El Evangelio Reencontrado - ALESSANDRO PRONZATO

April 22, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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El Evangelio Reencontrado - ALESSANDRO PRONZATO...

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Alessandro Pronzato

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Prólogo: ¿Un Evangelio inédito? 1. El lugar de donde hemos partido 2. Llegar a empezar 3. Un libro nos juzgará 4. Deseo de 5. Alguien nos asegura que es posible 6. Si no es utilizado 7. Del verbo creer, es decir, dejarse inquietar 8. El dinero: la ley de la incompatibilidad 9. Así te reduce Mammona 10. El dinero en la Iglesia 11. El puesto 12. ¿Dónde lo han puesto? 13. El Evangelio te lleva a la misericordia 14. El padre pródigo 15. Dios es así 16. El otro hijo irrecuperable 17. Todos invitados a hacer fiesta 18. La Iglesia fundada sobre las lágrimas, no sobre la roca 19. La Iglesia bajo el signo de la misericordia 20. Aprender la misericordia 21. El depósito de la Iglesia 11

22. Un sacerdote confiesa haber traicionado al Evangelio 23. La cadena de la vanidad no se ha interrumpido aún 24. Un único Señor 25. Lanzarse lejos aun permaneciendo en el mismo puesto 26. Aquella jofaina es una reliquia 27. A propósito de «nuestro» 28. La obligación de derribar los tronos y a sus ocupantes 29. Ídolos siempre actuales 30. Es necesario mantener abierto aquel agujero en el techo 31. Una pizca de locura para llegar a ser sabios 32. Un amor de locos Epílogo: Ve adonde el Evangelio te lleve

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Sí y no ¿CÓMo es posible? ¿Otro Evangelio? En parte sí; en parte no. Y explico ahora mismo la aparente contradicción. Nunca me he dedicado a la arqueología y, por tanto, no he encontrado ningún texto desconocido hasta ahora. Ni siquiera un fragmento auténtico, que confirme una página o unas pocas líneas de uno de los cuatro Evangelios canónicos. Lo que propongo es el viejo Evangelio que la Iglesia nos ha transmitido y que todos conocemos. Lo conocemos y, sin embargo, no siempre lo presentamos por medio de nuestros comportamientos, nuestro modo de pensar y de hablar. Por consiguiente, en cierto sentido resulta nuevo. Si verdaderamente hiciéramos nuestras sus exigencias más radicales, si lo tomáramos al pie de la letra, para muchas personas sería un descubrimiento sensacional e incluso sobrecogedor. Muchos no lo considerarían solamente un libro anticuado que se explica en la iglesia (al menos para quienes van...). Lo encontrarían en las calles, lo leerían en los rostros, mediante la entonación de la voz, o de una cierta luz que brilla en los ojos, y se quedarían asombrados, tal vez también seducidos. Y quizás alguno sentiría la necesidad de contar a otros, como una información preciosa, esta bella noticia: «Es un libro interesante, que vale la pena conocer». En definitiva, una novedad. A los pies del Sinaí, los judíos «liberados» dirigieron esta extraña declaración a Moisés: «Acércate tú y escucha cuanto tenga que decirte el Señor, nuestro Dios; nosotros lo haremos y lo escucharemos» (Dt 5,27). Exactamente así: los términos no han sido invertidos por algún copista distraído. Por consiguiente, primero el hacer y después el escuchar o, mejor, el comprender. Al poner en práctica determinados mandatos, se comprende mejor, se aclaran las ideas.

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Los cristianos, en cambio, asumimos con demasiada frecuencia una actitud inversa: queremos saber, comprenderlo todo. Y después olvidamos superficialmente lo más importante: el «hacer».

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Volver al punto de partida CHARLES de Foucauld escribe en una carta dirigida al canónigo Caron: «Volvamos al Evangelio; si no vivimos el Evangelio, Jesús no vive en nosotros. Volvamos a la pobreza, a la sencillez cristiana...». Hoy tendemos a lamentar el hecho de que muchos se han alejado de la Iglesia y les hemos colgado una etiqueta: los alejados. Ni siquiera sospechamos que también nosotros pertenecemos a esa categoría, porque nos hemos «alejado» del Evangelio. Hemos emprendido caminos diversos, hemos tomado atajos peligrosos, desviándonos de la línea de marcha. Tal vez con la intención de «quemar etapas», nos hemos lanzado en direcciones equivocadas. Es preciso volver al punto de partida (en el lenguaje deportivo se dice que después de las salidas «nulas» hay que volver a los «tacos de salida»). También nos lamentamos de que hay mucha gente «ajena» a la Iglesia. Y no nos damos cuenta de que nosotros nos estamos haciendo «ajenos» al Evangelio. Vemos enemigos por todas partes. Y tal vez nos los inventemos. Sin un enemigo no podemos vivir, no podemos decir que somos cristianos. Privados de un blanco al que apuntar, ya no sabemos qué hacer. Recuperamos nuestra identidad - bastante artificial solamente si reconocemos un enemigo común al que combatir. Parece que sin un enemigo no tenemos ya nada que decir. Nos hemos hecho especialistas en denuncias más que en anuncios. Deberíamos llevar una «buena noticia» y no se nos ocurre nada mejor que llevar cartas de acusación, protestas, reprobaciones, invectivas, recriminaciones. No nos damos cuenta de que los enemigos del cristianismo somos nosotros. Dice también Charles de Foucauld: «El peligro está en nosotros, y no en nuestros enemigos. Nuestros enemigos solo pueden hacer que obtengamos victorias. El mal podemos recibirlo únicamente de nosotros mismos. El remedio está en volver al Evangelio: esto es lo que todos necesitamos». El hermano Charles decía estas cosas en el ya lejano 1909, en Tamanrasset. Pero su amonestación sigue siendo sorprendentemente actual. Para los males que afligen a la Iglesia, antes aún que al mundo, se proponen diferentes diagnósticos, a veces bastante complejos y contradictorios. No obstante, el remedio sigue siendo fundamental y muy sencillo (aunque resulte difícil y desagradable para muchos estómagos): volver al Evangelio.

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¿Simplismo? Los «ismos» (buenismo, pacifismo, «tercermundismo», pauperismo, justicialismo) me impresionan poco. Representan el intento torpe de descalificar una idea que no nos gusta. Una sana laicidad nos molesta e incomoda, y entonces la llamamos «laicismo», y de este modo evitamos el esfuerzo de afrontar aquella realidad. Al añadir «ismo» a una palabra, esta se hace sospechosa, objeto de desprecio o de compasión. Como la sencillez es una cosa terriblemente ardua, una virtud rara, la liquidamos tachándola de simplismo. Y seguimos adelante con nuestras complicaciones. En vez de tratar de simplificar las cosas complicadas, nos empeñamos en complicar las cosas sencillas. Seguimos adelante, en el caso de la vuelta al Evangelio propuesta por Charles de Foucauld, con nuestros remedios «infalibles» que, en realidad, no curan ningún mal o curan de manera superficial («¡qué hermosa celebración!», «¡una ceremonia extraordinaria!»). Sigue siendo válida la observación de Jeremías: «Pretenden curar solo por encima la fractura de mi pueblo, diciendo: "Marcha bien, muy bien". Y no marcha bien...» (6,14). El Evangelio, y nada más, sigue siendo la terapia de sanación que actúa en profundidad. Muchos se consideran «llegados». En realidad, pensándolo bien, se llega solo a... partir. Observaba la escritora Lalla Romano: «No podemos llegar más que hasta el punto del que hemos partido». Y sabemos bien cuál es este punto. ¿Encontrará aún el Evangelio que nos dejó? Jesús manifestó una duda inquietante (también él estaba atravesado por incertidumbres...): «Cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará esa fe en la tierra?» (Lc 18,8). Se podría añadir: ¿encontrará el Evangelio entre los cristianos? La pregunta podría parecer retórica. Ciertamente encontrará infinidad de traducciones, comentarios, interpretaciones, estudios, homilías... Pero millones de discursos y debates sobre el Evangelio no significan aún Evangelio, no quieren decir que estemos impregnados por el Espíritu, por el corazón del Evangelio. Tal vez nos hayamos quedado en el umbral. Corremos el riesgo denunciado ya por Jesús: «¡Vosotros no entrasteis y a los que entraban les cerrasteis el paso!» (Lc 11,52). Los doctores de la ley «se habían quedado con la llave». Es probable que nosotros la hayamos perdido. Hablamos del Evangelio, pero «no hablamos Evangelio».

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Escribimos y decimos muchas cosas sobre el Evangelio, pero nuestra vida no está escrita con el Evangelio. Nuestra existencia no está configurada por el Evangelio. Con demasiada frecuencia, nuestra mentalidad no es evangélica. El cristiano está por hacer «Y dijo Dios: "Hagamos al hombre..."» (Gn 1,26). El padre Pouget traducía: «Hagamos hombre...», al igual que un artista podría decir: «Hagamos música...». El proyecto de Jesús debió ser este: «Hagamos cristianos...». Más ¿con qué los hacemos? El material está constituido por el Evangelio, por la Palabra. El problema es que le quitamos de la mano el instrumento, lo manejamos nosotros. Sustituimos la materia prima, originaria, con sucedáneos, productos deteriorados. En suma, no le permitimos «hacernos».

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El libro que te lee UN día, se presentó un discípulo ante el rabino de Kotzk, anunciándole en tono triunfal: «Maestro, he atravesado tres veces el Talmud'...». El rabino, sin inmutarse, replicó: «Sí...pero el Talmud ¿te he atravesado a ti?». Tal vez el Evangelio haya pasado por encima de nosotros como el agua sobre una piedra bien pulida. No ha penetrado. No se trata de comprender ni de interpretar el texto, sino de entenderse frente al texto. Cada uno debe aportar su propio sentido, descubrir y revelar horizontes nuevos según la peculiaridad de su propia experiencia. Guido Ceronetti tiene observaciones que se aplican al tema que nos ocupa. Y viene a decir, más o menos, lo si guiente: no eres tú quien busca el libro, sino que el libro te busca a ti. No eres tú quien posee el libro, sino que el libro te posee a ti. No eres tú quien mira al libro, sino que el libro te mira a ti. En la vertiente teológica, Karl Rahner sostiene que, cuando lee, se siente observado, «mirado». Por eso, la lectura se convierte en un «ponerse en juego», un dejarse implicar totalmente y no, por tanto, en un ejercicio indiferente. Al Evangelio se le puede atribuir la misma característica que al icono. Cuando te encuentras frente a la imagen representada en un icono, tienes la impresión de que no eres tú quien observa la imagen, sino que ella te mira a ti. En suma, el Evangelio te escruta. Estamos siempre en la primera página Un día le preguntaron a rabí Leví de Yitzhak de Beditchev: «¿Por qué en todas las ediciones del Talmud de Babilonia falta la portada y el texto empieza en la segunda página?». Y él respondió: «Porque el estudioso, cualquiera que sea el número de páginas aprendidas y meditadas, nunca debe olvidar que no ha llegado aún a la primera página». Podemos afirmar que en lo relativo al Evangelio somos siempre principiantes. No hemos conseguido aún leer la primera página. Estamos todavía ocupados aprendiendo las 21

letras del alfabeto... Así es. ¡Cuántos esfuerzos para llegar a leer la primera página! Pero si nos empeñamos con seriedad y humildad, quizá finalmente llegaremos... llegaremos a empezar... El espejo Un tema que se plantea con cierta insistencia es el de la identidad. Pero la identidad implica una relación particular con el espejo. Ninguno de nosotros tiene la posibilidad de ver directamente su propio rostro. Solo los otros «nos ven». Nosotros podemos únicamente observar nuestra imagen reflejada en una fotografía o en un espejo. Robert Antelme describe en el libro La especie humana un fenómeno singular que tenía lugar en los campos de concentración nazis. En los días establecidos, los prisioneros se ponían en fila, no para recibir la mísera ración de comida, sino para sostener en las manos, al menos por un instante, un trozo de cristal brillante. Querían ver su rostro reflejado en un trocito de espejo. Y a menudo no se reconocían, casi no creían lo que veían sus ojos. Pero leamos su relato: «Era domingo, estaba sentado en mi jergón, con el espejo en la mano. Procedía con calma. No había comprobado qué color tenía mi piel, si amarillo o más bien grisáceo, ni en qué estado se encontraban mis dientes o mi nariz... De repente me encontré frente a un rostro... Me había olvidado de él. »Aquel domingo mi rostro estaba en el espejo. No era hermoso, ni tampoco feo, sino simplemente deslumbrante. Me había seguido y, en ese preciso instante, lo reencontraba allí, sin haberme esforzado. Pero, en todo caso, era él. »Aquel rostro trataba de expresar algo que yo no podía comprender. Era un rostro encerrado en un espejismo que emanaba de aquel trozo de cristal. »Allí no éramos así. Podíamos ser así solamente en el espejo, solos, y lo que los compañeros esperaban era precisamente aquella migaja de soledad centelleante donde se sumergían las SS y todo lo demás. »Pero había que pasar el espejo, dárselo a alguien que estuviera al lado esperándolo ávidamente. Hacíamos cola por aquel acceso a la soledad y cuando lo teníamos en la mano, los otros nos acosaban porque había llegado su turno». Para un cristiano, el espejo es el Evangelio, y debería «consultarlo» continuamente para encontrar su rostro. Sin embargo, en el mejor de los casos, esto tiene lugar solo en domingo, durante la lectura y explicación de la Palabra de Dios. Y la mayoría de las veces preferimos pasar de inmediato a los demás ese espejo inquietante. No nos sentimos 22

ya satisfechos con nuestro rostro. En realidad, si tuviéramos valor para observar largamente nuestra imagen reflejada en aquel espejo particular, nos veríamos obligados a comprobar, con vergüenza, la desemejanza. Leemos en la Carta de Santiago: «Si uno se limita a escuchar y no pone en práctica la palabra, se parece a aquel que se miraba la cara en el espejo: se observó, se marchó y muy pronto se olvidó de cómo era» (1,23-24). Con todo, puede sucedernos algo más grave que el fenómeno de la «falta de memoria» indicado por Santiago: que olvidemos incluso el espejo, que ni siquiera lo utilicemos. Es raro encontrar cristianos que acudan a confesarse diciendo que han hecho el examen de conciencia sobre una página del Evangelio, que han tratado de descifrar los enredos de su vida confrontándose con ese texto, que han tratado de «comprenderse» teniendo en la mano aquel espejo que dice la verdad. Nosotros, voluntariamente desmemoriados...

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Somos juzgados según el Evangelio ESCUCHEMOS una vez más a Charles de Foucauld: «Aceptemos el Evangelio. Seremos juzgados por medio del Evangelio, según el Evangelio... no según este o aquel libro de este o aquel maestro espiritual, de este o aquel doctor, de este o aquel santo, sino según el Evangelio de Jesús...». Y este juicio tiene lugar ya hoy. Tal vez no siempre seamos conscientes de que somos juzgados, criticados, acusados y condenados, por las palabras mismas del Evangelio que pronunciamos. Es precisamente lo que se le echa en cara a Pedro con ocasión del proceso de Jesús: «El acento te delata» (Mt 26,73). Tenemos que caer en la cuenta de que somos juzgados por los otros. El cristiano es examinado todos los días de aquella materia particular, no de otras. Nuestros hermanos no pretenden que seamos particularmente doctos, que hayamos leído muchos libros, que hayamos conseguido diplomas y licenciaturas. Se contentan al comprobar que hemos leído, aprendido y asimilado un único texto. Cada uno de nosotros es examinado, con rigor, sobre el Evangelio. Y nadie puede sustraerse ni tiene el derecho de ser interrogado sobre otras materias «optativas». Con razón se puede decir: «Los exámenes no terminan nunca...». Nueva evangelización Se habla, con una insistencia un tanto sospechosa, de «nueva evangelización», una de las muchas fórmulas impactantes que son «gargarizadas» y que pretenderían constituir la panacea para todos los males. Aparte de que la evangelización es siempre la misma, ni vieja ni nueva, pienso que el problema es otro. Me parece que no se sospecha que son precisamente los que se atribuyen el papel de evangelizadores quienes tienen necesidad, antes que nadie y con mayor urgencia, de ser evangelizados. Es la Iglesia la que debe ser evangelizada, es decir, reconciliada con el Evangelio. Son los «devotos» los que deben aceptar la evangelización. En suma, el problema, si queremos examinarlo en profundidad, resulta más bien complejo. ¿Quién debe evangelizar a quién? La cura evangélica (descartando los paliativos) ¿no tiene que ser aplicada, ante todo, a los presuntos médicos? ¿No debemos 25

reconocer todos de algún modo que padecemos «inapetencia evangélica»? Don Aldo, sacerdote obrero, uno de los protagonistas del cautivador libro de don Luisito Bianchi, Gratuita tra cronaca e storia, confiesa durante una discusión que se desarrolla en un ambiente monástico: «No sé... no sé si yo evangelizo... Pero sé una cosa: desde hace dos años, durante ocho horas al día, soy evangelizado. Y la buena noticia que oigo con todo mi ser es esta: Dios trabaja siempre, también en sus hijos que,pasan la vida en la fábrica y a veces dicen no creer en El...». Y concluye sorprendentemente: «Tal vez mi modo de evangelizar deba limitarse a dejarme evangelizar. No obstante, el mero hecho de dar testimonio de que es posible dejarse evangelizar ¿no os parece ya una buena noticia y una gran alegría?». Enzo Bianchi, a su vez, puntualiza: «Nueva evangelización no significa imponer a Europa el Evangelio y la pertenencia a la Iglesia, ni efectuar una retro-evangelización que nos haga volver a un Occidente cristiano anterior a la modernidad, ni, menos aún, pretender un futuro confesional que no tenga en cuenta el horizonte ecuménico asumido sobre todo por el Concilio y por el pontificado católico de estos últimos decenios». Acto seguido, cita una frase del teólogo Jürgen Moltmann: «Es la hora de salir de toda angostura confesional para avanzar juntos. Es la hora del ecumenismo para una nueva Europa; de lo contrario, las Iglesias se convertirán en religiones del pasado». Concluye Enzo Bianchi: «Así pues, evangelización y diálogo, porque evangelizar significa también escuchar al mundo, escuchar a los hombres y las mujeres de hoy para poder anunciarles la buena noticia en un lenguaje comprensible»'. Y siguen siendo válidas las palabras de Pablo VI: «La Iglesia entra en diálogo con el mundo en el que vive, la Iglesia se hace palabra, la Iglesia se hace mensaje, la Iglesia se hace conversación» (Ecclesiam suam 67). Para concluir este capítulo, desearía hacer una pregunta: ¿debemos llevar el Evangelio o, antes que nada, «dejarnos llevar» por el Evangelio?

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Deseo de canto «Os anuncio una gran alegría para todo el pueblo... Hemos visto su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo... Bienaventurados vosotros, los pobres... Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?... Caminando junto al mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos... Pero yo os digo... Vosotros, pues, orad así... Un hombre tenía dos hijos... Mirad las aves del cielo... Observad los lirios del campo... Mujer, qué grande es tu fe... Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados... Os mando como ovejas en medio de lobos... Te bendigo, oh Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla... Salió el sembrador a sembrar... Cuando estaba aún lejos, el padre lo vio y, conmovido, salió a su encuentro corriendo... Dichosos vuestros ojos que ven, vuestros oídos que oyen... El reino de los cielos se parece... Tengo compasión de la muchedumbre... No impidáis que los niños se acerquen a mí... ¿Qué quieres que haga?... Al volverse, los encontró dormidos... El Señor, en cuanto la vio, tuvo compasión de ella y le dijo: "¡No llores!"... Tanto amó Dios al mundo... Soy yo, el que habla contigo... Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna... Ya lo has visto: es el que habla contigo... Yo soy el buen pastor.. Jesús lloró... Mirad cómo lo amaba... Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre... Voy a prepararos un lugar.. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?... Quédate con nosotros que atardece... Entonces se abrieron sus ojos y lo reconocieron... Ve a mis hermanos y diles...». ¿Recuperaremos, entre tantos hilos enmarañados de nuestros áridos discursos, el hilo directo del relato evangélico? ¿Reencontraremos el motivo, que debería resultarnos familiar, de este canto? Josef Burg, gran escritor de la literatura yiddish, habla en un relato sobre «una canción olvidada», de la que no recuerda la melodía ni el texto: «Con frecuencia siento dolor por mi canción olvidada, pero sigue siendo querida y familiar». Pese a todo, por mucho que él se esfuerce, «la melodía sigue estando lejos y es inaprensible». Algo así puede habernos sucedido también a nosotros. Pero debemos esforzarnos por encontrar aquella canción olvidada, por reencontrar el motivo dominante, la melodía inconfundible, el tono básico, las notas más vehementes. Hace cincuenta años, en un teatro de Turín lleno a rebosar, escuché una noche al padre Aimé Duval que, sentado en un taburete y tocando una guitarra, «cantaba» algunas páginas del Evangelio. Ninguna de las miles de homilías escuchadas antes o después de aquel día ha producido en mí la misma conmoción. 28

Poder del canto, poder de la música. Se cuenta que cuando la persona que transgredía la Ley llevaba su sacrificio de reparación al Templo santo de Jerusalén, el sacerdote la miraba y penetraba en todos sus pensamientos. Si intuía que aquella persona no estaba aún sinceramente arrepentida, el sacerdote, en vez de hacer la vista larga, de bido tal vez al valor de la ofrenda, invitaba a los levitas a entonar un canto para inducir al pecador a la teshubah (arrepentimiento, conversión, toma de conciencia del propio pecado y consiguiente decisión de confesarlo). Se cuenta de Francisco de Asís: «Ebrio de amor compasivo a Cristo, el bienaventurado Francisco exteriorizaba así sus sentimientos: La dulce melodía que bullía en su interior, la expresaba frecuentemente en francés, y el soplo del susurro divino que furtivamente percibía en su oído, estallaba en júbilo manifestado en la misma lengua. »A veces, tomaba del suelo un palo; lo apoyaba en el brazo izquierdo y, tomando otro palo en su mano derecha, lo rasgueaba, a modo de arco, cual si de viola u otro instrumento se tratara, mientras, acompañando con gestos acompasados, cantaba en francés al señor Jesucristo»'. Si el Evangelio volviera a ser música, canto, y no moralismo, recriminación, árida ejercitación académica, sentimentalismo pietista o devocionalismo edificante, experimentaríamos su fuerza transformadora en las personas. Deseo de poesía Junto al canto, deberíamos recuperar la poesía del Evangelio. Recuerdo dos versos de una canción de Riccardo Cocciante: «Cuando una palabra roza tus labios / se convierte en poesía». Todo el Evangelio está impregnado de poesía. Lamentablemente, a menudo sucede que cuando pasa por la boca del sacerdote y de bastantes cristianos, aquellas palabras se convierten en moral, doctrina, retórica, lamento prosaico, triste deber que cumplir e incluso invectiva. Me atrevería a decir que, si no tenemos afición por la poesía, tampoco tenemos afición por el Evangelio. A este respecto, será oportuno tener presente que el término poeta deriva de un verbo griego que significa hacer, crear. De modo que Dios es el primer, grande e inigualable poeta. En la profesión de fe se podría decir, con plena razón: «Creo en Dios... poeta del cielo y de la tierra». El Evangelio es el magnífico poema de Dios que se hace hombre, encuentra a los hombres, les habla del reino de los cielos, provoca un estremecimiento en su corazón. El gran teólogo Karl Rahner escribió un ensayo fascinante dedicado, precisamente, al tema que nos ocupa: «La palabra de Dios y la poesía», con el que se proponía despertar o fortalecer en el cristiano y en el educador cristiano el sentido de la responsabilidad 29

hacia la poesía y su comprensión. En él, entre otras cosas, hace notar cómo la poesía es el lenguaje que más se acerca al «misterio silente»: «En la palabra del Evangelio debe expresarse algo más que aquello que captamos incluso sin palabras. Algo más que aquello que podemos hacer nuestro sin la palabra. En esta palabra debe estar presente lo que es inaprensible, lo anónimo, lo que dispone tácitamente sin ser dispuesto, el abismo en el que estamos fundados, la oscuridad luminosa en la que sigue estando envuelta toda la claridad de la vida cotidiana, en una palabra: el misterio perenne que llamamos Dios, el inicio que sigue siendo tal cuando nosotros estamos al final... Solamente la palabra tiene el poder de nombrar al Innombrable». Afirma Rahner: «Nosotros, los cristianos, debemos amar y defender la poesía, porque debemos defender lo humano, porque Dios mismo la asumió en su realidad eterna». Observa también: «Por supuesto, puede haber alguien que, considerado individualmente, sea un diablo y en sentido burgués un buen cristiano y, sin embargo, un mísero poeta. Pero el cristianismo verdaderamente grande y la poesía verdaderamente grande tienen una íntima afinidad, aunque ciertamente no son lo mismo». Más adelante añade: «La poesía debe hablar de la realidad concreta y no hacer que los principios abstractos bailen como marionetas». Y llega a la siguiente conclusión: «No podemos calcular hasta qué punto la gracia de Dios tiene poder sobre nosotros basándonos en ella, porque no podemos comprenderla o contemplarla en sí misma. Para conseguir este fin (además de la fe confiada), tenemos casi una sola posibilidad: preguntarnos hasta qué punto nos hemos hecho hombres. Ahora bien, esto se puede reconocer también - no solo - por el hecho de si nuestro oído está abierto para escuchar amorosamente la palabra de la poesía. Y, por tanto, la cuestión acerca de si tenemos en cuenta la poesía es una pregunta muy seria y verdaderamente cristiana, una pregunta que desemboca en la cuestión de la salvación del hombre». Evangelio, por tanto, que adopta el lenguaje de la belleza y se transforma en canto del alma. Sustraído a los intelectuales, con sus sutilezas y glosas, y restituido a los sencillos. Deseo de perfume «Y toda la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12,3). ¿Y si el Evangelio se difundiera en forma de perfume? El perfume de vida que tiene el poder de eliminar el hedor de muerte que domina en nuestro mundo. El perfume de la gratuidad que consigue vencer el tufo apestoso del dinero que lo 30

contamina todo, incluidas las conciencias. El perfume auténtico que expulsa el olor rancio de las virtudes enmohecidas. El perfume del amor que anula el aire pestilente de la mezquindad, de la maldad, de los resentimientos. «Y toda la casa se llenó del olor del perfume». El perfume, no obstante, no puede permanecer encerrado en la casa. Se difunde fuera de ella, es «contagioso», me atrevería a decir: «apostólico», «misionero», hace que la atmósfera sea más respirable para todos. El mundo puede evitar el ahogo, la asfixia, solo si tiene la posibilidad de respirar el perfume del Evangelio. Y también los que están lejos, los indiferentes, al «barruntar» aquel olor benéfico, tal vez se sientan atraídos a entrar en la casa donde ha tenido lugar aquel fenómeno singular.

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«¡Nos han dejado reducidos al Evangelio...!» RECUERDO dos encuentros significativos del viaje que realicé en 1976 a los países del otro lado del Telón de acero. Solamente dos flashes, que son también dos relámpagos que pueden iluminar el camino. Una mañana de niebla, en una carretera del país que entonces se llamaba Yugoslavia. Un panorama más bien monótono, pero que de improviso quedó rasgado por un relámpago constituido por una frase que nunca se borrará de mi memoria. La pronunció el amigo traductor que iba a mi lado en el coche. Al pasar junto a determinados edificios, él iba trazando el mapa de lo que ya no pertenecía a la Iglesia. Una serie impresionante de construcciones y obras expropiadas forzosamente por el Estado. Al final, más bien consternado, observé con amargura: «No os han dejado nada...». Y él me contestó con toda seguridad: «En el fondo, nos han hecho un favor. ¡Nos han dejado reducidos al Evangelio!...». «Nos han dejado reducidos al Evangelio». Pienso con frecuencia en esta frase al ver hoy hombres de Iglesia que aducen privilegios, reivindican derechos, mendigan favo res y exenciones, se abandonan a lamentos frente a injusticias (también presuntas) sufridas, protestan como pollos desplumados por causa de la menor afrenta, se hacen protagonistas de un «victimismo agresivo», pretenden leyes favorables y no dudan en invadir, como verdaderos entremetidos, el ámbito de la política. Y hablan de todo menos del Evangelio. No nos damos cuenta de que es una ilusión colosal defender y difundir el Evangelio con lo que no es Evangelio. Que la debilidad de los recursos humanos es nuestra única fuerza. Que a veces los llamados enemigos resultan providenciales, porque, al quitarnos apoyos ambiguos y falsas seguridades, nos dejan reducidos, justamente, al Evangelio. Es decir, hacen que seamos creíbles. Pero surge una sospecha inquietante: tal vez no nos fiemos del Evangelio y entonces buscamos otra cosa. El guía me lleva a conocer a un sacerdote «resistente». Ocho años pasados en un campo de trabajos forzados. Un hombre más bien taciturno, incluso un poco hosco. Se nota que 33

lleva dentro algo que lo inquieta. Al final estalla y se despacha a gusto: «Si supierais cómo os compadezco... Tenéis la desgracia de no conocer la persecución, las oposiciones, la marginación. Os atracáis de pastas y canapés, pero habéis perdido el gusto del pan. Sentís la necesidad de apariciones, acontecimientos milagrosos, fenómenos extraordinarios y encuentros oceánicos para apuntalar vuestra débil fe. Y la fe, con todos estos sucedáneos miserables, se debilita cada vez más, se convierte en una fachada... »Yo he vivido durante años sometido a trabajos forzados. No poseía nada. Únicamente me permitían tener el Breviario, pero solo un volumen. Durante todo aquel tiempo mi fe se nutrió exclusivamente de las páginas de aquel único libro. Rumiaba de continuo versículos de los Salmos, como hacían, al parecer, los monjes antiguos. »Me partí los dientes con aquel pan seco. Pero puedo decir, sin presunción, que mi fe resistió o, mejor, se fortaleció. Vosotros, en cambio, pobrecitos... No puedo hacer otra cosa que compadeceros...». Me faltó valor para ponerle siquiera una mínima objeción. Por otro lado, ¡con qué cara iba a hacerlo! Me encontraba frente a una persona que había pagado caro el precio de su fidelidad, y se consideraba afortunada y orgullosa por haber mantenido su fe. Después de treinta años, al pensar en estos encuentros surgen en mí dos consideraciones. En primer lugar, una serie de preguntas: ¿cuáles son las condiciones favorables para el crecimiento de la fe y la difusión del Evangelio? ¿No son precisamente aquellas que, según los criterios humanos, consideramos desfavorables? ¿Y si la «bella noticia» necesitara hacer frente a vientos contrarios fortísimos para poder propagarse? ¿No son a veces aquellos que consideramos enemigos quienes nos hacen los favores mayores, nos restituyen a nuestra verdadera misión y nos obligan a ejercer nuestro verdadero «oficio»? Vittorio Foa, que pasó ocho años en la cárcel durante el fascismo, pronunció una frase extraordinaria: «Parecían adversidades, pero eran oportunidades». Segunda reflexión. Hoy se puede escuchar un lema que resulta insoportable por su arrogancia: «¡No nos dejaremos intimidar!». Lo pronuncian sacando pecho (pero seguro que dentro tienen un corazoncito tembloroso), y añaden: «¡No conseguirán que nos callemos!» (ojalá...). Los amigos con los que me encontré en los países del otro lado del Telón de acero no habrían dicho nunca palabras ampulosas y vacías como estas. Por pudor, entre otras cosas. Ellos no necesitaban lanzar desafíos altivos y exasperantes por su carácter pretencioso. No recurrían a fórmulas que parecen cañonazos pero que en realidad no son más que fuegos artificiales.

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Ciertamente no se dejaron intimidar, pero tampoco tuvieron necesidad de hacer declaraciones solemnes, sino que prefirieron el lenguaje del silencio. Y fueron verdaderos «resistentes» sin recurrir a llamamientos teatrales. La fórmula trillada «no nos dejaremos intimidar», pronunciada con la mirada torva, es, pensándolo bien, signo de debilidad y de miedo, no de fuerza. Mis amigos no «gargarizaban» estos eslóganes, ni tampoco los disparaban (con salvas). Ellos, modestamente, se contentaban con masticar las palabras de los Salmos.

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¿Y si se llevara su Evangelio? DON Francesco Fuschini escribe en la última página de Mea culpa', que es, indudablemente, su obra maestra: «Tiniti, zapatero remendón, lee la Biblia mientras trabaja. Da una puntada... golpea con el martillo... y lee: "Abres la tierra en torrentes, te ven las montañas y tiemblan" (Habacuc). Me plantea un problema que no soy capaz de resolver. Somos una manada de locos y Dios se lleva su Biblia...». Exactamente. ¿Y si Jesús, llegado un cierto momento, se llevara su Evangelio porque lo hemos hecho irreconocible? Más que una «manada de locos», somos una multitud de astutos. Lo hemos revisado y corregido. Le hemos cosido infinidad de comentarios que han terminado oscureciéndolo, despoetizándolo, ofuscando su esplendor. Recurrimos a él para asuntos totalmente extraños a su mensaje y que, no obstante, por mucho que se busque, no son mencionados en él, y descuidamos las cosas esenciales, los puntos más importantes. Lo hemos vaciado de sus paradojas, haciéndolo «razonable». Lo hemos reducido a ley moral, hasta el punto de hacer que desaparezca su peculiaridad de «bella noticia». Lo hemos banalizado, instrumentalizado y tergiversado por todas partes. Lo hemos transformado en una bandera para exhibirla en las grandes ocasiones, impidiendo que se convierta en tormento, inquietud íntima. Nos hemos servido de él como pretexto para pasar de contrabando otras cosas. Lo hemos empleado para apuntalar las ideas y las posiciones más tambaleantes, y para justificar las iniciativas más discutibles. Le hemos quitado su poder, desactivando su carga provocadora. Hemos abusado de él para ponerlo de nuestra parte cuando nos venía bien, pero no 37

nos hemos servido nunca de él para acusarnos de «nuestras» culpas, «nuestros» incumplimientos, «nuestras» infidelidades. A lo sumo, ha sido para nosotros un arma cómoda para empuñarla contra los demás, no una ruda piedra con la que golpearnos el pecho en un Confiteor necesario: «Me confieso de haber faltado al Evangelio...». Culpabilizamos a otros sin reconocernos nunca culpables. Hemos conseguido estropearlo a fuerza de... no usarlo. Le hemos quitado el esplendor y la novedad con la rutina, lo archisabido, la desilusión. Lo hemos envilecido y mortificado con nuestras polémicas personales y de grupo. Lo hemos ahogado en una charca de lugares comunes y de frases hechas. Lo hemos transformado en apoyo para acrobacias intelectuales, para oportunismos diplomáticos. Se han apropiado de él los burócratas, los funcionarios, los diplomáticos, arrancándolo de las manos de los profetas. Hemos hablado y debatido sobre él; lo hemos comentado y explicado, pero sin habernos sentido interpelados personalmente. Hemos sido predicadores, e incluso gritones de la Palabra, pero no oyentes. Nos presentamos como evangelizadores sin haber sido evangelizados. Enseñamos, sentamos cátedra, sin antes preocuparnos de aprender. Nos empeñamos en «decir», descuidando el «hacer». ¡Cómo lo hemos reducido...! Y entonces no es absurdo imaginar que Cristo se lo lleve. Seguirá un largo periodo penitencial de ausencia, de ayuno, para que percibamos, de un modo angustioso, que nos falta, y crezcan, hasta estallar, el deseo y la nostalgia. Solamente cuando la ausencia resulte intolerable, cuando descubramos que no podemos vivir sin él, cuando la crisis de abstinencia nos haga enloquecer por el deseo de este alimento, de este pan, entonces nos lo entregará de nuevo. Pero no será nuevo, revisado, actualizado, adaptado a nuestras exigencias, sino el mismo Evangelio de antes. Intacto. Para que lo descubramos y -me atrevería a decir - lo inventemos como si fuera la primera vez. Un mensaje sobrecogedor, nunca oído, capaz de sorprendernos, de dejarnos sin aliento.

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Aun cuando la propuesta pueda parecer paradójica, tenemos que «desaprender» el Evangelio, reconocer que somos «analfabetos de remate». Después podremos acercarnos a él como si lo leyéramos por primera vez. Lo trataremos con respeto, sin excesiva desenvoltura, con deferencia, pero también con curiosidad. Nos aproximaremos sin demasiada seguridad, como principiantes, como inexpertos. Y pediremos al Espíritu que nos proporcione el alfabeto para descifrarlo de la manera justa, que nos acompañe para descubrirlo, para explorarlo. Y no dejaremos nunca de permanecer desconcertados, turbados, además de cautivados. Ciertamente se trata de partir de nuevo del Evangelio, como hemos dicho al principio. Pero no del Evangelio gastado, objeto de usura, descolorido, sino de un Evangelio «intacto». De una «bella noticia» que hemos de acoger en su frescura. Alguien que nos lo restituya... Puede ser que el Evangelio no haya sido retirado por Cristo, sino que solamente esté oculto. Entonces tendremos que ir a buscarlo donde se encuentra: en cualquier caso, fuera de las iglesias. Hay innumerables Tiniti, zapateros remendones en las más variadas versiones y en infinitos disfraces, que saben algo de él y lo practican sin anunciarlo a toque de trompeta, como si fuera la cosa más natural de este mundo. Gente humilde que lo toma en serio y lo mantiene vivo, actual, inspirador de comportamientos prácticos insólitos y sorprendentes. Los diferentes Tiniti, si nos acercamos a ellos en una actitud de humildad y de respeto, pueden presentarnos este libro sugiriéndonos quedamente: «¿Os interesa? ¿Os puede servir?». Alex Zanotelli, comboniano, a quien le sienta a la perfección el título de profeta, vivió doce años en Koro gocho, uno de los más de cien barrios de chabolas de la periferia de Nairobi en Kenia. Cuando parte de aquel infierno («Dios existe, lo he encontrado en el infierno», asegura) o, mejor, de aquellos que él define como «subterráneos de la historia», sus amigos africanos le piden que pase con ellos varias horas en oración. Y le explican: «Ahora tienes necesidad de ella, porque te espera una misión difícil: llevar el Evangelio a las tribus blancas».

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¿Creer en el Evangelio? «ARREPENTÍOS y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Sí, «un Evangelio que se ha de creer», no sobre el cual se han de hilvanar doctas o piadosas explicaciones. Creer quiere decir abandonarse, fiarse, dejarse llevar. Los comentarios, las «glosas» que tanto fastidiaban a Francisco de Asís, lo enjaulan, lo aprisionan, lo domestican e incluso terminan por hacerlo inocuo o inutilizable para cualquier uso. El «creer» nos permite abrir de par en par las jaulas, gracias a la complicidad del Viento, y adentramos con aquellas páginas por caminos inimaginables. Hasta el punto de no volver nunca a reunirnos. El Evangelio nos ofrece una orientación para nuestra vida. Pero primero nos desorienta, nos desplaza, nos confunde, nos quita todos los puntos de referencia habituales. Hace que te descubras a ti mismo. Te revela tu propia realidad. Pero primero tienes que aceptar perderte, renegar de ti, resultar extraño a ti mismo. Dicho de otro modo: hacerte «otro». Has venido a fastidiarnos La acusación más grave que el Gran Inquisidor del famoso relato de F.Dostoievski presenta a Cristo, que ha vuelto a la tierra, es esta: «¿Por qué has venido a fastidiamos?». Jesús sigue todavía hoy molestándonos, importunándonos con su Evangelio. Si nos sentimos a gusto con el Evangelio, quiere decir que no lo hemos comprendido o lo hemos domesticado. Si el Evangelio nos permite una navegación serena en las aguas estancadas de nuestra existencia, con las oportunas paradas en el puerto tranquilizador del templo, significa que no lo hemos tomado con nosotros como timón de nuestra vida, sino que lo hemos olvidado quién sabe dónde. Si el Evangelio nos consuela, nos sosiega, nos permite tener la conciencia tranquila, quiere decir que lo hemos traicionado o hemos adoptado uno falso.

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¿Dos bocas? Experimento una extraña sensación y no sé si otros la comparten, pero de todos modos no puedo callarla. A veces escucho a hombres de la Palabra, sobre todo a personajes eclesiásticos de alto rango, que pronuncian discursos en los que la profecía está ausente, pero que abordan el campo de la política y sus alrededores. Cambia el escenario y los veo entre paramentos sagrados, comentando el Evangelio en el ámbito que les es peculiar, es decir, en la celebración litúrgica. Y tengo la impresión de que aquello ya no es Evangelio. Sí, las citas son exactas y las interpretaciones son irreprensibles desde un punto de vista exegético, pero me parece que aquellas palabras suenan desentonadas, no auténticas e incluso poco creíbles. No se puede usar la boca para hablar de otro, expresar autoritariamente opiniones y puntos de vista discutibles, y después emplearla para anunciar la «bella noticia». Se nota un desfase, una contradicción, algo desagradable, que chirría y no funciona. Y le entran a uno ganas de protestar: hombres de la Palabra, pastores, contentaos con el Evangelio. Si queréis que os tomen en serio, que el Evangelio sea vuestra vida entera. Sed honestos con el Evangelio. No es posible tener dos caras, dos palabras, dos bocas. Los labios, como los de Isaías (6,6-7), deben ser quemados únicamente por los carbones ardientes de la Palabra, y no pueden adaptarse ya... para hablar de otra cosa. Sería una profanación. ¿Lograré llegar a ser cristiano? En la última página de su obra Conjeturas de un espectador culpable, el monje Thomas Merton hace una confesión sorprendente que es, en mi opinión, la síntesis conclusiva de su itinerario rico en golpes de efecto: «Pienso que debo llegar a ser cristiano». Simplemente cristiano. Cristiano sin añadir ningún adjetivo. No sé si yo conseguiré decir, con la misma sinceridad, lo mismo. Y tampoco sé, en caso de que viniera a confesarse conmigo uno de aquellos individuos que dan por sentado - como algo que no admite discusión - el hecho de que son cristianos, si encontraría el valor para sugerirle este propósito: «Si puedes, trata de llegar a ser cristiano». Es posible que él lo considerara una ofensa. Y, sin embargo, es la única propuesta razonable. De todos modos, el Evangelio está a disposición para quien quiera intentarlo...

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El sonido del dinero ERAMOS un grupo de amigos a los que no nos gustaba seguir los itinerarios preestablecidos. Bajábamos de Jerusalén a Jericó por el camino viejo que serpentea a través del desierto. A pie, naturalmente. En el otro recorrido, en autocar climatizado, no se descubre nada y se comprende aún menos. Sobre todo, no se respira aquella atmósfera particular, que es lo más importante, lo que queda dentro. Una molesta capa de polvo sobre la piel, con las piernas pesadas, aturdidos por el sol, abrasados por la sed. El célebre monasterio de San Jorge de Coziba se perfilaba ante nosotros como un espejismo. Lamentablemente, topamos con un monje hosco, gruñón, intratable. Uno de nosotros, que se las arreglaba con el griego moderno, expresó nuestras peticiones en nombre de todos: sacar agua del pozo y ver los iconos. La única respuesta del monje fueron signos un poco teatrales que daban a entender que no comprendía, que era sordo (el gesto de ponerse las manos sobre las orejas parecía bastante expresivo). Le señalamos el pozo y él nos impidió acercarnos, como si tuviéramos la intención de meter las manos en un tesoro. Cuando le pedimos explicaciones, siguió metiéndose el índice en las orejas y sacudiendo la cabeza para recordarnos que era sordo. En un cierto momento, nuestro intérprete dejó caer, pérfida y descuidadamente, una moneda. Al oír aquel sonido, que debía resultarle particularmente familiar, el sordo se volvió de golpe. La sordera había desaparecido milagrosamente. Conclusión: la moneda prodigiosa volvió de manera aparatosa a nuestros bolsillos. Se nos negó el agua del pozo y la visita a los iconos; en compensación, asistimos a una escena reveladora del poder taumatúrgico del dinero. Se discute si el dinero huele o no huele. El emperador Vespasiano, que había hecho una gran fortuna gracias a los lugares que llevan su nombre, juró que el dinero no tiene olor cuando se lo preguntó su hijo. En cambio, otros aseguran que cualquiera puede percibir el mal olor que despide y que para ello basta con no taparse la nariz. Y algunos hacen notar que no se trata de hedor, sino de perfume embriagador, que aturde. Por mi parte, puedo garantizar que el dinero produce una música irresistiblemente 44

fascinante. El sonido melodioso de una moneda, el crujido discreto de un cheque... y se derrumban principios definidos como irrenunciables. Se arrinconan valores solemnemente declarados «no negociables»; individuos sedicentes «no disponibles» se vuelven de repente dispuestos a negociar y llegar a componendas; personas «de una sola pieza» se rompen miserablemente y van dejando jirones por la calle, hasta aparecer en su desoladora miseria, en cuanto perciben ese sonido inconfundible. «No quiero ponerte delante de las narices un fajo de billetes para ver si tu problema moral desaparece», dice provocativamente un personaje de la novela de Raul Montanari, L'esistenza di dio. «Mostradle los instrumentos» era la frase que se empleaba durante los interrogatorios de la Inquisición. Huelga decir que los instrumentos eran los de la tortura. En muchos casos, el mero hecho de ver aquel instrumental espantoso bastaba para que el presunto hereje confesara toda clase de impiedades, no porque las hubiera cometido realmente, sino porque era eso lo que querían sus jueces. Hoy se podría dar un sentido diferente a la frase: «Mostradle los instrumentos». Mostradle un billete, un fajo de billetes, y se puede estar seguro de que el hombre de sólidos principios cederá inmediatamente y se plegará a todas las componendas... Desaparece la sordera y se abren los ojos de par en par Se habla continuamente de la defensa de los derechos humanos. Pero cuando sobre la mesa de negociaciones baja una gota de petróleo, o una bocanada de gas, o se ponen ante los ojos contratos atractivos, se proponen óptimos negocios con aquel país que pisotea regularmente los derechos humanos, el discurso apremiante sobre estos derechos tan proclamados - que según las declaraciones oficiales deberían haber ocupado el primer lugar - es retirado prudentemente de la agenda de trabajo. Ya se hablará de ello en otra ocasión... Dictadores sanguinarios, vistos como la encarnación del imperio del mal, han acumulado fortunas colosales saqueando las arcas del Estado. No solo asesinos, no solo torturadores despiadados, sino también ladrones. Ma nos manchadas de sangre y de lo que en otro tiempo se llamaba «el estiércol del diablo». En el ámbito eclesial se repiten manifestaciones de un clericalismo arrogante frente a comportamientos inaceptables por parte de quien detenta el poder. Algunos gruñen, protestan, se declaran escandalizados. Otros se distancian. Pero en cuanto el personaje incriminado y objeto de tantas críticas hace relampaguear la gran bolsa que tiene en las manos y cuyos cordones maneja con placer con los dedos ensortijados, he aquí que los que antes refunfuñaban entran de nuevo, se arrincona prudentemente la parresía tan invocada y todo queda engullido en el silencio. Amenazas, chantajes y advertencias 45

implícitas han surtido el efecto de coser las bocas. Instituciones caritativas y asistenciales declaran solemnemente que no tienen ningún ánimo de lucro, y que el único interés es el bien del prójimo que sufre. Pero en cuanto la caja, en vez de ser alimentada de continuo, comienza a dar señales de vacíos preocupantes, de inmediato - literalmente - se cierra el negocio. En definitiva, el sonido del dinero tiene el poder de abrir brechas, derribar puertas blindadas, hacer saltar cerrojos oxidados incluso en los baluartes «inexpugnables». Basta una moneda y la sordera desaparece... En compensación, los ojos ávidos se abren de par en par. Una palabra blanda y, sin embargo... Debemos aprender a conocer de cerca el ídolo que, desde siempre, aparece como el rival más temible de Dios: su nombre es Mammona. Una palabra suave, tranquilizadora, un tanto bonachona. El sonido mismo nos hace experimentar una agradable sensación de comodidad: Mammona'. En realidad, sus orígenes no tienen nada de noble. Hunde sus raíces en un terreno repleto de venenos. Su pasado y su presente resultan decididamente equívocos. Guarda muchos esqueletos en su armario... Mammona2 es un vocablo que, en la literatura judía, se usa casi siempre en sentido peyorativo. El Targum y el Talmud, en particular, hablan abiertamente de «Mammona de iniquidad» o de «riquezas mentirosas». Embusteras, engañadoras, ante todo en el sentido de que no ofrecen lo que prometen, no aseguran la felicidad que dejan centellear ante los ojos cegados por su esplendor. Y, además, porque falsean las relaciones con Dios, con nosotros mismos, con los demás. Observa A. Chouraqui3: «El caso más evidente del culto idólatra es la adoración a Mammona. Desde la invención del dinero, que tuvo lugar en el siglo VII a.C., los hombres han tendido a menudo a olvidar que era solamente un símbolo convencional de riquezas mucho más tangibles, como las cabezas de ganado, los moyos de grano o las cestas de fruta. Con la llegada del papel moneda, de los cheques o de las tarjetas de crédito, el soporte material del dinero se ha ido haciendo cada vez más abstracto, pero su poder de adquisición ha seguido estimulando el ejercicio del poder y toda clase de avaricia, haciendo del dinero mismo, moderna versión de la antigua Mammona, un objeto de adoración, en la confusión más total entre el fin y el medio»4. Pues bien, precisamente esta palabra blanda, Mammona, tiende inexorablemente a ocupar el puesto de Dios y se convierte, de este modo, en idolatría. Bajo la etiqueta del ahorro 46

Con frecuencia se clasifica la acumulación de riquezas bajo la etiqueta del ahorro y se le hace pasar por «seguridad razonable». J.M.Keynes, el mayor economista del siglo XX, escribió a este respecto una página inolvidable, toda ella salpicada de ironía: «Durante el siglo XIX (...) ahorrar e invertir se convirtieron, al mismo tiempo, en el deber y la alegría de una clase muy numerosa. Raramente se gastaban los ahorros, de manera que, acumulándose a interés compuesto, hacían posibles aquellos triunfos técnicos que hoy nos parecen tan naturales. La moral, la política, la literatura y la religión conspiraban para promover el ahorro. Dios y Mammona se habían reconciliado. ¡Paz en la tierra a los hombres pudientes! El rico podía por fin entrar en el reino de los cielos: bastaba con que ahorrase. Una nueva armonía resonaba en las esferas celestes: "Es admirable que, por los sabios y benéficos decretos de la Providencia, los hombres presten el mayor servicio a la colectividad, mientras no piensan más que en su ganancia", cantaban los ángeles»s. Digámoslo claramente: no es el dinero como tal lo que se ha de condenar. El dinero puede ser también digno de respeto, como hacía notar C.Péguy: «No se dirá nunca suficientemente que el dinero es muy respetable cuando es el precio del pan cotidiano (...), cuando es el salario, la retribución, la paga' (...), cuando es ganado pobremente». El dinero pierde su respetabilidad cuando surge la obsesión de acumular, la avidez, el afán, la injusticia, el egoísmo loco, la avaricia más sórdida. Pablo habla abiertamente de la avaricia en clave de idolatría: «...esta avaricia insaciable, que es idolatría» (Col 3,5; véase también Ef 5,5). Se divinizan las riquezas cuando los bienes terrenos constituyen la orientación fundamental, el fin supremo de la vida, la meta esencial, el objetivo ambicionado, hacia el cual convergen energías, pensamientos, deseos, acciones. ¡Cuando se sacrifica todo por el dinero, incluso los sentimientos, los afectos familiares y... la decencia! Entonces el dinero, las posesiones materiales se transforman en rival de Dios. Mammona derriba a Dios de su trono, que es el corazón del hombre, y usurpa su puesto. Entonces el hombre queda «poseído» por sus posesiones. Ligado al ídolo principal de Mammona está el del bienestar económico («estar bien» es, con frecuencia, lo contrario del «ser bien», es decir, del vivir bien, en una dimensión humana). Bienestar que provoca fenómenos de hartura, complacencia, repliegue sobre uno mismo. Y por ello, el hombre, con el estómago lleno y la cartera repleta, no tiene ya necesidad de Dios («Dios... ¿para qué?», según una feliz fórmula de cuño francés). Se ha dicho que, en nuestra sociedad, se ha hecho morir a Dios por la causa más banal: la indigestión. No hay que confundir los bienes con el bien, y menos aún con Dios, que es el Bien supremo. 47

Para un individuo que lo tiene todo («y nada más...», como decía el cardenal S.Pignedoli), que dispone de todas las comodidades, que tiene al alcance de la mano todos los placeres, que puede satisfacer todos sus caprichos, Dios deviene superfluo o, como mucho, se reduce a elemento decorativo, una especie de adorno más, pero no ciertamente lo único Necesario. Incompatibilidad absoluta Sostienen los bien informados de turno que el cristianismo es enemigo jurado del sexo. Que el mensaje cristiano resulta alérgico a la alegría. Que existe incompatibilidad entre Cristo y el placer. Sin embargo, si se lee atentamente el Evangelio, se descubre una única incompatibilidad radical, la que existe entre Dios y el dinero: «Nadie puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro o apreciará [se podría traducir también: "se aferrará"] a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y a Mammona» (Mt 6,24). Jesús, por consiguiente, habla de una opción decisiva que debe tomar el hombre. Y la esclarece como una pertenencia total a un único señor, como decisión de servir a un solo señor. Ahora bien, el señor que rivaliza con Dios, que pretende competir con Él, que constituye una amenaza a su Señorío absoluto, que atenta contra su dominio no contrastado, no es el sexo y tampoco el placer, sino la riqueza. El Dios «celoso» se revela, en realidad, como un Dios celoso del hombre que se arroja desconsideradamente en los brazos de Mammona (pero sin percatarse, entre otras cosas, de que es un abrazo mortal, del que el hombre sale literalmente triturado). Las líneas contenidas en el Sermón de la montaña no dejan duda a este respecto. Nos ponen ante una rigurosa alternativa: Dios o el dinero. O ponemos nuestra confianza en Dios, o la ponemos en Mammona. No podemos tener uno y otro, sino uno u otro. No junto a otro, sino uno contra el otro. Quien se hace esclavo del dinero, lo convierte en un ídolo, no tiene ya necesidad de Dios. Ha encontrado el sustito que lo satisface.

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Un corazón poseído por Mamona UNA rápida incursión en el campo de la etimología resulta iluminadora. Descubrimos que en hebreo el hecho de creer se expresa con términos que derivan de la raíz `mm, «tener consistencia, durar, ser estable, estar fundado, seguro, confiado, estar probado, contar con, sentirse ligado a otro», o también: «hacerse llevar». El amén de la fe expresa precisamente esta actitud, es decir, quien cree se hace llevar por Otro, se apoya en Otro, pone su confianza exclusiva en Otro. Quien cree se hace llevar por Dios, se apoya en Dios. Ahora bien, la raíz del término arameo Mammona se relaciona, según algunos estudiosos, con la misma raíz `mn de la que deriva el verbo que expresa el acto de creer. Por lo tanto, la etimología misma de la palabra nos conduce al dilema del Evangelio: la vida se resuelve en un hacerse llevar. Por Dios o por Mammona. Nos apoyamos en Dios o en el dinero. Así comprendemos el pecado original del rico, que consiste en poner entre paréntesis a Dios, en no tener necesidad de El, en poner en otro lugar la propia seguridad. Y comprenderemos el porqué de las maldiciones que Cristo dirige a los ricos (cf. Lc 6,24). El rico niega en la práctica «la verdad de nuestra relación vertical con Dios» (Y.Congar). Para él, Dios es un lujo, algo superfluo, no una necesidad. Jesús no arremete contra los ricos como categoría social, sino como expresión de una actitud que corrompe, vacía el contenido esencial de la fe. En un corazón «poseído» por las riquezas no hay ya lugar para la fe - como mucho, para alguna expresión religiosa exterior y superficial. Un corazón ocupado por el dinero, secuestrado por él, es un corazón vacío de Dios, un corazón que ha desahuciado a Dios. Las desventuradas empresas de Mammona Si nos atenemos solo al texto de Mateo, descubrimos que el dinero es peligroso porque conduce al hombre a realizar acciones infames. Judas traiciona a Jesús por treinta denarios (26,14-16). Por causa de una suma miserable, el siervo de la parábola se convierte en protagonista de una escena desagradable (18,23-35). Cegados por la envidia, los viñadores «de la primera hora de la mañana» se unen en una protesta chabacana contra el amo, porque ha dado la paga entera también a los que no habían trabajado más que una hora (20,1-16). Los soldados se dejan corromper por unas monedas y propagan 50

el rumor acerca del robo del cadáver de Jesús (28,13). La casuística propuesta por Mateo se podría enriquecer (es un decir...) con una infinidad de infamias realizadas en la historia y repetidas en la crónica cotidiana, cuando está por medio el dinero. Baste pensar también en los odios feroces, que se transmiten de generación en generación, por una mezquina cuestión de herencia. Cuando se trata de dinero, hay gente dispuesta a odiar, mentir, traicionar, explotar, hacer sufrir (e incluso asesinar), poner una mordaza a la conciencia, recitar las comedias más repugnantes. Si hubiera que documentar las vilezas, las canalladas y las estupideces cometidas por causa del dinero o, en cualquier caso, de los intereses económicos, resultaría un muestrario sobrecogedor. Vínculos truncados brutalmente, amistades desmentidas, confianzas traicionadas, promesas incumplidas, sentimientos pisoteados, odios tenaces, sospechas que envenenan las relaciones, envidias corrosivas, ideales renegados, operaciones sin escrúpulos, acciones sórdidas, pensamientos y cálculos secretos que, si salieran a la luz, cubrirían de vergüenza también las fachadas (y los rostros) más respetables: ¡estas son las empresas de Mammona! La primera víctima es el hombre El culto a Mammona, además de provocar una serie increíble de acciones abominables y obscenidades en serie (es extraño: no me he encontrado nunca con un individuo que se confesara «sucio» ¡porque había fornicado con Mammona!), resulta mentiroso. Porque, amén de adulterar las relaciones con Dios, tergiversa las relaciones con el prójimo, con las cosas y también con nosotros mismos. Con el dinero, no solo corrompemos a los otros, sino que nos corrompemos nosotros mismos. Cando un individuo se deja seducir por Mammona, se convierte en otra persona, se hace irreconocible, lleva una vida aparente. Todo queda contaminado por la mentira. Julien Green ha observado: «Lo que el hombre hace del dinero es desa gradable. Pero lo que el dinero hace del hombre es espantoso, algo horrible». De ciertos individuos «poseídos» por Mammona (y hay casos significativos que han conseguido incluso colocarse en niveles altísimos) se podría decir, imitando el título de un libro horripilante de Primo Levi: si esto es un hombre... Los profetas denunciaron, con palabras de fuego, el culto a Mammona que asume contornos de injusticia y crueldad, porque las víctimas predestinadas son los pobres, los débiles, los pequeños, los indefensos, hasta el punto de resultar uno de los cultos más 51

sangrientos. Con todo, hay otra víctima de este culto a los bienes terrenos, y es la persona misma que lo practica. «Podríamos pensar que el hombre es el gran beneficiado, al menos en este mundo. Cometeríamos un grave error. Aunque el hombre se imagina dominar esa riqueza, es ella quien lo domina a él. No se trata solo de que acapara su vida, y le exige un esfuerzo continuo. Se trata de que lo destruye interiormente, cerrándolo a Dios, al prójimo y a su misma realidad profunda. El culto al dinero es una de las formas más claras de alienación» (J.L.Sicre)'. Hay un episodio en la Biblia que ilustra eficazmente esta idea: es el que tiene por protagonistas a Nabot, con su viña y su dignidad, y al miserable rey Ajab, respaldado e instigado por la pérfida y mediocre Jezabel (1 Re 21). Después de que el pobre y testarudo Nabot («¡No cederé mi viña!») fue asesinado de aquel modo cruel, el rey «se levantó y bajó a tomar posesión de la viña de Nabot, el de Yezrael». Pero en este momento tiene lugar un contratiempo imprevisto. En efecto, el profeta Elías se en frenta rudamente al rey y le echa en cara, sin demasiadas cautelas diplomáticas: «¡Has asesinado, y encima robas!... Te has vendido...». Resulta inquietante el contraste entre «tomar posesión» (que, en realidad, es una forma de «robar») y «venderse». Elías estaba diciéndole al rey: has ampliado, según tus proyectos infames, tus propiedades, pero, al mismo tiempo, te has vendido. Quien se engaña comprando, con la fuerza persuasiva del dinero, todo y a todos, no cae en la cuenta de que es él quien se «vende» al peor postor, es decir, al dinero, hasta llegar a convertirse en rehén para siempre. Dios no tiene necesidad de Mammona, aunque este se disfrace de monaguillo La acción más hipócrita consiste en poner a Mammona una túnica de monaguillo y admitirla en el servicio al altar. No se trata solo de afirmar que no existe posibilidad de conciliación entre el servicio a Dios y el culto a las riquezas (una declaración que ha sido hecha quién sabe cuantas veces incluso por quienes mantienen relaciones confidenciales con Mammona...; por otro lado, ningún «devoto» confesará nunca que sirve a Mammona, sino que se sirve de ella). Es necesario convencerse de que no se puede servir a Dios con el dinero. Dios quiere ser servido en el amor, en la gratuidad, en la donación de sí, en la fraternidad, en el desinterés. Son medios de los que no dispone Mammona que, en cambio, es experta en beneficios, cálculos egoístas, injusticias, avidez insaciable y toda clase de astucias. Instrumentos que, aunque se disfracen de monaguillos, no pueden pretender servir a la causa de Dios. 52

Los únicos «medios» que Dios quiere necesitar son las personas y su corazón (totalmente limpio). La acción profanadora de Mammona Es frecuente que Mammona lleve a cabo su acción más devastadora en el ámbito religioso. Iniciativas y obras presentadas bajo el manto de lo sagrado ocultan a menudo la mano profanadora de Mammona. Por algo se rebeló Jesús con violencia inaudita contra los mercaderes que invadían e infestaban el área del Templo. Aquellos comercios eran (¡son!) - me atrevería a decir que por naturaleza - deshonestos. El mercado en sí mismo era (es) deshonesto. Porque tergiversa y falsifica la relación auténtica con Dios. Con el pretexto hipócrita de servir a la causa de Dios, de promover su gloria, el mercado honra y refuerza a su adversario más temible y solapado, es decir, a Mammona. Cada vez que Mammona está presente, Dios desaparece, aunque se mantengan las ceremonias, y se impone el ídolo. Todo se le da al ídolo, el cual, para recaudar, se sirve descaradamente del nombre de Dios.

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Cuando en la Iglesia se celebran las bodas con Mammona Hoy, por desgracia, en el ámbito eclesial, tanto por parte de muchos laicos que se declaran «comprometidos» en lo político y en lo social, como por parte de hombres que deberían ser, por definición y vocación, de Dios, se ha realizado una conciliación, que parecía imposible, al menos si nos atenemos al Evangelio, entre Dios y el dinero (y sus negocios, no siempre limpios o, mejor dicho, casi nunca). Una señal claramente alarmante de ello es un cierto estilo directivo, que al parecer se está haciendo dominante en muchos sectores de la Iglesia, caracterizados por la desenvoltura y la falta de escrúpulos. Por consiguiente, conciliación entre Dios y Mammona, según resulta de síntomas demasiado evidentes. Se podría incluso hablar de bodas. Bodas forzadas, naturalmente, en las que al menos uno de los contrayentes (Dios) no está en modo alguno de acuerdo, sino que es decididamente contrario. Bodas por interés (cuyo único beneficiario es Mammona, ya que Dios sale siempre perdiendo). Además, personajes de relieve del mundo laical considerados cristianos, e incluso hombres de Iglesia, dan a entender que con el dinero... «se relamen de gusto». Y en estos casos se ofrece un espectáculo muy triste. Al menos para quien se obstina en leer el Evangelio y tomarlo en serio. Reflexiones para un examen de conciencia * Sobre el tema de la vanidad de las riquezas es útil meditar asiduamente el Salmo 49, hasta convencerse de que realmente las riquezas son nada. Hay que tener presente sobre todo aquel estribillo martilleante: «El hombre en la opulencia no comprende» (vv. 13 y 21). Es decir, el culto de Mammona entontece, provoca una especie de chochez, embota la inteligencia de las personas, que terminan por no comprender nada, confundir el sentido de las cosas, perder el contacto con la realidad, tergiversar la jerarquía de valores. Al hombre rico, preocupado exclusivamente por almacenar bienes, Jesús le echa en cara inexorablemente un inequívoco «¡necio!» (Lc 12,20). El epíteto empleado se podría traducir también con «insensato» («fou», «loco», traduce Chouraqui). Es decir, has adquirido muchos bienes, pero has perdido el cerebro (y, en mucho casos, también el corazón). * Es cierto que Mammona se declara «sierva», se pone a tu disposición y, sin embargo, sin que te des cuenta, es ella la que se convierte en ama. Es ella quien te domina, dispone de ti a su antojo. 55

Y, en la medida en que acumulas, te empobreces. O, mejor dicho, es el dinero lo que te empobrece. En primer lugar, en un plano humano. Te haces la ilusión de que, bajo la protección de las riquezas, tu vida está segura. En realidad, Mammona te quita la vida, la alegría de vivir, el sentido de la gratuidad. Te roba tu humanidad. Depreda tu espontaneidad. Por ella te agitas, te preocupas, te afanas. Con la obsesión de ganar para vivir, pierdes el sentido de la vida. Atormentado por la angustia de que no te falte nada, terminas por faltarte a ti mismo. Una vida que es una carrera perenne, aturdida por la prisa, devorada por el ansia de ganar cada vez más, de amontonar la mayor cantidad posible de cosas, ya no es vida, sino esclavitud. Mammona, con el espejismo de dártelo todo, te lo quita todo. De modo particular, te oculta la realidad. Te venda los ojos. Así, no ves los límites, la precariedad de los bienes, la fragilidad de todas las cosas. Piensas que, acumulando bienes, tienes garantizadas la tranquilidad y la estabilidad, y puedes huir de lo provisorio. Y no te das cuenta de que estás acumulando inconsistencia y vanidad. * Sería de esperar que los hombres de Iglesia, en todos los niveles, reencontraran los tonos y los acentos de los profetas, de los Padres, para denunciar a Mammona y los daños provocados por este culto tanto tiempo practicado. Se habla, con razón, y nos comprometemos en el frente de la «defensa de la vida». Pero me parece que nos olvidamos de que la vida auténtica debería ser defendida también de Mammona, que la corrompe, la estropea de raíz, la falsifica, provoca su degeneración, la vacía de sustancia humana. * Habría que reclutar urgentemente multitudes de exorcistas, dotados de la energía necesaria para liberar al hombre «poseído» por Mammona. De hecho, a propósi to de Mammona se puede hablar de una verdadera posesión demoníaca, tanto más peligrosa e inexorable cuanto más revestida de elegancia y buenas maneras (e incluso de tendencias a la beneficencia). No hay que bendecir el dinero, y el conseguido con la injusticia y otros métodos ilícitos no puede ser en ningún caso «reciclado» tras una apresurada inmersión en el agua bendita y la introducción, siempre ostentosa, de algunos billetes en el cepillo de las limosnas. El dinero-ídolo deber ser exorcizado, tal vez recurriendo a un ritual tosco, impopular, marcado por palabras ásperas y, en cualquier caso, no equívocas.

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* Como hemos subrayado antes, las riquezas pueden provocar en quien las posee y es poseído por ellas fenómenos de saciedad, complacencia, satisfacción idiota. Demasiadas personas se sienten «consoladas» por Mammona. En este caso, la misión específica de los siervos del único Señor consiste en afligir a los «consolados» (que es la otra cara de la bienaventuranza evangélica: «Dichosos los afligidos, porque serán consolados», Mt 5,4), perturbar sus sueños, arruinar sus plácidas digestiones, hacer que se les atragante la comida que engullen, «tocar a muerto» para ellos. A los ricos, en vez de tranquilizarlos, hay que «alarmarlos». Hay que encontrar el modo de hacer que se encuentren mal, si se quiere despertar en ellos el deseo de Dios. * En la Iglesia hay que renegar de un cierto estilo directivo que está invadiendo amplios sectores. Habría que conminar severas sanciones disciplinarias no solo para los sacerdotes culpables de la habitual inmoralidad (en el sentido del sexto mandamiento), sino también para quien se hace culpable, desvergonzadamente, de fornicación habitual con el dinero'. Habría que desautorizar públicamente a quienes se encuentran más a gusto en el mundo de los negocios que en la administración de los sacramentos, a quienes están más familiarizados con los balances económicos que con las páginas de la Biblia, a quienes se dejan ver sobre todo en los consejos de administración y nunca en el confesionario. * He oído a un sacerdote afirmar que «sin dinero no se hace nada, ni siquiera en el campo de Dios, que necesita ser abonado regularmente con aquel precioso "estiércol del demonio" que es justamente el dinero». Tales palabras pueden ser aceptadas únicamente si Dios - Señor de lo imposible - es eliminado de nuestro horizonte contable. Un hombre de Dios no se distingue por el hecho de que tiene siempre el nombre de Dios en la boca, sino porque no tiene en la boca, ni en los pensamientos, ni tampoco en el corazón, el perfume del dinero. Se dice que el dinero no huele mal. Es verdad, pero solo hasta cierto punto, porque a veces exhala un hedor que aturde. Y algunos «administradores de los misterios de Dios» lo confunden con el olor del incienso (que tal vez ni siquiera conocen). * Sobre todo la Iglesia tiene que recuperar, en la realidad y no solo con palabras y declaraciones oficiales, una dimensión de pobreza. Una pobreza muy visible, evidente, a través de signos concretos y del abandono de otros signos que constituyen un desmentido de la pobreza profesada2. Solo una Iglesia pobre adquiere credibilidad en el anuncio del Evangelio de Nuestro 57

Señor. San Felipe Neri amonestaba: «Tenedlo bien presente: si queréis obtener fruto en las almas, dejad tranquilas las carteras». Busco un hombre así... Antaño, en una antífona (de Vísperas, si mal no recuerdo) se hacía el elogio del hombre «insólito» que no persigue el dinero. Vale la pena citarla en latín (demasiado transparente): «...Qui post argentum non abiit nec speravit in pecunia et thesauris: quis est hic? Fecit enim mirabilia in vita sua...». Exactamente así, aunque haya pocas personas convencidas de ello. Podemos llevar a cabo empresas maravillosas (mirabilia) si no estamos aferrados al dinero ni vamos siempre a hurgar en su inmundicia.

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«Voy a prepararos un puesto. Cuando vaya y os lo tenga preparado, volveré para llevaros conmigo, para que estéis donde yo estoy» (Jn 14,2-3). EL tema de los puestos es una cuestión que intriga bastante. Incluso en el ámbito eclesial, ciertos puestos se alcanzan si uno tiene los conocimientos necesarios, si puede contar con recomendaciones de gente influyente, si pertenece a determinado clan o grupo, si lleva en el bolsillo tal o cual carné, si frecuenta determinada antecámara, sala o sacristía. Algunas carreras están determinadas, o al menos favorecidas, más que por las capacidades y los méritos, por las relaciones tejidas con uno o varios personajes de relieve y que están en algún centro de mando (incluidos los de color rojo). Ya se trate de puestos, sedes o sillones, es necesario cobijarse bajo la sombra protectora de alguien. Yo te hago un favor a ti y tú, en el momento oportuno, me lo devolverás. Yo reseño con extrema benevolencia tu libro y tú hablarás bien del mío. Nada lleva el sello de la gratuidad. Antes o después, el distribuidor de puestos pasará a la taquilla. Por fortuna, el puesto «allá arriba» - el que más cuenta - está ya preparado. Sin necesidad de recomendaciones, disputas o carnés de reconocimiento. No es cuestión de intrigas, golpes de mano o maniobras ocultas. Es inútil abrirse paso a codazos, competir, vivir angustiados, enredar, asegurar servicios (pisoteando, tal vez, la propia dignidad). Yo me contento con el puesto «preparado» por Él. Y esto me da una gran serenidad. «Aquí abajo» hay que ser astutos para subirse al carro del vencedor de turno, tomar el pulso a cada situación, entrar en los juegos, más o menos encubiertos, del poder. «Allá arriba», en cambio, tendré el puesto asegurado gracias únicamente a mi ingenuidad, que me habrá llevado a apostarlo todo por el Gran Perdedor. Oportunismo, hipocresías, cálculos, falta de escrúpulos, transformismo, cortesanía, equilibrismo, connivencias sospechosas, que con frecuencia se convierten en complicidades. Nada de todo esto: solamente abandono. El puesto está a disposición para las personas que se mantienen libres, que evitan los trapicheos y no se preocupan de tejer redes de relaciones.

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La no pertenencia, el quedarse fuera, el no reconocerse en el nutrido grupo de aduladores, la no frecuentación de ciertas asambleas, la indiferencia hacia las clasificaciones, el mantenerse lejos de las alineaciones. Todo esto no me impedirá - ¡todo lo contrario! - ocupar aquel puesto. El único «impulso» que me interesa es el que percibo en mi interior, porque es el que me llevará a aquel puesto no conquistado, sino «preparado», dado, sin ningún mérito por mi parte, sino por absoluta gratuidad, por Alguien.

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«Se han llevado a mi señor y no sé dónde lo han puesto...» (Jn 20,13). Hoy la angustia de María de Magdala se podría expresar así: -Lo han puesto en los tratados teológicos. -Lo han puesto en los códigos. -Lo han puesto en los debates culturales, envuelto en la atmósfera enrarecida de las abstracciones. -Lo han puesto en los documentos oficiales. -Lo han puesto en las chácharas. -Lo han puesto en los símbolos exteriores. -Lo han puesto en los monumentos. -Lo han puesto en cenáculos semi-clandestinos. -Lo han puesto en la diplomacia. -Lo han puesto en la política. A las personas apasionadas, como María Magdalena, les resulta difícil reconocerlo en estos lugares. Y, sin embargo, está ahí, frente a ti. Tiene el rostro de la persona con la que te encuentras, la que está hablando contigo.

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«...Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno: ve y en adelante no peques más» (Jn 8,11). Eminencia, está caminando en la dirección opuesta... UN domingo de finales de marzo vi, al encender el televisor, a una Eminencia arregladísima - y rígida-, concentrada en el comentario del embarazoso episodio de la adúltera (Jn 8,1-11). Lo escuché con curiosidad, sospechando que, aun cuando había leído la misma página y había estudiado los mismos comentarios exegéticos que yo, debido a su papel, debería tener un suplemento de Espíritu y, por tanto, yo debía prestar atención. En un cierto momento, sin embargo, me impactó una frase por lo menos incauta: «Jesús leyó en el ánimo de la mujer el arrepentimiento por el pecado cometido...». ¡Caramba! ¿Dónde había recibido él aquella información más bien desconcertante? El Evangelio no lo dice, y ni siquiera alude a ello, ni explícita ni implícitamente. Surgieron en mi cabeza pensamientos fastidiosos. Jesús, por tanto, tenía en la mano una piedra, al menos en sentido metafórico, y, si no «hubiera leído el arrepentimiento», ¿se la habría arrojado a la cara a aquella pobre mujer? Y aquellos otros, los jueces, que no tenían la posibilidad de leer en el ánimo, sino que solamente sabían leer una disposición cruel de la Torá, ¿estaban entonces legitimados para lapidar a aquella mujer? ¿Era este el sentido que se debía sacar de la admirable página del Evangelio, o más bien que la misericordia es gratuita, que no depende de las disposiciones del pecador, que el perdón precede al arrepentimiento y a la confesión de la culpa? Tuve la desagradable impresión de que, si hubiera dependido de Su Eminencia, aquel texto no habría encontrado nunca cabida en el Evangelio'. Apagué el televisor con una sensación de mortificación y una pizca de indignación (algunas personas tienen el descaro de quitarnos incluso las páginas más consoladoras de la Escritura y esconder, si no minimizar, los gestos más significativos realizados por Jesús, reduciéndolo todo a sus medidas mezquinas y a su rigidez doctrinal).

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Tengo que concluir amargamente que hay hombres de la Palabra que, en vez de ir adonde lleva el Evangelio - tal vez impulsados por un Soplo que debería ser más impetuoso que el que empuja a los «simples» fieles-, caminan en la dirección opuesta. La raza nunca extinguida de los lapidadores Para dar un regalo a mis oídos, volví a leer algunas líneas escritas por un simple «don», pero que tiene la costumbre de dejarse llevar por el Soplo - cálido y poético- en la dirección del Evangelio. «La mujer, en medio. Entre los acusadores, los hombres con piedras, por un lado, y Jesús, aquel que salva, por otro. Era como si estuviera en medio de dos mundos separados por una distancia infinita, el infinito de la dureza y el infinito de la ternura: la piedra y el corazón de carne. "Les arrancaré» - estaba escrito - «el corazón de piedra y les daré un corazón de carne" (Ez 11,19). »Los hombres de piedra petrificaban aún más el corazón de la mujer; el hombre del corazón de carne suscitaba brotes inesperados, abría caminos, introducía aguas... »Es desconcertante notar que llevaron a la mujer al templo. Y que ellos eran los defensores de la ley y de la religión, los observantes. Es desconcertante notar que precisamente entre los observantes se anida la raza de los lapidadores. Lo único que saben imaginar y proponer es lapidar, cubrir con piedras. »Es desconcertante, y debería interrogarnos profundamente como Iglesia, porque puede suceder también hoy que el hombre y la mujer perdidos en nuestro tiempo se encuentren en medio y perciban a la Iglesia en la otra parte, no en la parte del Señor, como una Iglesia de las piedras: de piedra la mirada, de piedra el juicio, de piedra la condena. Una Iglesia petrificada. »Cada uno de nosotros debería preguntarse por la calidad de su testimonio: ¿damos testimonio de la Iglesia de piedra o de la Iglesia de Jesús? »Si, por un lado, la mujer sentía la dureza de la voz, por otro sentía el silencio de que la acogía, la voz que la defendía, la mirada que volvía a levantarla, la resucitaba». ¿Es la misericordia una debilidad? Algunas consideraciones personales. Se tiene la impresión de que en la Iglesia, y según la mentalidad de bastantes sedicentes cristianos «de una sola pieza», la misericordia es considerada como una debilidad, una cesión ante el pecado, una indulgencia - si no una incitación - al vicio. En cualquier caso, algo de lo que no se debe abusar y que se ha de administrar con extrema cautela, como ciertos fármacos peligrosos que podrían producir también efectos letales. 66

Misericordia, sí, pero moderada, dosificada, ponderada, que se ha de ofrecer con cuentagotas, con conocimiento de causa. Sobre todo, condicionada. Si no se dan las condiciones, si no se cumplen las reglas, si falta el cumplimiento legal, las puertas de la misericordia siguen cerradas (incluso frente a un ataúd...). Se traen a colación justificaciones improbables y que, de todos modos, manifiestan insensibilidad, y hasta falta de humanidad. Y no se duda en agarrar piedras, que pueden ser palabras de dureza, frías, implacables. Piedras que golpean pueden ser también los artículos de un código, siempre a disposición para legitimar las cerrazones más obtusas. Pero una misericordia «condicionada» no es ya misericordia. Esta, para ser tal, tiene que manifestarse como absoluta gratuidad (es decir, «libre» de todo cálculo, de toda reserva). Pienso que la mujer sintió arrepentimiento solamente cuando percibió, como una caricia, aquella frase: «Tampoco yo te condeno; ve y en adelante no peques más» (v. 11). Antes no podía sentir remordimiento, sino únicamente temor e incluso terror. Cuanto más experimenta uno, de antemano, la amplitud desmedida de la misericordia, tanto más adquiere conciencia de la gravedad de los errores cometidos. Cuanto más aliviada del peso de la culpa se siente una débil criatura, tanto más se siente llevada - yo diría incluso elevada - para emprender un camino nuevo, de liberación. Pero cuando se ve observada, sometida a examen, únicamente puede sentir miedo, que es siempre un sentimiento paralizador. Y tal vez también rebelión. La misericordia no es debilidad, sino expresión de fuerza, la fuerza, irresistible, del amor. No constituye un estímulo para el vicio, sino que provoca, por el contrario, el deseo de no volver a hacerse daño, el deseo de emprender un camino diferente («Ve y no» confundas más la dirección de tu vida). Las puertas atrancadas son signos inequívocos de miedo (miedo de arriesgar el corazón, miedo del Evangelio). Y, sin embargo, la piedra perennemente preparada en la boca (ásperos reproches, condenas inexorables, juicios despiadados) es signo de debilidad. La debilidad de quien, cualquiera que sea la posición que ocupa en la Iglesia, no se ha alimentado bastante del Evangelio. Los ojos fijos dentro «Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra...» (v. 7). Aquellos están acostumbrados a mirar fuera, siempre asomados a la ventana, empeñados en tener los 67

ojos fijos en los otros (y son miradas sospechosas, crueles, amenazadoras). Jesús los lleva a bajar a su interior, a sumergirse en el pozo negro que hay en ellos, a tomar nota de que la realidad, la verdad escondida de su ser, no coincide con la autoimagen que presentan en público, y menos aún con la que los demás les reconocen. Pero la frase de Jesús indica también que el pecado no está siempre y necesariamente ligado al sexo. Puede haber otros pecados aún más graves. Por desgracia, muchos cristianos -y no pocas personas religiosas - han sido (des)educados para identificar el pecado con la transgresión del sexto mandamientos. Se diría que el sexo se les ha subido a la cabeza. No piensan en nada más ni ven otra cosa que el pecado de la «carne». Alguien ha protestado justamente: «¡Dejad tranquilo el sexo!». Con todo, permanece el hecho, indiscutible, de que no solo todos somos pecadores, sino que como pecadores somos también adúlteros. En efecto, el pecado es traición al amor de Dios. «Todo pecado hiere a Dios en su amor» (Luigi Pozzoli). Reconocerse pecador y, por tanto, no juzgar y condenar a los demás, sino encontrar la alegría en el sentirse «amnistiados» junto con los otros. Revelaba un sacerdote con una larga experiencia en el confesionario: «A cada palabra escuchada en la confesión he podido decir: "También yo". Ni una sola vez me he sentido menos pecador que la persona a la que debía transmitir el perdón de Cristo: "Vete en paz. Tu fe te ha salvado". En cada ocasión decía estas palabras también para mí. No he dado nunca la absolución a nadie sin recibirla también yo mismo. La misericordia de un sacerdote tiene su secreto: él sabe que es más pecador que aquellos a quienes confiesa» 3. Lo mismo debería valer para cualquier «simple» cristiano: sentirse verdaderamente más pecador que los demás. Únicamente de este modo caerían de las manos las piedras largamente acariciadas. Aridez del corazón La falta de misericordia determina inevitablemente el endurecimiento del corazón. Por lo demás, huelga precisar que un corazón de piedra no puede latir en sincronía con el de un Dios «rico en misericordia». Los latidos del corazón de Dios no se perciben sobre la piedra, sino apoyando la cabeza en la tierra, en el humus fecundo. En aquella tierra trazó Jesús signos misteriosos. A nosotros nos corresponde descifrarlos y ser capaces de formar una sola palabra: misericordia.

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La cruz reducida Al terminar este capítulo dedicado a la misericordia desearía recordar una frase de B.Pascal: «Una verdad sin misericordia no es Dios». Y me arriesgo a formular una provocación. A lo largo de los siglos y hasta hoy se han fabricado infinidad de cruces, de las formas más variadas y de diferente valor artístico (por no hablar del lujo del material empleado). A veces me sorprendo sospechando que algunos hombres de Iglesia - y no pocos cristianos - se construyen mentalmente una cruz especial, a la medida de sus limitaciones de corazón, y, en cualquier caso, absolutamente infiel con respecto al original: los brazos alargados en un gesto inconmensurable son indebidamente reducidos hasta formar dos absurdas líneas paralelas, con poquísimo espacio entre una y otra. La Cruz del Calvario abraza a todos, no excluye a nadie, ni siquiera a los enemigos declarados. Esta, en cambio, incluye solo a algunos - tal vez a muchos-, pero no pretende abrirse a «todos», que serían demasiados para algunas mentalidades restrictivas. Sin embargo, esta no es ya la Cruz de Cristo, sino su horrible deformación.

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«Estaba aún distante cuando su padre lo vio y se conmovió. Corriendo, se le echó al cuello y le besó» (Lc 15,20). Un evangelio dentro del Evangelio GROCIO, teólogo y jurista holandés (1583-1645), aseguró que si Jesús no hubiera hecho más que proponer esta parábola, la humanidad debería estarle infinitamente agradecida. Como se ha subrayado, nos encontramos ante «un evangelio dentro del Evangelio». Observa Gérard Bessiére, autor de un sorprendente comentario': «Las parábolas no son reducibles a una única explicación: disparan a ráfagas. Estas historias de nada están dentro de nosotros, nos "trabajan": no nos libraremos de ellas». En realidad, cada fragmento de esta historia nos golpea, cada astilla nos atraviesa y se queda clavada en un punto de nuestra carne. Afirma certeramente el comentario de Henri J.M.Nouwen: «La parábola del hijo pródigo es un relato que habla de un amor que existió antes aún de que fuera posible cualquier rechazo y que seguirá existiendo después de que todos los rechazos se hayan consumado». Una parábola sencilla y compleja al mismo tiempo. Y con diferentes protagonistas. En primer lugar, los fariseos y los escribas que la provocaron y a quienes no debemos perder de vista. En efecto, estos se mostraban escandalizados por el hecho de que Jesús trataba con gente poco recomendable y se sentaba a la mesa con los recaudadores de impuestos (gente con dinero de origen dudoso) y los pecadores (Lc 15,1-2). Los hijos son dos. Y el mayor - irreprensible - desempeña un papel no menos importante que el joven, desenfrenado. Pero la figura que está en primer plano es indudablemente la del padre. Y es justamente en su ternura desbordante donde tenemos que concentrar nuestra atención. Si Jesús vino a «contarnos» al Dios invisible (Jn 1,18), nunca deja transparentar el verdadero rostro de Dios tanto como a través de este «padre pródigo», de su comportamiento impensable, de sus gestos fuera de toda lógica y que desmienten toda previsión razonable. No es una lección de pedagogía doméstica No pretendo comentar detalladamente esta parábola, porque lo he hecho ya en varias 71

obras3. Por eso, me limito a poner de manifiesto algunos aspectos característicos, ligados a los personajes principales. Ante todo desearía excluir una clave de lectura de carácter pedagógico, que podría desorientar y, en cualquier caso, resultaría desfasada con respecto a la situación actual. Hoy, en muchas familias, se apoltronan los hijos que no se deciden a abandonar el nido doméstico, con comida, alojamiento y una cierta seguridad incorporados, amén de otras ventajas evidentes. Por eso es frecuente que los mismos progenitores se vean obligados a pedir con insistencia, a unos hijos que son ya suficientemente adultos y se muestran reacios, que se despidan, que suelten amarras, abandonen la casa, remen mar adentro y vivan su aventura asumiendo los riesgos y las responsabilidades que esta comporta. Aun con todo el afecto que sienten hacia sus vástagos, algunos padres no ven la hora de que el hijo cómodamente instalado se vaya. Por lo demás, algunos, para favorecer esta decisión, estarían incluso tentados de asestar una patada en las nalgas al inquilino que ha llegado a ser abusivo (además de un poco gorrón). Los límites de una lectura psicoanalítica Tampoco me convencen ciertas lecturas de carácter psicoanalítico, aunque algunas de ellas ofrecen motivos bastante interesantes y seductores'. Pienso de un modo particular en Francoise Doltos, a quien conocí personalmente, que me regaló algunas de sus obras y que observa, a propósito del hijo mayor - el cual no parece resultarle particularmente simpático-: cumplió puntualmente todas las órdenes, preocupado por cobrar los cupones de los dividendos. «En su vida solo contaba lo útil. En ella no tenía cabida la alegría, la sorpresa, el encuentro con los otros, el riesgo...». Por eso, el regreso - imprevisto y ni siquiera deseado - del hermano hacia el que sentía poco afecto, le trastorna su universo rígidamente organizado con turnos de trabajo bien establecidos. Y he aquí el acontecimiento sobrecogedor: «Es su hermano menor el que, al regresar y provocar esta revolución gozosa, descubre entonces, en primer lugar, que su padre es algo más que un poseedor de bienes, un distribuidor de alimentos». En suma, es el otro lado del padre, que hasta ahora había permanecido ignorado por ambos. Dolto afirma a continuación: «En esta historia todos los personajes cambian. Al padre, cuando divisa al hijo a lo lejos, "se le conmueven hasta las entrañas" (v. 20). Se trata, paradójicamente, de una especie de parto, que determina una nueva relación entre dos seres que se reconocen diferentes, pero estrechamente unidos por la vida dada y recibida. Aquel que se consideraba rechazado ve inesperadamente cómo se abre de par en par la puerta de la casa que había abandonado.

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»El padre rescata en la alegría del encuentro la dignidad de aquel que lo había arriesgado todo y lo había perdido todo. Y justamente esto hace que se encolerice quien no había arriesgado nada». El hijo mayor no reconoce ya a su padre: «Después del regreso de su hermano, descubre un padre hasta entonces desconocido, un hombre que no es solo un poseedor de bienes, sino también un hombre de corazón, de ternura paterna, a quien no había sabido reconocer...». ¿Qué vínculos nuevos conseguirá establecer con él? El futuro se presenta más bien problemático, entre otras razones porque parece que la cigarra derrochadora ha adelantado a la hormiga juiciosa. Por su parte, J.M.Peticlerc, sacerdote y educador experimentado, hace una observación que se ha de tomar en consideración: «En la parábola del hijo pródigo, el padre no sabe comunicar y la madre está ausente. Entre el padre y sus hijos se ha excavado un foso. Ahora, al final del texto, el padre, conmovido, se pone en camino y corre para abrazar al hijo. La atmósfera familiar está cambiando. Son los hijos quienes hacen que el padre se mueva. Son nuestros adolescentes quienes nos empujan para que caminemos hacia una expresión más verdadera de lo que hay dentro de nosotros. Esto vale también para Dios. Dios acepta que nos rebelemos contra su silencio, y el hombre con sus excesos lo empuja a actuar»6. En cierto sentido, por tanto, se podría decir, según esta interpretación, que son los hijos quienes empujan al padre a manifestarse como aquello que es, a salir a cara descubierta, a manifestar los sentimientos que llevaba dentro. Aunque sean brillantes, estos análisis del texto evangélico no convencen mucho, y dan la impresión de que no captan el centro de la parábola o de que introducen el contenido en sus esquemas prefabricados de interpretación. En realidad, el relato propuesto por Jesús contiene una lección de carácter esencialmente teológico y espiritual. El Maestro, en efecto, como respuesta a las murmuraciones de escribas y fariseos, habla sobre todo de la gratuidad y de la desmesura del don de Dios, y de los gestos que lo acompañan. Jesús quiere hacernos comprender qué es la gracia, es decir, el amor gratuito, sobreabundante, preveniente, del Padre. Observa justamente J.Cardonnel: «La gracia no es una parte de los bienes de Dios - lo que el hijo pródigo reclamaba-. Es Dios mismo». Dios, que no sabe calcular ni contar, se da a sí mismo y de este modo trastorna todos los cálculos. Afirma también J.Cardonnel: «Nosotros no queremos ver hasta qué punto es difícil 73

ser Dios, ser Aquel que sale corriendo al encuentro de todos sus hijos perdidos. Es terrible ser Dios, ser el don absoluto concedido a todos y que no se presta ni la mínima atención a sí mismo. Basta con que un solo hombre se abra al don para que el Padre viva una alegría inmensa. No deja que el hijo termine de pronunciar las palabras preparadas, sino que organiza una fiesta extraordinaria...». Mejor los escritores y los poetas Más que los psicólogos y los psicoanalistas, me parece que los escritores y los poetas han conseguido captar en profundidad el sentido de la parábola, o al menos algunos de sus aspectos, entre otras razones porque no están condicionados por esquemas prefabricados. Cito, por ejemplo, a G.Bernanos, el cual escribe en La alegría: «Nos damos cuenta siempre demasiado tarde de que los hijos tienen una vida propia particular a la que nosotros no tenemos acceso. Aunque quisiéramos introducimos en ella, nos esforzaríamos en vano». De estas palabras se hace eco Giovannino Guareschi: «En las familias, de pronto, el padre cae en la cuenta de que hay un extraño en casa. La madre no se da cuenta nunca y para ella el hijo será siempre su niño. »Pero el padre no se engaña: en un determinado momento se produce un salto y he aquí que el niño no es ya el de antes. »Él, el padre, se siente mirado con otros ojos, los ojos del extraño, y percibe el hielo de aquella mirada. »Se siente estudiado, sabe que todos sus gestos serán juzgados sin piedad...»'. También hay algunos que no dudan en acusar al padre y poner de relieve sus culpas. Sobre todo la incapacidad de comprender al hijo, de «reconocerlo». Es significativo este diálogo de El zapato de raso, de Paul Claudel: «"¿Cree usted que fue el hijo pródigo quien pidió perdón?", pregunta el sacerdote a la señora Prouhéze. »"Lo dice el Evangelio". »"Yo pienso que fue el padre, sí, mientras lavaba los pies heridos de este explorador"» 8. Como si fuera la primera vez El atractivo de la parábola en cuestión es puesto de manifiesto por C.Péguy, con su estilo característico, en oleadas sucesivas y reanudaciones continuas, en algunos versos 74

inolvidables. Se trata de la parábola de la esperanza:

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Desearía decir a los exegetas y a los predicadores: no os ofendáis, pero vuestros comentarios, vuestras homilías, aunque los reunamos, ¿tienen el mismo poder evocador, el mismo atractivo que estos versos? Una parábola para la Iglesia El comentario de R.Luneau llega a ser incisivo en un determinado momento: «La parábola del hijo pródigo no habría llegado hasta nosotros si, siglo tras siglo, las comunidades cristianas no la hubieran transmitido. Para aquellas comunidades se trataba de dejar a las generaciones venideras no solo un texto precioso, recibido de la tradición, sino también la lectura que habían hecho de él, esforzándose por traducir en la vida cotidiana la infinita compasión del Padre. »No hay necesidad de ser grandes eruditos para saber que, a lo largo de los siglos, el comportamiento de la Iglesia a este respecto no ha sido siempre ejemplar y que a menudo no se ha visto que la Iglesia saliera corriendo al encuentro de sus hijos perdidos. Con razón Juan Pablo II, con ocasión del gran jubileo del año 2000, consideró necesario pedir solemnemente perdón, en nombre de la Iglesia, por todas las culpas del pasado. »¿Han introducido estos últimos años un cambio significativo en el comportamiento de la Iglesia? ¿Es ella hoy el lugar donde se revela la misericordia del Padre...? Desearíamos creerlo... Ciertamente, y por fortuna, el tiempo de las hogueras y de los anatemas ha pasado definitivamente, pero ¿cuándo podrán nuestros contemporáneos reconocer por fin en la Iglesia de hoy un santuario de compasión y de misericordia para hombres y mujeres que buscan su propio camino?». Después de haber hecho esta pregunta inquietante y decisiva, el escritor dominico baja a un terreno concreto: «¿Qué decir de aquella amiga a la que cada domingo se le 81

niega la eucaristía porque está casada con un hombre divorciado, pero después se recurre a ella durante la semana para que dé catequesis y desempeña fenomenalmente su misión? ¿Se le pedirá también que comente a los niños confiados a ella esta parábola del hijo pródigo, en la que el Padre abre de par en par las puertas de la casa e invita a los hijos a compartir su mesa y su alegría? Para ella, la puerta sigue cerrada y, por lo que parece, seguirá así todavía durante algún tiempo. Esta parábola ¿es solo una historia bonita? ¿No es el "evangelio", la "buena noticia" que debemos anunciar hoy?»`. Por mi parte podría añadir que la Iglesia, tanto si se reconoce en el hijo pródigo como si se ve reflejada - más verosímilmente - en el mayor, es provocada por la parábola a... volver a entrar en casa, a no quedarse en el umbral. Tiene que volver a habitar en la casa de la misericordia. Si se construye otra vivienda alternativa, donde dominen el derecho y la rígida disciplina, donde surjan, inexorables, normas de exclusión... el Padre no entrará en ella. Volver a sentarse a la mesa con los pecadores, como hacía Jesús, y permitir que los pecadores se sienten a nuestra mesa, como hizo el padre del pródigo, no significa ser desviadores, sino sencillamente reencontrar la línea trazada por el Evangelio.

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Jesús iconoclasta EN la parábola del Padre pródigo, Jesús se muestra iconoclasta. En efecto, rompe, destruye, pisotea todas las falsas imágenes de Dios que nos hemos fabricado. Se muestra como hijo celoso que no tolera que el rostro del Padre aparezca afeado y desfigurado con los rasgos del juez, del vengador. Jesús hace saltar todos los esquemas, rompe las jaulas en las que pretendemos tener apresado a aquel Dios que nos viene bien, que tanto se parece a nosotros, al que prestamos nuestros sentimientos mezquinos y nuestros resentimientos más odiosos. Jesús representa el rechazo y, más aún, la destrucción de todas nuestras falsas representaciones de Dios. Diderot tiene una frase penetrante: «No hay ni siquiera un buen padre que quiera parecerse al Padre nuestro del cielo». Se trata, naturalmente, de la imagen del Padre que hemos fabricado nosotros. El teólogo dominico J.Cardonnel va más lejos aún: «Nos hemos construido y a menudo hemos puesto en circulación una imagen de Dios a la que no desearía parecerse ni siquiera el peor de los canallas». Igualmente hiriente es la sentencia firmada por P.J. Proudhon: «Dejé de creer en Dios el día en el que encontré un hombre mejor que él». Afirma certeramente Luigi Pozzoli: «Nosotros amamos los juicios netos y precisos para que se dé a cada uno lo que merece: si uno se comporta bien, es justo que sea premiado; si uno actúa mal, debe ser castigado necesariamente. Y en esta lógica discriminatoria queremos arrastrar a nuestro Dios. Pero Dios, el Dios del que nos habló Jesús, no corresponde a nuestras expectativas. Es un Dios que anula nuestras pretensiones de claridad con comportamientos y criterios de juicios que son desconcertantes. Dios ama también a aquellos que, a nuestro juicio, no merecerían ninguna indulgencia. Dios está cerca también de aquellos a quienes llamamos los lejanos»'. Dios recupera asimismo a quienes consideramos perdidos, y a los que nosotros, en muchos casos, hemos perdido. En conclusión, tiene razón Paul Baudiquey cuando afirma que la parábola nos ofrece 84

«el primer retrato "en tamaño natural" para el que Dios mismo posó». El pródigo, aquel que no quiere ser amado Esbozamos, a grandes rasgos, la figura del pródigo. R.M. Rilke lo define como «aquel que no quiere ser amado». Es un individuo que tiene prisa, es impaciente. No quiere esperar la muerte del padre para poner las manos sobre la porción que le toca de la herencia. Prefiere la parte del tener, de los bienes, antes que el todo del amor. El pecado es siempre la preferencia concedida al fragmento, siempre miserable, a la pequeña presa en la que hincar el diente de inmediato. A.Gide pone en boca del hijo menor esta justificación: «Yo buscaba... quién era». Lo malo es que se buscaba en el lugar equivocado, de formas equivocadas y con personas equivocadas. Buscaba donde no se puede encontrar más que el vacío, la inconsistencia, la insatisfacción. «Partió para un país lejano» (v. 13). Es inútil localizar este lugar. No es una cuestión de geografía. El pródigo se dirige a un mundo diferente del mundo - hábitos, valores, tradiciones, normas - donde había vivido hasta entonces. Deja atrás un cierto modo de pensar y de vivir. «Donde derrochó su fortuna viviendo como un libertino» (v. 13). Por tanto, un disipador, es decir - según la etimología del término-, una persona que arroja aquí y allí, dispersa, «libre» de toda norma, de toda preocupación (es también un «despreocupado»). Es un individuo que ha perdido la orientación, vaga de acá para allá como un vagabundo. Pecar significa errar, ir a tontas y a locas, donde encaje, sin un punto de referencia. Pecar quiere decir equivocar la dirección de la propia vida. Es decir, desorientarse. Lleva una vida «aproximativa», dispersa. Alguien la definiría hoy como «una buena vida». Pero, si se observa en profundidad, se trata de una vida muy mala, decididamente miserable y decepcionante. Se lanza, lleno de avidez, sobre todos los alimentos envenenados ofrecidos por el mundo. Y, al final, se siente hambriento de aquel pan que solo el padre podía ofre cerle. Comprende, finalmente, quiénes son los «amigos»: aquellos que te despluman y después te dejan plantado cuando ya no hay nada que chupar. «Fue y se puso al servicio de un hacendado del país, el cual lo envió a sus campos a cuidar cerdos» (v. 15). La pretendida autonomía se ha traducido en una humillante 85

esclavitud. El hijo ha perdido su propia dignidad y se ha convertido en siervo. «Entonces recapacitando pensó...» (v. 17). Es el momento decisivo. Sería más exacto decir: «Volvió a sí mismo». En realidad, no se había alejado solamente del padre, sino también de sí mismo, había terminado por perderse de vista a sí mismo, se había extraviado. Ya no sabía quién era. Ya no se reconocía. Se consideraba «impresentable» a los ojos del padre en aquel estado, porque era «irreconocible» para sus propios ojos. Más que un retorno, su regreso es un nuevo nacimiento, un venir a la luz a través de una dolorosa verdad. Aparentemente se sintió punzado por el hambre. Pero en realidad su hambre era hambre y sed... de otra cosa. Necesidad de ser más que de pan. Necesidad imperiosa de ser amado. El texto dice significativamente: «Y se puso en camino a casa de su padre» (v. 20), no «a su casa». Peregrino de caminos interminables Cada uno de nosotros puede reconocerse fácilmente en este individuo. Como escribe D.M.Turoldo:

3. Ud¡¡ una voce, Mondadori, Milano 1952. 86

¿Y si Jesús fuera el hijo pródigo? Una interpretación sorprendente de la figura del pródigo es la que proporciona H.J.M.Nowen', quien sospecha que el verdadero pródigo no es otro que Jesús. Habla, en efecto, de Aquel que se convirtió en el hijo pródigo por amor nuestro: «Abandonó la casa de su Padre celestial, se marchó a un país lejano, dejó todo lo que tenía y volvió con su cruz a casa del Padre. Todo lo que hizo, no como hijo rebelde, sino como hijo obediente, sirvió para llevar de nuevo a casa a todos los hijos perdidos de Dios. El mismo Jesús, que contó la historia a los que le criticaban por tratar con pecadores, vivió el largo y doloroso camino que describe... »Considerar a Jesús como el hijo pródigo va más allá de la interpretación tradicional de la parábola. Sin embargo, esconde un gran secreto. Poco a poco voy descubriendo lo que significa decir que mi condición de hijo y la condición de hijo por parte de Jesús son una, que mi regreso y el regreso de Jesús son uno, que mi casa y la casa de Jesús son una. No hay otro camino hacia Dios que no sea el camino que Jesús recorrió... »Cuando miro la historia del hijo pródigo con los ojos de la fe, el "regreso" del pródigo se convierte en el regreso del Hijo de Dios que reúne a todos los hombres en sí mismo y les conduce a la casa de su Padre celestial (cf. Jn 12,32)». Poesía y evocaciones bíblicas Explica el hermano Pierre Marie, fundador de la Fraternidad de Jerusalén, de quien Nouwen confiesa que recibió su intuición: «Él, que no nació de estirpe humana, ni de deseo humano ni de voluntad humana, sino del mismo Dios, un buen día lo reunió todo y se marchó con su herencia, su título de Hijo y el precio entero del rescate. Se fue a un país remoto... la tierra lejana... donde se hizo semejante a los seres humanos y se vació de sí mismo. »Su gente no le aceptó y su primera cama fue ¡una cama de paja! Creció entre nosotros igual que una raíz en tierra árida, fue despreciado, fue el más insignificante de los hombres, ante quien uno se tapa la cara. Muy pronto conoció el exilio, la hostilidad, la soledad... »Después de haberlo gastado todo llevando una vida de generosidad: su valía, su paz, su luz, su verdad, su vida..., todos los tesoros del conocimiento y la sabiduría y el misterio oculto mantenido en secreto desde tiempo inmemorial; después de haberse perdido entre los hijos de la casa de Israel, después de haber dedicado su tiempo a los enfermos (y no a los ricos), a los pecadores (y no a los justos), e incluso a las prostitutas a quienes prometió que entrarían en el reino de su Padre; después de haber sido tratado como si fuera un glotón y un bebedor, amigo de los recaudadores de impuestos y de los pecadores, como un samaritano, un poseído, un blasfemo; tras haberlo entregado todo, 87

hasta su cuerpo y su sangre; tras haber experimentado en sí mismo el dolor, la angustia y la inquietud del alma; tras haber tocado el fondo de la desesperación, con la que se vistió voluntariamente al sentirse abandonado por su Padre, lejos de la fuente que mana agua de vida, gritó desde la cruz en la que estaba clavado: "Tengo sed". Fue sepultado para que reposara en el polvo y a la sombra de muerte. Y allí, al tercer día, resucitó de las profundidades del infierno al que había descendido, cargado con los pecados y dolores de todos nosotros. »Y de pie, erguido, gritó: "Sí, subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios". Y volvió a subir al cielo. Entonces, en el silencio, mirando a su Hijo y al resto de sus hijos, el Padre dijo a sus sirvientes: "¡Rápido! Traed la mejor túnica y ponédsela; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; ¡comamos y celebrémoslo! ¡Porque mis hijos, que, como sabéis, estaban muertos, han vuelto a la vida; estaban perdidos y han vuelto a ser hallados! Mi Hijo pródigo los ha traído a todos de vuelta". »Entonces empezaron todos a festejarlo vestidos con sus largas túnicas, lavados en la sangre del Corderos. Se trata de una página de rara sugerencia poética y con precisas referencias bíblicas. Un padre que no escucha También el padre es un impaciente. Ya no puede seguir esperando. «Estaba aún distante cuando su padre lo divisó...» (v. 20). El padre, por tanto, es una persona que ve lejos. Ve lejos porque no está recluido en su casa, confinado en sus apartamentos. Comenta J.Cardonnel: «Nosotros no sabemos mirar lejos. El bagaje de nuestras pequeñas ideas sobre Dios es tan pesado y pueril, que nos hace imposible la entrada en la visión del Padre de todos». Estamos atrincherados en casa, en nuestros cenáculos, y por eso nuestra mirada es limitada, parcial, no tiene ciertamente la amplitud y la profundidad de la mirada del Padre. «Y conmovido corrió a su encuentro» (v. 20). Ponerse a correr no es muy compatible con la dignidad. Pero refleja la ansiedad, la impaciencia. La espera angustiosa ha durado demasiado tiempo, se ha hecho insoportable. Ahora hay que acortar, reducir los tiempos del encuentro. Nada parecido a la compostura, la moderación y el distanciamiento de ciertos personajes del mundo eclesiástico, que inspiran, en el mejor de los casos, reverencia, pero no transmiten calor humano, porque han congelado los sentimientos... Ni siquiera escucha la confesión del hijo, no quiere oírla. El corazón agitado del padre ahoga las palabras que el hijo había preparado. Y su abrazo lo dice todo. 88

Guarda silencio. Ningún reproche, ningún sermón, ninguna invectiva, ningún examen sobre las intenciones. Y, cuando rompe el silencio, habla solo para organizar una fiesta extraordinaria, como no se había visto nunca en aquella casa. Y en esta fiesta hace todo lo posible para implicar al hijo mayor, porque es un padre que quiere por todos los medios que su alegría sea compartida. Comenta Turoldo: «He aquí que en cuanto aparece este hombre, este hijo, como un punto en el horizonte, él, el padre, se precipita de inmediato, va a su encuentro y se le echa al cuello. Sin pedir nada; sin dudar, sin mirarlo a la cara ni siquiera un instante para no humillarlo; y especialmente para no hacerle ver el sufrimiento que ha experimentado; el largo sufrimiento de Dios por el hombre lejano, por la criatura de sus entrañas, por esta obra maestra de la creación. »He aquí que este regresa humillado y andrajoso, y el padre no quiere de ningún modo que alguien perciba aquel estado; por el contrario, al punto lo cubre con su abrazo: y que nadie lo juzgue. El amor del padre ha excluido ya todo juicio». Si, como hemos señalado, para el pródigo aquel regreso es un nuevo nacimiento, lo mismo vale, paralelamente, para el padre. Cuando el texto observa que «se le conmovieron las entrañas» (v. 20), en realidad quiere poner de relieve que para el padre fue una especie de parto. Es como si en aquel momento, y solo en aquel momento, llegara a ser verdaderamente padre. Observa G.Ringlet: «Ser padre, como ser Dios, no es una cosa natural. Es un acto de elección. También el padre según la carne tiene que adoptar aún a su hijo». En suma, un padre no nace, se hace'. Por consiguiente, el hijo tiene finalmente la posibilidad de descubrir, de «reconocer» al padre. Pero también el padre se descubre, se descubre a sí mismo, se reconoce como padre gracias al regreso del hijo. Palabra de oro Un comentario magnífico es sin duda el de Pedro Crisólogo, obispo de Ravenna, que nunca como en esta ocasión se revela capaz, en relación con su nombre, de una «palabra de oro»: «"Me levantaré y volveré junto a mi padre". Yacía quien dijo: me levantaré. Se ha dado cuenta de su caída, ha comprendido su perdición, se ha visto yacer en el peligro de una torpe lujuria; y por eso exclama: "Me levantaré y volveré junto a mi padre". ¿Con qué esperanza, con qué confianza, con qué conciencia? Con la que da el padre. Yo he perdido la condición de hijo; él no ha dejado de ser padre. Un extraño no intercede ante el padre; está dentro, en lo íntimo del corazón del padre, el afecto mismo que interviene e implora. Las entrañas del padre son incitadas de nuevo a generar al hijo a través del 89

perdón. "Volveré culpable junto a mi padre". »Pero el padre, nada más ver al hijo, borra inmediatamente su culpa; encubre al juez porque prefiere comportarse como padre; y cambia enseguida el juicio en perdón, queriendo que el hijo vuelva, no que se pierda... Veis que el hijo es aliviado, no sobrecargado con la carga de ese padre. "Se le echó al cuello y le besó". Así juzga el padre, así castiga, así cubre de besos, no de azotes, al hijo pecador. La fuerza del amor no ve los delitos, y por eso el padre ha redimido los pecados del hijo con un beso, los ha tapado con un abrazo... »El padre cura las heridas del hijo, de manera que no queden ni cicatrices ni manchas. "Dichosos"•, dice, "aquellos cuyas culpas son perdonadas, y cubiertos sus pecados". Si desagrada el comportamiento de este joven, si horroriza su partida, nosotros no nos separemos de nin guna manera de un padre así... Mas tan pronto como lo vio, "movido por su misericordia, corrió a su encuentro, se echó a su cuello y le besó". Pregunto: ¿dónde hay aquí motivo para la desesperación? ¿Dónde la oportunidad para excusarse? ¿Qué actitud de temor hay aquí?... Después de oír esto, ¿aún nos quedamos aquí, todavía no volvemos al Padre?»'.

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La figura del hermano mayor OBSERVA el cardenal C.M.Martini: «El hijo mayor no está menos lejos del padre que el hijo que se marchó de casa; la cercanía física no es cercanía del corazón. Se puede habitar en la casa del padre e ignorarlo con los hechos». El análisis de M.Dumais es exacto: «El regreso del hijo menor es la ocasión para ver quién es el hermano mayor o, mejor dicho, quién no es: no es hijo de su padre ni hermano de su hermano». Yo diría que es una figura triste. Tal vez incluso irrecuperable. Helder Cámara expresa precisamente esta duda: «Uno de los hijos se ha despertado de su pecado; ¿cuándo se despertará el otro de su virtud?». Este individuo consigue que las virtudes sean odiosas y sospechosas. Él, en realidad, posee aquellas virtudes visibles, exhibidas, pero irreales, que ocultan torpemente los vicios invisibles pero reales. Observa E.Balducci con agudeza: «Únicamente si nosotros - supongámoslo solo por un momento - somos virtuosos, pero, llegado un cierto momento, sentimos fastidio por nuestras virtudes, si sentimos que no valen na da, que destilan y rezuman tristeza, solo entonces es justo que seamos virtuosos. El peligro terrible de la virtud es que nos aprisione, que se convierta en un absoluto, porque le falta aquel elemento, aquel principio vital que nosotros llamamos amor y que, al entrar en la estructura fatigosa de nuestras virtudes, las vuelve primaverales, las hace germinar... »Viene entonces a la memoria toda la educación, especialmente en aquellos que como yo hemos experimentado el largo itinerario de la formación habitual en los seminarios, todo el camino junto a hombres virtuosos de modo irascible, virtuosos de modo inhumano, que dejaban transparentar en sus virtudes una especie de ahogamiento de la vida, una especie de sutil amor a la muerte, y todo esto en nombre del Evangelio. Entonces me invade la irritación y, podría decir, la indignación de Cristo contra los fariseos». Es difícil que el sedicente «virtuoso» se convierta. Es más fácil vencer al pecado que ablandar la dureza. Él «no quiere entrar» porque piensa que en su vida todo está en orden. Y no hay nada peor que esto.

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Estar «fuera» de la casa de la misericordia quiere decir habitar «en otra parte», con la peligrosa ilusión de estar «dentro». Vienen a la mente algunas afirmaciones de san Agustín: «Muchos que parecen fuera están dentro...». Pero también: «Muchos que parecen dentro están fuera». El hermano mayor es el representante cualificado (sería más exacto decir «descalificado») de los devotos, de los cristianos «ejemplares» sin corazón, de los condenados a las virtudes, de los fríos - y calculadores (el cabrito...) - profesionales del deber, de los proveedores de prestaciones religiosas y morales sin alegría, sin impulso, sin amor. Su existencia es árida, no está atravesada ni siquiera por un minúsculo riachuelo de ternura. Es el primero de la fila de los «practicantes», de los «observantes» que son todo menos obedientes y que no están en armonía con el ritmo del corazón «enloquecido» del Padre. Rechazan la música y las danzas, y prefieren el gruñido, el rezongo, las reivindicaciones. Muchos se ponen de su parte Una mortificante experiencia personal. No hace mucho tiempo que comenté detalladamente, desde los micrófonos de una radio católica de amplísima difusión, la parábola del «padre pródigo» y, naturalmente, me detuve también en la figura del hijo mayor e hice mías algunas observaciones penetrantes de don Mazzolari. ¡Trágame tierra! Me cayó encima una lluvia de protestas escandalizadas por parte de muchos oyentes, los cuales, en su mayoría, optaban... por defender agresivamente al hermano mayor, se reconocían en él y consideraban sacrosantas sus protestas. Un oyente llegó a echarme en cara lo siguiente: «Gracias por haberme abierto los ojos. Desde mañana me pondré a ser infiel a mi mujer, a blasfemar, a robar, a abandonar la Iglesia... Después de todo, vosotros premiáis solo a los sinvergüenzas y no podéis soportar a aquellos que, como yo, han cumplido siempre con su deber. Tenéis una mirada de consideración para los viciosos y os fastidian los hijos fieles. Guardáis las manzanas podridas y echáis las sanas a la basura». Descubrí con asombro que esta parábola es un indicio cruel de la mentalidad de quienes se consideran de casa. En realidad, no han comprendido la ley fundamental, que es la de la gratuidad.

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Serviles, desconfiados, ariscos, siempre dispuestos a recriminar, con miedo a ser defraudados en sus derechos, a que no se tenga en cuenta su fidelidad como es debido. Pero carentes de calor, de espontaneidad, de humanidad. Regulares, incluso demasiado regulares. Pero incapaces de una desviación, de una improvisación, de una invención, de un gesto no programado, de una iniciativa audaz que redimiría el tedio de su existencia y que representaría la salvación para ellos. Condenados a las virtudes forzadas. Y llevando dentro un deseo insatisfecho de cabrito: un reconocimiento, un título, una mención en el periódico (o al menos en el boletín parroquial), un puesto de relieve en el palco. En suma, necesitados de gratificaciones acompañadas de sentencias inapelables para aquellos otros que... Prefieren hincar el diente en la carne del cabrito - aunque esté un poco seca - en vez de gustar la bendición del abrazo del Padre. Propensos a la condena más que a la comprensión. Cicateros, mezquinos, con la mente y el corazón entumecidos, incapaces de gestos magnánimos. Con el ceño siempre fruncido, hoscos, intratables, sin concesiones a la piedad y menos aún a la emoción. Sentimientos congelados. Siempre apuntando a alguien con el dedo acusador. Su antepasado Sospecho que si el padre, en los días de la ausencia tormentosa, le hubiera preguntado: «¿Dónde estará tu hermano?», él habría respondido: «Más bien, ¿dónde está mi cabrito?...». Él no quiere -y no desea - el regreso del hermano, que traería el desorden a la familia. Está siempre esperando su miserable cabrito para compartirlo con los amigos, es decir, con quienes se parecen a él. Pienso que, si nos remontáramos en las ramas de su árbol genealógico, podríamos encontrarle un antepasado que representa su prototipo: Jonás. Sí, justamente el profeta que se indigna, y corre el riesgo de sufrir un infarto, por la misericordia y el perdón de Dios manifestados hacia aquellos infames habitantes de Nínive. Y se pregunta... ¿qué pinto yo ahí? Jonás a la sombra «intocable» de su ricino. Y el hermano mayor con su cabrito negado. Ambos en el umbral. Incapaces de asegurar una salida positiva a su historia personal. Tanto el libro de Jonás como la parábola del «padre pródigo» quedan, por decirlo así, «en suspense», sin el llamado «final feliz». Es imposible saber cómo terminó... y si se produjo la implicación deseada. Para Dios es más fácil convertir a los pecadores endurecidos que transformar el 94

corazón de piedra en un corazón de carne en aquellos que prefieren tener bien sujeto su corazón de piedra, entre otras cosas porque sospechan que, si se lo quitan, ya no sabrían contra quién arremeter. Se sienten seguros de sí mismos solo porque están «contra» alguien. Invitados a celebrar la liturgia de la misericordia y de la ternura, prefieren repetir los áridos ritos de la mezquindad. Frustrado «Ese hijo tuyo, que ha gastado tu fortuna con prostitutas...» (v. 30). Los refunfuños del mayor revelan un complejo de inferioridad con respecto a los pecadores. Él, en el fondo, se revela como un «frustrado». En el fondo del corazón está convencido de que el hermano se lo ha pasado en grande, ha gozado de la felicidad. Mientras que él, por exigencias del reglamento, para no comprometer la honorabilidad de la casa, o para no incurrir en los castigos paternos, estaba obligado a comportarse como es debido. Él debería haber tomado la iniciativa de la fiesta ofrecida al pródigo. Sí, la fiesta para compensar toda la amargura y las decepciones engullidas en los lugares del placer. La fiesta como resarcimiento debido por todo aquel periodo de lejanía de la casa paterna. Él, en el fondo, tenía fiesta todos los días. Era la fiesta de poder hacer la voluntad del padre, de permanecer con él. Era la recompensa impagable de poder obedecerle. ¡Y no el cabrito! Algunas personas piadosas cometen una equivocación mortal cuando confunden la diversión, la disipación, con la felicidad. El mayor no ha comprendido la trágica verdad de la confesión salida de la boca del hermano: «Yo me muero de hambre» (v. 17). No se ha dado cuenta de que es imposible sacar de las criaturas la felicidad. No ha comprendido que el corazón del hombre desborda más allá de las cosas y tiene necesidad de otra realidad. Los alimentos terrenos no le bastan. Por el contrario, hacen que muera de hambre. A largo plazo, los sucedáneos provocan náusea. El mayor no está demasiado seguro de que hacer el bien produzca más alegría que hacer el mal. No está en modo alguno convencido de que hacer la voluntad del padre sea causa de alegría. ¡Qué pena (eufemismo) si no existiera el Paraíso...! Y qué tomadura de pelo si el Infierno estuviera vacío, como aseguran algunos teólogos, o si hubiera sido «va ciado» por Cristo, como canta el Pregón pascual de la Iglesia ortodoxa... 95

Muchos cristianos padecen el mismo complejo de inferioridad en relación con el pecado y quienes lo cometen. No están convencidos de que si, por una hipótesis absurda, el Paraíso resultara abolido, tampoco tendríamos nada que lamentar y nada que cambiar en nuestra conducta. También el mayor habría estado dispuesto a cometer algún desliz, si no hubiera temido dilapidar sus bienes, si no hubiera estado atenazado por el miedo y condicionado por el juicio de los demás. El mayor evita el pecado, no porque tema traicionar al amor, o ensuciar en sí mismo la imagen del Padre, sino porque tiene miedo de manchar su inmaculado certificado de antecedentes penales. No le interesa tanto su relación personal con Dios como tener la conciencia tranquila.

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Consolar por el mal cometido CHRISTIAN Bobin hace una observación verdaderamente insólita: «Lo que buscamos no es tanto ser perdonados como ser consolados por el mal cometido, para poder seguir adelante». En la mejor de las hipótesis, quien ha cometido el mal se mortifica en los remordimientos que, especialmente si uno insiste y se complace en ellos, resultan estériles, y ciertamente no estimulan a «seguir adelante». Quienes se consideran buenos, irreprensibles, son llevados, por lo general, a acusar, juzgar, humillar, culpabilizar y tal vez también a perdonar. En cambio, habría que ser capaces de «consolar» a quien se ha equivocado, por el mal cometido. En el fondo, esto es precisamente lo que hizo el padre del pródigo, el cual, más que perdonar al hijo disoluto y disipador, le consoló por todas las estupideces que había acumulado, por los años de vida desperdiciados en juergas, por los placeres que se había concedido. Le consoló con el banquete, la música, las danzas, y ya antes con el abrazo y los besos. El padre intuyó que a aquel hijo desgraciado había que consolarle, no castigarle y tampoco reprocharle. En el fondo, le resarció por todo aquello que él había «perdido» con aquella vida desquiciada. Esto es precisamente lo que no comprende el hijo ejemplar, el cual, en cambio, se queja de que no ha sido consolado, resarcido con un cabrito por el bien realizado, el trabajo, la fidelidad. Muchos cristianos desearían ser consolados por haberse visto obligados a portarse como es debido, a comportarse decentemente; parece que tienen la pretensión de ser recompensados por las virtudes practicadas (incluidas aquellas que son más bien dudosas). Incluso hay religiosos y religiosas que producen la impresión de que están esperando un resarcimiento por los desprendimientos y las renuncias que han realizado. En otras 98

palabras: ¡paradójicamente, esperan ser consolados por la opción hecha, ser compensados por la perla preciosa encontrada! El corazón de Dios que estalla Concluyo con dos citas. La primera es de D.M.Turoldo: «Esta es una de las páginas más grandes de la misericordia; de algún modo es como decir que el corazón de Dios estalla. Aunque no lo parezca, porque lo propio de Dios es amar en silencio, amar hasta el infinito; amar también cuando se le escupe a la cara: amarnos, a pesar de todo. Amar y basta» (Anche Dio é infelice). La segunda es de Nouwen: «Para descubrir por mí mismo la paternidad espiritual y la autoridad misericordiosa que le pertenece, tengo que dejar que el hijo menor rebelde y el hijo mayor resentido salten a la plataforma para recibir el amor incondicional y misericordioso que me ofrece el Padre y descubrir allí la llamada a "ser acogida" como mi Padre "es acogida". »Solo entonces los dos hijos que están dentro de mí podrán transformarse poco a poco en el padre misericordioso. Esta transformación me lleva a que se cumpla el deseo más profundo de mi corazón intranquilo. Porque ¿puede haber alegría más grande que tender mis brazos y dejar que mis manos toquen los hombros de mis hijos recién llegados, en un gesto de bendición?» (El regreso del hijo pródigo). Chagall va más allá que Rembrandt Se ha convertido ya en un binomio obligado, y un poco trillado: hijo pródigo Rembrandt. El cuadro que deslumbró a H.J.M.Nouwen aparece en una infinidad de carteles, ilustraciones y cubiertas de libros`. Se encuentra por todas partes. Por lo que a mí respecta, confieso que me impresionó extraordinariamente Marc Chagall (1887-1985). Su cuadro es una verdadera genialidad, además de pictórica, teológico-exegética. La pintura, de notables dimensiones (162 cm por 122 cm), realizada entre 1975 y 1976, cuando el artista tenía casi 90 años, es poco conocida porque pertenece a una colección privada. Yo tuve la posibilidad de admirarla en la exposición romana «Chagall de las maravillas» de 2007 (esta obra justificaba abundantemente, por sí sola, el precio del billete de avión). En el centro destacan los dos protagonistas, con ropa bastante común. El rostro del padre expresa, además de la ternura, un cierto cansancio. Sí, el cansancio de esperar. En el ángulo inferior derecho se encuentra el hijo mayor, que mira hacia otro lado y tapa con la cabeza una parte de la cabeza del cabrito. 99

Pero la peculiaridad - la genialidad - de esta obra está en el hecho de que sale del ámbito familiar y se sitúa al aire libre, en público, y tiene como fondo las casas de la aldea. La gente participa masivamente. Es una participación evidente, aun cuando se caracteriza por la discreción. Dos grupos. El de la derecha - más bien reducido-, del lado del hermano mayor, parece expresar perplejidad o al menos sorpresa. El de la izquierda, muy numeroso, comparte evidentemente la emoción y la alegría del padre. Algunos alzan los brazos en señal de fiesta, otros se abrazan; como de costumbre, no falta el violinista. Hay también una muchacha que se acerca, tímidamente, con un llamativo ramo de flores. Son numerosos los niños, tomados de la mano de sus madres. El sol brilla en lo alto. Un gran pájaro rojo pasa sobre la cabeza de todos. Alguien se separa de la multitud y parece que quiere lanzarse hacia los dos protagonistas, pero se contiene, por respeto, como si tuviera miedo de molestar. En suma, una participación coral y, me atrevería a decir, comunitaria. Esta fue la asombrosa intuición de Chagall. Aquello no era ya exclusivamente un asunto de familia, sino un acontecimiento que afectaba a todos, todos se sienten implicados y toman posición. Ningún intérprete, que yo sepa, se había lanzado tan lejos y en profundidad. Poesía y «colores que suenan» (en palabras del autor). Un cuadro que canta y encanta. Esta es la verdadera teología de la belleza, más convincente y fascinante que todos los libros escritos sobre este tema. Estos son los milagros de aquella fantasía de la que pocas veces hablan los predicadores, los cuales, en sus sermones moralizantes sobre la parábola en cuestión, no consiguen producir ni siquiera mínimamente la vibración, la resonancia interior que provoca el cuadro del judío Chagall.

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«Lo arrestaron, lo condujeron y lo metieron en casa del sumo sacerdote. Pedro le seguía a distancia. Habían encendido fuego en medio del patio y estaban sentados alrededor. Pedro se sentó entre ellos. Una criada lo vio sentado junto al fuego, lo miró fijamente y dijo: "También este estaba con él". Pedro lo negó diciendo: "No lo conozco, mujer". A poco, otro lo vio y dijo: "También tú eres uno de ellos". Pedro respondió: "No lo soy, hombre". Como una hora más tarde otro insistía: "Realmente este estaba con él, pues, también es galileo". Pedro contestó: "No sé lo que dices, hombre". Al punto, cuando aún estaba hablando, cantó el gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro; este recordó lo que le había dicho el Señor: "Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces". Salió afuera y lloró amargamente» (Lc 22,54-62). La roca tiene que disgregarse ¿SOBRE qué fundamento se apoya la Iglesia de Cristo? La pregunta podría parecer retórica y la respuesta sabida. La Iglesia está fundada sobre la roca de Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta Piedra construiré mi Iglesia» (Mt 16,18). Sin embargo, yo sospecho que la Iglesia no está fundada sobre aquella piedra, sino sobre las lágrimas que disgregaron la piedra. En efecto, después de la negación, Pedro, «saliendo fuera, lloró amargamente» (Mt 26,75). Marcos dice: «Rompió a llorar» (14,72). Lucas, como se puede constatar en el pasaje que hemos citado al comienzo del capítulo, es el más completo. Por consiguiente, las lágrimas disolvieron aquella roca de seguridad y presunción: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré» (Mt 26,35). «Señor, yo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte» (Lc 22,33). Lo confirma el Evangelio de Juan (21,15-17), donde la encomienda del rebaño a Pedro tiene lugar después de que este, tras el martilleo de una pregunta inquietante («¿Me amas más que estos?»), toma conciencia de su debilidad y necesidad de perdón. A propósito: no sé si entre los requisitos exigidos a un candidato al episcopado, o sencillamente al sacerdocio, se encuentra el fundamental, el primero en absoluto, del amor, y si hay que aprobar el examen sobre la materia específica del amor. No el conocimiento del derecho canónico, ni la cultura, ni la docilidad a la autoridad 102

constituida, no obviamente... las recomendaciones y los apoyos, sino el amor a las personas. «Lo sagrado de la revelación no es un catecismo que orienta hacia las devociones, sino la más alta fiebre de amor que se pueda sentir y sobre la que se pueda escribir» (Erri De Luca en Un papavero rosso all'occhiello senza coglierne il fiore, p. 115). Julien Green cuenta en el Diario el caso de un joven que deja la orden religiosa en la que se encontraba tras reconocer que nunca habría llegado a ser un buen sacerdote porque le faltaba el amor... Así pues, la capacidad de amar es la prueba decisiva exigida por Cristo. Si falta, todo lo demás no sirve de nada. Insisto: únicamente después de que Pedro toma conciencia de que es portador de diversas miserias como todos los demás, se hace digno de confianza a los ojos del Señor. Al ser capaz de amar más que los demás, porque está más necesitado de perdón que los demás, Pedro puede compadecerse de las miserias de los otros y ser instrumento de misericordia, dejando la vestidura del juez. Paradójicamente, no es la roca la que ofrece seguridad, sino las lágrimas. Es decir, la debilidad experimentada, reconocida, perdonada y que se convierte en elemento de compasión y de acogida para todos los pecadores. Ciertamente el pastor, en algunos casos, es llamado también a juzgar, pero su juicio sobre las faltas de otros se convierte necesariamente también en un juicio sobre él mismo. Gustavo Zagrebelsky, que ha pasado una gran parte de su vida en las salas de los tribunales, comenta El Gran Inquisidor de F.Dostoievski' con estas palabras: «El juez está por definición por encima de la persona juzgada. ¿Y cómo puede estar por encima del malhechor alguien que también es malhechor? La imagen del juez que presenta Dostoievski es la de aquel que, al juzgar a los otros, juzga también la humanidad que hay en él y, por tanto, com-padece con aquel a quien condena. Todo lo contrario del juez engreído que se siente la parte mejor de la sociedad, la luz de la virtud contra las tinieblas del vicio».

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Una Iglesia necesitada de perdón EL tema de la Iglesia necesitada de perdón y que, por tanto, solo admitiendo esta condición se hace capaz de misericordia, ha sido desarrollado con rigor, recientemente, por el teólogo Giuseppe Ruggieri'. Retomo algunas de sus observaciones. Ante todo una constatación fundamental: «El contenedor fragilísimo del Evangelio es la Iglesia. Orígenes la compara a la casa de Rajab, la prostituta salvada porque el cordón rojo que cuelga de sus ventanas [la sangre de Cristo cuya memoria está viva en el interior de la Iglesia] le permite resistir a la destrucción de la ciudad. Esta casa está siempre tentada de erigirse en fortaleza asediada y enemiga de las fuerzas del mal, olvidando que vive, en cambio, únicamente de la misericordia del Padre, manifestada en Jesucristo. Ella, por tanto, debe aprender siempre la lógica de la misericordia. Es en la disciplina de la misericordia donde puede aprender a vivir el don y la tarea de la unidad y la apertura a los otros...»'. La Iglesia debe ajustar las cuentas, en primer lugar, con sus propios pecados. «Una Iglesia sin pecado es una pía ilusión o un mito. Es cierto que pronto, ya en el siglo III, bajo el influjo del estoicismo empieza a surgir la nostalgia por la Iglesia de los orígenes como Iglesia perfecta. Pero basta leer la Primera carta de Pablo a los Corintios para caer en la cuenta de que, ya desde los orígenes apostólicos, la lista de pecados presentes en la Iglesia - con la división como el primero de todos - era bastante amplia. »Todos los historiadores saben que el número de los mártires de los tres primeros siglos fue siempre notablemente inferior al de los apóstatas. Es decir, en la Iglesia han morado siempre la santidad y el pecado, a menudo en la misma persona. San Cirilo de Alejandría "ungió" abundantemente con oro los ambientes que contaban en Constantinopla con el fin de ganarlos para su causa contra Nestorio. La violencia de la Inquisición no fue desdeñada, no solo por eclesiásticos corruptos, sino también por santos intachables. La intriga política ha estado presente en los palacios de los pontífices y de los grandes dignatarios eclesiásticos...» 3. Basta ya, por tanto, de pías ilusiones. Hay que tomar nota, serenamente, de la cohabitación, en la misma Iglesia, del pecado y la santidad, de la fidelidad y la infidelidad, de la fuerza y la debilidad, de la verdad y la mentira (referidas al comportamiento de los hombres), de los heroísmos y las infamias, de la grandeza y la mezquindad, de la gracia y 105

la miseria humana. «El oxímoron, es decir, la combinación de dos palabras de significado opuesto, en la imagen de la "prostitu ta casta", expresa con suficiente elocuencia esta cohabitación de pecado y santidad en la Iglesia de Cristo. »Tomado en consideración las investigaciones anteriores, Hans Urs von Baltasar reunió una imponente serie de textos de la tradición, en los que se depositó con variedad de acentos la conciencia de la contradicción de esta cohabitación (Sponsa Verbi, Morcelliana, Brescia 1969, pp. 189-283). »En junio de 1994, el obispo de Roma, Juan Paolo II, al invitar al colegio cardenalicio a una reunión extraordinaria para reflexionar sobre los problemas más significativos que se imponían en el umbral del tercer milenio, recordaba "las numerosas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe" y concluía que "la Iglesia es ciertamente santa, como profesamos en el Credo; pero es también pecadora, no como cuerpo de Cristo, sino como comunidad de hombres pecadores"»'. Queda clara, pues, la insistencia de este papa al invitar a la Iglesia a pedir perdón y hacer penitencia por sus culpas. La Iglesia vive del perdón de Dios Hay una oración significativa que se lee en la liturgia del lunes de la tercera semana de Cuaresma: «Haz, oh Señor, que la acción continua de tu misericordia purifique y proteja a tu Iglesia y, dado que sin Ti no puede ella permanecer incólume, gobiérnala siempre con tu gracia». Sin el amor misericordioso del Señor la Iglesia no puede permanecer «incólume». Se podría decir con realismo que no se mantendría en pie. Comenta el teólogo G.Ruggieri: «En esta oración, la Iglesia se entrega a sí misma a la misericordia del Señor. La Iglesia confía su necesaria purificación y su necesario fortalecimiento a esta misericordia, al perdón de Dios». Por eso es necesario subrayar con fuerza este dato: la Iglesia vive del perdón de Dios, y no de otra cosa. En el Salmo 51 leemos: «Contra ti, contra ti solo pequé» (v. 6). Precisa Ruggieri: «La expresión "contra ti solo" no significa que el pecado no sea también contra los hermanos. Sería ingenuo y propio de ignorantes pensar que un piadoso israelita, al orar aquel salmo, desconociera las consecuencias del pecado del individuo para todo el pueblo. Pero el "contra ti solo" significa que los creyentes reconocen el pecado y su naturaleza solamente después de haber conocido la misericordia dulce y terrible (porque es precisamente la misericordia la que contiene el juicio último) del Señor, aquella misericordia que dura eternamente, como su fidelidad. Y nosotros, los cristianos, 106

comprendemos el abismo del pecado de la Iglesia, y del nuestro, solo después de haber contemplado al Crucificado, el perdón sin límites, la infinita ternura de la gracia desarmada de Dios. »Dicho entre paréntesis: hoy se denuncia, desde diferentes partes, con acentos doloridos, la pérdida del sentido del pecado. Un diagnóstico demasiado fácil y previsto. Pero el problema es: ¿cómo reencontrar este sentido del pecado? Me que una solución que nunca se propone es esta: manifestar misericordia, manifestar una misericordia aún más grande, en vez de abandonarse a las desaprobaciones estériles y a las condenas. Es ante el espejo de la misericordia (que es también juicio, pero juicio que brota del amor), la misericordia expresada por el Crucificado, y no frente a un código, donde el hombre tiene la posibilidad de descubrir su propio pecado. »Ante el Crucificado, el don-por-nosotros sin reservas, ante el perdón que constituye la lógica profunda de la entrega absoluta del Hijo de Dios que por nosotros fue hecho pecado y maldición, descubrimos la profundidad del pecado que está por entero en la lógica de la "presa" (harpagmós: Flp 2,6), de la posesión celosa de lo que somos y se nos ha dado. Nosotros que venimos de los demás, que nos descubrimos a nosotros mismos solo porque los demás nos miran, en el pecado, en cambio, nos poseemos a nosotros mismos y a los demás a partir de nosotros... El pecado surge cuando, en vez de la gratitud y del "sí" dado al otro, para alcanzar la certeza de sí mismo y de la realidad, el hombre se sitúa sin o contra el otro... »Cuando el hombre encuentra la capacidad de confesar la misericordia continua de Dios, solo entonces se encuentra a sí mismo como don, como gracia, y vive en la gratitud y en la alegría que nace de ella, la alegría que hemos experimentado desde niños cuando hemos sido perdonados por las personas que nos amaban. Solo entonces el hombre vive en el respeto y en la veneración del otro y de las cosas, ya que el amor "no es irrespetuoso ni busca su interés" (1 Co 13,5)... »Entonces somos instruidos por aquel que es manso y humilde de corazón (Mt 11,29). Entonces, según la bellísima metáfora presente no solo en el cristianismo, el hombre re-nace, es decir, se recibe de nuevo a sí mismo, como se había recibido a sí mismo en el primer nacimiento que había negado con su acto de depredación, renegando el don que le había hecho nacer, que le había dado a sí mismo. »Y la Iglesia entera es santa porque vive de este perdón, de esta miseratio continuata que la purifica y la fortalece... »s. Nos gusta hablar de «renovación» o «reforma» de la Iglesia. Según el diagnóstico anterior, pienso que se debe hablar más bien de «re-nacimiento» de la Iglesia. Y este «nuevo nacimiento» consiste en recibirse como don, más aún, como per-dón.

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Misericordia continuada El hecho es que la Iglesia, a menudo, al situarse fuera de la confesión que solo el Espíritu hace posible, cede a la autocomplacencia o, en la mejor de las hipótesis, a la autojustificación (con el apoyo, no siempre desinteresado, de apologistas titulares). Es necesario, entonces, «comprender de nuevo el significado de las virtudes, superando la fase de su restricción individual. Las virtudes no son actos aislados, sino actitudes, "hábitos", como los llamaban los autores escolásticos. El estado de penitencia no está constituido por una mirada lanzada al espejo, para arreglarse el pelo antes de presentarse ante los demás. »El estado de penitencia está constituido por la práctica de las virtudes, es decir, de los hábitos contrarios a los que han generado cada pecado. Humildad, pobreza, obediencia, castidad (violada repetidamente en los diferentes matrimonios con el poder y el consenso mundano), respeto, satisfactio, es decir, restitución de lo que se ha defraudado (en primer lugar, el derecho del otro), no son, por tanto, gestos aislados, extemporáneos. Y tampoco son virtudes y actitudes penitenciales del individuo, sino que deben señalar en primer lugar los rasgos del rostro de una Iglesia penitente, que invoca y recibe el per dón, que administra establemente, como tesoro delicadísimo, la misericordia continua de la que ella goza en primer lugar»6. Se trata, por tanto, de descubrir el significado profundo del término «acogida»: «La Iglesia surge en una acogida, la del Padre que nos acoge en su Hijo, y vive de esta acogida, de la miseratio continuata, que ella experimenta semper... El ser eclesial es radicalmente "ser acogidos" por el Padre en Jesucristo. Una Iglesia capaz de acoger no quiere decir otra cosa, en primer lugar, que una Iglesia que ha sido acogida y, habiendo experimentado de este modo en sí misma y por sí misma la acogida que le viene del Padre en su Hijo crucificado, es capaz, en virtud de esta experiencia, de manifestarla a los demás. Es una Iglesia penitente y conmovida, por el perdón y la acogida del Padre, la que es capaz de acoger al otro y conmoverse por él. »Pero precisamente este es el sentido más profundo del gesto del papa al pedir perdón, a saber: presentar al mundo el rostro de una Iglesia penitente y conmovida por la misericordia del Padre, y no una Iglesia soberbia y triunfalista. En la petición pública de perdón, pronunciada en el acto más central de la Iglesia dado por su liturgia, está inscrita objetivamente la imagen de una Iglesia acogida aún antes de ser ella misma acogedora, una Iglesia que no olvida su pecado y la necesidad de ser perdonada». Compartir el don de la acogida «Hay que disipar un malentendido: la acogida no es algo que la Iglesia hace a los demás, sino algo que la Iglesia recibe ella misma y, por tanto, comparte con los demás. Es decir, 108

la Iglesia recibe acogida e invita gozosamente a los demás a compartir esta experiencia; invita a recibir, junto a ella, la acogida del Padre. »Esto significa que la acogida del otro no tiene lugar en el umbral o en el vestíbulo, donde se hace esperar al cartero para estampar una firma. La acogida, en cambio, tiene lugar en la mejor habitación, donde se reúne la familia, para que el huésped pueda compartir la intimidad de la familia». Se trata de una acogida que no se realiza en la periferia, sino en el centro de nuestro corazón y del corazón de la comunidad creyente y penitente. No podemos limitarnos a ser «burócratas de la acogida». Al final de su vida, Lutero pronunció una frase sorprendente: «Wir sind alle Bettler», es decir: «Todos somos mendigos». Mendigos necesitados de perdón y de acogida. Por eso, «el rostro que deberemos mostrar a los demás, en una com-pasión efectiva, en un logro efectivo de la experiencia común a todos los seres humanos, que el cristiano descubre no como superestructura, sino como condición radical de los hombres y las mujeres, cualquiera que sea su fe, su raza, su cultura»', es el rostro de quien se siente «mendigo» junto con los demás. Giuseppe Ruggieri8 concluye su análisis con una afirmación sintética: «La Iglesia es la visibilidad de la acogida del Padre». Se podría decir también que «la Iglesia es la visibilidad de la justicia de Dios que es acogida del pecador». Ahora bien, si esto es así, «todas las estructuras de la Iglesia, si quiere ser fiel a la cruz, tienen que reflejar la gratuidad con la que Dios es justo, es decir, su misericordia y su acogida» 9. La acogida es cuestión de pobreza Entre los numerosos debates del Concilio Vaticano II, el de la pobreza de la Iglesia y la Iglesia de los pobres fue sin duda el más delicado y... embarazoso. No es casual que hoy haya quedado casi totalmente olvidado. Lamentablemente, de aquel debate han quedado pocas huellas. Una de las más significativas es la que encontramos en el capítulo 8 de la constitución Lumen gentium. Es interesante notar cómo el tema tratado es el de la visibilidad de la Iglesia, que aparece estrechamente vinculado al misterio del Verbo encarnado, en una dimensión específica de pobreza. Así: «Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios" (Flp 2,6) y "siendo rico, por nosotros se hizo pobre" (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. 109

»Cristo fue enviado por el Padre a "llevar la Buena Noticia a los pobres y poner en libertad a los oprimidos" (Lc 4,18), para "buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10), así también la Iglesia abraza con su amor (amor circumdat) a todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. »Pues mientras Cristo, "santo, inocente, inmaculado" (Heb 7,26), no conoció el pecado (2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Heb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores y, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (LG 8). Comenta G.Ruggieri: «Se trata de uno de los textos más elevados para la concepción de la misión de la Iglesia en el mundo que nos haya dejado el Vaticano II, pero también uno de los textos más desatendidos y a menudo contradichos en la práctica. Una Iglesia acogedora, por extraño que pueda parecer, no es una Iglesia rica, sino una Iglesia pobre; no es una Iglesia poseedora, sino una Iglesia mendicante» («Todos somos mendigos...»). Concluyamos con una reflexión realista: «En los hechos asistimos a menudo al movimiento contrario a esta lógica. La acogida cristiana tiende, en efecto, a asimilarse a la asistencia prestada por las instituciones sociales, si de hecho no las sustituye, porque a menudo la gestión social de la asistencia se muestra más eficaz y con mayores garantías... »De una cosa deberíamos ser conscientes, a saber: del hecho de que la riqueza de la Iglesia es el peor obstáculo para el anuncio del Evangelio. Si alguien tiene más hilo para tejer que el que tuvo en la mano nuestro Señor, que lo utilice. Queda por saber si ese hilo es aquel con el que se teje el traje del reino»10.

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«Id a aprender lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9,13; cf. Os 6,6). Los destinatarios inmediatos del áspero reproche de Jesús son los fariseos, observantes escrupulosos, expertos de la Ley en cada una de sus tildes, en cada uno de sus mínimos detalles. Ellos se remiten a la Ley, porque esta sería la máxima expresión de la voluntad de Dios. Y Jesús les suspende inexorablemente. Todavía no habéis comprendido nada. Dios «quiere» la misericordia y no los sacrificios. La misericordia y no la aplicación rígida de la Ley. La misericordia y no las condenas. Si es verdad que en cada uno de nosotros corre sangre farisea (sería oportuno que hubiera análisis de sangre en este sentido: tendríamos sorpresas inquietantes para nuestra salud...), aquel suspenso inexorable nos afecta. Podemos gloriamos de licenciaturas, diplomas, competencias en diferentes campos; ser expertos en derecho, ética, mística; enseñar moral; haber escrito arduos libros de teología... Pero si no hemos aprendido la misericordia, a los ojos de Jesús somos analfabetos, los últimos de la clase. Necesitamos desaprender los libros, los artículos de nuestros reglamentos, y empezar a comprender la misericordia. Misericordia es acogida, no exclusión. Compasión, no juicio. Abrazo, no dedo que apunta contra alguien. Misericordia quiere decir tener corazón para las miserias de los demás, de cualquier género (aquellas miserias que, ante todo, alojamos dentro de nosotros). Si no aprendemos la misericordia, engrosamos las filas de aquellos a quienes Pablo define «sin corazón»: «...llenos de envidia, homicidios, discordias, fraudes, perversión; son difamadores, calumniadores, enemigos de Dios, soberbios, arrogantes, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, sin juicio, desleales, sin corazón, sin misericordia...» (Rm 1,29-31). La misericordia, antes aún que las obras de misericordia. En efecto, la misericordia es ante todo una actitud, un modo de sentir, un modo de ver («ver con el corazón»). «Id y aprended...». A cualquier edad es siempre posible aprender esta materia. Es siempre posible ir a «clases de recuperación». Recuperación también de todas las 112

ocasiones perdidas, de todos los incumplimientos, de todos los signos negados. Él no nos reprochará por no haber leído ciertos libros, por no haber hecho determinados estudios, por no haber aplicado rigurosamente las normas del código de derecho canónico. Dirá sencillamente: «¿Era tan difícil comprender que yo quiero misericordia y que vosotros debéis ser instrumentos de mi misericordia? ¿Qué no me interesan vuestras renuncias, vuestras mortificaciones, si después renunciáis a ser misericordiosos, si os obstináis en mortificar el corazón, en sofocar la sensibilidad? »¿Era tan difícil comprender que si Yo cerrara los brazos de la misericordia, si cerrara las puertas a quien no se ha comportado de manera intachable, mi cielo estaría vacío? »¿Era tan difícil comprender que no me contento con los primeros de la clase, los "justos"? »¿No habéis caído en la cuenta de que no hay una bienaventuranza relativa a los legalistas, pero hay una destinada a los misericordiosos (Mt 5,7)?». Avaros de misericordia Algunas observaciones conclusivas. Dios es infinitamente rico en misericordia (Ef 2,4). Y nosotros no podemos administrar ese patrimonio inmenso con la mentalidad de un avaro o de un burócrata puntilloso. Debemos, en cambio, ser «pródigos» en misericordia, derrochar aquel patrimonio que crece en la medida en que lo distribuimos a manos llenas. Caigamos en la cuenta de que en el campo de Dios hay demasiada misericordia inutilizada. Otra indicación práctica: urge experimentar una Iglesia de la misericordia «de hecho» y no de palabra... Por último, tres citas bastante pertinentes: «Quien se siente condenado no va de buena gana a encontrarse con el juez. Tal vez quien se sienta amado dé un paso...» (Franco Cecchin). Julien Green precisa en su monumental Diario: «Si tuviera que partir esta tarde y me preguntaran qué es lo que más me ha conmovido en este mundo, tal vez diría que es el paso de Dios en el corazón de los seres humanos. Todo se pierde en el amor. Aunque seamos examinados de amor, no es menos cierto que seremos examinados por el Amor, 113

es decir, por Dios». Y, en una entrevista, confiaba que cultivaba una gran esperanza: la de encontrar en Dios, el día en que compareciera ante él, al «Gran Perdonador».

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«Sentado frente al cepillo del templo, observaba cómo la gente echaba monedillas en el cepillo. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda pobre y echó unas monedillas de muy poco valor. Jesús llamó a los discípulos y les dijo: "Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que todos los demás. Pues todos han dado de lo que les sobra; pero esta, en su indigencia, ha dado cuanto tenía para vivir"» (Mc 12,41-44). El dinero que desaparece y el que queda ¿DÓNDE han ido a parar las dos monedillas de la viuda? El dinero echado con ostentación y debidamente publicitado por los otros desaparece y, por mucho que echen, se pierde. La arrogancia, la hipocresía, la ostentación, la vanidad, las declaraciones solemnes, las amenazas, las maniobras diplomáticas, las estrategias políticas y la severidad legalista no son ciertamente el tesoro de la Iglesia, sino que la empobrecen. Por fortuna tenemos el depósito continuamente alimentado por los humildes, los sencillos, la gente que no cuenta. Dinero contante: fe, generosidad desinteresada, sacrificio, fatiga cotidiana, fidelidad sufrida, entrega oculta, coherencia, oración, Evangelio tomado en serio. Y además, humanidad, sentido común, equilibrio, piedad, misericordia, compasión. Este es el verdadero tesoro de la Iglesia. Estas son sus riquezas. Los otros se engañan pensando que echan mucho, y que son los custodios, los banqueros que administran el depósito. No dejan de auto-celebrarse, de exhibirse. Estos, en cambio, dan todo con espontaneidad, naturalidad, como si fuera la cosa más normal del mundo. Los primeros son custodios del vacío, del aparato, de las estructuras, de la apariencia. Los últimos, continuadores del gesto de la viuda pobre, son los que mantienen en pie la construcción. Los primeros son el escaparate, y se exhiben abusivamente y con evidente complacencia. Pero son los otros los que aseguran los suministros. Sin saberlo, remedian los daños 116

provocados por los hombres del aparato e impiden que la empresa quiebre. El templo se sostiene, se mantiene en pie, gracias a dos monedas que echa con regularidad quien - literalmente - no cuenta nada. Aunque no nos demos cuenta, aunque quienes se consideran los señores de la casa no caigan en la cuenta, el peso de la construcción se encuentra sobre la espalda de la viuda pobre. Es ella la que asegura su supervivencia.

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En público, no en privado Es algo más que sabido que también los sacerdotes van a confesarse («¿cuántas veces?»... no lo sé). E incluso los obispos (el mío iba al seminario y se confesaba con un sabio padre lazarista, que gozaba de fama de santidad). Incluso el papa dispone de un confesor y consejero de confianza. En efecto, todos somos pecadores, necesitados del perdón de Dios. No obstante, esta constatación no es suficiente. Sería necesario que, al menos alguna vez, el reconocimiento de nuestras culpas tuviera lugar, no en el secreto de una habitación, o de un confesionario, sino en público, ante una asamblea de fieles que, después de todo, son los que padecen las consecuencias de nuestras faltas e incumplimientos. No hay necesidad de mostrar delante de todos los trapos sucios de nuestra esfera más íntima. Bastaría el humilde reconocimiento de nuestros pecados como hombres a quienes se les ha confiado la Palabra, encargados de llevar la «buena noticia». Sería suficiente que reconociéramos que hemos traicionado al Evangelio. Y aquí debo hacer una premisa fundamental. Que quede claro que estoy hablando de mí. No quiero poner en el banquillo de los acusados también a mis hermanos. Porque esta es una tecla que, incluso cuando se golpea suavemente, pone de punta nervios demasiado sensibles y provoca reacciones crispadas. Lo hice una vez, a través de un librito que llevaba en el título, a modo de precaución, signos de interrogación: «La homilía ¿prueba de la fe?». La cosa no resultó bien. De hecho, provoqué un avispero. Alguien, indignado, escribió cartas de protesta al obispo, que se vio obligado a llamarme a la prudencia. Me habían acusado de haber lanzado acusaciones sin ton ni son. Por consiguiente, no implico a otros, ni tampoco pretendo interpretar los sentimientos, entre otras razones porque nadie me ha autorizado para hacerlo. Hablo exclusivamente de mí y considero que es más que suficiente. Después de más de 53 años de sacerdocio debo encontrar el valor de admitir, sobre el papel, abierto a todos, sin fingimientos o tácticas diversivas, y sin aducir fáciles atenuantes, mis 119

remordimientos como hombre de la Palabra y como anunciador del Evangelio. Me siento obligado, de inmediato, a confesar que «he pecado mucho» sobre todo de «palabras» (demasiadas) y «omisiones» (aún más). Que ha habido un desfase evidente entre el uso desenvuelto e incluso desproporcionado de las palabras y las ilustraciones prácticas, en mi vida, de ellas. La autoridad no resulta perjudicada No me refugio en la excusa manida según la cual si uno reconoce que se ha equivocado, su autoridad (o su condición de persona autoritativa) resulta perjudicada. Más bien, debo ocuparme de adquirir de nuevo fatigosamente la credibilidad. Especialmente en los numerosos casos en que me resulta fácil reprochar con aspereza o apuntar con el dedo contra los oyentes. Y aquí recuerdo el cara a cara entre el cardenal Federigo y el pávido don Abbondio. Un asunto espinoso, embarazoso para ambos. El superior tiene el deber de hacer que el sacerdote tome conciencia de su cobardía, del miedo frente al prepotente de turno, porque las consecuencias las han sufrido dos pobrecitos indefensos. Al final de las ceremonias oficiales, Federigo se retira a la casa del párroco. Aquí, después de haber despachado los asuntos de la parroquia, después de haber andado con rodeos, el arzobispo afronta el tema candente. El coloquio se desarrolla entre el apremio de las preguntas precisas del cardenal y la precipitación en las respuestas de justificación de don Abbondio. Merece la pena releer el desarrollo del intenso diálogo entre los dos, en las páginas magníficas de Los novios (capítulos XXV y XXVI). Bastará recordar algunas preguntas del prelado: «"Y cuando os habéis presentado a la Iglesia", dijo, con acento aún más grave, Federigo, "para haceros cargo de este santo ministerio, ¿os ha asegurado ella vuestra vida? ¿Os ha dicho que los deberes inherentes al ministerio estaban libres de todo obstáculo, inmunes contra todo peligro? ¿Os ha dicho acaso que donde empezara el peligro, allí cesaría el deber? ¿O no os ha dicho expresamente lo contrario? ¿No os ha advertido que os mandaba como un cordero entre los lobos? ¿No sabíais vos que había violentos, a quienes podría desagradar lo que se os ordenara a vos? Aquel de Quien recibimos la doctrina y el ejemplo, a imitación de Quien nos dejamos llamar y nos llamamos pastores, viniendo a la tierra a ejercer este oficio, ¿puso acaso como condición salvar su vida? Y para salvarla, para conservarla, digo, unos días más sobre la tierra, en detrimento de la caridad y el deber, ¿eran precisas la santa unción, la imposición de manos, la gracia del sacerdocio?... ¿Qué sería la Iglesia, si ese lenguaje vuestro fuera el de todos vuestros hermanos?"». 120

Don Abbondio, bajo aquel chaparrón, escucha «cabizbajo». Y no encuentra una justificación mejor que la célebre frase: «Estaré equivocado... el valor, uno no se lo puede dar». Y llegamos al punto que nos interesa en relación con la reflexión iniciada. Llega un momento en que don Abbondio estalla: «"Es porque aquellas caras las vi yo", se le escapó a don Abbondio, "y aquellas palabras las oí yo. Vuestra señoría ilustrísima habla muy bien; pero habría que haber estado en el lugar de un pobre cura, y haberse encontrado en aquel trance". »Apenas hubo pronunciado estas palabras, se mordió la lengua; se dio cuenta de que se había dejado llevar demasiado por la ira, y dijo para sí: "Ahora viene el chaparrón". Pero, alzando recelosamente la mirada, se quedó asombrado al ver la expresión de aquel hombre, que nunca conseguía adivinar y entender, al verlo, digo, pasar de aquella autoridad grave y reprensora a una gravedad contrita y pensativa. »"¡Desgraciadamente!", dijo Federigo, "tal es nuestra mísera y terrible condición. Debemos exigir rigurosamente de los demás lo que solo Dios sabe si estaríamos dispuestos a dar: debemos juzgar, corregir, reprender; ¡y sabe Dios lo que haríamos en el mismo caso, lo que hemos hecho en casos parecidos! Pero, ¡ay si yo tomase mi debilidad como medida del deber ajeno, como norma de mi enseñanza! Y, sin embargo, no hay duda de que, junto con las doctrinas, yo debo dar ejemplo a los demás, no asemejarme al doctor de la ley, que carga a los otros con pesos que no puede soportar, y que él no tocaría con un dedo. Pues bien, hijo y hermano mío; como los errores de los que gobiernan son a menudo mejor conocidos por los otros que por ellos mismos; si vos sabéis que yo, por pusilanimidad, por cualquier respeto humano, he descuidado alguna obligación mía, decídmelo francamente, hacédmelo ver; a fin de que, donde ha faltado el ejemplo, lo supla al menos la confesión. Reprochadme libremente mis debilidades; y entonces las palabras adquirirán más valor en mi boca, pues sentiréis más vivamente que no son mías, sino de Quien debe darnos a vos y a mí la fuerza necesaria para hacer lo que prescriben". »"¡Oh, qué hombre tan santo!, ¡pero qué tormento!", pensaba don Abbondio: "Hasta consigo mismo, con tal de hurgar, remover, criticar, inquirir: hasta consigo mismo". Dijo luego en voz alta: "¡Oh, monseñor!, ¿se burla de mí? ¿Quién no conoce la fortaleza de espíritu, el impávido celo de vuestra señoría ilustrísima?", y agregó para sí: "Hasta demasiado". »"Yo no os pedía un elogio, que me hace temblar", dijo Federigo, "porque Dios conoce mis faltas, y lo que también yo conozco, basta para confundirme. Lo que hubiese querido, lo que quisiera es que nos confundiésemos juntos ante Él, para confiar juntos. Quisiera, por amor a vos, que entendierais cuán opuesta es vuestra conducta, cuán opuesto es vuestro lenguaje a la ley que predicáis, y según la cual seréis juzgado"». 121

Giovanni Papini declara abiertamente que no está de acuerdo con este «arranque de humildad», por el que el cardenal, hablando vulgarmente, «se habría bajado los pantalones» frente a un «desdichado cura de pueblo». Con una perspicacia muy distinta, Cesare Angelini, uno de los más agudos y apasionados intérpretes del Manzoni, reconoce que aquellas se pueden contar entre las palabras más elevadas que se han oído en la Iglesia. Y observa: «Hay un paso imprevisto, la revelación de una virtud nueva. Aquí está el secreto para comprender la profundidad de la confesión, imprudentemente juzgada como "una salida puramente retórica". Porque ahora ya no habla el superior, sino el santo; y el santo puede bajar, más aún, tiene necesidad de bajar a este nivel: ponerse en la piel del acusado y hacerse acusado él mismo. Frente a su párroco, el cardenal se siente desarmado, por el hecho de que vive lejos de los líos en que se encuentra el cura. Siente que, para hacer pensar a este hombre, hay que bajar a su nivel, suprimiendo toda distancia jerárquica y moral. De hecho, don Abbondio, dice Manzini, pensaba en su interior: "¡Oh, qué hombre tan santo!", y, por esta vez, aquí no se dice con ironía»'. Yo no pretendo pasar por un hombre santo. Ni siquiera lo intento. Sería ridículo. Pero debo convencerme de que la humildad está en la base de quien tiene la misión de anunciar la Palabra. Humildad que significa admitir la distancia, la desviación, la desproporción, la insuficiencia, la incoherencia. Y pedir abiertamente perdón por todo ello. Instrucciones antes del uso Debo finalmente encontrar el valor (hasta ahora no lo he tenido nunca, pero pienso que, al contrario de lo que pensaba don Abbondio, «el valor, uno se lo puede y debe dar») para empezar la homilía con estas «instrucciones antes del uso», como se hace con los medicamentos: «Que quede claro que no cumplo suficientemente la página del Evangelio que me dispongo a comentar... Me resulta muy difícil poner en práctica estas cosas por los siguientes motivos...». Y tal vez concluir: «Esforcémonos juntos, ayudémonos mutuamente a no quedarnos demasiado lejos de las exigencias evangélicas...». O bien, en lugar del inocuo: «¡Alabado sea Jesucristo!» (a lo que algunos, mentalmente, responden: «¡Por fin!»), declarar en voz baja: «Perdonadme...». En la sacristía Siempre me complace que se presente alguien en la sacristía para felicitarme: «¡Qué hermosa homilía!». Y mejor aún si la felicitación tiene lugar en el pórtico, con otras personas que asienten, no se sabe con cuánta convicción. 122

En cambio, debería pedir a mis oyentes que se acercaran a decirme con franqueza (la famosa parresía) lo que no está bien, lo que no encaja, lo que chirría. Que me hicieran caer en la cuenta de mis culpas concretas en relación con lo que he predicado. No tengo el derecho de responder, como aquel conocido personaje eclesiástico que, frente a un cristiano «crítico» que le hizo notar que «se había andado por las ramas» con respecto a lo que la gente esperaba en aquella circunstancia, replicó, molesto: «¡Cállese! Lo primero que usted tiene que hacer es rezar...». La humildad no solo me haría más creíble, sino que haría más creíble el mismo Evangelio. Del verbo escuchar Me siento tranquilo repitiéndome aquellas palabras del Evangelio: «Quien a vosotros os escucha a mí me escucha; quien a vosotros os desprecia a mí me desprecia» (Lc 10,16). Frente a ciertas sorderas evidentes me resulta fácil concluir: mis palabras son incómodas, como es incómodo el Evangelio. Quien cierra los oídos demuestra que no quiere escuchar la Palabra de Dios. Más bien debería preguntarme honestamente: y yo, ¿le escucho de verdad a Él? Me refiero a la actitud de escucha que implica obediencia, disponibilidad para actuar. Y, en este caso, ya no me siento tranquilo Palabras envueltas en otras palabras En la proclamación del Evangelio, con mucha frecuencia me doy cuenta de que envuelvo las palabras con otras palabras. Por el contrario, debería envolverlas en un velo transparente de silencio que las hiciera «elocuentes». El silencio se convierte en la palabra más elocuente. Es el medio más eficaz para hacer que las palabras penetren profundamente en el ánimo de quien las escucha. ¿Dónde empieza la preparación? Un sacerdote confiaba que suele empezar a preparar la homilía del domingo el lunes anterior. Esto no me convence del todo y desearía precisar en qué consiste la preparación. ¿Silencio, reflexiones, lecturas apropiadas, oración? Ciertamente se trata de cosas necesarias.

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Yo, sin embargo, pienso en una preparación de otra clase, que me falta con demasiada frecuencia. Me refiero a la confrontación personal, directa, desgarradora, con la página del Evangelio que debo comentar. Para verificar en qué punto me encuentro y, tal vez, tener remordimientos. El anuncio del Evangelio debería ser, antes que nada, un tormento para mí. A propósito de la improvisación Prosigo con mi confesión personal. Alguna vez me glorío de saber improvisar, según el público que tengo delante y su capacidad de atención. Olvido que, como se ha observado con agudeza, «la improvisación no se improvisa». En mi caso estoy autorizado a improvisar si demuestro una gran familiaridad con el Evangelio, si he asimilado sus paradojas, si he masticado largamente sus exigencias y las he hecho mías. El bagaje de la improvisación es, paradójicamente, la preparación esmerada. Y, sobre todo, la preparación en el nivel existencial, no en el cultural. ¿Dónde han ido a parar los «ejemplos» de antaño? Antes, en la predicación, solía adornar el discurso con los llamados «ejemplos» para hacerlo menos indigesto, para no aburrir. Y también los más soñolientos, en aquel punto fatídico, reprimían los bostezos y aguzaban el oído para escuchar las anécdotas edificantes. Por lo que a mí respecta, hoy recurro con más facilidad a las citas reunidas aquí y allí. Por el contrario, debería poner ejemplos concretos. Los míos, por supuesto. Y no debería tener necesidad de exhibirlos. Todos podrían intuir algo de ellos. En la Primera carta a los cristianos de la comunidad de Corinto, Pablo les exhorta: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Co 11,1). Es como si dijera: aunque olvidéis mis palabras, tenéis siempre la posibilidad de recordar mis ejemplos. Los ejemplos quedan grabados en la memoria del corazón. Lo que seduce no son las palabras brillantes. Lo que habla y fascina es la vida misma. Y yo, lo admito sin dificultad, no he llegado ni siquiera de lejos a esta meta. ¿Sembrador de esperanza? El padre Ernesto Balducci nos ha hecho esta confidencia: «Si me preguntaran qué 124

certeza desearía tener en el momento de morir, respondería que la única certidumbre que haría sereno mi paso sería la de haber distribuido a los hombres la esperanza». En este momento, yo no poseo esta certeza. Me siento culpable, por el contrario, de no haber captado en mis homilías las preguntas reales; de no haber percibido, a través del lenguaje de los ojos y los rostros, las imploraciones de ayuda, de una frase de consuelo y de aliento. Me siento culpable de no haber advertido los dramas, problemas y desesperaciones de quien estaba ante mí. En el fondo, los seres humanos buscan una palabra que les ayude a esperar a pesar de todo. Restituir la virginidad a las palabras profanadas Al disponerme a concluir mi confesión pública de sacerdote infiel a la Palabra, no formulo propósitos, sino que me asocio a la aspiración expresada por el amigo don Luigi Pozzoli: «Hay un deseo que he cultivado en estos años de trabajo pastoral y que desearía conservar: el de confiarme, en las homilías y en la catequesis, a un lenguaje sencillo, transparente y, si fuera posible, poético, no por el gusto de un esteticismo solamente decorativo y, por tanto, estéril, sino porque el lenguaje poético, abierto a lo imaginativo, es el único que con su fuerza alusiva puede evocar algo de la insondable profundidad de Dios. »Hay que reinventar el lenguaje, restituir a las palabras la virginidad perdida. »Encontrar un lenguaje nuevo es difícil. »Por otro lado, no se puede pensar en comunicar con un lenguaje manido, que puede tener una larga historia, pero que ciertamente no tiene futuro». Tengo que convencerme de que si maltrato las palabras y las uso con demasiada desenvoltura, las hago repetitivas y, en el fondo, profano la Palabra, la desvalorizo. Envidia Y comparto también la envidia expresada igualmente por don Luigi Pozzoli. Envidia de aquellos «que hablan de las cosas de Dios de modo extraordinario: con respeto, delicadeza, ternura, sabiduría que es a la vez luz y sabor». Se trata de personas «que enamoran porque no enseñan, sino que celebran, no se dirigen solo a la mente, sino que hacen que dance todo el ser de quien tiene la suerte de acercarse a ellas. Conozco a varias» 3. También yo. ¡Qué hermoso sería ser una de ellas! 125

Y poder orar: «Hazme palabra susurrada de Tu discreta invitación» (Beppe Pierantoni). Invocación «Oh Señor, concédeme el don de la palabra. »Dame una palabra que tenga el calor de la amistad, la palabra que tenga un estremecimiento de estupor, la palabra que ilumine como una sonrisa, la palabra que consuele como una caricia. »Dame algo de tu palabra, que desarmaba los corazones endurecidos y encendía la esperanza en las multitudes. »Da a mi palabra el soplo de tu Espíritu para celebrar siempre con alegría, delante de todos, esta hermosa e incomparable noticia: que Tú eres únicamente amor»'.

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«Guardaos de los letrados. Les gusta pasear con largas túnicas, que los saluden por la calle, buscan los primeros asientos en las sinagogas y los mejores puestos en los banquetes...» (Mc 12,38-39). «Les gusta ocupar los primeros puestos en las comidas y los primeros asientos en las sinagogas; que los salude la gente por la calle y los llamen maestros» (Mt 23,6-7). Las largas vestiduras no se han acortado... ENSEÑABA E.Mounier: «Nunca se sobrevalorará bastante la importancia de la vanidad junto a la del miedo y el sexo en los impulsos humanos». La vanidad y la ambición - bastante arraigadas en el corazón del hombre constituyen un pecado contra el primer mandamiento, sobre todo cuando echan raíces y se desarrollan en el campo eclesial. Títulos, honores, ropas pomposas y llameantes, especialmente cuando son «vestidas» con evidente complacencia, con la torpe pretensión de atraer la atención sobre el «pobre hombre» que está debajo - normalmente a gusto - terminan, no digo por oscurecer la gloria de Dios (faltaría más: esta posee tal esplendor que fulmina ciertas «chispas» de feria religiosa), sino por distraer indudablemente la atención de Aquel al que pertenecen, en exclusiva, la gloria, el honor y el poder (Ap 4,11). Aquellas cosas no son un reflejo, y ni siquiera un signo de la majestad divina, sino que representan una torpe imitación, una caricatura de ella. Constituyen una barrera pesada, además de pretenciosa. Se podría decir que son, como los ídolos, «muñecos» (Vahanian), o «caricaturas» de Dios (Lutero). Un día, antes del comienzo de una celebración, me encontré en la sacristía frente a un prelado de mediana estatura, vestido de rojo desde el solideo hasta los calcetines (y dudo si hasta las uñas de los pies). Al verme atónito e incómodo, se justificó: «Trata de comprender; a la gente le gusta. Por lo demás, hace falta tan poco para contentarla...». Era como si quisiera decir: no lo hago por complacerme, sino para no decepcionar a la gente. Pero no es así. Nos gusta a nosotros. A la gente sencilla - excepto a algún tonto o 128

algún maestro de ceremonias remilgado - le gusta la sencillez, la modestia, la humildad. San Juan Crisóstomo hace este diagnóstico descarnado: «Los honores que se dan ordinariamente a los sacerdotes son ocasión de una infinidad de males... Ellos se exponen a los ataques de dos pasiones contrarias: la adulación servil o la arrogancia estúpida. Se inclinan hasta el suelo delante de los grandes para obtener favores y después, hinchados por lo que han obtenido, se muestran rígidos contra los pequeños a los que oprimen con su desprecio, y caen de este modo en los abismos del orgullo»'. San Bernardo exhortaba al papa Eugenio III (11451153), cisterciense y antiguo discípulo suyo, a propósito de la «púrpura con adornos de encajes» y de otros ornamentos pontificios, con estas expresiones ardientes: «Rasga ese velo que cubre tu ignominia, pero no te cura la herida. Límpiate el aceite de ese fugaz honor y el brillo de esa gloria de mal gusto, para considerar absolutamente desnudo al que desnudo salió del seno de su madre. ¿O naciste ya con ínfulas y todo? ¿Y refulgente de piedras preciosas, con sedas esmaltadas de flores, con el penacho de plumas y cargado de joyas? Aunque así fuera, todo ello es pura nube mañanera, rocío que se evapora al alba». Más cercano a nosotros, don Giuseppe De Luca (1898-1962), sacerdote de inmensa cultura y escritor finísimo además de profundo, hacía estas reflexiones a propósito del «demonio de la vanidad»: «Por miserable que sea, la vanidad es un vicio muy nuestro. Se consigue -y hay gloria en ello, hay alegría en ello-, se consigue ser castos, ser pobres. Pero parece que la vanidad es una miseria perdonable, casi un capricho. Como un peinado un poco, pero solo un poco, singular; un hábito, un gusto personal, un tic. No es cierto. La vanidad es un latrocinio formal... El Señor no perdona, y menos aún los fieles. El sacerdote vano no es de ninguna manera el mejor» 3. Los pavos reales eclesiásticos constituyen una especie que no debe ser en modo alguno protegida, sino que, por el contrario, debería ser exterminada a golpe de carcajadas. Durante el concilio Vaticano II, monseñor Mercier, obispo del Sahara deseaba, al igual que otros muchos, que los obispos no llevaran encima ni oro ni plata, sino insignias más sencillas y títulos que no recordaran a los señores, sino a los padres. Por su parte, el argentino monseñor Iriarte se expresaba con estas palabras: «Qué difícil es para nosotros, pobres obispos de la Iglesia de Cristo en el siglo XX, transmitir el mensaje evangélico que desde los orígenes está inmerso en la pobreza de la Encarnación, del pesebre y de la cruz; predicado por un obrero que vivía sin tener una madriguera como los zorros, que lavaba los pies desnudos de aquellos a quienes llamaba "amigos", que se expresaba con el lenguaje familiar de la dracma perdida... »Nosotros, desgraciadamente, tenemos que transmitir este mensaje desde lo alto de 129

los mármoles de nuestros altares y de nuestros "palacios" episcopales, en el barroco incomprensible de nuestras misas pontificales, con sus extravagantes bailes de mitras, en las perífrasis más extrañas de nuestro lenguaje eclesiástico, y nos presentamos frente a nuestro pueblo revestidos de rojo, en un coche último modelo o en un compartimento de primera clase, y nuestro pueblo viene a saludarnos llamándonos "Excelencia Reverendísima" y doblando las rodillas para besar la piedra de nuestro anillo. No es fácil liberarse de todas estas toneladas de historia de hábitos». Sí, «toneladas de historia», pero yo diría también «toneladas de vacío»... Por desgracia, algunas sugerencias han sido acogidas solo en una mínima parte. Sigue siendo difícil imaginar a un Charles de Foucauld adornándose con el título de monseñor o al cura de Ars como un «protonotario apostólico supernumerario». En el Sínodo de los obispos celebrado en octubre de 2001, monseñor Víctor Alejandro Corral Mantilla, obispo de Riobamba (Ecuador), sugería, también para mantenerse en una línea de efectiva pobreza evangélica, «des pojarse de los títulos de excelencia, eminencia, monseñor. Hagámonos llamar sencillamente "padres"». Una sugerencia captada con prontitud por el presidente de turno, que dijo a monseñor Corral, al término de su intervención: «¡Gracias, Excelentísimo señor!»... Efectivamente, «Excelentísimo señor» no se encontraba en la enumeración de los títulos que se debían abolir. Con respecto al título de «padre», como sustituto de Excelencia, Eminencia, Monseñor, personalmente me siento perplejo. En efecto, el término resulta ambiguo y podría suscitar en quien lo lleva un cierto paternalismo. Además, hay una prohibición explícita de Cristo: «En la tierra a nadie llaméis padre, pues uno solo es vuestro Padre, el del cielo» (Mt 23,9). Y nosotros, como hijos desobedientes, no hacemos otra cosa que multiplicar los padres, regalar con desenvoltura este título. Sobre todo a padres abusivos. Y esto explica por qué con frecuencia nos fabricamos una imagen deformada de Dios. A fuerza de distribuir superficialmente certificados de paternidad (que cubren a veces actitudes opuestas a las del Padre revelado por Jesucristo), terminamos por prestar a Dios los rasgos deformados de aquellos que usurpan su nombre. Tal vez «hermano» sea el término más evangélico. Y para quien tenga valor, se podría proponer «siervo», acompañado de «indigno», y estaría de acuerdo con la liturgia. O bien «siervo inútil», y estaría de acuerdo con el Evangelio (Le 17,10). Admito que hay que conservar un cierto respeto a la autoridad y la dignidad correspondiente (aunque no hay que enfatizarla). Pero entre un cierto descuido en el vestir, excesiva familiaridad en el lenguaje', y la pretenciosi dad de algunos vestidos y oropeles, además de la ampulosidad de determinados títulos, sería necesario encontrar un 130

poco de equilibrio y sentido de la medida. Entre Dios y el hombre (o el pobre hombre) que Lo representa debe aparecer siempre, también en la forma, una evidente des-mesura. Se trata, sobre todo, de tener un mínimo de buena voluntad para eliminar los «archi-» y los «-ísimo». Los prefijos y sufijos superlativos no pueden ser prerrogativas de los hombres de Iglesia. La alabanza «Solo Tú eres Santo» hay que dirigírsela exclusivamente a Dios. Y, por tanto, ningún hombre en esta tierra, por muy elevada que sea su autoridad, puede ser llamado «Su Santidad». Santidad, Eminencia y Beatitud son atributos propios de la divinidad y no pueden ser usurpados impunemente por los discípulos de Cristo. Observa P.Winningers: «Si se va al fondo de las cosas, veremos que en ciertos títulos se expresa el ateísmo más radical, el que consiste en reemplazar a Dios por el hombre, como se descubre en tantos autores modernos». ¡Ay cuando la Iglesia entra en una especie de juego mundano! Se trata de un juego muy peligroso. Y, de todas formas, sería lícito esperar al menos de la Iglesia un decidido distanciamiento de la «feria de las vanidades» y del mundo del espectáculo. Habría que lanzar este ruego: «¡Tratemos de ser serios!». Si nos tomamos demasiado en serio nosotros mismos, corremos el riesgo concreto de que Dios no sea ya tomado en serio. Observa también P.Winninger: «Es cierto que bastantes sacerdotes desprecian muchos honores, pero, al avanzar en edad, se dejan tentar o se someten por obediencia y también, para no singularizarse, por humildad. De este modo se cierra el absurdo círculo de la vanidad convertida en institución: las personas quedan presas como en una red y resulta casi sobrehumano escapar de ella; también el hombre virtuoso accede a establecer distinciones hipócritas: el honor no es para mi persona, sino para mi oficio. No hay en el mundo maquinación más astuta, logomaquia más vacía, amasijo más turbio de falsos sentimientos al servicio de la causa más insostenible». Se ha dicho que «cuanto más noble es el corazón, tanto menos rígido es el cuello». Algunos, en cambio, sostienen: «Mejor una espalda derecha que un cuello torcido». En cualquier caso, ciertas actitudes acompasadas, graves, tiesas, rígidas, ciertas sonrisas artificiales y congeladasó, hacen pensar en todo menos en la gloria del único Dios. Un mínimo de naturalidad y espontaneidad, junto a un estilo de sencillez, representan el signo más creíble de la trascendencia de Dios.

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Honores usurpados A propósito de los honores en el ámbito eclesiástico, conviene también releer a san Pablo: «No hagáis nada por ambición o vanagloria, antes con humildad tened a los otros por mejores. Nadie busque su interés, sino el de los demás. Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús, el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló...» (Flp 2,3-8). Este pasaje puede ser considerado, con toda razón, la carta de la anti-vanidad. Nota con agudeza P.Winninger: «Cristo, por otro lado, se humilló aún más aceptando ser representado en el tiempo por hombres [con toda su carga de miserias], y por hombres que se servirían de ello para vanagloriarse. Solo midiendo este abismo se observa la locura de la vanidad». La mayoría de los fieles se muestran más indulgentes hacia las miserias de hombres manchados de barro que hacia quien trata de cubrir al pobre hombre que es él mismo con ropas suntuosas y títulos altisonantes. Afirma también Pablo: «Somos la basura del mundo, el desecho de todos» (1 Co 4,13). Es difícil considerar «basura» ciertos anillos y crucifijos brillantes. Leamos también la descripción del «siervo de Yahvé»: «No tenía presencia ni belleza que atrajera nuestras miradas, ni aspecto que nos cautivase. Despreciado y evitado de la gente...» (Is 53,2-3). No faltan, sin embargo, lechuguinos que se exhiben en los palcos, en las recepciones mundanas, en fotografías pretenciosas en su cursilería insoportable. Recientemente he visto una serie de cuadros del conocido pintor expresionista español Antonio Peris Carbonell dedicados a las «expresiones» de Cristo en la Pasión (en particular, en la flagelación). Son telas sobrecogedoras en su dramatismo. El color dominante es el rojo de la sangre. Un rojo violento, muy oscuro, atroz, que se desborda por todas partes. Debemos reconocer que resulta difícil relacionar el color púrpura cardenalicio y el rojo propio de las vestiduras episcopales con el rojo de aquella sangre real y en modo alguno ornamental. Así las cosas, el rojo de las vestiduras debería hacernos enrojecer de vergüenza, en vez de llevarlo con desenvuelta elegancia y con una complacencia ni siquiera demasiado secreta.

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Sería oportuno recordar la amonestación de Jesús Ben Sira: «No te gloríes de la capa que llevas ni te hinches cuando te honran» (Eclo 11,4). Tendríamos que preguntarnos: ¿renunció el Hijo de Dios a los honores que se derivaban de su rango para que sus discípulos se apropiaran de ellos? El máximo honor: bajar aún más Insisto: tengo la impresión de que el protagonismo, el culto a la personalidad (pecados contra el primer mandamiento), a pesar de las solemnes profesiones de humildad, son plantas que se cultivan con pasión digna de mejor causa en la Iglesia. Asimismo, cierta vegetación parasitaria (vanidad, «carrerismo», rivalidades, envidias, títulos, búsqueda de puestos de prestigio, etcétera) no solo no ha desaparecido, sino que, al parecer, está más bien lozana, porque está representada (¡digámoslo así!) por ejemplos ilustres. Seré ingenuo, pero me atrevo a esperar que, tal vez ya en el curso del fatídico milenio que acaba de empezar, se verifique dentro de la Iglesia un fenómeno a contracorriente, a saber: cuando un «siervo fiel» deba ser premiado por los méritos adquiridos (naturalmente en el campo del Evangelio, no en los despachos o en las secretarías, y menos aún en el terreno de los trabajos y negocios poco limpios), será promovido haciendo que baje un escalón más, de modo que pueda servir a la comunidad aún más y mejor. Poder decir a alguien: «Ahora que has acumulado tantos méritos, te dispensamos del título de monseñor y, si lo tienes, te lo quitamos». O bien: «Para expresarte nuestro agradecimiento y el aprecio hacia tu obra, te autorizamos a eliminar la faja y los botones rojos que, además, te estorban en tu trabajo y ciertamente no son el equivalente de la cintura ceñida (Lc 12,35) de la que habla el Evangelio...». Sí, sueño que lleguen tiempos en que los títulos honoríficos serán negados, no por indignidad, sino porque el candidato es verdaderamente digno de entrar en la «movilidad descendente» recorrida por Cristo, y puede prescindir perfectamente de aquellos oropeles y adornos «desusados», que terminan por quitar en vez de añadir algo a la verdadera grandeza evangélica de un individuo. «Soy solo un hombre, y no siempre consigo serlo, perdonadme...»: este texto, grabado sobre las palabras de Pedro, debería ser el escudo más prestigioso. Constituiría un gran éxito el hecho de ser capaces, en la vida, de honrar el nombre «común» de hombre, repudiando tantas necedades. Yo creo que muchos hombres de Iglesia tendrían mucho que ganar si fueran vistos y conocidos de cerca, quizá en la cama de un hospital cualquiera, ingresados en una habitación «común», vestidos con un pijama «común». Entonces se descubriría que son 134

hombres como todos, e incluso pobres hombres, con miserias y defectos incluidos. No inmunes a debilidades, caprichos y miedos. Merecerían respeto auténtico y ganarían en credibilidad. Y, sobre todo, podrían ser transparencia del Dios único Señor. Caminar con el espejo Don Luigi Pozzoli, párroco milanés, esboza con una vena irónica finísima una escena inolvidable y especialmente incisiva: «Me parece ver todavía a un recién nombrado monseñor de la catedral que, un domingo por la mañana, atravesaba la plaza de San Nazaro, aún desierta, y se remiraba los pliegues de la vestidura ribeteada de rojo: era como si caminara empuñando un espejo, con la expresión extasiada de quien está pagado de su propia imagen...». Y comenta: «¿Qué sentido tiene hoy servirse de estos títulos que pertenecen a la tradición cortesana y no hacen más que evocar mundanidad, vanagloria, exhibición, en suma, todo aquello que es incompatible con el Evangelio? »Es triste ver que, en tiempos en los que la gente reclama un cristianismo que sea fiel a la sencillez y a la humildad de sus orígenes, haya papas y obispos que se sirvan de estos títulos mundanos para recompensar a las personas (¿no basta el "ciento por uno" prometido por Jesús?), y que haya personas que necesitan estas recompensas. Son signos de decepción resignada. »Aparte de la fidelidad al Evangelio, me pregunto: ¿dónde está el sentido del ridículo?». Pero no deja de citar un ejemplo positivo, cuyo protagonista es un párroco que, por méritos absolutamente banales, recibió el título de monseñor. Él, apenas recibido este honor, comentó delante de la gente: «Sigo siendo don Sesto y basta. No cambia nada»'. Pozzoli cita también una escena elocuente de su propia experiencia. Un conocido conferenciante, al que había invitado a hablar en su parroquia, lo llamó «monseñor». Los parroquianos presentes, creyendo que era una primicia oculta hasta entonces, se pusieron en pie para aplaudir. Pero el interesado, alérgico a estas cosas, consideró oportuno disipar el malentendido de inmediato: «¡Qué amables sois y qué poco me conocéis!... Después de tantos años con vosotros, deberíais saber lo que pienso de los monseñores. »Pero como tengo la impresión de que os habéis olvidado de ello, es importante que os recuerde que hay un solo Monseñor a quien yo esté dispuesto a reconocer. ¿Queréis saber como se llama? Os lo digo, en voz baja y en francés: es Mon Seigneur»2. Exactamente. Para quien cree de verdad, basta un único «Mi Señor». 135

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«Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). ¿Por dónde se empieza? ¿HASTA dónde hay que llegar? Es difícil establecerlo. No obstante, es posible indicar, al menos, dónde hay que empezar. Precisamente donde te encuentras. Empieza por ti mismo. Evangeliza tu propia persona. Haz resonar en tus oídos y penetrar en tu corazón el mensaje del Evangelio que debes llevar a los demás. Come, saborea, respira aquellas palabras. Para poder decir, parafraseando a Pablo (Ga 2,20): «Ya no vivo yo sino que el Evangelio vive en mí». Abre la boca solo cuando estés seguro de que las palabras que vas a pronunciar no son tuyas, sino de Otro, y poseen el timbre de otra voz. Y no te precipites enseguida fuera de tu casa. Dentro, muy cerca de ti, hay personas que pretenden ciertamente que manifiestes de manera concreta aquello en lo que te has convertido, el cambio que se ha producido en ti gracias a la relación con aquel libro. Cambio radical que no te ha hecho más espiritual, más devoto, sino más humano, sensible, capaz de atención y de ternura. Date cuenta de que en el perímetro de tu familia hay criaturas que esperan recibir la «bella noticia». Y el modo de no decepcionarlas consiste en estar totalmente presente, dispuesto a escuchar, y no estar siempre «en otra parte», ocupado en campos más gratificantes. No es necesario - y ni siquiera posible - llegar a todas partes. Es necesario más bien ser «todo» allí donde te encuentras, cumpliendo con dedicación absoluta la misión que se te ha encomendado. Tiene poca importancia el número de las personas a las que puedas acercarte y dedicarte. En ciertos casos puede bastar una persona sola, para la que gastas (evangélicamente: «pierdes») sin reservas ni restricciones, día a día, tu vida.

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También detrás de la reja de un locutorio o presos en un confesionario... Algunos ejemplos concretos que ilustran lo que he dicho antes. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz (1873-1897) vivió diez años de su joven vida en la clausura del carmelo de Lisieux, donde descubre que está en el corazón de la Iglesia por medio del amor. Y, sorprendentemente, el papa Pío XI, que dos años antes la había canonizado, la declara en 1927, junto a san Francisco Javier, patrona de todos los misioneros, hombres y mujeres, y de las misiones existentes sobre la tierra. El padre Pío da Pietrelcina (1887-1968) no se alejó casi nunca de San Giovanni Rotondo, que antes era una aldea oscura perdida en el Gargano. Allí pasaba hasta diez horas al día', cerrado - yo diría apresado - hasta ahogarse en el confesionario, donde, en 50 años, se arrodillaron, según cálculos fiables, un millón doscientas mil personas aproximadamente. El párroco Juan María Vianney (1789-1859) permaneció en Ars hasta su muerte. Y a él acudía un número increíble de personas. Otro sacerdote, que se asemeja a él en bastantes aspectos y es casi contemporáneo suyo (1747-1822), es don Serafino Morazzone, párroco de Chiuso, un pueblecito insignificante a dos pasos de Lecco, que tenía doscientas cincuenta almas y donde permaneció durante 49 años. Era amigo, entre otros, de Alessandro Manzoni, que le dedicó un retrato admirable en la primera redacción de Los novios. Abandonaba la parroquia solo una semana al año, para recorrer las pocas decenas de kilómetros que lo llevaban a Rho, donde hacía los ejercicios espirituales. Sin embargo, «el grito de su santidad» - una bellísima expresión salida de la boca de un testigo - llegaba mucho más allá de los angostos confines de su pueblecito de campesinos y pescadores asomado al lago. Para ser universales no es necesario catapultarse por todas partes. Si no has recibido una vocación particular a este respecto, se te concede siempre la posibilidad de irradiar la luz estando en tu «pequeño mundo» (en palabras de Giovannino Guareschi). Y la luz, aun partiendo de un punto minúsculo, casi invisible, llega «inevitablemente» muy lejos, superando todas las distancias y atravesando todas las fronteras. No existen puestos demasiado pequeños para un testigo del Evangelio. El peligro, si acaso, es el de tener un corazón pequeño, no suficientemente dilatado según las 139

dimensiones del mundo. Saber detenerse Y una cosa más. Para «ir» es necesario, paradójicamente, saber pararse, detenerse, ocuparse de uno mismo y de las propias exigencias interiores. Saber distanciarse de muchas cosas que parecen urgentes. Amar y frecuentar la soledad. Lucas, como es bien sabido, tiene dos relatos de la ascensión. En el primero, el de los Hechos de los Apóstoles, transmite este mandato preciso de Jesús: «Seréis testigos míos en Jerusalén, Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Así pues, la misión es inmensa, no hay tiempo que perder, hay que moverse inmediatamente. En cambio, al final de su Evangelio, Lucas nos informa: «Volvieron a Jerusalén muy contentos. Y pasaban el tiempo en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24,53). La contradicción es solo aparente: para llegar lejos, primero hay que detenerse en el templo y orar. De lo contrario, no se llega a ninguna parte, no se hace mucho camino. ¿Estar mucho tiempo de rodillas o «ir»? No son dos momentos sucesivos, sino complementarios, interdependientes. Se trata, por consiguiente, de renegar de la prisa, la agitación, el activismo frenético, el protagonismo. Abandonar las ceremonias oficiales que con frecuencia no son nada más que una exhibición de diferentes vanidades. Refugiarse en un ángulo oscuro mientras todos corren por la plaza. Resulta indispensable ponerse límites. Y descansar largamente junto al Señor: «"Vosotros venid aparte, a un paraje despoblado, a descansar un rato", Pues los que iban y venían eran tantos que no les quedaba tiempo ni para comer» (Mc 6,31). Ralentizar el paso, regular el ritmo, permite ganar en profundidad lo que aparentemente se pierde en extensión.

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«...Se levantó de la mesa, se quitó el manto, y tomando una toalla, se ciñó. Después echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba ceñida...» (Jn 13,4-5). Si tuviera que elegir... MADELEINE Delbrél confesaba: «Si tuviera que elegir una reliquia de tu Pasión, tomaría precisamente aquella jofaina llena de agua sucia. »Dar la vuelta al mundo con aquel recipiente y, ante cada pie, ceñirme la toalla e inclinarme profundamente, no alzando nunca la cabeza por encima de la rodilla para no distinguir a los enemigos de los amigos. »Y lavar los pies del vagabundo, del ateo, del drogadicto, del encarcelado, del homicida, de quien ya no me saluda, del compañero por el que no rezo nunca. »En silencio... »Hasta que todos comprendan». La jofaina de plata y la toalla recamada Más que una reliquia, yo tengo un recuerdo preciso, pero de carácter totalmente opuesto a la escena originaria. Era mi primer año en el seminario. Y los más pequeños (no sé por qué) eran admitidos al rito del lavatorio de los pies en la catedral, el Jueves Santo. Por la mañana, el rector pasaba revista a los candidatos y se cercioraba, con insólito rigor, de que las extremidades estuvieran más limpias que de costumbre, los calcetines no tuvieran ningún agujero y, sobre todo, no fueran los que habían llevado puestos el día anterior. Como algo excepcional, nos pasaban un bote de talco, y así los pies aparecían cubiertos de un sutil velo blanco y agradablemente perfumado. En la catedral nos alinearon en el presbiterio y empezó la temerosa espera. El obispo fue pasando de uno a otro, inclinándose ligeramente. Llevaba ceñida una 142

toalla finamente recamada. El canónigo que hacía las veces de diácono le acercaba una jofaina de plata con agua templada. Y el obispo se limitaba a rociar un poco de agua sobre los pies y a secarlos rápidamente con un paño suave. No he olvidado aquella escena de la que fui, al menos en parte, protagonista. Y así, ritualizando el gesto realizado por Jesús en la última Cena, se terminaba desvalorizándolo. Más tarde leí un librito de don Tonino Bello y comprendí, finalmente, que la jofaina de plata y la toalla recamada representaban precisamente un despropósito, si no una parodia.

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«Danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6,11) Un malentendido que debemos disipar DON Luigi Pozzoli cita una interpretación bastante sugerente y nueva sobre esta petición del «Padrenuestro», aunque no menciona al autor. «Nuestro, dice Jesús: aquel que necesitamos nosotros. Porque puede suceder que haya personas que, con su mejor intención, quieran darnos un pan que no necesitamos. »No es nuestro. »No tenemos hambre de ese pan. »Serán, por ejemplo, palabras altísimas, palabras bellísimas, pero no son un pan para nosotros. Y también puede suceder que seamos nosotros quienes ofrezcamos a los demás algo que no sacia su hambre. »Pienso en particular en los padres en relación con sus hijos. »Corremos el riesgo de ofrecer cosas en vez de amor, de ofrecer palabras en vez de escucha, de ofrecer seguri dades en vez de esperanza, de ofrecer todo menos lo esencial. No es su pan. »"Danos hoy nuestro pan cotidiano", un pan del que cada uno pueda decir: es mi pan, aquel que necesito verdaderamente, el pan deseado por mi hambre, el pan que me reanima y me hace vivir»'. Sensibilidad Por mi parte, quiero hacer notar que es cuestión de sensibilidad. En efecto, la sensibilidad representa una característica esencial del amor. La caridad tiene tres peldaños que corresponden a otros tres imperativos. El primero se sitúa en una dimensión negativa: «No hagas a los otros lo que no quieras que ellos te hagan». Es decir, no hagas mal, no hagas sufrir. Se trata de un aspecto que ciertamente no es irrelevante, pero que no basta. Quienes se justifican diciendo: «Yo no hago mal a nadie», no están legitimados para pensar que lo 145

hacen todo bien. Su actitud puede ser incluso egoísta y estar motivada por la intención de preservar la tranquilidad y justificar la indiferencia en su vida. No hay que confundir el amor con el gusto por la vida tranquila: «Dejémoslo estar y yo no te molesto...». Hay que subir al segundo peldaño, que representa la novedad evangélica: «Como queréis que os traten los hombres tratadlos vosotros a ellos» (Lc 6,31). Hemos accedido, indudablemente, a un nivel superior. De hecho, aquí se trata de hacer, positivamente, el bien, y no solo de intentar no hacer daño al prójimo. No obstante, se corre el riesgo - denunciado antes - de restregar al otro nuestro bien, el que nosotros tenemos en la cabeza, el que establecemos nosotros, y que no es necesariamente su bien. Está siempre al acecho el peligro de prestar al otro nuestros deseos, nuestros gustos, nuestras exigencias. Hay que subir al tercer peldaño: «Haz al otro lo que él desearía que le hicieras». Esta es la sensibilidad, que implica atención, delicadeza, intuición, fantasía. Es cuestión de sintonía. Hay que descubrir lo que el otro desearía de mí en este momento, en esta situación particular, evitando proporcionarle el producto que elegimos nosotros y que hemos decidido desde el principio. Hay comerciantes muy hábiles para satisfacer tus exigencias según sus programaciones y disponibilidades. Tú pides una cosa y ellos terminan convenciéndote para que compres otra. En el campo de la caridad, esta operación resulta inaceptable. Hay que «escuchar» verdaderamente al otro (aunque no pueda hablar), evitando interpretar a nuestra manera sus peticiones. El Samaritano, por ejemplo (Lc 10,25-37), supo ponerse en la piel del otro, dejarse interpelar por él. Se puso en la longitud de onda del otro y de este modo escuchó su voz silenciosa. No sabemos nada de él. Sin embargo, se explicó con algunos gestos que nos muestran que no carecía de sensibilidad.

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«Derriba del trono a los potentados...» (Lc 1,52). ¿Quedarse simplemente esperando? EL riesgo en la interpretación del Magnificat, cántico revolucionario de María de Nazaret, es el de referirlo todo al futuro y endosar exclusivamente a Dios la tarea de llevar a cabo este vuelco colosal de las jerarquías. Se trata, en cambio, de un asunto en el que estamos implicados todos nosotros desde este mismo momento. Algunos cristianos se distinguieron en esto, al pie de la letra. Pienso en san Martín de Tours. Cuando era ya obispo, viajó a Tréveris para exhortar al emperador Valeriano a un mayor sentido de la justicia y para denunciar sus abusos. Recibió una acogida nada alentadora. El soberano lo acogió villanamente, con ostentación. No se levantó del trono para dirigirle el saludo. Pero poco después se vio obligado a saltar precipitadamente, porque el trono imperial había empezado a arder de improviso. Superado el miedo por el peligro del que se había librado, Valeriano decidió cambiar de actitud, pasó de la descortesía a la deferencia y acogió todas las peticiones presentadas por Martín. La iconografía presenta casi obligatoriamente al santo en el famoso gesto de cortar la capa cuando era oficial (precisamente circitor, es decir, jefe de una patrulla que hacía la ronda nocturna en los puestos de inspección) y ofreció la mitad a un pobre que tiritaba de frío. En una pequeña iglesia de montaña de la Valtellina me quedé gratamente sorprendido al descubrir una imagen insólita de san Martín. De hecho, en el cuadro aparece representado en el momento en que prende fuego al trono del prepotente. «Sonrisas zalameras» Una actitud opuesta se encuentra en ciertas complacencias, guiños al poder dominante, componendas, «sonrisas zalameras», recibimientos de dudosa oportunidad, sobre todo 148

cuando se sabe que el poder es mantenido con astucia, con los medios más faltos de escrúpulos, las mentiras más desvergonzadas, las incoherencias más clamorosas con respecto a los ideales y a la praxis cristiana. Todo con el fin de ganar miserables ventajas y privilegios. El gesto realizado por san Martín tiene un sentido totalmente contrario. Él no se contenta con conseguir un puesto de honor junto al trono del emperador. Y esta misma lección severa es la que enseñan los profetas, tanto los antiguos como los de hoy, que, entre otras cosas y lamentablemente, se están convirtiendo en una raza cada vez más rara, con la consecuencia de que los poderosos y los prepotentes no se sienten en modo alguno amenazados. Los profetas trataron a contrapelo al poder y se guardaron bien de alisarlo. ¿Reverencias mutuas? Nada de eso. ¿Regalos? Miedo a mancharse las manos y dejarse coser la boca. Los profetas eran y son insoportables. Y entonces sucede que el déspota de turno no duda en cortar la cabeza del inspirado por Dios (pensemos en Juan el Bautista) o en disparar al pecho del provocador molesto (bastará con citar a monseñor Romero). Todo esto le pasa a quien se atreve a enfrentarse al poder sin medias tintas. A la desvergüenza hay que oponerle, al menos, el sentido de la dignidad. El demoledor de monumentos El gran reportero R.Kapuscinski presenta, en el volumen Sha-in-Shah, la singular figura de un tal Golam que se hizo muy famoso en Irán como demoledor de estatuas. Había comenzado este trabajo ya en tiempos del viejo sah, padre de aquel que sería el tristemente célebre Muhammad Reza Pahlevi, y siguió realizándolo durante mucho tiempo, sufriendo muchos inconvenientes provocados por los diferentes dictadores. Merece la pena citar el diálogo en el que el protagonista explica cómo la destrucción de estaturas es una especie de arte, que requiere habilidad, prontitud de reflejos, oportunismo y mucho valor. Se necesitan también cómplices dispuestos a compartir los riesgos. «Disponíamos de cuerdas especiales, sogas muy gruesas, que teníamos escondidas en los puestos de los comerciantes de cuerdas del bazar. No se podía bromear: si la policía nos hubiera descubierto, nos habrían ejecutado. »Siempre teníamos todo preparado, todo a punto de antemano, esperando el momento exacto... Derribar un monumento no es una cosa fácil, se necesita experiencia, un trabajo de profesionales. Hay que saber de qué material está hecho, el peso, la altura, 149

si la base de la estatua está soldada o encementada, en qué lugar atar la soga, en qué dirección hacer oscilar la estatua y, por último, cómo destruirla. Establecíamos todas estas cosas en el momento mismo en que ellos erigían una nueva estatua. Era el momento mejor para espiar el tipo de construcción, si la figura estaba vacía o llena y, sobre todo, de qué modo estaba fijada al zócalo». Una observación del célebre periodista polaco: «Una ocupación que os exigía mucho tiempo...». Respuesta: «Muchísimo. En los últimos años, el sah erigía cada vez más estatuas en su propio honor. Por todas partes: en las plazas, en las calles, en las estaciones, a lo largo de las vías de comunicación. »Pero además de él lo hacían también otros: quien quería obtener una gran contrata y vencer a la competencia se apresuraba a ser el primero en erigirle un monumento. De hecho, se trataba de trabajos de mala calidad y en el momento oportuno se derribaban con facilidad. Pero eran demasiados. Y llegó un momento en que empecé a temer que no sería capaz de demolerlos todos: eran centenares y nosotros trabajábamos como locos. Tenía las manos llenas de callos, llagadas por las sogas». Última curiosidad del entrevistador: «De todas formas, Golam, le tocó a usted un trabajo interesante...». Aclaración del protagonista: «No era un trabajo, era un deber. Estoy muy orgulloso de haber sido el demoledor de los monumentos dedicados al sah, como pienso que lo estará cualquiera de los que participaron en la demolición. Nuestra obra está a la vista de todos, basta con mirar los pedestales vacíos y las estatuas del sah hechas añicos o arrojadas en los patios». Al menos mentalmente... Los cristianos, en cualquier nivel, deberían ser, al menos mentalmente, demoledores de estatuas. Percibir la precariedad, la inconsistencia de ciertos monumentos donde se yerguen y se exhiben «enanos» pretenciosos y descarados. Intuir que algunos pedestales son postizos y encima (y también dentro) se encuentra el vacío más desolador. «Derribar del trono a los potentados», según la misión que, al menos implícitamente, nos sugiere el Magníficat, implica empezar por no tomarles en serio. En vez de hacer reverencias, al menos levantar la espalda. El vuelco de los poderosos empieza a producirse cuando nos damos cuenta de su provisionalidad y fragilidad, cuando no nos dejamos engañar y ni siquiera impresionar 150

por las apariencias. En lugar de recurrir a las sogas, bastaría con un soplido para realizar la operación «necesaria». Es inútil precisar que hoy las estatuas y los monumentos aparecen con regularidad, mucho más allá de todo límite de decencia, en las cadenas de televisión complacientes.

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Una carcajada para combatir a los ídolos LA polémica anti-idolátrica representa un hilo ininterrumpido que se extiende a través de todas las páginas de la Biblia, desde la deliciosa escena de Isaías 44, que ironiza sobre el constructor de estatuillas idolátricas de madera, pasando por Jeremías, que considera que los ídolos son como «espantapájaros en un campo de melonar» (10,5ss), hasta las mismas tradiciones del Génesis (los terafim del clan de Jacob en Gn 32,2) y la irónica denuncia de su radical impotencia y su condición de seres muertos, más aún, de su ser muerte, objetos y no personas, que está presente en muchas páginas del Libro sagrado'. Resulta fundamental la pedagogía desarrollada por el Salmo 115, donde, según la opinión de la estudiosa M.Mannati, los ídolos son eliminados con una sonora carcajada. En efecto, este salmo tiene una forma dialógica: a cada afirmación de los levitas responde el pueblo con una carcajada socarrona o, mejor dicho, con una risotada. «Sus ídolos son plata y oro, hechura de manos humanas: tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, tienen nariz y no huelen, tienen manos y no tocan, tienen pies y no andan...» (vv. 5-8). En el fondo, el Salmo 115 puede ser considerado una burla desacralizadora dirigida a los ídolos. Impregnado de evidente ironía, e incluso de feroz sarcasmo, está todo el episodio que tiene como protagonista a Elías, el cual entabla en el monte Carmelo la lucha contra los profetas de Baal: «¡Gritad más fuerte! Baal es dios, pero estará meditando, o bien ocupado, o estará de viaje. ¡A lo mejor está durmiendo y se despierta!...» (1 Re 18,27). El Salmo 115 pone de manifiesto la «nulidad» de los ídolos, su impotencia e inmovilidad. No obstante, hay que tener presente que los ídolos, aun estando muertos, tienen un evidente poder de contagio. El contacto con ellos genera muerte. En el nivel de las aplicaciones prácticas desearía notar también que ciertas representaciones de Dios - gélidas, impersonales, asépticas, sin calor, sin pasión y sin vida - se asemejan mucho a la fabricación de un ídolo muerto. Desgraciadamente hay gente, también religiosa, que consigue construir y poner en circulación un Dios muerto, frío, distante, exactamente como los ídolos...

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A propósito del Salmo 115 desearía citar asimismo el comentario de E.Fromm: «Si el ídolo es la manifestación alienada de los poderes del hombre y si el modo en que está en contacto con esos poderes es una alienación sumisa al ídolo, se sigue que la idolatría es necesariamente incompatible con la libertad y la independen cia. Los profetas definen repetidamente la idolatría como auto-punición y auto-humillación y la adoración a Dios como auto-liberación y liberación de los otros. La idolatría, por su misma naturaleza, exige sumisión, mientras que la adoración a Dios determina la independencia» (Seréis como dioses). Me parece extraordinariamente pertinente (bajo la aparente impertinencia) la aclaración de Maillot y Leliévre, autores de un original y estimulante comentario al Salterio en dos volúmenes3: «No se abusa del salmo cuando se ve en él una hermosísima burla dirigida al Dios de los filósofos y de los sabios y de no pocos teólogos, un Dios tan muerto, tan frío y tan manipulado por el hombre como los dioses de oro y de plata. Un Dios sin palabra y sin vida, sin oído, sin olfato, sin tacto, sin el menor susurro. Sí, un Dios muerto antes aún de haber nacido, sepultado en el polvo de las bibliotecas de donde no debería salir nunca». Se puede afirmar que el Salmo 115 es un cántico a nuestro Dios - es decir, a Yahvé, cuyo nombre resuena doce veces-, un himno a Su gloria («No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria», v. 1) y, al mismo tiempo, el cántico de la miseria humana, de la estupidez humana, que se pega a lo que es inconsistente y parece que no desea otra cosa que ser engañada. Es el cántico que denuncia despiadadamente la frivolidad humana. En cualquier caso, la lección fundamental que se puede deducir del Salmo 115 es que a los ídolos se les combate y se les derrota sobre todo con una risotada sonora. Los ídolos no se alteran cuando se arremete con violencia verbal contra ellos. Solamente tienen miedo cuando hay alguien que se ríe de ellos a la cara. «Una carcajada los sepultará...». La risa tiene siempre un efecto liberador. Algunos devotos, por desgracia, no saben ni reír ni sonreír (y menos aún de sí mismos...). Parecen plúmbeos, fúnebres, recargados por su personaje «devoto», y ciertamente no aligerados por aquel Dios que nos libera de todo aquello que no es El. Ciertas actitudes hurañas, siniestras, melancólicas y taciturnas de bastantes devotos denuncian inconscientemente que se toman demasiado en serio los ídolos y no se toman bastante en serio al Dios vivo. La tenebrosidad y la melancolía son las actitudes de los derrotados, y no ciertamente de los individuos liberados de la esclavitud del faraón. Y sigue siendo válido que para enfrentarse a estos «muñecos» (Vahanian) o «caricaturas» (Lutero) hay que volver al Dios de Abrahán, al Dios de Isaac, al Dios de 154

Jacob, al Dios de vivos y no de muertos (Mt 22,32).

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«Entonces, llegaron unos trayendo a un paralítico entre cuatro; y, como no lograban acercárselo por el gentío, levantaron el techo encima de donde estaba Jesús, y por el boquete que hicieron descolgaron la camilla en que yacía el paralítico» (Mc 2,3-4). Tendríamos que hacerlo también hoy AQUEL agujero en el techo resultó providencial. Y, tal vez, la idea se podría adoptar provechosamente también hoy. Tendríamos que abrir bastantes agujeros. En las iglesias, en las salas de debate, en las asambleas donde se discuten temas considerados importantes, en los despachos sobre cuyos escritorios se redactan documentos oficiales o se elaboran programaciones complejas. Y poner allí, delante del predicador o del conferenciante, frente a los «contendientes» y a los especialistas, al hombre. Un hombre de carne y hueso, con un rostro preciso. Un hombre concreto, con sus problemas particu lares, su situación real, sus dificultades, sus interrogantes que no corresponden nunca a las preguntas que le atribuimos (con las respuestas incorporadas). Un hombre - o una mujer - que no sea un «caso», que no entre en nuestras clasificaciones ventajosas, que no pertenezca a la categoría que definimos como «gente», sino una persona «única». Y vernos obligados a apartar los ojos de los textos probados, de los esquemas ya predispuestos, de las abstracciones, y fijarlos sobre él, escuchándolo (aunque no hable), interpretando sus exigencias que no son iguales a las de otro. La multitud, las estadísticas, la casuística, las generalizaciones, las reglas que deben ser válidas para todos, nos impiden ver y considerar atentamente a este hombre concreto, alejándolo de la telaraña de ideas donde lo hemos atrapado, para retenerlo y disponer de él según nuestros cálculos. Aquel agujero en el techo no hay que repararlo, sino mantenerlo abierto, en funcionamiento. Es más, sería preciso abrir otros muchos.

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En ese caso veríamos a no pocos individuos «puestos en pie», liberados del peso que los aplasta y los paraliza. Pero ellos se sentirían comprendidos, no confundidos con la muchedumbre, no engullidos y triturados con aquella que consideramos la masa porque nos resulta más cómodo. En una palabra, «restituidos» a sí mismos. Libres para moverse finalmente en un espacio de libertad.

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La racionalidad no basta TENGO la impresión de que hoy, en la Iglesia, se insiste mucho en la racionalidad, y se habla poco de locura evangélica. Sin embargo, las bienaventuranzas no se pueden interpretar y vivir según rígidos criterios de racionalidad. Se necesita al menos una pizca de locura. No se puede negar que seguimos escuchando el eco de algunas palabras locas pronunciadas desde aquella «montaña»: «Bienaventurados aquellos que se reconocen pobres...». «Bienaventurados los mansos, los que se sienten fuertes en su debilidad...». «Bienaventurados los que padecen por la justicia, los que son capaces de indignarse y rebelarse contra la injusticia...». «Bienaventurados los constructores de paz en un mundo de divisiones y de luchas furibundas...». «Bienaventurados los que tienen corazón para la miseria del otro...». «Bienaventurados los perseguidos, que no van a mendigar o solicitar fáciles aplausos...». Sí, el seguidor del Maestro, que está «infectado» por la alegría evangélica, que se deja fascinar por las bienaventuranzas proclamadas por Jesús, no duda en crear su nota gozosa para componer aquella que ha sido definida como «la sinfonía de los locos». Por algo Francisco, el santo de la «perfecta alegría», es también el santo que escuchó la llamada a la «locura». Él mismo explica con desconcertante sencillez y franqueza esta vocación específica a los cinco mil hermanos reunidos en el capítulo de 160

las esteras en la Porciúncula: «Cristo me ha llamado a mí, idiota y simple, para que siga la necedad de la cruz, y me ha dicho: "Yo quiero que seas un nuevo loco en el mundo, y que con las obras y la palabra prediques la necedad de la cruz"»'. Y según otro documento: «El Señor me ha revelado que su voluntad es que yo sea un loco en el mundo: esta es la ciencia a la que Dios quiere que nos dediquemos». Hay que observar que Francisco hablaba a los hermanos en medio de los cuales, como él temía, se encontraban ya muchos intelectuales, doctos, que corrían el peligro de reemplazar las paradojas evangélicas por la racionalidad, de encerrar en sus libros ponderosos el viento de la locura, característico de la comunidad primitiva. Por eso insistía: «El Señor me dijo que quería que fuera yo un nue vo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia» 3. Es interesante poner de relieve que Francisco de Asís consideraba la locura evangélica como una ciencia con la que todo cristiano debería confrontarse. Impresiona el martilleo: «Cristo me ha llamado... El Señor me ha revelado... El Señor me dijo...». Dios necesita locos La locura, por tanto, no es una elección excéntrica de Francisco. No es una extravagancia suya. Es voluntad explícita de Dios. Y viene de aquella voz que resonó en el Monte de las Bienaventuranzas. Parafraseando el título de una famosa película producida hace bastantes años se podría decir: «Dios necesita locos». Porque son los únicos que descubren Su proyecto y encuentren el secreto de la alegría evangélica. En medio de tantos eruditos, o presuntamente tales, el Señor elige a un «idiota» para que asuma esta especialización insólita. Tengo la impresión de que hoy muchos cristianos están enfermos de rigidez, compostura, afectación, pedantería, seriedad extrema (que es lo opuesto a la seriedad por tratarse de lo más falso e inauténtico desde el punto de vista evangélico, y también de lo más ridículo...). Tal vez hayamos olvidado que Cristo no nos dijo que fuéramos figurines corteses, embalsamadores: momias que sepultan otras momias puede ser el equivalente del ciego que tiene la pretensión de guiar a otro ciego... Nos dijo que fuéramos sal que quema: «Todos serán sazonados al fuego» (Mc 9,49). Y, antes de despedirse de nosotros, nos dejó «su» alegría (Jn 15,11). Para ser sal y luz

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«Vosotros sois la sal de la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿ con qué se le devolverá su sabor? Sólo sirve para tirarla y que la pise la gente». «Vosotros sois la luz del mundo...» (Mt 5,13-14). La sal que no pierde su sabor y, además de dar el gusto del mensaje evangélico, impide el agotamiento, la descomposición y la corrupción de la tierra, es precisamente la sal de la necedad y las paradojas evangélicas. Para ser la luz del mundo, los cristianos deben abandonar la ilusión de proporcionar luz a los otros con su inteligencia, de hacer irradiar esta luz desde la «enorme» cabina que es su caja craneal alimentada exclusivamente a base de libros. Hay que tratar de disipar la oscuridad y el caos que nos rodean con una pizca - abundante - de locura. El homo sapiens ha causado - y sigue causando imperturbablemente - muchos problemas e incluso desastres que afectan a todo el planeta. Ha llegado el momento de que se aparte, ya que ni siquiera es capaz de remediar los daños que ha provocado. Por no hablar del homo oeconomicus con su estúpido egoísmo. La salvación de la humanidad solo puede ser realizada (o, al menos, sería necesario tratar de realizarla) con la aparición del homo demens, es decir, del cristiano que sale de la cáscara de la racionalidad, del cálculo, de la prudencia que usa excesivamente la táctica, de las ma niobras diplomáticas, de las componendas, de los equilibrios, del justo medio, y entra decididamente en el camino de la exageración, del exceso, de la provocación. El mundo no necesita, ni sabe qué hacer, con la gente que está siempre suspirando, ni con los intelectuales refinados, repulidos a conciencia y con la voz empolvada, y tampoco con los doctores que prescriben recetas y pastillas con la dosificación apropiada (para que sienten bien al cuerpo sin causar daños al alma). El mundo tiene necesidad de «locos de Dios» capaces de realizar gestos insólitos e insolentes, sin prejuicios y proféticos, sorprendentes por su imaginación, escandalosos en su libertad, que no duden en dar un puñetazo en el estómago para hacer digerir el alimento evangélico más pesado. Las palabras de Jesús pueden ser comprendidas, interpretadas y traducidas únicamente en una dimensión de necedad e incluso de locura. Si no recuperamos el valor de la locura evangélica, nunca comprenderemos nada del espíritu que impregna el Sermón de la montaña, y menos aún lo transmitiremos. Los locos por Cristo La tradición rusa ha canonizado, junto a mártires y confesores, a decenas de «locos por 162

Cristo» (jurodivyje, un término que viene a significar algo así como aborto, cosa monstruosa, «basura», como diría Pablo). Eran individuos que habían conseguido el diploma de analfabetos, ignorantes, idiotas. Tipos excéntricos, inquietos, granujas que causaban un montón de molestias a los grandes, a los poderosos, a los prelados, a la gente respetable. El pueblo los había bautizado con el término «niños de Dios». O los declaraba simple, y significativamente, «bienaventurados». Se divertían un montón fustigando a los gallos variopintos que, encaramados sobre sus respectivos estercoleros (hoy veríamos ejemplares aún más pintorescos, y cantarines, apoltronados viendo la televisión), gritan al mundo que son ellos, con su canto, los que hacen que salga el sol. Arrancaban de buen grado las máscaras y las plumas a los pavos reales que se encontraban en la platea como si fuera su rueda la que hacía girar la tierra. En un clima tediosamente conformista, opresor amén de fastidioso, ellos se hicieron despreocupados, impertinentes, insoportables defensores de la libertad interior. Dios necesita tu corazón enloquecido Los locos por Cristo nos recuerdan cuál es nuestra vocación específica, nos transmiten su método para que podamos cumplir nuestra misión de ser sal de la tierra y luz del mundo. Nos dicen: «Muchos de vosotros os engañáis pensando que poseéis a Dios con las ideas y lo transmitís por medio de razonamientos. En realidad, no hacéis otra cosa que girar en vano alrededor de una imagen descolorida e inocua de Dios. »Es necesario que os decidáis a dejaros seducir, incendiar por El. Porque solo así conseguiréis seducir y quemar a los demás con vuestra sal. »Tenéis que volver a tomar en serio las paradojas del Evangelio de Cristo, no os limitéis a bordar consideraciones pías o eruditas sobre aquel texto... apremiante. »El encuentro con Él es siempre peligroso. Para vosotros y para todas las personas a quienes os acerquéis. Si no resulta peligroso, quiere decir que no se ha producido un verdadero encuentro, sino que os habéis mantenido a una distancia segura. »Dejad de ser insignificantes, tímidos, corteses, tranquilizadores. Negaos a ser elementos decorativos y a hacer la competencia al mundo de las apariencias con los espectáculos religiosos. Dejad de imitar a los intelectuales. Romped las filas de la uniformidad, del consenso obligado. Incorporaos al grupo de los irregulares. »Dios no os conquista cuando entra en vuestro cerebro (por otro lado, El no recorre 163

este camino). Dios está seguro de que os posee, de que llega a través de vosotros a alguna persona cercana o lejana solamente cuando Le permitís que se adueñe totalmente de vuestro corazón. »Dios no sabe qué hacer con vuestra mente que funciona de manera irreprensible y brillante, como la de los primeros de la clase. Dios necesita vuestro corazón enloquecido...». Y también lo necesitan todos aquellos que están en la oscuridad, y que se ven obligados a engullir alimentos insípidos.

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El amor solamente puede ser loco LIGADO a la exposición que hemos desarrollado en las páginas anteriores, subrayamos un rasgo que debería caracterizar al cristiano, a saber: el de la exageración. Exageración en el amor. La caridad cristiana solo puede ser «excesiva». Debemos convencernos de que, si queremos estar seguros de que la medida sea la justa, hemos de abandonar toda medida. Si queremos mantenernos en el «justo medio», debemos lanzarnos resueltamente a un extremo. Un cristiano que quiera poner en práctica el mandamiento del amor se convierte en un extremista. Extremista sobre todo en la caridad. No con las palabras, sino con los hechos. El equilibrio está en la locura. Citemos dos expresiones populares a propósito del amor. Cuando una persona se enamora, hay inevitablemente alguien que comenta: «Aquel - o aquella - ha perdido la cabeza...». Otra frase que se dirige con frecuencia a la persona amada es: «Estoy locamente enamorado de ti...» o: «Nos amamos locamente». Con una variante: «Estoy loco por ti». No hay nada de extraño en ello. Las dos expresiones traducen una característica totalmente natural del amor. No se puede amar si no es perdiendo la cabeza. Y no puede uno vacilar si quiere estar dispuesto a perder la cabeza, a amar hasta la locura. Sí, porque el amor está emparentado con la locura. Para amar de verdad hay que salir fuera de sí, renunciar a «controlar» la propia vida, dejar de hacer cálculos prudentes, desahogar libremente los sentimientos, y seguir una lógica que no es la del sentido común. Dice M. Quoist: «El amor es una calle de un solo sentido: parte siempre de ti para ir hacia los demás. Cada vez que tomas algo o a alguien para ti, dejas de amar, porque dejas de dar. Caminas a contramano». El egoísta es precisamente alguien que camina a contramano. También cuando declara que hace el bien, el egoísta piensa en sí mismo, pretende hacerse el bien a sí mismo. Está totalmente ocupado consigo mismo. El egoísta se revela constitucionalmente inepto para amar, porque es incapaz de abandonarse, de entregarse al otro. Puede estar dispuesto a todo menos a la locura, menos a perder la cabeza, o la cara. En el amor auténtico, en cambio, hay un componente de riesgo, aventura, exceso, exageración. El peligro de una fría racionalidad

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Hoy, en el ámbito de la caridad cristiana, el peligro puede ser el de un predominio de la organización, de las estructuras, de las formas exteriores. La burocratización termina por sofocar la espontaneidad, anular la búsqueda de relaciones personales, eliminar la atención a cada persona. ¡Ay cuando una fría racionalidad o un mal interpretado sentido de la castidad - que esteriliza los sentimientos - no permiten que el corazón actúe con franqueza! Cierta caridad aséptica, burocrática, impasible, rígidamente funcional, neutral, regulada por criterios administrativos, por esquemas psicológicos, por teoremas sociológicos, amenaza con oscurecer el amor y la misericordia de Dios. Hay que confiar el ejercicio de la caridad a criaturas apasionadas, no a funcionarios más o menos diligentes que lo saben todo sobre las técnicas, pero carecen del sentido de humanidad. La caridad necesita enamorados, no empleados imperturbables e intachables que cumplen con su horario. El amor es fuego, no cenizas de prácticas, documentos, fichas, portafolios, casos, investigaciones, estadísticas. Es luz, también de la inteligencia. De hecho, un ejercicio de la caridad que no esté guiado por la inteligencia corre el peligro de causar grandes problemas. Pero es una luz cálida, producida con la colaboración del corazón, no la luz mortecina y gélida de las lámparas de neón. El novelista griego N.Kazantzakis nos cuenta la historia de un eremita que insistía en preguntar a Dios cuál era su verdadero nombre. Un día escuchó una voz que le decía: «Mi nombre es "no bastante", porque es lo que grito en silencio a todos los que osan amarme». El discípulo interpreta en esta perspectiva el sentido del mandamiento de Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos así también unos a otros» (Jn 13,34). El cristiano, y en particular quien se dedica al ejercicio de la caridad, sabe que el Señor exige un amor como el suyo: excesivo, pródigo, loco. El «como» impuesto por Cristo es aparentemente una medida. En realidad, este comparativo nos sitúa en una vertiginosa «desmedida». Nos sentimos confrontados con algo que no tiene medida. Por eso hemos de adaptar nuestras medidas, forzosamente reducidas, a una medida... infinita. La medida de un seguidor de Jesús será no tener medida. El cristiano está en lo cierto solo cuando exagera, se lanza «más allá», se muestra excesivo. En referencia al mandamiento de amor, uno no puede decir nunca «lo cumplo», «me siento satisfecho», «he hecho incluso demasiado», «no estoy obligado a hacer nada más». Estas expresiones no deberían pertenecer al vocabulario de un cristiano. «Es mejor que no se enamore nunca quien está predispuesto a amar 167

verdaderamente» (C.Ajmatov). Sí, porque si amas de verdad, entonces ya no te perteneces, no controlas la situación, no consigues gestionar juiciosamente tu vida y tu tiempo, y pagas el amor en forma de sufrimiento desproporcionado. El discípulo es consciente del hecho de que el Señor no establece el mínimo indispensable para sentir que hemos cumplido - Él no quiere que tengamos la sensación de haber cumplido-, sino una superación continua. Por eso, el discípulo no puede decir nunca: «Basta, he hecho ya incluso demasiado». Debe ser consciente de que Cristo, y el otro, que siempre se identifican, tienen justamente derecho a exigir «más», «más aún», «mejor todavía». Él sabe que el amor no tiene precio. Y cuando uno se lanza hasta aquel límite que muchos consideran extremo, el cristiano reconoce: «no bastante...». Él es consciente de que, para amar, hay que «salir» de una lógica prudencial, utilitarista, y entrar en el territorio de la locura, en el campo de la más absoluta gratuidad. No el cálculo, sino el derroche. Justamente como la mujer del perfume, criticada por la gente «equilibrada», pero defendida y apreciada por Jesús (Mc 14,1-11). El cristiano da testimonio de que solo quien está dispuesto a «derrochar» el amor, del mismo modo que la vida, lo pone a salvo. La verdadera sabiduría En conclusión (conclusión que debería ser un inicio, al menos un intento de empezar): si no estamos dispuestos a «perder la cabeza» (pero, para perderla, debemos tener una cabeza que funcione...), si no recuperamos al menos una pizca - notable - de locura, no alcanzaremos nunca la sabiduría evangélica.

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«Cuando arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: "Se ha cumplido el plazo y está cerca el reinado de Dios. Arrepentíos y creed en el Evangelio"» (Mc 1,14-15). Este es siempre el punto de partida ESTA invitación, aparentemente simple, de Jesús constituía el núcleo esencial de su predicación. Pienso que, en medio de tantos programas elaborados, y que con frecuencia se quedan en el papel, la receta para curarnos de nuestros males sigue siendo esta exhortación. Convertirse, es decir, entrar en otro camino, invertir el sentido de nuestra marcha con determinación, atraídos por una presencia. Y creer en el Evangelio. Creer significa, en el fondo, ceñirse como se hace con un cinturón ajustado a la cintura. Pero no es un cinturón para llevarlo intermitentemente. Es preciso que nos mantenga bien ceñidos en todas las circunstancias. Porque el riesgo es siempre el mismo. Creemos en el Evangelio, lo conocemos. Pero después, en determinadas situaciones, frente a ciertas decisiones, a ciertas actitudes que hemos de adoptar, queda apartado, desconectado. Ve adonde el Evangelio te lleve El cinturón ajustado a la cintura sirve para ponerse en movimiento, caminar, «ir». Ir... ¿adónde? Ciertamente no adonde hemos establecido nosotros, según nuestros programas, siempre minimalistas. Sino adonde el Evangelio nos lleve. Por el camino de lo imprevisible. En el Qohélet encontramos esta frase, demasiado manida porque se abusa de ella: «Sigue los caminos de tu corazón» (11,9). Alguien la ha traducido de este modo: «Ve 170

adonde el corazón te lleve». En nuestro caso sería oportuno precisar: «Ve adonde el Evangelio te lleve». No es posible decidir, y ni siquiera prever, adónde llegaremos. Pero es seguro que habrá muchas sorpresas en nuestro itinerario. Para nosotros y para los demás. El «Evangelio reencontrado» nos conduce hacia algo absolutamente nuevo. Hacia un territorio que está en gran parte por explorar. Hacia una experiencia de libertad. Hacia el descubrimiento de nosotros mismos. Del verbo fiarse. Que es, en definitiva, el verbo de la fe. 1. Talmud significa literalmente «estudio». Es la compilación de los debates rabínicos desarrollados entre los siglos IV y VI d.C. Hay dos redacciones: la de Babilonia (la más autoritativa y extensa), que comprende materiales de tipo jurídico y normativo, pero también relatos, vidas de maestros, oraciones, dichos y midrashim; y otra, más reducida, denominada Palestinense o de Jerusalén. 2. Citado por Moni OVADIA, en Cosi giovane e gid ebreo, Piemme, Casale Monferrato 1998, pp. 45-46. 1. La differenza cristiana, Einaudi, Torino 2006, pp. 61-62. 1. Espejo de perfección, 93. Una escena análoga se describe en la Vida segunda, de Tomás de Celano, 127. 2. En Saggi di spiritualitd, trad. it., Paoline, Roma 1965, pp. 231-251. 1. Rusconi, Milano 1990. Nueva ed.: Marsilio, Venezia 1997. 2. El sesenta por ciento de la población de la capital, o sea, más de 1.700.000 personas, viven - es un decir - «como sardinas en lata» en el uno por ciento de la tierra disponible. 2. Al parecer, era una divinidad siria que dispensaba a manos llenas la riqueza. 3. 1 bieci Commandamenti. I doveri dell'uomo nelle tre religioni di Abramo, trad. it., Mondadori, Milano 2001, pp. 74-75. 4. Para recorrer la historia del dinero, cf. Massimo FINI, Il denaro, «sterco del demonio». Storia di un'affascinante scommessa sul pulla, Marsilio, Venezia 1998. 171

Cito un pasaje significativo: «Y finalmente el espíritu del dinero decidió bajar a la Tierra, encarnarse y revelarse a los hombres, que ignoraban aún su existencia, aunque la presentían. El acontecimiento tuvo lugar en Lidia, un pequeño reino de Asia Menor, que se encontraba en la órbita de la cultura griega. Fue en Lidia donde, entre finales del siglo VIII y principios del VII a.C., apareció, por primera vez en la historia del hombre, la moneda acuñada en metal precioso, garantizada, en el peso, en la medida y, por tanto, en el valor, por quien la había acuñado, es decir, por el Estado, pero también, al menos al principio, por individuos privados. Había nacido la forma-dinero. El espíritu del dinero se había hecho carne, cuerpo único y místico y sus adoradores, en el curso de una larga historia, llegarían a ser legión» (p. 76). 1. En un programa televisivo de la Suiza italiana oí a un periodista hablar del «Dios Mammón». 5. Citado en «Idolatrie»: Servitium 134 (marzo-abril de 2001), p. 52. 6. Naturalmente, Péguy no podía imaginar las retribuciones «estelares» de ciertos cargos directivos, altos funcionarios, gente del espectáculo, estrellas del deporte. Se trata de cifras que claman al cielo, y son una ofensa a Dios y a los pobres del mundo. 1. Profetismo en Israel, Verbo Divino, Estella 1992, p. 390. 2. En este sentido se han alzado bastantes voces, incluida la del papa, en un reciente Sínodo de obispos celebrado en Roma. Se habla mucho del problema de la «comunicación» en la Iglesia y de los métodos empleados. Pero yo tengo la impresión de que no todos se dan cuenta de que uno de los medios privilegiados de comunicación podría ser precisamente la pobreza, que tiene la ventaja, entre otras cosas, de ser poco costosa, aunque no resulte fácil... 1. Y, añadiría yo, también para los sacerdotes que fornican con la política, cambiando a menudo y de buen grado de «amo», según el viento (y el dinero) que sopla... 1. Es bien sabido que a esta página «escandalosa» le resultó difícil encontrar un lugar en los evangelios canónicos. Solo después de varias adversidades fue acogida en el Evangelio de Juan, pese a las evidentes incompatibilidades de estilo y de lenguaje. 2. Angelo CASATI, Gli occhi e la gloria, Centro Ambrosiano, Milano 2003, pp. 72-73. 3. Citado por Luigi PozzoLI, Un Dio innamorato, Paoline, Milano 2000,p. 89. 1. L'enfant hérétique. Une traversée avec Jésus, Albin Michel, Paris 2004. 2. L'abbraccio benedicente, trad. it., Queriniana, Brescia 2005, p. 160 (trad. esp. del orig. inglés: El regreso del hijo pródigo, PPC, Madrid 199925). Otro comentario de la 172

parábola, bastante incisivo y original, y en el que me he inspirado bastante para este capítulo, es el de René LUNEAU, Il figlio prodigo, Queriniana, Brescia 2006. 3. Cf., en particular, Gli corse incontro... Parabole di Gesa - vol. II - Luca, Gribaudi, Milano 1997, pp. 173ss; Tra le braccia del padre, Gribaudi, Milano 1999 (trad. esp.: El abrazo del Padre: el hijo pródigo cuenta su aventura, trad. it., Sal Terrae, Santander 2005'). 4. René Luneau presenta, en el volumen citado, algunos ejemplos significativos. Cf. pp. 103ss. 5. F.DoLTO, con la colaboración de Gérard SÉVÉRIN, L'évangile au risque de la psychanalyse, Jean-Pierre Delarge, Paris 1977 (trad. esp.: El evangelio ante el psicoanálisis, Cristiandad, Madrid 1979). 6. Citado por R.LUNEAU, op. cit., n. 8, pp. 108-109. 8. Trad. it.: Massimo, Milano 1978. 7. Corrierino delle famiglie, Rizzoli, Milano 1999, p. 64. 9. Il portico del mistero della seconda virtú, Jaca Book, pp. 240-244. 10. Op. cit., pp. 150-151. 1. L'acqua che io vi daró, Paoline, Milano 2006, p. 73. 2. Disipar procede del verbo latino supare (echar, arrojar) y dis (aquí y allá). 4. El regreso del hijo pródigo, PPC, Madrid 199925, pp. 61-62. 5. «Les fils prodigues et le fils prodigue»: Sources Vives 13, Communion de Jérusalem, Paris 1987, pp. 87-93 (trad. esp. en el libro de Nouwen citado, pp. 62-63). 6. Es el mensaje desarrollado en la película de Gianni Amelio, Las llaves de casa. 7. Trad. it.: Omelie per la vita quotidiana, Cittá Nuova, Roma 1978, pp. 72ss. 1. Yo mismo no resistí a la tentación y acepté que fuera incluido en la cubierta de mi libro Tra le braccia del padre, Gribaudi, Milano 1999 (y se encuentra también en las ediciones en español y polaco). 1. La leggenda del Grande Inquisitore, ed. de G.Caramone, Morcelliana, Brescia 2003, p. 40. 173

1. Cristianesimo, Chiese e Vangelo, Il Mulino, Bologna 2002. 3. Op. cit., p. 182. 2. Op. cit., p. 11. 4. Op. cit., p. 184. 6. Op. cit., p. 199. 5. Op. cit., pp. 187-189. 8. A quien manifiesto mi agradecimiento por las extensas citas gracias a las cuales el tema ha sido desarrollado con singular fuerza. 9. Op. cit., p. 11. 7. Op. cit., pp. 273-275. 10. Op. cit., p. 281. 1. Capitoli sul Manzoni vecchi e nuovi, Arnoldo Mondadori Editore, Milano 1966, pp. 289-290. 3. Ibid., p. 117. 2. Pensieri vagabondi II, Áncora, Milano 2009, pp. 243-244. 4. Luigi PozzoLl, Pensieri vagabondi. Diario 1990-1992, Áncora, Milano 2006, p. 68. 3. «Invito alla commozione», en L'annuario del parroco 1955-1962, Edizioni di Storia e Letteratura, Roma 1994. 1. Tratado sobre el sacerdocio, VI,3. 2. Tratado sobre la consideración IX,18. 4. Me molestó escuchar cómo un grupo de sacerdotes se dirigía a su obispo perteneciente al grupo - llamándolo con el nombre de pila. No. El obispo no puede ser en ningún caso un simple amiguete. Se impone una cierta distancia. 5. La vanitd nella Chiesa, trad. it., Cittadella, Assisi 1969. Se trata del estudio más valiente escrito sobre este tema desde hace más de treinta años. 6. Cuando veo cómo algunos personajes eclesiásticos esbozan sonrisas de circunstancias 174

percibo, enmascarado, un rechinar de dientes y temo quedar triturado, al menos intencionalmente... 2. L'abito rosso, Scheiwiller, Milano 2003, p. 140. 1. Pensieri vagabondi II, Áncora, Milano 2009, pp. 232-233. 1. Alguien asegura que fueron, en total, unas cien mil horas. 1. Pensieri vagabondi II, Áncora, Milano 2009, p. 89. 1. Nos limitamos a citar algunos textos: Éx 32; Dt 4,28; 1 Sm 12,21; 1 Re 12,29; Hab 2,18; Jr 10,3-5; Jr 16,19-20; Is 40,19-20; Is 44,9-10; Is 46,1-7; Sal 95; Sab 13,1014,11; Sab 15,7-13. 2. En el Salmo se retoma la gran burla, la mofa de Is 44,9. Sobre todo el episodio burlesco de Dn 14,1-22. 3. Les Psaumes, Labor et Fides, Genéve 1966. 3. Espejo de perfección, 68. 2. Leyenda de Perusa, 114. 1. Angelo CLARENO, Cronaca delle sette tribolazioni.

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Índice Prólogo: ¿Un Evangelio inédito? 1. El lugar de donde hemos partido 2. Llegar a empezar 3. Un libro nos juzgará 4. Deseo de 5. Alguien nos asegura que es posible 6. Si no es utilizado 7. Del verbo creer, es decir, dejarse inquietar 8. El dinero: la ley de la incompatibilidad 9. Así te reduce Mammona 10. El dinero en la Iglesia 11. El puesto 12. ¿Dónde lo han puesto? 13. El Evangelio te lleva a la misericordia 14. El padre pródigo 15. Dios es así 16. El otro hijo irrecuperable 17. Todos invitados a hacer fiesta 18. La Iglesia fundada sobre las lágrimas, no sobre la roca 19. La Iglesia bajo el signo de la misericordia 20. Aprender la misericordia 21. El depósito de la Iglesia 22. Un sacerdote confiesa haber traicionado al Evangelio 23. La cadena de la vanidad no se ha interrumpido aún 24. Un único Señor 25. Lanzarse lejos aun permaneciendo en el mismo puesto 26. Aquella jofaina es una reliquia 27. A propósito de «nuestro» 176

12 15 19 23 26 31 35 39 42 48 53 58 61 63 69 82 90 96 100 103 110 114 117 126 131 136 140 143

28. La obligación de derribar los tronos y a sus ocupantes 29. Ídolos siempre actuales 30. Es necesario mantener abierto aquel agujero en el techo 31. Una pizca de locura para llegar a ser sabios 32. Un amor de locos Epílogo: Ve adonde el Evangelio te lleve

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