El Espíritu Del Señor Actúa Desde Abajo - Víctor Codina Sj

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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VÍCTOR CODINA, SJ

El Espíritu del Señor actúa desde abajo

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SAL TERRAE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

© Editorial Sal Terrae, 2015 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: Manuel Herrero Fernández, OSA Administrador diocesano de Santander 26-01-2015 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2464-8

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A Francisco, elegido obispo de Roma desde el fin del mundo

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A MODO DE JUSTIFICACIÓN Desde hace ya más de 50 años, se oyen voces en la Iglesia occidental latina que piden la elaboración de una teología del Espíritu Santo que responda a las inquietudes personales, eclesiales y del mundo de hoy. Se constata que hay un vacío pneumatológico, tanto en la teología como en la praxis pastoral, que tiene consecuencias muy negativas para la vida de la Iglesia latina. Por una parte, se percibe en la vida eclesial una cierta asfixia interior, una falta de vitalidad, un «cristomonismo», es decir, una reducción de la fe al misterio de Cristo (aunque incluso con un cierto descuido del Jesús histórico) con un olvido del Espíritu1. Por otra parte, se constata que este déficit pneumatológico en la práctica se intenta compensar con una serie de sucedáneos, como pueden ser la devoción a María y al papa e incluso a la misma eucaristía, que por importantes que sean en la fe y en la tradición cristiana no pueden suplir la ausencia del Espíritu. Más aún, la explosión carismática y pentecostal que se vive hoy en numerosos sectores de las Iglesias ¿puede ser interpretada simplemente como una reacción ante la ausencia de pneumatología en la Iglesia oficial o puede ser considerada como un verdadero signo de los tiempos que hay que discernir? Indudablemente, el Concilio Vaticano II respondió en parte a esta preocupación por la ausencia de una pneumatología, pero, aun así, después del concilio el papa Pablo VI pronunció una profética advertencia sobre la necesidad de una pneumatología: «A la cristología y eclesiología del concilio debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo, justamente como necesario complemento de la doctrina conciliar»2 .

A esta demanda generalizada de pneumatología ha habido diversas respuestas teológicas por parte de autores fundamentalmente europeos, con aportes valiosos que incorporan la riqueza de la pneumatología del Oriente cristiano y se abren a nuevos desafíos de la sociedad de hoy. Sin embargo, podemos preguntarnos si desde el mundo de los pobres, concretamente desde América Latina, es posible aportar algo a la pneumatología tradicional. Si los lugares geográficos e históricos desde donde se elabora la teología no son neutros ni indiferentes, una pneumatología desde América Latina ¿no puede seguramente aportar una riqueza propia al releer la tradición bíblica, eclesial y teológica, tanto de Occidente como de Oriente, desde los pobres, desde abajo, desde la periferia, desde el reverso de la historia, desde el margen, como un lugar teológico privilegiado? Personalmente he trabajado tanto el tema de los pobres3 como también el del Espíritu4. Quisiera ahora elaborar una síntesis desde la perspectiva latinoamericana que fuese una colaboración a una pneumatología latinoamericana. 5

Este libro está pensado y escrito desde abajo, desde América Latina, concretamente desde Bolivia. Pero, seguramente por esto, y no solo a pesar de esto, tiene una validez más amplia, universal. Más aún, nos puede ayudar en estos momentos a comprender la hoja de ruta de Francisco, el obispo de Roma venido del fin del mundo, el contexto y la génesis de su pensamiento y de sus objetivos pastorales y eclesiales, más allá de las anécdotas cotidianas tan mediáticas. Este nuevo clima pastoral, esta incipiente primavera, el sueño de una Iglesia pobre y para los pobres son sin duda fruto del Espíritu que actúa desde abajo. Por esto el libro está dedicado a Francisco. Finalmente, pero no en último lugar, agradezco a la teóloga argentina Dra. María José Caram la revisión de mi manuscrito y su parecer positivo. Cochabamba, abril de 2014

1. Cf. J. I. González Faus, Herejías del catolicismo actual, Trotta, Madrid 2013, 117-131. El autor considera que una de estas herejías es el olvido del Espíritu Santo. 2. Pablo VI, Audiencia general del 6 de junio de 1973, en Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1973, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1970-1978, 74. Esta afirmación es citada en la encíclica de Juan Pablo II sobre el Espíritu, Dominum et vivificantem (1986), n. 2. 3. Cf. V. Codina, Renacer a la solidaridad, Sal Terrae, Santander 1982; Id, De la modernidad a la solidaridad, CEP, Lima 1984. 4. Íd, Creo en el Espíritu Santo. Pneumatología narrativa, Sal Terrae, Santander 1994; «No extingáis el Espíritu». Una iniciación a la Pneumatología, Sal Terrae, Santander 2008.

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CAPÍTULO 1: Una irrupción volcánica del Espíritu

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1. Momentos estelares Sería erróneo creer que la historia de la humanidad discurre siempre de modo uniforme y lineal, sin momentos de ruptura o de mayor densidad. Historiadores como Stefan Zweig hablan de «momentos estelares» de la humanidad; Pablo menciona el «tiempo oportuno» (kairós, cf. 2 Cor 6,2; Rm 13,11); el evangelista Juan habla de «la hora» de Jesús, como un tiempo fuerte que implica su exaltación pascual (Jn 2,4; 13,1); Juan XXIII popularizó la expresión, de raíz evangélica, «los signos de los tiempos» (Mt 16,3), que el Vaticano II hizo suya en Gaudium et spes (4; 11; 44). Hay, pues, en la historia de la salvación, en la historia de la Iglesia, momentos estelares, oportunos, escatológicos, momentos en los que Dios visita a su pueblo (Lc 1,68), signos de los tiempos, lo cual presupone que se hace una lectura creyente de la realidad, creyendo que quien conduce al pueblo de Dios a través de la historia es el Espíritu del Señor (Gaudium et spes, 11). En la historia de la Iglesia un momento estelar, un tiempo favorable, un kairós, fue la irrupción de los llamados Padres de la Iglesia, tanto occidentales (Cipriano, Ambrosio, Agustín, Jerónimo, Gregorio Magno...) como orientales (Ireneo, Atanasio, Basilio, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, Juan Crisóstomo...), y también de las menos conocidas Madres de la Iglesia (Macrina, la anciana, abuela de Basilio, y Macrina la joven, hermana de este; Melania la joven y la anciana; Paula, Marcela y Eustoquio, ligadas a Jerónimo; Mónica, la madre de Agustín; Olimpia, colaboradora de Juan Crisóstomo... ), que entre los siglos II y V expresaron y formularon la fe de la Iglesia con gran sabiduría y con el testimonio de una vida auténticamente cristiana. Añadamos que la mayoría habían ido al desierto a vivir una vida de contemplación y silencio. En este sentido, los Padres y las Madres de la Iglesia están estrechamente relacionados con el movimiento del monacato, una corriente profética que surgió en torno al siglo IV, cuando con Constantino y Teodosio la Iglesia dejó de ser perseguida y se convirtió en la religión oficial del Estado romano. Los movimientos mendicantes de los siglos XII-XIII, con su deseo de volver a la pobreza evangélica, constituyen otro hito histórico. Lo mismo puede afirmarse del movimiento de la Reforma, tanto protestante como católica (siglos XV-XVI), que, en medio de ambigüedades y tensiones, quería volver al evangelio de Jesús, a la cruz y a la Palabra. En tiempos más cercanos, en la mitad del siglo XX, florecen una serie de movimientos teológicos en Centroeuropa (bíblico, patrístico, ecuménico, litúrgico, social, juvenil...), que fecundan el terreno eclesial y preparan el Concilio Vaticano II, con el aporte de grandes teólogos que marcarán la línea de ese concilio: K. Rahner, M. D. Chenu, Y.-M. Congar, J. Daniélou, H. de Lubac, E. Schillebeeckx, J. Ratzinger, H. Küng...

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En continuidad con lo anterior, con el nombramiento de Juan XXIII y su convocatoria del Concilio Vaticano II se experimentó que Dios visitaba a su pueblo: fue un momento realmente pentecostal para la Iglesia, como Juan XXIII había deseado y pedido. El nombramiento de Jorge Mario Bergoglio como nuevo obispo de Roma con el nombre de Francisco ¿no puede significar para la Iglesia de hoy un nuevo momento estelar, un nuevo kairós? Todos estos momentos favorables y de gracia que se han ido manifestando a lo largo de la historia de la Iglesia son, sin duda, fruto del Espíritu del Señor, que continuamente mueve a la Iglesia hacia la conversión al evangelio, hacia el seguimiento de Jesús de Nazaret, hacia la plenitud escatológica del reino. Toda verdad, toda gracia, toda renovación de la vida cristiana es fruto del Espíritu1.

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2. Las décadas de los 70 a los 90 en América Latina Pues bien, creemos que América Latina, después del Vaticano II, en las décadas de los 70 a los 90, ha vivido un momento eclesial «estelar», como lo fueron en la historia de la Iglesia la época patrística, los mendicantes, los movimientos de Reforma, los movimientos teológicos y pastorales que precedieron al Vaticano II y el mismo Concilio Vaticano II. América vivió en estos años una verdadera irrupción del Espíritu, un tiempo favorable, un kairos, unos años de gracia y de especial bendición del Señor. Por una parte, esta irrupción volcánica del Espíritu que ha vivido América Latina sería impensable sin el Vaticano II, pero, por otra, esta renovación de la Iglesia latinoamericana constituye seguramente la mayor y mejor recepción del Vaticano II en la Iglesia, ya que es una asimilación vital del concilio con una gran creatividad: es un modelo de recepción conciliar realmente ejemplar. Dos elementos eclesiológicos y teológicos del Vaticano II posibilitaron especialmente esta recepción creativa del Vaticano II en América Latina: la eclesiología de la Iglesia local y la teología de los signos de los tiempos. Las Iglesias locales (o particulares), según el Vaticano II, no son una mera parte o porción de la Iglesia, sino que en ellas y desde ellas se forma la Iglesia universal (Lumen gentium, 23). Esta nueva visión teológica de las Iglesias locales, que según K. Rahner constituye el mayor aporte eclesiológico del Vaticano II, recupera la eclesiología del primer milenio y corrige el excesivo centralismo uniforme de la eclesiología del segundo milenio, muy concretamente del Vaticano I2. Esta eclesiología de la Iglesia local es la que permitirá la relectura del Vaticano II desde América Latina y el surgimiento de una eclesiología latinoamericana. Pero esta eclesiología de la Iglesia local se complementa y refuerza con la teología de los signos de los tiempos, un tema que ya Juan XXIII había insinuado en su encíclica Pacem in terris y que el Vaticano II formulará sobre todo en Gaudium et spes (4; 11; 44). Se trata de auscultar y de discernir a la luz del evangelio las inquietudes y deseos profundos de la humanidad, conscientes de que a través de ellos se manifiesta el querer de Dios, quien, a través del Espíritu, guía a la humanidad a la plenitud del reino. De ahí se sigue una nueva metodología teológica, que no procede desde arriba, ni necesariamente desde la fe, ni tampoco desde unos principios generales teóricos, sino desde la realidad. Esta es la metodología que el mismo documento Gaudium et spes ha empleado: no se parte del misterio trinitario, como en la Lumen gentium, sino de la situación del mundo de hoy y de los profundos cambios sociales, psicológicos, morales y religiosos que experimenta la humanidad (Gaudium et spes, 4-10). Esta teología y metodología de los signos de los tiempos permitirá a la Iglesia latinoamericana releer el Vaticano II desde la realidad, desde la situación de pobreza injusta que sufre el continente. La metodología del ver-juzgar-actuar, que se empleará en

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las reflexiones y documentos teológicos de América Latina, se fundamenta en la teología de los signos de los tiempos3. Desde estos presupuestos eclesiológicos se puede comprender el momento favorable, el kairos, que ha vivido América Latina desde finales de los 60 hasta el fin de los 80.

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3. Antecedentes sociopolíticos Siguiendo la metodología latinoamericana, no comenzaremos por la reflexión teológica que ha surgido estos años en América Latina, sino por los antecedentes sociopolíticos y eclesiales del continente. Solo después abordaremos la dimensión teológica de todo este proceso. No se puede comprender ni valorar este momento de gracia latinoamericano sin conocer previamente su realidad social y eclesial. La revolución cubana de Fidel Castro (1959) fue una señal de alerta para todo el mundo de la explosiva situación que se vivía en América Latina. Estados Unidos, asustado, inició en tiempo de Kennedy la «Alianza para el Progreso», una ayuda alimentaria para el pueblo pobre latinoamericano. Por otra parte, el golpe militar del general Castelo Branco en Brasil también alarmó a Estados Unidos, que no quería ni gobiernos comunistas ni dictaduras militares. Por esto apoyó la Democracia cristiana de Frei en Chile. El asesinato de Ernesto Che Guevara en 1967 en Bolivia significó tanto el interés por exportar la revolución cubana a todo el continente, comenzando por Bolivia, un país de gran pobreza, como el fracaso de querer imponer rígidas ideologías políticas a países con otra cultura y otra mentalidad: fueron los campesinos bolivianos quienes comunicaron a los militares la ubicación del Che, y la consecuencia fue su asesinato. Pero desde entonces, en toda América Latina, comienzan a sucederse cambios sociales y políticos con una orientación más social: Velasco Alvarado en Perú (1968), Allende en Chile(1970), J. J. Torres en Bolivia (1970), regreso de Perón a Argentina (1973)... Algunos creyeron, ingenuamente, que toda América Latina iba a entrar en la vía del socialismo. La realidad fue muy otra. Los militares van asumiendo el poder en el Cono Sur (Banzer, Pinochet, Strossner, Videla...); Estados Unidos crea en Panamá la tristemente célebre Escuela de las Américas, que durante 30 años será cuna de militares dictadores y torturadores; los militares del Brasil elaboran la ideología de la Seguridad Nacional, bajo cuyo nombre se quiere justificar el militarismo y la represión de los disidentes políticos y religiosos. Son años duros de cautiverio, de exilios, de torturas y violaciones de los derechos humanos, de asesinatos. A medida que pasan los años se van descubriendo nuevos horrores de aquel tiempo. Con la asunción del poder por el demócrata Carter en Estados Unidos y su defensa de los derechos humanos, la situación mejora algo y comienzan a aparecer democracias tuteladas. En 1979 los sandinistas derrocan al dictador Somoza de Nicaragua, pero pronto el presidente Reagan inicia la ofensiva de «la contra», pues ve en el sandinismo una amenaza para los Estados Unidos y para la civilización cristiana occidental. A su vez, en El Salvador se inicia la guerrilla en 1980, la cual costará al país diez años de guerra y más de setenta mil muertos. A partir de la década de los 80, la democracia se va tímidamente instaurando en Argentina, Bolivia, Uruguay, Haití, Brasil, Paraguay, Chile... pero tanto los países que 12

han recuperado la democracia como los que la vivían desde años atrás (Colombia, Venezuela, México, Costa Rica...) sufren situaciones dramáticas de desocupación, alta tasa de mortalidad infantil, deuda externa impagable, narcotráfico, crisis ecológica de la Amazonía, inflación, disminución de la clase media, falta de productividad, deterioro creciente de salud y educación, progresivo empobrecimiento del pueblo, distancia creciente entre unos pocos ricos y una inmensa masa de pobres, violencia (Sendero Luminoso en Perú, guerrilla de las FARC en Colombia...), desespero de la población que asalta mercados y comercios, etc. Añadamos a todo esto la agresión cultural del Primer Mundo a través de los medios de comunicación social, la exclusión social de indígenas y afroamericanos, la marginación y pobreza de la mujer, la destrucción del medio ambiente... Frente a esta situación, un grupo de economistas, sobre todo brasileños (Celso Furtado, Fernando Henrique Cardoso, Theotonio dos Santos, Cândido Mendes...), elabora la teoría de la dependencia: la situación de América Latina no es simplemente de subdesarrollo, como la teoría desarrollista entonces en vigencia divulgaba, sino una situación de dependencia, primero de los imperios coloniales ibéricos, después de Inglaterra, de Estados Unidos y de los países del Primer Mundo, y luego de las empresas multinacionales. Frente a esta situación no basta el desarrollo, es necesaria una liberación. La palabra «liberación» se extenderá a lo social, político, económico, pero también a lo teológico y eclesial, con una gran carga semántica. Sin estos presupuestos no es posible comprender el caminar de la Iglesia latinoamericana, cuyo contexto vital, su Sitz im Leben, es un contexto de muerte, un Sitz im Tode. En estos años ha habido una verdadera irrupción de los pobres en la sociedad, buscando un cambio de estructuras: el gigante dormido se ha despertado en busca de su liberación.

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4. Antecedentes eclesiales También ha habido una irrupción de los pobres en la Iglesia y una toma de conciencia eclesial de este hecho. Pero todo esto no ha sido repentino ni casual, sino fruto de un largo proceso desde el Vaticano II hasta fines de la década de los 60. Cuando Juan XXIII, en su mensaje por radio del 11 de septiembre de 1962, un mes antes de la inauguración del concilio, dijo que deseaba que el rostro de la Iglesia conciliar fuese sobre todo el de la Iglesia de los pobres, todo el mundo quedó sorprendido, también los obispos latinoamericanos. Estos fueron llamados «la mayoría silenciosa» por los demás obispos del Concilio Vaticano II. En efecto, no estaban al corriente de los nuevos movimientos teológicos que se habían sucedido en la Iglesia europea desde 1950, ni tampoco eran plenamente conscientes de la gravedad de la situación social de sus propios países latinoamericanos. Hubo ciertamente la excepción de algunos obispos, como Hélder Câmara y Manuel Larraín, que se reunieron en la Domus Mariae con otros obispos, sobre todo del Tercer Mundo, para discutir el tema de la pobreza de la Iglesia, y que emitieron el documento llamado «Pacto de las Catacumbas de Santa Domitila», en el que como obispos se comprometían a vivir en pobreza, renunciando a todo privilegio y a signos de poder, y se proponían poner a los pobres en el centro de su ministerio pastoral4. Por su parte, tampoco los documentos conciliares asumieron la propuesta de Juan XXIII sobre los pobres, a pesar de algunas intervenciones a favor de la Iglesia de los pobres, como la intervención magistral y realmente evangélica del cardenal Giacomo Lercaro del día 6 de diciembre de 1962, quien dijo que el tema de los pobres era cristológico y debía configurar la Iglesia conciliar, pues siempre que la Iglesia se apartaba de los pobres se apartaba del evangelio, y al revés, toda vuelta al evangelio pasaba por un acercamiento a los pobres. Solo unos párrafos de Lumen gentium, 8 y Gaudium et spes, 1 hacen alguna mención a los pobres. ¿Qué milagro sucedió en el «posconcilio» para que la Iglesia latinoamericana se volcase en los pobres? Recordemos que en 1955 Pío XII convocó en Río de Janeiro la primera conferencia del episcopado latinoamericano. La preocupación de Roma era mantener a América Latina incólume de los errores teológicos europeos, sobre todo de los teólogos franceses (¡la Nouvelle Théologie!) que el papa Pío XII había condenado en la encíclica Humani generis (1950). América Latina se consideraba como una reserva espiritual que había que conservar y para ello era necesario preservarla de los dos grandes peligros que la amenazaban, el protestantismo y el comunismo. Este peligro arreciaba sobre todo por la falta de clero, por lo cual Pío XII hizo un llamamiento a toda la Iglesia para que enviara misioneros a América Latina. Lo más positivo de esta asamblea fue la creación del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano), adelantándose al Vaticano II y a sus directrices sobre la colegialidad y las conferencias episcopales regionales.

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5. Medellín y Puebla Pero fue después del Vaticano II cuando el papa Pablo VI, seguramente convencido de que el concilio había sido excesivamente eurocéntrico y de que debía socializarse, convocó reuniones regionales de los obispos de América Latina en Medellín (1968), de los de África en Kampala (1969) y de los de Asia en Manila (1970). Medellín será clave en el desarrollo de la eclesiología latinoamericana, gracias a una recepción creativa del Vaticano II. Medellín se preparó con tiempo a través de encuentros con muchos cristianos comprometidos en el cambio social. Saltaba a la vista la explotación de las clases populares, la pobreza de los campesinos y de los cinturones periféricos de las ciudades. Estas situaciones y los estudios sociales sobre la dependencia de las grandes potencias hicieron abrir los ojos a los pastores y tomar conciencia de la gravedad e injusticia de la situación social. Se experimenta un modo diferente de vivir la fe por parte de todos los cristianos comprometidos en las luchas sociales. Poco a poco se pasa de la dependencia teológica de la teología europea al surgimiento de una teología propia que ya no es reflejo de la europea, la llamada «teología de la liberación», que no es simple reflejo de lo elaborado en otros contextos, sino fuente original. Los temas eje de Medellín fueron los pobres y la justicia, el amor al hermano, la paz en una situación de violencia institucionalizada, la unidad de la historia y la dimensión política de la fe5. Mientras que el Vaticano II en Lumen gentium, al hablar del pueblo de Dios, no citaba el Éxodo, los documentos finales de Medellín, ya en su introducción, comparan la liberación del pueblo israelita de Egipto con el paso salvífico de Dios ahora en América Latina, cuando el pueblo pasa de condiciones de vida menos humana a condiciones más humanas6. Los obispos no quedan indiferentes ante las tremendas injusticias sociales que sufre el pueblo, que vive en una pobreza en muchos casos cercana a la miseria más inhumana: «Un sordo clamor brota de millones de hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte»7 .

Los obispos son conscientes de que esta situación es fruto de una violencia institucionalizada, de una auténtica estructura de pecado, que exige transformaciones sociales profundas y renovadoras8. Esta reflexión sobre la pobreza de la sociedad lleva a Medellín a reflexionar también sobre el testimonio de pobreza de la misma Iglesia. Al hablar de la pobreza de la Iglesia, Medellín distingue la pobreza como carencia, que es un mal, de la pobreza espiritual como una actitud de apertura y confianza en Dios y de la pobreza solidaria como compromiso asumido por amor a los pobres a ejemplo de Cristo, que son actitudes evangélicas9. Una Iglesia pobre debe denunciar la carencia injusta de bienes de este mundo, predicar y vivir la pobreza espiritual como infancia espiritual y comprometerse en la lucha contra la pobreza material10. 15

Medellín se convierte en un verdadero Pentecostés para América Latina. No es simplemente una aplicación del Vaticano II, sino una relectura desde un continente que es a la vez pobre y cristiano: es una recepción creativa del Vaticano II. A partir de aquí surgirá un nuevo estilo de Iglesia, en la línea de la Iglesia de los pobres que había deseado Juan XXIII. Pero lo que nos interesa destacar y señalar es que esta irrupción del Espíritu en Medellín acontece discerniendo los signos de los tiempos, escuchando el clamor del pueblo pobre y explotado que busca liberación. El Espíritu actúa desde abajo, desde los y las pobres, desde la periferia de la historia y de la Iglesia, desde la base. Y precisamente desde abajo surge algo nuevo, una reflexión y una actitud diferente de la que surgió del concilio, más centrado en la problemática europea, moderna y secular que en los pobres y la pobreza. La problemática central de América Latina no es el ateísmo ni la secularización; tampoco es, como afirmaba la reunión de Río de Janeiro en 1955, el protestantismo y el comunismo, sino que es el hambre, la pobreza, la miseria inhumana, la muerte prematura. En esta misma línea se sitúa la tercera conferencia, la de Puebla, celebrada en 1979 bajo el pontificado de Juan Pablo II. Aunque el clima eclesial ha cambiado y Puebla ya no respira el mismo entusiasmo profético de Medellín, se concreta, no sin muchas dificultades, el tema del compromiso social en la opción preferencial por los pobres11. Puebla, como Medellín, también parte de la realidad latinoamericana: denuncia la creciente brecha entre ricos y pobres, lo cual es un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, algo contrario al plan de Dios12, una pobreza que no es casual sino fruto de estructuras sociales, económicas y políticas injustas13. En unos párrafos muy bellos y profundamente evangélicos, Puebla reconoce los rasgos del Señor sufriente en los rostros de los niños golpeados por la extrema pobreza, de los jóvenes desorientados, de indígenas y afroamericanos marginados, de campesinos explotados, de obreros mal retribuidos, de subempleados y desempleados, de marginados y hacinados urbanos, de ancianos abandonados14. La opción por los pobres no se fundamenta en ninguna cualidad moral o personal de ellos sino en su dignidad de hijos e hijas, hechos a imagen de Dios, y en la defensa que Dios hace de su causa, en proseguir la misión de Jesús venido al mundo para evangelizar a los pobres15. Además, se afirma que en los pobres hay un potencial evangelizador, en cuanto llaman a la Iglesia a la conversión16. Un texto importante de Puebla es el que atribuye al Espíritu los anhelos de salvación liberadora de nuestros pueblos: «El Espíritu, que llenó el orbe de la tierra, abarcó también lo que había de bueno en las culturas precolombinas; él mismo les ayudó a recibir el evangelio; él sigue hoy suscitando anhelos de salvación liberadora en nuestros pueblos. Se hace, por tanto, necesario descubrir su presencia auténtica en la historia del continente»17 .

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Se ha dicho que, si Medellín fue Pentecostés, Puebla fe como el Concilio de Jerusalén. Falta el ardor profético de Medellín, pero este se encauza y canaliza concretamente en la opción preferencial por los pobres. Y como en Medellín, también en Puebla el Espíritu actúa fuertemente desde abajo, desde el clamor de los pobres, desde esos rostros sufrientes concretos de niños, jóvenes, indígenas, obreros y ancianos. El cambio en la Iglesia latinoamericana, que no se consiguió desde la teología moderna y renovada del Vaticano II, se opera ahora desde la base de la Iglesia y de la sociedad, desde donde el Espíritu está clamando con fuerza, un clamor que, si en Medellín pudo parecer sordo, en Puebla es «claro, creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante» 18. Hay un paso pascual de la modernidad a la solidaridad. Esta nueva atmósfera creada por Medellín y luego continuada por Puebla se manifestará en una serie de hechos, testimonios, prácticas pastorales y reflexiones teológicas que son fruto y consecuencia de esta irrupción del Espíritu en América Latina. El cambio que se ha operado desde abajo ha tenido consecuencias. Algunos de estos acontecimientos sucedidos en estas décadas en América Latina, aunque cada uno tenga su propia dinámica y lógica interna, forman un novedoso e impresionante conjunto de testimonios de que algo nuevo está surgiendo en el posconcilio en América Latina. El Espíritu desde la base ha generado vida y novedad, hay vino nuevo en odres nuevos. Enumeremos algunas de estas novedades, para luego pasar a describirlas: un grupo de obispos latinoamericanos que han podido ser llamados Santos Padres de América Latina, Santos Padres de la Iglesia de los pobres; el surgimiento de las Comunidades Eclesiales de Base; el compromiso de laicos con la sociedad y la Iglesia; la vida religiosa inserta en medios populares; la floración sangrienta y testimonial de numerosos mártires; finalmente, la reflexión teológica llamada «teología de la liberación», como acto segundo a partir de todos estos cambios socio-eclesiales. Y en todo ello discernimos la presencia del Espíritu que clama desde abajo, desde los pobres, desde situaciones de caos y de muerte para generar vida, en un movimiento pascual, lo cual nos descubre que este es un lugar privilegiado de la presencia del Espíritu y que desde esta clave, desde este lugar teológico, desde abajo y desde la periferia, podemos leer y enriquecer la tradición bíblica, patrística y teológica de la fe de la Iglesia en el Espíritu Santo y discernir el futuro.

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6. Los Santos Padres de América Latina Recordemos que, como hemos señalado ya antes, se llaman Santos Padres de la Iglesia aquellos personajes, fundamentalmente de los siglos II al V, que por su sabiduría y ortodoxia, por su santidad de vida, por la aprobación de la Iglesia y por antigüedad han sido padres de la fe de los discípulos de Jesús y han configurado la Iglesia en una cultura determinada, generalmente en tiempo de cambios y confrontaciones19. Ya en el siglo XVI-XVII hubo en América Latina una pléyade de obispos y pastores, en los primeros tiempos de la conquista, que por su actitud profética en defensa de los indígenas tuvieron muchas de las características de los Santos Padres. Puebla los cita elogiosamente: «Intrépidos luchadores por la justicia, evangelizadores de la paz como Antonio de Montesinos, Bartolomé de las Casas, Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, Juan del Valle, Julián Garcés, José de Anchieta, Manuel Nóbrega y tantos otros que defendieron a los indios ante conquistadores y encomenderos, incluso hasta la muerte, como el obispo Antonio Valdivieso, demuestran, con la evidencia de los hechos, cómo la Iglesia promueve la dignidad y libertad del hombre latinoamericano»20 .

Pero estos grandes personajes no tuvieron sucesores prácticamente hasta mitad del siglo XX, en torno al Vaticano II. Ya vimos el papel importante que jugaron Hélder Câmara y Manuel Larraín en el Vaticano II, pero fueron más bien la excepción. Sin embargo, después de Medellín y Puebla se agrupan una serie de obispos notables, como Leónidas Proaño, en Ecuador; Ramón Bogarín, en Paraguay; Sergio Méndez Arceo y Samuel Ruiz, en México; José Dammert y Juan Landázuri, en Perú; Enrique Alvear y Raúl Silva Henríquez, en Chile; Jorge Novak y Jaime de Nevares, en Argentina; y los obispos mártires Enrique Angelelli, en Argentina; Óscar Romero, en El Salvador; y Juan Gerardi, en Guatemala. Seguramente se pueden añadir a esta lista otros obispos posteriores, como Jorge Manrique Hurtado y Manuel Eguiguren, en Bolivia, y Joaquín Piña en Argentina, para no citar a algunos que todavía viven, como Pedro Casaldáliga. Estos obispos surgen en un momento histórico de grandes cambios sociales y políticos de América Latina, y se caracterizan por anunciar el evangelio, en plena comunión con la tradición ortodoxa de la Iglesia pero respondiendo a los desafíos de un pueblo pobre y explotado. No lucharon contra las herejías, ni contra el marxismo, sino que lucharon contra la injusticia y a favor de la dignidad de la persona humana y los derechos humanos, denunciando las situaciones de pecado estructural. No tenían ningún interés político, no buscaban el apoyo de los políticos; no defendían la violencia, eran pacíficos en su lucha por la liberación. Su vida era ejemplar, santa: eran sencillos y pobres, cercanos al pueblo, auténticos seguidores de Jesús, hombres de fe profunda y de oración, que aceptaron la cruz. Fueron muchas veces incomprendidos, calumniados y marginados, a veces por sus mismos hermanos en el episcopado y, lo que fue más doloroso para ellos, incluso por Roma. Fueron tildados de ser políticos, de ser marxistas, de provocar desorden y división en sus diócesis, de apartarse del evangelio. Sufrieron persecuciones y algunos de ellos, el martirio. 18

No eran teólogos ni sociólogos, eran pastores cercanos al pueblo, cuyo bien integral buscaban. Con su vida y predicación hicieron creíble la fe. El pueblo pobre y sencillo les escuchaba y les seguía con devoción y amor como a sus padres, les tenía por santos, lloró su muerte y su martirio y ahora acude a su tumba a rezar y ponerles velas. Su testimonio creyente hacía creíble la Iglesia incluso fuera de América Latina. Como dijo el obispo poeta Pedro Casaldáliga de Óscar Romero, los pobres les enseñaron a leer el evangelio... Son los Santos Padres de la Iglesia de los pobres. Añadamos a lo anterior que muchos sacerdotes, animados por los ejemplos de sus pastores, vivieron una vida de acercamiento al pueblo y de compromiso con sus justas luchas, por lo cual muchos también sufrieron los efectos de la represión.

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7. Las Comunidades Eclesiales de Base Las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) no nacieron co-mo fruto de una planificación pastoral elaborada desde un despacho de la Iglesia institución, sino que surgieron de la base de la Iglesia, como consecuencia de la misma pobreza social y eclesial del pueblo de Dios. La falta de ministros de la eucaristía hizo que el pueblo se organizase para escuchar la Palabra y celebrar su fe en comunidad. A veces nacieron del pueblo que había celebrado un novenario de difuntos y quería mantenerse en comunidad y en oración. O de celebraciones festivas con motivo de una fiesta patronal. Son comunidades, es decir, un grupo de personas con un deseo de mantener una relación fraterna y de solidaridad, no una ONG ni un partido político; son eclesiales, es decir, forman parte de la Iglesia, reunidas por la Palabra y la fe en Jesús el Señor, y no tienen una finalidad política ni económica sino cristiana; y son de base: de la base eclesial, mayormente de laicos, y de la base social, formadas sobre todo por sectores populares de gente pobre, explotada, marginada. Constituyen lo que se llama la «primera eclesialidad», es decir, la comunidad de bautizados, anterior a cualquier otra distinción por razón de los ministerios o carismas, que constituye lo que se llama la «segunda eclesialidad». Es una nueva forma de ser Iglesia, no es un movimiento ni mucho menos una secta, sino una célula eclesial; en palabras de Medellín: «La comunidad cristiana de base es así el primero y fundamental núcleo eclesial, que debe, en su propio nivel, responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe, como también del culto que es su expresión. Ella es, pues, célula inicial de estructuración eclesial, y foco de la evangelización, y actualmente factor primordial de promoción humana y desarrollo»21 .

Y Puebla añade: «Las Comunidades Eclesiales de Base son expresión del amor preferencial de la Iglesia por el pueblo sencillo; en ellas se expresa, valora y purifica su religiosidad y se le da posibilidad concreta de participación en la tarea eclesial y en el compromiso de transformar el mundo»22 .

Estas comunidades, que crecieron sobre todo en Brasil gracias a la iniciación bíblica de Carlos Mesters y la promoción que llevó adelante José Marins y su equipo, se extendieron por toda América Latina, en barrios marginales, sectores populares, grupos mineros e indígenas. Muchas veces han sido lideradas por mujeres, con gran sabiduría cristiana y sentido popular. En estas comunidades se lee la Palabra (el texto), pero desde la vida, desde la situación real que se vive (el pre-texto) y todo ello desde la fe de la Iglesia (el contexto), para llegar a conclusiones y compromisos concretos. Con el tiempo, a este ver-juzgaractuar se han añadido el celebrar y evaluar.

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De este modo las CEB leen la Biblia, Biblia que se ha devuelto a los pobres, que así han podido leer el evangelio y apropiarse de sus contenidos fundamentales, cosa que no se pudo realizar en la primera evangelización de América Latina, acontecida en una Iglesia de cristiandad postridentina. Un ejemplo de esta lectura popular de la Biblia puede ser el libro El evangelio en Solentiname, publicado por Ernesto Cardenal, nicaragüense, ex trapense, discípulo de Thomas Merton, poeta y futuro ministro sandinista, que recoge la interpretación popular del evangelio hecha por la comunidad cristiana de base de Solentiname, comunidad que luego acabaría destruida por el ejército somocista. Leonardo Boff, en su libro Eclesiogénesis,describe las líneas teológicas de este nuevo modelo eclesial23: una Iglesia pueblo de Dios, de los pobres, débiles y explotados; una Iglesia de seglares, con el poder de la koinonia, toda ella ministerial, liberadora y de diáspora, que sacramentaliza las liberaciones concretas; que prolonga la gran tradición, en comunión con la gran Iglesia; Iglesia que construye su unidad a partir de la misión liberadora; Iglesia con una nueva concreción de catolicidad, toda ella apostólica, realizadora de un nuevo modelo de santidad. A su vez, Ronaldo Muñoz, teólogo que vivió siempre en medio del pueblo y de las CEB, describe algunas características de la experiencia espiritual de Dios y de la Iglesia que surge de las CEB: frente a las necesidades básicas y de solidaridad del pueblo pobre, las CEB muestran el rostro de una Iglesia samaritana; frente a la necesidad de afecto y de fiesta, presentan una Iglesia hogar; frente a la búsqueda de Dios y de sacramentos, una Iglesia santuario; frente al anhelo de sentido y de esperanza, una Iglesia misionera; frente a los derechos negados y la lucha, las CEB ofrecen la imagen de una Iglesia profética. Y estas dimensiones se dan conjuntamente, como en circularidad eclesial24. De este modo, las CEB constituyen una realización parcial, pero verdadera, de la Iglesia de los pobres.

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8. El compromiso laical con la sociedad y la Iglesia Uno de los fenómenos más típicos de esta época es el despertar del pueblo, tanto en lo social como en lo eclesial, sobre todo la irrupción de los pobres en la sociedad y en la Iglesia. Se pasa de una situación generalizada de pasividad y resignación a una toma de conciencia de los desafíos sociales y eclesiales. A nivel social y político, sectores populares, pero también sectores universitarios y profesionales, despiertan y abren los ojos ante situaciones de injusticia inveterada, ante dictaduras militares, ante la opresión y marginación que sufre el pueblo. De ahí surgen movimientos sindicales, obreros, universitarios, políticos, contra la injusticia reinante. Huelgas, manifestaciones, protestas, participación en guerrillas... jalonan toda esta época. Naturalmente, desde las políticas de la doctrina de la Seguridad Nacional, estos movimientos son reprimidos y aplastados brutalmente. Como veremos luego, esta es una de las causas del martirio. Pero estos laicos comprometidos, con raíces y motivaciones cristianas, no encuentran ordinariamente en la piedad tradicional un fundamento que les anime y alimente su fe. Esta será una de las motivaciones que tendrán muchos pastores y teólogos para buscar una nueva formulación de la fe, más acorde con esta situación de lucha contra la injusticia. Como veremos luego, la teología de la liberación buscará dar respuesta a esta situación pastoral concreta. Términos como el reino de Dios, el pecado estructural y las estructuras injustas, la unidad entre historia y salvación, la dimensión histórica del pecado y de la gracia, el seguimiento del Jesús histórico, un Jesús que lucha contra las injusticias de su época y muere a consecuencia de ello... iluminarán la fe de estos cristianos comprometidos. Las homilías de monseñor Romero, su denuncia de las injusticias y de las muertes inocentes, su definición de pecado como aquello que mató al Hijo de Dios y mata hoy a los hijos de Dios, o su afirmación de que la gloria de Dios es que el pobre viva... son un ejemplo claro de esta visión de la fe. Y por haber dicho en su homilía del domingo a los soldados que cesase la represión y no disparasen al pueblo, Romero, al día siguiente, 24 de marzo de 1980, murió asesinado mientras celebraba la eucaristía. Pero también a nivel eclesial hay un despertar del pueblo. Surgen catequistas, animadores pastorales, delegados de la Palabra, conscientes de que la Iglesia no es simplemente la jerarquía y de que todos los bautizados hemos de comprometernos en la defensa y propagación de la fe. La misma escasez de clero obliga a tomar conciencia de la corresponsabilidad eclesial de todos. Precisamente en este clima surgen las Comunidades Eclesiales de Base, lideradas mayormente por mujeres. También estos laicos comprometidos con la Iglesia, con una Iglesia liberadora y defensora de la justicia, serán reprimidos y martirizados. Queremos destacar especialmente la importancia de la presencia de la mujer en todo este proceso y caminar de la Iglesia latinoamericana: mujeres catequistas y agentes pastorales, animadoras de comunidades de base; compañeras comprometidas en la lucha 22

contra la injusticia, la dictadura y los abusos militares; defensoras de los derechos humanos; mujeres mineras, campesinas, indígenas, muchas de ellas violadas, torturadas y martirizadas por el reino y su justicia. Estas mujeres reflejan la dimensión femenina y materna del Espíritu, de la ruaḥ creadora y vivificadora, liberadora y madre de los pobres. La conocida acusación marxista de la fe como opio del pueblo halla en América Latina una clara negativa. La fe se convierte en fermento de lucha contra la injusticia, en alimento de una espiritualidad liberadora. No nos corresponde aquí juzgar los posibles excesos o errores en estas posturas. Muchas veces esto será lo único que se señalará desde la curia romana. Tan solo queremos mostrar que hay un resurgir de algo nuevo a nivel social y eclesial en la América Latina de estos años y precisamente a partir de su situación de pobreza y marginación. ¿De dónde surge esta nueva fuerza y vitalidad?

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9. La vida religiosa inserta entre los pobres A esta nueva configuración de los pastores y de los laicos se añade también una clara toma de conciencia de la vida religiosa de su dimensión no solo carismática, sino concretamente profética. La pobreza y explotación del pueblo golpea duramente la conciencia de religiosos y religiosas, que, nacidos en sus carismas históricos originarios en su gran mayoría para ayudar y promocionar a los sectores pobres, con el tiempo se habían ido concentrando en la educación y la salud de sectores burgueses, hasta el punto de que la misma vida religiosa se había ido con el tiempo aburguesando en su nivel de vida, edificios, economía, tierras, etc. Medellín insiste en que los religiosos den testimonio de la pobreza de Cristo, formen entre sus miembros pequeñas comunidades encarnadas realmente en los ambientes pobres, compartan sus bienes con los más necesitados, pongan al servicio de la comunidad humana sus edificios y los instrumentos de sus obras, distingan lo que toca a la comunidad de lo que pertenece a sus obras, etc.25. La vida religiosa, a partir de Medellín e impulsada por la CLAR (Confederación Latinoamericana de la Vida Religiosa, nacida en 1959), emprendió la gran aventura de la inserción de la vida religiosa en medio del pueblo pobre. No fue la mayoría de la vida religiosa, sino grupos pequeños pero significativos, mayormente de religiosas, los que iniciaron un éxodo del centro de las ciudades a los barrios pobres periféricos, al campo, entre indígenas y afroamericanos, mineros, campesinos, pescadores, etc. Fue un éxodo no solo geográfico, sino social, cultural y religioso, evangélico; comenzaron a ver la realidad social y eclesial desde abajo, revivieron sus carismas fundacionales, tuvieron una nueva experiencia espiritual de su vocación y del seguimiento de Jesús de Nazaret. Puebla recogerá algunas de las tendencias de la vida consagrada en América Latina, entre las cuales señala: la experiencia de Dios, la comunidad fraterna, la opción preferencial por los pobres, la inserción en la vida de la Iglesia particular y el sentirse llamados al seguimiento radical de Cristo26. Todo esto es cierto, pero el Aporte de la CLAR para Puebla dio una explicación más procesual y narrativa de estas tendencias: es la opción por los pobres y la inserción en medios populares la que produce una nueva experiencia de Dios, un llamado al seguimiento radical de Cristo y una mayor valoración de la vida comunitaria, al mismo tiempo que una mayor inserción en la Iglesia local27. No es este el lugar de hablar de las tensiones internas dentro de las congregaciones ocasionadas por estas comunidades de inserción, ni de los posibles errores y excesos de algunos miembros de estas comunidades, debidos sobre todo a la inexperiencia. Lo que interesa destacar aquí es la audacia y valentía de estas personas que dejaron atrás toda una tradición y comenzaron un camino nuevo realmente evangélico y profético, lleno de riesgos y desafíos. Los pobres les evangelizaron y surgió un estilo nuevo y diferente de vida religiosa, mucho más cercano al evangelio y a los carismas originales. ¿De dónde 24

sacaron fuerza estas comunidades para insertarse en ambientes sociales, culturales y religiosos tan nuevos y arriesgados, para hacerlo con alegría e ilusión? ¿Quién les dio ánimo para enfrentar dificultades internas y externas, para soportar críticas de los sectores más conservadores de la sociedad y de la misma Iglesia, para mantenerse firmes en medio de las represiones policiales y del mismo martirio?

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10. El martirio Consecuencia de este compromiso por la justicia y los pobres y de un enfrentamiento a las estructuras de pecado y de injusticia ha sido el martirio. La creación, por parte de Estados Unidos, de la Escuela de las Américas en Panamá, donde, como ya hemos visto, se formaron dictadores y torturadores; la doctrina de la Seguridad Nacional, que justificaba la eliminación de todo los «disidentes» del pensamiento único; el fantasma del marxismo y del comunismo como algo que había que erradicar a toda costa; los intereses económicos de los grandes consorcios internacionales aliados a los gobiernos militares y policiales... desembocan en el martirio de obreros, sindicalistas, campesinos, universitarios, indígenas, miembros de comunidades de base, agentes pastorales, sacerdotes, religiosos y religiosas, e incluso de obispos. No es la primera vez que la Iglesia sufre el martirio. Durante los tres primeros siglos, la Iglesia naciente sufrió el martirio de parte del imperio romano, que asesinaba a los cristianos por no adorar al emperador. Eran mártires por defender la fe cristiana. Otros martirios a lo largo de la historia de la Iglesia fueron causados por enemigos de la Iglesia católica. La novedad de los martirios de América Latina y el Caribe consiste en que los dictadores, militares, asesinos y torturadores son cristianos, miembros de la Iglesia, que matan para defender la civilización cristiana occidental. Esto ha hecho que amplios sectores de la Iglesia y de la sociedad no considerasen estos asesinatos como martirios cristianos sino como muertes políticas: fueron asesinados –dicen y repiten– por meterse en política, por ser comunistas, guerrilleros... por desviarse de la verdadera doctrina de la Iglesia. La misma Iglesia oficial que ha canonizado a papas y obispos santos, a religiosos y religiosas entregados al bien de los demás, que también ha canonizado a mártires del comunismo y del nazismo, no ha canonizado todavía a ningún mártir latinoamericano. Más aún, muchos de ellos, antes de ser martirizados por poderes civiles, sufrieron también persecución de parte de autoridades eclesiásticas, lo cual fue para ellos causa de un gran sufrimiento interior. Evidentemente, estos mártires no murieron por defender los dogmas cristianos de la Iglesia sino por defender la justicia, los derechos humanos, la libertad, la vida: son mártires por el reino, como Jesús, que fue asesinado por los dirigentes religiosos de su tiempo por ser considerado blasfemo. Los mártires latinoamericanos son mártires «jesuánicos» (J. Sobrino), que participan de la pasión y cruz de Jesús, forman parte del pueblo crucificado, son la actualización del Siervo de Yahvé que carga con el pecado del pueblo. Son los bienaventurados perseguidos por causa de la justicia (Mt 5,10). Algunos de ellos fueron personas activamente comprometidas con la justicia, pero otros fueron martirizados en las masacres colectivas de pueblos de campesinos e indígenas; forman parte de los mártires que son como «los santos inocentes», víctimas del odio al pueblo pobre e indefenso.

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Todos ellos son testigos de Jesús: dieron el máximo testimonio de amor, que consiste en dar la vida por los otros. Los relatos de sus tormentos y muertes son terribles, fruto de una crueldad inusitada. El sufrimiento de estos mártires y el dolor de sus familias es un clamor que sube al cielo pidiendo justicia, es como el llanto de Raquel que llora por sus hijos que ya no existen (Mt 2,17-18). ¿Quién dio fuerza y valentía para soportar estos martirios tanto a obispos como Romero y Angelelli, como a teólogos como Ellacuría en El Salvador; a Luis Espinal en Bolivia; a Ita Ford, Dorothy Lu Kazel, Jean Donovan y Maura Clarke, hermanas de Maryknoll asesinadas en El Salvador; a la religiosa francesa Alice Domon, torturada en Argentina; a la hermana Dorothy Stang, asesinada por defender a los indígenas mientras leía las bienaventuranzas; a los indígenas cruelmente masacrados en Guatemala; a los jóvenes encerrados en el estadio de Santiago de Chile; a los mártires de Brasil, de Colombia, de Centroamérica, del Cono Sur, de México, del Caribe...? ¿Quién consuela a estas madres que ven como sus hijos, concebidos en prisión, les son arrebatados y entregados a militares? ¿Quién da esperanza a tantos familiares de desaparecidos? ¿Quién ha dado fuerza a tantos familiares y amigos de los asesinados para seguir adelante, para tener hijos, esperar un mañana mejor, seguir luchando? No hay otra respuesta que recurrir al Espíritu del Señor, que no solo da palabras a los perseguidos ante sus jueces, sino que los conforta y anima, y luego da esperanza pascual al pueblo pobre y sufrido para seguir caminando adelante.

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11. Recapitulación y discernimiento Hay que añadir a estos signos renovadores de la Iglesia de América Latina la reflexión teológica que se ha llamado «teología de la liberación», que, como ya hemos indicado antes, es la primera teología original hecha desde América Latina y no puramente reflejo de la teología europea. Pero a este tema dedicaremos luego un capítulo al tratar de las diversas teologías y de su relación con la pneumatología. Lo que nos corresponde ahora es recapitular todo lo hasta ahora visto y reconocer que en las décadas de los 70 y 80 realmente Dios ha pasado por América Latina, más concretamente, que el Espíritu Santo ha irrumpido en este continente de un modo extraordinario, volcánico, comparable a otros momentos fuertes de la historia de la Iglesia. La experiencia de Dios que han tenido las nuevas comunidades eclesiales de América Latina es una experiencia del Espíritu28. Esta parece ser una afirmación adquirida y cierta, reconocida no solo desde América Latina sino desde el exterior. Pero lo que hemos de discernir es cómo ha actuado este Espíritu, desde dónde, a partir de quiénes, con qué medios. Parece claro que el Espíritu ha actuado en América Latina en estos años no desde el poder, ni desde el centro, ni desde arriba, sino desde abajo, desde la periferia, desde la impotencia, desde los últimos (eschatoi), desde la noche oscura y el caos, desde los crucificados de la historia. Desde el clamor de los pobres, los obispos escuchan y disciernen evangélicamente lo que el Espíritu les dice en Medellín y Puebla, unos obispos que han sido evangelizados por los pobres y que se han hecho solidarios con ellos. El Espíritu actúa desde unas Comunidades Eclesiales de Base que han nacido del pueblo creyente y pobre, hasta ahora marginado y actualmente con carencia de ministros ordenados, unas comunidades lideradas mayormente por mujeres pobres, hasta ahora marginadas en la sociedad y en la Iglesia y que ahora recobran la palabra y la dignidad. El Espíritu actúa desde laicos pobres y comprometidos con los pobres en su lucha por la justicia; el Espíritu está presente en una vida religiosa que va a insertarse en medio de los pobres y así se renueva espiritualmente; el Espíritu da fortaleza a unos mártires, muchas veces anónimos, perseguidos, torturados, aniquilados por los poderes hegemónicos de turno y que han resistido hasta derramar su sangre. Y precisamente esta acción del Espíritu desde abajo quiere rehacer esta historia de exclusión y dolor, convirtiéndola en una historia justa, solidaria, libre, fraterna y que viva la plena filiación del Padre. El Espíritu pretende crear una sociedad alternativa a la actual, una sociedad que viva la comunión y la inclusión integral humana, social, eclesial, histórica y cósmica. El Espíritu quiere rehacer desde abajo, desde la negatividad del pecado y del anti-reino, el proyecto del Padre, el reino de Dios que Jesús vino a predicar e implantar en este mundo. Desde este lugar marginado quiere hacer llegar la salvación a todo el mundo. El modo como el Espíritu ha actuado estos años en América Latina no es 28

algo casual sino paradigmático, revelador, en coherencia con el proyecto del Padre y la historia de Jesús de Nazaret, como luego veremos. Esta parece ser una clave hermenéutica para la comprensión del Espíritu y de su modo de actuar en la historia de salvación, que no excluye que el Espíritu pueda actuar categorialmente en otras personas y desde sectores no pobres. Lo que se afirma es que el Espíritu siempre actúa trascendentalmente desde abajo, desde el horizonte de los últimos (eschatoi),desde el de profundis de lahistoria,y en favor de los últimos, usando ordinariamente medios pobres y buscando el bien de los marginados, que son los primeros destinatarios del reino y los jueces escatológicos del reino de Dios (Mt 25,3145). No es una descripción material, de lugar físico o social, sino formal, de orientación y de horizonte escatológico. No se niega la universalidad de la salvación ni la libertad del Espíritu para actuar donde y como quiera, sino que se afirma que hay como una misteriosa ley evangélica y kenótica en la forma de actuar del Espíritu, un lugar pascual de su presencia, una actuación sub contrario, paradójica con la paradoja evangélica, que al mismo tiempo es test de discernimiento evangélico. Dicho de otro modo, los pobres, los excluidos, los últimos son un lugar teológico privilegiado para comprender la acción del Espíritu en la historia. La acción del Espíritu en América Latina en estos años estelares nos da una clave muy luminosa para leer de forma unitaria y coherente la acción del Espíritu en toda la historia de salvación, en la Escritura, en la historia de la Iglesia y del mundo. Esta clave nos permite comprender y discernir lo que es realmente del Espíritu de Jesús y lo que no lo es. En los capítulos siguientes vamos a ver como desde esta clave hermenéutica se comprende mejor la Escritura y como esta clave nos ayuda a discernir y valorar las diversas pneumatologías que se han sucedido en la historia de la Iglesia. Finalmente, deseamos dar algunas líneas para elaborar una pneumatología desde América Latina, en clave liberadora, y sus consecuencias espirituales y pastorales. Y todo ello creemos que es válido no solo para la Iglesia latinoamericana sino para la Iglesia universal.

1. Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est: «toda verdad, venga de quien venga, procede del Espíritu Santo» (Ambrosiaster, In 1 Cor 12,PL 17, 258). Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica I-II, 109, 1 ad 1; Juan Pablo II, Fides et ratio, 44. 2. No es casual que, pasado el fervor de la primavera conciliar, se quisiera cuestionar la importancia de la Iglesia local y volver al centralismo anterior. Un ejemplo claro es la carta Communionis notio (1992) de la Congregación de la Doctrina de la Fe, presidida el cardenal Joseph Ratzinger, que afirma que la Iglesia universal precede ontológica y cronológicamente a la Iglesia local. Esta carta suscitó mucha polémica, provocando una discusión pública entre el obispo Walter Kasper y Joseph Ratzinger. Para Kasper hay una simultaneidad co-originaria y «perijorética» entre la Iglesia local y la Iglesia universal. Esta discusión no es puramente teórica, sino que tiene consecuencias pastorales muy concretas. Cf. J. Martínez Gordo,

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«Eclesiología y gobernación. El debate de J. Ratzinger y W. Kasper sobre la relación entre la Iglesia universal y la Iglesia local»: Revista Latinoamericana de Teología, 66 (2005), 229-250. 3. Por otra parte, esta metodología no es invención latinoamericana, sino que ya fue empleada por los movimientos sociales católicos europeos antes del Vaticano II, por ejemplo en la JOC, iniciada por Cardijn. 4. Cf. F. de Aquino Júnior, «Iglesia de los pobres. Del Vaticano II a Medellín y nuestros días»: Revista Latinoamericana de Teología 87 (2012), 277-298. 5. Cf. R. Oliveros, «Historia de la Teología de la liberación», en I. Ellacuría, J. Sobrino (eds.), Mysterium liberationis I, Trotta, Madrid 1990, 30-33. 6. Cf. Documentos de Medellín, Introducción, 6. 7. Ibid., Pobreza de la Iglesia, 2. 8. Ibid., Paz, 14.16. 9. Ibid., Pobreza de la Iglesia, 4. 10. Ibid., Pobreza de la Iglesia, 5. 11. Cf. Documento de Puebla, Opción preferencial por los pobres, 1.134-1.165. 12. Ibid., 28. 13. Ibid., 30. 14. Ibid., 31-39. 15. Ibid., 1.141. 16. Ibid., 1.147. 17. Ibid., 201. 18. Ibid., 89. 19. J. Comblin, «Los Santos Padres de América Latina»: Revista Latinoamericana de Teología 65 (2005), 163172. 20. Documento de Puebla, 8. 21. Documentos de Medellín, Pastoral de conjunto, 10. 22. Documento de Puebla, 643. 23. L. Boff, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Sal Terrae, Santander 1980, 51-73. 24. R. Muñoz, «Experiencia popular de Dios y de la Iglesia», en J. Comblin, J. I. González Faus, J. Sobrino (eds.), Cambio social y pensamiento cristiano en América Latina, Trotta, Madrid 1993,161-179. 25. Documentos de Medellín, Pobreza de la Iglesia, 16. 26. Documento de Puebla, 721-757. 27. «La inserción entre los pobres», en Aporte para Puebla, Boletín CLAR XVI (1978), 9-10. 28. J. Comblin, El Espíritu Santo y la liberación, San Pablo, Madrid 1987.

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CAPÍTULO 2: Relectura bíblica desde abajo Vamos a intentar releer la Escritura desde la clave hermenéutica latinoamericana, es decir, desde los pobres, desde abajo, desde los últimos, desde la perspectiva de la justicia. No pretendemos hacer aquí una exégesis bíblica sino, apoyándonos en estudios ya hechos por especialistas, simplemente destacar una serie de elementos que muchas veces quedan olvidados en las lecturas bíblicas ordinarias. Pero como la tarea es inmensa, nos vamos a limitar concretamente a destacar tres dimensiones del Espíritu que aparecen en la Escritura cuando se lee con y desde los ojos de los pobres y de los marginados, cuando se lee desde abajo: el Espíritu de justicia, el Espíritu aliento de vida en situaciones de caos y de muerte y el Espíritu padre-madre de los pobres.

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1. El Espíritu de justicia El término «justicia», entendido rectamente en sentido bíblico como la justicia escatológica que Dios quiere establecer en la humanidad creando relaciones justas entre los seres humanos, es algo que unifica con gran coherencia todo el Antiguo y el Nuevo Testamento1. Los términos hebreos mišpat y ṣedaqah, muy típicos del Antiguo Testamento, no se pueden traducir simplemente como «juzgar», «enjuiciar» o «practicar un juicio», sino en el sentido de ejercer el derecho y la justicia para con los desvalidos y los pobres, lo que el Nuevo Testamento expresará como el amor al necesitado, el no cerrar la entrañas al que sufre y pasa hambre. La intervención de Yahvé en Egipto es una acción para liberar al pueblo de la opresión, una lucha contra la injusticia y a favor de la justicia, tal como aparece en el Éxodo. La tradición yahvista concibe el Génesis como prólogo del Éxodo y nos presenta a Yahvé que elige a Abrahán para que practique el derecho y la justicia (Gn 18,18s), es decir, para que el pueblo de Dios que de él nacerá sea un instrumento para establecer la justicia perfecta en el mundo. Israel falló a Yahvé en la misión confiada, ya que, como aparece en la alegoría de la viña, él esperaba justicia y solo recogió injusticia entre los seres humanos (Is 5,1ss). En este contexto debe situarse la teología del Espíritu como don escatológico de justicia. Pablo, en la carta a los Gálatas, interpreta la elección y bendición prometida a Abrahán como promesa del Espíritu (Gal 3,14), es decir, el Espíritu es Espíritu de derecho y justicia, de justicia histórica y escatológica. Otros textos confirman que el Espíritu es un don en orden a la práctica del derecho y la justicia (Is 28,5-6; Miq 3, 810). En esta línea hay que interpretar el que Dios mediante su ruaḥo Espíritu suscite en su pueblo jefes carismáticos y liberadores: Otniel (Jue 3,10), Gedeón (Jue 6,34), Jefté (Jue 11,29), Saúl (1 Sm 11,6), David (1 Sm 16,13). El Espíritu de Yahvé es el que facilita que el pueblo cumpla su misión de practicar el derecho y la justicia, eligiendo personajes muchas veces en abierta desproporción con su tarea futura... Esta orientación del Espíritu hacia la justicia se manifiesta todavía con más claridad en los profetas. Es paradigmático el texto de Is 61 que habla de la unción del Espíritu sobre el profeta para que anuncie la buena nueva a los abatidos, sane a los de corazón quebrantado, proclame la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados. Este es el texto que Jesús leerá e interpretará, actualizándolo, en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,1630). También el texto de Is 11,1-9 nos presenta al Espíritu que se posa sobre el descendiente de David para que defienda a los pobres con justicia y con rectitud a los 32

indigentes. Es sintomática la lectura que ha hecho la tradición medieval de este texto, reduciéndola a los siete dones del Espíritu, pero sin tener suficientemente presente la dimensión del Espíritu en relación con la justicia. Otros textos proféticos confirman esta orientación del Espíritu a la justicia: Is 32,15-17; Ez 11,17-20; 36,27-28; Jl 3,1s, que Pedro citará en Pentecostés, etc. Este Espíritu de justicia es el que desciende sobre Jesús sobre todo en dos momentos importantes: en el relato de la encarnación en el seno virginal de María (Lc 1,35) y en el bautismo (Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22; Jn 1, 32-34). Jesús es el Mesías en la línea de los profetas, del siervo de Yahvé (Is 42,1; 49,1-7) y el Hijo del Padre (Sal 2,4-7). La tentación del desierto significa el discernimiento que hace Jesús entre seguir la línea profética del derecho y la justicia, a la que el Espíritu del Padre le impulsa, o apartarse de este camino, como el tentador le insinúa. Lucas nos presenta el comienzo del ministerio de Jesús en Nazaret como el fruto de su discernimiento en el desierto, de su victoria sobre la tentación. Se orienta en la línea profética de Is 61, para la cual el Espíritu le ha ungido en el bautismo: anunciar la buena nueva a los pobres, la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, publicar un año de gracia (Lc 4,16-30). Para Lucas, el año de gracia sustituye la fórmula delkerigma de Jesús que ofrece Marcos, centrada en el anuncio del reino. Además, Lucas condensa en el texto de la sinagoga de Nazaret todo el programa del evangelio de Jesús, lo mismo que hace con Hch 1,8 para señalar la futura misión de los discípulos: realizar un programa de justicia con el sentido comprensivo e integral que ya hemos aclarado antes. Lucas narra en la escena de Pentecostés lo prometido al nuevo Israel. La irrupción del Espíritu, simbolizada a través del viento impetuoso, las lenguas de fuego y un mensaje que cada uno de los pueblos presentes entiende en su propia lengua, alcanza su fruto en la vida de la primitiva Iglesia de Jerusalén descrita en los sumarios de los Hechos: Hch 2,44-45; 4,32-37. La nueva comunidad cristiana se caracteriza no solo por la oración, la fidelidad a la doctrina de los apóstoles y la fracción del pan, sino por el Espíritu de comunión y solidaridad que lleva a compartir sus bienes y a hacer que nadie padezca necesidad. Y todo ello en un clima de sencillez y alegría que hace que muchos se agreguen a la comunidad. Pentecostés es lo contrario al relato de la torre de Babel (Gn 11): en Babel hubo un intento de imposición de un pensamiento único que degeneró en confusión y división; en Pentecostés hay unión y comunión, respetando la pluralidad de lenguas y culturas. En Hch 10,38 se resume la vida de Jesús diciendo que él ha sido ungido por el Espíritu con fuerza y ha pasado por el mundo haciendo el bien y sanando a todos los que estaban bajo el poder del diablo. Jesús, en efecto, no ha sido ungido con aceite como los reyes de Israel para que practicase el derecho y la justicia, pero en su bautismo ha recibido la plenitud del Espíritu. Esta fue su verdadera unción y su proclamación regia, 33

que el discurso de Pedro utiliza para demostrar que Jesús es el Mesías que cumple los antiguos oráculos proféticos. En estos textos aparece claramente el dinamismo del Espíritu que se orienta a la realización de la justicia en la historia de la humanidad. Mientras que en Lucas el Espíritu prepara y completa la obra de Jesús, en el Evangelio de Juan el Espíritu aparece ligado a la Pascua, llegando a decir que antes de la Pascua no había Espíritu porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7,39). Sin embargo, Juan Bautista afirma que ha visto al Espíritu descender y permanecer sobre Jesús (Jn 1,32-34) y que Dios le ha dado a Jesús el Espíritu sin medida (Jn 3,34). En realidad, como veremos en el apartado siguiente, según el Evangelio de Juan el Espíritu está ligado más a la vida en toda su plenitud que a la problemática del derecho y la justicia. Pero hay textos que parecen recoger el tema de la justicia, como el de las obras del Padre que Jesús hace y que se convierten en motivo de fe (Jn 10,37-38). ¿Cuáles son estas obras que Jesús hace a imitación del Padre, porque se las ha visto hacer al Padre, pues él no puede hacer nada por su cuenta? (Jn 5,19). Sin duda, las obras del Padre que Jesús ha visto hacer son las obras de amor y de justicia con los necesitados que Dios ha realizado en el pueblo de Israel, singularmente en el Éxodo. Estas obras son las que el mismo Jesús, que ha recibido el Espíritu sin medida, realiza: curar enfermos, dar de comer a los hambrientos, resucitar muertos... La promesa del Espíritu «paráclito» o abogado defensor (Jn 16,7-11) que Jesús hace a sus discípulos antes de su pasión es la que garantiza que los discípulos puedan continuar haciendo las obras buenas de Jesús y aun mayores (Jn 14,12), obras realizadas en este mundo, para transformarlo. Estas obras buenas que los discípulos han de hacer después de recibir el Espíritu pascual son las que otros escritos joánicos explicitan más todavía: amor fraterno (1 Jn 2,3-11), sobre todo a los que están necesitados (1 Jn 3,1124). En esto reconoceremos que Dios mora en nosotros por el Espíritu que nos ha dado (1 Jn 3,24). Para los escritos joánicos no hay diferencia entre amar al prójimo y practicar la justicia con el necesitado. También para Pablo, el Espíritu de Dios es Espíritu de justicia, que se manifiesta en obras contrarias a las de la carne (Gal 5,13-25). Y se confirma en Rom 5,1-5, donde el Espíritu que se nos ha dado es el espíritu de amor, amor que se traduce en amor al prójimo. El amor con el que Dios nos ama es el que nos impulsa a amar a los hermanos. Esto nos da esperanza, porque está fundada en la justicia de Dios, que ya está en la tierra y que quiere transformar el mundo y sus estructuras. En síntesis, el Espíritu desde el Antiguo al Nuevo Testamento actúa en favor de la justicia entre los seres humanos como anticipo de la justicia escatológica del reino de Dios. Lo que los profetas anunciaron movidos por el Espíritu se realiza en Jesús, lleno del Espíritu en el bautismo; el Espíritu que los discípulos reciben después de PascuaPentecostés les capacita y da fuerzas para proseguir el proyecto de Jesús de anunciar la buena nueva a los pobres, liberar a los cautivos y dar vista a los ciegos en este tiempo de

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gracia. Los cristianos, ungidos por el mismo Espíritu de Jesús, hemos de pasar por este mundo haciendo el bien y liberando a las víctimas del mal. El Espíritu actúa desde la óptica y perspectiva de los últimos, desde abajo, no desde los poderosos que desean mantener sus privilegios. Los últimos (los eschatoi) son los que juzgarán a las naciones; el Espíritu anticipa la justicia escatológica de Dios.

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2. El Espíritu, aliento de vida en situaciones de caos y de muerte El credo niceno-constantinopolitano (381) profesa la fe en el Espíritu Santo que es «Señor y dador de vida» (zoopoion). El himno medieval al Espíritu, Veni creator Spiritus, que la Iglesia todavía hoy canta en su momentos más solemnes, llama al Espíritu «Creador». Pertenece, pues, a la tradición eclesial el relacionar al Espíritu con la vida. Lo que puede aportar la clave hermenéutica desde América Latina es el señalar que esta vida surge desde abajo, es decir, desde el caos inicial, desde el no-ser, desde la debilidad, en última instancia, desde la muerte. Esta dimensión vivificante del Espíritu añade al tema del Espíritu de justicia la explicitación de que esta justicia es creadora de vida, de vida plena y precisamente para los que la tienen cuestionada y amenazada. Indudablemente, esta vida alcanza su plenitud en Cristo, concretamente en Cristo resucitado, pero esta plenitud de vida se inicia ya en el Antiguo Testamento, pues el Espíritu siempre prepara los caminos del Señor. El Espíritu precede a toda «cristofanía», a toda manifestación de Cristo. El relato sacerdotal de la creación nos presenta en Gn 1,2 la ruaḥ que se cierne aleteando sobre las aguas primordiales en un mundo que era caos, confusión y oscuridad (tohu wabohu). La tradición patrística y eclesial ha visto en esta misteriosa ruaḥ la presencia vivificadora del Espíritu que, junto con la Palabra, crea el mundo. Pero esta ruaḥ pertenece al pre-mundo, al todavía-no, al no-ser, a lo que la tradición escolástica llamará la nada (ex nihilo). Una exégesis crítica moderna ve en esta ruaḥ no al Espíritu Santo sino al caos típico de los mitos del Oriente, a un fuerte viento y tempestad de Dios. Hoy, sin embargo, se intenta buscar una exégesis más integral y se reconoce que esta ruaḥ es el aliento de Dios, el viento creador que, junto a la Palabra, desde el comienzo genera vida. Ruaḥ puede significar todo un conjunto de realidades conexas, como aliento, soplo, vida, respiración, jadeo, resuello o respirar fogoso del parto, brisa, tempestad, huracán, energía, ánimo... y se refiere al Espíritu divino que crea vida desde el caos, vivifica toda la creación, la encamina hacia la escatología definitiva en Cristo2. En términos teológicos y un tanto escolásticos, Cristo es la causa final pero el Espíritu es la causa eficiente3. Este Espíritu que aleteaba sobre el caos inicial es el que envuelve todos los misteriosos procesos, desde el primer segundo, desde el big bang, desde los núcleos de hidrógeno y helio, desde los átomos primordiales, desde el nacimiento de estrellas y galaxias, desde el desarrollo del sistema solar, desde el origen de la vida y la evolución de organismos pluricelulares, hasta la aparición del cerebro humano, la hominización.

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Gn 2,7 nos describe el soplo divino que da la vida al primer hombre y desde entonces el Espíritu vivificará a toda la humanidad hasta la plenitud escatológica. Este aliento vital, que en hebreo es femenino (ruaḥ), en griego neutro (pneuma) y en latín masculino (spiritus), en la práctica se ha masculinizado totalmente, olvidando su raíz femenina original. La tradición cristiana siríaca ha afirmado esta dimensión femenina del Espíritu y hoy día son sobre todo las teólogas quienes reivindican la feminización del Espíritu como matriz cálida y amorosa de nueva vida4, que complementa otras dimensiones del Espíritu. De hecho, en el libro de la Sabiduría encontramos una personificación femenina del Espíritu en la sophia5, que tiene relación con la justicia del buen gobierno, justicia que se identifica con el pneuma, el principio interno de la vida física y moral, con el que los gobernantes han de regir a su pueblo, especialmente haciendo justicia a los pobres (Sal 72,2-4). Esta es la Sabiduría-Espíritu que descenderá sobre el futuro Mesías (Is 11,1-9). Esta sabiduría, que llena el universo (Sab 1,7) y que es amiga de la vida (Sab 11,26), es la que conduce a Israel para que sea un pueblo liberado de la muerte y pueda dar vida a los demás. Esta dimensión social de la sabiduría en Israel nos abre ya el camino hacia una comprensión más amplia del Espíritu. Porque el Espíritu no solo engendra vida en el cosmos desde el caos primordial y en la persona humana desde la no existencia, sino que tiene una clara dimensión de alentar la vida del pueblo de Dios en situación de muerte. Posee, pues, una dimensión social y comunitaria; es un aliento que va más allá de la muerte. El texto más clásico del Antiguo Testamento es Ez 37,1-14, cuando el profeta se dirige al pueblo exiliado en Babilonia (entre 593 y 571 a. C.) en una trágica situación de muerte: sin reyes, sin templo, sin sacerdotes, fuera de Jerusalén y de Palestina, cuando no quiere cantar cantos de su tierra en tierra extraña y se sienta junto a los canales de Babilonia llorando al acordarse de Sión (Sal 137). El Espíritu se apodera de Ezequiel y lo lleva a un valle lleno de huesos humanos secos. El Señor hace entrar su Espíritu en estos huesos, que se juntan, se cubren de nervios y de carne y recobran la piel, mientras un nuevo soplo del Espíritu les confiere vida: es una multitud inmensa, como el pueblo de Israel, que, animado por el Espíritu del Señor, podrá dejar el exilio y retornar a Sión. Este texto, que anticipa el tema de la resurrección de los muertos, leído desde la clave hermenéutica latinoamericana es especialmente significativo y confirma todo cuando vamos afirmando. No es simplemente que el Espíritu dé vida, aumente la vida, proteja la vida, acompañe la vida, sino que da la vida a los muertos, hace pasar de la muerte a la vida, genera esperanza cuando aparentemente todo es muerte y ya no hay esperanza.

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Y no se trata solo de la esperanza de una vida eterna después de la muerte temporal, sino de una esperanza de vida histórica, colectiva, en este mundo, para quienes han perdido humanamente toda esperanza, como el Israel del exilio. La exégesis tradicional tiende a espiritualizar estos textos, como también el texto del Éxodo, y reducirlos a una liberación espiritual para después de la muerte, cuando en realidad hablan de situaciones históricas, del paso de la esclavitud a la libertad, del paso del exilio a la patria. Si pasamos al Nuevo Testamento, hemos de comenzar afirmando que Jesús nace de María virgen por obra del Espíritu, como afirma la más antigua profesión de fe fundándose en Lc 1,35. Por esto el niño que nacerá será llamado Hijo de Dios. Este nacimiento virginal de Jesús está en conexión estrecha con el nacimiento de héroes de Israel de madres estériles, desde Sara (Gn 11,30) a Isabel, la madre de Juan el Bautista (Lc 1,7.25), pasando por Rebeca (Gn 25,21), Raquel (Gn 29,31), la madre de Sansón (Jue 13,2-7) y Ana, la madre de Samuel (1 Sm 2,1-11). En estos casos se muestra que para Dios nada es imposible (Gn 18,14; Lc 1,37), es decir, que el Espíritu es capaz de engendrar vida donde no hay sino un seno vacío y yermo. En el caso de María no se trata de esterilidad sino de virginidad, para que aparezca más claramente que Jesús es Hijo del Padre por obra del Espíritu, sin concurso de varón. No deja de ser sintomático que muchos exegetas y teólogos del Primer Mundo cuestionen la virginidad de María y propongan el nacimiento de Jesús como el de los demás seres humanos, por la unión sexual de sus padres, pues podría interpretarse que la virginidad de María minusvalora la sexualidad humana. Pero podemos preguntarnos si, más allá de esta razonable defensa de la sexualidad humana, no se oculta algo más profundo en esta postura moderna: no se acaba de aceptar desde el mundo del progreso, de la riqueza y de la ciencia moderna que el Espíritu actúe desde abajo, desde el no poder, desde una joven campesina galilea de Nazaret que no conoce varón. No se acaba de aceptar que el Espíritu engendre vida no desde las razonables causas humanas sino desbordándolas, con un plus que va más allá de la causalidad inmanente, puramente humana. No se comprende que en la vida «todo es gracia», lo cual significa que todo es don del Espíritu, un Espíritu que insufla vida y novedad en las criaturas, un Espíritu que respeta la autonomía y auto-realización de las causas creadas, pero que misteriosamente las desborda, va más allá, las hace auto-trascenderse desde dentro, no desde fuera6. Por esto en el Tercer Mundo, concretamente en América Latina, la virginidad de María no es problema, porque se vive diariamente el milagro de la vida desde la pobreza, desde la nada, desde la esterilidad de la impotencia. La encarnación de Jesús de María virgen es el paradigma neotestamentario de que el Espíritu engendra vida desde el no-ser; 38

que, como dice Pablo, es aquel que da vida a los muertos y llama a existir a lo que aún no existe (Rm 4,17). Este Espíritu que engendra a Jesús de María es el mismo que le resucitará de entre los muertos, en ambos casos «sin causa precedente», de forma gratuita y amorosa. Aquí tenemos también el fundamento teológico de la «epíclesis» litúrgica por la cual, gracias a la invocación eclesial del Espíritu, se comunica la gracia y la salvación, el Espíritu, a través de los sacramentos. Para Juan el Espíritu es Espíritu de vida, una vida que no es puramente biológica (bios), sino que nos hace participar de la vida divina (zoe) por el don pascual del Espíritu del Señor resucitado. Jesús ha venido para darnos vida en abundancia (Jn 10,10), sus palabras son Espíritu y vida, pues el Espíritu, no la carne, es quien da vida (Jn 6,63). Este Espíritu, que está estrechamente ligado a la Pascua, tanto que se llega a decir que antes de la Pascua no había Espíritu (Jn 7,39), se comunica a los discípulos la mañana de la Pascua, a través de un misterioso y simbólico soplo (Jn 20,22). Pero lo que nos interesa destacar desde esta clave hermenéutica kenótica y desde abajo, propia de América Latina, es que, cuando se dice que Jesús en su muerte entregó el espíritu (Jn 19,30), hay una profunda alusión a algo que va más allá de la entrega de su alma al Padre: anuncia el don pascual del Espíritu. En efecto, una lectura teológica del Evangelio de Juan nos muestra que «la hora» de Jesús es la hora de su exaltación (Jn 12,32), exaltación que incluye su muerte y resurrección, su vuelta al Padre y la efusión del don del Espíritu. Este Espíritu no es un don creado por Dios: es el Aliento que recoge el aliento expirado por Jesús para resucitarlo; es el que hace nacer la vida, madre de la vida en el parto de la creación de nuevos hijos de Dios7. El don pascual del Espíritu, que Jesús había anunciado y prometido a los suyos como otro paráclito (Jn 14,16s), que les llevaría a la verdad plena (Jn 16,13-15), brota de un hombre ajusticiado, crucificado por los poderes religiosos y políticos de su tiempo: de Jesús de Nazaret, al que se le acusa de querer presentarse como rey de los judíos (Jn 19,19-22). Formulado de otro modo, el don pascual del Espíritu nace de la cruz, de la impotencia de una vida pobre y entregada al servicio de los demás. Por eso Jesús, antes de conferir el Espíritu a sus discípulos, les enseña las llagas de las manos y el costado (Jn 20,20), para insinuar que el Resucitado es el Crucificado y que el Crucificado es Jesús de Nazaret8. El Espíritu que Jesús recibió y da sin medida (Jn 1,32; 3,34) está ligado a su misterio pascual, a su muerte y resurrección. Así, también para el Evangelio de Juan, el Espíritu nace desde abajo, no desde el poder y el triunfo, sino desde la kenosis y la cruz. Cuando desde América Latina se diga que los crucificados de este mundo se han convertido en fuente de luz y de vida, de

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Espíritu, no se dice nada extraño o nuevo: es prolongación del misterio del Espíritu de Jesús, que brota y se entrega desde la cruz. En esta misma línea se puede entender la afirmación de Pablo de que la creación gime en dolores de parto y que nosotros mismos, que poseemos el Espíritu, gemimos en nuestro interior esperando la salvación plena (Rom 8,22-23). En el gemido de la creación y de la humanidad hemos de discernir la presencia clamorosa del Espíritu que busca salvación, liberación, justicia, plenitud escatológica, precisamente desde donde hay más dolor y aflicción. Cuando los obispos latinoamericanos en Medellín y Puebla dicen que escuchan el clamor, no solo sordo sino tumultuoso y amenazante, del pueblo que sufre y que disciernen en este clamor un signo de los tiempos, no hacen más que descubrir la presencia clamorosa del Espíritu presente en los gemidos de los pobres del continente. Pero el paradigma y fundamento bíblico de la acción del Espíritu que hace pasar de la muerte a la vida es la resurrección de Jesús. El Espíritu lo resucita de entre los muertos, y esta resurrección es el comienzo y primicia de la esperanza también de nuestra resurrección: «Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).

El Espíritu es capaz de hacer salir de los infiernos de la muerte, del dolor, de la soledad y de la pobreza a quienes confían en Él y conferirles vida. Podemos resumir esta acción del Espíritu que da vida a los que no la tienen con la afirmación del salmo: «Si escondes tu rostro, desaparecen, les retiras tu soplo y expiran, y retornan al polvo que son. Si envías tu aliento, son creados y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,29-30)

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3. Padre-madre de los pobres El himno medieval Veni Sancte Spiritus invoca al Espíritu como «padre de los pobres», título que podemos releer hoy como «padre materno de los pobres», si tenemos en cuenta lo que hemos dicho sobre la dimensión femenina de la ruaḥ. Es difícil hoy comprender cabalmente el alcance que se quería dar a esta expresión de paternidad-maternidad del Espíritu respecto a los pobres. Podemos pensar que se refería a la acción salvífica del Espíritu en toda la historia de la salvación, desde el Éxodo hasta los gestos mesiánicos de Jesús con los pobres, enfermos, excluidos, pecadores, etc. Sería algo semejante a lo que la Iglesia latinoamericana formuló en Puebla como la opción por los pobres, implícita en la fe cristológica, en expresión de Benedicto XVI que Aparecida recoge9. El Espíritu es padre materno de los pobres en cuanto desea su bien, se compadece de ellos, los ayuda a través de otras personas, los libera y salva, les da esperanza para la lucha, les da fuerza para vivir el día a día en medio de todas las dificultades y problemas. Pero nos parece que se puede ir más allá y ver en esta expresión del Espíritu como «padre materno de los pobres» un eco de la exultación mesiánica de Jesús, que en el Espíritu da gracias y bendice al Padre porque ha ocultado los misterios del reino a los sabios y prudentes de este mundo y los ha revelado a los pequeños y gente sencilla (nepioi, cf. Mt 11,25-27; Lc 10,21-22). Esta es la única oración de Jesús en su vida pública, al margen de la pasión, que los evangelistas han conservado: una oración suscitada por el Espíritu y que desemboca en una confesión trinitaria10. Estos nepioi son la gente sin importancia, que no cuenta, que no sabe, que no puede, que no tiene, es decir, los pequeños, los ignorantes, los pobres, los niños, aquellos que los fariseos y doctores de la ley despreciaban y consideraban malditos (Jn 7,45-49). A este grupo pertenece de algún modo Jesús mismo, pobre, sin ser doctor de la ley como los escribas, sin tener casa ni lugar donde reclinar su cabeza, pero en íntima comunión con el Padre, fuente de la verdadera sabiduría, quien le revela sus designios misteriosos de salvación. Estos son los pobres que son evangelizados por Jesús (Lc 7,22). Son los que Pablo llama débiles, plebeyos, despreciables, locos a los ojos del mundo, pero que han sido escogidos por Dios para confundir a sabios y poderosos (1 Cor 1,26-31). Estos son hoy en América Latina los que E. Galeano llama los «nadies» y G. Gutiérrez los «insignificantes»: pobres, niños, ancianos, mujeres, enfermos, indígenas y afroamericanos, los que no significan nada para los grandes de este mundo que se reúnen en convenciones exclusivas de países poderosos para mantener sus corporaciones. No se trata únicamente de los pobres en cuanto han de ser objeto de la acción compasiva e incluso profética de la Iglesia, sino de los pobres en cuanto sujetos eclesiales, dotados de una misteriosa comprensión de los misterios del reino, algo que 41

chocaba en Israel y choca también hoy con nuestra mentalidad y con nuestras expectativas razonables modernas. Esto estaría en conexión con lo que afirma el Vaticano II de que el Espíritu confiere a todos los fieles bautizados el sentido de la fe y numerosos carismas (Lumen Gentium, 12). Pero una lectura latinoamericana va más allá y afirma que entre los fieles, o mejor dicho, entre todas las personas, los pobres tienen un privilegio especial de cara a la comprensión del reino y de la fe; que los pobres son, en lenguaje más técnico, un lugar teológico privilegiado para comprender el evangelio. Es el caso de los pastores de Belén a los que se anuncia el nacimiento de Jesús. Acuden presurosos y regresan alabando a Dios por todo lo que han visto (Lc 2,8-20). Es el caso del anciano Simeón y la profetisa Ana, que, iluminados y movidos por el Espíritu, descubren en el niño de aquella pareja campesina pobre que entra en el tempo al Mesías prometido a las gentes, luz de las naciones y gloria de Israel, mientras que los sacerdotes, escribas, fariseos y levitas que estarían por el templo no captan el misterio de la gloria de Dios en el santuario (Lc 2,22-38). Es el pueblo sencillo y pobre (ochlos), que acoge a Jesús en su ministerio11, mientras otros miembros cualificados del pueblo de Dios (laos) lo desconocen y rechazan. Este sería un ejemplo más de la convicción de que el Espíritu actúa desde la base, desde abajo, desde la impotencia y desde una situación caótica. Es lo que Puebla llama «el potencial evangelizador de los pobres» 12. El Espíritu concede a los pobres una inteligencia de la fe y del reino, compatible con cierta ignorancia de muchos elementos doctrinales. Dicho más técnicamente, su fe subjetiva, con la que acceden a Dios (fides qua), es más fuerte que sus contenidos objetivos (fides quae) y, sin embargo, su actitud creyente muchas veces intuye los grandes valores de la fe de una manera tan connatural y clara que excede y supera a muchos sabios y prudentes que poseen grandes conocimientos doctrinales pero cuya actitud no está en la clave del reino. Estos pobres son el objeto de las bienaventuranzas lucanas: de ellos es el reino de los cielos (Lc 6,20). En América Latina esta predilección paterno-materna del Espíritu por los pobres se manifiesta, por ejemplo, en la religiosidad popular, que refleja la sed de Dios de los pobres y sencillos13, y en las comunidades de base y grupos bíblicos que leen la Escritura desde su contexto popular. No se trata de magnificar ni canonizar a los pobres, llenos de defectos y miserias como todos los demás, sino de señalar esta misteriosa presencia del Espíritu en ellos. No se quiere negar la necesidad de progreso y de desarrollo científico, sino afirmar la necesidad de que este progreso esté al servicio de todos, especialmente de los insignificantes. Tampoco se quiere negar la necesidad de una nueva evangelización y de una vuelta al Jesús del evangelio, como propone Aparecida14, sino afirmar la necesidad

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de captar esta acción del Espíritu que en los pobres y desde ellos busca un nuevo modelo de sociedad y de Iglesia. Podríamos afirmar que, además del magisterio doctrinal de los obispos y además del magisterio teológico de los doctores, existe el magisterio evangélico de los pobres, basado en la luz del Espíritu que es padre materno de los pobres y que les ilumina internamente. Y nos podemos preguntar si se tiene en cuenta este magisterio a la hora de tomar opciones pastorales, o incluso doctrinales y morales, por parte de los responsables de la comunidad eclesial. ¿Alguien les consulta, los tiene en cuenta, se adapta a su lenguaje, se deja interpelar por ellos? Acabemos con unos versos del obispo poeta de Brasil, Pedro Casaldáliga, que pueden resumir lo dicho en este apartado: «El Espíritu ha decidido administrar el octavo sacramento: ¡la voz del pueblo!»15 .

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4. Síntesis El misterio cristiano nunca se puede formular de forma total, tanto por la incomprensibilidad divina como por la limitación de nuestros acercamientos intelectuales y verbales humanos. Nuestra comprensión y nuestro lenguaje son parciales. Por esto, el misterio del Espíritu solo puede expresarse parcialmente y nuestras aproximaciones son limitadas: Espíritu de justicia, Espíritu de vida para los que no la tienen, Espíritu padre materno de los pobres. Cada afirmación se complementa con las otras, ninguna es absoluta, todas son aproximadas. Pero, si quisiéramos de algún modo resumir y sintetizar cuanto hemos afirmado en esta aproximación bíblica al tema del Espíritu desde abajo, desde los pobres podríamos afirmar lo siguiente. Así como Benedicto XVI en su discurso inaugural de Aparecida afirmó que la opción por los pobres está implícita en nuestra fe cristológica16, podríamos decir análogamente que la opción por los pobres, a favor de ellos y desde medios pobres, está implícita en nuestra fe pneumatológica. Y esta fe afecta a cuanto se afirma en la profesión de fe como consecuencia de la acción del Espíritu. De esta nuestra fe en el Espíritu se deduce explícitamente que la Iglesia ha de ser una Iglesia de los pobres, que la comunión de los santos es comunión desde una santidad para la justicia, que la resurrección de la carne es fruto del Espíritu que da vida a los que están muertos, que la vida eterna es un don gratuito del Espíritu que supera y trasciende la posibilidad y la capacidad humana, sujeta a la mortalidad y a la contingencia. Y todo esto es teológicamente coherente, porque la fe en el Espíritu es inseparable de la fe en Cristo. La misión del Espíritu no tiene más contenido que el cristológico: la kenosis de Jesús configura la kenosis del Espíritu. La mano del Espíritu junto con la mano de Cristo nos revela el amor del Padre que, con estas dos manos, nos crea, abraza y salva, nos hace participar de su vida y comunión trinitaria, como más adelante veremos más ampliamente. Y todo esto lo comprendemos mejor desde abajo, desde nuestra pobreza personal y comunitaria, porque a los pobres e insignificantes han sido revelados los misterio del reino. Como afirma el biblista Carlos Mesters: «En la lectura de la Biblia aparece una constante desde Abrahán hasta el fin del Nuevo Testamento. La voz de Dios toma forma, profundidad y sentido siempre en los marginados. En las épocas de crisis y renovación, Dios interpela a su pueblo desde la marginación y este comienza a recuperar el sentido y el dinamismo perdido en su marcha»17 .

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Lo que Casaldáliga afirma sobre Romero, que los pobres le enseñaron a leer el evangelio, se puede ampliar y extender a toda la Iglesia latinoamericana y universal. Y todo ello por la fuerza del Espíritu, que sopla y actúa especialmente desde abajo, desde los insignificantes.

1. Me apoyo ampliamente en el estudio de J. Alonso Díaz, El don del Espíritu y la justicia escatológica, EDICABI, Madrid 1978, que, a pesar de su antigüedad, mantiene todavía vigencia y gran actualidad. El mismo autor complementa su exposición con bibliografía sobre la relación entre Espíritu y justicia: P. Van Ischoot, «L’Esprit de Yahvé, principe de vie morale dans l’Ancien Testament»: Ephemerides Theologicae Lovanienses (1939), 457-567; E. Bardy, Le Saint-Esprit en nous et dans l’Eglise d’après le Nouveau Testament, Albi 1950; H. Mühlen, El Espíritu Santo en la Iglesia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1974; J. P. Miranda, Marx y la Biblia, Sígueme, Salamanca 1972, 247-255 sobre la relación entre Espíritu y justicia. Puede consultarse también el libro más reciente de F. J. Vitoria Cormenzana, Una teología arrodillada e indignada, Sal Terrae, Santander 2013. 2. Cf. M. T. Wacker, «El Espíritu de Dios en el ámbito público de las comunidades cristianas»: Concilium 342 (2011), 523-534; D. Edwards, Aliento de vida. Una teología del Espíritu creador, Verbo Divino, Estella 2008; B. J. Hilberath, Pneumatología, Herder, Barcelona 1996. 3. Cf. K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona 1979, 369-371. 4. Cf. E. Moltmann-Wendel (ed.), Die Weiblichkeit des Heiligen Geistes, Gütersloh 1995. También desde América Latina se señala esta dimensión, cf. L. Boff, El Ave María. Lo femenino y el Espíritu Santo, Sal Terrae, Santander 1982, mientras que Congar se muestra bastante crítico, cf. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983. 5. Cf. Mª J. Caram, El Espíritu en el mundo andino. Una pneumatología desde los Andes, Cochabamba 2102, 70-89. 6. D. Edwards, Aliento de vida, 86-90. 7. J. Vitoria, «El rostro de Dios que se vislumbra en el crucificado»: Selecciones de Teología 207 (2013), 163178. 8. V. Codina, Una Iglesia nazarena, Sal Terrae, Santander 2010. 9. Cf. Documento de Aparecida, 393. 10. Véase el extenso y profundo comentario de estos textos en P. Trigo, Te bendigo, Padre, Señor, Universidad Iberoamericana, Puebla 2010. 11. J. Mª. Castillo, «Jesús, el pueblo y la teología»: Revista Latinoamericana de Teología 44 (1998), 111-131. 12. Documento de Puebla, 1.147. 13. Documento de Aparecida, 258; 249. 14. Ibid., 12. 15. P. Casaldáliga, Cantares de la entera libertad: antología para la nueva Nicaragua, Instituto Histórico Centroamericano, Managua 1984, 73. 16. Benedicto XVI, Discurso inaugural de Aparecida, 3; cf. Documento de Aparecida,393. 17. C. Mesters, «El futuro de nuestro pasado», en Varios autores, Una Iglesia que nace del pueblo, Sígueme, Salamanca 1979, 107.

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CAPÍTULO 3: La pneumatología patrística y los pobres Es anacronismo querer hallar en otras épocas históricas respuestas a los desafíos de hoy. De todos modos, puede ser interesante rastrear por dónde iban las preocupaciones del pasado y ver si algo nos pueden ofrecer al mundo de hoy. Concretamente, vamos a presentar algunos rasgos y tendencias de la pneumatología patrística y a preguntarnos si había en esta teología del Espíritu alguna relación con los pobres y la justicia que se aproxime algo a la clave hermenéutica latinoamericana. Tampoco podemos ofrecer un panorama completo de la pneumatología patrística, pues esto supondría un estudio colectivo e interdisciplinar que nos supera. Haremos únicamente algunas calas significativas y remitimos a otros estudios más especializados sobre el tema1.

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1. En el contexto del Concilio de Constantinopla I La Iglesia primitiva, como nos lo atestiguan los textos bíblicos y los documentos históricos sobre la vida eclesial de los orígenes (Didaché, Clemente Romano, Justino, Atenágoras y los Padres apologetas, Ignacio de Antioquía, Ireneo, Tertuliano...), no dejó de creer en el Espíritu Santo ni de profesar su fe trinitaria en la liturgia bautismal, en la «epíclesis» de los sacramentos y en sus doxologías, aunque esta fe no fuera muy refleja ni tuviera muchas explicitaciones teológicas. La Iglesia bautizaba en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, como se refleja en Mt 28,19, y aceptaba carismas y profecías como dones del Espíritu. Pero pronto comenzaron las herejías cristológicas y trinitarias, concretamente el arrianismo, que negaba la divinidad del Hijo y su consustancialidad con el Padre. El Concilio de Nicea (325), convocado por Constantino, proclamó la divinidad del Hijo y su consustancialidad con el Padre (homoousios) y en su credo se añadió una breve afirmación de fe en el Espíritu Santo. Pero después de Nicea siguió la corriente arriana, empeñada ahora en negar la divinidad del Espíritu: el Espíritu sería una criatura excelsa creada por el Hijo, acaso una energía o un ángel, pero no de la misma naturaleza del Padre y del Hijo, por tanto ni Dios ni objeto de adoración. Entre los defensores de esta postura herética, además de Arrio, estaban Eusebio de Cesarea, Macedonio, Eustacio de Sebaste, etc., llamados «pneumatómacos», «trópicos» y también «macedonianos». Reaccionaron frente a esta herejía y defendieron la divinidad del Espíritu una serie de obispos y Padres de la Iglesia como Atanasio, Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa, Cirilo de Jerusalén, etc. Es interesante constatar que algunos de los argumentos que presentaban los defensores de la divinidad del Espíritu provenían de la misma vida de la Iglesia, de la praxis eclesial: Cirilo, en sus catequesis bautismales, presenta la fe de la Iglesia en la divinidad del Espíritu desde la praxis litúrgica del bautismo y de la «epíclesis»; otros, como Atanasio, esgrimían el argumento de que, si el Espíritu Santo no fuera Dios, nosotros no podríamos ser divinizados. También impactaba el hecho del monacato, como un movimiento profético y crítico suscitado por el Espíritu que tenía que provenir de Dios. Pero seguramente fue Basilio en su tratado Sobre el Espíritu Santo el más lúcido y el que preparó el terreno para el Concilio de Constantinopla I. Basilio afirma que en la doxología trinitaria tanto se puede afirmar «gloria al Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo» como «gloria al Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo» 2 y, aunque no emplea la fórmula «consustancial» (homoousios) ni dice explícitamente que el Espíritu sea Dios, confiesa que el Espíritu recibe el mismo honor y gloria (homotimon) que el Padre y el Hijo, y que está unido por comunidad de naturaleza con el Padre y el Hijo, como aparece en la liturgia bautismal. 47

En este clima se celebra el Concilio de Constantinopla, convocado por el emperador Teodosio (381), al que asisten 150 obispos de Oriente y ninguno de Occidente, ni el papa Dámaso ni sus representantes, en medio de tensiones eclesiológicas entre Roma y Constantinopla y de tensiones teológicas entre Antioquía y Alejandría3. Nos interesa destacar el tercer artículo del credo que completa el credo de Nicea. Se dice ahora, en Constantinopla I, que el Espíritu es santo (es decir, fuente de santificación, que puede santificar y divinizar a los fieles), Señor (por tanto de categoría divina, no subordinado ni esclavo), vivificador-dador de vida (creador de vida), que procede del Padre (no es criatura, ni una emanación de la sustancia divina, ni tampoco es engendrado como el Hijo, sino que es una persona frente al Padre), que con el Padre y el Hijo es conjuntamente adorado y glorificado (recibe el mismo honor y gloria, como se muestra en la doxología de la liturgia eclesial) y que habló por los profetas (en el mismo nivel que el Verbo, actuando ya en el Antiguo Testamento, no solo en la Iglesia). Pero a estos datos se añade la acción del Espíritu en la economía de salvación, en la que el Espíritu está presente y actúa: en la Iglesia, en el bautismo para la remisión de los pecados, en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro4. Constantinopla supone una victoria contra los arrianos y los pneumatómacos y, aunque no se llegue a afirmar expresamente que el Espíritu es consustancial al Padre, ni que es Dios, su divinidad y su personalidad quedan claramente afirmadas. Consecuencia de Constantinopla será una intensificación de la «epíclesis» o invocación al Padre para pedir el Espíritu, así como también la potenciación de la fiesta de Pentecostés, una fiesta trinitaria, no solo fiesta del Espíritu5. Está fuera de contexto el preguntarnos aquí hasta qué punto el tema de la justicia y los pobres está presente en Constantinopla I, pues la preocupación de esta época es la divinidad del Espíritu. Pero es significativo que una de las pruebas y de los signos de la divinidad del Espíritu sea, junto con el fundamento bíblico, la acción vivificante del Espíritu en la historia de la salvación: en la Iglesia (una, santa, católica y apostólica), en el bautismo, en la divinización santificadora de los fieles, en los profetas, en la futura resurrección de los muertos y la vida eterna, también presente de un modo especial en la experiencia «pneumática» del monacato. Hay, pues, una preocupación por discernir y aceptar la presencia del Espíritu en la historia, en la realidad, en la vida. Esta será también la preocupación de la Iglesia y de la teología latinoamericanas, que parten siempre de la realidad, de la vida, evidentemente en otras coordenadas sociales, políticas y eclesiales.

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2. Las dos manos del Padre Ya antes de Constatinopla I, Ireneo (fallecido hacia el 202) afirmaba, en controversia con los gnósticos, que Dios nos ha creado con sus dos manos, que son Cristo y el Espíritu: «El Padre no tenía necesidad de los ángeles para hacer el mundo y modelar al hombre, en vista de quien fue hecho el mundo, y no estaba desprovisto de ayuda para la ordenación de las criaturas y la economía de los asuntos humanos. Al contrario, él poseía un ministerio de una riqueza inexpresable, asistido en todas las cosas por aquellos que son a la vez su progenitura y sus manos, a saber, el Hijo y el Espíritu, el Verbo y la Sabiduría»6 .

Este simbolismo de las dos manos del Padre, Cristo y el Espíritu, que otros Padres de la Iglesia retomarán7, expresa bien las dos misiones del Padre, la del Hijo y la del Espíritu, diferentes entre sí, pero que se ordenan a la realización del proyecto único del Padre. Desarrollemos brevemente las implicaciones de esta simbología de las dos manos de Ireneo. El Hijo se hace visible, se encarna en Jesús de Nazaret, en un lugar de la geografía y en un momento de la historia, en una cultura, en una lengua y en un dialecto, se revela como Palabra y mensaje, pasa haciendo el bien, muere y resucita, y después de Pascua derrama el Espíritu sobre la Iglesia y el mundo. En Jesús se fundamenta una Iglesia visible, con instituciones y estructuras de gobierno, dogmáticas, rituales, misioneras... El Espíritu, por el contrario, es invisible, interior a nosotros; no tiene nombre, es anónimo, lo nombramos con diversos símbolos (viento, soplo, agua, fuego, paloma...); no se encarna en nadie, no está vinculado a ningún individuo ni a un espacio geográfico, ni a un tiempo cronológico concreto, sino que es enviado a todos los pueblos, a todos los lugares y a todos los tiempos. Está presente y activo en toda la humanidad, en todas las culturas y religiones, asume la diversidad y desde dentro mueve a las personas, los grupos, las comunidades y los pueblos hacia el reino, hacia una humanidad nueva. El Espíritu no tiene palabra ni mensaje propio, sino que ayuda a que la palabra de Jesús sea conocida y asimilada, ayuda a que la Iglesia vaya adelante a través de la historia y a que la humanidad camine hacia el reino. El Espíritu genera vida, es dinamismo, es más verbo que sustantivo, es acción, aliento vital, desde la creación hasta la consumación final de la historia, hasta la parusía. Y, sin embargo, estas dos manos tan diferentes, aparentemente casi opuestas, están en perfecta armonía: no hay dos Iglesias, ni dos religiones, ni dos historias de la humanidad, ni dos proyectos de salvación, ni dos «economías» de salvación. El Padre crea y salva con estas dos manos, con la misión del Hijo y la del Espíritu; ambas manos convergen hacia un fin común: la vida plena, la felicidad, la transfiguración del mundo y de la historia, el reino definitivo de Dios. El Espíritu prepara la venida de Jesús desde la creación, desde Israel, desde el Antiguo Testamento; le precede, actúa en su encarnación, desciende copiosamente sobre él en el bautismo ungiéndolo como Mesías, le guía a través de su vida, le resucita de 49

entre los muertos, le constituye Señor y continúa su misión en la Iglesia, a la que acompaña y guía hasta el final de los tiempos. De san Basilio, el gran teólogo del Espíritu, tenemos este conocido texto en el que aparece la íntima relación existente entre Cristo y el Espíritu: «La venida de Cristo, el Espíritu la precede. La encarnación: de ella es inseparable el Espíritu. Las acciones milagrosas, los carismas de curación: se dan por medio del Espíritu. El diablo es rechazado ante la presencia del Espíritu. La redención de los pecados se da en la gracia del Espíritu»8 .

El Espíritu, enviado a Cristo y a toda la humanidad, encamina a todos hacia Cristo; incorpora al cuerpo de Cristo a toda la creación, la dinamiza hacia la plenitud de Cristo, hasta que Cristo sea uno en todos. El Espíritu conduce hacia Jesús, no tiene otra orientación; nadie puede decir que Jesús es Señor si no es por el Espíritu (1 Cor 12,3). El mismo Basilio distingue dos caminos diferentes, uno ligado a la «teología» o misterio trinitario inmanente, y otro que corresponde a la «economía» o acción de la Trinidad en la historia de salvación: «Por tanto, el camino del conocimiento de Dios va del único Espíritu, pero por medio del único Hijo, hasta el Padre único. Y al revés, la bondad nativa, la santidad natural y la regia dignidad fluyen del Padre, por medio del Hijo, hasta el Espíritu» 9. Por esto mismo, el Espíritu es el don pascual prometido a los discípulos, el que les llevará al pleno conocimiento de la verdad, su abogado defensor, el que les dará vida abundante y eterna. Por esto, el criterio y el test para discernir si un espíritu es el Espíritu Santo es ver si está en coherencia con la vida y muerte de Jesús, con su evangelio, con sus opciones mesiánicas, con su opción por los pobres y, en última instancia, con su muerte en cruz: en la cruz se disciernen los espíritus. De ahí que tanto la cristología como la eclesiología hayan de ser «pneumáticas», en el Espíritu; de lo contrario, caerían en «juridicismo», moralismo, triunfalismo y arqueología de museo. Insinuemos brevemente algunas consecuencias de esta visión de Ireneo de las dos manos, de las dos misiones. De aquí surge ya la cuestión que luego abordaremos más extensamente: si en la Iglesia occidental latina hemos mantenido la armonía entre ambas manos o si, por el contrario, hemos hecho prevalecer la mano del Hijo y ocultado y olvidado un tanto la del Espíritu. Pero, en un sentido positivo y constructivo, esta formulación de las dos manos del Padre tiene grandes consecuencias y oportunidades para la Iglesia y, en concreto, para la teología latinoamericana, pues fundamenta tanto el diálogo entre las culturas y religiones como la teoría y la práctica de los signos de los tiempos, que el Vaticano II establece y que han inspirado la pastoral y teología latinoamericanas. Lamentablemente, la primera evangelización del continente no tuvo en cuenta esta teología patrística de las dos manos y creyó que debía ante todo civilizar desde la cultura 50

europea a las culturas originarias y extirpar las religiones autóctonas por ser consideradas fruto del demonio. La mayor parte de los evangelizadores no supo comprender que el Espíritu había llegado antes que ellos. Los misioneros siempre llegan tarde... Esta precedencia del Espíritu a la venida de Jesús, esta orientación de la pneumatología a la «cristofanía», tiene también consecuencias pastorales importantes10. No se puede evangelizar, catequizar, anunciar el kerigma, misionar si no hay una apertura previa, una preparación evangélica y espiritual, una iniciación, una mistagogía que lleve al encuentro personal con el Señor, a una experiencia de apertura al Misterio, o, en términos populares latinoamericanos, una apertura al Diosito que siempre nos acompaña11.

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3. El Espíritu, lazo de comunión amorosa Agustín (354-430), siendo todavía sacerdote, reconoce que el tema del Espíritu no ha sido tan estudiado como el del Padre y del Hijo12. Desde entonces se dedicará intensamente al Espíritu y su pensamiento se halla esparcido en sus diversas obras, pero sobre todo en De Trinitate. Agustín proyecta analógicamente a la Trinidad las tres potencias de alma: al Padre le correspondería la memoria, al Hijo la inteligencia y al Espíritu la voluntad. Luego se pregunta si lo que es común al Padre y al Hijo (bondad, santidad...) sería el Espíritu Santo y llega a la conclusión de que el Espíritu es Espíritu del Padre (Mt 10,20; Rm 8,11) y Espíritu del Hijo (Gal 4,6; Rm 8,9); por tanto, el Espíritu sería lo que, siendo distinto, es común al Padre y al Hijo: santidad, amor, unidad por el lazo de la paz. «El Espíritu Santo es algo común al Padre y al Hijo, sea ello lo que sea. Pero esta comunión es consustancial y coeterna. Si alguien prefiere llamarla amistad, perfectamente, pero juzgo más apropiado el nombre de caridad. [...] Y he aquí por qué no existen más de tres: una que ama al que procede de ella, otra que ama a aquel de quien procede, y el amor mismo»13 .

Aunque tanto el Padre como el Hijo son espíritu, la palabra Espíritu cuadra a aquel que no es ninguno de los dos, pero en quien se manifiesta la comunidad de los dos. El Espíritu es, pues, Espíritu y amor de las dos primeras personas, procede de ellas, pero principalmente del Padre, aunque también procede del Hijo (Jn 20,22). Para Agustín el Filioque, es decir, que el Espíritu procede del Padre y del Hijo es algo totalmente necesario. Resume su doctrina en estas breves líneas: «Según las Sagradas Escrituras, este Espíritu no lo es del Padre solo, o del Hijo solo, sino de ambos; y por eso nos insinúa la caridad mutua con la que el Padre y el Hijo se aman»14 .

Agustín llama al Espíritu don de Dios, conforme a la Escritura (Hch 2,38; 8,20; 10,45...), un don que nos une a Dios y nos une entre nosotros por el mismo principio que sella el amor y la paz en Dios. No es simplemente el don creado de la gracia, sino el mismo Espíritu como principio de unidad de la Iglesia, fuera de la cual no hay remisión de los pecados. Agustín ve a la Iglesia como communio sanctorum por obra de Cristo y como societas sanctorum por obra del Espíritu, y a esta última la llama unidad, caridad, paz, paloma, porque su principio es el Espíritu. En cuanto institución, la Iglesia proviene de Cristo; en cuanto acontecimiento, proviene del Espíritu, pero la Iglesia en su totalidad está habitada por el Espíritu, es templo del Espíritu. Dios quiere unirnos a nosotros con él por el mismo Espíritu que es el vínculo y lazo de amor entre el Padre y el Hijo. Este vínculo de amor intradivino es el que nos santifica personalmente y nos mueve hacia el Padre, hasta desembocar en él: este es el sentimiento profundamente agustiniano de que hemos sido hechos para Dios y que nuestro corazón no descansa hasta llegar a él... Nadie negará la profundidad de la visión agustiniana del Espíritu, tanto de la dimensión trinitaria (el Espíritu como lazo de amor entre el Padre y el Hijo) como de su 52

vinculación con el «nosotros» eclesial, ya que el Espíritu constituye el vínculo del amor y de la unidad de la Iglesia, templo del Espíritu, la «paloma» (columba) como símbolo bíblico del Espíritu. Pero se percibe que hay un cierto déficit de otras dimensiones teológicas, porque su visión pneumatológica está más centrada en Juan que en los sinópticos y el Espíritu pierde riqueza y su personalidad propia se diluye al ser únicamente el lazo entre las otras dos personas. La pneumatología occidental, como luego veremos, ha quedado muy marcada por Agustín, con sus luces y sus sombras. Sin embargo, aunque su pneumatología nos resulte excesivamente personal, eclesial y sin mucha conexión con la historia, Agustín promueve una práctica liberadora en la Iglesia de Hipona, en cuyo puerto eran comercializados esclavos africanos, especialmente mujeres y niños. Por ejemplo, en una carta a su amigo Alipio, Agustín narra cómo los fieles de Hipona en una ocasión han liberado a 120 esclavos que iban a ser deportados, algunos desde los barcos donde ya estaban embarcados, y pondera la gravedad de estas deportaciones de esclavos y la acción diligente de la Iglesia de Hipona en rescatar del cautiverio a esta gente desafortunada, entre las cuales había muchas mujeres y niños15.

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4. Dignidad de la persona y destino universal de los bienes La Iglesia primitiva y la Iglesia patrística tuvieron un fuerte sentido de la dignidad de la persona humana, sin duda reflejo de la doctrina patrística trinitaria sobre las personas divinas. Esto les llevará a defender la dignidad de las personas humanas, por ejemplo ante la situación de pobreza y de esclavitud. También los Padres defienden el destino universal de los bienes, tanto en la teoría como en la práctica. Fueron momentos de una Iglesia muy sensible a la justicia y muy solidaria con los pobres de su tiempo. Esto será lo primero que queremos exponer ahora. Pero la cuestión siguiente es: ¿hasta qué punto esta dimensión humanizadora y social de la Iglesia de aquellos siglos estaba relacionada y conectada con su visión no solo cristológica sino trinitaria y, en concreto, pneumatológica? ¿Fue el Espíritu el motor teórico y práctico de esta conversión a los pobres, de la defensa de sus derechos, de la solidaridad con los excluidos? El tema de la doctrina y praxis social de la Iglesia primitiva, y en concreto de los Padres, ha sido ampliamente estudiado, de modo que nos limitaremos a sintetizar y ordenar lo ya investigado16. Para ello hemos de evitar simplismos («los padres fueron comunistas» o «anticomunistas»), maniqueísmos («antes de Constantino todo era bueno, luego todo malo») y el anacronismo (querer hallar en los Padres soluciones para el contexto socioeconómico de hoy, totalmente diverso). Tampoco podemos olvidar que dentro de los Padres apostólicos, de los Padres apologetas y de los diversos Padres de la Iglesia hay posturas un tanto diferentes, por ejemplo en torno al mundo pagano y el imperio, al servicio militar o a la participación en juegos y espectáculos, pues mientras unos tienen una postura positiva y ven las semillas del Verbo en todo lo bueno (Justino, Clemente), otros sienten un cierto rechazo de todo lo pagano (Tertuliano). Con estas disposiciones previas, adentrémonos en un mundo rico y complejo, inspirador y diverso del nuestro. La Iglesia primitiva, estructurada sobre la base de la casa-familia como alternativa a la sociedad civil y a la religión de aquel tiempo, fue realmente inclusiva: acogía a pobres y necesitados, a viudas, extranjeros, enfermos y presos; aceptaba a los esclavos en la comunidad eclesial y desde el siglo IV exhortaba a su liberación (manumisión); reconocía la dignidad de la mujer, que era asociada a su misión (profetisas, misioneras, vírgenes, viudas, diaconisas). El martirio de los primeros siglos también suscitaba acciones de solidaridad y de celebración de su memoria. Desde el siglo IV, a estas iniciativas más personales se añadieron instituciones sociales: hospitales, orfanatos para niños, centros de acogida para transeúntes, peregrinos, etc., y todo ello con la ayuda y limosnas de toda la comunidad cristiana y de algunas mujeres muy generosas (Melania la joven, Paula, Helena, Olimpia...). Juan Crisóstomo, por ejemplo, era responsable de 3.000 personas entre viudas, enfermos, necesitados... 54

Pero esta forma de vida inclusiva y alternativa a la sociedad civil, y en concreto al imperio romano, no constituyó una especie de secta, pues la comunidad cristiana estaba en continua ósmosis y apertura a la sociedad civil en aspectos cívicos y políticos. Un ejemplo sintomático es que los niños y jóvenes cristianos iban a las escuelas y centros de enseñanza civiles, a la paideia, con los demás, y lo único que se innovó en la Iglesia fue la formación cristiana y el catecumenado en la familia y la comunidad de fe (Orígenes, Cirilo de Jerusalén...). A estos centros civiles acudieron los futuros Padres de la Iglesia, y exhortaban a que asistieran a ellos los jóvenes cristianos. Los cristianos no viven en ciudades aparte, se integran en la sociedad, pero viven un estilo de vida diferente (cf. Carta a Diogneto). Este contacto cercano con la sociedad civil de su tiempo explica también la gran sensibilidad de los Padres para descubrir la miseria, la pobreza, las situaciones de esclavitud, de hambre e injusticia del pueblo, de los trabajadores manuales, etc., frente a la riqueza, opulencia y despilfarro de los terratenientes y de las clases ricas de la sociedad. ¿Cuáles fueron los principios teóricos, teológicos y morales, que impulsaron a esta praxis social que hoy nos admira? – el principio de la comunicación de bienes, no solo de los bienes espirituales entre los cristianos, sino de los bienes materiales con los miembros de la comunidad cristiana y con los miembros de la sociedad más necesitados. – esta comunicación de bienes se basaba en que Dios, creador de todos, ha creado los bienes de la tierra para todos, y por ello nadie se los puede apropiar en exclusividad, de modo que, frente a la postura típica del derecho romano de que las cosas privadas son de uno mismo (privata sunt propria), se establecía el principio cristiano de que los bienes privados están orientados al bien común de todos (privata sunt communia); por tanto, en caso de extrema necesidad, puesto que todas las cosas son comunes, todos los bienes superfluos dejan de pertenecer a los particulares: Didaché, Carta de Bernabé, Clemente, Tertuliano, Basilio... – cuando el rico da limosna, no hace un acto de caridad sino de justicia, ya que está devolviendo al otro lo que le pertenece: Basilio, Crisóstomo... – la dignidad de la persona humana es consecuencia de que ha sido creada a imagen de Dios Trinidad, es persona que participa del ser personal y comunitario de la Trinidad, ha sido redimida por Cristo; por tanto, merece no solo respeto sino amor, en un clima de fraternidad común, pues todos somos hijos e hijas del mismo Padre y poseemos el mismo Espíritu. – eso vale no solo para los cristianos sino para toda persona, de cualquier sexo (varón-mujer), de cualquier condición social (pobre-rico), legal (esclavo-libre) o étnica (romano/griego-extranjero) y de cualquier religión (cristiano-judío/pagano): Basilio, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno...

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– el recuerdo de la comunidad cristiana de Jerusalén, descrita en los sumarios de Hch 2,42-47 y 4,32-37, fundamenta esta dimensión comunitaria de los bienes en la Iglesia, la exigencia de compartir, de vivir la koinonia. – la memoria del profetismo del Antiguo Testamento y de las actitudes y palabras de Jesús (parábola del buen samaritano, descripción del Juicio Final...) lleva a una denuncia profética de las situaciones de injusticia, causa de la pobreza del pueblo, y a un compromiso personal, comunitario e institucional, con los pobres, esclavos, mujeres, niños, enfermos, etc.: Basilio, Ambrosio, Crisóstomo, Jerónimo... – la ayuda y limosnas con las que se sustentan las obras de caridad y de asistencia a los pobres (hospitales, casas para viudas...) forman parte de la liturgia eucarística,en la que los fieles participantes ofrecían sus dones para los pobres, pero no se admitían limosnas de los explotadores públicos. Ambrosio no se atreve a celebrar la eucaristía ante el emperador Teodosio, que ha ordenado una matanza en Tesalónica, si antes no se convierte y pide perdón17. – hay que unir el sacramento del altar con el sacramento del hermano: antes que adornar con oro y vestidos ricos el sagrario y la eucaristía, hay que dar comida y vestido al pobre, que es el que necesita ayuda (Crisóstomo). En consecuencia, hay una rica teología y praxis patrística en el tema de la justicia social y los pobres. Hasta qué punto esta actitud estaba fundamentada y motivada por el impulso del Espíritu, no queda claro. Esta actitud patrística de solidaridad con los pobres, de defensa de la justicia, de denuncia de la pobreza, de colaboración y asistencia caritativa, etc., tiene sin duda raíces bíblicas, cristianas, cristológicas y trinitarias, pero no aparece una especial referencia pneumatológica.

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5. Conclusión Sin duda los Padres de la Iglesia, defensores de la divinidad y personalidad del Espíritu, de la divinización del cristiano, de la Iglesia como comunidad eucarística y solidaria, de la creación a imagen de Dios... viven estos grandes principios teológicos, pero falta una reflexión explícita sobre la relación entre Espíritu y creación, entre Espíritu y defensa de la vida, entre Espíritu y justicia, entre Espíritu e historia, entre Espíritu y una Iglesia que es comunidad solidaria con los pobres. Podríamos decir que en la patrística aparecen como dos líneas claras o dos principios claves de su pensamiento y de su acción: la defensa de la divinidad del Espíritu (sobre todo en torno al Concilio de Constantinopla I) y la praxis de la justicia y de la caridad con los pobres. Vivían sin duda una fuerte experiencia cristiana espiritual y comunitaria, pero tal vez no hubo una reflexión explícita sobre la importancia del Espíritu en esta experiencia cristiana. Dicho en forma más técnica, su pneumatología es más «teológica» (intra-trinitaria) que «económica» (es decir, volcada hacia la vida y la historia). Seguramente preferían vivir la dimensión del Espíritu en la práctica, más que filosofar teóricamente sobre ella. No aparece clara en los Padres una conexión entre el Espíritu y la solidaridad con los pobres, aunque sí existen elementos implícitos que nos permiten a nosotros explicitar una posible relación. Cuando los Padres defienden la divinidad del Espíritu porque de lo contrario no sería posible la divinización del cristiano, en el fondo están conectando el Espíritu con la vida cristiana concreta, una vida que exige este compromiso de solidaridad y de justicia, sobre todo con los pobres. También, el afirmar que el Espíritu es el lazo amoroso de unión entre el Padre y el Hijo y entre Dios y nosotros (Agustín) conduce a articular la koinonia trinitaria ad intra con la solidaridad cristiana ad extra. El Dios que nos creó a su imagen, con la dignidad de ser personas, nos lleva a respetar la dignidad de todas las personas, sean esclavos o libres, hombres o mujeres, pobres o ricos, sanos o enfermos. El Dios que creó la tierra para el bien de todos quiere que compartamos todos los bienes de tierra como hermanos y hermanas. De todo esto el Espíritu es lazo y vínculo de amor y de unión. Pero, en realidad, el fundamento que aparece más explícito en los Padres entre la teología trinitaria y la praxis social es el cristológico y eucarístico: el ejemplo de la vida de Jesús y su mensaje evangélico conducen a unir a Jesús con su cuerpo, en especial con los pobres y crucificados de este mundo; la eucaristía nos lleva a unir el sacramento del altar con el del hermano, a ver la presencia de Cristo no solo en la palabra y la eucaristía, sino también de modo muy especial en el pobre, el enfermo, el encarcelado...

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Pero la doctrina de Ireneo de las dos manos del Padre, de las dos misiones de Jesús el Cristo y del Espíritu y su mutua complementariedad y correlación, lleva lógicamente a concluir que la actitud de Jesús para con los pobres es sustentada por el Espíritu, que precede a Cristo, guía su vida (Basilio) y prolonga su misión en la Iglesia. Es decir, esta opción de Jesús por los pobres es también una opción del Espíritu, el que ya habló por los profetas en esta dirección y la acompaña en la Iglesia. Quizás también por esto muchos obispos vieron en el monacato una presencia profética del Espíritu que, en una Iglesia que corría el riesgo de acomodarse al estilo mundano del imperio, sobre todo después de Constantino, la llevaba al desierto de la pobreza y la oración. El Espíritu es el que nos mueve personal y colectivamente a reproducir la vida pobre y humilde de Jesús, el Siervo de Yahvé. En síntesis, los dos principios patrísticos de la divinidad del Espíritu y la opción por la justicia con los pobres se pueden fácilmente articular desde la pneumatología sin ser infieles a la tradición patrística, sino más bien desentrañando y desarrollando lo que en ella está implícito. La clave heurística latinoamericana nos ayuda a esta labor de desarrollo de lo implícito en la teología patrística.

1. Además de las obras ya citadas de Y.-M. Congar, B. J. Hilberath o D. Edwards, nos apoyamos sobre todo en C. Granado, El Espíritu Santo en los Santos Padres, San Pablo, Madrid 2012. 2. San Basilio, El Espíritu Santo, 1,3. 3. Cf. H. Jedin, Breve historia de los concilios, Herder, Barcelona 1963, 27-32; K. Schatz, Los concilios ecuménicos. Encrucijadas en la historia de la Iglesia, Trotta, Madrid 1999, 43-47; C. Granado, op. cit., 175-182. 4. H. Denzinger – A. Schönmetzer, Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 1963, n. 150. 5. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 105. 6. San Ireneo, Adversus Haereses IV, 7,4. Cf. II, 25,1; II, 30,9; IV, 20,1.3.4; V, 1,3; V, 6,1; V, 16,1. Cf L. E. dos Santos Nogueira, O Espírito e o Verbo. As duas mãos do Pai, São Paulo 1995; J. Comblin, El Espíritu Santo y la liberación, 185-212. 7. San Ambrosio, Expositio Psalmi 118, 10,17; San Hilario, Tractatus in Psalmum108, 3. 8. San Basilio, El Espíritu Santo, 16,39. 9. Ibid., 18,47. Cf. San Ambrosio, El Espíritu Santo, 12.30, donde aparecen las mismas ideas casi textualmente. 10. Cf. V. Codina, «Prioridad teológico-pastoral de la pneumatología hoy»: Revista Latinoamericana de Teología 86 (2012), 173-190. 11. V. Codina, Diosito nos acompaña siempre, Kipus, Cochabamba 2013. 12. San Agustín, De fide et símbolo, IX, 18-19. Cf .Y-M. Congar, El Espíritu Santo, 107s, en quien me apoyo ampliamente en este apartado. 13. San Agustín, De Trinitate, VI, 5,3. 14. Ibid., XV, 17,27. 15. San Agustín, Carta 10, 7-8, de las cartas de Agustín descubiertas en 1981 en Francia. Cf. N. Castellanos, Resistencia, profecía y utopía en la Iglesia de hoy, Herder, Barcelona 2012.

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16. R. Sierra Bravo, Doctrina social y económica de los padres de la Iglesia, Compañía Bibliográfica Española, Madrid 1967; J. Vives, «¿Es la propiedad un robo? Las ideas sobre la propiedad privada en el cristianismo primitivo», en J. Alonso, J. I. González Faus, V. Codina, J. Mª Castillo, J. Vives, Fe y justicia, Sígueme, Salamanca 1981, 173-213; F. Rivas, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Verbo Divino, Estella 2011. 17. Cf. J. Mª Castillo, «Donde no hay justicia no hay eucaristía», en Fe y justicia, nota 14, 135-151.

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CAPÍTULO 4: Relectura de la tradición cristiana occidental ¿Cómo leer e interpretar desde la clave latinoamericana de los pobres la tradición espiritual de la Iglesia latina occidental, su pneumatología y su praxis cristiana, más concretamente desde la época primitivo-patrística hasta el Vaticano II? La tarea es inmensa y supera las fuerzas de una sola persona; por esto, nos apoyaremos en estudios ya realizados1. La pregunta recobra actualidad a partir de las acusaciones de teólogos orientales que afirman que la Iglesia occidental ha caído en un «cristomonismo», es decir, que se ha estructurado básicamente en el polo cristológico, olvidando la dimensión pneumatológica de la fe y de la vida de la Iglesia2. Pero además hay teólogos católicos que incluso van más allá. Pedro Trigo cree que la Iglesia occidental no solo no tematizó teológicamente la relación del Espíritu con nosotros, sino que tampoco tematizó teológicamente a Jesús de Nazaret y ha elaborado una cristología que tiene poco que ver con Jesús de Nazaret y su seguimiento, una cristología que sirvió para reforzar el poder eclesial y papal. A Jesús de Nazaret también se le ha dado de lado, aunque se le mencione en muchos sitios y se diga que todo se hace en su nombre. No se leen discipularmente los Evangelios, sino que en su lugar rigen la doctrina y la disciplina eclesiásticas; tampoco se le sirve en los pobres. Al Espíritu se le da de lado no porque no se le tematice, sino porque se ha sustituido el discernimiento espiritual por la ley y la disciplina3. José Comblin, en su obra póstuma O Espírito Santo e a tradição de Jesus4, radicaliza su postura y distingue la tradición de Jesús que procede del Espíritu de la tradición humana que se ha plasmado en la religión, y muy concretamente en la religión cristiana y su estructura eclesiástica. La tradición que proviene del Espíritu está en el mundo real e histórico, no conoce la distinción profano-sagrado, es universal, no busca el poder, anuncia la libertad, da prioridad a los pobres, exige una conversión personal, mientras que la tradición humana religiosa y eclesiástica se transmite a través del mundo simbólico, separa lo profano de lo sagrado, está ligada a una cultura que incluso se impone a todos, busca el poder, no quiere la libertad, no da valor a los pobres, se transmite por las fuerzas sociales. Hay, pues, una clara diferencia entre la espiritualidad que procede del Espíritu de Jesús y la religión humana que cristaliza en la tradición eclesiástica, porque primariamente el cristianismo no es una religión sino una espiritualidad5.

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No vamos a discutir aquí y ahora esta postura, un tanto sesgada, sino que la retomaremos al final del capítulo.

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1. Pneumatología de la cristiandad medieval Entendemos por «cristiandad» la configuración eclesial que se origina a partir del siglo IV con Constantino y Teodosio y que se fragua y se consolida en el siglo XI con la reforma de Gregorio VII, el ex monje de Cluny. Nos centraremos ahora en la época medieval, dejando la parte más moderna para más adelante. Desde el ámbito de la Trinidad inmanente, podemos afirmar que la teología latina medieval sigue fundamentalmente la pneumatología de Agustín, que considera al Espíritu como el lazo de amor que une al Padre y al Hijo. Los diversos autores enriquecen esta visión agustiniana con varios matices: para Anselmo, como para Agustín, el Espíritu procede de la memoria (Padre) y del pensamiento (Hijo); para Ricardo de San Víctor, el Espíritu es el condilectus del Padre y del Hijo, un amigo común, un tercero: un Amor y tres amantes; para Buenaventura, el Espíritu es el nexo amoroso entre el Padre y el Hijo, el principio de nuestro retorno a Dios. Tomás de Aquino profundizará esta noción agustiniana del Espíritu como lazo de unión amorosa entre el Padre y el Hijo, que procede de ambos por vía de la voluntad como amor mutuo, con su concepción teológica de que en la Trinidad todo lo que es activo es de las personas: el conocimiento y el amor no existen sino hipostasiados en sujetos personales, que no se distinguen más que por las relaciones de oposición que las constituyen; no hay más relaciones que las de origen6. Esta concepción, un tanto «psicologista» y metafísica, de la Trinidad se refleja en las relaciones de la Trinidad ad extra, donde Dios actúa como una única persona, no trinitariamente, y solo son apropiaciones las denominaciones referidas al Hijo y al Espíritu. La víctima de todo ello es el Espíritu, que queda muy marginado. Tampoco la cristología de esta época es pneumatológica, pues ni en la encarnación del Logos por la unión hipostática ni en la redención interviene el Espíritu. La teoría de la redención de san Anselmo no necesita el Espíritu7. Es una cristología sin el Jesús histórico, sin los misterios evangélicos de la vida de Jesús. Es una soteriología sin historia, ajena al mundo y a una salvación en la historia. En este sentido, tiene razón P. Trigo al afirmar que la ausencia del Espíritu en la teología afecta a la misma cristología. El «cristomonismo» es cuestionable también desde la misma cristología. La eclesiología medieval tampoco es «pneumática». Poco a poco8 prevalece el esquema Dios-Cristo-Iglesia, entendiendo por Iglesia principalmente la jerarquía. El Espíritu está en función y al servicio de la jerarquía, es el que garantiza la verdad de su magisterio y la eficacia de los sacramentos; no es la Iglesia la que está al servicio del Espíritu, que es mayor que ella. Es verdad que para Tomás de Aquino el Espíritu desciende de Cristo cabeza al cuerpo eclesial, sobre todo a la jerarquía; santifica a la Iglesia y el que no está en el cuerpo eclesial no está vivificado por el Espíritu. Pero hay un déficit de pneumatología y por esto no puede extrañarnos que Tomás compare a los que niegan el primado del papa, vicario de Cristo sobre la Iglesia universal, con los que 62

niegan el Filioque, es decir, que el Espíritu procede del Padre y del Hijo. En esta analogía, el papa aparece como causa instrumental de la donación del Espíritu en la Iglesia9. No aparece el Espíritu como principio estructurador de la Iglesia, como lo es Cristo, ni como cofundador de la estructura eclesial. Desaparecen poco a poco del horizonte teológico del segundo milenio las dimensiones más comunitarias y participativas, los carismas, la recepción eclesial y la teología de la Iglesia local, tan importantes en el primer milenio eclesiológico, en el que prevaleció una eclesiología de comunión estrechamente ligada al Espíritu. De las dos manos del Padre, en la formulación clásica de Ireneo, prevalece la mano del Hijo. La eclesiología nace en el siglo XIV, en un contexto eclesial de lucha de poderes entre el papa y el poder civil, cuando Bonifacio VIII se enfrenta al rey Felipe IV de Francia. Los primeros eclesiólogos (Egidio Romano, Jaime de Viterbo...) conciben a la Iglesia como una sociedad visible y organizada jerárquicamente, una Iglesia que se identifica con el papa, que posee poder espiritual y temporal, por encima de los príncipes y señores seculares. Las primeras eclesiologías son, pues, tratados sobre la potestad del Romano Pontífice10. La eclesiología nace como apologética del poder papal sobre el imperial. El papa es el sol y el emperador es la luna, mientras que en la época patrística la Iglesia era la luna y el sol era Cristo. ¿Podrá extrañar que hasta nuestros días el pueblo cristiano identifique la Iglesia con la jerarquía y esto provoque en muchos un rechazo total de la Iglesia? También en torno al siglo XIV comienza a consumarse una separación entre teología y espiritualidad. La teología es filosófica, metafísica, escolástica, pero poco experiencial y espiritual, mientras que la espiritualidad es devota y piadosa, pero poco teológica. Paul Evdokimov ha expresado con claridad las consecuencias del olvido pneumatológico en Occidente: «La ausencia de la economía del Espíritu Santo en la teología de los últimos siglos, como también su “cristomonismo”, determinan que la libertad profética, la divinización de la humanidad, la dignidad adulta y regia del laicado y el nacimiento de la nueva criatura queden sustituidos por la institución jerárquica de la Iglesia, planteada en términos de obediencia y sumisión»11 .

Sin embargo, por estas felices incoherencias de la historia, presentes también en la teología, hay una afirmación de la importancia del Espíritu en la vida personal de los fieles. La presencia del Espíritu se afirma en la iniciación cristiana, en la liturgia bautismal y en la confirmación como don del Espíritu. La dualidad bautismo-confirmación reproduce a nivel sacramental la dualidad trinitaria entre Cristo y el Espíritu. En cambio, en el canon romano no existe una explícita «epíclesis» o invocación al Espíritu.

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En la Edad Media surgen dos bellos himnos al Espíritu que todavía la Iglesia recita y canta hoy: el Veni Creator Spiritus (siglo IX) y el Veni Sancte Spiritus (siglo XIII), con un sentido muy intimista («Ven, dulce huésped del alma...») y que llama al Espíritu «padre de los pobres», como ya hemos visto. Desde el siglo XIII se desarrolla la teología de los dones del Espíritu, a partir de la traducción de la Vulgata de Is 11,2-3. Estos dones, según Tomás, se diferencian de las virtudes, pues las virtudes se orientan a Dios por la acción humana, mientras que los dones del Espíritu nos mueven desde dentro, nos inspiran más allá de las virtudes, son un acontecimiento del Espíritu (Rom 8,14). Sin embargo, como ya dijimos en el capítulo bíblico, no se tienen en cuenta los versículos siguientes, que hablan de que el Espíritu mesiánico hará que el descendiente de David no juzgue por apariencias, sino que juzgue con justicia a los débiles y sentencie con rectitud a los pobres, siendo la justicia el ceñidor de sus lomos y la verdad, el cinturón de sus caderas. Y luego se anuncia un futuro escatológico de reconciliación cósmica y de paz, donde serán vecinos el lobo y el cordero, la vaca y el oso, y un niño hurgará sin peligro en la cueva de la culebra: nadie hará daño, nadie hará mal (Is 11,4-9). ¿Por qué no se tienen en cuenta estos dones del Espíritu con carácter social y cósmico? No es extraño que hasta nuestros días, cuando se habla de los dones del Espíritu, tanto en las catequesis y homilías de la confirmación como en la fiesta de Pentecostés, se omitan estas dimensiones de la justicia y de la armonía ecológica como frutos auténticos del Espíritu del Señor. Se confirma así la convicción de que el Espíritu en la cristiandad occidental queda muy reducido a las dimensiones subjetivas, personales, íntimas e incluso místicas (Hildegarda de Bingen, místicos flamencos y alemanes como Taulero, Suso, Ruysbroeck, el maestro Eckhart...), pero no se abre a otras perspectivas. Ni hablar de una reflexión teológica sobre el Espíritu y los pobres. Podemos concluir este apartado diciendo que en la teología de la cristiandad medieval latina el Espíritu queda limitado a las especulaciones teológicas agustinianas de la vida trinitaria ad intra y que, en la acción del Espíritu en la economía de la salvación (Trinidad ad extra), queda reducido a la jerarquía y a la intimidad de los cristianos, sobre todo de los místicos. Pero seríamos injustos si nos quedáramos aquí. Es necesario señalar el polo profético del Espíritu en la Iglesia de cristiandad latina medieval.

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2. El polo profético Si en la cristiandad medieval latina, a nivel especulativo y eclesial institucional, el Espíritu ha quedado medio oculto y en todo caso muy jerarquizado, a nivel histórico se constata una emergencia desde la base eclesial, desde abajo, de una serie movimientos que reivindican la dimensión del Espíritu en la Iglesia y en la sociedad. Cátaros, albigenses, pobres de Dios, humillados, valdenses, begardos y beguinas, mendicantes (franciscanos, dominicos...), fraticelli... irrumpen desde abajo, en un momento en que la Iglesia institucional vive el apogeo de la teocracia pontificia, que culmina con Inocencio III. Estos movimientos, que a nivel eclesial tendrían una cierta continuidad profética con el monacato del siglo IV, muestran características comunes. Originariamente son en su mayoría laicales, de gente pobre e incluso miserable, que reaccionan en contra del poder y la riqueza de la Iglesia jerárquica, quieren volver al evangelio del Jesús pobre de Nazaret, desean imitar a los apóstoles y a la Iglesia de los Hechos. Muchos de ellos aspiran a un cambio social y político, en un momento de transición entre feudalismo y emergencia de las ciudades o burgos, surgimiento de las universidades, paso de la economía puramente agrícola al comercio, etc. Muchos de ellos tienen un fuerte acento mesiánico, milenarista y apocalíptico. El tema ha sido ampliamente estudiado y solo destacaremos aquí los rasgos más significativos de cara a la cuestión pneumatológica12. Algunos de estos movimientos derivaron en herejías al rechazar la estructura jerárquica y sacramental de la Iglesia, mientras que los mendicantes supieron unir la dimensión profética de vuelta al Jesús pobre del evangelio, de conversión a los pobres, de mística de la pobreza y de fidelidad a la Palabra con la obediencia al papa y su entrega a la misión apostólica eclesial. La tentación de la Iglesia institucional es rechazar las novedades, sospechar de los carismas13, condenarlos muchas veces sin diálogo previo. Difícilmente se ve en estos movimientos la señal del Espíritu: se rechazan los abusos y errores reales pero sin captar ni reconocer lo que hay de válido y de verdadero en el fondo. Existe una gran dificultad en reconocer la presencia del Espíritu más allá de la Iglesia institucional, y mucha mayor dificultad en reconocer la acción del Espíritu más allá de la Iglesia, en la historia social y política. La misma teología que se elabora está al margen de la historia de su tiempo. Se ha constatado que en la Suma Teológica de Santo Tomás no aparece nada de la historia de su época14. Por esto es de singular importancia la figura del monje cisterciense calabrés Joaquín de Fiore (1135-1202), que, con su teoría del tercer reino, en realidad apuesta por una presencia del Espíritu en la historia. Para Joaquín de Fiore, al reino del Padre, que se manifiesta en el Antiguo Testamento, y al reino del Hijo, que se manifiesta en el Nuevo, sigue el reino del Espíritu, que aparece justamente con los monjes y contemplativos. El advenimiento de esta era es inminente; habrá jerarquía y sacramentos pero espiritualizados, más en la línea de Juan que de Pablo. 65

Las teorías y escritos de Joaquín de Fiore, aceptados en parte por Buenaventura, que veía en Francisco un hombre espiritual y escatológico, fueron rechazados por Tomás de Aquino y los maestros parisinos y condenados por el Concilio Lateranense IV, pero tuvieron una gran importancia y una fecunda posteridad, pues abrieron la esperanza de que el Espíritu actuase en la historia terrena. Con Joaquín de Fiore, la escatología se inserta en la historia y se suscita la idea de la renovatio mundi, la renovación del mundo. Los movimientos y protestas sociales podían ser realmente, por lo menos de manera germinal, fruto del Espíritu. Solo el Espíritu podía renovar el mundo. Entre los franciscanos, los radicales llamados fraticelli asimilan a Joaquín y ven en Francisco el instaurador de la era del Espíritu. La revolución romana de Cola di Rienzo (siglo XIV) y las misiones franciscanas en México fueron consideradas como consecuencias de la inspiración «joaquinita» a propósito de la acción del Espíritu en la historia. ¿También las reducciones jesuíticas? Joaquín influyó también en el mundo filosófico y literario posterior, pues abrió el camino a la filosofía de la razón, del progreso del Espíritu, de la protesta social, de la contestación eclesial, de la novedad y libertad, en un momento en que no existía todavía una filosofía netamente política. En la edad moderna y durante la Ilustración (Aufklärung), con la crítica racional a todo lo sobrenatural, el Espíritu bíblico se convierte en algo secular y filosófico (Hegel y Schelling), e incluso, a través del movimiento eslavófilo, degenera en la terrible ideología hitleriana del Tercer Reich, el tercer reino15. Lo que queda claro a través del polo profético de la cristiandad medieval es que el Espíritu actúa en la historia, ordinariamente desde abajo, desde los pobres, y en función de ellos promueve la justicia y la igualdad, pero, al mismo tiempo, se evidencia que es necesario hacer un serio discernimiento para captar realmente el Espíritu de Jesús a la luz del evangelio, sin dejarse deslumbrar ni engañar por ideologías extrañas: en Jesús, en su cruz y en su Iglesia, se disciernen los espíritus.

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3. La Reforma Muchas veces se suele identificar la Reforma con el protestantismo y la Contrarreforma con el catolicismo. Sin embargo, parece más exacto presentar la Reforma como un gran movimiento espiritual que surge en toda la Iglesia y la atraviesa en todos sus estamentos como protesta contra la decadencia eclesial, sobre todo de la institución jerárquica romana, y que como reacción promueve una vuelta al radicalismo evangélico, a la Palabra, a la fe y a la cruz. En una primera instancia, en esta contestación eclesial y en este deseo de volver a las fuentes de la fe están de acuerdo tanto Lutero y Calvino como Ignacio y Teresa de Jesús, aunque luego se diferencien sus posturas, sobre todo eclesiológicas, y desde Trento los católicos asuman una actitud apologética de Contrarreforma. Esta perspectiva nos permite ver la Reforma como un gran movimiento, fruto del Espíritu, que atraviesa toda la Iglesia buscando su renovación evangélica (Ecclesia semper reformanda), aunque luego, por culpa de ambas partes, las posturas se dividan. Es semejante a lo que ya ocurrió en la Edad Media con los movimientos laicales populares: algunos quedaron marginados y excluidos de la gran Iglesia, mientras que los mendicantes fueron aprobados por el papa. Todos estos protagonistas de la Reforma, aunque profesan la fe trinitaria de los primeros concilios y tienen sin duda una profunda experiencia espiritual, no poseen una pneumatología explícita y refleja. Un caso típico de ello es Ignacio de Loyola, quien, quizá por miedo a ser tachado de alumbrado por la Inquisición, silencia casi totalmente al Espíritu Santo en su libro de Ejercicios, aunque los califique de «espirituales» y hable de sentir y gustar internamente, dejar que el Creador se comunique inmediatamente con la criatura, mociones internas, consolación y desolación, discreción de espíritus, Dios que habita en sus criaturas, etc.16 Pero pronto tanto Lutero como Calvino no solo se enfrentarán a los católicos, a los que acusan de absolutizar la jerarquía, sino también a los entusiastas del Espíritu dentro de sus mismas filas, los Schwärmer y los anabaptistas, quienes, deseosos de continuar el movimiento de la Reforma, se apropian del Espíritu. Ellos constituyen el ala izquierda de la Reforma y serán considerados heréticos por los propios reformadores. Tanto Lutero como Calvino, ante los que gritaban «¡Espíritu, Espíritu!», exclaman «¡Escritura, Escritura!» y adoptan una vía media entre Escritura y Espíritu, exigiendo tanto la dimensión externa de la Palabra como la acción interna del Espíritu. De todos estos profetas reformadores, el más famoso es Thomas Müntzer (14891525), considerado como uno de los genios religiosos más importantes del siglo XVI. Lutero reivindica la libertad personal, que nace de la fe y no puede ser dañada por nada exterior, ni por la opresión social, pues no hay que mezclar la fe con lo temporal. Al alma le basta para salvarse la Palabra de Dios. Hay que separar el mundo interior de la fe del mundo exterior y político del Estado-nación. 67

Müntzer, en cambio, afirma que la libertad queda reducida a la nada si no se dan las condiciones objetivas para su realización: la fe exige obras. Intuye que evangelio y esclavitud son incompatibles y no está de acuerdo con que la Iglesia se retire a la esfera privada y deje manos libres a los príncipes que oprimen al pueblo. Hay que colaborar a la era del Espíritu con obras, preparar el tercer reino del Espíritu, que continúa la obra que el Cristo histórico no pudo acabar. La humanidad necesita el complemento del Espíritu y para ello hay que estructurar un proyecto social colectivo, que tenga como agentes a los pobres y analfabetos, predilectos del Señor. Todo ello se plasma en la guerra de los campesinos, a los que Müntzer apoya, mientras Lutero pide la ayuda de los príncipes para que degüellen a los campesinos «como perros rabiosos». Los campesinos acaban derrotados en la batalla de Frankenhausen, en 1525; se calcula que en el conjunto de la guerra murieron unos 100.000. Poco después muere Müntzer, tras haber sido torturado, mientras exclama: «Todas las cosas son comunes». Para Lutero, Müntzer es un demonio encarnado; a su vez, Müntzer llama a Lutero vicecanciller del demonio, siervo de Satán y «doctor mentira». Lutero representa la modernidad y distingue la función del Estado-nación de la de la Iglesia, pero acaba con una política social reaccionaria; en cambio Müntzer, más medieval, apocalíptico y mesiánico, se siente movido por el Espíritu, como Elías y los profetas del Antiguo Testamento, y se convierte en gestor de un nuevo movimiento revolucionario. No es casual que la personalidad de Müntzer haya sido estudiada por autores marxistas como Engels, Bloch y Garaudy y que en América Latina un discípulo de Gustavo Gutiérrez, el peruano Hugo Echegaray, muerto prematuramente, haya reflexionado sobre Müntzer en la perspectiva de la teología de la liberación17. De nuevo vemos que falta una pneumatología explícita en el mundo de la Reforma, pero hay una clara afirmación teórica y práctica de la importancia de la experiencia espiritual y persiste el polo profético popular que liga al Espíritu con los pobres, por más que en esta reivindicación social haya elementos espurios que necesitan discernimiento y corrección. Si la Reforma reconoce la importancia del Espíritu en la experiencia espiritual de los fieles, incluso de los movimientos sociales, la Contrarreforma, ligada a Trento y con una apologética anti-protestante, insistirá en la estrecha relación entre Espíritu y tradición eclesial, Espíritu y magisterio, Espíritu y jerarquía, Espíritu y sacramentos, Espíritu y obras del cristiano. El mismo concilio de Trento es visto como fruto del Espíritu. Pero en este clima anti-protestante no es extraño que lo institucional y eclesiástico sea más valorado que la dimensión «pneumática» de la fe y de la Iglesia. Un ejemplo típico es la eclesiología de Roberto Belarmino, centrada en la unidad de fe, la práctica sacramental y la adhesión a la jerarquía. Su deseo de contrarrestar a la Iglesia invisible e interior de los grupos protestantes le lleva a acentuar lo visible e histórico de la Iglesia: la Iglesia es una sociedad perfecta, tan perfecta como el Estado, 68

tan visible e histórica como el reino de los francos o la república de Venecia. No hay pneumatología. Se tiene la impresión de que, frente al grito «¡Espíritu, Espíritu!», se quiere oponer el de «¡Iglesia, Iglesia!». Hay una primacía invasora del magisterio. La primera evangelización de América Latina tuvo lugar en este contexto eclesial tridentino y de Contrarreforma. Prevaleció lo dogmático, doctrinal y catequético, lo moral y ritual sobre lo evangélico, lo narrativo, lo experiencial y simbólico. Fue una evangelización anti-protestante, mariana y sacramental, cuando los indígenas no tenían ni idea de lo que había sido la Reforma luterana. No hubo ninguna comprensión hacia las religiones originarias, vistas como obra del demonio. No hubo presencia de una pneumatología y, como afirma P. Trigo, tampoco se anunció la cristología de Jesús de Nazaret. Las consecuencias negativas todavía se sufren hoy. Sin embargo, a pesar de todo, el Espíritu estuvo presente en esta primera evangelización, pues el Espíritu no necesita permiso de los pastores ni de los teólogos para actuar. Estuvo presente en los fieles que recibieron la fe y estuvo presente sobre todo, como ya hemos visto en el primer capítulo, en aquellos obispos y misioneros proféticos de los siglos XVI y XVII que defendieron a los indios frente a los conquistadores18. El Espíritu se les hizo presente a través del clamor del pueblo oprimido.

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4. La restauración posrevolucionaria Esta postura, un tanto reaccionaria, se intensificará ante el surgimiento de movimientos revolucionarios como la Revolución francesa (1789), que es considerada por la Iglesia católica como consecuencia lógica de la Reforma: se empezó por defender la libertad y la conciencia personal frente a la tradición y a la Iglesia jerárquica y por atacar al papa, y ahora se continúa atacando al poder establecido en la sociedad, a la monarquía, y cayendo en el caos social. Es el triunfo de la diosa Razón sobre la fe, el triunfo de la Libertad frente al orden puesto por Dios, el triunfo del Estado frente a la Iglesia. La Revolución francesa, con sus innegables efectos caóticos y violentos, produjo en la Iglesia un trauma que tardará siglos en sanar. Habrá que esperar a los años del Vaticano II para que Pablo VI reconozca que los ideales de la revolución francesa – libertad, fraternidad e igualdad– en el fondo son evangélicos; es decir, podríamos explicitarlo afirmando que son fruto de la acción del Espíritu, aunque estén mezclados con la cizaña. Como siempre, la mezcla de elementos genuinamente evangélicos con errores y actitudes violentas y anti-evangélicas que caracteriza a las revoluciones y los cambios sociales dificulta discernir, en un momento concreto, lo que el Vaticano II llamará los signos de los tiempos. Lo mismo sucederá con la independencia de la América hispana respecto a la corona española. Ya en 1780, antes de la Revolución francesa, surge en el actual Perú una revolución indígena capitaneada por Túpac Amaru, antiguo alumno de los jesuitas que deseaba volver a instaurar el imperio incaico, pero inspirándose en principios cristianos. Fueron excomulgados él y sus huestes por el obispo Moscoso, la rebelión fue brutalmente sofocada y Túpac Amaru, bárbaramente descoyuntado por cuatro caballos que corrían en direcciones contrarias. Esta rebelión fue un toque de alerta que ni la corona española ni la jerarquía de la Iglesia comprendieron. Las reformas de los Borbones, que sustituyeron el paternalismo de los Austrias por el despotismo ilustrado, no acallaron los ánimos del pueblo, sobre todo de la burguesía criolla. Se aprovechó la ocupación de España por Napoleón para lanzar el movimiento de emancipación de la colonia en una lucha por la independencia con respecto a la metrópoli; tal movimiento fue guiado por la oligarquía criolla contra la burocracia hispánica (virreyes, oidores e incluso obispos realistas). Esta lucha por la independencia se justificó teológicamente, a partir de una teología popular, desde púlpitos, asambleas constituyentes, proclamas, diarios, nuevas constituciones. Aparecen corrientes apocalípticas e iluministas, alejadas de la escolástica oficial. Los principios aprendidos en las universidades, como la de San Francisco Xavier de Sucre, sacados del tomismo y del suarismo, sobre el poder popular se utilizan para justificar la praxis emancipadora. Morelos, el cura Hidalgo, Juan Germán Roscio... son figuras a la vez políticas y teológicas.

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Pero la independencia de la América hispana constituye un trauma no solo para las metrópolis coloniales, sino también para Roma. Pío VII, en su encíclica Etsi longissimo (1816), exhorta a los obispos americanos a que desarraiguen la cizaña funesta de alborotos y sediciones que el enemigo plantó y a que exhorten al pueblo a la obediencia al católico rey Fernando VII. León XII, en su encíclica Etsi iam diu de 1824, lamenta desolado la situación imperante en América y compara las juntas nacionalistas a las plagas de langostas que se forman en la lobreguez de las tinieblas. Solo Gregorio XVI, en 1831, mediante la constitución apostólica Sollicitudo omnium ecclesiarum, reconoce las nuevas repúblicas y nombra finalmente obispos residenciales. Hay una ceguera total para discernir en estos cambios históricos un signo de los tiempos, la presencia del Espíritu. Esta postura antirrevolucionaria y «restauracionista» se manifestará continuamente en forma de rechazo de toda innovación, tanto en la Iglesia como en la sociedad. El Syllabus de Pío IX en 1864 es una condenación de todos los errores modernos, como la libertad religiosa y la separación entre Iglesia y Estado. El Concilio Vaticano I (1870), aunque es más equilibrado que las posturas ultramontanas de los sectores reaccionarios (como Joseph de Maistre, Louis Veuillot, Donoso Cortés, Jaime Balmes, Felicité Lamennais...), representa, sin embargo, el triunfo de la autoridad, tanto divina (constitución Dei Filius) como papal (constitución Pastor aeternus), el triunfo del cristianismo intransigente, la afirmación de una eclesiología «jerarcológica», en expresión de Y.-M. Congar. No se trata de negar aquí sus afirmaciones dogmáticas, sino de constatar su orientación sesgada y unilateral, que solo encontrará equilibrio y una correcta complementación en el Vaticano II. La «minoría» teológica que fue derrotada en el Vaticano I será la «mayoría» del Vaticano II. Esta eclesiología con poca presencia del Espíritu y esta praxis eclesial en contra de la modernidad se reafirmarán en tiempos de Pío X con su postura tan crítica hacia el modernismo (decreto Lamentabili y encíclica Pascendi,1907) y se manifestarán aún en la encíclica Humani generis de Pío XII (1950) contra la Nouvelle Théologie, con la consiguiente destitución de su cátedras de los teólogos Chenu, Congar, De Lubac y Daniélou y las observaciones críticas y la censura romana previa exigida a Karl Rahner. Esta época que va de Pío IX a Pío XII, cerrada a la modernidad y replegada en una tradición entendida de modo «fixista», es lo que Rahner calificó como «epoca piana». No es necesario resaltar las consecuencias negativas de esta postura reaccionaria de la jerarquía eclesial en los sectores más vivos y proféticos de la Iglesia. El precio de no auscultar ni discernir los signos de los tiempos se paga siempre muy caro y costará mucho tiempo recuperar de nuevo las posturas más atentas a una pneumatología evangélica. Sin embargo, como suele suceder, junto y frente a esta teología y a esta eclesiología tan rígida y tan poco «pneumática», aparece un cierto polo profético en la base eclesial, que, aunque en su tiempo no fue suficientemente valorado, a la larga ejercerá su influjo positivo en toda la Iglesia. 71

La escuela católica de Tubinga, con figuras señeras como J. A. Möhler, rompe con el esquema de la Contrarreforma y se abre a una visión más cristológica, más «pneumática» y más trinitaria de la Iglesia. La escuela romana, surgida en el Colegio Romano de los jesuitas (Perrone, Passaglia, Schrader, Scheeben, Franzelin...), se enriquece con las visiones pneumatológicas de los Padres griegos y de Möhler. A estas escuelas se añade la personalidad, un tanto solitaria pero realmente descollante, del inglés J. H. Newman. Sus conocimientos patrísticos, su personalismo místico y su defensa ante todo de la conciencia, su visión histórica y dinámica de la Iglesia y de la evolución del dogma, su sentido de la Iglesia no primariamente como institución sino como relación de personas que forman un cuerpo eclesial, su sensibilidad al diálogo ecuménico, su reconocimiento de la doble tradición episcopal y profética existente en la Iglesia, sus estudios sobre la fe del pueblo sencillo que en el siglo IV mantuvo la tradición ortodoxa cuando muchos obispos se hicieron arrianos... hacen de él no solo un precursor del Vaticano II sino un hombre que intuye la acción del Espíritu en todo el cuerpo eclesial. Ciertamente, después de la Revolución francesa, en los siglos XVIII y XIX surgen en la Iglesia un gran número de congregaciones masculinas y femeninas que están al servicio de los pobres y que sin duda son obra del Espíritu. También se restauran algunas órdenes suprimidas, como dominicos, jesuitas, benedictinos... Pero, a diferencia de los otros ciclos de la vida religiosa (monacato, mendicantes, clérigos regulares...), que poseían una fuerte carga profética frente a la Iglesia y a la sociedad, estas formas de vida religiosa están muy marcadas por la mentalidad contrarrevolucionaria y tradicionalista de la Iglesia de su época; añoran la anterior unión entre el trono y el altar y forman a jóvenes para que no sean revolucionarios. Crecen numéricamente, se institucionalizan de modo asombroso, están fuertemente organizadas y disciplinadas y se extienden a numerosos países, también a América Latina, pero se cierran al mundo moderno y tienden a una acción asistencial y benéfica, sin duda admirable e imprescindible, más que a una visión estructural de las causas de la pobreza. Esta es la vida religiosa tradicional, a la que el Vaticano II urgirá a que vuelva al evangelio y a sus carismas originales. ¿Qué ha pasado en estos años? ¿No es esta la vida religiosa que ha entrado en fuerte crisis actualmente y a la que muchos miran con nostalgia? Digamos, para acabar este apartado, que los estudios de É. Mersch sobre el cuerpo místico de Cristo no dan lugar a una pneumatología. La encíclica de Pío XII Mystici corporis (1943), influida por los trabajos de É. Mersch y S. Tromp sobre el cuerpo místico, representa un enriquecimiento frente a la visión eclesiológica tradicional y «belarminiana»; habla del Espíritu, pero siempre como garantía de la institución jerárquica, y llega a afirmar que el cuerpo místico de Cristo se identifica con la Iglesia católica romana, de tal manera que las demás confesiones e Iglesias cristianas no forman parte de ese cuerpo místico de Cristo. En el fondo, el Espíritu se identifica solo con la Iglesia católica: fuera de ella no habría Espíritu ni salvación.

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Preguntarnos en este clima eclesial, incluso en sus versiones más abiertas, por la relación entre Espíritu y pobres, no tiene lugar. Quizás solo Newman intuye algo al reconocer la fe profunda del pueblo sencillo, el sensus fidelium. ¿Tomó en cuenta la Iglesia institucional de aquel tiempo el Manifiesto comunista de Marx de 1847-1848? La primera encíclica social, Rerum novarum de León XIII, es de 1891, veinte años después de la celebración del Vaticano I. Una vez visto todo este panorama,se puede juzgar si la afirmación de N. Nissiotis sobre la ausencia de pneumatología de la Iglesia latina y su «cristomonismo» es exagerada o no. Pero también nos puede ayudar a responder a esta pregunta la reflexión sobre los vacíos del Espíritu en la Iglesia occidental latina, que se han intentado llenar con algunos sucedáneos.

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5. Vacíos y sucedáneos Y.-M. Congar, a pesar de su seriedad histórica y teológica, no duda en hablar de «vacíos del Espíritu», que han sido suplidos por otros elementos teológicos en la Iglesia latina19. Más concretamente y citando a Ph. Pare, habla de la eucaristía, del papa y, sobre todo, de María20, lo que algunos, como el obispo Marcel Lefebvre, califican de «las tres realidades blancas» 21. Tanto los protestantes como los ortodoxos lanzan esta acusación. 5.1. La eucaristía Respecto a la eucaristía, no podemos negar su lugar central en los sacramentos y la vida de la Iglesia (Sacrosanctum Concilium, 10), pero sí podemos reconocer que la relación entre la eucaristía y el Espíritu había quedado muy olvidada y empobrecida en la Iglesia latina hasta el Vaticano II. El Concilio restableció la «epíclesis» o invocación el Espíritu en la eucaristía, en su doble momento, primero como petición para la conversión del pan y el vino en el cuerpo sacramental de Cristo y luego para que la comunidad se convierta en el cuerpo eclesial de Cristo22. Se ha olvidado durante mucho tiempo que el fin último de la eucaristía es la formación de un solo cuerpo en Cristo23. Añadamos a esto que la teología latina de la eucaristía, desde las controversias sobre la presencia real en torno al siglo XI y luego en la polémica anti-protestante, desarrolló sobre todo los temas controvertidos, acentuando fuertemente la dimensión de presencia y adoración (sagrario, elevación, Corpus...) y la de sacrificio, y dejando en la penumbra otras dimensiones: la comunidad, la simbólica del banquete, la Pascua, el ser signo escatológico, todas ellas muy ligadas a la pneumatología. La teología eucarística de los primeros evangelizadores de América Latina es claramente la tridentina, con su riqueza y sus límites pneumatológicos. Tampoco hay en toda esta revalorización eucarística una relación clara entre la eucaristía y el hambre de los pobres, entre la eucaristía y el dinamismo del compartir. 5.2. El papa Sobre el tema del papa, basta decir que en Occidente los nombres del papa han sufrido una continua evolución, en un crescendo de poder y de identificación de la persona del papa con Cristo: de vicario, o incluso sucesor, de Pedro y siervo de los siervos de Dios ha pasado a ser llamado vicario de Cristo, vicario de Dios, cabeza de la Iglesia... olvidando que la cabeza de la Iglesia es Cristo y que, para algunos Padres de la Iglesia, el vicario de Cristo (y de Dios Padre), el que hace sus veces, es el Espíritu. Incluso los Pontífices que han escrito encíclicas sobre el Espíritu, como León XIII (Divinum illud munus, 1897), convierten al Espíritu en un aliado y defensor del papa, de su magisterio de infalibilidad, de la jerarquía, y ponen la pertenencia a la Iglesia estrechamente ligada a lo jurídico, dogmático, ritual y a la sumisión a la autoridad papal.

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Desde tiempos de Pío IX fue creciendo la «devoción al papa» como un elemento básico e integrante de la fe católica, llegando a veces a una auténtica «papolatría». No negamos la importancia del ministerio apostólico en la Iglesia, lo que luego se llamó la jerarquía, y dentro de ella el papel esencial del primado de Pedro, que ejerce el obispo de Roma, pero no podemos hacer del Espíritu una función de la Iglesia, sino que, al revés, toda la Iglesia, desde el papa hasta el último fiel, está al servicio y en función del Espíritu y de su proyecto de salvación. Esta absolutización del papado y el convertirlo en sucedáneo del Espíritu es una auténtica patología eclesial y pneumatológica, a la que el Vaticano II intentará poner remedio (Lumen gentium, 7,3; 12,1; 27,7; Gaudium et spes, 40,2; Ad gentes, 4; 15,1). Pero, aun después del Vaticano II, encontramos signos claros de una sospechosa y ambigua devoción al papa, que puede esconder ignorancia teológica y también encubrimiento de otros intereses nacionales o políticos. 5.3. La Virgen María Pero, sin duda, la figura que más ha sustituido en la fe del pueblo la dimensión del Espíritu ha sido María. Sobre todo en América Latina, la devoción del pueblo a María y la peregrinación a sus santuarios es un dato que marca profundamente su fe. Los motivos de esta devoción mariana y de suplencia del Espíritu son múltiples y vienen de lejos. Desde los siglos XI-XII surge en Occidente un deseo de conocer la vida terrena de Jesús, desde Navidad hasta la pasión, y con ello también el deseo de conocer más de cerca la vida de María, asociada íntimamente a la de Jesús. De la imagen teológica y un tanto hierática de la Theotokos surgida en Éfeso se pasa a una imagen más tierna, familiar y humana de María; se comienza a rezar el Ave María, completado con el «Santa María»; nace el oficio mariano, la Salve Regina, el rosario y las letanías lauretanas. El rosario constituye el salterio de los pobres que no saben leer y que suplen con 150 avemarías los 150 salmos24. Pero a esto se añade, sobre todo en América Latina, el deseo de compensar una imagen de Dios excesivamente severa y dura, ligada al juicio y a la condenación, transmitida por los primeros evangelizadores, con una imagen más femenina y bondadosa de Dios, más cercana, dulce, materna y misericordiosa. María se convierte así en la abogada e intercesora ante el juicio de Cristo o del Padre. Pero María es además la mujer y madre que siempre nos comprende y perdona, la que escucha la oración del pecador, del pobre y del desvalido, es la madre de los pobres. María visibiliza el rostro materno de Dios, su compasión, nos da la vida de la gracia, nos lleva a Jesús, es «vida, dulzura y esperanza nuestra», como se reza en la Salve Regina. La formulación clásica «a Jesús por María» puede resumir este papel mediador de María. Estas características maternas y femeninas, de bondad y misericordia, de mediación ante Jesús, son en realidad las que corresponden al Espíritu, a la femenina ruaḥ bíblica. 75

La figura de María de Nazaret viene a suplir la ausencia de pneumatología. Hay una migración de la pneumatología a la mariología25. Esta devoción a María y su carácter de suplencia del Espíritu, común a toda la Iglesia, pero especialmente fuerte en América Latina, sin duda está ligada a la primera evangelización tridentina, muy poco pneumatológica y con una fuerte carga mariana como señal distintiva católica frente a los protestantes. Esto puede implicar un déficit cristológico, pneumatológico y eclesiológico, e incluso degenerar en una cierta «mariolatría», como nos achacan las Iglesias evangélicas. Pero a estos motivos de piedad popular de carácter religioso se unen en América Latina otros, derivados tanto del papel psicológico de la mujer y de la madre en la familia y la sociedad latinoamericana como también de la conexión simbólica que existe en las culturas ancestrales entre la figura de la madre biológica y la de la tierra madre, la Pachamama andina, que nos alimenta y nutre26. ¿Qué hacer frente a esta sustitución del Espíritu por María en el pueblo, sobre todo en el pueblo latinoamericano? ¿Denunciar, criticar, extirpar? Tanto desde el punto de vista teológico como pastoral, hay que usar un camino positivo de complementación y enriquecimiento. Para ello puede ayudarnos el hecho de que para la tradición de la Iglesia oriental el icono de María sea también icono de la encarnación, de la Iglesia y del Espíritu. La vida de María desde la encarnación de Jesús está estrechamente ligada al Espíritu: el Espíritu hará concebir y nacer a Jesús de sus entrañas, guiará toda la vida de Jesús y en Pentecostés dará lugar al nacimiento de la Iglesia. Si hay símbolos cósmicos del Espíritu (aire, viento, fuego, agua, perfume, paloma...), María es un símbolo humano del Espíritu, templo y lugar teológico privilegiado del Espíritu. Como escribe el teólogo ruso Paul Evdokimov: «La virginal maternidad de la Theotokos (la Madre de Dios) es considerada como una figura del Espíritu»27 .

Y Juan Damasceno afirma que María, en cuanto Madre de Dios (Theotokos), contiene toda la historia de la economía (salvación) divina del mundo28. Se trataría, pues, de explicitar todas las virtualidades contenidas en el icono de María, en concreto su relación con Jesús, con el Espíritu y con la Iglesia. De este modo, María no se convierte en simple sucedáneo o sustitución del Espíritu sino en su imagen e icono: es una mujer «pneumatizada» 29. Sin duda se podrían añadir a estos tres sucedáneos del Espíritu (la eucaristía, el papa y María) otras manifestaciones más actuales del Espíritu (como la New Age y, más en concreto, los movimientos pentecostales), pero preferimos dejarlos para más adelante, pues más que sucedáneos son signos de los tiempos que hay que discernir.

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6. Conclusiones ¿Qué conclusiones podemos sacar luego de este largo recorrido por la Iglesia de la cristiandad occidental? ¿Qué responder a la acusación de «cristomonismo» lanzada por los teólogos orientales? Si por «cristomonismo» se entiende que únicamente ha estado presente en la Iglesia latina la figura de Cristo y que el Espíritu ha quedado totalmente olvidado, creemos que es una afirmación que no responde a la realidad. Pero sí es cierto que ha habido un «cristocentrismo» muy fuerte, que ha marginado y opacado la acción del Espíritu. Ciertamente, el Espíritu no ha dejado de estar presente en la vida y santidad del pueblo cristiano, que puede presentar en estos siglos ejemplos de santidad eximia, de fe profunda y de amor al prójimo, así como el testimonio de catedrales y de sumas teológicas, de grandes misioneros y místicos. El Espíritu no necesita el permiso ni de la jerarquía ni de los teólogos para actuar libremente en la Iglesia y en la historia de la humanidad. En este sentido, la postura del libro póstumo de J. Comblin, que radicaliza y opone en extremo la relación entre el movimiento espiritual que viene de Jesús y la estructura religiosa y eclesial, no nos parece teológicamente correcta, aun reconociendo que siempre hay tensión entre carisma e institución, como hemos visto. Pero debemos distinguir la presencia y tematización del Pneuma según los diferentes sectores eclesiales. La jerarquía eclesial de esos siglos ciertamente ha afirmado la fe en el Espíritu y ha reconocido la presencia del Espíritu en la Iglesia, sobre todo como respaldo y confirmación del magisterio jerárquico, admitiendo también la acción del Espíritu en personas particulares, singularmente en los místicos. Lo confirman los bellos himnos medievales al Espíritu. Pero el acento ha sido sobre todo cristológico, lo cual, como afirma Trigo, también ha debilitado la cristología teórica y práctica al no reflexionar sobre el Espíritu. Pero la institución eclesial ha sido muy reacia, y a veces totalmente ciega, para captar la presencia del Espíritu en lo que constituye el polo profético de la Iglesia, y mucho menos sensible aún para captar esta presencia del Espíritu fuera del ámbito de la Iglesia católica y en la sociedad civil secular y moderna, la ciencia, la filosofía, la política... La jerarquía se ha sentido siempre incómoda ante los carismas, concretamente ante los diferentes movimientos de vida religiosa, que ha intentado controlar y muchas veces ha tardado mucho en reconocer. Mucha mayor dificultad ha tenido en captar los movimientos populares y revolucionarios, tanto europeos como de los países americanos. Tampoco ha sido sensible ante las nuevas corrientes teológicas que deseaban renovar la Iglesia volviendo al evangelio desde el presente. Diríase que la jerarquía tiene miedo a la novedad del Espíritu y que no es capaz de realizar un serio discernimiento de su presencia en la historia. 77

La teología latina académica de estos siglos, concretamente la pneumatología, ha seguido la línea agustiniana del Espíritu como lazo de unión entre el Padre y el Hijo, y ha afirmado que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque) como de un solo principio, que las acciones de la Trinidad ad extra son comunes a todas las personas y que solo se pueden «apropiar» a cada una de ellas, lo cual ha devaluado mucho la persona y función del Espíritu. Donde el Espíritu ha aparecido más claramente ha sido en el polo profético de la Iglesia y de la sociedad, en los movimientos populares y revolucionarios, en los movimientos de reforma de la Iglesia, en los movimientos espirituales y en los diferentes ciclos de la vida religiosa, en las nuevas corrientes teológicas y espirituales. Se confirma de nuevo que el Espíritu actúa preferentemente desde abajo, desde la base social y eclesial, que busca la renovación de la Iglesia y de la sociedad en la línea del proyecto del reino. Pero esta presencia del Espíritu en la base, desde abajo, ha sido muy poco tematizada y reflexionada por la teología: no se ha elaborado una pneumatología desde los pobres. Esta es una tarea que la teología latinoamericana podría abordar a partir de su experiencia de la irrupción del Espíritu en el pueblo pobre latinoamericano. Toda esta situación ha quedado positiva y profundamente transformada por el Vaticano II y luego por la teología latinoamericana. Pero, antes de abordar estos temas, veamos cuál ha sido la experiencia pneumatológica de la Iglesia del Oriente cristiano.

1. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo; J. Comblin, El Espíritu Santo y la liberación; Id., O Espírito Santo e a tradição de Jesus, Nhanduti, São Bernardo do Campo 2012; Mª. C. Lucchetti Bingemer, «El amor escondido. Notas sobre la kenosis del Espíritu en Occidente»: Concilium 342 (2011), 63-76; V. Codina, Creo en el Espíritu Santo. Pneumatología narrativa, Sal Terrae, Santander 1994. 2. N. Nissiotis, «Pneumatologie orthodoxe», en Le Saint Esprit (obra colectiva), Labor et Fides, Genève 1963, 85-106. Para él «una verdadera pneumatología es aquella que describe y comenta la vida en la libertad del Espíritu, y en la comunión concreta de la Iglesia histórica, cuya esencia no se encuentra en sí misma ni en sus instituciones» (91). 3. Pedro Trigo, Apuntes privados no publicados, 2013. 4. Op. cit., nota 1. 5. J. Comblin, op. cit., 50. 6. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 1.167-1.200. 7. J. Comblin, El Espíritu Santo y la liberación, 29, con nota 20, que cita a H. Mühlen, «Experiencia social del Espíritu como respuesta a una doctrina unilateral sobre Dios», en C. Heitmann y H. Mühlen (eds.), Experiencia y teología del Espíritu Santo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1978, 339-364. 8. En el siglo XII todavía hay una relación entre Espíritu e Iglesia, entre el Espíritu y el cuerpo natural de Cristo, el cuerpo eclesial y el cuerpo eucarístico, pero luego se transforma en la gracia creada que desde Cristo cabeza desciende sobre la Iglesia. Cf. H. de Lubac, Corpus mysticum. L’Eucharistie et l’Église au moyen âge, étude historique, Aubier- Montaigne, Paris 1944.

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9. Santo Tomás, Contra errores graecorum, citado por Y.-M. Congar en La conciencia eclesiológica en Oriente y en Occidente del siglo VI al XI, Herder, Barcelona 1962, 64-65. 10. V. Codina, Para comprender la eclesiología desde América Latina, Verbo Divino, Estella, 2008, 85-101. 11. P. Evdokimov, La connaissance de Dieu selon la tradition orientale, Mappus, Lyon 1967, 146. 12. J. A. Estrada, «Un caso histórico de movimientos por una Iglesia popular: los movimientos populares de los siglos XI y XII»: Estudios Eclesiásticos 65 (1979), 171-200; M. Mollat, Pobres, humildes y miserables en la Edad Media. Estudio social, FCE, México 1988; J. Domínguez, Movimientos colectivistas y proféticos en la historia de la Iglesia, Mensajero, Bilbao 1970; H. de Lubac, La postérité spirituelle de Joachim de Fiore, 2 vols., Lethielleux, Paris 1979-1981; N. Cohn, En pos del Milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Alianza, Madrid 1997. 13. Un ejemplo clásico es el del Concilio Lateranense IV (1215), que decidió no reconocer y aprobar más que cuatros reglas religiosas: las de Basilio, Agustín, Benito y Francisco. Domingo de Guzmán tuvo que acogerse a la regla de san Agustín, sin poder plasmar su carisma original en una regla propia. 14. J. Comblin, que aporta este dato en El Espíritu Santo y la liberación, 75, nota 26, señala que hay una excepción: en S. Th. II-II q. 88 a 11, 1 se hace referencia a la peregrinación a Tierra Santa. 15. Cf. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 154-165. 16. Cuando los dominicos le preguntan a Ignacio en Salamanca si lo que predica es por letras o por el Espíritu Santo, Ignacio no quiere responder. A pesar de ello acaba en la cárcel (Autobiografía, 65). Cf V. Codina, Una presencia silenciosa. El Espíritu Santo en los ejercicios ignacianos, Cristianisme i Justícia, Cuadernos Eides 62, Barcelona 2011. 17. H. Echegaray, «Lutero y Müntzer, dos concepciones antitéticas del proceso de liberación»: Páginas 7 (1976), 1-24. 18. Cf. E. Dussel, El episcopado latinoamericano y la liberación de los pobres (1504-1620), Centro de Reflexión Teológica, México 1979. 19. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 188-194. 20. Ph. Pare, «The Doctrine of the Holy Spirit in the Western Church»: Theology (1948), 293-300. 21. Homilía del 18 de septiembre de 1977 en Écône con motivo del 30º aniversario de su consagración episcopal. Cita en Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 190, nota 41. 22. V. Codina, «Nuevos enfoque teológicos sobre la eucaristía»: Yachay 23 (2006), 29-46. 23. C. Giraudo, In unum corpus. Trattato mistagogico sull’eucaristia, San Paolo, Milano 2001. 24. J. A. Jungmann, Histoire de la prière chrétienne, Paris 1972, 101-114. 25. Mª. C. Lucchetti Bingemer, «El amor escondido. Notas sobre la kenosis del Espíritu en Occidente»: Concilium 342 (2011), 63-76; L. Boff, O rosto materno de Deus, Vozes, Petrópolis 1979. 26. Cf. D. Irarrázaval, «Símbolos cristianos y marianos», en su libro Indagación cristiana en los márgenes. Un clamor latinoamericano, Ediciones Alberto Hurtado, Santiago de Chile 2013, 271-338. 27. P. Evdokimov, Présence de l’Esprit Saint dans la tradition orthodoxe, Cerf, Paris 1977, 78. 28. San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, II, 12, PG 94, 1029 C. 29. La exhortación apostólica de Pablo VI Marialis cultus, 1974, 26-27 expresa bien esta relación entre María y el Espíritu. Cf. L. Boff, O Espírito Santo. Fogo interior, doador de vida e Pai dos pobres, Vozes, Petrópolis 2013.

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CAPÍTULO 5: Pneumatología de la Iglesia oriental No es fácil presentar la pneumatología oriental, en parte por su gran riqueza y en parte, también, porque la tradición oriental es un tanto desconocida para el mundo latino. La teología católica después del Vaticano II se ha abierto a la teología de la Reforma, pero no así a la teología oriental. La mentalidad teológica oriental es la más cercana a los orígenes de la fe cristiana. Es menos normativa que la tradición latina, es más experiencial y mística, menos racional, más «apofática», más litúrgica, escatológica y cósmica, con una fuerte inspiración en la espiritualidad monástica y mucho más trinitaria y pneumatológica que la teología latina1. Puesto que ya hemos reflexionado antes sobre la época patrística, nos concentraremos ahora en algunos autores orientales de los siglos XX y XXI, singularmente Paul Evdokimov2, Vladimir Lossky3, Jean Meyendorff4, Ignace Hazim5, Ioannis D. Zizioulas6, Olivier Clément7 y Boris Bobrinskoy8, sin olvidar a otros como N. Afanassieff, C. Andronikof, V. Bolotov, S. Bulgakov, N. Nissiotis, P. Florenski, A. Schmemann, D. Stanislaoe, P. Trembelas, K. Ware, Ch. Yannaras, etc9. La ventaja es que, a pesar de sus diferentes puntos de vista, hay en todos ellos una cierta visión convergente y unitaria respecto a la pneumatología. La pregunta que nos haremos, partiendo de la clave hermenéutica latinoamericana, es la de hasta qué punto la pneumatología de la Iglesia oriental conecta con la historia, con lo social y con los pobres.

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1. La visión trinitaria oriental No analizaremos en detalle la visión trinitaria de cada autor, sino que daremos una visión sintética del conjunto, aun con riesgo de excesiva simplificación y esquematismo. Aunque esta reflexión sea un tanto técnica, es necesaria para comprender el papel del Espíritu en la Iglesia oriental. Desde el estudio clásico de Th. de Régnon10 ha quedado demostrado con evidencia que la concepción teológica de la Trinidad de la Iglesia del Oriente difiere de la occidental. Ambas profesan la misma fe trinitaria, basada en la Escrituras y en la tradición patrística y de los primeros concilios cristológicos; sin embargo, a partir sobre todo del segundo milenio, un milenio que ellos llaman pneumatológico, surgen diferencias en la reflexión trinitaria. nMientras Occidente, sobre todo para defenderse del politeísmo ambiental, profesa la fe en un solo Dios (¡le bon Dieu!), es decir, en la naturaleza divina común a las tres personas, para luego llegar a las personas, Oriente parte siempre de la monarquía del Padre, principio último de las demás personas, para llegar luego a las otras personas y a la naturaleza común a todas ellas. El principio de unidad es el Padre, no la naturaleza11. Para Occidente, todo es común a las personas, menos las relaciones de origen y de oposición, y las personas son relaciones subsistentes, mientras que para Oriente las diferencias entre las personas de la Trinidad no son solo relaciones de origen ni de oposición sino de diversidad, de reciprocidad, de revelación, de comunión... Las personas tienen propiedades diferentes; es un misterio inefable, «apofático», que hay que adorar en silencio. Para Oriente, el carácter de las relaciones es ternario, no se da una persona sin las otras dos, mientras que Occidente admite relaciones duales: el Padre engendra al Hijo; el Espíritu procede del Padre y del Hijo, es el nexo de unión entre el Padre y el Hijo. Tampoco admite Oriente el principio occidental moderno (formulado por Rahner12) de que la Trinidad hacia fuera (ad extra o Trinidad económica) sea equivalente a la Trinidad hacia dentro (ad intra o Trinidad teológica), sino que, para Oriente, la manifestación de la Trinidad en la historia no agota el misterio último de la Trinidad. Para Occidente, la acción ad extra de la Trinidad es común a todas las personas. Solo hay denominaciones o apropiaciones personales; no hay energías divinas increadas, diferentes para cada persona. Para Oriente, en cambio, hay energías divinas increadas (Palamas), que reflejan la «tri- personalidad» y que manifiestan la mutua comunión intratrinitaria (la perichoresis). Para Occidente, la visión beatífica de la esencia divina constituye el fin último de la humanidad; para Oriente ese fin último es la divinización de la persona, la participación de la vida trinitaria por las energías increadas, pues la esencia divina es incomunicable. Estas diferencias teológicas se manifestarán en la controversia en torno al Filioque. 81

El símbolo del Concilio de Nicea afirmaba que el Espíritu procede del Padre, sin citar al Hijo. Esta es la fe común a Occidente y a Oriente y se considera anatema al que añada o quite algo de esta profesión de fe. El Concilio III de Toledo, en España, reunido en el año 589, reaccionando contra el arrianismo que negaba la consustancialidad del Hijo con el Padre y para mostrar la divinidad del Hijo, condena a los que no afirmen que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). El rey visigodo Recaredo, convertido del arrianismo al catolicismo, ordena que el Filioque se añada al credo de Nicea. El Concilio IV de Toledo en 633 lo aprueba, como argumento útil contra los arrianos: si el Espíritu procede tanto del Padre como del Hijo, es evidente que el Hijo es de la misma esencia divina que el Padre. Más tarde, Carlomagno se convertirá en el gran difusor del Filioque,esencialmente por motivos políticos, para enfrentarse a los griegos. A pesar de la oposición de Roma, el Filioque se difunde en Francia, España, Italia y Alemania. En 1014, cuando el emperador germánico Enrique II es coronado por el papa Benedicto VIII, en Roma se introduce por primera vez en el credo el Filioque. A los orientales les escandaliza profundamente que se haya añadido algo al credo niceno. Más tarde, en 1054, el cardenal Humberto de Silva Candida, delegado del papa, en el decreto de excomunión depositado sobre el altar de Santa Sofía de Constantinopla, reprocha al Oriente, entre otras cosas, el haber omitido el Filioque del credo. Oriente rechaza el Filioque porque rompe el modo ternario de las relaciones trinitarias y establece una relación dual entre el Padre y el Hijo, por un lado, y por otro entre el Padre y el Hijo como principio espirador de quien procede el Espíritu Santo. La monarquía absoluta del Padre queda negada, pues es compartida por el Hijo en la procesión del Espíritu, ya que el Espíritu procede del Padre y del Hijo como de un solo principio espirador. Oriente reconoce que bíblicamente es Jesús el que derrama el Espíritu a los apóstoles y, en este sentido, se puede decir que el Espíritu se concede por Cristo, procede de Cristo, por su medio, (dia, per), pero afirman que esto es en orden a la revelación ad extra, mas no refleja la dimensión trinitaria ad intra, que no se agota en las manifestaciones en la economía de salvación ad extra. No vamos a exponer aquí toda la historia de la controversia, que con el tiempo se endurece, de modo que V. Lossky llega a decir que el Filioque es un impedimentum dirimens que impide la unión de las dos Iglesias, afirmación que es negada por Bolotov, para quien se trata solo de una opinión teológica, un theologoumenon, que no toca el núcleo de la fe trinitaria común. En un deseo de diálogo ecuménico y conciliatorio, Paul Evdokimov propone que la formulación del Filioque se equilibre y complete con la del Spirituque, es decir, que el Hijo es engendrado por el Padre y el Espíritu. Esto queda sugerido en la misma economía de salvación, cuando se afirma que Jesús nace por obra del Espíritu, que el 82

Espíritu desciende sobre Cristo en la epifanía bautismal y que el Espíritu es quien engendra a Cristo en los fieles13. En síntesis, el Spirituque significa lo siguiente: «El Padre engendra al Hijo con la participación del Espíritu y espira al Espíritu Santo con la participación del Hijo, y su misma “innascibilidad” comporta la participación del Hijo y del Espíritu, que dan testimonio de ella, procediendo de él como de su fuente única»14 .

Esta formulación del Spirituque, que no convence a Congar15, es aceptada en la práctica por el teólogo católico F. X. Durrwell16, para quien el Espíritu es como el seno del Padre, de donde amorosamente es engendrado el Hijo. El Espíritu desempeña así una función casi maternal en el engendramiento del Hijo, como afirma el Concilio XI de Toledo en 67517. Lo que queda claro de este largo y difícil proceso de diálogo entre Occidente y Oriente es que el Espíritu juega en el Oriente un papel muy decisivo en su teología y en su vida, que el Espíritu no es simplemente el lazo de unión entre el Padre y el Hijo, ni un tercer término trinitario, una especie de apéndice estéril a la Trinidad, sino que es algo fundamental para la vida personal y de la Iglesia, como veremos seguidamente. Como afirma Bobrinskoy, que acepta el Spirituque de Evdokimov, la Iglesia siempre osciló entre el esquema Padre-Hijo-Espíritu y el esquema Padre-Espíritu-Hijo, yendo sin parar del uno al otro, buscando el Espíritu en la plenitud de Cristo, yendo a Cristo mediante la plenitud del Espíritu18.

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2. El Espíritu Santo, dador de vida ¿Cómo se refleja en la vida de la Iglesia la pneumatología del Oriente? El Espíritu, por una parte, prepara el camino del Señor: habla por los profetas del Antiguo Testamento; precede a la encarnación de Jesús; le hace nacer de María virgen; desciende sobre Jesús en el bautismo y luego, en Pentecostés, se derrama sobre la naciente Iglesia para llevar a cabo la misión del Hijo, el proyecto del Padre que es el reino de Dios. De ahí se puede deducir que la acción santificadora del Espíritu precede a todo acto de encarnación de lo espiritual, donde lo espiritual toma cuerpo. En este sentido, se puede y se debe hablar de una cristología y una eclesiología «pneumáticas». Dada la importancia de la liturgia en la Iglesia oriental, podemos ver en la «epíclesis» o invocación del Espíritu, que es expresión oracional de la fe del pueblo creyente, la fuente teológica de la afirmación de que el Espíritu precede a la presencia y acción de Cristo (lex orandi, lex credendi). En la «epíclesis» se invoca al Padre para que envíe su Espíritu, en la eucaristía y en todos los demás sacramentos. Si en Occidente el ministro de los sacramentos actúa en nombre de Cristo (in persona Christi), en Oriente el ministro actúa en nombre de Cristo y de la Iglesia (in persona Christi et in nomine Ecclesiae). Esto se refleja en la forma deprecativa de las formulaciones sacramentales (por ejemplo «que el Señor te perdone») frente a la forma nominativa de la Iglesia occidental («yo te absuelvo»). De ahí que, si la concepción teológica occidental tridentina sitúa la consagración de las especies eucarísticas como cuerpo de Cristo en el relato de la institución, Oriente conceda mucha mayor importancia a la «epíclesis», de modo que toda la oración eucarística, por la invocación al Espíritu, es consagratoria, no se concreta en un momento cronológico del relato. Más aún, hay alguna plegaria eucarística que no posee el relato de la institución (la de Addai y Mari, del siglo IV). Esta visión pneumatológica y «epiclética» elimina toda visión mágica del ministro como hombre de poderes sagrados extraordinarios y concede mucha mayor importancia a la invocación al Espíritu de toda la comunidad. Esto vale para todo los sacramentos: el Espíritu es el que nos hace renacer en el bautismo, el que en la confirmación se derrama sobre el bautizado, el que realiza la metabole eucarística, el que posibilita el perdón de los pecados, santifica el matrimonio como sacramento del amor, consagra con dones y carismas al ministro ordenado, consuela y fortalece al enfermo. Toda celebración del culto divino comienza con una invocación al Espíritu: «Rey celestial, Consolador, Espíritu de la verdad, que estás en todo lugar y llenas el universo, tesoro de bienes y dador de vidas, ven a habitar en nosotros, purifícanos de toda mancha y salva, tú que eres bueno, nuestras almas»19 .

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El Espíritu es el que nos relaciona con Cristo por dentro, el que nos «cristifica», nos diviniza, nos salva, nos sana, nos cura, nos vivifica, nos hace entrar en comunión con la comunidad trinitaria y nos hace vivir ya anticipadamente la vida eterna, la nueva tierra y el Nuevo cielo. Uno de los textos más conocidos sobre la acción del Espíritu en la vida cristiana es el de Ignace Hazim, entonces metropolita ortodoxo de Lataquia y más tarde patriarca Ignacio IV de Antioquía, pronunciado en 1968 en la inauguración de la Asamblea del Consejo Mundial de las Iglesias de Upsala, cuyo lema era «Mirad que hago todas las cosas nuevas» (Ap 21,5): «¿Cómo el acontecimiento pascual, realizado una vez por todas, viene a nosotros hoy? Por medio de aquel que es el artífice desde el origen y en la plenitud del tiempo, el Espíritu. Él es personalmente la Novedad en acción en el mundo. Él es la Presencia del Dios con nosotros “junto a nuestro espíritu” (Rom 8,16). Sin él, Dios está lejos; Cristo permanece en el pasado; el evangelio es letra muerta; la Iglesia, una simple organización; la autoridad, un dominio; la misión, una propaganda; el culto, una evocación; el actuar cristiano, una moral de esclavos. Pero en él, y en una sinergia indisociable, el cosmos es sostenido y gime en el alumbramiento del reino; el hombre está en lucha contra la carne; Cristo resucitado está aquí; el evangelio es fuente de vida; la Iglesia significa la comunión trinitaria; la autoridad es un servicio liberador; la misión es Pentecostés; la liturgia es memorial y anticipación; el actuar humano es divinizado»20 .

El Espíritu, segunda misión del Padre después de la encarnación del Hijo, es el que lleva a cabo la misión de Cristo. La Iglesia se fundamenta en la eucaristía y en Pentecostés. La Iglesia es un perpetuo Pentecostés. Pentecostés respeta la individualidad y las diferencias de cada persona, evitando una uniformidad societaria. Todos formamos el único cuerpo de Cristo, pero cada uno recibe diferentes carismas del Espíritu para el bien de todo el cuerpo. La Iglesia no es la prolongación de las encarnación sino un acontecimiento «pneumático» y pentecostal, con la novedad siempre impredecible del Espíritu santificador y vivificador. En Pentecostés comienza la historia de la Iglesia, se inaugura la parusía, se anticipa el reino. Existe en la tradición patrística oriental una cierta identificación entre el reino y el Espíritu, de modo que a veces, en el Padre nuestro, se sustituye el «venga a nosotros tu Reino» por el «venga a nosotros tu Espíritu» 21. Pero si el Espíritu precede a toda aproximación a Cristo, Cristo es a su vez el dador del Espíritu y la ascensión es como la «epíclesis» del Señor, cuyo fruto es Pentecostés. El Espíritu es el segundo paráclito o consolador, el que viene después de Cristo, que es el primer paráclito o consolador. Jesús ha venido para darnos el Espíritu, o, en formulación tradicional patrística, el Hijo se encarna para divinizarnos, se hace hombre para que nosotros podamos participar de la vida de Dios: el Verbo se encarna para que podamos recibir el Espíritu. Y este Espíritu Santo es la fuente de santificación. Si el Espíritu se puede simbolizar solo por imágenes cósmicas (viento, agua, fuego, óleo, paloma...), los santos son los verdaderos iconos del Espíritu, una manifestación viva del Espíritu en la historia. En ellos se realiza ya la divinización de la vida cristiana. La espiritualidad es la vida según el Espíritu, con todo lo que supone de ascesis, pero sobre todo de contemplación, 85

experiencia y don del Espíritu. Simeón, llamado el Nuevo Teólogo (949-1022), es un ejemplo de esta santificación por el don del Espíritu y por eso es llamado «teólogo» 22. Pero, sin duda, María, la totalmente santa, la Panagia, es el mejor icono del Espíritu, el Panagion, un icono que simboliza a la vez la encarnación, la ternura maternal de Dios, la Iglesia y el Espíritu. María, según Juan Damasceno, contiene toda la historia de la economía divina23, como ya hemos visto antes al hablar de los sucedáneos occidentales del Espíritu. Para el Oriente, esta simbolización del Espíritu en los santos tiene su expresión sensible y gráfica en los iconos, que no son simples retratos realistas de Cristo, de María o de los santos, sino que son como sacramentos de la presencia del Espíritu en la vida de la Iglesia, ventanas abiertas a la trascendencia, algo que debemos contemplar en silencio, que no solo miramos sino que nos miran... Nos invitan a trascender el símbolo y comulgar con la hipóstasis, nos introducen en la experiencia última de Dios y del Espíritu. Sus figuras se estilizan, se alargan, para simbolizar la trascendencia y la espiritualidad. La iconografía oriental, expresión de una espiritualidad simbólica, sacramental y litúrgica, nos introduce en el tema de la relación entre Espíritu y belleza: no la belleza carnal, realista, mundana, sino la belleza escatológica y espiritual; la belleza que, según la tradición oriental, salvará al mundo; una belleza que pasa por la cruz y la resurrección. Es una belleza que anticipa la belleza escatológica de la Jerusalén celestial, la Belleza de Dios, que supera y trasciende la nostalgia del arte humano, el realismo de las imágenes de un san Sebastián desnudo o del Cristo apolíneo de Velázquez, que son imágenes de una belleza invernal, de la belleza del bajo imperio planetario24. Por esto los pintores de iconos, antes de trabajar, se someten a una ascesis de oración y ayuno para purificar sus ojos y ante todo deben pintar la transfiguración del Señor, para luego, con la luz «tabórica» de la transfiguración, representar las otras imágenes del Señor, María y los santos. El prototipo de icono es el de la Trinidad de Rublev, representada simbólicamente a través de los tres visitantes de Abrahán en la teofanía de Mambré (Gn 18). El Espíritu está representado por el ángel de la derecha, que se inclina hacia el Padre en actitud reverente y maternal, incluso femenina, dinámica y fecundante. De él parte todo el movimiento armónico y circular que une a las tres figuras en unidad y comunión; su color verde significa vida y la roca que está detrás simboliza el cosmos, que él vivifica. La pregunta ahora es: ¿qué relación tiene esta pneumatología oriental, tan sensible a la liturgia, a la escatología, a los iconos y a la belleza, con el mundo histórico y real, lleno de pobreza, marginación y muerte?

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3. La transfiguración de la historia y del cosmos Si la tentación de Occidente es una historia sin escatología (no solo secularización sino secularismo, agnosticismo, ateísmo...), un reino sin Dios, la tentación del Oriente es una escatología sin historia: la parusía, la luz «tabórica», la Jerusalén celestial, la belleza, la liturgia como comunión con los santos y con la liturgia celeste, una espiritualidad de la Pascua sin noches oscuras, etc. tienen el riesgo de alienación de los problemas reales. Sin embargo, ni Occidente ha olvidado totalmente la escatología ni tampoco Oriente ha olvidado la historia. Al revés, incluso Oriente se ha visto muchas veces atormentado por el problema del mal, por el sufrimiento de los inocentes y de los niños (como Iván Karamazov, que quiere devolver el billete de la vida al ver llorar a un niño...). En el fondo, Oriente es muy sensible al mal, al pecado, a la muerte, a lo que podríamos llamar la desfiguración de la humanidad, de la historia y del cosmos. Si habla de resurrección es como contraste con la experiencia de muerte; si habla de luz «tabórica» es porque muchas veces se ve envuelto en la noche oscura de la pobreza y la guerra. Andrés Rublev pintó el icono de la Trinidad como antídoto y contrapunto espiritual para un pueblo que había sufrido la invasión de los tártaros, que habían destruido y quemado la capilla de la Trinidad. En lugar de pintar escenas de guerra o del Juicio Final, representa a la Trinidad como imagen de comunión, esperanza y consuelo. Oriente es muy sensible a la dimensión diabólica del pecado, pecado que desintegra a la persona humana, que es como una enfermedad ontológica que conduce a la muerte de la persona y del cosmos, algo que abre las puertas al infierno. Según la antropología teológica oriental, lo que hemos heredado de Adán (cf. Rom 5,12) no es simplemente una herencia casi biológica de culpa (al modo de la visión agustiniana), que actualizamos con nuestra libertad personal (según la visión teológica moderna, «Adán soy yo»); para Oriente, lo que heredamos no es culpa ni castigo, sino la mortalidad, la corrupción, la muerte, es decir, una situación de debilidad ontológica y estructural: la mortalidad, no solo física sino integral, de la que solo Cristo resucitado nos salva25. Por esto, la salvación es vista como curación, sanación, salud integral, que nos viene del Resucitado mediante el Espíritu que es vivificador, dador de vida plena. Frente a esta deformación ontológica mortal, frente a esta desfiguración humana e histórica, Oriente afirma una escatología del reino, pero al mismo tiempo la exigencia de un exorcismo y, sobre todo, de una transfiguración de la creación y de la historia, por la fuerza dinámica y vivificante del Espíritu26. Ahora bien, esta transfiguración, que tiene como inspiración la transfiguración de Jesús, es ciertamente una anticipación de la Pascua que los ojos de los discípulos pueden contemplar, pero no puede eliminar el misterio de la cruz y del descenso de Jesús a los infiernos. Solo por haber descendido a lo más profundo del mal y de la muerte del mundo, puede Jesús salvar a la humanidad. Solo se salva lo que se asume:

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«Estuve muerto, pero estoy vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del Hades» (Ap 1,18).

El icono de la resurrección muestra a Jesús que desciende a los infiernos y, lleno de la luz gloriosa, saca de allí a Adán y a Eva. Traducido a nuestro tema, solo bajando a los infiernos de nuestro mundo se puede llegar a transfigurarlo por el dinamismo vivificante del Espíritu del Resucitado. La transfiguración personal, social y cósmica supone un exorcismo, una purificación y muerte de todo pecado, para resucitar a una vida nueva transfigurada. Si la teología oriental siempre fue sensible a no separar el sacramento del altar del sacramento del hermano y la cristología oriental estuvo abierta al misterio del Cristo pobre, el Hermano humilde de los humillados que está siempre con los pobres, los enfermos y los que sufren, en la época moderna esta sensibilidad se ha agudizado por motivos históricos, concretamente por la revolución comunista. Sobre todo los teólogos rusos ven el comunismo como una reacción contra una Iglesia y una teología que vivían en la sociedad de los ángeles y en la contemplación litúrgica del cielo, pero olvidaban los problemas reales del pueblo pobre, miserable y explotado por los terratenientes, los señores feudales y la nobleza, que vivían al estilo europeo. El socialismo ruso ha nacido de la parte del evangelio que la Iglesia no había asumido. El socialismo no se encontró con un cristianismo vigoroso sino con un pietismo y un individualismo, por esto buscó en el marxismo un apoyo para recobrar las dimensiones de justicia, solidaridad e igualdad de todos los seres humanos. También Berdiaev ve en el comunismo ruso una escatología secular y atea, como reacción a cierto tipo de escatología ortodoxa, excesivamente espiritualista. Las atrocidades del totalitarismo de la revolución rusa y sus campos de exterminio, el archipiélago Gulag descrito patéticamente por el premio Nobel ruso Alexander Solzhenitsyn, el mismo exilio a países de Occidente que muchos teólogos tuvieron que padecer en su propia carne... provocaron un rechazo unánime del marxismo y del comunismo ruso, tanto por sus fuentes ateas como por sus brutales y trágicas consecuencias. Solo más tarde, con el tiempo y en clima de mayor serenidad, los espíritus más lúcidos (Berdiaev, Evdokimov, Solzhenitsyn, Bulgakov...) reconocieron que el comunismo era una llamada a la integración entre fe y justicia, a una unidad fuerte entre el sacramento del altar y el sacramento del hermano, sobre todo del pobre. El comunismo hizo una crítica válida al capitalismo, a la especulación, al lucro, a la avaricia del dinero. Era necesario elaborar una utopía del reino diversa del capitalismo. Más aún, algunos, como Evdokimov, ven el comunismo como un apocalipsis intrahistórico, un momento donde aparece el juicio de Dios y una llamada a la conversión. Este apocalipsis intrahistórico, que también Evdokimov ve presente en medio del caos del mayo del 68 de los estudiantes de París, sería, en términos católicos, el 88

equivalente los signos de los tiempos del Vaticano II, es decir, una irrupción profética del Espíritu que denuncia y condena todo lo que hay de injusticia y pecado, y propone una nueva utopía más cercana al reino. Para Berdiaev, el comunismo ruso sería un apocalipsis mesiánico, secular y ateo, incluso con un sentido «religioso», con rigidez, dogmatismo, absolutismo, misticismo, espíritu totalizante, misionero y nacionalista, con un mesianismo milenarista muy propio del alma rusa que tiende a lo absoluto, sea nihilista o religioso. Por esto el comunismo ruso no podía aceptar ninguna otra religión, pues él era la única válida. Los desfiles militares en la Plaza Roja de Moscú, con la ostentación de sus misiles, equivalían a las procesiones del Corpus católicas que paseaban la custodia... Junto a su ateísmo, despotismo, crueldad brutal con las personas, absolutismo de Estado, etc., el comunismo ruso defendía una mayor justicia y comunión de bienes; había un ansia sincera de una nueva forma de configuración de la sociedad. En medio de tanta cizaña, había una semilla de trigo evangélico que el Espíritu había plantado. Esto supuesto, se comprende que transfigurar la historia y el cosmos no es tarea fácil, por más ambiciosa que sea. Se trata de transfigurar la cultura, que es la matriz del sentido y significado de la vida, que incluye humanismo, filosofía, técnica, biología, física, arte, etc. El ser humano es como el «liturgo» de la creación, que, como los pintores de iconos, ha de plasmar en la cultura el icono del reino, por la fuerza purificadora y transformadora del Espíritu: «Los soles de Van Gogh, la nostalgia de las Venus de Botticelli y la tristeza de sus “Madonnas” encontrarán su serena plenitud cuando la sed de los dos mundos un día sea extinguida»27 .

Se trata de transfigurar la economía, asumiendo los retos que el marxismo ha presentado. Para Oriente, en expresión de Fedorov, su programa social es la Trinidad, y para Berdiaev, la falta de pan es para el prójimo un problema material, pero para mí es un problema espiritual. Toda la rica teología patrística sobre el destino universal de los bienes, con su convicción de que en caso de necesidad todas las cosas son comunes, es asumida por la teología oriental moderna, con las actualizaciones necesarias. La Trinidad sigue siendo modelo e inspiración en cuanto comunión en la diversidad, en relación mutua de amor. No en vano Rublev pintó el icono de la Trinidad para un pueblo convulso por la guerra y la muerte. Se trata de transfigurar también el poder y la política. La postura clásica oriental, que defendía como ideal la unión de Estado e Iglesia que desde Constantino había prevalecido en Bizancio y Rusia, en una especie de «diarquía» y «sinfonía», es criticada por la teología actual, que ve en esta unión un riesgo de «cesaropapismo» y propone una clara separación entre Iglesia y Estado, cosa difícil y muchas veces aún poco realizada.

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Hay que transfigurar la tierra, el cosmos, evitando la lógica del consumo mercantilista y sustituyéndola por la lógica de la comunión: hacer el reino accesible a las moléculas (Fedorov); que la sexualidad anticipe los sexos llameantes como flores de la nueva tierra (Rozanov); hacer del mundo una zarza ardiente (Charalambadis); hacer eucaristía de todas las cosas y anticipar la fiesta final, donde habrá vino nuevo y abundante para todos (Clément). La matriz de esta transfiguración es la Iglesia y, dentro de ella, la eucaristía (Afanassieff), que, en la transformación (metabole) del pan y vino en el cuerpo y sangre del Señor, anticipa esta tierra nueva y estos cielos nuevos escatológicos, que ya debemos comenzar a realizar, por la invocación («epíclesis») del Espíritu, Señor y dador de vida. Hay aquí resonancias para la teología y para el pueblo latinoamericano; si este hubiese sido evangelizado por misioneros de la Iglesia oriental, seguramente el mensaje cristiano hubiera tenido mayor recepción28.

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4. Algunas consecuencias Es evidente que la Iglesia y la teología del Oriente han sido mucho más sensibles al tema del Espíritu que la Iglesia y teología latinas. Esta mayor sensibilidad, que radica en una diferente visión trinitaria, se manifiesta en toda la teología: antropología, cristología, eclesiología, teología sacramental, espiritualidad, escatología, etc. Pero las consecuencias de esta pneumatología que se han manifestado en los niveles personales y eclesiales muchas veces han quedado más ligadas a la liturgia que a la historia. El comunismo ruso sería una crítica secular, atea, materialista, violenta y brutal a esta poca sensibilidad histórica hacia la justicia. Los teólogos orientales, sobre todo rusos, lo han constatado, han visto en ello un signo apocalíptico que lleva a la conversión y han intentado reaccionar elaborando una teología de la transfiguración, que busca transformar todas las realidades creadas, la cultura, la economía, el poder, el mismo cosmos, por la fuerza del Espíritu, un Espíritu que hay que pedir «epicléticamente» al Padre, que es el Espíritu que se posó sobre Jesús, el Espíritu que guió la vida de Jesús y realiza el reino. En este sentido, aunque todavía no han sacado todas las consecuencias de esta lectura teológica y espiritual de los signos de los tiempos, nos ofrecen elementos válidos para desarrollar más estas premisas pneumatológicas y trinitarias. Decir que su programa social es la Trinidad (Fedorov) puede hacer sonreír a políticos y economistas, pero en el fondo nos ofrece la última inspiración y clave de lectura de la acción social y de la presencia cristiana en la historia: la dimensión de comunión, solidaridad, participación, igualdad, inclusión y no exclusión, que se fundamenta en la filiación y fraternidad que nacen del Padre, en Cristo, por el Espíritu. Quizás el tema cósmico es el que la teología oriental del Espíritu ha desarrollado más, seguramente a partir de la misma metabole eucarística que anticipa los cielos nuevos y la tierra nueva, la transfiguración del cosmos. Aquí se incluiría una visión holística y ecológica de toda la creación, así como una visión más positiva del cuerpo y de la sexualidad, de la mujer y el matrimonio, de la belleza y lo simbólico, de la fiesta y los iconos. Esta mayor sensibilidad cósmica encontraría sin duda mucho eco en la mentalidad originaria tradicional latinoamericana, que ha vivido siempre estos valores de armonía con la naturaleza, de sensibilidad simbólica y festiva, de una espiritualidad muy encarnada en lo cósmico. En todo caso, aunque la pneumatología oriental no haya deducido todas las consecuencias históricas y sociales de sus principios teológicos, puede ofrecer a la teología e Iglesia latinoamericanas ricas intuiciones para elaborar una pneumatología desde abajo, desde los pobres. Más aún, como veremos luego, la pneumatología oriental puede enriquecer y complementar muchos elementos de la teología latinoamericana de la liberación. 91

1. Cf. V. Codina, Los caminos del Oriente cristiano. Iniciación a la teología oriental, Sal Terrae, Santander 1997, 10-30. 2. P. Evdokimov, L’Orthodoxie, Delachaux et Niestlé, Neuchâtel 1965; Présence de l’Esprit Saint dans la tradition orthodoxe, Cerf, Paris 1977. 3. V. Lossky, Essai sur la théologie mystique de l’Église d’Orient, Aubier-Montaigne, Paris 1944. 4. J. Meyendorff, Initiation a la theólogie byzantine: l´histoire et la doctrine, Cerf, Paris 1975. 5. I. Hazim, La résurrection et l’homme d’aujourd’hui, An-Nour, Beyrouth 1970. 6. I. D. Zizioulas, Comunión y alteridad. Persona e Iglesia, Sígueme, Salamanca 2009. 7. O. Clément, L’Église orthodoxe, PUF, Paris 1961; Id., Sobre el hombre, Encuentro, Madrid 1983; Id., Sources. Les mystiques chrétiens des origines. Textes et commentaires, Stock, Paris 1992; Id., La révolte de l´Esprit: repères pour la situation spirituelle d´aujourd´hui, Stock, Paris 1979. 8. B. Bobrinskoy, El misterio de la Trinidad, Secretariado Trinitario, Salamanca 2008. 9. Cf. K. Ch. Felmy, Teología ortodoxa actual, Sígueme, Salamanca 2002; S. Janeras, «Introducción a la teología ortodoxa», en A. González Montes, Las Iglesias orientales, BAC, Madrid 2000, con amplia bibliografía. 10. Th. de Régnon, Études de théologie positive sur la Sainte Trinité, Retaux, Paris 1892-1898. 11. Véase el estudio clásico de K. Rahner, «Theos en el Nuevo Testamento», en Escritos de teología I, Taurus, Madrid 1961, 91-167, que confirma bíblicamente la afirmación de la teología oriental sobre la monarquía del Padre. 12. K. Rahner, «Advertencias sobre el tratado De Trinitate», en Escritos de teología IV, Taurus, Madrid 1969, 105-136. 13. P. Evdokimov, Présence de l’Esprit Saint dans la tradition ortohodoxe, 77-78. 14. P. Evdokimov, L’Orthodoxie, 71. 15. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 594. 16. F. X. Durrwell, Nuestro Padre. Dios en su misterio, Sígueme, Salamanca 1990, 142. 17. De patris utero , id est, de substantia eius, idem Filius genitus vel natus (H. Denzinger – A. Schönmetzer, Enchiridion symbolorum, 526). 18. B. Bobrinskoy, El misterio de la Trinidad, 87. 19. K. Ch. Felmy, Teología ortodoxa actual, 158. 20. I. Hazim, La résurrection et l’homme d’aujourd’hui, 31, reproducido en Irénikon, 42 (1968), 344-359. 21. Evagrio Póntico, Tratado de la oración, 58; San Gregorio de Nisa, De oratione dominica, PG 44, 1157; Máximo el Confesor, Expositio orationis dominicae, PG 884,B. 22. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 121-131. 23. San Juan Damasceno, De fide orthodoxa III, 12m, PG 94, 1029 C. 24. O. Clément, Sobre el hombre, 210-241. 25. Puede verse una explicación más amplia en V. Codina, Los caminos del Oriente cristiano, 51-59. 26. Puede verse V. Codina, «Paul Evdokimov, Una teología de la transfiguración», en Teología y experiencia espiritual, Sal Terrae, Santander 1977, 143-196. 27. P. Evdokimov, L’Orthodoxie, 136. 28. Cf. V. Codina, «Teología de la liberación y teología oriental», en Parábolas de la mina y el lago, Sígueme, Salamanca 1990, 149-184.

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CAPÍTULO 6: La pneumatología en torno al Vaticano II En el capítulo I vimos la importancia decisiva del Vaticano II de cara a la comprensión de todo cuanto ha sucedido en la Iglesia de América Latina desde Medellín hasta fines de la década de 1980. Vimos el poco influjo que tuvo en los textos conciliares el tema de la pobreza y los pobres, así como el papel poco activo de la «mayoría silenciosa» de los obispos latinoamericanos en el desarrollo del concilio, exceptuando una minoría profética de obispos latinoamericanos que, con obispos de otros continentes, proclamaron el Pacto de las Catacumbas de Santa Domitila. Ahora queremos aproximarnos al concilio como evento «pneumático» y ver cuál ha sido el desarrollo de la pneumatología en los documentos conciliares y en la teología posconciliar. Esto nos ayudará a comprender y valorar más la irrupción volcánica del Espíritu en América Latina desde Medellín.

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1. Los movimientos precursores del concilio El Concilio Vaticano II (1962-1965) es inconcebible sin tener en cuenta una serie de movimientos teológicos que, desde mediados del siglo XX, florecieron en la Iglesia y fecundaron el terreno para el futuro concilio1. Estos movimientos, que surgieron mayormente en Centroeuropa, resultaron nuevos y desconocidos para la mayoría de los obispos latinoamericanos que participaron en el concilio, lo cual explica en gran parte su silencio y su desconcierto. No conocían la nueva teología europea y tampoco eran conscientes de la gravedad de la situación de sus países y de cómo esto podía convertirse en un lugar teológico nuevo y privilegiado para la Iglesia. Estos movimientos teológicos y pastorales no surgieron de la jerarquía sino de la base eclesial, de teólogos profesionales pero también de laicos, de pensadores y actores que estaban en contacto constante con la realidad. Algunos de ellos habían sido víctimas de la guerra y de campos de concentración; estaban en diálogo con cristianos de otras confesiones y con judíos, con filósofos, sociólogos, pensadores humanistas y científicos, en estrecha relación con obreros y con sectores de pastoral críticos ante la realidad eclesial. El movimiento bíblico comenzó una lectura de la Escritura con los métodos histórico-críticos, sin limitarse a estudios filológicos o arqueológicos, sino desentrañando el sentido teológico del mensaje cristiano, con una exégesis que no se limitaba al sentido literal del texto ni se reducía al sentido simbólico y alegórico. La Escuela Bíblica de Jerusalén con M. J. Lagrange, el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, la Biblia de Jerusalén, el Vocabulario de teología bíblica de X. Léon-Dufour... pueden servir de ejemplo de este movimiento. El movimiento patrístico redescubre la importancia de los Padres de la Iglesia, tanto latina como oriental, para la teología y la vida cristiana. Se publican traducciones de los escritos de los Santos Padres y se redescubre su gran riqueza espiritual y pastoral. J. Daniélou y H. de Lubac pueden ser símbolo de este esfuerzo de estudio y renovación patrística. El movimiento litúrgico nace muy ligado a monasterios y teólogos benedictinos (L. Bauduin, O. Casel), pero también a parroquias renovadoras (belgas y francesas) que buscan una renovación de la dimensión sacramental de la Iglesia y una participación activa de los fieles en la celebración del misterio pascual. El movimiento ecuménico, surgido de fuera de la Iglesia católica pero al que se incorporan católicos (Couturier, Congar...), busca la unión y reconciliación de todos los cristianos. El movimiento de renovación pastoral, tanto laical co-mo juvenil, está ligado a la Acción católica y se ve enriquecido por una nueva teología del laicado (Y.-M. Congar, O. 95

Semmelroth...). Especialmente significativo es todo el movimiento centrado en lo social, el mundo obrero, los pobres y la pobreza, con: la experiencia de los sacerdotes obreros; el surgimiento de la JOC (Juventud Obrera Católica) con el método de revisión de vida (ver, juzgar, actuar) bajo el impulso de Cardijn; los Traperos de Emaús, que recogen la basura al servicio de los pobres (Abbé Pierre); la espiritualidad de Nazaret ligada a Ch. de Foucauld y a R. Voillaume; el movimiento del Prado de A. Chévrier, con mons. Ancel que trabaja como obrero; P. Gauthier y el argentino E. Dussel, que trabajan de carpinteros en Nazaret; los estudios bíblicos de Gelin y Dupont sobre las bienaventuranzas y la importancia de la pobreza en la Biblia, etc. En muchos casos, estos movimientos teológicos fueron vistos con sospecha por la jerarquía, e incluso algunos de sus representantes acabaron siendo descalificados y condenados. Participaron de la suerte de los profetas de todos los tiempos. El papa Pío XII, que había sido sensible a una eclesiología no meramente «juridicista» sino del cuerpo místico de Cristo (Mystici corporis, 1943), que había alentado la renovación bíblica (Divino afflante Spiritu, 1945) y la litúrgica (Mediator Dei,1947), más tarde asume en la encíclica Humani generis (1950) una postura muy crítica frente a la renovación teológica de la llamada Nouvelle Théologie y destituye de sus cátedras a algunos de sus representantes, como H. de Lubac, J. Daniélou, Y.-M. Congar, M.-D. Chenu, mientras caen bajo sospecha teólogos como K. Rahner, E. Schillebeeckx, etc. Estos teólogos, que sufrieron con paciencia y espíritu de fe, obediencia y amor a la Iglesia su marginación teológica y eclesial2, serán luego los grandes teólogos del Vaticano II. A la luz de la historia podemos afirmar que estos movimientos fueron sin duda fruto del Espíritu Santo, que constantemente renueva la Iglesia desde abajo.

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2. Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan Todos estos movimientos, suscitados por el Espíritu desde abajo en la Iglesia, no hubieran cristalizado sin la presencia de otro hombre suscitado también por el Espíritu, Juan XXIII3. Lo que algún analista ha llamado «el misterio Roncalli» se puede esclarecer recordando la biografía del futuro Juan XXIII. Angelo Giuseppe Roncalli, nacido en 1881 en el pueblecito italiano de Sotto il Monte de una familia campesina, pobre y muy cristiana, nunca se avergonzó de sus raíces y siempre conservó la sencillez y la sabiduría de la gente del campo. Estudió historia de la Iglesia, especialmente las épocas de Gregorio Magno y de Carlos Borromeo, reformador tridentino de Milán (y de Bérgamo), lo cual le ayudó a tener una visión histórica y dinámica de la Iglesia. En la Primera Guerra Mundial actuó como capellán atendiendo a los soldados heridos que se recuperaban en el hospital militar. Fue secretario del progresista obispo de Bérgamo Radini-Tedeschi y, tras unos años de docencia en el seminario de Bérgamo, fue injustamente acusado de modernismo, hecho que le haría comprender más tarde la situación de los teólogos expulsados de sus cátedras por Pío XII. Nombrado delegado apostólico en Bulgaria, y más adelante en Turquía y Grecia, naciones de tradición cristiana ortodoxa, vivió y sufrió la tragedia de la división de la Iglesia y valoró la importancia del ecumenismo: él siempre subrayará más lo que une que lo que divide. Durante la Segunda Guerra Mundial ayudó a la evacuación de la población judía perseguida y a las familias de los prisioneros de guerra. Su posterior estadía como nuncio en París (1944-1952) le abrió a la modernidad: eran los años de Teilhard de Chardin, de los sacerdotes obreros, de la renovación teológica francesa (la Nouvelle Théologie) y de los desafíos pastorales sobre «Francia, país de misión». Finalmente, unos años de arzobispo en Venecia (1953-1958) le hicieron comprender lo difícil que era proclamar el evangelio en la sociedad moderna. A la muerte de Pío XII, en 1958, Roncalli es elegido como un papa de transición, pues no se creía fácil superar el pontificado de la figura noble, culta y, en muchos aspectos, extraordinaria del papa Eugenio Pacelli. Roncalli representaba otro estilo humano y eclesial: un papa campesino, bajo y regordete, bonachón y perspicaz, que comenzó haciendo un guiño histórico al asumir el nombre de Juan XXIII, un antipapa depuesto por el Concilio de Constanza. A sus 77 años de edad, sorprendió a todo el mundo al convocar en 1959 un concilio ecuménico que debía completar lo que el Vaticano I (1870) había dejado inacabado, pero que no debía ser la mera continuación del Vaticano I, sino un nuevo concilio, el Vaticano II. Él mismo reconoció que esta idea «le brotó del corazón y afloró a sus labios como una

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gracia de Dios, como una luz de lo alto, con suavidad en el corazón y en los ojos, con gran fervor». Muchos eclesiásticos quedaron atónitos; creyeron que el papa era ingenuo, precipitado, impulsivo, inconsciente de las dificultades con las que se debería enfrentar en la misma la curia romana, o que tal vez chocheaba. El mismo Montini afirmaba que el buen viejo, ingenuamente, había metido la mano en un avispero... Sin embargo, la idea del concilio despertó gran entusiasmo en todos los movimientos eclesiales y teológicos de la época, tuvo un gran impacto ecuménico y suscitó en todo el mundo cristiano una gran esperanza. En realidad, Juan XXIII no continuó la trayectoria de Pío XII, cumbre de la Iglesia de cristiandad, sino que cambió de modelo eclesial: una Iglesia que volvía a las fuentes de la fe y respondía a los signos de los tiempos. El papa buscaba el aggiornamento de la Iglesia, palabra típica de Roncalli que significaba puesta al día de la Iglesia, diálogo con el mundo moderno, inculturación en las nuevas culturas, vuelta a las fuentes vivas de la tradición cristiana, renovación doctrinal y pastoral, un salto hacia delante, incrementar la fe, renovar las costumbres del pueblo cristiano, poner al día la disciplina eclesiástica. Como el papa le expresó a un obispo africano, se trataba de abrir la ventana para que un aire nuevo entrase en la Iglesia y sacudiese el polvo acumulado durante siglos. Poco a poco se fueron concretando más los fines del concilio: diálogo con el mundo moderno, renovación de la vida cristiana, ecumenismo y, como el papa afirmó en una alocución un mes antes de la inauguración del Vaticano II (11 de septiembre de 1962), el deseo de que la Iglesia, aunque esté abierta a todos, sea en particular la Iglesia de los pobres. Una sorpresa todavía mayor causó el discurso inaugural del Concilio el 11 de octubre de 1962. La Iglesia, dijo Juan XXIII, no quiere condenar a nadie, prefiere usar la compasión y la misericordia; desea abrirse al mundo moderno y a todos los cristianos, ofrecerles el mensaje renovado del evangelio. Frente a los «profetas de calamidades», Juan XXIII profesa un optimismo esperanzador, basado en la acción de Dios en la historia. También distingue el contenido esencial de la fe de las adaptaciones a las nuevas circunstancias del tiempo y de la cultura. Este discurso, según el historiador G. Alberigo, constituye el acto más relevante del pontificado de Roncalli y uno de los más desafiantes de la Iglesia de la edad moderna. Es, como el papa quería, un salto al frente. Cuando, en la noche de aquel histórico día, el papa –cansado de la larga ceremonia de la inauguración– se asomó a la plaza de San Pedro iluminada y repleta de gente, ponderó la luna llena que brillaba, saludó a todos y pidió a los padres de familia que, al llegar a sus hogares, acariciasen a sus hijos de parte del papa. Algo estaba cambiando en la Iglesia... Las «florecillas» del papa Juan reflejan este nuevo estilo.

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Pero toda esta ilusión pareció venirse abajo cuando, al acabar la primera sesión del concilio, los rumores de la enfermedad del papa se difundieron por doquier. La muerte serena y creyente de Juan XXIII el 3 de junio de 1963 impactó no solo a la Iglesia sino a todo el mundo. Quedaba flotando en el aire el interrogante sobre el futuro del Vaticano II. Juan XXIII, sin duda enviado por el Espíritu, era un hombre de la base social y eclesial, sospechoso de modernismo, alejado durante años de Roma y no muy bien visto en los ambientes de la curia vaticana; un hombre cercano al pueblo sencillo, lúcido ante los problemas de la Iglesia, deseoso de un profundo cambio en esta, convencido de que el Espíritu del Señor guía no solo la Iglesia sino la historia de la humanidad. De ahí su radical optimismo, que nacía de una profunda esperanza cristiana. El nuevo papa Pablo VI, cardenal Giovanni Battista Montini, aseguró la continuidad conciliar. Montini tenía un talante muy diferente al de Juan XXIII: menos carismático, menos intuitivo, hombre de la curia vaticana, intelectual, buen conocedor de la teología, sobre todo francesa, dubitativo –le llamaban Hamlet–, que buscaba ante todo el bien y la unidad de la Iglesia y condujo el concilio a buen término, pero en el posconcilio sufrió mucho y llegó a decir que el diablo había entrado en la Iglesia...

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3. La pneumatología de los documentos conciliares Hemos visto ya que el Vaticano II fue un evento pentecostal, preludiado por los movimientos renovadores que lo precedieron, convocado por una inspiración del Espíritu de parte de aquel hombre providencial llamado Juan XXIII, y que se desarrolló en un clima de profunda renovación espiritual para el bien de toda la Iglesia. Pero podemos preguntarnos si en sus documentos se formula explícitamente una nueva pneumatología. Resulta significativo que los «observadores» protestantes, anglicanos y sobre todo ortodoxos reprocharan con frecuencia la falta de pneumatología en los documentos conciliares4. Tampoco los comentaristas del Vaticano II suelen desarrollar directamente el tema pneumatológico5. El cardenal Suenens afirmaba claramente que al Vaticano II le faltaba una pneumatología. Y el texto de Pablo VI que hemos citado al comienzo del libro es también una prueba de una carencia y de la necesidad de trabajar más este tema. Naturalmente, se puede decir que en los documentos conciliares el Espíritu es citado 258 veces, pero esta afirmación numérica es poco significativa. Sin embargo, podemos recoger algunos temas pneumatológicos esparcidos a lo largo de los documentos y que pueden servirnos de base para intentar dibujar las líneas pneumatológicas del Vaticano II. Es muy positivo el carácter cristológico y trinitario de todo el Vaticano II, dentro del cual se ubica el Espíritu, que es Espíritu de Cristo y forma parte de la comunidad trinitaria, superando así todo posible «cristomonismo». El texto de Cipriano6 con que concluyen los números de Lumen gentium dedicados a la voluntad salvífica del Padre, la misión del Hijo y la santificación del Espíritu, es bien significativo: «Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 4).

Estamos lejos de considerar a la Iglesia como una encarnación continuada, también lejos de un «pneumatocentrismo». El Espíritu forma parte del misterio trinitario ad intra y de la economía trinitaria ad extra. Como consecuencia, el Espíritu va apareciendo en todo el desarrollo conciliar como algo connatural a la historia de la salvación: está presente en la Palabra (Dei Verbum, 11), en los sacramentos, en la introducción de la «epíclesis» en la liturgia eucarística (Sacrosanctum Concilium, 21-40), en los carismas y el sentido de fe del pueblo (Lumen gentium, 12), en la vocación universal a la santidad (Lumen gentium, V), en la vida religiosa (Lumen gentium, VI), en el ecumenismo (Unitatis redintegratio, 1; 4), en la dimensión misionera de la Iglesia (Ad gentes, 4), en la libertad religiosa (Dignitatis humanae, 9-15), en los signos de los tiempos (Gaudium et spes, 4; 11; 44), en la salvación abierta a toda la humanidad (Gaudium et spes, 22; Ad gentes, 7), etc.

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Pero, más allá de las afirmaciones particulares concretas, la pneumatología del Vaticano II se muestra sobre todo en el cambio de modelo y estilo eclesial que se perfila, un estilo más cercano a los orígenes y más sensible y abierto a los desafíos de nuestro tiempo: se pasa de una Iglesia «juridicista» y de sociedad perfecta a una Iglesia misterio de comunión, radicada en la Trinidad; de una Iglesia triunfalista a una Iglesia que camina con todo el pueblo hacia la escatología y el reino; de una Iglesia clerical y discriminadora de los laicos a una Iglesia toda ella pueblo mesiánico y sacerdotal de Dios; de una Iglesia arca de salvación a una Iglesia sacramento de salvación; de una Iglesia centralizadora a una Iglesia corresponsable y sinodal; de una Iglesia señora, madre y maestra a una Iglesia servidora; de una Iglesia al margen y contra el mundo moderno a una Iglesia en el mundo y en diálogo con la modernidad; de una Iglesia «fixista» a una Iglesia que reconoce los cambios de la historia, la sociedad y de ella misma, etc. Se puede afirmar con Congar que el Vaticano II posee una verdadera pneumatología7, pero podemos añadir que esta pneumatología es más eclesial que histórica y secular, a pesar de la mención de los signos de los tiempos en Gaudium et spes. Pero lo que resulta claro es que esta pneumatología no se relaciona ni con los pobres ni con la pobreza, en las pocas menciones que hace el Vaticano II de este tema (Lumen Gentium, 8; Gaudium et spes, 1). Lo mismo puede afirmarse de la encíclica de Juan Pablo II sobre el Espíritu, Dominum et vivificantem (1986), en la que presenta la acción del Espíritu como el que realiza, en la dimensión subjetiva humana, la salvación realizada por Cristo, con alguna referencia a la acción del Espíritu desde la creación y en la historia fuera del campo de la Iglesia, ya que el Espíritu hace llegar la posibilidad de salvación a todos por modos a nosotros desconocidos (n. 53, con cita de Gaudium et spes, 22). Tampoco hay alusión a la acción del Espíritu desde el margen, desde abajo. Pero la euforia y el entusiasmo posconciliares duraron poco. Para algunos autores, ya en 1968 comienzan a darse síntomas de retroceso con la encíclica de Pablo VI Humanae vitae sobre el control de natalidad, promulgada contra el consenso mayoritario de sus asesores. Podríamos decir que una serie de motivos diversos (algunas exageraciones en la aplicación del Vaticano II, el movimiento conservador liderado por Marcel Lefebvre, el temor a divisiones internas en la Iglesia, el miedo a la pérdida de identidad eclesial, el descenso de vocaciones y los numerosos clérigos que dejaron el sacerdocio y religiosos que abandonaron la vida consagrada, una lenta pero creciente disminución de la práctica sacramental...) provocó, sobre todo en los dos pontificados siguientes, una interpretación tímida del Vaticano II y, en muchos casos, una marcha hacia atrás en temas como: las conferencias episcopales, la colegialidad, los ministerios laicales, el permiso de volver al rito litúrgico en latín anterior al concilio, el freno al ecumenismo, la centralización eclesial, el poder creciente de la curia romana, las censuras a teólogos, la intervención en congregaciones religiosas más proféticas, la proliferación de movimientos eclesiales de cuño espiritualista y conservador, etc.

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Teológicamente, se pasa de K. Rahner a H. U. von Balthasar; a la revista Concilium sucede ahora la revista Communio; hay una tendencia a volver al gueto. Se inicia lo que K. Rahner llamó invierno eclesial y que otros llaman la vuelta a la gran disciplina (J. B. Libânio), restauración (G. C. Zizola), noche oscura (J. I. González Faus): la vuelta a una nueva cristiandad. El conocido historiador del Vaticano II G. Alberigo reconoce que la minoría que había quedado de algún modo marginada en el concilio enarbola ahora las banderas de la tradición anti-protestante, antiliberal, anti-modernista y anticomunista. El espíritu conciliar se ha diluido y frenado en todas direcciones: la reforma litúrgica queda mutilada, la elección de los nuevos obispos corresponde a criterios más de seguridad que de renovación, los sínodos episcopales se han esterilizado, la inculturación ha sido sustituida por la nueva evangelización, se discute la libertad religiosa...8 Esta situación, que se mantuvo en los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, produce la impresión de que el Espíritu de Juan XXIII y del Vaticano II se ha ido extinguiendo lentamente. Hay miedo a la novedad profética y siempre desconcertante del Espíritu, y mucho más a aceptar que el Espíritu actúe desde abajo, desde la periferia...

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4. La pneumatología occidental posconciliar La teología, y en concreto la pneumatología católica y protestante que surge en torno al Vaticano II, ¿es sensible a la acción del Espíritu desde abajo, desde el margen, desde los pobres? Lo primero que hay que afirmar es que uno de los frutos positivos del Vaticano II ha sido el desarrollo de la pneumatología en diferentes lugares, partiendo muchas veces de las afirmaciones conciliares. Ante la imposibilidad de hacer una completa recensión de todos los teólogos y de sus obras, señalaremos solamente algunos de los autores principales y su enfoque pneumatológico. Muchos teólogos han hablado del Espíritu al exponer el tercer artículo del credo (H. Küng9, J. Vives10, B. Sesboüé11...). El mismo K. Barth, en 1968, poco antes de morir, tuvo la intuición de que la teología del futuro tendría que desarrollar más ampliamente el tercer artículo del credo, cosa que creía que en su Dogmática no había tenido suficientemente en cuenta12. Otros han tratado temas en torno a la importancia de la experiencia espiritual, la experiencia de la gracia (K. Rahner, E. Schillebeeckx...), mostrando que es necesario admitir esta experiencia como algo posible para todos los cristianos, no solo para unos pocos místicos, y al mismo tiempo resaltan la importancia de la «mistagogía» o iniciación a esta experiencia del Espíritu13. Otros, por su parte, han resaltado la importancia del Espíritu en la cristología y eclesiología, de modo que ambos temas deben ser tratados «pneumáticamente» y conducir así a la praxis del seguimiento de Jesús en la Iglesia (J. I. González Faus14, J. Mª Castillo15, J. A. Estrada16, H. Küng17, W. Kasper18, J. Moingt19, J. Ratzinger20, J. Moltmann21...). Pero, además de ello, algunos teólogos (Y.-M. Congar22, F. X. Durrwell23, H. U. von Balthasar24, B. J. Hilberath25, H. Mühlen26, X. Pikaza27...) han desarrollado una verdadera pneumatología sistemática, tratando sus aspectos bíblicos y patrísticos, el desarrollo tanto de la dimensión ad extra del Espíritu (la economía) como de la dimensión ad intra (la teología intra-trinitaria) y su mutua relación (K. Rahner), acentuando diversos aspectos según los autores: la kenosis del Espíritu (H. U. von Balthasar), la formación de una unión personal mística con el Espíritu y la experiencia social de Dios (H. Mühlen), sus frutos en las personas y en la Iglesia (Y.-M. Congar, F. X. Durrwell), etc. Sin embargo, no creo que sea exagerado afirmar que no hay en ellos una aproximación real entre la pneumatología y los pobres; no aparece una reflexión seria sobre cómo el Espíritu actúa desde abajo de la Iglesia y de la sociedad; no hay una clara

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lectura de los signos de los tiempos como signos de la presencia del Espíritu en la historia. Esto es tanto más sorprendente todavía porque en algunos de estos teólogos hay una gran sensibilidad para los pobres y la pobreza: J. I. González Faus, J. Mª Castillo, J. A. Estrada, J. Moltmann... J. B. Metz reflexiona sobre la importancia de hacer memoria de la pasión de las víctimas y se pregunta si es posible hacer teología después de Auschwitz, mientras propone una mística de ojos abiertos28. También E. Jüngel afirma claramente la humanidad de Dios, un Dios nunca sin nosotros, afirmación que el teólogo boliviano Manuel Hurtado complementa diciendo que Dios no quiere ser sin los pobres de la tierra29. ¿A qué se debe esta anomalía de que ni los pneumatólogos sean muy sensibles a los pobres ni los teólogos sensibles a los pobres conecten suficientemente la pobreza con el Espíritu y la pneumatología? Se pueden dar muchas respuestas: el «cristomonismo» imperante durante siglos en Occidente, la falta de una pneumatología realmente integral... pero seguramente la razón principal es que no se ha tenido en los países ricos la experiencia liberadora del Espíritu, como se ha tenido en regiones pobres y concretamente en América Latina, donde, como dijimos al comienzo, se ha experimentado una irrupción volcánica del Espíritu.

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5. Paralelismo más que convergencia Quizás podríamos resumir esta etapa tan importante y rica diciendo que entre la pneumatología y los pobres ha habido más paralelismo que convergencia. Por una parte se situarían los trabajos y experiencias en torno al mundo obrero de teólogos sobre todo francófonos, la postura clara de Juan XXIII sobre la Iglesia de los pobres, una teología posconciliar sensible a los pobres, a las víctimas de la injusticia social y del holocausto, etc. Por otra parte tenemos las afirmaciones sobre el Espíritu del Concilio y del mismo Juan XXIII, el desarrollo de temas relacionados con el Espíritu por parte de teólogos posconciliares y la estructuración de una pneumatología sistemática, sobre todo gracias al trabajo de Y.-M. Congar. Pero entre ambas líneas no hay convergencia ni síntesis fecunda. Hay que esperar a la irrupción del Espíritu en América Latina y a Medellín para hallar una convergencia entre ambas direcciones. Además, como otras veces ha sucedido, también ahora, frente a este silencio de la teología oficial sobre el Espíritu y los pobres, han surgido en este tiempo, desde la base eclesial y social de diversos lugares y continentes, unos movimientos que reivindican fuertemente la dimensión del Espíritu, como, por ejemplo, los movimientos carismáticos y pentecostales, y de algún modo también el movimiento de la New Age, ligado a la posmodernidad. ¿Son una alienación, son simplemente sucedáneos del Espíritu o son verdaderos signos de los tiempos?

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6. «Pentecostalismo», renovación carismática y New Age Puede resultar sorprendente englobar en un mismo apartado movimientos espirituales tan diversos como el movimiento pentecostal evangélico, la renovación carismática católica y la New Age. Lo común a todos ellos es que, frente a un tipo de estructura religiosa demasiado rígida y racionalista, expresada en dogmas, Escrituras y normas, hay una búsqueda de una espiritualidad más experiencial, carismática, mística y entusiasta, más sensible a la corporalidad y a la dimensión afectiva, más abierta a lo comunitario, más popular, más sensible a la espiritualidad que a las estructuras religiosas. Concretamente, el llamado movimiento pentecostal evangélico constituye, según J. Comblin, el mayor impacto religioso acontecido desde la Reforma del siglo XVI: es el que más crece en las Iglesias, el más popular, el que se difunde en las diversas Iglesias históricas. En América Latina, los más pobres entre los pobres acuden no a las comunidades de base, ni siquiera a la renovación carismática católica, sino a los movimientos pentecostales. Todo eso ha sorprendido a los teólogos y pastores y ha generado una cierta perplejidad, sobre todo en los sectores más progresistas. Más que considerar a estos movimientos como sucedáneos de la pneumatología ante el vacío del Espíritu en la Iglesia oficial, hay que mirarlos como auténticos signos de los tiempos que, ciertamente, hay que auscultar y discernir a la luz del evangelio. ¿Qué nos dicen a la teología? 6.1 El movimiento pentecostal evangélico Su origen se remonta a comienzos del siglo XX en Estados Unidos; nace dentro del movimiento de santidad y está estrechamente ligado al don de lenguas y al bautismo del Espíritu. Desde Estados Unidos se extiende a América Latina (Brasil, Chile...), asumiendo formas diferentes según las diversas regiones y evolucionando desde las formas más tradicionales de las denominaciones del protestantismo histórico a otras formas más autónomas bajo el impacto de la modernidad y la posmodernidad, con insistencia en la sanación, el exorcismo y la prosperidad30. Estos movimientos acogen a los más desesperados de la sociedad moderna, excluidos por el sistema neoliberal, y les ofrecen un supermercado de la fe, con acentos mágicos, sincréticos y utilitaristas. Pero muchos de sus adeptos pasan por una profunda conversión que les lleva a abandonar drogas, alcoholismo, abusos sexuales y violencia familiar. Lo más característico del «pentecostalismo», sobre todo del clásico, es el proceso que lleva de la conversión por obra del Espíritu al bautismo del Espíritu, que es una profunda experiencia emocional donde se acepta a Cristo como Salvador, se es poseído por el Espíritu y se reciben dones extraordinarios como glosolalia, profecía y discernimiento.

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Se reúnen varias veces a la semana en una comunidad orante, en una atmósfera muy libre y espontánea, entre cantos, himnos, murmullos, palmadas, evocación del poder de Dios, manifestaciones del Espíritu, testimonios de conversión, experiencias de sanación, en un clima de entusiasmo y alegría que les da fuerza para la vida cotidiana y para abandonar los defectos y abusos morales. Los pastores iluminan el proceso con datos y exhortaciones bíblicas y controlan los excesos. Sus pautas teológicas parten de: un puritanismo basado en la convicción de ser los elegidos, un milenarismo que ansía la vida eterna del reino, la afirmación del sacerdocio universal, un «congregacionalismo» democrático en sus asambleas, un dualismo radical entre Espíritu y mundo material, una visión exclusivamente individualista del pecado. Evidentemente, hay aspectos críticos, como un ambiguo entusiasmo emotivo colectivo, el estilo de «supermercado religioso» en el «neopentecostalismo» y, sobre todo, el alejamiento de la responsabilidad pública y social. Su éxito se debe fundamentalmente al hecho de que, en medio de la anomia social y de la exclusión que experimentan por gran parte de la sociedad, estos grupos marginados y excluidos de la educación, de la política, de la salud, de los medios de comunicación social y de las mismas Iglesias históricas, se sienten acogidos, valorizados y ayudados por las Iglesias pentecostales; se sienten personas, con protagonismo, capacidad de palabra y de expresión, en cultos a su alcance que les llenan de alegría y mejoran su vida. Estos movimientos pentecostales interpelan a las Iglesias históricas y nos hacen preguntarnos hasta qué punto hemos entrado en el mundo personal y religioso de los pobres y hasta qué punto hemos tenido en cuenta la pneumatología teórica y experiencial en nuestras Iglesias y en nuestra teología. 6.2. Renovación carismática católica En 1966, después del Vaticano II, un grupo de católicos norteamericanos reunidos en la Universidad de Notre Dame experimentan la presencia del Espíritu en sus vidas, como antes lo habían sentido las comunidades pentecostales: bautismo del Espíritu, don de lenguas, curaciones... Desde Estados Unidos se extiende por Europa y América Latina y el resto del mundo. Tanto Ratzinger, en su Informe sobre la fe, como Y.-M Congar ven en este movimiento un fruto positivo del Vaticano II31. Los que participan de este movimiento aseguran haber experimentado por primera vez la libertad del Espíritu, el don de la salvación, un nuevo nacimiento en el Espíritu, la pertenencia a la comunidad del Señor, y dicen que se han sentido renovados, convertidos, transformados, regenerados, llenos de alegría y gozo. Este movimiento, que nació en medios profesionales y altos, se extendió luego a los sectores populares. Su parecido con los movimientos pentecostales es grande, aunque la renovación carismática se centra de ordinario en la celebración eucarística.

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La crítica que se ha hecho a la renovación carismática es semejante a la que se ha hecho a los movimientos pentecostales: peligro de «emocionalismo» psicológico, individualismo, falta de discernimiento, apego a dones extraordinarios como glosolalia, evasión de tareas y compromisos sociales («huelga social»)... Además, desde el punto de vista católico se ve el riesgo de convertirse en comunidades de la Palabra, de poca clarificación entre el bautismo del Espíritu y la confirmación, con escasa participación en la pastoral de conjunto y con el peligro de constituir una especie de secta católica. Los líderes del movimiento carismático reaccionan ante estas críticas dando criterios de discernimiento en la línea de 1 Cor 12. El Documento de Malinas de 1974 recoge gran parte de estas observaciones y orientaciones teológicas y pastorales32. Hay que añadir que desde sus orígenes a nuestros días ha habido un proceso de maduración y de purificación muy positivo, una mayor formación bíblica y teológica, una mayor inserción eclesial en la pastoral, un mayor discernimiento, un mayor compromiso apostólico y social. En América Latina muchos pobres acuden a estos grupos, seguramente por los mismos motivos de anomia social que otros acuden a los pentecostales. Entre ambos grupos crece un sentido de acercamiento ecuménico. Indudablemente surgen también aquí interrogantes para la Iglesia y la teología católica: ¿cómo acompañar a estos grupos, cómo aprovechar su dinamismo apostólico, cómo evitar el riesgo de espiritualismo, qué elementos positivos se pueden aprovechar para los grupos eclesiales como parroquias, comunidades de base, grupos bíblicos y de oración? ¿No hay en estos grupos una latente acusación de falta de pneumatología teológica y pastoral en nuestras Iglesias católicas, incluso en las más liberadoras? 6.3. «New Age» Estamos ante una realidad que, a diferencia de las dos anteriores, no nace del humus cristiano sino de una confluencia de datos, experiencias, intuiciones y utopías, de una verdadera conspiración en la que lo científico, lo espiritual, lo cósmico y lo posmoderno confluyen hacia una nueva era mesiánica, ligada a la constelación de Acuario, que supera a las épocas de Tauro (imperios y religiones mesopotámicas), de Aries (el judaísmo) y de Piscis (el cristianismo). En esta Nueva Era habrá una reconciliación total, una conciencia cósmica universal, en un contacto inmediato con el Absoluto sin mediaciones históricas ni instituciones religiosas, en fusión total con el Uno, donde todo es vida, donde todos formamos parte del universo cósmico, que es como un gran cuerpo vivo, en coincidencia con lo «micro» y lo «macro», donde el yo es conciencia de la divinidad. Frente a los que auguraban que con la ciudad secular lo sagrado y lo espiritual iban a desaparecer, surge con fuerza un movimiento, más espiritual que religioso, que desmiente

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los pronósticos de los sociólogos y aspira a «reencantar» el mundo. Otra vez la espiritualidad, la mística y lo sagrado se configuran de nuevo y se valoran positivamente. Indudablemente, desde la fe cristiana hay observaciones críticas y necesidad de realizar un discernimiento en todas estas propuestas: nuestro Dios no es impersonal sino personal; la creación no es panteísmo; la gracia no es una energía cósmica; la revelación no es una gnosis intelectual; la salvación no es simple auto-realización; la resurrección no es reencarnación...33. Pero, esto supuesto, es indudable que la New Age interpela nuestro modo de ser y de pensar y nos cuestiona: en el fondo, esta conspiración ¿no estará redescubriendo dimensiones del Espíritu que los cristianos habíamos olvidado y que ellos, de modo muchas veces casi salvaje, están queriendo descubrir?

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7. Cuestionamientos e interrogantes Tanto el «pentecostalismo» como la renovación carismática e incluso la New Age nos interpelan: ¿qué hemos hecho del Espíritu de Jesús en nuestra vida, en nuestra teología, en nuestra Iglesia? No es fácil responder a estas cuestiones, tanto más porque nos hallamos en un tiempo de profundos cambios: cambio de época; cambio de paradigma; cambio de tiempo axial; desaparición del Neolítico, presente durante siglos, que estaba centrado en el templo, el sacerdote y el sacrificio, etc. Mientras hay crisis de instituciones y de la misma religión, se da un resurgimiento de la espiritualidad y un deseo de experiencias espirituales. Por esto, no es extraño que tanto en las Iglesias como fuera de ellas surjan movimientos espirituales, con toda su riqueza y toda su ambigüedad. J. B. Metz ha expresado en un sorites la evolución vivida dentro del cristianismo en estos últimos tiempos. Se ha pasado de «Cristo sí, Iglesia no» a «Dios sí, Cristo no», para luego afirmar «religión sí, Dios no» y acabar diciendo «espiritualidad sí, religión no». Pero ¿se puede llamar cristiana una espiritualidad al margen de Jesús el Cristo y de la Iglesia? ¿No existe el riesgo de caer en una nueva gnosis, en una nueva forma de «joaquinismo»? ¿No es necesario volver a la síntesis patrística entre las dos manos del Padre, la del Hijo y la del Espíritu? Pero queda todavía abierta la pregunta de si la teología latinoamericana liberadora, muy sensible al Jesús histórico y a la opción por los pobres, ha integrado suficientemente la dimensión de los pobres con la pneumatología. Este será el tema del capítulo próximo.

1. Como la bibliografía es inmensa, remitimos a la obra clásica de R. Aubert, La théologie catholique au milieu du XX e . siècle, Casterman, Tournai 1954. 2. Y.-M. Congar, en carta a su madre desde su exilio en Cambridge, relata su sufrimiento al verse privado de la cátedra, de poder publicar, de asistir a reuniones ecuménicas y sociales, etc. (Diario de un teólogo, 19461956, Trotta, Madrid 2004, 473). H. de Lubac, desde su exclusión como profesor, escribe su magnífica Méditation sur l’Église, Aubier-Montaigne, Paris 1953. 3. Es inmensa la bibliografía sobre Juan XXIII, pero quisiera citar especialmente el libro de G. C. Zizola, La utopía del Papa Juan, Sígueme, Salamanca 1975. Cf. también V. Codina, Hace 50 años hubo un concilio, Cuadernos de Cristianisme i Justícia 182, Barcelona 2012. 4. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 195s. 5. Citemos la obra clásica de G. Baraúna (ed.), La Iglesia del Vaticano II, 2 vols., Juan Flors, Barcelona 1967 y la más actual de S. Madrigal, Unas lecciones sobre el Vaticano II y su legado, Universidad Comillas-San Pablo, Madrid 2012. 6. San Cipriano, De oratione dominica 23, PL 4, 553, citado en la nota 4 de Lumen gentium 4. 7. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 201. 8. G. Alberigo (ed.), Transizione epocale. Studi sul Concilio Vaticano II, Il Mulino, Bologna 2009.

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9. H. Küng, Credo, Trotta, Madrid 1994. 10. J. Vives, Creer el credo, Sal Terrae, Santander 1986. 11. B. Sesboüé, Creer, San Pablo, Madrid 2000. 12. Cita en J. Comblin, El Espíritu Santo y la liberación, 33. 13. K. Rahner, «Espiritualidad antigua y actual», en Escritos de teología VII, Taurus, Madrid 1969, 13-35, donde se halla la célebre frase: «El cristiano del futuro o será un místico o no será cristiano» (p. 25); Id., «Sobre la experiencia de la gracia», en Escritos de Teología III, Taurus, Madrid 1961, 103-107; Id., «No apaguéis el Espíritu», en Escritos de Teología VII, Taurus, Madrid 1969, 84-99. 14. J. I. González Faus, La humanidad nueva, Sal Terrae, Santander 2000; Id., Herejías del catolicismo actual, especialmente 117-126. 15. J. Mª Castillo, El Reino de Dios. Por la vida y la dignidad de los seres humanos, Desclée de Brouwer, Bilbao 20013 . 16. J. A. Estrada, La Iglesia: ¿institución o carisma? Sígueme, Salamanca 1984. 17. H. Küng, La Iglesia, Herder, Barcelona 1969. 18. W. Kasper, A Igreja católica, Unisinos, São Leopoldo 2012. 19. J. Moingt, Dieu qui vient à l´homme, 3 vols., Cerf, Paris 2002, 2005, 2007. 20. J. Ratzinger, La Iglesia: una comunidad siempre en camino, San Pablo, Madrid 2005. 21. J. Moltmann, La Iglesia, fuerza del Espíritu, Sígueme, Salamanca 1978. 22. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo. 23. F. X. Durrwell, L’Esprit Saint de Dieu, Cerf, Paris 1983; Id., El Espíritu del Padre y del Hijo, San Pablo, Madrid 1990; Id., El Espíritu Santo en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1986. 24. H. U. von Balthasar, «Le Saint-Esprit, l’inconnu audelà du Verbe»: Lumière et Vie 67 (1964), 115-126. 25. B. J. Hilberath, Pneumatología, Herder, Barcelona 1996. 26. H. Mühlen, Una mystica persona. Eine Person in vielen Personen, Schöningh, Paderborn 1964; Id., El Espíritu Santo en la Iglesia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1974. 27. X. Pikaza, Creo en el Espíritu Santo, San Pablo, Madrid 2001. 28. J. B. Metz, Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista, Sal Terrae, Santander 2007; Id., Mystik der offenen Augen. Wenn Spiritualität aufbricht, Herder, Freiburg 2011. 29. M. Hurtado, Deus, não sem nós. A humanidade de Deus para pensar Deus e os pobres da terra. Reflexões em Eberhard Jüngel, Loyola, São Paulo 2013. 30. A. G. Mendonza, «Orígenes del movimiento pentecostal»: Fe y Pueblo, La Paz, 14 noviembre 1986, 20-21, con bibliografía; C. Caliman, «O desafio pentecostal: aproximação teológica»: Perspectiva Teológica 76 (1996), 295-309; F. Damen, «El pentecostalismo»: Fe y Pueblo, La Paz, 14 noviembre 1986, 31-39; Perspectiva Teológica 119 (2011), número dedicado al «pentecostalismo». 31. V. Messori – J. Ratzinger, Rapporto sulla fede, San Paolo, Milano 1985; Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 349-415, con bibliografía. 32. «Le Renouveau charismatique»: Lumen Vitae 29 (1974), 367-404. 33. G. Danneels, Le Christ ou le verseau?, Presses de l’Archevêché, Mechelen 1991; X. Melloni, «La New Age, ¿mística o mistificación?», en Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011, 145-162; J. Otón, El reencantament postmodern, Cruïlla-Fundació Joan Maragall, Barcelona 2012.

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CAPÍTULO 7: Teología de la liberación y pneumatología

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1. Génesis de un pensamiento Frente a la teología europea posconciliar, que se limita a desarrollar las intuiciones del Vaticano II, en América Latina surge una teología original: la teología de la liberación. Después de haber expuesto en el capítulo I la irrupción del Espíritu en América Latina en las décadas de los 70 y 80, sus antecedentes socio-eclesiales y algunas de sus consecuencias como Medellín y Puebla, la aparición de los llamados Santos Padres de la Iglesia de los pobres, las Comunidades Eclesiales de Base, el compromiso de los laicos y laicas con la sociedad y la Iglesia, la vida religiosa inserta entre los pobres, el martirio... nos queda ahora referirnos a la teología de la liberación, que es la reflexión que surgió de forma original en América Latina en estos años, acompañando todo este proceso liberador1. Digamos ya de entrada que no se puede comprender la génesis de esta teología al margen del contexto socio-histórico y eclesial que la vio nacer. La falta de ubicación de esta teología en su contexto se ha prestado a muchas falsas interpretaciones, malentendidos y controversias. Esta misma teología también debe situarse dentro de un proceso histórico de toma de conciencia, con diversas etapas, en una continua evolución. Proponemos una génesis histórica de esta teología, desde sus tímidos inicios hasta su consolidación en medio de conflictos. 1.1. 1959-1968. Búsqueda y progreso América Latina había vivido siempre en dependencia teológica de Europa. También en el Concilio Vaticano II y en el primer posconcilio los teólogos latinoamericanos reflejaban la teología europea de K. Rahner, H. Küng, J. Ratzinger, Y.-M. Congar, D.-M. Chenu, H. de Lubac, J. Daniélou, E. Schillebeeckx, O. Semmelroth, etc. En estos años del posconcilio también en América Latina comenzó a hablarse, como en Europa, de la teología del trabajo y de las realidades terrenas (G. Thils), la teología del laicado (Y.-M. Congar), del desarrollo democrático (J. Maritain), del progreso... La encíclica de Pablo VI Populorum progressio marcó una ruta: el nuevo nombre de la justicia era el progreso. A esto se añadía la teoría económica del progreso y el desarrollo de los economistas del Norte, que veían a los pueblos pobres simplemente como subdesarrollados; la «Alianza para el progreso» de J. F. Kennedy responde a los mismos parámetros desarrollistas. Pero, lenta y tímidamente, surge la cuestión de si América Latina es simplemente un continente subdesarrollado y si basta elaborar una teología del trabajo, de la democracia y del laicado. Hay una creciente toma de conciencia de la situación de pobreza del continente, que no es casual y es grave y amenazante.

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Junto a esta maduración más reflexiva se experimenta de forma cada vez más fuerte no solo la relación entre la pobreza y los pobres, sino la misteriosa conexión entre el pobre y Cristo, la misteriosa presencia del Señor crucificado en los rostros de los crucificados de este mundo. Esta es la experiencia fundante de la teología de la liberación, de la cual brotará y sin la cual no hubiera sido posible que naciese la teología de la liberación. Toda teología nace de una experiencia espiritual: el Antiguo Testamento brota de la experiencia pascual del Éxodo; el Nuevo Testamento, de la experiencia de Jesús muerto y resucitado; la teología patrística, de la experiencia de la Iglesia como misterio de comunión; la teología monástica, de la experiencia del desierto; lo mejor de la teología medieval, de la experiencia de los mendicantes sobre Jesús pobre; la teología barroca jesuítica, de la experiencia espiritual de los Ejercicios ignacianos; la teología moderna, de la experiencia antropológica y existencial del misterio de Dios Creador y Señor, ligada a la primera Ilustración, etc. La teología de la liberación también nace de una experiencia espiritual muy peculiar: Jesús en el pobre, en la línea de la narración del juicio final de Mt 25,31-46. 1.2. 1968-1971. Formulación: dependencia y liberación En estos años hay una verdadera sacudida social y eclesial, una irrupción de los pobres en la sociedad y en la Iglesia, cuyo símbolo sería el movimiento estudiantil ligado al mayo francés del 68. En América Latina nos encontramos con la elaboración de la teoría de la dependencia por parte de los economistas brasileños Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, los estudios de Paulo Freire sobre La pedagogía del oprimido, el estudio de Eduardo Galeano sobre Las venas abiertas de América Latina, los Salmos de Ernesto Cardenal desde la problemática sociopolítica, la emblemática novela de la identidad latinoamericana de Gabriel García Márquez Cien años de soledad, la reflexión de Leopoldo Zea sobre la filosofía latinoamericana, las películas del chileno Miguel Littín y del boliviano Jorge Sanjinés sobre la problemática de la pobreza y el dolor, el teatro del oprimido del brasileño Augusto Boal, las pinturas expresionistas del ecuatoriano Oswaldo Guayasamín... y, desde el ángulo eclesial, la celebración de la conferencia de Medellín (1968), de la cual ya hemos hablado antes. En este clima proliferan las reuniones teológicas, simposios, artículos, esbozos de nuevas propuestas para responder a los nuevos desafíos de cristianos comprometidos con el cambio social, nueva génesis de comunidades de base, nuevos problemas pastorales en torno a la justicia, nuevas intuiciones bíblicas sobre los pobres, etc. Todo esto cristalizará en la obra del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación2, cuyo autor es considerado por muchos como el padre de esta teología. Es una teología que parte de la vida, de la historia, y vuelve a la praxis histórica, después de haberse confrontado con la Palabra de Dios. Es la versión latinoamericana del «ver, juzgar y actuar», surgido en los ambientes obreros de la JOC europea. No se 114

dialoga con la primera Ilustración europea (Kant) sino con la llamada segunda Ilustración (Marx): con los pobres, la injusticia, el pecado estructural. «Liberación», palabra con profundas resonancias bíblicas, semánticamente es la respuesta a la situación de dependencia del pueblo latinoamericano. Su contexto vital (Sitz im Leben) es un contexto de muerte antes de tiempo (Sitz im Tode). Añadamos que también en la misma fecha Rubem Alves, de la Iglesia evangélica, escribe su Teología de la esperanza, lo cual significa que ante el tema de los pobres y la justicia hay un acercamiento ecuménico. A esta primera generación pertenecen teólogos como J. L. Segundo, H. Assmann, J. Comblin, R. Muñoz, E. Dussel, C. Mesters, H. Borrat, J. C. Scannone, R. Poblete, S. Galilea, R. Ames, L. Gera, A. Büntig, J. Míguez Bonino, etc. 1.3. 1972-1976. Teología en el exilio y el cautiverio El relativo optimismo de los años anteriores, en que muchos que esperaban una rápida transformación sociopolítica de América Latina (Allende...), pronto se vio contrastado con la realidad trágica de las dictaduras militares del Cono Sur, Brasil y Centroamérica. La teología profundiza el tema del exilio y cautiverio del pueblo de Israel y la cuestión del martirio. A la lista de teólogos anteriores se suman L. Boff, J. Sobrino, I. Ellacuría, R. Vidales, A. Cussianovich, R. Antoncich, J. Marins, P. Richard, O. Maduro, C. Boff, J. de Santa Ana, P. Trigo, D. Irarrázaval, M. Barros, J. Mª Vigil, J. L. Caravias, J. B. Libânio, Frei Betto, F. Hinkelammert, Jung Mo Sung, L. C. Susin, A. Quiroz, etc. Hay varios encuentros de teólogos de la liberación en El Escorial, México, Detroit...; surge el grupo «Teólogos del Tercer mundo»; se tiene la impresión de que esta teología cala hondo y se extiende en contextos de opresión y pobreza. Pero, junto a las dificultades políticas provenientes de las dictaduras militares, comienzan a alzarse voces críticas dentro de la misma Iglesia latinoamericana, cuyos exponentes principales son el obispo colombiano López Trujillo, el obispo brasileño Boaventura Kloppenburg y el jesuita flamenco radicado en Chile R. Vekemans. Estos opositores radicales ven en la teología de la liberación un marxismo disfrazado de evangelio, una forma de lucha de clases dentro de la misma Iglesia, una apología de la violencia armada, una reducción de la fe a lo sociopolítico. Estos enemigos de la teología de la liberación van a tener mucha influencia, tanto en los organismos vaticanos como en ambientes políticos conservadores y en las agencias financiadoras. 1.4. 1977-1988. Crecimiento en medio de dificultades El 3 de septiembre de 1984 la Congregación para la Doctrina de la Fe, que presidía el Cardenal Josef Ratzinger, publica laInstrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (Libertatis nuntius),que es una dura crítica a la teología de la liberación, acusada de: infiltración marxista; inmanentismo historicista; politización radical de la fe; 115

reinterpretación global de la doctrina cristiana que niega la fe en el Verbo encarnado; opción por los pobres que se convierte en una opción de clase y en la creación de una Iglesia popular en contra de la Iglesia jerárquica; rechazo de la doctrina social de la Iglesia; exégesis política de la Escritura; secularización del reino de Dios... La teología de la liberación sería una perversión de todos los dogmas de la fe y una gran herejía moderna de amplias consecuencias. Esta Instrucción fue recibida con gran alegría por los sectores conservadores de la Iglesia y de la sociedad; incluso el presidente Reagan felicitó a Roma por esta medida. Por su parte, los teólogos latinoamericanos aceptaban el riesgo del marxismo y condenaban todas las perversiones de la fe, pero no se sentían retratados ni representados en la descripción de ellos que se hacía en la Instrucción. Más aún, J. L. Segundo, en su respuesta a Ratzinger3, afirma que dicha instrucción lo que pone en cuestión no es ya la teología de la liberación sino el mismo Vaticano II, puesto que parte de un dualismo pre-conciliar entre naturaleza y gracia, salvación y liberación, inmanencia y trascendencia, que fue superado por el concilio. En este clima, en 1984 L. Boff fue llamado a Roma para dar cuentas de su libro Iglesia, carisma y poder ante el cardenal Ratzinger y en 1985 se le impuso un año de silencio, que él aceptó con un ejemplar espíritu penitencial. Seguramente Roma se percató de que esta instrucción había ido demasiado lejos e, inusitadamente, dos años después, en abril de 1986 emitió una segunda instrucción, Libertad cristiana y liberación (Libertatis conscientia), en la que se valoran positivamente los temas relacionados con la liberación (la opción por los pobres, promoción de la justicia...), elaborándolos a la luz de la tradición y de la doctrina social de la Iglesia. En abril del mismo año, en una carta dirigida a los obispos de Brasil reunidos en Itaici, Juan Pablo II afirmaba que la teología de la liberación bien entendida era no solo conveniente sino útil y necesaria para América Latina. Pero las tensiones no desaparecieron. La colección Teología y liberación, que presentaba todos los temas de la fe desde la perspectiva liberadora, fue interrumpida desde Roma. El gesto amenazante de Juan Pablo II a Ernesto Cardenal en su visita a Nicaragua dio la vuelta al mundo. El papa polaco veía en la teología de la liberación una reviviscencia del comunismo que él había sufrido en Polonia, y el cardenal Ratzinger interpretaba este movimiento teológico desde su visión teórica alemana del marxismo y desde su trágica experiencia con los estudiantes en mayo del 68 en la universidad de Tubinga. Sin negar el derecho del magisterio a advertir de los posibles riesgos de una teología y aceptando que al principio pudo haber exageraciones de parte de algunos autores, no se puede afirmar que la teología de la liberación haya caído en la tentación de reducir la salvación a lo sociopolítico ni haya querido construir una Iglesia del pueblo alternativa a la jerárquica. Lo único que quería es mostrar es que la salvación y la gracia no solo tienen dimensiones subjetivas (conversión del pecado personal) y escatológicas (la 116

resurrección de la carne y la vida perdurable), sino también implicaciones y dimensiones históricas: liberación del pecado estructural, de la injusticia colectiva. Y en este proceso, los pobres son un lugar teológico privilegiado, fuera de los cuales no hay salvación.

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2. Contenidos fundamentales de la teología de la liberación Frente a quienes opinaban que la teología de la liberación era una teología meramente sectorial, de genitivo, preocupada solamente por la justicia y por el cambio de estructuras, en realidad la teología de la liberación aborda todos los temas teológicos desde la perspectiva de los pobres. La obra colectiva Mysterium liberationis es el mejor signo de ello. Sin pretender hacer una síntesis completa de su temática, señalemos algunos de los ejes teológicos más significativos. Hay una lectura popular de la Escritura, partiendo de la realidad del pueblo pobre y creyente, que ha devuelto la Palabra a los pobres, liberándola de los exclusivismos exegéticos elitistas. Los círculos bíblicos propiciados por Carlos Mesters y Javier Saravia pueden ser un ejemplo de ello. Esto no niega un acercamiento científico a la Biblia (P. Richard, E. de la Serna, G. da Silva Gorgulho...), pero se trata siempre de una lectura desde los pobres. La cristología ha sido quizás el tratado más elaborado (J. Sobrino, L. Boff, J. L. Segundo, H. Echegaray, C. Palacio, C. Bravo...), destacando la importancia del Jesús histórico, de su proyecto del reino, del llamado al seguimiento, de la pasión como resultado de sus opciones por los pobres y excluidos en conflicto con el anti-reino, y de la resurrección como respaldo del Padre al proyecto y opciones de Jesús. La cristología se concreta en los crucificados de la historia a los que hay que liberar (I. Ellacuría). La mariología ha desarrollado el rostro materno de Dios y la dimensión profética de María del Magníficat (L. Boff, Mª C. Luccheti Bingemer, Ivone Gebara...). La eclesiología se ha desarrollado a partir de las Comunidades Eclesiales de Base, en una verdadera «eclesiogénesis» generadora de una Iglesia de los pobres, que nace del pueblo pobre por obra del Espíritu y que se debe convertir continuamente al reino (L. Boff, J. Sobrino, I. Ellacuría, A. Quiroz...). La historia de la Iglesia, promocionada a partir del grupo CEHILA, dirigido por E. Dussel, relee toda la historia de la Iglesia latinoamericana desde abajo, desde los vencidos. La antropología teológica reelabora la salvación desde la dimensión histórica de la gracia liberadora (G. Gutiérrez, J.-B. Libânio, J. Comblin, P. Trigo...), una liberación que anticipa en la historia la escatología. El concepto de Dios se enriquece con el tema del Dios de los pobres, el Dios de la vida, cuya gloria consiste en que el hombre, concretamente el pobre, tenga vida (G. Gutiérrez, J. Sobrino, R. Muñoz...). La teología trinitaria se enfoca desde la dimensión comunitaria, como la mejor comunidad (L. Boff, A. González...). La religiosidad popular se aborda desde una nueva perspectiva, no como devaluación de la fe sino como lugar teológico donde se expresa la fe de los pobres (D. 118

Irarrázaval, S. Galilea...). También se produce una espiritualidad liberadora, que anima la vida del pueblo en sus diferentes carismas (laicales, presbiterales, de vida religiosa...), desentrañando la dimensión espiritual implícita en la opción por los pobres, ayudando a beber en el pozo del pueblo regado por el sudor y las lágrimas del pueblo pobre y la sangre martirial (G. Gutiérrez, J. Sobrino, J. Mª. Vigil, don P. Casaldáliga, N. Jaén, C. Cabarrús, S. Galilea, S. P. Arnold, el equipo de teólogos de la CLAR, etc.). Pero, una vez llegados aquí, podemos preguntarnos por el lugar que ocupa la pneumatología en esta clave teológica liberadora. En primer lugar, hay que afirmar que la teología de la liberación nace de una experiencia espiritual ligada a la opción por los pobres y la justicia; que las experiencias cristianas que están en la base del proyecto liberador son experiencias del Espíritu; que el Espíritu es el que hace nacer la Iglesia desde el pueblo, el que alienta las comunidades de base, el que posibilita seguir a Jesús hasta el martirio, el que anima la fe del pueblo pobre y su lucha cotidiana por un mundo más justo, el que alimenta las opciones de la vida religiosa inserta, los compromisos de los laicos y mujeres por su pueblo, la acción pastoral de los grandes pastores y obispos latinoamericanos al servicio de los más pobres, el martirio. En este sentido, la liberación es liberación con Espíritu (J. Sobrino). Pero podemos seguir investigando si se ha elaborado una verdadera pneumatología, una reflexión teológica explícita sobre el Espíritu en la teología de la liberación. Y aquí la respuesta ha de ser más sobria y más matizada.

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3. Un nuevo contexto socio-eclesial Desde 1989, la sociedad mundial y latinoamericana, la Iglesia y la teología entran en una nueva fase, ya que el contexto social y eclesial ha cambiado. La caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, marca el derrumbe del socialismo real de los países del Este. El ataque terrorista del 11 de septiembre del 2001 a las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York y al Pentágono provoca en Estados Unidos una fuerte reacción antiterrorista. A nivel mundial se pasa de la confrontación Este-Oeste a un mono-poder liderado por Estados Unidos, que buscará afianzar su poderío político armamentista atacando a países del Tercer Mundo árabe, por considerarlos sede del terrorismo mundial. Con esta caída del socialismo del Este entran en crisis muchas esperanzas y utopías que hasta entonces habían alimentado a muchos sectores de la sociedad y de la Iglesia latinoamericanas. Por otra parte, se difunde la actitud posmoderna, que critica la modernidad (tanto la primera como la segunda Ilustración); se da un tránsito de la sociología a la psicología; se sustituye a Prometeo por Narciso; se renuncia a los grandes relatos; hay una concentración en la vida, la privacidad y la cotidianidad de la vida, el disfrutar el instante (el «carpe diem» horaciano); existe una religiosidad difusa (como la nebulosa esotérica de la New Age) y una religión «a la carta». Ya no se habla de solidaridad ni de compromiso político sino de triunfar en la vida y de tener un buen nivel de vida. Como elementos positivos de la posmodernidad cabe destacar la revalorización de temas como la subjetividad, lo «micro», el cuerpo, la afectividad y la sexualidad, la naturaleza, el género, la estética, la fiesta, la religión y la mística. Por otra parte, una serie de cumbres mundiales organizadas por la ONU en estos años revelan la emergencia de nuevos problemas y de nuevos agentes sociales. Destaquemos la cumbre de Río de Janeiro del 92 sobre la ecología, la del 94 de El Cairo sobre la población, las del 95 de Copenhague (sobre la pobreza) y Pekín (sobre la mujer) y la del 97 en Kioto sobre ecología. La ecología y la mujer serán nuevos temas que deberá abordar la teología, junto al viejo y agravado tema de la pobreza. En América Latina se inicia una nueva época en todo el continente latinoamericano, donde, fuera de Cuba, todos los países han restaurado la democracia, pero esta se ve amenazada por la pobreza y las presiones de los organismos internacionales, que insisten en reformas estructurales de corte neoliberal. Han cesado las guerrillas y surgen con fuerza los movimientos populares e indígenas y la sociedad civil. Hay como una apatía y resignación de muchos sectores y aumenta el desconcierto de los jóvenes. Estamos muy lejos de los años 70-80, aunque recientes cambios políticos (Venezuela, Bolivia, Ecuador...) apuntan a que algo se está moviendo en América Latina. Si pasamos al ámbito económico, constatamos que, una vez vencido el socialismo comunista del Este europeo, el único modelo económico, que se impone a todo el mundo como la solución de todos los problemas, es el neoliberalismo. La globalización, que se 120

extiende a todo el mundo y que unifica pueblos y culturas a través de las nuevas tecnologías y de los medios de comunicación social, impone el sistema económico neoliberal y el estilo de vida norteamericano como el ideal para todos los pueblos: «fuera del neoliberalismo no hay salvación»; «hemos llegado al final de la historia» (Fukuyama). La consecuencia desastrosa de este nuevo orden económico mundial es el aumento de la pobreza, el paso de la dependencia de los países pobres a la prescindencia de los pobres, que pasan de pobres a excluidos, a masas sobrantes, que ya no interesan al sistema, pues no cuentan económicamente. Son insignificantes (G. Gutiérrez), «nadies» (E. Galeano), víctimas (J. Sobrino). En toda América Latina ha aumentado la pobreza, ha crecido el desempleo y la deuda externa constituye una pesada carga insoportable. Como dato positivo, en medio de este panorama desolador, constatemos las diversas celebraciones desde el 2001 del Foro Social Mundial en Porto Alegre, Bombay, Caracas, Nairobi... donde, bajo el grito de «otro mundo es posible», se expresa el malestar actual y la necesidad de buscar soluciones alternativas al neoliberalismo (cuyos representantes se reúnen en Davos cada año), aunque todavía no aparece en el horizonte una alternativa real al modelo hasta ahora imperante. Si pasamos ahora al nivel eclesial, tanto de la Iglesia universal como de la Iglesia de América Latina, podemos constatar que se pasa de la primavera eclesial del primer posconcilio a un duro invierno eclesial: nueva centralización eclesial, limitación de las Iglesias locales y del ejercicio de la colegialidad, nombramiento de obispos más seguros que proféticos, freno al ecumenismo, marcha atrás en liturgia, implantación del Catecismo de la Iglesia católica como síntesis del concilio, conflictos con órdenes religiosas, promoción de movimientos eclesiales laicales de aire conservador, etc. A nivel latinoamericano, hay que destacar la cuarta conferencia del episcopado de América Latina, reunida en Santo Domingo, primera sede de la Iglesia en el nuevo continente. Bajo el lema «Nueva evangelización, promoción humana y cultura cristiana» se desarrolló un amplio debate que mostró una cierta suspicacia de la curia romana frente al caminar de la Iglesia local latinoamericana: la opción por los pobres, las comunidades de base, la teología de la liberación, los mártires, su visión crítica de la conquista e incluso de la primera evangelización. La curia romana parecía más preocupada por el problema de las sectas que por el hambre y la pobreza de América Latina. En Santo Domingo se abandonó el método latinoamericano del «ver/juzgar/actuar», pero, a pesar de ello, se consiguió reafirmar la línea de Medellín y Puebla en su opción por los pobres y por la vida, y se abordaron temas nuevos como la inculturación de la fe en las culturas, tanto moderna como indígena y afroamericana, la tierra y la ecología, los derechos humanos, la dignidad de la mujer, la democracia, la integración latinoamericana, la promoción humana, el empobrecimiento y la solidaridad, etc. En estos años van desapareciendo de América Latina muchos de los obispos que asistieron al Vaticano II, como Hélder Câmara, muerto en 1999, y Aloysius Lorscheider, en 2008, mientras que otros obispos muy significativos en el período anterior se jubilan 121

(Arns, Casaldáliga...) y son consagrados nuevos obispos con otro talante. Con todo, no cesa todavía el martirio de obispos, como Gerardi en Guatemala (1998) y Duarte en Colombia (2002). Hay una cierta añoranza de los grandes obispos de los años 70-80, que han sido llamados «Santos Padres» de América Latina. La quinta conferencia del episcopado, la de Aparecida, fue mejor de lo que se temía, aunque peor de lo que se hubiera deseado. Su tema «Discípulos y misioneros de Jesucristo para que en él nuestros pueblos tengan vida» recuperó el método tradicional latinoamericano: se partió de un análisis de la realidad social y eclesial de América Latina, con sus luces y sus sombras; esta realidad se iluminó desde la perspectiva de la vocación cristiana a ser discípulos y misioneros de Jesucristo, para pasar luego al compromiso misionero al servicio de la vida plena de nuestros pueblos. Aparecida asume las grandes opciones de la Iglesia latinoamericana y del Caribe: por los pobres, por las comunidades de base, por la inculturación de la fe, por el protagonismo de los laicos... Quizás la novedad mayor de Aparecida consista en haber hecho una opción por la formación cristiana de los laicos y de agentes pastorales. Se constata que hay una crisis y una debilitación de la fe y que no se podrá sostener una vida cristiana reducida puramente a moralismo, ritualismo y doctrinarismo, con débil participación eclesial y con un divorcio con la vida. Por esto se insiste en fomentar una experiencia espiritual y personal con el Señor, que lleve a una conversión personal que haga a los bautizados verdaderos discípulos y misioneros. Esta experiencia espiritual debe ser alimentada con una formación cristiana, inicial y permanente, que inserte en la vida comunitaria de la Iglesia (parroquias, Comunidades Eclesiales de Base, pequeñas comunidades...) y que lleve a un compromiso misionero con una fuerte dimensión social: lucha por la promoción humana y la justicia, liberación integral, apertura a las culturas, a los nuevos areópagos, defensa de la ecología, atención a los nuevos rostros de pobres, etc. La Iglesia es convocada a pasar de una pastoral conservadora a una pastoral misionera. América Latina está en estado de misión.

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4. Nueva situación teológica en América Latina Si pasamos ahora a la situación de la teología latinoamericana, desde 1989 se inicia realmente una nueva etapa. Todo se ha vuelto más oscuro y confuso. ¿Cómo interpretar esta situación y qué respuesta dar a estos hechos? En la práctica, hay tres respuestas posibles. Unos dicen que la teología de la liberación y la Iglesia liberadora ya han muerto con la caída del marxismo, que ha sido una moda felizmente pasajera. Otros afirman que nada ha pasado y todo sigue adelante, como en los años 70. Otros creen que han cambiado las circunstancias: hay ciertamente elementos del pasado que son irrenunciables, pero también hay que revisar el pasado y abrirse a nuevas perspectivas. Veamos con mayor detalle cada una de estas tres posturas. Hay muchos interesados en afirmar que la teología de la liberación ha muerto después del 89. Algunos analistas comparan, a este respecto, el viaje papal a Nicaragua del 83 con el del 96. En 1983 el papa Juan Pablo II fue recibido con un discurso revolucionario por Ortega, reprendió a Ernesto Cardenal y se enfrentó con los sandinistas, que querían que el papa rezase por sus víctimas de la Contra. En el viaje papal de 1996, Violeta Chamorro, que venció a los sandinistas en las urnas, vestida de blanco, besa al papa en la mejilla y todo el viaje parece un paseo triunfal. La teología de la liberación ya ha muerto... Las críticas que muchos de los sectores de Iglesia dirigían a la teología de la liberación parecen haber cesado, pues creen que con la desaparición del marxismo esta teología ha dejado de existir. Tan solo el católico norteamericano M. Novak sigue atacando a esta teología porque, según él, no libera realmente al pueblo; él propone como única salvación el capitalismo neoliberal, que es como el Siervo de Yahvé: despreciado por todos, pero el único que realmente salva. Pero ¿podemos alegremente pensar que todo ha sido una pesadilla, que hay que volver atrás, decir adiós a los pobres y a Medellín, y aceptar al neoliberalismo como el único signo de los tiempos que salva? ¿No ha sido asumida por la Iglesia universal la opción por los pobres, como ha proclamado el mismo Juan Pablo II en su carta Novo millennio ineunte, 51? Aunque el Este europeo haya dejado de ser comunista, permanecen los pobres de América Latina, que fueron los que suscitaron esta reflexión teológica, y su situación de pobreza se ha agravado desde el 89. Otra segunda postura es la de que los que dicen que la teología de la liberación goza de buena salud y todo debe seguir como hasta ahora, pues la pobreza de América Latina, lejos de haber disminuido, ha aumentado en estos últimos años.

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Los representantes de esta postura afirman, con toda razón, que la opción por los pobres es irrenunciable, que el principio liberación es esencial a la Iglesia, que hay que seguir bajando de la cruz a los crucificados de este mundo, que la memoria de los mártires es algo sagrado. No es posible dar marcha atrás. Pero podemos preguntarnos si los cambios vividos en estas últimas décadas no afectan de algún modo a una teología que se ha distinguido siempre por partir de la realidad ¿Por qué las nuevas generaciones no se apuntan a esta corriente, sino que tienen otros intereses? ¿Por qué los más pobres de entre los pobres no van a las comunidades de base, sino a los pentecostales? (J. Comblin). El cambio social y eclesial ¿no exige una reflexión también nueva? Por esto, la tercera postura se distancia tanto de la primera, que dice que todo ya ha pasado, como de la segunda, no en lo que afirma, sino en lo que silencia. Hay bastantes teólogos (L. Boff, R. Muñoz, P. Trigo, P. Richard, D. Irarrázaval, J. B. Libânio, C. Boff, C. Palacio, A. Brighenti, Jung Mo Sung...) que creen que alguna cosa ha cambiado de fondo, que la teología de la liberación se halla en una situación de crisis, lo cual no significa necesariamente muerte, pues puede ser una crisis de crecimiento, con tal de que se formule correctamente y se enfoque bien. Nos adscribimos a esta tercera postura y vamos a presentar todo lo que supone4. 4.1. Un nuevo análisis para una nueva realidad La teología de la liberación ha partido siempre de la realidad, y en concreto de la realidad de pobreza que nos rodea. En formulación de I. Ellacuría, se trata de «hacerse cargo de la realidad». Este análisis implica una cierta experiencia presocrática de una realidad que golpea, hiere, estremece y se convierte para el cristiano en verdadera experiencia espiritual. Y esta pobreza no es casual, sino que tiene unas causas reales. Por esto la teología latinoamericana ha comenzado siempre por lo que se llama la mediación socio-analítica, es decir, por el análisis social de la realidad. Esta mediación socio-analítica se ha realizado teniendo en cuenta las ciencias sociales, entre otras el marxismo. Esta ha sido, como hemos visto, una de las raíces de las incomprensiones y ataques contra la teología de la liberación, como si esta aceptase la ideología marxista, cuando en realidad se limitaba a usar los mismos métodos de otros analistas sociales y que la misma doctrina social de la Iglesia usa para analizar la realidad de pobreza. Ahora toda esta situación ha cambiado notablemente, después de la caída del socialismo real en los países del Este. La tensión ya no es Este-Oeste sino Norte-Sur. La teoría de la dependencia ha quedado estrecha para explicar la totalidad de las nuevas

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situaciones de hoy, en un mundo donde la economía y la política poseen una creciente globalización y los procesos se enlazan a nivel mundial. La idolatría del mercado (F. Hinkelammert) o monoteísmo del mercado (R. Garaudy) produce nuevas víctimas: los niños de la calle, las mujeres, los jóvenes inadaptados, los desempleados, las pandillas juveniles. Algunos llaman «limpieza social» a la operación de hacer desaparecer esta inmundicia de nuestra vista. Ante esta situación de pobreza, tienen razón los que dicen que hay que reforzar aún más la opción por los pobres. Se trata de defender la vida del pueblo, como hicieron en su tiempo los profetas de Israel y el mismo Jesús de Nazaret. El tema del Dios de la vida se convierte en clave en un mundo de muerte. Optar por los pobres es hoy en América Latina defender la vida de las mayorías empobrecidas y condenadas a muerte en todo el continente, bajar de la cruz a los crucificados de la historia. Aquí también aparece la necesidad de no vaciar de contenido las utopías sociales, aunque haya fracasado cierto tipo de socialismo real. La justicia, la solidaridad, la fraternidad continúan siendo ideales para todo el que quiere ser justo y cristiano. No podemos limitarnos a los pequeños relatos de la cotidianidad. Pero, dicho todo esto, hay que ir más a fondo. Como ya hemos dicho, vivimos en un mundo no solo posmarxista sino posmoderno. Las ciencias sociales de la segunda Ilustración, de las cuales forma parte el marxismo, pertenecen a la modernidad típica del siglo XIX. Y la modernidad ha entrado en crisis, tanto en su versión de la primera Ilustración (centrada en la razón instrumental) como en su versión de la segunda Ilustración (centrada en la razón militante). Por esto algunos autores, como Agenor Brighenti, comienzan a hablar de la emergencia de la tercera Ilustración, centrada en la alteridad, en los otros y otras: otras culturas, otras religiones, otro género (mujeres...), otros seres vivientes (tierra, ecología, la vida), otros sectores etarios (jóvenes...), otras dimensiones humanas (cuerpo, afectividad, sexualidad, otras orientaciones sexuales...) y, finalmente, apertura al Otro (el misterio de Dios, religiosidad, gratuidad, fiesta, oración). Esta tercera Ilustración se inspiraría no ya en Kant y Marx sino en Nietzsche y otros autores más cercanos como Lévinas, Habermas y Ricoeur, insistiendo en la razón simbólica, en la necesidad del diálogo y de la comunicación, en la vida... La crisis actual nos conduce, pues, a ir más allá de la misma modernidad, más allá de los análisis sociales y políticos. Dicho de forma más concreta, hemos de completar el análisis social, económico y político con el análisis antropológico, cultural, de género, ecológico y religioso. Hemos de completar los aportes válidos de la razón ilustrada con los de la razón simbólica, que es más amplia y polisémica. No se trata de dar marcha atrás sino de avanzar hacia delante. Expresado en términos de género, la Ilustración moderna, tanto la primera como la segunda Ilustración, ha sido sumamente patriarcal y androcéntrica. La tercera Ilustración introduce elementos más femeninos, ecológicos y holísticos.

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Esto significa que la teología de la liberación ha sido demasiado «moderna», demasiado «ilustrada», seguramente para poder dialogar con las teologías modernas del Norte, pero en perjuicio de los países pobres del Sur, que viven otra lógica. Esta apertura a la razón simbólica tiene grandes consecuencias para la teología de la liberación. Siempre se ha dicho que la mujer y los indígenas son los más pobres y oprimidos, lo cual es cierto. Pero ahora se trata de algo diferente: se trata de considerar a la mujer, a las culturas, a las religiones y a la tierra, no puramente como objetos de opresión, sino como sujetos activos, con nuevas propuestas y nuevos paradigmas. La mujer y los indígenas no son simplemente el proletariado (Lumpenproletariat), una subclase o un departamento de la teología, sino nuevos lugares humanos y teológicos de gran riqueza, que ofrecen opciones alternativas a las tradicionales. Se pasa de la teología del clamor a la teología del rostro. No solo se vive de pan. Esto enlaza con lo que ya desde el comienzo la teología de la liberación decía: que el pueblo de América Latina es pobre y creyente. Todo esto tiene grandes consecuencias teológicas y eclesiales. La realidad del pueblo de América Latina no se explica sin la capacidad de resistencia que tiene el pueblo, debida a sus raíces culturales y religiosas, al papel de la mujer, a su relación con la tierra. El pueblo necesita pan, pero también flores y fiesta, trabajo y ternura, belleza, salud y respeto a la tierra, resistencia y esperanza. La liberación ha de ser integral. Por esto muchos proyectos de desarrollo, pensados desde la razón progresista del Primer Mundo, fracasan en América Latina, si no tienen en cuenta la vertiente cultural, espiritual y religiosa de los pueblos del Sur. Resumiendo, ante la realidad cambiante de nuestro mundo, hemos de completar el análisis socio-económico con las cuestiones de género, corporalidad y afectividad, cultura, religión y ecología. La teología de la liberación clásica se queda corta ante la tarea que se le abre por delante. 4.2. Una nueva iluminación teológica La mediación hermenéutica, centrada en la Palabra de Dios y la fe, constituye la clave de bóveda de la reflexión teológica liberadora. A la luz de la Palabra, la teología de la liberación ha de continuar afirmando que la pobreza y muerte de nuestros pueblos es contraria al plan de Dios, es un pecado personal y estructural. Sigue en vigor el designio salvífico de Dios, formulado como el reino por Jesús, como lo ha reflexionado la cristología de la liberación. El seguimiento de Jesús, concretamente en su opción por los pobres, continúa siendo clave para comprender el cristianismo. Este reino es conflictivo y por esto Jesús acabó en la cruz. El Padre, al resucitarlo, confirmó el camino de Jesús y sus opciones. La eclesiología ha acentuado que la Iglesia ha de ser la Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación, en conversión continua hacia el reino de Dios. Sobrino afirma que «extra pauperes nulla salus». 126

Todo esto es ya conocido. Pero después del 89 algunos, como María López Vigil, se preguntan si no hemos sido demasiado mesiánicos, con el mesianismo de los zelotes; si no hemos sido demasiado paternalistas con el pueblo sin contar con él, demasiado voluntaristas y ligados a la lucha de clases, no teniendo en cuenta otras dimensiones humanas; si no hemos sido demasiado materialistas, olvidando que las personas no solo viven de pan. Otros teólogos, como J. I. González Faus, creen que se ha identificado la fuerza teológica de los pobres (que es innegable y evangélica) con la fuerza histórica de los pobres, cuya debilidad ha sido demostrada en la historia, pues los pobres continúan siendo pobres. Otros, como Jung Mo Sung, se preguntan si no ha fracasado la utopía del cristianismo de liberación. Carlos Cabarrús hace un balance bastante crítico de estos años: «A los que vivimos en estas latitudes (de América Latina), en épocas no muy remotas, se nos han caído ya muchos sueños: se nos han muerto proyectos, se nos han venido abajo idealizaciones, se ha perdido mucha gente –y de las más valiosas–, en aras de todas esas utopías que quisimos realizar. Nos equivocamos en muchos análisis que creíamos correctos. Hay que reconocer que eran cerrados, muchas veces apoyados no en datos científicos sino en simples anhelos. Satanizamos en muchas ocasiones a los que “no estaban con nosotros”; de alguna manera también idealizamos al pueblo, lo ideologizamos, sacamos a los(as) pecadores(as) de ser también principales destinatarios del mensaje de Jesús y del reino. Todo esto nos hizo generar una espiritualidad concentrada únicamente en eso: cambiar estructuras, pero descuidando el trabajo personal complicado de la transformación del corazón humano. De alguna manera revivimos un cierto pelagianismo: conquistábamos todo con la voluntad, con la organización, con la fuerza. No reconocimos espacios autónomos entre la fe y la justicia; vivimos la aparente síntesis entre esos dos elementos como algo que se conquistaba, no como algo que se recibe y se celebra. Olvidamos en todo esto la fiesta, la alegría, el saber descansar. Generamos un talante de espartanos que tendía a quemarnos; no le dimos los espacios vitales a la oración personal y seria. Olvidamos, en la práctica, el discernimiento; no aprendimos a trabajarnos a nivel personal, no nos dimos a la tarea de aprender a vivir más en caravana. No hicimos siempre un ejercicio de descubrir falacias y mentiras. Esto no quiere decir que no se haya consolidado nada serio en lo que refiere al compromiso o que no se hayan hecho conquistas históricas reales. En el ámbito de la conciencia se ha avanzado; respecto a la formulación de derechos humanos de la humanidad, también»5 .

Dejando al margen los aspectos más sociológicos y antropológicos, ya examinados antes, pasemos ahora a examinar el tema del reino de Dios, clave para la teología de la liberación. El concepto de reino es un término teologal y teológico, la dimensión hacia fuera de la Trinidad: es Dios que viene a nosotros, es la vida de Cristo que se nos comunica mediante el Espíritu (Rom 5,5). Y el núcleo estructural de este reino es el misterio pascual de Jesús, su muerte y resurrección. El reino, que es vida, comienza ya en esta vida, sobre todo en los pobres, y culmina en la vida eterna. La relación entre historia y reino se puede pensar de muchas maneras y ha tenido a lo largo de la historia diversas manifestaciones, ha habido diversos proyectos históricos del reino de Dios. Nuestra pregunta es si la teología de la liberación no ha caído en cierto mesianismo milenarista al aceptar, de forma inconsciente y poco crítica, este concepto moderno de tiempo que condiciona la interpretación del reino. El tiempo bíblico es un tiempo de 127

gracia, encarnado en la historia humana, pero según el esquema pascual del grano de trigo que muere para dar fruto (Jn 12,24). Es un tiempo siempre abierto a la posible novedad de Dios, a su venida en la carne, a su Pascua, a su última venida. Es tiempo de espera y de esperanza, que trasciende toda planificación y toda previsión. El reino no llega con el poder económico y político, ni con unas ideologías, sino con el espíritu de las bienaventuranzas, que tiene a los pobres como primeros destinatarios. La novedad del reino traspasa y trasciende los diversos proyectos culturales e históricos de la Iglesia. El reino no se puede definir solo a partir de Cristo, sino también a partir del Espíritu. El reino implica la acción del Espíritu en nuestra historia, que actúa desde dentro, con una estructura pascual, siempre con nuevas formas de presencia. La teología de la liberación tiene que completar su cristología y eclesiología con la pneumatología. De lo contrario, existe el riesgo de caer en cierto voluntarismo moralista, en ideología, que a la larga acaba por romperse y vaciar de contenido el mensaje evangélico. Expresado bíblicamente, el Cristo que libera a los pobres y cautivos es el Cristo ungido por el Espíritu (Lc 4,14-21), que realiza el anuncio mesiánico de los profetas (Is 11,1-10; 61). Jesús, lleno del Espíritu, es el único capaz de hacer llegar el reino de Dios y liberar de toda opresión. El reino está ligado al don del Espíritu. 4.3. Una nueva praxis liberadora La mediación práctica o praxis es el término final de toda teología de la liberación. La teología de la liberación es una reflexión que nace de la práctica y desemboca en una nueva práctica transformadora de la realidad. Se trata no solo de «hacerse cargo de la realidad» sino de «encargarse de la realidad» y de «cargar con la realidad», como decía Ellacuría. Esta afirmación, conocida y repetida con frecuencia, también ha cambiado hoy y debe ser repensada después del 89. En los años 70-80 se hablaba con un cierto optimismo de cambio de estructuras y del camino hacia el socialismo, como si todo estuviera a la vuelta de la esquina. Hoy estamos sin un horizonte concreto hacia el cual caminar. No poseemos una alternativa global al sistema neoliberal, no podemos huir hacia una utopía o paraíso inexistente, no podemos tampoco llorar con nostalgia por aquello que soñábamos en los años 70. No nos queda más alternativa que meternos a fondo en el único mundo que tenemos y que es necesario transformar. Formulado de otra manera, han caído los grandes relatos, los meta-relatos, que en el fondo eran producto del siglo XIX, y solamente tenemos pequeños relatos, pequeñas narraciones liberadoras, que apuntan al gran relato del reino. En lugar de pensar en grandes cambios estructurales, en grandes revoluciones, en la toma del poder, parece más eficaz comenzar desde abajo, por cambios pequeños, que

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vayan transformando la realidad, hasta rehacer un nuevo tejido social, cultural y eclesial. Hemos de pasar de elefantes a hormigas (P. Richard). Hay que favorecer la conciencia cívica, en un mundo donde los políticos están desprestigiados; hay que apoyar a los nuevos movimientos sociales (feministas, indígenas y afroamericanos, derechos humanos, pacifistas, ecologistas, voluntariados...); hay que denunciar el sistema actual como excluyente de las grandes mayorías y destructor del cosmos. El desafío es cómo transformar la realidad sin necesariamente tomar el poder. Hay que colaborar con los nuevos sujetos sociales, que se distinguen entre sí por sus determinaciones de clase, etnia, cultura, género, generación. Hay que construir una espiritualidad de resistencia cultural, ética y espiritual en el interior del sistema actual, una espiritualidad del cómo vivir en el mundo sin ser del mundo (P. Richard). A nivel de Iglesia, hay que favorecer la lectura popular de la Biblia, sobre todo en las comunidades de base, para que vaya surgiendo otra forma de ser Iglesia. Como lo ha definido Pedro Trigo, se trata de buscar un imaginario alternativo tanto al imaginario del mercado neoliberal como al imaginario revolucionario: se trata de un imaginario ligado a la casa del pueblo y a su tiempo, que es la cotidianidad, donde la mujer juega un papel muy importante, todo se centra en la defensa de la vida, con relaciones humanas sensibles a la cultura, a la fiesta, a la religión y a la tradición histórica y ecológica. En la casa del pueblo no entran los ilustrados. A nivel de América Latina, hay una serie de acontecimientos que han ido surgiendo estos últimos años y que muestran que algo está cambiando. No es solo el hundimiento de las dictaduras militares y la implantación de la democracia. Es, sobre todo, el surgimiento de la sociedad civil, de las mujeres, de los pueblos indígenas, de los movimientos populares, de los nuevos movimientos sociales. El gigante dormido durante siglos ha comenzado a despertarse; algunos países se distancian del sistema neoliberal y del imperio e intentan buscar otros modelos de desarrollo en medio de ambigüedades y contradicciones; es necesaria mucha paciencia, tolerancia y sobre todo discernimiento: la cizaña se mezcla con el trigo, pero no se puede extinguir la presencia del Espíritu (1 Tes 5,19-20).

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5. Consecuencias pneumatológicas Podríamos afirmar que la irrupción volcánica del Espíritu en América Latina en estos años no ha sido suficientemente tematizada en una pneumatología reflexiva y sistemática. Hay una riqueza de vida, de experiencia espiritual, de compromiso, pero poca tematización sobre la relación entre Espíritu y liberación. Pero en los últimos años ha habido un esfuerzo por profundizar en la pneumatología. Y ha sido José Comblin el pionero en esta empresa teológica6. Partiendo de la experiencia del Espíritu, Comblin pasa a reflexionar sobre la presencia del Espíritu no solo en las personas y en la Iglesia sino en el mundo, en la creación y en la historia, muy concretamente en los pobres: «El Espíritu actúa en la historia por la mediación de los pobres. Cuando los pobres consiguen actuar en la historia, allí está actuando el Espíritu de Dios»7 .

Comblin articula esta acción del Espíritu con la cristología (las dos manos del Padre, según Ireneo) y la Trinidad. Y en resumen escribe: «El Espíritu Santo está en el origen del clamor de los pobres. El Espíritu es la fuerza que se da a lo que no tiene fuerza. Conduce a la lucha por la emancipación y por la plena realización del pueblo de los oprimidos. El Espíritu actúa en la historia y por medio de la historia. No la sustituye, sino que penetra en ella por medio de los hombres y mujeres. Los signos de la acción del Espíritu en el mundo son claros: el Espíritu está presente en donde los pobres despiertan para obrar, para la libertad, para tomar la palabra, para la comunidad y para la vida»8 .

Por otra parte, Comblin considera muy importante la experiencia del «pentecostalismo» en la Iglesia de hoy, y concretamente en América Latina, y afirma que desde la Reforma no había habido un movimiento espiritual tan profundo y extenso como el actual «pentecostalismo». Según él, como ya hemos visto, los más pobres acuden a estas comunidades pentecostales, sobre las que tiene una visión más bien positiva. Expresiones tan claras sobre la actuación del Espíritu a través de los pobres no las hemos hallado ni en la patrística, ni en la teología medieval, ni en la teología oriental ni en la teología moderna posconciliar. Desde América Latina, desde los pobres como lugar teológico, hay una luz que permite ver con mayor claridad la relación entre Espíritu y pobres, entre el Espíritu y la base: el Espíritu actúa desde el de profundis de la historia. Maria Clara Lucchetti Bingemer ve una estrecha relación entre la kenosis del Espíritu en la historia y su acción siempre a favor de los que están más oprimidos Ya Pablo advierte del riesgo de identificar el Espíritu con los fenómenos extraordinarios (glosolalia...) y en cambio relaciona al Espíritu con el servicio y el amor, con la alegría en las tribulaciones: el Espíritu lleva a la praxis, actúa en lo contrario y hace eclosionar lo nuevo desde situaciones de muerte.

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El Espíritu Santo actúa en la historia por medio de las víctimas de la historia, es decir, por medio de los pobres. Actúa, por tanto, desde abajo, no desde arriba, a partir de los oprimidos, no desde las autoridades civiles o religiosas. El seguimiento de Jesús pasa por la kenosis, por un compromiso «encarnatorio» y sin retorno junto a los pobres, para edificar el reino de Dios. El Espíritu del Señor está donde está la verdadera libertad que, descendiendo al submundo de todos los sufrimientos humanos, hace brillar desde allí la esperanza de la salvación de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu, Dios que es amor y habita en nosotros9. También Diego Irarrázaval reflexiona sobre la pneumatología sudamericana10. Hay formas implícitas de ver la acción del Espíritu, como la lectura comunitaria y popular de la Escritura, el Espíritu en la inculturación, en lo intercultural, en lo femenino, en lo ecológico y en lo carismático de las Iglesias. Pero también hay ya obras mayores de pneumatología académica11, que se van consolidando a partir de los 80 y 90. Es una pneumatología muy ligada al caminar del pueblo, con una fuerte vivencia de la energía cósmica del Espíritu en la creación, con un sentido de la mística de la justicia, del respeto a las culturas y tradiciones indígenas, del misterio de Dios. Comienzan las reflexiones sobre los movimientos pentecostales y «neopentecostales», con toda su problemática e interrogantes, que invitan a un diálogo ecuménico y a un verdadero discernimiento de espíritus. También los movimientos carismáticos dentro del catolicismo merecen atención y discernimiento. Hay en América Latina una polifonía de vivencias pneumatológicas y pentecostales, abiertas a un macro-ecumenismo del Espíritu. La cristología latinoamericana, centrada en el reino y los pobres, ahora se retoma desde la clave del Espíritu, un Espíritu y un reino cuyo poder reside en lo frágil (1 Cor 1,26 – 2,16). Aparecida invita a superar las estructuras caducas y a abrirse a lo que el Espíritu nos dice a través de los nuevos signos de los tiempos (Documento de Aparecida, 366). D. Irarrázaval contempla la sabiduría «pneumática» en medio del frágil pueblo de Dios, agitado por dolores de parto y frágiles certezas, un pueblo que supera los esquemas económicos y mentales y nos acerca a la sabiduría de la cotidianidad y de la gente común movida por el Espíritu. Es una pneumatología que surge desde los márgenes, desde el clamor del pueblo marginado, desde el clamor marginal de los pobres y excluidos. María José Caram elabora una profunda y original pneumatología desde el mundo andino12, en la que, después de reflexionar sobre la acción del Espíritu en la historia y en el mundo a la luz de la Palabra, la tradición y el magisterio de la Iglesia, se centra en discernir los signos del Espíritu presentes en el mundo andino. Tras la dura época de la colonia, cuando se oscureció el sol como en la cruz de Jesús (Lc 23,44), aparecen en el mundo andino signos de la vida del Espíritu en medio de dolores de parto de la madre tierra, la Pachamama, con sus ritos y significados, donde el pueblo experimenta al Espíritu liberador de la muerte. Nace una Iglesia autóctona, 131

«inculturada» en el mundo indígena quechua, con su sabiduría integral y armónica, con su conciencia de fraternidad, con una fe llena de esperanza, ligada a la tierra rostro materno de Dios, una fe y una santidad suscitadas por el Espíritu de vida. Lo novedoso es que las voces del pueblo andino, unidas a las de todos los que desean un mundo más justo y humano, provienen de los sectores olvidados, del mundo de los pobres, de las mujeres y de las culturas milenarias. Del subsuelo brota la esperanza y el deseo de liberación, aun en medio de un sesgo dramático. En esta lucha cotidiana del pueblo por la vida, en la que la Iglesia andina ha unido sus esfuerzos, detectamos la presencia universal y vivificante del Espíritu del Señor. Leonardo Boff ha publicado en 2013 una verdadera pneumatología latinoamericana13. Para él, el Espíritu actúa sobre todo en las crisis del universo y de la humanidad14. Es el Padre de los pobres, está infaliblemente al lado de los pobres, independientemente de su situación moral, porque han sido privados de vida y el Espíritu quiere darles vida, a través de nuestros brazos. Boff analiza las irrupciones modernas del Espíritu en América Latina (Vaticano II, Medellín, la Iglesia liberadora y la renovación carismática católica) y en la historia moderna (caída del imperio soviético, la globalización, los Foros Sociales Mundiales y la conciencia ecológica)15, y ve en el papa Francisco una vuelta a la tradición de Jesús: al Jesús histórico, a los pobres y a la persona humana16. Esta pneumatología, que sigue las líneas de todo tratado teológico (fundamento bíblico, concilios y tradición, reflexión teológica, etc.), tiene aportes originales en relación a la «pneumatización» de María y de lo femenino17 y, sobre todo, en el desarrollo del Espíritu como creador, creator Spiritus, como energía del universo presente desde el big bang, en un novedoso diálogo con las nuevas cosmologías modernas. Relaciona el Espíritu con la «cosmogénesis» y con su triple principio de «complejización» o diferenciación, de interiorización o subjetividad y de «inter-relacionalidad» o conectividad, mostrando que todo está movido por la energía del Espíritu, que hace del universo su templo vivo, en el cual todos somos hermanos formando una comunidad de vida cósmica18. Lo que los científicos llaman vacío cuántico, fuente originaria de todo ser, absoluto, alimentador de todo, energía fontal, abismo generador, etc., es lo que nosotros desde la fe podemos invocar como Espíritu Santo, energía cósmica que todo lo mueve y que alcanza su cumbre en la hominización consciente. Esta pneumatología de L. Boff enlaza y profundiza sus interesantes aportes anteriores sobre la ecología, y une el clamor de los pobres con el clamor de la tierra, la emergencia de la conciencia planetaria, la urgencia de un cambio radical de postura ante la tierra para pasar de una postura «ecocida» y satánica de destrucción a una actitud franciscana de cuidado, respeto, veneración de la tierra19. Y toda su exposición está escrita en un estilo subyugante, poético y profundamente espiritual, y concluye

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comentando los himnos clásicos al Espíritu, Veni Creator Spiritus y Veni Sancte Spiritus20. En síntesis, el Espíritu es el primero en llegar y todavía está llegando. Fue la primera persona divina en entrar en nuestra historia, puso su morada en María, descendió sobre Jesús y sobre la primera comunidad cristiana, continuó descendiendo sobre toda persona, bautizada o no, se adelanta siempre a los misioneros y, una vez entrado en la historia, nunca la abandona y siempre anuncia cosas nuevas. El mundo está grávido del Espíritu y, aun en medio del espíritu de la iniquidad, el Espíritu es invencible y actúa en los momentos más dramáticos: los cadáveres se revisten de vida, el desierto florece, los enfermos sanan y los pobres obtienen justicia21.

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6. Un intento de recapitulación A partir de la irrupción del Espíritu en América Latina en las décadas de los 70 y 80, ha surgido la originalidad de la teología de la liberación, con sus aciertos, intuiciones y riquezas evangélicas, ligadas al seguimiento del Jesús histórico pobre de Nazaret, a su proyecto del reino, a su opción por los pobres, a su muerte al servicio de la vida y a la esperanza de la resurrección pascual que confirma su vida y sus opciones. Junto a esta cristología liberadora, ha nacido una eclesiología de las comunidades de base, una verdadera «eclesiogénesis», otro modo de ser Iglesia, con una nueva antropología, con una espiritualidad popular y también martirial. Pero esta teología, cuestionada y acusada por sectores del magisterio por creer que tenía infiltración marxista, debilitada en el tiempo por un cierto aire milenarista, una praxis paternalista, voluntarista y machista, con riesgo de perder dimensiones de contemplación y de gratuidad, se ha visto sacudida por los cambios sociales y eclesiales de comienzos de los 90. Esto ha obligado a un nuevo análisis de la realidad, a una nueva lectura teológica desde la fe y a una nueva praxis. En este nuevo contexto ha surgido una polifonía de tendencias y aspectos novedosos en la teología de la liberación, que se ha abierto a la ecología, a la presencia de la mujer22, a las culturas y religiones indígenas23, a la pneumatología. El mundo de lo socio económico y político, sin desaparecer, se ha integrado con nuevas temáticas y sensibilidades. Precisamente, el Espíritu de Pentecostés, que ha sido derramado sobre toda carne, es el que ha permitido esta apertura y ha radicalizado y profundizado la cristología y la eclesiología liberadora, respetando y enriqueciéndose con las diferencias y la diversidad de temas y sujetos. Y esta pneumatología que ha surgido últimamente, y que todavía está en proceso de dar mayores frutos, es una pneumatología ligada a los pobres, a los excluidos: es una pneumatología que nace de la base, desde abajo, entre los dolores de parto, en medio de los gemidos de la creación y del pueblo. De este modo, se ha ido produciendo una síntesis evangélica y teológica entre Espíritu y pobres, entre pneumatología y liberación de los pobres. Si Benedicto XVI pudo decir en Aparecida que la opción por los pobres estaba implícita en la fe cristológica (Documento de Aparecida, 393), podemos ahora añadir que la opción por los pobres forma parte de nuestra fe pneumatológica. No podía ser de otra manera, porque el Espíritu es el que nos lleva a Jesús, y en confrontación con la vida de Jesús de Nazaret se discierne el verdadero Espíritu del Señor. Nos resta ahora sacar algunas consecuencias teológicas y pastorales de esta íntima relación entre la pneumatología y los pobres de la tierra.

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1. Véase el magnífico estudio de R. Oliveros, «Historia de la Teología de la Liberación», en I. Ellacuría, J. Sobrino (eds.), Mysterium liberationis I, 17 50. Cf. V. Codina, ¿Qué es la teología de la liberación?, CISEP, Oruro 1986. 2. G. Gutiérrez, Teología de la liberación: perspectivas, CEP, Lima 1971. 3. J. L. Segundo, Respuesta al Cardenal Ratzinger, Cristiandad, Madrid 1985. 4. Cf. V. Codina, «Las Iglesias del continente 50 años después del Vaticano II», en Memorias del Congreso de Teología de Unisinos (Brasil), 2012, 81-97; Id., «Teología de la liberación 40 años después»: Revista Latinoamericana de Teología 90 (2013), 263-278. 5. C. Cabarrús, Cuaderno de bitácora para acompañar caminantes, Desclée de Brouwer, Bilbao 20013 , 21. 6. J. Comblin, Tiempo de acción, CEP, Lima 1986; Id., El Espíritu Santo y la liberación, San Pablo, Madrid 1987; Id., «Espíritu Santo», en Mysterium liberationis I, 619s; Id., O Espírito Santo e a Tradição de Jesus, Nhanduti, São Bernardo do Campo 2012. 7. J. Comblin, El Espíritu Santo y la liberación, 75. 8. Ibid., 238. 9. Mª C. Lucchetti Bingemer, «El amor escondido. Notas sobre la kenosis del Espíritu en Occidente»: Concilium 342 (2011), 63-76. 10. D. Irarrázaval, «Comprensión vivencial del Espíritu en Sudamérica»: Concilium 342 (2011), 137-147; Id., Itinerarios en la fe andina, Verbo Divino, Cochabamba 2013; Id., Indagación cristiana en los márgenes. Un clamor latinoamericano, Ediciones Alberto Hurtado, Santiago de Chile 2013. 11. Concretamente, cita obras de G. Gutiérrez, J. B. Libânio, J. C. Scannone, S. Galilea, J. Sobrino, J. Comblin, I. Gebara, V. Codina, L. Boff, R. Ferraro y C. Galli (eds.). 12. Mª J. Caram, El Espíritu en el mundo andino. Una pneumatología desde los Andes, Verbo Divino, Cochabamba 2012. 13. L. Boff, O Espírito Santo. Fogo interior, doador de vida e Pai dos pobres, Vozes, Petrópolis 2013. 14. Ibid., 59-68. 15. Ibid., 16-22. 16. Ibid., 28. 17. Ibid., 95, 103, 167-174. 18. Ibid., 175-192. 19. L. Boff, Ecología. Grito da terra, grito dos pobres, Atica, São Paulo 1995; Id., Saber cuidar. Ética do humano – Compaixão pela terra, Vozes, Petrópolis 1999; Id., Ética da vida, Letraviva, Brasilia 1999; Id., Proteger la tierra, cuidar la vida: cómo escapar del fin del mundo, Nueva Utopía, Madrid 2011, etc. 20. L. Boff, O Espírito Santo, 245-265. 21. L. Boff, O Espírito Santo, 267-268. 22. Si en los años 70-80 pocas teólogas incursionaron en la teología de la liberación, actualmente son numerosas, y su aporte con ojos de mujer es sumamente original y valioso. Enumeremos a Elsa Támez, Ivone Gebara, Maria Clara Lucchetti Bingemer, Ana Maria Tepidinho, Teresa Porcile, Antonieta Potente, Bárbara Bucker, Maricarmen Bracamontes, Georgina Zubiría, Luzia Weiler, Sofía Chipana, Alcira Ágreda, Adriana Curaqueo, Isabel Barroso, Virginia Azcuy, María José Caram... 23. Aquí habría que citar extensamente la llamada teología india, uno de cuyos promotores es el sacerdote mexicano zapoteca Eleazar López, al que se añaden figuras como Paulo Suess, Roberto Tomichá, Calixto Quispe, etc.

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CAPÍTULO 8: Conclusiones No es fácil sintetizar brevemente todo lo expresado en estas páginas; sin embargo, hay una serie de constantes que se repiten continuamente y que nos permiten sacar algunas conclusiones. 1. A estas conclusiones llegamos a partir de la experiencia de la irrupción del Espíritu en América Latina a través del movimiento de liberación de los pobres y de la injusticia de los años 70-80. Desde este lugar teológico privilegiado podemos releer la Palabra, la tradición y la fe de la Iglesia con ojos nuevos y así llegar a estas consecuencias. 2. Comencemos afirmado que, aunque todo ha sido creado en Cristo y él es el alfa y la omega de todo lo creado, en quien todo tiene su consistencia, desde la creación del mundo hasta la parusía escatológica del Señor, la persona histórica de Jesús de Nazaret solo durante unos 33 años ha estado visiblemente presente en medio de nosotros. El resto del tiempo ha sido la presencia invisible y silenciosa, pero vivificante, del Espíritu la que ha guiado el universo y la humanidad hacia la segunda venida del Señor Jesús, preparando primero sus caminos antes de su venida y llevando a cabo la misión de Jesús después de la Pascua, hasta su segunda venida. 3. Esta presencia constante del Espíritu, Señor y vivificador, Espíritu creador que llena el universo, se manifiesta de modo especial en momentos de caos, de crisis, de confusión, de aparente muerte física o social, para suscitar, desde esta realidad en peligro, vida en abundancia. Esto es válido desde el tohu wabohu y el big bang de los orígenes hasta los momentos de cambios históricos, épocas de opresión social y también para las noches oscuras eclesiales. Siempre actúa desde el de profundis de la creación y de la historia. 4. En este sentido, aparece como constante el hecho de que el Espíritu actúa desde abajo, desde los que están en peligro, desde los pobres e insignificantes y siempre en función de ellos, para que tengan vida y vida en abundancia, aunque el Espíritu a veces utilice otros medios e instrumentos no pobres para realizar su misión. 5. Esto explica el hecho de que, en momentos en que la historia y también la Iglesia caminan por caminos contrarios al reino, el Espíritu suscita un polo profético en la sociedad y en la Iglesia, haciendo surgir líderes religiosos, profetas y profetisas, movimientos carismáticos, místicos-as, santos-as, artistas, poetas, movimientos sociales, políticos y culturales, que defienden los valores del reino de Dios, aunque muchas veces estas voces proféticas estén mezcladas con el error y el pecado de la fragilidad humana, con el espesor de la contingencia. 6. Precisamente esta constante ambigüedad de todo lo «creatural» y humano exige una tarea de continuo discernimiento para distinguir lo que procede genuinamente del Espíritu de lo que nace del pecado, la carne, la mentira y la limitación humana. Hay que distinguir 137

el trigo de la cizaña, auscultar y discernir los signos de los tiempos, como toda la tradición espiritual enseña. 7. El único criterio válido para discernir la presencia del Espíritu Santo en las personas, grupos, movimientos, comunidades, religiones y culturas es la confrontación con la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. En él se disciernen los espíritus. Todo espíritu que niegue a Jesús, que se oponga a su proyecto de vida del reino, todo lo que divida la comunidad eclesial, lo que lleve a la destrucción y muerte, sobre todo de los más débiles y pobres, no es del Espíritu del Señor Jesús. Y al revés, lo que produzca alegría verdadera y vida, sobre todo en los pobres, es del Espíritu Santo. 8. El motivo último de la centralidad de Jesús en el discernimiento radica en el hecho de que las dos misiones del Padre, la «mano» del Hijo y la del Espíritu, están en perfecta comunión e integración: el Espíritu conduce a Jesús y Jesús confiere el Espíritu; ambas «manos» realizan el designio salvador del Padre, un único proyecto de salvación, el reino de filiación y de fraternidad universal. 9. Por ello, hay que criticar tanto el «cristomonismo», tentación continua y herética de la Iglesia occidental, como el «pneumatomonismo» de los movimientos espiritualistas y entusiastas, desde montanistas, «joaquinitas» y fraticelli hasta los «pentecostalismos» modernos, que tienen el riesgo de marginar la figura de Jesús y derivar en una gnosis. 10. La acción del Espíritu desde abajo está en perfecta coherencia con la opción de Jesús por los pobres y pequeños, con el designio del Padre de hacer de ellos los destinatarios privilegiados de la revelación de los misterios del reino. 11. Más aún, es el Espíritu quien realiza el misterio de la encarnación de Jesús en el seno de una joven desconocida de un pueblo pobre de Galilea, llamado Nazaret; es también el Espíritu el que desciende sobre Jesús en su bautismo en el Jordán, el que le conduce al desierto y le ilumina en la opción por un mesianismo pobre y humilde, nazareno, no davídico, opción que le llevará a la cruz, pero también a la resurrección pascual, por obra también del Espíritu vivificador. 12. Por esto, a la afirmación de Benedicto XVI en Aparecida (2007) de que la opción por los pobres está implícita en nuestra fe cristológica, podemos añadir que la opción por los pobres está también implícita en nuestra fe pneumatológica. 13. Esto nos lleva a profundizar en el misterio trinitario, viendo al Espíritu no solo como el vínculo amoroso de unión entre el Padre y el Hijo (Filioque), sino también como el que está presente en la filiación del Hijo (Spirituque); por tanto, el orden (taxis) tradicional de Padre-Hijo-Espíritu se puede enriquecer con el orden Padre-Espíritu-Hijo, en conformidad con la tradición patrística. Todo esto no es mera especulación, sino consecuencia de la acción y presencia del Espíritu en la acción salvífica («economía»): Jesús nace de María virgen por obra del Espíritu Santo y es resucitado por el Espíritu del Padre. Todo ello refleja el misterio de la vida trinitaria (la Trinidad inmanente), en una misteriosa comunión de las personas divinas (perichoresis). 138

14. De lo cual se deduce que, partiendo de los pobres como lugar teológico, no solo se comprende la opción de Jesús por ellos y la acción del Espíritu desde abajo, sino también el misterio del Padre, cuya omnipotencia reside en su vaciamiento amoroso, en su entrega hacia fuera, en su clemencia y misericordia, en sus maternales entrañas que se conmueven ante los dolores y el sufrimiento de sus hijos. Si el Espíritu es Padre de los pobres, es porque el Padre es el Padre pobre y de los pobres. Esto rompe la lógica mundana, centrada en la prepotencia de los poderosos y de los grandes de la tierra. Dios nunca es un Dios sin nosotros, muy concretamente nunca es un Dios sin los pobres de la tierra. 15. De todo ello se pueden deducir algunas consecuencias pastorales. Hay que partir de la experiencia espiritual, de la «mistagogía», antes de iniciar la evangelización del kerigma y, por supuesto, antes de la catequesis. Esta experiencia espiritual lleva necesariamente a la opción por los pobres y muchas veces nace del contacto con ellos. La mística se convierte en profecía y en una praxis liberadora. No se puede hablar de Cristo sin hablar de los pobres. Hay que tomar en serio que a los pobres les han sido revelados los misterios del reino y partir del potencial evangelizador de los pobres. Así surgirá una teología más narrativa que dogmática y racional, más simbólica, contemplativa y cósmica que dialéctica; una cristología de Jesús de Nazaret ungido por el Espíritu; una Iglesia nazarena pobre y desde los pobres en continuidad con el Espíritu de Jesús, que camina conjuntamente con otros al reino por la fuerza del Espíritu; una teología sacramental a partir de los «sacramentales» (sacramentos de los pobres), de la fe del pueblo (fides qua) como base para la fe del credo (fides quae). 16. El «desde abajo» del Espíritu se abre a los diferentes y a los diversos, al género y las diversas configuraciones sexuales, a las diferentes edades, a las diversas culturas y religiones, y por tanto implica el diálogo entre religiones, culturas, sexos y edades. El Espíritu es el Espíritu de Pentecostés, contrario a Babel: el Espíritu de la pluralidad de lenguas y de la diversidad multiforme de carismas, un Espíritu siempre novedoso, que siempre llega antes que los misioneros. 17. Esta pneumatología desde abajo está implicada en lo cósmico, en llevar a término la creación que comenzó con el viento del Espíritu, en llegar a la constitución de los nuevos cielos y la nueva tierra, en liberar a la tierra de la esclavitud, en transfigurarlo todo en Cristo. 18. Y, no en último lugar, esta pneumatología desde abajo tiene consecuencias eclesiológicas, que implican una nueva imagen y un nuevo estilo de Iglesia, pobre y de los pobres, solidaria, sinodal, descentralizada, que cure heridas, salga a las fronteras, huela a oveja, cuide de la creación, no tenga miedo de la ternura; que viva el gozo y la alegría del evangelio, que respete todo lo positivo que hay en las culturas y religiones, que respete las conciencias, que no tenga miedo a la novedad del Espíritu. 19. Finalmente, el Espíritu, al hacer memoria continuamente de Jesús de Nazaret, nos prepara para la segunda venida del Señor; nos abre a una continua novedad, al 139

dinamismo y al fuego interior, a la transfiguración de personas, grupos, sociedades y cosmos. Estamos en tiempo de adviento, preparando siempre la venida del Señor, de un Señor que viene continuamente, viene cada día, hasta que llegue la escatología final. 20. Acabemos con una invocación «epiclética», pidiendo al Padre que derrame sobre nosotros el Espíritu de Jesús: ¡Ven, Espíritu Santo, padre de los pobres y pequeños, de los peregrinos que caminamos hacia el reino! ¡Venga a nosotros tu Espíritu!

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EPÍLOGO Francisco, el nuevo obispo de Roma venido «del fin del mundo», del Sur, ¿no confirma nuestra tesis de que el Espíritu actúa desde abajo, desde la periferia? Francisco, como jesuita, asumió la línea de la Congregación 32 de la Compañía de Jesús sobre la opción por la fe y la justicia (1974-5); como argentino, participó del movimiento liberador de la Iglesia latinoamericana suscitado desde Medellín y Puebla y también de la corriente teológica argentina, centrada sobre todo en la teología del pueblo, en su cultura y religiosidad popular (L. Gera, F. Tello, J. Allende, J.-C. Scannone, J. Seibold...). Esto se reflejó en su trayectoria episcopal en Buenos Aires (sencillez y austeridad personal, cercanía a los sectores pobres de las villas y a los curas «villeros»...) y esto se manifiesta ahora en su pastoral como obispo de Roma. A diferencia de sus dos predecesores, Francisco no es un profesor académico especialista en filosofía y teología, sino un pastor, como Juan XXIII. Sus numerosos gestos simbólicos, que han cautivado a todo el mundo, y sus homilías con sus expresiones gráficas (oler a oveja, ir a las fronteras, callejear la fe...) rezuman evangelio. En su exhortación apostólica Evangelii gaudium denuncia proféticamente el actual sistema económico injusto que mata a los pobres (53-59), reafirma la dimensión social de la fe (177-186), expresa su sueño de una Iglesia pobre y para los pobres (192-209), reafirma la piedad popular como lugar teológico (122-126), pero todo ello siempre movido por el Espíritu del Resucitado. Francisco se deja llevar por el Espíritu, confía en él, lo invoca y resalta la importancia de la espiritualidad para renovar la Iglesia (275-280). Este cambio de clima pastoral, esta esperanza de una nueva primavera eclesial que se ha suscitado en toda la Iglesia después de un crudo invierno, ¿no es un momento estelar, un tiempo de gracia, un kairós, suscitado por el Espíritu del Señor que, una vez más, actúa desde abajo?

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Índice Portada Créditos A modo de justificación Capítulo 1: Una irrupción volcánica del Espíritu 1. Momentos estelares 2. Las décadas de los 70 a los 90 en América Latina 3. Antecedentes sociopolíticos 4. Antecedentes eclesiales 5. Medellín y Puebla 6. Los Santos Padres de América Latina 7. Las Comunidades Eclesiales de Base 8. El compromiso laical con la sociedad y la Iglesia 9. La vida religiosa inserta entre los pobres 10. El martirio 11. Recapitulación y discernimiento

Capítulo 2: Relectura bíblica desde abajo 1. 2. 3. 4.

El Espíritu de justicia El Espíritu, aliento de vida en situaciones de caos y de muerte Padre-madre de los pobres Síntesis

Capítulo 3: La pneumatología patrística y los pobres 1. 2. 3. 4. 5.

En el contexto del Concilio de Constantinopla I Las dos manos del Padre El Espíritu, lazo de comunión amorosa Dignidad de la persona y destino universal de los bienes Conclusión

Capítulo 4: Relectura de la tradición cristiana occidental 1. 2. 3. 4. 5.

Pneumatología de la cristiandad medieval El polo profético La Reforma La restauración posrevolucionaria Vacíos y sucedáneos 142

2 3 5 7 8 10 12 14 15 18 20 22 24 26 28

31 32 36 41 44

46 47 49 52 54 57

60 62 65 67 70 74

5.1. La eucaristía 5.2. El papa 5.3. La Virgen María 6. Conclusiones

74 74 75 77

Capítulo 5: Pneumatología de la Iglesia oriental 1. 2. 3. 4.

La visión trinitaria oriental El Espíritu Santo, dador de vida La transfiguración de la historia y del cosmos Algunas consecuencias

Capítulo 6: La pneumatología en torno al Vaticano II 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Los movimientos precursores del concilio Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan La pneumatología de los documentos conciliares La pneumatología occidental posconciliar Paralelismo más que convergencia «Pentecostalismo», renovación carismática y New Age 6.1 El movimiento pentecostal evangélico 6.2. Renovación carismática católica 6.3. «New Age» 7. Cuestionamientos e interrogantes

80 81 84 87 91

94 95 97 100 103 105 106 106 107 108 110

Capítulo 7: Teología de la liberación y pneumatología

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1. Génesis de un pensamiento 1.1. 1959-1968. Búsqueda y progreso 1.2. 1968-1971. Formulación: dependencia y liberación 1.3. 1972-1976. Teología en el exilio y el cautiverio 1.4. 1977-1988. Crecimiento en medio de dificultades 2. Contenidos fundamentales de la teología de la liberación 3. Un nuevo contexto socio-eclesial 4. Nueva situación teológica en América Latina 4.1. Un nuevo análisis para una nueva realidad 4.2. Una nueva iluminación teológica 4.3. Una nueva praxis liberadora 5. Consecuencias pneumatológicas 6. Un intento de recapitulación

113 113 114 115 115 118 120 123 124 126 128 130 134

Capítulo 8: Conclusiones

137 143

Epílogo

141

144

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