: el ABSURDO, que consiste en negar que el mundo tenga sentido alguno, ni siquiera negativo. Esta actitud puede engendrar una angustia del vacío, aún más peligrosa que la anterior; pero también puede llevar a la actitud resignada de ciertas formas de nihilismo. «El nihilista dice Ortega en Revés de almanaque, no estimándose a sí mismo, sintiéndose incapaz, busca compensación aniquilando los valores del mundo. Así se pone a la par. A su lado, Luzbel es un santo, porque su acto supone: primero, entusiasta reconocimiento de que hay una cosa óptima en el mundo: Dios; segundo, deseo de ser como esa optimidad; tercero, convicción subsecuente de que hay otra cosa óptima: él, que es como Dios. Al nihilista tiene Luzbel que parecerle un ingenuo, porque cree que hay en el mundo algo que merece la pena, y se comporta ante ello con sentimientos afirmativos. Luzbel es snob de Dios». Algunos pasajes del Cohélet poseen este mismo tono de resignación ante el sin-sentido de la vida y del mundo: »¡Vanidad de vanidades!-dice Qohélet- ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! Qué saca el hombre de todo su fatigoso afán bajo el sol? Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece. Sale el sol y el sol se pone; corre hacia su lugar y de allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira hacia el norte; gira que te gira sigue el viento, y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al lugar a donde los ríos van, allá vuelven a fluir. Todas las cosas dan fastidio» (Ecl 1, 2-8). El sinsentido tiene en este texto una significación estricta: si todo gira y se repite, nada va «hacia» ninguna dirección, nada en el mundo se encamina en un «sentido». La solución o, al menos, una de las soluciones que aporta el Cóhelet, es de lo más simple: «Esto he experimentado: lo mejor para el hombre es comer, beber, pasarlo bien en todos sus fatigosos afanes bajo el sol, en los contados días de su vida que Dios le da; porque esta es su paga» (Ecl 5, 17. Cf. 2, 24; 8, 15; 9, 7). Es una afirmación de la vida sin esperanza. Pero aquí nos interesan más bien las actitudes que suponen una NEGACIÓN. Puesto que el mundo provoca una continua frustración, puesto que nos amenaza y destruye, puesto que carece de sentido, neguémosle. No se trata, ya, de huir a «otro» mundo, sino de huir a «ningún» mundo. Se trata de evadirse, o bien de iniciar una dialéctica puramente negativa y destructiva. El «gran rechazo» del mundo y de la civilización se convierte en una agresividad generalizada que no busca sino destruir. La «lógica», de nuevo, lleva a la tentación del suicidio. Y éste entendido como una forma de negación del mundo bajo la forma paradójica de la negación de sí mismo. El suicida se «despide» del mundo, en el que se siente «de más», pero es porque antes como en la Náusea de Sartre ha sentido «de más» al mundo mismo. «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio dice Camus al principio de El mito de Sísifo. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía (...). Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende». El que se suicida es el que no desea seguir siendo Sísifo. La vida es una carga absurda. Y si Camus piensa que, al bajar de la montaña, es cuando Sísifo muestra su verdadera grandeza, ya que entonces puede tomar conciencia de su destino y mostrar «la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas», la verdad es que resulta difícil «imaginarse a Sísifo dichoso». En todo caso, hay un Sísifo que, un día, se niega a volver a subir a la montaña, aun sabiendo que negarse a aceptar su destino absurdo es negarse a vivir. Es el día en que sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, aquellos con los que se cruza por la calle... notan su ausencia. Sísifo se ha suicidado. 2. INTERPRETACIÓN ¿Por qué fracasa el sentido del mundo? ¿Y por qué fracasa, en consecuencia, el sentido de la existencia en el mundo? Nuestros anteriores análisis en los que se describen los casos más extremos de este fracaso nos han hecho descubrir un progresivo cierre del mundo en torno al hombre, de tal modo que este último termina por sentirse excluido. El animal no posee «mundo» en sentido estricto, ya que vive limitado por la inmediatez de los datos sensibles y el instinto; pero él «no sabe» que no lo posee. El hombre sí lo sabe, y por eso se le hace insoportable que su mundo deje de ser «mundo», que se le cierre progresivamente, que pierda todo sentido... Nuestra interpretación del problema del sentido analizará, por ello, esta disyuntiva: ¿un mundo «abierto» o un mundo «cerrado»? a) El mundo cerrado La Fenomenología de la religión en especial, Mircea Eliade ha hecho ver cómo para el hombre primitivo, esencialmente religioso, el mundo entero era una revelación de lo sagrado. La actitud de ese hombre suponía un continuo volverse sobre el mundo para descubrir y adorar allí la presencia del «Misterio». La experiencia constitutiva del mundo como cosmos era, pues, una experiencia religiosa: lo sagrado es lo más real, más exactamente, la realidad misma, y a partir de ello cobra valor y sentido lo profano. Además, se trata de una experiencia fuertemente estructurada: las «hierofanías» es decir, las manifestaciones concretas de lo sagrado, como pueden ser una montaña, un árbol, una piedra, un río o una fuente se constituyen en «centro» del mundo, el cual se convierte así en «cosmos», a saber: en un mundo ordenado y preñado de significaciones transcendentes. El espacio entero queda referido al lugar sagrado de la hierofanía y se organiza en torno suyo. Lo sagrado consagra el mundo y le da sentido. Todo se convierte en «símbolo» de una realidad superior y, como tal, permite un vuelo sin límites del espíritu. Toda actividad humana, hasta la más prosaica, adquiere un especial valor. Por lo demás, el lugar que se constituye en «centro» del mundo no es sólo un punto de atracción y referencia para el hombre, sino que también es una apertura hacia lo alto, hacia el «otro mundo», el mundo de los dioses. «Este mundo» queda así unido al otro, y el hombre experimenta en sí mismo un movimiento hacia arriba, hacia afuera. En la Edad Media a pesar de las radicales diferencias que la separan de la cultura primitiva encontramos algunos elementos afines: «El hombre medieval vive en un universo del que no es dueño técnico. Vive las pulsaciones del cosmos. Este es un tejido de

correspondencias llenas de significación, que evocan intercambios constantes entre las diferentes realidades que forman el universo. Un árbol no es sólo una planta cuyo crecimiento se conoce; tiene otra existencia no menos importante, una existencia imaginaria que permite al hombre conocerse y situarse en el mundo» (Ch. Duquoc). Pero a partir del Renacimiento, «el cosmos es concebido no ya como un lenguaje para la sensibilidad, sino como cuantificable y, por ello, como universalizable. En virtud de esta universalidad, es posible la verificación técnica. Se trata, para el hombre, de dominarlo todo por el logos» 4. El problema no radica en que el hombre haya dominado o creído dominar actualmente el mundo por medio de la ciencia y la técnica. El problema es que no haga sino eso, que olvide la dimensión simbólica y metafísica del mundo. Con ello, como diría Heidegger, abandona el terreno del «ser» para caer en el del «ente». La instrumentalización del hombre que habíamos notado en el capítulo anterior se convierte ahora en instrumentalización del ser, convertido en un puro «útil». Las cosas ya no son sino simples elementos instrumentalizados, sin significación propia alguna. Heidegger señala que es aquí donde descansa el auténtico materialismo de nuestra época: «la esencia de materialismo se oculta en la esencia de la técnica». Este materialismo «no consiste en la afirmación de que todo sea materia, sino más bien en una determinación metafísica de acuerdo con la cual el ente aparece como material de trabajo» 5. Por ello, el hombre actual carece de «mundo». No es un ser «arrojado al mundo», sino que ha sido «arrojado fuera del mundo»; más exactamente, ha sido «arrojado a las cosas». Por ello también, el hombre es un ser apátrida, para volver a otra expresión de Heidegger, ya que ha abandonado el ser del mundo. El hombre se ha creído dueño absoluto del mundo, y al ponerlo enteramente a su disposición, lo ha perdido. Pero el hombre no es el dueño, sino el «pastor del ser», y por ello debe respetarlo. Resulta sorprendente que un simple cartel como: «Respetad las plantas» pueda llegar a constituir más allá de las normas de convivencia ciudadana una verdadera advertencia metafísica. De hecho, el mundo se ha convertido para el hombre contemporáneo en un mundo «cerrado», que ya no habla de nada distinto de sí mismo. Este mundo es el único mundo y debe explicarse por sí mismo. Pero ha perdido todo carácter de «revelación»: nada revela nada, nada simboliza nada, nada remite a significación transcendente alguna. Incluso la orientación dentro de nuestro mundo es casi imposible: ya no hay un «centro», ni existen puntos significativos de referencia, sino únicamente «polos» de poder profano y opresor. Todo ello crea la angustia espacial. Carente de unidad, de poder simbolizador, cerrado sobre sí mismo, nuestro mundo existe bajo el signo de la ausencia de «sentido». El hombre vive en él perdido en la dispersión de las cosas: las utiliza, pero ya casi se siente incapaz de gozar de ellas y de darles un valor. Recientemente, J. Monod ha vuelto a insistir en la angustia del hombre para encontrar su lugar en el Universo. Se diría que las investigaciones de M. Scheler para señalar el «lugar del hombre en el cosmos» han perdido toda significación. Pero cuando Monod recurre al azar como toda respuesta, da la impresión de que más que una respuesta lo que está haciendo es sacar las últimas consecuencias de una situación de total extrañeza y alienación: «Le es muy necesario al hombre despertar de su sueño milenario para descubrir su soledad total, su radical foraneidad. El sabe ahora que, como un zíngaro, está al margen del universo donde debe vivir. Universo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos, a sus crímenes..., la antigua alianza está rota. El hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte» (Le hasard et la nécessité, París, 1970, págs. 187-88). b) El mundo abierto Ronda una sospecha: no es el mundo el que se ha cerrado al hombre, sino el hombre el que ha perdido la capacidad de comprenderlo como un mundo abierto, porque en el fondo vive cada vez más ajeno a sí mismo. «Hay que acordarse del hombre que olvida dónde conduce el camino», decía ya Heráclito. Y Goethe: «Cuando el hombre no se encuentra a sí mismo, no encuentra nada.» La gran paradoja humana es que cuanto más se afirma el hombre a sí mismo y más pretende poner a su servicio el mundo, más se pierde a sí mismo y más pierde, de rechazo, el mundo. «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su vida?» El mundo «se cierra» sobre el hombre cuando éste se ve obligado a cerrarse sobre sí mismo. Es el hombre quien presta sentido a la existencia y al mundo, pero debe poder hacerlo. Se trata ahora de investigar dónde se encuentra todavía esa posibilidad; si nuestro mundo puede quedar abierto a un universo de significaciones y valores; si puede convertirse en «vocación» para el hombre, es decir, en llamada dirigida a su responsabilidad. Esa posibilidad se encuentra en el hombre mismo, en su capacidad que ha de ser renovada, una vez más de creer y dar confianza, de amar y de crear. De la fe y del amor procede todo sentido. Teilhard de Chardin expresó de un modo casi escandaloso esa suprema voluntad de mantenerse «fiel a la tierra», como diría Nietzsche, de creer en el mundo: «Si, como consecuencia de una revolución interior, tuviera que perder sucesivamente la fe en Cristo, la fe en un Dios personal y la fe en el Espíritu, creo que aún seguiría creyendo en el Mundo. El Mundo (el valor, la infalibilidad, la bondad del Mundo): eso es, en definitiva, lo primero y lo último en que creo.» Y el que detrás de esta fe primera y última en el mundo se esconda la fe en un Dios personal, ése es el secreto de la fe total. Dostoievsky hace ver que esa fe es una forma de amor, y que sólo ella permite dar y descubrir el sentido del mundo: «Has hablado muy bien, y estoy muy contento de que quieras vivir de esa manera -exclamó Alejó-. Yo pienso y estoy convencido de que todos, en este mundo, debemos apreciar ante todo la vida. ¿Amar la vida más que su sentido? Exactamente, hay que amarla así. Hay que amarla contra toda lógica, como tú dices, y entonces ya comprenderé su sentido. He aquí lo que estoy soñando hace muchísimo tiempo. La mitad de tu tarea ya está resuelta: tú amas la vida. Ahora tienes que preocuparte de la otra mitad, y entonces estarás salvado» (Los hermanos Karamazov, V, III). Una nueva cita nos revelará por qué sólo la fe y el amor permiten descubrir el sentido del mundo para el hombre: porque sólo el amor al mundo descubre su sentido en el amor mismo. «Era éste el sentido y el significado del universo: el amor. Todos los rodeos de mi vida me habían llevado a él. Y ahora todo era verdaderamente sencillo y se revelaba ante mis ojos con una límpida claridad, como si un súbito rayo de luz iluminara el mundo de parte a parte, un rayo de luz después del cual ya no podrían volver más las tinieblas. ¿Por qué había tenido que buscar durante tanto

tiempo? ¿Por qué había estado esperando una enseñanza que me viniera de fuera? ¿Por qué había estado esperando que el mundo se justificara ante mí y me demostrara su sentido y su pureza? Era yo quien debía justificar al mundo amándolo y perdonándolo, quien debía descubrir su sentido a través del amor, quien debía purificarlo a través del perdón» (P. DUMITRIU, Incógnito, 1964, pág. 354). Efectivamente, no parece fácil que el hombre actual pueda descubrir que el sentido último de este mundo, tecnificado y en peligro de destrucción, es el amor; ni que el Reino de Dios, coincidente con el «nuevo cielo y la nueva tierra», son su meta final. Sin embargo, ése es el único camino para que el hombre pueda volver a vivir, conforme a su dignidad humana, como un ser-en-el-mundo. CESAR TEJEDOR. EL GRITO DEL HOMBRE Temas de Antropología Teológica Edic. MAROVA MADRID 1980

3. REVELACIÓN «El sentido del mundo dice Wittgenstein debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor. Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de todo lo que ocurre y de todo ser-así» 6 Debemos añadir: el mundo no se justifica por sí mismo, sino por algo que lo transciende: Dios, de quien recibe su sentido; ni tampoco termina en su aquí y ahora, sino que posee un futuro. Así se manifiesta la doble «apertura» del mundo: transcendente e histórica. La Biblia la expresa a través de la idea de creación: Dios, que está en el origen del mundo, está también al final porque le conduce hacia su «nueva creación». a) El mundo como «gratuidad» El hecho de la Creación rompe la soledad del hombre en el mundo. Este pudo ser primitivamente un interlocutor válido: el hombre «religioso» y el místico pueden dialogar con el mundo; pero el hombre actual ya no puede hacerlo, al menos con la profundidad y sinceridad con que lo hicieron aquellos. Por eso se encuentra solo. Pero si el mundo es creación de Dios, entonces adquiere un significado, ya que se convierte en mediación del diálogo con Dios y ha de ser aceptado como don y como gracia. Es este segundo aspecto el que vamos a considerar ahora, dejando el primero para el párrafo siguiente. Ahora bien, el carácter de gratuidad del mundo significa al menos dos cosas: que existe gratuitamente ante Dios, y que ha sido dado como don gratuito al hombre. El mundo existe gratuitamente ante Dios El tema de la creación del mundo por Dios lleva incluida tradicionalmente la idea de finalidad: Dios crea para su gloria y entrega el mundo al hombre. Surge de aquí una visión «teleológica» (del griego «telos», fin), es decir, una visión del mundo desde y hacia el fin para el que Dios lo ha creado. El cristiano ha sido enseñado a considerar así el mundo. Lo cual no deja de tener algunos inconvenientes graves. El primero de ellos es que, al ponerse el fin de la realidad que nos rodea fuera de ella, tiende a ser desvalorizada, hasta el punto que de ser un «medio» o un «lugar de paso», se convierte en un peligro del que hay que separarse. Pero hay otro inconveniente: el pensamiento filosófico, ya desde los atomistas griegos, pero sobre todo a partir de la Edad Moderna, ha combatido fuertemente la teleología. Spinoza, por ejemplo, en un pasaje famoso de su Etica, se burla de los que piensan que «el mundo ha sido creado para el hombre y éste para Dios». Un mundo concebido teleológicamente, añade, es un mundo concebido «al revés»: la causa no está al final (como causa «final»), sino al principio (como causa «eficiente»). Aquí no hay sino un burdo prejuicio: del hecho que los hombres obran siempre por un fin, han llegado a pensar que la Naturaleza obra también del mismo modo. Menos mal, concluye Spinoza, que las matemáticas que no tratan en absoluto acerca de finalidades, sino únicamente sobre esencias y propiedades nos han enseñado otra manera de pensar. Sin detenernos en las célebres críticas de Kant a la prueba de la existencia de Dios basada en el orden teleológico del mundo, podemos referirnos mejor a algunos autores contemporáneos. Desde el campo de la biología están las críticas de J. Monod en una obra que hizo mucho ruido: «El azar y la necesidad», a la que ya hemos hecho alusión más arriba. En el campo de la filosofía se ha ocupado especialmente del tema N. Hartmann, cuya última parte de su monumental Ontología se titula justamente «El pensar teleológico» (1954). Hartmann se rebela contra «ciertas maniobras de la metafísica», y en concreto contra su «irresistible tendencia a la teleología». En efecto: «En el principio del humano pensar estaba el fin.» No es posible aquí ni siquiera intentar un breve resumen de cuanto Hartmann dice. Bastará recoger este dato: entre los motivos de la «conciencia ingenua», que no puede pensar sino teleológicamente, se incluye «la repulsa de lo sin sentido», es decir, la «tendencia primitiva a buscar en todos los sucesos un 'sentido' o un 'destino'». Detrás de esta tendencia se encuentra «lo insoportable de lo sin sentido, que se siente como opresivo». Y añade Hartmann: «El hombre se subleva simplemente contra la posibilidad de que no haya absolutamente ningún sentido; con la fe quiere lograr por la fuerza que haya un sentido: no quiere mirar a la cara de lo real como algo absolutamente indiferente para con él.` Cree, en efecto, que la vida no valdría la pena en otro caso. Brega con el destino, con el curso del mundo, con el orden del mundo» (Ontología, V, México, 1964, pág. 244). No hay por qué entrar ahora en una justificación del pensar teleológico. Es un modo de pensar distinto, pero tan válido como otras formas de pensar. Lo que aquí vamos a tratar de mostrar es que, aun prescindiendo del fin, el mundo puede tener un sentido. Es decir, que aun negando que el mundo pueda tener un «sentido» (como fin «en cuyo sentido» se encamina), el mundo no deja de poseer un «sentido» (como valor en sí mismo). El relato de Gén 1 no dice expresamente que Dios cree el mundo con un fin determinado, ni siquiera se deduce claramente que lo cree para el hombre; pero sí dice que Dios se complace en el mundo, que lo encuentra «bueno». En definitiva: Dios ama al mundo (Jn 3, 16): «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has creado. Y ¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia si tú no las hubieses llamado?» (Sab 11, 24-25). Dios es el «amigo de la vida» (Ibid., v. 26). La creación se convierte en un acto de amor gratuito: el mundo es «gracia», y por ello, también, plenitud de sentido. Ha sido llamado y elegido por Dios: la misma Palabra que es vocación para el hombre lo es para el mundo. La idea del amor y complacencia de Dios por el mundo se puede expresar a través del simbolismo del JUEGO, que permite destacar el carácter de gratuidad de la creación. Realmente, el tema no es nuevo. Heráclito decía: «El tiempo es un niño que juega y desplaza los dados: ¡el reino es de un niño!» La oscura sentencia hizo fortuna: Proclo habla del demiurgo que juega haciendo el cosmos, y Clemente de Alejandría de un Zeus que juega un juego de niños. Y Nietzsche pone de manifiesto la gran originalidad de Heráclito, quien ante el juego de unos niños pensó lo que nadie podía pensar: «el juego del gran niño del mundo, Zeus». El mismo Nietzsche dice en otro lugar: «El juego, lo inútil como ideal del exceso de fuerza, como lo 'infantil'. La infantilidad de Dios, el niño de niños».

El pensamiento hindú se halla en el mismo registro. Dios no crea por necesidad alguna, ni por obtener ningún beneficio: la creación es un juego (lila). Es verdad que según los Upanisadas el mundo se convierte para el hombre en un juego mágico (maya), un sortilegio del que se ha de escapar por la meditación, pero esta otra concepción peyorativa del Juego no elimina la anterior. El Bagavad-Gita hace ver que el mundo no es sino el juego que Dios se ofrece a sí mismo, al «mover todos los seres como marionetas en el teatro». Si los brahamanes pensaron que el hombre debe retirarse del juego, Krishna le pide que participe en él, ya que no se trata de liberarse de toda actividad, sino que la perfección está en la actividad gratuita: «El hombre que actúa con total desprendimiento ha alcanzado el fin supremo.» Quizá esta idea del juego pertenezca al inconsciente colectivo de la humanidad y revele una cierta añoranza del paraíso perdido. Si el mundo debería llegar a ser el lugar del juego de los hombres, y no del trabajo alienante y agobiador, no puede haber sido creado como un trabajo de Dios, sino como un juego divino. Los Proverbios (/Pr/08/30-31) hablan, en efecto, de la Sabiduría de Dios, que «todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, disfrutaba con los hombres». Los estudios recientes sobre el juego son muy numerosos, así como los estudios sobre esa forma de juego que es la fiesta. Y puede decirse que existe un cierto acuerdo en la descripción de sus caracteres fundamentales. El juego es inútil: no se juega para algo; por ello es gratuito: se juega por jugar, por el placer, el gozo, la expansión del espíritu y la alegría del juego mismo. Se trata de una actividad libre: el juego surge de la pura espontaneidad y se mantiene mientras ésta dure; nadie puede ser obligado a jugar, ni forzar a los otros a que le acompañen en su juego. Se crea un tiempo y un espacio singulares: cuando se juega, el tiempo pasa «como en un voleo», y los jugadores entran en un «campo» en el que todo es diverso, en el que no existe sino el juego mismo. Rigen allí leyes y normas diversas que carecen del carácter de lo impuesto, ya que son vividas y queridas para poder mantener el juego mismo, y que igualan a todos; es un orden en el que se entra y que ejerce un hechizo. Un hechizo y una liberación: en el juego se liberan energías y posibilidades, y por ello se convierte en una purificación. También el hombre es liberado de su soledad: no se sabe bien, muchas veces, si se busca al otro para jugar, o si se juega para buscar al otro. Crea así el juego una comunidad que va más allá del mismo juego: la unidad y amistad permanecen después de haber jugado. ¿Cómo no va a ser, entonces, la creación el «juego de Dios»? El mundo es, por ello, «gracia» de Dios y la creación actividad «graciosa», en todos los sentidos de la palabra: porque es gratuita y porque está llena de espontaneidad, frescura, originalidad. El mundo adquiere así pleno sentido para el hombre, ya que se convierte no sólo en el lugar creado por el juego de Dios, sino donde Dios invita al hombre a jugar con El, a sentir el mismo gozo de crear. ¿Visión demasiado ingenua? ¿Aparece realmente la vida como un juego, o más bien como «lo serio», aquello a lo que «no se puede jugar»? Sin embargo, quizá no hay nada más «serio» que el juego de la creación, también precisamente porque el hombre vive alejado de él. Es verdad; ya ni sabemos ni podemos jugar al vivir, hemos perdido la espontaneidad y la libertad: «¿Cómo cantar los cánticos del Señor en tierra extranjera?» (Sal 137, 4). El juego aparece, entonces, como la utopía por la cual es preciso luchar, como el injusto privilegio de unos pocos que juegan a costa del dolor de la mayoría y también, quizá, como la huida de la realidad de los esclavos que juegan a ser libres. Pero el juego aun en las presentes circunstancias, podría ser un camino para no decir el único de liberación. Lo que comienza siendo juego de niños puede terminar en una revolución; la fiesta termina en desorden (negación del «orden» establecido). Todo depende de que el pueblo se dé cuenta de «a qué se juega», y desde qué situación; si se es capaz de jugar a ser libres desde la conciencia de la opresión. Entonces la libertad «jugada» será una libertad «gozada» (en el juego) y llegará a ser libertad «reclamada» (en la realidad). Es típico del juego el que no se tolere su interrupción desde fuera. La alienación de la vida terminará por aparecer como una interrupción intolerable de la vida vivida sin alienaciones en el juego y en la fiesta. Jugando, descubre el hombre el mundo de la «gracia», de lo gratuito: un mundo que no es el suyo, pero que podría llegar a serlo porque de algún modo ya lo vive en la amistad y en el amor. Y atisba el Reino de Dios prometido como una utopía quizá realizable, ya que se siente capaz de disfrutarla en sus realizaciones imperfectas. Pero también descubre que sólo la alcanzará si pone en acción su propia capacidad creadora, que es una imitación de la acción creadora y en la que se manifiesta su condición de hijo de Dios: «A la libre creación por pura complacencia divina como símbolo cósmico, corresponde la filiación divina como símbolo antropológico. Es lo que quiso indicar Jesús volviéndose de los niños a los apóstoles: 'En verdad os digo: quien no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él' (Mc 1, 15). No sabemos si la sentencia de Heráclito era conocida en tiempos de Jesús y si llegó a sus oídos. Los padres de la Iglesia que nos han transmitido el dicho de Heráclito vieron siempre en él algo de común» (J. MOLTMANN, Sobre la libertad, la alegría y el juego, Salamanca, 1972, pág. 33) El mundo ha sido dado como don gratuito al hombre La creación es el modo como la Biblia afirma la soberanía absoluta de Dios sobre el mundo: el creador es el dueño de todo, también del hombre: «Tú eres mío» (Is 43, 1). Por eso el que Dios entregue el mundo al hombre habla de la totalidad del don y de sus límites: «Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (1 Cor 3, 22-23). El creyente vive el mundo como don de Dios; de ahí procede una actitud de confianza ante la vida, una confianza radical en la bondad del mundo basada en el convencimiento de que el Creador del mundo es el Padre de Jesucristo y de todos los hombres: «¿Por qué preocuparos a causa de la ropa? Aprended de los lirios del campo, cómo crecen. Ni trabajan, ni hilan, y, sin embargo, os digo que ni siquiera el rey Salomón, con todo su esplendor, llegó a vestirse como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy está verde y mañana será quemada en el horno, ¿no hará mucho más por vosotros? ¡Qué poca es vuestra fe! No os preocupéis pensando qué vais a comer, qué vais a beber o con qué vais a vestiros. Esas son las cosas que preocupan a los que no conocen a Dios; pero vuestro Padre que está en los cielos ya sabe que las necesitáis» (Mt 6, 28-32). Bonnard comenta sobre este pasaje: «En pocos textos evangélicos se expresa con tanta sencillez la fe de Jesús y sus discípulos en el Dios creador: creador soberano, pero infinitamente próximo a los hombres y a la naturaleza... No se trata de un entusiasmo fácil y natural ante el paisaje de Palestina, por otra parte incomparable, en especial en la región de Nazaret; para descubrir esta naturaleza de Dios, y encontrar en ella una llamada a la confianza, hace falta nada menos que la fe.» La revelación bíblica acerca de la creación del mundo no significa, pues, una respuesta a la pregunta teórica sobre el origen de las cosas. Es una enseñanza acerca del modo de vivir en el mundo y acerca del sentido de la vida, que contiene, además, un nuevo

elemento: si el mundo es don de Dios, se convierte en responsabilidad para el hombre, a quien se le dirige en todo momento esta palabra inquietante: «Dame cuenta de tu administración» (Lc 16, 2). Ciertamente, la primera «respuesta» del hombre al don de Dios es un «sí» a Dios y al mundo. La «fidelidad a la tierra» del cristiano posee una base más positiva que la de Nietzsche: no se formula mediante la tesis sin horizonte del «eterno retorno» de la historia, en la que la afirmación de la realidad radica en la afirmación del permanente retorno de lo mismo, sino mediante la acción de gracias y la alabanza al Creador de todo. La creaturidad del mundo no disminuye su dignidad, sino todo lo contrario: como obra de Dios, el mundo goza ya de por sí del refrendo y la aceptación de Aquél que al crearlo lo encontró «muy bueno». Pero la responsabilidad del hombre es sobre todo activa: puede transformar el mundo, corrompiéndolo o mejorándolo. Cuando el hombre hace el balance de su actividad mundana, no puede dejar de hacerlo ante el mismo Dios. El juicio que recoge la Biblia es más bien negativo: por el «pecado» humano la tierra sufre maldición (Gén 3, 17) y el mundo está «condenado al fracaso» y sometido a la «corrupción» (Rm 8, 19-22), aunque su bondad radical no haya podido ser corrompida y los elementos sigan obedeciendo a Dios a pesar de la desobediencia del hombre (Dt 4, 26; Is 1, 2-3; Mi 1, 2; Jer 8, 7, etc.). La fiesta es el modo como el hombre celebra el don de Dios que es el mundo, aunque no sea sólo eso, puesto que, al menos la fiesta cristiana, tiene un contenido esencialmente histórico. Frente a la «di-versión», que es olvido de sí mismo y del mundo, evasión de una realidad con la que ya no se es capaz de enfrentarse, la fiesta es afirmación de la vida y del mundo, afirmación que presupone que la vida tiene un sentido: solamente por esto es posible la fiesta. Por más que los acontecimientos contradigan la celebración, la fe y la esperanza sostienen y afirman el sentido de la vida y provocan la alegría festiva. Por eso, no todos son capaces de participar en una fiesta sin convertirla en distracción. «No es muestra de habilidad escribía Nietzsche organizar una fiesta, sino el dar con aquellos que puedan alegrarse en ella.» La parábola del banquete de bodas (Mt 22, 1-14; cf. Le 14, 16-24) muestra hasta qué punto las preocupaciones de la vida pueden impedir el goce de la existencia y la capacidad festiva. Sólo los verdaderamente pobres, los excluidos de los banquetes de los poderosos como Lázaro (Lc 16, 19-31)- son capaces de alegrarse en una fiesta en la que lo que se celebra es la liberación futura y la bondad de un mundo otorgado por Dios a los sencillos de corazón, los únicos que «poseerán la tierra en herencia» (Mt 5, 4). El invitado expulsado del banquete por no llevar el traje adecuado no es aquél que carece de dinero para ir ricamente vestido sino el que no es capaz de acudir «llena la boca de risas y los labios de gritos de alegría» (Sal 126, 2), revestido de esperanza, de justicia y de alegría escatológica. b) El mundo como «palabra» y «revelación» La ya clásica distinción del lenguaje como «lengua» y como «habla», debida a Saussure, nos permite otorgar a la «palabra» una significación mucho más amplia, que rebasa el campo de lo lingüístico: «palabra» es toda realidad abierta y en comunicación. El «ser» es palabra, y, con ello, «palabra» del ser y «verdad» del ser vienen a coincidir. Como recuerda Heidegger, para los griegos el concepto de verdad significa el hecho de que el ser es lo no-oculto, lo patente, lo que se desvela. Rahner habla de la «luminosidad» del ser, a la que corresponde la «apertura» del espíritu. «Ser» es «mostrarse», y el grado supremo del ser es un mostrarse absoluto a sí mismo y a los otros: conciencia y transparencia. El hombre muestra su verdad en la medida en que se hace translúcido. El fariseo de la parábola es el hipócrita que se oculta tras la maraña de su palabrería, y al enmarañarse y ocultarse huye de la luz y de toda posibilidad de ser justificado por la luz. Dios es la luz, como es el amor. Y el que la primera obra de Dios sea la creación de la luz creación que, paradójicamente, precede a la de los astros (cf. Gén 1, 3-5 y 14-19)- indica cuál es el «ser» de toda realidad creada: la luz y la palabra. Dios es la palabra por esencia: «Cuando todas las cosas comenzaron ya existía aquél que es la Palabra, y aquél que es la Palabra vivía junto a Dios y era Dios. Junto a Dios vivía cuando todas las cosas comenzaron. Todo fue hecho por medio de él y nada se hizo sin contar con él» (Jn 1, 1-3). Todos los seres creados realizan la perfección de la Palabra, aunque de modo imperfecto y según grados. Todos son «palabra», pero sólo el hombre es no sólo palabra «sida», sino también palabra «dicha»: sólo él habla, y por eso es imagen de Dios, colaborador en su obra creadora al poner nombre a todos los animales de la tierra (Gén 2, 19). Sin embargo, también de algún modo el mundo entero habla, y habla precisamente al hombre: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento; el día al día comunica el mensaje, y la noche a la noche transmite la noticia. No es un mensaje, no palabras, ni su voz se puede oír; mas por toda la tierra se adivinan los rasgos, y sus giros hasta el confín del mundo» (Sal 19, 2-5). El mundo entero, creado por la palabra del Dios-Palabra, es él mismo «palabra». En la Creación entera hablan las cosas de Dios, habla el mismo Dios, con una palabra silenciosa que se confunde con el «ser» obediente de las criaturas y que está siempre reclamando que se le una la palabra hablada del hombre. De este modo, el mundo adquiere sentido como revelación de Dios. En /Sb/13/01-09 y /Rm/01/18-23 se denuncia el grave peligro de que por el pecado del hombre las cosas dejen de remitir a Dios y no hablen sino de sí mismas, convirtiéndose en ídolos. Rigurosamente, un ídolo es una realidad que ha perdido su función simbólica y su relación con todas las demás cosas del mundo, y que, por ello mismo, tiende a reclamar para sí misma una consideración absoluta y exclusiva. Indudablemente, hoy asistimos a esta total idolización de las cosas, que han perdido su dimensión transitiva y simbólica y su significación última de ser «palabras de Dios». Esta última fórmula, que cierra la lectura litúrgica de los textos bíblicos, deberla poder ser dicha ante la contemplación del mundo; pero esa posibilidad nos ha sido casi totalmente arrebatada. En este contexto debe hablarse del tema de la IMAGEN DE DIOS. «Dijo Dios: Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra. Y creó Dios el hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó» (Gén 1, 26-27. Cf. Gén 5, 1 y sgs.; 9, 6 y sgs.; Eclo 17, 2-4; Sab 2, 23; 7, 26; Sal 8). El hombre es la última palabra de Dios, la definitiva, la cumbre de su creación por la palabra. De este modo interpretamos aquí la expresión bíblica, sin pretender que sea la mejor interpretación posible y sin ignorar que se han dado otras muchas, ya desde la misma Biblia. Eclo 17, 2-4 habla del dominio sobre los animales, aunque inmediatamente añade: «Les formó boca, lengua, ojos, oídos y un corazón para pensar. De saber e inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal. Puso su ojo en sus corazones, para mostrarles la grandeza de sus obras. Por eso su santo nombre alabarán, contando la grandeza de sus obras» (versículos 6-10). Sab 2, 23 habla, en expresión helenística, de la «incorruptibilidad» del ser humano.

W. Eichrodt (Teología del Antiguo Testamento, II, páginas 128 y sgs., Madrid, 1975) piensa que debió existir un relato israelita primitivo que subyace en el texto bíblico y en el que la «imagen de Dios» tendría un significado muy concreto: «imagen» («salem», en hebreo) significa estatua o representación plástica, de ahí que «originariamente se quería decir que la forma externa del hombre era una copia de la de Dios, y aspectos principales de esa semejanza se manifestaban en el porte y paso erguidos del mismo». Eichrodt acepta, así, los estudios de Humbert y Kohler. Pero esta idea fue luego espiritualizada al formarse el relato «sacerdotal» de la creación (Gén 1, 1-2, 4a), de tal modo que el hombre aparece ahora como un ser personal, como un «yo» frente al «tú» divino, que «está abierto a la conversación divina y puede tener una conducta responsable». El dominio del hombre sobre los animales y sobre toda la creación es sólo «una consecuencia de la relación especialmente familiar que esta criatura tendrá con su creador; igualmente, la capacidad de procrear igualmente concedida a los animales es algo diverso de la condición de imagen». La creación entera surge de la palabra de Dios y es palabra de Dios. También el hombre lo es, y en ello se asemeja a todas las demás criaturas. Pero la gran diferencia radica en que esa palabra se dirige al hombre, y por ello fue creado el sexto día y no el primero. Dios dialoga únicamente con el hombre: también el hombre puede pronunciar palabras que brotan de su «ser-palabra». El hombre es, pues, imagen de Dios porque puede relacionarse con él en un diálogo auténtico. Y esto es lo que Eichrodt y otros muchos exegetas no han terminado de ver: el hombre-imagen es el hombre-palabra. Pero hay que añadir algo más: siendo «imagen» de Dios, el hombre es la gran palabra que Dios dirige al hombre mismo: por medio del hombre habla Dios al hombre. En él se revela el Creador de un modo privilegiado, él es la única «visibilidad» posible de Dios, y queda prohibido en la Ley bíblica hacer cualquiera otra «imagen» tomada del mundo astral o animal (Ex 20, 4-6; Dt 4, 15-20). Juan expresa esta idea con particular fuerza: «Es cierto que a Dios jamás le vio nadie; pero si nos amamos unos a otros, Dios vive en nosotros, y su amor alcanza en nosotros cumbres de perfección... Si alguno viene diciendo 'Yo amo a Dios', pero al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, si no es capaz de amar al hermano, a quien ve?» (1 Jn 4, 12 y 20). Juan nos da aquí una importante clave de «lectura»: sólo el amor es capaz de descubrir en el otro la imagen de Dios. Sin embargo, la pregunta de la «parábola» del Juicio final «¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer...?» (Mt 25, 37-39)- parece contradecir esta afirmación, tampoco confirmada por nuestra propia experiencia. Por eso hay que completar: sólo el amor... que nace de la fe en la encarnación de la Palabra de Dios en el hombre-Jesús. Porque, efectivamente, el Nuevo Testamento no habla del hombre como imagen de Dios: la única imagen es Cristo, el Cristo glorificado, según la teología de Pablo 7. Dios ha dicho su primera palabra al hombre a través del hombre mismo; pero su palabra última y definitiva la ha dicho por medio de su HiJo (Heb 1, 1-5), y quien por la fe y el amor descubre en todo hombre la presencia del Hijo sigue escuchando esa eterna palabra. c) El mundo como «historia hacia Cristo» La dependencia del mundo respecto a la palabra de Dios pone de manifiesto la dimensión esencial de aquél: el mundo es, ante todo, Historia. «El mundo dice Wittgenstein al comienzo de su Tractatus es todo lo que acaece. El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas.» Cualquiera que sea la interpretación que se dé a esta cita, al menos aleja de la consideración del mundo como «cosa que está ahí», y nos orienta hacia el mundo como acontecimiento. Aún más: hay que pensar el mundo como mundo-del-hombre. Y como algo abierto «hacia adelante», pero no tanto como «evolución», sino como Historia. En este sentido, los conceptos de Naturaleza y de Historia se separan claramente entre sí, evidenciándose de qué lado cae el concepto de Mundo. Si son la palabra y la acción humanas las creadoras de historia, lo que ha surgido de la palabra de Dios pertenece con mayor razón a la Historia. Como veremos, ésta es la concepción bíblica de la realidad. «Un aliento gigantesco un gran Grito, al que llamamos Dios, sopla a través del cielo y de la tierra, en nuestros corazones y en el corazón de todas las cosas vivas. La vida vegetal deseaba permanecer en su sueño inmóvil, junto a las aguas estancadas, pero el grito palpitó en ella y estremeció violentamente sus raíces: '¡Fuera, sal de la tierra, anda! ' Si el árbol hubiera podido pensar y juzgar, hubiera gritado: '¡No quiero! ¿A qué me acucias? ¡Me estás pidiendo lo imposible! ' Pero el grito, implacable, siguió estremeciendo sus raíces y gritando: '¡Fuera, sal de la tierra, anda!' Siguió gritando así durante miles de eones, y he aquí que como consecuencia del deseo y de la lucha, la vida salió del árbol inmóvil y quedó liberada. Aparecieron los animales los gusanos viviendo cómodamente en el agua y el lodo. '¡Qué bien estamos decían. Tenemos paz y seguridad. ¡No queremos cambiar!' Pero el grito terrible siguió golpeándoles los lomos sin piedad: '¡Dejad el barro, levantaos, haced nacer a quienes os han de superar! ' '¡No queremos! ¡No podemos hacerlo! ' 'Vosotros no podéis pero yo sí! ¡Levantaos!' Y he aquí que después de miles de eones, apareció el hombre, temblando sobre sus piernas aún débiles. El ser humano es un centauro; sus pezuñas equinas están plantadas en el suelo, pero desde el pecho a la cabeza tiene el cuerpo trabajado y atormentado por el implacable Grito. También durante miles de eones el hombre ha luchado por salir, como una espada, de su vaina animal. Y está luchando ahora en esta su nueva pelea por salir de su vaina humana. El hombre se pregunta desesperado: «¿A donde puedo ir? He alcanzado la cumbre: más allá columbro el abismo.» Y el Grito le responde: «Yo estoy más allá. ¡Levántate!» Todas las cosas son centauros. De no ser así, el mundo estaría hincado en la inercia y la esterilidad» (Nikos KAZANTZAKIS, citado por J. A. ROBINSON, Exploración en el interior de Dios, págs. 157-58). Con razón la Palabra es aquí denominada «Grito», puesto que es no sólo la Palabra que está al principio del mundo, sino sobre todo la Palabra que llama desde su meta final. Dios es el futuro del mundo, y, por ello mismo, su sentido. Y aquí «sentido» no es ya «significación», sino «movimiento hacia», determinado por la Palabra de Dios. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31; cf. Mt 5, 18): la palabra de Dios impulsa la historia y sostiene el mundo en su dinámica, sin ella . «pasarían» como una sombra y perderían todo su sentido. Todo esto nos obliga a profundizar en el tema de la Creación. El «grito» de Dios domina: «Voz de Yahvé sobre las aguas, el Dios que se manifiesta truena, es Yahvé sobre las inmensas aguas, voz de Yahvé con fuerza, voz de Yahvé con majestad, voz de Yahvé que desgaja los cedros...» (Sal 29, 3-5). Dios grita y surge el mundo. La Biblia emplea para designar esta actividad de Dios el verbo hebreo BARA, traducido ordinariamente por «crear». El sujeto de este verbo es siempre y exclusivamente Dios, nunca el hombre. Designa el hecho de que Dios hace algo

nuevo, inesperado y maravilloso. Fundamentalmente lo encontramos en el Deuteroisaías (Is 40-55), «el primero en haber aplicado a Yahvé de manera total la noción de Dios creador» (Auzou). Y es que la creación no ha terminado: el Dios de «lo nuevo» no deja de actuar, su palabra no cesa, sino que es continuamente emitida, es un acto siempre presente. Hay, pues, una «creación continuada» «creatio continua» en la teología clásica, pero que tiene una dimensión fundamentalmente histórica: Dios es el «creador de Israel» (Is 43, 15), y cada pasaje importante de su historia es una maravillosa aparición de «lo nuevo». Sacar el mundo de las aguas primitivas, sacar a Israel de Egipto, haciéndole pasar por las aguas del mar Rojo, o rescatar a los desterrados en Babilonia, devolviéndoles a su tierra a través de un desierto que recordará el comienzo del mundo (Gén 2, 5), son todo una misma acción continuada de la Palabra omnipotente. Con el trasfondo de la creación del mundo, el Deuteroisaías une el éxodo y el retorno del exilio, mostrando que Yahvé, el rey de Israel, es «el primero y el último, el único Dios» (44, 6), el que pone en la existencia y conduce a la libertad final: «Así dice Yahvé, que trazó camino en el mar, y vereda en aguas impetuosas. El que hizo salir carros y caballos a una con poderoso ejército; a una se echaron para no levantarse, se apagaron, como mecha se extinguieron. ¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, senderos en el páramo. Las bestias del campo me darán gloria, los chacales y las avestruces, pues pondré agua en el desierto y ríos en la soledad para dar de beber a mi pueblo elegido. El pueblo que yo he formado cantará mi alabanza» (Is 43, 16-21). El concepto teológico-filosófico de la «creatio continua», entendida como simple «conservación del mundo» está, pues, en contradicción con la Biblia y puede llevar a funestas conclusiones ideológicas: podría justificar una actitud «conservadora» del orden establecido y convertirse en freno de todo progreso. Ciertamente, la visión evolucionista del mundo impone ya otra concepción, pero la visión bíblica es aún más revolucionaria: el Creador es el «Dios de lo nuevo», de lo sorprendente, de lo no-implicado en el mundo, de lo imprevisible históricamente. El mundo queda así abierto de un modo absoluto, incluso más allá de sus propias posibilidades: el Dios creador de lo nuevo actúa continuamente en el mundo-historia, llevándole más allá de sí mismo, hacia un futuro que sólo la esperanza se atreve a imaginar. La responsabilidad del creyente es no quedarse en el «tiempo bíblico», sino vivir en el presente la continua renovación del mundo como historia. Es culpable ceguera no saber descifrar «los signos de los tiempos» (Mt 16, 3). «De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, caéis en la cuenta de que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis todo esto, caed en la cuenta de que El está cerca, a las puertas» (Mt 24, 32-33). El Dios que «está cerca» es el Dios que viene al mundo no ya desde el principio en que fue creado, sino desde el fin al que El mismo le llama; su cercanía es su «acercamiento» al presente del hombre para «acercarle» más y más a su futuro. Dios no visita el mundo para dejarlo en su «ahora» estático, sino para moverlo en su avanzar hacia el «después» histórico. Por eso, el acercamiento de Dios al mundo es también histórico: la palabra de los profetas, la encarnación de su Palabra, la presencia de su Espíritu. Cristo es, de hecho, el futuro del mundo. O, como dice Moltmann, el futuro del mundo no es sino el futuro de Cristo. Porque la Resurrección es el acontecimiento que inaugura el futuro, acontecimiento que contiene toda la posibilidad que le ha sido dada al mundo de ir más allá de si mismo. El resucitado es ya la «nueva creación». Y en él se realiza un radical juicio del mundo: todo cuanto no pertenece aún al mundo inaugurado por el Resucitado está condenado a «pasar», y, por ello, ha de ser abandonado. El hombre ya no está sometido al «sistema» caduco de este mundo, ni a sus leyes: « ¡Qué más da estar circuncidados o no estarlo! Lo que importa es ser hombres nuevos» (Gál 6, 15). Lo que se impone es optar por el mundo que comienza con Cristo: «El que está en Cristo es un hombre nuevo; lo viejo ha pasado, y una realidad nueva está presente» (2 Cor 5, 17). La dialéctica viejo-nuevo que aquí aparece coincide con la dialéctica muerte-resurrección, pero su dimensión cósmica es más evidente. Todas las promesas de Dios respecto al hombre y al mundo se encierran en «lo nuevo»: «He aquí que Dios ha montado su tienda de campaña entre los hombres. Habitará con ellos, ellos serán su pueblo y él será el Dioscon-ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Es todo un mundo viejo el que pasó. Y el que estaba sentado en el trono anunció: Ahora voy a hacer nuevas todas las cosas» (Ap 21, 3-5). Y con una fuerte imaginaria apocalíptica, la segunda carta de Pedro concluye: «El día del Señor vendrá como un ladrón. Entonces los cielos se derrumbarán con estrépito, los elementos del mundo quedarán pulverizados por el fuego, y desaparecerá la tierra con cuanto hay en ella. Si todo ha de ser aniquilado, ¡qué vida tan entregada a Dios y tan fiel debe ser la nuestra, mientras esperáis y aceleráis la venida del día del Señor! Ese día en que los cielos arderán y se desintegrarán, y en que los elementos del mundo se derretirán consumidos por el fuego. Nosotros, sin embargo, confiados en la promesa de Dios, esperarnos unos cielos nuevos y una tierra nueva que sean morada de la justicia» (2 Pe 3, 10-13). El mundo nuevo no es dado al que simplemente «espera», sino al que vive y lucha en una esperanza activa. O, como acabamos de leer, al que «acelera» la venida del día del Señor. La resurrección de Cristo debe convertirse en la insurrección de los hombres contra un mundo que han de denunciar como caduco y contrario al Reino de Dios. El anuncio evangélico se hace también denuncia. Y la proclamación alcanza una dimensión cósmica: «anunciad la buena noticia a toda la creación» (Mc 16, 15). CESAR TEJEDOR. EL GRITO DEL HOMBRE Temas de Antropología Teológica Edic. MAROVA MADRID 1980, págs. 89-123

................... 1. E FROMM, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, 1970. 2. V, E. FRANKL, Psicoanálisis y existencialismo, México, 1967. 3. Destino y esperanzas del mundo moderno, Madrid 1971, págs. 25-26. 4. Ch. DUQUOC, Ambigüité des théologies de la sécularisation, París 1972, págs. 17-20. 5. M HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo, Madrid, 1959, pág. 30. 6. L. WITTGENSTEIN, Tractatus Logico-philosophicus, Madrid, 1973, página 197. 7. Cf. U. Luz, «La imagen de Dios en Cristo y en el hombre según el Nuevo Testamento», en Concilium, núm. 50, 1969, págs. 554 y sgs.

EL DURO CAMINO DE LA LIBERTAD. A) El «pecado del mundo» El hombre puede transformar el mundo y hacer de él el «mundo del hombre». La paradoja es que ese mundo resulta in-humano y anti-humano. Igor Catuso, hablando sobre la «manipulación del hombre por el hombre», hace ver que está en nuestras manos crear

«señuelos» para modificar la conducta de los animales, pero que también es posible crear «señuelos» para el hombre. El mundo entero, transformado por la técnica, se ha convertido en un gigantesco poder de manipulación humano. «Gracias a la técnica, el mundo se convierte en la continuación del esquema corporal humano y del espíritu humano. Pero, por otra parte, esta expansión puede también significar una despersonalización creciente, pues el mismo proceso es, a la vez, un acrecentamiento de la manipulación del hombre con sus propios órganos y con sus semejantes; en lugar de ser fin de la acción, el hombre se convierte en medio.» Un mundo así, es un mundo «sometido a la vanidad, condenado al fracaso», un mundo que «gime», que está «corrompido» (Rm 8, 20-22); induce a la auto-destrucción del hombre, es escenario de la privación de la libertad. Un mundo así debe ser denominado, con toda razón, pecado. Juan y Pablo, en el Nuevo Testamento, usan el término «mundo» (cosmos) para designar, ante todo, el mundo humano. Y la expresión «este mundo» tiene en ellos un significado peyorativo: un mundo maligno y pecador. De hecho, podríamos traducir «cosmos» por «orden» o «sistema», y nos entenderíamos mucho mejor. «La palabra 'cosmos' dice Conzelman designa en primer lugar el mundo humano, sin que se trate simplemente de la suma de los individuos humanos. Por su actitud, el cosmos se ha convertido en una potencia transubjetiva, una esfera de la que no puede escapar el individuo y de la que forma parte de modo constante. En sí, el mundo es la creación, es bueno, iluminado, es decir, que se presenta como creación y, como tal, es inteligible. Creado por el Logos, que es la luz del mundo, no es malo, sino porque no se comporta según su naturaleza, como creación. Por eso, se ha convertido en este 'este' mundo... Su comportamiento es una oposición permanente contra su origen.» La oposición culmina en el rechazo de Cristo (Jn 1, 5), y con ello en entenebrecimiento del mundo se hace definitivo. En él ya no es posible caminar sino perdido en la oscuridad del odio, la violencia y la injusticia. Dios crea el mundo diciendo: «Haya luz», pero ahora ha vuelto a la noche. Cegados para la luz, los hombres parecen preferir ya las tinieblas, a pesar de que en ellas ya no es posible caminar rectamente, sino tropezar y caer; ya no es posible amar, sino odiar; reina la violencia y el crimen (cf. Jn 3, 19; 9, 4; 11, 9; 13, 30; 12, 35; 1 Jn 1, 5 y 11). Nadie se atrevería a hacer actualmente un juicio tan terrible sobre el mundo. Pero Juan continúa aún. Este mundo da una falsa paz, odia a los discípulos de la luz, no conoce a Dios ni puede recibir su Espíritu, rechaza a Jesús (Jn 14, 27; 15, 19; 17,14; 17, 25; 14, 17; 1, 10). Peor todavía: «todo lo que hay en el mundo» no es sino un desenfrenado deseo de poder, una ilimitada jactancia que todo lo aplasta (1 Jn 2, 16). La realidad del mundo es vista como una realidad de dominación satánica. Un poder diabólico domina en él (Jn 12, 31; 16, 11; 1 Jn 4, 3): el poder de las tinieblas. Y Pablo, por su parte, no es más optimista. Estamos «esclavizados a los elementos del mundo» (Gál 4, 3); y en ellos ve poderes más que humanos: «potencias invisibles que dominan en este mundo de tinieblas, fuerzas sobrehumanas y supremas del mal» (Ef 6, 12). De nuevo hay que decir que lo importante aquí es retener el significado de estas expresiones de sabor mitológico: un poder que con toda razón puede ser llamado «diabólico» domina en nuestro mundo humano. Es en este mundo en el que se encuentra «situado» el hombre. Nacemos y vivimos en una situación de dominación, rodeados por el «pecado del mundo» en un mundo que es «pecado» y que nos domina. Existe una expresión teológica no bíblica, aunque tiene fundamento en la Biblia para designar esta «situación»; pecado original. De hecho, la situación de dominación y pecado en que vivimos tiene una historia tan larga como la misma humanidad. El pecado de Adán-Eva es la rebelión del hombre contra el mundo creado por Dios y la aparición de un «cosmos» diverso, la aparición de este mundo. El texto bíblico (Gén 3) está cargado de símbolos. Bajo uno de ellos se descubre un primer hecho: el «mal». Para ello será preciso que reine la violencia y la muerte. El hombre entra entonces en su mundo, en el que él se ha creado, y pierde el mundo de Dios: se arroja a sí mismo fuera del paraíso. Y, efectivamente, el nuevo «orden» impone su ley de violencia: Abel, el justo, es asesinado por su hermano, el poderoso-injusto. La historia de los orígenes de este mundo continúa ya sin parar. Adán se rebela contra Dios, Caín lo hace contra el hermano. Quizá no hay que ver aquí una sucesión cronológica de dos pecados distintos, sino la afirmación de que tras el odio y la muerte del hermano el verdadero pecado «mortal», es decir, que da la muerte está la rebelión contra Dios, es decir, la afirmación orgullosa de sí mismo, el propio endiosamiento mediante la posición del propio poder por encima de toda justicia. La maldición de Dios a Adán «morirás» se realiza de un modo inesperado: «matarás», harás reinar la muerte en lugar de la vida, a la muerte natural sucederá el imperio de la muerte violenta, y al reino de la libertad sucederá el poder de la dominación. La perspectiva es, pues, mucho más aterradora que si nos limitásemos al pecado lejano e inimaginable de un solo hombre. Y también mucho más comprometida: todos somos responsables de este mundo. «Fue un hombre el que introdujo el pecado en el mundo, y, con el pecado, la muerte. Y como todos pecaron, de todos se adueñó la muerte» (Rm 5, 12). La narración del pecado de Adán entra en la categoría del «mito»: no es «historia», sino algo mucho más grave y transcendente que la historia misma: es su significación propia. Lo que allí se narra es lo que toda la historia de la humanidad realiza. Preguntarse cómo empezó todo, intentar saber cuál fue el principio, es algo que la Biblia no revela. Como dice Kierkegaard. «hay que escuchar el enigma antes de tratar de descifrarlo». Y aquí el enigma es nuestro propio mundo actual, el mundo en el que vivimos, esta terrible dominación que nos aliena. «Querer explicar cómo ha venido el pecado al mundo dice también Kierkegaard es una necedad que sólo puede ocurrírsele a hombres preocupados por encontrar a cualquier precio una explicación.» El mundo, como «pecado», es, efectivamente, pecado originante: una perpetua invitación más aún, una presión continua al mal. Por eso Pedro dice el día de Pentecostés a los que le preguntan qué deben hacer: «Poneos a salvo de este mundo corrompido.» El aire polucionado de las ciudades, que impide casi la respiración y termina por matar, es sólo un símbolo actual de lo irrespirable de una situación en la que lo imposible es amar y practicar la justicia, en la que la libertad se ve ahogada y la imaginación domesticada. Lo que origina el mundo como pecado no es nada positivo, sino más bien una ausencia: la imposibilidad de amar. Es ésta una consecuencia de la solidaridad humana: no sólo la situación en la que se vive es producto de las acciones solidarias de generaciones, sino que crea también la solidaridad de todos los nacidos en esa situación. El que ha nacido en el odio difícilmente podrá substraerse a la necesidad de odiar. La gran paradoja es que, siendo la situación en que vivimos una situación de exaltación y apoteosis del poder, el estado que resulta es el de la impotencia, el «no poder». «A esta última situación nosotros no la llamamos 'existencialista', porque no es una situación que nosotros encontremos en nuestro existir y a la que nosotros mismos demos sentido, sino que la denominamos 'existencial' porque precede a nuestro existir y lo tiene dominado» (Schoonenherg). La «historia de los orígenes» (Gén 1-11) se refiere a estas situaciones colectivas de dominación e imposibilidad absolutas. Hay dos narraciones de destrucción. Veamos la primera. La humanidad comienza a multiplicarse. Y sobre ella existen dos testimonios diversos. El relato yahvista dice: «Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahvé de haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón. Y dijo Yahvé: Voy a exterminar de sobre

la haz del suelo al hombre que he creado desde el hombre hasta los ganados, las sierpes y hasta las aves del cielo, porque me pesa haberlos hecho'» (Gén 6, 5-7). A continuación, el texto introduce la visión de la tradición sacerdotal: «La tierra estaba corrompida en la presencia de Dios: la tierra se llenó de violencias. Dios miró a la tierra, y he aquí que estaba viciada, porque toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra. Dijo, pues, Dios a Noé: 'He decidido acabar con toda carne, porque la tierra está llena de violencias por culpa de ellos. Por eso, he aquí que voy a exterminarlos de la tierra'» (/Gn/06/11-13). Lo que llama aquí la atención es la «situación» de total corrupción del mundo, caracterizada por una total violencia, como proliferación absoluta del crimen de Caín. La violencia destruye ya todo, de tal modo que propiamente la destrucción que Dios decide no es sino dejar que el pecado llegue a sus últimas consecuencias. El mundo entero terminará en un caos absoluto: las aguas que Dios separó al crearlo, lo volverán a anegar. Es un milagro, parece insinuar el relato, que nuestro mundo subsista a pesar de sus violencias. Sólo la promesa de Dios lo sostiene (cf. Gén 9, 11), por sí mismo pende sobre la nada y la muerte. Pero también es un milagro inexplicable que en este caos se pueda encontrar un único justo, Noé (7, 1), flotando por encima de ese mar de iniquidad. El misterio del texto está aquí: ¿cómo podía Noé seguir siendo justo?, ¿cómo «pudo» él lo que nadie más «podía»? Noé, que significa «consolador» (de los hombres), ¿es un consuelo o una acusación para el hombre? ¿Anuncia un «consolador» futuro y definitivo? En cualquier caso, es una ruptura, una quiebra de la totalidad, un resquicio por el que se insinúa que la dominación no será nunca total. Algo hay, quizá, de Noé en cada hombre, algo que no podrá ser sumergido nunca en el infierno de la dominación y que se salva en el caos del delirio colectivo de la violencia y el poder. El hombre puede ser salvado, porque algo hay en él que nunca puede ser dominado. La otra narración de destrucción es, naturalmente, la de las ciudades del Mar Muerto: «Grande es el clamor de Sodoma y Gomorra, y su pecado gravísimo. Voy a bajar a ver si han hecho o no realmente según el clamor que ha llegado hasta mí: debo saberlo» (/Gn/18/20-21). Génesis 13, 10-11 describe la región de Sodoma y Gomorra, antes de la destrucción, como un Edén, «como el jardín de Yahvé, como Egipto». La riqueza va unida a la iniquidad. Lot, que ha decidido quedarse allí, no sabe lo que ha hecho. La injusticia y la violencia es tal que «clama al cielo» y Dios oye. Es el grito de los oprimidos, de los pisoteados e impotentes. La violencia es tal que nadie puede permanecer una noche cálida de verano en la plaza pública, es preciso encerrarse en casa y echar los cerrojos. No se respeta la hospitalidad con los extranjeros, el más sagrado deber en Oriente. Se viola indistintamente a hombres y mujeres, y todo otro derecho ya ha sido violado. Lot, en efecto, no sabe lo que ha hecho. La destrucción se hace ahora por fuego («ya no habrá otro diluvio sobre la tierra», había dicho Dios) Pero el fuego es símbolo de la pasión devoradora de poder, de la violencia sin límites que estalla y lo arrasa todo. Abraham intentó en vano salvar la ciudad ante Dios: ¿Destruirás al justo con el malvado?, ¿y si en la ciudad hubiera cincuenta, cuarenta y cinco, treinta, veinte... ¡al menos diez justos! (cf. Gén 18, 22-33). La intercesión de Abraham no va más allá bien sabe él que en las ciudades no hay ni uno solo, que a todos les domina el pecado. Lot es únicamente un espíritu mezquino, que se salva por ser extranjero y conservar todavía el sentido de la hospitalidad: EI pueblo de la tierra ha hecho violencia y cometido pillaje, ha oprimido al pobre y al indigente, ha maltratado al forastero sin ningún derecho. He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie» (Ez 22, 29-30). Lot escapa con su familia de la ciudad en llamas, pero ésta, aun en el momento de su pura auto-destrucción, es un señuelo demasiado poderoso, una fascinación de la que no es posible sustraerse. La mujer de Lot no consigue escapar a este dominio que seduce las mentes y esclaviza los espíritus. Su volver la cabeza no es sino un signo de que realmente no ha conseguido «salir». ¡Escapar, escapar, para no convertirse del todo en estatua de sal, seco el corazón y helada la mirada, rígido el gesto y las manos crispadas! b) La necesidad de optar Jesús ha venido a este mundo para desvelarlo en su verdadera realidad de «reino del pecado» e instaurar el Reino de Dios: «Mi Reino no es de este mundo... Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 36-37) Al rechazarle, el mundo pierde su oportunidad única de salvación quedando así juzgado: «La condenación está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3, 157 19). Son las obras de cada uno las que le juzgan. Por ellas queda la humanidad dividida en dos bandos: «Como en los días de Noé (! ! ), así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días que precedieron al diluvio comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida del Hijo del hombre. Entonces estarán dos en el campo: uno será llevado y otro dejado; dos mujeres estarán moliendo en el molino: una será llevada y otra dejada» (Mt 24, 37-41). La venida del Hijo será como el diluvio: este mundo perecerá en el caos y surgirá una nueva humanidad. Y este reino brutal, salvaje, como lo son los cuatro reinos animales de la profecía de Dan 7 será sustituido por el único reino que puede realmente ser «humano»: el Reino de Dios. Entonces el mundo será lo que siempre debió ser y nunca fue: no el reino de la dominación, sino el Reino de la Libertad. La muerte y resurrección de Jesús lo anuncian ya: «Ahora es el juicio del mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado abajo» (Jn 12, 31). Libres de la fascinación del mundo, los hombres se dirigirán hacia su centro: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Y en esta fórmula misteriosa habría que ver no sólo una alusión a la cruz y a la resurrección de Jesús, sino también a su venida gloriosa, cuando convoque a todos los hombres a su Reino definitivo. A ese Reino se le invita al hombre ya desde el momento presente, porque éste es el tiempo de la decisión, cuando aún estamos en poder de este mundo: «Convertíos, porque el Reino de Dios está cerca.» El momento es acuciante, porque la oportunidad de entrar en el Reino de Dios se nos ofrece ahora: este mundo está ya en el caos, sumergido en las aguas del diluvio, abrasado por el fuego de la dominación. La decisión ha de ser clara y definitiva: «el que es amigo de este mundo es enemigo de Dios» (Sant 4, 4). Sin embargo, el «ahora» de la decisión por el Reino de Dios, el tiempo de la conversión, es, sin duda, cada momento, y eso ya desde el principio. Este es quizá el mensaje fundamental del Gen 3, aunque se haya ignorado casi en absoluto. ¿Qué es lo que encontramos en el relato de la «caída» de Adán? Toda una serie de oposiciones que es preciso desvelar: Dios y el hombre, el hombre y la serpiente, la obediencia y la desobediencia, el bien y el mal, la bendición y la maldición, la vida y la muerte, el trabajo-juego y el trabajo-maldición, la relación (desnudo) y la soledad (cubierto), el Edén y el Mundo, el linaje de la mujer y el linaje de la serpiente. Puestos estos términos en dos columnas, la oposición es total, y es difícil

pensar que no ha sido pretendida directamente. Quien lee el texto según esta clave tan sencilla, no tiene más remedio que concluir: es preciso optar, no es posible quedarse en medio, ni intentar estar en las dos partes. «No podéis servir a dos señores> (Mt 6, 24) y «el que no está conmigo, está contra mí» (Mt 12, 30). Frente a esta narración, el hombre se ve forzado a optar, «condenado a ser libre». No optar es ya una forma de opción, la peor posible: permanecer bajo el poder de este mundo. Cada encuentro con Jesús pone al hombre ante esta necesidad, la misma que experimentó Israel a lo largo de toda su historia: «Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahvé tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yahvé tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; Yahvé tu Dios te bendecirá en la tierra que vas a entrar a poseer. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte ante otros dioses y a darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días en el suelo en cuya posesión vas a entrar al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo ante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahvé tu Dios, escuchando su voz, uniéndote a él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahvé juró dar a tus padres, Abraham, Isaac y Jacob» (Dt 30, 15-20. Cf. 11, 26 y sgs.; 27-28). Es Moisés quien habla aquí al pueblo que va a poseer la tierra prometida, que va, de alguna manera, a «constituir el mundo», su propio mundo. Si opta por la muerte y la maldición, ese mundo suyo será el caos, el reino de las tinieblas, no el Reino de Dios. El contexto es, indudablemente, el de la Alianza: si Israel, al entrar en la tierra prometida, guarda la Alianza, vivirá en paz en esa tierra; si no, la convertirá en un infierno. La tentación consistirá en renegar del Dios liberador, el que hizo «salir» de Egipto, en caer en poder de la dominación de dioses alienantes: los dioses de Canaán. En el momento en que se crea la narración de Gén 3, «Canaán está a punto de vengarse de su conquistador, ganando para el culto de sus baales seductores y para el naturalismo de la religión agraria a los adeptos de un Yahvé excesivamente austero y lejano. La forma más representativa y, sin duda, la más tentadora de esta religión de la tierra y de las estaciones era el culto de la serpiente, dios de la fecundidad» (Auzou). ¿Viene la vida de Yahvé, o del dios-serpiente, símbolo sexual de la fecundidad? ¿O viene del poder del hombre mismo? ¿A quién hay que adorar, quién es el verdadero dios, Yahvé, la serpiente o el hombre? Esta lucha es la eterna lucha interior del hombre, es decir, de Adán. Dejarse seducir por la serpiente, piensa el autor del relato, es arriesgarse a ser arrojados de la tierra prometida, del paraíso prometido por Yahvé: si Israel cae ante la tentación de adorar a los dioses de Canaán, será arrojado de Palestina y jamás poseerá tierra alguna: vivirá errante y perdido. Esta interpretación está corroborada por una nueva clase de lectura de Gén 3: en el texto se dan todos los elementos típicos de la Alianza. Dios se presenta como el creador del mundo, que elige (creándole) a Adán y le prepara una tierra, de la que ha de entrar en posesión; hay unos estatutos de la Alianza (mandamientos); se formulan bendiciones y maldiciones. El destino y la tragedia de Adán aparece, pues, como una advertencia a todo el que desea «poseer la tierra» y entrar en Alianza con Dios. De la opción fundamental del hombre depende el que su mundo sea humano o no: un paraíso, o una tierra que sólo produzca «espinas y abrojos» (Gén 3, 18). La tragedia de Adán es que, nada más creado, es llamado a ser dueño de la tierra, pero a condición de ser dueño de sí mismo. No puede poseer el mundo si no empieza por poseerse a sí mismo mediante un acto fundamental en el que ha de comprometer toda su libertad. Adán tiene que optar necesariamente. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del mal, aparentemente uno más entre tantos; parece que lo más fácil sería olvidarse de él, pero eso ya no es posible en absoluto. De pronto se ha convertido en el centro del paraíso y todo parece confluir hacia él. Adán se siente extrañamente atraído y no podrá hallar la paz hasta que no se «sitúe» ante él. Intenta pasar de largo, no mirarlo, olvidarlo; pero cuanto más lo intenta, más presente lo tiene. Se siente incapaz de ser dueño del jardín entero, mientras no descifre el enigma de ese árbol, mientras no sea capaz de tomar una postura ante él, hacerlo suyo mediante una opción concreta. O decide comer, o decide no comer. Pero tiene que decidir: hasta entonces no podrá hallar la paz y sentirse a gusto. Adán siente que esta decisión compromete toda su vida, la totalidad de su existencia. Y sabe que de esa decisión va a depender la configuración entera de su mundo. Hay algo verdaderamente enojoso en ese árbol: su ambigüedad. Es el árbol «de la ciencia del bien y del mal». Si no fuera tan ambiguo, la elección sería mucho más fácil. Además, su exterioridad que se impone. No es Adán quien lo ha plantado, pero ni puede arrancarlo, ni puede prescindir de él. También la serpiente es terriblemente ambigua en su astucia animal, aunque su exterioridad es menor: «la serpiente seria una parte de nosotros mismos que no reconocemos; seria la seducción de nosotros mismos por nosotros mismos, proyectada en el objeto de la seducción» (Ricoeur). La ambigüedad del objeto se enfrenta con la ambigüedad del hombre, aunque esta última no quiera ser reconocida. Es decir, el hombre que ha de decidir y optar por el mundo que quiere construir, se ve obligado a decidir antes por el hombre que quiere ser él mismo. La ambigüedad del mundo no puede ser resuelta sin resolver antes la propia ambigüedad. Ese árbol expresa la posibilidad de inversión de la realidad. Un texto de Isaías resulta especialmente esclarecedor: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo! ¡Ay, los sabios a sus propios ojos, y para si mismos discretos! » (Is 5, 2021). Estos mismos sabios son los que «absuelven al malo por soborno, y quitan a los justos su derecho» (5, 23). He aquí, pues, al hombre que se hace a sí mismo «como dios», dueño del bien y del mal, dispuesto a llamar «bien» en su propio provecho a aquello que es «mal». Y dispuesto a ejercer la violencia para que todos lo llamen así. La violencia y la injusticia se asientan sobre la mentira. Es el mundo de la dominación. Ahora bien, en este mundo está ausente el árbol de la vida: lo que impera es la muerte. Dios no puso árbol alguno de la muerte en el paraíso. El árbol de la vida carece en absoluto de ambigüedad, es el don puro de Dios; la muerte, es el hombre quien la crea y quien la instala en su propio mundo. Desde ese momento, el paraíso se convierte en este mundo, como producto de la opción del hombre por la mentira. La ambigüedad del árbol es para nosotros ya algo distinto. Vivimos no en el paraíso, sino en este mundo, con toda su larga historia de dominación y mentira que invierte los valores. La opción de cada hombre se formula ahora así: o por este mundo, o por el Reino de Dios. La llamada de Jesús a la conversión adquiere, entonces, todo su significado concreto, que también podría ser formulado así: o por Adán, o por Cristo, o por el hombre «viejo» o por el hombre «nuevo». Esta contraposición es propia de Pablo: «Adán es figura de aquél que había de venir, por más que no hay comparación entre el delito de uno y el don del otro» (Rm 5, 14-15; cf. vv. 12-21). También en el pensamiento de Pablo nos encontramos con el juego de las contraposiciones: Cristo o Adán, el árbol de la cruz o el del paraíso, la obediencia o la desobediencia, la vida o la muerte, la gracia o el pecado, la salvación o la condenación, el don de sí o la afirmación de sí mismo. El texto coloca, pues, ante la misma necesidad de optar. Sólo que ahora la situación ha variado: ya no existe la exterioridad del primer relato. Adán veía el árbol como algo ajeno a él mismo y se esforzaba por proyectar fuera de sí mismo en la serpiente su propia ambigüedad. Nosotros, en cambio, no podemos considerar a Adán como algo exterior: Adán somos nosotros mismos, Adán significa «el hombre».

Hay aquí un hecho de pertenencia y de dominación: pertenecemos, desde el principio, a Adán, a este mundo. La opción sólo puede realizarse desde la interioridad de una situación: o seguir perteneciendo a este mundo u optar por el Reino de Dios. Nicodemo, en el evangelio de Juan, lo entendió muy bien. Hemos nacido como Adán, hemos nacido en este mundo y a él pertenecemos. ¿Cómo volver a nacer de nuevo, puesto que de eso se trata? La opción que se nos exige es tan radical, que equivale a convertirse en otro hombre. «¿Cómo es posible que un hombre ya viejo vuelve a nacer?» (Jn 3, 1-21). La imposibilidad parece, en principio absoluta: no puedo cambiarme desde mí mismo, volvería a hacerme, de nuevo, a mi propia imagen y semejanza. Por eso dice Jesús: efectivamente, «lo que nace de la carne, es carne», de Adán sólo puede nacer Adán (cf. Gén 5, 3: «Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen...») Pero a continuación añade: «lo nacido del Espíritu, es espíritu». El hombre nuevo es una creación de Dios, puesto que es realmente una creación. La opción adquiere, así, un nuevo matiz: o permanecer fieles al mundo, o bien optar por el Dios que nos salva y nos recrea. c) ¿Quién nos liberará? Dios nos salvará, esta es la respuesta. «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, del lugar de la esclavitud. No tendrás ningún otro dios» (Ex 20, 2-3). ¿Podemos seguir, todavía, creyendo en este Dios que se llama a sí mismo «el liberador»? Aceptarlo como tal, ¿no significa renunciar a la lucha por la libertad, instalándose en una irracional e interminable libertad que nos ha de venir del «más allá»? El «Dios maligno» «Todos los espías, todos los traficantes de pólvora y todos los canallas del mundo llevaban a Dios en el bolsillo. Todos tenían su Dios. . . ¡ Todos! El escarnio y la ignominia... el crimen... la cobardía y la injusticia. ¡Las babas y la Sombra! » (León Felipe). Todos los que dominan, todos los opresores, pretenden hacerlo en nombre de Dios. Sólo Prometeo, el que lucha por la libertad, parece enemigo de Dios: «Aquí estoy. ¡Miradme! Clavado en esta roca, con un buitre en el pecho.» No sólo Prometeo enseñó a los hombres todas las artes, les liberó del temor a la muerte y les entregó el supremo don del fuego, sino que -en la evolución posterior del mito fue él quien creó del barro a todos los hombres. El «dios alfarero» es sustituido por el hombre que se crea a sí mismo y que, por ello, se convierte en enemigo de Dios: «Pues aquí me tienes; plasmo hombres a semejanza mía, una raza igual a mí, para que padezca, para que llore, y goce y se alegre, sin hacer, como yo, ningún caso de ti» (Goethe). Como indica Ricoeur, aquí aparece la oposición radical entre el dios maligno, «indivisa unidad de lo divino y lo satánico», y el héroe humano que reafirma su libertad titánica. Si el origen expresa la esencia, y el proceder es constitutivo del ser, las teogonías revelan la ambigüedad de nuevo esta inquietante propiedad de lo divino, esfera que comporta la polaridad del día y de la noche, de la ley del día y de la pasión de la noche (Jaspers). Dios es demasiado poderoso para que no aplaste al hombre. «¡Déjame ya! dice Job. ¿Cuándo retirarás tu mirada de mí? Apártate de mí para que pueda gozar de un poco de consuelo. Tus manos me han plasmado, me han modelado, ¡y luego, en un arrebato, me quieres destruir! » (Job 7, 16; 7, 19; 10, 20; 10, 8). Horrible descubrimiento, que Dios pueda ser el genio del mal. Es Eva quien llega a esa conclusión, y aquí la mujer manifiesta un espíritu mucho más complejo que el hombre. «¿Conque Dios ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (/Gn/03/01). La pregunta de la serpiente, en su total exageración, introduce una sospecha estremecedora: quien prohíbe una sola cosa puede llegar a prohibirlo todo; Yahvé es «el Dios que prohíbe», imagen insoportable en su misma irrealidad. La mujer intenta defender a Dios, pero en su defensa manifiesta que algo se ha quebrado en su interior: «Quien defiende un mandamiento puede estar ya en vías de transgredirlo.» En efecto, Eva exagera el mandato de Dios «no comáis, no lo toquéis», y esa agudización manifiesta un mecanismo de defensa frente a un deseo latente de transgresión. Lo que domina ahora es la angustia ante la muerte y el deseo de oponerse a un Dios tiránico y arbitrario. La serpiente, entonces, dice: « ¡No vais a morir! Es que Dios sabe muy bien que si coméis del fruto, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 4). La serpiente se ha apoderado del deseo de vivir de la mujer y se presenta a sí misma como la salvadora, frente a un Dios que busca la muerte del hombre. Con ello se corrompe definitivamente la imagen de Dios: no sólo tiene envidia del hombre, sino que él mismo está angustiado por la muerte que podría venirle de un hombre que se hiciera como él. El hombre tiene que seguir siendo solamente hombre para que Dios pueda ser Dios. «Impotencia en vez de potencia, angustia ante los hombres en vez de la angustia que los hombres deberían sentir ante él; envidia, celos y autopreservación en vez de amor, providencia y protección. Dios y el hombre están ahora en lucha por la posesión del mismo territorio. Los dos son enemigos. Los dos deben hacerse la guerra. Un Dios envidioso de las posibilidades del hombre, y que tiene que estar alerta para conservar su posición, puede y debe ser mirado sólo como enemigo y opresor» (Drewermann) 12. El autor del relato de la «caída original» ha construido, pues, una maravilla de análisis psicológico. Curiosamente, la «caída» es más bien una «elevación»: todas las angustias interiores del hombre a la muerte y a todo lo que a ella se asemeja: la prohibición, la represión, la esclavitud bajo una dominación total que es vivida como «omnipotente y exterior» son proyectadas «hacia arriba», reunidas gracias a un solo símbolo y una sola

palabra: «Dios». Dios se ha convertido para muchos en el símbolo supremo de la represión. Todo lo que el hombre desea, lo que más le hace gozar, está prohibido. A este Dios sádico sólo puede adorarle un creyente masoquista que goce inventando nuevas prohibiciones y atribuyéndoselas a ese objeto de su delirio. Hasta lo más sagrado puede estar prohibido; más aún, debe estar prohibido. En un ensayo de guión cinematográfico titulado «La expulsión del paraíso» 13, el filósofo polaco L. Kolakowski inserta el siguiente diálogo entre Eva y el diablo (que hace de Director-suplente del hotel «Edén»): «EVA: No puedo dejar de sentir miedo, no sé de qué. SUPLENTE: Señorita Eva, esta habitación no es exactamente igual a las otras. Aquí hay algo que no existe en las demás. (Se trata de la habitación del Suplente.) EVA: ¿Qué es? SUPLENTE: El amor. EVA: ¿El pecado? SUPLENTE: En efecto, señorita Eva... ¿Nunca aprendió qué es el amor? EVA: Jamás. SUPLENTE: Tome en cuenta lo que voy a decirle. En todo este hotel éste es el único lugar donde podrá aprenderlo, en verdad el único lugar. EVA: Tengo miedo. Todo me asusta. Está prohibido. SUPLENTE: ¿No le dijo el Director que aquí todo está permitido? EVA: Todo, con excepción de esta sola habitación. SUPLENTE: Donde hay algo prohibido, todo lo demás está prohibido. EVA: No es cierto. Donde todo está prohibido, todo está permitido.» La imagen del Dios maligno provoca la rebelión y la huida. Pero es, quizá la huida de Caín, hacia la nada. La liberación es pesimista y resignada: «EVA: Se ofenderá. ADAN: ¿Y después? EVA: Nos expulsará. ADAN: Nos expulsará. ¿Y después? EVA: ¿Cómo nos arreglaremos sin él, completamente solos? ADAN: No tengo la menor idea. ¿Y con él? ¿Cómo nos arreglaremos con él? Muy mal; con toda franqueza, muy mal. Por consiguiente, en cualquier otra parte nos puede ir a lo sumo igualmente mal.» El «Dios liberador» Lc/15/11-32: Jesús nos libera, ante todo, de esta imagen del Dios opresor. No sólo nos prohíbe crearnos «imágenes» que terminarían siendo fantasmas de dominación del Padre, sino que nos revela un Dios distinto. El hombre, si quiere ser libre, ha de renunciar definitivamente a pensar a Dios por su cuenta. No hay más Dios que el Padre de Jesucristo, y sólo a través suyo podemos llegar a él. La parábola del «hijo pródigo» es, más bien, la parábola de los dos hijos, pero también la parábola de los dos padres. El hijo menor huye del padre sentido como opresor si nos es permitido releer así la parábola y, al volver a la casa, descubre un padre distinto, un padre liberador que celebra el banquete del reencuentro y le pone el anillo de los hombres libres, de los hijos. El mayor, en cambio, sigue en la casa, incapaz de huir de alguien que es sentido como un ser extraño y dominante. Entre la huida y la opresión soportada, está el reencuentro del Padre que nos libera. Ante todo, el Dios liberador es el Dios libre. El hombre ha concentrado su esfuerzo en dominar a Dios, ya desde las prácticas mágicas primitivas, manipulación de lo sagrado. Dios sería un poder «a disposición» del hombre; Dios sería una voluntad totalmente previsible y deducible, y el hombre pretenderá saber en todo momento lo que Dios va a querer (la Ley sería la premisa mayor de esa suprema deducción, de tal modo que algunos rabinos judíos llegaron a pretender que Yahvé dedicaba varias horas al día a su estudio: algo que haría reír si no se tratase de una monstruosidad); la institucionalización de la religión pondría en manos de unos pocos la administración del mismo Dios, de tal modo que los hombres no tendrían sino que acudir a ellos para saber infaliblemente cuál es la voluntad de ese Todopoderoso encadenado por sus mismos servidores.. Pero el Dios que se nos revela no es un Dios manipulable, porque es libre; ni deducible a partir de su propia esencia, porque ésta permanece inaccesible. Se niega a comunicar su nombre la magia empieza ya por la posesión del nombre del otro y el apelativo que nos entrega proclama su carácter imprevisible: no es el que «es», sino el que «actúa» libremente. La eternidad de este Dios no radica en una esencia inmóvil y congelada, sino que él mismo es Historia, pero una historia sin determinismo alguno. El es el «creador» y su acción es siempre pura creación. Jesús dice: «Mi Padre no cesa nunca de actuar» (Jn 8, 17), y con ello proclama la suprema libertad de aquél que «hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Consecuencia sorprendente y casi escandalosa: también el hombre es libre ante Dios. No otra cosa significa el que seamos hijos de Dios, y no esclavos suyos. «Que Dios sea Dios de la libertad significa, ante todo, que yo tengo el deber de no dejarme coaccionar por Dios» (P. de Benedetti). Con mayor razón, no debo tolerar que nadie me coaccione en nombre de Dios. Jacob luchó contra Dios y venció (Gén 32, 23-33), y sólo así fue bendecido. Como Moisés, que se atrevió a plantar cara ante Yahvé y solo así alcanzó el perdón para el pueblo. Job se atreve a citar a Dios a juicio, pretendiendo llevar la razón; y Dios, efectivamente, le justifica. Está la emocionante oración de un pobre sastre: «Tú quieres que yo me arrepienta de mis pecados, pero yo solamente he cometido faltas menores: puedo haberme apropiado algunos vestidos abandonados, o haber comido en una casa no hebrea, donde trabajaba, sin lavarme las manos. Pero Tú, Señor, has cometido crueles pecados: Tú has arrebatado hijos a sus madres y madres a sus hijos. Perdóname y yo te perdonaré, y así estaremos a la par.» El hombre ante Dios se manifiesta como el libre ante el Libre, como la imagen ante el creador. No hay aquí resistencia a la gracia, no hay orgullo malsano alguno. Dios nos ha hecho libres y sólo en la libertad descubriremos a Dios. Entre la rebelión y la sumisión que abdica de sí mismo, está la libertad ante el mismo Dios. El Dios «opresor» ha sido expulsado por la crítica a la religión (Feuerbach, Marx, Freud), aunque aún subsista en muchas conciencias sumisas. Esa expulsión es una gran noticia que nos acerca a la buena nueva de la llegada del Dios liberador de las opresiones humanas, cuya expulsión todavía no ha sido anunciada por nadie. ¡Sólo Dios puede darnos la libertad! «Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8, 36). Así llegamos, pues, a una tercera afirmación: es Dios quien nos libera. Pero esta afirmación debe ser hecha con mucho cuidado. Porque, ¿basta decir que Dios nos ha creado libres, y que es ya tarea nuestra el liberarnos de hecho?

Por el contrario, el mensaje bíblico habla de una acción liberadora de Dios en la Historia. Pero, ¿dónde puede detectarse esa acción liberadora? ¿No debería hablarse, más bien, del fracaso y del ocultamiento del Dios liberador del hombre? El Antiguo Testamento presenta a un Dios que «baja» al hombre esclavo para sacarle de la «opresión». En la historia del Éxodo de Egipto la gran historia de liberación de Israel el grito de los oprimidos juega un papel preponderante. La liberación se convierte en una historia del grito, en la que la palabra «opresión» aparece con una frecuencia que debiera hacer pensar a los que la consideran como «sospechosa» (Ex 1, 1112, por ejemplo). El primer grito, el que comienza todo, es, naturalmente, el de los oprimidos: «los hijos de Israel, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su grito, que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios» (/Ex/03/07). Nada hace suponer que ese grito se dirija a Dios: es un clamor desesperado de un pueblo que ha llegado al límite. Primero es un murmullo en el interior del propio corazón, que luego se comunica al oído o en pequeños grupos, y que finalmente estalla y llega al cielo. Los recién nacidos lo escuchan ya en el seno de sus madres, nacen en ese arrullo espantoso así nacería Moisés y lo reciben como la primera palabra a pronunciar. La actitud de Dios está expresada en una serie de verbos significativos: «Oyó Dios sus gemidos, y acordase Dios de su Alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel y conoció...» (Ex 2, 24-25. En 3, 7-10: he visto, he escuchado, he bajado, yo te envío; 3, 9: «El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen»). Dios parece salir de un letargo de cuatrocientos años y «recordar» de pronto una Alianza olvidada. Es un «olvido» que significó la detención de la Historia en el aplastamiento de los hombres. Dios olvida, y todo se detiene; Dios recuerda, y todo se pone en marcha. Entonces, es Dios quien grita: « ¡Aquí estoy Yo! ¡Yo soy el que actúa! » (cf. Ex 3, 14). Diez terribles plagas asolan Egipto, mientras resuena una voz que grita: « ¡Israel es mi hijo, mi primogénito! ¡Deja salir a mi hijo! » (Ex 4, 22-23). Es la voz terrible del celo de Yahvé, de la ira de Dios contra el opresor. Un grito que sólo puede ser comparado con aquel que hizo surgir al mundo de la nada. Habla como la tormenta y el rayo, como el viento huracanado, y todo se estremece, y el mundo cambia: «Voz de Yahvé sobre las aguas; el Dios de gloria truena ¡es Yahvé sobre las inmensas aguas! ¡Voz de Yahvé con fuerza, voz de Yahvé con majestad! Voz de Yahvé que desgaja los cedros, Yahvé desgaja los cedros del Líbano... Voz de Yahvé que estremece las encinas y las selvas descuaja, mientras todo en su templo dice: ¡Gloria! » (Sal 29, 3-5, 9. Cf. Is 30, 30; Ex 19, 16). La negativa del opresor a liberar al Hijo de Dios obtiene una respuesta fulminante de la voz que ha hablado: «A media noche pasaré Yo a través de Egipto.» Es ahora Egipto quien va a gritar de horror: «Y se elevará en todo el país de Egipto un alarido tan grande como nunca lo hubo ni lo habrá. Pero entre los hijos de Israel ni siquiera un perro ladrará...» (Ex 11,4-6-7). Es un grito de espanto ante la muerte: el opresor se destruye a sí mismo, el que pretende vivir esclavizando contempla con horror cómo la muerte es el único resultado: «y hubo un gran alarido en Egipto, porque no había casa donde no hubiese un muerto» (12,30). La liberación del pueblo concluye con otro grito, ahora de alabanza: «¡Cantad a Yahvé, pues se cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro! » (15, 1 y 21). En el Nuevo Testamento, el grito liberador de Dios se encarna en el hombre Jesús de Nazaret, el que condena al opresor con su palabra y llama al oprimido a la libertad. El mismo fue el «hombre libre» (Duquoc), mostrando así que «la palabra de Dios Jesús mismo no está encadenada» (2 Tim 2, 9), ni podrá estarlo, sino que es la palabra que rompe todas las cadenas. Jesús habló con una sorprendente libertad: su palabra está por encima de toda otra palabra, habla con «autoridad» (Mc 1, 22) y transforma la Ley con un «pero Yo os digo» (Mt 5, 22, 28, etc. La fórmula «yo os digo» aparece 25 veces en Mt, 4 en Mc y 34 en Lc). Nadie puede rebatir sus palabras (Jn 7, 26; Mt 22, 46). Nadie habló jamás como él; su palabra domina el cosmos, expulsa los demonios y cura las enfermedades, símbolos de la dominación diabólica. Sus palabras dan la vida eterna (Jn 6, 68). «Lo característico de Jesús es su extraordinaria libertad. La libertad de Jesús se manifiesta como el tema cristológico central de un replanteamiento histórico-crítico de lo que es Jesús: su querer y actuar, su realidad, su historia, su acción, su persona...» (R. Pesch). Resulta, pues, inútil volver a abordar un tema que ha sido abordado desde todas las perspectivas posibles. Sólo queremos destacar este hecho: Jesús es la voz que llama a la libertad, la palabra liberadora. En él, Dios nos hace libres, llamándonos a la liberación, con la gran diferencia respecto a toda otra palabra de que es la Palabra creadora del mismo Dios. Pero es una palabra encarnada en el hombre Jesús y en todos los gritos humanos por la libertad. Dios alienta y suscita el grito del hombre por la Liberación: El es ese grito. Y las implicaciones de esta última afirmación han de ser destacadas con todo cuidado. La afirmación procede de una experiencia: es en la lucha por la liberación y no fuera de ella donde Dios se manifiesta. Esa lucha es el «lugar» de la revelación de Dios. Así es como habría que interpretar la experiencia de Israel al salir de Egipto y la experiencia de los discípulos al contacto con Jesús: una liberación así en cuanto que aparece como una «salvación», es decir, como una realización de lo «imposible» para el hombre dominado, como puro don gratuito e inesperado de un poder más fuerte que todo otro poder sólo puede proceder de Dios. Por otro lado, si Dios se manifiesta en el grito por la liberación, el grito adquiere un valor absoluto, hasta un límite inigualado por ninguna otra doctrina de liberación: no grita sólo el hombre, es el mismo Dios quien clama con él. La sangre derramada de Abel, y con ella la tierra entera empapada por el asesinato del inocente, eleva su voz ante Dios. Pero en la sangre de Cristo es el mismo Dios quien pide justicia (Heb 12,24), mostrándonos que El se identifica con los oprimidos. Por ello, finalmente, ese grito no podrá ser acallado nunca y un día alcanzará su objetivo. Gritará Dios si se calla el hombre, «gritarán las piedras» si enmudece el hombre (Lc 19, 40). La reclamación de la viuda no pudo ser dominada por el juez injusto: «día y noche» siguió y seguirá repitiéndose incesante (Lc 18,1-8), con una constancia que nada humano puede explicar, hasta que advenga la libertad. La esperanza del cristiano no consiste, pues, únicamente en saber que llegará un día el Reino de Dios; significa también, y

aun antes, la seguridad de que la lucha de los oprimidos no podrá ser nunca dominada. El grito seguirá, saltando por encima de todos los engaños o de todas las victorias parciales, filtrándose a través de todas las mordazas. d) La lucha por la liberación El grito por la liberación es ya una opción primera por el Reino de Dios y en contra del «mundo» como pecado y dominación. Pero la opción se manifiesta, luego y sobre todo, en la acción, es decir, en la lucha por la liberación. La creación del mundo es concebida en los mitos primitivos como una lucha y una victoria cósmica de Dios. En el poema mesopotámico sobre la creación, los dioses eligen a Marduk para la gran batalla: «Gozosamente rindieron homenaje: ¡Marduk es rey! Le confirieron cetro, trono y vestidura, le dieron armas incomparables para rechazar a los enemigos: ¡Ve a segar la vida de Tiamat! ¡Ojalá los vientos arrastren su sangre a parajes no revelados!» 14. En el Antiguo Testamento salvo algunas alusiones poéticas el combate cósmico ha desaparecido: Dios crea por la palabra. La lucha ha sido trasladada al campo de la historia, y se realiza entre la descendencia de la mujer y la descendencia de la serpiente (Gén 3, 15), es decir, entre aquellos que optan por la libertad y la vida, y los que optan por la dominación y la muerte. La lucha es la lucha del hombre contra el pecado del mundo. Vivir para el hombre es agonizar. «Agonía quiere decir lucha. Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte. La lucha por la vida es la vida misma... La vida es lucha, y la solidaridad para la vida es lucha y se hace en la lucha» (Unamuno). Hay toda una corriente de pensamiento que pasa por los estoicos, Spinoza y Nietzsche que ve en el esfuerzo y en la lucha la esencia misma del ser humano. Por eso Tillich pudo hablar también del «coraje de existir». En este coraje que psicólogos y sociólogos estudian bajo una de sus formas más aparentes, la agresividad se asienta el combate humano por la existencia. Aunque también descubre el hombre en sí mismo la tendencia contraria: instinto de muerte, impulsos de repetición, pasividad y acomodamiento; o, como dice Unamuno: «la esencia del hombre es la pereza, y, con ella, el horror a la responsabilidad». Las estructuras sociales de dominación fomentan estas últimas actitudes, controlando toda posibilidad de oposición al «sistema». Por eso, el hombre rebelde es el que lucha contra sí mismo, contra su mundo y, así, manifiesta lo más profundo de su propio ser: su coraje y su valor para vivir. Una llamada a la lucha es por ello, una llamada a la autenticidad. «¡No he venido a traer la paz, sino la espada! » (/Mt/10/34), dice Jesús. «¡Luchad (agonizad) para entrar por la puerta estrecha! » (/Lc/13/24). Y Pablo emplea con gran frecuencia el simbolismo del combate, incluso bajo la forma concreta del combate deportivo (2 Tim 2, 5; 1 Cor 9, 26; Ef 6, 10-17, etc.). Pero es el Apocalipsis donde la lucha del hombre ocupa un lugar absolutamente central. Juan escribe en una situación de agonía: «Yo soy Juan, vuestro hermano, que unido a Jesús comparto con vosotros la lucha, el reino y la constancia en el sufrimiento» (Ap 1, 9). En las cartas a los ángeles de las siete iglesias se exhorta a combatir y se hacen promesas a los que se mantengan firmes: «al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el Paraíso de Dios» (2, 7). Es la lucha de toda la humanidad, desde Adán (cf. 2, 11. 17. 26; 3, 5, 12. 21). Lo que se enuncia es «lo que ha de suceder pronto» (1, 1): la batalla final. La descendencia de la mujer y la de la serpiente se enfrentarán definitivamente. Los temas del Éxodo y los simbolismos apocalípticos permiten trazar un amplio cuadro imaginativo. Miguel y sus ángeles después de haber sonado las siete trompetas luchan contra la serpiente y sus ángeles, y la arrojan a la tierra, donde transmite su poder a la Bestia, símbolo de la dominación diabólica de los poderosos del mundo. El pueblo de Dios es perseguido y oprimido en esa nueva Babilonia. Pero las promesas y los cantos del triunfo final se multiplican. Por fin, Juan describe el combate escatológico. De un lado, el ejército de Dios: «Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se llama 'Fiel' y 'Veraz', y juzga y combate con justicia. Sus ojos, llama de fuego; sobre su cabeza, muchas diademas, lleva escrito un nombre que sólo él conoce; viste un manto empapado en sangre y su nombre es: Palabra de Dios. Los ejércitos del cielo, vestidos de lino blanco y puro, lo seguían sobre caballos blancos. De su boca sale una espada afilada para herir con ella a los paganos, él los regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino de la furiosa cólera del Dios Todopoderoso. Lleva escrito un nombre en su manto y en su estandarte: Rey de Reyes y Señor de Señores» (19, 11-16). Enfrente, el otro ejército: «Vi entonces a la Bestia y a los reyes de la tierra con sus ejércitos, reunidos para entablar combate contra el que iba montado en el caballo y contra su ejército» (19, 19). La lucha de Jesús Juan hace ver con las imágenes del apocalipsis que la lucha de los cristianos a los que escribe no es sino la lucha de toda la humanidad, desde Adán, pasando por Israel en Egipto y Babilonia, hasta el combate escatológico final: su lucha cobra así sentido de totalidad y recibe la esperanza que se asienta en las promesas de Dios. Lo más terrible de la lucha es la soledad. El luchador solitario, perseguido e incomprendido, es un ideal casi imposible. Es espantosa la soledad de Jesús en la cruz cuando grita: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34, cf Sal 22, 2). Sin embargo, el hombre nunca se encuentra solo, sino que, de algún modo, es siempre «el representante de toda la humanidad». Jung descubre aquí una de las funciones de las imágenes míticas: «llevamos en nosotros, en la estructura de nuestro cuerpo y de nuestro sistema nervioso, toda la historia de la humanidad». Por ello analizando un sueño, en el que a alguien que se encuentra en un serio peligro se le aparece la arquetípica imagen del «dragón» de los mitos y las leyendas, Jung dice: «Tú te encuentras en una encrucijada en la que el ser humano, si intenta vivir plenamente la órbita de su vida, se ha encontrado ya con frecuencia antes de ti. La situación que hoy es la tuya ha sido ya vivida, en el transcurso de los milenios, un número incalculable de veces. Esto es lo que demuestra el mito del dragón...» Es decir, «estas imágenes arquetípicas sirven para incluir en un cuadro general y supraindividual el caso específico personal que parece único e indisoluble; muestran, al mismo tiempo, que el sufrimiento de cada uno es también el sufrimiento de todos, y que la situación particular, inextricable, constituye un problema humano absolutamente general» 15. Cuando Jesús nos invita a tomar la cruz y seguirlo, nos está presentando un símbolo la cruz cuya significación es: no estás solo, tu lucha es la mía, «yo estoy con vosotros hasta el final de la historia» (Mt 28, 20). Y el caso de Jesús es absolutamente único: él asumió la humanidad entera, su lucha fue realmente la lucha de todos los hombres, y su victoria, la victoria final. Hay que renunciar expresamente remitiéndonos a la Cristologia a estudiar ahora el conjunto de la vida de Jesús, y sobre todo su muerte-resurrección, como el combate del Profeta y del Siervo de Dios para la liberación de los hombres. Puede ser suficiente limitarnos a un solo pasaje: las tentaciones en el desierto (/Mt/04/01-11; /Lc/04/01-13; /Mc/01/12-13). En los tres evangelios sinópticos, este pasaje aparece dentro de un conjunto muy sólidamente establecido: predicación del Bautista en

el desierto, bautismo de Jesús, tentaciones en el desierto, comienzo de la predicación de Jesús acerca de la cercanía del Reino. Lo que aquí se nos ofrece es todo el sentido de la misión de Jesús, el Siervo de Yahvé (cf. Is 42, 1), el Hijo de Dios (cf. Sal 2, 7), el profeta que comienza su camino de dolor y liberación, para el cual recibe la plenitud del Espíritu liberador (cf. Is 61, 1-2, cit. por Lc 4, 1819). La narración nos traslada al desierto, lugar tradicional de la tentación, de la presencia diabólica, de la lucha. Este dato, y el simbolismo del número cuarenta, nos pone en relación con los temas del Éxodo, temas que han de aparecer, efectivamente, en las citas del Antiguo Testamento. En Marcos sólo encontramos una breve alusión (la referencia a los «animales» podría aludir a la era mesiánica Is 11, 6-9 o a los poderes del mal Ez 34, 5.8.25). En Mateo y Lucas, la segunda y tercera tentación se hallan invertidas, quizá por el deseo de Lucas de terminar en Jerusalén; o bien porque Mateo quiere seguir el mismo orden histórico de las tentaciones del pueblo de Israel en el desierto, consiguiendo una progresión de escenarios (desierto-Jerusalén-mundo), que permite una universalización gradual de la lucha del hombre. Jesús se enfrenta al príncipe de este mundo. En esta batalla se asume toda la historia de Israel y todo el destino del hombre. «Di que estas piedras se conviertan en panes», «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3, que alude a Ex 16, 1-4). La tentación es la vuelta a Egipto, el «lugar de la esclavitud», aunque también el símbolo de la seguridad y la abundancia. ¡Volver a esclavizarse! O bien, fiarse de Dios y de su palabra que dice: ¡Sal de la esclavitud!, acepta el riesgo y la inseguridad de la libertad, ponte a caminar por el desierto, sé tú mismo y no temas a la soledad del desierto; busca a los que caminan contigo, no te fijes en lo que queda atrás. Es Abraham quien aquí reaparece y triunfa. «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo.» La cita del salmo 91, 11-12 indica por dónde va la tentación ahora: te has fiado de Dios totalmente y has cometido una locura, ¿no te estarás engañando?, ¿no será todo imaginación tuya? Luchas contra el mundo, pero te has quedado solo: más allá de este mundo no hay nada; quédate en él «vuelve a Egipto» que te irá mejor. En la terrible soledad de la cruz suenan las mismas palabras: «Ha puesto su confianza en Dios; si tanto lo quiere, que lo salve ahora» (Mt 27, 43). Lo que se pone a prueba es la confianza misma que ha permitido salir de Egipto y llegar al desierto. La tentación va a la raíz misma de la existencia: ¿es un engaño, un delirio, la llamada a la libertad? Jesús cita Dt 6, 16 «No tentarás al Señor tu Dios» que remite a la sed del pueblo en el desierto (Ex 17, 1-7). El martirio de la sed es más insoportable que el del hambre: «¿Nos ha hecho salir de Egipto para morir de sed?» Entonces las gargantas resecas, las lenguas acartonadas, formulan la terrible duda: «¿Está Yahvé entre nosotros o no?» El Dios de la libertad, ¿es un espejismo del desierto? Jesús, entonces, nos hace decir: Nada permite demostrar que la llamada a la libertad no sea una locura o un suicidio. Síguela, aunque se te oculte el que te llama. Sé capaz de decir: Confío tanto en ti, que no necesito prueba alguna de que estás conmigo; sé que me amas, y eso me basta; en medio del abandono total y del fracaso, aunque no te sienta a mi lado, sigo confiando; aunque yo sea tentado, no te tentaré yo a Ti, porque entonces todo habría terminado. La segunda tentación concluye con el triunfo de la confianza y la libertad. Por ahí se va a insinuar la tercera tentación: la confianza en Dios se va a convertir en una confianza absoluta en sí mismo, y la libertad en posibilidad de esclavizar a los otros. La tentación del poder resulta la más fuerte de todas, ya que sobreviene en el momento de la exaltación del propio yo, como culminación del valor personal. Ceder a las dos primeras tentaciones es convertirse en oprimido, a cambio de calmar el hambre y la sed. Lo que ahora se ofrece es convertirse en opresor: conquista el poder y obtendrás, por fin, la libertad total; nadie podrá ya oprimirte, alcanzarás una seguridad sin límites, no dependerás de nadie. Satán tienta con el poder, pero detrás se encuentra algo mayor aún: hay que abandonar al Dios liberador, al Dios que obliga a «salir», y adorar al príncipe de este mundo, al que da el poder. El juicio de Lucas es terminante: el poder es una realidad satánica: «Yo te daré todo ese poder y esa grandeza, porque todo ello me pertenece, y puedo dárselo a quien quiera. Tuyo será si te pones de rodillas y me adoras.» Jesús responde con otra cita del Deuteronomio (6, 13), cuyo contexto ya no es el desierto, sino la tierra prometida: «ciudades grandes y prósperas que tú no edificaste, casas llenas de toda clase de bienes, que tú no llenaste...». Todo este poder y esta riqueza es lo que tienta al hombre fuerte y libre, que está a punto de endiosarse a sí mismo. Por eso Jesús dice: ¡No adores más que a Dios, no adores el poder ni el dominio, porque entonces será el poder el que te dominará a ti! Las tentaciones concluyen aquí precisamente: la tentación del poder es la más grave y definitiva, toda otra tentación conduce a ella. Se adivina a la serpiente diciendo a Eva: «Seréis como dioses, conocedores (dueños) del bien y del mal.» La lucha del hombre El mensaje cristiano acerca del «pecado del mundo», en el que nace todo hombre, no es un mensaje paralizante. «La clave de esta revelación no está en que siempre habrá pecado porque el hombre es radicalmente pecador; por verdadero que esto sea, la revelación es, ante todo, enfrentamiento al pecado y liberación de él. Si se nos permite emplear un vocabulario político (cosa que no nos desaniman de hacer los profetas del Antiguo y Nuevo Testamento), podríamos hacernos la pregunta de por qué la referencia al pecado ha servido tantas veces en la práctica histórica del cristianismo para condenar, de manera más o menos reaccionaria, los esfuerzos humanos en pro de la liberación, siendo así que ésta es posiblemente la más revolucionaria de las referencias cristianas, pues obliga a subvertir el orden de las cosas, y hasta por la violencia si ello fuera preciso («si tu mano te arrastra al pecado, córtala») (J. Pohier) 16 Efectivamente, como crítica y juicio de este mundo, la revelación del pecado es un mensaje revolucionario en el que se llama al hombre a conquistar su libertad y alcanzar su verdadera dignidad. Como recuerda Fromm, el término usado en la tradición talmúdica para designar al pecador arrepentido es «baal teshuvá», que significa literalmente: «el señor del regreso», es decir, «el hombre que no se avergüenza de haber pecado, y que está orgulloso del acto que ha llevado a cabo regresando». El que ha sido esclavo encuentra su gloria en haber conquistado la libertad; y aquél que todavía lo es, se siente llamado a alcanzar el «señorío» sobre sí mismo. Pero todo esto serían palabras vacías si el poder del pecado del mundo fuera absoluto, si no existiera algún «lugar» donde ya hubiera sido vencido. Es aquí donde se hace preciso añadir algo más: gracias a Jesús de Nazaret existe el «lugar de la libertad», puesto que él lo ha creado con su muerte y resurrección; gracias a su lucha contra el pecado del mundo, la lucha del hombre por la libertad tiene un sentido y una posibilidad de victoria. De hecho, como señala W. Kaspers, «la historia del pecado posee una fuerza de gravitación totalmente 'natural', que tiende a cerrarse cada vez más en un circuito de muerte. Si ha de haber salvación, a pesar de todo, se necesita un nuevo comienzo, un hombre que se meta en esta situación y la rompa... Por la humanización de Dios en Jesucristo se ha cambiado la situación de perdición en la que todos los hombres están presos y por la que están íntimamente determinados. Esa situación se rompió en un lugar, y este nuevo comienzo determina ahora de forma nueva la situación de todos los hombres. Por eso, la redención se puede entender como liberación» 17. La lucha de Cristo hace, pues, posible la lucha del hombre. ¿Cómo llamaremos a esa posibilidad? Objetivamente la llamaremos «Espíritu Santo»; subjetivamente, la llamaremos «fe». Para

desarrollar ambos aspectos nos limitaremos a dos pasajes del Nuevo Testamento. Es Pablo quien más claramente ha hablado sobre la liberación del hombre gracias al Espíritu. El juego de las contraposiciones aparece en Gál 4, 21-5, 24: el hijo de la esclava y el hijo de la libre, la Ley y el Espíritu, la carne y el Espíritu. La esclavitud es como una «condición natural»: se es hijo de la esclava la humanidad dominada, se es hijo de «aquí abajo». La libertad es objeto de la promesa de Dios, algo futuro a conquistar, pero como don de Dios: «la Jerusalén de arriba es libre y esa es nuestra madre; sois hijos de la promesa; os han llamado a la libertad; para que seamos libres nos liberó Cristo; conque manteneos firmes y no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud». La esclavitud es primero exterioridad, situación en el mundo, pero se convierte, luego, en interioridad, en «carne» y nos domina desde dentro, haciéndonos caer bajo el imperio de la Ley. Los mismos temas los encontramos en Rom 7-8: «Yo soy un hombre de carne y hueso, vendido como esclavo al pecado; cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro fatalmente con lo malo en las manos.» El universo de lo humano parece indefectiblemente cerrado en y por el pecado: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este ser mío, instrumento de muerte?» La salvación sólo puede venir de «más allá» del hombre: «mediante Jesucristo, el régimen del Espíritu de la vida te ha liberado del régimen del pecado y de la muerte». El Espíritu, que en principio es también exterioridad, se ha convertido en interioridad, fuerza y espíritu del hombre salvado: «no recibisteis un espíritu que os haga esclavos y os vuelva al temor; recibisteis un Espíritu que os hace hijos; y mientras gemimos esperando la plena libertad de los hijos de Dios, el Espíritu acude en auxilio de nuestra debilidad». El Espíritu hace posible la lucha: «si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá con nosotros?». La primera carta de Juan nos habla sobre ese coraje para la lucha que es la fe. Ya hemos vencido: «Os repito que sois fuertes, que la Palabra de Dios está con vosotros y que ya habéis vencido al maligno.» La dominación del mundo es una realidad satánica: «quien comete el pecado es esclavo del diablo, que ha sido pecador desde el principio; precisamente para eso se manifestó el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo». El juicio sobre este mundo es una condena absoluta, ya que desde el crimen de Caín no es sino pecado y muerte. «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Quien ama al mundo no lleva dentro el amor del Padre, porque de todo lo que hay en el mundo los bajos apetitos, los ojos insaciables, la arrogancia del dinero nada procede del Padre, procede del mundo.» El mensaje de Juan no puede ser más radical y choca con toda praxis cristiana simplemente reformista y contemporizadora, que no procede sino de un malsano deseo de «unir Dios con el diablo» y adquirir un espacio de dominación en el mundo. Sobre éstos dice Juan: «pertenecen al mundo, por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los escucha». La voz de una Iglesia reformista no sería sino una voz del mundo. La confianza que asiste al que intenta la revolución de los hijos de Dios es ésta: «vosotros sois de Dios y ya habéis vencido al mundo, porque el que está con vosotros es más fuerte que el que está con el mundo». Los juicios de Juan no pueden ser más extremosos: «Sabemos que somos de Dios, mientras el mundo entero está en poder del maligno.» Ponerse en situación de lucha supone un cambio radical, un comienzo absoluto en la praxis, un nuevo querer, una fe total: «todo el que nace de Dios vence al mundo, y ésta es la victoria que ha derrotado al mundo: nuestra fe; pues, ¿quién puede vencer al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?». Ahora bien, esta confesión de fe en Jesús como el Hijo de Dios lleva a un enfrentamiento total con toda idolización mundana, con toda pretensión de convertir en salvador del hombre -como «anticristo» al poder, al dinero, a la violencia, a la injusticia... Se comprende, entonces, que la lucha cristiana rebasa los límites de lo privado una fidelidad individual a Dios frente al poder del mundo para convertirse también en una lucha en una dimensión política. De lo que se trata es de acabar con este mundo y sustituirlo por un mundo nuevo. Jesús no llama a una salvación exclusivamente individual, sino al Reino de Dios. Ahora bien, «el Reino de Dios no es tan sólo una realidad espiritual, como pensarían algunos cristianos, sino una revolución global de las estructuras del mundo viejo. De ahí que se presente como buena noticia para los pobres, luz para los ciegos, andar para los cojos, oído para los sordos, libertad para los encarcelados, liberación para los oprimidos, perdón para los pecadores y vida para los muertos (cf. Lc 4, 18-21; Mt 11, 3-5). Como se ve, el Reino de Dios no quiere ser otro mundo, sino este mundo viejo transformado en nuevo, un orden nuevo de todas las cosas de este mundo» (Boff). La liberación es histórica y colectiva, y la dominación satánica se encuentra encarnada en estructuras humanas concretas. Por ello, lo que hay que examinar en el momento de valorar la lucha cristiana en nuestro mundo son las actitudes concretas ante el poder, la guerra, la economía, la política, el dinero, la sexualidad, la situación de los marginados y oprimidos. Las palabras y las declaraciones de principios no sirven para nada, si no van acompañadas de esfuerzos reales por revolucionar la realidad. Es mundanizar el Evangelio el pensar que el Reino de Dios no supone el «cambio cualitativo» más radical que nadie pueda imaginar, y contentarse con atemperar las cosas realizando algunos cambios «en el orden del más y del menos», llamando, al mismo tiempo, a pensar en los «bienes espirituales del otro mundo». La lucha cristiana es, pues, una lucha política, como también lo fue la de Jesús de Nazaret, enfrentado con los poderes de su tiempo. Esa lucha de Jesús se encarna hoy en las luchas de todos los hombres que «quieren la libertad» y que intentan construir un mundo nuevo, aunque no se pueda reducir exclusivamente a ninguna de ellas. CESAR TEJEDOR EL GRITO DEL HOMBRE Temas de Antropología Teológica Edic. MAROVA MADRID 1980. Págs. 152-181

.................... 11. J B. METZ, «El futuro a la luz del memorial de la pasión», Concilium, número 76, 1972, pág. 323. 12. E. DREWERMANN, «Angustia y culpa en el relato yahvista de la caída», Concilium, núm. 113, 1976, págs 378-79 13. L. KOLAKOWSKI, Conversaciones con el diablo, Caracas, 1977, páginas 97 Y sgs. 14. J. B. PRITCHARD, La sabiduría del Antiguo Oriente, Barcelona, 1966, pág. 37. 15. C. G. JUNG, Los complejos y el inconsciente, Madrid, 1970, págiNAS 431-32. 16. J M POHIER, «¿Es unidimensional el cristianismo?», Concilium, número 65, 1971, pág. 199. 17. W. KASPER, Jesús, el Cristo, Salamanca, 1976, págs;. 252-53.

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