EL DISEÑO INTELIGENTE - VARIOS AUTORES

January 5, 2019 | Author: IMIDACLOPRID | Category: Intelligent Design, Ciencia, Theory, Atheism, Evolution
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VARIOS AUTORES

EL DISEÑO INTELIGENTE Edición Electrónica - Buenos Aires 2008 INDICE Denes Martos Introducción: Una Cuestion del Principio. Principio. Santiago Collado Gonzalez Ciencia y Trascendencia: Intelligent Design (*.pdf) Thomas Woodward  Afrontando el Reto de Darwin Michael Behe Hacia una Teoría del Diseño Inteligente Máquinas moleculares: apoyo experimental para la inferencia de diseño Darwin Bajo la Lupa William Dembski El Diseño Inteligente: una breve introducción Ciencia y Diseño Cómo Detectan el Diseño las Ciencias Naturales En Defensa del Diseño Inteligente Referencias y Bibliografía Mauricio Abdalla La Crisis Latente del Darwinismo (*.pdf) Maximo Sandin Dominguez La Transformación de la Evolución

DENES MARTOS

UNA CUESTION DEL PRINCIPIO

S

i hay un tema que recurrentemente nos ha preocupado desde siempre ése

es el de los orígenes. Desde que tomamos conciencia de que no siempre todo fue como hoy lo vemos; que hubo una época en la que no había ciudades, ni sembradíos, ni casas, ni siquiera seres humanos como los que hoy conocemos; la pregunta surge casi por sí misma: ¿Cómo comenzó todo? ¿De dónde salió

todo? ¿Cómo es que se formó esta pelota cósmica que llamamos Tierra y que da  vueltas alrededor de esa otra pelota cósmica incandescente que llamamos Sol, en compañía de aquellas otras pelotas que llamamos Planetas, constituyendo una especie de átomo gigantesco? Y, por extensión: ¿Cómo se formó el Universo? ¿Qué extensión tiene en realidad? ¿Cual es su destino? ¿“Terminará” en algún momento? ¿Tendrá un fin? ¿Tuvo un principio? Por si esto fuese poco, sobre esta misma pelota cósmica llamada Tierra observamos un fenómeno que sigue maravillándonos con su misterio a pesar de todos nuestros esfuerzos científicos por comprenderlo. Un fenómeno del cual nosotros mismos, los seres humanos, participamos pero que no nos es exclusivo. Vemos peces, plantas, animales, aves, flores, reptiles, insectos y  últimamente también sabemos de bacterias, virus, bacilos, microbios y toda una multitud de entes que llamamos “seres vivos” cuyo comportamiento se nos aparece como algo muy diferente de esos otros que encasillamos en el concepto de “mundo inanimado”. ¿De dónde salieron los seres vivos? ¿Cómo empezó eso que llamamos Vida? Pero, si hurgamos más en la cuestión, si vamos más allá de todo eso que al fin y  al cabo no es más que simple curiosidad cognitiva, la pregunta realmente difícil  y trascendental con la que inevitablemente terminamos chocando es otra. Porque tarde o temprano terminaremos preguntándonos: ¿y cual es el sentido, cual es el propósito de todo el Universo? ¿Es realmente tan sólo el resultado de materia y energía interactuando según ciertas leyes sin ningún propósito determinado? Y, si es así, ¿de dónde salieron esas leyes? ¿Por qué existen esas leyes en absoluto si no hay un propósito? ¿Por qué, si no hay un propósito, no existe también el más completo caos? Y, por el otro lado, si hay un propósito, si hay algo que está más allá de la materia, la energía y sus leyes: ¿cual es ése propósito? ¿De quién o de qué es ése propósito? En una palabra: ¿qué sentido tiene todo esto? Por supuesto, no pretendo haber descubierto estas preguntas. Nos vienen de la noche de los tiempos y existen probablemente desde que el primer ser humano se puso a razonar. Mucho menos pretenderé tener las respuestas. Pero pienso que, a veces, vale la pena plantearlas así, deliberada y claramente, aunque más no sea para tomar conciencia de la enorme magnitud de nuestra supina ignorancia. Y también para valorar con un poco más de respeto el enorme trabajo que muchas personas se han tomado y se están tomando para disminuirla. *.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.* Desde aproximadamente mediados del Siglo XIX hasta fines del XX, creímos que teníamos el problema – si bien no resuelto – al menos bien enfocado. De Darwin en adelante nos formamos la idea de una cosmogonía que dejaba de lado la noción de un Creador y ofrecía explicaciones basadas en la observación, la deducción y las hipótesis razonadas. Reconozcamos que había algunos

motivos para hacerlo. Durante siglos, la idea del Dios Creador funcionó, en muchos casos, como una especie de “tapahuecos”. Sirvió para cubrir nuestra propia ignorancia, ya sea con la afirmación dogmática de una Creación interpretada al pie de la letra del Génesis bíblico, ya sea con la simple afirmación del “porque así lo ha dispuesto la Divina Providencia”, cosa esta última no necesariamente falsa pero que en todo caso sólo conseguía dar razón de algo sin explicarlo realmente.  Así utilizada, la figura de un Creador resultaba en extremo cómoda: cada vez que no podíamos explicar algo, se lo adjudicábamos a Él y asunto terminado. No es nada extraño que muchos pensadores de verdadero calibre y de auténtica inquietud intelectual no se sintiesen demasiado satisfechos con el recurso. Usar a Dios para cubrir los huecos de nuestro propio conocimiento no deja de ser, después de todo, una forma de sacrilegio. Porque por ese camino – y como se fue demostrando con el progresivo avance del conocimiento científico – Dios se nos aleja cada vez más. Es casi un teorema de hierro: si (A) usamos a Dios para explicar lo que no sabemos y si, (B) al mismo tiempo investigamos y sabemos cada vez más, entonces (C) terminaremos necesitando a Dios para cada vez menos explicaciones y por consiguiente (D) en algún momento Dios se puede llegar a  volver superfluo. Con lo que caeríamos en la paradoja del creyente que se aleja cada vez más de Dios mientras más y mejor conoce su Creación. Pero también hay un camino inverso. Obedece al curioso fenómeno de que mientras más sabemos, mientras más conocemos, más nos damos cuenta de todo lo que todavía nos falta por saber. Es como si el conocimiento insistiese en revelarnos la dimensión de nuestra ignorancia. Y, además, la realidad del conocimiento en no pocos casos nos termina sorprendiendo: descubrimos cosas que ni en nuestros sueños más fantasiosos nos hubiéramos imaginado y nos topamos con relaciones, armonías, equilibrios, cadenas causales y  consecuenciales que van mucho más allá de cualquier previsión o intuición. Con lo que muchos científicos – sobre todo los que se dedican a lo más avanzado de las ciencias – están poco a poco manifestando muy serias dudas en cuanto a la probable aleatoriedad de muchos procesos naturales. Cada vez resuena más, el “¡esto no puede ser casualidad!” en las manifestaciones y en los escritos de  varios científicos de avanzada. Y esto, que más que duda cartesiana es una duda metafísica, está generando la inquietud de ensayar respuestas que hasta ahora, en parte fueron inicialmente descartadas y en parte no fueron siquiera consideradas como hipótesis. *.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.* Sucede que a la biología y a las ciencias naturales les está pasando lo que ya le pasó a buena parte de las ciencias exactas en el pasado reciente. Para los físicos del Siglo XII una roca era una roca y no había gran cosa para decir al respecto. Para los del Siglo XVIII ya era un objeto compuesto por varias sustancias

químicas. Y luego vino la teoría atómica, la teoría cuántica y varias otras teorías; con lo que la ciencia se sumergió en el mundo invisible de lo submolecular. El resultado es que las fronteras que otrora separaban prolijamente la química orgánica de la inorgánica y a toda la química de la física, se terminaron  borroneando primero y prácticamente desaparecieron al final. Hoy resultaría difícil – por no decir casi imposible – trazar una línea divisoria entre las distintas ramas de lo que ha terminado por ser la física. Lo infinitamente pequeño, ese átomo intuido por Demócrito hace unos dos mil trescientos años, terminó por derribar las paredes de todos los compartimentos que se creían estancos hace apenas trescientos o cuatrocientos años atrás. En las ciencias naturales está comenzando a suceder algo muy similar. En los tiempos de Darwin se llegaba hasta a la célula. Todo lo que sucedía dentro de la misma era un enigma con siete sellos para los biólogos del Siglo XIX. Con lo señala Michael Behe, para Darwin la célula era una “caja negra” de la que apenas si se conocía la existencia ignorándose todo lo referente a su complicadísimo funcionamiento interno que sólo desde hace algunas décadas hemos empezado a estudiar y comprender.  Al sumergirnos en el interior de la célula nos está pasando en biología lo mismo que nos sucedió en la física cuando nos metimos dentro de la molécula. Están apareciendo elementos antes insospechados: el ADN, el ARN, proteínas, procesos químicos, estructuras, cromosomas, genes, partículas submoleculares; la lista es larga. Y así como el conocimiento del átomo cambió para siempre nuestra concepción de la materia, el conocimiento microbiológico y bioquímico está cambiando, y probablemente cambiará para siempre, nuestra visión del mundo de los seres vivos. *.*.*.*.*.*.*.*.*.*.* No es de extrañar, pues, que la explicación darwiniana esté comenzando a ser puesta en tela de juicio. El castillo evolucionista está empezando a ser atacado desde varios ángulos, especialmente en los EE.UU. Aunque, para encuadrar  bien el panorama, quizás convenga analizar un poco las características del entorno científico norteamericano. Los norteamericanos insisten, probablemente con bastante mayor énfasis que otros pueblos, en separar estrictamente lo que consideran “ciencia” de lo que consideran “religión”. Mantienen en este sentido la herencia que les viene del protestantismo por un lado y del secularismo liberal por el otro. Para ellos la ciencia es ciencia, la religión es religión, y no es que ambas no pueden interrelacionarse sino que no deben hacerlo. Y la razón de ello es más de índole ideológico-política que estrictamente epistemológica. El razonamiento aplicado es aproximadamente el siguiente: puesto que hay y puede haber solamente una ciencia, y puesto que hay  varias religiones, el permitir los argumentos de cualquier religión en el ámbito científico implicaría discriminar

a los fieles de todas las demás religiones, lo cual está en contradicción con los principios de igualdad política y tolerancia religiosa oficialmente sustentados. El Estado demoliberal de cuño norteamericano está inspirado en un modelo en el cual el Estado no cree en nada y los ciudadanos pueden creer en cualquier cosa. Es un modelo surgido de las guerras de religión europeas donde, luego de inenarrables matanzas, al final se llegó a la conclusión de que la única manera de resolver el conflicto era declarando al Estado prescindente – lo cual equivale a decir indiferente – en materia religiosa. Sucede, sin embargo, que el modelo es hipócrita. Porque no es cierto que el Estado no cree en nada. El Estado demoliberal no cree – al menos oficialmente – en ninguna religión tradicional establecida. Pero cree firmemente en lo que se ha definido como “ciencia” y, dentro de este ámbito, el Estado cree luego en toda una serie de teorías, hipótesis e ideologías que en buena medida no son para nada verificables. En parte, y en lo que a los EE.UU. respecta, hay que reconocer que existe cierta racionalidad en esta postura. La misma se descubre cuando se analiza el dogma de varias sectas protestantes norteamericanas. Aunque a muchas personas en el resto del mundo les cueste creerlo, en los EE.UU. todavía existen quienes afirman que el mundo se creó en siete días exactos y que no tiene más de 5.000 años porque así lo dice la Biblia. Hay posturas que niegan lisa y llanamente todas nuestras cronologías geológicas y paleontológicas con el argumento de que los Textos Sagrados dicen otra cosa – o mejor dicho: la letra estricta de los  versículos del Texto Sagrado dice otra cosa. Esta interpretación, diría casi “materialmente” estricta del texto bíblico, es lo que en los EE.UU. se ha conocido genéricamente como creacionismo. Tiene sus variantes y sus matices, por supuesto, dependiendo del grado de “fundamentalismo” de las sectas, pero lo concreto es que no nos puede extrañar que se la quiera mantener fuera del ámbito científico y académico. Las razones son bastante obvias. Un mundo creado en 168 horas (o mejor dicho, en exactamente 144 porque al séptimo día el Creador descansó) y que con algo así como 5.000 años de antigüedad habría comenzado más o menos por la época de los sumerios o los egipcios; un mundo así es absolutamente incongruente con hasta lo más básico y elemental que nos dice nuestro conocimiento científico. Esta conjunción de argumentos ideológicos y teológicos de características dogmáticas mantiene embretada a la intelectualidad norteamericana en un dilema prácticamente insoluble: si se es científico entonces se debe ser ateo, y  por el contrario, si se es creyente entonces no se puede ser científico. A menos que se consienta en mantener la convicción religiosa en un ámbito “privado”, individual, particular, sin injerencia alguna en el área del conocimiento. El esquema, por supuesto, es tremendamente hipócrita porque es como decirle a los científicos: “Miren, pueden creer en Dios si les place; pero que no se note”. Para colmo y además de eso, incluso un vistazo por demás superficial a la literatura académica revela que, además, es también injusto y muy sesgado.

Porque a los científicos ateos no sólo les está permitido manifestar su ateismo en el ámbito científico sino que hasta se les permite vanagloriarse de un ateísmo militante y agresivo mientras que, por el otro lado, se exige de todo creyente que omita púdicamente cualquier referencia a la religión que profesa o a la creencia religiosa o metafísica en la que ha depositado su fe aun sin ser un creyente practicante. Los norteamericanos parece ser que todavía no han descubierto, o no quieren admitir, que un ateo no es más que un creyente que tiene fe en la inexistencia de Dios. Por si esto fuese poco, la hipocresía, además, viene por partida doble porque es inocultable que esta exclusión de la religiosidad no responde, en realidad, tan sólo al deseo – o a la conveniencia política práctica – de mantener la paz social entre las diferentes confesiones. La vía libre al materialismo ateo que se concede en forma simultánea, fomentando incluso su hegemonía casi dictatorial, armoniza bastante bien con las doctrinas políticas y las ideologías socioeconómicas que sustentan todo el sistema. No es solamente que el Estado se declara “prescindente” en materia religiosa. La verdad es que el Estado demoliberal tiene su propia religión secular y atea – o al menos agnóstica – en la que sus fieles creen con la misma, o mayor, intensidad que los fieles de otras confesiones religiosas. No es tan sólo que al Estado demoliberal no le interesa actuar de árbitro entre Dios, Jehová, Alá, Zeus o Júpiter. En realidad, no le interesa porque tiene a su propia Diosa Razón para adorar y un muy elaborado culto para imponer, basado en el materialismo metodológico. *.*.*.*.*.*.*.*.*.*.* No obstante, desde el último tercio del Siglo XX han surgido críticas al evolucionismo darwiniano que ya no provienen del “ creacionismo” sino directamente del ámbito científico y académico. La crítica ni siquiera viene siempre de un sector religioso en especial, ni tampoco de una disciplina científica en especial. Si bien es cierto que la mayoría de los críticos norteamericanos proviene del protestantismo, esto no es de extrañar dada la composición confesional de la población de dicho país. Así y todo, Michael Behe, por ejemplo, es católico y bioquímico. William Dembski es matemático y  protestante. Esta crítica, conocida en términos generales bajo el concepto identificatorio de diseño inteligente, se ha construido alrededor de un hecho que inquieta a los  biólogos: estamos descubriendo estructuras cada vez más complejas en el mundo vivo y, al menos algunas de ellas, resultan ser tan complejas que realmente cuesta mucho imaginar que hayan podido surgir mediante el proceso de cambios graduales más selección tal como lo postula el evolucionismo. Dentro de este contexto, Behe subraya el concepto de “ complejidad  irreductible” y Dembski complementa la idea con su tesis de la “ complejidad  especificada”. Lo que ambos quieren decir, con diferentes matices, es que

existen en la naturaleza estructuras muy complejas con componentes tan estrechamente interrelacionados que es prácticamente imposible suponerlas como resultado de la evolución gradual de sus partes constitutivas. Son estructuras que funcionan únicamente si todas esas partes están presentes y  dispuestas de determinado modo. Quitemos tan sólo una de ellas y la estructura se derrumba (siendo por ello irreductible) o deja completamente de cumplir con su función (porque está especificada para la misma). Lo que sucede es que, si hay en la naturaleza estructuras de esta clase, el gradualismo evolutivo de Darwin no se derrumba por completo como algunos se apresuran a sostener, pero queda limitado a un campo mucho más estrecho de lo que convencionalmente se admite. Si hay estructuras biológicas que no pueden ser explicadas por evolución gradual, entonces no queda más remedio que admitir que puede haber algo más allá de la evolución, aun dentro de la evolución misma. Si hay estructuras que no pudieron surgir por mutaciones y  selección, esto podría ser porque responden a un diseño y, puesto que son estructuras funcionales – esto es: que cumplen con alguna función especificada – este diseño sería inteligente. *.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*. La presentación de la teoría por Behe en 1996 ( Darwin’s Black Box = La Caja  Negra de Darwin) produjo una verdadera conmoción y una no menos intensa avalancha de críticas. A esto siguió Dembski en 2002 con No Free Lunch: Why  Specified Complexity Cannot Be Purchased without Intelligence (No Hay  Comida Gratis: Por qué la Complejidad Especificada no puede ser comprada sin inteligencia). Curiosa – pero también muy reveladoramente – la primer gran reacción a la teoría del diseño no fue la de analizar sus proposiciones y rebatirla en el plano de los conocimientos objetivos. La primer reacción de los científicos convencionales consistió en negarle categoría científica. “El diseño inteligente no es ciencia” fue, probablemente, el titular mediático más común y, de seguro, sigue siendo aun hoy el argumento más utilizado. Quizás esto merezca alguna reflexión. Por de pronto, revela una hegemonía de lo científico que quizás la ciencia no se merezca y que los verdaderos científicos quizás ni pretendan. La tesitura cientificista según la cual sólo lo científico es “serio” menosprecia de hecho – aunque no lo admita expresamente – todas las demás disciplinas y actividades del ser humano tales como la filosofía, el arte, la teología y buena parte de las humanísticas en general. El afirmar – implícita o explícitamente – que el conocimiento científico es “superior” a las demás formas de conocimiento constituye, como mínimo, un optimismo cientificista que la Historia de la Ciencia no avala demasiado bien. En realidad, no es hoy en día más que una de las tantas expresiones de soberbia del cientificismo materialista que se cree con

derecho a relegar al rincón de la mitología todas las demás expresiones del espíritu humano.  A esto, y especialmente en los EE.UU., se le agrega otro elemento: el educativo. Habiendo desterrado expresa y radicalmente la enseñanza religiosa del sistema educacional, cualquier teoría que pueda ser tachada de “religión” queda automáticamente excluida de las aulas. Buena parte de la virulencia de los ataques contra la teoría del diseño, tachándolo de “creacionismo religioso disfrazado de ciencia”, proviene del hecho que, de reconocérsele a esa teoría el status de ciencia, quedaría habilitada para formar parte de los programas de estudio. Y esto no sólo pondría en peligro los puestos académicos de algunos evolucionistas sino que, además, introduciría una peligrosa cuña en el materialismo metodológico actualmente vigente. Algo que, por razones ya más ideológicas que científicas, el establishment norteamericano (y no sólo el norteamericano) no está dispuesto a permitir.  Y por si esto fuese poco, habría que agregar todavía un tercer elemento. Desde que en el propio campo científico surgió la posibilidad de desafiar al evolucionismo – o al menos a parte de sus afirmaciones – el creacionismo corrió a aferrarse a esta nueva posibilidad y ha inundado el ambiente – en especial desde la Internet – con especulaciones disparatadas, vertidas en lenguaje pseudocientífico, que no resisten el menor análisis. Para colmo, sectas como la de los “cristianos renacidos” (born again christians) – a la que pertenece, por ejemplo, el propio presidente Bush – hasta manipulan ciertas palancas del Poder político para lograr el viejo objetivo soñado de introducir el creacionismo en el aparato educativo y utilizan para ello al diseño inteligente como caballo de Troya. Que todo esto no es científico ni tiene gran cosa que ver con la ciencia, es algo que difícilmente necesite ser demostrado. Pero, aun así, deberíamos admitir que una cosa es una teoría científica y otra cosa muy distinta es lo que las manipulaciones políticas e ideológicas son capaces, lamentablemente, de hacer con esa teoría científica. Al fin y al cabo, mirando con atención, se puede ver que al evolucionismo le sucede algo bastante similar; bien que en el otro extremo del espectro. *.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*  Así las cosas cabe la pregunta: ¿es el “diseño inteligente” realmente la última palabra de la ciencia? ¿Es una teoría capaz de suplantar por completo a la teoría de la evolución iniciada por Darwin? Después de haber dedicado bastante tiempo al estudio de la cuestión, yo diría que no. Más todavía: atendiendo a los expositores realmente serios del diseño inteligente, es obvio que ni siquiera pretenden negar in totto lo que hemos aprendido sobre la evolución en el mundo vivo. Todo lo que nos están diciendo es: “Señores, hay estructuras en el mundo vivo que no se explican

satisfactoriamente por medio de cambios aleatorios posteriormente seleccionados y que, en términos de probabilidades, es altamente improbable que hayan surgido por medio de un proceso de cambios graduales.” Estas estructuras – puntualmente ellas y no la totalidad del mundo vivo – no encajan en lo que nos dice la teoría de la evolución. Estas estructuras son irreductiblemente complejas y su complejidad es especificada. Estas estructuras sugieren un diseño. Y, por supuesto – sería perfectamente hipócrita negarlo – la existencia de un diseño apunta a un Diseñador. Entendida tal como está realmente planteada – y no como la utilizan tendenciosamente algunas sectas – la teoría del diseño inteligente es interesante. Y, como Dembski mismo señala, lo importante a esta altura de nuestros conocimientos no es establecer si los teóricos del diseño inteligente tienen razón, sino considerar la posibilidad de que podrían tener razón. El diseño inteligente es una teoría. Al igual que la teoría de la evolución. Es una teoría derivada de hechos y con hipótesis construidas sobre hechos o, al menos, inferidas de hechos con la intención de explicarlos. Si no es “científica” entonces la teoría neodarwinista tampoco lo es. Si presenta lagunas e inconsistencias – al igual que la teoría de Darwin – será cuestión de investigar y trabajar para salvarlas y resolverlas. O, eventualmente, suplantar a esa teoría por otra que se adecue mejor a lo que conocemos del mundo de los seres vivos. De cualquier manera que sea, se me ocurre que frente a la teoría del diseño inteligente podría haber actitudes un poco más inteligentes que la de barrer todo bajo la alfombra con el argumento – para colmo bastante falaz – de que “eso no es ciencia sino religión”. Quizás, así como en los últimos siglos la teología pudo aprender bastante de la ciencia, en los próximos siglos podría ser la ciencia la que aprenda algo de la teología. De cualquier manera que sea, el insistir en la compartimentación de nuestro pensamiento y de nuestros conocimientos en cajones cerrados e incomunicados decididamente no me parece una buena idea.  Admitiendo que todos podemos aprender algo de otras disciplinas y aun de teorías que desafían a la nuestra, quizás nos aproximemos un poco a la posibilidad de saber un poco más sobre cómo comenzó todo esto y quizás hasta de por qué comenzó en absoluto. No es una cuestión de ciencia o religión. Es una cuestión del principio. Del principio de todo.

Denes Martos, Marzo 2008 

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