El Enigma Del Mal - MARCEL NEUSCH
January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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MARCEL NEUSCH
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Introducción 1. El hombre rebelde 1. Los amigos de Job, o los teóricos de la desgracia 2. La indignación de Job ante Dios (12,4) 3. Cuando Dios elogia a Job 2. El mal interpretado 1. Interrogantes sobre la naturaleza del mal 2. Teorías sobre el origen del mal 3. La sabiduría cristiana 3. El mal afrontado 1. El mal sin teoría 2. Enfrentarse al mal con las manos desnudas 3. «Se ha pagado el precio de vuestro rescate» (1 Co 6,20) 4. El mal combatido 1. De la rebelión a la resignación. El ateo frente al mal 2. Los «beneficios del mal», o las trampas del masoquismo cristiano 3. El combate cristiano contra el mal 5. El mal condenado 1. La vida después de la vida 2. La esperanza nacida de Dios
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3. El más allá sin imágenes Conclusión Anexos ¿Es el pecado original el origen del mal? La reencarnación: la seducción de una promesa El infierno, una cuestión inquietante El exceso de mal o la debilidad de Dios Bibliografía
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«Ese dolor entenebreció mi corazón, y no veía más que muerte... Me había convertido yo mismo para mí mismo en una gran pregunta». SAN AGUSTÍN EL mal no es un desconocido para nadie, puesto que ronda alrededor de toda vida humana. Aunque haya logrado vencer la mayor parte de las enfermedades, el hombre no ha encontrado aún el remedio para mantener a distancia esa dolencia que carcome las raíces de su ser: la muerte. Ese encuentro final con el mal no se le ahorra a nadie, aunque todo el mundo acaricie secretamente el sueño de ser liberado de él. Desde su llegada a este mundo, el niño es una víctima predestinada. Apenas nacido - decía san Agustín - se es lo bastante viejo para morir. Y para que no lo olvide, el sabio estoico aconsejaba a la madre que en el momento de inclinarse sobre la cuna para dar a su hijo el primer beso, le susurrara al oído: «Mañana vas a morir». Es posible alejar un mal concreto, pero no sustraerse a la experiencia del mal en algún momento de la existencia. Sea cual sea el aspecto del que se revista - la letanía de los males que golpean a la humanidad es interminable-, el mal parece adosado a la existencia como su sombra. Es el gran enigma que confunde las certezas más firmes y hace vacilar a los temperamentos más sólidos. Mientras golpea lejos, puede desfilar en imágenes ante nuestros ojos sin inquietarnos. Su espectáculo a veces es capaz de emocionarnos e incluso de hacer que nos rebelemos, pero no resulta aún ser ese seísmo que sacude los fundamentos del ser arrebatándole todos los apoyos. Cuando, pasando del exterior al interior, el mal nos alcanza en nuestros afectos, más aún, en nuestra carne y, sobre todo, en nuestro ser, es cuando se le impone a la persona esta pregunta: ¿cuál es el sentido de esta existencia mía en la que la última palabra parece corresponder siempre al mal? Estamos a punto de gritar ante el absurdo. Nuestras ideas, tanto sobre Dios como sobre el hombre, vacilan. Dios puesto en cuestión Las dimensiones del enigma se incrementan aún más si se tiene en cuenta que la existencia nos es dada por Dios. El mal pone entonces en cuestión la existencia misma de Dios. No es sólo la existencia humana la que se encuentra en una situación sin solución, sino ese Dios del que se nos dice además que es bueno y todopoderoso. Pues bien, el mal hace cuestionarse, o bien su bondad, ya que parece tolerar que la existencia sea aplastada, o bien su omnipotencia, puesto que el mal parece más fuerte que Dios. Debido 14
al mal que prolifera de manera insensata, los modernos, de Dostoievski a Camus, han sometido a proceso a Dios. Ninguna refutación ha podido neutralizar esta objeción. Reaparece en todas las épocas sin perder nada de su vigor. «Hay demasiado mal en el mundo - dice Cocote-Sponville-, demasiado sufrimiento y demasiadas desgracias, y no sólo para la humanidad, porque los animales sufren también, y desde antes que nosotros, para que la creencia en un Dios bueno y creador sea moralmente soportable... "Era preciso que naciéramos culpables - decía Pascal-, o Dios sería injusto". Ahora sabemos que Dios fue injusto antes de que nosotros fuéramos culpables, y esto - mucho antes de la aparición del hombre - millones de cadáveres podrían testimoniarlo»'. Hasta épocas relativamente recientes, el horizonte humano estaba iluminado por las promesas de la religión, ya fueran las del cristianismo o las de otras religiones. El mal no era la última palabra de la existencia. Tenía su compensación futura, ya fuera aquí abajo, ya fuera en el más allá. En todas las grandes religiones existe «un tribunal» que juzga a los muertos e impone una reparación por el mal realizado. El juicio corresponde a Dios, y el hombre vivía confiado en su justicia. El cristiano sabía que, después de la muerte, el Dios de la Alianza, revelado en Jesucristo, «enjugaría todas las lágrimas». Las religiones, por encima de los matices propios de cada una de ellas, han elaborado una respuesta a esta aspiración humana a una «redención». Esta reserva de esperanza ha disminuido enormemente en nuestra humanidad secularizada. El mal, que constituía la oportunidad de apelar a la justicia de Dios, se convierte en signo de su ausencia, o al menos de su indiferencia. El fracaso del hombre En el siglo XX, en el que el mal parece haber adquirido unas dimensiones nunca antes alcanzadas, no es únicamente la fe en Dios lo que desaparece. Es la confianza en el hombre la que falla, poniendo término a una ilusión existente desde el siglo XVIII. Con la idea de progreso, que permitía esperar todas las victorias, y la ideología de la felicidad que la acompañaba, el siglo XVIII se creyó en el umbral de una nueva era, capaz de infligir al mal una derrota seria, si no decisiva. Pues bien, nuestro siglo sigue teniendo, como los anteriores, su lote de guerras y hambrunas. Añadiéndose a ellas otros males propios de nuestra modernidad, como las hecatombes semanales en las carreteras, o ligados a las estructuras de injusticia de nuestras sociedades, como la soledad, el paro o la miseria. Hay también males inéditos: el cáncer y, más recientemente, el sida, símbolos de un mal que se burla del hombre en el momento mismo en que éste creía tener la victoria al alcance de la mano. La profecía de Malraux, que señalaba en 1975 entre nuestros 15
contemporáneos el miedo a «ver llegar algo similar a las epidemias del pasado», parece cumplirse. Y hay algo peor. Si, para nuestros contemporáneos, el mal es un escándalo de tal intensidad, ello se debe a las circunstancias propias del siglo XX; siglo en el que destacan imágenes de un mal radical cuyos nombres son Auschwitz, el Gulag e Hiroshima, los campos de exterminio y la bomba atómica. Estos acontecimientos no son sólo indicio de un mal en la historia, de la que serían deficiencias, sino lugar de un doble proceso: el proceso a Dios, que se le entabla tanto más cuanto que él ha guardado silencio frente a los verdugos, y más aún el proceso al hombre que ha llegado, en esos acontecimientos, al extremo de la crueldad y la perversión. Tras haber rechazado la idea de un «Dios bueno», el siglo XVIII descubrió la del «hombre bueno». Cuando Nietzsche anunciaba la muerte de Dios, él creía anunciar sobre todo una aurora: la llegada del superhombre. Es esta idea del hombre la que ha fracasado. «Los ojos que han visto Auschwitz e Hiroshima no podrán ya contemplar a Dios», decía Hemingway. ¿Pueden aún, sin pestañear, contemplar al hombre? En adelante, el optimismo ya no está de moda. Aunque los siglos XVIII y XIX no han permanecido ciegos a la realidad del mal, sí han ignorado su profundidad, haciéndose culpables de una enorme mentira metafísica: en lugar de ver el mal allí donde se decide, en la «voluntad maligna», han localizado su origen fuera del hombre, en la naturaleza, en la historia o incluso en Dios. Ahora bien, nuestros contemporáneos han redescubierto que la libertad del hombre es capaz de actuar no sólo por un mal que está fuera de ella, sino por un mal que afecta a su interior. Introducir el mal en la libertad habría sido, para esos siglos optimistas, un escándalo del pensamiento. Lo que ha aparecido sin tapujos en el siglo XX es que el mal es el acto de una libertad creadora capaz de suscitar imágenes negativas, pero también positivas, de lo humano. Con la idea de una «voluntad maligna» es la idea del hombre la que está en juego en la cuestión del mal. Un recorrido en cinco etapas Este libro, de dimensiones modestas, no se arriesgará a hacer un inventario detallado de todos los males. El catálogo no resultaría difícil de establecer; pero, de todas maneras, sería incompleto. Es verdad que si se quiere combatir el mal - la única actitud adecuada-, es importante analizarlo en todas sus formas, incluidas las más terroríficas. Pero se corre el riesgo de ceder al voyeurismo. Tampoco se expondrá este libro a incurrir en el patetismo incidiendo en la sensibilidad. Con el horror es muy fácil suscitar la emoción, y sin duda no es inútil, aunque no sea más que para provocar la reacción elemental de la rebelión. Conocer el mal en todas sus formas y en todo su horror es indudablemente un 16
paso obligado para movilizar las energías. Pero no es ni haciendo el inventario del mal ni gimiendo por las desdichas que oprimen a los hombres como se cambiará su curso. Lo que aquí se propone es un recorrido en cinco etapas. 1. El hombre rebelde Antes de hacer cualquier otra consideración, es conveniente comenzar por escuchar a Job, ese sabio pagano que, tras haber invalidado todas las teorías sobre el mal, reclama justicia dirigiéndose a Dios: ¿por qué me has abatido? En el libro de Job, la protesta contra el mal se expresa con una violencia inaudita, rara vez superada. Rechazando todas las explicaciones, Job reta a Dios mismo a que le responda. Pero Dios no se presenta ante el tribunal de Job, aunque sí asegura a Job su presencia. Lo que basta para que este hombre encuentre el camino de la confianza, porque ha descubierto que, a pesar de las apariencias, Dios no es un espectador indiferente de su desdicha, aunque no se presta a desvelar el porqué del mal que sufre la humanidad. 2. El mal interpretado No debería sorprendernos que el mal haya inspirado con tanta frecuencia la meditación de los hombres, puesto que es el destino de toda existencia, el «impasse» con el que tropiezan todas las preguntas. Desde la época de los mitos a la de los metafísicos y las ciencias positivas, el mal no ha salido del escenario de la humanidad ni, por tanto, del pensamiento. Es incluso frente al mal como se despierta la capacidad de pensar. A partir de sus observaciones, los sabios han elaborado toda una serie de teorías. Sea cual sea su valor, las recogeremos como testimonio de los esfuerzos del hombre por elucidar el enigma del mal. Aunque no esclarezcan todo, las interpretaciones que dan son indicio de resistencia ante el mal. 3. El mal afrontado ¿Es posible conocer la respuesta de Dios a la pregunta del hombre sobre el mal? Sería una equivocación buscar en los evangelios una teoría explicativa inédita. En Jesús de Nazaret, Dios responde a su manera, existencial, la única aceptable, aun cuando no disipa todas las preguntas, sino que responde al mal asumiéndolo. Su manera de afrontar el desafío del mal no es una más de las sabidurías humanas, sino que las sustituye por la locura de la cruz. El mal se afronta aquí existencialmente. Es la existencia concreta de Jesús de Nazaret la que constituye, para el cristiano, la respuesta al mal. 4. El mal combatido 17
Si hay una lección de la existencia de Jesús que hay que tener presente, es que, en lo que respecta al mal, no hay que comenzar por explicarlo, sino por combatirlo. Aun privados de poder, no se nos dispensa de la responsabilidad de tener que afrontarlo. Y hay diversas actitudes. La lucha comienza por la protesta y la resistencia. Veremos, sin embargo, que ni la rebelión, que gasta sus energías en la protesta, ni la resignación, que renuncia a luchar, están a la altura del reto. Únicamente es digno del hombre el combate contra el mal, llevado a cabo con la garantía, que nos proporciona Jesucristo, de que la vida es más fuerte que las fuerzas del mal. 5. El mal condenado Por decidida que sea la lucha contra el mal, la victoria final no corresponde al hombre. Sin embargo, para el cristiano, el mal es condenado en su raíz, porque el hombre puede esperar la victoria sobre el mal basándose en una promesa nacida de la cruz de Cristo. Sin pretender abrir una ventana al más allá del tiempo histórico, es, por lo tanto, legítimo preguntarse acerca de lo que cabe esperar o temer con respecto al más allá. Es al destino al que habrá que hacer referencia al hacer la pregunta de la escatología cristiana. Estos cinco capítulos están ligados orgánicamente. El capítulo 3, que presenta la locura de la cruz como la sabiduría misma de Dios, constituye el eje central del planteamiento - lo que indica que, para nosotros, sólo la experiencia de Cristo ilumina plenamente la cuestión del mal-; el capítulo 2 se interesa por las sabidurías humanas, sabidurías que se desarrollan a la vez al margen de Cristo y en el seno del mundo cristiano, mientras que el capítulo 4 analiza las actitudes frente al mal, en particular la práctica que engendra la fe en Cristo; los capítulos 2 y 4, por tanto, se corresponden como teoría y práctica. En cuanto al capítulo inicial, al hacernos escuchar el grito del hombre que sufre, nos sitúa claramente, siguiendo el ejemplo de Dios, al lado de la víctima del mal. Y el último capítulo habla de la esperanza que Cristo ha despertado en el corazón de la existencia humana, retomando la cuestión del sentido último de nuestra existencia, que el capítulo 1 había dejado en suspenso. Quedan por clarificar dos cuestiones previas. En principio, ¿es oportuno hablar del mal?; ¿no suelen estar dispuestos a hacer discursos sobre el mal únicamente aquellos que no son víctimas del mismo? Si se está autorizado a hablar, es porque nadie puede evitar el enigma del mal, excepto si decide no preguntarse jamás por la condición humana. Viene entonces la segunda pregunta: ¿cómo hablar del mal? No faltan ni palabras ni teorías, unas más sutiles que otras. Al escucharlas, uno suele sentirse molesto por su seguridad, puesto que tienen respuesta para todo, o decepcionado por su debilidad, ya que no dicen más que banalidades. Para evitar estos escollos, digamos de entrada que no 18
tenemos intención de elaborar un nuevo discurso, sino de proponer un camino de reflexión que quiere ser también un camino de acción. La lucha contra el mal es consecuencia de la dignidad humana. Lejos de desmovilizar, la fe da a esta lucha todo su vigor, puesto que excluye cualquier compromiso con las fuerzas de muerte. Anexos A esta nueva edición se le han añadido unos anexos donde se hacen precisiones sobre los temas tratados demasiado sucintamente al hilo de los capítulos. Más que introducirlas en el cuerpo de la obra, lo que habría exigido una profunda reelaboración y habría roto la coherencia del discurso, se ha preferido situarlas en los anexos, lo que permite tratarlas con mayor amplitud y precisión, al mismo tiempo que se evita una erudición inútil. El libro conserva así su carácter de iniciación.
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«Diré a Dios: [...] ¿Te parece bien oprimirme [...]? Tú que hurgas en mi culpa e investigas mi pecado, sabes que no soy culpable y que nadie va a arrancarme de tus manos». Job 10,2-7 «¿QuÉ es un hombre rebelde?», pregunta Camus al inicio de un ensayo que lleva precisamente este título. Y responde: «Un hombre que dice no. Pero aunque se niega, no renuncia; es también un hombre que dice sí, desde su primer impulso»'. Job es justamente ese hombre. Dice no y sí. Se empeña en decir «no» a las teorías que tratan de explicar la desgracia de la que es víctima inocente. El «sí» - un «sí» en la fe- llega más lentamente, es un acto de fidelidad al Dios Vivo que, aunque no dice nada, no ha abandonado a su servidor. Por su no, Job es la prefiguración del hombre moderno, puesto que el sufrimiento no puede sino apartar de Dios. «Mi indignación contra Dios persistiría aunque estuviera equivocado», dice el ateo Iván Karamazov. El «sí» de Job anticipa el de Cristo que, a pesar del silencio de Dios, se abandona a su voluntad sin escatimarle su confianza. El libro de Job, redactado sin duda a partir de elementos preexistentes, pone en escena al justo que sufre. A través del ejemplo de Job, un hombre mimado por la fortuna y después aplastado por la desgracia, aflora toda la experiencia de Israel. La cuestión del sufrimiento está a la orden del día. Israel ha pasado por la experiencia del exilio, su templo ha sido destruido y la nación aniquilada. La pregunta es apremiante: ¿qué es del Dios de la Alianza? Parece ausente, indiferente a la suerte de su pueblo, infiel a sus promesas. ¿Dónde está? El Dios de Israel, que deja que la desgracia alcance incluso a sus fieles, ¿es un Dios justo? El sufrimiento parece ir en contra de la idea que se han hecho hasta ese momento. ¿No será más bien un Dios malvado que se complace en la desgracia de los hombres? Esta sospecha no puede ser disipada. Job es el libro del proceso a Dios. El drama pone en escena a tres protagonistas cuyo comportamiento ante el mal va a ser objeto de un detenido examen. Para empezar, los amigos de Job. Demasiado parlanchines, instruidos, bien al corriente de todas las teorías sobre el mal, saben a qué atenerse: la desgracia no carece nunca de razón; si se busca bien, se encontrará sin duda
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un culpable. A continuación Job, la imagen del justo aplastado por el sufrimiento, que afirma su inocencia y se opone a sus amigos, cuyas explicaciones y consuelos se ven desmentidos por la realidad; pero Job ataca también a Dios, que se refugia en el silencio. Finalmente, el tercer protagonista del drama es Dios, que tomará la palabra en último lugar, poniendo a cada cual en su sitio, pero mostrándose favorable a Job contra sus amigos. Sin embargo, el drama termina sin que se dé una respuesta decisiva. El enigma del mal sigue en pie. 1. Los amigos de Job, o los teóricos de la desgracia Comencemos por los amigos de Job. Ya se trate de Elifaz, Bildad o Solar, los tres han frecuentado la misma escuela y defienden la misma tesis. Están inmersos en la misma ideología, la esencia de la cual se resume en una frase: lo que le ocurre a Job y, de manera general, toda desgracia que afecta al hombre, es de estricta justicia. El mal no golpea ciegamente, sino que su víctima es necesariamente culpable. Para los amigos de Job, el mal está en el orden de las cosas. Lo que dicen, no intentan verificarlo, sino que lo sacan de los manuales de teología de la época. Como no se puede inculpar a Dios, que es inocente, el culpable debe ser quien sufre, aunque no sepa dónde radica su culpabilidad. En consecuencia, el mal que golpea a Job es justo. La justicia inflexible de Dios Los amigos de Job son los portavoces de la teología oficial, cuyo dogma fundamental es que Dios, en todo cuanto hace, es justo. Vuelven a la carga en tres oleadas sucesivas, pero sin modificar fundamentalmente su argumentación. Ésta es a menudo laboriosa, pero los temas que desarrollan son de una simplicidad monótona. Se pueden clasificar en torno a tres ideas clave: • Primera idea: la desgracia oculta necesariamente un pecado. En el origen de toda desgracia, no hay sino un pecado. «No sale del polvo la miseria, ni el sufrimiento bro ta del suelo. Es el hombre quien engendra el sufrimiento [...]» (5,6-7). Es preciso, pues, que Job consienta en hacer examen de conciencia. A ojos de Dios, no es en absoluto tan inocente como dice. «Hablo por experiencia», precisa Elifaz (4,8), cuya argumentación apela al tema del castigo de los pecadores. Los crímenes de los malvados no quedan nunca impunes. Dios los condena a la incertidumbre, la angustia y la nada, expresiones que tienden a subrayar que, tarde o temprano, pero siempre aquí abajo, el malvado sufre el castigo que merece, ya sea porque Dios le castigue directamente, ya sea porque traslade el castigo a sus descendientes. Conclusión: si Job se encuentra en medio de la desgracia, es porque la merece. Lo sepa o no, el 22
pecado está agazapado en alguna parte de su vida. •Segunda idea: la virtud engendra ineludiblemente su recompensa. La idea de que la virtud es siempre recompensada refleja en positivo la precedente. Su propósito es justificar la prosperidad de los justos y su felicidad. También en este terreno, los amigos de Job pretenden argumentar a partir de la experiencia (5,27): «Pregunta, si no, a pasadas generaciones, medita en la experiencia de sus mayores [...]» (8,8). Si es puro ante Dios, si posee una fe estable, si es fiel a la oración, el justo está «inmunizado contra la desgracia» y será, tarde o temprano, «colmado de gozo». Al igual que el malvado se ve alcanzado siempre por la desgracia, el justo tiene siempre asegurada la felicidad. La conclusión es evidente: si Job se ve hoy privado de felicidad, es porque lo merece. En consecuencia, debe reconciliarse con Dios si quiere recuperar la felicidad. «Reconcíliate con él y haz las paces, y te será devuelta tu dicha» (22,21). •Tercera idea: ningún hombre es puro ante Dios. Es la generalización de la misma ley inexorable. Si Job sufre, es porque ha debido de pecar, aunque su pecado no sea visible ni consciente. Si escruta los rincones de la conciencia, el pecado debe necesariamente estar allí. La desgracia, pues, que golpea a Job es síntoma de una verdad oculta: la impureza y el pecado se encuentran en alguna parte de su inconsciente: «¿Puede un mortal ser justo ante Dios, puro un hombre ante su Hacedor?» (4,17). Job ha debido de contraer una impureza invisible. Este argumento puede apoyarse en la fe de Israel, para la cual, al ser Dios el único puro, ningún hombre lo es. De ahí el hostigamiento de los amigos de Job para hacerle volver a la ortodoxia estricta: «¿Cómo ser justo el hombre ante Dios? ¿Cómo ser puro el nacido de mujer?» (25,4). Al no ser tal ley verificable, los amigos de Job pueden, al menos, preservar su teoría, a saber, que toda desgracia es castigo de un pecado. Para los amigos de Job, la cuestión está, pues, resuelta. En el mundo reina la justicia inexorable de Dios. No ocurre ninguna desgracia que no sea sanción por una falta. Hay un lazo estrecho y automático entre, por una parte, la felicidad y la virtud, y, por otra, la desgracia y el pecado. No hay efecto sin causa. Si Job es golpeado tan duramente en su carne, es porque ha dado un paso en falso. Que esta relación no se vea con claridad es señal de que le falta lucidez, pero no puede ser de ninguna manera un desmentido a la ley general. Puede que su falta esté oculta, pero no es posible que no exista. Sus protestas de inocencia, o bien son de mala fe, o bien se deben a cabezonería. Sus amigos le invitan, pues, con toda lógica, a reintegrarse al orden reconociendo su pecado. El mundo en que vivimos es racional.
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Qué engañosas son vuestras respuestas... (21,24) Job rechaza la argumentación. La ley que acaban de enunciar sus amigos es falsa, la contradice la experiencia de su propia desgracia. Así que él va a empeñarse en desmantelar sus tesis con una obstinación inasequible al desaliento. Para él, basta con mirar alrededor para constatar que existe una escisión entre felicidad y virtud, puesto que los malvados prosperan, mientras que los virtuosos son condenados a la desgracia. Mientras sus amigos tienen teorías muy elaboradas, Job se atiene a algunas observaciones sensatas: •Los desmentidos de la experiencia. Job comienza por oponer a sus amigos los desmentidos de la experiencia (9,2224; 12,2.3.6; 13,2; 21,2-34; 24,1-17). «También yo sé pensar como vosotros, en nada me superáis, ¿quién no sabe todo eso?» (12,3). «Lo que sabéis, lo sé yo también» (13,2). Sus amigos, so capa de experiencia, recitan lecciones aprendidas en los libros y que se revelan falsas. Job puede realmente hablar de experiencia. Ahora bien, a la luz de lo que ve, concluye que la tesis de sus amigos no se verifica: «¿Por qué me consoláis con tonterías, con argumentos llenos de engaño?» (21,34). La teología clásica ha fracasado, porque «los malvados siguen con vida» (21,7), mientras que los inocentes van a la muerte:
•Job alega inocencia. Ante sus amigos, Job está en el derecho de alegar inocencia, porque nada pesa sobre su conciencia. Dice estar incluso dispuesto a debatir con Dios. Digan lo que digan sus amigos, esa inocencia es incontestable, y Job está seguro de sí mismo al presentar su causa ante Dios (23,7): obtendrá lo que pretende. «¿Quién me convencerá reduciendo a nada mis palabras?» (24,25). Al decir esto, Job es todo lo contrario de una persona resignada. No hay que fiarse demasiado de las palabras que dice en el prólogo: «Yahvé me lo ha dado y Yahvé me lo ha quitado. Bendito sea el nombre de Yahvé» (1,20). La teología del prólogo, que nos presenta a un hombre dócil y perfectamente sometido a Dios, es menos avanzada que la teología desarrollada en el poema, donde, de principio a fin, domina la protesta. El Job del poema radicaliza el interrogante: rechaza el principio de un sufrimiento justo. La tesis de sus amigos, que postula la equivalencia entre el pecado y el sufrimiento, entre la virtud y la felicidad, no tiene consistencia alguna con respecto a lo que él vive.
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•En cuanto al fondo del problema, Job se encuentra en un impasse. Job debe, en efecto, reconocer que, si bien las teorías de sus amigos son engañosas, él mismo ignora el sentido del sufrimiento del que es víctima. Tras haber constatado las disfunciones de las teorías de sus amigos y haber hecho protestas de inocencia, no tiene ningún medio de ir más lejos: su interrogante se enfrenta a un misterio insondable. Job constata que el sufrimiento elige a sus víctimas al azar, de la misma manera que la felicidad, sin establecer diferencias entre los buenos y los malos, pero esta constatación deja en pie la cuestión del mal. ¿Por qué el sufrimiento? Nosotros hoy decimos que la felicidad no es signo infalible de tener la amistad de Dios, pero que la desgracia no es tampoco signo de encontrarse excluido. Job no se arriesga a sostener, contra sus amigos, como sería lógico, que la felicidad tangible es una cosa, y la amistad de Dios otra. Está desarmado porque, si rechaza la lógica de sus amigos, no hay otra lógica para sustituirla. La desgracia le sume en las tinieblas. El Dios al que él creía próximo al inocente, está ausente. 2. La indignación de Job ante Dios (12,4) Sin embargo, Job se vuelve hacia Dios, esperando que su protesta rompa su silencio. No hay nada que esperar de sus amigos, incapaces de salir de su prisión doctrinal. Ante su obstinación en la defensa de sus teorías, los abandona, pero sin retirar sus preguntas con respecto al mal. Se vuelve hacia Dios para escrutar sus intenciones cuando golpea al inocente. Sus amigos procedían a una evaluación objetiva de la desgracia y subrayaban una lógica en el seno del mal. Situándose con respecto a Dios en una relación de persona a persona, Job le somete directamente la pregunta: «¿Qué quieres de mí en esta desdicha con la que me has abatido?». Para Job la pregunta es existencial. No: «¿Por qué el sufrimiento?», sino: «¿Por qué sufro yo?; ¿cuál es tu intención al enviarme este sufrimiento?» 3. Lo pienso y me causa espanto Si sus amigos tienen la preocupación de preservar la lógica del mal, Job, que se ha apartado de ellos, no tiene más que una idea: descubrir la intención de Dios. Aplastado por el peso del mal, choca primero con Dios, aparentemente malo. El Dios que se le revela, en el corazón de su sufrimiento, parece, en efecto, complacerse en ensañarse con el hombre. Clava sus flechas en él (6,4), rechaza el diálogo, ni siquiera escucha su voz (9,16). «Ha arrasado mi cerca [...], ha arrancado cual árbol mi esperanza» (19,10). ¿Quién es, pues, ese Dios? Lo contrario del Dios de la Alianza. Como ya subrayó Kant, el mal condena al fracaso todos los intentos de defender a Dios4, por que el mal pone en cuestión la santidad de Dios, su bondad y su justicia: 25
•El mal que reina en el mundo es un desmentido de su santidad, que es el rasgo específico de un Dios justo en el establecimiento de las leyes morales. De Dios se dice que es un legislador lleno de sabiduría, que reina en el mundo según los principios santos de la moral. Pero ¿quién puede seguir creyendo en su santidad cuando se le ve en medio de los malvados y «favorecer sus planes» (10,3), y que, al mismo tiempo, no hace ningún caso de sus amigos que, a ejemplo de Job, se muestran fieles a la ley? En lugar de defender al inocente, Dios pacta con los malvados. ¿Cómo pretender que Dios es santo cuando no respeta ningún orden moral? Como observa Kant, tal conducta es injustificable y será condenada por «todo hombre que tenga el más mínimo sentimiento moral». •El mal es también un desmentido de su bondad. La bondad es el rasgo que caracteriza la atención que se concede a un ser. Se dice que Dios vela providencialmente por sus criaturas. Pero ¿cómo detectar la bondad de Dios en un mundo en el que el mal no deja de testimoniar lo contrario? Más que una criatura envuelta en la benevolencia de Dios, Job se siente un «mercenario» (7,1), maltratado, lleno de amargura, sin esperanza. Su vida no es más que un soplo (7,7), y su verdadera cita es con la muerte (14,10; 30,23). Así, en lo más profundo del sufrimiento, el hombre tiene la experiencia, no de un Dios de bondad, sino de un cazador que persigue a su presa con furia (10,17). Los «males y los innumerables dolores que padecen los seres racionales» - concluye Kant - son un desmentido indiscutible de esa presunta bondad de Dios para con sus criaturas. •El mal es, finalmente, un desmentido de su justicia. ¿Puede decirse de un ser que es justo cuando trata de manera tan poco equitativa e incluso totalmente injusta a sus criaturas? De Dios se dice que es justo, que recompensa a los buenos y castiga a los malos. Ahora bien, «la justicia de este autor del mundo» se ve constantemente desmentida. Por lo menos es defectuosa, porque los malvados quedan sin castigo, mientras que los buenos son mal recompensados. El mundo sufre un defecto de fabricación. Un Dios que se comporta como un enemigo de los buenos y que se muestra inconstante hasta el punto de destruir lo que hace (10,8) no puede ser considerado justo. En otros términos, la Alianza, que es un pacto de fidelidad recíproca, no es traicionada por el hombre, sino por Dios. Todas las cualidades que habitualmente se reconocen en el Dios de la Alianza sufren así un severo desmentido. Todo lo que sabemos del Dios revelado a Israel se viene abajo ante el mal. Difícilmente se puede ser más cáustico en la crítica a Dios. Leyendo a Job es como Kant sistematiza las tres acusaciones a Dios. Como consecuencia del libro de Job, no encuentra lógica ni en el mal moral, que desmiente la santidad de Dios, ni en el mal 26
físico, que desmiente su bondad, ni en el mal metafísico, que desmiente su justicia. En el mundo, el mal no obedece a lógica alguna, ni racional ni teológica: es absurdo. Al término de esta requisitoria, las justificaciones de Dios, elaboradas por los amigos de Job y retomadas millones de veces por los maestros de sabiduría, se desmoronan una tras otra. El Dios que ha creado el mundo no da prueba de sabiduría alguna. Su creación parece una pura insensatez. A miles de leguas de su creación, Dios parece completamente distraído (30,20) y deja que caiga sobre el hombre un fardo (7,20) del que él se desinteresa. Este desprecio por la obra de sus manos es producto de la demencia, más que de la sabiduría. El Dios que aparece al término de esta requisitoria es un Dios terrorífico, hostil, que quiere desesperar al hombre y, por lo tanto, hay razones para pensar que está contra el hombre: «Lo pienso y me causa espanto» (23,15). Si supiera cómo encontrarlo (23,3) ¿Será escuchada su causa? Al mismo tiempo que acumula acusaciones contra Dios, Job no deja de hostigarlo. No deses- pera de obtener respuesta. Aquí es donde aparece la dialéctica propia del hombre bíblico. A diferencia de nuestros contemporáneos que, con respecto a todas esas acusaciones prefieren «devolverle su entrada», Job acusa a Dios, pero no duda de su existencia. Sabe que, si debe obtener una respuesta, no puede venir sino de él, porque sólo Dios decide (23,13). Por eso Job insiste para conocer su intención. A pesar de todos los desmentidos, se apoya siempre en el Dios de la Alianza para ser justificado. Antes incluso de que Dios hable - y no hablará para responder-, Job tiene, en el corazón mismo de su protesta, una triple experiencia: •En principio, el silencio de Dios, un silencio intolerable que Job intenta romper mediante la violencia de sus palabras. «La ausencia se ha convertido hoy en uno de los atributos de Dios» - dice Léon Bloy-. Ya lo era del Dios de Job. El mal hace vacilar la imagen del Dios de la Alianza, porque este Dios habla, mientras que el Dios de Job calla. Es un Dios mudo al que la desgracia no hace salir del silencio. Este silencio es equivalente a la ausencia; Dios deja que la existencia de Job derive hacia la nada en la indi ferencia total. Atrincherado en su silencio, Dios no se deja ni perturbar ni impresionar por el vocerío de Job. Cuando se le convoca al tribunal, no se presenta (9,19; 9,32), aunque pase por injusto, sordo e indiferente. «Te pido auxilio y no respondes» (30,20). •En segundo lugar, el deseo de encontrarlo. El rostro de Dios se ha borrado, pero Job en ningún momento concluye por ello que Dios ha muerto. Está ausente, no es inexistente (23,8). Por eso Job hace todo lo posible por entrar en contacto con él y 27
entablar una discusión para pedirle por fin cuentas por el mal. «¡Si supiera cómo encontrarlo [...]!, expondría ante él mi causa» (23,3-4). Pero mientras el Dios de los amigos de Job no tiene nada de misterioso, puesto que forma parte de un sistema de retribución perfectamente regulado, el de Job permanece impenetrable. Su silencio le hace enigmático. Mientras Dios no haya desvelado su rostro, pasará, no por el Dios de amor del que se dice que comparte la historia del hombre escarnecido, sino por un vigilante insoportable. El deseo de encontrarlo desemboca en el fracaso. Dios no depende del deseo, no se somete a nuestras preguntas. •Finalmente, una esperanza inextirpable. Mientras sus amigos se burlan de él, le ultrajan y se alejan de él (19,13), Job espera que Dios, a pesar de todo, le sirva de «garante» (17,3). No hay solución de recambio. Cuando nadie quiere ya «estrechar su mano», él espera aún ese gesto de Dios. Se ve que, en su opinión, el Dios de la Alianza, a pesar de todos los desmentidos, a pesar del oscurecimiento de su rostro e incluso la subversión de su imagen por la de un Dios malvado, no ha desaparecido totalmente. En el corazón mismo de su rebelión, Job espera ver, aún con vida, aquí abajo, la irrupción de Dios, su justicia y su bondad, pese a las apariencias. Esta esperanza no se verá defrau dada (42,5). Se expresa en uno de los textos más célebres del libro de Job: «Yo sé que vive mi Defensor, que se alzará el último sobre el polvo, que [...] veré a Dios. Sí, seré yo quien lo veré, mis ojos lo verán, que no un extraño» (19,25.27). 3. Cuando Dios elogia a Job Job ha echado a sus amigos. Ha demostrado que su teología era anacrónica. Ha llegado incluso a someter a proceso a Dios como sospechoso de conocer el «porqué» del sufrimiento y ocultarlo. Mediante sus provocaciones, ha intentado hacerle salir de su silencio. Es verdad que su lógica, demasiado humana, se ha revelado un poco deficiente. Dios no se ha dignado responder. Hasta los últimos capítulos del libro (38,142,6), cuando los amigos de Job han agotado su discurso y Job ha vaciado su corazón, Dios no toma la palabra. Cuando lo hace, es en dos discursos que se inician con estas palabras: «Yahvé se dirigió a Job desde la tormenta» (38,1 y 40,6). ¿Va, por fin, Dios a justificarse? Esta réplica es la que es preciso examinar ahora; réplica que comporta dos aspectos, uno que pone ante los ojos de Job la obra de Dios, y otro que le indica claramente la opción de Dios. ¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra? (38,4) A Job, que quería un proceso, Dios le hace un contra-proceso, no para exponer las 28
razones del mal, sino para recordar a su interlocutor la modestia. Job le había lanzado un desafío. Reclamaba a voz en grito que Dios se justificara: «Explícame por qué me atacas. ¿Te parece bien oprimirme?» (10,2-3). Dios no entra en el juego en ningún momento. En lugar de justificarse, da a Job una lección triple. Paseándole por la creación, le hace descubrir su sabiduría y su poder, a fin de revelarle que el enigma del mal supera la inteligencia humana. Consideremos estos tres aspectos: •Una lección de sabiduría. En el curso de este paseo maravilloso a través de la creación, Job es en principio invitado a contemplar la sabiduría de Dios. A cada cosa, Dios le da su lugar debido. A la aurora le asigna su puesto (38,12); al mar le fija sus límites (38,10); humilla el orgullo de las olas (38,11); el poder sobre las «puertas de la muerte» (38,19) está en sus manos, etcétera. Él lo ha creado todo, y el curso de las cosas no escapa a su plan (38,22-39,4). Vela por los animales, grandes y pequeños (38,22-38). Onagro, búfalo, avestruz, caballo, águila, etcétera: conoce a cada animal por su nombre y no ignora nada respecto de sus costumbres. Su providencia no deja de velar por ellos. Todo está, pues, sometido a su palabra. La lección que hay que aprender es sencilla: el mundo, tal como Dios lo ha hecho, no es absurdo, a pesar del mal. Su sabiduría está en acción en él, aunque parezca puesta en entredicho por el hecho de que el mal reine en el mundo. •Otra lección: el poder de Dios. Se habla de él en el capítulo 40. A este poder y este dominio se hace referencia mediante la mención de dos monstruos, Behemot y Leviatán, es decir, el hipopótamo del Nilo y el cocodrilo, cuya utilidad no es evidente, pero cuya presencia aquí sirve para poner de relieve, por contraste, el poder de Dios. El Leviatán se ríe de la espada del hombre: «El hierro es para él como paja, madera podrida el bronce. Disparos de flecha no le hacen huir: las piedras de la honda se vuelven tamo» (41,19-20). Incluso estos monstruos, los más temibles de la creación, son sometidos al poder de Dios. Si bien el hombre no logra dominarlos, Dios tiene todo poder sobre ellos. La lección que Job debería sacar de esto es que el mal, por monstruoso que pueda ser, no escapa al poder de Dios. Aunque subvierta aparentemente todo, a ejemplo de esos monstruos, choca, sin embargo, con el poder de Dios, aun cuando este poder no se haga presente donde se desearía. •Última lección: la finitud humana. La contemplación de la sabiduría y el poder de Dios tiene una función precisa: hacer comprender que nada escapa a Dios, ni siquiera el mal. Pero otra lección que hay que sacar es que el hombre no está a la altura de Dios, por lo que no puede comprender la razón de ser de lo que Dios ha creado. La referencia a la sabiduría y el poder de Dios hace aparecer, en contraste, las limitaciones del hombre. Job, como todo hombre, ignora la sabiduría que preside la 29
creación, porque él no estaba allí en su comienzo: «¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?» (38,4). No conoce la razón de ella (38,4ss). No puede, pues, evaluar la justicia de Dios en la creación. Únicamente Yahvé conoce el secreto de cada cosa, incluido el mal, y tiene poder sobre ellas. Él es el único que puede «aplastar a los malvados donde estén» (40,12). La opción de Dios ¿Ha obtenido Job la respuesta deseada? Al escuchar a Dios hacer admirar su obra, mientras Job está aplastado por el sufrimiento, dan ganar de decir que a Dios le falta psicología, porque el momento no está precisamente muy bien elegido. Es como ensalzar la belleza de los colores a un ciego. De hecho, la lección ha sido escuchada y no ha quedado sin efecto. Para empezar, Job ha comprendido que no tenía derecho a citar a Dios para que compareciera ante la justicia. Job debe reconocer que ha hablado «sin inteligencia» (42,1). Además, su exigencia de justificación ha quedado sin respuesta, porque si bien ha descubierto la sabiduría y el poder de Dios en la creación, no los ha visto en acción ni ha tenido ni explicación del mal ni alivio de sus sufrimientos. La intención de Dios, que le deja en su sufrimiento, sigue para él estando oculta. Sin embargo, en el curso del contra-proceso, Job ha redescubierto el verdadero rostro de Dios y, por tanto, también la fuerza para soportar su desdicha. Sus descubrimientos pueden resumirse en tres proposiciones: •En primer lugar, Job ha descubierto que Dios se sitúa sin sombra de vacilación del lado de quien sufre. El descubrimiento es de suma importancia. Para gran sorpresa nuestra, en efecto, Dios se distancia con respecto a los amigos de Job que, sin embargo, defendían su honor, y elogia a Job que, sin embargo, no ha dejado de protestar y rebelarse. Veamos cómo interpela Dios a Elifaz: «Estoy enfadado contigo y con tus dos amigos, pues no habéis hablado bien de mí, como mi siervo Job» (42,7). Kant ha puesto justamente de relieve que en el momento de pronunciar la sentencia, Dios «da preferencia, en la persona de Job, al hombre sincero sobre el adulador reli giosos. Prefiere la rebeldía franca de Job a las palabras irreflexivas de sus amigos. Cuando el hombre se rebela en lo más profundo de su sufrimiento, no merece ninguna culpa: es Dios quien se rebela en su sufrimiento. •En segundo lugar, Job ha comprendido que, si bien Dios se calla, mantiene su autoridad sobre el curso de las cosas; por lo tanto, también sobre el mal. Su silencio es aquí signo de su trascendencia, pero también de la insuficiencia de toda respuesta puramente teórica a la cuestión del mal. Si Dios se pusiera a hablar sobre el sufrimiento, se comportaría, al igual que los amigos de Job, como un teórico del 30
mismo. Pero, como mero espectador, permanecería al margen del sufrimiento, y Job no le escucharía, como tampoco escuchaba a sus amigos. Que el silencio de Dios sea signo de su trascendencia significa que la sabiduría y el poder de Dios superan la comprensión humana. El sufrimiento forma parte de esos misterios insondables cuyo secreto sólo Dios conoce. Claro está que Dios no ignora la respuesta, pero la suspende. El mal no está en el orden de las cosas; si no, se explicaría, y Dios lo justificaría. Pero su poder no escapa a Dios. •En tercer lugar, Job ha descubierto la proximidad de Dios y, a pesar de su silencio, puede fiarse de él. El silencio de Dios no es sinónimo de indiferencia. Job tiene incluso la experiencia inversa. Y saca de ella la consecuencia lógica. Dios no es como él imaginaba: lejano, indiferente, injusto, malvado, infiel, al acecho de todos los errores del hombre... Es verdaderamente el Dios de la Alianza, cuya amistad no se extiende únicamente a quien él colma, sino que está atenta, ante todo, a quien se encuentra en la desgracia. Dios está cerca de todo hombre que sufre, aunque no desvele sus intenciones. El descubrimiento de esta cercanía es lo que proporciona a Job la certeza de la fidelidad de Dios. Job, que no tenía de Dios más que una idea recibida, le percibe ahora de manera nueva: «Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos» (42,5). Al comienzo del drama cabía preguntarse si Dios iba a salir de su mutismo. El hecho mismo de que haya hablado lo cambia todo, aun cuando no hayamos aprendido nada nuevo sobre el sentido del mal. El tema del sufrimiento del justo se encuentra en la literatura de la época. Pero los dioses no vienen a dialogar con el hombre. «En el teatro griego, los dioses actúan, pero no se justifican. Eurípides dirá: "Al hombre no le toca más que sufrir y callar...". Si Dios no hubiera hablado, el libro de Job habría sido un cuento filosófico más... »6. Esta experiencia de presencia atenta de Dios junto al que sufre no hace progresar en el conocimiento teórico del mal, pero sí ayuda a Job a soportarlo y a abandonarse a las manos de Dios (23,13). La confianza se hace posible a partir del momento en que Dios ha manifestado claramente cuál es su opción. Si bien el sufrimiento sigue siendo un misterio cegador, cuyo secreto continúa perdiéndose para nosotros en la trascendencia de Dios, no es una experiencia desesperante a partir del momento en que Dios ha revelado su opción a favor del hombre que sufre. Podemos ahora echar una mirada retrospectiva al camino recorrido. ¿Cuál es el error de los amigos de Job? Lo que les falta es compasión. Son arrogantes y engañosos. «Mis hermanos engañan lo mismo que un torrente [...]. Veis mi horror y lo teméis» (6,15.21). Gracias a su ciencia teológica, no ignoran nada respecto de las causas del sufrimiento, pero no hacen nada por aliviarlo. Nunca ofrecen su ayuda. Ahora bien, al hombre que 31
sufre no le sirven de nada las teorías. «¿Qué podrán vuestras razones?» (6,25). La única respuesta adecuada al sufrimiento tiene por nombre «fidelidad», «comprensión», «lucha por alejarlo» (6,14). Sólo el gesto que se preocupa por aliviar el sufrimiento tiene sentido para quien sufre. La lección será confirmada por Jesús, y es importante tenerla presente. Es evidente, pues, que el libro de Job efectúa un desplazamiento significativo. Hace pasar la cuestión del mal del orden especulativo al orden práctico. Los amigos de Job están equivocados; quieren explicar el sufrimiento y lo hacen culpabilizando al hombre, a fin de exculpar mejor a Dios. Descubren en el sufrimiento una causa, el pecado, y una finalidad, la re dención. Pero su teoría, que hace agua por todos lados, es al mismo tiempo una huida, puesto que los autoriza a mantenerse a distancia del mal real. Job, como sus amigos, estaba en búsqueda de una explicación. No se sabe si sus amigos renunciaron a su teoría después de la reprimenda de Dios, pero Job experimenta una conversión. Abandona su búsqueda teórica en beneficio de una confianza total en Dios. «Hablé a la ligera, ¿qué replicaré? Mejor si me tapo la boca con la mano» (40,4). Sólo el compromiso y la confianza responden adecuadamente a la cuestión del sufrimiento. Queda penetrar en el secreto del sufrimiento; secreto que Dios no ignora. Admitiendo esto es como Job pudo superar su duda y redescubrir al Dios de la Alianza. Tuvo que entrar en esta escuela de humildad. La discreción de Dios en el mundo es desconcertante. Si bien no dispensa al hombre de sus preguntas, le hace entrar, por el rodeo del sufrimiento, en la vía de la pobreza espiritual. Es verdad que, como escribe Simone Weil, «la desdicha no es por sí misma una escuela de pobreza espiritual. Es únicamente ocasión casi única de hacer el aprendizaje de la misma». Al final de su diálogo con Dios, Job no sabe más que al principio, excepto porque ahora sabe que no sabe, pero también que Dios sí sabe. A falta de conocer el secreto del sufrimiento, Job ha conocido la disponibilidad total ante un Dios sin compromiso con el mal. Pero esto es lo esencial: Job descubre que Dios no pone al hombre una prueba sustrayéndose él de la misma. El Dios que se le ha manifestado no es impasible. Es un Dios que tiene la pasión del hombre. No hay que fiarse aquí del final del libro de Job, que celebra el retorno de la prosperidad: una manera de eliminar el escándalo. Lo esencial para Job es el descubrimiento del Dios Vivo en el seno mismo de su ruina física. Aunque la voluntad de Dios sea impenetrable en cuanto al sentido del sufrimiento, es bastante clara en cuanto al partido que toma. Y si bien no acaba con el enigma del mal, al mani festar su cercanía proporciona fuerza para asumirlo. La pasión por el hombre, apenas entrevista en el libro de Job, devora a Dios hasta tal punto que aceptará, cuando el tiempo se cumpla, padecer en su carne un sufrimiento que subleva tanto como el de Job. Sólo entonces la credibilidad del Dios de Job podrá escapar a la duda, porque habrá 32
dado prueba de que no permanece al margen de la desgracia.
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«El filósofo puede complacerse en especulaciones de este tipo en la soledad de su despacho; ¿qué pensará ante una madre que acaba de ver morir a su hijo? No, el sufrimiento es una realidad terrible, y es un optimismo insostenible el que define a priori el mal, incluso reducido a lo que efectivamente es, como un bien menor». HENRI BERGSON PUEDE que nos haya sorprendido la rendición final de Job. No ha dejado de hostigar a Dios, y cuando Dios le responde, es para decirle que no le responderá. En lugar de acabar con un escándalo, el desenlace del drama es inesperadamente feliz: Job se ve colmado de bienes, reinstalado en la felicidad, lo que parece verificar las teorías de sus viejos amigos. Todo termina como un cuento de hadas. Reconozcamos que el mal no siempre desemboca en un final tan dichoso. En la existencia real, le corresponde la última palabra; el hombre acaba siempre por ser su víctima. Pero sea cual sea la solución a sus sufrimientos, no puede evitar el buscar explicaciones al mal que le afecta. Quiere saber quién le desea el mal. En el libro de Job, no hay que dejar que nos despiste el epílogo, añadido, sin duda, por algún escriba preocupado por llevar a Job por el buen camino de la teología tradicional. Al igual que ocurre con el prólogo, no permite captar la verdadera intención, que es insistir en el escándalo del mal y en lo contradictorio que resulta con respecto al Dios de la Alianza, cuyo rasgo esencial es querer el bien del hombre. En todos los casos, todas las explicaciones del mal que jalonan la historia humana son otros tantos intentos de superar ese escándalo. Ahora bien, Job nos enseña de una vez por todas que el mal es un enigma inexplicable, y en este sentido resulta próximo al hombre de hoy. Antes de volver sobre Job, vamos a escuchar la sabiduría humana, a la que interrogaremos a partir de las claves tomadas de Job. Este capítulo, un poco más especulativo pero indispensable para progresar en nuestra reflexión, abordará tres cuestiones: 1) ¿Cuál es la naturaleza del mal?; 2) ¿De dónde viene el mal?; 3) ¿Cómo interpreta el mal el cristianismo? Puede sorprender que el cristianismo se encuentre en la misma situación que la sabiduría humana; pero, al término de este recorrido, esta 35
sorpresa debería desaparecer, al comprender que la reflexión cristiana no se construye al margen de esta sabiduría, sino en contacto con ella. 1. Interrogantes sobre la naturaleza del mal Desde que el hombre piensa, la cuestión del mal le atormenta. Hegel decía, de manera paradójica: «La piedra no puede estar enferma», dando a entender que, sin franquear el umbral de la conciencia, el mal no es realmente mal. Así pues, se habla de enfermedad, a propósito de la piedra, de manera impropia. Sea cual sea nuestra opinión a este respecto, es seguro que el mal no se constituye en cuestión más que a partir del momento en que afecta a una conciencia, es decir, en que se hace sufrimiento, dolor o tristeza. Se ha llegado incluso a de cir que ha sido el mal el que ha despertado el pensamiento del hombre. Poco importa mediante qué experiencia se abre a la cuestión del mal la conciencia humana, el hecho es que el hombre, a lo largo de toda su historia, ha tratado de dilucidar este enigma. El mal como ausencia Entre todas las preguntas que cabe hacerse a propósito del mal, nosotros abordaremos dos, una sobre la naturaleza del mal, y la otra sobre sus diferentes aspectos. Hay que clarificar estas preguntas si se quiere evitar mezclarlo todo. ¿Qué es el mal? Esta primera pregunta que nos debemos hacer a propósito del mal concierne a su naturaleza. ¿Es el mal una realidad al lado del bien, consistente como el bien, excepto por tener asignado para nosotros un signo negativo? Sin entretenemos en las distintas respuestas que pueden urdirse para responder esta pregunta - que los hombres no han dejado nunca de hacer-, podemos ir al resultado más seguro, que los cristianos comparten con los filósofos. Desde Platón y, en el entorno cristiano, desde san Agustín, el mal se define no como «ser», sino como «no-ser» o ausencia de ser o déficit de ser. De entrada, esta respuesta sorprende, porque ¿hay algo más positivo que el mal? El mal es muy real, porque me hace sufrir. Es importante entender bien esta definición. Al decir que el mal es no-ser, no se quiere decir que es anodino o que no es nada, sino que no tiene una realidad autónoma. Lejos de ser una cualidad positiva como el color o la temperatura, es una carencia, y sólo es posible comprenderlo en relación con el ser y el bien. Quedémonos, pues, con que el mal es una carencia de ser, una ausencia de bien. Esta definición no cae por su propio peso. San Agustín, atormentado en su juventud por esta cuestión del mal, necesitó treinta años para admitirla. Más tarde recordará a un
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amigo no creyente, que acusa a «la naturaleza de estar mal hecha», su propia perplejidad: «Planteas justamente el problema que más me inquietaba cuando era joven y que, de puro cansancio, me precipitó en la herejía»'. Su herejía consistió en pensar, con la secta de los maniqueos, que el mal es una «sustancia funesta» al lado del bien. Leyendo a los filósofos paganos, en particular platónicos, descubrirá su error y comprenderá que el mal, sea cual sea, no tiene ser propio, sino que vive como parásito. Es la ausencia de un bien en un ser que es bueno en sí mismo y donde ese ser debería subsistir. Agustín se da así el medio para comprender que, sin estar implicado en el mal, porque el mal «no es», Dios es el creador de todo cuanto «es», incluido el ser que se ha pervertido. Para comprender esta definición - que es capital en lo que sigue-, hay que partir de la actividad creadora de Dios. Cada vez que se manifiesta, Dios realiza un gesto positivo de creación, es decir, hace don de ser. Comparado con este gesto de Dios, el mal es, a la inversa, un gesto de de-creación. Mientras la dinámica de la creación va de la nada al ser, la dinámica de la de-creación va del ser a la nada. Lesiona al ser, lo disminuye, lo degrada, lo corrompe, etcétera. Lo que la palabra creadora de Dios ha sacado de la nada hacia el ser, la de-creación lo vuelve a sumir en una negación del ser. Y este gesto de decreación, sea cual sea su causa, es tanto más perverso cuanto que no puede realizarse más que a partir de ese fondo de ser dado por Dios. Tres máscaras del mal Al evitar considerar el mal como un ser, nos damos al mismo tiempo el medio de pensar en su origen. Pero antes de atender a esto, es necesario introducir algunas distinciones, cuya utilidad se verá más adelante, a fin de precisar los aspectos del mal o, mejor, sus máscaras. Si el mal, aparezca bajo el aspecto que aparezca, debe ser entendido como un déficit de ser, este déficit puede afectar, ya sea a la libertad humana, ya sea al ser físico, ya sea a la realidad de nuestro mundo. Esta constatación ha llevado a los filósofos, siguiendo a Leibniz, a introducir una distinción que ya es clásica, y a la que ya hemos recurrido, entre tres máscaras del mal: el mal moral (o voluntad maligna), el mal físico (o sufrimiento) y el mal metafísico (o finitud). •Primera máscara, el mal moral. En lenguaje cristiano, hablamos de pecado. Si bien en muchos casos el mal parece venir de no se sabe dónde y caer sobre nosotros sin previo aviso, perdiéndose su origen en el anonimato, en otros casos, por el contrario, sentimos que tiene su raíz en el hombre, en su libertad, y puede, por tanto, ser imputado a alguien concreto. Sin duda, la libertad no es nunca absoluta. San Pablo traduce con sutileza esta experiencia de un mal que «yo» hago, aun cuando «yo» no 37
quiero hacerlo: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7,19). Donde no existe libertad, el mal es producto de una especie de fatalidad. Pero cada vez que la libertad está presente, podemos hablar de mal moral. El mal es aquí ausencia de un bien que «debería ser» y que sería efectivamente si la libertad no hubiera quedado por debajo del deber. El mal moral verifica la definición de mal como ausencia, tal como nosotros la hemos aceptado, en ese sentido en que es resultado de un fallo de la libertad. Entendemos por libertad la capacidad de comenzar algo nuevo. El mal es un rechazo de la libertad de introducir un bien en el mundo cuando, de hecho, se tiene poder para hacerlo. Puede tomarse como definición de bien la que propone Simo ne Weil: «Es bien lo que da más realidad a los seres y a las cosas; mal lo que se la quita». Esta definición corresponde en primer lugar al mal moral. En el caso del mal moral, el mal, sin embargo, no hay que identificarlo con la libertad misma, porque la libertad es buena, pero es una deficiencia de una libertad que, en lugar de mantenerse a la altura del bien que conoce y que se siente llamada a realizar, lo elude o actúa en sentido contrario. •Segunda máscara: el mal fsico o, en lenguaje ordinario, el sufrimiento. Según san Agustín, todos los demás aspectos del mal se asemejan a éste, que es la defección de la libertad de Adán, que provocó el sufrimiento y la muerte. De hecho, la experiencia nos lo enseña, el mal físico, que lastima nuestra naturaleza de hombres y mujeres, suele estar ligado a la libertad. Una buena parte del mal físico deriva, pues, del mal moral, como acabamos de decir: Nerón, Calígula y Hitler engendraron más sufrimiento que un temblor de tierra, por prudentes que queramos ser al juzgar la responsabilidad personal de cada uno de ellos. Sin embargo, el mal físico no puede siempre vincularse casi de inmediato a la libertad. Tiene también otras causas. Sin prejuzgar sobre su autor último, hay que atenerse a los hechos. El mal físico está ligado a la condición corporal del ser humano. Es ante todo debido a su contingencia por lo que el ser humano está condenado al sufrimiento y expuesto a la muerte. Su ser corporal y psíquico padece degradación debido a una especie de fatalidad o de mecanismo ciego cuyo responsable buscaríamos en vano. Con el mal físico somos a menudo testigos de una especie de obra sin autor. La única observación que es legítimo hacer es que el mal físico verifica una vez más la definición del mal como carencia: el sufrimiento es siempre un déficit de ser, físico o psíquico. Pero, doloroso o indoloro, este défi cit de ser nos fuerza a hacer la pregunta de Job: ¿quién me desea este mal?
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•Tercera máscara: el mal metafísico. Este término subraya la imperfección de la existencia y, en sentido más general, la finitud del mundo en que vivimos. El término es bastante inadecuado, porque, a diferencia del mal moral o incluso del mal físico, la finitud es un límite, una carencia de ser, pero de la que no es muy legítimo decir que se trata de un mal. Que un ser no sea perfecto significa que no ocupa la cúspide de la escala de los seres. No puede verse en ello un mal. En todos los casos, si bien la finitud es un «mal», no está necesariamente ligada al sufrimiento sino por el deseo que engendra de un plus de ser, revelando así un anhelo de plenitud y perfección inscrito en el corazón de la existencia. La imperfección, en el caso de la naturaleza humana fuente de inquietud, es signo de que el ser imperfecto que somos no puede saciarse con menos de lo absoluto. En tanto sufrimiento, la imperfección está al menos emparentada con el mal. En las páginas siguientes tendremos que recurrir a estas tres máscaras del mal: el pecado, el sufrimiento y la finitud. El enigma del mal se plantea sobre todo a propósito del sufrimiento. Nosotros, efectivamente, podemos comprender el mal moral, aunque su perversión alcance a veces un grado tal de horror que supera la inteligencia. ¿Quién podrá llegar a comprender la fría determinación de un hombre de exterminar al pueblo judío? Del mismo modo, podemos, en cierta medida, acomodarnos al mal metafísico. Después de todo, ¿no es la finitud la condición misma de todo cuanto existe? Los antiguos veían en todo deseo de transgredir la finitud una expresión de orgullo que apelaba al castigo de los dioses. El más indignante es el mal físico, como hemos visto en el caso de Job. El mal físico representa el verdadero escándalo. ¿Por qué el sufrimiento? Respecto de este mal sin lógica, que no establece diferencia alguna entre el culpable y el inocente, el proceso a Dios se hace inevitable. 2. Teorías sobre el origen del mal ¿Es posible ir más lejos e identificar, más allá de esta clasificación de las diferentes máscaras, al autor del mal? Ya se trate del paro, de un fracaso amoroso, de la guerra, del sufrimiento o de otros males, la pregunta sobre el origen de estos males es inevitable. Si, en opinión de algunos, es posible arriesgarse a encontrar un culpable; en opinión de otros, parece imposible remontarse hasta el responsable último. No se trata aquí de dilucidar la responsabilidad en una situación concreta, sino de hacer la pregunta más general: ¿de dónde viene el mal? Ante esta pregunta - escribía Camus-, «yo me siento un poco como ese Agustín antes del cristianismo que decía: "Yo buscaba de dónde viene el mal y no lograba sacar nada en claro"»2. Sin embargo, no faltan las teorías que pretenden que saquemos algo en claro. Vamos 39
a mencionarlas brevemente, en su forma antigua y reciente. Aunque no carecen de callejones sin salida, no dejan de tener interés en la medida en que revelan una cuestión permanente que nadie puede olvidar, porque está ligada a la existencia misma. No nos dedicaremos a hacer un inventario exhaustivo de las respuestas, porque la historia está jalonada por esta búsqueda extenuante de justificaciones del mal. Más que emprender este trabajo de titanes, parece preferible establecer una tipología de algunas posiciones po sibles e ilustrar cada una de ellas mediante las doctrinas o las religiones que las han defendido. Estas posiciones son tres, representadas por el esquema siguiente:
El proceso a Dios La primera de estas posiciones intenta situar el origen del mal en Dios. Es la posición de Nietzsche, que la atribuye a los griegos. Al constatar que la desgracia es siempre un «ya aquí», anterior a cualquier iniciativa humana, los griegos imaginaron una solución consistente en decir que el mal forma parte de la existencia en cuanto tal y que no hay que buscar otro responsable que el autor de toda existencia, Dios. Por eso Homero pensaba que la desdicha del hombre fue tramada por los dioses, mientras que «ellos, por supuesto, no conocen más que la despreocupación». Este proceso a Dios no ha hecho más que envenenarse hasta nuestros días. Dostoievski lo llevó a su paroxismo al desafiar a Dios a justificar el sufrimiento de los inocentes. Ivan Karamazov exclama ante ese Dios injusto: «¿No puedo ser devorado sin exigir de mí que bendiga a Aquel que me devora?». Una solución de recambio consiste en imaginarse al lado del Dios bueno, otro dios, su igual pero cuya naturaleza es por completo pura maldad. En tiempos de san Agustín, ésta era la solución de los maniqueos, que pensaban que el mal no puede venir más que del mal. Impresionados por el exceso de mal que reina en el mundo, se imaginaban que provenía de un dios malvado, tenebroso, «coeterno de Dios», pero rival suyo. Estos dos 40
poderes, uno bueno y otro malo, cuyos imperios lindan uno con otro, tuvieron, en un tiempo inmemorial, que entregarse a la batalla, pero ninguno de sus protagonistas ha logrado una victoria decisiva. La creación porta las huellas de ese combate, porque es una mezcla de bien y de mal. El cuerpo humano tiene por origen a ese ser tenebroso, y por eso es malo; el espíritu, en cambio, es bueno porque es una parcela de luz que viene del Dios bueno. Esta perspectiva tiene una ventaja innegable: al atribuir la enfermedad, la muerte y cualquier otro acontecimiento desdichado sin causa identificable a una potencia sobrehumana, logra orientar el resentimiento hacia el exterior. Ésta es la ventaja que el neopaganismo reconoce a esta teoría y de la que el cristianismo nos ha privado al acusar, por el contrario, al hombre. Negando la responsabilidad divina en las enfermedades y las catástrofes, el cristianismo ha engendrado la mala conciencia. Al poner en escena al «sacerdote ascético», Nietzsche le presta este discurso culpabilizador: «"Yo sufro: alguien debe de ser culpable", así piensa toda oveja enferma. Pero su pastor, el sacerdote ascético, le dice: "Tienes razón, oveja mía, alguien debe de ser culpable, pero tú eres ese alguien, tú misma y sólo tú eres culpable; tú misma y sólo tú eres culpable de ti"» (La genealogía de la moral, III, § 15). La teoría de un culpable que no sea el hombre, aunque tienda menos a identificarle con un dios, no deja de seducir a nuestros contemporáneos, porque les permite, como a los maniqueos, llegar a varias consecuencias positivas. Para empezar, sirve para explicar la apariencia de positividad del mal, porque éste emana de un agresor oculto. Además, desculpabiliza al hombre, porque el mal que se produce en él responde a fuerzas que le superan y de las que él mismo es víctima, des viando así el resentimiento de la autodestrucción. Pero estas ventajas, que son de orden metafísico y psicológico, ¿son defendibles? Cambiar la dirección del resentimiento, desviándolo de uno mismo y orientándolo hacia una causa externa puede ser también una actitud de mala fe, puede equivaler a negarse a ver el mal allí donde está, en cada uno de nosotros. Nietzsche quiere desculpabilizar al hombre, pero al precio de una mentira. El proceso al hombre Si el origen del mal no se encuentra fuera del hombre, en algo ajeno a él, ¿dónde buscarlo? En la libertad humana, responde Agustín. Parece imposible escapar a esta solución. Si no se quiere acusar a Dios, el único acusado que queda es el hombre. Si no proviene del Dios de la Alianza, que ha hecho una creación que es buena, ni de un dios malvado, porque la afirmación de un segundo Dios es contradictoria con la idea misma 41
de Dios, el mal tiene su origen en algún otro sitio: en el hombre. Lo que encadena al hombre no son unos «grilletes extraños», sino los grilletes de su propia voluntad. Al proceso a Dios le sucede en la actualidad el proceso al hombre. «He buscado qué es el pecado, y he encontrado no una sustancia, sino, apartada de la sustancia suprema, de ti, oh Dios, la perversidad de una voluntad que se orienta hacia las cosas inferiores, rechaza sus bienes interiores, y se crece en su exterior» - escribe Agustín3. El mal procede, pues, de la responsabilidad humana: éste es el gran descubrimiento de Agustín. Esta solución presenta, sin embargo, una dificultad. ¿Cómo pensar que todo mal del mundo sea imputable al hombre? Si bien es posible explicar el mal moral a partir de la libertad humana, ¿hay que acusarla también del mal físico? Algo en el mundo está ya degradado, como atestiguan, a ojos del autor bíblico, los dolores de parto (Gn 3,16), el trabajo penoso (Gn 3,17), la violencia que reina en las relaciones humanas (Gn 6,1) y la muerte (Gn 3,19). Para el autor bíblico, todos estos males aparecieron en un segundo tiempo, no en el tiempo de Dios, sino en el de los hombres. No es, pues, Dios el responsable de ellos. ¿Se puede, con algún fundamento, acusar de ellos al hombre? Consciente del exceso de mal en el mundo, Agustín vio que hay una dificultad a la hora de cargarlo únicamente sobre los hombros del hombre. Corrige, pues, su teoría introduciendo la idea de pecado original. La humanidad actual está afectada por una preculpabilidad, causa de todas sus desdichas, de la que es responsable Adán. Si cada individuo no puede ser responsabilizado del mal, es en la humanidad donde Agustín busca el culpable. El concepto de «pecado original», imputable a Adán y cuyos perversos efectos se han extendido a la humanidad entera, es la hipótesis adecuada que permite justificar el exceso de mal sin culpar de él a Dios. Dicho de otro modo, el mal físico debe ser entendido como consecuencia de ese mal moral lejano, imputable al primer hombre. Si el sufrimiento afecta indistintamente a todos los hombres, no los afecta injustamente, en la medida en que todos están incluidos en el pecado de Adán. Además de su dificultad para explicar el mal físico, esta solución presenta un inconveniente importante: no logra exculpar por completo a Dios, porque la libertad es obra suya y, por tanto, Dios no está dispensado del pecado que ella comete. Como ha observado Pierre Bayle, «si Dios ha previsto el pecado de Adán y no ha tomado las medidas debidas para evitarlo, le falta buena voluntad con respecto al hombre [...]. Si ha hecho todo lo posible por impedir la caída del hombre y no ha podido lograrlo, no es todopoderoso, como suponíamos»4. El dilema está claro: o Dios no es bueno, o no es todopoderoso. En cualquier caso, está comprometido en el mal. 42
El proceso a la finitud Igualmente sensible al exceso de mal, la tercera perspectiva vincula el mal a la finitud del mundo. Esta posición desplaza el interrogante hacia el mundo, o la naturaleza humana, para constatar que el mal está ya en actividad en él antes de cualquier iniciativa humana. La teoría precedente, que está en la línea de los amigos de Job, hace al hombre (o a la humanidad) responsable de todas las desgracias. Pero - como observa Kant - «no existe para nosotros razón comprensible respecto de dónde habría podido en principio venir el mal moral». La única solución que queda, pues, abierta lógicamente consiste en considerar que el mal está ligado a la finitud misma del mundo. Esta teoría de un mal estructural no es nueva y podemos darle dos formulaciones, una antigua y otra moderna. •Para los antiguos (para muchos de ellos, al menos), el mal es fatalidad y un destino inevitable. Sin negar la existencia del mal moral y sensible a este mal ya entonces, Platón sostenía que «no es posible, sin embargo, ni la abolición del mal, porque es forzoso que haya siempre alguna cosa que vaya contra el bien, ni que tenga su asiento entre los dioses; pero se mueve necesariamente alrededor de la muerte natural, así como del mundo de aquí abajo» (Teeteto, 176 a). No distamos mucho de esta opinión cuando decimos: «Es inevitable», o: «No hay nada que hacer», o: «Estaba escrito». El mal moral proviene en última instancia del mal metafísico. •Al decir esto somos igualmente hijos de los modernos, para los cuales el mal está ligado a las estructuras de un mundo finito o a las deficiencias de una sociedad mal hecha. Como ha subrayado entre otros Hegel y, más próximo a nosotros, Peter Sloterdijks, «ya hay en la naturaleza criminales, imbéciles, pendencieros, egoístas y rebeldes; exactamente igual que hay árboles, vacas, reyes y estrellas». El mal está ligado al devenir incluso de la naturaleza, que tiene inevitablemente fallos. El advenimiento de la libertad se paga al precio de algunas desgracias. En el Siglo de la Luces, más que a la naturaleza, se le vincula a la sociedad. Los defectos que padece el ser humano provienen, según Rousseau, de una deformación de la que la gran culpable es la sociedad. El mal moral y el mal físico son consecuencias inevitables de un mundo finito o deformado. Esta teoría que atribuye el mal a la exterioridad natural o social podría ilustrarse con otros nombres, por ejemplo, Marx o Teilhard de Chardin. ¿Es más satisfactoria que las precedentes? La parte de verdad que puede encontrarse en ella es precisamente la que quería poner de manifiesto Agustín con la idea de pecado original, que nosotros traducimos hoy con términos como «estructuras de pecado» o «pecado institucional» o «pecado del mundo». Pero diciendo esto se apunta a un problema sin indicar la solución. 43
Invocar la necesidad o la fatalidad no hace más que ocultar la ignorancia. Por otra parte, al igual que en las teorías que atribuían la responsabilidad a Dios o a un ser malvado, se corre el riesgo de diluir la responsabilidad en el anonimato y justificar el no hacer nada. Al considerar el mal una fatalidad, natural o social, no se está muy lejos de justificar la indiferencia. Si esta teoría debe ser rechazada, es ante todo porque infravalora la responsabilidad humana. ¿Qué habría que retener de estas teorías? La primera, que atribuye el mal a Dios, y la última, que lo sitúa en el mundo, se responden, salvo que una reconoce al mal una eficiencia ontológica, mientras que la otra, más avisada, ve en él una simple deficiencia en el orden del mundo. Las dos ponen el acento en el mal metafísico e incluso moral. Sólo la segunda teoría, a pesar de sus limitaciones, considera realmente al hombre en su libertad y su responsabilidad, puesto que ve en el mal una deficiencia de la libertad humana. Bernanos acertaba plenamente al decir: «Dios ha hecho libre su creación, he aquí el escándalo de los escándalos, porque todos los demás escándalos proceden de él», comenzando por el escándalo del mal. Si la responsabilidad de la libertad está ligada al mal, es comprensible que se le pueda exigir que luche contra él. 3. La sabiduría cristiana Intentemos llegar hasta el fondo de esta lógica viendo la acogida que las respuestas precedentes han recibido en el cristianismo. El cristianismo privilegia la línea de la libertad: el mal viene del hombre. «Mira que nací culpable, pecador me concibió mi madre» (Salmo 51,7). El hombre bíblico se sitúa de inmediato como pecador ante Dios. Pero cuando se trata de nombrar al autor del pecado, la Escritura es más matizada que las teorías de las que acabamos de hablar. De hecho, no explica realmente el origen del mal. Los teólogos, como Agustín, han elaborado sus teorías posteriormente. La experiencia que tiene el hombre bíblico es a la vez la del mal moral, del que se reconoce culpable, y la del mal físico, que sufre. El relato de Adán y Eva quiere explicar uno y otro. Dios es inocente del mal Pero ¿cómo interpretar este relato? Al designar a Adán, es decir a la humanidad, como responsable de su desgracia, el autor bíblico tiene una intención concreta: dejar fuera de sospecha al Dios creador. Además de que, con este relato, muestra que el mal es tan antiguo como la humanidad - aunque no esté ligado a ella por necesidad, sino que procede de la libre elección de todo hombre-, da la réplica a las teorías que, en los medios paganos, hacían a Dios responsable del mal. El relato de la creación, que precede 44
al de la caída, tiene como objetivo producir un efecto de contraste. La bondad está del lado de la creación original, mientras que la perversidad está del lado del hombre. La perversidad es secundaria y no entra en el mundo hasta la trasgresión de la ley. El relato de la creación quiere impedir que se piense que el mal pueda provenir de Dios, y el relato de la caída designa claramente al hombre como único responsable de las desgracias que sufre. No puede, pues, decirse que Dios sea el «autor» de la desgracia. El desdoblamiento que opera el relato bíblico entre el origen del bien atribuido a Dios y el origen del mal que se encuentra en el mundo a pesar de Dios tiene como función exculpar a Dios. Estos dos orígenes distintos, el del bien y el del mal, no son cronológicamente coincidentes. El bien es anterior al mal. Al introducir a Adán, el autor bíblico designa, ciertamente, un «origen radical del mal», pero «distinto del origen, más originario, del ser-bueno de las cosas». Dicho de otro modo, el hombre no es el «comienzo del mal sino en el seno de una creación que tiene ya su comienzo absoluto en el acto creador de Dios». Es, pues, el hombre quien es responsable del mal, aunque él mismo sea una criatura colmada de bien. Una humanidad pecadora Pero veamos más detenidamente el relato de Adán y Eva. Si queremos comprender su alcance exacto, no hay que proyectar sobre él inmediatamente la idea de pecado original, idea tardía, debida a san Agustínb. Tal como se presenta en la Biblia, el relato no pretende en absoluto echar la culpa exclusivamente a Adán de todos los males que sufre la humanidad. Si olvidamos un instante la equivalencia establecida por san Agustín entre el pecado de Adán y el pecado sin más, el relato de Adán y Eva revela un sentido totalmente distinto. No tiene por función tanto designar un culpable cuanto describir la condición humana a través del mito de los orígenes. La función del mito consiste en traducir a términos de historia una dimensión ontológica de la existencia. A este respecto se imponen tres observaciones: •Adán representación de la humanidad pecadora. Para comprender lo que el autor bíblico quería decir', hay que fijarse en el entrecruzamiento de este relato con otra historia que le ha servido de modelo: el incesto entre dos hijos de David, Amnón y Tamar (2 S 13). Testigo del escándalo que tuvo lugar en la corte real, el autor bíblico se sirve de este episodio para construir la historia de Adán y Eva. Proyectando este pecado de incesto sobre el origen de la humanidad, sugiere que el mal que tuvo lugar en la familia real no debería sorprendernos. Se establece así una cadena: a partir del episodio de Amnón y Tamar, el autor se remonta a los orígenes de la humanidad, donde encuen tra ya al hombre pecador y, de esta manera, designa la condición 45
existencial del hombre como una condición pecadora. Adán no es designado como responsable de una culpabilidad universal, sino como prototipo de una humanidad pecadora en cada uno de sus miembros. •Adán antítesis de Cristo. Hay un segundo parámetro que hay que tener en cuenta: la interrelación entre Adán y Cristo. Ausente del Evangelio, Adán reaparece con san Pablo en la Carta a los Romanos. Adán es aquel por el cual «entró el pecado en el mundo» (Rm 5,12-19). Al decir esto, Pablo no pretende culpar a Adán de un «pecado original», sino que se sirve de él como antítesis de Cristo. Del mismo modo que Adán inaugura la historia del pecado, Cristo inaugura la historia de la salvación. Estas dos historias no son simétricas, porque Cristo integra, redimiéndola, la historia del pecado. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». Adán está, por tanto, presente para revalorizar a Cristo. La insistencia en su pecado, es decir, en el pecado de los hombres, debe hacer resaltar la necesidad de la justificación mediante Cristo. Adán permite a Pablo, por contraste, hacer que resalte mejor la salvación final ofrecida a todos por Dios. •Adán culpable del pecado original. Al atribuir el origen del pecado a un «antepasado de la humanidad cuya condición es análoga a la nuestra»8, las dos interpretaciones precedentes no encausan a un individuo, sino que describen la condición de todo hombre. Al introducir la idea de pecado original, san Agustín hace de Adán una figura autónoma. Inaugura una nueva interpretación en la que a Adán se le carga personalmente con la responsabilidad del pecado y las desgracias de toda la humanidad. En adelante, toda la humanidad hereda su pecado y las consecuencias de éste: la desgracia y la muerte. Agustín se proporciona así el medio de explicar los males que afectan indistintamente a la humanidad, tanto a los inocentes como a los culpables. Pero se percibe un riesgo. Cargar a Adán con esta responsabilidad abrumadora del pecado original y de sus consecuencias, supone infravalorar una vez más la verdadera responsabilidad del hombre, la experiencia viva y personal que cada cual tiene del pecado. Otro riesgo sería dar una imagen monstruosa de Dios. «¿Por qué permite Dios la muerte de los inocentes?», pregunta Batolomeo Spina, Maestro del Sacro Palacio. Y responde en 1523, como buen discípulo de san Agustín: «Lo hace justamente. Porque si no mueren a causa de los pecados que han cometido, mueren siempre culpables del pecado original» 9. El pecado original permite así exculpar a Dios. Pero al hacer a Adán culpable de todos los males, adopta la postura no sólo de evadir su propia responsabilidad, sino de introducir en Dios la peor de las injusticias, porque el inocente paga por el culpable. Para realizar un análisis correcto, hay que tomar como 46
punto de partida el pecado personal, del que uno es responsable, y a partir de ahí, reconocer el exceso de mal por el que uno mismo se siente desbordado. Así es cómo Pablo llegó a constatar en sus miembros una ley intrusa, lo que le hacía decir: «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Rm 7,15). El mal inexplicable ya presente En el pecado hay un aspecto inexplicable que el pecado original intenta explicar, pero de tal modo que ese pecado mismo se convierte en un escándalo peor que el que intenta evitar. Esta misma ideología que exculpa a Dios acusa al hombre, escribe Ricecur. De hecho, no le acusa más que parcialmente. Aquí nos resulta necesario indicar una tercera intención del relato del Génesis. El autor bíblico, por una parte exculpa a Dios, lo que constituye su intención más clara, y por otra parte acusa al hombre, segunda intención que es consecuencia de la primera. Pero el relato deja aparecer una tercera intención, la de explicar el exceso de mal, del que es difícil hacer responsable a Adán. Esta tercera intención se manifiesta en la introducción en el relato de personajes cuya presencia no siempre se subraya, pero sí su significado: la serpiente, el diablo... «Es notable, en efecto - escribe Ricceur-, que el mito adámico no logre concentrar y resumir el origen del mal en la imagen singular de un hombre primordial; habla también del adversario, de la Serpiente, que se convertirá en el diablo; habla también de otro personaje, Eva, que representa el enfrentamiento con ese Otro, Serpiente o Diablo; así el mito adámico suscita una o varias contraposiciones a la figura central del Hombre primordial...». Al introducir en el entorno del hombre esas otras figuras míticas, marcadas de antemano por el mal (el otro, la serpiente, el diablo), sugiere discretamente la existencia de un mal que precede a toda iniciativa humana y que reduce la responsabilidad del hombre. El relato bíblico parece ser consciente del exceso de mal, de un mal ya presente, que elude toda designación de un culpable. Al conservar al lado de Adán a esas contraposiciones, supervivencias de mitos arcaicos, no reduce el mal a una fata lidad, sino que le da status de accidente en el cual la responsabilidad del hombre es compartida. El mal se presenta como un irracional que parece haber encontrado desprevenido tanto a Dios como al hombre. «¿Que aprendemos así de entrada? - pregunta Gesché-. Que el problema del mal, en este nivel primero y radical, no es de culpabilidad (salvo la de la serpiente), ni siquiera, por el momento, de responsabilidad, sino que es un accidente. El mal, cabría decir, no es propio ni de Dios ni del hombre, sino del Demonio-serpienteenigma. El mal no se plantea ni se percibe en términos de responsabilidad, sino de 47
accidente y desgracia. Viene aquí a la memoria la asombrosa frase de Sartre: "El hombre es un ser al que le ha ocurrido algo"»`. Si bien el hombre y la mujer no son exonerados de toda responsabilidad en la propagación del mal - se han dejado seducir-, hay una representación del mal que es exterior a ellos. De manera que el relato de Adán induce a pensar que el hombre es a la vez víctima y responsable del mal que ocurre. Que sea víctima - lo que tiende a subrayar la presencia de la serpiente, es decir, de una anterioridad del mal con respecto a la libertad - no le exime de su responsabilidad. El relato es, ciertamente, capaz de «suscitar una especulación sobre el poder de defección de la libertad». Pero su función primordial no es proporcionar una interpretación teórica del mal, sino, ante todo, suscitar una aguda conciencia del pecado e incitar al hombre al arrepentimiento, «no sólo de sus acciones, sino de la raíz de sus acciones: no me atrevo a decir de su ser... Al menos este arrepentimiento penetra hasta el "corazón" del hombre, hasta su "intención"...» (Ricceur). Con esta intención penitencial, el relato quiere contribuir no a culpabilizar al hombre, sino a situarlo de verdad ante Dios, es decir, a abrirle a la Palabra de Dios que renueva el ser en la misma dinámica en que lo acusa. La sospecha de Nietzsche sobre el resentimiento no tiene fundamento alguno en la Escritura. Las teorías que hemos expuesto han intentado, cada una a su manera, dilucidar el enigma del mal. ¿De dónde viene el mal? ¿De Dios, del hombre o del mundo? Dios es inocente, pero ¿puede hablarse de una «inocencia absoluta»? Él es en parte responsable del advenimiento del mal, aunque no sea más que porque lo permite. ¿Puede imputarse al hombre todo el mal que se produce en el mundo? Si bien el hombre es en parte responsable del mal que se produce, hay un exceso de mal que parece ligado a la estructura misma del mundo, sin que pueda decirse, sin embargo, que el mundo es «malo», so pena de acusar de ello a Dios. Como a fin de cuentas nos lo ha revelado la sabiduría bíblica, ninguna de estas explicaciones puede, por sí sola, esclarecer el origen del mal. Si bien el origen del mal, en sus excesos, se nos escapa, ¿es posible decir para qué sirve? Las teorías de las que hablamos tratan de responder esta pregunta. Para el filósofo, el mal estaría «destinado a realzar el brillo del bien y destacarlo»; para el médico, es una señal de alarma que nos advierte de un desarreglo en el organismo; para el cristiano, posee un valor redentor; para el científico, es la contrapartida del éxito de la evolución, un «subproducto inevitable»; para el demógrafo, es el «fertilizante del futuro», la condición de la renovación de las generaciones, etcétera. Como dijo Hegel a propósito de Napoleón: «Una figura tan grande aplasta necesariamente muchas flores inocentes, arruina muchas flores a su paso». 48
Sea cual sea la respuesta, todas estas teorías tratan de convertir lo negativo en positivo, y han encontrado refugio en el cristianismo. Volveremos sobre ello más adelante. Estas teorías dan testimonio de una irresistible necesidad de encontrar un sentido al mal, y este sentido se encuentra en un bien futuro que terminará por triunfar. Cuando se sabe ver para qué sirve, el mal ya no es tan absurdo. El futuro radiante consuela de un presente demasiado gravoso. Pero si bien estas teorías ponen de manifiesto la invencible necesidad de saber qué hay en el corazón del hombre, en último término son decepcionantes, porque nunca hablan más que del mal en general. Pero «el sufrimiento sólo existe al por menor». Si se quiere hablar correctamente del mal, hay que centrar la atención en el tema singular: la víctima del mal. Y aquí es donde las teorías fracasan, y su fracaso es doble. Fracasan, por una parte, en el orden de su competencia, es decir, en la explicación, porque, en el mundo, el mal es de una amplitud tal que ninguna teoría podrá nunca explicarlo. Lejos de ser un relato explicativo, el mito de la caída de Adán es a este respecto un rodeo para inducirnos a hacernos conscientes de la extensión del mal. Si el mal es tan amplio que se aloja en la raíz del ser - no como consecuencia de un defecto de fabricación, sino de una deficiencia de la libertad-, entonces nadie puede enorgullecerse de su buena conciencia. Dostoievski decía: «Todos somos culpables de todo y de todos (y yo más que nadie)». Yo no puedo en ningún momento pretender que no tengo ninguna responsabilidad y desolidarizarme de la humanidad pecadora. La segunda razón de su fracaso tiene que ver con su alejamiento de la experiencia concreta. En este sentido, las teorías pueden incluso resultar odiosas, como hemos constatado en el caso de Job, cuando sus amigos no tienen más que ofrecerle que sus discursos. Lo que yo quiero saber no es «de dónde viene el mal», sino por qué el mal, que hasta ahora estaba tan lejos, me ha escogido a mí como víctima. La pregunta es exis tencial: ¿por qué este mal me afecta a mí? El mal singular no se acomoda ni siquiera con una explicación singular. Puede no tener explicación, ser injustificable, pero requiere siempre una presencia singular. El único que habría podido proporcionar una explicación adecuada del mal es Cristo, y no lo hizo. Al contrario, rechazó todas las explicaciones al uso, pero en ningún momento se eximió de vivir en solidaridad con quienes eran víctimas del mal.
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«Si no hubiera tenido ese cuerpo..., si hubiera sido espíritu puro..., si, en fin, no hubiera sido un alma carnal..., si no hubiera sufrido esa muerte carnal, todo se derrumbaría, hijo mío, todo se derrumbaría, porque no sería el hombre pleno... Jesús; el judío Jesús». CHARLES PÉGUY HOSTIGADO por Job, Dios no ha revelado el secreto del sufrimiento. Los filósofos y los teólogos han podido descartar algunas objeciones, pero no han penetrado en el misterio del mal. Las teodiceas, tanto anteriores como posteriores al cristianismo, proceden con un mismo objetivo: justificar a Dios mostrando que en el mal que se produce, Dios no tiene ninguna responsabilidad. Acabamos de ver sus limitaciones. ¿Cabe esperar obtener de Jesús palabras más explícitas? Ha llegado el momento de hacer la pregunta. Digámoslo sin más dilación: Jesús no ha construido ningún sistema, ni ha propuesto ninguna justificación, ni ha indicado ninguna finalidad. Frente al mal, se comporta de manera totalmente distinta de las teodiceas. Su manera de afrontar el desafío consiste en vivir la misma condición que los hombres, sin trampa ni cartón. Aunque no elaborara una teoría sobre el mal, Jesús no permaneció mudo. El enigma del mal se ve esclarecido de manera inédita por su propia vida. Es importante, pues, verle vivir y morir. En el corazón de esa existencia, donde el mal parece tener siempre ventaja, Jesús multiplica no las palabras, sino los gestos. Está presente como adversario allí donde el mal hace estragos; lo afronta en su terreno y, sobre todo, siembra siempre esperanza, sin grandes palabras, sin prodigar consuelos fáciles, sino viviendo la misma condición humana hasta el extremo. «Aun siendo Hijo, por los padecimientos aprendió la obediencia» (Hb 5,8). Esta obediencia activa sacaba su fuerza de la confianza, no en el hombre, siempre vencido a fin de cuentas, sino en Dios, que no abandona a su servidor. Lo que nos dice sobre el mal a través de su vida puede ser reagrupado en torno a tres temas. Para empezar, enfrentándose con la enseñanza tradicional, Jesús muestra su inconsistencia. Dicha enseñanza creía conocer el porqué del mal, pero ninguna de las explicaciones que proporciona es pertinente. Jesús deja las teorías en su esterilidad.
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Segundo tema: al enfrentarse al mal concreto, Jesús no permanece inactivo. Entabla una lucha sin cuartel y, cuando es preciso, sabe indicar quiénes son los culpables. Finalmente, tercer tema: aunque no enuncia una nueva teoría sobre el mal, Jesús no deja de inaugurar una nueva manera de considerarlo. Mirándole a él, anonadado en la cruz, es como el cristiano ve revelarse un horizonte nuevo. 1. El mal sin teoría El mal es un hecho. Está en el mundo y, en uno u otro momento, ataca a toda existencia humana. Jesús lo encuentra a su paso; pero, a diferencia de los escribas, expertos en teorías, no cede a la tentación de la explicación. Llega incluso a rechazar todas las explicaciones que eran moneda corriente en el mundo judío de su época. Explicar el mal tranquiliza. Cuando se conoce al culpable, la lógica ciega del mal queda neutralizada. No se está lejos de controlarlo. Basta con denunciar la causa para desarraigarlo. Ahora bien, si hay algo cierto, que Job no dejó de gritar, es que hay un mal cuyo responsable se nos escapa. Es al mal cuya causa es anónima, sin rostro, al que hay que saber mirar a la cara. Y a éste es al que Jesús se enfrenta. «¿Quién pecó para que sea ciego?» El episodio más significativo de la actitud de Jesús con respecto a las teorías sobre el mal es indudablemente la curación del ciego de nacimiento (Juan 9,lss). Ahí convergen todas las explicaciones tradicionales que circulan entre los judíos. Y vemos a Jesús desestimarlas una tras otra. Se sospecha un pecado ignorado en el ciego, o inscrito en sus cromosomas y heredado de sus padres. Estas explicaciones carecen de fundamento. Es conveniente releer atentamente esta página del Evangelio, porque, además de trastocar las certezas de los judíos, puede que también choque de frente con algunos prejuicios aún actuales. ¿Cuál era la explicación del mal más corriente en tiempos de Jesús? No se recurría a una explicación médica, sino teológica: se sospechaba la existencia de un pecado disimulado. El razonamiento estaba construido sobre poco más o menos así: «No existe ningún mal que no sea resultado de una falta. Si el ciego se ve afectado por la ceguera, es porque alguien ha pecado, él o sus padres. Es imposible que sea inocente». Esta convicción de que existe un vínculo entre la desgracia y el pecado, que fue ya cuestionada por Job, sigue presente. A pesar de todos los desmentidos, se continúa viendo un lazo directo entre la felicidad y la justicia, y entre la desgracia y la impie dad. Allí donde reina la felicidad, debe de haber justicia; allí donde sobreviene la desgracia, debe de haber impiedad. 52
Esta ley parece inexorable'. Es evidente que los discípulos esperaban que su maestro la confirmase. Aunque el dogma de la retribución mecánica directa haya quedado ya tocado, permanece como trasfondo del episodio del ciego de nacimiento. Todo el diálogo gira en torno a esa ley, rechazada por Jesús sin ambigüedades: «"Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". Respondió Jesús: "Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios"» (Jn 9,2). La respuesta de Jesús zanja radicalmente un debate milenario. Es una respuesta que vale su peso en oro: «Ni él pecó ni sus padres». De haber sido él, habría tenido que pecar antes de nacer, y esto nos lleva a las especulaciones sobre el pecado original. De haber pecado sus padres, el ciego es una víctima inocente, lo que nos hace culpar al propio Dios, por haber hecho que el niño pague por una falta cometida por otros. La primera de estas explicaciones hace sospechar una perversión de la creación, porque el mal golpea a un inocente, y acusa indirectamente a Dios, culpable al menos de imprevisión. La segunda, al sospechar una falta en los padres, es peor, porque ofrece la imagen de un Dios sádico, que se venga en el hijo de una falta cometida por los padres. Jesús rechaza estas explicaciones, que están en contradicción con la idea de Dios tal como él lo conoce por propia experiencia. «Para que se manifiesten las obras de Dios» Pero el rechazo por parte de Jesús de la explicación tradicional va acompañado de unas palabras más positivas sobre «las obras de Dios» que deben manifestarse. Esta alusión a las obras de Dios puede resultar sorprendente, porque, de hecho, desplaza la cuestión. La desgracia del ciego nos dice algo de Dios. Jesús responde a sus discípulos: «No os metáis en el inextricable laberinto de las causas iniciales de esa desgracia, sino considerad lo que va a producirse. Este hombre está ciego para que se manifiesten en él las obras de Dios». Por lo tanto, merced al gesto de sanación que se va a realizar en él, el ciego va a manifestar las obras de Dios. En otras palabras, Dios va a manifestar en él su verdadero rostro, no el de un vengador, sino el de un salvador. ¿Qué significa este término las «obras»?2 Ha habido mucha especulación sobre este plural. En la curación del ciego de nacimiento se manifiestan múltiples obras que el texto enumera: la curación misma (9,6), el juicio de Jesús sobre el mundo (9,39), el paso de las tinieblas a la luz, simbolizado por el ciego que ve, es decir, el paso del rechazo a la confesión de fe. Todas estas obras de Dios se manifiestan «en él», en la transformación de este ciego que pasa, no sólo de la enfermedad a la sanación, sino cuya existencia 53
entera se abre a la gracia. Así, las obras de Dios son, efectivamente, múltiples. En el plano visible está la curación, pero también en el plano invisible está la transformación del corazón. Este entrecruzamiento de planos es la manera de proceder habitual de san Juan. El desplazamiento que opera la respuesta de Jesús merece detenerse en él. La pregunta inicial de los discípulos era: ¿de dónde viene este mal? Sus prejuicios a este respecto son puestos de manifiesto. Jesús denuncia el «sadismo teológico» que grava esos prejuicios y cuyo razonamiento se descompone así: 1) Dios es el todopoderoso que gobierna el mundo y ordena todo mal a un fin; 2) Dios no actúa sin razón, sino que lo hace todo con toda justicia; 3) Todo mal es un castigo por un pecado3. Jesús invita, por el contrario, a abandonar ese tipo de pregunta, puramente especulativa, que culpabiliza al hombre y es un pretexto para dispensarse de un verdadero compromiso. Orientando su respuesta hacia las «obras de Dios», Jesús da a entender que Dios, a través de ese mal que está ya ahí, puede realizar algo en favor del hombre. Aun cuando no entre en nuestra lógica humana, por más teológica que sea, Dios no está menos implicado en el mal. Lo está no a título de autor, sino de actor en lucha contra él, Jesús indica el propósito de esa desgracia del ciego de nacimiento: revelar dónde se sitúa Dios. A diferencia de las finalidades abstractas, a las que hacíamos alusión, la finalidad que Jesús asigna a la desgracia es práctica. Ante el ciego de nacimiento no designa ningún culpable ni incita a ninguna expiación, sino que pone en acción su poder sanador, revelando así el poder de Dios sobre el mala. «Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» Para Jesús, la desgracia no es pretexto para obtener una explicación, sino que suscita un gesto de curación. El Dios al que él ha revelado así no es ni el Dios vengador que quiebra el brazo del impío (Sal 37,17), ni el Dios remunerador que hace habitar en la dicha a quien practica el bien (Sal 25,17), sino el Dios de misericordia dedicado por completo a la labor de liberación. Es un Dios que se niega a hacer llover de inmediato fuego sobre los que se resisten a él (Le 9,54), pero que tampoco se apresura más a recompensar a quienes hacen su voluntad. Sin embargo, aunque elude cualquier explicación, Jesús tampoco asigna una finalidad a la desgracia. Aparte de revelar las obras de Dios, como hemos visto a propósito del ciego de nacimiento, la desdicha es para el hombre una provocación a la conversión. Dos episodios son ocasión de que Jesús lo recuerde: «En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: 54
"¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo"» (Le 13,1-5). Estos dos episodios no implican el mismo tipo de responsabilidad. En la masacre de los galileos, el responsable es conocido. Se trata de Pilato, cuya expeditiva justicia no se para en mientes: masacra a un grupo entero de galileos al azar, sin más justificación que su «carné de identidad», sin tratar de establecer su culpabilidad personal. En la caída de una torre en Siloé se trata de una catástrofe natural o de un defecto de construcción, sin que sea posible designar al culpable. En el primer caso, Jesús habría podido encolerizarse contra ese «zorro» que no vacila en hacer morir a inocentes (Le 13,32). Pero saca una conclusión distinta. En el segundo caso, habría podido, como nosotros tenemos costumbre de hacer, denunciar la falta de seguridad, la carencia de poderes públicos, etcétera. Pero su conclusión es diferente. De cada uno de estos episodios, Jesús saca la misma conclusión. Da a entender la urgencia de la conversión. Una desgracia, sea cual sea el responsable, es siempre una señal de alarma. Jesús nos advierte que nuestra vida es sumamente frágil. Pende de un hilo y está a cada instante expuesta al sufrimiento y la muerte. Dada esta precariedad de la existencia, el realismo exige pensar en la conversión. No perdáis vuestro tiempo emitiendo juicios, dice Jesús, tanto más cuanto que esos juicios no tienen posibilidades de llegar a ningún sitio. Sino ¡convertíos! Considerad lo que viene: el juicio de Dios. Ante la desgracia, Jesús no entra en el oscuro juego de intentar determinar las culpabilidades, sino que invita a interpretarla como signo que anuncia el futuro de Dios. Ahora es preciso disipar una ambigüedad. La respuesta de Jesús podría malinterpretarse si se entendiera en el sentido de una amenaza: la desgracia debe hacernos temer que Dios puede hacer irrupción en el peor momento. Aún más: la desgracia es querida por Dios como un castigo. Pero no es así como hay que entender los textos. El Dios de Jesucristo no quiere la muerte del pecador, no se precipita sobre él con la intención de perderle. Lo que hace, por el contrario, es retardar el castigo, como el agricultor de la parábola que da a la higuera estéril la oportunidad de dar fruto varios años (Lc 13,6). La desgracia no es una trampa que tiende Dios, sino que, sin que nos sea posible comprender el porqué, es una invitación a no retrasar la conversión. Para el 55
hombre, del que Dios no quiere la muerte, sino la salvación, la desgracia puede ser una ocasión favorable para orientarse hacia ese Dios fuera del cual no existe salvación. 2. Enfrentarse al mal con las manos desnudas Jesús enseñaba, y todo el mundo se daba cuenta de que era una «enseñanza nueva» (Mc 1,27) que se apartaba del camino trillado de la enseñanza tradicional. Esta novedad debía concernir, entre otras cosas, a las teorías sobre el mal, las cuales, lejos de aliviar el sufrimiento, solían sumar al mal físico, como la enfermedad del ciego de nacimiento, el peso del sufrimiento moral y, en último término, la desesperanza. Y es contra este encerramiento en la desgracia contra el que lucha Jesús. Cada vez que está frente al mal, en lugar de disertar sobre él, lo afronta como su enemigo personal. Su actividad de predicador se conjuga permanentemente con la de sanador. Al comienzo de su evangelio, Marcos subraya que esta actividad de sanación se dirigía a la vez al mal físico y al mal espiritual (Mc 1,32-34). ¿Cómo se entendía esta actividad? Más exactamente aún, ¿qué quería esta actividad dar a entender? Podemos subrayar cinco facetas: «¿Y esos milagros hechos por sus manos? (Mc 6,2) Las curaciones, como los milagros en general, revelan en primer lugar el poder de Jesús sobre el mal, del que la enfermedad y, más aún, la posesión diabólica son sus manifestaciones más temibles. La enfermedad (Mt 8,14), los espíritus (Mt 8,16), los elementos desencadenados (Mt 8,23), los demonios (Mt 8,28; 9,32) e incluso la muerte: ningún poder hostil es ajeno a la acción de Jesús, que se ejerce a la vez sobre los espíritus (exorcismos) y sobre los cuerpos (sanaciones), que están, por otra parte, estrechamente ligados. La epilepsia es a ojos de los rabinos una posesión diabólica. No se trata de un diagnóstico médico, sino de una creencia común que ve a Satanás detrás de cualquier enfermedad como su causa personi ficada. Jesús afronta el mal en todas sus manifestaciones. Y todas las potencias hostiles le ceden el paso. Resumiendo su actividad, los Hechos dicen: «Pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Un poder así desencadena el entusiasmo de las multitudes: «¿De dónde le viene esto? [...] ¿Y esos milagros hechos por sus manos?» (Mc 6,2). Jesús no ignora la ambigüedad que tal entusiasmo oculta. En lugar de ver en la curación un signo que remite más allá, la multitud se queda en la ventaja material inmediata. Por eso, si bien, a través de los milagros sanadores se manifiesta el poder de salvación en acción en el mundo, este poder no abre automáticamente al reconocimiento de Aquel que es la salvación. Es necesaria la fe. 56
«Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios» (Lc 1,78) El milagro, gesto de poder, es sobre todo un gesto de bondad. «Siento compasión de la gente...». Cuando se observan de cerca los motivos que deciden a Jesús a intervenir en favor de un enfermo, es siempre en respuesta a una súplica: «¡Ten piedad de mí, [...] Mi hija está malamente endemoniada». (Mt 15,21). Ante esta súplica, Jesús se deja enternecer. Y responde con un gesto de compasión, en el sentido etimológico de la palabra, es decir, con una participación efectiva en el sufrimiento del otro. «Compadecido, extendió su mano y le tocó...» (Mc 1,41). Cuando pierde a su amigo Lázaro, vemos cómo «se conmovió interiormente» (Jn 11,32). Más que el poder, limitado en el tiempo y en el espacio, el gesto de curación de Jesús hace que la bondad de Dios se derrame sobre todos cuantos han sido golpeados por la desgracia. Las curaciones son otros tantos signos de que Dios no ha olvidado a su pueblo, sino que continúa «visitándole» (Lc 7,16). Quien está atento a la manera de actuar de Jesús con respecto a cuantos están encadenados por el mal, descubre la compasión de Dios por el hombre. Así es cómo los discípulos entendieron su existencia. En él «se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres» (Tt 3,4). «El conocimiento de la salvación mediante el perdón de sus pecados» (Lc 1,77) El poder y la bondad de Dios se extienden más allá del cuerpo. El mal que afecta al cuerpo es siempre señal de un mal más profundo que se aloja en la raíz del ser y paraliza la libertad. Es ese mal invisible el que Jesús ataca violentamente. La sanación del cuerpo es signo de un poder que llega hasta la raíz del ser. Jesús tiene el poder de operar la curación del origen mismo de todas las desgracias, el pecado. El mal más temible para él no es el que mata el cuerpo, sino el pecado, que afecta a la relación con Dios y mata el alma. La apariencia puede resultar engañosa. Aunque el cuerpo esté sano, el alma puede estar herida de muerte. Y a la inversa, Jesús exorciza el temor de «los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,28). Cuando manifiesta su poder de sanar los cuerpos, no disocia esta curación de la de las almas, negándose a decir que existe una relación causaefecto entre el pecado y la enfermedad, el mal interior y el mal exterior. La sanación de los cuerpos es únicamente el signo que atestigua su autoridad para sanar las almas. Esta sanación en profundidad exige un poder mucho mayor; esta sanación anuncia el reino de la gracia y hace entrar en el conocimiento, no ya de la salud, sino de la salvación. 57
«¿Qué es más fácil, decir: "Tus pecados te son perdonados", o decir: "Levántate y anda"? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados - dice entonces al paralítico-: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"» (Mt 9,4-6). «Ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Lc 11,20) Las curaciones, concretamente, inauguran el triunfo del Reino de Dios sobre el reino de Satanás. Son signo de que el Reino de Dios está ya aquí: «Les hablaba del Reino de Dios y curaba a los que tenían necesidad de ser curados» (Lc 9,11). Relacionando la predicación con el gesto de curación, el evangelista sugiere que el Reino no es sólo anunciado con palabras, sino inaugurado con actos. Las profecías están en vías de realización: los ciegos recuperan la vista, los cojos caminan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan y es anunciada la buena nueva (Lc 7,21). Los milagros son signo de la irrupción del Reino. En cada uno de ellos, la utopía del Reino comienza a realizarse. Con la caída de los demonios, «ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Lc 11,20). Jesús hace triunfar el poder de salvación sobre todos los poderes adversos: enfermedad, muerte, Satanás. Es verdad que la victoria aún no se ha consumado, porque «el último enemigo en ser destruido será la Muerte» (1 Co 15,26). El retorno de Lázaro es sólo un signo más de esta victoria futura. Pero todos estos gestos de Jesús manifiestan que la oposición entre Dios y el mal es irreductible, y que Dios se implica siempre en favor de un mundo liberado del mal. En él, el Reino está ya aquí. «El que persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt 24,13) El «ya aquí» anuncia un «aún no». Cristo no es sólo de condición humana, aunque haya vivido ésta hasta el extremo. Las sanaciones, que son el Reino en el presente, prefiguran el Reino futuro, la nueva creación «liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Esas sanaciones representan victorias provisionales sobre el dolor, la enfermedad y la muerte, de los que la nueva criatura, restaurada en Cristo, será liberada para siempre. Es a partir de ese «aún no» como hay que comprender los milagros cósmicos. Ya se trate de calmar la tempestad (Mc 4,35), de la multiplicación de los panes (Mc 6,30) o del caminar sobre las aguas (Mc 6,45), esos milagros anuncian un mundo futuro donde todos los poderes de muerte serán vencidos. No sólo nuestro «pobre cuerpo» será transfigurado y conformado «a imagen de su cuerpo glorioso» (Flp 3,21), sino que toda la creación, que «gime hasta el presente y sufre dolores de parto» (Rm 8,22), conocerá
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ese destino glorioso. Ésta es la salvación prometida al «que persevere hasta el fin» (Mt 24,13). Estas palabras ponen de relieve que Jesús afrontó el mal bajo todas sus formas, ya fuera visible u oculto, físico o espiritual, sin aceptar jamás el más mínimo compromiso con él. Si se muestra refractario a un debate sobre la causa del mal, no es sólo porque el discurso humano no podrá nunca igualar el pensamiento de Dios, sino, sobre todo, porque el debate teórico corre el riesgo de apartar de la urgencia con la que hay que actuar. Lo importante ante todo no es explicar el mundo, sino cambiarlo. Este cambio Jesús lo inaugura con su actividad de taumaturgo y exorcista. No ha detenido el mal; lo ha dominado cuando lo encontraba en su camino, sabedor de que la victoria final no llegará hasta el fin de los tiempos. Con respecto al mal que subsiste en el mundo, podrá sin duda objetarse que Jesús no ha logrado más que victorias efímeras y que no se ha ganado nada. Su actividad se ha limitado a algunas curaciones, pero el mundo no se ha liberado del mal. No es fácil responder a esta objeción, que nos invita a no equivocarnos en lo que respecta al sentido de esta actividad. Jesús no elaboró una estrategia de lucha con vistas a instaurar el mejor de los mundos posibles. No cambió el curso de la na turaleza ni el de la historia. No vivió más condición que la condición humana. Pero asumió la lucha contra el mal, de acuerdo con sus medios, no sustituyendo mágicamente la condición humana por otra condición que pudiera estar, desde el presente, a salvo del mal. Si el mal tiene solución, esa solución depende a la vez del combate del hombre y de Dios, cuyos milagros permiten presagiar la victoria. 3. «Se ha pagado el precio de vuestro rescate» (1 Co 6,20) Acabamos de presentar a Cristo en su fuerza victoriosa. Pero el sentido de su existencia sólo aparece plenamente si le descubrimos también en su debilidad. No ha puesto únicamente su fuerza a nuestro servicio, viviendo por encima de los sufrimientos humanos; ha vivido en el sufrimiento, «asumiendo semejanza humana» y «haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,6ss). En tanto no la veamos a partir de sus sufrimientos y su pasión, su vida permanecerá sellada para nosotros. Se ha dicho que los evangelios no son más que «relatos de la pasión con una amplia introducción» (K hler). Más aún que en su actividad, es en su pasión donde se revela su manera de situarse ante el mal y de liberarse de él. «Si no hubiera sufrido esa muerte carnal, todo el cristianismo se vendría abajo, porque no sería un hombre pleno» (Péguy). «Asumiendo semejanza humana» (Flp 2,7) 59
Antes de considerar lo que la muerte de Cristo significa «para nosotros», es preciso ver cómo vivió Cristo, no a distancia, sino echando una mano al hombre en su lucha contra las fuerzas del mal. No se ahorró ni los sufrimientos ni la muerte. «Ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15). Dicho de otro modo, no se sustrajo ni al mal físico ni al mal metafísico, ligados a nuestra condición, lo único que no conoció, dado que es competencia de la libertad humana, fue el mal moral. Y el hecho de sufrir el mal, sin causarlo, fue lo que le hizo capaz de «compadecerse de nuestras flaquezas» (ibidem). De que sufrió el mal poseemos numerosos testimonios. Conoció el sufrimiento en su vida ordinaria. Supo lo que es el hambre (Mt 4,2; Lc 4,2) y la sed (Jn 4,7; 19,28). Conoció la privación, no teniendo nada propio, ni siquiera «donde reposar la cabeza» (Mt 8,20). Y por encima del sufrimiento físico, soportó el sufrimiento moral. Cuando perdió a su amigo Lázaro, se turbó: «Mirad cómo le quería» (Jn 11,36). Experimentó tristeza ante la incomprensión de sus enemigos, y sobre todo sufrió la traición de sus amigos: «Todos los discípulos le abandonaron y huyeron» (Mt 26,56). Al acercarse su muerte, cuya inminencia presentía, se sintió angustiado: «Mi alma está triste hasta el punto de morir» (Mt 26,38). Su vida estuvo jalonada por los sufrimientos que conoce toda vida humana. Y conoció otro sufrimiento más temible: el silencio de Dios. Aunque vivió en una relación de total confianza en el Padre, en el momento de afrontar la prueba suprema, experimentó su total abandono: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Este grito en la cruz manifiesta una soledad infinita. Ante la muerte, Cristo no obtiene una asistencia particular. Cabe entender que sus amigos estén ausentes; pero que Dios le deje abandonado en ese momento de la prueba suprema turba hasta al propio Cristo. El mal, problema del hombre, se convierte aquí en una pregunta sobre Dios. ¿Qué Dios es ése que permanece ajeno a la agonía de aquel que no ha dejado de serle fiel? Más aún, se convierte en una pregunta de mayor calado: ¿qué Dios es éste que no sólo se calla, sino de quien depende este sufrimiento? El grito de abandono de Cristo en la cruz obliga a la teología a «pensar en Dios hasta el fondos. ¿Cuál es el sentido de este grito? Significa, por supuesto, que Jesús vivió su muerte en la noche oscura, al igual que todos los hombres. ¿Hay que llegar hasta decir que en la cruz hubo una verdadera «fractura» entre el Hijo y el Padre? «La cruz de Cristo separa a Dios de Dios, hasta la enemistad y la diferencia completa», dice J. Moltmann añadiendo a continuación: «La resurrección del Hijo abandonado por Dios une a Dios a Dios en la comunión más íntima»6. Esta lectura se preocupa por acentuar la similitud entre la muerte de Cristo y la experiencia moderna de la muerte, puesto que 60
entiende el abandono como una «separación» total. No carece de dificultades, porque no es únicamente la resurrección lo que pone de manifiesto la íntima unión entre el Padre y el Hijo, sino ya su muerte en el más profundo abandono. Si el abandono del Crucificado exige una «revolución de la idea de Dios»', este abandono no puede ser comprendido aislado del grito de confianza filial que se recoge en Lucas: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Si se interpreta el primer grito de Cristo como una pérdida de confianza, se traiciona el significado de este segundo grito, donde se expresa su ser filial, a pesar del silencio de Dios. Si la muerte de Cristo es una «fractura» entre él y el Padre, esta fractura no llega a hacer vacilar la confianza del Hijo en el Padre, ni siquiera en el momento en que el silencio de Dios se hace más tenebroso. La revolución que su muerte introduce en la idea de Dios no debe interpretarse como ausencia de Dios en la muerte. Al contrario, nos obliga a reemplazar la idea de un Dios poderoso por la idea de un Dios sufriente que, al padecer la mordedura de la muerte, conserva una confianza intacta en el Padre. De este modo se nos dice algo esencial, no sólo sobre Dios, sino sobre la muerte misma. Al compartir la condición humana hasta la muerte y vivirla en el abandono de Dios, Cristo se aparta definitivamente de la idea de que puede haber una «muerte buena», como pensaba Sócrates. La muerte es mala, tanto para el hombre como para Dios, porque representa el triunfo supremo del mal. Cristo no elimina este escándalo. Su resurrección no es el final feliz de un cuento de hadas. No suprime la muerte, sino que indica el desenlace de la misma. Al asumir plenamente la muerte, Cristo ha merecido que el Padre le resucite de entre los muertos. «A éste [hombre al que vosotros matasteis], Dios le resucitó librándole de los lazos del Hades, pues no era posible que lo retuviera bajo su dominio» (Hch 2,23-24). Éste es el sentido en que se pueden retomar las palabras de Agustín: «Habiendo sido matado por la muerte, dio muerte a la muerte» (Morte occisus, mortem occidit). «Gustó la muerte para bien de todos» (Hb 2,9) ¿En qué sentido el destino de Jesús, muerto y resucitado, concierne al destino de todo hombre? Su muerte fue enseguida interpretada como una muerte «por nosotros», «por nuestros pecados», «por nuestra salvación», expresiones que ponen de relieve el vínculo entre su destino y el nuestro. Lo que ahora se trata de entender es no sólo la similitud de su existencia con la nuestra, sino, inversamente, la similitud de nuestro destino con el suyo. Lo que él vivió repercute en nuestra condición humana. Este efecto de su muerte sobre nuestra muerte lo expuso san Pablo: «Él ha pagado el precio de nuestro rescate» (1 Co 6,20). El lazo entre su destino y el nuestro lo subraya con especial vigor cuando 61
escribe: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. [...] El último enemigo en ser destruido será la Muerte. Porque ha sometido todas las cosas bajo sus pies» (1 Co 15,3027). Si bien nuestro destino está así integrado en el de Cristo, nos queda aún por comprender cómo ha realizado Cristo objetivamente esta integración. Nos encontramos aquí ante una novedad para la cual la teología no ha encontrado aún un lenguaje adecuado. A decir verdad, la manera de llevar a cabo esta integración no podrá nunca expresarse adecuadamente. B. Sesboüé ha mostrado que todos los lenguajes que sirven para expresar este misterio son metafóricos8. La metáfora tiene un poder de evocación, pero evita la ilusión de tener un control del misterio. Si se la radicaliza, se deforma el misterio en lugar de evocarlo, y se corre el riesgo de bloquear el pensamiento en lugar de introducirlo en él existencialmente. De ahí los límites de todo esfuerzo de pensamiento cuando se trata de comprender cómo la muerte de Cristo es «por nosotros». Aquí veremos tres de estas metáforas, en relación directa con las imágenes del mal'. •La primera es la teología de la recapitulación. Ligada al nombre de Ireneo de Lión, la teología de la recapitulación puede resumirse en la fórmula siguiente: «Empujado por su inmenso amor por nosotros, el Verbo de Dios, Jesucristo, nuestro Señor, se hace lo que nosotros somos para que nosotros lleguemos a ser lo que él es». Bueno a pesar de la falta de Adán, el hombre vive en un estado de inacabamiento. Ireneo pone el acento no tanto en el pecado cuanto en la idea de una humanidad inacabada que, «engañada por Satanás, pecó por inadvertencia, no por malicia», y que Cristo toma de la mano para ayudarla a madurar su libertad y conducirla a su madurez espiritual. Cristo viene a recapitular esta humanidad inacabada y a darle su plena semejanza con Dios. El pensamiento de Ireneo se resume en un famoso pasaje: «La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios»10 La teología de la recapitulación, cuyo rasgo esencial es el optimismo, reduce al mínimo la distancia entre la humanidad y Dios. Al insistir en el carácter inacabado de la creación, privilegia en cierta manera el mal metaf sico, aun cuando, propiamente hablando, el término «mal» sea particularmente impropio en este caso, porque se trata de una simple imperfección provisional. Cristo, el segundo Adán, hombre «perfecto», completa al hombre original, el primer Adán. El mal metafísico, 62
transgredido por Cristo, lo será también, gracias a él, por la humanidad. El reverso de este optimismo es sin duda una menor atención al mal físico, el sufrimiento, y al mal moral, cuya perversión corre el riesgo de infravalorar. Esta teología de la recapitulación contiene una formidable reserva de esperanza. «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31-39). •Una segunda manera de decir que Cristo murió «por nosotros» apela a la satisfacción. Asociada al nombre de san Anselmo, esta teología ha conocido su éxito sobre todo a partir de la Edad Media y hasta nuestros días. Dicha teo logía reposa sobre una concepción mucho más dramática de la existencia humana y de la salvación. El pecado aparece aquí en el centro del dispositivo. Como consecuencia del pecado original, el hombre está en una situación desesperada, porque la ofensa que ha infligido a la majestad de Dios es tal que le resulta imposible dar una satisfacción a la altura de la ofensa. Sólo Cristo, hombre-Dios, está en condiciones de reparar la ofensa a la majestad divina, porque nadie «puede» darla sino Dios, y nadie «debe» darla sino el hombre. Esta teología está naturalmente elaborada a partir de la concepción feudal del honor. La teología de la satisfacción, centrada por completo en la ofensa, acentúa al máximo la distancia entre el hombre pecador y el Dios justo. Del mismo modo que la recapitulación acentuaba de manera prioritaria el mal metafísico, la teología de la satisfacción sitúa todo el peso del razonamiento en el mal moral. Dramatiza la situación humana insistiendo en el «precio» del rescate. Se fija sobre todo en el aspecto oneroso de la muerte de Cristo: «Aun siendo Hijo, por los padecimientos aprendió la obediencia» (Hb 5,8). Sin embargo, si bien esta teoría tiene apoyos en la Escritura, tiene el inconveniente, si es mal entendida, de inscribir la relación entre el hombre y Dios exclusivamente en el registro jurídico: el hombre «debe» pagar su deuda. Es una «teología contable», decía M.Roques, aunque no sea éste el sentido que tiene en Anselmo. Aplasta al hombre bajo el pecado y, en lugar de liberarlo de él, le sume en un proceso de culpabilización. Además, al pensar en la salvación casi exclusivamente en términos jurídicos, desfigura al Dios de la misericordia. •Una tercera teología, más reciente, prefiere poner el acento en la liberación. La salvación se entiende entonces como un éxodo de la esclavitud a la tierra prometida. La emergencia de este tema en América Latina, y también en Occidente, se debe a la toma de conciencia de la dimensión colectiva del mal. La alienación que sufre la humanidad no es sólo interior. Si bien el pecado está en el corazón del hombre, está ante todo en las estructuras. La liberación aportada por Cristo concierne, pues, igualmente a la dimensión sociopolítica. Apoyándose en la manera en que Cristo fue 63
llevado a la muerte, como víctima del sistema sociopolítico, la teología de la liberación piensa que, si su muerte es liberadora, es con relación a ese sistema y con relación a todo sistema sociopolítico opresivo. Su resurrección testimonia que Dios toma partido por los oprimidos de la historia. En el fundamento de la teología de la liberación no hay una opción política, como se ha dicho a veces, sino una interpretación teológica: la opción de Dios por los pobres. Esta teología es sensible ante todo al mal fsico, a todos los sufrimientos y a todas las opresiones de las que ha sido víctima Cristo y son hoy víctimas los pobres. «Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes» (Lc 1,52). Esta teología, esencialmente complementaria de las precedentes, insiste, como la teología de la satisfacción, en el pecado. Si bien corre a veces el riesgo de olvidar la dimensión del pecado personal, posee el mérito de apuntar a su dimensión colectiva y de indicar claramente cuáles son los verdaderos beneficiarios de la salvación. Además, evita hacer de la salvación una obra mágica en la medida en que ve en la práctica de Cristo la exigencia para el cristiano de tener él mismo una práctica de liberación (Mt 25,35). Al término de este capítulo tenemos que mencionar ante todo el desplazamiento que ha operado la conducta de Cristo. Ha deslegitimado a los teóricos del mal, porque Dios no adopta nunca la actitud de acusador, aun cuando el pecado nos acu sa. Si interviene es para salvarnos. Éste es el rostro que revela Cristo, y lo revela mediante su acción: «Pasó haciendo el bien» (Hch 10,38), y más aún, mediante su pasión, donde la mas completa inocencia se ve aplastada por el mal más injusto. El Dios de los amigos de Job recibe en Cristo el desmentido más radical. El Dios que revela Cristo no es un mago que se dedica a castigar la injusticia y recompensar la virtud. El rostro que ofrece en Cristo es un rostro desfigurado, de víctima, no de vengador. La salvación de Dios «para nosotros» puede expresarse de varias maneras. Pero siempre se encuentra asociada al nombre de Jesús en los evangelios. «Ha sido por el nombre de Jesucristo [...], a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros [...]. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,10.12). Este texto es claro. Sitúa el mal del lado del hombre, y la salvación del lado de Dios. Quien la realiza concretamente es Cristo. Decir que la salvación viene de Dios es poner el acento en su gratuidad: nadie puede sustraerse al mal por sí mismo. La salvación, que es ofrecida a todos, requiere consentimiento, y consentir, en este caso, es entrar en la práctica de Cristo.
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Lo que significa la muerte de Cristo «por nosotros» ninguna teología podrá nunca explicitarlo enteramente. Los intentos que hemos señalado no captan más que un aspecto. Si los ponemos juntos, podemos decir esto: la muerte de Cristo ataca al mal en todos los frentes, tanto al mal metafísico como al moral y físico. No rechazó ningún combate. Vivió el último combate en el abandono por parte de Dios. La manera en que Dios se revela en su muerte resucitándole significa que el mal, por terrible que sea, no vencerá en adelante a la esperanza. Porque Cristo ha introducido la esperanza en el corazón mismo de la aniquilación. Aun cuando «la creación fue some tida a la caducidad [...], conserva la esperanza» (Rm 8,20). Esto es lo que una teología integral de la cruz debería lograr expresar. ¿Cómo nos ayuda a vivir esta muerte? «Cristo ayuda [...] en virtud de su debilidad, de su pasión», decía Bonhoeffer. Pero ayuda en la fe, porque esta muerte, como toda muerte, sigue siendo ambigua. Únicamente quien no la disocia de la resurrección encuentra en ella un motivo para seguir esperando, porque le revela que en lo más profundo de la angustia humana, cuando están en acción los poderes de muerte, Dios está siempre ahí. Sch fer refiere lo que contaba un antiguo preso de Auschwitz: «Durante un recuento de presos, fueron colgados dos hombres y una mujer. Yo escuché detrás de mí a un detenido preguntar a media voz: "¿Dónde está Dios?", y unos instantes después preguntar de nuevo: "¿Dónde está Dios? ¿Dónde está?". Entonces me vino este pensamiento: está aquí. Está ahí colgado»". La pasión de Cristo no ha puesto fin a la pasión de los hombres, pero ahora saben que, en cada ocasión, es la pasión de Dios la que recomienza.
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«Es Dios verdaderamente quien anima, incluso en el caso de los no creyentes, la búsqueda de todo cuanto alivia y todo cuanto sana [...]. Cuanto más nos opongamos al sufrimiento [...] con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas, tanto más nos adheriremos al corazón y a la acción de Dios». P.TEILHARD DE CHARDIN DESDE que surgió en una existencia humana, el mal ha sido percibido como un agresor. El mal contiene siempre una amenaza de muerte, aunque no mate más que a fuego lento. Ahora bien, toda amenaza, venga de donde venga, suscita en nosotros una reacción defensiva. Nuestras actitudes ante el mal suelen ser improvisadas, porque ante el peligro, las teorías de las que hemos hablado se desvanecen como rocío al sol para dar paso a nuestros reflejos defensivos más elementales. Ante el mal, nos resistimos a su imperio sobre nosotros enfrentándonos a lo más urgente. El sufrimiento es una señal de alarma que nos advierte de la inminencia de un peligro mortal. Tratamos de romper enseguida la cadena que va del sufrimiento a la muerte. Cuando el mal invade nuestra vida, no sólo suscita toda clase de estrategias defensivas, sino que nos obliga a obtener una explicación decisiva del mismo. Debemos analizar más detenidamente algunas de estas actitudes ante el mal. Pero antes de emprender esta tarea, es importante precisar aquí de qué mal hablamos. El mal que se padece - que es esencialmente del que se tratará - comporta varias dimensiones. En primer lugar la dimensión física: el dolor. Los remedios para impedirlo se multiplican. Si bien el dolor no puede ser vencido totalmente, sí puede ser atenuado. Y hay que combatirlo siempre. Más temible es la dimensión espiritual, el sufrimiento, con el aumento de la angustia que conlleva. Aunque el dolor sea eliminado, el sufrimiento, que es su huella psicológica, puede hacerse indeleble. Y tenemos finalmente la dimensión social, el apoyo o el rechazo que el enfermo recibe de su entorno. El sida ha revelado la agudeza de esta situación, porque la muerte social precede a veces a la muerte física. Éstas son todas las dimensiones asociadas que constituyen la «desgracia» en sentido total. Cuando se habla de combatir el mal, no puede dejarse de lado ninguna de estas dimensiones. ¿Cómo organizar el combate contra la desgracia? En la línea de defensa, 67
comenzaremos por el ateísmo. Después de haber utilizado su rebelión contra Dios, el ateísmo preconiza una lucha tanto más encarnizada cuanto que ha renunciado a toda esperanza supraterrena. Comparados con tal heroísmo, que debe siempre reconocer su fracaso, ¿cómo se sitúan los cristianos? Algunas de las actitudes que han preconizado en la actualidad se ve claro que no llevan a ninguna parte y que el ateísmo, con plena justicia, ha denunciado su perversidad. Frente al mal, incluso inevitable, el cristiano no está, sin embargo, condenado a la resignación, que traiciona falta de esperanza, sino que lo combate hasta el final, como Cristo, sin dejarse desarmar y con la convicción de que Dios es más fuerte que el mal. 1. De la rebelión a la resignación. El ateo frente al mal Es el sufrimiento, es decir, la dimensión espiritual del mal, lo que inspira nuestras actitudes más profundas ante éste. La protesta más dura contra el mal viene del sufrimiento más que del dolor. Por eso, en la práctica, no basta con procurar la curación física. Es igualmente urgente estar atento a las heridas del alma, más duraderas y menos accesibles a nuestros remedios. Aunque ateos y creyentes suelen tener las mismas reacciones prácticas ante el sufrimiento, la divergencia aparece cuando se trata de interpretar su sentido. El hombre no puede impedirse interpretar. Y ante el mal, el ateo tiene un cierto número de reacciones cuyo abanico va de la rebelión a la resignación, pasando por la lucha encarnizada. La rebelión contra Dios El mal, como hemos visto, es un cuestionamiento radical de Dios. Nos hace dudar, ya sea de su poder, ya sea de su bondad. Leibniz, a finales del siglo XVII, se dedicó a contestar esta objeción. Su teodicea es un laborioso esfuerzo por «justificar» a Dios contra todas las acusaciones de los filósofos que querrían hacerle responsable del mal. El principio sobre el que se funda su alegato, idéntico al de sus adversarios, es el siguiente: Dios sólo ha podido hacer el mejor de los mundos posibles. «Esta suprema sabiduría, unida a una bondad que no es menos infinita, sólo ha podido elegir lo mejor» (Teodicea, § 8). En ningún momento transige Leibniz en cuanto a este principio. Entre las diferentes opciones que se ofrecen, Dios ha hecho siempre la mejor elección. De ello se deduce que el mundo en que vivimos, a pesar del mal, es mejor que cualquier otro. A ojos de los ateos, este optimismo inasequible al desaliento que Leibniz mantiene contra viento y marea es inde fendible ante el mal que reina en el mundo. De Voltaire, que hace de él un hazmerreír, a Diderot y Camus, que se escandalizan, no ha dejado de ser contestado. Para Camus, el mal que hay en el mundo no puede ser sino causa de 68
rebelión contra Dios. Camus se une al ejército de los rebeldes, que consideran que el mal refuta a Dios en nombre de la moral. «Si el mal es necesario para la creación divina, entonces esa creación es inaceptable. Iván (de Dostoievski) no se remitirá más a ese Dios misterioso, sino a un principio superior que es la justicia. Él inaugura la empresa esencial de la rebelión, que es sustituir el reino de la gracia por el de la justicia...»'. Exit Deus. Aun cuando Dios existiera, el hombre tendría un «deber de increencia», según Marcel Gauchet, porque ese Dios es intolerable. Y aunque Iván Karamazov se resiste aún a negar a Dios, Camus sí da este paso. Que el mal pueda hacer que de él se concluya la inexistencia de Dios no causa asombro. Entre Dios y el mal existe una contradicción que santo Tomás había ya apuntado: «De dos contrarios, si uno es infinito, el otro está totalmente abolido. Ahora bien, cuando se pronuncia la palabra Dios, se entiende un bien infinito. Por lo tanto, si Dios existiera, ya no habría mal. Pero en el mundo se encuentra el mal. Por lo tanto, Dios no existe...» (Suma teológica, 1, q. 2. a. 3). Tomás, anticipándose a Leibniz, se apresura a descartar la objeción diciendo que Dios permite el mal y puede, a partir del mal, obtener un bien. Pero ¿cómo podría un bien futuro justificar el mal presente? Si la rebelión no prueba nada contra Dios, posee al menos el mérito de hacer resaltar la contradicción que existe entre Dios y el mal. El cristiano debe acoger su parte de verdad y debe evitar querer rellenar la brecha demasiado apresuradamente. Una lucha sin cuartel Si, en este proceso, «la causa de Dios», por la que abogaba Leibniz, es indefendible, ¿qué puede decirse? Nada. Pero está todo por hacer, y es en una acción resuelta contra el mal donde el ateo busca una salida. Dedicarse a acusar a Dios es una actitud estéril, porque la energía que se emplea se pierde. Sólo es digna del hombre la lucha sin cuartel contra el mal. Cuando se elimina al Dios perverso, inaccesible, del que se sospecha que «quiere» el mal o, al menos, se desinteresa de él, se libera uno de una obsesión, pero la cuestión no ha quedado resuelta. Si bien el culpable se libra, el mal sigue presente. En adelante es un asunto que debe tratarse entre los hombres. Y la única manera de afrontarlo digna del hombre es cerrarle el paso. Ésta es la opción que preconiza Camus. Ante el mal, puede uno alejarse, puede intentar ponerse fuera de su alcance, puede evadirse mediante los consuelos de la religión; pero ninguna de estas actitudes es lúcida. En La peste, símbolo de un mal que no perdona a nadie, la lucha contra el mal, encarnada por el médico Rieux, se presenta como la única actitud realista. Rieux se contenta con curar. Al final, él mismo será vencido. Sísifo le ha «enseñado la fidelidad superior, que niega a los dioses y alza las 69
rocas [...]. La lucha misma hacia las cumbres basta para colmar el corazón humano». Su lucha no la sostiene ninguna esperanza de un mundo mejor: el mal tendrá la última palabra, pero en lugar de esperar, él adopta la actitud contraria, no la desesperación, sino la voluntad de hacer frente al mal. Su acción no tendrá más fundamento que el hombre y la idea que él tiene de su dignidad. En este aspecto hay una tentación particularmente insidiosa que debe rechazarse. «Escapado de la prisión de Dios», el hombre conserva el gusto de la felicidad y está siempre dispuesto a inventar utopías que reemplacen a la esperanza cris tiana. Nietzsche ya había puesto de relieve esta tentación. «Cuando no se encuentra ya la grandeza en Dios, no se encuentra en ninguna parte; hay que negarla o crearla». Negarla equivale a optar por el suicidio. El nihilista sucumbe a esta tentación. Crearla es una tarea sobrehumana, que no alcanzó el éxito en Nietzsche, pero a la que él invita al hombre del futuro. Entre el suicidio, que él rechaza, y la esperanza cristiana, que ya no es aceptable, se extiende toda la gama de las utopías, políticas o médicas, sin olvidar los paraísos artificiales. El hombre tiene el «principio esperanza» (Ernst Bloch) tan incorporado a su cuerpo que no renuncia a él ni siquiera cuando el mal más implacable le fulmina. Pero ¿de qué valen esas «grandezas» que se crea? Son ilusorias, como la religión. La resignación ante lo inevitable A partir del momento en que debe reconocerse que la existencia no persigue fin alguno, que gira en el vacío y desemboca en el absurdo, la lucha acaba siempre en desastre. «Yo sueño con un minuto dorado al margen del futuro», escribe Cioran. Es forzoso reconocer que si bien el futuro puede a veces conceder esos minutos dorados, jamás los eterniza. El futuro encamina todo hacia la muerte. La única promesa que contiene es la de nuestra propia pérdida. De hecho, aquí hay que considerar dos situaciones que, pese a ser comparables, no son idénticas. La primera concierne a la pérdida de lo que nos es querido y suele constituir nuestra razón de vivir. Cuando sobreviene, hace vacilar nuestra sensación de existir. La segunda concierne a la destrucción de nuestra propia vida, que hace vacilar la existencia misma en la nada. La resignación es entonces el único remedio que nos ofrece el ateísmo. •En el primer caso se realiza lo que Freud llama el «trabajo de duelo» 3. Un duelo severo, como reacción ante la pérdida de una persona amada, comporta un descenso del interés por el mundo exterior y engendra «un estado de ánimo doloroso», que impide hacer otros proyectos o tener otros intereses. El individuo se repliega en su duelo y se encierra en sí mismo. El trabajo de duelo, que desprende poco a poco del objeto perdido, exige tiempo y a veces una energía sobrehumana y debe conducir a 70
retirar el interés de los lazos que lo retenían en la persona amada, a fin de estar libre para otros lazos. Cuando ese trabajo de duelo no se produce, el yo se instala en la melancolía y termina por destruirse. Ya no interesa nada, ni siquiera la propia supervivencia. Cuando, por el contrario, se realiza el trabajo de duelo, el yo se vacía, pero para estar, a fin de cuentas, disponible para situar la energía psíquica en otra actividad u objeto. La resignación ante la pérdida es entonces el camino hacia una nueva vida. •No ocurre igual en el segundo caso, cuando la pérdida amenaza mi propia vida. En este caso, no es posible ninguna reestructuración del deseo para situar la energía psíquica en otra actividad u objeto. Es el deseo mismo el que se viene abajo, y se impone un duelo radical. Mientras un ser está con vida, puede volver a ponerse a esperar. Ante la muerte, salvo que «se atiborre de piedad», dice Freud, o de otros estimulantes que mantengan la ilusión, está situado ante lo inevitable. No se permite escapatoria alguna. Freud no tiene nada más que proponer que la resignación. «En lo que concierne a las grandes necesidades que comporta el destino, el hombre aprenderá a sufrirlas con resig nación. ¿Qué le importa poseer grandes propiedades en la luna, propiedades de las que nadie ha visto los ingresos?»4. Después de haber hecho todo lo posible por «hacer la vida soportable a todos», el hombre mostrará la fortaleza de su ánimo en este rechazo de las ilusiones. De las tres palabras mediante las cuales el ateo caracteriza su actitud ante el mal, sólo una es común con el cristiano: la lucha. Por lo tanto, el encuentro con él puede producirse en el terreno práctico. En cuanto a las otras dos, la rebelión y la resignación, tienen su contrapartida cristiana, pero el contenido es diferente. La rebelión se conjuga con la protesta cristiana, mientras que la resignación se llama abandono. La «rebelión» del cristiano, que hemos encontrado en Job, tiene una tonalidad distinta de la del ateo: no ataca la existencia de Dios, sino que se centra en el «permiso divino al mal». ¿Por qué permites que el mal me golpee? Análogamente, la «resignación» no es desconocida para el cristiano; pero, cuando se llama «abandono», no excluye una actitud filial. Es con Cristo con quien hemos descubierto hasta dónde podía conducir. Si bien el mal puede engendrar hasta la sensación de ausencia de Dios, también puede suscitar, como en Cristo o en Job, «a pesar del mal»s, una fe renovada en Dios. 2. Los «beneficios del mal», o las trampas del masoquismo cristiano ¿Ofrece la fe cristiana otros recursos para afrontar el mal aparte de los que acabamos de mencionar? Aunque no dispone de armas distintas de las del ateo para luchar contra el mal, a diferencia de éste, el cristiano no está encerrado en el mismo «impasse» final. Su 71
primer deber es poner todo en marcha para aliviar el sufrimiento sin regatear sobre el precio. Pero donde aparece la diferencia es en el sentido que se puede dar al sufrimiento. Ni siquiera la muerte le desarma totalmente. Pero si bien le es posible aceptar el sufrimiento y la muerte debido a su fe en Cristo, ¿qué sentido pueden tener a sus ojos? Hay «justificaciones» que hoy resultan inaceptables, que nos parecen irrespetuosas para con Dios y para con el hombre. A continuación veremos tres que tienen cómo trasfondo la teología de la satisfacción ya mencionada. «Dios prueba a los que ama» Una primera manera de hacer aceptable el mal consiste en recibirlo como un gesto de atención benévola por parte de Dios. Esta manera de presentar el mal podría referirse a una lejana reminiscencia bíblica. «No desprecies, hijo mío, la instrucción de Yahvé, que no te enfade su reprensión, porque Yahvé reprende a quien ama, como un padre a su hijo amado» (Pr 3,11-12). La convicción de que el mal se debe a una atención particular de Dios está muy difundida en la conciencia cristiana. Alain cita una reflexión de Amiel con respecto a su asistenta, que decía: «Dios no quiere que seamos felices». «Esta profunda idea, que resume toda la filosofía cristiana [...] - comenta Amiel-, ha descendido a la conciencia de los humildes y pequeños. La desgracia es querida por Dios; por lo tanto, la desgracia es un bien»6. No se trata únicamente de una caricatura. Podría ilustrarse fácilmente. •De manera que, hace cincuenta años, se podían introducir en un libro sobre el mal tres capítulos sobre los «beneficios del mal»'. Al mismo tiempo que se defiende de sostener que el mal mismo pueda representar un «aporte positivo», el autor explica que Dios, al permitirlo, da al alma el medio de alcanzar un «superávit de ser, de bondad, de belleza». Concreta entonces los diferentes beneficios que el mal puede proporcionar. Primeramente, el dolor sirve para advertir, para poner en guardia contra un mal mayor; en segundo lugar, puede convertirse en «reparación», expiación: caso del sufrimiento de Cristo y del sufrimiento del cristiano; y para finalizar, en tercer lugar, el mal no sólo advierte y repara, sino que «perfecciona», proporcionando al alma una «delicadeza» y una «pureza» que, sin esta prueba, nunca habría adquirido. En apoyo de este perfeccionamiento, el autor invoca a Vigny:
•Otro ejemplo. Recientemente, la madre Teresa decía del sufrimiento que es un signo del amor de Dios. A la pregunta: «¿Cómo entiende usted el sufrimiento?», respondía: 72
«Cierto día, dije a una persona que padecía cáncer que era un beso de Jesús. Señal de estar tan cerca de él en la cruz que puede besarte. La persona me miró y me dijo: "¡Dígale a Jesús que deje de besarme!". Si el corazón es puro, el sufrimiento no es una tortura. Acerca a Dios y hace compartir la pasión de Cristo. El enfermo es un elegi do... Es un don de Dios...»8. Aunque la Madre Teresa no tiene la concepción masoquista de Dios de la asistenta de que hablaba Amiel, su Dios se comporta, no obstante, según el principio de san Agustín: «¡Ama y haz lo que quieras!». Si castiga, es señal de un amor que quiere nuestro bien. A pesar de la reacción de rechazo de su enferma, la Madre Teresa no se desvía de esta idea de que el sufrimiento viene de Dios y es querido por nuestro bien. •Aquí hay que estar atento a un recurso frecuente de nuestro idioma que consiste en hacer de Dios el sujeto activo del mal, o simplemente pasivo en la medida en que lo «permite». Algunas afirmaciones de la Escritura pueden inclinar a tales interpretaciones, por ejemplo cuando el autor bíblico hace decir a Dios: «Yo hago la dicha y creo la desgracia» (Is 45,7). Si no se corrige este lenguaje, se hará de Dios el responsable del mal, y algunos lo han hecho, como Melanchón, discípulo de Lutero, que escribe: «Quede, pues, firmemente establecido que Dios lo hace todo, tanto el mal como el bien». Estas afirmaciones, chocantes y, sobre todo, falsas, contradicen explícitamente esta otra afirmación de Santiago: «Ninguno, cuando sea probado, diga: "Es Dios quien me prueba"; porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. Sino que cada uno es probado, arrastrado y seducido por su propia concupiscencia...» (St 1,13). El recurso de nuestro idioma consiste en hacer de Dios el autor directo del mal - sea cual sea la intención que se le preste-, saltándose el eslabón intermedio: el pecado del hombre, la concupiscencia, según el esquema siguiente:
Sin duda la Madre Teresa tiene derecho a hablar como lo hace, porque ha pagado el precio con su persona, y sus palabras pueden también dar lugar a una interpretación correcta si se restituye el eslabón intermedio. Pero hay que evitar también identificar ese eslabón con una culpabilidad personal. Viendo las reacciones que sus palabras suscitaron, hay que reconocer que ese lenguaje causa dificultades. Es verdad que la Madre Teresa no presenta el sufrimiento como un «castigo divino», como sí han hecho otras personas a propósito del sida. El Dios del que ella habla remite al Dios de Jesucristo, cercano a los que sufren, sin estar implicado en su sufrimiento a título de autor. Sin embargo, al no 73
tener cuidado, es decir, al establecer un vínculo demasiado directo entre Dios y el sufrimiento, como ella hace, es inevitable que Dios sea percibido como perverso. Un Dios que produzca el mal o que lo permita con vistas a que nos acerquemos a él es un Dios del que no se puede sino desear que se aleje de nosotros. Si se quiere acabar con el escándalo de un Dios que «se supone que ama el sufrimiento», hay que pensar de otra manera la relación que Dios tiene con él. El sufrimiento que salva el mundo Otro enfoque presente en la teología cristiana consiste en interpretar el mal como un sacrificio expiatorio con valor redentor. Lo que aquí se quiere hacer es encontrarle al mal una finalidad, que no sea absurdo en el plan de Dios, sino que sirva para algo. El cristiano que sufre participa en el misterio de la cruz, aporta su contribución a la redención del mundo. La Madre Teresa decía del enfermo: «Si acepta con alegría su enfermedad, puede salvar al mundo». La carta apostólica de Juan Pablo II titulada precisamente Salvifici doloris (el valor salvífico del sufrimiento) desarrolla este tema remitiendo al apóstol Pablo que escribía: «Completo lo que falta a las tribu laciones de Cristo en mi carne, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia». Y precisa el papa: «[El sufrimiento] es, en efecto, ante todo una llamada. Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: "Sígueme", "Ven", toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo» (Carta apostólica, 4 de marzo de 1984). •Tal manera de hablar es rechazada por varias razones. Según esta concepción, el holocausto del pueblo judío puede interpretarse como ligado a su vocación, lo que incluiría «la vocación de expiar los pecados de la humanidad y contribuir, mediante el sufrimiento, a la redención. Por lo tanto, cuanto más terrible es la suerte del pueblo judío, mayor es su mérito. La Shoa entendida como sacrificio expiatorio...». L.Ashkénazi escribe estas líneas para denunciarlas cómo una perversión, de la que es culpable la teología cristiana y también una cierta teología judía contaminada por el cristianismo. La lógica de estos puntos de vista se explica, según él, de la manera siguiente: mediante la expiación, Dios, que rige el mundo según los principios del Bien y del Mal, elige unas víctimas para que «contrapesen el mal». «Sólo de esta manera es posible el equilibrio y la existencia del mundo». Pero el judaísmo excluye 74
que el sufrimiento pueda ser «a priori deseable, ni siquiera a título de expiación», aun cuando «se sepa efectivamente santificarlo con fines expiatorios, pero a posteriori, y únicamente a posteriori» 9. •Aquí es preciso una vez más indicar que nos encontramos ante una elusión en el razonamiento. El lenguaje de la expiación puede, en efecto, engendrar una espiritualidad malsana, dolorista, cuya perversión consiste en investir al sufrimiento mismo de un valor redentor y, como es lógico, desearlo a priori. Como ha observado X.Thévenot, «el sufrimiento en cuanto tal aplasta, aísla, deprime... deshumaniza. ¿Cómo entonces podemos decir de lo que deshumaniza que es liberador para uno mismo y para los demás, que es redentor, que contribuye a salvar el mundo?»`. Dicho de otro modo, lo que posee valor no es el sufrimiento, sino la obediencia: Cristo «por los padecimientos aprendió la obediencia; y [...1 se convirtió en causa de salvación eterna» (Hb 5,8-9). Lo que motiva a Cristo no es el sufrimiento, que él no lo deseó a priori; pero al afrontar el sufrimiento hace de éste, pero «sólo a posteriori», ocasión de su obediencia al Padre y de amor a sus hermanos, como subraya Juan Pablo II (Salvifici doloris, n. 16). Si se sigue hablando del «valor salvífico del sufrimiento», se corre el riesgo de ser malinterpretado. Aquí es de nuevo preciso restablecer el eslabón eludido:
Una vez restablecido este eslabón, el sufrimiento es entendido desde una perspectiva distinta que resalta, por otro lado, claramente en la carta de Juan Pablo II. En principio, el valor salvífico no deriva objetivamente de nuestro sufrimiento, sino de la sola cruz de Cristo: la salvación se realiza por «mi sufrimiento», hace decir a Cristo, y añade: «Sólo Cristo es nuestro salvador». Además, el cristiano que sufre puede encontrar sentido a su sufrimiento y fuerza para soportarlo en la cruz de Cristo. Su sufrimiento es imitación, participación en el de Cristo. Finalmente, lejos de ser dilucidado, el misterio del sufrimiento vinculado así al de Cristo no hace sino densificarse en la medida en que debemos pensar en el sufrimiento, no ya únicamente a partir del hombre pecador, sino a partir de Cristo, que está sin pecado. Hemos de pensar en un Dios que sufre; en otras palabras, pensar en el sufrimiento «en Dios». A partir de este misterio del sufrimiento en Dios es cómo el hombre puede vivir el misterio de su propio sufrimiento, pero no dilucidarlo. El sufrimiento, una ofrenda agradable a Dios
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Esta proposición es una variante de la precedente, excepto en que la finalidad del sufrimiento, en lugar de ser el mundo que hay que salvar, es Dios, ante el cual nos haría agradables. En la entrevista ya citada, después de haber dicho que «el sufrimiento es un don de Dios», la Madre Teresa añadía que podía también ser un «don a Dios», y daba este consejo: «Decid a los que sufren: "Es un don para Dios y entrégaselo"». En este sentido, Dios no es únicamente quien envía el sufrimiento, sino que es también el «destinatario» del mismo, quien obtiene de él agrado. Esta presentación del sufrimiento reivindica a veces ser de san Pablo cuando dice: «Sed [...] imitadores de Dios [...], vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de agradable aroma» (Ef 5,1-2). •Que el sufrimiento pueda ser agradable a Dios es un absurdo del que no hay que hacer responsable a san Pablo. Es comprensible que esta manera de hablar haya suscitado indignación. Veamos la reacción de un canceroso, Henri, de cincuenta y tres años, casado. De entrada niega todo valor al sufrimiento: «Únicamente el hombre que está sufriendo puede adquirir valor o perderlo...». Después, a la pregunta de André Séve: «Se dice a veces que hay que ofrecer los sufrimientos a Dios», responde: «¡No! No se ofrece algo malo. Cristo no ofreció sus sufrimientos al Padre, le ofreció aquello en lo que se convertía en sus sufrimientos: un ser que llegaba, como bien dice san Juan, hasta el extremo del amor, hasta esas cumbres del amor que nos salvan...» (La Croix [20 de abril de 1988]). •Aquí es una vez más evidente la elusión. Como anteriormente, el eslabón intermedio que se ha saltado es el amor, la obediencia. Lo que es agradable a Dios no es el sufrimiento, sino el hecho de vivirlo en la obediencia (Flp 2,8). «Mejor es obedecer que sacrificar» (1 S 15,22). San Pablo, en el texto citado, no dice jamás que es el sufrimiento lo que es agradable a Dios, lo que dice, por el contrario, es que Cristo, que ha vivido el sufrimiento en el amor, ha hecho de su vida un «agradable aroma». San Juan dice explícitamente: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida [...]. Nadie me la quita» (Jn 10,17-18). Así es cómo el cristiano es invitado a asumir el sufrimiento (1 P 4,15-18). Si el sufrimiento fuera agradable a Dios, lo menos que puede decirse es que ese Dios no sería el de Jesucristo. Tendría el rostro de un Dios sádico que busca su placer en la desgracia. Por lo tanto, hay que restablecer el eslabón que ha sido saltado:
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Las maneras de presentar el sufrimiento que acabamos de exponer están todas inspiradas, como ya hemos dicho, en la teología de la satisfacción. Su defecto común consiste en investir de inmediato al sufrimiento de un valor positivo, lo que responde a un error triple. En primer lugar, desde un punto de vista teológico, eliminan en cada ocasión un eslabón sin el cual se incurre en aberraciones. Desde un punto de vista filosófico, atribuir al mal un valor positivo, cuando el mal es siempre negativo, un fallo del ser, es un punto de vista del que precisamente los filósofos han querido liberarnos. Finalmente, desde un punto de vista psicológico, atribuir al mal un valor positivo equivale a desarrollar en el hombre una psicología dolorista y a provocar comportamientos sacrificiales. Ahora bien, Dios no puede encontrar su gloria en algo que menoscaba al hombre. La gloria de Dios es el hombre vivo, decía san Ireneo, y a esta gloria tiende el hombre por fidelidad a su vocación, no por su propia negación. 3. El combate cristiano contra el mal Después de haber puesto de manifiesto las trampas de un cierto lenguaje, debemos considerar ahora cómo puede el cristiano emprender concretamente el combate contra el mal. En este aspecto es importante precisar algunos puntos de referencia. Y, ante todo, hay que recordar que, para el hombre, el mal se localiza en el sufrimiento, y distinguir, como hace Teilhard de Chardin en El medio divino, entre los dos componentes de la existencia: las actividades y las pasividades, es decir, de un lado el ascenso hacia la vida y del otro la regresión hacia la muerte. El combate contra el mal enfrenta a las fuerzas de desarrollo contra las fuerzas que menoscaban la vida. Además, debe tener en cuenta no sólo la dimensión física, sino igualmente la dimensión social y espiritual del mal. Reconocer la profundidad del mal La teóloga alemana Dorothee Selle resumía la actitud fundamental del combate cristiano titulando una de sus obras: ¡Optad por la vida! Lo que nos permite siempre optar por la vida es el hecho de que la muerte de Jesús no es un final, sino un principio. Este principio se llama resurrección y trastoca nuestra visión del hombre. De ella es de donde el cristiano saca el sentido de la fuerza de su combate contra todos los poderes de muerte tan presentes en la naturaleza, en la sociedad y en nosotros mismos, y que se oponen a la vida. Pero ¿cómo emprender concretamente este combate? El riesgo consiste en dedicarse a hacer discursos abstractos, inadecuados, cuando no indignantes. Si queremos atenernos estrictamente a la realidad del sufrimiento, es importante que, ante todo, lo reconozcamos en todas sus dimensiones y emprendamos el combate en todos los frentes. A esto es a lo que invita la teóloga citada en otra obra titulada Sufrimiento". En su 77
análisis de la vivencia del sufrimiento, Dorothee Selle discierne en él tres fases. La primera es la del sufrimiento mudo, que impide cualquier intercambio de palabras. En las psicosis profundas, por ejemplo, o en el agotamiento extremo del hambre, el hombre deja de reaccionar como sujeto humano. Así, en los campos de concentración, a esos seres pasivos, sin reacción, se les llamaba «los musulmanes», debido a su fatalismo. Esos seres están sumidos en un estado de apatía total que los hace ciegos y sordos a toda presencia humana. El sufrimiento los aísla. «El sufrimiento extremo privatiza totalmente al hombre; perturba su capacidad de comunicación», escribe Selle. Esta «fase arcaica» del sufrimiento nos deja, por así decirlo, sin palabras, pero no nos exonera de toda tarea. Ningún ser vivo puede sobrevivir en una situación límite tal. A veces basta con que se produzca un cambio en el entorno para que el paciente acceda a la palabra. Con la capacidad de hablar se abre, según Selle, la segunda fase. Cuando un ser es capaz de gritar su sufrimiento y de quejarse, da ya un paso para salir de su sufrimiento. El libro de Job o los salmos están llenos de estas quejas: ¡Apiádate de mí! ¡Libra mi alma!... Cuando se hacen rebelión contra el sufrimiento, estas quejas suelen ser la primera manifestación de confianza: «Yahvé ha escuchado mi súplica, Yahvé acepta mi oración» (Sal 6,10). Al lograr quebrar el muro de silencio, la persona que sufre se abre al espacio de la comunicación. No sentirse excluido es ya dejar de ser prisionero del sufrimiento. Entonces puede abrirse una tercera fase que conduce a la solidaridad. Mientras que el sufrimiento aísla, la comunicación abre el camino hacia el otro. La frontera entre la comunicación y la acción solidaria no está cerrada. Entre la segunda fase, que se caracteriza por la capacidad de expresar el sufrimiento, y la tercera fase, en la que el paciente encuentra el sentido de la solidaridad humana, hay un estrecho vínculo, sin olvidar que siempre es posible un retroceso. El lenguaje es lo que marca el verdadero giro. Cuando quien sufre puede expresar su sufrimiento, puede también hacerse sensible al sufrimiento ajeno y, por lo tanto, ser de nuevo solidario con los hombres. Su dolor, de pasivo, pasa a ser activo, humanamente fecundo y, por lo tanto, también espiritualmente. A este respecto, la oración puede ser una de las posibilidades de llevar el sufrimiento al lenguaje y abrirse así a los demás. Actuar hasta el final En su descripción de las fases del sufrimiento, Dorothee Selle no traza un programa de acción, sino que intenta analizar una evolución psicológica y se pregunta cómo contribuir a provo car esa evolución. Sea como sea, el sufrimiento impide la indiferencia. Exige ser acogido y aliviado. Sea cual sea el estado psicológico de la persona que sufre, exige ayuda. Para el cristiano, el buen samaritano - identificado a menudo por la tradición con 78
Cristo que viene a socorrer al hombre - es el ejemplo que debe inspirar su comportamiento. Al pasar cerca del hombre que estaba medio muerto, «le vio y tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas [...], y le montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él [...]» (Lc 10,33-34). Lo que sorprende de esta descripción es la atención al detalle, la fina observación de los gestos. Lucas es médico, conoce, pues, los gestos que alivian. El buen samaritano, sin obligación o interés personal alguno, se desvía de su camino por mera piedad, por su solo sentido de lo humano. «Ve y haz tú lo mismo» (Lc 10,37). Ante el sufrimiento, el Evangelio no prescribe los gestos que hay que hacer ni las palabras que hay que decir. Prescribe actuar. Después de haber hecho lo que estaba a su alcance, el samaritano confía al herido a los cuidados de los especialistas. Lo mismo ocurre con cada uno de nosotros. Nadie acumula todas las competencias hasta el punto de poder aliviar cualquier sufrimiento. Debe apelar a unos medios técnicos. Hay que poner todos los medios para «aliviar el trabajo, la fatiga, el dolor, la enfermedad y la muerte», decía ya Pío XII en 1956. Cuando se trata de los sufrimientos físicos, los recursos a las técnicas de cuidados y a un personal competente pueden resultar indispensables. Pero, frente al sufrimiento, nadie está privado de toda competencia, porque la ayuda no se limita a suprimir el dolor, sino que tiene siempre una dimensión espiritual y social que no procede de la técnica, sino de un cierto sentido de lo humano, aunque, tampoco en este terreno, se pueda improvisar. Conscientes de que el sufrimiento humano, incluso físico, tiene una dimensión espiritual que no se trata únicamente me diante la técnica, los médicos han inventado el concepto de «sufrimiento total». El sufrimiento requiere otros remedios: visita, escucha, gestos de amistad, palabras de consuelo, presencia silenciosa, apoyo espiritual, etcétera. Sin esta ayuda, el sufrimiento encamina irreversiblemente hacia el silencio y la exclusión. «¿Qué podemos hacer nosotros, como médicos, por aquellos a los que hemos renunciado a curar, por los pacientes condenados?»`. Esta pregunta es la que condujo a la doctora Cicely Saunders a crear «comunidades terapéuticas para moribundos», que se ocupan hasta el final de la relación interpersonal. «Se trata de recorrer al lado de la persona enferma el largo camino que aún queda. Los acompañantes ignoran cuál es el "buen camino" y no deben prescribirlo [...1». Esta ayuda equivale a poner en práctica las palabras de Cristo: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). ¡Líbranos del mal! Si es difícil prescribir los gestos que hay que hacer a los que sufren, además no es 79
conveniente pretender indicarles cómo asumir su sufrimiento. El sufrimiento sobreviene de improviso, y no es posible prepararse para él. No existe la «buena conducta» en la materia. Si cada persona está siempre sola a la hora de sufrir, más aún, «cada uno es siempre el primero en morir» (Ionesco). No se trata, pues, de dictar las buenas maneras de sufrir y de morir. Sí es posible, sin embargo, decir qué camino se abre para el creyente en el corazón mismo del mal, aunque el mal sea ineludible. Si a la hora en que debe «pasar de este mundo al Padre», el cristiano no está al abrigo de dudas, conserva, no obstante, la íntima convicción de que Dios está «con nosotros». Y esta fe cambia la manera de ver el sufrimiento y la muerte. •En primer lugar, la fe proporciona lucidez respecto de la condición humana, y ante todo respecto de la imagen que tenemos de la salud. La salud se ha definido como «un estado de bienestar completo, físico, espiritual y social»13 Esta definición no es realista y es la causa de todas las decepciones, porque la salud no es nunca ese «estado de perfección» del que hablan las revistas de moda para las que el ser humano es siempre joven, está siempre bien, siempre sano de cuerpo y de espíritu. Sería más realista definir la salud como un dinamismo de vida, la fuerza de vivir humanamente las diferentes situaciones de la existencia, incluidos el sufrimiento y la muerte. Así es cómo la entiende Illich cuando la define como «la capacidad de reaccionar a los cambios del medio, así como a envejecer, sanar, sufrir y esperar la muerte en paz». De manera más paradójica, Karl Barth dice que «la salud no es la ausencia de problemas, sino la fuerza de vivir con ellos». •En segundo lugar, la fe proporciona fuerza para afrontar el escándalo de la muerte; pero, aunque libera del culto a una salud ilusoria, no disminuye el escándalo que la muerte provoca. Algunas situaciones, y más en general la muerte, son fuertes objeciones contra la bondad de la providencia. El mal que me afecta se percibe siempre como indebido y, por lo tanto, injusto y, como decía Gabriel Marcel, «esto se opone por completo a la edificante noción según la cual el sufrimiento, para el cristiano, es en sí mismo un bien». Frente al mal, es legítimo recurrir a la oración de Cristo: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa [...]» (Mt 26,39). Cuando se queda uno sin armas y llega la hora de librar el último combate, Cristo nos enseña cómo entrar en ese combate, viviendo hasta el final en fidelidad al Padre (Mt 26,39). La fe cura de la ilusión de que los límites asignados a la existencia podrían abolirse y, por una serie de saltos hacia adelante, tener el infinito al alcance de la mano. •Finalmente, la fe abre una dimensión de futuro a la vida precisamente cuando todo futuro parece destruido. Previene, no contra la tristeza, sino contra la desesperación. Acepta determinados sufrimientos porque son fecundos. «Ahora me alegro por los 80
padecimientos que soporto por vosotros» (Col 1,24). Sin abrir una ventana al más allá, preserva de sumirse en la soledad y permite la confianza en el Padre. «Los que sufren según la voluntad de Dios, confíen sus almas al Creador fiel, haciendo el bien» (1 P 4,19). El cristiano, aunque debe, como cualquier hombre, realizar en sí un trabajo de duelo, no está ni resignado ni desesperado. Realiza ese trabajo de duelo bajo el signo de la esperanza. La fe le hace entender la totalidad de la existencia a la luz de la existencia consumada de Cristo, muerto y resucitado. La fe proporciona el coraje para decidirse por una verdad que, aunque no procede de ningún sistema, no es, sin embargo, una quimera. A pesar de su finitud, a pesar del pecado que hay en él, el hombre puede esperar un futuro distinto del que está inscrito en su temporalidad humana como «ser-para-la-muerte». Al comienzo de este capítulo hicimos referencia a un cierto número de reacciones de los ateos ante el escándalo del mal. El sufrimiento de los inocentes es lo que alimenta la rebelión de los ateos, pero también su combate. Para Albert Camus, es imposible admitir que este mundo en el que los ni ños mueren sea obra de Dios, pero es también totalmente imposible que el hombre se resigne a ello. Este ateísmo de rebelión nos alerta respecto de lo que hay de malsano en ciertas actitudes cristianas que asignan al mal una finalidad superior y tratan así de encontrarle una justificación. El ateo considera el sufrimiento como parte integrante de la condición humana y lo afronta concretamente, no en los «confines de lo absoluto», donde todo se resuelve como por ensalmo, sino cada vez que el sufrimiento hiere y quebranta la existencia humana. Este combate, aunque siempre esté perdido, es una lección de heroísmo que no hay que dejar que desaparezca. Pero ¿no tiene Cristo nada más que decirnos? Hemos tenido ocasión de denunciar la ambigüedad de ciertas palabras sobre el sufrimiento, demasiado centradas en la cruz y en el valor redentor que se le atribuye. Esas palabras precisan ser revisadas, porque la cruz no tiene valor por sí misma. La teología contemporánea ha efectuado un primer desplazamiento al poner en relación la cruz y la resurrección: lo que hace significativa a la cruz es la vida. Un segundo desplazamiento se ha efectuado cuando la teología se ha puesto a considerar, no ya la cruz, sino al Crucificado y su manera de afrontar concretamente el mal. Su vida adquirió valor a ojos de Dios, no por sus sufrimientos, sino por su fidelidadL4. Son la obediencia al Padre y el amor a sus hermanos los que revelan el sentido de su vida y le otorgan todo su peso. Cristo vivió el sufrimiento y la muerte física sin sustraerse a su escándalo. Pero cambió su sentido. Y por eso nos enseña a vivirlos de otra manera. La capacidad de creer y de esperar no se les concede a todos. Pero esta capacidad nunca está atrofiada, sino que puede despertar en un encuentro. Para aquel que cree, el sufrimiento y la 81
muerte pueden dejar de ser un obstáculo para convertirse en un camino. Puede incluso que la fidelidad del hombre a su verdad profunda - la de su fragilidad que sólo el sufrimiento puede revelarle-, en lugar de cerrarle a la esperanza, sea el camino más auténtico. Aunque la esperanza no elimina el escándalo, lo afronta con otra mirada, porque el escándalo deja de ser una obsesión para convertirse en una prueba. Y la esperanza es lo bastante fuerte como para vencer esta última prueba. Mediante esta esperanza es cómo cambia Cristo el sufrimiento y la muerte, y así es cómo nosotros podemos cambiarlos. Él dice: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12), pero también: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14). En los momentos más sombríos de su existencia, los hombres no están, pues, privados de luz. Y esa luz puede brotar no sólo de la fe en Cristo, sino de cualquier encuentro humano. De esta manera se nos dice de nuevo que la iluminación no procede de teorías o conceptos, sino del encuentro con una persona concreta. Cuando esa luz, incierta, vacilante, llega a un ser, a través de un diálogo y en el amor, se le ofrece una oportunidad de vivir de nuevo su humanidad, aun cuando, en el sufrimiento y la muerte, esa humanidad se desfigure.
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«Sí o no, ¿tiene la vida humana un sentido y el hombre un destino? [...] No puedo admitir la nada, porque para mí ya no existe; estaré, pues, condenado a la vida, condenado a la muerte, ¡condenado a la eternidad!» MAURICE BLONDEL ESTAMOS embarcados, y ya no es posible dar marcha atrás. No hemos elegido vivir; pero, sea cual sea el sentido que le demos a la vida, hemos de vivir. «No puedo admitir la nada, porque para mí ya no existe». En consecuencia, la cuestión del sentido se hace imperativa. ¿Adónde conduce la vida? Puedo retardar la respuesta, considerar que es absurda o instalarme en el escepticismo para no tener que pronunciarme. De hecho, sea cual sea su manera de vivir, cada persona resuelve de modo concreto la cuestión del destino, porque vivir es actuar, y cada acto contiene una respuesta implícita. Así que hay que tomar el toro por los cuernos y responder sin evasivas. «Sí o no, ¿tiene la vida un sentido y el hombre un destino?». Al término del capítulo anterior, hemos dicho que Cristo introdujo en el mundo una esperanza que no se desvanece ni siquiera cuando el mal parece victorioso. La esperanza no es exclusiva del cristiano. Todo hombre se hace la pregunta: «¿Qué cabe esperar?», y la responde implícitamente. Para Kant, esta pregunta está estrechamente ligada a otras dos: «¿Qué puedo conocer?» y «¿Qué debo hacer?». Mientras la ciencia responde a la primera y la moral se ocupa de la segunda, la religión pretende ser una respuesta a la concerniente a la esperanza, la más importante finalmente, porque con ella se resuelve el sentido de la existencia. Si realizo bien mi tarea de hombre, en fidelidad al deber, es legítimo que me haga la pregunta siguiente: ¿qué hay al final de esta fidelidad? ¿Es la esperanza en un más allá una mera ilusión o tenemos buenas razones para creer en él? ¿Cómo conjugar esta esperanza con la realidad del mal? ¿No es más que un producto de la imaginación para consolarse de una existencia demasiado dura? Estas preguntas van a centrar nuestra atención en el curso de este capítulo organizado en torno a tres polos: ¿hay una «vida después de la muerte» y cómo concebirla? ¿Conservará el mal su «realidad» más allá de la existencia temporal? ¿Será entonces neutralizado o totalmente eliminado? ¿Es posible identificarlo con la figura del diablo? Si nos espera un 84
destino después de la muerte, en el más allá, ¿qué podemos esperar de él? Las respuestas a estas preguntas son múltiples y son siempre, en última instancia, una apuesta y, dado que hay apuesta, hay divergencia. Pero lo importante es que la apuesta esté justificada. 1. La vida después de la vida ¿Qué cabe esperar? Si se observa el desarrollo de la vida, se ve que su límite le está asignado de entrada. La vida se encamina hacia la muerte, sin excepción, y «trabaja para un cementerio ya superpoblado». Esta constatación, lúcida y objetiva, parece dar la razón a los que concluyen de ello que la única actitud válida es la resignación. Son numerosos hoy, al menos en Europa, los que piensan que todo termina en la muerte. La mayoría de los europeos han hecho el duelo al más allá. Incluso entre los católicos, no hay más que un cincuenta y dos por ciento que cree que hay vida después de la muerte, mientras que entre los protestantes, no queda más que un treinta y ocho por ciento. Pero entre los «sin religión», hay un trece por ciento que, paradójicamente, cree en algo después de la muerte. Estas cifras indican un significativo descenso de la esperanza entre nuestros contemporáneos. ¿Será la esperanza en una «vida después de la vida» una mera ilusión? La inmortalidad del alma Antes de considerar la fe cristiana, no está de más observar las otras creencias en el más allá, tanto más cuanto que han solido contaminar al cristianismo. En el mundo griego dominaba la idea de la inmortalidad del alma. Inmortal por naturaleza, el alma, en la muerte, se separa del cuerpo y va a la morada de los dioses, que son «amos absolutamente buenos». La muerte libera al alma del obstáculo que le impedía emprender el vuelo. Platón, que desarrolló está idea en el Fedón, no ignora la inquietud de los hombres con respecto al más allá. «¿Quién sabe si, cuando sea separada del cuerpo, el alma de los hombres no será destruida, aniquilada el mismo día en que muera el hombre?» (70 a). Pero el filósofo no deja que le obstaculice esta evidencia empírica que parece abogar en favor de la destrucción. Hay una «esperanza confiada en obtener allá abajo, cuando se esté muerto, los mayores bienes» (64 a). Platón no deja de fundamentar esta esperanza con argumentos racionales para proporcionarse una «seguridad justificada». Aunque los argumentos a favor de la inmortalidad han cambiado, la creencia ha permanecido. En pleno racionalismo, a finales del siglo XVIII, Kant quiso restaurar su validez reintroduciendo la inmortalidad del alma como un «postulado» exigido por la razón. «Si hago lo que debo, ¿qué puedo esperar?», se pregunta, y responde: una 85
recompensa justa que sólo la inmortalidad puede garantizarme. Confrontado precisamente al escándalo del mal, Kant no ve más salida que postular la supervivencia del alma más allá del tiempo, y la existencia de un Dios justo que dará a cada cual lo que merece, la felicidad a los buenos y el castigo a los malos. Aquí abajo, la virtud sólo raramente recibe recompensa, y la maldad suele escapar al castigo. Para resolver esta contradicción, que ya escandalizaba a Job, Kant postula, por tanto, la inmortalidad, porque, de lo contrario, todo el edificio moral se derrumbaría y la existencia sería absurda. Sean cuales sean los argumentos que se invoquen para justificarla - que varían de una época a otra-, la inmortalidad traduce en el hombre el rechazo a morir y una secreta esperanza de que, de uno u otro modo, se hará justicia a los muertos. A este respecto, no ha dejado tampoco de ser sospechosa, porque no sería más que una ilusión cuya única función es consolarnos de las decepciones y las injusticias. «Bonita mentira y ardid piadoso», dice Valéry pensando en la inmortalidad. Pero, aunque albergue una sospecha, es forzoso constatar que el mito de la inmortalidad no desaparece tan fácilmente. Entre quienes no tienen esperanza en un más allá, el sueño de la inmortalidad sobrevive, pero bajo otra forma: remiten sus sueños a «la mortalidad», y depositan sus esperanzas en la ciencia. No es fácil renunciar a la idea de que, más allá de la muerte, la aventura debe continuar. La reencarnación en una nueva vida Otra manera de imaginarse la vida después de la vida es la reencarnación, que es un valor en alza. Un setenta por ciento de las mujeres norteamericanas creen en ella, y en Europa un veintitrés por ciento de la población. Según esta creencia, los seres vivos se encuentran inmersos en un ciclo de nacimientos y muertes. En el momento de la muerte, no todo se ve aniquilado, sino que cada ser renace a una nueva vida. La existencia actual está determinada por la calidad adquirida en la existencia anterior, y la existencia futura está determinada por la calidad de la vida presente. Esto está conforme con la justicia. Si alguien sufre hoy, debe atribuirlo a las faltas cometidas en una vida anterior. Si quiere llegar a una vida superior, debe evitar cometer en ésta actos malos, porque según la calidad de su vida en el momento de morir, se reencarna en la vida de un animal, de un hombre o de un dios. Y, en determinadas condiciones, es posible salir definitivamente del ciclo de desapariciones y renacimientos'. A diferencia de los filósofos, que para justificar la inmortalidad se apoyan en argumentos lógicos, quienes propugnan la reencarnación pretenden disponer de argumentos sacados de la experiencia. Invocan toda clase de fenómenos, por ejemplo, la 86
impresión del «déjá-vu» o situación ya vivida: algunas personas son capaces de revelar detalles ignorados que sólo han podido conocer en una vida anterior. Otras poseen talentos, por ejemplo, para la música, cuyo origen sólo puede explicarse mediante la reencarnación en ellas de un genio musical desaparecido. Otras son capaces de mantener una conversación en un idioma que nunca han aprendido, etcétera. Se observan también fenómenos de reminiscencia, espontáneos o provocados, de vidas anteriores. Se ha obtenido de niños informaciones precisas sobre lugares, personas o acontecimien tos confirmadas mediante verificaciones históricas y cuya adquisición sólo ha podido tener lugar en una existencia anterior. Si la reencarnación ejerce tanta fascinación en los occidentales, es porque responde a algunas de sus expectativas: necesidad de explicar las injusticias y las desigualdades de aquí abajo; apego a la realidad corporal; negativa a creer que una sola vida pueda agotar el deseo de vivir que hay en ellos; rechazo de un destino irreversible y sellado definitivamente en el más allá, etcétera. Como la inmortalidad, esta creencia aporta consuelo. A veces pretende invocar la Biblia en su favor, por ejemplo, Job: «Su carne se renovará de vigor juvenil, volverá a los días de su mocedad» 3, o también el «retorno» de Elías o de Juan Bautista, etcétera. Es probable que, en el mundo judío, la reencarnación tuviera una cierta audiencia, sobre todo en las clases populares, pero en ningún momento ha formado parte de las creencias de la Biblia. Y Cristo inaugura una novedad totalmente distinta. La «vida después de la vida» Es necesario hablar de una tercera perspectiva en boga hoy. El título que precede a este párrafo está tomado de un libro que en su momento conoció el éxito: Vida después de la vida, de R.Moody'. Para saber más sobre lo que ocurre después de la vida, Moody interrogó a alrededor de ciento cincuenta personas que tuvieron el privilegio de cruzar la frontera de la muerte y volver de ella. En el momento de «morir», el agonizante que ha seguido hasta entonces todos los diálogos del médico con su entorno, se ve penetrar en un túnel sombrío, después se ve fuera de su cuerpo y tiene la sensación de entrar en un nuevo cuerpo. Se desarrolla ante sus ojos la película de su vida. Encuentra a los seres queridos que ha conocido. De repente, se ve invadido por la claridad de un «ser luminoso» que algunos identifican con Cristo, etcétera. Llega entonces a una barrera que vacila en cruzar. En ese momento es cuanto renace a la vida de su cuerpo, con una sensación desagradable, porque le cuesta dejar la felicidad que ha experimentado y volver «a la tierra». Y su vida se ve espiritualmente transformada. El secreto del más allá, que los hombres demandaban en otro tiempo a la razón o a la 87
religión, ¿lo desvelará mejor la ciencia? Las experiencias que acabamos de mencionar, por seductoras que sean, no nos enseñan en realidad nada sobre lo que hay después de la vida. Moody, todo lo más, ha logrado reconstituir el escenario prototípico de lo que es una «premuerte» o una muerte relativa. Él describe los estados específicos, aún mal conocidos, que desencadena la proximidad de la muerte, pero esos estados no pueden de ninguna manera identificarse con incursiones en el más allá. Nadie ha vuelto de la muerte. Está, pues, pendiente que los exploradores del más allá puedan obtener de la ciencia otras informaciones susceptibles de apoyar sus intuiciones. Los indicios que poseen les inclinan a pensar que la idea de una supervivencia no es incompatible con la ciencia y podría incluso recibir un apoyo decisivo. Hoy, a pesar del declive de las convicciones sobre el más allá, la creencia en una «vida después de la vida» no se ha extinguido, sino que sobrevive de manera tenaz y reaparece incluso donde menos se espera, poniendo de manifiesto el rechazo a morir que hay en todo hombre y la exigencia invencible de una justicia que no se prodiga en nuestro mundo. Esta preocupación por el más allá resulta sospechosa. Refleja la ideología del siglo XVIII, dominada por la idea de progreso y felicidad. En su Esquisse d'un tablean historique des progrés de l'esprit humain (1794), Condorcet estima que el espíritu humano es capaz de progresar hasta el infinito y cree en una mejora posible en todos los ámbitos. En lo que concierne a la muerte, Condorcet piensa que será vencida algún día y no será más que consecuencia de accidentes extraordinarios. A falta de esta victoria aquí abajo, se continúa esperándola en el más allá. Hay una intuición, a la que el cristiano no tiene que poner mala cara, que confirma lo que él no deja de decir, a saber, que el día de la muerte es el día del verdadero nacimiento. 2. La esperanza nacida de Dios Si bien los cristianos no tienen el monopolio de la esperanza en una vida después de la vida, sí poseen una manera original de entenderla y justificarla. Asombra bastante ver que, ante la muerte, los hombres están dispuestos a recoger respuestas más o menos de todos lados, pero se cierran, como ante una imposibilidad, a la respuesta que aporta Cristo. Para penetrar en el misterio de lo que ocurre después de la muerte, los cristianos mismos recurren a veces a otras religiones, preferentemente exóticas, o a la ciencia o, peor aún, a videntes. A este respecto hay que prevenir un malentendido. En lo que concierne al más allá, el cristiano no dispone de un «saber» de tipo experimental, lo que le pone en situación de inferioridad con respecto a las exigencias de la gente en la actualidad. Pero está animado por una «esperanza» que es importante ver si está justificada o no. Lo que Cristo ha introducido en el mundo no es un «saber cierto», sino una «seguridad» cuya fuente es Dios. Debemos, pues, dilucidar un cierto número de 88
preguntas que pueden hacerse sobre esta esperanza. En el fundamento de la esperanza, la resurrección de Jesús •Primera pregunta: ¿de dónde procede la idea de resurrección? Respuesta: de una experiencia viva que tuvieron los discípulos la mañana de la Pascua. Aunque la idea de resurrección no era desconocida en medios judíos, para nosotros no adquirió realmente cuerpo hasta la resurrección de Cristo. No se deduce de la experiencia humana, sino de la experiencia pascual de los discípulos. Por eso la predicación de estos últimos procede siempre en tres tiempos: 1.Dios le ha resucitado de entre los muertos: «Este hombre, que fue entregado [...], vosotros le matasteis [...]. Dios le resucitó librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que lo retuviera bajo su dominio» (Hch 2,23-24). 2.Nosotros somos testigos de ello: «A este Jesús, Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 3,32). Lo que los discípulos ofrecen no es una experiencia, sino un testimonio fundado sobre su propio encuentro con el Resucitado. 3.Sobre él (Cristo) reposa el futuro de la humanidad: «La Promesa es para vosotros» (Hch 2,39). Su resurrección concierne a la humanidad. Está claro que el cristiano cree en la resurrección de los cuerpos, no a partir de una lógica antropológica, como la filosofía griega, ni a partir de una exigencia ética de justicia, ni a partir de experiencias científicas que puedan servir para probarla. El cristiano cree a partir del testimonio de la resurrección de Cristo que le llega de «quienes han visto y oído». La resurrección es entonces para él la clave de la historia, el acontecimiento que lo cambia todo, tanto el futuro como el pasado. Se trata, sí, de una experiencia, pero de una experiencia de fe de la que se puede, por lo tanto, dar razón. •Segunda pregunta: ¿qué significa la resurrección para el pasado de Jesús? Respuesta: permite releer la totalidad de su existencia, incluida su muerte, ya no como un fracaso, sino como un camino de salvación. Para los discípulos significa que Dios mismo ha ratificado el pasado de Jesús. Su autoridad, el «yo os digo» mediante el cual Jesús situaba su autoridad, sin justificación alguna, por encima de la de los maestros de Israel, por encima incluso de la de Moisés, recibe en su resurrección la aprobación de Dios. Lo mismo ocurre con sus hechos y gestos, que le hacían sospechoso de actuar «por el príncipe de los demonios» (Mt 9,34), a los que se 89
otorga retrospectivamente su verdadero significado. Todo cuanto Jesús ha dicho y hecho se ve ratificado. «Él ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu» (1 Tm 3,16). La resurrección es la revisión en apelación de su proceso. Mediante esta ratificación, su comportamiento en el mundo, lejos de ser blasfemo, se hace normativo para los que creen. •Y a continuación viene la tercera pregunta: ¿qué podemos saber del futuro del Resucitado? Respuesta: que está vivo, sin que al hombre le sea posible, en su condición corporal, anticipar la modalidad de existencia que tiene en el más allá. Esta pregunta no parece haber sido prioritaria para los discípulos. Para ellos lo esencial era que el Resucitado, al mismo tiempo que era «otro», estaba vivo como aquel que habían conocido. Lo importante para ellos no era tanto saber bajo qué forma vivía cuanto saberlo vivo entre ellos, sin otra precisión (2 Co 13,4; Rm 6,10; Ga 2,20, etc.). Si en algunos pasajes se pone el acento en su cuerpo como tal, es porque la referencia al cuerpo - sobre todo para los griegos, que sólo tenían una mediocre estima por la reali dad corporal - permitía descartar la idea de un Cristo fantasma y subrayar la realidad efectiva de su vida de Resucitado. En el mundo griego no era superfluo decir que Cristo no es puro espíritu, sino un ser habitado en totalidad por Dios y que ha llegado a su plenitud de hombre habiendo encontrado su identidad perfecta en la comunión perfecta con Dios. La resurrección de los muertos, una expectativa llena de esperanza Cristo es designado «Príncipe de la vida» (Hch 3,15), de la que dispone merced a su propia resurrección. Interpretar su resurrección como un «asunto privado» que nos revela la manera de tratar Dios a su fiel servidor equivaldría a restringir enormemente su alcance. Su resurrección no es más que la primera de una serie que se extiende a todos los hombres. Él es resucitado «como primicia de los que murieron» (1 Co 15,20). Se le designa con justo título «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29) o «Primogénito de entre los muertos» (Col 1,18). Es evidente que los discípulos estaban menos preocupados por definir la identidad del Resucitado en el más allá que por decir de qué manera nos concierne esta resurrección. Éste es el momento oportuno para introducir tres consideraciones estrictamente paralelas a las que acabamos de hacer a propósito de la resurrección de Cristo y que se refieren al destino del hombre en el más allá. •En primer lugar, la resurrección de Cristo implica la de los muertos. «Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, 90
tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe» (1 Co 15,12-14). Para san Pablo hay una correlación entre las dos. La resurrección significa para nosotros el final del reinado del pecado y el comienzo de la vida. Sin duda, la muerte prosigue su obra destructiva, ligada al pecado (v. 17). Pero la resurrección de Cristo pone fin a la alienación: el pecado está ya destruido, igual que lo que deriva de él, la muerte. De no haber sido así, el Evangelio sería una mentira. «¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron. [...] Del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo [...]» (vv. 20.22). •En segundo lugar, la resurrección implica otra manera de ver la historia. Es verdad que a veces ha servido de justificación de la evasión fuera de la historia. Pero, debidamente entendida, crea, por el contrario, la obligación de comprometerse en ésta y hacer triunfar la opción en favor de todos los crucificados. Si la resurrección abre la historia a su auténtico futuro, no lo hace únicamente situando las expectativas, esperanzas y preguntas del hombre bajo su horizonte, sino también trastocando la concepción misma de la historia y de Dios en la historia. Que el Resucitado sea el mismo que el Crucificado significa que el Padre, silencioso en la cruz, no ha abandonado a Cristo crucificado y muerto, y en esto se manifiesta que su resurrección es el enigma resuelto de una historia de sufrimiento y muerte. Al mismo tiempo que llena al cristiano de una «expectativa plena de esperanza», la resurrección «solicita de él responsabilidad y decisión en favor del mundo históricos, y más concretamente en favor de esta historia de los marginados por la historia. •Finalmente, la resurrección no es sólo un juicio sobre la historia pasada, es el futuro del hombre. No se dice gran cosa sobre las modalidades de la resurrección de los muertos. «Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?» (1 Co 15,35). Esta pregunta, que podría ser pura curiosidad, era inevitable en el mundo griego. San Pablo no la elude. Responde en principio jugando con la oposición entre el «cuerpo animal» y el «cuerpo espiritual», cuyo modelo es el Resucitado: «Se siembra corrupción, resucita incorrupción; [...] se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual» (1 Co 15,42.44). Explica a continuación este comentario oponiendo a Adán, «ser animal dotado de vida», a Cristo, «ser espiritual que da la vida»: su sucesión en la historia es «modelo de la sucesión de nuestras corporeidades»6. Y subraya finalmente que el paso de la una a la otra depende de «Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo» (1 Co 15,57). Es una victoria sobre el pecado y la muerte. Todas estas consideraciones sobre el futuro del hombre se inspiran de hecho en la 91
figura de Cristo, modelo de toda resurrección, que garantiza este futuro en el que nos es dado ya contemplarle. «En él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente [...]» (Col 2,9), y «de su plenitud hemos recibido todos» (Jn 1,16). Dios «nos vivificó juntamente con Cristo [...]. Con él nos resucitó» (Ef 2,5-6). «Todas las promesas hechas por Dios han tenido su Sí en él» (2 Co 1,20). Estas fórmulas, que expresan la relación entre la resurrección de Cristo y nosotros, subrayan fuertemente que la experiencia pascual no tiene por función hacernos viajar al más allá, sino introducirnos en el sentido del destino humano. Estas fórmulas no nos entregan ninguna maqueta del más allá, sino que nos invitan a contemplar al Resucitado, incitándonos a hacernos semejantes a él desde ahora. Reevaluación del mal desde la perspectiva de la resurrección La resurrección de Jesús representa «un giro en la historia», tanto en la de los hombres como en la de Dios. Si Cristo no ha resucitado, su muerte se limita a añadirse a todas las muertes que se suman desde los orígenes de la humanidad. Si ha resucitado, inaugura otra historia de la que podemos señalar tres rasgos en relación con la cuestión del mal. En primer lugar, la resurrección de Cristo nos lleva a revisar la cuestión de Dios: no un Dios perverso, sino un Dios salvador. En segundo lugar, significa principalmente la derrota del «último enemigo», la muerte. Finalmente, obliga a reconsiderar el destino humano, que de la resurrección de Cristo recibe su esclarecimiento definitivo. •Revisión de la idea de Dios. En el destino de Cristo está en juego la idea de Dios. Su muerte injusta, como toda muerte injusta, «deshonra la historia de la humanidad», y en cierto modo no hace, efectivamente, sino sumarse a la larga serie de injusticias de que está llena la historia. Ante este escándalo, Job debía admitir que Dios gobierna el universo, pero se quedaba desconcertado por la manera que tiene Dios de hacerlo, y finalmente renunciaba a comprender. Ante la muerte injusta, la teodicea clásica, cuya figura más representativa es Leibniz, quiso mantener, contra viento y marea, la fe en un Dios de amor y justicia, pero no logró hacer prevalecer esta convicción. Con la muerte de Jesús y su resurrección, se produce una inversión. Ahora ya se ve claramente que el mal es lo que Dios no quiere, pero también que el mal es lo que no logra desarmar a Dios. La muerte de Jesús, en todo semejante a la nuestra, ha revelado que el mal produce un desgarro en Dios mismo, pero también que es el ámbito donde triunfan el amor y la salvación. •Revisión de la idea del hombre. En su condición actual, el hombre porta siempre consigo su mortalidad. Cristo, al haber decidido vivir la condición humana, no estuvo exento del sufrimiento y la muerte, y no ha eximido de ellos a nadie. Pero, a la luz de su 92
resurrección, la relación de la vida y la muerte se invierte. La brecha abierta por la esperanza surgida del sepulcro inscribe en adelante el sufrimiento y la muerte en este horizonte nuevo. Aunque el hombre vive siempre bajo el horizonte de la muerte, en adelante vive también bajo el horizonte de una vida nueva, revelada en Cristo. Aun cuando, desde el punto de vista humano, nos es imposible ligar por una especie de continuidad lógica el sufrimiento y este horizonte de sentido, sabemos, por lo ocurrido a Cristo, que Dios está con nosotros, justamente cuando nos abandona, como decía Bonhoeffer. Esta perspectiva no autoriza ningún salto fuera de la condición humana. Lo trágico no ha sido eliminado, pero ahora se trata de «tragedia superada», como dice Mounier, no negada, sino iluminada, porque ya no se reduce a un hecho en bruto mudo. •La muerte, «el último enemigo», será destruida. Lo que acabamos de decir del sufrimiento es verdad, con mayor razón, de la muerte. Si Dios ha resucitado a Jesús, es finalmente para mostrar que la muerte misma ha sido vencida. «[Él] ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio» (2 Tm 1,10). «Así también compartió él las mismas [condiciones], para reducir a la impotencia mediante su muerte al que tenía el dominio sobre la muerte, es decir, al diablo [...]» (Hb 2,14). La muerte no es, por tanto, una fatalidad, el muro contra el cual se choca y acaba con uno. Éste es el sentido en el que, para quien comparte la esperanza suscitada por Cristo, la muerte ha perdido su «aguijón» (1 Co 15,55). Quien cree «ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,24). El reino de la muerte, por terrorífico que sea, es provisional, mientras que el de la vida en Cristo es definitivo. «El último enemigo en ser destruido será la Muerte...» (1 Co 15,26). «La Muerte y el Hades fueron arrojados al lago de fuego...» (Ap 20,14). Al término de estas observaciones, vemos que lo que cabe esperar, sobre la base de la resurrección de Cristo, no es únicamente la supervivencia de una parte de nosotros, el alma, ni la transposición de lo que somos ahora a un tiempo sin final. La resurrección de Cristo contiene la promesa de una salvación del ser entero, pero de un ser transformado que debe pasar por un nuevo nacimiento, es decir, por la muerte y la resurrección. Al hablar de la resurrección de los cuerpos, la fe quiere, por tanto, dar a entender que la salvación llega a la totalidad del ser, aunque nuestro cuerpo mortal deba sufrir la descomposición. La promesa de la resurrección invita a superar las apariencias para acoger de Cristo la realidad profunda de nuestro destino. Da así consistencia al profundo deseo inscrito en cada ser y que se manifiesta por la secreta resistencia que opone a su disolución y por el «anhelo de ser entero». 3. El más allá sin imágenes 93
Nos queda por dar un último paso, el más peligroso. ¿Es posible tener una visión más precisa del más allá? En las etapas precedentes, hemos visto cómo han intentado los hombres cruzar el umbral de la muerte, pero el enigma de la «vida después de la vida» sigue sin desvelarse. Hemos visto igualmente cómo la resurrección de Cristo abre una brecha y asegura la victoria sobre el mal y la muerte. La promesa de Dios, inscrita en este acontecimiento, concierne al más allá de la muerte. Pero, como ya hemos dicho, se trata de una esperanza, no de una visión del mundo futuro. Pues bien, las preguntas que ahora hay que responder son las siguientes: ¿qué es esa vida que se nos promete en el más allá?; ¿a quiénes esta reservada esa vida?; ¿tendrá el mal cabida en el más allá? Seremos semejantes a él ¿Qué es esa vida del más allá? Lo que podemos saber de ella lo recibimos de la fe en el Resucitado. Ahora bien, aunque «la fe es una manera de poseer ya lo que se espera, un medio de conocer realidades que no se ven» (Hb 11,1), no es una visión de lo venidero. Las «apariciones» mediante las cuales Cristo se manifestó como vivo no pretendían dar a conocer lo que es la existencia en el más allá, sino dar ánimos en la espera aquí abajo. En este sentido es en el que es justo decir que el Dios de Jesucristo, a diferencia de los dioses paganos, no es un Dios de «apariciones», sino el Dios de la «promesa», es decir, un Dios que, cada vez que se manifiesta en la historia, abre un nuevo futuro ante el hombre, sin que el hombre pueda apoderarse ya de él ahorrándose el camino que lleva a él. En Cristo, Dios suscita una promesa que da sentido al caminar del hombre y a sus pesares, pero esta promesa, lejos de permitir una anticipación, no hace sino crear una nueva expectativa. Pero entonces, ¿qué sabemos nosotros de más con respecto a los que ignoran esta promesa? Sin estar capacitados para inventariar la herencia del más allá, tampoco estamos en una incertidumbre total. Podemos hablar del más allá en principio negativamente. En el futuro inaugurado por la resurrección, «no habrá ya muerte» (Ap 21,4). Esta exclusión de la muerte lo resume todo. En contraste con este mundo en el que reinan el sufrimiento y la muerte, el mundo futuro se caracteriza positivamente por el triunfo de la vida. El futuro se llama vida eterna. «Pues el salario del pecado es la muerte; pero el don de Dios, la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 6,23). Este futuro transfigurado se conjuga también con otros términos como justicia, reconciliación, paz, libertad, etcétera. Cuando el Resucitado se aparece a los suyos, les da la «paz», palabra que designa un estado en el que no falta nada, un estado de felicidad en el que nada es imperfecto, en especial en las relaciones. San Pablo va a lo esencial cuando dice que «Dios será todo en todos» (1 Co 15,25).
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De hecho, todas estas expresiones son metáforas, sin que sea posible sacar de ellas una experiencia anticipadora. Sólo Cristo ha experimentado, en su resurrección, lo que es el futuro en Dios. Y por eso también, cuando se trata de tener una intuición de ese futuro, san Juan dice que seremos «semejantes» a Cristo: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). La trayectoria de nuestra existencia ha sido trazada por Cristo, y es contemplando su vida como se le concede a cada persona tener una visión de su propia trayectoria existencial. Lo que él es ahora, nosotros lo seremos mañana (1 Ts 4,12). Pero al igual que en la vida de Cristo lo que él es ahora no es separable de lo que fue en su vida aquí abajo, en nuestra vida, lo que seremos mañana no puede disociarse de lo que somos hoy (Rm 6,4). Una salvación sin fronteras ¿Están todos los hombres destinados a la vida eterna con Dios? La pregunta que abordamos, una de las más irritantes de la teología, concierne a la extensión de la salvación de Dios. En algunas épocas se desarrolló una concepción muy limitada de la salvación, y no es seguro que hayamos renunciado por completo a ella. La pregunta no es simple, y para verla claramente no está de más proporcionar algunos puntos de referencia. Nosotros expondremos tres. En primer lugar, una afirmación incontestable: Dios quiere que todos los hombres se salven; en segundo lugar, una concepción restrictiva de la salvación que pretende basarse en el Evangelio; finalmente, el fracaso de la salvación y la existencia del infierno. Esta tercera cuestión la dejaremos para el apartado siguiente. •Dios quiere que todos los hombres se salven. No es necesario insistir excesivamente en esta verdad ni citar muchos textos. La voluntad universal de salvación por parte de Dios es una constante. «Nuestro Salvador [...] quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2,3-6). Aunque la universalidad de esta voluntad salvífica de Dios no ha sido nunca contestada, ha habido interminables debates sobre las condiciones de esa salvación, centrados en la fórmula: «Fuera de la Iglesia no hay salvación». Esta fórmula, a menudo endurecida hasta llegar a exigir la pertenencia explícita a la Iglesia católica, ha sido abandonada. Sean cuales sean los caminos que tome, Dios no excluye a nadie a priori de la salvación. Si bien para el cristiano «no hay bajo el cielo otro nombre [que el de Cristo...] por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12), la salvación no está reservada a quienes confiesan explícitamente su nombre. El criterio del juicio es el 95
amor. Todos los justos, aunque hayan ignorado a Cristo, son llamados a «la vida eterna» (Mt 25,31ss). •Una concepción restrictiva de la salvación. A pesar de la afirmación sobre la universalidad de la salvación, se llegó enseguida a una visión más pesimista, basada en otra afirmación sacada del Evangelio: «Muchos son llamados, mas pocos escogidos» (Mt 22,14). Esta afirmación terminó por devorar la precedente, y los teólogos llegaron a excluir de la salvación a la mayor parte de la humanidad. «El número de los reprobados - decía Belarmino - será semejante a la multitud de aceitunas que caen a tierra cuando se sacude el olivo; y el pequeño número de los elegidos será comparable a las pocas aceitunas que, habiendo escapado a la mano de los sacudidores, han permanecido en las ramas y serán desprendidas aparte». «El número de los elegidos es tan pequeño, tan pequeño, que apenas entre diez mil hay uno...», decía Gignion de Monfort7. El historiador constata un acuerdo general, desde la Antigüedad hasta el siglo XIX, sobre esta doctrina del pequeño número de elegidos. Sin embargo, esta doctrina es incompatible con las afirmaciones más claras de la Escritura sobre la multitud de los que se salvan, «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar» (Ap 7,9). Esta doctrina refleja una visión singularmente pesimista de la obra de Cristo, que no sólo habría fracasado aquí abajo, sino cuyo fracaso proseguiría incluso en el más allá. Ésta no es la teología de san Pablo, que, al poner en paralelo a Adán y a Cristo, inclina claramente la balanza en favor de Cristo y subraya con un «con cuánta más razón» que la obra de la gracia triunfa sobre la obra del pecado. Allí donde el pecado abunda, sobreabunda la gracia: «También nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación [...]. Pero con el don no sucede como con el delito. Si por el delito de uno murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos! [...] Si por el delito de uno reinó la muerte por un hombre ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por uno, por Jesucristo! Así pues, como el delito de uno atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno procura a todos la justificación que da la vida [...]. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,11-20 passim). La victoria, para san Pablo, está, pues, del lado de Cristo. Éste es también el sentido del texto de la Escritura sobre el pequeño número de los elegidos. San Mateo, como san 96
Pablo, no restringe el número en el más allá. ¿Qué significa entonces su afirmación sobre el pequeño número de elegidos? Mateo describe la situación de la Iglesia que él conocía, y los «elegidos» designa a los cristianos procedentes del mundo judío, poco numerosos en la Iglesia, por oposición a los paganos, los «llamados», que han respondido en mayor número al anuncio del Evangelio. Los paganos, esos «llamados en Jesucristo» (Rm 1,6), como los designa san Pablo, se han adelantado a los judíos. Mateo describe, pues, una situación histórica, sin anticipar nada sobre el número de los que se salvarán. Nadie, ni siquiera el Hijo del hombre, conoce el día ni la hora del final (Mt 24,36). ¿Por qué habría de tener más información sobre el número de los elegidos? Es un secreto que sólo posee Dios. El infierno, o la posibilidad de decir no Cristo ha introducido en el mundo la esperanza de la salvación, y esta esperanza está destinada a todos los hombres. La única predestinación que conoce la Escritura es positiva: es la predestinación a la salvación (Rm 8,29). Pero si bien nadie está a priori excluido de la salvación, todo hombre conserva la libertad de excluirse. El infierno es otro nombre de esa exclusión. «Cristo no da a nadie la perdición como su destino, él mismo es únicamente salvación [...]. La perdición está ahí donde el hombre permanece lejos de él [...]», dice Ratzinger. El reciente catecismo alemán dice a propósito del infierno: «Al igual que el cielo es Dios mismo ganado para siempre, el infierno es Dios mismo perdido eternamente». El infierno no es obra de Dios; no puede decirse que ha sido creado por Dios, porque esto equivaldría a hacer de Dios el autor del mal supremo. Debe decirse que es «creado por la criatura [...]. Todo condenado crea el infierno que le corresponde», dice Blondel. Dios no hace más que ratificar la voluntad de vivir sin Dios'. A este respecto es preciso descartar las imaginaciones y atenerse a las sobrias verdades. En determinadas épocas, el infierno ha ocupado un lugar considerable, obsesivo, en la predicación y la imaginación. Se ha rivalizado en el horror para describir los suplicios que esperan al pecador en el más allá. Los sermones ponían el acento sobre todo en la eternidad de los suplicios y en la desesperación que esa perspectiva engendra. A la entrada del infierno, Dante sitúa esta inscripción: «Los que entráis, abandonad toda esperanza». La obsesión del infierno ya no parece atormentar a nuestros contemporáneos. Según un sondeo realizado en 1981, sólo un veintitrés por ciento de los europeos creen en la existencia del infierno, mientras que un cuarenta por ciento cree en el paraíso. En Francia, las cifras son aún más bajas: sólo un quince por ciento cree en el infierno. El Vaticano II evita el término, pero invita a los cristianos a la vigilancia, a fin, dice el Concilio, de merecer al término de la vida terrena «ser contados entre los escogidos; no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos, seamos arrojados al 97
fuego eterno» (Lumen gentium, n. 48). ¿Qué podemos decir finalmente? Si creemos realmente en la libertad humana, el infierno debe ser mantenido como una posibilidad de la libertad, es decir, la posibilidad de decir a Dios un no absoluto y definitivo. El infierno manifiesta la dramática grandeza de la libertad del hombre; pero, dicho esto, debe evitarse toda indiscreción. Pueden añadirse tres precisiones. •En primer lugar, aunque haya que tener en cuenta la eventualidad del infierno, es imposible decir que esa eventualidad se haya hecho realidad para algún ser en particular, ni siquiera para un solo ser. En el curso de la historia, la Iglesia ha canonizado a algunas personas, pero jamás ha condenado a nadie. Puede pronunciarse sobre la bienaventuranza eterna de un ser, no sobre su rechazo eterno. La bienaventuranza se valora con relación a la fidelidad objetiva al Evangelio, mientras que el hombre no posee un criterio que le permita juzga una infidelidad radical a Dios. En segundo lugar, como ya hemos dicho, se debe mantener que, para el conjunto de la humanidad, la historia de la salvación tiene un desenlace positivo, a menos que se concluya el fracaso de la redención. Este optimismo es particularmente claro en los Padres griegos. «La última palabra del cristianismo no es el infierno, sino la victoria sobre el infierno», dice Olivier Clément9. La salvación universal se encuentra, pues, en el centro de la esperanza cristiana, fundada sobre la gracia de la resurrección. •Finalmente, en la línea del Vaticano II, la amenaza de una posible perdición debe tratarse, no como una cuestión especulativa, sino como una «cuestión existencial» que me atañe personalmente y que me sitúa ante «la gravedad absoluta de la decisión»'° Ante esta perspectiva demasiado optimista, no se dejará de evocar la figura de Satanás. ¿No es precisamente este ser el que opone a Dios un rechazo categórico mediante el cual crea su infierno? No debe descartarse la eventualidad de que tal ser exista. Pero que sea posible trazar su retrato de los pies a la cabeza es más arriesgado, porque Satanás se presenta siempre de incógnito, sin rostro, como «no-persona» cuyo ser es noser, cuyo sentido es no-sentido. Su figura encarna todas las resistencias espirituales a Dios. Es difícil llegar a la certeza en lo que concierne a su existencia. Nadie niega la existencia de «fuerzas demoníacas», que están en nosotros y a nuestro alrededor. Pero ¿se puede concluir de ello la existencia del mal personificado en la figura de Satanás? Hay que subrayar que el Vaticano II, al igual que el Nuevo Testamento, no menciona a Satanás más que a título de figura antitética de Cristo, el cual libera del «imperio de las tinieblas y de Satanás». El concilio no se detiene a describir ese imperio. 98
Como decía Karl Barth, «el hombre no tiene vocación de escrutar con curiosidad las tinieblas del infierno, sino de elevar los ojos hacia el Dios redentor para darle gracias [...]»". ¿Qué cabe esperar? Cuando se trata de responder esta pregunta, podemos escrutar nuestros propios deseos. Lo que todo ser desea es vida y felicidad. Podemos intentar saber más. Los exploradores del más allá no han faltado ni siquiera en el siglo XX, que ha sido positivista. Lo que dicen traduce el deseo del hombre y no suele ser más que una proyección. El peligro más temible es aquí la imaginación. La fe cristiana invita a la sobriedad. Confiesa que la esperanza viene de Dios y ha sido introducida en el mundo por Cristo. Por eso hace del reconocimiento de Jesús de Nazaret condición previa de la salvación. «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). A este respecto, «no hay distinción entre judío y griego, pues uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que le invocan [...]» (Rm 10,12). La esperanza que Cristo ha despertado en el mundo es ante todo para hoy; no pone el más allá al alcance de nuestra visión humana. Su resurrección proporciona contenido a la esperanza para después de la muerte, pero es esencialmente una llamada a la responsabilidad. En el más allá seremos semejantes a él y, en cierto modo, nos es ya posible, gracias a su resurrección, tener una intuición de lo que será la condición del ser humano después de la muerte. Pero nosotros conocemos sobre todo la condición requerida para que se cumpla ese destino. La resurrección nos impone el deber de trabajar al servicio de la vida y contra todas las fuerzas de muerte. Es en las opciones existenciales de aquí abajo, por o contra el hombre, donde se vive la resurrección y se decide la existencia en el más allá, con o sin Dios (Mt 25,31). El juicio no se pronuncia desde el exterior. Cada persona debe optar a cada instante entre «la vida y el bien, la muerte y el mal» (Dt 30,15). «¿Por qué permanecéis mirando al cielo?» (Hch 1,11). Al mandar a los discípulos al mundo, los enviados celestes no pretenden dejarlos sin esperanza. Al contrario, los envían a anunciar al mundo una esperanza que el mundo ignora de dónde proviene. Es en el escenario del mundo, allí donde el mal está aún en acción, donde tienen que hacer eficaces las fuerzas de vida. Ahí es donde son discípulos. El cristiano vive plenamente en el mundo, aunque la imagen de este mundo sea efímera (1 Co 7,31). Pero vive su destino humano bajo el signo de la muerte y la resurrección. Por una parte, la muerte de Jesús ha trastocado nuestra idea de Dios. Bonhoeffer escribía desde la cárcel: «Dios está impotente y débil en el mundo, y sólo así está con nosotros y nos ayuda». Pero, por otra parte, su resurrección ha modificado, en contrapartida, nuestra concepción del hombre: 99
Dios ha despojado a los poderes de muerte que hay en el universo y «los ha exhibido en el cortejo triunfal de la cruz» (Col 2,15).
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«En la intimidad de vuestras esperanzas y deseos existe el silencioso conocimiento que está más allá. Y como los granos que sueñan bajo la nieve, vuestro corazón sueña con la primavera. Creed en los sueños, porque en ellos se oculta la puerta de la eternidad». KHALIL GIBRAN, Le prophéte EN una conclusión, el lector puede esperar legítimamente que se le diga la última palabra sobre la cuestión tratada. Pues bien, al término de este trayecto, es forzoso constatar que el mal no ha revelado su secreto y que la última palabra se nos niega. Entre el grito de Job, que se rebela debido a los «decidores de nada», que pensaban consolarle con sus teorías, y el de Jesús, desarmado en la hora suprema, pero que se abandona a la voluntad del Padre, el mismo escándalo atraviesa la Escritura. Ni Job, por más que acabe siendo escuchado por Dios, ni Cristo, a pesar de sus lazos de amistad con el mismo Dios, han disipado el enigma del mal. Su inocencia, y el lazo de confianza que los ligaba a Dios, no han hecho sino duplicar el escándalo. Job y Cristo son a la vez testigos del hombre que sufre y del Dios silencioso. ¿Qué aprendemos nosotros, en efecto, a través de lo que ellos vivieron sino que el sufrimiento, la enfermedad y la muerte forman parte de la verdad de la existencia y que nadie escapa a ellos por cerca de Dios que esté? Considerando sólo el transcurso del tiempo, el justo, decididamente, no es mejor tratado que el malvado. ¿No es Qohelet más lúcido: «El hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra [...]. Todo es vanidad» (Qo 3,19)? Incluso Cristo, por no haber querido cambiar las reglas del juego, conoció la atrocidad de tal suerte, hasta el punto de que el rostro mismo de Dios se oscureció para él. Cada persona se enfrenta así al sufrimiento como a un muro, sin que el enigma se disipe. En estas condiciones, ¿hay que renunciar de una vez por todas a comprender? Extinguir o extender el deseo El anhelo de encontrar justificación para lo que le sucede está en la naturaleza del hombre, por eso le es imposible callarse. A este respecto, hemos visto que las respuestas a la cuestión del mal son plurales. Cada tradición religiosa, cada pensador, cada ser intenta forjarse su propia explicación, aunque, a fin de cuentas, tenga que admitir que el mal es «injustificable». No es nuestra intención pasar revista a toda la gama de teorías 102
explicativas, tanto menos cuanto que ya hemos subrayado sus «impasses». En los extremos encontramos dos que han tenido mucho éxito. Por un lado está la respuesta de Buda que, al mismo tiempo que renuncia a explicar el mal, indica una posible salida en la extinción del deseo que está en su origen. Por otro lado tenemos a los modernos, para los que el sufrimiento, signo de la precariedad de la existencia, es, por el contrario, una incitación a extender el deseo al máximo. Buda, que había conocido la despreocupación, despertó un día a las realidades dolorosas de la existencia' y descubrió una primera verdad, a saber, que la trama misma de la existencia es dolor, malestar. Pero hay una segunda verdad, igual de evidente, a saber, que todo dolor tiene su origen en el deseo, en la sed de placer, el ansia, la esperanza... De ello deriva con toda lógica una tercera verdad: si el origen del dolor es el deseo, no es de extrañar que el final que quepa esperar para el mismo esté ligado a la extinción del deseo. Quien sabe extinguir en sí el deseo extirpa la raíz misma del dolor. Esta extinción, que se obtiene mediante el debido entrenamiento, debe llegar hasta la negación del «yo». Al haber renunciado a todo deseo, el yo puede alcanzar la paz bienaventurada, el Nirvana, y salir del ciclo de los sufrimientos. De esto se concluye que la solución al mal la posee el hombre y consiste en la curación del deseo y de las falsas esperanzas que éste engendra. Esta solución de Buda resulta poco seductora, aunque algunos estén dispuestos hoy a probar la vía que él propone. Para la mayoría de nuestros contemporáneos, el remedio es demasiado costoso y prefieren seguir otra orientación justamente opuesta al budismo, es decir, no la extinción del deseo, sino su extensión. Aunque están de acuerdo en lo que se refiere a la primera verdad de Buda, a saber, que toda la existencia está bajo el reinado del sufrimiento, están menos de acuerdo en cuanto a la segunda, que atribuye el sufrimiento al deseo. Lejos de desterrar el deseo, lo revalorizan. Puesto que el dolor constituye el tejido de la existencia, hay que evitarlo en la medida de lo posible y gozar al máximo de los escasos instantes de respiro que nos deja. Extinguir el deseo equivaldría a renunciar al presente a cambio de nada. Lo que hay que hacer, por tanto es gozar de la felicidad que el presente nos deja y resignarse ante lo inevitable. Ninguna de estas soluciones es satisfactoria a ojos del cristiano. La primera es inhumana, la segunda es ilusoria. Deshacerse del deseo, como quiere Buda, es mutilar al hombre. Pero querer anclar el deseo en el presente es negarlo en su naturaleza misma, porque es propio de la esencia del deseo ser carencia y expectativa de un ser mejor. Si bien es importante que el deseo sea lúcido para no desviarse hacia los ídolos - ésta es la verdad que enseña el budismo-, es importante también escuchar al deseo cuando apunta hacia otra parte y acoger su verdad oculta. ¿Cuál es ésa verdad cuya existencia se siente 103
como frustrada y que, sin embargo, esa misma existencia presiente que anida en lo más secreto de sí misma? Cuando se lanza hacia el futuro, el deseo puede resultar sospechoso. Pero, aunque no merece una confianza ciega, es un indicador cuyo mensaje hay que saber descifrar. ¿Cuál es ese mensaje? El propósito final de la creación Interrogarse respecto de ese mensaje del que es portador el deseo supone interrogarse sobre el propósito final de la creación, objetivo que puede oscurecerse hasta el absurdo cuando el deseo choca contra el mal y queda destrozado. Mientras la cuestión del mal no sea dilucidada, el deseo permanecerá en la incertidumbre respecto de cuál es su aspiración. Ignorará el sentido de la existencia. Por eso el cristiano no se fía del solo deseo, sino que abre su deseo a Cristo para dejarse educar. Si bien Cristo despoja al deseo de sus ilusiones, como se ve en el encuentro con la samaritana (Jn 4), lo despierta también a su expectativa más secreta y lo instruye sobre el propósito mismo de la existencia. Pero Cristo, víctima del mal, ¿es una respuesta a la pregunta que el hombre se hace?; ¿permite su existencia sondear las intenciones de Dios? Recordemos que, decepcionado por sus amigos, Job se dirige a Dios para conocer sus intenciones al probarlo. Incluso después de que Dios haya hablado, Job no posee mayor información. Sigue sin saber por qué él, un inocente, debe sufrir. Las intenciones de Dios no le han sido reveladas. ¿Son más claras en la existencia de Cristo? En su vida no se le ahorra el mal, hasta el punto de ser víctima del mismo, al igual que Job o Sócrates. Y en lugar de revelar las intenciones de Dios, no hace más que obscurecerlas, debido precisamente a su inocencia. A ojos de nuestros contemporáneos, Cristo no ha desvelado en absoluto el enigma del mal. Concluyen más bien que, respecto del mal que hay en el mundo, Dios es moralmente inadmisible. En cierto modo, la existencia de Cristo refuerza en ellos esta convicción. Sin embargo, a través de la existencia de Cristo, su muerte y su resurrección, el mal puede ser comprendido de otra manera. Aquí es preciso retomar la distinción que hacía Kant entre «el fin último de la naturaleza» y «el objetivo final de la creación». Mientras que en Cristo la naturaleza prosigue su curso, sin derogar la ley ineludible de la muerte, la creación ofrece gracias a él un rostro nuevo. Cristo no ha cambiado nada en el orden de la naturaleza: el mal continúa reinando en él como dueño y señor. Si no se considera la finalidad más que desde el punto de vista de la naturaleza, todo puede parecer absurdo, porque la naturaleza trabaja para la muerte. Es una cuna, pero también con certeza un cementerio. El error de las teodiceas ha consistido en querer explicar el mal descubriéndole una finalidad en el orden de la naturaleza. Con Cristo es posible 104
considerar las cosas a partir del «objetivo final de la creación», objetivo que san Pablo describe de la siguiente manera: «Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en noso tros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza» (Rm 8,18-24). Si bien ninguna lógica humana puede acabar con el escándalo del mal, la lógica de la existencia de Cristo es revelación de un amor que no retrocede ante la muerte. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna...» (Jn 3,16). Al compartir la condición humana, Dios se hace, por una parte, en Cristo, «co-víctima de su mundo» 3. Pero es, por otra parte, en el corazón mismo de la condición humana, testigo de un amor inquebrantable. Si a pesar de haber compartido Dios la existencia humana, el escándalo subsiste, es porque entre el amor así manifestado al hombre y el mal siempre hay discontinuidad. En cierto modo, el mal triunfa una vez más en la vida. Pero, al persistir en el amor al Padre, incluso cuando el mal obscurece su rostro, Cristo revela que el amor es más fuerte que la muerte. Una sabiduría que viene de Dios Que el escándalo no pueda ser neutralizado enteramente es posible comprenderlo a partir de la distinción de estos dos órdenes, el orden de la naturaleza y el orden de la creación. Estos dos órdenes no son reconciliados aquí abajo, sin que nosotros podamos aceptar, sin embargo, que se yuxtapongan como dos esferas exteriores la una a la otra. Aunque no se realice en plenitud, es en el orden de la naturaleza donde nosotros querríamos que se dirimiera el objetivo final de la creación. El error de las utopías seculares consiste en creer que la naturaleza podrá ser un día el ámbito de la plenitud humana. Pero, aunque conviene guardarse de estas utopías, no se trata menos de hacer advenir en el orden de la naturaleza, al menos según nuestra capacidad humana, el «objetivo final de la creación». Ésta es precisamente la ética puesta en práctica por Cristo, que combatió el mal sin ser jamás cómplice del mismo. No cedió, sin embargo, a la utopía que habría consistido en 105
prometer la realización de ese objetivo final de la creación en el orden mismo de la naturaleza. Al fijarnos en su existencia, el enigma del mal no desaparece, pero sí se presenta de otro modo. La existencia de Cristo desvela precisamente, con respecto a la fe cristiana, que el «objetivo final de la creación» no es la muerte, sino el amor. Que éste sea, en efecto, el objetivo de la existencia, lo reveló Cristo mediante su manera de vivir y de morir, abriendo un espacio de posibilidad que la muerte parece desmentir permanentemente. Es verdad que, desde el punto de vista de la naturaleza, subsiste la irracionalidad del mal. El mal no es conciliable con la omnipotencia del amor: ambos se excluyen. Tomar la vía de la conciliación, como intentan hacer los sabios, es encaminarse al «impasse». Cristo no lo hizo. Pero su existencia ha manifestado que si bien el amor y el mal son perpetuamente inconciliables, el mal no puede desarmar al amor. Esto es lo que difícilmente entra en la lógica de la sabiduría humana. Pero «¿acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo?». Si el cristianismo puede decir la última palabra sobre el mal, esa palabra no procede del corazón del hombre, sino de la existencia concreta de Cristo; una existencia que permanece en medio de nosotros como un signo de contradicción en la medida en que puede justificar tanto un alegato a favor de la omnipotencia del mal, como a favor de la omnipotencia del amor. El amor triunfa sobre el mal mediante la entrega y el perdón. Al solidarizarse con la condición humana hasta la muerte, Cristo puso al mal en entredicho. No lo eliminó, pero cambió su signo. «Escándalo para los judíos, locura para los paganos», la cruz, símbolo del mal supremo, es para el creyente el lugar donde triunfan el amor y la vida, de manera que «la locura divina es más sabia que los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que los hombres» (1 Co 1,25). Decían los Padres que el cristianismo lo representan - cada uno a su modo - los dos bandidos crucificados con Cristo. El primero no tenía más que insultos en su boca; el segundo ponía toda su confianza en Cristo, que compartía su destino. El primero quería que Cristo ejerciera su poder en el orden de la naturaleza: «¡sálvate a ti y a nosotros!», razonaba según la lógica humana. El segundo, constatando la injusticia en el orden de la naturaleza que no diferencia entre los justos y los injustos, presiente que Jesús es testigo de un orden distinto, que deriva de un poder diferente: «Para nosotros, esto es justo: recibimos lo que nos hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho», y añade: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino [...]» (Lc 23,41-42). Si la muerte es indistintamente para todos «el fin último de la naturaleza», la existencia de Cristo testimonia el «objetivo final de la creación», objetivo oculto a la mirada positivista y cuyo nombre es Amor. 106
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APARECIDO en 1990 en la serie Parcours, mi libro sobre «el mal» fue reimpreso en 1992. Y, pese a llevar mucho tiempo agotado, el libro se ha seguido solicitando. En el momento de pensar en una nueva edición, no he creído oportuno modificar la estructura general que, en forma sintética, ofrecía una visión suficientemente coherente de la cuestión del mal tal como puede abordarla el cristiano con los recursos de su fe. Sin embargo, muchos aspectos merecen una profundización. Para evitar que el texto de base - que permanece inalterado salvo ligeras correcciones - se hiciera farragoso, he resuelto tratar varias cuestiones en forma de anexos. 1.El pecado original. Ha sido mencionado en el capítulo 2, bajo el título El mal interpretado. El pecado original tiende a descargar a Dios de la responsabilidad del mal, desplazando esa responsabilidad al hombre. En este anexo se trata de mostrar cómo se ha introducido en el lenguaje teológico ese concepto de pecado original, así como de examinar los desafíos a los que pretende responder, subrayando su verdad inevitable, pero indicando también los problemas que plantea a nuestros contemporáneos. 2.La reencarnación. Ha sido objeto de una evaluación rápida en el último capítulo del libro, y en el anexo no se trata de retomar toda la cuestión. La reencarnación pretende responder al desafío del mal viendo en él la sanción de las faltas de una vida anterior, pero esta doctrina está en contradicción total con las perspectivas cristianas. Debemos, pues, limitarnos a indicar los puntos de divergencia y los motivos de su rechazo por la fe cristiana, a pesar de la seducción que ejerce hoy en la gente. 3.El infierno. Esta cuestión se ha tratado ampliamente en el último capítulo del libro, pero es también una de las cuestiones más problemáticas y exigía algunos complementos. Dios quiere que todos los hombres se salven, pero esta voluntad universal de salvación se detiene ante la libertad absoluta del hombre, por lo que hay que admitir que ésta puede empeñarse en el rechazo a Dios. La cuestión del infierno revela la imposibilidad de conjugar la misericordia de Dios y la libertad del hombre. Del mismo modo que el pecado original se enfrenta a la dificultad de pensar el origen del mal, el infierno se enfrenta a la dificultad de pensar su final. 4.La debilidad de Dios. Este anexo quiere prevenir una decepción. El lector espera al término de un libro sobre el mal una solución, y se ve remitido a las cuestiones más 109
radicales, que no hacen sino aumentar su perplejidad. El mal sigue siendo un enigma que no deja de tropezar con el silencio de Dios. El mal desbarata todas las soluciones especulativas, pero esto es un prerrequisito para modificar nuestra imagen de Dios. El Dios que se revela en el Evangelio no es el Dios omnipotente al servicio de nuestros deseos de poder, sino un compañero de camino que recorre su propio camino de hombre enfrentándose al mal y comprometiendo a todo hombre en ese combate, pero suscitando también la esperanza de una victoria definitiva sobre el mal la mañana de Pascua.
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LA doctrina del pecado original se formula así en el Catecismo de la Iglesia católica: «Cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído» (§ 404). Y se precisa: «Aunque propio de cada uno, el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado» (§ 405). Esta doctrina, formulada aquí en los términos clásicos del concilio de Trento, ha sido muy contestada. En la época de las Luces se convirtió en «el enemigo común» (Cassirer) de los filósofos. «Los grandes batallones de pensadores del siglo XVIII lanzan un ataque masivo y frontal contra toda idea de caída original, acusándola de desvalorizar al hombre y perjudicar a la idea de progreso»'. No es nuestra intención responder a todas las objeciones en contra del pecado original, sino trazar brevemente la historia que ha conducido a su formulación actual y mostrar su sentido. Pero es imprescindible hacer previamente una triple clarificación: 1.La primera concierne al status dogmático del pecado original. A.-M. Dubarle pone de relieve que no ha sido nunca objeto de una definición dogmática explícita según normas precisas, y no constituye, por tanto, más que una enseñanza común a la tradición occidental, mientras que la oriental ignora el concepto. Incluso en Occidente, en los tres últimos concilios: Trento (1546), Vaticano I (1870) y Vaticano II (1965), fracasaron todos los intentos de hacer que el pecado original pasara al estado de dogma. El concilio de Trento emitió un decreto. En cuanto al Vaticano II, el texto sobre el pecado original que había sido preparado fue explícitamente descartado3. 2.Esta incertidumbre dogmática no autoriza, sin embargo, a rechazar la expresión de pecado original. Según Karl Rahner, «en la teología y en la predicación debe haber una cierta regulación del lenguaje [...]; la historia de la formulación de la experiencia de fe se ha desarrollado de facto de tal suerte que ese término está ahí, y el individuo no puede desembarazarse de él por arbitrio privado»'. El teólogo se ve, pues, en la obligación de explicarlo. Sin embargo, añade Rahner, la predicación y la catequesis deberían siempre fijar la atención en la salvación original antes de hablar del pecado 112
original. 3.Finalmente, conviene hacer desaparecer una confusión. La escolástica distinguía juiciosamente entre el pecado origi nal originante (peccatum originale originans), que designa el pecado personal de Adán, y el pecado original originado (peccatum originale originatum), que designa las nefastas repercusiones de ese pecado de Adán en la naturaleza humana5: privación de la justicia original, naturaleza herida, muerte. Cuando se habla de pecado original sin más precisión, hay que entenderlo en este segundo sentido. Puesto que la expresión «está ahí», la pregunta es: ¿cómo se ha llegado a ella y por qué? Hay que considerar varios momentos. Aquí nos limitaremos a siete breves reflexiones. 1. Adán y Eva, imágenes de la universalidad del pecado Tenemos la costumbre se situar en el origen del mal el pecado de Adán y Eva. Ahora bien, ¿de dónde procede este relato y cuál es su significado? El relato se construyó a partir de un episodio escandaloso ocurrido en la corte real: el amor incestuoso de Amnón y Tamar, hijos de David. Pierre Gibertó ha mostrado que existe una correspondencia entre este acontecimiento real (2 S 13) y el relato de Adán y Eva (Gn 3). Al relatar la historia de Adán y Eva, el autor bíblico no tiene el propósito de pronunciarse sobre la identidad de la primera pareja. Lo que pretende es sacar a la luz la condición pecadora de la humanidad, y el episodio de Amnón y Tamar no es sino un episodio más en una historia humana jalonada por el pecado desde su origen. Es muy evidente que el relato de Adán y Eva no pretende el status de verdad histórica. Es un «mito» (una representación), no una fábula, sino la expresión en modo narrativo, histórico, de una verdad antropológica. Cuenta el drama de una «libertad cautiva» (Ricecur), la nuestra, atrapada en la red de una condición humana ya marcada por el pecado. La verdad del relato no reside en su veracidad histórica, sino en su alcance existencial. Lo que refiere no es el «comienzo» del pecado (historización), sino su «origen» en la libertad de cada persona (estructura ontológica). El relato tiende a subrayar la universalidad del pecado. 2. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» Los evangelios, que no ignoran nada del pecado, no hacen ninguna alusión a la existencia de Adán. Cristo no habla de él. No escruta el pasado, sino que abre al pecador un futuro, es decir, una perspectiva de salvación, sin responder a la pregunta sobre el origen del 113
mal. Es en san Pablo donde reaparece Adán, no como una figura aislada, sino como una figura antitética de Cristo. Si Adán entra en escena, es como imagen universal de una humanidad pecadora, en contraste con la universalidad de la salvación ofrecida por Cristo. Es en su relación con el Cristo histórico como Adán adquiere consistencia de figura histórica singular. De hecho, Pablo es menos sensible a la simetría entre Adán y Cristo que a la disimetría (v. 15: «Pero con el don no sucede como con el delito»). Cristo no viene únicamente a anular el pecado, sino a sobrecompensarlo. Cada vez que compara, Pablo matiza su pensamiento: «No "como"... sino "mucho más"». La economía universal de la gracia es, en re lación con el pecado de Adán, no una simple reparación, sino el don de un aumento de gracia. Paul Ricecur' escribe: «Ahora bien, prototipo y anti-prototipo no sólo son paralelos (al igual que... también...), sino que hay un movimiento del uno hacia el otro, un «tanto más cuanto que», un «con mayor razón»: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). 3. Agustín, «inventor» del pecado original Hay que esperar hasta san Agustín para que se elabore la doctrina del pecado original. La teología de los Padres griegos, que ignora el concepto, sabe, evidentemente, que los hombres están cautivos del pecado. Bernard Sesboüé escribe: «Hasta el periodo de Agustín, el Oriente cristiano no posee el concepto propio de un pecado original que afecta a toda la humanidad, pero mantiene vigorosamente que la humanidad se encuentra en una situación se separación de Dios, de "corrupción" con respecto a su vocación y de necesidad radical de salvación. Sin la gracia de Cristo, la humanidad iría a la perdición» 8. Es a san Agustín a quien se debe la «invención» del concepto, en un contexto muy preciso, pues debía batirse en dos frentes9, por un lado, contra los maniqueos y, por el otro, contra los pelagianos. Contra los maniqueos invoca el pecado original como una alternativa a su concepción del origen del mal. Mientras que los maniqueos ven en el mal una sustancia extraña, constitutiva de nuestra naturaleza, Agustín descubre, a través de su ex periencia personal, que la fuente del mal no está en el exterior del hombre, sino que deriva de una libertad deficiente, cautiva, presa con unas cadenas que le vienen de Adán. La fuente de mal no está fuera de nosotros, en un principio maligno, sino que está en nosotros, introducida en nuestra naturaleza humana desde los orígenes por la falta de Adán. El pecado original no es una naturaleza extraña en nosotros, sino una perversión de nuestra propia naturaleza hecha extraña a sí misma.
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Contra los pelagianos, Agustín insiste en que, al negar el pecado original, eliminan la necesidad de la redención. Su principal argumento en favor del pecado original es el bautismo de los niños, signo de que están separados de Dios. ¿Por qué habría de bautizar la Iglesia a un recién nacido si no estuviera marcado, desde su nacimiento, por el pecado original? Fue en el momento del conflicto con Pelagio cuando Agustín estableció una estrecha correlación entre la necesidad del bautismo y el pecado original'° La cuestión que se le plantea entonces a Agustín es la siguiente: ¿cuáles son los efectos en nosotros del pecado de Adán? Athanase Sage observa a este respecto una evolución de Agustín en tres fases". Hasta el 397, estimaba que la única pena heredada de Adán era la muerte corporal. A partir del 397, incluye en esa herencia negativa no sólo la muerte corporal, sino también la muerte del alma. Es a partir del 412, comienzo de la crisis pelagiana, cuando añade la idea de una transmisión del pecado mismo de Adán, y ello por modo de generación. Este pecado heredado de Adán basta para acarrear la condena de la humanidad a la muerte eterna, a menos que sea redimido por la gracia del bautismo. Esta tesis de Agustín se convirtió en la doctrina común de la Iglesia al hilo de los concilios. Es preciso calibrar la importancia de esta evolución. Para el Antiguo Testamento, Adán era imagen de la humanidad pecadora, el primero de una serie de pecadores - cada uno responsable de su propio pecado-. Mientras que en Pablo, Adán, imagen de una humanidad totalmente encerrada bajo la ley del pecado, no aparecía más que en contraste con Cristo salvador, en Agustín, Adán se hace responsable, por su pecado personal, de un pecado que repercute, de generación en generación, sobre toda la humanidad, y del que sólo Cristo puede liberar. No es menos verdad que, en Agustín, esa importancia concedida a Adán como figura histórica continúa desplegándose a la sombra de Cristo y sólo se comprende en función de la salvación ofrecida al pecador. 4. Del concilio de Trento al Vaticano II En el concilio de Trento (1545-1563), uno de los primeros decretos se consagró al pecado original (sesión V, del 17 de junio de 1546)'. El debate sólo se entiende con el trasfondo de las tesis de Lutero. El enfoque de la definición ontológica (privación de la gracia), Lutero lo sustituía por el enfoque de la experiencia: el pecado original es un hecho que cada persona puede verificar por sí misma, porque en toda persona sobrevive bajo la forma de la libido. Según Lutero, el bautismo no elimina el pecado original, como pretende la escolástica, puesto que es evidente que experimentamos su virulencia bajo la forma de la libido; el bautismo no hace más que cubrirlo: Dios no deja de «imputárnoslo», sin eliminarlo, de mane ra que el bautizado, pese a estar justificado, 115
sigue siendo pecador: simul peccator, simul justus. En este aspecto, Lutero pretende inscribirse en la línea de pensamiento de san Agustín13 ¿Qué dice el concilio de Trento? Que el pecado de Adán - dice en el canon 3 - fue «transmitido por propagación [hereditaria], y no por imitación» (propagatione, non imitatione transfusum). Pelagio (y Erasmo en tiempo de Lutero) decía: todos somos Adán, porque todos pecamos como Adán, por imitación. Ahora bien, el concilio dice: no somos sólo pecadores a la manera de Adán, sino que nuestra naturaleza se ha visto afectada por el pecado de Adán, que se ha propagado a todo el género humano. El texto precisa que la transmisión se efectúa por propagación, término que quiere evitar el de generatio (utilizado por Agustín), a fin de eludir que se cuestione la sexualidad y, por lo tanto, el matrimonio. Por otra parte, el decreto no dice en ninguna parte que esa propagación sea «hereditaria», que es un añadido desdichado de las traducciones. El concilio pone el acento en la «difusión» universal del pecado de Adán - término vago que evita pronunciarse sobre el modo de difusión. Con vistas al Vaticano II se preparó un esquema cuyo texto se encuentra en Baudry (véase nota 3) y que se titulaba: «El pecado original en los hijos de Adán», dicho de otro modo, se quería que el concilio se pronunciara sobre el pecado original originado. De hecho, el texto preparatorio habla abundantemente también del pecado de Adán (originante). Pretendía combatir los errores modernos con un estilo conservador y repetitivo. Además, el texto deslizaba junto a propagatio el tér mino generatio, que Trento había precisamente querido evitar: ¡propagatione seu generatione transfunditur! El esquema iba, pues, en el sentido de un endurecimiento. Fue de entrada descartado del programa definitivo del concilio, que no abordó en ningún momento explícitamente la cuestión, de la que, no obstante, se encuentran ecos en diferentes textos14. 5. Secularización del pecado original ¿Dónde nos encontramos hoy? Se puede constatar que, al mismo tiempo que se han acumulado las quejas contra él - la lista de las cuales sería demasiado larga`-, el pecado original reaparece con insistencia en ciertos discursos bajo apariencia más o menos nueva, aunque a veces es irreconocible. Con la imagen del «mal radical», Kant es sin duda el más próximo a la idea de pecado original. Mientras se extiende en torno a él la idea de una «naturaleza buena» (Rousseau), él afirma, por el contrario, sobre la sola base de la experiencia, que «el hombre es malo por naturaleza» 16. Si bien habla de un mal radical - no un mero accidente, sino una tendencia mala-, ya no lo vincula, sin embargo, al pecado de Adán. Kant remite a la experiencia: el mal se constata en la «oposición efectiva» que cada persona puede observar en sí misma entre el libre albedrío y la ley. 116
Sobre la base de esta experiencia se autoriza a hablar de una «perversión del corazón» e incluso de una «falta innata», lo que nos sitúa en los alrededores del «pecado ori ginal»", aun cuando, a ojos de Kant, la representación que proporciona de él la Biblia es inadecuada. Lo que aquí nos interesa no es tanto la solución kantiana cuanto el reconocimiento de una libertad que no actúa sólo «para» el mal, sino «por» el mal"; un mal que tiene influencia sobre la libertad antes de cualquier decisión. Pero ¿dónde situar el origen de este mal radical? Kant no tiene una posición unívoca. Si es incorporado a la idea de una servidumbre que afecta a la libertad en su raíz, el origen de esa servidumbre sigue siendo un enigma. «No existe, pues, para nosotros una razón comprensible para saber de dónde habría podido en principio venir»: Unbegreiflichkeit19. Ésta es la última palabra de Kant sobre el origen del mal. En cuanto a una posible liberación, tampoco cree que pueda venir de la mera voluntad, aunque ésta no deba contar más que consigo misma. Pero habiendo tenido la experiencia de sus límites en la búsqueda del bien, el hombre no puede sino alimentar la secreta esperanza de que lo que él no pueda realizar por sí mismo, podría serle dado «por otro lado». Cuando se ven las mutaciones que ha sufrido el pecado original en los pensadores modernos", lo que les parece inmoral es la transferencia de la culpabilidad de Adán a toda la humanidad. Por eso, para evitar esta dificultad, hacen sufrir al pecado original una doble modificación. Por una parte, eliminan la dimensión de «pecado» para reducirlo a un simple fallo en la naturaleza humana o incluso a la simple finitud. Y, por otra parte, cuentan con las meras «fuerzas de la naturale za humana» para reducir este fallo. Tal reducción comporta un doble alejamiento con relación a la doctrina cristiana: por una parte, porque el origen del «pecado original» ya no es la libertad humana; y, por otra, porque el hombre, que ostenta el poder de pecar, posee también la capacidad de liberarse del pecado. Kant parece haber sido el único en percibir el «impasse» al que conduce esta reducción, porque deja persistir, por una parte, el misterio del origen y, por otra, porque presiente la imposibilidad para el hombre de acabarse sin la «ayuda divina»'. Esta confesión de ignorancia es sin duda preferible a un falso saber. 6. Cristo antes que Adán Estos ensayos de secularización del pecado original no han resuelto el enigma del mal presente antes de cualquier iniciativa de la libertad. El pecado original deja perplejos a nuestros contemporáneos. En 1996, Pablo VI, que era consciente de las dificultades que presenta al pensamiento, suscitó un coloquio en la Universidad Gregoriana (Roma) sobre el tema siguiente: «El pecado original ante la ciencia y el pensamiento contemporáneos», 117
cuyo programa esbozó así: «Propongo que se centren en el estado actual de la exégesis y la teología católicas con respecto del dogma del pecado original, refiriéndose especialmente a los resultados de las ciencias naturales modernas, como la antropología y la paleontología. El fruto de esta investigación debería ser una definición y una presentación del pecado original que sean más modernas, es decir, que satisfagan mejor las exigencias de la fe y la razón tal como son sentidas y expresadas por los hombres de nuestro tiempo»`. Este programa aún espera su realización. La historia del pecado original que acabamos de recordar indica claramente, sin embargo, la perspectiva teológica que hay que adoptar, a saber, que en toda elaboración del concepto, Adán debe siempre ser subordinado a Cristo. A este respecto, sería instructivo releer lo que dice el «Catecismo para adultos» de los obispos alemanes, porque es sin duda el que ha ido más lejos a la vez en la fidelidad a la tradición y en apertura a las cuestiones que se plantean hoy a propósito del pecado original`. Para hacer justicia al tema del pecado original, comienza citando a san Pablo: «Por un hombre entró el pecado en el mundo» (Rm 5,12); pero lo enmarca enseguida oponiendo al primer Adán el segundo, el nuevo Adán, Jesucristo: «Por tanto, como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres [...]. Pero con el don no sucede como con el delito. Si por el delito de uno murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos! [...]. Si por el delito de uno reinó la muerte por un hombre, ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por uno, por Jesucristo!» (Rm 5,12.14.15.17). El pecado original se sitúa aquí en una perspectiva cristológica, la única que revela plenamente su verdad y que hace aparecer, retrospectivamente, su virulencia'. Si queremos exponer hoy la doctrina del pecado original, debemos, pues, partir no ya del pecado de Adán, como hace el concilio de Trento, tributario de su marco cronológico, sino de Jesucristo, porque es retrospectivamente, con respecto a la salvación ofrecida en Cristo, como comprendemos la gravedad de la situación pecadora del hombre. Sin la luz de Cristo nos resulta imposible comprender que nuestra condición originaria «no comporta por sí misma la amistad con Dios ni la participación en su vida»2s. 7. Dos dificultades actuales Esta puesta en perspectiva no disipa totalmente todas las dificultades con respecto al 118
tema del pecado original. El catecismo alemán, menciona dos que estuvieron en el corazón de los conflictos recientes, pero que hoy parecen superadas: •Una primera dificultad concierne al monogenismo (una única pareja en el origen de la especie humana), tesis que gozaba de favor en la Iglesia y que fue contestada por las teorías de la evolución, para las cuales el poligenismo parecía más verosímil. En 1950, Pío XII negó a los sabios católicos el derecho a suscribir el poligenismo, porque, decía el papa, «no se ve, en efecto, ninguna manera de hacer concordar esa doctrina con lo que enseñan las fuentes de la verdad revelada y lo que proponen las actas del Magisterio eclesiástico sobre el pecado original, pecado que tiene su origen en un pecado verdaderamente personal cometido por Adán y que, extendido a todos por generación, se encuentra en cada persona y le pertenece como propio» 26. Esta dificultad ya no existe verdaderamente, en la medida en que, suscribiendo el poligenismo (que es una hipótesis), se mantiene que el género humano es uno y que el pecado es universal, porque esta «humanidad, que forma un todo, rechazó desde el principio la oferta divina de salvación». •La segunda dificultad, más temible, tiene que ver con la idea de pecado «hereditario», transmitido por generación. Esta idea parece hoy escandalosa, en la medida en que hace pesar sobre los hijos un pecado cometido por los padres. A este respecto debe subrayarse que, al hablar de «pecado hereditario» (Erbsünde, dicen los alemanes), hay que poner el acento no sobre la condición hereditaria - término que no aparecía en el texto del concilio de Trento-, sino sobre «el estado de decadencia general en que se encuentran el hombre y la humanidad». Igual que en la dificultad precedente, no debe salvaguardarse tanto la unicidad de la pareja inicial cuanto la universalidad del pecado, aquí, igualmente, lo que importa no es tanto la idea hereditaria cuanto la de solidaridad en el pecado de toda la humanidad. Sea cual sea la manera de entender el pecado original, prescindir de la solidaridad en el pecado atentaría contra la solidaridad en la salvación de Jesucristo27. ¿Con qué quedarse de estas reflexiones? En primer lugar, una constatación: si bien el concilio Vaticano II fue relativamente discreto sobre el pecado original, no lo «olvidó». Pero lo que estaba a la sombra en el concilio, ha salido a escena después de su clausura. En segundo lugar, un pronóstico: cabe presumir que esa vuelta se ha debido al hecho de que algunos consideraban que, en el concilio, el «pecado original» había sido, o bien excesivamente desdeñado, o bien interpretado en un sentido demasiado débil. Ante este riesgo de olvido o desviación, el magisterio ha recordado que el pecado original forma parte de las verdades de la fe católica. Finalmente, una evaluación: los esfuerzos realizados para hacer una interpretación del pecado original que sea sostenible «ante la 119
ciencia y el pensamiento contemporáneos» han sido poco convincentes, tanto desde el punto de vista teológico como científico. La ganancia más clara de estos debates sobre el pecado original es el haberlo situado en una perspectiva más correcta, a saber, la subordinación del pecado a la salvación, de manera que lo positivo precede a lo negativo. La universalidad del pecado no es sino el «reverso» - por retomar la expresión del Catecismo de la Iglesia católica - de la universalidad de la salvación. Queda pendiente la insoluble cuestión del origen del mal. Ya san Agustín, que pensaba que, con el pecado original, había resuelto el enigma del origen del mal, debía confesar su perplejidad al reconocer que no permitía eliminar todos los interrogantes. Aunque rechaza la solución maniquea y admite que el origen del mal está en el hombre, no logra verdaderamente salir del laberinto de las preguntas. «Cuando quería o no quería alguna cosa, estaba certísimo de que era yo y no otro el que quería o no quería; y ya casi, casi me convencía de que allí estaba la causa del pecado; y en cuanto a lo que hacía contra voluntad, veía que más era padecer que obrar, y juzgaba que ello no era culpa, sino pe na, por la cual confesaba ser justamente castigado por ti, a quien tenía por justo. Pero de nuevo decía: "¿Quién me ha hecho a mí? ¿Acaso no ha sido Dios, que es no sólo bueno, sino la misma bondad? ¿De dónde, pues, me ha venido el querer el mal y no querer el bien? ¿Es acaso para que yo sufra las penas merecidas? ¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma esta semilla de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor, ¿de dónde procede el diablo? Y si éste de ángel bueno se ha hecho diablo por su mala voluntad, ¿de dónde le viene a él la mala voluntad por la que es demonio, siendo todo él hechura de un creador bonísimo?". Con estos pensamientos me volvía a deprimir y ahogar, si bien no era ya conducido hasta aquel infierno del error donde nadie te confiesa, al juzgar más fácil que padezcas tú el mal, que no sea el hombre el que lo ejecuta» (Confesiones VII, 3, 5).
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DE acuerdo con la idea más habitual, la reencarnación concierne al destino del alma humana, que, después de la muerte, volvería a encontrar otro cuerpo'. Ya Platón sugería la idea: «Son cosas bien reales: revivir; de los muertos provienen los vivos, las almas de los muertos tiene una existencia. Una condición mejor para las almas buenas, peor para las malas» (Fedón 72 d-e). Esta doctrina seducirá a mentes tan esclarecidas como Lessing o Goethe, y aparecerá también en el movimiento de la «New Age». Aunque tiene múltiples variantes, reposa en una misma convicción de base originaria de la antigua India, a saber, que «el alma intercambia siempre los cuerpos viejos por los nuevos» (Bhagavad-Gita II, 22)2. Hoy ya no es una doctrina al margen de la fe cristiana. La reencarnación ejerce, efectivamente, una extraña seducción en Occidente, incluso entre los cristianos. Según una encuesta del Instituto Gallup, en 1983 casi una cuarta parte de los europeos estaban convencidos de su verdad. Según otros sondeos, atrae a más de un veinticinco por ciento de los cristianos, y hay un cuarenta y ocho por ciento que considera que la reencarnación es compatible con la resurrección. Nuestro propósito aquí no es presentar la serie de argumentos en favor de esas vidas anteriores que supone la reencarnación, sino subrayar la incompatibilidad entre esta doctrina y la fe cristiana, aunque haya quien pretenda hacerlas cohabitar. ¿Cuál es la causa del éxito de esta doctrina en Occidente? Pues que la reencarnación se percibe desde un ángulo ventajoso para el hombre, lo que no ocurre en la tradición oriental. Mientras que en el hinduismo, y más en general en la tradición oriental, la reencarnación es temida como una «desgracia», al ser comprendida como una sanción infligida al alma insuficientemente purificada, en cambio, a ojos de los occidentales, es percibida como una liberación y una nueva oportunidad: ningún fracaso es definitivo. Pesimismo de un lado, optimismo del otro3. Sobre esta diferencia de percepción, he aquí como se expresa Walter Kasper: «Entre las teorías orientales sobre la reencarnación (hinduistas y budistas) y las teorías occidentales hay una diferencia fundamental. Para la religiosidad oriental, el ciclo de los renacimientos es algo temible de lo que se quiere escapar, liberarse; la teoría del retorno a un cuerpo está ligada de manera inseparable al tema de la falta y la expiación, de la purificación o catharsis; la rueda del renacimiento es un castigo y una maldición que suscita espanto.
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En nuestro pensamiento occidental, por el contrario, la posibilidad de la reencarnación significa una nueva ocasión positiva - para la cual una sola vida es demasiado breve - en cuanto al objetivo de realizar todas las posibilidades huma nas y rescatar una vida fracasada. Aquí, la reencarnación no es en absoluto un peso, sino más bien un consuelo: a la persona se le abren nuevas posibilidades. No se encuentra, pues, bajo el signo de la liberación de la sed de existencia, sino de la auto-realización en la existencia. Aún más, se inscribe en el optimismo en cuanto al progreso típico de Occidente... »4. Con independencia de esta divergencia de comprensión entre Occidente y Oriente, con la reencarnación nos encontramos en un registro totalmente ajeno a la fe cristiana. Entre la reencarnación y la perspectiva de la resurrección, la contradicción es flagrante, al menos en cuanto a tres puntos. 1.De entrada nos encontramos con dos divisiones inconciliables del tiempo y de la historia. La reencarnación supone un tiempo cíclico, reversible: «Las existencias terrestres son numerosas. Nuestra vida actual no es nuestra primera existencia corporal ni será la últimas. Nunca se decide nada de manera irreversible. Para la tradición bíblica, por el contrario, la categoría fundamental es «de una vez por todas»: «La suerte de los hombres es morir una sola vez, después de lo cual viene el juicio» (Hb 9,27ss). A este pasaje de la Carta a los Hebreos remite el concilio Vaticano II al hablar del «único plazo de nuestra vida terrena» (LG 48). 2.La segunda oposición es antropológica. Mientras que la reencarnación desarrolla una antropología dualista, la resurrección supone una antropología unitaria. En la reen carnación, el alma se juega su destino a través de múltiples cuerpos, sin estar ligada definitivamente a ninguno. Sus migraciones prosiguen hasta la liberación definitiva. Si bien hay salvación para el alma, no la hay para el cuerpo. En la concepción cristiana, la resurrección es, por el contrario, promesa de una salvación no sólo para el alma, sino para el hombre entero. Al hablar de la constitución del hombre, el concilio Vaticano II insiste en esta unidad: cuerpo y alma son «verdaderamente uno», lo que impide el desprecio de la vida corporal y debe incitar al respeto por el cuerpo, «que ha sido creado por Dios y ha de resucitar en el último día» (GS 14). Cuerpo y alma constituyen una unidad inseparable, y su destino común se expresa precisamente en la resurrección. 3.La tercera oposición es soteriológica: tiene que ver con la concepción de la salvación. En la reencarnación, cada persona realiza su propia salvación gracias a sus méritos. «En toda nueva existencia, el alma progresa en proporción a sus esfuerzos. Todo el 123
mal cometido será reparado por expiaciones personales que el espíritu sufrirá en el curso de encarnaciones nuevas y difíciles»6. La victoria sobre el mal puede alcanzarla cada persona. Ahora bien, para la fe cristiana, el destino del hombre no está en juego en el plano del mérito, sino en el de la gracia: «Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2,8ss). Mientras que la doctrina de la reencarnación depende de las técnicas de salvación, la fe pone su confianza en la gracia de la salvación. Es este último aspecto el que marca la oposición más radical, porque la reencarnación conduce a la negación de la redención. En la teoría de la reencarnación, «el alma se salva por su propio esfuerzo. Se sostiene, por tanto, una soteriología auto-redentora, totalmente opuesta a la soteriología hetero-redentora cristiana. Si se suprime la heteroredención, ya no se puede hablar en absoluto de Cristo redentor»'. Éste es el reproche que ya san Agustín hacía a los pelagianos cuando apelaban a las capacidades naturales del hombre para lograr la salvación, olvidando la necesidad de la gracia. Así, la teoría de la reencarnación adolece no sólo de una temporalidad ilusoria y una antropología deficiente, sino que hace, por añadidura, inútil a Cristo. Este último aspecto es el motivo principal que explica la resistencia del cristianismo a su seducción, y el rechazo de todo compromiso, a pesar de lo que algunos pretenden. Cuando el Evangelio ve en Juan Bautista el retorno de Elías (Mt 11,14), hay quien ha querido interpretarlo en el sentido de la reencarnación. Pero el argumento no se sostiene. Ya Orígenes, en el siglo 111, al pedirle que fuera favorable a la creencia en la reencarnación, hacía observar que, en el caso de Juan Bautista, se trata, no de un retorno corporal de Elías, sino, como precisa el evangelio de Lucas, de una venida «con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1,17). El debate sobre la reencarnación no es únicamente especulativo. Es preciso poner de relieve sus planteamientos existenciales. Al ver en el mal que se experimenta la justa reparación del mal cometido en una existencia anterior, la reencarnación sume al hombre, o bien en una lucha desesperada con tra el mal del que es víctima, o bien en la falsa ilusión de unos mañanas luminosos. Frente a esta creencia, la fe cristiana presenta la esperanza nacida del acontecimiento pascual: Cristo muerto y resucitado. «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? [...] En todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8,35.37).
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LA cuestión del infierno es una de las más inquietantes de la fe cristiana. La idea de que un ser pueda sellar su destino en el mal sin vuelta atrás resulta insoportable. ¿Hay un infierno eterno? Esta idea atormentaba a Marie Noel hasta tal punto que le impedía dormir. ¿Cómo ser feliz en el paraíso sabiendo que, al lado, otros son desdichados? Marie Noel escribe: «El paraíso estará eternamente inquieto como una buena familia que, por desgracia, tiene a uno de sus hijos en la cárcel o a un hermano en el psiquiátrico y no encuentra consuelo»'. A sus ojos, el paraíso sólo estará en paz cuando llegue la victoria definitiva de Cristo sobre el infierno. ¿Habría que desterrar de la fe cristiana la idea de un infierno eterno? 1. Desde la Antigüedad, rechazando la perspectiva desesperante de un infierno eterno, ha habido una corriente que se ha representado el desenlace final del juicio de Dios como el restablecimiento de todas las cosas en su estado inicial, que es lo que se llama la doctrina de la «reconciliación universal». Al final de la historia, según una opinión generosa atribuida a Orígenes, todos los condenados, incluido el diablo, experi mentarán un retorno a la gracia. ¿Es esta doctrina defendible? La expresión «reconciliación universal» (apokatastasis pantón) no se encuentra más que en un solo lugar (Hch 3,21), pero pueden hallarse equivalentes (Ef 1,10; Col 1,20). ¿Se trata en este caso de una abolición del infierno? En todos estos textos no se hace referencia a una reconciliación universal al final de los tiempos, sino al cumplimiento de las promesas de Dios en Jesucristo. En lo que respecta a sus apoyos bíblicos, la doctrina de la apocatástasis es, pues, por lo menos contestable. Aunque Orígenes, el primero en hablar de apocatástasis, fue condenado, su tesis no dejará de ser apoyada especialmente por los llamados Padres «misericordiosos». Y tiene también adeptos en nuestros días3. Sin embargo, no ha sido esta tradición la que ha prevalecido en Occidente, donde se ha impuesto la línea dura desarrollada por Agustín, para el que la eternidad del infierno forma parte de la revelación (Ciudad de Dios XXI, 23). Refiriéndose al versículo de Isaías: «Su fuego no se apagará» (Is 66,24), constata que, en el evangelio de Marcos, Jesús remite tres veces a este versículo (Mc 9, 4348), signo de la importancia que hay que atribuirle: «No le ha importado repetir tres veces las mismas palabras en un solo pasaje. ¿Quién no temblaría ante semejante insistencia y ante esta vigorosa proclamación de tal castigo por la boca misma de Dios? (Ciudad de Dios XXI, 9, 1). En nombre de la evidencia de los textos, Agustín condena sin piedad a 126
Orígenes y a los «misericordiosos», que le parecía que daban prueba de una «afección demasiado humana» cuando se apiadaban de la suerte de los condenados. 2. A primera vista, los textos del Nuevo Testamento abogan en favor de la tesis de Agustín. Jesús hace clara alusión a un doble desenlace del juicio, bienaventuranza o condena. En Mateo 7,13 distingue dos caminos; por un lado, «el camino que lleva a la perdición» y, por otro, «el camino que lleva a la vida». En el juicio final, donde se efectúa la separación entre los hombres, los malvados serán enviados al infierno: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25,41). Por otra parte, Jesús habla de quienes son «reos de la gehenna de fuego» (Mt 5,22) o también de los que serán «echados a las tinieblas de fuera» (Mt 8,12). Según Lucas 16,23, el rico soporta los «tormentos» del infierno, mientras que el pobre Lázaro está en el «seno de Abraham». Pablo, la principal referencia en favor de la reconciliación universal, habla también de una posible «perdición»4. Aunque algunos textos del Nuevo Testamento hablan, en efecto, de perdición, otros no ponen menos el acento en la voluntad salvífica de Dios que no excluye a nadie. ¿Cómo conciliar estos dos aspectos? Se ha hecho notar que los primeros, los que hablan de un «juicio con dos desenlaces posibles», a saber, perdición o salvación, llevan el sello del periodo prepascual: Jesús utilizando imágenes propias de la mentalidad de los judíos de su tiempo, mientras que los segundos serían en su mayoría del periodo postpascual. Después de la experiencia de la Pascua, en especial en Juan y Pablo, el tono, efectivamente, cambia. El sentimiento dominante es que, en Jesús, «Dios ha mostrado misericordia» (Rm 11,32). «Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres» (Tt 2,11). ¿Puede concluirse que los segundos sustituyen a los primeros y que la existencia humana está en adelante bajo el régimen, no ya del juicio, sino de la misericordia? Indudablemente, hay contraste entre el mensaje prepascual, centrado en el juicio y la posibilidad de perdición, y el mensaje postpascual, sensible a la misericordia de Dios y a la universalidad de la salvación. ¿Hay que escoger entre ambos, renunciar a los primeros en beneficio de los segundos? Sin duda conviene empezar por no endurecer las oposiciones. Urs von Balthasar, que aboga, sin embargo, en favor de una salvación universal, no pone menos en guardia contra una opción demasiado unilateral: «No puede decirse que es posible reducir a un sistema único que englobe los dos aspectos, que el miedo, reivindicado por los primeros textos, ante la perdición eterna sea superado por los textos que insisten en el segundo aspecto, en beneficio de un saber sobre el desenlace del juicio; sí puede decirse, en cambio, 127
que la imagen del juicio en el Antiguo Testamento, muy unilateral con raras excepciones, se ve esclarecida (el Juez es el Salvador) y que, en consecuencia, la esperanza triunfa sobre el miedo» 5. 3. ¿Cómo salir de la indecisión? Es posible ver esbozarse en los teólogos dos opciones opuestas, cada una de las cuales se apoya sobre una argumentación que tiene su propio valor. Sin ignorar las palabras de amenaza, Urs von Balthasar pone el acento en la esperanza de una salvación para todos, según el título de su libro: «Esperanza para todos». Se le ha reprochado que favorezca un optimismo despreocupado. Pero no se trata ni de despreocupación ni de certeza, sino de la audacia de la fe, apoyada en la promesa de salvación ofrecida a todos. «Mi obra no tiene verdaderamente nada que ver con semejante despreocupación. Yo considero que por grave que pueda ser algo, no es la justicia de Dios la que lo castiga, sino su amor»6. E invita, por tanto, a invertir nuestras afirmaciones sobre el infierno. No puede decirse: «Yo espero estarlo; en cuanto a ti, no sabría decir con certeza que estás entre los elegidos». La esperanza tiene que ver con el destino de los demás, sin que yo sea excluido de él. «En efecto, si yo tengo esperanza en tu caso, en el de otros, en el de todos, tengo, en definitiva, derecho a incluirme en esa esperanza»'. Jürgen Moltmann, que se sitúa en la misma línea, refuerza aún más esta primera opción. En el punto de partida sitúa la decisión de Dios a la que nada puede resistirse. Pues bien, esta decisión es salvar. «¿Quién decide la salvación de los hombres perdidos y dónde se toma esa decisión? Todo teólogo cristiano debe responder: Dios decide en favor del hombre y de su salvación. "Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rm 8,31). ¡Ni siquiera nosotros mismos! Dios está por nosotros: esto está decidido de una vez por todas en la entrega de sí mismo de Cristo y en su resurrección... Ninguna decisión humana puede modificar su decisión»8. La reconciliación ofrecida a los hombres no concierne únicamente a un pequeño número, sino al cosmos (2 Co 5,19) o al mundo (Jn 3,16). Si bien los textos hablan de condena, en ninguna parte se dice que sea eterna en sentido absoluto9, sino únicamente que tiene una duración indeterminada. 4. La segunda opción argumenta, no ya a partir de la decisión divina de salvar, sino a partir de la libertad humana, que puede llegar hasta encerrarse en el rechazo a Dios. Si se ex cluye la posibilidad del infierno - estima Karl Rahner-, no se toma realmente en serio la libertad del hombre. Es verdad que el infierno no es una creación de Dios, porque ello equivaldría a hacer de Dios el origen de un mal absoluto, pero es justamente obra de la libertad que se traza sus propias fronteras encerrándose en la negación de Dios. «Cristo no entrega a nadie a la perdición - escribe el cardenal Ratzinger-, él es exclusivamente salvación. No decreta la condenación, que está allí donde el hombre está lejos de él, que 128
proviene de persistir en el egoísmo. La palabra de Cristo como oferta de salvación mostrará, pues, sin equívocos que el hombre perdido ha trazado él mismo las fronteras que le separan de la salvación»'° Karl Rahner argumenta en el mismo sentido. Al mismo tiempo que se niega a poner al mismo nivel el discurso sobre el «cielo» y el discurso sobre el «infierno», porque el desenlace positivo procede de una esperanza irrefrenable nacida de Dios, no descarta que la eventualidad de la perdición definitiva deba ser tomada en serio por todo hombre, sin que sea posible «eliminar, por así decirlo, la incertidumbre de su historia individual de salvación»". Aunque no puede excluirse la posibilidad de la perdición absoluta como término de una libertad culpable, no se debe, sin embargo, ir más lejos. Hay que limitarse a esta posibilidad, renunciando a pronunciarse sobre la condenación efectiva de un ser concreto, por hundida en el mal que haya podido estar su vida aquí abajo. El hombre «no tiene necesidad de saber más sobre el infierno»'. Es importante no desequilibrar la fe poniendo en el mismo plano la opción negativa de la libertad y la opción positiva en favor de la salvación. Las dos vías, positiva y negativa, no están en igualdad con respecto a la fe. Lo que anuncia Cristo no es la perdición, aunque sea una posibilidad, sino la salvación ofrecida por Dios. «La incertidumbre concerniente a la posibilidad de que la libertad desemboque en la perdición se encuentra al margen de la doctrina según la cual el mundo y la historia del mundo, como todo, desembocan de hecho en la vida eterna junto a Dios»13. La doctrina del infierno debe, pues, quedar «al margen» y no ocupar el centro de la fe, la cual tiene su punto culminante en la salvación y la esperanza que ésta autoriza. En conclusión, la posibilidad del infierno no puede ser descartada en nombre de la misericordia de Dios, como hace la doctrina de la apocatástasis. Sin el mantenimiento de esta posibilidad, se descarga, sin mayores inconvenientes, al hombre de su responsabilidad y se favorece, se quiera o no, la despreocupación por la salvación. Sigue subsistiendo para nosotros una aporía insuperable entre la misericordia de Dios y el respeto absoluto por la libertad humana, al que Dios mismo se fuerza. El infierno sigue siendo una posibilidad que pone de relieve la tragedia de la libertad humana, pero la idea del mismo sólo es soportable si está subordinada a la voluntad de Dios de que todos los hombres se salven. Esta promesa de salvación es lo que impide desesperar del hombre y lo que permite a todos tener esperanza14.
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LA cuestión del mal no deja de reaparecer en la actualidad y lleva siempre a los mismos «impasses». En ningún sitio se encuentra una respuesta tranquilizadora. El dramático tsunami que asoló las costas de los países asiáticos mostró que el mal no tiene un territorio delimitado, sino que se le encuentra en cualquier lugar del mundo. Golpea al azar, sin diferenciar entre buenos y malos. E incluso, como dice Job, con suma frecuencia los malvados permanecen con vida, mientras que los inocentes son las primeras víctimas. El desastre del sur de Asia sirvió de ilustración. Frente a esta oleada de mal, no puede uno impedirse, con Job, interpelar a Dios:
En la Biblia, el creyente no trata de velarse el rostro o concederse consuelos fáciles. Las víctimas del mal no cesan de hacer oír sus quejas. El salmista se siente «cercado por doquier» (Sal 88,18) y protesta: «Estoy harto de males, con la vida al borde del infierno» (Sal 88,4). Es verdad que el hombre religioso acaba siempre por volverse hacia Dios, no para acusarle, porque no puede ser el origen del mal, sino para in terrogarle, impaciente por obtener explicación, y sobre todo para solicitar su ayuda: «Presta oído a mi clamor» (Sal 88,3). «Tú eres mi Dios, salva a tu siervo que confía en ti» (Sal 86,2). El hombre bíblico está convencido de que Dios no puede ser sino un decidido adversario del mal. 1. La esperanza de una posada mejor En algunos aspectos, el creyente de la Biblia está en la misma línea que el filósofo: Dios no está del lado del mal. Ya Platón presintió la incompatibilidad fundamental que hay entre Dios y el mal, y este mismo filósofo incitaba al hombre desdichado a refugiarse junto a los dioses. Constatando sobriamente que el mal ronda permanentemente en torno a la naturaleza humana, no veía más remedio que sustraerse lo más rápidamente posible a la condición humana para establecer la morada en el mundo divino. Para Platón, como para el salmista, es junto a los dioses donde hay que buscar la salvación. «No es posible, Teodoro, ni que el mal sea abolido, porque es forzoso que haya siempre algo que vaya contra el bien, ni que tenga su sede entre los dioses; sino 131
que es necesariamente en el entorno de la naturaleza mortal donde circula, así como en el del mundo de aquí abajo. Por eso es preciso huir de aquí abajo lo más rápidamente posible» (Teeteto 176 a). Pero es en este aspecto en el que conviene estar atento a la diferencia entre el creyente de la Biblia y el filósofo de la escuela platónica. Platón no espera que los dioses vengan a corregir la naturaleza humana ni a liberarla del mal que la aflige. No son los dioses los que vendrán hacia el hombre, es el hombre el que debe ir hacia los dioses. Como le hace decir a Sócrates, el hombre puede esperar estar junto a los dioses en una «posada mejor» (Fedón 245). Los dioses son indiferentes al mal que se despliega en los ámbitos humanos. No hay que esperar ver a los dioses dejar su morada bienaventurada para venir aquí abajo, a esta tierra de exilio. Es el hombre el que debe ponerse a salvo junto a los dioses. Nietzsche no veía en esta actitud más que una huida a los tras-mundos, una muestra de cobardía, un abandono de la lucha aquí abajo en beneficio de una ilusión. Su crítica no alcanzaba al creyente más que si éste desertaba de la lucha contra el mal, bien resignándose, bien viviendo a la espera de días mejores. En la escuela del Dios de la Biblia, se es formado en una manera de situarse frente al mal completamente distinta. El Dios que se revela en ella no deserta de la condición humana ni invita a desertar de ella. Es un Dios que toma los sufrimientos en sus manos (Sal 10,14). Más radicalmente aún, entra en la vía del sufrimiento, «asumiendo semejanza humana» (Flp 2,7). 2. Un dios que se preocupa por el devenir A diferencia de la tradición griega, donde los dioses permanecen lejanos, el Dios de la Biblia se implica en el mal. Esta convicción está tan sólidamente anclada en la mentalidad judía que un pensador como Hans Jonas, sin confesar una fe religiosa, no puede imaginar el mundo sin Dios. Y elabora una especie de mito. Para que el mundo sea - considera Jonas-, Dios «se ha despojado de su divinidad, a fin de obtener ésta, a cambio, de la odisea de los tiempos». Dios entrega su ser al futuro, sin conocer el destino que el azar le reservará en el curso de la evolución. Hans Jonas esboza así el mito de un dios sufriente, sometido al devenir. Pero al mismo tiempo es un dios preocupado, a la expectativa, que no sabe lo que ocurrirá con la evolución. Sufrimiento, devenir, preocupación: es por este último rasgo por el que el dios de Hans Jonas está más alejado de los dioses de Platón y se aproxima al Dios revelado en Jesucristo. «El concepto de un dios sufriente y de un dios en devenir se encuentra 132
estrechamente ligado al concepto de un dios preocupado - no alejado, desentendido, encerrado en sí mismo, sino, por el contrario, implicado en aquello que le preocupa - [...]. Que Dios siente preocupación por sus criaturas es algo que deriva de manera natural de los principios más familiares de la fe judía. Pero nuestro mito subraya un aspecto menos familiar, a saber, que ese Dios preocupado no es un mago que, por el mero hecho de su preocupación, provocaría simultáneamente la realización del objetivo de su preocupación; por el contrario, ha dejado a otros actores algo que hacer, de manera que su preocupación depende de ellos. Es, pues, también un dios en peligro, un dios que se expone a un riesgo»'. Hans Jonas tiene el mérito de pensar a Dios en el mundo, un dios que liga su destino al devenir del mundo. Pero difícilmente puede uno satisfacerse con un mito, por muy esclarecedor que sea. Ese dios preocupado por el devenir ¿no es una mera proyección de la imaginación? Aquí es donde se produce la bifurcación entre el mito, que es una construcción mental, y la respuesta cristiana, donde Dios adquiere figura humana. La respuesta cristiana no puede, sin embargo, ser sino modesta. En principio, para el cristiano está claro que Dios no se revela en el mundo, en el curso del proceso de la evolución, a diferencia del de Hans Jonas. Pero si bien Dios no se revela en el mundo, sí se revela al mundo. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Tal como se manifiesta en Jesucristo, está más cerca del dios de Hans Jonas que del de Platón; pero, al mismo tiempo, su destino adquiere una visibilidad que no tiene nada de mítica. 3. Dios contra el mal ¿Cómo se revela Dios en Jesucristo? En los evangelios, la preocupación de Dios no tiene que ver con su propio devenir ni con su justificación frente al mal. No da ninguna explicación en lo que respecta a la presencia del mal en el mundo. Cuando se encuentra frente al mal, su única preocupación es el hombre y su salvación. No remedia todas las deficiencias de la naturaleza; no cura todas las heridas del hombre; no satisface inmediatamente todos sus deseos. Ésta fue la tentación con la que quiso seducirle el demonio: la tentación del pan obtenido sin esfuerzo, con un simple toque de varita mágica; la tentación del poder, que pondría a su disposición un poder absoluto al instante; la tentación de una salvación inmediata, con el Padre totalmente dispuesto a responder al menor deseo de su Hijo, etcétera. Todo se le daría de inmediato en el orden del tener, el saber y el poder (Mt 4,1-11). Pero no fue éste el camino que tomó. Entonces ¿dónde está Dios? «No duerme ni dormita el guardián de Israel» (Sal 133
121,4). La certeza del salmista es la fidelidad de Dios al pacto de alianza con su pueblo. No es un refugio contra la inseguridad. Aunque no sea indiferente al curso del mundo, no se le debe imaginar en constante interferencia. Su presencia en el mundo es del orden de una vida compartida. Se inscribe concretamente en el espacio y el tiempo de una existencia humana, asumiendo su responsabilidad, luchando contra el mal, aceptando su parte de prueba, incluida la prueba de la muerte. Dios no ha querido sustraerse a nada de lo que constituye la condición humana. ¿Dónde está Dios? No en el despliegue de poder, sino soportando la debilidad. «Oh, si rasgaras los cielos y descendieras» (Is 64,1). «Ya está hecho, hija mía» respondía Bernanos-. Pero ¿qué es lo que esto cambia? Las angustias y las tristezas del hombre no han sido disipadas. «La creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Es verdad que hay esperanza, suscitada por el Resucitado, de una victoria sobre la muerte. Pero para el ateo, la promesa «cantada con ocasión de las partidas sin retorno no es más que una mentira piadosa», afirma sin rodeos el antropólogo Marc Augé2. La esperanza de un triunfo de la vida sobre la muerte sería efectivamente una mentira si Cristo no la hubiera hecho creíble al asumir la totalidad de la existencia humana. Sólo el acontecimiento pascual da fuerza a la esperanza suscitada por Cristo. Cristo trastocó la imagen de Dios. Como escribía desde la cárcel Dietrich Bonhoeffer, el teólogo luterano ejecutado por los nazis: «Dios es impotente y débil en el mundo, y sólo así está con nosotros y nos ayuda». Mateo 8,17 indica claramente que Cristo no nos ayuda con su omnipotencia, sino con su debilidad y sus sufrimientos» 3. Es siguiendo el ejemplo de este Dios que asume la debilidad humana, pero sin renunciar a combatir el mal, como el hombre es invitado a aprender su oficio de hombre, combatiendo el mal hasta el extremo, sin resignarse nunca ante él. Como decía Teilhard de Chardin en El medio divino: «Luchar contra el Mal, reducir al mínimo el Mal (incluso el simplemente físico) que nos amenaza, tal es sin duda el primer gesto de nuestro Padre que está en los cielos; de otro modo no es posible concebir y menos amar a nuestro Padre [...]. A lo largo de los siglos es en verdad Dios, de acuerdo con el ritmo general del progreso, quien suscita a los grandes bienhechores y a los grandes médicos. Es Dios quien anima, aun entre los más incrédulos, la búsqueda de todo lo que alivia y de todo lo que sana [...]. En el primer contacto con la disminución no podríamos hallar a Díos de otro modo que detestando lo que nos cae encima y haciendo cuanto esté en nuestra 134
mano para esquivarlo. Cuanto más rechacemos el sufrimiento, en ese momento, con todo nuestro corazón y toda la fuerza de nuestros brazos, más nos adheriremos entonces al corazón y a la acción de Dios»4.
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Visiones de conjunto Jean-Luc BLANQUART, Le mal injuste, Cerf, Paris 2002. Ante la desmesura del mal, el autor escruta los caminos tomados por nuestra civilización para oponerse a él. La fe hace estar disponible para una desmesura de otro orden. Étienne BORNE, Le probléme du mal, PUF, Paris 1958. A la escucha de los mitos, de los conocimientos, del ateísmo... Subraya la paradoja que desgarra al cristiano entre el Dios vivo y la agonía de Dios. Adolphe GESCHÉ, Le mal (Dieu pour penser I), Cerf, Paris 1993 (trad. cast.: Dios para pensar, Sígueme, Salamanca). Parte de la idea de que Dios puede ayudar al hombre a pensar sobre el mal. Capítulos sugerentes. Jean-Pierre JOSSUA, Pierre Bayle ou l'obsession du mal, Aubier-Montaigne, Paris 1977. Plantea todas las objeciones contra Dios y se remite finalmente a él: «Muero como filósofo cristiano». Charfies JOURNET, Le mal. Essai théologique, Desclée de Bouwer, Paris 1960. Pensamiento cristiano tradicional con una preocupación apologética en torno al tema de si es Dios responsable del mal. Yves LABBÉ, Dieu contre le mal. Un chemin de théologie philosophique, Cerf, 2003. Un camino en el que se cruzan los pensadores del pasado y del presente. Dios como apoyo en una verdadera responsabilidad frente al mal. Jean-Michel MALDAMÉ, Le scandale du mal. Une question posée á Dieu, Cerf, Paris 2001. Se interesa particularmente por la figura de Job, y el esclarecimiento definitivo se encuentra en la revelación cristiana. Jean NABERT, Essai sur le mal, Aubier-Montaigne, Paris 1970 (trad. cast.: Ensayo sobre el mal, Caparrós Editores, Madrid 1998). Hace sensible a todo cuanto es injustificable en el destino humano. Capítulo 1: El hombre rebelde. Una lectura del libro de Job «Job et le silence de Dieu»: Concilium 189, Beauchesne 1983. 137
Jean LÉVÉQUE, Job, le livre et le message, Cerf, Paris 1985 (trad. cast.: Job: el libro y el mensaje, Verbo Divino, Estella 1988). Philippe NEMO, Job ou l'excés du mal, Grasset, Paris 1978 (trad. cast.: Job y el exceso de mal y El diálogo LevinasNemo, Caparrós Editores, Madrid 1995). Capítulo 2: El mal interpretado. Una obra en busca de autor Gustave MARTELET, Libre réponse á un scandale. La faute originelle, la souffrance et la mort, Cerf, Paris 1986. Paul RIcauR, Le mal. Un défi á la philosophie et á la théologie, Labor et Fides, Genéve 1986 (trad. cast.: El mal: un desafío a la filosofía y a la teología, Amorrortu Editores, Madrid 2006). Vv.AA., Peché collectif et responsabilité, Publications des Facultés universitaires SaintLouis, Bruxelles 1986. Capítulo 3: El mal afrontado. Jesús se enfrenta al mal Nathan LEITES, Le meurtre de Jésus moyen de salut? Embarras des théologiens et déplacements de la question, Cerf, Paris 1982. Bernard SESBOÜÉ, Jésus Christ l'unique médiateur. Essai sur la rédemption et le salut, Desclée de Brouwer, Paris 1988 (trad. cast.: Jesucristo, el único mediador, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992). Francois VARONE, Ce Dieu censé aimer la souffrance, Cerf, Paris 1984 (trad. cast.: El Dios sádico, Sal Terrae, Santander 1988). El «sacrificio de Jesús» no es una «compensación» exigida por Dios, sino que debe entenderse, por un lado, a partir de la muerte de los profetas, y, por el otro, a la luz de la resurrección, que revela su sentido. Capítulo 4: El mal combatido. El hombre se enfrenta al mal
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Salvifici doloris, el sentido cristiano del sufrimiento humano, carta apostólica de Juan Pablo II, 11 de febrero de 1984: La Documentation catholique 1.869 (4 de marzo de 1984), pp. 233-250 (trad. cast.: http://www.vatican.va/ holy_father/john_paul_ii/apostletters/ ii_apl_11021984_salvifici- doloris_sp.html).
documents/hfjp-
«Souffrance et foi chrétienne»: Concilium 119, Beauchesne 1976. Xavier THÉVENOT, Souffrance, bonheur, éthique, Salvator, 1990. Jean VIMORT, Ensemble face á la mort. Accompagnement spirituel, Centurion 1987 (trad. cast.: Solidarios ante la muerte, Promoción Popular Cristiana, Madrid 1990). Capítulo 5: El mal condenado. El destino humano Hans Urs VON BALTHASAR, Ésperer pour tous, Desclée de Brouwer, Paris 1987. Pascal THOMAS, La réincarnation, oui ou non?, Centurion, Paris 1987 (trad. cast.: La reencarnación, Ediciones San Pablo, Madrid 1995). -Le diable, oui ou non?, Centurion, Paris 1989. VV.AA., Réincarnation, immortalité, résurrection, Publications des Facultés Universitaires Saint-Louis, Bruxelles 1988. 1. André COMTE-SPONVILLE, Une éducation philosophique, PUF, 1989, p. 153; en cuanto a PASCAL, Pensées, 203-489, Lafuma (trad. cast.: Pensamientos, Alianza, Madrid 2008). 2. Cf. Denis RosENFIELD, Du mal. Essai pour introduire en philosophie le concept de mal, Aubier, 1989. 1. Albert CAMUS, L'homme révolté, en Essais, Gallimard, p. 423 (trad. cast.: El hombre rebelde, Alianza, Madrid 2008). 2. «Job et le silence de Dieu»: Concilium 189, Beauchesne, 1983. Puntos de vista diversos. Véase también W.VOGELS, «Job a parlé correctement: une approche structurale du livre de Job»: Nouvelle Revue Théologique 102 (1980), pp. 835-852. 139
3. Se ha consultado Jean LÉvÉQuE, Job, le livre et le message, Cerf, 1985 (trad. cast.: Job: el libro y el mensaje, Verbo Divino, Estella 1988); ID., Job et son Dieu. Essai d'exégése et de théologie biblique, Gabalda, 1970, 2 vol.; Philippe NEMO, Job ou l'excés du mal, 1978 (trad. cast.: Job y el exceso del mal; Caparrós Editores, Madrid 1995). 4. Immanuel KANT, Sur l'insuccés de toutes les tentatives philosophiques en matiére de théodicée, Oeuvres II, Gallimard, 1985, p. 1.393 (trad. cast. del alemán: Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la teodicea, Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Filosofía, Madrid 1992). 6. Josy EISENBERG y Elie WIESEL, Job ou Dieu dans la tempéte, Fayard/ Verdier, 1986, p. 363. 1. SAN AGUSTÍN, De libero arbitrio 1, 2, 4, B. A. 6, p. 197. Véase Régis JOLIVET, Le probléme du mal d'aprés saintAugustin, Beauchesne, 1936. 2. Albert CAMUS, L'incroyant et les chrétiens, en Essais, Gallimard, 1965, p. 374. 3. SAN AGUSTÍN, Confessions VII, 16, 22 (trad. cast. del latín: Confesiones, Cristiandad, Madrid 1987). Sur la liberté: De libero arbitrio, III, 2, 3. 4. Jean-Pierre JossuA, Pierre Bayle ou l'obsession du mal, Aubier-Montaigne, 1977, p. 92. 5. Cf. Hegel, en Denis RosENFIELD, Du mal. Essai pour introduire en philosophie le concept de mal, Aubier, 1989, pp. 119ss. Peter SLOTERDIJK, Critique de la raison cynique, Christian Bourgois, 1987, p. 85 (trad. cast. del alemán: Crítica de la razón cínica, Siruela, Madrid 2007). 7. Pierre GiBERT, Bible, mythes et récits de commencement, Seuil, 1986, pp. 118ss. 6. A.-M - DUBARLE, Le péché originel. Perspectives théologiques, Cerf, 1983; Paul Ric(EUR, «Le "péché originel", en Le conflit des interprétations, Seuil, 1969, pp. 265ss. 8. Paul RicEUR, Finitude et culpabilité II. La symbolique du mal, AubierMontaigne, 1960, p. 218 (trad. cast.: Finitud y culpabilidad, Trotta, Madrid 2004). 9. Citado en Jean DELUMEAU, Le péché et la peur Fayard, 1983, p. 273.
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10. Vv.AA., Péché collectif et responsabilité, Bruxelles, Publications des Facultés universitaires Saint-Louis, 1986, sobre todo Adolphe GESCHÉ, «Dieu y le mal», p. 73. 1. «Fui joven, ya soy viejo, nunca vi a un justo abandonado, ni a sus hijos pidiendo pan...» (Sal 37,25). Cf. también Salmos 1; 91; 112; 119; 127; 128. El escándalo de la prosperidad de los malvados: Sal 73,2-6; 139,19 y Qo 8,14. 2. Cf. Francis GROB, Faire l'ceuvre de Dieu, PUF, 1986, pp. 36ss. Sobre los milagros, véase Jean-Pierre CHARLIER, Signes et prodiges. Les miracles dans l'Évangile, Cerf, 1987; René LATOURELLE, Miracles de Jésus et théologie du miracle, Bellarmin/Cerf, 1986 (trad. cast.: Milagros de Jesús y teología del milagro, Sígueme, Salamanca 1997). 3. Cf. Dorothée SALLE, Leiden, Kreuz Verlag, 1973, pp. 35ss (trad. cast. del alemán: Sufrimiento, Sígueme, Salamanca 1978). 4. France QuÉRÉ, Une lecture de l'Évangile de Jean, Desclée de Brouwer, 1987, pp. 6566; Charles PERROT, «C'est pourquoi il y a parmi vous beaucoup de malades (1 Corinthiens 11,30)»: Le Supplément 170 (sept. 1989), pp. 45ss. 6. Jürgen MoLTMANN, Le Dieu crucifié, Cerf-Mame, 1974, p. 178 (trad. cast. del alemán: El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1977). 5. Cf. A.GESCHÉ, «Topiques de la question du mal»: Revue Théologique de Louvain 17 (1986), p. 402. 7. Ibidem. 8. Cf. Bernard SESBOÜÉ, Jésus Christ l'unique médiateur. Essais sur la rédemption el le salut, Desclée de Brouwer, 1988, p. 65; p. 115ss y p. 335 (trad. cast.: Jesucristo el único mediador, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992). 9. Cf. Joseph DORÉ, «Le salut du mal»: La Foi et le Temps XVII (1987-1), pp. 30-66. 10. Contre les hérésies IV, 20, 7. Cf. Henri LASSIAT, Promotion de l'homme en Jésus Christ d'aprés Irénée de Lyon, Mame, 1974, pp. 117ss. 11. Cf. Nathan LEITES, Le meurtre de Jésus moyen de salut?, Cerf, 1982, pp. 151-152. 1. Albert CAMUS, L'homme révolté, en Essais, Gallimard, 1965, pp. 433ss (trad. cast.: 141
El hombre rebelde, Alianza, Madrid 2008). 2. Ibid., p. 481. 3. Sigmund FREUD, «Deuil et mélancolie», en Métapsychologie, Gallimard, 1968, p. 147 (trad. cast. del alemán: Totem y tabú; Los instintos y sus destinos; Duelo y melancolía, RBA, Barcelona 2002). 4. Sigmund FREUD, L'avenir d'une illusion, PUF, 1971, p. 70 (trad. cast. del alemán: El porvenir de una ilusión; El malestar en la cultura, RBA, Barcelona 2002). 5. Paul RicmUR, Le mal. Un défi d la philosophie et d la théologie, Labor et Fides, Genéve 1986 (trad. cast.: El mal: un desafío a la filosofía y a la teología, Amorrortu Ediciones, Madrid 2006). 6. Cf. Henry DUMERY, Philosophie de la religion, PUF, 1957, II, p. 10. 7. Franqois PETrr, Le probléme du mal, Fayard, 1958. 8. Entrevista ala Madre Teresa en La Croix (22-24 de mayo de 1988), p. 21. 9. Penser Auschwitz, bajo la dirección de Shmuel TRIGANO, Cerf, pp. 126ss. 10. Xavier THÉVENOT, Souffrance, bonheur éthique, Salvator, 1990, pp. 23ss. 11. Dorothee SALLE, Wahlt das Leben, Kreuz Verlag. - Leiden, Kreuz Verlag, 1973, pp. 35ss. y 79ss. 12. Jean VIMORT, Ensemble face d la mort, Centurion, 1987 (trad. cast.: Solidarios ante la muerte, PPC, Madrid 1990). 13. Jürgen MoLTNMANN, Dieu dans la création, Cerf, 1988. Definición de la Organización Mundial de la Salud, p. 344 (trad. cast. del alemán: Dios en la creación, Sígueme, Salamanca 1987). 14. «Souffrance et foi chrétienne»: Concilium 19 (1976). 1. Cf. Jean-Louis SIENIENS, Mourir por renaitre, Albin Michel, 1987. Héléne RENARD, L'aprés-vie, Philippe Lebaud, 1985 (trad. cast.: Más allá de la muerte, Mr Ediciones, Madrid 1988). La película de Franqois VILLIERS, Manika, une vie plus tard, pone en escena todos los temas de la reencarnación. Manika, que es una india de Kerala reencarnada, intenta sin cesar volver a encontrar a «su» marido de la vida 142
anterior. 3. Pascal THOMAS, La réincarnation, oui ou non?, Centurion, 1987, pp. 92ss (trad. cast.: La reencarnación, Ediciones San Pablo, Madrid 1995). 2.
Vv.AA,, Réincarnation, inmortalité, résurrection, Universitaires Saint-Louis, Bruxelles 1988.
Publications des Facultés
4. Raymond A.MooDY, La vie aprés la vie, Laffont, 1977 (trad. cast. del inglés: Vida después de la vida, Editorial Edaf, Madrid 1997). 5. Jürgen MOLTíM[ANN, Théologie de l'espérance, Cerf-Mame, 1970, pp. 177 y 310 (trad. cast. del alemán: Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 2006). Cf. Henri BOURGEOIS, Je crois d la résurrection du corps, Desclée de Brouwer, 1981, pp. 150ss. 6. Jean-Marc SEVEN, «La mort et la foi dans les lettres de saint Paul», en Réincarnation, immortalité, résurrection, op. cit., p. 53. 7. Cf. Jean DELUMEAU, Le péché et la peur. La culpabilisation en Occident. XIIIeXVIIIe siécle, Fayard, 1983, p. 316, véanse también pp. 416ss. 8. Hans Urs VON BALTHASAR, Espérer pour tous, Desclée de Brouwer, 1987, cita de Schmaus, p. 57, de Blondel, p. 107, y de Ratzinger, p. 80. 10. Karl RAHNER, Traitéfondamental de lafoi, Centurion, 1976, p. 481; Hans Urs VON BALTHASAR, op. cit., pp. 67ss. 11. Karl BARTH, Dogmatique 111, 3- Véase también Hans Urs Vote BALTHASAR, op. cit., pp. 131-135; Pascal THOMAS, Le diable, oui ou non?, Centurion, 1989, p. 181. 1. Cf. Móhan WIJAYARATNA, Sermons du Bouddha, Cerf, 1988, pp. 108ss. 2. André COMTE-SPONVILLE, wre. Traité du désespoir et de la béatitude 2, PUF, 1988, p. 208. 3. Gustave MARTELET, Libre réponse d un scandale. La faute originelle, la souffrance et la mort, Cerf, 1986, p. 87. 1. Georges MINOIS, Les origines du mal. Une histoire du péché originel, Fayard, 2004, p. 227. 143
2. André-Marie DUBARLE, Le péché originel. Perspectives théologiques, Cerf, 1983, pp. 82-83. 3. Cf. Gérard-Henry BAUDRY, Le péché originel, Beauchesne, 2000, pp. 184ss. 4. Karl RAHNER, Traité fondamental de lafoi, Centurion, 1983, p. 133. 5. Entre los estudios recientes se encuentran: Le péché originel. Heurs et malheurs d'un dogme, bajo la dirección de Christophe BOUREUX y Christoph THEOBALD, Bayard, 2005. Véase también Robyn HORNER, «Probléme du mal et péché des origines»: Recherches de Science religieuse 90/1 (2002), pp. 63-86. 6. Fierre GIBERT, Bible, mythes et récits de commencements, Seuil, 1986, pp. 118ss. Véase igualmente Pierre GIBERT, «Création, histoire et salut», en la obra colectiva Création et salut, Publications des Facultés universitaires Saint-Louis, Bruxelles, 1989, pp. 85ss. 8. Bernard SESBOÜÉ, «La rationalisation théologique du péché origine)», en Le péché originel. Heurs et malheurs d'un dogme, op. cit., pp. 16-17. 9. Para una exposición sucinta, cf. Christian DuQuoc, «Péché originel et transformations théologiques»: Lumiére et vie 131 (enero-marzo 1977), pp. 41-56. 7. Paul RICmuR, Le conflit des interprétations, op. cit., p. 282. 11. Athanase SALE, «Péché originel. Naissance d'un dogme»: Revue des Études augustiniennes XIII, 3-4 (1967), pp. 211-248. 10. SAN AGUSTÍN, De libero arbitrio III, 68. BA 6, p. 511. 13. Agustín escribe, en efecto: «La concupiscencia de la carne es regenerada en el bautismo, no de manera que deje de existir, sino de manera que no sea ya imputada como pecado». Mariage et concupiscence, 1, 25, 28. BA 23, pp. 117-119. 12. Les conciles cecuméniques. 2** Les décrets, bajo la dirección de G.ALBERIGo, Cerf, 1994, p. 1.355. 14. Cf. BAUDRY, Le péché originel, op. cit., pp. 201 ss. 16. 1. KANT, La religion dans les limites de la simple raison, Vrin, 1972, p. 52 (trad. cast. del alemán: La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 144
2009). 15. Cf. Wolfhart PANNENBERG, Systematische Theologie, Vandenhoeck & Ruprecht, 1991, p. 266 (trad. cast. del alemán: Teología sistemática, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1996). 19. 1. KANT, op. Cit., p. 85. 17. Ibid., p. 63. 20. Hegel no ofrece una explicación muy distinta de Fichte. Adán es para él «la historia eterna del hombre». Para un análisis más matizado, cf. B.POTTIER, Le péché originel selon Hegel, Lessius, 1990. 18. Para una visión de conjunto, cf. D.RoSENFIELD, Du mal. Essai pour introduire en philosophie le concept de mal, Aubier 1989, en especial pp. 67ss. 21. Sobre el significado actual del pecado original, remito al lector a Marcel NEUSCH, «Le péché originel, son irréductible vérité»: Nouvelle revue théologique 118 (1996), pp. 237-257; así como al estudio de Paul Ric(EUR, «Le "péché originel". Etude de signification», en Le conflit des interprétations, Le Seuil, 1969. 22. Citado en BAUDRY, op. cit., p. 209. 23. Katholischer Erwachsenen-Katechismus. Das Glaubenbekenntnis der Kirche (1985). Trad. al francés: La foi de l'Église. Catéchisme pour adultes publié para la Conférence épiscopale allemande, Centurion/Editions du Cerf, 1987. El pecado original se trata en las pp. 126-132 (trad. cast. del alemán: Catecismo católico para adultos, BAC, Madrid 1990). 24. Ibid., p. 1128. El texto alemán insiste incluso más que la traducción francesa, puesto que dice: «Sólo mediante Jesucristo se nos revela plenamente la universalidad del pecado y su extrema gravedad...». 25. P.GRELOT, Homme, qui es-tu?, Éditions du Cerf, 1973 (trad. cast.: Hombre, ¿quién eres?, Verbo Divino, Pamplona 1988). 26. Carta encíclica Humani generis, en La Documentation catholique 47 (1950), p. 1.166, .
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27. Catecismo de la Iglesia católica, , nn. 385ss. Redactado en un lenguaje más tradicional, dice: «La doctrina del pecado original es, por así decirlo, "el reverso" de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres...» n. 389). El texto culmina con la certeza de que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20), lo que justifica el Exultet: «¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!» (n. 412). 1. Una síntesis se encuentra en Christoph SCHóNBORN, «La réponle chrétienne au défi de la réincanation»: La Documentation catholique 2.005 (6 de mayo de 1990), pp. 456ss; Quelques questions actuelles concernant l'escatologie, documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI): La Documentation catholique 2.069 (4 de abril de 1993), pp. 309ss. 2. Cf. Jürgen MoLTMANN, La venue de Dieu. Eschatologie chrétienne, Éditions du Cerf, 2000, pp. 144ss (trad. cast. del alemán: La venida de Dios: escatología cristiana, Sígueme, Salamanca 2004). 3. Cf. Bernard SESBOÜE, Pédagogie du Christ. Éléments de christologie fondamentale, Éditions du Cerf, 1994, en particular sobre el sentido de la reencarnación y su incompatibilidad con la fe cristiana, pp. 132ss. 4. Walter KASPER, «Réincarnation et christianisme»: La Documentation catholique 2.005 (6 de mayo de 1990), pp. 453-455; Christoph SCHONBORN, La réponse chrétienne ay défi de la réincarnation, ¡bid., pp. 456-458. 5. CTI, op. cit., p. 321. 6. Ibid., p. 322. 7. Ibidem. 1. Marie NOLL, Notes intimes, Stock, 1998, p. 228. 2. Cf. Hans Urs voN BALTHASAR, Espérer pour tous, Desclée de Brouwer, 1987, p. 50. Remite a Gregorio de Nisa, Dídimo el Ciego, Gregorio Nacianceno, etcétera. ------ --------- 3. Jürgen MOLTíMMANN, La venue de Dieu. Eschatologie chrétienne, Éditions du Cerf, 2000, p. 290ss (trad. cast. del alemán: La venida de Dios: escatología cristiana, Sígueme, Salamanca 2004). 4. Cf. Filipenses 3,19; 1 Corintios 1,18; 2 Corintios 15. Otras referencias en el Nuevo 146
Testamento: Marcos 9,45; Lucas 16,23, etcétera. 5. Hans Urs VON BALTHASAR, Espérer pour tous, op. cit., p. 35. 6. Hans Urs VON BALTHASAR, L'enfer une question, Desclée de Brouwer, 1988,p. 10. 8. Jürgen MOLTíMMANN, La venue de Dieu. Eschatologie chrétienne, op. cit., p. 300. 9. Ibid., p. 296. «Existe, efectivamente, la condenación, pero ¿es eterna? La palabra griega aionios, como la palabra hebrea olam, designa un tiempo sin final determinado, un tiempo largo, pero que no es "eterno" en el sentido absoluto, intemporal, de la metafísica griega... Sólo Dios es eterno en sentido absoluto, e infinito en sentido cualitativo». 7. Ibid., p. 12. 13. Ibid., p. 491. 12. Ibid., p. 490. 10. Citado en Hans Urs VON BALTHASAR, Espérer pour tous, op. cit., p. 46. 11. Karl RAINER, Traité fondamental de la foi, Centurion, 1976, p. 482. 14. Cf. Bernard SESBOÜ£, «L'enfer est-il éternel?»: Recherches de Science religieuse 87/2 (1999), pp. 189-206. 1. Hans JoNAS, Le concept de Dieu aprés Auschwitz. Une voix juive, Rivages poche, 1994, pp. 26-27. 2. Marc AUGÉ, Génie du paganisme, Gallimard, 1982, p. 323 (trad. cast.: Genio del paganismo, El Aleph Editores, Barcelona 1993). 3. Dietrich BONHOEFFER, Résistance et soumission, Labor et Fides, 1973, p. 367. Carta del 16 de julio de 1944 (trad. cast. del alemán: Resistencia y sumisión: cartas y apuntes desde el cautiverio, Sígueme, Salamanca 2008). 4. Fierre TEILHARD DE CHARDIN, Le milieu divin. Essai de vie intérieure, Le Seuil, 1957, pp. 86-87 (trad. cast.: El medio divino, ensayo de vida interior Alianza, Madrid 2005).
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Índice Introducción 1. El hombre rebelde 1. Los amigos de Job, o los teóricos de la desgracia 2. La indignación de Job ante Dios (12,4) 3. Cuando Dios elogia a Job 2. El mal interpretado 1. Interrogantes sobre la naturaleza del mal 2. Teorías sobre el origen del mal 3. La sabiduría cristiana 3. El mal afrontado 1. El mal sin teoría 2. Enfrentarse al mal con las manos desnudas 3. «Se ha pagado el precio de vuestro rescate» (1 Co 6,20) 4. El mal combatido 1. De la rebelión a la resignación. El ateo frente al mal 2. Los «beneficios del mal», o las trampas del masoquismo cristiano 3. El combate cristiano contra el mal 5. El mal condenado 1. La vida después de la vida 2. La esperanza nacida de Dios 3. El más allá sin imágenes Conclusión Anexos ¿Es el pecado original el origen del mal? La reencarnación: la seducción de una promesa El infierno, una cuestión inquietante El exceso de mal o la debilidad de Dios 149
12 19 22 25 28 33 35 39 44 49 51 56 59 65 68 71 77 82 84 88 93 100 107 110 120 124 129
Bibliografía
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