El Don de Los Años. Saber Envejecer - JOAN CHITTISTER
January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Joan Chittister
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Envejecer con dignidad
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Introducción: el propósito de la vida 1. Arrepentimiento 2. Sentido 3. Miedo 4. Prejuicios sobre la vejez 5. Alegría 6. Autoridad 7. Transformación 8. Novedad 9. Consecución de logros 10. Posibilidad 11. Adaptación 12. Culminación 13. Misterio 14. Relaciones 15. Narración de relatos 16. Desasimiento 17. Aprender 18. Religión 19. Libertad 11
20. Éxito 21. Tiempo 22. Sabiduría 23. Tristeza 24. Sueños 25. Limitaciones 26. Recogimiento 27. Productividad 28. Recuerdos 29. Futuro 30. Eterna juventud 31. Inmediatez 32. Nostalgia 33. Espiritualidad 34. Soledad 35. Perdón 36. Salir de uno mismo 37. El presente 38. Apreciación de la vida 39. Fe 40. Legado 41. Epílogo: el crepúsculo
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Agradecimientos
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El propósito de la vida Es una mañana de enero en el condado de Kerry. El océano Atlántico, que lame la costa de las escarpadas islas que se extienden a mis pies, está encrespado, alborotado con olas espumosas y furibundas murallas de agua que rompen contra los diminutos islotes emergentes de su rocoso seno. Los temporales de las dos últimas noches han empapado las colinas a las que se aferra esta pequeña casa irlandesa de piedra; las desnudas ramas de los árboles han estado goteando durante horas, y un diminuto arroyuelo de agua corre ladera abajo desde el exterior de mi ventana hacia el valle. Es un día normal de invierno en este condado. Pero, para algunos, no es un día normal. En estos dos últimos días de viento batiente y bramante, se comunicó la desaparición en el mar de cinco pescadores irlandeses y su barca de faena. Esta mañana han sido declarados oficialmente muertos, puesto que el mar está todavía demasiado enfurecido para ver siquiera de recuperar sus cuerpos. No sé quiénes eran, ni qué edad tenían. Pero lo que sé es que la vida y el tiempo son criaturas fantasmales para todos nosotros. Nos pertenecen y, al mismo tiempo, no son nuestras. Algunos, como estos pescadores atrapados en una tempestad estacional, pierden la vida de manera inopinada. La mayoría de nosotros, como tú y yo, querido lector, querida lectora, avanzamos paso a paso por la vida, seguros, por una parte, de que nunca terminará, con la certeza, por otra, de que para nosotros probablemente pronto concluirá. En tales momentos de serena toma de conciencia, es importante confrontarse con lo que significa envejecer, hacerse mayor, ser viejo, convertirse en un anciano en la sociedad. Es importante que la edad no sea un obstáculo para el imán de vida que hay en nosotros. Pero la vida no consiste sólo en respirar. De lo que se trata en la vida es de devenir más de lo que somos, de ser todo lo que podemos ser. Con independencia de a qué nos dediquemos, de cuál sea nuestra edad, de qué posición ocupemos en la escala socio-económica. Este libro se dirige a quienes están al borde de la «tercera edad», a quienes acaban de recibir la primera carta del club de jubilados y, sintiéndose jóvenes y sanos, se han llevado una buena sorpresa. Pero este libro está escrito igualmente para quienes se hallan preocupados por sus padres y por la clase de preguntas que la ancianidad puede suscitar en ellos. Y también para quienes desean reflexionar sobre los efectos graduales del proceso de envejecimiento en su propia vida. 17
Es éste, por último, un libro para quienes, cualquiera que sea su edad cronológica, no se «sienten» viejos, pero un día se percatan con abrumadora estupefacción de que no han conseguido eludir el envejecimiento. Son más viejos de lo que nunca pensaron que llegarían a ser. La gente joven a su alrededor los llama «personas de la tercera edad», «mayores», «la generación mayor» o incluso «ancianos», a pesar de que, en su interior, no se sienten diferentes de como se sentían hace un año. Excepto por el cómputo de los años, por supuesto. Y, al cabo, son éstos los que marcan la diferencia. En efecto, son mayores, y cada día lo serán más. Al menos, por lo que respecta al calendario. Pero, en su interior, saben que están saliendo de una etapa de la vida e ingresando en otra, que se aferran a aquélla, aun cuando son incapaces de detener el deslizamiento hacia ésta. Y no saben qué pensar al respecto. ¿Es el fin de todo lo que les consta que es bueno y plenificante en la existencia? ¿Deberían plegarse sencillamente a lo inevitable y aceptar su extenuado estado? ¿O se trata tan sólo del comienzo de una clase de vida totalmente nueva? ¿Han llegado al momento en que todo carece de finalidad? ¿O es ahora cuando está empezando a hacerse visible el propósito de la vida? Puesto que muchos de nosotros podemos pasar casi tantos años de nuestra existencia laboralmente inactivos como activos, sin duda es necesario, sin duda es conveniente, detenerse a pensar qué es lo que deparan esos años, qué lo que exigen, qué lo que tienen que ofrecernos. Pero eso depende de que sepamos qué es lo que hemos de buscar cuando lleguen. Es posible que lo peor de este libro radique en que quizá soy demasiado joven para escribirlo. Después de todo, no tengo más que setenta años. Así, en aras de un desvelamiento más pleno, me reservo el derecho de revisar esta edición cuando cumpla noventa. Por el momento, sin embargo, escribiré sobre cómo se siente uno al afrontar la etapa de la vida para la que no existen planes profesionales. Voy a escribir sobre lo que he visto en las personas mayores con las que he vivido a lo largo de mi vida, personas que se esfuerzan por vivir llenas de vitalidad incluso una vez rebasada esa época de la existencia que la mayoría de la gente calificaría de años «productivos». Voy a escribir sobre la transición hacia este último periodo de crecimiento humano y sobre cómo puede ser vivido como una etapa cimera de la vida. Los gerontólogos nos dicen que, en nuestra sociedad, existen tres estadios de «vejez». Están los viejos-jóvenes, desde los sesenta y cinco a los setenta y cuatro años; los viejos-viejos, desde los setenta y cinco a los ochenta y cuatro años; y los viejosviejísimos, a partir de los ochenta y cinco años. Estos tres estadios tienen varias cosas en común; y, sin embargo, al mismo tiempo, cada uno de ellos afronta cuestiones 18
específicas. A diferencia de lo que ocurre con las primeras fases de la existencia - desde el nacimiento hasta los veintiún años-, en realidad siempre se ha sabido relativamente poco sobre la ancianidad. De hecho, como ciencia, la gerontología - el estudio de los aspectos biológicos, psicológicos y sociales del envejecimiento - ni siquiera surgió hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, todo interés por la edad se concentraba por entero en los medios para prolongar la juventud o revertir los efectos del envejecimiento. Lo que, sin embargo, todavía le falta a la gerontología es la conciencia de las dimensiones espirituales de la única etapa de la vida que nos concede los recursos necesarios para llevar a cabo una evaluación a largo plazo de la naturaleza y el sentido de la existencia misma. Voy a escribir sobre la vida más allá de su dimensión física, fijándome en su desarrollo espiritual. De hecho, conforme decrece la dimensión física de la existencia, su dimensión espiritual suele cobrar más y más relevancia. Pero no voy a escribir sobre los cambios físicos que se producen con la edad, por importantes e impactantes que sean. En lugar de ello, voy a escribir sobre las actitudes mentales y espirituales con que acometemos estos desafíos, pues son ellas las que realmente determinan en quiénes nos convertimos a medida que avanzamos de un estadio de envejecimiento a otro. No voy a escribir sobre la muerte en sí. Muerte y vejez no son sinónimos. La muerte puede presentarse en cualquier momento. La vejez sólo les llega a los bienaventurados de verdad. Por supuesto, voy a escribir sobre qué significa saber consciente y claramente que nosotros mismos nos estamos aproximando a ese momento. Voy a escribir sobre ti y sobre mí y sobre la importancia de esta etapa tanto para los años que quedan a nuestras espaldas como para los días que aún tenemos delante de nosotros. Y de éstos, habrá muchos. El don de los años se concede a muchas más personas de las que se percatan de que estos años finales son un don, no un lastre. No todo el mundo que vive estos años los entiende, ni los acoge con agrado. El presente libro trata de la empresa de aceptar las bendiciones de esta etapa de la vida y de superar las cargas que conlleva. Tal es la tarea espiritual del otoño de la vida. Es un periodo especial de la existencia, quizá el más especial. Pero, con él, se presentan los miedos y las esperanzas de toda una vida. Para poder vivir bien estos años, hemos de mirar a cada uno de nuestros miedos y esperanzas de frente y con vitalidad. Lo importante en la vida no es la edad, el número de años que conseguimos arrancarle. No; lo importante es la forma de envejecer, el ir viviendo los valores que se nos ofrecen en cada estadio de la vida. Como escribe E.M.Forster, «debemos estar dispuestos a desasirnos de la vida que hemos planeado, a fin de poder disfrutar de la vida que nos 19
aguarda». Es hora de desasirnos tanto de las fantasías de la eterna juventud como del miedo a hacernos mayores, es hora de descubrir la belleza de lo que significa envejecer bien. Es hora de comprender que la última fase de la vida no es una no-vida; antes bien, se trata de un nuevo estadio de la existencia. Estos años crepusculares - razonablemente activos, mentalmente despiertos, avezados y llenos de curiosidad, socialmente importantes, espiritualmente significativos - están pensados para ser años buenos. Pero quizá la dimensión más importante de envejecer bien radica en la conciencia de que envejecer tiene una propósito. Existe una razón para la ancianidad, con independencia de cuál sea nuestro estado en la vida y cuáles nuestros recursos sociales. A cada estadio de la existencia, y a éste en no menor medida que a cualquier otro, le es inherente una intención. «El crepúsculo de una vida cabalmente vivida - escribe el moralista francés Joubert - trae consigo su propia lámpara». La ancianidad ilumina... y no sólo a nosotros mismos, por muy importante que ello sea, sino también a quienes nos rodean. Nuestra tarea consiste en darnos cuenta de ello. De hecho, la etapa final de la vida es una de las mejores, una de las más importantes. La pregunta es: ¿por qué? ¿Quién de nosotros no ha oído decir de ordinario que «sólo se vive una vez»? Esta frase sugiere que la vida es una línea interminable, siempre derecha; lo que hicimos ayer, lo que hacemos hoy, no es reversible. Las implicaciones de esta clase de pensamiento para el conjunto de la existencia pueden ser fu nestas. Encierran el futuro en cemento, congelan nuestros éxitos o fracasos en medidas eternas, cortocircuitan el mañana de forma irreparable. Después de todo, si cada acto determina el siguiente, no hay novedad, no existe cambio. Sólo hay tiempo biológico, la inextricable e interminable predestinación de un día tras otro. Lo que es ahora determina lo que vendrá. Pero yo no lo he vivido así. Al contrario. Mi vida no ha sido sino una serie de nuevos comienzos. Ahora que he alcanzado los setenta años sé por qué nunca me he tomado demasiado en serio la noción de que la vida es una continua prolongación del ayer. De hecho, la idea misma me incomoda. Es una de esas reprimendas que los adultos insisten en que no son en absoluto reprimendas, pero que la gente joven enseguida detecta como perros de caza sobre la pista. El quid del asunto es el supuesto de que toda decisión que la persona toma en un caso particular salva o arruina su vida para siempre. ¡Como si la «vida» fuera una suerte de momento monocromático de partes indivisibles cuyo futuro disponemos de antemano a través de cada uno de sus fragmentos actuales! Con el tiempo he llegado a la conclusión de que, en realidad, no es cierto eso de que sólo se viva una vez. El hecho es que cada vida es sencillamente una serie de vidas, provista cada una de ellas de su propia tarea, su propio sabor, su propia clase de errores, 20
su propio tipo de pecados, sus propias glorias, su propia clase de profunda, fría y húmeda desesperación, su propia plétora de posibilidades, todas diseñadas para conducirnos al mismo fin: la felicidad y la sensación de cumplimiento. La vida es un mosaico compuesto de múltiples piezas, cada una de las cuales es completa en sí misma y representa un peldaño en el camino hacia el resto de ellas. Lo que más evidente me resulta ahora es que cada una de esas nuestras vidas, por más que formen parte de una línea continua de la vida, es diferente. Cada una de ellas posee algo distintivo y constituye, de hecho, una parte singularmente aprehensible de la totalidad de la existencia. Cada una de ellas nos hace nuevos. Y cada una de ellas tiene un propósito específico. Primero, uno llega a dominar qué significa estar vivo. Aprende a hablar y a caminar, a no derramar cosas, a no gritar demasiado fuerte ni patalear mientras dice: «¡No!», por mucho que, de todas formas, desee hacerlo. Luego, en la siguiente fase, aprende a ser estudiante y a entablar amistades. O quizá constata que es incapaz de hacer amigos, que hay algo en su persona que no agrada a los demás. Así, al final, es posible que no llegue a convertirse en un personaje popular. En vez de ello, se las arregla, no obstante, para dar forma - a partir de algún núcleo incorruptible en su interior que insiste una y otra vez en que, no importa lo que digan los demás, es él quien lleva razón - a un terrón de autoestima mucho más compacto. Empieza a descubrir un «yo» dentro de sí. Por último, crece. Los demás lo declaran adulto. Y, curiosamente, él mismo piensa que en verdad lo es. Así, se acredita en alguna materia, bien en una institución académica, bien por medio de su propio aprendizaje en la vida. Se convierte en vendedor o en gerente, en cocinero jefe de un restaurante o en médico dermatólogo, en bombero o en maestro, en ayudante de dentista o en soldador. Tiene una carrera, una profesión, una habilidad, un trozo del mundo en el que señaliza su presencia. Conoce a alguien cuya visión de la vida coincide con la suya, encuentra a una compañera o compañero que pone la misma energía que él o ella en hacer realidad esa visión, funda una familia y se establece con la persona querida para compartir muchos años. O bien opta por la soltería, por viajar y ver mundo, por dedicarse a su profesión o a un ministerio eclesiástico. Sea como fuere, con suerte, tiene una meta en la vida. Pero, con demasiada frecuencia, lo que uno aprende sobre la vida en esta fase se pierde en el frenesí de alcanzar la meta. Lucha por conseguir empleo y por no perderlo. Encuentra empleos y los deja... o los pierde. Se agota haciendo todo lo posible para poder comprar la casa o esforzándose por obtener un título o creando la seguridad que 21
esta cultura gusta de pensar que durará por siempre. Hasta que, inopinadamente, el tiempo comienza a hacerse notar con una venganza. Ahora ya sólo queda tal número de años para pagar la hipoteca. Sólo queda tal número de años para ahorrar en un plan de pensiones. Hay una serie de recortes de personal y de cierres de empresas o, por algún acaso, promociones, bonificaciones y modélicos logros profesionales. Luego, con la misma sencillez con que comenzó, todo se acaba. Llega la primera paga de la pensión o la tarjeta de transporte de la tercera edad. Es la jubilación: esa sensación de libertad que, para muchos, puede tornarse con la misma rapidez en una sensación de impuesta inutilidad. Es ese elevado muro gris que llamamos los «últimos años». Los profesores universitarios escriben eruditos artículos sobre la calidad psicológica o los cambios físicos de esos años. Pero cuando nos encontramos en plena transición de una fase de nuestra vida a otra, lo único que sabemos es que envejecer consiste sencillamente en envejecer. ¿Qué sentido tiene todo esto? «Conforme envejecemos, nos hacemos a la vez más necios y más sabios», dijo el escritor francés La Rochefoucauld. Así pues, ¿qué sentido tiene? ¿Cuál es la finalidad de todos estos años extra, los que pasamos al margen de sistemas, más allá de instituciones empresariales? ¿Es tiempo de agonía? ¿Se trata tan sólo de esperar a que desaparezcamos? Y si es así, ¿qué podemos hacer para afrontarlo con cierta alegría, con algo de dignidad? Únicamente puedo estar segura de lo que veo a mi alrededor. Con noventa y cinco años, Margaret, quien en su día fue una maestra costurera, todavía va por ahí buscando trabajo. «Acepto encargos», dice mientras inquiere a sus amistades si tienen pantalones a los que haya que hacerles el dobladillo o nuevas cortinas que coser. Habla con todos lo que la rodean e incluso los busca si se les pasa acudir a visitarla. Lee y escucha música. Mantiene el contacto con viejas discípulas. Escucha nuevas conferencias en discos compactos. Vive. Tiene algo en ella que santifica el tiempo, que lo hace creativo antes que ajado. Me permi te vislumbrar la parte de mi propia vida que yo aún no puedo ver. Me transmite que la vida no se mide por los años. Cada periodo de la vida tiene una finalidad. Esta última etapa me concede tiempo para asimilar todas las anteriores. La tarea de este periodo de la existencia, me enseña Margaret, no consiste sin más en aguardar la llegada del fin de mis días. Se trata de cobrar una vitalidad que nunca antes he experimentado.
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Este libro considera las múltiples dimensiones del proceso de envejecimiento, sus propósitos y retos, sus luchas y sorpresas, sus problemas y su potencial, su dolor y sus alegrías. Se ocupa de la sensación de rechazo que brota de sentirse desconectado del resto de la vida. Analiza la diferencia existente entre «hacer» y «ser» y sostiene que se trata de dos dimensiones importantes de la vida. Tanto lo uno como lo otro forman parte esencial de la urdimbre de la vida y se supone que representan dones para la sociedad, en vez de ser lo uno importante e insignificante lo otro. Este libro examina la tentación de aislarnos de los cambios que ocurren a nuestro alrededor. Se fija en lo que nos acontece cuando nuestras antiguas relaciones terminan y se modifican, cambian y ceden paso a la gran cantidad de personas y retos nuevos que vienen a ocupar su lugar. Habla sobre el miedo del mañana y el misterio de la eternidad. Indaga en cómo abordar todo eso. Es una panoplia de cuestiones vitales que afloran con la edad para traernos plenitud de vida, para renovarnos una vez más. Éste es un libro que no está escrito para ser leído de una sentada, ni siquiera para ser leído siguiendo el orden de sus capítulos. Como los años de la ancianidad mismos, pide ser asumido de forma más lenta, más reflexiva, más seria. Tema por tema. Está pensado para ser leído una y otra vez, bien que sólo sea para tomar el pulso a la vida a medida que pasamos de una cuestión a otra, de una década a otra. Estos son los años cimeros, el tiempo en que toda una nueva vida está otra vez en ciernes. Pero el don de estos años no se reduce a estar meramente vivos: es el don de llegar a estar vivos con mayor plenitud que nunca.
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«No caviles sobre tus errores y fracasos del pasado», escribe el indio Swami Sivanada, «pues ello no hará sino llenar tu mente de pena, pesar y depresión». El arrepentimiento, uno de los fantasmas de la edad, nos sobreviene un día disfrazado de sabiduría, con aspecto profundo y serio, sensible y responsable. Nos aguijonea para que echemos la vista atrás. Nos impele a cuestionar todo lo que hemos hecho: «Debería haber escuchado a mi madre...; debería haber continuado en la escuela...; no debería haberme casado tan pronto...; debería haberme graduado en cualquier otra especialidad...; debería haber cambiado de trabajo...; debería haber pasado más tiempo con mis hijos, con la familia, en casa...; debería haberme marchado de este lugar, de esta ciudad, de esta vida, anodina o desenfrenada o restrictiva», nos susurra. Es un ejercicio extenuante. Y también peligroso. Nos mordisquea los bordes de la mente, y sentimos el hastío que comporta. Los años han transcurrido sin darnos cuenta. Y ahora es demasiado tarde para introducir los cambios que el arrepentimiento exige. Demasiado tarde para realizar el viaje con el que siempre he soñado, demasiado tarde para cambiar de trabajo, demasiado tarde para mudarme a la cabaña del bosque, demasiado tarde para ir a la gran ciudad, donde todo es seguramente mayor, más radiante, mejor. Demasiado tarde para comenzar de nuevo, para hacerlo mejor esta vez. Lo peor de todo es que el arrepentimiento exige saber por qué hice lo que hice de entrada. Y eso no lo sé. Esta compulsión de echar la vista atrás, de explicarme y explicar a otros porque hice lo que hice - o peor aún, de justificar por qué no hice algo distinto - es uno de los caminos más directos que existen hacia la depresión. Según afirma el doctor Andrew Weil en su libro Las fuentes de la eterna juventud [Temas de Hoy, Madrid 2006], nuestros pensamientos, emociones y actitudes son «factores determinantes básicos de cómo envejecemos». Pueden amenazar la calidad del tiempo que traemos al presente. «Esto ya casi ha terminado», oímos decir a nuestro corazón, «y ¿qué hemos hecho con el tiempo?». Poco a poco, a hurtadillas, el pasado comienza a demandarnos tanta atención como el presente. A veces, incluso más. Pero, cuando asoma el arrepentimiento, no sólo nos decepciona el pasado. La cavilación se desliza hacia el presente. Avinagra también lo inmediato. Roba energía a nuestros pasos. Dondequiera que estemos ahora, sea lo que sea lo que estemos haciendo, podríamos estar haciendo algo distinto. Algo más satisfactorio. Algo más importante. 25
Algo más valioso. Luego, la percepción de las decisiones pasadas - de lo que, en su día, dejamos de hacer - principia a sofocar el brillo de lo que hicimos. El pensamiento de lo que podría haber sido devora el centro del corazón. Pretende no ser más que reflexión, algo así como pasar revista a los años. Pero el sentimiento que deja en nuestro hondón es más de fracaso que de comprensión. ¿Qué hemos hecho de nuestras vidas? ¿En qué nos hemos convertido? Nos descubrimos a nosotros mismos comenzando a repensar todo lo que hemos hecho a lo largo de la vida. Un día reaparecen viejos amigos, y empezamos a juzgar nuestras vidas por comparación con las suyas. No es tanto que pensemos mu cho en lo que ellos han hecho, sino más bien que pensamos en lo que nosotros mismos no hemos llevado a cabo. Todo este esfuerzo asesta incesantes golpes en el centro de nuestras vidas. ¿Por qué hicimos eso y no aquello, por qué dejamos de hacer esto otro? Las luces del alma empiezan a atenuarse. La vida adquiere un tono gris que nunca antes habíamos conocido. Nos sometemos a nosotros mismos al último juicio... y sentimos miedo de nuestros fracasos. El arrepentimiento pretende ser perspicacia. Pero ¿cómo puede ser perspicacia espiritual negar el bien de lo que ha sido en aras de lo que no ha sido? No; el arrepentimiento no es perspicacia. De hecho, es el «bunker»' del alma. Es incapaz de comprender que hay muchos caminos hacia la plenitud de vida, todos ellos diferentes, todos ellos singulares. De entrada, la práctica del arrepentimiento parece bastante sencilla, bastante inocente; pero posee un carácter inflexible. Nos sumerge hacia el centro nuestro ser, húmedos y pesados, y nos deja atrapados en fantasmagorías. Crea una falsa vida a partir de telarañas y aire mientras se lamenta de la que tenemos. Gasta un tiempo precioso en lo que no es en vez de lo que es. El arrepentimiento es una tentación. En lugar de aportar nueva energía a nuestro siempre cambiante presente, nos induce a desear lo que nunca fue en el pasado. Es un uso incorrecto del proceso de envejecimiento. Una de las funciones - uno de los dones del envejecimiento es, más que hacernos lamentar lo que no somos, contribuir a que nos sintamos cómodos con el yo que somos. Cuando devaluamos este yo, ponemos en cuestión todo lo que somos y todo lo que hemos sido. Dudamos del Dios que nos ha creado y que recorre a nuestro lado el camino hasta el final. Pero el arrepentimiento que aflora con la edad también puede ser justo la gracia que 26
necesitamos para entrar de nuevo en contacto con la energía que, para empezar, nos ha traído hasta este momento. El arrepentimiento se presenta con una doble faz: arrepentirnos de nuestros fracasos es una cosa, arrepentirnos de nuestra vida es algo enteramente distinto. Cuando nos arrepentimos de los caminos que nos han conducido a donde ahora nos encontramos, nos arriesgamos a perder el futuro. Lo vaciamos de toda nueva posibilidad. Nos incapacitamos para ver que los nuevos caminos en los que nos encontramos pueden ser tan vivificantes, tan buenos para nosotros, tan llenos de la divinidad, como los que recorrimos en el pasado. Sin embargo, cuando nos arrepentimos de lo que nunca deberíamos haber hecho ensuciar la reputación de alguien, abusar de una persona querida, renunciar a la verdad en aras de un ascenso profesional o de la aprobación de los demás, profanar nuestro cuerpo hasta el punto de la degradación física o emocional-, sabemos que hemos crecido y llegado a ser alguien de valor. Darnos cuenta de que los años, además de sostenernos, nos han hecho crecer constituye un momento de gran iluminación. Ahora tenemos más sustancia que cuando éramos jóvenes, con independencia de qué hiciéramos en el pasado y de dónde estuviéramos cuando lo hacíamos. El hecho es que las punzadas del arrepentimiento son un punto de transición en la vida. Nos invitan a visitar de nuevo los ideales y motivos que nos han traído a donde ahora nos encontramos. Nos hacen recordar a las personas que amábamos, el sentido de la orientación que nos empujó, los compromisos que asumimos y cumplimos. Las opciones que tomamos en el pasado nos han llevado a ser la persona que hoy somos. Los caminos que no emprendimos en su día quizá habrían obrado lo mismo. O tal vez no. Tal como son las cosas, ahora - con la vista despejada y más conscientes de lo que nos han traído los años que de lo que no- podemos comprender por qué somos quienes somos. Por supuesto, debemos echar la vista atrás. Por supuesto, debemos preguntarnos por qué estamos donde estamos. Y asimismo debemos preguntarnos por qué no hemos hecho todo lo que, al menos en alguna ocasión, pensamos que queríamos hacer, que deberíamos haber hecho. Esas respuestas, esos motivos, nos dicen quiénes somos en realidad. Cuando repasamos las decisiones tomadas en el pasado, la pregunta fundamental es si todo lo que necesitaba desarrollarse en nosotros de resultas de cada elección concreta realmente lo hizo. La vida que en su día elegimos, ¿nos ha traído a la plenitud de vida que Dios quiere para cada uno de nosotros?
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La carga del arrepentimiento consiste en que, a menos que lleguemos a comprender el valor de las decisiones que tomamos en el pasado, seremos incapaces de ver los dones que nos han traído. La bendición del arrepentimiento es evidente: si estamos dispuestos a confrontarnos con él cara a cara, nos lleva a un punto en el que nos hacemos presentes a esta nueva época de la vida de una manera enteramente nueva. Nos insta a continuar deviniendo.
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«LAS grandes cosas no se logran gracias al músculo, la velocidad o la destreza física», escribió Cicerón hace más de dos mil años, «sino por medio de la reflexión, la fuerza de carácter y el juicio». Y el texto prosigue: «En estas cualidades, la ancianidad, por regla general, no sólo no es más pobre, sino incluso más rica». Hoy vivimos en un mundo que juzga sus logros por la velocidad y la afanosidad. Vivimos en un remolino de comunicaciones ciberespaciales que nos sofoca con información y datos, con itinerarios internacionales de compras, con el intercambio instantáneo de mensajes. El tiempo y el espacio, el tiempo y el pensamiento, tienen muy poco predicamento en la actualidad. Cada día resulta más difícil encontrar tiempo para pensar. En vez de pensar, hacemos cosas. Estamos tan ocupados haciendo que ocurran cosas que apenas nos queda tiempo para pensar sobre el valor de lo que acontece. Necesitamos con urgencia personas que se concentren en el sentido de la vida más que simplemente en su aceleración, mecanización e informatización. En lugar de eso, hemos sido reducidos a un conjunto de números. Los gobiernos y las empresas quieren saber - y archivar para la posteridad - el número de la casa o apartamento en que vivimos, el número de teléfono en que podemos ser localizados, el año en que concluimos nuestros estudios, el número de títulos que poseemos, el número de personas que componen nuestra familia, el número de la Seguridad Social que nos ha asignado el gobierno y que en el futuro, si llega el caso, legitimará nuestro derecho a ser atendidos, alimentados y albergados en algún lugar. Y lo que, al parecer, es lo más importante de todo: el número de trabajos que hemos desempeñado. Ninguno de estos números refleja qué es lo que pensamos sobre Dios o qué sentimos respecto a la marcha del país o si la calidad de nuestras vidas es hoy casi tan elevada como solía, podría o debería ser. No; no quieren conocer nuestros pensamientos. No les interesa si alguna vez hemos cebado un anzuelo, salvado un pájaro agonizante o dedicado nuestra existencia a mejorar la calidad de vida de quienes nos rodean. Ninguno de estos números refleja qué creemos y por qué, por qué cosas o personas estaríamos dispuestos a morir y por qué, qué esperamos y por qué. Salta a la vista que el sentido no es lo que nos mueve en la clase de mundo en que vivimos. No es de extrañar que muchos de nosotros nos sintamos como peones de ajedrez sobre un tablero, como un diente de un engranaje. El mensaje que hemos interiorizado es claro: somos lo que hacemos y lo que poseemos, no lo que somos en nuestro interior. ¡Y eso es lo que de verdad cuenta! 30
Ahora estamos en esa etapa de la vida en la que la pregunta que nos asalta es justo la pregunta que o bien nos destruirá, o bien nos hará crecer... dependiendo de cómo la respondamos. Tal pregunta y la respuesta que le demos desempeñan un papel fundamental en este último estadio de la vida. No sólo tenemos que preguntarnos qué somos cuando pasamos del hacer al ser; en aras de nuestra felicidad y de nuestra salud mental, también hemos de plantearnos la pregunta: ¿qué soy cuando no soy lo que solía hacer? ¿Y le importa realmente a alguien? ¿Y qué tiene eso que ver con crecer hacia Dios? Cuando el trabajo se acaba o el puesto se extingue o el rol ya no tiene razón de ser cuando ya no soy la máquina de ha cer dinero, el jefe, la concejala o la maestra, ni siquiera el padre o la madre a jornada completa-, ¿qué significa estar vivo? En una era en la que dos de cada cinco trabajadores se ven forzados a dejar de trabajar antes de lo previsto, la desorientación tiene todas las características de una epidemia social2. En una sociedad en la que la gente, nada más preguntarnos el nombre, nos pregunta en qué trabajamos, la anterior no es sencillamente una pregunta filosófica. En un país con una edad media de jubilación de sesenta y cuatro años y una esperanza de vida quince o veinte años superior, la pregunta es crucial: ¿qué soy cuando ya no soy suficientemente joven para aspirar a determinado puesto, para ganar otro trofeo, para conseguir otro aumento de sueldo o para salir corriendo por la mañana a echar horas en la sede municipal de esta o aquella empresa? ¿Quién soy yo cuando se me acaba la vida laboral y me encuentro con apenas dinero suficiente para pagar el alquiler? Éstas son las arduas preguntas que trae consigo la jubilación; las acuciantes preguntas que hacen que los días de transición de ser algo a no ser nada en un sistema social en el que los puestos y las funciones y el reconocimiento lo son todo resulten tan duros; las preguntas decisivas que sacan a la luz nuestra profundidad espiritual. En una sociedad frenética y orientada a la acción, el trabajo lo es todo. Hasta el uso de la palabra «jubilado» hace del empleo el centro y el punto de apoyo de la vida. Para sobrevivir económicamente, por no hablar de progresar, hemos suprimido durante tanto tiempo lo que pensamos y aquello en lo que creemos que ahora resulta casi imposible recordar cuáles eran esos pensamientos y creencias... si es que alguna vez lo hemos sabido realmente. En aras de la armonía civil, nos hemos «amoldado» en la vida en vez de adoptar un es tilo nuevo de pensar o vivir. Hasta este momento, en la mayoría de los asuntos nos ha preocupado más funcionar bien que vivir bien. Ah, hemos votado, desde luego, pero con demasiada frecuencia incluso ese gran acto de evaluación moral era más un acto de seguridad económica que un compromiso con principios espirituales o con el resto de la humanidad. Tal vez haya sido una persona eficaz, pero no siempre una persona espiritual. Y 31
ahora que esa eficacia ha dejado de ser el rasgo motor de mi vida, ¿qué soy yo? Ahora que tengo años por delante de mí, ¿qué puedo hacer para evitar la vacuidad interior que acompaña al hecho de ser despojado de todos los accesorios vitales asociados a un trabajo? Me refiero, por ejemplo, a los cócteles para la plantilla, a las comidas camperas que la empresa organiza para las familias de los empleados o a las cartas que escribo en vacaciones contándoles detalladamente mis éxitos a mis amigos. Es el momento de percatarse del yo. Me encuentro a mí mismo despojado de todos los accesorios de la vida. Estoy cara a cara con mi yo. Y el miedo que tengo es que no haya ningún yo. He gastado mi vida en ser alguien importante, y ahora no queda nada de eso salvo yo mismo. Ya no dirijo nada, ni estoy convirtiéndome en nada. Ahora soy yo y punto. ¿Y qué es eso? El sentido - el mensaje de mí, lo esencial de mi ser - se queda ahí plantado, desnudo y tembloroso, una vez que desaparecen todos los títulos y aditamentos. Soy yo. Sólo yo. ¿Qué ven ahora los demás en mí? ¿Qué ve ahora Dios en mí? ¿Qué veo yo ahora en mí? ¿Qué voy a hacer ahora con mi tiempo? ¿Qué me empuja a levantarme de la cama por las mañanas que es más fuerte que la incomodidad de permanecer en ella? 1 Ésa es, en realidad, la gran pregunta de la ancianidad en el mundo occidental. ¿Qué soy cuando no soy nada más que yo? ¿Qué queda de mí cuando todo lo demás desaparece: los puestos, el poder, el estatus, el trabajo, la meta, el rol y la influencia, así como todas las relaciones construidas y tejidas alrededor de ello? «Desde lo hondo a ti grito, Señor», clama el salmista. Y ahora hay un salmista dentro de cada uno de nosotros. La respuesta a preguntas tan abrumadoras es complicada. Por supuesto, en un cierto plano, soy todas las experiencias que he tenido a lo largo de la vida. Pero, en otro plano, sólo soy lo que la gente ve cuando ahora me mira. Por último, sólo soy aquello para lo que me he preparado más allá de lo que he hecho. ¿Y qué es eso? El mundo lleva tanto tiempo del revés que es casi imposible seguir creyendo que el sentido de la vida no tenga que ver con el hacer. La idea de que tiene que ver más bien con el ser - ser solícito, mostrar interés por los demás, ser honesto, ser veraz, estar disponible, cultivar la espiritualidad, comprometerse con las cosas importantes de la vida, del vivir - es tan rara, está tan ausente de las conversaciones, que resulta obtusa. Ni siquiera sabemos ya qué significa la palabra «sentido». Pero una cosa es cierta: ser valiosos para el mundo que nos rodea significa aportar algo más que números. Significa ofrecer ideas importantes y reflexión sagrada, examinar con seriedad las opiniones, sugerir ideas mejores que las que hacen funcionar al mundo 32
en la actualidad. Significa aguijonear a las personas que nos rodean para que reflexionen sobre lo que están haciendo... mientras es posible cambiarlo. Tiene que ver con lo que nos esforzamos por hacer porque merece la pena, porque es la voluntad de Dios para el mundo. Cuidar de un vecino que está mucho más limitado que yo me ayuda a pensar en algo distinto de mí. Colaborar en la escuela municipal como asesor de los maestros hace que me involucre en la educación de las nuevas generaciones. Crear un grupo de debate para analizar los efectos de las leyes sobre personas de las diferentes clases sociales me convierte en miembro pensante de una ciudadanía pensante. Ser un mecenas del arte en la región contribuye a mantener el alma cultural de ésta. Participar en un grupo de control de la acción de gobierno en mi ciudad aporta sabiduría al arte de la política. Convertirme en la persona que, en cualquier grupo, no se contenta con preguntar a los demás: «¿Y cómo te ganas la vida?», podría ser justo lo que también diera sentido espiritual a la vida de aquellos con los que me relaciono. Cicerón llevaba razón. Los mayores tienen mucho que ofrecer al mundo. Pero primero deben aprender a valorarse a sí mismos. Una carga de estos años es que tal vez nos permitamos a nosotros mismos creer que no ser tan rápidos o no estar tan ocupados como solíamos es una especie de deficiencia humana. Una bendición de estos años es que podemos llegara a comprender que lo que nos hace miembros valiosos de la sociedad es la calidad de lo pensamos y decimos, no lo rápidos que somos o lo ocupados que estamos.
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«ENVEJECER no es todo decadencia», dice George MacDonald. «La maduración, la dilatación, de la vida nueva interior es lo que hace que marchite y reviente la cáscara». Lo difícil no es envejecer. Lo que nos atormenta es el miedo a envejecer. En una cultura orientada al movimiento y la destreza, a la belleza física y los logros públicos, mucho más probable que ver una vida larga como un portalón de entrada al florecimiento del espíritu, al crecimiento del alma, es entenderla como la llegada de una tierra yerma. Necesitamos pensar de nuevo sobre las bellezas de la edad avanzada, sobre la libertad y el esplendor que comporta. Con sólo que le demos oportunidad para ello, la vejez nos revela la «vida nueva interior». Aprender a dar una oportunidad a nuevos desafíos es lo que convierte los últimos años de la existencia tanto en una aventura espiritual como en un escollo psicológico. Algunos de nosotros satisfacemos sus exigencias con la alegría de la escalada; otros, por el contrario, son más proclives a no moverse del sitio. Es la diferencia entre la vida y la no vida, entre ver por doquier a un Dios que nos hace señas y considerar finalizada la búsqueda. Cuando se aventuró fuera de la casa aquel día, el viento era cortante, el aire frío y vigorizador. La vista de la resplandeciente presa - alta y con rápido flujo de agua - al final de la cuesta, invitaba a los caminantes a internarse más y más en la zona boscosa que se extendía detrás de ella. «Tendrá que caminar más deprisa - le dijo el hombre que venía detrás de ella por el sendero-, si quiere entrar hoy en calor aquí. Allá arriba, en la presa, hará aún más frío». «Ah - dijo la mujer-, no voy a subir hasta la presa. Está un poco lejos para mí». Y puso la amable sonrisa que tan bien saben dibujar en su rostro las mujeres de sesenta y muchos o setenta y pocos años. «¿De verdad?», dijo el hombre apretando el paso. «Bueno, yo tengo ochenta y siete años; y si yo subo hasta allí todos los días - y se levantó el sombrero a modo de saludo cuando pasó al lado de la mujer-, sin duda usted también puede hacerlo». Hay, por supuesto, personas para las cuales la pérdida de condiciones físicas es un rasgo central del proceso de envejecimiento. Pero, de hecho, son menos de las que tendemos a pensar. Según el Estudio Longitudinal sobre Envejecimiento (Longitudinal Study on Aging) y la Encuesta Nacional de Salud (National Health Interview Survey), las tasas de incapacidad disminuyen sin cesar y el restablecimiento de problemas agudos mejora año tras año. La ratio de esperanza de vida activa frente a esperanza de vida dependiente - de ancianidad sana por contraposición al mero número de años - está 35
incrementándose a velocidades hasta ahora inauditas. En cualquier caso, los ancianos son el segmento de la población moderna que más rápidamente crece3. Los datos muestran que, en 2005, sólo el siete por ciento de quienes tenían entre setenta y cinco y ochenta y cuatro años de edad y sólo el veinticinco por ciento de los mayores de ochenta y cuatro años necesitaba ayuda con atención personal4. También hay pruebas de que el deterioro y la incapacidad que aparecen con la edad sólo afectan, por término medio, a los tres últimos meses de la vidas. Los estudios nos aseguran que, incluso en esos meses, la probabilidad de que la lucidez se mantenga hasta el final es mayor que la de que aparezca demencia senil. Es evidente que la vida no termina hasta que se acaba. Tenemos, sin duda, mucha vida que vivir. Lo que significa que asimismo tenemos, por supuesto, una gran responsabilidad. La principal pregunta con que nos enfrentamos ahora es: ¿cómo la viviremos? ¿Como una suerte de época sombría y de lenta agonía en la que la vida es una larga lista de perpetuos finales? ¿O como una etapa de la existencia por completo nueva, cuyo sentido es plantearnos un reto, pero también desarrollar una madurez - una apacibilidad - de personalidad y carácter que no sólo nos hace aceptables, sino incluso necesarios para quienes nos rodean? ¡ Solicitados, de hecho! En efecto, ahora estamos en una encrucijada, en la más inhóspita clase de camino. Nos encontramos en un punto de la vida en el que debemos tomar decisiones que determinarán la calidad de los años que nos restan. Cuando contamos los años sólo como una serie de pérdidas, pasamos por alto las ganancias que conllevan. Entonces, un miedo natural invade el alma de la persona. Siempre está ahí. Nos ensombrece. Acecha en nuestro interior como el tictac de un reloj ubicado en el corazón. Nos avisa de los días en que ya no seremos tan ágiles, tan estables, como siempre nos hemos conocido. Cuando aparecen los primeros dolores, cuando súbitamente nos percatamos de que la rodilla ha empezado a molestarnos sin previo aviso, hacemos caso omiso de ello pensando que se trata de alguna lesión que no recordamos: «Una vieja lesión de cuando jugaba al fútbol», tal vez. O un momento en el que, trabajando en el jardín, noté que «la tierra estaba más dura de lo que pensaba». Pero, poco a poco, lentamente, la realidad se impone: esto es el primer signo de una incipiente artritis, el primer síntoma de un desgaste de las articulaciones, el primer aviso serio de un insidioso cambio físico que principia con sigilo. En mí. El fuerte. El que nunca ha estado enfermo, el que siempre subía por las escaleras. El que siempre se ha mantenido en forma o permanecido activo y sano... hasta ahora.
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Así pues, lo que temo no es tanto el dolor en sí cuanto el signo cierto y obvio de que el «yo» que yo era está cambiando. O mejor dicho, está deteriorándose. Me descubro a mí mismo escuchando con más atención que nunca los informes médicos de otras personas. Los comparo con el mío. Mi artritis no es tan aguda como la suya, es igual que la suya, es peor que la suya. Los cuerpos de otras personas se convierten en la medida de mi propia vitalidad, de la vibración de la fuerza vital que late en mí. Aunque lo más llamativo es que empiezo a contar los años. «¿Cuántos años tenía ella cuando murió?», pregunto. «¿De qué murió?», inquiero. ¿Cuántos años más que yo tenía? Las preguntas nunca terminan. La concentración se restringe a cosas en las que antes nunca pensaba. Ahora todas las mañanas me pregunto a mí mismo cómo me encuentro. Pero, en el fondo, las preguntas no son en absoluto físicas. Son emocionales, psicológicas, sociales, espirituales. ¿De qué pensaba realmente que se trataba en mi existencia sino de llegar al final de esta vida y al comienzo de otra? ¿Qué he hecho en el pasado para llegar con confianza a este momento? ¿Qué puedo hacer ahora para convertirme por fin en lo que estoy llamado a ser? Y todas estas preguntas brotan del miedo. ¿Hasta cuándo seré capaz de cuidar de mí mismo? ¿Quién se ocupará de mí cuando ya no me valga por mí solo? Y la más importante de todas: ¿ha concluido ya mi vida? ¿No queda nada del yo que siempre he sido? ¿Se trata ahora tan sólo de soportar la vida, más que de vivirla? Y, por supuesto, ¿qué dimensiones de la vida no he vivido bien hasta el momento? ¿Qué puedo hacer ahora al respecto si quiero llegar a ser alguna vez la persona que estaba llamado a ser? Con demasiada frecuencia somos incapaces de percatarnos de que este mismo miedo que albergamos es el mejor signo de la vida que tenemos. Significa, irónicamente, que estamos muy, pero que muy vivos. En el siglo xx, la esperanza de vida casi se ha doblado. Los franceses y los españoles llaman «tercera edad» a la época que sigue a la jubilación. Y hoy es una edad que dura mucho. En 1992 el doce por ciento de la población de Estados Unidos era mayor de sesenta y cinco años. Los demógrafos nos dicen que, para el año 2020, este porcentaje se habrá elevado al dieciocho por ciento. Resulta obvio que la vida después de los sesenta y cinco años no es una patología. Es una mirada por completo nueva a lo que la vida puede ser en ese estadio'. La tarea más importante de la vida en esta etapa tal vez sea sencillamente no tener miedo al miedo. Cada signo de cambio que detecto en mí, las cosas mismas que temo perder, son un llamamiento a un nuevo comienzo. Si he perdido, por ejemplo, la energía, la movilidad, para caminar largas distancias, he de encontrar alguna actividad alternativa que pueda llegar a amar tan apasionadamente, algo de lo que pueda aprender con la 37
misma profundidad. Quizá sea reunir todos mis conciertos favoritos en un disco compacto. O aprender una nueva lengua como preparación para un viaje a otra parte del mundo. O contemplar a los pájaros en un comedero en mi ventana. Tal vez sea hora de descubrir realmente de qué va eso de los ordenadores. O quizá se trate de prestar atención a la parte de mi ser que está más allá de lo físico, que es más que lo físico, que está libre de lo físico. Lo que no pertenece a la esencia de este periodo es la disminución, aun cuando la disminución física sea, a buen seguro, una parte natural de él. Antes bien, esta etapa tiene que ver con entregarnos a una nueva clase de desarrollo, a los tipos de cambio que principiaron en nosotros en el momento de la concepción y todavía están en marcha. La verdad es que somos mucho más que nuestro cuerpo, que siempre hemos sido más que nuestro cuerpo, pero aprender eso puede llevarnos casi toda una vida. No tenemos obligación moral - como podría inducirnos a creer la sociedad - de esquiar a los sesenta, salir a correr a los setenta y montar en bici a los ochenta. No; nuestra obligación moral es mantenernos lo más sanos que podamos, permanecer activos, evitar todo abuso de nuestro cuerpo, hacer las cosas que nos interesan y enriquecer las vidas de quienes nos rodean. Nuestra obligación espiritual es envejecer bien, de suerte que otras personas que entren en contacto con nosotros tengan coraje y profundidad espiritual para hacer otro tanto. Renunciar a la vida antes de que se haya acabado no sólo es resignación, sino también una forma de desentenderse de buscar a Dios en los términos que Él mismo ha establecido. Envejecer bien no significa no experimentar cambios físicos. Lo que comporta es no definirse a uno mismo únicamente por las capacidades físicas que todavía conserva. Es el momento de comenzar a pensar en cuestiones más elevadas que aparentar diez años menos de los que en realidad tenemos, por muy maravilloso que eso sea. Ahora debemos empezar a prestar atención a nuestro yo interior. Estos años son para dejar que la vida interior - las preguntas aún abiertas, los intereses de toda una vida - dirija lo que hacemos y lo que somos. Es el momento de poner tierra y semillas en una maceta y cultivar algo. Ahora disponemos de tiempo para cuidarlo y regarlo. Tenemos tiempo para ser pacientes. Es el momento de retomar contacto con los familiares que no hemos visto - o de los que nada hemos oído - en años. Es el momento de abrazar al mundo como un todo, de preocuparse por quienes mueren de hambre en África, de los analfabetos en Oriente Medio, de los pobres en nuestro propio barrio. Pero, hagamos lo que hagamos, debemos hacerlo conscientemente. Debemos hacerlo 38
sabiendo que, a pesar de las pérdidas, hay asimismo nuevas cosas que ganar. Lo que no debemos hacer es quedarnos mano sobre mano. No podemos permitir que la muerte nos vaya invadiendo desde el exterior. Tal vez no haya más remedio que vivir con un cuerpo que cambia. Eso no se puede evitar. Pero sí que podemos controlar la forma misma de la vida. Somos responsables de la forma de nuestro mundo, por mucho que parezca que se reconfigura por sí solo. ¿Por qué deberíamos molestarnos al respecto? Porque la generación que nos rodea depende de nosotros tanto como nosotros de ellos. Dependemos de ellos para las exterioridades de la vida, para sus invenciones, instituciones y productos. Ellos dependen de nosotros, de la generación mayor, para disponer de un modelo espiritual, un arquetipo psicológico de cómo vivir la vida. La vida siempre brota de la muerte. El presente se alza de las cenizas del pasado. El futuro siempre es posible para quienes están dispuestos a re-crearlo. La tarea de cada etapa específica de la vida consiste en afrontar los miedos que conlleva, de suerte que pueda devenir más de lo que era. Para los jóvenes, se trata de superar el miedo de tener que arreglárselas a solas. Para la persona de mediana edad, se trata de dominar el miedo al fracaso. Para quienes ya hemos pasado la madurez, el reto consiste en aprender a combatir el miedo a la debilidad. Una carga de estos años es la posibilidad de ceder al miedo a la invisibilidad y la inutilidad, al miedo de perder la conciencia del yo y de las obligaciones que nos conciernen como seres humanos. El miedo nos tienta a creer que la vida se ha acabado... cuando simplemente está cambiando. Una bendición del miedo que albergamos en estos años es que nos invita a devenir la plenitud de lo que somos. Se nos presenta en la noche del alma para invitarnos a que nos alcemos hacia nuevos yoes de maneras nuevas y apasionantes - por nuestro bien, por supuesto, pero asimismo por el bien del resto del mundo.
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«TENGO sesenta y cinco años, lo cual, supongo, me convierte en paciente de geriatría observa James Thurber. Pero si el año tuviese quince meses, mi edad sería sólo cuarenta y ocho años. Ése es el problema: que lo numeramos todo». Tener más de sesenta y cinco años en una época como la nuestra es sentirse mal incluso cuando uno se encuentra bien. Después de todo, ahora somos «viejos». Sólo que no nos sentimos «viejos». Y no pensamos como «viejos». Y nos esforzamos mucho por no parecer «viejos»... con independencia de lo que supuestamente signifique este término. Pero, ah, se nos ha enseñado a tener aversión a lo «viejo». También somos demasiado viejos para conseguir un trabajo, pero quieren que hagamos servicios voluntarios a todas horas. También temen que seamos demasiado viejos para conducir, pero, en proporción, hay muchos más accidentes de tráfico causados por conductores de edad comprendida entre dieciocho y veinticinco años que por conductores mayores de sesenta y cinco. También somos demasiado viejos para contratar un seguro sanitario', pero durante años nunca hemos estado gravemente enfermos. Todo ello nos lleva a una pregunta más abarcadora, la pregunta decisiva: una vez que hemos sobrepasado los sesenta y cinco años, ¿qué importa cuán sabios seamos, cuán bien nos conservemos, cuán despiertos nos mantengamos, cuán comprometidos estemos? Al fin y al cabo, en esta cultura, cuando uno alcanza la edad de jubilación, todo se cancela. Ahora somos «viejos»... y lo sabemos. Y los demás también lo saben. Somos «viejos» - léase «inútiles», «no deseados», «fuera de lugar», «incompetentes». Somos la pandilla que está para el arrastre (the over-the-hill gang), como se lee en algunas tarjetas de felicitación de cumpleaños. Y nos reímos - lo mejor que podemos-, pero, a decir la verdad, a la risa le acompaña una puñalada en la psique. Viendo televisión, nos estremecemos. Ahí estamos nosotros, en vivos colores. ¿A quién podría gustarle la mayor parte de lo que vemos, quién podría identificarse con ello? Los personajes ancianos que salen en televisión no son los filósofos de nuestra época, ni los sabios y curanderas de antaño. No, los ancianos de nuestra época son retratados más bien como criaturas frágiles y torpes que caminan con paso inseguro, sin hacer nada, sin entender nada, sin percatarse de nada, rezongando de continuo. Están «de viaje con las hadas», como dicen los irlandeses. Tales representaciones no son ciertas... y también lo sabemos, porque nosotros somos la realidad que pretenden reflejar. Y no nos trastabillamos, ni caminamos con paso inseguro, ni rezongamos. Pensamos: «Vale, muchas gracias», y trabajamos duro y sabemos con exactitud qué es lo que ocurre en el mundo que nos rodea. Pero ¿qué bien 41
le hace eso a una cultura que comienza a eliminar a sus trabajadores experimentados a la edad de cincuenta y cinco años sobre la base de un estereotipo que no resiste el examen, pero que es muy difícil de cambiar? Los estereotipos negativos exageran características aisladas e ignoran por completo los rasgos positivos. Así, las personas mayores son retratadas como lentas, pero no como sabias o pacientes. Las vemos como enfermas, pero no con tan a menudo como personas que se valen por sí mismas. Constantemente se nos recuerda que olvidan cosas, pero no se dice ni una palabra de que eso mismo le ocurre al resto de los mortales. Y lo peor de todo es que los estereotipos absolutizan determinadas características, como si necesariamente formaran parte de ser negro, ser mujer o ser viejo - o, para el caso, de ser joven. Agrupamos a las personas en vez de verlas como individuos llenos de gracia, llenos del espíritu de la vida. No damos oportunidad al cambio; y así, cualquier grupo estereotipado comienza a verse a sí mismo también de esa manera. Un momento triste en la historia de la condición humana es cuando el mundo exterior nos dice quiénes somos y qué somos... y nosotros comenzamos a creérnoslo. Luego, doblegados por el peso de la negatividad, principiamos a marchitarnos en el exterior, igual que ya hemos empezado a marchitarnos en el interior. El ritmo decrece, el interés se atenúa, la energía vital se debilita y malogra. Pero no te engañes. Como dice Dylan Thomas, la mayoría de nosotros se dirige hacia el final de la vida bramando «contra la agonía de la luz». Ed, con ochenta y muchos años, siguió yendo al club hasta el final de su vida, pero sólo después de haber completado al menos nueve hoyos de golf. Bus, entrado ya en los setenta, jugaba a las cartas todas las tardes y, mientras lo hacía, no dejaba de contar chistes. Kathleen, frisando los noventa, trabajaba en diferentes organizaciones caritativas por todas partes, día tras día, porque todo el mundo la quería y nadie podía pasar sin ella. Tim, rebasados los ochenta, era el voluntario de mayor rango en Meals on Wheels [Comida a Domicilio] y organizaba y repartía más comidas al día que cualquier otro trabajador más joven de la organización. Ya bien entrado en los setenta, Ted, miembro del consejo de administración de una universidad y en su día banquero y agente financiero, asesoró a varias organizaciones sin fines de lucro en un intento de capacitarlas para lograr cierta viabilidad. No son estereotipos. Estos ancianos estaban vivos socialmente y comprometidos públicamente y resultaban necesarios para las comunidades en la que vivían. Lo que pretendo poner de relieve es que somos los únicos iconos de envejecimiento que los jóvenes tendrán ocasión de conocer. Lo que les presentamos sobre la marcha les aporta un modelo de aquello que también ellos pueden esforzarse por alcanzar. Les mostramos el camino hacia la plenitud de vida. 42
Ya hace años que los investigadores saben que sólo el cinco por ciento de quienes superan los sesenta y cinco años está en centros de atención especial y el ochenta por ciento del resto de los mayores no tiene limitaciones a la hora de enfrentarse con los rigores de la vida diaria'. Con el auge de las compras y los servicios bancarios por internet, ese número incluso crece día a día. Y sí, es verdad que hay más ancianos que gente de menor edad con enfermedades crónicas, pero también lo es que padecen menos enfermedades graves que el resto de la población. Sufren menos lesiones domésticas y también menos accidentes de tráfico en las autovías. Y con el nuevo énfasis en gerontología, estas tasas decrecen igualmente9. Incluso la noción de belleza física depende más de lo que en realidad vemos que de aquello a lo que dirigimos la mirada. En Japón, por ejemplo, el pelo plateado y las arrugas son valorados como signo de sabiduría y servicio`. En Occidente, caminar largas distancias es un signo de vigor a cualquier edad. En otras culturas, la edad sola -y no tanto los atributos físicos - concede privilegios sociales. Salta a la vista que el atractivo físico es culturalmente específico, no universal. Las personas mayores son tan atractivas desde el punto de vista físico como los jóvenes, pero las distintas culturas definen de manera diferente el significado de «atractivo». Por último, la mayoría de los ancianos conserva toda la vida las facultades mentales ordinarias, incluida la memoria a corto plazo. Tienen la misma capacidad de aprender y retener lo aprendido que los jóvenes, aunque comienzan a procesar la información de manera distinta y pueden necesitar más tiempo para llevar a término un proyecto. Por muy arraigados que estén los estereotipos que sobre su importancia se difunden a través de las tarjetas de cumpleaños, las tiras cómicas y las comedias de situación, la edad cronológica no tiene una influencia relevante en el aprendizaje". Esto y otros muchos datos científicos - la fiabilidad y agudeza de los trabajadores mayores, la escasa incidencia de enfermedades mentales entre las personas mayores, el vigor de sus relaciones sentimentales y su capacidad de mantener relaciones sexuales son conocidos desde hace años en la comunidad académica. Se someten una y otra vez a prueba, y los hallazgos se confirman e incluso ganan fuerza a medida que una nueva generación de gente mayor reclama su derecho natural a vivir hasta que muera. Lo que tal vez corremos el riesgo de olvidar a la luz de tales datos es que estos dones del envejecimiento no carecen de sentido espiritual. Sabemos que «de aquellos a quienes mucho se les ha dado también es mucho lo que se espera», y eso nos incluye a nosotros. La edad no nos exime de la responsabilidad de devolver el mundo a Dios un poquito mejor de lo que era gracias a que nosotros hemos estado en él. Todos los viejos chistes sobre la gente mayor están ya casi desgastados. Los prejuicios sobre la senectud son mentira. Sin embargo, la única manera de contrarrestarlos es negándonos a permitir que mancillen nuestra vida. La ancianidad no 43
es algo por lo que ser compadecido o de lo que avergonzarse, ni algo a lo que tener miedo o resistirse, ni algo que deba ser entendido como un signo de fatalidad. Sólo los ancianos pueden hacer de la vejez un lugar luminoso y vibrante en el que residir. Y esa es nuestra obligación. Si no la cumplimos, no exponemos a desperdiciar por completo hasta un veinticinco o treinta por ciento de nuestra existencia. Y todo desperdicio es una lástima. Una carga de estos años es el peligro de interiorizar los estereotipos negativos sobre el proceso de envejecimiento. Podemos convertirnos en lo que tememos, haciendo así oídos sordos a la nueva llamada que recibimos en la vida. Una bendición de estos años es que a nosotros nos atañe la responsabilidad de demostrar que tales estereotipos son falsos y de dar a la vejez su propia plenitud vital.
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«POR lo que concierne a la senectud - dice Séneca-, abrázala y ámala. Te procurará abundante placer si sabes cómo hacer uso de ella. Los años de gradual declive se cuentan entre los más dulces de la existencia... Incluso cuando han alcanzado el límite extremo, siguen proporcionando placer». Estar uno libre de las expectativas y fechas límite, de las presiones y responsabilidades, de los horarios y las actividades públicas de la madurez tiene algo que sitúa a los últimos años de la vida bajo una luz del todo diferente. Ahora hay espacio y tiempo. Ahora hay posibilidad, así como esa clase de énfasis en las personas, más que en los proyectos, que durante años no hemos conocido. Estos años desprenden una sensación de frescura que interpela al corazón en un lenguaje extraño. Pero Séneca subraya: «... si sabes cómo hacer uso de ella». Eso es lo decisivo. Saber qué hacer con esta nueva conciencia de tiempo y espacio es lo que al final determina cuán felices y cuán plenificantes serán estos años. Y pocos de nosotros, criaturas de una sociedad frenética y obsesionada por el trabajo, poseemos realmente ese saber. «¿Te has enterado de que los dos nos jubilamos el mes que viene?», me dijo la mujer. Su voz delataba tensión, y las palabras salían forzadas. Estaba preocupada y demasiado avergonzada para admitirlo. «No sé qué voy a hacer cuando estemos juntos todo el tiempo», dijo, afectando una ligera risa después de una larga y atribulada pausa. «¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Pasar el día sentados mirándonos el uno al otro?». Esta preocupación es común. En una sociedad centrada en la productividad, ¿que le ocurre a la vida una vez que cesa la rutina regular? ¿Qué nos ocurre a nosotros como personas a consecuencia del fin de esa rutina? Durante años, nunca hemos estado en casa juntos a todas horas, día tras día. La sola idea puede convertir los meses previos a la jubilación en una silenciosa suerte de agonía personal. Mantenemos la compostura; pero, por dentro, la inseguridad hace estragos. ¿Qué haremos cuando nos levantemos por la mañana? Si esto es la jubilación, ¿quién la necesita? ¿Para qué seguir viviendo si no queda ya nada por lo que vivir? Una vez que ya ha pasado el gran viaje de jubilación, ¿qué hacemos? De repente, nos descubrimos a nosotros mismos confrontados con lo que pensábamos que era el súmmum de la vida, su punto cimero. Pero, cuando ahora miramos desde él hacia abajo, resulta que ahí no hay nada.
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La toma de conciencia de que, después de todos estos años, lo único que sabemos hacer es trabajar penetra tronante en el núcleo de nuestro ser. Y ese núcleo está vacío. Nos descubrimos a nosotros mismos en el más importante momento de decantación que hemos conocido, al menos desde que abandonamos el hogar familiar para independizarnos, desde que determinamos a qué camino queríamos seguir en la vida, desde que hicimos el primer gran movimiento en nuestra carrera, desde que decidimos, finalmente, establecernos. Ahora tenemos que decidir cómo vivir sin que nadie nos diga cómo hay que hacerlo. Comenzamos de cero. Los días nos pertenecen. La tarea ahora es aprender a vivir de nuevo. Podemos decidir vivir con alegría. O podemos optar por vivir mirando hacia atrás con amargura. Podemos estar amargados por todas las cosas que habríamos querido hacer, pero nun ca hicimos porque nos sentíamos demasiado constreñidos para correr ese riesgo. Podemos estar amargados por todas las horas que dedicamos a una empresa que ha sido capaz de decirnos adiós sin acordarse siquiera de enviarnos una tarjeta de felicitación para Navidad. Podemos estar amargados porque optamos por la seguridad y la independencia en vez de por la profundidad y la compañía. Podemos decidir estar amargados porque, al final, sólo queda el final. Pero elijamos por lo que elijamos amargura o alegría-, no tenemos más remedio que optar. El resto de nuestra vida depende de ello. Tal vez necesitemos un tiempo para comenzar a percatarnos de que la jubilación realmente nos sumerge en la alegría. Pero si decidimos vivir esta etapa nueva e improvisada con alegría, la vida afluirá a nosotros casi con mayor plenitud de la que en ocasiones somos capaces de soportar. Éste es el periodo de la vida del que habla el salmista cuando ora: «Gustad y ved qué bueno es el Señor...». Lo que hemos estado haciendo durante todos estos años era parte de la voluntad de Dios por la vida. Todo tenía un sentido. Era todo lo que necesitábamos en aquel momento para convertirnos en seres humanos plenos. Sin duda era muy, pero que muy bueno, ahora lo sabemos. Y otro tanto cabe decir del tiempo que ahora nos toca vivir justo por la misma razón. Una vida larga es parte del designio que Dios tiene para nosotros. Éste es el periodo en el que podemos permitirnos regocijarnos en el pasado que nos ha traído hasta este punto, así como deleitarnos en las posibilidades que constituyen el presente. 47
De la vida anterior a este periodo hay lecciones que aprender, lecciones que todavía pueden sernos útiles, siempre que les prestemos atención. Tenemos todo el derecho a vivir con gratitud por todas las etapas de la vida que nos han traído hasta aquí, por los recuerdos que nos causan gran alegría, por las personas que nos han ayudado a llegar tan lejos, por los logros que hemos ido grabando en el corazón a lo largo del camino. Las experiencias piden a gritos ser celebradas. No pertenecen al pasado más que nosotros mismos. Viven en nosotros por siempre. Merecen una sonrisa amable, una carcajada feliz, una lágrima agridulce... o dos, si se tercia. Podemos sentirnos orgullosos de dónde hemos estado, de lo que hemos conquistado conforme crecíamos, de aquello en lo que hemos devenido durante el proceso. Debemos permitir que estas experiencias fluyan de nuevo a través de nuestro ser, esta vez no tanto por las circunstancias que recordamos cuanto por las perspectivas que nos aportan, por el calor que todavía nos brindan. Estas son las experiencias que en su día tuvieron sentido para nosotros, y en ellas hay un sentido que aún tiene que ser extraído, saboreado, aunque, por supuesto, de forma diferente. También podemos sentirnos llenos de alegría porque hemos alcanzado este momento de nueva libertad. Ahora, con la cabeza alta y en actitud vigilante, podemos examinar cada posibilidad y decidir quizá por primera vez qué es lo que queremos hacer con la vida, y no tanto qué es lo que debemos hacer o tenemos que hacer o nos sentimos obligados a hacer. Ahora nos embarga el gozo de la inmunidad respecto del decoro. Como niños en la playa, podemos decidir si llevaremos sandalias o si, a partir de ahora, caminaremos descalzos por la vida. Y lo que es más importante, podemos optar por caminar con delicadeza a través de esta última gran etapa de la vida, en la que todo comienza a irnos bien, a tener sentido, a adquirir un nuevo significado. Podemos sentarnos sencillamente a contemplar la puesta de sol, ya que no tenemos que padecer atascos de vuelta a casa con el coche mientras el sol se pone. Podemos caminar por el césped cubierto de rocío mañanero, oler la hierba y cortar un diente de león porque éste, al igual que la gloriosa rosa, tiene una belleza propia, como todas las cosas, con sólo que aprendamos a buscarla. Podemos sentirnos felices de tener setenta años, de estar donde hemos estado, de saber lo que sabemos, de tener hoy incluso más tarea que ayer. Podemos empezar a hacer de la creación el espíritu de nuestro espíritu, aspirándola esta vez poco a poco, de suerte que sature nuestro corazón y nos capacite para ver las partes de la creación que no habíamos percibido hasta este momento de nuestras vidas. 48
Podemos decidir sonreír a todo el que nos encontremos, jugar con niños, hablar con ancianos, hacer preguntas a los jóvenes... y escuchar esta vez sus respuestas. Podemos determinarnos a emprender hoy algo nuevo, a convertirnos otra vez en aprendices, a sentir la emoción que principia a aflorar en nosotros cuando lo hacemos. Podemos optar por darnos a quienes no tienen a nadie más que a nosotros de quien esperar calidad de vida. Ahora lo tenemos todo: oportunidad, libertad y la sensación de saber qué es lo que esas cosas exigen de nosotros. Tenemos la oportunidad de ser el mejor yo que nunca hemos sido. Y de ayudar a los demás a lograr otro tanto. Una carga de estos años es no ser capaces de superar la amargura de haber sido desplazados, ni de percatarnos de que la callada expulsión de todos los escenarios de la vida supone también haber sido liberados de la teatralidad a ellos asociada. Una bendición de estos años es despertarnos una mañana y descubrirnos ebrios del solo pensamiento de estar vivos. Luego, allí dondequiera que vayamos, transmitiremos la alegría de que, por fin, hemos logrado encontrarnos a nosotros mismos.
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«LA senectud, en especial la senectud distinguida - escribe Cicerón-, tiene una autoridad tan grande que es de más valor que todo el placer de la juventud». Esta idea dista mucho de la noción - hoy preponderante - de la falta de valor de todo lo viejo, de todo lo que no es nuevo, de todo lo que no está recién cogido de la vid. Tan arraigado está en nuestros días el concepto de novedad que cada año lo que llamamos «viejo» rejuvenece y lo obsoleto se renueva. La idea de obsolescencia deliberada lleva varias décadas con nosotros. El libro de Alvin Toffler El «shock» del futuro introdujo en la década de mil novecientos setenta el concepto de «obsolescencia planificada». Luego, el público descubrió que los neumáticos de automóvil sólo aguantaban un número determinado de kilómetros, que las empresas podían predecir con asombrosa exactitud la duración de un motor de frigorífico, que las bombillas tenían una vida predecible en número de horas. El orgullo del fabricante dejó de residir en el hecho de que sus productos pudieran ser usados durante años. Antes bien, los objetos se fabricaban para ser eliminados. La mayoría de las cosas estaba programada para perecer. Nada se hacía ya para durar. La mejora de las prestaciones se puso de moda. La novedad se convirtió en el motor del mundo, no la longevidad, ni tampoco la calidad. La economía dependía de ella. El problema es que esto se aplicó asimismo a las personas. En una cultura así, todos corremos peligro de quedarnos enseguida obsoletos. En la clase de sociedad tecnológica en la que vivimos, la creciente marginación de las personas mayores resulta obvia. En la mayoría de las sociedades, los ancianos han sido reverenciados. En muchas culturas, sólo los ancianos eran considerados aptos para gobernar. Eran los miembros de la comunidad responsables de guiar el futuro de todos los demás porque sabían más que el resto sobre la vida, la historia y la memoria colectiva del grupo. Más aún, contaban asimismo con la ventaja de los años para que les ayudara a mostrar a los miembros más jóvenes de la comunidad cómo vivir bien conforme a su ejemplo. La sociedad moderna, por el contrario, cambia con suma frecuencia a los líderes a través de una puerta giratoria de mandatos limitados y prosigue su camino. La nuestra es una cultura que no puede permitirse la vejez. Ya hace tiempo que dejamos atrás la búsqueda de experiencia madura. Cuanto menos al día de los últimos avances en el campo tecnológico o científico esté uno, presumimos, tanto menos idóneo será para desenvolverse como líder. Ya no queremos la sabiduría que deriva de años de ir creciendo hacia algo; lo que cuenta es la nueva información. Luego, en un abrir y cerrar 51
de ojos, nos dejan anticuados quienes toman los datos y enseguida van más allá de ellos... y de nosotros. Y ése es precisamente uno de los principales problemas que tiene el hacerse viejo en esta sociedad. ¿Para qué servimos ahora? ¿Qué podemos hacer salvo sentarnos en el solario, pasear por las calles o refugiarnos a solas en una torre de pisos y esperar a que todo acabe? ¿Dónde está ahora esa autoridad de la edad de la que Cicerón dice que es «de más valor que todo el placer de la juventud»? En un mundo como éste es difícil, sin duda, ver reconocido o protegido, demandado y reverenciado el valor de la experiencia. Pero la vejez no está ahí en vano; si fuera así, no existiría. Es evidente que la vejez desempeña un papel en el desarrollo del mundo que nos rodea. Estos últimos años de la vida no los vivimos sólo por no morir. Vivimos para hacer mejor el mundo, tanto para nosotros como para los demás. Pero ¿cómo? La transición de funcionario a personaje público, de soldado de infantería sujeto a disciplina a filósofo independiente sin ataduras es importante, pero también difícil. Un problema radica en que, a diferencia de lo que ocurre en tantas otras culturas, este personaje investido de sabiduría no tiene nombre alguno en nuestra sociedad. En muchas culturas indígenas, se trata del chamán: el arrugado médium entre el mundo visible y el mundo de los espíritus. Los chamanes son los expertos en el folklore de una cultura y, en la mayoría de las culturas chamánicas, han tenido una larga formación en ello. Comprenden el mundo en el que viven. Han ahondado mucho en él. En el judaísmo, esta figura es el haddik, el «justo», el que con los años ha alcanzado una piedad descollante, el que es signo para todos los demás judíos de cómo vivir, «un líder generacional». En el hinduismo, el que emprende la búsqueda espiritual tras la jubilación es el sanyasi, cuyo ejemplo de la gran búsqueda final es legendario en la sociedad. En el budismo, el que aplaza el nirvana personal para trabajar por la iluminación del resto del mundo es llamado bodhisattva. En esta persona se encarna lo mejor que la cultura tiene para ofrecer, el signo de lo que significa convertirse en mejor persona a medida que uno envejece. En todas estas culturas está presente la idea de que las generaciones mayores poseen una perspicacia de la que carecen los más jóvenes. Pero ¿en qué consiste esta perspicacia? ¿De dónde procede? Y lo más importante de todo, ¿qué hacemos ahora con ella? En cada generación se acumula una cantidad de experiencia que dice algo sobre la 52
vida y es concreta y universal a la vez. Emana del simple acto de llevar una vida recogida y reflexiva. Deriva de haber usado cada dimensión de la vida para prepa rarse de cara a la siguiente. Brota de vivir lo que Sócrates tenía en mente cuando dijo: «La vida irreflexiva no merece ser vivida». Sabio, chamán, haddik, sanyasi, bodhisattva, «anciano», es quien, después de haber vivido toda una vida, analiza el sentido de la existencia. Más aún, se propone comunicarlo a quienes vendrán después de él. Y tiene derecho a hacerlo. Posee la autoridad de la experiencia, la autoridad de la supervivencia, la autoridad de la persistencia y, por último, la responsabilidad de transmitir la autoridad del ejemplo. Como parte de la celebración de su octogésimo noveno cumpleaños, Nelson Mandela anunció la creación de «Los Ancianos» (The Elders), un grupo de «hombres y mujeres sabios». Este consejo de antiguos presidentes, ancianos hombres de Estado, premios Nobel y líderes internacionales - entre ellos, Mary Robinson, Kofi Annan, Jimmy Carter y el arzobispo Desmond Tutu - se reunirá dos veces al año para tratar de temas globales y ofrecer tanto su pericia como sus consejos a los líderes y políticos actuales. Libres de la cotidianidad de las posiciones del pasado, así como de las ambiciones políticas y presiones nacionales, aportan a las situaciones contemporáneas imparcialidad, sabiduría y la amplia perspectiva de su historia personal. Mandela explicó como sigue su compromiso a favor de la creación de este grupo: «Estoy intentando tomarme en serio mi jubilación». Es un modelo a tener en cuenta incluso más allá de la escena política. La experiencia es lo que otorga a la persona mayor el derecho de traer a una situación dada no tanto su biografía, sino la historia. La memoria histórica de un grupo dice: «No; participar en la Segunda Guerra Mundial e invadir Vietnam no fueron lo mismo. Si uno quiere, puede apoyar ambas acciones, pero no es legítimo considerarlas equivalentes». La supervivencia es lo que legitima a la persona mayor a alentar a las generaciones más jóvenes en el derecho de tener esperanza, de saber que lo que les está ocurriendo en el momento presente no es el fin del mundo, ni de sus vidas. Siempre hay una resurrección en cada una de nuestras vidas, con tal de que creamos en ella y nos entreguemos a su advenimiento. La persistencia pasada, incluso ante la dificultad, es lo que permite a la persona mayor - en apariencia tan alejada de la situación actual - insistir en que arrojar la toalla no es respuesta a ningún problema. La tenacidad tal vez no resuelva todo - al menos en esta vida-, pero, en lo que concierne al sentido de la existencia, es más verdadero esperar en otra labranza, en otra siembra, en otra cosecha, que no hacerlo. Tal es la fortaleza espiritual de los ancianos en cada generación. También es nuestra responsabilidad. 53
Si los jóvenes, cuando alcen la vista a las estrellas de sus vidas para determinar en qué dirección encaminarse, no buscan a los sabios de nuestra propia generación, habremos perdido una ocasión preciosa. Si no nos convertimos en «los ancianos» de nuestra época, ¿cuál habrá sido el propósito espiritual de toda nuestra vida anterior? ¿Recordará el mundo qué cantidad de dinero ganamos o ahorramos o gastamos? ¿Atesorará el mundo nuestras medallas y placas? ¿O recordarán las generaciones más jóvenes lo que nuestras vidas les dijeron sobre la experiencia, la supervivencia y la tenacidad, sobre cómo vivir de forma tal que su propia mortalidad tenga sentido? Una carga de estos años es la tentación de considerarnos obsoletos y de gastar este precioso tiempo sólo en nosotros. Es la tentación del narcisismo supremo. Una bendición de estos años es nuestra implicación en los asuntos importantes del presente, a fin de que los tiempos venideros sean más bienaventurados que los nuestros - gracias a las ideas y conocimientos que conservamos en nosotros y pasamos a los demás antes de abandonar esta vida.
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«ESTOY radiante con los años», escribe Meridel Le Sueur. Sus palabras nos invitan a detenernos, nos hacen pensar, nos llaman al banquillo de los acusados. La verdad es que tiende a haber dos clases de mayores: los avinagrados y los serenos. Los avinagrados están enfadados con el mundo por haberlos descartado de las filas de quienes lo hacen funcionar, lo controlan y lo poseen, de quienes no son viejos en él. Exigen que el resto de la gente vaya detrás de ellos, les tenga lástima, acate sus órdenes y permanezca pendiente de sus malas caras. Los serenos viven con una agradable sonrisa en sus rostros senescentes, un signo de bienvenida al mundo que sugiere el significado de envejecer con dignidad. El significado de poseer la gracia de la senectud. Nos instan a devenir más y más nosotros mismos a medida que envejecemos. De éstos es de quienes Meridel Le Sueur, quien vivió hasta los noventa y seis años, escribe: «Estoy radiante con los años». Radiantes. No pintados, ni tampoco enmascarados. ¡Radiantes! Son los hombres y mujeres que miran con ojos bien abiertos, escuchan con oídos afinados y hablan con lengua sabia. Son personas con alma. Las revistas de moda y de salud son muy claras acerca de qué aspecto se espera en la actualidad que tengan los septuage narios. Los «setentones» son gente que utiliza las máquinas de ejercicio físico y participa en cursos de bailes de salón. Hoy, quienes han sobrepasado ya los setenta se dan largos paseos y juegan a los bolos, nadan y montan en bici. Pescan y juegan al golf, se apuntan a coros y juegan a las cartas. Están en forma y llenos de vida, conservan la agudeza mental y desbordan salud. Rezuman vigor y entusiasmo. Van a los sitios adecuados, ven a la gente adecuada, hacen todo lo adecuado. Y nunca se cansan haciéndolo. Viven la vida con brío y garbo. Desafían a los años que tienen a sus espaldas y se dirigen hacia el ocaso cantando y bailando. Y eso es así para muchos, al menos hasta cierto punto. Nunca antes había vivido una generación tanto tiempo y en tan buenas condiciones como ahora en el próspero Occidente. Nunca se ha antojado la vida tan eterna como ahora. Al mismo tiempo, sin embargo, está aconteciendo otra realidad física. Para leer el listín telefónico sin gafas, tenemos que amusgar los ojos; así que nos acercamos a la óptica a encargarnos unas gafas de leer. Subimos el volumen de la televisión más de lo que solíamos. Nos descubrimos a nosotros mismos prestando atención a los anuncios de tintes para el pelo. Y aunque caminamos un poco todos los días, no vamos tan lejos -y decididamente no tan rápido - como hace años.
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En nuestra vida se han producido cambios espontáneos, pero de gran trascendencia. No hay vuelta atrás, y lo sabemos. No lo decimos, por supuesto. Lo apretamos contra el pecho como un gran secreto gris. Pero lo sabemos. En nuestro hondón sabemos que está ocurriendo algo diferente. Estamos transformándonos. Pero la transformación esencial que se produce con la edad no sólo afecta, ni mucho menos, al bienestar físico, a la capacidad de aguantar una partida normal de golf, a todo un estilo de vida diferente de echar la partida de bridge los miércoles o hacer la ronda semanal por los clubes. Hay una parte importante del proceso de envejecimiento que radica en habituarse sin más a hacerse mayor. Ser un anciano vigoroso requiere, en primer lugar, aprender a aceptar es ta situación como lo que es: una etapa de la vida nueva y maravillosa, si bien diferente. Debemos admitir, incluso en nuestra propia mente, que somos viejos en una cultura tan centrada en la juventud que la edad es algo que, más que celebrado, debe ser escondido. «¿Yo?», decimos. «¿Setenta? Es imposible». Uno casi puede oír el tono de vergüenza que acompaña a estas palabras. Nos horada hasta el centro de nuestro ser, y en el corazón salta la alarma. ¿Cómo es posible, nos decimos preocupados, que la vida se nos esté terminando justo cuando comenzamos a entenderla, a disfrutarla, a amarla? Y con el miedo a la edad, si sucumbimos a la idea de que ser viejo representa algún tipo de obstáculo para la vida, viene la pérdida de uno de los periodos más profundos de la existencia. El problema es que, en nuestro mundo moderno, la preparación para el envejecimiento parece concentrarse casi por entero en comprar cremas antiarrugas y apuntarse a un gimnasio, cuando lo cierto es que lo que debe ser transformado ahora no es tanto la manera en que miramos a los demás cuanto la manera en que miramos a la vida. La madurez es la época es que nos aceptamos nosotros mismos. Comenzamos a mirar a nuestro interior. Comenzamos a encontrar más fortaleza en el espíritu que en la carne. La forma en que nos vemos a nosotros mismos cambia de un periodo a otro de la vida. No es una experiencia estática, y su definición más impactante tiene lugar durante la madurez. En esa fase, todos obtenemos alguna clase de poder, por muy limitado que sea y aunque no se deba más que al hecho de ser los de mayor edad. Nos descubrimos a nosotros mismos investidos de responsabilidad en algún lugar: al cuidado de los hijos, en una posición de control en el trabajo, en una posición de mayor rango en la familia, en un nivel social superior dentro del grupo. Hemos triunfado. Pero de súbito, según parece, tan calladamente como triunfé, soy descartado. El poder y el control ya no pueden definir mi yo. Debo encontrar en mí mismo algo que me 57
conceda un lugar personal en el mundo que me rodea: soy divertido, me preocupo por los demás, he comenzado a vivir en pos de cosas más profundas, ricas e importantes que antes. Ahora soy encargado, guardián del bien público, abogado de causas sociales, compañero. Principio a verme de forma distinta. Comienzo a descubrir que, en múltiples sentidos, ahora soy bastante más importante de lo que lo he sido en cualquier momento anterior de mi vida. También empiezo a ver el mundo con otros ojos. Merece ser atesorado, explorado, disfrutado. Una puesta de sol en la playa vale más que todos los cócteles a los que he asistido en mi vida. Los demás empiezan igualmente a mirarme de forma distinta. Están tan transformados como yo mismo. Ya no veo en ellos el rol. Ahora también ellos son personas, individuos; han dejado de ser problemas, «contactos», una medida de mi propio valor. Mi valor se basa ahora por completo en mí, en qué clase de persona soy con los demás. Descubro asimismo que el número de absolutos en mi vida se ha reducido drásticamente. Ahora soy mucho menos dogmático en lo que atañe a la existencia de Dios. No estoy ya tan seguro como solía sobre qué es gravemente condenatorio y qué no. Y, lo más importante de todo, me siento feliz de dejar esa decisión en manos del Dios cuya naturaleza parece ahora bastante más compasiva... conforme yo mismo me he ido haciendo más compasivo. Por último, también veo mi vida bajo otra luz. Hubo un tiempo en que pensaba en ella como en un campeonato de primera división en pos de dinero, estatus y posesiones. Ahora la concibo como algo que tiene valor en sí mismo. Empiezo a percatarme de que no se trata de poseer mucho, sino de disponer de lo suficiente. Empiezo a comprender que la tragedia de la vida es que muchas personas tienen tan poco que incluso contar con lo suficiente para vivir está fuera de su alcance. Empiezo a comprender que hay algo que no encaja al respecto. En la vida, yo he tenido ayuda más que suficiente. ¿Y esas otras personas? ¿Qué responsabilidad me incumbe ahora sobre ellas? Es el momento de la transformación final y plena. He devenido la plenitud de mí mismo, pero sólo después de ser capaz de despojar mi yo de todo lo accesorio, como títulos, privilegios, símbolos, incluso los signos de ser más -y, al mismo tiempo, menos de lo que era. Una carga de estos años es la posibilidad de quedarme enterrado en mis pérdidas y no ser consciente de lo que he ganado. Una bendición de estos años es la transformación del yo, que me permite ser, por fin, el yo que he estado deviniendo toda mi vida: un oasis de serenidad 58
en un mundo que no quiere saber nada de la vejez, el punto cimero de la vida.
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«¡ENVEJECED conmigo!», escribe Robert Browning. «Todavía nos aguarda lo mejor, lo último de la vida, meta de lo primero». Es una idea embriagadora: una excursión hacia la novedad justo cuando se inicia lo que sabemos que, a buen seguro, será el último periodo importante de nuestra existencia. Asumimos que lo único que ahora nos queda por descubrir es cuándo concluirá este periplo, cuando acabará por fin. Y cómo. Pero ésta es, en el mejor de los casos, una visión muy limitada de la vida. Ignora por completo su naturaleza. La verdad es que la vida sigue su curso, aun cuando intentemos evitarlo. Pensamos que nunca dejaremos la casa en la que vivimos; y entonces resulta que el tejado tiene goteras, que el sótano se inunda o que sencillamente ya no podemos subir ese largo y empinado tramo de escaleras. Y así, nos mudamos a un lugar nuevo, a un lugar desprovisto de un pasado capaz de sostenernos. Pensamos que nos hemos «jubilado»; y entonces, al poco, toda la gente en la ciudad que necesita ayuda o busca un consultor, un acompañante o un miembro para un comité, toda la gente que precisa nueva energía, se entera de que ahora estamos disponibles, de que estamos libres; y nos descubrimos a nosotros mismos más ocupados que nunca. Pensamos que estaremos solos el resto de nuestra vida; y entonces tiene lugar un primer encuentro, al que sigue una con versación y, a ésta, el hábito de cenar juntos cuatro veces por semana. Y la vida comienza a reír de nuevo en nuestro interior. Tenemos alguien con quien hablar, una nueva ocasión de contar nuestras historias, un renovado deseo de escuchar, la aventura de ser escuchados. Realmente escuchados. La vida cambia. El cambio pertenece a la esencia de la vida. Al carácter espiritual de la vida le es inherente formular exigencias, plantear desafíos, aguijonearnos para que la vivamos. Pero que la vida cambie no es la cuestión. El cambio es obvio. Vendrá, nos guste o no. Lo aceptemos o no. Lo queramos o no. También eso es obvio sin más. La verdadera cuestión es mucho más sutil que todo eso. No es el cambio lo que nos destruirá. Lo que marcará la diferencia es la actitud que adoptemos ante él. La disposición mental con que afrontamos el cambio da sentido al final de una fase en la vida, desde luego. Pero, además, determina la profundidad 61
espiritual con que iniciamos esta nueva fase. Todo depende de si ahora vemos nuestra existencia como llena de sentido no sólo para nosotros mismos, sino también para los demás, o sólo como una suerte de pausa forzada entre el ya acaecido final de la vida y el final del cuerpo, que seguramente no se hará esperar demasiado. La verdad es que este nuevo estadio de la vida nos libera de una manera en que no puede hacerlo ninguna otra etapa de crecimiento. Se ha terminado el esfuerzo. Ya no tenemos que probarnos nada. Ya no necesitamos que nadie apruebe el uso que hacemos de nuestro tiempo. Ya no estamos obligados a trabajar, producir, proveer, progresar. Lo único que ahora se nos exige es el florecimiento del yo. Cual flores de otoño, coloridas, de tono vivo, resistentes al viento, nuestras vidas no sólo tienen un nuevo color, sino que traen consigo la clase de profundidad interior que tan acuciantemente necesita un mundo acelerado. Si decidimos que la vida ha concluido una vez que se acaban los complementos propios de la madurez - la carrera, el título, la crianza de los hijos, el ascenso por la escala social - y que ya no queda nada que merezca la pena hacer; si decidimos que la definición misma de quiénes somos ha sido ya sumariamente ejecutada, entonces es evidente que así será. Nos hemos puesto fin a nosotros mismos. Pero si podemos motivarnos para probar qué da de sí el resto de nuestro ser, ante nosotros se abrirá un mundo del todo nuevo. Partes de nosotros que, durante los años de responsabilidad y productividad, hemos ocultado celosamente a los demás -y la mitad de las veces incluso a nosotros mismos - están ahora a nuestra disposición para experimentar con ellas. Y es la voluntad, el entusiasmo, de experimentar lo que marca la diferencia. Crecer en la vejez requiere la curiosidad de un niño de cinco años y la confianza en uno mismo propia de la adolescencia. No hay nada que no podamos hacer si nos lo proponemos. Podemos aprender otro idioma, recorrer la ciudad de extremo a extremo, ir y venir por nuestra calle, presentarnos a nuestros vecinos y ofrecernos a hacerles una tarta cada semana si quieren. O podemos poner en marcha un servicio de transporte en coche para echar una mano a los padres que, después del trabajo, se pasan la tarde llevando a sus hijos a - y recogiéndolos de- los ensayos de la banda de música del colegio, las clases de baloncesto y gimnasia o el dentista. Podemos organizar un club de lectura con reuniones mensuales e ir rotando de casa en casa los debates y los bufés posteriores, de suerte que todos los miembros del grupo 62
gocen de compañía. Podemos hacer de guía para grupos de turistas, aficionarnos a la historia municipal, participar en todas las clases de educación para adultos que haya en la ciudad. En otras palabras, podemos ser lo que queramos ser ahora: sin florituras, sin protocolo, sin poses. Podemos recrearnos a nosotros mismos con objeto de ser creativos en el mundo de una manera distinta de la que nos permitían los límites de nuestra vida anterior. ¿Y si no queremos hacer nada que implique demasiado compromiso? En tal caso, por supuesto, podemos disfrutar sin más. El ocio no es malo, siempre y cuando tenga sentido y procure enriquecimiento personal. Y lo mismo vale para la buena música, la buena lectura, los buenos paseos o la buena conversación. Pero, al mismo tiempo, debemos preguntarnos qué es lo que nos empuja a querernos retirar de la clase de vida que hemos llevado hasta hace bien poco. Los investigadores nos dicen que, cuanto más joven es la gente al dejar de trabajar, tanto más difícil se revela la transición hacia la jubilación, tanto más se encanece el corazón, tanto menos atractiva resulta la vida12. El único antídoto para la falta de vida es la vida misma. Lo esencial en tales momentos es hacer algo que tenga valor en sí mismo. Ahora sólo es necesaria una cosa: debemos decidirnos por comenzar una nueva clase de vida, relacionada con el pasado, por supuesto, pero libre de restricciones que nos aten a él. Hemos de considerar bueno lo que hagamos en ella. Tiene que ser vivificante para nosotros. Y nosotros debemos ser un regalo para el mundo, en cierto sentido, de algún modo, para alguien. La novedad resulta una pesadilla más que una bendición para quienes ingresan en esta etapa de la vida desvaídos, agotados, enojados, doloridos, humillados y renuentes. Estas personas se pasan el día sentados en un sillón, huraños o apáticos, sin reavivarse a sí mismos, ni vivificar a nadie en la vida. No aportan alegría al mundo porque no tienen alegría que transmitir. Se convierten en viejos malhumorados o lloriqueantes ancianas no porque así sea la vejez, sino porque ellos y ellas han elegido ser menos de lo que están llamados a ser. Han optado por ser menos de lo que Dios tiene en mente para ellos durante estos años: otra clase de plenitud de vida, otra clase de utilidad. No cambiamos a medida que envejecemos; sencillamente devenimos más de lo que siempre hemos sido. Conforme nos hacemos mayores, nos ronda la tentación de bajar la guardia, como si ahora tuviéramos derecho a no estar a la altura de lo mejor de nosotros mismos. Nos sentimos tentados a mostrar las partes incompletas de nuestro ser, a no hacer nada por perfeccionarlas. Pero estamos aquí para abandonar este mundo lo más perfectos que podamos llegar 63
a ser. La vejez no es la época de la vida en que dejamos de crecer. Antes bien, es precisamente la época para crecer en formas inéditas. Es el periodo en el que empezamos a verle sentido a todo lo que ya hemos crecido. Es la estación de relax en la que todo en nosotros tiene la oportunidad de alcanzar su ser más dulce, rico y singular. Ésta es la estación para reclinarnos en el asiento y preguntarnos por el lugar que los distintos momentos de nuestra vida - grandes y pequeños - ocupan en la gran trama. ¿Ha sido nuestra vida coherente con ellos? ¿Ha tenido sentido? ¿Ha tenido un centro, una finalidad, una dirección, una identidad espiritual? Sea cual sea la respuesta, ¿cuál es la conclusión de ese juicio al que ahora debemos prestar toda nuestra atención? ¿Quiénes somos después de todo este tiempo, después de toda esta creación de vida? Es aterradora, esta novedad. Apenas nos conocemos ya a nosotros mismos, apenas conocemos ya nuestro yo real. Hemos gastado tantos años de nuestra vida haciendo lo que se esperaba de nosotros - o, por el contrario, negándonos a hacerlo - que el descubrimiento de esa persona llamada «el yo» puede representar para nosotros un misterio tan grande como, sin duda, lo es para quienes nos rodean. Ahora debemos preguntarnos: ¿hemos dicho alguna vez a alguien lo que realmente pensábamos? ¿Hemos hecho alguna vez lo que verdaderamente queríamos hacer? ¿Y qué repercusión - buena o mala - ha tenido eso en nosotros? Y lo más importante, ¿qué nos dice eso acerca del momento presente? Para convertir la senectud en el periodo vigorizador que tiene potencial para ser, debemos desear la novedad que conlleva. No es un periodo que carezca de finalidad. No es un tiempo de rampante narcisismo. Es el punto de la vida en el que todo lo que hemos aprendido hasta entonces puede ser puesto en práctica. No hemos llegado a este periodo sólo por nosotros. Este periodo es una etapa de desarrollo espiritual que está llamada a ser algo más que desarrollo del yo. De otro modo, ¿cómo explicar toda esta experiencia, toda esta perspicacia, que traemos a ella? Ha de tener alguna finalidad, por nuestro propio bien y el bien de la entera comunidad humana. No puede ser nada en aras de nada. Una carga de estos años es el sentimiento de irrevocabilidad que brota de saber que esta época, por mucho que pueda prolongarse, es la última fase. Entonces, el peso de lo que queda por terminar en nosotros se cobra su peaje. Una bendición de estos años es que, si nos lo proponemos, podemos hacer de ellos algo glorioso, una suerte de estrella fugaz que atraviese el cielo de la humanidad.
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«NUNCA ha existido una persona tan diestra en la conducción de la vida - escribe Jonathan Swift - que no adquiriera nueva información con la edad y la experiencia». ¿Cuál es la principal diferencia entre Estados Unidos y otros países del mundo? Hay, por supuesto, múltiples formas de responder a esta pregunta, pero existe un indicador de diferencias sociales que tal vez sea más revelador que los índices políticos o económicos habituales: la edad media de la población. En Estados Unidos, la edad media actual de la población es treinta y seis años. En muchas parte del mundo es veinticinco... o incluso menor. Estados Unidos tiene, en otras palabras, una población encanecida. Pero no sólo encanecida, sino también floreciente. Hacia el año 2030, el número de menores de diecisiete años y el de mayores de sesenta y cinco residentes en Estados Unidos será, por primera vez en la historia, prácticamente igual. Los niños sobreviven a la infancia y los adultos llegan bien a la vejez. En 1900, el cuarenta por ciento de la población de este país tenía menos de diecisiete años y sólo el cuatro por ciento sobrepasaba los sesenta y cinco13. No es ése el caso aquí y ahora. En la actualidad, más del diez por ciento de la población - esto es, treinta y tres millones de estadounidenses - supera los sesenta y cinco años. Se espera que en el año 2030 esa cifra se haya duplicado con creces, hasta casi alcanzar los setenta millones14. Lo cual, por supuesto, es importante en múltiples sentidos. Explica la cambiante demanda de hospitales, complejos residenciales para mayores y comunidades intergeneracionales. También señaliza el creciente poder político de una generación que pronto representará el veinticinco por ciento de la población con derecho a voto en Estados Unidos`. Afectará a lo que las empresas producirán en años venideros y a qué sector de la sociedad se dirigirán. Ya puede constatarse un desplazamiento en los anuncios de televisión desde el énfasis en equipamiento deportivo de hace veinticinco años a los productos alimenticios saludables en la actualidad. Incluso pregonamos los seguros de deceso que hemos contratado con objeto de «no ocasionar gastos a nuestros hijos», la mayoría de los cuales probablemente ni siquiera vive cerca de nosotros mientras envejecemos. La limitación ya no es la principal característica del envejecimiento. Al contrario, ahora nos desarrollamos de maneras que hasta hace poco habrían sido consideradas impensables para cualquiera que hubiera sobrepasado los cuarenta. La vejez ha dejado de ser motivo para estar bajo tutela. La abuelita ya no «reside» 67
en casa de alguno de sus hijos. Es mucho más probable que viva sola, en su propio adosado o piso, siga conduciendo hasta entrados los ochenta y ayude como voluntaria en la biblioteca municipal. La limitación no es lo que nos define, ni en términos numéricos ni como una de las consecuencias de la edad. Comemos mejor, vivimos con menos probabilidades de discapacidad física, tenemos gafas y audífonos y seguimos partici pando durante años en todos los niveles de la sociedad. No sólo somos la generación de ancianos más sana que ha conocido la historia moderna, sino también la más activa. Y estas tendencias no se constatan sólo en las naciones industrializadas. A medida que el nivel de vida se eleva por doquier, crece asimismo la población anciana de cualquier región. Pero la longevidad no es el único indicador de los cambios esenciales que comporta la vejez. Ahora sabemos que también el cerebro - del que antes se pensaba que estaba ineludiblemente abocado a una progresiva senilidad conforme fueran pasando los años continúa desarrollándose en formas inéditas. No sólo sigue produciendo nuevas células, sino que desarrolla asimismo maneras originales de pensar. Los científicos han descubierto que la gente mayor, si bien no tan ágil en el cálculo como los jóvenes, piensa igual de bien que éstos, pero de modo diferente: con más profundidad, más reflexión, más conciencia filosófica. Los procesos mentales de los jóvenes, comparados con los de los mayores, guardan con éstos una diferencia análoga a la que existe entre la rapidez de un juego de ordenador y la calidad de un experto en lógica. Los jóvenes producen ideas prontas y abundantes, mas a menudo sin forma ni figura. Las personas mayores son capaces de reflexionar sobre los mismos datos que manejan los más jóvenes, pero, en vez de manipularlos, tienden a reducirlos a conceptos. Tales hallazgos pueden confundir a las generaciones jóvenes, que han sido enseñadas a temer a su propia vejez, pero también echan una nueva clase de responsabilidad sobre las espaldas de la gente mayor, les impelen a adoptar una nueva forma de mirar al mundo. Ahora no hay excusa para descolgarse sin más de la vida. Mientras sigamos respirando, somos responsables de la co-creación del mundo, del bien de la especie humana. La vejez no es un viaje gratuito a la irresponsabilidad. Ahora debemos ocupar nuestro lugar entre los sabios del mundo, comparando, evaluando, convenciendo y haciendo valer la experiencia como lo han hecho los ancianos de cada generación antes de nosotros. Ahora tenemos también la responsabilidad de aleccionar a las generaciones que nos siguen en los valores e ideales que construyen una sociedad basada en la igualdad, el 68
respeto por los demás y el pluralismo. Más aún, sobre nosotros recae la responsabilidad espiritual de ver la vida como una fuerza moral más que simplemente como una aventura privada. Necesitamos llegar a comprender desde el centro de nuestra alma que la vejez no es una enfermedad. Es una nueva experiencia de cómo vivir la vida, cómo exprimirle la bondad, la energía, la gratitud, la calma y la serena creatividad. La carga de la falta de compromiso con la consecución de logros significa que hemos ingresado en un periodo de suspendida vivacidad, que el envejecimiento no es sino deterioro. La verdad es que envejecer significa envejecer. Ni más, ni menos. Consiste sencillamente en madurar. La bendición de un compromiso con la consecución de logros radica en que - en tanto en cuanto continuamos aportando nuestras considerables habilidades, experiencia y perspicacia para responder a las necesidades actuales de la humanidad - devenimos sin duda más sabios y decididamente más fuertes de espíritu, convirtiéndonos en una bendición mayor que nunca para el resto de la sociedad.
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«LEJOS de envejecer con los años, cada día ganamos en novedad», escribe Emily Dickinson. ¿Por qué? Porque la vida comienza de nuevo cada día... y debemos estar a la altura de ella. Por tanto, a menos que nos cerremos a la vida, a menos que nos neguemos a vivir a tope cada día, también nosotros nos renovamos. «Nunca pensé que llegaría a ser tan mayor - dijo la mujer. ¿No es maravilloso?» Era vivaz y dinámica. La última batalla con una cadera desgastada no parecía haberla perturbado en absoluto. Sus hijas habían traído el andador por si acaso, pero ella lo rechazó con un gesto de la mano al entrar y cruzó la habitación por sí sola. Frisaba los noventa. La sonrisa hacía pensar que no tenía sino sesenta y cinco; sus ágiles respuestas, que tal vez setenta. Nada en ella encajaba con las manidas expectativas de qué significa tener noventa años. Cuando alguien del grupo se ofreció a ir a la mesa donde estaba el bufé para traerle comida, le espetó: «Y eso, ¿por qué? Puedo ir yo misma». Luego, con el regodeo de quien acaba de demostrar una vez más su inexpugnabilidad, dijo: «Mirad... sin apoyarme». Y se levantó del sillón reclinable, en exceso mullido, con tanta facilidad como lo habría hecho cualquier otra persona de la habitación. He ahí a una mujer cuyo marido llevaba mucho tiempo muerto, cuyas hijas eran ya sexagenarias y cuyos hijos vivían en otros estados, una mujer que años atrás había dejado su propia casa y, desde entonces, iba de un apartamento a otro. Era feliz y divertida y estaba muy, pero que muy viva. De hecho, era más representativa de los nuevos ancianos de lo que, por desgracia, solemos pararnos a considerar. Nuestra imagen de la población anciana es más comúnmente una imagen de debilitamiento y dependencia, de desgraciado aislamiento e inutilidad social, de almas tristes exiliadas a la periferia de la vida y abandonadas en un mundo desaparecido hace mucho tiempo. Pero la gente es más longeva con cada década que pasa. Y vive sola. Y, según revelan ahora los datos gerontológicos, tiene muy pocos años de impotencia. Antes bien, al menos en el mundo desarrollado, la vejez es un periodo de dulce liberación y posibilidad. 71
Con todo, también se trata de una etapa de grandes trastornos. El mundo moderno está lleno de «planes de pensión», pero ¿quién puede en realidad planear mucho? La vida no es una línea recta, aprendemos. Si acaso, una espiral. Los ancianos dejan los barrios donde han vivido años sin cuento. Se mudan a apartamentos pequeños donde viven rodeados de personas hasta entonces desconocidas. Abandonan redes sociales, lugares que solían frecuentar y mascotas queridas, así como posiciones con estatus, prestigio social, trabajos fijos e incrementos salariales en una sociedad en la que los ingresos medios de los hombres y mujeres mayores de sesenta y cinco están entre doce y veinte mil dólares al año1e. De hecho, es posible que la discontinuidad sea uno de los factores definitorios de la vejez en el mundo moderno. Pero estos trastornos y esta discontinuidad son también algo más. Es un tiempo de tardía, pero emancipadora, posibilidad. ¿Quién no ha atravesado a lo largo de su vida un periodo en el que no deseaba más que desaparecer y empezar otra vez de cero? De lo que la mayoría de nosotros no se percata es de que, en la actualidad, la vejez es esa nueva vida. Y todos debemos confrontarnos con ella, de un modo u otro. El don es reconocer el potencial - tanto espiritual como social - que tiene esta edad y saber qué hacer con él. Se nos ofrece la oportunidad de hacer nuevos amigos y desarrollar nuevas actividades, nuevas rutinas y, con ellas, nuevos círculos sociales. Comenzamos a hacer cosas que hasta ahora nunca habíamos intentado; y además, en lugares que nos eran desconocidos. Y gozamos de la posibilidad de contar las viejas historias a todo un grupo de gente nueva. En todo ello hay una asombrosa experiencia de variedad, una suerte de mareante sensación de posibilidad. Ya no tenemos que desempeñar los viejos roles que durante tantos años nos han definido de forma tan precisa. Podemos ser divertidos, bobos e irresponsables, para cambiar. Podemos comprarnos cosas nuevas sin tener que pedir permiso a nadie. Ahora podemos empezar a pensar de manera diferente. ¡Y lo hacemos! Una autoridad interior parece emerger de la nada. Cuestionamos cosas sobre las que antes ni siquiera se nos ocurría pensar... y mucho menos poner en duda. Y ahora que hemos dejado de ser los que imponen orden en la familia, podemos disfrutar de la gente joven mucho más de lo que lo hemos hecho hasta ahora, juzgarla menos, acogerla siempre con el corazón abierto. 72
Sentados, escuchamos lo que nos dicen porque confían en nuestra confianza en ellos, en nuestra misericordia, en nuestra libertad de corazón. Las cosas cambian, ahora lo sabemos. Estamos seguros de eso, porque nosotros mismos hemos cambiado. Por primera vez en nuestra vida empezamos a ver a las per sonar por lo que son - aquí y ahora-, pues ¿quién mejor que nosotros sabe que todos nos transformamos antes de morir? Nos sentimos liberados, en algunos aspectos por primera vez en la vida. Y, si nuestra personalidad es realmente sana, nos descubrimos a nosotros mismos intentando vivir a tope esta nueva etapa de la vida, exprimiendo de ella toda gracia, todo deleite, toda fascinante nueva idea, toda interesante respuesta a toda acuciante pregunta. Todo lo cual requiere energía, por supuesto; y ello, justo en el momento de la vida en el que es posible que pensemos que no nos queda ya ninguna. Todo parece haber sido tan agotador durante tanto tiempo que apenas nos reconoceríamos a nosotros mismos si dejáramos de estar tan cansados. Pero el cansancio genera más cansancio. La única manera de superarlo es hacer algo. Invitar a alguien a un espectáculo, por ejemplo. Aprender a jugar al golf, hacerse socio de un club social, ir a la piscina del YMCA (Youth Men's Christian Association, Asociación Cristiana de Jóvenes), planear unas vacaciones en la gran ciudad o en un parque nacional. Comenzar una rutina del todo nueva con otra pandilla de amigos... y construir una vida por completo distinta. Una carga de estos años es asumir que, cuando termina el gran cambio que nos libera de estar definidos y delimitados por el pasado - por muy bueno que pueda haber sido-, la vida también termina. Una bendición de estos años es darse cuenta enseguida de que esta etapa de la vida desborda posibilidades y está llena del deseo de continuar viviendo, de conquistar independencia, de crear nuevas actividades y redes de gente nueva e interesante.
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«SABER envejecer - escribe el filósofo suizo Henri Frédéric Amiel - es la obra maestra de la sabiduría y uno de los capítulos más difíciles del gran arte de vivir». Los cambios vitales tan comúnmente asociados a los últimos años de la vida requieren formas inéditas de acometer el ejercicio de vivir. Lo más duro de todo es que se presentan con independencia de que nosotros los queramos o no. Nos descubrimos a nosotros mismos en extrañas circunstancias con amigos de última hora después de que toda una vida de viejas relaciones se haya esfumado o de que nuevas condiciones nos hayan desconcertado. Entonces, lo importante no es tanto lo que nos pasa cuanto la manera en que decidimos afrontarlo. No se trata de una época fácil. Sin duda, éste es el último gran periodo de crecimiento humano para nosotros. Comporta escalar las montañas finales de adaptación, novedad, cambio, evolución espiritual. Exige de nosotros toda chispa de fuerza, toda pizca de fe en la santidad del universo, que nos quede disponible. Para quienes pueden disfrutar del lujo de envejecer en casa - la casa en la que he vivido toda mi vida adulta, la ciudad en la que él creció, el barrio que ella ama-, envejecer es casi siempre sencillamente la continuación de la vida tal cual ha sido hasta ese momento. En tal caso, envejecer no es sino una fase más de lo mismo. Al fin y cabo, aquí, en este lugar, he pasado muchos años. Conozco a las personas, así como las tiendas y los autobuses; conozco toda la ciudad. Todavía soy parte de ella. Todo es simplemente una extensión de mi persona. Todo me es familiar. Todo es seguro. Por muchos años que haya acumulado, en situaciones como ésta, resultan, de hecho, casi irrelevantes. Siento que todavía soy lo que siempre he sido. Mi mundo profesional puede haber desaparecido, pero no mi vida. Incluso aquí, por supuesto, hay cambios, pero son pequeños. Comienzo a hacer algunas cosas menos que antes. No salgo de casa todas las mañanas para ir a trabajar. Me apetece menos conducir de noche. No tengo tantas cenas de sociedad como antes. Pero, al margen de eso, apenas existen diferencias discernibles entre tener sesenta y cuatro años y tener sesenta y siete, entre tener sesenta y nueve años y tener setenta y cuatro. La vida así vivida permanece básicamente la misma, por avanzada que sea nuestra edad. Desde luego, la primera gran confrontación con la edad se produce con la separación respecto de lo que nos es familiar. Cuando el mundo que era y el mundo que es caen a uno y otro lado de la línea divisoria; cuando el presente difiere de cómo eran antes las 75
cosas; cuando las cuerdas de salvamento se rompen, entonces ya ha llegado el cambio real. Luego, la edad penetra estruendosa en la conciencia, con un timbre del todo nuevo. La idea de envejecer, de hacerse «viejo», cobra para mí creciente nitidez. Mi alma principia a cambiar de tono. Me descubro a mí mismo afanándome por permanecer psicológicamente vivo, por muy fuerte que parezca mi cuerpo. Primero desaparece el trabajo, más tarde la casa y luego, poco a poco, se esfuman las cosas queridas: los hijos se llevan cada vez que vienen algún pequeño objeto; la gente de la tienda donde se venden artículos de segunda mano con fines benéficos, una vieja caja tras otra. Luego se pierde la privacidad, más tarde se queda uno sin el perro y sin el gato, sin la mesa del despacho y sin los papeles, sin viajes y, con el tiempo, sin coche. Finalmente, se ausenta, por primera vez, el yo. También la persona que yo antes sabía que era - amigable, feliz, de trato fácil, satisfecha - corre peligro de desaparecer. La inveterada proclividad al viejo temperamento deviene más difícil de controlar. El interés por los demás empieza a ceder paso al deseo de permanecer sentado, con las luces apagadas, en penumbra, conviviendo con mis pérdidas. El ceño está permanentemente fruncido. La sonrisa pierde frescura. Todas las señales de peligro están ahí, a la vista. Una persona joven - yo - está agonizando años antes de que llegue su hora. Y el único que puede salvarme de mí soy yo mismo. Luego, empiezo a comprender que la santidad está hecha de cotidianidad, de vivir la vida tal como me viene, y no como me empeño que sea. Es hora de descender a mi hondón y preguntarme qué me está sucediendo. No se trata de que los cambios sean difíciles. Aunque, por supuesto, lo son. Es sólo que, por mi propio bien, no puedo permitir que esos cambios, por difíciles que sean, determinen mi existencia. La vida continúa... y también yo debo seguir hacia delante. Pero ¿cómo? ¿Cómo podemos defendernos de una situación como ésta? ¿Cómo hemos de tratar con cosas con las que no queremos tratar, por muy buenas que puedan ser en sí? ¿Cómo sobrellevar aquello que sentimos que no somos capaces de soportar? Y la sencilla, pero inquietante, respuesta es que no existe la posibilidad de no sobrellevarlo. Lo sobrellevaremos, aunque sólo sea porque tenemos que hacerlo. La única cuestión es si nos decidiremos por aguantarlo bien... o mal. Aprender a sobrellevar los caprichos de la vida es un proyecto a largo plazo. En la vida pronto empezamos a tener experiencias: culpamos a otros de la situación en la que nos encontramos o nos enfuruñamos para hacerle saber al mundo que nos disgusta. Luego, con el tiempo, aprendemos que amohinarse y culpabilizar a los demás no resuelve nada; antes bien, sólo incrementa el dolor que sufrimos. La verdad es que, en la vida, no hay nada más importante que ser capaz de afrontar 76
bien los cambios que nos advienen a medida que envejecemos. Éstas son las estrategias de supervivencia (coping skills) que nos conducirán hacia el final. La felicidad de los últimos años de nuestra vida depende de ellas. Sin embargo, no todas las estrategias de supervivencia son iguales. La psicología define para nosotros la diferencia existente entre ellas". En el nivel inferior están los mecanismos de supervivencia que únicamente nos capacitan para desentendernos por completo de la situación. Algunas personas, sometidas al estrés del cambio, se aferran a falsas ilusiones, por ejemplo. Rompen con la realidad de todo en todo. Entran en lo que la comunidad médica denomina «senilidad prematura». Se sueltan de la vida. Empeoran. Devienen retraídos o incluso incoherentes. Sabemos que han perdido contacto con la vida, como un náufrago en alta mar que deja ir sin más de la cuerda sujeta al bote salvavidas. Pero estos son casos raros. Es más que probable que permanezcamos muy atentos a lo que acontece a nuestro alrededor. Nos comprometemos con ello. Hablamos sobre ello. Incluso nos obsesionamos con ello. Al final, tenemos dos caminos. O bien nos descubrimos a nosotros mismos confrontados con posibilidades sociales que nos ayudan a hacer de la nueva vida una experiencia vigorizadora y fascinante, o bien nos resistimos al cambio hasta el punto de que terminamos convirtiéndonos en la resistencia misma. Tal resistencia es el siguiente nivel de reacción ante los cambios. Estas personas se las arreglan solas, pero son exasperantemente inmaduras en sus reacciones emocionales. En efecto, cumplen las rutinas vitales. Siguen haciendo la colada, tomándose los medicamentos y guardando alguna clase de apariencias personales. Pero, al mismo tiempo, no son ya las personas que conocíamos. Sus almas se echan a perder en sus caparazones. Poco a poco, en cosas pequeñas, pero de forma pa tente, comienzan a castigar al mundo que los rodea por la situación en la que se encuentran. Cuando por fin les llega el momento de mudarse, se niegan a hacer las maletas para abandonar la casa, caen enfermas o rehúsan vestirse. El mensaje es claro: si quieres que todo esté preparado para que yo abandone la casa, tendrás que encargarte tú de ello. O si no, empiezan el juego de las inculpaciones: otras personas son responsables de esto, no yo, no mi estado, no mi situación económica. Pero decididamente, yo no. «Si el médico hubiera empezado a tratarme antes este problema, no tendría que irme de aquí», dicen. O bien: «Es culpa de mi hija que yo no pueda vivir sola. Si quisiera, podría hacerme la comida». Esta clase de agresión pasiva y la proyección de culpa hacia los demás corroen lo que habían sido buenas relaciones con las personas que me rodean justo cuando más las necesito. Lo que antes era una personalidad bondadosa, equilibrada y agradable resulta ahora sesgada, distorsionada, malograda. Me convierto en un mohíno, un protestón, un tejedor de sueños descabellados, imposibles ya para cualquier persona de mi edad o en mi situación: «¿Qué le ha ocurrido?», se pregunta la gente. «Siempre ha sido una persona agradable, de trato fácil». Y empiezan a evitarnos. 77
En el tercer nivel de las estrategias de supervivencia, es posible que las personas abandonen el lugar en el que han vivido durante años con un grado mínimo de enojo, pero se adaptan mal a su nuevo entorno. No hablan mucho sobre la mudanza. Antes bien, suprimen sus sentimientos hasta el punto de que devienen fríos e indiferentes. Concentran su enfado por el hecho de haber sido desplazados en las personas que dirigen el centro en el que ahora residen, por ejemplo. Nada es bueno. Todo - la comida, el ruido, los cuidados, la limpieza - está por debajo de la calidad exigible. Afirman que se les ignora, que son víctimas de abusos o que se les discrimina. Se encierran en su cuarto y se niegan a adaptarse. No quieren aceptar la situación actual y piden con reiteración que se les permita retornar a la vida que llevaban con anterioridad. Se quedan estancados. Se anquilo san. Refunfuñan. Se cierran en banda a avanzar. Entonces, sus familias los pierden mucho antes de que mueran. Es un viaje largo y triste para todos los involucrados. Lo que podría ser agradable, llevadero, liberador, se convierte en una prisión para el alma, una jaula dorada para la mente. El espíritu deviene polvo y ceniza. Pero existe otra manera de afrontar estos años. Aquellos cuyos mecanismos de supervivencia son maduros, aquellos que se han pasado la vida aprendiendo a responder a las dificultades de la existencia con aplomo y coraje, se defienden del estrés ocasionado por tan trascendental cambio restándole importancia. Siente su aguijón, pero transforman el dolor que les causa en alguna suerte de nuevo don. «Mira mi nueva mansión», dijo la anciana mientras enseñaba el diminuto apartamento de una sola habitación al que se había mudado tras vender su casa. «Debería haber tenido todo en una única planta cuando los chicos aún estaban en casa. Este maravilloso lugar me llega con años de retraso», comentó riéndose. Otra mujer se trasladó al final a la residencia municipal de ancianos sin decir ni una palabra. Nunca volvió a su casa, aunque había muchas personas que la habrían llevado allí en coche en cualquier momento. «No, cariño - le dijo a una joven amiga. No tengo necesidad de volver. Ésta es mi casa ahora». Y, señalando con un movimiento de la mano a la gran sala de visitas en la parte delantera del edificio, añadió: «Hay aquí tanta gente que necesita ayuda. ¡Tengo tanto que hacer aquí!». Es evidente que tales personas han alcanzado la madurez espiritual. Para soportar el dolor, lo reemplazan con nuevas alegrías. Comienzan a ocuparse de las luchas de otros para sobreponerse a las suyas. Viven anticipando las alegrías más básicas de la vida: flores lozanas en la mesa, el pequeño balcón con vistas al jardín comunitario, la ocasión de hacer nuevos amigos en el edificio, la oportunidad de encarar la vida sin tener que preocuparse del tejado, del jardín o de la limpieza de la casa. Sencillamente se niegan a permitirse a sí mismas vivir en el pasado, en la melancolía de sus recuerdos. «El tiempo avanza», di cen; y, con una sonrisa para cada una de las personas con que se encuentran, ellas avanzan con él. Para las generaciones más jóvenes, estas personas son un signo de que existe vida 78
después de los setenta. Y vida en abundancia. Con sólo que nos la procuremos. Una carga de estos años es que debemos decidir conscientemente cómo vivir, en qué clase de persona vamos a convertirnos ahora, qué tipo de personalidad y espiritualidad llevaremos a cada grupo, cómo de vitales pretendemos ser. Una bendición de estos años es ser capaz de vivir con tanta franqueza y adaptarnos tan bien a los cambios que los demás, al mirarnos, puedan ver cuánta vida, santidad y bondad puede aportarnos la vejez a fin de recrear el mundo.
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A juicio de Platón, «la senectud conoce una gran sensación de calma y libertad cuando las pasiones han aflojado su control y han escapado no de un amo, sino de muchos». La juventud es un caldero de temas calientes: carrera y entusiasmo, noviazgo y apareamiento, éxito y fracaso. La madurez es la culminación de tales sucesos. En esta etapa estamos inmersos en el esfuerzo de llevar de algún modo a término las decisiones que hemos tomado en épocas anteriores. Queremos ser reconocidos en nuestro trabajo. Debemos criar a nuestros hijos. Estamos ocupados intentando «establecernos»: en la comunidad civil, en los negocios, en la familia, en la vida social de la ciudad. Estamos ocupados, ocupados, ocupados sin receso. Corremos y trabajamos... y trabajamos y corremos. La vida es una gran puerta giratoria de índole emocional. Nos lleva de un suceso próspero a otro, pasando por una adversidad tras otra. En la madurez, la vida se vive a menudo al límite. Pero luego, en algún momento en medio de las convulsiones emocionales de la madurez, nos asentamos. Aprendemos que las crisis, en su mayor parte, no son en realidad tales crisis. Son, sin más, la vida. En uno u otro punto del camino, dejamos de vivir con tanta intensidad. Comenzamos a encontrar el equilibrio. Cuando el envejecimiento se deja sentir en nuestros corazones, estamos preparados para salirle al paso con ecuanimidad, resolución y alegría. Entonces, por fin somos capaces de mirar a la vida a los ojos y hacerle que aparte la mirada. Las mujeres y los hombres de los que habla Platón - serenos y satisfechos, a gusto consigo mismos y contentos con lo que tienen, orgullosos de lo que han hecho y enteramente reconciliados con el hecho de que han dejado de hacerlo - existen por doquier. Todos hemos conocido a algunos, y a todos nos ha impresionado la serenidad con la que viven. Aun así, no hablamos demasiado sobre ellos. Al fin y al cabo, ¿qué pasaría con la frenética y sangrante economía que tenemos si el resto de la sociedad se percatara alguna vez de cuántas de estas personas hay? Todas felices, todas viviendo una vida al margen de los largos desplazamientos diarios de ida y vuelta al trabajo y de los atascos vespertinos. Y ninguno de ellas interesada en qué pueda significar acaparar más. Doris había sido profesora universitaria durante años. El ascenso por la escala académica como mujer en la era de los derechos de las mujeres le deparó una suerte de prosperidad en la vida que nunca había pensado posible. Se le presentó la posibilidad de ser promovida, obtener una titularidad y desempeñar cargos en el departamento. Se 81
habló incluso de su traslado a una universidad más prestigiosa que estaba ofreciendo puestos a mujeres con objeto de acreditarse como institución comprometida con la política de igualdad de oportunidades para los dos sexos. Pero no. A ella le gustaba la pequeña ciudad y el trabajo voluntario que desempeñaba allí en un grupo de teatro infantil. Así, tras jubilarse, permaneció en su pequeña y antigua casa del centro de la ciudad y siguió haciendo funciones de títeres con los niños de la calle. Bill era un psicoterapeuta que trabajaba doce horas diarias. Personas enfermas a causa de la ajetreada vida que llevaban acudían sin pausa a él para que les ayudara a encontrar cierto equilibrio, a calmarse un poco, a reunir el coraje necesario para comenzar de nuevo. Y él nunca decía que no. Sin embargo, con el tiempo, la tensión de escuchar a estas personas durante horas y horas comenzó a afectar a su propia sensación de bienestar. Cerró la consulta y se mudó a otro estado para proponer a todos sus pacientes un ejemplo de otra forma de vida. En la actualidad administra uno o dos inmuebles y dona dinero a organizaciones que trabajan con quienes carecen de recursos. Así son los refugiados espirituales de ese país llamado economía global, grandes negocios, codicia empresarial, insaciabilidad. ¿Y cómo podemos explicar su existencia en una sociedad que orienta a la gente a identificarse con el poder y el estatus social más que a vivir la vida en cuanto tal? ¿Cómo entender que algunos de nosotros busquemos el retiro al que otros se resisten con igual desesperación? Sólo la edad nos enseña que existe la posibilidad de llegar tan alto que nuestros proyectos se vean coronados por el éxito, pero a costa de la calidad de vida. Las vidas que parecen exitosas están a menudo destrozadas por ese mismo éxito. La edad es el antídoto contra la destrucción personal, una llamada al crecimiento espiritual, porque la edad nos lleva finalmente a ese punto en el que no existe ningún otro lugar más que el interior de uno mismo al que acudir en busca de consuelo, en busca de riqueza, en busca de las cosas que realmente cuentan. Es la época de la vida en que todo se aplaca. Nuestras pasiones y defectos - la ira, los celos, la envidia, el orgullo - se mitigan tanto que principiamos a despertar a todo un nuevo nivel vital. La vida interior, la búsqueda de lo sagrado, toma los mandos hasta tal punto que podemos empezar a evaluar cuánta energía han sustraído a nuestra vida las pasiones y los defectos. El orgullo nos ha llevado a luchar por cosas que estaban tan por encima de nuestras posibilidades que hemos olvidado quiénes somos en realidad. Viejos enfados han hervido durante tantos años en nuestro interior que hemos frustrado buenos momentos con una bilis invisible. Ahora, por fin, empiezan a perder intensidad. De todas formas, ¿qué era eso que nos preocupaba tanto? ¿Y justificaba 82
semejante cólera? La envidia nos ha hecho descarriarnos demasiadas veces. Lo que ansiábamos - eso descubrimos cuando finalmente lo conseguimos - en realidad no cambia demasiado las cosas. Todavía somos quienes siempre hemos sido, inquietos y desnortados. La lujuria nos ha privado de la energía necesaria para que las relaciones duren. Nos hemos centrado en la emoción de la conquista más que en el sentido de la relación. ¡Y hemos sido incitados tantas veces...! La gula siempre nos ha dejado hambrientos de más de todo. Hemos perdido la capacidad de quedar satisfechos y hemos malgastado una parte de nuestra vida atiborrándonos de lo que no dura. La pereza nos ha encerrado en nosotros mismos. Hemos esperado que la vida viniera a nosotros y, a resultas de ello, hemos sido incapaces de disciplinarnos a para hacer lo que era bueno para nosotros. La codicia nos ha llevado a pasar por alto nuestras propias cualidades para concentrarnos en las cosas que nos rodeaban. Hemos querido lo que tenía otra gente hasta el punto de que no hemos sido capaces de apreciar las bendiciones de nuestra propia vida. Pero, a medida que envejecemos, el oro pierde su brillo. Hay un punto en el que el dinero no puede hacer absolutamente nada por nosotros, salvo permitirnos comprar juguetes cada vez más caros con los que intentar llenar nuestro vacío espiritual. Una vez que nos hemos consumido en el fuego de la ambición y destruido con el deseo de poder, no nos queda más alternativa que buscar refugio en los rescoldos del alma que hayamos conseguido mantener encendidos, aun cuando no hayamos sabido avivarlos. Ahora las pasiones se aquietan, y esos viejos rescoldos de admiración, perspicacia y localización en el alma se avivan en nosotros. Sorprendentemente, llegamos a comprender que nos basta con lo que tenemos. Y la vida vuelve a enriquecerse. Ahora nada nos come por dentro. Nada nos conduce ya fuera de nuestro propio alcance. No nos queda nada salvo nuestro propio ser. Y nos damos cuenta de que con ello basta. Ya no estamos a merced del yo. Es hora de saborear la esencia de la vida más que de preocuparnos de lo que le es accesorio. Nos ha llevado casi toda una vida amar una puesta de sol, valorar la compañía, renunciar a lo que siempre ha sido excesivo y aprender a deleitarnos en lo que es suficiente, pero la espera ha merecido la pena. Una carga de estos años es la conciencia de todo lo que hemos dejado pasar 83
durante tanto tiempo mientras vendíamos nuestras almas a los ídolos de la época. Una bendición de estos años es la ecuanimidad que brota de saber que ninguna de las carreteras secundarias de la vida ha sido realmente estéril. Lo cierto es que, en cada una de ellas, hemos aprendido algo inestimable. Hemos descubierto que llegar a la plenitud de vida no requiere absolutamente nada salvo el desarrollo de lo mejor de nosotros.
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«PUES la vejez no tiene menos de oportunidad/que la juventud misma, si bien de otra guisa», observa Henry Wadsworth Longfellow. «Y a medida que el crepúsculo palidece/el cielo se puebla de estrellas, invisibles de día». Longfellow habla claramente del misterio de los últimos años de vida, de la satisfacción que comportan. Y, sin embargo, uno de los obstáculos para vivir una vida apasionante durante estos últimos años es que nos convencemos a nosotros mismos de que estamos perdiendo algo y apenas somos conscientes de lo que estamos ganando. En la vida hay demasiadas cosas pensadas para la juventud o a la madurez. Casi nada nos remite a los días en que el tiempo será nuestro único guía, nuestro compañero, nuestra meta. Escuchamos pocas promesas, por no decir ninguna, sobre la gloria de estar menos ocupados, menos hostigados, menos consumidos por todo. Los últimos años de la vida se nos dan para recoger la cosecha de todo ese esfuerzo. Pero, para penetrar en el misterio de este estadio de la vida, es importante que nos permitamos trascender los confines de la etapa anterior, con todos sus rigores sociales, sus necesidades personales, sus roles y protocolos públicos. Hemos aprendido muy bien cómo vivir las reglas de la vida. Pero no estamos tan seguros de cómo vivir sus libertades. Lo triste del moderno estilo de vida es que, con suma facilidad y rapidez, nos quedamos encerrados en nuestros pequeños mundos personales. Durante años recorremos las mismas calles, seguimos los mismos horarios, comemos los mismos platos, hablamos con las mismas personas, leemos los mismos periódicos y mantenemos las mismas conversaciones, una y otra vez. El problema radica en que, francamente, no tenemos tiempo para pasear por calles desconocidas o desperdiciar valiosos minutos explorando pequeñas tiendas de ropa. Si no estamos en casa todas las tardes a las siete, no podemos hacer la colada. Ir a comprar con la lista hecha es más rápido que asomarse a los viejos y polvorientos mercados o curiosear en los tiendas de alimentación para gurmés que venden siete tipos de yogur natural y setenta clases de queso. Sencillamente no hay posibilidad de conocer gente nueva cuando las fiestas de la oficina y las reuniones de negocios se celebran una y otra vez en el mismo restaurante. En los largos desplazamientos de ida y vuelta al trabajo no tenemos ocasión de hablar con desconocidos, y tampoco hay mucho qué decir cuando la política, la economía y la religión han sido eliminadas de la superficial lista de temas decorosos. 86
Con el tiempo, la rutina se filtra en todas las dimensiones de la vida. En parte, resulta cómoda. La rutina es lo que nos permite saber qué hacer y justo en qué momento y de qué manera. Pero en su mayor parte es sofocante. Nos convierte en robots de nivel inferior que no piensan lo suficiente para percatarse de que no pensamos demasiado sobre nada. La vejez nos libera de eso. La rutina puede ceder paso, por fin, al misterio, a la posibilidad, al tiempo de pacer en la vida. El problema es que puede transcurrir un tiempo largo, bastante largo, antes de que esto se experimente como liberación. Nos resistimos tenazmente a ello. Construimos nuestras propias prisiones y vivimos en ellas hasta que estamos demasiado entumecidos para intentar escapar. Sólo el envejecimiento nos libera de nosotros mismos, a pesar de nosotros mismos. Ser viejos es lo que nos concede la oportunidad de holgar como nunca hemos holgado en la vida. Podríamos ir a la cabaña el miércoles, por ejemplo. Bien, ¿y por qué no? Podríamos ir la biblioteca, sentarnos en la sala de lectura y pasar el día allí leyendo. Bien, ¿y por qué no? Hoy podríamos jugar a las cartas con un vecino que está enfermo. Bien, ¿y por qué no? Podemos aparcar el coche a orillas de las aguas y quedarnos allí leyendo un libro. Bien, ¿y por qué no? ¿Por qué no, de hecho, penetrar en el misterio de la vida hasta que nos sintamos suficientemente cómodos con el misterio como para confiar en él incluso hasta el final? Horarios y plazos tienen su lugar en la vida, por supuesto. Nos mantienen responsables ante la sociedad. El problema empieza cuando gobiernan nuestra vida, cuando la obstruyen, cuando se convierten en nuestra vida. El misterio es lo que nos acontece cuando dejamos que la vida evolucione por sí sola en vez de empeñarnos en hacer que acaezca de continuo. Es la extraña llamada a la puerta, la repentina visión de una flor que se abre sin ceremonias, una tarde en el jardín de la casa, un día en que cogemos el autobús que va al centro de la ciudad. Sólo por ver. Sólo por curiosear. Sólo por estar allí. Hay algo santificador en imaginar sin más que lo que nos sucede en un día cualquiera nos es enviado para despertar nuestras almas a algo nuevo: un olor insólito, un sabor diferente, un momento en que nos permitimos intercambiar miradas con un desconocido, sonreír un poco, saludar con la cabeza. ¿Quién sabe? Tal vez alguna de esas cosas nos abrirá al refrescante recuerdo del dolor o será un conmovedor recordatorio de la gloria, un instante de asombro que nos deja sin aliento, una sensación de la presencia de Dios en la vida. La luz solar hace presente en nuevas tonalidades de color el significado de un 87
momento distante ya en el tiempo. El asombro, al sacudirnos, nos lleva a apercibirnos conscientemente de cosas vistas hace mucho tiempo, pero que también hace mucho tiempo que no hemos vuelto a ver. Tales cosas son la esencia del misterio. El misterio tiene una finalidad en un mundo fríamente calculado. Ahora vivimos vidas cronometradas con gran precisión. Antes de que la gente poseyera relojes, la aurora y la oscuridad bastaban como marco de referencia temporal para la vida. «Iré mañana» significaba que llegaré mañana... cuando llegue. En la actualidad, «iré mañana» sólo significa un cuándo concreto, preciso: al minuto, en un determinado momento. Ahí no hay misterio. Sólo expectativa. Así pues, el misterio - la noción de que algo maravilloso puede suceder en cualquier instante, con sólo que dejemos sitio para ello - nos lleva a una conciencia totalmente nueva de la inmanencia de Dios en el tiempo. Ahora aprendemos que Dios llega de improviso. Lo más probable es que se presente justo cuando menos lo esperemos. En general, hemos aprendido a negar el derecho de lo inesperado, de lo misterioso, a invadir en modo alguno nuestras vidas, tan cuidadosamente programadas. Algo demasiado arriesgado en un mundo que vive en inestable equilibrio sobre estrictos horarios y a la luz de amenazadoras fechas límite. Pero, ah, en la vejez el misterio recobra vida. Ya nada es demasiado seguro. Todo habla en términos de «a lo mejor», «quizá», «tal vez» y «probablemente». Tal vez esté todavía ahí. O tal vez no. Como los niños, aprendemos de nuevo a admirarnos. Aprendemos que levantarnos cada mañana puede ser divertido, puede ser maravilloso. Seguramente ocurrirá algo. ¿Qué será? Luego, conforme pasan los años, aprendemos a confiar en la bondad del tiempo, en la gloriosa cornucopia de vida que llamamos Dios. Y ¿quién sabe? Al final de la vida, el misterio que allí nos aguarda, finalmente visible bajo el resplandor del tiempo, tal vez sea más de lo que el alma puede aguantar. Una carga de estos años es tener miedo del cada vez más cercano suceso místico, como si la divinidad que hemos conocido en vida fuera a abandonarnos a la hora de la muerte. Una bendición de estos años es llegar a percibir que, detrás de todo eso tan imperturbable, firme y familiar que hay frente a nosotros, corre un contrapunto de misterio y sentido que debe ser experimentado de modos que nunca habríamos creído posibles. Liberarse de lo prosaico, lo programado, lo pragmático, significa abrir el mundo de par en par en formas con las que nunca habíamos soñado. En este nuevo mundo, una montaña, un banco, una senda con césped, es mucho más que sólo eso: es un símbolo de posibilidades inauditas, de 88
la santidad del tiempo.
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«LA vejez es una isla rodeada por la muerte», escribe el ensayista ecuatoriano Juan Montalvo. En su núcleo íntimo, la vida no tiene que ver con cosas, sino con relaciones. Lo que define la clase de vida que hemos vivido son las manos que, al final, seguimos teniendo cogidas en nuestro corazón. Las relaciones que mantenemos determinan la calidad de la vida tal cual la hemos conocido. Nos muestran el rostro de Dios en la tierra. Son también ellas las que, a base de golpes, instruyen a nuestro corazón en los sentimientos vitales. Cuando las relaciones que hemos forjado sobre la marcha comienzan a desaparecer, nuestra vida cambia. Entonces experimentamos qué significa ser abandonados, ser algo menos impermeables a los sentimientos de lo que creíamos. Ahora no necesitamos cosas; lo que anhelamos es comprensión. La comprensión es lo que nos saca de nosotros a la vasija de barro que es la nueva vida. Vemos como las personas que hemos amado nos dejan y nos descubrimos a nosotros mismo en otra encrucijada del tiempo. ¿Qué debemos hacer ahora? ¿Seguir adelante en solitario? ¿Detenernos y replegarnos en nosotros mismos? ¿Correr el riesgo de forjar nuevas amistades? Son preguntas que cambian la vida. Son respuestas que transforman el alma. Y, por miedo a pasar por alto la lección que puede extraerse de ahí, el dolor de todo ello está presente por doquier. Justo este domingo, el tráfico era bastante ágil y el muelle estaba tranquilo. Nada parecía impedir la circulación de coches por el muelle, pero tampoco se movía nada. En el centro del muelle yacía muerto un pato hembra, las suaves plumas colgando flácidas sobre el suelo. Pero no era eso lo llamativo. La anécdota tiene que ver con la pérdida. Rodeando a la pata muerta, a una respetuosa distancia, había un gran número de patos: sosegados, las cabezas inclinadas, los cuellos curvados quedamente hacia el agua. Algunos de ellos se balanceaban en silencio en las oscilantes aguas de la bahía. Otros habían salido del agua y se encontraban sobre el muelle, alrededor de la pata muerta y se inclinaban sobre ella, como los dolientes en un drama griego. Y allí en el centro, dando vueltas fuera de sí en torno a la difunta criatura, batiendo las alas, la cabeza echada hacia atrás, graznando y aullando de pena, estaba un pato macho, inconsolable, que gañía en demanda de ayuda. «Los patos son monógamos», dijo un hombre que pasaba por allí, sin dirigirse a nadie en particular. «Se aparean para toda la vida». Para cualquier que haya visto alguna vez a un amigo pasar por un trance análogo, el significado de la escena es claro: cuando fallece nuestra pareja, de algún modo también 91
fallecemos nosotros. Cuando esto ocurre, dos tentaciones toman asiento en la mesa de la vejez. La primera es la tentación de vivir en un mundo ya largo tiempo desaparecido, de condenarnos a existir rodeados de manera casi exclusiva de una colección de fotografías color sepia. La segunda es el intento de aislarnos de la vida eludiendo el riesgo de toda vulnerabilidad adicional, permitiendo que la muerte emocional se adueñe de nosotros antes de que llegue la muerte física. De hecho, durante mucho tiempo, la gente se reía con desdén y socarronería de las personas mayores enamoradas. Ni siquiera se contemplaba la posibilidad de matrimonio. La sexualidad no entraba en el cálculo; y su expresión, mucho menos. Un mundo construido sobre el sexo juvenil, sobre las dimensiones procreadoras del matrimonio, veía algo obsceno en la idea de intensas relaciones sexuales y de amor entre ancianos. El fin primordial del matrimonio llevaba tanto tiempo definiéndose como crianza de hijos que el papel de las relaciones adultas, en especial en la última etapa de la vida, había quedado menoscabado. La procreación - no la compañía, ni la amistad, ni el amor- había sido durante siglos el principal objeto del matrimonio. Las mujeres eran compradas y vendidas, «dadas» en matrimonio a cualesquiera relaciones les parecieran política o económicamente ventajosas a las familias implicadas, con independencia de qué efecto pudiera tener ello en la propia pareja. El objetivo era disponer de herederos, gobernantes, labradores y sistemas de seguridad social «humanos» para los mayores. Así, la necesidad de intimidad, apoyo y solicitud mutua corría la misma suerte que la vejez. El amor era físico y, por tanto, concluía con el decaimiento de las funciones físicas. Alcanzado ese punto, de los cónyuges se esperaba, según parece, que prosiguieran su camino vital distantes y en soledad emocional. Como resultado, los ancianos, a diferencia de quienes se encuentran en otras fases de la vida, se ven obligados a afrontar el desafío de dos tipos de relaciones muy diferentes. En primer lugar, tienen que arreglárselas con la inquietante presencia de relaciones que han perdido a manos de la muerte o la distancia. Los muertos se llevan siempre una parte de nosotros a la tumba: en forma de conversaciones que nunca podrán ser concluidas, sueños que se quedarán sin realizar. Pero, a los mayores, la muerte del cónyuge, de seres queridos, de amigos, les priva de mucho más: de los recuerdos, de la conciencia del yo, del sentimiento de comunidad. A decir la verdad, los muertos se llevan también demasiado a menudo la energía vital de quienes dejan atrás. Cuando concluyen las exequias de un amigo querido, sabemos con una nueva clase de dolor que se nos ha cerrado un nuevo camino. Ahora tenemos un amigo menos con quien salir a pasear, y la lista se reduce cada día que pasa. Cuando muere nuestro 92
cónyuge, el desolador vacío es aún peor. ¿Quién se preocupará ahora de nosotros? ¿Quién nos quiere realmente aquí? Sin duda, la vida de quien sigue vivo se ha transformado de manera irremediable e incluso parece que ha concluido. En segundo lugar, los ancianos han de afrontar al esfuerzo que supone hacer nuevos amigos, nuevos compañeros, en su propio mundo, que cada vez se distancia más del acelerado mundo que les rodea. Por doquier surgen «pueblos de retiro», dotados de numerosas comodidades, pero con escasa mezcla generacional. Las cadenas hoteleras se concentran ahora en la promoción de comunidades administradas de jubilados, donde una generación de mayores vivirá en pequeños apartamentos independientes, al menos hasta alcanzar los ochenta y cinco años18. Es verdad que la mayoría de los ancianos están sanos y lúcidos y pueden valerse totalmente por sí solos. Pero encontrar nuevos amigos ahora requiere esfuerzo y energía. ¿Y merece la pena la inversión de tiempo? Al fin y al cabo, la amistad, por no hablar del amor, exige una gran cantidad de solicitud, mucha conversación y más tiempo para conocerse mejor del que tal vez tengamos disponible. Entonces, ¿para qué molestarse? La tentación de desconectar es muy fuerte. Y, sin embargo, la necesidad que tenemos de comprensión, de consuelo, de la sensación de compañía que suscita la voz al otro lado de la línea telefónica, es mayor que nunca. ¿Cómo llenar de nuevo lo que ya sólo es el armazón de una vida? Y si no lo llenamos, ¿tendremos todavía vida real? El hecho es que las relaciones son la alquimia de la vida. Transforman la escoria de la adrenalina en oro. Confieren realidad a la comunidad humana. Nos brindan lo que necesitamos y esperan, a su vez, que nosotros también demos de nuestra parte. Son un signo de la presencia del Dios del amor en nuestra vi da. Ningún estadio del desarrollo humano existe como vida sin relaciones. En esta última etapa de la vida, pues, la única incertidumbre es si nos decidiremos a vivir dentro de nosotros mismos, a solas con nuestras relaciones del pasado, o si confiaremos en que la misma vida que en el pasado fue engrandecida por otros puede recobrar su lustre: por medio de nuevos encuentros y nuevos momentos, por medio de un nuevo espíritu. Para que ello suceda, somos nosotros quienes tenemos que dar el primer paso. Debemos hacernos interesantes otra vez. Hemos de aprender de nuevo a invitar a la gente a nuestras vidas: para ver el partido, jugar a las cartas, comer juntos o leer libros en común. Luego, debemos hacer el esfuerzo de acudir a lugares donde se reúne gente de nuestra edad, así como a eventos en los que se mezclan personas de distintas generaciones y la diversión consiste en conocer nueva gente y hablar de temas diversos. Una carga de estos años es que estar solos, por duro que resulte, es más fácil que 93
hacer lo que se requiere para estar con otras personas. Ahora sería sencillamente mucho más fácil cerrar los toldos del alma y arrojar la toalla. Sería mucho más fácil esperar a que la muerte reclame lo que ya ha muerto en nosotros: el amor por la vida y la confianza en su esencial bondad. Así, nos desasimos de nuestra propia vida y contemplamos cómo se marchita. Una bendición de estos años es que nos ofrecen la oportunidad de fascinarnos otra vez con nuevas y singulares personas, con una nueva calidez, con nuevas actividades, con nueva gente. ¿Requiere ello que nos enamoremos? No. Pero sí exige que amemos a otros lo bastante como para estar tan interesados en ellos como ellos lo están en nosotros. Exige que empecemos a hacer feliz el mañana.
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«PARA el no iniciado - dicen los hasidim19-, la senectud es el invierno; para el iniciado, es el tiempo de cosecha». Es de los ancianos que nos rodean de quienes esperamos la transmisión de esa cosecha al resto de la comunidad humana. La ancianidad es una mina de historia: historia personal, historia familiar, historia natural, historia universal. Pero ¿qué hacemos con todo lo que sabe la generación de los mayores en una cultura que no busca respuestas de esa generación? Cada anciano en cada comunidad es un relato vivo para la gente a la que, algún día, él o ella confiará la tarea de guiar la Tierra tan bien o mejor que él y su generación lo han hecho. Los miembros mayores de cada sociedad constituyen la raíz principal de esa sociedad. Ahonda más en el pasado que otra gente. Los ancianos saben de dónde procede cada idea. Y por qué. Saben lo que significa - lo que realmente significa - ser familia, ser ciudadano, ser libre, estar esclavizado. Conocen la diferencia entre evolución y revolución. Y, sobre todo, saben que hay espacio para ambas en el desarrollo del mundo en que vivimos. Pero más importante aún que sus conocimientos, es su habilidad para - su llamada atransmitir esos relatos a las generaciones posteriores. Si no se transmiten los relatos, los jóvenes no son más que un grupo sin carácter, sin tradición, sin el recuerdo vivo de cómo y por qué están juntos, para empezar. Los cuentos de familia han sido siempre las parábolas que una generación ha entregado a la siguiente para informarnos de quiénes somos y de dónde venimos. Los ritos funerarios, las honras fúnebres de los antepasados, se convirtieron en la forma de arte que conservó de modos especiales los valores e ideales del pasado. Pensadas para recordar al clan su conexión en la vida y la muerte, las exequias eran un acontecimiento tribal. La narración de la historia de los difuntos hizo de la familia el puente así hacia el pasado como hacia el futuro. Incluso en nuestra propia época, no hace todavía tanto, los difuntos eran velados en la casa de la familia. Pero, mientras en el salón era tiempo de oración por el alma del finado, en el resto de la casa era tiempo de contar historias para los vivos. Éstos eran los momentos en que las familias se decían a sí mismas quiénes eran y quiénes habían querido ser. En esos momentos, los niños se enteraban de la historia de la infancia de sus padres. Y, sobre todo, los jóvenes se percataban de lo que corría peligro 96
de perderse para siempre con un último aliento si la siguiente generación no asumía la responsabilidad de conservarlo. El folklore familiar sobre la guerra y el trabajo, sobre el matrimonio y la enfermedad, sobre la vergüenza y las glorias familiares, sobre la fortaleza de la familia para aguantar y los riesgos asociados a la debilidad, se ofrecía a raudales, entremezclando lo bueno y lo malo. Las lecciones eran imperecederas: Dios es bueno, pero también es Juez. La guerra es horrible... o maravillosa. Abandonar la familia es peligroso... o necesario. No se puede confiar en que el dinero posibilita una vida virtuosa; y, al cabo, los únicos que podemos salvarnos de nosotros mismos somos nosotros mismos. La narración de relatos por parte de los ancianos se convirtió en el catecismo de la familia. Esas eran las lecciones vitales pensadas para hacernos a todos más fuertes, más sabios, más veraces. Tales relatos, contados delante de un fuego, en la cocina durante un velatorio, en fiestas y funerales, en las vacaciones, devienen la fibra - el carácter - de la familia, el grupo, el pueblo. Tales relatos se convierten en la historia viva que nos une. Pero sólo los ancianos pueden narrar los cuentos con convicción y sentido a la vez. Sólo los ancianos llevan inscrita en su propio cuerpo la verdad de cada relato. Sólo ellos legitiman nuestro derecho de vivir también el relato, en nuestra propia época, en aras de nuestros propios hijos, de nuestra historia, nuestro pueblo y nuestra nación. Ser portador de cuentos es la esencia de envejecer. Los portadores de cuentos son prueba de la autenticidad del pasado. Determinan lo que será la verdad para todos nosotros. Sus relatos nos llevan hacia los días venideros. Cuando los abuelos cuentan relatos de las majestuosidades de la guerra y omiten hablar de su lado más macabro, de sus orgías de terror, plantan en las mentes de los más jóvenes las semillas de la siguiente formidable mentira. Cuando las abuelas hablan de los dolores del parto, pero no de sus alegrías, hacen más difícil acoger con gusto la idea de dar a luz. Cuando cualquiera de nosotros no atiende a los relatos que se nos transmiten, perdemos la oportunidad de escuchar las lecciones vitales y entonces debemos aprenderlas por nosotros mismos... por la vía dura. La carga de la narración de relatos es pensar que, eludiendo nuestra responsabilidad de ser parte de la historia viva, nos mantendremos jóvenes de por vida. Al no contar a quienes vienen detrás de nosotros las historias de lo que fue necesario para llegar aquí, frustramos la cosecha de nuestra propia vida, pero también los días de labranza de esas generaciones más jóvenes. La bendición que acompaña a la narración de relatos es la conciencia de que ahora ya hemos cumplido con nuestro deber para con la vida. Hemos destilado 97
nuestras experiencias hasta el punto de que pueden resultar de utilidad a alguien más joven que nosotros.
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«CUANDO decrece la visión física», dice Platón, «se agudiza la visión espiritual». La visión espiritual, la capacidad de penetrar en el significado íntimo de las cosas, en su valor espiritual, en su núcleo esencial, es lo que debe guiarnos a partir de este punto. Y la esencia espiritual de la persona emerge del despojamiento natural que acompaña a la vejez. Diríase que la vida sigue un ciclo incesante: en nuestros primeros años acumulamos, pero luego, en los últimos, nos despojamos de lo acumulado. Ambas facetas tienen su lugar en la vida. Ambas son una lucha. Ambas son liberadoras. En sus años inaugurales, la vida es una serie de hitos. Las primeras palabras, los primeros pasos, el primer libro, la primera bici y el primer título escolar. Luego, comienza el afán de conseguir. Debemos recibir una educación, encontrar un trabajo, hacernos una vida. En este periodo de la existencia, crecer significa conseguir. Cada paso a lo largo del camino está marcado una vez más por las cosas que lo significan. Ahora se trata de conseguir las acreditaciones adecuadas: el título universitario, la licencia de técnico, los certificados profesionales, los ascensos. Y mientras tanto, los padres y los amigos, los parientes y los mentores, se preocupan por nosotros. Se preocupan si empezamos tarde el ascenso o si ascendemos de forma demasiado rápida o demasiado lenta, con demasiado afán o con insuficiente empeño. Pero, sea cual sea el ritmo, la atención se centra en ascender. Y sabemos si lo estamos haciendo bien o no, porque a lo largo del camino hay indicadores que miden el éxito de todo ello. El trabajo. La cuenta bancaria. El coche. Y los viajes que señalizan nuestros ritos de paso. Recorremos Europa con la mochila a la espalda, acampamos en el Gran Cañón del Colorado, nos compramos una moto y atravesamos las Montañas Rocosas o vamos con nuestros colegas a la gran ciudad a celebrar la mayoría de edad. Luego, dicen, sentamos cabeza. Pero, ah, el viaje está lejos de terminar. Al contrario. Descubrimos que sentar cabeza no significa en absoluto sentar cabeza. Tiene sus propios criterios. Sus propias luchas. Sus propios trofeos que conquistar. Es un largo ejercicio de acumulación. Ahora viene la carrera y el apartamento, los títulos de propiedad y las hipotecas, los hijos y sus títulos escolares, la vida social y las bodas. Y, a largo plazo, la fiesta de jubilación. Entonces, llegamos a la gran encrucijada en el tiempo. La época de acumular ha acabado. Lo único que ahora sabemos es que lo que hayamos conseguido acumular al final del ascenso es todo lo que llegaremos a poseer. ¿Hemos tenido éxito o no? 100
La nota que ahora obtenemos en la asignatura «vivir» no nos la otorga otra persona, como era el caso en los logros anteriores. Esta vez somos nosotros mismos quienes nos ponemos nota. La pregunta ahora es: ¿cómo y con qué criterios decidimos si nuestra vida ha sido o no un éxito? Y, aunque parezca mentira, en este momento descubrimos que una de las principales tareas de la vida consiste en determinar qué hacer con todo lo que hemos conseguido reunir hasta este momento. ¿Se lo cedemos a la familia y los amigos? ¿Lo vendemos a anticuarios? ¿Lo empaquetamos para donarlo a las tiendas donde se venden objetos de segunda mano con fines benéficos? ¿Escribimos un diario de los recuerdos que cada objeto reaviva en nosotros? De repente, ninguno de los antiguos hitos tiene realmente mucha importancia. Pero entonces, ¿qué la tiene? Cuando llegamos a este punto, resulta patente que la siguiente etapa de la vida por fin ha comenzado para nosotros. Todas las principales tradiciones espirituales conocen, como una de sus experiencias centrales, un periodo de despojamiento a fondo, de total renuncia a lo que configuró a la persona antes de que ésta diera comienzo a su gran búsqueda espiritual. En este periodo, el buscador pondera el significado de la vida y la muerte, de lo espiritual y lo material, de la tierra y su más allá, del alma en contacto con el gran alma interior. Éste es el periodo en el que evaluamos todo lo que hemos llegado a saber sobre la vida y a buscar una dimensión por encima de las cosas de este mundo - en aras de lo que está por venir. La búsqueda significa, pues, que nos despojamos de todo lo que hemos acumulado hasta este momento al objeto de entregarnos sin reservas a dar a luz a la persona interior. En esta parte de la vida hemos de adentrarnos ligeros de equipaje. Cuando miro alrededor de mí en la atestada habitación y me pregunto por qué conservo esta mesa de trabajo tan grande, cuando una más pequeña me haría el mismo papel, eso es que algo está empezando a cambiar en mi interior. Cuando de tres vajillas me sobran dos, eso es que he comenzado a necesitar algo más que cosas. Cuando considero que en la casa hay demasiados muebles y objetos y que el coche es demasiado grande y que mantener el césped perfecto supone demasiada molestia, eso es que estoy iniciando una aventura del todo nueva en mi vida. Lo que ahora nos ocupa es la configuración del alma. Ahora, de forma consciente o lo que es más probable - inconsciente, empezamos a descubrir por nosotros mismos quiénes somos en realidad, qué sabemos, qué nos interesa y cómo bastarnos simplemente a nosotros mismos en el mundo.
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Poco a poco comenzamos a despojarnos de una capa tras otra. Ya no nos dejamos arrastrar por la gente del trabajo. Antes bien, descubrimos al vecino. Luego, abandonamos la vieja casa y el viejo vecindario y nos mudamos a una vivienda más pequeña, más fácil de manejar, más fácil de dejar. Descubrimos qué es lo que quieren decir los keniatas cuando afirman que «quien tiene ganado tiene preocupaciones». Y, poco a poco, atendemos menos a nuestra imagen exterior y más a nuestro yo interior. «Venimos al mundo desnudos y solos», afirma un dicho, «y lo abandonamos del mismo modo: desnudos y solos». Pero no del todo. Porque a estas alturas hemos aprendido que las cosas que en su día acumulamos para probarnos a nosotros mismos cuán valiosos, importantes y exitosos éramos en absoluto consiguieron convencernos al respecto. De hecho, tienen muy poco que ver con todo ello. Lo que cuenta es lo que está dentro de nosotros, no lo de fuera. En realidad somos lo que hemos aprendido por el camino, lo que hemos significado para otras personas por el camino, lo que hemos devenido interiormente por el camino. El problema se les presenta a quienes son incapaces de desasirse. El «agarre laxo» nunca ha formado parte de sus vidas. En algún momento de éstas aceptaron la herética noción de que uno es lo que tiene. Así, abandonar su hogar les deja vacíos y en agonía. Desprenderse de las cosas que han marcado los distintos estadios de sus vidas suscita en ellos el sentimiento de que han sido despojados de sí mismos. No han mirado a su interior desde hace tanto tiempo que ahora son incapaces de valorar que, por fin, tienen tiempo - y libertad - para amueblar el alma con poesía y belleza, con amistades y aventura, con niños con los que jugar y no principalmente para criar, con coetáneos con los que conversar sobre asuntos importantes antes que sobre temas superficiales. Ha llegado la hora. Tenemos una oportunidad para convertirnos en todo aquello que la vida nos permite ser. Ahora podemos darle sentido. Pero sólo si conseguimos desasirnos del pasado. Sólo si somos capaces de despojarnos de todas las viejas ideas de éxito, de todos los viejos indicadores de humanidad, y - en lugar de ello - nos permitimos a nosotros mismos por fin, ahora, devenir sencillamente humanos. Una carga de estos años es la tentación de aferrarnos a los tiempos y los objetos que quedan a nuestras espaldas en vez de avanzar hacia los momentos liberadores. Una bendición de estos años es la invitación a entrar con pies ligeros en el «ahora», pues pasamos demasiado tiempo de nuestras vidas preparándonos para el futuro antes que disfrutando del presente.
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«HE disfrutado enormemente el segundo florecimiento», escribe Agatha Christie, «ése que se produce cuando una acaba la vida de emociones y relaciones personales y de repente descubre - pongamos por caso que a los cincuenta años - que delante de ella se abre una vida completamente nueva, repleta de cosas sobre las que puede pensar, estudiar o leer... Es como si dentro de una estuviera brotando una nueva savia de ideas y pensamientos». Agatha Christie, quien siguió escribiendo éxitos de ventas hasta los ochenta años, echó por tierra la idea de la vejez esclerótica. En cualquier caso, se trata de un icono del vínculo entre educación y experiencia, de la noción de que aprender no sólo es una tarea para toda la vida, sino también una incesante llamada a renovar el alma. El peligro que nos acecha en nuestros años mozos es la idea de que, una vez que hemos acabado la enseñanza secundaria u obtenido un título universitario, ya hemos concluido la preparación para la vida. El problema con los títulos es que enseguida se quedan viejos o que, en el mejor de los casos, sólo nos preparan para una pequeña parcela de la vida. Todavía somos jóve nes cuando los certificados amarillean colgados en la pared, y los conocimientos de los que dan fe se han quedado obsoletos. En los últimos años de la vida, el peligro es el mito de que los ancianos no pueden aprender ya como lo hacían cuando eran más jóvenes. El miedo al deterioro mental se convierte en la angustia de la vejez. La preocupación más comúnmente mencionada conforme la gente se aproxima a la edad de jubilación es quizá la siguiente: «Pienso que debo estar perdiendo la cabeza...». Lo dicen riendo - al menos al principio-, pero pronto se convierte en un mantra, cuando no en un silencioso, pero lacerante temor. «Otra vez soy incapaz de encontrar las llaves», dicen. «¿Cómo se me ha podido olvidar su nombre? Trabajé con él durante años», se preocupan. «Antes me sabía de memoria todas esas fechas; ahora se me han ido, se me han ido sin más», se lamentan. Los efectos van desde el pánico hasta la desesperación. ¿Ha acontecido por fin? ¿Es esto lo que llaman «demencia»? La mala noticia es: tal vez. La buena: probablemente no. Es muy improbable. En condiciones normales, no debería serlo. Uno de los efectos más positivos de la creciente incidencia de la enfermedad de Alzheimer en una población grande y envejecida es la cantidad de investigación que se está realizando sobre el cerebro humano. Hasta este periodo, el supuesto incontestado era que el cerebro envejece a medida que lo hace el cuerpo y que, al igual que éste decae, así también decae el cerebro. La concepción médica común hasta ahora era que el cerebro comienza a contraerse a partir de los veinte años y que, al llegar a los setenta, se 105
ha reducido al menos en un diez por ciento de su tamaño. Según esto, cabía esperar que, a la edad de ochenta, seríamos del todo disfuncionales2°. La imagen del cerebro menguante y atrofiado dominaba nuestros pensamientos. La vejez era sinónimo de deterioro mental con tanta seguridad como que la noche sigue al día. Pero ¿es cierto este supuesto? No. En la actualidad, las investigaciones neurológicas confirman que los cerebros viejos, aunque sin duda de menor tamaño, no son menos competentes desde un punto de vista intelectual que los cerebros más jóvenes. Y en cierto sentido, en lo que atañe a la reflexión y la creatividad, son incluso mejores, aunque sólo sea porque tienen un montón de experiencia que añadir a la agudeza intelectual. Ahora sabemos que la anomia, la incapacidad de recordar nombres, es común entre los mayores de treinta años. Y lo mismo que ocurre con los nombres pasa con los chistes, las referencias espaciales, los números de teléfono. Parece que, a medida que envejece, el cerebro principia a clasificar y descartar información «emocionalmente neutra». Lo que no tiene un significado personal resulta cada vez menos importante conforme pasan los años, cada vez menos accesible, mientras que los asuntos de impacto emocional devienen más y más vigorosos. Otras capacidades mentales comienzan a agudizarse igualmente. Nos hacemos más reflexivos, más analíticos. Se incrementa nuestra capacidad de asimilar y evaluar datos. Empezamos a percatarnos de otras dimensiones del mundo, de las personas, de los acontecimientos, de ideas que trascienden los datos, y las vamos incorporando a nuestras respuestas. Aportamos experiencia al conocimiento y luego añadimos sabiduría a los resultados`. Pero sólo si continuamos desarrollando, aprendiendo, cultivando nuestra agudeza mental a medida que envejecemos. Como lo formula Agatha Christie, «florecemos» conforme envejecemos. Afloran nuevas capacidades. Brotan nuevas perspectivas. Resulta posible una visión inédita. El peligro estriba en no alimentar este crecimiento. Sobre la mente ociosa, la mente abandonada a la atrofia, se cierne una amenaza. Sin nada en que pensar, sin desafíos que acometer, sin problemas que resolver, la pregunta acecha: ¿qué queda de mí? ¿Por qué molestarme? ¿Por qué no arrojar la toalla? La clase de depresión que deriva del vaciamiento del yo es sombría. Emana de la rendición a lo innecesario. Es innecesario considerarnos inútiles, a menos que decidamos serlo. Es innecesario vernos como limitados, a menos que permitamos que mengüen tanto el corazón como la mente. Lo importante es que existen dos maneras de afrontar el envejecimiento: de forma pasiva y de forma activa. El envejecimiento pasivo da paso a la progresiva parálisis del 106
alma que acompaña a los cambios naturales del cuerpo. Esta clase de envejecimiento ve esta última etapa de la vida como un tiempo de lenta agonía más que como un tiempo para vivir de forma diferente... e intrépida. El envejecimiento activo coopera con los efectos físicos de la edad ajustándose a un cambio de ritmo. La persona que envejece activamente compensa la pérdida de capacidad auditiva leyendo más y los cambios en la visión escuchando grabaciones; además, se mantiene físicamente activa, por muy limitada que pueda ser tal actividad, en vez de permitir que los músculos del cuerpo permanezcan sin ser usados y, por ende, terminen resultando inútiles. El envejecimiento activo nos exige seguir viviendo con plenitud, aunque sea de forma muy diferente. Uno de los signos más evidentes de envejecimiento saludable que se desprenden del Estudio Longitudinal de Desarrollo Adulto (Longitudinal Study of Adult Development) de la Universidad de Harvard cobra más y más importancia a medida que se incrementa la duración de la vida`. El aprendizaje incesante, dice el estudio, marca la diferencia entre el envejecimiento sano y el insano. Determina el grado de satisfacción que nos reportará la vida, así como la medida en que seremos interesantes, valiosos y vivificantes para los demás. El aprendizaje continuo impide que la senectud sea más una fosilización que una transformación. El problema del envejeci miento no es la edad, sino la petrificación, la rigidez del alma, la inflexibilidad. Sólo las ideas mantienen el flujo de ideas. Cuando cerramos la mente a lo nuevo sólo porque hemos decidido no tomarnos la molestia de afrontarlo, cerramos la mente a la responsabilidad que tenemos ante nosotros mismos - y ante los demás - de seguir creciendo. Sin duda, la capacidad de aprendizaje continuo y la sensación de nuevo sentido que aporta a la vida no es un don vano. Seguramente, el hecho mismo de que se desarrolle a medida que crecemos significa que responde a algún fin importante. ¿Y cuándo va a ser más importante que en el periodo en que la vida y todas sus dimensiones físicas devienen menos accesibles, menos hacederas, menos apetecibles? ¿Qué impide a esta capacidad de aprendizaje ser justo lo que necesita una generación cuya responsabilidad consiste en aportar la sabiduría de los años a las preguntas de la época? Así pues, la pregunta no es si los mayores seguimos siendo capaces de aprender. Más bien, la única pregunta obvia reza: ¿qué es lo que vamos a aprender ahora? ¿Llegaremos a ser aún mejores en lo que siempre hemos hecho: un experto en tal campo, un especialista en esta área, una autoridad en la materia? ¿O nos aventuraremos en aguas ignotas: aprender una nueva lengua, de suerte que podamos ser una ayuda para las jóvenes familias inmigrantes que viven en la ciudad; aprender a trabajar la madera e 107
iniciar en el garaje una pequeña empresa de restauración de muebles; aprender a manejar el ordenador y ofrecernos para enseñar a quienes ahora lo necesiten para conseguir el trabajo que, de hecho, puede proporcionarles el sustento? ¿O memorizaremos ahora un salmo tras otro, un koan zen tras otro, una aleya del Corán tras otra, de modo que estas ideas resuenen en nuestra alma y se eleven a uno y el mismo Dios? Una carga de estos años es el miedo de que no traigan nada salvo incompetencia para nuestro yo, antaño tan competente. Una bendición de estos años es que nos encontramos en un momento de la vida en que, por fin, podemos concentrarnos en todas las cosas que siempre hemos querido aprender y saber y, como resultado, nos convertimos en personas aún más importantes, más orientadas, más espirituales de lo que, en realidad, nunca antes hemos sido.
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«Los virtuosos - afirma el maestro tibetano Sakya Pandita - incrementan la belleza de su conducta incluso en el ocaso de la vida. Una vara ardiente, aunque apunte a la tierra, proyecta su llama hacia arriba». Esas llamas arden con máxima claridad en los ancianos de cada sociedad. La esencia de la ancianidad es plantear las preguntas y encontrar sentido a las respuestas que hemos ignorado durante tanto tiempo, a fin de que los demás puedan ver la culminación del universal viaje de todos nosotros. La religión no es un tema, ni un curso, ni únicamente un cuerpo de creencias. Es un devenir. El mayor error en lo que concierne a la religión es el doble supuesto de que, con sólo tener una de sus dimensiones - tema, curso y cuerpo de creencias-, la tenemos a ella por completo y de que, si una persona no comparte esa dimensión con todos los demás, éstos desconocen la verdadera religión de medio a medio. Tales juicios pueden resultar funestos: para nosotros mismos, pero también por el efecto que semejantes ideas pueden llegar a ejercer sobre otras personas. El hecho es que la religión no es monolítica. Se trata de un fenómeno multiestratificado que, si tiene éxito, puede llevar a las personas a la cima de cualquier montaña espiritual que se propongan escalar. Exige compromiso, formación, práctica y reflexión. No es ninguno de estos aspectos por separado. La religión alcanza su mejor expresión cuando reúne el conjunto de dichas facetas. Pero eso implica un largo proceso, un montón de aprendizaje, gran cantidad de reflexión. Al final, como saben todas las religiones, es en los últimos años de vida cuando el verdadero tema de la religión - la relación entre el ser humano y Dios, la evaluación de las metas vitales y el consiguiente sometimiento al sentido espiritual de la existencia antes que a las cosas materiales sin más - cobra realidad. La religión desempeña funciones heterogéneas en los distintos estadios de la vida. Es un poste indicador desde los inicios de la vida hasta el final; es una guía, un mapa. Pero no es garantía de nada. La religión ha corrompido tanto como ha salvado. Sin duda, nuestra meta debe ser algo más que la mera religión. En los albores de la vida, en la juventud, la función de la religión es la formación de la conciencia. La religión establece los criterios que marcan el camino. Según el Código Ético Internacional aprobado en el Parlamento de las Religiones del Mundo en Ciudad del Cabo (Sudáfrica) en 1999, toda religión acepta cuatro puntos innegociables: no robar, no mentir, no matar y no explotar sexualmente a otras personas. Son directrices para la 110
vida buena. Aprendemos que hay una ley por encima de la ley. Y esa ley es el fin hacia el que tendemos. En la madurez, la religión se convierte en guía social. Es una medida de nuestra relación con los demás. Crea los criterios que miden la calidad del alma, así como la conducta de la persona. Se convierte en una actitud frente a la vida. Algunas cosas son santas, otras no. La religión representa los ideales a los que nos aferramos, incluso cuando nos alejamos un tanto de los amarraderos de nuestra vida anterior. Todos los absolutos comienzan a ser sometidos a examen. Empezamos a comprender que la religión es más una lucha denodada por creer y hacer que un mero estilo de actuar, estéril sobre el papel, lleno de espinas en la carne. Por último, cuando nos hacemos mayores e iniciamos la última etapa de la vida, salta a los ojos que las conductas y los fracasos enseguida dejan de ser la materia de la religión. El éxtasis de la vida y la rendición al Misterio se convierten ahora en la última revelación de la religión. Ahora, todo lo que aprendimos hace mucho tiempo, abandonamos hasta cierto punto hace también mucho tiempo y, sin embargo, nunca hemos olvidado del todo, empieza a tener sentido. Empieza a convertirse en mí mismo. Empieza a convertirse en mi nuevo comienzo como persona. Los miembros ancianos de la sociedad no sólo nos enseñan a vivir. También nos enseñan a morir, a darle sentido a la unidad de vida y muerte, a amar la vida sin temer la muerte - porque sabemos que siempre hemos estado en camino, aun cuando no éramos conscientes de hacia dónde nos dirigíamos. Lo impactante de la religión es que se halla presente por doquier, incluso en lugares a los que el mundo nunca pensó que llegaría. Como, por ejemplo, la catedral que se levanta en la Plaza Roja de Moscú. Lo que sorprendía a quienes visitaban la catedral durante la era comunista, cuando aún existía la Unión Soviética, no era la cantidad de iconos enmarcados en oro, ni el tamaño de los murales, por muy hermosos que fueran; lo asombroso de este templo era que rebosaba de creyentes salmodiando, cantando, orando... y todos ellos, ancianos. Y esto, en un país cuya doctrina era que no debía creerse en la religión, sino en el Estado. En Occidente, la religión no ha sido suprimida; pero, para muchos, se ha convertido en una suerte de indicador social de las distintas fases de la vida. Las personas son bautizadas, contraen matrimonio y reciben las exequias en iglesias, pero la asistencia regular es menos común, salvo entre la generación mayor, como en la Rusia anterior a la glasnost (apertura o transparencia). La relación entre los mayores y la religión es reveladora. Estudios realizados en Estados Unidos muestran que, en nuestra época, la gran 111
mayoría de los estadounidenses, el ochenta por ciento, considera, con independencia de su confesión, que el estado global de la moral en el país es malo y continúa empeorando`. Muchos de ellos dudan de la credibilidad y honestidad de sus clérigos. Y, sin embargo, de diez países encuestados, los estadounidenses son quienes profesan en mayor número una fe incuestionable en Dios, con los ancianos como los más convencidos creyentes". Parece que, en todas partes, los mayores saben algo que los jóvenes ignoran. Saben que, en último término, no es el confesionalismo, sino la vida espiritual, la fe, el alma, lo que se impone. Religión y confesionalismo no son lo mismo. La religión afirma que existe un Centro Divino del que todos procedemos y al que todos retornaremos algún día. El confesionalismo dice que mi camino es el camino correcto hacia tal Centro. Sin embargo, el confesionalismo - la disposición a afirmar o mantener mis creencias religiosas - declina con la edad. La verdad deviene menos clara a medida que recorremos la vida. En múltiples sentidos, es incluso menos importante de lo que pudo parecer en su día. Lo que ahora nos preocupa no son tanto los hechos, los dogmas, las doctrinas, cuanto la naturaleza de la vida, aquí y ahora y en lo que está por venir. Entonces, nuestras preguntas tienen menos que ver con la ortodoxia y más con las dimensiones espirituales de la existencia: ¿estamos solos en este mundo o hemos sido puestos en él con algún propósito? Tal finalidad, ¿es únicamente personal, me concierne sólo a mí, o es más amplia que eso? ¿Quién soy yo en el mundo? ¿Quién estoy llamado a ser? ¿Somos moscas sobre un alfiler de aleatoria irracionalidad o estamos en el planeta con la misión de hacerlo mejor con nuestro paso por él? En la vejez, lo que cuenta no es la forma en que rezamos o el número de horas que pasamos en la iglesia, la sinagoga, la mezquita o el templo. No; sino más bien la conciencia de que todos estamos inmersos en un viaje espiritual y de que, con independencia de cómo afrontemos el viaje, lo decisivo es lo que llegamos a ser al final. Entonces, la clase de confesionalismo que hace de la religión un campo de batalla se va debilitando y la religión - la inmersión en el Misterio de la vida - principia a prevalecer. Entonces, las discusiones sobre quién lleva razón y quién está equivocado, sobre qué es verdad y qué no, empiezan a ceder paso a las preguntas sobre qué es bueno y qué no, qué es vida y qué no, qué es importante y qué no. Entonces, en los últimos años de la vida, la religión deja de ser simplemente una serie de ritos y rituales, de normas y respuestas, por los que obtengo alguna clase de puntos para la vida eterna. La religión se convierte en lo que siempre ha estado llamada a ser: una búsqueda y una relación con el Espíritu, que nos atrae hacia Él. Cada vez más. 112
Hasta un punto en que ese «más» resulta incierto. La religión ya no es una piedra de molino que llevamos colgada del cuello. Es la conciencia cálida, suave, intensa, dura, de que sí, de que todo ha merecido la pena por algo. Una carga de estos años es el miedo de no haber practicado la religión suficientemente bien como para ser dignos de la vida que enseña. Una bendición de estos años es la conciencia de que debe de ser cierto que existe un Dios que me ha creado y me llama hacia arriba, más allá de mí, a mi auténtico hogar.
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«LA senectud - escribe la novelista austriaca Marie von EbnerEschenbach - transfigura o fosiliza». Saber que la edad no nos cambia es un sentimiento muy reconfortante. Al contrario. En cierto sentido, estamos empezando a ser más de quiénes siempre hemos sido, de lo que siempre hemos sido. Lo que, por supuesto, significa que podemos decidir en este preciso momento cómo pretendemos ser cuando alcancemos los ochenta: accesibles y adorables o tiranos y cascarrabias. Al envejecer, no nos avinagramos por naturaleza. El hecho es que siempre hemos estado amargados y ahora nos tomamos la libertad de manifestarlo con impunidad. Con la edad no nos suavizamos. Sólo que cada día de nuestras adorables vidas de ancianos nos hacemos más y más desinhibidamente afectuosos. Lo único que conseguimos es ser más de lo que siempre hemos querido ser. Ahora tenemos libertad para elegir la forma de vivir en el mundo, de relacionarnos con el mundo que nos rodea, las actitudes que adoptamos ante la vida, el sentido que extraemos de ella, los dones que ponemos en ella. Y todo eso puede cambiar. A mediados de la década de mil novecientos setenta, cuando rondaba los treinta y cinco años, Sara formó parte del primer grupo de mujeres estadounidenses casadas «que se reengacha ron a cursos de postgrado». Tenía dos niñas pequeñas, un marido con empleo y una granja situada justo en el límite del término municipal de la sede de una universidad perteneciente al grupo de las Big Tenis, una ciudad que bullía con vida al otro lado de la montaña. Criaba cabras y cultivaba la huerta familiar, comía verduras ecológicas y preparaba sus propios pepinillos en vinagre. Todo bastante normal para la época; sólo que ella quería más. Ella quería hacer también un máster y, eventualmente, el doctorado; al cabo, concluyó ambos con éxito. Pero no porque tuviera un deseo definido de emprender carrera universitaria. Antes bien, se quedó más que satisfecha de impartir unos cuantos cursos de licenciatura y de abandonar luego el mundo académico para retornar a lo que ella llamaba «el mundo real». Una vez de vuelta en él, comenzó a escribir columnas para el periódico del pueblo, dirigido al gran público de la comarca. Con el tiempo, Sara se mudó a otro pueblo más al sur, en el que, a juzgar por las apariencias, no hizo sino continuar con la vida que había llevado hasta entonces. Sus hijas se marcharon de la comarca, su marido murió y ella siguió trabajando para un periódico rural, escribiendo columnas y publicando libros de cocina. 115
Todo esto podría ser clasificado sin problemas en la carpeta rotulada: «Mujeres: vida normal», salvo por un detalle. Al cumplir sesenta y cinco años, Sara dejó el periódico y se marchó a Tailandia. Allí comenzó a enseñar inglés como segunda lengua a mujeres jóvenes dentro de un programa internacional de voluntariado en países en vías de desarrollo. Sara, «libre» por primera vez en su vida, volvió a comprometerse. Para algunos, la situación era, en el mejor de los casos, molesta, cuando no de lo más perturbadora. ¿Por qué querría hacer alguien algo así? ¡En aquel lugar! ¡A su edad! Quizá pueda llevar un rato descubrirlo; pero, en realidad, no es tan difícil de comprender. Sara no quería ser «libre». Quería lo que siempre había querido. Deseaba ser Sara. Los demás - la gente que pregona la vejez como una suerte de ludoteca para adultos - sencillamente no habían entendido qué significa «libertad». La tendencia a hablar en tono condescendiente a las personas mayores proviene de los estereotipos de incompetencia que hemos convertido en caricaturas de los ancianos una vez que no forman parte de la fuerza laboral. En lugar de honrar la sabiduría y la experiencia de las generaciones que nos han precedido - como hacían, por ejemplo, los griegos, los romanos y los indios norteamericanos-, la sociedad industrial y tecnológica infantiliza a todo aquel cuya vida ya no está atrapada en las destrezas y lenguajes de ese mundo. Cuando las personas no pueden hablar más de planes publicitarios, objetivos del departamento o el trabajo en general, la experiencia que han acumulado a lo largo de los años deja de ser valorada por la misma sociedad que la propició. Antes bien, los jubilados pasan a ser inútiles en cuanto se termina el siguiente informe trimestral. La llamada experiencia de que disponen no cuenta para nada. Ellos ya no conocen el sistema. No conocen a la gente. No conocen ni siquiera al director, pues también a éste le ha llegado, al igual que a ellos, el turno de abandonar la organización. Todos los vínculos se han roto. Todas las conexiones han caducado. Toda la experiencia se ha convertido en polvo. En vez de ello, son «libres» para ser inútiles, para ser mera decoración de la sociedad, la gente que es dejada atrás cuando el sistema ya no los necesita. Sara no deseaba esa clase de falsa libertad. Sara quería ser Sara. Quería seguir siendo como siempre había sido: productiva, creativa, comprometida, necesaria. Por eso se marchó a Tailandia, a enseñar allí donde nadie le preguntara por la edad y a nadie le importara la respuesta. Lo único que aquella gente sabía es que Sara era importante para ellos. Había encontrado el secreto para envejecer bien. Había redefinido la libertad a la vista de todos. En la infancia, la libertad tal vez consista en el derecho a ser totalmente egocéntrico. En la adolescencia, permanezco entregado al delicado arte de concentrarme en mí mismo 116
hasta que descubro quién soy y de qué soy capaz. En la madurez, soy libre para adquirir destrezas, prepararme, convertirme en experto e independizarme. Pero, en la ancianidad, la libertad es la capacidad de ser lo mejor del yo que he ido desarrollando en todos los años anteriores. Es la libertad para reunir todo lo que he aprendido hasta este momento y darle un uso aún más fascinante. Es la libertad para entregarme a quienes realmente me necesitan en formas que hasta ahora no había tenido oportunidad de explorar. Soy libre para ser importante para personas con verdaderas necesidades. Y con ese nuevo rol en la vida, me convierto en una de esas raras personas que saben lo que hace falta para recorrer la vida, sobrevivir a sus convulsiones, trascender sus expectativas y sortear los escollos que oculta. Ahora soy libre para hacerlo no sólo por mi bien, sino por el bien del mundo en general. En los últimos años de la vida, la libertad consiste en la exoneración de tener que llevar una vida estandarizada. Ya no tengo necesidad de «amoldarme» a toda sabiduría convencional, a las tácticas, ideas y posiciones políticas de mi empresa. Puedo adoptar la posición que quiera. Puedo ser socialista en un club afín al partido republicano, feminista en una reunión del consejo de pastoral, ecologista en una reunión de los accionistas de una empresa petrolífera. Puedo coger todos los fragmentos de mi vida, ponderarlos con cuidado y luego pronunciar las palabras que mi mundo necesita escuchar antes de que sea demasiado tarde. Cuando me percato de que la libertad es, en realidad, el derecho a ser - quizá por primera vez en mi vida - yo antes que otra persona distinta, comienza la liberación del alma. Y, con ella, el desencadenamiento de la mente. Puedo devenir algo nuevo o sencillamente más de lo mismo. Porque cualquiera que haya sido el camino que me ha traído hasta aquí, no es el único que he considerado en mi vida, el único que me ha fascinado, el único que he deseado explorar. Así pues, ¿por qué no emprender alguno de esos otros caminos ahora, cuando la exploración está delimitada tanto por el sentido común como por la experiencia de toda una vida? Ahora tengo el derecho de explorar nuevas ideas, de tomar en consideración nuevos pensamientos. Las que no aprendí en casa, las que nunca me he atrevido a admitir en público. Puedo empezar a pensar sobre Dios por mi cuenta, por ejemplo. Mis respuestas serán, sin duda, tan buenas como las de cualquier otro... y mucho más cercanas a mi corazón. Por último, ahora soy libre para involucrarme en la vida en formas en las que antes cuando todas las direcciones resultaban claras, todas las expectativas eran vinculantes y todas las responsabilidades estaban definidas - nunca lo he hecho. Ahora es el momento de repensar todo ello. Todo: Dios, la vida, el trabajo, las relaciones, las conductas, las metas. Ahora soy libre para evaluar todo esto a la luz de mi experiencia, para reconfigurarlo con ayuda de mis nuevos conocimientos; soy libre para 117
probar cosas allá dondequiera que me conduzca mi nueva energía espiritual, para añadir nuevas ideas a las viejas ideas que durante tanto tiempo han controlado mi vida. Una carga de estos años es permitir que todos los estereotipos de la vejez me retengan, me sujeten, bloqueen el flujo de la vida en mí. Una bendición de estos años es que me ofrecen la oportunidad de romper los límites de mi vida pasada y crearme una existencia más adecuada a lo que ahora quiero ser.
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«AUNQUE suene absurdo - dice Ellen Glasgow-, puedo afirmar con verdad que a los sesenta años me sentía más joven que a los veinte». Lo que tendemos a olvidar cuando nos sentimos tentados a lamentar el fin de la madurez, la pérdida de la juventud, es que esos años han sido, de hecho, bastante incómodos. Cuando éramos jóvenes, nos preocupaba ser populares o brillantes o gozar de aceptación. Luego, durante la madurez, deseábamos conseguirlo todo, tenerlo todo, disfrutarlo todo. Pero no cabe duda al respecto: lo que hayamos devenido a los sesenta, eso es lo que somos. El tiempo de juego ha concluido. Ahora podemos limitarnos a disfrutar del perpetuo sentimiento de haber sobrevivido por fin a la escalada, de habernos liberado de la incesante competición, de las repetidas exigencias de abnegación. Ahora la vida es la vida y punto. No obstante, el condicionamiento es profundo. Debe de haber algo, sin duda, por lo que nos tengamos que esforzar, incluso ahora, incluso aquí. Debe de haber algo que supuestamente hayamos de conquistar. Debe de haber algo que cuente más que nuestra propia felicidad o satisfacción. Si no, ¿qué hay? Y si no, para empezar, ¿por qué me siento de esta manera? El hecho es que se nos instruye en el significado del éxito incluso cuando todavía somos muy jóvenes, lo que hace mucho más difícil disfrutar de la vida conforme nos hacemos mayores. Hablamos de enseñar a nuestros hijos a tener éxito, pero realmente queremos decir enseñarles a ser competitivos. Durante toda nuestra vida estamos, de hecho, compitiendo; y a eso lo llamamos «éxito». Competimos por trabajos, puestos, ascensos, subidas salariales. Competimos con nuestros vecinos por ver quién consigue la casa más grande. Competimos con otros padres, aguijoneando a nuestros hijos a una creciente competitividad. Competimos con el resto de la familia por realizar los mejores y más exóticos viajes. Corremos por todas las pistas de la vida, saltamos todas las vallas, hacemos gala de todas las medallas, trofeos y placas que el mundo tiene para ofrecer. Al final, estamos exhaustos. Como resultado, la úlcera y los problemas de corazón afloran pronto. El trabajo pierde su atractivo y, con el tiempo, quienes vienen detrás de nosotros se ponen a nuestra altura y nos adelantan. Y el juego se termina.
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Pero el problema no es tanto la ambición en sí cuanto el sacrifico de todas las demás dimensiones de la vida con tal de conseguir lo que anhelamos. Sacrificamos opiniones, deseos, intereses y metas personales por satisfacer las necesidades de quienes nos rodean y, al fin, sacrificamos el florecimiento del yo por obtener los laureles del sistema social: un trabajo mejor, el orgullo familiar, las expectativas del mundo. ¿Hemos tenido éxito? ¿En qué? ¿Y quién sabe? Todo depende de lo que siempre hayamos pensado que debe comportar el éxito. La única cosa buena de todo este sistema es que, con suerte, el rol terminará antes que nosotros. Y probablemente antes de lo que pensamos. Luego, empezamos la tarea de repensar todo lo que siempre hemos considerado que comporta el éxito. La jubilación es la contracultura de la cultura. Dice que el mero hecho de estar vivos y de aprender a vivir bien es, en sí mismo, un signo para el resto de la humanidad de la esencial bondad de la vida. La finalidad del trabajo es ganarse la vida, no configurarla. Configurar la vida es algo que se supone que hemos de llevar a cabo al margen del rol. Ésa es la parte de la vida en la que nos afanamos por tener éxito en todas las demás dimensiones de lo que significa estar vivos. Las preguntas con las que nos enfrentamos al llegar la jubilación no son las preguntas que esta sociedad nos enseña a responder mientras perseguimos el «éxito» social. ¿Hemos logrado hacer de la familia una «familia»? En caso de respuesta negativa, todavía nos quedan años para intentarlo. Podemos llamar a los hijos en vez de esperar que vengan a nosotros. Ahora podemos mandarles tarjetas de felicitación en fechas señaladas, ofrecerles el coche y llevar a los nietos al zoo. ¿Hemos logrado ser buenos vecinos? En caso de respuesta negativa, hay personas en el bloque de pisos que necesitan que alguien les haga la compra, gente en nuestro mismo rellano a la que le encantaría hacer una excursión en coche o tener a alguien con quien jugar a las cartas, ir al teatro o al cine o compartir una comida sencilla y prolongada conversación. ¿Hemos logrado desarrollar una auténtica vida espiritual, esa clase de vida espiritual en la que, más allá de la asistencia al culto los días de fiesta y de las celebraciones litúrgicas, la presencia de Dios domina la existencia entera? En caso de respuesta negativa, ahora podemos incorporarnos a un grupo de oración, un club de lectura o un grupo de acción social y hacer lo que es necesario hacer para que, el día que nos marchemos, la tierra sea mejor que cuando llegamos. ¿Hemos logrado vivir en la tierra con amabilidad? ¿Hemos alcanzado en nuestra vida un equilibrio entre el tiempo que dedicamos a la naturaleza, el que dedicamos a otras 121
personas, el que dedicamos a Dios, el que dedicamos a la reflexión y el que dedicamos a una nueva clase de desarrollo personal? En caso de respuesta negativa, es hora de que planifiquemos nuestros días en vez de dejar sin más que transcurran inadvertidamente. ¿Hemos logrado aprender a ser felices paseando al perro, labrando joyas, pescando, restaurando muebles, haciendo algo que sólo hacemos porque nos gusta? ¿Hemos logrado desarrollar la clase de vida interior que se requiere para capear las exigencias exteriores de la vida? ¿Hemos logrado llegar a ser persona, persona de verdad - esto es, una persona real? Al final, resulta evidente: el éxito es algo mucho más sencillo de lo que siempre nos han dicho. Tiene que ver con disponer de lo esencial, con aprender a ser feliz, con entrar en contacto con nuestro yo espiritual, con llevar una vida equilibrada, con no causar daño, con no hacer sino el bien. Aquí, la única prueba de una buena vida es la felicidad. La carga del falso éxito es que crea un estándar que nos persigue durante toda nuestra vida, nos infunde temor, nos deja en un estado de perpetua insatisfacción: demasiado tensos para disfrutar de la jubilación, demasiado inmersos en los elementos no perdurables de la existencia. La bendición del éxito verdadero radica en el hecho de que a veces en la vida llegamos a un punto en el que nunca volvemos a enfatizar en exceso un único aspecto de ella. Antes bien, conseguimos vivir de forma natural y plena todas sus facetas.
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«LLEGAR a ser joven - escribe Pablo Picasso - requiere mucho tiempo». La belleza de los últimos años consiste, en otras palabras, en que, si a lo largo de la existencia hemos aprendido a confiar en nuestras propias ideas al menos tanto como confiamos en las que nos han sido enseñadas, al final de una vida muy larga nos descubrimos a nosotros mismos con un alma muy joven. El tiempo ha hecho por nosotros lo que debía. Hemos ganado profundidad en cuanto personas. Hemos dilatado nuestra personalidad. Nos hemos atemperado como pensadores. Hemos sustituido la arrogancia y el autoritarismo por la reflexión sobre nuevas ideas y el respeto por los demás. Ahora vemos de manera nueva, con claridad, lo que, en cierto sentido, antes nunca habíamos visto. Si observamos detenidamente a ciertos ancianos, a los libres, a los que han dejado que la vida venga a ellos en vez de intentar forzar su curso, podemos ver cómo esto acontece justo antes nuestros ojos. Thomas era un hombre guapo. La barba blanca bien recortada, los ojos oscuros y profundos de filósofo y la enigmática sonrisa que permitía adivinar al pícaro juguetón que había en él hacían pensar en una época más nobiliaria. Pero él no era un noble, sino un artista trabajador. El cartel en la pared de su taller rezaba: «Just work» [Limítate a trabajar]. Y, de hecho, durante más de veinticinco años estuvo yendo todas las mañanas a las seis al taller a realizar el duro y solitario proceso del maestro alfarero, un arte antiguo al que él mismo había aportado mucho con los años. Sus obras, enormes y clásicas, modernas y relucientes, se exponían en galerías de arte y museos de todo el mundo, desde el Museo Vaticano en Roma hasta el Victoria and Albert Royal Museum en Inglaterra y el Smithsonian en Estados Unidos. Y cada año añadía piezas asombrosamente únicas a la colección. Thomas se pasaba la vida cubierto de polvo de arcilla y manchado de barniz vítreo. El taller estaba tapizado de polvo blanco, repleto de montones de mena metalífera de Nueva Escocia y hojas secas de China, abarrotado de sacos de arcilla y de vasijas frescas poblando los estantes a la espera del horno. Una estrecha senda llevaba desde la puerta a la mesa de trabajo; y otra, de la mesa al torno. Eso era todo lo que necesitaba. Todo lo que quería. El arte era su vida, pasado y futuro; y el futuro, el deseo de modelar la vasija perfecta, su obsesión. «Es la maldición, la bendición, de la mente del principiante», decía. «Uno nunca logra nada; simplemente continúa aprendiendo, haciendo pruebas, con la esperanza de que algún día ocurrirá lo que se supone que tiene que ocurrir». 124
El tiempo le había cargado visiblemente de hombros. Le tenía miedo. Todavía le quedaban tantas cosas por hacer, decía. Tenía ya setenta y ocho años; le preocupaba un poco transportar en vilo las grandes piezas, dado su peso; planeaba una gran retrospectiva de su obra para dos años después, para cuando cumpliera los ochenta. No estaba «acabado, ni mucho menos», aseguraba. Y cada año producía un conjunto nuevo y distinto de moldes, de vidriados más deslumbrantes e insólitos. Entonces, una noche, se cayó en el pasillo, a la puerta de su habitación, y sangró. Cuando se conoció el diagnóstico, fue más rompedor que el propio Thomas. «No se puede operar», dijeron. «Semanas», anunciaron. «¿Cómo te sientes?», le preguntaban. «Desilusionado», respondía. El tiempo se había salido con la suya. Pero no antes de que él hubiese vivido y trabajado suficientemente para dejar una y otra vez en libertad al principiante que llevaba dentro. Thomas había desafiado al tiempo... y había perdido. Como todos. Pero no antes de haber aprendido a jugar con la vida. A ser más que arcilla. A negar a las viejas ideas el derecho de asfixiar los nuevos pensamientos que manaban de su interior. Es evidente que el tiempo se sale con la suya frente a todos nosotros. Antes o después. En cuanto se lo permitamos. Nada pesa con más fuerza sobre la vejez que el tiempo. Nada tiene mayor significado. Ahora, el tiempo lo es todo - lo único - que queda en la vida. De repente, no podemos perder el tiempo. El tiempo, con una suerte de despiadada honestidad, se convierte ahora en lo que siempre ha sido: el más valioso bien de la vida. La única diferencia es que, por fin, lo sabemos. Pero el tiempo no es unidimensional. El tiempo es mucho más que su simple «transcurso». Desempeña una función en la vida como pocas otras cosas. Cuando somos jóvenes, el tiempo transcurre con mucha lentitud, no porque sea todo menos regular, sino porque a esa edad siempre vamos deprisa. Vivir el momento no es lo que distingue a la juventud. Antes bien, los jóvenes siempre están de camino hacia algún otro lugar. Carecen de paciencia para el «ahora», porque se pasan la vida intentando trascender los límites del «ahora» hacia las posibilidades del «pronto». Quieren ser mayores, independientes, importantes, acaudalados, quieren ser alguien. Están inmersos en el querer. Los ancianos, por el contrario, han agotado hace tiempo el querer y el ir y el anhelar. Están inmersos en el estar y el ser. Estar vivos, estar sanos, estar presentes en el momento, ser quienes son, ser felices, ser jóvenes otra vez en placer y visión. Haber superado ya los años en los que establecerse y gozar de seguridad constituyen 125
el centro de la existencia nos deja con la formidable posibilidad de vivir. De vivir sin más. Lo que cuenta ahora no son los contactos o las referencias, sino el tiem po. Tiempo para vivir lo que nos queda de vida con gallarda presencia y entendimiento incólume. El tiempo envejece las cosas, y no sólo a nosotros. Envejece nuestros recuerdos y nos concede la alegría de seleccionarlos. Envejece nuestros enfados y nos concede el alivio de ignorarlos. Envejece nuestras relaciones y nos brinda el consuelo de la estabilidad. El tiempo hace asimismo más profundas las cosas. Gracias a él, podemos permitirnos el lujo de dar ahora mucho por sentado. Es cierto que hoy hace frío, pero, paciencia, no durará demasiado y pronto regresará el sol. La nieta está llorando ahora, pero por la mañana volverá a sonreír. Los vecinos están peleándose de nuevo, pero lo superarán como tantas otras veces. Cualesquiera que sean las múltiples muertes de cada día, la resurrección está de camino. Y sabemos que llegará, porque - dale tiempo - siempre ha llegado y ahora también lo hará. El tiempo madura las cosas. Todo lo lleva a su consumación. Nosotros mismos maduramos, nos hacemos más tolerantes, más serenos. Ya hemos sobrevivido a tantas cosas; ¿qué puede destrozar ahora nuestra ecuanimidad? Ya lo hemos visto todo: guerra, dolor, el declive de los sistemas, la ruptura de relaciones, las crisis en los negocios, la escasez de dinero, el horror de las deudas. Y mira, aquí estamos todavía. Aquí estamos aún. Aquí estamos. Y eso nos basta para tenerlo todo. Ahora vivimos en la intensidad del tiempo y con una nueva conciencia de la eternidad. Y ello nos llena de una sensación de urgencia. Suscita en nosotros algo así como grandes olas de conmoción emocional: ¿quién ha visto jamás la hierba tan verde? ¿Quién ha visto jamás florecer así las rosas? ¿Quién ha saboreado la calma de la tarde, quién ha olido el dulce aire matutino, antes de hoy? Y si todo ello ha sucedido antes, ¿dónde estaba yo cuando aconteció? El tiempo es algo maravilloso, siempre y cuando yo lo llene bien. Siempre y cuando, lejos de permitir que el transcurso del tiempo menoscabe mi espíritu, lo vea como una llamada a vivir la vida a fondo, siendo hasta el final - como Thomas - lo mejor de mí mismo, en continua evolución y permanente amor a la vida. Entonces, el tiempo es mi amigo, no mi enemigo. Me otorga una sensación realzada de la vida. Me insta a descubrirla entera. Marca la plenitud de la vida, su atemperación, y libera en mí el yo que ha estado viniendo a la existencia desde el principio. Es una nueva clase de vida. Ahora dispongo también del tiempo tranquilo, del tiempo solitario, para repasar la vida entera en el pensamiento - los lugares donde he estado, las personas a las que he conocido, lo que he hecho en la vida, con mis momentos de gloria y mis desafortunados errores, los éxitos y fracasos personales - y alegrarme por todo lo que he vivido. No hay 126
nada de ello que no me haya enseñado algo sobre la vida. No hay nada de ello que no me haya hecho más fuerte. Y todo eso soy yo: es lo único que ahora traigo a esta etapa, en la que la única pregunta que me queda por responder en la vida es qué he llegado a ser. Una carga de estos años es permitir al tiempo que pese en mis manos, quedarme sentado sin más y esperar a que la vida termine o, como dicen los irlandeses, ir «tachando un día tras otro hasta que llegue el gran día». Una bendición de estos años es percatarse de qué etapa tan importante y viva es este periodo final. Si quiero, puedo condensarla en lo último y mejor de mí mismo.
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«CUANDO somos jóvenes, aprendemos», escribe Marie von Ebner-Eschenbach con setenta y cinco años; «cuando somos ancianos, entendemos». He aquí, sin duda, una mujer que comprendió la función de la edad, el papel de los ancianos. La intelección de la vida es la base de toda sociedad. Nos permite ver por qué hacemos lo que hacemos y darnos cuenta de por qué no siempre podemos hacer lo que nos gustaría hacer. Los mayores tienen un papel muy importante que desempeñar en el desarrollo del entendimiento con miras a la siguiente generación, esto es, en la cocreación del mundo. El servicio que el mundo entero necesita de los ancianos no es el servicio de horas dedicadas, tiempo invertido, documentos terminados y máquinas reparadas. Hay personas sin cuento que pueden hacer todas esas cosas. No; el servicio de los ancianos no es un servicio de labor, sino un servicio de ilustración, de sabiduría, de discernimiento de espíritus. Sólo los depositarios del pasado de generaciones y generaciones pueden ofrecernos esas cosas, porque la sabiduría es lo que permanece cuando concluye una experiencia. Por eso, de los jóvenes no podemos esperar sabiduría al por mayor, aunque sólo sea porque no han vivido lo suficiente o no han pasa do por suficientes experiencias como para haber sido capaces de atesorar mucho de ella. Curiosamente, en esta etapa de la vida, en la que por fin llegamos a un punto en el que de verdad entendemos algunas cosas sobre cómo vivir bien, es cuando más fuera de ella nos sentimos. Con demasiada frecuencia es justo el periodo en el que la gente que sabe más de lo que ha sabido nunca empieza a sentirse inútil. Fuera ya de la corriente principal de la madurez, sin tener que acudir más a la oficina, a la tienda o a la cochera del autobús, comenzamos a dudar de que quede algún rol para nosotros en la vida. Al fin y al cabo, todo lo que alguna vez nos ha conferido estatus o nos ha permitido gozar de cierta influencia se ha agotado o ha desaparecido o sigue su curso sin más. Ahora, los hijos ya están independizados. Llaman, vienen de visita, pero casi nunca piden ayuda. Ahora cuidan de sus propias familias y manejan su propio dinero. No buscan nuestro consejo. La empresa sigue mandando circulares, por supuesto, pero nuestros nombres ya no 129
aparecen en ellas. Si apenas entendemos el nuevo lenguaje que usan, ¿cómo vamos a sentirnos todavía parte de la empresa? En realidad, ya no tenemos ni idea de qué habla la gente en esas circulares. No lo decimos así, desde luego, pero en nuestro hondón sabemos que hemos perdido el contacto. Oímos el bullicio ahí fuera, en la calle; oímos el taconeo en los escalones del vestíbulo, pero nadie se detiene a decirnos a dónde van o dónde han estado. Es evidente que nuestro rol, si es que tenemos alguno, ha cambiado. Pero ¿cuál es ahora? ¿Para qué sirve? Y si no desempeñamos ningún rol, ¿qué nos queda en este mundo? ¿Qué somos para los demás ahora que no somos nada de lo que en su día considerábamos tan importante? De hecho, el momento de aparente desconexión es justo el momento en que devenimos sumamente importantes para el mundo que nos rodea. Ahora hemos superado el estadio de ser nada más que otra pieza sustituible en la vida. Nosotros no po demos ser reemplazados, como tampoco puede serlo todo aquello en lo que creemos o aquello de lo que sabemos o aquello que comprendemos. Tales conocimientos son exclusivamente nuestros. Esas ideas, que han necesitado toda una vida para desarrollarse, no pueden ser sustituidas por una simple rutina técnica. Son cosas del alma. Nuestro rol consiste ahora en ser lo que hemos descubierto sobre la vida. Nuestra responsabilidad es la sabiduría. Sólo quienes han vivido tiempo suficiente en esta sociedad están en condiciones de saber qué necesita y qué no. A lo menos, quienes ya están más allá de las tensiones a las que se halla expuesta la población activa tienen, por ejemplo, más probabilidades de entender sus efectos en el espíritu humano. Como mínimo, pues, la generación mayor es capaz de mostrarnos a todos nosotros otra forma de vivir. Los investigadores nos dicen que los estadounidenses disponemos de mucho menos tiempo de reflexión que cualquier otra cultura del mundo. Estados Unidos es el país occidental con menos vacaciones. En gran parte de Europa, por ejemplo, es normal un mínimo de varias semanas de descanso y ocio, mientras que muchos estadounidenses apenas disfrutan de dos semanas de vacaciones pagadas al año. Según Joe Robinson, autor de Work to Live [Trabajar para vivir] e iniciador de la campaña homónima en Estados Unidos, «por lo que respecta al tiempo de trabajo computado, los estadounidenses trabajan dos meses completos más al año que los alemanes», por poner un ejemplo. Viviendo a un ritmo más pausado, tomándose otra vez tiempo para leer, ocupándose de nuevas cuestiones, involucrándose en los debates de actualidad, los ancianos tienen 130
oportunidad de aportarnos una sabiduría que brota de la experiencia. La gente mayor dispone de lo que este mundo más necesita: la clase de experiencia que puede salvar a la próxima generación de los errores cometidos por quienes les han precedido. Por ejemplo, la nuestra es una generación, que ha conocido los inconmensurables horrores del genocidio en masa y el holo causto. Sabe que una guerra no hace más que plantar las semillas de la siguiente. Sabe asimismo que ya no es posible ningún «individualismo recio» (rugged individualism)26: vivimos juntos en este mundo cambiante. La generación mayor sabe que, a la larga, lo único que es bueno para cualquiera de nosotros es lo que es bueno para todos aquí y ahora. Eso es sabiduría. La sabiduría no es la perseverancia en la manera antigua de hacer las cosas, sino la capacidad de convertir la antigua verdad en memoria viva del presente. Sólo los ancianos han vivido las consecuencias de las buenas y malas decisiones del pasado. Son ellos, pues, quienes disponen de sabiduría para llamarnos la atención sobre alternativas, para evaluar las decisiones actuales desde una perspectiva histórica. El papel de los ancianos consiste en aportar su sabiduría a las mesas en las que, en cualquier lugar del mundo, se toman las decisiones. Pues, en la actualidad, en ellas sólo reina demasiado a menudo el pragmatismo. El mundo necesita mujeres y varones que cuestionen si todo lo que puede ser hecho debe hacerse. La experiencia de los ancianos es la que recuerda al mundo que la fuerza no es el único camino para resolver problemas. Habiendo visto sufrir a Alemania y Japón a causa de su propio militarismo, saben que la fuerza quizá no sea siquiera la mejor manera de conseguir seguridad. También saben que es probable que el dinero no dé respuesta a los problemas. Y saben qué es lo que le ocurre a la médula de un país cuando la corrupción anega la integridad y la sed de poder se transforma en paranoia, como ocurrió durante el macarthismo (más o menos desde 1947 a 1957). Eliminar el rostro público de los mayores significa acabar con la memoria del mundo, con las sensibilidades de las épocas. Inventar la bomba atómica fue fácil. Abstenerse de usarla es, sin embargo, la necesidad prioritaria de nuestro tiempo. Y eso requiere gran sabiduría. La sabiduría no es el maridaje con el pasado. La sabiduría es la capacidad de estar entregados a hacer realidad sus ideales. Como escribe el poeta japonés Basho, «no pretendo seguir las huellas de los antiguos. Sólo busco lo que ellos buscaron». ¿Y por qué deberían los ancianos de una sociedad involucrarse a fondo en los asuntos de la época? Por la sencilla, pero no exclusiva, razón de que, en realidad, son los únicos que gozan de libertad para decir la verdad. Ahora no tienen nada que perder: ni estatus, ni ambición, ni dinero, ni poder. Están llamados a ser los profetas, la brújula, de su sociedad, los portavoces de la verdad en ella. 131
No; los ancianos no son inútiles en ninguna sociedad, a menos que decidan serlo. Pero renunciar a la posición de profetas y sabios en una sociedad plagada de técnicos y burócratas equivale a abandonar el mundo que hemos construido. Ahora es para nosotros tiempo de evaluar lo que hemos hecho, lo que hemos perdido, lo que estamos perdiendo - sin reparar en esfuerzos para darlo a conocer. Cuando las luces del alma se debilitan, la generación mayor debe volver a centrar la atención en nuestros mejores ideales. Antes de que sea demasiado tarde. Una carga de estos años es aceptar la idea de que no se pueda hacer nada para salvar a un pueblo cuando una generación más joven lleva las riendas. Una bendición de estos años consiste en tener la oportunidad de asumir el rol de pensadores, filósofos, polemistas, interrogadores, guías espirituales, en un mundo que corre hacia ninguna parte, sin verdaderas metas humanas ni sabiduría vivida en el horizonte.
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«LA madera añeja es la mejor para quemar; el vino añejo, el mejor para beber; los viejos amigos, los mejores cuando hay que confiar en alguien; y los autores antiguos, los mejores para leer», dice Francis Bacon. Y seguramente lleva razón, por lo menos desde una determinada perspectiva. Envejecer tiene algo que nos tienta a apaciguarnos un poco. Comenzamos a seguir los caminos trillados, no porque no seamos capaces de encontrar otras sendas, otros lugares, otras personas, sino porque, en realidad, no queremos hacer el esfuerzo que ello requeriría. Conocer nueva gente, desarrollar nuevas ideas, hablar sobre nuevos temas, aprender nuevas pautas, además de exigir esfuerzo, reclama nueva atención. El pensamiento de lo familiar, por el contrario, nos consuela. Nos garantiza que la vida que hemos conocido está todavía ahí y sigue siendo estable y segura. Así, nos acostumbramos a una rutina de amigos, comidas, lugares, planes e ideas. Es más fácil. Y más que el hecho de ser fácil, cuenta también que nos ayuda a sentirnos realizados. Aparte de un placer, estas cosas son nuestra identidad. Dicen quiénes somos, quiénes hemos sido siempre, dónde pertenecemos y por qué. Pero instalarnos de forma absoluta y exclusiva en lo que siempre hemos sido exige un precio. El coste de la familiaridad es la angustia ante la posibilidad de pérdida, la ansiedad que produce el sentirnos cada vez más solos a medida que desaparecen los viejos lugares comunes de la vida: el bar del barrio que ya no está, el club deportivo que ha cerrado, la vieja tienda de ropa en la que sabían nuestra talla y nuestros gustos. Conforme desaparece una cosa tras otra, cobramos creciente conciencia de que nos estamos convirtiendo en un mundo cerrado en sí mismo, en un mundo que ya nadie conoce. No es de extrañar que, con el paso de los años, aflore una melancolía natural. El mundo que nos rodea comienza a cambiar y, poco a poco, el mundo que nos configuró se desvanece, sin aviso alguno, sin apenas una seña con la cabeza. Pero luego, un día, de repente, todos los bellos recuerdos de esos años pasan con estruendo por nuestro interior en un torbellino emocional. El problema es que ahora no le interesan a nadie, salvo a nosotros. Esos años se han llevado consigo una parte de nuestro ser. Su desaparición, ¿ha de ser lamentada o celebrada? La vida que ha desaparecido es la vida que nos configuró. Y lo que nos entristece no es tanto el hecho de que ya no exista cuanto la duda de si lo que esa vida formó en nosotros sigue estando ahí o no. 134
El recuerdo de los días en que aprendimos a arrodillarnos para rezar las oraciones nocturnas y a ponernos firmes para cantar determinados himnos no posee, por supuesto, ningún valor absoluto para sostener el presente. Pero lo que quizá merezca la pena preguntarse es si todavía nos queda algo de aquella temprana piedad. El dolor que acompaña a la rememoración de la piedad perdida es un dolor positivo. Significa que todavía hay algo en nosotros que se aferra a la inocencia de la infancia. No nos hemos convertido, ni mucho menos, en personas tan hastiadas, tan incrédulas, como pensábamos. Hemos avanzado a la conquistada verdad de la conquistada virtud, esa clase de virtud que se adquiere a base de cometer errores. Las lecciones sólo se aprenden realmente después de haber roto las normas, una vez que hemos dejado de preocuparnos de si las pasiones juveniles ponen o no en peligro la salvación. Ahora sabemos que, si olvidamos la presencia de Dios en nuestras vidas, nos encontramos terriblemente solos. No cabe duda: son momentos del pasado que, cuando vuelven, portan el aguijón de una nueva conciencia. La tristeza viene para decirnos también que la vejez, incluida la nuestra, tiene un valor. Lo que envejece bien - esto lo sabemos por los vinos y los quesos - es lo que tiene máxima calidad, sabor insuperable, resistencia al paso del tiempo. Envejecer, por sí solo, no es suficiente. El verdadero objetivo en la vida es envejecer bien. Permitirnos a nosotros mismos envejecer sin vitalidad, sin energía, sin propósito, sin crecimiento, es hacernos viejos sin más, antes que envejecer bien sobre la marcha. El envejecimiento es el proceso en el que nos confrontamos con las tareas propias de los distintos niveles de la vida. Y aquellas en las que fracasamos o que posponemos sin decisión previa son siempre asuntos inacabados que quedan pendientes para los años venideros. Se supone que la vida debe formarnos en independencia, introducirnos en una adultez que comienza con el aprendizaje y termina en la maestría y luego, una vez cumplidas tales tareas, llevarnos al punto cimero de la integridad, la sabiduría y la ancianidad en la comunidad del mundo. Es un proceso de maduración sobre la marcha, de hacernos más fuertes, más solícitos, más procreadores, de compartir más sabiduría a medida que crecemos, de suerte que quienes vienen después de nosotros puedan caminar por una senda más despejada. La tristeza por los amigos perdidos es, pues, la tristeza que aparece cuando la compañía que nos han aportado a lo largo de cada una de las etapas anteriores de la vida - riendo y aprendiendo todo el tiempo - principia a deshilacharse. Perdemos contacto con ellos, se mudan, desaparecen. Nos dejan abandonados a nuestros propios recursos. O tal vez somos nosotros quienes los dejamos a ello por señuelos más brillantes, sólo para terminar descubriendo que no hay nada en la vida que pueda equiparase a tal camaradería. Con el tiempo llegamos a enten der que, siempre y cuando vayamos amarrados a alguien que sea al menos tan bueno como nosotros, podemos escalar 135
cualquier montaña. Las imágenes vienen y van en el curso de los años y, con ellas, el recuerdo del inmerecido amor. Por último, recordamos los grandes héroes, las nobles ideas, las magníficas hazañas, que nosotros mismos hemos heredado del pasado. Hicieron que nuestro corazón, cuando éramos jóvenes, se concentrara en metas superiores. Nos llenaron de ideas sobre la grandeza de alma. Actuaron como un imán sobre nuestro corazón. ¿Qué ha ocurrido con todo ello? ¿Qué ha ocurrido con nosotros? ¿Hemos estado a la altura de algo de ello? La tristeza brota porque sabemos que queríamos ser tan puros, tan intrépidos, tan verdaderos en nuestra vida como ellos en las suyas. Pero, en algún momento, la existencia devino más absorbente, más abrumadora, más compleja que eso. Y así ahora, en el tiempo que nos resta, la vida aún no ha concluido. Hay abundancia de asuntos que terminar, demasiadas cosas que han quedado sin decir, demasiado que todavía hemos de enseñar si pretendemos cumplir alguna vez la parte que nos corresponde en hacer de nuestro mundo un lugar tan bueno como generaciones anteriores lograron que fuera el suyo. Una carga de estos años es el deseo de ceder a la tristeza natural que aflora con el mudable viaje a través de la vida, de aferrarse a esa tristeza en formas que hacen de la vida en el presente una posibilidad sombría y deprimente. Una bendición de estos años es caer en la cuenta de que todavía hay tanto que hacer en nosotros que no tenemos tiempo, ni derecho, a estar tristes.
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«EN sueños, una nunca tiene ochenta años», escribe Anne Sexton. Con independencia de lo que le ocurra al cuerpo, del tributo que la edad se cobre en el físico, el espíritu no envejece. En nuestros sueños, en la forma en que nos vemos a nosotros mismos, nunca dejamos de devenir. Los sueños son siempre la visión de un yo más joven, de una persona independiente, enérgica, autodeterminada y con voluntad de hierro. Los sueños nos revelan la verdad básica de la vida: los años son un fenómeno biológico, el espíritu es eterno. La edad biológica no nos define. En el ser humano hay una fuerza vital que nunca muere. Esta fuerza es la que nos demuestra que la edad no nos fosiliza: en nuestro hondón, allí donde vive el alma, permanecemos jóvenes de por vida. Es ella, impetuosa y motriz, es la que nos empuja al estrado de la vida cada día de nuestra existencia, con independencia de qué edad tengamos y por cuánto hayamos pasado, preparados para vivirla de nuevo a fondo. Sólo la clara y fría luz del amanecer, el miedo latente en nosotros de que los años nos hayan privado del derecho de permanecer activos, puede sofocarla. Es culpa nuestra si nos negamos a repensar todas las grandes ideas de la vida, así como nuestra postura respecto a cada una de ellas. La persona dentro de la persona - la personalidad y el alma dentro del cuerpo senescente - permanece siempre alerta, siempre dinámica. Incluso cuando físicamente nos sentimos menos activos de lo que tal vez antes éramos, la mente lucha con las ideas del alma, el corazón repasa una y otra vez todos los momentos emotivos de la vida, cada uno de los giros importantes que hemos realizado a lo largo del camino. Mientras vivimos, siempre estamos en movimiento, de un modo u otro. Para mantenernos vivos, plenamente vivos, debemos abrirnos al sueño eterno de la vida. Debemos soñar con ser mañana mejor persona de lo que hemos sido hoy. No tenemos derecho a renunciar a crecer sólo porque muchos consideren que, con la vejez, se ha eclipsado esa posibilidad. Pero eso significa que debemos estar dispuestos a repensar todas las ideas que nos han mantenido atados hasta este momento. ¿Son todavía creíbles? Y nosotros, ¿nos las creemos? Y si no nos las creemos, ¿qué significado tiene eso para lo que decimos a la gente más joven que, por causa nuestra, se ha visto influida por tales ideas? Uno de los problemas que afrontamos en el mundo moderno es que nos fascina más 138
lo tecnológico que lo espiritual. Somos muy buenos informando sobre cualquier milagro científico o técnico que el mundo ha producido. Pero hay otros elementos de la existencia que son incluso más importantes, más profundos, más influyentes en la sociedad humana, más ocultos a simple vista, y tendemos a pasarlos completamente por alto. Uno de ellos tiene especial importancia para el envejecimiento. Nos muestra que los sueños que determinan la calidad última de nuestras vidas nunca mueren, por lo que nunca es demasiado tarde para acometerlos. Se trata de la capacidad de los seres humanos para cambiar de parecer, para comenzar de nuevo, para volver a empezar, para ser otra persona. Con ochenta y un años, Robert McNamara, antiguo Secretario de Defensa con los presidentes John E Kennedy y Lyndon B.Johnson, confesó públicamente que, tras recapacitar sobre ello, no podía seguir defendiendo la participación estadouni dense en Vietnam. Ni podía aprobar el papel que él había desempeñando en tales hechos. Y lo que es más, años después de haber abandonado la política, McNamara escribió un libro y colaboró en el rodaje del premiado documental de Errol Morris, The Fog of War [La niebla de la guerra]. Insólita no sólo fue la crónica en cuanto tal, tan cercana en el tiempo a los acontecimientos narrados, sino también el hecho de que su autor había sido uno de los principales responsables de la dirección de la guerra de Vietnam. Robert McNamara, quien había sido presidente de la Ford Motor Company antes de ser nombrado Secretario de Defensa, reflexionó de nuevo sobre lo que había hecho en el pasado, por qué lo había hecho y qué pensaba al respecto tanto en medio de los acontecimientos como años después, llegando a una sorprendente conclusión: «Aunque pretendíamos hacer lo correcto -y creíamos que lo estábamos haciendo-, una mirada retrospectiva demuestra, a mi juicio, que nos equivocamos»2'. Este análisis, realizado sobre el trasfondo de un sueño más profundo de virtud humana y cambio de perspectiva, tuvo lugar veinticinco años después del final de la guerra. Además, otros líderes de aquella época, todos de alto rango y tan involucrados en la dirección de la guerra como McNamara, se negaron a participar en conversaciones análogas con los vietnamitas de la época e incluso en conversaciones entre ellos mismos en Estados Unidos. El acto mismo de revisar de vez en cuando los propios valores constituye un aviso para todos nosotros. Nos recuerda que es posible aprender a medida que recorremos la vida. Es incluso más importante estar abiertos a hacerlo, así como dispuestos a informar sobre ello. La vida nos hace crecer. La vida nos configura. Conforme envejecemos, la vida nos abre a pensar de manera diferente, incluso sobre nosotros mismos. Con independencia de nuestra edad biológica, debemos seguir soñando con lo deseable, de modo que podamos aportar nuestro granito de arena para que cobre realidad. Retirarse sin más de la palestra de las ideas, del discurso público sobre los 139
asuntos públicos, de la formación en valores de la juventud - encogerse de hombros y decir: «No sé», o aún peor: «Ya no me interesan estos temas»-, equivale a dejar a los jóvenes a merced de sus propias ideas sin el beneficio de una experiencia capaz de guiarlos. Debemos permitirnos soñar cómo podría ser en realidad la vida si un número suficiente de nosotros reclamara que así fuera. Pero hacer eso significa someter a examen todos los supuestos que han conducido al mundo hasta el punto en que hoy se encuentra. Todos. En los sueños late nuestro inacabado trabajo por el mundo. Aquello en lo que tenemos depositada la esperanza sirve de guía en lo relativo a nuestra obligación presente de aportar sabiduría al mundo. Se trata, desde luego, de una sabiduría derivada de experiencias de toda clase: de los errores e ideales, de las pérdidas e ideas, del dolor y las pequeñas alegrías así de nuestra vida pasada como de nuestra situación actual. Una carga de estos años es que lleguemos a pensar que los días de soñar han terminado para nosotros. En tal caso, quedamos atrapados en el pasado. Nos resistimos a crecer. Permitimos que los errores del pasado definan toda nuestra vida. Una bendición de estos años es el poder de soñar, así como la libertad que es necesaria para que nuestro mundo - por pequeño y limitado que sea - se aperciba de la voz de la reflexión, la razón, el sentimiento y la perspicaz conciencia que brota de haberse equivocado y querer enmendar el error.
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«LA vejez no es una enfermedad - escribe Maggie Kuhn. Es fuerza y supervivencia». Cuando ignoramos el hecho de que todos somos partícipes de un inexorable viaje hacia la propia vejez, dejamos pasar el don de los años. No tomamos en consideración la profunda idea de que nunca somos demasiado jóvenes para comenzar a vernos como viejos, para imaginarnos a nosotros mismos configurando ahora, en este preciso momento, lo que será en años venideros, así como la forma en que llegaremos a ser eso. Todos alcanzamos antes o después un punto en el que comenzamos a imaginarnos a nosotros mismos entrando en las etapas finales de la vida y a preguntarnos con seriedad, con tranquilidad, qué clase de persona nos gustaría ser entonces, para así poder empezar a ser ya esa persona. Si tenemos suerte, conocemos a ancianos que nos obligan a confrontarnos con ese momento por el solo hecho de ser ellos mismos - algo que no esperamos que le ocurra a nadie a ninguna edad, y mucho menos en la ancianidad. Ni siquiera a nosotros mismos. Si alguien ejemplifica este punto, es, sin duda, Maggie Kuhn. Maggie no tenía el aspecto del típico conferenciante estrella de los multitudinarios actos de información sanitaria que se celebraban a lo largo y ancho de Estados Unidos. Era peque ña, frágil como un pajarillo; apenas sobresalía del atril desde el que hablaba. Y era mujer. En la década de mil novecientos ochenta se hablaba mucho de mujeres, por supuesto, pero todavía no se veía a demasiadas en la escena pública. Maggie Kuhn difícilmente daba el tipo para ser pionera de una vida pública para las mujeres mayores del todo nueva. Al final de sus conferencias, sin embargo, los asistentes - varones tanto como mujeres - se ponían de pie de un brinco aclamándola, aplaudiendo, vitoreando su nombre. Maggie Kuhn, nacida en 1905, era la fundadora del movimiento de las Gray Panthers [Panteras Grises... o mejor, Canosas]`. Jubilada de sus tareas docentes en seminarios de la Iglesia presbiteriana al cumplir los sesenta y cinco años, fundó lo que en el curso de quince cortos años iba a convertirse en uno de los movimientos de jubilados más influyentes que jamás haya conocido el mundo. Encauzó los esfuerzos del grupo a la reforma de las residencias de ancianos, a la superación de los prejuicios sobre la vejez y la discriminación por razones de edad y a la erradicación del concepto social de «desconexión», esto es, la idea de que los ancianos deben permanecer al margen de la escena pública, fuera de ella, desconectados de ella. Al contrario. Gracias a las Gray Panthers, comenzaron a ser aprobadas por el Congreso y, sobre 142
todo, a cobrar vida en la conciencia colectiva leyes encaminadas a aliviar la suerte de los ancianos estadounidenses, asegurarles apoyo económico y derribar las barreras de la discriminación por razones de edad. Con Maggie Kuhn principió a emerger toda una nueva ciudadanía que se pronunciaba en contra de la discriminación por razones de edad. Los ancianos estaban vivos, sanos y activos. Nosotros somos sus herederos. Pero ¿es realista pensar que los viejos-viejos - esto es, quienes superan los ochenta años - puedan ejercer alguna influencia real en los asuntos públicos? ¿Cómo cabe esperar que quienes, casi por definición, están de una u otra forma limitados sean configuradores de una nueva sociedad para sí mismos, por no hablar de una nueva sociedad para los demás? Usan audífonos. Están operados de cataratas. Ya no conducen mucho. Bueno, posiblemente es cierto. Pero lo que pueden hacer lo hacen con creciente energía y determinación. Saben lo suficiente sobre ordenadores para ponerse en contacto unos con otros. Saben lo suficiente sobre negocios para ser buenos organizadores, dado que muchos de ellos han dirigido alguno. Y puesto que muchos de ellos han participado en ellas en uno u otro nivel, saben lo suficiente sobre las tareas de gobierno para reunir toda esa experiencia, toda esa pasión, todo ese compromiso, con el fin de cambiar la política, por muy limitado que cada uno pueda ser por separado. «Los ancianos constituyen - dice Kuhn - la mayor y más minusvalorada reserva de energía humana aún por explotar de Estados Unidos». Más importante que eso, sin embargo, es el hecho de que enseñan al resto de la población, a los distintos grupos de edad, algo acerca del poder de las limitaciones. No, ya no son tan jóvenes como antes y ya no caminan tan deprisa, si es que aún pueden caminar. Es posible que no organicen grandes eventos políticos ni actos sociales para recaudar fondos. Pero pueden hacer por nosotros algo que nadie más puede. Nos obligan a repensar la función y el sentido de la «limitación». Los ancianos nos muestran que las limitaciones - esos límites físicos que ellos alcanzan antes que el resto - son sólo eso. Son límites, no barreras. Nos limitan - nos quitan tiempo y energía, es verdad-, pero no nos detienen, a menos que nos dejemos detener. De hecho, las limitaciones en un área nos obligan a desarrollarnos en otras. Si tus piernas flaquean, subirte a la silla de ruedas y bajarte de ella no hará sino fortalecer tus brazos. Si tu capacidad auditiva está afectada, comenzarás a escribir más car tas. A cualquier edad, las limitaciones suscitan algo en nosotros que hasta ahora nunca habíamos considerado.
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También nos alertan sobre las necesidades de otras personas. Las limitaciones son necesarias para enseñarnos a ser sensibles a las necesidades ajenas. Cuando nuestra visión ya no es tan buena como solía, queremos que todo el que necesite lentes pueda disponer de ellas. Y haremos todo lo posible para que así sea. Estar limitados nos brinda la oportunidad de aprender humildad y paciencia. Ya no somos tan arrogantes como solíamos. Pero somos más tenaces que nunca. Porque sabemos lo que cuesta levantarnos de una silla, atravesar la habitación y prepararnos la cena, hemos aprendido a no esperar ya resultados instantáneos. Somos capaces de esperar. Somos capaces de intentarlo de nuevo. Asimismo, hemos aprendido a hacer de manera diferente las rutinas físicas. Ahora podemos perseverar intentando encontrar otra vía para establecer contacto telefónico con un congresista, para lanzar una campaña de recogida de firmas, para conseguir que nos publiquen en el periódico una carta al director. Por último, las limitaciones invitan a los demás a involucrarse igualmente. Creamos comunidad a partir de las necesidades de otras personas y de lo que podemos aportarles, al tiempo que ellas, a su vez, nos enriquecen a nosotros. Nos convertimos en profetas de los pobres y desconocidos, de los limitados y faltos de amor, de los necesitados y olvidados. Entramos en contacto con el resto de los seres humanos, todos tan limitados como nosotros, con independencia de que lo sepan ya o no. Las limitaciones son las acciones o valores comunes de la humanidad. Ayudándonos a nosotros mismos ayudamos a los demás. Y ayudando a otros ampliamos nuestro propio alcance. Lo cierto es que sólo estamos limitados en la medida en que queremos estarlo. Si nos definimos a nosotros mismos únicamente por nuestras limitaciones, nos incapacitamos para percibir a qué cosas más grandes nos están llamando tales impedimentos. Lo que convirtió a Maggie Kuhn en una heroína mo derna fue la forma en que trascendió los límites físicos y cronológicos para llegar a ser la persona fuerte, reflexiva y visionaria que el mundo con tanta urgencia necesitaba. Ella era la esencia de la visión. Era el paradigma de la experiencia en acción. Era valiente, lista y tenaz. Era la abuela favorita de todo el mundo, el ídolo de todo el mundo, el álter ego de todo el mundo. Era lo que todos queríamos ver cobrar vida en nosotros con el paso de los años. La edad y las limitaciones no son excusa para ser «no persona» en un mundo que necesita iconos de verdad, coraje, visión y posibilidad como nunca antes en la historia. Maggie Kuhn era lo que al mundo le gustaría tener en los ancianos: sabiduría, verdad y el 144
presagio de un futuro mejor para todos. Una carga de estos años es la posibilidad de sucumbir a nuestras limitaciones como si fueran la verdadera definición de la vejez más que un aspecto de la vida de cualquier persona. Una bendición de estos años es que, por fin, sabemos qué es lo que realmente importa; y el mundo está esperando oírlo, con sólo que nos esforcemos por comunicarlo, sin ceder a nuestras limitaciones.
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«PARA una persona más joven - enseña Carl Jung - es casi pecado, y ciertamente un peligro, ocuparse demasiado de sí misma. Pero, para la persona senescente, es un deber y una necesidad prestarse seria atención. Después de haber prodigado su luz sobre el mundo, el Sol retira sus rayos con objeto de iluminarse a sí mismo». Carl Jung, el gran psicólogo de la vida interior, elevó a conciencia la idea de que la vida se desarrolla por etapas, algunas de las cuales están más centradas en el mundo exterior, otras casi enteramente en la interioridad, la reflexión, la búsqueda de sentido. Según parece, el periodo final de la existencia tiene algo que ver con dar sentido a todo lo que lo ha precedido. Requiere capacidad para preguntarnos sobre lo que nos ha sucedido mientras recorríamos la vida hasta llegar a este punto. Y también sobre por qué nos ha acontecido eso y cómo lo hemos encajado. Y, por encima de todo, quizá, sobre qué significado tiene ahora para nosotros. Desde luego, también requiere el coraje de afrontar las respuestas a semejantes preguntas. Pero eso no se hace de forma caótica. Sólo puede ser hecho en el hondón del alma y con cruda honestidad. Es hora de dejarnos de excusas. Es hora de limpiar de escoria la vida y celebrar sus victorias sobre el yo, incluso las que desconocen quie nes piensan que mejor nos conocen. Sin duda, las victorias que han hecho de nosotros personas nuevas y mejores. En efecto, esa clase de pensamiento y reflexión sólo se lleva a cabo verdaderamente bien si se hace a solas, estando uno recogido. Cuando nos encontramos solos, toda la gente que hemos conocido y todavía permanece muy viva en nuestro interior regresa para ayudarnos a ver dónde hemos estado, a comprender en qué nos hemos convertido, a valorar qué necesitaremos para que hacer de estos últimos años los mejores de nuestra vida. «Todos se han ido», dijo la mujer. «Mi marido lleva ya diez años muerto, y mi hijo y su familia viven en California». Entonces, ¿no tenía a nadie cerca? «No; aquí ya no tengo a nadie. A veces vienen a visitarme mi hermana y su hija. Y también yo voy a verlas, una o dos veces al año. Pero es un viaje muy largo para hacerlo con frecuencia». Si no fueran tan comunes, estas palabras probablemente serían pasadas por alto como una desafortunada descripción de una situación singular. En la actualidad, no es únicamente el anciano raro el que vive solo. Casi todos los ancianos viven solos. Por doquier. 147
La soledad es el nuevo monasterio de los ancianos. Algunas veces en la vida, la soledad es una decisión consciente. Al fin y al cabo, hoy hay un número creciente de solteros de todas las edades que viven solos. Les gusta la libertad que da el no depender de nadie. Quieren vivir la experiencia de cuidar de un lugar al que puedan llamar del todo suyo. Desempeñan trabajos que ennoblecerán su currículum vitae y viven solos hasta que el puesto que tienen les lleva a otros empleos en otros lugares. O bien se hallan en una situación indefinida, por ejemplo a caballo entre el hogar familiar y la fundación de uno propio. Para ellos, el recogimiento no es un estilo de vida. Sin embargo, en la vejez, es muy probable que la soledad no sea elegida. Se nos viene encima sin más. Entonces, no se presenta acompañada de ninguna de las imágenes románticas de una cabaña de madera en el bosque, un ático en la ciudad o un piso en un edificio en cualquier playa. Con el auge de la fami lia nuclear, lo que ahora se ha generalizado es sólo la casa vacía o el pequeño apartamento en un complejo residencial para ancianos. En la mayoría de las familias, pocos miembros continúan viviendo en el mismo barrio o ciudad en que se criaron. Las empresas son responsables de ello. El problema con el recogimiento es que con frecuencia lo confundimos con la soledad o el aislamiento. «Aislamiento» significa estar desconectados del resto del mundo por circunstancias que escapan a nuestro control: por ejemplo, personas que no dan señales de vida, por mucho que nos esforcemos por ponernos en contacto con ellas. Vivimos alejados de la corriente principal de la vida, tal vez en una granja en la pradera. Estamos demasiado enfermos, lisiados o enfadados, o somos demasiado tímidos, o vivimos demasiado lejos de la gente, para cultivar cualquier clase de vida social. El aislamiento es, en otras palabras, separación o alienación del mundo que nos rodea. El recogimiento es algo muy diferente. El recogimiento es fruto de una elección. Es el acto de estar solos con vistas a estar con nosotros mismos. Buscamos recogimiento por el bien del alma. Aunque tengamos fácil acceso a otras personas, nos tomamos tiempo para estar con nosotros mismos, para excluir al resto del mundo, para concentrarnos en nuestro interior más que en luchar con todo lo que acontece a nuestro alrededor. El recogimiento nos abre a las maravillas de un mundo sin ruido, a un mundo no abarrotado, a un mundo purgado del torbellino social. Al menos durante un rato. Al menos el tiempo suficiente para sumergirnos en el bálsamo de ser sin más. Cuando el mundo exterior, su repiqueteo y su volumen, sus presiones y sus matracas, enmudecen, nos quedamos a solas con nosotros mismos. Entonces, el silencio exterior nos permite penetrar en nuestro interior. 148
En el recogimiento, esperamos a que todos los ruidos se acallen para descubrir en qué estamos pensando en realidad, qué nos estamos diciendo en realidad a nosotros mismos por debajo de todas las capas de mensajes de otras personas que amenazan con ahogar las palabras de nuestro corazón. El recogimiento nos vacía de los residuos que se han acumulado en nosotros a lo largo de los años y nos permite encontrar el lugar profundo y tranquilo que hace del envejecimiento un periodo tan sereno de la vida. En el hondón del alma fluye en profundidad lo no dicho en nosotros. Ahí están las ideas que desde hace tiempo no nos permitimos pensar y, sin embargo, nunca hemos podido dejar de pensar. Ahora, recogidos, tenemos la oportunidad de sacarlas a la luz, volverlas del revés en nuestra mente, contemplarlas, poseerlas... o repudiarlas. De una vez por todas. Son las partes de nuestro ser que claman por algún tipo de asentamiento, no con cualquier otra persona, sino en nuestro interior. ¿Mereció la pena aquel antiguo enfado? Aquella pérdida, ¿fue a la larga realmente una pérdida? Si no hicimos lo que queríamos hacer, ¿de qué manera alternativa crecimos? En el recogimiento encontramos paz con nosotros mismos y con la vida que ahora ya queda a nuestras espaldas. Volvemos a entrar en contacto con el pasado, pero de una manera nueva. Ahora ya estamos más allá de él, y no puede herirnos: no nos sentimos humillados por él. Con independencia de lo que hayamos hecho y dondequiera que hayamos estado, somos lo que somos merced a él. Quizá incluso más fuertes. Es aquí, en el hontanar del yo, donde nuestro yo inacabado, nuestro yo real, espera a que le prestemos atención. No; no podemos cambiar nada de lo que ha sido, salvo nuestra forma de contemplarlo. Y poco podemos cambiar de lo que es, salvo nuestra forma de contemplarlo. Si hay algo en nosotros con lo que todavía hemos de confrontarnos, éste es el momento de hacerlo. Buscar la soledad no es una forma de huir de la vida, del proceso de envejecimiento, de nuestros sentimientos. Al contrario. Es tiempo para ordenarlos, orearlos, superarlos, a fin de que podamos continuar la marcha sin la carga del ayer. Hay una vida para ser vivida en nuestros últimos años, y no debe terminar infectada por lo ocurrido en el pasado. Tenemos la obligación de vivir bien ahora con la gente que nos rodea y hace posible esta nueva vida. Les debemos lo mejor que tenemos. Y lo mejor que hay en nosotros es lo que no está mancillado por el pasado. El recogimiento es lo que nos obliga a evaluar nuestro presente, así como a reexaminar nuestro pasado. ¿Vivimos ahora de la manera más feliz posible dadas las circunstancias en que nos encontramos? Esa responsabilidad será nuestra hasta el final. El recogimiento nos capacita para iluminar para nosotros mismos lo que, en nuestro 149
interior, pueda estar imposibilitándonos asumirla. Una carga de estos años es la incapacidad para comprender que el recogimiento es un don que viene de forma natural a quienes se toman tiempo y espacio para explorar el núcleo de su persona. Una bendición de estos años es que el recogimiento es su estado natural, el don de la reflexión que hace del presente un lugar satisfactorio en el que habitar.
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«LA respuesta a la senectud», escribe Leon Edel, «es mantener ocupada la mente y continuar con la vida anterior como si fuera interminable. Siempre he admirado a Chejov por empezar a construir una casa nueva cuando ya estaba tocado de muerte por la tuberculosis». Insistir en vivir hasta que muramos puede ser una de las grandes virtudes de la vida. A cualquier edad es fácil pararnos simplemente, darnos por satisfecho con lo que hay y negarnos a ser más. Pero cuando seguimos trabajando - en cualquier cosa, por alguna razón, por alguien, por algo más grande que nosotros-, cuando seguimos entregándonos hasta el último instante, entonces vivimos una vida plena. Tal es, de hecho, la definición misma de la plenitud de vida. Para algunas personas significa regar las flores todos los días de su existencia. Para otras significa seguir escribiendo, tocando el piano, preparándose para hacer del mundo - antes de morir - un lugar mejor por haber vivido en él. Lo que no significa es coger la costumbre de - e incluso encontrar gusto apermitirnos a nosotros mismos granar, secarnos y hacernos quebradizos de dentro afuera, absteniéndonos de pensar, cuando precisamente es pensamiento lo más necesita el mundo. Antes bien, se trata del arte de continuar, de hacer de la vida algo que necesito para levantarme cada mañana. Que todos y cada uno de nosotros hayamos sido puestos aquí para hacer este mundo diferente de cómo era cuando llegamos a él es una señal para el mundo que nos rodea. La jubilación no tiene nada que ver con trabajar y no trabajar. Sólo tiene que ver con la clase de trabajo que hacemos y con la razón por la que lo hacemos. La diferencia entre la clase de trabajo que he realizado en mis años mozos y el trabajo que desempeño en mis últimos años es obvia. La finalidad de la jubilación no consiste en liberarnos del trabajo en sí, sino en liberarnos de estar encadenados a él como cuadrillas de peones camineros a lechos de grava. El trabajo no pretende ser un castigo por el pecado; no es que estemos «condenados a ganarnos el sustento con el sudor de la frente», como insinúan los antiguos manuales de espiritualidad, ignorantes, según parece, de que a los seres humanos - ya mucho antes de que entrara el pecado en el mundo - se les mandó que «guardaran y cultivaran la tierra». Antes bien, el trabajo pretende ser una realización de nuestro yo, así como un motivo para estar vivos. El trabajo es, pues, una dimensión necesaria de la vida espiritual. Sin él, «guardar y cultivar» el planeta, ocuparnos de nuestro propio jardín del paraíso, resultaría imposible. 152
No estamos aquí simplemente para vivir de los frutos de la tierra. Estamos aquí también para replantarlos, podarlos, cultivarlos, ocuparnos de ellos. El trabajo que hacemos y la forma en que lo hacemos es lo que dejamos a las generaciones venideras. Por consiguiente, el trabajo no es esclavitud. El trabajo es creatividad. Es aquella expresión de nuestro ser que nadie puede duplicar. Es del todo única, por completo personal. No hay dos personas que barran el suelo de la misma manera. No hay dos personas que planten las flores de la misma manera. Nuestro trabajo es tan distintivo como nuestras huellas dactilares, está tan originariamente configurado como nuestro ADN. Es el sello que imprimimos al mundo, la marca que dejamos en él. Pero, en ese caso, la jubilación no nos libera de la responsabilidad de continuar cuidando el mundo. Y lo que es más, el trabajo que realizamos una vez jubilados no es trabajo inútil, sin valor, sólo porque no se trate de una ocupación retribuida. Al contrario. Ésta puede ser, de hecho, la primera vez en nuestra vida en que nos sintamos realmente libres para elegir un trabajo que haga aflorar lo mejor de nosotros y, por ende, lo mejor del mundo que nos rodea. Nos convertimos en co-creadores del mundo. Entonces, la única pregunta es: ¿qué trabajo haremos? Y la respuesta a esa pregunta es: ¡cualquier labor que necesite ser hecha allí donde vivimos! Difícilmente habrá una escuela en el país que no agradezca la ayuda de tutores voluntarios. Cualquier organización sin fines lucrativos necesita personas dispuestas a hacer labores administrativas sin exigir nada a cambio. ¿Qué barrio no se beneficiaría de gente que plantara y cuidara las flores o barriera las calles, o de una entregada patrulla de recogida de residuos? Son años para el desarrollo del alma. Son años para aprender a pintar, para volver a tocar un instrumento musical, para entrenar equipos deportivos infantiles, para visitar residencias de ancianos, de modo que quienes viven allí - muchos de los cuales están solos en el mundo - tengan alguien con quien hablar de asuntos importantes. Una carga de estos años es que comenzamos a considerarnos superfluos sólo porque ya no estamos atados al horario de una empresa. Una bendición de estos años es que nos capacitan para cambiar nuestra parcela del mundo de maneras que son expresión de nuestro ser, pero también resultan beneficiosas para los demás.
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«Lo que hace difícil que la ancianidad sea difícil de sobrellevar - escribe W.Somerset Maugham - no es la decadencia de las propias facultades, así mentales como físicas, sino el peso de los recuerdos». La tarea consiste, por supuesto, en negarse a convertir los recuerdos en una carga. El objetivo es, antes bien, otorgarles la clase de significado que los hace valiosos en vez de punzantes. De lo que no solemos percatarnos es de que la remembranza, amén de una función mental, es una elección. Somos nosotros quienes decidimos cuáles de nuestros recuerdos de tiempos, personas, lugares o momentos concretos pueden configurar nuestra vida en el presente. La rememoración es una de las más poderosas funciones de la mente humana. Y una de las más determinantes de la vida. Lo que acontece en el recuerdo tiene mucho que ver con lo que acontece en nosotros a lo largo de nuestra existencia. La rememoración es un caballo salvaje, desbocado, sin jinete, indómito. Con frecuencia nos lleva a donde nunca iríamos o nos hace retornar a donde, por mucho que lo deseemos, no podemos permanecer. Así, siempre nos deja en un estado u otro, en un lugar u otro, emocionalmente extenuados o confusos; en cualquier caso, en un mundo inacabado en nuestro hondón. Los jóvenes oyen el recuerdo en la voz de sus mayores y, encantados con esas voces del pasado o aburridos por ellas, demasiado a menudo pasan por alto el contenido oculto tras el contenido. La rememoración no tiene que ver tanto con lo que ocurrió en el pasado, sino más bien con lo que acontece en nuestro interior justo en este momento. Nunca es vana. Nunca nos deja solos. Se compone del material de la vida en proceso de convertirse en experiencias útiles para el alma. Los recuerdos poseen una energía engañosa. Se supone que una cosa, por pertenecer al pasado, carece de significado actual para nosotros. Pero nada podría estar más alejado de la verdad. Lo que aún permanece en el recuerdo, sea lo que sea, es justo aquello que más significado tiene para nosotros. Es el indicador de lo inacabado en la vida. Nos ofrece un signo seguro de lo que todavía tiene significado emocional para nosotros. Se niega a permitirnos que ignoremos lo que todavía tiene que ser reconocido, si es que alguna vez queremos ser plenamente honestos con nosotros mismos. Sobre todo, la rememoración y la manera en que la gestionamos son lo único que nos convierte en auténticos maestros de la juventud. Nos dice qué es lo que echamos de menos de lo que hicimos y nos 155
recuerda lo que no hicimos y ahora desearíamos haber hecho. Y tales cosas perviven en el recuerdo por siempre. «Yo era joven, y mi padre estricto», dijo la mujer. Era esbelta y elegante, una persona muy independiente. «No me dejaba ir a los bailes». Hizo una pausa y desvío la mirada. «Así que me marché de casa - dijo. Cogí un tren y me fui a California y nunca regresé». Volvió a hacer una pausa. «Hasta que murió». Y entonces, empezaron a asomar lágrimas en sus ojos. La sensación de la presencia del anciano en aquella habitación era suficientemente fuerte para notarla. Ella tenía setenta y algún año; la herida aún estaba abierta. Los recuerdos son muchas cosas. Son una llamada a resolver en nuestro interior lo que sencillamente no se desvanecerá. Son una invitación a deleitarnos en lo que, a pesar de haberse esfumado ya, es el patrón oro de nuestras vidas. Son un deseo de compleción, de continuación de algo que tuvimos en su día, pero perdimos demasiado pronto. Siempre son una oportunidad de sanación. Conservan para nosotros algo con lo que hemos de confrontarnos y luchar con toda el alma para que ésta quede libre para volar. Sin recuerdos podríamos ir alegremente por la vida sin saber nunca en realidad qué parte de esa vida está aún inconclusa y qué parte sigue rechinando dentro de nosotros, a la espera de que le prestemos atención. La rememoración es la función de la mente humana que toca al núcleo de nuestro ser. Nos transporta de vuelta al lugar de donde procedemos y nos recuerda asimismo qué fue lo que nos llevó a alejarnos de él. Es un toque de rebato a completar lo que comenzó hace años, pero todavía tiene que ser resuelto en nuestro interior. Nos informa de qué es lo que echamos en falta, qué lo que lamentamos y con qué tenemos que reconciliarnos todavía si queremos que nuestra vida llegue a ser realmente diáfana. El milagro de ser capaces de ver la vida como un todo, en cualquier momento, en todo instante, es el gran don de la rememoración. Hace de la vida entera una obra en plena representación. Con una parte del alma en el pasado y otra en el presente, somos capaces de coser entre sí fragmentos sueltos para formar una vida que tiene integridad y constituye un todo. Gracias a la rememoración, la vida no se limita a ser una sucesión de actos aislados. Todo encaja en la imagen del yo y en los objetivos del corazón. El recuerdo los hace reales. Los integra en un todo. La rememoración nos mantiene en contacto con quienes nos han precedido. Algunas veces nos macera en las partes del pasado que echamos de menos y nos pone tristes. En otras ocasiones, nos deja vagando entre las partes de la vida en las que no dimos la talla y de las que todavía nos arrepentimos. Pero el objetivo de la rememoración no es anclarnos a tiempos pasados. Lo que busca es, antes bien, capacitarnos para hacer mejor ahora lo que antes no hemos hecho 156
tan bien. Es el mejor maestro. La tarea consiste en alcanzar el punto en el que po damos confiar en nuestros recuerdos para que nos ayuden a dejar atrás el pasado, guiándonos a un futuro mejor. Nada hay en la remembranza consciente que carezca de importancia. Sentarse a escuchar cómo una persona vaga por los fragmentos narrativos de su vida permite conocer qué es lo que le preocupa, qué lo que la agrada, qué huella ha dejado en ella el amor, qué cosas han sido sofocadas por el rechazo y qué queda por afrontar ahora si se quiere que la presión de los fracasos del pasado y la pérdida de los antiguos amores puedan ser integradas alguna vez, aquí y ahora, en un todo sano. La rememoración permite que aquellos a quienes hemos apreciado en vida continúen viviendo dentro de nosotros, no para atarnos al pasado, sino para recordarnos que la vida fue buena antaño y puede ser igual de buena ahora. Y sobre todo, quizá, la rememoración nos confronta igualmente con las emociones los sentimientos, los miedos, las luchas - que aún residen en nosotros como preguntas inconclusas, como dolor no resuelto, como alegrías inacabadas. Nos dicen qué es lo que todavía queda por hacer. Se convierten en un programa de acción para el mañana que, a partir de nuestra propia experiencia, nos muestra cómo vivir, cómo amar, cómo olvidar, cómo seguir adelante. Los recuerdos no son las ataduras que trae consigo el envejecimiento. Al contrario. Son la feliz rememoración de las posibilidades que aún deben ser buscadas o la ahora significativa memoria de cosas que esperan ser completadas. Son la marca distintiva de nuestro crecimiento, la invitación a reivindicar las alegrías del pasado, la llamada a buscar otra vez esas mismas cosas, quizá en forma diferente, pero como promesa de idéntica clase de alegría en el presente. Una carga de la rememoración en estos años es permitirle que nos disuelva en la compañía de personas, tiempos y lugares desaparecidos hace ya mucho tiempo. Una bendición de estos años es percatarnos de que nuestros recuerdos así de lo triste como de lo feliz, así de lo apasionante como de lo seguro, así de los éxitos como de los fracasos de la vida, no tienen otro objetivo que guiamos por estos últimos caminos con confianza: la confianza en que, habiendo hecho frente a las exigencias del pasado, podemos encaminarnos con paso firme hacia el futuro.
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«LA vejez - opina Louis Kronenberger - es una época excelente para escandalizar». Y acto seguido, añade: «Mi objetivo es decir o hacer al menos una cosa escandalosa por semana». Después de los setenta, el «futuro» no es un límite social, ni un lugar geográfico, ni un presupuesto psicológico. Es un estado mental. De hecho, uno de los dos estados posibles. Todos hemos oído mencionarlos tan a menudo que hace ya tiempo que dejamos de prestar atención. El primer estado mental dice: «Nos estamos haciendo mayores. Uno ya no puede hacer estas cosas». El otro dice: «Siempre he querido ver las pirámides de Giza y este año voy a ir a verlas. Siempre he deseado aprender a tocar la bandolina y ahora lo voy a hacer». El futuro es una parte muy dulce del envejecimiento. Es algo que debe agarrarse con fervor. Se hace más intenso, más vivo, más esencial cada día. Para quienes, por fin, se han percatado de la presencia del tiempo en sus vidas, el futuro ya no está «ahí fuera». El futuro está aquí, pisándonos los talones, tornándose más y más exigente sobre la marcha. La mayoría de la gente vive como si fuera a poder hacer más tarde sin problemas lo que no está haciendo ahora. Para ellos, no existe urgencia alguna en la vida, tan sólo un largo y tranquilo movimiento hacia su punto cimero. Pero no todo el mundo vive así. Quienes han alcanzado los sesenta años llenos entusiasmo, desbordantes de vida, relativamente seguros, pródigos en ideas y, por último, llenos de confianza en sí mismos se ven confrontados con el significado de la mortalidad como nunca hasta ahora. Descubren sobresaltados que existe un final para el tiempo. Para su tiempo. La pregunta aflora entonces con violenta intensidad: ¿cuál es la finalidad del tiempo en esta etapa de mi vida, cuando, a juzgar por las apariencias, interesarse por algo no sirve de nada? ¿Por qué este hiato, esta desconexión, entre lo que hago y lo que soy? Todo lo que merece la pena hacer parece haber seguido su propio curso. El trabajo ha terminado, los hijos han dejado el hogar, la vida ha devenido rancia, agria, fría. ¿Qué hacemos ahora con el tiempo? ¿Nos limitamos a vivir esperando que concluya o lo llenamos? Y si se supone que hemos de llenarlo, ¿con qué y para qué? El pensamiento mismo de que no hay ningún trabajo que hacer, nada que entregar dentro de plazo, ninguna exigencia pública que satisfacer, ninguna montaña pendiente de 159
escalar, atenta contra todo lo que esta gente consideraba necesario para vivir. Ser desplazados del estante superior de la vida a una suerte de tierra de nadie sin figura, sin forma, sin sustancia, congela su alma. Éstos son los que ahora siguen recordándose a sí mismos y recordando al resto de su mundo que «todos nos estamos haciendo mayores». Pero existe otro estado mental que lucha por cobrar vida ahora. Existe la sensación de urgencia que deriva de la conciencia del tiempo, el pensamiento de que la vida tiene mucho más que ofrecer que lo que hemos conocido hasta ahora. Ahí fuera hay tanto aire que sencillamente no me he permitido respirar. Queda por vivir el resto de la vida que hasta ahora me he negado a mí mismo, que hasta ahora he ignorado, que hasta ahora no he sabido percibir. La vejez, como cualquier otra etapa de la vida, es un tiempo de aprendizaje. Ésta puede ser, de hecho, la mejor época para aprender en qué consiste realmente la vida. La senectud es tiempo propicio para dejar salir el espíritu de escándalo, el espíritu escandalizador que resulta de haber caminado por el mercado de la vida eligiendo entre sus frutos, buscando sus placeres, probando y descartando sobre la marcha. Ahora, por fin, sabemos qué falta, qué es bueno, qué se necesita. Ahora hemos dejado atrás el narcisismo de la juventud, las luchas de supervivencia de la primera adultez, el duro quehacer de la madurez; ahora estamos preparados para mirar más allá de nosotros mismos al pulso mismo de la vida. Ahora podemos dejar volar a nuestro espíritu. Podemos hacer lo que el alma exige que hagan los seres humanos plenos. Éste es el momento para el que hemos nacido. No hay nada que ahora nos pueda parar. Podemos acudir a dondequiera que se nos necesite. Podemos hacer lo que queramos. Podemos decir lo que necesite ser dicho. Madre Jones, una inmigrante irlandesa en Estados Unidos en el siglo xix que había trabajado durante años en fábricas neoyorquinas donde se explotaba a los trabajadores, se rebeló cuando ya era sexagenaria, organizó los Knights of Labor [en sentido figurado, la orden de los Caballeros del Trabajo] y, durante toda su vejez, lideró huelgas e impartió mítines a favor del bienestar de la clase obrera. «Esa mujer - se dice que, en su frustración, gritó un congresista - es la mujer más peligrosa de Estados Unidos». La ancianidad es la época idónea para ser peligrosos. Peligrosamente amantes de la diversión, peligrosamente honestos. Peligrosamente comprometidos. Peligrosamente vivos. Es la época idónea para viajar a Giza y a Washington, para comprometerse en partidos y acudir a mítines políticos, para aprender música, para visitar a los familiares que nos esperan y a los extraños que nos necesitan. No es momento para recordar que «todos nos estamos haciendo mayores», como si envejecer fuera la maldición de los condenados. Es la época idónea para hacer cualquier 160
cosa que podamos hacer con toda la vida que podamos poner en ello. Es la época idónea para vivir con entusiasmo, con fuerza, con entrega. No hay nada para lo que guardar energías. Ahora es, sin más, tiempo de emplear bien el tiempo. ¿Existe un futuro para mí cuando envejezca? Por supuesto que sí. En esta etapa de la vida, el futuro es mañana. El mañana es sagrado. Es el gran recordatorio del don de la vida. Es el único recurso de que dispongo. Es todo lo que me queda para dar. Y no carece de sentido, sea cual sea mi situación y por muy diferente que sea la forma en que debo abordarlo hoy respecto de la forma en que lo hice hace veinticinco años. Es todo lo que tengo ahora para ser la plenitud de mí mismo. Sobre todo, el mañana es para vivir, no sólo para deambular por la vida esperando a que llegue la muerte. No se me da el mañana únicamente para que me permita a mí mismo hacerme un día más viejo y perder una onza más de vitalidad. Cualquier cosa que haga mañana será un signo para todos cuantos me rodean de que la vida, o bien se vive a fondo, o bien se echa a perder, convirtiéndose en polvo - en años inútiles y secos - antes de tiempo. Pero esto significa dejar en la estacada a quienes acuden a mí en busca de sabiduría, finalidad y un atisbo de sentido para sus propias vidas. Los ancianos son los verdaderos signos de aquello en lo que hasta ahora ha consistido la vida y todavía está llamada a ser. Desentenderse de tal responsabilidad se antoja inmoral. «Salvar una vida - dicen los rabinos - es salvar el mundo entero». Conforme nos hacemos mayores, salvar una vida es salvar asimismo nuestra propia vida. Una carga de estos años es asumir que el futuro ya ha pasado. Una bendición de estos años es dar un sentido totalmente distinto a lo que es estar vivos, ser nosotros mismos, desbordar vida. Nuestra propia vida.
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«S1 nunca sientes necesidad de lanzar bolas de nieve - escribe Doug Larson-, eso es que el proceso de envejecimiento te tiene firmemente atrapado». Sólo los niños entienden la necesidad compulsiva, incontenible, acuciante, de lanzar bolas de nieve. Únicamente los adultos sabios de verdad se percatan de que, a menos que las lancemos, es improbable que consigamos escapar alguna vez de las correas que nos sujetan, que nos frenan, cualquiera que sea nuestra edad. Pero eso no lo podemos aprender más que de los jóvenes. Y ellos, a su vez, sólo de nosotros pueden aprender cuándo no debe hacerse algo así. Retomar el contacto con los jóvenes es lo que nos mantiene en contacto con el mundo. Y hay muchas más maneras de lograrlo de las que imaginamos. Es una imagen extraña: un viejo almacén de neumáticos allí plantado, en una suerte de imperturbable e institucional esplendor, en medio de una calle llena de viejas casas de madera fraccionadas que acogen de alquiler o «albergan» a tres o cuatro familias a la vez. Se alza en la esquina de una manzana, un escaparate de centelleantes jardines detrás y delante. Enmarcando el edificio a ambos lados hay pintadas, en brillantes colores, si luetas de niños a tamaño natural. Un niño toca el piano y, junto a él, una niña con un tutú realiza una pirueta; la parte trasera está ocupada por una paleta de pintor y, algo más allá, un niño sobre un escenario. Es una ludoteca a lo grande, llena de vida. Cualquier niño del mundo sería capaz de entender los signos y se sentiría atraído por ellos. Por muy rico y fascinante que resulte este antiguo y rehabilitado taller de reparación de coches en el centro de la ciudad, su nombre es sencillo: «The Neighborhood Art House» [Centro Artístico del Barrio], así es como se denomina a sí mismo en grandes letras violetas pintadas sobre la puerta de la esquina. Cada semana, más de un centenar de niños, de edades comprendidas entre seis y catorce años, cruza corriendo el patio de ladrillo hacia el laberinto de talleres, estudios de arte, rincones de escritura y filas de ordenadores que ellos llaman hogar. No es una escuela. Aquí no se ponen notas, ni se mandan deberes para casa, ni se imponen castigos por hacer lo que a uno le gusta. Aquí, los niños pueden tocar la batería, hacer ensayos de ballet, leer sus poemas, escribir los guiones de sus funciones de títeres o pintar al óleo. Y todo es gratis, gracias a los habitantes de la ciudad. Y eso es impresionante. Pero igual de impresionante es pasar por esta esquina en verano y ver a esos niños sentados totalmente en silencio en sillas en el patio, la barbilla apoyada en las manos, los ojos abiertos de par en par, mientras hombres y mujeres bien vestidos, todos 163
profesionales del centro, mayores y jóvenes - abogados, enfermeros, empresarios, jubilados-, sentados al sol, leen para ellos en voz alta. El patio está lleno con casi cien niños en cada sesión de lectura, y el aparcamiento está lleno con casi cien coches, y hay adultos que entran y salen con libros bajo el brazo. Cada niño tiene un lector privado que viene cada día a hacer lo que, de otro modo, nadie haría por estas criaturas: les leen cuentos como si fueran sus propios hijos, imitando ruidos de animales o cambiando de voz según los personajes a medida que avanza el relato. Llenan la imaginación de estos críos con duendes y viajes en globo aerostático, así como con los retos a los que han de enfrentarse niños inmigrantes, las maravillas de las estrellas y las características de los dinosaurios. Y lo que es más importante, salvan para estos niños la diferencia entre infancia y paternidad, entre libertad y autoridad, como solían hacerlo los abuelos hace décadas, cuando niños y abuelos vivían en el mismo edificio, en la misma ciudad, en el mismo estado. Infunden a los niños confianza en los adultos. Les abren a la conversación de los adultos, a su influencia. Les brindan un refugio respecto de todas las normas. Y el niño y el adulto se hacen amigos. Las amistades intergeneracionales entre la generación de los mayores y otra generación más joven son tan importantes para los ancianos como para los niños. Los niños nos proporcionan un medio de contacto con el presente y el futuro del que no disponemos si nos pasamos el día sentados en solitario en una pequeña vivienda independiente. Aunque ya no jueguen mucho a las damas, nos pueden enseñar todo sobre los videojuegos. Es posible que no canten nanas, pero saben la letra de todas las canciones que se emiten por la radio. Nos enseñan el significado del nuevo lenguaje. Nos mantienen en contacto con un mundo fresco y vivo. También a nosotros nos conservan frescos y vivos. Los niños liberan al niño que todos llevamos dentro antes de que se marchite por completo y se desvanezca. Nos facilitan la relación con los niños de generaciones posteriores de nuestras propias familias, esos que sólo vemos una vez al año o con los que a duras penas conseguimos hablar por teléfono. Nos recuerdan que todavía formamos parte del conjunto de la especie humana. No estamos llamados a quedarnos aislados del resto de la sociedad, sino a ser en ella centro de sabiduría, signo de una vida mejor aún por llegar, almacén de esa clase de tradiciones de la que ningún libro habla. Cuando la sociedad disgrega a la familia como la cosa más normal del mundo, la familia termina desapareciendo por completo. En su lugar, tenemos atención diurna para niños, residencias para ancianos, bloques de pisos en los que de antemano se deja claro: 164
«Absténgase de preguntar familias con niños». Vivimos en una sociedad totalmente segregada y fracturada, que ofrece poco o ningún espacio para crecer a través de la vida compartida en el día a día. Se nos ha arrebatado el derecho a aprender unos de otros. Sobre todo, la generación mayor ha sido privada del derecho a enseñar. Nos hemos convertidos en extraños unos para otros. Hemos perdido el contacto con la plenitud de vida. Este vínculo natural y necesario entre ancianos y jóvenes no puede ser reducido a una programada «actividad para la tercera edad». Estamos hablando del latido de una cultura. Es lo que posibilita que la novedad siga entrando y saliendo de nuestras venas. Es lo que posibilita que ideas que nada tienen que ver con el asesinato, el delito, las drogas y el sexo sigan entrando y saliendo de las venas de los jóvenes. Relacionarse con niños que no son suyos capacita a los ancianos a salir de sí mismos y trascender los confines de sus vidas privadas para recuperar la plenitud humana. Y conocer a personas mayores distintas de sus padres que se interesan por ellos, hablan con ellos y les enseñan cosas que sus padres no tienen tiempo para enseñarles - como, por ejemplo, pescar, arreglar una bici, hornear galletas, hacer palomitas de maíz a la antigua usanza - capacita a los niños para hacer caso a los adultos sin necesidad de que éstos recurran a la férrea disciplina. Una carga de estos años es permitirnos a nosotros mismos aislarnos del mundo que nos rodea. Una bendición de estos años es encontrar un niño que nos ayude a desembarazarnos de los antiguos roles y humanizarnos de nuevo.
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«EL secreto de mi vigor y dinamismo - confiesa Lowell Thomas - radica en que he logrado divertirme mucho». La vejez tiene un peligro inherente que, si cedemos a él, hace del envejecimiento uno de los periodos más difíciles de la vida - en vez de uno de los más satisfactorios, como debería ser. El peligro de la vejez es que empecemos a actuar como ancianos. Y es la diversión lo que nos permite seguir riendo; y la risa, lo que nos mantiene felices en el presente. Y en el presente es donde pasamos, de modo total y exclusivo, la etapa final de la vida. Pero, ah, se nos recomienda encarecidamente no vivir con plenitud, ni pasarlo bien. «Actúa conforma a tu edad», puede ser un útil consejo cuando uno tiene diecisiete años, pero representa un error cuando uno tiene setenta y siete. Cuando empezamos a actuar como ancianos, por muy mayores que seamos, estamos acabados. Si realmente somos ancianos cuando empezamos a actuar como tales, aún es peor. Pues actuar conforme a la edad que uno tiene es una enfermedad terminal. Nos desgastamos hasta el punto de que, aunque seguimos respirando, hemos dejado de estar vivos. El hecho es que, a diferencia de lo que ocurre en todas las demás etapas de la vida, no existen actividades propias de la vejez. Cuando uno tiene entre seis y veintidós años, lo propio es recibir una educación. Entre veintidós y cincuenta años, lo suyo es tener hijos y cuidar de la familia. Lo normal es poner fin a la carrera profesional en algún momento entre los sesenta y cinco y los setenta años. Pero luego, después de eso, lo único distintivamente propio de envejecer es lo que acontece en cada momento. Si la vida es de verdad para los vivos, entonces el truco para vivir bien es aprender a vivirla en plenitud, a empaparse de ella, a deleitarse en ella. Algo de lo que demasiado a menudo no nos percatamos es de que vivir plenamente depende mucho más de la estructura mental, de la espiritualidad básica, que de la condición física. Si consideramos bueno a Dios, también consideramos buena la vida. Si consideramos a Dios una suerte de taimado e insidioso Juez que nos tienta con cosas buenas para comprobar si nos dejamos seducir por ellas a alguna clase de depravación moral, entonces la vida no puede ser sino una trampa temible. Vivir bien tiene algo que ver con la espiritualidad del entusiasmo, con concebir la vida más como una gracia que como una penitencia, como un tiempo para ser vivido con impaciente expectación de su bondad, no con miedo a los desafíos que pueda 167
plantearnos. La vida no se nos da para que suframos, sino para aprender a amar al Creador a través de los gozos y la belleza de la creación. La vida se nos da para que nos confrontemos dignamente con el sufrimiento natural de ser criaturas mortales. Cuando somos incapaces de afrontar la vida con la cabeza alta, no podemos vivirla en plenitud. En el proceso, los ancianos se enfrentan a tentaciones particularmente engañosas porque, aunque suenen muy sensatas, son crecientemente destructivas. «Esta noche estoy demasiado cansado. Creo que no iré», aprendemos a decir pronto en el proceso de envejecimiento. Pero los demás van al espectáculo, a la fiesta o al acto oficial sin nosotros. «Ahora ya es mayor y no puede hacer estas cosas», dicen. Les enseñamos a ignorarnos y luego nos preguntamos perplejos cómo ha podido suceder algo así. «Eso supone demasiado esfuerzo. Ya no hago ese tipo de cosas», decimos. Así, nos eximimos a nosotros mismos del esfuerzo que conlleva preparar la hoguera para la comida campestre del Cuatro de Julio (la fiesta de la independencia estadounidense). Dejamos de celebrar la Navidad. Ya no enviamos tarjetas de felicitación de cumpleaños. Hacemos cada vez menos hasta que quedarnos sentados en casa se convierte en nuestra manera de estar en la vida. «Ah, nunca he hecho eso antes y no voy a empezar ahora», decimos. Así, no vamos al concierto en el parque, ni aprendemos a pescar, ni telefoneamos a posibles donantes para la venta benéfica de la parroquia. Nos descolgamos de la vida de forma tan inapelable como si ya hubiéramos muerto y estuviéramos enterrados. Y lo hacemos nosotros mismos. «¿Subirme a ese trasto sólo para ver una catarata?», decimos. «¡No seré yo quien se suba! ¡Es peligrosísimo!» Así, nunca conseguiremos ver la niebla de las cataratas del Niágara. Nunca contemplaremos las Montañas Rocosas desde un mirador en cualquiera de las cimas. Ni veremos el fiordo Puget Sound desde lo alto del edifico Space Needle [Aguja Espacial] en Seattle. No sentimos nada. Nos negamos a nosotros mismos estrato tras estrato de vida y encima nos preguntamos por qué la vida ya no nos entusiasma. «¿Ir de fin de semana?», decimos. «¿Hacer un curso de educación para adultos?», replicamos. «¿Sabes lo que cuesta eso?», insistimos. «¿Comprar un ordenador sólo para mandar correos electrónicos?», preguntamos.
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«¿Quedarme dos días de lo previsto? ¿Quién cuidará de las plantas?», nos interrogamos. Así, nunca damos el primer paso para empezar algo nuevo. No somos capaces de seguir deviniendo. Nos paramos en seco con años de antelación. Y esperamos. Cogemos el regalo de la vida y lo devolvemos sin abrir. «Bueno, eso suena como algo agradable de hacer, pero no tengo a nadie con quien ir», decimos. Así, en vez de salir de no sotros mismos para hacer nuevos amigos y encontrar otros compañeros y adherirnos a diferentes grupos, cavamos nuestros propios hoyos y, tras meternos en ellos, los cerramos. «Ya no estoy para esas cosas», argüimos, como si la vida fuese una serie de ejercicios escalonados por grado de dificultad, accesibles para unos y cerrados para otros. Ya no estamos para hacer un desfile de carnaval con los niños. Ya no estamos para salir en Nochevieja. Ya no estamos para leer un libro en la playa. Nos cobijamos sin más en nuestro nido y dejamos que la vida pase de largo. Pero actuando así, permitimos que al mismo tiempo se nos escape la oportunidad de conocer gente. Y la de vivir experiencias. Y también la de descubrir el crecimiento interior que espera a ser aprovechado. La vida no es sólo lo que nos pasa - aunque, en los momentos de sorpresa, la vida también espera -, sino lo que nosotros mismos hacemos que acontezca. Nos convertimos en aquello que hacemos. Nos renovamos interiormente cuando nos instamos a nosotros mismos a hacer cosas nuevas. Nos espabilamos cuando no nos permitimos recorrer la vida dormitando sin más. Ganamos seguridad cuando nos olvidamos de qué edad tenemos y confiamos lo suficiente en nosotros mismos para negarnos a tener miedo a todo en la vida, desde un par de escalones a la ladera de una montaña. No es cierto que «estemos acabados ya» para la vida, a no ser que permitamos que la vida pase de largo. No, no podemos hacerlo todo. Sí, es posible que nos cansemos con más facilidad, que nos agotemos más rápidamente. Hay, por supuesto, algunas actividades que requieren tanto esfuerzo que sería mejor que hiciéramos algo más agradable, menos extenuante desde el punto de vista físico. Es cierto que muchos de los viejos amigos con quienes nos sentíamos realmente a gusto merced a años y años de mutua compañía ya no están. Y algunas cosas se salen, sin duda, de nuestro presupuesto. Pero ninguna de estas circunstancias justifica que sustituyamos la vida por la mera respiración.
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Es hora de comenzar otra vez, de renovarnos, de encontrar maneras de disfrutar la vida, de aprovechar cualquier oportunidad de ser personas fascinantes, interesantes, significativas. Debemos al mundo lo mejor de nosotros porque el resto de mundo también lucha contra algo. Una carga de estos años es que podríamos permitirnos a nosotros mismos devenir menos de lo que somos capaces de ser con más rapidez de la que deberíamos. Una bendición de estos años es que nos invitan a descender a nuestro hondón con objeto de descubrir todo lo que somos. Ahora. Justo ahora.
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«No albergo sentimientos románticos sobre la vejez», dijo en una ocasión Katherine Hepburn. «O una es interesante a cualquier edad, o no lo es en absoluto. No hay nada especialmente interesante en ser vieja... o en ser joven, en realidad». En efecto, la verdad es que no existe ninguna etapa de la vida perfecta, suprema, cimera. Lo es aquella en la que nos encontremos en cada caso. Si privilegiamos una etapa de la vida por encima de las demás, corremos el riesgo de pasar por alto su esencia. Sí, es bueno pensar en el pasado, recordar a las personas que nos aguijonearon para que acometiéramos los grandes proyectos de nuestra vida, que nos empujaron para que siguiéramos adelante cuando habría sido más fácil arrojar la toalla; pero eso, a la larga, puede resultar destructivo. Es bueno saber de dónde venimos, para poder hacernos así una idea de la distancia que nos separa del lugar hacia el que nos encaminamos. Es bueno recordar todas las alegrías de la vida, de suerte que en los momentos oscuros podamos confiar en que volverán los buenos tiempos... como siempre lo han hecho. Pero no es bueno hacer del pasado el súmmum de nuestras vidas. No es bueno hacer de la juventud el santuario al que acudir a orar una vez que hemos avanzado a otra etapa de la vida. No es bueno resistirse a devenir lo que somos, deseando más bien ser lo que no somos. La tentación - demasiado frecuente, demasiado común- es intentar congelar la vida in situ, quedarnos anclados en una fase u otra de la vida, renunciar a ir más allá del momento presente. Uno de los signos más evidentes de cómo las diferentes personas ven la vida radica en la manera en que afrontan la muerte de los seres queridos. Para algunas, es el día en que la vida se detiene. Se paran en seco, paralizadas por el pánico, empapadas de pérdida. Para otras, es una encrucijada en el tiempo. Estas personas encaran la pena y comienzan a moverse con ella, pero yendo más allá. Todos hemos sido testigos de ambas formas de abordar el final de una fase en la vida y el comienzo de otra, pero comprender las implicaciones de lo que estamos viendo puede requerir cierto tiempo. El día después del entierro, unos cuantos amigos se pasaron por la casa para ver cómo iba la viuda. El grueso de la gente ya habrá desaparecido, pensaron. Probablemente empezará a dejarse notar el vacío. La viuda no tendrá a nadie con quien hablar al respecto, a nadie con quien recordar al difunto durante la comida. No tendrá a nadie que la distraiga de la pesadumbre del día. Necesitará compañía. 172
Bien mirado, el deceso había sido repentino. No había habido una larga enfermedad durante la cual poder ir haciéndose a la idea de la eventual pérdida. Ocurrió el accidente, luego vinieron la infección, los viajes al hospital, el coma, la prolongada y silenciosa partida. El dolor irrumpiría ahora de golpe. Cuando llegaron, la viuda estaba en la parte trasera de la casa. «¿Seríais tan amables de entrar con vosotros un par de esas cajas grandes?», les pidió a voz en cuello. Apiladas junto a la puerta de la cocina, ya había tres o cuatro cajas llenas y cerradas con cinta adhesiva. Estaba en el dormitorio, inclinada sobre los cajones del vestidor, revolviendo la ropa. En un lado de la cama había apiladas camisas de caballero; en el otro, trajes y corbatas. «Ah, qué bien», dijo cuando vio las cajas. «Ahora puedo empaquetar también estas cosas». Los estantes y los altillos del vestidor habían sido vaciados. La puerta del vacío armario empotrado estaba despreocupadamente abierta. A juzgar por las apariencias, todos los demás objetos de la habitación ya habían sido recogidos y empaquetados. Luego, como respondiendo a la pregunta no formulada, dijo: «Ya sabéis, la vida continúa. No podemos hacer del presente un santuario dedicado al pasado». En efecto, la vida continúa. No podemos detenerla. No debemos hacerlo. No es posible vivir en el pasado, por muy fuerte que sea la tentación de intentarlo. Si la vida es para los vivos y no la vivimos, nos condenamos a una muerte prematura. Y lo que es aún más patético, lo hacemos justo en nombre de las relaciones, los lugares y los acontecimientos que nos hicieron crecer en los años que ya pertenecen al pasado. Este mismo semillero nos capacita para confiar en que, de la oscuridad que ahora reina en nuestro interior, brotará un nuevo crecimiento. La línea que separa el recuerdo de la nostalgia es delgada. Y no es lo mismo una cosa que otra. El recuerdo es rememoración. Los buenos recuerdos nos hacen reír en días grises y nos brindan calor antiguo en las noches frías. Congregan a nuestro alrededor todos los fantasmas del ayer que necesitamos para alentarnos a nosotros mismos. Nos capacitan para tener fe en el futuro porque nos recuerdan que el pasado ha sido vivificante y ha estado lleno de esperanza en todos los mañanas de la vida. Los recuerdos son un filón de advertencias y de confianza, de pena productiva y valiosos estímulos. Más que sumergirnos en el pasado, nos aguijonean hacia el futuro. La nostalgia es algo por completo diferente. La nostalgia no es simple rememoración del pasado. La nostalgia es una inmersión en el pasado. La nostalgia nos atrapa, obligándonos a tener un pie en el presente y otro en el pasado. Pero la melancolía de la 173
nostalgia no es la geografía de la senectud. Ese papel le corresponde a la posibilidad. Cualquier etapa de la vida es interesante con sólo que nos permitamos explorar todos sus deleites. La ancianidad es la más interesante de todas. Ahora somos los configuradores de nuestro destino, los hacedores de nuestros placeres, los custodios de nuestra personalidad. Los temas sobre los que ahora hablamos, lo que ahora hacemos, lo que ahora devenimos: todo ello es, por entero, responsabilidad nuestra. Revestirlo todo del pasado cuando permanecemos inconclusos, cuando aún nos encontramos a merced de circunstancias que escapan ampliamente a nuestro control, es jugar con la época más dulce de la vida. La nostalgia es la peligrosa tentación de confundir el amor por una parte de la vida con el amor por la totalidad de la vida. Sustituye el deleite del presente por las fantasías del pasado. La nostalgia no es rememoración. La nostalgia es suspirar por -y añorar y anhelar - lo que en el pasado fue bueno para nosotros, pero desbarata de medio a medio el presente. La seducción latente en la nostalgia es la tentación de refugiarse en lo que ya no es en vez de afrontar las exigencias del presente con buen humor y valeroso corazón. Es una instantánea del pasado, retocada para que se adapte a nosotros. Recordamos los días pasados en el viejo bote, pero olvidamos convenientemente la molestia de limpiar y arrastrar la barca y luego remar. Recordamos al perro amado, pero olvidamos los ladridos, los saltos y los destrozos que causó en el sofá. A menos que seamos capaces de tratar con ambas dimensiones de cada aspecto de la vida, empezamos a usar los recuerdos para escapar de la realidad tanto del presente como del pasado. Este retorno a un pasado irreal es una tentación seductoramente peligrosa en la vejez. Es una trampa fácil para quienes están cansados de vivir, de adaptarse, de mantenerse al corriente de la vida. Y así, irónicamente, les lleva a idealizar la vida que tuvieron y a destruir la que tienen. Afecta a la manera en que ahora miramos a la vida. Configura la materia de nuestras conversaciones. Tal vez nos hace interesantes por un rato: nuestras historias y todo su encanto. Pero luego nos vuelve tediosos. Los demás se cansan enseguida de conversaciones que son me ros relatos en curso, relatos interminablemente repetidos, de otro tiempo. No acuden a los ancianos en busca de nostalgia. Acuden a nosotros en busca de sabiduría, de coraje, de pruebas de que la vida - en todas sus formas - no sólo es posible, sino también maravillosa. La carga de la nostalgia es que nos saca del presente y nos inmoviliza en el pasado. La bendición de la nostalgia es que puede hacernos recordar que, al igual que hemos sobrevivido a la vida entera antes de esto, creciendo gracias a ella, riendo 174
a lo largo de ella, aprendiendo igualmente de ella, también podemos vivir esta nueva época con el mismo donaire, con las mismas ideas -y esta vez, compartiendo con los demás ese espíritu audaz.
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«LA vejez me desconcierta», escribe Florida Scott-Maxwell, la psicóloga jungiana, en su diario, The Measure of My Days [La medida de mis días], que llevó a partir de los ochenta años. «Pensaba que sería una época tranquila. Mi experiencia de septuagenaria fue interesante y bastante serena; pero la de octogenaria es apasionada. Conforme envejezco, vivo con mayor intensidad». ¿Y por qué no? Si, a medida que pasan los años, cobramos mayor conciencia del sentido y sinsentido de las cosas, sin duda debemos devenir también más sensibles al flujo y reflujo de la vida, no menos conscientes de ello. No se trata de que, al ir haciéndonos mayores, ignoremos sin más la vida; antes bien, lo que ocurre es que nos comprometemos con ella en un nivel diferente, por motivos diferentes, con un corazón más localizado. Si algo aprendemos a medida que pasa el tiempo y decrece el número de cambiantes estaciones, es que existen cosas en la vida que no pueden ser aseguradas. Es más que probable que nos vayamos a la tumba con una gran cantidad de preocupaciones personales sin resolver, de proyectos de vida sin cumplir. Lo cual se hace más evidente con cada año que pasa. Algunas de las fracturas familiares no habrán sido sanadas todavía. Algunas de las palabras pronunciadas por enojo o premura no habrán si do remediadas. Algunas de las amistades no se habrán renovado. Algunos de los sueños nunca se realizarán. Entonces, ¿hemos malgastado la vida? ¿Ha sido todo en vano? Sólo si malinterpretamos el sentido del último periodo de la vida. El objetivo de esta época de la vida no es solidificarnos en nuestras insuficiencias, sino liberarnos para madurar aún más. Sin embargo, esperar que, al final, todas las rupturas hayan sido reparadas es, en el mejor de los casos, irreal. Hace tiempo que murieron algunas personas y hace aún más tiempo que perdimos contacto con ellas. En esta última etapa de la vida, no se puede hacer nada por reanudar las conversaciones, por no hablar de mitigar el distanciamiento o restañar las heridas persistentes. Por lo que respecta a mucho de lo que todavía nos sentimos responsables e incluso culpables, no hay nada que podamos hacer ahora para enmendarlo, por más que deseemos que esa posibilidad estuviera a nuestro alcance. No podemos recomponer un matrimonio fracasado. No podemos borrar los años de abandono, toda una vida de indiferencia, una historia de despreocupación por personas que tenían derecho a esperar cierto interés de nuestra parte. No hay nada que podamos hacer ahora respecto a toda 177
una vida sin contacto con nuestros hijos, respecto a las tensiones con nuestra madre, respecto a la distancia que caracterizaba la relación con nuestro padre, respecto a los celos, los arrebatos y las nimias irritaciones que marcaron años ya lejanos y siguen disparando todas nuestras defensas. Aquella época, aquellas situaciones, sencillamente se han esfumado. Se nos han ido de las manos. Han escapado a nuestro control. Dentro, sin embargo, las cicatrices todavía duelen. Hemos sido heridos. Hemos herido a otros. Hemos cometido errores. Hemos creado el lío que se originó a causa de ellos. Y, hasta donde nosotros podemos juzgar, no hay - ni nunca hubo - manera alguna de recomponer los vidrios rotos. Entonces, ¿qué podemos hacer ahora? Si no podemos abordar directamente todas las luchas inacabadas de nuestra vida, ¿cómo va a ser posible afrontar el final de la vida con alguna suerte de serenidad? El hecho es que el malestar que se acumula a lo largo de los años es la gracia misma reservada para el tiempo final, para los últimos años, para el pináculo de la vida. Sólo ahora puede la conciencia de estos males marcar realmente una diferencia en nosotros. Sólo ahora puede resultar productivo este dolor. ¿Por qué? Porque ahora debemos afrontarlo en solitario. Ya no hay nadie aquí para perdonarnos, nadie para decirnos que llevamos razón, nadie para ceder a nuestra insistencia, nadie con quien negarnos a confraternizar. Antes bien, todo ello está vivo en nuestro interior. Ahora debemos descender al hondón de nuestro ser y sellar la paz no con nuestros antiguos antagonistas, sino - lo que es más importante - con nosotros mismos, con la conciencia con la que, durante años, nos hemos negado a reconciliarnos. Hay asuntos mucho más relacionados con lo acontecido en nuestro interior que las meras preguntas de quién hizo qué a quién y por qué y qué nos sucedió a resultas de ello. En cambio, lo que ahora debemos preguntarnos es en qué nos convertimos a consecuencia de tales hechos. ¿Nos convertimos en seres humanos más plenos? ¿O nos limitamos a ir por la vida proclamando nuestra inocencia a pesar de la canción interior del alma, que nos recordaba cuán culpables éramos en realidad? Éste es el periodo de la vida en el que debemos comenzar a buscar la respuesta a nuestros problemas, el arreglo de los problemas, no tanto fuera de nosotros cuanto dentro del corazón y el alma. Es tiempo de confrontarnos con nosotros mismos, de sacarnos a nosotros mismos a la luz. Es un periodo de reflexión y renovación espiritual en la vida. Ahora es el momento de preguntarnos qué clase de persona hemos llegado a ser con el paso de los años. ¿Nos gusta esa persona? ¿Hemos devenido sobre la marcha más honestos, más amables, más solícitos, más misericordiosos, a causa de todas estas cosas? Y en caso contrario, ¿qué deberíamos estar haciendo ahora al respecto?
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Cualquiera que fuera la causa de las grietas en nuestra vida, nosotros contribuimos en parte a su aparición. ¿Qué queda todavía en nosotros de aquel niño exigente, narcisista, mimado? ¿Y estamos ahora dispuestos a ocuparnos de la escoria generada por tales actitudes? A medida que el cuerpo comienza a volatizarse, a medida que principiamos a fundirnos con el más allá, ¿somos capaces de desprendernos de aquellas cosas en nuestro interior que durante toda la vida han representado un obstáculo entre el resto de la creación y nosotros? ¿Somos capaces mirar de frente a nuestra propia alma y admitir quiénes somos? Si hemos sido egoístas, ¿somos capaces de habituarnos a la disciplina diaria de preocuparnos por los demás? Si hemos sido deshonestos con nosotros mismos, ¿somos capaces de esforzarnos ahora por confesar la verdad real sobre nosotros? Si hemos vivido sin Dios, ¿somos capaces de confiar en que el Creador de la Vida debe ser también, en cuanto tal, la morada de nuestra alma? ¿Y somos capaces de postrarnos ante la Vida que tiene un derecho sobre la nuestra? ¿Somos capaces de principiar a vernos a nosotros mismos sólo como parte del universo, como un mero fragmento de éste, no como su centro? ¿Somos capaces de movernos a nosotros mismos a aceptar el calor y la lluvia, el dolor y las limitaciones, las inconveniencias y las molestias de la vida, sin pretender castigar pasivamente al resto de la humanidad por las exigencias diarias que conlleva la existencia humana? ¿Somos capaces de sonreír a lo que no hemos sonreído durante años? ¿Somos capaces de entregarnos a quienes nos necesitan? ¿Somos capaces de expresar nuestra verdad sin necesidad de llevar razón y de aceptar ahora los caprichos de la vida sin necesidad de que el resto del mundo nos envuelva más allá de toda justificación humana para esperar tal cosa? ¿Somos capaces de hablar amablemente a las personas y de permitirles que nos hablen? Los ancianos, se dice, devienen más y más difíciles a medida que envejecen. No. En absoluto. Lo único que ocurre es que ya no se preocupan tanto de conservar sus máscaras y están más abiertos a asumir el esfuerzo de ser humanos, de ser personas humanas. Dejan de fingir. Ahora afrontan el hecho de que este periodo, este proceso de envejecimiento, es la última oportunidad que se nos concede para ser más que todas las pequeñas cosas que nos hemos permitido ser en el curso de los años. Pero, primero, hemos de afrontar la pequeñez y regocijarnos en el tiempo que nos queda, a fin de tornarnos dulces en vez de más agrios que nunca. Una carga de estos años es el riesgo de ceder a nuestro yo más egoísta. Una bendición de estos años es la oportunidad de confrontarnos con lo que 179
nos ha estado esclavizando en nuestro interior y permitir así a nuestro espíritu volar libre de todo lo que lo ha estado atando a la tierra durante años y años.
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«¿CUÁL es la peor de las aflicciones que aguardan a la vejez?», se pregunta Lord Byron. «¿Qué es lo que hace surgir arrugas en la frente? Ver borrados del libro de la vida a los seres queridos y quedarse tan solo en la tierra como ahora lo estoy yo». Una de las principales características del envejecimiento es que nos separa del resto de la humanidad. Cuanto mayores nos hacemos, tanto más jóvenes se nos antoja el resto del mundo, tanto más conscientes nos volvemos de que ahora habitamos un espacio muy poco común. A medida que a nuestro alrededor desaparecen los patriarcas de la familia, a medida que los amigos enfilan el camino del último amén, comenzamos a percatarnos de que nos estamos quedando solos. Cada vez hay menos personas que sepan quiénes somos, dónde hemos estado, qué nos interesa en la vida. Sus vidas son muy diferentes. No están al tanto de nuestras pérdidas. La vejez es la elegía de elegías. Su impacto es, en múltiples formas, mayor que el de la muerte. Al morir, uno es recordado. En la vejez, es mucho más probable ser olvidado, aislado incluso del acto mismo de vivir. «Tío Otto», dijo el niño en alto, «ahora eres el más viejo de la familia». La habitación pareció aquietarse un tanto. Una suerte de incómoda certidumbre se cernió sobre el grupo. David, evidentemente, había dicho lo indecible. David tenía nueve años. Lo indecible no significaba nada para él. El tío Otto tenía noventa años. Lo indecible - esto es, la conciencia de que, si la gente muere por orden, el miembro de la familia de más edad bien puede ser el siguiente en fallecer- significaba todo para él. Esta reunión familiar podía ser perfectamente la última en la que también él estuviera presente. Después de todo, era Navidad; y la familia era muy consciente de que la tía Annie, quien la Navidad pasada contaba noventa años, ya no se encontraba entre ellos. Otto permaneció sentado muy quieto, muy erguido, elegantemente vestido, alerta - a su manera, incluso estaba guapo. Era un hombre pequeño, pero enjuto y nervudo, de mirada clara, espalda recta y paso firme. No era un «nonagenario»; era el tío Otto. Si la gente esperaba un discurso sobre qué se siente al tener noventa años, él no les iba a dar el gusto. Y eso es sumamente correcto. En realidad, la pregunta no es en absoluto la pregunta del tío Otto. Es una pregunta que se nos plantea a todos cuando nos damos cuenta de que somos la persona de mayor edad en casi todos actos sociales en los que 182
participamos. Somos nosotros quienes debemos respondernos cada día a la pregunta: «¿Qué se siente al vivir en un mundo más joven siendo uno tan viejo?». Hay una soledad que se nos va filtrando a medida que envejecemos. Es la soledad que nos aleja de allí de donde venimos y de allí a donde vamos. Comenzamos a estar cada vez menos aquí y cada vez más... ¿dónde? La preocupación por el dónde principia a dominar. Por una parte, estamos solos, incluso en medio de una muchedumbre, porque hay muy pocas personas, si es que acaso hay alguien, con quien podamos hablar sobre este nuevo momento de nuestras vidas. Y, por otra parte, no parece real, ni siquiera a nosotros mismos nos lo parece. Sabemos que la edad no es más que un número. Sólo que eso no es así. Empiezan a ocurrirnos cosas que confieren realidad al número. Comenzamos a ser conscientes de que la vida se nos escapa por entre los dedos de las manos cual aceite de excelentes olivas: suave e ininterrumpidamente, suave y regularmente... suave, pero inevitablemente. Ahí es cuando nos sentimos solos, no porque estemos siendo aislados o ignorados, sino precisamente porque ahora nos encontramos en la plenitud de la vida. De nuestra propia vida. Ya no vivimos la vida de las masas. Y hemos llegado a comprender que nuestra vida es muy distinta de la de toda esa gente. Echamos en falta la sensación de importancia que acompañaba al ajetreo de la madurez. Al menos, la echamos en falta hasta que nos percatamos de la nueva importancia que deriva sencillamente de ser quienes somos, y no tanto de lo que hemos hecho. Hasta que llega ese momento, albergamos el sentimiento de que nos hablamos unos a otros bajo el agua: ya no sabemos en realidad de qué están hablando los demás. Y eso es muy aterrador. Y las personas que nos rodean, las personas que hemos conocido durante largo tiempo, tampoco nos entienden. No les contamos el miedo o la pena que brota de descubrirnos ahora a nosotros mismos inmersos en un mundo exclusivamente nuestro, sin posibilidad de decirles nada que puedan entender o por lo que puedan comenzar a interesarse. Echamos en falta el diario estímulo social que acompañaba al hecho de ir a la oficina, a la tienda, al almacén, al aula o al hospital y de formar parte del equipo, la multitud, las fiestas de cumpleaños, las parrilladas del barrio. Aunque haya montones de gente a nuestro alrededor, son personas con las que nunca hemos estado antes y de las que, en realidad, no conocemos a nadie. Tal vez las reconozcamos, tal vez hablemos con ellas, pero verdaderamente nos las conocemos como conocíamos a los viejos compañeros de toda una vida.
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Echamos en falta el estímulo intelectual y la satisfacción de haber logrado algo, de ser necesarios, que acompañaban a los problemas diarios. Echamos en falta participar en el trabajo, en el proyecto, en el objetivo, en los grandes y gloriosos logros de los que nunca nadie oyó hablar salvo nosotros. Echamos en falta tener un lugar que ocupar. Hubo un tiempo en el que los mayores permanecían en la familia durante toda la vida. En aquel entonces, uno no se jubilaba hasta que le tocaba jubilarse o, más probablemente, no se jubilaba nunca. Antes de todos estos cambios, éramos personas, no fechas de jubilación. Cierto. Todo cierto. Por otra parte, en aquel tiempo no había televisores para mantener informados a los ancianos. No existía internet para mantenerlos en contacto con los familiares y amigos dispersos por remotos lugares. No había modo de convertirse en parte de algo mayor y más importante que el trabajo que habían hecho, una vez éste llegaba a su fin. Ahora, la gente busca personas que se tomen tiempo para hacer lo que la sociedad verdaderamente necesita que se haga. Busca personas que se comprometan con algo porque merece la pena hacerlo, no porque resulte rentable. Luego, descubrimos que si estamos solos, tal vez se deba a que no hemos mirado a nuestro alrededor para ver quién nos necesita. Una persona a la que se necesita - a la que realmente se necesita - nunca está sola, nunca se encuentra aislada, nunca carece de finalidad en la vida. Todo lo que ello requiere es salir y hacer algo. El mundo nos espera con los brazos abiertos. Una carga de estos años es encerrarnos en cualquier lugar y lamentar nuestra edad, el cambio experimentado en nuestra vida, las pérdidas. Una bendición de estos años es ponernos a disposición del mundo, que nos está esperando, justo ahora, justo aquí.
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«Los jóvenes conocen las reglas», escribe Oliver Wendell Holmes. «Los ancianos, las excepciones». Con la edad se produce un ablandamiento del corazón, a causa no tanto de la virtud cuanto de la experiencia. Cuando llegamos a los setenta, no sólo sabemos que nadie es perfecto, sino también que nadie puede serlo. Ni nosotros, ni ellos, ni nadie. De hecho, conforme pasan los años aprendemos que la vida no es más que una serie de excepciones con las que hay que contar y que han de ser mediadas y entendidas. Nuestros criterios son sólo eso: criterios. No son absolutos, y quienes pretenden convertirlos en tales pronto se dan de bruces con sus propias intransigencias. Ahora sabemos estas cosas con la clase de conocimiento que sólo brota de conocernos a nosotros mismos, de la conciencia de nuestros defectos, de nuestros errores, de nuestro gran deseo de ser perfectos y - con independencia de los esfuerzos que hagamos por lograr cualquier cosa - de nuestra profunda y oscura necesidad de misericordia. Ahora somos conscientes de esto, así como de muchas otras cosas, todo lo cual ha de ser considerado de forma más amable, más cariñosa, más indulgente. El problema es que una vez sabemos algo ya nunca podemos dejar de saberlo. Lo cual exige de nosotros una nueva clase honestidad. Nos echa encima la carga de su verdad. La vejez es un verdadero filón de verdades conquistadas a base de esfuerzo. El matrimonio, descubrimos, no consiste siempre y exclusivamente en «vivir felices y comer perdices». La juventud no es «despreocupada», no importa quién diga lo contrario. Aprendemos que los gobiernos no merecen nuestra inquebrantable «lealtad» y que las religiones también «pecan». Pero quizá lo más persuasivo de todo es la conciencia de que, habiendo sido víctimas de desengaños, también nosotros hemos fallado a otras personas. Tenemos mucho que perdonar, pero igualmente mucho por lo que ser perdonados - si no por otros, al menos sí por nosotros mismos. Lord Alfred Tennyson lo formuló como sigue: «Dos ancianos enemigos de toda la vida/ se encontraron junto a una tumba y lloraron - y con esas lágrimas/ borraron el recuerdo de sus conflictos;/ luego, lloraron de nuevo por todos los años perdidos». Con frecuencia, la pena más profunda no la sentimos tanto por lo que hemos hecho o nos han hecho a nosotros cuanto por lo que hemos hecho a consecuencia de ello. Las contiendas familiares, por ejemplo, se prolongan generaciones y generaciones mucho más allá del punto en que nadie recuerda ya exactamente, si es que alguna vez se supo, cómo o por qué comenzó la división. Aún peor que las rupturas familiares son las amistades que se deshacen y el tiempo que se pierde entre quienes hasta ese momento han sido 186
amigos, porque, a diferencia de lo que ocurre entre parientes, no existen puntos de encuentro naturales que vuelvan a reunir a dos personas desavenidas. Aunque sea en contra de su voluntad. Demasiado a menudo, en la pasión del momento reclamamos - jóvenes e invadidos por la ponzoña del perfeccionismo- lo que consideramos que nos corresponde. Y cuando no lo conseguimos, nos marchamos llenos de indignación, sintiéndonos justificados en nuestro enojo, pero con el alma martirizada. Mejor ser víctimas que perdedores. Hemos sido tratados injustamente. Alguien ha infringido las normas no escritas de la vida por las que nos guiamos para vivir. Alguien ha arañado la superficie de nuestra propia perfección, dejándonos expuestos, aban donados, distantes, fríos, ausentes. A veces, la otra persona sabe qué es lo que ha sucedido y por qué; a veces, no. Desaparecemos sin más aguardando una reparación que nunca llega. Luego, los años pasan. Cuanto más importante era la relación, tanto más vívido es el recuerdo del agravio. Lejos de disminuir, el recuerdo - el dolor que causa - crece año tras año. Es una herida supurante, purulenta con el tiempo, una cicatriz en el corazón, acidez en el estómago. Y el tiempo sigue pasando. Sólo el perdón puede contener ese dolor en nosotros. Una disculpa, por sí sola, no puede lograrlo. Esta clase de dolor, apretado contra el pecho todos estos años, lamido y cultivado, alimentado por el tiempo y bruñido por décadas, sólo puede ser curada por el ofendido, no por el ofensor, porque es el ofendido quien conserva viva la ofensa. La dureza se ha adueñado ahora de mi corazón. Es algo que va mucho más allá de la dureza de corazón de quien clavó el cuchillo. Es mía. Me pertenece. La he fomentado. Y sufro a causa de ella más que la persona a la que tengo por responsable de la herida. Tal es el asunto inacabado de la relación. La pregunta es: ¿por qué una herida tan antigua me duele más ahora que soy viejo que cuando se produjo? O, a la inversa, ¿por qué soy ahora más sensible a ella de lo que lo he sido durante años? Y la respuesta es «porque». Porque ahora soy más viejo. Porque ahora siento cómo corre el tiempo. Porque me doy cuenta de mi propia estupidez. Porque me percato de que la distancia que ello ha puesto entre mí y alguien a quien amaba ha sido mucho más perjudicial para mi alma de lo que la ofensa en cuanto tal podía haber sido. Porque con el tiempo he terminado aprendiendo que, en la vida, las reglas no son ni mucho menos tan importantes como las excepciones a ellas. Por que se han perdido demasiados años de vida en algo que no merece ya una vida. Porque es hora de valorar la excepción más que la recriminación. En realidad, la recriminación nunca resuelve nada. Sólo equilibra la balanza. No transforma la necesidad de justicia en bálsamo de amor. No me devuelve a mi yo, un poco más hu milde, quizá, y también mucho más humano. Sólo el perdón puede 187
conseguir eso. Sólo el perdón es la terapia de la vejez que hace borrón y cuenta nueva, que sana en tanto en cuanto abraza. La desinteresada generosidad del perdón es un mito. El perdón es más importante para quien perdona que para quien es perdonado. La amargura, una vez que se hunde en el alma como la arena, trastoca nuestro equilibro durante años y años. Está siempre ahí, arañando en el corazón, escarbando en él, consumiéndolo, abrasándolo. Sonreímos a algunas personas, por supuesto, pero la sonrisa es más fingida que real. No estamos realmente abiertos, no somos amables de verdad, no somos felices en el fondo. Y el fin de nuestros días está cada vez más próximo. Sólo nosotros podemos liberarnos de la carga de amargura que el antiguo enojo trae consigo. Sólo nosotros podemos empezar a buscar las excepciones que hacen de esto una ofensa perdonable más que una inmutable malevolencia. ¿Acaso recordamos todavía claramente qué fue lo que ocurrió? ¿Estamos realmente seguros de que fue algo tan deliberado como nos lo hemos pintado todos estos años? ¿No hay nada que lo explique, que lo mitigue, que lo haga comprensible? «¿Existe alguien a quien negaríamos nuestro amor - se pregunta la poetisa Mary Lou Kownacki - si conociéramos su historia?» ¿No hemos perdido ya demasiado tiempo en esta insignificancia? ¿Es esta la clase de asunto con la que queremos seguir abrumándonos durante nuestros últimos días, nuestros mejores días? ¿Es éste el mísero fin al que nos hemos abocado nosotros mismos? ¿Es ésta la distancia que queremos poner entre nosotros y nuestra vida ahora que sabemos cuán maravillosa está llamada a ser? El perdón recompone la vida. Es una prueba del aprendizaje que hemos realizado. Un signo de nuestra sanación interior. Una señal de hasta qué punto hemos llegado a conocernos. Es la medida de lo divino que hay en nosotros. La vejez nos dice que nosotros mismos hemos fallado con frecuencia; que, en realidad, nunca hemos hecho nada del todo bien; que nunca hemos sido verdaderamente perfectos... y que no pasa nada por ello. Somos quienes somos... y lo mismo es cierto de todos los demás. Y es el perdón que les concedemos lo que nos otorga el derecho de perdonarnos a nosotros mismos por ser menos de lo que siempre hemos querido ser. Una carga de estos años es que corremos el riesgo de permitir que nos ahoguen las luchas del pasado. Una bendición de estos años es la capacidad de percibir que la vida, para ser 188
perfecta, no tiene por qué ser perfecta; sólo necesita ser capaz de perdonar... y ser perdonada.
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«POCAS personas - escribe La Rochefoucauld - saben ser ancianas». En efecto, es algo que exige mucho aprendizaje. En esta sociedad, ser joven es fácil. Tiene todo el magnetismo del Santo Grial. El mundo actual gira en torno a la juventud. Apenas hay algún anuncio que no la encomie. Los medicamentos nos la prometen. Los programas de preparación física nos la garantizan. Ser joven, se nos hace creer, es la verdadera definición de la vida. Y en cierto sentido, es cierto. Sin embargo, el tenor de una sociedad juvenil, con su celeridad, ruido y energía, con su empuje, dinamismo y certeza, más que suscitar esperanza, al mismo tiempo resulta, con demasiada frecuencia, muy aislador. Todos los demás son jóvenes. Yo no. Entonces, ¿qué posibilidad me queda, ahora que el dinamismo y el empuje parecen haber dejado de ser el elixir de la vida? En una cultura orientada a la juventud, la vejez puede convertirse en algo muy deprimente. En Hollywood, los guionistas mayores de treinta años se enfrentan, según cuentan ellos mismos, con perspectivas sombrías. Los productores temen que la gente mayor de treinta años, por muy talentosa que pueda ser, esté ahora demasiado desfasada para ser capaz de llegar a un público más joven. Y eso es esencial, porque esta cohorte de edad, como les llaman, es el segmento económico de la sociedad que más crece. La industria publicitaria sabe cuán importante es semejante fenómeno. Y también a nosotros se nos hace saber que así son las cosas. Ese grupo de edad es el que mueve a la sociedad. Es un pensamiento agobiante. Una cultura basada en crear necesidades en los niños para luego satisfacerlas no augura nada bueno para el futuro. Deja a los mayores a merced de un mundo cuyas prioridades están ahora totalmente desconectadas de las suyas. Peor aún, amenaza con crear en el conjunto de la sociedad una mentalidad de videojuego, donde lo rápido es mejor que lo lento y lo joven mejor que lo viejo, donde la violencia puede ser una respuesta fácil a cualquier situación. En los videojuegos, las víctimas no sangran, no sufren; sencillamente se desintegran en el aire. Allí donde pueda recurrirse a la violencia, olvidémonos de abordar los asuntos serios de forma reposada y reflexiva; olvidémonos de la acumulación de conocimientos con el paso del tiempo; olvidémonos de la razón y la educación, de la vejez y la sabiduría. Silenciosa, pero incesantemente, esa clase de cultura y de ambiente segrega a los 191
mayores en una isla especial para ellos. Una isla básicamente invisible. Apenas cultivada. Y los ancianos mismos, con su predilección por la conversación, el pensamiento y el análisis, desaparecen sin más de las estadísticas de producción, cual dianas digitalizadas en una consola de videojuegos. Por ejemplo, de los más de ciento cincuenta canales de televisión disponibles en Estados Unidos, sólo unos cuantos emiten música clásica, televisan discusiones sobre libros, programan debates sobre asuntos de interés nacional o producen programas sobre teatro y arte. Todo el material reflexivo que una sociedad necesita para ser capaz de juzgar los problemas políticos, sociales y económicos actuales sobre el trasfondo de varios milenios de pensamiento sobre cuestiones análogas ha sido eliminado de ella. Nadie nota más la escasez de esta suerte de pensamiento que la creciente población de ancianos. Incluso quienes no se quejan del impacto y la preponderancia de los prejuicios sobre la vejez sufren, no obstante, los efectos aisladores de los mismos. La proporción de personas que viven solas en Estados Unidos creció desde el diecisiete por ciento del total de hogares en 1970 al veintiséis por ciento de las unidades domésticas en el año 200029. Han surgido pueblos enteros de mujeres y varones mayores, segregados del conjunto de la población que los rodea. Y así, por desgracia, pierden comunicación, energía, y respeto, justo cuando saben sobre la vida más de lo que nunca han sabido. Y lo que aún es peor, ahora nos llegan del mundo entero - de Australia y Francia, de Alemania y Estados Unidos - trágicos relatos de lo que les está ocurriendo a muchos ancianos aislados. Viven ya en apartamentos para mayores, ya en sus propias casas, ya en viviendas municipales, ya en caros bloques de pisos. Pero, si bien estos ancianos pertenecen a todos los niveles y sectores de la sociedad y proceden de toda clase de ciudades, de toda suerte de barrios bulliciosos y poblados, sus historias comparten el mismo final: todos mueren solos, y nadie descubre su muerte hasta pasados días o semanas o incluso meses. Las explicaciones van desde la falta de servicios municipales a la necesidad de aparatos electrónicos de seguimiento, desde familias negligentes hasta la falta de «espíritu comunitario». ¿Cómo es posible, se pregunta la gente, que alguien muera sin que su ausencia sea notada, sin que se repare en ella, sin que nada en absoluto haga sospechar al respecto? Las grandes ciudades pueden ser, sin duda, los lugares más anónimos, más reclusorios, del mundo. Y también nosotros podemos serlo. En una sociedad con tanta movilidad como la nuestra, las familias se hallan dispersas por todo el país. Ya nadie se acerca a visitar a la abuela. Ahora, la gente trabaja en lugares diferentes y tiende a socializar más con compañeros de trabajo que con los vecinos. Los grupos sociales se forman fuera del vecindario: en las boleras, en eventos sociales de la empresa, en grupos de índole ciudadana o clubes privados, en actividades parroquiales o en grupos de personas con intereses específicos. No conocemos ya a nuestros vecinos de bloque, y mucho menos a quienes residen en la manzana. 192
No hay duda al respecto: la vida urbana no funciona conforme al modelo del pueblo rural o el pequeño municipio. Vivimos en un mundo de extraños intentando encontrar sitio en áreas superpobladas para estar solos, ser individuos, tener privacidad. En la época en que vivimos, la mayoría de las veces conseguimos privacidad personal creando distancia psicológica allí donde no disfrutamos de espacio físico. No hablamos en los ascensores. Ya no nos sentamos en los porches de las casas. No paseamos por la tarde-noche por nuestra calle saludando a la gente de puerta a puerta. Ya no sabemos cómo se llama el farmacéutico, ni el cartero, ni el empleado del banco... ni ellos nos conocen a nosotros. Es evidente que, si queremos volver a ser alguna vez una auténtica comunidad, un mundo civilizado, todos tenemos que aprender de nuevo a relacionarnos con el vecino de al lado. De lo contrario, nada tendrá de extraño que una persona pueda yacer muerta durante días sin que nadie la eche de menos. Pero parte del problema radica también en que, demasiado a menudo, cuanto mayores nos hacemos, tanto menos nos esforzamos nosotros mismos por mantenernos en contacto con el mundo que nos rodea. No llamamos a nadie, no escribimos a nadie, no socializamos con nadie. Como si no hubiera ya sitio para nosotros en la vida, nadie nos necesita, nadie espera nuestra llamada tanto como nosotros esperamos la suya. Así pues, existe otra realidad que también es necesario considerar cuando nos lamentamos del aislamiento que con frecuencia se nos viene encima conforme envejecemos. El hecho es que no tenemos por qué estar aislados, si no nos aislamos por propia pasividad. Salir de uno mismo pertenece al meollo de envejecer. Necesitamos salir de casa para encontrarnos con los demás en vez de esperar a que ellos vengan a nosotros. Por ejemplo, la sala estaba llena a rebosar cuando Helen y Herman se despidieron. Saltaba a los ojos que no se trataba de una pareja aislada. Eran ya octogenarios avanzados, pero en la ciudad todo el mundo los conocía, todas las asociaciones los buscaban. Durante años, Helen y Herman se habían encargado de dirigir los lunes - ellos solos - el comedor de beneficencia de la localidad. Ella cocinaba, organizaba a los demás voluntarios, servía la comida y saludaba por su nombre a todos cuantos se ponían a la cola. Luego, cuando terminaba la hora de comer, él limpiaba y cerraba el comedor. Helen tenía cáncer, problemas en las piernas y varias enfermedades crónicas. Nunca le impidieron asistir al comedor hasta que terminó cediendo a las presiones familiares y dejó los lunes en manos de otra persona. ¿Qué hace falta para ser tan queridos como Helen y Herman cuando uno se hace mayor? ¿A qué se debe que algunos ancianos encajen de forma natural en su mundo y asuman responsabilidades, mientras que otros mueren sin que nadie los eche de menos 193
durante meses? La generatividad - el acto de entregarnos a las necesidades de los demás - es la función más importante en la vejez. Por ejemplo, en los tres estratos sociales considerados en el Harvard Study of Adult Development [Estudio de Harvard del Desarrollo Adulto] de George Vaillant - varones de Harvard, varones del centro de la ciudad y mujeres vinculadas a la universidad-, el factor decisivo para conseguir un envejecimiento satisfactorio no resulta ser el dinero, ni la educación, ni la familia, sino la ampliación del círculo social a medida que transcurre la vida30 Pero tal «ampliación» no se limita al establecimiento de contactos sociales, por muy importante que esto sea. Antes bien, los individuos estudiados traban contactos sociales en la medida en que hacen algo más que eso: se implican en una o más de las grandes actividades sociales de la vida, a saber, «ayudar a los demás». De hecho, la mayoría de las dimensiones importantes de la vida pública dependen de los servicios voluntarios de personas mayores. Se encargan del cuidado de otros ancianos, vigilan a los hijos de parejas jóvenes demasiado atareadas para ocuparse ellas mismas de hacerlo. Preparan y reparten las «comidas a domicilio» (Meals on Wheels) que permiten a tantos mayores seguir residiendo en sus propias casas. Disponen los carteles municipales y las papeletas electorales. Trabajan como voluntarios en bibliotecas, museos, hospitales y parques. Investigan lo que no pudieron investigar mientras daban clase. Escriben libros que, cuando trabajaban, no tuvieron siquiera tiempo para esbozar. Crean grupos de debate, de lectura, de estudio, organizan eventos que mantienen el mundo en funcionamiento: «Si quieres saber si ha concluido tu tarea en la vida y si todavía estás lleno de vida», dice el maestro sufí, «entonces es que no ha concluido». Los ancianos son las personas generosas en el mundo; y, gracias a su generosidad, se crea una amplia red de relaciones, de amigos, de gente que depende de ellos, que los necesita, que acude a ellos en busca de respuesta. Los más importante de todo es, quizá, que la vejez es la única edad en que podemos ser tan valiosos para el mundo en su conjunto porque, por primera vez en la vida, somos suficientemente libres para pensar en un mundo mucho más amplio que el nuestro. Ahora estamos preparados para dilatarnos más allá de nosotros mismos por el bien de todos aquellos a quienes les vamos a dejar este mundo. Una carga de estos años es el peligro de considerarnos inútiles sólo porque ya no desempeñamos los roles y las posiciones de cuando éramos jóvenes. Una bendición de estos años es la libertad de salir al encuentro de los demás y de hacer para bien de la humanidad todo lo que esté a nuestro alcance con aquellas facetas - tanto intelectuales como espirituales- de la vida que hemos 194
conseguido desarrollar a lo largo de nuestra existencia.
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«I V ADA es inherente e inquebrantablemente joven, salvo el espíritu», escribe George Santayana. «Y el espíritu quizá pueda penetrar mejor en el ser humano - y crecer dentro de él con menos obstáculos - en la serenidad de la vejez que en la agitación de la aventura». Cuando terminan los largos años de rutina familiar y laboral, uno de los cambios de estilo de vida más patentes es el que afecta a la naturaleza de nuestros días. La vida adquiere ahora un ritmo diferente, no siempre cómodo. No pasa mucho tiempo antes de que empecemos a sufrir a causa de lo que pensábamos que sería una de las mayores alegrías de la vida, la insensata sensación de abandono derivada de tener tiempo a nuestra disposición. El problema es que, por que insensato que parezca, sencillamente no sabemos qué hacer cuando no hay nada «que hacer». Uno de las consecuencias de haber vivido durante la mayor parte de nuestras vidas un régimen de días regularmente programados es que podemos perder con facilidad el espíritu de juego. No sólo envejece el cuerpo; también el espíritu puede enmohecerse un poco. Tanto si nos percatamos de ello como si no, la vida ha perdido con los años parte de su sensación de posibilidad, de abandono. Y lo que es más importante, la sensación de juego, la cualidad interior que nos mantiene jóvenes, después de haber sido ignorada en gran parte durante años, carece ahora de su electrizante vigor. Incluso puede ser necesario cierto tiempo para recuperarla. Pero, si queremos dar rienda suelta en nosotros a la edad, no tenemos más remedio que recobrarla. La vejez tiene como objeto la reactivación del espíritu. Su sentido consiste en permitirnos jugar: con ideas, con proyectos, con amigos, con la vida. Uno de los mejores dones del envejecimiento es que el tiempo cobra mayor sentido. El tiempo deviene ahora un compañero de camino. Siempre somos conscientes de él, que se cierne sobre nosotros como una fría niebla, como un sol que calienta, despertándonos al poder de lo inmediato. Una vez que nos aproximamos a la vejez, los momentos no se viven casualmente. No, ahora son saboreados. Cada estrato de ellos es ordeñado, exprimido, paladeado. Nunca ha tenido el presente tanto sabor. Nunca ha sido el día a día tan delicioso, tan doloroso, tan liberador, tan inquietante, nunca ha estado tan completamente escurrido de cada minuto que hay en él, como cuando como comenzamos a contar los que puedan quedarnos a nosotros. Nunca ha estado nuestro espíritu tan vivo.
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De hecho, ya no hay tiempo que perder. El «ahora« ya no es un instante en el camino hacia el siguiente. Es todo lo que nos queda en la vida. Cuando aprendemos a sumergirnos en el momento con toda esa pasión, con toda esa pura y no adulterada pasión, aprendemos por fin a estar vivos. Todo el resto de la vida ha estado orientado a llegar a esta etapa de ella. Todo lo demás ha sido mera preparación para este periodo, nada más que ademanes de lo que comporta vivir con plenitud. Sólo en el presente aprendemos a vivir, y sólo el presente constituye el núcleo de la ancianidad. Ahora vivimos aquí, sólo aquí... y además, ah, de forma del todo deliberada. Ciertas cosas que nunca habíamos visto, que de verdad nunca habíamos visto, antes de ahora - cosas que poseíamos y que guardábamos y que llevábamos viendo toda la vida - devienen de súbito ostensiblemente presentes, casi por primera vez. Empezamos a fijarnos en cómo nos devuelven la sonrisa los bebés con sólo que nosotros les sonriamos tiempo suficiente. Empezamos a preguntarnos cómo es posible que, en un mar calmo, las olas continúen besando la orilla. Somos conscientes de que la aflicción que asoma en los ojos de un ser querido debe ser encarada ahora, antes de que sea demasiado tarde para mitigarla. El presente accede al centro de nuestra alma como nunca lo había hecho antes. La apreciación de las cosas se intensifica con el paso del tiempo. Descubrimos que donde mejor florece la sensibilidad de la apreciación es en la realzada conciencia del presente debida a la edad. Comenzamos a percibir olores en los que antes nunca habíamos reparado porque estábamos demasiado ocupados con papeleos, herramientas y compras - o con el peso de la cesta de ropa sucia esperando a ser lavada. Ahora nos resulta fácil sentarnos sin más a la puerta de una panadería para oler el pan recién hecho. Con el olor viene también, por supuesto, el pasado, pero acude acompañado de una sensación de análogo deleite en el presente. La vida no nos ha abandonado por completo. De hecho, es posible que en toda nuestra existencia previa no hayamos conocido tanta vida real como en estos momentos. Ahora podemos sentarnos con ella, percibir sus implicaciones, embriagarnos de su sentido. Pero el presente es más que apreciación. Es también apremio, esa clase de apremio que nos lleva a hacer más de lo que nunca habríamos pensado que seríamos capaces de hacer en un solo día. Descubrimos que la mayoría de la gente pasa el día de pie ante el torno, sentada al escritorio, corriendo tras los niños, conduciendo apresurada en medio del tráfico o contemplando el reloj. Nosotros no. Ni los viejos-jóvenes ni los viejosviejos. Vamos de un sitio a otro porque queremos estar allí, porque somos felices de poder estar allí, porque sabemos que estar allí es un don y una gracia para nosotros, no 198
un sacrificio, ni un abu rrimiento, ni una pérdida de tiempo. Pasamos por el tiempo dejando en él nuestra huella por el bien de épocas venideras. Adquirimos una sensibilidad diferente ante las huellas de quienes nos han precedido. Quién haría el viejo banco del parque, nos preguntamos. Y en nuestro corazón damos las gracias a quienes transportaron el bloque de piedra, a quienes lo labraron, a quienes lo fijaron con cemento a fin de que fuera más seguro para gente como nosotros. A fin de permaneciera ahí durante años. Sin duda, nos decimos, nadie vive en vano. Pero también nos damos cuenta con una suerte de punzada de que nunca antes habíamos pensado de esta manera. Ah, la edad... El presente, siempre una especie de puerta giratoria de la vida que nos lleva de una cosa a otra, es ahora justo lo que nos ralentiza. Nos detiene porque hemos descubierto, quizá de la manera más intensa, que tenemos un pasado: ese punto de discontinuidad en nuestras vidas en el que desparece lo que pensábamos que siempre sería. Y a decir verdad, el poder del presente radica en hacernos conscientes de que tal vez no nos quede demasiado futuro. Con suerte, diez años. Cinco, probablemente. Mañana, Dios mediante. Así pues, el presente nos recuerda de continuo el valor de lo obvio. Quizá no volvamos a hacer esta ruta. Después de este viaje, ¿cuántos más nos quedarán? Pero ¿qué importa? Éste ha sido muy bueno, muy bonito. ¿Importa en realidad cuántos viajes más habrá? La única razón que uno necesita para repetir algo es poder experimentarlo por fin plenamente. El presente de la ancianidad, la edad que traemos al presente, desvela para nosotros la invisibilidad del sentido. En la vida, todo tiene sentido - una vez que logramos verlo, experimentarlo, buscarlo. Una vez que arribamos de verdad a la plenitud del presente. Entonces, cesamos de dar la vida por supuesta. La vida es ahora. Sólo ahora. Pero ¿quién de nosotros se ha parado jamás lo suficiente para percatarse de ello? Hemos hecho lo que hemos hecho en todos estos años previos porque ésas eran a la sazón las tareas de la vida. Pero ahora, la tarea de la vida consiste simplemente en vivir. Lo que todavía no hemos vivido continúa aguardándonos. Detrás de cada instante espera el espíritu de la vida, el Dios de la vida. Cada pequeña cosa que hacemos tiene como objetivo adentrarnos en su sustancia. «Aquí - dijo la mística Juliana de Norwich mostrando una bellota - está todo lo que alguna vez fue». Y llevaba razón. Esa pequeña explosión de vida contenía todos los elementos de toda la vida existente en el mundo. En este instante, en el «ahora» de la vida, está contenido todo lo que alguna vez ha sido y todo lo que alguna vez será. Y nos llama, ahora, a ser eso en toda su plenitud... e incluso más.
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El presente nos lleva al hondón de nuestro ser y nos pregunta: ¿dónde has estado durante todo este tiempo? ¿Cómo pudiste no ver esto, olvidarlo, pasar por alto lo que siempre ha estado detrás de este instante? Cuando corrías al trabajo, ¿eras consciente de que trabajar tiene que ver con ser co-creativo en este mundo? Cuando hacías el amor, ¿eras consciente de que el amor tiene que ver con el éxtasis de lo divino en la vida? Cuando te ofendieron, rechazaron y dejaron a un lado, ¿sabías que el hecho de ser excluido del círculo de otra persona estaba contribuyendo a que te percataras del valor y la fortaleza de tu yo? El presente es el amigo de la vejez, no su enemigo. Nos inunda de vida. Nos empapa en su salmuera. Nos brinda espacio y tiempo para darnos cuenta de que, sin el pasado, no podríamos vivir el presente tan bien como lo estamos viviendo. La carga del presente es que nos confronta con la fugacidad del tiempo. La bendición del presente es que nos lleva a comprender la fugacidad del tiempo, a vivir con el espíritu en plena floración.
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«¡QuÉ bellas las hojas envejecidas!», escribe John Burroughs. «¡Cuán llenos de luz y color están sus últimos días!». Cuando poco queda en la vida aparte de vivir bien, la vida misma deviene tanto más valiosa, tanto más asombrosa en todos sus estratos de belleza. Las conchas que yacen en la playa se convierten en objetos que merece la pena guardar. El viento en un día seco se transmuta en un nuevo atisbo del resplandor de la creación. La sonrisa de cualquier persona nos vincula a la entera comunidad humana. El único problema puede ser que necesitemos tanto tiempo para dejarnos impresionar por el poder de la normalidad. Vemos, pero sólo desde hace poco. Oímos el mundo que nos rodea, pero sólo parcialmente. Percibimos la sinfonía de la vida, pero sólo débilmente. Y luego, de súbito, cuando entre nosotros y el nudo núcleo agridulce de la vida ya no queda nada capaz de ocultarla, ahí aparece ella, viva y resplandeciente, justo delante de nuestros ojos. La apreciación de la vida nos favorece, pero con demasiada frecuencia llega tarde. En un restaurante comía un grupo de jóvenes, todos ellos con algún tipo de problema físico. Una chica recorrió con la punta de sus dedos el perfil de la persona sentada a su lado: las cuencas de los ojos, los labios, la nariz, las orejas. Luego, ladeó la cabeza y rió con una leve carcajada de auténtico placer: «¡Eres guapo!», dijo. «¡Guapísimo!». La chica que había recorrido con tan tierno cuidado la cara de su vecino de mesa era ciega. Cuando inclinaba la cabeza hacia atrás, se podía apreciar que los ojos estaban ausentes, cubiertos de cicatrices, volteados hacia la frente. No veía nada. O quizá sea más adecuado decir que había aprendido a ver mucho más de lo que la mayoría ve. Es posible que fuera capaz de ver lo que pocos de nosotros, con nuestra aguda visión y nuestra superficial alma, estaremos nunca en condiciones de ver. La escena nos obliga a reflexionar a todos: ¿qué es lo que tiene el perder algo que nos hace más conscientes de ello? Es posible que el instinto de supervivencia aflore en nosotros sólo cuando carecemos de vida. Tal vez sea éste uno de los mayores regalos que nos depara el envejecer. Cuando ya no podemos caminar tan deprisa como solíamos, tenemos oportunidad de ver cada una de las flores, cada una de las grietas en la acera, cada uno de los niños que encontramos a nuestro paso, mucho más claramente, mucho más conscientemente, de lo que nunca lo hemos hecho en el pasado. Diríase que una de las funciones de envejecer es capacitarnos para ver lo que en todos los años anteriores hemos pasado por alto. 202
Una de las dimensiones más importantes del envejecimiento es que nos lleva a comprender que la vida no se puede dar por supuesta. La vida no se puede devorar: sólo se puede saborear. Ha de ser bebida a sorbos y apurada hasta las heces. Por desgracia, en una sociedad que ha metido la directa, degustar y saborear no están a la orden del día. Vivimos en un tráfico de hora punta, tamborileando con los dedos en el volante. Tenemos programada hasta la vida de fe. Nada de «breves visitas» aquí; no tenemos tiempo para meditar en la ribera. Nada de largas charlas sobre problemas espirituales o preguntas filosóficas con los viejos amigos. Estamos demasiado ocupados manteniéndonos vivos como para detenernos lo suficiente para vivir bien. Pero, ahora, todo eso ha terminado. En toda pérdida y limitación que he de afrontar late una invitación a ahondar en la vida más de lo que lo he hecho hasta ahora. Cuando empiezo a respirar con mayor dificultad, huelo el aire - a menudo, por primera vez en años. Cuando veo que se me acaban los días, cada uno de ellos tiene más de aventura, con sólo que yo quiera que así sea. Cuando las personas que me preceden en edad comienzan a desaparecer de mi vida de manera descorazonadoramente regular, empiezo a hablar más sobre temas importantes con quienes me rodean, por miedo a no disponer de tiempo suficiente para enseñarles lo que yo mismo antes no sabía. Ahora comienzo a echar la vista atrás, a recuperar de la memoria lo que he pasado por alto en todos los años de correr, reunir y recoger, de cambiar y prescindir tan despreocupadamente de personas y cosas sobre la marcha. Y a medida que recuerdo, desarrollo suficiente alma para apreciar por fin el lugar que todas esas personas ocupan en mi vida. Una de ellas me proporcionó el modelo de disciplina que necesitaba. De otra aprendí el amor al trabajo que hizo de mi vida una empresa creativa en lugar de una mera esclavitud. Y una tercera me ofreció una introducción a la vida y a cómo vivirla con madurez y entusiasmo a la vez. Ahora que me resfrió con mayor facilidad, el calor del verano me resulta más grato. Cuando me envuelvo en un cálido edredón y cojo un buen libro, el viento y la copiosa lluvia del invierno son aliados antes que enemigos. Descubro que el otoño tiene más de promesa de una nueva y más luminosa primavera que de apagado y grisáceo final de la vida. La carga de tener que afrontar estos años perdidos radica en el miedo de no haberme percatado de la mayor parte de mi vida mientras la vivía ojo avizor y a toda prisa. La bendición radica en que no sólo aprendo a apreciar el pasado de una manera del todo nueva, sino también el presente.
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«ESPERAMOS llegar a viejos y, sin embargo, nos da miedo a la vejez», dice el ensayista francés Jean de la Bruyére. «Estamos deseosos de vivir y tememos a la muerte». Es difícil saber a qué le tenemos más miedo, si a la muerte o a la vejez. Es posible que temamos a ambas por igual; pero el miedo a la muerte nos lleva a aceptar - a regañadientes, eso sí- la vejez. En realidad, queremos permanecer jóvenes porque no nos imaginamos cuán maravillosa puede llegar a ser la ancianidad. Queremos vivir porque no entendemos la muerte, el canal de parto de lo que el espíritu nos dice que, a buen seguro, ha de ser una nueva y diferente clase de vida. Sea lo que fuere. Pero lo que atrae tanto nuestros pensamientos como nuestros sentimientos es la oscuridad que rodea a ese «lo que fuere». La oscuridad es la patología del alma. Brota de la conciencia de que, por muy competente que sea en la vida - mantengo una buena casa, he criado a buenos hijos, disfruto de una posición de cierta influencia-, llegará el día en que me descubriré a mí mismo enfrentándome a una situación sobre la que no tengo el más mínimo control. Moriré. Más aún, no sé en realidad qué se me pedirá entonces. No tengo ni idea de cómo será ese momento. Sólo sé que estaré so lo. Ese camino lo haré sin compañía, lo recorreré a solas; la mayor empresa de la vida la afrontaré sin custodios, sin acompañantes, sin apoyo. No habrá nadie que pueda bajar conmigo por este túnel que conduce a ninguna parte. Es el momento de absoluta capitulación. Pero aún no ha llegado ese momento. No hasta que haya sorbido de la vida todos los minutos que pueda. No hasta que haya luchado por cada aliento que me queda. No hasta que abrigue más fe en el significado espiritual de esta etapa de la vida que la que ahora tengo. No hasta que vea que el Dios que me creó y me ha hecho crecer hasta alcanzar la mayoría de edad no ha terminado aún con mi crecimiento. No es tanto el juicio final lo que tememos. Claro que hemos fallado con frecuencia, pero la mayoría de nosotros hemos hecho la mayor parte del tiempo cuanto podíamos dada la tensión del momento. Nuestros fallos han sido legión, sí, pero la malicia ha sido mínima. Es cierto que nunca hemos tenido el alma tan impoluta como nos habría gustado, pero nuestros esfuerzos por conseguirlo han sido reales. Por eso, sean cuales sean las preguntas que nos planteemos sobre Dios, sobre la Vida, sobre el Final, tenemos una cierta confianza en nuestra falta de confianza en lo desconocido. No estamos seguros 205
de quién sea Dios, por supuesto, pero estamos confiadamente seguros de quién o qué no es Dios. Hemos creído en ideales. A menudo nos ha resultado difícil elegir entre ellos cuando estaban en tensión unos con otros-, pero hemos creído tanto en la caridad como en la justicia, por ejemplo. Hemos creído tanto en la ley como en la misericordia, bien que hayamos tendido más hacia una que hacia otra. Aun cuando nuestros esfuerzos por hacer más, por ser mejores, no hayan sido tan decididos como podrían haber sido, nunca hemos dejado de intentar vivir dentro de los límites de lo mejor. Aunque nunca hayamos tenido realmente el carácter para ser absolutos en todas las dimensiones, hemos creído. Hasta ahora. Hasta que los días comenzaron a acortarse. Hasta que nos despertamos un buen día y supimos sin ninguna duda que teníamos bastante más tiempo a nuestras espaldas que frente a nosotros. El problema es que no estamos seguros de si tenemos fe en la fe. La estamos poniendo a prueba de la única manera que sabemos. Dudamos de si tenemos fe o no. Nos preguntamos si tenemos suficiente. Nos preguntamos qué le ha pasado a la fe que teníamos. Hace tiempo. Cuando éramos jóvenes. Y aquella clase de fe, ¿era de verdad fe? ¿O era magia? Y ese insistente pequeño deseo de claridad en relación con las preguntas, ¿anula la fe que, de hecho, tenemos? La ironía de la lucha es que este no saber es, al cabo, la esencia de la fe. Seguramente, uno de los propósitos de la vida es conducirnos al punto en el que llegamos a confiar en el universo, a reconocer la lógica de su aparente caos en nuestra vida: tormentas de nieve en invierno, calor abrasador en verano, muerte en otoño. Pero esa clase de confianza grande y sincera se suscita poco a poco. Sólo la conocen quienes pueden lanzar una mirada retrospectiva a los años y percatarse de que las tragedias se convirtieron en bendiciones. Al final. Únicamente con los años hemos comenzado a entender - esforzada, lentamente - que existe bendición en el cosmos. Antes de la tecnología, Dios ya era. Entonces cocinábamos en la hoguera. No sólo en la época de los Neandertales, sino también en la nuestra. Curábamos la carne con sal. Molíamos el cereal con ayuda del viento y el agua. Descubrimos que, en cuanto especie humana y en cuanto pueblo, se nos había dado todo lo necesario para vivir y que podíamos obtenerlo por nosotros mismos. Los alimentos nos llegaban frescos, no empaquetados al vacío. El agua no salía del grifo, sino que venía del arroyo. La luz nacía de nuevo cada día y pasábamos las horas de oscuridad durmiendo. Entre los elementos y nosotros estaban el milagro llamado Vida y el Dios que los hizo tan regulares como la aurora, tan estables como las montañas. Descubrimos que hay una bondad esencial en todo lo que nos rodea, nos sustenta, nos 206
mantiene. Pero estamos comenzando a percatarnos de que aún vemos sólo parcialmente. Ahora todas estas percepciones fluyen hacia nuestra alma y mitigan el miedo ante una soledad cuyo final no conocemos. Hemos practicado la fe durante toda nuestra vida, desde luego. Pero en asuntos muy efímeros. Hemos confiado en bancos que han quebrado y en gobiernos que nos han mentido. Hemos depositado nuestra fe en títulos que han perdido relevancia, en puestos que se han extinguido, en dinero que ha sido incapaz de satisfacernos. Hemos puesto nuestra confianza en nosotros mismos y a eso le hemos dado el nombre de fe. Ahora, cuando nuestra fuerza vital principia a decaer, estamos aprendiendo que debemos depositar nuestra fe en algún otro lugar. Ahora nos encontramos en los años en que debemos empezar a desasirnos, como un niño que es introducido poco a poco en el mar. Poseer cosas y tener responsabilidades ya no es tan importante. O como escribió Filoxeno, un filósofo sirio del siglo vi: «Ricos no son quienes poseen mucho, sino quienes no tienen necesidades». Una carga de estos años es que nos asalta la tentación de pensar que, una vez que no somos suficientemente poderosos para imponer nuestra voluntad al mundo que nos rodea, quedamos a merced de un universo cruel. Una bendición de estos años es que ahora estamos empezando a confiar en el Dios vivificante que no vemos más de lo que hemos confiado en los elementos accesorios de la vida que hemos visto venir sin garantía y desaparecer sin previo aviso.
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«NADA es más deshonroso - escribe Séneca - que el anciano, doblado por el peso de los años, que no tiene otra prueba de haber vivido largo tiempo sino la edad». Algo casi insoportablemente doloroso rodea las tumbas de soldados desconocidos, las fosas comunes y los cuerpos no identificados de los depósitos municipales de cadáveres. Pero el anonimato de la muerte no es lo único que pesa tanto aquí. Esa sensación especial se debe, sin duda, a que una vida ha desaparecido de entre nosotros y no sabemos qué legado deja tras de sí. Pero hay una gran diferencia entre dejar un legado y dejar una «herencia. En las sociedades modernas, dejar «herencia» significa de ordinario especificar cómo debe distribuirse las propiedades que uno tiene - dinero, en la mayoría de los casos entre sus herederos conforme a los términos expuestos en el documento legal que se conoce como «testamento». Para la mayoría de la gente, ser mencionado en un testamento es un suceso relativamente infrecuente. Y, sin embargo, la gente habla todo el tiempo de cómo la vida de tal o cual persona, ahora fallecida, les ha enriquecido. El denominador común de todas las muertes - de personas ricas o pobres, varones o mujeres, poderosos o impotentes - no es el testamento, ni el dinero. Es el legado no material, el verdadero enriquecimiento, que cada uno de nosotros ha recibido por el hecho de que su vida ha estado influida por aquellos que nos han precedido. Y tales legados no son en absoluto infrecuentes. Son lo que nos conecta tanto con el pasado como con el futuro. Lo que tendemos a olvidar es que cada uno de nosotros deja un legado, con independencia de que ésa sea nuestra intención o no, de que queramos hacerlo o no. Nuestro legado es la calidad de las vidas que dejamos en este mundo al abandonarlo. Lo que hemos sido quedará troquelado durante años en los corazones de quienes nos sobrevivan. La única pregunta es: ¿cultivaremos ese legado vivo con tanto esmero como los banqueros, los inspectores de Hacienda y los abogados proceden con los testamentos materiales que no distribuyen nada salvo acciones, bonos, pólizas de seguro y cuentas de ahorro, todo lo cual tal vez se esfume a causa de las tasas legales que genera? ¿Qué estamos dejando detrás de nosotros? Ésa es la cuestión que determina el timbre de una vida. 209
Dejamos nuestra actitud hacia el mundo. Se nos recordará por la capacidad que hayamos tenido para inspirar en los demás amor a la vida, por lo abiertos que hayamos sido con quienes han compartido nuestra existencia. Se nos recordará por nuestras sonrisas y nuestras malas caras, por nuestra risa y nuestras quejas, por nuestra amabilidad y nuestro egoísmo. Dejamos a los ojos de todo el mundo el sistema de valores que ha marcado todo lo que hemos hecho. La gente que nunca nos ha preguntado directamente qué es lo que valoramos en la vida no duda ni por un instante de la eventual respuesta. Saben que nos preocupamos por la Tierra porque nos han visto sembrar nuestros parterres - o dejar que la basura almacenada en el garaje se desparrame por lo que podría haber sido un jardín. Saben qué pensamos de la gente de otras razas y credos por el lenguaje que usamos y las relaciones que mantenemos. Conocen la profundidad de nuestra vida espiritual por la forma en que tratamos a quienes nos rodean, por lo que pensamos sobre la vida y por aquello a los que hemos dedicado nuestros días. Dejamos el recuerdo de cómo hemos tratado a los extraños, de cómo hemos amado a las personas más cercanas a nosotros, de cómo nos hemos preocupado por quienes nos aman, de cómo les hemos hablado en los momentos difíciles, de cómo nos hemos entregado para satisfacer sus necesidades. Dejamos - en nuestros posicionamientos personales sobre la muerte y la vida, sobre la finalidad y el sentido - un modelo de relación con Dios. Nuestra propia vida espiritual es un reto para las luchas espirituales de quienes nos rodean, pero también su sostén. A medida que ellos mismos se aproximan al momento de la verdad, como nosotros, buscan modelos de lo que significa ir más allá de la especulación, a pesar de la incertidumbre. Nuestro legado es mucho más que nuestro valor fiscal. Nuestro legado no se acaba el día que fallecemos. Lo hemos ido construyendo instante tras instante a lo largo de nuestra vida. Es el momento culminante del proceso de envejecimiento. Es la tarea principal de estos años. En este periodo de la vida, disponemos tanto de la visión como de la sabiduría necesarias para percibir que nuestro legado será lo que nosotros queramos que sea. Si tenemos necesidad de borrar antiguos recuerdos y de crear otros nuevos, éste es el momento de hacerlo. Si hemos vivido una vida desequilibrada, con mayor énfasis en el consumo y la acumulación que en dar, compartir y ahorrar, éstos son los años en que podemos cambiar nuestro estilo de vida, a fin de que otros puedan vivir bien. Si hemos descuidado el desarrollo del espíritu en aras de lo material, ahora tenemos tiempo para volver a pensar qué significa estar vivos, desbordar vida, amar la vida toda, 210
estar llenos de Dios. Éstos pueden ser los años en los que nuestro espíritu se eleve por encima de las ofensas del pasado y las viejas mezquindades y supere todos los arraigados prejuicios que nos han impedido enriquecer nuestra vida con amigos negros, morenos, amarillos, rojos y blancos. Con personas distintas de nosotros. Y cuya vida difiere de la nuestra. Y que tienen mucho que en señarnos sobre las múltiples formas que hay de vivir en este mundo. Si tenemos necesidad de repensar las viejas ideas que ahora tanto chocan con el mundo que nos rodea, si tenemos necesidad de repensar incluso nuestra concepción de Dios, ahora es el momento de ocuparnos de los verdaderos problemas de la vida. Problemas que no tienen nada que ver con el trabajo y el dinero, el prestigio y el estatus, la superioridad y la arrogancia. Es momento de preguntarnos qué legado vamos a dejar. Porque una cosa es segura: con independencia de que nosotros mismos pensemos o no mucho sobre ello, todo el mundo que nos conoce lo hará. Una carga de estos años es ceder a la idea de que nuestro crecimiento espiritual ya no es un asunto que deba preocuparnos, dejando así al mundo un legado marcado por la falta de compleción. Una bendición de estos años es que disponemos de tiempo para completar en nosotros lo que hemos descuidado estos últimos años, de modo que el legado que dejemos a los demás coincida con el pleno potencial que late en nuestro interior.
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ROBERT BROWNING SEAN camina unos tres kilómetros a diario y sigue escribiendo e investigando. Bill comienza su partida de golf a las seis cada mañana y luego, durante el resto del día, atiende a su trabajo de agente inmobiliario. Dick y su mujer, Willie, hacen un viaje a un lugar nuevo del mundo cada año y, entre viaje y viaje, realizan trabajos comunitarios. Treva sigue cuidando todos los días de enfermos encamados. Annie y Sophie nunca se pierden una partida de cartas. Mary Margaret hace acompañamiento espiritual en la cárcel. Bernie es una agente de pastoral de la salud que recorre kilómetros y kilómetros por los pasillos del hospital visitando enfermos y consolando a sus familiares, personas a las que nunca volverá a ver. Maureen, gestora financiera, acude a la oficina para ocuparse de cientos de miles de dólares de ingresos de un año fiscal a otro. Son un grupo impresionante. Hacen que el mundo funcione. Son el centro de sus familias, la voz de su época, la memoria de sus grupos. Su verdadera belleza consiste, no obstante, en que ninguno es un caso extraño. Su número es legión. Millones de personas exactamente iguales que ellos realizan actividades análogas todos los días. Y, como ellos, todos tienen edades comprendidas entre los setenta y los noventa años. Están sanos y son felices, permanecen despiertos y activos, llenos de vida y muy, pero muy productivos. Sin embargo, que nadie se llame a engaño: ellos -y, con el tiempo, todos nosotros - bajarán el ritmo antes de que termine su vida. Entonces vendrá el crepúsculo, ese espacio intermedio entre aquí y allí, ese tiempo intermedio entre la tierra y la eternidad, cuando comenzamos a estar más allí que aquí, cuando las preocupaciones de este mundo se van desvaneciendo y empezamos a concentrar nuestra atención en otro sitio. Lo cual no significa que este último periodo de la vida sea una época inactiva, un 213
tiempo sin sentido. En absoluto. Puede tratarse del tiempo que pasamos en la residencia, en el hospital, en la enfermería del complejo residencial, un tiempo durante el cual, localizados como rayos láser, vemos la vida - la nuestra y la de todos los demás - con una conciencia nueva y asombrosa. Empezamos a entender cosas que nunca antes habíamos contemplado, como el sentido del tiempo, la preeminencia de la belleza, el poder de una caricia. Luego, poco a poco, las antiguas preocupaciones principian a disiparse. Nada parece hoy tan importante como creíamos ayer. Ahora sabemos que todas esas cosas - todas esas cosas que, en su día, nos consumieron con sus exigencias - también dejarán de tenernos atrapados. Un buen día, también ellas desaparecerán en el caldero de la vida, fundiéndose en la nada. Hubo un tiempo en que entregamos nuestra vida a tales cosas y ahora apenas podemos recordar ya qué eran. Gritamos y nos inquietamos por ellas, rompimos amistades a causa de ellas y forjamos otras nuevas por la misma razón. Entregamos nuestra vida a lo que ahora sabemos que era muy poco importante. Ahora estamos en paz. La furia ha terminado, y la agonía ha comenzado. La vida ha hecho con nosotros todo lo que podía. Ahora todo ha terminado; sólo resta el final. Tenemos cosas más importantes en que pensar que aquellas que nos han consumido hasta ahora. Debemos sopesar más bien cómo decir adiós a quienes se niegan a aceptar que nos vamos. Hemos de determinar cómo vivir de esta manera nueva y tranquila. Tenemos que reunir suficiente energía en nosotros para hacernos presentes, al menos una última vez, a aquellos que vienen a hacérsenos presentes. Pero nuestra obra personal aún no está completa. El crepúsculo, como la totalidad del tiempo que lo ha precedido, no existe en vano. Tiene tareas y cargas propias que plantearnos, sutiles regalos que ofrecernos. El crepúsculo es tiempo para la confianza. Ahora ya nada está en nuestras manos. Hemos hecho buen uso de nuestros últimos años. Hemos vivido con toda la energía que teníamos. Y ahora debemos confiar en que el tiempo de la absoluta carencia de energía nos abre de una manera diferente a quienes nos rodean. Debemos confiar en los médicos que nos atienden y en nuestros cuidadores, debemos confiar en nuestra situación, en nuestro tránsito. Hemos de dejar que nos cuiden y esperar que las personas que lo hacen estén recibiendo algo de nosotros, igual que nosotros estamos recibiendo algo de ellos. Debemos armarnos de la paciencia que exige el dolor, requiere el respirar o nos viene impuesta por el horario de los demás. Debemos entregarnos al proceso de morir músculo 214
a músculo, instante tras instante. Ahora hay tiempo para una nueva clase de fortaleza, así como para la debilidad que la mina. Se requiere fortaleza para soportar bien aquello que nada podemos hacer por cambiar. Hay una fortaleza, una nueva clase de dignidad, que brota de sobrellevar bien la debilidad, de reír cuando - según criterios más prosaicos - no hay mucho de qué reír, de creer que la muerte es el tránsito natal a una nueva vida. Es hora de rendirnos a la aceptación. Quizá por primera vez en nuestra vida adulta, vamos a entrar en un periodo de absoluta dependencia. Se nos pide que aceptemos en vez de ofrecer resistencia, que acojamos en vez de preguntar, que creamos en vez de dudar. Todavía hay conversaciones que mantener. Ésta es nuestra última oportunidad de ser honestos, afectuosos, abiertos, agradecidos y pacientes... y adorables, cariñosos y queridos. Es hora de fundirnos con Dios. Las palabras que ahora nos vengan serán sinceras, esperanzadas. Este tiempo será la culminación del aprendizaje de todos los años anteriores. El velo que nos separa de la eternidad principiará a rasgarse, y nosotros comenzaremos a atravesarlo lentamente, dispuestos, abiertos, arrojados al corazón de Dios. Ahora sabemos que esta vida es un todo. La primera parte ha sido buena, muy buena. ¿Por qué dudar siquiera por un momento de que la segunda mitad no será menos? Ahora el Misterio está a punto de revelársenos. Ahora el tiempo se ha cumplido, ha terminado. Ahora no está sino comenzando.
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AGRADEZCO a todos los autores cuyas obras he citado en este libro tanto la precisión de sus investigaciones sobre el envejecimiento como su compromiso personal con una cuestión tan importante como ésta. Gracias a ellos y a quienes son como ellos, nuestra sociedad podrá beneficiarse como nunca hasta ahora de la experiencia, la creatividad y la sabiduría de los mayores. Me siento eternamente en deuda con las personas cuyo apoyo continuo a este proyecto ha aportado en todo momento orden y calidad a la estructura, el proceso de redacción y el aspecto del original. Esas personas son: Susan Doubet, OSB, quien ha preparado el texto y confirmado todas las referencias contenidas en la obra; Marlene Bertke, OSB, cuyo trabajo de corrección de pruebas ha sido impecable; y Maureen Tobin, OSB, cuya prolongada ayuda ha facilitado la coordinación de todas las facetas del proceso de redacción, haciéndolo posible. Muy en especial quiero dar las gracias a los lectores y lectoras cuya propia experiencia vital ha conferido orientación y profundidad a la obra. Estas personas, pertenecientes a distintos ámbitos de la vida, han comparado las ideas aquí formuladas con sus propias circunstancias y su trasfondo vital, contribuyendo de manera considerable a la configuración final del contenido. Entre esos lectores que han servido de «filtro» previo se cuentan: Helen Boyle, el reverendo Dr. Fred Burnham, la reverenda Dra. Joan Brown Campbell, Mary Delaney, el Dr. Jack Delaney, la Dra. Gail Grossman Freyne, Russ y Kathy Peace, la Dra. Sara Pitzer, Sue Pucker, Teresa Wilson y las mujeres de Pilgrim Place, así como mis propias hermanas benedictinas Carolyn GornyKopkowski. Mary Lou Kownacki, Rosanne Loneck, Anne McCarthy, Mary Miller y Ellen Porter. Por último, debo particular reconocimiento a Denise Robinson, antigua subsecretaria del Departamento de Mayores del estado de Pensilvania y, en la actualidad, miembro del Consejo sobre Tercera Edad de ese mismo estado. La competencia profesional de Denise, sus conocimientos y su actual compromiso con el tema han aportado un importante nivel de pericia y confirmación a la exactitud de los datos, así como a las ideas incluidas en el texto. En la medida en que no haya sabido dar respuesta a todas estas sugerencias y opiniones, soy la única responsable de las debilidades el texto que puedan deberse a tal negligencia. Sobre todo, estoy muy agradecida a los ancianos que han tenido y tienen presencia en mi vida, porque ellos me han ayudado a reconocer y valorar el papel que la generación de la sabiduría desempeña en la vida de todos nosotros.
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1. En el golf, zona de arena que constituye un obstáculo, una trampa, en el recorrido [N. del Traductor]. 2. McKinsey and Co., Nueva York, cf. www.harpers.org/HarpersIndex2006-10.html (consultado el 23 de enero de 2007). 3. Nancy R.HOOYMAN y H.Asuman KiYAK, Social Gerontology: A Multidisciplinary Perspective, Allyn and Beacon, Boston 20026, p. 28. 4. Cf. la Encuesta Nacional de Salud de Estados Unidos (National Health Interview Survey), accesible en www.cdc.gv/nchdata/nhis/carlyrelease/200509-12.pdf. 5. Ames HILLMAN, The Force of Character: And the Lasting Life, Random House/Ballantine Books, New York 1999, p. 17 [trad. cast.: La fuerza del carácter y la larga vida, Debate, Barcelona 20001. 6. Patricia Beattie JUNG, «Differences Among the Elderly: Who Is on the Road to Breman?», en [S.Hauerwas, C.B.Stomeking, K.G.Meador y D.Cloutier (eds.)] Growing Old in Christ, Wm. B.Eerdmans, Grand Rapids (MI) 2003, pp. 112-113. 7. Téngase presente que, en los Estados Unidos, la asistencia sanitaria no está garantizada por el Estado y, en la mayoría de los casos, ha de ser contratada de forma privada [N. del Traductor]. 9. Palmore, Crimmins, Saito e Ingegneri, en E.B.PALMORE, Ageism: Negative and Positive. 8. Soldo y Manton, en E.B.PALMORE, Ageism: Negative and Positive, 1990, en «Ageism», Universidad de California, Berkeley, www.socrates.berkeley.edu/aging/ModuleAgeism.html (consultado el 11 de febrero de 2007). 10. Palmore, en E.B.PALMORE, Ageism: Negative and Positive. 11. Poon, E.B.PALMORE, Ageism: Negative and Positive. 12. Gail SHEEHY, New Passages: Mapping Your Life Across Time, Random House/Ballantine Books, New York 1995, p. 373. 14.
www.archomaha.com/Pastoral/FamilyLifeOffice/AgingMinistries/ agingministries.html (consultado el 2 de febrero de 2007).
13. Nancy R.HoOYMAN y H.Asuman KIYAK, Social Gerontology, p. 19. 15. Nancy R.HOOYMAN y H.Asuman KiYAK, Social Gerontology, p. 19. 218
16. U.S.Department of Labor - Women's Bureau [Ministerio de Trabajo de los Estados Unidos, Oficina de la Mujer], enero de 2005. 17. George E.VAILLANT, M.D., Aging Well, Little, Brown, New York 2002, pp. 334336. 18. Daniel OKRENT, «Twilight of the Boomers»: Time, 12 de junio de 2000. 19. Los hasidim o hasideos son los miembros del hasidismo, un movimiento popular de mística judía surgido en el siglo xvü que se caracterizaba por un modelo ascético de vida, una estricta observancia de los mandamientos e intensas y llamativas manifestaciones extáticas de culto y oración. Opuesto inicialmente a la autoridad rabínica y a las prácticas judías tradicionales, al extenderse por Europa Oriental y, más tarde, por Estados Unidos, terminó siendo reconocido como parte del judaísmo ortodoxo [N. del Traductor]. 20. George E.VAILLANT, M.D., Aging Well, p. 213. 21. Nancy R.HOOYMAN y H.Asuman KiYAK, Social Gerontology, p. 153. 22. George E.VAILLANT, M.D., Aging Well, p. 246. 23. Encuesta Gallup de 2006, accesible en www.pollingreport.com (consultada el 23 de enero de 2007). 24. Encuesta de Associated Press de 2005, accesible en www.usatoday.com (consultada el 26 de enero de 2007). 25. A pesar de su nombre, las universidades que forman este grupo no son diez, sino once: Illinois, Indiana, Iowa, Michigan, Michigan State, Minnesota, Northwestern, Ohio State, Penn State, Purdue y Wisconsin. La vinculación responde básicamente a motivos deportivos: se trata de una especie de liga de centros con arraigada tradición deportiva y excelente prestigio académico [N. del Traductor]. 26. Esta expresión denota la creencia de que todos, o casi todos, los individuos pueden prosperar por su propia iniciativa y que la ayuda del gobierno debe reducirse a un mínimo. Aunque veces se aduce como caracterización de la cultura estadounidense, la expresión - acuñada, según parece, por el presidente Hoover, durante cuya presidencia ocurrió el crash bursátil de 1929 - se asocia más bien con los planteamientos políticos del Partido Republicano [N. del Traductor]. 27. Bill WALLACE, «McNamara Comes Clean About the Vietnam War»: San Francisco Chronicle, accesible en www.sfgate.com (consultado el 12 de febrero de 2007).
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28. Permítasenos recordar aquí un paralelismo tal vez iluminador: el Partido Pantera Negra, fundado en 1966 en Estados Unidos, cuyo objetivo era la promoción del «poder negro» (Black Power) y cuyos miembros eran conocidos como Black Panthers, las Panteras Negras [N. del Traductor]. 29. Population Profile of the United States [Perfil de la Población de Estados Unidos], U.S.Census Bureau 2000. 30. George E.VAILLANT, M.D., Aging Well, pp. 215-216.
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Índice Introducción: 1. Arrepentimiento 2. Sentido 3. Miedo 4. Prejuicios sobre la vejez 5. Alegría 6. Autoridad 7. Transformación 8. Novedad 9. Consecución de logros 10. Posibilidad 11. Adaptación 12. Culminación 13. Misterio 14. Relaciones 15. Narración de relatos 16. Desasimiento 17. Aprender 18. Religión 19. Libertad 20. Éxito 21. Tiempo 22. Sabiduría 23. Tristeza 24. Sueños 25. Limitaciones 26. Recogimiento 27. Productividad
15 23 28 33 39 44 49 54 59 64 69 73 79 84 89 94 98 102 108 113 118 122 127 132 136 140 145 150 221
28. Recuerdos 29. Futuro 30. Eterna juventud 31. Inmediatez 32. Nostalgia 33. Espiritualidad 34. Soledad 35. Perdón 36. Salir de uno mismo 37. El presente 38. Apreciación de la vida 39. Fe 40. Legado 41. Epílogo: el crepúsculo Agradecimientos
153 157 161 165 170 175 180 184 189 195 200 203 207 211 215
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