April 21, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Título original: Il Vangelo di Benedetto XVI Colección: Documentos MC Director de la colección: Javier Martín Valbuena © Libreria Editrice Vaticana © EDIZIONI SAN PAOLO s.r.l., 2012 Piazza Soncino, 5- 20092 Cinisello Balsamo (Milano) © Ediciones Palabra, S.A., 2012 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.palabra.es
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INTRODUCCIÓN La fe de cada cristiano fiel se centra, por su naturaleza, sobre la figura de Jesús de Nazaret: Él es la buena noticia, el Evangelio que pretende su seguimiento. Parece razonable, evidentemente, que el Papa lea el Evangelio, se enfrente a la historia de Jesús, haciendo propio el acontecimiento en torno al cual gira su propia misión de «Siervo de los Siervos de Dios». No puede parecer banal, de ninguna manera, el modo con el que enfoque el Papa ese modo de considerar la palabra de Jesús que atraviesa la historia y los interrogantes personales; se hace cargo de las inquietudes del pueblo de Dios; nace de la confrontación con la tradición de un mensaje y con la cotidiana novedad del mundo, de la que cada Pontífice está a la escucha, para comprender los dilemas, los caminos, los signos de los tiempos que hacen posible, también hoy, la comunicación de la esperanza de Cristo resucitado. Esta es la razón por la que acercar los textos bíblicos con los comentarios de Benedicto XVI abre una doble perspectiva: por un lado, nos muestra la cercanía del Papa con la Palabra; de otro, nos introduce en un recorrido eclesial en el que nuestra misma lectura —frecuentemente cansina— de las narraciones de Marcos, Lucas, Mateo y Juan viene iluminada por la sabiduría bíblica de quien hoy se sienta en la sede de Pedro. Este libro es, por tanto, una síntesis, un breve recorrido, pero rico de profundas ideas; es un alimento frugal y, al mismo tiempo, sustancioso: una auténtica y propia biografía espiritual del Papa, enfrentándose con los textos ¡más queridos por él!
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1 KAIRE, MARÍA… A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando a su presencia, dijo: —Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres. Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: —No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin. Y María dijo al ángel: —¿Cómo será eso, pues no conozco varón? El ángel le contestó: —El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible. María contestó: —Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró. (Lc 1, 26-38) En la traducción italiana, el ángel dice: «Te saludo, María». Pero la palabra griega original —«Kaire»— significa de por sí «alégrate», «regocíjate». Y aquí hay un primer aspecto sorprendente: el saludo entre los judíos era «shalom», «paz», mientras que el saludo en el mundo griego era «Kaire», «alégrate». Es sorprendente que el ángel, al entrar en la casa de María, saludara con el saludo de los griegos: «Kaire», «alégrate», «regocíjate». Y los griegos, cuando leyeron este evangelio cuarenta años después, pudieron ver aquí un mensaje importante: pudieron comprender que con el inicio del Nuevo Testamento, al que se refería esta página de san Lucas, se había producido también la apertura al mundo de los pueblos, a la universalidad del pueblo de Dios, que ya no solo incluía al pueblo judío, sino también al mundo en su totalidad, a todos los pueblos. En este saludo griego del ángel aparece la nueva universalidad del reino del verdadero Hijo de David. Pero conviene destacar, en primer lugar, que las palabras del ángel son la repetición de una promesa profética del libro del profeta Sofonías. Encontramos aquí casi literalmente
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ese saludo. El profeta Sofonías, inspirado por Dios, dice a Israel: «Alégrate, hija de Sión; el Señor está contigo y viene a morar dentro de ti» (cfr. So 3, 14). Sabemos que María conocía bien las Sagradas Escrituras. Su Magníficat es un tapiz tejido con hilos del Antiguo Testamento. Por eso, podemos tener la seguridad de que la Virgen santísima comprendió enseguida que estas eran las palabras del profeta Sofonías dirigidas a Israel, a la «hija de Sión», considerada como morada de Dios. Y ahora lo sorprendente, lo que hace reflexionar a María, es que esas palabras, dirigidas a todo Israel, se las dirigen de modo particular a ella, María. Y así entiende con claridad que precisamente ella es la «hija de Sión», de la que habló el profeta y que, por consiguiente, el Señor tiene una intención especial para ella; que ella está llamada a ser la verdadera morada de Dios, una morada no hecha de piedras, sino de carne viva, de un corazón vivo; que Dios, en realidad, la quiere tomar como su verdadero templo precisamente a ella, la Virgen. ¡Qué indicación! Y entonces podemos comprender que María comenzó a reflexionar con particular intensidad sobre lo que significaba ese saludo. Pero detengámonos ahora en la primera palabra: «alégrate», «regocíjate». Es propiamente la primera palabra que resuena en el Nuevo Testamento, porque el anuncio hecho por el ángel a Zacarías sobre el nacimiento de Juan Bautista es una palabra que resuena aún en el umbral entre los dos Testamentos. Solo con este diálogo, que el ángel Gabriel entabla con María, comienza realmente el Nuevo Testamento. Por tanto, podemos decir que la primera palabra del Nuevo Testamento es una invitación a la alegría: «alégrate», «regocíjate». El Nuevo Testamento es realmente «Evangelio», «buena noticia» que nos trae alegría. Dios no está lejos de nosotros, no es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca de nosotros, tan cerca que se hace niño, y podemos tratar de «tú» a este Dios. El mundo griego, sobre todo, percibió esta novedad; sintió profundamente esta alegría, porque para ellos no era claro que existiera un Dios bueno o un Dios malo o, simplemente, un Dios. La religión de entonces les hablaba de muchas divinidades; por eso, se sentían rodeados por divinidades muy diversas entre sí, opuestas unas a otras, de modo que debían de temer que, si hacían algo en favor de una divinidad, la otra podía ofenderse o vengarse. Así, vivían en un mundo de miedo, rodeados de demonios peligrosos, sin saber nunca cómo salvarse de esas fuerzas opuestas entre sí. Era un mundo de miedo, un mundo oscuro. Y ahora escuchaban decir: «Alégrate; esos demonios no son nada; hay un Dios verdadero, y este Dios verdadero es bueno, nos ama, nos conoce, está con nosotros hasta el punto de que se ha hecho carne». Esta es la gran alegría que anuncia el cristianismo. Conocer a este Dios es realmente la «buena noticia», una palabra de redención. Tal vez a nosotros, los católicos, que lo sabemos desde siempre, ya no nos sorprende; ya no percibimos con fuerza esta alegría liberadora. Pero, si miramos al mundo de hoy, donde Dios está ausente, debemos constatar que también él está dominado por los miedos, por las incertidumbres: ¿es un bien ser hombre, o no?, ¿es un bien vivir, o no?,
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¿es realmente un bien existir?, ¿o tal vez todo es negativo? Y, en realidad, viven en un mundo oscuro, necesitan anestesias para poder vivir. Así, la palabra: «alégrate, porque Dios está contigo, está con nosotros», es una palabra que abre realmente un tiempo nuevo. Amadísimos hermanos, con un acto de fe debemos acoger de nuevo y comprender en lo más íntimo del corazón esta palabra liberadora: «alégrate». Esta alegría que hemos recibido no podemos guardarla solo para nosotros. La alegría se debe compartir siempre. Una alegría se debe comunicar. María corrió inmediatamente a comunicar su alegría a su prima Isabel. Y desde que fue elevada al cielo distribuye alegrías en todo el mundo; se ha convertido en la gran Consoladora, en nuestra Madre, que comunica alegría, confianza, bondad, y nos invita a distribuir también nosotros la alegría. Este es el verdadero compromiso del Adviento: llevar la alegría a los demás. La alegría es el verdadero regalo de Navidad; no los costosos regalos que requieren mucho tiempo y dinero. Esta alegría podemos comunicarla de un modo sencillo: con una sonrisa, con un gesto bueno, con una pequeña ayuda, con un perdón. Llevemos esta alegría, y la alegría donada volverá a nosotros. En especial, tratemos de llevar la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo. Pidamos para que en nuestra vida se transparente esta presencia de la alegría liberadora de Dios. La segunda palabra que quisiera meditar la pronuncia también el ángel: «No temas, María», le dice. En realidad, había motivo para temer, porque llevar ahora el peso del mundo sobre sí, ser la madre del Rey universal, ser la madre del Hijo de Dios, constituía un gran peso, un peso muy superior a las fuerzas de un ser humano. Pero el ángel le dice: «No temas. Sí, tú llevas a Dios, pero Dios te lleva a ti. No temas». Esta palabra, «No temas», seguramente penetró a fondo en el corazón de María. Nosotros podemos imaginar que en diversas situaciones la Virgen recordaría esta palabra, la volvería a escuchar. En el momento en que Simeón le dice: «Este hijo tuyo será un signo de contradicción y una espada te traspasará el corazón», en ese momento en que podía invadirla el temor, María recuerda la palabra del ángel, vuelve a escuchar su eco en su interior: «No temas, Dios te lleva». Luego, cuando durante la vida pública se desencadenan las contradicciones en torno a Jesús, y muchos dicen: «Está loco», ella vuelve a escuchar: «No temas» y sigue adelante. Por último, en el encuentro camino del Calvario, y luego al pie de la cruz, cuando parece que todo ha acabado, ella escucha una vez más la palabra del ángel: «No temas». Y así, con entereza, está al lado de su Hijo moribundo y, sostenida por la fe, va hacia la Resurrección, hacia Pentecostés, hacia la fundación de la nueva familia de la Iglesia. «No temas». María nos dice esta palabra también a nosotros. Ya he destacado que nuestro mundo actual es un mundo de miedos: miedo a la miseria y a la pobreza, miedo a las enfermedades y a los sufrimientos, miedo a la soledad y a la muerte. En nuestro mundo tenemos un sistema de seguros muy desarrollado: está bien que existan. Pero sabemos que, en el momento del sufrimiento profundo, en el momento de la última
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soledad, de la muerte, ningún seguro podrá protegernos. El único seguro válido en esos momentos es el que nos viene del Señor, que nos dice también a nosotros: «No temas, yo estoy siempre contigo». Podemos caer, pero al final caemos en las manos de Dios, y las manos de Dios son buenas manos. La tercera palabra: al final del coloquio, María responde al ángel: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». María anticipa así la tercera invocación del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad». Dice «sí» a la voluntad grande de Dios, una voluntad aparentemente demasiado grande para un ser humano. María dice «sí» a esta voluntad divina; entra dentro de esta voluntad; con un gran «sí» inserta toda su existencia en la voluntad de Dios, y así abre la puerta del mundo a Dios. Adán y Eva con su «no» a la voluntad de Dios habían cerrado esta puerta. «Hágase la voluntad de Dios»: María nos invita a decir también nosotros este «sí», que a veces resulta tan difícil. Sentimos la tentación de preferir nuestra voluntad, pero ella nos dice: «¡Sé valiente!, di también tú: “Hágase tu voluntad”», porque esta voluntad es buena. Al inicio puede parecer un peso casi insoportable, un yugo que no se puede llevar; pero, en realidad, la voluntad de Dios no es un peso. La voluntad de Dios nos da alas para volar muy alto, y así con María también nosotros nos atrevemos a abrir a Dios la puerta de nuestra vida, las puertas de este mundo, diciendo «sí» a su voluntad, conscientes de que esta voluntad es el verdadero bien y nos guía a la verdadera felicidad. Pidamos a María, la Consoladora, nuestra Madre, la Madre de la Iglesia, que nos dé la valentía de pronunciar este «sí», que nos dé también esta alegría de estar con Dios y nos guíe a su Hijo, a la verdadera Vida. Amén. (Homilía, 18 de diciembre de 2005)
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2 LOS SUYOS NO LO RECIBIERON En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre ni de amor carnal ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: Gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. (Jn 1, 1-14) Juan, en su evangelio, fijándose en lo esencial, ha profundizado en la breve referencia de san Lucas sobre la situación de Belén: «Vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (1, 11). Esto se refiere sobre todo a Belén: el Hijo de David fue a su ciudad, pero tuvo que nacer en un establo, porque en la posada no había sitio para él. Se refiere también a Israel: el enviado vino a los suyos, pero no lo quisieron. En realidad, se refiere a toda la humanidad: Aquel por el que el mundo fue hecho, el Verbo creador primordial entra en el mundo, pero no se le escucha, no se le acoge. En definitiva, estas palabras se refieren a nosotros, a cada persona y a la sociedad en su conjunto. ¿Tenemos tiempo para el prójimo que tiene necesidad de nuestra palabra, de mi palabra, de mi afecto? ¿Para aquel que sufre y necesita ayuda? ¿Para el prófugo o el refugiado que busca asilo? ¿Tenemos tiempo y espacio para Dios? ¿Puede entrar Él en nuestra vida? ¿Encuentra un lugar en nosotros o tenemos ocupado todo nuestro pensamiento, nuestro quehacer, nuestra vida, con nosotros mismos?
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Gracias a Dios, la noticia negativa no es la única ni la última que hallamos en el Evangelio. De la misma manera que en Lucas encontramos el amor de su madre María y la fidelidad de san José, la vigilancia de los pastores y su gran alegría, y en Mateo encontramos la visita de los sabios Magos, llegados de lejos, así también nos dice Juan: «Pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Hay quienes lo acogen y, de este modo, desde fuera, crece silenciosamente, comenzando por el establo, la nueva casa, la nueva ciudad, el mundo nuevo. El mensaje de Navidad nos hace reconocer la oscuridad de un mundo cerrado y, con ello, se nos muestra sin duda una realidad que vemos cotidianamente. Pero nos dice también que Dios no se deja encerrar fuera. Él encuentra un espacio, entrando tal vez por el establo; hay hombres que ven su luz y la transmiten. Mediante la palabra del Evangelio, el Ángel nos habla también a nosotros y, en la sagrada liturgia, la luz del Redentor entra en nuestra vida. Si somos pastores o sabios, la luz y su mensaje nos llaman a ponernos en camino, a salir de la cerrazón de nuestros deseos e intereses para ir al encuentro del Señor y adorarlo. Lo adoramos abriendo el mundo a la verdad, al bien, a Cristo, al servicio de cuantos están marginados y en los cuales Él nos espera. (…) Gregorio de Nisa ha desarrollado en sus homilías navideñas la misma temática partiendo del mensaje de Navidad en el Evangelio de Juan: «Y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14). Gregorio aplica esta palabra de la morada a nuestro cuerpo, deteriorado y débil; expuesto por todas partes al dolor y al sufrimiento. Y la aplica a todo el cosmos, herido y desfigurado por el pecado. ¿Qué habría dicho si hubiese visto las condiciones en las que hoy se encuentra la tierra a causa del abuso de las fuentes de energía y de su explotación egoísta y sin ningún reparo? Anselmo de Canterbury, casi de manera profética, describió con antelación lo que nosotros vemos hoy en un mundo contaminado y con un futuro incierto: «Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habían sido creadas» (PL 158, 955 ss). Así, según la visión de Gregorio, el establo del mensaje de Navidad representa la tierra maltratada. Cristo no reconstruye un palacio cualquiera. Él vino para volver a dar a la creación, al cosmos, su belleza y su dignidad: esto es lo que comienza con la Navidad y hace saltar de gozo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la sintonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto con lo bajo, recupera su belleza, su dignidad. Así pues, Navidad es la fiesta de la creación renovada. (Homilía, 25 de diciembre de 2007)
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3 PAZ A LOS HOMBRES QUE DIOS AMA Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: —No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. De pronto, en torno al ángel apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: —Gloria a Dios en el cielo y, en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor. Cuando los ángeles los dejaron y subieron al cielo, los pastores se decían unos a otros: —Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor. Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. (Lc 2, 6-20) En el Evangelio se anuncia a los pastores la «gloria de Dios en lo alto del cielo» y la «paz en la tierra». Antes se decía: «a los hombres de buena voluntad»; en las nuevas traducciones se dice: «a los hombres que él ama». ¿Por qué este cambio? ¿Ya no cuenta la buena voluntad? Formulemos mejor la pregunta: ¿Quiénes son los hombres a los que Dios ama y por qué los ama? ¿Acaso Dios es parcial? ¿Es que ama solo a determinadas personas y abandona a las demás a su suerte? El Evangelio responde a estas preguntas presentando algunas personas concretas amadas por Dios. Algunas lo son individualmente: María, José, Isabel, Zacarías, Simeón, Ana, etc. Pero también hay dos grupos de personas: los pastores y los sabios de Oriente, llamados reyes magos. Reflexionemos esta noche en los pastores. ¿Qué tipo de hombres son? En su ambiente, los pastores eran despreciados; se les consideraba poco de fiar y en los tribunales no se
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les admitía como testigos. Pero ¿quiénes eran en realidad? Ciertamente no eran grandes santos, si con este término se alude a personas de virtudes heroicas. Eran almas sencillas. El Evangelio destaca una característica que luego, en las palabras de Jesús, tendrá un papel importante: eran personas vigilantes. Esto vale ante todo en su sentido exterior: por la noche velaban cercanos a sus ovejas. Pero también tiene un sentido más profundo: estaban dispuestos a oír la palabra de Dios, el anuncio del ángel. Su vida no estaba cerrada en sí misma; tenían un corazón abierto. De algún modo, en lo más íntimo de su ser, estaban esperando algo. Su vigilancia era disponibilidad; disponibilidad para escuchar, disponibilidad para ponerse en camino; era espera de la luz que les indicara el camino. Esto es lo que a Dios le interesa. Él ama a todos porque todos son criaturas suyas. Pero algunas personas han cerrado su alma; su amor no encuentra en ellas resquicio alguno por donde entrar. Creen que no necesitan a Dios; no lo quieren. Otros, que quizá moralmente son igual de pobres y pecadores, al menos sufren por ello. Esperan en Dios. Saben que necesitan su bondad, aunque no tengan una idea precisa de ella. En su espíritu abierto a la esperanza, puede entrar la luz de Dios y, con ella, su paz. Dios busca a personas que sean portadoras de su paz y la comuniquen. Pidámosle que no encuentre cerrado nuestro corazón. Esforcémonos por ser capaces de ser portadores activos de su paz, concretamente en nuestro tiempo. Además, la palabra paz ha adquirido un significado muy especial para los cristianos: se ha convertido en una palabra para designar la comunión en la Eucaristía. En ella está presente la paz de Cristo. A través de todos los lugares donde se celebra la Eucaristía se extiende en el mundo entero una red de paz. Las comunidades reunidas en torno a la Eucaristía forman un reino de paz vasto como el mundo. Cuando celebramos la Eucaristía, nos encontramos en Belén, en la «casa del pan». Cristo se nos da, y así nos da su paz. Nos la da para que llevemos la luz de la paz en lo más hondo de nuestro ser y la comuniquemos a los demás; para que seamos artífices de paz y contribuyamos así a la paz en el mundo. Por eso pidamos: Realiza tu promesa, Señor. Haz que donde hay discordia nazca la paz; que surja el amor donde reina el odio; que surja la luz donde dominan las tinieblas. Haz que seamos portadores de tu paz. Amén. (Homilía, 24 de diciembre de 2005)
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4 LOS MAGOS Y EL ORIGEN DE LA HISTORIA Jesús nació en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: —¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo. Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos pontífices y a los letrados del país y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: —En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el Profeta: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel». Entonces Herodes llamó en secreto a los Magos, para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: —Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro; incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino. (Mt 2, 1-12) En el día de Navidad, el mensaje de la liturgia era: «Hodie descendit lux magna super terram», «Hoy desciende una gran luz a la tierra» (Misal romano). En Belén, esta «gran luz» se presentó a un pequeño grupo de personas, a un minúsculo «resto de Israel»: a la Virgen María, a su esposo José y a algunos pastores. Una luz humilde, según el estilo del verdadero Dios. Una llamita encendida en la noche: un frágil niño recién nacido, que da vagidos en el silencio del mundo... Pero en torno a ese nacimiento oculto y desconocido resonaba el himno de alabanza de los coros celestiales, que cantaban gloria y paz (cfr. Lc 2, 13-14).
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Así, aquella luz, aun siendo pequeña cuando apareció en la tierra, se proyectaba con fuerza en los cielos. El nacimiento del Rey de los judíos había sido anunciado por una estrella que se podía ver desde muy lejos. Este fue el testimonio de «algunos Magos» que llegaron desde Oriente a Jerusalén poco después del nacimiento de Jesús, en tiempos del rey Herodes (cfr. Mt 2, 1-2). Una vez más, se comunican y se responden el cielo y la tierra, el cosmos y la historia. Las antiguas profecías se cumplen con el lenguaje de los astros. «De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel» (Nm 24, 17), había anunciado el vidente pagano Balaam, llamado a maldecir al pueblo de Israel y que, al contrario, lo bendijo porque, como Dios le reveló, «ese pueblo es bendito» (Nm 22, 12). Cromacio de Aquileya, en su Comentario al evangelio de san Mateo, relacionando a Balaam con los Magos, escribe: «Aquel profetizó que Cristo vendría; estos lo vieron con los ojos de la fe». Y añade una observación importante: «Todos vieron la estrella, pero no todos comprendieron su sentido. Del mismo modo, nuestro Señor y Salvador nació para todos, pero no todos lo acogieron» (ibíd., 4, 1-2). Este es, en la perspectiva histórica, el significado del símbolo de la luz aplicado al nacimiento de Cristo: expresa la bendición especial de Dios en favor de la descendencia de Abraham, destinada a extenderse a todos los pueblos de la tierra. De este modo, el acontecimiento evangélico que recordamos en la Epifanía, la visita de los Magos al Niño Jesús en Belén, nos remite a los orígenes de la historia del pueblo de Dios, es decir, a la llamada de Abraham, que encontramos en el capítulo 12 del libro del Génesis. Los primeros once capítulos son como grandes cuadros que responden a algunas preguntas fundamentales de la humanidad: ¿Cuál es el origen del universo y del género humano? ¿De dónde viene el mal? ¿Por qué hay diversas lenguas y civilizaciones? Entre los relatos iniciales de la Biblia aparece una primera «alianza», establecida por Dios con Noé, después del diluvio. Se trata de una alianza universal, que atañe a toda la humanidad: el nuevo pacto con la familia de Noé es, a la vez, un pacto con «toda carne» (cfr. Gn 9, 15). Luego, antes de la llamada de Abraham, se encuentra otro gran cuadro, muy importante para comprender el sentido de la Epifanía: el de la torre de Babel. El texto sagrado afirma que en los orígenes «todo el mundo tenía un mismo lenguaje e idénticas palabras» (Gn 11, 1). Después los hombres dijeron: «Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra» (Gn 11, 4). La consecuencia de este pecado de orgullo, análogo al de Adán y Eva, fue la confusión de las lenguas y la dispersión de la humanidad por toda la tierra (cfr. Gn 11, 7-8). Esto es lo que significa «Babel»; fue una especie de maldición, semejante a la expulsión del paraíso terrenal. En este punto se inicia la historia de la bendición, con la llamada de Abraham: comienza el gran plan de Dios para hacer de la humanidad una familia, mediante la alianza con un pueblo nuevo, elegido por él para que sea una bendición en medio de todas las naciones (cfr. Gn 12, 1-3). Este plan divino se sigue realizando todavía y tuvo su momento culminante en el misterio de Cristo. Desde entonces se iniciaron «los
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últimos tiempos», en el sentido de que el plan fue plenamente revelado y realizado en Cristo, pero debe ser acogido por la historia humana, que sigue siendo siempre historia de fidelidad por parte de Dios y, lamentablemente, también de infidelidad por parte de nosotros los hombres. La Iglesia misma, depositaria de la bendición, es santa y a la vez está compuesta de pecadores; está marcada por la tensión entre el «ya» y el «todavía no». En la plenitud de los tiempos, Jesucristo vino a establecer la alianza: él mismo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el Sacramento de la fidelidad de Dios a su plan de salvación para la humanidad entera, para todos nosotros. La llegada de los Magos de Oriente a Belén, para adorar al Mesías recién nacido, es la señal de la manifestación del Rey universal a los pueblos y a todos los hombres que buscan la verdad. Es el inicio de un movimiento opuesto al de Babel: de la confusión a la comprensión, de la dispersión a la reconciliación. Por consiguiente, descubrimos un vínculo entre la Epifanía y Pentecostés: si el nacimiento de Cristo, la Cabeza, es también el nacimiento de la Iglesia, su cuerpo, en los Magos vemos a los pueblos que se agregan al resto de Israel, anunciando la gran señal de la «Iglesia políglota» realizada por el Espíritu Santo cincuenta días después de la Pascua. El amor fiel y tenaz de Dios, que mantiene siempre su alianza de generación en generación. Este es el «misterio» del que habla san Pablo en sus cartas, también en el pasaje de la Carta a los Efesios que se acaba de proclamar. El Apóstol afirma que este misterio le «fue comunicado por una revelación» (Ef 3, 3) y él se encargó de darlo a conocer. Este «misterio» de la fidelidad de Dios constituye la esperanza de la historia. Ciertamente, se le oponen fuerzas de división y atropello, que desgarran a la humanidad a causa del pecado y del conflicto de egoísmos. En la historia, la Iglesia está al servicio de este «misterio» de bendición para la humanidad entera. En este misterio de la fidelidad de Dios, la Iglesia solo cumple plenamente su misión cuando refleja en sí misma la luz de Cristo Señor, y así sirve de ayuda a los pueblos del mundo por el camino de la paz y del auténtico progreso. En efecto, sigue siendo siempre válida la palabra de Dios revelada por medio del profeta Isaías: «La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece» (Is 60, 2). Lo que el profeta anuncia a Jerusalén se cumple en la Iglesia de Cristo: «A tu luz caminarán las naciones, y los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60, 3). Con Jesucristo la bendición de Abraham se extendió a todos los pueblos, a la Iglesia universal como nuevo Israel que acoge en su seno a la humanidad entera. Con todo, también hoy sigue siendo verdad lo que decía el profeta: «Espesa nube cubre a los pueblos» y nuestra historia. En efecto, no se puede decir que la globalización sea sinónimo de orden mundial; todo lo contrario. Los conflictos por la supremacía económica y el acaparamiento de los recursos energéticos e hídricos y de las materias primas dificultan el trabajo de quienes, en todos los niveles, se esfuerzan por construir un mundo justo y solidario.
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Es necesaria una esperanza mayor, que permita preferir el bien común de todos al lujo de pocos y a la miseria de muchos. «Esta gran esperanza solo puede ser Dios, (...) pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano» (Spe salvi, 31), el Dios que se manifestó en el Niño de Belén y en el Crucificado Resucitado. Si hay una gran esperanza, se puede perseverar en la sobriedad. Si falta la verdadera esperanza, se busca la felicidad en la embriaguez, en lo superfluo, en los excesos, y los hombres se arruinan a sí mismos y al mundo. La moderación no solo es una regla ascética, sino también un camino de salvación para la humanidad. Ya resulta evidente que solo adoptando un estilo de vida sobrio, acompañado del serio compromiso por una distribución equitativa de las riquezas, será posible instaurar un orden de desarrollo justo y sostenible. Por esto, hacen falta hombres que alimenten una gran esperanza y posean por ello una gran valentía. La valentía de los Magos, que emprendieron un largo viaje siguiendo una estrella y que supieron arrodillarse ante un Niño y ofrecerle sus dones preciosos. Todos necesitamos esta valentía, anclada en una firme esperanza. Que nos la obtenga María, acompañándonos en nuestra peregrinación terrena con su protección materna. Amén. (Homilía, de 6 enero de 2008)
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5 EN EL TEMPLO Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción. Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»). Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: —Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel. José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: —Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. (Lc 2, 21-38) La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es «gloria de su pueblo Israel» y «luz para alumbrar a las naciones», pero también «signo de contradicción» (cfr. Lc 2, 32. 34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que
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quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor. Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —«mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 30)— encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús «el consuelo de Israel» (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia. Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón: por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la «luz» y la «gloria» se transforman en una revelación universal. Ana es «profetisa», mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede «alabar a Dios» y hablar «del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel» (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús. (Homilía, 2 de febrero de 2006)
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6 EL BAUTISMO DE JESÚS Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma y vino una voz del cielo: —Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto. (Lc 3, 21-22) El evangelista Lucas nos presenta a Jesús mezclado con la gente mientras se dirige a san Juan Bautista para ser bautizado. Cuando recibió también él el bautismo, —escribe san Lucas— «estaba en oración» (Lc 3, 21). Jesús habla con su Padre. Y estamos seguros de que no solo habló por sí, sino que también habló de nosotros y por nosotros; habló también de mí, de cada uno de nosotros y por cada uno de nosotros. Después, el evangelista nos dice que sobre el Señor en oración se abrió el cielo. Jesús entra en contacto con su Padre y el cielo se abre sobre él. En este momento podemos pensar que el cielo se abre también aquí, sobre estos niños que, por el sacramento del bautismo, entran en contacto con Jesús. El cielo se abre sobre nosotros en el sacramento. Cuanto más vivimos en contacto con Jesús en la realidad de nuestro bautismo, tanto más el cielo se abre sobre nosotros. Y del cielo —como dice el Evangelio— aquel día salió una voz que dijo a Jesús: «Tú eres mi hijo predilecto» (Lc 3, 22). En el bautismo, el Padre celestial repite también estas palabras refiriéndose a cada uno de estos niños. Dice: «Tú eres mi hijo». En el bautismo somos adoptados e incorporados a la familia de Dios, en la comunión con la Santísima Trinidad, en la comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Precisamente por esto el bautismo se debe administrar en el nombre de la Santísima Trinidad. Estas palabras no son solo una fórmula; son una realidad. Marcan el momento en que vuestros niños renacen como hijos de Dios. De hijos de padres humanos, se convierten también en hijos de Dios en el Hijo del Dios vivo. Pero ahora debemos meditar en unas palabras de la segunda lectura de esta liturgia, en las que san Pablo nos dice: él nos salvó «según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo» (Tt 3, 5). Un baño de regeneración. El bautismo no es solo una palabra; no es solo algo espiritual; implica también la materia. Toda la realidad de la tierra queda involucrada. El bautismo no atañe solo al alma. La espiritualidad del hombre afecta al hombre en su totalidad, cuerpo y alma. La acción de Dios en Jesucristo es una acción de eficacia universal. Cristo asume la carne y esto continúa en los sacramentos, en los que la materia es asumida y entra a formar parte de la acción divina. Ahora podemos preguntarnos por qué precisamente el agua es el signo de esta totalidad. El agua es fuente de fecundidad. Sin agua no hay vida. Y así, en todas las
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grandes religiones, el agua se ve como el símbolo de la maternidad, de la fecundidad. Para los Padres de la Iglesia el agua se convierte en el símbolo del seno materno de la Iglesia. En un escritor eclesiástico de los siglos II y III, Tertuliano, se encuentran estas sorprendentes palabras: «Cristo nunca está sin agua». Con estas palabras Tertuliano quería decir que Cristo nunca está sin la Iglesia. En el bautismo somos adoptados por el Padre celestial, pero en esta familia que él constituye hay también una madre, la madre Iglesia. El hombre no puede tener a Dios como Padre, decían ya los antiguos escritores cristianos, si no tiene también a la Iglesia como madre. Así de nuevo vemos cómo el cristianismo no es solo una realidad espiritual, individual, una simple decisión subjetiva que yo tomo, sino que es algo real, algo concreto; podríamos decir, algo también material. La familia de Dios se construye en la realidad concreta de la Iglesia. La adopción como hijos de Dios, del Dios trinitario, es a la vez incorporación a la familia de la Iglesia, inserción como hermanos y hermanas en la gran familia de los cristianos. Y solo podemos decir «Padre nuestro», dirigiéndonos a nuestro Padre celestial, si en cuanto hijos de Dios nos insertamos como hermanos y hermanas en la realidad de la Iglesia. Esta oración supone siempre el «nosotros» de la familia de Dios. Pero ahora debemos volver al evangelio, donde Juan Bautista dice: «Yo os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo (...). Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3, 16). Hemos visto el agua; pero ahora surge la pregunta: ¿en qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista? Para ver esta realidad del fuego, presente en el bautismo juntamente con el agua, debemos observar que el bautismo de Juan era un gesto humano, un acto de penitencia; era el esfuerzo humano por dirigirse a Dios para pedirle el perdón de los pecados y la posibilidad de comenzar una nueva vida. Era solo un deseo humano, un ir hacia Dios con las propias fuerzas. Ahora bien, esto no basta. La distancia sería demasiado grande. En Jesucristo vemos que Dios viene a nuestro encuentro. En el bautismo cristiano, instituido por Cristo, no actuamos solo nosotros con el deseo de ser lavados, con la oración para obtener el perdón. En el bautismo actúa Dios mismo, actúa Jesús mediante el Espíritu Santo. En el bautismo cristiano está presente el fuego del Espíritu Santo. Dios actúa, no solo nosotros. Dios está presente hoy aquí. Él asume y hace hijos suyos a vuestros niños. (Homilía, 7 de enero de 2007)
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7 EN CASA DE PEDRO En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y, como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: —Todo el mundo te busca. Él les respondió: —Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios. (Mc 1, 29-39) El Señor va a casa de Simón Pedro y Andrés, y encuentra enferma con fiebre a la suegra de Pedro; la toma de la mano, la levanta y la mujer se cura y se pone a servir. En este episodio aparece simbólicamente toda la misión de Jesús. Jesús, viniendo del Padre, llega a la casa de la humanidad, a nuestra tierra, y encuentra una humanidad enferma, enferma de fiebre, de la fiebre de las ideologías, las idolatrías, el olvido de Dios. El Señor nos da su mano, nos levanta y nos cura. Y lo hace en todos los siglos; nos toma de la mano con su palabra, y así disipa la niebla de las ideologías, de las idolatrías. Nos toma de la mano en los sacramentos, nos cura de la fiebre de nuestras pasiones y de nuestros pecados mediante la absolución en el sacramento de la Reconciliación. Nos da la capacidad de levantarnos, de estar de pie delante de Dios y delante de los hombres. Y precisamente con este contenido de la liturgia dominical el Señor se encuentra con nosotros, nos toma de la mano, nos levanta y nos cura siempre de nuevo con el don de su palabra, con el don de sí mismo. Pero también la segunda parte de este episodio es importante; esta mujer, recién curada, se pone a servirlos, dice el Evangelio. Inmediatamente comienza a trabajar, a estar a disposición de los demás, y así se convierte en representación de tantas buenas mujeres, madres, abuelas, mujeres de diversas profesiones, que están disponibles, se levantan y sirven, y son el alma de la familia, el alma de la parroquia.
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Las mujeres son también las primeras portadoras de la palabra de Dios del Evangelio, son verdaderas evangelistas. Y me parece que este episodio del Evangelio, aparentemente tan modesto, precisamente aquí, en la iglesia de Santa Ana, nos brinda la ocasión de expresar sinceramente nuestra gratitud a todas las mujeres que animan esta parroquia, a las mujeres que sirven en todas las dimensiones, que nos ayudan siempre de nuevo a conocer la palabra de Dios, no solo con el intelecto, sino también con el corazón. Volvamos al evangelio: Jesús duerme en casa de Pedro, pero a primeras horas de la mañana, cuando todavía reina la oscuridad, se levanta, sale, busca un lugar desierto y se pone a orar. Aquí aparece el verdadero centro del misterio de Jesús. Jesús está en coloquio con el Padre y eleva su alma humana en comunión con la persona del Hijo, de modo que la humanidad del Hijo, unida a él, habla en el diálogo trinitario con el Padre; y así hace posible también para nosotros la verdadera oración. En la liturgia, Jesús ora con nosotros, nosotros oramos con Jesús, y así entramos en contacto real con Dios, entramos en el misterio del amor eterno de la Santísima Trinidad. Jesús habla con el Padre; esta es la fuente y el centro de todas las actividades de Jesús; vemos cómo su predicación, las curaciones, los milagros y, por último, la Pasión salen de este centro, de su ser con el Padre. Y así este evangelio nos enseña el centro de la fe y de nuestra vida, es decir, la primacía de Dios. Donde no hay Dios, tampoco se respeta al hombre. Solo si el esplendor de Dios se refleja en el rostro del hombre, el hombre, imagen de Dios, está protegido con una dignidad que luego nadie puede violar. La primacía de Dios. Las tres primeras peticiones del «Padrenuestro» se refieren precisamente a esta primacía de Dios: pedimos que sea santificado el nombre de Dios; que el respeto del misterio divino sea vivo y anime toda nuestra vida; que «venga el reino de Dios» y «se haga su voluntad» son las dos caras diferentes de la misma medalla; donde se hace la voluntad de Dios es ya el cielo, comienza también en la tierra algo del cielo, y donde se hace la voluntad de Dios está presente el reino de Dios; porque el reino de Dios no es una serie de cosas; el reino de Dios es la presencia de Dios, la unión del hombre con Dios. Y Dios quiere guiarnos a este objetivo. El centro de su anuncio es el reino de Dios, o sea, Dios como fuente y centro de nuestra vida, y nos dice: solo Dios es la redención del hombre. Y la historia del siglo pasado nos muestra cómo, en los Estados donde se suprimió a Dios, no solo se destruyó la economía, sino que se destruyeron sobre todo las almas. Las destrucciones morales, las destrucciones de la dignidad del hombre son las destrucciones fundamentales, y la renovación solo puede venir de la vuelta a Dios, o sea, del reconocimiento de la centralidad de Dios. En estos días, un obispo del Congo en visita ad limina me dijo: los europeos nos dan generosamente muchas cosas para el desarrollo, pero no quieren ayudarnos en la pastoral; parece que consideran inútil la pastoral, creen que solo importa el desarrollo técnico-material. Pero es verdad lo contrario —dijo—, donde no hay palabra de Dios el desarrollo no funciona, y no da resultados positivos. Solo si hay antes palabra de Dios, solo si el hombre se reconcilia con Dios, también las cosas materiales pueden ir bien.
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El texto evangélico, con su continuación, confirma esto con fuerza. Los Apóstoles dicen a Jesús: vuelve, todos te buscan. Y él dice: no, debo ir a las otras aldeas para anunciar a Dios y expulsar los demonios, las fuerzas del mal; para eso he venido. Jesús no vino —el texto griego dice: «salí del Padre»— para traer las comodidades de la vida, sino para traer la condición fundamental de nuestra dignidad, para traernos el anuncio de Dios, la presencia de Dios, y para vencer así a las fuerzas del mal. Con gran claridad nos indica esta prioridad: no he venido para curar —aunque lo hago, pero como signo—; he venido para reconciliaros con Dios. Dios es nuestro creador, Dios nos ha dado la vida, nuestra dignidad: a Él, sobre todo, debemos dirigirnos. (Homilía, 5 de febrero de 2006)
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8 EL MISTERIO DE LAS BIENAVENTURANZAS Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la Tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán «los Hijos de Dios». Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros. (Mt 5, 3-12) Dice Jesús: «Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia» (cfr. Mt 5, 3-10). En realidad, el bienaventurado por excelencia es solo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia. Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella. En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cfr. Mc 10, 25); con su ayuda, solo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cfr. Mt 5, 48). (Homilía, 1 de noviembre de 2006)
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9 LA MISIÓN DE LOS APÓSTOLES Y LA FUNDACIÓN DE LA IGLESIA En aquel tiempo, al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dijo a sus discípulos: —La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, el llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el fanático, y Judas Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: —No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis. (Mt 9, 36-10, 8) Aquí se nos presenta la «constitución» de la Iglesia. ¿Cómo no percibir la invitación implícita que se dirige a cada comunidad a renovarse en su vocación y en su impulso misionero? En la primera lectura, el autor sagrado narra el pacto de Dios con Moisés y con Israel en el Sinaí. Es una de las grandes etapas de la historia de la salvación, uno de los momentos que trascienden la historia misma, en los que el confín entre Antiguo y Nuevo Testamento desaparece y se manifiesta el plan perenne del Dios de la alianza: el plan de salvar a todos los hombres mediante la santificación de un pueblo, al que Dios propone convertirse en «su propiedad personal entre todos los pueblos» (Ex 19, 5). En esta perspectiva el pueblo está llamado a ser una «nación santa» no solo en sentido moral, sino antes aún y sobre todo en su misma realidad ontológica, en su ser de pueblo. Ya en el Antiguo Testamento, a través de los acontecimientos salvíficos, se fue manifestando poco a poco cómo se debía entender la identidad de este pueblo; y luego se reveló plenamente con la venida de Jesucristo. El pasaje evangélico de hoy nos presenta un momento decisivo de esa revelación. Cuando Jesús llamó a los Doce, quería referirse simbólicamente a las tribus de Israel, que se remontan a los doce hijos de Jacob. Por eso, al poner en el centro de su nueva comunidad a los Doce, dio a entender que vino a cumplir el plan del Padre celestial,
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aunque solamente en Pentecostés aparecerá el rostro nuevo de la Iglesia: cuando los Doce, «llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 3-4), proclamarán el Evangelio hablando en todas las lenguas. Entonces se manifestará la Iglesia universal, reunida en un solo Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo resucitado, y al mismo tiempo enviada por él a todas las naciones, hasta los últimos confines de la tierra (cfr. Mt 28, 20). El estilo de Jesús es inconfundible: es el estilo característico de Dios, que suele realizar las cosas más grandes de modo pobre y humilde. Frente a la solemnidad de los relatos de alianza del libro del Éxodo, en los Evangelios se encuentran gestos humildes y discretos, pero que contienen una gran fuerza de renovación. Es la lógica del reino de Dios, representada —no casualmente— por la pequeña semilla que se transforma en un gran árbol (cfr. Mt 13, 31-32). El pacto del Sinaí estuvo acompañado de señales cósmicas que aterraban a los israelitas; en cambio, los inicios de la Iglesia en Galilea carecen de esas manifestaciones, reflejan la mansedumbre y la compasión del corazón de Cristo, pero anuncian otra lucha, otra convulsión, la que suscitan las potencias del mal. Como hemos escuchado, a los Doce «les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia» (Mt 10, 1). Los Doce deberán cooperar con Jesús en la instauración del reino de Dios, es decir, en su señorío benéfico, portador de vida, y de vida en abundancia, para la humanidad entera. En definitiva, la Iglesia, como Cristo y juntamente con él, está llamada y ha sido enviada a instaurar el Reino de vida y a destruir el dominio de la muerte, para que triunfe en el mundo la vida de Dios, para que triunfe Dios, que es Amor. Esta obra de Cristo siempre es silenciosa; no es espectacular. Precisamente en la humildad de ser Iglesia, de vivir cada día el Evangelio, crece el gran árbol de la vida verdadera. Con estos inicios humildes, el Señor nos anima para que, también en la humildad de la Iglesia de hoy, en la pobreza de nuestra vida cristiana, podamos ver su presencia y tener así la valentía de salir a su encuentro y de hacer presente en esta tierra su amor, que es una fuerza de paz y de vida verdadera. Así pues, el plan de Dios consiste en difundir en la humanidad y en todo el cosmos su amor, fuente de vida. No es un proceso espectacular; es un proceso humilde, pero que entraña la verdadera fuerza del futuro y de la historia. Por consiguiente, es un proyecto que el Señor quiere realizar respetando nuestra libertad, porque el amor, por su propia naturaleza, no se puede imponer. Por tanto, la Iglesia es, en Cristo, el espacio de acogida y de mediación del amor de Dios. Desde esta perspectiva se ve claramente cómo la santidad y el carácter misionero de la Iglesia constituyen dos caras de la misma medalla: solo en cuanto santa, es decir, en cuanto llena del amor divino, la Iglesia puede cumplir su misión; y precisamente en función de esa tarea Dios la eligió y santificó como su propiedad personal. Por tanto, nuestro primer deber, precisamente para sanar a este mundo, es ser santos, conformes a Dios. De este modo obra en nosotros una fuerza santificadora y transformadora que actúa también sobre los demás, sobre la historia. En el binomio «santidad-misión» —la santidad siempre es fuerza que transforma a los demás—, es útil tener presente que los doce Apóstoles no eran hombres perfectos, elegidos por su vida
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moral y religiosa irreprensible. Ciertamente, eran creyentes, llenos de entusiasmo y de celo, pero al mismo tiempo estaban marcados por sus límites humanos, a veces incluso graves. Así pues, Jesús no los llamó por ser ya santos, completos, perfectos, sino para que lo fueran, para que se transformaran a fin de transformar así la historia. Lo mismo sucede con nosotros y con todos los cristianos. En la segunda lectura hemos escuchado la síntesis del apóstol san Pablo: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8). La Iglesia es la comunidad de los pecadores que creen en el amor de Dios y se dejan transformar por él; así llegan a ser santos y santifican el mundo. El pasaje evangélico de hoy nos sugiere el estilo de la misión, es decir, la actitud interior que se traduce en vida real. No puede menos de ser el estilo de Jesús: el estilo de la «compasión». El evangelista lo pone de relieve atrayendo la atención hacia el modo como Cristo mira a la muchedumbre: «Al verla, sintió compasión de ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor» (Mt 9, 36). Y, después de la llamada de los Doce, vuelve esta actitud en el mandato que les da de dirigirse «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 6). En esas expresiones se refleja el amor de Cristo por los hombres, especialmente por los pequeños y los pobres. La compasión cristiana no tiene nada que ver con el pietismo, con el asistencialismo. Más bien, es sinónimo de solidaridad, de compartir, y está animada por la esperanza. ¿No nacen de la esperanza las palabras que Jesús dice a los Apóstoles: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca»? (Mt 10, 7). Esta esperanza se funda en la venida de Cristo y, en definitiva, coincide con su Persona y con su misterio de salvación —donde está él está el reino de Dios, está la novedad del mundo. (Homilía, 15 de junio de 2008)
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10 EL PAN DE VIDA Dijo Jesús a la gente: —Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitare en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre. Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún. Muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: —Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso? Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: —¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con todo, algunos de vosotros no creen. Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: —Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede. Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: —¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: —Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. (Jn 6, 53-68)
En el evangelio Jesús nos explica para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho: «Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo. Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan
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eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo. El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52). En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia: «Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano. Ante el murmullo de protesta, Jesús habría podido conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido decir: «Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero solo se trata de un símbolo. Lo que quiero decir es que se trata solo de una profunda comunión de sentimientos». Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación. Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de muchos de sus discípulos (cfr. Jn 6, 66). Más aún, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no cambiar para nada lo concreto de su discurso: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia, hacemos nuestra: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Tenemos necesidad de un Dios cercano, de un Dios que se pone en nuestras manos y que nos ama. En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con las hermanas y los hermanos. Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía. (Homilía, 29 de mayo de 2005)
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11 TÚ ERES EL SANTO DE DIOS Desde aquel momento muchos discípulos de Jesús se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: —¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: —Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios. (Jn 6, 66-69) «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 69). ¿Qué significa? Jesús, en la gran oración sacerdotal, dice que se santifica por los discípulos, aludiendo al sacrificio de su muerte (cfr. Jn 17, 19). De esta forma Jesús expresa implícitamente su función de verdadero Sumo Sacerdote que realiza el misterio del «Día de la reconciliación», ya no solo mediante ritos sustitutivos, sino en la realidad concreta de su cuerpo y su sangre. En el Antiguo Testamento, las palabras «el Santo de Dios» indicaban a Aarón como sumo sacerdote que tenía la misión de realizar la santificación de Israel (cfr. Sal 105, 16; Si 45, 6). La confesión de Pedro en favor de Cristo, a quien llama «el Santo de Dios», está en el contexto del discurso eucarístico, en el cual Jesús anuncia el gran Día de la reconciliación mediante la ofrenda de sí mismo en sacrificio: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Así, sobre el telón de fondo de esa confesión está el misterio sacerdotal de Jesús, su sacrificio por todos nosotros. La Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no solo ha hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la grandeza de la revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al corazón de Dios mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir personalmente, con san Pablo: «Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20). Pidamos al Señor que la verdad de estas palabras penetre profundamente, con su alegría y con su responsabilidad, en nuestro corazón. Pidámosle que, irradiándose desde la celebración eucarística, sea cada vez más la fuerza que transforme nuestra vida. (Homilía, 29 de junio de 2005)
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12 EFFETÁ Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: —Effetá, esto es: «Ábrete». Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: —Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos. (Mc 7, 32-37) Vamos a centrar nuestra atención en el evangelio, que narra la curación de un sordomudo por obra de Jesús. También aquí encontramos de nuevo dos aspectos del único tema. Jesús se dedica a los que sufren, a los marginados de la sociedad. Los cura y, abriéndoles así la posibilidad de vivir y decidir juntamente con los demás, los introduce en la igualdad y en la fraternidad. Esto, como es obvio, nos atañe también a todos nosotros: Jesús nos señala a todos la dirección de nuestro obrar, nos dice cómo debemos actuar. Sin embargo, todo el episodio presenta también otra dimensión, que los Padres de la Iglesia pusieron de relieve con insistencia y que también nos concierne de modo especial a nosotros hoy. Los Padres hablan de los hombres y para los hombres de su tiempo. Pero lo que dicen nos atañe de modo nuevo también a los hombres modernos. No solo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros, simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan nuestros oídos. Lo que se dice de él nos parece precientífico, ya no parece adecuado a nuestro tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos también nuestra capacidad de hablar con él o a él. Sin embargo, de este modo nos falta una percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante. El evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en los oídos del sordomudo, puso un poco de su saliva en la lengua del enfermo y dijo: «Effetá», «Ábrete». El evangelista nos conservó la palabra aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión, remontándonos así directamente a ese momento. Lo que allí se nos relata es algo excepcional y, sin
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embargo, no pertenece a un pasado lejano: eso mismo lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también hoy. En nuestro bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y dijo: «Effetá», «Ábrete», para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero este acontecimiento, el sacramento del Bautismo, no tiene nada de mágico. El bautismo abre un camino. Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce en la comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de él (cfr. Jn 1, 18): mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así también una mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación. El evangelio nos invita a caer en la cuenta de que tenemos un defecto en nuestra capacidad de percepción, una carencia que al principio no reconocemos como tal, porque precisamente todo lo demás se nos impone con su urgencia y racionalidad; porque, aunque ya no tengamos oídos para escuchar a Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin él, aparentemente todo se desarrolla de un modo normal. Pero ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en nuestra vida y en nuestro mundo? Antes de plantear más preguntas, quisiera referir algunas de mis experiencias en los encuentros con los obispos de todo el mundo. La Iglesia católica en Alemania es excelente en sus actividades sociales, en su disponibilidad a ayudar en todos los lugares donde existan necesidades. Durante sus visitas ad limina, los obispos, recientemente los de África, me hablan siempre con gratitud de la generosidad de los católicos alemanes y me piden que me haga intérprete de esta gratitud; y es lo que quisiera hacer ahora públicamente. También los obispos de los países bálticos, que vinieron antes de las vacaciones, me explicaron que los católicos alemanes les han ayudado con gran generosidad para la reconstrucción de sus iglesias, muy deterioradas a causa de las décadas de dominio comunista. De vez en cuando, sin embargo, algún obispo africano me decía: «Si presento a Alemania proyectos sociales, encuentro inmediatamente las puertas abiertas. Pero, si voy con un proyecto de evangelización, más bien encuentro reservas». Como es obvio, algunos piensan que los proyectos sociales se han de promover con la máxima urgencia, mientras que las cosas que conciernen a Dios, o incluso la fe católica, son más bien particulares y menos prioritarias. Sin embargo, la experiencia de esos obispos es precisamente que la evangelización debe tener la precedencia; que es necesario hacer que se conozca, se ame y se crea en el Dios de Jesucristo; que hay que convertir los corazones, para que exista también progreso en el campo social, para que se inicie la reconciliación, para que se pueda combatir, por ejemplo, el sida afrontando de verdad sus causas profundas y curando a los enfermos con la debida atención y con amor. La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres solo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos
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demasiado poco. En ese caso, sobrevienen pronto los mecanismos de la violencia, y prevalece la capacidad de destruir y matar, el afán de conseguir el poder, un poder que debería llevar más tarde o más temprano al establecimiento del derecho, pero que en realidad nunca será capaz de lograrlo. De este modo se aleja cada vez más la posibilidad de la reconciliación, del compromiso común en favor de la justicia y del amor. Entonces se pierden los criterios según los cuales la técnica se pone al servicio del derecho y del amor. Pero precisamente todo depende de estos criterios, que no son solo teorías, sino que iluminan el corazón, haciendo así que la razón y la acción avancen por el camino recto. Las poblaciones de África y de Asia ciertamente admiran las realizaciones técnicas de Occidente y nuestra ciencia, pero se asustan ante un tipo de razón que excluye totalmente a Dios de la visión del hombre, considerando que esta es la forma más sublime de la razón, la que conviene enseñar también a sus culturas. La verdadera amenaza para su identidad no la ven en la fe cristiana, sino en el desprecio de Dios y en el cinismo que considera la mofa de lo sagrado un derecho de la libertad y eleva la utilidad a criterio supremo para los futuros éxitos de la investigación. Queridos amigos, este cinismo no es el tipo de tolerancia y apertura cultural que los pueblos esperan y que todos deseamos. La tolerancia que necesitamos con urgencia incluye el temor de Dios, el respeto de lo que es sagrado para el otro. Pero este respeto de lo que los demás consideran sagrado exige que nosotros mismos aprendamos de nuevo el temor de Dios. Este sentido de respeto solo puede renovarse en el mundo occidental si crece de nuevo la fe en Dios, si Dios está de nuevo presente para nosotros y en nosotros. Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de proselitismo es contrario al cristianismo. La fe solo puede desarrollarse en la libertad. Pero a la libertad de los hombres pedimos que se abra a Dios, que lo busque, que lo escuche. Nosotros, aquí reunidos, pedimos al Señor con todo nuestro corazón que pronuncie de nuevo su «Effetá», que cure nuestro defecto de oído con respecto a Dios, a su acción y a su palabra, y que nos haga capaces de ver y de escuchar. Le pedimos que nos ayude a volver a encontrar la palabra de la oración, a la que nos invita en la liturgia y cuya fórmula esencial nos enseñó en el padrenuestro. El mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿Qué Dios necesitamos? En la primera lectura, el profeta se dirige a un pueblo oprimido, diciendo: «Llegará la venganza de Dios» (Is 35, 4). Nosotros podemos fácilmente intuir cómo se imaginaba la gente esa venganza. Pero el profeta mismo revela luego en qué consiste: en la bondad de Dios, que vendrá a sanarlos. Y la explicación definitiva de las palabras del profeta la encontramos en Aquel que murió por nosotros en la cruz: en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí nos contempla con tanta insistencia. Su «venganza» es la cruz: el «no» a la violencia, el «amor hasta el extremo». Este es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas, no faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su
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misericordia como límite y superación. A él dirigimos nuestra súplica, para que esté en medio de nosotros y nos ayude a ser sus testigos creíbles. Amén. (Homilía, 10 de septiembre de 2006)
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13 SI ALGUNO QUIERE VENIR EN POS DE MÍ... Después, dirigiéndose a todos, dijo Jesús: —El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si se pierde o se perjudica a sí mismo? Pues, si uno se avergüenza de mí y de mis palabras, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con su gloria, con la del Padre y la de los ángeles santos. (Lc 9, 23-26) Si reflexionamos en el pasaje evangélico de hoy y escuchamos al Señor, que en él nos habla, nos asustamos. «Quien no renuncia a todas sus propiedades y no deja también todos sus lazos familiares, no puede ser mi discípulo». Quisiéramos objetar: pero ¿qué dices, Señor? ¿Acaso el mundo no tiene precisamente necesidad de la familia? ¿Acaso no tiene necesidad del amor paterno y materno, del amor entre padres e hijos, entre el hombre y la mujer? ¿Acaso no tenemos necesidad del amor de la vida, de la alegría de vivir? ¿Acaso no hacen falta también personas que inviertan en los bienes de este mundo y construyan la tierra que nos ha sido dada, de modo que todos puedan participar de sus dones? ¿Acaso no nos ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo de la tierra y de sus bienes? Si escuchamos mejor al Señor y, sobre todo, si lo escuchamos en el conjunto de todo lo que nos dice, entonces comprenderemos que Jesús no exige a todos lo mismo. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de seguimiento proyectado para él. En este pasaje del evangelio, Jesús habla directamente de algo que no es tarea de las numerosas personas que se habían unido a él durante la peregrinación hacia Jerusalén, sino que es una llamada particular para los Doce. Estos, ante todo, deben superar el escándalo de la cruz; luego deben estar dispuestos a dejar verdaderamente todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los confines de la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de presunta erudición y de formación ficticia o verdadera, y ciertamente de modo especial a los pobres y a los sencillos, el Evangelio de Jesucristo. En su camino a lo largo del mundo, deben estar dispuestos a sufrir en primera persona el martirio, para dar así testimonio del Evangelio del Señor crucificado y resucitado. Aunque, en esa peregrinación hacia Jerusalén, en la que va acompañado por una gran muchedumbre, la palabra de Jesús se dirige ante todo a los Doce, su llamada naturalmente alcanza, más allá del momento histórico, todos los siglos. En todos los tiempos llama a las personas a contar exclusivamente con él, a dejar todo lo demás y a estar totalmente a su disposición, para estar así a disposición de los otros; a crear oasis de amor desinteresado en un mundo en el que tantas veces parecen contar solamente el
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poder y el dinero. Demos gracias al Señor porque en todos los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor a él han dejado todo lo demás, convirtiéndose en signos luminosos de su amor. Basta pensar en personas como Benito y Escolástica, como Francisco y Clara de Asís, como Isabel de Hungría y Eduviges de Polonia, como Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila, hasta la madre Teresa de Calcuta y el padre Pío. Estas personas, con toda su vida, han sido una interpretación de la palabra de Jesús, que en ellos se hace cercana y comprensiva para nosotros. Oremos al Señor para que también en nuestro tiempo conceda a muchas personas la valentía para dejarlo todo, a fin de estar así a disposición de todos. Pero, si volvemos al Evangelio, podemos observar que el Señor no habla solamente de unos pocos y de su tarea particular; el núcleo de lo que dice vale para todos. En otra ocasión aclara así de qué cosa se trata, en definitiva: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9, 24-25). Quien quiere solo poseer su vida, tomarla solo para sí mismo, la perderá. Solo quien se entrega, recibe su vida. Con otras palabras: solo quien ama, encuentra la vida. Y el amor requiere siempre salir de sí mismo, requiere olvidarse de sí mismo. Quien mira hacia atrás para buscarse a sí mismo y quiere tener al otro solamente para sí, precisamente de este modo se pierde a sí mismo y pierde al otro. Sin este más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. «Quien pierda su vida por mí...», dice el Señor. Renunciar a nosotros mismos de modo más radical solo es posible si con ello al final no caemos en el vacío, sino en las manos del Amor eterno. Solo el amor de Dios, que se perdió a sí mismo entregándose a nosotros, nos permite ser libres también nosotros, perdernos, para así encontrar verdaderamente la vida. Este es el núcleo del mensaje que el Señor quiere comunicarnos en el pasaje evangélico, aparentemente tan duro, de este domingo. Con su palabra nos da la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor del Dios hecho hombre. Reconocer esto es la sabiduría de la que habla la primera lectura de hoy. También vale aquí aquello de que de nada sirve todo el saber del mundo si no aprendemos a vivir, si no aprendemos qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida. (Homilía, 9 de septiembre de 2007)
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14 QUIEN ESTÉ LIBRE DE PECADO Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron: —Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adulteras; ¿tú qué dices? Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: —El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. E, inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: —Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: —Ninguno, Señor. Jesús dijo: —Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más. (Jn 8, 1-11) Solo el amor de Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en consecuencia, de toda sociedad, porque solo su amor infinito lo libra del pecado, que es la raíz de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia, no hay que olvidar que es, sobre todo, amor: si odia el pecado, es porque ama infinitamente a toda persona humana. Nos ama a cada uno de nosotros, y su fidelidad es tan profunda que no se desanima ni siquiera ante nuestro rechazo. En concreto, en este pasaje, Jesús nos invita a la conversión interior: nos explica por qué perdona, y nos enseña a hacer que el perdón recibido y dado a los hermanos sea el «pan nuestro de cada día». El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos escenas sugestivas: en la primera asistimos a una disputa entre Jesús, los escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico (cfr. 20, 10), condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús —lo llaman «maestro» (Didáskale)—, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen su misericordia y su amor a los pecadores y
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sienten curiosidad por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba lugar a dudas. Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer lugar, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no revela, pero queda impresionado por ellas; y, después, pronunciando la frase que se ha hecho famosa: «Aquel de vosotros que esté sin pecado (usa el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece aquí), que le arroje la primera piedra» (Jn 8, 7) y comience la lapidación. San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que «el Señor, en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre». Y añade que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por lo cual, «golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro» (In Io. Ev. tract. 33, 5). Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a Jesús se van, «comenzando por los más viejos». Cuando todos se marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario de san Agustín es conciso y eficaz: «relicti sunt duo: misera et misericordia», (quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia) (ibíd.). Detengámonos a contemplar esta escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?» (Jn 8, 10). Y su respuesta es conmovedora: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). San Agustín, en su comentario, observa: «El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho: Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento. Pero no dijo eso» (In Io. Ev. tract. 33, 6). La palabra de Dios que hemos leído nos ofrece indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés: no le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación solo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Jesús vino para decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso y que el infierno, del que se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que cierran el corazón a su amor. Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna: «Vete y en adelante no peques más». Le concede el perdón, para que «en adelante» no peque más. En un episodio análogo, el de la pecadora arrepentida, que encontramos en el evangelio de san Lucas (cfr. Lc 7, 36-50), acoge y dice «vete en paz» a una mujer que se había arrepentido. Aquí, en cambio, la adúltera
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recibe simplemente el perdón de modo incondicional. En ambos casos —el de la pecadora arrepentida y el de la adúltera— el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay perdón sin arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón al perdón. Aquí se pone de relieve que solo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y «no pecar más», para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. De este modo, la actitud de Jesús se transforma en un modelo a seguir por toda comunidad, llamada a hacer del amor y del perdón el corazón palpitante de su vida. (Homilía, 25 de marzo de 2007)
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15 JESÚS ENCUENTRA A UN JOVEN Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: —Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: —¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre. Él replicó: —Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño. Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: —Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. (Mc 10, 17-22) Esta narración expresa de manera eficaz la gran atención de Jesús hacia los jóvenes, hacia vosotros, hacia vuestras ilusiones, vuestras esperanzas, y pone de manifiesto su gran deseo de encontraros personalmente y de dialogar con cada uno de vosotros. De hecho, Cristo interrumpe su camino para responder a la pregunta de su interlocutor, manifestando una total disponibilidad hacia aquel joven que, movido por un ardiente deseo de hablar con el «Maestro bueno», quiere aprender de Él a recorrer el camino de la vida. Con este pasaje evangélico, mi Predecesor quería invitar a cada uno de vosotros a «desarrollar el propio coloquio con Cristo, un coloquio que es de importancia fundamental y esencial para un joven» (Carta a los jóvenes, n. 2).
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Jesús lo miró y lo amó En la narración evangélica, san Marcos subraya cómo «Jesús se le quedó mirando con cariño» (Mc 10, 21). La mirada del Señor es el centro de este especialísimo encuentro y de toda la experiencia cristiana. De hecho lo más importante del cristianismo no es una moral, sino la experiencia de Jesucristo, que nos ama personalmente, seamos jóvenes o ancianos, pobres o ricos; que nos ama incluso cuando le volvemos la espalda. Comentando esta escena, el Papa Juan Pablo II añadía, dirigiéndose a vosotros, jóvenes: «¡Deseo que experimentéis una mirada así! ¡Deseo que experimentéis la verdad de que Cristo os mira con amor!» (Carta a los jóvenes, n. 7). Un amor, que se manifiesta en la Cruz de una manera tan plena y total, que san Pablo llegó a escribir con asombro: «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20). «La conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre — sigue escribiendo el Papa Juan Pablo II—, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana» (Carta a los jóvenes, n. 7) y nos hace superar todas las pruebas: el descubrimiento de nuestros pecados, el sufrimiento, la falta de confianza. En este amor se encuentra la fuente de toda la vida cristiana y la razón fundamental de la evangelización: si realmente hemos encontrado a Jesús, ¡no podemos renunciar a dar testimonio de él ante quienes todavía no se han cruzado con su mirada!
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El descubrimiento del proyecto de vida En el joven del evangelio podemos ver una situación muy parecida a la de cada uno de vosotros. También vosotros sois ricos de cualidades, de energías, de sueños, de esperanzas: ¡recursos que tenéis en abundancia! Vuestra misma edad constituye una gran riqueza no solo para vosotros, sino también para los demás, para la Iglesia y para el mundo. El joven rico le pregunta a Jesús: «¿Qué tengo que hacer?». La etapa de la vida en la que estáis es un tiempo de descubrimiento: de los dones que Dios os ha dado y de vuestras propias responsabilidades. También es tiempo de opciones fundamentales para construir vuestro proyecto de vida. Por tanto, es el momento de interrogaros sobre el sentido auténtico de la existencia y de preguntaros: «¿Estoy satisfecho de mi vida? ¿Me falta algo?». Como el joven del evangelio, quizá también vosotros vivís situaciones de inestabilidad, de confusión o de sufrimiento, que os llevan a desear una vida que no sea mediocre y a preguntaros: ¿Qué es una vida plena? ¿Qué tengo que hacer? ¿Cuál puede ser mi proyecto de vida? «¿Qué he de hacer para que mi vida tenga pleno valor y pleno sentido?» (ibíd., n. 3). ¡No tengáis miedo a enfrentaros con estas preguntas! Ya que, más que causar angustia, expresan las grandes aspiraciones que hay en vuestro corazón. Por eso hay que escucharlas. Esperan respuestas que no sean superficiales, sino capaces de satisfacer vuestras auténticas esperanzas de vida y de felicidad. Para descubrir el proyecto de vida que realmente os puede hacer felices, poneos a la escucha de Dios, que tiene un designio de amor para cada uno de vosotros. Decidle con confianza: «Señor, ¿cuál es tu designio de Creador y de Padre sobre mi vida? ¿Cuál es tu voluntad? Yo deseo cumplirla». Tened la seguridad de que os responderá. ¡No tengáis miedo de su respuesta! «Dios es mayor que nuestra conciencia y lo sabe todo» (1 Jn 3, 20).
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¡Ven y sígueme! Jesús invita al joven rico a ir mucho más allá de la satisfacción de sus aspiraciones y proyectos personales, y le dice: «¡Ven y sígueme!». La vocación cristiana nace de una propuesta de amor del Señor y solo puede realizarse gracias a una respuesta de amor: «Jesús invita a sus discípulos a la entrega total de su vida, sin cálculo ni interés humano, con una confianza sin reservas en Dios. Los santos aceptan esta exigente invitación y emprenden, con humilde docilidad, el seguimiento de Cristo crucificado y resucitado. Su perfección, en la lógica de la fe a veces humanamente incomprensible, consiste en no ponerse ellos mismos en el centro, sino en optar por ir contracorriente viviendo según el Evangelio» (Benedicto XVI, Homilía con ocasión de las canonizaciones, 11 de octubre de 2009). Siguiendo el ejemplo de tantos discípulos de Cristo, también vosotros, queridos amigos, acoged con alegría la invitación al seguimiento, para vivir intensamente y con fruto en este mundo. En efecto, con el bautismo, Él llama a cada uno a seguirle con acciones concretas, a amarlo sobre todas las cosas y a servirle en los hermanos. El joven rico, desgraciadamente, no acogió la invitación de Jesús y se fue triste. No tuvo el valor de desprenderse de los bienes materiales para encontrar el bien más grande que le ofrecía Jesús. La tristeza del joven rico del evangelio es la que nace en el corazón de cada uno cuando no se tiene el valor de seguir a Cristo, de tomar la opción justa. ¡Pero nunca es demasiado tarde para responderle! Jesús nunca se cansa de dirigir su mirada de amor y de llamar a ser sus discípulos, pero a algunos les propone una opción más radical. En este Año Sacerdotal, quisiera invitar a los jóvenes y adolescentes a estar atentos por si el Señor les invita a recibir un don más grande, en la vida del Sacerdocio ministerial, y a estar dispuestos a acoger con generosidad y entusiasmo este signo de especial predilección, iniciando el necesario camino de discernimiento con un sacerdote, con un director espiritual. No tengáis miedo, queridos jóvenes y queridas jóvenes, si el Señor os llama a la vida religiosa, monástica, misionera o de una especial consagración: ¡Él sabe dar un gozo profundo a quien responde con generosidad! También invito, a quienes sienten la vocación al matrimonio, a acogerla con fe, comprometiéndose a poner bases sólidas para vivir un amor grande, fiel y abierto al don de la vida, que es riqueza y gracia para la sociedad y para la Iglesia.
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Orientados hacia la vida eterna «¿Qué haré para heredar la vida eterna?». Esta pregunta del joven del Evangelio parece lejana de las preocupaciones de muchos jóvenes contemporáneos, porque, como observaba mi Predecesor, «¿no somos nosotros la generación a la que el mundo y el progreso temporal llenan completamente el horizonte de la existencia?» (Carta a los jóvenes, n. 5). Pero la pregunta sobre la «vida eterna» aparece en momentos particularmente dolorosos de la existencia, cuando sufrimos la pérdida de una persona cercana o cuando vivimos la experiencia del fracaso. Pero ¿qué es la «vida eterna» de la que habla el joven rico? Nos contesta Jesús cuando, dirigiéndose a sus discípulos, afirma: «volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 22). Son palabras que indican una propuesta rebosante de felicidad sin fin, del gozo de ser colmados por el amor divino para siempre. Plantearse el futuro definitivo que nos espera a cada uno de nosotros da sentido pleno a la existencia, porque orienta el proyecto de vida hacia horizontes no limitados y pasajeros, sino amplios y profundos, que llevan a amar el mundo, que tanto ha amado Dios, a dedicarse a su desarrollo, pero siempre con la libertad y el gozo que nacen de la fe y de la esperanza. Son horizontes que ayudan a no absolutizar la realidad terrena, sintiendo que Dios nos prepara un horizonte más grande, y a repetir con san Agustín: «Deseamos juntos la patria celeste, suspiramos por la patria celeste, sintámonos peregrinos aquí abajo» (Comentario al Evangelio de San Juan, Homilía 35, 9). Teniendo fija la mirada en la vida eterna, el beato Pier Giorgio Frassati, que falleció en 1925 a la edad de 24 años, decía: «¡Quiero vivir y no ir tirando!» y sobre la foto de una subida a la montaña, enviada a un amigo, escribía: «Hacia lo alto», aludiendo a la perfección cristiana, pero también a la vida eterna. Queridos jóvenes, os invito a no olvidar esta perspectiva en vuestro proyecto de vida: estamos llamados a la eternidad. Dios nos ha creado para estar con Él, para siempre. Esto os ayudará a dar un sentido pleno a vuestras opciones y a dar calidad a vuestra existencia.
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Los mandamientos, camino del amor auténtico Jesús le recuerda al joven rico los diez mandamientos, como condición necesaria para «heredar la vida eterna». Son un punto de referencia esencial para vivir en el amor, para distinguir claramente entre el bien y el mal, y construir un proyecto de vida sólido y duradero. Jesús os pregunta, también a vosotros, si conocéis los mandamientos, si os preocupáis de formar vuestra conciencia según la ley divina y si los ponéis en práctica. Es verdad, se trata de preguntas que van contracorriente respecto a la mentalidad actual que propone una libertad desvinculada de valores, de reglas, de normas objetivas, y que invita a rechazar todo lo que suponga un límite a los deseos momentáneos. Pero este tipo de propuesta, en lugar de conducir a la verdadera libertad, lleva a la persona a ser esclava de sí misma, de sus deseos inmediatos, de los ídolos como el poder, el dinero, el placer desenfrenado y las seducciones del mundo, haciéndola incapaz de seguir su innata vocación al amor. Dios nos da los mandamientos porque nos quiere educar en la verdadera libertad, porque quiere construir con nosotros un reino de amor, de justicia y de paz. Escucharlos y ponerlos en práctica no significa alienarse, sino encontrar el auténtico camino de la libertad y del amor, porque los mandamientos no limitan la felicidad, sino que indican cómo encontrarla. Jesús, al principio del diálogo con el joven rico, recuerda que la ley dada por Dios es buena, porque «Dios es bueno».
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Os necesitamos Quien vive hoy la condición juvenil tiene que afrontar muchos problemas derivados de la falta de trabajo, de la falta de referentes e ideales ciertos y de perspectivas concretas para el futuro. A veces se puede tener la sensación de impotencia frente a las crisis y a las desorientaciones actuales. A pesar de las dificultades, ¡no os desaniméis ni renunciéis a vuestros sueños! Al contrario, cultivad en el corazón grandes deseos de fraternidad, de justicia y de paz. El futuro está en las manos de quienes saben buscar y encontrar razones fuertes de vida y de esperanza. Si queréis, el futuro está en vuestras manos, porque los dones y las riquezas que el Señor ha puesto en el corazón de cada uno de vosotros, moldeados por el encuentro con Cristo, ¡pueden ofrecer la auténtica esperanza al mundo! La fe en su amor os hará fuertes y generosos y os dará la fuerza para afrontar con serenidad el camino de la vida y para asumir las responsabilidades familiares y profesionales. Comprometeos a construir vuestro futuro siguiendo proyectos serios de formación personal y de estudio, para servir con competencia y generosidad al bien común. (Mensaje para la JMJ 2010)
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16 DOS HECHOS DRAMÁTICOS En aquella ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: —¿Pensáis que esos galileos eran más pecado-res que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera. (Lc 13, 1-5) Jesús, como hemos escuchado, evoca dos episodios de sucesos: una represión brutal de la policía romana dentro del templo (cfr. Lc 13, 1) y la tragedia de dieciocho muertos al derrumbarse la torre de Siloé (v. 4). La gente interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de sus víctimas y, considerándose justa, cree estar a salvo de esa clase de incidentes, pensando que no tiene nada que convertir en su vida. Pero Jesús denuncia esta actitud como una ilusión: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y, si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (vv. 2-3). E invita a reflexionar sobre esos acontecimientos, para un compromiso mayor en el camino de conversión, porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de no recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva a la muerte, la del alma. En Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio de rumbo a nuestra existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algunas cosas en nuestro modo de rezar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los demás. Jesús nos llama a ello no con una severidad sin motivo, sino precisamente porque está preocupado por nuestro bien, por nuestra felicidad, por nuestra salvación. Por nuestra parte, debemos responder con un esfuerzo interior sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en particular debemos convertirnos. La conclusión del pasaje evangélico retoma la perspectiva de la misericordia, mostrando la necesidad y la urgencia de volver a Dios, de renovar la vida según Dios. Refiriéndose a un uso de su tiempo, Jesús presenta la parábola de una higuera plantada en una viña; esta higuera resulta estéril, no da frutos (cfr. Lc 13, 6-9). El diálogo entre el dueño y el viñador manifiesta, por una parte, la misericordia de Dios, que tiene paciencia y deja al hombre, a todos nosotros, un tiempo para la conversión; y, por otra, la necesidad de comenzar enseguida el cambio interior y exterior de la vida para no perder las ocasiones que la misericordia de Dios nos da para superar nuestra pereza espiritual y corresponder al amor de Dios con nuestro amor filial.
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(Homilía, 7 de marzo de 2010)
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17 EL HIJO PERDIDO Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros». Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile y, llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: «Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud». Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y,
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cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». El padre le dijo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». (Lc 15, 11-32) ¿Cuál es el secreto del amor, el secreto de la vida? Volvamos al evangelio. En este evangelio aparecen tres personas: el padre y sus dos hijos. Pero detrás de las personas hay dos proyectos de vida bastante diversos. Ambos hijos viven en paz, son agricultores muy ricos; por tanto, tienen con qué vivir, venden bien sus productos, su vida parece buena. Y, sin embargo, el hijo más joven siente poco a poco que esta vida es aburrida, que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la vida: levantarse cada día, no sé, quizá a las 6; después, según las tradiciones de Israel, una oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego, el trabajo y, al final, otra vez una oración. Así, día tras día; él piensa: no, la vida es algo más, debo encontrar otra vida, en la que sea realmente libre, en la que pueda hacer todo lo que me agrada; una vida libre de esta disciplina y de estas normas de los mandamientos de Dios, de las órdenes de mi padre; quisiera estar solo y que mi vida sea totalmente mía, con todos sus placeres. En cambio, ahora es solamente trabajo… Así, decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy respetuoso y generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe encontrar su proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a un país muy lejano. Probablemente, lejano desde un punto de vista geográfico, porque quiere un cambio, pero también desde un punto de vista interior, porque quiere una vida totalmente diversa. Ahora su idea es: libertad, hacer lo que me agrade, no reconocer estas normas de un Dios que es lejano, no estar en la cárcel de esta disciplina de la casa, hacer lo que me guste, lo que me agrade, vivir la vida con toda su belleza y su plenitud. Y en un primer momento —quizá durante algunos meses— todo va bien: cree que es hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente feliz. Pero después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento, también aquí es siempre lo mismo. Y al final queda un vacío cada vez más inquietante; percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida no es aún la vida; más aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se aleja cada vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la esclavitud de hacer las mismas cosas. Y al final también el dinero se acaba, y el joven se da cuenta de que su nivel de vida está por debajo del de los cerdos. Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el camino de la vida: una libertad interpretada como hacer lo que me agrada, vivir solo para mí; o si, en cambio, no sería quizá mejor vivir para los demás, contribuir a la construcción del mundo, al crecimiento de la comunidad humana... Así comienza el nuevo camino, un
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camino interior. El muchacho reflexiona y considera todos estos aspectos nuevos del problema y comienza a ver que era mucho más libre en su casa, siendo propietario también él, contribuyendo a la construcción de la casa y de la sociedad en comunión con el Creador, conociendo la finalidad de su vida, descubriendo el proyecto que Dios tenía para él. En este camino interior, en esta maduración de un nuevo proyecto de vida, viviendo también el camino exterior, el hijo más joven se dispone a volver para recomenzar su vida, porque ya ha comprendido que había emprendido el camino equivocado. Se dice a sí mismo: debo volver a empezar con otro concepto, debo recomenzar. Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir y lo que significa no vivir. El padre, con todo su amor, lo abraza, le ofrece una fiesta, y la vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada día crea la verdadera fiesta y la verdadera libertad. Así, vuelve a casa interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa vivir. Ciertamente, en el futuro su vida tampoco será fácil, las tentaciones volverán, pero él ya es plenamente consciente de que una vida sin Dios no funciona: falta lo esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el gran sentido de ser hombre. Ha comprendido que solo podemos conocer a Dios por su Palabra. Los cristianos podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias a Jesús, en el que se nos ha mostrado realmente el rostro de Dios. El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Comprende que también el trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los demás, alarga la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en el trabajo da profundidad a la vida, porque al final se experimenta la satisfacción de haber contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a ser más libre y más bello. No quisiera hablar ahora del otro hijo, que permaneció en casa, pero por su reacción de envidia vemos que interiormente también él soñaba que quizá sería mucho mejor disfrutar de todas las libertades. También él en su interior debe «volver a casa» y comprender de nuevo qué significa la vida; comprende que solo se vive verdaderamente con Dios, con su palabra, en la comunión de su familia, del trabajo; en la comunión de la gran familia de Dios. No quisiera entrar ahora en estos detalles: dejemos que cada uno se aplique a su modo este evangelio. Nuestras situaciones son diversas, y cada uno tiene su mundo. Esto no quita que todos seamos interpelados y que todos podamos entrar, a través de nuestro camino interior, en la profundidad del Evangelio. Añado solo algunas breves observaciones. El evangelio nos ayuda a comprender quién es verdaderamente Dios: es el Padre misericordioso que en Jesús nos ama sin medida. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos
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este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida verdadera. Además, esta parábola nos ayuda a comprender quién es el hombre: no es una «mónada», una entidad aislada que vive solo para sí misma y debe tener la vida solo para sí misma. Al contrario, vivimos con los demás, hemos sido creados juntamente con los demás, y solo estando con los demás, entregándonos a los demás, encontramos la vida. El hombre es una criatura en la que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída al horizonte de su gracia, pero también es una criatura frágil, expuesta al mal; pero también es capaz de hacer el bien.Y, por último, el hombre es una persona libre. Debemos comprender lo que es la libertad y lo que es solo apariencia de libertad. Podríamos decir que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad divina, pero puede transformarse también en un plano inclinado por el cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así también la libertad y nuestra dignidad. Queridos amigos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión que, antes que ser un esfuerzo siempre importante para cambiar nuestra conducta, es una oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es decir, abandonar el pecado y elegir volver a Dios. Recorramos juntos este camino de liberación interior; este es el imperativo de la Cuaresma. Cada vez que, como hoy, participamos en la Eucaristía, fuente y escuela del amor, nos hacemos capaces de vivir este amor, de anunciarlo y testimoniarlo con nuestra vida. Pero es necesario que decidamos ir a Jesús, como hizo el hijo pródigo, volviendo interior y exteriormente al padre. Al mismo tiempo, debemos abandonar la actitud egoísta del hijo mayor, seguro de sí, que condena fácilmente a los demás, cierra el corazón a la comprensión, a la acogida y al perdón de los hermanos y olvida que también él necesita el perdón. Que nos obtengan este don la Virgen María y san José, mi patrono, cuya fiesta celebraremos mañana, y a quien ahora invoco de modo particular por cada uno de vosotros y por vuestros seres queridos. (Homilía, 18 de marzo de 2007)
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18 LA VIDA EN ABUNDANCIA Añadió Jesús: —Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante. Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre. (Jn 10, 7-18) «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia», dice Jesús en el evangelio de san Juan (Jn 10, 10). Todos anhelamos vida y libertad. Pero ¿qué es esto?, ¿dónde y cómo encontramos la «vida»? Yo creo que, espontáneamente, la inmensa mayoría de los hombres tiene el mismo concepto de vida que el hijo pródigo del evangelio. Había logrado que le entregaran su parte de la herencia y ahora se sentía libre; quería por fin vivir ya sin el peso de los deberes de casa; quería solo vivir, recibir de la vida todo lo que puede ofrecer; gozar totalmente de la vida; vivir, solo vivir; beber de la abundancia de la vida, sin renunciar a nada de lo bueno que pueda ofrecer. Al final acabó cuidando cerdos, envidiando incluso a esos animales. ¡Qué vacía y vana había resultado su vida! Y también había resultado vana su libertad. ¿Acaso no sucede lo mismo también hoy? Cuando solo se quiere ser dueño de la vida, esta se hace cada vez más vacía, más pobre; fácilmente se acaba por buscar la evasión en la droga, en el gran engaño. Y surge la duda de si de verdad vivir es, en definitiva, un bien. No. De este modo no encontramos la vida. Las palabras de Jesús sobre la vida en abundancia se encuentran en el discurso del buen pastor. Esas palabras se sitúan en un doble contexto. Sobre el pastor, Jesús nos dice que da su vida. «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (cfr. Jn 10, 18). Solo se encuentra la vida dándola; no se la encuentra tratando de apoderarse de ella. Esto es lo que debemos aprender de Cristo; y
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esto es lo que nos enseña el Espíritu Santo, que es puro don, que es el donarse de Dios. Cuanto más da uno su vida por los demás, por el bien mismo, tanto más abundantemente fluye el río de la vida. En segundo lugar, el Señor nos dice que la vida se tiene estando con el Pastor, que conoce el pastizal, los lugares donde manan las fuentes de la vida. Encontramos la vida en la comunión con Aquel que es la vida en persona; en la comunión con el Dios vivo, una comunión en la que nos introduce el Espíritu Santo, al que el himno de las Vísperas llama «fons vivus», fuente viva. El pastizal, donde manan las fuentes de la vida, es la palabra de Dios como la encontramos en la Escritura, en la fe de la Iglesia. El pastizal es Dios mismo a quien, en la comunión de la fe, aprendemos a conocer mediante la fuerza del Espíritu Santo. Queridos amigos, los Movimientos han nacido precisamente de la sed de la vida verdadera, son Movimientos por la vida en todos sus aspectos. Donde ya no fluye la verdadera fuente de la vida, donde solo se apoderan de la vida en vez de darla, allí está en peligro incluso la vida de los demás; allí están dispuestos a eliminar la vida inerme del que aún no ha nacido, porque parece que les quita espacio a su propia vida. Si queremos proteger la vida, entonces debemos sobre todo volver a encontrar la fuente de la vida; entonces la vida misma debe volver a brotar con toda su belleza y sublimidad; entonces debemos dejarnos vivificar por el Espíritu Santo, la fuente creadora de la vida. (Homilía, 3 de junio de 2006)
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19 UN ADMINISTRADOR INFIEL Dijo Jesús a sus discípulos: —Un hombre rico tenía un administrador, y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: «¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido». El administrador se puso a echar sus cálculos: «¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa». Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi amo?». Este respondió: «Cien barriles de aceite». Él le dijo: «Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta». Luego dijo a otro: «Y ¿tú cuánto debes?». Él contestó: «Cien fanegas de trigo». Le dijo: «Aquí está tu recibo, escribe ochenta». Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará? (Lc 16, 1-12) ¿Qué es lo que quiere decirnos Jesús con esta parábola, con esta conclusión sorprendente? Inmediatamente después de esta parábola del administrador injusto, el evangelista nos presenta una serie de dichos y advertencias sobre la relación que debemos
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tener con el dinero y con los bienes de esta tierra. Son pequeñas frases que invitan a una opción que supone una decisión radical, una tensión interior constante. En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal. Es incisiva y perentoria la conclusión del pasaje evangélico: «Ningún siervo puede servir a dos amos: porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo». En definitiva —dice Jesús— hay que decidirse: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16, 13). La palabra que usa para decir dinero —«mammona»— es de origen fenicio y evoca seguridad económica y éxito en los negocios. Podríamos decir que la riqueza se presenta como el ídolo al que se sacrifica todo con tal de lograr el éxito material; así, este éxito económico se convierte en el verdadero dios de una persona. Por consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir entre Dios y «mammona»; es preciso elegir entre la lógica del lucro como criterio último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la solidaridad. Cuando prevalece la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre pobres y ricos, así como una explotación dañina del planeta. Por el contrario, cuando prevalece la lógica del compartir y de la solidaridad, se puede corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo, para el bien común de todos. En el fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales, si es preciso, hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía para ir contracorriente, para amar como Jesús, que llegó incluso al sacrificio de sí mismo en la cruz. Así pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, podríamos decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cfr. Discursos 359, 10). Ahora bien, la única manera de hacer que fructifiquen para la eternidad nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que poseemos, es compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo buenos administradores de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús: «El que es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho» (Lc 16, 10-11). (Homilía, 23 de septiembre de 2007)
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20 EL BANQUETE Uno de los comensales dijo a Jesús: ¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios! Jesús le contestó: Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó un criado a avisar a los convidados: Venid, que ya está preparado. Pero ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor. Otro dijo: Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir. El criado volvió a contárselo al amo. Entonces el dueño de casa, indignado, le dijo al criado: Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos. El criado dijo: Señor, se ha hecho lo que mandaste y todavía queda sitio. Entonces el amo dijo: Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa. Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete. (Lc 14, 15-24) De nuevo el fracaso de Dios. Los primeros en ser invitados se excusan y no van. La sala de Dios se queda vacía; el banquete parece haber sido preparado en vano. Es lo que Jesús experimenta en la fase final de su actividad: los grupos oficiales, autorizados, dicen «no» a la invitación de Dios, que es él mismo. No acuden. Su mensaje, su llamada, acaba en el «no» de los hombres. Sin embargo, tampoco aquí fracasa Dios. La sala vacía se convierte en una oportunidad para llamar a un número mayor de personas. El amor de Dios, la invitación de Dios, se extiende. San Lucas nos narra esto en dos fases: primero, la invitación se dirige a los pobres, a los abandonados, a los que nadie invita en esa misma ciudad. De ese modo, Dios hace lo que escuchamos en el evangelio de ayer. (El evangelio de hoy forma parte de un pequeño simposio en el marco de una cena en casa de un fariseo. Encontramos cuatro textos: primero, la curación del hidrópico; luego, las palabras sobre los últimos puestos; después, la enseñanza de no invitar a los amigos, que se lo pagarán invitándolo a su vez, sino a los que realmente tienen hambre, los cuales no podrán pagárselo con una invitación; por último viene precisamente nuestro relato). Dios hace ahora lo que dijo Jesús al fariseo: invita a los que no poseen nada, a los que realmente
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tienen hambre, a los que no pueden invitarlo, a los que no pueden darle nada. Entonces viene la segunda fase: sale de la ciudad, a los caminos, e invita a los vagabundos. Podemos suponer que san Lucas con esas dos fases quiere dar a entender que los primeros en entrar a la sala son los pobres de Israel, y luego, dado que no son suficientes, pues la sala de Dios es más grande, la invitación se extiende, fuera de la ciudad santa, hasta el mundo de los gentiles. Los que no pertenecen a Dios, los que están fuera, son invitados para llenar la sala. Y seguramente san Lucas, que nos ha transmitido este evangelio, ha visto en ello la representación anticipada —mediante una imagen— de los acontecimientos que narra después en los Hechos de los Apóstoles, donde sucede eso precisamente: san Pablo siempre comienza su misión en la sinagoga, dirigiéndose a los que han sido invitados en primer lugar, y solo cuando las personas autorizadas rechazan la invitación y queda solamente un pequeño grupo de pobres, sale y se dirige a los paganos. Así, el Evangelio, a través de este itinerario constante de crucifixión, se hace universal, abraza a todos, llegando finalmente hasta Roma. En Roma san Pablo llama a los jefes de la sinagoga, les anuncia el misterio de Jesucristo, el reino de Dios en su persona. Pero las personas autorizadas rechazan la invitación, y él se despide de ellas con estas palabras: «Bien, dado que no escucháis, este mensaje se anuncia a los paganos y ellos lo escucharán». Con esa confianza se concluye el mensaje del fracaso: «ellos lo escucharán». Se formará la Iglesia de los paganos. Y se formó, y sigue formándose. Durante las visitas ad limina los obispos me refieren muchas cosas graves y duras, pero siempre, precisamente los del tercer mundo, me dicen también que los hombres escuchan y vienen; que también hoy el mensaje llega por los caminos hasta los confines de la tierra y los hombres acuden a la sala de Dios, a su banquete. Así pues, debemos preguntarnos: ¿Qué significa todo eso para nosotros? Ante todo tenemos una certeza: Dios no fracasa. «Fracasa» continuamente, pero en realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas oportunidades de misericordia mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque siempre encuentra modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su gran casa, a fin de que se llene del todo. No fracasa porque no renuncia a pedir a los hombres que vengan a sentarse a su mesa, a tomar el alimento de los pobres, en el que se ofrece el don precioso que es él mismo. Dios tampoco fracasa hoy. Aunque muchas veces nos respondan «no», podemos tener la seguridad de que Dios no fracasa. Toda esta historia, desde Adán, nos deja una lección: Dios no fracasa. También hoy encontrará nuevos caminos para llamar a los hombres y quiere contar con nosotros como sus mensajeros y sus servidores. Precisamente en nuestro tiempo constatamos cómo los primeros invitados dicen «no». En efecto, la cristiandad occidental, o sea, los nuevos «primeros invitados» en gran parte ahora se excusan, no tienen tiempo para ir al banquete del Señor. Vemos cómo las iglesias están cada vez más vacías; los seminarios siguen vaciándose, las casas religiosas están cada vez más vacías. Vemos las diversas formas como se presenta este «no, tengo cosas más importantes que hacer». Y nos asusta y nos entristece constatar cómo se
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excusan y no acuden los primeros invitados, que, en realidad, deberían conocer la grandeza de la invitación y deberían sentirse impulsados a aceptarla. ¿Qué debemos hacer? Ante todo debemos plantearnos la pregunta: ¿por qué sucede precisamente eso? En su parábola, el Señor cita dos motivos: la posesión y las relaciones humanas, que absorben a las personas hasta el punto de que creen que no tienen necesidad de nada más para llenar totalmente su tiempo y, por consiguiente, su existencia interior. San Gregorio Magno, en su exposición de este texto, trató de ir más a fondo y se preguntó: «¿Cómo es posible que un hombre diga “no” a lo más grande que hay, que no tenga tiempo para lo más importante; que limite a sí mismo toda su existencia?». Y responde: en realidad, nunca han hecho la experiencia de Dios; nunca han llegado a «gustar» a Dios; nunca han experimentado cuán delicioso es ser «tocados» por Dios. Les falta este «contacto» y, por tanto, el «gusto de Dios». Y nosotros solo vamos al banquete si, por decirlo así, lo gustamos. San Gregorio cita el salmo del que está tomada la antífona de comunión de la liturgia de hoy: «Gustad y ved»; gustad y entonces veréis y ¡seréis iluminados! Nuestra tarea consiste en ayudar a las personas a gustar, a sentir de nuevo el gusto de Dios. En otra homilía, san Gregorio Magno profundizó aún más la misma cuestión, y se preguntó: «¿Cómo es posible que el hombre no quiera ni tan solo “probar” el gusto de Dios?». Y responde: cuando el hombre está completamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, con todo lo que puede producir o comprender por sí mismo, entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible. Ya no percibe lo divino, porque el órgano correspondiente se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado. Cuando utiliza demasiado todos los demás órganos, los empíricos, entonces puede ocurrir que precisamente el sentido de Dios se debilite, que este órgano muera y que el hombre, como dice san Gregorio, no perciba ya la mirada de Dios, el ser mirado por él, la realidad tan maravillosa que es el hecho de que ¡su mirada se fije en mí! Creo que san Gregorio Magno describió exactamente la situación de nuestro tiempo. En efecto, su época era muy semejante a la nuestra. Aquí nos surge otra vez la pregunta: ¿qué debemos hacer? Lo primero que debemos hacer es lo que el Señor nos dice hoy en la primera lectura y que san Pablo nos recomienda encarecidamente en nombre de Dios: «Tened los mismos sentimientos de Jesucristo» (Touto phroneite en hymin ho kai en Christo Iesou). Aprended a pensar como pensaba Cristo; aprended a pensar como él. Este pensar no es solo una actividad del entendimiento, sino también del corazón. Aprendemos los sentimientos de Jesucristo cuando aprendemos a pensar como él y, por tanto, cuando aprendemos a pensar también en su fracaso, en su experiencia de fracaso, y en el hecho de que incrementó su amor en el fracaso. Si tenemos sus mismos sentimientos, si comenzamos a ejercitarnos en pensar como él y con él, entonces se despierta en nosotros la alegría con respecto a Dios, la convicción de que él es siempre el más fuerte. Sí, podemos decir que se despierta en nosotros el amor a él. Experimentamos la alegría de saber que existe y podemos conocerlo, que lo
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conocemos en el rostro de Jesucristo, el cual sufrió por nosotros. Creo que lo primero es entrar nosotros mismos en contacto íntimo con Dios, con el Señor Jesús, el Dios vivo; que en nosotros se fortalezca el órgano para percibir a Dios; que percibamos en nosotros mismos su «gusto exquisito». Eso dará alma a nuestra actividad, pues también nosotros corremos el peligro de trabajar mucho, en el campo eclesiástico, haciéndolo todo por Dios, pero totalmente absorbidos por la actividad, sin encontrar a Dios. Los compromisos ocupan el lugar de la fe, pero están vacíos en su interior. Por eso, creo que debemos esforzarnos sobre todo por escuchar al Señor, en la oración, con una participación íntima en los sacramentos, aprendiendo los sentimientos de Dios en el rostro y en los sufrimientos de los hombres, para que así se nos contagie su alegría, su celo, su amor, y para mirar al mundo como él y desde él. Si logramos hacer esto, entonces también en medio de tantos «no» encontraremos de nuevo a los hombres que lo esperan y que a menudo tal vez son caprichosos —como dice claramente la parábola—, pero que desde luego están llamados a entrar en su sala. Una vez más, con otras palabras, se trata de la centralidad de Dios; y no precisamente de un Dios cualquiera, sino del Dios que tiene el rostro de Jesucristo. Esto es muy importante hoy. Se podrían enumerar muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos solo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros. A mi parecer, el destino del mundo en esta situación dramática depende de esto: de si Dios, el Dios de Jesucristo, está presente y si es reconocido como tal o si desaparece. Nosotros queremos que esté presente. En definitiva, ¿qué debemos hacer para ello? Dirigirnos a él. Celebrar la misa votiva del Espíritu Santo, invocándolo: «Lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium. Flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium» (Lava lo que está sucio, riega lo que está seco, sana lo que está herido. Dobla lo que está rígido, calienta lo que está frío, endereza lo que está torcido). Invoquémoslo para que riegue, caliente, enderece; para que nos infunda la fuerza de su fuego santo y renueve la faz de la tierra. Por eso le suplicamos de todo corazón en este momento, en estos días. Amén. (Homilía, 7 de noviembre de 2006)
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21 QUEREMOS VER A JESÚS Entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: —Señor, quisiéramos ver a Jesús. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. (Jn 12, 20-22) «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21) es la petición que, en el evangelio de san Juan, algunos griegos, llegados a Jerusalén para la peregrinación pascual, presentan al apóstol Felipe. Esa misma petición resuena también en nuestro corazón durante este mes de octubre, que nos recuerda cómo el compromiso y la tarea del anuncio evangélico compete a toda la Iglesia, «misionera por naturaleza» (Ad gentes, 2) y nos invita a hacernos promotores de la novedad de vida, hecha de relaciones auténticas, en comunidades fundadas en el Evangelio. En una sociedad multiétnica que experimenta cada vez más formas de soledad y de indiferencia preocupantes, los cristianos deben aprender a ofrecer signos de esperanza y a ser hermanos universales, cultivando los grandes ideales que transforman la historia y, sin falsas ilusiones o miedos inútiles, comprometerse a hacer del planeta la casa de todos los pueblos. Como los peregrinos griegos de hace dos mil años, también los hombres de nuestro tiempo, quizá no siempre de modo consciente, piden a los creyentes no solo que «hablen» de Jesús, sino que también «hagan ver» a Jesús, que hagan resplandecer el rostro del Redentor en todos los rincones de la tierra ante las generaciones del nuevo milenio y, especialmente, ante los jóvenes de todos los continentes, destinatarios privilegiados y sujetos del anuncio evangélico. Estos deben percibir que los cristianos llevan la palabra de Cristo porque él es la Verdad, porque han encontrado en él el sentido, la verdad para su vida. Estas consideraciones remiten al mandato misionero que han recibido todos los bautizados y la Iglesia entera, pero que no puede realizarse de manera creíble sin una profunda conversión personal, comunitaria y pastoral. De hecho, la conciencia de la llamada a anunciar el Evangelio estimula no solo a cada uno de los fieles, sino también a todas las comunidades diocesanas y parroquiales a una renovación integral y a abrirse cada vez más a la cooperación misionera entre las Iglesias, para promover el anuncio del Evangelio en el corazón de toda persona, de todos los pueblos, culturas, razas, nacionalidades, en todas las latitudes. Esta conciencia se alimenta a través de la obra de sacerdotes Fidei donum, de consagrados, catequistas, laicos misioneros, en una búsqueda constante de promover la comunión eclesial, de modo que también el fenómeno de la «interculturalidad» pueda integrarse en un modelo de unidad en el que el Evangelio sea fermento de libertad y de progreso, fuente de fraternidad, de humildad y de paz (cfr. Ad
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gentes, 8). La Iglesia, de hecho, «es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). La comunión eclesial nace del encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, que en el anuncio de la Iglesia llega a los hombres y crea la comunión con él mismo y, por tanto, con el Padre y el Espíritu Santo (cfr. 1 Jn 1, 3). Cristo establece la nueva relación entre Dios y el hombre. «Él mismo nos revela que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8) y al mismo tiempo nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina, les da la certeza de que el camino del amor está abierto a todos los hombres y de que no es inútil el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal» (Gaudium et spes, 38). La Iglesia se convierte en «comunión» a partir de la Eucaristía, en la que Cristo, presente en el pan y en el vino, con su sacrificio de amor edifica a la Iglesia como su cuerpo, uniéndonos al Dios uno y trino y entre nosotros (cfr. 1 Co 10, 16 ss). En la exhortación apostólica Sacramentum caritatis escribí: «No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en él» (n. 84). Por esta razón la Eucaristía no solo es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, sino también de su misión: «Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera» (ibíd.), capaz de llevar a todos a la comunión con Dios, anunciando con convicción: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1 Jn 1, 3). (Jornada Mundial de las Misiones 2010)
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22 SI EL GRANO DE TRIGO… Dijo Jesús a sus discípulos: —Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero ¡si por esto he venido, a esta hora! Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: —Lo he glorificado y volveré a glorificarlo. (Jn 12, 23-28) «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Se compara a sí mismo con un «grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto», como dice de forma eficaz san Atanasio. Y solo mediante la muerte, mediante la cruz, Cristo da mucho fruto para todos los siglos. De hecho, no bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado. Para llevar a cabo el plan divino de la salvación universal, era necesario que muriera y fuera sepultado: solo así toda la realidad humana sería aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo de la Vida, el triunfo del Amor; así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte. Con todo, el hombre Jesús, que era un hombre verdadero, con nuestros mismos sentimientos, sentía el peso de la prueba y la amarga tristeza por el trágico fin que le esperaba. Precisamente por ser hombre-Dios, experimentaba con mayor fuerza el terror frente al abismo del pecado humano y a cuanto hay de sucio en la humanidad, que él debía llevar consigo y consumar en el fuego de su amor. Todo esto él lo debía llevar consigo y transformar en su amor. «Ahora —confiesa— mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?» (Jn 12, 27). Le asalta la tentación de pedir: «Sálvame, no permitas la cruz, dame la vida». En esta apremiante invocación percibimos una anticipación de la conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la soledad y el miedo, implorará al Padre que aleje de él el cáliz de la pasión. Sin embargo, al mismo tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino, porque sabe que precisamente para eso ha llegado a esta hora, y con confianza ora: «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 28). Con esto quiere decir: «Acepto la cruz», en la que se glorifica el nombre de Dios, es decir, la grandeza de su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Transforma su voluntad humana y la identifica con la de Dios. Este es el gran acontecimiento del Monte de los Olivos, el itinerario que deberíamos seguir
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fundamentalmente en todas nuestras oraciones: transformar, dejar que la gracia transforme nuestra voluntad egoísta y la impulse a uniformarse a la voluntad divina. Los mismos sentimientos afloran en el pasaje de la Carta a los Hebreos que se ha proclamado en la segunda lectura. Postrado por una angustia extrema a causa de la muerte que se cierne sobre él, Jesús ofrece a Dios ruegos y súplicas «con poderoso clamor y lágrimas» (Hb 5, 7). Invoca ayuda de Aquel que puede liberarlo, pero abandonándose siempre en las manos del Padre. Y precisamente por esta filial confianza en Dios —nota el autor— fue escuchado, en el sentido de que resucitó, recibió la vida nueva y definitiva. La Carta a los Hebreos nos da a entender que estas insistentes oraciones de Jesús, con clamor y lágrimas, eran el verdadero acto del sumo sacerdote, con el que se ofrecía a sí mismo y a la humanidad al Padre, transformando así el mundo. Queridos hermanos y hermanas, este es el camino exigente de la cruz que Jesús indica a todos sus discípulos. En diversas ocasiones dijo: «Si alguno me quiere servir, sígame». No hay alternativa para el cristiano que quiera realizar su vocación. Es la «ley» de la cruz descrita con la imagen del grano de trigo que muere para germinar a una nueva vida; es la «lógica» de la cruz de la que nos habla también el pasaje evangélico de hoy: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). «Odiar» la propia vida es una expresión semítica fuerte y encierra una paradoja; subraya muy bien la totalidad radical que debe caracterizar a quien sigue a Cristo y, por su amor, se pone al servicio de los hermanos: pierde la vida y así la encuentra. No existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del Amor: el camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse. (Homilía, 29 de marzo de 2009)
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23 LA VIÑA —Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió a sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo diciéndose: «Tendrán respeto a mi hijo». Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: «Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia». Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Le contestaron: —Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a sus tiempos. Y Jesús les dice: —¿No habéis leído nunca en la Escritura: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente»? (Mt 21, 33-42) La imagen de la viña, junto con la de las bodas, describe el proyecto divino de la salvación y se presenta como una conmovedora alegoría de la alianza de Dios con su pueblo. En el evangelio, Jesús retoma el cántico de Isaías, pero lo adapta a sus oyentes y a la nueva hora de la historia de la salvación. Más que en la viña, pone el acento en los viñadores, a quienes los «servidores» del propietario piden, en su nombre, el fruto del arrendamiento. Pero los servidores son maltratados e incluso asesinados. ¿Cómo no pensar en las vicisitudes del pueblo elegido y en la suerte reservada a los profetas enviados por Dios? Al final, el propietario de la viña hace un último intento: manda a su propio hijo, convencido de que al menos a él lo escucharán. En cambio, sucede lo contrario: los viñadores lo asesinan precisamente porque es el hijo, es decir, el heredero, convencidos de quedarse fácilmente con la viña. Por tanto, se trata de un salto de calidad con respecto a la acusación de violación de la justicia social, como aparece en el cántico de Isaías. Aquí vemos claramente cómo el desprecio de la orden impartida por el propietario se transforma en desprecio de él: no es una simple desobediencia de un precepto divino, es un verdadero rechazo de Dios: aparece el misterio de la cruz.
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Lo que denuncia esta página evangélica interpela nuestro modo de pensar y de actuar. No habla solo de la «hora» de Cristo, del misterio de la cruz en aquel momento, sino de la presencia de la cruz en todos los tiempos. De modo especial, interpela a los pueblos que han recibido el anuncio del Evangelio. Si contemplamos la historia, nos vemos obligados a constatar a menudo la frialdad y la rebelión de cristianos incoherentes. Como consecuencia de esto, Dios, aun sin faltar jamás a su promesa de salvación, ha tenido que recurrir con frecuencia al castigo. En este contexto resulta espontáneo pensar en el primer anuncio del Evangelio, del que surgieron comunidades cristianas inicialmente florecientes, que después desaparecieron y hoy solo se las recuerda en los libros de historia. ¿No podría suceder lo mismo en nuestra época? Naciones que en otro tiempo eran ricas en fe y en vocaciones ahora están perdiendo su identidad bajo el influjo deletéreo y destructor de una cierta cultura moderna. Hay quien, habiendo decidido que «Dios ha muerto», se declara a sí mismo «dios», considerándose el único artífice de su destino, el propietario absoluto del mundo. Desembarazándose de Dios y sin esperar de él la salvación, el hombre cree que puede hacer lo que se le antoje y que puede ponerse como la única medida de sí mismo y de su obrar. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, cuando declara «muerto» a Dios, ¿es verdaderamente más feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre? Cuando los hombres se proclaman propietarios absolutos de sí mismos y dueños únicos de la creación, ¿pueden construir de verdad una sociedad donde reinen la libertad, la justicia y la paz? ¿No sucede más bien —como lo demuestra ampliamente la crónica diaria— que se difunden, el arbitrio del poder, los intereses egoístas, la injusticia y la explotación, la violencia en todas sus manifestaciones? Al final, el hombre se encuentra más solo y la sociedad, más dividida y confundida. Pero en las palabras de Jesús hay una promesa: la viña no será destruida. Mientras abandona a su suerte a los viñadores infieles, el propietario no renuncia a su viña y la confía a otros servidores fieles. Esto indica que, si en algunas regiones la fe se debilita hasta extinguirse, siempre habrá otros pueblos dispuestos a acogerla. Precisamente por eso Jesús, citando el salmo 117: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular» (v. 22), asegura que su muerte no será la derrota de Dios. Tras su muerte no permanecerá en la tumba; más aún, precisamente lo que parecerá ser una derrota total marcará el inicio de una victoria definitiva. A su dolorosa pasión y muerte en la cruz seguirá la gloria de la resurrección. Entonces, la viña continuará produciendo uvas y el dueño la arrendará «a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo» (Mt 21, 41). La imagen de la viña, con sus implicaciones morales, doctrinales y espirituales, aparecerá de nuevo en el discurso de la Última Cena, cuando, al despedirse de los Apóstoles, el Señor dirá: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto» (Jn 15, 1-2). Por consiguiente, a partir del acontecimiento pascual, la historia de la salvación experimentará un viraje decisivo, y sus protagonistas serán los «otros labradores» que, injertados como brotes elegidos en Cristo, verdadera vid, darán frutos
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abundantes de vida eterna (cfr. Oración colecta). Entre estos «labradores» estamos también nosotros, injertados en Cristo, que quiso convertirse él mismo en la «verdadera vid». Pidamos al Señor, que nos da su sangre, que se nos da a sí mismo en la Eucaristía, que nos ayude a «dar fruto» para la vida eterna y para nuestro tiempo. El mensaje consolador que recogemos de estos textos bíblicos es la certeza de que el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino que al final vence Cristo. ¡Siempre! (…) Cuando Dios habla, siempre pide una respuesta; su acción de salvación requiere la cooperación humana; su amor espera correspondencia. Que no suceda jamás, queridos hermanos y hermanas, lo que relata el texto bíblico a propósito de la viña: «Esperó que diese uvas, pero dio agrazones» (Is 5, 2). Solo la Palabra de Dios puede cambiar en profundidad el corazón del hombre; por eso, es importante que tanto los creyentes como las comunidades entren en una intimidad cada vez mayor con ella. La Asamblea sinodal dirigirá su atención a esta verdad fundamental para la vida y la misión de la Iglesia. Alimentarse con la palabra de Dios es para ella la tarea primera y fundamental. En efecto, si el anuncio del Evangelio constituye su razón de ser y su misión, es indispensable que la Iglesia conozca y viva lo que anuncia, para que su predicación sea creíble, a pesar de las debilidades y las pobrezas de los hombres que la componen. Sabemos, además, que el anuncio de la Palabra, siguiendo a Cristo, tiene como contenido el reino de Dios (cfr. Mc 1, 14-15), pero el reino de Dios es la persona misma de Jesús, que con sus palabras y sus obras ofrece la salvación a los hombres de todas las épocas. Es interesante al respecto la consideración de san Jerónimo: «El que no conoce las Escrituras no conoce la fuerza de Dios ni su sabiduría. Ignorar las Escrituras significa ignorar a Cristo» (Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24, 17). (Homilía de inauguración del Sínodo sobre la Palabra de Dios, 5 de octubre de 2008)
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24 CONFIRMA A TUS HERMANOS Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús les dijo: —Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor y el que gobierne, como el que sirve. Porque, ¿quién es más, el que está en la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está en la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve. Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el reino como me lo transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi reino, y os sentaréis en tronos para regir a las doce tribus de Israel. Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos. (Lc 22, 24-32) La oración de Jesús es el límite puesto al poder del maligno. La oración de Jesús es la protección de la Iglesia. Podemos recurrir a esta protección, acogernos a ella y estar seguros de ella. Pero, como dice el evangelio, Jesús ora de un modo particular por Pedro: «para que tu fe no desfallezca». Esta oración de Jesús es a la vez promesa y tarea. La oración de Jesús salvaguarda la fe de Pedro, la fe que confesó en Cesarea de Filipo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). La tarea de Pedro consiste precisamente en no dejar que esa fe enmudezca nunca, en fortalecerla siempre de nuevo, ante la cruz y ante todas las contradicciones del mundo, hasta que el Señor vuelva. Por eso el Señor no ruega solo por la fe personal de Pedro, sino también por su fe como servicio a los demás. Y esto es exactamente lo que quiere decir con las palabras: «Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). «Tú, una vez convertido»: estas palabras constituyen a la vez una profecía y una promesa. Profetizan la debilidad de Simón que, ante una sierva y un siervo, negará conocer a Jesús. A través de esta caída, Pedro, y con él la Iglesia de todos los tiempos, debe aprender que la propia fuerza no basta por sí misma para edificar y guiar a la Iglesia del Señor. Nadie puede lograrlo con sus solas fuerzas. Aunque Pedro parece capaz y valiente, fracasa ya en el primer momento de la prueba. «Tú, una vez convertido». El Señor le predice su caída, pero le promete también la conversión: «el Señor se volvió y miró a Pedro...» (Lc 22, 61). La mirada de Jesús obra la transformación y es la salvación de Pedro. Él, «saliendo, rompió a llorar amargamente» (Lc 22, 62). Queremos implorar siempre de nuevo esta mirada salvadora de Jesús: por todos los que desempeñan una responsabilidad en la Iglesia; por todos los
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que sufren las confusiones de este tiempo; por los grandes y los pequeños: Señor, míranos siempre de nuevo y así levántanos de todas nuestras caídas y tómanos en tus manos amorosas. El Señor encomienda a Pedro la tarea de confirmar a sus hermanos con la promesa de su oración. El encargo de Pedro se apoya en la oración de Jesús. Esto es lo que le da la seguridad de perseverar a través de todas las miserias humanas. Y el Señor le encomienda esta tarea en el contexto de la Cena, en conexión con el don de la santísima Eucaristía. En su realidad íntima, la Iglesia, fundada en el sacramento de la Eucaristía, es comunidad eucarística y así comunión en el Cuerpo del Señor. La tarea de Pedro consiste en presidir esta comunión universal, en mantenerla presente en el mundo como unidad también visible. Como dice san Ignacio de Antioquía, él, juntamente con toda la Iglesia de Roma, debe presidir la caridad, la comunidad del amor que proviene de Cristo y que supera siempre de nuevo los límites de lo privado para llevar el amor de Cristo hasta los confines de la tierra. (Homilía, 29 de junio de 2006)
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25 LOS RAMOS Y EL TEMPLO Han pasado ya cincuenta días desde la resurrección del Señor y diez días desde la Ascensión. Y, «al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. Y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de un viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse» (Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles: —Id a la aldea de enfrente, encontraréis enseguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto. Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: «Decid a la hija de Sión: Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila». Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos y Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: —¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: —¿Quién es este? La gente que venía con él decía: —Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea. Entró Jesús en el templo y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el templo, volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas. Y les dijo: —Está escrito: mi casa será casa de oración, pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos. Se le acercaron en el templo ciegos y cojos, y los curó. Pero los sumos sacerdotes y los escribas, al ver los milagros que había hecho y a los niños que gritaban en el templo: «¡Hosanna al Hijo de David!», se indignaron y le dijeron: —¿Oyes lo que dicen estos? Y Jesús les respondió:
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—Sí; ¿no habéis leído nunca: «De la boca de los pequeñuelos y de los niños de pecho sacaré una alabanza»?. Y dejándolos salió de la ciudad, a Betania, donde pasó la noche. (Mt 21, 1-17) Durante la entrada en Jerusalén, la gente rinde homenaje a Jesús como Hijo de David con las palabras del Salmo 118 de los peregrinos: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!» (Mt 21, 9). Después, llega al templo. Pero en el espacio donde debía realizarse el encuentro entre Dios y el hombre halla a vendedores de palomas y cambistas que ocupan con sus negocios el lugar de oración. Ciertamente, los animales que se vendían allí estaban destinados a los sacrificios para inmolar en el templo. Y puesto que en el templo no se podían usar las monedas en las que estaban representados los emperadores romanos, que estaban en contraste con el Dios verdadero, era necesario cambiarlas por monedas que no tuvieran imágenes idolátricas. Pero todo esto se podía hacer en otro lugar: el espacio donde se hacía entonces debía ser, de acuerdo con su destino, el atrio de los paganos. En efecto, el Dios de Israel era precisamente el único Dios de todos los pueblos. Y, aunque los paganos no entraban, por decirlo así, en el interior de la Revelación, sin embargo en el atrio de la fe podían asociarse a la oración al único Dios. El Dios de Israel, el Dios de todos los hombres, siempre esperaba también su oración, su búsqueda, su invocación. En cambio, entonces predominaban allí los negocios, legalizados por la autoridad competente que, a su vez, participaba en las ganancias de los mercaderes. Los vendedores actuaban correctamente según el ordenamiento vigente, pero el ordenamiento mismo estaba corrompido. «La codicia es idolatría», dice la Carta a los Colosenses (cfr. Col 3, 5). Esta es la idolatría que Jesús encuentra y ante la cual cita a Isaías: «Mi casa será llamada casa de oración» (Mt 21, 13; cfr. Is 56, 7), y a Jeremías: «Pero vosotros estáis haciendo de ella una cueva de ladrones» (Mt 21, 13; cfr. Jr 7, 11). Contra el orden mal interpretado Jesús, con su gesto profético, defiende el orden verdadero que se encuentra en la Ley y en los Profetas. Todo esto también nos debe hacer pensar a los cristianos de hoy: ¿nuestra fe es lo suficientemente pura y abierta como para que, gracias a ella, también los «paganos», las personas que hoy están en búsqueda y tienen sus interrogantes, puedan vislumbrar la luz del único Dios, se asocien en los atrios de la fe a nuestra oración y con sus interrogantes también ellas quizá se conviertan en adoradores? ¿La convicción de que la codicia es idolatría llega también a nuestro corazón y a nuestro estilo de vida? ¿No dejamos entrar, de diversos modos, a los ídolos también en el mundo de nuestra fe? ¿Estamos dispuestos a dejarnos purificar continuamente por el Señor, permitiéndole arrojar de nosotros y de la Iglesia todo lo que es contrario a él?
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Sin embargo, en la purificación del templo se trata de algo más que de la lucha contra los abusos. Se anuncia una nueva hora de la historia. Ahora está comenzando lo que Jesús había anunciado a la samaritana a propósito de su pregunta sobre la verdadera adoración: «Llega la hora —ya estamos en ella— en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Jn 4, 23). Ha terminado el tiempo en el que a Dios se inmolaban animales. Desde siempre los sacrificios de animales habían sido solo una sustitución, un gesto de nostalgia del verdadero modo de adorar a Dios. Sobre la vida y la obra de Jesús, la Carta a los Hebreos puso como lema una frase del salmo 40: «No quisiste sacrificio ni oblación; pero me has formado un cuerpo» (Hb 10, 5). En lugar de los sacrificios cruentos y de las ofrendas de alimentos se pone el cuerpo de Cristo, se pone él mismo. Solo «el amor hasta el extremo», solo el amor que por los hombres se entrega totalmente a Dios es el verdadero culto, el verdadero sacrificio. Adorar en espíritu y en verdad significa adorar en comunión con Aquel que es la verdad; adorar en comunión con su Cuerpo, en el que el Espíritu Santo nos reúne. Los evangelistas nos relatan que, en el proceso contra Jesús, se presentaron falsos testigos y afirmaron que Jesús había dicho: «Yo puedo destruir el templo de Dios y en tres días reconstruirlo» (Mt 26, 61). Ante Cristo colgado de la cruz, algunos de los que se burlaban de él aluden a esas palabras, gritando: «Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes, sálvate a ti mismo» (Mt 27, 40). La versión exacta de las palabras, tal como salieron de labios de Jesús mismo, nos la transmitió san Juan en su relato de la purificación del templo. Ante la petición de un signo con el que Jesús debía legitimar esa acción, el Señor respondió: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 18 ss). San Juan añade que, recordando ese acontecimiento después de la Resurrección, los discípulos comprendieron que Jesús había hablado del templo de su cuerpo (cfr. Jn 2, 21 ss). No es Jesús quien destruye el templo; el templo es abandonado a su destrucción por la actitud de aquellos que, de lugar de encuentro de todos los pueblos con Dios, lo transformaron en «cueva de ladrones», en lugar de negocios. Pero, como siempre desde la caída de Adán, el fracaso de los hombres se convierte en ocasión para un esfuerzo aún mayor del amor de Dios en favor de nosotros. La hora del templo de piedra, la hora de los sacrificios de animales, había quedado superada: si el Señor ahora expulsa a los mercaderes no solo para impedir un abuso, sino también para indicar el nuevo modo de actuar de Dios. Se forma el nuevo templo: Jesucristo mismo, en el que el amor de Dios se derrama sobre los hombres. Él, en su vida, es el templo nuevo y vivo. Él, que pasó por la cruz y resucitó, es el espacio vivo de espíritu y vida, en el que se realiza la adoración correcta. Así, la purificación del templo, como culmen de la entrada solemne de Jesús en Jerusalén, es al mismo tiempo el signo de la ruina inminente del edificio y de la promesa del nuevo templo; promesa del reino de la reconciliación y del amor que, en la comunión con Cristo, se instaura más allá de toda frontera.
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Al final del relato del domingo de Ramos, tras la purificación del templo, san Mateo, cuyo evangelio escuchamos este año, refiere también dos pequeños hechos que tienen asimismo un carácter profético y nos aclaran una vez más la auténtica voluntad de Jesús. Inmediatamente después de las palabras de Jesús sobre la casa de oración de todos los pueblos, el evangelista continúa así: «En el templo se acercaron a él algunos ciegos y cojos, y los curó». Además, san Mateo nos dice que algunos niños repetían en el templo la aclamación que los peregrinos habían hecho a su entrada de la ciudad: «Hosanna al Hijo de David!» (Mt 21, 14 ss). Al comercio de animales y a los negocios con dinero Jesús contrapone su bondad sanadora. Es la verdadera purificación del templo. Él no viene para destruir; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes, a causa de su enfermedad, son impulsados a los extremos de su vida y al margen de la sociedad. Jesús muestra a Dios como el que ama, y su poder, como el poder del amor. Así nos dice qué es lo que formará parte para siempre del verdadero culto a Dios: curar, servir, la bondad que sana. Y están, además, los niños que rinden homenaje a Jesús como Hijo de David y exclaman: «¡Hosanna!». Jesús había dicho a sus discípulos que, para entrar en el reino de Dios, deberían hacerse como niños. Él mismo, que abraza al mundo entero, se hizo niño para salir a nuestro encuentro, para llevarnos hacia Dios. Para reconocer a Dios debemos abandonar la soberbia que nos ciega, que quiere impulsarnos lejos de Dios, como si Dios fuera nuestro competidor. Para encontrar a Dios es necesario ser capaces de ver con el corazón. Debemos aprender a ver con un corazón de niño, con un corazón joven, al que los prejuicios no obstaculizan y los intereses no deslumbran. Así, en los niños que con ese corazón libre y abierto lo reconocen a él, la Iglesia ha visto la imagen de los creyentes de todos los tiempos, su propia imagen. (Homilía, 16 de marzo de 2008)
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26 HABIENDO AMADO A LOS SUYOS… Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido. Llegó a Simón Pedro, y este le dijo: —Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? Jesús le replicó: —Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde. Pedro le dijo: —No me lavarás los pies jamás. Jesús le contestó: —Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo. Simón Pedro le dijo: —Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le dijo: —Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios». Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: —¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues, si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. En verdad, en verdad os digo: el criado no es más que su amo ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica. (Jn 13, 1-17) «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo: baja de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante
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nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás. Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas. Dado que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Dado que es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. La santidad de Dios no es solo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador. Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la muerte. Solo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es él mismo, que se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su muerte. Él es continuamente este amor que nos lava. En los sacramentos de la purificación —el Bautismo y la Penitencia— él está continuamente arrodillado ante nuestros pies y nos presta el servicio de esclavo, el servicio de la purificación; nos hace capaces de Dios. Su amor es inagotable; llega realmente hasta el extremo. «Vosotros estáis limpios, pero no todos», dice el Señor (Jn 13, 10). En esta frase se revela el gran don de la purificación que él nos hace, porque desea estar a la mesa juntamente con nosotros, de convertirse en nuestro alimento. «Pero no todos»: existe el misterio oscuro del rechazo, que con la historia de Judas se hace presente y debe hacernos reflexionar precisamente en el Jueves Santo, el día en que Jesús nos hace el don de sí mismo. El amor del Señor no tiene límites, pero el hombre puede ponerle un límite. «Vosotros estáis limpios, pero no todos»: ¿Qué es lo que hace impuro al hombre? Es el rechazo del amor, el no querer ser amado, el no amar. Es la soberbia que cree que no necesita purificación, que se cierra a la bondad salvadora de Dios. Es la soberbia que no quiere confesar y reconocer que necesitamos purificación. En Judas vemos con mayor claridad aún la naturaleza de este rechazo. Juzga a Jesús según las categorías del poder y del éxito: para él solo cuentan el poder y el éxito; el amor no cuenta. Y es avaro: para él el dinero es más importante que la comunión con Jesús, más importante que Dios y su amor. Así se transforma también en un mentiroso, que hace doble juego y rompe con la verdad; uno que vive en la mentira y así pierde el sentido de la verdad suprema, de Dios. De este modo se endurece, se hace incapaz de conversión, del confiado retorno del hijo pródigo, y arruina su vida. «Vosotros estáis limpios, pero no todos». El Señor hoy nos pone en guardia frente a la autosuficiencia, que pone un límite a su amor ilimitado. Nos invita a imitar su humildad, a tratar de vivirla, a dejarnos «contagiar» por ella. Nos invita —por más perdidos que podamos sentirnos— a volver a casa y a permitir a su bondad purificadora que nos levante y nos haga entrar en la comunión de la mesa con él, con Dios mismo.
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Reflexionemos sobre otra frase de este inagotable pasaje evangélico: «Os he dado ejemplo...» (Jn 13, 15); «También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14). ¿En qué consiste el «lavarnos los pies unos a otros»? ¿Qué significa en concreto? Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren y los que son poco apreciados, es un servicio como lavar los pies. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella. Pero hay una dimensión aún más profunda. El Señor limpia nuestra impureza con la fuerza purificadora de su bondad. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el Sacramento del amor divino. El Señor nos purifica; por esto nos atrevemos a acercarnos a su mesa. Pidámosle que nos conceda a todos la gracia de poder ser un día, para siempre, huéspedes del banquete nupcial eterno. Amén. (Homilía, 13 de abril de 2006)
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27 LOS SACERDOTES, AMIGOS DE CRISTO —Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros. —Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: «No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra». Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió. Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado, pero ahora no tienen excusas de su pecado. El que me odia a mí, odia también a mi Padre. Si yo no hubiera hecho en medio de ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado, pero ahora las han visto y me han odiado a mí y a mi Padre, para que se cumpla la palabra escrita en su ley: «Me han odiado sin motivo». (Jn 15, 14-25) El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su «yo», «in persona Christi capitis». ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos. Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa palabra: la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega del cáliz, con el que nos transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver: nos hace participar también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre. Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de
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nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la Carta a los Filipenses (cfr. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad y, por tanto, también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la sagrada Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y reflexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar. La lectura de la Sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y llevar a la oración. Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones —durante noches enteras— se retiraba «al monte» para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese «monte», el monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Solo así se desarrolla la amistad. Solo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; solo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres. El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida. Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Solo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro la validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa, por tanto, ser hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la ignorancia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él. La amistad con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los suyos. Solo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con el Cristo entero, con la cabeza y el cuerpo; en la frondosa vid de la Iglesia, animada por su Señor. Solo en ella la Sagrada Escritura es, gracias al Señor, palabra viva y actual. Sin la Iglesia, el sujeto vivo que abarca todas las épocas, la Biblia se fragmenta en escritos a menudo heterogéneos y así se transforma en un libro del pasado. En el presente solo es elocuente donde está la «Presencia», donde Cristo sigue siendo contemporáneo nuestro: en el cuerpo de su Iglesia. Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe
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vivir en nosotros y nosotros, en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: solo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto. Quisiera concluir esta homilía con unas palabras de don Andrea Santoro, el sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda mientras oraba; el cardenal Cè nos las refirió durante los Ejercicios espirituales. Son las siguientes: «Estoy aquí para vivir entre esta gente y permitir que Jesús lo haga prestándole mi carne... Solo seremos capaces de salvación ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del mundo, debemos compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia carne hasta el fondo, como hizo Jesús». Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que de este modo pueda venir al mundo y transformarlo. Amén. (Homilía, 13 de abril de 2006)
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28 LA ÚLTIMA CENA Al atardecer se puso a la mesa con los doce. Mientras comían, dijo: —Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar. Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: —¿Soy yo acaso, Señor? Él respondió: —El que ha mojado en la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del Hombre se va como está escrito de él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!, más le valdría no haber nacido. Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: —¿Soy yo acaso, Maestro? Él respondió: —Así es. Durante la cena, Jesús cogió pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a los discípulos diciendo: —Tomad, comed: esto es mi cuerpo. Y cogiendo un cáliz pronunció la acción de gracias y se lo pasó diciendo: —Bebed todos; porque esta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos para el perdón de los pecados. Y os digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre. (Mt 26, 20-29) En la Eucaristía la adoración debe llegar a ser unión. Con la celebración eucarística nos encontramos en aquella «hora» de Jesús, de la cual habla el evangelio de san Juan. Mediante la Eucaristía, esta «hora» suya se convierte en nuestra hora, su presencia en medio de nosotros. Junto con los discípulos, él celebró la cena pascual de Israel, el memorial de la acción liberadora de Dios que había guiado a Israel de la esclavitud a la libertad. Jesús sigue los ritos de Israel. Pronuncia sobre el pan la oración de alabanza y bendición. Sin embargo, sucede algo nuevo. Da gracias a Dios no solamente por las grandes obras del pasado; le da gracias por la propia exaltación que se realizará mediante la cruz y la Resurrección, dirigiéndose a los discípulos también con palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas: «Esto es mi Cuerpo entregado en sacrificio por vosotros. Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi Sangre». Y así distribuye el pan y el cáliz, y, al mismo tiempo, les encarga la tarea de volver a decir y hacer siempre en su memoria aquello que estaba diciendo y haciendo en aquel momento. ¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal —la crucifixión—, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega
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totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cfr. 1 Co 15, 28). Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte, en vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde su interior, superada; en ella está ya presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que, de ahora en adelante, no puede ser la última palabra. Esta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan. Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porque se entrega realmente a sí mismo. Esta primera transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto, la transformación no puede detenerse, antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración, como hemos dicho, llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la Última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra «adoración» en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra solo será posible en el segundo paso que nos presenta la Última Cena. La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser. Volvamos de nuevo a la Última Cena. La novedad que allí se verificó, estaba en la nueva profundidad de la antigua oración de bendición de Israel, que ahora se hacía
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palabra de transformación y nos concedía el poder participar en la «hora» de Cristo. Jesús no nos ha encargado la tarea de repetir la Cena pascual que, por otra parte, en cuanto aniversario, no es repetible a voluntad. Nos ha dado la tarea de entrar en su «hora». Entramos en ella mediante la palabra del poder sagrado de la consagración, una transformación que se realiza mediante la oración de alabanza, que nos sitúa en continuidad con Israel y con toda la historia de la salvación, y al mismo tiempo nos concede la novedad hacia la cual aquella oración tendía por su íntima naturaleza. Esta oración, llamada por la Iglesia «plegaria eucarística», hace presente la Eucaristía. Es palabra de poder, que transforma los dones de la tierra de modo totalmente nuevo en la donación de Dios mismo y que nos compromete en este proceso de transformación. Por eso llamamos a este acontecimiento Eucaristía, que es la traducción de la palabra hebrea berachah, agradecimiento, alabanza, bendición y, asimismo, transformación a partir del Señor: presencia de su «hora». La hora de Jesús es la hora en la cual vence el amor. En otras palabras: es Dios quien ha vencido, porque él es Amor. La hora de Jesús quiere llegar a ser nuestra hora y lo será, si nosotros, mediante la celebración de la Eucaristía, nos dejamos arrastrar por aquel proceso de transformaciones que el Señor pretende. La Eucaristía debe llegar a ser el centro de nuestra vida. No se trata de positivismo o ansia de poder, cuando la Iglesia nos dice que la Eucaristía es parte del domingo. En la mañana de Pascua, primero las mujeres y luego los discípulos tuvieron la gracia de ver al Señor. Desde entonces supieron que el primer día de la semana, el domingo, sería el día de él, de Cristo. El día del inicio de la creación sería el día de la renovación de la creación. Creación y redención caminan juntas. Por esto es tan importante el domingo. Está bien que hoy, en muchas culturas, el domingo sea un día libre o, juntamente con el sábado, constituya el denominado «fin de semana» libre. Pero este tiempo libre permanece vacío si en él no está Dios. Queridos amigos, a veces, en principio, puede resultar incómodo tener que programar en el domingo también la misa. Pero, si tomáis este compromiso, constataréis más tarde que es exactamente esto lo que da sentido al tiempo libre. No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad también a los demás a descubrirla. Ciertamente, para que de esa emane la alegría que necesitamos, debemos aprender a comprenderla cada vez más profundamente, debemos aprender a amarla. Comprometámonos a ello, ¡vale la pena! Descubramos la íntima riqueza de la liturgia de la Iglesia y su verdadera grandeza: no somos nosotros los que hacemos fiesta para nosotros, sino que es, en cambio, el mismo Dios viviente el que prepara una fiesta para nosotros. Con el amor a la Eucaristía redescubriréis también el sacramento de la Reconciliación, en el cual la bondad misericordiosa de Dios permite siempre iniciar de nuevo nuestra vida. (Homilía, 21 de agosto de 2005)
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29 EL SIGNO DEL PAN Y EL SIGNO DEL VINO El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: —¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? Él envió a dos discípulos, diciéndoles: —Id a la ciudad, encontrareis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?». Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena. Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Al atardecer fue él con los Doce. Mientras estaban a la mesa comiendo, dijo Jesús: —En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar: uno que está comiendo conmigo. Ellos comenzaron a entristecerse y a preguntarle uno tras otro: —¿Seré yo? Respondió: —Uno de los Doce, el que está mojando en la misma fuente que yo. El Hijo del hombre se va, como está escrito; pero ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del hombre será entregado!; ¡más le valdría a ese hombre no haber nacido! Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: —Tomad, esto es mi cuerpo. Cogió una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron. Y les dijo: —Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios. (Mc 14, 12-25) En la víspera de su Pasión, durante la Cena pascual, el Señor tomó el pan en sus manos y, después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomad, este es mi cuerpo». Después tomó el cáliz, dio gracias, se lo dio y todos bebieron de él. Y dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos» (Mc 14, 22-24). Toda la historia de Dios con los hombres se resume en estas palabras. No solo recuerdan e interpretan el pasado, sino que también anticipan el futuro, la venida del reino de Dios
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al mundo. Jesús no solo pronuncia palabras. Lo que dice es un acontecimiento, el acontecimiento central de la historia del mundo y de nuestra vida personal. Estas palabras son inagotables. En este momento quisiera meditar con vosotros solo en un aspecto. Jesús, como signo de su presencia, escogió pan y vino. Con cada uno de estos dos signos se entrega totalmente, no solo una parte de sí mismo. El Resucitado no está dividido. Él es una persona que, a través de los signos, se acerca y se une a nosotros. Ahora bien, cada uno de los signos representa, a su modo, un aspecto particular de su misterio y, con su manera típica de manifestarse, nos quieren hablar para que aprendamos a comprender algo más del misterio de Jesucristo. Durante la procesión y en la adoración, contemplamos la Hostia consagrada, la forma más simple de pan y de alimento, hecho solo con un poco de harina y agua. Así se ofrece como el alimento de los pobres, a los que el Señor destinó en primer lugar su cercanía. La oración con la que la Iglesia, durante la liturgia de la misa, entrega este pan al Señor lo presenta como fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En él queda recogido el esfuerzo humano, el trabajo cotidiano de quien cultiva la tierra, de quien siembra, cosecha y finalmente prepara el pan. Sin embargo, el pan no es solo producto nuestro, algo hecho por nosotros; es fruto de la tierra y, por tanto, también don, pues el hecho de que la tierra dé fruto no es mérito nuestro; solo el Creador podía darle la fertilidad. Ahora podemos también ampliar un poco más esta oración de la Iglesia, diciendo: el pan es fruto de la tierra y a la vez del cielo. Presupone la sinergia de las fuerzas de la tierra y de los dones de lo alto, es decir, del sol y de la lluvia. Tampoco podemos producir nosotros el agua, que necesitamos para preparar el pan. En un período en el que se habla de la desertización y en el que se sigue denunciando el peligro de que los hombres y los animales mueran de sed en las regiones que carecen de agua, somos cada vez más conscientes de la grandeza del don del agua y de que no podemos proporcionárnoslo por nosotros mismos. Entonces, al contemplar más de cerca este pequeño trozo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis de la creación. Concurren el cielo y la tierra, así como la actividad y el espíritu del hombre. La sinergia de las fuerzas que hacen posible en nuestro pobre planeta el misterio de la vida y la existencia del hombre nos sale al paso en toda su maravillosa grandeza. De este modo, comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este trozo de pan como su signo. La creación con todos sus dones aspira, más allá de sí misma, hacia algo todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas y más allá de la síntesis de la naturaleza y el espíritu que en cierto modo experimentamos en ese trozo de pan, la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo. Pero todavía no hemos explicado plenamente el mensaje de este signo del pan. El Señor hizo referencia a su misterio más profundo en el domingo de Ramos, cuando le presentaron la petición de unos griegos que querían encontrarse con él. En su respuesta a esa pregunta, se encuentra la frase: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). El
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pan, hecho de granos molidos, encierra el misterio de la Pasión. La harina, el grano molido, implica que el grano ha muerto y resucitado. Al ser molido y cocido manifiesta una vez más el misterio mismo de la Pasión. Solo a través de la muerte llega la resurrección, el fruto y la nueva vida. Las culturas del Mediterráneo, en los siglos anteriores a Cristo, habían intuido profundamente este misterio. Basándose en la experiencia de este morir y resucitar, concibieron mitos de divinidades que, muriendo y resucitando, daban nueva vida. El ciclo de la naturaleza les parecía como una promesa divina en medio de las tinieblas del sufrimiento y de la muerte que se nos imponen. En estos mitos, el alma de los hombres, en cierto modo, se orientaba hacia el Dios que se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz y así abrió para todos nosotros la puerta de la vida. En el pan y en su devenir los hombres descubrieron una especie de expectativa de la naturaleza, una especie de promesa de la naturaleza de que tendría que existir un Dios que muere y así nos lleva a la vida. Lo que en los mitos era una expectativa y lo que el mismo grano esconde como signo de la esperanza de la creación, ha sucedido realmente en Cristo. A través de su sufrimiento y de su muerte voluntaria, se convirtió en pan para todos nosotros y, de este modo, en esperanza viva y creíble: nos acompaña en todos nuestros sufrimientos hasta la muerte. Los caminos que recorre con nosotros, y a través de los cuales nos conduce a la vida, son caminos de esperanza. Cuando, en adoración, contemplamos la Hostia consagrada, nos habla el signo de la creación. Entonces reconocemos la grandeza de su don; pero reconocemos también la pasión, la cruz de Jesús y su resurrección. Mediante esta contemplación en adoración, él nos atrae hacia sí, nos hace penetrar en su misterio, por medio del cual quiere transformarnos, como transformó la Hostia. La Iglesia primitiva también encontró en el pan otro simbolismo. La «Doctrina de los Doce Apóstoles», un libro escrito en torno al año 100, refiere en sus oraciones la afirmación: «Como este fragmento de pan estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (IX, 4: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 86). El pan, hecho de muchos granos de trigo, encierra también un acontecimiento de unión: el proceso por el cual muchos granos molidos se convierten en pan es un proceso de unificación. Como nos dice san Pablo (cfr. 1 Co 10, 17), nosotros mismos, que somos muchos, debemos llegar a ser un solo pan, un solo cuerpo. Así, el signo del pan se convierte a la vez en esperanza y tarea. De modo semejante nos habla también el signo del vino. Ahora bien, mientras el pan hace referencia a la vida diaria, a la sencillez y a la peregrinación, el vino expresa la exquisitez de la creación: la fiesta de alegría que Dios quiere ofrecernos al final de los tiempos y que ya ahora anticipa una vez más como indicio mediante este signo. Pero el vino habla también de la Pasión: la vid debe podarse muchas veces para que sea purificada; la uva tiene que madurar con el sol y la lluvia, y tiene que ser pisada: solo a través de esta pasión se produce un vino de calidad. En la fiesta del Corpus Christi contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos recuerda también la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el desierto. La
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Hostia es nuestro maná; con él, el Señor nos alimenta; es verdaderamente el pan del cielo, con el que él se entrega a sí mismo. En la procesión, seguimos este signo y así lo seguimos a él mismo. Y le pedimos: Guíanos por los caminos de nuestra historia. Sigue mostrando a la Iglesia y a sus pastores el camino recto. Mira a la humanidad que sufre, que vaga insegura entre tantos interrogantes. Mira el hambre física y psíquica que la atormenta. Da a los hombres el pan para el cuerpo y para el alma. Dales trabajo. Dales luz. Dales a ti mismo. Purifícanos y santifícanos a todos. Haznos comprender que nuestra vida solo puede madurar y alcanzar su auténtica realización mediante la participación en tu pasión, mediante el «sí» a la cruz, a la renuncia, a las purificaciones que tú nos impones. Reúnenos desde todos los confines de la tierra. Une a tu Iglesia; une a la humanidad herida. Danos tu salvación. Amén. (Homilía, 15 de junio de 2006)
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30 YO, PERO NO SOY YO Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fueron al sepulcro. Y se decían unas a otras: —¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro? Al mirar, vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco. Y se asustaron. Él les dijo: —No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron. Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo. (Mc 16, 1-7) «¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí, ha resucitado» (Mc 16, 6). Así dijo el mensajero de Dios, vestido de blanco, a las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Y lo mismo nos dice también a nosotros el evangelista en esta noche santa: Jesús no es un personaje del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida. «Ha resucitado..., no está aquí». Cuando Jesús habló por primera vez a los discípulos sobre la cruz y la resurrección, estos, mientras bajaban del monte de la Transfiguración, se preguntaban qué querría decir eso de «resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 10). En Pascua nos alegramos porque Cristo no ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es —como proclamamos en el rito del cirio pascual— Alfa y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto no solo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cfr. Hb 13, 8). Pero, en cierto modo, vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte, tan extraña a todas nuestras experiencias, que, entrando en nosotros mismos, continuamos con la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? ¿Y para el mundo y la historia en su conjunto? Un teólogo alemán dijo una vez con ironía que el milagro de un cadáver reanimado —si es que eso hubiera ocurrido verdaderamente, algo en lo que no creía— sería a fin de cuentas irrelevante para nosotros porque, justamente, no nos concierne. En efecto, el que solamente una vez alguien haya sido reanimado, y nada más, ¿de qué modo debería afectarnos? Pero la resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es —si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución—
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la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia. Por tanto, la discusión comenzada con los discípulos comprendería las siguientes preguntas: ¿Qué es lo que sucedió allí? ¿Qué significa eso para nosotros, para el mundo en su conjunto y para mí personalmente? Ante todo: ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en una vida nueva del todo. Pero ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido? Es decisivo que este hombre Jesús no estuviera solo, no fuera un Yo cerrado en sí mismo. Él era uno con el Dios vivo, unido talmente a Él que formaba con Él una sola persona. Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquel que es la vida misma, un abrazo no solamente emotivo, sino que abarcaba y penetraba su ser. Su propia vida no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que esta brotó de nuevo a través de la muerte. Expresemos una vez más lo mismo desde otro punto de vista. Su muerte fue un acto de amor. En la Última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo. Está claro que este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Pero ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizá sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida. ¿Cómo lo podemos entender? Pienso que lo que ocurre en el Bautismo se puede aclarar más fácilmente para nosotros si nos fijamos en la parte final de la pequeña
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autobiografía espiritual que san Pablo nos ha dejado en su Carta a los Gálatas. Concluye con las palabras que contienen también el núcleo de dicha biografía: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (2, 20). Vivo, pero ya no soy yo. El yo mismo, la identidad esencial del hombre –de este hombre, Pablo– ha cambiado. Él todavía existe y ya no existe. Ha atravesado un «no» y sigue encontrándose en este «no»: Yo, pero «no» más yo. Con estas palabras, Pablo no describe una experiencia mística cualquiera, que tal vez podía habérsele concedido y, si acaso, podría interesarnos desde el punto de vista histórico. No, esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia. Pablo nos explica lo mismo una vez más bajo otro aspecto cuando, en el tercer capítulo de la Carta a los Gálatas, habla de la «promesa» diciendo que esta se dio en singular, a uno solo: a Cristo. Solo él lleva en sí toda la «promesa». Pero ¿qué sucede entonces con nosotros? Vosotros habéis llegado a ser uno en Cristo, responde Pablo (cfr. Ga 3, 28). No solo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo. Esta liberación de nuestro yo de su aislamiento, este encontrarse en un nuevo sujeto es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del «morir y devenir». El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos. Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: este es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano. Esta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. A ella, es decir, al Señor resucitado, nos sujetamos, y sabemos que también Él nos sostiene firmemente cuando nuestras manos se debilitan. Nos agarramos a su mano, y así nos damos la mano unos a otros, nos convertimos en un sujeto único y no solamente en una sola cosa. Yo, pero no más yo: esta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección en el tiempo. Yo, pero no más yo: si vivimos de este modo, transformamos el mundo. Es la fórmula de contraste con todas las ideologías de la violencia y el programa que se opone a la corrupción y a las aspiraciones del poder y del poseer. «Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús en el evangelio de san Juan (14, 19) a sus discípulos, es decir, a nosotros. Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquel que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo. La mera indestructibilidad del alma, por sí sola, no podría dar un sentido a una vida eterna, no podría hacerla una vida verdadera. La vida nos llega del ser amados por Aquel que es la Vida; nos viene del vivir con Él y del amar con Él. Yo, pero no más yo: esta es la vía de la Cruz, la vía que «cruza» una existencia encerrada solamente en el yo, abriendo precisamente así el camino a la alegría verdadera y duradera.
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De este modo, llenos de gozo, podemos cantar con la Iglesia en el Exultet: «Exulten por fin los coros de los ángeles... Goce también la tierra». La resurrección es un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia el uno con la otra. Y podemos proclamar también con el Exultet: «Cristo, tu hijo resucitado... brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». Amén. (Homilía, 15 de abril de 2006)
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31 RECIBID EL ESPÍRITU SANTO Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: —Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. (Jn 20, 19-23) El Señor resucitado, a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde se encontraban los discípulos y los saluda dos veces diciendo: «La paz con vosotros». Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; continuamente buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios. Por consiguiente, podemos suplicar continuamente al Señor solo para que venga a nosotros, superando nuestra cerrazón, y nos traiga su saludo. «La paz con vosotros»: este saludo del Señor es un puente, que él tiende entre el cielo y la tierra. Él desciende por este puente hasta nosotros y nosotros podemos subir por este puente de paz hasta él. Por este puente, siempre junto a él, debemos llegar también hasta el prójimo, hasta aquel que tiene necesidad de nosotros. Precisamente abajándonos con Cristo, nos elevamos hasta él y hasta Dios: Dios es amor y, por eso, el descenso, el abajamiento que nos pide el amor, es al mismo tiempo la verdadera subida. Precisamente así, al abajarnos, al salir de nosotros mismos, alcanzamos la altura de Jesucristo, la verdadera altura del ser humano. Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23). El Señor sopla sobre sus discípulos y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo. Aquí reconocemos, ante todo, una alusión al relato de la creación del hombre en el Génesis, donde se dice: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida» (Gn 2, 7). El hombre es esta criatura misteriosa, que proviene totalmente de la tierra, pero en la que se insufló el soplo de Dios. Jesús sopla sobre los Apóstoles y les da de modo nuevo, más grande, el soplo de Dios. En los hombres, a pesar de todos sus límites, hay ahora algo absolutamente nuevo, el soplo de
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Dios. La vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad. Así, también podemos ver aquí una alusión al bautismo y a la confirmación, a esta nueva pertenencia a Dios, que el Señor nos da. El texto del evangelio nos invita a vivir siempre en el espacio del soplo de Jesucristo, a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte puede arrebatar. Al soplo, al don del Espíritu Santo, el Señor une el poder de perdonar. Hemos escuchado antes que el Espíritu Santo une, derriba las fronteras, conduce a unos hacia los otros. La fuerza, que abre y permite superar Babel, es la fuerza del perdón. Jesús puede dar el perdón y el poder de perdonar, porque él mismo sufrió las consecuencias de la culpa y las disolvió en las llamas de su amor. El perdón viene de la cruz; él transforma el mundo con el amor que se entrega. Su corazón abierto en la cruz es la puerta a través de la cual entra en el mundo la gracia del perdón. Y solo esta gracia puede transformar el mundo y construir la paz. (Homilía, 15 de mayo de 2005)
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32 LA INCREDULIDAD DE TOMÁS Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: —Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: —Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llego Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: —Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: —Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: —¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: —¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto. (Jn 20, 24-29) La fe de los Apóstoles en Jesús, el Mesías esperado, había sufrido una dura prueba por el escándalo de la cruz. Durante su detención, condena y muerte se habían dispersado, y ahora se encontraban juntos, perplejos y desorientados. Pero el mismo Resucitado se hizo presente ante su sed incrédula de certezas. No fue un sueño, ni ilusión o imaginación subjetiva aquel encuentro; fue una experiencia verdadera, aunque inesperada y justo por esto particularmente conmovedora. «Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”» (Jn 20, 19). Ante aquellas palabras, se reavivó la fe casi apagada en sus ánimos. Los Apóstoles lo contaron a Tomás, ausente en aquel primer encuentro extraordinario: ¡Sí, el Señor ha cumplido cuanto había anunciado; ha resucitado realmente y nosotros lo hemos visto y tocado! Tomás, sin embargo, permaneció dudoso y perplejo. Cuando, ocho días después, Jesús vino por segunda vez al Cenáculo, le dijo: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente!». La respuesta del apóstol es una conmovedora profesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 27-28). «¡Señor mío y Dios mío!». Renovemos también nosotros la profesión de fe de Tomás. Como felicitación pascual, este año, he elegido justamente sus palabras, porque la humanidad actual espera de los cristianos un testimonio renovado de la resurrección de Cristo; necesita encontrarlo y poder conocerlo como verdadero Dios y verdadero
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Hombre. Si en este Apóstol podemos encontrar las dudas y las incertidumbres de muchos cristianos de hoy, los miedos y las desilusiones de innumerables contemporáneos nuestros, con él podemos redescubrir también con renovada convicción la fe en Cristo muerto y resucitado por nosotros. Esta fe, transmitida a lo largo de los siglos por los sucesores de los Apóstoles, continúa, porque el Señor resucitado ya no muere más. Él vive en la Iglesia y la guía firmemente hacia el cumplimiento de su designio eterno de salvación. Cada uno de nosotros puede ser tentado por la incredulidad de Tomás. El dolor, el mal, las injusticias, la muerte, especialmente cuando afectan a los inocentes —por ejemplo, los niños víctimas de la guerra y del terrorismo, de las enfermedades y del hambre—, ¿no someten quizá nuestra fe a dura prueba? No obstante, justo en estos casos, la incredulidad de Tomás nos resulta paradójicamente útil y preciosa, porque nos ayuda a purificar toda concepción falsa de Dios y nos lleva a descubrir su rostro auténtico: el rostro de un Dios que, en Cristo, ha cargado con las llagas de la humanidad herida. Tomás ha recibido del Señor y, a su vez, ha transmitido a la Iglesia el don de una fe probada por la pasión y muerte de Jesús, y confirmada por el encuentro con Él resucitado. Una fe que estaba casi muerta y ha renacido gracias al contacto con las llagas de Cristo, con las heridas que el Resucitado no ha escondido, sino que ha mostrado y sigue indicándonos en las penas y los sufrimientos de cada ser humano. «Sus heridas os han curado» (1 P 2, 24), este es el anuncio que Pedro dirigió a los primeros convertidos. Aquellas llagas, que en un primer momento fueron un obstáculo a la fe para Tomás, porque eran signos del aparente fracaso de Jesús; aquellas mismas llagas se han vuelto, en el encuentro con el Resucitado, pruebas de un amor victorioso. Estas llagas que Cristo ha contraído por nuestro amor nos ayudan a entender quién es Dios y a repetir también: «Señor mío y Dios mío». Solo un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el dolor inocente, es digno de fe. ¡Cuántas heridas, cuánto dolor en el mundo! No faltan calamidades naturales y tragedias humanas que provocan innumerables víctimas e ingentes daños materiales. Pienso en lo que ha ocurrido recientemente en Madagascar, en las Islas Salomón, en América Latina y en otras regiones del mundo. Pienso en el flagelo del hambre, en las enfermedades incurables, en el terrorismo y en los secuestros de personas, en los mil rostros de la violencia —a veces justificada en nombre de la religión—, en el desprecio de la vida y en la violación de los derechos humanos, en la explotación de la persona. Miro con aprensión las condiciones en que se encuentran tantas regiones de África: en el Darfur y en los países cercanos se da una situación humana catastrófica y, por desgracia, infravalorada; en Kinshasa, en la República Democrática del Congo, los choques y los saqueos de las pasadas semanas hacen temer por el futuro del proceso democrático congoleño y por la reconstrucción del país; en Somalia la reanudación de los combates aleja la perspectiva de la paz y agrava la crisis regional, especialmente por lo que concierne a los desplazamientos de la población y al tráfico de armas; una grave crisis atenaza Zimbabwe, para la cual los Obispos del país, en un reciente documento, han
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indicado como única vía de superación la oración y el compromiso compartido por el bien común. Necesitan reconciliación y paz: la población de Timor Este, que se prepara a vivir importantes convocatorias electorales; Sri Lanka, donde solo una solución negociada pondrá punto final al drama del conflicto que lo ensangrienta; Afganistán, marcado por una creciente inquietud e inestabilidad. En Medio Oriente —junto con señales de esperanza en el diálogo entre Israel y la Autoridad palestina—, por desgracia nada positivo viene de Irak, ensangrentado por continuas matanzas, mientras huyen las poblaciones civiles; en el Líbano el estancamiento de las instituciones políticas pone en peligro el papel que el país está llamado a desempeñar en el área de Medio Oriente e hipoteca gravemente su futuro. No puedo olvidar, por fin, las dificultades que las comunidades cristianas afrontan cotidianamente y el éxodo de los cristianos de aquella Tierra bendita que es la cuna de nuestra fe. A aquellas poblaciones renuevo con afecto mi cercanía espiritual. Queridos hermanos y hermanas: a través de las llagas de Cristo resucitado podemos ver con ojos de esperanza estos males que afligen a la humanidad. En efecto, resucitando, el Señor no ha quitado el sufrimiento y el mal del mundo, pero los ha vencido en la raíz con la superabundancia de su gracia. A la prepotencia del Mal ha opuesto la omnipotencia de su Amor. Como vía para la paz y la alegría nos ha dejado el Amor que no teme a la Muerte. «Que os améis unos a otros —dijo a los Apóstoles antes de morir— como yo os he amado» (Jn 13, 34). ¡Hermanos y hermanas en la fe, que me escucháis desde todas partes de la tierra! Cristo resucitado está vivo entre nosotros, Él es la esperanza de un futuro mejor. Mientras decimos con Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!», resuena en nuestro corazón la palabra dulce pero comprometedora del Señor: «El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará» (Jn 12, 26). Y también nosotros, unidos a Él, dispuestos a dar la vida por nuestros hermanos (cfr. 1 Jn 3, 1), nos convertimos en apóstoles de paz, mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la Resurrección. (Mensaje para la Pascua 2007)
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Índice Portada Créditos Introducción 1. KAIRE, MARÍA... 2. LOS SUYOS NO LO RECIBIERON 3. PAZ A LOS HOMBRES QUE DIOS AMA 4. LOS MAGOS Y EL ORIGEN DE LA HISTORIA 5. EN EL TEMPLO 6. EL BAUTISMO DE JESÚS 7. EN CASA DE PEDRO 8. EL MISTERIO DE LAS BIENAVENTURANZAS 9. LA MISIÓN DE LOS APÓSTOLES Y LA FUNDACIÓN DE LA IGLESIA 10. EL PAN DE VIDA 11. TÚ ERES EL SANTO DE DIOS 12. EFFETÁ 13. SI ALGUNO QUIERE VENIR EN POS DE MÍ... 14. QUIEN ESTÉ LIBRE DE PECADO 15. JESÚS ENCUENTRA A UN JOVEN 16. DOS HECHOS DRAMÁTICOS 99
17. EL HIJO PERDIDO 18. LA VIDA EN ABUNDANCIA 19. UN ADMINISTRADOR INFIEL 20. EL BANQUETE 21. QUEREMOS VER A JESÚS 22. SI EL GRANO DE TRIGO... 23. LA VIÑA 24. CONFIRMA A TUS HERMANOS 25. LOS RAMOS Y EL TEMPLO 26. HABIENDO AMADO A LOS SUYOS... 27. LOS SACERDOTES, AMIGOS DE CRISTO 28. LA ÚLTIMA CENA 29. EL SIGNO DEL PAN Y EL SIGNO DEL VINO 30. YO, PERO NO SOY YO 31. RECIBID EL ESPÍRITU SANTO 32. LA INCREDULIDAD DE TOMÁS Índice
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Index INTRODUCCIÓN 1. KAIRE, MARÍA... 2. LOS SUYOS NO LO RECIBIERON 3. PAZ A LOS HOMBRES QUE DIOS AMA 4. LOS MAGOS Y EL ORIGEN DE LA HISTORIA 5. EN EL TEMPLO 6. EL BAUTISMO DE JESÚS 7. EN CASA DE PEDRO 8. EL MISTERIO DE LAS BIENAVENTURANZAS 9. LA MISIÓN DE LOS APÓSTOLES Y LA FUNDACIÓN DE LA IGLESIA 10. EL PAN DE VIDA 11. TÚ ERES EL SANTO DE DIOS 12. EFFETÁ 13. SI ALGUNO QUIERE VENIR EN POS DE MÍ... 14. QUIEN ESTÉ LIBRE DE PECADO 15. JESÚS ENCUENTRA A UN JOVEN 16. DOS HECHOS DRAMÁTICOS 17. EL HIJO PERDIDO 18. LA VIDA EN ABUNDANCIA 19. UN ADMINISTRADOR INFIEL 20. EL BANQUETE 21. QUEREMOS VER A JESÚS 22. SI EL GRANO DE TRIGO... 23. LA VIÑA 24. CONFIRMA A TUS HERMANOS 25. LOS RAMOS Y EL TEMPLO 26. HABIENDO AMADO A LOS SUYOS... 101
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27. LOS SACERDOTES, AMIGOS DE CRISTO 28. LA ÚLTIMA CENA 29. EL SIGNO DEL PAN Y EL SIGNO DEL VINO 30. YO, PERO NO SOY YO 31. RECIBID EL ESPÍRITU SANTO 32. LA INCREDULIDAD DE TOMÁS Índice
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