El Garante Libro

July 10, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Críticas de Prensa de

E L GARANTE

“Una novela de suspenso inteligente y osada... un entretenimiento diabólicamente diabólicamente placentero... el don de los autores por la ironía y el relato agudo mantienen la diversión y un ritmo vertiginoso”. PUBLISHERS HERS WEEKL WEEKLYY - USA (la revista Nro. 1 del mundo editorial de libros) ––PUBLIS “ Un Un relato inquietante pero ameno, atrapante pero relajado, sórdido pero para ser 

disfrutado; El garante propone un demoledor juego de intriga y tensión”. –Luis Hermida, Diario CLARIN

“U na na obra de suspenso, intriga y acción, muy ágil y eficaz”. –Juan Tejedor, Diario CLARIN

“El Garante es ya todo un hito en la ficción argentina, una historia que desde su primera  encarnación como miniserie televisiva en la década de los '90 hasta su reciente novelización en inglés y luego en castellano, no ha hecho mas que convertirse en casi un objeto de culto. Y no es para menos. El Garante es una historia que atrapa, que moviliza, que deja huella. La  lucha psicológica que sin tregua sostienen Martin Mondragon y Joe Sagasti, los dos principales   protagonistas, es un tour de force donde irremediablemente el lector se sentirá identificado con uno u otro bando. O con los dos al mismo tiempo... Porque ese quizás sea el mayor logro de la novela de Alex Ferrara y José Levy: confundir al  lector, hacer que se vea inmerso en una oscura y densa “niebla” donde el bien y el mal no son claramente distinguibles y donde es posible “sentir” el sufrimiento interior de todos los   personajes involucrados. involucrados. Pero, Pero, a no confundirse, El Garante Garante es una novela ágil, atractiva, atractiva, atrapante y muy bien narrada, que se lee de un tirón. Lo que han sabido hacer los autores es   jugar con las personalidades de los dos protagonistas, de manera tal que puedan ir  modificándose las impresiones que tenemos de los mismos. En definitiva, la historia es un constante juego del gato y el ratón, un ir y venir de sensaciones   y conceptos la culpa, responsabilidad los lazos familiares,  Mondragon  Mondr agoncomo y Sagasti para la terminar tomandoyforma en cada lector.que trasciende a  lector. Los amantes del buen suspenso y del terror psicológico inteligente disfrutarán enormemente esta  novela, que no escatima en golpes de efecto cuando los necesita, pero que no subestima al lector  en ningún momento, algo poco habitual en gran parte de la narrativa moderna, lo cual  también es de agradecer. El Garante ha traspado las fronteras de origen, tanto en formato como en idioma, y seguramente no será la última vez que oiremos hablar de la misma, gracias a  Dios (o al Diablo)”. –Ricardo Ruiz, Editor de www.STEPHE  www.STEPHEN N KING.co K ING.com.ar m.ar  (Revista Insomnia) “Un excelente relato que gana en suspenso página a página deleitando a los lectores ávidos de  buenas LaLos intriga y la del adrenalina a medida que avanza el relato de thriller historias. psicológico. amantes suspensoaumentan se sorprenderán felizmente de encontrarse coneste  esta  historia que tan bien parado deja al género”. –Carolina Sirio Fernández Fernández,, Revista LA MAGA - Literatura 

 

“Más allá de la cadena de siniestros acontecimientos y del vértigo creciente  de la historia, desde la poderosa seducción de Sagasti se nos plantea otra  trama, acaso más inquietante desde el momento en que nos involucra como inconfesables simpatizantes del mal que él encarna. Desde la oscuridad del  medioevo nos llega su temblorosa risa para poner en duda la ontología  exitosa del hombre moderno. Pensar que el triunfo de Mondragon es  definitivo un acto cerrar de mezquindad nuestra parte, unaque insincera  tregua que sería nos permite el libro conde una tranquilidad no nos  merecemos”. – Ricardo Romero, Revista Literaria OLIVERIO

“Best seller... Con más de una perla”. – Diario LA PRENSA 

“...espeluznante historia de suspenso psicológico...”. – Diario EL CRONIST CRONISTA  A 

“La a cada de los tal manera quepor el  la  lectornovela puedeprofundiza creer un poco más uno en que estapersonajes historia esdeposible. ...gana  proo fu  pr funn di dida dadd de s u t ra rama ma y pe pers rsoo na najj es es.. Me e nc ncaa nt ntóó y c au autt iv ivóó nu nuee va vame ment nte” e” . – Lito Cruz

“Atrapante desde su primer página, tiene un ritmo vertiginoso, que no nos   perr mi  pe mitt e so soll t ar arll a ha haststaa lllleg egaa r a l fifina nall , c a si sisinn a liliee nt nto, o, de la ma mann o de pe pers rsoonajes entrañables y maravillosamente bien delineados”. –Diario del Viajero

 ¡ ¡Re Recc om omee nd ndad adoo de la se sem m an ana! a! “E “Ell Ga Gara rant ntee p er ertt e ne necc e a un n ue uevo vo y pu pujj a nt nte  e   gé  g nero ne ro lilitPODER  t er eraa ri rio. o... . de dele leit itaa a l le lecc t or c on t o da l a r iq iquu ez ezaa d e la le leng nguu a e sc scri ritt a”. – éRevista “El Garante conserva las virtudes en cuanto a ritmo y tensión propias de los  best sellers...”. – Revista ELLE

“...la voluntad y el esfuerzo hacen que el talento brille y cobre su real valor... Quien lee los tres primeros capítulos difícilmente pueda cerrarlo”. – Diario Crónica 

“...la transformación de un éxito televisivo en un best seller...”. seller...”. –Socorro Estrada, Cultura Ñ del diario CLARÍN

(las críticas continúan en la última página del libro)

 

(Collateral Man)

 

garante: (del antiguo alto alemán: werenio) adj. que da garantía, asegurando o protegiendo contra algún riesgo o necesidad. Ú.t.c.sust. común en Argentina:  fiador, avalista de un contrato, quien debe pagar en caso de que el firmante principal no lo hiciera. Ú.t.c.sust. común en el  Infierno: persona Infierno:  persona designada por el firmante de un pacto con el demonio, que garantiza la entrega de su alma en caso de incumplimiento de la obligación por parte del firmante. fiador,ra: persona que fía a otra para la seguridad de aquello a que está obligada. garante, avalista. avalista: persona que garantiza, por medio de su firma al pie de una letra u otro documento de crédito, su pago en caso de no efectuarloresponder la personadeprincipalmente obligada  a él. fiador, garante.

 

Pagina 5

(Collateral Man)

 Alex Ferrara Ferrara & José Levy 

 

Título de novelización original: Collateral Man Título de versiones en español: El Garante , El Fiador   Autores de la versión literaria original en inglés: Alex Ferrara y José M. Levy  Edición: Candy Davis Traducción al español: Alex Ferrara  Edición: Carlos Gamerro For orma mato to:: 15 15,5 ,5 x 23 cm cm Cantidad de páginas: 336 Editado por Gráfica Andina S.A. ISBN 987-43-6562-5 Copyright © José M. Levy 2003. Hecho el depósito que marca la ley. Reservados todos los derechos de autor. Quedan prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright , bajo lasdesanciones pormedio las leyes, la reproducción total o parcial esta obraestablecidas por cualquier o procedimiento, mecánico o electrónico, y con cualquier destino, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos, salvo por periodistas o críticos especializados, quienes podrán utilizar breves párrafos en su artículo o nota periodística. Los personajes, eventos y sucesos de este libro son pura ficción. Cualquier similitud con hechos o personas reales, vivos o muertos, es mera coincidencia, sin intención alguna de los autores. Diseño de tapa y logo: Frank Sozzani Fotos: Fernando Venegas y José Levy  PR, prensa, solicitud de reimpresiones y autorizaciones: [email protected] Para más información, foros y comentarios, ingrese a: www.elgarante.com Primera impresión realizada en noviembre de 2003. Segunda edición realizada en marzo de 2004. Tercera edición realizada en enero de 2005. Sociedad Impresora Americana S.A.I.C. Lavardén 157, Ciudad Autónoma de Buenos Aires  Argentina. Distribuyee en Argentina: LGT S.R.L. Distribuy Esta novela es una libre El sobre obra original de Sebastián Borensztein. Borensztein. Basada en versión la miniserie Garante, con guiones escritos por Marcelo Slavich, Walter Slavich y Sebastián Borensztein.

 

Dedicamos este libro a nuestros respectivos hijos:  A Marina y Julieta, las hijas de Alex.  A Jésica, Julián y Joelle, los hijos de José. Ellos pertenecen a la nueva generación de héroes que tendrá que encontrar un modo para  preservar sus almas en un mundo cada vez más difícil.

 

Prólogo

Martin saltó de la cama y salió corriendo detrás de su hermanita Chrissie, que le había robado un puñado de piezas del más grande de sus rompecabezas y escapaba riendo hacia el jardín. Chrissie tenía cuatro años y  siempre hacía lo que quería, pero cuando la acorralaba en la escalera para obligarla a pedir perdón, se echaba a llorar detrás de la falda de mamá. Martin odiaba que ella usara el llanto para evitar el castigo. Hacía tres días que Martin estaba en cama con fiebre, y mamá había  dicho que para cuando terminara de armar el rompecabezas, estaría curado. Ya casi había acabado, y ahora su maldita hermana lo arruinaría  todo. Quería comérsela viva. —¡Devuélvemelas! ¡Mamá! —gritó Martin mientras corría tras ella—. ¡Te voy a matar, Chrissie! Una vez en el jardín, pensó que, de una manera u otra, el jardinero nuevo que estaba reemplazando al viejo Tim los detendría, pero el tipo siguió podando la cerca y observándolos sin decir una palabra. Si la mocosa lograba llegar al otro lado de la piscina, no la alcanzaría jamás. La  gripe había ablandado sus piernas como si fueran de arcilla, y la fuerza  del sol le lastimaba los ojos. —¡Ya vas a ver! —le advirtió Martin. Luego alzó su brazo como Toro Sentado, el cacique Sioux, y lanzó un grito de guerra que lo hizo toser. El gusto horrible del jarabe para la tos le volvió a la boca. Chrissie se rió de él y golpeteó la mano contra la boca para lanzar su propio desafío. Luego giró sobre sus talones y se arrojó como un bólido hacia el territorio prohibido de la piscina. Ella sabía bien que no podían entrar ahí si no había un adulto cerca. El tonto del jardinero había dejado el grifo abierto, y el agua de la  1

 

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manguera se esparcía con velocidad sobre las lajas. Martin se detuvo cuando sus pies sintieron la superficie resbaladiza. Advirtió que el hombre los observaba con sus ojos oscuros. —¡Basta, Chrissie! —¡No! —gritó ella, saltando entre los charcos brillantes. Debía recuperar las piezas de su rompecabezas como fuera. El cabello largo de Chrissie se balanceaba de arriba abajo, y justo cuando estaba a punto de agarrárselo, Martin resbaló y tuvo que esforzarse por recuperar el equilibrio. Ella trastabilló y volvió a ponerse de pie, pero un nuevo resbalón la obligó a extender los brazos y lanzar las piezas del juego por el aire. Flotaron por un instante contra la luz hiriente del sol, y luego se fueron fueron derrumbando derrumbando sobre la cabeza cabeza de Chrissie Chrissie mientras ella caía hacia la piscina, sacudiéndose como un muñeco enloquecido. —¡Agárralas! ¡Rápido! —Martin le gritó. Chrissie se hundía y volvía a  emerger, golpeando el agua con los puños. —¡Así no! ¡Abre las manos! —le ordenó. Cuando Martin escuchó el grito ahogado de su hermana, su propia garganta se cerró. Chrissie seguía pataleando, boqueando e intentando aferrarse al agua. —¡Nada, Chris! —exclamó—. ¡Sal del agua, o mamá nos va a matar! Martin miró hacia la cerca donde el jardinero nuevo había estado trabajando hacía sólo un segundo, pero el hombre ya no estaba ahí. Se arrodilló al lado del agua y extendió la mano, pero Chrissie estaba demasiado lejos. Arriba y abajo. Parecía una boyita con un bagre enganchado al anzuelo. Vio el rastrillo del jardinero contra la cerca. Tómalo. Tiéndeselo. Pero el palo estaba roto. Apretó los dientes y un dolor ardiente le subió hasta la coronilla. ¿Dónde se había metido el jardinero?  El corazón de Martin latía con fuerza. Sentía tanto miedo como en su sueño del hombre grandote con la capa negra que venía a llevárselo. —Martin, me ahogo —gimió la niña. —No te estás ahogando —le replicó él. Eso era imposible. Martin corrió hacia la casa. —¡Mamá! —gritó subiendo la escalera. Pero mamá no aparecía. En el aire apenas si flotaba un rastro de su perfume.  ¿Dónde estaba?  La fiebre 2

 

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iba a hacer estallar su cabeza. Volvió corriendo al jardín.  Zambúllete y  rescata a tu hermana. El tiempo se detuvo y su mente se puso en blanco. No podía pensar. El miedo lo tironeaba desde adentro y se quedó ahí, duro como una momia. Cada músculo de su cuerpo se esforzaba por moverse pero había  perdido la fuerza para hacerlo. Chrissie flotaba boca abajo, con la cara oculta bajo los largos rizos de su cabello. A través de una nube de lágrimas, Martin vio la mancha borrosa del vestido rojo de su mamá irrumpiendo por la puerta del jardín, y oyó, cada vez más cerca, el sonido penetrante de sus tacos altos golpeando contra las lajas mojadas.

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Capítulo I

El doctor Martin Mondragon volcó la caja de viejas fotos sobre la  enorme mesa de su consultorio. Tenía Tenía una hora para hacer una u na primera  selección antes de la llegada de su primer paciente. Aunque eran las nueve de la mañana, la temperatura había subido ya por encima de los treinta y ocho grados, y Martin había descartado la idea de ir a caminar por Central Park. Park. Optó por la atmósfera fresca de su consultorio y la organización del álbum online que le había prometido a su madre. Movió Movió a un lado el contestador para hacer lugar para sus recuerdos, y levantó una foto en la que aparecía con su primer atuendo de esgrima. ¿Cuántos años tendría? ¿Doce? ¿Trece? Parecía un mosquetero abandonado. ¡Dios santo! ¿Por qué no se enderezaba? Patético. De todos modos, seguramente a su madre le encantaría. La siguiente los mostraba a él y a la pequeña Chrissie, que sonreía a  cámara con el bretel izquierdo del traje de baño caído sobre el hombro bronceado. El terrible verano de 1975. Enterró la fotografía debajo del montón porque no toleraba mirarla, pero volvió a levantarla de inmediato con sus dedos temblorosos. Con esconderla no borraría el dolor. ¿Sería mejor dejarla fuera del álbum? No, no podía hacerlo. Apoyó la foto en la superficie de cristal del escáner y cerró la tapa. El calor de la l a máquina entibió el recuerdo de su hermana. Martin hubiera querido evitar la imagen en la pantalla de la computadora, pero no pudo sino observarla mientras emergía con sus colores brillantes. Se le hizo un nudo de tristeza en la garganta. Tragó. ¿Por qué no había saltado al agua para salvarla? Quizás ambos habrían muerto  juntos. Hizo un esfuerzo esfuerzo para no llorar y lanzó un gran suspiro desde la  base de los pulmones. ¿No había había tenido ya su cuota de sufrimiento? Se re5

 

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pitió como siempre que había sido un accidente, aunque nunca lograba  aceptarlo del todo. La culpa lo asaltaba cada día de su vida. En la pantalla apareció una ventana de diálogo, justo por encima de los ojos de Chrissie, para recordarle la inminente llegada de su próximo paciente. Vamos, Martin. Tenía apenas quince minutos para prepararse un café con la mezcla africana especial Kenya AA que sólo podía adquirir en la tienda de Carroll Gardens. Se puso de pie y fue a lavarse la cara. Cuando le prometió a su madre el álbum completo para enviar por correo electrónico a sus parientes de la Argentina, jamás imaginó que la  tarea le provocaría tal desgaste emocional. Tendría Tendría que haberlo previsto. Martin entró en la cocina para realizar su ritual con la cafetera exprés de diseño italiano que su amigo Colin acababa de regalarle para el cumpleaños. Sus músculos tensos estaban pidiendo a gritos una dosis urgente de cafeína. Sonó el teléfono y Martin saltó, lastimándose el codo contra el marco de la puerta. Dejó que el contestador filtrara la llamada mientras se lavaba la herida bajo el grifo abierto. —Éste es el consultorio de Martin Mondragon, doctor en Psicología  Clínica. Puede dejar un mensaje después del tono, y le responderé lo antes posible. Era Albert Black, un hipocondríaco insoportable.  Al mismo tiempo, el programa de correo electrónico anunciaba la entrada de un mensaje titulado: “Noticias de su abuelo abuelo”. ”. Una banderita ro ja lo clasificaba como de alta prioridad, de modo que Martin pulsó el mouse de inmediato y leyó: Estimado Doctor Mondragon: Tengo noticias importantes de su difunto abuelo, Luis Arnedo. ¿Qué era esto, una especie de broma macabra? —Ha sucedido algo terrible, doctor —Black tartamudeó en el teléfono, mientras Martin leía el mensaje—. ¿Está usted ahí? Un legado especial que no debería perderse. Martin levantó el tubo. —Perdón, aquí estoy. ¿Qué pasó, Albert? —le 6

 

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preguntó mientras su atención volvía al misterioso mensaje. —Un camión atropelló a mi caballo... en nuestra granja de Alabama  —lloriqueó Black.  ¡Dios santo! ¡Este hombre es un imán que atrae desgracias!  desgracias!  —Lo lamento mucho, Albert —Martin se vio forzado a decir. —Es el caballo caballo de mi niñez —dijo —dijo Black con un hilo de voz—. Tengo Tengo que conducir hasta la granja y matarlo yo. Mi padre no se atreve a hacerlo. Black sollozaba y Martin sintió una punzada de culpa en medio del pecho. No podía ser tan egocéntrico. —Sé que es difícil, Albert —lo consoló—. No se sobreexija. Podría  llamar a un veterinario para hacerlo. —Gracias por sus palabras, doctor —dijo Black—. Sólo quería decirle que me estoy yendo en este momento. Nos vemos la próxima. —Por supuesto. No se preocupe. Que tenga un buen viaje. Martin colgó con la sensación de que la gente como Black parecía ser un blanco constante para la desgracia. Regresó al mensaje en la pantalla, lleno de curiosidad. No sabía mucho acerca de su abuelo. Su madre  jamás hablaba de su familia.  Yaa que su paciente acaba de cancelar la sesión, le propongo  Y que nos encontremos en la oficina del Chase Manhattan Bank  sobre Broadway dentro de quince minutos. Tengo el documento que necesita firmar. Estoy seguro de que no dejará pasar esta oportunidad única.  Joe Sagasti. Martin releyó el mensaje para asegurarse de no haber cometido un error. ¿Cómo sabía este hombre que Black no vendría? Los dos debían de conocerse. Sí, seguramente era así. En ese momento ingresó un nuevo mensaje del señor Sagasti y Martin pulsó el mouse para abrirlo: Querido doctor: todo está listo en el banco y estoy ansioso por conocerlo. Me han hablado maravillas de usted. Es una pena que sus abuelos murieran antes de que usted naciera. ¡Cómo les habría gustado tener un nieto! 7

 

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Por favor, no me haga esperar.  Joe Sagasti. Sagasti debía de saber mucho sobre sus abuelos, pensó Martin, y si mencionaba que todo estaba listo en el banco, no podía tratarse más que de una herencia. Quizás hubiera en el testamento una cláusula especificando que él debía recibir bienes o propiedades en una determinada fecha. Aunque era extraño que su madre jamás hubiera mencionado a  ningún Joe Sagasti. Podía llamarla por teléfono y preguntarle, pero se pondría nerviosa o se preocuparía, o lo molestaría con incontables llamadas en los días siguientes. O todo a la vez, que sería lo peor y lo más probable. Mejor sería enterarse por sí mismo. Después de todo, no había nada que perder y tal vez mucho por ganar. Si se convertía en un hombre rico, podría comprarse una casa moderna con un jardín, viajar por el mundo cuanto quisiera... Una vibración excitante le recorrió todo el cuerpo. Martin evaluó su buen aspecto en el espejo del ascensor y se pasó los dedos por el cabello castaño claro. Sabía que nunca había una segunda  oportunidad para una primera impresión, y sería preferible demostrarle al señor Joe Sagasti que él valía cada centavo de cualquier legado que su abuelo pudiera haberle dejado. El calor del vestíbulo anunciaba ya otro día agobiante. Al salir del edificio, se topó con un individuo calvo cal vo de unos cuarenta años. Al tratar de evitarlo, la camisa sudada del hombre lo rozó y Martin dio un paso atrás, asqueado. El desconocido olía a sudor y a vitamina B. Una mezcla de amoníaco y fruta podrida. Tenía el rostro cubierto de gotas de transpiración, como si acabara de correr un maratón. —¡Doctor Mondragon! Me llamo Ralph Heiligen —dijo sin aliento mientras aspiraba un frasco de Flovent y extendía su mano pegajosa para que Martin la estrechase. Un asmático. El silbido de su garganta era  tan fuerte que Martin temió que pudiera darle un ataque ahí mismo. —¿Hay algo que pueda hacer por usted? —le preguntó Martin mirando el reloj del vestíbulo. Tenía menos de diez minutos para recorrer las cinco cuadras hasta el banco. 8

 

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—Lo siento. Colin Henderson me ha dado su dirección. Colin es su amigo, ¿verdad? —Disculpe, señor Heiligen, pero justo ahora tengo una cita. —Ah, sí. Yo… Yo vine porque querría comenzar una terapia con usted. ¿Podríamos empezar ahora? —le rogó. —No, ahora no, pero... —Martin extrajo una tarjeta y se la entregó—.  Aquí tiene usted mi número. Puede llamarme mañana o cuando c uando lo desee para concertar una entrevista. —Pero necesito hablar con usted ahora —dijo el calvo, mirando la  tarjeta con frustración. En el reloj, los números que marcaban los segundos parecían correr uno detrás del otro a increíble velocidad. —En este momento es imposible. Se me hace tarde. —La paciencia  de Martin se evaporó. Eran tantas las cosas que podían cambiar a partir de su encuentro con el señor Sagasti, que su mente ya no podía soportar más presión, y menos aún de parte de este extraño. En ese preciso instante, la necesidad que tenía Martin de estrechar la mano de Joe Sagasti era superior a cualquier urgencia del señor Heiligen. —¿Entonces no hay ninguna posibilidad de comenzar ya mismo? —imploró Heiligen—. Usted podría cambiar mi vida, doctor. El hombre parecía tan desvalido...  ¿Qué clase de psicólogo se marcharía  dejando a una persona tan necesitada de ayuda?  Y sin embargo, él también tenía una vida propia, y apenas ocho minutos para llegar al banco. —Con mucho gusto responderé a su llamada. ¿Le parece bien? —¡Tendría que haber corrido más rápido! —estalló Heiligen al borde de las lágrimas. Luchó por respirar y aspiró una vez más el Flovent, apoyándose contra la pared. Sudaba profusamente. Se secó el rostro pálido con un pañuelo arrugado. —Mejor siéntese un momento —le dijo Martin. Sus ojos volvieron a  posarse en el gran reloj de la pared. Siete minutos. Tomó suavemente a  Heiligen por el brazo, dando un paso torpe a un lado para no tocar su camisa empapada, y lo ayudó a sentarse en un sofá del vestíbulo.

—¿Quiere que llame a una ambulancia? Realmente tengo que 9

 

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irme —dijo Martin.

—No se preocupe, doctor. Si no me morí antes, ¿por qué me va a  matar este ataque justo ahora? Vaya, vaya. Martin detestaba este tipo de manipulación, pero no podía irse sin más. —Quédese aquí. Enseguida regreso —le dijo Martin mientras Heiligen asentía y se abanicaba con el pañuelo sucio. Martin corrió al mostrador de la recepción y pidió el número de teléfono del centro médico que estaba a la vuelta. —Centro Médico West Side, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó una recepcionista con tono afectado. —Hola, habla el doctor Martin Mondragon de la Torre 67. Hay una  persona con un ataque de asma en el vestíbulo. ¿Pueden mandar a alguien de inmediato? Envíenme la cuenta al Apartamento 17, por favor. Un par de minutos más tarde un médico y una enfermera entraban en el edificio empujando un tanque de oxígeno. Heiligen miró a Martin angustiado mientras la enfermera le calzaba la máscara de oxígeno sobre la cara. Hizo un intento desesperado de hablar con la mascarilla puesta, pero la mujer le palmeó el brazo para calmarlo. —Está en las mejores manos. No se preocupe, todo estará bien —Martin le sonrió con compasión y salió a la calle lo más rápido que pudo. Tenía menos de tres minutos para llegar.

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Capítulo II

El sol estival de la tarde de Manhattan perforó la cabeza de Martin como un millón de lanzas disparadas desde el infierno. Le dolían los ojos por el esfuerzo de fijarlos en la acera, como si de golpe se hubiera vuelto ciego, y a medida que avanzaba a las zancadas por la calle 66, saltando de una sombra a otra para evitar la luz punzante, se maldijo por no llevar encima los anteojos de sol. ¿P ¿Por or qué descuidaba justamente las coc osas que más necesitaba? Esta vez eran los anteojos; otras, habían sido coc osas mucho más importantes, como los momentos que debería haber pasado con April. Ella era demasiado dependiente y, en determinado momento, sus reclamos de atención se habían vuelto una carga para él. PePero aquélla había sido su manera de demostrarle cuánto lo amaba, y él había sido tan idiota de no darse cuenta a tiempo para salvar la relación.  Ahora su ausencia le dolía. Cuando entró en el vestíbulo del Chase Manhattan Bank, el aire acondicionado lo envolvió en su frescura. Martin recorrió con su vista el lugar: había cinco personas haciendo fila, pero ninguna parecía estar esperándolo. Un anciano apoyado contra el mostrador atrajo su atención, pero cuando le devolvió una mirada indiferente, Martin se dio cuenta  de que no podía ser el señor Sagasti. Fue entonces cuando sintió como un aguijonazo en el cuello, y al girar para buscar su procedencia, Martin se quedó inmóvil ante la imponente y alta figura de un hombre de unos cincuenta c incuenta y cinco años. Traje Traje negro de corte italiano, moño rojo de seda y zapatos negros de cordones: parecía recién salido de una edición especial de la l a revista GQ . El cabello negro engominado y recogido en una coleta con una cinta roja daba al conjunto un toque extra de estilo. Era el tipo de hombre por el que 11

 

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las mujeres caían rendidas, y que por lo mismo Martin envidiaba profundamente. El hombre le brindó una sonrisa tranquilizadora.  Así que  éste es Joe Sagasti . Parecía Parecía un sofisticado productor de cine, no el aburrido despojo que Martin había imaginado. —Gracias por venir, doctor. Soy Joe Sagasti. El caballero extendió su mano poderosa. Aunque el apretón le hizo daño, Martin soportó el dolor sin dar muestra alguna de incomodidad. —¿Está listo para descubrir el mejor custodiado de los tesoros familiares? —preguntó Sagasti exhibiendo una hilera de deslumbrantes dientes blancos. —Me parece fascinante —respondió Martin mientras se preguntaba  de dónde vendría este desconocido. El leve acento extranjero no revelaba su origen. Acaso de algún lugar en los Balcanes. Con un ademán rebuscado, Sagasti le indicó la escalera de mármol que bajaba hacia la bóveda del banco. Indudablemente, el tesoro debía  de tener cierto valor. Martin se sentía más rico con cada paso que daba. Según parecía, la cómoda casa de su madre en Rego Park y el piso donde él vivía y trabajaba eran sólo una fracción de la pequeña fortuna que su abuelo les había dejado. Pero si Sagasti era el ejecutor testamentario de la familia, ¿por qué su madre jamás lo había mencionado? Quizá no supiera de su existencia. ¡Qué bien le hubiera venido algo de ese dinero mientras luchaba por obtener su doctorado! Cuando llegaron a la entrada de la bóveda, Sagasti sonrió a la cámara  que los filmaba desde lo alto y alzó su mano izquierda. La puerta de acero casi blanco se abrió con un ligero silbido. Martin ingresó respondiendo a la reverencia de Sagasti. Había llegado el momento de la verdad, y  percibía su ansiedad como un ejército de hormigas que le caminaban entre los músculos y la piel. —Una herencia es siempre algo emocionante, ¿verdad? —comentó Sagasti mientras recorrían el largo laberinto entre las cajas de seguridad. —Debo admitir que sus mensajes me resultaron... inesperados —dijo Martin, tratando de aparentar una tranquilidad que no sentía. —Siempre tenga en cuenta lo inesperado, doctor. De hecho, traté de 12

 

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localizarlo tres veces. Me gusta mucho el número tres. Todo lo que sucede tres veces sin duda será recordado. Martin se obligó a sonreír ante el comentario, pero la l a profundidad de los ojos negros del extranjero le produjo un ligero estremecimiento. Sagasti se detuvo ante una inmensa caja de seguridad y Martin miró a su alrededor.. Era única en su tipo. Un metro cuadrado de acero inoxidable alrededor reforzado, con tres cerraduras. El alquiler de una caja así debía de costar una fortuna. Sagasti abrió los cerrojos uno a uno, en un complicado ritual cuyos pasos llevaba a cabo con un ritmo particular, como un mago a punto de asombrar a su cautivado público. El último cerrojo hizo un corto clic y la puerta se abrió por su cuenta. Martin no pudo contener una exclamación de asombro al ver el montón de lingotes de oro y los prolijos fajos de dólares apretados contra  uno de los lados de la inmensa caja.  ¡Dios santo! Era mucho más de lo que jamás había soñado. Una verdadera fortuna. Pero no debía tomar ninguna decisión apresurada. Unas tranquilas vacaciones en alguna isla de la Polinesia le permitirían decidir de qué manera disfrutar de su nueva vida de millonario. —Supongo que habrá una explicación —dijo Martin. —Siempre hay una buena explicación para todo, querido q uerido doctor —respondió Sagasti con su extraño acento. Recién entonces Martin notó que el otro lado de la caja contenía una  serie de pequeños compartimientos rotulados. Sagasti fue directamente al que decía “Luis Arnedo”. —Aquí está —dijo extrayendo un tubo de bronce de unos treinta centímetros de largo. Cerró la puerta y cada una de las cerraduras, y se volvió con una sonrisa para contemplar al joven psicólogo por un momento interminable. Martin se preguntó si las cosas se complicarían todavía  más. ¿Por qué no hablaba Sagasti de una vez?  —Es increíble —dijo finalmente el extranjero—. Su mirada es tan celeste y profunda como la de Luis. Sorprendente. Sagasti no parecía tener edad suficiente para ser el ejecutor testamentario de su abuelo. Martin trató en vano de imaginar a Luis 13

 

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 Arnedo pidiéndole a un joven Sagasti que ejecutara esta cláusula de su testamento treinta y dos años más tarde. Tenía que faltar alguna pieza  en la historia. Ejecutar, ejecutor, ejecución. Qué horrible encadenamiento de significados. El hecho era que Martin no tenía ni la más remota idea  de la apariencia física de su abuelo. Su madre había quemado casi todas las viejas fotos de familia tras la muerte de Chrissie. —¿Lo conocía usted bien? —preguntó Martin con interés y desconfianza. —Lo conocía mejor que la mayoría de la gente —respondió Sagasti mientras salían de la bóveda y subían la escalera hasta una antiséptica sala, donde los esperaban un café caliente y unos pastelillos tentadores. La  gente del banco sabía sin duda que eran clientes importantes. A Martin le encantaba sentir que su presencia no pasaba inadvertida, incluso para los extraños. Sus fosas nasales aspiraron con cierta sorpresa el aroma  familiar del café que siempre elegía en la tienda de Carroll Gardens. Una  Una  feliz coincidencia. —Póngase cómodo, doctor —lo invitó Sagasti al sentarse y depositar el misterioso cilindro entre ambos. Martin se preguntó si ese recipiente peculiar contendría el testamento de su abuelo o algún otro documento especial que debería firmar. Eligió una silla frente a la de Sagasti, algo tenso bajo la mirada penetrante del hombre. La soltura y la determinación de Sagasti en cierta forma inquietaban a Martin, que hizo sonar sus nudillos debajo de la mesa, esperando con ansiedad. Cayó en la cuenta de que Sagasti sabía más acerca de su abuelo que él. El hombre tenía la arrogancia de un espadachín, el porte de un toreador, toreador, el desdén de un mafioso —y seguramente estaría a sus anchas en cualquiera de los tres roles—, consideró Martin mientras perdía los últimos vestigios de tranquilidad. —Es una verdadera pena que su abuelo no haya llegado a presenciar el comienzo de su brillante carrera. ¿Qué sabía Joe Sagasti de su carrera? —Él habría aprobado la mayoría de sus elecciones —comentó. —¿A qué se refiere? —preguntó Martin mientras el corazón le 14

 

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palpitaba con fuerza. —Me refiero, por ejemplo, a la elección inteligente del piso y el consultorio interconectados. Es más cómodo y más económico. O... a su pequeña adicción al café italiano. Luis también sabía disfrutar de un buen exprés. Sagasti se puso de pie para servir el café. El aroma intenso de la mezcla inundó la habitación. —Luis no conocía su combinación africana especial de Kenya AA. Los argentinos, como seguramente ya sabe, prefieren el café colombiano. El juego resultaba atractivo e intimidante a la vez. Martin hurgó en los bolsillos de sus pantalones. El tintineo de un par de monedas le recordó que Sagasti probablemente querría cobrarle honorarios por su servicio. —Creo haber ordenado la mezcla correcta, ¿no es así? —preguntó Sagasti con una sonrisa. —Sí, gracias —masculló Martin, rascándose la costra seca de la herida del codo y haciéndola sangrar otra vez. Sagasti clavó sus ojos en el brazo lastimado. —Muy —M uy bien, señor Sagasti. Debo reconocer que su invitación ha sido extraña y atractiva a la vez, pero no cuento con mucho tiempo —dijo Martin con tono urgente—. Tengo pacientes. —Por supuesto, doctor. Seré breve. El tema aquí es que su abuelo ha  dejado una deuda. —¿Una deuda? —Una gran deuda. Los músculos de Martin se endurecieron como piedras. —¡Mi abuelo no le debía nada a nadie! —exclamó como si supiera—. Murió hace más de treinta años. Yo ni siquiera había nacido. ¿Cómo podría usted…? —Lo sé —asintió Sagasti.  A Martin no le gustaba la expresión inalterable de ese extraño, como si cobrar deudas fuera su trabajo cotidiano. Tal vez era así como había hab ía hecho el dinero que tenía: estafando idiotas. Una parte de Martin quería escaparse en ese preciso momento, pero era consciente de que este personaje bizarro, con sus modales educados y su atuendo impecable, sabía  15

 

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cosas sobre su familia que nadie más podría revelarle. —No, no, no. No se trata de dinero. Nada que se le parezca. No se asuste —dijo Sagasti. Martin suspiró. Si no era dinero, entonces todo estaría bien. —Como le decía, el dinero no es importante en nuestra transacción. ¡Como si alguna vez lo fuera! El hecho es que su abuelo firmó con nuestro G.E.T. un contrato. A su debido tiempo, nuestra “compañía” cumplió con la obligación requerida, pero su abuelo no lo hizo. —¿Su G.E.T.? —preguntó Martin con sorpresa. —Sí, me gusta mucho llamarlo nuestro Gerente Ejecutivo de las Tinieblas —respondió Sagasti con una sonrisa burlona. Martin lo miró, incapaz de comprender la explicación. —Ésta no es la única etapa de la existencia, doctor. doctor. Hay otras, después de la que hoy disfruta. Y los más altos poderes de las tinieblas tienen su soberano, por supuesto. —¿Se refiere al Diablo? —preguntó Martin, tratando de esconder su sonrisa. —Exactamente. Me refiero a Lucifer, Satán, Belcebú, o como usted prefiera llamarlo. ¡A esta criatura de las tinieblas yo la reconozco como mía! —exclamó, como si estuviera haciendo una cita famosa. Martin intentó permanecer serio. Así que era esto. El hombre era un chi flado. Martin estaba listo para besar al loco en la frente y salir, pero lo pensó mejor. Sagasti podría serle muy útil para el estudio que su amigo Ed y él estaban realizando: “Un enfoque analítico del pacto con el demonio, basado en el Fausto de Goethe”. Podrían Podrían incluso centrar su nueva investigación en un caso como el de Sagasti. ¡Dios, qué regalo!  —¿Qué clase de acuerdo firmó mi abuelo? —preguntó Martin con renovada atención. —Su abuelo, Luis Arnedo, prometió entregar su alma al Diablo a  cambio de un enorme beneficio que se le otorgó por el resto de su vida. Pero cuando llegó el momento de honrar su deuda, no la entregó. Eso significa que murió sin cumplir con su parte. Oh, maravillosa paranoia. El hombre hablaba del Diablo con la frial16

 

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dad de un empresario. —Comprendo —dijo Martin con cautela, evitando contradecirlo. Si quería seguir el caso, tendría que lograr que q ue Sagasti confiara en él—. Entonces me está diciendo que mi abuelo engañó al Diablo. —Exactamente —coincidió Sagasti con total calma. Martin se pasó los dedos por el cuero cabelludo y trató de dominar su sonrisa. Algunas personas jamás superan un enfoque infantil de la religión. religión. —Ahora, si ése fuera el caso, ¿de qué manera estaría yo conectado con este acuerdo? —inquirió Martin. —Bueno, como bien sabe, usted es el primer descendiente masculino de la familia. De acuerdo con nuestra ley l ey,, la ley del Infierno por supuesto, usted es el garante del pacto. —¿La ley del Infierno? —preguntó Martin tratando de parecer serio. —Hay más de un sistema legal, querido doctor —declaró Sagasti—. La Shariah, o ley del Islam, el Dharma entre los Budistas, etcétera. Habiendo nacido cristiano, como es su caso, estará familiarizado con la ley  del Cielo. ¿Estoy en lo correcto? Martin asintió muy lentamente. Sagasti bien podría ser un abogado católico demente, atrapado en las redes confusas del pecado y de la culpa. Sería un caso muy interesante para tratar. —Me temo que Lucifer, nuestro Señor, gobierna de acuerdo con un sistema un tanto diferente —siguió Sagasti—. Tenemos... nuestros propios códigos. Y su caso cae bajo nuestra jurisdicción. Martin pensó que el hombre se comportaba como un perfecto representante del Diablo. Sagasti se había identificado con este oscuro arquetipo de una manera fascinante. —¿Podría —¿P odría explicármelo? —preguntó Martin. —Cuando su abuelo acudió a nosotros, por su propia voluntad, y firmó este pacto —dijo Sagasti deslizando los dedos por el tubo de bronce—, aceptó la cláusula que lo nombraba a usted como su fiador, su aval, su respaldo… en otras palabras, su garante. Sagasti sorbió el café con una expresión de satisfacción. Martin consideró los modales educados del desconocido y se preguntó cuál sería el 17

 

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origen de su delirio místico. Tenía Tenía docenas de preguntas para formularle, pero la impaciencia le impedía sostener una conversación tranquila. ¿Para qué estaba Sagasti inventando esta historia? ¿Por qué había en la  caja de seguridad un espacio dedicado a su abuelo? El tubo debía de contener la respuesta, pero todavía permanecía entre ellos, cerrado. —¿Qué significa eso? —le preguntó Martin. —Significa que si él, la parte principal, dejaba de pagar, usted, su garante, sería responsable en tiempo y forma. Martin sintió que la mirada fija y misteriosa de Sagasti lo ponía a  prueba otra vez. No había dudas de que el hombre se creía una especie de mensajero sobrenatural. Martin quiso observarlo escudándose tras una actitud terapéutica profesional, pero sucumbió ante la mirada socarrona del extraño. —Para —P ara hacerlo menos técnico —agregó Sagasti—, significa que usted, como responsable de la deuda, debe entregarnos su alma. Eso sí que era ir demasiado lejos. —¿Entregar mi alma al Diablo? —preguntó Martin. El enojo se evidenciaba en su voz. —Eso es lo que he dicho. Es un placer hablar con un joven tan brillante, pero no deje que la l a irritación le nuble el buen juicio. Su Dios no aprobaría un sentimiento tan negativo —contestó Sagasti con una ironía que alimentó la ira de Martin. Martin reconoció que quizá no fuera un católico tan ferviente como su madre hubiera deseado, pero era respetuoso de todos los credos, y esta actitud altanera le resultaba ofensiva. Por más loca o tonta que le sonara la idea de entregar el alma, seguía siendo un tema de libertad y de poder. El mero pronunciamiento de tal aceptación significaría la entrega de una parte íntima de su ser. —No quiero entregar mi alma a cambio de nada en el mundo, señor Sagasti —dijo Martin. —No creo haber mencionado la palabra “cambiar”. Usted simplemente tiene que darnos  su alma, por nada. Usted no es el beneficiario, sólo el garante.  Yaa era hora de ponerle punto final al disparate y de salir del banco.  Y 18

 

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 Aunque, por otra parte, Martin no quería perder contacto con c on este lunático. Un caso como el suyo era demasiado interesante como para de jarlo ir. Se puso de pie y caminó por la sala, buscando las palabras adecuadas. —Vea, señor Sagasti. Realmente creo que usted necesita... ayuda. —Vea, —Oh, sí, sin duda que necesito su colaboración en este asunto. Será  mucho más fácil para todas las partes involucradas. —Conozco a un excelente psiquiatra a quien puede llamar para pedirle una entrevista —siguió Martin con cuidado—. Se trata del doctor Ed Fisher. —¡Ay de mí! ¿Piensa que estoy loco? “Está loco aquél que confía en la  mansedumbre de un lobo, en la salud de un caballo, en el amor de un niño, o en la promesa de una puta” —suspiró Sagasti—. Rey Lear , acto tercero. Vamos, doctor, no me desilusione. Podía citar a Shakespeare. ¿Y eso qué? También podían hacerlo un millón de personas en New York. — No No creo que usted esté fuera de sí, señor Sagasti. Simplemente creo que lo ayudaría mucho ver al profesional adecuado. —Créame, aprecio su preocupación. Desgraciadamente para ambos —dijo mientras bebía el último sorbo de café—, éste no es el caso. Usted es la persona adecuada aquí. Querría ser muy claro en esto. Permítame mostrarle. Secó sus labios delicadamente con una servilleta y volvió a sonreír.  Abrió un extremo del tubo y extrajo un pergamino amarronado que olía  a limones rancios y a jengibre. Por su fragilidad, Sagasti lo desenrolló con cuidado, y Martin clavó los l os ojos en el documento. Parecía viejo, pero recordó que en la escuela le habían enseñado cómo impregnar el papel nuevo en té fuerte para que pareciera antiguo. Sagasti Sagasti fácilmente podría haber falsificado este contrato. —Tiene —T iene dos opciones, doctor —dijo Sagasti sacando un fino alfiler de oro de su solapa y mostrándoselo a Martin—. O bien firma usted este documento, no con tinta, por supuesto, sino con sangre, o... La aguja brillante capturó la luz y Martin tuvo que recurrir a una do19

 

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sis extra de razón para conjurar la sensación de amenaza que comenzaba a extenderse en su interior. interior. ¿Pincharme el dedo con una aguja? ¡Qué ridiculez! Su teléfono celular comenzó a sonar y Martin atendió. —¿Estás ocupado? —preguntó una voz vacilante. Inmediatamente captó el tono desesperado de Ed. —No, está todo bien. ¿Cómo estás? —preguntó Martin. —Estoy... Ayer soñé con mi hijo. Fue horrible —comenzó a decir su amigo, pero el ruido del tránsito ahogaba sus palabras. —¿Dónde estás? —lo interrumpió Martin al tiempo que su teléfono celular comenzó a emitir la molesta señal indicadora de batería baja. —Ahora estoy en el Puente de Brooklyn. Los coches están tan cerca... y este agujero adentro —masculló Ed. —Bueno, me estoy quedando sin batería —dijo Martin—. Voy... El teléfono se apagó. Mierda. Martin decidió ponerle fin a la reunión con Joe Sagasti, que había estado observándolo con gran atención. —Tal como le decía —retomó Sagasti como si la conversación telefónica jamás hubiera tenido lugar—, aquí tengo este instrumento para  hacer un pequeño pinchazo en su dedo. Está perfectamente esterilizado. —Lo siento, señor Sagasti. No firmaré, y tengo que irme —lo interrumpió Martin. —Le aseguro que nada puede ser más importante que qu e esto, doctor. Si no firma —continuó Sagasti extrayendo del bolsillo interior de su chaqueta una extraña pluma antigua— me obligará a desencadenar una serie de acontecimientos desdichados que lo harán sufrir como un caballo c aballo atropellado por un camión y al que qu e nadie se atreve a matar. matar. Piense en el dolor más insoportable, y luego multiplíquelo por diez. ¿El tipo había escuchado su conversación con Black? A Martin se le erizaron los cabellos de la nuca. —Para ese entonces —continuó Sagasti—, su firma sería... como una  bendición. ¡Miles me han rogado que los dejara firmar! Puede irse, doctor, pero recuerde esto: mientras no lo haga, la gente que usted ama sufrirá y usted sufrirá con ellos. Por lo tanto, cuanto antes se decida, mejor. La expresión del extraño se vio atravesada por un espectro de matices 20

 

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oscuros, y la sombra que cubrió su rostro alcanzó también al de Martin. Un escalofrío corrió bajo su piel, y se bebió el exprés, ya helado, de un trago. Luego sacó una tarjeta personal, escribió un nombre y un teléfono en su reverso, reverso, y la deslizó por la mesa mesa hacia Saga Sagasti. sti. —Tenga. El doctor Edward Fisher es un gran profesional. Estoy seguro de que podrá ayudarlo. —Como quiera, doctor —dijo Sagasti levantando la tarjeta y mirándola con una sonrisa mordaz, mientras guardaba su pluma. Cuando Martin se puso de pie, Sagasti extendió su mano. Una mano fría y húmeda, como de cocodrilo. No la había sentido así la primera vez que se la estrechó. —Estaré en contacto, doctor. Esto es sólo el comienzo —comentó lentamente. Martin abandonó la sala y emergió a la calle ardiente.

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Capítulo III

Martin corrió hasta la esquina de Broadway y la 68 con la mente puesta en Ed. Un camión de bomberos pasó a toda velocidad haciendo sonar su sirena. Una trepanación enloquecedora en los oídos. La ciudad se había convertido en un caldero lleno de peligros, ruidos y gente que parecía querer quedarse con una parte suya. Tenía que llegar al Puente de Brooklyn antes de que... No quería ni pensarlo. Martin apenas notó el brillo de una bicicleta roja justo antes de que lo embistiera y lo arrojara contra un buzón. —Perdón, doctor. Por favor, yo... —se disculpó Ralph Heiligen. —¡Dios santo! —dijo Martin bruscamente en el mismo momento en que vio un taxi. Le hizo señas desesperadas, y el coche hizo una maniobra repentina para detenerse junto al cordón. Martin abrió la puerta de un tirón y se arrojó adentro—. ¡Al Puente de Brooklyn! Lo más rápido que pueda —le dijo Martin al conductor, ignorando a Heiligen, que boqueaba su ruego silencioso a través de la ventanilla. Éste no era el momento para permitir que otra alma desesperada le arrancase un trozo a  mordiscones. El taxista se internó en el tránsito. La luz roja del semáforo detuvo el vehículo en la intersección siguiente. ¿Por qué la luz se ponía siempre roja cada vez que uno tenía prisa? Un golpe en el vidrio lo sobresaltó. Heiligen Heiligen giró la mano en el aire aire para hacerle bajar bajar la ventanilla. ventanilla. El hombre no podría haberle dado más lástima. ¿Ningú  ¿Ningúnn médico médico le había  dicho jamás que no anduviera en bicicleta bajo un sol que lo derrite todo?  Martin bajó el vidrio sólo un poco. —Señor Heiligen, ¿tiene usted la  intención de seguirme el día? Martin.el calvo entre jadeos y  —¡Por favor, doctor, todo necesito una—dijo cita! —dijo 22

 

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sudores. Un prófugo desesperado; eso es exactamente lo que parecía. El semáforo se puso verde. —Está bien, venga este sábado a las diez —dijo Martin—. ¡Y descanse! Heiligen sonrió como si de una vez por todas se hubiese quitado de encima un peso terrible. El conductor dedicó a Martin una sonrisa burlona por el espejo retrovisor. —Manga de locos buscando salvación —dijo Martin en un suspiro. •





Cuando el taxi se aproximó al puente, Martin recordó las palabras de Ed. Los coches están tan cerca... Eso indicaba que Ed no podía estar en el pasaje peatonal sino en el angosto cordón entre las barandas y los carriles de tránsito. Tomó su teléfono celular. Descargado, por supuesto. ¿Por qué la vida lo metía en semejantes líos? El fantasma de la pérdida parecía seguirlo a todas partes. En cuanto sentía que era posible superar la  pérdida del amor de April, aparecía un loco amenazándolo con arrebatarle el alma. No había acabado con ese chiflado, que Ed arrojaba esta  otra bomba. Dios, dame un respiro. —¿Al viejo City Hall Plaza, señor? —preguntó el taxista. —No, crucemos, y disminuya la velocidad, por favor —le respondió Martin, mirando a ambos lados con atención. —Lo siento, señor, pero tengo que mantener esta velocidad. Hay demasiado tránsito a esta hora. Pasaban las vigas, una tras otra, y Ed no estaba por ningún lado.  ¡No  podía haber saltado!  —¿Busca a alguien? —preguntó el conductor, mirando a Martin por el espejo retrovisor—. No está permitido caminar por estos carriles. —Ya lo sé —respondió Martin mientras sus ojos se movían de un lado al otro. —No necesito decirle que no podemos levantar a nadie sobre el puente.Los Ya seguía lo sabráuna usted. larga fila de vehículos cuyos conductores empezaban a  23

 

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impacientarse. Martin se mordió la cutícula rota de un dedo. Entonces vio a Ed, ahí mismo, a diez metros de distancia. —¡Deténgase! Deténgase aquí mismo. —¿En el puente? Ni loco. Sin pensarlo dos veces, Martin abrió la puerta y arrojó un billete de veinte dólares al conductor. El hombre clavó los frenos y Martin saltó en medio de un estruendo de bocinazos. Corrió hacia Ed, pero se detuvo unos pasos antes para recuperar el aliento. Ed estaba de pie sobre las vigas de hierro, con los ojos cerrados, apoyado contra la baranda. Desde que había salido ileso del accidente automovilístico en el que se mataron su esposa y su hijo, hacía ya un par de años, la vida v ida de Ed se había convertido en un páramo de puro dolor. Martin llegó a su lado. —No quería que vinieras y me vieras así —masculló Ed. Martin sabía que eso era una mentira porque Ed no lo habría llamado si no hubiera querido ayuda. —Buen lugar para un paseo, ¿no? Por lo menos aquí corre un poco de aire —comentó Martin. Los coches por poco cepillaban su ropa, y temió que algún conductor descuidado lo atropellara en cualquier momento. —Lo único que necesitaba... —Ed se aferró a la baranda de hierro y  la sacudió como si pudiese mover el puente y hacerlo caer. Si Martin hubiera podido inyectar una dosis de paz interior en las venas de Ed... Si sólo pudiera hacerle creer que por más dura que fuese la  vida, siempre valía la pena vivirla... —No estás solo —fue todo lo que pudo decir. Mejor sería no mencionarle el encuentro con Sagasti, su conversación loca sobre pactos demoníacos. Ni siquiera el artículo sobre el Fausto de Goethe. Rápido, Martin. Encuentra el modo de hacerlo pensar en cosas más alegres. La gira mundial de U2 o el último partido de béisbol. Cualquier cosa con tal de evitar que Ed mirara el río fijamente como la única vía de escape a su dolor. —Hay algo que necesito sacarme de encima —musitó Ed—. Algo aquí adentro. —Se golpeó el pecho conhermano! el puño cerrado. Su voz tenía  un timbre nervioso—. ¡Tantos errores, 24

 

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—Ya sabes que la culpa es un callejón sin salida, Ed. No te empecines —Ya en seguir ese camino. —¿Por qué nadie me detuvo esa noche? —Ed miró a Martin a los ojos, aunque sin verlo realmente—. Estaba borracho, ¿recuerdas? ¡Tú me viste! Estabas ahí, Martin, pero nadie me detuvo. —Se le quebró la  voz—. No quise... La culpa atenazó el corazón de Martin.  ¡Dios santo!  El recuerdo de la  borrachera de Ed en aquella fiesta lo golpeó en medio del rostro. —A veces es como si la sombra más oscura se apoderara de cada espacio en mi interior y me empujara al borde del abismo —continuó Ed—. Como si una voz me tentara a ponerle fin a toda esta mierda. —Ya hablamos de esto, Ed —dijo Martin haciendo un esfuerzo para  impedir que la culpa lo paralizara—. Ya sabes lo que tienes que hacer cuando aparecen estos ataques de angustia. —Sí, ya lo sé. Es que no encuentro la fuerza para hacerlo. —Ésa es la mejor noticia del día. —Martin sintió la ironía de su comentario—. Vamos, Ed, no digas tonterías. —Pero un día la encontraré. —Ed dio media vuelta para quedar de frente al río. Martin lo tomó del brazo para anclarlo con firmeza en su lugar. —Salgamos de aquí. ¿Trajiste tus pastillas? Ed asintió. —Ya sabes que un Effexor es la mejor solución. ¿Tomaste uno hoy? Ed sacudió la cabeza como un niño que espera el reto de su padre. —Vamos, te invito a un buen exprés, para bajar tu pastilla —dijo Martin mientras alejaba a Ed de las vigas, guiándolo por la delgada línea blanca del carril externo. Los coches pasaban a su lado a tal velocidad que lo despeinaban. Cuando llegaron a la seguridad de la acera, Martin suspiró con alivio. Todavía Todavía le temblaban las rodillas. —Tee voy a llevar a casa en un taxi para que —T q ue te relajes. ¿Quieres que llame a Colin para que te dé uno de esos maravillosos masajes que tanto teEd gustan? invito. se dioYovuelta con una sonrisa. son risa. Parecía un niño golpeado que res25

 

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cataban de su victimario. —Sí, eso me haría bien. ¡Puta madre! Tengo que ver a un par de pacientes esta tarde. —Muy bien. No canceles sus citas. —Sería mejor pedirles que me mataran. —Eso no. Pero pídeles que te paguen. —Alquiler de mierda... Martin vio cómo la preocupación por los problemas cotidianos devolvía algo de luz a la conciencia de Ed. Un guiño de aceptación de los santos que decían: “Por esta vez, vamos a dejarlo ir. Tu amigo aún está conectado a la realidad”. —Antes que me olvide, hoy te derivé un u n paciente potencial. Diría que el tipo es un esquizofrénico con un delirio místico, pero tiene suficiente dinero como para comprar un equipo completo de psicólogos. ¿Qué te parece? —Gracias, hermano —dijo Ed con una sonrisa. Martin sabía que su amigo necesitaba una serie de actividades cuidadosamente planificadas, una después de la otra, sin el menor resquicio. Eso podía mantener su mente lejos del accidente y ayudarlo a superar la  l a  crisis. Martin admiraba la capacidad de Ed para dividir en dos su vida. Mientras luchaba para manejar la tristeza, la ansiedad y la culpa de su propia historia, seguía viendo a sus pacientes y ayudándolos a trabajar sus conflictos. Aunque el alma estuviera herida, el cerebro humano podía seguir funcionando. Eso era extraordinario. —Lo único que necesitas es un día organizado —dijo Martin—. Seguir tus horarios, levantarte temprano, correr hasta las diez, beberte un buen jugo de naranjas, no trasnochar trasnochar.. Y un buen polvo cada tanto no te vendría mal. Ed sonrió. No bien llegaron a Broadway, Martin condujo a Ed hasta el Starbucks más cercano y pidió dos exprés. Vio cómo su amigo tragaba su antidepresivo. —¿Tomamos un taxi? —preguntó Martin. 26

 

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—No, mejor caminemos. Unos minutos después de las cinco llegaron llegaron a la entrada del edificio de Ed. —¿Qué tal si vamos a ver a los Mets la semana que viene? —sugirió Martin en un intento final por alegrar a su amigo. —Sí, eso sería fantástico —respondió Ed con los ojos llenos de lágrimas. Martin levantó la mano derecha. Ed la palmeó y le agarró el pulgar, disfrutando ambos del viejo apretón de manos. Luego Martin observó obser vó a  su amigo entrar en el edificio y suspiró. Si tan sólo se pudiera recortar el sufrimiento del corazón de una persona y reemplazarlo por recuerdos felices... ¿Qué posibilidad tenemos de volver a unir los pedazos de una  vida destrozada? •





Camino a casa por Broadway, Martin pensó que los estertores de muerte de la esposa de Ed debían de atormentar a su amigo del mismo modo que los gritos desesperados de Chrissie se encarnizaban con sus propios sueños. El encuentro de esa tarde con Sagasti había sido una oscura invitación para manipular el futuro. Sin embargo, no había duda  de que lo único que Martin quería era ayudar a la gente a solucionar sus conflictos. Las ramas de los árboles a lo largo del bulevar central parecían volverse más verdes a cada paso, como para recordarle la conexión fuerte y sagrada que tenía con la vida. El aroma del pan de Hot Bagels le hizo agua  la boca cuando un puñado de adolescentes pasó bailando a su lado, bromeando y riéndose. Risas y amor: eso era lo que más necesitaba. Y un exprés bien fuerte en cuanto llegara a casa.  Alzó los ojos al cielo cielo turquesa y vio el rostro seductor de April deslumdeslumbrándolo desde un enorme cartel al otro lado de la calle, invitando a  comprar un nuevo perfume llamado Magia Eterna . Sintió una desesperada necesidad de abrazarla. Hasta ese momento había encontrado un modo de dar rodeos evitar este vida, se pero ahora,las al vislumbrar esos labiospara deliciosos a diezagujero metrosdedesualtura, abrieron 27

 

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compuertas selladas del dique en el que había puesto sus emociones, y  un aluvión de recuerdos arrasó con su frágil estado de paz. Quería estrellar su cuerpo contra la imagen inmensa del rostro de April y gritar cuánto la necesitaba. Pero la intolerancia de Martin con su abarrotada  agenda de modelo, y los celos que le daban esos babosos que se le pegaban en todas partes, lo habían llevado a decir palabras que nunca debió haber dicho y a dar portazos que podían haberse evitado. Le propuso mantenerse alejados por un tiempo, y comprendió que ella había aceptado cuando una mañana el sonido del cierre de una maleta lo despertó después de otra noche inquieta. La última ú ltima conversación sólo había agregado amargura a lo que ya sabían: que el amor no era suficiente para  mantenerlos unidos. Martin redobló el paso en un intento por sacudirse el recuerdo de  April parti partiendo endo esa fría mañana de lluv lluvia ia para volve volverr a vivir con Lesley, su amiga modelo. Desde entonces, no la había visto, ni había hablado con ella. Sin embargo, seguía evocando la cálida temperatura de su piel al amanecer, el perfume a jazmín de su cuello cuando salía de la ducha, la intimidad de sus pies calientes contra los suyos fríos al meterse en la cama. Deseaba que regresara. April era el único sinónimo de amor que conocía. El dolor de perderla había cedido muy lentamente a lo largo de las semanas, a medida que lograba despojar el piso de todas las pequeñas minas emocionales que ella había dejado: un lápiz labial francés en el baño, una lista de compras manchada con salsa de tomate en la puerta del refrigerador, refrigerador, una horquilla para el cabello c abello en el cajón de su mesa de luz. Hizo un esfuerzo para mantener la vista en la acera, evitando esos ojos que lo miraban desde el cartel, hasta que se encontró en casa sin saber cómo había logrado llegar, y se arrastró hasta su altar de café en la cocina. —¡Máquina de café, mi única droga, mi altarcito de pequeños placeres! —recitó delante de la máquina exprés. Todos tenemos muletas. Al menos ésta no es ilegal. pusohablar, de pie ante su santuario, como las dioses balinesas de las cuales habíaSeoído que hacían ofrendas a sus varias veces al día. 28

 

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Eligió la misma cuchara de hueso que usaba siempre, la hundió en la  misma lata donde guardaba el fragante tesoro negro, llenó el filtro, colocó su jarro preferido de porcelana bajo el pico y oprimió el botón. El aroma familiar acarició sus fosas nasales ayudándolo a recuperar algo de equilibrio después de un largo día de sorpresas horribles. La saliva se le acumuló en la boca. Estaba a pocos segundos de la culminación del ritual. Sigue adelante, Martin. Era más fácil decirlo que hacerlo. Por un instante volvieron a su mente los terroríficos ojos de Sagasti y se preguntó si mandarlo a ver a Ed había sido una idea tan brillante. El exprés sabía a maná de los dioses. Sorbo tras sorbo, Martin recuperó fuerzas, y pudo barrer gradualmente los recuerdos de April al fondo de su mente. Se sentó ante la computadora, decidido a releer los mensajes de Sagasti, pero diez minutos más tarde se hallaba buscando más información sobre casos de delirios místicos. En cuanto se puso a visitar sitios por Internet, las palabras amenazadoras de Joe Sagasti volvieron a inquietarlo. ¿El chiflado habría escuchado su conversación con  Albert Black? Sí, un esquizofrénico podía arreglárselas arreglárselas para realizar cualquier truco tecnológico sorprendente. Los esquizofrénicos suelen ser brillantes y obsesivos con el saber que les interesa. Tal vez sus líneas telefónicas estuvieran todavía conectadas. ¿Tendría que llamar a la compañía de teléfonos para que verificaran la línea?  Martin, no te vuelvas paranoico. paranoico. todo, lo mejor llamar a ysulomadre. Sabía,hasta sin embargo,Después que elladedetectaría su tonosería angustiado exprimiría sacarle todas las respuestas. No quería explicarle nada sobre Sagasti. Todavía Todavía estaba alterado por las experiencias del día y prefería el sonido de sus propias reflexiones. Sin prestar demasiada atención a lo que estaba haciendo, abrió un álbum de fotos online que había armado con April. Tal Tal vez los buenos recuerdos calmaran el anhelo. Ahí estaba ella, abrazándolo y  haciéndolo sentir como el ganador del gran premio de la lotería. Su ausencia era un vasto agujero en su interior. Martin no pudo ya soportar tal acumulación pérdidas dolorosas. April el estaba viva de y élsunecesitaba  escuchar su voz. de Levantó el teléfono y marcó número celular. 29

 

Capítulo IV

 April y Lesley terminaron una sesión de fotos con Victor Morrison, uno de los fotógrafos más importantes de New York. April no recordaba otro día de su vida en que hubiera estado más cansada. Cuando la secretaria de Morrison entró en la habitación con el último número de  Allure , April se lo arrebató ansiosa de las manos para ver su foto en la tapa. Nada mal. Se lo pasó a Victor, que le besó el cuello ruidosamente en señal de aprobación, mientras ella hojeaba otras revistas buscando sus piernas para las medias de Triumph, su cara para  Magia  Eterna y su cuerpo completo para al menos otras tres marcas. El desafío de cumplir con tantas demandas le fascinaba. El trabajo había sido la mejor droga. Para olvidar a Martin, para probarse a sí misma  que podía llegar a la cumbre a pesar del oscuro período que acababa de atravesar. Su imagen estaba ahora por toda New York y el mundo entero: en revistas, afiches y periódicos, en televisión, y dondequiera que se necesitara un rostro inolvidable para vender un producto. Y era Philippe Bilisi, mejorpartes ag entey del agente q uien loinvencible. quien había logrado. l ogrado. Tenía nes eneltodas era mundo, un negociador LesleyTenía habíaconexioestado en su despacho un par de veces, y juraba que la fealdad del hombre iba  más allá de toda descripción, pero April prefería imaginárselo alto y guapo, como todo hombre de negocios inteligente debía ser. Las chicas se dejaron acompañar por su fotógrafo a su pequeño spa, donde un yacuzzi burbujeante las esperaba. No terminaban de hundirse en el agua perfumada cuando sonó el teléfono rojo de Lesley. —¡Philippe! —dijo Lesley mirando a April—. Sí, acabamos de terminar nar. . Victor dijo estuvimos  Apri  Ap ril,l, mi mien entr tras as que tant ta nto, o, inte in tent ntab abaaespléndidas. recu re cupe pera rarr lo loss me mens nsaj ajes es de su pr prop opio io ce celu lula larr. 30

 

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—¡Fantástico, Philippe! —dijo Lesley, pateando el agua con sus pies para ostentar sus nuevas tobilleras de oro. April la miró inquisitivamente. Lesley tomó la mano de April y alzó los brazos de ambas en el aire como si acabaran de alcanzar la victoria. —Maravilloso, sí. Espera —dijo Lesley a Philippe—. ¿Quieres ver a  Philippe frente a frente de una vez? —le preguntó a April—. Nos invita a almorzar el viernes.  April acababa de escuchar el mensaje mensaje de Martin, y cuando cuando Lesley le extendió el teléfono estaba en un mundo de ensueño. —Toma, quiere hablar contigo —le susurró. —Martin me ha dejado un mensaje. ¡Quiere verme! —le respondió  April, con un teléfono en cada mano. —¡No será Martin Mondragon otra vez, por favor! Habla con Philippe.  April escuchó la voz de su agente. — ¡O-l  ¡O-la-l a-la!  a! Mi charmante Avril! ¡Así que volarán en un jet privado a Miami con Lesley la primer semana de septiembre! —A April le encantaba su fuerte acento francés. — ¡Mes congratulations!  Grabarán el mejor comercial que jamás haya  visto el Centro de compras Bal Harbour —prosiguió Philippe—. ¿Estás libre el viernes al mediodía, chérie ? —¿Estás seguro de querer verme ? —bromeó April—. Estaba empezando a pensar que preferías que fuera así. —¿Por eso, trató ma petite  ? un piropo de la galera—. Bueno, —¿Por qué qué?dices —April de sacar se ha tornado algo casi mágico, o tabú, ya sabes. Te has convertido en, déjame pensar... pensar... ¡en mi hada madrina, o padrino! —April se echó a reír reír,, pero puso un tono más serio cuando advirtió la mirada celosa de Lesley. Lesley. —Será un almuerzo inolvidable —dijo Philippe—. ¡Inoubliable!  —Eso suena muy bien. —¿Una y media entonces? Una limo las pasará a buscar, mes petites . ¿Está bien para ti? —Sí, colgó, maravilloso. Hasta teléfonos entonces. sobre  April puso ambos sobre una pila de toallas y se volvió 31

 

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a acomodar en el baño relajante, mientras su mente volvía a los buenos momentos vividos con Martin. —¿Qué dijo? —preguntó Lesley mirándose sus largas uñas. —Que me extraña —respondió April. Al pensar en Martin, se sentía  flotando en una suave y cálida nube de recuerdos. —¿Philippe dijo eso? —saltó Lesley de mal modo. —No, tonta. Martin —corrigió April, volviendo a la tierra. —Oh, termínala ya con Martin. Va a interferir con nuestro trabajo. — ¿Nuestro? ¡Supongo que querrás decir mi  trabajo! ¡Pero no, por supuesto que no lo hará! —Reconozco que es guapo. Nunca olvidaré la primera vez que lo vi —dijo Lesley, y April notó que los ojos de su amiga resplandecían, seductores. —¿Me explicarías eso, por favor? —dijo April. Un aguijonazo de celos acababa de sonrojarle los pómulos. Lesley deslizó su silueta esbelta y blanca bajo el agua burbujeante. —Estábamos corriendo alrededor del Reservoir, ¿te acuerdas? Y de pronto, de la nada, aparece frente a nosotras ese cuerpo alto y musculoso, y te saluda. —Sí, lo recuerdo recuerdo.. Nos habíamos conocido unos días antes en The Gin House. —Sonrisa perfecta, cuerpo perfecto, los mejores ojos azules que jamás haya visto.qué? Podía comprender que te enamoraras, pero… —¿Pero —Vamos, April. Nunca estaba cuando lo necesitabas. ¿Qué dijo Philippe? —¡Eso no es verdad! —Claro que es verdad. Tu ex novio es un hijo de puta. Hazte un favor. Mantenlo como un ex. ¿Qué dijo Philippe?  April  Ap ril det detest estaba aba la irr irrita itació ciónn de de Lesle Lesleyy cada cada vez que se hab hablab labaa de de Marti Martin. n. —Martin no es ningún hijo de puta —protestó. —No es¿Qué mi problema. lo que —preguntó quieras. Volamos Miami enseseptiembre. más te dijoHaz Philippe? Lesleyamientras po32

 

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nía de pie y salía chorreando agua. —Almuerzo con él el viernes. —¿Tú sola?  April se sentó sentó y miró a su amiga. La expresión expresión de Lesley se había había vuelto tensa y hosca. —No, ambas. ¿Qué te sucede? —Nada. El viernes entonces —respondió Lesley, forzando una sonrisa. April asintió, al tiempo que su amiga se frotaba el cuerpo con una toalla. —¡Philippe es único! Te va a encantar. —Desde el principio que me encanta. Me cambió la vida. —Si no fuera por él, tu hermano estaría muerto —agregó Lesley con una voz más tajante. —Lo sé. Y pagué un precio alto por ello —respondió April, mientras las imágenes de aquel show sadomasoquista volvían a invadir su memoria. Aún se sentía avergonzada e incómoda ante el recuerdo de esa ropa  interior de cuero negro, de las calzas de terciopelo y las bragas de leopardo. Y las miradas húmedas y libidinosas de los hombres resbalando sobre su cuerpo. Le habían pagado mucho dinero, y aun así apenas le había alcanzado para liberar a su hermano. Joe, el dueño del club, cl ub, había  sido el único en consolarla cuando todo hubo acabado. —Philippe es un ángel —concluyó Lesley—. Nadie habría tenido su coraje para interceder ante esos traficantes, sólo para sacar al estúpido de tu April hermano semejante lío. había sido un estúpido al mezclarse con sabíadeque su hermano ex miembros del cartel de Cali, pero Lesley no tenía ningún derecho a  decir esas cosas de él. ¿Por qué sería tan cruel a veces? —La gente buena ayuda simplemente porque se siente bien ayudando, ¿sabes? —dijo April con ironía. Philippe y Joe habían estado entre ese raro grupo de gente. Joe también había sido el amante más maravilloso que jamás hubiera tenido o imaginado; el único que había recorrido el camino hasta las l as cumbres de su placer. Pero Pero no era el indicado para satisfacer su otro deseo, el de aasentarse, contraer matrimonio tener hijos. Joe la había ayudado descubrirellade pasión y el sexo, pero cony  33

 

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eso no alcanzaba. Ella quería un hombre joven, como Martin, y armar su propia familia. Después de casi seis meses, había decidido dejar a Joe, y nunca lo lamentó. —Aún le debes a Philippe un gran favor. Tal vez se lo deberás siempre —dijo Lesley mientras empujaba la puerta y desaparecía tras ella.  April jamás había pensado que Philippe le exigiera más que su éxito profesional, del cual al fin y al cabo sacaba una buena tajada. No esperaba que su agente fuera a pedirle otra cosa.

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Capítulo V

Una esbelta joven joven india con una falda multicolor pasó corriendo al lal ado de Joe Sagasti para alcanzar un autobús al otro lado de la calle. Él siguió el movimiento de sus nalgas firmes que se movían por debajo de la  tela de algodón y se sintió agradecido por estar tan vivo en esta ciudad apasionante. Retomó su caminata por Water Street. No había duda de que el distrito bajo el Puente de Brooklyn que los neoyorquinos ahora  llamaban lo que costaba, en un sentido metafórico. DisfrutabaD.U.M.B.O. de todos esosvalía artistas jóvenes que andaban corriendo por ahí. También de las nuevas tendencias, de las callejuelas empedradas, de ese sabor europeo por los lugares pequeños que el ultramodernismo aún no había pervertido. Y ya que debía estar en los Estados Unidos de América una vez más, al menos tenía la libertad de vivir cerca de una de las mejores tiendas de café. —No ha probado ningún exprés con Kenya AA últimamente, últimame nte, Lord Sagasti —recordó para sí—. Debe usted ir a Carroll Gardens por su droga. El pensamiento lo llenó ilusión de mientras giraba a laa derecha por New Dock Street para subirdeal Puente Brooklyn rumbo Manhattan. Sagasti no era un fanático de New York, York, pero el perfil de la ciudad vista desde el puente era algo que siempre lo deleitaba, sobre todo al amanecer o durante la puesta de sol, cuando una tonalidad dorada  convertía los rascacielos en presencias fantasmagóricas a la espera de algún hecho atroz. De pronto lo aturdió atu rdió un pandemónium ensordecedor de chillidos animales. Detestaba el ridículo alboroto que las criaturas invisibles y exasperantes de Los Esbirros hacían para anunciar la  llegada delLucifer Amo. no lo visitaba solo, en su casa, en lugar de mandar co¿Por ¿P or qué 35

 

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mo heraldos a sus espantosas criaturas? Sagasti inhaló todo el aire que cupo en sus pulmones, esperando la habitual corriente dolorosa de frío o de calor en sus venas. El Diablo lo obligó a permanecer incómodamente quieto y él tuvo que recurrir a todas sus técnicas de yoga y de tao-yin para que la sangre le siguiera fluyendo y los pulmones, funcionando. —No estoy de acuerdo con tu ritmo, Sagasti —tronó Lucifer. —Lo siento, Su Alteza, Mondragon es más duro de lo que pensaba —contestó Sagasti. Un hombre sudoroso de unos cuarenta años, montado en una resplandeciente bicicleta roja, pasó muy lentamente a su lado. —Las excusas no proporcionan soluciones —señaló el Diablo—, y  ten cuidado con los títulos que te adjudicas. juego es inofensivo, al —Mi respeto. Le pido perdón. Señor. Nunca tuve la intención de faltarle —Perdón otorgado —rugió el Diablo dentro de la cabeza de Sagasti, tan alto que lo obligó a cerrar los ojos. El calvo cubierto de sudor volvió a pasar con una sonrisa llena de curiosidad y lo rodeó, admirándolo como si fuera una estatua viviente esperando una limosna. ¡Era tan humillante! El imbécil de la bicicleta apoyaba una mano en el manubrio, y con la otra se rociaba la garganta con un remedio para el asma. Se detuvo ante Sagasti y lo miró fijamente a  los—¿Está ojos. usted bien, señor? —le preguntó. Sagasti quería trompear con todas sus fuerzas la cara regordeta del patético mostrenco, pero ni siquiera podía pestañear para mostrarle que no necesitaba su estúpida ayuda. El pelado se encogió de hombros, y Sagasti lo siguió con la vista mientras se alejaba.  ¡Ojalá te quemes en los ácidos más puros del Infierno!  —El caso Mondragon, Sagasti. —Ya sabe, en este país la gente entregaría el alma sólo para salir en la  tapa dede una revista, pero estepor joven no es de ésos. Tiene una peculiar mezcla sangre corriéndole las venas. Considero que— 36

 

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—El archivo Mondragon requiere una firma —interrumpió el Diablo—. ¡Ahora! Los elementos demoníacos que acompañaban a Lucifer repitieron sus palabras con una batahola demencial. Sagasti se habría caído si Los Esbirros no lo hubieran mantenido congelado. —Tranquilo, —T ranquilo, Jefe —susurró para equilibrar el ruido agudo que hacían los bichos. Sagasti sabía que el único modo de calmar a las criaturas era  hablándoles con suavidad. —Prometo que la conseguiré pronto. Ya he comenzado a trabajar. Haré mi parte, pero, por favor, no me castigue tan seguido. ¡Es tan difícil para mí! Después de todo, ¿no se da cuenta de que con cada nuevo castigo mi trabajo se demora? Sagasti sintió que Los Esbirros se marchaban tan súbitamente como habían llegado. Quizá noyadebería haberle dicho metiendo un error, pero era demasiado tarde.a Lucifer que estaba coLa gente pasaba a su lado sumida en sus propios mundos insignificantes. Sabía que nadie había notado ni oído nada; no podían siquiera imaginar cómo era su vida. Sabía, también, que nadie en el mundo entero daría por él un mísero centavo. Sagasti profirió un largo suspiro, tomó su teléfono celular y buscó en el bolsillo la tarjeta que le había dado Martin Mondragon. Leyó el nombre de su víctima una y otra vez. Mondragon era un apellido fantástico. nombre un significado poderoso y eterno: ¡Mi dragón! Era unaUn pena, pensócon Sagasti, que su apuesto portador no estuviera todavía en su mismo bando. Si trabajaran juntos, podrían convertirse en un equipo inolvidable de recaudadores de almas. Con algo de pena, Sagasti dio vuelta la tarjeta y marcó el número que Martin había garabateado en ella. —Hola, ¿doctor Fisher? Soy Joe Sagasti. Un colega suyo, el doctor Mondragon, me ha dado su número. ¿Podría ¿Podría usted verme? Creo que ha  llegado el momento para que comience una terapia.  Y paraa nuevos que usted, doctor Fisher, Fisher, descubra que la l a culpa puede abrir la  puerta misterios. 37

 

Capítulo VI

El timbre sonó tres veces. Ana ensayó una sonrisa frente al espejo de la entrada, se peinó nerviosamente con los dedos y se alisó el vestido. Echó una mirada final a la sala antes de abrir la puerta. Los almohadones de los dos sillones estaban sacudidos, las rosas del jardín se veían frescas en el jarrón verde, y la fina capa de polvo que cubría los muebles era casi imperceptible.  Al abrir encontró conciego. un anciano en elhabía umbral. Anasus sonri sonrió, ó, pero en no pudo evitarse mirar su ojo El tiempo dejado cicatrices el rostro oscuro y arrugado de Félix, como un aguacate dejado a secar bajo el sol. —¡Félix! Estoy muy contenta de verte. ¡V ¡Vení, ení, pasá! Después de tantos años, tu llamada... me sorprendió. Félix siguió a Ana hasta la sala. Ella se apresuró a traer una bandeja  con un termo de metal, un mate y una bombilla de plata. —¡Mate! No lo bebo desde hace más de veinte años —dijo Félix. —Compro la yerba un almacén de Manhattan. En Buenos Aires, mamá hacíaenmate todos losargentino días. —¡Nunca me voy a olvidar de esas largas tardes con tus padres! pad res! Bebíamos litros de mate mientras tu papá contaba chistes. Los dos le tomábamos el pelo a tu madre porque siempre se olvidaba de sacar el agua del fuego antes de que hirviera. Ella lo negaba, y siempre nos quemábamos los labios, hasta que un día —hacía un frío de morirse, recuerdo— le dio un mate a tu papá, y cuando chupó, por poco se le pegó la bombilla. ¡Estaba helada! Cuando lo quiso escupir, ella  le gritó:esa“¡Cuidado, el piso Tu estámamá encerado!” encerado!”, él se tuvo que tragar porqueríaLuis, fría. que ¡Horrible! se rió, ydurante horas. 38

 

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María tenía una risa inolvidable. Félix se quedó mirando a Ana durante unos instantes. —Anita —di jo finalmente mientras ella vertía el agua caliente muy despacio sobre las hojas verdes de la yerba mate—. Estás hermosa, ¿sabes? Igual a tu madre. Te última eché devez menos. —La que nos vimos fue en el entierro de Chrissie —aclaró ella, ofreciéndole el mate caliente. —Sí, lamento haber estado alejado por tanto tiempo —se disculpó Félix—. Ya Ya sabes cómo pasa corriendo la vida. Pero Pero siempre estás en mis plegarias. —¿Rezás? —preguntó Ana, mirándole el cuello abierto de la camisa. Félix no llevaba ninguna cruz. —Así es —le dijo, bajando la vista y devolviéndole el mate.  Ana c ebóen cebó u no uno par a ella ell a y chupó ch upóElla l a silencio inf usiónncreció infusió cal iente, calient e, intent in tentando ando poner orden suspara pensamientos. alrededor de ellos como una pared de culpa, hasta que ella dio el último sorbo ruidoso a la bombilla. —Pero Ana, por favor, cuéntame. Necesito saber de ti —rogó el viejo. Era tanto lo que había pasado, que Ana sintió que había transcurrido un siglo entero en tan sólo veinticinco años. Si la hubieran obligado a  definir esos años con una sola palabra, habría elegido “pérdida”. Pérdida de su matrimonio errado, pérdida de su hijita y pérdida del único hombre del que se había enamorado. Sean… veces se preguntaba  dónde estaría, a quién habría amado después de Aella. —Se me fue la vida, Félix. El dolor de perder a Chrissie lo cambió todo. Pero decime cómo estás vos —preguntó Ana. —Bastante bien para mi edad. Este Alzheimer me molesta de vez en cuando. A veces me olvido de las cosas, o mezclo todo. Pero todavía  puedo vivir solo. —Sos corajudo, ¿eh? —No, me temo que no demasiado. —Después de una larga pausa, Felix—Está sonrió—. está —Ana Martin?contestó —preguntó. bien,¿Cómo muy bien con voz enérgica. 39

 

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—¿Todavía practica esgrima? Recuerdo cuánto lo —¿Todavía l o disfrutaba de niño. —Sí, es un gran esgrimista. No tiene mucho tiempo para ir al club, pero le encanta —dijo Ana. —Quería llamarlo para su cumpleaños. Es uno de estos días, ¿verdad? treinta yEldos años eldemartes los—Cumplió ojos de encima—. catorce agosto.pasado —dijo ella sin quitarle Félix era el único recuerdo viviente de su pasado en la Argentina. Era  parte de su familia, un trozo de su infancia. Todo lo demás se había ido.  Y ahora Martin Martin era todo todo lo que tenía en la vida—. Es un psicólogo psicólogo muy  bueno. ¡El mejor de New York! —agregó Ana con orgullo para probar que se las habían arreglado muy bien los dos solos. —No lo dudo. Era un niño tan inteligente. ¡Y ahora ya tiene treinta y  dos años! Tu papá solía decir que los treinta y dos marcaban el ingreso en la edad adulta. de Unteléfono, momento de la vida,—preguntó una inflexión. darías su número asíespecial puedo llamarlo? Félix.¿Me —¿Buscás un psicólogo? Félix se rió por primera vez, sacudiendo la cabeza. Era una risa abierta  y franca, a la que Ana no pudo evitar sumarse. —¡Pobre Martin! —dijo Félix—. ¿Te imaginas tenerme como paciente? Ya estoy viejo para todo,  Anita. Salvo para morirme. Para eso todavía estoy a tiempo.  Ambos se miraron, compartiendo las sonrisas que los habían acercado. No eran más que dos personas solas que habían padecido el dolor de—Siempre la pérdida.le digo a Martin que eras el mejor amigo de mi papá —di jo Ana, apoyándose en el respaldo del sillón. —Ya lo creo. Pasamos tantas cosas juntos, Luis y yo —dijo Félix con un suspiro. Durante las siguientes dos horas hojearon las últimas fotos viejas que aún conservaba y evocaron recuerdos felices de incontables tardes en la casa de Luis y María, cuando Ana era una niña pequeña y  Félix sorbía mate con su padre bajo la sombra densa del parral. Los dos siempre juntos, jugando a las cartas y contándole chistes aestaban su madre. 40

 

El Garante

—Todas las fotos de Martin y Chrissie las tiene Martin en su casa —explicó Ana—. Me está armando un álbum para la computadora. Otro día te venís y te las muestro, ¿querés? —Claro, Anita.  Anadecontestó gusto todas las preguntas quecerró Félixlalepuerta hizo sobre la  vida Martin,con y cuando el anciano partió, ella con la  sensación de que Félix le había iluminado el día. De inmediato levantó el teléfono, dudó, volvió a colgar y corrió a la computadora. Martin le había enseñado cómo usar Outlook, y le escribió un mensaje electrónico usando sólo dos dedos. Querido Martín: Hoy vino de visita Félix, el mejor amigo de tu abuelo. Hablamos de vos hasta por los codos. Está viejo pero fuerte. Tiene tu número te quiere Mepasada. olvidé de decirte una cosa. Te llamóy otro señorllamar. la semana ¡Perdoname, me olvidé! El señor Joe Sagasti. Amoroso y muy educado, como Félix. A él también le di tu número. No sabés todo lo que tenemos en común. ¿T ¿Tee llamó? Cuando me hable de nuevo, los voy a invitar a él, a Félix y a vos, así les preparo una linda cena. Te quiero mucho. Mamá.

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Capítulo VII

Sagasti pasó ante el Edificio Dorilton y se rió de la vulgaridad grosera  de ciertos arquitectos tildados de elegantes. Afortunadamente, su inminente psicólogo no vivía en ese horrible edificio. Pero tampoco vivía en el Ansonia. ¡Qué pena! Eso le hubiera gustado, pues creía que el edificio que una persona elegía decía mucho sobre su personalidad. Recordó con orgullo algunas de sus gloriosas moradas de antaño: el Castillo Duns en Berwickshire, Escocia; Azay-le-Rideau en el bello vallelos delprados Loire; de la magnífica residencia de Carlos V en Hondarribia, sobre Guipúzcoa. Ésos eran los lugares que lo retrataban con mayor precisión: el estilo, el buen gusto y la sofisticación. Llegó a la humilde entrada que estaba buscando. Sin ningún lugar a dudas, Fisher no era uno de los suyos. El doctor Edward Fisher abrió la puerta con una sonrisa adusta. —Buenas tardes, señor Sagasti. Adelante, por favor —dijo con una voz que reflejaba su frágil estado anímico. Iba a ser más fácil de lo que pensaba. —Gracias por hacerme un lugar en su agenda de hoy, doctor —comenzó Sagasti. —Me dijo que necesitaba comenzar de inmediato y además lo derivó el doctor Mondragon —respondió Ed camino al consultorio. Tomaron asiento en sillones enfrentados y se midieron con la vista. La  expresión de Ed delataba la tragedia en que se había convertido su vida. Sagasti podía verlo con tanta claridad, que casi lamentó que q ue el juego no hubiese comenzado con alguna clase de desafío. No, en realidad no lo lamento para nada. que suvio oscura energía envolviera a Ed enlanzó una delgada gasa asfixiante,Dejó y cuando que comenzaba a debilitarse, su primer dardo. 42

 

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—No puedo seguir viviendo así, doctor. —Aquí estoy para ayudarlo —respondió Ed con suavidad—. ¿Quiere contarme? Sí, trágate la carnada, Fisher. —Hace dos añospara pasóque algoreverberara terrible —dijo Sagasti, controlando ritmo de su discurso con vida propia contra las elparedes del cerebro de Ed—. Mi esposa y yo estábamos en una fiesta. Habíamos llevado a nuestro hijo, porque no pudimos conseguir una niñera que lo cuidara. Sagasti moderó su sonrisa cuando notó el cambio en el rostro de Ed. —Habíamos discutido acerca del tema —siguió Sagasti—. A mí no me gustaba llevarlo a fiestas, pero mi esposa insistió, y ahí estábamos, en medio del ruido y de la música. Sagasti se alegró de ver las primeras gotas de sudor en la frente de Ed Fisher. —Empecé a beber para que se me pasara el mal humor —continuó—.  Alcohol y más alcohol, ya sabe. Ella comenzó a retarme, y cuanto más lo hacía, más bebía yo y más me enojaba con ella. La hubiese abofeteado, pero no lo hice. Estaba tan borracho que temí errar. Sagasti ensayó una lastimosa sonrisa de autocompasión. Miró a Ed y  se dio cuenta de que lo había tomado desprevenido. El hombre había  palidecido, el corazón se le había disparado. Hurgar en la psiquis atormentada de Edse era un verdadero placer. pausa para permitir que el doctor aferrara a la delgada sogaHizo de suuna cordura. —¿Alguna vez le había pegado a su mujer? —preguntó Ed. Sagasti se regocijó con el esfuerzo que su terapeuta estaba haciendo por ocultar sus sentimientos. —No, nunca —respondió, fingiendo sorpresa—. Estaba asustado de mi propio impulso. Asustado y excitado al mismo tiempo. Cuando salimos, estaba completamente borracho. Tres Tres veces se me cayeron las llaves del coche. Ed tragó ruidosamente. Sagasti —Mi esposa insistió para que lasiguió dejaraadelante. conducir, pero yo no solté el 43

 

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volante. Quería llegar a casa cuanto antes. Apreté el acelerador a fondo por las calles vacías. Sagasti encendió un cigarrillo con manos temblorosas mientras dejaba que su víctima se recuperase de todas las palabras infectadas que había pronunciado. Cuando Fisherelsedoctor. masajeó estómago, las puntadas que experimentaba  ¡Erael  ¡Er a tan fácil entrar fácil entrSagasti ar en elsintió cuer po y la mente de este estropicio!  La camisa de Ed se estaba empapando de sudor. —Mi hijo lloraba en el asiento trasero —siguió Sagasti sin detenerse—.  Y cuanto más aceleraba, aceleraba, más lloraba. lloraba. No No podía soportar soportar su vocecita vocecita perforándome los oídos. Traté de sofocarla pisando con más fuerza el pedal. Sagasti se sentía un genio. Estaba reproduciendo cada detalle con la  precisión de un joyero, y el doctor Fisher estaba recibiendo lo que se merecía. pudo imágenesse de la pesadilla en las pupilas EstabaSagasti logrando queverellas psicólogo mirara en un mágico espejode deEd. terror, y no tenía ninguna intención de detenerse. —Luego apareció el camión. Ahí, justo frente a nosotros. Me encandilaron las luces —masculló Sagasti entre sollozos—. Clavé los frenos y  perdí el control. El coche volcó una y otra vez y yo... Mi esposa y mi hi jo murieron en el accidente. Tenía Tenía cinco años. No he dejado de pensar en ellos ni un solo día desde que sucedió. Vio cómo el doctor giraba la cabeza hacia la fotografía de su esposa e hijo fallecidos, amada debido terquedad tupidez. Sagastisuhizo que familia Ed vieradestruida las imágenes en alasufoto ahogadasy esen sangre. Sólo para recordarle al cabrón que no merecía nada. Ni un amigo como Martin Mondragon, ni un momento de paz; no merecía nada  más que dolor. Había sido un gran pecador. —¿Tiene pañuelos de papel? —preguntó con voz quebrada. —Cálmese, por favor —tartamudeó Ed mientras le alcanzaba una ca ja de Kleenex. Kl eenex. —A veces siento como si una sombra oscura se adueñara de cada espacio de mi y meesta empujara bordepuedo del abismo. Unaesta voz mezcla me tienta  a ponerle finser a toda mierda.al ¿Qué hacer con de 44

 

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culpa y cobardía? —sollozó Sagasti. Te lo mereces, Fisher. Sagasti leyó los pensamientos del cobarde: amordaza tus emociones, silencia tus sentimientos, sofoca la catástrofe interna hasta convertirte en un

mero vez. sobreviviente silencioso, en el fantasma del hombre que fuiste alguna  —Trabajar —dijo Ed tratando de transmitir seguridad—. Trabajar todo el día. Trabajar con coraje. Sagasti vio la gran mentira del doctor, su torpe esperanza. Luego, preparando el golpe de gracia, deslizó los dedos en el bolsillo de su chaleco y extrajo una delgada cadena de oro con una alianza de matrimonio y un pin del Pato Donald colgando de ella. Se llevó las joyas hasta los labios y  lloró con toda la amargura de la que fue capaz.  ¡Er  ¡Eraa tan buen actor!   Yacon a nouna necesitaba hacerabriéndose hacer nada más. en Su su Su víctima estaba enllevó la senda correcta, Y herida fatal interior interior. . Ed se la mano al cuello, estrujando una cadena idéntica con el anillo de bodas de su esposa y el pin del Pato Donald de su hijo. Los apretó en el puño cerrado. Sagasti sabía que el hombre ya estaba preguntándose si la muerte podía ser peor que esto. Se puso de pie y apagó su cigarrillo en un cenicero. Diez segundos de silencio eran suficientes. —¿Cuánto le debo, doctor? —No voy a cobrarle esta entrevista, señor Sagasti —contestó Ed.  Al menos elpago tipo por teníalosalgo de dignidad. —Siempre servicios que recibo, doctor —dijo Sagasti sacando un sobre de su chaleco. Lo depositó en la mesa baja. Ed estaba  petrificado en su sillón. —No regrese —le dijo Ed—. Nunca. —¿Por qué habría de hacerlo, doctor? Ya he terminado con usted. Ed miró a Sagasti con horror. El mensajero del Diablo vio que el hombre se había percatado del final inevitable que lo aguardaba. Sagasti caminó hasta la puerta y se volvió con una sonrisa burlona antes de partir. —No lo piense demasiado, Usted sabe Usted muy bien que está condenado. Pero el Infierno no esdoctor. exactamente como se lo imagina. 45

 

Capítulo VIII

Martin entró en el edificio de Ed con la cabeza llena de preocupaciones. La temperatura había descendido a unos veinticinco grados, así que al menos se podía respirar por la calle. Había contado los minutos uno a uno, y hacia las nueve de la noche estaba seguro de que la sesión con Sagasti ya habría terminado hacía rato. Se tomarían un café y se reirían de la loca coincidencia de encontrar a un chiflado como Sagasti justo cuando estaban trabajando enintercambio el Fausto de inteligente Goethe. Ladevelada prometía  una buena conversación y un puntos de vista. Ed propondría algún comentario perspicaz sobre el estudio de las fuentes que había usado el autor alemán. Le relataría la sesión, daría un diagnóstico preciso, y le contaría cómo había pedido unos honorarios altos, cómo Sagasti había aceptado inclinando la cabeza, y finalmente lo sorprendería con un chiste sarcástico. Martin contaba con que la mente aguda y la experiencia de Ed lo ayudarían a develar qué lo inquietaba  tanto de este paciente. Quizás hubiera en él algún miedo al Diablo arraigado desde niñez, desde la pérdida hermana. había  sentido que su la muerte de Chrissie había de sidosumás que unSiempre accidente, como si una fuerza sobrenatural los hubiera elegido, por alguna razón que probablemente no comprendería jamás. Les prestaría más atención a sus sueños en los próximos días. El inconsciente tenía sus propios modos de manifestarse cuando uno sabía abrir los cerrojos internos. No pudo disimular el susto cuando se topó con Sagasti, que salía del edificio en ese momento. El hombre le sonrió cínicamente. — ¡Surprise! —dijo, forzando a Martin a sonreír a su vez—. Como ve, he—Me seguido su ver... consejo. alegra ver ... —comenzó a decir Martin, pero Sagasti lo interrumpió 46

 

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con su susurro. Miró a su alrededor como si intentara sustraer sus palabras del oído de algún fisgón entrometido. —La sesión fue fantástica. ¡Al menos para mí! —dijo. —Me alegro mucho —respondió Martin. —Pero —P ero no estoy seguro de que su amigo esté tan entusiasmado conmigo. El corazón de Martin dio un vuelco. Se preguntó si Sagasti habría presionado a Ed para firmar algún disparatado documento o si quizá lo habría convencido de su conexión con esas fuerzas tenebrosas que había  mencionado en el banco. —¿Por qué no firma y ya, doctor? Al menos así no tendrá que sufrir por sus otros amigos, créame. La presencia de Sagasti lo ponía más nervioso que una avispa enfurecida volándole alrededor. alrededor. Sin embargo, Martin pensó que lo mejor sería  no contradecirlo. Recuerda, Martin, está fuera de sí. —Creo que debe tener paciencia, señor Sagasti. El doctor Fisher es un buen profesional. Estoy seguro de que lo ayudará. Martin había dicho esto a cientos de pacientes en su vida, ¿por qué se sentía estúpidamente ingenuo esta vez? Sagasti se alzaba en medio del marco del portón y su sombra parecía bloquear toda la abertura, impidiendo que Martin entrara para verificar si su colega estaba bien. —¿De lo cree? —preguntó Sagasti con vozdecansada. Martinveras asintió, deseando que el hombre dejara hacerle preguntas. —Muy —M uy bien, usted es el que sabe, ¿verdad? Apresúrese, doctor. doctor. El doctor Fisher debe de estar ansioso por contarle. ¿O es usted también paciente suyo? Martin detestaba ese tono mordaz. Sagasti dio un paso hacia la acera. Martin entró y luego volvió atrás para observarlo alejarse con sus brillantes zapatos italianos. El loco era un dandi. •



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Ed se estaba sirviendo un whisky doble cuando Martin entró y vio el desvarío en su mirada y el nerviosismo con que sacudía la botella. Ed miró fijamente a la pared. —¿Un escocés? —¿Qué pasa? —Te un whisky. ¿Por qué tiene que pasar algo? —Creíestoy que ofreciendo ya no bebías. —Yo también, pero, ya ves, hoy en día no se puede creer en nadie. Martin observó cómo Ed se movía en círculos por la habitación, incapaz de tomar asiento y relajarse. Los cubos de hielo tintineaban en el vaso que no dejaba de sacudir. No podía detectar nada inusual en la habitación, pero estaba inquieto. El ritmo de su corazón era testigo de una nueva pérdida de paz interior. —Ed, escúchame. Voy a hablarte en serio y quiero que me tomes en serio. tiposin quecumplir? acaba de irse, ¿te dijo algo acerca del Diablo o de algún... El pacto —En absoluto. Ed se bebió todo el whisky y se sirvió sir vió otra medida. Sus ojos se perdieron en las ondas doradas del vaso. —¿Cuándo regresará? —Nunca. —¡Ed! Sagasti podría haber aliviado tus problemas financieros. —No quiero su dinero. No le cobré. —Ed señaló el sobre, aún cerrado y sineso tocar, tocar , que Sagasti había dejado sobre la mesa baja—. Pero ni siquiera respetó. Martin lo abrió y extrajo mil dólares. —¡Dios santo, Ed! Te ha pagado más que bien. Estará chiflado, pero... —Sagasti no está chiflado —Ed terminó su whisky de un trago. —¿De qué estás hablando? ¿Estás loco? —En un determinado momento pensé que lo estaba, pero de pronto empezó a vomitar toda esta mierda... Se abrió las tripas para que yo las oliera. Las tripas de un perfecto hijo de puta. —Escomo un psicótico, Podemos y discutir su diagnóstico tanto lo desees.Ed. ¿Cómo puedesentarnos afectarte tanto la mierda de otro? 48

 

El Garante

La razón debía ser suficiente para traer a su amigo de regreso a un puerto seguro. —No creas que no me lo he preguntado. Tengo un post-doc. No soy  un inútil. ¿Cómo puedo dejar que algo así me afecte tanto? Pero me lo hizo propósito. Vino a destruirme. Ed abebía un trago después de otro. Martin sintió que se le retorcía el corazón dentro del pecho, y cuando no pudo más, tomó la botella de whisky,, corrió a la cocina y la vació en la pileta. Cuando regresó a la sawhisky la Ed se estaba riendo. —Eso no cambiará nada. Martin sintió que su amigo se aferraba a su presencia como si fuera lo único real a su lado. —Entonces me pregunté: ¿qué es lo que todavía me falta escuchar? ¿Qué hay esperó en el mundo que aún no haya escuchado? Y… ¿puedes creerlo? Martin su respuesta. —Ese hijo de puta me dijo algo que jamás había escuchado antes. —¿Qué? —preguntó Martin con creciente ansiedad. —Mi propia historia. —Vamos, Ed. Puede haberla sacado de los periódicos, puede haber oído... —No, no me entiendes. Hablaba como si fuera yo. —Es un paciente, Ed —insistió Martin—. A mí me vino con una loca—¡No! historia—gritó sobre mi abuelo Ed—. ¡Noy... entiendes! Mencionó Mencionó detalles, cosas que sólo yo sé. ¡Me las escupió en la cara! El estado de Ed estaba empezando a asustar a Martin. Puso sus dos manos sobre los hombros de su colega y lo sacudió suavemente. Ed se rió. Una risa entrecortada más allá de la desesperación. —¿Quieres que te prepare un café fuerte? Luego nos sentaremos y lo discutiremos. El rostro de Ed se iluminó y asintió con una amplia sonrisa en los labios. hazme¿verdad? un buen café, como sólo tú sabes hacerlo. Ya sabes dónde—Sí, está todo, 49

 

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Martin le dio una palmada en el hombro. —Claro —dijo rumbo a la  cocina. —Está todo en su lugar —masculló Ed sacudiendo el hielo para extraerle el último sabor a whisky. En la cocina, Martin puso café Siempre en el filtro de la Bialetti. —¡Somos psicólogos, hombre! estamos escuchando las historias raras de la gente —continuó en un tono alegre para darle confianza a Ed—. Por encima de todo, somos grandes orejas. —Sí, somos adultos. Ponle un poco de Kahlúa a mi café, ¿eh? Martin abrió cada alacena en busca del licor. Revisó entre docenas de latas de atún, cerdo y vegetales cocidos, la mayoría vencidas. —A mí  también me sucede —siguió—. Tengo Tengo uno que se siente atraído por su hijita de diez años. Dice que la niña lo excita. ¡Lo mataría! ¿Ed, dónde está EdelnoKahlúa? contestó y Martin siguió buscando. La cafetera comenzó a emitir su silbido desesperado. —¡Ed! Martin apagó la Bialetti y sirvió dos cafés. Volvió a la sala con las tazas en una bandeja. Ed no estaba ahí. —¡Ed! ¿Dónde te metiste? ¿Dónde está el Kahlúa? Martin miró a su alrededor alrededor.. Puso la bandeja en la mesa baja y recorrió el apartamento sumido en un silencio cada vez más inquietante. El baño vacío. había nadiehacia en ellacuarto. Regresó salauny  unaestaba corriente de Tampoco aire lo hizo volverse ventana abierta.a la Con súbito estremecimiento de miedo llegó hasta el espacio abierto y se asomó, mirando hacia abajo. Ed yacía muerto en la acera, con la cabeza estrellada en medio de un charco de sangre brillante. El grito de Martin llenó la desolación de la noche de Manhattan.

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Capítulo IX

Martin arrastró los pies por el sendero de grava que llevaba a la tumba, la mano apretada alrededor de la manija del féretro de su amigo. No había ido mucha gente al funeral de Ed. Una picazón detrás de los ojos le anunció la llegada de más lágrimas de remordimiento, enojo e impotencia. Prefería pensar en quienes estarían dándole a su amigo una calurosa bienvenida en la lejana orilla de la muerte: sus padres, su mujer, su hijo. Colocaron el ataúd sobre una alfombra verde que ocultaba la tumba  abierta. Un par de colegas de Ed, unos pocos pacientes y Martin lo rodearon, mientras un joven rabino daba un discurso florido acerca de los talentos del difunto. Las palabras del rabino eran amables pero falsas. Era un hombre de Dios que no sabía nada acerca de Ed. No mencionó la desesperación ni el alcohol. El whisky y el vodka habían sido los asesinos de la familia Fisher. Ed, su esposa y su hijo habían muerto a manos del alcohol destilado, y Martin había sido incapaz de salvarlos. Su intento impedir ela Chrissie suicidio de Ed en elcon puente había roto significado tanto comodeextenderle el rastrillo el mango en 1975. Una vez culminado el ritual, Martin se fue caminando bajo los álamos, inmerso en sus propios pensamientos. Una voz familiar lo tomó por sorpresa. —Lo siento mucho. Martin giró para encontrarse con Joe Sagasti vestido con un impecable atuendo negro. Por primera vez en su vida, sintió realmente odio. Un odio puro e ilimitado junto al impulso de matar a este individuo. —La está llenaiba de aironías, de doctor. Unoreventándose Uno va en busca de ayuda, la perla sona quevida se suponía ayudarlo termina contra la yacera. 51

 

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—Ni una palabra, Sagasti —susurró Martin con los dientes apretados—. Cállese y váyase de aquí—. No quería escuchar ese zumbido en sus oídos. Aceleró su paso hasta el estacionamiento que estaba al otro lado del cementerio. Sagasti lo siguió. tanen brusco, miesperanzas, lugar, doctor. ba—Lamento de poner miservida manospero de supóngase amigo.en Mis mis Acabaexpectativas. Y en cuanto abro mi corazón y le expreso mis necesidades, salta  por la ventana. —¿Cómo sabe que saltó? —preguntó Martin. —Lo leí. —No salió publicado en ningún lado. —No hablo de los periódicos, doc, sino de las caras de los parientes y  amigos. ¿Se fijó en sus rostros? Sí, lo yhabía hecho, conocía las miradas. Martin también quede el rencor la culpa no yeran sentimientos fáciles de borrar del sabía corazón la gente. Ed había sembrado un campo de tragedia, y la cosecha se había vuelto amarga y ácida. La ira contra Sagasti hizo que las mejillas de Martin hormiguearan de rubor rubor.. —Hay rabia en sus caras. Y vergüenza. Mírese —prosiguió Sagasti—. ¿No desearía resucitarlo resucitarlo sólo para poder insultarlo? ¿Así es como pagó su amistad, su preocupación por él? El hombre era una guía de perversión. —Lasque carasnodicen un certificado doc. Me¿Cósorprende sepa más eso. que Debería de ser unadededefunción, sus herramientas. mo puede escapársele un detalle tan importante? Martin plantó sus pies en el pavimento del estacionamiento, giró y  empujó a Sagasti con ambas manos. —¿Por qué no te vas a la mierda? Quería patear a Sagasti en la cara hasta que se desangrara, pero se conc ontroló. Él no era el chiflado. —Ojalá pudiera, doc —dijo Sagasti con una sonrisa—, pero usted no ha firmado aún. Una vez que lo haga, iré adonde usted quiera. Se lo prometo. Pero yo no tomo y... todas las decisiones, ¿sabe? No soy el jefe, sólo un humilde recaudador 52

 

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—Vamos, Sagasti, déjeme en paz —lo interrumpió Martin dirigiéndose a su coche. —Permítame explicarle, doctor. Así como hay recaudadores de impuestos o recolectores de residuos, yo pertenezco a una categoría apenas más sofisticada, aunque en realidad no demasiado —explicó Sagasti—. Soy un recaudador de almas. Ése es mi trabajo. Lucifer me envía en estas misiones y no puedo regresar con las manos vacías. —No voy a escuchar ninguno de sus problemas. Reconozco que haberlo derivado al doctor Fisher fue un error de mi parte —dijo Martin. —Ay, ay, ay, mi querido amigo —dijo Sagasti con ese tono ofensivamente encantador—. Usted aún no ha comprendido la magnitud de este negocio. ¡Su firma! ¡Su firma! ¡Mi reino por su firma, Mondragon! Este monstruo pretencioso lo sacaba de las casillas. Martin llegó al coche conla Sagasti talones. pero antes de que pudiera  cerrar puerta, pegado Sagasti alasus detuvo con Subió, la mano. —No olvide que soy constante como la estrella del Norte, doctor. Y  no tengo demasiado tiempo ni paciencia para gastar en usted. —Sagasti cerró la puerta con exagerada cortesía y saludó con la mano mientras Martin se escapaba del territorio de la muerte.

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Capítulo X

 April bajó de la l a limusin l imusinaa detrás d etrás de Lesley. L esley. Ninguna de las dos había  estado antes en el Russian Tea Tea Room, y April se sorprendió por no haber notado nunca la marquesina roja con letras doradas de la entrada, exactamente al lado del Carnegie Hall. Pasaron por las puertas giratorias y se detuvieron en el vestíbulo. April miró alrededor y lanzó una  risita burlona. Sillas de cuero rojo, alfombra carmesí, muros verdes, pinturas de época, adornos brillando por todas Los exóticos pájaros de fuego y losdorados samovares, las pesadas arañaspartes. y los osos de cristal creaban un estallido exagerado de vitalidad que detestó a primera vista. —¡Esto es tan del estilo de Philippe! —exclamó Lesley. —Jamás podría enamorarme de un hombre que eligiera una decoración así —respondió April con pesar, y un segundo después se arrepintió de sus palabras, porque sabía que a Lesley le molestaba que le recordaran su mal gusto. La verdad era que, a pesar de todo el  glamour  y la  sofisticación que las rodeaba, Lesley conservaba en su interior un toque innato de vulgaridad que nunca superaría. —El hombre es exquisito. ¿No confías en mí? —Sí. Ya sabes que la mayor parte del tiempo confío en tu juicio más que en el mío —dijo April—. Incluso más de lo que debería —agregó en voz más baja, con la esperanza de que su amiga no la escuchara. —Me dio instrucciones precisas —dijo Lesley—. Primer piso, tercera  mesa a la izquierda. Un maître se acercó a ellas. —Lesley una reserva la una El hombreCarroll. asintióTenemos con una sonrisa y laspara condujo a lay media mesa. —le dijo. 54

 

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—Philippe dijo que te sentaras mirando hacia el fondo del restaurante —dijo Lesley. —¡Guau! ¿También te dijo qué debíamos comer? —preguntó April con sorna mientras el camarero les entregaba un menú especial a cada  una. Susdiablos nombres estaban la tapa.  ¿Qué era eso?  era  Aprilimpresos  April detestabaenesta clase de extravagancia extravagancia magnificada. —Te dije que era especial —insistió Lesley. El menú personalizado de April incluía caviar Beluga, langostinos Shashlik y una rueda de chocolate Valhrona con champaña. La decoración barroca parecía de mal gusto y excesiva, y eso la hizo sentir hambrienta, ansiosa e inquieta. Un mal comienzo. El menú de Lesley incluía  sólo blintzes y champaña. —¿Por qué el hasta tuyo tiene sólo una entrada? —Yo espero que llegue y luego los —preguntó dejo a solasApril. —respondió Lesley con una sonrisa traviesa.  April estaba desconcertada. Detestaba estos preparativos preparativos secretos a sus espaldas. —¿De qué se trata todo esto? —preguntó, haciendo un esfuerzo por no sonar enojada. —Yo tampoco sé demasiado —contestó Lesley—, pero ¡relájate,  April, y disfruta del banquete! Las atendieron como a dos princesas rusas ausentes de su tierra natal durante caviar más cualquier otra cosa la tierra, décadas. y despuésApril de laadoraba segundaelexplosión deque diminutos huevillos en en su boca, se abandonó a un estado especial de relajación.  ¿Qué contenía ese  caviar?  Probablemente fuera de una variedad rusa que nunca antes había probado. Hacía años que no se sentía tan serena. Las imágenes se derramaban por su mente en un fluir constante y silencioso. Una balsa de   plumas deslizándose por las aguas perfectas de un lago, una hamaca colgando sobre las arenas tropicales de una playa privada. La última vez que había experimentado una sensación semejante había sido durante el viaje por Martin. El España maître  con se acercó a la mesa, colocó un pequeño grabador sobre el 55

 

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mantel y se fue. April se volvió a Lesley, perpleja, pero su amiga sonrió, oprimió el botón y la invitó a escuchar. —¿La comida está a su nivel, mes chéries ? —preguntó la voz grabada  de Philippe. April miró a su alrededor, alrededor, buscando un hombre que pudiera agente en cada rincón del salón, ninguno dardeel un tipo.serSusutranquilidad ilusoria se evaporó y sepero sintió como parecía la víctima complot en plena guerra fría. —Jugaremos —Jugar emos un juego, A  Avril. vril. Estoy seguro de que lo disfrutarás —siguió diciendo la voz de Philippe. —Cierra los ojos un momento, por favor.  April se negó a hacer tal tontería. —Vamos, April —la urgió Lesley—. ¡Es un juego! ¡Lo vas a arruinar!  April obedeció a pesar suyo, y un segundo después sintió que algo sedoso le cubría ojos. —saltó April, pasando los dedos por la ven—¿Qué estáslos haciendo? da. Parecía un pañuelo de seda aterciopelada. Mientras acariciaba el material suave con la punta de los l os dedos, Lesley le daba palmadas en la l a otra  mano para demostrarle que no había nada que temer. Philippe se había tomado un gran trabajo para armar este almuerzo con una idea original. ¿Qué le estaba pasando? Lesley tenía razón, debía  tranquilizarse.  April sonrió y Lesley le apretó la mano. —dijo Lesley Lesley, tu—Diviértanse cabello, Philippe. ¡Tan chic ,! y luego susurró—: Me fascina el estilo de El corazón de April dio un vuelco. ¡Entonces Philippe estaba ahí! De pronto se vio como una suerte de Caperucita Roja a merced del lobo. Dudó de si la joven protagonista del cuento infantil se habría sentido como ella en ese momento. —No temas, mon chou. La seda no lastima. Por la dirección de la que provenía la voz, le pareció que Philippe estaría sentado a su derecha, y sonrió torpemente ante su inusitada falta  de—Esto orientación. no es justo —protestó April, con la sensación de que todo el 56

 

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mundo la había engañado. —¿Qué apuro tenemos, mon ange ? Déjame darte de comer —susurró Philippe tomando con suavidad el tenedor de su mano. El contacto con su piel la estremeció. Su veta erótica deseaba que esa  mano siguiera y sintió que se convertía en una brasa avivada  por algún dios tocándola del fuego. Las experiencias sexuales que había tenido con  Joe le habían abierto un canal en el cuerpo, y ahí seguía, listo para usar. usar. Él le había hecho descubrir la magia y la emoción de los juegos eróticos delicados, y desde que dejaron de verse, April deseaba compartir esos mismos juegos con Martin. Ahora Philippe estaba creando toda esa confusión mental en su interior interior.. La hizo abrir la l a boca para ofrecerle langostinos, le hizo sentir el sabor del helado de menta por las comisuras de los labios. Le hizo sorber champaña de la copa que sostenía para ella  mientras le describía unaenpintura de Marc Chagall enviolín la queyuna pareja  de amantes se escapaba un caballo blanco, con un un abanico rojo. April sintió la suavidad de la voz de Philippe conduciéndola hacia un mundo de fantasía en el que la lujuria y el placer lo eran todo.  Anhelaba a Martin, pero al mismo tiempo, un profundo hueco en sus entrañas reclamaba las noches salvajes con Joe. —Los pechos de la mujer emergen, redondos y voluptuosos, por encima del escote de su vestido, y el brazo del hombre le rodea la cintura, asegurando que la unión entre ellos será gozosa y perdurable —musitó la April voz denoPhilippe. podía articular ar ticular ninguna de los millones de preguntas que le venían a la mente. Se sentía hipnotizada, hechizada, incapaz de pensar con claridad. —Quise escaparme contigo la primera vez que te vi,  A  Avril  vril  —le susurró al oído. —¿De qué estás hablando? —preguntó April con una incontenible carcajada de nervios. Había bebido demasiado champaña. Eso significaba el ingreso en una zona de riesgo. Recorría la tierra de encanto y sofisticación de Philippe con el alma y el cuerpo desbordando de sentimientos contradictorios. 57

 

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—Aún estabas en la secundaria. Había una fiesta en la casa de tu amigo George. —Lo recuerdo bien —dijo ella mientras volvía a asaltarla la sensación de peligro, de ser víctima de alguna conspiración. —¿Recuerdas sex-appeal  tuyo...la fiesta? Sin adultos en la casa, y con ese inolvidable  April se sonrojó. sonrojó. —¿Quién eres? —lo interrumpió tratando de quitarse el pañuelo de los ojos. La mano de Philippe tomó la suya en el aire y  se la llevó a los labios. —Mi cara ya no es la que era, ma chère Avril —le dijo—. Después del accidente automovilístico en Le Mans, hasta mi voz cambió. —No me importa, necesito verte —imploró April, más intrigada que antes. —Por supuesto, ma chère  , pero recordemos ese permitiste momento maravilloso que vivimos juntos haceprimero, tantos años, cuando me abrir una horquilla que sostenía tu cabello. Los recuerdos de la fiesta le invadieron la cabeza como niños ruidosos que se lanzan a jugar. Toneladas de cerveza y de hormonas. Ella había  bailado con un par de muchachos. Uno de ellos le había quitado el pañuelo de seda que llevaba al cuello para jugar con él. Otro lo había agarrado luego para volver a ponérselo. Habían jugado con el pañuelo y él lo había usado para atraerla hacia su cuerpo. No podía recordar bien cómo a parar a una delalasurgencia habitaciones superiores. nunca  habíahabían hechoido algo así. Recordó por tener sexo, laElla atracción primitiva que había sentido hacia ese estudiante. “La primera vez es un punto de giro”, le había dicho una vez su tía Grace de Australia. “Es el momento en el que te conviertes plenamente en mujer y das gracias por ello”. No podía ser el mismo. ¿Podría el accidente haberle cambiado tanto la voz? ¿Y ese acento francés? Había mencionado Le Mans... —Disculpe, señorita. ¿Desea ordenar algo más?  April sintió que desperta despertaba ba tras haberse despeña despeñado do por un profund profundoo acantilado. Se quitó el pañuelo de mecánicamente los ojos. El camarero de pie ante la mesa. April sacudió la cabeza y miróestaba a su alrededor. 58

 

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El restaurante estaba casi vacío. ¿Dónde estaba Philippe? Sentía la cabeza como un rompecabezas desordenado cuyas piezas flotaban en burbu jeante champaña. champaña. —¿Se encuentra usted bien, señorita? —preguntó el camarero. —¿Vio a la hace persona que estaba sentada —Se retiró aproximadamente una aquí hora.conmigo?  April miró su reloj de pulsera. Eran casi las cuatro. No podía comprender qué había sucedido. Con las últimas palabras de Philippe todavía resonando en su mente, miró el pañuelo. Era el mismo que había  perdido aquella noche, en la fiesta de George, hacía más de diez años.  Al salir salir,, vio El Jinete  colgado en la pared; la famosa pintura de Marc Chagall en la que una pareja de amantes se escapaba en un caballo blanco, con un violín y un abanico rojo.

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Capítulo XI

Martin entró en el vestíbulo de su edificio y se dirigió a grandes pasos hasta el mostrador del conserje. No quería ver a Sagasti nunca más, y  había decidido tomar todas las precauciones imaginables para evitar todo contacto posible. El encargado de la tarde ya estaba ahí.  ¿Y  ¿Yaa era de  tarde? Martin había perdido el sentido del tiempo, como si el entierro de—Hola, Ed lo hubiese sumergido un limbo atemporal. Bob. Por favor, deenahora en adelante, no le informe a nadie que estoy en casa, ni siquiera si se trata de un paciente al que haya visto antes. Siempre consúlteme primero, y le informaré qué decir. El hombre miró a Martin y estuvo a punto de hacerle una pregunta, pero luego simplemente asintió. —No hará ningún daño tener más cuidado —agregó Martin. —Por supuesto, señor. —¿Podría —¿P odría avisarles a los otros dos conserjes, por favor? Manuel y Jack, ¿verdad? —Sí. Claro, señor. Martin corrió al ascensor. Cuando entró en su apartamento, fue directamente a la cocina. Su alma le pedía a gritos una conexión con la vida  y la esperanza, para huir de la pesadilla de aprensión, tristeza, culpa y  muerte en la que se sentía atrapado. Se detuvo ante la pileta, temblando, sin saber qué hacer. La luz estival de la tarde brillaba sin piedad sobre las superficies blancas de la mesada, del refrigerador y de la mesa. ¿Por ¿P or qué había elegido el blanco para redecorar la cocina cuando la luz fuerte del sol siempredelecafé hacía tanto daño?sobre la mesada. Altar La nueva máquina resplandecía  Altar-cuchar -cucharaa60

 

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lata-café-filtro-taza, y el milagrito de un exprés para consolarlo. De pie frente a la ventana, Martin bebió su café a pequeños sorbos, esperando sofocar el latido de impotencia en el centro de su corazón. Ed había necesitado cruzar al otro lado para borrar esa herida que nunca sanaba. Martin quebranto como un espacio abierto y desolado en su interior. interior . Lasintió voz deelsu amigo explicando los detalles de alguna psiquis alterada aún sonaba viva y clara en la mente de Martin. Recordó la risa  de Ed cuando los Mets hacían un tanto y ambos compartían la gloria  como si fueran parte del equipo. ¿Cuánto tiempo perduraría el recuerdo ahora que Ed ya no podía hablarle? Martin lloró amargamente, arrastrándose hasta la cama con un café que no terminaría de beber beber.. Rogó al sueño que lo aliviara. Tendré nueve o diez años. El viento sopla ferozmente. Las puertas y ven-

tanas casa de campo abren temblando con violencia, comoy de hechas de papel de  arroz.deMelaacurruco en un serincón, de frío miedo. La sombra de un hombre alto con una capa negra se detiene en el umbral, y sé que  ha venido a buscarme. Me toma del brazo y me zarandea, pero no quiero ir. Los ecos de un millón de voces gritan mi nombre. —¡Martin! ¡Despierta! —Ahí estaba Colin, al lado de la cama, mirándolo con preocupación. Martin hizo un esfuerzo por volver a conectarse con la realidad, pero la sensación amenazadora del sueño seguía chupándolo como una sanguijuela. —¡Colin! ¿Qué Te haces aquí? —¡Puta madre! llamé dos veces, te mandé tres mails. El portero me dijo que habías dejado órdenes de no permitir que nadie subiera. Te Te llamó, pero no respondías al intercomunicador intercomunicador.. —Bueno, está bien. —¡Estaba cagado de miedo! —Colin seguía hablando a borbotones—. Finalmente convencí a ese portero de mierda para que usara la llave y  verificara si estabas bien. Cuando te vi durmiendo tan tranquilamente, quise zamarrearte sólo para que supieras el susto que me habías dado. Martin miró a Colin con párpados pesados. Su amigo aún se veía  tenso y asustado. 61

 

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—Después pensé que tendrías hambre —dijo Colin en un suspiro—. Iba a prepararte algo para comer. —¿Qué hora es? —Casi las diez. —¿Las diez?de¿Las diez de qué? —Las diez la mañana del sábado 25 de agosto del año 2001. Planeta Tierra. —Dios mío. —Martin se incorporó, frotándose la cara. c ara. ¿Cómo podía  haber dormido durante veinticuatro horas? —El portero me dijo lo de Ed. Lo siento —Colin trataba de reconfortarlo. —Sí, gracias. Martin fue casi a tientas hasta el baño. —Voy a la cocina —dijo Colin—. Tengo una buena noticia para  darte. Sentado ante la mesada de la cocina, Martin bebió el café negro contemplando a su amigo, que le l e preparaba un sandwich. Su querido amigo de la infancia estaba ahí, igual que siempre: práctico, protector, solícito. —¿Listo para la noticia? —preguntó Colin con entusiasmo. Martin asintió. —Voy a ser papá. Sondra está esperando un bebé para marzo. Un tibio rayosaltando de sol iluminó la oscuridad de Martin. —¡Eso es maravilloso! —dijo para abrazarlo. Colin era un torbellino de planes felices. —V —Vaa a seguir trabajando por unos meses más. Queremos comprar una casita en las afueras. Quiero empezar con mi propia práctica privada y, con el tiempo, abrir nuestro propio centro de salud. ¿Qué te parece? Martin sentía que la felicidad de Colin de alguna manera curaba la herida sangrante de la ausencia de Ed. —Eres el primero en saberlo, monstruo —agregó Colin compasivamente. —Me alegro mucho por ustedes. Se merecen lo mejor de la vida, 62

 

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Colin. —Martin se sonó la nariz con una servilleta de papel—. Eres el mejor masajista de New York York y el amigo más puro que he tenido jamás. Colin no era el tipo de amigo que Martin hubiese elegido en esta etapa de su vida. Quizá, si conociera hoy a alguien como él, ni siquiera lo notaría. Sus estilos sus intereses eranmás diferentes, en la actualidad, Martin sabíade quevida noypodía mantener que una yconversación corta con este viejo compañero sin aburrirse. Sin embargo, los sentimientos cálidos de una niñez compartida eran suficientes para conservar vivo el vínculo. —Siempre estás aquí cuando te necesito —dijo Martin sin prestar atención. —¡Vamos, no te pases, loco, o pareceremos un par de maricas! Martin lanzó una carcajada. —Sí era misma hora deenque vida meladiese bueno. Colin—dijo había Colin—, sido la vida unala época: clara algo mañana de la  camaradería, de jugar al béisbol en el patio de atrás, de soplarse las respuestas durante los exámenes de la secundaria. Nunca se habían dicho lo importantes que eran el uno para el otro. Jamás había sido necesario. —Ahora escúchame —dijo Martin seriamente—. Si alguna vez me necesitas, sin importar cuándo, dónde o qué, no lo dudes. Colin se sonrojó. —¡Guau! Ya sabes que siempre te tengo en cuenta. —Todas —T odas las mañanas mi madre decía: “¡Martin, apresúrate, Colin está Ambos en la puerta!”. ¡Eras despertador! —continuó sonrieron anteunlosreloj recuerdos infantiles, infantiles, y MartinMartin. se dio cuenta  de que la perseverancia de Colin le daba un profundo sentido de seguridad. Colin se puso de pie y le palmeó el hombro. —Vuelve —V uelve a la cama, que te haré un poco de do-in —le aconsejó—. Estás hecho un desastre. Vas arrastrando tu energía por el suelo. Martin obedeció. La presencia de Colin ahí, después de la reciente catástrofe, lo aliviaba como un bálsamo. —Despacio. Duele —protestó Martin cuando el masajista presionó los—¡Vamos, mismos puntos la planta sus pies, unarióy otra vez.luego miró a  pórtateencomo un de hombre! —se Colin; 63

 

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Martin—. Discúlpame, ¿te duele de veras? —Más duele aquí adentro —suspiró Martin llevando su mano abierta al corazón. —Puta madre, lo sé —dijo Colin y fue al punto número cinco del corazón muñecaser deelMartin—. Oye, Sondra y yo hemos estado pensando,en¿telagustaría padrino del niño? —Dios, ¡el padrino! Eso sí que es algo importante. —Claro, es un asunto serio. Vas Vas a ser de la familia. Y atención: un pariente elegido, que vale por partida doble. ¡Y encima, rico! Martin se rió del humor de Colin. —No, seriamente —dijo Colin—. Si nosotros muriéramos, tomarías nuestro lugar. Eres nuestro respaldo, hombre. Como un... garante. Colin estaba masajeando su frente y sus sienes con mucha suavidad, pero Martintesaltó de la —¿Tanto dolió? Noimpresión. estaba haciendo mucha presión. Martin trató de encontrar las palabras para expresar la descarga de adrenalina que el uso de la palabra “garante” le había provocado. Colin clavó en él su mirada, a la espera de una explicación. Seguramente aguardaba una reacción distinta, y Martin se sintió confundido y culpable de la desilusión que quizá le estuviera causando. Pero no podía decirle que “garante” se había convertido en una expresión tabú, ahora que Sagasti le había enseñado lo que podía significar. sucede? ni —preguntó Colin—. Mira, puedes decir que no. No es—¿Qué una obligación nada que se le parezca. —No, no, lo siento. No quise... yo sólo... fue una sorpresa tan grande —tartamudeó Martin con torpeza. Respiró profundamente y forzó una  sonrisa—. Gracias por elegirme. Será... grandioso. Colin sonrió también. también. —¡Guau! Sondra va a estar feliz de oírlo. oírlo. Martin se puso de pie y tendió la cama. —Ah, necesito pedirte un favor —dijo Colin—. O mejor dicho, dos. —Sí, claro, ¿qué necesitas? —preguntó Martin, tratando de compensar—Mi su desmedida coche aúnreacción está en anterior. el taller, y les prometí a mis padres que los 64

 

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visitaríamos este fin de semana. Vamos a darles la noticia. Martin tomó las llaves de su coche de la mesa de noche y las puso en las manos de Colin antes que éste terminara de hacerle el pedido. —Gracias. Le controlaré el agua y el aceite y también te lo haré lustrar —prometió —No hace faltaColin. que hagas todo eso. Tenía Tenía que llevarlo al mecánico la  semana pasada, pero no lo hice, ya sabes, todo... —Sí, me imagino. ¿Le pasa algo? —preguntó Colin antes de partir. —Rechina un poco cuando frenas. Conduce con cuidado, que ahora  no son sólo tú y tu chica. Mi ahijado va ahí también. —Martin hizo una  pausa—. ¿Cuál es el otro favor? —Estoy un poco corto de dinero en este momento y querría llevarles algo a mis padres, ya sabes… Martin su billetera y le Colin—. ofreció cincuenta dólares. —No, essacó demasiado —dijo Veinte está bien. —Por favor —insistió Martin poniendo el billete de cincuenta en la  mano de su amigo. Al menos podía ofrecerle algo de dinero a su viejo compañero. —Te lo devuelvo en cuanto cobre mi salario —prometió Colin en el momento en que se cerraban las puertas del ascensor. Martin sabía que nunca lo haría, porque Colin sistemáticamente se olvidaba de devolver esos pequeños préstamos, pero no le importaba. esperaba Debía un sábado muy ajetreado después de pacientes su viaje a que la tierra de lasLepesadillas. compensar las sesiones de los no había visto el día anterior. Antes de que llegaran Heiligen y Albert Black, tenía tiempo de beber otro exprés, de ver la docena de mensajes que lo aguardaban en la pantalla de la computadora y de escuchar los grabados en el contestador automático. Cuando leyó el de su madre, se sintió como un ratón aprisionado en una nueva trampa. “No sabés todo lo que tenemos en común”, decía. Dios santo, ¿cómo podía Sagasti hacerle creer semejante estupidez? Martin no quería decirle una palabra acerca de Sagasti, y sin embargo temía lo que ese perverso extraño pudiera hacerle al delicado equilibrio psíquico de su madre. Los mensajes del contestador 65

 

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se sucedían uno tras otro. El último era del mismísimo Sagasti. —Querido doctor Mondragon: tiene usted un bello apellido, ¿lo sabe? ¿Alguna vez se lo han dicho?  Mon dragon, mi dragón... Quel trésor   gardez vous? Porque, si es un auténtico dragón, estará custodiando un tesoro... ¿Un para entregar, quizá? La risa de alma Sagasti invadió el apartamento de Martin como un eco detestable. Apagó el contestador, pero el mensaje no se detuvo. Incluso después de borrarlo, la voz de Sagasti seguía arrastrándose sobre él, como si tuviera vida propia. Martin respiró profundamente varias veces, aguantando las ganas de estrellar el contestador contra el suelo. —Perdóneme, doctor. No quiero enfadarlo. De hecho, necesito su ayuda. ¿Podría decirme dónde comprarme un buen traje? Martin se quedó observando la cinta inmóvil del contestador, sin poder—Después deducir dónde estaba de todo, soy eluntruco. extranjero en esta ciudad —siguió diciendo la voz de Sagasti, cómodamente instalada en la habitación—. Para Para un extraño, sin guía y sin amigos, New York resulta dura e inhóspita. Ah, dicho sea de paso, su madre es una exquisita pieza de porcelana. Nos vemos pronto, doctor. Martin levantó el tubo para responder, pero lo único que sonó en su oído fue el tono de discado. Las oscuras imágenes de su pesadilla infantil se sucedieron una y otra vez en su mente. No podía recordar el rostro la gran sombra en el umbral, pero sí la voz de ese hombre con la  capadenegra. Era, claramente, la voz de Sagasti.

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Capítulo XII

Ralph Heiligen llegó exactamente a las once y media, sudoroso y boqueando como siempre. Pasaron unos minutos hasta que recuperó el aliento. Martin le ofreció un vaso con agua, que el hombre bebió de un trago. —Gracias, doctor —dijo—. ¡Que Dios lo bendiga! El verano me está  matando, a mí y a tantos otros. No puedo soportarlo. ¡Se están muriendoLatodos! presencia de Heiligen volvió a recordarle que Ed había partido para siempre y que Sagasti era una amenaza al acecho. —Tome asiento, por favor. ¿A quién se refiere con “tantos otros”? —preguntó Martin. —Los sin techo. Los abandonados. Los que no tienen nada se mueren en verano por el calor y en invierno por el frío —señaló Heiligen. Martin lo observó: el hombre se esforzaba para respirar respirar,, como si no hubiera  suficiente oxígeno en el aire. —Veo es sensible a sus. ¿De necesidades Martin. —No loque suficiente, doctor doctor. qué sirve sir ve—dijo tener una misión en este planeta si no ayudamos a los necesitados? Supongo que usted hace lo mismo —dijo Heiligen aspirando su Flovent. —Sí, en cierta forma. —¿Y es suficiente lo que hacemos? —preguntó Heiligen. Caminó hasta la ventana y miró hacia afuera. Martin lo vio observando a la gente en la calle, como si pudiera controlar la lista de buenas acciones de cada peatón. Sus ojos se encontraron y Martin sintió que había en el alma  de este hombre una profundidad que no lograba alcanzar. —¿Qué piensa usted? —preguntó Martin. 67

 

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—Debemos luchar para que sea suficiente —dijo el paciente de inmediato—, pero nunca lo es. —Cada persona hace lo que puede, señor Heiligen. —Por favor, llámeme Ralph, Martin. ¿Puedo llamarlo Martin? Si tanporsólo no lo presionara. Muchos pacientes por llamarlo el nombre de pila y luego se metían en comenzaban su vida personal. Esto no era nuevo, y sin embargo las preguntas de Heiligen lo molestaban. Tranquilo, Martin. No tiene importancia. —Sí, claro —le respondió. —Entonces, le preguntaba: ¿usted siente que lo que hace es suficiente? —preguntó Ralph, y se sentó al borde del sillón con la vista clavada  en Martin como si su respuesta fuera crucial.  ¿Ayudaba en verdad a mis pacientes?  que usted me dijese cómo se siente acerca de lo que hace —Preferiría —contestó Martin. ¿Pensaría ¿P ensaría este hombre que una terapia consistía c onsistía en analizar al analista? —¡No! ¡La ayuda nunca es suficiente! —gritó Ralph—. No podemos hacer casi nada. La demanda crece día a día. ¡La Asociación no es lo suficientemente grande! —dijo Ralph con tristeza y preocupación. —¿Qué es La Asociación? —La Asociación de los Sin Techo Techo es la institución donde trabajo. Ayudamos a quienes lo necesitan, a los que han perdido todo. Son nuestros hermanos, ¿sabe? Y Dios nos ama a todos. ¡Que su gracia esté siempre con nosotros! —dijo Ralph. —¿Su trabajo lo hace sentir un buen hombre? —preguntó Martin. —No, porque mi alma es tan imperfecta, que las fuerzas del mal pueden tocarla y ensuciarla. Debemos tener mucho cuidado, Martin. ¡Es tan peligroso ahí afuera! —Ralph extendió su mano transpirada hacia la  ventana. Una jungla de horrores infectada por gente con la que preferiríamos no toparnos jamás, pensó Martin mientras la imagen de Sagasti persiguiéndolo por el cementerio cruzaba su mente. —¿Se considera vulnerable, Ralph? —le preguntó. 68

 

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—Todos lo somos, Martin. ¿Usted no se siente inmensamente vulnerable? —Podemos desarrollar recursos para fortalecernos —dijo Martin. —Es verdad. Sin embargo, nuestras almas son tan frágiles, que podríamos perderlas en un ¿Piensa abrir y cerrar de ojos. —¿De qué modo? usted que es posible vender el alma al Diablo? —Martin se arrepintió inmediatamente de haber formulado la pregunta, pero no había modo de volver atrás. Ralph lo miró con preocupación. —Sí, creo que es posible —dijo el paciente lentamente—. Creo que nunca deberíamos subestimar el poder del mal. —Ésa es una idea interesante, Ralph. —Debemos protegernos y proteger a quienes amamos —se interrumpió familia. Ralph para aspirar una vez más su Flovent—. Somos una gran —Cuénteme sobre su familia. —Usted es mi familia ahora. Dios, dame un respiro respiro.. Martin reparó en las manos húmedas de Ralph y sintió un rechazo visceral ante la menor idea de parentesco. Podía  aceptar a Colin y a Sondra como parte de su familia, y a su bebé. Pero no a este hombre. Jamás. De hecho, su madre era su única familia verdadera. Su hermana, su padre, familia perdida para siempre. Sus abuelos, Luis y María, un agujero negro. Suspiróson y miró a su paciente. —Todos —T odos los hombres de buena voluntad mi familia. —Ralph iluminó sus palabras con una sonrisa regordeta—. Me crié en una institución y aprendí eso hace mucho tiempo. Míreme, Martin. Ralph se puso de pie de un salto para que su cuerpo fofo fuera más visible. —¿No ve acaso que somos hermanos? —preguntó seriamente. Martin se quedó mirándolo con interés. —Lo que puedo ver en este momento es que somos paciente y terapeuta. Tenía una urgente necesidad de establecer los límites de esta nueva relación y de fijar una sana distancia. Recordó la camisa empapada de 69

 

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Ralph contra las palmas de sus manos, su jadeo y el silbido de su pecho. Sin duda alguna, el asma que Ralph padecía debía de estar conectada  con la angustia de un deseo insatisfecho de ayudar. O más aún, una com pulsión por ayudar. Mientras Ralph hablaba acerca Asociación,probablemente Martin intentaba  hacer un diagnóstico tentativo de de su La personalidad: un obsesivo, con una gran necesidad de sentirse aceptado; dificultades para  manejar la diferencia de roles. Martin miró su reloj. —Lo siento, Ralph, por hoy vamos a dejarlo aquí. Ralph asintió y se puso de pie. —Que Dios le permita ver que somos mucho más que terapeuta y paciente —dijo Ralph al partir. Martin estaba feliz de verlo bajar en el ascensor de una buena vez. Ralph le había suscitado un profundo cuestionamiento interior. Desde una ¿a eran quiénmás consideraba su familia? ¿Quiénes no loperspectiva eran? Sus emocional, pacientes no familia que sus colegas o sus alumnos. Les debía lealtad a todos, pero no se jugaría la vida por ninguno. Tal vez eso significara que no era lo suficientemente bueno. Había  tenido la oportunidad de arriesgar la vida por su hermana y había fracasado. ¿Tendría ¿Tendría alguna vez una segunda oportunidad? Ralph había dicho que ayudaba a los necesitados; Sagasti, que recaudaba almas. ¿Qué diría  él si alguien le preguntara cuál era su misión? En ese preciso momento, el autodenominado “mensajero del Diablo” le reclamaba el alma. Martin decidióposibilidad que su misión sería adelante y sin daño, si se diera  la remota de que esesalir reclamo fueravivo cierto.

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Capítulo XIII

 Joe Sagasti sonrió a la joven recepcionista que lo condujo hasta la sala de masajes. Pensó que el spa en el que trabajaba Colin Henderson estaba por debajo de su nivel, pero el joven era un masajista formidable. Sagasti apoyó el pequeño refrigerador de acero inoxidable que había  traído, se quitó su camisa Hugo Boss y sus pantalones Armani, los colgó prolijamente de una percha y se puso el kimono japonés que la joven de ¡Gr pecho le había entregado.  ¡Gracias acias plano al Cielo o al Infierno!  Después de todo, Colin le permitía seguir adelante con sus estrategias meticulosamente planeadas mientras le solucionaba los problemitas musculares que padecía. ¡La vejez!, pensó Sagasti con una sonrisa burlona. —Mírese, Su Alteza. Un perfecto samurai —susurró a su imagen en el espejo de pared a pared. Establecerse en un mismo lugar por un tiempo ofrecía la ventaja de convertirse en cliente de ciertos establecimientos, y en este caso, en un cliente muy especial. Hacía exactamente un año que había iniciado esta partida sobre el tablero de ajedrez de Colin, y ahora estaba encantado ante la inminencia de un jaque mate. Era una verdadera pena que tuviera que destruir una pieza tan valiosa como Colin por el bien de la  causa Mondragon, pero necesitaba demostrarle a Martin que el reclamo de un alma no era broma. En otras circunstancias habría podido ganar el alma del masajista para su beneficio personal. Lucifer se habría regodeado con la firma de un buen masoterapeuta. Colin podría ser una persona valiosísima para conseguir más almas; sus manos mágicas podían inducir a la relajación al ejecutivo más tenso. A lo largo de los siglos, Sagasti había aprendido con qué facilidad los hombres y las mujeres en 71

 

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estados diversos de placer podían llegar a entregarlo todo, hasta sus propias almas. Se recostó en la camilla y esperó el momento tan ansiado en el que las experimentadas manos de Colin harían uso de su arte para aliviarle los músculos. Adoraba parte que del juego. El caso probablemente le llevaría másesta tiempo cualquier otro,Mondragon pero cada nueva dificultad que le presentaba el joven psicólogo era un desafío. Sagasti no disfrutaba con una carrera de éxitos monótonos y fáciles. Se sentía fuerte, rico en recursos, y eso le daba un maravilloso sentido de poder. No temas, Sagasti. No hay hombre nacido de mujer que pueda tener poder sobre ti... Palabras que el mismo Shakespeare le había dicho. Colin entró con su habitual sonrisa bondadosa. —Gracias por elegirme una vez más, Joe —dijo. —¡La última vez hizo usted maravillas en mi cuerpo, señor Manos Mágicas! Me sentí… renacido. La sonrisa de Colin se amplió. —Si me lo permites, me gustaría que te convirtieses en algo así como mi masajista personal —continuó Sagasti, desplegando todo su encanto. —Será un gusto, señor. Boca abajo, por favor. Sagasti obedeció y comenzó la sesión. Una sesión de ida y vuelta, pensó el recaudador de almas. —¿Cómo andamos hoy? —indagó Colin al poner las manos en el cuello de Sagasti. —Con un problemita aquí en el omóplato izquierdo. Sagasti sintió cómo las manos de Colin se apoyaban en sus puntos más duros para ablandarlos con su mejor técnica. Los dedos del joven abrían sus chakras  como flores nocturnas ante la luz de la luna. —Tu arte se merece el mejor de los lugares, Colin. ¿Estás contento aquí? —preguntó en voz baja. —El lugar está bien. Aunque trabajo muchas horas —respondió Colin en un tono aún más bajo. —Al menos podrás tomarte un descanso entre un cliente y otro para  recuperar algo de energía, ¿verdad? 72

 

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—Así debería de ser, pero no lo es. —¿Y no te quejas? —¿Para que me echen a patadas? Necesito el trabajo. —Entonces, ¿por qué no buscas uno mejor? ¿O abres tu propio lugar? —Ojalá pudiera —suspiró Colin. Una pausa en la conversación le dio tiempo a Sagasti para disfrutar del masaje en la espalda, y la consiguiente relajación profunda le permitió seguir el flujo de la conciencia del masajista. Pudo ver que el joven soñaba con administrar su propio spa en un apartamento del East Side, con vista a Central Park. Veía a Sondra moviéndose en él vestida con la  ropa de los diseñadores de vanguardia, andando por el mundo como parte del  jet set. Voces suaves apenas distinguibles por sobre la música  ambiental, compuesta para ellos por algún paciente amigo que los sorprendía el obsequio. equipo de terapeutas expertos tecnología  de puntacon terminaban porUn darle al lugar su reputación entrey los ricos y  famosos. La mente del joven era permeable como una esponja. Esto era fantástico. Así que Colin era ambicioso... Qué útil . Sumergirse en la mente de Colin requería una gran cantidad de energía vital, y Sagasti sintió que la temperatura le bajaba varios grados. La concentración directa había sido mucho esfuerzo. Debía tener cuidado o Colin notaría que su piel se había vuelto fría como la  de una serpiente. —Gire sobre su espalda, por favor. ¿Tiene frío? —le preguntó Colin. —No, estoy bien, gracias. —Sagasti giró y escrutó a Colin fijamente. Se dio cuenta de que la incomodidad que su mirada intensa le había  ocasionado al joven había logrado hacerlo descartar los pensamientos sobre su piel fría. Cuando el masaje terminó, Sagasti se incorporó, abrió el pequeño refrigerador que había traído, extrajo una botella helada de champaña y dos copas, y le ofreció una a Colin. —¿Y esto? —Hoy se cumple un año desde que nos conocimos —anunció Sagasti abriendo la botella. 73

 

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—¡Guau, esto sí que es formidable! —Colin sonrió, ofreciendo la copa a la botella abierta. —Quiero brindar por un sueño que tengo y que me encantaría compartir contigo. —Claro. ¿Qué clase de sueño? —inquirió Colin con una voz que delataba su desconfianza. —Estoy a punto de abrir un spa, el mejor de New York. ¿Aceptarías ser mi gerente general? —¿Perdón? —Lo has oído bien —dijo Sagasti con voz clara—. Ven conmigo y  comparte el negocio. —Me encantaría, pero no tengo dinero. —No es dinero lo que estoy buscando. Podemos hacer un trato. Me gusta tu manera trabajar. Sagasti tomó ladecopa de Colin y le apretó fuertemente las manos entre las suyas. —Tienes el alma en estas manos —le dijo. Colin sonrió forzadamente. Cuando apartó sus manos, Sagasti de inmediato advirtió el asco que el joven sentía por él. ¡Qué reacción poco común, Señor mío! ¿Pero dónde está el hombre que no se entregue por el dinero suficiente? —Tú inviertes tu trabajo. Yo invierto el dinero —continuó Sagasti—. No tengo hijos. ¿Me comprendes? Tú pones el alma, y yo pongo el vil metal. ¿Te parece bien? —No podría ser mejor —replicó Colin deshaciéndose en una sonrisa  de alivio mientras Sagasti alzaba su copa invitándolo a hacer otro tanto—. ¡Guau! Disculpe, sabe... los masajistas a veces recibimos cada invitación que... —¡Ya comprendo a qué te refieres! —Sagasti lanzó una carcajada—. No, amigo mío, te aseguro que nada podría hacerme cambiar mis apetencias. Amo a las mujeres y todos sus encantos más que a nada en el mundo. Colin se llevó la copa a los labios y probó el champaña. —Quiero el mejor apartamento sobre la Quinta Avenida. —Sagasti 74

 

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simuló estar soñando en voz alta—. La mejor vista del lago y de los árboles. Todo dirigido a la mejor gente. Cientos de almas ambiciosas listas para firmar pactos favorables. ¡El Diablo le besaría los pies! —Me refiero aque los los queatiendas. tienen dinero y popularidad. Colin, van a pedirte de rodillas —Esto es lo mejor que podía pasarme ahora —dijo Colin evitando los ojos de Sagasti. Sagasti tuvo que controlarse para no reír. Le encantaba cuando lograba llevar a personitas como Colin a tomar decisiones en contra de sus propios sentimientos. —Te mereces un poco de buena suerte, amigo mío —lo entusiasmó Sagasti sirviéndole una segunda copa de champaña. —¡Me muero su pordiminuto contarleteléfono a mi esposa! Sagasti extrajo celular y se lo entregó a Colin. —No la hagas esperar —lo instó. Mientras Colin marcaba el número, Sagasti observó la expresión ansiosa en el rostro del joven. Una pavada. Tan fácil como mentir.

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Capítulo XIV

Martin giró en el sillón de gamuza gris de su consultorio y trató de concentrarse en Black, que yacía en el diván balbuceando algo sobre su caballo muerto. La sabia distribución del mobiliario le permitía sentarse en el ángulo más oscuro mientras el paciente estaba bien iluminado, no por una luz fuerte que lo molestara sino por la suave luz del día filtrada por los pesados cortinados blancos. El toque especial lo daba una  lámpara de pie que reflejaba tonalidades cálidas sobre el diván. Martin observó a Black como si nunca lo hubiese visto antes. Ni alto ni bajo, el hombre podía ser el vecino anónimo de cualquier torre de veintiún pisos, o el pasajero sentado en la última fila del autobús. No tenía rasgos rasgos digno dignoss de recordar recordar,, ni un estilo estilo que pudiera pudiera destacarse destacarse;; el ojo que lo mirara no tenía de qué asirse, resbalaba sobre su persona y seguía  de largo. Martin detestaba eso: lo promedio, lo común, lo estándar, lo ordinario. Y eso era todo lo que Black representaba. —A veces me siento como el hombre invisible —se quejó—. ¿Puede comprenderme? —¿Podría —¿P odría explicarlo un poco mejor? —preguntó Martin, tratando de mantener su atención focalizada en las palabras de su paciente. —Por ejemplo, en la oficina. Cuando hay un festejo, se les pide a algunos que lleven algún bocadillo; otros llevan las bebidas. Hay uno al que siempre le piden que haga unos pasteles especiales. Miró a Martin esperando una respuesta. Martin le sostuvo la mirada, esperando algún tipo de indicio para entender adónde quería llegar. —¿Y yo? —preguntó finalmente. —¿Y usted? —respondió Martin. —Nadie me pide que lleve nada. Se olvidan de mí, ¿se da cuenta? 76

 

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¡Trabajo en el mismo lugar desde hace veinte años! ¿Cómo puede ser que se olviden?  ¡Porque  ¡Por que eres un pesado! ¡Levántate y grita! ¡Para ¡Para variar, variar, ponte una corbata de Homero Simpson haciendo strip-tease!  la oficina tal vez noMartin—. perciba cuáles son sussobre necesidades si —La usted gente no lasde expresa —respondió Volveremos eso. ¿Y  en su casa? El hombre sonrió con tristeza, y Martin hizo un gesto circular con la  mano para alentarlo a continuar. —Es igual. Cuando llego a casa, ni mi propia madre me mira. A menos que quiera recriminarme algo. Durante una larga pausa de espera, Martin se dio cuenta de que Black  disfrutaba con sumergirse en una piscina de autocompasión. ¿Por qué no pedía directamente lo que necesitaba? ¿Por ¿Por qué no peleaba por lo que quería? Martin esperaba que su propia fortaleza no decayese nunca. TeTenía que inyectar a su paciente más confianza en sí mismo. —Su padre lo llamó por lo del caballo —le recordó Martin. —¡Sólo porque él no se atrevía a matar al animal moribundo! Si hasta tuve que comprar un arma porque su viejo rifle no funcionaba —gritó Black señalando su portafolio.  ¿El tipo había traído el arma a su consultorio?  Martin observó el desfile de muecas exageradas de Black. —Y algo más —estalló el paciente—. Odio la soja. Entonces, ¿qué compra mi madre? —Soja —adivinó Martin con una sonrisa, sin poder controlarse. Sintió como si estuviera siendo parte de un concurso de preguntas y respuestas. —¡Hamburguesas de soja, porotos de soja, queso de soja, salsa de so ja! Y lo peor es que no lo hace a propósito. ¡Es que se olvida! olv ida! —Mire, señor Black… —Por favor, no me llame por el apellido. —Sí, perdón. Alfred. Black saltó como si hubiese sido catapultado del diván y señaló a Martin 77

 

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con violencia. —¡Perdón una mierda! ¡Mi nombre es Albert! ¡Usted lo sabía, y sin embargo me llamó Alfred! ¡Ni siquiera recuerda mi nombre! —Lo lamento, Albert. Esto puede ocurrir al comienzo. No significa— significa— —No se preocupe, doctor. Estoy muy cansado. —Había lágrimas en sus ojos—. harto de todo.  ¡Dios santo!Estoy ¡No me vengas con autocompasión otra vez!   Albert Black abrió su portafolio y extrajo su flamante pistola con tal rapidez que Martin no se dio cuenta de lo que sucedía hasta que el hombre se la metió en la boca. —¡No! ¡No, por favor! —tartamudeó Martin poniéndose de pie. Entró en pánico al recordar historias de pacientes que se habían suicidado en los consultorios de sus analistas, arruinando dos vidas de un solo disparo. Black se quitó el arma de la boca y la apuntó hacia Martin. —¡Quédese ahí o lo mato a usted primero! —le dijo con firmeza. Martin se quedó inmóvil. ¿Acaso prefería que el tiro se lo diera a él? —Por favor, guarde esa pistola, Albert —atinó a decir lo más suavemente que pudo—. Ésta no es la manera de solucionar las cosas. Permítame... —¿Oí correctamente? “¿No “¿No es la manera de solucionar las cosas?” —repitió Black imitando el tono de Martin—. ¿Ahora me revelará el camino mágico a la felicidad? ¿Me dirá qué debo hacer para escapar de esta vida  miserable? —Señor Black... Albert, las respuestas están dentro de usted. No podría  decirle qué debe hacer, pero confíe en mí, usted hallará esas respuestas. Las palabras de Martin parecieron flotar en el aire un momento, rebotando contra sus propios oídos. Se tragó el miedo y trató de mantener la calma de su voz mientras sus ojos iban de las pupilas de Black a la pistola. —¿Por —¿P or qué no se van todos a la mierda? ¡Ustedes, los grandes salvadores de la humanidad! Nadie puede salvarnos. ¡En este puto planeta estamos todos condenados! El hombre temblaba, y su dedo en el gatillo le dio escalofríos a Martin. Recordó la desesperación de Ed y el corazón se le llenó de un sentimiento de muerte. —¡Estoy asqueado! —gritó Black—. ¡Usted  me da asco! ¡El mundo 78

 

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entero me da asco! Cada idiota que pide redención sólo pierde el tiempo. ¡Usted pierde el tiempo! ¡Y yo también! En el momento en que Black se llevó el arma a la sien, sonó un teléfono celular dentro de su portafolio. Se volvió hacia el sonido. Martin lo—Es vio dudar y aprovechó oportunidad. un amigo, Albert. la¿Ve? Hay alguien que se preocupa por usted. No iré a ninguna parte. ¿Quiere contestar? —Yo... yo lo apagué cuando estaba subiendo. No puede estar sonando —musitó, visiblemente afectado. Cuando el teléfono de Martin empezó a sonar también, lo miró con la  misma sorpresa que Black. Él también lo había apagado, tal como hacía  siempre que estaba en sesión. La sincronicidad de ambos teléfonos sonando al unísono hizo que paciente y psicólogo se quedaran quietos, como si un hechizo les hubiera caído encima. Martin llevó la l a mirada del teléfono a su paciente. Era su oportunidad para ayudar a Black a tomar, por una vez en su vida, una decisión correcta. No podía desperdiciarla. —Baje el arma ahora —le rogó Martin—. Contestemos nuestras llamadas. Los timbres de los teléfonos siguieron sonando, uno tras otro. —Alguien quiere hablar con usted, Albert. Por favor, conteste la llamada. Podría ser importante. —¿Podría ser importante? —cuestionó Black—. ¿Qué puede ser más importante ahora que mi intención de pegarme un tiro? Martin tragó saliva. —No quise decir eso —dijo—. Puede ser alguien que se preocupa por usted y desea evitar que tome esa decisión. Responda. Luego podremos sentarnos y seguir hablando. ¿Qué le parece? Sin quitarle los ojos de encima, Black se tomó su tiempo para bajar el arma y hurgar en el portafolio hasta encontrar el teléfono. Martin extendió el brazo hasta el suyo y ambos respondieron a la vez. Reconoció la voz de Sagasti de inmediato. —Hola, doc. Lamento interrumpir su sesión con Alfred. Albert. Aldous. No se queje, mi dragón. Estoy de buen humor y veo que ustedes no se están divirtiendo. Martin no contestó. Sintió una mezcla de ira, miedo y humillación, 79

 

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como un preso a punto de ser violado por enésima vez. Miró el teléfono, y luego a Albert, que palidecía más y más. Apagó el teléfono sin entender si se trataba de una broma de mal gusto o si estaba perdiendo la  razón. Albert le alcanzó su teléfono. —Es para usted, doctor. No yo... y escuchó. Martin tomó el teléfono de susé,paciente —Doctor —siguió Sagasti—, se olvidó de darme el domicilio de un buen sastre. ¿En qué está pensando? Martin apagó el teléfono de Black mientras le zumbaba la cabeza. Si Sagasti hubiera estado ahí mismo, le habría arrebatado el arma a Black  para acribillarlo. Se activó el contestador automático y la voz de Sagasti inundó la habitación una vez más. —¿Hola? ¿Alfred? ¿Albert? ¿Alcott? Escuche, Al, póngales fin a sus historias. ¿Por qué no aprieta el gatillo de una vez por todas? Para un tipo como usted, no hay cura, sólo hay olvido. Martin corrió al contestador y trató de detenerlo, pero la maldita cosa no respondía a su manipulación. —¿Quién es ese hombre? —gritó Albert. Martin observó sus movimientos nerviosos, la violencia que regresaba  a sus ojos. —¿Me está tomando por idiota? —siguió Albert con la voz cargada de ira—. ¿Qué clase de broma es ésta? ¿Quién es, un amigo suyo? —Es un psicópata —le explicó Martin mientras intentaba desenchufar el contestador con desesperación—. Un demente. ¡Por favor, no le preste atención!  Albert apuntó otra vez con el arma a la cabeza c abeza de su analista. —No, no, baje el arma, Albert. Está fuera de sí, es un lunático. Martin trataba de demostrar que tenía control sobre la situación. La  voz socarrona de Sagasti vibraba como un trueno en el aire denso del consultorio. —Ay, Alfred. Albert. ¡Adivine qué hay hoy para la cena! ¡Bingo! Porotos de soja y tofu, enanito. 80

 

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Martin tomó un par de tijeras de su escritorio y trató de cortar el cable del teléfono, pero se había convertido en metal indestructible. —¿No preferiría comer una ensalada de balas? —prosiguió Sagasti—. Dispare y cantaremos un aleluya. Martin enfrentó el tambor la fuerza pistolaque de Albert. —Usted no quiere matarme, Albert —le dijo condeuna nunca había sentido antes.  Albert puso el caño del arma en su propia boca. Apretó Apretó los ojos como si eso pudiera cerrarle también los oídos. Martin tiró del cable del teléfono con todo su ímpetu y esta vez se rompió. Se dirigió a su paciente una  vez más. —Escúcheme, Albert. Si me olvidara de todos mis pacientes, aun así me acordaría de usted. ¿Cómo podría olvidarlo después de esto? —Aleluya, aleluya —martillaba la voz de Sagasti desde el contestador desconectado. A Albert le corrían las lágrimas por las mejillas. —Nunca he tenido tanto miedo. ¡Míreme, Albert! —le rogó Martin abriendo la mano—. Deme el arma y ese hijo de puta tampoco va a olvidarlo nunca. Por favor. Yo también estoy cansado. Cada músculo del cuerpo de Martin le imploraba piedad. —¿ Aló   Aló ? ¿ Al   Al fred? fred? ¿ Aló   Aló , Martin? ¡Vamos, ¡Vamos, firme de una vez, o cante conmigo!  Al   ¡Al eluya, eluya, Al ! —La voz de Sagasti seguía ahí. Un escorpión abriendo sus tenazas—. Estamos a segundos del primer suicidio de uno de sus pacientes, Martin. Será un bonito bis para el suicidio de su amigo. Un grueso portal de vidrio estalló en el corazón de Martin. Albert se hizo un ovillo bajo la mesa, gimiendo como un niño asustado. Martin se arrodilló a su lado y le quitó el arma. —¡Vamos, —¡V amos, Al, vuélate los sesos! Me encantaría oír la bala retumbar en tu cráneo vacío. —¡Se llama Albert, hijo de puta! —gritó Martin disparando sobre el contestador y haciéndolo saltar en mil pedazos. Hubo un silencio instantáneo. Albert dejó de gemir. gemir. Martin se acuclilló y lo abrazó. Aún le temblaba la mano con la vibración del disparo. Había acallado la voz de su enemigo, al menos por un tiempo. Pero tenía la certeza de que la voz y la persona de Joe Sagasti regresarían pronto para seguir acechando su vida. 81

 

Capítulo XV

Martin dejó caer una pila de libros dentro de una caja vacía. La noche ya se derrumbaba pesadamente en el apartamento de Ed y todavía lo esperaban otra docena de cajas hambrientas. Por suerte la policía no había desordenado nada. Martin pensó que cuando muere una persona  que vive sola, sus amigos se ven obligados a asumir la tarea de eliminar cada uno de los elementos de la vida del fallecido. La sala de su amigo estaba fría, como si se le hubiera aspirado la vida. La bandeja con los dos cafés que Martin había preparado minutos antes de que Ed saltara por la ventana todavía estaba en la mesa junto al sofá. La botella de Kalhúa, a un costado de la bandeja. Ésa era la estupidez de las cosas. Martin quería embalar todo y escaparse lo más rápidamente posible, antes que los recuerdos más oscuros del fin de Ed volvieran a capturarlo. Ralph Heiligen estaría feliz de llevarse toda la ropa, los muebles y  los artefactos de cocina a La Asociación de los Sin Techo. Esos lugares siempre agradecían las donaciones. Martin sabía que mucha gente podría darles uso a las pertenencias de su amigo, pero sintió un escalofrío al imaginar el encuentro repentino, en la calle, con un extraño que vistiera el suéter azul de Ed, o que lo mirase a través de los anteojos de su colega. Envió los archivos académicos por correo electrónico a su propia dirección, copió lo demás en un CD, y luego borró todo, dejando la máquina virgen, lista para ingresar en una biblioteca pública. ¿Podría ¿Podría su alma borrarse con la misma facilidad y enviarse a algún archivo de condena y oscuridad? ¡No pienses tonterías, Martin, y sigue adelante! Puso todos los disquetes y CDs en su maletín. Vació cada estante, 82

 

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cada cajón, cada alacena y cada armario. Y no era que Ed tuviera demasiadas cosas. Después del accidente, su amigo se había deshecho de casi todos los detalles que convierten un lugar en un hogar. Martin trabajaba con rapidez. Un pequeño cactus sobre la mesa de noche se había  marchitado hasta convertirse en algo parecido a una pasa de uva. Martin lo contempló largo rato, preguntándose de qué forma la vida había  abandonado a Ed hasta secarlo y obligarlo a eliminar ese capullo inútil que una vez la había cobijado. Eran demasiadas emociones juntas; y dolía mucho. Martin no podía  soportar la sensación de estar robando las pertenencias de su amigo. Ed estaba muerto, y su muerte lastimaba porque Martin se sentía tan ferozmente vivo. Defender a Albert Black del ataque de Sagasti le había dado una conciencia sin precedentes de su fortaleza interior, aunque no estaba seguro de cómo ni de cuándo podría usarla. Estaba a punto de desconectar el contestador automático de Ed cuando escuchó la señal de un nuevo mensaje grabándose. Martin dio un paso atrás. Esperaba que fuese un mensaje para su querido amigo, y no Sagasti otra vez. Antes de que pudiera decidir qué hacer, la cinta se rebobinó por sí sola, se detuvo y volvió volv ió a activarse. ¿No se cansaba ese demente de usar siempre el mismo recurso?  La voz de Sagasti lo saludó: —Me encantan estos contestadores automáticos —dijo—. En este siglo todo el mundo tiene uno. Creo que tomarse un descanso sería una sabia decisión de su parte, doctor. Se lo ve extenuado. De hecho, a ambos nos haría muy bien dar un paseo por el parque. Martin controló el impulso de saltar sobre la máquina. Sabía que sería inútil. —Su abuelo no tuvo que pensarlo tanto cuando me mandó llamar.  Además, hay algo urgente u rgente que debe saber saber.. Lo estaré esperando en Central Park, en la terraza de la fuente Bethesda, junto al lago. La máquina se apagó. Martin cerró los ojos y se apretó las sienes con los dedos. Quería estrangular a Sagasti hasta que su alma se convirtiera en una masa sin forma que no fuera a reclamar jamás diablo ni dios 83

 

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alguno. Pero un impulso interior lo llevó a abrir la puerta y arrastrarse escalera abajo. Anduvo con la mente en blanco hasta que una brisa  fresca le acarició la cara, y al abrir los ojos, se encontró en Central Park, Par k, de pie en medio de la terraza Bethesda. No podía recordar su caminata hasta ahí. —¿Fuma? —preguntó Sagasti. Martin negó con la cabeza, estupefacto, mientras el hombre extraía  una cigarrera de plata labrada de su esmoquin de corte Brioni y encendía un cigarrillo. ¿Con quién compartía la vida social este hombre? Martin quería que la cólera lo hiciese reaccionar, pero en cambio un cansancio profundo invadió sus piernas. Que esfuerzo mantenerse en pie. —Me alegro por usted —comentó Sagasti—. Dicen que el tabaco es malo para la salud. En realidad, siempre me pregunto... —Su voz se volvió suave, reflexiva—. ¿Qué es bueno y qué es malo? Creo que se justifican mutuamente. Son los dos opuestos necesarios, dirían los chinos, que lo han explicado con tanta sabiduría. Yin y yang. Juntos constituyen la Realidad Última. Martin estaba tenso a pesar del agotamiento. Sagasti le señaló un banco junto al lago, y ambos se sentaron. —Ustedes, los psicólogos, encuentran una razón en la locura —continuó el mensajero del Diablo—. Del mismo modo como el café exprés  justifica el agregado de la leche que atenúa y diluye sus efectos. Para algunas personas, claro. No para usted, ni para mí. A la gente como nosotros no se le da por vestir a la Venus de Milo. La noche avanzaba y las sombras de los árboles se alargaban a ambos lados de la terraza, abrazándolos. Martin intentó ordenar el desbarajuste de pensamientos en su mente. Aún no podía creer que Ed estuviera  enterrado; ni que pudiera estar hablando con un hombre que se presentaba como embajador del Diablo. Se preguntó si en su camino habría  una salida de emergencia o si éste lo conducía inexorablemente hacia  adelante, hacia los brazos de Sagasti. —¿Quién demonios es usted? —exclamó Martin con vehemencia. Escuchó sus propias palabras como si un otro yo interior fuese aún más 84

 

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reacio a aceptar la realidad de esta situación. Un combate brutal había  estallado en su interior, en el que una facción luchaba por la rendición fácil mientras que la otra quería guerra hasta el fin. Sagasti fumaba con obvio deleite. —Cuando le dije quién era, me envió al loquero. La pregunta aquí es: ¿Quién es usted, doc? ¿Un ¿Unoo que salva a la gente o uno que la ayuda a hundirse? ¡Él no había ayudado a su hermana a hundirse! Sagasti buscaba quebrarlo, metiéndose con su dolor más profundo, pero esa última palabra  funcionó como un grito de batalla. No firmaría jamás. —Si nos atenemos a sus registros —continuó Sagasti—, diría que usted está entre aquellos que ayudan a la gente a hundirse. Me refiero refiero a su hermanita, Chrissie, el día en que se cayó a la piscina.  ¡Es tan peligroso ahí afuera!, le había advertido Ralph. Su corazón golpeó contra su esternón en un intento loco por escaparse, pero su cuerpo echó raíces en el banco. Mientras Sagasti le hablaba, enfocó la mirada en la superficie negra del lago. —De hecho, decir que “se cayó” es una metáfora. En realidad, dejó que se ahogara. —Estábamos jugando —replicó Martin, tratando de controlar el recuerdo. —En ese momento lo estaba sacando de quicio, y usted quiso deshacerse de ella. —Éramos pequeños. Era sólo un juego. —Los pequeños pueden enojarse mucho. ¡Y usted estaba furioso! Le dijo: “¡Te mataré, Chrissie!”. Sagasti emitió esas últimas palabras con la voz infantil de Martin y él sacudió la cabeza para eliminar los recuerdos que le carcomían y arrancaban la carne. —Y eso fue lo que hizo —continuó el recaudador con su acento extranjero—. La mató, pero quiso escudarse en... ¿Cómo es que se llama? ¿La “inmunidad infantil”? Lo cierto es que fue lisa y llanamente ll anamente un asesinato, en la Tierra como en el Cielo. Como también en el Infierno. Martin saltó en su asiento. ¿Lo matarás, Martin? 85

 

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—Se quedó ahí, contemplando cómo se ahogaba —lo provocó Sagasti una vez más—.  Martincito es un asesino, y un cobarde. Un cobarde porque cuando Chrissie se estaba ahogando, sabiendo que había metido la pata, ni siquiera trató de rescatarla. Es verdad que los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte definitiva. Sagasti elegía sus palabras con precisión, dándoles una especial entonación perversa. Martin experimentó un intenso tironeo en su interior: una parte suya  estaba lista para masacrar a Sagasti mientras que la otra deseaba detenerse a pensar. —No podía moverme —rogó Martin, tratando de justificarse. Si tan sólo pudiera creerlo. —El hecho es que en ese momento —respondió Sagasti—, usted eligió su destino. Los hindúes lo llaman  pratitya samutpada , la ley de causa y efecto. Podría haber elegido ser virtuoso y noble, pero con ese acto único escogió ser ruin y despiadado. No era consciente de ello entonces, pero eso fue lo que decidió. Ahora, dígame, ¿cómo se siente llevar seme jante carga de culpa a cuestas? Sagasti se puso de pie y se deslizó como una víbora alrededor del banco hacia Martin, que se levantó y se alejó. —¡Fue un accidente! ¡Un accidente! —exclamó más para sí que para  cualquier recaudador de almas. Sagasti se pegó a la sombra de Martin. La zambullida de un cuerpo en el lago se escuchó con perfecta claridad. clarida d. —¿Oyó eso? —susurró Sagasti, tomándolo del brazo y haciéndolo callar callar.. La voz de una niña emergió del medio del lago. Casi imperceptible al comienzo, se aclaró hasta asumir el timbre inconfundible de la voz de Chrissie. Martin sintió que una antigua desesperación lo asfixiaba. —¡Martin, ayúdame! ¡Me ahogo, Martin! —¿Le pide ayuda, verdad? ¿Dice que se está ahogando? Martin sintió que en su corazón no quedaban más que fragmentos amargos de infancia. —Los seres humanos son tan extraños, doctor —prosiguió Sagasti—. Prefieren sentirse culpables antes que admitir su maldad. ¡Como si el 86

 

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arrepentimiento pudiera por arte de magia convertir a una bestia en una  persona! ¡Ustedes los hombres son tan patéticos! ¿Y sabe por qué? Porque se conforman con creer en el poder mágico de la confesión y la penitencia. Así un día cualquiera pueden empujar a la hermanita a una  piscina y seguir viviendo como si nada. Piensan: “Me arrepentiré, y listo. Si perdono a los otros, entonces, cuando tenga ganas de matar o de violar, también me perdonarán”. Usted piensa que la lástima que despierta con la confesión y con el remordimiento, doctor, doctor, es un activo que se guarda en una cuenta bancaria, al que puede recurrir cuando lo necesite. —Basta, por favor —murmuró Martin.  ¿Cómo puedo luchar contra esto?  —Me detendré cuando usted diga, pero primero debe firmar. Como un garante que se precie, debe cancelar la deuda de su abuelo, y habremos concluido con todo este asunto. El guerrero dentro de Martin no estaba listo para rendirse. —No lo haré. Esto no puede ser cierto. —¿Necesita más pruebas para darse cuenta de que soy tan real como este precioso parque? Martin miró fijamente a Sagasti por primera vez. Ninguno de los dos era más alto que el otro. Sus ojos se encontraron al mismo nivel. Igual altura, igual peso. Ciertamente podría matarte, Sagasti. —¿Y qué pasa si no firmo? —Tiene —T iene que pagar de cualquier manera. Y la moneda de cambio aquí  es el dolor. Si quiere saber cómo está el estado de su cuenta, el primer pago fue cancelado con la muerte de su amigo Ed. Martin buscó en su mente una salida para esta horrenda lógica.  ¿Cómo podía ser verdad?  —¡Firme, doc! Tarde o temprano tendrá que hacerlo. ¿Para qué esperar? Suficiente. Martin caminó hacia la escalera de la terraza Bethesda. Cuando estaba por subir los primeros peldaños, Sagasti se le adelantó, desapareciendo bajo el pasaje inferior, bordeado de columnas. 87

 

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—Por poco me olvido. —Martin escuchó la voz de Sagasti resonando —Por en el túnel bajo sus pies—. Su amigo Colin tiene una esposa muy atractiva. Sondra. ¡Qué bonito nombre! Una futura mamá, me han dicho. El corazón de Martin dio un nuevo vuelco. —¿Qué le hizo a Colin? —gritó al aire. —Nada, aún. La voz de Sagasti era un eco bajo los pies de Martin, como si formara  parte de esos innombrables reinos de la Oscuridad.

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Capítulo XVI

Martin subió corriendo la escalera de Bethesda, con la sensación de que había alguien observándolo. Se movía más y más rápidamente, jadeando con un miedo salvaje, como si alguna fuerza sobrenatural pudiera saltar sobre él desde la escalera. Al mirar a la derecha para cruzar la  calle, Ralph Heiligen se detuvo a su lado con su bicicleta rojo iridiscente, sobresaltándolo. —¡Qué bien! ¿Le gusta hacer jogging a la noche? —La voz de Ralph era la inocencia personificada. Martin bajó el ritmo de sus pasos mientras aumentaba el de su corazón. ¿Qué hacía su paciente en el parque por la noche? ¿Era el segundón de Sagasti? ¿Un lobo vestido con piel de oveja?  —Lo siento, estoy apurado —le dijo. —¿Tiene —¿T iene algún problema? Martin lo miró con desconfianza. —¿Por —¿Por qué habría de tener un problema? Deseaba que su paciente desapareciese. —Parece preocupado. Además de estar corriendo con zapatos de vestir y ropa de calle. Si hay algo que pueda hacer por usted... Ralph había mencionado que era amigo de Sondra y de Colin. —¿P —¿Por or casualidad tiene el número de teléfono de los padres de Colin? —le preguntó. —Sí, por supuesto. Siempre llevo la agenda conmigo —dijo el hombre bañado en sudor, por poco cayéndose de su bicicleta. Martin contuvo el aliento al tiempo que Ralph abrió su mochila, extrajo una agenda destartalada y le mostró el número. Martin lo marcó y  se alejó unos pasos para lograr algo de privacidad. Cuando escuchó la  89

 

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voz de la señora Henderson, dijo: —Hola, ¿Sheila? Ralph guardó su agenda y, apoyando apoyando la bicicleta contra la balaustrada, se acercó a Martin con una sonrisa amplia. —¿Colin y Sondra están con ustedes? —preguntó Martin sin detenerse para saludar cortésmente. —¡Martin! ¿Cómo estás? —preguntó la madre de Colin. —Bien, gracias. Discúlpeme, pero ¿está Colin ahí? —Sí, ahora mismo lo llamo. Justo en este momento estaban saliendo. —Dele mis saludos —le susurró Ralph a Martin. Martin asintió y bajó la escalera. No quería que su paciente escuchara  lo que tenía que decir. —Hola, ¿estás bien? —lo saludó Colin un instante después. Martin suspiró aliviado. —Yo sí, pero ¿cómo estás tú? —Pues, bien. ¿Por qué no habría de estarlo? —Oye, ¿por qué no pasan la noche en casa de tus padres y regresan mañana con la luz del día? —¿Te volviste loco? No conduzco tan mal. —No quise decirte eso. Es sólo que... es tan peligroso ahí afuera. Martin se sintió estúpido y torpe. Ralph estaba otra vez ahí, contemplándolo, y tratando obviamente de seguir el hilo de la conversación. —Estamos en Yonkers, no en una frontera de Medio Oriente —dijo Colin. —Sí, tienes razón. Perdona. Cuídate. —Mañana te llamo. Cuando Martin cortó la comunicación, Ralph le sonrió, como esperando una explicación. —Muchas —Much as gracias, Ralph —dijo Martin, y el hombre le palmeó la espalda. Martin notó sus ojos brillantes y felices, agradecido porque Martin le había permitido ayudarlo. —Nos vemos la semana próxima, Ralph. —Doctor, ¿ha visto el lirio en la mano del ángel? —preguntó Ralph, señalando la escultura en el centro de la fuente de Bethesda. Por primera vez en la vida, Martin lo miró con atención. Era en 90

 

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verdad muy hermoso. —Representa la pureza —afirmó Ralph—. “Hay en Jerusalén, junto al mercado, una piscina que se llama en hebreo Bethesda, que tiene cinco pórticos. Porque el Ángel del Señor bajaba de tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua; y el primero que se metía después de la agitación del agua quedaba curado de cualquier mal que tuviera” —recitó con los ojos entrecerrados—. Juan, capítulo cinco, versículos dos a cuatro. Martin se volvió hacia su paciente. Era probable que Heiligen tuviera  una obsesión mística, pero no podía ser una mala persona. —Que pueda sanar todas sus heridas, doctor. Buenas noches. —Ralph subió la escalera, montó en su bicicleta y pedaleó rumbo al sur. Martin se quedó contemplando el ángel de Bethesda. Si tan sólo las  aguas de una simple fuente pudieran aliviar el peso de mi alma ... ... Cuando tomó la calle 66 en dirección a su casa, no osó mirar hacia  atrás, pero hubiera jurado que Heiligen le seguía los pasos. •





Desde el ascensor Martin oyó sonar el teléfono. No tenía ninguna intención de atenderlo. Ya había tenido suficiente de Sagasti por un día. Su ficiente para siempre. Pero la insistencia del llamado le recordó que quizá su madre lo necesitara, o que algún paciente pudiera requerir una respuesta inmediata. No podía dejar que ese personaje bizarro interfiriera  hasta tal punto con su vida. ¿Qué haría? ¿Esconderse en un cuarto sin puertas ni ventanas? ¿Escaparse de la ciudad y convertirse en un ermitaño dentro de una cueva en la montaña? Abrió la puerta y caminó a tientas por la habitación a oscuras hasta el teléfono. La voz de April, dulce y franca, le hizo sentir que una pequeña dosis de suerte empezaba a filtrarse otra vez en su vida. —Qué bueno es escucharte otra vez —le dijo, desplomándose en el sofá. —Perdón por la hora. ¿Te desperté? —No, recién llegaba. 91

 

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—Yo también acabo de regresar de una reunión de trabajo. Traté de comunicarme antes, pero tu contestador no estaba encendido. —No, se ha roto —mintió Martin—. Me gustaría mucho verte. —Ella  no respondió—. ¿Qué tal mañana? Colin me regaló una maravillosa máquina de café para mi cumpleaños, así que puedo preparar los mejores exprés de la ciudad. —Hmm... suena tentador. Buen comienzo, Martin. — ¿Qué ¿Qué te parece a las cinco? —preguntó— . O dime tú la hora, y yo me adapto. —A las cinco está bien. Gracias a Dios no trabajo los domingos —comentó ella. Cuando Martin se metió en la cama y se desprendió de su agobiante carga de tristeza, sus pensamientos volaron hasta los momentos felices pasados con April sobre ese colchón. Anhelaba sus manos y la suavidad de su cintura; y a medida que el sueño lo fue envolviendo, deseó que el campo yermo de su cama se volviera una vez más un paisaje de alegría. •





Estaba a millones de años luz de distancia cuando el teléfono lo despertó. El sollozo desesperado de Colin lo hizo despabilarse de un salto. —Martin, por favor, ven. —¿Qué pasó? —preguntó Martin, tratando de coordinar—. ¿Dónde estás? —Fallaron los frenos. Se cruzó una moto y traté de esquivarla. Dios mío, Martin, apúrate. Colin rompió en sollozos. —¿Dónde estás? —repitió Martin a medida que lo inundaba la desesperación. —En Emergencias, en el Hospital Central de New York. Sondra se está muriendo.

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Capítulo XVII

Veinte minutos más tarde Martin apuraba el paso por el vestíbulo de la entrada posterior del hospital. Se dirigió a una recepcionista gorda detrás del mostrador y le mostró su credencial de Doctor en Psicología. —¿Sondra Henderson está en la unidad de Emergencias? —Un momento, por favor —respondió la mujer mientras verificaba  en la pantalla de la computadora—. Habitación 301, señor. Tercer piso, por ahí. Martin cruzó un largo corredor y tomó el ascensor. Encontró a Colin con la frente apoyada contra la pared. Parecía quebrado. La galería de horrores que Sagasti le había prometido se estaba manifestando en toda  su plenitud. Apoyó la mano sobre el hombro de Colin, y su amigo lo miró con un rostro lleno de dolor. —¿Qué pasó? ¿Cómo está Sondra? —No lo sé, está dormida, o inconsciente —tartamudeó Colin—. ¿P ¿Por or qué, Martin? ¿Por qué? Martin no podía decirle que pensaba que todo era por su causa, pero la culpa y la impotencia se aunaban en su interior, erigiendo una sofocante prisión mental. Se negaba a creer que toda esta locura perteneciera al mismo mundo en el que había vivido durante treinta y dos años.  ¡Puta madre! ¡Podría haberle dicho algo acerca de Sagasti! ¡Podría haberles advertido que estaban en peligro! Pero si ni siquiera lograba creerlo él, ¿cómo podía esperar que su amigo lo comprendiera? Un médico salió de la habitación. —¿Cómo está, doctor? —preguntó Colin. Sus ojos, fijos en el profesional, delataban la búsqueda desesperada de alguna señal de esperanza. —Necesita descansar. Tiene dos fracturas, pero el mayor riesgo es 93

 

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para el bebé —respondió el doctor. Una enfermera se asomó por otra puerta, buscando al médico. Éste le hizo una señal con la cabeza y ella volvió a entrar. —Discúlpeme —dijo—. Debo regresar al trabajo. Lo mantendremos informado. —Sí, gracias. Colin y Martin entraron en la habitación en puntas de pie. Sondra estaba dormida, rodeada de catéteres y un tubo de oxígeno. Tenía una  pierna enyesada, y el rostro y los brazos cubiertos de moretones y lastimaduras. Colin le tomó la mano y se echó a llorar. Un Un segundo más tarde sonó la alarma del monitor que estaba sobre su cabeza y a Martin le dio un ataque de pánico. Se dio cuenta de que Sondra había entrado en paro y trató de oprimir el botón de emergencia, pero no funcionaba. Se asomó fuera de la habitación y miró a ambos lados del pasillo. No había ni enfermeras ni médicos a la vista. —¡Voy —¡V oy a buscar ayuda! ayu da! —gritó Martin mientras mien tras volaba por el corredor. Corrió a lo largo del pasillo, buscando la puerta por donde había ingresado el médico, pero no pudo encontrarla. Volvió atrás y dobló a la  izquierda por un pasillo más largo. Se dio cuenta de que este pasillo, le jos de llevarlo al vestíbulo donde estaban los ascensores, carecía de salida, así que volvió sobre sus pasos. Para su sorpresa, el primer corredor ya no estaba ahí. Convencido de que había cometido un error, volvió a  avanzar. No había ningún otro pasillo, ninguna otra puerta. Corrió de una punta a la otra sin entender lo que estaba sucediendo. Se sentía como una rata de laboratorio cautiva en un laberinto de pruebas. Un chirrido lo hizo darse vuelta. Se abrió una puerta que Martin hubiera jurado que no estaba ahí un instante atrás, y apareció Joe Sagasti. Se deslizó hacia Martin como una temible serpiente emergiendo de la  sombra de un arbusto. —¡Fiebre de domingo por la noche! ¿Sigue manteniéndose vivo, doctor? —preguntó. Martin tomó a Sagasti por la solapa y lo empujó con todas sus fuerzas contra la pared. El hombre levantó las manos. 94

 

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—¿Qué pasa, Martin? —preguntó burlonamente—. ¿Perdiendo ¿Perdiendo su religión? Será mejor que me trate con respeto, joven. Martin sintió la fuerza inhumana de los músculos de Sagasti cuando éste tomó sus muñecas. — ¿Respeto? ¿Qué respeto se merece usted? —Relájese, doctor. Tenemos tiempo —replicó con su tono educado—. Estoy seguro de que habrá considerado los beneficios de firmar nuestro contrato. Usted sabe bien que he venido a cobrar una deuda  legítima. —Esa deuda —respondió Martin como para terminar la conversación—, si es que alguna vez existió, pertenecía a mi abuelo, y él está  muerto desde hace mucho tiempo. Fue él quien se benefició con ese acuerdo. Yo no voy a pagar. ¡Ahora déjeme salir de aquí! Sagasti alzó sus manos ma nos una vez más. —Todo —Todo a su debido tiempo, tiempo , jovencito. Como le estaba diciendo, una deuda es una deuda, y no hay  apelación posible en nuestros tribunales. No puede jugar con asuntos serios. Mire lo que pasa cuando lo hace. Quería ayudar a su amigo prestándole un coche que no cuidó apropiadamente. Los frenos estaban mal, Martin, y hemos terminado todos en este hospital. ¡Es tan deprimente! Martin estaba furioso. —¿Quiere hacerme creer que  yo fui la causa  de...? —¿Prefiere —¿Pr efiere pensar que fue casualidad? —rebatió Sagasti—. ¿Cómo lo sabría yo entonces? —Entonces el accidente no fue por mi culpa, sino por la suya. —¡Pobre doctor! Sígame. Sagasti caminó hasta el final del corredor corredor,, que los llevó directamente a  la sala de enfermeras. —Usted tiene un grave problema con los frenos, Martin. En el coche, y en su vida. Martin no pudo esquivar esta estocada y sintió el dolor inyectado en su flujo sanguíneo. ¿Qué diablos estaba haciendo, hablando con Sagasti? ¡Rápido, Martin, un médico! —Habitación 301. Sondra Henderson necesita un médico —le dijo a  la enfermera—. ¡Ya mismo! 95

 

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—Los médicos ya están ahí, señor. No No se preocupe —le respondió una  mujer joven con una sonrisa tranquilizadora. Sagasti le palmeó la espalda. —El mundo está volcándole un balde de mierda en la cabeza, doc. Y sólo se detendrá cuando usted firme, con su sangre. ¡Cuando entregue su alma, turbador de la paz de este pobre mundo! Regrese junto a su amigo ahora. ¡Se estará preguntando si se lo llevó el Diablo! Martin observó a Sagasti mientras salía bailando del vestíbulo vacío al son de una vieja tonada que no pudo identificar: “Ojo de iguana y pata de rana, Piel de murciélago y lengua de perro, Lengua de culebra y aguijón de lución, Pata de lagartija y ala de lechuzón, Hierve burbujas como caldo de infierno, Tus encantos poderosos en esta poción”.

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Capítulo XVIII

Sagasti caminaba por la calle William preguntándose cuánto trabajo más le demandaría el caso Mondragon. Podía elegir entre la muerte de Sondra Henderson o la de su hijo nonato, pero no estaba seguro de que una u otra fueran eficaces para convencer al psicólogo de la gravedad de la situación. Se sentía afortunado de contar con tiempo suficiente para  considerar todas las alternativas posibles, antes de la fecha límite que Lucifer le había impuesto. Un aroma de verduras fritas y salsa de soja le anunciaron su ingreso en el Barrio Chino. Le vendría bien un dim sum, sobre todo porque no se encontraba lejos de Ruby Choo y era su día favorito del año: el de su cumpleaños. Una botella de  Juy  Juyondai  ondai , enfriada justo por debajo de la  temperatura ambiente, sería lo ideal para la cálida noche noc he de verano. Unos pasos antes de la entrada a su restaurante asiático predilecto, se detuvo ante la vitrina de una tienda para admirar un maniquí que lucía un tra je de buen corte. Qué pena, Mondragon Mondragon aún no le había recomendado recomendado ningún sastre. Lamentaba que fuera tan tarde y que las puertas estuvieran cerradas. Las luces de la vidriera y una serie de espejos le devolvieron la imagen de su rostro en mil reflejos. Admiró su prestancia a pesar del cúmulo de años que llevaba a cuestas, hasta que notó una marca negra  en el cuello. Sería mucho más fácil si pudiera sentir  el escozor o el dolor de esas pústulas, pero no tenía manera de advertirlas hasta que las veía en un espejo. Y ahí comenzaba la carrera para encontrar el cadáver perfecto. Dondequiera que estuviese, no tenía tiempo que perder o la proliferación veloz de su antigua lepra podría matarlo. ¡Lamenta  ¡Lamentable, ble, Sagasti!  —¡Qué mala suerte! ¡Y en el día de tu cumpleaños! Una verdadera vergüenza —murmuró al tocar la llaga y verificar que se extendía hasta su 97

 

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oreja izquierda. Era demasiado grande como para esperar hasta después de la cena. ¿Por qué debía ser de esa manera, justo cuando pensaba que Lucifer lo dejaría en paz al menos el día de su cumpleaños?  ¡Maldición!  No tenía otra opción que regresar rápidamente hasta el Hospital Central de New York. Era casi la medianoche cuando entró en el silencioso vestíbulo principal. Tocó Tocó la herida, que ya se había agrandado hasta cubrir cuello cuell o y mentón. Al menos sabía exactamente lo que debía hacer para seguir viviendo. No como esos pacientes terminales que sufrían en lechos confortables, mientras que sus parientes sanos debían pasar la noche cabeceando en bancos incómodos. Desde hacía muchos años sostenía que si no había solución para ciertas enfermedades, lo mejor era que las personas murieran o que se las matara, así los sanos podían liberarse para disfrutar de lo que les quedaba de vida. Sagasti se dirigió a la escalera trasera y bajó al subsuelo sin que la recepcionista somnolienta lo notara. Otra ventaja de estar en New York  era no tener que salir a buscar hospitales y morgues. Conocía cada morgue de la ciudad, sus salitas de horrores privadas. Tiempo atrás, había  temblado de miedo, se había desesperado, e incluso había maldicho su destino. En cambio ahora, simplemente tarareaba: “Hierve burbujas como caldo de infierno, Tus encantos poderosos en esta poción”. Unos pasillos extensos lo llevaron hasta la entrada de la morgue. No había un alma a la vista. Estaba feliz de saber que las autopsias tenían lugar durante el día. Nadie osaba diseccionar un corazón en medio de la noche, y eso era muy conveniente para sus necesidades. En todo el mundo, y sin importar el siglo, las morgues eran por la noche zonas liberadas. Los hombres eran patéticos en sus torpes creencias acerca de la  muerte y de las tinieblas, así como de la manipulación del cuerpo humano. Como si un capullo hueco pudiera conservar algún significado. Podían vender sus almas por dinero, por sexo o por belleza, podían no mostrar el menor respeto por la salud mientras estaban vivos, y luego, una vez que sus almas —el único elemento que los hacía personas— los 98

 

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abandonaban para siempre, eran capaces de ofrecer a esos restos estúpidos el cuidado que les habían negado a lo largo de toda una vida.  ¡Qué  ridículos!  Se detuvo ante una puerta común con una cerradura simple y un pequeño cartel que decía “Morgue”. Una pavada. Se aferró al pomo de la puerta con la mano, al tiempo que se concentraba en el tan t´ien, el centro energético ubicado bajo el ombligo. Los monjes taoístas de Wutang le habían enseñado el truco de la órbita microcósmica que había aprendido a combinar con su prácticas yóguicas para controlar la temperatura de su cuerpo. Visualizó una luz interior que bajaba hasta el tan t´ien y subía por su espina dorsal siguiendo el sendero del t´u mei o meridiano posterior. En cuanto la luz alcanzó la  coronilla, bajó como un torrente por el  jen mei  o meridiano anterior. Era sólo circulación de energía, pero en unos pocos minutos su mano se congeló sobre el picaporte. Cuando abrió los ojos, advirtió que una fina capa de hielo le cubría el brazo y la mano, pegándosela al metal. Era  útil saber que el frío extremo daba a ese elemento la fragilidad del cristal. Dio un golpe seco a la puerta y la cerradura se partió en dos. Empujó la hoja, que se abrió con un chirrido.  ¡Majestuoso Sagasti, es usted un genio, un mago!  Ingresó cerrando la puerta tras de sí y encendió uno de los l os tubos de luz. —Muy bien, Sagasti, aquí estamos —susurró. Estaba de pie ante las cámaras frigoríficas de aluminio. La gran cantidad que había en este hospital le daba la oportunidad de seleccionar el cadáver más apropiado para sus necesidades. —Busquemos al ganador. Comenzaría abriendo el refrigerador número tres, su número de la  suerte. Siempre empezaba por la fila que estaba a la altura de su cintura. Si no hallaba nada interesante en esa fila de acceso sencillo, seguiría con la inferior. Si bien podía levantar un cuerpo con bastante facilidad, ¿para qué complicar lo simple? Al abrir la puerta metálica, encontró a una vieja con un archipiélago de verrugas en las mejillas, 99

 

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casi escondidas debajo de sus arrugas. —¡Qué desagradable! La siguiente a la derecha ofrecía un hombre joven de labios gruesos. —Atractivo, pero demasiado negro. Arruinarías mi piel perfectamente caucásica. Regresa a tu sitio, hermano. La cámara número cinco contenía una pelirroja de edad intermedia. —Bonita, pero pecosa. No serviría. ¿Qué me trae la número seis? Un hombre caucásico de cuarenta y pocos años yacía inexpresivo en la  camilla de aluminio. Hombros anchos, buena musculatura, mismo peso. La etiqueta del pie anunciaba que había muerto ese mismo día, el veinticinco. Tamaño correcto, día correcto. Nombre: Donald Pearson. Sagasti extrajo una lupa del bolsillo interior de su abrigo e inspeccionó la piel del hombre centímetro a centímetro. No tenía cicatrices ni marcas de nacimiento. Una piel perfectamente sana. —Muy bien, Donald, estoy seguro de que si pudieras hablar, estarías agradecido —le dijo Sagasti al cadáver—. ¡Al menos una parte tuya será inmortal! Miró hacia las dos cámaras restantes y se tocó el cuello. La pústula se estaba extendiendo velozmente por la cara, como un derrame de petróleo en el mar. No había tiempo que perder. Debía comenzar el procedimiento de inmediato.  ¿Por qué el precio de la eternidad tenía que ser tan alto? Cada vez que debía realizar uno de estos procesos de rejuvenecimiento, recordaba el pánico de la primera vez, el juego de la vida y de la muerte, la dicha final del éxito. Tantos años después, todos esos sentimientos se habían evaporado, dejando en su lugar apenas una serie metódica de pasos que llevaban a la recuperación rápida de una piel normal. El único entusiasmo ahora consistía en encontrar el grupo étnico correcto, el tipo de piel que combinara con la suya original, si bien en la actualidad no le quedaba un solo poro de la piel con la que había nacido. Sin hacer demasiado esfuerzo, Sagasti alzó el cadáver de la unidad de refrigeración y lo dejó caer sobre la mesa de autopsias. Le resultaba agradable verificar que su fuerza permanecía intacta, y que contaba con un 100

 

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estado perpetuo de buena salud, o al menos de una salud recuperable. Prefería ver su futuro como una eternidad, aunque sabía que el Diablo se la otorgaba en cuotas. El Amo fijaba todas las condiciones, y éstas no eran ni certeras ni constantes. Un día le ofrecía a su servidor permiso para viajar en primera clase adonde quisiera en pos de almas femeninas, y  al siguiente lo encerraba en una prisión turca para conseguir la firma de un aborrecible violador. Ése era el significado más elevado del poder, poder, había sentenciado una vez el Amo. Oh, dame fama antes que el Tiempo malgaste la vida, solía decir el  bardo. Sagasti suspiró y miró a su alrededor. Sabía bien que los cajones guardaban prolijamente bajo llave varios juegos de instrumental quirúrgico. Su historia había sido larga, y los técnicos forenses lo habían ayudado más de una vez, pero ahora que se estaba quedando sin tiempo, romper más cerraduras le robaría minutos valiosos. Además, llevaba consigo su propio preciado juego de bisturís del siglo diecinueve que aquel increíble médico alemán le había regalado durante los días del exterminio judío. Se quitó su ropa y se puso un uniforme verde que encontró en una silla. Luego se sentó en el suelo, adoptando el asana yóguico del loto, con las piernas cruzadas y las palmas sobre las rodillas. Le encantaba esta  parte. Lo hacía consciente del sentido ritual, del momento extático de pasaje, en el que la vida y la muerte muer te se tocaban como un milagro. El primer paso era calentar el cadáver. —Om... —Entonó la sílaba sagrada con los ojos cerrados y se concentró en la producción de calor interno. Un momento después sintió cómo le corrían gruesas gotas de sudor por la frente, mojando el uniforme que llevaba puesto. Abrió los ojos, se puso de pie, sacó del bolsillo interno de su abrigo el necessaire de cuero que siempre llevaba consigo, y trepó sobre el cuerpo del hombre caucásico, como si se preparara para una  cabalgata inolvidable en un corcel salvador. —Muy bien, querido Donald, gracias por morirte el día de mi cumpleaños. Eres mi mejor regalo. Sagasti apoyó su cuerpo ya templado sobre la víctima elegida, abrazándole 101

 

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la cabeza con ternura. El tapas o calor interno había convertido su cuerpo en un radiador natural que transmitía alta temperatura a su presa, la cual perdió su desagradable rigor mortis y recuperó la blandura del ser humano vivo. Sagasti sonrió encantado ante el olor acre de la muerte reciente. La experiencia le había enseñado cuándo aflojar la presión. Aún recordaba esa vez en Oslo cuando había echado a perder el cadáver de un pastor anglicano por calentarlo demasiado tiempo contra su pecho. Los brillantes bisturís de su necessaire eran muchos y variados. Tenía  pasión por esos nobles y afilados utensilios que habían sido sus compañeros y ayudantes por tanto tiempo. Eligió un couteau largo y fino para  proceder. El diminuto frasco con la mezcla de piel, plasma, intestinos procesados, ibuprofeno, tetraciclina y demás ingredientes también estaba listo para usar. Sagasti estaba satisfecho con la perfección que había logrado darle a su “pegamento personal” a lo largo de los años, para reducir las posibilidades de infección, rechazo o reacciones alérgicas en la piel. Donald era calvo, lo cual le permitiría cortar una frente ancha, y también imberbe, y extraer la piel sin imperfecciones.  ¡Es cuestión de Fortuna, todo lo hace esta buena Fortuna!  —Muy bien, aquí vamos. ¡Tiene usted el pulso firme de un cirujano, Milord! —se halagó Sagasti. Comenzó la incisión detrás de la oreja izquierda y la continuó hacia  arriba del cráneo, siguiendo el nacimiento del cabello. Luego cortó hacia abajo, alrededor de la oreja derecha, y continuó hacia atrás. A mitad de camino, antes de llegar a la nuca, el bisturí descendió paralelo a la columna y giró por debajo del omóplato y hacia arriba, en dirección al hombro. La hoja afilada se deslizó nuevamente hacia adelante, sin titubeos ni temblores, cortó por debajo del cuello para seguir la línea por arriba del otro hombro y hacia atrás, rumbo al segundo omóplato. La  incisión trepó por la espina dorsal y llegó al punto exacto donde había  comenzado, detrás de la oreja izquierda. —¡Qué trabajo tan perfecto! Ahora viene la parte más delicada... Insertó el escalpelo entre la piel y el cráneo y desprendió todos los 102

 

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bordes sin romper el tejido. —Despacito, Sagasti... ¡Eso es! Movía Mo vía la hoja hacia adentro y hacia afuera con espectacular habilidad. —Listo, Su Alteza.  A continuación, clavó cl avó el escalpelo en el estómago de Donald para no perderlo y, y, sobre todo, para no cortarse, y con ambas manos comenzó a  tirar de la piel poco a poco. ¡Qué emoción es ver que los párpados se desprenden tan prolijamente! Luego cortó los bordes de los labios. Decidió conservar sus propios músculos. Le daban un aspecto elegante. La máscara humana ya estaba  desprendida. Se quitó la parte superior del uniforme y usó el pequeño pincel y la mezcla de plasma que había traído para pintar su rostro y  cuello deteriorados. No era una tarea sencilla. La mezcla era muy pega josa. Con un movimiento final, llenó los pulmones de aire y apoyó la  piel de Donald sobre la suya.  ¡Esto sí s í que es celestial! La fría sensación de vida nueva adhiriéndose a  su piel putrefacta valía más que un millón de máscaras faciales de los mejores cosmetólogos suizos. Mientras sus tejidos se derretían para absorber la nueva piel, sintió el ardor delicado y la frescura que llenaban sus células haciéndole experimentar un renacimiento. La mezcla maravillosa comenzó a producir sus efectos. La metamorfosis siempre llevaba unos minutos. Con gran delicadeza, Sagasti fue presionando la nueva piel centímetro a centímetro contra la suya. La puerta de la habitación se abrió de pronto para dar paso a un encargado de la limpieza, que entró empujando un carrito y encendiendo las otras luces. Sagasti se dio vuelta, tomando el escalpelo en la mano. Sabía muy bien cómo lucía durante el proceso —una visión francamente espantosa—, así que no era necesario decir una sola palabra. Aparentemente fue demasiado para el frágil corazón del hombre: lo miró con una expresión inconfundible de pánico y se detuvo, llevándose la mano al pecho con una mueca de dolor. —¿Necesitas —¿N ecesitas algo, Bob? —La voz de su compañero llegaba desde la  103

 

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otra punta del corredor. No era la primera vez que alguien interrumpía a Sagasti, o sea que no tenía necesidad de mirar al empleado para saber qué sentía. Le resultaba sencillo entrar en las sensaciones de la gente común, leer sus mentes y aprehender sus miedos. La mayor parte de las veces, ese potencial que había desarrollado a lo largo de los años lo ayudaba a elegir a los clientes correctos para su amo. Pero bajo las circunstancias presentes, no podía dedicarle ni un segundo al empleado. Los pulmones del hombre se habían bloqueado, como si alguien hubiera quitado todo el oxígeno del lugar. Se asfixiaba en su propia necesidad de gritar para pedir ayuda a  causa del fuerte dolor que le impedía respirar. Sagasti no tenía tiempo para ofrecerle la oportunidad de salvarlo a cambio de su alma, de hacerle firmar un contrato simple, y sumar un tanto para el equipo de su  Amo. En ese momento precioso, él, Lord Joseph Sagasti, era la prioridad número uno. —¡Bueno, me voy para arriba! —grito el otro empleado, mientras hacía rechinar su carrito con un ruido irritante. El viejo extendió su mano callosa, hincándose de rodillas. Pedía ayuda con los ojos. Sagasti percibió que el dolor creciente en el pecho del hombre se intensificaba hasta lo insoportable y que la oscuridad se apoderaba de su conciencia desmoronada para reducirla a una nada. —No se preocupe —lo consoló—. No perderá nada. Para vivir como vivía… ¡Igual ahora, ya es demasiado tarde! ¿Quién podía culparlo por ocasionar la muerte a un hombre tan insignificante? Podía hasta decir que lo suyo era el acto de piedad más elevado. Sagasti no se preocupó en lo más mínimo, ya que el empleado se estaba  muriendo. Además, la gloria de su transformación era un fenómeno demasiado grande como para que le prestara atención al intruso. Un momento más tarde, todo el peso del hombre se derrumbó en el suelo con un golpe seco. —Cae en la boca podrida de la muerte —dijo Sagasti dándole una  ojeada rápida al encargado y hundiendo el escalpelo una vez más en el estómago de Donald. 104

 

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Siguió adelante con los detalles del masaje. Tenía Tenía que sentir el tacto en su nueva piel y verificar su correcta absorción. Sacó un espejito y controló. Estaba totalmente satisfecho. Sus facciones originales seguían intactas. Lucifer le provocaba la lepra en el rostro porque el recaudador de almas se permitía la vanidad de rasgos elegantes y también porque la  operación en esa zona requería mucha más habilidad que en cualquier otra parte del cuerpo. Si llegara a cometer el más leve error durante el arduo procedimiento, podría arruinar su aspecto para siempre. A lo largo de los años había aprendido a mejorar detalles menores con la ayuda  de los músculos de sus víctimas, v íctimas, pero ahora estaba conforme con su apariencia física y no tenía ninguna intención de cambiarla. Las mujeres lo amaban tal cual era. Sonrió a su imagen en el espejo. Una vez que su semblante estuvo listo, abrió un orificio en el estómago de Donald, y arrancó una parte del órgano y también del páncreas. Los metió en una bolsa de plástico, los observó y cerró la bolsa con extremo cuidado. Era material suficiente para preparar su próximo adhesivo personal, y este mejunje era algo que jamás podía faltarle. Desmontó de su víctima de un salto ágil. Luego, se limpió la piel nueva con una gasa embebida en un desinfectante y sellador especiales que había traído. —Llegó el momento de limpiar un poco, Su Excelencia —dijo lavando el bisturí y guardándolo en el necessaire junto al pequeño frasco. Volvió a vestirse, y mientras se recogía otra vez el cabello, contempló al encargado de la limpieza, que yacía en el suelo. Dentro de unas pocas horas, quizás alguien derramaría algunas lágrimas y se escucharían unas palabras de lamento y pesar por el hombrecito. Después, la vida seguiría, inalterada por el adieu del empleado. Salió del hospital con la bolsita de plástico colgando de su mano derecha, sin que el mundo lo notara. Su piel rejuvenecida sintió el aire fresco y nuevo de la noche. Al cruzar la calle y doblar a la izquierda para subir al Puente de Brooklyn, sonrió con la ocurrencia de un pensamiento atractivo. El caso Mondragon aún no tenía suficiente sabor. sabor. Era  hora de agregarle un toque de pimienta.

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Capítulo XIX

Martin abrió el refrigerador y verificó su contenido por tercera vez en la tarde. Había comprado caviar Beluga, aceitunas negras italianas, queso Brie francés, dátiles turcos y pistachos crujientes. Todo Todo lo que qu e a   April le gusta gustaba ba comer cuando no tenía hambre. Tenía café, champa champa-ña, una variedad insolente de bebidas alcohólicas alcohólic as y un deseo incontrolable de besarla.  April conocía cada uno de los l os rincones del d el apartamento apartame nto de Martin, y  sin embargo quería transmitirle de alguna manera que no había sido lo mismo sin ella. Se recostó contra el marco de la puerta y miró alrededor, preguntándose cómo podía hacerlo evidente. Ella adoraba sus muebles cincuentistas, la combinación de paredes blancas y alfombras color arena sobre el parqué de haya, el óleo de Luna Miles que todo el mundo confundía confund ía con un Jackson Pollock Pollock sobre el sofá de Eames. Unas horas antes había encendido un par de esas velas perfumadas que April compraba cuando vivían juntos, y ahora, el aroma delicado que emanaban le daba al lugar una atmósfera más cálida. ¿Qué más podía hacer? No se le ocurrió ni una sola idea más antes que sonara el timbre. Luego vio sobre la mesa baja el juego de cuchillos gauchescos que su madre le había regalado, y recordó que a April le daban escalofríos cada vez que los veía. Odiaba los cuchillos, así que, camino a la puerta, Martin los guardó en un cajón.  April entró con el andar de una pantera pantera.. El vestido negro ceñido se le adhería a las curvas y Martin tomó todo el aire que pudo para no demostrar la desesperación que sentía por poseerla. Ella le entregó un paquete. —Pensé —P ensé que tarde o temprano ibas a necesitar uno —le dijo recorrien106

 

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do la habitación. —¿Qué es? —preguntó Martin mientras rompía el papel del regalo—. Ponte cómoda. —Todo se ve diferente —comentó ella. —¿Diferente cómo?  April parecía tensa, como si de pronto se hubiese arrepentido de estar otra vez ahí. Quizás invitarla a su casa no había sido una buena idea. Tendría que haber elegido algún buen restaurante, un lugar neutral donde ella no tuviera que enfrentar el espacio que habían compartido. —Estilo... “hombre soltero que no les presta atención a los detalles”. Dios santo, se había pasado horas controlando los detalles. —Sí, en realidad me gustaba más cuando lucía estilo “hombre y mu jer enamorados”—respondió enamorados”—respondió Martin.  April se rió y él sintió que los músculos del cuello se le aflojaban un poco. Ella no lo estaba juzgando. —¡Guau! —exclamó al ver el diseño ultramoderno del contestador automático que April le acababa de regalar. Le encantaba redescubrir que ella conocía sus gustos. —Las lucecitas pequeñas son bonitas, ¿verdad? Además el diseño es distinto del de todos los demás —explicó April—. No fue fácil encontrar uno exacto para ti.  Así que le l e había dedicado tiempo para elegirle algo especial. —Es fantástico. ¡Gracias! Martin corrió la escultura de Antonio Pujía sobre la mesa de centro para apoyar el nuevo contestador. contestador. —Voy a admirarlo un rato antes de conectarlo. La risa franca de April le daba confianza. Era musical y contagiosa. Cuando ella se llevó un mechón de su sedoso cabello castaño detrás de la oreja, Martin la observó repetir ese adorable gesto familiar que había  olvidado. Ella también estaba empezando a relajarse. —Primero pensé en comprarte una espada, pero cuando vi la inmensa  variedad que hay, me eché atrás. ¡No habría sabido ni por dónde empezar! Había ido hasta a una tienda de esgrima. ¡Era simplemente adorable! —Este regalo es perfecto —le dijo—. ¿Qué te gustaría beber? 107

 

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—Un café. ¿Sigues bebiendo litros por día? —Pero sólo de las mejores mezclas —contestó Martin mientras la  guiaba a la cocina. Le mostró su santuario de café. —Así que esta máquina te ha convertido en el mejor “chef” de café del mundo —se mofó April. —Podría decirse, sí. Hablando de lo mejor, ¡felicitaciones! Tu imagen está por toda la ciudad. Ya eres parte de los ricos y famosos. Martin anhelaba que eso no la hubiera tornado caprichosa y engreída. —Ni tan rica ni tan famosa... aún —se rió April. Era evidente que ella  disfrutaba del reciente vuelco en su carrera—. Mi agente está haciendo un trabajo fantástico —agregó—. Ni yo puedo creerlo. —Me pregunto si con todo eso todavía tendré alguna oportunidad contigo —suspiró Martin. —Todavía la tienes, sí —replicó April con un tono seductor—. Mientras no quieras manejarme la carrera... —Nada más lejos de mis intenciones. Sus miradas se cruzaron y Martin sintió la poderosa atracción que le despertaba April. Se le acercó y ella no se apartó. Se besaron una y otra  vez con una intensidad que, o bien habían olvidado, o sentían ahora con más fuerza que nunca. Él adoraba la ternura de sus labios gruesos, el sabor de su boca derritiéndose en la l a suya. Si había podido dudar dónde se encontraba su refugio seguro, supo en ese momento que estaba exactamente ahí, junto a la mujer que amaba. Si April había probado otros brazos durante su separación, no le importaba. Mientras ella le desabrochaba la camisa y le acariciaba el pecho con sus manos suaves, sintió que para April tampoco podía existir otra experiencia más real que ésa. Le deslizó el vestido por sobre la cabeza y apretó su cuerpo contra el suyo. La piel de April lo excitó, con su perfume a jazmín. Ella se sentó en la mesa de la cocina y lo llevó hacia ella. Martin notó una nueva seguridad en sus ojos. Había cambiado. Sus caricias habían perdido esos resabios de timidez adolescente del pasado, y por una  milésima de segundo se preguntó qué habría ocasionado el cambio. 108

 

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¿Quién lo había producido? Detestó pensar que otro amante pudiera  haberle enseñado algo. ¡Puta madre! Estaba perdiendo la erección.  April dejó de besarlo y lo miró a los ojos. —¿Ya no te gusto? —le susurró. ¡Dios! No le podía estar pasando esto. —Claro que me gustas —le respondió—. No sabes cuánto te deseo. Creo que puse demasiadas expectativas en este encuentro. Ella le acarició el cabello. —Está todo bien —le dijo—. No te preocupes. Pero no estaba todo bien y sí, se preocupaba. —Voy —V oy a hacer unos exprés —decidió Martin, y se dio vuelta para agarrar el frasco del café. —Bebámoslos en el sofá, ¿quieres? —sugirió ella. Martin estaba anonadado ante esta nueva April tan segura de sí misma. Sintió que los roles se habían invertido y que él estaba adoptando el papel de un Martin tímido y dubitativo que no podía reconocer como propio. —Está bien —musitó. Escuchó cómo se bajaba de la mesa y salía de la cocina. Mientras llenaba los filtros, se dio cuenta de que se había  comportado como un perfecto idiota. No respondía al tipo machista y  ganador.. Si había tenido un par de aventuras en los últimos meses, ¿por ganador qué no podía ella haber hecho lo mismo? Era hermosa, honesta e inteligente. Cualquier hombre estaría encantado de tener una mujer así a su lado. Había sido un estúpido en no pensarlo antes. Entró en la sala con una bandeja repleta de cosas: un bol de pistachos, unas mentas con chocolate y dos jarritos de café. El de ella tenía crema batida, un toque de canela y chispas de chocolate. Así era como le gustaba.  April no estaba en el sofá y a Martin el corazón le dio un salto. —Estoy aquí —anunció ella desde el dormitorio.  Al traspo trasponer ner la puer puerta, ta, Martin vio la delic delicada ada ropa interi interior or de April colgando sugestivamente del respaldo de una silla. sill a. Adivinó los contornos de su cuerpo desnudo bajo las sábanas, anticipando el placer. Puso la bandeja en la cama y ella sonrió tiernamente al ver todo lo que había preparado. 109

 

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—Qué lindo que todavía te acuerdes. Evidentemente, ella también tenía sus miedos. Se quitó los pantalones al tiempo que la observaba poner edulcorante en el café. Su hombro blanco contra la sábana azul volvió a entonarlo. Dejó su jarro en la mesa de luz y se deslizó bajo las cobijas, besando los pechos y el vientre de April. Ella gimió de placer haciéndolo recuperar la confianza en sí mismo. Las manos de April le presionaron las nalgas con fuerza y rodaron una  y otra vez con desenfreno. Como tigres. Como si de su éxtasis dependiera la salvación del mundo. Un par de horas más tarde, la sed de April fue lo único que logró hacerlo salir de la cama para traerle un vaso con agua. Siempre le daba sed después de hacer el amor. Martin sacó una botella de agua mineral del refrigerador, refrigerador, sirvió un vaso y luego le dio un sorbo a la botella. Nunca había disfrutado tanto del sexo. La quería otra vez a su lado. Otra vez de verdad, compartiendo las alegrías y los temores. Regresó al dormitorio con el vaso en la mano. —¿En qué estás pensando? —preguntó ella con una voz cargada de inquietud. —¿Por qué lo preguntas? —Pareces preocupado. —En nada —mintió. —¿No sería preferible decir que no quieres contarme? Martin se volvió hacia ella. Tenía razón. Su mirada atenta le indicaba  que estaba dispuesta a escucharlo. Esto también era algo nuevo, o tal vez él nunca le había dado la oportunidad de recibir su ayuda. Tal vez ambos habían cambiado, y ahora estaban mejor preparados para compartir cosas. ¿Cómo podía empezar a explicar lo que le había sucedido durante la semana? El peso de toda la situación ya se había tornado demasiado agobiante. —Sucedieron algunas cosas —comenzó a decir—. Cosas que no sé si puedo explicar.  April se enderezó en la cama. 110

 

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—Cosas sin sentido. —Cuéntame, por favor —le pidió ella. Martin dudó. April creería que se había vuelto loco, quizá porque ni él estaba seguro dónde habían quedado las fronteras entre su cordura y  su sensibilidad. April le tomó la mano entre las suyas y se la besó. Vamos, Martin, sigue adelante. —¿Qué dirías si un tipo misterioso te llamara para darte cita? Alguien que supuestamente conoces pero en realidad, no.  April retiró las manos con una mirada de culpa. —Si esto se trata de con quién salí cuando estábamos separados... —protestó. —No, no quiero saber —la interrumpió Martin—. Esto es acerca de algo que me sucedió a mí. ¿Qué harías si un desconocido te reclamara  el pago de una deuda familiar de la que jamás oíste hablar?  April suspiró aliviada y tomó el vaso entre sus manos. —Diría que el tipo quiere sacarte dinero —dijo bebiendo un largo sorbo de agua. —No quiere dinero. Tiene más del que podría gastar. El tipo dice que mi abuelo hizo un pacto con el Diablo y que luego lo estafó. —Diría “¡Bravo por tu abuelo!” Es mi héroe —se rió April. Martin no. —El tipo me dijo que soy el garante de ese pacto y que, como tal, tengo que entregarle mi alma en el lugar de la de mi abuelo. —Oh, vamos, amor. Está chiflado. ¡Deseaba tanto creer esas palabras! — Cuando Cuando lo conocí pensé lo mismo, pero ahora... —¿Te acuerdas cuando trabajabas en aquel instituto de salud mental y me contabas casos de tipos así? ¿Ed y tú no estaban fascinados con la  leyenda del Fausto y todo ese asunto? —Sí, lo estaba. Por eso lo mandé a ver a Ed, y fue justamente después de esa primera sesión que... —Ah, no, Martin, espera. No puedes culparte ni culpar a este hombre por el suicidio de Ed —replicó April de inmediato—. Ed era un tipo fantástico, un gran amigo tuyo, y puedo comprender tu dolor. Pero el hecho es que, después del accidente, Ed nunca se repuso del todo. Estaba decidido a matarse en cualquier momento. 111

 

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Martin escuchaba sus palabras sensatas pero, en lo más profundo de su interior, se dio cuenta de que Sagasti podía estar usando a la gente que él amaba para presionarlo. —Siempre temiste que Ed pudiera hacer algo disparatado, y lo hizo. ¿Eso qué tiene que ver con... —Tiene que ver. Yo lo envié a ver a Ed —saltó Martin. —¿Y qué? Le derivabas pacientes todo el tiempo. Era tu manera de ayudarlo. No puedes sentirte culpable por eso. Martin se quedó en silencio, mirando la pared. Había tantas cosas que  April no sabía. Ed había dicho que Sagasti tenía las tripas de un perfecto hijo de puta y había tenido razón. Ese demente tenía un talento especial para lograr que las cosas se vieran como él quería. —¿Quieres que prepare algo para comer? —preguntó April. —Le prometí a mi madre que cenaría tarde con ella —respondió él, lamentándose de no poder quedarse ahí con April. —¿Y después? —¿Regreso aquí para hacerte el amor? —sugirió Martin, deseoso de olvidarse de Sagasti. —Tengo una reunión. —¿No puedes postergarla? —No, la organizó mi agente. —¿Y si no te sintieras bien? —¿Me estás pidiendo que mienta? —preguntó April con voz traviesa. —¿No le mentirías a tu agente para estar conmigo?  April se rió otra vez, rodeó a Martin con sus brazos y le susurró. —Bueno, te diré qué haremos. Yo Yo iré corriendo a esa reunión y volveré aquí a la medianoche, con una sorpresa. Todavía tengo la llave. Dios, amaba a esta mujer. De pronto sintió una punzada en el corazón. ¿Qué sucedería si Sagasti la descubriera? descubriera? ¿Qué haría si ese hombre tratratara de hacerle daño? Tenía que encontrar una manera de protegerla. Nadie debería saber que estaban viéndose otra vez. —¿Qué tipo de sorpresa? —Vamos, no la estropees. Si te dijera... 112

 

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—¿No es nada arriesgado? Martin advirtió la sonrisa burlona de April y se dio cuenta de que no habría manera de inyectarle un sentido de cautela. Sólo le cabía estar alerta y esperar la siguiente movida de Sagasti. Después de todo, no era  mucho lo que sabía acerca de ese extraño. Debía aprender cómo defenderse, o proteger a los que amaba de un ser tan oscuro e impredecible. —Está bien —le dijo—. Sufriré con el suspenso.

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Capítulo XX

La madre de Martin lo tomó del brazo para que la siguiera hasta su computadora. Desde que le había dado su vieja PC, Ana pasaba horas delante de la pantalla, enviando correos electrónicos a sus parientes de la Argentina y chateando con hispanohablantes desconocidos de todo el mundo. —¡Cuando yo era joven no sabíamos un pito! Está muy, muy bien. ¡Me encanta! Lo que a Martin le encantaba era el modo de hablar tan argentino de su madre. —Yaa sé, mamá —le respondió Martin con una sonrisa—. No dejas de —Y decírmelo. —Vos sentate acá y poneme el álbum del CD, hijo —dijo ella—. Te preparé tarta. Voy a ver cómo anda el horno. ¡Ah, mirá!  Ana le dio a Martin una navaja. —La encontré en tu mochila mochila vieja del colegio que iba a regalar —le explicó. —¡Mi navajita de la escuela! Me había olvidado por completo de que existía. Es casi una reliquia ya. Gracias.  A Martin siempre le sorprendía la cantidad de cosas inútiles que era  capaz de guardar su madre por una eternidad. Ana se fue a la cocina  mientras él insertó el CD y esperó a que se abriera. Mientras tanto jugaba con la navaja que llevaba su nombre grabado en el mango de hueso. Alguna vez había adorado esa cosa espantosa que se abría automáticamente como por arte de magia con sólo presionar un botón. Se la había traído algún amigo argentino de su madre. Las fotografías de la infancia comenzaron a aparecer en la pantalla, revolviendo recuerdos agridulces una vez más. 114

 

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—¿Sabés qué soñé ayer? —gritó la madre desde la cocina—. Soñé con Chrissie y con vos que me traían el desayuno a la cama. ¿Te ¿Te acordás? Como hacías para mi cumpleaños cuando eras chiquito. Chrissie estaba ahí, en la pantalla, sosteniendo un gran globo rojo en el Zoológico del Bronx. Martin sintió una patada dolorosa en su interior.. No quería escuchar ninguna de las anécdotas de su hermana muerrior ta. ¿Por ¿Por qué estaban siempre juntos en el recuerdo de su madre, como si hubieran sido hermanos siameses? —Todos los años me traías tostadas, mermelada y una flor —siguió diciendo Ana entre el ruido de las cacerolas. En la foto siguiente Chrissie y Martin aparecían en traje de baño al lado de la piscina. Recordó que su madre había tomado un par de instantáneas el mismo día de la muerte de su hermana. Él se sentía flojo por la gripe, pero se había levantado de la cama para la foto. Luego había regresado a armar su rompecabezas. —Si viviera, hoy tendría treinta años. Y a lo mejor un marido e hijos. La cena está lista. ¡A la mesa! Las palabras de Sagasti en el parque habían intensificado su culpa y su dolor. Martin no podía dejar de mirar la pantalla, deseando inútilmente poder volver a ese momento del pasado para cambiar ese día y el resto de sus vidas para siempre. La manguera ma nguera estaba en el césped c ésped a su lado. Podría  haberla usado para ayudar a su hermana en lugar del rastrillo roto. Recordaba que el jardinero nuevo la había dejado conectada. Por primera  vez notó que el hombre que había venido a reemplazar al viejo Tim también estaba allí, cortando la cerca detrás de ellos. El corazón de Martin empezó a latir con más fuerza. El hombre sonreía a la cámara. Martin acercó el zoom. La foto ampliada estaba delante de sus ojos. Quería estar equivocado, pero el rostro del jardinero se veía con total claridad. Era Joe Sagasti. Le corrió un sudor frío por la espalda. Martin cerró la foto y corrió hacia la puerta de entrada. —Martín, ¿adónde vas? —le gritó su madre. —Perdón, —P erdón, mamá, te llamo después. Quería salir de la casa en un intento loco de escaparse de su propia his115

 

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toria, como como si toda toda su vida se hubiese hubiese converti convertido do en una pesadil pesadilla. la. Qu Quer ería  ía  creer que había sido un error y que Sagasti no había estado ahí. Quería negar la verdad pero la mueca de Sagasti y su mirada negra  eran inconfundibles. Martin corrió por las calles de Rego Park. Park. Corrió hasta que el corazón estuvo a punto de estallarle. Una moto le pasó cerca cuando fue a cruzar una calle, y se detuvo para respirar. Aún sostenía la navaja en el puño cerrado. —Firmar o no firmar. firmar. ¡Ésa es la cuestión! —sentenció Sagasti en su tono sarcástico, haciendo saltar a Martin—. Puede hacer lo que le plazca, doctor. Yo mientras tanto me divierto. El odio y la furia se adueñaron de Martin.  ¡Sagasti no le arruinaría la  vida! Su cuerpo reaccionó antes que su mente y apuñaló a Sagasti en el estómago con la navaja. El hombre gruñó de dolor y se cayó, tomándose de la pierna de Martin con ambas manos. Martin estaba aterrorizado de su propia reacción. ¡Dios santo! ¿Qué había hecho? Vendría la policía. ¡Iría a la cárcel! El gemido de Sagasti se hizo más fuerte hasta que se transformó en una risa estrepitosa. Martin se quedó sin aire por la desesperación, sin saber qué hacer. Sagasti le palmeó la pierna y se puso de pie de un salto con el cuchillo clavado cl avado en el cuerpo. Lo extrajo con un movimiento lento y le sonrió a Martin con gesto burlón. Esto no podía ser cierto. Martin miró el agujero limpio en la camisa de Sagasti. La ausencia de sangre era más aterradora que si hubiese estado empapado en ella. —La próxima vez que me rompa una camisa de seda así, me voy a  enojar de veras, doctor. ¿Está claro? Puso la navaja impecable en la mano de Martin. —¿El joven doctor quería una prueba de quién soy realmente? Sagasti se la ha dado —afirmó con una media sonrisa. Martin estaba esforzándose por aceptar los hechos. Entonces era  cierto que Sagasti había venido del Infierno Infierno.. El mero pensamiento sonaba imposible, y sin embargo el hombre estaba ahí, de pie ante él, 116

 

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tocándose el tajo de la camisa. —¡Qué pena! A April ésta le hubiera encantado. Es de seda Sulka, ¿sabe? Martin se estremeció como si lo hubieran electrocutado.  ¿Qué sabía  Sagasti de April? Pero antes que pudiera formular cualquier pregunta, el enviado del Diablo había desaparecido en la boca negra de la noche.

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Capítulo XXI

Martin abrió la puerta de su apartamento, caminó hasta el baño y se sentó debajo de la ducha fría, pero el agua no lo ayudó a aclarar acl arar los pensamientos. Sin embargo no lograba ponerse de pie y salir salir.. La imagen de Sagasti en la foto de su infancia aún lo atormentaba, quizá más que el impulso de apuñalarlo. No podía dejar de pensar que había tratado de matar a un monstruo. Sagasti no es humano, se repetía una y otra vez mientras el agua le llenaba la boca y le pegaba contra los párpados cerrados. Se estremeció aún más con el conocimiento de que, fuera quien fuese Sagasti, sabía acerca de April. Una voz que gritaba por encima del ruido del agua lo hizo saltar del susto. April estaba de pie fuera de la ducha vestida con un atuendo sadomasoquista de vinilo negro lleno ll eno de tachas y cadenas. —¿Qué hiciste? —exclamó Martin. —Perdón, amor. No quise asustarte. La puerta de entrada estaba  abierta de par en par y me dio pánico. ¿Recuerdas que íbamos a encontrarnos aquí? Son casi las doce. ¿Qué te pasó? Martin se vio completamente vestido y temblando bajo el agua. Miró a April sin comprender por qué llevaba esa ropa tan estrambótica. ¿Había ido a una reunión de trabajo así vestida? ¿O le había mentido? —La sorpresa de la que te hablé era una fiesta de disfraces —le dijo—. Esto es lo más escandaloso que encontré para ponerme.  April cerró el grifo mientras Martin se preguntaba si lo que le acababa de decir tenía sentido. Agarró la toalla que ella le extendió y la dejó quitarle la ropa empapada. April lo llevó al dormitorio y se sentó en la  cama a su lado. A él le fascinaba su paciencia. Se quedó callado y ella no lo apuró para hablar. hablar. Se quedó quieto y ella no lo tocó. Cuando alzó los 118

 

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ojos para mirarla, April lo abrazó. —No tenemos que ir a ningún lado si te sientes tan mal por lo de Ed —le dijo con dulzura—. Podemos quedarnos aquí abrazados. Ya superarás su muerte. Es verdad, la pérdida puede justificar actitudes excéntricas. Martin se dio cuenta de que April jamás creería su nuevo incidente con Sagasti y decidió no contarle. El recaudador de almas la había mencionado. ¿Y si ella  también lo conocía?  —¿Quieres que me vaya? —preguntó April. Martin había ingresado en una nueva dimensión, donde la violencia y  la muerte se amontonaban a su alrededor. Las palabras de Sagasti en el parque eran verdaderas. Había un asesino en su interior. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. El mismo niño que una vez había matado a su hermanita ahora era el testigo silencioso del suicidio atroz de su amigo, quizá incluso de la muerte prematura del hijo de Sondra, su propio futuro ahijado. Era culpable de todos esos crímenes. ¿Qué podía hacer más que levantar la culpa en sus brazos, aceptar la condena y firmar el contrato?  April siguió acariciándole la espalda con ambas manos. Debería liberarla, dejarla partir para siempre, pero en ese preciso momento el dolor del mero pensamiento lo asfixiaba. Sintió la tibieza de sus manos sobre la toalla y decidió simular que todo estaba bien por una última noche  juntos. —¡Vayamos —¡Vayamos a esa fiesta! —dijo. —¿Estás seguro? —Sí, sácame de aquí.  April miró a Martin indecisa y estuvo a punto de decirle algo, pero apretó los labios y salió. Un instante después regresó con un portacosméticos profesional y una ropa arrugada bajo el brazo. —Te traje un disfraz que podrías usar —musitó con timidez. —¿De qué es? —preguntó Martin mirando el atuendo desgastado que  April extendió sobre la cama. —De loco. —Nada me iría mejor esta noche.

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The Warehouse en medio del Village estaba repleto de modelos, productores de televisión, cineastas y una manada de actores desconocidos: el tipo exacto de gente que Martin detestaba. El disfraz era obligatorio y el guardia de la entrada detenía a todo el que no estaba vestido con algo original. Relájate, Martin, se supone que esto es divertido. —¿De qué estás vestido? —le preguntó el tipo despreciativamente, señalándole los pantalones sucios de lino y la camisa sin cuello. —¿No te das cuenta de que es un loco? —protestó April. El guardia sacudió la cabeza con la boca abierta, la mirada en el cabello revuelto y la cara blanqueada de Martin. —Es un demente de la Edad Media —agregó April con orgullo. El tipo se volvió a ella y le sonrió. Martin se preguntó si este gigante de una sola neurona habría reconocido a la famosa April Hammond y  pretendería empezar una conversación estúpida. Pero Pero la mirada dura de Martin debió disuadirlo de cualquier comentario, y el hombre les abrió la puerta para que entraran. Una vez adentro, Martin tomó conciencia de que nada mejoraría: la  estridente música tecno sonaba para una plétora de personajes inconcebibles que hacían alarde de sus disfraces glamorosos y bailaban como bestias, tratando de captar c aptar la atención de unos y otros. Tuvo Tuvo que empu jar para llegar hasta la barra a pedir unos tragos.  April y él estaban bebiendo unos martinis mar tinis cuando un ángel de aspecto homosexual se dirigió a ella con voz de cotorra. —¡April divina, estás estupenda! ¡Ven a bailar conmigo! —exclamó quitándose su máscara de plumas para mostrar unos ojos cargados de maquillaje. —¡Charlie! El monstruito le quitó el trago a April y se lo puso en la mano a Martin sin mirarlo siquiera. Martin recibió la sonrisa de April mientras se alejaba de la mano de ese ángel bizarro bajo las luces psicodélicas. 120

 

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Tendría que haberse quedado en casa. Martin se sentía como sapo de otro pozo, como solía decir su madre cuando alguien no encajaba en un lugar. Se bebió el primer martini de un trago y pensó que su vida se había convertido en una jauría de extraños no identificados, con él a la cabeza: un loco intentando encontrar el sentido desesperadamente. Ésa era la realidad, pero no la que había vivido antes. No podía darse por vencido con tanta facilidad. Sagasti apareció a su lado. —¿Ya me extrañaba? Martin se pegó tal susto que se derramó el trago de April encima, odiándose por ofrecer un espectáculo de torpeza tan patético. Sagasti puso un nuevo martini en la mano de Martin y levantó el suyo. ¿Podía ¿P odía este tipo ser tan ridículo como para disfrazarse del mismísimo Diablo? Martin tomó la copa y lo enfrentó, esforzándose por lucir como un guerrero en el campo de batalla. —¿Por qué beberemos? —preguntó. —¿Qué tal si bebemos por mi éxito? —propuso Sagasti con su acostumbrada voz jovial. —Querrá decir mi éxito —lo corrigió Martin. Sagasti entrecerró los ojos tratando de recordar. recordar. —¿Se refiere al pobre  Albert Black? —aventuró. —Black, por supuesto —respondió Martin con sarcasmo—. Todavía  vivito y coleando. Golpearon las copas y se rieron. La risa de Sagasti resonó en los oídos de Martin como un cacareo burlón. —¡Y por su conocimiento de mi inmortalidad! —agregó Sagasti, golpeando la copa de Martin por segunda vez. —No sé quién ganó ahí —comentó Martin—. El conocimiento siempre es una ventaja. Una navaja no puede matarlo. Ahora me queda averiguar qué lo hace. —De todos modos tuvo que pagar un buen costo emocional por su pequeño descubrimiento. ¡El asesino interior le surgió por segunda vez! Martin sintió el dardo. Se le tensaron los músculos faciales, distorsionándole la sonrisa. 121

 

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—Perdón, sin ánimo de ofender —aclaró Sagasti—. ¡A nuestra salud eterna! Martin puso la copa vacía en la barra y le pidió al barman otra ronda. —¿Le gusta mi disfraz? —preguntó Sagasti dando una vueltita para  mostrar su perfecto atavío de diablo—. ¿O debería decir mi ausencia de disfraz? —Un recaudador de almas que sueña con ser el mismísimo Diablo. Martin alzó su copa por la caracterización de su enemigo. El disfraz lucía real. Sagasti era la viva imagen de la maldad con tridente y máscara. —Exacto. Ése será nuestro pequeño secreto —dijo Sagasti—. La vida  es la mascarada más perfecta, y la gente adora estas fiestas porque puede cambiar el disfraz real por un rato. Martin reflexionó acerca de las palabras de Sagasti. Era cierto. La hipocresía, las mentiras, incluso la santidad escondían verdades más oscuras que los hombres a menudo no estaban preparados para sostener. El disfraz era un filtro. Martin se volvió hacia Sagasti.  ¡Impresionante! !  En un contexto diferente, habría admirado la inteli ¡Impresionante gencia de su enemigo. —Mire a ése de ahí —dijo Sagasti señalando al ángel gay que bailaba  con April. Martin observó al inofensivo ángel aniñado retorciéndose ba jo las luces centelleantes. —Está vestido de ángel, pero es un hijo de puta que envenenó a su compañero de piso hace dos meses cuando se enteró de que le había ganado en una selección de modelos para una gran campaña publicitaria  de jeans. Ahora es él quien está en los carteles. ¿No lo vio? Sagasti hablaba con total certeza. —Nosotros no somos como él, ¿verdad, Martin? —inquirió el mensajero del Diablo con una mueca sarcástica—. Yo estoy vestido de lo que soy y usted está vestido de lo que será. Si no firma, claro.  April regresó al lado de Martin y pidió un daiquiri. —Hermoso atuendo, April —le dijo Sagasti. —¡Dios, qué sorpresa verte aquí! —respondió April. —Soy Joe, no Dios —replicó Sagasti haciendo reír a la joven. 122

 

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Martin la miró, ya sin saber si era la misma mujer con la que había hecho el amor esa misma tarde. Así que Sagasti no se había equivocado. Se conocían y ella estaba feliz de verlo. Si April le hubiese dicho que acababa de matar a la madre, se habría sorprendido menos. —De un estilo muy tuyo —agregó Sagasti—. Me refiero al atuendo. ¿Cómo te trata la vida? —No puedo quejarme —dijo April con una sonrisa. Martin sentía que se le incendiaba algo adentro, urgiéndolo a pegarle a alguien, a que alguien pagara por su sufrimiento. No quería admitir que ese alguien era April. —Me alegro de escuchar escu char eso —dijo —d ijo Sagasti Sagast i alzando su copa—. c opa—. Te Te mereces lo mejor. ¡A tu salud, princesa! Martin hizo un esfuerzo por controlar sus impulsos. Sagasti se bebió el martini, inclinó la cabeza como despedida y se alejó entre la multitud. —¿Qué diablos fue eso? —Martin le ladró a April. —Un saludo amistoso —respondió ella evitando su mirada. —¿De dónde lo conoces? ¡No puedes ver a ese hombre! ¡Nunca más! —Vamos, Martin. No te voy a preguntar qué hiciste con tu vida durante los últimos seis meses, entonces te pido que dejemos el pasado en el pasado. ¿Está bien? —¡No a él! —gruñó agarrando a April del brazo. —¡Tranquilízate, Martin —dijo ella soltándose—. Este lugar está  lleno de gente que conozco. Que te sientas mal por lo de Ed no te da  derecho a tratarme así, ¿está claro? —Tomó su daiquiri y desapareció entre la gente. •





 April caminó por la disco, disco, saludando a tipos con los que no quería estar.. Martin no podía ser tan posesivo. Había decidido no decirle una patar labra del desfile en el que había conocido a Joe. Aquella noche, él la había consolado como nunca lo había hecho nadie antes. Lentamente la  había desnudado de cada una de sus capas estúpidas de timidez, hasta  123

 

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que había sucumbido a sus caricias. En un rincón apartado de la gran discoteca, April vio a Lesley. Estaba  hablando con Joe. Ellos no la veían, pero aunque se moría por escuchar la conversación, no consideró prudente acercarse y correr el riesgo de que su amiga la descubriera. Después de todo, Lesley no sabía nada de su relación con Joe. Mantener el secreto había sido parte del juego y esperaba que su ex amante no rompiera su promesa. No necesitaba la opinión altanera de Lesley. Un momento después, Joe se alejó y April corrió al lado de su amiga. —¡Hola! —¡April! ¿Dónde estabas? Creí que no habías venido. —Estoy con Martin. —Ah —fue todo el comentario de Lesley.  April detestaba ese tono despreciativo. —Así que conociste a Joe —le dijo. —¿A quién? —A Joe. El tipo disfrazado de diablo. La música estridente hacía que fuera imposible mantener una conversación normal. —No sé cómo se llama —dijo Lesley al pasar mientras se iba bailando hacia un grupo de modelos que la llamaban. —¿Qué te dijo? —insistió April mientras la seguía. Tenía Tenía la sensación de que su amiga no le estaba diciendo la verdad. —Nada, es un imbécil —replicó Lesley y se mezcló con un grupo de gente bulliciosa que se movía al ritmo de la música. A April le disgustaba la evasividad de Lesley con respecto a Joe y su desprecio hacia Martin. Ni siquiera le había preguntado por él. Se sintió fuera de lugar l ugar.. Ojalá no hubiera salido del dormitorio de Martin esa noche. •





Un borracho detrás de una máscara metálica de Hannibal Lecter se tropezó con Martin y lo apuñaló con un cuchillo de goma. 124

 

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—Mira por dónde caminas, idiota —le gritó Martin. Si April no regresaba en dos minutos, se iría a su casa y se olvidaría de todo. No debería haber ido ahí ah í por empezar. ¿Para ¿Para qué? ¿Para ver a la mujer que qu e quería vestida como una prostituta rodeada de otros hombres? Ésa no era  su idea de diversión. Mientras el borracho siguió con su juego tonto, trastabillando hasta la  barra, Sagasti apareció de atrás con el tridente en una mano y la navaja  de Martin en la otra. ¿De dónde había sacado su vieja navaja?  —Así no se apuñala, Hannibal —le dijo al borracho hundiéndole la  cuchilla en el vientre. Martin sintió el golpe de adrenalina en el pecho. —¡Alto! ¿Qué está haciendo? ¿De dónde sacó mi navaja? —gritó, mientras Sagasti seguía apuñalando al joven borracho una y otra vez. Martin gritó pidiendo ayuda pero las luces intermitentes y la música  fuerte hacían difícil que alguien escuchara o viera lo que estaba pasando. —Una buena estocada tiene que hundirse en las tripas —continuó Sagasti clavándole la mirada a Martin—. Es algo que los buenos mosqueteros sabemos, ¿no, Martin? Una vez ahí, tiene que revolver la hoja siguiendo la dirección del filo así —les explicaba a Martin y a la víctima, arrodillada sobre un charco de sangre roja—. Luego presiona hacia arriba hasta los pulmones y la sangre empezará a brotar por la boca. —¡Policía! —¡P olicía! ¡Socorro! —gritó Martin con desesperación. ¿Por qué nadie reaccionaba? Martin saltó finalmente sobre Sagasti, trompeándolo y pateándolo con todas sus fuerzas. Tenía Tenía que detener al monstruo. Sintió que los l os puños se le convertían en armas de odio. Sagasti se merecía más que eso y  Martin estaba dispuesto a detenerlo para siempre. De pronto sintió unas manos fuertes como tenazas de hierro que le aferraban los brazos y lo empujaban hacia abajo. Un grupo de idiotas disfrazados lo miraban mientras los dos policías que lo sostenían ordenaban hacer lugar. El borracho que Sagasti había matado estaba de pie, riéndose en voz alta. No tenía ni una gota de sangre en la ropa. Martin miró a Sagasti, que se acomodaba su ridícula caperuza de diablo con cuernitos. Vio a April que empujaba entre los policías para llegar a su lal a125

 

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do, mirando a su novio estupefacta. —¿Martin, qué pasó? —fue todo lo que la escuchó decir mientras los oficiales decían algo de homicidio, le recitaban sus derechos y lo apuraban fuera de la disco sin soltarle los brazos. Lo empujaron contra el asiento trasero de un patrullero. Sagasti pasó el brazo sobre el hombro de April. Lesley estaba a su lado recriminándolo con la mirada. Cuando el coche se alejó, Martin escuchó el susurro de Sagasti en sus oídos como un eco enloquecedor: —No se preocupe, amigo mío, que yo la cuidaré muy bien.

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Capítulo XXII

Martin taconeaba con impaciencia contra el piso de una oficina. En la  Comisaría Número Seis del Departamento de Policía el aire olía a tensión y a sudor. Habían pasado tres horas desde que lo habían arrojado a una celda  que apestaba a orina. Se había pasado ciento ochenta minutos con un único pensamiento en la cabeza: April haciendo el amor con Sagasti,  April abriendo la boca y las piernas para ese monstruo repulsivo. repulsivo. No No podía entender por qué no había venido a pagar la fianza después del mensaje que le había dejado en el celular. Un policía lo había llevado a esta  oficina en un piso superior y le había dicho que se sentara y esperase al oficial que le tomaría declaración. ¿Cuánto tiempo más lo harían esperar? Un sesentón corpulento entró arrastrando los pies y se sentó ante el escritorio. Miró una carpeta que estaba ahí y su contenido pareció sorprenderlo. La cerró y rodó con su silla hasta la computadora. —Muy bien. ¿Nombre? —le preguntó a Martin con voz cansada, mientras escribía a máquina con dos dedos. —Martin Mondragon. —¿Profesión? —Psicólogo. El policía lo miró a los ojos por encima de sus anteojos. No parecía un policía común, quizá porque vestía ropa de calle y llevaba el cabello gris más largo de lo habitual. —Es tarde, muchacho. La verdad. —Soy psicólogo, ¿señor...? —Detective Kinlan —dijo el hombre—. Estoy acá ayudando a los 127

 

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amigos, así que no me tomes el pelo. ¿No tenía este viejo experiencia suficiente para diferenciar a primera  vista a un mentiroso de un tipo honesto? —Muy bien, detective, soy Napoleón y vengo de perder en Waterloo. ¿Ahora le parece bien? —Está bien, te voy a creer. Peor para ti si no es verdad —dijo, curioseando el interior de la carpeta. —Estaba en una fiesta de disfraces —explicó Martin—. ¿De qué se me acusa? —¡Una fiesta de disfraces! Ésa es buena. —¿Usted juzga a la gente por su ropa? ¿O es que los asesinos se visten todos iguales? Kinlan sonrió. —Ahí te apuntaste un tanto —le respondió, dejando la carpeta en el escritorio—. Soy todo oídos. —El peor asesino serial podría ser el vecino de al lado y padre de tres criaturas. Kinlan sacó una fotografía de la carpeta y la deslizó por el escritorio. —¿Cómo éste? —preguntó. Era la foto de un convicto calvo con una  mirada de total inocencia y una sonrisa tímida—. El 31 de agosto de 1991 apuñaló a tres de sus compañeros de trabajo y degolló a mi propio compañero de patrulla —señaló Kinlan. —Roderick Moore. Lo conozco —aseguró Martin—. Un amigo mío tomó su caso en el hospital carcelario donde cumplía su condena hasta  que se murió de una infección dos años más tarde. Le pegaron un tiro el día de los asesinatos. Mi amigo me contó que las heridas de bala nunca le cicatrizaban. Lo llamaban Filo por su habilidad con los cuchillos. Kinlan se recostó contra el respaldo de su asiento con renovado interés. —Me alegra escuchar eso —dijo—. El hijo de puta le cortó la garganta a Noah delante de mis ojos. Noah era mi compañero y mi amigo. Tenía veintisiete años. Martin escrutó al detective con nuevos ojos. La vida de un policía podía ser dura. —Lo siento —se atrevió a decir—. Recuerdo Recuerdo que cometió sus crímenes 128

 

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en un arranque incontrolable de furia porque sus compañeros se burlaban de él. Una personalidad inestable. —Segundo tanto a tu favor. Menos mal que no tenías un cuchillo esta noche —dijo Kinlan. Martin llevó los ojos al techo y se rió. ¡Si Kinlan hubiera estado paseando por las calles de Rego Park más temprano! Otro tipo entró en la oficina con todo el ímpetu del investigador joven con agallas. —Tengo —T engo el informe informe del forense forense —dijo—. Mondragon, puede puede irse —agregó señalando a Martin—. Joe Sagasti retiró los cargos. ¡Dios santo! Tenía que ser él. —¿Joe Sagasti dijiste? —preguntó Kinlan sin aliento. Los labios del detective temblaron y se puso blanco. —¿Lo conoce? —le preguntó Martin. Kinlan se puso de pie. —Puedes irte, Mondragon. Tenía que hacer hablar a Kinlan. — ¿Conoce ¿Conoce a Joe Sagasti? —insistió Martin. —No, no lo conozco. Buenas noches. Kinlan acompañó a Martin hasta el corredor. Sagasti lo estaba esperando en la otra punta, recién afeitado y bañado, con un traje de lino negro. Le sonrió a Kinlan. —¡Carajo! —susurró Kinlan, pero cuando Martin se dio vuelta, el detective ya había desaparecido detrás de una puerta. La idea de insistirle a  un detective para que hablara dentro de una comisaría no le pareció a  Martin lo mejor, cuando acababan de soltarlo. Se preguntó si habría imaginado la reacción de Kinlan ante la mención de Sagasti. O acaso fuera  otro beneficiario viviente de un pacto diabólico. Sagasti dio una pitada a  su cigarrillo y abrió los brazos para darle la bienvenida a Martin. —¡Hijo querido! —le susurró al oído. Ed tenía razón. Era un perfecto hijo de puta. Cuando Martin y Sagasti salieron de edificio, April se bajó de su coche y corrió a su encuentro. También se había cambiado de ropa. ¿Habían hecho el amor para luego ducharse juntos y elegirse la ro129

 

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pa mientras se burlaban de él? Martin no quería siquiera mirarla a los ojos llenos de culpa. —No le guardo ningún rencor, Martin —dijo Sagasti, sonriéndole a   April—. De hecho, puedo comprenderlo. Si yo estuviera en su lugar lugar,, también estaría celoso. —Gracias por todo, Joe —dijo April. Sagasti le palmeó la espalda a Martin, inclinó la cabeza ante April y se alejó. Martin sintió la ira estallando en su interior. —¿Por qué tuviste que darle las gracias? —Hice lo que tendrías que haber hecho tú — replicó replicó ella. —¿Y sabes qué tendrías que haber hecho tú? ¿Qué tal pagar mi fianza  diez minutos después que me encerraron? ¿Qué hiciste toda la noche? ¿Por qué trajiste a ese monstruo acá? —¿De qué estás hablando, Martin? ¿Perdiste la razón? —¡Ese hombre es Joe Sagasti! El que mató a Ed, el mismo que casi mata a Sondra y a su bebé, el que me está reclamando el alma y volviéndome loco! —Ese hombre se llama Joe Shoytan y es un buen amigo —respondió  April enojada—. Algo no está bien en tu cabeza, Martin. Sí, era cierto que algo no estaba bien, pero no en su cabeza. No quería escucharla más. Le hizo señas a un taxi. —Si no me crees, ve y pregunta quién presentó cargos en mi contra y luego los retiró —gritó Martin antes de subirse al taxi. ¿Dónde estaba la April dulce y cuidadosa con la que había compartido la tarde? Sintió que el peso inmenso del agotamiento y la desilusión lo hundían más y más. Cuando el taxi arrancó, Martin se dio vuelta para mirar a April, y en su lugar descubrió a Ralph Heiligen que pedaleaba su bicicleta roja media cuadra más atrás. Al pasar, casi embistió a April, que seguía atónita, de pie junto al cordón. •





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El detective Kinlan arrastró los pies hasta la oficina. El corazón le latía más rápido de lo habitual. Sabía que tenía que haber un error. No podía ser Joe Sagasti el que había visto al final del corredor. De ninguna manera. Los muertos estaban muertos. No levantaban cargos contra  los vivos. No fumaban ni se paraban al final de un corredor. Esas cosas pasaban sólo en las películas de terror, y a él nunca le habían gustado las películas de terror terror.. Dios, dame un respiro. Neville, el joven investigador, lo esperaba para informarle los detalles de los dos tipos que habían encontrado en la morgue del hospital. Kinlan levantó la carpeta que le había mostrado a Martin. —¿Qué hace el archivo de Roderick Moore Moore en mi escritorio? —le preguntó Kinlan—. ¿Tú lo pusiste ahí? —No, señor —respondió Neville—. ¿Volvemos al caso de la morgue? Kinlan asintió mientras se desplomaba en su silla, mareado ante tantas preguntas sin respuesta. —No fue asesinato, jefe —dijo Neville—. Al de la limpieza no lo mataron. Tuvo un paro cardíaco. Casi me da uno a mí cuando vi al otro muerto, al tipo sin cara. Ése ya estaba muerto en el refrigerador. Le tenían que hacer la autopsia. ¿Se imagina una cara sin piel? Le arrancaron los párpados junto con el resto. El joven tuvo una arcada y salió corriendo al baño. —Puedo hacer más que imaginármelo —le dijo Kinlan a la pared—.  Algunos recuerdos lo persiguen a uno para siempre.

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Capítulo XXIII

Cuando Kinlan entró en su casa esa noche con el teléfono de Martin Mondragon en el bolsillo, su pastor alemán lo estaba esperando con las pantuflas en la boca. Kinlan le acarició la cabezota, tiró los zapatos por ahí y se calzó las pantuflas. —¡Hola, Conan! ¿Cómo estuviste, amigo? —dijo el viejo detective. Le encantaba la mirada inteligente de su perro y esa marca blanca de cinco puntas que tenía en la frente, como una estrella personal. Kinlan arrastró los pies cansados hasta la cocina detrás de Conan, que ladró una vez y sacudió la cola. Kinlan le dio unos mordiscos a una pata fría de pollo mientras el perro se comía su alimento. —Carajo, Conan. El hijo de puta está vivo —le contó al perro—. ¿Tengo que salir a la calle y perseguirlo otra vez? ¿Tengo que arriesgar mi vida justo antes de jubilarme? De ninguna manera. Faltan solamente tres meses, Conan. Después nos vamos a levantar tarde y vamos a jugar al billar con los muchachos el resto del día. ¿Qué te parece? El perro lo miraba atentamente. —Yaa hicimos lo suficiente para el Departamento, ¿no? Estoy viejo pa—Y ra jugar al detective brillante otra vez. Mejor dejamos todo como está, ¿eh, Conan? ¿Qué opinas? Conan ladró y se echó a los pies de Kinlan. El detective sacó el papel con el número de Martin Mondragon del bolsillo y lo dio vueltas entre sus dedos gruesos. El joven psicólogo quería saber algo de Sagasti. El hi jo de puta lo había acusado de ataque para después levantar los cargos. Sagasti no estaba lastimado, o al menos no lo parecía. ¿En qué andaba? —Tienes razón, Conan. No podemos dejar las cosas así. Kinlan tenía que ver el esqueleto de Sagasti con sus propios ojos. 132

 

El Garante

Sabía que ésta era la única manera de descartar la idea extraña de que el desgraciado estuviera aún con vida. Tomó la agenda, se puso los anteo jos y buscó el número del Cementerio Cementerio de New York City en Hart Island, Island, un lugar que todo el mundo conocía como el Campo de Potter. Marcó el número. —¿Wallace? Habla Kinlan. —Hola, Kinlan. Son las cinco de la mañana. ¿Ya estás despierto a esta hora? —preguntó Wallace. —Sí, cuando nos volvemos viejos no dormimos más —declaró Kinlan—. Mira, hermano, necesito pedirte un favor. ¿Podrías buscarme la  tumba de un cuerpo enterrado el 25 de agosto de 1971? —Por Dios, Kinlan —respondió Wallace—. ¿Te crees que esto es el FBI o algo así? El empleado no llega hasta las nueve. —Pero ¿tú tienes la llave de la oficina, no? —insistió Kinlan. —Se supone que no puedo meter las narices en esos archivos. —Vamos, Wallace. Necesito que me ayudes. Hubo un largo suspiro del otro lado de la línea. Kinlan esperó. —¿Cómo se llamaba? —preguntó Wallace. Conan levantó la cabeza y escuchó. —Josephh Sagasti —dijo Kinlan sin titubeos. Sintió un escalofrío al só—Josep lo escuchar el sonido de esas palabras en su boca. —¡El hijo de puta de Joe Sagasti! ¡Por Dios! ¿Nunca te va a dejar en paz ese caso? —exclamó Wallace. —Ya veo que tampoco lo olvidaste —replicó Kinlan con una sonrisa  sarcástica. —Te llamo en diez minutos. Kinlan trató de ver televisión, pero después de un momento, el suspenso lo hizo levantarse y empezar a caminar por la habitación como un animal salvaje recién enjaulado. Quería recordar los rasgos del Joe Sagasti que había conocido a fines de los sesenta, pero las imágenes se le disolvían en la mente. Conan le seguía los pasos, como si su dueño pudiera perderse dentro de los límites de una sala. Sonó el teléfono. —Habla Kinlan. 133

 

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—Te tengo una sorpresa —dijo Wallace. —Adelante. —Sagasti no está más aquí. —¡No puede ser! —Así es. Está enterrado en el Cementerio de Greenwood, en Brooklyn. —¡Increíble! ¿Ooly todavía trabaja ahí? —Creo que sí. —¿Puedes llamarlo y decirle que voy en camino? —Te costará un par de cervezas en el bar de Tommy. —Cuando quieras. Gracias, Wallace, eres el mejor. Kinlan volvió a calzarse los zapatos, bostezó para deshacerse de la imperiosa necesidad de dormir y se subió al coche. •





La niebla cubría el amanecer cuando Ooly abrió el portón de hierro del estacionamiento en el Cementerio de Greenwood. —¡Kinlan! Me alegro de verte levantado tan temprano —lo saludó el viejo guardia. —Más que un amanecer temprano, es una trasnochada, Ooly. ¿Ubicaste el lugar? —Por supuesto. Ven por aquí. Kinlan traspasó el pórtico gótico de Greenwoo Greenwoodd junto a Ooly cuando dieron las cinco y media. Los dos hombres caminaron por Sycamore Avenue hacia el laberinto de estatuas silenciosas que custodiaban tumbas monumentales, hasta  que llegaron a un mausoleo presidido por la aterradora escultura de un esqueleto cubierto por una capa con capucha. Ooly se detuvo. La inscripción sobre el frontispicio rezaba: Joseph Sagasti, 1915-1971. —¿Qué diablos es esto? —preguntó Kinlan atónito. —El mausoleo personal de Sagasti —respondió Ooly. Ooly. —Acá no es donde lo enterramos. 134

 

El Garante

—Eso me dijeron. Fue un caso raro. Todavía no habían archivado sus papeles cuando las autoridades recibieron una carta y un plano para  construir esta tumba, junto con un cheque para cubrir todos los costos y servicios de mantenimiento por treinta años, que en realidad vencen... a fin de este mes. ¿Sabías esto? —¡Santo cielo! ¡No! —Kinlan miró el sepulcro imponente—. Esto tiene que haber costado una fortuna. —Por supuesto. —Tenemos un par de horas antes que venga alguien, ¿verdad? Ooly miró su reloj y asintió. Kinlan revisó la cerradura de la tumba y  luego se volvió hacia Ooly con una sonrisa. —¡Ah, no! —exclamó el guardia—. No puedes entrar. No, Kinlan, no sin una orden. —Debo hacerlo, hermano —insistió Kinlan—. Si tienes algún problema, te consigo la puta orden. —Si hay una queja, me echarán de una patada. —¿Quién podría quejarse? ¿Alguna vez vino alguien a llorar sobre su tumba? Ooly sacudió la cabeza. —Necesito hacer esto, Ooly. Te prometo que tendré cuidado. Nadie lo va a notar. Ooly suspiró. —Voy a buscar las llaves. Y un martillo y un par de cinceles. Kinlan encendió un cigarrillo y rodeó el mausoleo. La niebla estaba  más densa que antes. Un suave roce y un ruido de raspado lo hicieron girar sobre sus talones. Observó la estatua. —¡Puta madre! —murmuró con la mirada clavada en el esqueleto de mármol—. Esta cosa no se puede haber movido. Tienes que dormir, Kinlan. La calavera de mármol blanco bajo la caperuza de mármol negro le ofreció una sonrisa socarrona. Kinlan se estremeció, y un segundo más tarde Ooly estaba otra vez ahí. —No me gustaría empezar el día mirando un cadáver podrido —aseguró Ooly mientras le entregaba a Kinlan las herramientas—. Y aquí  135

 

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tienes la llave. Me quedaré cerca por si me necesitas. ¿Está bien? —Gracias, hermano. Kinlan giró la gran llave de bronce en la cerradura y la puerta pesada  se abrió con un chirrido. En cuanto puso un pie en el interior, se encendieron una docena de velas eléctricas que indicaban el camino hacia el recinto. —Bien pensado. El interruptor debe de estar en el piso —dijo en voz alta para eliminar el miedo que le trepaba por la espalda. El ataúd de roble ricamente tallado yacía sobre una plataforma en medio de la habitación. Kinlan levantó el cincel más grande y el martillo para romper la cerradura cuando notó que había un sofisticado dispositivo electrónico que la abriría, si tan sólo supiera el código. —Sagasti, siempre fuiste una patada en el culo —musitó. Kinlan miró a su alrededor. Los muros de la bóveda estaban tallados en piedra desde el techo hasta el piso, con diseños de diablos y símbolos extraños que no comprendía. —Mierda, qué horripilante —dijo con asco—. Vamos, Vamos, que ya hiciste la peor parte, Kinlan. El cuerpo putrefacto de Sagasti te va a llenar de paz el alma. Se limpió el sudor frío de la frente con el dorso de la mano.  ¿Cuál sería el puto código?  Intentó ingresando la fecha de nacimiento pero no sucedió nada, luego probó con la fecha de fallecimiento y falló también. Dio una vuelta  alrededor del sepulcro y se detuvo en la cabecera, mirando las tallas bizarras en la superficie de madera. Había un diseño que se repetía. Parecían tres números seis seguidos. Claro, ¡eso era! Triple seis, el número de la  Bestia. Sin pensarlo dos veces, oprimió los tres números, y los pesados cerrojos dorados se abrieron por sí solos con un ruido seco que lo hizo saltar. La tapa se abrió suavemente sobre sus bisagras. Kinlan dio un paso al frente y miró en su interior. Conan yacía muerto en el ataúd, con las pantuflas de Kinlan en la boca. El detective sintió que se le helaba la sangre en las venas y emitió sin quererlo un que jido largo y ronco. 136

 

Capítulo XXIV

Sagasti estaba sentado en la postura del loto dentro de su estudio en el barrio de D.U.M.B.O. Escrutaba la densa pantalla de humo donde podía visualizar el interior de su mausoleo. Pestañeó varias veces para  hacerla desaparecer en el aire, y se puso de pie riéndose en voz alta por lo que acababa de hacerle a Kinlan. Esto sacaría al estúpido detective del medio por un rato. No necesitaba que nadie ayudara a Martin Mondragon. Había llegado el momento de pensar la movida siguiente para que el psicólogo firmara. Una corriente de aire caliente entró de golpe por los ventanales de vidrio que daban a su exótico jardín posterior. posterior. El coro chillador de Los Esbirros rompió el silencio de la casa. ¡Qué momento inoportuno para una visita! —Buenos días, Amo. ¿Cómo está usted? —suspiró en un tono de evidente resignación. Se preguntaba qué le pediría Lucifer esta vez. Ya tenía una misión asignada. —Estás jugando con mi paciencia —rugió Lucifer su amenaza. —No es verdad, Su Eminencia. Le ruego que no se enfade conmigo —se defendió Sagasti—. Yo Yo no soy el que lo l o estafó, ¿recuerda? Sabe que estoy haciendo lo mejor que puedo. ¿Por ¿Por qué no se materializa y se sienta aquí conmigo? Podría ofrecerle una copa de buen vino y... —¿Cuándo cumplió Mondragon treinta treinta y dos años? —lo interrumpió el Diablo. Sagasti empezó a caminar por la sala sobrecargada de elementos decorativos al tiempo que la temperatura subía por encima de los cincuenta  grados. No era nunca un buen signo cuando Lucifer se negaba a materializarse. El Jefe debía de estar de pésimo humor. 137

 

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—El catorce de agosto. No cometo errores, Su Alteza. —Tenías —T enías seiscientas sesenta y seis horas a partir par tir del día catorce —gruñó Lucifer, Lucifer, y los millones de bestias invisibles se hicieron eco de sus palabras en una cascada de gritos—. Ya perdiste la mitad de tu tiempo. —¿Perdón? —preguntó Sagasti con ansiedad. —Ya sabes que la Ley te otorga un tiempo fijo. —Por favor, Señor, le solicito una extensión. Sabe que esta vez empecé casi siete días tarde por motivos ajenos a mí —declaró Sagasti. Lucifer emitió una carcajada sarcástica que reverberó en la habitación amplificada por el estruendo metálico de Los Esbirros. —Bueno, ¿a quién podría pedirle que hiciera una excepción si no fuera a usted? Al menos un par de días, Milord. —Estoy a favor de la eficiencia.  Así que Lucifer se proponía ser duro con él, ¡con él que había sido uno de los mejores recaudadores de almas que el Infierno tuviera jamás! — Por supuesto, Su Excelencia —respondió Sagasti humildemente—. También yo lo estoy. Válgame, soy el vasallo de vuestra fortuna, y le envío la grandeza con la que cuento. A su tiempo aprendo la doctrina de la obediencia. —¡No me hables como Shakespeare, Sagasti! Como si pudieras vanagloriarte por la firma del alma del poeta! —vociferó Lucifer en un chillido discordante—. No aceptaré ningún error.  ¡Touché!   ¡T ouché!  El alma de William Shakespeare había sido un desafío especial para él, pero el estúpido bardo no sucumbió a la tentación. Ni siquiera con la oportunidad que Sagasti le ofreciera de conseguirle los más altos favores de la Reina más la reputación de la que q ue gozaba Marlowe en sus días. —Por supuesto, Milord —murmuró Sagasti mientras iba y venía sobre sus carpetas de seda de Kashgar, tratando de controlar la fiebre que le producía la presencia invisible de Lucifer. —¡El tiempo corre, Sagasti! —Le prometo, Señor, que me pondré más duro con el muchacho y  cumpliré mi tarea a tiempo según el contrato, pero... 138

 

El Garante

—La pérdida de un garante significa una pérdida perpetua —dijo el Diablo con un silbido de víbora cascabel—. Sabes bien que el enemigo captura de inmediato las almas que perdemos. El objetivo de Lucifer era conseguir el dominio completo e indiscutido sobre el mundo. El universo perfecto no incluía ninguna otra energía fuera del mal. —Sí, Señor. Estoy consciente de la importancia de esta misión. Por eso, ¿me otorgaría permiso para implementar procedimientos especiales? Sagasti sabía que al Diablo le encantaba ese tema. —¿Qué sugieres? —inquirió Lucifer, como un niño atraído por un  juego nuevo. —Veamos —siseó Sagasti esta vez, regodeándose en las posibilidades—. Había pensado en una presión como la que aplicamos a los Jóvenes Turcos Turcos en marzo de 1915, justo antes de una de mis muertes, muer tes, ¿recuerda? Firmaron con nosotros y obtuvimos buenos resultados, ¿no es así? La consecuencia fue el genocidio armenio. Un plan maestro. Fue una pena que estuviera tan ocupado con mis operaciones como para ver el final de la masacre —rememoró Sagasti con cierta tristeza. —Sí, ganamos muchas almas en esa guerra —chilló Lucifer con alegría—. Entonces aplica las presiones más duras —agregó, y el ejército de bestias invisibles que colgaban como monos dementes de la araña de Baccarat mezcló sus gritos con el tintineo de los prismas y lágrimas de cristal. ¡Cómo odiaba las vulgaridades de esas criaturas malcriadas! —Maravilloso, Su Alteza —respondió Sagasti—. Gracias por su confianza. —Si pierdes el alma de Mondragon, será el final de tu vida. Un sufrimiento perpetuo para tu alma, Sagasti. ¿Sabes a qué me refiero? —rugió Lucifer antes de desvanecerse en el aire. Sagasti se sacudió con el escalofrío. Los Esbirros habían desaparecido también. Estaba solo. Completamente solo. La soledad no es la mejor situación cuando uno tiene miedo de perderlo todo. 139

 

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Salió al jardín y detuvo la mirada en sus plantas, tratando de recuperar la confianza en sí mismo. El verde lustroso de sus helechos gigantes contrastaba con las hojas rojas del Acer palmatum palmatum atropurpureum. La belleza siempre lo sanaba. Suspiró aliviado. En lo más profundo de su ser estaba convencido de que el Diablo no sólo lo apoyaba sino de que también admiraba su imaginación aguda.  ¡Admiradoo Sagasti! ¡Cumbre de la admiración, tan valioso como lo más   ¡Admirad amado en este mundo!  Le demostraría a Lucifer que se merecía tener una vida eterna rodeada de perfección. —Empezaré ya mismo —se dijo, resplandeciente de entusiasmo—. El laboratorio ya debe tenerme listas las fotos de Mondragon.

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Capítulo XXV

Kinlan entró en la cocina por la puerta de atrás de su casa en las afueras. Apoyó contra la pared la pala que llevaba, sacó una botella de whisky del armario, llenó un vaso y se desplomó en una silla. Tenía las manos y las uñas negras de tierra y lo estaba matando el dolor en el hombro izquierdo izquierdo.. El plato de Conan a medio comer todavía yacía en el piso. Lloró sobre su vaso de whisky. ¡Esto era perverso! Kinlan lanzó su puño contra la  débil pared de la cocina, dejando una marca de impotencia y dolor por la pérdida del único compañero de su vida. Recordó la mirada ferviente de Martin Mondragon cuando le preguntó acerca de Sagasti. Esta vez el monstruo no se escaparía. Miró el reloj y dudó. ¿Sería prudente llamar a un médico de locos antes de las siete de la mañana? Se propuso esperar,, pero una urgencia creciente lo hizo manotear el teléfono y maresperar car el número de Martin. —¿Martin Mondragon? —Soy yo —respondió Martin con voz de dormido. —Soy el detective Kinlan. ¿Puedes llegar al Upper East Side en media hora? Martin se aclaró la garganta. —Por supuesto, detective. ¿Adónde vamos? —Vas —V as a descubrir quién es realmente Sagasti. •





 A las siete y veinte de la l a mañana, Martin estaba estrechando la mano del detective Kinlan en la esquina de Madison y la 96. Estaba ansioso 141

 

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por ver qué le había prometido Kinlan. Camino al lugar, se cruzó con Ralph Heiligen, que iba en compañía de dos vagabundas mugrientas. ¿Podía ser mera coincidencia que se topara con Heiligen a cada rato? Manhattan no era Londres, pero tampoco era un pueblito diminuto donde todo el mundo era vecino. El paciente sudoroso levantó los brazos desde la acera opuesta para captar la atención de Martin. Él le devolvió un saludo torpe que iluminó el rostro de Ralph con una sonrisa. Había algo fuera de lugar con Heiligen. Si trabajaba para Sagasti, era un buen simulador. —¿Alguna vez vio al hombre que me saludaba? —Martin le preguntó a Kinlan. —¿Ese calvo gracioso? Martin asintió y Kinlan negó con la cabeza. —Es un paciente nuevo, y tengo la extraña sensación de que está conectado con Sagasti de alguna manera. —¿Ése? —preguntó Kinlan con una sonrisa burlona cuando vio que Ralph se tropezaba con sus propios pies—. No da la impresión de ser alguien que Sagasti pudiera elegir como ayudante. Ralph y sus amigas roñosas desaparecieron al dar vuelta la esquina. —No parece estar siguiéndote —dijo Kinlan haciendo sentir a Martin que estaba volviéndose más paranoico de lo que habría deseado admitir.. Kinlan retomó el relato de la mitir l a muerte de Conan, del cadáver desollado en la morgue, y de su conexión con el pasado. —La primera víctima apareció el 25 de agosto de 1969 —dijo—. Después de eso, y durante los seis meses siguientes, encontramos un total de seis cuerpos despellejados. Uno por mes. Todos desfigurados con la misma técnica. El Comisionado se las ingenió para ocultárselo a la  prensa, así podíamos trabajar. Yo era nuevo y estaba lleno de energía. También era rápido para sacar conclusiones, y me dieron el caso. Descubrí que todas las víctimas habían nacido o habían muerto un día veinticinco. Una noche, le tendí una trampa a Sagasti. ¿Me sigues? —Al pie de la letra —respondió Martin mientras caminaban rumbo al sur por Madison. 142

 

El Garante

—Me escondí en uno de los refrigeradores de la morgue. —¿Cómo sabía cuál iba a abrir? —¡Buena pregunta! —exclamó Kinlan—. El tipo sigue un patrón. La  mayoría de los asesinos seriales tienen el suyo. Siempre empieza por el tercer refrigerador de la izquierda, y si hay más de una fila, siempre elige la que está a la altura de la cintura. Siempre me pregunté por qué lo haría. —Adora el número tres —dijo Martin. Kinlan se sorprendió con el comentario. —Me lo dijo el día que nos conocimos —explicó Martin. —Qué interesante. Bueno, el hecho es que el monstruo llegó, l legó, y cuando abrió mi refrigerador, lo maté. Tres tiros en medio de esos ojos de mierda. Fue el 25 de agosto de 1971. ¡Cayó muerto delante de mis ojos! Martin tembló a pesar del calor que ya hacía esa mañana. Se detuvieron ante la entrada de una maravillosa casa de estilo neoclásico. —Tampoco —T ampoco lo mata una puñalada —dijo Martin, con la sensación de que la lucha contra el mensajero del Diablo podía llevarle toda la vida. —Soy todo oídos. —Yo también traté de matarlo —confesó Martin—. Pero sigue vivo, y cerca. Kinlan tocó el timbre. Un mayordomo mayordomo de unos setenta años saludó al detective en voz baja y los hizo pasar al ala derecha de la residencia. Mientras caminaban por el largo pasillo sombrío, Kinlan terminó el relato de la noche previa.  ¿Qué diablos era ese lugar? Parecía una locación perfecta para un asesinato de Hitchcock. No podía decirle eso a Kinlan, cuando el pobre acababa de enterrar a su mascota. —Lamento mucho lo de su perro —dijo Martin. —Sí, Conan era muy especial. Lo que estás por ver tal vez te impresione. ¿Alguna vez estuviste en un museo de cera? —¿Cómo el de Madame Tussaud? —Sí, algo así. Después que el mayordomo abrió la doble puerta de roble y los dejó, 143

 

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Kinlan invitó a Martin a ingresar en una sorprendente galería de figuras de cera. —Son los asesinos más famosos de la historia —dijo Kinlan. Martin estaba extasiado. Las estatuas parecían reales con sus ojos que lo seguían al pasar, como si estuvieran esperando pacientemente el turno para su próximo asesinato. Tenía ganas de salir corriendo. —Sorprendente, ¿no? —comentó Kinlan mientras le señalaba las placas de bronce que identificaban a Jack El Destripador, Albert Fish y el Estrangulador de Boston, todos diseminados entre vitrinas de vidrio que contenían armas antiguas—. Están todos aquí —señaló—. Los viejos de este lado y los nuevos de este otro. Martin no se atrevía a tocarlos. Una mezcla de fascinación y pánico le había acelerado el ritmo cardíaco. —He venido aquí cientos de veces —dijo Kinlan—, y sin embargo, cada vez que cruzo la galería, siento como si estuvieran vivos. —¿Cómo se enteró de que existía este lugar? —preguntó Martin. —Lo ayudé al dueño a crear el museo, a conseguir las piezas de exhibición y, sobre todo, a reconstruir los archivos con todos los datos que pude obtener —explicó Kinlan—. Hay muchas cosas que ni la policía  tiene. Aquí está la historia de todos los casos sin resolver, ¿sabes? A veces los ayudo con eso. —¿Y por qué este hombre le pidió... —Su única hija murió asesinada cuando era jovencita, hace muchos años, y desde entonces él ha dedicado la vida a reunir todos los datos posibles sobre criminales. Creemos que cuanto más sepamos de ellos, más rápidamente los podremos atrapar. Cuanto más conozcamos sus conductas, más serán los asesinatos que podamos evitar. —Tiene sentido y, sin embargo, es tétrico. Martin seguía impresionado por las expresiones de las estatuas. Una  de ellas era particularmente inquietante. Se trataba de un cocinero, que sostenía una gran fuente repleta de dedos y orejas humanos rodeando una lengua completa. Martin se volvió a Kinlan con un gesto de asco. —Benjamin Rivers era el cocinero de un restaurante famoso a fines de 144

 

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siglo —explicó—. Una noche discutió con el dueño y lo mató. No contento con eso, cocinó a su víctima v íctima en el horno. Esa noche trinchó el plato especial y se lo sirvió a la familia del dueño para la cena. —¡Dios santo! —susurró Martin. —Fue el primer caso que ayudé a reconstruir para este coleccionista  —explicó Kinlan—. Ahora cuéntame de tu conexión con Joe Sagasti. Martin le dio todos los detalles de cómo Sagasti lo había acechado desde la infancia, qué quería de él y qué había hecho para convencerlo de firmar como el garante de su abuelo. —El monstruo no se va a morir como cualquier ser humano —se lamentó Kinlan. —Ya lo sé —siguió Martin—. Recuerde que yo también traté de matarlo. Kinlan asintió preocupado. —Y sin embargo —concluyó Martin—, sé que tiene que haber una  manera de vencerlo. Mi abuelo lo logró, ¿por qué no podría hacerlo yo? Cuando ambos hombres entraron en la sala del final de la galería, que contenía los archivos, Martin se dio cuenta de que era la primera  vez que expresaba su propósito a viva voz, y esto lo hacía sentir bien. No dejaría que Sagasti le arruinara la vida ni le quitara su libertad. La  historia completa del caso Sagasti lo estaba esperando en uno de esos cajones bajo llave.

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Capítulo XXVI

Sagasti completó la cuidadosa preparación de una ceremonia en medio de su vasta sala. Alzó una copa de plata labrada que contenía una  mezcla de aceite de oliva con la raíz rallada de una Hyaciculla Saporata  y se la bebió. Cerró los ojos y apretó la copa con ambas manos. Un gusto asqueroso. Esta misión estaba empezando a costarle demasiado. Gracias al efecto poderoso de la raíz, sintió que el aceite amargo le llenaba el estómago e irrigaba sus órganos. Detestaba hacer las cosas de apuro, pero la Hyaciculla lo ayudaría a animar una cosa sin vida sólo durante veinte o treinta minutos, y no podía arriesgarse a tener que beber una segunda dosis. Confiaba en que Mondragon no soportaría el espanto. Se quitó la chaqueta negra negr a de seda china que esa adúltera de Nanshan le había bordado especialmente, y la colocó en su chaise longue con delicadeza. Le sonrió a la imagen del colorido dragón que se contorsionaba en la espalda de la prenda. ¡Mon dragon! Esta vez estaba seguro de que el nieto testarudo de Luis Arnedo le suplicaría piedad. Inhaló profundamente, y su cuerpo semidesnudo brilló bajo la luz tenue de un círculo de velas. Tomó Tomó asiento en el medio y se concentró en su ch’i, su energía  interna. Mientras ésta empujaba la Hyaciculla rápidamente sintetizada  por sus tejidos, un líquido amarillento y fétido empezó a chorrearle por los codos y las rodillas. Cuando el fluido denso tocó el piso de roble, reaccionó como un ácido, evaporándose en pequeñas nubes de humo. Se le abrió la mente y visualizó la galería de figuras de cera que Martin acababa de atravesar. En una mezcla caótica de idiomas, Joe Sagasti invocó las fuerzas del mal. •





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Mientras tanto, en la gran biblioteca del museo, el detective Kinlan y  Martin buscaban los informes de Sagasti. Kinlan estaba revisando unas fotografías en el extremo opuesto de la habitación. —Aquí está —exclamó Martin extrayendo una carpeta de un gabinete de madera. En ese momento, oyeron un extraño golpetazo en la galería, como si algo pesado y blando se hubiera caído. Martin se sobresaltó y se volvió hacia Kinlan. —¿Qué fue eso? —susurró. —Tal vez es el mayordomo que vino a limpiar la galería —respondió Kinlan—. Mejor voy a ver. —Deje —le dijo Martin, que estaba a dos pasos de la puerta—. Voy yo. Martin puso la carpeta sobre el gabinete y volvió a la galería a echar un vistazo. El lugar estaba cargado con el murmullo escalofriante de millones de voces que murmuraban una oración incomprensible. Martin sintió un mareo y tuvo que apoyarse contra la pared para no caer al suelo. Cuidado, Martin. Es demasiado extraño. Seguramente Sagasti está detrás de todo esto. Luchando contra el vértigo, dio unos pasos para tratar de comprender qué estaba sucediendo. Notó que la estatua del cocinero no estaba en su lugar y que la fuente macabra de trozos humanos yacía sobre una de las vitrinas. Sintió agujas de miedo por todo el cuerpo. —Kinlan, venga —llamó Martin. Cuando Kinlan entró en la galería, Martin se tropezó y el detective se dirigió hacia él. Martin se quedó sin aliento. La figura de cera del cocinero apareció por detrás de Kinlan alzando un hacha sobre su cabeza. —¡Cuidado, Kinlan! —gritó Martin. Kinlan se volvió a tiempo para esquivar el hachazo, que pegó contra  uno de los exhibidores de vidrio que contenía armas antiguas. Corrió al otro lado de la galería, apuntándole con el arma al cocinero. —¡Alto! ¡Policía! —exclamó Kinlan disparando al aire. Benjamin Rivers se detuvo y se le dieron vuelta los ojos.

 ¿Sagasti estaba dándole vida a la estatua? 147

 

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El cocinero levantó el hacha una vez más y caminó con determinación hacia Kinlan. Los movimientos del asesino eran quebrados, robóticos, pero Martin estaba seguro de que la estatua de cera se había convertido en un ser viviente. —¡Alto, Rivers! —Kinlan le advirtió una vez más—. ¡Suelta el hacha  o disparo! El cocinero no se detuvo. Martin buscaba algo para defenderse. Algún arma que pudiera usar. El detective apretó el gatillo. Martin esperaba escuchar el tiro, pero el arma no respondió. El cocinero dio un paso más. Kinlan volvió a tirar del gatillo inútilmente. —¡Éste es otro de los juegos de Sagasti! —gritó Martin, buscando desesperadamente un modo de detener al cocinero. El corazón se le salía  del pecho. Regresaría a Rivers al momento de su gran acto. —¡Soy el dueño del restaurante, Rivers! —lo provocó Martin—. ¡Y estás despedido, inútil de mierda! Martin captó un instante de duda en la mirada vacía de Rivers. —Vamos, imbécil, ¿qué vas a hacer? Rivers se le acercó para atacarlo. Dentro del sonido continuo y ensordecedor de las voces que retumbaban en la galería, Martin distinguió la  orden de Sagasti. —¡A él no, idiota! ¡No puedes matarlo a él ! ¡Mata al otro!  ¡Así que de esto se trata! Sagasti no puede matarme. Martin decidió correr el mayor riesgo y probar su nueva teoría. Tomó Tomó un viejo trabuco del interior de la vitrina rota mientras Kinlan trataba  de hacer funcionar su revólver. —¡Mata al viejo ahora! —tronó la voz de Sagasti. El cocinero alzó el hacha una vez más y corrió hacia Martin, que le apuntó con el trabuco. El disparo del arma antigua retumbó en el aire. Rivers soltó el hacha y cayó al piso, transformándose otra vez en estatua de cera. Martin sonrió. Estaba extasiado. El murmullo de las voces cesó junto con una maldición final de Sagasti. ¡Dios santo, Sagasti habría hecho matar a Kinlan ante sus propios ojos! Kinlan miró a Martin sin salir de su asombro. —¿Cómo pudiste 148

 

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disparar esa cosa? —fue todo lo que atinó a preguntar—. No es más que un pedazo de metal oxidado. Martin observó el trabuco humeante y volvió a colocarlo dentro de la  vitrina, como si ese movimiento pudiera borrar lo que acababan de ver ver.. Un segundo después, comprendió. Y se rió. Sagasti me necesita vivo. —Creo que descubrí una de las claves de este juego macabro —anunció Martin cuando recuperó el aliento. Miró a Kinlan de frente—. Dispáreme —le dijo. —Dame un respiro, hijo. ¿Estás loco? —No lo creo. Vamos, dispáreme —insistió Martin—. Sagasti no permitirá que suceda. No puede dejarme morir. Si me muero, pierde mi alma. Lo escuché redirigir al cocinero para que lo matara a usted . Puede perderlo a usted, pero no a mí. ¡Dispáreme! —¿Y si te mato? —Gano el juego de todas maneras. —¿Cómo? —Si alguien me mata, Sagasti pierde la oportunidad de persuadirme para firmar. Porque sin mi firma, no puede obtener mi alma. Kinlan observó su arma, incapaz de tomar la decisión. —Vamos, hágalo antes que cambie de parecer. Martin observó a Kinlan mientras le apuntaba. El viejo detective cerró los ojos. Martin sintió que le transpiraban las manos. ¿Y si la bala realmente lo mataba? ¿Y si sus conclusiones estaban equivocadas? No había otra manera de comprobarlo. Jamás derrotaría a Sagasti si dudaba de sus propias conclusiones. Martin abrió los ojos. Kinlan tenía una expresión lamentable en su rostro. —Vamos, Kinlan. ¡Hágalo! Kinlan presionó el gatillo. No pasó nada. —¡Otra vez! —gritó Martin, riéndose con alivio. Kinlan disparó por segunda y por tercera vez, pero aunque gatillara  bien, las balas permanecían en la cámara. Martin tomó el arma de Kinlan, apuntó a un sillón y disparó. El sofá se sacudió hacia atrás por efecto 149

 

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de la bala y el disparo retumbó por la extensa galería, haciendo vibrar las vitrinas. Ambos se sobresaltaro sobresaltaron. n. —¡Esto es increíble! —exclamó Martin histéricamente, devolviéndole la Glock a Kinlan. —Sí, debe ser bueno, ¿no? —lo apoyó Kinlan, mirándolo con una  mezcla de admiración y asombro. Le entregó el archivo de Sagasti—. Guarda esto en lugar seguro. —Ya no hay ningún lugar seguro —respondió Martin. Kinlan miró alrededor y trató de sonreír—. Ya Ya sé —dijo Martin—. No se preocupe. Pagaré por los daños. —Oh, no te preocupes por eso. Conozco al dueño. Pagará por esto con gusto. Lo importante es que aprendimos algo acerca de Sagasti que ninguno de nosotros sabía antes. Éste es el sentido de esta colección. —Kinlan hizo una pausa y miró a Martin, preocupado—. ¿Dónde te quedarás? —le preguntó. —En casa, con mi novia. Temo más por ella y por mi madre que por mí —dijo Martin. El sólo pensar que Sagasti no necesitara a nadie vivo más que a él le daba pánico—. Dígame, detective, ¿hay alguna posibilidad de conseguir protección policial para mi madre? Regresaron a la biblioteca y Kinlan echó llave ll ave a los archivos. Se quedó en silencio un momento. —No va a ser fácil porque no hay un ataque previo ni una amenaza  contra ella, pero déjame ver qué puedo hacer. ¿Cómo se llama? —Kinlan sacó una libretita y una lapicera del bolsillo. —Ana Arnedo —dijo Martin—. Vive en el 62-65 de Ellwell Crescent, en Rego Park. Martin notó que la mano de Kinlan temblaba al escribir la dirección. —Haré todo lo que pueda para conseguir una patrulla —prometió Kinlan, y Martin sintió la honestidad que brotaba detrás de sus palabras. —Voy a tener que inventar una excusa para no alarmarla —dijo Martin—. Sagasti ya la ha llamado, pero no sabe nada de él. Y no quiero decirle. —¿Tu madre está enferma o algo así? —preguntó Kinlan. 150

 

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—Desde la muerte de mi hermanita, ha sufrido períodos de profunda depresión combinados con ataques de pánico y varios otros síntomas. Preferiría Pr eferiría no verla sufrir más —dijo Martin mientras volvían a la galería  de estatuas. Contempló al cocinero de cera que yacía en el suelo. —Lamento muchísimo lo de tu hermana —respondió Kinlan con la  mirada en el vacío. Se le llenaron los ojos de lágrimas. —Fue hace mucho tiempo —aclaró Martin mientras ponía a la estatua otra vez en pie. Tenía un gran agujero en el medio del pecho. Una  muerte que no fue una muerte. Martin suspiró y colocó la bandeja con los trozos humanos de cera sobre los brazos extendidos de la estatua. Era  evidente que Sagasti tenía ciertos poderes, pero estaba lejos de ser todopoderoso. Hasta ese momento, Martin se había concentrado en escaparse del mensajero del Diablo. Acaso fuera hora de revertir el juego. Tomó al cocinero por la solapa. —¿Quieres que firme, Sagasti? —lo increpó—. Acepta mi invitación al New York Athletic Club mañana a las diez en punto de la mañana. Ya  que quieres jugar, disfrutemos de un poco de esgrima, mosquetero.

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Capítulo XXVII

Cuando Martin entró en el vestíbulo del New York York Athletic Club a la  mañana siguiente, le entregaron un mensaje de Joe Sagasti. El monstruo lo estaba esperando en la Sala de Naipes. Martin dedujo que el tipo no sabría demasiado del arte de la espada. Inhaló profundamente. No podía dejar que los nervios le arruinaran el plan. Lo que necesitaba era saber más acerca de Sagasti, más acerca de cómo había hecho su abuelo para engañar al Diablo. Precisaba tantos detalles como pudiera conseguir, y los movimientos de un esgrimista podían decirle mucho sobre su guir, personalidad. La idea del club había sido excelente. Se sentía más seguro en un lugar público, con un rapier en la mano. Además, ya sabía que Sagasti no lo mataría. Se puso su equipo blanco y subió a encontrarse con su oponente. Quería demostrarle que la invitación a practicar esgrima significaba exactamente eso, y no un juego de carioca o de rummy  en la Sala de Naipes. Martin contuvo la risa cuando ingresó en la sala recubierta de boiserie  y vio a Sagasti enfundado en el completo atuendo negro de un espadachín del siglo dieciséis, con una espada en la mano que parecía en verdad un antiguo rapier Marto. Semejaba el duelista perfecto de un tiempo pasado, con su coleta y moño rojo. —¿Era necesario recurrir a un trabuco del siglo diecinueve para matar a una estatua levemente psicótica? —saludó Sagasti a Martin mientras practicaba unos pasos por su cuenta. Martin observó sus movimientos. ¡Qué tipo tan vanidoso era!  —¿Era necesario recurrir a una estatua levemente psicótica para mostrarme cuáles son sus limitaciones? —respondió Martin. Sagasti lanzó una carcajada. —Nos estamos divirtiendo, Martin. Eso 152

 

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es lo único que importa —aseguró, haciendo gala de su traje. Martin sonrió. —¿Debo deducir que sabe esgrima? —preguntó. —Hace mucho que no practico pero solía... defenderme. —¿Dónde practicaba? —En España. Fui miembro del Círculo Mágico. Martin tragó saliva. No había mucha gente, salvo él mismo, que conociera La Destreza y El Círculo Mágico. Eran pocos los que practicaban las técnicas de la escuela española que Don Jerónimo de Carranza  fundara en el siglo dieciséis. —Qué coincidencia —dijo Martin—. La Destreza es el método que sigo yo. —Por supuesto. A veces sabe lo que es bueno —respondió Sagasti. Martin se frotó la nariz. ¿Era desprecio o admiración lo que percibía  en el comentario de Sagasti? —¿Comenzamos? —preguntó Sagasti. —¿Aquí? —se asombró Martin, como si le hubieran sugerido hacer un picnic en las vías del tren. Estaban en una sala de juegos de salón, no en la sala de esgrima. —He alquilado esta bella sala para la ocasión —explicó Sagasti, tomando posición en una alfombra con un círculo en su interior. ¿Sagasti había traído una carpeta especial para el encuentro? —Detesto esas salas de esgrima llenas de principiantes e iluminadas con tanta vulgaridad. Sagasti clavó los ojos en Martin y con una reverencia lo invitó a  ubicarse al otro lado del círculo. La habitación recibía algo de luz natural a través de las altas ventanas enmarcadas por cortinados pesados, y ésta formaba sombras largas sobre la alfombra mullida y el revestimiento de madera de los muros. Martin tomó su lugar y se ajustó la máscara. Ya que estaban ahí, le mostraría a Sagasti lo que un buen esgrimista podía hacer. —¡En guardia! —exclamó Sagasti, haciendo que Martin diera sus primeros pasos en sentido antihorario, manteniendo sólo su perfil hacia el oponente, y tratando de anticipar las intenciones de Sagasti. Martin 153

 

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cambió el ritmo, se detuvo y atacó, pero Sagasti dio un paso a la derecha, desplazándose fuera del punto de amenaza. Martin se dio cuenta  de inmediato de que era un u n esgrimista bastante aceptable. Tendría Tendría que esforzarse para defender sus toques. Las tretas de Sagasti eran brillantes. Después de veinte minutos de duelo, Martin no había logrado tocarlo ni una vez. Cuando una joven camarera entró con una bandeja de bebidas frías y  hielo, Sagasti detuvo la partida para disfrutar de las curvas de la mujer. —¿Hielo? —le preguntó a Martin cuando ella se fue. —No, gracias —dijo Martin tomando el vaso que Sagasti le ofrecía. El mensajero del Diablo sudaba profusamente. —Podemos —P odemos detenernos, si lo prefiere. —No debería subestimarme —respondió Sagasti. —No lo hago. De hecho, usted es un esgrimista excelente. —Me refería a mi calidad de recaudador de almas. Todavía puedo hacerlo sufrir tanto que terminaría suplicándome que le permitiera firmar —dijo Sagasti tragándose el resto del agua—. ¿Ha decidido que llegó la  hora? —preguntó. —Todavía no —respondió Martin—. ¿Listo para seguir la lucha? —¡Como un mosquetero! —dijo Sagasti de un salto. Martin se sorprendió ante la palabra “mosquetero “mosquetero”. ”. Así es como él había definido su imagen en la foto que su madre le había tomado cuando participó en su primer torneo de esgrima. Un mosquetero abandona-

do. Martin se preguntó si Sagasti podría leerle la mente, si podría prever sus planes. Decidió observar cada uno de sus movimientos, para trazar su personalidad, evaluar sus puntos débiles y sus errores. Los deportes de competición eran una buena manera de apreciar los impulsos de una  persona. Cuanto más aprendiera Martin de su enemigo, más cerca estaría de descubrir su error fatal. —Antes de firmar, querría saber cuál fue el pacto que firmó mi abuelo —dijo Martin al compás de unos pasos. —Oh, no fue muy original. ¿Sabe? Los siete pecados capitales son más que los deseos más comunes que pide el hombre —respondió Sagasti 154

 

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siguiendo los movimientos de Martin. —¿Fue dinero? —preguntó Martin. —No, como le dije en nuestro primer encuentro, su abuelo –igual que yo– pensaba que el dinero no tenía mayor importancia. —Somos una familia bastante inteligente —dijo Martin. Atacó y tocó a Sagasti en el pecho. —Touché. — Sagasti Sagasti forzó una sonrisa. Martin esperaba una respuesta. Siguieron adelante y Martin probó con otra treta, pero cuando lanzó su hoja hacia adelante, sintió una puntada fuerte en el brazo derecho. La estocada, sin embargo, fue buena. —Luis Arnedo firmó por el amor de su abuela. Qué romántico, ¿verdad? —respondió Sagasti con una sonrisa cínica. Martin pensó que Joe Sagasti debería de haber sido siempre un solitario. Un sarcasmo semejante acerca del amor reflejaba más envidia e ignorancia que nostalgia por un tesoro perdido. Sin lugar a dudas, había  usado a su bella April para molestarlo aún más. Concéntrate en lo fundamental ahora, Martin. Se liberó con una cavazione , pero la puntada del brazo se transformó en un ligero dolor que lo obligó a reducir la fuerza de sus movimientos. Sagasti aprovechó la situación y realizó una serie de pasos y compases que culminaron en ataques indefendibles para Martin. El recaudador del Diablo estaba radiante. —¿Continuamos? —preguntó. —Por supuesto —dijo Martin volviendo a su lugar. Sagasti era hábil pero confiaba demasiado en ello. El exceso de confianza en ti mismo te matará, Joe . Martin sintió una fatiga poco usual en él y perdió la oportunidad de tocar a su oponente. ¿Qué le estaba sucediendo? Nunca se había sentido tan exhausto después de una práctica tan corta. —Como estaba diciendo —continuó Sagasti—, el deseo de su abuelo fue pura codicia. Jamás conocí criatura con la forma de hombre tan entusiasta y codiciosa para pasmar a un hombre.

 ¿Dónde había leído eso? ¿Sagasti estaba citando a alguien? Si Kinlan no 155

 

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hubiera aparecido en su vida, Martin hasta habría dudado de la existencia misma de este mensajero, a juzgar por ciertas cosas tan ilusorias que decía o hacía. Se dio cuenta de que Sagasti tenía algo de la cualidad insustancial de las pesadillas, y sin embargo, producía suficiente daño palpable como para confirmar la verdad de su existencia. —En el Infierno amamos la codicia. Es un negocio bastante rentable. El hombre común está listo para firmar cualquier trato con nosotros impulsado por su codicia. Nos mantiene a todos muy ocupados —siguió diciendo Sagasti después de realizar una quartata con su arma apuntando al esternón de Martin. —Touché . — ¿Entonces ¿Entonces por qué se preocupa por mí, Sagasti? —preguntó Martin, aceptando la pérdida del tanto. —Usted es un caso especial, Martin. Después de todo, si no fuera por mí, su abuelo jamás se habría casado ni habría tenido una hija. En una  palabra, ¡usted no estaría hoy aquí! —Entonces es como un tío para mí. —Martin siguió el juego sarcástico de cerca. Estaba recuperando el ritmo. —Sí. Puede llamarme tío Joe—. Sagasti sonrió con sorna. —Lo bueno es que me está dando la eternidad para encontrar una salida, tío Joe. Si mi abuelito pudo lograrlo, ¿por qué no podría yo? Continuaron peleando en silencio durante los minutos siguientes, cada uno atacando y contraatacando con arte y habilidad profesional. Pero cuando Martin trató de alzar su guardia y lanzar su estocada en la cara de Sagasti, el dolor del brazo lo obligó a detenerse. No había razón lógica para ese malestar, a menos que Sagasti lo estuviera infligiendo.  Ahora las punzadas le atacaban las piernas. No iba a interrumpir la pelea por este inconveniente menor, así que redobló el esfuerzo y logró lanzarse adelante. Sagasti opuso su rapier . Se había convertido en un muro de hierro. Martin sintió que el dolor se agudizaba. Quería llorar. Los músculos del brazo se le contrajeron y los tendones se le estiraron al mismo tiempo. No pudo evitar un profundo gemido. Las piernas le temblaron y se le doblaron las rodillas. No podía sentirlas. Cuando se 156

 

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dio cuenta de que no lograba controlar sus extremidades, se desesperó. Miró a Sagasti. El tipo lo observaba con su sonrisa inconmovible cuando Martin dejó caer su espada y se derrumbó en el piso. Vio cómo Sagasti tomaba asiento en un sillón confortable y se secaba el sudor de la  frente con un pañuelo negro. Sus palabras sonaron tan frías y amenazadoras como un iceberg. —En caso de que se esté preguntando qué le está sucediendo, suc ediendo, le informo que se llama encefalitis. Tenga Tenga cuidado, Martin. Nada ha impedido  jamás que las fuerzas del mal lograran su cometido —dijo—. Puede verificarlo en los libros sagrados de las distintas religiones. El hombre ha  estado siempre sujeto al dolor y al sufrimiento, gracias a nuestro Gerente Ejecutivo de las Tinieblas y a nosotros, sus humildes servidores. Debería reconocer que hasta el momento ha tenido suerte al perder tan poco. Martin se retorció de dolor. ¿Se le pasaría esta sensación tan terrible? Dios santo, no podía siquiera imaginarse el futuro en una silla de ruedas. —Jamás desearía tener una larga vida, Martin, si yo se la transformara  en un infierno. ¡Las posibilidades son tantas y tan variadas! Podría cortarle los ligamentos, por ejemplo, como me enseñaron los maestros chinos de torturas hace muchos años. Se convertiría en un títere viviente. Sagasti salió de la habitación, dejando a Martin en el suelo, convulsionándose de dolor.

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Capítulo XXVIII

Félix observó a Ana apoyar la taza de café recién servida serv ida y echar un vistazo a su habitación grande y desordenada. Había revistas y periódicos viejos desparramados por todas las superficies posibles y a ambos lados del sofá. Félix sabía que ella se estaría preguntando para qué guardaba  tanta basura con olor a tinta vieja y papel seco, pero no podía decirle que había estado leyendo todos los periódicos durante treinta años temiendo encontrar una noticia de Joe Sagasti. Ahora que Ana estaba ahí, tenía que averiguar si el monstruo ya se había puesto en contacto con Martin. —¡Anita! Estoy tan contento de que hayas venido —dijo, y Ana sonrió mientras tomaba una galletita de la bandeja entre sus dedos delgados y largos. —Quiero ir al grano —comenzó diciendo Ana—. ¿Podemos hablar en español? —Hace treinta años que no hablo español. He preferido olvidar todo lo que se refiere a la Argentina. Lo siento, Ana, mi lengua l engua ahora es el inglés, y mi país, América.  Argent  Arg entina ina le sonaba sonaba ahora ahora como como un sueño sueño lejano. lejano. Era Era el nombre nombre de un hatillo en el que guardaba los recuerdos mejores y más terribles de su vida. —“América” no es los Estados Unidos de América, Félix —dijo ella, cortante—. La Argentina también es parte de América. —Sí, tienes razón. Lo olvidaba. —Pasa lo mismo con mi Martín. Quiere que todo el mundo lo llame Martin, pero es  Martín.  Así, con acento al final, ¿te das cuenta? cu enta? Yo, Yo, en cambio, prefiero olvidarme de los Estados Unidos —dijo Ana con la voz cargada de resentimiento resentimiento.. 158

 

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—Pero Martin nació aquí. —Sí, pero su padre y yo lo concebimos en la Argentina —aclaró  Ana—. Así que no es norteamericano nor teamericano del todo. Félix sonrió, pero sus ojos se inundaron de tristeza. Esta mujer frágil, que se parecía tanto a su madre, le había traído todos los recuerdos de vuelta. La bella María... Temió quebrarse delante de la hija. —¿Yaa le hablaste a Martín? —preguntó Ana. —¿Y —No, aún no. Tampoco era tan urgente —mintió Félix—. Pero lo llamaré. Tengo Tengo muchas ganas de verlo y darle un gran abrazo. Tal vez no había pasado nada. Pero Ana estaba ahí, preocupada por su hijo, y Martin acababa de cumplir treinta y dos años.  Ana empezó a deshacer la galletita con las uñas hasta que la servilleta  serv illeta  que tenía en el regazo se llenó de migas. Tartamudeó, Tartamudeó, sentada en el borde del sofá como un gorrión herido. —¿Le pasa algo a Martin? —indagó Félix. —No sé. No me dice nada de nada —suspiró Ana. —Bueno, ya sabes, los varones no se sienten muy cómodos contándole sus secretos a la madre. Es mejor así, Ana. Ya es un hombre. —Sí, es un hombre bueno y fuerte, y yo soy una tonta —dijo Ana—. Últimamente me preocupo demasiado. —Te prometo que hablaré con él. De inmediato. Tal vez necesita  conversar con alguien mayor que quiera a la familia. Bebieron una segunda taza de café para acompañar una conversación sin importancia, y una hora más tarde Ana se puso de pie para  marcharse. —Ah, siempre me olvido de algo. Una pregunta. ¿Vos te acordás de si papá tenía un amigo que se llamaba Joe Sagasti? —preguntó Ana en la  puerta. Félix se sobresaltó. ¡Sagasti había vuelto! Se aclaró la garganta, temiendo que su voz delatara la impresión que sentía. —¿Joe Sagasti? —repitió—. No, nunca escuché ese nombre. —Me parecía. Yo pensé lo mismo. Martin me preguntó y yo no me podía acordar. Pero yo sé bien quiénes eran los amigos de papá. 159

 

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—Te llamaré no bien tenga esa conversación —Te c onversación con Martin —dijo Félix. Cuando Ana subió al ascensor, Félix cerró la puerta y corrió a su dormitorio. Revolvió todos los cajones de su guardarropa. —¿Dónde puse la llave la última vez? —se preguntó en voz alta. Detuvo la mirada en una vieja foto enmarcada de Luis con él, ambos sonriendo a la cámara desde un bote a remo. —¿Quién lo hubiera pensado, Luis? ¡Así que el hijo de puta volvió! Tendré que apurarme, ver a tu nieto y contarle toda la verdad.

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Capítulo XXIX

 Joe Sagasti cruzó c ruzó un semáforo en rojo a ciento veinte kilómetros por hora y clavó los frenos en la puerta del Centro de Salud Blue Haven, donde trabajaba su “masajista preferido”. Le encantaba conducir a alta  velocidad. Había llegado el momento de asegurar la carnada. Colin es un hombre común que puede comprarse y venderse fácilmente. Pan comido, Sagasti. Sabía que se estaba acercando al momento en que vencería a Mondragon, y cuando lo hiciera, la gota de sangre de su firma significaría que él, El Gran Sagasti, habría obtenido el logro supremo con el que un recaudador de almas podía soñar: conseguir un alma sin dar ninguna  compensación. Lucifer le besaría los pies. Los transeúntes miraban al pasar su nueva Lamborghini Diablo, una  lustrosa máquina negra que encandilaba la vista. Sagasti se regocijaba al incitar la envidia. Era una semilla semill a digna de sembrar, ya que podía llevar a la cosecha de más almas. Pero ahora debía concentrarse en Colin. Sabía que el masajista cedería sin mayor problema. Todo Todo lo que tenía que hacer era sintonizarlo a la medida justa. El amigo de Martin salió del instituto. —¡Colin! —lo llamó Sagasti bajando el cristal polarizado, y el joven abrió la boca cuando se dio vuelta y vio que su nombre provenía del interior de esa maravilla mecánica. Sagasti le hizo una seña con la mano y pulsó un botón que elevó la  puerta como el ala de una gran águila negra. —Hola, Colin —lo saludó—. Sube. Colin se sentó en la butaca de cuero con una sonrisa amplia. —¡Guau! ¿Esta nave es suya? —preguntó. 161

 

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—Sí, en un par de años elegiremos una para ti —lo tentó Sagasti—. ¿Listo para ir a dar un paseo? —¿Qué es, un chiste? ¡Guau! Sagasti pisó el acelerador y el coche se lanzó al tráfico. Vio cómo a Colin se le caía la mandíbula mientras se aferraba al asiento con ambas manos. El recaudador de almas sonrió para sí y se concentró en ingresar en la conciencia de Colin. —¿Cómo está hoy el futuro gerente del Institute for Perfect Health? —le preguntó. — ¿Institute for Perfect Health?  —¿Te gusta el nombre de nuestra flamante empresa? —preguntó Sagasti mientras cruzaban la ciudad hacia la sucursal del Chase Manhattan Bank donde tenía su caja de seguridad. —Es formidable, sí —dijo Colin—. Soy masajista pero no me pida  que sea un gerente instantáneamente, Joe. No No tengo el conocimiento para... —¡Tonterías! —replicó Sagasti—. Además, no estarás solo. Te asistirá  un ejército completo de criaturas. Colin se rió y Sagasti siguió sus pensamientos como si estuviera viéndolos en un espejo. El joven se imaginaba aconsejando a los ricos y famosos sobre qué terapia les convenía recibir. Colin tenía toda la intención de ayudar a la gente. Qué ingenuo. —Ya he visitado un par de lugares para alquilar —señaló Sagasti, con voz seductora—. Haremos la elección final juntos. Tú eres el experto aquí. —¡Guau!, pero ahora tengo que ir a ver a Sondra al hospital —dijo Colin. —Quiero mostrarte algo primero —retrucó Sagasti—. No nos llevará más que un minuto. Luego te alcanzo hasta ahí. —Está bien —Colin aceptó la invitación tímidamente. La Lamborghini se sumergió en un estacionamiento subterráneo, y  cuando el pájaro negro extendió sus alas, ambos hombres bajaron. Sagasti disfrutaba de la ingenuidad de Colin y se preguntaba cómo Martin podía cultivar una amistad con este hombrecito estúpido. 162

 

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—¿Cómo está Sondra? —preguntó, simulando preocupación. —No muy bien. Tiene Tiene que quedarse q uedarse internada, por el bebé, sabe. Gracias por preguntar. —Oye, Colin, si hay algo que pueda hacer para ayudarla, por favor, házmelo saber. —Es muy generoso de su parte —respondió Colin—. Muchas gracias, Joe. Sagasti comprobó que había tocado el botón correcto. El tonto de Colin estaba genuinamente conmovido por sus palabras. Esta vez le había llegado el turno al masajista para entrar en el laberinto de bóvedas bajo la planta principal del banco y ver la gran caja de seguridad que contenía la parte más insignificante de la fortuna del Diablo. Cuando Sagasti abrió la puerta de acero, los lingotes de oro bajo las pilas de dólares se reflejaron en la sorpresa del rostro de Colin. Sagasti sofocó la sonrisa cuando vio que el muchacho tuvo que sostenerse contra la pared. Sabía que el pobre estaba esforzándose para controlar el vértigo que le ocasionaba la presencia de una maravilla semejante. —Aquí está la prueba de lo que estoy dispuesto a invertir en este negocio. No todo, claro —se rió, haciendo que Colin lo imitara—. Pero lo suficiente para tener el mejor spa de New York. —Este proyecto nos va a cambiar la vida —dijo Colin—. Es decir, la  de mi familia y la mía. —Estoy seguro de que así será. Toma, llévate esto —le dijo Sagasti, entregándole un fajo de billetes. —Oh, no, Joe. No puedo aceptar esto —tartamudeó Colin, alzando ambas manos—. No podría devolvérselos. —Claro que puedes aceptarlo, y lo harás, porque esto no es para ti, sino para el bebé. Un regalito del tío Joe —insistió Sagasti, poniendo el fajo en la mano derecha de Colin—. Eres una bendición para mí. Colin apretó su mano libre sobre la de Sagasti. —Usted es algo especial, Joe —le dijo—. Nuestro Ángel de la Guarda.

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Capítulo XXX

Martin se bebió el quinto exprés del día y miró por la ventana de la  cocina. El aroma denso del café le devolvió el alma al cuerpo después del susto de esa mañana. Un médico de guardia había aparecido en la Sala  de Naipes del Athletic Club para examinarlo concienzudamente. —No encuentro nada fuera de lo normal —había dicho el profesional—. Pero será mejor que realice un control de rutina. Martin ni siquiera intentó explicarle qué q ué había pasado. El hombre habría pensado que estaba demente. Los síntomas se habían desvanecido y ahora sentía sus dos piernas y sus dos brazos maravillosamente vivos. Cuando le preguntó al doctor cómo se había enterado de su estado en la Sala de Naipes, el hombre le explicó que un caballero con coleta había avisado que alguien necesitaba ayuda en el piso superior. Claro, no podía ser más que un manejo de Sagasti. El mensajero del Diablo podía hacerlo sufrir, pero no le causaría un daño permanente porque se arriesgaba a que Martin se negara a firmar para siempre. Si hubiera sido posible obligarlo, Sagasti ya lo habría hecho. El miedo de Martin ahora era que la apuesta parecía ser más alta. Cuanto más peleaba él, más duro se volvía Sagasti. Después de considerar las ventajas y los inconvenientes una vez más, Martin decidió llamar a sus pacientes y cancelar sus sesiones durante las siguientes dos semanas. Tenía Tenía que dedicar cuerpo y alma a encontrar un modo de derrotar a Sagasti. Todos aceptaron la decisión de su terapeuta; todos menos Ralph Heiligen. —Pero yo necesito hablar con usted —le suplicó en el teléfono. —Yaa hablé con un colega del hospital. Él lo verá durante mi ausencia. —Y —Por favor, no se vaya. ¿Adónde se va? 164

 

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Martin detestaba que lo fastidiaran. Y Ralph tenía un talento especial para hacerlo, igual que su madre cuando aún vivía con ella. —Estaré muy ocupado y necesito el tiempo —explicó Martin con exagerada paciencia. El denso silencio en la línea lo hizo pensar que su paciente no iría a  ver a ningún reemplazo suyo. Lo único que quería era que el hombre no lo persiguiera en su casa ni por la calle. ¿Por qué Ralph me inquieta tanto?  Martin no podía evitar sentirse culpable por no verlo. Extrañamente, no se sentía así con ninguno de sus otros pacientes, ni siquiera con Albert Black. Ralph se mostraba perdido y abandonado, y sin embargo, había  algo bizarro y casi demasiado auténtico acerca de él que Martin temía, algo que no lograba explicarse. Pero ya no podía volverse atrás. Por el momento, su objetivo principal era vencer a Joe Sagasti, no salvar a  Ralph Heiligen. Eso estaba claro. •





Cuando el reloj del escritorio dio las siete, Martin salió rumbo a la casa de April. Ya debía de haber regresado de su viaje a Texas, donde había filmado un comercial para un nuevo champú. Le hubiese encantado que ella llamara a su puerta para pedirle perdón, pero sabía que jamás lo haría. April siempre necesitaba que él tomase la  iniciativa, y en la mayoría de los casos, él también lo prefería. —Te extraño —le dijo cuando ella abrió la puerta.  April lo rodeó con c on sus brazos y lo besó. —Y yo a ti —le dijo—. Lamento lo de anoche. Estaba confundida y asustada a la vez. No sabía  qué hacer. Y cuando te enojaste tanto conmigo... —Sí, yo también lo siento.  April tomó a Martin de las manos y lo guió hacia la sala. Podía comprender la confusión de April. Su conducta en la fiesta de disfraces tampoco le resultaba comprensible a él si la observaba desde afuera, como podría haberlo hecho cualquier invitado. —Fue una noche espantosa —dijo Martin. 165

 

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En cuanto se sentaron con un trago en la mano, Martin le entregó a   April un sobre grande con el archivo de Sagasti. —¿Qué es esto? —preguntó ella. —El informe completo de Joe Sagasti. El detective Kinlan y yo lo obtuvimos en un archivo privado de casos policiales extraños. —¿Quién es el detective Kinlan? —El policía que me tomó la declaración en la comisaría. En la fiesta  te dije quién era Joe Sagasti y no me creíste. Después, levantó cargos en mi contra. ¿No se te ocurrió pensar que todo era una maniobra suya? —No, ni por asomo —admitió April—. Y no sabía nada de los cargos. —Te mandé un mensaje —dijo él. —¿Un mensaje? ¿Cuándo? —En cuanto me enteré de la acusación de Sagasti. Más tarde la levantó. —Nunca recibí tu mensaje, Martin. Una vez más Sagasti había manipulado su vida, interfiriendo ahora en su relación con April. —Reconoce al menos que de vez en cuando tengo razón. —Lo siento. En ese momento te vi quebrado. Angustiado. La muerte de Ed y el accidente de Sondra. No sé... A veces las cosas parecen pasar todas juntas. Y luego un tipo casi me atropella con una bicicleta cuando te fuiste. Yo estaba... Martin había visto a Ralph en su bicicleta, pero no le pareció prudente contarle a April acerca de su paciente. Todas Todas estas coincidencias sonaban a delirio de un psicótico. —¿Te lastimó?  April sacudió la cabeza. —La cuestión es que cuando Kinlan vio a Sagasti, se impresionó mucho —dijo Martin. Esperó la respuesta de April. —¿Por —¿P or qué? —preguntó ella. —Porque había matado a Sagasti hacía treinta años.  April lo miró con descreimiento. —¿Y cómo saben que es el mismo hombre? —preguntó. Martin sacó el informe del sobre que April tenía en la mano y le puso la  primera página ante los ojos. La foto del forense mostraba a Sagasti con un 166

 

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disparo mortal entre los ojos. Ella la contempló y la sostuvo un largo rato entre los dedos temblorosos. Martin pudo ver que estaba impresionada. Le dio tiempo para reaccionar. April revisó el resto de las páginas en silencio. Cerró los ojos cuando llegó a las fotografías de los cuerpos desollados. —Esto es horroroso. ¿Cómo puede ser posible? —preguntó con un hilo de voz. —Hace ocho días que me pregunto lo mismo, y trato de convencerme de que no es verdad. Pero ya no hay duda. Sagasti no es un ser humano como nosotros. —Pero es tan... humano en todo lo que hace o dice —murmuró ella. Martin hubiese deseado que April explicara exactamente a qué se refería. Pero no quería saber de la relación que su novia había tenido con el monstruo. Sin embargo, por otro lado, ella podía darle la mejor información de primera mano que pudiera conseguir. —¿Cuánto hace que se conocen? —preguntó Martin. —Unos seis meses. —¿Salías con él? —Sí. Martin sintió el golpe. Las tripas de un perfecto hijo de puta, había  dicho Ed. —¿Cómo era tu relación con él? —Normal —se apresuró a decir April mientras se servía un segundo trago—. Martin, no voy a discutir mi relación con Joe. —Es que necesito saber. Mi vida está en juego.  April llevó la mirada desde Martin hacia el vaso. Dudaba. No la presiones, Martin. —Cuando se nos acercó en la fiesta —finalmente dijo—, ya hacía más de un mes que no lo veía y no pensaba verlo más. Nunca más. Martin sintió un instante de alivio. Así que ella lo había dejado. Sólo por eso ya la amaba más. Sin embargo habían estado juntos durante seis meses. Era mucho tiempo. —¿Por qué no querías verlo nunca más? —insistió el lado más inquisitivo de Martin. 167

 

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—Porque habíamos terminado. Me di cuenta de que no quería verlo.  Yo...  Y o... —April se cortó en seco y saltó del sillón a refugiarse al lado de la  ventana. Dios santo, esto tampoco era fácil para ella. —Amor, no te pregunto por celos ni por ser posesivo —logró decirle—. Necesito tu ayuda. Necesito saber todos los detalles sobre él. Sagasti me está destrozando la vida. Y está usando todos los medios que puede para que le entregue mi alma. Eso incluye usarte a ti. —No puede quitarte el alma —respondió April. —Ojalá pudiera creerlo yo también —dijo Martin—. No puedo de jar de preguntarme qué significa entregarle el alma al Diablo. A lo me jor uno puede vivir por un tiempo disfrutando del deseo que le han otorgado para luego verse forzado a convertirse en el empleado del Demonio, como Sagasti. —¿Eso es lo que es? —preguntó April, azorada. —Un recaudador de almas, sí. Así es como él mismo define su profesión. Y vive entre nosotros, no en el Infierno. Me pregunto si ése será el destino de los que firman un pacto con el Diablo. ¿Sagasti será realmenrealmente inmortal o el Diablo podrá matarlo? —¿Cómo podría saberlo? Jamás he creído en toda esa... charlatanería.  Al menos no hasta ahora. —No puedo evitar hacerme todas estas preguntas —dijo Martin—. Quizá los sentimientos como el amor, la comprensión o la generosidad se pierden cuando una persona firma un acuerdo con esas fuerzas oscuras. ¿Me volvería tan malvado como Sagasti si firmara? ¡Me ha estado acechando desde que era un niño! —Dios mío, no podría responder a esas preguntas ni en un millón de años —dijo April—. ¿Por qué dices que te ha estado acechando? —Estaba cortando la cerca del jardín el día que se ahogó mi hermana. Provocó el suicidio de Ed y el accidente de Colin. Me ha demostrado que ni un cuchillo ni una bala pueden matarlo. ¿Todavía ¿Todavía debería firmar con mi sangre y creer que no puede llevarse mi alma?

— Tengo miedo —susurró. —su surró. Martin se puso pu so de pie, cruzó cr uzó la habitación 168

 

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hasta los ventanales altos y la abrazó. El cuerpo de April estaba tenso, y  se estremeció cuando finalmente dijo: —Necesitaba —Necesit aba dinero para ayudar a mi hermano a salir de un gran lío, y Philippe, mi agente, vino con una propuesta de participar en un desfile de prendas eróticas. —¡Dios santo! —dijo Martin, soltándola. —Entonces fue cuando conocí a Joe —siguió diciendo April—. Era  el dueño del lugar donde se hizo el desfile, o al menos eso fue lo que me dijo. Me sentí terriblemente mal. Nunca había hecho nada así y...  April se puso a llorar llorar.. Martin la llevó nuevamente al sillón y la abrazó. Temía escuchar lo que ella aún no había dicho. —Está todo bien, amor —le dijo acariciándole el cabello—. No me cuentes si no quieres. —Quiero hacerlo. Tienes Tienes que saberlo y yo necesito decirlo —respondió—. En cuanto vi la ropa que tendría que ponerme, quise salir corriendo. Lo llamé a Philippe, pero me dijo que ya me habían depositado el dinero y que no había nada que él pudiera hacer.  April necesitaba hablar y él estaba ahí para escucharla y comprenderla, no para dejar que sus propias emociones lo dominaran. —Entonces entré con esa ropa interior de cuero sintiendo cómo las miradas libidinosas de esos tipos me desnudaban —continuó—. Sentí  que estaban vulnerando mi intimidad. Las palabras de April estaban tan llenas de dolor y vergüenza que Martin podía sentir lo mismo en carne propia. Se dio cuenta de cuán traumático había sido para ella, casi como una violación. —Creí que mi carrera se iba a destruir para siempre —siguió April—.  Y tuve miedo de que la l a prensa se aprovechara y publicara esos chismes sobre mí. Fue como estar viviendo una pesadilla. Cuando el espectáculo terminó y las otras chicas se fueron, me quité todo el maquillaje y de pronto estaba tan extenuada que no podía moverme. En ese momento apareció Joe en la puerta del vestidor. Martin creyó que estaría listo para esto, pero se encontró hundiéndose las uñas en los muslos. 169

 

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—Fue muy dulce —dijo April con los ojos cerrados—. Me consoló esa noche y terminé en la cama con c on él. Parecía Parecía saber exactamente lo que necesitaba. Martin no pudo evitar apretar los dientes con furia. Sagasti había usado a April como otra pieza descartable de su juego, pero también la había manipulado. —Al principio estaba fascinada con su estilo. Tiene un loft increíble en Brooklyn, no bien se cruza el puente sobre Water Street. Un lugar muy sofisticado con alfombras carísimas y pinturas originales en las paredes. Está redecorándolo todo el tiempo, trayendo nuevas estatuas y cosas. Es como si fuera una casa, con un gran jardín al fondo lleno de plantas. Pero Pero eso no es lo importante. A medida que pasaba el tiempo me di cuenta de que no era el hombre con quien quería compartir mi vida. —¿Por qué no? ¿No era encantador? Martin necesitaba exorcizar la envidia y el odio. —Siempre me imaginé con una familia propia, ¿sabes? Un esposo, niños... Joe no encajaba en ese patrón. Era demasiado raro. —¿Raro cómo? —No sé. Como si no perteneciera a este siglo. Nunca podía relajarme a su lado. Contigo me siento cómoda. Martin la acercó a él. Se preguntaba si esta sensación de familiaridad y  simplicidad que ella admiraba en él sería un punto a favor o una desventa ja irr irrepa eparab rable. le. Sag Sagast astii le hab había ía ofr ofreci ecido do algo que Ma Martin rtin no pod podía ía dar darle. le. No dijo que Martin tuviera un estilo fascinante, sólo que con él se sentía cómoda. Recordó la primera impresión que le había dado Sagasti en el banco. El tipo era atractivo y misterioso. Tenía sex-appeal y sabía cómo usarlo. —Te amo, Martin—dijo April. —Yoo también te amo —le respondió, buscando fuerzas en los ojos de —Y  April. Sagasti podía podía haber elegido a la mujer que quisiera. Esto no tenía  nada que ver con April sino con él y con su abuelo. Sagasti había seducido a la única mujer que Martin amaba por un propósito definido: obligarlo a entregarle el alma. Pero Pero no dejaría que Sagasti volviera a acercársele. Tenía Tenía que encontrar la manera de destruirlo—. No puedo ceder 170

 

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ahora —dijo—. Quizá sería mejor si dejáramos de vernos por un tiempo, solamente hasta que esto acabe. Temo que quiera matarte, como lo hizo con Ed.  April se separó de Martin y le tomó las manos. —¡De ninguna manera! —exclamó—. Quédate aquí con Lesley y conmigo. —No, eso sería peligroso para ambas. —Entonces vuelvo a tu casa. Si es que quieres. Martin le acarició los hombros y los brazos. —No hay nada en el mundo que desee más que tenerte conmigo, pero la crueldad de Sagasti parece no tener límite, y no soportaría que te hiciera daño. Prométeme que tendrás cuidado. Si te llama por teléfono, evita hablarle. No le digas nada acerca de nuestra relación. Recuerda que es muy hábil usando cualquier información para lastimarnos.  April asintió en en silencio. Martin Martin podía ver los remolinos remolinos de miedo detrás de los ojos de ella. La besó con una pasión que transmitía todo el amor y la confianza que sentía. —Tengo que irme —le susurró.  April puso el informe espeluznante en el sobre. Martin lo tomó y ella  lo acompañó hasta la puerta. —Llámame luego —le pidió. —Lo haré. Una última cosa —dijo Martin con total firmeza—. Estoy  seguro de que Sagasti intentará conectarse contigo. No le demuestres que sabes nada de su pasado. —Descuida, no lo haré. No te preocupes, mi amor. Martin juntó fuerzas y partió. Cuando estaba por subir a un taxi, echó un vistazo a la ventana del departamento de April. Lo asaltó un nueva oleada de miedo. Sagasti, más te vale mantenerte lejos de April. •





Ella se quedó al lado de la ventana viendo cómo Martin se alejaba  en el taxi. Una voz sensata en su interior le repetía las mismas palabras una y otra vez. Estás metiéndote en problemas, April. Sin embargo, un 171

 

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sentimiento más poderoso la urgía a quedarse al lado de Martin y a descubrir el significado de esas noticias terribles que había traído sobre Joe. “Los hombres son más simples que las mujeres”, le había dicho siempre la tía Grace. “No pueden mantener secretos guardados por mucho tiempo”. po ”. April se preguntaba si Joe había escondido la temible historia de su vida o si esa historia era el invento loco de un detective decrépito que logró convencer a Martin en un momento de confusión. Corrió a su computadora para ingresar en un banco de datos que la tía Grace usaba  siempre en sus investigaciones históricas. Quería ver si había alguna información sobre Joe.  April escribió “Joe Sagasti” en la ventana de búsqueda y esperó. Las páginas se multiplicaron en progresión geométrica. En el silencio de la  habitación casi podía escuchar los latidos de su corazón. Había páginas de Joe Sagasti, Joseph Sagasti, José Sagasti, Giuseppe Sagasti... y todos ellos habían nacido un día veinticinco de agosto. Se preguntó si pertenecerían al mismo Sagasti que ella conocía, o si esto era una nueva coincidencia perturbadora. Lo primero que la sobresaltó fue la extensa lista l ista de sitios relacionados con hechos criminales. Así  que Joe había estado conectado con el crimen. En cuanto abrió la primera  página, sonó un largo timbrazo en la puerta que la hizo saltar nuevamente. Pensó que sería Martin, que se había olvidado de algo, pero cuando abrió, Joe Sagasti estaba de pie en el umbral con un ramo de rosas rojas. Le corrió un escalofrío. —Rosas rojas por la pasión, mi hermosa April —dijo, poniendo las flores en los brazos de ella. —Gracias —musitó April, tan asustada como si le acabara de dar un ramo de granadas de mano. Sagasti entró sin esperar a ser invitado. —No pude dormir anoche —dijo internándose en la habitación.  April casi lanzó un grito cuando se dio cuenta de que él vería su nombre en la pantalla. Se apresuró a tapar la visión. —Qué pena —le dijo con voz temblorosa. Él la tomó de la cintura apretando el cuerpo esbelto de April contra el suyo. Una gacela entre las garras de un león. 172

 

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—Recordaba tu olor y la suavidad de tu piel. Además, en la fiesta te habías puesto la ropa que te regalé para nuestras noches eróticas, y pensé que también estarías... añorando los placeres del pasado. Te adoraba  cuando te ponías eso —le susurró al oído.  Alguna vez ella había disfrutado hacer el amor con este personaje. —Caminabas por la pasarela con esa ropa la primera vez que te vi, ¿te acuerdas? ¡Qué desfile, bebé! Eras la mujer más impresionante que hubiera visto jamás.  April se soltó de su abrazo y caminó hacia el escritorio. Cliqueó el mouse para cerrar la página pero no funcionaba.  ¡Dios, no podía dejarlo ver esa pantalla!  Estar en la presencia de Joe era como caminar descalza sobre hojas de afeitar. —Tengo que irme en cinco minutos —le dijo con urgencia. —Veo que tu agente te mantiene ocupada, ¿o no se trata de trabajo sino de placer? —preguntó Joe. Sonaba celoso. La siguió hasta el escritorio. —Tengo trabajo —protestó.  ¿Por qué no se iba i ba de una vez? April levantó un pesado pisapapeles de cristal para disimular el temblor de sus manos. —Yaa veo. ¿Estabas por leer los mails de todos tus enamorados? —pre—Y guntó, mientras inhaló el perfume de la nuca de April y suspiró con deleite. April logró desconectar el enchufe y la computadora se apagó a  tiempo para evitar que él viera la pantalla. —Se me hace tarde —dijo. —¿Estás tratando de escaparte de las caricias que solías pedirme? —Joe, ya lo hemos hablado. —April lo enfrentó, tratando de parecer calmada—. No me hagas esto. —Martin ha vuelto, ¿verdad? —Eso no te incumbe. —Habrá notado la diferencia que hay en ti —le dijo, dando un paso atrás. —No quiero hablar sobre Martin —respondió April. —Acaso debiera contarle que la mujer a la que ama fue afinada por un luthier experto. —Las palabras de Sagasti treparon como una amenaza sobre el alma de April. 173

 

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—Tengo que prepararme para una sesión de fotos —le mintió. Sagasti sonrió y se encogió de hombros, dirigiéndose a la puerta. April la abrió. —Bella dama, desearía que no me temieras. Mi vida por la tuya —recitó mientras enroscaba un mechón del cabello de April en sus dedos—. Sigue adelante con tus apasionantes juegos de computadora. Podrías hallar sorpresas inesperadas en la web.  ¿Cómo era posible que q ue hubiera salido con este hombre?  —Jamás tendrás otro amante como yo, mi querida April. De eso, puedes estar segura.  April sintió cómo se le agolpaban lágrimas de miedo en los ojos y pestañeó varias veces. —Adiós, Joe. Sagasti salió, pero luego dio la vuelta y le susurró al oído: —Cuando estés sola en la cama, recordarás esos juegos que hacías conmigo y te lamentarás de haberme alejado de ti. Ciertamente podría hacerte pagar un alto precio por dejarme, pero...  April se dio cuenta de que debía de estar leyéndole la mente y se esforzó para no dejar que sus pensamientos la delataran aún más. El miedo le dio vuelta el estómago. —Vete, por favor —le dijo, evitando su mirada. —Te amaré eternamente —dijo él, besándole la mano. La piel de Sagasti estaba húmeda y fría. Un profundo rechazo le hizo retirar la mano. —Una última cosa —insistió él—. Ayúdame a convencer al peque—Una ño Martin para que firme. Valdría Valdría la pena tu esfuerzo, ya que puedo cantarle y hablarle con mil melodías que me harían digno de su servicio —recitó una vez más y saludó con la mano.  April cerró la puerta. La habitación le dio vueltas y corrió al baño a  vomitar. Cuando Lesley llegó, April estaba en la cocina tragándose un tranquilizante. Mordió el vaso para controlar el temblor. —¿Por qué estás tan pálida? —preguntó Lesley—. ¿Qué te pasa?  April sacudió la cabeza. No quería vivir más ahí. A pesar del peligro, su impulso era volver a los brazos de Martin. —Me mudaré otra vez con c on 174

 

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Martin —le dijo. —¡Otra vez! Lesley estaba molesta. —Nos amamos y me necesita. —Ya conozco esa canción. —No, no la conoces. ¿Recuerdas el hombre vestido como un diablo en la fiesta de disfraces? —¿El personaje ése que trató de seducirme? —¿Eso intentó? Pues bien, yo salí con ese personaje —espetó April. Lesley miró a su amiga sin poder creerle y April se arrepintió de inmediato de haber hablado. —Guarda tus comentarios, por favor —dijo April muy seria—. El tipo se llama Joe Sagasti y ojalá fuera sólo un personaje patético. Lo ha estado acechando a Martin y a mí también. —¡Oh, no! ¡Estás paranoica! ¡Ésas son palabras del loco de tu novio! Tarde o temprano te volverá loca también a ti. Yo sabía que esto iba a  pasar. ¡Lo sabía! —Lesley,, basta —gruñó April rumbo a su dormitorio—. Me voy tem—Lesley prano por la mañana. Te dejaré un cheque para cubrir mi parte de los gastos de este mes. Buenas noches. —Espera un minuto. No puedes irte así como así —gritó Lesley—. ¿Dónde se supone que voy a encontrar otra compañera de piso? Ya sabes que no me gusta estar sola.  April abrió la boca como para decir algo, pero se dio cuenta de que cualquier respuesta que diera llevaría a una pelea. En ese momento, lo único que quería era estar con Martin. Cuando se encerró en su cuarto, la melancolía y la tristeza se encerraron  junto con con ella. ella. No podía podía compre comprender nder el enojo enojo ni los los celos de de su amiga. amiga. ¿Por qué Lesley no podía ser un poco más comprensiva?  April lloró en silencio, empujando el el miedo, hasta que el cansancio finalmente la derrotó. En sueños, la risa histérica de Lesley retumbaba  desde la cumbre de una montaña mientras contemplaba a April cayendo en lo que parecía un precipicio insondable. 175

 

Capítulo XXXI

Sagasti revisó los dos rollos de fotos ampliadas en un laboratorio de Montague Street. Había algunas buenas de Martin durmiendo, unos primeros planos excelentes del brillante psicólogo en la calle, call e, más las románticas con April. Perfectas para su ritual, Su Alteza. Si bien no necesitaba las de April desnuda en la ducha, eran las mejores. Partió, silbando, de regreso a su hogar. hogar. El sol se estaba poniendo detrás del Puente de Brooklyn. —Hermosa April... —suspiró—. Ay, Lucifer, ¿por qué me haces las cosas tan difíciles? Quizá no hubiera podido tentarla con un pacto de  juventud eterna como a otras, pero pero sí con la felicidad eterna junto a mí. Sagasti entró en su loft, con la mente en la joven modelo. Su amor hacia ella era el peor escollo que tenía que vencer. Si tan sólo pudiera evitarle un sufrimiento... Cuando miró a su alrededor, dejó escapar un lamento largo y lastimero. Era imposible hacer de su casa un lindo lugar. Todo lo que compraba un día para embellecerla, Los Esbirros lo rompían al día siguiente. Nunca comprendería comprendería por qué el Jefe no lo dejaba vivir en medio del lul u jo, como lo había hecho en el pasado. Los costosos costosos brocatos de las pareparedes estaban rasgados como si mil tigres se hubieran afilado las uñas con ellos. Las pinturas originales del Mensaje Bíblico de Chagall estaban teñidas de sangre y desparramadas por el piso. —Entiendo que el tema no es de su preferencia, Jefe —dijo, levantando uno de los dibujos manchados que mostraba una bella escena del Éxodo. Una de las bestias de Lucifer había meado sobre la cara de Moisés—. ¿Pero por qué se enoja tanto? ¿Por qué no puede apreciar el valor del arte? 176

 

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En la otra punta de la habitación había un doble círculo de velas anaranjadas rodeando el dibujo de un mandala delineado en el suelo. Sagasti había decidido cuál era el número exacto de velas que necesitaba  para el complejo ritual que estaba a punto de realizar. realizar. Si este tipo de procedimiento en 1915 había convencido a los Jóvenes Turcos Turcos para que firmaran su contrato y aniquilaran a un millón y medio de armenios, seguramente funcionaría para un único Martin Mondragon. El tamaño del círculo le permitía sentarse en su interior, junto con un reloj de arena de un metro de altura que guardaba en un arcón tallado en madera. Eligió tres fotos de Martin tomadas con un intervalo exacto de ocho horas entre sí, y las ubicó en tres puntos equidistanequ idistantes dentro del círculo. Luego empujó el reloj de arena sobre su plataforma rodante con gran cuidado hasta el centro del dibujo. ¿Se estaba olvidando de algo para alterar la dimensión del tiempo de Mondragon? No, No, todo estaba en perfecto estado. Se quitó la camisa y la  colgó en el armario. Una picazón en el cuello lo hizo detenerse. Se rascó, y cuando se miró la mano, tenía sangre debajo de las uñas.  ¡No puede ser posible posib le tan rápido!  Corrió a mirarse en el espejo y frunció el ceño al descubrir que la carne se le estaba pudriendo otra vez. Eso significaba que el último cadáver no había sido lo suficientemente fresco. ¡Un error en la tarjeta de identificación, seguramente! No era la primera vez que los técnicos de anatomía patológica confundían las cosas. Su último “lifting” había sido sólo cinco días atrás. ¿Por qué los errores de otra gente tenían que hacerle perder su precioso tiempo? Se sacudió unas costras muertas de piel y el aire se cargó de inmediato con ese peculiar olor agridulce de los tejidos en descomposición. Trató de pensar que las llagas no eran todavía tan serias y procedió a ubicar el reloj de arena en el centro del círculo de velas que rodeaban el mandala. Pero el proceso de deterioro siempre progresaba más velozmente de lo que deseaba admitir, y un par de minutos 177

 

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más tarde las pústulas negras empezaron a cubrirle las manos. Tomó su camisa de seda y apretó los dientes. —Muy bien, mosquetero, mosquetero, no es tu día de suerte —dijo con la voz llena de resignación—. Sí, otros hombres son desafortunados también. Pero no creas que me olvidaré de ti, Mondragon. Esto es sólo una breve postergación. Se puso la camisa, enroscó una chalina de seda negra alrededor de su cuello apestoso, deslizó las manos en un par de guantes negros de antílope y salió a recorrer las oscuras calles de su vecindario. Esta vez elegiría uno entre los vivos. No podía arriesgarse a tener que repetir la operación en cinco días otra vez. El sonido de sus pasos apurados sonaba sobre el empedrado con un nuevo ritmo de urgencia. No le quedaba demasiado tiempo, después de todo. Necesitaba Necesitaba regresar a su ritual cuidadosamente planeado de inmediato, así que cualquier desamparado le vendría bien esta vez. La experiencia le había enseñado que, cuanto más fresca era la víctima, más duraba el beneficio. Cuando llegó a un pasaje largo y oscuro, Sagasti aguzó la vista para  mirar a unos vagabundos que revolvían los botes de basura. No era fácil detectarles la edad bajo la luz pálida de los faroles y las capas de mugre que todos llevaban encima. Se acercó sonriendo al grupo. gr upo. La mayor parte de los hombres ya estaba seleccionando los “tesoros” del día, intercambiándose porquerías entre ellos.  Afortunadamente, sus olores apestosos apestosos les impedirían sentir su propio propio tufo creciente. —Buenas noches, caballeros —dijo. Un par masculló un saludo incomprensible, pero nadie se detuvo en su quehacer de seleccionar qué valía la pena conservar o vender. Sagasti se aproximó. La infección del cuello se le había extendido hasta el pecho. Podía Podía sentir la humedad de la camisa que se mojaba con las pústulas abiertas. No hay tiempo para presentaciones delicadas. —Disculpen, pero ¿hay alguien entre ustedes que haya nacido un día  veinticinco? —preguntó. 178

 

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Los vagabundos se miraron entre sí con gesto de pregunta. Algunos se encogieron de hombros y siguieron revolviendo mientras otros recogieron sus pertenencias y se alejaron arrastrando los zapatos gastados contra los adoquines. Un hombrecito que parecía tener unos cincuenta años pero que q ue quizá  fuera mucho más joven, se quedó y escrutó a Sagasti. —Mi cumpleaños fue el veinticinco, hace como una semana —le dijo. El mensajero del Diablo lo observó con una falsa sonrisa de bondad. —¿Debería desearle feliz cumpleaños aunque llegue unos cinco días tarde? —le preguntó. —Eso creo —contestó el hombrecito, mientras se rascaba el cuello y  la cabeza con ganas, posiblemente para alejar unos piojos. —¿Qué le parece si lo invito a mi casa, se da un buen baño, se pone ropa limpia y comparte conmigo una cena de primer nivel? Tengo una  botella de vino bueno, un lomo jugoso y unas verduras sabrosas. Sagasti vio un hilo de saliva en las comisuras de los labios del hombre. —A mí no me gusta tener sexo con hombres —lanzó el hombrecillo. —¡A mí tampoco! —dijo Sagasti con una carcajada—. No se preocupe, mi amigo, nada podría estar más alejado de mi propuesta. Es que disfruto haciendo el bien al prójimo, sin pedir nada a cambio. —Hambre tengo —suspiró el hombre—. Y ya es demasiado tarde para conseguir algo en La Asociación. —Vamos a hacer de esta cena de cumpleaños un encuentro memorable —dijo Sagasti con su mejor humor, haciendo un gesto cortés con su mano para guiar al desconocido por la callejuela negra.

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Capítulo XXXII

El radio despertador, despertador, que Martin había dejado encendido la l a noche anterior,, sonó a las ocho y cuarto sobresaltándolo con las noticias. ¿Por qué  terior sonaba tan fuerte esta mañana? Se sentó en la cama y escuchó. Un periodista estaba hablando de un cadáver desollado que había aparecido en la  morgue del NYU Downtown Hospital.  ¡Dios santo santo,, Martin, Martin, ere eress un bicho bicho par paranoic anoico!  o! ¿No puedes sintonizar alguna música suave para empezar el día? No, el mundo no lo dejaría olvidar ni por un segundo que estaba en plena lucha mortal contra Sagasti. Desde el baño, escuchó la voz grave del reportero que seguía hablando. Nunca mencionó los casos en los que el detective Kinlan había trabajado en el pasado, y jamás se pronunció el nombre de Sagasti. Martin se sintió impotente, sabiendo quién era el autor del crimen y, y, sin embargo, sabiendo también que no podía denunciarlo. Creerían que estaba loco si trataba de volverse contra su anterior demandante. Kinlan había  dicho que el cuerpo de Sagasti había desaparecido. Si Martin hacía pública la historia, la policía pensaría además que Kinlan se había llevado el cuerpo. Mucha gente sabía que el detective había estado obsesionado con el caso, y Sagasti probablemente alteraría los informes para que Kinlan y él aparecieran como fuera de sí. No, Martin, no hay nada que puedas hacer. Habían pasado seis días y la policía no tenía ni una pista. Después de todo, Sagasti trataba de sobrevivir a su manera macabra sólo porque Martin no estaba dispuesto a ceder. La toalla suave contra el rostro le hizo pensar en lo que haría su enemigo con la piel que robaba. Se le dio vuelta el estómago de sólo pensar que pudiera usarla de algún modo en su propio cuerpo. Las mismas 180

 

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manos que desollaban esas caras habían tocado la piel inmaculada de  April. ¡Dios santo! El odio se le almacenaba en las tripas. ¿Cuántas víctimas más se cobraría esta historia demencial hasta que él descubriera un modo de aniquilar a Sagasti? Estaba preparándose un café cuando llamaron a la puerta. April estaba ahí en el umbral con dos maletas y un nécessaire profesional de maquillaje. Se sintió sorprendido y feliz al mismo tiempo. Ella lucía frágil y temerosa, y Martin la abrazó durante largo rato en la cocina. La máquina de café hizo esa serie de ruiditos reconfortantes que él disfrutaba  tanto mientras una profunda voz en su interior repetía su mantra cotidiano: Altar-cuchar  Altar-cuchara-lata-café-filtro-taza a-lata-café-filtro-taza y milagrito. Martin se preguntó si alguna vez recuperaría la alegría de esos simples rituales diarios. En ese momento, la vida era una cacería oscura, y temía que al final el monstruo fuera a demolerlo, que pudiera matar a April o a su madre. La vida había pasado de ser la tranquila ceremonia habitual de ganarse el pan, a la imperiosa necesidad de destruir al hombre que había puesto su mundo patas para arriba. Cuando los exprés estuvieron listos, ambos se sentaron a beberlos de a poco mientras April le relataba la visita de Sagasti. —Tratará de usarte para hacerme firmar —le dijo Martin—. No puedes quedarte aquí. —Yo jamás haría nada que pudiera dañarte —se defendió ella. —No quise decir eso. No es seguro para ti. ¡Dios santo, Sondra aún está en el hospital! —¿Está mejor? —Tuvo unas complicaciones extrañas. Cambios en su sistema metabólico que los médicos no pueden explicar. Colin está muy preocupado, pero no puedo decirle que un ogro de mierda proveniente del Infierno le está haciendo esto. —No, claro, no te creería —aseguró April. Mientras jugaba con la  manija de su maleta, Martin la contempló. Era tan bella y se preocupaba por él. Había venido a ofrecerle su amor y su ayuda a pesar del peligro, pero sentía demasiado miedo de que Sagasti hiciera de ella una  181

 

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mera herramienta para su objetivo. Tenía Tenía que protegerla, y eso significaba que no podía quedarse a su lado. —¿Tienes tu pasaporte contigo? —preguntó Martin quemándose el paladar con el café caliente.  April asintió sin ganas. Él se puso de pie y corrió a la sala. —Vamos —le dijo, levantando —Vamos l evantando el equipaje de April y apresurándose al ascensor. —¿Adónde? ¿Por qué? Martin no prestó atención a la confusión de su novia hasta que estuvieron dentro del coche. —Vamos —V amos al aeropuerto —le dijo mientras tomaban Broadway rumbo al sur. Martin temió que hubiera un límite al cúmulo de dolor y de culpa que él pudiera tolerar. Si Sagasti lo empujaba a esa frontera, estaría acabado. —¡Martin, yo no voy a ninguna parte! —exclamó April. —Necesito que estés lejos, donde su poder no pueda alcanzarte. —¿Cómo sabes que no puede dañarme si me voy? —¿Por qué estaría aquí si pudiera hacer su trabajo desde cualquier otro lado? Eso significa que tampoco te perseguirá al otro lado del mundo. —No voy voy a dejarte solo —dijo ella—. el la—. ¿De qué manera podría ayudarte si estoy lejos? —Es demasiado arriesgado, amor —dijo Martin llegando al Midtown Tunnel rumbo a Queens—. Si me amenaza con matarte, voy a firmar. —Jamás firmes si te dice eso. No me mataría. Martin no quería saber por qué, pero no pudo evitar preguntarle. —¿Cómo puedes estar tan segura? —Me quiere —dijo ella. Soporta el dolor, Martin. —No puedo confiar en él, April. Otórgame eso. La vio asentir. —En tu ausencia podrías investigarlo por Internet —le encomendó. —Ya lo hice, pero él llegó cuando te fuiste y tuve que desconectar la  182

 

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computadora. Finalmente pude deshacerme de él. Martin, tengo que quedarme aquí. Obligarme a partir sería un error —insistió April—. Le haremos las cosas más difíciles si lo hacemos pelear en dos frentes a la  vez. Podría convertirme en una molestia para él. —Y él podría simplemente... —Joe estaba enamorado de mí. Creo que aún lo está —dijo April con suavidad desviando la mirada. Martin acusó el golpe. La idea de Sagasti besando a April le bombeó más odio en el corazón. Lo quería ver muerto y olvidado. Salió a la autopista de Long Island y se detuvo junto al cordón de una callecita silenciosa de Maspeth. Inhaló profundamente. April le apretó la mano contra su corazón. Martin sintió sus latidos acelerados. —Nada sucede en vano, Martin. Creo que hay un sentido en cada cosa. Conocí a Joe Sagasti y tuve sexo con él, pero aún si todo fue una u na maniobra suya, aunque me haya usado para lastimarte, aprendí algo. Era  bueno en la cama, ¿y eso qué? No significa mucho para mí. No era el hombre de mi vida. Martin la escuchó. Trató de ponerle freno a la ira que le batallaba  adentro. Trató de abrir la mente y el corazón a las palabras de ella.  April siguió, sosteniendo la mano de él contra su pecho. —Necesi —Necesité té pasar por esa experiencia con él para darme cuenta de cuánto te amo. Por favor, déjame quedarme contigo. Te necesito, y tú a mí. Tenía razón. La necesitaba más que nunca.  April estaba ahí para recordarle que la vida era más grande que la pesadilla que Sagasti estaba forzándolo a padecer padecer.. Se miraron y se unieron en un beso. —No me dejes nunca, April. Quiero pasar el resto de mi vida a tu lado. Martin apretó sus labios contra los de ella para sellar el compromiso más fuerte que había hecho en su vida. —Yo también —respondió April—. Y sé que encontrarás un modo de vencerlo, amor. Seremos el mejor equipo del mundo. Vamos a casa a ver esas páginas que encontré sobre Sagasti en Internet. Martin encendió el motor. —Sí, vamos. 183

 

Capítulo XXXIII

Sagasti fumaba un cigarrillo egipcio ante los ventanales de su sala. El sabor de los Cónsul Bout Doré de Dimitrino le recordaban aquella odalisca de ojos negros que había conocido una vez en El Cairo. Movía las caderas al son de los tambores como ninguna otra mujer en el mundo. El delgado hilo de humo de su cigarrillo danzó en el aire hacia la humareda negra y densa que se elevaba en medio de su jardín. El espantoso olor a carne podrida que se había acumulado en el interior del loft la noche anterior se había trocado ahora en el aroma más dulce del cuerpo del vagabundo quemándose en una impresionante fogata. Un Un poderoso extractor de aire chupaba cada partícula de humo con tanta precisión que ningún vecino podía imaginar siquiera que un cadáver estaba ardiendo ahí afuera. —Finalmente hueles mejor, hombrecito —dijo Sagasti, inhalando el aire neblinoso. Salió al jardín y empujó algunos huesos hacia el interior de las brasas—. Disfrutaste de tu última cena, ¿verdad? Lamento que no hubiera tiempo para el postre. Sagasti lucía fresco en su nueva piel, como recién afeitado y perfumado. Se tocó los delicados tejidos de las manos con satisfacción. No los había cambiado desde la gran guerra.  ¡Éso  ¡Ésoss sí que había habíann sido días   fáciles  fácil es con co n tantos tant os jóvenes jó venes murie muriendo ndo por po r hora! Y tantos tant os otros ot ros listo l istoss para firfi rmar los mejores acuerdos con tal de abandonar las trincheras y regresar a  casa con los pechos repletos de medallas! Sagasti suspiró con los buenos recuerdos y se volvió al fuego. No tenía demasiado tiempo. Martin Mondragon se había convertido en un trabajo duro, en un desafío creativo para él. Tenía fe en que el encuentro con Filo, el loco de los cuchillos, lo haría cambiar de opinión. 184

 

El Garante

—Me suplicará de rodillas que lo deje firmar, señor psicólogo —exclamó en voz alta mientras regresaba al círculo de velas y las encendía  una a una. Luego giró el gran reloj de arena sobre su soporte de madera y se sentó en el piso—. Eka pada rajakapotasana — dijo dijo armando una  de sus posturas preferidas de yoga. Sin esfuerzo alguno, presionó el pie derecho contra la ingle, levantando la pierna izquierda hacia atrás. De jando caer la cabeza contra la columna, alzó los brazos sobre la cabeza y  tomó el pie izquierdo con ambas manos para apoyarlo contra la coronilla. Respiró intensamente, concentrándose en su  prana más oscuro para  producir las alteraciones necesarias en la realidad de Martin. •





Martin dejó a April en la calle Amsterdam. Ella compraría unos panecillos calientes en Burke & Burke y regresaría en diez minutos. Se sentarían ante la computadora, beberían café y buscarían esas páginas sobre Sagasti que ella había encontrado. Martin entró en su apartamento con el equipaje de April. Camino al dormitorio encendió el televisor para ver si había alguna otra noticia sobre el cadáver desollado. En cambio, escuchó una información sobre Moscú. —A sólo doce días de la renuncia del presidente ruso Mikhail Gorbachev, el pueblo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas Soviéticas se está preguntando qué será del futuro de su país —anunciaba el reportero de la CNN. Martin regresó a la sala para ver el documental. Recordó que el golpe ruso había tenido lugar en 1991, el mismo día que él obtuvo su Master en Psicología Clínica. La hora y la fecha estaban en la parte inferior de la pantalla del televisor: 31 de agosto. De pronto sintió un sonido enloquecedor dentro de la cabeza, como si un millón de voces frenéticas aullaran al mismo tiempo. Cerró los ojos y se apretó las sienes con las manos, pero los gritos se volvieron cada vez más fuertes. Sintió como si le exprimieran la cabeza en una  185

 

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prensa. Las voces eran iguales a las que había escuchado en el museo de cera. Voces Voces de otro mundo. Un momento después se desvanecieron, con la misma rapidez con la que habían aparecido. Abrió los ojos y el silencio abrupto lo mareó. —Boris Yeltsin abandonó el Partido Comunista el año pasado —siguió informando el reportero, pero Martin no escuchaba sus palabras. La habitación le daba vueltas alrededor, como si el televisor se hubiera  alargado formando una pantalla circular. Cuando pudo enfocar la vista otra vez, vio que la sala de su apartamento seguía estando ahí, pero el lugar estaba totalmente cambiado: los muebles eran viejos, los cuadros en las paredes tenían marcos dorados de estilo francés, y él estaba pisando una alfombra de lana roja que no había visto nunca antes. Corrió a la cocina y la encontró igual a como había sido antes de la remodelación que hizo al mudarse. No había una  sola de sus pertenencias en ningún lado, reemplazadas por las de otra  persona. Sin poder entender qué estaba pasando, salió con una única  idea en la cabeza: encontrar a April. Martin llegó al lobby y se detuvo en el reloj que estaba sobre el mostrador del conserje: 10:09:08. Podría haber sido una cuenta regresiva: diez, nueve, ocho... Tomó la gran bocha de bronce de la puerta de entrada y la empujó. Pestañeó varias veces, pero no debido a la fuerte luz del sol. Si hubiera estado en algún lugar del interior, probablemente probablemente no habría notado demasiada diferencia, pero en el Manhattan del Upper West West Side, cada coche cero kilómetro en la calle tenía una antigüedad de diez años. La gente llevaba ropa nueva pero fuera de moda. Si se trataba de que Sagasti lo había mandado al pasado para horrorizarlo y obligarlo a  firmar, encontraría la manera de devolverle el golpe al cretino. •





 April llegó a la l a entrada del edificio de su novio con una bolsa de panes recién comprados. Una corriente de aire helado le pasó por al lado, haciendo abrir la puerta. El olor desagradable de flores fl ores podridas llenó el 186

 

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aire un momento y recordó las docenas de lirios Casablanca que Joe le enviaba todas las semanas. Tenían Tenían la fragancia más maravillosa que una  flor era capaz de dar, hasta que se marchitaban y luego simplemente apestaban. Era ése el olor exacto que captaron sus fosas nasales. Todavía  Todavía  se preguntaba cómo se habría enterado Joe de que ésas eran sus flores predilectas. Cuando entró en el vestíbulo, le corrió una sensación bizarra por el cuerpo, como si se hubiese cruzado con un fantasma. No seas tonta, April, y apúrate o se enfriarán los panes. Camino al ascensor se detuvo en el reloj que estaba sobre el mostrador del conserje: 10:09:08 am. Podría haber sido una cuenta regresiva: diez, nueve, ocho... En cuanto llegó a la puerta del apartamento de Martin, percibió una  especie de mal inminente flotando alrededor. ¿Estaría Joe esperándola? La  asaltó el pánico al ver que la puerta estaba sin llave y el silencio pesaba  con un aire siniestro de muerte. Dudó en el umbral. —¿Martin? —llamó. Cuando no obtuvo respuesta, entró despacio, aferrándose a los panes calientes—. Martin, estoy de regreso —volvió a  decir, aunque intuía que el apartamento estaba vacío. Sus maletas estaban ahí, sin tocar, en el dormitorio, y el televisor estaba encendido con un documental de la CNN. Fue hasta el teléfono para llamar a Martin, pero notó que él había dejado su aparato celular sobre el escritorio, al lado de la tarjeta del detective Kinlan. Se habrá olvidado de algo en el coche , elucubró para deshacerse de las voces del miedo. Salió al pasillo, subió al ascensor sin echar llave a la  puerta y oprimió el botón de la planta baja. •





Filo entró en el pasillo desde la escalera. Había llegado al piso de Martin.. Arrast Martin Arrastrando rando los pies pies de cansancio, cansancio, se quedó quedó de pie ante el ascensor, mirando los números de los pisos a medida que se encendían, uno detrás del otro. El ascensor estaba bajando. Tenía que entrar en el apartamento de Mondragon y esperar las órdenes del señor Sagasti. Lo 187

 

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único que contaba eran las órdenes del señor Sagasti. Quería volver a ser un hombre libre y el señor Sagasti se lo había prometido. Si tan sólo de jara de sentir ese latido detrás de la frente... —Sí, señor Sagasti —masculló en un susurro a la voz dentro de su cabeza—. Sé que usted es el dueño de mi libertad. —Escuchó una vez más y asintió—. Sí, señor Sagasti. No me moveré. No tocaré nada. Me esconderé hasta que estén todos aquí. Haré exactamente lo que usted me diga, pero, por favor, no me haga matar otra vez. Esperó a que el ascensor se detuviera en la planta baja y luego se metió a hurtadillas en el apartamento de Martin sin hacer ningún ruido. •





 April corrió a la calle y miró alrededor alrededor,, pero Martin no estaba en su coche ni en ningún sitio. Respiró profundamente para forzar una calma  que no sentía, y luego volvió a subir al apartamento para deshacer el equipaje. El lado del armario donde antes había guardado sus prendas estaba limpio y vacío, esperándola. Sonrió ante la obvia muestra del afecto de Martin hacia ella. Sí, ella pertenecía a esa vida junto a él. Se convenció de que él volvería vol vería enseguida. Pero Pero media hora más tarde había terminado con el equipaje, y una inquietud casi palpable volvió a apoderarse de ella. Martin debería haberle dicho adónde iba. ¿Por qué no lo ¿Por l o había hecho? ¿Y si Joe había estado esperándolo y lo había secuestrado? Quizá lo mejor fuera ir a lo de Joe a averiguar, pero de inmediato se dio cuenta de que sería estúpido hacer algo así. Si Martin había salido a hacer una diligencia, ella se estaría exponiendo ante Joe Joe sin una  razón válida. Y si Martin estaba en sus manos, no sería útil en absoluto como una segunda prisionera. Tenía que pedir ayuda. Lesley no contaba. La madre de Martin estaría en su casa. Pero no, no podía  simplemente llamarla y decirle “Hola, Ana, su hijo ha desaparecido. ¿Sabe dónde está?”. 188

 

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 April se paseó de una punta a la otra de la sala, tratando de decidir qué hacer. Se abrochó y desabrochó el último botón de perla de su camisa  cien veces. Una hora más tarde Martin aún no había regresado. Desesperada por lo que Sagasti pudiera intentar hacer, entró en el consultorio a echar una ojeada. Tenía Tenía la horrible sensación de que había alguien mirándola pero la habitación estaba vacía. Luego April volvió a ver la tar jeta del detective Kinlan y la l a tomó. Marcó su número. —¿Detective Kinlan? —Soy yo. —Soy April Hammond, la novia de Martin Mondragon. —¿Qué hizo Sagasti? Su pregunta tan directa descolocó a April y se sintió una vez más presa del pánico. —No sé —respondió poniéndose a llorar—. Pero Martin ha desaparecido desde hace más de una hora. Estoy en su casa y tengo miedo. —No se mueva de ahí. No le abra la puerta a nadie. Estaré ahí en diez minutos.  April colgó y trató de inspirar profundamente, pero estaba tan tensa  que se le hizo difícil incorporar algo de aire. Para que el tiempo pasara  más rápido, se sentó ante la computadora de Martin y retomó la búsqueda del pasado de Sagasti. Los minutos volaron a medida que fue encontrando un sitio tras otro, y un sentimiento de aprehensión se levantó a su alrededor con la l a fuerza de una tormenta destructiva. Ninguna de las páginas parecía conectada con algo agradable. La primera se relacionaba con la Segunda Guerra Mundial. La abrió.  Joseph Sagasti Sagas ti estaba est aba de pie p ie al lado l ado de Adolph Hitler Hitl er en una u na foto fechada en 1941. ¿El hombre que aparecía vistiendo un uniforme nazi era el mismo con el que ella había salido hacía hac ía sólo unos meses? Su cabello estaba más corto y llevaba bigote, pero aun así era reconocible. ¿Esta información sería un golpe de suerte o Joe le estaba exhibiendo sus logros más macabros? En una segunda página, Giuseppe Sagasti estaba en una foto detrás de Benito Mussolini. Esta vez el uniforme era distinto y la gorra que 189

 

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llevaba puesta le escondía la frente. Podía ser él, pero también podía ser que el miedo le estuviera haciendo ver lo que no era... Se le aflojaron las piernas y la mano derecha comenzó a temblarle sobre el mouse.  Joseph Sagasti aparecía como uno de los guardias del Servicio Secreto de John Fitzgerald Kennedy el día de su asesinato.  Joe Sagasti estaba al lado de Charles Manson durante su juicio por el homicidio de Sharon Tate Tate y sus amigos en 1969. Aunque tenía el cabec abello largo y estaba vestido como un hippie, no había duda de que se trataba de él. Esto no podía ser verdad. Le temblaron los labios y quería salir corriendo, pero al mismo tiempo necesitaba saber todo lo que pudiera sobre Joe. Sentía una mezcla  confusa de asco, curiosidad y terror.  José Sagasti se reía en un desfile militar militar junto al general del ejército ejército argentino Jorge Rafael Videla en 1977.  Ahí estaba otra vez, sonriendo detrás de Yoko Ono en el entierro de  John Lennon. No No lucía exactamente igual, pero su ojo entrenado como modelo acostumbrada a las fotos, a las cirugías plásticas y a la moda, le permitía detectar al hombre detrás de los diferentes cortes de cabello, uniformes y cambios menores en sus facciones. Conocía cada secreto de maquillaje y podía determinar cómo era un rostro debajo de él, además de ser la única persona que conocía a Joe íntimamente. Si tan sólo Martin entrara por esa puerta y ella pudiera contarle todo esto. Miró el reloj. Kinlan había dicho diez minutos y ya habían pasado más de veinte. Se estremeció. Guardó las direcciones y encendió la impresora para hacer copias de las fotos. Salieron de la bandeja una detrás de la otra y April las levantó. Cada una llevaba una dedicatoria manuscrita en tinta roja fresca: Para April y Martin, de Joe. Las fotos se le cayeron de las manos, desparramándose a su alrededor como presagios amenazadores. Una docena de Sagastis la contemplaban desde una docena de fotografías. fotografías. Eran uno y el mismo mismo personaje 190

 

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temible, sobrevolando siempre el lado más atroz de la muerte. Se cu brió los ojos con manos trémulas. •





Detrás del grueso cortinado del consultorio de Martin, Filo contemplaba a April. Era demasiado alta y flaca, pero el cabello negro le brillaba. Le gustaban su cabello y sus manos bien cuidadas. La vio salir corriendo de la habitación. La escuchó entrar en el baño. La escuchó gemir y sonarse la nariz. Después la escuchó oprimir el botón del baño. No le importaba ni ella ni ninguna otra mujer. Su esposa nunca lo había visitado en la cárcel. Nunca se enamoraría otra vez ni volvería a tocar a ninguna mujer. No se movió. No tocó nada. Esperaba a que llegall egaran Kinlan y Martin Mondragon, tal como el señor Sagasti le seguía repitiendo en el interior de su cabeza. Quería volver a ser un hombre libre, como lo había sido antes que sus compañeros lo volvieran loco en el matadero. —Sí, señor Sagasti, ya sé —murmuró—. Si no hago lo que me dice, llamará a la policía y me pudriré en la cárcel. No lo voy a defraudar.

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Capítulo XXXIV

Martin salió a la calle. Redobló el paso hasta Amsterdam, buscando a April en cada rostro que pasaba. Miró en el interior de su panadería  favorita. No estaba. Tampoco la halló en ninguna otra tienda del vecindario. ¿Podía todo esto ser nada más que un engaño? Cada vez más nervioso, se dirigió hacia su habitual puesto de revistas frente al Lincoln Center. Pero no estaba ahí. Entonces se dio cuenta de que la entrada del metro había cambiado en el 2001 y que diez años atrás el puesto debería de haber estado unos quince metros más adelante. Caminó hasta su “vieja” ubicación y levantó el New York Times. No había dudas. Era el 31 de agosto de 1991. La súbita descarga de adrenalina lo hizo recostarse contra el puesto para no caerse. Dios santo, no podía ser cierto. Escuchó una voz conocida a sus espaldas. Albert Black estaba discutiendo con el vendedor. Con más cabello y menos peso, su futuro paciente lucía más joven. veces tengo que pedirle que con me deje el periódico en midecasa—¿Cuántas todas las mañanas? —preguntó Albert los ojos saltándosele la  rabia. —Dígame cuál es su dirección otra vez, señor Brown —pidió el muchacho.  Albertt se sonrojó  Alber sonro jó como si s i le hubiesen hubie sen encendido enc endido una u na estufa estu fa infrarroinfrar ro ja en su interior. int erior. —¡Me llamo lla mo Black, Bla ck, idiota! id iota! ¡Black! ¡Y es la tercera te rcera vez que se lo repito este mes! —le gritó mientras se alejaba sin pagar, con el periódico debajo del brazo. El joven se volvió hacia Martin en busca de solidaridad. 192

 

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Ese tipo está chiflado dijo señalando a Black . Lo digo en serio. Debería estar encerrado. Martin tuvo el impulso de correr detrás de Albert y de hablarle, pero lo habría creído loco. En 1991 todavía no se conocían, y no lo harían por una década. Miró a la l a gente que pasaba. Docenas de desconocidos. Miró el Lincoln Center sintiéndose perdido. Ya había sentido esa misma angustia el día en que su hermana murió. El recuerdo de la pequeña Chrissie luchando por asirse del rastrillo roto volvió a azotarlo. Cayó en la desesperación de encontrarse atrapado en otra dimensión, así como se habría  sentido ella cuando se dio cuenta de que se moría. Martin se esforzó por no perder su equilibrio psíquico. Si regresaba a su apartamento, encontraría a la vieja dueña, una señora que había fallecido en 1994. En 1991, aún no había conocido a Ed. Dios, cómo le hubiera gustado verlo otra vez y tratar de cambiar su futuro trágico. ¡Colin! Sí, podía  ir a ver a Colin y explicarle toda la situación. Tendría Tendría veintidós años. De hecho, ésa también era su edad en 1991. ¡Podría buscarmse a mí mismo!  Podía advertirse acerca de Sagasti y dejar una pista de cómo vencerlo en el futuro.  ¿Sería eso posible?  La idea de dos Martines simultáneos le fascinaba. Sin embargo sabía que jamás habría creído ese cuento. No a los veintidós años. Pero Pero podría convencer a Colin y juntos descubrirían más datos sobre la historia de su abuelo antes que Sagasti tuviera tiempo de hacer nada. ¿Dónde estaría Colin en agosto de 1991? En casa. Martin corrió al metro y se subió al tren rumbo a Times Times Square. Ahí  combinaría con laenviado línea Ralque iba a Quizá Rego Park. Se preguntaba qué Sagasti lo había pasado. su enemigo quisierapor infundirle pánico para que le rogara firmar el pacto. Pero Pero no, no entraría en pánico. No se lo haría fácil. Tal vez Sagasti quisiera que Martin se visitara a sí mismo por alguna razón. Las personas hacían ese tipo de cosas en una serie que él veía en televisión cuando era niño. Se sumergían en una espiral hipnótica que los llevaba a los momentos más extraordinarios de la historia y todo era perfectamente real. Igual que la  gente que viajaba en el metro junto a él, acaso rumbo a sus empleos o a visitar a sus amigos. Nadie parecía fuera de lugar y, menos aún, 193

 

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fuera de época. Nadie excepto un hombre sentado al final del vagón. ¿Dónde había visto ese rostro antes? Claro, ¡era Filo! Le corrió un escalofrío. El sobresalto no se debió a la presencia del asesino, sino a la conciencia de que Filo, como llamaban sus compañeros a  Roderick Moore por su habilidad con los cuchillos de carnicero, había  cometido sus espantosos crímenes ese mismo día. Martin se estremeció al notar que eran las diez y media de la mañana y que el hombre probablemente no había llegado aún al matadero donde trabajaba. Eso significaba que hasta ese momento era tan inocente como un recién nacido. Recordaba todos los detalles de la vida del asesino. Ed lo había conocido en el hospital neuropsiquiátrico de la prisión, donde cumplió su condena hasta que murió. Ed le había contado sobre Filo la primera vez que tomaron juntos un café. El caso de Filo había cautivado a Ed. —Una personalidad emocionalmente inestable —le había dicho—, que en un cierto punto sufrió un desorden psicótico agudo. El hombre tenía heridas de bala que no le cerraban y lo sumían en un dolor constante. Los clínicos y los psiquiatras habían trabajado en equipo intentando llegar a la causa de esa inusual falta de coagulación, cuando no sufría ninguna de las enfermedades conocidas que pudieran ocasionarla. Una mañana los guardias lo encontraron muerto en un mar de sangre. Pero Pero eso sucedería dos años después. En ese momento, en 1991, estación tras estación, Martin observó a este hombre silencioso que parecía tan sereno, preguntándose qué hacer. Nadie había descubierto nunca quéenhabía alteradoSisuhablaba temperamento había sucedido ese día el matadero?  con él o plácido. con sus  ¿Qué compañeros de trabajo, tal vez pudiera evitar la matanza. La visita a Colin podía esperar. Pensó que si Sagasti lo había enviado al pasado, tenía que haber algún buen motivo. El encuentro con este futuro asesino no podía ser mera  coincidencia. Cuando el tren se detuvo en Lexington y Filo se bajó, Martin supo que jamás se lo perdonaría si perdía la oportunidad de ayudarlo. Saltó fuera del vagón y lo siguió. Recordó que April tendría dieciséis años y que él no tenía la más remota idea de dónde vivía o estudiaba en 1991. No tenía sentido tratar de encontrarla. 194

 

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Filo se subió a otra línea de trenes y Martin permaneció detrás de él. Cuando bajó al final de la línea N, Martin lo siguió por varias calles. Caminaron por una avenida bordeada de depósitos y fábricas deprimentes. Luego Filo dobló a la izquierda por una callecita angosta y entró por una  puerta más angosta aún que no exhibía ningún cartel. Martin se detuvo en la entrada. Un gordo con una panza prominente que se le bamboleaba sobre los vaqueros gastados se acercó con pasos pesados hacia Martin y lo miró antes de entrar. —Disculpe —lo interceptó Martin. El gordo se dio vuelta—. ¿Éste es el matadero donde trabaja Roderick Moore? —¿Quién? —Filo —dijo Martin, pensando que el hombre tal vez no supiera el verdadero nombre de su compañero. —¿El degollador? Claro —contestó el gordo, mirando a Martin con desconfianza. —Necesito pedirle un gran favor —continuó Martin. —Pídaselo a Filo si es amigo suyo —exclamó el gordo. —No es amigo mío y, créame, lo que voy a decirle le va a salvar la  vida hoy —dijo Martin, tratando de sonar lo más claro y equilibrado que podía. Trataría de evitar la carnicería y demostrarle a Sagasti que ningún recaudador de almas le controlaría la vida, ni en el 2001 ni en 1991. —¡Qué idiotez! —El gordo lanzó una carcajada y entró en su lugar de trabajo. —¡Por —¡P or favor, no hagan enojar a Filo hoy! —le suplicó su plicó Martin mientras lo veía desaparecer detrás de la puerta. Lo siguió, atrapado por una irreprimible necesidad de advertirle a la gente lo que estaba es taba a punto de suceder. Lo que vio al entrar fue abrumador. Una Una larga fila de terneras arrastraban las patas mugiendo unas detrás de otras a lo largo de una rampa angosta. Martin vio sus ojos abiertos de terror, porque no cabía la  menor duda de que cada una de ellas sabía que la muerte era la única salida de ese lugar espeluznante. Imaginó Imaginó que del mismo modo lo 195

 

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vería Sagasti a él, encerrado en una trampa.

Un lugar así no debería existir en ningún lugar del mundo.  Al final de la línea un petiso jorobado usaba un martillo neumático para pegarle a la siguiente víctima en la frente con tal fuerza que Martin llegó a oír el ruido del cráneo fracturándose. Luego llegaba el golpe sordo del cuerpo del animal que caía en la plataforma, donde un segundo hombre enroscaba una cadena hábilmente alrededor de sus patas traseras y tocaba un botón que levantaba a la bestia ya inconsciente en el aire. Luego la deslizaban, cabeza abajo, por un riel que chirriaba hasta  su encuentro fatal con Filo. Martin lo observó clavar un largo cuchillo en la arteria principal del cuello del animal y cortar un largo tajo vertical que lanzó un chorro de sangre densa y roja sobre sus manos. Un homicidio cotidiano de cientos, que nadie denunciaría jamás. Así que ése era el trabajo de un degollador. Sobreponiéndose a la impresión, Martin corrió al final de la línea de muerte, donde un grupo de hombres estaba despedazando y troceando las partes horrendas. El gordo estaba entre ellos. —¡Oiga, usted! —le gritó un inspector a Martin, con una carpeta  manchada de sangre, desde la otra punta del matadero. Los cortadores detuvieron su rutina y miraron al recién llegado con curiosidad, esperando que el inspector se acercara. —Buen día —lo saludó Martin. —¿Quién lo dejó entrar? No puede estar entre estas máquinas. Es peligroso. —Por favor, escúcheme —comenzó Martin, pero el inspector no lo dejó terminar. —Estamos ocupados, ¿no lo ve? —dijo gesticulando hacia los hombres que seguían mirando a Martin con la boca abierta—. ¡A trabajar, ustedes! —¡Dios santo! ¿Me va a dejar hablar? —Bueno, hable —respondió el inspector con impaciencia—. Ya Ya jodió toda la línea de producción. —Lo que voy a decirle va muy en serio —dijo Martin—. Tengan 196

 

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mucho cuidado con Filo. Está muy alterado y los matará si lo hacen

enojar. El inspector se volvió a los l os cortadores y desolladores. Hubo un segundo de silencio y luego una carcajada masiva que llenó a Martin de vergüenza. Nunca se había sentido más idiota en su vida, aun sabiendo que las vidas de esos hombres dependían de su poder para convencerlos del riesgo que corrían. —¿Filo enojado? ¡Si es un corderito! —El inspector se volvió al degollador—. ¡Oye, Filo! —le gritó a voz en cuello—. ¿Te pasa algo hoy? —¡Por favor, no se burlen! —imploró Martin. —¿Por qué? Lo jodemos todo el tiempo —dijo el inspector con la  aprobación de todos. —Es buen compañero —dijo otro—. Podemos decirle cualquier cosa. —¡Hoy no! Tuvo un mal día. Una gran pelea con su mujer —mintió Martin. —¡Ah! Ahora lo veo clarísimo —gritó el gordo, señalando a Martin con su cuchillo cu chillo sangriento—. Te Te estás jodiendo a la mujer de Filo, ¿no? Todos se retorcieron de la risa. Martin notó que Filo se había vuelto hacia ellos y los contemplaba. —¿Y está buena? —vociferó un tipo alto de dientes amarillos—. Yo me echaría un buen polvo con ella, cuando ella quiera, claro. —Es una buena yegua —agregó el jorobado—. Un buen par de tetas tiene. —¿Tu mujer tiene tetas grandes, Filo? —le gritó el gordo—. No te guardes los detalles para ti solo. —¡Deténganse, por favor! —les rogó Martin a los gritos. Esas palabras humillantes enfurecerían a cualquiera. Filo siguió cortando la carne de un animal sin decir palabra. —Yaa se me paró —chilló el alto agarrándose la —Y l a entrepierna—. ¡Dile a  tu mujer que estamos listos para darle el revolcón de su vida, Filo! Los ojos de Filo de pronto se enfurecieron. Se acercó despacio hacia  el alto. Martin dio un paso atrás y se sintió pegado al piso, incapaz de 197

 

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reaccionar. Sin decir una sola palabra, Filo clavó el cuchillo en el cuello

del hombre alto y cortó al través, reproduciendo los movimientos exactos que hacía docenas de veces al día con cada ternera colgada. El tipo alto perdió el equilibrio y se cayó mientras la sangre que le brotaba del cuello pegaba contra la pared. Los demás se quedaron tiesos, en estado de shock por un momento que pareció durar horas, hasta que intentaron huir, presas del pánico. Pero Filo era eficiente con los cuchillos. Se volvió y arrojó un arma detrás de la otra al inspector y al gordo, que se derrumbaron sobre las rodillas, gritando de dolor. Filo Filo se acercó, sacó la  hoja hundida en la espalda del inspector y lo degolló de un tajo neto. Luego repitió la operación con el gordo de la l a panza prominente, haciéndole dos cortes limpios en las arterias. La sangre humana se mezclaba  con los ríos de sangre animal. Martin estaba de pie, paralizado, mareado de tanto horror. horror. Los tres tipos yacían como fantasmas, contra los charcoscorrienbrillantes de rojo.muertos, El resto blancos de los compañeros gritaban y empujaban, do para salvar sus vidas, al tiempo que Martin dio un paso atrás y se detuvo en seco ante la gélida mirada azul de Filo. Estaban frente a frente. —Por favor —imploró Martin—. Déjeme explicarle de qué se trata  todo esto. Cuando Filo levantó su cuchillo sobre su cabeza, Martin salió disparado por la puerta de atrás del edificio, seguido por el asesino. El patio posterior estaba repleto de cajones plásticos apilados. Martin se escondió decemento. una de lasSupilas. Oyóseeldetuvo sonidocerca de las pegajosas de Filodetrás sobre el sombra de suelas Martin. El sol proyectaba sombras despiadadas a su alrededor, estirando la  suya propia sobre el piso de concreto, más allá del refugio de los ca jones.  jone s. Cuand Cuandoo Mart Martin in se dio cuen cuenta ta de que Filo habí habíaa vis visto to su sombra al lado de la suya, saltó y salió corriendo lo más rápido que pudo hacia el final de un corredor largo al aire libre. Creía escuchar la respiración entrecortada de Filo a sus espaldas. Las sirenas de los patrulleros le dieron esperanza, pero la falta de aire lo obligó a detenerse. Se arrodilló detrás de un gran bote de basura, no muy lejos de la  198

 

El Garante

entrada, abrazándose con fuerza. Desde la calle, una voz fuerte le in-

dicaba a la gente que se alejara. —Charlie y Bob ya están adentro —dijo otra voz familiar. Era Kinlan—. Por aquí, Noah. Yo te cubro. Su joven compañero, Noah, estaría ya dentro del matadero. Martin creyó que el corazón se le salía del pecho. Tenía Tenía que hacer algo. Se puso de pie justo a tiempo para ver a Filo aparecer detrás de Noah enarbolando su cuchillo sobre la cabeza. —¡Noah! ¡Cuidado! —gritó Martin, haciendo que Filo girara y no diera en el blanco. Kinlan corrió hacia Filo, disparándole dos veces. Éste se cayó sobre las rodillas mientras cambiaba el modo de tomar su cuchillo. Martin vio sus movimientos con tanta nitidez que le parecieron hechos en cámara lenta. Ya en el suelo, Filo levantó el brazo y le lanzó el cuchillo a Kinlan, alcanzándolo en el hombro izquierdo. Cuando Kinlan soltó un aullido de dolor, a Martin se le dio vuelta la cabeza de la desesperación. ¿Qué había hecho? Kinlan estaba más joven y más delgado. del gado. Diez años de remordimientos y de miedo harían mella en su apariencia física. Martin sintió una cálida cercanía hacia este hombre que, diez años más tarde, estaría tan dispuesto a ayudarlo. Quería correr a su lado para asistirlo, pero los paramédicos ya lo estaban atendiendo. A Filo lo llevaban esposado en una  camilla. No gritaba ni gemía a pesar de la sangre que estaba perdiendo. Martin se incorporó y salió tambaleándose la calle. Dobló la esquina, lleno de impotencia al comprender quea no sólo no habíaenpodido impedir los asesinatos sino que había sido el combustible que provocara el incidente. Había salvado la vida de Noah, pero su propio amigo estaba malherido. A Filo le darían cadena perpetua, hallado culpable de tres asesinatos, y dos años más tarde estaría muerto. Sin embargo nadie, excepto Martin, sabría jamás que él mismo había sido la causa c ausa real de la  masacre. Se arrastró hasta la estación de trenes y tomó un taxi que estaba esperando ahí. 199

 

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—Al Lincoln Center, por favor —murmuró, todavía tratando de re-

cuperar algo de aire. Un instante después, Martin se dio cuenta de que estaba aún atrapado en un tiempo al que no pertenecía. Una tristeza profunda y una gran ansiedad se sumaron al sentimiento de pérdida. —¿No se estarán enfriando los panes que le compró April? —preguntó una voz conocida desde el asiento delantero. Martin miró al conductor por primera vez. Era Joe Sagasti.

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Capítulo XXXV

 April le abrió la puerta del apartamento de Martin al detective Kinlan, Kinlan, sin poder dejar de temblar. —Lamento no haber podido llegar antes —dijo Kinlan al entrar—. Un loco que ha estado cumpliendo una condena en el hospital carcelario desde 1991 mató a tres enfermeros y escapó esta mañana.  A ella nada podía importarle menos. —¿Alguna noticia de Martin? —preguntó Kinlan. negósecon la cabeza. —Desapareció hacedemás de tresSé  horas  jo April mientras paseaba de una punta a la otra la sala—. que —dile ha  pasado algo. —Sagasti no matará a Martin —la tranquilizó el detective.  April lo miró. ¿Qué podía saber este hombre? —Necesitaa su firma. —Necesit  April hizo un esfuerzo por creerle, pero sentía que Martin estaba en peligro. Desparramó las fotos de Sagasti sobre la mesa y advirtió la impresión que le causaron a Kinlan. —¿Dónde las consiguió? —En Internet. —Soy todo oídos. —Martin diría que es otro juego de Joe. No sé si su participación en todo esto es verdadera o falsa, pero da miedo, señor Kinlan. —Ya lo creo. ¿Puedo ver los sitios donde las encontró?  April llev llevóó al detect detective ive al escri escritorio torio de Martin y se sentaro sentaronn uno al lado del otro. Ella siguió los mismos pasos que había realizado antes para buscar los sitios. Había tenido el cuidado suficiente para guardarlos como Favoritos, pero cuando trató de abrirlos, apareció el mismo 201

 

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mensaje en la pantalla:

La página que usted busca no está disponible.  April no se dio por vencida. Ingresó Ingresó en sitios de moda para verificar si la conexión a Internet funcionaba, y lo hacía bien. Pero cuando quiso volver a las direcciones guardadas, volvía a aparecer el mismo mensaje estúpido. ¿Cómo podía Sagasti Sagasti alterar alterar algo como Internet? La sensación de peligro le horadó un agujero en su interior. —Los sitios funcionaban perfectamente cuando lo llamé —susurró. —Así que Sagasti también juega sus juegos perversos con usted —di jo Kinlan. ¿Qué sabía el detective de su pasada relación con Joe? La culpa se le subió a la garganta. Tragó Tragó para bajar el gusto a bilis. Necesitaba borrar el capítulo de Joe de su vida, y este hombre no la estaba  ayudando. Martin lo había hecho, a pesar del dolor de conocer su vínculo conella. Sagasti. La aceptaba talsu como era, y eso tenía un inmenso valor para En este momento, desesperación era encontrar a Martin vivo y a salvo. Era la persona que más le importaba en el mundo. Se dio cuenta de que su amor por Martin era más profundo de lo que jamás había creído posible. Kinlan parecía derrotado. Contemplaba una foto en la l a que Joe acompañaba al general Hardy y al presidente Truman el 25 de julio de 1945. Los dos oficiales estaban sentados ante un escritorio, firmando la orden para lanzar la bomba atómica en Hiroshima. •





Filo había entrado en la cocina cuando April le abrió la puerta a  Kinlan. Ahora estaba ahí, mirando todo y cuidando de no hacer ningún ruido. Las instrucciones que recibía, una y otra vez, eran claras: No toques nada. Él no tenía intenciones de hacerlo hasta que vio un  juego  jue go de cuc cuchill hillos os brill br illante antess sobre sob re la mesa mesada. da. Comparó su viejo cuchillo con este flamante juego de Martin. Eran los cuchillos cuchillos más hermosos que hubiera visto jamás. Deslizó la mano por los mangos modernos. 202

 

El Garante

Suavemente sacó el más grande de su ranura en el bloque de roble que

los contenía y tocó la hoja brillante. Era increíblemente filosa, como si no se hubiese usado nunca. Sonrió ante el recuerdo imborrable de una  hoja de metal cortando carne blanda y viva. No quería lastimar a nadie, pero al mismo tiempo deseaba que el señor Sagasti le permitiera  demostrarle cuán hábil era con estas herramientas.

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Capítulo XXXVI

Martin observaba a Sagasti por el espejo retrovisor mientras éste conducía el taxi por la pesada jungla de hierros del Puente Queensboro hacia Manhattan. Captó la expresión de placer de su rostro, como si se regodeara de la situación. —¿Podemos ponerle punto final al juego, Martin? —sugirió Sagasti—. Podemos ir directamente al banco y culminar todo este dolor, o puede elegir quedarse aquí, fuera de su tiempo, y aguantarse el saber que April está por morir  ¿Dónde estabaapuñalada. April?  El miedo le hirvió adentro hasta convertirse en ira, fortaleciendo el impulso de destruir a Sagasti. Si lo dejaba ahí, se dedicaría a advertir a  otros sobre lo que les sucedería en el futuro. Haría todo lo posible para  cambiar la historia y arruinarle al Diablo todos los planes que pudieran hacerlo disfrutar de una victoria. —Si me deja aquí, me visitaré y me advertiré sobre lo que intentará  hacerme dentro de diez años. Después, iré a las cadenas nacionales de televisión y le contaré a la gente cada acontecimiento que recuerdo hasta el año 2001. —No le creerán. —Probablemente no lo harán la primera vez, pero en cuanto la realidad me dé la razón, todos me consultarán —dijo Martin—. Detendré conflictos internacionales. Le daré a la policía datos sobre asesinatos que aún no se han cometido. Se sorprendería al comprobar qué buena memoria tengo. Seré indispensable, un protagonista clave del siglo. Supongo que al Gerente Ejecutivo de las Tinieblas no le haría mucha gracia  que yo revolviera la historia de esa manera. 204

 

El Garante

Martin observó a Sagasti. Lo vio tragar saliva.  ¿Habría dado en la te-

cla? Intentó mostrarse calmado pero no podía dejar de pensar en April. Podía Pod ía estar en peligro. —Crearía paradojas —dijo el recaudador de almas con un tono de alarma que Martin nunca le había oído antes—. Generaría conflictos terribles. historia unFilo. problema granque envergadura. Mire si no loCambiar que acabala de hacer escon ¿Cree de acaso este odio que le tiene no tendrá consecuencias en el futuro? —¿Cree usted que a mí me importa? —espetó Martin—. Además, Filo murió un par de años después de los asesinatos que me hizo presenciar. Sagasti se rió. —¡Qué equivocado está, mi querido dragón! —le di jo—. Está tan vivo como usted y listo para vengarse. Después de todo, fue usted mismo quien le cambió la vida hoy...  April está ahí afuera. Sagasti desvió la mirada. —¿Usted vivir esta vez, pero ¿qué lo hace pensar quesesucree almaespecial? vale másFilo queloladejó de cualquier otro? —preguntó para retomar el tema—. Eso sería mezquino y  egoísta, doctor, y usted no es de esa clase de gente. No pierdas esta oportunidad, Martin. No hay nada que puedas hacer por   April en 1991. —¿Está seguro de que no soy así? —preguntó Martin tanteando este nuevo método de confrontación. Sagasti aceleró por el puente. ¿El monstruo se estaba poniendo nervioso?  Martin disfrutó el descubrimiento de esta¿Qué debilidad en el plan de Sagasti. No osaría abandonarlo en el pasado. explicación le daría a su amo si lo hiciera? —Los hombres se han pasado la vida luchando por el predominio de los dioses —dijo Sagasti—. Luchan por el bien, o por lo que perciben como bueno. Pero Pero nunca nadie luchó por los antagonistas, por las amenazas del mal. Esto le ha dado a Lucifer mucha más unidad y consistencia. Por esa misma razón, el hombre jamás logró liberarse del dolor ni de la culpa. Ése es nuestro éxito cotidiano, doc. —El de su amo —lo corrigió Martin sin inmutarse—. No el suyo. 205

 

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Sagasti forzó una sonrisa y siguió conduciendo rumbo a Manhattan.

 April estaba en peligro, en alguna parte, al alcance del maldito. Era una  presa fácil. Los latidos fuertes del corazón de Martin delataban su ansiedad. Anhelaba regresar al presente, donde estaba April, pero se tragó el deseo. ¿Qué poder tenía Sagasti sobre la determinación y la voluntad de Martin? Ninguno, porque él estaba decidido a seguir dándole batalla. La  resistencia era la clave del poder. poder . Sagasti no era todopoderoso. Una nueUna va oleada de mareos lo obligó a cerrar los ojos. La sensación le resultó familiar. ¿Sagasti lo estaba enviando otra vez al año 2001? Cuando abrió los ojos, el taxi se había detenido en la Quinta Avenida  y la 68. —¿Por qué se detiene aquí? Estamos del otro lado del parque —dijo Martin. —Usted es joven, doc. Un poco de ejercicio le hará bien —respondió Sagasti—. Para No ser debería franco, yo también prefiero el 2001. Si fuera usted, correría a casa. haber aceptado la ayuda de April, ¿sabe?  A Martin le saltó el corazón con un estallido estallido de adrenalina. —¿Qué le hizo? —Por el momento, nada. Sin embargo, deberá morir, o traicionará a  más hombres fuertes y honestos. Lo traicionó a usted para estar conmigo, y ahora me está traicionando a mí para recuperarlo. Yo no confiaría  en ella, Martin. Además, si no es mía, no será suya. Filo escapó de la prisión esta mañana y ya debe de haberla encontrado sola en su apartamento. El pobre más hombre cómo que vengarse. Lovenir siento, no pue-y  do acercarlo que está hastabuscando aquí, a menos prefiera conmigo firmar el documento. Martin saltó del taxi y salió corriendo lo más rápido que pudo a través del parque.

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Capítulo XXXVII

El miedo que Martin sentía le tensó los músculos con tanto dolor que atravesar Central Park se volvió un desafío interminable.  ¿Estaba en el   2001 otra vez? Dos niños pasaron corriendo a su lado hablando de Harry Potter. Sí, no cabía la menor duda.  ¡Dios santo! ¿Dónde estaban los teléfonos públicos?  Tenía que averiguar si April estaba bien. The Dairy emergió a su izquierda como una pequeña iglesia de campo salida de un cuento de hadas corriendo. las monedas en la ranuray yMartin marcóentró el número de su Un casa.teléfono. KinlanInsertó respondió de inmediato. —Martin, ¿estás bien? —preguntó el detective. —Sí, ¿dónde está April? —Preparando —Pr eparando un café en la cocina. Estaba por dar parte a la policía de tu desaparición —dijo Kinlan—. ¿Dónde te habías metido? Martin se rió con el alivio de un sobreviviente recién rescatado. —No —No importa eso. Filo no está muerto. Escapó de la prisión esta mañana. —Claro que el hijo de puta no está muerto. ¡Ojalá lo estuviera! ¿Qué teMartin hizo pensar había ya noque sabía quémuerto? era realidad y qué no. —Yo... no sé. ¿Y la policía acaso...? —Sí, estamos buscándolo. ¿Cómo te enteraste? —Es una larga historia. Estaré ahí en diez minutos. ¿No saben dónde está ahora? Se produjo un prolongado silencio en la comunicación, y Martin escuchó algo que sonaba como la voz de otro hombre lejos del teléfono. —¡Kinlan! ¡Hábleme! Nadie respondió. 207

 

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Martin soltó el tubo y corrió desesperadamente hacia su casa.







 Al entrar por la puerta de su apartamento, la voz que más temía en el mundo bienvenida. Martin —retumbó el acento extranjero lededio JoelaSagasti en toda—Hola, la habitación—. Nos has hecho esperar un buen rato. ¿Dónde estabas, hijo mío? En ese momento Kinlan ingresó en la sala desde el escritorio de Martin con los brazos alzados torpemente y una terrible expresión de impotencia y de culpa en el rostro. Martin recordó la herida que el detective había recibido en el matadero. Filo venía detrás de él, con April. El acero reluciente de la cuchilla de Martin brillaba contra la piel de su novia. Vio la mueca de terror de April y se quedó paralizado, con los músculos ardiéndole Quería algo, peromás un recuerdo invadió su mentecomo se lofuego. impedía. “Sondecir los cuchillos filosos delque mundo”, le había dicho el empleado de la tienda cuando los compró.  ¡Haz algo, Martin!  Era imposible olvidar la asombrosa habilidad que Filo tenía con los cuchillos. Media hora antes, le había demostrado que era capaz de destripar a un hombre de un solo tajo. ¿Cómo evitar que derramara más sangre ahora? Después de todo, con una sentencia a cadena perpetua encima, lo mismo le daría matar a tres personas o a una multitud. más rápido que usted, ¿no? —dijo la voz de Sagasti desde la boca—Fui de Filo.  ¡Dios santo! El monstruo estaba usando el cuerpo de Filo. Martin sentía la desesperante necesidad de pensar lógicamente, pero la extraña sensación de que todo estaba dado vuelta se lo hacía casi imposible. Sintió un desplazamiento en su mente, una peligrosa pérdida de la razón. Los ojos de Filo cargaban con el peso del alma de Sagasti, con esa oscuridad insondable más allá del color que Martin sólo había visto en la mirada de su enemigo. La elección de las palabras correctas podía  salvar la vida de April. El menor error podía matarla. 208

 

El Garante

 Juega la partida, Martin.

—Suéltela, Sagasti. Esto es entre usted y yo —dijo Martin—. Fue mi  abuelo el que firmó un pacto con su amo, no el de ella. —Se puso a mi alcance, Martin. Presentó su garganta ante mi cuchillo, y así la tomé —recitó Sagasti a través de Filo.

Hazle quenotelahalastime vencido. —Muycreer bien, —le indicó Martin—. Suéltela y firmaré. Filo no se movió y la tensión se expandió por el aire, asfixiándolos a  todos. Filo era la herramienta perfecta de Sagasti para este trabajo espeluznante. Si el amor de su enemigo hacia April era tan real como ella  afirmaba, usar a Filo para lastimarla posiblemente mitigaría su propia  culpa. Martin no podía evaluar si la desesperación de Sagasti sería más fuerte que la culpa de sacrificar el objeto de su amor, amor, si es que el monstruo era capaz de sentir culpa alguna. Después de todo, la maldad de sus recursos lo imaginable. Kinlan a MartinMartin y le hizo una leve superaba seña haciatodo un bulto visible debajo de miró su chaqueta. sabía que ahí llevaba su revólver y que estaría listo para usarlo no bien tuviera la oportunidad. Filo mantenía a April pegada a su cuerpo, apretando la titubeante hoja del cuchillo contra su cuello. Aflojó la presión de su mano izquierda sobre la cintura de la joven. Sin sacarle a Martin los ojos de encima, extrajo de un bolsillo el tubo de bronce con el pergamino y se lo entregó. Era la primera vez que Martin tenía el instrumento de su condena las manos. El bronce estaba frío, como Filo que lo hubiera  sacado delenrefrigerador; le recordó la temperatura de sireptil tenían las manos de Sagasti. —Ahora suéltela y ponga el cuchillo sobre la mesa —dijo Martin, fingiendo una calma absoluta. Filo vaciló. Las lágrimas corrían por las mejillas de April en una muestra de callado pánico. Kinlan resopló y tosió. —No le haré daño —murmuró la voz de Filo. —Suéltela o no firmaré —aseguró Martin con la mirada clavada en su oponente. El hielo que había percibido en las pupilas de Filo cuando 209

 

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estaban en el matadero se había derretido en la expresión de un hombre

atemorizado por un posible castigo. Martin esperaba que Sagasti pudiera “sentir” realmente el cuerpo que estaba habitando en ese momento. —Vamos, doctor, sabe que no la soltaremos —dijo la voz de Sagasti en boca de Filo—. Esto es todo lo que puedo hacer —volvió a decir Filo, apartando el borde filoso de lasujeta. cuchilla del cuello de April, mientras su musculoso brazo la mantenía —¿Tiene —¿T iene el alfiler? —preguntó Martin. Sin soltar la cintura de April, Filo tomó la aguja de Sagasti de su solapa. Martin se dio cuenta de que tendría que aceptar este riesgo extra: Filo no dejaría a April suelta en la habitación. —Por —P or favor, favor, Martin, no firmes —le suplicó April en un susurro desesperado. —Todo estará bien —reafirmó él—. Filo, sígame al escritorio. Se sentó a seco su escritorio, y cuando el tubo deMartin bronce,iba el adelante. roce del documento y amarillento contraabrió el recipiente de metal le produjo un escalofrío. Filo le indicó a Kinlan que entrara  en la habitación delante de él, y se quedó con April ante la puerta, vigilando los movimientos del detective. Martin examinó el papel por primera vez. Era suave, como si estuviera hecho de piel de bebé, y los bordes eran perfectos aunque mucho más gruesos que el resto de la superficie. La vieja caligrafía cal igrafía trazada en sangre brillaba bajo la luz de la tarde. Martin se estremeció. El presente acuerdo se libra entre Don Luis Arnedo, en adelante denominado el Beneficiario Vitalicio, de treinta y dos años de edad, y Lucifer Satán Belcebú, en adelante denominado El Diablo, eterno y perfecto. El Diablo otorga al Beneficiario Vitalicio el amor de Doña María Benedetti de por vida. A cambio de dicho beneficio, el Beneficiario Vitalicio se compromete a entregar su alma a El Diablo, en perfecto estado, al momento de su muerte natural. 210

 

El Garante

Si el alma del Beneficiario Vitalicio no llegara a El Diablo

por algún motivo, éste tendrá el derecho de reclamar el alma del primer descendiente masculino del Beneficiario Vitalicio en línea directa, en adelante denominado El Garante, quien entregará la misma sin derecho a reclamar beneficio algunoherramienta a su favor. favor. EldeDiablo se reserva reser va alcance el derecho usar cualquier persuasión a su paradeobtener el pago del presente pacto mediante la voluntad y consentimiento de El Garante.  Atestigua Don José Sagasti, representante de El Diablo, quien firma en nombre de su Amo. El Beneficiario Vitalicio firma por cuenta propia y por El Garante, aún sin nacer,, en Buenos Aires, República Argentina, el día dos de nocer viembre de mil novecientos treinta y seis. Martin contempló la firma vacilante de su abuelo y no pudo evitar compararla con los trazos complejos aunque bellos de la firma de Sagasti. Se preguntó de quién sería la sangre con la cual habían redactado el pacto, que aún brillaba con un fulgor tan inquietante después de tantas décadas. —El alfiler —dijo Martin, y Filo se acercó con la larga aguja. Martin la tomó en su mano derecha, inclinándose sobre el documento, fuera de la vista de Filo. Cuando se aseguró de que el asesino se había controlar movimientos, un salto giró y le estirado clavó el sobre alfiler élenpara el ojo. La voz sus de Sagasti aulló decon dolor, haciendo vibrar los cristales de las ventanas como si los sacudiera un terremoto. El documento se prendió fuego y desapareció en un segundo sin dejar el menor rastro de ceniza sobre el escritorio. Martin no quitó la mano a  tiempo y sintió el ardor en la punta de los dedos. El olor horripilante a  piel quemada que brotó del contrato lo hizo toser.  ¡Apúrate!   ¡Apúr ate!  No había tiempo para pensar en el dolor ni en el humo. Se lanzó hacia afuera, tomando a April de la mano. El eco escalofriante del acento 211

 

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extranjero de Sagasti estalló en una andanada de insultos que le hela-

ron la sangre. —¡Kinlan, vamos! ¡Larguémonos de aquí! —gritó Martin. Kinlan sacó el revólver, pero Filo ya estaba en la sala, detrás de ellos. Martin lo vio asir el cuchillo que llevaba en la cintura y enarbolarlo en el —¡Por aire. ¡Otra vez no!  favor, no me obligue a hacerlo! —rogó la verdadera voz de Filo. Desde el pasillo, Martin escuchó el grito de Kinlan y un disparo.

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Capítulo XXXVIII

Filo pasó cerca de April y Martin, dejando un surco de sangre tras de sí. Rengueando y sollozando como un niño herido, desapareció escalera abajo. Martin corrió hasta el apartamento. Kinlan yacía en el suelo con la cuchilla de cocina clavada en el hombro izquierdo, tal como lo había visto en el matadero. Dios, ¿qué era real y qué no?  —¡El de puta lo hizo otra vez!de—gimió Martinhijo sintió una vez más el peso la culpa.Kinlan—. —Kinlan,¡Sácamela! lo siento tanto —dijo a punto de quebrarse. —¡Vamos! —le ordenó Kinlan—. ¡Toma el mango y tira! —Llamaré a una ambulancia y a la policía —dijo Martin, pero Kinlan lo detuvo con su brazo sano. —No llames a la policía. Los conozco. Los idiotas creen que ya estoy  viejo para este caso. Se lo darían a un policía joven que no sabe una  mierda sobre Sagasti. razón. más No necesitaban involucrara en estaKinlan locura.tenía No harían que agregar que una nadie nuevasevíctima al juego de Sagasti. —Entonces llamo a la ambulancia. Necesita atención urgente. —No, el hospital se comunicaría de inmediato con el Departamento. Martin clavó los ojos en el hombro de Kinlan. Tenía Tenía demasiado miedo para discutir discutir.. —Tráeme —Tráeme gasas del baño —le pidió a April tomando el mango de cuchillo en su mano y extrayéndolo con un movimiento rápido. El alarido de Kinlan hirió a Martin como si el cuchillo hubiese salido 213

 

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de su propia carne. April trajo un maletín de primeros auxilios. Martin

roció con desinfectante la herida profunda y apretó unas gasas para detener la sangre. —Sírveme algo fuerte. Rápido —suplicó Kinlan. Lucía viejo y frágil—. Al menos es el mismo hombro que me acuchilló el día que salvé a Noah. —Lo sé —respondió Martin sin pensar.

Dios mío, ¿sería prudente contarle al detective que él había sido la causa  de esa vieja herida?  —¿Y tú cómo lo sabes? Vamos, Martin, piensa rápido. —La noche que nos conocimos en la comisaría hablamos sobre Filo, ¿recuerda? —mintió, con la esperanza de que Kinlan no preguntara nada más. Ya no podía dilucidar qué había sucedido y qué no, si el verdadero pasado era aquél en el que había antes de su recienteeseexperiencia en 1991, o el pasado nuevo que creído él mismo había generado día.  April trajo una botella de whisky para Kinlan. El viejo bebió a grandes sorbos. —La policía tiene que saber que estuvo aquí —dijo Martin. —Yaa lo están buscando —respondió Kinlan. —Y Martin reflexionó un momento. —Muy bien —dijo, poniendo más gasa sobre la anterior, que ya estaba empapada en sangre—. Si no es al hospital, ya sé adónde llevarlo. —Apurémonos quevuelva pierdaa demasiada sangre en —dijo April.Espe—Sí, y antes queantes Sagasti centrar su mente nosotros. ro que ese aguijonazo en el ojo lo mantenga ocupado por un rato. •





Sagasti perdió toda su concentración yóguica con la punzada infernal en su ojo izquierdo. Retorciéndose de dolor, abandonó de un salto la  postura Gomukhasana que había adoptado. Se apretó la cara con ambas manos contorsionando todos los músculos, y corrió c orrió hasta el inmenso es214

 

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pejo de marco dorado que colgaba en el centro de la pared principal de

su loft, inhalando todo el aire que entraba en sus pulmones. Un momento después fue aflojando con ternura la presión sobre su ojo. El párpado superior parecía sellado al inferior inferior,, como pegado con parafina, pero no estaba lastimado Aunque el susto le había impedido recordarlo por unfosa momento, ningún yserexhaló humano podía lastimar Inhaló por la nasal izquierda por la derecha. Pocosua carne. poco recuperó la respiración normal. Un pequeño paseo lo ayudaría . Vamos, pasito a pasito. Uno, dos, uno, dos. Caminó hasta el gran ventanal que daba al jardín. Las bellas dracenas se mecían con la brisa. Sintió temblar el párpado como si el músculo hubiera recuperado el tono otra vez, y el ojo se le abrió normalmente. Cerró el derecho para controlar la vista. Las hojas delgadas de las arecas contrastaban su verde claro con la hiedra oscura que cubría  la del fondo. suspared maceteros chinos.Adoraba el efecto de esas plantas exuberantes en —Deja que cada ojo negocie por sí mismo, y no confíes en agente alguno, Milord. Ésta fue la más cruel de las heridas —recitó con renovada confianza al ver su rostro perfecto—. ¡Qué idiota he sido! Sagasti focalizó su poder, poder, y a través de sus ojos conjuró la llama de una  lámpara haciendo que el contrato de Luis Arnedo se materializara sobre la mesa. Pero en ese momento los aullidos demenciales de Los Esbirros cayeron sobre él, empujándolo contra el espejo. Escuchó el crujido que hizo al romperse.  ¡Una joya del siglo dieciocho!  Una tercera visita del Amo no podía traer buenas noticias.  ¿O es que Lucifer se estaba copiando de su jueguito personal de “tres “tres veces   para ser recordado recordado”?  —¿Desde cuándo estás autorizado a entrar en otro ser humano vivo para evitar el uso de tu propio y despreciable cuerpo? —vociferó Lucifer desde el centro del cerebro de Sagasti. —¿Qué daño haría, Su Señoría? —No te permitiré hacer alarde de tu poder en vano, Sagasti. 215

 

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—Su Alteza, no lo usé para mi autoprotección, ni por vanidad, sino

para aumentar la angustia de Mondragon —murmuró Sagasti con el rostro pegado contra el espejo—. Necesitaba darle el susto de su vida, así que pensé... —¡Mal! —rugió Lucifer, haciendo que Sagasti se encogiera ante el dolor de cabeza su vozsileno producía—. El así tiempo está mordiendo los talones, así queque apúrate, quieres verte en untefuturo muy cercano. Sagasti fue obligado a mirar su propio reflejo en el espejo rajado. Vio su cuerpo infestado por millones de gusanos, carcomido hasta que los ojos se salían de las cuencas huecas de su cráneo grisáceo. La sangre se le enfrió de golpe, y un silencio profundo llenó su escondrijo cuando Los Esbirros se retiraron. Le dio la espalda a la temida imagen de la  muerte en el espejo, y arrastrándose hasta la cama, reptó bajo la seda pesada de sus sábanas. —¡Romperé el alma de Mondragon en hasta dos! —susurró en la oscuridad—. ¡Destruiré sus tesoros más amados que me suplique que lo deje firmar ese maldito pacto!

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Capítulo XXXIX

Martin hablaba con su madre por teléfono mientras atravesaba la  ciudad manejando a toda velocidad. Tiempo atrás había sido una enfermera quirúrgica de primer nivel, y Martin ahora esperaba que tuviera no sólo los materiales necesarios sino el coraje para manejar una  emergencia. —Un amigo mío, sí —le dijo—. ¿Podrías...? —Tengo el instrumental —respondió Ana—, y la mente clara. Y como si esto fuera sos mi hijo. Así que si me —gritó pedís ayuda, ayudo. —¡Martin, estápoco, perdiendo el conocimiento! Apriltedesde el asiento de atrás. —Manejá con cuidado, hijo —dijo Ana—, ¡pero apurate! —Llegaré lo antes que pueda —respondió antes de cortar.  A lo largo de los años, había crecido con la convicción de que su madre era una mujer desvalida cuya vida se había partido en dos después de la muerte de su hija. Pensaba que había sobrevivido en parte por él, y en parte por una especie de incomprensible inercia. Pero Pero había soportado dolorparecían de la pérdida y de laque soledad Laselcalles más largas nunca,siny quejarse. la respiración pesada de Kinlan lo hizo apretar aún más el acelerador. Cuando llegaron a Rego Park, no les resultó fácil sacar a Kinlan del coche. Martin se dobló bajo el peso del detective, que sangraba profusamente. Le preocupaba que su amigo se hubiera desmayado dos veces durante el viaje.  Ana abrió la puerta de su casa y Martin vio la fuerte impresión que Kinlan produjo en su madre. Quizás un herido fuera demasiado para ella. Tendría que haberlo pensado dos veces . —Por aquí, pasen —dijo asustada mientras los guiaba hasta su dormitorio, 217

 

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donde la cama ya estaba preparada para hacer de mesa de cirugía.

—Mamá, éste es el detective Kinlan. Detective, mi madre, Ana —los presentó Martin mientras ayudaba a Kinlan a quitarse la camisa. Martin vio que Kinlan intentaba sonreír. sonreír. —Señora Arnedo, Ana, lo siento mucho —dijo, pero su disculpa se convirtió en una mueca de dolor.

 Al menos está consciente, pensó Martin cuando escuchó a Kinlan pronunciar el nombre de su madre. —Ahora déjenme trabajar trabajar..  Ana sacó a Martin y a April del dormitorio. —Mamá, ¿Kinlan...? —Quedate tranquilo que no voy a dejar que este hombre se muera. Si te necesito, te llamo. Martin y April obedecieron y Ana cerró la puerta tras ellos. •





 Ana miró a Kinlan con una sonrisa triste y se acercó. El hombre que había amado y odiado toda su vida estaba ahí, desangrándose sobre su cama. Quería echarse a llorar y a gritar, y sentir sus brazos fuertes alrededor de su cintura una vez más, pero con gran esfuerzo apartó el tropel de recuerdos que brotaba de los rincones más cerrados de su mente. Lo que necesitaba ahora era el pulso firme. Debía ser fuerte para curar a Sean, tener la misma fibra que había necesitado cuando decidió no verlo nunca de su vida se habían evaporado como una gota de más. agua Veintiséis bajo el sol años del verano. Se había comprado un vestido rojo aquel lejano día del pasado sólo para escucharlo decir lo bonita que se veía en él. —Ahora te voy a examinar la herida —le dijo mientras se lavaba las manos con una solución antiséptica—. Sean, esto te va a doler. Kinlan la contempló. —Ana, no me importa si me muero ahora. Durante años soñé con verte otra vez —le dijo—. Nunca pensé... —Ahora no hables —respondió ella mientras se calzaba guantes quirúrgicos. 218

 

El Garante

—Ana, por favor, dime que no me has olvidado.

—No te olvidé —replicó ella—. Pero no me hagás llorar, que tengo los guantes puestos. Kinlan le sonrió. Ella podía sentir el dolor del cuerpo de Sean como si fuera el suyo propio. —Ya vamos a tener tiempo de explicarnos todo. •





Martin no podía estarse quieto. Había transcurrido una hora y su madre aún no había salido del cuarto. Encontró una docena de excusas para entrar y averiguar qué le estaba pasando a Kinlan, pero una voz interior le decía que esperara y confiara en los conocimientos de su madre. Si necesitado su ayuda, se lala habría Pero los había sacadohubiese del dormitorio y había cerrado puerta.pedido. Pero —Kinlan se pondrá bien —dijo April, palmeando el asiento del sofá  para que Martin se sentara a su lado. —No quiero que se muera —se escuchó decir Martin. En ese momento Ana entró en la sala y se hundió en el sillón. Encendió un cigarrillo. —¿Cómo está, mamá? —Ahora duerme. Hay que esperar —dijo Ana—. Me dijo que es la  segunda lo hieren mismo hombro. Y el mismo criminal. La policíavez es que la misma bostaeneneltodas partes.  ¡Dioss santo  ¡Dio santo!! Había visto a Filo acuchi acuchillar llar a Kinla Kinlann dos veces en menos  de dos horas. —¿Es serio? —preguntó Martin. —Esa herida la va a tener que ver algún médico. Lo que estás haciendo no está bien, Martín —dijo Ana pestañeando rápidamente. —No quiere que llamemos a nadie —se justificó Martin—. Mamá, creo que te debo una explicación. —¡Y a vos qué te parece! —lanzó enojada Ana. Martin vio que estaba  219

 

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a punto de estallar, pero ella cerró los ojos y abrió la mano, invitándolo

a hablar. Martin se volvió a April y suspiró. —Hubo una pelea en una fiesta la otra noche —dijo—. Le pegué a  un tipo y terminé en la comisaría número seis. Kinlan me tomó declaración, y para cuando todo se había arreglado y ya estaba libre para irme, nosmiró habíamos hechocomo amigos.  Ana a su hijo si aca acabara bara de darl darlee la peor noti noticia cia del mundo. —¿Amigos? ¡Si es un viejo! Podría ser tu padre —exclamó, haciendo sonreír a Martin. —Bueno, mamá, él... —¿Quién lo lastimó? —lo interrumpió ella. —Un loco que se escapó del hospital hoy —dijo Martin.  ¿Cómo podía explicarle lo que estaba sucediendo?  vio Tal a su vez madre pitar con cigarrillo. l a habíaMartin alterado. había sido unfuerza error su traer a KinlanLaasituación su casa. la —¿Y ahora dónde está el loco? —Se escapó.  Ana volvió a cerrar los ojos. Martin se preguntaba si le l e estaría creyendo las medias verdades que le contaba. Cundió el silencio. —¿Los malos saben que está acá? —volvió a preguntar. —No —se apuró a contestar Martin, arrepintiéndose de inmediato—. No lo creo —agregó. Se puso de pie y miró a April: ella comprendía lo que estaba pensando.  Ana asintió y se tomó su tiempo para contestar contestar.. —Y —Yoo me voy a ocupar del detective Kinlan el tiempo que haga falta —sentenció. —Gracias, mamá. Eres increíble, ¿sabes?  Ana abrió los l os ojos y contempló a su hijo. Cuando se puso de pie y lo abrazó, Martin sintió el cuerpo de su madre temblando contra el suyo y  el abrazo fuerte de sus brazos flacos sobre su espalda. La amaba tanto. —Hoy me llamó Joe Sagasti —dijo con c on renovado entusiasmo, soltándose del abrazo—. ¡Tres veces! Qué encanto de hombre. Martin se sobresaltó.  ¡No! ¡Con mi madre no! Inconscientemente se 220

 

El Garante

volvió hacia la ventana, como esperando ver una manada de lobos ham-

brientos al acecho. —¿Qué quería? —preguntó. —¡Nada! —se rió Ana—. Quería saber si yo estaba bien. —Por favor, no hables más con ese hombre —dijo Martin. Tendría que advertirle. ¡Piensa, Martin!  —¡Qué pavada!—dijo Estoy Ana segura de que si lo conocés, te que va aviene gustar. Es todo un caballero alegremente—. La semana l e dile go que venga a comer con Félix y con vos, ¿qué te parece? ¡Y con April, claro! Hago unas ricas empanadas argentinas. Tenía que evitar que ella abriera la puerta de su casa al monstruo. —Ahora vas a estar ocupada con tu paciente —dijo Martin. —El detective Kinlan le llevará mucho tiempo, supongo —agregó  April. Sí, April, ¡muy bien!  —admitió Ana—. Bueno, cena puede esperar. do—Es Joe verdad me llame de nuevo, le digo que elladetective Kinlan estáCuanacá y  que... —¡No, mamá! ¡No! ¡No! No le menciones a nadie que Kinlan está en tu casa. Es por la seguridad de todos. —¿Y de qué estoy hablando yo? —espetó Ana—. Si querés seguridad, ¿por qué no llamamos a la policía? —La policía ya lo sabe. Y están buscando al prófugo —le dijo April. —Es un caso complicado —explicó Martin—. Nosotros Nosotros tampoco conocemos los detalles, pero prométeme, por favor, que no le dirás a nadie. Ytodos eso incluye a Sagasti. Los ojos de Ana fueron de April a Martin. Él sabía que su madre no creía una sola palabra de lo que le habían dicho. —¿Tenés problemas, Martín? —preguntó seria. No podía volcarle encima este baldazo de desastres. —No, mamá, estoy bien. Simplemente respetemos la voluntad de Kinlan, ¿está bien? —¡Está bien! De ahora en adelante, muda como si estuviera muerta  —respondió Ana, evitando la mirada de Martin. 221

 

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El corazón le dio un vuelco al ver la expresión en el rostro de su ma-

dre. El campo de batalla ahora la incluía. Y ya era demasiado vasto para que pudiera protegerla. •





Kinlan se despertó durante la noche y miró a Ana, dormitando en un silloncito que había ubicado al lado de la cama. Había envejecido, era  verdad, pero seguía siendo una mujer hermosa. Sus dedos largos y delgados eran tal como él los recordaba, y mantenía esa misma estructura  corporal delicada que tanto había admirado en ella cuando era joven. Tenía un estilo que la hacía casi inalcanzable. Solía llamarla “mi princesa”, sa ”, sintiéndose más como un campesino hincado de rodillas ante su trono que como un noble merecedor de su amor. Tal vez ella se había olvidado de una todaspalabra esas cosas. veintiséis largos sin dorque mediara entreHabían ellos, ypasado sin embargo, ahora queaños la veía mida al lado de la cama, era como si jamás se hubiese alejado de su lado. Con sólo mirarla sentía que la vida valía la pena. Cuando trató de moverse, el dolor en el hombro lo hizo gemir. Ana se incorporó y lo miró con ojos muy abiertos. —¿Cómo te sentís? —Bien. —¿No me mentís? —le replicó, haciéndolo sonreír a pesar del dolor. Siempre le había el acento particular de Ana. Pordurante la seguridad de sus hijos, encantado había dejado todo atrás en la Argentina los años difíciles del gobierno militar. Todo menos su acento, que se negaba a entregar. entregar. Ese modo argentino que tenía para hablar decía mucho de su coraje y de su autodeterminación. La hacía única. —Lamento ocasionarte tantos problemas, Ana. —Los hombres siempre traen problemas —le dijo tomándole la presión arterial—. Si no fuera así, la vida sería un aburrimiento. Ahora decime la verdad. Los ojos azules de Ana no eran fáciles de evadir. —¿Martín anda  222

 

El Garante

metido en algún lío? —le preguntó.

Kinlan se sintió apresado. Quería pensar, pero el calmante que ella le había suministrado lo tenía abombado y se le hacía difícil armar una  historia creíble. —No, no lo está. No tienes nada de que preocuparte—. Le estaba  mintiendo se odiaba por hacerlo. mejor decirle la verdad acerca de suy padre y Sagasti? Kinlan ¿Sería se preguntaba cuántotoda sabría. —Muy bien —dijo Ana con una sonrisa cansada, poniéndose de pie—. Te hice sopa de verduras. Sagasti no era el único tema del que tenían que hablar hablar.. —Ana, espera  —le dijo—. Siéntate un minuto. Ella vaciló, pero luego obedeció. —Martin me contó acerca de la muerte de tu niña —le dijo—. Jamás imaginé algo así. En aquel momento, nunca comprendí por qué no quisiste volver a verme. —Es cierto. Fue miYo… culpa, no la tuya.  Ana se puso de pie y acomodó un par de almohadones detrás de Kinlan. Sus movimientos eran rápidos, nerviosos y eficaces. —Fui yo la que dejé a mis chicos solos en la casa para ir a verte. No vos. ¿Cómo podía siquiera mirarte otra vez? Voy a buscar la sopa.

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Capítulo XL

Félix revolvió el interior del tercer cajón de su cómoda. Otro montón de basura vieja. Marcos deformados de anteojos de aumento se apilaban sobre un par de tijeras oxidadas y una lupa con el mango roto. Sacó una  caja de lata llena de llaves viejas y se sentó en la cama. Revisó una por una con sus manos temblorosas y las descartó con un suspiro largo y  cansado. —Ayúdame, Luis —dijo tomando la foto de su amigo que estaba sobreFélix la cómoda—. ¿Dónde sin las escondí última vez? El contenido de se rascó el mentón afeitar ylamiró alrededor. su armario yacía desparramado por el piso, y cada uno de los cajones de sus muebles estaba abierto y revuelto, como si una banda de ladrones hubiera dado vuelta el lugar en busca de un tesoro escondido. Se arrastró hasta la cocina, donde los armarios mostraban las consecuencias de la misma cacería. Llenó la pava y encendió la hornalla, luego echó una mirada debajo de la pileta. Ni la botella anaranjada de detergente barato ni la esponja gastada le dieron pista alguna. Pero Pero un minuto más tarde, cuando la pava silbar,hasta lo recordó. una banqueta hasta el borde de lacomenzó pileta y sea trepó alcanzarEmpujó una teterita de cerámica que guardaba las tres llaves tan buscadas. Colgaban Col gaban de un anillo de plata. Habían estado tan seguras con él como el tesoro que protegían. Sagasti no las había encontrado. —¡Aquí están, Luis! —exclamó con tono triunfante—. Llegó la hora de hacer lo que tengo que hacer. Espero tener las pelotas. Nunca lo tuve todo en la vida, como tú, pero al menos mi teatro me dio cierta  felicidad. No me quejo. Tú quédate aquí y espérame. Iré a buscar a tu nieto y le mostraré lo que hiciste, ¡desgraciado egoísta y arrogante! 224

 

El Garante

Nunca sabré por qué te quería tanto. Tal vez porque tenías lo que yo

más amaba. Una hora más tarde, un Félix recién bañado y acicalado caminaba por las calurosas calles del vecindario. Le gustaba Brooklyn Heights porque todo lo que lo rodeaba, en especial las viejas casas victorianas, evidenciaba orden del que su propia casacinturón. carecía. Dobló por la calle Montague,uncon las llaves colgando de su El metro se detuvo con un chirrido. Bajó en la calle Houston y caminó por las aceras llenas de gente del Village, tomando mucho aire, como si el coraje y la juventud pudieran inhalarse con el oxígeno. Tenía  una deuda con su difunto amigo. Le había hecho una promesa a Luis y  había esperado, en silencio, durante más de treinta años, para completar su misión. A la vejez, todavía podía convertirse en un héroe, aunque si fracasaba, moriría como un perdedor. Se sentía importante por primera vezArnedo. en la vida. todo,sabría era el laúnico guardián del secreto de Luis Sin Después él, Martindejamás verdad. El sol de la tarde se reflejaba en los charcos que se formaban entre los adoquines. Félix los saltó con cuidado para no caerse. Había cerrado su pequeño teatro de la calle Greenwich hacía siete u ocho años, cuando el  Alzheimer empezó a jugarle malas pasadas pasadas a su mente. Todavía recordaba las risas de la gente cuando Los Mellizos Dorados hacían su número del Rage Magnificent en el escenario. Dobló a la izquierda en la esquina y luego a la derecha en la siguiente, mirando las caras jóvenes que pasaban a sureconoció lado. Pero a la todo intersección Bleecker y Cornelia, no el cuando lugar.. Dellegó lugar pronto parecía de confuso. Demasiadas esquinas, demasiados nombres todos juntos, y no podía recordar hacía dónde debía ir. Al cruzar la calle se tropezó. El sudor le empapó las sienes y la flojedad en las rodillas fue tanta que terminó cayéndose. Sintió que perdía el conocimiento. El ladrido de un gran pastor alemán le llamó la atención. Vio la mirada inteligente de los ojos del perro y una marca blanca con cinco puntas en la frente. Tal vez el perro pudiera salvarlo. Una joven negra  de minifalda verde se detuvo y dijo algo acerca de pedir ayuda. Todo 225

 

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le daba vueltas, como un carrusel desenfrenado.

La sirena se hizo más y más fuerte hasta que se detuvo en la esquina. Dos paramédicos saltaron de la ambulancia y se acuclillaron al lado de Félix, sonrientes. El perro le lamía la cara. Pudo sentir su aliento fuerte. Los dos enfermeros lo alzaron y lo aseguraron con correas a  una camilla, su cuerpo leseperteneciera otra persona. do las puertascomo de lasiambulancia cerraron, elapastor alemán Cuanseguía  mirándolo fijo.

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Capítulo XLI

En la entrada del Centro de Salud Blue Haven, Sagasti tiró de la coc orrea de Conan y palmeó la estrella peluda de su frente. —Buen perrito —le dijo—. La naturaleza les enseña a las bestias a reconocer a sus amigos. Conan lanzó un aullido lastimero. —El viejo Félix podría sernos útil después de todo —comentó observando la mirada ausente del perro—. Hasta podría probarle a Mondragon que nuestro es perfectamente Ahora, a la  oscuridad a la quereclamo perteneces. Mi masajista genuino. personal me está regresa esperando. Sagasti soltó la correa y contempló c ontempló cómo Conan huía rápidamente de su lado. El recaudador de almas subió la escalera hasta el spa de segunda categoría donde trabajaba Colin Henderson. El joven masajista era  tan fácil de manejar como un caballo manso. m anso. Todo lo que necesitaba era  un latigazo de vez en cuando para que sus sueños de progreso y ambición siguieran trotando. Colin lo saludó con su habitual sonrisa tonta mientras Sagasti ingresaba en eloscuro. consultorio de verde y se enfundaba en el kimono verde  ¡Quépintado combinación tan claro deprimente!  —Hoy me gustaría uno de tus “tours sobre el cuero cabelludo” —di jo Sagasti mientras se recostaba en la confortable camilla. —Muy bien, Joe, como usted prefiera. Los dedos ágiles de Colin recorrieron la cabeza de Sagasti como mariposas juguetonas. —¿Cómo está nuestra querida Sondra? —preguntó Sagasti. —Mucho mejor, gracias. Esta tarde la llevo a casa —respondió Colin—. Mil gracias por el doctor que nos envió. El tipo es formidable. 227

 

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Nos enteramos de que es uno de los obstetras de casos de alto riesgo más

prestigiosos de New York. —Bueno, mi ahijado es nuestra primera preocupación, ¿no es así? Sagasti captó la expresión desconcertada de Colin. —Siempre deseé tener un ahijado, ¿sabes? ¿Ya le han elegido un padrino al niño? Le encantaba tomar por sorpresa a laJoe gente. —Le transmitiré a Sondra su deseo, —dijo Colin con una sonrisa  forzada. —Me alegra mucho saber que su maternidad ya no corre peligro —siguió diciendo Sagasti—. La muerte de un bebé debe de ser una experiencia verdaderamente traumática. —Para nosotros habría sido devastador. —¡Así que ahora ha llegado el momento de mimarla! —dijo Sagasti—. Tengo una idea.

Un tercer lo haría inolvidable. — ¡Guau! ¡Gua u! toque ¿De qué se trata? trata ? —preguntó —preguntó Colin Colin mientras mientras seguía masamasa jeando el cuero cu ero cabelludo de Sagasti. — Querría Querría invitarlos a comer en su propia casa el próximo viernes por la noche. —Sería un placer y un honor invitarlo a nuestra casa —dijo Colin—. Es sólo que Sondra todavía no está lo suficientemente fuerte como para... No pierda la paciencia, Milord. No hay dudas de que el hombrecito es —No lento. me has comprendido, amigo mío —lo interrumpió Sagasti—. Invito yo. Todo lo que debes proveer es una mesa y tres sillas. Un servicio de catering llamará a tu puerta, digamos, a las seis y media, y se ocupará de todo. ¿Qué tipo de cuisine prefiere Sondra? —Joe, eso sería demasiado —protestó Colin forzando otra sonrisa.  Así que no te quieren en su casa, Sagasti. De todos modos, aquí no se trata de las preferencias de Colin. —¡Qué va! —dijo Sagasti deshaciéndose de las objeciones—. ¿Qué debo ordenar? ¿Cocina francesa? ¿Italiana? ¿Japonesa? ¿Tailandesa? 228

 

El Garante

—Cualquier cosa que usted elija va a ser formidable.

Era tan poco lo que se necesitaba para obnubilar a este hombre del montón. —Mientras los empleados ponen la mesa y calientan la comida, Sondra y tú se relajarán disfrutando del trago que les traiga el camarero. Yo llegaré de las siete. ¿Teformidable! parece bien? —¡Mealrededor parece absolutamente —exclamó Colin desviando la mirada—. Sondra estará encantada. —Bien —dijo Sagasti—. Estará más que encantada cuando vea el video que llevaré. Mi agente inmobiliario ha ubicado media docena de lugares para nuestro instituto. Estoy seguro de que serán de vuestro agrado. Ese spa será bendecido con la llegada de tu hijo.  A Colin se le humedecieron los ojos. —¡Y nuestras vidas estarán más que bendecidas con toneladas de dinero! —agregó Sagasti. —Haré todo lo que esté a mi alcance para que sea la empresa más formidable de la ciudad. —La voz de Colin rebosaba rebosaba convicción. Sagasti contuvo su sonrisa burlona mientras Colin seguía masajeándolo. Hay lágrimas por su amor, alegría por su fortuna, honor por su valor y  muerte por su ambición.

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Capítulo XLII

 Altar-cuchara-lata-café-filtro-taza. Martin bebió su exprés sosteniendo  Altar-cuchara-lata-café-filtro-taza. la taza con c on ambas manos. Tomó Tomó aire. El aroma fuerte de su mezcla preferida ya no le daba, cada mañana, la paz anhelada. Un pensamiento persistente lo acuciaba: ¿Qué estaba planeando Sagasti? Era el 3 de septiembre. Ninguna noticia de él en tres días era una mala noticia. Se había pasado la mayor parte del tiempo leyendo los materiales que había reunido con Ed para su trabajo inconcluso sobre el Fausto. Esperaba  encontrar que pudiera servirle. En la obraMartin maestra de Goethe, la algún idea dedetalle la alienación de Fausto era constante. se daba cuenta de que su propia relación con el poder del Mal era de otra naturaleza. En primer lugar, no estaba alejado de la realidad. Era Sagasti el que deseaba hacerle perder su equilibrio psíquico y aislarlo en una tierra donde la razón ya no fuera la llave maestra para solucionar los problemas. Otra gran diferencia entre él y Fausto era que él jamás se había  acercado al Diablo para pedir ningún beneficio. ¿Pero sería posible que la ira que a veces sentía contra Chrissie hubiera atraído la atención del Diablo? Tal vez esasiintención habíasuperar convocado a las del Mal. Se preguntaba alguna vezsuya lograría la culpa de fuerzas su muerte. Ni el Doctor Faustus de Christopher Marlowe ni el Fausto de Goethe le proporcionarían una respuesta satisfactoria a su propio dilema. Eran sólo historias nacidas de la imaginación de literatos soñadores, que evocaban todos los viejos miedos arquetípicos. Cuando Ed y él comenzaron su investigación, jamás pensaron que una historia semejante pudiera ser verdad. ¡Dios santo! Toda Toda su estructura psíquica estaba en juego ahora. La creciente acumulación de estrés y de ansiedad se manifestaba en sus tendones apretados y músculos anudados. Tendría Tendría que tomar una deci230

 

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sión muy pronto. No podía dejar de pensar cuántos otros pergaminos

con pactos similares existirían en el mundo. Quizás hubiera cientos de hombres y mujeres padeciendo el mismo problema que él. Si tan sólo pudieran unirse para encontrar el modo de derrotar al Diablo... Pero Pero no tenía tiempo para buscarlos. Y tampoco sabría cómo empezar a hacerlo. Ése no Tenía era el modo, peroalguna podíaiglesia buscarenayuda o información en alguna  iglesia. que haber su vecindario . Martin salió de la cocina y se detuvo en medio de la sala, sorbiendo su café. La sangre de Kinlan había dejado una mancha en el parqué. Martin lo había pulido y encerado lo mejor posible, pero ahora no sabía si las manchas habían desaparecido o si su imaginación recordaba las gotas rojas con tanta claridad que aún le parecía verlas. Su madre le daba cada día un informe sobre la salud de Kinlan. El detective se estaba reponiendo, y Martin se dio cuenta de que la nueva  preocupación le había impuesto a Ana había sido para ella mejor terapia. Sonabaque vivaz y atareada al teléfono, feliz de sentirse útil.laSe reía  mucho cuando le contaba las recetas que había desenterrado para cocinarle a Kinlan. A pesar de todo eso, el miedo de que Sagasti pudiera lastimarla hacía que cada segundo de la vida de Martin fuera insoportable. Sabía que ese dolor era el síntoma del miedo. Cada paso que daba en la  calle, cada llamada del teléfono, cada ruido extraño en su casa era suficiente para sobresaltarlo. El miedo a la muerte parecía brotar de las paredes de su apartamento como una sustancia letal. La ansiedad le apretaba el pecho. No sería capaz más dolor. Toma una decisión acerca de de esasoportar firma, Martin. Un timbrazo inesperado lo hizo saltar. —¡Mierda! —dijo. El lente de la mirilla le mostró el rostro distorsionado y sudoroso de Ralph Heiligen en el corredor. —¡Mierda! —dijo otra vez. No quería  que su paciente lo viera en ese estado, pero un segundo timbrazo y luego un tercero lo obligaron a abrir la puerta. —Buenas tardes, Ralph. —Discúlpeme por venir sin avisar —Ralph entró sin pedir permiso.  ¿Adónde se creía que iba?  i ba?  Ralph se sentó frente al escritorio de Martin y le sonrió ampliamen231

 

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te. —Gracias por dejarme entrar entrar,, Martin —comenzó diciendo—. Estaba preocupado por usted, así que me dije, mejor acércate y ve cómo es-

ba preocupado por usted, así que me dije, mejor acércate y ve cómo es tá. Tal vez el doctor necesite algo. No había duda de que Ralph precisaba una terapia. Dios santo, una sesión con un paciente en semejante momento. se sintió como si hubiese apartado de su trabajo duranteMartin cien años. La presencia de Ralphestado le devolvía la sensación de cuánto disfrutaba de su profesión: escuchar a sus pacientes, interpretar sus palabras, analizar sus conflictos y ayudarlos a que resolvieran sus problemas más duros. No es que lo hubiera puesto en duda antes, pero esta vez lo vivía como una renovación de votos. Sí, podría jurar sobre la Biblia  que la psicología clínica era su elección, y sin embargo, cada célula de su cuerpo le decía que no era el momento. Ralph tendría que esperar. —No era mi intención molestarlo —dijo Ralph llevando la vista al piso—Tiene como si usted se avergonzara de susRalph, buenos sentimientos. buen corazón, pero no hay necesidad de preocuparse. Todo está bien —dijo Martin, Martin, tratando de sonar equilibrado—. Y  ahora lo siento, pero tengo que pedirle que... Ralph lo contempló intensamente y se sonrojó. —No lo creo —susurró—. Ha estado sintiendo mayores miedos.  ¡Dios santo!  —Es por los riesgos que corren nuestras almas —dijo Ralph. ¿Qué podía saber este hombre confundido acerca de tener el alma  en—No juego?me está escuchando, Martin —dijo Ralph con un tono bondadoso pero firme. Las palabras de Ralph lo despabilaron. El hombre tenía razón: no estaba escuchándolo, pero tampoco tenía por qué hacerlo. No estaban en sesión. —Lo siento —dijo Martin—, pero no se supone que esto sea una sesión. Le permití entrar un momento, pero no para retomar su tratamiento, sino por educación. —Por necesidad —dijo Ralph. 232

 

El Garante

—¿De dónde infiere que lo necesito? Ralph sonrió. —Quise decir que  yo vine por necesidad —aclaró.

 ¡Bonito lapsus! lapsus ! Martin no pudo evitar sonreír ante su propia interpretación. —Muy bien Ralph —dijo—, si necesita hablar, le daré una cita  para la semana próxima. —Usted curahacer con sólo —Esperome poder más escucharme. que eso cuando tengamos sesión. Ralph se sonrojó una vez más. Miró por la ventana y suspiró sin moverse de su lugar. —Somos almas solitarias, Martin. Cada uno de nosotros. A menos que nos demos cuenta de que somos parte del rebaño de Dios. Cuando nos hacemos uno con el Señor, nada puede dañarnos. Si la fe dependiera de nuestra voluntad... —Usted es un gran creyente —concluyó Martin poniéndose de pie y yendo hasta la puerta de su consultorio. —Y sin embargo vivimos con un miedo constante —siguió diciendo Ralph. Martin comprendió. El mismo pensamiento le estaba pasando por la  mente. Quería que Ralph se fuera pero al mismo tiempo no pudo evitar preguntarle: —¿A qué le teme? —A no estar ayudando lo suficiente. No estoy brindando lo mejor de mí a mis hermanos y hermanas. Mi alma no está libre de pecado. Tampoco lo estaba la suya, y sin embargo, lo único que podía hacer era—¿Por dedicarse su propia vida. qué asiente que no es suficiente, cuando usted dedica su vida a  ayudar a la gente necesitada? —le preguntó Martin. —Los que tienen el alma pura no necesitan hablar —dijo Ralph—. Su mero ejemplo alcanza para convertir a los que no tienen fe. El bien en nosotros genera el bien a nuestro alrededor. Bello pensamiento. Martin se encontró apoyado contra el marco de la  puerta, escuchando a Ralph como un parroquiano escucharía a su sacerdote. Qué sucia estaría su alma para que no brotaran a su alrededor más que muerte y sufrimiento. No No se suponía que q ue fuera una sesión y, y, sin em233

 

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bargo, la conversación giraba en torno al tema del que quería hablar. —Ralph, ¿usted cree que es posible vender el alma al Diablo? —pre-

guntó Martin. Ralph lo contempló durante largo rato como si tuviera miedo de la  respuesta que estaba por dar. —Sí —le dijo—. Simplemente mire a su alrededor. Sucede todo el tiempo. —¿Y qué significa para usted? —inquirió Martin. —Creo que significa perderse a sí mismo. Perder para siempre la posibilidad de elegir desde la propia voluntad. La respuesta fue tan espontánea y directa que Martin la aceptó como una verdad indiscutible. —¿Entonces qué deberíamos hacer? —Fortalecer nuestra fe, trabajar por el bien del prójimo, esforzarnos por ser cadacentro. día más —respondió Ralph—. aAferrarnos tro propio Ésepuros es el camino a la redención, la felicidada nuesy a la  libertad. Martin sonrió y Ralph se puso de pie de un salto. —Lamento haber sido tan pesado, doctor. ¿Cuándo puedo regresar? Martin fue hasta su escritorio, abrió su agenda y miró los horarios totalmente vacantes de la semana siguiente. —¿El próximo lunes a las dos está bien para usted? —Sí, perfecto. Gracias. partió, se dio cuentaintelectual de que laspara explicaciones deCuando HeiligenRalph no sólo eranMartin un esclarecimiento su estado mental, sino que tenían un sentido emocional. Después de haber hecho tanto daño, Martin se preguntaba qué oportunidad tendría para redimirse. Se hundió en el sofá. Un agotamiento muy viejo se apoderó de él, y cerró los ojos. ¿Qué le impedía firmar el maldito pergamino sino el orgullo y el miedo de dejar de ser el dueño de su vida? Al fin y al cabo, no era más que una gigantesca y estúpida arrogancia.  Martin, toma to ma esa  decisión de una vez por todas. Se levantó y abrió la puerta de su dormitorio. Al entrar, dos soldados 234

 

El Garante

vietnamitas lo agarraron de los brazos. La atmósfera húmeda de la selva  se le pegó a la piel. Lo empujaron por un sendero flanqueado por los ca-

dáveres ensangrentados de sus compañeros. El horror de la guerra estalló con toda su violencia a su alrededor alrededor.. Los helicópteros hacían un ruido amenazador, y el viento que producían sacudía las ramas como un huracán. rugidohasta tapabaahí? losLos lamentos de los moribundos. ¿Cómo diablos habíaElllegado soldados lo empujaron dentro de una  habitación siniestra y húmeda que olía a excrementos y orina. Le dolía  todo el cuerpo. Cuando echaron cerrojo desde afuera, supo que lo peor recién comenzaba. Con el transcurso de los minutos, Martin se fue acostumbrando a la  pestilencia del aire y a la oscuridad. Un fino rayo de luz entraba por un rincón donde yacían al menos cuatro personas, inconscientes o muertas. muer tas. El sonido de las explosiones a lo lejos era un recordatorio constante de peligro empezar?y de muerte. Tenía que escapar. ¿Pero qué hacía ahí, por El rechinar de cadenas en la puerta le hizo temer que su fin estuviera  cerca. Se quedó petrificado contra la pared pegajosa. Entraron unos hombres pisando el suelo con botas pesadas, y una luz cegadora lo encandiló un instante antes de que uno de los soldados le vendara los ojos y lo pateara. Le gritaban. Él trató de levantarse, pero las cadenas de sus tobillos lo hicieron trastabillar y cayó de bruces contra el suelo barroso. La tierra sabía acre en su boca seca. Un momento después, unas manos como pinzas de hierro lo sentaron a la fuerza. Sintió cómo lo ataban con sogas gruesas a una silla. Cuando un soldado le arrancó la venda de los l os ojos, vio a Colin, a Sondra, a April y a su madre atados a otras sillas frente a él.  ¡Dio  ¡Dioss santo santo! !   ¿Qué estaba estab a pasando? pasando ? Sus miradas delataban el terror que sentían. Martin trataba infructuosamente de comprender el sentido de toda la situación cuando un oficial que ostentaba varias medallas en su uniforme le lanzó la primera pregunta en una lengua l engua oriental que podría haber sido vietnamita. —Por favor, hable en inglés —le rogó Martin—. O en español. 235

 

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El oficial repitió las mismas palabras ininteligibles una y otra vez. Martin leyó el odio en la mirada del hombre.

—¡No le entiendo! —gritó Martin, y el oficial le dio vuelta la cara de un cachetazo. Un Un chasquido de sus dedos fue suficiente para que un soldado se acercara a Colin y apretara su arma contra la sien de su amigo. El repitió su pregunta y Martin gritó: —¡No! Haré lo que quiera. oficial ¡Libérenlos! El disparo retumbó en la habitación cerrada junto con el grito de Sondra y los sollozos de April. Ana simplemente contemplaba a Martin con culpa y terror en los ojos. —¿Es esto una orden de Sagasti? —preguntó Martin con desesperación—. Firmaré el pacto. ¡Por favor, díganle que pagaré la deuda! El soldado ahora se plantó al lado de Sondra y rodeó su pequeña panza de embarazo con una hoz. —¡No le hagapero nada! favor favor, es lo que qsoldado uieren? ¡Díganme! ¡Dígan —bramaba Martin, el Por oficial dio, ¿qué su orden y el quieren? evisceróme! a Sondra  ante sus ojos. El olor fétido de sus entrañas abiertas penetró el aire. Martin luchaba por liberarse de las sogas que lo ataban, pero lo único que lograba era lastimarse la piel contra su aspereza. Cuando April volvió a gritar,, el soldado le metió una picana eléctrica en la boca y le lanzó una destar carga que la sacudió, retorciéndole todo el cuerpo. Le salía sangre por la  boca. Martin estaba paralizado de terror. Una segunda descarga la hizo callar para siempre. Las coyunturas se le endurecieron como acero y ya no podía moverse. Se había convertido en una masa sólida sin articulaciones. Era la muerte del cuerpo y no había nada que pudiera hacer para revertir el proceso. La voz fría de su madre resonó en la habitación: —Nos mandaste a  todos al Infierno, Martín. Después de todo lo que hice por vos, ¿cómo pudiste hacernos algo así? ¿No ves que estamos todos condenados porque vos no firmaste ese pacto de mierda? Martin se despertó en estado de shock, para encontrarse sentado en el sofá de su casa, empapado en sudor. El aire acondicionado debía  de haberse roto y tenía la garganta seca como un desierto. Se quitó 236

 

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la ropa y corrió corrió a meterse meterse bajo bajo la ducha fría. fría. Ve a caminar caminar,, Martin. Aclara tu mente. Tienes Tienes que tomar una decisión.

Media hora más tarde, de pie ante las puertas del ascensor, se vio reflejado en la imagen borrosa del acero pulido, como si estuviera convirtiéndose en una especie de fantasma indefinido. Los pantalones claros de lino ydelapeso amplia la visible pérdida y lascamisa ojeras blanca oscurasapenas que le lograban rodeaban disimular los ojos, haciéndolo parecer del doble de su edad. Caminó por las calles encendidas de calor, con la mente centrada en Sagasti. Necesitaba hablar con un sacerdote o un monje, con algún hombre consagrado a Dios. Mientras las piernas aceleraban el ritmo de su caminata, se iban sumando preguntas que clamaban respuesta. Se detuvo en la esquina de la 66 y Amsterdam. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se erigía en la acera de enfrente.  ¿Los miem-

bros de esatonta. congregación serían almasy puras? riópor de lasu67. propia  pregunta Tomó Amsterdam dobló Martin hacia el seeste No había podido encontrar el talón de Aquiles de Sagasti. Hasta el momento, sabía que el monstruo no podía ocuparse de dos cosas a la vez. TamTampoco podía ejercer sus poderes a muy larga distancia. Sagasti era eficiente, pero no era todopoderoso. Y sin embargo, todos estos datos no alcanzaban para saber cómo vencerlo. Contempló la fachada de la Iglesia Presbiteriana de la Fe del Buen Pastor. Se dio cuenta de que jamás la había notado antes, aunque el edificio debía de estar ahí desde mucho mu cho antes de que él naciera. Tocó Tocó el timbre y esperó. Los mormones adoraban al mismo Dios que los presbiterianos. ¿Y él, en qué creía? No lo sabía. Volvió a llamar a la puerta pero nadie contestó. Retomó Amsterdam hacia el norte. También había notado que el mensajero del Diablo se ponía muy nervioso cada vez que Martin mencionaba que podía tomarse toda la vida para encontrar una salida. Tenía que tener algún tipo de fecha límite que le hubiera fijado el Diablo. ¿Cómo podía averiguar esa fecha? Martin no podía imaginar cómo sería la relación entre Sagasti y Lucifer, Lucifer, ni tampoco si existía un 237

 

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l lamado Infierno. El Infierno bien podía ser un estado lugar geográfico llamado mental. Martin ya no sabía dónde se encontraban las fronteras entre

la realidad y la imaginación.  Al llegar a Broadway y la 71, recordó el shock de Sagasti cuando en 1991 Martin le sugirió que iría a visitarse en el pasado. El tío Joe había  querido asustarlo conhabía su propio sistema de creencias. El Mal más popoderoso que el Bien, declarado. Empezaba a sentir que era Sagasti día tener razón, después de todo. Advertía una torpeza interior, como si todo pudiera verse desde una perspectiva que no le habían enseñado.  Acaso fuera yo más malvado de lo que me había permitido permiti do admitir. admitir. Se detuvo ante la puerta de la Iglesia católica y romana del Sagrado Sacramento. Las palabras de su madre en el sueño lo estremecieron. La  iglesia estaba abierta. Entró. Sus pasos resonaron en el piso de mármol del templo silencioso. La atmósfera fresca lo cubrió de calma. Seojos sentóenenla un largo banco de madera y suspiró profundamente, con los cruz. El cansancio se derrumbó en su interior. Dios, ¿qué debía hacer? Hacía años que no entraba en una iglesia. Lo sobrecogió la imagen pavorosa de Jesús sangrando en la cruz. Ni el mismísimo Hijo de Dios había podido derrotar a los poderes oscuros del Mal. Al menos, no como hombre. Era ridículo pensar que él, un mero mortal, pudiera tener una oportunidad. No sabía  cómo detener a Sagasti. Tenía que haber una grieta en algún sitio, pero no había podido encontrarla. Ningún hombre de Dios le podría dar una  solución. Había fracasado. Lo mejor sería firmar.

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Capítulo XLIII

Cuando Martin abrió la puerta de su apartamento, April estaba  preparando dos martinis secos. La abrazó y la dejó hablar sin decirle una palabra. Había tomado una decisión, pero no tenía el coraje de contarle. —Viajo a Montreal Montreal mañana por la mañana —dijo ella—. Detesto tener que irme, amor, pero firmé el contrato para este comercial en junio y es una megaproducción. Le pregunté a Philippe si no podía reemplazarme pornootra modelo, pero meque dijoa que ro y que quería a nadie más mí. el cliente había sido muy claBien. No estaría ahí para detenerlo. —No te preocupes. Estaré bien —dijo Martin—. Cuéntame. —Esta gente nos viene a buscar en un avión privado, a Lesley y a mí  —reveló ella—. Se supone que estaremos de regreso pasado mañana por la noche. Eso le daría tiempo suficiente para encontrar a Sagasti y decirle que estaba listo para firmar. —Suena grandioso —le dijo. —Lo único que me molesta es rodar este comercial con Lesley. —¿Por qué? —No nos hemos llevado bien últimamente —explicó April—. No le gustas. —Eso es un punto a su favor.  Ambos se rieron. —Y hay una situación extraña con Philippe —agregó—. Lesley me llamó ayer para decirme que nos estaría esperando en el avión. Le dije que si esta vez no daba la cara, me buscaría otro agente. 239

 

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sorprender a Martin con noticias inespe April tenía el raro talento de sorprender radas. Miró a su novia con estupor. estupor. —¿Me estás diciendo que nunca vis-

te a tu agente en persona? —Jamás —respondió ella—. Es decir, se supone que nos conocimos cuando éramos adolescentes, pero varios años después tuvo un accidente su terrible rostro. corriendo coches de carrera y no quiere que vea cómo quedó —Eso no tiene mucho sentido —dijo Martin—. Si fuera porque está  deformado o algo así, ¿cómo es que Lesley sí puede verlo? —Sí, pero ya conoces a Lesley Lesley.. Siempre anda con misterios y secretos.  Y además le encanta tener algo que yo no tengo. —Eso es porque jamás podrá tener lo que tienes tú. —¿Y eso qué es? —Charme , un alma preciosa ¡y a mí! sentó sobre sobre los las labios piernassede Martin y lo besó. Al sentir la tersura April de suselengua excitó instantáneamente. Riendo, ella  saltó y corrió hacia el dormitorio. Martin la siguió, quitándose la camisa por el camino. Con los ojos cerrados, April levantó los brazos para  que Martin le sacara el vestido. Gimió cuando él le puso las manos en la cintura y le deslizó la seda suave por el cuerpo. Martin sintió los pezones de ella refregándose contra su pecho. La recostó en la cama y de jó que la dureza de su pene le demostrara cuánto la deseaba. —No te apures —susurró en su oído la conocida voz de su enemigo. Martin se puso de pie bruscamente y miró alrededor. Sagasti no estaba por ningún lado. —¿Qué sucede? —preguntó April. ¿Sagasti había entrado en su mente? — Le Le gusta que sea lento y profundo —siguió diciendo el mensajero del Diablo—, pero no la penetres hasta que ella te lo suplique. —¡Martin, háblame! —dijo April—. ¿Estás bien? Sintió cómo lo abandonaba el deseo, dando lugar al miedo, pero no iba a decirle a April que Sagasti estaba ahí, observándolos y dándole consejos. 240

 

El Garante

—Lo siento, mi amor —le dijo—. Debe de ser el estrés. Se acostó a su lado y la abrazó. La idea recurrente de que Sagasti le

había hecho el amor a April lo lastimaba como una puntada aguda en el corazón. • • •  A las seis de la mañana, Martin estaba llevando ll evando a April hasta ha sta el Aeropuerto de La Guardia. Cuando llegaron al vestíbulo privado donde Philippe les había pedido que se reunieran, encontraron a Lesley caminando de una punta a la otra como una tigresa enjaulada. —¡Llegas tarde! —le dijo a April al verla. Martin advirtió de inmediato los celos de Lesley. Quizá fuera incluso más que eso. Había un matiz oscuro de intolerancia y de ambición en sus ojos. —¿Dónde diablos estabas? —preguntó. —Viniendo hacia aquí —respondió April sin alterarse. —¿En un carro de caballos? —Buenos días, Lesley —saludó Martin, pero ella no se molestó en contestarle—. ¿April es acaso tu esclava? —le preguntó Martin. Lesley le clavó los ojos con desprecio. ¡Dios santo! Ahora entendía por qué esta mujer estaba siempre sola. ¿Qué hombre soportaría su carácter? La joven tomó a April del brazo y se la llevó hacia la pista de aterriza je, donde las estaba esperando un reluciente Lear Jet. —¿Está Philippe a bordo? —preguntó April. —Por supuesto —dijo Lesley con voz nerviosa—. El director hizo unos cambios de último momento y tenemos que revisar todo en el vuelo. Si hubieras llegado a horario, me habrías evitado... —Sácame las manos de encima —le dijo April soltándose del brazo de Lesley para despedir a Martin con un beso. Él hizo caso omiso de la furia de la joven, que no dejaba de revolotearles por alrededor. El beso acabó entre la tormenta de palabras de Lesley, que seguía escupiendo veneno. 241

 

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—¿No han tenido suficiente aún? Estás dando un espectáculo lamentable, April. Nos están esperando. Vamos de una vez.

Las turbinas del pequeño jet se hicieron sentir. Tenía que decirle la  verdad en caso de que las cosas salieran mal. —Firmaré el pacto hoy — le dijo Martin en un susurro mientras Lesley seguía gritando sus quejas. —¿Qué? —Adiós, —gritó mi amor.April—. No te oigo. Era mejor así. —¿No conoces el significado de la palabra “tarde”? —vociferó Lesley. —Cuídate, amor —le dijo Martin a April besándola nuevamente. —Te llamaré cuando llegue.  April se apresuró a subir al avión. Martin sonrió. Eso era lo que quería: decírselo y que ella no lo oyera. Si lo presionaba, corría el riesgo de cambiar de opinión una vez más, y más gente volvería a sufrir por su indecisión. Mientras caminaba hacia el estacionamiento, se dio cuenta de que no quería que ella lo detuviera. Cuando April regresara, le contaría  todo y ella lo abandonaría. Se le llenaron los ojos de lágrimas y tragó saliva. Sagasti había plantado una bomba entre ellos. De un modo o de otro estaba destinada a explotar. Sería mejor que lo matara sólo a él. Subió al coche de April y condujo hasta la salida del estacionamiento.  Al cruzarla, vio a Sagast Sagastii entrando lentamente en una Lamborghini negra. No podía ser una coincidencia. ¡Rápido! ¡T ¡Tienes ienes que advertir advertirle le a April!  Martin hizo un frenético giro de ciento ochenta grados y, dejando el coche abierto en la puerta, corrió hacia el interior de la terminal. •





 April subió al avión, ansiosa por encontrar a Philippe, pero no había  nadie en su interior. La desilusión se le volvió enojo. Lesley le había  mentido. —Me dijiste que nos estaba esperando aquí —le recriminó. —¿Qué otra manera tenía de despegarte de la boca de tu novio? —di jo Lesley—. Besuqueándose todo el tiempo. ¡Dan asco! 242

 

El Garante

El piloto salió de la cabina de control y le sonrió a April. —Buenos días. Disculpen, señoritas. ¿Cuál de ustedes es April Hammond?

—Soy yo —dijo April. El hombre le entregó un sobre. —El señor Philippe Bilisi le dejó esto —dijo.  April miró —respondió a Lesley Lesley,, queApril, se encogió de hombros desvió mirada. —Gracias y el piloto volvió ay su sitio la asintiendo.  Abrió el sobre y notó que Lesley no podía dejar de retorcerse en su asiento. Echó una mirada a la nota y luego a ella. —Bueno, ¿qué esperas? —preguntó Lesley—. ¿No vas a leerla?  April se preguntaba preguntaba por qué Philippe no le había escrito una nota también a Lesley. Lesley. Desplegó el papel y leyó en voz alta. — Ma chérie, lamento no haber podido llegar a tiempo. Las estaré esperando en Montreal. Cuando te vea en el aeropuerto sabré que has tomado la decisión correcta. Todo será más fácil para ti en el futuro.  April sintió de pronto el aroma de los lirios Casablanca. Eran las flores que Joe siempre le regalaba. Olió la carta, pero el perfume no provenía del papel. Miró a su alrededor, como si alguien hubiera rociado el aire con él. La invadió una sensación de inquietud. —Tengan paciencia, por favor —les dijo el copiloto desde su cabina—. Estamos esperando la autorización para despegar. Mientras April contemplaba la carta en silencio, la cara de Joe Sagasti empezó a dibujarse lentamente sobre el papel como si se tratara de una  instantánea Polaroid revelándose ante sus ojos. Le temblaron las manos cuando lo vio sonriéndole desde la superficie de la nota. Quería correr, pero de repente no podía moverse. Esto no podía ser posible. Siguió leyendo, en silencio, a pesar del pánico. He tratado de volver a ti tres veces. Ya conoces mi lema: lo que sucede tres veces sin duda será recordado. Esta vez no aceptaré tu rechazo. Podría perdonar a Mondragon si te quedaras a mi lado. Te ruego que lo pienses. Ya que si me obligas a tomar una decisión drástica, Martin tendrá que sufrir con tu muerte. Mi intención es que tome conciencia  243

 

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de que ha llegado la hora de firmar. No me traiciones una  vez más. Daría todo lo que tengo por tu amor.

Partir es una tristeza tan dulce....  Joe Le corrió un escalofrío por todo el cuerpo. Joe acababa de pronunciar su sentencia de muerte. QueríaCuando hablar pero le salían las comenzaba palabras. Lasa  turbinas rugieron y silbaron. sintiónoque el avión moverse, saltó de su asiento. —¡Tenemos que salir de aquí! —le gritó a Lesley, corriendo a la cabina. —¿Te has vuelto loca? —aulló Lesley. —Philippe es Joe Sagasti. Lesley, ¡nos matará a las dos! —¡Estás completamente enajenada! Siéntate y relájate. Philippe Bilisi Sagasti no nos matará. —¿Lo sabías? —dijo April casi sin aliento. —Sí, ¿y qué? Está haciendo una fortuna con nosotras. No haría nada  que pudiera ponerla en peligro. La aeronave estaba ingresando en la pista de despegue. —Lesley, no comprendes. No lo hace por dinero. Nos va a matar. ¡Salgamos de aquí! ¡Detengan el avión! —le gritó April al piloto—. Lesley, Sagasti no es humano. —¡Tú vete, April! Si no fuera por ti, tendría mi propia carrera como modelo, sin estar siempre a tu sombra. ¡Te odio! —Señorita, por favor, regrese a su asiento y abróchese el cinturón de seguridad —le dijo el piloto a April—. Estamos listos para despegar. —¡Estoy harta de ser la segunda en todo! —gritó Lesley—. ¡Regresa  con el imbécil de tu novio y déjame sola de una vez!  April trastabilló como si Lesley le l e hubiese pegado un puñetazo. —¡Míralo con tus propios ojos!  April puso la carta car ta ante los ojos de su amiga, que le echó un vistazo y  se encogió de hombros. —¿Qué quieres que vea? —preguntó. —Mira la foto. ¡Léela! —¿Qué foto? ¿Estás loca? 244

 

El Garante

 Apr  Aprilil miró miró la carta carta una una vez más. La La imagen imagen de de Joe Joe se habí habíaa desvane desvanecido cido y la carta era mucho más corta. Necesitaba un momento para reaccio-

nar. Cuando los motores aumentaron su rugido, corrió gritando hacia  la cabina.

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Capítulo XLIV

Una somnolienta empleada del aeropuerto escuchaba el reclamo desesperado de Martin. —Por favor, llame a la torre de control. Hay un jet privado a punto de despegar para Montreal. ¡Tienen ¡Tienen que detenerlo! ¡Mi novia está en ese avión! —Nadie va a cambiar un plan de vuelo a menos que haya una orden policial, señor. Espere un momento, por favor. Martin siguió a la joven mientras se alejaba en cámara lenta y abría  una puerta. Tal vez Kinlan pudiera decirle cómo obtener una orden de inmediato. Metió Metió la mano en el bolsillo pero el teléfono celular se le resbaló de las manos transpiradas y rebotó contra los mosaicos de mármol. Lo levantó, y al marcar los primeros tres números de la casa de su madre, una explosión fenomenal, que sacudió los cristales de todo el edificio, lo dejó sordo. Corrió hacia el exterior y vio el humo negro y denso que brotaba del Lear Jet destrozado y en llamas. Cuando se dio cuenta de lo que acababa de suceder, una segunda explosión tuvo lugar dentro de sí.  ¡Dios, por favor favor,, que esto sea otro sueño!  Las sirenas de las ambulancias y las l as autobombas pasaban chillando estridentes al lado de Martin cuando se metió en el área restringida. Dos policías del aeropuerto gritaban a sus espaldas, pero no se detuvo a mirarlos. El fuego devoraba la aeronave sin tregua y April estaba atrapada  en su interior. La vida se había detenido para siempre. Los policías lo l o alcanzaron a ciento cincuenta metros del desastre en llamas. —Señor, no puede estar aquí —dijo uno de los hombres—. Acompáñenos. 246

 

El Garante

El calor feroz golpeó a Martin en plena cara. Finalmente había entrado en el Infierno.

—Yo sé quién lo hizo —dijo a los policías, tratando de hacerse escuchar sobre las sirenas estrepitosas y las advertencias de los altavoces, pero los hombres lo dejaron hablando solo para volver a la escena del incendio—. El criminal se llama Joe Sagasti —gritó Martin—. Se supone que está muerto pero no lo está. Ni siquiera es humano. Aún debe de estar en la terminal. ¿Por qué no se detenían y escuchaban a la única persona que sabía lo que estaba pasando? Miró la columna de humo negro que se elevaba sobre el avión. Su peor pesadilla se había vuelto realidad. Cayó sobre sus rodillas sin poder contener el llanto. Ya Ya era el loco l oco al que nadie escuchaba. —No he perdido la razón —dijo en voz alta—. El hijo de puta de Sagasti es quien la mató. —No, no lo hizo, mi amor. La voz de April sonaba tan real que Martin tuvo la certeza de que sería otro truco de su mente alterada, pero el calor de una mano sobre su espalda lo hizo girar. Ahí estaba April. Se levantó entre sollozos y la abrazó con todas sus fuerzas. —April, April querida —repitió una y otra vez, apretándola contra su cuerpo. —Lesley no quiso escucharme —gimió April—. Discutimos. ¡Está en el avión! —dijo echándose a llorar como una niña. Martin la abrazó aún más. —Sagasti quería que me fuera con él —siguió diciendo April. La sola  mención del nombre maldito lo hizo reaccionar. —¿Alguien te vio bajar del avión? —le preguntó. —No creo. Los pilotos me dejaron detrás del segundo edificio. Esto había sido más que un milagro. Martin sintió el disparo de adrenalina en el pecho. ¡Rápido, Martin! ¡Antes de que Sagasti vuelva!  —Salgamos de aquí antes de que alguien se dé cuenta de que no estás donde se supone que estés. ¡Vamos! ¡Vamos! 247

 

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Martin tomó a April de la mano y ambos corrieron hasta el coche, que salió derrapando del aeropuerto. Una vez en la autopista, encendió la ra-

dio. Pasó por varias estaciones hasta encontrar un noticiero. No había  sobrevivientes de la explosión del Lear Jet perteneciente a una productora canadiense. —Era mi amiga —dijo April. Martin le tomó la mano y se la besó—. Philippe es Sagasti —agregó finalmente. —¿Es un chiste? —Y Lesley lo sabía. —¿Lo sabía? —Martin no salía de su asombro—. ¿Por qué no te lo dijo? —No sé. Pasaba algo extraño entre los dos. —¿Crees que pudiera tener un pacto con él? —Suena espantoso —dijo April—, y me siento mal al decirlo, pero creo que de eso se trataba. Martin casi podía visualizar esta nueva pieza encajando en su rompecabezas incompleto. —Eso explicaría el éxito que tuvo sin contar con c on talento personal ni belleza —dijo. —Duele tanto... —susurró April. Martin llevó su mano a la pierna de ella, como si con su contacto pudiera ayudarla a borrar el dolor. Estaba dispuesto a correr todos los riesgos con tal de protegerla. En ese momento, el sufrimiento le dolía como un cristal roto clavado en su corazón, y se sentía responsable por ello. Lo peor era que no sabía cómo evitar el próximo ataque de Sagasti. Se preguntaba si ella seguiría con vida porque se había bajado del avión por propia voluntad, o porque Sagasti tenía la intención de dejarla vivir para volver a usarla. De un modo u otro, el mayor peligro sería  dejar que se quedara a su lado. Martin miró el bolso de April. —¿Llevas tu pasaporte? —Sí, está aquí adentro —dijo palpando su bolso. Martin tomó aire y apretó el acelerador. —Escúchame —comenzó—. Definitivamente, no puedes regresar a vivir conmigo. Tenemos que aprovechar esta oportunidad. Sagasti debe de estar disfrutando este mo248

 

El Garante

mento. Lo conozco. Si desapareces, podríamos inducirlo a creer que moriste en el avión con Lesley. Es sólo una posibilidad. Tal vez no sepa 

que lograste bajar. —¿Qué quieres que haga? —preguntó April con un hilo de voz. —Que tomes el primer vuelo a Los Angeles y de ahí un avión a  Sydneyy. Pagaré los boletos con mi tarjeta de Sydne de crédito para que no queden rastros de tu compra. Quédate en la granja con tu tía hasta que todo esto termine.  April miró por la l a ventanilla. —No quiero dejarte. —Yaa no tenemos opción —respondió Martin pasando al carril de ma—Y yor velocidad—. La próxima vez que aparezca Sagasti, firmaré el pacto y le pondré fin a esta agonía de una vez y para siempre. —¡No puedes hacer eso! —exclamó ella—. Si tu abuelo logró encontrar una salida, tú también podrás hacerlo. —Prefiero estar muerto antes de ver que te hace daño porque no fui capaz de firmar. Ya no lo soporto más. —¿Cómo seguirás viviendo si tu alma ya no te pertenece? No lo sabía. La simple idea de estar condenado cambiaría toda la perspectiva de su existencia. —¿Cómo puedo seguir viviendo así, de todos modos? —Yo me iré, pero sólo si me prometes que pensarás en cómo salir de esto. Martin no le respondió. Aferró el volante con más fuerza y siguió rumbo al otro aeropuerto. Deseaba poder atravesar cien fronteras y perderse para siempre junto a April; deseaba poder olvidarse de Sagasti. Estacionó el coche en la Terminal Nueve. American Airlines la llevaría a  Los Angeles. Cuanto antes abandonara New York, York, más segura estaría. —Aún no me lo has prometido —dijo April mirando fijamente a  Martin—. Sé que lo lograrás. —¿Eso crees? —Estoy absolutamente segura. Tu alma es demasiado preciosa para el Diablo. Eres un buen hombre, Martin. Perteneces a Dios. Y a mí. Vamos, prométemelo. 249

 

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 A Martin se le llenaron los l os ojos de lágrimas. La besó. —Prométeme —Promé teme —repitió ella.

—Está bien, te lo prometo. Haré lo que pueda. Ahora, escúchame. Para todo el mundo aquí, has muerto en la explosión. Así que no te pongas en contacto conmigo por nada. Encontraré la manera de hablar con tu tía. Sé que Sagasti no podrá rastrearte si estás tan lejos. Confía en mí, al menos sé eso sobre él. —Está bien. Cuando ese avión levante vuelo, estaré tan muerta muer ta como  Julieta esperando en la tumba el regreso de su Romeo.

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Capítulo XLV

Martin abrió la puerta del garaje para que Colin entrara con el flamante Rover plateado que la compañía de seguros había pagado después del accidente. Detestaba tener que simular el duelo por la muerte de  April delante de su mejor amigo. La necesitaba tanto, que su ausencia  era como una especie de muerte, pero no podía imaginar un modo me jor para protegerla. Conociéndolo como lo conocía, Martin estaba seguro de que su amigo querría hablar de la tragedia aérea y consolarlo, como había hecho después del entierro de Ed. Y no era que Martin nunca hubiera mentido antes, pero jamás había hecho algo como crear una  historia falsa con las connotaciones de esta tragedia. Hacerlo bien era un desafío que no lo atraía en absoluto. —¿Qué tal? —dijo Colin al bajar. —Hola —respondió Martin. Colin lo abrazó y le dio una fuerte palmada en la espalda. La emoción auténtica de Colin lo tomó desprevenido, como si tironeara de una fibra de miedo y de vulnerabilidad en su corazón, como si la urna que decía haber comprado contuviera de verdad las cenizas de April. —No sé qué decirte —dijo Colin—. En el noticiero informaron que no se pudo reconocer ningún cuerpo. —No digas nada —balbuceó Martin—. Gracias por traerme el coche. Colin asintió, entregándole las llaves. —Todo tuyo. —Gracias, hermano. —¿Tee gusta? —dijo Colin señalando el motor—. Es formidable, ¿no? —¿T Ojalá cuando la gente se lastimara se la pudiera reemplazar por un modelo nuevo con la misma facilidad —dijo con una risita ahogada.

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—Sí... —dijo Martin, estirando el silencio incómodo entre ambos—. Gracias.

Sabía que tenía que invitar a su amigo a subir, ofrecerle algo de beber y hablar sobre April. Colin le haría preguntas y él tendría que explicarle lo que se suponía que había hecho con sus restos. Los trámites que supuestamente había tenido que efectuar para despachar a la familia de  Australia lo que quedaba del maravilloso cuerpo de su novia. La imposibilidad de ubicar a su único hermano, que sólo Dios sabría dónde se refugiaba después de que April le salvara el pellejo. Repasó las imágenes inventadas una vez más, pero no atinó a decir una palabra. —Me gustaría subir contigo y conversar un rato —dijo Colin—, pero Sondra me está esperando en casa. Tenemos una reunión de trabajo. Un proyecto que nos podría cambiar la vida, ¿sabes? —¿De veras? —dijo Martin, aliviado de un peso inmenso—. Me alegro de escucharlo. —¿Por qué no vienes conmigo a casa y conoces a este tipo increíble que va a contratarme? —continuó Colin mientras tomaban el ascensor hacia el vestíbulo—. Cuando se vaya podremos hablar. —Gracias, pero no —respondió Martin—. Prefiero quedarme en casa. Estoy seguro de que ya tendré oportunidad de conocerlo. Salieron del ascensor y se quedaron mirando la calle a través de los altos cristales de la puerta de entrada. —Seguro —dijo Colin—. Te gustará. Bueno, te llamo más tarde. —Que se diviertan —lo despidió Martin. Colin lo abrazó una vez más y salió. Martin inhaló profundamente. No había sido tan duro después de todo. Algún día tendría que agradecerle al nuevo socio de Colin por liberarlo de esa situación tan incómoda. •





De pie en medio de la sala de los Henderson, Sagasti contempló a sus anfitriones.  ¡Qué pobreza de decora decoración! ción! Levantó su copa burbujeante 252

 

El Garante

con el primer Dom Perignon ’85 que había descorchado el camarero. —A la memoria de esas desdichadas jóvenes —dijo, fingiendo com-

pasión. La pareja lucía muy afectada. —La novia de tu amigo se llamaba April Hammond, ¿no es cierto? Colin asintió, conteniendo el aliento. —Yaa no hay nada que podamos hacer —agregó Sagasti—. La vida de—Y be continuar. —Últimamente ha pasado por momentos muy difíciles —explicó Colin—. Su colega y amigo se suicidó hace menos de un mes. No le ha resultado nada fácil. Si tu amigo fuera una pizca menos testarudo, no me obligaría a armar  este espectáculo interminable. —Sí, claro, me imagino —dijo Sagasti—. Todos tenemos que pasar por momentos de sufrimiento de un modo u otro. Pero regocijémonos también en las cosas buenas que la vida nos ofrece hoy. ¡Por el Institute   for Perfect Health! Colin sonrió, esforzándose por cambiar su estado de tristeza. Sagasti se volvió hacia Sondra, invitándola con su sonrisa a expresar un deseo. —Por —P or nosotros —murmuró ella. —Por —P or nuestro bebé —concluyó Sagasti con una sonrisa vibrante. Disfrutaba de las caras de esta gente. Una emoción ingenua en Colin y un atisbo de desconfianza en la futura madre. El camarero que Sagasti había contratado les ofreció una bandeja con canapés de caviar y salmón. Los dueños de casa se sirvieron, sonriendo con torpeza, y Sagasti notó con perverso deleite que se comportaban como huéspedes en su propia casa, cuidándose de emitir opiniones inapropiadas que pudieran ofender al verdadero invitado. Sobre el mantel bordado se desplegaba un juego reluciente de copas de cristal, fina vajilla de porcelana y cubiertos de plata. Todo estaba listo para degustar los exquisitos platos que el servicio estaba terminando de preparar detrás de la puerta cerrada de la cocina. Los Esbirros no osarían molestar la mesa bien dispuesta de otra persona. 253

 

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Vamos, mi dulce dul ce Lord, mejora ese semblante sembl ante demacrado: sé vivaz y jovial  con tus invitados de esta noche.

El champaña realizó su truco eterno con sus burbujitas. Pintó colores más vivos en lo que, para los estándares sofisticados de Sagasti, podía  describirse como una “habitación insignificante”. La segunda copa desencadenó algunas risas y todos se tentaron cuando Colin empezó a luchar con su langosta, revelando que se trataba de su primer encuentro con el gran crustáceo. —Usa tus dedos, como lo hacían los grandes emperadores de la antigüedad —sugirió Sagasti, descartando él mismo sus cubiertos de pescado para lanzar sus manos manicureadas sobre la carne blanca de la langosta. Colin aceptó el permiso con una amplia sonrisa, que pronto se convirtió en una mueca de dolor cuando se cortó un dedo con el borde afilado del caparazón. Sagasti inmediatamente sacó su prístino pañuelo bordado a mano y envolvió con él el dedo de Colin. —¡Salvemos esa langosta! —soltó con una sonrisa mordaz—. La sangre humana no es el mejor aderezo. ¿No crees, Sondra? —¡Por Dios, no! —se rió ella. —Gracias, Joe —dijo Colin, apretando el pañuelo contra el corte para detener el sangrado. —Mis queridos socios —exclamó Sagasti alzando su copa—. c opa—. Querría  hacer otro brindis. El camarero volvió a llenar las copas. —Me hace muy feliz anunciarles que disponemos de un espacio maravilloso en el 405 de Lexington Avenue —siguió diciendo el invitado de honor—. Me disculpo por haber tomado la decisión por mi cuenta, sin consultarles, pero cuando vi el lugar, no dudé de que estarían de acuerdo. Se trata de una ubicación excelente. Sondra y Colin se miraron. —Eso es el Edificio Chrysler, ¿no es verdad? —preguntó ella. —¡Bravo! ¿No ¿No crees que es una de las construcciones construc ciones más espectaculares de New York? La joven pareja se quedó muda. 254

 

El Garante

—Necesitamos estilo, amigos —dijo Sagasti—. Lo único que requiere es algo de decoración, y nuestros clientes se sentirán felices de recostar-

se y poder disfrutar del mejor masaje junto con una de las vistas más espectaculares de la ciudad. —Pero eso debe de costar una fortuna —tartamudeó Colin con sorpresa. —Te aseguro que la elección vale la pena. Nuestros clientes serán los ejecutivos ricos que entran en ese edificio cada día. —Es tan... No puedo creer que esto nos esté pasando a nosotros —dijo Colin a su esposa, tomándola de la mano. —Y eso no es todo, querido Colin. He tomado otra decisión. Los ojos de Colin brillaban con expectativa y ambición. Sagasti miró el pañuelo manchado de sangre y disfrutó por adelantado. —Quiero que seas mi socio. No solamente el gerente del centro, sino el dueño del veinticinco por ciento del negocio. —Joe, discúlpeme si lo que voy a decirle le suena desconfiado después de todo lo que ha hecho por nosotros en tan poco tiempo —dijo Sondra con tono decidido. —Sondra, por favor... favor... —la interrumpió Colin, pero ella no se detuvo. —¿Por qué le está ofreciendo a Colin todo esto?  Así que la dama es más aguda que su marido. —En términos de negocios, parece mucho. Tienes razón, Sondra, y  me alegro de que me hagas esta pregunta. Siempre quise tener un hijo como Colin —respondió Sagasti—. Pero lo que no me ha dado la sangre, lo he encontrado después de una búsqueda perseverante. Sagasti dirigió sus ojos oscuros hacia Colin. —Ésa es la razón por la cual he depositado mi confianza en ti, y encontrarás un padre aún más cariñoso en mi amor. Hizo una larga pausa con los ojos cerrados. —Les pido disculpas por mis expresiones anticuadas, pero es que Shakespeare siempre me ayuda  a transmitir mis sentimientos más puros. Los ojos de Sagasti se humedecieron, y Colin le palmeó la mano mirando a Sondra con conmiseración. Sagasti llenó los pulmones de aire. 255

 

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—De todos modos, para darle un tinte más ejecutivo a este asunto familiar y descartar segundas intenciones, haremos que esta sociedad sea 

formal. Y me gustaría que trajeran un garante que respaldara su participación en la empresa. —Eso es justo —estuvo de acuerdo Colin. Sondra se puso los anteojos cuando Sagasti abrió el documento sobre la mesa ante la joven pareja. Lo tomó en sus manos y leyó las dos páginas. —No es más que un contrato típico —aseguró Sagasti—. Para comprometer a ambas partes. Nuestra palabra de honor, diría. ¿Creen que podrán conseguir un respaldo, un aval de alguna clase? —Sí, por supuesto —dijo Colin mostrando todos sus dientes en una  gran sonrisa—. Mi amigo Martin no tendrá ningún problema en ayudarme. Eso es exactamente lo que espero, amigo mío. —¿El joven psicólogo que acaba de perder a su novia? —Exactamente. —¿Y te parece que podrás molestarlo con un asunto así en un momento de duelo? —Le hará bien ayudarme. Es como un hermano para mí. —¿Tu amigo es confiable? —¿Martin? Pondría las manos en el fuego por él. Dudo mucho de que tus manos no se quemen esta vez. —Ya veo —dijo Sagasti—. Pero recuerda que cuando se trata de dar una mano, a veces los hermanos se echan atrás. —No Martin Mondragon. No lo conoce, Joe. Sagasti no pudo evitar sonreír. sonreír. —Creo que está todo bien —dijo Sondra bajando el contrato. Sagasti levantó su copa una vez más para un nuevo brindis. —¡Por Martin, entonces! ¡Nuestro garante!

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Capítulo XLVI

El técnico del aire acondicionado cerró su maletín mientras Martin le firmaba un cheque. El sol matinal ya estaba empezando a calentar las ventanas. No podía imaginar un mejor momento para ingresar en el Infierno que el final del verano en Manhattan. Al menos con el aire acondicionado, Martin podía simular que no vivía en una olla de presión. Era una bendición que la familia de April estuviera en Australia, ya  que un funeral de mentira hubiera sido demasiado espectáculo. Era más fácil decir que había enviado sus cenizas a Sydney en una pequeña urna  sellada. Nadie sabría jamás que lo que había despachado a la granja de la tía Grace en New South Wales era la ropa de April. En ese preciso momento, el agujero que le había dejado su ausencia se asemejaba más a un rincón de tranquilidad. Ella estaba segura entre uombats y canguros y lejos del alcance del monstruo. Un riesgo menos. Deseaba poder mandar a su madre a Buenos Aires, y a Colin y a Sondra a algún hotel en Bora Bora, pero desgraciadamente la gran fortuna  que había visto en la caja de seguridad del Chase Manhattan Bank no le pertenecía. Festejó sus pensamientos con una sonrisa triste. Miró su reloj. Once y veinte. Colin llegaría en cualquier momento. Había decidido que le contaría acerca de Sagasti. Demasiadas cosas habían pasado, y si el ogro lo l o derrotaba, al menos Colin tenía que saber lo que había padecido durante las últimas semanas. ¿A quién más en el mundo podía decirle? El conserje llamó por el portero eléctrico para anunciar la llegada de Colin. —Por favor, dígale que bajo enseguida —le respondió Martin. Era el momento de decirle la verdad a su amigo. 257

 

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 Al llegar al vestíbulo, Colin lo saludó con c on una mirada compasiva. —¿Cómo estás, hermano? —le preguntó.

—Supongo que podría estar peor —respondió Martin, fijado en la  mentira sobre la muerte de April—. La vida debe continuar.  ¡Dios santo! Si hubiera sabido lo difícil difí cil que q ue era montar el espectáculo de  un duelo falso, habría estudiado arte dramático. — Sí, Sí, eso es exactamente lo que dice mi socio —dijo Colin. —¿Tu socio? —preguntó Martin. —Tengo —T engo que contarte algo al go importante. —Vamos a tomar un café. Yo también tengo algo muy importante para decirte. La luz del sol lo lastimaba y había olvidado los anteojos arriba. Guió a Colin por Columbus Avenue, esperando que la incomodidad o los nervios le impidieran hablar sobre April. Detestaba poder contar las cosas a medias. Entraron en Burke & Burke, se sentaron junto a la ventana y pidieron dos exprés. —Necesito que escuches con mucha atención lo que tengo que decirte —comenzó Martin. —Sí, pero primero déjame contarte lo de este supercontrato —dijo Colin. —Las buenas noticias pueden esperar, hermano —replicó Martin—. Déjame empezar por las malas. —¿Por —¿P or qué las buenas noticias pueden esperar? —lanzó Colin—. ¿Por qué son mis noticias y no las tuyas? Colin nunca había reaccionado así.  ¿Qué le estaba pasando?  —Eso no fue lo que dije —respondió Martin. —Pero —P ero lo sugeriste. Mi vida también puede ser importante, ¿sabes? ¿O es que no quieres escuchar si no te pago la sesión? Martin sintió como si lo hubiesen estampado con fuerza contra una  pared áspera. Reprimió el impulso de contestar de mala manera y tragó saliva. El camarero les trajo su pedido y se retiró. —Está bien —cedió Martin—. Cuéntame tus grandes noticias. Colin apoyó su café y sonrió. —Estamos abriendo un spa en el piso 258

 

El Garante

cuarenta y nueve del Edificio Chrysler. —¡Mierda! ¿Qué banco robaste?

—La sucursal del Chase Manhattan que está en Broadway —dijo Colin entre risas. Martin sintió una abrupta descarga de adrenalina. Su amigo estaba esperando una reacción y Martin atinó a preguntarle: —¿De qué estás hablando? —Estoy hablando del Instituto para la Perfect Health. Un spa de última generación para los ricos y famosos. Lo máximo. Mi oportunidad para crecer. No podía esperar un minuto más para contártelo. Martin tomó un largo sorbo de café. Sentía la presencia de Sagasti entre ellos y se le cortó la respiración. —Podría decirse que un viejo cliente mío me ha “adoptado”. Es el tipo más formidable del mundo. Hizo más cosas por mí en diez días que mi padre en toda su vida. Es increíblemente rico y me ofreció esta oportunidad. —¿Cómo se llama? Suena excesivo. —Es lo que Sondra y yo pensamos al comienzo. Pero las piezas enca jan. No tiene familia para proyectar sus sueños, está entrando en la ve jez, tiene una fortuna inútil. ¿Entiendes lo l o que quiero decir? —No —admitió Martin—. ¿Cómo se llama? Martin quería creer que Sagasti no tenía nada que ver con el proyecto de Colin, pero sentía terror de preguntar. —Admira mi trabajo —siguió diciendo Colin—, y el modo como trato a mis clientes. Primero me ofreció trabajar para él, pero luego ese ofrecimiento se convirtió en la propuesta de compartir el negocio. Ése es, en parte, el motivo por el cual estoy aquí. —Sigue —dijo Martin—. ¿Quién es este hombre? —Joe me pidió que consiguiera a alguien que avalara mi firma, por si pudiera pasarme algo, ¿sabes? Dijo que es más para proteger a Sondra  por si me sucediera algo que porque no me tenga confianza. —¿Joe? ¿Joe qué? —preguntó Martin deseando con todas sus fuerzas que fuera otro y sabiendo al mismo tiempo que no había otra posibilidad. 259

 

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Colin sacó una tarjeta. Era una tarjeta de ébano grabada en letras de oro.

—Joe Sagasti —dijo—. Mira, no tienes que poner dinero ni nada. Serías solamente mi garante. Las tripas de un perfecto hijo de puta. Martin trató de ordenar sus pensamientos. Sagasti lo había hecho otra  vez. Un virus que tomaba posesión de cada célula de su vida. —No puedo firmar, Colin. Por favor, escucha lo que tengo que decirte. —Es que no tienes que poner dinero, te dije —repitió Colin, como si se tratara de eso. Dios, ¿cómo podía explicarle?  Martin sabía que Colin jamás creería lo que pudiera decirle sobre Sagasti. Pensaría que era una mentira para no ayudarlo. —No puedes hacer un negocio con ese hombre —aseguró Martin. —Pero —P ero si tú fuiste el que me dijo que si alguna vez necesitaba ayuda... —¡Joe Sagasti es el tipo que ocasionó tu accidente, el mismo que mató a Ed y a April! ¡Por favor, Colin, dime que esto no es verdad! —¿Estás loco? —Colin, Sagasti vino a mí un par de días después de mi cumpleaños para pedirme que le entregara el alma al Diablo. Desde entonces... —Vamos, Martin, podrías decirme simplemente que no quieres ayudarme. ¿Por qué tienes que inventar... —¡No es eso! —gritó Martin—. Te ayudaría si ésta fuera una oportunidad verdadera para ti, pero este hombre... —¡Él me dijo que no querrías que yo triunfara! ¡Es exactamente lo que dijo! Y yo me negué a creerle. Martin se dio cuenta de que dijera lo que dijese, jamás convencería a  Colin. La advertencia previa de Sagasti había sido suficiente. Varias Varias personas se dieron vuelta para mirarlos. —Y yo me reí —continuó Colin—. ¿Que Martin me dé la espalda?  Jamás pensé... —Sagasti no es lo que dice ser. ¡Dios santo, ni siquiera es humano! ¡Por favor, créeme! Ha armado todo esto para destruirme. 260

 

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Colin se levantó haciendo un estruendo con la silla. —Creo en lo que veo. Y en este momento lo que puedo ver es que durante las últimas se-

manas tú fuiste al hospital una sola vez , y eso porque te llamé. Joe no sólo visitó a Sondra casi todos los días, sino que le mandó al mejor especialista de la ciudad, pagó todos los gastos de internación y me ofreció la mejor oportunidad que tuve en mi vida. —Puedo demostrarte... —Ya me demostraste lo suficiente. Adiós, Martin. Y de paso, olvídate acerca de ser el padrino de mi hijo. Joe lo será.

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Capítulo XLVII

Sagasti abrió la puerta de su loft en el momento en que Colin estaba  por hacer sonar el timbre. —¡Hola, socio! Logró que su voz sonara joven y relajada a pesar del estrés con el cual la última visita de Lucifer acababa de alterar su temperamento eternamente alegre. Nadie podía negar que el gran Sagasti había tenido siempre un carácter maravilloso. Sin embargo, las criaturas descuidadas de Los Esbirros se habían comportado con más salvajismo que nunca, arrastrándose sobre su traje Ermenegildo Segna con sus patas pegajosas. Lucifer lo había presionado, urgido y obligado a apurarse. El Amo lo había  amenazado con aniquilarlo –a él, el mejor recaudador recauda dor de almas que el Infierno jamás hubiera tenido– si no terminaba su misión dentro de ntro de los tres días siguientes. Había pasado más de quinientos años preguntándose por qué Lucifer no llevaba a cabo sus misiones por cuenta propia. ¡El Amo tenía el poder después de todo! Pero, claro, era más agradable para Él dar órdenes y reclamar obediencia a un ejército de ayudantes como Sagasti, que ensuciarse las manos desarrollando nuevos procedimientos para recaudar almas. Entonces debería al menos ser más paciente y no agotar a  un caballero valiente como Sagasti con plazos imposibles. ¿Por qué no guerrear contra ese tirano sangriento, el Tiempo?  ¡Tiempo,  ¡Tiemp o, tie tiempo, mpo, tiem tiempo! po! ¿Por qué est estáá todo el mund mundoo tan apu apurado?  rado?  ¿Qué diferencia habría con entregar el alma de Mondra Mondragon gon en ese día  en particular o un mes más tarde?  ¿La locu locura ra de la Tierra acas acasoo ha  afectado tanto al Infierno?  Le costaba comprender cómo una entidad eterna y todopoderosa pudiera tener apuro. Lucifer era un niño malcriado y caprichoso que nadie domaría jamás. La mera posibilidad de 262

 

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que Dios pudiera recuperar un alma para su rebaño lo sacaba de quicio.

—Salgamos de aquí —le dijo a Colin cerrando la puerta—. Están pintándome la casa y el olor me vuelve loco. —Me vendrá bien caminar un poco —dijo Colin con voz nerviosa. —¿Sucede algo? —preguntó Sagasti. —Mi amigo —respondió Colin—. Mi amigo de la infancia se negó a  firmar.  Magnífico, mariquita. Así es como debes tragarte la carnada. —Lo lamento. A los amigos a veces les cuesta aceptar nuestro progreso —dijo Sagasti pasando el brazo sobre el hombro de Colin—. Pero Pero no te preocupes. Es un inconveniente menor. No afectará el proyecto. Tomaron Main Street y Sagasti invitó a Colin a entrar en el café Le Gamin. Subieron al salón del primer piso y se sentaron al lado de la ventana. Sagasti ordenó exprés dobles y croissants de chocolate para ambos. —No me sorprende sorprende —le dijo—. Al fin y al cabo, c abo, todos somos traidores naturales. ¿Por ¿Por qué tu amigo tendría que ser una excepción? ¿Es adinerado? —Bastante —dijo Colin con un tono lleno de resentimiento—. El abuelo le dejó un apartamento grande y dinero suficiente para terminar sus estudios. No sabe lo que es sufrir. —Ya veo. A veces los abuelos pueden hacer tanto daño... De todos modos... —Yoo estuve ahí cada vez que me necesitó. Si hasta quiso hacerme creer —Y que usted  había sido el culpable del suicidio de su amigo, de la muerte de su novia y hasta de...  Atice el fuego, Su Alteza. —Qué actitud tan lamentable. Pero es lógica. De cualquier manera, aquí estoy yo para proveerte de una fortuna más grande que la heredada por Martin. Colin miró fijamente a Sagasti. El clavo de la ambición ya se había  hundido profundamente en él. —La opinión de Martin no significa nada para nosotros —siguió di263

 

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ciendo Sagasti—. Nuestro instituto será un éxito fenomenal. ¿Firmamos nuestro contrato?

¿Sin garante? —Olvídate de eso —dijo Sagasti abriendo una carpeta—. Si tú confías en mí , yo confiaré en ti , amigo mío. —Gracias, Joe. No lo defraudaré. —Toma —T oma —dijo Sagasti quitándose el alfiler de oro de la solapa—. Hagamos de esto un momento inolvidable. Colin clavó los ojos en la aguja brillante. —¿Qué me quiere decir? preguntó sin poder creerlo. —El viejo estilo de los caballeros de antaño se ha convertido en lo más moderno —explicó Sagasti extrayendo de su chaqueta una pluma  cucharita de platino repujada con un refinado manguito de cristal—.  ADN, mi queri querido do socio. Nadie podrá decir que no hemos sido nosotros los que firmamos. De hecho, soy dueño de una compañía que convalida por ADN los contratos que se firman con sangre. Tecnología de última generación. —Qué interesante —dijo Colin, sin sacar los ojos del alfiler puntiagudo. —¿Procedemos —¿Pr ocedemos entonces? —preguntó Sagasti. Colin asintió. Sagasti tomó la mano derecha de Colin en la suya y con la punta del alfiler apenas le tocó el corte producido por la langosta el día anterior. Una gota de sangre cayó sobre la página blanca. —¡Mierda! —dijo Colin riéndose—. Eso me dolió. —Rápido —dijo Sagasti entregándole la sofisticada pluma—. Usa la  sangre para firmar como si fuera tinta. Colin obedeció, y su firma brilló bajo los rayos del sol que entraban por la ventana. —Esto será maravilloso —exclamó Sagasti levantando el contrato y  pinchándose el dedo con el alfiler alfiler.. Se deleitaba con la sorpresa de Colin al verlo verter su gota de sangre resplandeciente al lado de la suya. Firmó como correspondía, y el papel absorbió lo que quedaba de las dos manchas rojas, volviéndolas parte de su superficie porosa. Sagasti le dio a Colin un pañuelo limpio que olía a colonia inglesa pa264

 

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ra que se envolviera el dedo. —Gracias —dijo.

El ingenuo masajista ni siquiera había leído la letra grande, mucho menos la pequeña. Sagasti le palmeó la espalda con una sonrisa triunfante. —Ahora somos socios de sangre, hasta que la muerte nos separe.

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XLVIII VIII Capítulo XL

Martin miró los menús preparados de Zabar´s con ojos cansados: un plato de pollo a la Parmesana, una “Cena de Verano” con salmón, una pechuga de pato magret à l´orange , un borscht, una ensalada verde. Tal vez era demasiado para él solo, pero toda esa comida lo haría  sentirse menos desguarnecido. Su vida había vuelto a reducirse a comidas para uno. Patético. —Un momento, por favor —le dijo a la cajera, y corrió al fondo de la  tienda a buscar una caja de damascos australianos. Necesitaba un recuerdo dulce, algo que le gustara a April. La joven de la caja le sonrió como dándole el pésame. ¿Tan mal se veía? —Sesenta y uno con sesenta, señor.  Al menos podía darse el lujo de comprar la comida en un sitio así todos los días. Sonó su celular. Era la voz de una desconocida. —¿Habla el doctor Martin Mondragon, hijo de la señora Ana Arnedo? Martin reconoció el tono de emergencia en la voz. Juntó el cambio que le daba la cajera, arrugándolo en el puño. —Sí, ¿qué sucede? —Es el servicio de emergencias del New York Downtown Hospital. Se metió el bollo de cambio en el bolsillo y salió corriendo de la  tienda con una bolsa llena de exquisiteces y el corazón cargado de agonía. Sabía que este golpe final contra su madre iba a llegar tarde o temprano. —¿Qué sucedió? —gritó al teléfono. —Pérdida del conocimiento en la esquina de Bleecker y Cornelia, 266

 

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señor. Una ambulancia... —Voy para allá.

Martin cortó, tiró la bolsa en el coche, c oche, y aceleró por Broadway Broadway,, esqui vando vehículos y peatones. Presa del pánico como estaba, en lo único que podía pensar era en cuánto amaba a su madre. Si la perdía, la vida  se volvería vacía. ¿Qué habría estado haciendo su madre por el Village? Le resultaba extraño que hubiera dejado solo a Kinlan. Quizá Sagasti la había llamado y presionado para que fuera a algún lugar. Ella tenía  confianza en Sagasti. Y todo porque él no había hecho lo suficiente para que rechazara al monstruo. Si Sagasti la hubiese llamado diciéndole que su hijo estaba en problemas, su madre habría ido corriendo para  averiguarlo. El estómago se le retorcía en espasmos de ansiedad. •





Martin entró corriendo hasta la mesa de informes del hospital. Una  recepcionista corpulenta buscó el nombre de Ana Arnedo en la computadora. —No hay nadie con ese nombre, señor. ¿Tiene un apellido de casada? —Mondragon —Mond ragon —respondió Martin, aunque sabía que su madre jamás usaba el nombre del marido que la había abandonado hacía tanto tiempo. —¿Es usted el doctor Martin Mondragon? —le preguntó una segunda recepcionista. —Sí. —Fui yo quien lo llamó hace un momento, doctor. El paciente que preguntó por usted y por su madre es el señor Félix Larrondo. Martin sintió un profundo alivio al escuchar esas palabras, pero se preguntó por qué Félix Larrondo querría verlo. —Está en observación en Emergencias. ¿Conoce el camino? —Desgraciadamente, sí. —El señor Larrondo está en la cama cuatro —dijo la recepcionista. 267

 

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—Gracias. Martin se alejó apurado por los corredores amarillentos, inmerso en

una nube de sentimientos encontrados. El alivio de saber que su madre no había sido el blanco del juego sucio de Sagasti abrió paso a un nuevo temor: ¿Qué conexión tenía Félix Larrondo con Sagasti?  En la sala de emergencias, una enfermera atareada señaló a Félix, que yacía de costado con la mirada perdida en algún punto entre la cama y  la pared. Recién cuando Martin se detuvo a un metro de distancia, el viejo se movió y contempló a su visitante con su ojo sano. —¿Usted es Félix Larrondo? —preguntó Martin, tratando de concentrarse en la pupila que lo observaba. El ojo ciego parecía convocar toda  su curiosidad y repulsión. —¿Quién? —preguntó el anciano. Martin musitó una disculpa y se dio vuelta para irse cuando la mano artrósica del hombre le tomó el brazo. —¿Martin? —le preguntó—. Yo Yo era el mejor amigo de tu abuelo. Por favor, siéntate. El viejo se incorporó y abrió los ojos, como si una ola de entusiasmo le hubiese invadido el cuerpo. Martin sintió el crujido de sus propios huesos sobre la silla dura. Félix no parecía ni enfermo ni lastimado. —Eres aún más guapo que Luis —dijo Félix—. ¿Lo sabías? Tienes Tienes los mismos ojos azules, la misma mirada inteligente. Martin se estremeció al recordar el comentario similar que le había hecho Sagasti el día que se conocieron. Cuanto más lo miraba el anciano, más incómodo se sentía. No sabía cómo enfrentarse a ese único ojo que lo escudriñaba con la intensidad de un periscopio. Notó que el acento argentino de Félix se asemejaba al de su madre, aunque él parecía haber aprendido a hablar inglés con mayor fluidez. —Espero que no me haya hecho venir sólo para decirme cómo luzco —dijo Martin. —Por supuesto que no. He querido llamarte antes pero... En fin, estaba en camino a mi viejo teatro cuando el Alzheimer me jugó una mala pasada y terminé aquí. Pensaba llamarte desde ahí. —¿Desde un teatro? 268

 

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—Hace un tiempo que está cerrado, pero sigue siendo mío. Fue importante en una época, ¿sabes? Félix sonrió con lo que Martin imaginaba que serían recuerdos de glo-

rias pasadas. Los minutos corrían uno detrás del otro, y con cada uno aumentaba su desconfianza. Siempre lo había perturbado la lentitud de los ancianos, y su impaciencia crecía con sólo pensar en la información que Félix seguramente tendría sobre su abuelo. De pronto parecía como si el mundo entero supiera quién era Luis Arnedo. Todos menos él. —Muy —M uy bien, señor Larrondo... —Sí, fue importante —repitió el viejo, regresando al presente desde alguna de sus apolilladas remembranzas—. Hay algo de gran importancia que durante más de treinta años he guardado para darte. Lo conservé para ti, tal como Luis me lo pidió.  ¡Por más de treinta años! Martin hizo un esfuerzo para no dejar que la  ira ni la impaciencia lo atraparan. Tranquilo, Martin. Abre los oídos y déjalo hablar. —¿De qué se trata? —Tenemos —T enemos que salir de aquí antes de que nos encuentre Sagasti —susurró Félix, mirando a otros pacientes de la sala como si el monstruo pudiera estar de incógnito en alguna cama vecina. En boca de Félix, el nombre de Sagasti sonaba como una nueva  alarma. —¿Podrías —¿P odrías alcanzarme la ropa, por favor? —le pidió, señalando un pequeño armario. —¿Usted trabaja para Sagasti? —le preguntó Martin. —Todos —T odos hemos estado es tado trabajando trabaj ando para él y para pa ra su amo de una mam anera o de otra, pero yo he sido algo así como su víctima. Igual que todos. El rostro de Félix se marcó con una mueca de derrota. Martin aspiró profundamente el aire antiséptico de la sala de hospital. Después de todo, Félix parecía estar diciendo la verdad. —Tenemos —T enemos que avisarles a los médicos que nos vamos —dijo Martin. —No hay tiempo para eso. Además, no me dejarían ir. Mi mente 269

 

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está lúcida en este momento y no son muchos mis momentos de lucidez, así que apurémonos. Martin podía sentir la ansiedad en la voz de Félix. El miedo lo frena-

ba, pero decidió darle una oportunidad. Después de todo, el amigo de su abuelo podía ofrecerle la pieza que faltaba para completar su rompecabezas. Martin tomó la historia clínica que colgaba al pie de la cama y garabateó su firma. Una enfermera espigada los detuvo a la salida. —¿Adónde creen que están yendo, caballeros? —les preguntó. —Soy el doctor Martin Mondragon. Ya firmé el alta del señor Larrondo. —Gracias, doctor. Camino al estacionamiento, Félix le guiñó a Martin su ojo sano. •





Una vez dentro del auto de Martin, Félix pronunció sus palabras con suma claridad: —A la calle Bedford entre Commerce y Barrow —dijo levantando un aro con tres llaves en su puño huesudo—. Nunca me imaginé que vendría alguien del otro lado, ¿sabes? Hasta ayer, ayer, cuando tu madre mencionó a Joe Sagasti. La sangre de Martin se le fue a las sienes hasta que creyó que iban a  estallarle. —¿Se encontró ella con Sagasti? —No creo, pero la llamó más de una vez. Eso es todo lo que sé. Martin disminuyó la velocidad y tomó Bedford. —¡Ahí está! —exclamó Félix, aferrándose al volante y señalando un edificio bastante abandonado. Martin jamás habría adivinado que alguna vez eso había sido un teatro. El resplandor de la tarde iluminaba la  entrada, revelando la pintura descascarada y la tierra acumulada en los rincones del umbral. —¡Gracias a Dios que lo encontramos! —dijo Félix—. Tenía tanto 270

 

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miedo de que Sagasti lo hubiera hecho desaparecer.  Al me meno noss la ve veje jezz y un unaa me memo moria ria fr frág ágilil no se co cont ntab aban an ent entre re su suss problemas.

El anciano corrió a abrir una puerta que alguna vez fue azul, y ambos ingresaron en un vestíbulo siniestro que olía a humedad y a nidos de ratas. Martin lo siguió por una escalera oscura hasta una pequeña sala de proyección. Recordó la oscuridad del jardín trasero de Colin cuando eran niños. Era la misma sensación: un bosquecillo lleno de peligros. Félix encendió una lámpara torcida de metal que echó su luz sobre la pared cubierta de moho. —Siéntate ahí —le dijo señalando la última fila de asientos de la galería superior, al lado de la entrada a la salita donde estaban. Martin se sentó y observó a Félix mientras luchaba con las llaves hasta que finalmente logró abrir una caja de hierro. Extrajo un maletín de cuero enmohecido. —Espero que los hongos no la hayan arruinado —dijo Félix—. Hijo, ha llegado la hora de que sepas toda la verdad sobre tu abuelo. Con manos temblorosas, sacó una lata de película. Se puso los anteo jos y se concentró en abrir los sellos. El rollo que q ue apareció ante sus ojos parecía bien conservado. Martin notó el ritmo cada vez más acelerado de su corazón. ¿Félix pensaba mostrarle una película vieja? El anciano levantó una gruesa cubierta de nylon que dejó el proyector a la vista. Parecía más viejo aún que su dueño. El artefacto era digno de un museo. Le resultaba difícil pensar que Félix pudiera hacerlo funcionar, pero no dijo nada. La pantalla se iluminó, y el traqueteo del proyector anunció el comienzo del filme. —Luis me pidió que filmara esto hace mucho tiempo —dijo Félix—. Tú aún no habías nacido. Martin estaba concentrado en la imagen en blanco y negro de una  sala desierta decorada con muebles de otra época. —Ésa es la casa de tus abuelos en San Telmo —aclaró Félix—. Es el barrio más antiguo de Buenos Aires. 271

 

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Martin apretó las manos contra los apoyabrazos. El sudor le pegó los dedos al tapizado de cuero. —¿Entiendes el español, no, Martin?

—Sí, claro —respondió él esperando que su abuelo tuviera una pronunciación clara. El sonido amplificado de unos zapatos contra el piso de madera fue el prólogo corto a la entrada de su abuelo, que vestía un traje de buen corte de los años sesenta.  ¡Dios santo! Eran un calco. Martin tuvo la sensación de estar viéndose a sí mismo en el futuro. — ¿Podés ¿Podés tomar toda la habitación? —le preguntó Luis a su amigo, invisible detrás del visor de la cámara. Martin saboreó esas primeras palabras de su abuelo en castellano. El familiar acento argentino. Su mente se deslizó cómodamente al lengua je de su infancia. —Yoo no te veo para nada —siguió diciendo Luis—. ¿Estás ahí nomás? —Y —¿Adónde más querés que esté? —respondió la voz de Félix. —Está bien. ¿No se ve el micrófono abajo del almohadón del sofá, no? —No, está bien escondido. No No lo muevas. El grabador está debajo del sillón. —Perfecto —comenzó Luis—. Ahora, mientras filmemos este documento, quiero que vos, mi amigo Félix Larrondo, me prometas que lo vas a guardar en un lugar seguro por si alguna vez tengo un nieto varón. Luis miró directo a la cámara. Dios, ahí estaba, y parecía tan real. Martin no podía dejar de temblar. —Tee lo prometo —la voz juvenil de Félix sonaba distante, como si vi—T niera de atrás de una pared o de una puerta. —Yo estaba parado detrás de un cortinado grueso —le susurró Félix  a Martin—. Habíamos hecho un agujerito en la cortina para poder filmar toda la habitación. —Si todo pasa como creo que va a pasar —siguió diciéndole Luis Arnedo a la cámara—, prometeme que vas a seguir a mi única hija Ana  adonde sea que vaya, y que no le vas a perder pisada a mi nieto mayor, 272

 

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si es que el bebé que espera sale machito. —Te lo prometo, Luis. Ya lo sabés —contestó el joven Félix. —Si nace este nieto, y el Diablo, o su enviado José Sagasti, se ponen

en contacto con él cuando cumpla treinta y dos años, prometeme que le vas mostrar esta película para que sepa lo que pasó. —Sí, te lo prometo. Apurate, Luis, que va a llegar de un momento a  otro. —Muy bien. Luis se estremeció y miró alrededor como si no supiera bien qué tenía  que hacer a continuación. Luego salió de cuadro y volvió a aparecer con una tetera y una taza. —Martín —dijo Luis a la cámara sirviéndose un té—. A Ana le encanta ese nombre, así que creo que si sos un varón, te va a llamar Martín. Luis miró a la cámara y Martin sintió que se le disparaba el corazón. Su abuelo muerto le estaba hablando por primera vez en la vida. Era como cruzar una frontera definitiva. Se aferró a cada palabra, seguro de que en algún lugar de esa película encontraría la pista para  derrotar a Sagasti. —Si estás viendo esto —dijo su abuelo—, sabrá Dios cuándo y dónde en el futuro, significa que el Diablo o su mensajero se habrán comunicado con vos para pedirte el alma. Martin se frotó la cara para probarse que no se trataba de un sueño. Su abuelo probablemente habría visto muchas películas inglesas.  ¿Qué  necesidad tenía de tomar té mientras hablaba?  —Hace muchos años —comenzó a relatar Luis—, me enamoré de una mujer, mujer, como en un cuento de hadas. En cuanto vi a María, tu abuela —che, ¡esto es tan loco! Luis se detuvo para darle un sorbo al té.  ¿Qué estaba por decir?  —Cuando nos cruzamos las miradas —continuó Luis—, supe que era  la mujer de mi vida. Ella, sin embargo, no parecía sentir lo mismo hacia mí. Yo tenía un único deseo: conquistarla. Una noche estaba en un bar, con alguna copa de más encima, y se me sentó un tipo al lado. Era  273

 

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 José Sagasti. Martin podía imaginar la escena. Le corrió un escalofrío por todo el cuerpo. Si tan sólo Sagasti lo hubiera mandado a ese momento del

pasado... —No sé ni cómo... pero le terminé hablando de María —dijo Luis—. Él me dijo que tenía la solución para mi tormento y me ofreció firmar un pacto con Lucifer. Luis hizo otra pausa para terminarse el té y se sirvió de inmediato una  segunda taza. Martin tuvo la sensación de que algo terrible estaba por suceder. —Al comienzo pensé que Sagasti estaba tan loco como yo —siguió Luis—, pero habló y habló y terminó por convencerme de que verdaderamente era quien afirmaba ser. Yo nunca había creído en la vida después de la muerte, así que no me preocupé. ¿Entregarle el alma al Diablo para tener el amor eterno de María? Fenómeno, pensé. Y firmé un pacto con mi sangre. Martin recordó la firma frágil que su abuelo había garabateado en el pergamino. —Y así, al día siguiente, María se enamoró de mí —dijo Luis—. Como si de golpe me hubiera descubierto. ¡Como por arte de magia! Nos casamos y tuvimos una hija hermosa, Ana. Tu madre, claro. Martin se preguntaba cuánto de todo esto sabría su mamá. ¿Podría ser  que también ella se lo hubiese ocultado siempre?  —Unos años más tarde me enfermé —continuó Luis—. Ahí descubrí  el verdadero valor de mi alma y supe que ya no quería dársela al Diablo. Cuando María me confesó que siempre había estado enamorada de mí  pero que había sido demasiado tímida para decírmelo, me di cuenta de que el Diablo me había engañado.  ¡Así que de eso se trataba! De un engaño. —Al fin y al cabo, ¿qué había hecho él? Nada, porque los sentimientos de María hacia mí eran previos a mi pacto con Lucifer. Acordate de esto: si en el futuro encontrás una manera mejor de vencer el Mal, no tenés nada que temer, porque no firmaste nada. Así que las generacio274

 

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nes que engendres serán libres. ¿Comprendería su abuelo el significado de la palabra “libre”? ¡Había  condenado a su propio nieto!

—Parte de mi acuerdo era convertirme en un mensajero del Diablo durante el tiempo que me necesitara —dijo Luis—. Me equivoqué, Martin. Y ahora estoy tratando de corregir el error. El pacto con Sagasti es demasiado pesado. Hace un par de días decidí romperlo y devolver el objeto de mi deseo. Yo firmé por el amor de María. Ahora se la devuelvo. El Diablo no me dio nada, entonces ahora no le voy a dar mi alma por nada. Martin lo observó sorber su té con el mismo ruidito que a él le gustaba hacer cuando bebía café y se le humedecieron los ojos a pesar de sí  mismo. Luis terminó la segunda taza y se sentó, con la mirada fija en ella. Todavía no podía comprender el significado pleno de las palabras de su abuelo, pero percibió la cercanía de algo duro e irreversible. No podía dejar de temblar temblar.. —Tomé una decisión, Martín. Espero que puedas entenderla —dijo Luis, mirándolo de frente con una sonrisa temible. ¿Qué clase de ordalía enferma estaba preparando su abuelo? —María y yo ya estamos viejos. Ana está casada y espera un hijo. ¡Espero que Dios le dé sólo hijas mujeres! Así que preparé esta gran tetera  de té con hongos venenosos. María ya se tomó la mitad, y está en la cama —dijo Luis señalando el piso superior—, esperándome. La cámara saltó y se salió de foco. La voz de Félix gritó detrás de la  cortina. —¡Qué hiciste, Luis! —¡Vos quedate ahí y seguí filmando! —le ordenó Luis con otro grito—. Ahora ya está hecho y esto no es asunto tuyo. Luis sonaba duro y cruel. En ese momento sonó el timbre y su mano se sacudió, tirando la taza al suelo. —No te muevas, Félix —mandó Luis—. Todo esto es muy difícil para mí, y muy triste, pero todavía no se terminó. La imagen borroneada volvió a enfocarse al tiempo que Luis abría la  puerta de entrada para dejar pasar a Joe Sagasti. Más de treinta años an275

 

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tes su enemigo lucía igual que en la actualidad. Martin contuvo el aliento aunque sus pensamientos se aceleraban en un torbellino enloquecedor. No podía emitir palabra, porque las pala-

bras no podrían expresar sus sentimientos encontrados. En la oscuridad del teatro viejo, Félix revolvía sus bolsillos en busca de un pañuelo. Martin podía escuchar su llanto. —Yo también estaba enamorado de María —confesó Félix—. No ha  sido fácil... todos estos años... Este... este rencor que le he guardado a  mi mejor amigo. Martin no podía contestarle. Las confesiones de los muertos y de los vivos se le mezclaban. Ambos hombres habían compartido un amor no declarado hacia la misma mujer mu jer.. Y se habían convertido en cómplices c ómplices de un crimen secreto que los había unido no sólo a ellos durante casi treinta y tres años, sino también a él. Martin lanzó un suspiro al ver a su abuelo acercarse a la cámara junto a Sagasti. No quedaba más que observar y escuchar escuchar.. —¿Cómo va la vida, Luis? —preguntó Sagasti. —No tan bien como la muerte, querido Sagasti —dijo Luis con una  sonrisa burlona—. Te gusta Shakespeare, ¿no? Yo querría terminar nuestra relación con otro poeta inglés: John Donne. —¿Terminar nuestra relación? —se rió Sagasti—. ¡Qué tontería! No hay manera de que puedas hacer eso. Estaremos juntos por siempre, amigo mío. Luis se tambaleó y Martin se dio cuenta de que estaba a punto de presenciar la muerte de su abuelo. Un acto final de ironía entre enemigos que se trataban como viejos amigos. —No le voy a pagar ninguna deuda supuesta a tu amo. Y no son palabras, es lo que hice —declaró Luis. Martin notó una expresión de alarma en el rostro de Sagasti. —¿Qué quieres decir? —Leí el contrato que firmé muchas, muchas veces. Es muy muy... ... terrenal —dijo Luis—. Y el contrato dice que si uno devuelve las mercaderías por las que firmó, será libre. Así que eso es lo que acabo de hacer. Mi 276

 

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“mercadería” está arriba. Pueden llevársela cuando quieran. Martin se sorprendió. ¿Se había salteado esa cláusula cuando leyó el documento? —¡No puedes...! ¿Qué...?

Sagasti corrió escalera arriba. Su grito retumbó en toda la casa. Luis se apoyó en el respaldo del sillón. Sus ojos ya no podían enfocar bien, pero cuando miró hacia la cámara, una nueva sonrisa de triunfo le brilló en el rostro. Sagasti bajó la escalera corriendo y enfrentó a Luis. —¡Hijo de puta! —le gritó. —¡A la mierda con el Diablo y con el pacto! —se rió Luis—. ¡Ahora  andate a buscar a mi garante inexistente! Vos me estafaste, así que yo te hago lo mismo. —¡Nadie te estafó, idiota! —rugió Sagasti, tomando a Luis de los hombros. —El poeta dijo, “Muerte, no te enorgullezcas aunque algunos te hayan llamado fuerte y poderosa, porque no lo eres”. Luis recitó el verso de Donne y se desplomó en el piso, dejando a Sagasti atónito. Un momento después, Joe sacudió a Luis, pero ya era tarde. —¡Imbécil de mierda! ¡Cómo tuviste el coraje...! ¡María era mi obra  de arte! Yo le introduje todos los recuerdos y sentimientos necesarios para hacer que te amara. ¡Jamás la habrías tenido si no hubiese sido por mí! No la merecías. Sagasti caminó hacia la puerta, pero un instante después se dio la vuelta y miró fijamente a cámara por primera vez. Una luz encandiló la pantalla como si la película se hubiese quemado. Martin escuchó el carrete vacío girando en el proyector. proyector. Así que éste era el último eslabón de la l a cadena macabra de su abuelo. Luis había sido un estafador. Un hombre sin valores. Un asesino egoísta. Ni una pizca mejor que Sagasti. —¿Ésta era la mierda que guardó bajo llave durante treinta y tres años? —le dijo Martin a Félix con rabia. —En ese momento perdí mi ojo —dijo Félix—. Sagasti me lo quemó. —¡Y yo perdí mi paz, mi vida y mis amigos! —gritó Martin poniéndose de pie. Despreciaba a Félix, el albacea de la conducta más cruel de 277

 

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Luis—. ¡Tú y mi abuelo son peores que Sagasti! —Estás equivocado, Martin —dijo Félix—. Somos una mera consecuencia. Sagasti nunca quiso el alma de Luis.

Martin lo miró, horrorizado. —Lo que Sagasti quiso desde el comienzo fue tu alma pura —declaró Félix—. Lo comprendí en el momento en que pisoteó el cadáver de tu abuelo y salió de la casa. —Eso no puede ser verdad —murmuró Martin. —Sagasti es el que guió tu vida y te cuidó para que vivieras virtuosamente —siguió diciendo Félix—. Para que él pudiera cosecharte en una  condición prístina. ¿Qué sentido tenía correr cuando tenía la eternidad por delante? Ahora vete y piénsalo. Necesito estar solo. •





Martin había abandonado ya el teatro cuando Félix oyó una voz bien conocida en algún sitio entre las butacas polvorientas. —Luis Arnedo fue el mayor estafador que conocí —dijo Sagasti, llenando la sala con su voz. Félix giró, pero la oscuridad reinante escondía a quien estuviera ahí. La imagen tenue de Sagasti apareció como una sombra contra la pantalla en blanco, aunque el proyector ya estaba apagado. Las manos temblorosas de Félix volvieron a cubrir la máquina con su funda de nylon. —Si yo no hubiese inyectado en María el amor hacia él, ella habría seguido su natural instinto, ya que estaba enamorada de ti —siguió diciendo Sagasti—. Tuve Tuve que realizar unas maniobras incomodísimas para cambiar sus sentimientos. Teníamos Teníamos que cumplir con los términos del contrato, ¿no es verdad? Ahora, soporta el suplicio, Félix. Engañar al Diablo tiene un precio. Félix se apretó las sienes con las manos para contener el dolor inconmensurable dentro de su cabeza. Supo que no tenía salida. No podía ver nada. Su cuerpo se encorvó y cayó sobre sus rodillas. —No lo tendrás, Sagasti —atinó a decir—. Le has enseñado a Martin 278

 

El Garante

tus tretas retorcidas demasiado bien. Es más inteligente y culto que Luis. No sé cuánta paciencia tendrá el Diablo, pero no puedo imaginar que vaya a alegrarse con un segundo fracaso tuyo. ¡Cómo me gustaría ente-

rarme de que Martin te ha derrotado! Félix abrió la boca y dejó escapar una carcajada extraña. La sintió diferente, como si su voz ya no perteneciera a su cuerpo.

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Capítulo XLIX

Kinlan levantó una foto de Martin. Tendría unos doce o trece años y estaba vestido con ropa de esgrima. El niño tenía la mirada decidida de un caballero valiente. Kinlan contempló la colección de fotos enmarcadas en portarretratos de metal plateado. Ofrecían un desfile completo de las poses más divertidas de Chrissie y los distintos momentos de la infancia y adolescencia de Martin.  Ana entró con un jarrón lleno de rosas recién cortadas de su jardín, y  lo ubicó en una mesa al lado de la ventana. Él le miró la cintura esbelta. La luz de la tarde se reflejaba en su cabello oscuro. —¿Nunca te detienes ni un segundo? —le preguntó—. ¡Dame un respiro, Ana! —¿Qué me decís? Ya Ya voy a parar cuando me muera mu era —dijo ella sentándose a su lado y sonriendo al colorido de sus flores. Kinlan se rió a pesar del dolor punzante en el hombro. Sabía que había salvado la vida de milagro y le costaba creer aún que Martin fuera el hijo de Ana. Había sido como despertarse en una cama cómoda después de una terrible pesadilla. La reaparición de Ana en su vida, cuando todo lo demás se había vuelto tan duro, era como una señal del cielo. —Gracias por tu amor y tu cuidado —le susurró, tomándole la mano—. Nunca he dejado de amarte, ¿sabes?  Ana no le respondió pero dejó que su cabeza se ladeara, con los ojos fijos en las flores. —Creo que nunca me repuse cuando me dejaste —siguió diciendo Kinlan. —Cuando Chrissie murió, mi vida se detuvo. —Sí, puedo imaginarlo. 280

 

El Garante

—Yo también te extrañé muchas, muchas veces —dijo ella, sacando su mano de entre las de Kinlan, como si las palabras y las caricias juntas fueran demasiado. Él se acercó a su cara y le besó los labios con ter-

nura. Ana lo abrazó y convirtió el beso en una pequeña explosión de pasión contenida. —Hay algo que deseo hacer —dijo él. —Yo también —respondió ella con picardía. —Además de eso.  Ana lo escuchó escuc hó con una mirada más brillante en los ojos. —En cuanto tenga la oportunidad, me gustaría contarle todo a  Martin. —¿Contarle qué? —preguntó ella, como si su relación pudiera explicarse de un modo lógico. Él deseaba que la tragedia de la muerte de Chrissie pudiera anularse. Si tan sólo hubiera tenido el coraje de casarse con ella en aquel entonces, habría estado en casa con sus hijos ese terrible día de verano. —¿Te casarías conmigo, Ana? Pudo ver que la pregunta la había tomado por sorpresa. Ana suspiró. —Le caés muy bien a Martín —dijo ella. —Tu hijo es un hombre valiente, pero no me has contestado. Un golpe frenético a la puerta de la cocina los sobresaltó. Kinlan miró por la ventana y vio el coche de Martin en la entrada. —Es Martin —dijo. —Mi nene. No oí el auto. —El amor nos está haciendo sordos —dijo Kinlan, y Ana corrió a la  cocina con paso liviano. •





Martin entró a las zancadas, lleno de ira contenida. No podía evitar el fuego que le quemaba el pecho. —¡Martín! Qué sorpresa —lo saludó Ana al cerrar la puerta detrás de él—. Sean y yo estábamos estábamos hablando de vos. Siempre Siempre estoy estoy hablando de vos. 281

 

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 ¿Sean? Él conocía a Kinlan antes que su madre y nunca le había preguntado siquiera su nombre de pila. El uso de ese nombre en boca de su madre le resultó raro. —¿Dónde está? —le preguntó.

—Vení. Estábamos en el living. Quedate a comer con nosotros. Está  todo listo. Martin cerró la puerta que conectaba con la sala. Sentó a Ana a su lado, ante la mesa de la cocina. El sol estaba poniéndose detrás de los árboles del jardín y los ojos de su madre parecían más profundos que nunca. —¿Qué te pasa, mi amor? —le preguntó. —¿Por qué nunca me dijiste nada acerca del abuelo? Martin notó el temblor en los labios de Ana ante la pregunta inesperada. Le brillaron los ojos de la emoción. —Mamá, esto es muy importante —le dijo—. Dime la verdad. —Perdoname —P erdoname —respondió ella, rompiendo en llanto—. Perdoname. Perdoname. —Por favor, no llores, mamá. Necesito una explicación. No estoy reprochándotelo, pero necesito una respuesta. —Nunca entendí bien lo que pasó—dijo Ana—. El día que le dije que estaba esperando un bebé, se puso muy triste. Entonces le l e pregunté a mi mamá, pero ella tampoco lo sabía.  Ana tomó un pañuelo de papel y se sonó la nariz. —Entiendo. Por favor, continúa, mamá. —Unos días más tarde, él se me acercó y me hizo prometerle que jamás de los jamases te iba a contar nada sobre él. Como si nunca hubiera existido. Y era un hombre bueno, Martín. Todo el mundo lo quería. Me dijo “un día tu hijo me va a encontrar y yo le voy a explicar”. Eso me dijo. —¿Sabías que se suicidó? La mirada de horror de su madre le dio la respuesta que más temía.  Ana no tenía la menor idea. —Félix estaba con mis padres ese día —dijo, recordando—. Comieron hongos que papá había traído del sur. Pero Félix no comió. A  él no le gustan los hongos. Y resultó que eran de una variedad casi 282

 

El Garante

indistinguible de los hongos buenos, pero venenosos. Fue un error, Martín, un accidente. Martin se dio cuenta de que ella había vivido con un recuerdo dife-

rente, que él no tenía derecho a cambiar por otro tanto más amargo. —¿Así que fue eso? ¿No fue un suicidio? —¿Quién te dijo algo así? —preguntó Ana enojada—. ¡Es algo horrible de decir, Martín! —Nadie lo dijo —mintió Martin—. Tuve Tuve una conversación con Félix y saqué mis propias conclusiones. Discúlpame, mamá. Entendí todo mal. —¡Claro! —retrucó ella poniéndose de pie y volviendo a acomodar innecesariamente algunos de los frascos y potes que había sobre la mesada—. ¡Suicidio! Mis padres eran gente encantadora. Si los hubieses conocido, no dirías algo así. La revelación había sido demasiado para ambos, pero en el caso de su madre el dolor de admitir la verdad era mayor que el deseo de conocer los hechos, y era evidente que ella prefería negarlo todo. —Está bien, mamá —dijo Martin.  Ana inhaló profundamente como si la l a tortura a la que Martin la había sometido hubiera acabado finalmente. —Lamento no haberte hablado nunca del abuelo —dijo—. Tenía Tenía carácter fuerte, ¿sabés? Cuando decía algo, yo no podía contradecirlo. Nadie podía contradecirlo. Tu abuela jamás lo hacía. Me alegro de que Félix te haya hablado de él.  Ahora yo también puedo contarte alguna de mis historias. —Yo también me alegro —dijo Martin, abrazando a su madre—. Te quiero, mamá. —Yo también te quiero, mi querido. Lo dejamos al pobre Sean solo en el living. Voy a preparar la comida. Andá a hablar con él. —Voy. Martin encontró a Kinlan leyendo el periódico. Lo miró al entrar. —¿Cómo anda esa herida? —preguntó Martin. —Curándose. Tu madre es mejor que el mejor doctor. Es especial, ¿lo sabes? —dijo Kinlan, sonriendo. 283

 

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¿Qué estaba pensando el viejo detective? Martin cerró la puerta y habló en un susurro. —Creo que me estoy acercando a la verdad sobre Sagasti. Como si es-

tuviera a punto de encontrar las últimas piezas del rompecabezas. Me ha  estado presionando con la culpa y el miedo. Hasta ahora, su herramienta fue hacerme sentir que soy culpable del dolor y de la muerte que habría ocasionado. Si me convenciera de que mi alma no vale nada, sería  más fácil entregársela al Diablo. —Muy inteligente. —Pero todo eso es también una proyección de sus propios miedos y  de su propia culpa. —No te sigo. ¿A ver? Soy todo oídos. —La proyección es un concepto muy usado en psicoanálisis. Sucede inconscientemente, cuando se les adjudican las propias ideas, impulsos o emociones a otros. Especialmente los que a uno más le molestan. Sagasti debe de tenerle un miedo terrible a su amo… —Cuídate, hijo. Ya sabes con quién estás lidiando. Martin se estremeció. —Sí, ya lo sé. Sólo espero poder ensamblar las partes cuando llegue el momento de hablar con Sagasti. Lo iré a buscar esta noche. —¡No hagas eso! —exclamó Kinlan—. Espera a que me reponga del todo para que pueda ayudarte. No vayas solo, Martin. Recuerda que esto también significa mucho para mí. —No puedo esperar más, Kinlan. Los riesgos son demasiado altos. Está mi madre. ¿Qué haría si la matara? Kinlan empalideció. —¡La cena está lista! —gritó Ana. —Ya vamos, mamá —le respondió Martin abriendo la puerta. —Supongo que tienes razón —dijo Kinlan—. Pero prométeme que tendrás cuidado. —Le avisaré en cuanto me comunique con él. Ahora, a disfrutar de la  buena cocina de mamá. Una hora más tarde, cuando Martin abandonó la casa de su madre, el 284

 

El Garante

sol aún no se había puesto. Encontró a Ralph Heiligen esperándolo, apoyado contra un árbol. —Necesito hablarle de inmediato —dijo Ralph metiéndose en el co-

che de Martin antes de que éste pudiera trabar las puertas.

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Capítulo L

Martin tenía ganas de acelerar a toda velocidad por Queens Boulevard, pero el tráfico estaba inusualmente pesado para un domingo a la  noche. —Algunos ángeles jamás llegan a tiempo —dijo Ralph. —¿Y entonces qué sucede? —preguntó Martin. —La persona se muere. Así de sencillo. —¿Eso es lo que pasó con Lesley? —No, en ese caso la lucha fue desigual. Su muerte fue el pago de Sagasti al Diablo por su demora con las tareas requeridas. Lesley había firmado con él un pacto de juventud. —Dios —suspiró Martin con asombro, incapaz de absorber aún la dimensión total de la explicación que Ralph le daba—. ¿Y April? —La quiere ver muerta porque ella no lo ama. —¿Un vínculo de amor-odio? —Exactamente. Él envidia tu suerte y te odia más por ella. Pero al mismo tiempo te admira. Una vida sin mácula, ¿sabes? Eres la imagen de lo que hubiera querido ser. —Pero no puede matarme —dijo Martin. —Ésa es nuestra bendición. Dios, ¡si habré tenido que trabajar todos estos años para mantenerte a salvo! —Vamos, Ralph, ¿qué más quieres hacerme creer? —Nada más que los hechos. No puedo distorsionar la realidad. Aunque quisiera, no sabría cómo. Dios, qué personaje. —¿Jamás mientes? —He aprendido a ocultar, pero no puedo mentir abiertamente. ¡No 286

 

El Garante

sabes lo difícil que es! El cementerio New Calvary se levantaba a su izquierda, silencioso y  enorme. Martin echó una ojeada a las ramas de los árboles que se me-

cían con la brisa. —¿Recuerdas el 7 de febrero de 1977? —preguntó Ralph. —¿Cómo imaginas que puedo recordar las fechas así porque sí? —Saliste de tu casa junto a Colin, con una pelota en la mano. Se la  lanzaste pero él no la atajó. La pelota cruzó la calle y tú corriste a buscarla. Una señora venía conduciendo su coche demasiado rápido... —Dios santo, sí, recuerdo el chirrido de las ruedas y el olor a goma  quemada. —Bueno... —¿Tú hiciste que...? Ralph asintió. —¡Oh, vamos…! —Junio de 1973: el piloto de la estufa se apaga y tu habitación se llena de gas. En ese momento el cristal de la ventana explota en mil pedazos y nadie le encuentra una explicación lógica. Agosto de 1976, un año después de la muerte de Chrissie. Entras en la cocina con los pies mo jados para abrir el refrigerador y... y... —¿Se supone que debo creer que fuiste tú quien... —El cristal de la ventana no fue gran cosa, ¡pero no te imaginas el lío que fue cortar la energía eléctrica! Dios, hombre, mi trabajo no ha sido fácil. Vayamos hasta la calle 48, por favor —sugirió Ralph. Dios santo, ¡Ralph era su Ángel de la Guarda! —¿Adónde quieres que vaya? —Conozco un lugar tranquilo, fuera del alcance de Sagasti —dijo Ralph con una sonrisa. Martin siguió sus instrucciones. Se detuvieron en la entrada del Museo Jardín Isamu Noguchi en Long Island City. Un joven de rasgos levemente asiáticos les dio la bienvenida y los hizo entrar sin pedirles el ticket. ¿Ralph también tenía sus ayudantes? 287

 

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El ángel guió a Martin por el sereno jardín Zen de gravilla y esculturas. No había otros visitantes a la vista, y los últimos rayos del día teñían las partes más altas de las imponentes obras de basalto. La cabeza de

Martin era un torbellino de recuerdos intrincados. —Aquí estamos a salvo —dijo Ralph—. Territorio Territorio sagrado, diríamos. Sagasti no puede escucharte ni verte mientras estemos aquí, pero no podemos demorarnos mucho. No se me permite mantenerte bajo este tipo de protección por más tiempo del estrictamente necesario. En cuanto me vaya de aquí, el jardín se convertirá en territorio común otra vez.  Aunque a Martin le resultaba casi imposible aceptar que esto fuera  real, se sintió aliviado. —Gracias —dijo. —De nada. ¿Para qué estamos los Ángeles de la Guarda? Es nuestra  misión, nuestra cruzada. Un trabajo para reventar, de paso. Siempre a  las apuradas. Desgraciadamente, a veces fallamos. Otras veces, cuando ha llegado el momento preciso, simplemente tenemos que dejar que la  persona entre en la siguiente dimensión. Como Félix, por ejemplo. El corazón de Martin pegó un salto. —Lo dejé en el teatro... —Tuvo un ataque —explicó Ralph—. Su A.G. lo llevó de regreso al hospital. Todo ha terminado. Bien. —¿Su A.G.? —Su Ángel Guardián, sí. Hizo de médico y le dijo a aquella enfermera espigada que los había detenido a la salida que Félix te había pedido que firmaras el alta. Así ayudó a Félix a cumplir con su misión en la vida. ¿Era esto parte de un Plan Divino? ¿Entonces su abuelo habría sido inducido a tomar su decisión? ¿Y Chrissie? ¿Y él, Martin Mondragon, qué lugar tenía? Estaba aturdido con tantas preguntas. Quería que Ralph le contara  todo. —No tenemos mucho tiempo, Martin —dijo Ralph con mucha muc ha serenidad—. Y recuerda que los ángeles guardianes no somos Dios —agregó con un suspiro—. No somos más que simples protectores. Un asmático calvo y desorganizado. Martin sonrió. 288

 

El Garante

—¿A quién esperabas? ¿A Marylin Monroe? ¿A George Clooney? —lanzó Ralph. —Lo siento… No quise ser…

—Ya sé —dijo Ralph con una sonrisa—. Es que no podemos elegir nuestras apariencias. —Si eres mi protector, entonces, ¿por qué no me protegiste de Sagasti? —Tenemos límites de jurisdicción —dijo Ralph aspirando su Flovent—. Tú no eres un caso fácil, ¿sabes? —Eso no es una explicación. Martin miró a Ralph. El ángel lucía imperturbable. —El derecho de elegir qué hacer con la propia alma es lo que distingue al hombre de las bestias —dijo Ralph—. Tarde o temprano, todo el mundo debe elegir. ¿Entregarla a las fuerzas del Mal o luchar por conservarla? La gama de elecciones es casi infinita. —¿Sagasti tuvo alguna vez esa opción? —Por supuesto. Era un gran caballero. El mejor caballero de su época; bravo, honesto e inteligente. Sagasti era el favorito del Rey Fernando de Aragón y de la Reina Isabel de Castilla, en España. Los ayudó a  casarse y a unir sus territorios. —¿Y qué hay de toda la muerte y destrucción que ocasionó? —La muerte y la destrucción son una parte del movimiento de la vida, Martin —explicó Ralph—. Sagasti jugó un rol interesante en la  constitución del Reino de España. Mientras Colón navegaba rumbo al Caribe y descubría América en 1492, Sagasti peleaba contra los musulmanes en Granada y la recuperaba para los Reyes Católicos. Luego, en enero de 1500, estaba en el norte del África peleando por su rey en la  toma de Mazalquivir, cuando contrajo una terrible peste. Lo que no le arrebataron las batallas ni los enemigos, se lo quitó la lepra. Cayó presa  de la desesperación. José Sagasti fue siempre un amante de la vida. Ya en aquel entonces deseaba tener un hijo… como tú. Martin se estremeció. —¿Me estás diciendo que Sagasti tenía todo planeado desde que mi 289

 

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abuelo rompió su pacto y se enteró de...? —Perdón, no debería haberlo dicho. —Ralph, ¿me estás diciendo que Sagasti fue otra especie de ángel o

diablo guardián que me... —Por favor, no me preguntes —concluyó Ralph—. Como te estaba  explicando, Sagasti se deleitaba con las mejores cosas c osas de la vida. Por eso sufrió tanto cuando... —¿No tenía un ángel guardián? ¿Por ¿Por qué no evitó que su protegido...? —¿Bebiera de la copa equivocada? —lo interrumpió Ralph—. Cada  mortal es libre de elegir. No podemos interferir. Y Sagasti eligió firmar un pacto con el otro lado. —¿Por qué? —Una cierta debilidad de espíritu, quizás —dijo Ralph con un suspiro. Martin se detuvo frente a una escultura que parecía un tótem. —¿Pidió la inmortalidad? —Sujeta a la voluntad de Lucifer, sí. No podía aceptar el destino cruel de los mortales. Pero no querría estar en sus zapatos si mete la  pata otra vez. —¿Otra vez? —No te olvides de tu abuelo. El Diablo no es un personaje piadoso. “No es un personaje piadoso”. Chismorreo celestial. —¿Qué le hizo a Sagasti? —Lo castiga con frecuentes brotes de esa antigua lepra. Cada vez que le sucede, tiene que correr a buscar un cadáver que haya nacido o muerto el mismo día que él y... —Desollarlo para reemplazar su piel. Ya sé. ¡Dios santo! —Al borde de perderlo todo en esta lucha contigo, se ha convertido en un animal herido. Para un amante demente de la belleza, de la victoria y de los pequeños placeres de la vida, nada puede ser más doloroso que la certeza de la extinción irrevocable. —O sea que tiene un plazo —dijo Martin. Ralph asintió. —Tiempo y espacio, ya sabes. Juegan su parte en la  290

 

El Garante

dinámica de la vida y la muerte. —¿Cuál es ese plazo? —No lo sé. Pero si lo supiera, no te lo diría.

—¿Por qué no? —Tienes que encontrar la salida por tus propios medios. Martin contempló las esculturas en silencio. Las formas extrañas se alal zaban ante él como un código que debía ser descifrado. —La Hélice Sin Fin —dijo Ralph. ¿Qué estaba musitando el ángel? —Así se llama ésa, la alta —respondió Ralph señalando un retorcido tótem blanco y leonado junto a la escalera—. Hay una hélice sin fin en el centro de la existencia, uniendo el bien al mal de un modo que no sé si sería capaz de explicarte. —Ayúdame a vencer al monstruo —le rogó Martin a su Ángel Guardián. —Ésa es tu misión, Martin. —¿Y si fracaso? —El Cielo se pondrá muy triste. —Dame una pista. Por favor. —Tienes montones de pistas. Las respuestas están en tu interior. De paso, quiero agradecerte. —Agradecerme, ¿por qué? —Ahora me doy cuenta de que Dios me asignó a ti por una razón. Durante esas sesiones que tuvimos, me ayudaste a fortalecer mis creencias en medio de la peor crisis de mi existencia angélica.  ¡Has analizado a tu propio Ángel de la Guard Guarda! a! Jung, Freud y Lacan se  arrancarían los ojos entre ellos para tenerte como paciente, Martin. Con la mirada en el agujero oscuro de El Aljibe, otra de las esculturas de Noguchi que había en el jardín, Martin se dio cuenta de que todo era  una cuestión de creencia. Nada era más fuerte que la creencia. —Sí, Martin, todo se reduce a eso. ¿Ralph podía leer su mente? — Eso Eso no importa, Martin. La cuestión es que yo elegí creer en Dios, 291

 

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y Dios me ha probado su existencia. Cada persona elige el tipo de creencia que quiere, y cosecha los miedos y las esperanzas que esa creencia le proporciona. Ya sabes lo que pasa cuando el sistema elegido falla. Ed te

enseñó eso. Una profunda sensación de pérdida creció dentro de Martin, desplazando a un segundo lugar la sorpresa ante el hecho de que Ralph pudiera leerle la mente. —Para hacer honor a la verdad, debo decir algo más —dijo Ralph. Martin se volvió hacia él. —El Diablo no engañó a tu abuelo. —Pero en la película, mi abuelo dijo... —Ése fue su error, error, Martin. El hecho fue que tu abuelo eligió creerle a  tu abuela, no a Sagasti. Martin se puso a pensar. Esa creencia había hecho que su abuelo matara a la mujer que amaba y se quitara la vida. —Exactamente —dijo Ralph—. Y al no cumplir con su contrato, te condenó. ¡Qué compleja, qué triste y qué gloriosa era la condición humana! —Lo siento —dijo Ralph—. Ya es hora de que salgas y te enfrentes a  Sagasti. Se alejó con paso liviano, dejando a Martin solo en el jardín de arena  y piedras. Martin recordó que cuando estaban en 1991, Sagasti le había dicho que la gente recurría a la fe y que sus creencias eran lo que convertían las cosas en realidad. ¿Qué otra cosa había hecho Sagasti hasta ahora  sino presionarlo con dolor y miedo para tratar de sacudir su propio sistema de creencias, su integridad como ser humano? Martin comenzó a juguetear con una nueva idea: tal vez pudiera usar esa misma arma contra Joe Sagasti.

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Capítulo LI

Colin dio un alarido cuando Sondra le volcó el yodo sobre el dedo. Sentía como si le hubiera echado fuego líquido. Apretó los dientes y se retorció de dolor. El pequeño corte que se había hecho con la langosta  se había convertido en una infección virulenta virul enta que le había hinchado la  mano como una roja pelota de piel. —Perdón, amor —dijo ella—. Los antibióticos tendrían que empezar a hacerte efecto pronto. ¿Quieres otro ibuprofeno antes de que me vaya? —Tomé una dosis doble hace media hora. El médico de Joe me dijo que podía tomarme dos más cuando lo llamé. Puta, siento como si me fuera a reventar. —¿Por —¿P or qué no no vamos vamos a verlo en lugar de llamar por teléfono? —sugirió ella—. ¡No puede verte la mano por teléfono! ¿Por qué Sondra se pondría tan pesada? —No voy a interrumpirlo en sus consultas por esto —dijo Colin. —Esto — dijo dijo Sondra señalándole el dedo hinchado —puede convertirse en una infección masiva. Al menos llama a Joe y pregúntale. Si son amigos, no va a negarse a verte. Además, está la sala de emergencias del hospital. Colin suspiró. Había tenido ya suficiente de hospitales, médicos y enfermeras en el último tiempo. —No iré al hospital —dijo—. Y no quiero que Joe sepa que tengo un problema con mi mano. ¿Un masajista que no puede usar sus manos? No sería inteligente de mi parte. —Lo que no es inteligente en absoluto es dejar esa infección sin atender. 293

 

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Colin volvió a pensarlo. Quizá estuviera actuando de manera infantil. —¿Qué haría sin ti? —dijo—. Siempre tienes razón. —¿Cancelo mis clientes y te acompaño? —preguntó ella.

—No, no te preocupes. Tomaré el metro. —Está bien —dijo Sondra mirando el reloj—. Se me hace tarde. VolVolveré lo antes posible. Cuídate, cariño. —Tú también. No te preocupes. Todo está perfecto. Yo me arreglo. En cuanto Sondra se fue, Colin se vendó la mano palpitante y corrió hacia el metro. •





Sagasti estaba meditando en una confortable padmasana. Los chorros fríos de su jacuzzi burbujeante lo ayudaron a concentrar su visión de Colin. El joven masajista acababa de emerger del tren F en York Street. Podía verlo caminar por Water Street, con el dolor marcado en la cara, como si supiera lo que le estaba por deparar el futuro cercano. —¡Maldición! —dijo Sagasti, saltando del agua helada. El idiota no  podía tener peor sentido de la oportunidad. Sagasti se tocó la piel. La temperatura recién estaba empezando a ba jarle después de la visita de Lucifer Lucifer.. Cuanto Cuanto más furioso se ponía el Amo de las Tinieblas, Tinieblas, más caliente le dejaba la casa. Esta vez hasta había quemado una de las paredes.  ¿Cómo era posible que Los Esbirros disfrutaran disfr utaran de esa perpetua temperatura de Desierto del Gobi? — Ha Ha llegado el momento de jugar “la carta Colin”, Su Excelencia  —dijo recogiendo su lustroso cabello negro en una prolija coleta. Aún conservaba la apariencia que tanto atesoraba: un aspecto limpio, elegante y sofisticado, enfundado en pantalones negros de lino y una remera de escote en V. Las proporciones de su cuerpo eran perfectas y  sus ojos aterciopelados todavía derretían los corazones de las jóvenes tiernas. No había nada comparable a un hombre maduro y guapo que había estado haciendo el amor por más de quinientos años. Ningún mortal podía superarlo. 294

 

El Garante

Recién al sexto timbrazo de Colin se dignó caminar hasta la puerta de entrada. Déjelo desesperarse, Su Alteza. —Buenos días, Colin. Entra.

—Discúlpeme por venir así, Joe, pero necesito ver a su amigo. Me recetó unos remedios fuertes pero... —Siéntate y déjame explicarte —dijo Sagasti. —El médico es amigo suyo, ¿no es verdad? —El médico no existe. Sagasti adoraba la mirada de confusión que lograba crear en la cara de su víctima. —Pero me dijo… —continuó Colin con una mueca reprimida de dolor. —Por favor, deja de hablar y escúchame. Su huésped estaba haciendo un evidente esfuerzo por controlar el sufrimiento. —Has firmado un contrato conmigo. —Por supuesto, Joe, pero no vine a discutirle nada de... —Firmaste con tu sangre y yo firmé con la mía —continuó Sagasti. —Sí, eso es... sagrado para mí. No tengo intenciones de cambiar nada. —Ahora, este asunto de tu mano... —No se preocupe por mi mano —lo interrumpió Colin—. Se va a  curar. No va a interferir con... —¡Deja de interrumpirme! —gritó Sagasti. El hombrecito lo estaba  sacando de quicio—. Tu mano no se va a curar. Colin se quedó mudo ante la mirada amenazadora de Sagasti. —El contrato que firmaste no tenía nada que ver con un spa ni con ningún instituto. De hecho, jamás iba a haber instituto alguno a menos que me entregaras tu alma. Colin hizo un gesto para hablar, pero los ojos feroces de Sagasti lo contuvieron. —Fui claro desde el comienzo —continuó Sagasti burlonamente—.  Yoo invier  Y invierto to el dinero y tú invie inviertes rtes el alma. Tu ambic ambición ión es tan ilimi ilimi-tada que no te molestaste en leer el documento que te traje. Nuestra  295

 

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sociedad en el spa depende de un asunto bastante diferente. Tenía toda la atención de Colin. —Si quieres seguir vivo, me ayudarás a conseguir el alma de Martin

Mondragon. —¿Qué dice? —susurró Colin. —Que la única oportunidad que tienes de sobrevivir ahora es convenciendo a Martin de que firme un pacto conmigo. Sagasti sintió la mirada atónita de Colin. Era como si el estúpido masajista lo viera por primera vez. —¿Quién es usted? —preguntó Colin. —El representante del Diablo. Hasta ahora, Sondra y tu insignificante descendiente han salvado el pellejo, pero eso podría cambiar muy fácilmente. Si quisieras tener una sesión con Ed Fisher, Fisher, con Lesley Carroll o con April Hammond en el otro mundo, probablemente te dirían qué ciego has sido y cuánto peligro corre tu familia. —Por Dios, está enfermo. —Ése no es el término correcto, Colin. Ahora ve a buscar a tu amigo y dile que esta vez el tío Joe se está enfadando de veras. O Martin firma  o su madre será la próxima de la lista… después de ti. Colin se lanzó sobre Sagasti con ambos puños, pero el mensajero del Diablo le duplicó el dolor de la mano, y Colin cayó retorciéndose al suelo. —¡Ahora largo de aquí y regresa con tu amigo para que firme! —vociferó Sagasti. •





Martin entró en el vestíbulo de su edificio con una única idea en la cabeza: poner orden en lo que iba a decirle a Sagasti. Su plan era una sucesión delicada de pasos. La inesperada vibración de su teléfono celular en el bolsillo fue suficiente para sobresaltarlo. —Disculpe si lo molesto, doctor. Era Albert Black. 296

 

El Garante

—Está bien, Albert. ¿Cómo está? —Hay algo que quería decirle, doctor. Y no podía esperar. Yo... —Dígame, Albert. ¿De qué se trata?

—Cuando el otro día evitó que disparara ese revólver revólver... ... quiero decir... me di cuenta de que mi vida valía algo. ¡Sí, Albert, sí! —Me alegra mucho escucharlo decir eso. No cabe la menor duda: su vida es muy valiosa. —Sí, doctor. ¡Sólo que yo debía verlo! Creo que si puedo empezar por valorarla, los demás también lo harán. Martin sintió que la esperanza renovada de las palabras de Black apuntalaban su propia fortaleza y confianza en sí mismo. —Seguro que sí. Ya  hablaremos largo y tendido durante nuestra próxima sesión, ¿quiere? —Sí, doctor, muchas gracias. ¡Que tenga un buen día! Si tan sólo el deseo de Black pudiera volverse realidad. Martin se detuvo ante la puerta del ascensor. Lo que necesitaba era un cambio de perspectiva para enfrentar a Sagasti. Quizá la realidad sea sólo el modo en que vemos las cosas ... ... Colin entró a los tumbos en el vestíbulo. —Martin —gritó—. ¡Ayúdame, por favor! ¡Ayúdame! No lo soporto, por favor. Martin miró al conserje, que presenciaba la escena desde la otra punta del vestíbulo. El hombre parecía muy nervioso. —Señor, ¿necesita algo? —preguntó—. Puedo llamar a la policía. —No, gracias —respondió Martin—. Yo me ocupo. Se abrieron las puertas del ascensor. —Subamos —dijo. —¡No hay tiempo, Martin! —Colin estaba al borde de las lágrimas—.  Acabo de ver a Sagasti. Mira lo que me hizo. —Sacó —Sacó la venda de su mano—. A propósito. Martin se impresionó al ver la infección, pero el lamento de Colin no lo tomó por sorpresa. Su amigo había caído en la trampa con más facilidad que un pollito ante un puñado de maíz. El conserje todavía  los observaba con la mano en el teléfono. Lo último que quería era a  297

 

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la policía haciendo preguntas idiotas. —Cálmate, Colin —murmuró—. Ahora escúchame bien. Sé que lo que te voy a decir no es fácil, pero no hay otra salida. Hace veinte días

que estoy atravesando un infierno. —¡Y yo también! —gimió Colin—. Me hizo firmar un papel. Dios mío, yo creía que era el contrato para el instituto. Colin rompió en un llanto ruidoso al tiempo que se apretaba la muñeca derecha. —Ahora es demasiado tarde para lamentaciones —dijo Martin, tomando a Colin por su brazo sano y llevándolo a la calle—. Estamos todos involucrados en esta telaraña infernal y, créase o no, tu vida no le importa nada al Diablo. —Me dijo que si firmabas, no nos pasaría nada ni a mí ni a tu madre. Por favor, Martin, ¡tienes que firmar ese maldito pacto! La mención de su madre lo hizo temblar. ¡A ella, no!  —¡No comprendes, Colin! Aunque firmara, te mataría. Ya les hizo lo mismo a todos los demás: a Chrissie, a Ed y a April también. —No me importan los demás. Ésta es mi vida. —¡Y la mía, por amor de Dios! El tipo quiere llevarse mi alma. ¿No lo entiendes? No le daré mi alma. Por nada en el mundo. Soporta tu dolor como yo estoy soportando el mío, y confía en mí —dijo duramente Martin—. Hay una única salida a todo esto. —Eres tan despiadado como Sagasti —espetó Colin con una voz llena de rencor—. ¿Así es como me tratas después de todos estos años de amistad? Colin tenía razón; sin embargo, tenía que ser despiadado o caerían todos en las manos del demonio. —Te lo advertí, Colin, y no quisiste escucharme —respondió Martin—. Créeme, mi camino de salida será el tuyo también. Si es que logro encontrarlo. —¡No lo lograrás! ¡Estás condenado! —gritó Colin mientras cruzaba  la calle, dejando a Martin en la acera—. ¡Te ¡Te mereces todo lo que te está  pasando! ¡Te pudrirás en el Infierno, Martin! 298

 

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Sagasti estaba mirando directamente al sol que atravesaba raudo la tar-

de del lunes sobre su patio. Colin había estado llorando y gimiendo durante media hora, y él intentó cerrar sus oídos a sus gritos de cotorra. El caso Mondragon lo estaba agotando. —¡Verse tan perturbado por un mequetrefe! —recitó Sagasti sobre la  voz de Colin. Colin se arrastró de rodillas sobre la carpeta persa de Sagasti, implorando piedad. —¡Lo intenté, Joe! ¡Por favor, créame! ¡No lo soporto más! La inflamación de su mano era tan severa que ya se extendía por todo el antebrazo, tiñendo de rojo oscuro la venda que la cubría. —Llora, niño, llora, pon triste a tu madre —se burló Sagasti, cantando—. ¡Debería haber imaginado que serías menos útil que la basura! ¡De pie! Sagasti se internó en una habitación oscura a la derecha de su gran sala. Colin arrastró los pies detrás de él. —¡Dos pasos a tu izquierda! —rugió la voz portentosa del mensajero del Diablo, y Colin obedeció. Un fuerte sonido metálico retumbó en toda la casa. Cuando se encendieron las luces, la expresión del joven masajista al verse atrapado en una jaula de metal lo llenó de maligno deleite. Con un sistema a control remoto, Sagasti cerró la puerta y echó el cerrojo. Colin se aferró a las barras brillantes con su mano sana. —¿Qué es esto? ¡Por favor, favor, Sagasti, haré lo que me pida! ¡Sáqueme de aquí! —Puedes gritar todo lo que quieras. La habitación es a prueba de sonido —dijo Sagasti al salir—. Mientras tanto, esperaré a Martin. Quizás aún me demuestre lo sabio que es y se convierta en mi amado hijo. Sagasti encendió su flamante equipo de sonido para dejar que Antonin Dvorak lo inspirase. La música se elevó, trágica y apasionada. Aún tenía  a Ana y a Kinlan. Usarla a ella era muy tentador, pero la dejaría como su último as en la manga. Su amante, en cambio, era la elección perfecta  299

 

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para empezar. Con una amplia sonrisa en los labios, tomó el teléfono y  llamó al Departamento de Policía de New York. —Habla Neville —respondió una voz joven.

—¿Podría hablar con el detective Kinlan, por favor? —No está en el recinto, pero puede dejarle un mensaje. —Detective Neville, ¿es usted su asistente? —Sí, señor. —Mire, me han dado el número de su jefe en el Departamento —continuó Sagasti—. Soy un vecino del distrito bajo el Puente de Brooklyn.  Acabo de ver a un hombre entrando por la fuerza en uno de esos lofts recién reciclados en Water Street entre Bridge y Gold. Es un edificio de ladrillo oscuro con una puerta de metal. El hombre tenía un cuchillo de trinchar chorreando sangre. Yo Yo no me impresiono fácilmente, detective, pero, sabe usted, parecía... —¿Podría —¿P odría describir al hombre, señor? —Claro, detective. Volvió a tomar el control remoto y presionó un botón rojo. El panel de la izquierda del loft se deslizó con un silbido suave para revelar a Filo, durmiendo profundamente en un gran catre. Sagasti entró en la habitación y lo rodeó como si estuviera inspeccionando una pieza de museo. —Edad intermedia, ni alto ni bajo, calvo. Parecía algo loco, como si no estuviera en sus cabales o algo así, y le sangraba un ojo. Hubo un momento de silencio en la línea. —Quédese en su casa, señor —dijo Neville—. No le abra la puerta a  nadie. El patrullero estará ahí de inmediato. Filo se despertó y miró a Sagasti. —¿Es peligroso? —le preguntó Sagasti a Neville. ¿Este juego juego no era acaso excitante? —Podría serlo —respondió Neville—. Gracias por su ayuda, señor... Sagasti colgó. —¿Qué está haciendo, Amo? —preguntó Filo, llevándose la mano al ojo vendado. 300

 

El Garante

—¿Quieres mostrarme qué bueno eres con esos hermosos cuchillos que te regalé, amigo mío? Filo asintió con una amplia sonrisa que puso al descubierto una hile-

ra de dientes manchados.

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Capítulo LII

Sean Kinlan estaba poniendo la mesa para dos bajo el hechizo de Carlos Gardel. —La noche que me quieras —cantaba Ana junto con el cantante de tango mientras colaba los espaguetis sobre la pileta—, desde el azul del  cielo... Kinlan la miró y agradeció a Filo por haberlo herido en el hombro. Una herida que por fin los había vuelto a unir. Era extraño el modo en que a veces se entrelazaban las cosas, cómo un hecho aterrador podía dar lugar a otro maravilloso. El teléfono sonó y ella se apresuró a bajar el volumen de la música antes de contestar. —Es Neville —susurró Ana, cubriendo el tubo con la mano. Él le hizo señas para que le pasara el teléfono. —Hola, Neville. —Vieron a alguien que podría ser Filo en un edificio de ladrillos oscuros en Water Water Street entre Bridge y Gold, en Brooklyn —dijo el investigador—. ¿Sabe si se lastimó el ojo cuando se escapó del hospital? —Sí, tiene el ojo lastimado —respondió Kinlan mientras jugueteaba  con el cable del teléfono. Filo no era solamente Filo sino Joe Sagasti. Recordó a Conan esperándolo en la puerta cada noche, sacudiendo la cola con la lengua afuera  cuando le palmeaba la cabeza peluda. Un odio macerado por años se le disparó en los músculos. Se sintió con fuerzas suficientes para salir a luchar contra Sagasti una vez más. —Dame el número del edificio —dijo Sean. —No lo tenemos —respondió Neville—. Pero tiene una puerta de metal. Es uno de los viejos edificios de ladrillo reciclados. 302

 

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Kinlan miró la dirección que había garabateado con la mano izquierda en el reverso de la lista de compras de Ana. —¿Hora de largar la noticia en el Departamento, jefe?

No, Neville. No digas nada todavía. Después te explico. Te veo ahí  en diez minutos. —Sí, señor. •





La novena sinfonía de Dvorak, denominada “Del Nuevo Mundo,” Mundo,” sonaba en el loft de Sagasti en toda su majestuosidad. El Scherzo Capriccioso, Opus 95,  Allegro con Fuoco, creció hasta alcanzar un éxtasis de sonido, llenando el corazón de Sagasti con ese poder que sólo pueden proporcionar los artistas apasionados. Sentado en una de sus alfombras Boukhara de seda, fijó la mirada en los ricos cortinados de Damasco que caían desde los ventanales de doble altura. Su poder de concentración era tan maravilloso como su sentido del tiempo. Con su visión interior pudo ver al detective Neville saltando sobre un muro bajo que conectaba el patio con el edificio contiguo sin habitar. Kinlan estaba esperando la señal de Neville cerca de la puerta metálica de entrada. Podía ver la  Glock cargada en la mano de Kinlan. Hora de jugar, Su Señoría. Ojalá que los invitados tengan un segundo para admirar sus sillas de caoba con incrustaciones de marfil. ¡Lucen tan bellas alrededor de la mesa decorada con marqueterie! Sagasti dejó salir a Filo al patio, como un cazador que qu e libera a sus mastines hambrientos una vez que detecta la presa. —No lo mates, amigo mío. Simplemente tráelo aquí y mantén su espalda contra esta pared —instruyó a su asistente. Filo tomó el cuchillo reluciente que Sagasti le había regalado y corrió hacia afuera. Sagasti apagó todas las luces y hurgó dentro de un viejo baúl hasta encontrar las sogas, los clavos y las herramientas que necesitaría. •



• 303

 

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El teléfono vibró en la mano de Kinlan. —Estoy adentro —murmuró Neville. Kinlan vaciló al descubrir que la puerta de entrada no tenía echado el

cerrojo. Sintió que era una trampa, pero no podía quedarse ahí esperan do. Su mano sudorosa resbaló sobre el pomo de la puerta. Entró sigilosamente, manteniendo el dedo sobre el gatillo. La habitación estaba fría. Sintió que un silencio sólido de amenaza oculta se cernía a su alrededor con cada paso que daba. —¡Bienvenido al Infierno, Kinlan! —lo saludó la voz de Sagasti desde algún lugar del espacio negro que tenía enfrente—. Así que el policía  frustrado ha encontrado un romance al final del camino. Dígame, ¿cómo es hacer el amor con un corte profundo en el hombro y el peso de una culpa tan terrible en la cabeza? ¡Ay, ay, ay! ¡Y pensar que mientras usted se echaba un buen revolcón con Ana, su hijita se estaba ahogando delante del hermano! —¡Cállate, monstruo maldito! Ésa no era una casa lujosa, pensó Kinlan. Era la antesala del Infierno. —¿Sabe Martin que usted fue la causa de la ausencia de su madre ese día? —¡Dame un respiro, Sagasti! Muestra tu cara si tienes tantas ganas de arrojarme culpas encima. —Aquí estoy, Sargento. La voz de Sagasti sonaba justo frente a él. No podía ver a su enemigo claramente, pero el hombre estaba de pie en un rincón oscuro de la habitación. Si todo el odio que sentía por Sagasti pudiera llenar sus balas, el monstruo explotaría en un millón de átomos de mierda. Kinlan disparó una y otra vez hasta que escuchó un gemido y el suspiro final del hombre que había odiado toda su vida. Lo único que quería era empatar el marcador y liberar a Martin. Necesitaba creer que había podido matar a Joe Sagasti de una vez por todas. Una mano invisible encendió las luces y por una milésima de segundo Kinlan vio la imagen de Neville antes de cerrar los ojos por el encandilamiento. 304

 

El Garante

¿Había sido un juego de su imaginación? Kinlan se forzó a abrir los ojos y mirar. Neville Neville estaba amordazado con un pañuelo negro y crucificado contra la pared. Tenía el cuerpo perforado por la descarga de la Glock. El desesperado grito de Kinlan se de-

rado por la descarga de la Glock. El desesperado grito de Kinlan se de rritió bajo la carcajada de Sagasti. Y sin embargo, no era Sagasti el que se reía sino Filo, que se le acercaba con un cuchillo en la mano. Kinlan apuntó al asesino pero no pudo oprimir el gatillo a tiempo para impedir el ataque. De un salto Filo estuvo a su lado y lo apuñaló en el estómago antes de salir corriendo por la puerta principal. Kinlan cojeó detrás de él, esforzándose por ignorar el dolor intolerable que no lo dejaba respirar. respirar. Miró la sórdida calle sin aceras, y la imagen de Filo se le borroneó, tragada por el mosaico de los parches rotos de asfalto. Vamos, Kinlan, siempre fuiste un buen tirador. Los disparos rebotaron contra las paredes cubiertas de graffiti, pero no podía ver si habían alcanzado al asesino. El cuerpo voluminoso de Kinlan al fin se quebró, cayendo pesadamente sobre las rodillas mientras le parecía escuchar una voz familiar. Su propio nombre le zumbaba en el oído. La sangre le brotaba del estómago y fluía fl uía por los adoquines grises. Martin llegó jadeando a su lado y le sostuvo la cabeza. El sabor acre de la sangre le llenó la boca. —Dios santo, Kinlan. No se mueva. Llamo a la ambulancia —dijo Martin. —No, hijo. Quédate aquí. Un último esfuerzo, Kinlan. ¡Dile a Martin lo que pasó ese día de verano de 1975! —Perdóname, por favor —le dijo. Martin lo miró con ternura. Kinlan se tomó de su mano con la fuerza de un hombre desesperado. —He amado a tu madre desde que eras un niño. Todavía la amo. Perdónala a ella también. Nuestros graves errores... Los músculos de su cuerpo se contrajeron fuertemente, como si se estuvieran convirtiendo en piedra.  Apúr  Apúrate, ate, Sean. —Yo la había pasado a  buscar para dar un paseo el día en que tu hermanita... 305

 

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—Está bien, Sean —le dijo Martin acariciándole la frente con ternura—. Está todo bien. Qué lindo habría sido tener un hijo como él, ¿eh, Sean?  Un mareo final produjo un desprendimiento abrupto en su interior. Un desapego que

no podía comprender, y la liberación final de la agonía. •





Martin vio a Filo yaciendo muerto al lado de un contenedor de basura, una cuadra más adelante. Volvió a mirar el cuerpo inerte del detective Kinlan. Empujando el dolor al rincón más alejado de su corazón, marcó el 911 para pedir una ambulancia. Los minutos que siguieron lo encontraron murmurando una plegaria casi olvidada. Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Venga a  nosotros tu reino. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Cuando la sirena resonó en la calle vacía, depositó la cabeza de Kinlan suavemente sobre un gran adoquín y apuró el paso hasta el escondrijo de Sagasti. Iba a terminar con esta tragedia para siempre.

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Capítulo LIII

Martin se apresuró a cubrir la media cuadra que lo separaba de la casa de Sagasti. Respiró el aire que lo rodeaba antes de dar el paso final en la lucha contra su enemigo. Se sentía fuerte, pero al mismo tiempo admitía la posibilidad de una derrota. No podía saber si su plan funcionaría hasta probarlo, y estaba seguro de que no habría una segunda oportunidad. El corazón le dolía como si lo tuviera lleno de astillas.  Al llegar, encontró abierta la puerta de Sagasti y se dio cuenta de que el mensajero del Diablo lo estaba esperando. Ingresó en el lujoso salón donde una antigua araña reflejaba la luz desde sus cientos de caireles de cristal sobre un gigantesco espejo que colgaba de la pared. Sagasti tenía  un estilo propio. Pensó en el caballero temerario que habría sido en el pasado. El mosquetero valiente se había convertido en un despreciable hijo de puta. —Bienvenido a mi humilde morada, doctor —dijo Sagasti, abriendo los brazos para abarcar la sala atiborrada de elementos decorativos. Martin hizo un esfuerzo para serenar el impulso de atacarlo. Si se apartaba del plan que se había trazado, podía arruinar la oportunidad que tenía. No era por medio de la violencia, sino a través de los traicioneros senderos de la persuasión, que planeaba vencer a su torturador. El aroma de un perfume de Kenzo llenó el aire, mezclado con un olor ácido a  carne podrida. —He venido a firmar —dijo Martin con tono convincente. —¡Un día en verdad feliz! —exclamó Sagasti con una sonrisa, ofreciéndole a Martin una silla Victoriana de caoba a la cabecera de la mesa. Martin se sentó con cuidado y Sagasti se quedó de pie a sus espaldas. Cuando el hombre se inclinó hacia él, el hedor repulsivo de su cuerpo 307

 

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putrefacto se intensificó.  ¿Sería éste el olor de una lepra antigua? Observó a su enemigo caminar hasta el otro lado de la mesa, sentarse y extraer el pergamino de su tubo de bronce por tercera vez. Todo lo que sucede tres veces, Martin, sin duda será recordado.

Cuando Sagasti abrió el documento amarillento sobre la mesa, Martin pudo observar una pústula negra sobre su cuello. Hay una remota  chance de evitar que Sagasti realice su operación salvaje una vez más. —Ha sido un trabajo bastante arduo mantenerlo vivo y saludable durante estos treinta y dos años —dijo Sagasti. —¿No sería ése acaso el trabajo de mi Ángel de la Guarda? Sagasti lanzó una carcajada, y los caireles de la araña temblaron con un leve tintineo. —¡Es aún tan ingenuo, mi querido doctor! Martin volvió a concentrarse en su plan. No dejaría que Sagasti le hiciera perder la mira. —Los Ángeles de la Guarda son criaturas ridículas, pasadas de moda  —se burló Sagasti—. Habitantes de cuerpos que ni siquiera logran mantener en buenas condiciones. Martin pensó en el asma de Ralph y sintió una mezcla de piedad, ternura y un profundo agradecimiento hacia su sufriente A.G. —La mayor parte del tiempo somos nosotros los que tenemos que salvar el pellejo de nuestros clientes —continuó Sagasti—. Es parte de nuestro negocio. Lucifer necesita su alma por el bien del equilibrio cósmico. Ya Ya sabe, su alma alm a en el lugar l ugar de la de su abuelo. Si no prestamos la  debida atención al orden macrocósmico, el universo entero podría desintegrarse. No creo que quiera eso, Martin. Concéntrate, Martin. No pierdas el hilo. Estás entrando en un laberinto  peligroso. —Estoy seguro de que mi alma desilusionará a su amo —sentenció Martin. Observó cómo Sagasti se ponía de pie, caminaba por la habitación y  echaba una mirada a su imagen en el gran espejo. El tipo era tan narcisista... ¿O estaba acaso controlando la condición de su piel? — La La mayoría de las almas tienen algún toque de pecado aquí y ahí —di jo Saga Sagasti sti en ton tonoo de con consue suelo— lo—.. Per Peroo la suy suya. a..... 308

 

El Garante

—La mía no es tan pura como lo imagina. He permitido que demasiada gente muera y sufra con tal de salvar el pellejo. Después de todo, tal vez debería felicitarme por mi crueldad. Sagasti se volvió a Martin con una sonrisa mordaz.

—Y por mis arduos intentos para conservar mi alma, quiero decir —aclaró Martin. —Felicitaciones, sobrino. Debo admitir que ha sido un hueso duro de roer. Martin sonrió, con la percepción de que éste podría ser el sendero correcto para destrozar el sistema de creencias de Sagasti. Cada vez que Sagasti se sentaba frente a él, Martin se ponía de pie y recorría la habitación, simulando interés en las diabólicas esculturas de bronce. ¿El Diablo estaría escuchando su conversación, acaso dispuesto a intervenir? —Me pregunto si el Diablo considerará que ha hecho un buen traba jo —dijo. —¿Por qué no habría de hacerlo? Bien, Martin, sigue sacudiendo las ramas. —Porque —P orque usted ha permitido que yo ensuciara mi alma. En el despliegue de todos sus recursos macabros, me ha obligado a hacerlo. Martin se apoyó contra el gran espejo de marco dorado y tiró con fuerza de él. Esperaba que el clavo que lo sujetaba no estuviese demasiado firme. Sintió cómo se aflojaba el delgado cable de metal en su parte posterior, hasta desprenderse de la pared. El enorme artefacto cayó de canto con gran estruendo. —¡No se mueva! —gritó Sagasti con pánico en la voz. Pero Martin se movió a un lado, como si lo hubiese asustado el peso a sus espaldas, y el espejo se desplomó contra el parqué, pulverizándose. Martin vio cómo Sagasti hacía un esfuerzo por controlar su furia. Sabía que el mensajero no haría nada para ofenderlo. —¡Qué pena! —exclamó—. Una joya francesa de comienzos del siglo dieciocho, Martin. ¡Se venía salvando de Los Esbirros! —¿Los Esbirros? ¿Quiénes son? —Nada, olvídelo —dijo Sagasti, descartando el tema—. Procedamos con lo esencial del caso. 309

 

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El alfiler que Sagasti siempre llevaba en la solapa brilló entre sus dedos y Martin se esforzó por controlar el escalofrío que le producía. —Como le estaba diciendo, no se preocupe por la calidad de su alma  —prosiguió Sagasti—. Es lo suficientemente pura. Le diré un secreto.

—Adelante, tío Joe. Me Me encantan los secretos. Además, ¡son tantas las cosas que me ha enseñado últimamente! —dijo Martin, con un tono cargado de ironía. —¿De veras? —preguntó Sagasti, regodeándose en el reconocimiento de Martin—. El secreto es éste: lo que cuenta es que, a pesar de todo el dolor que ha experimentado, todavía es capaz de sentirse culpable. La  culpa es la llave de su pureza. Martin miró hacia el patio exterior, rodeado de plantas extravagantes en maceteros de cerámica china. Se tomó un momento para pensar la  respuesta. Necesitaba tiempo para que creciera la confianza en su interior.. —Durante los últimos rior úl timos veinte días, aprendí que no puede destruirme, porque nadie más que yo puede pagar la deuda de mi abuelo—di jo finalmente. —Es usted un hombre inteligente —replicó Sagasti. —Y si usted no pudiera entregarle mi alma al Diablo a partir de un acto voluntario mío, como dice el contrato, perdería los magníficos beneficios de vivir como lo ha hecho durante los últimos... ¿quinientos años? Los ojos de Sagasti se achicaron. Debía de estar tratando de anticipar la próxima movida de Martin. No necesitaba leer la mente del monstruo para saber que estaría preguntándose de dónde había sacado Martin esa  información. —Puede hacerme la vida tan insoportable y dolorosa que no tendría  más remedio que firmar —siguió Martin. —Ésa es una explicación precisa de la realidad, Martin. Afortunadamente, usted es lo bastante sensible y sensato como para saber que lo mejor es firmar y terminar con todo el sufrimiento.  Muerde  Muer de el polvo, Joe. —Ahí diría que está equivocado. Mi sufrimiento terminó con la  muerte de April —mintió Martin—. Finalmente he llegado a aceptar 310

 

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que soy un asesino. Fue difícil, pero usted me mostró la verdad. —No he salvado a April por usted, sino por mí, querido mío —dijo Sagasti. Entonces sabía que estaba viva.

Sagasti se dirigió hasta un mueble coreano y abrió sus puertas talladas. El interior estaba ocupado en su totalidad por una gran fotografía de  April vestida vestida con el atuendo negro negro que había usado para para la fiesta de disfraces. El corazón de Martin se precipitó. Cuidado, Martin. No es por ahí. —  Y  Yaa lo habría matado mil veces por meterse entre nosotros —siguió explicando Sagasti—, pero como le dije antes, negocios son negocios. Martin dejó pasar el golpe. Ya Ya había pensado en la posibilidad de que Sagasti supiera acerca del viaje de April. Lo único que importaba era que ella estaba a salvo y que lo amaba. —Así que ya lo sabía —dijo Martin—. No estaba seguro de la rapidez con la que era capaz de trabajar. Es usted bueno, tío Joe. Sagasti sonrió con sorna y Martin decidió dar el siguiente paso con gran cautela. —De todas maneras —continuó Martin—, debo agradecerle por haberme hecho descubrir que en verdad disfruto con el sufrimiento de la gente. Sagasti se rió con descreimiento. —Vamos, —Vamos, Martin, eso no es posible. Usted no es así. —No era así antes. Pero no puedo encontrar una mejor manera de definirme hoy. ¿Quiere oír más? —Por favor. Martin notó que su enemigo parecía cada vez más ansioso. Esperaba que Sagasti estuviera tan ocupado con sus propios temores, que no detectara su nerviosismo. La temperatura de la habitación estaba aumentando. —No me siento culpable por la muerte de mi hermana —dijo—. Usted tenía razón, la niña era una peste. —Pero usted la quería, Martin. Dios, ¡por supuesto que la quería! quer ía! —No, Joe. Joe. La odiaba —respondió— . Cuando nació, mi madre se dedicó por entero a ella. La casa se llenó 311

 

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de moños y cintas. Me molestaba como un bicho. Usted estaba ahí, Joe. Vio con sus propios ojos cómo me quedé mirándola mientras se ahogaba. No hice nada por ayudarla. —Yo lo atornillé al suelo, Martin. No confunda las cosas.

 ¡Así que fue eso lo que hiciste, hijo de puta!  —No, Joe. Joe. Lo recuerdo con claridad. Podría Podría haber saltado al agua, pero elegí no hacerlo. Fue el puntapié inicial de mi carrera de asesino. Sagasti se quedó en silencio. Martin lo vio echar un vistazo al viejo reloj cercano a la puerta. —Tampoco me siento culpable por la muerte de Kinlan —siguió Martin—. Era un viejo patético. —Kinlan lo amaba. —Me robó el amor de mi madre —dijo Martin—. Ella había salido con él el día que murió mi hermana. Lamento que haya muerto Filo, o lo habría invitado a beber una cerveza esta noche. Sagasti suspiró. Martin vio una sombra oscura de inquietud en el rostro de la bestia. —Y ya que estamos en un momento de confesión, déjeme decirle algo más. No lamento el suicidio de Ed. El tipo se lo merecía por ser tan descuidado. —Había sufrido una pérdida terrible —dijo Sagasti.  ¿Necesitaba justificar justificar a Ed? Martin captó un tono de culpa en la voz de su enemigo. Maravilloso  Maravilloso.. —Joe, ¿lamenta la muerte de toda la gente que asesinamos? —dijo intentando sonar lo más sarcástico que pudo. ¿Er  ¿Eraa confusión lo que veía en los ojos de Sagasti? Su enemigo no respondió. —Y no quiero dejar de lado a Lesley —continuó Martin—. No podría importarme menos. Hizo todo lo que pudo para que mi novia me abandonara. Y para redondear, personalmente, tampoco me importa si vivo o muero, porque April me ha dejado. No podía soportar toda esta  locura y me rogó que la dejara ir. ir. Además, si pudo enamorarse de usted una vez, podrá volver a enamorarse de cualquier otro monstruito. —Excelente intento, Martin —dijo Sagasti—. Pero se está salteando 312

 

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algunos detalles. El monstruo sacó un pequeño control remoto de su bolsillo y oprimió un botón. Martin contuvo el aliento. Prepárate para un nuevo golpe, Martin.

Lo que parecía ser una sólida pared resultó ser un panel corredizo que escondía una segunda habitación. Dos extraños personajes de rostros traslúcidos como zombis y vestidos de impecable esmoquin trajeron a Colin a la rastra, amordazado, sujetándolo con sus manos cristalinas como un gel para quemaduras. La infección de Colin se había extendido tanto que ahora la mano parecía una pelota color púrpura deformada, cubierta de ampollas y pústulas. Se la veía latir como un corazón envenenado. Los gemidos atormentados de Colin le helaron la sangre. Los zombis le quitaron la mordaza. —¡Martin, ayúdame! ¡Por favor! ¡No lo soporto más! Martin apretó los dientes y se tragó todo el dolor y la impotencia. No podía claudicar. Esta guerra no tendría fin si se permitía ceder ahora. Sagasti empujó una mesa metálica con ruedas delante de Colin. Una  espada de un metro de largo brillaba sobre su superficie. —Así que aquí estamos, Martin. Vamos, su corazón está suplicando piedad. Pídamelo y soltaré a su amigo. Luego podrá firmar el pacto con la pureza que se requiere.  Abrió las tripas para que las oliera. El significado total de las palabras de Ed atravesó a Martin como una cuchilla. Sagasti levantó la espada y  la extrajo de su funda. —He elegido una Wakizashi  japonesa  japonesa del siglo dieciocho para la ocasión. Período Edo tardío, escuela Mihar  Mihara  a . Una reliquia genuina, montada en oro y plata. Sagasti clavó su mirada en Martin. —¿Permitirá que su mejor amigo se ampute la mano ante sus ojos y cargar así con otra culpa más? Una guerra eterna, Martin, o el fin de Sagasti. Miró a Colin. —Por —P or favor, Martin —suplicó Colin en un susurro—. Firma, o clávame esa espada. Este dolor... no lo aguanto... por favor. Más allá de la mirada desesperada de Colin, Martin vio a toda la gente 313

 

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que Sagasti había matado, y más allá de ellos, vio a su abuelo y su debilidad. Un nuevo acto de egoísmo era al mismo tiempo el mayor acto de compasión y de amor. Un traicionero camino de montaña, Martin. Se volvió hacia Sagasti. —Haga lo que quiera. No me importa —dijo

con una voz tan gélida que Sagasti empalideció. Cuando Joe Sagasti hizo un gesto con la cabeza, los zombis liberaron a Colin, y Martin observó cómo su amigo, su querido amigo de la infancia, fuera de sí a causa del dolor, empuñó la espada que le ofrecía el monstruo. Sagasti ayudó a Colin a dirigir el golpe y el joven masajista  dejó caer la pesada arma con todas sus fuerzas sobre su muñeca, seccionándose la mano derecha. Martin sintió como si lo hubiese alcanzado un rayo. Miró la cosa deformada que yacía sobre la mesa de metal. Sabía que Sagasti estaba esperando su reacción, pero tensó las rodillas para que no le temblaran y no se permitió un suspiro ni un pestañeo. Colin se desplomó en el suelo, gritando, ahogándose de dolor y apretándose la muñeca contra el cuerpo. La sangre que le brotaba del muñón le empapó la ropa en segundos. Los zombis lo levantaron. Martin se compuso haciendo un esfuerzo extremo. —Buen intento, Sagasti —dijo fríamente, aunque se sentía despedazado. —Aten al masajista y arrójenlo al río —ordenó Sagasti. —Y llévense esto tan desagradable de aquí, por favor —agregó señalando la mano amputada de Colin. Los zombis obedecieron. Rápido, Martin, debes seguir adelante. Martin clavó sus ojos en la mancha que crecía sobre el cuello de Sagasti. —Juzgando por el avance de su lepra, usted va a seguirlo muy pronto. El mensajero del Diablo no pudo evitar un gesto de alarma. Se agachó  junto al espejo roto, buscando un trozo de cristal para mirarse, pero no quedaba un solo fragmento del tamaño adecuado. —¿Por qué no detuvo a su amigo? —preguntó desde el piso. —¿Para qué, Sagasti? ¿Para salvar mi alma? ¿O para salvar la suya? Sagasti volvió su mirada ponzoñosa hacia Martin. Vamos, Martin, ahora. —Nadie lo salvará, Sagasti, porque Lucifer no es Dios. El viento golpeó los ventanales altos, rompiendo los cristales con un 314

 

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ruido sobrenatural. Martin saltó con el sonido de la explosión. Un millón de voces susurrantes flotaron en el aire.  ¿Qué era esto?  A pesar del calor que inundaba la habitación, Martin no pudo contener un temblor. La luz de la araña se volvió tenue y amarillenta.

—¿Qué? —susurró Sagasti, con el eco de los murmullos infernales. Ya no hay retorno, Martin. Pelea tu batalla. —Cometió un terrible error conmigo —dijo Martin—, pero lo peor de todo ha sido sostener la creencia correcta con el amo equivocado. equ ivocado. La  piedad le pertenece a Dios, no a Lucifer. Sagasti no se movió. Se veía tan conmovido y asustado como Martin. —¡El Amo de las Tinieblas es más poderoso que cualquier dios! —gimió Sagasti, y Martin se dio cuenta de que el esclavo del Diablo estaba  luchando por creer en la piedad y en la misericordia de Lucifer. Las voces animales repitieron sus palabras en un eco que helaba la sangre, hasta que Martin comenzó a sentir a esas criaturas invisibles revoloteándole alrededor. alrededor. Lo azotaron remolinos de aire, como si le tironearan la ropa. Los prismas de cristal de la araña se entrechocaban, tintineando, ba jo las sombras de esos seres vivientes, mitad animales, mitad humanos. Vio cómo garras invisibles rasgaban el entelado de Damasco de las paredes, desgarrándolo brutalmente. Otros convertían las alfombras en harapos. El contorno oscuro de una mano peluda rasguñó la mesa de madera. Unos dientes filosos de felino le rozaron el mentón mientras un revoloteo de alas le tocó el cabello. Martin se llevó las manos a los oídos. El ruido y el calor lo mareaban.  ¡No te detengas ahora, Martin!  —Durante quinientos años quiso creer que tenía una oportunidad —gritó Martin sobre el creciente estruendo de las criaturas—, pero el Mal no le proporcionará salvación. Su equivocación es un abismo sin retorno. Una carcajada inesperada inundó la habitación y Martin sintió como si la barahúnda infernal le hubiese partido en dos el cerebro. El bullicio de las criaturas cesó y tuvo la sensación de una presencia a sus espaldas.  Al echar una ojeada sobre el hombro izquierdo, vio que había alguien más en la sala. Martin se dio vuelta. Era un hombre de edad indefinida, que tanto podía tener veinticinco años como cincuenta. Estaba sentado 315

 

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sobre la mesa, con sus piernitas cortas colgando, sin tocar el suelo.  ¿Lucifer?   A Martin se le congeló el corazón. Sus ojos no lo estaban dejando ver bien. ¿El hombre era rubio o morocho? No podía definirlo. Cuanto más

se esforzaba por enfocar la mirada, más se le borroneaba la imagen. No podía evitar los escalofríos que le sacudían el cuerpo cu erpo en convulsiones involuntarias. Conéctate al presente y reacciona, Martin. Se sentó en la silla  más cercana. —Bien, doctor Mondragon —dijo Lucifer con una voz sibilante—. Tus palabras son exactas. El camino interesante que yo ofrezco es el de la condenación. Martin quería hablar, pero se había quedado mudo. —Un camino lleno de beneficios, por cierto —le dijo la voz extrañamente ordinaria del Diablo. Martin tomó aire, y la imagen ante sus ojos se aclaró. El Diablo se parecía a un millón de otros hombres con los que se había cruzado. Podía  ser el cajero del banco, el oculista que había visitado una vez, el taxista  que lo había llevado por el Puente de Brooklyn a encontrar a Ed, uno de los primos lejanos de su madre... Los músculos se le relajaron y empezó a sentirse peligrosamente cómodo. —Me gustaría que consideraras mi nueva propuesta —dijo Lucifer—. Olvídate de tu abuelo. Puedo otorgarte el deseo que quieras. —Sonrió—. Para siempre. Luego, simplemente tienes que seguir siendo tú mismo. Sagasti dejó de ser él mismo. ¡Una verdadera pena! Martin miró a Sagasti, que seguía tirado en el piso. Por primera vez, parecía un mortal desvalido. Sin duda, era la viva imagen del mosquetero abandonado.  Al darse dars e cuenta de su s u fin inminente, inmin ente, el mensaje me nsajero ro del Diablo Diabl o se hundió en un colapso nervioso. Rodeado por una alfombra de fragmentos frag mentos y polvo de cristal, rompió en un llanto desconsolado, y sus lágrimas actuaron como ácido sobre su rostro. Martin tuvo que taparse la nariz para evitar que el hedor fétido a descomposición y muerte le invadiera  los pulmones. Se levantó con una mezcla de terror y asombro al ver el 316

 

El Garante

cuerpo de Sagasti cubierto de lepra, mientras se disolvía su ropa moderna, transformándose en el atuendo de un caballero medieval. Cuando Sagasti se dio cuenta de lo que Lucifer le estaba haciendo, se retorció presa de la desesperación.

—Permítame vivir, por favor. ¡No le he fallado! —Luego se volvió a  Martin—. Martin, por favor —le imploró—, si usted se lo pidiera... Martin sentía que su temperatura subía y bajaba como si lo empujaran de un horno a un frigorífico.  ¿La vida de Sagasti esta ahora en mis manos?  —Tuu alma es más valiosa para mí ahora, doctor —sentenció Lucifer— —T . Y la tentación puede adoptar tantas formas diferentes... El hombrecillo se puso de pie de un salto y pasó por delante de Martin y del cadáver de Sagasti. Al aproximarse a la puerta de entrada, hizo una señal con la mano. Dos enfermeros de uniforme blanco entraron con una camilla. —Hoy tengo un día muy ocupado, doctor. doctor. Nos vemos —dijo el Diablo y salió. Una nueva ola de voces espantosas atacó los oídos de Martin, como un coro salvaje proveniente de los reinos de la Oscuridad. Los enfermeros pusieron a Sagasti en la camilla y se lo llevaron al tiempo que las sombras de las criaturas volaban alrededor de Martin y atravesaban los muros. Un instante después lo cubrió el silencio, como un sedimento grueso que inundó la casa desierta. Martin se desplomó, echándose a llorar como jamás había llorado en su vida: un río purificador de lágrimas que lavaron la culpa que siempre había sentido. Su llanto redentor abrazó al viejo Félix y a Kinlan, a su querido Ed y a Colin. Lloró por la pequeña  Chrissie hasta que se quedó sin lágrimas. Cuando finalmente alzó la mirada, Ralph estaba esperándolo de pie, a su lado. —Vamos, Martin —le dijo su Ángel de la Guarda pasándole el brazo por el hombro. Las luces de neón derramaban parches solitarios de luz en la calle desolada, pero en su interior, interior, Martin sintió el nacimiento de una nueva  317

 

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persona. Caminaron en silencio hacia el puente. Tenía que llamar a la  policía y reclamar el cuerpo de Colin. —Colin está en el hospital —murmuró Ralph. —Dios santo, ¿está vivo? —preguntó Martin.

—¿No te había dicho que su A.G. es excelente? Martin se estremeció, pensando en la mano amputada de Colin. —Un barco barco lo detectó en cuanto los zombis lo arrojaron al río. Los marineros lo rescataron a tiempo. Su A.G. está haciendo lo posible por salvarlo de la infección. Los médicos le dijeron a Sondra que se pondrá bien. Se detuvieron ante la escalera del puente. A pesar de la camisa sudada  de Ralph, Martin lo abrazó y se quedó perplejo ante lo mullido de su cuerpo. Como los almohadones del sofá de mamá cuando Chrissie y yo éramos niños. —Gracias, Ralph. No querría a ningún otro A.G. Ralph le devolvió una sonrisa de perfecta bondad. —Dime —le preguntó Martin—, si no hubiese vencido a Sagasti en el terreno de la creencia, ¿él, habría muerto de todos modos? —Sí —dijo Ralph—. Su plazo vencía alrededor de las nueve de esta  mañana. —¿Eso significa...? —¿Sí? Martin tragó saliva. —¿...que no me habría redimido si el Diablo lo hubiera destruido sin ninguna intervención mía? Ralph volvió a sonreír. —Nuestras decisiones son las que cuentan, ¿verdad? —dijo Martin. Ralph asintió. —No los beneficios que recibimos por las pérdidas o los errores de los l os demás —concluyó Martin más para sí que para su Ángel Guardián. Ralph tosió y tuvo que aspirar su Flovent. —Este asma me está matando —dijo—. Creo que voy a tener que cambiar este cuerpo arruinado muy pronto. ¡Espero que la próxima vez me reconozcas más rápidamente!

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Epílogo

El amanecer emergía del río, pintando el cielo de amarillo transparente y de luces doradas. Los ojos de Martin se posaron en el paisaje de Manhattan, recortado detrás de los cables de acero de esa arpa inmensa  y delicada que sostenía el Puente de Brooklyn. Un nuevo martes. Su propia existencia, aunque delicada y frágil, se había enraizado en su interior como un árbol, con una fuerza que jamás había experimentado antes. Se sentía agotado y purificado a la vez.  ¿Será así como se sienten los héroes cuando ganan una batalla?  Había triunfado en una primera lucha contra el Mal, o quizá sobre su propia sombra más oscura. El golpeteo de sus zapatos sobre las planchas de madera resonaba en el espacio abierto. Mientras la ciudad que amaba se desperezaba y bostezaba desde cada ventana, le fluyeron por la  mente los pensamientos, uno detrás del otro, como las aguas a sus pies. Sagasti había ocasionado la pérdida final de su inocencia. La confrontación con sus miedos más profundos había dado lugar a una nueva conciencia, y quizás esta conciencia era la única llave hacia la verdadera redención. Había tocado las raíces humanas de la neurosis, de la psicosis y de lo sobrenatural de todas las maneras posibles, para descubrir que había muchas cosas más allá del psicoanálisis, e incluso más allá de la religión. A través de Joe Sagasti, el Diablo había sacudido íntegra su estructura de creencias y conocimiento, y la prueba lo había fortalecido. Estaba seguro de que habría nuevas batallas al acecho, esperando las debilidades de la gente. Contaba con su conocimiento de psicología para luchar en ellas, y también con un Ángel de la Guarda al que podía recurrir. recurrir. Pero por el momento, usaría esa nueva sabiduría para proteger a su madre. Y a esa hermosa mujer que lo esperaba en una granja de Australia. 319

 

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Agradecimientos

Cuando llega el momento de agradecer, se abre en el alma una sonrisa amplia y luminosa. “Si no hubiera sido por ese grupo de personas”, piensa una, “algunas cuyos rostros no conozco, este libro no habría sido posible”. Gracias a José Levy, copiloto deliciosamente obsesivo, inteligente y perseverante, que, confiando más que yo misma en que podría recrear la historia de El Garante , tr trab abaj ajóó día y noche con nuevas ideas y sugerencias. sugerencias. Gracias a Candy Davis, quien quien con su talento y su ina-

gotable paciencia, me ayudó en esta locura de escribir una novela en mi segunda lengua. Agradezco también a Carlos Gamerro, por su labor comprometida con mi traducción de la obra al español. Gracias a Ed Reno Jr., a Elizabeth Cuidet y a Mark Duer, por ser mis ojos en New York. Gracias a Verónica Verónica Cuidet, por todo el material que me facilitó. Gracias a las incontables páginas de Internet y a sus interlocutores, que respondieron a las dudas sobre ciertos lugares que no conozco.. Gracias nozco Gracias a mis queridas queridas amigas Dra. Dra. Elena Liceaga Liceaga y Lic. Liliana Liliana Pérez Bahamond Bahamonde, e, por sus aportes sobre la problemática p roblemática psicoterapéutica. Gracias a Jorge Sabaté, Adriana Mirelman, Titina  Titina  Castro,, Hugo Castro Hugo Carnelli Carnelli,, Paula Paula Plotki Plotkinn y Laila Laila Hecht, Hecht, por alenta alentarme rme y estar estar siempr siempree a mi lado. lado. A  mi madre y a mis dos abuelas, eternos ángeles de mi guarda. A mis hijas adoradas, Marina y   Julieta, espejos cotidi cotidianos anos y flecha f lechass lanzada la nzadas. s.  A LEX  LEX  F  FERRARA 

Mis sinceros agradecimientos a: Alex Ferrara, por aguantar a este co-escritor perfeccionista y  meticuloso de más, por su apertura y paciencia, y por su enorme talento. A Candy Davis, por su editing de la versión versión en inglés con el criterio y la exhaustiva excelencia que hoy se reflejan en la  calidad final de este libro, por sus interminables interminables conocimientos y su compromiso incondicional con el proyecto. proyecto. A Carlos Gamerro, Gamerro, por todos sus aportes en la versión en español, su exhaustiva edición de estilo, y por su entrega y sintonía con la “voz del libro”. A Edward Reno Jr., por sus primeras devoluciones a la versión en inglés, sus agudos e inteligentes aportes, y por su generosidad al alojarme en su casa de New York York todas las veces que lo l o necesité. A Mark Duer, por su amistad y su sensibilidad de artista a la hora de leer las primeras versiones y de aportar incontables datos y comentarios. A Skip Press, por su amistad desde Los Angeles y su honestidad a la hora de criticar. A Alejandro Romay, por abrir la primera puerta, siempre la más difícil, a esta aventura.  A Miguel, por estar finalmente de acuerdo en que este proyecto se hiciera realidad. A Gabriel, Pablo, Jorge y Alejandra. A todos los editores, correctores y traductores que contacté y que me brindaron sus incontables pruebas con total generosidad y entusiasmo. A todos los que leyeron lasorkprimeras con de todo esfuerzo que estodándome significó.información A toda la gente de New   Y  York que meversiones ayudó conenlainglés búsqueda búsqueda laselnuevas locaciones, y permitiéndome grabar imágenes, incluso hasta prohibidas. A los que me alentaron y recomendaron escribir este libro (el medio menos masivo), luego de que existiera en televisión (el medio más masivo). A Frank Frank Sozzani, Sozzani, por su aporte aporte de ingenio ingenio y arte, desd desdee el diseño diseño del logo logo original de de El  Garante , hasta la tapa de este ejemplar. ejemplar. A Fernando Venegas, Venegas, por sus fotos. A mi madre, por darme ánimo para seguir siempre adelante. A mi padre, por su colaboración y buenos consejos. A  mis hijos Jésica y Julián, que toleraron las horas que no pude compartir con ellos ello s para poder completar esta novela. Y finalmente a Sabrina Farji, por toda su fuerza y aguante, su creatividad en las ideas, su amor para resolver las discusiones, su generosa dedicación en sus incansables lecturas y comentarios, y por sobre todo, por haberme dado, en medio de este largo viaje, una nueva  hija, Joelle, que ilumina nuevamente la vida de cada día.  JOSÉ  L EVY  EVY 

 

La cultura argentina, se ha dicho muchas veces, es una cultura de la traducción. Y no sólo entre una lengua y otra. En ese sentido, el recorrido de El Garante resulta paradigmático. De la página  escrita del guión, a la pantalla de la televisión; de allí, a la versión inglesa de la novela —y el traslado de la historia histori a de Buenos Aires a Nueva York—, York—, y luego a la versión española, El Garante  realiza un viaje de aventuras en el cual este libro es apenas una etapa. ¿Será su meta volver al inglés, y llegar a la pantalla grande, quizá como film de Hollywood? Habiendo sido fanático seguidor de la miniserie original, lector de la versión inglesa y editor de la española, me siento feliz de haber participado en esta inédita aventura de la ficción argentina, y felicito a Alex Ferrara  y a José Levy por su talento, audacia y dedicación. C ARLOS G AMERRO

 

 A LEX  LEX   FERRARA  nació y estudió en Buenos Aires, Argentina. Es tra-

ductora pública y literaria en inglés y francés, y licenciada en Estudios Orientales de la Universidad del Salvador. Estuvo a cargo de las cátedras de filosofía y de literatura china en la Universidad Maimónides hasta 1994, año en que decidió ganarse la vida escribiendo. escri biendo. Tres Tres años más tarde terminó su formación en dirección y guión de cine y  televisión. Su último guión producido,  Apasionados , fue récord de

taquilla en la Argentina durante el 2002. Ganó el concurso literario  Julio Cortázar dos años consecutivos con sus cuentos “Wanda” “Wanda” y “Las Cajas”, así como una  mención porScreenwriters su guión original Hildegard International tion of theespecial American Association andenWriter´s Wel riter´s Digest. ElScreenplay Garante es Competisu primera novela. Madre de dos hijas, divide actualmente su tiempo entre Buenos Aires y Madrid.  JOSÉ M. L EVY  EVY  nació en Buenos Aires, Argentina, Argentina, y estudió en la Uni-

versidadd de Buenos versida Buenos Aires, Aires, en la Facul Facultad tad de Cie Ciencia nciass Exa Exacta ctass y Natu atu-rales. rale s. En 1997 produj produjoo la multipre multipremiada miada minise miniserie rie El Garante , ganadora de cuatro premios premi os Martín Fierro, un Fund-TV, Fund-TV, tres Broadcasting  Int’l, y varias nominaciones internacionales, entre ellas, las del EMMY Int’l, el New York film & TV festival, y el MIDIA de España. Un año más más tarde tarde,, fue prod producto uctorr de La condena de Gabriel Doyle  de varios varios pilot pilotos os para televisión. ón.Matrimonial  Como autor, Barrio Como y guionista guioni sta ha, Agacrea-crea do vario varioss proyecto proyectoss de ycomedia y sitcoms, sitc oms, comotelevisi  Agencia Privado rráte Catalina , y Gloria y Tango. Actu Actualmen almente te está desarrollando desarrollando la novelización novelización de Agencia   Matrimonial y escribiendo el guión para un largometraje. También También se ha especializado en el área de marketing, desarrollos de marketing en Internet, y en el mercado hispano de d e E.U.A. Sobre estos temas, es un orador frecuente en conferencias y seminarios locales e internacionales, tales como la Book Expo America, la PMA Publishing University University y la Folio MagaziMagazine Conference Conference,, entre entre otros. otros. Desde 1987, 1987, ha fundado fundado y participa participa en divers diversas as empresas, empresas, entre entre ellas una de las editoriales de libros y revistas más importantes de Latinoamérica, y una productora de televisión y cine, todas de exitoso recorrido. Su vida está repartida entre su familia, las conferencias, el el marketing, la escritura y la producción cinematográfica. Tiene tres hijos y vive vive en Bueno Buenoss Aires. Aires. C ANDY  D A  AVIS VIS es más conocida en los Estados Unidos de América por su estilo ágil en el tra-

tamiento de temas complejos. Varios de sus cuentos figuran en prestigiosas antologías literarias. Ha recibido premios por sus novelas y guiones, dos de los cuales fueron comprados por productoras, y uno, llevado al cine. Escribe una columna de humor, humor, y artículos sobre salud y medicina alternativa para revistas, siendo también una oradora popular en el circuito de las conferencias literarias. Le resulta muy gratificante ayudar a otros escritores a encontrar su lugar en el mundo editorial.

 

(continuación de las críticas de prensa de la primer página del libro) Críticas de Prensa

“El Garante ofrece una vuelta de tuerca creativa al relato del Fausto, escrito a un ritmo sin pausa que hace imposible que el lector pueda soltarlo. ¿Cuál es la premisa?   ¿Qué pasa cuando el Diablo harto de ser engañado por firmantes que se niegan a  entregar sus almas en el momento de su muerte, diseña una nueva manera de proteger 

su “negocio”?  –Carlos Gamerro, Profesor de literatura contemporánea en la Universidad de Buenos Aires

“Una historia con una estructura muy sólida, personajes bien elaborados y  una ingeniosa vuelta de tuerca al tema del pacto con el Diablo, que hace  que no se pueda largarla hasta la última página”. – Marcos Mayer, Escritor y crítico literario

“Escrito con inusual talento y emoción el argumento de esta novela de suspenso está  basado en una nueva vuelta del relato del Fausto. Los autores muestran gran energía  narrativa en la cual el suspenso crece hasta un final lleno de esperanza.  Maravillosamente  Maravillos amente bien estructurada y hábilmente desarrollada”  desarrollada” . – Latin literary 

“El Garante narra con oficio 'de best séller' la relación entre un psicólogo y uno de los  mejores enviados del diablo que el cine y la literatura hayan entregado”. –Hernán Guerschuny, Revista HACIENDO CINE

“El Garante, Una Gran Novela. Me capturó, no la pude largar. Leyéndola tiene  tantas imágenes que es como ver una película”. –Tom Lupo - Radio Nacional, programa “Mi Propia Lengua”.

“El Garante, un thriller fascinante”. –Revista COSMOPOLITAN

“El Garante llega a los lectores argentinos dispuesta a sorprender una vez más”. –Revi Revista sta MUY MUY INTER INTERESANT ESANTE E

Elegido entre los “Libros del Mes.” –Diario LE MONDE DIPLOMA DIPLOMATIQUE, TIQUE, “El Dipló”

“Nuevo thriller... su factura es impecable... aún más apasionante que la obra  televisiva”. –Revista IMAGINA 

 

“Basado en una popular serie de televisión argentina (y modelado sobre la leyenda del  Fausto), esta novela de suspenso inteligente y atrevida comienza cuando un  psicoterapeuta de Manhattan se entera de que su alma es el precio que debe pagar para  saldar una vieja deuda familiar. Martin Mondragon es un erudito terapeuta bien asentado cuyos principales problemas son tratar con sus excéntricos pacientes y  recuperarse de la ruptura de su relación con una hermosa modelo. Pero la vida de   Mondragon  Mondr agon se descalabra completamente cuando llega a él un extraño llamado Joe 

Sagasti, quien le informa que el abuelo argentino de Martin no entregó su alma  después de firmar un pacto con el diablo, convirtiendo a Mondragon en el presunto “Garante”. Mondragon trata a Sagasti como a un loco hasta que el extraño comienza  a usar sus oscuros poderes sobrenaturales para quebrar a Mondragon y a todos los que  lo rodean. La presunción artificial podría haber producido una novela caricaturesca en manos de autores menores, pero el talento de los escritores para la ironía y el relato agudo mantienen la diversión y el ritmo vertiginoso de la historia. El argumento se  complica en los capítulos finales pero vale la pena el espectáculo entretenido entre   Mondragon  Mondr agon y Sagasti. A pesar de inusual proveniencia (Argentina), se trata de un entretenimiento diabólicamente placentero”. –PUBLIS PUBLISHERS HERS WEEKL WEEKLYY - USA (la revista revista Nro. 1 del mundo editorial de libros) “El Garante... un thriller atrapante que aborda el enfrentamiento del hombre con  fenómenos inexplicables”. inexplicables”. –Revista LUZ

“Una historia de suspenso psicológico contada al detalle pero en la medida justa”. –Revista LOS PUENTES DE PALERMO

“...una historia de alta calidad en lo narrativo y en su riqueza argumental”. –Diario EL SOL

“¡BEST-SELLER! Atrapante... Nos hace reflexionar...”. –Revista LOS LIBROS DEL MES

“Una historia atrapante con un desenlace a la altura de los personajes y su historia”. –Revista RUMBOS

“Apasionante... con todos los ingredientes de un buen thriller”. –Revista TVGUÍA 

“...excelentísimo nivel... estupenda labor de los autores de esta novela...”. –Revista MAÑANA PROFE PROFESIONAL SIONAL

 ¡Best seller argentino!  –Revista LEA 

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