El Grabado en Madera - Paul Westheim

March 22, 2017 | Author: Moka Akashya | Category: N/A
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grabado en madera, libro...

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BREVIARIO del FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

95 EL GRABADO EN MADERA

San Cristóbal (según un grabado de mediados del siglo XIV)

El grabado en madera por PAUL WESTHEIM

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO

Primera edición en alemán, 1921 Primera edición en español, 1954 Segunda edición en español, 1967 Cuarta reimpresión, 2013 Primera edición electrónica, 2014 © 1921, Gustav Kiepenheuer Verlag, Potsdam, Alemania Título original: Das Holzschnittbuch D. R. © 1954, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008 Traducción de Mariana Frenk Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672 Fax (55) 5227-4640

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A ERNEST RATHENAU testimonio de una vieja amistad

La imprenta ha sido para mí un milagro parecido al del grano de trigo que se vuelve espiga. Milagro de todos los días y por eso más grande aún: se siembra un solo dibujo y se cosecha muchísimos. VINCENT VAN GOGH

PREFACIO Esta edición popular de mi libro sobre el grabado en madera, publicado por primera vez en Berlín en 1921, conserva íntegramente el contenido original. Al revisar el texto, que parte del modo de trabajar del grabador, tuve la satisfacción de comprobar que lo reconocido por mí en aquel entonces sigue siendo válido en nuestros días.

Suprimí en la nueva edición algunos nombres de artistas (aunque ninguno de grabador) que en el continente americano no suenan ni siquiera a los conocedores de arte. Por otra parte, pude agregar algunas láminas. Añadí, además, un nuevo capítulo sobre el grabado en madera y linóleo en México, que desde la Revolución ha estado desempeñando, junto a los murales, tan importante papel en la producción artística del país y puede considerarse una de las principales expresiones de la nueva voluntad de arte. Cuando escribí este libro no conocía aún este nuevo grabado de México,

como tampoco lo conocían los mismos mexicanos. El ensayo de Jean Charlot Un precursor del movimiento de arte mexicano, nada menos que la revaloración artística de Posada, apareció en 1925. En 1930, Frances Toor publicó la primera monografía de Posada, con introducción de Diego Rivera. Francisco Díaz de León descubrió a Picheta en 1938. Y casi todos los artistas que en el México contemporáneo han impreso su sello al grabado en madera empezaron a trabajar en la tercera década del siglo: Fernando Leal y Francisco Díaz de León en 1922, Leopoldo Méndez en 1926.

Al ponerme a escribir este capítulo comprendí que, dado el carácter de mi libro, sería indispensable completar las notas sobre el desarrollo de la xilografía en México y los comentarios a la producción de los diversos artistas con una investigación estética y estilística del nuevo grabado en madera mexicano, que todavía estaba por hacer —el instructivo libro de Erasto Cortés Juárez acerca de El grabado contemporáneo, cuyo mérito es reunir un material biográfico completo, se limita a esbozar un panorama histórico, según lo expresa en la introducción el mismo autor—. Espero que mi análisis del curso

evolutivo y de la actitud estética de los grabadores en cuya obra éstos se reflejan con mayor claridad contribuya a una mejor comprensión de ese nuevo arte mexicano, comprensión desde sus propios y peculiares supuestos. En los últimos treinta y tantos años la xilografía ha atraído a muchos artistas del Viejo y del Nuevo Mundo. En el curso del siglo XIX, que, pensando en Delacroix, Chasseriau, Díaz, Gavarni, Guys, Daumier y Toulouse-Lautrec, podríamos llamar el siglo de la litografía, el grabado en madera, extraviado por caminos errados, había perdido su vigor y originalidad. Su

renacimiento en los primeros decenios de nuestro siglo se debe a que los intensos efectos que con él se pueden lograr se ajustan perfectamente a la visión y postura artística de esta época nuestra, más inclinada a la simplificación expresiva que al refinamiento. Es cierto que la abundancia de la producción xilográfica no puede hacernos olvidar que la aplastante mayoría de los trabajos, y precisamente los que ocupan el mayor espacio en las historias del grabado moderno, son grabados en madera sólo en el sentido de que para su confección se usó una tabla de madera. Casi todos

ellos —tengan importancia artística o no — son, una vez más, meros dibujos trasladados a una plancha, en que los grabadores no aprovecharon la fuerza creadora de forma inherente al material y a la técnica —probablemente porque ni la sospechaban. Haciendo abstracción de este fenómeno, vemos que el grabado en madera de estos últimos treinta años es una ampliación y profundización del modo de crear desarrollado a principios de siglo, en su época de gestación, que, hirviendo en inquietudes, se había lanzado a la búsqueda de una renovación técnica y de valores

auténticamente expresivos. Su finalidad es conservar y aprovechar para nuevas creaciones los recursos plásticos que resultan de una técnica primitiva de artesano. Lo que queremos decir en concreto lo documenta la asombrosa estampa de Ernst Ludwig Kirchner (fig. p. 195), obra que grabó antes de poner fin a sus días. Una composición gráfica que, en cuanto a grandeza de visión y maestría técnica, no tiene nada que envidiar a las xilografías del Ars memorandi (fig. p. 80) o de la Biblia de Colonia (fig. p. 95). Los artistas que trabajaron en este periodo son en gran parte —tanto en Francia como en

Alemania o en los países escandinavos — los mismos que habían participado en aquella revolucionaria transformación del arte del grabado. Edvard Munch murió apenas en 1944, Käthe Kollwitz en 1945, Ernst Barlach en 1939 y Christian Rohlfs en 1938. La mayoría de ellos —Nolde, Schmidt-Rottluff, Heckel, Pechstein, Feininger— sigue viviendo y trabajando. En Francia — mencionemos a De Vlaminck, Dérain, Dufy, Léger— pasa lo mismo. Aristide Maillol murió en 1944. Los artistas de la nueva generación que les han seguido no tienen motivo para rebelarse contra sus antecesores. El camino señalado por

éstos no sólo no cohíbe ni limita su idiosincrasia creadora, sino que los estimula para desplegarla libremente y les brinda inagotables posibilidades productivas. (Para no destruir la unidad del libro, las reproducciones de esas nuevas obras se hallan insertas en la parte que trata del grabado de nuestro siglo. El asterisco en el índice de ilustraciones orienta al lector sobre las estampas agregadas en ese capítulo.) Pues el nuevo grabado en madera, cuyo prototipo establecieron Gauguin y Munch, no es un mero estilo o movimiento, sino manifestación de un íntimo anhelo de la época: el de reducir

la creación artística en general a sus elementos radicales con el fin de restituirle su carácter prístino e intenso. Es ésta la meta que desde Cézanne y Van Gogh rige toda creación que nuestro tiempo considera esencial. Barlach (figs. pp. 206 y 207) escribe en una carta a su hermano: “…Quisiera convertirte al grabado en madera. Es una técnica que invita a la profesión de fe, a decir categóricamente lo que en última instancia se quiere decir. Obliga a cierta validez universal de la expresión y rechaza los efectos superficiales de los procedimientos cómodos y de atractivo barato. Tengo concluidos varios

grabados en madera de tamaño grande, relacionados todos con la miseria de nuestro tiempo…” No es raro, pues, que los expresionistas se hayan apoderado con entusiasmo de un procedimiento tan propio para plasmar sus vivencias anímicas en la forma más inmediata, más intensa, más violenta —más expresiva, en fin—. De algunos de ellos se puede decir que sus grabados en madera no sólo son lo mejor, sino también lo más “expresionista” de su obra. “On ne peut se montrer plus fauve qu’avec du noir!”, dice Claude Roger-Marx. Pero aunque no cabe duda que los expresionistas, empezando por Gauguin y Munch,

descubrieron en la escritura lapidaria del nuevo grabado en madera un medio ideal para realizar sus visiones, sería erróneo identificar este último sin más ni más con el expresionismo. Siendo un tipo de creación artística que parte de ciertos elementos formales, como la superficie, la línea, los contrastes entre masas blancas y masas negras, encaja también dentro de otros movimientos artísticos de nuestra época, máxime que en casi todos ellos predomina una tendencia hacia lo expresivo. Basta señalar el grabado de Picasso que reproducimos (fig. p. 218). En Francia, los numerosos artistas que, inspirados

por Gauguin, habían empezado a usar esta técnica —sobre todo Dufy, Dérain, De Vlaminck y Galanis— “abandonaron de pronto el grabado en madera como una moda obsesionante”, según expresa Claude Roger-Marx en su libro French Original Engravings from Manet to the Present Time. Hasta indica una fecha: el año de 1923. Desde la primera exposición del Salon des Indépendants Peintre-Graveurs “presenciamos un resurgimiento de la litografía”. Y agrega que muchos de estos artistas fueron “renegados del grabado en madera”. La excepción es Aristide Maillol, cuyas maderas (figs. pp. 211 y 212),

litografías y aguafuertes son de lo más noble que nuestra época haya creado en el terreno de las artes gráficas. En sus grabados en madera parte del estilo lineal de los xilógrafos renacentistas italianos. Ya en 1912 empezó a grabar las planchas de las ilustraciones para las Églogas de Virgilio, obra que no se publicó hasta 1925. Siguieron después, en 1935, el Ars amandi de Ovidio (en parte grabados en madera, en parte litografías) y, en 1937, Dafnis y Cloe de Longo, con cuarenta y nueve grabados en madera. Un nuevo grabador que en poco tiempo logra fascinar a un gran público

en todas partes del mundo es Frans Masereel, admirado también como pintor de puertos y escenas callejeras. Se sirve de la xilografía para predicar un humanismo muy elevado, afín al ethos que se expresa en la obra de Käthe Kollwitz. Ha elaborado para sus creaciones gráficas un idioma plástico propio, muy suyo, que, bastante ornamental en sus primeros tiempos, se acendra con los años, se va volviendo parco y expresivo y acaba por condensarse en una especie de taquigrafía, adecuada para formular con claridad y precisión lo que le importa decir. No describe nada, no dibuja el

objeto aislado. Se expresa en grandes contornos; con vigor y exquisita sensibilidad contrasta masas blancas y masas negras. Para la propagación de sus ideas inventa un nuevo género gráfico: la novela en estampas. Idea, El sol, Urbe son los títulos de algunas de estas “novelas”, que más que esto son sermones en imágenes, en principio algo parecido a los libros de horas en que se deleitaban los grandes señores de la época gótica, aunque estilísticamente hay poca semejanza entre la gracia de las miniaturas medievales y esas xilografías lacónicas y tajantes, destinadas a sacudir las conciencias

empedernidas e insensibles del hombre del siglo XX. Frans Masereel grabó las ilustraciones para varias obras maestras de la literatura mundial: el Ulenspiegel y Lamme Gœdzack de Charles de Coster (fig. p. 223), el Juan Cristóbal de Romain Rolland y otras. En 1947 apareció entre las obras póstumas de Romain Rolland un argumento de película intitulado La révolte des machines, con ilustraciones y proyectos escenográficos grabados por Masereel en íntima colaboración con el poeta. Es natural que el surrealismo, empeñado en fijar espontáneamente las

experiencias del subconsciente sin recurrir a la voluntad o a la reflexión, haya considerado el grabado en madera como un procedimiento incompatible con sus intenciones. Debía temer que la conservación consciente de los primeros impulsos, al través de un trabajo premeditado, controlado por el entendimiento, destruyera precisamente aquello que le importaba más que todo: lo impulsivo. Así es que los surrealistas no hicieron ningún intento en la plancha de madera. A Max Ernst, espíritu inquieto, infatigable buscador de recursos idóneos para plasmar sus visiones o alucinaciones, se le ocurrió

aprovechar también la estampa en madera para su método de collage. Lo que le atraía no era el grabado en madera en sí, sino el dépaysement de los objetos a que esa técnica se presta. En la serie Les malheurs des Immortels emplea las ilustraciones xilográficas de varios libros populares del siglo XIX para estructurar composiciones plásticas surrealistas (fig. p. 217), representativas de uno de los aspectos de su obra, lo fantástico del objeto, e íntimamente afines a los experimentos realizados por Man Ray con 1a “fotografía sin cámara”. En Francia, recientemente también en los Estados Unidos, algunos cultos

editores —Henry Kahnweiler en París, Albert Skira en Lausanne, Curt Valentin en Nueva York—, estimulados por el ejemplo de Ambroise Vollard y henchidos de la pasión por el libro bello que tenga categoría y valor de obra de arte, han encargado a artistas de renombre la interpretación xilográfica de los textos. Precisamente el nuevo grabado en madera, que renuncia al dibujo dentro de los contornos y a la indicación de detalles por medio del rayado, ofrece, mucho más que cualquier otro procedimiento gráfico, la posibilidad de fundir texto e ilustración en una sola unidad tipográfica. En esos

libros sobrevive una tradición condenada a desaparecer en una época únicamente interesada en la producción en serie. Citaré los más conocidos de entre ellos. Arp: Dreams and Projects (1952); Bonnard: Paul Verlaine, Parallelèrnent (nueve grabados en madera); Claude Anet: Notes sur l’amour (1922); Braque: Erik Satie, Le piège de Méduse; Dérain: Guillaume Apollinaire, L’enchanteur pourrissant; Max Jacob: Les œuvres burlesques et mystiques de Frère Matorel, mort au couvent; Rabelais: Pantagruel (1946); Dufy: Fernand Fleuret, Triperies (1924); Gischia: Shakespeare, The Phœnix and

the Turtle (1944); Gromaire: L’homme de troupe; Lascaux: Antonin Artaud, Tric-trac du ciel; Laurens: Teócrito, Les idylles (1945); Léger: André Malraux, Lunes en papier; Picasso: Honoré de Balzac, Le chef-d’œuvre inconnu (sesenta y siete grabados en madera, 1931); De Vlaminck: Communications, histoires et poèmes de mon époque (1927). Con frecuencia los artistas están empleando, en lugar del grabado en madera, el procedimiento más cómodo del grabado en linóleo. Matisse, que lo aprovechó en las ilustraciones de Pasiphaé de Montherlant (fig. p. 216)

—delicados dibujos de contorno incisos en el fondo negro—, analizó en una ocasión el carácter peculiar de esta técnica: “A menudo comparo este procedimiento con un violín y su arco: una superficie y una gubia —cuatro cuerdas tensas y unas cerdas de caballo —. La gubia, lo mismo que el arco, responde directamente a la sensibilidad del artista… La menor distracción al trazar la línea se traduce en una presión involuntaria de los dedos sobre la gubia y modifica el carácter del trazo. Análogamente, una leve presión de los dedos que sostienen el arco del violín cambia el sonido de suave a fuerte…”

Tal como en México, el grabado en madera y linóleo se ha utilizado en estas tres últimas décadas en todos los países latinoamericanos como medio adecuado para dar mayor resonancia a una producción artística deseosa de emanciparse de modos europeoacadémicos. Pienso en Oswaldo Goeldi, en el Brasil; en Oswaldo Guayasamín y Eduardo Klingman, en el Ecuador; en Julia Codesido, en el Perú; en Víctor L. Rebuffo, Pablo Ginco, Rodolfo Castaño y Pompeyo Audivert, en la Argentina; en A. Posse y Peñalver, en Cuba, y en el uruguayo Antonio Frasconi.

En la URSS y las nuevas democracias populares, últimamente también en China, se está aprovechando en gran escala el grabado en madera como instrumento de la instrucción del pueblo y de la propaganda política. De acuerdo con el “realismo socialista” que rige esta producción artística, los grabadores parten de los nuevos contenidos que les toca popularizar. Todavía es prematuro vaticinar cómo será el estilo que resultará de esa actitud. La tarea que encierra su progama es tan compleja que, comparando lo hecho hasta ahora, por ejemplo, con la obra de Käthe Kollwitz

y de Frans Masereel, no podemos menos de comprobar que su repertorio plástico se limita todavía a formas y recursos convencionales, consagrados por la tradición. Es de esperar que los grabados que hemos agregado en esta edición y que por cierto no pueden ser más que una selección —aunque, creo yo, una selección característica—, contribuyan a dar una idea del sesgo que ha tomado el grabado en madera en estas tres últimas décadas.

LA EVOLUCIÓN DEL GRABADO EN MADERA DESDE EL SIGLO XIV HASTA EL SIGLO XX

de evolución europea, rica en vicisitudes, ha recorrido el grabado en madera desde sus principios. En nuestros EIS SIGLOS

días es la pasión de la joven generación de artistas, que parecen haber encontrado en él un recurso peculiarmente propicio a sus intenciones creadoras y para quienes el trabajo en la plancha de madera significa la satisfacción —por lo pronto casi la única— de uno de sus más intensos anhelos: el retorno a un modo de crear primitivo y al trabajo manual del artesano. Para las generaciones anteriores —todo el siglo XIX, siglo de la enciclopedia, del periódico, de la revista ilustrada y de las “ediciones de lujo”— el grabado en madera fue cosa distinta, y no sólo estilísticamente

distinta: fue un método ideal y ampliamente aprovechado para ilustrar libros y revistas y, en general, ediciones de grandes tiradas. Las más altas realizaciones artísticas alcanzadas con este método son las viñetas de Menzel para el Cántaro roto de Kleist y las estampas, igualmente de Menzel, en torno a la figura de Federico el Grande. Debido al desarrollo de los procedimientos de reproducción fotomecánica, la xilografía pudo emanciparse. Ese empleo del grabado en madera como técnica reproductora de dibujos se basaba en un procedimiento ideado a

principios del siglo XIX por el inglés Bewick. En el fondo no se trataba del grabado en madera propiamente dicho, sino de una variante: el grabado en madera de pie, cuyo objeto primordial era la reproducción fiel y exacta de dibujos, con todos sus tonos y matices pictóricos. Tal aplicación práctica parecía por lo pronto la salvación de la xilografía. Los siglos XVII y XVIII habían optado en amplia medida por el grabado en cobre, ante todo por el aguafuerte, más dúctil, de técnica más fácil, más rico en matices, más en consonancia con el ideal de la época. Artistas y conocedores abandonaron casi

totalmente el grabado en madera, cuyo carácter lineal, anguloso, nada pictórico, opuesto a las imperantes intenciones creadoras, no era susceptible de mayor refinamiento: un proceso que no carecía de cierta lógica interna. Los artistas del siglo XVI, siguiendo en ello a Durero, habían sometido la xilografía a exigencias que casi rebasaban sus posibilidades técnicas. Cuanto menos las tomaban en cuenta, cuanto más procuraban dotar las reproducciones de sus dibujos de la gracia de su escritura artística, cuanto mayor sutileza trataban de imponer con ello al bloque de madera, tanto más profunda era la

desilusión que les causaba la aparente insuficiencia y lo complicado del procedimiento. Fue un error, una meta equivocada, pedir a la madera los efectos de la plancha de cobre; todos los esfuerzos dirigidos a este fin estuvieron condenados a fallar. A pesar de ello, la xilografía tuvo precisamente en el siglo XVI la más amplia aplicación, lo que se explica por la fácil e ilimitada posibilidad de imprimir directamente y por la enorme divulgación que de tal manera se garantizaba a las estampas. Debido a estas propiedades, le tocó en la era de la Reforma —preñada de inquietudes y efervescencias,

innovadora en todos los terrenos— una misión de alta trascendencia: asegurar, sobre todo en Alemania, una difusión en gran escala, insospechada hasta entonces, de las ideas y del repertorio formal de los más conspicuos espíritus renacentistas. Pero en la medida en que se ponía al servicio de esta tarea, fue perdiendo su originalidad. La xilografía primitiva de los siglos XIV y XV se desarrolló, un poco desdeñada por las capas dirigentes, al margen de la verdadera voluntad de arte de la época, como asunto de una clase media no del todo culta y de gusto retrasado. Era aprovechada en los

talleres de los artesanos, donde se vivía del arte más que para el arte, a fin de satisfacer un consumo en masa de tipo sencillo y basto. En un principio no fue ni quiso ser más que un procedimiento destinado a sustituir el trabajo de los calígrafos y dibujantes. Pero entre las manos de simples maestros grabadores, más convencionales que ingeniosos, sometidos, por inveterado objetivismo de artesano y sin la menor intención artístico-estética, a las condiciones de la técnica, surgió un capítulo de las artes gráficas que, en cuanto a originalidad, seguridad estilística y fuerza expresiva, no ha sido superado hasta ahora.

Ante aquellos documentos de los primeros tiempos, casi podemos considerar un camino errado la evolución que tomó la xilografía desde el siglo XVI, evolución que relegó a segundo término al artesano —o sea al grabador—, lo convirtió en órgano ejecutor subordinado al dibujante y confió a éste la tarea de la creación original. Y parece que ha quedado reservado a los intentos contemporáneos, realizados con otros recursos y encaminados hacia otras metas, provocar un nuevo desarrollo de las poderosas posibilidades expresivas inherentes al grabado en madera. Si esta

fase reciente no consistiera sino en una adopción más o menos libre de los medios creadores de antaño; si una vez más se tratara de eclecticismo, tendríamos harta razón de desconfiar también de tal evolución. Pero precisamente la semejanza exterior es lo que no existe, según demostraremos con diferentes ejemplos. Lo que hay de común son ciertas tendencias plásticas, que obedecen a idénticos impulsos internos: afán de monumentalidad, tendencia a imponer a la superficie una estructura tectónica y rítmica, y aspiración a la sencillez del oficio. Una semejanza, pues, basada tanto en la

identidad de decisivas intenciones artísticas como en el hecho, muy concreto, de que los artistas hayan vuelto a coger ellos mismos la plancha y la navaja y hayan llegado a comprender al través de su mano, intelectualmente, lo que el xilógrafo antiguo había conocido en forma ingenua: las posibilidades expresivas del procedimiento. Seguramente no es un azar que la xilografía se empobrezca cada vez más a medida que va

sacrificando las bases elementales de su técnica. Estamos lejos de proclamar, con mezquina actitud purista, un llamado estilo xilográfico y de rechazar, apoyados en un dogma fácil de establecer, todos los resultados que pueda dar el ingenioso y soberano juego de los recursos técnicos. Pero si hiciera falta una prueba, la historia del grabado en madera nos demostraría que la falta de expresividad y la adopción de finalidades erróneas conducen irremediablemente a la violación y al abuso de un procedimiento.

impulsos de orden estético los que llevaron al artista del siglo XX hacia el grabado en madera. Tropezó con él en búsqueda de una ampliación e intensificación de sus posibilidades expresivas. Muchos jugaron con el japonismo, atraídos por sus encantos decorativos. Munch, como la mayoría de los artistas que después de él se dedicaron al grabado en madera, ensayó todos los procedimientos gráficos: el UERON

aguarfuerte, la litografía, el grabado en madera en blanco y negro y en colores; lo movió un afán parecido al de Van Gogh, que, para enriquecer su paleta, para operar con medios de expresión más simples y a la vez más intensos, recurrió al azul de Prusia, al amarillo cromo y al verde veronés, colores todos ellos que en el curso de una evolución en declive habían caído en descrédito por demasiado fuertes y dominantes.

Naipes (alrededor de 1400)

Muy distintas fueron las causas que convirtieron en impresor de breves al pintor de breves. (Breve se llamaba a todo escrito corto.) Éste, según nuestros conceptos actuales y según su posición en aquellos tiempos, no era propiamente

un artista, un hombre de emociones y aspiraciones creadoras. Artesano, al margen del arte, ejercía este oficio suyo, que era una especie de arte aplicado que cubría la pequeña demanda diaria de trabajos escritos y pintados. Entre otras cosas, confeccionaba por encargo de los conventos representaciones de la Pasión e imágenes de santos, que se distribuían entre los fieles en las peregrinaciones y procesiones y que la gente colgaba en las paredes de su casa: por ejemplo, la de san Cristóbal, particularmente solicitada porque, según una creencia popular, quien la mirara estaba protegido durante ese mismo día contra

una muerte repentina. Aquel pintor tenía también la tarea de producir en grandes cantidades las llamadas “estampas de preservación”, en que se veía igualmente algún santo patrono, en la mayoría de los casos san Sebastián —o bien el signo del rocío—, y a las que el pueblo atribuía la virtud de librar de la peste a quien las tuviera en casa. Aumentó constantemente la demanda de bulas de indulgencia, que se presentaban en forma cada vez más suntuosa y que al final ya no podían prescindir de la ilustración. No menos importante fue la demanda de estampas profanas, de hojas de calendario y, aún más, de barajas. En

todo esto se trataba de “artes gráficas aplicadas” de tipo corriente. Claro que ocasionalmente se recibían pedidos de obras de lujo por parte de la sociedad cortesana, del alto clero o del patriciado de las ciudades, y podía suceder que a un maestro particularmente apreciado se le encargara un trabajo primoroso aun desde el punto de vista artístico.

Planetario

Piedad (alrededor de 1440)

Las grandes masas no exigían tal esfuerzo especial. Al pueblo que rendía culto al demonio del juego en las casas

de baño y en las tertulias de las hilanderas, en ferias y posadas, por los caminos reales y en el vivaque, le interesaba bien poco el aspecto del naipe y la persona que lo había confeccionado. Y por lo que hace a la demanda litúrgica, sólo era menester que las representaciones fueran correctas desde el punto de vista canónico; y eran tanto más populares cuanto más estrictamente se atenían a los modelos tradicionales. Rara vez se exigía algo extraordinario. Abstracción hecha de los pocos encargos excepcionales, que estimulaban al artesano a hacer alguna cosa fuera de lo

común, un taller de ésos se dedicaba día por día y casi exclusivamente a la reproducción mecánica, más o menos fiel, de originales consagrados; es decir, a una labor de copista cuyos diferentes procesos de trabajo se ejecutaban separadamente. Uno escribía los textos, otro trazaba las figuras; uno las iluminaba con este color, y el otro con aquél. Es natural que a consecuencia del brusco aumento de la demanda se empezara a pensar en la posibilidad de simplificar el procedimiento y producir más, y más rápidamente. Así es que en un momento dado se le ocurrió a algún cerebro ingenioso reproducir

mecánicamente el dibujo, que era siempre el mismo y que había que copiar una y otra vez. Para ello no se requería un invento. En los talleres de orfebrería reinaba desde mucho tiempo atrás el uso de estampar los ornamentos repetidos constantemente sobre un papel de calca y mediante una pieza de metal ennegrecido. También era conocida la técnica del estampado de telas, importada del Asia oriental,

probablemente en el siglo XIII. La idea de recurrir a este procedimiento, que daba buenos resultados y que podía adoptarse sin más ni más, se impuso cuando ya no pudo dar abasto a la demanda el trabajo manual, monótono hasta la fatiga, y casi por completo mecanizado. En el fondo, los mismos impulsos fueron los que condujeron, algunos decenios más tarde, al invento de la impresión con caracteres movibles.

De una edición xilográfica de la Biblia pauperum, Noerdlingen, 1470

De una edición xilográfica de la Biblia pauperum (siglo XV)

También en este caso se trata de una demanda cada vez mayor, de un consumo del mismo tipo y de la necesidad de remplazar procedimientos complicados y lentos —como la escritura de libros y la estampación con planchas de madera — por un modo de trabajar más productivo. No cabe duda que la intención de Gutenberg fue sustituir —mediante una técnica mecánica y más barata— el códice manuscrito, que subsistía como privilegio aristocrático de unos cuantos, en una época en que el afán de ilustración y cultura ya se había

apoderado de amplias capas del pueblo. En el fondo simplemente trató de crear una imitación. Y ésta es la razón por la cual la gente del gran mundo, por ejemplo los Médicis, veían con desprecio esa mercancía impresa y no la admitían en sus bibliotecas. No es muy arriesgado afirmar que un hombre como Fust, carente de escrúpulos éticos y con mentalidad de mal patrono, no habría invertido en el nuevo invento el dinero necesario sin la intención de hacer pasar por manuscritas las obras confeccionadas mediante la nueva técnica; si no hubiera jugado con la idea de reducir con ella los gastos y

cobrar, a pesar de esto y sin rebajas, la misma cantidad que, según las reglas del gremio, se cobraba por trabajos escritos. Y es un hecho que fue a París y vendió allí como manuscrito una de las primeras Biblias impresas. Exactamente lo mismo sucedió con el grabado en madera. En un principio se quiso sustituir con él a la miniatura y no existía el menor propósito de crear algo nuevo, algo que por su técnica se diferenciara de lo anterior. Todo lo contrario: si hubieran surgido dificultades al traducir el dibujo a pluma al nuevo procedimiento, probablemente se habría renunciado a él o se habría

procurado suprimir estas diferencias. De cualquier modo, se procuraba obtener un resultado final idéntico. Se trataba de remplazar el dibujo manual e imitarlo en forma tan ilusoria que el consumidor creyera que seguía recibiendo lo mismo que antes —aunque probablemente esto le tenía muy sin cuidado—. Pues todas esas imágenes de santos, esos naipes y hojas volantes no eran sino bagatelas, a las que no se pedía gran cosa, con tal que el tema mismo y su representación correspondieran a los conceptos usuales.

alguna hay un elemento conservador en tal introducción clandestina de un nuevo procedimiento técnico que tiene buenas razones para no llamar la atención del público. Obligado a contar con la desconfianza de los que no lo consideran un sustituto equivalente, su ambición será conservar la forma antigua sin mengua ni modificaciones. Es lo que sucedió con el hierro fundido, que empezó por imitar al hierro forjado; IN DUDA

con el papel para paredes, que quiso hacerse pasar por tapicería, y con los Salterios y Biblias de Gutenberg, que hicieron todo por parecerse, como dos gotas de agua, a los códices manuscritos. Aunque de por sí hubiese existido un estímulo para renovar el repertorio de formas, lo habría neutralizado ese elemento retardante a que todo nuevo procedimiento está sometido en sus principios, hasta que se impone con tal energía que ya puede desplegar su propia originalidad estilística. En el caso del grabado en madera se agrega a ello que quienes lo introdujeron fueron artesanos cuya

cultura artística andaba de por sí a la zaga de la época y cuyo modo de representar continuaba recorriendo las órbitas ya abandonadas por el gran arte. No hay que olvidar que desde el siglo XIV, en que amplios sectores del pueblo comenzaron a participar en los elementos fundamentales de la cultura, se había producido una escisión social; de un lado se hallaba una minoría determinante en las cosas del espíritu, “modernista” en asuntos científicos y artísticos, y más o menos interesada en asimilarse los progresos del conocimiento; del otro, una amplia clase media que seguía los adelantos a

distancia, con la pesadez y la conservadora lentitud que caracteriza a toda semicultura.

Juicio Final. De una edición del Symbolum apostolicum (segundo cuarto del siglo XV)

El Anticristo entregándose a la Lujuria en la ciudad de Bethseda. De una edición xilográfica del Enndchrist (siglo XV)

La mayoría de los pintores de breves, y más tarde los impresores, se atenían en su trabajo a la mentalidad de

esa clase media. De ella habían surgido y a ella seguían perteneciendo. El carácter popular de su trabajo resultaba atractivo para las masas, implicaba — riesgos de la “popularidad”— cierto retraso estético y debía de provocar entre los artísticamente cultos una actitud de reserva, cuando no de repulsión. De todos modos, ya no existía en el ocaso de la Edad Media esa unidad de la concepción artística tan peculiar de las centurias anteriores. Los entendidos en arte vivían en su propia esfera. A esta capa superior, de horizontes más vastos, afluían sugestiones nuevas y modernistas desde

los Países Bajos e Italia, con los cuales la unían estrechos vínculos económicos y espirituales. Allí encontraban comprensión y apoyo los artistas encaminados hacia nuevas metas creadoras, mientras el pueblo seguía viviendo de los bienes artísticos heredados, de lo que tradicionalmente se le había legado en la arquitectura, en la pintura mural, con las vidrieras y las obras de los canteros y tallistas. Le era familiar un canon formal que, a pesar de una transferencia paulatina y constante, continuaba perteneciendo al siglo XIII.

De una edición xilográfica del Apocalipsis de san Juan (siglo XV)

De una edición xilográfica del Apocalipsis de san Juan (siglo XV)

De una edición xilográfica del Apocalipsis de san Juan (siglo XV)

Worringer, que en la introducción a su Historia de la ilustración del libro en la antigua Alemania se ocupa con un interés particular de esta evolución, llega hasta el extremo de distinguir en las ilustraciones de códices de los siglos XIV y XV —las cuales pueden considerarse como características de la situación general— dos estilos diferentes: la producción de lujo, que sacrifica la técnica del dibujo a pluma a la pintura de pincel y aspira a convertir las miniaturas en pequeños cuadros de caballete, de carácter ilusionista; y la producción en serie, basada en el primitivo dibujo de contorno del siglo

XIII.

En comparación con los artistas que darían a la época su fisonomía, parecían medievales, retrógrados convencionales, aquellos pintores de breves que empezaron a servirse del grabado en madera para cubrir la demanda en gran escala. Los originales que usaban en sus talleres no eran creaciones concebidas de acuerdo con el espíritu de la época, sino modelos tradicionales y, precisamente por esto, populares. Asuntos conocidos de todos, expresados en un idioma formal llano y claro, basado en signos, símbolos y conceptos igualmente conocidos de todos: esto es

lo que se necesitaba y lo que se representaba. Las sugestiones se tomaban donde y como se encontraban. La pintura mural, la de las vidrieras — interesante para el grabador en madera por las nervaduras del emplomado—, todo aquello que el oficial recogía en sus andanzas por talleres e iglesias servía de sugerencias. Este apego a modelos conocidos lo ilustra la comparación hecha por Frimmel, entre un detalle de la edición xilográfica del Apocalipsis y un dibujo a mano conservado en el Gabinete de Estampas de Berlín (fig. p. 37). Puede ser que alguno de aquellos primeros xilógrafos

haya tenido, excepcionalmente, cierta ambición creadora. Pero, por lo general, el oficio se atenía a los tipos consagrados por la tradición.

El bautismo de Drusiana. Miniatura

intención se trataba sólo de una nueva técnica de reproducción, más o menos como lo es para nosotros la autotipia. Se sobrentiende que una técnica nueva está sujeta a ciertas condiciones previas a que tiene que adaptarse el que la usa. Pero sería erróneo creer que la aparición del grabado en madera haya obedecido a nuevas y singulares intenciones creadoras. Y conviene insistir en que sólo se pensaba en pasar E

PRIMERA

el dibujo a pluma a una plancha de impresión. Ya hemos expuesto que tal técnica de imitación implica siempre la tendencia de amoldarse lo más posible a la antigua forma de expresión. Si las maderas talladas acusaban, ante la elegancia del dibujo a pluma, cierta falta de gracia, cierta tosquedad y angulosidad, ello no era intencional, sino más bien insuficiencia de la técnica, que manejada por manos torpes no podía alcanzar la soltura del trazo caligráfico. (Como ejemplos podríamos citar el Planetario, fig. p. 25, o la Biblia pauperum, fig. p. 28, en que es muy evidente que el grabado en madera

procede del dibujo a pluma. En la obra de Schreiber se dice: “Estaba difundido gran número de planetarios manuscritos, y las ediciones xilográficas sólo eran copias de éstos, en parte exactas, en parte modernizadas”.) Y, efectivamente, existió la tendencia a superar estas imperfecciones. Pero sería erróneo ver un elemento decisivo, artísticamente fecundo, en aquello que Worringer llama muy sutilmente “el enrudecimiento objetivo por la técnica”. Si la tradición de taller —que de preferencia recogía sugestiones formales del pasado, y no del presente artísticos — implicaba cierta inercia, otro

elemento conservador era la técnica misma del grabado en madera, el cual continuaba el estilo lineal del dibujo a pluma, mientras que la época iba dirigiendo su interés hacia problemas pictóricos, hacia una técnica del pincel que lograse gradaciones de color cada vez más delicadas. La xilografía, como estilo de puro contorno, tal como se practicaba por entonces, no pudo seguir esta evolución. Aumentaba cada vez más su importancia como procedimiento de reproducción, pero a la vez crecía la distancia entre ella y las aspiraciones de los principales artistas. Es significativo que en el curso del siglo XV aún la

pintura miniaturista se fuera alejando de ella. Mientras que las empresas dedicadas a satisfacer el consumo de amplios sectores del pueblo ya no podían prescindir del procedimiento xilográfico y se veían obligadas a ajustarse a su técnica, la flor y nata de los pintores de libros, encargados de trabajar para un reducido círculo de amantes del arte, entendidos y exigentes, se entregaba a la más reciente de las tendencias contemporáneas: a un realismo que suponía una diferenciación cada vez mayor de los medios de representación. La pintura miniaturista, amenazada económicamente, de decenio

en decenio menos importante y menos difundida, procuraba mantener dentro de un estrecho ámbito su prestigiosa superioridad como valor para aficionados, como arte de conocedores. Mientras que el grabado en madera seguía siendo popular y conservaba cierta brevedad, también en lo espiritual, la miniatura cultivaba un esteticismo ingenioso y un refinado modernismo. Se retiró al paisaje — hecho señalado ya por Friedländer—, adonde el grabado en madera no pudo seguirle (por lo menos en aquel entonces); y parece que en el curso del siglo XV logró realmente desarrollar la

pintura paisajista en forma original y de acuerdo con el espíritu de la época. Como debido a las particularidades de su técnica la xilografía estaba excluida de estas posibilidades evolutivas, habría sido lógico que cayera en el más completo eclecticismo, para perecer finalmente a consecuencia de su pobreza espiritual.

San Jorge (fines del siglo

XIV)

El hecho de que a pesar de todo ello no degenerara de ningún modo hacia lo convencional se debió a un factor estimulante: a esa técnica que, limitada en sus medios de expresión, impuso exigencias especiales en cuanto a

expresividad, economía y autodisciplina. Obligada a conformarse con recursos más escasos que otros procedimientos más fáciles, más elásticos y capaces de lograr gradaciones más sutiles, suponía ya en la concepción mayor laconismo, mayor precisión. Justamente lo que en el grabado en madera busca el artista de nuestro tiempo, que siente, alarmado, que su pincel y su lápiz se deslizan sobre las superficies con demasiada ligereza y cuya mano pide al material apoyo y resistencia, justamente esto confería al primitivo xilógrafo la envidiable espontaneidad y excluía de

cuanto representaba ese elemento opaco y problemático, ese “medio tono” que caracteriza todo lo que es de segunda mano. La mera traducción del original a la nueva técnica se convertía en acto creador. El grabador llegaba a conocer intuitivamente las posibilidades de la forma, los límites de la técnica y los obstáculos que ésta le oponía. Aquello que hoy, retrospectivamente, calificamos de estilo xilográfico se le impuso como necesidad. Y cuanto menos dispuesto estaba a dejarse estrechar por la técnica, tanto más ingenio tenía que desplegar dentro del mismo terreno de su oficio.

Lo rígido, lo no articulado, que la época posterior de decadencia trató de superar, demuestra cómo se luchaba y cómo se creaba. Lo que hoy apreciamos en los albores de la xilografía son las experiencias plásticas que una técnica exigente deparaba a una sensibilidad de artesano que todavía no se deformaba.

San Jerónimo (principios del siglo

XV)

la impresión de la plancha de madera no le proporcionaba sino los contornos del dibujo. Era tarea suya agregarle el color, y con él cierto efecto plástico. La valiosa pintura en colores opacos que cubría por completo el dibujo del fondo, empleada antiguamente en las miniaturas que ilustraban los libros, ya sólo se usaba de vez en cuando, como en el Ackersmann aus Böheim (“El labriego de L

ILUMINADOR,

Bohemia”), impreso en Bamberg por Pfister. Por regla general, los pintores que iluminaban los grabados en madera trabajaban con pocos colores a la acuarela, de tonos vivos, colocados sin transición uno al lado del otro. A la combinación de dibujo y color estaba confiado el efecto que se perseguía y del cual da una idea incompleta la mera prueba por sí sola. Más tarde, cuando la producción adquirió mayores proporciones, cuando en especial la impresión de libros exigió una ejecución más rápida, sucedió cada vez más frecuentemente que los grabados quedaran sin iluminar. A consecuencia

de ello los grabadores ya no se limitaron a las líneas del contorno—de lo que tendremos que hablar más adelante—, sino que empezaron a ocuparse del detalle y a buscar una gradación más rica del blanco y negro.

Cristo como buen pastor (alrededor de 1450)

Valdría la pena contemplar una vez con atención una de las primeras xilografías que se han conservado: la estampa de San Cristóbal (frontispicio), que probablemente data de la segunda mitad del siglo XIV y se halla actualmente en el Museo Germánico de Nuremberg. Se nota con toda claridad la intención del grabador de preparar y facilitar el trabajo del iluminador y de fijar al mismo tiempo los límites de su actividad decoradora en forma tal que ni siquiera un ayudante de categoría ínfima pudiese estropearlo.1 Mantiene la representación estrictamente en la

superficie y es evidente que sin caer en lo esquemático procura formar dentro de cada sector de ésta segmentos encerrados por líneas, para iluminar los cuales no hacen falta ni sensibilidad propia ni mucha destreza. El follaje, el tratamiento del pelo, la configuración de las rocas, también la disposición de los pliegos de los paños: todo esto se halla organizado de tal suerte que el pintor sólo tenga que seguir mecánicamente las indicaciones gráficas y que quede asegurada cierta estructura aun en el caso —más frecuente— de que se limite a unas cuantas pinceladas y a una aplicación sumaria de los colores. Esta

táctica de dividir la superficie en pequeños segmentos cerrados, que convierte por ejemplo el follaje en una serie de rosetas muy decorativas, recuerda espontáneamente la pintura de vidrieras. Pero el interés utilitario que determinó el tratamiento del detalle y que se nos manifestará aún más claramente al estudiar la estampa desde el punto de vista de la economía del trabajo, no va tan lejos como para perjudicar la estructura decorativa del conjunto. Son asombrosas la unidad de la obra, la íntima estática de la superficie, la distribución de las masas. Hay todavía ese vigor que proviene de

los vitrales, del mural o de la monumentalidad característica de la página del libro medieval. Las masas que componen la superficie están estructuradas con una grande e intuitiva seguridad. En los valores del blanco y negro hay un tranquilo y reposado fluir, como de tapiz. El equilibrio natural establecido entre las superficies vaciadas y las superficies ornamentadas con un tejido de líneas revela un aplomo instintivo, que aseguraba a estas estampas, ya fueran estampas sueltas o ilustraciones de libros, un efecto sorprendente, de ningún modo limitado a lo decorativo solamente. En la

composición, cada miembro es funcionalmente necesario, sin que la libre armonía se haya sacrificado a una mezquina sistematización. La actitud estilística es la del gótico tardío.

De una edición xilográfica del De generatione Christi (segunda mitad del siglo XV)

Dios casando a Adán y Eva. De Spiegel menschlicher Behaltnis. Basilea, Bernhard Richel, 1476

De una edición xilográfica de la Fabel vom kranken Loewen [“Fábula del león enfermo”] (alrededor de 1460)

De las serpientes y otros animales ponzoñosos. De Das Buch von Ordnung der Gesundheit [“Libro de las reglas de la salud”]. Augsburgo, Joh. Bämler, 1475

En el grafismo de las líneas y la distribución de las masas se advierte una tendencia de índole ascensional. Las rocas con los arbolitos superpuestos son como una especie de encuadramiento; es como si desde los lados ejercieran presión sobre las masas, empujándolas hacia arriba, donde la tendencia vertical es continuada por el Niño Dios y la corona de la vara reverdecida de san Cristóbal. Los pliegues y la estructura de las piedras, un poco enredados, tienden a un efecto de angulosidad, de cosa aristada. Es típica también la estricta limitación a lo objetiva y

simbólicamente importante. La figura del santo, con los atributos que lo caracterizan, llena la superficie. Por así decirlo, el contenido simbólico de la leyenda se halla resumido íntegramente en un solo gesto; se ha renunciado a todo lo que lo rebase, a todo lo que sea tan sólo ilustración e interpretación. El grabador formula un concepto, un concepto popular y viviente, que no necesita de explicaciones ni aclaraciones. Sólo recurre a medios ilustrativos en cuanto sean indispensables para caracterizar, pues caracterizar es lo que le importa, no narrar, ni entrar en detalles

psicológicos. Del paisaje no da sino lo indispensable para motivar lo milagroso del suceso. El pez y una serie de líneas onduladas: esto significa “agua”, el raudal violento, amenazante; la roca cubierta de árboles delante y detrás de san Cristóbal: esto insinúa la orilla que ha abandonado y la otra que se está esforzando por alcanzar con su preciosa carga. Una indicación topográfica, que en su universalidad y lapidaria concisión evoca las que encontramos en los cantares de gesta. En el cantar de Hildebrando, éste y Hadubrando, su hijo, se encuentran “entre dos ejércitos”, como lo hace notar Hagen (en su libro

Deutsches Sehen). Este “entre dos ejércitos” es todo cuanto se dice acerca del lugar; es también lo mínimo que se podría decir. Si se omitieran estas cuantas palabras —observa Hagen— desaparecerían los dos ejércitos mismos, que sólo cobran realidad definida por ese entre creador de espacio. Pero sin los ejércitos no existirían ni Hildebrando ni Hadubrando; pues los dos surgen de “entre los dos ejércitos”. Es lo que sucede también aquí. La forma en que ocurrió la escena, sus detalles, todo ello carece de interés ante el hecho y la significación del milagro. Se indica lo

esencial, aquello que el japonés —según Lafcadio Hearn— designa con la palabra kokoro, “el corazón de las cosas”, suprimiéndose todas las circunstancias contingentes que podrían gravitar sobre este concepto y restarle claridad.

Destrucción de la ciudad de Tiro. De Eusebius: Buch vom grossen Alexander [“Libro de Alejandro Magno”]. Estrasburgo, M. Schott, 1488

En cierto sentido, la técnica favorecía esta concisión. El grabador en madera debe aspirar a un laconismo supremo si no quiere crearse dificultades innecesarias. Al dibujante no le importa mucho poner para mayor claridad unas cuantas rayas más o menos, si no se lo impiden consideraciones de orden estilístico. El xilógrafo tiene que pensar constantemente en la traducción a la plancha de madera, en la talla difícil y

cansada; y si es un artesano inteligente, procurará lograr un máximo de concisión con un mínimo de recursos, y de recursos adecuados a la técnica. Ya en la concepción empezará a descartar todo lo que pudiera complicar la ejecución. La necesidad de tomar en cuenta los límites de la técnica y las dificultades que se creará en su trabajo al perseguir fines erróneos eliminan ya desde un principio, a la manera de un filtro, todo lo que pudiera ser perjudicial. Esto se refiere sobre todo al xilógrafo primitivo, en quien podemos suponer una auténtica mentalidad de artesano y a quien su estilo lineal

obligaba además, y muy enérgicamente, a un económico modo de trabajar.

El grabador en madera contemporáneo muestra preferencia por dejar en relieve amplias superficies, que en la impresión quedan en negro; por así decirlo, “arranca” de la plancha la estructura lineal de modo que resulte una

red de líneas blancas sobre un fondo negro, como en El santo de SchmidtRottluff, reproducido más adelante (p. 190). El xilógrafo de los siglos XIV y XV, en cambio, cuyo propósito era reproducir un dibujo, tenía que recurrir a otra manera de trabajar más dificultosa. La xilografía, como es sabido, es un procedimiento en relieve. Esto significa que lo que imprime son las porciones dejadas en realce al tallar la madera, mientras que el papel queda en blanco en las partes de incisión de la plancha. En la de san Cristóbal se dejaron, pues, en relieve las líneas que en la impresión resultarían negras, y se

vaciaron las grandes superficies que quedarían blancas y estaban destinadas a iluminarse. En el dibujo, la línea nace sobre el fondo al aplicar a éste con lápiz o pluma un poco de sustancia; en el grabado en madera surge por un procedimiento que pudiera calificarse de indirecto. De ambos lados se vacían las superficies hasta que sólo permanece una talla angosta, del ancho preciso de una línea, la cual, al imprimirse, aparecerá negra sobre el fondo claro. Inútil decir que es bastante difícil retocar una falla una vez ejecutado el corte, y más difícil aún, empresa sumamente ardua, reponer una parte ya

vaciada. Precisamente este modo de trabajar, característico de los principios, supone, pues, extraordinaria circunspección y habilidad manual. Por lo tanto, la precaución, a veces también cierta torpeza, indujeron al xilógrafo, sobre todo al xilógrafo de esa primera época, a dejar las tallas bastante anchas. Así surgieron aquellos trazos robustos y toscos —contémplese la parte de las rocas a la izquierda en la estampa de san Cristóbal— cuyo vigor constituye hoy día para nosotros el encanto especial del estilo xilográfico. En la medida en que se aspira en una etapa posterior a mayor refinamiento, se procura reducir a un

mínimo el ancho de las líneas, y por otra parte, alternar entre rayas anchas y rayas finas para animar la superficie. Ello podría ser un criterio para averiguar las fechas, aunque hay que andar con cuidado en este asunto, pues también se debe tomar en cuenta la habilidad individual del grabador. Además, conviene recordar que las planchas se gastan por el uso, y las líneas resultan con el tiempo menos nítidas y más anchas. Es muy posible que esto haya pasado con la estampa de san Cristóbal; parecen indicarlo también las tallas rotas, probablemente por el uso, en la

parte inferior del Niño y en el arbolito a la derecha.

Del libro xilográfico Ars moriendi (primera mitad del siglo XV)

De una edición xilográfica del Canticum Canticorum (alrededor de 1465)

El décimo mandamiento. De Der Seelenhort. Augsburgo, Anton Sorg, 1478

Eva y la serpiente. De Spiegel menschlicher Behaltnis. Espira, Peter Drach (alrededor de 1480)

Al penetrar en el espíritu de la técnica, se comprende sin la menor dificultad que lo más cómodo era tallar porciones de superficie relativamente pequeñas y de contornos no muy precisos, como por ejemplo las rosetas del follaje. Esta clase de delimitaciones, que además dejan cierto margen a la mano, se tallan casi sin esfuerzo. En cambio los grandes trazos, de ejecución continua, tal como corresponden a la tradición gótica, respetada como norma determinante, exigen una destreza considerable, claridad en la concepción y una expresión escueta y concisa. El hecho de que el gusto imperante y la

intención creadora hayan empujado a los xilógrafos una y otra vez hacia esta tarea, la más difícil para ellos, es una prueba más en contra del concepto materialista del arte, que no toma en cuenta el factor de los impulsos espirituales y anímicos. Lo característico de las xilografías de aquellos primeros tiempos, su fuerza tectónica, estriba precisamente en sus trazos grandes y enérgicos, que la navaja tenía que imponer a la madera, por así decirlo, en contra de la técnica, y que muchas veces resultaban angulosos y aristados. Pero la estampa de san Cristóbal nos demuestra también que

donde no vale la pena, donde no lo exige la voluntad de arte, donde la fuerza expresiva queda debilitada más que aumentada por esta oposición a la técnica, el grabador se supedita estrictamente a sus exigencias prácticas, quizá sin darse cuenta. El dibujante y también el grabador en metal, cuando quieren insinuar corporeidad plástica o animar el blanco y negro, recurren a menudo a una red tupida de rayas cruzadas, de efecto pictórico. La Sagrada Familia de Altdorfer (fig. p. 135) nos da una idea de cómo aprovecha el dibujante tal vaivén de rayas. Para el grabador en madera es casi la tarea más

desagradable, tan opuesta a la técnica suya como natural a la del dibujante. Procurará evitarla y sólo forzado por éste cumplirá con ella. En lugar de poder tallar libremente, sin trabas, se le obliga a vaciar penosamente segmentos pequeños y aun pequeñísimos. Contemplemos con los ojos del xilógrafo el esquema aquí reproducido (proporcionado por Linton), considerando que no le es posible simplemente seguir con la navaja los perfiles del dibujo, sino que tiene que ahuecar la madera pedazo por pedazo y de un cruce al otro, a ambos lados de la delgada línea.

Cada uno de estos rombos exige cuatro cortes tan sólo para vaciar su interior; por lo tanto no son menos de sesenta y cuatro cortes en esta figura, donde las pocas líneas cruzadas dan dieciséis cuadrados. ¡Sesenta y cuatro tallas únicamente en el interior de las líneas cruzadas! Pero esto no es ni la mitad del trabajo, pues hay que tallar de la misma manera el contorno exterior. Además, lo que quiere grabar el xilógrafo no son propiamente estos cuadrados, sino trazos continuos, no interrumpidos. Es, pues, indispensable que los diversos puntos de intersección queden perfectamente

ajustados para evitar irregularidades como las que se ven en el primer plano de la capitular de la página 38. Y todavía no hemos hablado de la precaución que se requiere para que tallas tan delgadas no se rompan en el corte. Ese poner y quitar la navaja, ese ahuecar cuadrados menudos, trocito por trocito, no sólo es una manipulación difícil e incómoda, sino que obliga, cosa peor, a un modo de trabajar artificial, que priva a la mano de su empuje y brío, convirtiendo al grabador en un copista casi esclavo de su modelo. También por lo que se refiere al efecto decorativo, tal labor sutil y delicada da la impresión de

un elemento mezquino y extraño que desentona en medio de la vigorosa estructura de la xilografía. Seguramente no es un azar que en la estampa de san Cristóbal, como por lo general en los grabados de los primeros tiempos de la xilografía, la línea esté siempre dispuesta de tal manera que se evite la intersección. En un solo lugar notamos una excepción: allá donde la ola pasa por encima de la pierna izquierda del santo. Ante la tarea de caracterizar el paso de san Cristóbal por el agua, el grabador probablemente no halló otro remedio. Pero también en este caso dejó tan anchas y a tanta distancia una de la

otra las rayas horizontales que representan el agua (nuestra estampa es una reducción del original), que los intervalos constituyen segmentos de superficie relativamente grandes. Si nos tomamos el trabajo de contemplar la estampa desde este punto de vista, vemos que el trazo se interrumpe tan luego como tropieza con otro en dirección opuesta, evitándose de este modo el cruce, para el cual no se presta la técnica. Con máxima claridad ello puede apreciarse en las partes rocosas y en los pliegues de la vestimenta. Muy característico en este sentido es el tratamiento del pelo. Se siente

materialmente con cuánta facilidad vació el grabador esa serie de segmentos de superficie, con la navaja empuñada en posición plana. Basta el ejemplo de dicha hoja para demostrar que la adaptación del modo de trabajar a las condiciones impuestas por el procedimiento no da de ninguna manera lugar a pobreza y que tampoco excluye una gran variedad de los recursos decorativos. La limitación a lo técnicamente apropiado encierra un elemento fecundante porque vuelve productivo al artesano en el propio campo de su oficio. En realidad se empleó mucho ingenio para enriquecer

las posibilidades existentes y no se puede decir en absoluto que aquellos xilógrafos se hayan quedado estancados en lo esquemático.

Humildad. De Das Buch von den sieben Todsünden und den sieben Tugenden [“Libro de los siete pecados mortales y

las siete virtudes”]. Augsburgo, Johann Bämler, 1474

De Spiegel menschlicher Behaltnis. Basilea. Bernhard Richel, 1476

Un ejemplo ilustrativo (figura abajo) es la gráfica que muestra las diversas maneras en que está tratado el follaje de los árboles en distintos ejemplos de la Biblia pauperum, obra frecuentemente editada en el curso del siglo XV. La gráfica se debe a Gotheby, quien la hizo con otra intención, o sea para demostrar que los diferentes ejemplares procedían de distintos talleres o para señalar la diferencia entre las escrituras artísticas de los grabadores. En este ejemplo se

manifiesta con mucha claridad que, a pesar de la estricta observación de los límites, quedaba —y se aprovechaba— un amplio margen para la concepción individual. Se conjugaron el rigor estilístico y la economía del oficio, y no es casualidad que el grabado en madera, tan luego como sacrificó una y otra, perdiera también su idiosincrasia espiritual.

Representación de los árboles en diferentes ejemplares de la Biblia pauperum

en el arte un cambio trascendental a consecuencia de la aparición de la pintura al óleo y del cuadro de caballete, que, ambos, llevan inherentes la tendencia a destruir uno de los más importantes elementos funcionales: la superficie. Según Dehio, la misión del pintor en los siglos IX, X y XI (y también durante la Edad Media tardía) había consistido en continuar todo aquello que el arquitecto había realizado solamente a medias: “… PÉRASE

articular las superficies, establecer eslabones intermedios, interponer con símbolos ornamentales la función de las partes arquitectónicas; en resumen: henchir de vida rítmica las masas en reposo”. Tan luego como la pintura se emancipa del muro, tan luego como se convierte en un cuadro dentro de su marco y de este modo cobra libertad y movilidad en el espacio, el artista se ve obligado a establecer finalidades tan esencialmente distintas que aun sin la revolucionaria transformación de la técnica —debido a la adopción de la pintura al óleo y a la investigación de las leyes de la perspectiva— sería

inevitable la radical ruptura con el pasado. Se sacrifica el valor arquitectónico y decorativo de la superficie. Dentro de las cuatro tiras del marco se despliega una nueva unidad plástica, que tectónicamente ya no está relacionada con ninguna cosa más allá de sí misma; que, muy al contrario, pone en juego todo un gran mecanismo de medios de sugestión psicológica para aislar al espectador, desligarlo de su propio mundo y concentrar su interés sobre el mundo en miniatura en que se está convirtiendo el cuadro. Se recurre, para cautivar y detenerlo, a toda clase de detalles, a sutilezas y asociaciones

—muy particularmente a asociaciones con la realidad—, a ingeniosas ocurrencias temáticas. Lo que en el muro fue toque de clarín, mensaje simbólico de validez universal, se torna diálogo, discusión íntima y personal. La creación se impregna de individualismo, lo que en el terreno de la forma significa que los elementos funcionales —superficie, color y línea— renuncian a su propio valor e importancia en favor de la representación ilusionista. Así como la perspectiva en profundidad procura negar la bidimensionalidad de la superficie pictórica, ésta pierde también aquella fuerza rítmico-funcional que es

la que da al elemento formal individual una elevada existencia tectónica. Para exponer este proceso con sus multiformes consecuencias, habría que escribir todo un libro. Es una verdadera revolución, que no sólo separa uno del otro a dos mundos artísticos, sino propiamente a dos edades históricas. Por algún tiempo el grabado en madera sigue resistiendo a las nuevas tendencias, alimentándose de una tradición en que la superficie todavía no se sacrifica a la representación ilusionista; que está saturada aún de la disciplina tectónica que la Edad Media había impuesto a la pintura mural y la

pintura de libros. Para él la superficie continúa significando un valor acusadamente funcional; le es natural aprovecharla para lograr una creación monumental, o por lo menos decorativa, porque también el contenido espiritual de la representación sigue siendo el mismo. Los valores espirituales que quiere transmitir todavía no son producto de interpretación individualista. Son símbolos y conceptos, de estructura y contornos fijos, arraigados en la conciencia del pueblo; son tipos establecidos desde hace siglos. El poder creador, no absorbido por el tema, puede

desplegarse sin límites en la configuración formal. Esta concentración, en la cual tenemos que ver de nuevo un limitarse a lo artísticamente esencial, se traduce asimismo en estímulos de gran alcance. La vida interna de la superficie, la disposición de las masas, la relación de las partes con el todo, su valor expresivo, su ritmo y tectónica, prestan a la obra plenitud y vigor.

Fábula de El león y el ratón. De El libro y la vida del muy famoso autor de fábulas Esopo. Ulm, Joh. Zainer, 1475

Calendario (alrededor de 1470)

De Deutsche Uebersetzung des Eunuchus des Terentius

[“Traducción alemana del Eunuco de Terencio”]. Ulm, Conrad Dinkmuth, 1486

UNA ESTAMPA como la de San Jerónimo, del Gabinete de Estampas de Berlín (fig. pág. 42), nos revela su sentido artístico sólo desde ese plano superior que es la unidad de la superficie. Si partimos del detalle; si examinamos las relaciones que crea la composición entre el león y el santo, la casa y el hombre, el árbol y la roca, tendremos la impresión de que el artista acomodó todas estas cosas, unas al lado

o por encima de las otras, según el espacio disponible. La forma en que están hacinados los elementos del paisaje a la derecha raya en acrobacia. Pero lo que aquí es deficiente no es la obra, sino nuestro modo de ver erróneo, nuestra mirada que se deja absorber exclusivamente por el detalle y no sabe ver la vida rítmicoornamental de una superficie estructurada como un organismo. La forma individual sólo tiene sentido y valor como parte de este organismo; a él sacrificó su independencia para recibir de él, en cambio, apoyo tectónico y expresividad; sólo existe, sólo tiene

significación y grandeza desde esa vinculación, desde esa unidad que ella misma ayudó a crear. En un grabado como el de San Jorge (fig. p. 40), donde algunas porciones de masa, conclusas en sí, se hallan magistralmente equilibradas en la superficie, podríamos hablar de una “armonía inestable”. Más evidente aún es la armonía estructural en el grabado de Cristo como buen pastor (fig. p. 44), que hay que considerar como un trabajo mediano, obra de un artífice no particularmente dotado, sin originalidad, sin potencia creadora. Lo que a pesar de ello interesa en esta estampa es la distribución precisa y

sutilmente equilibrada de las masas dentro de la superficie. Es como si varias masas aisladas estuvieran colocadas una al lado de la otra y sin transición alguna: el ángel bueno arriba a la izquierda, el ángel malo arriba a la derecha, los campos de la escritura, la erguida figura de Cristo, el césped con las tres flores y los dos grupitos de hierbas, transformados totalmente en ornamentos. Pero en realidad no hay tal aislamiento. Lo que sucede es que la relación no está explícitamente indicada, sino que existe, por así decirlo, en forma subterránea, gracias a una latente disciplina arquitectónica que señala a

cada elemento su lugar y su estructura; que tiene la energía de transformar cada elemento suelto en parte de una unidad, de un organismo viviente. Se ha renunciado a todos los recursos exteriores; la armonía de la composición es fruto de la intuición.

De Speculum humanae salvationis. Lyon, 1488

Madona. Escuela veneciana (siglo

XV)

A esto es a lo que debe el grabado su gran efecto. Que a la estructura se

hayan incorporado hasta las letras; que la escritura, como todo lo demás, esté configurada y dispuesta en atención a su valor decorativo, prueba la fuerza elemental del sentido tectónico que vivía aún en aquella tradición artesanal. También en las ilustraciones del Apocalipsis (figs. pp. 34, 35 y 36) el texto es todavía un elemento funcional de la superficie, un factor esencial de la estructura arquitectónica en la página. A la nueva época, que empezó a impregnar las artes gráficas de la mentalidad que rige el cuadro de caballete, quedó reservado expulsar el texto de la composición del grabado, precisamente

porque ya había perdido aquel sentido constructivo. El arte aplicado, como diríamos hoy día, ese trabajo de taller al servicio de las necesidades de la vida cotidiana y no muy atractivo para el pintor, en cuyas manos acabarían por caer las artes gráficas, siguió conservando por cierto tiempo algo de su seguridad estilística —demuéstranlo numerosos ejemplos— hasta que él también tuvo que sucumbir fatalmente al espíritu renacentista.

Doña Venus y el enamorado (alrededor de 1486)

la mirada, desde la serie xilográfica de la Vida de la Virgen de Durero o desde la de la Danza de la muerte de Holbein a las ilustraciones del Ars memorandi, libro xilográfico de principios del siglo XV (figs. p. 80 y 84), resulta sumamente instructivo, tanto desde el punto de vista artístico como desde el cultural. La única centuria que separa estas obras transformó a tal grado el modo de pensar y crear, que representaciones como las del Ars OLVER

memorandi son punto menos que jeroglíficos para nosotros que estamos tan familiarizados con el Renacimiento y que apenas empezamos a penetrar paso por paso en la mentalidad de los siglos anteriores. Para siquiera comprender el sentido de los grabados de este libro hay que emprender una detallada y complicadísima labor de interpretación; y para captar siquiera los supuestos intelectuales de la obra, tenemos que realizar la hazaña de adoptar una actitud mental radicalmente distinta. Quizá no sea mayor el esfuerzo que hay que hacer para adentrarse en el espíritu de los relieves que adornan los templos de la

India. A principios de este siglo (19051906) Hagelstange publicó en la Zeitschrift für Bücherfreunde (“Revista para Bibliófilos”) un estudio en que trata de explicar aquel libro xilográfico; estudio muy fecundo, a cuyos resultados nos atendremos en lo esencial. El Ars memorandi es una interpretación de los cuatro Evangelios, con fines didácticos. El centro de las extrañas composiciones de figuras — frente a las cuales hay siempre una página de texto igualmente grabada en madera—lo forma en cada caso el símbolo del evangelista: el águila para san Juan, el ángel para san Mateo, el

león para san Marcos y el toro para san Lucas. Estos símbolos se hallan rodeados y entretejidos con varios signos raros, numerados de acuerdo con los capítulos, signos que simbolizan las más importantes personas, objetos y parábolas de los Evangelios. Son alusiones, expresadas en una pictografía altamente original y concisa, a los más significativos pasajes de los textos.

De Ritter von Turn [“Caballero de Turn”]. Basilea, Michael Furter, 1493

Una perra salvaje amamantando al niño (París). De History von Troya. Estrasburgo, Joh. Knoblauch

Las palabras de Cristo acerca de la indisolubilidad del matrimonio, con la cual empieza el

capítulo XIX del Evangelio según san Mateo, las simbolizan, por ejemplo, dos manos entrelazadas, que por el tipo de las mangas se distinguen claramente como masculina y femenina (fig. p. 83), por encima de la cabeza del ángel. En esta misma estampa se hallan representados, bajo el número 20, la azada y el racimo, signos que aluden a la parábola de los obreros en la viña. La cabeza del asno (número 21) hay que interpretarla como alusión a la entrada de Jesucristo en Jerusalén. “Podría parecer extraño —comenta Hagelstange — que la mesa frugal deba relacionarse con la parábola del rey que hizo bodas a

su hijo; más fácilmente se explica la asociación de ideas entre el dinero sobre el tablero contador y la cuestión discutida por el Señor de si hay que pagarle impuestos al Emperador. Igual de plausible parece la relación entre el púlpito (número 23) y las palabras iniciales del capítulo XXIII: ‘Sobre la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y los fariseos’; mientras que el sol, la luna y las estrellas (número 24) evocan acerca el pasaje de las profecías del Juicio Final, donde se dice: ‘El sol se puso negro como un saco de cilicio y la luna se puso toda como sangre; y las estrellas cayeron sobre la tierra’. En la

primera de las estampas que se refieren al Evangelio según san Juan (fig. p. 80) encontramos, por encima del águila representada con las patas esparrancadas y las alas abiertas, la figura, marcada con el número 1, de una paloma a punto de alzar el vuelo, y un poco más abajo, dos cabezas masculinas (Dios Padre y Dios Hijo) que recuerdan los versículos acerca de la Trinidad, al principio del capítulo I de dicho Evangelio según san Juan. El laúd sobre el pecho del águila (número 2) hay que ponerlo en relación con la boda de Canaán; y las tres talegas que cuelgan de él, con la expulsión de los mercaderes

del templo. Parece raro que para traer a la memoria la respuesta que Cristo da a Nicodemo cuando éste le pregunta: ‘¿Cómo puede el hombre nacer viejo? ¿Puede también entrar otra vez en el vientre de su madre y nacer?’ se haya escogido, con singular ingenuidad, el símbolo de la vagina. Otra conversación que Cristo, en el capítulo IV, sostiene junto a la fuente con la mujer samaritana se halla representada por el cubo de agua entre las patas del águila (número 4), mientras que la corona que yace sobre el asa de la vasija debe insinuar la curación del hijo de ‘uno del rey’, narrada en el mismo capítulo. El pez

arriba a la izquierda hay que tomarlo como símbolo del estanque de Bethesda; los dos peces a la izquierda y la hostia (número 6) como los del milagro de la multiplicación de los panes y de la Eucaristía.”

Santa Margarita. De Heiligenleben [“Vidas de santos”]. Nuremberg, Anton Koburger, 1488

En las otras páginas de este Evangelio vemos además, al lado de la tercera figura de san Juan y puesto sobre la cabeza del águila, un barreño en que se introduce una mano para lavar el pie que se encuentra en él: evocación del lavatorio, descrito en el capítulo III. El corazón sobre el pecho del águila significa las palabras de consuelo que Jesucristo dirige a sus discípulos al despedirse de ellos. En la primera de las tres hojas del Evangelio según san Mateo, tres coronas recuerdan la adoración de los Reyes Magos; un baptisterio, el bautizo de Cristo en el Jordán; el diablo, que tiene en las garras

dos grandes piedras, la tentación en el desierto; el libro con las ocho velas encendidas, la anunciación de las ocho bienaventuranzas; el pan y la cruz del Padrenuestro, la advertencia del Señor sobre la forma en que hay que dar limosnas y rezar el Padrenuestro. Finalmente dos palomas aluden al versículo: “Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni allegan alfolíes y vuestro padre clemente las alimenta. ¿No sois vosotros mucho mejores que ellas?” La estampa final del Evangelio según san Lucas resume, junto al escudo del buey alado, el contenido de los seis últimos capítulos: el

pámpano que recuerda la parábola de la vid, el tablero contador de la representación del Evangelio según san Mateo (fig. p. 84), el falso profeta y Dios flotando sobre las nubes, como alusión al Juicio Final inminente, cáliz y hostia como símbolos de la institución del sacramento del altar, la bandera de la cruz como atributo del Salvador resucitado, tres pomos de ungüentos como alusión a las mujeres piadosas que visitan la tumba; Pilatos, lavándose las manos, y, finalmente, entre los cuernos del buey, la vista de una ciudad: Jerusalén, cuyo futuro destino arranca lágrimas al Señor.

San Buccio. De Heiligenleben [“Vidas de santos”]. Nuremberg, Anton Koburger, 1488

Todos estos signos estaban destinados a servir como recursos mnemotécnicos, a apoyar la memoria en el estudio de los Evangelios. Para alcanzar este fin, también habría sido posible describir el contenido de las enseñanzas y parábolas; presentar, por

ejemplo, a los Reyes Magos con su séquito y sus dádivas, como se ha hecho frecuentemente, en lugar de conformarse con el símbolo. Pero el Ars memorandi no quiere entretenernos, ni proporcionarnos un goce estético. Supone un espectador para quien los Evangelios son más que leyenda rica en peripecias y sorpresas; quien los conoce, par cœur, si se me permite emplear el giro francés, tan eminentemente plástico. Quiere evocar cosas conocidas y vividas y meditadas por él, y quiere grabarlas imborrablemente en la memoria, en el mundo de las representaciones del

hombre. Por eso trabaja con signos, jeroglíficos, símbolos, impresionantes y fáciles de retener. En lugar de usar palabras —instrumentos del orador y del escritor—, recurre a signosimágenes, tal como en una época posterior las imaginaba Comenio, para convencer, para enseñar, para educar. La representación no se contenta con ser reproducción óptica, no le basta ser mirada, sino que asume un papel activo, tan activo como lo exigen hoy los más modernos estrategos del arte. Se dirige a todo el hombre, también a su voluntad, a su entendimiento, a su conciencia ética. Gustav Landauer escribió en alguna

ocasión: “Entre el signo y la cosa existe la misma relación que entre la causa tal como la ve nuestro conocimiento y la causa real. En la naturaleza sube el mercurio porque aumenta el calor: el calor es la causa. Para nuestro conocimiento hace más calor cuando ha subido el mercurio. Con los sentidos captamos el símbolo; lo esencial es sólo indirectamente accesible para nosotros, sólo al través del espíritu y la intuición. En la naturaleza, en el mundo de los hechos reales, en la vida tal como nosotros mismos la llevamos, existen primero las sensaciones, los sentimientos, los impulsos humanos; de

ellos —de adentro afuera— brotan actos, relaciones, conflictos”. En el caso del Ars memorandi la intención nemotécnica presta una extraordinaria energía a aquella tendencia “a convencer, enseñar, educar”, pero en el fondo se trata de la meta establecida originariamente para todo lo que es artes plásticas. También para el antiguo derecho municipal de Sajonia, que pedía que en los muros de los ayuntamientos donde se administraba justicia se pintara el juicio de Salomón o el Juicio Final, “para que los jueces se den cuenta de que deben fallar como representantes de la eterna justicia y en nombre de Dios”,

el arte era Ars memorandi, una clase especial de escritura: escritura en imágenes. El arte medieval, los frescos y mosaicos bizantinos, los relieves y estatuas egipcios, las creaciones del arte precolombino no fueron sino esto. Nos confirma un testigo histórico que ese tipo de lenguaje de signos (que, dicho sea de paso, fue aprovechado por Thomas Murner como modelo para su Logica memorativa, fig. p. 85) es el que más perfectamente cumple con la finalidad nemotécnica, y que desde el punto de vista pedagógico es más útil crear un jeroglífico que hacer una descripción fácil de entender y de

interpretar. En la introducción al Ars memorativa, un tratado del arte de aprender de memoria —arte importante en aquellos tiempos en que todo el estudio consistía propiamente en memorizar las diferentes materias—, publicado en 1475 en la imprenta de Anton Sorg, se dice, aproximadamente, lo siguiente: Si quieres hablar en imágenes, escoge las muy terribles o las que son sobremanera hermosas y lindas, porque de lo extraño y raro nos acordamos más tiempo que de lo común. Vemos todos los días que el sol sale y se pone y no nos sorprende, porque estamos acostumbrados a esto. Pero

cuando hay un eclipse, pensamos mucho tiempo en él. Lo mismo pasa con el saber. Si hacemos imágenes y parábolas comunes, las olvidamos pronto. En cambio, de las extrañas nos acordamos mucho tiempo.

Evangelio según san Juan. De una edición xilográfica del Ars memorandi (principios del siglo XV)

En este mismo texto se ilustra también con algunos ejemplos la forma en que hay que descifrar ese tipo de signos-imágenes: “La liebre te recordará un hombre pusilánime, porque ella es también muy pusilánime. Viendo un lobo acuérdate de un hombre voraz, porque el lobo come mucho,2 y de un hombre casto y puro acuérdate al ver un corderito…” Otros signos parecidos eran: la bodega, como símbolo del frío; una barca, de lo móvil; la paja, de lo seco; el retrete, del mal olor; una máquina de reloj, de lo artificioso; las aves, del vuelo; una serpiente, del arrastrarse; el orfebre, de

lo sutil; un manantial, de lo fresco, etc. Y si es atinada la interpretación de san Ambrosio, los símbolos usados para designar a los evangelistas fueron exactamente lo mismo: el rostro humano significa discreción; la cabeza de león, valentía; el toro, moderación, y el águila, justicia. Se disponía, pues, de un rico lenguaje de signos-imágenes. El pensamiento artístico era un pensar en imágenes, en conceptos plásticos. La nueva era, la del Renacimiento y del Humanismo, lo sustituye por un intelectualismo amorfo que conduce al análisis científico y, en el arte, a un alegorismo formulista o a su

correlato, una exposición de hechos estrechamente apegada a la naturaleza. Más adelante hablaremos de la influencia —y digámoslo de una vez: la influencia nefasta— que ejercería precisamente sobre la xilografía ese sacrificio de la expresión auténticamente plástica en favor de la representación descriptiva. Una feliz casualidad me pone en condiciones de demostrar tal decadencia de la forma, en el ejemplo de la misma Ars memorandi. Esta obra, como la mayoría de los libros de estampas destinados a la enseñanza religiosa y a la interpretación de la Biblia —la

Biblia pauperum, el Ars moriendi, el Speculum humanae salvationis, el Canticum canticorum, el Apocalipsis, el Endkrist y otros más—, tuvo una fuerte demanda y se reeditó a menudo. El ejemplar, conservado en el Museo Germánico de Nuremberg y publicado por Hagelstange, es de una de las últimas ediciones, del año 1510. Reproducimos de este ejemplar una de las páginas del Evangelio segun san Mateo, a fin de compararla con las representaciones (figs. pp. 83 y 84) que tienen aproximadamente un siglo más. Vemos entonces —y por eso la comparación resulta extraordinariamente

instructiva— que la composición y los tipos se conservaron durante todo el siglo; que lo único que cambió, de acuerdo con el cambio en la mentalidad de la época, fue el modo de representación. Pero ¿qué quedó en la estampa del siglo XVI, de la originalidad, de la reciedumbre monumental que caracterizan la obra anterior, de su fuerza sugestiva con la que se nos graba en la memoria? Una página de libro, de vigorosa estructura, se convirtió, en la nueva talla, en un pequeño cuadro, mezquino y ecléctico. Pero probablemente este eclecticismo no llegaría a tales extremos de pobreza,

si a la mediocridad del imitador no se hubiese agregado la transformación espiritual y formal de la época. El tipismo, lo pictográfico de las primeras ediciones, que insinúan, más allá de lo material, lo simbólico y que crean asociaciones y conceptos, se hallan sustituidos por una representación realista táctil-corpórea de los diversos objetos. La cabeza de burro es cabeza de burro y nada más; la mesa, la clara y distinta representación de una mesa cualquiera no muy opulenta; el púlpito es el púlpito que el dibujante habría visto en la escuela o en la iglesia de su pueblo. La figura simbólica del ángel ha

quedado convertida en un joven vestido a la última moda, con el pelo cuidadosamente onduIado. Las alas cuelgan de él como alas de guardarropía de teatro que se le hubieran puesto para posar de modelo. Este realismo tiene algo de desagradable. La naturalidad a que aspira está en conflicto con el sentido simbólico de los signos, y es inevitable que surjan las contradicciones. Puesto que la finalidad perseguida es lo natural y lo verosímil, no comprendemos muy bien por qué la figura se halla rodeada de objetos tan raros o qué significa la cabeza del asno sobre la vestimenta del joven. ¿Acaso

nos las habemos con un mago o un equilibrista que ejecuta con el púlpito y los astros una suerte de prestidigitador? La íntima veracidad se perdió en el momento de establecerse una norma humana, en cierto modo relacionada con la realidad y la verosimilitud. Esa cabeza de asno, si no es un signo, alusión a algo irreal, es simplemente un bosquejo del natural.

Evangelio según san Mateo. Del Rationarium Evangelistarum. Edición de 1510

Evangelio según san Mateo. De una edición xilográfica del Ars memorandi (principios del siglo XV)

De Thomas Murner: Lógica memorativa. Estrasburgo, Joh. Grüninger, 1508

Lo primero que se sacrificó a esta evolución fue la superficie. La figura, con los detalles que la acompañan, resalta ahora plásticamente, destacándose dura sobre el fondo blanco, que ya no es sino esto: un fondo. Las cuatro líneas negras son un encuadramiento hacia afuera, nada más. ¡Qué distinta es aquella composición anterior, en que un cuadrado encierra una superficie homogénea sin nada que resalte o retroceda, sin ese contraste de masa negra y fondo blanco; en que la estructura lineal, embutida, por así decirlo, en la superficie, vive ya desde

la superficie y, al mismo tiempo, la organiza prestando al blanco y negro un movimiento rítmico. El encuadramiento no es el límite casual hacia el exterior, sino el portador de esta unidad. El rayado paralelo persigue un propósito ornamental, es un medio para articular la superficie, no para lograr plasticidad. El grabador del siglo XVI, en cambio, despliega un verdadero refinamiento para dar la ilusión de corporeidad mediante rayados en las más diversas direcciones y se sirve de este medio también para desintegrar la superficie.

Eva y la serpiente. De Speculum humanae salvationis. Augsburgo, Günther Zainer, 1470

No parece menos significativo que la edición posterior haya eliminado los renglones del texto. Tal brote de una concepción realista, por muy pobre que

haya resultado en este caso, es del “progreso” a que aspira la época. De buen grado renuncia a todos los grandes y fundamentales valores tradicionales para acercarse a la verosimilitud y a la semejanza con la naturaleza. Es una ruptura radical con el pasado, cuyo alcance apenas empezamos a sospechar paulatinamente. Todavía en nuestros días ese sacrificio de las más elementales bases de la creación artística se pondera como una formidable conquista; todavía hoy sigue estrechando el campo visual de mucha gente, y no sólo de personas de poca categoría. Es sintomático que un hombre tan sensible como Hagelstange

califique ese pobre y débil grabado posterior como “enorme progreso artístico” y se dirija con cierta superioridad irónica contra Heinecken, a quien el original parece plus expressif. El criterio que por tácito acuerdo solemos aplicar para juzgar la expresividad de un arte blanco y negro es la diferenciación de la escala que sepa desarrollar desde los claros hasta los oscuros. De ahí que el grabado en cobre, que dispone de una gama tan rica de gradaciones, se haya considerado y siga considerándose como un género más delicado de expresión gráfica. En el grabado en madera, en cuanto es

grabado lineal, todas las partes que se dejan en relieve imprimen bastante uniformemente; las posibilidades de diferenciar las rayas son escasas. El xilógrafo, preocupado por no violar la técnica, por no caer en lo artificioso, llega pronto a un límite, más allá del cual ya no es factible seguir diferenciando, mientras que el procedimiento del grabado en cobre invita materialmente a sutilizar más en este sentido.

Perseo. De Boccaccio: Von berühmten Frauen [“De mujeres célebres”], versión alemana de Heinr. Steinhoewel. Augsburgo, Anton Sorg, 1479

En comparación con la plancha de cobre, con su dureza y firmeza metálica, la de madera es un material primitivo y basto. Ya de por sí la estructura de la madera, muy especialmente la de la

madera de hilo —única que se empleaba en los buenos tiempos de la xilografía —, obliga a cierta tosquedad; por muy hábil que sea el grabador, siempre está sujeto a ese carácter del material. Es cierto que puede aumentar la anchura de la línea y que puede trabajar con efectos de grandes superficies y manchas — recurso preferentemente empleado por los grabadores contemporáneos—, procurando animar de esta manera el blanco y negro; pero, en cambio, no le es posible aumentar a discreción el grado de finura de las rayas. Pues llega un momento en que las tallas demasiado delgadas ya no resisten y se quiebran en

el corte mismo o luego en la impresión. La plancha de metal sólo se surca con el buril o se expone a la acción corrosiva de un ácido. Lo único que hace falta para que la línea salga más leve o más recia es apoyar la mano con más o menos fuerza; y manejando el buril de un modo o de otro, el grabador puede graduar el trazo hacia lo oscuro o hacia lo claro. No hay ningún obstáculo que le impida cruzar las rayas o colocarlas muy cerca una de la otra. Para imprimir, las incisiones se llenan de tinta, y el papel bajo la fuerte presión de la prensa la saca chupando de ahí, por así decirlo. Cuanto mayor fuerza se emplea para

manejar el buril, tanto más profunda queda la incisión, tanta más tinta se deposita en ella y, en consecuencia, tanto más cálida y vigorosa resulta la prueba. Es natural que tal procedimiento seduzca al grabador a potenciar constantemente las posibilidades de gradación, como seduce al amante de este arte a considerarlas como un valor en sí, que nunca se harta de admirar. Si esta posibilidad de matizar es la que más se admira, como efectivamente ha sucedido y sucede; si se cree que de ella depende la expresividad de un método gráfico, entonces no hay que asombrarse

de que la xilografía se haya considerado, desde fines del siglo XV, como una técnica pobre e inferior.

De Boccaccio: Von berühmten Frauen [“De mujeres célebres”], versión alemana de Heinr. Steinhoewel. Ulm, Joh. Zainer, 1473

Tal juicio tendría poca importancia si no lo hubieran adoptado los mismos xilógrafos, si ellos mismos no se hubieran dejado incitar a menospreciar la concisión y claridad del lenguaje expresivo que exige el grabado en madera, y —como para las grandes tiradas no podían prescindir de él— a sacarle efectos propios del grabado al buril. Junto con la tendencia general de la época —que ya hemos observado en la posterior de las dos estampas del Evangelio según san Mateo— de conferir a la representación mediante cierta plasticidad mayor grado de realismo, aquel intento de imitar de

grabado en cobre, intento irrealizable, condenado al fracaso, fue la causa de la transformación estilística que desde fines del siglo XV se fue operando en la xilografía.

Del Buch der Weisheit der alten Meister [“Libro de la sabiduría de los viejos maestros”]. Ulm, Leonhard Holl, 1483

La estampa de san Cristóbal (frontispicio), que hemos analizado minuciosamente, acusa un estilo de puro contorno. La línea tiene ahí la exclusiva función de perfilar lo corpóreo. Con esto crea la figura y crea la expresión. Ciertamente, se pensaba en aquella época temprana también en el iluminador y en el efecto decorativo del color. Más tarde, cuando debido a la necesidad de producir de prisa y en grandes cantidades la iluminación se omitía frecuentemente —y cada vez con mayor frecuencia—, el xilógrafo se asustaba quizás ante la desnudez y la lapidaria austeridad de sus

representaciones lineales. Sin embargo, podemos suponer que se haya dado cuenta del efecto de armonía decorativa de un estilo puramente lineal. Parecen demostrarlo grabados como Eva y la serpiente del Speculum humanae salvationis (fig. p. 87) [“Espejo de la salvación humana”], impreso por Guenther Zainer, una de las primeras obras tipográficas decoradas con ilustraciones. En esta estampa, la graciosa estructura lineal, que insinúa lo accidentado del terreno, está empleada como elemento puramente decorativo para la animación y el enriquecimiento ornamental de la superficie.

De Die schöne Melusine [“La bella Melusina”]. Amberes, Gevaert Leu, 1491

Sitio de una fortaleza. De la Crónica de Suabia de Thomas Lirar. Ulm, Conrad Dinkmuth, 1486

Ahora bien, en lugar de comprender estas posibilidades evolutivas del grabado en madera; en lugar de desarrollar la función expresiva de la superficie y la línea, los xilógrafos se sujetaron a la nueva óptica, renunciaron al valor propio de la línea y la emplearon en forma de rayado, como un recurso para lograr corporeidad plástica. No dejaría de ser interesante hacer una vez un estudio sistemático del rayado y del papel que le toca desempeñar, ver cómo se va volviendo poco a poco un elemento importante, y

cada vez más importante, de la representación, y cómo acaba por contribuir esencialmente a la desintegración de la superficie. En un principio se presenta tímidamente y todavía muy de acuerdo con el estilo de la xilografía, en forma de unas cuantas rayas ligeras debajo de la iluminación, como por ejemplo en la estampa del Cristo como buen pastor (fig. p. 44), en que el césped, que está indicado por una sola línea, cobra gracias a ellas cierta espacialidad. Así, como caracterización somera, como ornamentación del fondo blanco, se encuentra también en las primeras ediciones del Ars memorandi

(figs. pp. 80 y 84). En la página reproducida aquí del Buch der Weisheit der alten Meister (“Libro de la sabiduría de los viejos maestros”, fig. p. 91), vemos el rayado convertido en instrumento difícilmente superable para realzar los contrastes. En esta estampa se trata ya de una realización en blanco y negro que no necesita de la animación por el color; que sin sacrificar la disciplina de la superficie hace resaltar las cosas con toda claridad y nitidez. El espacio se despliega; las figuras, los haces de leña, la vara del hombre, los troncos de los árboles, todo se destaca enérgicamente y con recursos que de

ninguna manera se hallan reñidos con la técnica.

De Ratdold: Cronica hungariae, 1488

El pecado original y la expulsión del Paraíso. De la Biblia de Colonia. Colonia, Bartholomäus von Unkel [?] (c. 1479)

Al contemplar, por ejemplo, los paños y las diferentes partes de los cuerpos, nos damos cuenta de que el método seguido por el grabador consistía en ahuecar segmentos

paralelamente sucesivos, del ancho de una punta de navaja, y que así nacieron (como también en la ilustración para La bella Melusina, reproducida en la p. 92) esos grupitos de rayas más o menos finas. En los haces de leña la línea dentada se logró mediante pequeñas incisiones. De peculiar encanto es la juguetona animación del césped, que revela la mano segura, consciente del efecto deseado, del grabador. En el follaje es aún más evidente el brío y empuje con que éste supo manejar su navaja para insinuar la transparencia y movilidad de las hojas y al mismo tiempo para ornamentar la gran

superficie blanca con unas cuantas manchas blancas y negras. Más sistemática, intencional y consecuentemente procedió el autor de las estampas de la Biblia de Colonia; El pecado original y la expulsión del Paraíso (fig. p. 95) es posiblemente el grabado más característico del método. Haciendo abstracción de las flores y las copas de los árboles, que parecen como cinceladas en la plancha y que, por el fuerte contraste de los blancos y negros, desentonan un poco dentro del conjunto de la composición, es obvio el esfuerzo del xilógrafo por ejecutar el rayado de un modo relativamente sencillo,

grabando trozos paralelos que por sus distintas direcciones, por los espacios de diferentes anchos que se dejaron entre ellos, por la interrupción de las tallas, etc., se destacan claramente unos de los otros y crean espacialidad y plasticidad. Hay que fijarse con cuánta consecuencia evitó obtener un efecto pictórico mediante rayas cruzadas, engrosamiento o adelgazamiento de las líneas. La estructura de la superficie se halla conservada con toda decisión.

El ángel matando al rey Senaquerib. De la Biblia de Nuremberg. Nuremberg, Anton Koburger, 1483

La cena pascual. De la Biblia de Lubeck. Lubeck, Stephan Arndes, 1494

Caín matando a Abel. De la Biblia de Lubeck. Lubeck, Stephan Arndes, 1494

Del Eunuco de Terencio. Estrasburgo, Joh. Grüninger, 1496

Recordemos también la Biblia de Lubeck de 1494 (figs. p. 97), cuyas ilustraciones son obra de un gran maestro anónimo, un espíritu creador, de sello propio. Podemos suponer que conocía la Biblia de Colonia. Dominaba

su oficio a la perfección y él fue quien llevó ese desarrollo hasta su punto culminante. Con asombrosa economía de los medios técnicos, supo sacar de la plancha de madera efectos plásticos que muy poco tienen que envidiar a la expresividad lapidaria de la primitiva xilografía lineal. Casi al mismo tiempo cuando en el norte de Alemania —lejos de los principales centros artísticos— se están haciendo estas ilustraciones de la Biblia, aparece en Nuremberg la Schedelsche Weltchronik (“Crónica mundial de Schedel”), acogida por el

público con un entusiasmo sin par, reeditada, reimpresa y regrabada una y otra vez. La obra, publicada por Anton Koburger en latín en 1493 —un año después del descubrimiento de América — y en 1494 en alemán (figs. pp. 102 y 103), es una especie de enciclopedia popular, que abarca en forma sucinta todo lo que la época consideraba digno de saberse. Como era usual, la interpretación de la Biblia constituye la médula de la obra, que además comprende los más importantes acontecimientos de la historia profana. Se describe la guerra de Troya, se resume la Odisea. Presenciamos la

fundación de la biblioteca de Alejandría; Constantinopla se convierte en primera potencia, aparece Mahomet, se constituye el Sacro Imperio Romano, santo Domingo y san Francisco fundan sus órdenes. Desfilan emperadores y reyes, electores, margraves y condes, vemos reproducciones de sus escudos y retratos de sus esposas. En forma de bustos nos son presentados los grandes legisladores y filósofos griegos, los reyes y generales romanos, santos y herejes, caballeros y monjes, poetas y sabios; conocemos lejanos países y ciudades y sabemos de sucesos extraños. En todo esto no tenía mucha

importancia la caracterización individual. Los mismos grabados servían para representar cosas bien distintas. La vista de Nínive es asimismo la de Corinto, Damasco y Nápoles. El retrato de Héctor se usa indistintamente como el de Jonás, Pítaco, Zeno, Terencio, etc. Entre las vistas de las ciudades hay algunas topográficamente exactas; muchas otras, en cambio, son producto de la fantasía. Sin embargo, podemos muy bien suponer que la meta a que aspira el erudito autor, incluso en las ilustraciones, era la autenticidad… hasta donde fuera factible. Esa Crónica

mundial, con sus dos mil ilustraciones, fue una empresa audaz y grandiosa de la imprenta de Koburger, que, como es natural, no ahorró ni esmero ni esfuerzos para realizarla y se aseguró los servicios de los mejores grabadores. Un gran taller de xilografía estaba ocupado en la confección de las planchas. Allí surgió la ambición de aprovechar modelos originales, originales también en lo artístico, y es probable que haya sido el impresor o bien el editor a quien se le haya ocurrido la idea de solicitar la colaboración de los artistas más importantes de Nuremberg: los pintores

Miguel Wohlgemuth Pleydenwurff.

y

Guillermo

años antes, en 1486, había aparecido en la ciudad de Maguncia el libro Viaje a Tierra Santa, en cuyas ilustraciones xilográficas se manifestaba una personalidad artística de sello propio y de nombre conocido. El libro tiene antecedentes curiosos. Para expiar los pecados de su licenciosa juventud, Bernardo de Breidenbach, antiguo canónigo de Maguncia, se había YA UNOS

impuesto la penitencia de emprender una peregrinación a Tierra Santa. En compañía de varias personas fue a Jerusalén, pasando por Venecia, Corfú, Rodas y Chipre. Entre sus acompañantes se encontraba también el pintor y más tarde impresor de libros Erhard Reuwich, que aprovechó el viaje para hacer apuntes de los paisajes, de las gentes y sus costumbres y, en fin, de todo lo digno de notar y recordarse.

Erhard Reuwich: Sarracenos. De Bernhard von Breidenbach: Reise nach dem heiligen Land [“Viaje a Tierra Santa”]. Maguncia, 1486

A su regreso Breidenbach se puso a escribir la descripción de su viaje, y Erhard Reuwich, recurriendo a los bosquejos hechos en los diferentes

lugares, la ilustró e imprimió (véase arriba). Esta participación de un artista como lo era Reuwich puede considerarse una casualidad puramente personal. De trascendencia mucho mayor y verdaderamente sustantiva fue lo que sucedió en la imprenta de Koburger en Nuremberg con la ilustración de la Crónica mundial de Schedel, a saber: que ya no se encargaran los modelos a los oficiales de pintor ocupados en los talleres de xilografía, sino que se acudiera a maestros que, por encima y más allá del oficio propiamente dicho, tenían ya el rango de artistas en el sentido que hoy

día atribuimos a la palabra; que se recurriera, pues, precisamente al tipo de maestros que perseguían las nuevas metas artísticas y no habían mostrado hasta ese momento gran interés por practicar la xilografía.

Construcción del Arca de Noé. De Hartmann Schedel: Weltchronik [“Crónica mundial”]. Nuremberg, Anton Koburger, 1493

Con esto el grabado en madera, que había surgido del oficio y sobre el cual el oficio había ejercido hasta entonces una influencia preponderante, tanto en su actitud espiritual como en la formal, aparece de pronto en el campo visual de lo que se llama “el gran arte”. Artistas de personalidad bien definida, que desempeñan un papel en el desarrollo de la pintura de caballete, empiezan ahora a considerarlo un procedimiento gráfico útil y a ponerlo al servicio de sus intenciones artísticas. Esa “invasión de los pintores, típica de la época”, para citar una frase de Friedländer, es de

importancia decisiva. Y, dice Friedländer, “puesto que Wohlgemuth no fue un gran pintor, tenemos más motivo para lamentar la pérdida del primitivismo de un estilo austero que para festejar la nueva conquista”.

De Hartmann Schedel: Weltchronik [“Crónica mundial”] Nuremberg,

Anton Koburger, 1493

La última cena. De Der Schatzbehalter. Nuremberg, Anton Koburger, 1491

De Sebastián Brant: Narrenschiff [“El barco de los locos”]. Basilea, Johannes Bergmann von Olpe, 1494

Títiro y Melibeo. De una edición de Virgilio hecha por Sebastián Brant. Estrasburgo, Joh. Grüninger, 1502

Los grabados de la Crónica mundial difieren mucho entre sí en cuanto a su estilo y valor. La participación cuantitativa de las personas que colaboraron en ella diseñando los modelos no se ha podido averiguar hasta ahora y probablemente no es algo muy importante. Mucho más interesante es comprobar que los xilógrafos tuvieron que grabar en gran parte dibujos de artistas que estaban por entero alejados de la técnica y casi no la tomaban en consideración. También en los tiempos anteriores eran “pintores” los que suministraban sus dibujos al grabador.

De los dos autores de las ilustraciones de una Biblia pauperum editada en 1470, sabemos que “uno era pintor, el otro ebanista”. Puede ser que no pocas veces el grabador mismo trazara los dibujos. Pero haciendo abstracción de los albores de la xilografía, la distribución del trabajo en los talleres consistía en que un “pintor” hacía el dibujo que tallaba el grabador u, ocasionalmente, un ebanista. Pero estos “pintores” se hallaban tan estrechamente vinculados al taller, tan compenetrados con las intenciones y el modo de trabajar de los grabadores, que en la concepción de sus dibujos partían ya de

la técnica xilográfica. Aquel nuevo tipo de artista que afluía al grabado en madera con Wohlgemuth y Pleydenwurff no estaba familiarizado con las condiciones del procedimiento; quizás hasta veía en ellas limitaciones y consideraba su deber rebelarse contra ellas.

La rueda de la fortuna y los siete planetas. Nuremberg, 1489.

No debe sorprendernos, por lo tanto, que en trabajos como la viñeta de las amazonas (fig. p. 103) casi lo único que se conservó de la peculiaridad de la xilografía sea la deficiencia técnica y la torpeza. El xilógrafo no pudo reproducir con los legítimos recursos de su oficio el dibujo que le servía de modelo. Las rayas forman un revoltijo crespo y enmarañado. Se siente cómo fallaron grabador y plancha de madera en la ejecución de las tallas cruzadas, cuyo objeto era producir un efecto pictórico; se siente qué infinitos esfuerzos se emplearon para grabar todos aquellos pequeños cuadrados, rectángulos y

rombos, y cómo, a pesar de esta labor penosa y complicada, el grabado resultó, en comparación con el dibujo, más bien grosero y pobre. Mientras los xilógrafos primitivos, interesados en obtener pruebas intachablemente claras, habían rechazado el grabado en cobre porque en los ángulos de las tallas de metal quedaban con frecuencia restos de tinta, que en la impresión manchaban las hojas, los de esa época tardía tenían que conformarse a menudo con pruebas no menos sucias, resultado de las exigencias de los artistas a que se sometían. Aquella manera de trabajar, que no tomaba en cuenta la naturaleza de

la madera, o sólo en cuanto ésta se resistía a la violación, acabaría forzosamente por provocar la decadencia de la xilografía. Aparentemente ampliaba las posibilidades expresivas del grabado en madera; aparentemente hacía que éste lograra todos los efectos del grabado en cobre y correspondiera íntegramente a las intenciones de aquellos artistas que eran dibujantes y nada más: todo ello eran errores que, siendo exaltados como “los progresos de la evolución”, tienen la culpa de que el arte xilográfico se extraviara por caminos en donde perdería su valor y originalidad y

correría peligro de caer finalmente en una degeneración definitiva.

una mirada a Italia, donde distintos supuestos dieron lugar a una evolución distinta. En Italia la xilografía, por lo menos la primitiva, no se populariza en la misma medida que en Alemania. El pueblo no se encierra tanto entre las cuatro paredes de su casa, vive más al aire libre, a la vista de todos, en la comunidad mayor. Los muchos y grandes frescos que adornan los muros de las iglesias y edificios públicos le narran leyendas y CHEMOS

parábolas y le interpretan las Sagradas Escrituras. Los hombres van y vienen por las calles como entre las páginas de un gigantesco libro de estampas. Desde las paredes de la iglesia del convento de franciscanos, en Asís, las pinturas de Giotto y sus discípulos les predican pobreza, castidad y obediencia; en el Ayuntamiento de Siena se les exhorta a la concordia, a la paz y a la justicia; en el camposanto de Pisa se les presenta la muerte triunfante: todo lo que el pliego suelto y el libro de estampas podrían describirles y enseñarles lo encuentran a cada paso delante de sus ojos. Además, es probable que las realizaciones

xilográficas, toscamente talladas, mal impresas e iluminadas, tan caras al ojo poco exigente del hombre nórdico, no hubiesen satisfecho ni agradado a ese pueblo acostumbrado a las manifestaciones de un arte maduro y refinado. Así es que en Italia apareció el grabado en madera relativamente tarde, y podemos suponer que nunca llegó a ejercer una verdadera atracción. Durante el siglo XV y a principios del XVI, los impresores interesados en él fueron en primer lugar alemanes: Johannes de Francfordia, Jacobus de Estrasburgo, Jacobo Walch y Ulrico Hahn (que imprime en 1467 las Meditaciones del

cardenal Torquemada, obra cuyas ilustraciones se consideran las primeras maderas hechas en Italia). Todos creían más en la ilustración xilográfica que en la hoja suelta. Pero la ilustración xilográfica que producía Italia no puede equipararse ni en sus proporciones ni en su carácter con las obras que aparecieron del otro lado de los Alpes. Estaba destinada a otros ojos: ojos de personas de educación multifacética, orientadas acerca del saber y la cultura de la época, a quienes nunca había faltado el estímulo que proporcionan las creaciones plásticas. Esos ojos se

deleitaban en las obras impresas de Aldus Manutius, de tipografía tan refinada que podían renunciar a la ilustración. Al lector italiano, menos ansioso de enseñanza, menos necesitado de conocimientos que el del norte, le era más fácil que a éste traducir los pensamientos abstractos en imágenes sensibles, de modo que para formarse un concepto no le hacía falta que la forma plástica apoyara a la palabra.

De Velturio: De re militari. Verona, 1472

Fábula del capón y del azor. De una edición de Esopo hecha por Tuppo. Nápoles, 1485

Lippmann, autor de un estudio todavía hoy fundamental sobre el grabado en madera italiano, escribe que, para caracterizar la diferencia, “se podría decir que en Alemania surgió la ilustración de la necesidad de la imagen explicativa y la pasión por ella; en Italia, en cambio, del gusto por el adorno plástico; que, por lo tanto, acusaba aquí [en Alemania] una tendencia sobre todo didáctica, y allá [en Italia] un carácter esencialmente decorativo”. Ello determina la peculiaridad de la ilustración xilográfica italiana, tanto en su forma como en su espiritualidad. No pretende

hablar por sí misma, ni mucho menos dominar sobre el texto. Su ambición es ser adorno, un factor secundario que no distraiga de lo sustantivo, pero que con su gracia y refinamiento preste otro encanto más a la publicación. Se supedita por completo a la estructura de la página que, por su parte, depende del corte de la letra. Y como por lo general —prescindiendo de una breve moda que se complace en emplear caracteres góticos— se emplea la elegante y delicada letra romana antigua, es lógico que se prefiera un leve dibujo de contorno sin sombreado, que divide el fondo blanco de la superficie mediante

líneas finas y uniformemente negras, tal como lo hace ese ornamento que es la letra misma. Esta ilustración no aspira a la monumentalidad; permanece dentro de los límites de lo decorativo y juega con trazos caligráficos un juego al blanco y negro a veces asombrosamente ágil (fig. p. 112). Tampoco en lo espacial procura hacer a un lado el texto; se limita al margen —como en las estampas de Ratdold— o, en forma de viñeta, a la parte superior de la página.

Polifilo durmiendo en el linde del bosque. De Hypnerotomachia Poliphili. Venecia, Aldus Manutius, 1499

Juan Holbein el Joven: De Ilustraciones del Antiguo Testamento, 1538

Y tan marcado es ese anhelo de armonía decorativa, que en los casos en que el grabador recurre a modelos extranjeros le parece indispensable transformarlos. Ejemplo característico

es la Biblia de Malermi, impresa en 1490, que está basada en la de Colonia. Las estampas de la Biblia de Colonia, en cuanto sirvieron de modelo, se aprovecharon solamente en lo temático, no en lo estilístico. De acuerdo con el gusto italiano, se convirtieron en viñetas decorativas, que a su vez volverían a influir en las ilustraciones xilografiadas en Alemania y Francia: Holbein concebiría sus viñetas bíblicas en el espíritu de los grabados venecianos, y los dinámicos impresores de Lyon empezarían a adornar sus obras en forma semejante. Ésta es la clave para comprender y captar en toda su

grandiosidad las clásicas ilustraciones de Holbein, que vemos aparecer tan sin transición al lado de las extáticas confesiones de los grabadores y burilistas vernáculos, rebosantes de ocurrencias, interpretaciones y gestos por demás individualistas.

COMO hemos visto, la “invasión de los pintores”, de que tratamos al hablar de la Crónica mundial de Schedel, trajo como consecuencia que la xilografía se volviera “artística”: los artistas procuraron interesar a su público, aprovechándola tanto para plantear y resolver cuestiones formales como para dotarla de encanto estético. El grabador primitivo,

despreciado ahora como incapaz y pobre, había estado libre de toda intención estético-especulativa; había sido objetivo en su modo de representar, es decir, se había interesado única y exclusivamente por el significado objetivo de su tema. Al representar al Crucificado, a la Virgen, a san Cristóbal, a san Jorge o a san Jerónimo; al interpretar los textos profanos: las fábulas de Esopo, el relato de la destrucción de Troya, la leyenda de la bella Melusina, los cuentos de Boccaccio, no le ocupaban problemas de movimiento o de composición, ni consideraba estos asuntos

principalmente como oportunidades para demostrar su talento. Lo que le importaba era dar una idea justa y cabal del asunto en sí, hacer visible el sentido de un suceso, mostrar, en fin, su contenido conceptual. Partía del espectador ingenuamente interesado en el objeto y sentido de su obra, en su íntima enseñanza. El procedimiento era un medio para lograr un fin, el fin de hacer patentes este sentido y esta enseñanza. Lo adoptaba en la forma tradicional, se familiarizaba con él, tal como el arquitecto, antes de construir, tiene que familiarizarse con las leyes de la estática. Su propósito era representar

algo determinado, representarlo clara y convincentemente y hablar de tal suerte al sentimiento, al alma. En su subconsciente vivía aún algo de la concepción medieval de la pintura, según la cual la tarea del arte consistía en representar la Pasión del Señor y crear una imagen del hombre que subsistiera más allá de su muerte. Eran las metas a que había estado sujeto el arte del gótico. La era gótica, que había impregnado la tradición religiosa de su nuevo fervor místico; que con insaciable afán había buscado el genuino y supremo sentido de las verdades de la Salvación; que no se cansaba nunca de encontrar

interpretaciones cada vez más amplias, más universales, tanto de las Sagradas Escrituras como de los textos apócrifos, y para la cual el Apocalipsis era precisamente por eso el más emocionante de los libros sagrados: la era gótica había inspirado al artista, aun al mediocre, el ansia de ser intérprete y profeta de tan honda sabiduría. El nuevo tipo de artista, el del siglo XVI, en cambio, muy distinto del anterior, vuelve a ceder esta misión al teólogo, que la convierte en una ciencia especializada, mientras él mismo aspira a ser especialista en su propio campo, es decir: a ser exclusivamente artista.

Nuevos puntos de vista pasan de pronto al primer término, entre ellos, como problema más importante, el de la forma y de la creación artística. El pensamiento artístico va cayendo cada vez más en cierto esteticismo. El qué de la representación se pospone al cómo. Lo que absorbe el interés es la hechura y la factura, la destreza técnica, la interpretación subjetiva, la originalidad. El artista ya no juzga su tema por el peso de su significación intrínseca, sino que lo examina exteriormente con el fin de averiguar las posibilidades que ofrece a su arte, de ver si sirve para desplegar y, sobre

todo, para lucir sus habilidades y refinamientos. Es posible que consideraciones de esta índole hayan inducido a Durero a pintar el extraño cuadro del Suplicio de los diez mil cristianos; por lo menos es lo que supone Wölfflin cuando, hablando de él, dice: “Durero se acercó al tema exclusivamente desde lo formal: el desnudo, el movimiento, la perspectiva, la abundancia sin merma de la claridad, el dominio del gran espacio mediante el manejo seguro del escorzo…” Ahí quedan enumerados a la vez algunos de los problemas cuya solución acapara todas las fuerzas. Y en

una obra como la mencionada, el mismo Durero representa al tipo del artista mundano, que lo es aunque siga pintando temas bíblicos. Seguramente existe todavía en esa época el artista de profunda religiosidad e íntima devoción, y el mismo Durero es el mejor ejemplo; pero con mayor frecuencia se nota una gran indiferencia ante el tema. La verdadera preocupación es otra: el encanto estético, la forma estéticamente interesante. El artista, por así decirlo, se asoma a través de su cuadro a observar al espectador, a fin de oír su aplauso y ver su admiración. Recuerda otras obras de arte para superarlas, planteando

mejor los problemas y resolviéndolos con más inteligencia. Por consiguiente, es su propósito crear algo peculiar, algo propio y original, algo que todavía no haya existido. Así es que su mentalidad no sólo se vuelve mundana, sino también individualista. Ya no le importa fijar en un lenguaje liso y llano algo que sea comprensible para todos. Su ambición es presentarse como sutil inventor, como conversador lleno de ideas, que sabe sorprender al público con una buena salida. Wölfflin señala esto en el ejemplo de la Circuncisión, de la serie Vida de la Virgen, obra que según él

representa una “escena cruda”. En vez de relatar el suceso en forma objetiva, en vez de describir la operación, por ejemplo, mediante una disposición paralela de las figuras, éstas se hallan ordenadas hacia la profundidad del cuadro; y la composición se complica aún más por el hecho de que están sentadas. “Con evidente placer —dice Wölfflin— exhibe Durero además sus ‘suertes de pliegues’, de modo que el ojo ya estaría suficientemente ocupado. ¡Pero no! Lo que ve en primer plano son las figuras secundarias; al grupo principal lo tiene que buscar entre una densa aglomeración de gente… La masa

principal se halla a la derecha, siendo su contrapeso a la izquierda una sola figura. ”Claro que ésta atrae fuertemente la mirada, pero es una persona sin importancia alguna. Los padres —a quienes busca el espectador—, la Virgen, que está sufriendo aquí uno de sus intensos dolores, permanecen inadvertidos entre la multitud.” El interés estético predomina sobre el contenido objetivo y materialmente lo aniquila; todos los esfuerzos y reflexiones del artista están encauzados casi exclusivamente hacia el problema formal. Se empieza ahora a estimar un

rasgo antes no apreciado: la originalidad. Con ello el artista queda expuesto a una nueva y poderosa seducción: la de volverse ingenioso y ocurrente, y no sólo en el empleo de los recursos plásticos —lo que no podía apreciar sino el conocedor—, sino también en el modo de tratar el tema, en la habilidad de darle cierto sesgo sorprendente. Desde entonces, y hasta los tiempos más recientes, el éxito de la obra de arte se debe a la originalidad de la representación, pero más aún a la invención temática. Se aspira a ser original cueste lo que cueste, y para tal

fin se pone en juego toda la agudeza del espíritu y a veces un gran refinamiento.

Jörg Breu el Joven: San Cristóbal

El interés del artista, así como el interés del público capaz de valorar, es absorbido por ello tan exclusivamente, que casi cae en olvido lo otro: la fuerza

plástica y su funcionalidad. Un ejemplo que vacilé mucho en incluir entre las estampas de mi libro ilustra esta evolución —para no decir degeneración — en forma palmaria, mucho mejor de lo que pudieran hacerlo las palabras. Me refiero al San Cristóbal de Jörg Breu (véase arriba). Ahí tenemos al artista chispeante que sabe entretener a su público. Imposible negarlo: es mucho lo que ofrece al ojo; hace todo lo posible porque no descanse ni un minuto y en ninguna parte de la estampa; incesantemente lo ocupa y solicita su atención para nuevas cosas, que se van sucediendo sin interrupción. Cuesta

bastante trabajo indicar siquiera sumariamente todo lo que ahí está ocurriendo. Entre las tumultuosas olas del mar vemos al gigante con su vara, cargando al Niño Dios. Varias cabecitas en las nubes —los vientos—, soplan, desencadenando sobre él una tempestad que lo desgreña, le infla la orilla del manto y confiere a toda la figura una movilidad violenta, románticamente exaltada. Le cierran el paso animales monstruosos que emergen de las olas, enseñando los dientes, con las fauces amenazadoramente abiertas. Entre los animales —¡oh, coincidencia!— asoma una sirena, quizá

solamente para dar al artista ocasión de mostrar una cara bonita y unos senos de mujer. A espaldas del santo flota un barco, con el mástil quebrado, a punto de irse a pique; en la cubierta —nuevo episodio— se ve a un pobre náufrago, de rodillas, retorciéndose las manos. Atrás, la vista de una ciudad, con sus murallas, torres e iglesias. La esquina derecha inferior queda reservada a un pequeño cuadro de género: una animada tertulia, que al son del laúd se entrega a amores y amoríos. La esquina izquierda superior vuelve a ocuparse de la médula religiosa de la leyenda. Ahí está el Salvador, señalando con la mano

derecha la gloria, donde una vez más vemos al Redentor, esta vez con la bandera y el cordero, y entronizado sobre un arcoiris, por encima de las nubes. El artista pensó en todo, no renunció a nada, y a pesar del sol que sale al fondo, Cristo tiene que alumbrar con su linterna el camino del gigante, que avanza penosamente. Inútil evocar ante tal composición la ingenuidad y grandeza espiritual de la estampa primitiva (frontispicio). Aquel grabador no era ágil ni ingenioso como Jörg Breu, no se le ocurrió nada, no sabía charlar elocuentemente ni sorprender al espectador con parejas amorosas y

sirenas, con monstruos marinos y espíritus del viento. Pero supo impregnar lo milagroso de íntima veracidad y de monumentalidad sobreterrenal, sin hacer psicología, sin dramatizar, sin acumular detalles sobre detalles hasta que la superficie quedara hecha un caótico revoltijo. En esa estampa de Breu se desplomaría todo si se nos ocurriera quitar la raya negra del encuadramiento; por otra parte, podemos imaginarnos muy bien que aquello continúa a la derecha o a la izquierda. Claro que Breu no era precisamente un genio, y tampoco era común llegar a tales extremos. Pero lo que manifiesta

esta estampa es la tendencia general, la voluntad artística que por entonces determinaba la producción gráfica.

Hans Scheifelin: El evangelista san Lucas. De Das Lutherische Neue Testament [“Nuevo Testamento luterano”]. Augsburgo, Hans Schoensperger el Joven, 1523

Ernst Konrad Stahl, en su estudio sobre San Cristóbal, opina que en el caso de Breu podemos hacer responsable también al espíritu intelectualista del protestantismo. Una observación nada injustificada. Efectivamente, le importaba al protestantismo explicar lo que hay de milagroso y legendario en las Sagradas Escrituras, y explicarlo a la manera suya, es decir, como algo perfectamente natural y humano. El acaecer suprasensible lo convierte en alegoría para sacar de ella consejo y enseñanza moral; la vivencia visionaria la sustituye por la exégesis racionalista. Lo que

había sido profecía se ha vuelto conocimiento libresco, y a los eruditos les incumbe investigarlo y dar con la justa y exacta interpretación. Seguramente no es casualidad que Hans Scheifelin, en una reimpresión de la edición wittenberguense del Nuevo Testamento luterano, represente a los evangelistas como eruditos teólogos. San Lucas (fig. p. 120), para dar un solo ejemplo, se halla sentado en suntuoso sitial detrás de su pupitre. A la derecha se ven algunos árboles y fuera del estudio está echado el buey alado. Recordemos el Ars memorandi. El profundísimo símbolo, el jeroglífico

grande y misterioso, aparece transformado aquí (como también en el san Lucas de la Biblia de Lotter, xilografiado por Lemberger) en un apacible animal doméstico. Se trata de un ejemplo casual, elegido al azar, pero altamente característico de aquella mentalidad —y sus repercusiones en el arte—, para la cual es tan fácil hacer plausible aun lo inefable e inconcebible y que por todos los caminos llega a una moraleja. Igualmente típica de esta actitud ante la vida es una estampa del Memorial der Tugend (“Memorial de la virtud”) de Jobann von Schwarzenberg, también

ilustrado por Scheifelin, en que el esqueleto, los horrores de la muerte y los tormentos infernales tienen la única función de espetar al lector la advertencia siguiente: Si hubiera llevado una vida ejemplar, podría tranquilo y en paz descansar. Mi cuerpo que tanto gustaba pecar es ya de gusanos sabroso manjar. Mi ánima ardiendo es presa infernal, ¡terrible escarmiento para ti, oh, mortal!

Lucas Cranach: Vista de la ciudad de Wittenberg

La vanidad del mundo. Grabado en madera francés del siglo XVI

Este racionalismo perdió la fuerza de lo visionario y con ella la de la monumentalidad plástica. El hombre gótico, henchido de religiosidad simple e ingenua, poseía una inagotable

imaginación, que daba a su mundo la extensión de lo infinito. Tal como al niño le basta una muñeca, unos trapos, un poco de oropel —y al salvaje un palo tallado— para representarse lo supremo y más hermoso, lo más fascinante y sublime, así bastaban a aquellos hombres unos cuantos contornos, una indicación somera, para hacer brotar de su fantasía ricas y movidas imágenes. El artista trabajaba para un público creador, que proyectaba a la obra de arte su propia visión, su propio acervo de representaciones. El tipo humano que llegó a componer el nuevo público era de imaginación más pobre, porque se

dejaba cautivar cada vez más por la apariencia exterior de las cosas. Su meta era conocer y explorar el objeto en sus detalles. Tenía dirigida su mirada ya no hacia el prístino fondo espiritual de las cosas, sino hacia el mundo. Y es cierto que el mundo estaba cambiando; que aquellas centurias ocupadas en preparar la edad moderna inscribieron en su rostro infinidad de rasgos nuevos. La magna vivencia del hombre de esa época es el descubrimiento de la realidad. Se agranda de pronto la tierra, que para la Antigüedad y todavía para la Edad Media había sido un plato llano, cuyo centro se suponía más o menos en

el Mediterráneo. Más allá del océano se sospechan nuevos continentes. Se equipan flotas; Colón, Magallanes y otros atraviesan los mares, descubren tierras incógnitas. Queda comprobado que la tierra es una esfera; Copérnico sostiene que no es el centro del universo, sino que gira alrededor del sol. Todas las representaciones tradicionales se desploman. La investigación científica se encuentra constantemente ante nuevas tareas y llega a resultados cada vez más asombrosos. Los nuevos inventos —el papel, la impresión con caracteres movibles, la brújula, la pólvora—

revolucionan toda la existencia del hombre. La jurisprudencia se vuelve mundana, la medicina se constituye en disciplina científica independiente, en numerosas ciudades se fundan universidades según el modelo de Praga y Viena, en Nuremberg se erige en 1472 el primer observatorio, en 1510 Pedro Hele construye el primer reloj de bolsillo. El capitalismo incipiente derroca el antiguo sistema económico, la jerarquía feudal se derrumba. El comercio, que trae a las ciudades prosperidad y poderío, abre nuevas comunicaciones. En 1516 los condes de Thurn y Taxi establecen el primer

servicio de correo entre Viena y Bruselas. De países remotos afluyen hombres, productos, ideas y conocimientos. La Iglesia, fundamento del mundo medieval, es sometida a un proceso de transformación y renovación. Casi nada existe que no presente aspectos completamente nuevos y que no haya que considerar y estudiar desde supuestos radicalmente distintos de los anteriores. El hombre tiene que hacer grandes esfuerzos por asimilar todo lo interesante que lo circunda y le exige comprensión. La realidad de las cosas y sucesos adquiere inmensa importancia y absorbe al hombre íntegramente. El ojo,

entrenado de esta suerte para mirar y comprobar lo verdaderamente real, ve también en el arte ya sólo la comprobación de hechos. La creación plástica debe enseñarle cómo está configurado el hombre y el árbol, cómo se desarrolla una flor, se ordena el paisaje, se escalona la lontananza, se despliega corporeidad en el espacio, se expresa el movimiento; cómo la luz y el aire modelan los cuerpos… La nueva técnica que surge de la nueva visión del mundo influye por otra parte en ésta y contribuye consiguientemente a consolidarla.

Alberto Durero: Los jinetes apocalípticos. Del Apocalipsis, 1498

Alberto Durero: Visita de la Virgen al templo. De Marienleben [“Vida de la Virgen”], 1511

El artista, que antes vivía en un vasto mundo conceptual, ahora quebrantado, es empujado hacia ese mundo de la realidad, y no le bastan sus ojos ni sus manos para captar todos los fenómenos que le brinda. Como Leonardo, como Durero, se convierte en investigador y hombre de ciencia, en explorador de lo visible. En su obra aspira a la fiel reproducción de la naturaleza. Ya no le interesa tanto el concepto y la idea, el ethos y el mito, sino mucho más el fenómeno terrestre y concreto. Y aun en los casos en que le toca ocuparse de lo espiritual y supraterreno, plasmar leyenda y milagro,

procura dar naturalidad y verosimilitud a lo que no es del reino de este mundo. La dimensión visionaria de la creación artística se hunde entre medida y compás, anatomía y observación exacta, intelecto y método. No faltan opiniones de la época que consideran como decadencia tal sacrificio de la vivencia interna. Uno de esos predicadores a los que no se prestaba oído fue Martín Franken, que ya en 1531 escribió lo siguiente: “Así se apoderan de todas las artes, de la pintura, del grabado y bordado hombres muy razonables que saben de los negocios de este mundo y que se ufanan de que cosas como éstas

no se encuentran en ninguna de las crónicas de antaño; pues jamás se ha visto en la tierra tal discreción y tal saber y tal entendimiento en las cosas temporales y corporales. Cada hombre quiere subir más arriba de donde está”. En nuestros días, en que toda esa evolución parece tocar a su fin, una opinión como la de Martín Franken nos parece muy acertada. Fue el destino del arte europeo, destino ineludible, dar este paso hacia la realidad. Pero, admitiendo la importancia de todo lo hecho en lo individual y por individuos, no es posible negar que, para el arte, Humanismo y Renacimiento significaron

un descenso. Fue en aquel entonces cuando perdió la fuerza monumental y el poder de creación visionaria.

xilografía podemos decir que fue aún más lo que sacrificó: la fuerza expresiva de su técnica. Precisamente en ella se precipitó la evolución. Descuidada por los artistas durante toda una centuria, se había quedado muy a la zaga, si es que opinamos que esta evolución significaba un progreso. Cuando hacia fines del siglo XV tanto los pintores como los dibujantes empezaron a interesarse en el E

LA

grabado en madera —por tratarse de un medio de reproducción que aseguraba a sus obras cómoda y amplísima posibilidad de difusión—, inmediatamente introdujeron en él sus nuevos conceptos artísticos. Un proceso muy parecido al que estamos presenciando en nuestros días: los xilógrafos de categoría inferior y también espiritualmente atrasados, en cuyas manos estuvo el grabado en madera hasta fines del siglo XIX y todavía más tarde, van desapareciendo poco a poco hasta su total extinción en el momento en que unos cuantos artistas descubren en él un nuevo medio de

expresión susceptible de desarrollarse en múltiples direcciones. Con un entusiasmo que raya en la obsesión se apoderan de él precisamente los artistas más jóvenes y más progresistas de la nueva generación, entre los cuales no habrá ni uno que no se haya ensayado alguna vez en la plancha de madera. No fue menos intenso el fervor con que los artistas del siglo XVI se dedicaban a dibujar modelos para el xilógrafo, con la diferencia de que en aquel entonces no se convertían en grabadores, sino que seguían siendo dibujantes y veían en el grabado mismo un mero procedimiento de reproducción que les garantizaba

grandes tiradas.

Lucas Cranach: El Paraíso, 1509

Hans Burgkmair: Un camello de Triumphzug des Kaiser Max [“Marcha triunfal del emperador Maximiliano”]

Maestro HWG: San Juan en Patmos

Se supone que en sus principios Durero grabó personalmente algunas planchas. Friedländer hasta se inclina a la opinión de que entre ellas figuran las del Apocalipsis. Ahí tendríamos una explicación más del brío y vigor que

caracterizan esa obra monumental de sus primeros tiempos. El joven Durero, el Durero todavía gótico que concibe el Apocalipsis (fig. p. 125), se halla aún arraigado en la tradición según la cual la estructura se compone de elementos funcionales. La línea no sólo es contorno de algo corporal, no solamente medio para separar una figura de otra. Tiene su existencia propia, se impone como lo que es: como línea, como valor formal. Y su misión dentro del conjunto de la superficie es articular la unidad, convirtiéndola con esto en una unidad nueva, más elevada y expresiva; delimitar masas negras y masas blancas

y ayudar al artista a construir con ellas, como si fueran sillares, ese todo estructural que es la superficie. Se une con otras líneas vecinas, las arrastra con su ímpetu y crea de blanco y negro una polifonía de ritmo ininterrumpido. Muy distinto el Durero de las fases posteriores, sobre todo —como hay que subrayarlo una vez más— el de la Vida de la Virgen (fig. p. 126), que seguramente opinó sobre las intenciones artísticas del Apocalipsis más o menos como el Goethe del Torquato Tasso acerca del Götz von Berlichingen. Ya se ha vuelto un maestro renacentista, quiere narrar, representar cosas y sucesos con

un máximo de plasticidad corpórea, hacerlas aparecer naturales y verosímiles. Lo que le interesa es el desarrollo espacial y en perspectiva; dentro de la superficie aspira a la profundidad. La raya —de línea, en el estricto sentido de la palabra, ya no se puede hablar— ha perdido su valor propio, se ha transformado en medio para crear la más perfecta ilusión de corporeidad. En la plancha de madera se expresa un dibujante, por cierto un dibujante que no ignora la técnica ni la somete a exigencias imposibles, pero que por otra parte tampoco está dispuesto a dejarse estrechar por ella en

sus finalidades de dibujante. Esta actitud es significativa. Es aproximadamente la misma que asumió ante la xilografía la mayor parte de los artistas que por entonces proporcionaron modelos a los grabadores. Unos se adaptaron más a la técnica, otros menos. Pudiera muy bien ser que tal aparente adaptación muchas veces no haya sido sino la escasa habilidad del respectivo grabador, que no supo seguir fielmente al artista o que, para facilitarse la tarea, simplificó el dibujo o le dio un carácter más grosero. Por lo general el grabado en madera de aquella época no pasaba de ser una traducción

más o menos afortunada de un dibujo, realizada mediante un procedimiento de reproducción. Y el peculiar sello estilístico que lo distingue del dibujo o del grabado en cobre se debe, en el fondo, a la deficiencia de la técnica, que no se dejaba refinar indefinidamente. El hecho de que los artistas hayan recurrido una y otra vez a la xilografía —según parece, con cierto gusto por ella, a pesar de los límites de la técnica, de los que probablemente se dieron cuenta— se explica por las inmensas posibilidades de difusión que les brindaba. El grabado en madera era el libro de texto y el libro de estampas del

humilde. Desde las ferias y mercados llegaba a los hogares, donde se contemplaba con no menor aprecio y atención que la Biblia y el calendario. No sólo el arte mayor llegaba así al conocimiento del pueblo; los pliegos sueltos le presentaban también en palabras e imágenes todo lo demás que le interesaba y emocionaba: los grandes y singulares acontecimientos, los sucesos raros y los hechos milagrosos. Aquellas “noticias nuevas y extrañas” le proporcionaban información acerca del papa y del emperador, sobre batallas y cataclismos, hechos y fechorías, fenómenos celestes y accidentes.

Divulgaban lo asombroso y lo edificante, el poema humorístico y la enseñanza moral. Un animal exótico, exhibido en las ferias, las tribus extrañas sobre las cuales se explayaba algún explorador, vaticinios apocalípticos y sátiras chuscas, todo era objeto de representación. La plancha de madera era también teatro de luchas políticas y religiosas. Libelos violentos, ilustrados con atrevidas caricaturas, eran lanzados entre el pueblo por los diferentes partidos —recordemos las disputas y conflictos suscitados por la Reforma— y cobraban realidad palpitante al través

de los grabados en madera. El mundo del siglo XVI —sus gentes y costumbres, sus experiencias, ideas y opiniones— vive y goza y lucha en esas estampas, que no siempre eran documentos artísticos y entre las cuales las atribuidas a artistas de nombres conocidos no siempre son las más notables que crearon.

Michael Ostendorfer: Lansquenetes alemanes marchando contra los turcos

últimas décadas del siglo XV y las tres primeras del XVI constituyen el lapso, en realidad no muy largo, en que aparecen aquellas xilografías clásicas que sobre todo en Alemania llegaron a ser propiedad artística del pueblo y siguen siéndolo en nuestros días. Un arte LAS DOS

menor, en que el espíritu alemán manifestó lo mejor de su idiosincrasia. La xilografía era entonces —como ha vuelto a serlo en la actualidad— la pasión de la época. Si no fuera falta de respeto ante aquella era ya clásica y consagrada, nos sentiríamos tentados a hablar de una moda. El emperador — aunque sólo se trataba de aquel romántico iluso de Maximiliano— encargó, arrebatado por esta pasión, grandes series de grabados en madera, que consideraba el mejor medio para transmitir a la posteridad el mito de su gloria: la Genealogie, Weisskunig, Teuerdank, Freydal, series en que

colaboraron los más eminentes artistas de la época y los grandes talleres de xilografía. Su inquieto espíritu le sugirió empresas cada vez más audaces, sin tomar en consideración la posibilidad de realizarlas. En la Triumphpforte (“Puerta triunfal”) y el Triumph zug (“Entrada triunfal”), obras de dimensiones descomunales, ni siquiera se arredró ante lo monstruoso. Con raras excepciones, entre las cuales Grünewald es la más notable, todos los artistas de aquel tiempo dibujaban modelos para grabados en madera. Es posible que en ello hayan influido hasta cierto punto consideraciones de índole económica.

Por lo menos lo inferimos de una carta de Durero, en la cual se queja de que le pagaron por el Altar de Heller solamente doscientos florines, en lugar de los trescientos estipulados. Escribe: “…por eso se vuelve uno mendigo. Pues puedo hacer un gran número de pinturas corrientes en un año, aunque nadie crea a un hombre capaz de hacerlo. Con ellas se puede ganar algo. Pero lo que se hace con diligencia no deja nada. Por esto quiero dedicarme a mi grabado. Si lo hubiera hecho hasta el día de hoy, tendría mil florines más”. De todos modos, es curioso pensar que los grabados en cobre y madera de Durero

(y probablemente no sólo los de Durero) son trabajos que hizo un pintor mal pagado para ganarse la vida y que muchas de estas estampas, admiradas hoy como grandes obras de arte, quizá no existirían si hubiera obtenido precios más altos por sus pinturas. Entre los artistas dedicados al dibujo de modelos para el grabado en madera, los más importantes fueron: en Nuremberg, Durero y el grupo de sus discípulos, los Springinklee y Schön; en Augsburgo, el gran taller de Burgkmair y, al lado de éste e indudablemente influidos por él, Jörg Breu y el ágil ilustrador Hans Weiditz; en Nördlingen, Hans Scheifelin.

En el norte de Alemania tenemos la sobresaliente personalidad de Cranach, que desplegaba en el grabado en madera, muy especialmente en su primera época, toda la barroca originalidad de su espíritu ingenioso, de su estilo terco y anguloso, bajo el cual trataba de esconder, huraño, su cordialísima humanidad. En el sur, en Ratisbona y Passau, trabajó la “escuela del Danubio”: Altdorfer, Huber y el maestro conocido solamente por sus iniciales HWG, artistas que con un trazo enérgico y expresivo, muy de ellos, empezaron a representar paisajes de amplias perspectivas. En Estrasburgo

vive Baldung Grien, que trata de captar lo diabólico, y no sólo en el tema. En Basilea practican el grabado en madera el maestro DS, artista vigoroso y seguro de sí mismo, y Urs Graf, el dinámico y vital descriptor de la vida de los lansquenetes. Parecido a él y como él un pícaro libre y andariego es Nicolás Manuel, llamado Deutsch, de Berna. Hay que mencionar además a Hans Leu y al gran consumador del Renacimiento alemán: Hans Holbein. Sigue a todos ellos una segunda generación, la de los herederos, de los maestros menores, gente de la categoría de los Beham y Pencz, cuyas obras, adaptadas a la

exigencia del día, tuvieron un público numeroso.

Albrecht Altdorfer: La Sagrada Familia junto a la fuente

Hans Baldung Grien: Caballos

Nicolás Manuel, llamado Deutsch: Una de las vírgenes locas

Con eso la xilografía viene a incorporarse a la historia del arte en general, puesto que casi todos aquellos que la practicaron no se limitaron a la plancha de madera; eran pintores y en la mayoría de los casos también grabadores en cobre. Caracterizarlos uno por uno e individualmente sería escribir una historia del arte de la primera mitad del siglo XVI y hablar una vez más de todas esas personalidades ya harto conocidas. El carácter especial que adoptan sus dibujos al traducirse a la xilografía, ese algo que podría calificarse de “estilo xilográfico”, es

con frecuencia tan sólo una pérdida de delicadeza debida a la técnica, pérdida no siempre intencional ni tampoco inevitable, que se explica porque en la mayoría de los casos eran manos ajenas las que ejecutaban el grabado. Se sabe que Holbein quedó sumamente decepcionado de sus primeros grabados en madera, que resultaron muy inferiores a sus dibujos, hasta que por fin logró formar a un ayudante, Lützelburger, que sabía sujetarse a sus concepciones. Sólo podemos adivinar, no comprobar, cuántas veces traicionó el grabador las verdaderas intenciones del artista dibujante. “Seguramente —dice F.

Lippmann— los modelos de muchos de los trabajos que nos parecen mediocres eran dibujos excelentes que la torpeza del xilógrafo trasladó en forma desfigurada a la plancha de madera.”

Georg Pencz: El planeta Marte

Pieter Breughel el Viejo: Danza de carnaval

Puede ser que ésta haya sido una de las causas de que los artistas, una vez perdido el entusiasmo por el grabado en madera, se dedicaran casi exclusivamente al grabado en cobre. La

xilografía quedó reducida cada vez más a un arte de segunda categoría. Su vena popular fue degenerando hacia lo vulgar. Las personas de buen gusto se apartaron de él, insatisfechas. El artista, que ciertamente necesitaba un medio de reproducción, no podía por otra parte resignarse a presentar al espectador una versión tosca de lo que había llegado a considerar lo más íntimamente suyo: su escritura artística.

Virgil Solis: Viñeta de las Fábulas de Esopo. Francfort, 1560

Tobías Stimmer: Retrato del conde Otto Enrique von Schwarzenburg

Es natural que la parte más selecta del público, ya no insensible a ese encanto subjetivo de la escritura y acostumbrada, gracias al desarrollo de la pintura, a un cierto refinamiento y diferenciación de los medios expresivos, tuviera en mayor aprecio el grabado en cobre y sus variantes, manifestaciones plásticas más sutiles y no adulteradas. Por consiguiente, el xilógrafo tuvo que renunciar casi automáticamente a trabajos de categoría artística, destinados al conocedor, al “buen catador” del arte. En realidad, la decadencia del grabado en madera, su

agonía de dos centurias, no data de la hora en que pierden su interés en él los artistas de prestigio, sino que se perfila ya con claridad, como inevitable destino en el momento de apoderarse de él el artista del Renacimiento —que era artista en el nuevo sentido de la palabra, o sea dibujante, diseñador y de ningún modo artesano—, imponiéndole sus intenciones de dibujante y convirtiendo al artesano en ayudante subalterno a quien incumbía calcar y grabar el modelo lo más exactamente posible, lo que quiere decir: con la menor originalidad posible. A medida que aumentaba más la ambición del artista, a

medida que éste sometía al xilógrafo a exigencias cada vez mayores, el resultado era cada vez más deficiente. Dentro de su propia manera el grabado en madera puede lograr una expresividad intensa y vigorosa. Pero cuando a la fuerza se le quieren sacar los efectos del dibujo o del grabado en cobre, es imposible que dé resultados plenamente satisfactorios.

Giuseppe Scolari: San Jorge. Vicenza (alrededor de 1580)

P. P. Rubens: Sileno ebrio. Grabado por Cristóbal Jegher

En la decadencia de la xilografía influyó como factor importante el que la época empezara a desestimar la línea en general por demasiado nítida y clara; que aspirara a lo sugestivo, a lo insinuante, a la imprecisión creadora de atmósfera, a un colorido pictóricamente diferenciado. Sin duda no era casualidad que a ese siglo ni siquiera le bastara ya el delicado juego de líneas del buril; que surgiera la técnica de mezzotinta con sus aterciopeladas profundidades, sus superficies ricamente matizadas. Como lo vemos hoy, el grabado en madera puede alcanzar en su estilo

genuino y legítimo una “policromía” pictórica y efectos evanescentes de claroscuro. Pero como los artistas habían perdido la capacidad de basar su concepción en el oficio, no descubrieron estas posibilidades. Hicieron el intento, condenado al fracaso, de trasplantar a la plancha de madera los efectos pictóricos propios del grabado en metal. Recordemos una frase de Goethe, de su pequeño ensayo acerca del grabado en relieve, sobre tales tendencias de los xilógrafos. Dice: “Podríamos compararlos con un trompeta que con su propio instrumento se proponga imitar a un flautista”. Esta meta errada hace que

sean tan problemáticos trabajos como los de Tobías Stimmer, para citar a uno de los más diestros en su arte. Este grabador, no cabe duda, desplegó una gran maestría en el oficio e hizo un enorme esfuerzo por producir una gama de tonalidades múltiplemente graduada, un juego animado de luces y sombras que se compenetren y entretejan; por sugerir superficies tornasoladas y el brillo del brocado y la seda. Trabajo de Sísifo sin más valor que el de una obra de virtuosismo. Aquellos grabadores hicieron ostentación de su habilidad, de los insospechados efectos que gracias a ésta supieron sacar de la plancha de

madera y que mostraban a qué grado era posible acercar la xilografía, por ejemplo, al aguafuerte. Pero lo que lograron con tanto artificio era en el fondo bien pobre, bien duro, en comparación con lo que la plancha de cobre proporcionaba sin más ni más. Este empeño, inútil y hasta absurdo si lo juzgamos desde el punto de vista de un resultado artístico, no lo era en cuanto se trataba de comprobar demostrativamente qué alturas de perfección se podían alcanzar con el procedimiento xilográfico, aunque al fin y al cabo no era factible ir más allá de cierto límite. Imposible obtener de la

plancha de madera los efectos de un grabado en cobre de Rembrandt, que seguramente no se consideraba en aquella época como norma. En la literatura sobre la xilografía se señala como curiosidad un grabado en madera atribuido a Juan Lievens, reproducción de un lienzo de Rembrandt, el Busto de un rabino: un alarde de técnica y nada más. Ugo de Carpi hizo algunos grabados en madera a base de bocetos de Rafael; a Nicolás Boldrini le sirvieron de modelos algunos cuadros del Tiziano. De varias obras de Rubens —el Jardín de amor, Susana, el Sileno ebrio (fig. p. 145), el Descanso en la

huida a Egipto y de algunos frescos suyos pintados en techos— existen reproducciones xilografiadas con suma habilidad por Cristóbal Jegher, que, a pesar de no alcanzar ni remotamente a los originales, fueron si duda de gran valor práctico para las generaciones que todavía no conocían la fotografía y para las cuales las obras originales eran accesibles sólo en casos excepcionales, por no ser cosa tan fácil los viajes a las grandes galerías de arte.

Cometas. En ocasión de la aparición de un cometa, observado en Moscú en 1788

Así es que en el siglo XVII el grabado en madera quedó casi totalmente eliminado del ámbito de los valores estéticos. En Alemania e Italia,

en los Países Bajos, Inglaterra y Francia había aún algunos cuantos especialistas que por apego tradicional no querían renunciar a él. Lo que producían carecía de importancia. Pero ellos fueron los que conservaron la técnica, hasta que una nueva época les brindó nuevas posibilidades.

Grabado de un cartel para anunciar la feria de Francfort, 1758

Todavía siguió usándose el grabado en madera en la industria del libro, que confeccionaba en gran escala mercancía barata y corriente para el pueblo y cuyo

fin era estampar ilustraciones, fueran como fueran, sin ambiciones artísticas de ningún género. Para calendarios, anuncios, pliegos sueltos, etc., se aprovechaba el material de planchas todavía existentes, muchas veces a pesar de ya no tener ninguna relación con los textos. En casos especiales, en que no servían las planchas en existencia, por ejemplo el de la estampa del cometa (fig. p. 147), se recurría al gremio de los xilógrafos. Es probable que éstos se hayan considerado a sí mismos obreros de baja categoría, más ayudantes que artesanos; pero, basados en la convención, obligados a atenerse a un

modo de trabajar sencillo y objetivo, lograban a veces obras —anticuadas según el criterio de la época— que precisamente por su simplicidad tienen el encanto de lo prístino y merecen todo nuestro interés, como lo demuestra la hoja mencionada. No es posible averiguar si para imprimir en un cartel del año 1758 la escena de volatineros, tan extraordinariamente decorativa, tan magistral en cuanto a la técnica de talla y a la organización de la superficie, se haya aprovechado acaso una plancha de madera de tiempos anteriores. Esta posibilidad puede excluirse en algunos otros grabados en que los trajes

constituyen un dato para situarlos en el tiempo. Recordemos también las estampas expresivas que la propaganda comercial de las fábricas de tabaco ha sabido conservar hasta ahora.

demostrar que la plancha de madera se prestaba a maravilla para reproducir las formas adoptadas durante el siglo XVIII en la ilustración de los libros fue la ambición de los Le Sueur y los Papillon, dos estirpes de xilógrafos franceses. Los Papillon, de Saint Quentin en la Picardía, obligados a dedicarse a la estampación de papel para paredes, por la escasa ganancia que les dejaba su oficio, guardaron a éste un gran cariño. UERER

Jean Michel Papillon, el último de la dinastía, orgulloso de la tradición, consideraba un deber para consigo mismo, para con su arte y su familia intentar una rehabilitación de la xilografía. Primer historiador del grabado en madera, escribió una obra bastante confusa en varios tomos intitulada Traité historique et pratique de la gravure sur bois (“Tratado histórico y práctico del grabado en madera”), París, 1766: discurso de un artesano que defiende doctrinariamente su oficio, cuya historia y técnica expone con más entusiasmo que claridad y que echa rayos y pestes contra la pasión que

la “época galante” profesa por el grabado en cobre. También prácticamente, por ejemplo en las ilustraciones del Petit Almanach de Paris, comprobó Jean Michel Papillon que la plancha de madera era capaz, y no menos que la de cobre, de satisfacer las exigencias en cuestión de gusto a las cuales aquel tiempo sometía las ilustraciones de los libros. Sus iniciales (fig. p. 149) y viñetas (fig. de abajo) no desentonan en absoluto; por su estilo y su repertorio formal encajan dentro del género. Pero si les pedimos el refinamiento, la delicadeza de los matices en que se deleitaba el XVIII; si

las comparamos con las viñetas de Boucher, Wille, Gravelot y Eisen, tenemos que admitir que son bastante pobres.

Jean Michel Papillon: De Traité historique et pratique de la gravure sur bois, París, 1766

aquella primera historia del grabado en madera, en que su autor se esforzaba tanto por demostrar las posibilidades evolutivas inherentes a su arte, era la comprobación de su ocaso, de su fin. Papillon no era sino un epígono, cuyas fuerzas no alcanzaron a resucitar un glorioso pasado. Con él, el grabado en madera propiamente dicho —o sea el grabado en madera ejecutado con la E

HECHO,

técnica que durante siglos se había practicado— deja de existir por algún tiempo. Se suele decir que a fines del siglo XVIII se inicia un nuevo florecimiento de este arte, pero hay un error en ello, pues la transformación que la xilografía sufre por entonces la convierte en algo muy distinto, radicalmente nuevo: en el grabado en madera de pie. Se considera como inventor de esta técnica al buril, de tan enorme alcance para el siglo XIX, al inglés Thomas Bewick, a quien estimuló probablemente el entusiasmo de Papillon. Tuvo, sobre todo entre sus paisanos, varios

precursores de escasa importancia. En la historia del grabado en madera de Linton se mencionan los nombres de algunos de ellos. El mismo Papillon todavía pudo ver unas cuantas estampas ejecutadas con el nuevo procedimiento; escribe de obras de un “extranjero” (con toda probabilidad se refiere al inglés J. B. Jackson) que él, conocedor y apologista de la técnica primitiva del grabado en madera, rechaza severamente y califica de “mauvaise manière” y “chose très désagréable”. Una vez más se trata de un esfuerzo por satisfacer un ojo ansioso de delicadeza en las transiciones, de

efectos pictóricos; una vez más de un esfuerzo por superar la dureza, la austera concisión, la precisión lineal característica del grabado en madera, por enriquecer la gama de los contrastes entre claros y oscuros y por matizarlos más sutilmente. Se procura eliminar el carácter primitivo de la técnica antigua mediante una nueva manera de trabajar y un material distinto. La plancha de madera sigue empleándose, pero la madera de hilo, antes usada, queda sustituida por una plancha de firmeza casi metálica, la llamada madera de pie. La innovación radical consiste en la idea de utilizar un tipo de plancha

apropiada para trabajarla con el útil del grabador en cobre: el buril, y de la misma manera que la plancha de cobre. Como se sabe, depende la firmeza de la madera de que ésta se corte en el sentido de la fibra o en dirección transversal. Quien alguna vez en su vida haya tenido en sus manos un bloque de madera sabrá que es relativamente fácil partirlo en sentido longitudinal, pero que cortarlo transversalmente es punto menos que imposible si su grueso es algo considerable; hay que servirse entonces de un instrumento más fino: de la sierra, para separar con harto esfuerzo fibra por fibra. El xilógrafo de los tiempos

antiguos, a quien importaba trabajar cómodamente y con relativa facilidad, había preferido una plancha cortada en el sentido de la fibra. Para que la labor se facilitara aún más, empleaba maderas suaves, en primer lugar la del peral. Gracias a la poca firmeza estructural de una plancha de este tipo, se ahorraba esfuerzos al trabajarla, pero por otra parte no era posible llevar la fineza de la talla más allá de cierto límite. Las porciones de madera que se dejaban en relieve no podían renunciar a cierta macicez; las tallas debían guardar determinada anchura; de lo contrario, se habrían roto.

Contra esta tosquedad del estilo se dirigió la reforma introducida por Bewick y acogida por el público con entusiasmo espontáneo. En lugar de la blanda madera del peral, Bewick tomaba madera de extraordinaria firmeza, con preferencia la del boj; y en vez de la plancha paralela a las fibras, utilizaba la madera de pie, cortada en sentido transversal. Con la madera de pie los grabadores disponían de un material no tan duro que no hubiera servido para el grabado en relieve, pero lo suficiente para poder grabarlo exactamente como si fuera plancha de metal. Esto significa que ya no estaban

limitados a la navaja, útil principal, aunque no exclusivo, del xilógrafo antiguo, sino que el buril llegó a ser su herramienta por excelencia, la más importante de todas. El buril, que obedece a una levísima presión de la mano, permitía sacar de la madera hasta partículas diminutas, del tamaño de un puntito. La diferencia entre uno y otro procedimiento salta a la vista al comparar dos planchas ya talladas. En la madera de hilo (grabada a la manera antigua o a la moderna) se hallan ahuecados trozos de superficies o líneas que revelan la energía, mayor o menor, que empleó la mano del grabador; las

partes de la superficie que dejó en realce se encuentran aproximadamente a un mismo nivel. La plancha del grabado en madera de pie, en cambio, es un relieve múltiplemente escalonado, en que se evidencia la minuciosa manera de trabajar del grabador, el esmero con que quitó porciones de madera, ya gruesas, ya muy finitas. Se comprende que aquí cualquier puntito es de gran importancia, precisamente para lograr en la estampa una distribución de tonalidades que abarque todos los grados de intensidad, desde el negro hasta el blanco. El modo de trabajar cambió también en lo exterior. La técnica de grabado en

madera de pie es una especie de cinceladura de la madera, una labor paciente y sistemática para obtener los matices deseados. En el grabado en madera de hilo se trata de manejar la navaja rápida y libremente, de cortar y tallar con el pulso: un trabajo que da gusto porque permite dar rienda suelta a la fuerza y la destreza de la mano. Es muy característico que en Alemania, para designar el modo de trabajar del xilógrafo, se usara antiguamente el verbo “arrancar” con mucho mayor frecuencia que cortar o tallar. Con la navaja el grabador “arrancaba” de la madera pedazos y rajas. Tenía la navaja

entre el pulgar y el índice y la conducía en la plancha hacia sí mismo. El grabador en madera de pie, dedicado a un trabajo minucioso, de precisión, maneja su herramienta en dirección inversa: introduce el buril en la madera y lo aleja de sí mismo. El sentido de este procedimiento, aquello que se considera como su gran ventaja, es la absoluta exactitud, exactitud de facsímile con que cualquier modelo se puede copiar y luego reproducir mediante la impresión. En la denominación “grabado en facsímile”, el siglo XIX revela su orgullo por la nueva adquisición.

Thomas Bewick: La zorra de Select fables, 1784

Bewick, que no se limitaba a grabar modelos ajenos, tiene el mérito —sobre todo en sus viñetas de temas tomados del reino animal— de haber acertado asombrosamente con el gusto inglés, gusto de burgués equilibrado, que tiene preferencia por una claridad algo seca y cierta sobria naturalidad. Al principio

su modo de trabajar (fig. arriba) tuvo cierto parecido con la técnica empleada por Lützelburger en el grabado de la serie de la Danza de la muerte de Holbein. Cortaba aisladamente cada una de las líneas finas, lo que en la estampa se traducía en estrechas zonas blancas que subdividían la superficie negra — que era la base desde la cual se trabajaba—, según vemos en el esquema amplificado que se reproduce aquí. Este “grabado en tallas blancas”, como se suele llamar al procedimiento, se caracteriza por una dureza que recuerda el grabado en acero y que el mismo Bewick procuró superar posteriormente:

mediante incisiones de diferente largo y diferente grueso en las rayas negras, logró cierto “colorido” y se acercó a lo que posteriormente fue el grabado de claroscuro. El “claroscuro”, con sus profundidades matizadas, sus transiciones suavemente desvanecidas, es la técnica que más satisface las exigencias pictóricas del romanticismo. Francia llega a conocer el grabado en madera de pie de Bewick por conducto de Thompson, a quien el conocido editor Didot llama a París en 1817. Inútilmente se opone al “claroscuro” un grupo de xilógrafos —Best, Brévière, Porret y Lavielle— que se aferran al grabado en

tallas blancas, hasta que a mediados del siglo triunfa el taller de Pisan —del cual salió la mayor parte de las planchas de las ilustraciones de Doré, acogidas con júbilo por todos los amigos de las pomposas “ediciones de lujo”— y con él definitivamente el grabado de claroscuro. En Alemania es donde encuentra éste más dificultades para imponerse, a pesar de los esfuerzos de Gubitz y Unger. Los Schnorr von Carolsfeld, Cornelius, Schwind, Richter, Rethel, etc., siguen ateniéndose a un grabado lineal sin tonalidades, de acuerdo con su estética clasicistanazareniana.

Las razones por las que el grabado en facsímile alcanzó, y forzosamente debía alcanzar, una importancia y divulgación fantásticas son fáciles de explicar. En primer lugar, permitía reproducir con absoluta fidelidad al original cualquier modelo, tratárase de dibujo o de pintura. La adquisición que se celebraba tanto, lo nuevo frente al grabado en madera de hilo, que nunca había podido superar la rigidez de la estructura del material, consistía en cierta falta de carácter o, para expresarnos en otra forma, en cierta elasticidad y adaptabilidad, que ya

anticipa la confección fotomecánica de clisés, el ideal de nuestra época. Además era por lo pronto el único procedimiento aprovechable por la prensa de vapor —invento de Friedrich Konig— para imprimir en un mismo proceso de trabajo el texto y las ilustraciones. Mientras el libro de los siglos pasados había sido patrimonio de un reducido sector de gente rica o erudita, el del siglo XIX se dirige a la amplia capa de los lectores burgueses. La prensa de vapor, que por definición exige las grandes tiradas, satisface el hambre de cultura de la clase media y a la vez la provoca. El libro, cada vez

más barato, es casi ya un instrumento muy pesado para este afán de lectura. Llega a ocupar el primer término algo diferente: la revista, ágil, multifacética, de publicación más frecuente. Ya no la revista destinada a un grupo de personas de determinados intereses, sino— según el modelo del Penny Magazine, fundado en Londres, en 1832, por Charles Knight — la “revista para el hogar”, que por entonces emprende la conquista del mundo entero. La ilustración grabada en madera contribuye, como grato complemento, a la popularidad y atracción de esa gran cantidad de impresos. Representa figuras y sucesos

de las novelas; reproduce célebres obras de arte y hasta se encarga de parte del servicio de información, interpretando gráficamente los acontecimientos memorables de la época, tal como antaño lo había hecho el pliego suelto provisto de maderas o grabados en cobre. Desde las ediciones tipo Penny, desde las revistas semanarias o mensuales, hasta el libro de lujo, de presentación pomposa, ¡qué campo tan enorme para la ilustración xilografiada, cuántas posibilidades ávidamente aprovechadas en todos los países civilizados! Los más eminentes dibujantes del siglo proporcionan los

modelos. En Francia, Gigoux, Meissonnier, los hermanos Johannot, Vernet, Grandville —apreciado por sus chuscas caracterizaciones de animales —, Raffet, Daubigny, Daumier. Y sobre todo Doré, ese Doré que dibuja unas tras otras las ilustraciones, de muy diverso valor artístico, para las obras maestras de la literatura mundial: un típico talento de ilustrador, que a veces cae en la trivialidad y la falta de disciplina formal. En Alemania, Cornelius, Schnorr von Carolsfeld, Schwind, Richter y, por último, Menzel, cuyas ilustraciones en torno a la figura de Federico el Grande y para el Cántaro roto de Kleist

constituyen la legitimación artística de todo el género.

Alfred Rethel: La muerte como amiga. Grabado final de la Danza de la muerte de 1848

Honoré Daumier: En la taberna. De La grande ville, 1842

Con este enorme consumo, el oficio de xilógrafo fue transformándose cada vez más en industria. Industria que mediante un trabajo manual ya

perfectamente mecanizado confeccionó planchas de madera para la impresión. Aparte de excepciones poco numerosas, ya había desaparecido el tipo de grabador que trabajaba solo en su taller. Alrededor de los xilógrafos de renombre, o bien —y esto era lo más usual— anexos a las editoriales, surgieron amplios talleres de xilografía, donde se producía en gran escala, con base en una rigurosa distribución del trabajo y hasta con medios mecánicos. En algunos casos salieron de estas empresas obras valiosas. Menzel —que por cierto molestaba a sus grabadores tan implacablemente como un caporal

prusiano a sus reclutas— consiguió que hasta xilógrafos de cierta categoría le hicieran grabados, que reproducen con perfección sin par cada rasgo de su escritura artística; y muy de acuerdo con el tono en que acostumbraba hablarles, les extendió un certificado, según el cual “habían llevado a la más alta perfección la obediencia al trazo de su dibujo”. Pero esta absoluta “obediencia”, esta renuncia a la propia personalidad y su sustitución por otra o, peor aún, por otras, que cambiaban constantemente, debía matar en el grabador aquello en que consiste el valor artístico: la idiosincrasia creadora. Un xilógrafo era

tanto mejor cuanto más incondicionalmente se sometiera a su modelo, cuanto más y más exclusivamente se sintiera instrumento ejecutor de una voluntad artística ajena. Cuando se permitía arbitrariedades, el resultado eran aquellas cosas que el dibujante tenía que rechazar como adulteración de sus intenciones artísticas y que en muchos casos se publicaron a pesar de ello y contra su voluntad. Esta situación acabó por convertir al grabador en facsímile en un artesano industrializado, a quien quizá se podría equiparar con un pintor copista profesional: mientras se atiene a su

modelo, hace una labor útil, pero en cuanto empieza a trabajar por su propia cuenta, cae casi siempre en una triste mediocridad. Hay varios de aquellos xilógrafos del siglo XIX que no pudieron resistir a la tentación de crear trabajos propios; pero por mucho que busquemos no encontramos nada que se eleve al rango de creación artística. Obras como la Historia de la ilustración de Kutschmann o la Historia del grabado en madera de Lützow atestiguan el nivel lamentablemente bajo a que se había descendido. Parece que la gente dedicada a esta técnica, a este trabajo de repetición mecánica, estaba condenada,

y sin remedio, a la esterilidad. Es bastante característico que ni uno de todos los artistas que dibujaban los modelos haya sentido ganas de trabajar él mismo la madera. Es cierto que la técnica era difícil de aprender y dura de ejecutar, pero lo decisivo, lo que repugnaba y debía de repugnar al artista, era la excesiva minuciosidad que exige. Le interesaba, pues, exclusivamente en cuanto servía a un fin práctico: a la reproducción de su obra. Y es lógico que dejara de existir tan luego como apareció la fotoquímica con sus nuevas técnicas de reproducción.

Gustave Doré: Viñeta de Histoire de la Sainte Russie, 1854

Si fuera necesario aducir una prueba de la escasa importancia artística de la xilografía en facsímile, se podría considerar como tal el hecho de que procedimientos mecánicos como la fototipia y el heliograbado la hayan podido sustituir tan fácil y radicalmente. El cine no ha podido eliminar el teatro —en cuanto éste es manifestación artística— ni el fonógrafo al cantante, ni

la fotografía en colores al pintor. El hecho de que Anton von Werner — artista académico, pintor de cámara de Guillermo II—, en uno de los curiosos discursos que pronunció en la Academia de Bellas Artes de Berlín, haya expresado su grave temor de que la fotocromía con sus grandes posibilidades evolutivas diera al traste con la pintura retratista no parece tan raro en vista de la calidad de los retratos fabricados en torno suyo; pero no es de suponer que Munch o Cézanne hayan pensado jamás que algún invento mecánico pudiera desplazar su arte de caracterizar personas. El grabado en

facsímile, en cambio, era tan fácilmente sustituible porque en lo esencial ya no pasaba de ser reproducción mecánica. El tono algo más cálido, ese si es no es de suavidad y profundidad con que los mejores trabajos —no muy numerosos— se distinguieron de la fría lisura de las reproducciones obtenidas mediante las técnicas mecánicas competidoras, era compensado con creces por las muchas imperfecciones. Imperfecciones inevitables, pues el original estaba expuesto a las arbitrariedades de una segunda mano re-creadora, y no siempre inteligentemente re-creadora. Los grabadores alegaban en defensa de su

oficio destinado a morir que el clisé carecía del “alma” que ellos añadían a sus trabajos. Pero es bastante dudoso el valor de esa “alma” añadida por un xilógrafo que se interponía como estorbo y obstáculo entre artista y espectador. Linton, él mismo grabador de esta categoría, dio fe de una lúcida visión de las cosas cuando en su obra publicada en 1889 llegó a la conclusión de que sólo el artista puede salvar al grabado en madera: el artista que torne a ser grabador. Frase profética, confirmada más tarde por el curso de la evolución, aunque ciertamente no en el sentido en

que la había escrito Linton. A principios del siglo XX el artista volvió en efecto a coger con sus propias manos la tabla de madera, pero sólo para abandonar definitivamente el camino errado adonde le había conducido el procedimiento del grabado en madera de pie.

Pero ¿y Menzel?, se objetará con mucha razón. Las xilografías que ilustran

el Cántaro roto de Kleist, la Historia de Federico el Grande de Kugler y los escritos del gran rey prusiano son quizá lo mejor y seguramente lo más importante en la obra de su genial paisano. Y nos sentimos tentados a decir que una técnica con la que se pueden crear estampas como éstas ha demostrado su razón de ser como género artístico. Pero al plantear el problema así, partimos de un supuesto falso. En el caso de Menzel no se trata del grabado en facsímile, sino de Menzel, que no debió a aquella técnica del grabado ninguna plusvalía artística del modelo dibujado por él. Muy al contrario, tuvo

que poner en juego toda su enorme energía —según lo demuestran las notas al margen de las pruebas todavía conservadas— para defender su creación, el dibujo, contra la deformación que estaba en peligro de sufrir en manos del xilógrafo. ¡Esfuerzo de ningún modo innecesario! Compárense las litografías de Daumier con los grabados en madera hechos con base en sus dibujos. Estos grabados son a tal grado más groseros que casi podríamos considerarlos plagios. Y ante la imperfección de muchos de ellos no parece exagerado decir que materialmente se perdió una parte,

aunque por fortuna no considerable, de la obra de Daumier. Ni en los grabados suyos ni en los de Menzel la traducción del dibujo a la plancha de madera sirve para intensificar —como, por ejemplo, en la edición xilográfica del Apocalipsis del siglo XV (fig. p. 34) —el vigor y la expresividad de éste. ¡Imposible que los Unzelmann, Kretschmar y Vogel hayan agregado algo a Menzel! En cambio, él tuvo que velar porque la inevitable pérdida de calidad se mantuviera dentro de ciertos límites. El modelo de Menzel en su forma original, es decir, como dibujo, no habría alcanzado una divulgación tan extraordinaria, pero no

cabe duda de que era artísticamente superior. En los aguafuertes de Rembrandt el oficio como tal constituye un elemento creador, la concepción cobra mayor riqueza gracias al ingenio del buril. La técnica del grabado en madera de pie no brinda esas posibilidades. Menzel procuraba sacrificarle la menor parte posible del carácter y de lo característico de su dibujo y —valga la frase— hacer desaparecer la técnica por debajo del dibujo.

Adolph Menzel: La biblioteca de Sanssouci. De la Historia de Federico el Grande, de Kugler

LOS IMPULSOS que habrían de provocar un resurgimiento del grabado en madera partieron del Asia oriental. Todavía era inaccesible el arte monumental del Lejano Oriente cuando el Japón, menos hermético que los países vecinos, se abrió a los extranjeros y les permitió llevarse bagatelas de escaso valor. Sus chucherías encantadoras excitaban la sensibilidad del gourmet estético, que en aquellos años daba la nota. El Japón

se fue convirtiendo en la gran sensación —la última sensación— del fin de siglo. El mundo occidental sucumbió al embrujo de lo exótico, deleitándose en el sublime “arte menor” de las lacas, de las guardas de sable, de los juegos de té y ante todo de los grabados en madera en colores. El grabado en madera ofrecía un doble atractivo: la vivencia de la composición plana, de la superficie como elemento funcional, que recordaba la pintura de los vasos griegos y en la cual, aún más que en ésta, se divisaban tendencias afines a las de la pintura de la época: el impresionismo; y la información que

daba acerca de la vida de aquel pueblo isleño, que en aquel entonces despertaba en Europa el más vivo interés. Pues, según lo que referían los viajeros, era el pueblo artístico por excelencia; la estética regía la vida de todos, desde el primer samurai hasta la última de las hetairas de Yoshiwara. Se estudiaba ansiosamente cualquier gesto de esa humanidad refinada, que ante un florero con un ramo de cerezo en flor se deleitaba no menos que los europeos, mucho más materialistas, en las burbujas del champagne. En los grabados en madera se hallaba reflejada toda la existencia de ese pueblo extraño. Duret,

Cernuchi, Guimet, Gonse y después toda una turba de gente viajaron al Imperio del Sol Naciente para extasiarse ante ellos. Hay que leer a Edmond Goncourt para comprender ese algo delicioso que por entonces excitaba los nervios. Estaban hechizados no sólo los conocedores, sino más aún los artistas, que veían confirmadas por el Oriente sus últimas tendencias creadoras. Una insólita diferenciación en el colorido, el modelado por el aire y la luz, la espontaneidad del movimiento, la aparente casualidad de la delimitación del cuadro: en todo ello les daba la razón el Extremo Oriente, todo esto lo

había anticipado. No muchos se entregaron al japonismo tan incondicionalmente como Whistler, que llegó hasta el extremo de imitar a Hiroshigué en los detalles más exteriores, por ejemplo firmando sus grabados no con su nombre sino con una mariposa estilizada o con una pequeña plaqueta. Pero mucho más importantes que la influencia directa fueron los reflejos imponderables de esos estímulos. Pensemos en la diferenciación cromática de Monet, recordemos el espacio pictórico de Degas, la libre armonía de su equilibrio; recordemos a Toulouse-Lautrec, cuyo

sutil colorido no es concebible sin la “decadencia” de Utamaro. Y lo que nos fascina en los llameantes blancos y negros de Beardsley, en los juegos lineales de Thomas Theodor Heine, es el gesto japonés. Perzynsky, en su obra sobre el arte japonés, señala además la influencia nipona en los carteles de Chéret, en la pintura de la porcelana de Copenhague, en el papel para paredes y en las vasijas, copas y bordados reproducidos por los artistas de la época. Hasta Van Gogh, cuando contempla con ojos críticos un cuadro suyo que acaba de quitar del caballete, busca a veces en él los encantos que se

aprecian en ese arte oriental.

Indra. Atribuido al sacerdote budista Nichiren (1222-1282)

Lo que en aquel entonces se conocía ni siquiera era lo mejor, como ya lo dijimos. Todavía no se había visto nada de China, impulsora del Japón en este como en otros terrenos; nada de Corea y ni siquiera las estampas japonesas de la época primitiva (fig. p. 166), exvotos hechos por monjes y distribuidos entre los fieles en los templos, como en Europa se distribuían las representaciones de la Pasión y las imágenes de los santos. También en el Asia oriental los grabados primitivos acusan una monumentalidad que en el curso de la evolución y con las

tendencias a un refinamiento esteticista se perdería cada vez más. También en el Asia oriental la xilografía sirvió en sus principios a fines litúrgicos. La primera obra china que fue ilustrada con grabados en madera es una Kwanyin Sutra del año 1331. Estas primeras estampas chinas que, iguales en ello a los grabados antiguos de Europa, se limitan invariablemente a un estilo lineal, deben su grandeza al fervor religioso que alienta en ellas y al primitivismo de la expresión. En el Japón el grabado en madera se vuelve popular como ilustración del libro profano. La primera obra japonesa

adornada con ilustraciones xilográficas de que tenemos conocimiento y que en el Japón goza de un prestigio apenas inferior al que tenía entre nosotros la Crónica mundial de Sehedel es una edición publicada en 1608, de la clásica novela de amor Isé Monogatari. Tanto los dibujos del anónimo maestro como el texto están grabados en la plancha de madera. El primer artista xilógrafo cuyo nombre se ha podido averiguar es Moronobu (1638-1714). Se conocen alrededor de cien libros ilustrados por él (figs. pp. 169 y 171). Moronobu es descendiente de la escuela de Kano, famosa por su decorativismo, que reside

en la estructuración plana de la superficie. Era también maestro en la composición de la superficie; con escasísimos recursos lograba efectos espaciales de asombroso dinamismo. Perzynsky lo llama “el Durero de la xilografía japonesa”. El grabado japonés, que nace de la pintura con tinta china, no se atiene tan exclusivamente al estilo lineal como los trabajos de los primeros xilógrafos europeos. En él la línea no es sino uno entre varios medios de expresión. Constituye sin duda alguna un factor importante, por ejemplo en las fisonomías de actores, de Sharaku, y en las estrechas figuras femeninas de

Harunobu, de marcada tendencia vertical. Pero por lo general predominan los elementos formales propios del pincel que aplica la tinta. La masa delimitada por superficies, el contorno pictóricamente evanescente, la gradación del valor cromático que nunca llega a destruir la unidad de la superficie: éstos son los encantos a que aspira también el grabado en madera. Cosa por demás natural, puesto que en su aspecto creador es obra del pintor, con quien colaboran como ayudantes el grabador y el impresor. Dibuja su modelo en finísimo papel de fibras vegetales. El grabador lo fija sobre la

madera y talla siguiendo los contornos. Es interesante que también el japonés prefiera la madera de hilo, por cierto ante todo la relativamente dura del cerezo. En los primeros tiempos la estampa en blanco y negro se iluminaba a menudo, exactamente como en los albores de la xilografía europea, hasta que Shiguenaga inventó el grabado en madera en dos colores, probablemente en el año 1743, a juzgar por la fecha que lleva una de sus estampas. Apenas diez años más tarde ya está introducida la plancha del tercer color, y en la séptima década del siglo XVIII se producen grabados netamente policromos,

impresos con un considerable número de planchas.

Moronobu: De El libro de los ermitaños singulares, 1689

El principio en que se basa el grabado en madera en colores es el que rige toda cromotipografía. Al número de colores que se quiere imprimir corresponde el de las planchas, que están perfectamente ajustadas una a la otra. En cada una de ellas se graba exclusivamente la parte de la representación que se imprimirá en determinado color. Los tonos mezclados se obtienen al imprimir dos o más colores uno sobre el otro, es decir, dejando esta parte en relieve en todas las planchas cuyos colores habrá que superponer uno al otro.

Moronobu: De Cantares de los 36 poetas, 1696

Las primeras xilografías eran a dos colores; se daba preferencia al beni, un rosa azafranado, y al soroku, un verde hierba. Luego se pasa más adelante: aumenta el número de las planchas, el colorido se vuelve cada vez más rico, más sutil, más refinado. Negro, verde manzana, amarillo oscuro y un tono carne; amarillo pálido, rojo salmón, castaño oscuro, castaño violeta sobre un fondo tornasolado; gris oscuro, rojo pálido, amarillo pálido, verde: éstas son algunas de las gamas que se van repitiendo. Se agregan a ellas tonalidades metálicas: oro en hojas,

dorado de bronce, plata, polvo de mica, y otras más. Para obtener tonos suaves y cálidos se escoge un papel color tabaco, o éste se prepara ex profeso, imprimiendo varios colores uno sobre el otro. Hasta qué extremo puede llegar y ocasionalmente ha llegado este afán de riqueza y diferenciación cromática, lo vemos en una publicación de la editorial Shimbi Shoin, intitulada Process of Wood-Cut Printing, en que S. Tajima ilustra el procedimiento de la cromoxilografía, reproduciendo en todas sus fases una estampa impresa con no menos que noventa y una planchas. Las palabras son insuficientes para dar una

idea de la sutileza y variedad de las gradaciones, pero también fallan las reproducciones, aun las policromas, si no están hechas en el Japón mismo y por xilógrafos nipones, como, por ejemplo, las de la obra de Fenollosa. Hay que tener en la mano las estampas originales. Sólo entonces se comprenderá que su principal encanto es la delicadeza del matiz, más allá y por encima de la personalidad de los diferentes maestros y escuelas. La diferenciación del colorido alcanza probablemente su cima más alta en los grabados de Utamaro, prototipo del artista decadente que busca, en la vida y el arte, el supremo

refinamiento. Las impresiones de luz y movimiento que le brindan las mujeres de Yoshiwara en las noches de las “casas verdes” las entreteje de día, incansable trabajador, en el contorno y colorido de sus grabados en madera. Ama lo mórbido, los medios tonos, borrosos y evanescentes. Compone armonías de colores atenuados, desteñidos. La técnica de impresión alcanza con él su más alta perfección. Su técnica de impresión “reproduce el tono de la piel que refulge al través de un velo tenue, al través de una red tupida, y permite al artista matizar el color de un vestido a tal grado que está en

condiciones de transformarlo paulatinamente, dentro de una misma superficie, en un tono del todo diferente; puede partir, por ejemplo, de un tono morado y llegar al rojo” (Perzynsky). Lo que en aquellos primeros años llegó a Europa junto con las obras de Utamaro: los grabados en madera posteriores, ya pertenecientes al siglo XIX, de Hokusai y, sobre todo, los cuadros del género de Hiroshigué, eran de segunda y tercera categoría. Un arte naturalista, de carácter popular, que describía al pueblo, su vida cotidiana, su paisaje, los quehaceres de las diversas capas sociales. Cuadros de costumbres de tipo

burlesco, que frecuentemente rayaban en la parodia, cosa divertida y, en resumidas cuentas, de discutible valor artístico. Era exactamente aquello que el espíritu del arte oriental no sabe perdonar: imitación de la naturaleza, copia de la realidad, en lugar de una visión del mundo hecha forma y figura. Es bastante interesante que la palabra shashin, con la cual Hokusai designaba sus bosquejos del natural, signifique fotografía en el Japón contemporáneo. Así se explica el desprecio de que fueron víctimas en su propio país aquellos grabadores del siglo pasado, durante algún tiempo tan tremendamente

sobrestimados en Europa. Y sólo así se comprende por qué fue el destino de Sharaku morir perseguido por el odio de sus compatriotas y por qué Hokusai, de ser verdad lo que nos cuentan, tuvo que sufrir hambres hasta su senectud. En el siglo XVII, época en que la xilografía se impone tan vehementemente en el Japón, se inicia en este país una revolución social decisiva. La vieja jerarquía se desmorona, se restringe el poder de los samurai, un nuevo estado, la plutocracia, la burguesía enriquecida, llega a ocupar el primer plano y empieza a determinar el modo de vivir y la mentalidad del

pueblo. Se entabla una lucha por el predominio material y cultural, que Fenollosa compara con el movimiento de independencia antifeudalista de las ciudades europeas. También en el terreno del arte podemos comprobar un paralelismo. Tal como en la sociedad europea en la transición de la Edad Media a los tiempos modernos —con su economía encauzada hacia el capitalismo— se sustituye la creación monumental, hieráticamente austera, por un arte mundano, interesado en los objetos visibles, y la pintura mural por el grabado en madera y en metal; así, a medida que va ganando influencia la

nueva capa social, un arte xilográfico ameno, empeñado en representar la realidad, remplaza casi totalmente el kakemono. Entre la pintura y la cromoxilografía surge una verdadera rivalidad, que se va agravando de generación en generación y que en la época de Utamaro termina con el triunfo del grabado en madera. “Durante todo un siglo, de 1750 a 1850 —observa uno de los viajeros al Japón— lo que representa la pintura nipona es menos el género pictórico del kakemono, típicamente japonés, que el grabado en madera en colores.” En consonancia con el gusto y el interés del nuevo público,

se ilustran novelas e historias populares; se graban láminas de tipo didáctico para tratados científicos: obras de zoología y botánica, enciclopedias, guías de viajeros. Al través de una interminable serie de pliegos sueltos se describe gráficamente el teatro y lo que —en Oriente como en Occidente— interesa más a la buena sociedad: el actor. La mujer, su donaire y sus encantos, sus artes de tocador, es un asunto inagotable, el erotismo un tema que nunca deja de ser atractivo. Y finalmente este género divertido llega a la caricatura (Sharaku), al paisajismo sensiblero (Hokusai) y al episodio.

Es natural que el entusiasmo con que se acogió en Europa la xilografía japonesa se tradujera en impulso para aprender su técnica. Claro que los xilógrafos que se afanaban en el grabado de facsímile no eran capaces de entender ese arte exótico traído del Lejano Oriente. También en esto se reveló la apatía mental causada por una rutina aniquiladora de todo pensar y sentir independientes. En cambio hubo personas que en seguida pusieron manos a la obra: un puñado de artistas inquietos, que en las postrimerías de la centuria pasada y a principios de la presente dirigían sus miradas a todas

partes, en busca de nuevos estímulos y sugestiones artísticos. Entre ellos había algunos discípulos de los impresionistas y, en primer lugar, los apóstoles de las artes decorativas, proclamadores de todo un programa de art nouveau. El más conocido entre ellos era el pintor Félix Valloton, que en el grabado en madera en blanco y negro logró efectos sumamente refinados, parecidos a los del arte linealista de Beardsley y Thomas Theodor Heine. Así como en París fueron propagadas a un mismo tiempo —por Bing, importador de las cromoxilografías japonesas— el arte nipón y las modernas artes decorativas

europeas, así los jóvenes artistas dedicados a éstas en Inglaterra y Alemania adivinaron en el grabado en madera en colores nuevas posibilidades de expresión. Ya anteriormente un grupo de artistas ingleses, reunidos en torno de Morris, había recurrido al grabado en madera en la ilustración del libro, tomando como modelos, de acuerdo con su espíritu prerrafaelita, las ilustraciones cortadas en los albores de la xilografía italiana. Lo que Morris había esperado encontrar en el Prerrenacimiento, una norma orientadora para una producción artesanal carente de seguridad estilística, lo esperaban de la

cromoxilografía japonesa el dibujante de carteles Nicholson, en Inglaterra, y en Alemania, artistas como Eckmann, Behrens y muchos otros. Uno de ellos, el checo Orlik, hasta cruzó el océano para familiarizarse con la mentalidad y el modo de trabajar de los grabadores japoneses. Pero, como la mayoría de los artificiales intentos hechos por el movimiento de las artes aplicadas y decorativas, también este trasplante del grabado japonés no pasaba de ser una ilusión, una adaptación exterior y hasta puede decirse: ecléctica. La cromoxilografía —seguramente de otro tipo que la japonesa, que en

cuanto al número de matices y colores no necesitaba imponerse ningunas restricciones— ya la habían conocido los maestros renacentistas. Es cierto que no hicieron gran cosa por desarrollarla y que pronto la abandonaron. Durante mucho tiempo se consideró a Cranach como el primero en practicar el grabado en madera en colores, a causa del año —1506— que figura como fecha en dos de sus estampas: San Cristóbal y Venus. Actualmente se opina que esa cifra debe interpretarse como 1509 y se está inclinado a reconocer la prioridad de Ugo da Carpi, que en una petición dirigida a la Señoría de Venecia se

designa a sí mismo como inventor del camafeo. Al fin y al cabo es una cuestión para tesis doctoral y dejamos a los historiadores del arte en libertad para dilucidarla. De todas maneras, consta que en la primera década del siglo XVI el deseo de librar al grabado en madera de su “pobreza” y de su dureza lineal dio motivo a serios esfuerzos encaminados hacia la cromoxilografía. Se veía en ella una posibilidad más para prestar al género mayor riqueza decorativa y con esto mayor atractivo. No se trataba propiamente de imprimir en varios colores, sino de enriquecer la gama de

los valores mediante un fondo de color. Se grababan dos planchas: primero la llamada plancha del trazo, con la cual se imprimía el dibujo conforme al usual procedimiento de impresión en blanco y negro; y, como innovación, la plancha del fondo, con que se introducía en la estampa algún tono de color que servía de fondo. Las luces se dejaban libres en el fondo blanco del papel. Todo el procedimiento consistía, pues, en insertar entre el blanco y negro algún valor intermedio: verde oscuro, azul o color tabaco. Ocasionalmente, por ejemplo en el retrato del príncipe elector de Sajonia, en que Cranach

representa a éste como caballero armado de coraza, se aumentó el efecto ceremonial y solemne imprimiendo las luces en oro. También la plata se empleaba para el mismo propósito. Cranach tuvo un gran interés en estos recursos. Como es sabido, grabó toda una serie de camafeos. Aquel retrato del elector, al que seguramente atribuyó cierta importancia, lo envió también a Burgkmair, con una carta en que llama su atención sobre el nuevo procedimiento y que problablemente alentó a Burgkmair a grabar el retrato ecuestre de Maximiliano. A esta manera de sacar de la plancha de madera efectos pictóricos

recurrieron más tarde varios artistas conocidos: Baldung Grien, en su extraño Aquelarre; Johann Wechtlin, Alberto Altdorfer y muchos otros. En Italia, donde se aspiraba aún más al efecto pictórico; donde Ugo da Carpi se afanaba por reproducir bocetos de Rafael mediante una impresión con tres planchas, fue ante todo la escuela de Parmigianino la que se sirvió de la nueva técnica. Pero la cromoxilografía no pudo tampoco detener la decadencia general del grabado en madera. Se empleaba para reproducir pinturas, sirviendo de modelos cuadros de Rubens, del Tiziano y de muchos otros

maestros. En estas copias mecánicas de las pinturas se desplegó en el siglo XVIII, sobre todo en Inglaterra, notable destreza, una asombrosa habilidad técnica para reproducir fielmente gamas de tonalidades ricamente matizadas. Pero también en esto faltaba lo esencial: el esprit artístico. Y cuando llegaron del Japón los primeros grabados policromos, documentos del espíritu del arte oriental, ya nadie recordaba que también en Europa había existido hacía siglos algo como una xilografía en colores.

MCNEILL WHISTLER y Emil Orlik cultivan un “japonismo” que es cosa bien distinta de ese algo imponderable en que consiste la relación remota, difícil de definir, entre un pastel de Degas o una litografía de Toulouse-Lautrec y el arte japonés. Y este algo imponderable, que quizá sea una sensibilidad específica para el valor del matiz y para la estructuración plana de la superficie, es lo que la AMES

voluntad de arte europeo asimiló, más intuitivamente que en un plano de conciencia, y que determinaría asimismo el estilo peculiar del nuevo grabado europeo. El japonismo fue una moda artística, ni más ni menos, pasajera y perniciosa como todas aquellas modas que constituyen el elíxir de los espíritus carentes de poder creador. De aquella fecundación, en cambio, que no era imitación ni cosa prestada, que no había nacido de una sugestión directa, brotaron fuentes de energía y vitalidad. Es difícil suponer que Gauguin, Munch y, más tarde, los expresionistas alemanes Kirchner, Heckel, Nolde,

Pechstein y Schmidt-Rottluff, creadores del nuevo estilo del grabado en madera, se hayan dedicado conscientemente al estudio de la cromoxilografía japonesa. Más bien nos inclinamos a creer que su visión y pensamiento artísticos obedecían a intenciones creadoras que tenían su origen, en parte, en el grabado japonés. Su aspiración era volver a concebir y a crear como artistas artesanos. Para ellos la superficie se había convertido de nuevo en unidad estructural, sujeta a un orden inmanente que alienta en todos sus elementos funcionales. Sobre todo volvieron a considerar la xilografía como expresión

de algo específico, que no podía expresarse en el dibujo, sino exclusivamente al través de la talla de la madera y la impresión con la plancha. En esto coinciden con los japoneses y asimismo con el grabado en madera de los siglos XIV y XV.

Paul Gauguin: De Le sourire

Paul Gauguin: De Le sourire

La enseñanza del Japón no quedó limitada a la estructuración de la superficie; los artistas europeos aprendieron de él también la sensibilidad para los encantos peculiares que pueden sacarse de la madera y sólo de la madera. En la xilografía esto era algo nuevo. En el grabado en metal, en cambio, siempre se habían aprovechado las particularidades e irregularidades propias de la plancha grabada con el buril —pensemos por ejemplo en la rebaba—, que en la

impresión se traducían en matices y rasgos muy característicos, apreciados por los conocedores como valor especial. El grabador en metal, al preparar su plancha, siempre pensaba, más allá del tema, en esos efectos de la impresión. Para el xilógrafo europeo no habían existido tales consideraciones. El estilo de contorno de los albores excluía las amplias superficies: los trazos lineales a que se concretaba no habían permitido diferenciar los efectos de estampación. Es muy posible que el linealismo, nacido de la finalidad primordial de la xilografía —la reproducción de dibujos a pluma—, se

haya conservado por considerarse una exigencia de la técnica. Y no es remoto que precisamente el impresor haya defendido la tradición. A él le satisfacía sólo la estampa muy clara y nítida, que reprodujera todas las partes del dibujo con perfecta corrección, es decir: uniformemente negras; y la manera más sencilla de obtener este resultado era renunciar en el dibujo a las superficies negras y limitarse estrictamente a la línea. Por eso la disgregación de la superficie en conjuntos de líneas más o menos tupidos se consideraba durante mucho tiempo característica del estilo xilográfico. Una estampa como Eva y la

serpiente del Speculum humanae salvationis de Zainer (fig. p. 87) era fácil de imprimir para todo impresor medianamente entendido en su oficio, y esto era lo que le importaba. Ni siquiera se sospechaba la posibilidad de aprovechar la técnica de la estampación para matizar los blancos y negros y prestar de esta suerte a la estampa un encanto gráfico muy suyo. Tampoco el grabador en maderas de pie del siglo XIX pudo darse cuenta de esta posibilidad, puesto que se esforzaba por hacer desaparecer la técnica por debajo de su dibujo, según lo formulamos al tratar de las ilustraciones de Menzel. Es cierto

que procuraba dotar a la estampa de una tonalidad cálida, de un máximo de gradaciones y profundidad dentro de la escala blanco-negro. Pero lo lograba adaptando la técnica del grabado a las exigencias del dibujo, es decir, sacrificando al dibujo una vez más el efecto típicamente gráfico. Mientras que el xilógrafo primitivo descomponía la superficie, por así decirlo, en una sucesión de trazos lineales; mientras que con el grabado en madera de pie se obtenía un relieve compuesto de infinidad de puntitos y diminutas partículas de superficie, que al imprimirse distribuía la tinta de acuerdo

con los matices del dibujo, uno de los recursos más exquisitos que brindó la cromoxilografía japonesa fue la estampación de amplios segmentos de superficie, que hace que el color cobre una vida y riqueza cromática imposibles de obtener con el pincel o mediante la impresión de una plancha de metal. Y hay que admitir que los grabadores modernos no se han limitado a adoptar simplemente un recurso ajeno, sino que han sabido desarrollarlo, por ejemplo, aprovechando en la impresión las particularidades estructurales de la madera de hilo, con preferencia las vetas robustas de las maderas suaves.

Edvard Munch: Los amantes, 1912

De pronto comprendieron los nuevos grabadores que una superficie de madera entintada era algo por completo distinto de cualquier otro fondo de impresión; que la plancha de madera era porosa de un modo peculiar, no aceptaba ni reproducía la tinta uniformemente

como la plancha de metal, y tenía fibras que permanecían visibles, por mucho que se alisara la superficie. Y procuraron prestar a sus estampas este encanto únicamente propio de la madera, que pasa a la hoja en la impresión, por cierto no en la impresión mecánica, poco delicada, sino en la estampación a mano, tal como la practicaban los xilógrafos primitivos y los del Asia oriental. Lo que queremos decir se entenderá tal vez mejor cuando contemplemos un grabado en madera de Munch, titulado Los amantes (fig. arriba), aunque se trata de un ensayo en

que el artista todavía no lograba superar por entero cierto decorativismo.

Edvard Munch: Escena mortuoria

Hasta al través de la reproducción del clisé nos damos cuenta de que Munch escogió con toda intención una

plancha de vetas muy marcadas y que hizo todo lo posible porque éstas apareciesen en la estampa. Y de este modo, incorporando la estructura de la madera a la composición, hizo que se llenaran de una vida propia y maravillosa las grandes superficies, sobre todo las del fondo, en que existía el peligro de que pudieran parecer vacías. En otro grabado suyo, El beso, un nudo de la madera se halla aprovechado, con una cierta malicia, como una especie de ornamento. Cuando miramos una estampa como ésta, sentimos cómo palpita en ella todavía algo del brotar y crecer que ocurrió en

la madera, cómo se formaban y multiplicaban las células, cómo ascendían las savias. Y aunque no son frecuentes los casos en que están utilizadas las vetas en forma tan decorativa, son uno de los factores con que ha llegado a contar el grabador y que de vez en cuando procura hacer resaltar discretamente. También ha comprendido que hasta el entintar de la plancha es un arte: que se puede lograr una abundancia de valores cromáticos con la meditada distribución de la tinta, por ejemplo aplicando mucha en algunas partes, y en otras un mínimo; que una plancha de madera, sabiamente

manejada, puede dar, fuera de los blancos y negros, infinidad de sutiles y aun sutilísimos medios tonos. Ya hablando de Utamaro dijimos que una técnica de estampación tan desarrollada “permite al artista matizar el color de un vestido a tal grado que está en condiciones de transformarlo paulatinamente, dentro de una misma superficie, en un tono del todo diferente; puede partir, por ejemplo, de un tono morado y llegar al rojo” (pp. 171-172). No importa que en el caso de Utamaro se trate de una impresión en varios colores. Lo que en las xilografías japonesas había cautivado a los artistas

que en Europa volvieron a dedicarse a este arte en el fondo no era la policromía, sino más bien la vida que vibraba en una misma superficie de color, la gradación, el juego de los matices que es precisamente lo que la plancha de madera puede aportar de por sí, y cosa bien distinta del tono que por lo general tratan de lograr la pintura y las artes gráficas. Y en lo fundamental es lo mismo pasar del morado al rojo que pasar del negro al blanco o, mejor dicho, del negro más profundo al gris más deslavado. Se sabe que Munch, que nunca se cansaba de experimentar, grabó un número considerable de estampas

policromas; pero al mismo tiempo practicaba el grabado en blanco y negro y acabó por dedicarse sólo a éste, como la mayoría de los grabadores de rango artístico.

Edvard Munch: Autorretrato, 1910

Edvard Munch: Hombre primordial

Emil Nolde: Adolescente

Emil Nolde: Jestri

Karl Schmidt-Rottluff: Cristo, María y Marta

Karl Schmidt-Rottluff: El santo

Estos grabadores, impregnados de una sensibilidad típicamente moderna, se esfuerzan, tanto en el grabado en madera y en metal como en el dibujo, por intensificar el ritmo y aumentar la riqueza del blanco y negro a tal grado que el alternar de tonos claros y oscuros sugiera una policromía, que justamente por estar sólo sugerida rebasa con mucho lo que puede dar una superficie en colores. Es una vivencia óptica que brinda cada uno de los aguafuertes, cada uno de los dibujos de Rembrandt y a la que los grabadores contemporáneos aspiran recurriendo a los medios de una

óptica moderna y renunciando al efecto de color. Y, de hecho, más de una madera de Munch, Nolde, Kirchner, tiene una sorprendente “policromía” para el ojo que sepa percibirla; en el blanco y negro se siente, como en los dibujos a caña de Van Gogh, una intensidad cromática no inferior a la pintura de estos maestros. La renuncia al color, con el fin de obtener un efecto de colorido, es una tendencia artística comparable a la aspiración, frecuente en la pintura moderna, de desplegar espacialidad tridimensional en la superficie de dos dimensiones, sin recurrir al arbitrio exterior de la

perspectiva o del ilusionismo. Lo fecunda que puede ser tal disciplina, la seguridad que confiere y el impulso que da al poder creador los muestra la xilografía medieval, en que el limitarse a determinados elementos expresivos obligaba al artista a la economía y exactitud y conducía finalmente a una intensificación de la expresividad. En ambos casos —la xilografía antigua y la contemporánea— el artista entendido en su oficio aprovecha las posibilidades inherentes a la plancha. Y precisamente este retorno a la artesanía, la comprensión de sus exigencias, la revivificación de sus supuestos y

condiciones, constituyó el fundamento —fundamento sano— sobre el cual pudo desarrollarse el nuevo grabado en madera.

del oficio, el nuevo interés por sus condiciones fundamentales y por las posibilidades que encierra, ejerció —hay que admitirlo al contemplar el grabado en madera contemporáneo— una influencia sugestiva y estimulante sobre la creación artística. Claro está que una técnica en sí, por muy desarrollada, por muy refinadamente A

REVALORIZACIÓN

utilizada que esté, no significa nada si no se halla al servicio de un espíritu artístico que la aproveche de acuerdo con sus intenciones creadoras. Esos “expertos” que, careciendo de fuerza creativa, convierten la técnica en una ciencia esotérica, cuyas reglas, o, mejor dicho, recetas, observan meticulosamente con servil sujeción, no lograrán disimular su impotencia. El nuevo tipo de grabador en madera, artista artesano, sabe defender su libertad aun ante las exigencias de la técnica. Sólo se sirve de ella en cuanto le sirve para alcanzar sus metas artísticas.

Erich Heckel: Paisaje primaveral

Erich Heckel: Pareja, 1910

Munch, de quien se ha dicho, y con mucha razón, que el nuevo estilo del grabado en madera es “su obra más

suya”, nos parece ser el prototipo del grabador moderno que es artista a la vez que artesano. Artista hasta la médula, dominaba soberanamente todos los recursos técnicos y explotaba con certera intuición la gran riqueza de posibilidades expresivas inherente a ellos. Glaser, en su monografía sobre Munch, narra que empezó a grabar relativamente tarde, en la segunda década de su producción, ya hombre de determinada voluntad artística, pero sin esos conocimientos a que los especialistas en los oficios gráficos suelen dedicar tanta atención. A él le importaba dar expresión a ciertas ideas

plásticas que ocupaban su imaginación y que no podían realizarse en la pintura por ser ésta un medio demasiado exigente. No es, pues, especialista, como casi siempre lo había sido el grabador premoderno; no se limita a un solo procedimiento gráfico. Si en un caso se decide por la litografía, en otro por el grabado en cobre o la xilografía, no son estas técnicas en sí lo que lo atrae. Lo decisivo para él es la imagen interna que se propone plasmar. La intención expresiva es lo que lo guía, cuando para grabar el retrato de una persona que le interesa como individualidad recurre al aguafuerte o

cuando, al tratarse de una imagen monumental, de la representación de campesinos y marineros —para él los “hombres primordiales”—, escoge, por el vigor de sus trazos, el grabado en madera. Así es lógico que un mismo tema ejecutado por él en distintas técnicas —como El beso, que grabó en cobre y en madera y que pintó varias veces— adopte en cada caso un carácter radicalmente distinto.

E. L. Kirchner: Campesino de los Alpes bávaros

La intención de Munch —es importante señalarlo— no es traducir el asunto de una técnica a otra y limitarse a adaptarlo a las condiciones especiales de cada una de ellas. No es que primero exista su visión y que ésta luego se modifique según el material usado. Se trata de un proceso muy distinto: la específica posibilidad expresiva propia del óleo, del aguafuerte, de la litografía o del grabado en madera, las particularidades del material y de la técnica determinan ya la concepción y se condensan en obras que no son variaciones sobre un mismo tema, sino

creaciones independientes, y cada una de ellas es nueva y diferente de las otras. Esto no significa de ningún modo que Munch sujete su finalidad artística a la estructura peculiar de la técnica que escoge sino que ésta se le convierte en parte de la finalidad artística. Kirchner lo formuló alguna vez con las palabras siguientes: “Sólo cuando el subconsciente trabaja instintivamente con los medios técnicos, puede la emoción expresarse en las planchas en toda su pureza, y las limitaciones técnicas, dejando de ser estorbos, se vuelven auxiliares”.

Es posible que Munch haya podido experimentar tan libremente con los diferentes procedimientos gráficos y concentrarse a tal grado y a través de todos sus experimentos en el efecto artístico porque se acercó a ellos ingenuo, no corrompido por usos y prejuicios de gremio. A cualquiera de las técnicas gráficas que practicó supo devolverle sin aparente esfuerzo ese carácter prístino de que lo habían privado varios siglos de cultivo y refinamiento.

E. L. Kirchner: Retrato del director de orquesta Otto Klemperer

E. L. Kirchner: Bailarina

Christian Rohlfs: El fumador

Christian Rohlfs: El preso

Heinrich Campendonk: Hombre sentado

Käthe Kollwitz: Autorretrato, 1931

No sucumbió nunca a la seducción de los efectos de virtuosismo. Era primitivo en el sentido de que rechazaba todo recurso que consideraba

inadecuado a su meta —aunque el gremio lo admirara como conquista—, en el sentido de que tuvo el valor de retornar a lo artísticamente elemental. Así es como aguafuertista, así es como litógrafo, así es también como grabador en madera. Glaser nos describe cómo aserraba las planchas para entintar las partes en diferentes colores y cómo matizaba cada una de ellas para poder pasar poco a poco de un color a otro; cómo él mismo se metió a impresor porque exigía del artesano más de lo que éste estaba acostumbrado a cumplir. Y dice que por eso es tan importante ver las impresiones que el artista mismo

estampó con sus propias manos. Al grabado se agrega la estampación como segunda tarea en que el artista artesano tiene que demostrar su sensibilidad.

Max Pechstein: Muchacha frente al espejo, 1922

Franz Marc: La pastora

Munch, el grabador en madera, vive en nuestra imaginación como hombre de taller. Nos lo representamos inclinado sobre una plancha de madera, de la que arranca con la navaja y la gubia rajas ya

gruesas, ya finitas; lo vemos entintarla con el rodillo o pasar el frotador sobre el papel mojado. En una de las planchas está retocando la talla, en otra mezcla varios colores para obtener un nuevo tono y luego examina las pruebas, que deben su efecto fantástico precisamente a las variadas mezclas de colores. Se podría creer que la concepción del artista precedió a todas estas faenas de taller; que en ellas se trataba ya de trabajo puramente manual. Pero lo más probable es que lo que vivía en él como representación interna recibía su sello característico y definitivo de la labor manual, de ese recortar y matizar y

combinar. En ello hay que ver lo que distingue a un artista del tipo de Munch de aquel que era sólo dibujante y cuya tarea consistía en suministrar un modelo, que luego era tallado por el xilógrafo y reproducido por el impresor. En este sentido son artesanos todos los grabadores de esta generación: Nolde y Kirchner, Heckel y Pechstein, SchmidtRotluff y Feininger, Marc y Campendonk, Rohlfs y muchos de los jóvenes. Y gracias a estos artistas artesanos, el oficio ha recuperado su fecundidad y potencia creadora.

Franz Marc: Tigre

Ernst Barlach: De Die Wandlungen Gottes [“Las metamorfosis de Dios”]

Ernst Barlach: Tempestad

Ya no viven la forma y el devenir de la forma sólo en el papel, sino al través del trabajo manual del grabado y de la impresión. Es necesario que comprendamos bien la diferencia radical entre los dos tipos de artistas: que nos representemos primero al dibujante, ejecutando trazos en la hoja de papel, con el lápiz, el pincel o la pluma; y luego, detrás de la plancha, al grabador que para realizar su visión se afana por arrancar con el hierro

puntiagudo pedazos de madera; que en cada talla, en cada movimiento de su navaja, tiene que calcular el efecto final de la impresión. Su mano ya no resbala sobre la superficie; tropieza con la oposición de la materia. El esfuerzo, mayor o menor, depende de que la navaja siga la fibra o la corte. Para él la línea es la talla en la madera que ejecuta su mano; y todavía en la estampa, en la vibración de alguna curva, el espectador puede sentir un poco del vigor de esa mano que manejó la navaja y venció la resistencia del material. Cada talla es algo definitivo. No hay ningún más o menos. La porción de madera, una vez

quitada de la plancha, está irrevocablemente eliminada y aparece en la hoja como línea blanca, como fondo blanco. Esto obliga a un trabajo circunspecto y preciso. Ya al empuñar la navaja el grabador tiene que pensar en las consecuencias que puede tener cualquier movimiento suyo en el acto final de la impresión. La mano adquiere una disciplina que se traduce en la concisión del lenguaje formal. Ello es lo que atrajo hacia el grabador en madera a muchos que sólo pintaban, dibujaban o litografiaban y que en la facilidad técnica de estos procedimientos sospechaban, quizá sin darse cuenta, un

peligro. A la íntima sujeción del artista a la ley de la creación se agrega aquí la sujeción al rigor de un oficio exigente. Y se agrega además lo que brinda de suyo la plancha de madera, toda su vida propia, todas sus amplias posibilidades de gradación. Tal como Munch en aquel grabado de Los amantes (fig. p. 182) había convertido en elemento decorativo las vetas de la tabla, era posible descubrir en el material infinidad de peculiaridades que podían prestar a la estampa encantos específicos y característicos. (Recordemos que las vidrieras antiguas filtran los rayos de luz, ya en toda su intensidad, ya

atenuándola. ¿Azar o refinadísimo cálculo?) En el trabajo ya no se trataba sólo de preguntar: ¿Cómo contrapongo el claro al oscuro?, sino: ¿Qué clase de efectos puedo sacar de la plancha de madera y precisamente de ésta y de su estructura muy particular?3 Sucedía, sobre todo en la madera de hilo, que desde entonces se está empleando de nuevo, que la plancha no era lisa del todo, que estaba un poco abarquillada o no perfectamente bien adherida al papel y que, por lo tanto, se producían zonas de diferentes matices grisáceos y negruzcos junto al negro profundo del resto del grabado; y hasta sucedía que

partes de la plancha no entraban en ningún contacto con la tinta y que entonces se traslucían en la estampa huellas del fondo blanco del papel. Sobre todo Nolde supo aprovechar con maestría las desigualdades de la madera, las contingencias del trabajo, y con esto prestó a sus grabados una delicadeza muy suya. A veces el grabador, al ahuecar una superficie, no eliminaba la madera en todas partes con igual pulcritud o no alisaba bien el fondo cortado, de modo que aquí y allá quedaba una que otra astilla que sobresalía un poco, lo bastante para marcarse ligeramente en la impresión:

una huella que quien no sea conocedor considerará como mancha o algún otro defecto, pero que hará ver a la persona familiarizada con el procedimiento del grabador que el fondo no se vació mecánicamente y, evocándole la plancha de madera, haciendo llegar hasta él un eco de la vida que la llenaba, prestará a la estampa un encanto más. Al utilizar el artista lo que brindaba la madera — ventajas específicas del oficio—, hacía, en el fondo, lo mismo que cuando, al pintar, aprovechaba la intensidad prístina del color puro, no mezclado, para lograr expresividad y desarrollar movimiento espacial dentro de la

superficie pictórica. Y cuanto más exploraba las condiciones internas del grabado, cuanto más enérgicamente procuraba adaptar a ellas su intención artística, tanto menos peligro había para él de caer en el virtuosismo y el amaneramiento. La satisfacción que da el libre trabajo de artesano, el sentimiento de vigor que crea, la ampliación de los horizontes que trae consigo, devolvieron al grabado en madera algo que había perdido desde hacía centurias, en el curso de una evolución que sólo puede considerarse como decadencia: la espontaneidad y monumentalidad del lenguaje expresivo.

Raoul Dufy: De Guillaume Apollinaire: Le bestiaire

André Dérain: De Max Jacob: Les œuvres burlesques et mystiques de Frère Matorel, mort au couvent

Aristide Maillol: De Longo: Daphnis et Chloë, 1936

Aristide Maillol: De Virgilio, Eclogae et georgicae, 1926

Maurice de Vlaminck: El puente

Maurice de Vlaminck: De Communications

Raoul Dufy: La pesca

Éstos son los elementos en que el reciente desarrollo del grabado en madera coincide con la xilografía primitiva de los siglos XIV y XV. No son tan simples las cosas como para decir

que los modernos grabadores en madera hacen lo mismo o, por lo menos, persiguen la misma meta que regía el trabajo en los talleres de xilografía de aquellos tiempos. Considerando exclusivamente el empleo de los medios expresivos, hasta podríamos negar que existe alguna relación o semejanza. Tanto la visión como la manera de trabajar son distintas. Precisamente en la comparación con aquella primera fase evolutiva hay que admitir que el grabado contemporáneo es, por sus supuestos espirituales, una típica manifestación de la voluntad artística de nuestra época. Pero la íntima afinidad que existe a

pesar de todo entre la xilografía antigua, surgida de la convención de los talleres, y el grabado en madera contemporáneo, que nació de la óptica y la dinámica de los tiempos modernos, se revela en la tendencia a la monumentalidad de la expresión y a un modo de trabajar artesanal, sencillo y espontáneo, tendencia que vincula lo mejor de lo que se hace en la época actual a las obras más características de todas las culturas prístinas.

Henri Matisse: El toro. De Henry de Montherlant, Pasiphaé

Max Ernst: El chaleco

Pablo Picasso: De Balzac, Le chefd’œuvre inconnu

Pablo Picasso: Cabeza de mujer. Grabado en 1906, impreso en 1933

Fernand Léger: De André Malraux: Lunes en papier

La xilografía primitiva, grabado de puros contornos, se limitaba a colocar una línea negra contra un fondo blanco. Y cuando con el tiempo los grabadores empezaron a dividir y animar la superficie del fondo —recordemos por ejemplo la ilustración que reproducimos (fig. pág. 91) del Buch der Weisheit der alten Meister (“Libro de la sabiduría de los viejos maestros”) o las reproducciones de las Biblias de Colonia y Lubeck— inventaron para el propósito todo un sistema de rayado. El grabado en madera contemporáneo no conoce la limitación a la línea. Trabaja

con el contraste de masas blancas y negras y considera esta gradación del claroscuro como la más suya entre todas las posibilidades de expresión. Pero a pesar de la diferencia en el manejo del blanco y negro, no se puede negar que éste tiene antaño y ahora un valor funcional, que su vigor y su sentido estriban en la vida dinámica de la superficie y que el blanco y negro brinda, ahora como antaño, la vivencia de un orden estructural, mientras que en los siglos que separan aquella época de la nuestra se aprovechaba la tensión entre los blancos y negros para crear la ilusión de corporeidad y espacialidad.

Antaño y ahora se confía a la superficie la función que ejerce el fondo arquitectónico en la pintura mural y la de las vidrieras: la de redimir de su aislamiento lo que es tema y asunto y de compenetrarlo de aquel ritmo que es condición de lo monumental. Por caminos distintos se acercan los artistas a esta meta: Munch, Nolde, Kirchner, Heckel trabajan con recursos predominantemente pictóricos mientras que Feininger y Schmidt-Rottluff utilizan sobre todo elementos tectónicoabstractos. El medio que emplean en cada caso —líneas blancas y negras o manchas blancas y negras— no es lo

sustantivo. Más esencial nos parece el que la composición parta de la superficie y que todos los elementos de la composición se sujeten al principio de funcionalidad. En última instancia, hay que ver la semejanza entre la xilografía medieval y la contemporánea en la vida espacial que se despliega en la superficie. Se trata de una íntima afinidad que comprenderemos en seguida al recordar, como término de comparación, algún grabado en madera de Menzel. El tallador primitivo, al limitarse a la estructura lineal, contaba con la labor del iluminador. La impresión no era aún completa para él

cuando salía de la prensa: le faltaba la policromía, que después sería agregada. El grabador en madera de nuestros días piensa asimismo en una policromía y quizá más que el antiguo. Por cierto, como ya lo explicamos, no en verdaderos colores, sino en un “efecto de policromía”, que trata de lograr, o mejor dicho, de sugerir, mediante la diferenciación del blanco y negro. No cabe duda de que se trata de dos casos bastante distintos; en el primero se recurre al color, a la riqueza de los colores en un sentido literal; en el grabado en madera contemporáneo (como también en el grabado en cobre,

en la litografía y el dibujo de hoy) sucede con la policromía exactamente lo que ocurre con la perspectiva: no se aplica materialmente el color, ni se desarrolla materialmente la perspectiva; tal como dentro de la superficie misma se crea un espacio tridimensional, tal como los objetos colocados en el espacio uno al lado del otro parecen encontrarse uno detrás del otro, se crea, yuxtaponiendo y contraponiendo superficies blancas y negras, la impresión de una plena y real diversidad cromática.

Jean Arp: De Dreams and Projects

Edgard Tytgat: La carreta. De F. Timmermanns, The triptych of the three kings

Frans Masereel: De Charles de Coster, Die Geschichte von Till Eulenspiegel, Munich, Wolff, 1926

Gustav Wolff: Ulises y Cirse

Ewald Mataré: Vacas

Otto Pankok: El gallo

Tal limitación al único color que puede dar la plancha de madera se explica por la actitud que adopta ante las artes gráficas esta época nuestra, que ya no las considera sólo como un medio de reproducción, sino que ve en sus técnicas y posibilidades expresivas un valor específico y procura hacerlo resaltar. La diferencia que en este punto existe efectivamente entre el grabado en madera de nuestros tiempos y el de aquel entonces no puede considerarse de ninguna manera como merma de la sustancia artística. Quizás hasta podríamos atribuirla a mayores

exigencias estéticas y a la sujeción voluntaria y consciente del artista a una ley superior. Es una diferencia de índole más bien táctica, fundada en la distinta postura estética de las dos épocas, que por esto constituye una prueba más de la interna autonomía de la evolución reciente.

Gerhard Marcks: La promesa (Noé)

Gerhard Marcks: Cuentos del río Saale

Pero, en cambio, no podremos negar la relación entre un arte y el otro, en cuanto extendamos la comparación al carácter y a la íntima meta de la creación; en cuanto nos demos cuenta de cómo y para qué propósito se utilizan los medios expresivos. Cualquier grabado de Durero o de Menzel, de Rembrandt o Delacroix, por muy diferente que sea la mentalidad de que proceda, debe en gran parte su efecto emocionante y sugestivo a la ingeniosa manera de emplear la técnica y de conservar, en la traducción de la escritura artística a una plancha de

impresión, lo propio y personal del grafismo, hasta en sus más leves matices. Para el grabador que es dueño de su oficio la movilización de todas las posibilidades técnicas al servicio de esta finalidad y su cultivo, que en muchos casos alcanza un supremo refinamiento, fueron estímulos de orden estético. Estímulos y posibilidades más allá de los horizontes del xilógrafo primitivo, y no sólo porque no supo dar tanto desarrollo a la técnica; la verdadera y principal razón era otra: no se preocupaba gran cosa por el efecto estético que, aun así, producían sus obras, probablemente sin que se diera

cuenta. Concentraba sus fuerzas y capacidades en el asunto mismo, en la finalidad expresiva. Al representar a san Cristóbal le interesaban exclusivamente —volvamos a insistir en esto— el aspecto exterior y el significado simbólico de la figura. Su intención era dar una idea viva y precisa de este santo. El atractivo estético era para él mucho menos importante que la espontaneidad y la expresividad. Y le agradaba la concisión que resultaba necesariamente de un modo de trabajar artesanal, sencillo, no sofisticado. Como al grabador contemporáneo, como en general a la joven generación de artistas

de nuestra época, le importaba más el ethos que la euritmia de lo que plasmaba. También el grabador moderno quiere presentar y expresar, quiere insinuarse en un espectador —que ya no debe ser forzosamente un esteta conocedor— y transmitirle con el vigor de un lenguaje lapidario determinada vivencia espiritual. No se arredra ante lo crudo e inarticulado, ante lo áspero y disonante, con tal que sirva a la expresividad, como tampoco se arredra ante el sacrificio de muchas cualidades —el exterior pulido, la sutileza en el detalle y en las pequeñas cosas, el matiz exquisito— si éstas no pueden

aprovecharse al servicio de la intención expresiva, que es lo que hay que realizar ante todo. Recordemos, por ejemplo, el fanatismo con que Schmidt-Rottluff descarta en sus grabados todo lo “interesante”, todo lo que pudiera distraer de aquella intención. Los xilógrafos de los siglos XIV y XV eran expresivos porque eran sencillos; los de nuestros días se esfuerzan por volver a la sencillez, a fin de lograr esa misma expresividad. Los albores del grabado en madera y su fase más reciente no coinciden en la exterioridad de un gesto ni tampoco únicamente en la objetividad

de su modo de trabajar, sino ante todo en el sesgo de su intención formal.

Josef Scharl: Flores en un florero

Margret Bilger: El llanto de Ana

Se ha generalizado la opinión de que en ningún campo la voluntad artística de la joven generación se ha realizado con

tanta pureza y energía como en el de las artes gráficas. Sin duda alguna esta generación tiene una vocación especial para la estampa en blanco y negro, que para ella es cosa muy distinta y más importante que una etapa preliminar o un fenómeno concomitante de la pintura. Para mucho de lo que le urge expresar, y en primer lugar para muchas de sus vivencias anímicas, el grabado es, gracias a sus supuestos internos, el medio más apropiado y característico. Aquel afán de monumentalidad que antes de darse preferencia absoluta al cuadro de caballete determinaba tanto la pintura mural como la página del libro

encuentra en él las condiciones estructurales que la arquitectura no ha sabido hasta ahora ofrecer a un arte que anhela volver de nuevo a la creación monumental. Y parece que precisamente al grabado en madera está reservada una misión sustantiva. Por la prístina sencillez de su oficio, por el estilo lapidario y escueto de su expresión, está llamado a hacer brotar los impulsos que toda una generación debe cultivar y disciplinar para que pueda cumplirse el ansia de un nuevo devenir estilístico.

Lyonel Feininger: Naturaleza muerta, 1937

Louis Schanker: Circle image

Por este camino el grabado en madera recobrará también su carácter popular. Por su origen, por su evolución fue, en Europa y en el Asia oriental, arte popular, arte para las masas. Hace cuatrocientos años, igual que hoy, los más dinámicos e ingeniosos artistas se sirvieron de él para difundir sus ideas. Y no se puede decir que la monumental taquigrafía de los anónimos talladores primitivos haya sido menos popular. Es de suponer que el arte de nuestros días, tan semejante en sus supuestos y estímulos, tan semejante también en su renuncia a todo virtuosismo (que en

realidad no había sido peligro alguno para la producción ingenua de aquellos artesanos), podrá alcanzar una influencia no menos amplia, con tal que se logre salvar el abismo que todavía media entre el pueblo y el arte. Vemos que las masas, cuya sensibilidad artística se halla deformada por la escuela, el museo y, aún más, por la sentimental cursilería de sus vivencias, se enfrentan extrañadas y sin comprensión a todo lo elementalmente creador. Y vemos que ni siquiera halla resonancia inmediata entre ellas un crear que reúne todos los requisitos para ser arte popular.

Por otra parte, no debemos pasar por alto que en muchos casos el artista vive y crea todavía en la atmósfera de invernadero de su estudio, que las teorías todavía le preocupan demasiado y que todavía le es más importante la creación artística en sí que la impregnación total, inmediata y directa de la vida, con energías creadoras y valores artísticos. Tampoco podemos negar que, por lo pronto, el grabado en madera es ante todo pasión de artistas y conocedores. Pero precisamente él, precisamente el grabado en madera contemporáneo, aspira desde su más íntima y genuina esencia y con todas sus

fuerzas inmanentes a dejar de ser arte

para artistas y convertirse en patrimonio espiritual del pueblo.

1

No es un argumento contra el principio de estas intenciones creadoras que el ejemplar conservado en el Museo Germánico haya quedado sin iluminar. 2 Compárese con mi intento de interpretación de los Lobos de Franz Marc, en El pensamiento artístico y otros ensayos, SEP Setentas 1978. 3 Algunos artistas —aunque seguramente ni Munch ni los demás dirigentes del movimiento— utilizan con frecuencia, como sustituto de la plancha de madera, un pedazo de linóleo. Para el grabador es un procedimiento más cómodo, puesto que este material, parecido al caucho, no le ofrece resistencia alguna. Es cierto que con ello se renuncia a todos los encantos estructurales de la madera y a la disciplina que la xilografía exige a la mano. En la impresión resulta una superficie por entero lisa, en que aparecen contrastadas con dureza masas de un negro uniforme y

masas de un blanco uniforme. Sin embargo, no es posible negar que el grabado en linóleo puede lograr, dentro de su propia manera, efectos indudablemente artísticos. Lo decisivo es en todos los casos —y hay que insistir en esto otra vez— la fuerza creadora del artista que se impone, soberana, a toda clase de material. Rohlfs, por ejemplo, quizá el más original entre los grabadores en linóleo, superó la lisura del fondo del linóleo mediante su modo peculiar de aplicar la tinta, tarea de que él mismo se encargaba en cada una de las estampas. Ejemplos característicos son sus grabados De Soest y La muerte.

EL NUEVO GRABADO EN MADERA MEXICANO

SI COMPARAMOS el grabado en madera que surgió en México después de la Revolución con el europeo y el norteamericano, vemos que es cosa aparte, un capítulo diferente de la historia del arte. Lo distingue de ambos no sólo la calidad específica del ingenio

artístico que revela en lo particular, sino sobre todo los supuestos peculiares de que nace. Las fundamentales transformaciones políticas, económicas y sociales que el siglo XX trae a México se traducen en el terreno del espíritu y del arte en una nueva orientación. El nuevo arte, en todas sus ramas, lleva el sello de la consigna arte popular, proclamada incesantemente no sólo por los pintores muralistas. Arte popular; esto significa aquí: un arte que se dirija a las multitudes. El cuadro de caballete, diálogo íntimo entre artista y espectador y como tal importante e insustituible, lo rechaza la exaltación revolucionaria

como cosa privada, como burguesa, anticuada y, en todos sentidos, reaccionaria —lo que no impide que ocupe amplísimo lugar hasta en la producción de los más eminentes representantes del muralismo—. En uno de los manifiestos del Sindicato de Artistas, constituido en 1922, se dice, no sin exageración: “Ya sólo pintaremos en los muros o sobre papel de excusado”. Con lo último se alude a la estampa, sobre todo al grabado en madera y, más aún, al grabado en linóleo, preferido por los artistas mexicanos por ser un procedimiento barato, de reproductibilidad prácticamente

ilimitada, y con eso un recurso excelente para transmitir su mensaje a las masas. Pero, como nos lo enseña la historia del arte en numerosos ejemplos, esta finalidad supone la adaptación del artista, en lo espiritual y en lo temático, a la mentalidad de esas masas. Lo que el nuevo arte reprocha al del siglo XIX no son tanto las cuestiones artísticas de que se ocupa, su estilo o su modo de pintar, como su indiferencia ante los problemas de importancia decisiva para el nuevo público que empieza a consolidarse en medio de los cambios sociales del presente. Y como por culpa del cine y del cromo —“arte popular” de nuestra

época— el ver temático ha venido sustituyendo a la comprensión espiritual, los artistas creen que también su arte, para ser arte popular, debe partir de los contenidos; de ellos esperan que hagan surgir el interés por el arte y que lo despierten en las capas hasta ahora indiferentes ante el crear artístico. Son las capas a que se dirige el nuevo grabado en madera de México. (Recordemos las hojas volantes de la Europa de la Reforma (véase p. 133), cuyas representaciones xilografiadas reflejan en forma polémica y militante los conflictos de aquel entonces.)

Volviendo a la comparación entre el nueva grabado en madera en Europa y el de México, cabe decir que en éste se manifiesta una voluntad artística distinta. El grabado en madera de Gauguin y Munch arranca de una renovación del oficio; el mexicano, de la renovación de los contenidos. No cabe duda de que la hoja gráfica parece predestinada de difundir un contenido. Existe del año 1891 un pequeño libro titulado Pintura y dibujo de Max Klinger, famosísimo pintor, escultor y aguafuertista en la Alemania de aquel entonces. Entretanto, su fama se ha desvanecido, probablemente también

en Alemania. Su caso es el de muchos artistas de producción algo problemática que se distinguen en el campo de la teoría del arte, emitiendo opiniones interesantes sobre los problemas con que tropiezan en su trabajo. Klinger, en el mencionado librito, logra deslindar el ámbito de tareas y efectos de la pintura contra el del dibujo (género que para él comprende también el dibujo reproducido por la impresión: la hoja gráfica). Según su definición, el valor de un cuadro “estriba en el desarrollo perfecto de la forma, el color, el temple general y la expresión”. Todo lo demás, dice, “no es sino pintar pro forma”.

Aquellos elementos “son, sin duda alguna, el único punto de arranque para la creación de una pintura… Sacrificar algo de esto es sacrificarlo todo”. “Su arte [del artista genuino] está en la intensidad con que expresa aquello que hasta entonces apenas se vislumbra en el tema, no en sus pensamientos…” Cuando Klinger escribió estas palabras pensaba con seguridad en la llamada “pintura de ideas”, plasmación de ideas filosóficas, políticas, literarias en que la Alemania del siglo XIX desperdiciaba, desde Cornelius hasta Böcklin, gran parte de su potencia artística en menoscabo de la auténtica creación. Lo

que suele llamarse el “pensamiento o la idea del cuadro —dice Klinger— a menudo no son sino combinaciones arbitrarias, casi siempre más o menos ingeniosas, de cosas y sucesos, que no tienen nada que ver con la creación en sí, pero, en cambio, despiertan asociaciones de ideas… Desgraciadamente tenemos que admitir que aquel imperativo [el de la configuración formal] se pospone a los elementos novelísticos, los aditamentos históricos o arqueológicos y las llamadas tendencias sociales”. Si Klinger limita la pintura a los elementos propiamente creadores, únicos que le

aseguran un valor más allá de la época, por otra parte se da cuenta de que lo “temático”, que conmueve e inspira al artista, no puede descartarse de la creación artística. De la tremenda tragedia que es la vida, de los conflictos y tensiones que provoca, “deben surgir imágenes”. Para que estas imágenes no se pierdan “debe haber un arte que complete la pintura y la escultura” y al través del cual se les pueda dar expresión. “Este arte es el dibujo.” “El grabado —dice Luis Cardoza y Aragón, en Pintura mexicana contemporánea— se presta mejor para la tarea inmediata rápida, para el

comentario, el ataque, el elogio, la crítica, la burla. Sirve, a la vez, para la interpretación épica y grandiosa de los acontecimientos. Se presta, con función natural, a ser ilustración o meollo en sí mismo, por la fuerza de su expresión, por su elocuencia, hasta transformar el texto en comentario del grabado, o servirse —texto y grabado— armónica y eficazmente…” En síntesis, dice Klinger que existen contenidos para cuya representación artística no se presta la pintura, o sólo se presta limitadamente, y que para estos temas los medios de expresión indicados son el dibujo y las artes

gráficas. “Son imágenes que brotan del concepto del mundo o, digamos, del sentimiento de la vida, mientras que las otras [las imágenes que aprovecha la pintura] surgen del sentido de la forma.” Una mirada a la obra de Goya nos convence de que él realizó —y de seguro no sólo por instinto— ese deslinde entre la pintura y el grabado. Para lo actual, que lo conmueve profundamente, para los hechos que le importa fijar en forma documental, para su “propaganda” contra la barbarie de la guerra —pensemos en los Desastres—, para todo ello se sirve de la hoja gráfica. Una sola vez pinta un tema de

esta naturaleza. Se trata de un acontecimiento de dimensiones monumentales, un crimen de lesa humanidad: los fusilamientos del 3 de mayo. Klinger da otro ejemplo: las imágenes en los vasos griegos y etruscos, descripciones realistas de fenómenos y sucesos de la vida diaria, totalmente distintas de la escultura contemporánea, que aspira a la gran forma.

José Guadalupe Posada: El jarabe de ultratumba

José Guadalupe Posada: Balada del fin del mundo

José Guadalupe Posada es tan monumental porque ha comprendido esto. No hincha el episodio, no le confiere dimensiones que sólo darían lugar a una falsa monumentalidad. Sus observaciones, asombrosamente perspicaces, reveladoras de una emoción prístina y vigorosa, las fija en

la estampa, que le permite fustigar las condiciones imperantes, exhibir las miserias sociales, luchar contra la injusticia. El arte mexicano, al que la situación política y social del país impuso como necesidad la “renovación de los contenidos”, descubrió en las artes gráficas el instrumento adecuado para transmitir estos nuevos contenidos. La aspiración a cumplir con su tarea lo obligó a desarrollar su propio estilo. La originalidad artística del nuevo grabado en madera mexicano se debe a tres factores:

1) a la Revolución, la más poderosa transformación por que ha pasado el país, y gracias a la cual el pueblo mexicano cobró conciencia nacional, por primera vez desde el derrumbe del Imperio azteca; 2) a una tradición, jamás interrumpida desde el siglo XVI, en que la estampa se hizo instrumento de la educación del pueblo; 3) al fenómeno José Guadalupe Posada, espíritu creador, que supo desarrollar en hojas gráficas de tamaño modesto un estilo tan personal a la vez que sobrepersonal, que pudo volverse, en el México posrevolucionario, base de

toda la producción artística, no sólo de las artes gráficas, sino también de los murales. De la Revolución mexicana surgió un nuevo tipo de artista: Orozco, Rivera, Siqueiros y, como grabador, Leopoldo Méndez —lo mismo que de la Revolución francesa surgió Jacques Louis David, inventor de una nueva finalidad artística: la “utilidad social”, para usar su propia expresión—. La Revolución mexicana, que sacudió al pueblo en todas sus capas, que penetró en la esfera vital de cada uno, proporcionó a la creación artística

contenidos nuevos, importantes para todos y comprensibles para todos. En el siglo XIX la xilografía había logrado un efecto relativamente amplio ya sólo como ilustración de libros de gran divulgación —y en cierto sentido los grabados de Posada fueron también ilustraciones, ilustraciones de corridos impresos en hojas volantes, aunque de hecho interesaba más la ilustración que lo ilustrado—. El nuevo grabado en madera, cuando entra de lleno en el tratamiento de los problemas planteados por la Revolución, procura ante todo conservar su popularidad, sin la cual no puede sostenerse, y menos en México.

Por muy enérgicamente que este nuevo grabado en madera procure ser de su época, arraigarse en el presente sin recuerdo del pasado o, por lo menos, emanciparse del pasado como vínculo y norma, y es el lógico continuador de la tradición gráfica mexicana, lo es por limitarse a las cosas del momento y de la época. Desde la primera xilografía conservada, una Virgen, de Juan Ortiz, se perfilan con toda claridad las dos tendencias que determinan su contenido y no menos su forma, y que darán su fisonomía al grabado mexicano: la tendencia a influir en forma didácticopopular sobre las masas, y la de reflejar

la estructura socioespiritual del país. No aparece en México la estampa destinada a las carpetas del conocedor y coleccionista, que a partir del siglo XVI ocupa tan importante lugar en la producción de los artistas europeos. En la época de los virreyes,1 en que la vida espiritual se halla dominada por la Iglesia, la hoja gráfica se aprovecha para la propagación y el fortalecimiento de la fe. Los aguafuertistas y xilógrafos se dedican a la imaginería o a ilustraciones, sobre todo de contenido religioso. El estilo, traído de España junto con la técnica, no cambia esencialmente cuando en el año 1778 se

abre en la Casa de Moneda una escuela de grabadores, cuyo director es el español Jerónimo Antonio Gil. Ocasionalmente se recurre también para el grabado de planchas a la destreza manual del indígena: “…a fines del siglo XVI, el franciscano fray Juan Bautista hizo grabar por indios varias láminas para un libro suyo, que no llegó a publicarse”. Pero como el carácter religioso de estos grabados en madera no dejaba margen a la imaginación personal, es probable que el trabajo de los artesanos indígenas se haya limitado a un mero traslado, mecánico y exacto, de los modelos. Mientras que en la

arquitectura y la escultura eclesiásticas se infiltra en muy amplia medida el ingenio de los indios, que ejecutan las obras con base en los planos dibujados por sacerdotes, la producción gráfica, que requiere una preparación especial, permanece dentro de los límites de la tradición, adaptada al gusto y a la mentalidad de la capa superior que administra el país por encargo de la corona de España.

Picheta: Lolita y Panchito

Con la independencia se inicia tempestuosamente la secularización

de la producción gráfica. Claro que no desaparece la imaginería. México es un país católico. El adorno del hogar preferido por el pueblo es —y sigue siendo en nuestros días— la imagen del santo. Pero en la época de la Reforma surge un gran número de artistas interesantes, a quienes la hoja gráfica brinda la oportunidad, aprovechada con entusiasmo, de dar expresión a las opiniones espirituales, políticas y sociales de la época. Me limito a enumerar a los más conocidos entre ellos: los litógrafos Constantino Escalante y Santiago Hernández, el grabador en madera Picheta y, en grupito

aparte, Manuel Manilla y José Guadalupe Posada. El romanticismo, corriente predominante hacia mediados del siglo en la literatura y las artes plásticas, se adueña también de México. Las poesías románticas, que tienen un numeroso e interesado público, inspiran a los grabadores a crear ilustraciones concebidas desde la misma actitud artística. Pero, sobre todo, éstos expresan en forma polémica y militante su postura ante los problemas sociales de un país en transformación. Dijimos que en el grabado mexicano predominan dos tendencias: la didáctico-popular y la de crítica social. A este respecto es

significativo que los artistas genuinamente creadores del siglo XIX se dediquen a la caricatura y aprovechen el grabado para discutir los conflictos políticos y sociales que conmueven a la nación. Picheta pertenece en Yucatán a la oposición liberal. “Fruto representativo de la clase media — escribe Jaime Orosa Díaz en su monografía de Picheta—, tuvo el sentimiento de justicia colectiva…, y en nombre de él realizó una tarea de crítica que es más valiosa cuando se considera que la hizo en plena ‘guerra de castas’ y que tuvo que provocar confusión y desequilibrio en los conceptos

fundamentales en que descansaba la vida del Yucatán de entonces.” A Santiago Hernández lo llama Manuel Toussaint un “ideólogo del civismo”, y esta misma frase caracteriza también a Escalante. Posada es el gran crítico social de su época, objetivo, claro e irónico. Es igualmente significativo que estos artistas, en lugar de grabar estampas sueltas para conocedores, recurran — como Daumier, ilustre modelo de Escalante y Hernández— al periódico, que asegura a sus trabajos la más amplia divulgación. Las revistas en que colaboran son La Orquesta, La Patria, El Jicote, El Ahuizote, El Hijo del

Ahuizote. (Las dos últimas sirvieron de tribuna al joven Posada.) Para Manilla y Posada el camino hacia las masas son las hojas volantes, los corridos, etc., editados por Vanegas Arroyo, que en aquel entonces gozaban de enorme difusión.

José Guadalupe Posada: Pleito en la vecindad

Muy característico de la actitud fundamental de las artes gráficas mexicanas es cierto tipo de grabado específicamente mexicano: la “calavera”. En “La calavera”, hoja volante que aparece el Día de Muertos, se aprovecha esa especie de libertad de carnaval que brinda el 2 de noviembre para hacer burla de las personalidades dirigentes de la vida pública, de los

pequeños disgustos y las grandes calamidades de la época y, en general, de todo lo que ocupa y preocupa al pueblo. Las figuras, a menudo dibujadas con mucho ingenio, están representadas como esqueletos. Un género gráfico popular y actual por excelencia. Se dice que fue Santiago Hernández quien publicó las primeras “calaveras” litografiadas; según otros, Manuel Manilla es el inventor del género. Éste alcanza su cima artística con José Guadalupe Posada, cuyas numerosas “calaveras” son de sus obras maestras. He aquí la tradición de que surge el nuevo grabado mexicano del siglo XX.

Ha cambiado el estilo, han cambiado los contenidos. Pero estas dos tendencias hacia lo popular y lo actual subsisten; por la Revolución han cobrado mayor energía y profundidad. Se ha dicho que gracias a la Revolución los mexicanos se descubrieron a sí mismos. En este sentido, José Guadalupe Posada (18521913) es uno de los más grandes y geniales precursores de la Revolución mexicana. Sus veinte mil grabados, que

tienen la autenticidad de lo documental, son una verdadera enciclopedia de lo mexicano. Posada fue un artesano. El oficio — el dibujo, la litografía, la xilografía, la impresión— lo aprendió en su ciudad natal, Aguascalientes, en una pequeña imprenta cuyo dueño, Trinidad Pedrozo, era litógrafo y grabador en madera. Trinidad Pedrozo editó un pequeño semanario progresista, El Jicote, cuyo atractivo principal eran las caricaturas litografiadas. La postura oposicionista del periódico provocó en Aguascalientes tanto escándalo, que Pedrozo tuvo que trasladar su taller a

León, Guanajuato, adonde le siguió Posada. En El Jicote aparecieron sus primeros dibujos y caricaturas. En 1888 Posada fue a la capital a probar fortuna. Encontró un empleo de grabador en la editorial de Vanegas Arroyo. Esta editorial, la más grande en su género en México, publicaba literatura barata para las masas: oraciones, historias de santos, descripciones de casos raros, relatos de crímenes espeluznantes, milagros, comentarios, a veces humorísticos, a los acontecimientos del día, corridos y, para el Día de Muertos, las “calaveras”. Pliegos sueltos, hojas volantes en todos los colores del

espectro, por las que la gente pagaba uno o dos centavos. Posada se convierte en una estupenda atracción para la editorial. Resulta el artista ideal para este público, que se siente comprendido por él y que, a su vez, comprende el lenguaje plástico claro, conciso y llano en que él habla. Durante veinticinco años, hasta su muerte acaecida en 1913, aquel infatigable trabajador hace las ilustraciones que Vanegas Arroyo necesita para sus volantes y folletos, hace miles y miles de grabados, en que se halla captado intuitivamente, genialmente, lo que se llama “la opinión pública”.

El rasgo singular en el arte de Posada —singular también dentro de los lindes del arte popular— no es que sus grabados sean descripciones magistrales del mundo de la gente pobre, de los diferentes tipos populares, de las escenas de la vida cotidiana. Lo extraordinario, aquello en que estriba su importancia social, histórico-cultural y

también artística, es que haya logrado mostrarnos ese pequeño mundo tal como lo ven aquellos de que se compone: el hombre en la calle y en la pulquería, la mujer en la cocina, la comadre de los mercados. En esos grabados suyos, de tamaño pequeño, se expresa el pensar y sentir del pueblo. Del pueblo mexicano.

José Guadalupe Posada: Calaveras de los periódicos

Un caso muy parecido es el del dibujante berlinés Heinrich Zille, contemporáneo suyo, como lo fueron Porfirio Díaz y Guillermo II. Observador agudo, tan agudo como Posada, se dedicó durante toda su vida a retratar el inframundo proletario de Berlín, el “quinto estado”, como se le ha designado. “Mi medio”, lo llamaba Zille. Posada no hizo otra cosa. También dibujó “su medio”. Pero no hacemos justicia a Posada si nos ocupamos sólo del aspecto

documental y costumbrista de su obra. Este hombre modesto, a quien durante su vida nadie había considerado artista; que trabajaba en su taller como artesano, un artesano a la antigua, creando obra tras obra sin sospechar siquiera que eran obras de arte, se forjó su propio lenguaje formal, su propio estilo gráfico. Sólo en sus primeros tiempos de León cultiva el grabado en madera, produciendo imaginería, cajetillas de cigarros, etc., en que no se aparta del estilo de la época. En el catálogo de la exposición de Posada en Chicago afirma Fernando Gamboa que “en México el grabado en madera se había

prácticamente abandonado en la segunda mitad del siglo XIX. De las mil planchas originales que se han conservado de la obra de Posada, sólo unas cuantas son de este material. Todas las demás son de la aleación que se usa para los caracteres de imprenta y que es suficientemente suave para trabajarla con la gubia y suficientemente dura para tirar varios miles de copias”.

José Guadalupe Posada: Amor pecaminoso

Pero ni siquiera este procedimiento es bastante rápido para dar abasto al trabajo en la editorial, a la enorme cantidad de volantes que tienen que salir lo más pronto posible, antes de que se haya volatilizado el interés por el caso

espeluznante que acaba de suceder. Posada tiene que renunciar a la gubia, al grabado en el sentido estricto de la palabra, tal como Daumier abandonó la técnica del grabado en madera en favor de la litografía, procedimiento más rápido, cuando en las agitaciones políticas de la Revolución de Julio su colaboración en la revista Caricature le impuso velocidades vertiginosas.

José Guadalupe Posada: Eleuterio Mirafuentes

Posada inventa para su producción express un procedimiento propio. Con una tinta química especial dibuja directamente sobre las planchas de zinc, les da un baño de algún corrosivo, y ya el clisé está listo para la prensa. El punto de partida de Posada son los grabados mexicanos del siglo XIX,

instrumentos de propaganda de la Iglesia y de la agitación política. Su estilo conciso y lapidario, que tiene la energía y monumentalidad del grabado en madera, se inspira sin duda alguna en la imaginería popular. Muchos elementos de sus grabados proceden de allá: el diablo con cuernos, garras y cola, las fauces del infierno que echan llamas, etc. Todo su repertorio de formas y figuras está arraigado en las representaciones del pueblo. Su manera de referir hechos no es jamás mero reportaje; es concentración de lo esencial, simplificación y potenciación de lo esencial con el fin de lograr el más

intenso efecto plástico. Su objetividad corresponde siempre al mundo imaginativo de las masas. Al lado del aspecto social, éste es su aspecto, digamos, poético.

José Guadalupe Posada: Calavera zapatista

Y como conoce el pensar y sentir del pueblo, sabe también que lo que bastaría para la gente culta, la escueta

comunicación del hecho, no basta para el hombre de la clase humilde. El pueblo necesita la emoción para comprender. De ahí parte la expresión artística de Posada. Escoge siempre el momento de la más alta tensión dramática y encuentra la forma que lo convierte en vivencia óptico-sensible. Aprovecha todos los recursos que ofrece el grabado para producir dentro de la superficie, mediante una estupenda distribución de los blancos y negros, movimiento dinámico, contrastes, ritmo, tensión. Contemplemos una vez desde este punto de vista, el de la estructura formal, la Calavera zapatista (fig. p.

253): la vigorosa diagonal del cuerpo equino, que atraviesa vehementemente la superficie, corta la vertical del jinete, trazo de no menor energía estructural, que parte de la punta del pie y llega hasta el sombrero, casi hasta el borde del grabado. Acentúan el movimiento diagonal, a la vez que lo interrumpen, el rifle y las calaveras amontonadas abajo. La masa de la bandera, arriba, equilibra el montón de calaveras abajo a la derecha. No cabe duda de que el efecto elemental del arte de Posada, y precisamente su efecto sobre las multitudes, se debe a esta estructura

artística, que no es producto del azar, sino creación consciente.

Manuel Manilla: Ojos que te ven…

Manuel Manilla: El toro embolado

Cuando Posada consigue, en 1888, su empleo en la editorial de Vanegas Arroyo, Manuel Manilla ya tiene muchos años al servicio de la casa. En 1892 Manilla deja de trabajar, en 1895 muere, aproximadamente a la edad de sesenta años. Se conocen de él algunos

centenares de estampas, grabadas en planchas de una aleación de plomo y zinc. Tan dudoso es que sean suyos todos los que se le atribuyen como es seguro que son de él muchos de los grabados anónimos de la segunda mitad del siglo. Nacido en pleno romanticismo, es romántico porque lo es su época. Pero aunque en gran parte de su amplia producción se queda dentro de lo convencional, un número considerable de sus trabajos se eleva notablemente por encima del nivel contemporáneo. Logra caracterizar con acierto y existen de él algunas estampas asombrosas por su estructura. Entre

ellas figuran sus escenas de toreo y de circo y la hoja que reproducimos, uno de sus mejores grabados (fig. p. siguiente): un joven enamorado, asido de la reja que le cierra el paso hacia la amada. Las masas blancas y negras están enérgicamente contrastadas; su gradación revela una fina sensibilidad. En sus “calaveras”, llenas de ingenio, emplea una escritura artística del todo propia y personal. Cuando Posada empezó a trabajar en la editorial, Manilla, mucho mayor, era para él el gran experto. Lo admiraba, y es muy posible que estampas como la de la escena de amor le hayan enseñado algo.

Manuel Manilla: Escena de amor

En Mérida, Yucatán, vivió Gabriel Gaona (1828-1899), que con el

seudónimo de Picheta —“tomado del vocablo francés Pichet”, según dice Jaime Orosa Díaz en su monografía del artista— creó un gran número de grabados en madera para el semanario satírico-político Don Bullebulle. De quince de estas estampas, que por su finura artística y perfección técnica son todas ellas pequeñas obras maestras, conserva el Museo de Mérida las tablas de madera de zapote. Después de desaparecer la revista, que alcanzó apenas un año de existencia, Picheta fundó una academia de pintura. Pero como ni con su arte ni con la enseñanza de éste pudo ganarse la vida, tuvo que

dedicarse a actividades más lucrativas: construyó una casa, que dedicó al negocio del hospedaje y a la que más tarde agregó una alberca. En 1880 fue designado presidente del Ayuntamiento de Mérida. Es muy poco probable que haya adquirido renombre más allá de Yucatán y aun allí cayó pronto en un olvido absoluto. Hace apenas unos cuantos años lo descubrió Francisco Díaz de León, que lo presentó como lo que era: uno de los más insignes grabadores mexicanos de los tiempos modernos.

Picheta: Monos en actitud y tren de literatos

Leopoldo Méndez: Zapatistas

Picheta, igual en esto a Daumier, puso su talento al servicio de la política. Perteneció en Mérida —ya lo dijimos— al sector oposicionista, al grupo liberal de los “sanjuanistas” que fundó la revista Don Bullebulle como órgano para su lucha política. Los grabados de Picheta son obras de un artista que supo

ver la realidad y supo plasmarla en forma objetiva, con una objetividad que nos excita y conmueve. La actitud de las figuras, sus gestos, la expresión de sus rostros, cada uno de los detalles tiene la fuerza de lo vivido, de lo intensamente observado. La delicadeza y la energía expresiva de sus estampas nos hacen pensar en Gavarni. Picheta es diferente de Posada, que es hijo de una generación posterior. Posada representa a las grandes masas del pueblo; Picheta a la esfera intelectual-burguesa, igual que los grabadores y dibujantes franceses del siglo XIX. Desde este ángulo lo ve todo, hombres, cosas,

condiciones sociales. Viviendo en un rincón del mundo, apartado de los grandes centros artísticos, logró desarrollar una magistral escritura, que constituye uno de los principales valores de su arte.

Francisco Díaz de León: La mujer

En casi todos los estudios sobre el nuevo grabado mexicano se refiere que Jean Charlot, que llegó en 1921 de

Francia a México, trajo un álbum de estampas modernas: un Viacrucis grabado por él en madera de hilo. Estas estampas fueron estímulo y orientación para un buen número de artistas mexicanos que se pusieron a experimentar en la plancha de madera: Fernando Leal, Francisco Díaz de León, Gabriel Fernández Ledesma, Carlos Orozco Romero. Francisco Díaz de León (nacido en 1897) es un enamorado del arte blanco y negro. Es auténtica y fecunda su pasión por todo lo que es estampa, impresión, tipografía y muy especialmente por todo lo que en México se trabaja, logra y crea

en este campo. Un coleccionista cuyas carpetas guardan un material completísimo, el más completo que yo sepa, que abarca todas las ramas del arte del grabado. Existe un ensayo suyo publicado en la revista Arquitectura (1951, núm. 5), en que desarrolla un panorama histórico del grabado moderno en México y que es sumamente instructivo por la indicación exacta de las fechas. Está familiarizado con todas las técnicas gráficas y las domina todas

magistralmente. Un artista arraigado en lo más hondo del oficio y un pedagogo excepcional, que tiene el raro don de enseñar “el arte del oficio”. A este último talento debió que en el año de 1929 obtuviera una plaza de maestro en la Academia de San Carlos, donde transformó radicalmente la enseñanza de las artes gráficas. En 1937 funda la Escuela de Artes del Libro: cursos nocturnos en que se enseñan todos los procedimientos gráficos y todas las ramas de la confección del libro, desde la composición e impresión hasta la encuadernación. Por algún tiempo da clases en esta escuela el checoslovaco

Koloman Sokol, excelente grabador y gran maestro. De las clases del grabado en San Carlos y de la Escuela de Artes del Libro salieron varios grabadores conocidos, entre ellos José Chávez Morado, Isidoro Ocampo, Feliciano Peña, Francisco Gutiérrez, Jesús Escobedo, Abelardo Ávila, Manuel Echauri, Mario Ramírez, Francisco Vázquez, Mariano Paredes, Otto Butterlin y otros.

Gabriel Fernández Ledesma: La puerca con sus cochinitos

En 1921 Alfredo Ramos Martínez fundó la Escuela de Pintura al Aire Libre de Coyoacán, en que la enseñanza del grabado en madera estaba a cargo de Fernando Leal, Charlot y algunos otros. A juzgar por las estampas conservadas,

se intentaba desarrollar un estilo gráfico original y expresivo que partiera de los supuestos del oficio, intento paralelo a las tendencias del grabado en madera europeo.

Fernando Leal: Danza de la “Media luna”

Como podemos

ejemplo considerar

característico un grabado

realizado por Francisco Díaz de León, en el año 1922, intitulado La mujer, (p. 259), uno de los primeros trabajos suyos, que admiro sobre todo por la decisión con que las particularidades del procedimiento han sido aprovechadas para lograr expresividad.

Xavier Guerrero: Emiliano Zapata, 1924

De Gabriel Fernández Ledesma (nacido en 1900) existen de aquella época varias estampas tan interesantes como La de la puerca con sus

cochinitos, (p. 261), un grabado ejemplar, en que el contraste fuerte a la vez que sutil de los blancos y negros revela un extraordinario dominio del medio de expresión. Los grabados en madera de Fernando Leal son de lo mejor que este artista ha creado. La técnica lo estimula; de ella parte su concepción. Por debajo de su dibujo se expresa el fondo con sus manchas y manchitas negras, porciones de madera que en la talla no se han eliminado, que se han dejado en la plancha al parecer por casualidad, pero en realidad con toda intención, a fin de hacer hablar la madera y de lograr así una gracia y

vivacidad de muy particular encanto. Un grabado en madera de este estilo es también El cabaret, del año 1925, de Ramón Alva de la Canal (nacido en 1892). En 1924 Xavier Guerrero (nacido en 1896) hizo una serie de grabados de tamaño grande para el periódico El Machete: estampas vigorosas, de fuerte ímpetu gráfico como se aprecia en Emiliano Zapata (p. 263).

Francisco Díaz de León: De Francisco Castillo Nájera: El gavilán

Se comprende que un grabador tan apasionado como Díaz de León no pueda contentarse a la larga con el grabado en madera de hilo, aunque es el estilo de la época y todos lo cultivan

con entusiasmo, y quizá precisamente por esto: porque todos lo cultivan con entusiasmo. Para él, que sabe jugar soberanamente con todas las posibilidades, es demasiado sencillo. Parece muy natural, pues, que le atraiga sacar de la plancha de madera las delicadas bellezas que sedujeron y seducen al conocedor. El oficio, la vivencia del oficio, se vuelven tentación. Así es que Díaz de León toma de vez en cuando la madera de pie y se pone a tallar pacientemente, con minucioso esmero, con una destreza sencillamente maravillosa y con un profundo deleite. En madera de pie

graba sus viñetas —viñetas cuyo íntimo encanto será difícilmente superado por algún grabador contemporáneo—, como las que adornan el corrido El gavilán (1939) de Francisco Castillo Nájera (p. 264). Él mismo dice que procuró impregnar estos grabados del ambiente de la centuria pasada. Pero ha alcanzado mucho más: mediante la ingeniosa distribución de los blancos y negros ha logrado crear espacio, perspectiva y atmósfera.

Julio Prieto: Ataúdes

Algunos artistas mexicanos lo han seguido por este camino. Habrá que mencionar a Julio Prieto (nacido en 1912), otro que con auténtica pasión de grabador se ha apropiado todas las técnicas gráficas. Existen de él numerosas litografías y grabados en

madera y en metal. Dedicado durante años a una fecunda actividad de ilustrador de libros, topó algún día con su verdadero destino y se convirtió en escenógrafo, en un escenógrafo genial.

Carlos Alvarado Lang: Caballos

Abelardo Ávila: El árbol muerto

Abelardo Ávila: Procesión

Un maestro que se ha mantenido aparte, independiente de todos, independiente también de las corrientes que predominan en la pintura mexicana, es Carlos Alvarado Lang (nacido en 1905). Grabador de asombrosa habilidad, domina igualmente todos los procedimientos gráficos. La palabra domina está empleada aquí con toda intención. En el caso suyo no es la técnica la que determina el estilo de expresión; más bien es la actitud anímica o la visión del grabador la que se refleja en su técnica, aunque por otra parte aprovecha todos los recursos y

posibilidades que le brinda. Lo característico en él es su imaginación genuinamente gráfica, que se deleita en el juego de los blancos y negros. Al contemplar estas estampas se nos comunica algo de la fruición que sintió el maestro al contrastar los valores, al crear, con matices muy delicados, movimiento, profundidad y, digamos, colorido. En las composiciones gráficas de este artista artesano hay que penetrar pausadamente, sosegadamente, hay que verlas con amorosa devoción, lo que por cierto no está en consonancia con una época en que el sosiego y la devoción

por las cosas del espíritu son cada vez más raros.

Otto Butterlin: Madre e hijo

Como ya procuramos demostrarlo contraponiendo una estampa de la Vida de la Virgen con los Jinetes del Apocalipsis, de Durero, el grabado en madera puede ser para el artista un medio muy apropiado para reproducir creaciones plásticas o bien —lo que ilustra el grabado del Apocalipsis— puede ser él mismo creación, creación que brota de la artesanía, de la adaptación del original a los supuestos de lo específicamente gráfico. En este último caso surge un repertorio formal en que las peculiaridades del proceso de trabajo, el grabado y la impresión, e

incluso las limitaciones impuestas por el procedimiento, se hallan cristalizados en valores expresivos singulares y originales. Creación gráfica en tal sentido son los grabados en madera de Abelardo Ávila (nacido en 1907). Con cortes sumamente meditados, tallas finas y finísimas, este artista saca de la plancha contrastes de claridades y oscuridades. Las masas se destacan y compenetran, empujan hacia adelante y vuelven a retroceder, henchidas de una movilidad que no se para en ninguna parte de la superficie. Así crea un ritmo que tiene su origen en la imaginación. Su

arte es artesanía vuelta productiva y visionaria.

Rufino Tamayo: El ángel

Rufino Tamayo (nacido en 1899) recurre sólo rara vez a los procedimientos gráficos. En 1951 terminó una serie de cromolitografías; de 1935 existen de él algunos grabados en madera de hilo, que poseen la calidad característica de toda la obra de este genio creador: el soberano dominio de los medios de expresión.

Enrique Climent: Flautista

Leopoldo Méndez: El gran obstáculo

Otto Butterlin (nacido en 1900, en Colonia, Alemania), pintor de grande y original sensibilidad para los valores plásticos del colorido, es autor de

varios grabados en madera, que se distinguen por la excelencia de un oficio creador y por la expresividad de su estilo. Expresividad expresionista. Expresionismo de buena ley. Enrique Climent (nacido en 1897, en Valencia, España) reunió en un álbum, publicado en 1951, diez grabados policromos en linóleo. “Una vasta síntesis —dice Carlos Mérida en su prefacio— en la que las realidades temáticas están ya transfiguradas en auténticas realidades plásticas.” El artista empleó cuatro planchas de color —en algunos casos hasta más— que trasponen al idioma gráfico la

variedad de una concepción acusadamente pictórica. Estos grabados en linóleo, así como también los cuadros más recientes de Climent, representan un esfuerzo heroico: un pintor sacrifica el trabajo de muchos decenios, todo un pasado artístico, porque ha comprendido que en nuestra época de transición ya no basta un realismo de tipo ilusionista; que el artista creador, íntimamente vinculado a la transformación espiritual que se está operando, debe partir no de la superficie de la realidad, sino de sus honduras. Y logra elaborar un idioma formal adecuado para transmitir la imagen de una nueva realidad, realidad mágica.

Luis Arenal: Lázaro Cárdenas y la reforma agraria. De Estampas de la Revolución mexicana

Alfredo Zalce: La dictadura porfiriana. De Estampas de la Revolución mexicana

Mariano Paredes: El campesino

José Chávez Morado: Calavera contra el pueblo

Introducir en las artes gráficas un contenido popular y hacerlas de nuevo asequibles a amplias masas es la idea en que se inspira el Taller de Gráfica Popular. Otra de sus finalidades es brindar al artista gráfico una oportunidad de poder imprimir sus trabajos él mismo, con lo cual queda asegurada la plena conservación de su idiosincrasia artística. A pesar de sus escasos recursos económicos, el Taller de Gráfica Popular se ha convertido en impulsor de las artes gráficas mexicanas. Estimula constantemente a los artistas reunidos en su seno a

ejecutar trabajos gráficos en que la tendencia a lo popular-didáctico está unida a intenciones legítimamente artísticas. El Taller, que existe desde 1937, se fundó gracias a la iniciativa de Leopoldo Méndez, Pablo O’Higgins y Luis Arenal, a quienes se agregó un gran número de jóvenes grabadores mexicanos: Ignacio Aguirre, Raúl Anguiano, Alberto Beltrán, Ángel Bracho, Fernando Castro Pacheco, Francisco Dosamantes, Jesús Escobedo, Isidoro Ocampo, Antonio Pujol, Everardo Ramírez, Alfredo Zalce y muchos otros. Fuera de los grabados en madera y linóleo, aguafuertes y

litografías, carteles y hojas volantes — estampas que constituyen una contribución esencial de la nueva generación de grabadores mexicanos—, el Taller editó varios libros ilustrados, entre ellos Incidentes melódicos del mundo irracional de Juan de la Cabada, publicado en 1944, un relato poético de tema maya, con cuarenta grabados en madera de Leopoldo Méndez, en parte policromos. Además presenta la producción gráfica de sus miembros en una serie de álbumes: Leopoldo Méndez (En nombre de Cristo, 1939; 23 Grabados, 1943), Raúl Anguiano (Dichos populares, 1939), Ángel

Bracho (Rito de la tribu huichol, 1943), Alfredo Zalce (Estampas de Yucatán, 1945), Isidoro Ocampo (10 grabados en madera, 1947), Jean Charlot (Mexihkanantli, 1947), Everardo Ramírez (Vida en mi barriada, 1948), etc. El Taller pudo contribuir también al desarrollo del cine mexicano, con grabados insertos en las cintas Río escondido, Pueblerina, Memorias de un mexicano, y El robozo de Soledad, un recurso cinematográfico nuevo y original.

Leopoldo Méndez: Lo que no debe venir

Francisco Dosamantes: Ignorancia y fanatismo. De Estampas de la Revolución mexicana

La obra monumental del Taller de Gráfica Popular es la serie Estampas de la Revolución mexicana (1947). Un álbum de ochenta y cinco grabados en

linóleo, cortados por dieciséis miembros del Taller. Un informe gráfico de la Revolución, hecho con el propósito de volver leyenda la historia documental y de contribuir de esta suerte a mantener vivo el entusiasmo con que el pueblo de México había ido a la lucha libertadora. Sobre la forma en que llegó a proyectarse el álbum y sobre el propósito que persigue, se dice en el prefacio lo siguiente: “…decidimos ayudar activamente, por medio del arte gráfico, a nuestro pueblo, en su lucha contra los deformadores y enemigos de la Revolución mexicana y de sus conquistas. Volvimos a estudiar la

última etapa de nuestra historia, recordando los acontecimientos principales de la Revolución mexicana, sus orígenes, sus resultados, sus héroes, sus conquistas, con el fin de hacer revivir en forma ilustrativa la heroica lucha de nuestro pueblo por la Tierra y la Libertad”. Los ochenta y cinco grabados son muy distintos según el temperamento y talento de los artistas, pero todos obedecen a la intención que rige esta empresa común de un organismo colectivo: crear algo que sea útil para la instrucción del pueblo. Esto se subraya en la introducción: “La sencillez de la interpretación gráfica ha

sido una de las principales preocupaciones nuestras, con el objeto de hacerla útil para una enseñanza tanto entre las masas del pueblo como en manos del maestro de escuela”. El estilo corresponde a este propósito. Es conciso, claro, sencillo. El tema es inmediatamente comprensible.

Feliciano Peña: Fuente del Salto del Agua

Alberto Beltrán: Alegoría

Si Posada es el fiel intérprete de las penas y alegrías del pueblo mexicano,

de su alma y espíritu, Leopoldo Méndez es indudablemente su heredero espiritual y artístico. Y lo que Orozco significa como pintor muralista lo significa Méndez en el campo suyo, el de las artes gráficas. Dice Méndez, en su prefacio al pequeño álbum de Posada editado por el Taller de Gráfica Popular (que tiene para el bibliófilo el atractivo especial de que las estampas se tiraron de las planchas originales), que el maestro trabajaba como un relojero: sus trabajos “marcan las horas y los momentos de la vida del pueblo de México… Posada convenció a su pueblo, como es posible convencer a todo pueblo de la tierra,

con su arte de alta calidad técnica e identificado con sus aspiraciones”. Me parece que en estas frases expresa la meta que él mismo persigue: un arte que sea al mismo tiempo mexicano y universal, identificado con las aspiraciones del pueblo y de la más alta calidad técnica y artística. Siqueiros escribió alguna vez: “Méndez es el grabador potencialmente más representativo y valioso del movimiento moderno de las artes plásticas de nuestro país”.

Leopoldo Méndez: De Juan de la Cabada: Incidentes melódicos del mundo irracional

Leopoldo Méndez: Libertad de prensa. De Estampas de la Revolución mexicana

Méndez nació en la ciudad de México, en el año de 1902. Cuando se derrumba la dictadura de Porfirio Díaz, tiene ocho años. A la generación suya ya le toca conservar y defender las conquistas de la Revolución. Posada, valiente luchador contra el porfirismo, había dedicado la mayor parte de su trabajo a los pequeños sucesos del día. Pero entretanto han ocurrido muchas cosas. La humanidad pasó por la primera Guerra Mundial y luego por la segunda. Los mexicanos hicieron su Revolución, conocieron los tremendos sacrificios, las muchas esperanzas y las

muchas decepciones. Es natural que Méndez —hijo de los tiempos que con horror llamamos “nuestra época”—, un temperamento político cuya actitud fundamental es la inconformidad y la rebelión contra toda clase de injusticia, exprese esta actitud suya también en su obra, con toda la fuerza de su poder creador. Ecrasez l’infâme, la consigna de Voltaire, es también la suya. Lo que Goya, en su prefacio a los Caprichos, formula como fin y sentido de su obra de grabador —“estigmatizar los prejuicios consagrados por el tiempo, la hipocresía y la mojigatería”—, es también fin y sentido del arte de Méndez. Es un tomar

partido, no cabe duda. Como Voltaire, como Goya, quiere tomar partido, con toda decisión, con ímpetu de luchador. Schiller, a principios del siglo XIX, en la era del neoclasicismo, todavía pudo exigir que el poeta se elevara “por encima de las almenas del partido”. ¡Romántica ilusión de anteayer, tan romántica como el son del postillón (que tampoco existe ya)! Quien lamenta —y lo lamentan muchos— que un artista genial se encuentre en la barricada, en la trinchera, no debe culparle a él, sino a la época que cavó esas trincheras. Su labor, como la de Voltaire, es labor de

iluminación. Sólo en la oscuridad hace falta iluminar. Méndez es un artista para quien la forma es vivencia; para quien la vivencia de la forma es supuesto y legitimación de todo su crear. Él mismo ha dicho alguna vez: “Enlazo mi obra con la lucha social. Pero como mi principal arma en esta lucha es esta obra mía, la tomo muy en serio y hago todo por ennoblecerla”. Esto es lo que le distingue de tantos artistas de nuestro tiempo, pintores, grabadores, escritores, intachables en cuanto a la sinceridad de su ideología, pero incapaces de

transmutarla creadora.

en

energía

espiritual

Leopoldo Méndez: El rayo

En 1920 Méndez es durante un breve tiempo alumno de la Academia de San

Carlos, evidentemente sin aprender gran cosa. Él mismo, él solo, tiene que forjarse su estilo gráfico y aun su técnica gráfica. Parece que en sus principios se esfuerza seriamente por ajustar a sus grabados en madera y en linóleo —el material preferido por él— el estilo de Posada; existen trabajos suyos de esa época que recuerdan indudablemente al gran precursor. Pero pronto se percata de que ha sido un error este ensayo de aplicar directamente el estilo de Posada; de que habrá de buscar otros rumbos, otra orientación artística, otro modo de representación. Posada todavía podía darse el gusto de narrar, de describir los

sucesos plácidamente, con toda calma —aunque por cierto con una dicción viva y convincente—, de recurrir al detalle sugestivo para caracterizar el ambiente y la atmósfera. Sus estampas tienden a un efecto íntimo. El público a que él se dirigía, aquella gente que gastaba dos o tres centavos por un corrido, después de haber escuchado boquiabierta al tipo que había cantado la escalofriante historia, esos muchos que no sabían leer contemplaban con enorme atención las estampas que les daban una idea plástica de lo escuchado y que para ellos eran una especie de reportaje interesantísimo. Méndez ya no puede

contar con esta actitud. Es cierto que él también quiere narrar, describir hechos, pero son hechos tales que ya no cabe ni la placidez, ni la calma, ni el efecto íntimo. “Canción política, fea canción”, dice Goethe en el Fausto. En sus estampas se denuncian las injusticias, los horrores que han sucedido y los que nos están amenazando y que el día de mañana pueden ser realidad para cada uno de nosotros. Y para él no se trata sólo de narrar. Siente como un deber sacudir las conciencias, luchar contra la indiferencia y apatía del pueblo, volverlo activo y militante. Es indispensable que a este fin contribuya

no sólo el tema, sino también y en primer lugar la expresión formal, que para lograr en las masas un efecto profundo e inmediato debe ser escueta, precisa y agresiva. En comparación con los experimentos artísticos realizados en Europa, con el grabado de Munch, con la pintura de Picasso, su técnica es más bien tradicional. A pesar de ser un temperamento revolucionario, o precisamente por serlo, por sentirse portador de un mensaje para las multitudes, por aspirar al efecto más amplio y universal, se cree obligado a recurrir a una óptica convencional, a una forma accesible a todos, a una

espacialidad comprensible sin más ni más. Es natural que, tratándose de tiradas grandes —por ejemplo de hojas volantes— en que no se puede contar con impresores educados para respetar las peculiaridades de la escritura artística, el grabador esté obligado a renunciar a los efectos sutiles que una impresión a mano puede sacar de la plancha, y a atenerse exclusivamente a lo que la plancha por sí puede ofrecer. Es muy probable que Méndez se haya basado en esta experiencia práctica para desarrollar su estilo gráfico. Un estilo que evita las amplias superficies, peligrosas porque fácilmente producen

un efecto de cartelón; que trabaja con fuertes contrastes de segmentos blancos y negros y suaviza este contraste introduciendo en los negros pequeñas rayas —rayas finas o vigorosas— y pequeñas superficies blancas. Contemplando sus composiciones comprendemos que ese gran artista que es Leopoldo Méndez, poseído por la ambición del artesano magistral, sienta —como él mismo lo dijo alguna vez— la fruición del tallar y grabar, la alegría de la creación gráfica.

1

Las primeras xilografías grabadas en México, “toscamente”, fueron, según Manuel Romero de Terreros (Los grabadores en México durante la época colonial), naipes para las tropas de los conquistadores: recordemos que también en Europa el nuevo invento del grabado en madera se puso en seguida al servicio de la pasión por el juego (véase p. 24). “Se imprimieron —escribe Romero de Terreros— más de nueve mil docenas.” También cita los nombres de dos naiperos: Cristóbal García y Martín de Puyana. Para suprimir este vicio, el virrey D. Luis de Velasco promulgó el 30 de noviembre de 1555 un decreto que prohibió, bajo penas severas, la confección de barajas.

EL ESTAMPADO DE IMÁGENES EN EL MÉXICO ANTIGUO EL ESTAMPADO de imágenes es en México una vieja tradición. Hasta hay razones fundadas para suponer que es una de las más viejas. Las pintaderas, llamadas más comúnmente sellos — pequeños objetos de barro cocido, destinados a reproducir mediante impresión el dibujo grabado en ellos—,

se han encontrado en estratos pertenecientes a las culturas llamadas arcaicas, por ejemplo en Tlatilco, que tuvo su época de florecimiento hace aproximadamente tres mil años; y el hecho de que se hayan hallado y sigan hallando en enormes cantidades por todas las regiones y en las capas correspondientes a todas las épocas del hombre precortesiano es prueba de que la práctica de estampar imágenes estaba ampliamente difundida en el México antiguo.

El procedimiento de imprimir dibujos grabados en una tabla se empleaba desde tiempos inmemoriales en Asia: en China, Caldea, Asiria y Persia. En Europa no se conocía hasta el siglo XIII de nuestra era, cuando empezaron a utilizarse cilindros de madera en el estampado de telas. Podemos suponer con bastante seguridad

que la América precolombina inventó la técnica de la impresión de imágenes independientemente del Viejo Mundo.

Ehécatl. Sello precortesiano

Los sellos conservados son casi todos de barro cocido. Rara vez se encuentran ejemplares de piedra o de hueso. Es probable que también hayan

existido sellos de madera, que al correr de los tiempos fueron destruidos por el clima y el suelo de México. Se empleaban dos tipos de sellos: tablitas cuadradas o rectangulares — planas, cóncavas o convexas—, o bien pequeños cilindros que permitían una impresión en rítmica sucesión. Muchos de los cilindros se hallan perforados en sentido del eje longitudinal, de modo que pasando por ellos un palito o un hueso, se podían manejar como un rollo impresor. Los había también provistos en sus dos extremos de sendas asas. Algunos tenían la forma de un pie, y el dibujo se hallaba grabado en la planta.

Este último dato, interesantísimo, quizá nos aclare el origen del invento. El hombre observaba que, al caminar, sus pies estampaban huellas en el suelo, produciendo una misma forma que se repetía indefinidamente. (En los códices, el signo que corresponde al andar es una serie de pisadas, que indican el camino recorrido desde el punto de partida hasta el fin.) Es posible que este fenómeno le haya sugerido crearse un instrumento que produjera, como el pie, la impresión de una forma. El tamaño de los sellos varía bastante. Los más pequeños, que son planos, miden aproximadamente un centímetro

por lado; el más grande es un cilindro de veintitrés centímetros de diámetro, según indica Jorge Enciso en su libro documental Sellos del antiguo México, en que se hallan reproducidos con amorosa diligencia los dibujos de seiscientos sellos. De esta obra tomamos algunas reproducciones, con el gentil permiso del autor. Los sellos se usaban hasta la llegada de los españoles. Se los encuentra en diferentes regiones de lo que hoy son los Estados Unidos, también en las Antillas y en la América del Sur: en Colombia, el Ecuador y el Brasil.

En el antiguo Imperio maya el procedimiento no estaba muy generalizado, a juzgar por los hallazgos, relativamente escasos, de los sellos. En Yucatán, en cambio, éstos se empleaban con gran frecuencia, pero con probabilidad no hasta la inmigración de los toltecas. El verdadero centro del estampado de imágenes en el México antiguo fue la Meseta Central, donde se han encontrado y siguen encontrando por millares. “Los olmecas y los teotihuacanos, los nahuas y los totonacas fueron quienes más los usaron”, dice Jorge Enciso.

El procedimiento técnico era el siguiente: antes de cocer el barro, se grababa en la superficie del objeto, con un palito o un hueso puntiagudo, un dibujo casi siempre de rayas anchas y de contornos bien definidos. Un magnífico ejemplo es el sello de Azcapotzalco, magnífico también en su calidad artística. Exactamente como en el grabado en madera aparecen en la impresión las partes que se dejan en relieve, mientras que el fondo resulta de las partes eliminadas. Ya entintado el sello, se imprimía con la mano. Los sellos servían a diferentes propósitos. En la cerámica se

empleaban para la decoración de las vasijas de uso diario. Como los dibujos se repetían una y otra vez, los artífices simplificaban el trabajo, imprimiéndolos en la superficie del barro en lugar de pintarlos. Existía un procedimiento análogo para las reproducciones de pequeñas creaciones plásticas: ídolos, fetiches de fecundidad, cabecitas que servían de amuletos (muy abundantes en Teotihuacán) y ornatos en relieve que se colocaban encima de las vasijas. Se confeccionaban moldes, que permitían reproducir cantidades ilimitadas de los objetos respectivos. “La introducción del molde —dice

Vaillant (La civilización azteca1)— condujo a una producción en serie de imágenes, por trabajadores expertos…” Vaillant supone que esta práctica tiene su origen en la Oaxaca zapoteca. Es cierto que los moldes se distinguían de los sellos: el dibujo se hallaba grabado negativamente para aparecer en relieve en los objetos fabricados. Pero el fin era el mismo: la reproducción mecánica de un modelo. Los sellos se aprovechaban también para estampar tejidos y papel. Es posible que parte de los numerosos sellos que muestran representaciones mitológicas estuviera destinada a

imprimirse en papel, cosa imposible de demostrar, puesto que el tiempo destruyó los comprobantes. El papel, como sabemos por la obra de Hans Lenz El papel indígena mexicano, se utilizaba en primer lugar para fines relacionados con la religión y sus ritos: en el conjuro mágico, como decoración de las ofrendas que se hacían en ciertas fiestas, para confeccionar las banderas que se colocaban en los bultos mortuorios y esas otras que recibían las personas destinadas a ser sacrificadas. “Al difunto —escribe Lenz— le colocaban seis pedazos de papel, cada uno con figuras jeroglíficas”: instrucciones para

vencer los obstáculos y dificultades con que tropezaría en su peligroso camino hacia el mundo inferior. Todos estos objetos de papel llevaban dibujos pintados o impresos. Diferentes fuentes de tiempos de la Conquista nos informan sobre otro campo de aplicación de los sellos, la “cosmética”, que explica su gran frecuencia y asimismo la variedad de las representaciones, sorprendente en una manifestación del arte antiguo mexicano, que por lo general se atiene a formas tradicionales: se estampaban dibujos sobre la piel, dibujos que servían de

adorno, de insignia o para identificación. En el México antiguo el atavío de la persona era de la más alta trascendencia. El adorno no sólo se usaba como medio de embellecimiento; era distintivo de la categoría, símbolo del rango social. El tocado, las orejeras, las narigueras, los bezotes, los brazaletes, los adornos de las fajas, todos estos objetos, su forma, su disposición y aun su cantidad caracterizaban al que los llevaba. Hasta los dientes se aprovechaban para poner de relieve la condición de la persona, según demuestran las publicaciones del

doctor Samuel Fastlicht: sin lesionar los nervios, se limaban en forma de grecas, y en algunas regiones, por ejemplo entre los zapotecas y los toltecas, se adornaban con incrustaciones de jade y otras piedras preciosas. Es significativo que en los códices Nuttall, Vindobonensis y Selden, que relatan la vida del príncipe mixteca 8-Venado, esté representada la solemne ceremonia en que le ponen a éste las narigueras. Vemos al sumo sacerdote dedicado a la operación de perforarle el tabique. Esto significa que el momento de adquirir el derecho a llevar este adorno se consideraba uno de los más importantes

en la vida del príncipe, digno de figurar en un documento histórico. También en los Anales de Cuauhtitlán, en la parte que narra la entronización del príncipe chichimeca Tecocohuatzin, se describe con lujo de detalles el adorno que se le puso: “…Le ponían también su hacina de leña y la faja de cuero adobado con que se ceñía la cabeza; y sus orejeras anchas de papel. Llevó a cuestas su tronco de árbol; y le ponían un bezote largo de jarillo, su cadena en derredor del cuadril, su manta delgada de color blanco, sus bragas blancas, su correa de cuero con ruidosos cascabeles y su vara

de zapote. Cada uno de sus cortesanos y capitanes se ataviaba así…”

Sello de Azcapotzalco

Es natural que los objetos de adorno de más valor —plumas de quetzal, oro, jade y otras piedras preciosas— estuvieran reservados a las deidades y a personas del más alto rango. En todas las representaciones de dioses se hallan elaboradas con mucho esmero sus diferentes alhajas: son partes integrantes de su personalidad. Existe una verdadera jerarquía social del adorno.

Quien se ponía una joya que, según su categoría social, no le correspondía era castigado, a veces con la pena de muerte. Entre los aztecas, el joven tenía que adquirir el derecho de llevar ciertos tipos de adorno como premio de gran valentía en la guerra y de la captura de determinado número de prisioneros. A los plebeyos les estaba prohibido llevar ciertas flores preciosas, por ejemplo, la yoloxóchitl. Pero el atavío de la persona no se limitaba a los adornos; no menos importante era la pintura del rostro y del cuerpo. Cada una de las deidades tenía su color específico y su forma

específica de pintarse. En los códices, el rostro de Tezcatlipoca se ve atravesado por rayas amarillas horizontales. También el hombre se pinta ornamentos en la cara, el pecho, los brazos y las piernas, quizá como sustituto de tatuaje. Cuanto más alto es el rango de la persona, tanto más artificioso es su ornato. Entre los seris, que viven en el norte de la República, en la Isla del Tiburón y la costa de Sonora, una de las poquísimas tribus indígenas que se han conservado puras y relativamente incontaminadas por la civilización moderna, las mujeres se pintan todavía

hoy las caras con los más variados dibujos, usando para ello pinceles confeccionados de su propio pelo. En el México antiguo no eran solamente las mujeres las que se pintaban, sino también los hombres, y en primer lugar los hombres de cierta categoría social: los príncipes, los guerreros, etc. “Los afeites —dice Fernando Benítez (La ruta de Hernán Cortés2)— desempeñaban una función distinta de la que desempeñan en nuestros días. No se usaban para acentuar los rasgos del rostro, sino para transformarlo en una máscara llena de sugerencias plásticas.”

Mariposa. Sello precortesiano

Gran parte de las figurillas de barro de la época preclásica, muchas de ellas imágenes de mujeres desnudas, muestran en la cara, en el pecho y en los muslos ornamentos pintados con color rojo. También en el arte tarasco, de realismo tan acusado, son frecuentísimas las

figuritas, sobre todo de mujeres y guerreros, cuyos rostros y cuerpos están cubiertos de dibujos que representan aquel “maquillaje”. Escribe Motolinía: “Las gentes se pintaban para el baile y la guerra. En la mañana del día en que se verificaba un baile iban al mercado pintores y pintoras con pinceles y muchos colores, y pintaban, a los que deseaban bailar, la cara, los brazos, y las piernas, según lo deseaban o la ocasión lo requería”. En los bailes sagrados, que constituían la “ocasión” principal, el número de los participantes era a veces considerable. Dentro del muro de

serpientes del Templo Mayor de Tenochtitlán, donde se celebraban las danzas, cabían 8 600 personas. En el palacio de Moctezuma se ejecutaban, después de las comidas, las danzas llamadas Netoteliztli. Los bailarines, que eran exclusivamente hombres, estaban suntuosamente ataviados, según refiere Sahagún: en las manos llevaban pequeños ramos de rosas, abanicos de plumas o una pluma de oro. Muchos se presentaban adornados con guirnaldas de flores, que despedían deliciosa fragancia. Había quienes ostentaban penachos de plumas o máscaras:

cabezas de águilas, tigres, caimanes y otras fieras. Sahagún pone de relieve que eran “personajes importantes, nobles o grandes señores los que ejecutaban los bailes” y que frecuentemente “su número llegaba a mil, pero por lo menos a cuatrocientos”. Es, pues, perfectamente natural que a los pintores y pintoras que ejercían en el México precortesiano el oficio de “salón de belleza” se les haya ocurrido simplificar su dura labor, imprimiendo los ornatos en vez de pintarlos. En su estudio sobre la greca escalonada, Hermann Beyer comprueba lo siguiente:

“También en la cosmética el ornamento jugaba su papel. Lo encontramos con frecuencia y en diferentes variantes en sellos de barro que servían a las damas mexicanas para imprimir con color rojo en las caras, antes embijadas con color amarillo,3 sus motivos de líneas realzadas”. Y agrega: “La más rápida de las toilettes”. En Tlatilco se han encontrado algunos sellos en forma de cilindros huecos, cuyas grandes dimensiones — miden más de 20 centímetros de diámetro— excluyen el que se hayan utilizado para pintar la piel humana. Es improbable que en aquellos tiempos ya

se conociera el estampado de tejidos. Se supone, y es muy probable, que esos sellos, que llevan grabados animales y sobre todo aves, por ejemplo patos silvestres, desempeñaban un papel importante en el ritual de la caza: se estampaban en los lindes del cazadero, para encerrar a los animales dentro de un recinto mágico del que no podrían escapar, y convertirlos, inevitablemente, en presa del cazador. Es posible que los sellos se hayan usado también para fines oficiales. En algunos, por ejemplo en el de Azcapotzalco, hay jeroglíficos de nombres de lugares. No se puede

afirmar que se hayan puesto también al pie de los documentos oficiales, pues no se conservan documentos oficiales de tiempos precolombinos, con excepción de las listas de tributo de la época de Moctezuma, reproducidas en el Códice Mendoza. Pero existe de los años de la Conquista un documento que atestigua el empleo oficial de los sellos. “En el famoso lienzo de Tlaxcala —escribe Luis Alberto Acuña— está representada la embajada que envió Hernán Cortés ante el senado tlaxcalteca en solicitud de permiso para pasar hacia Tenochtitlán; allí el sello que acredita la autenticidad de la solicitud no aparece estampado

sobre el pliego, sino en la mejilla del indio emisario de la entrega.” Los grabados en los sellos son una manifestación particularmente fascinante del arte antiguo mexicano. Toda la fantasía, toda la prodigiosa destreza de los pueblos precortesianos se hacen patentes en esos pequeños productos cerámicos. Mientras que en la época preclásica predominan dibujos geométricos, aparecen más tarde estilizaciones sorprendentes, grandiosas, de todo lo que llenaba el mundo imaginativo del indígena: flores, frutas, animales, calaveras, seres mitológicos. Junto al gran arte, de carácter sagrado,

un arte menor, en que se despliega libre e ingeniosamente el poder creador del indio americano. En los sellos, el procedimiento de la estampación de imágenes ya está por completo desarrollado; con el invento de la prensa y la plancha de madera imprimible, se convierte en grabado en madera.

1

Fondo de Cultura Económica, 4ª ed., México,

1965. 2

Fondo de Cultura Económica, 2ª ed., México,

1958. 3

El color amarillo era el distintivo de la mujer casada.

ÍNDICE DE ILUSTRACIONES [Se indica con un asterisco los grabados agregados especialmente a la parte final del primer capítulo de la edición alemana.]

San Cristóbal (según un grabado de mediados del siglo XIV). Frontispicio. Nuremberg, Museo Germánico

Naipes (alrededor de 1400) Según un ejemplar conservado en el Museo Británico, Londres

Planetario Londres, Museo Británico

Piedad (alrededor de 1440) Colección del príncipe de OettingenWallerstein, Maihingen. De W. L. Schreiber, Manuel de l’tamateur de la gravure sur bois.

De una edición xilográfica de la Biblia pauperum, Noerdlingen, 1470 De una edición xilográfica de la Biblia pauperum (siglo XV) Juicio Final. De una edición del Symbolum apostolicum (segundo cuarto del siglo XV)

El Anticristo entregándose a la Lujuria en la ciudad de Bethseda. De una edición xilográfica del Enndchrist (siglo XV) De una edición xilográfica del Apocalipsis de San Juan (siglo XV) De una edición xilográfica del Apocalipsis de San Juan (siglo XV) De una edición xilográfica del Apocalipsis de San Juan (siglo XV) El bautismo de drusiana. Miniatura Berlín, Gabinete de Estampas

San Jorge (fines del siglo XIV) San Jerónimo (principios del siglo XV) Berlín, Gabinete de Estampas

Cristo como buen pastor (alrededor de 1450) De una edición xilográfica del De generatione Christi (segunda mitad del siglo XV) Dios casando a Adán y Eva. De Spiegel menschlicher Behaltnis. Basilea, Bernhard Richel, 1476 De una edición xilográfica de la Fabel von kranken Loewen [“Fábula del león enfermo”] (alrededor de 1460) Heidelberg, Biblioteca de la Universidad

De las serpientes y otros animales ponzoñosos. De Das Buch von Ordnung der Gesundheit [“Libro de

las reglas de la salud”]. Augsburgo, Joh. Bämler, 1475 Destrucción de la ciudad de Tiro. De Eusebins, Buch vom grossen Alexander [“Libro de Alejandro Magno”]. Estrasburgo, M. Schott, 1488 Del libro xilográfico Ars moriendi (primera mitad del siglo XV) De una edición xilográfica del Canticum Canticorum (alrededor de 1465) El décimo mandamiento. De Der Seelenhort. Augsburgo, Anton Sorg, 1478 Eva y la serpiente. De Spiegel menschlicher Behaltnis. Espira,

Peter Drach (alrededor de 1480) Humildad. De Das Buch von den sieben Todsünden und den sieben Tugenden [“Libro de los siete pecados mortales y las siete virtudes”]. Augsburgo, Johann Bämler, 1474 De Spiegel menschlicher Behaltnis. Basilea, Bernhard Richel, 1476 Representación de los árboles en diferentes ejemplares de la Biblia pauperum Fábula del león y el ratón. De El libro y la vida del muy famoso autor de fábulas Esopo. Ulm, Joh. Zainer, 1475

Calendario (alrededor de 1470) De Deutsche Uebersetzung des Eunuchus des Terentius [“Traducción alemana del Eunuco de Terencio”]. Ulm, Conrad Dinkmuth, 1486 De Speculum humanae salvationis. Lyon, 1488 Madona. Escuela veneciana (siglo XV) Berlín, Gabinete de Estampas

Doña Venus y el enamorado (alrededor de 1486) De Ritter von Turn [“Caballero de Turn”]. Basilea, Michael Furter, 1493

Una perra salvaje amamantando al niño (París). De History von Troya. Estrasburgo, Joh. Knoblauch Santa Margarita. De Heiligenleben [“Vidas de santos”]. Nuremberg, Anton Koburger, 1488 San Buccio. De Heiligenleben [“Vidas de santos”]. Nuremberg, Anton Koburger, 1488 Evangelio según san Juan. De una edición xilográfica del Ars memorandi (principios del siglo XV) Evangelio según San Mateo. De Rationarium Evangelistarum. Edición de 1510

Conservado en el Museo Germánico de Nuremberg

Evangelio según san Mateo. De una edición xilográfica del Ars memorandi (principios del siglo XV) De Thomas Murner: Lógica memorativa. Estrasburgo, Joh. Grüninger, 1508 Eva y la serpiente. De Speculum humanae salvationis. Augsburgo, Günther Zainer, 1470 Perseo. De Boccaccio: Von berühmten Frauen [“De mujeres célebres”], versión alemana de Heinr. Steinhoewel. Augsburgo, Anton Sorg, 1479

De Boccaccio: Von berühmten Frauen [“De mujeres célebres”], versión alemana de Heinr. Steinhoewel. Ulm, Joh. Zainer, 1473 Del Buch der Weisheit der alhen Meister [“Libro de la sabiduría de los viejos maestros”]. Ulm, Leonhard Holl, 1483 De Die schöne Melusine [“La bella Melusina”]. Amberes, Gevaert Leu, 1491 Sitio de una fortaleza. De la Crónica de Suabia de Thomas Lirar. Ulm, Conrad Dinkmuth, 1486 De Ratdold: Cronica hungariae, 1488

El pecado original y la expulsión del Paraíso. De la Biblia de Colonia. Colonia, Bartholomäus von Unkel [?] (alrededor de 1479) El ángel matando al rey Senaquerib. De la Biblia de Nuremberg. Nuremberg, Anton Koburger, 1483 La cena pascual. De la Biblia de Lubeck. Lubeck, Stephan Arndes, 1494 Caín matando a Abel. De la Biblia de Lubeck, Lubock, Stephan Arndes, 1494 Del Eunuco de Terencio. Estrasburgo, Joh. Grüninger. 1496

Erhard Reuwich: Sarracenos. De Bernhard von Breidenbach: Reise nach dem heiligen Land [“Viaje a Tierra Santa”]. Maguncia, 1486 Construcción del Arca de Noé. De Hartmann Schedel, Weltchronik [“Crónica Mundial”]. Nuremberg, Anton Koburger, 1493 De Hartmann Schedel: Weltchronik [Crónica Mundial”]. Nuremberg, Anton Koburger, 1493 La última cena. De Der Schatzbehalter. Nuremberg, Anton Koburger, 1491 De Sebastián Brant: Narrenschiff [“El barco de los locos”]. Basilea, Johannes Bergmann von Olpe, 1494

Títiro y Melibeo. De una edición de Virgilio hecha por Sebastián Brant. Estrasburgo, Joh. Grüninger, 1502 La rueda de la fortuna y los siete planetas. Nuremberg, 1489 De Velturio: De re militari. Verona, 1472 Fábula del capón y del azor. De una edición de Esopo hecha por Tuppo. Nápoles, 1485 Polifilo durmiendo en el linde del bosque. De Hypnerotomachia Poliphili. Venecia, Aldus Manutius, 1499 Juan Holbein el Joven: De Ilustraciones del Antiguo Testamento, 1538

Jörg Breu el Joven: San Cristóbal Hans Scheifelin: El evangelista san Lucas. Des Das Lutherische Neue Testament [“Nuevo Testamento luterano”]. Augsburgo, Hans Schoensperger el Joven, 1523 Lucas Cranach: Vista de la ciudad de Wittenberg La vanidad del mundo. Grabado en madera francés del siglo XVI Alberto Durero: Los jinetes apocalípticos. Del Apocalipsis, 1498 Alberto Durero: Visita de la Virgen al templo. De Marienleben [“Vida de la Virgen”], 1511

Lucas Cranach: El Paraíso, 1509 Hans Burgkmair: Un camello de Triumphzug des Kaiser Max [“Marcha triunfal del emperador Maximiliano”] Maestro HWG: San Juan en Patmos Michael Ostendorfer: Lansquenetes alemanes marchando contra los turcos Albrecht Altdorfer: La Sagrada Familia junto a la fuente Hans Baldung Grien: Caballos Nicolás Manuel, llamado Deutsch: Una de las vírgenes locas Georg Pencz: El planeta Marte

Pieter Breughel el Viejo: Danza de carnaval Virgil Solis: Viñeta de las Fábulas de Esopo. Francfort, 1560 Tobías Stimmer: Retrato del conde Otto Enrique von Schwarzenburg Giuseppe Scolari: San Jorge. Vicenza (alrededor de 1580) Berlín, Gabinete de Estampas

P. P. Rubens: Sileno ebrio. Grabado por Cristóbal Jegher Cometas. En ocasión de la aparición de un cometa, observado en Moscú en 1788. De F. F. Archenhold, Alte Kometen-Einblattdrucke

Grabado de un cartel para anunciar la feria de Francfort, 1758 Jean Michel Papillon: De Traité historique et pratique de la gravure sur bois, París, 1766 Thomas Bewick: La zorra de Select fables, 1784 Alfred Rethel: La muerte como amiga. Grabado final de la Danza de la muerte de 1848 Honoré Daumier: En la taberna. De La grande ville, 1842 Gustave Doré: Viñeta de Histoire de la Sainte Russie, 1854 Adolph Menzel: La biblioteca de Sanssouci. De la Historia de

Federico el Grande, de Kugler Indra. Atribuido al sacerdote budista Nichiren (1222-1282) Moronobu: De El libro de los ermitaños singulares, 1689 Moronobu: De Cantares de los 36 poetas, 1696 Paul Gauguin: De Le sourire Paul Gauguin: De Le sourire Edvard Munch: Los amantes Edvard Munch: Escena mortuoria Edvard Munch: Autorretrato, 1910 * Edvard Munch: Hombre primordial Emil Nolde: Adolescente Emil Nolde: Jestri

Karl Schmidt-Rottluff: Cristo, María y Marta Karl Schmidt-Rottluff: El santo Erich Heckel: Paisaje primaveral Erich Heckel: Pareja, 1910 * E. L. Kirchner: Campesino de los Alpes bávaros E. L. Kirchner: Retrato del director de orquesta Otto Klemperer * E. L. Kirchner: Bailarina Christian Rohlfs: El fumador Christian Rohlfs: El preso Heinrich Campendonk: Hombre sentado * Käthe Kollwitz: Autorretrato. De Die Schaffenden, 1931

Max Pechstein Muchacha frente al espejo, 1922 Franz Marc: La pastora * Franz Marc: Tigre * Ernst Barlach: De Die Wandlungen Gottes [“Las metamorfosis de Dios”] Colección Museo de Arte Moderno, Nueva York

*Ernst Barlach: Tempestad * Raoul Dufy: De Guillaume Apollinaire, Le bestiaire, París, La Sirène, 1919 * André Dérain: De Max Jacob, Les œuvres burlesques et mystiques de

Frère Matorel, mort au couvent, París, Henry Kahnweiler, 1912 * Aristide Maillol: De Longo, Daphnis et Chloë, París, Gonin, 1936 * Aristide Maillol: De Virgilio Eclogae et georgicae. Leipzig, Insel-Verlag, 1926 * Maurice de Vlaminck: El puente * Maurice de Vlaminck: De Communications. París, Galerie Simon, 1921 * Raoul Dufy: La pesca. Colección Museo de Arte Moderno, Nueva York * Henry Matisse: El toro. De Henry de Montherlant, Pasiphaé. París,

Fabiani, 1944 * Max Ernst: El chaleco * Pablo Picasso: De Balzac, Le chefd’œuvre inconnu, París, Vollard, 1931 * Pablo Picasso: Cabeza de mujer. Grabado en 1906, impreso en 1933 * Fernand Léger: De André Malraux, Lunes en papier, París, Galerie Simon, 1921 * Jean Arp: De Dreams and projects, Nueva York, Valentin * Edgard Tytgat: La carreta. De F. Timmermanns, The triptych of the three kings, Nueva York, McFarlane, Warde, McFarlane, 1936

* Frans Masereel: De Charles de Coster, Die Geschichte von Till Eulenspiegel, Munich, Wolff, 1926 * Gustav Wolff: Ulises y Circe * Ewald Mataré: Vacas * Otto Pankok: El gallo * Gerhard Marcks: La promesa (Noé) * Gerhard Marcks: Cuentos del río Saale * Josef Scharl: Flores en un florero * Margret Bilger: El Llanto de Ana * Lyonel Feininger: Naturaleza muerta, 1937 * Louis Schanker: Circle image Courtesy International Graphic Society, Nueva York

José Guadalupe Posada: El jarabe de ultratumba José Guadalupe Posada: Balada del fin del mundo Picheta: Lolita y Panchito José Guadalupe Posada: Pleito en la vecindad José Guadalupe Posada: Calaveras de los periódicos José Guadalupe Posada: Amor pecaminoso José Guadalupe Posada: Eleuterio Mirafuentes José Guadalupe Posada: Calavera zapatista Manuel Manilla: Ojos que te ven

Manuel Manilla: El toro embolado Manuel Manilla: Escena de amor Picheta: Monos en actitud y tren de literatos Leopoldo Méndez: Zapatistas Francisco Díaz de León: La mujer Gabriel Fernández Ledesma: La puerca con sus cochinitos Fernando Leal: Danza de la “Media luna” Xavier Guerrero: Emiliano Zapata, 1924 Francisco Díaz de León: De Francisco Castillo Nájera, El gavilán Julio Prieto: Ataúdes Carlos Alvarado Lang: Caballos Abelardo Ávila: El árbol muerto

Abelardo Ávila: Procesión Otto Butterlin: Madre e hijo Rufino Tamayo: El ángel Enrique Climent: Flautista Leopoldo Méndez: El gran obstáculo Luis Arenal: Lázaro Cárdenas y la reforma agraria. De Estampas de la Revolución mexicana Alfredo Zalce: La dictadura porfiriana. De Estampas de la Revolución mexicana Mariano Paredes: El campesino José Chávez Morado: Calavera contra el pueblo Leopoldo Méndez: Lo que no debe venir

Francisco Dosamantes: Ignorancia y fanatismo. De Estampas de la Revolución mexicana Feliciano Peña: Fuente del Salto del Agua Alberto Beltrán: Alegoría Leopoldo Méndez: De Juan de la Cabada: Incidentes melódicos del mundo irracional Leopoldo Méndez: Libertad de prensa. De Estampas de la Revolución mexicana Leopoldo Méndez: El rayo Ehécatl. Sello precortesiano Sello de Azcapotzalco

Mariposa. Sello precortesiano. De Jorge Enciso, Sellos del antiguo México

ÍNDICE DE CAPITULARES Y VIÑETAS José Guadalupe Posada: Calavera: Huyen ante la muerte Capitular S. De Boccaccio: Von berühmten Frauen [“De mujeres célebres”]. Versión alemana de Heinr. Steinhoewel. Ulm, Joh. Zainer, 1473 Viñeta. Nuremberg, Museo Germánico (alrededor de 1400)

Capitular F. De Un alfabeto humano, 1464 Viñeta. Del libro xilográfico Vita et Passio Domini cum orationibus Capitular S. De Boccaccio Von berühmten Frauen. Ulm, Joh. Zainer, 1473 Capitular D. De Rudimenta novitiorum. Lubeck, Lucas Brandis, 1475 Capitular A. De Hohenwang y Pflantzmann, Augsburgo Ángeles con trompas anunciando la Resurrección (alrededor de 1460) Capitular O. De una edición xilográfica del Ars memorandi

Jonás y la ballena. De Spiegel menschlicher Behaltnis. Espira, Peter Drach (alrededor de 1480) San Germano. De Vidas de santos. Augsburgo, Johannes Bämler, 1475 Capitular V. De Keller, Augsburgo El caballo de Troya. De History von Troya. Estrasburgo, Joh. Knoblauch Viñeta con escudo. Erhard Reuwich: De Bernhard von Breidenbach: Reise nach dem heiligen Land [“Viaje a Tierra Santa”]. Maguncia, 1486 Capitular E. De E. Ratdold. Venecia, 1476 Lucas Cranach: Firma (detalle de Venus y Amor)

Capitular D. De la cuarta Biblia Alemana de Frisner y Sensenschmidt, Nuremberg Juan Holbein el Joven: La muerte y el anciano, 1538 Capitular Q. Jean Michel Papillon. De Traité historique et pratique de la gravure sur bois, París, 1766 Capitular D. Honoré Daumier: El disgusto cotidiano. De La fisiología de la conserja, 1841 Adolph Menzel: Viñeta de la Historia de Federico el Grande, de Kugler Viñeta. Moronobu: De Cien cantares de guerreros Capitular J. De Karl Schmidt-Rottluff

* Paul Gauguin: El crucificado Capitular L. André Derain. De Guillaume Apollinaire: Enchanteur pourrissant Viñeta. André Derain. De René Dalize: Ballade du pauvre Macchabé mul enterré Lyonel Feininger: Pequeña casa forestal José Guadalupe Posada: Calavera con vaso de cerveza José Guadalupe Posada: Hiena, la mujer conquistadora José Guadalupe Posada: Mujeres José Guadalupe Posada: India con niño en la espalda

José Guadalupe Posada: Dos hombres con jaula Francisco Díaz de León: Árbol. Viñeta Isidoro Ocampo: Viñeta Calavera. Sello precortesiano. De Jorge Enciso. Sellos del antiguo México Sello precortesiano. De Jorge Enciso. Sellos del antiguo México

ÍNDICE GENERAL Prefacio La evolución del grabado en madera desde el siglo XIV hasta el siglo XX

El nuevo grabado en madera mexicano El estampado de imágenes en el México antiguo Índice de ilustraciones

Índice de capitulares y viñetas

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